Salvador Benesdra - El Camino Total

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Salvador Benesdra

El Camino Total Técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio

Prólogo de Fabián Casas

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Benesdra, Salvador El Camino Total : técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio . - 1a ed. Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2012. 352 p. ; 22x14 cm. ISBN 978-987-1673-69-8 1. Ensayo Sociológico. I. Título. CDD 301

© 2012, Herederos de Salvador Benesdra © 2012, Eterna Cadencia s.r.l. Primera edición: octubre de 2012 Publicado por Eterna Cadencia Editora Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires [email protected] www.eternacadencia.com ISBN 978-987-1673-69-8 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico o electrónico, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

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Prólogo

El teatro de operaciones mentales de Salvador Benesdra

En el 98 pasé cuatro meses en los Estados Unidos en un programa de escritura en Iowa City. Yo tenía y tengo un inglés muy básico. Cuando llegué al aeropuerto me fue a buscar un farmer, con overol, en una camioneta. Me pareció que me hablaba en vikingo. Igual trataba de devolverle sus frases como cuando uno juega contra esos japoneses campeones de pingpong. Me habían dicho que en Iowa primero iba a hacer mucho calor y después mucho frío. Llevaba pocas cosas en el equipaje. Un abrigo, algunas bermudas, unas sandalias. Y tres libros en español. Los años salvajes de la filosofía, de Rüdiger Safransky, que es una biografía de Schopenhauer y un fresco de época, Muerte a crédito, de Lois Ferdinand Celine traducido por Néstor Sánchez, y El traductor, de Salvador Benesdra. Pocas veces uno acierta tanto en la elección de los libros para llevarse y leer. Los tres eran geniales y, de alguna manera, complementarios. No se pisaban, no se opacaban. Era como si corrieran una posta, cada uno expandía más y más el cono de percepción sobre lo desconocido que el otro le llevaba hasta su punto de encuentro. Hace poco, en una cena, un gran escritor me dijo que el libro de Celine estaba pésimamente traducido por Sánchez. El escritor en cuestión

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objetaba ciertos problemas en la traducción del pasado compuesto o no sé qué. Me dijo que leyó tres páginas de la traducción y la abandonó. A mí me pareció un gesto pedante y esnob. Pienso que si ese libro de Celine está mal traducido, entonces es el mejor libro de Néstor Sánchez y uno de los mejores de la literatura argentina. Con Salvador Benesdra el caso es diferente. El gran escritor no lo había leído, no podía opinar. Y lo cierto es que salvo pocos lectores su libro no recibió el reconocimiento que se merece. Hay libros inmensos que no parecen despertar un interés acorde a su materia. La gente mira para otro lado, como hicieron los que vieron llegar al enorme caballo de madera en Troya. Salvador Benesdra es un escritor genial y monstruoso. El traductor es la obra del genio y El Camino Total, libro que acá se presenta, es la obra del monstruo. Pero vayamos por parte. El traductor estaba entre mi equipaje de Estados Unidos porque varios de mis amigos habían trabajado como lectores para el premio Planeta de 1995, donde el libro fue finalista pero no ganó. Todos ellos me decían que habían leído una novela extraordinaria y se sintieron frustrados cuando el jurado no la eligió para darle los cuarenta mil pesos que en ese entonces eran cuarenta mil dólares. La novela de Benesdra se publicó finalmente por Ediciones de la Flor en una edición paga por subsidios y plata de sus familiares con el autor ya muerto por su propia voluntad. Salvador Benesdra se había tirado desde el balcón de su departamento de la calle Solís. Lo cierto es que hasta ese entonces la única obra terminada de Benesdra –El traductor– era considerada por los jurados de premios literarios, directores editoriales y agentes literarios, como de poco futuro en el mercado. El mercado viene a ser, entonces, eso que priva a los posibles lectores de tener en sus manos una obra maestra. Es como un anticonceptivo literario. Mucho tiempo después, con esta edición de De la Flor agotada o

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cansada, es una editorial independiente –Eterna Cadencia– la que decide hacerle trampas al mercado y publicar no solo El traductor sino también El Camino Total, libro de autoayuda que dejó inédito Benesdra al morir. Parecen haber tomado la posta de una hermosa nota que escribió Raquel Garzón en el suplemento de cultura de Clarín en el 2002 instando a hacer correr la voz sobre esta obra intensa. Todos tuvimos amigos terribles. Son esos que no nos convienen y que nuestros padres desaconsejan. El trecho que uno recorre con el amigo terrible, por más breve que sea, es vertical, profundo y nos deja una cuota de experiencia intensa en nuestras vidas. Con los libros de Benesdra pasa lo mismo. Cuando finalmente se publicó El traductor, y se pudo leer, circuló la noticia de que el autor había dejado inédito un libro de autoayuda, El Camino Total. El guionista que rige nuestros destinos no se ahorra ironías. ¿Cómo puede escribir un libro de autoayuda un hombre que termina suicidándose? Pero ¿no es acaso la filosofía afirmativa de Gilles Deleuze, quien una vez enfermo terminó también tirándose al vacío, una muestra cabal de que una cosa no quita a la otra? ¿No dice Zaratustra que aún con sus cadenas puestas puede ayudar a que otros se liberen? El traductor, libro terrible de Benesdra, culmina con un nacimiento, con un final lírico, esperanzador. El Camino Total termina fuera del libro, con un salto al vacío. Pero las ideas de El Camino Total, sus primeros esbozos, fueron simultáneos a la escritura de El traductor. Salvador escribe en alguna de sus cartas que “hacia fines del 94, basado en mis investigaciones en psicobiología, en los últimos resultados en la neurobiología y de la neuroendrocrinología… en parte como fruto de esas propias lecturas y en parte de mi propia experiencia en la vida y mi conocimiento de los métodos de concentración mental de las artes marciales japonesas (budismo zen)”, comienza a pensar la organización

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de las primeras ideas e inicia en marzo del 95 la escritura final de El Camino Total, que concluye en octubre. Como le pasó con El traductor, la nueva obra ya con el subtítulo demencial “Técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio” fue presentada a varias editoriales, entre ellas Planeta, Kier, Vergara y Atlántida, y fue rechazada de forma unánime ya que, según consignaban los editores a Salvador: “Tiene un nivel demasiado elevado para lo que es el mercado de autoayuda”. Salvador Benesdra había sufrido durante su vida alucinaciones, paranoias, brotes. Hablaba muchas lenguas y tenía una inteligencia extrema. Demasiadas cosas. El Camino Total es su intento por lograr una propedeútica que le sirviera para poder vivir mejor, para lograr cierto equilibrio emocional: “En el libro expongo diversas técnicas que yo he usado exitosamente para mejorar mi rendimiento en distintas actividades físicas o intelectuales o para enfrentar las crisis más grandes que pueda depararle a uno la vida. Esas técnicas no tienen nada que ver con las que suelen recomendarse en los libros de autoayuda. Están basadas en los recientes descubrimientos sobre los modos de funcionamiento de ambos hemisferios cerebrales y unos pocos elementos extraídos del zen, pero modificados radicalmente por mí”. Salvador quería incluir en el libro un par de ilustraciones del cerebro que no alcanzó a preparar. Acá hay varias cosas para decir. La obra se escribe para que la vida no se volatilice en la futilidad de la existencia que a veces es intolerable. También –como pasa con ciertos dueños con sus perros o matrimonios muy largos– la vida y la obra se parecen. Samuel Beckett termina en un asilo de ancianos, murmurando alucinaciones, como Malone. Benesdra, poco antes de suicidarse, había intentado empezar una nueva novela cuyo título, increíble, era Puntería. Quería que fuera una novela con una escritura antilírica, a diferencia de El traductor y sin dudas en

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el registro de El Camino Total. Porque en este desesperado teatro de operaciones mentales, ya está el germen de ese nuevo lenguaje. Como todos los grandes escritores, Salvador Benesdra escribía en contra de su habilidad. Poco antes de morir, decía Salvador en una carta que en la nueva novela “el lenguaje buscará imitar la velocidad de la cultura massmediática. Espero no incluir una sola frase de tono lírico, como las que componen casi todo El traductor”. En la nota mencionada de Raquel Garzón, se incluía un fragmento de esos bosquejos o plan de novela: “Estamos en un tiempo indefinido de un futuro cercano, en una Buenos Aires donde el índice de desocupación se estabilizó definitivamente en torno del 30%”. Y agrega: “Un canal de tv recoge un hecho curioso: un empleado de una gran compañía nacional (los dueños deben vivir aquí) asesina en el parking de la empresa al propietario que acaba de despedirlo. La noticia pasa un solo día por la pantalla. Al día siguiente un directivo del canal advierte a la gente del noticiero que no juegue con fuego: en ee.uu. fueron asesinados en 1993-1994 unos 700 patrones por empleados resentidos con ellos por diversos motivos (dato real)”. ¿Cómo funcionó la escritura de El Camino Total de nexo entre El traductor y lo que se venía? Difícil saberlo sin tener para leer más entradas de esa novela casi no escrita a excepción de cuatro entradas en un cuaderno. Mientras leía el libro de autoayuda de Benesdra, también leía un interesante libro de ensayos de Alan Pauls. En uno de sus escritos Pauls, para hablar del cine fantasmal de David Lynch, citaba el comienzo de un breve apunte de Borges –“Sobre el doblaje”– donde este iniciaba una teoría del Monstruo. El comienzo es así: “Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabeza de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del siglo ii, la Trinidad, en

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la que inextricablemente se articulan el Padre, el hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y cuatro alas, pero sin cara ni ojos, los geómetras del siglo xix, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que encierra un número infinito de cubos y que está limitada por ocho cubos y por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico, por obra de un maligno artificio que se llama doblaje, propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonéticas?”. Lo monstruoso siempre da cuenta de una anomalía. Es algo que resalta y que no se ajusta a las normas. El Camino Total es monstruoso porque cuando uno lo empieza a leer, siente un rechazo inmediato pero a la vez una gran fascinación, como mirar a un ser de dos cabezas. Y estas dos sensaciones, como suele ocurrir en el pensamiento oriental sin problemas, se dan a la vez. Por un lado, el libro drena una gran información y puede funcionar como divulgador de los libros que cita, El budismo zen, los ensayos de D.T. Suzuki, los trabajos de Tomio Hirai o Zen en el arte del tiro con arco del alemán Eugen Herrigel. Y por otro, es un escrito serio, personal, normativo, que se corre de todo, volviéndose excéntrico e indefinible. La escritura es poderosa, apretada. El pensamiento se vuelve denso, casi fantástico. Recuerdo que Benesdra en El traductor se inventaba a un filósofo de derecha (posiblemente inspirado en el brillante politólogo y compañero de trabajo suyo en Página/12 Claudio Uriarte) al que traducía y con el que peleaba. Los fragmentos de Brockner eran convincentes, notables, no parecían ficcionalizados sino que uno pensaba que se trataba de citas de alguien real. El Camino Total tiene algo de eso. Parece una metaficción que Benesdra podría haber utilizado dentro de Puntería, la nove-

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la inconclusa. Y uno no puede dejar de leerlo también como un apéndice de El traductor. Pero acá, volviendo a Borges, señalado por Pauls, no se trata de doblaje, donde la voz no se encastra perfecta con la actriz que la emite, acá la voz es una sola, pero sigue mostrando una otredad fantasmal. Dar cuenta de El Camino Total, tratar de ordenarlo y presentarlo para una posible lectura productiva es tan difícil como sanear el riachuelo. ¿Y acaso no es el riachuelo un lugar monstruoso que repele y fascina a la vez? Recuerdo una tarde en una casa suburbana de Ramos Mejía. El Indio Solari, que entonces vivía ahí, me dijo que su ambición estética y ética era “atrapar la vida en un puño” como en el zen. Salvador Benesdra es un Buda que no se puede quedar quieto meditando bajo el árbol sagrado para evitar el sufrimiento. Piensa, como Arthur Schopenhauer, “que la vida es un asunto horrible y que va a dedicar la suya a meditar este tema”. De esta manera, resulta que la vida atrapada en un puño del zen se dirige a la mandíbula del lector con una eficacia total. Y nos despierta a una técnica de lucidez extrema, que propone caminar paso a paso, por el dolor, para poder soportarlo, buscando la habilidad del faquir. Schopenhauer, Celine, Benesdra: tres maestros que saben escribir mientras las papas queman. Fabián Casas, Castello di Fosdinovo, 13 de julio de 2012.

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Introducción

Los libros de autoayuda se han convertido en los últimos años en un rubro maduro del mercado editorial, con un número de publicaciones tan impresionante que forzosamente incluye todos los niveles imaginables de calidad y utilidad, desde la perfección en el género hasta la ramplonería más desvergonzada y prescindible. Como los consejos de un buen amigo, todos esos libros pueden prestar un servicio apreciable a quien los toma a beneficio de inventario y sabe escoger pragmáticamente los aspectos más indicados para su caso y desechar el resto. Pero ocurre que hacer esa selección utilitaria suele no ser tan fácil como parece a primera vista. En primer lugar, porque las personas que de verdad están pasando por una crisis suficientemente profunda como para moverlas a buscar la ayuda de una palabra ajena difícilmente puedan ponerse a seleccionar minuciosamente los costados de la tabla de salvación a los que habrán de aferrarse para salir del remolino que los está tragando. Y como la tabla no está hecha a medida para cada persona, si uno trata de tomarla por todos los costados a la vez es probable que no cese de resbalar y sufra en sus intentos de aprovechamiento de la ayuda una frustración no muy distinta de aquellas que lo han sumido en la crisis.

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Exactamente como muchos pacientes viven la psicoterapia de un modo tremendamente frustrante y fracasan en su “cura” como están fracasando en su vida. En segundo lugar, porque los propios libros de autoayuda, aun los mejores, suelen estar concebidos de una manera paradójicamente dogmática, unitaria y, a veces, hasta “totalitaria”, con perdón de la hipérbole, y caen a menudo, pese a todas las promesas en contrario, en la actitud de “todo o nada”, “tómalo o déjalo”. Aunque reniegan de los sistemas filosóficos, privilegian alguno o promueven en cambio alguna “actitud” específica ante la vida, que no siempre es la que uno está dispuesto a adoptar, al menos en determinado momento, o aun en determinado día. Este libro parte de la convicción contraria: cualquier sistema filosófico o actitud de vida es compatible con la plena salud física y mental y con la eficiencia máxima en el aprovechamiento de la propia vida. Es sabido que Schopenhauer fue el mayor pesimista de todos los tiempos. No por ello vivió una vida infeliz o breve. A los 72 años, satisfecho y rodeado de fama, murió de muerte natural, no por propia mano como su sistema filosófico habría aconsejado, y dejó una obra extensa y fecunda. Nihilismo, pesimismo o resignación filosófica no tienen por qué producir depresión o inhibir de cualquier manera que sea la capacidad de acción o la creatividad de quienes los promueven. Eso no significa que “pensar en positivo”, tener un actitud “positiva”, esperar siempre lo mejor y no dejarse turbar por pesimismos y malos presagios no pueda ser útil. A menudo lo es. Y también es cierto que en determinadas circunstancias puede obrar pequeños milagros en la vida de uno. Pero eso no convierte al “pensamiento positivo” en un sistema válido para todas las circunstancias y personas. Más bien al contrario. Para muchas personas, la actitud diametralmente opuesta, el “pensar en negativo”, el pesimismo

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íntimo a ultranza, puede ser infinitamente más útil y eficaz para sobrellevar andanadas desafortunadas del destino, y para realizar cosas, mientras que el mero intento de “pensar en positivo” puede tener resultados tremendamente negativos, sea porque resulte en determinada circunstancia inaccesible y por ende frustrante planteárselo como modelo de actitud, sea porque genere expectativas infundadas que luego revierten en decepción deprimente al no materializarse. Muchas personas solo están en condiciones de conseguir cosas si se resignan de antemano a no alcanzarlas y si emprenden la persecución de esas metas por mera inercia, por una vaga o autoimpuesta sensación del deber, o, en un extremo opuesto, como mero juego o prueba. La frase “lo intenté sin la menor esperanza de lograrlo” es oída con tanta frecuencia que exime de mayores comentarios. Y debe tenerse en cuenta que casi siempre va seguida de la asombrada constatación: “¡Y sin embargo lo logré!”. Lo que no siempre se reconoce es que en muchos de esos casos hubiera bastado que la persona tuviera la esperanza de lograrlo, para que se produjera el fracaso por la ansiedad que se desata en alguien demasiado necesitado de determinada cosa cuando siente que está por alcanzarla y sabe que puede escapársele a último momento. Del mismo modo, no hay frase más usada en un libro de autoayuda que el famoso “no se desanime”, lo que es el colmo de la paradoja, ya que ninguna persona que esté en condiciones de seguir ese precepto leería un libro de autoayuda. Pero además ese precepto tiene el mismo defecto que cualquier otro cuando se lo toma como valor absoluto, recomendable en cualquier ocasión. Hay ocasiones en que el desánimo puede ser útil, creativo, e incluso imprescindible. Todos han visto alguna vez una película o leído algún libro sobre cualquiera de los grandes místicos de la historia. En las biografías de todos esos hombres, sin siquiera una sola excepción,

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el momento culminante de sus experiencias, de su aprendizaje y de su creación es el que se inicia con la decepción, la desesperanza y el desánimo, y se prolonga en el esfuerzo inmediatamente posterior para seguir adelante tras ese derrumbe interior. Si Buda no hubiera conocido la desesperanza de salir del palacio de su padre, si Jesús no hubiese pronunciado el “Señor, ¿por qué me has abandonado?”, si Mahoma no se hubiera retirado a meditar su desconcierto a la montaña, ninguna de sus religiones habría nacido. También hombres menos ambiciosos que no soñaron con cambiar el mundo sino tan solo con hacer su modesta contribución a la ciencia o al arte narran con una regularidad asombrosa cómo las grandes ideas que resumen todos sus aportes novedosos al conocimiento solo les surgieron luego de que algún desánimo devastador les hizo abandonar los senderos intelectuales infructuosos que venían siguiendo hasta entonces y los obligó a veces a años de alejamiento de los problemas que no podían resolver con sus métodos habituales. Por último, una tesis común a las psicoterapias y a los libros de autoayuda es que la autoestima es importante para poder hacer cosas y ser feliz. Sin duda, los momentos en que uno se siente útil o importante, y se valora a sí mismo en el mismo nivel o por encima de los demás son maravillosos y a veces fructíferos. Pero no siempre la autoestima es útil. Muchas veces puede ser incluso la causa principal de los fracasos de uno, y eso en nada cambia porque se diga que en esos casos se trata de una autoestima hipertrofiada que viene a compensar la carencia inconsciente de una verdadera autovaloración positiva. Además existe otra cuestión previa: aun si se piensa que la autoestima es crucial para el éxito o la felicidad, nada prueba que en los adultos la forma de reforzarla sea el aliento, es decir, el estímulo positivo de naturaleza verbal o afectiva, como sin duda lo es en los niños. Baste tener en cuenta que en un adulto

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seriamente golpeado en su autoestima el aliento es casi invariablemente decodificado en forma invertida: la persona siente que no confían en ella y no la valoran si la alientan de manera tan explícita que la hacen sentir como un niño. La forma más terrible que tiene un jefe o un patrón de humillar a un empleado es elogiarlo generosamente pero mantenerlo marginado de cualquier ascenso o progreso salarial, porque así la infantilización llega a su extremo. El adulto tiene más en cuenta los hechos que las palabras. Y un varón se sentirá probablemente más golpeado al recibir un no de una mujer si esta acompaña ese rechazo con un exuberante elogio de las cualidades del aspirante, que termina de ese modo siendo ubicado en el lugar de un lobo sin dientes, un buen tipo que no seduce. Que el tema no es tan simple como suele afirmarse lo prueba el hecho de que cuando algunas empresas modernas buscan fortalecer el carácter y la seguridad de los empleados a quienes de verdad quieren promover usan a veces formas de entrenamiento al estilo de los cursos de supervivencia que suelen no tener nada que ver con el estímulo positivo y el frotamiento del ego, y que en ocasiones incluyen la práctica de la humillación y la autodenigración, y todas las técnicas psicológicas llamadas de “inoculación de estrés”, en referencia a la inoculación viral con la que las vacunas inmunizan al organismo contra las enfermedades. Prácticas denigratorias de ese estilo forman a veces el núcleo principal de ciertos cursos de perfeccionamiento de los empleados que están destinados a ocupar los puestos más altos en las empresas de Japón, uso que se ha extendido también a otros países de Europa y ee.uu. Quienes se someten a esas prácticas no lo hacen porque tengan una inclinación masoquista mayor que el hombre occidental común y corriente, ni porque tengan espíritu de sometidos. Lo hacen por razones bien tangibles: el ascenso prometido o recién obtenido o el aumento salarial. Pero se trata justamente del

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tipo de estímulo real y nada verbal que ningún frotamiento del ego, ninguna felicitación y ningún pensamiento positivo pueden reemplazar. Todo esto no quiere decir que cada uno de los caballitos de batalla de los libros de autoayuda que se han enumerado hasta ahora no puedan ser útiles, usados en el momento y la forma oportunos. Simplemente significa que ninguna de las formas de ayuda que se pueden imaginar deben considerarse como valores absolutos, que deban incorporarse en una “actitud positiva permanente” o cosa por el estilo. Este libro expone una serie de técnicas que no apuntan a disponerlo a uno de una manera determinada, ni positiva ni negativa, ni egoísta ni altruista, ni egocéntrica ni modesta, ante la vida. Usted puede ser un creyente pesimista, y pensar como San Agustín que el hombre es un ser inherentemente malo y perverso, que requiere de una Iglesia autoritaria que le señale constantemente el camino de la virtud. O ser ateo y optimista, y pensar como Rousseau y Marx que el hombre trae lo mejor de sí al mundo y solo las estructuras sociales lo frustran o corrompen. Pero seguramente ninguno de sus problemas proviene principalmente de su adscripción a alguna de esas creencias, lo que usted mismo puede comprobar fácilmente buscando en su entorno o en la historia casos de gente que tiene la misma ideología o actitud de vida que usted y sin embargo se las arregla en la vida de un modo que usted considera mejor que el suyo. Por eso este libro no incursiona en consideraciones ideológicas ni éticas, que son demasiado importantes para ser tratadas de soslayo so pretexto de exponer un método técnico. Las técnicas expuestas aquí pueden considerarse como un método global de autoayuda o usarse cada una por separado. El lector que conozca la bioenergética encontrará en ellas algunas similitudes sugestivas. Pero su fuente de inspiración principal es el budismo zen, tal como se lo usa y se lo usó du-

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rante siglos en Japón para el aprendizaje de casi todas las artes, desde las marciales, hasta las de la ornamentación floral o la pintura. Más de un maestro zen se indignaría sin embargo de ver invocado el nombre de la magna doctrina en un contexto utilitario reñido en tantos aspectos con el zen como es este libro. Y haría bien en indignarse: esto no es zen. En muchos aspectos es incluso, de manera explícita, antizen. Es antizen en primer lugar, por el hecho de que este libro desaconseja el zazen, es decir, la meditación marginada de la acción que el adepto del zen realiza sentado en posición de loto, con las piernas cruzadas como un Buda. Pero es antizen además, porque el zen es al fin y al cabo una doctrina, por más heterodoxa que se vea a sí misma, por más rebelde y capaz que sea de renegar de sí misma y hasta de Buda. En cambio, el principio que rigió la creación de este método es el del utilitarismo más feroz, capaz de servirse de cualquier doctrina y obligado por lo tanto a no casarse con ninguna. El libro desaconseja en realidad no solo el zazen, sino cualquier tipo de ejercitación de las técnicas de autoayuda –incluidas las del Camino Total– fuera de los contextos reales de la vida. Esto por razones cuya explicación se la dejamos a un experto en meditación, Jack Kornfield, un psicólogo norteamericano graduado en estudios orientales y en idioma chino, que pasó buena parte de su vida como monje ordenado en monasterios de la India, Sri Lanka e Indochina: Otra dificultad al salir de los retiros espirituales o después de una poderosa práctica interior surge para aquellos que descubren que han empleado la práctica como una forma de huida, como un modo de negación o supresión de su vida. Muchos estudiantes han usado la meditación no solo para descubrir los ámbitos interiores y hallar el equilibrio interior sino también para huir. Como tememos al mundo, tememos

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vivir plenamente, tememos las relaciones, tememos el trabajo o tememos algún aspecto de lo que significa estar vivo en el cuerpo físico, corremos a la meditación. Todo el que ha practicado por un tiempo probablemente haya visto algún elemento por el estilo en su propio corazón y mente.

La meditación fue creada para mejorar la capacidad de concentración y poder encarar mejor la vida. Pero cuanto más se ahonda en ella unilateralmente, crece el contraste con la vida. O según Kornfield: Concentrarse tan plenamente produce una interrupción temporaria de los temores y las preocupaciones y suprime deseos y planes, pero cuando salimos de ese estado de paz vuelven a presentarse de inmediato las preocupaciones.

De hecho, el psiquiatra japonés Tomio Hirai, que encabezó desde los años 60 las investigaciones destinadas a indagar con métodos experimentales –primordialmente mediante electroencefalografía– las características objetivas de la meditación zen (zazen), llegó a conclusiones paradójicas. Por un lado descubrió el carácter particular y relativamente mensurable de los estados cerebrales inducidos por el zazen, su especificidad en contraposición con los generados por el yoga y la hipnosis, y su afinidad con las disposiciones que pueden considerarse como más favorables a la salud y a la actividad creadora (niveles óptimos de calma, alerta, relajación, percepción interna y externa). Pero al mismo tiempo detectó la inutilidad a todo fin terapéutico de la práctica zazen tal como se efectúa en los templos (los dojos), y tal como la defienden todos los adalides del zen en Occidente. En sus palabras: “Si bien no creo que la meditación zazen pueda resultar perjudicial en modo alguno, sí estoy convencido de que los métodos tradicionales

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de aprendizaje del zen no surten efectos terapéuticos. Para que pueda emplearse el zen como tratamiento, será necesario modificar los métodos de aprendizaje del zazen. Y en la actualidad, no se está realizando esfuerzo alguno en este sentido.” (La meditación zen como terapia, Editorial Ibis, p. 157. Por supuesto la edición original lleva un título distinto, menos engañoso: Zen meditation and Psychoterapy). Hirai se encargó él mismo de crear uno de esos métodos nuevos que deseaba, extrayendo completamente del contexto del templo y del zazen el método zen de concentración en la respiración (susokukan) y aplicándolo con fines terapéuticos y mucho éxito a las neurosis de angustia, pero con resultados escasos o nulos en los casos de histeria o depresión. Pero en este libro se desaconseja no solo la meditación sino cualquier ejercitación fuera del contexto del quehacer cotidiano por un motivo aún más importante: una de las principales cosas que aquí se buscan es ayudar a enfrentar la angustia y la depresión que generan las crisis profundas mediante el artilugio de tomar provisoriamente todas las actividades reales de la vida como mero campo de ejercitación. Todas significa todas. Desde el trabajo hasta el deporte, desde el aprendizaje de un oficio hasta el esparcimiento, desde el pago de facturas o la ordalía de los trámites burocráticos hasta las faenas hogareñas o las interacciones familiares y humanas en general. Privarse drásticamente de la posibilidad de una “ejercitación” artificial en el vacío lo predispone a uno a estar al acecho de la dificultades reales, a esperarlas casi con deseo, como únicas oportunidades de poner en práctica las técnicas sugeridas. Se busca eliminar así toda barrera entre ejercitación y práctica real, porque en ningún campo como en la propia vida se comprueba que existe una distancia insalvable entre las aptitudes que se requieren en toda prueba real y aquellas que se entrenan en una prueba simulada, en un “ejercicio”. De lo

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que se trata, en fin, es de controlar la ansiedad que cualquier tarea desata cuando uno está en crisis, vaciando lo más posible de sentido esa tarea y encarándola como una mera ocasión para ejercitar una técnica, para entrenar una resistencia, para adquirir una habilidad, la habilidad del faquir. Un faquir que no se recuesta sobre un lecho de clavos, pero que logra soportar y hasta usar íntegramente en su provecho dolores mucho más profundos que los de los clavos. Los de la vida, los que la realidad siembra en el camino hacia cualquier genuino placer.

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Capítulo 1

Quien está en crisis ya lo estuvo alguna vez. Ninguna crisis es la primera. Quien superó las crisis del pasado a puro pulmón, a puro esfuerzo, ahora está desconcertado. ¿Se estará mellando su fuerza de voluntad? ¿Se habrá vuelto viejo? ¿La fuerza que tenía en el pasado habrá sido un puro espejismo, un engreimiento que le permitió creerse ya curtido, cuando en realidad antes solo le había tocado superar obstáculos fáciles, pueriles? ¿Es esta la verdadera prueba? ¿Era todo lo demás un juego de niños? ¿Solo ahora está sonando la hora de la verdad? La hora de la verdad no es la hora de descubrir la propia valía o capacidad. Eso está fuera del alcance de uno y de cualquier potencia humana o divina, porque todo valor es relativo. La hora de la verdad es la hora del cambio obligatorio, la hora de crear. La fuerza de voluntad lo apuntala a uno en el pasado. Ahora vienen huracanes, mareas, crecidas que se llevan todo por delante. Hay que dejar pasar el agua porque ya no se la puede parar. Si no puedes vencer a tu enemigo únete a él. Pero si él es mucho más fuerte no hay unión sino sometimiento. ¿Cuál es la fuerza del agua? La de no resistirse a nada. Si no puedes unirte a tu enemigo imítalo y córrelo por donde dispara.

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El agua es el símbolo del jiu-jitsu, el “arte gentil” de defensa personal que engendró todas las artes marciales del Japón que no usan armas. Su lema es “como el agua, que siempre cede y nunca es vencida”. ¿Ceder a qué? Al ataque. Volver la fuerza del enemigo en contra de él. El enemigo es la crisis. La angustia, la depresión. La desesperación. Al principiante de judo no le enseñan a atacar. Las primeras semanas las dedica a aprender a caer. Solo a caer. A caer sobre el tatami sin que nadie lo empuje, a caer sin resistirse, dejando que el cuerpo se desplome sobre la lona como un agua vertida, con soltura y hasta chasquido. Después habrá que reconocer cuándo la toma del enemigo tiene la perfección suficiente para volver inútil la resistencia, cuándo deja un resquicio para que pueda volteárselo al compás de la propia caída, y cuándo la propia caída puede ser seguida fulminantemente de una caída mayor y más contundente aún del contrincante. La caída es la continuación del ataque por otros medios.

Pero usted no quiere caer, porque ya cayó bastante. Siempre parece que uno cayó bastante. A usted lo acaban de despedir de su trabajo. La empresa se achicó. Algunos se salvaron, y siguen trabajando. Usted no. ¿Por qué a mí? ¡Tantos años en la empresa y no logré volverme suficientemente necesario para salvarme de esta! ¿Adónde voy a encontrar otro trabajo con 25, 33, o 45 años como los que tengo? ¡Si hasta mi mujer me va a querer dejar, ahora que estoy en la calle! Ya nos llevábamos cada vez peor. Esto va a ser el empujoncito que ella necesitaba para dejarme. Si en tantos años con bastante seguridad económica no tuvimos hijos, ahora sí que se va todo al diablo. Entonces usted lucha, se esfuerza, se mata por mantener su ánimo en pie con mil argumentos, mil fantasías, mil planes, mil consuelos. Está absorbido en su propia tensión interior por

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mantener su mente sobre el agua. Cada fracaso en la búsqueda de un nuevo trabajo, cada nueva pelea con su mujer, cada nueva factura que viene a roer sus ahorros lo empuja para abajo. Impresionado ante su propia caída interior usted deja de estar atento al mundo. El verdadero espectáculo pasa por dentro. Usted se mantiene alerta a él, al estado de su propio ánimo. El cerebro se le ahoga. Viejos amigos, que no la están pasando tan mal, lo invitan a salir. Pero usted se siente demasiado ocupado. La búsqueda de trabajo no le lleva casi nada de tiempo, porque no hay muchas ofertas para usted. Pero la lucha por mantener su cerebro y su ánimo a flote lo está ahogando. No quiere ver a nadie. Ya bastante le cuesta levantarse de la cama, ponerse de pie, sentarse a pensar algo que lo saque del pozo. Los músculos, las articulaciones, la cabeza le duelen cada vez más. Y a veces tarda horas solo para poder recordar qué era lo que había pensado unos días atrás que había logrado levantarle el ánimo por un buen rato. ¿Cómo diablos va a sobrevivir el esfuerzo de ver gente, de hacer cualquier cosa que no esté directamente vinculada con conseguirse un trabajo? ¿Acaso su ánimo no depende de conseguir un trabajo? ¿Acaso todo no depende de su ánimo? Un trabajo es lo que usted necesita para que la mente le vuelva a funcionar de nuevo, y todo el resto vendrá después. Si ni siquiera soporta la idea de ir al cine! Que esperen todos hasta que se le aclare un poco la cabeza. Su mujer no entiende hasta qué punto se ha comprometido el futuro de ambos. Eso lo irrita. Se pelean cada vez más. Se convirtió en su peor enemiga. Parece que adivinara siempre cuál es el mejor momento para tirarle el ánimo al piso. No se da cuenta de que el poco ánimo que usted tiene es lo único que le queda. Por eso usted sale también cada vez menos con ella. Se queda en su casa esperando a que se le levante el ánimo. A veces usted se queda mirando el vacío y pensando si no sería mejor terminar con todo de una vez y pegarse un tiro. En los últimos

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tiempos esos son los únicos momentos de verdadero alivio. Necesita ese alivio para poder pensar, para poder actuar. Necesita pensar en que el suicidio siempre está disponible como puerta de salida para poder enfrentar cualquier situación. Pero cuanto más se alivia con esas fantasías suicidas, más sufre al enfrentar la muerte real, que no es usted cayendo por una ventana, ni pegándose un tiro, sino un simple funcionario de una empresa que le dice que no, que no hay trabajo, ni lo habrá en los próximos tiempos para usted en ese lugar, o su mujer que empieza a llegar sospechosamente tarde justo cuando a usted le pasan las calamidades, o sus hijos que se vuelven ahora más ruidosos y cargosos que nunca. Y usted que no quería caer, cae no como un yudoka rápidamente resignado y atento al resquicio que le dejen para asestar su propio golpe, sino como un dibujo animado aferrado al arbolito suelto en el aire que es ese ánimo suyo al que no quería ver volteado.

En la lucha de la vida saber caer es no aferrarse al arbolito que está en el aire, aceptar la herida, dejar que todo se derrumbe adentro de uno, dejar que las peores imágenes de nosotros mismos y nuestro futuro se instalen en nuestra conciencia y seguir en pie, vacíos, y sin esperanzas, secundados solo por los peores augurios, con solo los más siniestros temores como compañeros, pero atados indisolublemente a las acciones que tenemos que emprender, las únicas que pueden poner de nuevo en funcionamiento la maquinaria del cuerpo y de la mente, para sacarnos del pozo sin que nos demos cuenta. Saber caer es seguir actuando, trabajando, amando, danzando, sin pretender la impasibilidad, la indiferencia, la fortaleza ficticia de quien se queda paralizado por el esfuerzo inútil de no sentir su dolor, sino dejándose invadir con libertad absoluta por la

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sensación del derrumbe, con lágrimas, si hace falta, pero no lágrimas que pidan descanso al dolor, sino lágrimas profundas, de pura aceptación, de constatación azorada del golpe que se recibió. La paz solo vendrá cuando ya no se la busque, el dolor solo se calmará cuando el cuerpo lo acepte como ineludible compañero y pueda redescubrir así las vías del disfrute que aún le quedan abiertas por el mero ejercicio de sus funciones: trabajar, amar, jugar, danzar, o buscar trabajo, buscar amor, buscar juego, buscar danza, buscar en medio del derrumbe, en el centro mismo del dolor. La reconstrucción más auténtica y duradera es la que no busca levantar el propio ánimo para acometer la acción, sino la que enseña al cuerpo a seguir entrenando sus funciones en medio de la devastación: función de ama de casa o de padre de familia, de soltero o de estudiante, de trabajador o de ejecutivo, de barrendero, deportista o investigador. Cada caída es entonces una ocasión no para el desarrollo de una fantasía consoladora que apuntale ficticiamente el propio ánimo, sino para aprender a ejercitar la propia labor en las nuevas condiciones de la desolación.

¿Cuánto dura una desolación? ¿Cuánto la desesperanza? ¿Cuánto el dolor? Duran tanto como uno se empecina en combatirlos. Siéntate en el umbral de tu labor y verás pasar los cadáveres de la angustia, la depresión, y el dolor. A condición de que te sientes sin esperar, de que labores sin fantasear, de que actúes sin pensar. ¿Sin pensar?

El budismo es una doctrina de origen hindú que afirma que la dualidad sujeto-objeto es una ilusión, que cada uno es el todo, y que el todo es cada uno. Por eso la máxima ambición humana debe ser materializar la fusión de cada uno con el

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todo, que constituye el estado de Nirvana y que en realidad no es más que la fusión de cada uno con la nada, porque el todo, el buda, es idéntico a la nada (es, como el confucionismo y el taoísmo originario, una religión sin dioses). Pero a los chinos, gente mucho más pragmática que los hindúes, las doctrinas no los entusiasman. Cuando el budismo les llegó a través del Himalaya no quisieron volver a las fuentes para interrogarlas sobre el sentido especulativo de sus nociones, ni rastrear sus ya interminables escrituras para persuadirse deductivamente sobre su valor. Buscaron simplemente qué consecuencias prácticas se podían sacar de ella. La consecuencia práctica que extrajeron del budismo fue un método de concentración que buscó alcanzar la meta budista del desapego, la fusión con el todo y la consecuente “iluminación” mediante una vía súbita, no gradualista. Aunque debe admitirse que era un “subitismo” repentino solo si se lo mide con los pacientes patrones orientales. Se trataba en suma de no ayudarse demasiado mediante la especulación filosófica para lograr la fusión con el todo, sino de lograrla empíricamente mediante la meditación. Esa escuela china que renovó el budismo se llamó chan. En japonés, chan, se dice zen. Los japoneses, que recibieron casi toda su cultura desde afuera, pero recrearon siempre todas esas adquisiciones, le dieron al zen un sesgo aún más pragmático que el de los chinos. Para el zen, como para el chan, no se trata de limitarse a constatar filosóficamente la identidad de todo con todo, y del todo con la nada, sino de lograr empíricamente la fusión de esas cosas en la vida. Para conseguirlo el zen no solo confió en la meditación chan, sino también en todas las artes y acciones que los hombres realizan habitualmente en sus vidas, y que por sí mismas tienden a hacerlo a uno olvidarse de uno mismo y fundirse con el todo. A su vez trató de adaptar la propia meditación para que fuera un puente natural de paso hacia la inmersión del sujeto en el mundo de la acción. Toda meditación

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budista (e incluso de cualquier otra religión) busca la fusión con el todo, y por ende la disolución del yo en el todo-nada. Pero junto a esa instancia de entrega a la nada las otras formas de meditación orientales u occidentales persiguen tantas cosas, imaginan tantos éxtasis espirituales, fabrican tantos mandalas y mundos fantásticos para prometer al adepto, que la fusión en sí misma queda desbibujada. En cambio, el zen proclama en sus textos la primacía absoluta de la meta de autonegación y adopta una práctica destinada a lograrla. Su objetivo excluyente es instaurar la “no-yoidad”, el “no-pensamiento”, la “vacuidad”, el “vaciamiento de imágenes”. Cuando queda algo tras esa poda radical de toda flora mental, se trata de un “pensamiento sin pensamiento”, o de un “pensar con el cuerpo”. Pero ni siquiera eso es la verdadera meta. Tan solo una penúltima estación útil en la búsqueda del vacío. ¿El vacío?

En Zen en el arte del tiro con arco, el alemán Eugen Herrigel menciona a título ilustrativo distintas disciplinas japonesas que usan el zen y cuenta del siguiente modo cómo el maestro Takuan expone el secreto de un arte en el que el zen debe probar su eficacia en un juego que no es de elegancia contra torpeza, ni de acierto contra error, sino de vida o muerte, el arte de la espada: Según Takuan, la consumación del arte de la espada consiste en que el corazón ya no es afectado por ningún pensamiento sobre yo y tú, el adversario y su espada, la propia espada y su manejo, y ni siquiera sobre la vida y la muerte. “Luego –dice Takuan–, todo es vacío: tú mismo, la espada que se blande y los brazos que la manejan. Más aún, hasta la idea de vacío ha desaparecido... De ese vacío absoluto surge el milagroso despliegue de la acción”.

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Solo bajo las condiciones mentales de ese vacío absoluto el cuerpo halla el camino de una acción instantánea adecuada a la velocidad de la esgrima y la mente va estableciendo de manera absolutamente inconsciente y automática las grandes líneas para la estocada final de cada encontronazo y la estrategia de todo el combate. En esas condiciones –dice Takuan– “el maestro ya no busca, encuentra”. Ya no es uno el que combate. Es “eso”, es decir, buda. Un deportista occidental diría que es la “máquina”, es decir, uno considerado no como sede de una identidad y de un pensamiento reflexivo sino como máquina, como mecanismo biológico automático, desprovisto de imágenes, reflexiones y anticipaciones, disuelto en el aquí y ahora de cada configuración instantánea del combate. Por supuesto, eso lo sabe desde siempre también Occidente. El pianista sabe que no debe pensar dónde pone sus dedos para que estos vayan a donde deben ir, la dactilógrafa debe prohibirse todo pensamiento sobre los suyos para que estos aprieten las teclas que deben apretar, el obrero debe abstenerse de pensar los pasos de ciertas operaciones veloces para poder realizarlas. Pero en Occidente la virtud de la acción automática se reconoce solo restringida a dominios muy precisos, a habilidades que se automatizan solo merced a su incesante repetición y cuyo control consciente debe mantenerse siempre alerta, en un plano superior, donde la conciencia fija las metas, establece los ritmos, impone los estilos, ya se trate de la ejecución musical, del trabajo oficinesco o fabril, o del deporte. En Occidente, la automatización no es una virtud, sino una necesidad aceptada de mala gana e impuesta por la velocidad requerida en determinadas prácticas. La suspensión de la reflexión se logra en Occidente solo cuando se ejerce una sucesión de movimientos con un ritmo tan veloz que cada nuevo paso permite y exige bloquear la conciencia, ya que ocupa en ella el lugar que en otras circunstancias

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sería inevitablemente capturado por alguna distracción, algún pensamiento, alguna fantasía, alguna alegría o algún temor. No hay una búsqueda del vacío, hay la renuncia de la conciencia a seguir el detalle de la acción que se vuelve veloz. Y tan pronto las condiciones lo permiten, la reflexión queda libre para ocuparse (u obsesionarse) con aspectos no menudos de la acción, o para buscar apoyos imaginarios para esta (trucos mentales destinados a sostener un esfuerzo o una concentración), o para perderse en el devaneo. En cambio, Oriente siempre hizo del vacío una virtud. El zen lo convirtió en La Virtud. La vacuidad no es para el zen una necesidad aceptada con resignación para prácticas de alta velocidad, sino una meta deseada como pináculo de toda disciplina. La única meta verdaderamente digna de una religión. La más difícil, por cierto, porque la naturaleza tiene horror al vacío, y la mente humana es la naturaleza hecha conciencia, el horror al vacío hecho órgano. El zen acepta el desafío de esa dificultad y se lanza a crear el vacío en las condiciones más arduas, sin apoyarse en actividad alguna: el vacío en medio de la meditación. La vía regia que se da para lograrlo es –lo habrá adivinado el lector– la del agua: dejarse ir, no resistirse a todo aquello que aparece en la conciencia cuando uno la quiere vaciar, y sin embargo seguir, perseverar, esperar sin esperar, hasta que habiendo triunfado sobre la meta del meditador, cada imagen que ha logrado entrometerse en la conciencia y desviarla de su meta se haya marchado. El que ríe último ríe mejor, y el que triunfa es el meditador. El zen asegura que la forma infalible para caer víctima de una obsesión es resistirse a ella. Por eso el no resistirse es la base de todo su edificio. Sobre esa base fundamental se va levantando una práctica que busca perseguir sus metas sin tenerlas nunca en la conciencia. Porque el zen busca “espiritualizar” toda práctica, y solo considera a una práctica

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como “espiritualizada” cuando alcanza el nivel en el que no interviene una reflexión consciente, para que no surja esa autoconciencia ahogadora de la espontaneidad y generadora de la división entre el sujeto y el objeto que el zen considera una ilusión, y para que la práctica alcance la perfección que solo el olvido de sí mismo permite lograr. Pero además, porque con la faena de alcanzar las metas ocurre exactamente lo mismo que con la de liberarse de las obsesiones: cuanto más se empeña uno en lograrlo, menos lo consigue. Si el zen no se apoya en la conciencia, ¿en qué se apoya? En la materia, en lo tangible. En el cuerpo y en la respiración. En las regularidades, en los marcos repetitivos. En el ritual. El cuerpo cumple el rito, el rito absorbe la conciencia, la ocupa completamente, la entretiene, le impide pensar sus metas, pensar nada, asumir cualquier actitud activa que sea. Entonces, el “yo no egótico”, o “no-yo”, o “eso”, o “inconsciente”, o “gran mente”, o simplemente el cerebro puesto en “función automática”, liberado de toda meta consciente y toda reflexión, emerge, actúa, resuelve, logra, da la estocada que ningún cálculo consciente habría permitido asestar, impone como un rayo su acto sobre el fondo de la propia pasividadreceptidad, da en el blanco sin apuntar. ¿Sin apuntar?

Para la meditación el zen estipula sentarse en posición de loto o semiloto, como un buda, con los ojos medianamente abiertos, mantener un estado de relajación compatible con esa postura, que incluye un tronco bien erguido, concentrarse en la espiración del aire mediante presión del diafragma sobre el bajo vientre, dejando que la inhalación de aire se efectúe en cambio libre del seguimiento de la atención, dejar que pasen por la mente imágenes, ideas, deseos, fantasías, sentimientos, buscando mantener el máximo grado de desapego, de ecuani-

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midad, aceptarlos como manifestaciones propias pero comprender que uno no es igual a ellos, reconocerlos y dejarlos partir (“dejo pasar los pensamientos”, es desde Dogen, fundador del zen japonés, hasta nuestros días, la frase que usa todo maestro para resumir la técnica de su meditación). Proseguir hasta lograr vaciar completamente la mente, sin caer en el adormecimiento, hasta experimentar la libertad total que siente quien no se apega a nada, quien reconoce todas las cosas que lleva dentro de sí o que el mundo puede ofrecer pero no se identifica con ninguna, no se deja esclavizar por ellas. Es la forma que tiene el zen de cumplir el objetivo fundacional y primordial que persiguió Buda: eliminar el sufrimiento. Es una forma de cumplirlo que se asienta en el otro objetivo capital del budismo: el desarrollo de la libertad interior mediante el desapego. Ese es el meollo de la meditación zen. A ese núcleo básico algunas corrientes japonesas lo aderezan con otros condimentos (como el esfuerzo por “comprender” frases irracionales llamadas koan) con el fin de aprovechar ese estado de vacuidad y libertad máxima como trampolín para entrar en diversos estados de conciencia alterados. Es lo que hace, por ejemplo, el Zen Rinzai, la corriente a la que pertenecía el introductor del zen en Occidente, Daisetz Suzuki. Esos estados alterados no tienen más utilidad que la religiosa, pues en tanto estados místico-meditativos solo sirven para suministrar la impresión subjetiva de una “iluminación” (satori), cosa que es completamente inútil cuando se produce en el vacío y se obtiene merced a la ausencia de una verdadera práctica (es decir, de una práctica sobre el mundo, no sobre la mente), sin vínculo con ningún descubrimiento afectivo, cognitivo, estético, práctico o de cualquier índole por parte de quien experimenta esa sensación. Cuando se trata de prácticas de verdad, como todas las artes marciales y no marciales que el zen ha ayudado a llevar

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a un alto grado de perfección, el maestro resigna el dogma (no habría habido samurái que lo tolerara en su integridad) y el zen queda reducido a su núcleo verdadero: la vacuidad, el pensamiento sin pensamiento, el autocontrol, la entrega absoluta a la acción en curso. El satori (la iluminación) queda relegado. El soporte que habrá de entretener la conciencia ya no es el rito de sentarse (sazen) sino la respiración, con exclusión de cualquier otro. Todas las otras metas deben cumplirse de manera automática, sin pasar en ningún momento por la conciencia reflexiva, y por lo tanto sin pasar a ser objeto de un esfuerzo particular. Cada vez que Eugen Herrigel se esforzaba en algo, Kenzo Awa, su maestro en el arte del tiro con arco, modulaba alguna respuesta que siempre machacaba sobre ese tema. Cuando Herrigel se esforzaba en relajarse: Ese es su error: usted se esfuerza, usted piensa en ello. ¡Concéntrese solo en la respiración, como si no tuviese que hacer otra cosa!

Cuando Herrigel intentaba imitar en detalle cada movimiento que componía el tiro perfecto y suave de Awa: ¡No piense en lo que debe hacer, no reflexione cómo llevarlo a cabo, solo si toma por sorpresa al arquero mismo, el tiro sale suavemente! ¡Ha de ser como si la cuerda cortara de repente el pulgar que la retiene, sin que usted abra la mano intencionalmente!... El tiro justo en el momento justo no acaece porque usted no sabe desprenderse de sí mismo.

Cuando Herrigel se esforzaba en detectar el momento justo en el que debía soltar la cuerda para que la flecha saliera disparada con el grado preciso de tensión:

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¡El arte genuino no conoce fin ni intención! Cuanto más obstinadamente se empeñe usted en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto menos conseguirá lo primero y tanto más se alejará lo segundo. Lo que le obstruye el camino es su voluntad demasiado activa. Usted cree que lo que usted no haga, no se hará.

Cuando Herrigel le pregunta cómo lograr la actitud no activa: Desprendiéndose de sí mismo, dejándose atrás tan decididamente a sí mismo y a todo lo suyo, que de usted no quede otra cosa que el estado de tensión (para mantener la cuerda al borde del disparo), sin intención alguna.

Finalmente, el mismo Herrigel formula así el recogimiento que siente cuando logra un estado superior de concentración que lo independiza de cualquier estímulo exterior: La exigencia de cerrar primero la puerta de los sentidos no se satisface mediante un decidido apartamiento, sino por la disposición a ceder sin resistencia. Para lograr instintivamente esa actitud no activa, el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración. Esta se ejecuta conscientemente y con una escrupulosidad poco menos que pedantesca.

Pero entonces se da cuenta de que todavía el maestro no le ha enseñado a apuntar. Kenzo Awa le revela ahí que nunca se lo ha de enseñar, porque lo único útil, necesario y no dañino para el arte espiritualizado es profundizar la concentración. Cuando Herrigel dé en ese blanco interior de la justa concentración, de la concentración que vacía la mente, que anula el

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yo y la conciencia, el blanco exterior se alcanzará sin buscarlo, ni apuntar a él. Herrigel le dice que debe haber algún puente, alguna relación entre ambos blancos, el de la perfecta concentración y el blanco material donde debe impactar la flecha. Awa le responde: Usted se equivoca si cree que una comprensión, aunque sea medianamente plausible, de esas relaciones podría ayudarle. Se trata de fenómenos inalcanzables para el intelecto. No olvide que, aun en la naturaleza, existen coincidencias incomprensibles y, no obstante, tan ciertas que nos acostumbramos a ellas como si se sobreentendieran. Le daré un ejemplo que me ha ocupado muchas veces: la araña “danza” su red sin saber nada de la existencia de moscas que quedarán atrapadas en ella. La mosca, danzando despreocupadamente en un rayo de sol, se enreda sin saber lo que le espera. Mas a través de ambas danzas “Ello” y lo interior y lo exterior son uno en esa danza. De la misma manera, el arquero da en el blanco sin apuntar exteriormente. Mejor no se lo puedo explicar.

Por supuesto, Herrigel, como filósofo alemán entrenado en la fundamentación argumentativa más sofisticada, no logró persuadirse con esa exposición. Buscó impugnarla reduciéndola al absurdo: si se podía (y hasta debía) dar en el blanco sin apuntar, Awa tenía que poder acertar también con los ojos vendados. Se lo dijo de la manera más cortés. Awa aceptó el reto. Lo citó para la noche. Con la única luz de un saumerio que solo permitía intuir la zona donde estaba el blanco, y no percibir sus contornos, Awa disparó dos veces desde los 60 metros de siempre: la primera flecha dio en el blanco, la segunda terminó pegada a aquella después de haberla astillado en un extremo y hendido en parte de su longitud.

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Awa había intentado adaptarse a las necesidades de Herrigel como filósofo occidental dándole una explicación racional. Pero no había logrado convencerlo. Entonces respondió a su escepticismo con ese acto de habilidad demostrativa espectacular. Después de esos dos disparos retornó a los métodos de enseñanza del zen, que son los del Japón tradicional, y que no necesitan insistir en ninguna espectacularidad porque toda su sociedad está adaptada a esa forma de aprendizaje: la repetición incansable, la imitación global de lo que hace el maestro, el dominio de las formas globales del ritual sobre los detalles de la ejecución, la ausencia de una corrección puntual de los “errores” de ejecución, que solo son considerados fases y apoyos en el camino del perfeccionamiento. El maestro de un arte japonés actúa casi como si estuviera solo, ejecuta frente al alumno su labor sin explicarle detalles, y solo pretende acercarle su saber mediante la reiteración recurrente de su ejemplo. “Como una antorcha que enciende a otra”, es la frase que se usa. Awa no miraba nunca adónde caía la flecha que Herrigel disparaba. Se concentraba solo en la ejecución de su alumno, para juzgar si el tiro era bueno, y ni siquiera lo corregía paso a paso. Las palabras, en la enseñanza de las artes tradicionales del Japón, son el gran ausente. Sea en el kendo (espada), el tiro con arco, la ikebana, o la pintura, sus ambientes están sumidos en el silencio. Su universo es el de la acción que se repite incansablemente y se mejora por sí misma, sin “corregirse”, porque no hay meta ni error sino solo veneración hacia la acción que se reitera y hacia el maestro y el alumno que saben dejarse llevar por ella. “Sus tiros pueden ser buenos y usted puede ser un gran arquero aunque no dé muy seguido en el blanco”, repetía Awa. Tras cinco años recorridos de la mano de su propia acción, Herrigel aprendió a disparar sin apuntar y aprobó el examen frente a su maestro y a otros jueces imparciales.

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Capítulo 2

No pensar ni siquiera en el blanco para dar en él. Desprenderse de toda intencionalidad. No buscar ningún estado de ánimo en particular. Ni eufórico ni triste, ni seguro ni inseguro. Tan solo el estado “espiritual” de conciencia que se logra por el solo hecho de no pensar en nada, de estar abierto al mundo y a lo que puede pasar dentro de uno. Solo para lograr que no pase nada, absolutamente nada más que el disparo de una flecha que habrá de dar en el blanco, sin quererlo, sin desearlo, sin apuntar, por el puro ejercicio de un ritual que ha logrado la vacía perfección de un trazo armonioso en el espacio. Ahí no hay velocidad. No hay “milagroso despliegue de la acción” al estilo de Takuan hendiendo el espacio con los lances fulminantes de su espada. No existe la ayuda del vértigo para tragarse al yo. Hay tan solo precisión tan segura y pausada que parece detener el tiempo con su avance. Pero tampoco es el vacío de la meditación. Por eso mismo es un vacío aun más vacío. Es la absorción absoluta del sujeto en su acto. Un acto “espiritualizado” es una meditación a la segunda potencia. Esa es la verdad que expresa el zen haciendo la apología de la acción, desde la acción que se despliega al filo de la espada entre la vida y la muerte de un samurái, hasta la faena

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cotidiana de un monje en la cocina de su monasterio, o de una mujer en la ejecución de un arreglo floral, y aun en todos los actos no ritualizados por el zen que forman la trama ordinaria de la vida de cualquier persona. “El zen no es un entusiasmo, no es un excitante, sino más bien la concentración en la rutina cotidiana”, dice el monje Shunryu Suzuki, en Mente zen, mente de principiante, y esa es una frase que fue dicha de mil formas diferentes desde la creación del zen.

Vacío del arte veloz de la espada. Vacío del arte lento y preciso del tiro con arco. Vacío en medio de la rutina cotidiana sin ritos ni pautas fijas. Vacío inmóvil de la meditación. ¿Es posible acaso dejar de pensar, detener la mente, parar el fárrago de cálculos, reflexiones, reproches y autorreproches en medio de todas esas condiciones tan disímiles? En derecho se dice “quien puede lo más puede lo menos”. ¿Qué es lo más? Dejar de pensar sin siquiera la ayuda de una acción que entretenga la mente en el mundo exterior y le permita salir de sí misma. Si es cierto que el zazen, que la meditación zen logra vaciar la mente, es posible dejar de pensar en cualquier otra condición.

El psiquiatra japonés Tomio Hirai investigó durante 14 años mediante métodos rigurosamente experimentales la meditación de sacerdotes y legos, de expertos y novatos en la práctica del zazen. Les cubrió las cabezas y otras partes del cuerpo con electrodos, registró sus electroencefalogramas, sus ritmos cardíacos y respiratorios y otras señas del cuerpo en plena meditación. Confirmó lo que ya se sabía: cualquier forma de meditación produce un profundo estado de relajación manifestado por un descenso del metabolismo y por la aparición de ciertas ondas electroencefalográficas llamadas

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alfa, con una amplitud de onda y una generalización en todo el cerebro que un sujeto que no está meditando no puede lograr aunque cierre sus ojos. Pero más allá de esa característica común a distintas formas de meditación, Hirai descubrió una característica propia del zazen, cuando empezó a investigar las reacciones de los sujetos a los estímulos externos en medio de la meditación. Produjo estímulos sonoros recurrentes, como el batido de palmas, el sonar de un timbre, o la mención de un nombre propio mientras los sujetos meditaban en presencia de otras personas que no practicaban el zen y que permanecían simplemente con los ojos cerrados. Aunque los electroencefalogramas de quienes practicaban zen y quienes solo cerraban los ojos eran diferentes, ambos mostraban al menos cierta presencia de ondas alfa, testimonio de algún grado de relajación. En ambos grupos, la producción de esas ondas se interrumpía cuando Hirai producía los estímulos sonoros. Pero la interrupción tenía un perfil muy diferente según se tratara de un sacerdote meditando o de una persona cualquiera con los ojos cerrados. En el meditador, todos los estímulos sonoros producían una interrupción muy breve, de uno o dos segundos, y luego el electroencefalograma continuaba mostrando las mismas características que antes. En quienes no meditaban, las primeras interrupciones eran mucho más prolongadas que en los meditadores, como si la perturbación por los estímulos fuera enorme, pero a medida que el estímulo se repetía su efecto se iba desgastando, la interrupción que lograba producir en las ondas alfa era cada vez más breve, hasta desaparecer por completo, bajo los efectos de un acostumbramiento. Es decir, quienes meditaban reaccionaban ante el estimulo cada vez como si fuera “la primera vez”, y lo hacían con la moderación propia de quien está bien concentrado en su meditación, mientras que en las otras personas se producía la

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reacción normal de un sistema nervioso ante la reiteración de un estímulo que por no registrar variaciones ni estar acompañado de hechos significativos deja de ser percibido, aunque había provocado al comienzo un impacto desmesurado. El interrogatorio de los sujetos confirmó esa impresión: los meditadores recordaban haber percibido cada estímulo, pero los habían registrado sin que su meditación se viera alterada en ningún sentido, y por lo general los estímulos no habían provocado en ellos ningún tipo de asociación o pensamiento, o a lo sumo asociaciones breves. Uno de los sacerdotes, según Hirai, “comparó este fenómeno con el hecho de percatarse de cada persona con la que uno se cruza en la calle, sin por ello volverse a mirarla movido por la curiosidad emocional”. Pero a juicio de Hirai, lo más interesante vino cuando sometió al mismo experimento a un grupo de yoguis mientras meditaban: en ellos el bloqueo de los ritmos alfa no se produjo en absoluto, los sujetos reaccionaron a los estímulos sonoros como sí no hubiesen percibido nada, lo cual concordaba con lo que otros investigadores habían descubierto ya en la India. Para Hirai, eso constituye una prueba importante de la diferencia existente entre la meditación zen, que pretende mantener al sujeto abierto al mundo exterior y a todo lo que de verdad ocurre en su propio interior, y la meditación del yoga, que según él pretende el acceso a un mundo fantástico de “éxtasis” espiritual, y que por eso mismo vuelca a la persona sobre su mundo interior y le impide registrar esos estímulos sonoros, como otros que se pudieran presentar. No en vano la meditación zen se practica siempre con los ojos abiertos, mientras que la del yoga se hace con los ojos cerrados. A Hirai le interesa simplemente establecer esa diferencia tajante, porque desde Japón siente que en Occidente se han confundido esas disímiles disciplinas espirituales del Oriente. Dicho con sus palabras, la diferente reacción de los yoguis y de los meditadores zen “dis-

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tingue la meditación zen de la meditación yoga, al tiempo que demuestra que el zazen, al contrario del concepto erróneo de los occidentales, no equivale al estado de éxtasis”. Más allá de si el yoga siempre persigue un éxtasis, o incluso sin tomar los experimentos de Hirai como la última palabra sobre el tema, lo interesante de su investigación es que concuerda con lo que un simple conocimiento teórico permitiría suponer que es la diferencia crucial no solo entre el zen y el yoga, sino entre el zen y casi todas las otras disciplinas tradicionales o modernas, orientales u occidentales, que buscan perfeccionar la mente o el cuerpo: el zen no busca llenar la cabeza, sino vaciarla, por eso logra dejar la mente abierta y receptiva al mundo interior y exterior; el yoga, en cambio, como casi todas las otras fórmulas (en su mayoría derivadas de prácticas hindúes), busca llenar la cabeza de ideas, representaciones, imágenes, visualizaciones, normas, etc. que se suponen útiles para el perfeccionamiento. En el yoga son los chakras, los centros energéticos distribuidos presuntamente en determinadas localizaciones del cuerpo, los que hay que despertar para que liberen sus fuerzas benéficas. En las formas de meditación cristiana son los íconos, las imágenes santas, o Jesús, los que sirven de soporte de la concentración y deben suministrar la energía para el mejoramiento. En la bioenergética occidental se busca la conexión con el propio placer físico y mental, supuestamente bloqueado por conflictos definidos en términos psicoanalíticos. En el llamado “pensamiento positivo” se exhorta a pensar siempre lo mejor, lo más agradable, lo más favorable, a representarse los fines deseados en la propia imaginación como ya logrados porque se supone que eso traerá –por una suerte de magia inconfesa o por la ayuda que aportaría la autosugestión a la propia búsqueda de lo deseado– el cumplimiento de los deseos y el desarrollo de la fuerza de voluntad.

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Esas formas difieren mucho entre sí, sobre todo en cuanto a grado de elaboración: no se puede comparar la diversidad y fecundidad del hinduismo, con la ramplonería de los manuales para “vender mucho y tener éxito” merced a la autosugestión. Pero todas ellas tienen sin embargo entre sí más en común que lo que pueden compartir con el zen, al menos con el zen en cuanto técnica de meditación, si no en cuanto a doctrina general o filosofía. Todas ellas pueden ser consideradas fórmulas “positivas”, que buscan imponer un camino determinado a la mente y al cuerpo, aunque juren que ese estado predefinido que persiguen es el “natural”. Por eso es comprensible que sus formas de meditación o concentración recurran siempre a una imagen dada (en el yoga se suele recurrir a imágenes geométricas, los mandalas), a una visualización, o directamente a un objeto, intentando apartar todas las demás. El zen representa en cambio el camino “negativo” por antonomasia. Como los códigos legales que fomentan la libertad estipulando no lo que puede hacerse, sino lo que no debe hacerse (y dejan por lo tanto el campo libre a todo lo demás), el zen pretende fomentar la creatividad y la acción diciendo qué no debe hacerse (resistirse activamente a los problemas, al dolor, a las imágenes que estorban la concentración, poner énfasis o apego en los empeños), y ni siquiera lo que sí persigue de veras durante la meditación es una meta positiva sino un fin de una negatividad elevada a la máxima potencia: no pensar. Logra su meta no mediante la concentración en una cosa, idea o imagen sino “dejando pasar los pensamientos” reales que aparecen espontáneamente al “sentarse” (zazen) hasta lograr el desapego requerido para que pasen cada vez menos y finalmente no aparezcan más. Si pese a todo algún pensamiento se niega a partir, si se atrinchera en la mente como germen de una obsesión, vieja o nueva, se lo “suprime”

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mediante un acto de voluntad, recurso de última instancia más fácil de enunciar que de hacer, como veremos luego. Ese “negativismo” radical del zen debería haberle permitido dar origen –con mucha más razón que todas las doctrinas “positivas”– a toda una serie de técnicas asépticas o profanas, es decir, extraídas del marco religioso de la doctrina, del mismo modo que el yoga, expurgado de toda la imaginería religiosa del hinduismo, dio origen a las técnicas de “visualización” de Occidente. Sin embargo, no es lo que ocurrió. Porque llegado a Occidente con un retraso de siglos en comparación con el yoga, el zen todavía está hoy bajo el control de las instituciones religiosas y los monjes que lo preservaron durante un milenio. Y es sabido que esos sectores interesados –como los de cualquier otra religión institucionalizada o cualquier secta– solo pueden preservar un legado espiritual en tanto y en cuanto le confieran una rigidez (eventualmente una deformación) suficiente como para que el producto lleve la “marca de fábrica” de su propia tienda y pueda servir así a la expansión del nombre y el predicamento de la respectiva Iglesia o escuela en el “mercado espiritual”. Así, el zen fue en sus orígenes tal vez la forma religiosa más heterodoxa y herética que existió. Su camino hacia su meta “negativa” estaba tachonada ella misma de “negatividad”: para lograr el “desapego” y la libertad interior deseada por Buda consideraba necesario poder renegar de Buda mismo, y del propio zen. En los tiempos modernos, hasta Daisetz Suzuki, que por pertenecer a la escuela mística del Zen Rinzai (los que usan las frases irracionales, los koans) buscaba limitar la negatividad del zen y desarrollar una “afirmatividad” fuertemente irracionalista, podía decir: “Buda se revela cuando no se lo afirma más; vale decir, por Buda hay que renunciar a Buda; este el único medio de llegar a la comprensión del zen”. En los orígenes, eso incluía incursiones abiertamente blasfematorias y heréticas que hoy pa-

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recerían descolocadas, porque el escepticismo reinante en nuestros días las vuelve superfluas. Se podía insultar a Buda o, como el monje chino Yuan Wu, del siglo xvii, decir: “Ningún Buda apareció jamás sobre la tierra; ni hay nada que divulgar sobre la santa doctrina. Bodhidharma, el Quinto Patriarca (introductor del budismo en China), nunca fue a Oriente, ni transmitió ninguna doctrina secreta; solo las gentes del mundo, sin entender qué significa todo esto, buscan la verdad fuera de ellos mismos”. Por supuesto Yuan Wu, era un fervoroso adepto de Buda y la santa doctrina, de la que renegaba minuciosamente, como todo auténtico budista zen (chan, en su caso). Esa actitud radical debería haber llevado al zen a renunciar de algún modo a su propia expansión en tanto escuela monástica, en una autonegatividad asumida, como la que el marxismo proclamaba en sus comienzos respecto de su relación con el estado, cuando buscaba apoderarse del poder político para abolir las estructuras de este, es decir, para instaurar la anarquía, tras una etapa supuestamente breve de “dictadura proletaria”. Y de hecho, los sacerdotes zen coquetean siempre con una opción “autorrenunciatoria” respecto de su “marca de fábrica”. Así Daisetz Suzuki, que como introductor del zen en Occidente sin duda tenía en mente la buena recepción que esos coqueteos podían tener en los países cultores de la libertad individual, pudo decir: “La idea básica del zen es entrar en contacto con el accionar interior de nuestro ser, y efectuar esto del modo más directo posible, sin recurrir a nada externo ni superimpuesto. Por lo tanto, el zen rechaza cuanto se parezca a una autoridad externa. Se deposita la fe absoluta en el propio ser interior del hombre. Pues cualquier autoridad que haya en el zen, toda deriva de lo interior. Esto es cierto en el sentido más radical de la palabra”. Casi medio siglo después de Daisetz otro Suzuki, no emparentado con él, Shunryu Suzuki (1905-71), predicó en ee.uu.

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Pertenecía a una escuela menos mística y muy pragmática, que no usa los koan, la escuela del zen Soto, difundida en Japón por el propio fundador del zen japonés, el Dogen. Shunryu fue aún más radical que Deitaro: “Mediante la instrucción podemos llegar a comprender nuestra naturaleza humana. Pero esa instrucción no es nosotros mismos, es una explicación sobre nosotros. De modo que aquel que se apega a la instrucción o al maestro comete una gran equivocación. En cuanto uno halla un maestro, tiene que dejarlo y mantenerse independiente. El maestro se necesita para poder independizarse. Siempre que no nos apeguemos a él, nos mostrará el camino hacia nosotros mismos. Uno tiene un maestro por sí mismo, no por el maestro”. Pero tal como ocurre siempre cuando una idea se encarna en una organización, y una religión en una Iglesia o secta, la autonegación y el autorrenunciamiento se mantuvieron en un plano más bien declamatorio. De ahí el “apego” inconmovible a aspectos puramente contingentes de su práctica. Hasta hoy ningún sacerdote zen admitirá que se pueda practicar la meditación zen sin sentarse con las piernas cruzadas como un Buda, sin practicar la “respiración abdominal”, sin amoldarse a los aspectos externos de sus técnicas. El súmmum de la meditación zen es, en los textos de sus sacerdotes, la “postura correcta”, no de la mente, sino del cuerpo, que traerá a su vez la de la mente. Hasta científicos como el médico Yujiro Ikemi, adepto del zen Soto, que elaboró toda una teoría sobre los aspectos fisiológicos del zazen, manifiestan ese apego religioso a la fórmula tradicional: él la fundamenta diciendo que el desapego y vacío que busca el zen traería un adormecimiento, si la peculiar postura de loto no hiciera que las articulaciones envíen señales estimuladoras de la actitud de vigilia al sistema nervioso central. Por supuesto, como toda mitología, la del zazen más se desgasta cuanto más se cumplen sus preceptos. El zen Soto se

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levantó contra la degeneración puramente especulativa, formalista e irracionalista del zen Rinzai con la bandera del zazen, de la pura meditación en estricta posición de loto. Hoy el zazen es la regla, en Japón, todos se la pasan sentados. Pero oigamos a Taishen Deshimaru, un sacerdote del zen Soto emigrado a Francia: Nuestra época es comparable a la de Nyojo (el chino del que Dogen aprendió el Soto). El zen japonés se ha vuelto formalista. Los templos, los monjes, los creyentes son muy numerosos en Japón. Los monjes no olvidan el zazen, pero no están ya concentrados en su práctica. El espíritu de Nyojo ha desaparecido. Por eso mi maestro Kodo Sawaki quería revivificar el zen auténtico fundamentado en la práctica del zazen. Consagró a ello toda su vida. Es también por esto por lo que he venido a Europa, crisol de la cultura más antigua y tierra nueva que nunca había recibido la auténtica semilla. Deseo que el verdadero zen de Dogen pueda, a partir de Francia, extenderse por toda Europa y por el mundo entero.

Como el zazen triunfó en Japón y no logró su cometido liberador, ahora le llegó el turno a Europa de probar la misma receta. Tal vez funcione. En ee.uu, en todo caso, no le fue mejor. Desde ahí decía Shunryu Suzuki: “El zen no es algo que deba provocar entusiasmo. Hay personas que comienzan a estudiar el zen por curiosidad y lo único que consiguen es afanarse más. Si la práctica nos empeora, resulta ridícula. Creo que la práctica del zazen una vez a la semana es suficiente para mantenerse ocupado. No hay que interesarse demasiado en el zen. Cuando la gente joven se entusiasma con el zen a menudo suele abandonar sus estudios e irse a una montaña o a un bosque a meditar. El interés de esa clase no es genuino”.

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Ya vimos en la Introducción que en el mismo Japón Tomio Hirai había concluido de sus investigaciones que “los métodos tradicionales de aprendizaje del zen no surten efectos terapéuticos”, y lamentaba que no se hiciera ningún esfuerzo por modificarlos. De hecho, el único esfuerzo que se conoce hasta ahora por crear una técnica a partir del zen pero no identificada con su coraza ritual sectaria es uno que Hirai divulgó junto con sus investigaciones. Él empezó por definir el estado mental buscado por el zen en términos menos místicos y oscuros que los usados en la bibliografía zen, y mucho más cercano al de los maestros de disciplinas prácticas como el arte del tiro con el arco o el de la espada. Ya mencionamos su descubrimiento de que el bloqueo de las ondas alfa sin acostumbramiento, habituación o desgaste en el electroencefalograma de los meditadores era para él crucial. El bloqueo de dos o tres segundos de las ondas alfa persistentes y de gran tamaño que tiene lugar en la meditación zazen, sin por ello crear habituación, indica la existencia de un estado de conciencia lúcido y capaz de percibir con exactitud la felicidad más sutil u objetos que la persona pasa por alto cuando está en un estado de vigilia corriente. El tipo de conciencia de la meditación zazen puede compararse con la película fotográfica que no ha sido expuesta a la luz. Es clara. Cuando la persona está en el estado de vigilia corriente, la película se ve expuesta constantemente a los acontecimientos externos, a las emociones y al pensamiento conceptualizado. Cuando los sacerdotes zen hablan de “no mente”, se refieren a esta conciencia clara y lúcida –dice Hirai.

Es otra forma de ver la fusión del sujeto y el blanco en el arte del tiro con arco. O también:

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Los cambios que se reflejan en los electroencefalogramas efectuados durante una sesión de meditación zen indican la presencia de una conciencia peculiar, que no es el estado de vigilia normal ni un estado psicodélico o hipnótico. Hemos bautizado este estado con el nombre de “Conciencia relajada acompañada de receptividad constante”.

Además de encontrarle ese nombre un tanto extenso al estado de conciencia zen, Hirai no dudó en bajarlo del pináculo de singularidad que los monjes pretenden insuflarle. De nuevo una blasfemia muy en el espíritu del zen, pero poco ejercida por sus adeptos: Pedimos a las quince personas a las que habíamos efectuado lecturas electroencefalográficas electrónicas que explicaran sus experiencias subjetivas durante la meditación. Gracias a sus narraciones, descubrimos que consideraban que el objetivo último de esta técnica consiste en alcanzar el estado denominado samadhi, término que denota una concentración extrema, como la que puede darse en numerosas actividades cotidianas o en la lectura, por ejemplo, cuando el individuo está completamente absorto en lo que está haciendo. La mayoría de los sacerdotes coincidió al hablar de la similitud existente entre dicho estado y el que experimentaban durante la meditación. Dos características de un estado de absorción total son, por una parte, la capacidad de concentrarse en una actividad hasta el punto de que quedan excluidas toda distracción o idea no relacionada con el tema y, por otra parte, el sentido de unidad entre el yo y el problema del que se ocupa el individuo.

Finalmente extrajo de las técnicas de meditación del zen una –el susokukan o conteo de la respiración– para convertirla en el método terapéutico que a su juicio el zazen no suministraba. En el susokukan se cuentan las espiraciones de

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uno hasta diez y se vuelve a empezar de uno cada vez que aparezcan pensamientos que se resisten a partir. Según Hirai, el susokukan “puede resultar de utilidad para personas laicas que deseen incrementar su estabilidad mental y paliar su inseguridad, aunque se pasen por alto los aspectos formales de la meditación zazen; no es necesario adoptar ni la posición kekkafuza (loto) ni la posición hankafuza (semiloto); la eficacia de esta técnica apenas se ve alterada aun cuando la persona que la emplea está sentada en una silla corriente”. Aparentemente, esta conquista del derecho a la silla no acarrea siquiera costo terapéutico alguno: “Al parecer, los efectos que surte el susokukan en la estabilidad mental y la concentración interna no difieren de forma crasa de los que se obtienen en el zazen”. Según Hirai, el susokukan empleado de esa manera permitió disminuir drásticamente el estrés y la angustia en sujetos aquejados de neurosis de angustia, lo que fue acompañado por un fuerte aumento en la producción de ondas cerebrales alfa, testimonio de relajación y calma interior. Una vez logrado ese resultado la psicoterapia resultaba más efectiva. Pero en el caso de la depresión, el susokukan solo ayudó cuando, practicado entre dos fases depresivas, contribuía a moderar los efectos de la segunda, mientras que no modificaba el estado del paciente al practicarse durante las fases depresivas mismas. En la histeria no produjo beneficio alguno. En sujetos “normales”, es decir, no aquejados de una sintomatología “neurótica”, el susokukan produjo mejorías en la capacidad de concentración, en la atención y en la sensación subjetiva de bienestar. Hirai intentó explicar esos cambios en sujetos neuróticos y normales invocando una eliminación de sobrecarga nerviosa en la corteza cerebral producida por el susokukan:

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Los cambios en las ondas cerebrales reflejan un proceso de recuperación producido por el descenso del nivel de excitación cerebral, es decir, del estado de hiperexcitación cortical que reina en momentos de gran angustia. Todos estos resultados indican que, durante el tratamiento de la neurosis, la base cerebrofisiológica del alivio del estrés psicológico reside en el descenso bien del nivel de excitación cerebral, bien del estado de hiperexcitación cortical.

La corteza cerebral es la que interviene no solo en la percepción del mundo exterior sino en todos los procesos conscientes, en la reflexión, en el pensamiento lógico y verbal y en las llamadas “visualizaciones” (imaginación), todas actividades que en una persona corriente no cesan en ningún momento de la vigilia y que solo se ven fuertemente reducidas de manera masiva e indiscriminada en el zen y otras poquísimas disciplinas cultoras del vacío budista.

Todas las escuelas zen reniegan del pensamiento especulativo, de las doctrinas y las teorías, y se jactan de ser más que nada un método de entrenamiento de la mente. Pero trece siglos de prédica zen no produjeron ninguna técnica de entrenamiento mental que pudiera ser usada fuera del contexto ritual del zazen, si se excluyen las recurrentes referencias a la concentración por medio de la respiración en la enseñanza de las artes, como en la esgrima o en el tiro con arco. El zen cubrió ese bache recurriendo a la enseñanza filosófica para dar a los adeptos una idea de qué debían hacer fuera del zazen, cómo debían encarar la vida cuando no meditaban, e inevitablemente esa enseñanza filosófica (básicamente una apología de la acción y de la faena cotidiana) tendió recurrentemente a devorarse a la técnica, constreñida al zazen y

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directamente desaparecida durante siglos (para impedir esa “degeneración filosófica” y resucitar el zazen surgió el zen Soto contra el zen Rinzai). Arrinconado entre un zazen arcaico y una doctrina filosófica de alcance tan limitado en la práctica como cualquier otra, Hirai propuso: “Cada persona debería desarrollar métodos originales que se adaptaran lo mejor posible a sus necesidades, y no regresar a la práctica ortodoxa de la técnica”. Su propio uso terapéutico del susokukan es una contribución de ese tipo. Pero debe comprenderse que el susokukan entendido así se asemeja al zazen en cuanto ejercitación desvinculada de la práctica cotidiana, en contraste, por ejemplo, con la concentración mediante la respiración en medio de la práctica del tiro con arco, y las otras artes tradicionales japonesas. ¿Qué queda entonces para la vida cotidiana? ¿Cómo debería ser una técnica que sirva para lidiar con la vida cotidiana y sus estocadas como si uno estuviera combatiendo con un espadachín samurái?

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Capítulo 3

La gaviota que siente la resistencia del aire cree que en el vacío volaría mejor.

Emmanuel Kant

“Esta es la consecuencia del tiro con arco: un enfrentamiento del arquero consigo mismo que penetra hasta las últimas profundidades”, dijo Kenzo Awa a Eugen Herrigel y sus condiscípulos. La dificultad de la lucha cotidiana por la mera supervivencia o la autorrealización estriba en que ella simula ser un combate contra otras personas y otras cosas cuando en realidad es idéntica a un continuo tiro con arco, donde el duelo enfrenta siempre a cada uno consigo mismo, mucho, muchísimo más que con los demás. Pero si el combate consigo mismo queda oculto en la cotidianeidad, mucho más invisibles son los verdaderos obstáculos. Ya debería ser un buen indicio de dónde puede buscarse la técnica para el combate cotidiano el hecho de que el arte de precisión por excelencia como es el tiro con arco haya usado para sus fines de concentración la respiración. ¿Puede encontrarse algo más perjudicial para la puntería del arquero que la propia respiración? Sin duda esa especie de susokukan que usa la arquería no le llegó a los arqueros por propia elección sino a través del zazen, cuya búsqueda se efectúa en condiciones nada similares a las del tiro con arco. ¿Pero no resulta curioso

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que justo ese movimiento corporal ineludible que la respiración impone al arquero, a contrapelo de la estabilidad perfecta que se requiere para acertar el blanco, haya sido aceptado como herramienta preferida, más aún, excluyente, de la concentración mental en la arquería? Hasta en eso el zen demuestra su vocación de elegir todo obstáculo como meta misma de la autosuperación. “La meta es el camino” es la frase más oída en el largo discurrir del zen a través de los siglos. Debería añadírsele “la herramienta es el obstáculo”.

¿Cómo reducir la diversidad abrumadora de los obstáculos cotidianos a un denominador común con el cual fabricar una herramienta? No hace falta hacerlo. El cerebro ya lo hace por sí mismo. Traduce todo, convierte todo, reduce todo a solo dos categorías: placer, o dolor. Busca el placer y huye del dolor. Pero como todo placer exige recorrer un camino, y todo camino está sembrado de dolor, huir del dolor significa alejarse de la conquista del placer. Todo obstáculo es dolor. Es pues en el dolor donde debe buscarse la herramienta. El camino más corto hacia el placer es el de la aceptación del dolor. El dolor como herramienta exige más que la aceptación. El dolor para volverse herramienta exige ocupar el sitial de honor en la conciencia en lugar de la respiración como instrumento de la concentración mental. Solo el dolor está tan presente en el cuerpo como la respiración. Al menos tan presente como ella, o muchísimo más. La respiración es meramente física. El dolor, cuando supera cierto bajísimo umbral, invade indefectiblemente la mente, aunque se haya iniciado en el dedo gordo del pie. Y si se inició en la mente termina siempre por golpear el cuerpo, el pecho, la garganta, la cabeza. La respiración psíquica es una fantasía del yoga. El dolor psíquico es la realidad más incontrovertible de la vida. Siempre vuelve a

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discutirse si la felicidad existe. Nadie discute que exista la infelicidad. Tristeza não tem fin, felicidade sim. Solo el dolor puede suministrar una fuente de concentración más abundante, más omnipresente, menos fantástica, más racional y objetiva que la respiración. El Camino Total está en la confluencia de dos sendas: la senda del zen y la senda del faquir. El Camino Total es una técnica de autocontrol que vacía la mente concentrándola en el dolor, para que en ese vacío de imágenes y palabras ocurra “el milagroso despliegue de la acción”. Acción del cuerpo que se despliega en el espacio y acción del intelecto que trabaja, lee, calcula, escribe, resuelve, decide, aunque ya no cavila más. Porque ya no busca, encuentra. ¿Concentrarse en el dolor? ¿¡Qué clase de masoquismo es ese!?

Que el único camino para superar el dolor es no huir de él, no resistírsele, y aceptarlo íntegramente es algo tan difícil de comprender que ni siquiera aquellos que especulativamente o a través de otros han vislumbrado esa verdad logran captarla realmente. David Morris publicó a comienzos de los 90 un libro excelente donde narra la historia del dolor en Occidente además de intentar comprender su naturaleza como fenómeno fisiológico y psíquico. Llega a rozar el meollo de la verdad cuando enfoca a quienes deben convivir con el dolor, los atletas y los bailarines. Esa parte merece ser citada casi en su totalidad porque expone exhaustivamente las dos principales actitudes con las que se puede enfrentar al dolor, sin advertir que se trata de actitudes diferentes e incluso opuestas, y por eso mismo su exposición ilustra la dificultad del problema: La prensa se burló de la observación de George Anderson, entrenador de los Tigres de Detroit, acerca de que “el dolor no hace daño”. Pero su significado no era difícil de captar:

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El asombroso rendimiento de los atletas, al que estamos hoy acostumbrados, solo ocurre porque han aprendido a competir con el dolor. El dolor es, en el deporte profesional, en cierto sentido, el callado e inevitable terreno del rendimiento. Los bailarines, como los atletas, se imponen un rendimiento que requiere de extraordinarios esfuerzos de gracia. Preferirían, por cierto, actuar cuando gozan de buena salud. Pero el precio inevitable de la autodisciplina exige que la danza fluya sin esfuerzo por medio del que danza; y hay dolor, por supuesto. Escribe Toni Bentley, ex bailarina del New York City Ballet: “Junto con el desarrollo de una enorme destreza física vienen las heridas, algunas tan curiosas y crónicas como sus causas. En cualquier momento todo artista puede enumerar un listado de afecciones y dolores, serios o transitorios –tendinitis, uñas encarnadas, eczemas, desgarros, espasmos musculares, fracturas–. El baile moderno obliga a bailar descalzo y esto puede originar quemaduras en la piel, daño en el metatarso, dedos quebrados, grietas en la piel debido al exceso de sequedad, daños que son menos habituales en los que bailan con zapatillas que les aprietan los pies con fuerza”. Las bailarinas, anota Bentley, tienen sus propios ritos, curiosos. Un dedo ensangrentado se considera señal de buena suerte. Afortunado o no, es claro ejemplo de cómo las bailarinas no solo sufren el dolor sino que lo usan en su beneficio. Las bailarinas a veces hablan de estar manejando el dolor, como si fuera una fuente de energía que pudieran controlar. La peor relación que un atleta o un bailarín puede tener con el dolor consiste en que intente solo resistirlo: que tense el cuerpo, aunque sea ligeramente. Es significativo que las terapias como el método Feldenkrais y la técnica Alexander trabajen para contrarrestar la tensión muscular y ósea, tan común en el dolor crónico, y así restaurar una fluidez de movimientos que es propia de la danza. La bailarina, en un sentido muy práctico, debe aceptar el dolor, llegar a un acuerdo con él; el uso que hace del dolor consiste en su aceptación voluntaria. Ese

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dolor, según Toni Bentley, se olvida en el éxtasis de la actuación, aunque regresa, sordo, apenas cae el telón. Quizás sea un modelo útil esta simultánea aceptación y olvido del dolor. El arte residiría en descubrir cómo evitar la mera resistencia pasiva y tensa y en cómo usar el dolor como un medio para una actuación fluida y creativa, aunque esa actuación consista solamente en bajar a cenar o en subir a un automóvil.

Hemos subrayado las palabras que representan una actitud contraria a la que se expone en el resto de todo el extracto. Es decir, “competir” contra el dolor, o “resistirlo tensamente” (así se modere esas dos palabras en clave “pasiva”) es una cosa, y otra muy diferente es lo que se ilustra en todo el resto del extracto de Morris. Ahí, en el resto del texto, se describe una actitud que es idéntica a la del zen frente a los obstáculos: no resistirse a ellos, aceptarlos, dejar que estén, hasta que partan. Cuando se enfrenta no un mero “obstáculo”, sino la valla de todas las vallas, el dolor, se trata ya de un gran tirano, que solo se calma como los dictadores, o los niños, o los amores exigentes, cuando uno les presta toda la atención. No resistirse al dolor significa someterse a su dictadura, la única dictadura que el hombre debe aceptar. No resistirse pasivamente ni –por supuesto– activamente, ni de ninguna otra forma, sino hacer lo que se dice en todo el resto del extracto de David Morris: aceptarlo, sin peros ni restricciones, ni vueltas. Por supuesto, eso no es sumisión, es saber caer como en el judo. El combate nunca es contra el dolor. No someterse al destino es rebelarse, y eso es la base de la libertad. Pero rebelarse es saber elegir el enemigo. Si a uno algo, o alguien lo está torturando, el enemigo es esa cosa o ese alguien, no el dolor de uno. A este, a ese dolor que es parte de uno mismo, la única forma de controlarlo es dejarlo vencer. No se trata de una diferencia meramente verbal. Mucha gente suele confundirse en esto. La gente cree que ponerse

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tenso, transpirar y retorcerse desesperadamente en el sillón del dentista es una evidencia de que uno “se ha dejado vencer por el dolor” y por eso ha perdido el control. Nada más lejos de la verdad. Esa desesperación que lo retuerce a uno al compás del torno odontológico solo testimonia que uno está cometiendo el más grande de los errores: combatir contra el dolor, uno no se está “dejando vencer”, uno no se está entregando, uno se está resistiendo, está combatiendo o está huyendo (fisiológicamente lucha y huida son casi idénticas), por eso deviene uno tenso, como para una batalla, y por eso pierde uno la batalla y el autocontrol. El dolor gana todas las batallas. Basta que uno le ofrezca combate para que venza. Pero basta que uno se entregue a él, para que empiece a correr la cuenta regresiva que lo ha de reducir a su justa dimensión. “No dejarse vencer por el dolor”, “competir” con el dolor, “vencer” al dolor, no es el método del zen. Es el método de los estoicos, y de todos los que en general se han salvado de las formas más terribles del dolor y filosofan sobre él. El propio Morris dice, refiriéndose a los orígenes grecotardíos y romanos del estoicismo: “En esas culturas aristocráticas de propietarios de esclavos el dolor pertenecía casi por definición a las clases inferiores”. Quien llevó al apogeo el estoicismo fue Marco Aurelio, como emperador romano, el hombre más poderoso de su tiempo. Se entiende que si uno tiene el mundo a sus pies, y la maquinaria estatal más potente del planeta para proveer a las propias necesidades y placeres, tienda a pensar que cada rasguño que le ocurre es una tragedia, y cada “victoria” sobre esa “tragedia” le da patente de filósofo. Solo así, merced a la fortuna de no haberlo padecido de veras, puede un emperador como Marco Aurelio escribir del dolor: Si es anterior, pasado, ya ha terminado; si se sostiene y dura, se lo puede dominar. La mente, que se mantiene distante del

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cuerpo, continúa en calma, y la razón, su maestro, permanece no afectada. En cuanto a las partes dañadas por el dolor, dejemos que, si pueden, declaren su propia pesadumbre.

Por supuesto, nadie que haya padecido un cólico renal, o una operación quirúrgica con complicaciones postoperatorias, o simplemente los golpes de la vida cerrándole el paso a todas sus esperanzas, podría pretender que sirve de algo que la mente busque mantenerse “distante del cuerpo” y preservar la “calma”. Muchos estoicos tuvieron tiempo de aprenderlo. Dice Morris: Cicerón, en sus Tusculanae Disputationes (ii.xxv), escribe que Dionisios de Heraclea, que aprendió el estoicismo de labios de su fundador, Zenón, sufrió tales dolores de riñones que se vio obligado a gritar y a confesar lo mal y falsamente que había comprendido el dolor. El mismo Marco Aurelio cede un poco. “Cuando padezcas dolor –escribe– recuerda siempre que nada hay de vergonzoso en ello y nada que perjudique a la mente que está al mando, que no sufre daño alguno”.

También tuvo tiempo de aprender la verdad el propio Marco Aurelio, que murió de peste, pero el golpe le llegó cuando su obra filosófica ya estaba hecha. Que la distinción entre “aceptar voluntariamente” o “resistir” (también “competir”) no es mera cuestión de palabras, se ve también cuando Morris, luego de oponer como dos formas diferentes el dolor agudo al dolor crónico (considerado habitualmente por los médicos simplemente como aquel que dura más de seis meses), impugna las “ventajas” alegadas frecuentemente por médicos y pacientes:

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Los levantadores de pesas se refieren al dolor agudo cuando afirman que “sin dolor no hay triunfo ni progreso”. Los médicos hablan a veces de que el dolor crónico ofrece una “ganancia secundaria”; con ello se refieren a un beneficio, difusamente percibido a nivel psicológico, que reciben los pacientes, como el aumento de la atención o incluso la gratificación inconsciente de una necesidad culposa de castigo. Pero ese beneficio secundario solo se consigue al costo de interminable sufrimiento que la víctima trata desesperadamente de apartar. El dolor crónico no resuelve nada. Es puro infierno.

Más allá de las lucubraciones psicoanalíticas sobre el dolor como satisfacción de deseos culposos de autocastigo, es curioso que un libro tan bien hecho en todos los sentidos como el de Morris pase con esa ligereza sobre la única mención que se halla en sus 333 páginas al dolor como fuente de un “aumento de la atención”, es decir, como método de concentración, algo que conocieron todas las civilizaciones en todas la épocas. El hecho tiene que ver con la confusión entre dolor estoico (negado) y dolor aceptado, pues solo quien comprende la naturaleza del dolor aceptado puede admitir que los médicos después de todo tal vez tengan razón, y el dolor traiga algunas ventajas para la concentración. Después de todo, cualquier alumno de escuela primaria o secundaria que se aprieta las uñas contra las palmas para intentar recordar una fecha en el momento que le toca “pasar al frente de la clase”, o los estudiantes que se lastiman inadvertidamente rasguñándose o golpeándose tanto en situación de examen como durante el estudio, saben instintivamente, aunque no siempre sean conscientes de ello, que un dolor ligero y autocontrolado puede ser en determinadas circunstancias un apoyo de la concentración. No se trata de una mera “descarga motora” ni de un “nerviosismo”, y menos aun de un “autocastigo”. Hay

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en esas situaciones extremas una búsqueda automática de herramientas que puedan reforzar la concentración de la atención. Para ilustrar que no se trata siquiera de una respuesta infantil o juvenil ante situaciones críticas, reproducimos el caso del dentista japonés Yoshinori Goto, presentado por el médico Yujiro Ikemi en el libro Zen y Autocontrol. El caso tiene particular interés, porque se trata de un protestante japonés devoto, que ha absorbido –tal vez sin darse cuenta– el zen en su forma más útil, a través de dos artes marciales, el kendo y el iaido, y no como zazen o práctica religiosa. En lugar del zen, Yoshinori Goto había usado en la atención de sus pacientes como dentista el “training autógeno” del alemán Shultz, una forma muy simple de relajación en la que uno se concentra en elevar la temperatura de los brazos y enfriar la de la frente. En 1975, a los 74 años, tuvo que usar intensamente ese método ya no para sus pacientes sino para sí mismo porque fue atacado por fuertes dolores de estómago. Pronto llegó el diagnóstico: cáncer de estómago con metástasis en el páncreas. Goto se aferró al método de autocontrol que había servido a sus pacientes, aceptó lo que parecía inevitable, y en la intensidad de su esfuerzo innovó el método de Shultz, como ahora veremos. El cáncer retrocedió rápidamente hasta casi desaparecer. El zen dice poco y nada del dolor, al que trata como un mero obstáculo más, no como El Obstáculo. Y si Yoshinori hubiera asistido regularmente a un zendo y practicado zazen seguramente tampoco habría descubierto nada por sí mismo. Pero Yoshinori Goto hizo lo mejor, captó a través del kendo lo que el zen tiene inadvertidamente para brindar en materia de uso del dolor. Cuenta de él su colega Ikemi: El training autógeno que anteriormente aplicaba él a sus pacientes constituye hoy en día el núcleo de su autocontrol. Ahora forma parte de sus costumbres el entrar en un estado

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autógeno que él compara gustosamente a la vacuidad del kendo. Quedé muy impresionado cuando me describió su práctica del training autógeno, y por diversas razones. Me explicó también que un día se había extendido encima de una cama sobre la que se había dejado un martillo de reflejos. Había sentido un fuerte dolor que había sobrellevado mediante el training autógeno. Se ejercitaba desde entonces en entrar en el estado autógeno con una pinza metálica enganchada en el brazo o en cualquier otra parte del cuerpo y, a pesar del dolor, conseguía entrar en un estado autógeno suficientemente profundo como para soportarlo. Quedé sorprendido por su relato, puesto que este método es el mismo que aplica el doctor Mears en su terapia de relajación de los cancerosos. El doctor Goto me sorprendió todavía más diciéndome que el training autógeno, que había sido para él, al principio, un método de relajación, se había convertido en un “lugar de reencuentro de su yo interior”... El reencuentro del yo interior le ha permitido vivir plenamente cada momento, amar a cada persona que encuentra, experimentar un sentimiento de gratitud hacia aquellos que lo rodean y lo ayudan a vivir. Esto se me aparece como la verdadera vía de la síntesis entre la vida individual y la vida cósmica. Puedo sentir la verdad de la humanidad, el origen de todas las religiones en estas palabras del doctor Goto: “Estoy agradecido por haber tenido un cáncer”, puesto que gracias al cáncer ha podido descubrir esta manera de vivir. El combate del doctor Goto no se parece al que llevó a cabo John Wayne contra su cáncer, a la manera de un héroe del western. Es un combate tranquilo que consiste en vivir con el cáncer. Independientemente de las investigaciones médicas, que deben continuar, tengo por cierto que “vivir con” es más apto para estimular el sistema inmunitario que “luchar contra”. Lo que finalmente me ha impresionado más en el combate que todavía prosigue ahora el doctor Goto es la ausencia de cualquier heroísmo orgulloso. Me ha explicado su historia con mucha humildad, con lágrimas en los ojos.

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Eso fue escrito en 1984, mucho antes de que la epidemia de sida generara toda una literatura del “vivir con” la enfermedad. Y es que el “vivir con” el mal es una vía válida para enfrentar obstáculos, es decir, “males”, infinitamente más diversos que los de la enfermedad. “Vivir con” tampoco es idéntico al cristiano “cargar con la propia cruz”. En este, todo gira en torno a la resignación, y paradójicamente no se resigna lo único que debe resignarse: la libertad de huir del dolor. “Cargar con la propia cruz” simula la aceptación del dolor, pero en realidad niega el dolor, e impide al sujeto realizar un duelo profundo por la pérdida sufrida, en la medida en que “santifica” el dolor, lo vuelve místico, y lo tapa con la gratificación imaginaria que brinda la comunión con un hijo de Dios mediante el dolor. Más aún que la oposición entre yoga y zen, la diferencia entre cargar con la propia cruz y “vivir con” la pérdida y el dolor ilustra la oposición básica que enfrenta al camino “positivo” (el 99% de los métodos de perfeccionamiento humano) con el “negativo”, el del zen. Los caminos positivos buscan tapar el dolor mediante el placer, sea el éxtasis yoguístico, el sentirse el “pueblo elegido”, el “vencer estoicamente”, o identificarse con el hijo de Dios cargando con la cruz. El camino negativo renuncia a edificar estructuras interiores para huir del dolor, confía en que el cuerpo y la mente se entrenarán tanto más rápido en su capacidad de aguantar el dolor cuanto menos intenten huir de él, cuanto menos lo tapen mediante el placer imaginario. El monje cristiano que “agradece” a Dios su cruz, no es como el doctor Goto “agradeciendo” su cáncer. El monje cristiano está tapando el dolor mediante el placer imaginario, místico y tenso que le suministra la cruz. Va camino de la sexualización (la “libidinización”) de sus penas y de la transformación de estas en placer extático y masoquista. Quien deja en cambio invadir su alma por la desgracia sin el menor consuelo, sin

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buscar convertirla en placer, sin buscar aliviarla de ninguna forma, y sigue aferrado a sus faenas cotidianas, metaboliza el dolor en su forma pura y libre de “perversiones” masoquistas y placenteras. Permite así que el placer vuelva a nacer rápidamente en el terreno vacío de su alma y su cuerpo, con toda la pureza que el propio organismo y los placeres de la vida alientan en toda experiencia fresca. El camino “negativo” inaugura con cada desgracia una instancia de duelo y luto interior que infunde al cuerpo y a la mente la serenidad para proseguir la vida desde un nivel de energía muy bajo hasta que ambos puedan levantarse sin muletas místicas ni imaginarias al nivel de un placer verdadero y profundo, vivido ya en su pureza directa, no como anteojeras para tapar el dolor ni con la tensión provocada por el esfuerzo de negar la pérdida. Es desde esa instancia de luto interior, desde ese vacío inmediatamente instalado en el momento mismo de la pérdida, desde donde ha de reencararse la búsqueda del placer. Y esa búsqueda del placer solo deberá iniciarse cuando uno esté seguro de poder mantener el luto interior como telón de fondo de la experiencia y convivir con él a lo largo del camino que conducirá una vez más hacia el disfrute. Porque el luto debe irse solo, no debe ser eludido, ni negado, ni cubierto con la mirada reparadora de Dios, sino que debe esfumarse inadvertidamente como se esfuma la conciencia cuando uno empieza a dormirse. Cargar con la cruz no resigna nada, posterga la satisfacción hasta el más allá, pone la mirada en los cielos y en el paraíso futuro para no sentir el dolor. Sentir el dolor implica la renuncia absoluta, la aceptación de la pérdida, y eso permite recomenzar tarde o temprano desde cero, hacia una nueva vida, en una nueva dirección, elaborada con los elementos que se salvaron del naufragio, no con un equipamiento imaginario, fabricado bajo el apremio de una tensión negadora. Sentir el dolor es entrega absoluta, relajación y pérdida de todo deseo, tanto

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de los deseos de salvación terrenales como de los celestiales, por eso mismo es también pérdida de tensión. Más que duelo y luto es en verdad muerte interior, vacío completo, absoluto y resignado, que es el terreno óptimo para la más sólida resurrección de la vida. No la resurrección de uno como lo que uno quiso ser, con la identidad que buscó y deseó y falló, sino como ha de surgir espontáneamente, de las verdaderas condiciones creadas por la pérdida y el aprendizaje, a partir de las propias cenizas y de la maquinaria corporal y mental espontáneamente perfeccionadas por la tarea de aguantar la devastación. Sentir el dolor es la precondición para poder “vivir con el dolor”. Pero además, sentir el dolor tiene premio: cuanto más de frente y relajado va uno hacia el dolor, cuanto más “entregado” uno se le acerca, cuanto más se funde uno con él, cuanto más uno lo abarca en la percepción y se deja abarcar por él, más rápido él se esfuma, como un olor al que el olfato se acostumbra, como el traqueteo de un tren o el goteo de una canilla que nos han impedido dormir hasta el preciso momento en que en lugar de luchar para no oírlos nos hemos dejado invadir por ellos, nos hemos concentrado en ellos y fuimos acunados por ellos y por ellos llevados de la mano inadvertidamente hasta la paz del sueño. Paz del sueño que puede ser también paz del trabajo, del estudio, del amor o de la mera diversión, porque la pérdida de la autoconciencia, el olvido de sí mismo que precede al sueño, y que puede apoyarse en la molestia de un ruido, un estorbo o un dolor, es la misma del samurái que se funde con su espada y con su esgrima, en el “maravilloso despliegue de la acción”.

¿Habrá entonces que torturarse los brazos con pinzas como el doctor Yoshinori Goto para poder escalar apoyados

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en ese obstáculo hasta cumbres más altas de concentración? Nada menos necesario. El dolor es como el hidrógeno del cual la ciencia moderna busca extraer el combustible ecológico del futuro: es el elemento más abundante de la vida humana. No hace falta que nosotros ni nadie nos lo inflija. Si somos pobres y apenas podemos satisfacer nuestras necesidades y brindarnos algunos placeres, la aclaración está completamente de más. Si uno tiene una posición mínimamente holgada, basta que uno quiera aferrarse a la tarea cotidiana, basta que uno acepte competir en la vida moderna, basta que uno se una a la corriente de gran ambición material y espiritual que recorre el planeta desde el mismo Renacimiento italiano, cuna de los tiempos modernos, para que el dolor se haga presente. El estudiante que lucha con los problemas matemáticos o tiene que memorizar batallas y accidentes geográficos tiene dolor, el ama de casa que lava los platos y plancha tiene dolor, el cadete que camina por la calle para hacer trámites que le insumirán horas de espera en bancos y oficinas tiene dolor, hasta el ejecutivo que atraviesa la racha floja del ciclo económico tiene su cuota de dolor. La reacción instintiva de todos ellos será huir de ese dolor. Para tapar el dolor, el estudiante tomará café y aspirinas y pensará en la fiesta del fin de semana, o en las cercanas vacaciones, el ama de casa pondrá más energía en el planchado, aplastará bajo su plancha el insoportable dolor de espalda, buscará una mejor posición del cuerpo durante el lavado de platos, pensará en los vestidos, las carteras y los zapatos que un día de estos se ha de comprar, o en la telenovela que está por empezar, el cadete aferrará sus oídos al walkman con la música que le recuerda la fiesta en la que estuvo a punto de conquistar a cierta muchacha, o la noche en que fantaseó que estuvo a punto de conquistarla, o pensará en la vida que llevará cuando pueda poner su quiosquito, o comprarse el taxi,

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o ser millonario con un golpe de esos que a veces se dan, el ejecutivo buscará distraerse sargenteando a sus subordinados, se sentirá el elegido que carga con la cruz de unos empleados tan “holgazanes, inútiles y rebeldes”, y de un estado tan entrometido que le reclama impuestos y contribuciones sociales y no lo deja triunfar, hará planes más o menos fantasiosos para mejorar su propia eficiencia o probar un nuevo producto en el mercado, recordará sus merecidos consuelos, la última prostituta del sauna que resultó más seductora de lo que él esperaba, la nueva secretaria de un subordinado suyo que es una hermosura y a la que espera tener pronto bajo sus más directas órdenes, su familia que lo espera para pasar en el country el fin de semana, el partido de tenis que tiene programado para esa noche y que tal vez lo pueda desenchufar de tantas presiones. Al comienzo todo eso da resultado. El dolor sale de la conciencia. Su lugar es ocupado por la fiesta del fin de semana, la telenovela, y las compras fantaseadas, la música del walkman, y las imágenes del quiosquito, la queja contra los subordinados, contra el bienestar social y el estado, los nuevos productos para lanzar al mercado y la puta del sauna. Pero como un calambre al que uno se resiste, el dolor va creciendo en silencio o al menos se atrinchera como un quiste irreductible, un malestar oscuro, una insatisfacción inexpresable que necesita ser tapada cada vez más. A su vez los remedios “positivos” se desgastan y deben ser empleados en cantidades cada vez mayores para obtener resultados aun así decrecientes: el café, las aspirinas y las imágenes de la fiesta, la telenovela y las compras fantaseadas, la música del walkman y las imágenes del quiosquito, la queja contra los subordinados y el bienestar social, los nuevos productos, las visitas a putas, todo se convierte en un instrumento de fuga, del que se depende cada vez más para poder tapar la negatividad negada, el dolor soterrado, desatendido. En lugar de una alternancia refrescante entre lo positivo

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y negativo que ofrece la vida, con una entrega total y profunda a cada una de esas instancias en el suceder vertiginoso de la cotidianeidad, lo que ocurre es una creciente tensión entre los polos, en la que lo positivo no tiene más función que tapar lo negativo, y lo negativo, en lugar de absorber totalmente la vida en determinados y bien precisos instantes a los que tiene completo derecho, termina devorándosela toda –merced a esa creciente tensión– desde la oscura guarida donde se lo pretende aplastar. La experiencia de la positividad o de la negatividad pura desaparecen para siempre de la vida. El dolor y el placer se contaminan mutuamente y la vida se aleja cada vez más del fluir espontáneo que debiera ser su ideal. En la fiesta del fin de semana, el estudiante no puede dejar de pensar en las pruebas de matemáticas, las batallas y los accidentes geográficos en los que estaba ocupado cuando se la pasaba fantaseando con la fiesta. En medio de la telenovela, de las compras tan anheladas, o de la cena que tanto había esperado, el ama de casa no puede dejar de pensar en lo que costó lavar los platos y planchar las camisas que ocupaban sus manos mientras fantaseaba con ese momento de placer matrimonial, ahora contaminado. El cadete pierde la magia que tenían para él la música y el ambiente de las discotecas, porque las colas y los trámites que quiso tapar con la fuga imaginaria a las discotecas terminaron invadiendo por la misma puerta musical sus fines de semana entre los juegos de luces de la noche tan esperada. En su country, en su sauna, o con su familia, el ejecutivo no logra detener la máquina mental de programar productos, de buscar soluciones para enfrentar el ciclo comercial recesivo; su discurso se tiñe cada vez más de rencor contra los pobres y el estado, despotrica tanto contra el bienestar social que su pene no logra siquiera enterarse de que lo han llevado a pasar un momento de antología con una de las prostitutas más hermosas que se hayan

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visto, la erección se vuelve esquiva, o cortocircuita en eyaculación precoz, porque su dueño está muy ocupado en borrar la recesión económica de su cabeza con su lucha imaginaria en defensa de sus negocios. En el Hagakure, un tratado japonés del siglo xviii, se dice: “Morid con el pensamiento cada mañana, y ya no temeréis morir”. De nuestro estudiante, nuestro cadete, nuestra ama de casa y nuestro ejecutivo podríamos decir que por no querer morir unos minutos, por querer tapar la muerte y el dolor con el placer, corren el riesgo de hacer de sus vidas un tenso tormento con olor a cementerio y sabor a ilusión. ¿Por qué el Camino Total se alimenta del zen? Porque el zen es no-yo, es no-pensamiento, es fusión del yo y su objeto en la acción, es la vía regia para mantenerse en el campo de la realidad, donde, a diferencia del mundo de la imaginación angustiada, todo, hasta la misma muerte, tiene alguna “solución”, alguna respuesta adecuada. En el zen, se lleva la autoconciencia a su disolución entreteniéndola con la respiración como punto de concentración. En el Camino Total se busca un punto de concentración más real: el obstáculo universal de toda acción, el dolor.

Usted quiere dejar de pensar. Quiere salir del círculo vicioso de angustia creciente por la separación de su pareja, por su despido del trabajo, o por un error tremendo que cometió y le roe el alma. Busca una actividad. Quiere retomar su trabajo de carpintería, o leer, o mirar los avisos clasificados del diario para encontrar un trabajo. Y no lo puede hacer. Cuando da el menor paso en esa dirección siente una angustia incontrolable y todos los pensamientos vinculados con su drama actual lo asaltan por los cuatro costados.

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El Camino Total le dice, como el zen, que olvide todas sus metas, inclusive la de olvidar su drama. Que actúe sin pensar en los resultados. Que no busque nada, ni de su acción, ni de su vida. Que cumpla simplemente con el ritual de la acción en cuestión, resignado y relajado, y concentre toda su atención en él, en cada pequeño paso que requiera su acción, sin pensar siquiera en el siguiente. Usted logra entonces sentarse como un autómata, toma el diario en sus manos y busca los avisos, o se dirige a la habitación donde tiene los materiales de carpintería, o hacia la cocina donde lo (o la) esperan toneladas de platos para lavar. Sigue intentando no pensar en nada. Pero cuando se acerca aún más a la acción, cuando ya está por dar el primer paso la angustia vuelve a asaltarlo, y como usted no se detiene asoma un dolor de cuerpo, músculos y cabeza que se vuelve cada vez más insoportable a medida que usted insiste en aferrarse a su acción. Como usted aun así persevera, el dolor se va concentrando en su cabeza y la siente a punto de estallar. Ahí es cuando usted ganó. Ya tiene su instrumento. Aprenda a usarlo. Concentre su atención en ese dolor de cabeza, y siga actuando, lo más relajadamente posible. Siga poniéndose el delantal, o disponiendo las herramientas para la carpintería, o marcando los avisos clasificados. No deje que el dolor de cabeza escape ni un ínfimo segundo a su atención, es el verdadero pivote de su atención, y su relajación. Usted no existe más. Sus problemas no existen más. Usted no piensa. Usted siente solo su dolor. Siga actuando, siga lavando, siga discando los números de los avisos clasificados, siga hablando con quienes pusieron esos avisos, haga las anotaciones necesarias, pero todo como un autómata, porque en su cabeza solo hay lugar para su dolor. No se alegre por nada, no se esperance por nada. Si lo asalta una tristeza, si los avisos resultan contener mentiras descaradas (es una de las leyes del

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mercado) deje que eso se traduzca inmediatamente en mayor dolor de cabeza, sin pasar por su conciencia, sin dar origen a ningún pensamiento, ni a ninguna tensión, a ninguna explicación sobre la desgracia que siente estar padeciendo. Deje que la tristeza le invada el cuerpo y la cabeza, pero no la conciencia. Allí solo debe reinar su dolor, una sensación puramente física, de cuyo origen usted ya no se ocupa más, porque solo quiere sentirla, mantenerla en la conciencia, seguir su evolución como sensación física, sin ningún vínculo con pensamiento alguno. Si el dolor se le vuelve insoportable y amenaza con conducirlo a usted a pensar haga a cada tanto breves esfuerzos para “empujar el dolor hacia las profundidades de su cabeza, intente sentirlo más en el centro de su cabeza que en la periferia del cráneo (donde tiende espontáneamente a sentirse). Entre esfuerzo y esfuerzo vuelva de inmediato a la actitud pasiva puramente receptiva y perceptiva de la sensación dolorosa. Siga concentrado en su dolor. Siga actuando. ¿Está triste? Sí, lo está. Pero ya no sabe ni se pregunta por qué. Su tristeza está ahí, en su cuerpo, en su cabeza, es ese dolor, solo el dolor. Siga concentrado en su dolor. Siga actuando. ¿Está triste? Sí, lo está. Pero ya no sabe ni se pregunta por qué. Su tristeza está ahí, en su cuerpo, en su cabeza, es ese dolor, solo el dolor. Usted continúa actuando, y el dolor de cabeza se va desdibujando cada vez más, a medida que la acción física o mental y la concentración siguen su curso. Usted se está sintiendo cada vez mejor. Se siente tentado de dejar de buscar el dolor de cabeza cada vez más inasible que se le escapa de la conciencia y que le deja en ella apenas una vaga sensación. Tiene ganas de empezar a prestar más atención al resto del cuerpo, que le envía señales cada vez más placenteras, como si acabara de hacer gimnasia, o de tomar sol, o de hacer el amor. Usted no entiende de dónde le vienen esa repentina energía y ese placer corporal. Pero le gustaría prestarle atención a esa sensación

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agradable que se le difunde por todo el cuerpo, en lugar de seguir atento al dolor. No lo haga, porque si lo hace, el placer –esté ubicado en la cabeza o en el cuerpo– desaparecerá y volverá el dolor, pero un dolor ya viciado de inutilidad, porque usted ya no lo busca como herramienta. El zen no es el camino del éxtasis. No es un método de ensimismamiento. No busca el placer corto, de la pequeña euforia que se tiene cuando se festeja la desaparición del dolor. Busca el placer largo, el que surge no del ensimismamiento corporal sino de la acción, de las cosas logradas y la vida realizada. Por eso usted no va a perseguir ese placer que lo inundó cuando el dolor cedió. Siga buscando el dolor. Ahora es apenas una sensación. Sígala, manténgase atento a ella. No prentenda guiarla, ni influirla, ni borrarla, ni reducirla, ni aumentarla. Ya no es más que apenas el eco lejano del dolor, el testimonio neutro, ni placentero ni displacentero, de su cerebro como órgano físico. Son apenas pequeñas presiones que poco a poco dejan de ser totalmente independientes y se vuelven influenciables mediante su decisión, su voluntad. Mediante esas pequeñas presiones usted mantendrá el cerebro vacío, impedirá que huya en ninguna dirección de pensamiento, que se introduzca en ningún bosque de la mente, lo sostendrá en el aire como un globo de gas, con ínfimos toques de su voluntad en sus sensaciones “cerebrales”, con imperceptibles empujoncitos o presiones para que no se salga nunca de su centro, el vacío. Siga siempre con su acción, en la cocina, junto al teléfono, o en su taller de carpintería. Si logra continuar la acción con ese estilo de concentración durante algunos segundos, eventualmente unos minutos, usted habrá tenido la primera experiencia zen de su vida. Según los términos de Tomio Hirai, habrá alcanzado una “conciencia relajada acompañada de receptividad constante”.

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Tras haber definido la meta de un nuevo concepto de salud trocando el “pienso luego existo” cartesiano por “siento luego existo”, el médico francés Paul Chauchard dijo en una conferencia reporteada por Yujiro Ikemi: Lo que se busca es esta negación del yo que es el verdadero misterio de la espiritualidad oriental. El secreto de esta realización, lejos de llevar a un estado de despersonalización, reside en la inmersión del ser en sus sensaciones corporales.

Solo bastaría añadir que esa inmersión en las sensaciones corporales es a su vez solo un medio para lograr la fusión del sujeto con su objeto en el maravilloso despliegue de la acción, la aniquilación de la autoconciencia, y el mayor grado posible de concentración mental compatible con la apertura hacia el mundo y a la actividad que ocupa en cada momento al sujeto. Las sensaciones matan el pensamiento porque –como veremos en el capítulo 11–son procesadas preferentemente por el hemisferio cerebral que menos participa en la reflexión y más especializado está en la sola tarea de percibir pasivamente el mundo. Una vez estimulado ese hemisferio pasivo mediante la concentración en el dolor e inhibido el hemisferio cerebral activo mediante el esfuerzo por no pensar, usted podrá –sin abandonar la acción que usted venía emprendiendo– pasar inmediatamente después de que dolor se haya esfumado a la concentración en la percepción de la belleza que lo rodea. No existen objetos que no posean belleza y pocas cosas estimulan tanto a un ser vivo y lo abren tanto al mundo como una breve contemplación de ese espectáculo. Para que el espectáculo de la belleza de una cocina, una ventana, un cielo, unas sillas, unas ropas sin lavar, un pasillo ensombrecido, un pavimento roto, un muro de cemento, una casucha de villa miseria, un escritorio del trabajo de uno y hasta un tacho de basura

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(sobre todo eso existen pinturas hermosas y famosas) pueda calar hondo en uno, la concentración debe ser pasiva en un cien por ciento, sin intromisión de fantasías (ni pensamientos estéticos, ni comparaciones, ni nada), para lograr una percepción puramente biológica, animal, y ver el entorno como lo verían un tigre o un pájaro. No un pobre humano atribulado por sus problemas. Finalmente usted ha salido de su angustia, o de su depresión remontado por su cuerpo, en lugar de buscar inútilmente una salida a la crisis mediante el pensamiento. Usted está ya actuando pese al brutal derrumbe interior que había estado a punto de paralizarlo. ¿Pero qué ha pasado en su cuerpo?

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Capítulo 4

El Camino Total no surgió de una teoría, ni siquiera del zen, que de por sí es más una práctica –de meditación– que cualquier otra cosa. El Camino Total surgió de la experiencia y se puso a prueba en una práctica sistemática. La práctica demostró hasta el hartazgo que –aun con escaso entrenamiento– la concentración de la mente en un dolor –siempre que este no tenga una intensidad máxima, como la de una operación quirúrgica o un cólico renal, por ejemplo– no solo acaba por desdibujar ese dolor, sino que da lugar con cierta rapidez (minutos u horas, dependiendo de la intensidad dolorosa) a una sensación profundamente placentera que linda con esa inconfundible euforia corporal, en la que tanto los médicos como los deportistas de fin de semana están acostumbrados a reconocer la huella de las endorfinas y otros analgésicos naturales segregados por el sistema nervioso central. La única condición para que ese mecanismo no falle nunca es que el estado posterior placentero no sea perseguido en absoluto como meta desde el inicio, es decir, que la concentración de la mente en el dolor tenga un carácter puramente pasivo, receptivo, sin pretender influir sobre el dolor de ninguna manera, sobre todo, sin pretender dis-

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minuirlo. De lo contrario solo se estará luchando contra el dolor, y agravándolo mediante la tensión. Quien ha sufrido una operación quirúrgica o se ha drogado alguna vez en la vida con opio, heroína o morfina tiene la experiencia más nítida de lo que significan las palabras analgésicos naturales, endorfinas y encefalina. Los dos analgésicos más importantes segregados naturalmente por el sistema nervioso central –las endorfinas y la encefalina– tienen una estructura química muy parecida a la de esas drogas hermanas extraídas de las semillas de amapolas, por eso también esos analgésicos naturales son llamados “opiáceos”. La experiencia más ilustrativa sobre los procesos subjetivos que desencadenan los opiáceos naturales y artificiales se tiene cuando existe una convergencia en el mismo momento de dolores psíquicos y físicos relativamente diferenciados. Por ejemplo, cuando una operación quirúrgica está acompañada de una fuerte angustia o depresión, motivada esta por la propia operación o por cualquier otro motivo. En la práctica médica corriente, el dolor posoperatorio es enfrentado con morfina o derivados de ella. Lo interesante es que su aplicación elimina casi de inmediato no solo el dolor físico sino también el dolor psíquico, es decir, la angustia o la depresión, lo que demuestra que en materia de dolor no existe división posible entre psíquico y físico. Lo que el paciente siente durante un lapso de unos minutos o unas pocas horas es un estado de tranquilidad y satisfacción plenas que no se asemeja al éxtasis sino a una suerte de calma profundamente placentera, con una gran libertad interior, tanto más gozosa cuanto que estuvo precedida por la tiranía absoluta del dolor. Si el paciente toma cabal conciencia del cambio favorable de su situación, y si los médicos se lo permiten, ese estado de calma y libertad perfectas puede ser empleado para cualquier

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tipo de actividad que sea compatible con el estado posoperatorio, por ejemplo, la lectura, el ajedrez, o cualquier otra tarea que segundos antes de la inyección analgésica le habría parecido al paciente como algo absolutamente imposible de encarar. Lo que parecía un mero analgésico, un inhibidor del dolor, se revela como un potenciador de un estado placentero y fructífero para el despliegue de la acción. Por supuesto, tratándose de opiáceos artificiales, como la morfina (debería llamárselos más bien “externos”, pues tampoco son realmente sintéticos), está absolutamente desaconsejado su empleo fuera de los accesos de dolor agudo vinculados con la cirugía, o con enfermedades terminales. El suministro externo de opiáceos genera acostumbramiento, es decir, con la aplicación reiterada se necesitan dosis crecientes para lograr los mismos efectos que se consiguieron al comienzo con un suministro mínimo. También provoca dependencia, es decir, a partir de determinado número de suministros, la tendencia al hábito surge automáticamente, y la interrupción del hábito genera síndrome de abstinencia: nerviosismo, angustia, convulsiones. En realidad, aun en el uso hospitalario, y en las dosis según algunos excesivamente mesuradas en que se los administra, los opiáceos suministrados desde afuera tienen tendencia a desbordar el nivel óptimo de generación de bienestar compatible con la acción fructífera, la lectura, o cualquier otra actividad. Cuando el placer supera un cierto umbral, deja de ser el telón de fondo para convertirse en protagonista, y por lo tanto ya no es útil, a menos que uno quiera pasársela disfrutando de sensaciones corporales por sí mismas. Si lo que se busca es esto último se está siguiendo el camino del éxtasis narcisista, que rompe con el mundo y se satisface en la huida de sí y del exterior, para buscar no la disolución del yo en la acción, que es vida, sino una suerte de suicidio recurrente en el placer

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vacío. De hecho los cultores del zen suelen acusar de manera más o menos desembozada a los yoguis de embaucar a los incautos con las narraciones sobre su éxtasis, porque –según ellos– omiten que para lograrlo siempre han recurrido al uso de plantas o sustancias narcóticas, tanto de carácter analgésico como los opiáceos, como de naturaleza alucinógena. Leemos en Hirai: Además, el éxtasis que experimentan algunos yoguis tradicionales, si es que lo experimentan, parece depender del consumo de drogas. Según K.T. Behanan (1959), la mayor parte de las nociones ilusorias y las alucinaciones de los yoguis se deben a causas psíquicas. Sin embargo, existen pruebas fehacientes de que tal vez la causa resida en el consumo de drogas u otros factores físicos. La literatura antiutópica, por ejemplo, elogia los efectos divinos del néctar tóxico conocido como soma, que, al parecer produce un estado extático. Según se cree, los antiguos yoguis conocían y consumían sustancias alucinógenas, tales como la mescalina o el hachís.

Los analgésicos endógenos que el propio organismo humano produce no tienen en cambio ninguna de esas desventajas. Su capacidad para actuar de telón de fondo, o lubricante del cuerpo y la mente, en lugar de robarle el protagonismo a la acción, se demuestra por ejemplo en el deporte. La sensación profundamente placentera del deportista amateur o profesional claramente identificable con un flujo masivo de endorfinas en el cuerpo no se produce durante el desempeño físico, sino inmediatamente después y durante las horas que siguen al final del esfuerzo, pese a que la secreción de endorfinas y encefalina se empieza a producir desde el comienzo de todo ejercicio físico importante. Y aun en ese momento de máxima satisfacción, se trata de un placer moderado, que

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más que tentar al sujeto a volcarse sobre sí mismo lo pone en armonía con el entorno. Además, los opiáceos del sistema nervioso central –como cualquier otra hormona segregada naturalmente por un organismo– no son nunca una respuesta química aislada, sino que van acompañados de otras secreciones endócrinas casi tan o más funcionales para el despliegue creativo del cuerpo. El ejercicio físico, por ejemplo, va acompañado también de una intensa producción de noradrenalina, a la que se podría llamar la “hormona de la acción”, que perdura mucho después del desempeño y es una de las armas químicas claves del organismo contra el desgano y la depresión, potenciando así los efectos benéficos de los opiáceos. Por supuesto, esta crítica de la búsqueda del éxtasis a ultranza no pretende ser una apología de la moderación a ultranza. Se trata simplemente de reconocer que quien prefiere dar al telón de fondo de su vida una intensidad excesiva, forzosamente se quedará sin acción en el resto del escenario: lo que debía ser un medio se convertirá en lo único que ocurrirá de veras en su vida. Además, no hay éxtasis que no se gaste. Y para éxtasis la naturaleza ya estableció una vía regia y de saludable disponibilidad cotidiana que en lugar de cerrar al sujeto sobre sí mismo –como el éxtasis yoguístico o las drogas– lo abre al mundo, a la interacción y al conocimiento, además de ser crucial para preservar la especie: el sexo..., que también requiere de autocontrol para poder prolongarse y acceder a sus cumbres más altas. También en el sexo las endorfinas juegan un rol de segundo plano, y dejan al placer propiamente sexual –que es de naturaleza más nerviosa que hormonal– deplegar en el centro de la escena toda su fuerza creadora. Su presencia solo se hace distinguible una vez más a posteriori, cuando logrado el orgasmo, y desaparecida la excitación nerviosa, el cuerpo se inunda de un placer calmo, que el no iniciado confunde con una mera

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consecuencia de la anterior descarga nerviosa, cuando es en gran medida producto de las endorfinas. Si se las quiere detectar en otra situación, también debe ser en un estado de máxima pasividad, en que pueda distinguirse el telón de fondo por falta de figura, como ocurre cuando uno se tiende al sol, pues los rayos solares también provocan la secreción de opiáceos naturales.

¿Es entonces bajo el efecto de esos milagrosos opiáceos que el dolor desaparece cuando uno se concentra en él? Sin duda ellos deben intervenir. Se sabe que su función es la de “taponar” en el cerebro las terminaciones nerviosas receptoras de las señales de dolor que llegan desde las zonas lastimadas (un dedo, una pierna, etc., y tal vez también “el alma”, es decir, los afectos), exactamente del mismo modo que la morfina “tapona” esos centros. Pero no se trata solo de endorfinas y encefalinas. Ni siquiera solo de hormonas. Hay todo un complejísimo mecanismo fisiológico en la experiencia del dolor que la concentración mental puramente pasiva puede –dentro de ciertos límites– trabar, como un palo que se inserta entre los radios de una rueda maléfica para detenerla. Nos dice el ya citado Morris: Hace varias décadas, cuando las lobotomías prefrontales y las leucotomías (extirpaciones de zonas de sustancia gris o blanca –no cortical– del cerebro) eran una herramienta extrema pero aceptada para tratar un dolor sin solución aparente, los clínicos observaron un resultado inesperado. Los pacientes a los cuales se había efectuado una lobotomía informaron que seguían sintiendo dolor o que podían sentirlo pero ya no les “molestaba”. El dolor persistía pero aparentemente ya no continuaba el sufrimiento.

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Este y otros hechos hicieron que hoy se considere dolor y sufrimiento como dos aspectos separados y claramente discernibles de lo que podría llamarse la experiencia dolorosa. El dolor es una sensación, mientras que el sufrimiento es la reacción cerebral compleja y global a esa sensación. El dolor no incluye crispación, ni tensión generalizada, aunque desencadene movimientos a nivel local de manera refleja (automática). La retracción de un miembro dañado por acción de los reflejos puede considerarse como parte del circuito del dolor, pero aun así puede aprenderse a evitar esa reacción, y de hecho el sistema nervioso está dotado de un órgano, el cerebelo, que tiene como una de sus funciones inhibir determinados reflejos cuando estos estorban el desarrollo de determinada habilidad motora aprendida o porque implique un peligro detectado por el cerebro en esa situación. Pero en lo que hace a la crispación y la tensión generalizada que forma la parte principal del sufrimiento, ya no se trata de reflejos innatos que deban inhibirse, sino de una conducta básicamente aprendida que se puede y conviene desaprender. Morris cuenta por ejemplo que las mujeres de la Micronesia dan tan pocas señales de “sufrir” los dolores del parto que los médicos occidentales están obligados a poner las manos en sus abdómenes para detectar si hay contracciones. No se necesita una lobotomía para carecer de la reacción emocional de sufrimiento al sentir dolor, basta con un contexto cultural que disocie ambos aspectos, dolor y sufrimiento. Que la disociación es posible lo demuestran pueblos de África y de la Polinesia que instituyen lo que a primera vista parece ser una suerte de estafa afectiva contra las parturientas. En esos pueblos el protagonista del parto es el hombre, que “sufre” y se retuerce en una cabaña rodeado de todos los personajes pertinentes de la tribu, mientras que su mujer tiene el niño en otro lugar casi a solas, no tiene prácticamente “derecho”

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alguno al sufrimiento, y debe reincorporarse casi de inmediato al trabajo cuando su marido todavía está recibiendo los regalos por la proeza de haber “aguantado” un parto tan “duro”. Desde el punto de vista de la autoayuda en Occidente, lo que interesa aquí es que efectivamente esa “estafa” afectiva “priva” a las mujeres de un “derecho” harto inútil, como es el de dejarse atraer por la vorágine del sufrimiento, y reduce el dolor a dimensiones tan banales como las de las micronesias que no sufren por las contracciones. No es casualidad que la simulación del dolor por parte del “parturiento” esté seguida de los regalos de la tribu. Esos pueblos tienen bien claro que las palmaditas, los regalos y los consuelos están en ciertas situaciones tan indisociablemente vinculados en el cerebro al sufrimiento que dárselos a las parturientas en lugar de sus maridos impediría el bloqueo del sufrimiento que todo ese curioso ritual de “estafa” quiere lograr en el parto real que está efectuando la mujer. Desde el punto de vista estricto de ese ritual de parto, no existe problema alguno de justicia. Se trata de un modo de enfrentar el dolor. La justicia en esas sociedades como en cualquier otra debe regularse desde el punto de vista de derechos más positivos que el del sufrimiento. Puede perfectamente concebirse una sociedad con derechos iguales o hasta incluso dominantes para la mujer, en la que se quite a estas el “derecho al sufrimiento”, pero se les entregue el poder, exactamente como el guerrero no tiene en las culturas austeras mucho derecho al sufrimiento y reboza en cambio de prerrogativas y privilegios sociales. Por supuesto, no es aconsejable que una mujer, ni ningún sector social postergado en sus derechos positivos, deje que vengan a darle cátedra sobre “estoicismo” quienes solo buscan su sometimiento silencioso con fines egoístas, sean maridos, patrones o políticos. Pero ellas (y ellos) sí pueden esforzarse en no esperar tantos “consuelos”, que solo refuer-

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zan el desarrollo de la conducta del sufrimiento, y exigir –en lugar de adulación y compasión– salarios dignos, vivienda, educación y poder, en la familia, en la empresa y en el estado, sin pretender arrancarlos por “compasión”. Más vale sentirse feliz en medio del dolor y la privación, en lugar de “sufriente”, y aprovechar la energía que así se gana para destinarla a luchar para arrancar derechos positivos, en lugar de dar lástima. Esto no implica un culto de la dureza, o la indiferencia. Lo contrario de la indiferencia es la compasión, que es un afecto sin el cual la humanidad jamás habría llegado a nada. ¡Pero justamente es uno de esos afectos que menos se pueden “pedir”! La falsa compasión (como la del propio victimario en las “lágrimas de cocodrilo”) que suele responder a cualquier pedido de conmiseración mata más que la indiferencia y estimula la conducta de sufrimiento. No es una suerte estar en un medio donde existe poca compasión. Pero lo peor que uno puede hacer en ese medio es elevar el propio dolor a la escala del sufrimiento para dar lástima, con la ilusión de despertar compasión, o para autoconsolarse al percibirse a sí mismo como víctima de una injusticia. Es la conducta típica que aprende el neurótico en su familia y luego arrastrará como una verdadera cruz en su vida social. Los pueblos que efectúan esa “estafa” afectiva contra las parturientas no crearon los dolores del parto (cosa que no puede decirse en cambio de ciertos poderosos respecto de la existencia de la pobreza), y puede pensarse que han ideado ese ritual con el fin principal y tal vez exclusivo de inhibir la conducta “sufriente”, porque descubrieron que la conducta “sufriente” (que no es otra cosa que un intento de huir del dolor) termina potenciando el dolor, en lugar de calmarlo. A menos que se demuestre que en sus sociedades la mujer esté más relegada que en el resto de los pueblos “primitivos”, o que la compasión, la empatía o la solidaridad –sublimación racional de esos afectos altruistas– estén

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en ellos menos desarrolladas o restringidas al ámbito masculino, cosa que los investigadores no han hallado hasta ahora. Una vez más, destacar la utilidad de concentrarse en el dolor en lugar de dirigirnos a los demás en busca de consuelo, no implica promover el estoicismo aristocrático del dueño de esclavos que se jacta de que no sufre, cuando ni siquiera ha tenido ocasión de padecer dolor. No es el narcisismo de cartón de quien se siente duro, fuerte y poderoso, cuando solo ha tenido la suerte de no toparse con el dolor. Se trata simplemente de que el “buey solo bien se lame”. Si el dolor no le arranca a uno lágrimas, no es que uno es “duro y fuerte”, sino que el dolor no es de veras agudo. Todo charlatanismo estoico se acaba con un cólico renal, una fractura ósea importante, o la pérdida de los bienes, los seres queridos o la posición social del filosofador. Pero todo aquel que ha sufrido una profunda pérdida en la vida sabe que “elaborar”, “superar”, “metabolizar” la pérdida es algo que solo comienza cuando el llanto deja de estar soldado a la rebeldía contra la pérdida, y empieza a convertirse en puras lágrimas de duelo, en llanto de luto que es ya mucho más la constatación azorada y resignada de la injusticia y la profundidad del golpe sufrido, que un intento de escapar de él, o de modificarlo. Ese es el momento en el que el sufriente siente una profunda transformación interior, y alcanza a ver que la pérdida le está aportando un oscuro enriquecimiento psíquico, un crecimiento interior inexpresable en el que queda –indistinguible ya pero justamente por más profunda– la huella de aquello o aquellos que partieron para siempre. En términos del Camino Total, lamerse solo es concentrarse en sentir el dolor, sin pensar en nada, dejando que el cuerpo y el sistema nervioso lo elaboren, lo metabolicen. Solo ellos sabrán hacerlo, solo el cerebro trabajando en silencioso recogimiento sobre sí mismo, vacío de imágenes y de pala-

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bras, sabrá asimilar el dolor en toda su verdadera dimensión y usará la energía del golpe recibido como instrumento de su propia transformación, y como sostén de la acción (trabajo, estudio, amor), que rápidamente debe recomenzar. Pensar solo puede estorbar ese proceso, porque cualquier pensamiento que surja en condiciones de dolor, solo será una huida burda o sofisticada, una negación de la pérdida disfrazada de sabiduría metafísica, una negación camuflada de aceptación, un ampuloso despliegue de resignación que ocultará bajo la manga un burdo pasaje al paraíso, donde toda pérdida será subsanada, y donde se verá que después de todo, nada se perdió, por tanto, nada se aprendió, ni se ganó, ni se vivió. Cualquier pensamiento será una estafa a uno mismo y a la vida. Ante la pérdida, ante el dolor, solo cuadra sentirlos. Solo bajo el fuego del mismo dolor, desinhibido, liberado de todo control, labora la alquimia del sentimiento que cuajará en auténtica resignación. Quien quiera “resignarse” a la pérdida por anticipado, mediante la mera “elaboración” intelectual, filosófica, reflexiva o religiosa para disminuir el dolor, no habrá hecho sino mirar para otro lado, y se verá perseguido todo el tiempo por la pérdida que aún no asimiló. Es cierto que la resignación es idéntica a la terminación del dolor, pero lo es en el sentido de que el dolor cuando se lo deja laborar libremente agota su propio impulso, quema su combustible y se traduce en transformación interna (rediseño de conexiones neuronales), en sabiduría, y en resignación. La resignación a la pérdida y la sabiduría no son el punto de partida, sino el de llegada en todo proceso de duelo. Y como todo punto de llegada biológico, es imposible acercarlo por sí mismo, a no ser mediante el otorgamiento de suficientes libertades al proceso natural del dolor (un proceso físico, corporal, cerebral) para que el dolor, al desplegarse desinhibidamente, llegue a la meta tan rápido como le sea posible. Es difícil decir si el

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tiempo cura todas las heridas, como afirma el adaggio. Lo seguro es que –tratándose del dolor– solo el tiempo cura lo que es curable. Solo él y nada más. Lo paradójico es sin embargo que esa resignación “filosófica” que es el punto de llegada y que no puede anticiparse llegará tanto más efectiva y profundamente cuando uno logre “resignarse a sentir el dolor” (en lugar de fingir anticipadamente resignación a la pérdida). Pero eso es algo que no pasa por el intelecto sino por el cuerpo, lo que incluye al cerebro, pero no en cuanto elaborador de intelectualizaciones, sino como sede de la percepción del dolor. Es esa misma percepción dolorosa la que quieren evitar quienes se “resignan” filosófica o religiosamente y niegan de esa forma la pérdida sufrida (“todo muere, por tanto, no murió nada, no perdí nada”, o “nos encontraremos en el paraíso”, etc.). Si la “resignación filosófica” o “religiosa” es una mascarada para eludir el dolor, sí existe en cambio una resignación corporal, una disposición del cuerpo a recibir dolor psíquico o físico, dolor puro, sin libidinizarlo (sin sexualizarlo) en busca de tenso placer masoquista, sino asimilándolo como puro dolor. Es una resignación que además de ser la disposición óptima para sentarse en el sillón del dentista, ayuda a explicar fenómenos aún hoy indescifrables, que no pueden explicarse por medio de mecanismos meramente hormonales, sino que sugieren la intervención de procesos cerebrales de carácter neuronal, es decir, del orden de las conexiones por las que el sistema nervioso gobierna todo el organismo mediante estímulos eléctricos excitatorios o inhibitorios. Es una resignación que incluye la relajación –estado óptimo para la secreción de endorfinas y encefalinas– pero que abarca más que ella. ¡¿Una resignación corporal?!

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La humanidad tuvo que esperar hasta el fin de la segunda guerra mundial para que el desprestigio en todas partes del chauvinismo (hoy diríamos del “patriotismo fundamentalista”) permitiera un estudio científico desapasionado del dolor en los campos de batalla. En 1958 la publicación de los primeros resultados produjo una sorpresa mayúscula: porcentajes asombrosos (superiores al 70%) de los heridos graves del desembarco de los aliados en la ciudad italiana de Anzio aseguraban no haber sentido el menor dolor en el momento de haber sufrido terribles lesiones, y ni siquiera durante un período relativamente prolongado (algunas horas) posterior. En su momento se interpretó que esto se debía al estado de excitación típico de las situaciones de peligro, al “shock nervioso” simultáneo con la herida, o a la motivación (patriotismo, etc.), aunque ya había un elemento evidente que señalaba la imposibilidad absoluta de que esas causas jugasen un rol importante: jamás se reportó un solo caso en el que la analgesia fuese general. Los heridos no sentían dolor en sus tremendas lesiones, pero sí, por ejemplo, se quejaban de un calambre en una parte completamente sana del cuerpo, o eran sensibles a molestias relativamente banales en cualquier otra parte del cuerpo. ¿Podía acaso el pretendido “shock” seleccionar las heridas graves como únicas beneficiarias de su analgesia? ¿Podía el patriotismo inhibir el dolor de una pierna amputada pero fracasar en la inhibición del dolor provocado por un vulgar calambre? A partir de los años 80 la investigación sobre la reacción de heridos en situaciones inesperadas –es decir, en accidentes– aportó resultados parecidos (porcentajes de analgesia del 40%), a pesar de que ninguna de las tres causas típicas invocadas para la analgesia en los campos de batalla podían estar actuando.

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En el libro Las funciones del cerebro, publicado por un equipo de neurólogos de Estados Unidos y Gran Bretaña, Patrick Wall transcribe los resultados de una de estas investigaciones: Ciento treinta y ocho pacientes adultos fueron entrevistados a su llegada a la división de urgencias de un hospital (Melzak, Wall y Ty, 1982). Eran pacientes no seleccionados que habían sufrido los accidentes que se dan a diario en la vida civil. Los únicos pacientes excluidos fueron los que no estaban conscientes o cuya vida estaba amenazada. De los 138 pacientes que estaban conscientes, con dominio de sus facultades, 51 (el 37%) declararon no haber sufrido dolor alguno en el momento de la herida. La mayoría empezó a sentir dolor al cabo de la hora, aunque hubo retrasos de 9 horas o más en algunos de los pacientes. Debe subrayarse que el 47% declaró haber sentido un dolor muy fuerte en el momento del accidente y el 15% sintió un dolor suave o molesto... Podría suponerse que las heridas sin dolor de la vida civil solo eran las más pequeñas, pero todos los casos eran suficientemente graves para ser ingresados en un hospital.

El mismo Wall desgrana así los hallazgos sobre las características de la analgesia en esos pacientes: Es importante señalar que no existe un breve período inicial seguido por su puesta “bajo control”. Esto constituye un reto particularmente grande para cualquier intento de explicación. No existe indicio alguno de proceso intelectual en el que la persona sufre dolor y luego se dice así misma: “Estoy herido pero tengo cosas más importantes que hacer antes que reaccionar ante mi herida”. Es necesario presuponer que entra en acción un control inhibitorio muy rápido o que la analgesia es el estado normal y que debe desaparecer antes de que se pueda

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sentir el dolor. Cualquiera que sea la causa del período sin dolor, es siempre un período transitorio que es reemplazado por el dolor cualquiera que sea la naturaleza de la lesión, de la persona o de las circunstancias... La analgesia se localiza estrictamente en la herida. Si el paciente es sometido a cualquier otra lesión tal como la inserción de una cánula de goteo en la vena, se quejará de la forma esperada mientras dice aún que la lesión principal no le causa ningún dolor. Un hombre con una herida indolora tras la pérdida de un pie se quejaba de un calambre en la otra pierna, causado por una posición incómoda en la sala de operaciones. Este aspecto desecha cualquier cambio general en el mecanismo corporal, tal como una analgesia hormonal, y demuestra que el paciente conserva su capacidad para señalar cada herida por separado. Con frecuencia el paciente se da cuenta con bastante detalle de la naturaleza de su herida y de sus consecuencias mientras todavía está libre de dolor. Debemos también tomar en consideración las heridas que el paciente no percibe. Un obrero concentrado en su trabajo manual puede cortarse, y notar más tarde, con sorpresa, que su herida está sangrando, y sin embargo no tener conciencia de cuándo exactamente se hizo el corte. La lesión inicial puede ser descrita en términos neutros, tales como un porrazo, un trompazo o un trastazo sin dolor. La herida indolora puede ser inspeccionada visualmente o palpada y descrita cuidadosamente. El impacto social se expresa frecuentemente mediante sentimientos de culpabilidad. “Me llamarán loco por haber dejado que sucediera esto”, dijo un encargado de una tienda de maquinaria con un pie amputado en una máquina bloqueada. También dijo: “Me he quedado sin vacaciones”. Una mujer con una pierna arrancada dio una visión más trágica del futuro: “¿Quién se casará ahora conmigo?”. Estos relatos subrayan la extraordinaria

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especificidad de la analgesia, y ponen en ridículo las explicaciones que incluyen palabras completamente faltas de sentido tales como shock o confusión para explicar la analgesia.

A la hora de explicar el fenómeno, el neurólogo Patrick Wall divide las circunstancias de las heridas entre circunstancias “abiertas” y “cerradas”: Propongo que las circunstancias enteramente “cerradas” de lesión producen dolor inmediato. ¿Qué quiero decir con “cerradas”? Un ejemplo es cuando usted se aplasta el propio dedo gordo con el martillo, lo que sospecho que siempre duele. Este es un acontecimiento cerrado puesto que está enteramente bajo su control, no se encuentra implicado nadie más, no repetirá inmediatamente esta acción y la acción misma no es una parte de una secuencia natural. No existe ninguna razón por la cual usted no pueda pasar inmediatamente a una fase de tratamiento y cuidados. El dolor es instantáneo en esta fase. Pasemos a examinar lo que sucede si cambiamos las circunstancias de la lesión muy ligeramente. Un obrero se encuentra cortando una pieza de cuero siguiendo una línea, con gran concentración y destreza, pero se rebana la punta de su dedo gordo sin advertirlo. Esta lesión no fue cerrada, sino que fue un acontecimiento que se inmiscuyó en el curso de un comportamiento al que se había dado la máxima prioridad. Esto implicaría que sentimos los acontecimientos que son importantes para el comportamiento en curso. Por ello debemos preguntarnos cuáles son las circunstancias que determinan el comportamiento, más que las circunstancias que determinan la sensación. Existe un repertorio de posibles comportamientos; cortar el cuero, ganar una carrera, liberarse de un infierno, etc. El tipo de comportamiento llevado adelante es determinado por las prioridades que son ordenadas por las circunstancias internas y externas. Se propone que el

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dolor es sentido solo cuando el comportamiento de curación o de tratamiento o de recuperación tiene la máxima prioridad.

Wall no menciona si algunas de las analgesias de la investigación se registraron en accidentes lentos, pero es de suponer que donde no hubo dolor forzosamente la lesión debió desarrollarse con cierta rapidez. Podemos imaginar que si a alguien se le bloquea el pie en una máquina que avanza lentamente y que se lo va cortando con toda parsimonia quede omitida de cuajo la posibilidad de no tomar conciencia de la lesión y muy reducida la de no sentir dolor. Y esto debido a que en una lesión lenta inevitablemente se desarrollará una conducta de lucha contra la apuntación, una resistencia que activará el dolor. Y lo activará porque es funcional y útil en ese caso activarlo: el dolor es un indicio más (además del de la visión y su conocimiento de la máquina, por ejemplo) con que contará el sujeto para evaluar el resultado que está teniendo su lucha para minimizar la lesión, frenando la cuchilla o retirando dentro de lo posible su miembro. El sujeto intentará aguzar su percepción, y no le convendrá en modo alguno no percibir dolor, porque lo que quiere es salvar el miembro y el dolor le sirve de información para guiar el curso de su lucha. Terminada la amputación, la utilidad inicial del dolor y la actitud de resistencia contra la amputación podrán conducir a una progresión imparable de la sensación dolorosa, mediante los mecanismos locales y cerebrales que existen para la potenciación del dolor. (Existen moléculas, como las prostaglandinas y las bradiquininas, encargadas de amplificar localmente –en el lugar de la lesión– las señales de dolor, de aumentarlas como un amplificador aumenta las señales acústicas de un equipo de audio para oír música, y también mecanismos cerebrales –menos conocidos– para potenciarlas centralmente. El primer mecanismo de amplificación puede

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bloquearse parcialmente mediante aspirinas o endorfinas, el segundo mediante opiáceos externos o encefalinas). Con esto queremos ilustrar el hecho de que lo que Wall llama “circunstancias abiertas” –en las que la cura de la lesión no reviste prioridad ni es posible en lo inmediato– coincide en gran parte con lo que hemos llamado “resignación corporal”, o disposición a sentir dolor, que es la actitud que dispara justamente en perfecto estado de relajación los mecanismos hormonales y neuronales que bloquearán e inhibirán las señales dolorosas. El trabajador con el pie amputado mencionado por Wall no puede pretender que es capaz de lograr conscientemente, mediante cualquier tipo de truco o voluntad, dejar de sentir una herida tan importante, ni tiene ya esperanza alguna de minimizar la lesión, que ya ha terminado y lo ha dejado sin el pie. La magnitud de la herida es tan importante que provoca presumiblemente una inmediata resignación, una inhibición de cualquier voluntad activa respecto de la herida. Y justamente eso permite a su organismo bloquear el dolor. En lugar de detenerse en el aspecto fisiológico de la herida, el herido está ya ocupado con la pérdida psicológica que representa la amputación del miembro. ¡Pero que él no se ocupe ya de su herida de una manera activa y combatiente no significa que su cerebro y su organismo tampoco lo hagan! Muy ocupados en la herida tienen que estar ellos para lubricar los mecanismos que permitirán durante horas el bloqueo completo del dolor. En cambio sí se sentirán y “sufrirán” durante el periodo de analgesia focalizada los calambres, las canalizaciones de venas, y todos los dolores que por su dimensión aparentemente manejable despiertan la actitud activa del sujeto, lo incitan a la resistencia, la lucha, o la huida, o simplemente a pedirle a la enfermera que lo acomode mejor en la camilla. En esos casos sí la “conducta de curación o tratamiento” tiene prioridad. Lo que hacen los micronesios y algunos africanos con sus parturientas es anular

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–mediante la soledad a la que las someten– toda posibilidad de tratamiento del dolor con el fin de promover esa analgesia, porque no encontraron hierbas que resulten efectivas en el proceso natural del parto. Y lo logran. Podemos entonces decir que lo que Wall distingue como “control inhibitorio muy rápido o analgesia como estado normal” y que él opone radicalmente a cualquier mecanismo hormonal (que debería provocar analgesia generalizada) o a cualquier “elaboración intelectual” (que requeriría tiempo para efectuarse) tiene el carácter evidente de una “resignación corporal” gobernada automáticamente por el cerebro (“el dolor es sentido solo cuando el comportamiento de curación o de tratamiento o de recuperación” pasa a tener “la máxima prioridad”). Y si el cerebro tiene esa capacidad de inducir automáticamente esa resignación, un sujeto común y corriente debe poder llegar a aprender a adoptar la actitud mental que haga a su cerebro disparar esa reacción corporal, tal como el Camino Total ha comprobado en la práctica que –dentro de ciertos límites imprecisos– es posible lograr.

¡¿Debe pensarse entonces que si el dolor aparece finalmente después de varias horas es porque la sociedad comete el “error” de asistir al sujeto en vez de alentar en él la “resignación corporal” y la entrega al dolor?! De ningún modo. Las cosas son exactamente al revés. Una vez más, como en el zen, lo que impide el bien del sujeto no es su actitud pasiva sino –exactamente al contrario de las apariencias– su actitud activa. Si por cualquier razón el sujeto se ve obligado a renunciar a la conducción activa de la situación, su cerebro y su cuerpo encontrarán la vía para salvar lo que se puede salvar del naufragio, que en los casos apuntados, por ejemplo, no era en ningún caso el miembro ya

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perdido, y en nuestra época –en que sí se pueden lograr injertos asombrosos y salvar miembros– tampoco eso puede ser logrado por el sujeto, que debe abandonarse en un cien por ciento a la atención médica pero sin esperar motivarla mediante la potenciación del dolor o la escalación hasta el sufrimiento. Aclaración válida esta última para ilustrar que el Camino Total no está vinculado a determinadas políticas sociales, no está en contra del “asistencialismo”, como es la moda actual en algunos países de América Latina (en el resto del mundo esa tendencia ya se morigeró y hasta se invirtió radicalmente, como en el caso del gobierno de Bill Clinton), sino que define la actitud más favorable al sujeto, esté en el medio que esté, sea este thatcheriano y salvaje, o escandinavo y protector. De hecho, cuanto más asistencial y protector sea el medio más fácil le será al sujeto mantenerse en la actitud pasiva óptima para su atención médica, puesto que la actividad es asumida por otros. Pero le conviene saber que si el medio no es muy asistencial, lo óptimo sigue siendo la actitud corporal pasiva, y toda actividad de reclamo de asistencia debe tener dentro de lo posible un carácter descaradamente histriónico, desfachatadamente mentiroso. Puede ser funcional fingir dolor, si se está dando cuenta de que la enfermera y los médicos se olvidaron de su existencia (en un país médicamente tan avanzado como la Argentina a veces se olvidan no solo de los pacientes sino de instrumentos quirúrgicos y gasas dentro de sus cuerpos), pero jamás es funcional “sufrirlo”, “creerse” lo de su sufrimiento, desesperarse por el dolor, adoptar la actitud de huir de él o de querer aliviarlo.

Es un poco la situación del torturado. Dejemos de lado al torturado imbuido de una convicción mística de la misión política de él y del movimiento social al que pertenece, y que por

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ende puede ajustarse con más o menos éxito, según su suerte, al modelo altivo de quien “compite” con el dolor y con sus torturadores. Tomemos al otro, a quien es apenas un perseguido cualquiera por una dictadura, alguien común y corriente, tal vez alguien con algún ideal político, pero que no siente que la historia pasa por sus venas ni que su ideal le garantiza un sitial en el paraíso ateo o religioso, y que sin embargo tiene información que podría ser valiosa para sus torturadores y cuya revelación sería fatal para gente inocente. Ese está en la peor de las situaciones concebibles, porque mostrar una actitud sufriente es la única herramienta que tiene para hacer creer a sus torturadores que ya han agotado la capacidad de sufrimiento de su víctima y que no lograrán arrancarle información por más que agraven los castigos. Pero movido por esa necesidad de comunicar sufrimiento estará potenciando todo el tiempo su dolor, y así acortará su margen de maniobra frente a los torturadores, que se basa exclusivamente en su capacidad de soportar dolor en lugar de potenciarlo en sufrimiento. Si ese torturado decidió que no está dispuesto a pagar el costo moral, afectivo y social de traicionar gente e ideales revelando información, acabará por aprender que su única opción es asumir íntimamente una actitud infinitamente pasiva y resignada, mientras simula una actitud activa y de desesperación ante sus captores, suficientemente moderada para no evidenciarse como mascarada. Puede fingir a cada tanto que se desespera por determinadas amenazas de sus captores, que por supuesto serán las que menos lo intimidan y más relajado lo dejan para fingir, mientras se concentra en asimilar calladamente los golpes que de verdad lo exigen al máximo. Tanto más margen de simulación tendrá cuanto menos “sufra por su dolor”. Tanto más podrá fingir sufrimiento cuanto más relajado esté, y más natural y postergado aparecerá entonces el “desmayo” final de cada sesión de tortura que será su arma más poderosa en ese trance.

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Como toda actitud zen, esta solo puede funcionar si se la potencia constantemente, si el refuerzo de la resignación es constante, si la actitud pasiva es vigilada y potenciada sin ninguna interrupción. Por eso, como toda tarea importante de la vida, su principal enemigo es el éxito: el torturado debe saber que cada engaño que logre infligirle a sus torturadores se volverá inevitablemente en su contra, porque relajará su atención y lo ilusionará con el fin de la tortura. Por eso sus éxitos deben ser apenas percibidos de soslayo, e incluso –si ellos se niegan a conformarse con un paso meramente fugaz por el campo de la percepción– deben ser negados, ridiculizados, despreciados con todas las fuerzas que el torturado tenga aún vivas en su alma y en su cuerpo. El torturado debe poner un signo igual entre la sensación de victoria y la muerte. La victoria es muerte, porque toda sensación de victoria traerá su derrota, al hacerle creer que ya triunfó. La única victoria será su liberación de manos de sus torturadores, y si ella llega no necesitará de ninguna conciencia ni ninguna atención especial del torturado para producir sus efectos benéficos. El torturado debe luchar contra sus propios límites, no por su ideal, ni por su gente, porque la distancia entre el torturado y esas cosas aumentará a cada momento, y sus torturadores sabrán mentirle que ellos (las personas a las que él busca proteger con su silencio) también están tan amenazados como él, y hasta ya lo traicionaron a él mismo. Debe luchar por la lucha misma, vacía de metas y sentido, y cuando sienta que en ese proceso ha ganado una victoria debe borrar el sentimiento de triunfo de su cabeza tan pronto apareció y debe destrozar su narcisismo y todo orgullo por haber logrado engañar a sus torturadores. Cuanto más aplaste su orgullo, cuanto más destruya sin piedad toda sensación de victoria, cuanto más aniquile su famosa “autoestima”, cuanto más se sienta una rata, un ser despreciable y sin virtudes, que no merece el menor

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esfuerzo de salvación, ni siquiera la “tregua moral”, esa indulgencia de permitirse a sí mismo revelar información a sus captores, más se ubicará en el lugar preciso desde el cual el combate contra sus torturadores será más prolongado, que es la única meta que debe tener él en la conciencia: durar, durar, durar. No resistir, no vencer, durar. Durar. Durar es el secreto de la vida. El proverbio más usado en Japón es “Hasta un caracol puede subir al monte Fuji”. Para llegar hasta la más alta cima no sirve de nada sentirse un Dios. Porque los dioses no necesitan subir montes ni callar en una mesa de torturas. Hay que sentirse un caracol. Pero insistir. Durar. Cuanto más dure nuestro torturado, cuanto más combata su narcisismo, su autoestima, y su orgullo, más irá adueñándose lentamente de su cuerpo una vaga convicción de fuerza, de una fuerza que no proviene de ninguna ideología, de ninguna victoria, de ningún combate, de ningún Dios, y sobre todo de ningún pavoneo narcisista. Una fuerza vacía, incognoscible, indefinible, la fuerza de su cuerpo y su sistema nervioso, la de cualquier cuerpo y cualquier sistema nervioso. Los torturadores están encontrando difícil ganar no porque el torturado sea un “fuerte”, un “duro”, un genio. Están encontrando difícil ganar porque están luchando contra milenios de evolución biológica que crearon esa máquina prodigiosa que es el cuerpo humano, el mismo cuerpo de los torturadores, el mismo de sus víctimas. Están encontrando difícil ganar. Pero ganarán. Sin duda ganarán. Pero el torturado no debe darse a sí mismo la indulgencia de permitirse “cantar”. No va a “cantar” no porque él sea un “gran hombre” –no hay sentimiento de heroísmo u orgullo que se sostenga mucho tiempo en las condiciones atroces de la tortura si uno no está fanatizado por su ideal o loco de remate–, sino porque es un ser que por momentos merece el beneficio de no cantar y por momentos no merece la tregua de cantar, no merece el alivio, no canta no porque quiera callar,

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no canta porque su deber es no cantar. De resultas que todo conduce a no cantar: cuando se siente fuerte no canta porque está fuerte, cuando se siente derrotado y vencido no canta porque no merece darse ese alivio, porque se coloca directamente del lado de sus torturadores contra su cuerpo, porque dirige su ira contra sí mismo para cerrar con ese odio su boca, y porque no hay Dios a quien dirigir su odio por la injusticia inconcebible que está ocurriendo en esa sala de torturas y lo único justo en ese momento es que su cuerpo sienta ese castigo que está teniendo y los sienta hasta el más infinito final. Y para la sensación de victoria, narcisismo o regocijo no queda ningún lugar. Cuanto menos lugar encuentre esa sensación victoriosa en la conciencia más se expandirá por el cuerpo y el sistema nervioso en forma de fuerza y capacidad de resistencia. Y el narcisismo, el regocijo, la victoria, la autoestima mil veces aplastados por el sujeto, mil veces negados por su conciencia, terminarán asaltándolo desprevenido en el mejor momento, más como una fuerza liberadora, una descarga, una constatación bañada en llanto de la pequeña batalla que se anotó, que como una palmadita inoportuna que relaje su atención, al modo de esas palmaditas, esos cigarrillos, esos “consuelos” que le traen los “policías buenos” o “militares buenos” entre sesión y sesión de tortura para hacerle creer que ya ganó la guerra del silencio, cuando le están tendiendo la peor celada, aquella que de veras puede tomarlo tan desprevenido como para hacerlo traicionar casi sin darse cuenta.

Por supuesto, esto no pretende ser un manual de instrucciones para soportar la tortura, y mucho menos minimizar la tragedia que representa para cualquiera caer en manos de torturadores, o haberlo sufrido en el pasado, hayan o no cantado, hayan o no estado fanatizados por un ideal. Tampoco es

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la única lista concebible de actitudes que pueden permitirle a un prisionero no cantar. Es apenas el resumen de algunas actitudes tomadas en muy pocos casos, pero tomadas por víctimas de la represión que tuvieron la suerte de no cantar, es decir, de haber sacado esa verdadera lotería que representa cumplir exitosamente la tarea humana que le habían fijado al caer prisioneros: no cantar, y nada más. Tampoco fueron mencionadas con el fin de iluminar el tema de la tortura, sino tan solo para ilustrar que en el proceso de “entregar el cuerpo” al dolor es rigurosamente necesario entregar íntegramente la tan famosa autoestima, insostenible en las condiciones límites del sopapo, la picana eléctrica, la cabeza hundida interminablemente en un balde lleno de mierda... o en las condiciones del llamado mercado laboral de un país como la Argentina, donde un docente debe trabajar dos turnos por día por un salario que no llega a los ingresos mensuales de un linyera de Nueva York, que es una ciudad mucho más barata que Buenos Aires, o donde un empleado de una empresa típica gana apenas por encima de ese linyera y debe pagar a veces en un año más impuestos que los que pagó su empresa desde que se fundó, y su fundador desde que fue patrón. Si a eso sumamos la corrupción galopante no solo de su patrón que evade impuestos, sino de los representantes políticos a los que el empleado vota, su vida puede tener tantos puntos de contacto con la situación del torturado que se justifica holgadamente el examen de una situación límite como aquella. Ese empleado que no participa mediante la cogestión en los destinos de su empresa como en Alemania y otros países europeos, que no es estimulado a opinar constantemente e influir sobre el diseño de los productos que elabora como en Japón, que no es declarado como en ese país una parte insustituible de la empresa que permanecerá en ella hasta su jubilación por la

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tradición del empleo vitalicio, que no participa en las ganancias de su empresa como los japoneses mediante numerosas “bonificaciones” concedidas igualitariamente a todo el plantel según las utilidades de cada ejercicio, ¿qué margen puede tener para estructurar una personalidad y un curso de vida en torno de la autoestima y el narcisismo? ¿De qué le servirá la autoestima cuando sometido a todas las circunstancias apuntadas se encuentre frente a otro empleado –tan torturado salarialmente como él– que se niega a atenderlo cuando le llega su turno en una cola para un trámite burocrático porque –aunque hizo tres horas de cola– se olvidó de sacar número, u omitió llenar unos casilleros o no trajo un papel que a otros no se lo reclaman pero que el burócrata de turno declara ahora indispensable porque lo eligió precisamente a nuestro hombre para descargar sobre él el odio que acumuló por su humillación cotidiana en el banco privado, la repartición pública, o cualquiera sea el lugar donde se efectúa el trámite? ¿No es obvio que su autoestima no puede ahí sino inducirlo forzosamente a la conducta menos eficaz, a la protesta, al enfrentamiento narcisista con su “burócratatorturador” que como el torturador verdadero tiene el cien por ciento de probabilidades de ganar? ¿No es obvio que le conviene aplastar sin piedad su autoestima y su deseo de protestar contra esa canallada, y fingir ante su torturador burócrata que este tiene el destino de nuestro hombre en sus manos? ¿No le conviene mentirle descaradamente, pero sin aspaviento ni histeria, que un cierto número de otros trámites y circunstancias y compromisos dependen crucialmente de que su toturador-burócrata tenga-a-bien-por-favor-selo-pido-hacer-una-excepción, a pesar de que nuestro hombre sabe perfectamente que no será una tal excepción sino que le está pidiendo a su torturador-burócrata simplemente que renuncie al capricho que tenía de hacerle perder esas tres

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horas valiosas que hizo de cola haciéndolo volver otro día para traer algo que no le exigió absolutamente a nadie más? Cuanto más aplaste nuestro hombre su “autoestima” y más se coloque transitoriamente del lado de su torturador, más relajado y convincente mentirá, y tanto más libre permanecerá para pasar a otra conducta fluidamente en el siguiente paso si así es conveniente: ir aflojando suavemente su presión a medida que ve que están por concederle la “excepción”, agradecer sinceramente si descubre que después de todo están haciendo con él realmente una excepción y el burócrata no era un canalla sino que estaba cumpliendo su deber dentro de las kafkianas condiciones del sistema burocrático, o aumentar su presión si en el ínterin se suceden incidentes parecidos en otras ventanillas y lo que era hasta ese momento una epopeya individual de nuestro hombre puede trocarse en una pequeña revuelta como las que a veces permiten a los humillados y ofendidos de una cola callejera ante un banco entrar adentro del edificio para garantizar que no les cierren las puertas en las narices si llegan las 15 horas antes de haber podido atravesar el umbral de ese templo moderno del sacrificio ritual de la paciencia y el tiempo de los seres humanos.

Lidiar con el tormento estructural de un país tercer mundista como la Argentina no es para aristócratas con fobia a las paspaduras y autoestima inmaculada que se creen dioses. Lidiar con estas estructuras es para dioses de verdad, para faquires, para gentes capaces de atravesar las peores pruebas del Castillo de Kafka y de reservar completamente para el momento apropiado el placer de desquitarse con un estruendoso voto de protesta como el que puso fin en mayo de 1994 a un siglo de bipartidismo en Buenos Aires. Es para gentes capaces de seguir luchando, trabajando, amando aún durante los largos

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momentos en que la realidad los hacen sentirse como ratas, y no solo en los pocos momentos en que se sienten los superhombres que tal vez son. Es para gentes capaces de reconocer que el placer más auténtico y real que les está reservado en medio del kafkiano combate cotidiano es el de la superación de los propios límites, el de la metabolización corporal del dolor, el placer que es compatible y funcional con la victoria, no el de la rebeldía suicida, el de la descarga urinaria del incontinente o del eyaculador precoz. A la protesta el lugar de la protesta, que es la urna, el ombudsman, la ocasión periódica del desfile callejero, o el cada vez menos frecuente combate sindical, nunca la puja inerme contra el torturador-burócrata o contra el jefe-torturador de nuestro hombre en su propio lugar de trabajo. No se trata de inflar la autoestima para subir montado en el globo del narcisismo al mundo de la fantasía sino de ganar aquí y ahora en tierra firme la batalla, y eso significa para nuestro hombre terminar el condenado trámite que ya le llevó tres horas... y a nosotros casi tres páginas.

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Capítulo 5

Es imposible enseñarle a alguien a nadar fuera del agua, a manejar un auto sin el auto, a pilotear un avión en tierra. La natación solo puede enseñarse en el agua, la conducción manejando un automóvil, y el pilotaje aéreo volando. Lamentablemente, nadie puede –por ahora, meterse en la cabeza de otra persona como copiloto, para indicarle cómo se puede hacer para parar la máquina infernal del devaneo presuntamente “reflexivo”, del fantaseo inútil, del superfluo y obstruyente pensamiento consciente que nos distrae constantemente de nuestra tarea presente, sea el trabajo, el estudio, el placer o el pensamiento auténtico, breve y austero. No hay nadie que pueda meterse adentro de otra persona para mostrarle aunque sea un solo truco para parar ese devaneo, ese fantaseo que cambia de golpe su inocente cara placentera y masturbatoria, de nuestra autoestima para trocarse en vigil pesadilla ininterrumpida cuando tenemos que enfrentar cualquier prueba importante, cualquier crisis de envergadura. Las doctrinas “positivas” reaccionan ante esa dificultad pedagógica renunciando al autocontrol de la mente. Como es tremendamente difícil enseñar a vaciar la mente, optan por enseñarle a la gente a llenar la mente de cosas que suponen me-

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nos dañinas que las que ellos consideran obstructivas. Creen que aferrarse a pensamientos supuestamente útiles y buenos es la única forma de liberarse de los inútiles o malos. Así, para apartarse de los pensamientos inútiles… el hinduismo y el yoga elaboraron una serie de fantasías que en lugar de ser solamente inútiles pueden resultar directamente nocivas: doctrinas sobre decenas de millares de dioses, subdioses y héroes, sobre supuestos dibujos inspiradores y mandalas para guiar la meditación, sobre supuestos “chakras”, “plexos de energía”, “centros vitales”, sobre “líneas de energía”, sobre reencarnaciones, sobre vidas pasadas, sobre puntos supuestamente importantes en las manos, los pies y toda parte del cuerpo que a uno se le ocurra (siempre habrá alguna disciplina yoga que descubra una nueva parte de la anatomía), sobre vocales, palabras y frases mágicas cuya repetición abren las puertas del éxtasis, sobre los hasaras –posiciones mágicas que lo llevan a uno de la contorsión corporal más circense al paraíso–, sobre lo que se puede comer y lo que no se puede comer, sobre cómo comerlo, sobre cómo empezar a comerlo y dejar de comerlo, sobre cómo salivarlo, deglutirlo, digerirlo y defecarlo. Son tantas las fantasías sobre el propio cuerpo en las que uno debe concentrarse en las interminables variantes del yoga, hay tantos millares de supuestos paraísos y niveles de paraísos y de conciencia que el yogui debe recorrer, que es de lo más natural que el devoto del yoga termine renunciando a toda actividad y se pase el día ensimismado y absorbido por su propia digestión, su propia dieta, sus paraísos, vidas pasadas, reencarnaciones, higienizaciones y defecaciones. En Buenos Aires uno diría que está “haciendo huevo”. En la India se dice que está buscando la iluminación, lo que es una forma después de todo bastante práctica de no amargarse por los sinsabores de una sociedad donde en 1995 todavía el apellido lo marca a uno como “ex miembro” (pero no tan “ex”) de alguna de las

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castas jerárquicas hereditarias si uno es un paria (es decir, su apellido no pertenece siquiera a las más bajas de las “ex castas”) su vida vale menos que la de cualquier ejemplar de los centenares de millones de vacas que tienen inmunidad religiosa contra el hambre de los mil millones de hindúes. En Occidente, la panoplia mastodóntica de fantasías hindúes prefabricadas fue reemplazada en los ambientes psicoterapéuticos por la “visualización” de fantasías propias, imágenes mentales inventadas por cada uno sobre una base puramente laica, personal e instrumental, lo que es de por sí un gigantesco paso adelante en el camino del autocontrol y la autonomía individual. Es algo así como enseñarle a la gente a pescar, en lugar de hacer lo que hace el hinduismo, que es ofrecerle pescado y ordenarle además cómo, cuándo y dónde deberá comerlo, y con qué mano deberá tomarlo (la mano izquierda es “impura” para el brahmanismo hindú, como todo lo que no obedece a la ortodoxia de las castas “superiores”). Es una especie de insubordinación protestante contra el papado de la visualización dogmática hindú. Si el gurú hindú le enseña a uno qué supuesto “chakra” o centro de energía en tal o cual punto de su vientre debe movilizar para lograr dominar tal o cual aspecto de su propio cuerpo, el psicoterapeuta norteamericano que adapta el yoga al uso occidental tratará en cambio de enseñarle a fabricar usted mismo “visualizaciones” para lograr ese mismo fin. Sin duda algo muchísimo menos nocivo. De hecho, aun para quien no tiene el menor entrenamiento mental en visualización, imaginar por ejemplo que todo el cuerpo de uno es de un material especial y se ha encendido hasta la incandescencia puede ayudarlo enormemente a superar el trance de tener que sumergirse en un agua helada en pleno invierno, si es que uno debe o quiere hacerlo por cualquier razón. Y no bien uno empieza a visualizar, se vuelve uno un manantial de imágenes cambiantes destinadas a sostener

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cualquier esfuerzo: para superar los bajones durante el aerobismo puede imaginarse que tiene los miembros metálicos, o plásticos, o visualizar con toda precisión los músculos que le duelen, imaginar su movimiento, su mejoría, su relajación, sentir que el corazón se le relaja, o se inunda de azúcares y miel que lo alimentan, lo nutren, lo inundan de placer, imaginar corrientes de aire fresco masajeando la doliente caja torácica, los pulmones, la cabeza, jugos edulcorados bañando su cerebro que está queriendo estallar de dolor, todos los tejidos de su organismo tal como usted sabe que son según la ciencia pero embebidos de algún zumo sabroso que los llena de placer o de alguna luz energética que los vuelve poderosos, puede jugar con sus colores, con la fuerza diferente que emana del color, la textura, el sabor, o la plasticidad que imagina para las partes de su cuerpo que reclaman su atención por dolor, fatiga o entumecimiento. Para encontrar imágenes de ese tipo no hace falta ningún gurú heredero de un dogma supersticioso, milenario y racista, como el de los arios que conquistaron a sangre y fuego a los drávidas de piel oscura de la India. Los norteamericanos que propician las visualizaciones suelen tener inspiración democrática y no buscan hacerse los profetas para manipular grupos de incautos al modo de los hindúes iluminados, o los cabecillas de las sectas cristianas de Occidente. Pero los problemas con las visualizaciones son numerosos. Toda visualización es una intermediación artificial entre el sujeto y la acción, y como toda intermediación alarga los procesos, retarda la acción y añade muchos costos. Como toda muletilla, la visualización ayuda a empezar a andar, pero luego se vuelve difícil abandonarla, y como nunca sirve para actividades complejas, el sujeto nunca supera sus inhibiciones básicas: se vuelve una especie de yogui de Occidente, una persona satisfecha con las pocas cosas que logra dominar pero temerosa de dar cualquier nuevo paso adelante. Dar cualquier

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paso le resulta tremendamente costoso, porque va cargando una armazón interna de instrumentos –las visualizaciones– que si bien se vuelven con el tiempo tremendamente dinámicos, escuetos y ágiles nunca le permiten a su sistema nervioso conectarse directamente con la acción. Es cierto que los “visualizadores” no están “pensando cada paso que van a dar”. ¡Pero lo están visualizando! Que es lo mismo. Tampoco están “mentalizándose” todo el tiempo con su “optimismo” y su actitud “positiva”, como ciertos fanáticos religiosos. Pero están tapando lo negativo “visualizando” lo positivo. ¡Y así agigantan lo negativo! Si, en malla frente al mar, en lugar de imaginar su cuerpo incandescente usted logra parar la máquina de su devaneo mental (¿estará muy fría?, ¿me meto?, ¿no me meto?, ¿me hará mal?, ¿no estoy haciendo una locura?), notará al meterse al agua –aun en pleno invierno– que el agua estaba tremendamente fría, pero nunca tan fría para necesitar de una “visualización”. Sin la visualización le será mucho más difícil concentrarse al comienzo, pero después del primer shock y de las primeras veces, el cuerpo y el sistema nervioso se acostumbrarán y usted se meterá al agua como un sueco o un ruso se bañan desnudos en la nieve. Nunca logrará eso si cae en la adicción de la visualización. Tampoco podrá dejarse inundar por el paisaje marino, por el cielo, por la belleza que lo rodea, porque estará ocupado en su visualización, no tendrá su sistema de percepción (ojos, oídos, olfato, tacto, gusto y cerebro) abierto al mundo y vacío como un espejo dispuesto a reflejar fielmente la armonía y la belleza del entorno. Habrá logrado la habilidad de meterse al mar con frío, pero no sabrá lo que es disfrutar de los paisajes fríos y desolados. El frío, el dolor, la vergüenza, la timidez, el temor son todas cosas terribles. Pero mucho más terrible, mucho más gigantesco, mucho más poderoso es... el miedo al frío, el miedo al

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dolor, el miedo a la vergüenza, el miedo a la timidez, el miedo al temor. Y cuando uno les pierde el miedo a esos fantasmas, merced al reiterado contacto directo con ellos, termina disfrutando de su compañía: busca el riesgo, busca la situación donde se juega el prestigio, la cara, y la posibilidad de sufrir vergüenza, desafía la propia timidez, busca deportes peligrosos que estimulan un miedo que se ha vuelto gozoso por haber sido reducido a dimensiones manejables, busca la costa argentina en invierno. Nada de eso es posible sin el contacto directo que toda visualización impide. Pero además ninguna visualización es útil para acciones o situaciones complejas. Frío, dolor, esfuerzo físico bruto, natación, aerobismo pueden encararse al comienzo con muchísima ventaja gracias a la visualización y esta puede conservar después durante bastante tiempo alguna utilidad. Movimientos simples y pruebas de mera resistencia física, que son cruciales para entrenar el cuerpo, pueden beneficiarse, hasta en una fase muy avanzada de su desarrollo, de la visualización. Pero donde interviene la destreza, la concentración mental de precisión, la velocidad para reaccionar o la inteligencia, la visualización solo es útil durante un período muchísimo más breve y rápidamente se vuelve nociva. Así, en los deportes como el tenis, el paddle o el ping-pong, uno puede hacerse durante el juego distintas imágenes útiles sobre la forma, el ángulo y la velocidad de determinado tipo de golpe. Puede concentrarse en el brazo, la mano, la raqueta, la muñeca y sus distintas posiciones recíprocas, o sobre cierta actitud o movimiento del cuerpo en su totalidad, y todo eso entra dentro del dominio de lo que es visualización o técnica positiva. Pero solo cuando uno supera esa fase y la respuesta se vuelve automática, solo cuando uno deja de pensar por el cuerpo y deja que el cuerpo “piense” por sí mismo, sin imágenes, empieza la verdadera solvencia deportiva. Mientras se

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usan visualizaciones, imágenes o esquematizaciones mentales, el estilo del deportista todavía es estereotipado, todavía se aprovecha solo de sus propios recursos limitados, todavía es incapaz de verdadera imitación, de enriquecimiento rápido y constante merced al juego de los demás, de creación de golpes propios radicalmente novedosos, y no meras derivaciones de los que siempre empleó. El profesional no tiene ese problema, porque la frecuencia y la dedicación con que juega lo automatizan rápidamente, quiéralo o no. Pero el amateur debe hacer un “esfuerzo activo por mantenerse pasivo”, es decir, un esfuerzo para borrarse, para dejar que el cuerpo actúe solo, para no meterse, para no anticiparse a los hechos, para dejar que el cuerpo encuentre su respuesta a cada tiro, en lugar de que uno derive la respuesta de un reducido repertorio de golpes de los cuales uno o dos ya están insinuados en su mente antes de que el contrincante dispare. Antes de que el otro dispare, en la mente de nuestro jugador no debe haber nada, ni la menor insinuación, ni el menor esbozo de plan o protogolpe, ninguna sensación vinculada con lo que ha de hacer una vez que el contrincante lance la pelota. Absolutamente nada. Solo así se deja actuar, aprender, y crear al cuerpo... y a la mente. Ya lo dijo hace siglos Takuan, aunque hablaba de un arte en el que no se jugaba un set sino la vida del esgrimista. O tal vez justamente por eso. Pero en el caso de los deportes, eso es algo sabido desde siempre también en Occidente. Leemos en el capítulo referido a destreza física del libro Fisiología del ejercicio, del profesor de Educación Física Laurence Morehouse (California) y el profesor de Fisiología Augustus Miller (Carolina del Norte): Cuando el movimiento se perfecciona, se lo repite hasta que esté tan aprendido que se lo olvide, o sea que la acción se torne inconsciente. Una vez que el movimiento se ha perfeccionado

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a nivel inconsciente, la cerebración (consciente) solo sirve para retardar la respuesta y deteriorar la coordinación neuromuscular. Si piensa en lo que hace la pierna al correr escaleras abajo, lo más probable es que el sujeto se caiga. El lanzador de jabalina que se concentra en la posición del codo y en la acción de la muñeca acorta la distancia del lanzamiento. Este es el fenómeno de “parálisis por análisis” que describimos antes. El golfista puede echar a perder la actuación de su adversario solo con hacerle indicaciones como “enderece su brazo izquierdo” justo antes de dar el golpe. A menudo, los campeones que superaron marcas dicen después que se hallaban en un estado de concentración en que los detalles del acontecimiento ocurrían sin que ellos les prestasen ninguna atención ni reaccionasen. Empezaban sin saber mayormente qué ocurría, su acción estaba dentro de la capacidad máxima (“me dio la impresión de que habría podido hacerlo mucho mejor”) y les sorprendía descubrir que habían terminado tan bien (“me enteré de lo sucedido cuando todo había terminado”). Las mejores actuaciones son las que se ejecutan por debajo del nivel de la conciencia. Cuando entran en juego los centros superiores, el desempeño físico se deteriora.

La visualización, pues, como toda “cerebración consciente”, se constituye rápidamente en la traba fundamental del desempeño físico del sujeto que había recurrido a ella justamente en busca de una ayuda. Saliendo ya de la mera destreza deportiva, solo Japón hizo un culto a la acción inconsciente como máxima manifestación de las potencialidades del individuo. El zen hizo de todas las artes tradicionales de Japón un “arte sin artificio”, como dicen allá, es decir, sin trucos, ni muletillas, ni mediaciones, y esa es la aspiración máxima de la vida en cualquier latitud: un despliegue milagroso de todos los resortes de la espontaneidad... algo que nadie puede lograr sin el mayor esfuerzo de concentración, cuando se trata de una actividad más compleja que saludar a otra persona o festejar una humorada.

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El costo de ese esfuerzo es relativamente alto al comienzo, pero baja constantemente a medida que se lo reitera. Con las técnicas positivas ocurre exactamente al revés. Su mayor efecto contraproducente no consiste en que hagan marrar un lanzamiento de jabalina sino en su costo energético global, en la hiperexcitación y sobrecarga que provocan en la corteza cerebral (sede de las imágenes mentales, del lenguaje y del pensamiento consciente), en la tendencia que generan a desarrollar actitudes activas, defensivas y temerosas en todas las circunstancias de la vida. Esto se traduce usualmente en un agravamiento del insomnio, lo cual pone límites estrictos a su empleo razonable, ya que si hay un campo en el que las técnicas positivas (visualizaciones, autoalabanza, autoaliento, diálogo con el espejo, etc.) se justifican es en el punto máximo de una crisis, es decir, cuando el sujeto ya ha perdido todo control sobre sí y sobre la situación y debe aferrarse absolutamente a todo recurso psicológico que tenga a mano (por ejemplo, en los primeros días de enterarse que tiene una enfermedad terminal). Pero es justamente en esos puntos máximos de la crisis cuando el insomnio también se convierte en uno de los problemas principales. Es muy habitual que al acostarse el visualizador se encuentre con que no puede parar de ningún modo su actitud activa y defensiva... y sus visualizaciones. Cierra los ojos y el caleidoscopio interior que estuvo usando para soportar el día se vuelve un refinado instrumento de tortura sardónico: las visualizaciones siguen siendo hermosas, solo que no paran y no lo dejan dormir. La desesperación por las horas que pasan incentiva el círculo vicioso, se pone cada vez más tenso y activo, cuando debería relajarse y olvidarse de sí y del mundo. La máquina del éxtasis y la victoria se torna un arma suicida que dispara con pólvora de adrenalina. ¿Pero cómo enseñarle a alguien a “parar la máquina”?

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El congreso norteamericano declaró a la década del 90 como la “Década del Cerebro”. No se trata de un gesto demagógico de expresión de buenos deseos, sino de asignación concreta de fondos e impulso a la investigación. Se está avanzando a un ritmo inconcebible. Se está logrando “fotografiar” (ahora se dice “mapear”, por mapa, y porque se trata de registros de computadora no de fotos) el desplazamiento de oxígeno y glucosa por la corteza cerebral, y rastrear los cambios de campos magnéticos y otros testimonios de actividad del cerebro de las personas mientras piensan o desarrollan tareas intelectuales o de otro tipo. Se puede ver ahora con precisión milimétrica qué parte del cerebro se ocupa de cada función. Se está desnudando la actividad cerebral sin límite alguno de pudor... y se está viendo que los máximos prodigios de eficiencia mental siempre, sin excepción, provienen de un “borramiento” del sujeto, de una suspensión de la “instintiva” tendencia activa, de la renuncia a gobernar las estrategias del cerebro, y de la reducción de la actividad del sujeto al mero “poner a trabajar el cuerpo y el cerebro” en la solución del problema, sin guiarlos a ninguno de los dos. Pero esa inspección de la actividad cerebral tardará todavía unos años en conducir a resultados prácticos. En cambio, con medios tan “arcaicos” como el viejo electroencefalograma ya se están logrando resultados prácticos. La Fuerza Aérea de ee.uu. está logrando que algunos pilotos “manejen” simuladores de vuelo sin tocar ningún comando, por el simple control de las ondas eléctricas (las mismas que registran los electroencefalogramas) de su propio cerebro. Un simulador de vuelo es una cabina de avión montada en un laboratorio en tierra que se mueve simulando el movimiento de un avión en el aire cuando el piloto acciona sus comandos y cuando se ponen simultáneamente en funcionamiento programas que simulan intensidades del viento, turbulencias, etc. En los experimentos de

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pilotaje “mediante el cerebro” se colocan electrodos en la zona occipital de la cabeza del piloto (parte posterior del cráneo correspondiente a la corteza cerebral que registra los estímulos visuales) y se conecta esos electrodos con una computadora. Dos luces blancas delante del piloto parpadean sincronizadas y a un ritmo constante. El instrumento que tendrá el piloto para gobernar con su cerebro el simulador será la reacción electroencefalográfica de su cerebro a esa señal luminosa constante que parpadea a ambos lados de la parte delantera de la cabina y que provocará al ser vista por él un parpadeo eléctrico de la misma frecuencia en algunas de sus neuronas occipitales. El piloto puede ver su electroencefalograma en la pantalla de la computadora, donde aparecerá la evolución del voltaje de las señales eléctricas emitidas solamente por aquellas neuronas cuya frecuencia de emisión eléctrica (“parpadeo”) sea idéntica a la frecuencia de parpadeo de las luces blancas (se usan 13,25 hertzios). Cuando el electroencefalograma no se altere por la señal luminosa la computadora ordenará al simulador de vuelo que se incline a la izquierda (es decir, el eventual avión viraría en esa dirección). Cuando el electroencefalograma muestre un aumento de voltaje superior a una intensidad dada (el piloto puede constatar que las ondas de la pantalla se elevan bruscamente hasta alcanzar una determinada cumbre muy alta) la computadora ordenará al simulador que se incline a la derecha. Si no se produce ninguna de esas dos características encefalográficas, es decir, ni inhibición completa de reacción encefalográfica, ni suba hasta aquella cumbre suficientemente alta, el simulador permanece –como se dice en la jerga aeronáutica– “recto y nivelado”, “vuela” en línea recta y a altura constante. Tomando el caso David Tumey, el primer piloto que se hizo famoso por controlar el simulador con su cerebro, cuentan dos periodistas los resultados:

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Controlando su reacción a la luz parpadeante, Tumey maneja el simulador y lo inclina hacia derecha o izquierda, o lo deja sobre la línea del horizonte. Lo que nadie puede responder hasta ahora es cómo hace para intensificar o disminuir el voltaje de una frecuencia eléctrica en su cerebro. Como sucede con muchas respuestas adquiridas, los individuos no pueden explicar el mecanismo con palabras.

Y aquí viene lo más interesante: Incluso los cuestionarios a los que los han sometido los científicos han demostrado que cuanto mejor controlan el simulador, las personas menos pueden explicar cómo lo hacen.

Pero lo crucial desde el punto de vista de cualquier técnica mental, viene cuando se oye el relato del propio Tumey: Al principio pensaba en imágenes físicas como empujar, abrir o cerrar, pero eso no funcionaba y dejé de hacerlo. Cuando me limité a dejar que pasara en lugar de hacer que pasara, logré un control mejor. Era casi una experiencia psíquica.

Ningún monje zen ni ningún samurái podrían haberlo explicado mejor. Pocas veces se tuvo una refutación tan perfecta y sucinta de la utilidad de las “visualizaciones”. Tumey intentó al comienzo con “imágenes físicas”. Es la forma natural e “instintiva” de empezar. Tal vez la única posible para alguien educado en su carrera mediante las pedagogías disponibles hasta ahora. Pero inmediatamente vio que el resultado mejoraba si renunciaba a “hacer que pasara”. Y si renunció es obviamente porque comprobó que las “imágenes físicas” no solo tenían un límite de eficacia, sino porque insistiendo por esa vía sus resultados comenzaban rápidamente a disminuir: “eso no funcionaba”.

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Actualmente, investigadores y amateurs de todo tipo están intentando con creciente éxito convertir el electroencefalograma en un instrumento para accionar sin las manos todo tipo de aparatos. Los médicos, para ayudar a los parapléjicos a valerse por sí mismos. Músicos entusiastas del modernismo, para acompañarse de un sintetizador mientras tocan otros instrumentos con las manos. De Página/12 sacamos este extracto sobre el trabajo de un equipo dirigido por el neurofisiólogo Johathan Wolpaw del departamento de Salud del estado de Nueva York: Para producir una señal u onda que se pueda leer hace falta un grupo de neuronas que trabajen en lo mismo juntas, o estén juntas en reposo... El equipo de Wolpaw tuvo que medir los ritmos de reposo mu (ondas de determinada frecuencia) de sesenta adultos para seleccionar cinco que le resultaran fáciles de leer. Después los sentó frente a la pantalla de una computadora con una gorra llena de electrodos y les pidió que pensaran en cualquier cosa que hiciera que el cursor se desplazara hacia arriba o hacia abajo en la pantalla. Las sesiones de media hora, tres veces por semana durante dos meses, alcanzaron para encontrar la “mejor onda” de cada uno, aunque uno de los cinco no logró dominar el cursor. Los otros cuatro lo consiguieron entre un 85% y un 90% de las veces, y al alcanzar ciertas barras en la pantalla pudieron encender o apagar lámparas y cambiar de canal el televisor. De todos modos, tampoco tienen la menor idea de cómo lo hacen.

Lo interesante es que tanto en este caso como en el del pilotaje se sabe qué es lo que los sujetos deben lograr desde el punto de vista estrictamente cerebral: hacer variar el voltaje de las señales eléctricas que ellos están enviando sin darse cuenta a la computadora. En particular, en el caso de los pilotos, ellos saben perfectamente que ese voltaje que aparece

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graficado en la pantalla bajo forma de encefalograma depende de la cantidad de neuronas que “parpadeen” al mismo ritmo que las dos señales luminosas. ¡Pero eso no los ayuda en lo mas mínimo! Saben que para inclinar la nave a la derecha deben hacer que muchas de sus neuronas occipitales parpadeen, es decir, reaccionen a la señal de las luces blancas. Saben que para inclinarla a la izquierda deben hacer que ninguna de ellas reaccionen, y que para dejar la nave derecha deben mantener una reacción corriente, mediana, puramente pasiva. Pero ese conocimiento, si les sirve, no es porque actúe a nivel de una planificación consciente, que traduzca en imágenes mentales, intenciones, o esbozos lo que deben lograr. Las imágenes físicas, visuales, representativas o metafóricas no los ayudan. Tienen que dejar que el cerebro mismo encuentre el camino. Los puntos de apoyo del sujeto no son representaciones ni “visualizaciones” de neuronas trabajando o no trabajando en su cerebro, sino –para el piloto– el gráfico de la pantalla y la consecuente inclinación de la nave, y para el experimento de los médicos el movimiento ascendente o descendente del cursor de la computadora (o los sonidos que logran arrancar a sus sintonizadores los músicos modernistas). Es decir, en todos los casos, los hechos externos. Es lo que el zen llama fusión del sujeto con el objeto a través de la acción, y lo que Tumey llamó “casi una experiencia psíquica” (el “casi” es usado por el piloto para dejar en claro que él sabe perfectamente que no interviene para nada ningún charlatanesco factor “telepático” o “extrasensorial”, pues “psíquico” se usa en inglés para denominar esos supuestos “hechos paranormales” de los charlatanes y los curanderos, a diferencia de “psicológico”, que denota lo que ocurre de veras en la psiquis del sujeto y es científicamente investigable). Sin duda la experiencia está acompañada de sensaciones físicas, cerebrales, corporales: ¡pero ellas no son la guía del sujeto, no son el punto de partida, sino el de

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llegada del éxito en la tarea! El sujeto vive la experiencia casi como un espectador: “dejar que pasara en lugar de hacer que pasara”, fue el camino de Tumey. No debe pensarse que el hecho de que alguna de la gente sometida a estos experimentos deba ser descartada o no pueda lograr buenos resultados demuestre alguna dificultad insuperable vinculada con sus “perfiles” mentales, con la arquitectura de sus redes neuronales, o con cualquier propiedad muy difícil de modificar, y mucho menos innata. Según los propios investigadores, todo el problema con ellas es sencillamente la lentitud actual de las computadoras. Pasa demasiado tiempo (aunque se mida en décimas de segundo) entre cada estado mental que adopta el cerebro del sujeto y la respuesta de las máquinas. Un miembro del equipo de Wolpaw lo decía así: “Para poder aprender a ejercer el control cerebral se necesita un feedback, una respuesta al individuo en un tiempo lo más parecido al tiempo real, porque si no el cerebro comienza a pensar en otras cosas al no poder asociar un esfuerzo concreto a un resultado concreto”. Una vez más el problema no es la actitud pasiva, la “falta de habilidad para encontrar el camino”, sino la tendencia natural a la hiperactividad, a “ponerse a pensar en otra cosa”, a buscar inmediatamente otro camino cuando la máquina no da una rápida respuesta, a andar, como se dice, “a tientas y a locas”, y a buscar resolver uno mediante “visualizaciones” o intenciones lo que solo el cerebro actuando en libertad puede encontrar. Aunque las otras tecnologías más modernas, las del mapeo cerebral, todavía no han podido ser acopladas a máquinas para actuar sobre el mundo, para pilotear, o usos similares, el testimonio que nos brindan sobre la actividad espontánea del cerebro concuerda rigurosamente con las conclusiones psicológicas que permite sacar el espectacular “pilotaje cerebral” o

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el manejo “encefalográfico” de una silla de ruedas automática por parte de un parapléjico, que se logra mediante la “arcaica” tecnología del registro de ondas eléctricas del cerebro. En todos los casos, las distintas técnicas de mapeo cerebral (mediante Emisor de Positrones –pet– para rastrear el consumo de glucosa en el cerebro, o mediante Resonancia Magnética Rápida –irmi– para detectar variaciones ínfimas en los campos magnéticos) mostraron que a lo largo del aprendizaje de un juego o una tarea mental la actividad del cerebro va disminuyendo en lugar de aumentar, logrando a medida que crece la habilidad del sujeto en la tarea una economía creciente en el empleo de neuronas y de conexiones neuronales. Los sujetos no mejoran sus resultados porque laboren con “mayor intensidad”, sino exactamente al contrario, porque van eliminando caminos, conexiones, vías que durante todo un período les parecen indispensables para lograr los resultados buscados, cuando en realidad no lo son. Puede entonces decirse con toda justeza que un aprendizaje cualquiera conlleva, al menos a partir de determinado nivel de su desarrollo, un proceso de “pérdida de intencionalidad”, de inhibición de la actitud de búsqueda. El gran aporte que hizo el zen japonés a los samuráis, a los artistas y al hombre común (y el único motivo por el cual el occidental puede beneficiarse también de él) es que demostró –en siglos de práctica de todo tipo de artes– que también se puede aprender a aprender, es decir, aprender a perder la intencionalidad, a no meter mano a tientas y a locas, a “parar la máquina” cerebral, para que la máquina pueda entonces sí empezar a marchar sola... en la tarea que uno le imponga. Los psicólogos, que tras un siglo de esfuerzos experimentales, terapéuticos y filosóficos ven ahora que su dominio se les escapa de las manos bajo el impulso de la investigación

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neurológica, pueden pensar que esos descubrimientos sobre aprendizaje y eficiencia mental no destruirán jamás el núcleo inmarcesible de sus dogmas, entre los cuales la invariabilidad a lo largo de la vida de una persona del “coeficiente intelectual”, es decir, del nivel de “inteligencia”, lleva ya casi un siglo de resistencia heroica contra las críticas del “sentido común”. Pero no es así. Las investigaciones tienen todos los visos de aportar pruebas de que aprendizaje e inteligencia tienen un perfil “económico” (es decir, energético) idéntico: consisten en restar, en frenar, en ahorrar, en economizar, en podar, no en maximizar la potencia cerebral, que según todo lo que muestra la ciencia moderna es desproporcionadamente grande en relación con cualquier práctica que una persona sana pueda encarar en el actual estado de la ciencia y de la sociedad. Y por supuesto, si ser más inteligente tiene que ver con alguna forma de freno aplicado sobre una potencia innata, es probable que sea posible “aumentar la inteligencia” (es más fácil reducir algo que se tiene, que crear lo que la naturaleza no le dio a uno), pese a todos los juramentos en contrario de la psicología. Después de todo, dogmas mucho más fundamentados de otras ciencias más sólidas estuvieron cayendo en estas décadas en masa (la “imposibilidad de reproducirse” de las neuronas es uno de los últimos que cayó, recién en 1993). De hecho, tanto el pet como el imri están ratificando en el tema inteligencia lo hallado en el área de aprendizaje. Si en lugar de hacer aprender a los sujetos tareas, se los pone a resolver problemas, o si aun en las pruebas de aprendizaje se comparan sus coeficientes de inteligencia con el perfil de sus mapeos cerebrales, se comprueba que –tal como podía esperarse, merced a los resultados en aprendizaje– los sujetos que tienen un coeficiente de inteligencia más elevado no emplean mas glucosa, ni más neuronas, ni más nada, sino exactamente al revés: dan muestras de menor actividad cerebral que los

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sujetos de coeficiente intelectual inferior a ellos que también logran resolver la tarea. Como ni los neurólogos ni los psicólogos se rinden fácil, ahora algunos de ellos se están aferrando a la hipótesis de que los más inteligentes “usan menos neuronas pero con más conexiones o más potentes”. No puede descartarse (aunque es dudosísimo) que los más inteligentes tengan más conexiones entre sus neuronas. ¡¡Pero eso no significa que las usen!! Si usted es más rico tal vez tenga un transatlántico como los del finado Onassis. ¡Pero eso no significa que si tiene que ir al Uruguay vaya a viajar en ese transatlántico en lugar de su yate! Por supuesto, muchos científicos ya resignaron el dogma de que en materia de inteligencia mayor “coeficiente” implique mayor energía en uso, o mayor esfuerzo, o mayor potencia, o mayor nada, en cuanto a correlato neurológico. En un artículo de las norteamericanas Sharon Begloy y Lynda Wright publicado en La Nación el 24 de agosto de 1993 leemos: En el Centro de Imágenes cerebrales de la Universidad de California, varios voluntarios juegan en sus computadoras al Tetris, mientras se los somete a un estudio pet. En el Tetris, los jugadores mueven y hacen rotar pequeños cuadrados configurando las letras I o L para crear bloques sólidos. Richard Haier, que dirige el estudio, descubrió que la gente utilizaba muchísima energía mental mientras aprendía a jugar, pero que después de varias semanas de práctica sus cerebros quemaban mucho menos energía aunque sus resultados habían mejorado hasta un 700 por ciento. “Cuando se ve a alguien jugar al Tetris en un nivel avanzado se podría pensar que su cerebro debe estar muy activo, pero en realidad no está trabajando tanto como cuando lo jugaba por primera vez”, explica Haier. Y cuanto mayor es la caída de la energía que usa su cerebro, mayor es el coeficiente intelectual del voluntario. La inteligencia entonces podría ser

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cuestión de eficiencia neural. Los cerebros inteligentes podrían tener menos trabajo porque usan menos neuronas o menos circuitos, o menos de ambas cosas. La inteligencia “podría estar en aprender qué zonas del cerebro no usar”, dice Haier.

Esto parece banal pero no lo es. La psicología de la inteligencia osciló siempre entre dos actitudes cuando se le preguntaba qué era lo que medían sus tests: 1) la afirmación tautológica de que estos medían lo que medían, y 2) la pretensión de que estos medían un factor intelectual vinculado con la tarea específica y otro factor llamado “G” (por general), que estaría implícito en cualquier actividad mental, fuera verbal, visual, matemática o espacial. Cuando se la arrinconaba, la psicología soltaba que el factor G correspondía a algo así como una “energía mental” o “potencia mental” global. Y por supuesto, se suponía que a mayor inteligencia, mayor energía, potencia, o lo que fuera. Jamás se supuso seriamente (meras hipótesis tímidas hubo siempre en psicología de todos los colores) que todo fuera exactamente al revés. Pero ahora ya vimos lo que piensa Haier, y con él casi todos los que siguen las nuevas vetas en investigación sobre el cerebro. Es como si todos fuéramos pulpos con infinidad de brazos, y las personas más inteligentes fueran las que se apuran menos a mover decenas de brazos para manipular algo que puede moverse con unos pocos miembros, o las que consiguen más rápido inhibir los brazos que están de más. De hecho, cuando los estudios mediante pet e imri de los cerebros adultos en actividad estaban ya muy desarrollados se comenzó a usar la misma tecnología para los niños, y se descubrió que las reglas de la eficiencia neurológica por inhibición de conexiones rigen no solo los aprendizajes sino también el proceso de maduración nerviosa. Es decir, el proceso

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de maduración consiste en una reducción drástica de la cantidad de conexiones neuronales (sinapsis) y de la energía que el cerebro consume. En el Centro Médico de ucla, en ee.uu., un equipo dirigido por Harry Chugany demostró que en la pantalla del pet el cerebro de los niños muestra por primera vez a los dos años un patrón de activación neuronal generalizado de toda la corteza cerebral similar al de los adultos. Pero el consumo de energía –medido por la cantidad de glucosa metabolizada por segundo– es en ese momento dos veces superior a la del adulto, y solo va descendiendo de a poco para alcanzar el perfil energético del adulto en la adolescencia. Con métodos histológicos tradicionales otros investigadores demostraron que no solo la energía toca su pico máximo a los dos años sino que también las conexiones entre neuronas, es decir, las sinapsis, aumentan desde el primero hasta el segundo año de vida y alcanzan en ese momento su cantidad máxima, que es dos veces mayor a la de los adultos. De ese nivel máximo el número de conexiones sinápticas va cayendo hasta alcanzar el perfil adulto a los 14 años.

Estos descubrimientos de la neurofisiología y neuropsicología reconcilian de algún modo al sistema cognitivo del hombre y del resto de los animales con el sistema que regula los aprendizajes ya no intelectuales sino motores, pues desde hace mucho tiempo se sabe que el aprendizaje motor es básicamente inhibidor, vale decir “negativo”, y de ningún modo “positivo”. Así, en el libro ya citado sobre fisiología del ejercicio, un texto “muy viejo”, pues es de 1976, podía leerse ya: Todavía no sabemos si el aprendizaje de una habilidad motora se debe a cambios morfológicos en los terminales presinápticos

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(de las neuronas), a modificaciones químicas en las neuronas o a otros fenómenos subcelulares. En cambio, por los estudios electromiográficos (registro de las ondas eléctricas de los músculos) y por observaciones cinematográficas sabemos que el desarrollo de la destreza comprende una simplificación de la actividad neuromuscular. De alguna manera las contracciones extrañas al movimiento eficiente se inhiben... La coordinación de los movimientos y su simplificación se logran, en esencia, mediante la inhibición de contracciones extrañas y de la tensión excesiva. Los resultados prácticos de tal simplificación motora son un mejoramiento de la fuerza, mayor velocidad, exactitud y economía de los movimientos, y reducción de la tensión muscular excesiva... La respuesta humana a nuevas actividades tiende a caracterizarse por hipersensibilidad y sobreactividad. Con la práctica, parece desarrollarse una fuerza inhibidora activa que sirve como control de los movimientos, a los que vuelve más directos y eficientes. El mecanismo de este perfeccionamiento puede ser una alteración de todo el sistema de interacción receptor (de estímulos) y efector (de órdenes neuronales a los músculos). Los procesos receptor y efector en el sistema nervioso están mezclados en tal forma que la información realimentada a los receptores durante la actividad actúa para determinar la acción efectora. Cuando se desarrolla un nuevo movimiento, la realimentación tiende a ser predominantemente positiva, ya que la secuencia de la acción fomenta su propia continuación. La conducta resultante de una realimentación positiva puede ser torpe y errática. Después de la práctica, la realimentación se torna fundamentalmente negativa; la secuencia de la acción tiende a reducir su continuación, y el sistema se convierte en autorregulador. Al prevalecer la realimentación negativa, la actividad obtiene dos características beneficiosas: 1) la acción se relaciona más con los requerimientos de la situación que con las relaciones ocasionales del individuo, 2) la actividad tiende a mantenerse constante ante elementos

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ambientales perturbadores, de modo que la consecución del fin se ve afectada muy levemente por influencias externas.

Posteriormente, las investigaciones demostraron que esa retroalimentación (feedback) negativa, en el caso de los movimientos y hasta de los automatismos intelectuales, ni siquiera corre a cargo del cerebro, sino del cerebelo, un órgano de control totalmente automático de la motricidad, que gobierna la adquisición de las habilidades motoras en base a la percepción que el cerebro registra sobre el éxito o fracaso de cada movimiento en su conjunto en relación con los objetivos que lo motivaron, como veremos más adelante. ¿A qué viene todo esto en un libro de autoayuda? A que ni en términos de afectos, ni en términos de “estados de ánimo”, ni en términos de inteligencia, ni en términos motrices debe usted usar un transatlántico para hacer lo que puede hacerse con un yate, ni usar un cañón para matar perdices. Y a que debe saber que la tendencia natural de uno cuando está “con problemas” es justamente echar mano a la bomba atómica para matar un mosquito, y emplear 200 brazos para sostener un ligero vaso de cristal. ¿Por qué? Porque cuando uno “está mal” magnifica las tareas, ve el vaso pesadísimo, los acertijos intelectuales crípticos, los problemas gigantescos, y porque uno reacciona a esa sensación aumentando desproporcionadamente la cantidad de energía, los intentos y los esquemas de solución puestos en juego dentro del método de ensayo y error. El Camino Total le dice: lo que usted llama “estar mal” es en la mayoría de los casos un descenso útil de su nivel de energía generado por el organismo no con el fin de que usted se paralice, sino con el fin de que usted obre durante un lapso con esa energía reducida, en lugar de buscar incrementarla. ¡Pero que obre! Lo

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que convierte eventualmente la reducción energética en “depresión”, no es el descenso de la energía en sí mismo, sino el esfuerzo por aumentarlo y la frustración que provoca fracasar en ese empeño, en lugar de seguir trabajando con energía disponible, que el cerebro fija automáticamente. Cuando el cerebro encara una tarea, no solo elabora una estrategia (tanto más eficaz cuanto el sujeto la ignore), una “forma”, una “estructura” de solución de la tarea, sino que esos “instrumentos”, esas estructuras solo pueden actuar con un nivel determinado de energía, que depende del estado general del sujeto en el preciso momento en el que encara la tarea, y que solo el propio cerebro, libre de la interferencia del sujeto, puede establecer. Es incluso altísimamente probable que estructura y energía tengan requerimientos rigurosamente inversos, es decir, que cuanto más compleja o peligrosa o exigente en cualquier sentido sea la tarea, menor sea el nivel de energía compatible con la buena eficiencia, y mayor sea la “extensión” de las estructuras cerebrales que haya que poner en juego: se puede jugar pasablemente bien al fútbol eufórico o “acelerado”, no se puede pilotear bien un avión en esas condiciones, y mucho menos jugar bien al ajedrez, o lograr lo mejor de sí en una tarea intelectual compleja, donde las estructuras puestas en juego pueden ser inmensas, en términos de redes de neuronas, y por eso mismo más delicadas, más frágiles y sensibles a cualquier exceso de energía (como esos en los que incurren los “menos inteligentes” que intentan atacar el problema con todas las neuronas que puedan movilizar, además de las verdaderamente pertinentes, que ya son muchas en caso de tareas complejas).

Para terminar de convencerse de esto nada mejor que analizar el caso límite de una práctica destinada en todas las especies animales a producir el mayor nivel de descarga

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energética posible, la copulación, en cuyo clímax cualquier especie invierte toda la energía de que es capaz para cumplir la tarea cumbre de la vida, la reproducción. En todos los casos, la descarga energética corresponde a la etapa final y los preliminares solo van elevando lentamente la energía desde un nivel mínimo, mucho más bajo que el normal, conseguido mediante rituales que equivalen a lo que en humanos llamaríamos “concentración en la tarea”. Cuando el cine nos muestra a dos personas en tren de recorrer un proceso que irá del “flechazo” hasta la cama, no nos las muestra en actitud “frívola”, “eufórica”, “alegre”, “positiva”, “despreocupada”, “desinhibida”, ni “energética”. Todo lo contrario. Esos estados pueden venir antes o después del ciclo que va del flechazo a la cama, pero ese ciclo corta en seco esos estados “positivos”, los interrumpe drásticamente. Durante todo ese ciclo los representantes macho y hembra de la especie no están “de jolgorio”, no están “bromeando”, no están “de fiesta”. Están haciendo la cosa más seria que conoce la biología, están recorriendo el camino “sagrado” hacia la copulación. Todo empieza con una herida, un flechazo que hace caer drásticamente el nivel de energía de ambos. La cámara enfocará los ojos que se encuentran. El tiempo se suspende, llegó la hora del recogimiento y la concentración. En la comedia, la alegría despreocupada cede lugar al sonrojamiento, al recogimiento, a la torpeza del organismo que busca reestructurarse en un nivel de energía bruscamente inferior, propio a la seriedad de la ocasión. Si la comedia tiene acusada la clave cómica en lugar de la dulzona, el “aterrizaje” de ambos será más torpe, más nervioso, más dulcemente tachonado de gags, pero la única forma de llegar al beso y al sexo será siempre el máximo nivel de recogimiento compatible con la situación, el mínimo nivel de energía que la comedia pueda tolerar. Si es un drama de aventuras, la violencia, la energía también tendrá su correspondiente sacu-

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dón brusco hacia abajo: ellos se acaban de descubrir, la música de fondo pierde intensidad y ritmo, el galán acaba de recibir un mazazo en su narcisismo, pierde seguridad, empieza a descender su energía. El globo de su autoestima, de su ambición y de las quimeras que lo entretuvieron hasta ese momento se acaba de pinchar, y él va maniobrando para aterrizar en la cosa más seria de la vida. Para él “se acabó la joda”, deja de ocuparse de sí mismo, de sus millones de dólares, o de los ladrones que capturó o los millones que robó, deja de navegar por las alturas de su ambición, su hablar se vuelve más lento y más reconcentrado (como siempre, el director puede hacer destacar un paso ineludible como ese mostrando que el personaje hace todo lo contrario: habla cada vez más rápido para no sentir la herida, para no darse cuenta de que entró en el salón la mujer más hermosa que vio en su vida... y por eso recibirá tanto más hondo el flechazo). Si se quiere destacar el dinamismo sobrehumano de ambos, como en los cortos publicitarios, el flechazo consiste en dos “miradas fatales” que se cruzan. La intensidad parece descomunal, pero el nivel de energía es en realidad ínfimo, pues ambos están “hipnotizados” con el otro, y sus cerebros han reducido toda su actividad a esos ojos que se cruzan. Se quiere dar a entender así que aquí ni siquiera queda lugar para el disimulo, es decir, para el mantenimiento de una actividad paralela que ambos podrían simular mantener en un encuentro erótico menos “fatal” (la ruleta, si el encuentro es en el casino, la cabalgata, si es una escena ecuestre, etc.). La caída energética fue tan grande, la cosa es tan seria, que ambos solo pueden continuar con la actividad que llevaban bajo forma de autómatas, de seres hipnotizados. Si pese a todo, ese automatismo les basta para seguir haciendo lo que estaban haciendo sin tropezar, es solo porque son tan sobrehumanos... y por eso mismo usan vaqueros de tal o cual marca, o toman tal o cual gaseosa, como todos los superhombres de la generación de Pepsi.

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El tango, emblema universal del encuentro erótico en París, en Tokio o en Buenos Aires, participa de ese hipnotismo fatal, de la lentificación ceremoniosa del cuerpo y de la mente, de esa vocación solemne que los franceses fascinados con él llaman “trágica”. Por eso mismo ilustra más que ninguna otra danza cómo el ser humano se sirve de cualquier afecto, imagen, palabra, símbolo o “visualización” –inclusive la tragedia– para “parar la máquina”, para frenar el impulso del cerebro y hacerle perder el exceso de energía con el fin de hacerlo aterrizar en los niveles requeridos para el despliegue del erotismo. La artillería erótica más contundente de la danza en todo el planeta disparó siempre y sin excepción con munición lenta y quejosa, desde las ondulantes canciones hawaianas, hasta el bolero mexicano, lacrimógneo y perfecto, que sabe usar –maravilla del reciclaje energético– la tristeza del desencuentro pasado... para propiciar el encuentro presente, en todos los hoteles alojamiento de Buenos Aires. Pero solo el tango se atrevió a usar más que la pena la misma muerte, vistiendo de luto a sus cultores, para que ese ambiente de duelo les bajara como un sopapo el copete a los malevos, chorros, y malandras del arrabal, y los hiciera ocicar hasta la hembra, para poder invitarla a bailar, aunque el orgullo se consolara dibujando su capitulación con un cabezazo. Solo el color de la muerte podía frenar la adrenalina de gente que tenía el tic de desenvainar cuchillos, en vez de aquello que puede esperar una mujer. No en vano, la capital del tango ya no es Buenos Aires sino el país de los samuráis, educados por el zen para parar la máquina, para blandir la espada contra el propio ego, para instalar en el centro de sus mentes el vacío, y saber que a la hora de podar o frenar, cualquier instrumento es bueno. La belleza femenina “mata”, según el lenguaje de los argentinos. Mata porque angustia no poder acceder a muchos

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“camiones” y “bombas” que se pasean por la calle. Pero ese mismo uso verbal ilustra también el hecho de que tanta belleza mata sobre todo porque solo permite que se le acerque quien tiene la capacidad de “caer muerto”, es decir, quien consigue la proeza de hacer bajar su energía cerca de cero... mientras le dirige la palabra a una mujer como Claudia Cardinale, para preguntarle qué colectivo va a la estación de no sé dónde, por dónde queda la calle donde estamos parados, o qué hora tiene en su reloj, que el de uno anda medio alterado. Meta difícil, si las hay, como sabe cualquier hombre que haya intentado calmar su corazón o inhibir su torrente de adrenalina mientras se acerca a hablar con un “camión” así.

Por supuesto, en las últimas décadas el escenario de la aproximación danzante entre los sexos cambió radicalmente, y aspectos que antes aparecían nítidamente distinguibles, se combinaron en tramas más complejas, como consecuencia de la aceleración de todos los aspectos de la existencia en las grandes ciudades, de la hegemonía juvenil sobre aspectos cada vez más amplios de la cultura, y de la consecuente “infantilización” de la vida social. Pese a todo lo que han dicho los agoreros, esa infantilización acarreó progresos indispensables para un futuro salto en el autocontrol del hombre: espontaneidad, banalización del sexo, mayor capacidad para obrar eficientemente en “niveles altos de energía”, creciente tolerancia al ruido, y la velocidad, pérdida de solemnidad. Los intelectuales que se indignan contra ese proceso –contra esa “americanización”– de la cultura son invariablemente “filósofos” ignorantes de la biología: la evolución de la vida no es sino un largo proceso de “infantilización”. No hay nada más solemne, más ritualizado, más ceremonioso, más esquemático que una araña o un reptil, ni nada menos solemne, más

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juguetón, menos maduro, desfachatado y “alegre” a lo largo de gran parte de su vida que un mamífero, y que los más evolucionados entre los mamíferos, esos animales que divierten a todos con su “monerías”, esos cetáceos juguetones como los delfines, y ese mono desnudo, que es el hombre. Pero por supuesto, todas esas infantilizaciones no son sino corrimientos, desplazamientos de la solemnidad hacia las verdaderas zonas aún no dominadas del propio cuerpo y del medio ambiente, que requerirán siempre de un mayor descenso de la energía, de mayor ceremonia, sacralización, solemnidad, recogimiento y concentración, con distintas combinaciones de esos “frenos” cerebrales según los casos. A medida que crecen, las generaciones educadas en el ruido, el rock and roll y el disco, la desfachatez y la inmadurez aparentemente crónica, no se vuelven adultos “irresponsables” sino exactamente lo contrario: hasta ahora esos jóvenes jugaron un rol crucial en la lucha por arrancarle respeto por el medioambiente y por la vida a nuestros “ceremoniosos” industriales, que seguían “sacralizando” aspectos relativamente ya más dominados por el hombre: disciplina social necesaria para la producción industrial y para el estudio científico y tecnológico, familia, coexistencia pacífica y ordenada de los monos artificialmente vestidos en las ciudades, autocontrol capaz de permitir un relanzamiento de una libertad sexual tal vez no muy distinta de la que existía presuntamente en los orígenes de la humanidad. Y ese logro es tanto más asombroso cuanto que fue conseguido sin recurrir al movimiento cívico y político como “pasión”, al modo del progresismo tradicional, sino mediante un movimiento –el ecologismo verde nacido en Alemania– que aportó a las prácticas contestatarias una paleta de sentimientos que antaño le era ajena: la ironía, el humor, la desfachatez y otros recursos “infantiles” y poco serios que se revelaron in-

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dispensables para la práctica política de todos los colores, en una época en que la gente ya aprendió a entender la política un poco más como el judo –en el que ambos contrincantes se funden en el objetivo común de la lucha y la acción– que como una guerra civil larvada en pos de la aniquilación del rival. Lo más interesante en todo caso no es constatar que la “infantilización” –como todo bien– engendra también permanentemente sus excesos y puede reducir en algunas ocasiones la cultura o cualquier actividad a un nivel puramente balbuceante, y exageradamente tonto, sino comprobar que el ascenso de la infantilización no elimina lo serio, sino que lo transforma, lo recupera elevado a un nivel de energía que antes no podía tolerar (la “fealdad” punk tiene en parte esa connotación de seriedad en el campo de las energías elevadas) y –esto es lo crucial– solo muy transitoriamente cierra completamente el paso a las formas anteriores de lo sagrado o del ritual solemne, solo aptas para un nivel de energía más bajo. El tango y su ceremonial reconcentrado, remozado más o menos profundamente, será inevitablemente rescatado por nuevas generaciones, que además crearán seguramente sus propias formas de susurros, o sus danzas “trágicas” y reconcentradas, a medida que ellos –y la humanidad– sigan avanzando hacia metas más ambiciosas en el sexo, el juego, el estudio, el trabajo o el amor. El más eufórico de los rockeros, el más energético de los punks sabe que cuando las papas queman, cuando la que se acerca no es “una baby” más, sino “la” nena de verdad, lo mejor sería disponer de un freno cerebral que le permita actuar de la manera más eficaz, en lugar de huir remontado por la euforia de la droga hacia el olimpo de los presuntos dioses, donde proliferan fantasías que en nada ayudan a mejorar los rendimientos en el campo de la realidad. En esas cumbres dopadas, las energías se vuelven tan incontrolables que solo se las

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puede contener mediante huracanes de potencias contrarias, mediante vientos de odio que sin embargo uno nunca logra aprovechar, porque no hay nadie que pueda dirigir contra uno mismo tamaños frenos para que cumplan su rol creador y podador, y las iras descomunales terminan siempre descargándose en violencia contra los demás, en gritos impotentes contra el mundo en lugar de propiciar el cambio hacia adentro, en la fragua interior de los sentimientos y los pensamientos de la propia mente. Cuando por fin el roquero dopado comprende que no es volcado hacia afuera que un odio cumple el rol de instrumento del propio perfeccionamiento, ya no se siente en condiciones de pelear más, y lo que hace no es usar la ira para estimular la disconformidad con él mismo y empujarse hacia la autosuperación, sino buscar con un simulacro de autoagresión la salida del mundo de la vida, la rendición, el escape suicida, el estúpido ascenso al paraíso de los dioses narcisistas, de esos héroes infantiles que mueren aferrados a su sueño de éxtasis y nirvana constante, como un bebé excesivamente niño prendido al biberón de sus narcóticos. Ese infantilismo excesivo, ese sueño de “éxtasis” constante es un peligro con que el que deben lidiar no solo los malogrados drogadictos roqueros sino todas las técnicas positivas “limpias”, desde el yoga hasta las más modernas doctrinas sobre “visualizaciones”, que carecen de instrumentos conceptuales para valorar el rol indispensable de los aspectos “negativos” de la vida en el equilibrio energético del cerebro. Lo que las filosofías, las religiones y muchas modernas “autoayudas” suelen ignorar olímpicamente, lo sabe sin embargo el arte desde siempre. Después de todo, la protesta que suelen elevar los espectadores más pretenciosos contra los “finales felices” y las novelas “rosas” ¿no es el testimonio vivo de que el cerebro siente que aprende más, que recibe

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más lecciones, que se enriquece con más sabiduría cuando el descenso energético provocado por un final triste le permite tejer en una misma malla neuronal o filosófica más verdades, o pescar con redes más amplias en las aguas “más profundas” del arte? La rosa de Goethe lo pinchó para que jamás la olvidara, dijo él. Tal vez lo pinchó solo para desinflarle la euforia al mayor escritor de su tiempo, y para que –aterrizado en los niveles pedestres en que se mueven los mortales y las plantas– pudiera apreciar la riqueza exquisita de unos pétalos que apenas se distinguen como manchas imprecisas desde la alturas del olimpo literario al que lo habían remontado las lágrimas inmortales de su Werther.

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Capítulo 6

¿No vale la pena entonces parar la máquina? ¿No es hora de intentar detener la mente? ¿No será que por más difícil que resulte nos abre el camino hacia algo más que el vacío, hacia algo más que la mera libertad interior budista, hacia una eficiencia mayor del cuerpo y de la mente? Sí, pero a condición de que –una vez sospechadas– esas ventajas sean barridas de la mente. El Camino Total, como el del zen, es –con el mayor rigor que se pueda imaginar– una inmersión absoluta e incondicional en el presente. Solamente el presente. Y en el presente no hay ventajas, ni promesas, ni futuro, ni pasado, ni provecho, ni correcto ni incorrecto, ni corrección de error, ni énfasis en el acierto, ni mejoría, ni evolución. Las cosas del zen se hacen porque se hacen, con completo olvido de sí mismo, de toda meta, y de todo deseo, y solo cuando usted empiece a navegar en las aguas tumultuosas del presente, sin recuerdos, ni planes, ni cálculos, ni provechos, podrá empezar a intuir qué significa parar la mente, y qué horizontes se ponen al alcance del navegante que ha aprendido a aquietar las olas de su cerebro. Solo entonces los círculos viciosos cederán lugar a los círculos virtuosos: la renuncia radical a pensar en el pasado y

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en el futuro se hará cada vez menos forzada, menos autoimpuesta. Porque el presente se le volverá cada vez más distendido, alerta y placentero, como el más dominado de los juegos. Pero también porque el pasado y el futuro, que usted está ya empezando a aprender a abandonar a su propia suerte, están comenzando a ser tomados a su cargo por el único que puede abarcar con sus mallas infinitas la extensión inconmensurable de esos dominios: su cerebro. Usted no es su cerebro, su cerebro es mucho más que usted. Si usted pretende convertirse en él solo lo empujará a usar millones de neuronas para realizar tareas que solo pueden hacerse correctamente con muy pocas, y usted como persona tenderá a verse permanentemente sobrepasado por los hechos. Es el mal del ejecutivo inexperto, infantil y desconfiado (los psicólogos dirían paranoide), que por temor a delegar tareas, pretende ocuparse de todo (“nadie sabe hacer bien las cosas en mi empresa”) y solo logra enredar permanentemente hasta las cosas más simples del proceso de trabajo. En cambio, liberado del control de usted como persona, su cerebro tenderá a hacer de cada acto un punto de encuentro entre su pasado y su futuro, y él –no usted– hallará la línea justa que conduce al logro de las ambiciones de usted de acuerdo con los potenciales que usted le hizo adquirir en el pasado. Es usted el que lleva a su cerebro a aprender tiro con arco. Pero es él y no usted el que debe aprender, si es que se pretende hacer del aprendizaje una tarea eficiente y capaz de mejorarse a sí misma. Es su cerebro el que fija los ritmos de cada paso según las condiciones externas. Es él el que selecciona cuándo se mejora este o aquel aspecto, y cuándo lo único posible es aprender a aguantar la ira del maestro... que está aprendiendo a enseñar, exactamente como usted está aprendiendo a aprender. Si usted suspende su juicio, su opinión sobre las cosas, sus planes sobre el futuro, sus “reflexiones” sobre el pasado... ¡eso

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no significa que nadie lo haga por usted! Lo hace su cerebro. Tanto mientras usted esta en vigilia, como mientras duerme. Su cerebro, como su cuerpo, es una máquina que solo dejará de trabajar cuando usted esté muerto. Pero si usted quiere meterse a hacer el trabajo de él, sea durante el sueño como despierto, él trabajará bajo sobrecarga, estorbado y “neurótico”, como un empleado eficiente trabaja el doble de lo que debiera bajo un jefe insoportable y meterete, o como un alumno inteligente puede vivir como un tormento las torpezas de ciertos maestros. Deje que su cerebro se ocupe de su pasado y de su futuro. Sumérjase usted completamente en su presente, que es el único dominio que usted puede mejorar realmente. Deje de intentar la tarea imposible de “mejorar” su pasado y su futuro, como los fantaseadores que creen que “elaboran” su pasado, o “planean” su futuro, cuando no hacen más que rumiar en sus cabezas el mismo bolo alimenticio que ya no puede nutrir a nadie. El presente no significa el día de hoy, ni la mañana de hoy, ni la hora que está transcurriendo en este momento, ni siquiera este segundo. En términos cerebrales el presente no es nunca más que millonésimas, a lo sumo décimas de segundo, porque es a esas velocidades que trabajan las neuronas. Es decir, si usted está decidido a sumergirse en el presente eso significa no solo que usted debe dejar de pensar qué tiene que hacer mañana o dentro de una hora, sino que debe dejar de “pensar” qué es lo que va a pasar en el próximo segundo, o qué ha pasado –tanto afuera como dentro de su cerebro– en el segundo que acaba de transcurrir. En otras palabras, usted debe detener no solo todo pensamiento “ocioso”, sino todo pensamiento evaluador de los resultados, de su “esfuerzo por no pensar” y todo pensamiento planificador de estrategias para no pensar en el próximo segundo. La inmersión en el presente debe ser lograda por métodos muy distintos que los de los de sus con-

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ductas habituales. Solo puede conseguirse mediante la actitud de quien se tira al agua sin pensar en si estará fría. Como todas las cosas prácticas, formulada en términos lógicos la tarea parece una cuadratura del círculo (antes de que el primer tren viajara por Francia a una velocidad de no más de 40 kilómetros por hora se publicaron numerosos “estudios científicos” demostrando que el organismo humano no soportaría un viaje así... que por lo demás era imposible también en términos físicos, debido a supuestas barreras que impondría la resistencia de los materiales y decenas de otros “factores”). ¿Cómo va a saber si logró o no dejar de pensar, si ni siquiera puede “analizar” o “reflexionar” si lo está o no haciendo, o “cotejar” si por lo menos logró hacerlo en el segundo que pasó? ¿Cómo mejorar o prolongar la suspensión del pensamiento si no puede “comparar” el resultado de su esfuerzo presente con el de hace un segundo o el de ayer o del año pasado? Sin embargo, si en lugar de “reflexionar” sobre el agua y las dificultades de la natación, usted se tira de una vez a la pileta, terminará nadando. Diez siglos de existencia del zen sugieren que es posible hacerlo, que es posible nadar en las aguas del “no pensamiento”. La ventaja del aprendizaje del Camino Total respecto del de la natación corriente, es que en el Camino Total usted sabe que solo se está midiendo con su propio miedo, sin peligro alguno para su vida, ni siquiera el peligro remoto de ahogarse en una pileta de aguas playas. Pero aun así da un miedo atroz arremeter contra uno mismo para expulsarse de la escena y dejársela al cerebro. Da tanto terror por muchas razones obvias, pero también porque es en parte arremeter contra una porción del propio cerebro, aunque el resultado consiste obviamente no en la destrucción de neuronas sino en una ruptura de los circuitos obsesivos que provocan la rumiación constante de los mismos pensamientos

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y la recaída permanente en la actitud autorreflexiva, autoanalítica y auto-observadora. Parece mentira, pero si usted no está dispuesto a morir, difícilmente lo logre. En todos los relatos de occidentales sobre lo que experimentaron cuando intentaron empezar a zambullirse en el presente, llevados por el zen, hay invariablemente abundantes menciones al terror de morir. Es como con la natación corriente. Quien no sabe flotar está convencido de que morirá en el intento de aprender a nadar... ¡pese a que todos los intentos son llevados siempre en condiciones que hacen físicamente imposible la muerte para él (nadie empieza en una zona de agua profunda)! Por supuesto, no se trata de un fenómeno infantil. El terror es inconmensurablemente mayor en un adulto que está aprendiendo a nadar que en un niño que también lo intenta... y mucho mayores aun los efectos concomitantes que el aprendiz debe estar dispuesto a soportar: humillación por el fracaso, vergüenza, sentimiento de culpa por estar “perdiendo el tiempo” en un aprendizaje imposible en lugar de hacer “cosas más serias”, dudas sobre la utilidad misma de aprender a nadar cuando no hay nada que lo obligue a uno hacerlo, etc. Ese terror a morir, que se presenta aun en las fases de la meditación muy anteriores a la búsqueda del vacío y del no pensamiento, es presentado de la siguiente manera por Jack Kornfield, cuando analiza en el artículo ya mencionado en nuestra Introducción los distintos obstáculos que se presentan a quien intenta meditar: Lo mismo ocurre con la inquietud. Si uno está inquieto lo nota y si la inquietud es muy fuerte, uno se permite rendirse y dice: “Está bien, moriré. Seré el primer meditador que muera de inquietud”, y permite que la inquietud domine y ve qué sucede.

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Al hablar de la observación ecuánime –es decir, de la mera constatación– que el meditador debe hacer de los sentimientos que aparecen durante la meditación, dice: Observar con atención suave y equilibrada puede sonar fácil, pero no siempre lo es. Había unos terapeutas en un largo retiro donde enseñé en California que estaban entrenados en la tradición del grito primal. Su práctica era la liberación y la catarsis y habitualmente reservaban un período cada mañana para liberarse y gritar. Después de sentarse (en posición de loto) por unos pocos días dijeron: “Esta práctica no es trabajo”. Les pregunté: “¿Por qué?”. Y replicaron: “Es acumular nuestra energía interior y nuestra ira y necesitamos un lugar donde expresarlas. ¿Podemos usar la sala de meditación a cierta hora del día para gritar y liberar? De lo contrario, cuando lo retenemos se vuelve tóxico”. La sugerencia que hicimos fue que volvieran a sentarse con todo eso, que probablemente no los mataría. Les pedimos que se sentaran y vieran qué sucedía ya que debían aprender algo nuevo. Lo hicieron y después de unos pocos días vinieron y dijeron: “Sorprendente”. Les pregunté: “¿Qué fue sorprendente?”. Me contestaron: “¡Cambió!”. La ira, el temor, el deseo, todas esas cosas pueden ser una fuente de sabiduría cuando se las observa, porque cuando las observamos, se adecuan a ciertas condiciones. Vienen y cuando llegan acá afectan el cuerpo y la mente de cierta manera. Si no estamos tan atrapados en ellas, podemos observarlas como si fueran una tormenta, y entonces, después de quedarse por un rato, desaparecen.

La literatura sobre meditación está llena de relatos sobre gente completamente normal –a menudo incluso médicos–, que aseguran a sus maestros estar al borde del infarto cardíaco o del derrame cerebral a los pocos segundos de sentarse a meditar en la posición de loto usada en el zazen. Invariablemente

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el maestro les dice que para empezar a meditar hay que estar dispuesto a morir, y verán que no pasará nada. Efectivamente, la bibliografía no registra un solo caso en que pase algo. Nunca pasa nada. Las personas que se sienten morir, aceptan finalmente correr el riesgo, y jamás se produce ningún tipo de daño. Si algo que escapa al reino de las posibilidades de la realidad es que uno dañe su cuerpo o su cerebro con el pensamiento, o por dejar de pensar. ¡Pero hasta que uno prueba las primeras veces, uno siente que el cerebro de uno va a estallar, y si no el corazón, y si no lo que sea! En eso, las dificultades del Camino Total no se diferencian un ápice de las que encuentra todo principiante en el zazen. En realidad, en el Camino Total las dificultades iniciales son mucho mayores, porque se trata de un método para ser encarado sin ningún tipo de ayuda, sin maestro, sin el ceremonial que acompaña en las religiones la meditación... y sobre todo sin lo que las religiones llaman meditación, que es siempre una práctica realizada en condiciones fijas y contextos preestablecidos. Pero si el costo inicial en cuanto al temor es mayor, las ventajas del Camino Total son enormes, porque fue concebido en Occidente, para satisfacer las necesidades y las ambiciones del hombre occidental de cualquier condición.... que desde hace tiempo son ya también las de todo el Oriente. En lugar de tentar al practicante a huir del mundanal ruido, y de las actividades en los contextos que le resultan difíciles o estresantes, el Camino Total es una vía regia para mantenerse en ellos y llegar a convertirlos en estimulantes y creativos. Lograr esa adaptación creativa generará en usted una enorme autonomía, que le permitirá después abandonar esos entornos estresantes –si descubre otros mejores– pero no haber huido de ellos, sino por haber logrado dominarlos. Hay muchas razones buenas que lo pueden llevar a uno a dejar una actividad. Pero entre ellas no se cuenta la de que uno haya

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fracasado en la tarea de dominarla pasablemente, incluidos los aspectos estresantes, y hasta los francamente destructivos. Aun cuando uno haya decidido cambiar de contexto (trabajo, pareja, país, cultura o lo que fuera) porque resulten demasiado nocivos, o limitados, o porque uno tenga posibilidades más prometedoras en el cambio, debe esforzarse en mejorar hasta último momento el dominio de uno sobre los obstáculos que se presentan en el viejo contexto. Lo contrario sería dejar de aprender hoy en aras del mañana. Deje que su cerebro se encargue del mañana, y que el mañana llegue con sus cambios. Hasta entonces, mejore su presente. Y una vez más, ocúpese solo de él, del presente.

En los textos sobre el zazen –la meditación zen en posición de loto– se insiste siempre en que para dejar de pensar y entrar en el reino del no-pensamiento, no se debe intentar dejar de pensar, sino que se deben “dejar pasar los pensamientos”, mientras uno se concentra en la respiración, hasta que la mente se vaya calmando sola, lentamente. Es una suerte de ejercicio de “paciencia china”, que según hemos mencionado ya antes no se ha revelado productivo en términos psicoterapéuticos, de acuerdo con Tomio Hirai. En los registros encefalográficos obtenidos por Hirai, las características que él en tanto psiquiatra identificó como propias de la meditación zen, solo se presentaron en los sujetos más experimentados... en términos no de años sino de décadas de práctica. El zazen revela así ser verdaderamente efectivo no para aquellos que lo necesitan para mejorar su desempeño en el mundo, sino solo para aquellos que deciden apartarse del mundo, y solo a partir del momento en que lo hacen, es decir, en que se convierten en monjes. El Camino Total toma del zen solo la meditación que se realiza en el propio mundo, es decir, en medio de la acción,

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al modo como el samurái debía meditar, es decir, perseguir el vacío interior y fundirse con su espada con el contrincante, en la misma práctica de la esgrima, no durante una ejercitación aparte. El Camino Total desaconseja toda meditación que no se dé en un contexto de acción, pero definiendo como acción no solo lo que es evidente como acción, sino también todas las cosas que uno debe hacer a lo largo de la jornada: esperar en una cola, viajar en un transporte público o de uno, leer, pasear. Es decir, incluye absolutamente todos los momentos de la jornada, sin introducir sin embargo en ella ningún ritual especial, ningún momento en que uno se “sienta a meditar”, ni se para a meditar (en el zen existe también la meditación caminante en el templo), ni se “pasea para meditar”. Si uno se pasea por la plaza, se pasea para ver el verde, para disfrutar el paisaje, para ver el cielo... y siempre sigue luchando por fusionarse con esa acción, y olvidarse absolutamente de toda otra cosa, en primer lugar, de sí mismo, y por lo tanto, está meditando. Pero no fue “a meditar”, fue a ver el verde, fue a pasear, o simplemente a nada, a existir. Esto también está vinculado con otra característica del Camino Total, en oposición al zen. En el zen se recorta un momento de la jornada en que uno se dedica con toda paciencia china a meditar y espera acercarse a la meta del vacío a lo largo de los años y las décadas. De acuerdo con eso, nunca se adopta una actitud activa de supresión de procesos ideativos o pensamientos, salvo en el caso de que una idea precisa se niegue obsesiva y persistentemente a abandonar el campo de la conciencia, es decir, a “pasar”. En ese caso –y ni siquiera siempre, pues hay quienes ni mencionan tal cosa– se usa lo que algunos llaman “supresión” y otros, “acto de voluntad”. El Camino Total se inicia en cambio con un despliegue constante y pertinaz de la supresión. Es una actitud activa del sujeto... en busca de la pasividad. Y es esa actitud radical, en

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los inicios relativamente violenta, del sujeto contra su propio proceso ideativo, la que permite en pocos meses adquirir el grado de libertad interior, de vacío, de concentración y de fusión con la acción corporal, intelectual o artística que al zen puramente meditativo de los monjes le cuesta décadas obtener.

Todo momento es bueno para iniciarse en el Camino Total, pero ninguno es tan bueno como un momento “malo”, y cuanto más malo, mejor. Las cosas más difíciles, ingeniosas y creativas de la vida no surgen por capricho sino por necesidad. Cuando usted está en uno de sus “buenos” momentos, tenderá a querer permanecer en él y disfrutarlo tal como se le presentó y vinculado con los elementos que lo nutrieron. Si su alegría proviene de un éxito, por ejemplo, o de un orgullo que se le fue afirmando en los últimos días por cualquier motivo, no creerá para nada en la verdad de estas palabras de Shunryu Suzuki: En general, cuando uno hace algo, busca el logro de algo, se interesa uno en algún resultado. La práctica dirigida del logro al no logro (típica del zen) tiende a deshacerse de los resultados innecesarios y malos del esfuerzo. Cuando se hace un esfuerzo especial para lograr algo, esto involucra cierto carácter de exceso, cierto elemento adicional. Hay que deshacerse de lo excesivo. Cuando la práctica es buena, quizás pueda uno sentirse orgulloso de ello. Lo que se hace es bueno, pero entonces se le ha añadido algo. El orgullo sobra. Lo correcto es deshacerse de lo que está demás. Esta es una cuestión de suma importancia, pero por lo general no somos lo bastante sutiles, no nos damos cuenta y tomamos una dirección errónea.

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En realidad, no solo el orgullo sobra, debido a que distrae de la acción presente, sino que también es cien por ciento contraproducente en relación con el pasado y en relación con el futuro de la acción. Eso se debe a que el orgullo es no solo un exceso en términos de imágenes (uno se imagina a sí mismo como as de lo que sea), o ideas (¿cuánto valgo?, ¿mejor que quiénes soy, mejor que quiénes jugué o trabajé?), que estorban la concentración en la acción presente, sino que –mucho más importante aún– es también un exceso en términos energéticos: el orgullo eleva la energía y hace así entrar al sujeto en el proceso inverso al de la concentración, que busca colocar al sujeto en el nivel mínimo posible de su energía, que es el óptimo nivel de aprendizaje y alerta. El tenista que espera el saque de su contrincante no está alegre ni “high”, ni exultante de orgullo o fiesta. Adopta una actitud ligeramente agachada, tratando de empujar de ese modo a su cerebro al mínimo nivel energético posible, y al máximo vacío interior, que son los que permiten en el instante posterior a todo el cuerpo responder en cualquier dirección o con cualquier golpe y grado de energía que sean necesarios. Si durante la espera la energía tiene un valor muy por encima de cero, eso se manifestará en un esbozo de movimiento, de tensión o de preparación, que tenderán a desviar la respuesta del tenista en esa dirección esbozada, la que casi seguro no tendrá nada que ver con la que necesitará para responder correctamente al saque enemigo cuando finalmente se efectúe. El tenista experto tiende a no festejar ningún tanto. El festejo no solo lo distraería, sino que demoraría el retorno al nivel cero de energía desde el cual debe iniciar cada tanto, y al cual debe incluso retornar permanentemente después de cada tiro que efectúa. El festejo y el orgullo son drásticamente postergados para el final del partido, lo mismo que los aplausos de la concurrencia. El tenista más sabio es el que aun al final se

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niega a festejar, y borra el partido de su cabeza, prosiguiendo su actitud reconcentrada, que los demás creerán “humilde”. De ese modo, en un nivel energético aún bajo, su cerebro seguirá asimilando el partido. La alegría interrumpe el proceso de reestructuración interior y aprendizaje, la energía cero y la concentración lo prolongan, aunque ya no se esté “pensando” conscientemente en él, o mejor dicho, a condición de que ya no se piense más en él, en el partido pasado, en el tanto pasado, en el tiro pasado, en el instante pasado. La alegría, el orgullo, y mucho más la euforia congelan el pasado en el nivel de aprendizaje alcanzado. La seriedad –incluso lograda eventualmente mediante una búsqueda consciente de algún motivo aunque sea artificial de ligera tristeza, autodesvalorización o autocrítica– prolonga ese aprendizaje inconsciente. El tenista más sabio festeja solo el último tanto del último partido del campeonato. Solo ahí se libra a la explosión, si lo siente necesario. Antes, cualquier festejo es una “eyaculación precoz”. Para frenar esa ejaculatio precox a veces se debe recurrir a cierta dosis de autodenigración, o al menos a una rápida toma de conciencia de las propias limitaciones y los azares que pudieron favorecer el triunfo. Como siempre, la meta no es subir al Olimpo de la autoestima y el pavoneo masturbatorio, sino mantenerse en los niveles energéticos adecuados a cada momento, haciendo uso de todo recurso disponible. El nivel óptimo de autoestima es siempre aquel en el que la autoestima pasa íntegramente desapercibida al propio sujeto, y no desborda ni un ápice en orgullo, en autoconciencia, autorreflexión o cualquier forma similar de exceso energético, ni en recuerdo del motivo de orgullo o cualquier “huella” del pasado que estorbe el presente, aunque el presente sea simplemente abrazarse con los amigos entregándose hasta el caracú al festejo como festejo, y como celebración de amistad, no como rumiación del partido que ya pasó. Al pasado hay que

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dejarlo germinar solo, madurar solo, evolucionar solo, en los entresijos del cerebro. Así fructificará en mejor futuro, en lugar de estereotipar el futuro promoviendo la búsqueda de una contraproducente repetición del pasado. Shunryu Suzuki es contundente al identificar toda actividad hecha con espíritu zen a una actividad que no deja ni debe dejar huellas, a ninguna edad, ni siquiera en aquella edad en que uno más siente que el presente corre el riesgo de empobrecerse y que sería tentador recostarse en el pasado: Cuando envejecemos solemos estar orgullosos de lo que hemos hecho. Es más, cuando se está tan orgulloso de lo hecho, ese orgullo suele crear ciertos problemas. Con tales repeticiones de esos recuerdos, la personalidad va deformándose paulatinamente hasta generar un tipo bastante desagradable y testarudo. Este es un ejemplo de lo que ocurre al dejar una huella el pensar. Desde luego, no hay que olvidarse de lo hecho, pero el recuerdo no debe dejar huellas sobrantes. Dejar huella no es lo mismo que recordar algo. Es necesario recordar lo que uno ha hecho pero no conviene apegarse a lo hecho en ningún sentido esencial. Eso que llamamos “apego” no es más que las huellas que nos dejan el pensamiento y la actividad. Para no dejar ninguna huella, cuando se hace algo, hay que hacerlo con todo el cuerpo, y toda la mente. Hay que concentrarse en lo que se hace. Hay que realizarlo por completo, como una hoguera bien encendida. La hoguera no debe disiparse en humo. La persona ha de arder por completo. Cuando uno no se quema por completo, queda siempre la huella de lo hecho. Quedan restos que no se han consumido. La actividad del zen es la que queda consumida por completo, sin nada restante, excepto las cenizas.

Esto parece una verdad elemental, sin embargo, nadie que esté acostumbrado a los hábitos mentales corrientes del común

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de los mortales, logrará reunir la fuerza de voluntad para iniciar un esfuerzo destinado a actuar “sin dejar huellas” justo cuando todo en su vida marcha sobre ruedas, y uno se muere de ganas de paladear retrospectivamente cada pequeño éxito, revolcándose en la rumiación y digestión de cada “alegría”, aunque ese sea el camino que anula el presente y por ende el futuro. Las personas, como los países, solo cambian bajo imperio de poderosísimas necesidades. Y aun entonces, cuando la crisis brutal torna imprescindible un camino, la reacción natural, casi refleja, será ahondar en la misma receta del pasado, aplicar más de lo mismo, patinar en el lodo varios años, antes de ensayar un cambio de frente, una verdadera transformación interna. El “patinador”, el reincidente estará convencido de que se ha transformado por completo, porque ha aplicado las recetas viejas a una escala increíblemente más intensa. El ejecutivo se siente “renovado”, ha alcanzado la “eficiencia” máxima. Ahora evade hasta los impuestos que antes solía pagar, baja los salarios hasta de los empleados que antes solía preservar, se deshace hasta de los obreros más calificados, por último cierra la empresa y entra en el dominio de la inversión rentística. Es el colmo de la “eficiencia”: ya se limita a cobrar dividendos e intereses por colocaciones financieras o alquileres inmobiliarios o intermediación comercial. Fue en los años 80 el camino “espontáneo” y “natural” de los norteamericanos –y del resto de nuestro continente– hasta que comprobaron duramente que ni siquiera convirtiendo a su país en un casino, en una ruleta permanente de timba financiera iban a poder enfrentar el desafío japonés. Solo entonces empezaron a buscar nuevos modos de gestión empresarial. Solo entonces empezaron a cerrar con Bill Clinton 12 años de “más de lo mismo”, como fue la gestión republicana. Tal como los países actúan los individuos. Si con la droga las cosas ya no marchan bien, el rockero se droga hasta para el

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espectáculo más banal, luego para ir a cualquier reunión social. Luego da el último salto de la “eficiencia”: se droga hasta para levantarse de la cama. La persona “reflexiva” y obsesiva, cuando ve que sus cosas no marchan, nunca busca el camino de la espontaneidad y de vivir el presente, porque no los conoce. Más bien al contrario: ya no solo reflexiona todo el tiempo sobre su pasado y sobre qué va a hacer en el futuro, sino también cómo lo va a hacer, lo va a empezar a hacer y lo va a terminar de hacer. De tan reflexiva entra en el misticismo irracionalista: no solo quiere actuar de acuerdo con lo que el psicoanálisis sostiene que es lo más “maduro y genital”, sino también según la buena predisposición de los astros, de la comida, de las “energías positivas, negativas y neutras”, de los equilibrios minerales que promueve la homeopatía, de los que promueven las flores de Bach, y de los que promueven las versiones mágicas del Tao. La misma obsesividad pseudocientífica que la llevó al psicoanálisis la llevará al vegetarianismo, el yoga y la mística sufí. En lugar de reducir su control sobre su existencia lo lleva a extremos paroxísticos, que alcanzan su natural tinte paranoide en la llana brujería. Es así, aferrado a más de lo mismo, atado a una obstinada ambición de controlar desde el “pensamiento” reflexivo cada instante de la vida, como buena parte del Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires pasó en las últimas décadas de la interpretación psicoanalítica permanente a la más atolondrada brujería. En la vieja Villa Freud el poder sobre las conciencias lo ejerce hoy en gran medida una forma de tarotismo y brujería de emergencia adquirida en pocos meses de “verso” e “instrucción” por buscavidas de todo pelaje que le toman el pelo a nuestra clase media y hasta a los máximos representantes del poder del estado en lo que fue algún día uno de los países más cultos del mundo. Usted, como cualquier otro ser humano, recurrirá infinidad de veces a más de lo mismo, al mismo perro con distinto collar, antes

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de dignarse a efectuar de veras un cambio de frente, sobre todo uno tan importante como es el de la espontaneidad, el de la apuesta a los automatismos naturales del cerebro en todos los aprendizajes de la vida.

Por eso el Camino Total debe emprenderse sabiendo que uno lo hará a regañadientes, y que la tendencia natural e inevitable de uno será simular que lo sigue, sin seguirlo, hasta que un mazazo demasiado fuerte del destino lo haga a uno probar en serio sus sugerencias. Sin embargo, debe saberse que aun un intento puramente furtivo, ocasional y episódico de recorrer el Camino Total deja un saldo netamente provechoso, que siempre volverá a estar disponible para el sujeto como una opción en el futuro. Esta es una diferencia importante del Camino Total con los métodos positivos. En estos, la obtención de un resultado aceptablemente bueno requiere una intensificación creciente del método, hasta llegar eventualmente al fanatismo de quienes ven todo “rosa” y bárbaro en ellos y en el mundo, o al menos solamente en ellos, aunque chapaleen en la mierda y la locura, como las sectas cristianas que van alegremente al suicidio colectivo, en Guyana, en Suiza o donde sea, aferradas a su propia perfección, bondad y positividad. Empiezan convenciéndose de que imaginar el bien les hace bien, y terminan necesitando creer que basta con “visualizar” intensamente un deseo para hacerlo realidad. Cuando esa creencia ya no puede sostenerse, todo lo rosa se vuelve negro y la omnipotencia, suicidio, porque la mente ya no está habituada al contacto con el mal y el dolor. El derrumbe de la creencia es inevitable, porque los métodos positivos generan tolerancia como las drogas: se basan en la autosugestión y el autoconvencimiento constante, que siempre tiende a requerir un esfuerzo cada vez más intenso para sostenerse contra las refutaciones de

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la realidad. En el Camino Total ocurre exactamente al revés. Los primeros pasos cuestan muchísimo, pero los resultados van aumentando progresivamente permitiendo una reducción creciente del esfuerzo.

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Capítulo 7

El Camino Total pretende llevar a la práctica los preceptos libertarios del zen, más aun que el propio zen, y por ende promueve la elección y adaptación individual de cualquiera de sus técnicas. Pero si hubiera que describir a modo ilustrativo un posible recorrido del camino, y uno eligiera el de apariencia más natural, uno empezaría por la profundización, por el reforzamiento de los esfuerzos espontáneos que toda persona ejerce cotidianamente para llevar adelante las tareas que no permiten postergación, es decir, que se encuadran dentro de lo que esa persona considera su deber. La actitud espontánea de cualquier persona cuando encuentra dificultades para concentrarse en sus tareas obligatorias debido a la interferencia de otros problemas, es apoyarse en la propia tarea, ejercer un esfuerzo voluntarista, y reservar mentalmente para algún otro momento de la jornada o para más tarde aun la consideración del problema que interfiere. Es la actitud natural de “huida en el trabajo”, muy criticada por los psicoanalistas y otros “elaboradores” del pasado, pero muy útil para mantener el mundo andando... y al individuo con él, siempre que uno no se deje tentar por una verdadera adicción laboral y que reconozca el recurso como lo que es:

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un mero instrumento de concentración, no un sendero ético basado en una mística laboral. Poder apoyarse en el deber para concentrarse y controlar el cerebro es un punto de partida indispensable para controlar más tarde el cerebro en circunstancias en que no se cuente con la ayuda que representa la obligación externa. La senda del deber es una vía regia para comenzar a ingresar en el presente, que es la única dimensión temporal consciente de la meditación y del Camino Total. De hecho, una de las innumerables ramas del yoga, el karma yoga, no busca el ensimismamiento místico del sujeto en su banalidad fisiológica como el resto de las ramas del yoga, sino que recurre a la autosugestión para convertir todas las actividades normales y razonables de una persona en un deber, desde las menos agradables a las puramente placenteras y hedonísticas, para que el sujeto las pueda realizar con un buen grado de concentración, y sin el “apego” narcisista y deformante que los orientales tan justamente combaten. Paradójicamente, las sociedades occidentales modernas constituyen un entorno magnífico para estructurar la conducta individual en torno de un deber concebido en términos omnicomprensivos, que reúna lo placentero y lo displacentero, porque al haber desacralizado todo ámbito específico de actividad humana facilitan esa suerte de sacralización ecuánime de todas las actividades sanas de las vida, bajo la consigna del deber. Hay gente que solo es capaz de disfrutar de unas vacaciones si un médico se las impone como prescripción terapéutica. Hay padres que no se dan por enterados de que tienen hijos si un psicoterapeuta no los presiona moralmente y les impone el deber ético de disfrutar de la vida familiar. Muchísimos ejecutivos arruinan la vida no solo de sus trabajadores sino de su propia familia porque no tuvieron la suerte de que alguien los convenza de que es un deber moral prestar atención a otras cosas además de la propia ambición infantil, el narcisismo megalómano

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y esa masturbación ininterrumpida del propio ego que es la adicción desmedida al trabajo y el apego al poder, a la carrera profesional, y demás ambiciones sociales. Convertir en deber moral el placer sano, una vida sexual plena, una vida familiar no reducida al intercambio de bienes y regalos, la atención de un círculo de amistades, y las distracciones de cada uno es no solo una forma muy útil de defender la salud, sino que es una manera irrebatible de poner en evidencia el carácter pervertido, inmoral y desviado de muchas conductas que solemos tener cuando sacrificamos diversiones, hijos, vida familiar y tantas maravillas que el mundo moderno nos ofrece en aras de supuestas preocupaciones que solo provienen de nuestra ambición infantil y mezquina de acumular poder. La meta verdaderamente ambiciosa en la vida es ser feliz, por eso debería ser la felicidad el hilo conductor de toda ética sana y no la chupada de medias a nuestros dioses, nuestros ideales, nuestros empleadores o nuestros compañeros. Cuanto más libre es una sociedad, es decir, cuanto menos impone autoritariamente patrones de conducta, más requiere de la guía moral, y más exige que toda actividad sana sea elevada a un rango ético, es decir, de cumplimiento obligatorio por presión social y racional, ya que han desaparecido las presiones legales sobre la mayor parte de la conducta. Si no se alcanza esa dimensión ética, la libertad genera desequilibrios y desvíos unilaterales de la conducta en detrimento de todos y cada uno. No por casualidad la Constitución de la primera democracia representativa del mundo, ee.uu., empezó por consagrar el “derecho a la felicidad”. Otro americano, el argentino Jorge Luis Borges, dio el paso que faltaba, al declarar reiteradas veces durante su vejez que lo único que se reprochaba a sí mismo era no “haber cumplido con el deber de ser feliz”. Ser feliz y buscar la propia felicidad es un deber, porque quien no lo hace se lo cobra invariablemente demasiado caro a todos

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los que están a su alrededor, les cobra altísimo precio por su propia infelicidad, su amargura, su frustración, sus mentiras a sí mismo, sus privaciones autoimpuestas, sus supuestos sacrificios que no fueron más que ahorros mezquinos en aras de una ambición concebida en términos primarios, infantiles, elementales: solazarse en el dominio, la fama o la recompensa de los dioses a la supuesta santidad de uno. Ninguna ilustración más contundente de esta verdad elemental que el sexo. Una sociedad autoritaria y puritana puede ver en los reprimidos sexuales a santos. En una sociedad libre la gente los ve como lo que son: personas que necesitan ayuda para romper con sus inhibiciones, o francos pervertidos, que es como son tratados por la justicia de ee.uu. los curas católicos que abusan sexualmente de sus monaguillos, cuando algunos de los millares de casos denunciados es llevado hasta los estrados. La sociedad moderna presiona mediante mil formas al joven que no ha tenido relaciones sexuales a que las tenga, porque la salud psíquica fue elevada a deber moral, en sustitución del fanatismo puritano, el odio de la Inquisición o la pasión religiosa (una vez más, esa unión de una palabra claramente sexual como “pasión” con religión –supuesta vía del desapego– debería bastar para ilustrar el carácter sexual desviado del fanatismo religioso y su carácter pervertido). Al joven que no da muestra de interés sexual a los 25 –si no mucho antes– se le pregunta hoy con inquisitorial insistencia si todavía no tiene novia, si no le gustan las chicas, y viceversa a la joven. El ciudadano medio no considerará una muestra de santidad que alguien –digamos de más de 25 años– sea virgen en 1995. Más bien lo verá como una inquietante demora, y presionará para su superación. Esa presión social –mientra se ejerza dentro de ciertos límites– es tan benéfica como la que puede ejercer un grupo de empleados para que un compañero o un jefe se

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divierta más y disfrute más de la vida, en lugar de concentrarse exclusivamente en ascender en la jerarquía del poder, aun a costa de alcahuetearlos a todos ellos, o de “sacrificarse abnegadamente” para hacer mejor letra que ellos ante el patrón, o chupar las medias de otros niveles jerárquicos. Que el disfrute es un deber moral y no solo un mero hedonismo saludable lo demuestra el hecho de que haya podido ser usado desde mucho antes del surgimiento del hippismo como herramienta de crítica social, a veces por los anarquistas, que veían en los socialistas unos justicieros tan preocupados por conquistar el poder del estado y tan inquietantemente ascéticos que se volvían sospechosos. La desconfianza demostró no estar del todo injustificada. El primer cantautor internacional, el anarquista Georges Brassefls, considerado por los franceses como su mejor poeta del siglo xx pero por muchos extranjeros simplemente como el mejor poeta francés de todos los tiempos, era en sus canciones de los 50 y 60 el disfrutador por antonomasia, al punto de que se llamó a si mismo “El pornógrafo del fonógrafo”, pese a que el sexo que propiciaban sus poesías era de una ortodoxia monogámica que hoy algunos hallarían anticuada. “Morir por las ideas... tal vez, pero de muerte lenta, pero de muerte lenta”, repetía una de sus canciones, como una forma de evidenciar que el único apego éticamente perdonable era para él el apego a la vida, y no a ninguna doctrina o religión, por virtuosa, sacrificada o noble que se proclamara en su esfuerzo por ocultar su ambición de poder o de infantil perfección narcisista en el regazo exclusivo del halagado dios padre.

La senda del deber es entonces una vía particularmente adecuada para ingresar en el mundo del presente y de la realidad, que es toda la tarea que se fijan tanto el zen como el

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Camino Total. El zen puro y monástico no lo vio así, porque nació y creció en sociedades fuertemente jerarquizadas, donde del deber se ocupaban otras escuelas y estructuras: emperadores, señores feudales y letrados confucianos. El zen, como el taoísmo en China, ofició más bien de refugio más o menos herético, más o menos contestatario, para el desarrollo de la libertad interior del individuo, y dejó a la filosofía confuciana la dirección de la vida social de los adeptos que no renunciaban al mundo. Ahora bien, cuando se comprueba que no poseer un mínimo de libertad interior es algo que daña no solo al propio individuo en cuestión sino a su grupo social y su entorno, se llega a la conclusión de que la libertad interior y el desapego, la capacidad de vivir el presente y ser feliz, la capacidad de disfrute y goce de la vida, la capacidad de concentrarse no solo en las tareas vinculadas con la economía y la ambición sino también en aquellas relacionadas con el disfrute corporal, cultural y social no pueden ser consideradas solo como “el buen camino”, o la “vía correcta” para el individuo, sino que deben ser vistas también como un deber moral, es decir, como una obligación que el individuo tiene no solo ante sí mismo, sino hacia el resto de la sociedad. La concentración mental en cada actividad en curso –desde las espirituales hasta las meramente distractivas– se convierte entonces no solo en una posibilidad, sino en un deber. Esto es crucial porque el ingreso al dominio del deber es el punto de partida para un perfeccionamiento de largo aliento en cualquier actividad difícil. Para bien o para mal, el ser humano está estructurado de forma tal –no solo en sentido cultural, sino también neurológico– que el deber constituye siempre su motivación más poderosa. Esto había sido reconocido en la práctica, en el ejercicio de actividades peligrosas, ya antes de que los neurólogos hicieran descubrimientos impactantes sobre la localización cerebral de los centros reguladores de los aspectos morales de la conducta.

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Así, en los exámenes psicofísicos que se efectúan en los distintos países para permitir a las personas hacer un curso de piloto de aviación, la exigencia de los examinadores y su proclividad a denegar permisos suele ser mayor cuando el candidato declara querer hacer el curso solo por placer o hobby que cuando dice hacerlo por necesidad laboral o una obligación equivalente. Se adopta esa actitud porque está demostrado que si alguien tiene un problema en el aire –una fuga de combustible, un desperfecto en el motor, o cualquier otro imprevisto– reaccionará con eficiencia muchísimo mayor si la motivación que lo llevó a hacer ese vuelo repentinamente convertido en pesadilla fue alguna que se encuadra dentro de lo que el sujeto considera su deber, y mucho más aún si ese criterio subjetivo del deber concuerda con el del resto de la sociedad. En cambio, si el sujeto despegó del aeródromo por placer, cualquier desperfecto lo obligará a luchar no solo contra las dificultades aeronáuticas sino simultáneamente contra su conciencia, que le estará reprochando –erróneamente, porque no es el momento oportuno para ninguna reflexión ni ningún estúpido intento de anular el despegue que ya ocurrió– haber corrido ese riesgo realizando un vuelo que no era imprescindible. “Tener las cosas claras” para un aviador amateur significa por eso mismo comprender realmente que su deporte es su deber, que su búsqueda de perfeccionamiento individual es tanto un derecho como una obligación, y que disfrutar de una actividad riesgosa no lo convierte en un irresponsable. El desarrollo de los deportes modernos riesgosos no solo se explica entonces por la evolución de la tecnología, sino en muchísima mayor medida porque la sociedad actual ha logrado comenzar a elevar a un nivel moral el autoperfeccionamiento, la victoria del sujeto sobre sus propios miedos, el autocontrol, el placer físico del movimiento y el que brinda la aventura, así como la concentración mental que exige cualquier actividad peligrosa,

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concentración que Oriente buscó más en la inacción meditativa que en la acción veloz o peligrosa. Hoy en Occidente ya no se necesita una bastarda y pervertida excusa moral patriótica o religiosa para arriesgar la vida y educarse en el vencimiento de los propios miedos, y ya no se la arriesga tanto matando a inocentes personas o animales, sino reduciendo el riesgo a los puros fines del perfeccionamiento individual, enfrentando a cada uno solo con sus propios límites y no con los derechos de los demás en alguna guerra, una cruzada o una inquisición. Que esto es así lo prueba el hecho de que el auge del riesgo deportivo va acompañado de la declinación del riesgo meramente asesino del box y de cualquier actividad que tenga el aspecto de enfrentamiento a muerte entre gladiadores, entre seres vivos. No es casualidad tampoco que los dos mejores libros de autoayuda avant la lettre de todos los tiempos y los de mayor venta en el mundo occidental fueran El Principito y Juan Salvador Gaviota, ambos escritos por aviadores profesionales, y el segundo de ellos diseñado expresamente para convertir el vuelo en una metáfora de toda una ética social y una guía para que el individuo pueda encarar todos los aspectos de su vida como un aprendizaje iniciático. Ambos libros respiran ética, respiran moral, respiran religión, respiran espiritualidad en cada una de sus letras... y callan siempre las palabras dios y diablo, bien y mal. No son libros para el pavoneo ideológico y narcisista de los sacerdotes, los gurúes o los predicadores, son libros concebidos para ayudar. No están para corregir a los demás, sino a uno mismo.

Un posible primer paso para ingresar en el Camino Total es entonces convertir toda actividad no autodestructiva a la que usted esté habituado y las que emprenda en el futuro en un deber, a ser encaradas con la seriedad, la rutinariedad y la

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resignación con las que se inician típicamente todas las tareas obligatorias. Con tan solo intentar adoptar tal actitud, con que apenas usted se esfuerce consistentemente en cumplir esa regla básica y permanente, usted se habrá instalado en la vida en una actitud zen, una actitud que tiene –como toda cosa muy fructífera y creativa– un carácter paradójico: es la actitud de la no actitud, no es positiva ni negativa, no es optimista ni pesimista, no se adelanta a los hechos para verlos todos rosas ni todos negros, no se interesa en predecirlos porque de todas maneras la acción sobrevendrá por imperio del deber, de la obligación autoimpuesta, sean o no propicias las circunstancias. Usted volará haga o no buen tiempo, usted se distraerá el fin de semana haya o no haya algo magnífico que hacer, usted irá al cine se sienta o no bien, usted se ocupará de encontrar formas de disfrute familiar tenga o no ganas, usted hará una actividad deportiva le duela o no la espalda, el muslo, el antebrazo, los testículos o el ovario, y si media una terminante prohibición médica en contrario usted consultará hasta encontrar un deporte adecuado a su estado de invalidez transitoria o permanente, usted verá periódicamente a sus amistades tenga o no ganas, usted buscará formas de instrucción y adquisición de conocimientos –desde la lectura, los documentales de tv, las películas serias, hasta cursos– para usted y su familia tenga o no tenga ambiciones culturales –y si no las tiene mucho mejor y con más razón–, usted tendrá una actividad sexual periódica, rutinaria, tenga o no tenga con quien hacerlo (sí, tenga o no con quien hacerlo), sienta o no un grado de calentura que le permita anticipar que ha de pasar un buen momento, por la simple razón de que tratará de no hacer nada en función de la meta, del resultado, del provecho, del beneficio, sino del deber de cuidarse a sí mismo, de hacer una vida sana y equilibrada, pero sobre todas las cosas por el supremo deber de empezar a aprender a concentrarse en lo

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que hace, en lugar de contaminar su acción con el fantaseo de los réditos que pretende obtener con ella, o de perturbarla con la “reflexión” constante sobre si es o no correcto, oportuno o indicado emplear su libertad en ella. Usted no tendrá libertad. A medida que sus rutinas se vayan conformando usted no tendrá libertad, no vagará en la indefinición de la duda constante, estará inmerso en un mundo de absoluto deber y obligación, y es en ese mundo de rutinas autoimpuestas, cambiantes, móviles, pero al mismo tiempo incuestionables, donde el verdadero placer de la acción y el goce de la libertad más completa tendrán ocasión de desplegarse. Será la libertad no del tiempo gastado en la cavilación atolondrada, sino la libertad de poder hacer de una vez por todas en su vida lo que usted –y en medida creciente más su cerebro que usted– eligió. Así descubrirá que la mejor hambre viene comiendo, y el camino se hace al andar, no porque se tengan ganas de caminar.

En las sociedades libres de nuestro tiempo, donde ya no hay moral confuciana, ni totalitarismo medieval cristiano, ni totalitarismo comunista indicándole a cada uno lo que debe o no hacer, el camino budista del no provecho, el de hacer las cosas sin búsqueda de logro alguno, el del mayor desapego respecto de todas las cosas en medio de la acción permanente e intensa, el camino de la inmersión completa y exclusiva en las aguas del presente, el que lo lleva a uno a brindarse todo en cada instante y a arder sin dejar huellas con cada acción se identifica entonces plenamente con el camino del deber: un deber casi totalmente autoimpuesto, puesto que la sociedad nos da la libertad de autoimponernos los ejes centrales de nuestra vida, desde la profesión a elegir hasta la forma de satisfacer nuestros instintos sexuales, nuestros impulsos amorosos, nuestros instintos reproductivos o nuestra necesidad

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de diversión y esparcimiento. Cuando algo se hace por deber, no se hace por ninguna razón interior, no se hace en busca de placer, no se hace en busca de motivos racionales que puedan ser evaluados, rumiados, “reflexionados”, “elaborados” y dudados. Y por eso mismo, es esa acción obligatoria la que nos puede traer las mayores cuotas imaginables de racionalidad, de placer, de satisfacción, pero por sobre todas las cosas, de concentración mental, es decir, de inmersión en el presente. No se trata de convertir un trabajo aborrecible en un deber moral hacia la sociedad ni mucho menos hacia los empleadores de uno. En una sociedad que se organiza en torno del mercado, y donde el empleador es libre de desembarazarse de uno cuando se le antoje (no es en absoluto el caso de Japón por ejemplo) uno trabaja por necesidad, no por moral o por atadura afectiva con la empresa. Pero sí se trata de trasladar también hacia el mundo de nuestro placer, nuestra salud, nuestro enriquecimiento humano la inexorabilidad, la obligatoriedad, la seriedad resignada con que cumplimos aun con los trabajos más desagradables mientras resulten necesarios para nuestro mantenimiento. Se trata de sumergirnos en la maquinaria purgativa y sanadora del presente no solo cuando trabajamos sino cuando disponemos de nuestro tiempo libre. El zen de la escuela Soto se desarrolló en el siglo xiii en Japón justamente para dar la última vuelta de tuerca a la idea de la inmersión en el presente, amputando a la disciplina budista de la última meta, el último provecho al que no quería renunciar: la iluminación, el desapego perfecto, el absoluto. Para el zen Soto la iluminación, como todo en la vida, es una yapa. Si viene, que venga. Lo que equivale a decir que ya la estamos teniendo si estamos logrando no buscarla. Meta no hay ninguna. Se cumple simplemente el ritual, y todo lo demás está demás o viene andando. Dice Shunryu Suzuki:

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Cuando se renuncia a todo, cuando ya no se desea nada o cuando no se intenta hacer algo especial, entonces se hace algo. Cuando no hay idea alguna de provecho en lo que se hace, entonces se hace algo. En el zazen lo que se hace no se hace en aras de algo. Quizás uno se sienta como si estuviera haciendo algo especial, pero en realidad es solo la expresión de la verdadera naturaleza, es la actividad que aplaca el deseo más íntimo. Pero mientras se piense que se está practicando zazen en aras de algo, esa no es la verdadera práctica... Antes de Bodhidharma (introductor del budismo en China), el estudio de la enseñanza de Buda dio por resultado una filosofía profunda y elevada y los discípulos trataban de realizar sus altos ideales. Esto era un error. Bodhidharma descubrió que era un error proponer una idea elevada y profunda y luego tratar de alcanzarla por medio de la práctica del zazen. Si ese es nuestro zazen, no es nada diferente de nuestra actividad usual o nuestra mente de mono (mente atolondrada que busca siempre algo). Parece una actividad muy laudable pero en realidad no hay diferencia alguna entre ella y nuestra mente de mono. Ese es el punto que recalcó Bodhidharma... Por eso, mientras la práctica se base en una idea de provecho y se practique el zazen en un plano idealista, en realidad, no se tendrá tiempo para alcanzar ese ideal. Es más, se estará sacrificando lo esencial de la práctica. Como el logro está siempre por venir, uno se está sacrificando siempre por algún futuro ideal. Se acaba por no conseguir nada.

Eso es lo que los estudiosos occidentales y japoneses del Oriente llaman “pragmatismo chino”, y es ese pragmatismo chino el que los japoneses llevaron a escalas aún más elevadas y despojadas. Es algo que parece a primera vista puramente ideológico, una suerte de valoración de la entrega por encima de todo, pero es en realidad por sobre todas las cosas un instrumento de disciplinamiento mental. Esa disciplina propiamente marcial del cerebro puede parecer a primera vista un

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elemento reñido con la creatividad, pero en realidad es prácticamente un mero intento de imponer al hombre común las formas de funcionamiento mental de la gente intelectualmente más creativa, los músicos, los pintores, los escritores, los científicos, los intelectuales. El verdadero intelectual no pasa su tiempo pensando, sino creando, es decir, escribiendo, enseñando o volcando de cualquier manera hacia el mundo objetivo la fuerza de su intelecto. La rumiación intelectual desvinculada de la exteriorización material mediante la acción y desacoplada de la disciplina que impone todo proceso creativo, todo arte o actividad socialmente pautada, es lo que el intelectual desprecia como mera “masturbación mental”, y eso en boca de los mismos intelectuales que defienden a capa y espada la masturbación real en sus órganos genitales como una actividad de rango erótico nada despreciable. Hay a los ojos del intelectual auténtico algo de pervertido en el mero fantaseo mental, en la actividad cerebral que se niega a someterse a los rigores que impone todo proceso creativo, desde escribir unas pocas páginas, hasta esculpir la más pequeña de las estatuas, o elaborar la más modesta de las artesanías. Es una condena moral que recorre toda la historia de la intelectualidad, desde la aventura del Quijote que decide salir de la masturbación mental para poner a prueba en la práctica algunas de sus fantasías, hasta el existencialismo sartreano que se niega a juzgar a los hombres por sus pensamientos y decires y pretende evaluarlos por sus actos. Pero ninguna condena tan explícita y contundente como la de Yukio Mishima, el japonés más célebre en Occidente, que al mismo tiempo es considerado por todos los escritores japoneses como el mejor escritor en esa lengua por lo menos en todo el siglo xx. Poeta, dramaturgo, cuentista, novelista, creador superlativo en cualquier dominio que se le ocurriera meterse, era ya una celebridad

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japonesa y un mago de la lengua durante su adolescencia, y dejó, a su muerte a los 50 años, una de las obras más voluminosas de la literatura artística, esa en la que los volúmenes no pueden escupirse como salchichas saliendo de una máquina de best sellers. En su novela autobiográfica Confesiones de una máscara, el protagonista, un alter ego de Mishima, dice: Las personalidades románticas están penetradas de una sutil desconfianza hacia el racionalismo, y eso conduce, a menudo, a ese acto inmoral que se llama soñar despierto. Contrariamente a lo que se cree, soñar despierto no es un proceso intelectual, sino un modo de huir del intelectualismo…

Calificar de “inmoral” el soñar despierto es apuntar hacia lo que el sujeto priva de sí a la sociedad, a los otros, al prójimo, al revolcarse constantemente en el fantaseo, es denunciar que el fantaseo –pese a lo que usualmente se cree– no es el preludio de la acción, ni de la creación, sea esta romántica o no, sino la huida de ambas. El fantaseo no conduce al lirismo poético, porque también el lirismo requiere de la acción, porque también la poesía tiene sus leyes, sus restricciones, sus límites, con los cuales todo creador tiene que luchar para producir su obra, así sea tan solo para quebrar todas las reglas establecidas y atener la actividad poética a las únicas limitaciones que imponen un papel, una pluma y un lenguaje inventado por él..., pero no con tanta libertad como para que no pueda ser entendido por al menos alguien más. El fantaseo, esa pseudoactividad “inmoral” y pervertida, no tiene límites, no tiene reglas, no tiene dificultades, no plantea desafíos, no aporta nada a la sociedad, y priva al propio sujeto del conocimiento que se adquiere en la lucha por la creación. El preludio, el prolegómeno, el preparativo de la

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creación no es jamás el fantaseo, sino el borrador, el proyecto escrito, el boceto pictórico, los primeros tanteos sobre el piano que conducirán a dar vida a la futura melodía, la primera versión del poema que será luego revisada, corregida y reescrita a veces hasta volverla irreconocible, el primer intento de conquistar a una mujer, que tal vez resulte torpe y solo un punta pie inicial para esa relación o un aprendizaje para otra, el ingreso a la cocina que terminará en la preparación de una –tal vez– gran cena, los primeros peloteos que conducirán a un –tal vez– excelente y creativo partido de tenis, los primeros renglones leídos de esa nueva novela que hemos dejado de fantasear que íbamos a comprar y de una vez por todas nos hemos decidido finalmente a empezar a leer, aunque sea de parados en una librería para ver si era buena antes de gastar los pocos pesos que nos quedan para este mes. El verdadero preparativo de una limpieza eficiente, gustosa y creativa de una casa no es el fantaseo de esa limpieza, sino el primer mueble que desplazamos para ver cuánto y dónde hay que limpiar, y la primera basura que levantamos para llevar al tacho, ahí es cuando el cuerpo y la mente empiezan a prepararse para llevar todo de la mejor manera hasta el final. Antes, todo lo pensado es una mera forma de evitar tirarse a la pileta, es querer aprender a nadar en seco, es pretender ahorrarse ese pequeño dolor que se siente en la ruptura de toda inercia, en el inicio de cualquier movimiento, en los comienzos de todo cambio... es una forma de fabricarse tremendos dolores para el futuro inmediato, y dolores casi insuperables para el mediano plazo. Hay mujeres ricas o de clase media que se van de la vida sin haber experimentado una sola vez la sensación de dominio que obtiene la hembra o el macho que logra poner sin ayuda alguna en un tiempo razonable su casa en orden o preparar una buena comida, para sí misma o para alguien más. Ellas se ven obligadas a usar a sus mucamas como “psicoterapeutas”

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o “confesoras”, y ellos a sus amantes y a sus amigos, cuando habría bastado menos mucama y más acción en la cocina de sus casas para ahorrarse una gran parte de ese devaneo mental rastreramente masturbatorio al que ahora esos prisioneros del confort llaman “psicoterapia”. En muchas novelas modernas se menciona al pasar y con claro desprecio a algún personaje que jura siempre tener “toda acá” –en la cabeza– una novela de la que nunca escribió más de un párrafo. El masturbador intelectual –habitualmente incapaz, por vergonzoso y culposo, de masturbarse donde se debe, en los genitales– es todo un personaje arquetípico que carga con el desprecio de los grandes escritores a lo largo de toda la literatura. Hay algo de crítica a la vanidad del “chanta” en ese largo desprecio de los intelectuales genuinos hacia los elucubradores impotentes. Es una condena que tiene también que ver con la actitud del creador ante los críticos de arte, emblematizada en la frase de Bertold Brecht: “Los críticos son como los eunucos, saben todo pero no pueden”. Pero en el fondo, el creador intuye que la peor ironía de esa impotencia del elucubrador es que este nunca podrá escribir su novela no porque no tenga talento, sino justamente porque tiene ya su obra “toda acá”, en la cabeza. La mejor forma de inhibir el desarrollo de la acción, de la creación, del arte, de cualquier obra, es fantasear con ella, es adelantarse a su desarrollo en la fantasía, es imaginar cómo evolucionará la trama cuando ni siquiera hemos puesto todavía sobre el papel un solo personaje que pueda indicarnos si esa trama fantaseada es compatible con el carácter o la psicología de quienes deben llevarla adelante. La mejor forma de arruinar la participación de uno en una fiesta o un evento cualquiera es imaginar por anticipado qué es lo que uno va a hacer, en lugar de lanzarse al evento con la mente abierta a todas las posibilidades. Y eso vale tanto para la preparación de una cena como para cualquier

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forma de arte y aun para la ciencia. Casi siempre el escritor tiene alguna idea vaga del tema que conformará su novela o su cuento. Pero justamente la idea vale por vaga, por difusa, por indefinida, no por preconcebida, ni preestablecida. Del mismo modo, si en lugar de literatura se trata de cocina, hay que saber que uno tal o cual noche va a preparar una cena para determinada ocasión, pero nada más que eso. Cuanto más cerca del propio evento vaya adoptando uno las necesarias opciones, haciendo las compras, decidiendo cada aspecto, más se acercará el producto a un acto verdaderamente creativo que lo recompensará a uno y a todos de la manera más profunda. El novelista y cuentista del Noroeste argentino Héctor Tizón logró resumir notablemente el aspecto paradójico de lo que se llama “inspiración” –es decir, del modo en que nace la creación artística– en el caso de la literatura en una entrevista a Págína/12. Su versión es apenas una más de un sinnúmero de otras totalmente coincidentes suministradas por otros escritores de todas las latitudes. Pero se destaca por su precisión: ¿Cómo se enciende la historia? Casi siempre con imágenes, a veces provocadas por alguna frase. Un hombre en una estación ferroviaria que llora al irse el tren; eso ya te pone en guardia porque es una provocación. Luego la historia va creciendo en la medida en que uno la lleva consigo y hay que dejar que crezca en lo esencial, pero no desarrollarla mentalmente porque se pierde. Es un poco lo que hace el alfarero que no es cacharrero. Pone ese mazacote en el torno y a medida que rueda va moldeándolo con la mano. Lo valioso es cuando le sale una forma que no es exactamente igual a la que hizo ayer. Eso pasa un poco con el arte de narrar. No hay que empezar a escribir sin saber lo que se va escribir ni tampoco cuando uno lo sabe todo... Uno de los grandes enemigos del escritor es la seguridad. Tiene que estar alerta. Una actitud parecida a la del cazador que está atento, no solo con el olfato, sino con

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el atisbo, con la huella. El atractivo de la caza son esos prolegómenos, como en el amor, hasta que se aprieta el gatillo, que no es lo más importante. Y supongo que el hecho de escribir y pasarse sentado en una silla horas y horas es un poco eso: toda esa tensión que le devuelve a uno el hecho de vivir una historia ajena, que por otra parte es la ambición de todo ser humano.

Hemos subrayado lo de no desarrollar la historia mentalmente, pero todo el resto de la exposición concuerda con ese mismo precepto, y se identifica con la actitud del zen. ¿Acaso el cazador al acecho de su obra como una presa que debe llegarle del exterior y no de su propio ombligo no parece un artista zen alerta a lo que su cerebro le aporte como resonancia con el entorno en lugar de pretender buscar activamente, de “fantasear” una historia “inventada”, “rebuscada”, “artificiosa”?

Aun en la pintura, que parece ser un arte que exige por antonomasia la anticipación mental del resultado a obtener, los únicos que se anticipan en nuestra época son los que no pintan, los no iniciados, los que no conocen el oficio. En un documental del programa televisivo “Holograma” le preguntaron al pintor holandés Jacques van der Hayek en qué pensaba cuando pintaba. Respondió: Cuando pinto no pienso en nada. No tengo tiempo de pensar. En la creación influyen infinidad de ideas y factores pero son justamente tantos que ninguno tiene tiempo de pasar por la conciencia de uno. Cuando uno está creando no tiene tiempo para pensar en esas cosas, aunque todas estén actuando sobre uno en cada instante. Uno está demasiado ocupado en lo que está haciendo y las cosas ocurren con una rapidez tremenda que no da tiempo a nada.

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En La cantera interior, un libro para ayudar a recorrer el camino de ese arte, dos pintores argentinos, Heriberto Zorrilla y Helena Distéfano, dicen: Prepararnos para enfrentar sin condicionamientos el hecho plástico, “lo nuevo”, es romper con la idea de que el cuadro debe estar antes “en la mente”. Uno de los primeros pasos que debemos dar para conquistar una actitud aliviada de toda carga de dogmatismo es impulsar la comprensión de esto, y juzgar sin prejuicios ni rechazo aquello que aparece como diferente, no buscado.

Justamente, tal vez el artista paradigmático del siglo xx haya sido Picasso, a quien se citó decenas de veces pronunciando la más famosa de las frases del zen: “Yo no busco, encuentro”. Quienes lo vieron pintar se asombraron siempre por la facilidad –convertida ya en costumbre– con que cambiaba el rumbo de un cuadro a medida que lo iba pintando. Una sirena podía convertirse súbitamente en un caballo, cualquier cosa estrictamente en cualquier otra. Y terminado el cuadro nadie podía creer que cada una de las figuras no hubiera sido concebida desde el inicio para tener esa forma tan ajustadamente adecuada a su esencia... cuando en realidad había comenzado por ser algo completamente diferente bajo la mano del mago pintor. Por supuesto, quien tiene el genio de Picasso no necesita del zen ni de ninguna lección sobre inmersión en el presente para lograr esa espontaneidad danzante en su vida y en su obra. Pero es bueno saber que Oriente dio origen a una disciplina, el zen, que buscó enseñarle al hombre común a funcionar –dentro de las limitaciones que cada uno trae– como funcionan los genios: sin anticiparse a los hechos, sin imaginar las cosas antes de hacerlas, sin crear perfecciones

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ideales en la cabeza, sino esperando que surjan solas en el curso de la acción sobre el mundo real. No se puede lograr la espontaneidad natural del genio ni la espontaneidad aprendida del zen si uno no ha alcanzado un desapego profundo, radical, respecto de la vida y de sus cosas, una “ecuanimidad” budista que casi roce la indiferencia respecto de los resultados de la propia acción y respecto del destino de uno en la vida. Se puede escribir un best seller, una novela rosa, una tontería para la tv buscando el éxito, el dinero, la aprobación del público o satisfacer el narcisismo de uno. Pero para escribir una obra que perdure como la de Franz Kafka, como la de Gogol, o como la de Sábato, hay que estar dispuesto a mandar quemarla, como Kafka le ordenó inútilmente a su amigo Max Brod, o como el propio Gogol hizo con la segunda parte de su Almas muertas y Sábato hizo con casi todo lo que escribió. Para hacer algo grande hay que hacerlo sin esperar recompensa. Porque si no, la meta de lograr la recompensa terminará infaltablemente perturbando el despliegue espontáneo y creativo de la acción, desviará el pulso del candidato a creador y convertirá la pretendida obra maestra en una estupidez de Corín Tellado... o en una burda imitación de Kafka, que no escribió para ser editado, sino para sacarse la mierda, como diríamos hoy.

En una de las muchas entrevistas que dio en los últimos años de su vida, al escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, ya convertido en una celebridad internacional, le preguntaron si pensaba que su última novela –que resultó ser la última de su vida y todavía no estaba en las librerías– sería un éxito. Contestó: Es que ya es un éxito. El éxito es haberla terminado. El éxito con los libros es siempre lograr terminarlos, porque no es

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nada fácil hacerlo. Cuando uno empieza un libro uno no sabe nunca si lo logrará terminar. Por eso el éxito consiste en eso, en conseguirlo. En comparación con eso todo lo demás es secundario.

A Onetti no se le conoce un culto fervoroso por el Oriente como el que alimentaba Borges o tantos otros rioplatenses, pero esa frase podría figurar en cualquier antología del zen, en el capítulo referido a la “acción sin búsqueda de provecho”. Pero debe saberse que para el hombre occidental, lo único que se hace sin búsqueda de provecho, lo único que se hace con la “ecuanimidad” oriental, con el desapego profundo de quien está sumergido en el puro presente, es lo que se hace por deber o necesidad. No bien interviene el placer, el occidental buscará otra meta mayor, buscará que su romance sea el mejor romance, que su intento de acercamiento sea el mejor intento de acercamiento, que su placer responda al más perfecto ideal, que su tenis tenga desde el inicio la perfección del experto, que su primera página escrita se parezca a la de un maestro de la pluma, y que él mismo esté en condiciones de ir percibiendo todo ese rédito grandioso a medida que se va produciendo, y así el presente pasará por sus narices sin que se enteren sus ojos futurizados, y la chica a la que buscó acercarse habrá pasado de largo para perderse en el anonimato de la ciudad, la pelota de tenis habrá escapado a su alcance, la primera página de su obra no habrá siquiera empezado a existir. Por eso para usted, el primer paso en el Camino Total bien puede ser tomar todas las actividades de su vida como un deber moral de autosuperación y autocontrol, y reconocer todos sus placeres como una impostergable necesidad cuya satisfacción se persigue resignadamente, y no como una escalera al cielo.

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Capítulo 8

Si uno estuviera entrenándose para monje zen, uno confiaría simplemente en cierto sentido oriental del deber y en la prédica filosófica del budismo a favor de vivir el presente para ayudarse a uno mismo a mantener la mente concentrada en las tareas de cada instante. Paralelamente, uno –como novicio monástico– dedicaría regularmente una parte de cada jornada a la tarea propiamente específica del disciplinamiento mental, ese entrenamiento cerebral que se llama meditación. Durante la meditación, uno seguiría –de estar entrenándose para monje– a pie juntillas los consejos milenarios del zen: Cuando se practica el zazen no se debe tratar de detener el pensamiento. Hay que dejar que se detenga por sí mismo. Si algo nos viene a la mente, se deja que venga y se deja que salga. No permanecerá mucho tiempo. Cuando se trata de detener el pensamiento, el resultado es que uno se preocupa. No hay que preocuparse con nada. Al parecer es como si algo viniera de fuera de la mente, pero en realidad son olas de ella y si uno no se preocupa con ellas se van calmando gradualmente. En cuestión de cinco o a lo más diez minutos. La mente estará

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completamente serena y calma –nos dice Shunryu Suzuki en Mente zen, mente de principiante.

Además de esa paciencia china a la espera de que los pensamientos se detengan por sí solos, el zen usa como instrumento decisivo para llegar a esa detención el desapego, la “ecuanimidad”, es decir, la aceptación total, indiscriminada de todo pensamiento, de todo proceso interior, de todo fenómeno exterior, sin considerar en absoluto la posibilidad de que algo pueda ser bueno o malo, pues para el budismo, bien y mal no son más que distintas caras de una misma moneda. En palabras de Shunryu Suzuki: Debemos encontrar la existencia perfecta por medio de la existencia imperfecta. Debemos encontrar la perfección en la imperfección. Para nosotros, la perfección completa no difiere de la imperfección. Lo eterno existe debido a la existencia no-eterna. En el budismo buscar algo externo a este mundo es herético. Debemos encontrar la verdad en este mundo, a través de nuestras dificultades, de nuestro sufrimiento. Esta es la enseñanza básica del budismo. El placer no difiere de la dificultad. El bien no difiere del mal. El mal es bien. El bien es mal. Son las dos caras de la moneda.

Dicho en términos occidentales: sin salvaje amenaza vikinga no habría habido laboriosas órdenes monásticas católicas, que salvaran los rudimentos de la cultura y cierta relativa paz en los inicios medievales de Occidente, cuando la barbarie posromana apenas empezaba a civilizarse. Sin reacción feudal clerical y monárquica no habría habido revolución inglesa ni francesa, que abrieran el camino de la ciencia, la industria y el iluminismo para todos los pueblos del mundo. Sin nazismo no habría habido estado de Israel, que demostró ser la única cura

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para la enfermedad milenaria y casi universal del antisemitismo, sin revuelta palestina contra los excesos del sionismo no habría habido los acuerdos de paz con todos los estados árabes que terminarán insertando de una vez a Israel en la realidad cultural, económica y humana del Medio Oriente. Tener una comprensión “ecuánime” y “budista” de esta interdependencia entre el bien y el mal no lo priva a uno de hacer sus opciones. Simplemente le permite hacerlas desapegadamente, sin el fanatismo de quien siente que este mundo y sus desafíos resultan intolerables. El motor infaltable de toda intolerancia es la incapacidad para tolerar el mundo tal cual es, no una supuesta intolerancia frente al mal. El intolerante no tolera tampoco siquiera hacer el bien, porque está perdido en un combate imaginario contra la posibilidad misma del mal, no contra el mal. No comprender que el mal es necesario para el despliegue del bien, pretender combatir la posibilidad misma del mal, en lugar del mal, lleva a la Inquisición y a la caza de brujas hacia afuera y hacia adentro del sujeto. Por eso el budismo acepta el mal. Porque solo puede parar su mente y detener los pensamientos quien se abstenga de practicar una inquisición sobre los pensamientos que afloran en la propia mente y quien no pretenda seleccionarlos. Todos valen por igual... y todos deben ser detenidos por igual a la hora de la meditación. Solo el cerebro como un todo, en un proceso mucho más profundo que una mera “reflexión” rumiatoria y fantasiosa, hará en el momento que corresponda las verdaderas opciones... no las que uno finge hacer para satisfacer su propio ego, su “conciencia”, u otro principio cualquiera ajeno a la vida y a los impulsos más profundos de uno. Entonces, oscilando entre la paciencia china, el desapego budista y la concentración de su atención en la respiración, el monje zen espera y espera hasta que sus pensamientos se detienen. Pero si uno no está preparándose para monje en

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un bucólico paisaje oriental, sino que está sometido a todas las presiones de la vida urbana en una ambiciosa sociedad de occidente, esa paciencia china que se le exige a uno desde el inicio mismo del aprendizaje será una tarea imposible. Uno comprobará que no son cinco o diez minutos los que se necesitan para que los pensamientos se cansen de pasar por la conciencia sino mucho tiempo más... tal vez una vida entera. Incluso los propios novicios del zen, aunque adoptan todos los preceptos de renunciación y anulan prácticamente toda su creatividad personal retirándose del circuito de actividades de la sociedad moderna, solo llegan a lograr detener la mente por ese método tras largas décadas de práctica, según lo hacen pensar los resultados obtenidos por Tomio Hirai en los registros encefalográficos de monjes y aprendices.

El Camino Total no es para esperar veinte años como un monje zen. No es para esperar ni siquiera un segundo. Ni una décima. Es estar haciendo lo que uno esté haciendo y arremeter a garrotazos –aquí, ahora, nunca más tarde, nunca en el próximo segundo, sino en este mismísimo instante– contra la propia imaginación, contra todo proceso ideativo, contra toda supuesta “reflexión” que nos distraiga de la acción que estamos emprendiendo, o que pretenda “complementarla” o “perfeccionarla” o dirigirla” o “evaluarla” o “acompañarla”. A garrotazos es una forma de decir. En realidad uno no debe imaginar garrotes, ni nada, porque el Camino Total es, como el zen, un mundo sin imágenes, ni visualizaciones, ni conceptos, ni palabras, sino formado de acciones mentales (interiores) o acciones sobre el mundo exterior cada vez más puras, cada vez más desnudas y expurgadas de muletillas y representaciones imaginarias. Es un mundo de sensaciones cuando el énfasis se coloca en acciones mentales como la acción de parar la

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mente, o es un mundo de percepciones del entorno cuando el énfasis se desplaza hacia la acción exterior o hacia la inmersión sanadora en la belleza. A garrotazos significa entonces simplemente con una voluntad suicida, que no retrocederá ante las sensaciones desagradables que se sentirán en la cabeza cuando uno más se esfuerce en parar la mente y concentrarla en la acción. El Camino Total exige no esperar que ello resulte en nada bueno, ni siquiera en una suspensión del pensamiento. Y seguir lavando los platos, o leyendo, o trabajando, o estudiando, e insistir una y otra vez en eliminar todo proceso reflexivo, todo lo que no sea pura sensación, pura percepción, pura acción, en el presente, sin evaluar si uno está logrando hacer o no lo que este libro recomienda, ni lo que el zen demostró que es posible. La frustración concomintante –todo inicio de cualquier cosa difícil es frustrante– elevará inevitablemente el nivel de energía. Uno se esforzará entonces simultáneamente en reducirlo. Reducir el nivel de energía incluye cierto grado de relajación, pero no se identifica con ella. Consiste más bien en sentir cierta tristeza, cierta calma, cierto recogimiento, cierta seriedad que no puede dar lugar a la ira o a cualquier sentimiento exaltado, mientras que un grado demasiado profundo de relajación muscular va normalmente acompañado de un nivel de energía relativamente alto y una concentración exclusiva en el cuerpo y la musculatura, con una intensidad excesivamente viva (razón por la cual usualmente se desaconseja a los insomnes usar la relajación con fines somníferos... pues genera más alerta que sueño). Mientras uno prosigue más o menos triste, calmo, apocado o serio su esfuerzo de concentración, se empiezan a sentir sensaciones en la cabeza. Uno está intentando forzar la concentración, pero la imaginación, la reflexión, los recuerdos o la planeación se resisten a abandonar la escena.

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Uno se niega a detener el esfuerzo, pero lo hace cada vez más serio, triste, entregado. En cualquier momento se puede dar el éxito, si uno logra saltar de la actitud de esfuerzo activo por detener el pensamiento a la concentración puramente pasiva en las sensaciones de la cabeza. Pero también puede ocurrir que las sensaciones (dolor, mareo, confusión) no alcancen a suministrar un punto de concentración porque estén tapadas por pensamientos demasiado fuertes y preocupaciones que lo vienen persiguiendo a uno. Si uno está empezando el Camino Total en condiciones de fuerte crisis personal, no serán fantasías ociosas sino “dramáticas” preocupaciones las que se negarán a partir de la cabeza. Uno se sentirá impotente para cortar el hilo de esos pensamientos, querrá más bien “rebatir” las preocupaciones, demostrar que son infundadas, argumentar contra ellas, y así uno les hará el juego a las preocupaciones, las dejará ocupar el centro de la escena, el hilo se negará a cortarse. Entonces, con el máximo nivel de tristeza alcanzable, cortaremos el hilo sin lógica, sin argumentos, con pura acción mental, con puro odio, odio contra nosotros mismos, jamás contra los pensamientos, pues no nos daremos tiempo de analizar si los pensamientos están o no justificados. Simplemente no es este el momento de los pensamientos, y nos odiaremos por no poder cortarlos. Nos odiaremos porque estamos “boludeando”, desvariando, en lugar de concentrarnos en lo que estamos haciendo: lavar los platos, arreglar el auto, trabajar, hacer el amor, o lo que sea. Aumentaremos el odio, la energía, la violencia (en detrimento obviamente de la tristeza y la calma) tanto como sea necesario para cortar el proceso ideativo, e interrumpir el curso de todo pensamiento, reflexión y autoconciencia, en vaivén de esfuerzo y relajación, de actividad y pasividad, de insistencia y abandono, como cuando uno bombea el acelerador de un automóvil, pero guiando el ritmo por los resultados, jamás

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por el deseo de sentir menos dolor o ejercer menos violencia mental contra nosotros mismos. De hecho el dolor será muy rápido el pivote mismo de la concentración. Esa violencia contra uno mismo, que no es sino la expresión afectiva de la fuerza de voluntad, es indispensable para cualquier tipo de perfeccionamiento humano. Juega idéntico rol a la violencia que ejercieron sobre nosotros nuestros padres cuando nos llevaron el primer día a la escuela aunque pataleáramos, o a la violencia que ejercimos nosotros mismos contra nosotros cuando nos privamos de algunas tentadoras salidas de fin de semana durante nuestros estudios para quedarnos a preparar nuestros exámenes. Aun quien haya tenido una infancia maravillosa con padres perfectos que siempre lograron reemplazar la violencia por la persuasión tarde o temprano tendrá que ejercer violencia sobre sí mismo, si es ambicioso en cualquier terreno de la vida, o tiene fuertes afectos o ética. Un holandés o alemán humanista, pacifista y sentimental, educado de la manera más idílica, que en 1942 se hubiese hallado un día en una situación en que solo pudiera salvar la vida de un judío provocando la muerte del nazi que estaba a punto de capturarlo, habría debido ejercer una tremenda violencia contra sí mismo y sus convicciones pacifistas, para satisfacer sus sentimientos altruistas, su empatía con el débil y perseguido, o su ética. Y por supuesto, con menos drama, y sin que esté en juego ninguna vida, situaciones parecidas se le presentan a uno varias veces en la vida corriente. Ejerceremos pues decididos la violencia, pero cuidándonos de no engañarnos a nosotros mismos, de no simular que estamos ejerciéndola sin ejercerla. Es decir: el grado de acatamiento de nosotros mismos a nuestra violencia se medirá solo por el grado creciente de concentración que estemos logrando, y por ningún otro parámetro. Solo si notamos que hemos empezado a “dejar de boludear” y empezamos a concentrarnos

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en lo que estamos haciendo o en las sensaciones que estamos teniendo aflojaremos un poco la tensión y pasaremos a las fases siguientes, en las que primará, como en el zen ortodoxo, y en todo el resto del Camino Total, la actitud pasiva, receptiva y automática, partiendo de la concentración en el dolor de cabeza y pasando luego a la concentración en las sensaciones vagas que reemplazan al dolor cuando este se diluye. Cualquier tipo de tensión muscular en el cuerpo será indicio de que nos estamos mintiendo, pues todo el organismo debe estar volcado a una sola prioridad: interrumpir el proceso de pensamiento en medio de la acción en curso. Y esa meta tiene una y solo una sede: el cerebro. Es ahí donde debe concentrarse el esfuerzo, y en ningún otro lugar. Al ejercerse ese esfuerzo de manera sostenida y violenta no se logrará el vacío interior, ni la fusión con la acción, ni ningún tipo de armonía. Simplemente se habrá ido avanzando a los sacudones y ponchazos hacia la perturbación voluntaria de los procesos ideativos. En cierto sentido, es lo que el zen de la escuela Rinzai busca con el Koan (el maestro somete al discípulo a la tarea de interpretar frases sin sentido o absurdas, como “¿qué cara tiene un niño antes de ser concebido?”, y lo sumerge así un estado confusional). En su cabeza se habrán instalado, según los casos, distintos grados de confusión y sensaciones desagradables, entre ellas una presión dolorosa en uno de los costados. Es el primer e ineludible paso para iniciarse en el Camino Total, que persigue el control de los estados mentales usando la concentración de la atención en sensaciones aparentemente localizadas en el cerebro. En realidad, el cerebro no es sensible al dolor, ni a los procesos físicos, que no tengan la forma de impulsos eléctricos, por eso puede ser sometido a operación quirúrgica con el paciente despierto y con anestesia puramente local. Pero las meninges, las membranas que recubren el cerebro, sí son

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sensibles, y en alto grado, como cualquier mortal sabe cuando tiene una jaqueca, un “dolor de cabeza”, debido a la inflamación de esos tejidos protectores. Y también son sensibles muchos de los vasos sanguíneos que lo alimentan, y las bases de los nervios que parten del cerebro para inervar otras zonas. En el Camino Total, usted debe olvidar por completo que el cerebro no es sensible al dolor, y debe dejarse llevar por la impresión que tendrá de que todas las sensaciones que siente, incluyendo las dolorosas, parten del cerebro y no solo de las membranas que lo recubren o los vasos que lo irrigan. De hecho, tanto la inervación de las membranas como la de los vasos establecen una relación entre jaqueca y actividad cerebral, similar a la que se establece en los deportes entre dolor muscular y esfuerzo físico, aunque hasta ahora el tema no haya interesado mayormente a los médicos, asombrosamente olvidados de las aspirinas y los cafés que tomaban en sus tiempos universitarios para poder avanzar en los estudios pese al dolor engendrado por la lectura prolongada. A ese vínculo evidente entre esfuerzo intelectual prolongado o anormalmente intenso y dolor de cabeza se añade el hecho de que todo dolor es sentido en el cerebro, aunque ninguno se origine en él, y puede anestesiarse desde el cerebro, aunque se haya originado en la otra punta del cuerpo, como vimos en los casos de analgesia espontánea en campos de batalla y accidentes. De lo que se trata entonces es de usar esas sensaciones para detener el pensamiento, lograr el vacío interior, la fusión con la acción, y un estado de concentración total y de olvido de sí mismo, que permitan un despliegue espontáneo de las potencialidades del cerebro, con el uso más eficiente posible y más automáticamente coordinado de los dos hemisferios (izquierdo y derecho) que lo componen, del mismo modo en que el piloto Tumey lograba –sin saber cómo– gobernar una parte de sus ondas cerebrales para pilotear mediante su ence-

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falograma el simulador de vuelo. Como hemos dicho en el capítulo 3 y veremos en el 11, el solo hecho de desplazar nuestra atención de los aspectos motrices y activos de una actividad a los perceptivos –para contemplarla pasivamente, casi como si la viviera otro– hace que el hemisferio cerebral especializado en lo activo –el izquierdo– y habitualmente dominante se eclipse momentáneamente en un segundo plano y deje tomar el comando al hemisferio cerebral derecho, el único capaz de procesar eficientemente las sensaciones. Eso mata la reflexión –propia del hemisferio izquierdo– y facilita la inmersión en el presente y el vacío. De modo que cuanto antes se pueda pasar de la “violencia” antipensamiento a la percepción pasiva de las sensaciones producidas en la cabeza por esa actividad, más eficiente será el control del cerebro y más fácil se logrará el vacío. Al comienzo es inevitable que uno se deje llevar un poco por el placer de convertir mediante este método las sensaciones desagradables de la cabeza en agradables, pero cuanto más pasiva y meramente constatadora sea la percepción de esas sensaciones, más fácil podrá estar guiada la percepción por la meta de lograr el vacío, y antes se alcanzará esta. El objetivo nunca es el placer corto, recordemos, sino el largo, el que proviene de la acción. Que se puede lograr esos estados zenianos de ese modo lo demostró la práctica. Y todo el despliegue teórico de este libro apunta simplemente a convencerlo a usted de que es posible, es relativamente entendible, es razonable que se pueda lograr esa espontaneidad zeniana mediante los recursos prácticos del Camino Total, aunque las teorizaciones que se usan en este libro para persuadirlo a usted puedan resultar a la postre inexactas en tal o cual aspecto, y deban ser corregidas, como siempre ocurre con la ciencia, para adecuarlas a los resultados que aporten nuevas investigaciones neurológicas. Del mismo modo, muchas teorizaciones que se hagan para explicar cómo

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Tumey logró controlar sus ondas cerebrales pueden ser erradas, pero ningún error teórico borrará jamás el logro práctico gigantesco que representó controlar el propio cerebro al menos en una de sus ondas, como lo hizo Tumey. (Recuérdese siempre que “controlar” significa simplemente lograr obligar al cerebro a realizar una tarea, pero jamás indicarle cómo ha de hacerlo, porque eso solo él, el cerebro y no Tumey, lo sabe).

Durante varios días, durante semanas, usted realizará pues toda tarea esforzándose en interrumpir brutalmente todos los procesos ideativos que habitualmente acompañan esas actividades, aunque muchas veces se trate de procesos ideativos aparentemente útiles para la acción en curso. El valor moral máximo, el único que usted tratará de satisfacer a lo largo de todo ese proceso será el del vacío interior, es decir, la reducción a cero de todo proceso mental consciente. Así como el monje zen oscila entre la concentración en la respiración, su convicción budista sobre lo ilusorio de toda percepción humana, y la “paciencia china” para llevar lentamente sus pensamientos a cero, usted oscilará entre su esfuerzo violento por detener el pensamiento, la concentración en las sensaciones dolorosas o de otro tipo que eso genere en su cabeza, su esfuerzo por dejarse invadir por las percepciones del entorno (los platos si está lavando, las letras sí está leyendo), y su conciencia del deber (englobando en ella el “deber de ejercer actividades placenteras”). Usted perseguirá la misma meta que el monje al intentar reducir sus pensamientos a cero pero lo hará usando otros “pedales”, otros comandos del vehículo de la mente. Lo que todos esos “pedales” –tanto los monásticos como los suyos– para detener el pensamiento tienen en común es que todos constituyen una forma de presionarse a uno mismo para permanecer en el presente, sin fantasear sobre el futuro

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ni rumiar el pasado. En los momentos “muertos” del día (las esperas, colas, viajes en transportes que usted no maneja) usted continuará permanentemente con el mismo esfuerzo: oscilará entre la lectura, la percepción del entorno sin reflexión alguna, las sensaciones físicas (dolor, desagrado, náusea, etc.) que todo ese esfuerzo provoca en su cabeza, y su conciencia del deber de aprovechar ese momento “muerto” para detener su mente, para lograr vivir por primera vez en su vida el presente y dejarse invadir por las percepciones del entorno. Por más que usted se aferre a este programa... no conseguirá en un comienzo nada más que un esfuerzo ejercido aparentemente en el vacío. Su intento de dejar de pensar siquiera unas décimas de segundos simulará el esfuerzo inútil de una rueda de un automóvil empantanado por salir hacia el terreno firme. Y sin embargo, si pese a todo usted insiste, si después de algunos días se encuentra usted repitiendo el esfuerzo –ya casi olvidado del objetivo por el cual lo inició–, usted empezará a sentir que en realidad sus “pedales” o su “fuerza mental para interrumpir pensamientos” están cada vez más desarrollados, usted tiene cada vez más capacidad de pasar de una actividad a otra, de romper la inercia para comenzar cualquier acción, de interrumpir cualquier curso de pensamiento, de vencer la viscosidad usual de los procesos mentales, de iniciar cualquier acción corriente –desde la lectura hasta complejas acciones mecánicas– en medio del ligero estado “confusional” que siente en su cabeza y que desaparecerá cada vez más rápido –como desaparecerán sus dolores usuales concentrándose en ellos–, de lograr con su cerebro cualquier cosa... menos vaciarlo en los momentos “muertos” del día. Es entonces cuando usted comprenderá que lo único que le falta para poder usar esos comandos ya desarrollados con el fin de detener aun en un momento “muerto” todo pensamiento durante un instante es superar el miedo. A usted ya

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solo le falta poder soportar el vértigo de unas décimas de segundos que uno siente –por ejemplo– cuando cierra los ojos unos instantes mientras está caminando por un parque y quiere embeberse de los sonidos de los pájaros... pero teme al mismo tiempo tropezar al hacerlo, o cuando alguien le pide que cierre los ojos para mostrarle algo o efectuar algún truco o broma sobre el cuerpo de uno, o cuando uno empieza a jugar al “gallito ciego”, o cuando uno se tira a una pileta, o salta de un trampolín, o cuando uno está aprendiendo a escribir a máquina al tacto (es decir, sin mirar el teclado) y duda temerosamente todo el tiempo si está por usar el dedo correcto en el lugar correcto para tipear la letra que debe tipear. Es el vértigo y el miedo que se siente cuando la posibilidad de controlar conscientemente el cuerpo desaparece y uno da un salto hacia otro mundo, el mundo de los automatismos del cuerpo y del cerebro. Es algo similar a lo que sienten los padres de un bebé cuando piensan que ya es tiempo de dejarlo intentar caminar totalmente solo...pero no bien lo dejan andar no pueden evitar experimentar un fuerte temor físico con cada pequeño bamboleo del cuerpito que ya está fuera del alcance de ellos. Usted debe saber que va a experimentar ese mismo vértigo, y que por esa razón violará permanentemente la consigna de concentrarse en el presente y no dirigir su mente hacia el pasado –para ver si logró efectivamente dejar de pensar– ni hacia el futuro... para preguntarse si todo esto no terminará por volverlo loco. Y sin embargo, si insiste, si persevera, en pocas semanas usted habrá adquirido sin darse mucha cuenta (si se da mucha cuenta es que adquirió menos de lo que cree) una serie de habilidades que le serán tremendamente útiles en la vida aun si abandona completamente el Camino Total tras esa fase inicial. En primer lugar, usted habrá desarrollado una especie de “músculo mental” (por supuesto es solo una metáfora, pues

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se trata de una capacidad no vinculada a imagen o concepto alguno, sea de “musculatura” o de cualquier otra cosa) que le será tremendamente útil para interrumpir durante un tiempo muy breve pero crucial procesos de pensamiento indeseados, o concentrarse en cualquier actividad, o pasar con cierta agilidad de una actividad a otra. En segundo lugar, habrá adquirido una gran capacidad para tolerar estados confusionales y seguir actuando eficientemente... en lugar de esforzarse en superar esos estados de inmediato –que es la mejor forma de no superarlos nunca–. Esos estados son los que se viven habitualmente al despertar a la mañana, o en situaciones muy desagradables de la vida corriente: frustraciones, derrotas, contratiempos, cambios bruscos del entorno. Hablamos de “músculo mental”, porque de hecho usted sentirá, a medida que persevere en el método, la sensación de un esfuerzo localizado en una parte precisa de su “cerebro” (es decir, de sus meninges). Durante todo un largo período el esfuerzo enorme por detener los pensamientos (“a garrotazos”, recuerde) generará una sensación de presión medianamente dolorosa en uno de los costados de su cabeza, lejanamente parecida a la que se experimenta en el bíceps –por ejemplo– cuando uno levanta un peso con el brazo (como en un ejercicio de levantamiento de pesas). Y como queda dicho, esa sensación debe ser el verdadero pivote de la concentración mental, junto con las percepciones del mundo exterior pertinentes para la acción en curso. Si usted usó la técnica de tratar de “empujar” de tanto en tanto el dolor hacia el centro de la cabeza y sentirlo actuar desde allí –como recomendamos en el capítulo 3 para el caso de que el dolor pareciera intolerable–, el “músculo mental” será inicialmente una continuación de las sensaciones que se sintieron durante esos esfuerzos y ellas tenderán a frenar tanto el dolor como los pensamientos.

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Cualquiera sea la opción escogida, sentir esa sensación cuasimuscular “en el cerebro” es el primer paso para actuar sobre el cerebro no a partir de la “reflexión”, o la lógica, sino a partir de la voluntad, poniendo en movimiento elementos neurológicos y químicos que no se conocen aún con precisión, pero que sin duda son del mismo orden de los que logró utilizar el piloto Tumey para manejar el simulador de vuelo. Eso es operar directamente sobre el cerebro como cuerpo material manejable por medios neuroeléctricos y químicos, en lugar de recorrer el camino interminable de los argumentos reflexivos a los que está subordinado el llamado “pensamiento”. Es actuar directamente sobre los mecanismos materiales del cerebro, en lugar de pretender influir sobre ellos a través del contenido ideacional que ellos albergan (como utópicamente las terapias verbales, entre ellas el psicoanálisis, o los métodos “positivos”, con sus “visualizaciones” y autosugestiones). Y es –nunca lo olvide– aceptar que la única influencia útil que usted puede lograr sobre su cerebro a nivel material no es insuflarle “energía” ni nada, sino inhibir la intromisión de su “yo activo” en la actividad de su cerebro mediante la interrupción de su pensamiento. Cualquier dificultad física o psíquica adicional que aparezca en el curso del esfuerzo debe ser incorporada “ecuánimemente” –es decir, con aceptación– a la concentración mental: si uno el día en cuestión tiene dolor de espalda, o escalofríos por una gripe, o un absceso doloroso en la nalga, o dolor de muelas, o hay ruidos molestos, o el vecino está peleándose a gritos con su mujer, o nuestros hijos nos están “jodiendo con la pelota”, como diría Joan Manuel Serrat, o nos sentimos especialmente estúpidos porque hemos perdido un partido de ajedrez, o algún incidente nos dio la impresión de que somos muchísimo menos inteligentes de lo que creíamos, todos esos ruidos, dolores, o sensaciones molestas deben ser sistemáticamente

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incorporadas a la conciencia. El “músculo mental” rechazará todo pensamiento... pero ninguna sensación. Usted se prohibirá “reflexionar” sobre los gritos de su vecino, pero de ningún modo dejará de oírlos. Los incorporará como verdadero centro de su atención sensorial, y su propia acción en curso (lectura, trabajo, etc.) se realizará en un estado de conciencia ligeramente penumbroso, y por ende semiautomático, de manera parecida a como toda percepción de un cuadro se centra en lo que uno toma en cada momento por “figura” y el resto solo es percibido como “fondo”. Cuanto más “ecuánime” y “aceptadora” sea su concentración en las molestias, en sus sensaciones y sentimientos desagradables, en los obstáculos a la acción en curso, más rápido se producirá una inversión automática de las relaciones entre figura y fondo: las molestias, las sensaciones dolorosas del “músculo mental” de su cabeza, “los ruidos perderán bruscamente en algún momento el rol de “figura” y pasarán a ser el “fondo” de su percepción, mientras que todas las percepciones pertinentes a su acción (su trabajo, su lectura, o su juego) dejarán de ser “fondo” y pasarán a ser “figura”, pasarán a ocupar el centro de la escena, y usted terminará sumido en el mayor olvido de sí mismo, entregado a la acción en curso. En lugar de pensar diez mil cosas sobre sus molestias o sus sensaciones desagradables (una reciente derrota, una frustración cualquiera), usted las sentirá, las percibirá, lo que puede efectuarse infinitamente más rápido que “pensar” y además es útil, mientras que el llamado “pensamiento” es manifiestamente inservible para lidiar con esos problemas. Le será tanto más fácil “sentir” sus molestias solamente (en lugar de divagar sobre ellas o “reflexionar” sobre ellas) cuanto más esté dispuesto a aceptarlas: aceptar el ruido, los dolores, los obstáculos, el mal. El mal externo y el propio mal: que lo acaban de echar de su trabajo, o que usted sospecha que están por echarlo, o que

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su hijo se está metiendo en cosas raras, o que su mujer está por dejarlo, o que su marido anda con otra, o que su socio está tal vez estafándolo, o que usted teme todo eso. Si hubiera que elegir una frase de todo el arsenal del zen para resumir lo que esa doctrina tiene para aportar al sujeto en cuanto a técnicas psicológicas se refiere, sin la menor sombra de duda la frase sería la que recoge Daisetz Suzuki de un diálogo entre un discípulo y su maestro a propósito del miedo: –¿Qué debo hacer para librarme del miedo al trueno, que me aterra cada vez que lo oigo? –Déjate aterrar.

Dejarse aterrar es sentir el miedo, no luchar contra él. Porque no hay miedo alguno que el organismo no pueda dominar si uno lo deja trabajar suficiente tiempo sin estorbarlo con “pensamientos” y si uno prosigue con la acción en curso. Uno sentirá el nerviosismo, el temblor, el frío glacial del miedo corriéndole por el cuerpo... y así como vino se irá, como se va el shock del cuerpo pasado el primer sacudón cuando uno se mete en una pileta con agua fría. Si uno lucha contra el miedo no se lo sacará de encima en toda la vida. Pero no luchar significa, por supuesto, sentir los miedos de verdad, aceptar que tal vez lo echan del trabajo, su hijo está en cosas raras o su mujer (o su marido) le mete los cuernos. Es más, significa también convencerse de que toda esa tragedia ya es un hecho, ocurrió, y está ocurriendo. Y pese a todo no reaccionar y seguir haciendo lo que uno está haciendo y tiene que hacer. Porque lo primero que usted tendrá que hacer si esas cosas pasan de verdad es esperar a que su organismo se haya calmado profundamente y haya asimilado hasta el fondo la novedad, ahora sí confirmada, antes de reaccionar. Solo después de mucho no reaccionar, y de verdadera asimilación en el sentimiento y en

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los entresijos insondables del cerebro, los pensamientos o las reacciones que emerjan a la conciencia tendrán verdadera utilidad. Lo pensado o actuado antes no “va ahorrando pasos”, ni despejando problemas, ni preparándolo a usted para la acción, ni nada: serán siempre, sin excepción alguna, meros intentos de fugar de la realidad, intentos que terminarán agigantando el aspecto siniestro de todos los problemas, en lugar de disminuirlo. “Reflexionar” cuando uno tiene miedo e intentar vencer así en la imaginación o en el pensamiento algo temido solo sirve para potenciar los temores hasta el paroxismo. El zen le enseña a uno a enfrentar de manera directa la realidad. La libertad interior que uno gana para reaccionar luego de la “aceptación ecuánime” es enorme, tanto si uno descubre que los temores estaban fundamentados, como si eran falsos. El enriquecimiento personal es en todos los casos claramente palpable para uno y para los demás. La seguridad y la capacidad de acción que adquiere uno cuando ya no está huyendo de los propios miedos (a la desocupación, al fracaso, a la infidelidad) es tan grande que de por sí reduce en sumo grado las probabilidades de que uno caiga de veras en esas situaciones antes tan temidas. Una vez más, tampoco se trata de imaginar, de fantasear la tragedia. En términos del zen, eso sería “apegarse” al mal, en lugar de asimilarlo, y el zen rechaza el apego al mal y al bien. El Camino Total rechaza a su vez el uso de la fantasía como sustituto de la acción. En este caso la acción es simplemente la de aceptar sin límites la tragedia que tememos que haya ocurrido, aunque sepamos que no ocurrió. Para “aceptarla” no se requiere imaginarla, ni pasar horas regodeándose con la fantasía de algo que desconocemos. Se requiere tan solo decidir sin imágenes, sin fantasías, sin lucubraciones, que la tragedia ocurrió, y sentir sin reaccionar un ápice toda la catástrofe interior que eso desata, que a menudo es sin embargo

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una conmoción mucho menos cataclísmica de lo que uno esperaba. Todo fantaseo de la tragedia será en cambio siempre la transposición del hecho temido a un mundo de omnipotencia y mentira donde todo lo desagradable será una mera forma camuflada de realización del placer y por lo tanto –así broten mares de llanto– una huida del dolor y del duelo interior que la tragedia reclama para ser realmente asimilada por el cerebro. La asimilación solo empieza cuando cesa la rebeldía y todo fantaseo –aun trágico– es rebeldía contra la realidad. La percepción auténtica comienza solo cuando está cumplida la asimilación de la tragedia sin palabras, sin imágenes, en forma “directa”, afectiva y sensitiva, porque solo entonces deja la atención de dirigirse exclusivamente a los indicios que confirman los temores de uno, la supuesta traición del socio, el despido, la infidelidad de la pareja. Solo cuando uno terminó de “tragar” el bocado desagradable vuelve uno a poder dirigir su atención hacia otros hechos que aquellos que confirman los propios temores, y puede así descubrir de veras si la tragedia ocurrió o no en la realidad. El fantaseo refuerza la concentración de la atención en los indicios “autoconfirmatorios” de la tragedia, por más nimios y delirantemente deformados que ellos sean, mientras que la asimilación directa (sin fantasías ni imágenes) desencadena una percepción totalizadora y “holística”, más equilibrada y ecuánime que la del paraíso perdido del tiempo en que existía una confianza absoluta en uno mismo y en el otro y no había siquiera asomado el temor a la tragedia. Amamos, respetamos, estimamos más a alguien, cuando tomamos conciencia de hasta qué punto esa persona es libre y capaz de traicionar, y sin embargo por ahora no lo hace, en virtud de muchas razones, y no solo por temor a la cárcel o a la soledad. Hasta un esclavo lo puede sorprender al amo con una puñalada y una astuta fuga, y saberlo no lo vuelve al amo menos amo. Del mismo

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modo, la seguridad en sí mismo crece enormemente cuando uno percibe claramente los miedos que tiene y comprueba que pese a todo uno está haciendo una y otra vez lo que tanto teme, y lo está haciendo temblando a veces bastante menos que en otras ocasiones.

A simple vista, tanta parafernalia para concentrarse mentalmente le puede parecer a usted excesiva, artificial e inútil. Pero eso es simplemente porque usted olvida en este momento cuántas cosas inútiles pasan por su mente mientras usted lee habitualmente, o realiza otras actividades que requieren sin embargo gran concentración. En el Camino Total usted reemplazará esas desviaciones y fantaseos inútiles de su mente por la concentración en sensaciones que lo llevarán rápidamente al olvido de sí mismo y a la fusión de su ser con la acción en curso: usted terminará percibiendo casi nada más que lo que es necesario para la tarea que está realizando. Los dolores habrán desaparecido, los ruidos habrán pasado de ser obstáculos insoportables a ser casi ayudas para su concentración, y se instalará un círculo virtuoso en el que cada dificultad o dolor generado por su mayor esfuerzo pasará rápidamente a ser alimento de su concentración. En cambio, con la tradicional preferencia del zen por la respiración eso no se puede lograr, salvo en las condiciones artificiales de la “meditación”, es decir, del aislamiento de toda acción, todo arte, toda práctica corporal o intelectual, y con muchos años de práctica. Concentrarse en las propias sensaciones dolorosas que la acción o el esfuerzo provoca y en todas las percepciones del entorno, le permite en cambio a uno seguir avanzando aun cuando las condiciones son pésimas (en términos del Camino Total “pésimas” significa “excelentes”, es decir, muy exigentes), como en la sociedad moderna, donde

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los ritmos de acción y de cambio en todos los órdenes son muy rápidos y abarcan planos numerosísimos de estimulación-perturbación: el sonoro, el estimulativo sexual, afectivo e intelectual, el visual-mediático, el de las nuevas tecnologías, el geográfico (viajes, turismo), etc. El entrenamiento de los samuráis y los artistas por parte de los monjes Rinzai en el Japón medieval pudo prosperar centrado en un solo eje de concentración, la respiración, porque el entorno era relativamente estable en todos los sentidos, geográfico, cultural, social y profesional, y porque los ritmos de la vida eran muy lentos. En nuestros días, en el tiempo en que una persona común y corriente hace un cambio de velocidad con la palanca de su automóvil y dobla una esquina atendiendo al tránsito enloquecido de una gran ciudad solo alcanza a hacer a lo sumo una sola inspiración, lo que es poco soporte para tanta invasión de estímulos, justamente porque es muy poco obstáculo para ese tipo de actividad, es un elemento demasiado extraño al funcionamiento de la acción de manejar un vehículo. El obstáculo que nace y renace en todo esfuerzo es el dolor, y por eso el dolor provocado por el propio esfuerzo debe ser el combustible de la actividad, exactamente de la misma forma en que la industria moderna –gracias a dos décadas de presión constante de los movimientos ecologistas– convierte hoy sus propios desechos en un alimento decisivo de su funcionamiento, mediante un mecanismo de reciclaje constante que ya estaba insinuado en los comienzos de la industria con la creación de motores que reaprovechaban los productos de su combustión para una segunda realimentación. Y exactamente como ocurre con la industria, el uso del desecho psicológico –el dolor– como objeto de la actividad mental, es decir, como pivote de la concentración, elimina –por efecto de las endorfinas y de una aún inexplicada, reacción

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neuronal revelada en la analgesia de los accidentados– esos mismos subproductos de la actividad que de no ser usados de esa manera se tornan nocivos. Todo método de concentración que no se base en el dolor tenderá a reprimir, a negar, a aplastar las sensaciones desagradables que acompañan toda acción y las hará así crecer, provocando “abscesos” de dolor, “calambres” de la atención, perturbaciones de la mente, tensiones ajenas a los objetivos de la acción y desviadoras de los disparos del sujeto hacia su blanco. Si una ráfaga de viento, si una piedra en el zapato, si un ardor en el dedo se hacen presentes en el momento de soltar la flecha, el arquero no debe “hacer fuerza” para sacarse esos estorbos de encima, debe incorporarlas, siempre incorporar toda perturbación y disparar con la ráfaga, con la molestia en el zapato, con el dolor de dedo, o sí se quiere, disparar “desde” la ráfaga, la molestia o el dolor. Cuanto más práctica en esto, más rápido es todo el proceso, y más se parece el disparar con al disparar sin perturbación. El Nirvana de los samuráis no es la inacción, sino la completa equivalencia que el alma termina por sentir entre disparar con obstáculos suplementarios y disparar sin ellos. Ahí cesa la búsqueda de la comodidad, y uno disfruta de todos los elementos de la acción, incluyendo sus obstáculos. Es así como –a fuerza de creciente ecuanimidad– se termina percibiendo finalmente solo lo pertinente, y se puede leer, escribir o trabajar en un entorno que otros considerarían apto solo para el suicidio. Quien piense que eso lo “envicia” a uno, o lo “malacostumbra”, o lo “desvía” de la lucha por el mejoramiento del propio entorno está “razonando” como un niño completamente ignorante de las leyes de la vida. Para luchar eficientemente por la ecología uno tiene que ser capaz de actuar en las condiciones antiecológicas que dominan en los lugares donde más se requiere esa lucha. Si usted se amarga la vida porque los automóviles, los ómnibus y los camiones de los

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irresponsables agreden sus pulmones todo el tiempo, lo único que hará es arruinar su vida... y restarse fuerzas para luchar para que se cumplan las normas de emisión de escapes (en la Argentina, aunque parezca mentira, también existen, pero no se hacen cumplir, como la mayoría de las leyes). Soportar, tolerar, y hasta alimentarse del propio mal no le quita a uno nada de lo que se requiere para modificarlo o combatirlo cuando la situación es propicia. Con los estorbos y con el mal ocurre como con el samurái y su contrincante. ¿Cómo vencer sin luchar?, se pregunta el maestro zen Reibun Yuki. Y en respuesta cita a Takuan, el monje que enseñó a los samuráis a luchar sin luchar: Se consigue de inmediato, cuando se alcanza el estadio en el que ni el enemigo me ve a mí, ni yo a él, el cielo y la tierra todavía no están separados y todavía no se muestran las sombras y la luz, ni el In y el Yo... Hay que ser capaces de ver lo bueno y lo malo, sin verlo. Hay que ser capaces de distinguir con exactitud, sin distinguir. Hay que ser capaces de posar el pie sobre el agua, lo mismo que sobre la tierra, y posarlo sobre esta, lo mismo que sobre aquella. El que es capaz de esto, está por encima de cualquier otro.

El zen al uso del samurái, como el Camino Total, no busca ubicarlo a uno definitivamente por encima del bien y del mal, sino permitirle oscilar mentalmente entre uno y otro, reconocer la relatividad de ambos, la utilidad de ambos, y distinguirlos sin distinguirlos, es decir, distinguirlos como distingue la intuición, sin énfasis, sin acentos absolutos ni universales, sin exaltaciones inquisidoras, para que a uno no le tiemble el pulso cuando tenga que descargar el golpe. El resultado es que uno se vuelve ágil de mente y cuerpo y ya no necesita la acumulación de odios, aborrecimientos o deseos infinitos que

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requiere el hombre común para saltar de la inercia al mundo de la acción. Uno se conforma con esas distinciones apenas percibidas para hacer sus opciones, y tomar partido, o mejor dicho, para dejar al cuerpo y al cerebro de uno hacer las opciones y tomar sus partidos, soportando, llegado el caso, el peso y el dolor de la duda, la incertidumbre sobre el grado de acierto de la opción elegida. Uno ya no necesita entonces atormentarse la vida por la injusticia o la contaminación ambiental para hacer lo que esté al alcance de uno en aras de atenuarlas. Ya no le hace falta autoconvencerse mil veces de algo, exagerar los matices, invocar mil principios autoconfirmatorios, mil razones supuestamente inconmovibles para atreverse a actuar. La paradoja del zen, que resume buena parte de la esencia de las civilizaciones del Extremo Oriente (China y Japón, en contraste con la India), es que por la vía de la negación del pensamiento, de la lucha contra la lógica discursiva, la palabra y la imaginería fantasiosa... logra una conducta infinitamente más racional, equilibrada y lógica” que la del occidental movido por la necesidad obsesiva de justificar todo el tiempo especulativamente sobre la base de principios “generales” cada paso que da, como si de ese paso dependiera el destino de la humanidad.

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Capítulo 9

El zen no se reivindica a sí mismo como una doctrina. Pero sin el budismo como marco filosófico, el zazen no tendría punto de apoyo sobre el cual mover la palanca de su esfuerzo de disciplinamiento mental. Requiere de ese marco racional y discursivo para eliminar el dominio de la razón y la lógica discursiva impuesto por el “yo” activo sobre la mente e instaurar el equilibrio entre los distintos componentes que el cerebro trae pero el yo activo no conoce ni estará jamás en condiciones de utilizar. Las enseñanzas del budismo sobre el carácter ilusorio de la percepción y los valores subjetivos le sirven como garrote para demoler las estructuras del yo activo, que según el zen no son más que una acumulación de adoctrinamientos e imposiciones embutidos por la sociedad, la tradición y los hábitos en el cerebro de cada uno, hábitos que culminan en la sacralización de la llamada lógica formal clásica y primaria, que opera por distinciones dicotómicas verdadero-falso, cuando todo conlleva en realidad grados diversos de verdad y falsedad. El budismo le sirve como garrote contra la dictadura de la palabra y la imagen, que aunque útiles en un nivel primario constituyen aproximaciones parciales y limitadas a la realidad. En palabras de Daisetz Suzuki:

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Esta destrucción de la tiranía del nombre y la lógica es, al mismo tiempo, emancipación espiritual; pues el alma ya no se halla dividida contra sí. Al adquirir la libertad intelectual, el alma está en plena posesión de sí; el nacimiento y la muerte ya no la atormentan; pues tales dualidades no existen en parte alguna; incluso vivimos a través de la muerte... El zen trata los hechos y no sus representaciones lógicas, verbales, prejuiciosas y derrengadas. El alma del zen es la directa simplicidad; de ahí su vitalidad... es reconocer los hechos como hechos y saber que las palabras son palabras y nada más. El zen compara a menudo a la mente con un espejo libre de manchas. Por lo tanto ser simple de acuerdo al zen será mantener este espejo siempre brillante, puro y listo para reflejar simple y absolutamente cuanto llegue ante él. El resultado será reconocer que una pala es una pala y, al mismo tiempo, que no es una pala. Reconocer lo primero es solo un criterio de sentido común, y el zen no existe hasta que, junto con lo primero, se reconoce lo segundo. La razón de por qué el zen es tan vehemente en su ataque a la lógica... estriba en que la lógica penetró tanto en la vida como para hacer que la mayoría de nosotros saque en conclusión que la lógica es la vida y que sin ella la vida carece de significación. Que el mapa de la vida fue delineado tan definida e integralmente por la lógica que lo que tenemos que hacer es simplemente seguirla, y que no debemos pensar en violar las leyes del pensamiento, que son definitivas. Esa visión general de la vida llegó a sostenerla la mayoría de las personas, aunque debo decir que, de hecho, aquellas violan constantemente lo que juzgan inviolable. Vale decir: “blanden una pala y sin embargo no la blanden”, suman dos más dos y a veces les da tres y otras veces cinco; solo que no tienen conciencia de este hecho e imaginan que sus vidas están reguladas lógica o matemáticamente. El zen desea asaltar esta trastocada ciudadela y demostrar que vivimos psicológica o biológicamente, y no lógicamente.

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En lugar de una doctrina, como el budismo, el Camino Total usa como punto de apoyo, es decir, como principio activo o “positivo” para demoler el control del yo activo sobre la acción, la pura voluntad... y los garrotazos puramente mentales de uno contra sí mismo, desprovistos de todo contenido, imagen o fantasía y dirigidos a un solo fin: interrumpir, perturbar, desorganizar, suspender los procesos ideativos conscientes. No debe pensarse que esa innovación que parece tan audaz y original hasta la insensatez es tan nueva como aparenta. De hecho, si el zen Rinzai usa las frases absurdas del koan para sumir al adepto en un estado confusional del que pretende que surja la iluminación (el “satori”), el zen Soto se practica en un zendo o dojo, una sala de meditación, en la que un maestro se pasea entre los meditadores... con un garrote en las manos. Supuestamente, usa el garrote (al que denominan “kyosaku”, bastón del despertar, pero tiene la forma de un garrote aplanado) para llamar la atención de los adeptos con un golpe sobre un hombro cuando estos caen en la somnolencia, pero es de suponer –y muchas alusiones de los propios maestros lo reconocen– que ese vigía no puede saber con total seguridad cuándo tal o cual meditador ha sido presa de la somnolencia y que por lo tanto el golpe de “bastón” juega meramente el rol de estimulador de la concentración, haya o no torpor y modorra, se descargue o no efectivamente el golpe. Así, Taisen Deshimaru, del Soto, dice: En consecuencia, nensokan no shikiryo (“perseguir o rumiar un pensamiento”) está interrumpido por la atención dirigida a la tensión muscular (de la postura de meditación) y al flujo respiratorio. Existe otro medio de interrumpir el curso de los pensamientos: es el uso del kyosaku (“bastón del despertar”). El portador del kyosaku, que recorre el dojo, golpea sobre los

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hombros de los discípulos cuya postura decae o a los que muestran somnolencia, permitiéndoles así superar estas dificultades.

En eso, como en todo, el zen Soto se muestra, una vez más, más próximo a la tradición pura del zen en su rechazo militante de la palabra, mientras que el Rinzai, aunque busca también (acabamos de leerlo en su exponente más conocido en Occidente) instaurar un terreno de conocimiento ajeno a la palabra recurre sin embargo al koan, que es palabra, ilógica pero palabra al fin. Este rechazo por la palabra como expresión pura de una convención social o como medio excesivamente imperfecto para la expresión de conocimientos y sentimientos que la lógica formal no puede abarcar no se registró en Occidente de manera significativa más que entre científicos, artistas e intelectuales, es decir, entre creadores. Cuando en Occidente aparece el desprecio de la palabra en corrientes religiosas (en lugar de intelectuales) no tiene nada que ver con el “no pensamiento” del zen, ya que en ellas va indefectiblemente unido no a una búsqueda de conocimiento, sino a un desprecio de la verdad y del intelecto, en busca de la unidad de la Iglesia, el sometimiento a los poderes terrenales del orden establecido, o la apología de una supuesta inocencia bondadosa de los ignorantes, a la que los intelectuales y los creadores amenazarían con sus conocimientos “diabólicos”. En el pensamiento religioso occidental el no a la palabra va unido a la apología de la cobardía y la ignorancia, al punto de que la expresión “temeroso de Dios” fue durante milenios una expresión de elogio y no de desprecio hacia la pusilaminidad, y durante mucho tiempo hasta una condición para no ser raleado de la sociedad o para no terminar en la hoguera. En el zen (y parcialmente en otras religiones orientales) el rechazo a la palabra es un llamado al coraje de

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romper con las convenciones y acceder a mayor conocimiento, sin ignorar la lógica, sino superándola. En la religión occidental (exceptuando algunos místicos aislados y herejes solitarios) la palabra es peligrosa por sabia, pues según las concepciones originarias judeocristianas la sabiduría genera el pecado (... y el iluminismo, y la libertad individual, y la desobediencia al clero). En el zen, es exactamente al revés: de la palabra y la lógica se repudia no su adecuación a la verdad o su carácter de herramientas de conocimiento, sino justamente su incapacidad de asir o siquiera transmitir ciertas verdades y ciertos conocimientos que exceden el sentido común y contradicen los dogmas sociales. En ese sentido, desde el zen podrían suscribirse toda la “relativización” y desvalorización que Albert Einstein hizo de la palabra –y de su hija la lógica– como herramienta de conocimiento cada vez que escribió sobre lo que él llamaba su “credo epistemológico” (epistemología es el estudio de las leyes del conocimiento). En su autobiografía, sostiene (los paréntesis son de él): En rigor, no es necesario que un concepto vaya unido a un signo sensorialmente perceptible y reproducible (palabra)... No me cabe duda de que el pensamiento se desarrolla en su mayor parte sin el uso de signos (palabras), y además inconscientemente en gran medida.

En una carta al matemático Jacques Hadamard, Einstein contestó sus preguntas sobre epistemología de la física del siguiente modo: A) No parece que las palabras o el lenguaje, tanto escrito como hablado, desempeñen algún papel en el mecanismo del pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen servir como elementos del pensamiento son ciertos signos e imágenes más

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o menos claras que pueden ser reproducidas y combinadas “voluntariamente”. Naturalmente existe una conexión entre estos elementos y los conceptos lógicos derivados de ellas. Es evidente, por tanto, que el deseo de llegar finalmente a unos conceptos lógicos conexos es la base emotiva de este juego más bien impreciso con los elementos antes mencionados. Pero, desde un punto de vista psicológico, este juego combinatorio parece ser la característica esencial del pensamiento productivo: al comienzo no hay conexión con la construcción lógica con palabras u otros tipos de signos que pueden ser comunicados a los demás. B) En mi caso, los elementos mencionados anteriormente son de tipo visual y alguno de tipo muscular. Las palabras convencionales y otros signos deben ser buscados con fatiga solo en una segunda fase, cuando el juego asociativo al que me he referido está suficientemente estabilizado y puede ser reproducido cuando se desea...

El “juego más bien impreciso con ciertos signos e imágenes que pueden ser reproducidos y combinados voluntariamente” es contrapuesto por Einstein de manera sistemática en todos sus pronunciamientos epistemológicos a las reglas fijas de la lógica y los instrumentos “convencionales” –palabras– aptos para la comunicación a los demás, ya que según él esos instrumentos convencionales no participan en la creación de conocimiento sino en la transmisión de este. La actividad creativa es presentada por Einstein siempre como “imprecisa”, “voluntaria” en el sentido de no sujeta a convenciones sociales y reglas fijas, “inconsciente” en la mayor parte de su extensión, y compuesta de elementos que la gente común jamás vincularía con el pensamiento científico o con el simple conocimiento. Así, la referencia a la musculatura como parte del proceso de generación de conocimiento parecerá seguramente inconcebible a quienes creen que intelectuales y científicos trabajan con la mera palabra en una

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estratósfera desligada de las fuentes terrenales y no usan el cuerpo. La mención a algún elemento “de tipo muscular” es tanto más significativa, cuanto que Einstein jamás practicó deporte alguno y tenía aversión al ejercicio físico (a menos que se considere seriamente la pesca o la navegación a vela en lagos calmos, que sí practicaba, como ejercicio físico). Es cierto que tocaba el violín con habilidad de concertista, pero en su carta a Jacquard no consideró atinado acompañar su mención al uso “intelectual” de elementos “de tipo muscular” de una referencia a esa particular habilidad muscular que poseía como ejecutante. Y es de suponer que tampoco creía que el aporte de la musculatura a sus procesos cognitivos se limitaba a la inspiración que podía aportarle la digitación relativamente esquemática y repetitiva que exige un instrumento musical. En cambio, esa mención tan rotundamente corporal suena asombrosamente familiar a quien leyó textos de zen. En los textos de zen se encuentran una y otra vez conceptos como estos de Taisen Deshimaru: Está escrito en el Fukanzazengi: “Después de detener las diversas funciones de vuestro espíritu, abandonad incluso la idea de volveros un buda”. En nuestra vida cotidiana siempre pensamos en algo. La conciencia corre como un caballo y el espíritu no cesa de dirigirla. Por tanto, debemos detener los impulsos de la conciencia, pensamientos, imaginaciones y observaciones, y volver a conducirlos a cero. Entonces nos volvemos naturalmente conscientes, no por nuestro cerebro sino por medio de nuestro cuerpo entero... Lo repito: no debéis ser conscientes con vuestro cerebro, sino con vuestro cuerpo. Cuando os enfrentáis a las vicisitudes de la vida cotidiana, debéis considerar las cosas, no solo con vuestro cerebro, sino con todo vuestro cuerpo. En armonía con la conciencia universal, es sensato que el cuerpo actúe intuitivamente y espontáneamente para plantar cara a la situación.

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¿Qué es pensar con el cuerpo? Es lo que hace una cocinera cuando en el medio del trajín olvida qué ingrediente le tocaba colocar ahora, o cuál pelar, o qué cacharro poner al fuego, o simplemente qué exactamente “estaba por hacer”, y en lugar de paralizarse y cruzarse de hombros hasta que le vuelva el recuerdo continúa el movimiento del cuerpo que estaba realizando y las manos por ellas mismas se le dirigen exactamente hacia el objeto que se había esfumado de su conciencia y que es el que le tocaba incorporar ahora a su actividad. Es lo que hace cualquier artesano u obrero experto con su cuerpo todo el tiempo para poder ser eficiente: no “imagina”, ni fantasea, ni “programa” cada paso, sino que deja que su cuerpo vaya encontrando por sí mismo cada fase del camino, ayudado sin duda por el hábito, pero a veces excediéndolo holgadamente y encontrando soluciones e innovaciones que mucha reflexión jamás habría podido hallar. Pero es también saber usar el cuerpo como soporte, como colchón que aguante y asimile los golpes que ninguna reflexión podría metabolizar: cuando se dice “déjate aterrar si quieres dejar de perderle el miedo al trueno”, es el cuerpo el que tiembla, la mente vacía va hacia al peligro como muerta en vida y sin embargo por primera vez preparada para aprender: Detén todos tus anhelos; deja que el moho crezca en tus labios; aseméjate a una pieza perfecta de seda inmaculada; que tu único pensamiento sea la eternidad; parécete a las cenizas muertas, al frío y a lo exento de vida; aseméjate a un viejo incensario en el templo de una aldea desierta... Ni una sola idea perturbará tu conciencia cuando, de repente, llegue a captar una luz abundante con pleno gozo... Lograrás una intuición iluminadora dentro de la naturaleza misma de las cosas que es el rostro original de tu ser...

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En estas palabras del chino Shih-shuang que cita Daisetz Suzuki resuena una “eternidad” ajena al zen, cuya única eternidad es el presente, pero en su disposición a adaptar el cuerpo a todo, desde lo más “inmaculado” hasta las cenizas muertas para “intuir” las cosas en su verdadero ser se reconoce lo más profundo del zen... y el mejor método para luchar contra las depresiones y las frustraciones, que cuando son profundas convierten inmediatamente el cuerpo en cenizas muertas, los músculos en dolor exento de vida, y la cabeza en una sola queja. Pero ¿qué quiere decir Deshimaru cuando afirma que “es sensato que el cuerpo responda intuitiva y espontáneamente”? Intuición no es en este caso lo que a veces el hombre común entiende por eso: no es una “corazonada”, ni un conocimiento transmitido al sujeto por vías imprecisas, “extrasensoriales”, o cosa parecida. Es el conocimiento adquirido por el cerebro y el cuerpo por las vías muy precisas de los sentidos y el saber acumulado anteriormente... pero que no alcanza aún un nivel de precisión suficiente para convertirse en palabras y poder ser comunicado a los demás o al propio sujeto para su aprensión claramente consciente. Es en realidad un conocimiento o un tipo de “pensamiento” que no alcanza siquiera a tomar forma de imagen y que por eso mismo tiene una velocidad enorme que le permite elaborar lo que la conciencia no puede procesar y adaptarse a la imprecisión, la ambigüedad, la indeterminación propia de la realidad misma, sea la realidad del mundo o la de los sentimientos. En el pensamiento “racional”, común y corriente, expresable en palabras, las cosas son blancas o negras, en la realidad no, nada tiene la precisión de los conceptos racionales, todo es ambiguo, complejo y más o menos matizado, y más complejo y matizado cuanto uno más lo conoce. Cuando el pensamiento racional intenta reflejar la realidad... necesita bibliotecas enteras para armar con sus conceptos simples, discontinuos

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y precisos un cuadro de un mundo donde la simplicidad no existe. Por supuesto, ese cuadro racional, el de las ciencias –con toda su imperfección– es prodigioso, y representa el gran logro de Occidente. Pero para que su aporte a la vida cotidiana y a todo acto creador –incluso científico– sea fructífero, en lugar de paralizante, para que no constituya un recitado estéril que inhiba la creación, en el momento en que el sujeto pasa a la acción debe abandonar la escena –conformarse con actuar desde el lugar momentáneamente no consciente que lo alberga en el cerebro–, porque incluso la propia creación científica, como todo arte, no se apoya en la lógica y la palabra más que a posteriori, es decir, a la hora de la “demostración”, cuando hay que “mostrar” a los demás los resultados y persuadir a la conciencia crítica del propio sujeto de que el hallazgo es irrebatible y puede ser fundamentado, justificado, demostrado”. Antes de ese momento, la razón y el conocimiento adquirido juegan un rol prácticamente despreciable. Como dijo Lao Tsé, el fundador del taoísmo chino, “es mejor no saber que se sabe”. Solo cuando uno ya “olvidó” lo que sabe tiene la propia búsqueda intelectual la frescura espontánea y la agilidad de un acto natural. Lo más propio de la intuición es la velocidad con que opera: su manifestación más pura es la cantidad de información que puede procesar en un instante el cerebro de una persona cuando está atento a las “resonancias” afectivas de un diálogo muy importante con otra persona. Si cualquiera de los participantes del diálogo quisiera poner en palabras todo lo que percibe del otro en cuanto matiz de voz, gestos corporales, indirectas, sobreentendidos, etc., necesitaría horas. De hecho, el relato de un diálogo insume siempre muchísimo más que el diálogo mismo, cuando se trata de algo que importa. Pero si cualquiera de los participantes pretende “tomar conciencia” durante el diálogo mismo de esas resonancias, de una manera bastante precisa, formulable en palabras, perderá

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forzosamente el hilo de la conversación... y con él lo que estaba en juego en esa conversación, a nivel de poder, seducción, interés, consuelo, apoyo, intimidación, o lo que fuera que dependiera de esa charla. Y además, modificará forzosamente, al perder el hilo del intercambio, la percepción de las verdaderas resonancias afectivas. Captará no lo que el otro emite, sino lo que él teme o quiere captar. Las verdaderas resonancias, los matices afectivos, solo pueden percibirse en su propio registro: el de la intuición, el conocimiento impreciso, cambiante, ambiguo, sutil, que se esfuma tan pronto ha sido captado, para estar atento al próximo matiz. La verdadera confirmación de la captación intuitiva no la suministra su “clarificación” en términos verbales por parte del sujeto, sino la propia acción que esa captación desencadena en el sujeto y la respuesta que encuentra en el otro. “Hasta cuando se dice: ‘Es un bastón’, ‘Oigo un sonido’ o ‘Veo el puño’, el zen no está más allí. Es como el resplandor de un relámpago; en el zen no hay espacio ni tiempo para que se conciba un pensamiento”, dice Daisetz Suzuki. Y lo que vale para la percepción afectiva e intuitiva en un diálogo de dos vale también para ese tipo de percepción en el caso de la relación del sujeto consigo mismo. Si usted después de una discusión acalorada con alguien quiere “entenderla”, “elaborarla”, “masticarla”, “asimilarla”, no podrá hacerlo de verdad desde su “yo activo”, autoconsciente y reflexivo, no podrá hacerlo a través de las palabras... entre otras cosas porque después de una discusión así usted estará todavía “siendo trabajado” por esa discusión, y todo su cerebro estará abocado a procesarla, con una vertiginosidad que solo puede ser brutalmente perturbada por la intromisión del yo activo, del yo que habla. La conciencia no puede ocuparse de dos cosas

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a la vez: no se puede vivir un intenso proceso emotivo y simultáneamente formularlo –aunque sea interiormente– con la precisión de las palabras. O usted se deja sabiamente “trabajar” por la discusión, y sigue percibiendo intuitivamente a gran velocidad, con gran claridad pero muy “imprecisamente” (sin palabras), todo lo que esa discusión ha desatado en usted, todo lo que se ha puesto en movimiento dentro de usted, o usted –como buen narcisista occidental pagado de sí mismo– se dedica a “entender” rápido la compleja interacción que acaba de producirse en ese diálogo al punto de poder expresar con palabras el meollo de lo que ocurrió. En este último caso usted congelará una visión estática, fotográfica y no fílmica, esquemática y no compleja de lo que pasó, no habrá entendido nada, o más bien, solo habrá entendido lo que quiso o temió entender: si usted estaba con ánimo muy inflado o demasiado desinflado tal vez “entenderá” que usted tuvo razón, si estaba bastante desinflado pero no exageradamente deprimido quizá “entenderá” que el otro tuvo razón y que usted –como siempre le ocurre últimamente– “no pega una” y se dejó llevar por sus nervios. Ninguna de las dos fotografías contendrá más que una porción ínfima y prácticamente desechable de lo que ocurrió en la discusión y lo que podría haber ocurrido en su propio cerebro si usted en lugar de cortar su proceso interior para “fotografiarlo” con palabras lo hubiera dejado continuar madurando solo, limitándose a seguir su movimiento caleidoscópico como un jinete en carrera por un desierto sigue y siente los movimientos del caballo, siente el progreso hacia un destino por un indefinido camino, pero sabe que solo podría hacer “precisiones” sobre todo eso si dejara de cabalgar. Esos sentimientos veloces e inexpresables sobre todo lo que ocurre en la vida es lo que el zen llama “pensar desde el no pensamiento”, algo que se consigue en esa escuela por

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el método de “dejar pasar los pensamientos”, con completa suspensión de todo punto de vista crítico. Esa es la tarea específica de la meditación zen, en la que el proceso es llevado a su apoteosis debido a la inmovilidad total del cuerpo. Sin duda, se logra una forma particularmente profunda del “pensamiento desde el no pensamiento” cuando uno está sumido en la inmovilidad física, porque el fluir caleidoscópico que hemos descrito está hecho de hebras infinitamente sutiles que corren el riesgo de cortarse o enmarañarse si uno debe prestar atención a una acción en curso. Pero colocar la meditación inmóvil por encima de la que se logra en el medio de la acción, es lo que hacen los monjes zen, que han renunciado al mundo, no los samuráis, que transformaron gracias a la revolución de 1868 a Japón de una sociedad feudal en un estado moderno y pujante, ni los artistas, científicos y escritores de las más diversas tendencias ideológicas que crearon posteriormente una cultura japonesa de irrupción tan veloz en el mundo. Ambas formas de meditación –móvil e inmóvil– se enriquecen mutuamente y se tornan indispensables una respecto de la otra para desarrollarse hasta niveles más altos. Por lo demás, los mismos monjes practican la meditación caminante. Más importante aún, el reconocimiento del rol insustituible y creativo de la meditación inmóvil no debe llevarlo a uno a creer en una superstición, como la que tiene todo el Oriente, acerca de que existe una posición privilegiada –dentro de la inmovilidad– para meditar: sentarse con las piernas cruzadas. (Llamar superstición a eso no es una dureza con el zen: el zen surgió en parte gracias a la depuración de todos los elementos superfluos y los mitos de la meditación hindú y del yoga, elementos a los que los adeptos del zen llaman exactamente con esa palabra: “supersticiones”. El zen no es para delicados y uno no debe ser delicado con él). Y por supuesto, el Japón moderno no les hace caso a los monjes: allí se medita desde

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hace tiempo en todas las posiciones que impone la vida cotidiana en las grandes ciudades, y sobre todo en las largas horas de transporte público que deben enfrentar los habitantes de sus superpobladas ciudades. En palabras del alemán Karlfried Graf Dürkheim, que vivió diez años en Japón: Impresiona ver la quietud de esas personas cuando están de pie o sentadas. Horas enteras. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes aprovechan con alegría cualquier oportunidad para ejercitar la quietud absoluta.

Con la sacralización de una postura ocurre como con la idealización de la respiración: en ambos casos, el zen, que es por definición la cultura de la espontaneidad, la movilidad y la naturalidad, introduce en la acción dos elementos rígidos, artificiales y externos, que explican buena parte del vaciamiento, la superficialidad y la esterilidad que todos los grandes maestros zen denuncian hoy en la práctica de esa disciplina en el Japón, donde según ellos se ejerce en nuestros días solo el rito, sin el espíritu original. De antiguo soporte de espontaneidad, el rito pasa a ser el sustituto de esta, en todos los órdenes de la vida. Graf Dürkheim lo pinta así, creyendo hacer una apología: Una ley fundamental de la formación y actitud japonesas es no perder nunca la respiración y, cuando exista algún peligro de ello, volver inmediatamente al ritmo acostumbrado y ejercitado. El que presta la atención debida ve claramente, cómo el japonés, a la menor excitación, se concentra en la respiración, y dejándola salir en bloque, recupera de nuevo su equilibrio. Antes de realizar cualquier cosa se imbuye en el ritmo de la respiración. Cuando el hombre forma conscientemente parte de su respiración, se convierte en dueño y señor

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de sus miembros y de su espíritu. Adquiere otro respaldo más fuerte, que la sola concentración de la voluntad, amenazada siempre por fuerzas más profundas. Deja también de asentarse únicamente sobre el yo, que interrumpe el flujo vital, base de toda actividad natural.

En lugar de eso el Camino Total busca mantener el cerebro alerta a las insatisfacciones, dolores y molestias psíquicas y físicas que la propia acción en el mundo provoca, y permite así una influencia creciente del sujeto sobre su actividad cerebral –como la del piloto Tumey sobre su encefalograma–, influencia que obviamente no se puede lograr mediante la concentración en la respiración, siempre monótona y ajena a los cambios y dificultades específicos que enfrenta el sujeto en cada instante. Que una persona si se está sonrojando o turbando por un encuentro busque distraer la atención de su cerebro concentrándola en la respiración solo puede llevarla a la pérdida de contacto afectivo con la situación, y a un incremento de su timidez y sus inhibiciones, con pérdida creciente de cualquier espontaneidad. De hecho, el culto japonés por la sonrisa es una coraza cultural que busca resolver por la vía de un esquematismo ceremonial lo que la concentración en la respiración no logra. La audacia del samurái, organizada en torno de un esquematismo ritual, se queda sin punto de apoyo en el encuentro social, y se refugia en la ceremonia. En palabras de Graf Dürkheim, admirador incondicional de Japón: Una gran parte de las cortesías y sonrisas frente a los demás es tan solo una forma descomprometida de mantener al otro “fuera” y no dejarle arrimarse más. El japonés cuida su “círculo interno”, que llena por completo, sin ninguna condescendencia. No se deja impresionar por ningún trato nuevo y aun cuando se siente ligeramente excitado, no permite que la cosa profundice

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y cuida muy bien de no seguir los impulsos internos, capaces de poner en duda la medida y el equilibrio establecidos.

… Una conducta viable para una sociedad muy ordenada en torno a esferas fijas de por vida (familia, empresa), pero no para la movilidad omnidireccional de Occidente. Para un americano que puede mascar chicle delante de cualquiera y poner despreocupadamente los zapatos sobre el pupitre durante una clase universitaria, para aquel matemático colombiano –actual intendente de Bogotá– que le mostró el culo a sus alumnos (y salió así por la cnn captado por un video amateur) en plena clase para hacerlos callar, para todo lo que hay en cuanto a desinhibición y desenfado actualmente en Occidente... ritualizar la concentración mental mediante muletillas externas a la acción como la máscara sonriente o la respiración solo representaría un retroceso, no un paso adelante. Para el Camino Total, el marco ordenador, el ritual, es la acción misma y sus obstáculos, nada ajeno a ella. Y eso no es más que sacarle al zen su coraza ritual para que rinda todo lo que tiene para dar, como disciplina mental para el desarrollo de la espontaneidad afectiva e intelectual. Por supuesto, la ambición del zen es prescindir de toda muletilla, pues las muletillas son métodos “positivos”, de ocultamiento, no de revelación de uno mismo y del entorno. Así, Shunryu Suzuki dice: Uno debe concentrarse en la nada. En la práctica del zazen se suele decir que la mente debe concentrarse en la respiración, mas para mantener la mente en la respiración lo mejor es olvidarse completamente de uno mismo y simplemente sentarse y sentir la respiración. Si se concentra en la respiración, uno se olvida de sí mismo; al hacerlo, la mente se concentra en la respiración. No sé qué cosa ocurre primero.

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Pero es más expresión de deseos que posibilidad práctica. Para tener siempre la nada disponible, como Tumey logró tener disponible el manejo de sus ondas cerebrales sin muletilla alguna, uno debe operar directamente sobre el cerebro, mediante el “músculo mental” de interrumpir pensamientos. A medida que más se usa ese “músculo”, más se convierte la acción de este en vagas presiones, en pequeños empujoncitos que manejan un oleaje sutil de sentimientos y no-pensamientos (intuiciones) hasta aquietarlo como la superficie de un lago calmo, cada vez que uno siente necesidad de hacerlo, sea para descansar, para prepararse a enfrentar una situación difícil o para mejorar la concentración en un momento dado. El cerebro se convierte en un órgano maleable, controlable mediante suavísimas presiones, como uno globo de látex al que uno logra mantener en el aire mediante ligeros golpecitos de las manos y al que uno puede empujar siempre con el mismo sutil impulso en la dirección deseada, que es siempre el vacío, el nivel cero de la idea y de la energía, que es desde donde la maquinaria mental levanta vuelo con mejor impulso para acometer cualquier tarea que sea. Volver siempre a cero es volver a la casa interior, al famoso centro del ser, a la soledad calma y absoluta de la intimidad más profunda donde todo ser humano encuentra el mejor punto de apoyo para saltar en cualquier dirección.

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CapÍtulo 10

¿Entonces es simplemente eso? ¿Pensar desde el no-pensamiento? ¿Usar la intuición, inhibir el funcionamiento del yo activo y ya está? ¿Librarse a los automatismos del cuerpo y de la mente? ¿El ideal es convertirse en un animal sin palabras? No, no es ideal, entre otras cosas, porque no es humanamente posible hacerlo. Con sus esfuerzos desesperados por dejar de pensar en los momentos “muertos” del día (en los otros los esfuerzos lo harán fusionarse con la acción) usted apenas logrará desarrollar un “músculo mental” que le permitirá inhibir durante unos pocos segundos los pensamientos. Por cierto, son unos segundos capaces de cambiar una vida, pero serán nada más que unos pocos segundos de pleno vacío. Antes y después de ese vacío los pensamientos serán “vistos venir” (es obviamente una metáfora que solo comunica imperfectamente lo que es pura sensación, sin imagen), y alejarse, un poco a la forma de cajones que usted no necesita abrir para saber lo que contienen. Cuando usted busca algo en una cajonera o una alacena de su casa usted no necesita “imaginarse” ni “visualizar” lo que hay en cada lugar. Usted “sabe”... o más bien “intuye” (pues con precisión usted no pude tener toda la alacena presente) qué hay en cada cajón.

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Con los “no-pensamientos” es lo mismo. Solo que la forma habitual en que una persona actúa ante la cajonera de la mente es perseguir con suma curiosidad la “intuición” y abrirla, para ver qué tiene adentro. Usted aprenderá gracias al “músculo mental” a inhibir su curiosidad y a dejar pasar desde un poco lejos los pensamientos. Pero después de que los haya dejado partir, y de que haya alcanzado gracias a eso unos pocos segundos de vacío, inevitablemente volverán los pensamientos hechos y derechos, los comunes y corrientes, con un grado más o menos avanzado de verbalización interior o de “visualización”. Es decir, tres elementos, 1) el vacío, 2) los “no-pensamientos” (las intuiciones), y 3) los pensamientos comunes, se irán turnando, con un neto predominio inicial de estos últimos, hasta que intuiciones y pensamientos mantengan finalmente un cierto equilibrio entre sí, y con una presencia de ambos mucho más frecuente que la del vacío, que es siempre lo más difícil de lograr. El primer beneficio de ese proceso será una calma inmensa, sobre todo si lo que usted ha logrado interrumpir no es un mero fantaseo cotidiano, sino alguna obsesión recurrente con algún tema muy preocupante que lo tiene a mal traer. Unos segundos apenas de vacío, no logrados mediante la acción, sino en la pura inmovilidad de un viaje en colectivo, o durante una caminata por un parque, o sentado en el inodoro de su casa, tienen una potencia sedadora formidable, y si se logran repetir varias veces, a lo largo de unos cuantos minutos (quince o treinta, por ejemplo), permiten una reestructuración muy profunda de su estado cerebral, tanto en la apreciación conceptual de un problema como en su estado de ánimo (no olvide sin embargo que el objetivo no es cantar victoria y pasar a la euforia después de una crisis, sino independizarse de sus cambios de humor, obtener libertad interior, con una calma alerta y receptiva a lo bueno o lo malo que pueda venir). Esa búsqueda del vacío sin el apoyo de la acción –esa suerte

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de meditación informal– no solo lo ejercitará a usted en el autrocontrol, la quietud y la calma, sino que lo entrenará a usted mucho para la búsqueda del vacío en medio de la acción, que siempre es más fácil. Pero hay dos beneficios más: el que proveen los no-pensamientos (las veloces intuiciones que usted “deja pasar” sin “abrirlas”), y el que proveen los mismos pensamientos, vulgares y corrientes, que gracias a su esfuerzo de no pensar se volverán cada vez más eficientes, más polifacéticos, menos monotemáticos, menos estereotipados, menos repetitivos, e infinitamente menos “rumiadores”. Es decir, “no pensar” mejora dramáticamente el propio pensamiento con símbolos comunicables (palabras) o no (los compuestos de elementos “visuales” y “musculares” de que hablaba Einstein). En cierto modo es como si usted con su guadaña de segar pensamientos (su “músculo de inhibir pensamientos”) estableciera un proceso de selección natural, que solo dejara pasar los productos más aptos, y obligara a su cerebro a aprovechar el menor tiempo disponible para suministrar muchos enfoques distintos de un mismo problema, en lugar de pasar horas repitiendo la misma “opinión” sobre cada tema con diferentes palabras. Esta relación de mutuo beneficio entre pensamientos, no-pensamientos (intuiciones) y vacío ya está en el zen, aunque más como esbozo, que como tema bien desarrollado, debido a que el zen no incluye ningún elemento activo cerebral, como el “músculo mental” del Camino Total, sino tan solo uno de orden corporal: la postura. Así, nos dice Deshimaru: Hishiryo quiere decir dejar pasar los pensamientos. Es la conciencia que va más allá de cualquier juicio específico como el que nos hace buscar aquello que nos gusta y rechazar lo que detestamos. A consecuencia de que hishiryo es pensamiento desde el no-pensamiento, es una sucesión ininterrumpida de

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pensamientos y de no-pensamientos. Podemos decir que este proceso es el mismo en el consciente que en el inconsciente. Está escrito en el Vajra Prajna Paramita Sutra: “Cuando el espíritu no permanece en ningún sitio, entonces aparece el verdadero espíritu”. Tal como escribía anteriormente, el zazen es la postura más apropiada para establecer el equilibro entre la tensión y la relajación a través del control muscular y para volver conscientes los pensamientos inconscientes a través de la acción directa del influjo nervioso que inhibe el funcionamiento de la conciencia del yo.

Entonces, sucesión ininterrumpida de pensamientos y nopensamientos, y del propio vacío, que siempre es el pivote en torno del que gira toda la concentración. Todo posibilitado por la suspensión, la inhibición del yo activo (o “conciencia del yo”) mediante la postura y la respiración –en el zazen–, o mediante el “músculo mental” y la concentración en los obstáculos psíquicos y físicos de la acción (sensaciones desagradables físicas y psíquicas) en el Camino Total. El meollo de la actitud zen en este proceso es no privilegiar en absoluto el pensamiento –lo cristalizado en palabras más o menos nítidas– sobre el no-pensamiento (intuiciones y sensaciones imprecisas), sino exactamente al revés: recoger la cosecha de pensamientos –a los cuales nos hemos resistido en la búsqueda del vacío– pero saber que en el fondo lo que verdaderamente nos transformó, nos hizo “ver”, nos calmó, y volverá a aparecer una y otra vez que sea necesario, es el “no-pensamiento”, las intuiciones veloces, lejanas, cambiantes, inexpresadas que apenas rozaron la conciencia cuando estaba en marcha hacia su cero, su casa interior, su vacío. Por supuesto, “recoger la cosecha de pensamientos” significa solamente aceptarlos ecuánimemente, pero no atarnos a ellos, o pretender “almacenarlos” activamente, “memorizarlos” o anotarlos. Lo que

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tengan de más perdurable lo demostrarán por ellos mismos, retornando una y otra vez a lo largo de los días o los años, sin ninguna intervención activa de uno. El zen es dejar al cerebro tomar a su cargo el máximo posible de toda nuestra vida, en detrimento del yo activo. Por eso, aun admitiendo la utilidad de pensamientos y no-pensamientos, hay en el zen una profunda actitud budista de banalización de toda la experiencia psíquica, banalización –o relativización– que es una pata esencial de todo proceso de concentración. El zen busca el conocimiento de sí mismo como eje ordenador de toda la vida, porque el ser interior y el exterior son para él la misma cosa. ¡Pero apenas logrado, cada conocimiento es borrado, negado, “dejado partir”, abandonado como ilusión, en lugar de atesorado como joya! Es en la práctica misma donde uno descubre la fertilidad prodigiosa de esa actitud, que lo pone a uno en dominio cada vez más completo de sí mismo y del entorno. El zen es el arte del conocimiento en movimiento, en fuga permanente hacia el presente, un arte que solo construye para destruir o abandonar su obra, en busca de una obra mejor. Dogen lo dice así: “Estudiar el budismo es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo. Olvidarse de sí mismo es ser certificado por todas las existencias del cosmos. Ser certificado por todas las existencias del cosmos es liberarse del propio cuerpo y del propio espíritu, y del cuerpo y el espíritu de los demás”.

Es interesante comparar este saber propiamente “doctrinal” o explícito de los orientales, con la intuición que en Occidente se tiene acerca del mismo fenómeno. La intuición más profunda de Occidente acerca de la “impermanencia”, del “fluir” constante del mundo y el conocimiento como parte de él, y de la ilusión que representa tomar un estado de las cosas

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dado como si fuera “el” verdadero se hace evidente no tanto en su filosofía (Heráclito, Hegel) cómo en el proceso creativo, por ejemplo en la literatura. Gabriel García Márquez trató ese aspecto de la “cocina” literaria en un artículo periodístico en el que saludó en 1981 la elección de Francois Mitterrand como un presidente-escritor: En realidad no solo es Mitterrand un escritor excelente, sino de los que escriben todos los días de su vida, como lo hacen los más grandes. En todos sus libros, pero en especial en La paule et la grame, como tantas veces en la vida real, él ha dicho que nunca ha tenido intención de escribir sus memorias. Es comprensible: las memorias son un género al cual recurren los escritores cansados cuando ya están a punto de olvidarlo todo. El propósito de Mitterrand es el contrario: escribe para no olvidar, y su buena costumbre nos ayuda a que tampoco nosotros olvidemos. “Yo tomo notas como demonio sobre algún papel que pierdo más a menudo de lo que me llegan a servir”. Son, como él mismo lo dice, anotaciones fugaces escritas a golpes de emoción, y a las cuales acuerda una importancia por razones variable y casi siempre subjetivas. No hay escritor que no lo comprenda. Todos llevamos esas notas escritas en el revés de los sobres, en esquinas de periódicos, en tiques de autobuses usados y aun sin usar, donde hemos escrito una frase que en un momento nos pareció una nueva revelación del mundo, o del alma humana, y que luego volveremos a encontrar convertidos en pelotitas de cartón piedra, molidos por las aspas de la lavadora eléctrica, macerados por el jabón y petrificados por la plancha. Mitterrand lo sabe y lo dice: “Es una ilusión lírica”. Y lo dice con toda razón, porque esas notas fugaces son como los versos que a veces conocemos en sueños, que nos trastornan mientras dormimos, como si fueran la esencia misma de la poesía, y al despertar comprobamos que no era más que una frase de publicidad en la radio de la casa vecina. Era, en efecto, una ilusión lírica. 220

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Pero Mitterrand sabe, como todos los escritores, que de esos minúsculos y continuos fracasos está hecha la buena literatura.

Esta caracterización del hallazgo como ilusión es tanto más notable en el caso de un escritor, cuyo oficio consiste en gran medida en explotar esas ocurrencias, lo que demuestra que el largo trato con la actividad creativa termina acercando las actitudes de Occidente a las de Oriente. La única diferencia de la actitud señalada en este texto de García Márquez con la que podría tener un escritor zen sería que este, además de comprender que se trata de ilusiones, no las anotaría, salvo obviamente si se trata de una cita o un dato que requiere ser reproducido textualmente, y no de una ocurrencia propia. Un escritor zen dejaría que el propio cerebro las trabajara, las depurara, las decantara y las usara, en el propio momento de la escritura, si es que las ocurrencias se revelaron tan sólidas como para sobrevivir hasta entonces por sí solas. En palabras de Deshimaru: Pero no debemos cometer el error de categorizar en exceso y aislar el satori (el despertar, el desapego completo) de las ilusiones, puesto que nuestros errores se convierten en la sustancia de nuestras virtudes. La vida no es posible sin la energía de los deseos y de las ilusiones. De esta manera hemos de entrar en el satori sin cortar voluntariamente los deseos, hemos de purificar la raíz de la ilusión y no cortarla.

Pero de inmediato vuelve en el zen la banalización que permite el conocimiento en fuga, y la instalación permanente del sujeto en el presente, sin rumiación del pasado, ni anulación de la vida en aras del futuro. La banalización de la experiencia psíquica llega al extremo de presentar como externos los deseos y los temores:

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Por la práctica del zazen obtenemos la perspectiva necesaria para la observación y la comprensión de las ilusiones. Durante el zazen nuestros deseos, nuestras codicias, nuestras ambiciones, nuestras cóleras, nuestros celos, etcétera, llegan claramente a la conciencia sin que podamos cumplirlos. Surgen del inconsciente, pasan por el ojo de la conciencia y se desvanecen como el reflejo desaparece del espejo cuando la forma se aleja. Su energía vuelve entonces al “granero” donde están almacenados los gérmenes en estado de pura virtualidad. Desde entonces, este germen, que ha sido captado en su verdadera naturaleza, podrá salir a la luz en un terreno fértil saneado previamente por la mirada objetiva de la conciencia durante el zazen. Una ilusión no es cosa fija ni una sustancia de nuestro espíritu. Es un visitante, una cosa que viene del exterior. Así son el miedo, la cólera, la duda, el orgullo, la ansiedad, los deseos. En la superficie del océano, las olas no pueden aparecer sin el viento. Lo mismo ocurre con las ilusiones. Si no se recibe estimulación del exterior, no aparecen. Las ilusiones no son más que visitantes de paso.

Para poder ver y captar la película, el zen se niega a idealizar el fotograma (cada una de las tomas instantáneas impresas en el celuloide), una vez captado este lo reconoce como ilusión, y montado en esa convicción navega siempre en las aguas del presente, dispuesto siempre a captar el nuevo fotograma sin idealizarlo tampoco. Por no quedar pegado a la foto instantánea termina viendo la sucesión de cuadros, la película. ¿No es eso contradictorio con el Camino Total, que usa la concentración en las sensaciones desagradables del psiquismo y del cuerpo para llegar al olvido de uno mismo? ¿No es entonces el método del Camino Total una forma de atarse a una ilusión, por añadidura negativa, y congelarla como fotograma? No, por la sencilla razón de que “ilusión” en términos

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budistas no significa falso, ni generado por la fantasía, sino tan solo “impermanente”... como el dolor. Si uno se concentra en sentir cada molestia y obstáculo en el curso de una acción, todas ellas empiezan a sustituirse entre sí, a fluir, a cambiar y mostrar su impermanencia, hasta desaparecer. Con tanto más fluidez y rapidez, cuanto uno más ejercitado está en esa técnica. Las sensaciones físicas y psíquicas también tienen su fluir, su movimiento, su fuga, aunque eso se revela solo si uno no se ata a ellas ni pretende influirlas, sino tan solo seguirlas, percibirlas “ecuánimemente”, con pasiva aceptación, como el zen percibe el volcán de sentimientos que ve venir como de afuera. Son ellas mismas las que se pondrán en movimiento. No es uno quien las hará reemplazarse unas a otras. Por una de asas paradojas en que tanto abunda la realidad, para entrar en la película, para captar el fluir, uno debe seguir de cerca los fotogramas, los sentimientos y sensaciones, “pegarse” a ellos con la percepción, pero sin “apegarse a ellos”, es decir, sin querer retenerlos, sin almacenarlos ni modificarlos, ni memorizarlos, ni siquiera por una millonésima de segundo, sin ahondarlos ni indagarlos, sin abrir la cajonera que esconde lo que traen dentro de ellos. Es la propia búsqueda constante del vacío, lo que suministrará el combustible para ese fluir, no ninguna selección consciente, ni ninguna aprobación o rechazo hacia tal o cual sensación, pensamiento o intuición. Una vez que uno ha logrado crear al menos mínimamente un “músculo de inhibir pensamientos”, un centro cerebral de interrupción de cualquier inercia o viscosidad mental, la parte activa de la concentración mental, aquella en que uno opera mentalmente para interrumpir o perturbar los pensamientos (la fase de los “garrotazos”), se va reduciendo progresivamente hasta resumirse en un mero acto instantáneo de voluntad que permite pasar rápidamente a la pasividad mental más absoluta, en la que uno se torna mera percepción, se funde

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en la captación de sensaciones hasta que capta el vacío –la ausencia total de sensaciones o pensamientos– y se instala en él.

Aunque ese esquema contiene todo lo esencial del proceso de concentración del Camino Total, delineado así sirve solo para las condiciones ideales, cuando uno no está sometido a las grandes presiones de una conmoción interior, o no enfrenta grandes dificultades. En las condiciones de crisis más que un fluir puede llegar a tenerse un acoso incesante por parte de sensaciones desagradables. En ese caso la búsqueda del vacío pasa de manera muy precisa por la fusión de uno con las sensaciones desagradables. Es decir, si alguna sensación es tan negativa que perturba ese proceso y se niega a fluir o retorna recurrentemente provocando un desequilibrio interior, el camino no es fingir que fluye, fingir que se irá, y limitarse a esperar que llegue el vacío como en las condiciones ideales, sino entregarse con más ahínco a ella, “pegarse” a ella hasta que uno se funda con ella, hasta olvidarse de uno mismo y del mundo y ser esa pura sensación desagradable. Solo después de eso la sensación o el malestar se dignarán finalmente a partir. Como en el zen, para el Camino Total lo que se debe vencer siempre es la propia resistencia, la propia reacción negativa ante una sensación, un miedo, un temor, un complejo de inferioridad, lo que sea. No se debe buscar jamás vencer esos obstáculos, sino nuestro rechazo a ellos, nuestro deseo de acometer la tarea sin obstáculos, nuestra actitud de huida frente a las dificultades, nuestra tendencia a no percibirlas, a reprimirlas, a hacer como si no existieran. En un artículo de Dominique Dussossoy incluido en el libro de Ikemi y Deshimaru, se hace un brevísimo listado de las investigaciones empíricas sobre el zen en Japón. Allí se lee:

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De 1934 a 1951, Ataka publica una serie de estudios sobre la psicología del zen, cuyo principal objetivo es sostener e ilustrar la hipótesis siguiente: si un hombre que siente frustraciones, sufrimiento o pena, trata de escapar a estas sensaciones o de quitárselas de encima, no hará más que reforzarlas y prolongarlas. Lo opuesto a esta actitud consiste en ser como se es. Es en este estado cuando la adaptabilidad psicológica puede producir su mejor rendimiento.

En el Camino Total se dice un poco más que eso: son esas sensaciones desagradables las que deben ser el soporte de la concentración, y no solo para los “frustrados” o “neuróticos” o “inhibidos”, porque todos tenemos un poco de eso varias veces al día, a menos que escapemos a todo desafío y nos encerremos en nuestra propia guarida segura para acumular ignorancia. En cuanto a “ser como se es”, la formulación carece de sentido, tanto para el zen como para el Camino Total. Para ambos, uno no es, uño se hace y se construye segundo a segundo, instante a instante. Uno, como todo, fluye. Para el Camino Total, la mejor forma de fluir con plena espontaneidad es actuar “desde el dolor”, “desde la inhibición”, “desde” cualquier obstáculo que uno sienta, con una sola condición: que uno no “piense” nada acerca de esas sensaciones, que se limite a sentirlas. Solo con la ayuda del “músculo mental” de inhibir los pensamientos y el yo activo, puede el organismo usar como combustible de su perfeccionamiento las propias sensaciones negativas que aparecen. Solo arrastradas a la caldera veloz del “no-pensamiento”, de la “intuición”, sin palabras ni imágenes, pueden no solo las sensaciones negativas, sino todas las sensaciones alimentar la acción. Pero uno debe saber que las sensaciones que necesitan atención son las negativas, las otras funcionan bien solitas, nos alimentan sin que nadie las ayude, y no necesitan para nada de nuestro cuidado, a no

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ser para frenarlas cuando se desbocan en “ilusión”, en búsqueda de permanencia, de apego al momento, de intento de detener el tiempo en un instante, o de anticiparse a su propio crecimiento placentero y frustrar en una eyaculación precoz lo que podría haber sido un largo fluir de placer con un vuelo mucho más alto hacia el momento justo.

Actuar “desde” los sentimientos de inferioridad, culpabilidad, vergüenza, miedo, o asco, no significa actuar como un idiota, un culpable autoflagelante, un avergonzado, un miedoso, o un delicado, sino sentir permanentemente esas sensaciones desagradables mientras uno actúa, pero sin pretender imponerle un curso, una apariencia, una forma determinada a la acción. Uno en la cabeza se siente un inferior, un culpable, un avergonzado, un miedoso, o un flojo, pero no debe “imaginarse” cómo actuaría una persona con complejo de inferioridad, por ejemplo, para pretender “imitarla” y “actuar” así el sentimiento de inferioridad. De hecho, ocurrirá exactamente al revés: cuanto más actúe uno “desde” las sensaciones temidas, más rápidamente adquirirá la acción soltura, seguridad, y precisión, porque no habrá aspectos no atendidos dentro de nuestro organismo, que desvíen el pulso y la puntería de nuestros esfuerzos. Es decir, cuanto más acepta uno sus sentimientos de inferioridad, más logra nuestra acción desmentir paso a paso y desde el mismo comienzo ese sentimiento. En vez de polemizar uno mentalmente con los propios sentimientos, uno se limita a sentirlos, y puede tener uno la garantía absoluta de que la propia acción terminará por rebatir, por desmentir las sensaciones desagradables. Y entre la desmentida de nuestra acción y el sentimiento de inferioridad se produce una interacción que acelera enormemente la metabolización profunda de todos las sensaciones negativas,

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hasta que se llega al olvido de uno mismo y la soltura espontánea de la plena salud psíquica, en realidad, de una salud muy superior a la “normal” pues muchos “normales” suelen defender una precaria arquitectura mental con comportamientos rígidos, muy pautados socialmente, que los protegen de sentirse inferiores, y por eso no aceptan desafíos a su status quo. Mientras que quien ha vivido largas crisis y ha logrado metabolizarlas termina teniendo una relación muy fluida con los temores propios, y ya solo teme al verdadero peligro, no a sus propios miedos. En el trato social cotidiano mucha gente dice cantidades notables de tonterías exclusivamente por temor a aparecer como tonta. En una fiesta, la presión por destacarse puede ser muy grande, y por sí sola basta para desviar una parte de la conversación y la acción por los senderos falsos de la apariencia, pero también hay gente que puede estorbar el intercambio espontáneo entre los participantes exclusivamente porque no soporta demostrar ignorancia en ningún terreno y usa las charlas para convencerse de que saben y no para aprender de la discusión. En nuestros tiempos desinhibidos todo eso pasa tal vez menos frecuentemente que antaño. Pero aún hay grandes cantidades de gente que en la intimidad de la soledad pueden ser paradójicamente más temerosas que en público y no se animan a aprender nada nuevo, como una tecnología o computación, o a iniciar un estudio cualquiera, o un nuevo deporte, o lo que fuera, por temor a sentirse tontos con las dificultades iniciales, aunque a sí mismos se pongan otras excusas como una supuesta “pereza”, por horror a reconocer ese temor a la falta de inteligencia o habilidad. En cambio, cuando uno entra en el Camino Total, una parte de uno está siempre dispuesta a acoger con cierto entusiasmo la ocasión de sentir la propia falta de inteligencia, o de capacidad, porque uno termina “tomándole la mano” a esos

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sentimientos y reconociendo cuánto se puede edificar sobre esas sensaciones desagradables. Como veremos más adelante, no es la misma parte de uno la que aprende una tarea cuando uno aprende “desde” su estupidez, que cuando uno aprende desde su “inteligencia”, y esto en el sentido neurológico más preciso. La espontaneidad del zen solo se adquiere cuando uno –tras largo contacto con la propia estupidez– termina confiando en ella, admite que después de todo –aun cuando inicialmente estúpida– no lo es tanto, y que ella también sabe aprender. Con el tiempo, esa “estupidez” (el supuestamente tonto hemisferio cerebral derecho) se torna la parte más rápida, espontánea e inteligente de uno, mientras que la parte reflexiva (el hemisferio cerebral izquierdo) se ubica en el verdadero lugar que le corresponde: la de aportadora de un punto de vista crítico adicional siempre disponible para mantener los pies en la tierra, y no para mucha cosa más. Porque es detrás de la parte estúpida –y no detrás de la reflexiva– donde se esconde la modesta cuota de genialidad de cualquiera, e inclusive la gran cuota de genialidad de los propios grandes. Para volver otra vez al hombre que más radicalmente modificó nuestra visión del mundo en toda la historia, leamos cómo Einstein, que era de una parquedad notable en materia de sentimientos, cuenta el impacto que sintió cuando el mundo de la física empezó a generar resultados contradictorios, inmediatamente antes de que él fundara un nuevo orden para la ciencia sobre esos escombros: Todos mis intentos de adaptar el fundamento teórico de la física a estos conocimientos fracasaron rotundamente. Era como si a uno le hubieran quitado el suelo de debajo de los pies, sin que por ningún lado se divisara tierra firme sobre la cual construir...

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Por supuesto, la impotencia que siente el hombre común cuando no puede resolver una simple cuenta aritmética no es la misma que sintió Einstein hasta que empezó a ver una salida en el túnel científico de comienzos de siglo, pero ambas impotencias están hechas de la misma materia prima, y sobre ambas cada uno puede construir lo más creativo de que es capaz. Las verdaderas potencialidades de uno comienzan a desarrollarse cuando uno entiende que el “solo sé que no sé nada” de Sócrates no fue una fanfarronada, sino el estado mental en que se debe ubicar uno para crecer y desarrollar habilidad, no estereotipia y repetición de cada viejo truco para salir del paso. Hasta en los cursos de las ciencias exactas los profesores suelen pedirle a los alumnos que detengan un instante su reflexión ante alguna ecuación de solución aparentemente complicada y les piden que “observen su forma”, que la “miren”, que la “contemplen”, en lugar de buscar a las apuradas una solución prefabricada en sus cabezas. Alguna vez se oyó decir incluso en claustros de esas disciplinas que “la primera aproximación a un problema debe ser siempre una aproximación idiota”. Casi siempre los problemas más difíciles para la mente excesivamente reflexiva son los más “estúpidos”, “ingenuos” y obvios, pero por eso mismo escapan a las estrategias preestablecidas, y exigen una espontaneidad que se logra tanto más rápido cuanto antes uno acepta la derrota de la “parte inteligente” de uno y pone en juego su “parte tonta”, que como luego veremos corresponde en gran medida al hemisferio cerebral menos usado por él hombre, el derecho. Estos hechos son en realidad tan conocidos que durante siglos fue una muestra de sofisticación pretender que uno era idiota, así como los aristócratas franceses jugaban en Versailles a ver quién tenía menos memoria, o quién era más distraído acerca de las cosas prosaicas de este mundo. Pero por supuesto eso no es más que una parodia. Esa pose de la conducta en

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sociedad no tiene absolutamente nada que ver con poner en juego la parte “tonta” de uno, sino que es más bien una última trinchera para aparentar sabiduría ante los demás, eventualmente ante uno mismo. Poner en juego la parte tonta no es hacerse el tonto, ni repetir ante los demás “qué distraído soy” para hacerse pasar por un genio que se ocupa solo de grandes cosas. No es sentirse un genio. Es sentirse idiota, impotente, vencido..., o como dicen los japoneses, un caracol, y seguir escalando como caracol el monto Fuji, seguir trabajando en el problema que uno debe resolver, seguir buscando pero ya de un modo pasivo, reconociendo que todo lo que uno sabe y todos los recursos en que uno es hábil ya fracasaron, y por lo tanto debe confiarse uno al funcionamiento automático, no reflexivo ni anticipatorio, del propio cerebro. Debe “probar” lo que le “surja”, aunque lo que surja parezca estúpido y de hecho al comienzo lo sea en sumo grado. Porque de una de esas estupideces surge invariablemente –a veces sin modificación alguna– la solución. Solo entonces se llega a ver que algunas ecuaciones son mucho más fáciles de lo que parecen, y algunos problemas de la vida cotidiana también.

Esta forma de concentración que a primera vista parece ser una sobrecarga para el sujeto representa desde el primer momento en que se empieza a usar una tremenda liberación, lo entrena a uno para tolerar prolongados momentos difíciles, y permite que la espontaneidad de su acción no se turbe por cualquier contratiempo. Normalmente, la mayor parte del esfuerzo mental que una persona despliega cuando encuentra dificultades u obstáculos tiende a desviarse de la búsqueda de una solución del problema y a orientarse en medida creciente al mantenimiento de la “fe” interior, la seguridad en sí mismo, la confianza. Existe la convicción de que uno “no puede

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ganar si no se siente ganador”, de que “la fe es lo último que se pierde”, y que “si uno cree en sí mismo lo puede todo”. Es en el fondo una supervivencia del pensamiento mágico de los albores de la humanidad. El problema cuando uno cree en la magia blanca –“puedo todo lo que creo”– es que inevitablemente uno termina creyendo también en la magia negra: en que basta que uno piense que va a fracasar en algo para que uno fracase, basta que uno crea que tiene un derrame cerebral para que uno lo tenga, basta que uno crea que se va a morir para morirse. Por eso, ante la menor aparición de inseguridad interior, mucha gente se desespera porque ya ve dibujado en su desánimo el augurio de su fracaso. Se instala en ellos el miedo al miedo, no el miedo a lo que pueda ocurrir, si no a lo que la propia inseguridad de uno o los “malos pensamientos” puedan provocar. Y eso sí lleva a la parálisis. Porque solo los fanáticos, los irresponsables o los tontos aguardan hasta último momento para perder la fe. En las personas normales y responsables, la fe es lo primero que se pierde, y es el miedo el que no se pierde nunca. Si una persona normal quisiera esperar a perder el miedo para actuar se moriría de vieja sin haber dado un solo paso. Para volver a García Márquez, en un artículo elocuentemente titulado “No se preocupe, tenga miedo”, contó una conversación entre profesionales de distintas especialidades “estresantes”, donde se comentó el caso de un pasajero de un avión que se quedó espantado cuando lo invitaron a visitar una cabina de un jet y vio que el piloto y el copiloto se persignaban antes de despegar, aunque le aclararon que solo lo hacían por su deber de buenos cristianos: Decía la otra noche Oriana Fallaci que los grandes miedos de su vida no los ha sentido en la guerra ni en ninguno de los instantes de riesgo que ha afrontado en la práctica de su oficio.

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No; el miedo mayor lo ha sentido antes de hacer alguna de sus grandes entrevistas, y no por cierto las más ruidosas... Pero la mayoría de los presentes –que tal vez éramos idólatras anónimos– estuvimos de acuerdo en que también los pilotos de las grandes líneas tienen miedo de volar y su mérito mayor consiste en hacerlo, y hacerlo bien, a pesar del miedo... Por ese camino, desde luego la conversación siguió en torno a todos los miedos imaginables, y la conclusión final fue que todo profesional serio –lo confiese o no– tiene casi el deber de sentir miedo en el momento de las grandes responsabilidades del oficio.

Lo que sí es cierto, es que si uno se habitúa a actuar en las condiciones psicofísicas que más teme –con miedo, depresión, angustia, sensación total de derrota, profunda autodesvalorización o autodesprecio, falta de sueño, agotamiento físico y nervioso, o simple desgano–, aferrándose a la acción y sin tratar en lo más mínimo de modificar esas sensaciones sino más bien tomándolas como objeto principal del entrenamiento cotidiano, es decir, actuando “desde” ellas y usándolas como pivote de la concentración, uno termina indefectiblemente dominándolas. O más bien, es el cerebro de uno el que acaba por dominarlas, por metabolizarlas, y el organismo en su conjunto adquiere una enorme agilidad interna para soportar contratiempos, seguir actuando “desde” las sensaciones desagradables, manipularlas con descarado sentido utilitario, y adoptarlas o eliminarlas casi a voluntad, según las necesidades de elevar o disminuir la energía interna, incrementar o mermar el grado de tensión, en función de los requerimientos de la acción. Porque uno debe saber que el miedo es el más poderoso activador de la atención, y muchos fracasos se producen por la relajación, el desgano y el aburrimiento que se produce en quien percibe que una meta ya está prácticamente alcanzada.

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Esa es una de las razones por las que Renzo Awa repetía siempre a Herrigel: “A quien tiene que caminar 100 millas nosotros le recomendamos que considere 90 como la mitad”. Muchos deportistas tienen el “síndrome del fracaso en el éxito”: tienden a perder las competencias en las que llevan mucha ventaja inicial. Casi todos los que vencieron ese síndrome confiesan que lo hicieron persuadiéndose siempre a sí mismos de que habían perdido el tanto que acababan de ganar o que algún otro deportista que ellos no podían ver por cualquier razón iba corriendo en la delantera, o que ellos no iban punteros en la tabla de posiciones, como en realidad ocurría. Japón es un país que nada cada día en una mayor opulencia, pero su tasa de ahorro-inversión sigue siendo descomunal, casi ridículamente alta, y su gobierno considera siempre un deber convencer a todo el mundo y a sí mismo de que a su país no le va tan bien como parece. Hay en eso un poco de mezquino cálculo egoísta que es deber de cualquiera denunciar. Pero eso es también en parte una continuación de una cultura austera y samurái entrenada en la lucha contra los terremotos, la falta de materias primas y el acceso tardío al desarrollo, es por eso –en parte– miedo convertido en estímulo al crecimiento. Y su conocida contrapartida son todos los países que, como los deportistas, fracasan por su exceso de riquezas naturales o por su acceso muy temprano y fácil a una posición de dominio mundial, como Gran Bretaña o ee.uu.

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Capítulo 11

A lo largo de todo este libro hemos desarrollado permanentemente una distinción entre dos aspectos de la acción y la experiencia interior del sujeto: lo activo, verbal, preciso, racional, convencional y lo pasivo, perceptivo, impreciso, intuitivo, espontáneo. Esa distinción la hemos fundamentado hasta ahora invocando el zen, y el conocimiento obtenido de la experiencia merced al Camino Total. Hemos destacado la conveniencia de adoptar una concentración mental de tipo pasiva, centrada en la percepción del entorno y de las sensaciones interiores, lo que requiere inhibir el yo activo y dejar que la acción sea organizada por el cerebro de un modo automático, hasta que en el curso de la acción uno se olvide de sí mismo, y ya no pueda precisarse dónde hay actividad, dónde pasividad, dónde razón y dónde intuición. Ahora veremos que esos dos grandes ejes (racional e intuitivo) de la actividad psicológica corresponden a los dos modos diferentes de procesamiento de la información que utilizan los dos hemisferios del cerebro humano: 1) el procesamiento verbal, secuencial, que avanza paso a paso, de la premisa a la conclusión, del detalle al detalle, de una palabra a la otra hasta construir o comprender una frase, y 2) el procesamiento no verbal, simultáneo, “en paralelo”, que procesa la

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información de manera “holística”, es decir, en forma global y totalizadora, capaz de captar la “impresión” del conjunto, todo un cuadro visual, por ejemplo, sin necesidad de recorrer uno por uno cada detalle, e incluso sin capacidad de hacerlo. La primera forma de procesamiento –verbal– es la que en el 90% de las personas se realiza en el hemisferio izquierdo, la segunda –no verbal– corresponde al hemisferio cerebral derecho. Verbal y no verbal son formas cómodas de llamarlos, pero en realidad ambos procesamientos se aplican a todo tipo de información, solo que el primero la percibe como información discreta (separada, discontinua), a ser tratada secuencialmente, analíticamente y evaluada con la precisión del sí o no (al modo de la tecnología digital), pues si no puede dictaminar sobre una información, no puede pasar a la siguiente, mientras que el segundo (el procesamiento paralelo) la trata como información continua, indivisible, y la evalúa “holísticamente”, globalmente, en bloque, sintéticamente y tolerando todas las imprecisiones del caso (al modo de la tecnología analógica), pues al trabajar “en paralelo” (no secuencialmente), sigue varias líneas simultáneas de procesamiento que no requieren en absoluto contar con los resultados de la otra para seguir avanzando. Por su rigidez y precisión, el procesamiento secuencial –paso a paso– es apto para el aprendizaje de reglas rígidas y arbitrarias, basadas en poca información, como las que gobiernan el lenguaje: en español una cama se llama cama, con toda rigidez, precisión, falta de ambigüedad y completa arbitrariedad (falta de vínculo necesario entre el símbolo y lo que representa), pues en otros idiomas se llama de otra forma. De cada información sonora que usa la palabra española cama, se puede decir con toda precisión si está o no presente cuando uno la pronuncia: ¿está primero la “c”?, sí; ¿está la “a”?, sí; ¿está la “m”?, sí; está la “a” una vez más?, sí. ¿Hay alguna letra (o fonema) más? No. Y con eso acabó todo. Pero si uno

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en lugar de nombrar una cama determinada con una palabra arbitraria la quiere representar (en un cuadro, un dibujo o en la imaginación), la evocación ya no es arbitraria, esa cama no se puede representar de cualquier manera, y mucho menos usando solo cuatro unidades de información (como en la palabra cama) sino que se requiere una enorme cantidad de información para reproducir los elementos básicos que la conforman y la hacen reconocible. Y ahí ya no hay nada preciso: ante mil reproducciones pictóricas ligeramente diferentes de la cama puede haber mil opiniones sobre cuál la representa más fielmente. La precisión absoluta en ese campo es imposible, el ajuste es ambiguo, incierto, aproximado, la evocación no es arbitraria, sino “analógica”: “imita” perceptualmente a la cama, evoca su “realidad”, su “materialidad”; en lugar de darle una representación convencional, “formal”, arbitraria, crea algo que tiene una “analogía” (de ahí “analógico”) un parecido con el objeto evocado. Para que el cerebro pueda hacer el procesamiento de una representación “analógica” (no arbitraria, no formal) de la realidad, con todos sus matices concretos, y para que pueda procesar la percepción de la realidad misma como tal, no como símbolo formal de un lenguaje, el tratamiento secuencial es completamente insuficiente, porque la cantidad de información a procesar (la figura, sus tamaños, sus matices de color, de iluminación, etc.) es gigantesca. Para eso se requiere el procesamiento en paralelo, que es muchísimo más veloz que el secuencial, ataca la tarea por varios lados a la vez, y permite una “visión de conjunto”. A su vez, la exactitud del procesamiento “verbal” o secuencial le permite a este trabajar con reglas fijas de sistemas formales diferentes del lenguaje, como la lógica o la matemática. La regla de que dos más dos es cuatro no tiene el carácter arbitrario de una regla gramatical, como la que dispone –por ejemplo– que el plural se exprese con una “s” en español

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(o una “e” o “i” en italiano), pero sí tiene la misma rigidez: es “por definición” así, y no hay experiencia que pueda desmentirla, porque la regla no se refiere al mundo si no a cierta manera humana de cuantificarlo. Tampoco las leyes de la deducción, como el silogismo, puede ser desmentida por una experiencia. Esos sistemas formales solo pueden expresar el carácter necesario e invariable de sus afirmaciones mediante símbolos discretos (discontinuos) que se procesan secuencialmente: palabras, números, símbolos lógicos, símbolos algebraicos, etc. De modo que verbal y formal son procesos que van juntos, y se contraponen con lo analógico y concreto, que son medios para reflejar la abigarrada realidad del mundo, en todos sus detalles, no sus propiedades formales.

En la abrumadora mayoría de las personas, el hemisferio verbal (o secuencial, o lógico) es el izquierdo, y el no verbal (holístico o analógico) es el derecho. Pero como las vías nerviosas que comunican a los hemisferios cerebrales con los órganos de los sentidos y con todo el resto del cuerpo se cruzan entre sí, la mitad derecha del cuerpo es gobernada (inervada) por el hemisferio izquierdo, y la mitad izquierda por el hemisferio derecho. Así, lo que en nuestro cuerpo y en nuestro entorno pertenece al lado derecho es captado y procesado por el hemisferio izquierdo y lo que pertenece al lado izquierdo, por el hemisferio derecho. Por la importancia que adquieren el lenguaje y la lógica en el ser humano, el hemisferio que gobierna el habla promueve en el sujeto una neta “preferencia” en el uso de los miembros de la mitad del cuerpo que está gobernada por él. Es decir, el hemisferio izquierdo, por regir las funciones verbales y racionales, impone una preferencia hacia el uso de la mano derecha (en más del 90% de la población) y el pie derecho (un

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poco menos del 90%), que son inervados por él. El control de esos miembros preferidos más la propia especialización del hemisferio izquierdo en el procesamiento secuencial le permiten a éste ser también hemisferio dominante para la motricidad (todo movimiento tiene un carácter secuencial, ordenado en el tiempo), y por lo tanto para todo lo que representa una actitud activa del sujeto, mientras que la percepción y los aspectos pasivos se refugian en el hemisferio derecho, especializado en el procesamiento holístico necesario para esas funciones. Esa gran divisoria de aguas, motriz y perceptiva, se complica sin embargo, como todo en el campo de la biología, cuando se toma en cuenta cualquier desempeño real del sistema nervioso. Así, el modo de procesamiento “holístico” del hemisferio derecho le permite a éste gobernar todo lo referente a la percepción y representación mental del espacio como continuo y como configuración (geometría), y todo lo relativo al mundo impreciso (y también continuo) de las emociones, que encuentran su vía preferente de expresión en el rostro. Pero por eso mismo, en la abrumadora mayoría de las personas, aunque sean diestras, la parte del rostro más expresiva, móvil y comunicativa es la izquierda, y no la derecha. Como el procesamiento holístico y “simultáneo” le permite al hemisferio derecho dominar también todo lo referido al mundo de las formas visuales (cuando estas no comunican información de tipo lingüístico, codificada arbitrariamente por la sociedad en signos discretos), no solo rige la expresión de las emociones propias sino la percepción de las ajenas, cuando al sujeto le llegan visualmente expresadas en los rostros de los demás. Por eso la parte izquierda del campo visual, que es percibida solo por el hemisferio cerebral derecho, es tomada en consideración de manera preferente por el sujeto para reconocer los rostros y para evaluar qué están comunicando esos rostros. Para que una sonrisa (o cualquier otra expresión o caracterís-

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tica de la cara) vista de frente sea captada por otro sujeto con toda su carga comunicativa, debe estar expresada en la parte izquierda del rostro, y de hecho, tiende a estarlo, pues esa es la parte más expresiva. El dominio del hemisferio derecho sobre los aspectos continuos de las vivencias se expresa de una manera particularmente llamativa en el hecho de que controla todo lo referido a las vocales, a pesar de que no es el hemisferio que gobierna el habla. Es decir, los matices, la diferenciación y la modulación de las vocales son percibidas y reguladas en el derecho, a pesar de que las palabras son interpretadas en el izquierdo, el hemisferio verbal por excelencia. Hay hasta ahora un solo caso en el que el hemisferio intuitivo (derecho) no logra “robarle” el control sobre las vocales al izquierdo: es el de los pueblos que hablan lenguas en las que las vocales tienen más peso que las consonantes en la determinación del significado de las palabras, y por eso el izquierdo, como sede de la interpretación verbal, logra retenerlas bajo su “jurisdicción”. Las únicas lenguas donde ocurre eso son algunas de la Polinesia, y una de enorme peso en esta historia: el japonés. Por eso el cerebro del japonés está aún más dominado por el hemisferio izquierdo que el de otras etnias, por eso las funciones racionales y éticas dominan en él tan abrumadoramente... y por eso toda la cultura japonesa se abocó tan empecinadamente a desarrollar el otro hemisferio, el derecho, el de la intuición, en busca de una compensación.

Para moverse en el mundo de la precisión de las formas lingüísticas o lógicas, el hemisferio derecho no necesita demasiada rapidez, pues la información que se maneja en ese dominio es siempre comparativamente escasa, como el número de fonemas (sonidos significativos) que forman una palabra.

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Y de hecho, el procesamiento secuencial es por definición más lento, porque va paso a paso. En el hemisferio izquierdo se realiza a 40 unidades de información (bits) por segundo. En cambio, para procesar los millares de puntos que componen la imagen de un rostro como forma visual, se requiere una velocidad mayor, típica del procesamiento en paralelo o simultáneo. La velocidad con que el hemisferio derecho realiza su trabajo es de uno a diez millones de bits por segundo. Solo con esa velocidad descomunal puede el hemisferio derecho tratar toda la información que en lugar de presentarse bajo forma claramente discontinua constituye una unidad indiferenciada: es el hemisferio de la percepción por excelencia –percepción del entorno y del propio cuerpo–, el de los sentimientos, la intuición, la música, y todo lo que no puede partirse en pedacitos. Por eso, aunque el aprendizaje de las habilidades motrices (escribir a máquina, tocar el piano, andar en bicicleta) suele realizarse –según los métodos de Occidente– paso a paso, de manera discreta y secuencial, y por ende bajo conducción del hemisferio izquierdo, cuando el hábito ya se ha hecho automático y constituye una unidad indivisible (uno no sabe lo que hace cuando anda en bicicleta) pasa bajo la “jurisdicción” del derecho, que puede trabajar con tremendos bloques de información tratándolos como una unidad, o al menos requiere la participación de él. La diferencia de estilos de procesamiento se refleja en distintos aspectos sutiles de los hemisferios, que a primera vista son idénticos. El derecho es ligeramente mayor, pero tiene menos sustancia gris (cuerpos de las neuronas, es decir, unidades de procesamiento de la información), pues una mayor parte de su volumen está ocupada por los axones (sustancia blanca, el cableado nervioso que comunica una neurona con otra), que establecen un entramado de conexiones más denso, necesario para el procesamiento en paralelo. Correspondientemente, las

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funciones están en él mucho menos restringidas a un área específica, mientras que en el izquierdo cada función cerebral –visión, habla, motricidad de cada parte del cuerpo, sensibilidad, etc.,– tiene una localización muy definida. Por el menor grado de localización funcional que tiene el hemisferio derecho, una lesión en él solo causa consecuencias detectables cuando es muy grande, mientras que en el hemisferio izquierdo lesiones muy pequeñas bastan para dejar fuera de juego de manera irreversible algunas funciones. Debido a que es mucho más difícil perturbar con lesiones su funcionamiento, durante mucho tiempo se consideró que el hemisferio derecho... no servía para nada. Hoy se lo considera dominante, o al menos indispensable, en todos los aspectos creativos del cerebro.

Ambos hemisferios están comunicados por varias “comisuras”, es decir, haces de axones que van de uno a otro, el mayor de los cuales es el “cuerpo calloso”. Eso les permite trabajar –cuando todo funciona bien– coordinadamente, pues para cualquier actividad hace falta la cooperación de ambos. En el habla, por ejemplo, la emisión y la audición de una frase están gobernadas por el hemisferio izquierdo, pero su entonación y la comprensión de lo que esa entonación comunica (sugerencia, afirmación, pregunta, alarma, orden, súplica, insinuación hiriente, insinuación jocosa, etc.) son procesadas por el derecho. Alguien sin este hemisferio (por defecto de nacimiento o ablación quirúrgica) habla con total monotonía y para hacerse entender a menudo debe reemplazar la entonación que no tiene mediante palabras: “Me pregunto si querés salir”, en lugar de “¿Querés salir?”, como diría alguien que puede entonar una pregunta. Pero además, el aspecto analógico del hemisferio derecho, el hecho de que no se especialice en evocar lo formal, convencional y rígido sino en “imitar” la realidad, con todas sus

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imprecisiones, le permite justamente recrear libremente esa realidad de maneras conscientes e inconscientes, de modo que prácticamente no hay actividad creativa en el que no sea él el hemisferio dominante, o no tenga una función crucial. La demostración más clara de esto es que la propia creación literaria, verbal, lingüística, parece estar claramente asociada a él, y lo mismo ocurre con la creatividad matemática, pese a que tanto lo verbal como lo matemático, por trabajar con información arbitraria y discreta son los paradigmas, los dominios privilegiados del hemisferio izquierdo. Lo son, pero mucho más en su aspecto meramente reproductivo que creativo. Es como si en el hemisferio izquierdo se almacenaran y aplicaran las reglas de los juegos con símbolos discretos y arbitrarios, como los de la lógica, el habla y la matemática, pero solo con el derecho pudieran explorarse las relaciones entre esas reglas y el mundo de la realidad y la intuición. Se puede hablar (o calcular) correctamente, cumpliendo las reglas, y ser al mismo tiempo incapaz de expresar con ellas otra cosa que los aspectos más banales, burdos o evidentes de la realidad, sin lograr comunicar una intuición profunda sobre ninguna verdad, o simplemente sin detectar jamás ninguna nueva verdad profunda, y quedar condenado a reproducir y transmitir las verdades que descubrieron otros. Es lo que le pasa a algunas personas que sufren lesiones masivas en el hemisferio derecho. O a ciertos talentos excesivamente volcados a lo formal. Con palabras de Einstein: Las relaciones de los conceptos y. proposiciones entre si son de naturaleza lógica, y el quehacer del pensamiento lógico se limita estrictamente a establecer la conexión de conceptos y proposiciones entre sí según reglas fijas, sobre las cuales versa la lógica. Los conceptos y proposiciones solo cobran “sentido” o “contenido” a través de su relación con experiencias de los sentidos. El nexo entre estas y aquellos es puramente intuitivo,

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no es en sí de naturaleza lógica. Lo que diferencia a la vacía especulación de la “verdad” científica no es otra cosa que el grado de certeza con que se puede establecer esa relación o nexo intuitivo. (El subrayado es nuestro).

Esa conexión intuitiva es garantizada no por el hemisferio especializado en el tratamiento formal de la información sino por el que trabaja holísticamente, y sin la contribución de este toda palabra, razonamiento o saber tenderá a consistir en una “especulación vacía” sin nexo con el mundo de los sentidos y de la realidad.

Hasta ahora solo se ha podido hacer el mapeo cerebral (con el pet) de personas mientras realizan tareas verbales o matemáticas relativamente simples, donde el dominio del hemisferio izquierdo es incuestionable. Es por ahora imposible mapear el cerebro de un escritor o un matemático en un momento propiamente creativo de su actividad, para ver si efectivamente hay mayor actividad en el hemisferio derecho en esos momentos. Pero sí se sabe que personas con lesiones masivas del hemisferio derecho pierden su creatividad verbal, aunque conserven perfectamente el uso de la lengua. Se vuelven incapaces de escribir un texto corto con un mínimo de inventiva, y su lenguaje se torna estereotipado y rígido. En cuanto a las matemáticas, están los casos célebres de matemáticos y físicos teóricos que mostraban signos inconfundibles de un predominio abrumador de su hemisferio derecho. El caso más célebre es, una vez más, el de Einstein, quien –además de su ya mencionado “credo epistemológico” desvalorizador de la palabra– tuvo efectivamente dificultades muy grandes para aprender a hablar y era zurdo, un zurdo diestrísimo, como ejecutante musical. En un zurdo, el hemisferio derecho tiene

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suficiente poderío como para imponerle al sujeto preferencia sobre la mano inervada por él, la izquierda, pero sigue siendo un típico hemisferio “no verbal”, es decir, holístico. Solo el 15% de los zurdos tiene los centros del habla en el hemisferio derecho (siendo por lo tanto “diestros al revés”), y otro 15% los tiene distribuidos en los dos hemisferios. El resto, el 70%, tiene el habla en su hemisferio “relegado”, el izquierdo, que es también donde la tienen los diestros, para los cuales es el dominante. El mismo Einstein contó así su relación peleada con las palabras: Mis padres se afligían porque empecé a hablar relativamente tarde, y consultaron a un médico al respecto. No recuerdo qué edad tenía, pero seguro que eran más de tres años. Además, posteriormente, no me convertí precisamente en un orador. Sin embargo mi posterior desarrollo fue completamente normal, excepto una cosa singular: normalmente repetía en voz baja mis propias palabras.

Einstein no se convirtió precisamente en un orador, pero en cambio, otros creadores que también tuvieron en su infancia esa relación peleada con las palabras –típica expresión de insuficiencias en el hemisferio izquierdo, el verbal– fueron genios literarios, presumiblemente merced a la fuerza creadora generalizada del hemisferio derecho. El caso más notable de todos es el del “fundador” de la novela moderna, considerado el estilista y genio de la lengua por antonomasia, Gustave Flaubert, que también comenzó a hablar a una edad muy tardía (el título de la biografía admirativa que le dedicó Sartre, El idiota de la Familia, alude a eso). Un caso tal vez vecino es el de los tartamudos, como el genio de la oratoria Demóstenes; o el rey de la precisión verbal, Jorge Luis Borges, que

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superó su tartamudez pasados los cuarenta años, Lewis Carrol (Alicia en el país de las maravillas) o el novelista francés Robert Caillois. Pero se piensa que la tartamudez no indica tanto una deficiencia del hemisferio izquierdo como una anormal localización de los centros del lenguaje, que en los tartamudos están distribuidos en ambos hemisferios, en lugar de concentrarse en el izquierdo. No existen estudios sobre las dificultades del habla en matemáticos, pero sí se ha hecho notar la presencia desproporcionadamente elevada de zurdos entre ellos, como en general entre todos los creadores, no solo los creadores espirituales, sino los deportistas (veremos luego que la destreza física es también creatividad): McEnroe, Vilas, Connors, Maradona. La zurdería, es decir, la potenciación anormal del hemisferio derecho hasta desembocar en el secuestro de funciones habitualmente asignadas al hemisferio izquierdo, dio a la humanidad genialidad en rubros tan disímiles como los que evidencia la siguiente lista: Napoleón, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Picasso, Chaplin, Einstein, Maradona. Eso sin mencionar a los músicos, que por definición, sean diestros o zurdos, ilustran la creatividad del hemisferio derecho. Beethoven no era zurdo, pero tenía dificultades antológicas en las funciones del hemisferio izquierdo (verbal), que hacen pensar en la existencia de tumores u otras anomalías al menos en el lóbulo temporal (memoria verbal). Al escribir omitía sistemáticamente algunas letras, y su caligrafía exigía poco menos que un egiptólogo para su desciframiento. Sin embargo, también los músicos ilustran la imprescindibilidad de ambos hemisferios para cualquier función humana, por más creativa, holística o gobernada por el hemisferio derecho que sea. A Beethoven, la sordera que le amargó la vida cuando apenas tenía terminadas dos de las sinfonías que lo llevarían a la inmortalidad, no le impidió seguir creando e incluso producir

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lo mejor de su carrera musical, porque no afectó los centros del habla y de los lenguajes formales en el hemisferio izquierdo. En cambio la verdadera tortura del músico la vivió Ravel, el autor de “Bolero”, que justo mientras escribía esa obra empezó a mostrar indicios de una pérdida de esas funciones del hemisferio izquierdo. En cinco años Ravel terminó por perder casi por completo esas funciones simbólicas. No podía expresar en palabras sus pensamientos ni escribir su música, sino de manera muy parcial y a un costo enorme. Tardó ocho días para escribir una carta de 50 palabras para consolar a un amigo por la muerte de su madre, y lo logró solo merced a la ayuda constante de un diccionario. Poco antes de morir confesó llorando que no había podido dejar de crear en ningún momento dentro de su cabeza (es decir, de su cerebro derecho), pero no había podido volcarlo en partituras, por su enfermedad (en el izquierdo). Algunos investigadores han afirmado últimamente que en realidad el hemisferio izquierdo interviene cada vez más en la actividad musical a medida que una persona pasa de amateur a profesional, y que finalmente ese mismo hemisferio toma el comando de la audición y la producción musical. Es como si al profesionalizarse el músico perdiera la espontaneidad, y ya no pudiera oír ni producir música sin analizarla, sin descomponerla en sus componentes discretos. Pero es muy difícil que eso también ocurra en el momento de la creación. En todo caso, es seguro que no ocurre con los genios musicales. Una de las frases más citadas al respecto es la de Mozart: “En mi imaginación no oigo las partes sucesivamente, sino que las oigo como si estuvieran todas juntas de una sola vez”. Esa “visión” simultánea de la melodía, fuera del tiempo, como una forma de conjunto que no se construye paso a paso, nos muestra a uno de los mayores genios de todos los tiempos procesando la música “holísticamente”, con la misma espontaneidad con

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la que el aficionado oye y evoca melodías con su hemisferio derecho, en los experimentos modernos que hoy se hacen en los laboratorios. Además, la frase de Mozart ilustra de manera rotunda otro de los aspectos cruciales que diferencian a ambos hemisferios: el izquierdo percibe todo desplegado a lo largo del tiempo, aun aquello que es simultáneo, mientras que el derecho ve simultaneidad aun en una melodía, que por definición solo puede desenvolverse en el tiempo. El izquierdo es el hemisferio de la historicidad, del pasado y del futuro, del antes y el después, e impone ese orden sucesivo aun a lo simultáneo. El derecho es el del presente, el de la simultaneidad, e impone esa percepción sincrónica aun a los fenómenos secuenciales. Todo proceso intensamente holístico, es decir, toda vivencia que se percibe como una totalidad imposible de separar en secuencias discretas, implica un cierto eclipsamiento del yo activo del sujeto, que pasa a verse “poseído” en cierto sentido por las totalidades funcionando de manera automática. De hecho, puede decirse que el hemisferio derecho es no solo el hemisferio del automatismo y el holismo, sino también el de las vivencias en tanto tales, es decir, en toda su muda espontaneidad, mientras que el izquierdo es el hemisferio que merced al lenguaje “interpreta”, “explica” y “fundamenta” en términos causales y secuenciales (antes la causa luego el efecto) lo que le pasa al derecho... y casi siempre se equivoca. Esa predestinación del hemisferio izquierdo a errar cuando interpreta lo que le pasa al derecho incluye lo que los psicoanalistas llaman “racionalización”, es decir, una explicación que se atiene rigurosamente a la lógica pero que enmascara lo que de verdad le está pasando al sujeto. Por ejemplo, cuando un marido celoso interroga minuciosamente a su mujer por una llegada tarde y pretende luego “explicar” tanto a ella como a sí mismo el interrogatorio invocando mil razones plausi-

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bles, racionales y lógicas (la preocupación por la seguridad, o por alguna actividad que hubieran quedado en hacer juntos, o que él pensaba que se podía hacer, etc.), pero que en el caso específico y concreto de que se trata no tuvieron en realidad ninguna influencia en la decisión de efectuar el interrogatorio, que fue humanamente motivado por los celos. El hemisferio izquierdo es de hecho el hemisferio de lo posible, de todas las posibles y razonables causas, nunca el de las verdaderas causas, nunca el hemisferio que está en condiciones de percibir y sentir lo que realmente pasó. Es el hemisferio que “deduce” lógicamente lo que pudo haber pasado, sin llegar casi nunca a entender lo que en verdad pasó. Es el hemisferio que preserva la intimidad del sujeto, los secretos de sus vivencias espontáneas, que tienen su sede principal en el derecho. El hemisferio izquierdo está siempre defendiéndose de algún modo frente a la sociedad y a los otros, porque es el hemisferio social por excelencia, el de la comunicación verbal, pero también está defendiéndose frente al peligro solitario e individual, y en esto también yerra mucho más a menudo de lo que acierta. Así, una mera caída del nivel de energía del organismo destinada a provocar una mayor concentración y recogimiento para resolver determinado problema puede ser apresuradamente “interpretada” por el hemisferio izquierdo como una alarmante depresión, de la cual el mismo hemisferio encontrará rápidamente una “explicación”, que puede terminar generando de verdad un estado depresivo. Una tristeza completamente razonable frente a una pérdida es también rápidamente “interpretada” por el hemisferio verbal como una conmoción en los cimientos de la vida del sujeto que puede acabar destruyendo su equilibrio... y de hecho lo logra, justamente porque la tristeza razonable y pasajera fue “interpretada” como una debilidad general e insanable y convertida así en una infelicidad tan profunda como radical y proyectada hacia un futuro interminable.

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El hemisferio izquierdo está tan preocupado por la salud del sujeto, tan temeroso del qué dirán y de todos los peligros, tan preocupado por el futuro y los intereses del yo... que pone a menudo al sujeto en las peores dificultades.

Y así llegamos al punto nodal donde la neurología se conecta con el Camino Total. Porque se ve ahora cómo el hemisferio que organiza las búsquedas, que persigue las metas, defiende los intereses, conserva la coherencia” del yo activo, y “racionaliza” los estados de ánimo y la conducta del sujeto, alejándolo a menudo de la vida y su verdad... debe ser forzosamente el hemisferio que reciba las recompensas y perciba el placer. En la búsqueda del placer y la defensa de los intereses y los “provechos”, el hemisferio izquierdo termina indefectiblemente rechazando la percepción del dolor y las sensaciones displacenteras, que se refugian entonces en el hemisferio que queda, el derecho. Esta división del trabajo afectivo entre los hemisferios cerebrales fue descubierta hace ya más de medio siglo, cuando se comprobaron los efectos opuestos que tenía sobre el ánimo del sujeto la aplicación alternada de anestesia sobre cada uno de ellos. Se aplicaba alternativamente anestesia a uno y otro hemisferio (y a menudo se lo sigue haciendo) antes de las operaciones de cerebro para poder detectar en cuál de ellos tenía el paciente localizadas sus diferentes funciones, ya que todo lo que hemos dicho en cuanto localización se cumple solo para la gran mayoría (más del 90% en el caso del lenguaje) de las personas, no para todas. Si el sujeto perdía el habla durante los cinco minutos en que su cerebro izquierdo estaba anestesiado (la prueba es peligrosa y no se prolonga más de ese tiempo), quedaba demostrado que la localización de sus funciones neurológicas seguía el patrón corriente y el cirujano sabía a

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qué atenerse en cuanto a los centros que podían ser dañados por el bisturí al efectuar la intervención. Pero la sorpresa llegó cuando los cirujanos comprobaron que además de paralizar las funciones cognitivas y motrices de cada hemisferio la anestesia tenía un efecto completamente inesperado sobre la emotividad: cuando se la aplicaba al hemisferio derecho (dejando la vida psíquica restringida al hemisferio opuesto) los pacientes entraban en un estado de euforia y de placer sin causa aparente, y cuando el anestesiado era el hemisferio izquierdo la gran mayoría de las personas se sumían en una inexplicable depresión y malestar. Posteriormente se demostró de muchas distintas maneras –especialmente mediante registros encefalográficos durante la contemplación de videos de características emotivas contrapuestas– que esa división del trabajo es consistente y afecta a todas las emociones, en lo que ellas tienen de agradable o desagradable, de estimulador de un acercamiento por parte del sujeto o de un alejamiento. En cambio cuando se trata de emociones “agridulces”, es decir, que generan sentimientos mezclados en el sujeto, con acercamiento y rechazo simultáneos, ambos hemisferios participan con parejo grado de actividad en la percepción y elaboración de la información. Un film triste, por ejemplo, no genera una percepción asimétrica sino pareja en términos hemisféricos, con grados de actividad similares en ambos lados, porque la tristeza no produce solo rechazo sino también acercamiento. Pero uno con escenas repugnantes o brutales sí es percibido preferentemente con el hemisferio derecho. Ya en tiempos más recientes los experimentos con anestesia alternada en los hemisferios cerebrales se complicaron hasta poner en evidencia tanto la especialización de cada uno en la percepción de lo positivo y lo negativo como la vinculación del derecho a la vivencia espontánea y la inclinación del

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izquierdo a la racionalización de los afectos para satisfacer la opinión social, los impulsos morales o simplemente el afán de explicación por medios simples de lo que no puede ser explicado de esa manera. En un experimento de 1990, se solicitó a los sujetos que relataran experiencias de su vida que los hubieran impactado especialmente en el pasado. Luego se les anestesió alternativamente ambos hemisferios como parte de pruebas prequirúrgicas. Se les volvió a solicitar que hicieran el relato de aquellas experiencias impactantes de su vida cuando tuvieron anestesiado el hemisferio izquierdo, y nuevamente cuando el hemisferio era el derecho. En casi todos los casos, el relato con el hemisferio izquierdo anestesiado fue tremendamente vívido, y lleno de expresiones como “fue la experiencia más terrible de mi vida” (en general se trataba de accidentes, separaciones u otras conmociones afectivas), evidenciando claramente la sensibilidad libre y espontánea del hemisferio derecho (el único que quedaba funcionando) para los procesos afectivos. Pero cuando luego se anestesiaba ese hemisferio derecho y el paciente operaba solo con el izquierdo el relato se volvía tremendamente frío, racional y desprovisto de toda intensidad afectiva, llegando a la banalización de hechos que antes habían sido narrados como tremendamente impactantes. Las frases sobre el “espanto”, la “conmoción” o el “terror” que habían sufrido eran sustituidas por expresiones como “me preocupó”, “me inquietó”, “tuve un poco de miedo”, y los sujetos no reconocían como propias las frases que habían pronunciado cuando el hemisferio anestesiado era el otro. Eso a pesar de que la memoria de todos los detalles se conservaba de manera idéntica en todos los relatos, anteriores y posteriores a las dos anestesias.

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A primera vista puede parecer que la especialización del hemisferio derecho en la percepción de lo doloroso o desagradable se contradice con la preeminencia de esa parte del cerebro en las actividades creativas. Pero en realidad la definición misma que suele usarse para caracterizar la inteligencia –la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas o de resolver problemas– incluye intrínsecamente el concepto de dificultad, de novedad desagradable, de obstáculo, y por lo tanto de dolor, aunque se trata obviamente de dificultad, obstáculo y dolor a superar por medio de la acción o la mente. Incluso es interesante comprobar que un alto grado de asimetría cerebral en el campo afectivo (es decir, una neta división del trabajo entre los hemisferios) se revela en las experiencias de laboratorio como típica de los sujetos que tienen una actitud más “positiva” y “optimista” ante la vida, y responden a un patrón de conducta que se considera habitualmente como más “sano”. Ante un film “desagradable”, esos sujetos responderán con un grado de actividad cerebral menos intenso que los sujetos “negativos”, pero esa menor actividad cerebral la tendrán claramente concentrada en el hemisferio derecho. Mientras que los sujetos “negativos”, “pesimistas” o depresivos, que vivirán en términos electroencefalográficos una verdadera conmoción ante el film, tendrán una distribución mucho más simétrica de su reacción, es decir, presentarán esa masiva actividad cerebral distribuida de manera más o menos uniforme entre los dos hemisferios. Esto es curioso porque los sujetos “negativos” presentan en realidad desde la más temprana infancia (existen registros de bebés de 10 meses) una actividad cerebral más intensa en el hemisferio derecho que en el izquierdo cuando están descansando o no están atentos a ningún estímulo particular del medio, lo que demuestra una clara dominancia del primero sobre el segundo como sustrato de la actividad espontánea

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de esas personas. Pero cuando deberían concentrar exclusivamente en ese hemisferio la percepción de lo desagradable no lo hacen. Como se trata de sujetos con tendencia a la hipersensibilidad y la hiperafectividad, se puede colegir que lo que hacen en realidad es percibir como los sujetos “positivos” el film con el hemisferio derecho, pero defendiéndose simultáneamente con el izquierdo de la conmoción que esa percepción les produce. De ahí que ambos hemisferios presenten en ellos un grado similar y simultáneo de hiperactividad ante los estímulos negativos. El Camino Total, que como el zen es el arte de la aniquilación de las defensas del yo, logra exponer al hemisferio derecho “desnudo” y sin protección alguna del hemisferio izquierdo a las inclemencias de la vida, y de esa forma es el propio hemisferio derecho el que de algún modo se “cauteriza” con el fuego de su propia emoción, y aprende a navegar en las aguas del dolor, la tristeza o la depresión, que es sinónimo de dominarlas. El Camino Total, que como el zen inhibe el yo activo, la palabra y el lenguaje, bloquea momentáneamente el hemisferio izquierdo y hace que una persona hipersensible transforme su condena –la actividad anormalmente intensa del hemisferio derecho– en lo que debe ser: la fuente de una creatividad inusualmente elevada. El Camino Total entrena al sujeto para que al vivir una sensación desagradable no se defienda contra ella “pensando” (con el hemisferio izquierdo) cosas como “esto ya va a pasar”, “a otros también les va mal”, “Dios me va a recompensar por este sufrimiento”, “tal vez la situación no es tan mala como yo la veo”, “tengo que hablar con mis amigos a ver si ellos me convencen de que no es tan dramático lo que me pasó o al menos me compadecen”, “esto es una injusticia, yo sufro pero sufro como justo y santo, por eso ya no

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sufro tanto”. También lo entrena para que en esas circunstancias no fantesee (con ambos hemisferios) algún paraíso donde recibirá consuelos por su sufrimiento actual. En el Camino Total, como en el zen, los afectos, las sensaciones y las percepciones, que tienen tendencia a procesarse predominantemente en el hemisferio derecho, se viven despojadas, desnudas de cualquier interferencia racionalizadora, y en su pura existencia presente, sin proyección de futuro ni rumiación del pasado (es decir, sin interferencia del hemisferio izquierdo), y solo cuando el hemisferio derecho ha logrado dominar bien su trabajo, el trabajo del sentimiento y del presente, surge espontáneamente una comunicación interhemisférica auténticamente creadora capaz de intuir y elaborar también de manera integral (racional y afectiva) el pasado y el futuro.

El instrumento privilegiado de esa comunicación interhemisférica más fluida es la atención, llamada en el lenguaje corriente “concentración mental”. Las investigaciones recientes demuestran que al menos la atención visual está claramente dominada por el hemisferio derecho, pues es en él donde se registra mayor actividad cuando los sujetos ven aparecer por ejemplo luces que se encienden sorpresivamente en distintos puntos de una pantalla en la que han concentrado la mirada. Además, los daños en la atención son mucho mayores en pacientes que sufren lesiones en el hemisferio derecho que en el izquierdo. No existen experiencias para testear la atención de varios sentidos a la vez. Pero es muy probable que la atención visual arrastre consigo a las otras formas de atención hacia centros de comando ubicados en el hemisferio derecho, al menos en lo que respecta a las formas de atención no auditiva sino táctil, corporal e intelectual. En un artículo dedicado a

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las alteraciones de la atención, en el que se defiende la tesis del dominio del hemisferio derecho sobre esa facultad, el neurólogo Marcel Mesulam sostiene: El despliegue efectivo de la atención requiere un juego flexible entre una concentración intensa, una inhibición de la distracción y la capacidad de cambiar el foco de la conciencia de un punto a otro de acuerdo con las necesidades interiores, la experiencia pasada y la realidad exterior. El objeto de la atención no siempre es un hecho sensorial en el espacio externo sino que puede incluir hebras de pensamiento o incluso secuencias de movimientos que forman parte de una destreza adquirida... Uno no puede sino coincidir con Sherrington en que “la cúspide de la integración mental parece ser la atención”, y con Ferrier en que “los poderes intelectuales y reflexivos se manifiestan en proporción al desarrollo de la facultad de la atención”.

Esa “cúspide” de la integración mental, ese “foco de la conciencia”, es el lugar vacío que debe estar siempre “limpio de toda huella”, como diría Shunryu Suzuki, como un “espejo sin mancha”, dispuesto a reflejar el mundo interior y exterior según las necesidades de cada momento. Con su ejercitación sistemática en la búsqueda del vacío, el zen constituye la única corriente intelectual importante del mundo dedicada exclusivamente al desarrollo de la concentración mental, de esa facultad “integradora” de las divididas capacidades del cerebro humano. Para tener una idea de cuán crucial es esa función integradora de la atención hay que saber que nada, absolutamente nada de lo que se realiza en un cerebro, sea del hombre o de cualquier otro mamífero, puede efectuarse mediante la activación de una sola zona neuronal aislada, por la sencilla razón de

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que no existen neuronas “generalistas”, capaces de cumplir al menos una sola función psíquica completa por sí mismas. Todas las neuronas tienen un grado de especialización tan asombroso que evoca la famosa estupidez del moderno tecnócrata que no puede moverse fuera de su área específica, solo que para la neurona el área específica es tan minúscula que desafía la credulidad del lego. Tomemos como ejemplo la visión. No existen neuronas que perciban el mundo tal como nosotros lo vemos. Tanto en la retina del ojo como en la zona visual (occipital) del cerebro solo hay neuronas capaces de percibir y procesar aspectos aislados del mundo, propiedades particulares de los objetos. Las neuronas sensibles al color no perciben el movimiento. Las que ven y procesan el movimiento lo perciben todo en blanco y negro. Pero además, ni siquiera perciben todo el movimiento: unas detectan el movimiento vertical, otras solo el que se desarrolla en el otro eje de coordenadas, el horizontal. Todo esto se intuía ya antes de que las modernas tecnologías permitieran comprobarlo fehacientemente, porque con distintas lesiones restringidas a áreas determinadas de la parte posterior (occipital) del cerebro hubo siempre pacientes incapaces de distinguir colores, por ejemplo, o pacientes que solo pueden distinguir los objetos cuando están en movimiento, lo cual los obliga a mover ellos la cabeza sin cesar cuando quieren percibir objetos estáticos. Hasta ahora permanece en un misterio total el mecanismo por el cual el cerebro normal logra identificar que tal objeto percibido por unas neuronas como verde es el mismo que otras neuronas ven moviéndose como una mancha negra de izquierda a derecha, y el mismo que otras neuronas ven desplazándose al mismo tiempo de arriba a abajo, por ejemplo, si se trata de un objeto cayendo diagonalmente. En realidad, es simplemente un misterio cómo surge la percepción misma de un objeto único aun considerando solo las neuronas que trabajan el blanco y

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negro, por ejemplo, porque ellas solo distinguen porciones separadas. Para explicar el fenómeno de la percepción unificada se ha recurrido incluso –como veremos en otro capítulo– a la teoría cuántica, y menos audazmente al hecho de que las neuronas que perciben un mismo objeto están próximas entre sí y por eso emiten señales eléctricas de la misma frecuencia. Del mismo modo, las emociones, la ira, el placer, la ansiedad, el dolor, la tristeza, tienen localizaciones bien diferenciadas dentro del cerebro, como la visión, pero también como ella se conforman de infinidad de procesos disociados en los que intervienen no solo conexiones neuronales sino también transmisiones químicas. Cada neurona de cualquier parte del organismo transmite dentro de ella la información mediante impulsos eléctricos que viajan a través de un larguísimo conducto llamado “axón”, una prolongación del propio cuerpo de la neurona, pero para comunicarse con otra neurona recurre a transmisores químicos, como la noradrenalina, la adrenalina, la dopamina, la serotonina, la acetilcolina o el atp, para nombrar solo los más importantes de entre las decenas que existen. Si a un perro se le estimula eléctricamente mediante un electrodo una porción del cerebro que se llama amígdala (nada que ver con la amígdala de la garganta), tendrá una reacción inmediata de ira. Pero también se puede facilitar su inclinación a la ira administrándole en la sangre los transmisores químicos que intervienen –dentro y fuera de la amígdala– en los circuitos de la ira, lo que lo volverá propenso a las rabietas. En eso se basa la farmacología moderna para combatir la ansiedad, la depresión, la aceleración delirante del pensamiento y otros procesos mediante la administración de sustancias potenciadoras o inhibidoras de los neurotransmisores. La amígdala y toda una serie de centros neuronales que regulan la afectividad y la vida instintiva (en oposición a lo cognitivo o intelectual) no están ubicados en la corteza cerebral

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sino dentro de cada hemisferio, por debajo de la corteza, en núcleos de materia gris encastrados en la materia blanca, y en las dos caras de la corteza de cada hemisferio que mira al otro, llamada corteza límbica. En particular, uno de los centros no corticales, los tálamos (uno dentro de cada hemisferio) regulan la atención. Puede decirse que el zen es un esfuerzo por concentrar la atención dentro de la atención misma (lo que es equivalente a vaciar la conciencia), es decir, en el centro del cerebro, lejos de la corteza donde están almacenados recuerdos o saberes, para dejar que el resto de las partes del cerebro operen automáticamente. Por eso mismo, en el Camino Total, puede ser útil esforzarse en desplazar hacia el centro de la cabeza las sensaciones (provenientes de las meninges) dolorosas o consistentes en simples presiones que se sienten como si provinieran de la corteza. Eso ayuda a menudo a frenar el pensamiento y la actividad cortical, aunque como truco tal vez no tenga nada que ver con lo que realmente ocurre con el flujo sanguíneo o la actividad neuronal cuando uno tiene éxito. En cualquier caso, basta con el mero esfuerzo. El dolor no logra ser realmente desplazado hacia el centro de la cabeza más que en muy escasa medida y solo después de muchas semanas de práctica. Pero ese “bombeo” como el de un acelerador que se aprieta y se suelta hacia el centro de la cabeza ayuda a los fines de la concentración de todos modos.

De modo que la división del trabajo psíquico, perceptivo y motriz del sistema nervioso no se reduce a la separación entre hemisferio izquierdo y hemisferio derecho. Todo en el sistema nervioso es división, especialización, separación, de ahí la función crucial de la atención como máximo –y tal vez único– nivel integrador. El zen es un esfuerzo metódico y gigantesco para dejar el espejo de la atención siempre limpio y dispuesto

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a recibir lo que de verdad tenga por decir el entorno exterior y el mundo interior del sujeto. Es una alerta pasiva, centrada en la percepción, que es la función predominante del hemisferio derecho, mientras que se deja a la motricidad operar de la manera más automática posible, es decir, con cierta reducción de la actividad del hemisferio izquierdo aun en ese dominio de su jurisdicción. Con su inhibición del lenguaje interior e incluso de toda forma de pensamiento, el zen le permite al hemisferio derecho decir por primera vez su palabra muda pero elocuente en la conciencia del sujeto. Justamente porque reduce la conciencia a su estado puro: a la atención, vacía, alerta a lo que surja espontáneamente, dispuesta a recibir lo que la dividida arquitectura neuronal del hombre pueda querer decirle, móvil y ágil para ocuparse de cualquier tarea. Mesulam advierte en la cita mencionada que la atención requiere de una inhibición de los factores distractivos. Ninguna mejor forma de inhibir esos factores que la búsqueda del vacío. A su vez, el Camino Total potencia el esfuerzo del zen al sustituir como instrumento de la búsqueda del vacío la concentración en la respiración por la concentración en el dolor, y en las sensaciones desagradables y los obstáculos de la acción, que también son un dominio preferente del hemisferio derecho, y al promover –en el hemisferio izquierdo– una inhibición más tenaz de toda actitud activa mediante el “músculo mental” de interrumpir pensamientos. La concentración de tipo netamente pasivo en la percepción promueve el automatismo no solo en el hemisferio derecho, que está más especializado en la ejecución de los hábitos motores aprendidos, sino también en el izquierdo, sede preferente de las funciones racionales. Esto se debe a que en realidad el procesamiento “en paralelo” o simultáneo, que predomina en el hemisferio derecho y que es necesario para los procesos psíquicos automáticos, no es exclusivo de él.

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Las especializaciones cerebrales son bastante netas, claras y deben ser comprendidas antes de tener una imagen global de cómo funciona el cerebro. Pero en realidad todo es un poco más complejo, como siempre. Hasta el cruzamiento de los haces nerviosos no es en general completo: una minoría de vías nerviosas no se cruzan e inervan por lo tanto el mismo lado del hemisferio con el que se conectan. Se cree que cumplen tal vez funciones de coordinación, aunque no bastan para mantener por sí mismas las funciones específicas en caso de que sea lesionada la vía principal, cruzada. Una demostración de procesamiento paralelo en el hemisferio izquierdo es el fenómeno de tener una palabra “en la punta de la lengua”. Ocurre con palabras comunes y con apellidos o nombres propios, pero también puede darse con números, todos elementos “almacenados” en los llamados “engramas” de la memoria del hemisferio izquierdo. Ponemos entre comillas lo de almacenados, porque hoy se piensa que no existe siquiera tal cosa como una determinada palabra almacenada en un lugar del cerebro, sino redes de propiedades que se cruzan en un punto para dar lugar a un “engrama” a partir del cual el sujeto puede producir interiormente o pronunciar la palabra de que se trate. Esos “engramas” sí tienen una localización asombrosamente precisa: los sustantivos en un lugar, los verbos en otro, los que gobiernan la reglas sintácticas en otro, etc. Siempre en el hemisferio izquierdo (de ahí la afasia en caso de anestesia o lesión en esa zona). Con palabras de Mesulam: El fenómeno de la palabra “en la punta de la lengua” demuestra que la interfase (coincidencia) entre idea y palabra ocurre a través de aproximaciones paralelas (a lo largo de dimensiones como la longitud de la palabra o el sonido inicial) hasta que se logra el mejor ajuste en relación al sentido.

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En efecto, cuando uno tiene una palabra “en la punta de la lengua” siente que “intuye” el largo de la palabra, y la presencia de algunas letras en ella, o la vaga forma que tiene su sonido completo, u otra propiedad cualquiera de ella, como si los engramas de las palabras consistieran en propiedades bien separadas, similares a las que intervienen en la fisiología de la visión (neuronas para el movimiento, el color, etc.), que se procesan “en paralelo”, es decir, simultánea e independientemente unas de otras. No es el procesamiento secuencial que interviene en la articulación de una frase, pero demuestra estar presente como aquel en el hemisferio izquierdo (sede del lenguaje) y no solo en el derecho, aunque no con el mismo peso en ambos. Como el procesamiento en paralelo solo puede funcionar al margen de la conciencia y de toda intervención activa del sujeto, la única forma de contribuir a que el cerebro pueda encontrar la famosa palabra que está “en la punta de la lengua” es –para la persona no entrenada– distraerse un poco y cesar la búsqueda, y para el iniciado en el zen, buscar el vacío, del que surgirá inevitablemente la palabra anhelada, de inmediato o al menos más rápido que con una mera distracción. Si uno intenta en cambio insistir en la búsqueda dirigida, lo único que logrará es alejarse indefinidamente de la meta, pero sintiendo paradójicamente que uno se acerca, justamente porque uno está rastreando en verdad una de las propiedades que deben ser procesadas simultáneamente para dar con la palabra, pero no las otras. Así, típicamente, uno puede evocar infinidad de nombres que no tienen mucho que ver entre sí como González, Sedola, Pensola y creer que si se los recordó fue porque el apellido que uno busca tiene una “l” en la tercera sílaba. Pero finalmente, cuando el apellido aparece resulta que es Poladero, que no tiene tres sino cuatro sílabas, y que participa de un engrama común con los otros tres nombres solo por una razón

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ya imposible de discernir (por ejemplo, tener una primera “o” que al sujeto le suena especialmente inusual y hace evocar toda otra “o” que por alguna razón sea también atípica o notoria para el sujeto), porque el verdadero motivo resulta de un cruce de engramas, no de una sola variable.

Al buscar colocar el cerebro en “función automática” tanto como sea posible, el zen y el Camino Total sacan partido a fondo de la capacidad de procesamiento paralelo de ambos hemisferios y también de la contribución del órgano por excelencia del aprendizaje automático, que no es ninguno de los hemisferios cerebrales sino otro órgano, de superficie casi tan grande como la del cerebro pero de funciones hasta hace poco tiempo totalmente desconocidas: el cerebelo, una especie de piña muy arrugada (de ahí su superficie) ubicada por debajo de la zona posterior del cerebro. La potencia neuronal está más vinculada con la superficie que con el volumen, pues la superficie (materia gris) aloja los cuerpos neuronales, el interior, los axones (sustancia blanca). Para aprender una habilidad motriz –como las del tenis, o la conducción de vehículos– el cerebro no trabaja en verdad sobre los movimientos reales del brazo y el cuerpo, sino sobre un modelo de esos movimientos (o de las sensaciones interiores que ese movimiento provoca) que se deposita y perfecciona en el cerebelo, y al que a veces se llama “objeto-control”. Al comienzo se pensó que eso se refería solo a las habilidades y los automatismos motrices. Pero con las modernas tecnologías (el pet) se descubrió que no hay actividad intelectual, verbal o no, que no comporte una componente automática básica, es decir, que no active el cerebelo. El neurólogo japonés M. Ito lo expresó así, al resumir un artículo suyo sobre el tema:

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Nuestro conocimiento del cerebelo como sistema ha avanzado y facilitado la concepción de un modelo del cerebelo como una compleja máquina de aprender. El cerebelo adquiere y retiene la dinámica, o la dinámica inversa, de un objeto-control mediante aprendizaje. Al usar esta “memoria dinámica” permite la ejecución de los movimientos aprendidos de manera automática, precisa y fluida. Sostenemos que este principio de control también puede aplicarse a los mecanismos cerebrales que intervienen en el pensamiento humano, en el cual las ideas y los conceptos son “manipulados”, al modo de los miembros del cuerpo durante el movimiento. Finalmente, el esquema del sistema de control del cerebelo será generalizado para abarcar el conjunto del comportamiento aprendido, incluyendo los movimientos y los pensamientos.

Como vemos, Einstein no estaba tan errado al sentir que en su pensamiento intervenía “algún elemento de tipo muscular”. Hoy el pet permite comprobar que algo similar pasa con todas las personas: todas evidencian un trabajo “manipulativo” de los conceptos y las ideas mediante la activación del cerebelo, pues en todas se “enciende” ese órgano en las tomografías de emisión de positrones cuando realizan cualquier actividad puramente mental. Esto es crucial para entender el rol de la ejercitación en el desarrollo intelectual, ya que el cerebelo es el órgano especializado en aprender movimientos y destrezas manuales mediante la ejercitación, la repetición reiterada, y ahora revela sorprendentemente jugar un rol también constante en toda actividad intelectual. Reproduzcamos una vez más la cita de Einstein porque también sirve para ilustrar ese aspecto del trabajo intelectual que ahora aparece vinculado al cerebelo: A) No parece que las palabras o el lenguaje, tanto escrito como hablado, desempeñen algún papel en el mecanismo del

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pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen servir como elementos del pensamiento son ciertos signos e imágenes más o menos claras que pueden ser reproducidas y combinadas “voluntariamente”. Naturalmente existe una conexión entre estos elementos y los conceptos lógicos derivados de ellas. Es evidente, por tanto, que el deseo de llegar finalmente a unos conceptos lógicos conexos es la base emotiva de este juego más bien impreciso con los elementos antes mencionados. Pero, desde un punto de vista psicológico, este juego combinatorio parece ser la característica esencial del pensamiento productivo: al comienzo no hay conexión con la construcción lógica con palabras u otros tipos de signos que pueden ser comunicados a los demás. B) En mi caso, los elementos mencionados anteriormente son de tipo visual y alguno de tipo muscular. Las palabras convencionales y otros signos deben ser buscados con fatiga solo en una segunda fase, cuando el juego asociativo al que me he referido está suficientemente estabilizado y puede ser reproducido cuando se desea...

El “juego asociativo” al que se refiere Einstein y la “manipulación” de ideas y conceptos de Ito ilustran el hecho de que también en el pensamiento existe la ejercitación, la destreza adquirida mediante la reiteración de un “juego”, de un movimiento mental con los conceptos –o sensaciones, etc.– que puede ser convertido eventualmente en automático, como el golpe de un tenista. O mejor dicho que “debe” ser convertido en automático, pues el pensamiento solo se vuelve comunicable “cuando el juego al que me he referido está suficientemente estabilizado y puede ser reproducido cuando se desea...”. El concepto de repetición, de ejercitación en busca del automatismo, es entonces útil no solo para los aprendizajes motrices, sino también cognitivos y afectivos. Para el zen, en el seno de la ejercitación, el automatismo se logra cuando además de la repetición constante se realiza el esfuerzo de bloquear el

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pensamiento consciente y la participación de los centros cerebrales superiores en la acción, sea esta intelectual o exterior. Pero por supuesto, para que ese esfuerzo tenga sentido toda la vida debe ser concebida como una mera ejercitación. Un entrenamiento para una meta inexistente. Dice Dürkeim hablando de Japón: Un japonés lleno de edad y sabiduría me dijo en cierta ocasión: “Para que una cosa adquiera relevancia religiosa, solo necesita ser sencilla y repetible”. ¡Sencilla y repetible! Toda nuestra vida cotidiana está llena de cosas sencillas y repetibles. Consideramos nuestras acciones tan sencillas y tantas veces repetidas de cada día como una condición y requisito de nuestros logros propiamente dichos. “También” lo son para el japonés. Pero para él se convierten además en oportunidades de experimentar lo “auténtico y verdadero”. Adquiere de nuevo conciencia de sus automatismos inconscientes, y los convierte en objeto de “ejercicio para la experimentación de la armonía” y también del ejercicio de un estado del propio yo, en el que esta experiencia de la armonía y su custodia pasan a ser el “leitmotiv” de toda su vida. Las cosas más normales del mundo son para el japonés objeto de ejercicio propio: andar, permanecer de pie, sentarse, respirar, comer y beber, escribir, hablar y cantar. También son ocasión de ejercicio las “artes”, teniendo en cuenta que los ejercicios para una obra especial solo son oportunidades diversas del ejercicio para un camino: el camino del hombre, el camino de la madurez, el camino del Tao... quizá sea la señal más característica de la cultura japonesa el convertir todas las funciones ordinarias en objeto de un ejercicio.

En cuanto a los aspectos afectivos, la relación de uno con la angustia, la ansiedad, la depresión, la soledad, el insomnio, o cualquiera de los problemas básicos que uno tenga se transforma

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radicalmente cuando uno ve esos obstáculos como un objeto de ejercitación, y no como algo que pueda ser superado mágicamente mediante alguna idea brillante que se le va a ocurrir en algún momento a uno, o al psicoanalista, o la tarotista de uno. Es simplemente entender el sufrimiento también como un objeto de entrenamiento, que uno acabará por dominar tanto más pronto cuanto más automático sea el proceso y más inmersa esté la mente de uno en su centro, su vacío, sin imponerle uno más meta que la de encarar esas sensaciones de frente, sin huir de ellas, y sin interrumpir el curso de nuestras acciones. Una vez más, Dürkheim insiste: La educación japonesa, a base de ejercicio, es siempre una educación para la muerte; supone siempre aprender a dejar morir una y otra vez al diminuto yo. Un japonés me dijo en cierta ocasión: “Vuestra educación está relacionada casi exclusivamente con esta vida. Nuestra educación para la vida pasa siempre por la educación para la muerte”.

Para el ser humano morir es dejar de pensar, de fantasear, de devanear, de alimentar el ego, el “pequeño yo”, la “pequeña mente”. Es renunciar a anticipar las metas o a rumiar el pasado. Por eso aprender a morir en el pensamiento, a inhibir el yo activo, es en realidad aprender a vivir, a dejarse invadir por el entorno exterior e interior. Es conocer los impulsos más profundos de uno y disfrutar a cada instante del espectáculo que nos ofrece la vida, antes de interpretarla, analizarla, disecarla y racionalizarla. Recíprocamente, aprender a vivir por el camino del zen es aprender a morir. La mejor ilustración de esto es la siguiente anécdota relatada en el libro La psicología del samurái, de R. Frager:

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El maestro de té fue desafiado a un duelo por un ronin sin escrúpulos, que trataba de asustarle y sacarle dinero por la fuerza. Al no haber manera de rehusar con honor, el maestro del té decidió tener una muerte digna. Visitó a un maestro de esgrima, vecino, y pidió al espadachín que le enseñase el arte de morir. “Tienes una petición incomparable –replicó el profesor–, me hará feliz satisfacer tu deseo. Pero primero, sírveme una taza de té, por favor”. El maestro del té estaba contentísimo de hacer té para el maestro de esgrima, porque muy probablemente esta sería su última oportunidad de practicar su arte. Olvidándose completamente del duelo, el maestro del té procedió a preparar el té como si esto fuese todo lo que le interesase seriamente en ese momento. El espadachín estaba profundamente impresionado por su estado de concentración, del que habían sido suprimidas todas las agitaciones superficiales de conciencia. Y exclamó: “¡Eso es! No hay necesidad de que aprendas el arte de la muerte. Tu estado de ánimo presente es suficiente para enfrentarte con cualquier espadachín. Cuando veas a tu ronin, haz esto: primero, piensa que vas a servir té para un huésped. Salúdale cortésmente disculpándote por el retraso y dile que ya estás listo para la contienda. Quítate tu abrigo, dóblalo cuidadosamente y luego pon tu abanico sobre él, como cuando estás trabajando. Desenvaina tu espada, elévala sobre la cabeza, completamente preparado para derribar al contrincante, y pon en orden tus pensamientos para un combate. Cuando ataque, golpéale con tu espada. Probablemente acabaréis matándoos mutuamente”. El maestro del té agradeció al maestro de la espada sus instrucciones y regresó al lugar en el que había prometido encontrar a su oponente. Siguió escrupulosamente el consejo del espadachín con la misma actitud mental que cuando servía el té para sus amigos. Cuando, intrépidamente erguido ante el ronin, elevó su espada, el ronin vio ante sí una personalidad totalmente diferente. No vio ninguna abertura, porque el maestro del té se presentaba ahora

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ante él como la personificación de la audacia. Y arrojando su espada, se postró en el suelo y pidió perdón al maestro del té por su ruda conducta.

Por supuesto, solo en una leyenda puede uno aprender del día a la noche a plantarse ante la muerte con el mismo olvido de sí mismo con el que todo maestro de té cumple la ceremonia de su oficio. Pero se trata simplemente de comprender que el vacío que saca a luz lo mejor de cada uno es siempre el mismo, ante el té, ante la muerte, o ante una pila de platos que hay que lavar.

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Capítulo 12

Todo muy bonito. Concentración pasiva en la nada o en la percepción del entorno, dominada por el hemisferio derecho. Incorporación al procesamiento paralelo y automático de la mayor cantidad de actividad del sujeto. Mejor integración entre todas las partes del cerebro. Pensar desde el no-pensamiento. Oír la propia intuición. ¿Pero qué hacer cuando la vida se le derrumba a uno y los mil núcleos del cerebro se desbocan como un caballo espantado? ¿Qué hacer cuándo la máquina cerebral se nos escapa de la mano y rompe como una ramita seca nuestro “músculo mental”? ¿Qué hacer cuándo es imposible estarse parado ni sentado, y mucho menos sugerirle a la mente que nos dé un descanso? En el Camino Total el vacío, el espíritu del zen, el vaciamiento de imágenes y palabras, son la meta. Pero se reconoce que a menudo son tan difíciles de conseguir –y sobre todo de mantener– que por sí solos únicamente pueden traer paz en toda circunstancia a un monje enclaustrado, cuyo único estrés son los recuerdos del pasado. Por eso, a la concentración en el dolor y los obstáculos de la acción, y a la concentración en la percepción pasiva, el Camino Total suma pequeñas dosis de instrumentos “positivos” (recordemos que el zen es por

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definición negatividad en estado puro, es decir, poda y vaciamiento mental en busca de espontaneidad), destinados solo y exclusivamente a facilitar el ingreso a la actitud zen, y al vacío, cuando este resulta demasiado difícil de lograr debido a las circunstancias. Es decir, se trata de instrumentos positivos o activos “prepodados”, si se quiere, “autolimitados”, o simplemente “semipositivos”. En todas las técnicas de meditación surgidas del budismo se usa un elemento “semipositivo” escueto y “prepodado” que es de una utilidad asombrosa, considerando la simplicidad que tiene: la rotulación de los sentimientos para facilitar su identificación y su acceso a la conciencia. Si se quiere, es una forma de establecer una comunicación fluida entre el hemisferio izquierdo, del habla, y el derecho, de los sentimientos, durante el proceso de meditación, que siempre está comandado por el segundo. La “rotulación” promueve una participación controlada y subordinada del hemisferio izquierdo en la metabolización de los sentimientos, que es una jurisdicción preferente del otro hemisferio. Así la describe el psicólogo y monje budista Jack Kornfield, cuando la introduce como modo de encarar los deseos –como el de comer o hacer simplemente cualquier otra cosa– que obstaculizan el inicio de la meditación: Nuestro modo de trabajar con el deseo no es condenarlo sino volver la atención al estado mental de deseo, mirarlo y rotularlo “hambre, ansia”. De este modo podemos aprender a tener conciencia de estados mentales como el deseo en forma plena sin vernos atrapados por ellos, y encontrar el modo de observar con plena libertad de atención. Esto permite una comprensión real. Otro tanto sucede al trabajar con la ira, la aversión o el temor. Tal vez debamos observar ochenta veces el temor antes de que se nos haga familiar, o tal vez cien o doscientas veces. Pero si

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nos sentamos y cada vez que viene el temor registramos “temor, temor” y nos permitimos tener conciencia del temblor y del frío y del aliento que se detiene y las imágenes y nos quedamos con él, un día surgirá el temor y diremos: “¡Temor, temor, te conozco, eres muy familiar!”. Habrá cambiado toda la relación con el temor y lo veremos como un estado impersonal que aparece en la radio por un momento y pasa, y nos sentiremos más libres y más sabios en nuestra relación con él.

La rotulación es una especie de solución de compromiso –a medias positiva, a medias negativa– en la que se verbaliza la emoción pero solo mediante el sustantivo, sin permitirse uno pensar nada preciso sobre ella ni construir frases enteras que expresen algo más que la percepción de que la emoción está allí. Uno se limita a sentir la emoción, y el propio hecho de reconocerla verbalmente, de rotularla interiormente (no en voz alta), facilita la inmovilización de la emoción en la conciencia para que el cerebro pueda metabolizarla, reconocerla en toda su dimensión y asimilarla, que es lo que permitirá que la emoción termine desvaneciéndose sola, sin necesidad de expulsarla o reprimirla. Es como si el hemisferio izquierdo se diera por conforme con la rotulación y permitiera entonces al derecho hacer su trabajo sobre ella. El trabajo del hemisferio derecho sobre la emociones, sobre todo las desagradables, se parece en gran medida a un procesamiento puramente físico, mudo, en el cual la emoción, desprovista de sus imágenes y palabras habituales (excepto su rótulo), es convertida en puro malestar físico, en la cabeza y el resto del cuerpo, malestar que termina a su vez esfumándose, como se esfuma un dolor, un olor o cualquier sensación por efecto del acostumbramiento. En cambio, el pensamiento no se esfuma jamás, porque siempre entra en una cadena de asociaciones que lo mantiene vivo y lo refuerza. Si uno se

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deja tentar por el camino del pensamiento con la esperanza de “rebatir” argumentalmente una preocupación lo único que logra es reforzarla. El tratamiento cuasi “físico” de la emoción permite en cambio reanudar más tarde la reflexión sobre un problema cuando ya la parte emocional ha sido reducida a dimensiones manejables. Al comienzo –y en una situación crítica para el sujeto– ese tratamiento físico es casi la única elaboración que se realiza de las emociones. Pero posteriormente ese proceso se ve acompañado de vagas intuiciones o comprensiones puramente directas, veloces y muy poco expresables con palabras (y así de inexpresables deben permanecer), de lo que está ocurriendo en la mente de uno y con la situación. Ese trabajo es mucho más poderoso, profundo y veloz que la propia reflexión y vuelve a esta en gran medida superflua. Por supuesto la rotulación debe ser sincera y audaz. La angustia se llama angustia; la ansiedad, ansiedad; la envidia, envidia; el miedo, miedo; el sentimiento de inferioridad o autodesvalorización, inferioridad o autodesvalorización, y así sucesivamente. Sin eufemismos ni autoengaños. Si uno duda, lo mejor es adoptar inmediatamente el rótulo que uno estuvo a punto de rechazar por temor. Por ejemplo, si uno no está conforme con la rotulación “culpa”, porque no ve qué de culpógeno tiene la situación y le parece muy desagradable que fuese eso, es una razón excelente para usar justamente ese rótulo y ver qué pasa. Típicamente, cuando el rótulo usado es el correcto (aunque sea el que uno temía) uno siente al usarlo una súbita disminución de la ansiedad y de las sensaciones desagradables, pero no debe apresurarse a pasar a otro rótulo hasta que la calma sea profunda y ese rótulo parezca haber agotado su poder esclarecedor y tranquilizador, y su capacidad de facilitar el acceso al vacío. En cambio no hay peligro alguno de elegir un rótulo incorrecto, por la propia característica del método: uno no se deja

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llevar por pensamientos que refuercen artificialmente el efecto del rótulo (como no se deja llevar por ningún otro pensamiento), si este no es bueno simplemente no produce efecto alguno y uno lo cambia por otro hasta sentir íntimamente que ha acertado con la emoción que siente. El único efecto que uno debe tener en cuenta es el del rótulo por sí mismo, cualquier pensamiento que lo acompañe está de más. Si la calma no viene por la mera enunciación mental de la emoción en cuestión, se cambia el rótulo hasta obtener la sensación de haber dado en la tecla, y sentir algún efecto tranquilizador inmediato, en muy pocos segundos. Esto que parece magia, y que es tan viejo como el budismo o más, se corresponde rigurosamente con los hallazgos de la neurología moderna, que reconoce la existencia de centros y circuitos nerviosos tremendamente especializados para cada emoción, ninguno de los cuales está ubicado en la corteza cerebral propiamente dicha (neocortex), sede de las funciones superiores y simbólicas (ideas, pensamientos, recuerdos), sino en el sistema límbico, que es básicamente una maquinaria de canalización (hacia la corteza), procesamiento y “teñido afectivo” de los intercambios con el medio, a partir de las necesidades instintivas. Es decir, uno puede reconocer las emociones aun sin saber nada preciso de ellas. Uno puede llegar directamente a ellas, reconociendo las sensaciones internas tremendamente precisas que cada emoción implica a nivel químico y nervioso, sin necesidad de bucear en la enmarañada red de recuerdos, conceptos, ideas y palabras de la corteza cerebral. Uno puede tomar el atajo de la química cerebral del sistema límbico, que uno aprende a reconocer muy rápidamente cuando se entrena en la rotulación. Y cada vez que uno lo logra, el procesamiento detallado con conceptos precisos, con ideas o recuerdos de la corteza cerebral, viene poco tiempo después (segundos, minutos u horas) de manera puramente espontánea, sin necesidad de ningún

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rastreo o pesquisa racional (¿por qué me pasa esto?, ¿cómo es posible que me sienta así?, ¿qué desató esta crisis?, ¿de dónde me viene esta inesperada alegría?, etc.). Esto permite descansar la hiperexcitada corteza cerebral, que encuentra el plato de la “interpretación” ya servido o reducido a un simple rótulo, y hace al mismo tiempo fluida y ajustada (no sometida a gruesos errores típicos de la racionalización) la comunicación entre los dos hemisferios cerebrales. El psiquiatra japonés Yujiro Ikemi, lo dice así: En el hombre moderno, la actividad del neocórtex es dominante; y más dominante todavía es el funcionamiento del hemisferio izquierdo que tiende a suprimir el del hemisferio derecho. En otras palabras, a las señales emocionales y corporales que provienen del hemisferio derecho les cuesta llegar al hemisferio izquierdo por causa de la alexitimia (rechazo de los mensajes límbicos) y la alexisomia (rechazo de los mensajes del cuerpo) que debilitan los mensajes procedentes del hemisferio derecho. El hombre moderno tiende, pues, a debilitar su ser natural en provecho de su ser social... Se piensa que las leyes de la naturaleza se manifiestan cuando el predominio del hemisferio izquierdo acaba y las comunicaciones entre los dos hemisferios quedan restablecidas. Aquello que es captado intuitivamente por el hemisferio derecho a través de la sabiduría del cuerpo, se vuelve consciente en el hemisferio izquierdo.

Es muy común que en una situación de crisis y gran ansiedad frases enteras pretendan postularse como rótulos, en lugar de palabras simples. Por ejemplo, frases como “Esto me pasa porque...”, “Lo odio porque…”, “Tengo envidia porque...”. Pero uno debe probar velozmente hasta reducir cualquier frase o discurso a una sola palabra. De lo contrario uno tenderá a trabajar con el pensamiento, con las pretendidas

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explicaciones racionales, no con el sentimiento y el sistema límbico; y la meta del vacío, que guía todo esfuerzo zeniano, se alejará. Por supuesto, aunque la palabra sea una sola, lo que uno sentirá tendrá una complejidad a menudo enorme, capaz de exigir muchísimas frases para expresarse. Pero uno no busca expresar nada, y no lo expresará, ni lo “pensará”. Solo lo intuirá, y así la comprensión se irá enriqueciendo y añadiendo facetas muy disímiles, en lugar de rumiar y reforzar siempre la misma idea. Esto se basa en el hecho de que siempre, en todo proceso cognitivo, afectivo, perceptivo o motor, el cerebro de los mamíferos tiene una regla de hierro: nunca hay una sola vía nerviosa entre distintos núcleos neuronales, si un camino neuronal está bloqueado existe invariablemente otro o muchos otros que el cerebro tomará. Por eso, si en lugar de reforzar permanentemente un determinado engrama (red de recuerdos e ideas) vinculado a una emoción, uno mantiene –merced al rótulo o sin él– la emoción en la conciencia, sin imágenes, ni recuerdos ni pensamientos, esa emoción irá convocando intuiciones vinculadas a otros engramas, que terminarán diluyendo el peso traumático del primer engrama en un mar de conexiones muy diversificadas, y por eso mismo menos intensas o conflictivas. En cambio toda verbalización extensa, por más brillante o “interpretativa” que sea, tenderá a reforzar una línea muy restringida de conexiones (por las limitaciones que tiene el procesamiento lógico o secuencial), línea que aumentará el potencial traumático del hecho que provocó la emoción en cuestión o hará depender la superación de la crisis de la fe del sujeto en la “interpretación” dada. Si la fe en esa interpretación por cualquier razón tambalea, la crisis se reiniciará. Como todo método más o menos “positivo” o activo, la rotulación se desgasta tanto más cuanto más frecuente es su uso. En tal caso, en lugar de extender la palabra en una frase,

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de la rotulación puede sacarse en realidad una técnica aun más depurada, en la que meros sonidos o sílabas de los rótulos son evocados para mantener la concentración en una sensación o sentimiento dado, cuando se está por ejemplo en una crisis nerviosa que le impide a uno controlar la mente sin un apoyo de ese tipo. Si se está en una crisis muy aguda, o se ha pasado mucho tiempo sin dormir, aún puede uno ajustar todavía más la técnica a las necesidades: en lugar de usar sonidos extraídos de los rótulos uno puede eligir directamente sonidos (siempre “mentales”, nunca exteriorizados en voz alta) completamente arbitrarios que salgan de su interior. Cuando uno pasa un momento de desesperación o ansiedad incontrolable y no logra frenar la aceleración interior como para efectuar una rotulación, esos sonidos pueden ayudar a controlar las sensaciones desagradables interiores y producen un efecto muy similar al de los rótulos. De hecho, el extranjero que usa el yoga recurre a esa técnica, pues desconoce toda la mitología pintoresca y delirante que los hindúes atribuyen a sus sílabas “milagrosas”, como la célebre “Omm”. La mitología que usan los hindúes está de más, y hasta tal vez resta más de lo que añade a las sílabas como herramienta de concentración. Pues lo que vuelve útil las sílabas o los sonidos aislados es justamente la celeridad con que permiten seguir el curso descontrolado de los pensamientos y las sensaciones en una crisis nerviosa, por carecer de sentido y no evocar otra cosa que las incomprensibles sensaciones que se viven en esos momentos. Es como si uno expresara en “palabras” carentes de sentido emociones y sensaciones cuyo sentido por el momento es rigurosamente necesario dejar sin precisar. El vínculo establecido entre las sílabas y las sensaciones permite frenar el proceso del pensamiento, para luego poder percibir con alguna claridad lo que sube de las profundidades de uno, y poder entonces rotularlo y avanzar más en el control de la crisis. Es como establecer un

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vínculo entre los hemisferios cerebrales a partir de sus aportes más elementales: el hemisferio izquierdo con un lenguaje aun desprovisto de sentido y con su percepción de las consonantes, el derecho con su percepción de las vocales y sus sentimientos brutos, de los que uno renuncia incluso a captar cualquier precisión capaz de cuajar en un rótulo determinado. Por supuesto, debe mantenerse siempre presente que en la jerarquía de valores del zen, una técnica es tanto más valiosa cuanto menos añade a la conciencia, cuanto más simple y cercana a la instauración automática del vacío mental es. De forma que las sílabas sin sentido son preferibles a las que tienen sentido, las sílabas o sonidos extraídos de las palabras preferibles a las palabras enteras, y las palabras a las frases. Del mismo modo, en el Camino Total, la concentración muda de la mente en un dolor es lo más conveniente si se tiene un dolor. Pero si el dolor es tan insoportable que es difícil concentrarse en él y mantener la calma, para ayudarse uno puede recurrir a la palabra “dolor”, o “columna”, si lo que duele es la columna vertebral, o “muela”, “llaga”, “ardor”, en caso de que estas palabras se presten más al tipo de dolor que uno tiene. La rotulación es tremendamente útil cuando uno está haciendo una actividad física o mental mientras intenta controlar el dolor. El cuerpo y la mente juegan al tenis, por ejemplo, pero de manera automática, y la atención de la conciencia permanece todo el tiempo concentrada en esa “vértebra” que duele y que mencionamos constantemente en nuestra mente (no en voz alta) mientras le pegamos a la pelota para ayudarnos a mantener la sensaciones dolorosas de la columna permanentemente presentes en la conciencia. De la palabra “vértebra” tal vez se pase entonces a “ra” o un sonido vago e inexpresable que evoca lejanamente las sensaciones dolorosas de la columna. Y así, en pocos minutos las sensaciones irán desapareciendo, uno habrá olvidado completamente el dolor, y estará fundido con

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el juego como una máquina o un samurái en el combate. Exactamente lo mismo puede hacerse para lograr concentrarse en una lectura o un trabajo intelectual cuando se tiene un dolor insoportable o se atraviesa una crisis de angustia. En lugar de sustantivos también se pueden usar verbos, sobre todo en modo imperativo: “duela”, por ejemplo, si se trata de concentrarse en un dolor. Si uno siente que la cabeza o el corazón están por estallar, puede repetirse a sí mismo (siempre interiormente, en la mente): “estalle”, así, en modo imperativo, como una orden para que el órgano estalle, hasta que el dolor o la sensación de estallido desaparezcan. Esto tiene relación con el hecho de que cuando la concentración en un dolor o sensación desagradable es muy difícil por cualquier razón, puede ser útil agravar una pizca por unos segundos esa sensación, antes de pasar a una concentración pasiva, puramente perceptiva. Es como si uno corriera detrás del caballo del dolor galopante para tomar envión y montarlo de un salto, antes de cabalgar pegado indisolublemente a su montura, es decir, antes de fundirse en el dolor tal como él es, pasivamente y sin modificarlo en nada. Debe tenerse en cuenta sin embargo, que cuanto más breve y moderada sea esa pequeña ayuda activa para agravar el dolor mentalmente antes de subirnos a él, mejor será el resultado. Lo activo es ahí una mera muletilla para poder concentrar la percepción en el dolor, solo la posterior concentración pasiva, propia del hemisferio derecho, es la que logrará metabolizar ese dolor. En esto vale una ley de hierro que rige para todo uso de un método positivo dentro del Camino Total: si usted prolonga más de un justo tiempo el uso de una técnica positiva dada, esta se volverá en su contra impidiendo el posterior paso a la concentración pasiva y receptiva, y por lo tanto de ayuda, la técnica positiva se convertirá en estorbo. Usted seguirá repitiendo inútilmente “duela” –por ejemplo– sin lograr concentrar

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su mente en el dolor, sino dejándola estupidizarse con la repetición mecánica de ese verbo, sin sentir nada. Siempre es crucial detectar el momento preciso en que la verbalización interior cumplió su rol y ya empieza a funcionar la percepción precisa del obstáculo –dolor, sentimiento desagradable, etc.–. A partir de ese momento debe retornarse en seguida a la concentración pasiva, receptiva, en el puro sentimiento y en la pura sensación.

En el caso de una gran crisis provocada por un fracaso, una separación de pareja, la pérdida de un ser querido, etc., la rotulación es aún más útil como vía para mantener concentrada la mente en el dolor psíquico pero vacía de pensamiento, con el fin de que pueda terminar de realizarse el reacomodamiento mental requerido por la situación. Si uno está, por ejemplo, muy deprimido física y psíquicamente o con una crisis de angustia, uno necesita colocarse en la actitud reconcentrada y de muy baja energía que permita hacer la “elaboración del duelo” por la pérdida. En ese caso es tremendamente útil repetirse a sí mismo las palabras “luto”, “duelo” o “tristeza” mientras uno continúa haciendo absolutamente todas las cosas que tiene que hacer, y aun mientras uno se divierte, va a ver amigos o a bailar. Porque no se trata de desconocer la pérdida que uno ha sufrido, sino de esperar que el sistema nervioso se eleve por sí mismo lo más lentamente posible a un buen nivel de energía partiendo exactamente del bajísimo nivel requerido para el “duelo”, el único nivel en el que nuestro cerebro puede funcionar en ese momento sin tensiones ni divisiones internas demasiado conflictivas. Como siempre, será la propia acción –no uno mismo mediante el autobombo, la autoestima o la euforia narcisista– la que nos irá sacando de la situación de duelo –a veces en escasísimos segundos, otras veces en días o semanas– y nos irá elevando a niveles de energía conseguidos

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armónicamente, por cura interior, no simulados tensamente mediante la represión o el desconocimiento de nuestras llagas. Y una vez más, dentro del Camino Total la meta es siempre usar estos “trucos” o técnicas “positivas”, o más bien “semipositivas”, exclusivamente como instrumentos transitorios para momentos o períodos de descontrol, en que la situación supera la capacidad de aguante pasivo de nosotros. Tan pronto como se pueda, el objetivo es pasar a la búsqueda del vacío y la fusión con la acción usando meramente las sensaciones corporales, especialmente las de las meninges, que son la vía regia para controlar la actividad cerebral, sin intromisión del lenguaje o de imágenes, hasta llegar incluso a la pura concentración en la nada y la fusión con la acción sin siquiera el recurso de las sensaciones corporales. En la jerarquía del Camino Total, como en el zen, la apertura hacia el entorno y el mundo ocupan siempre el sitial más alto. De modo que si se necesitan ayudas adicionales, la primera que debe buscarse –antes de las “semipositivas”– es esa técnica “neutra” que consiste en pasar lo antes posible a la concentración pasiva en la visión del entorno para captar su belleza y sentirse uno meramente vivo.

Con todo, si uno está sumergido en una crisis en la que todo esfuerzo fracasa, hasta la propia búsqueda del vacío puede ser ayudada mediante la repetición interior de fórmulas verbales, como por ejemplo, “no pensar”, escandido sistemáticamente hasta que dé algún resultado, para pasar luego a un manejo del cerebro desde las sensaciones, es decir, desde el hemisferio derecho no bien estas emerjan en la conciencia gracias al bloqueo del pensamiento. Las fórmulas de ese tipo que se pueden usar son infinitas, pero todas deben tener la forma más breve y más cercana en su contenido al estado interior de uno. Por ejemplo, después de un golpe afectivo que

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lo ha dejado a uno sin fe absolutamente en nada, ni siquiera en el propio zen, el Camino Total, o lo que fuera, puede ser de una utilidad asombrosa repetirse todo el tiempo “Sin fe y sin metas” para alcanzar el vacío y conectarse con la acción en curso. Durante una crisis depresiva o de angustia tremendamente profunda, intentar resolver problemas matemáticos, realizar un aprendizaje cualquiera (bailar, manejar, pintar), o desarrollar cualquier rutina que parece ya imposible de realizar repitiéndose todo el tiempo mentalmente “Sin fe y sin metas” no solo le permitirá a usted cumplir todos los pasos necesarios de esas acciones sin dejarse llevar por la falta de resultados inmediatos sino que después de un breve tiempo le hará sentir como pocas técnicas la vida palpitando por debajo de toda la hojarasca cultural y psicológica de nuestro tiempo. Usted comprobará cómo la verdadera vida solo brota cuando uno ya no actúa con fe, sino llevado por sus propios músculos, sus nervios, sus huesos vivos, como el tigre corre, caza y come no por tener fe, ni creer en Dios, ni creerse el gran Narciso de la Autoestima, ni por sentirse más que otros tigres, sino por estar simplemente vivo, ni siquiera “lleno de vida”, tan solo vivo, y hasta quizá herido y con los días contados, pero vivo. Es muy difícil matar la vida. Es muy fácil dejarse llevar por ella hacia el cumplimiento de las funciones de la vida, si uno deja de aferrarse a las estupideces que le ofrecen en los escaparates de la fe y se entrega a ella, a la vida, sin fe, pero con toda el alma, como un suicida que no buscara matar su cuerpo sino su ego, su narcisismo y su fantasía. De una experiencia así el cuerpo y el sistema nervioso de uno salen fortalecidos como una roca. Tanto que después de esa uno puede pasar a fórmulas aún más radicales, si por cualquier razón se hace necesario. Uno puede repetirse entonces “Muerte”, “Muerte en vida”, “Muere”, “Negro”, “Suicidio”, como una exhortación a uno mismo para instalarse en esa

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sensación de muerte interior y matar así todo pensamiento en lugar de decirse “No pensar”. Entonces uno entiende por fin eso de “Deja que el moho crezca en tus labios... parécete a las cenizas muertas, a lo frío y exento de vida...”, e imbuido de la muerte del yo y del pensamiento se encontrará por primera vez con su propia vida, con su sangre y sus latidos, desnudos de ilusión y fantasía. Y saldrá de esa crisis hecho un granito. Pero por supuesto, siempre esas fórmulas tienen que adoptarse solo si surgen espontáneamente (la lectura de textos zen le apartorá a cualquiera una cantidad infinita de ellas que quedarán como reserva en la memoria, pero que no deben “memorizarse”) o si prenden a la primera, segunda o tercera vez que uno se las dice a sí mismo interiormente. Si no lo hacen, significa que no es ese el estado interior de uno en ese preciso momento de la crisis (puede que el verdadero sentimiento de uno sea en cambio el miedo, la envidia, o cualquier otro que no tenga nada que ver con el desamparo y la pérdida de fe en los sostenes de uno) y uno deberá de inmediato ensayar otras fórmulas o abandonar la búsqueda de muletillas. Jamás debe uno insistir con una de estas fórmulas solo porque dio resultado en el pasado ni por ninguna otra razón, pues de lo contrario uno se alejará de la propia verdad y mellará además para cualquier uso futuro las propias fórmulas.

Recordando que una de las principales vías naturales (“negativas” o “neutras”) para fortalecer la fusión con la acción y lograr el vacío es la concentración en las percepciones visuales del entorno y de los objetos que intervienen en la acción (sobre todo para captar la belleza que encierran pero no solo para eso) existe una pequeña muletilla “positiva” que puede facilitar en situaciones de crisis, y que consiste en nombrar los objetos, colores o aspectos que pueden servirnos para avanzar

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en la concentración. Por ejemplo, si uno se hace una escapada hacia un bosque, hacia el verde, o hacia el mar para distenderse en medio de una crisis, es muy probable que le sea tremendamente difícil disfrutar suficientemente del paisaje y olvidar las tensiones que motivaron el viaje. En ese caso es sumamente útil nombrar el cielo, el verde, las hojas, el pasto, los colores, el mar, la soledad, la tranquilidad, el piar de los pájaros, el sonido del agua o cualesquiera sean las bellezas naturales disponibles (es decir, repetirse en la mente la palabra “río”, “mar”, “arrollo” o “cascada”, según corresponda). Solo nombrarlos, sin decir interiormente nada más, para que eso no provoque una fuga hacia el pensamiento por los senderos del hemisferio izquierdo sino que facilite simplemente al hemisferio derecho imponer su concentración sobre esos objetos, en un mero intento por captar la belleza y fusionarse con ella, como belleza natural, perceptiva, sin incursionar en la belleza poética o verbal.

Existe también otra técnica o “truco” que puede usarse simultáneamente con las anteriores en una crisis nerviosa y que es difícil de clasificar como “positivo” o “negativo”, aunque sin duda está más cerca de esta última categoría. Es la lentificación de toda la acción. En el zen como en el Camino Total la búsqueda del vacío pasa a veces por la desaceleración del pensamiento hasta su anulación. Pero para ayudarse a lograrlo, si uno está actuando, es a veces muy útil empezar por una reducción de la velocidad de la acción, que es muchísimo más fácil de conseguir que la desaceleración del pensamiento y la actividad cerebral. De hecho hay toda una disciplina oriental basada en la explotación de las virtudes que la lentitud tiene como vía de paso hacia un mayor control mental: el Tai Chi Chuan de China, una suerte de danza gimnástica de ritmo aletargado.

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En ese caso se trata de una disciplina al margen de la acción corriente o utilitaria, como lo es la meditación. Pero en Japón, se usa la lentitud o la desaceleración siempre que las circunstancias lo permiten, y no solo en un marco meditativo. Cuanto menos sofisticada es la acción en curso, más se aprovecha la ocasión para el ejercicio del autocontrol mediante la desaceleración de los movimientos. La ceremonia del té, una de las artes más impregnadas de zen, se realiza casi en cámara lenta. En una crisis nerviosa, toda acción (caminar, ordenar la casa, lavar, leer), puede convertirse en un instrumento de control cerebral a partir de la reducción del ritmo de la acción. Es tan crucial como técnica de autocontrol, que el libro más famoso de Karl Graf von Dürkheim sobre Japón se llama Japón, la cultura de la quietud, en alusión a la parsimonia con que se realizan las acciones con el objetivo de imponerle al cerebro ese mismo ritmo lento que conducirá al vacío, y por esa vía a las máximas velocidades concebibles en el momento requerido (que en el país de la industria más eficiente del mundo se extiende a lo largo de gran parte de la jornada laboral). Así, las propias artes marciales, que requieren en muchos momentos velocidades asombrosas, se inician mediante ceremonias de una lentitud calificada por los occidentales de “casi pedantesca” y retornan frecuentemente durante su despliegue a ese punto cero de la energía que solo los movimientos en cámara lenta o la franca inmovilidad pueden permitir alcanzar. De hecho, imponerse a sí mismo una inmovilidad casi completa en medio de una crisis insoportable de ansiedad, angustia y desesperación es tan difícil como terapéutico, es decir, no solo resulta valioso para el propio trance que se vive en ese momento sino para sanar el sistema nervioso de uno para cualquier ocasión futura, forzándolo a establecer las conexiones e inhibiciones neuronales necesarias para sostener esa inmovilidad aun en las peores condiciones. No hay absolutamente

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ninguna necesidad de simular una posición corporal estereotipada, de tipo budista, con las piernas cruzadas. Exactamente el mismo beneficio y la misma dificultad se encuentra en cualquier, absolutamente cualquier posición inmóvil. Aguantarse una cola de dos horas por un trámite, justo minutos después de haber recibido una noticia tremendamente preocupante es casi imposible, pero si uno lo logra tiene la garantía total de que la próxima crisis nerviosa que le toque vivir será muchísimo más fácil de controlar, por todo lo que el cerebro se habrá visto obligado a aprender, en cuanto a vías de eliminación de la tensión excesiva. Uno sentirá que la cabeza le estalla, que el corazón se le acelera hasta el síncope, que el cuerpo y al alma le duelen con una fuerza incontrolable y que pueden llegar a hacerlo morir en ese mismo lugar. Por supuesto, lo que uno debe hacer es seguir esperando pacientemente que los nervios hagan su trabajo, que la cabeza amague con estallar y simule finalmente hacerlo, que el corazón avance hacia el síncope, y que la muerte lo alcance a uno de una vez, sin insinuar ni la más mínima actitud mental de combate contra esas sensaciones horribles ni el menor movimiento para “liberar” esa tensión, para canalizarla hacia la motricidad, el habla o la contracción muscular. El resultado será siempre que con una rapidez asombrosa –rara vez más de 15 minutos o media hora– y luego de muchos picos de nerviosidad insoportable, el cuerpo y el cerebro –sobre todo el hemisferio derecho– habrán procesado la situación y se habrán adaptado increíblemente a la inmovilidad, no sin antes persuadirlo a uno de que uno ha tenido adentro del cuerpo verdaderas explosiones de vasos sanguíneos y órganos, a los que se dejará “estallar” sin más. Más asombroso aún, el propio estado de ánimo, la visión de los problemas que nos habían abrumado, habrán cambiado profundamente, como si una poderosa maquinaria de curación hubiese estado actuando, mientras

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nosotros nos concentrábamos simplemente en no movernos, mantenernos relajados, pasivos, sentir y rastrear cada una de las sensaciones desagradables en su mero aspecto físico, doloroso, molesto, sin pretender “razonarlas”, o “interpretarlas”, o “visualizarlas”. En palabras de von Dürkheim: El Oriente... siempre vio además en el ejercicio de la inmovilidad un ejercicio de la quietud dentro de esa unidad (mente cuerpo). Impresiona ver la quietud de esas personas cuando están de pie o sentadas. Horas enteras. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes aprovechan con alegría cualquier oportunidad para ejercitar la quietud absoluta.

Si en lugar de hacer una cola uno está leyendo, por ejemplo, obligarse a sí mismo a leer sin detenerse, a no pararse a tomar agua, ni para ir al baño, ni para pensar, ni por nada del mundo, es tan difícil como la inmovilidad completa y tan terapéutico como ella. La propia lectura debe efectuarse en ese caso con el máximo grado de desaceleración posible, con la mayor lentitud, para producir el descenso de energía y favorecer la concentración, de lo contrario la crisis nerviosa hará que leamos sin entender absolutamente nada del texto, y que solo nos repitamos atolondradamente las palabras mientras pensamos en lo que nos preocupa. En general, toda desaceleración debe ser tan profunda como sea posible sin llegar a volver la acción irreconocible. Uno debe lavar platos, ordenar cosas, hacer trámites, o lo que sea con el máximo de lentitud posible, pero sin hacer una mímica de excesiva cámara lenta, en la que uno parezca estar practicando el Tai Chi Chuan. Lo mismo vale para la lectura. Debe ser tan lenta como sea posible para mantener un grado aceptable de naturalidad. Si la desaceleración se excede y la acción queda quebrada, se pierde la fluidez, uno se vuelve

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autoconsciente y no logra el objetivo de fundirse en la vida cotidiana, ni de mantenerse en una concentración pasiva que estimule el hemisferio derecho. Todas estas técnicas tienen como único objetivo suministrar como punto de apoyo un instrumento intermedio entre lo positivo (imposición de fórmulas del yo activo al cerebro) y lo negativo (destrucción del yo para estimular la espontaneidad cerebral) pero siempre con el fin de sumergirse finalmente en este último. Para el zen y el Camino Total lo negativo, la destrucción de bloqueos psíquicos y estructuras artificiales de autodefensa del yo, es la única, absolutamente única y excluyente tarea de perfeccionamiento humano, y todo camino “positivo”, de imposición de metas definidas al cerebro, es destructivo, artificial, y producto del miedo, cuando no se lo usa como mero recurso de emergencia para situaciones extremas. De hecho, cualquiera de estos “trucos” semipositivos esbozados en este capítulo pueden resumirse bajo una consigna que es muy útil repetirse a uno mismo todo el tiempo en una situación de crisis como incitación al desarrollo del propio coraje: “no te defiendas”. Es decir, destruya sus defensas, espere calmo e inmóvil la respuesta de su cerebro a cada situación. Más aún: no se preocupe en conocer esa respuesta. Las respuestas más efectivas a un problema suele adoptarlas el cerebro en el mayor silencio, sin que uno se entere hasta el preciso momento en que hay que actuar, y cuando el momento llega uno se encuentra imbuido de una inesperada certidumbre acerca de lo que uno quiere y debe hacer. Las fórmulas “no defenderse”, “no te defiendas”, etc., usadas al modo de rótulos escuetos, son particularmente útiles en los intercambios con otras personas, donde la actitud de autodefensa está profundamente enraizada en la gran mayoría de los casos y se remonta a las advertencias, desconfianzas y racismos con que cada familia pretende encauzar a sus hijos en la

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reproducción de la propia imagen, estatus, y estilo de vida. La actitud autodefensiva que deforma la relación con los demás abarca absolutamente todos los tipos de intercambio humano. Por esa razón, a todos los intercambios se puede aplicar la fórmula que sirva para uno de ellos. Como ejemplo, las siguientes consideraciones de Shunryu Suzuki sobre la actitud de las personas ante una disertación pueden servir también para una discusión con la pareja de uno, o una disputa con un amigo: Sin la nada no hay naturalidad, no hay ser verdadero. El ser verdadero procede de la nada, momento tras momento. La nada está siempre allí y todo procede de ella. Pero en general, olvidándose por completo de la nada uno se comporta como si tuviera algo. Y entonces, lo que se hace se basa en alguna idea posesiva o concreta. Por ejemplo, cuando se escucha una disertación no se debe tener ninguna idea de uno mismo. Cuando se escucha a alguien, no se debe tener una idea propia. Hay que olvidar lo que se tiene en la mente y limitarse a escuchar lo que esa persona está diciendo. No tener nada en la mente es naturalidad. Así se entenderá lo que esa persona dice. Pero cuando se tiene alguna idea que comparar con lo que se está oyendo, no se escucha todo bien. La comprensión será unilateral: eso no es naturalidad. Cuando se hace algo se debe estar absorto en la tarea. Uno debe consagrarse por entero a ella. Por lo tanto, si en la actividad no hay verdadera vacuidad, no es natural.

Esto vale para cualquier intercambio, aun en casos muy conflictivos. Si por ejemplo, uno desconfía por algún motivo de un socio, un amigo o la pareja de uno, la única forma de aprovechar la información que nos viene directamente de ellos es oír lo que nos dicen sin estar interpretándolo todo el tiempo en nuestras cabezas como una confirmación de nuestras sospechas. Si no, todo lo que lograremos es confirmar

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nuestra paranoia, y los temores más infundados, en lugar de cotejar nuestras sospechas con la realidad. Los matices sutiles de la entonación, la intuición acerca de lo que verdaderamente piensa la otra persona, no puede ser captado si uno está a priori predispuesto a una conclusión determinada. El zen es el arte de empezar en cada millonésima de segundo la vida siempre desde cero, como si nada hubiera ocurrido antes, y solo entonces lo ocurrido y lo que está por ocurrir pueden cotejarse, compararse, influirse mutuamente sin siquiera una intervención consciente de parte de uno. En caso de desconfianza, lo único que permite una visión clara y discriminativa es la calma. Y para la calma, vale también esta fórmula de Suzuki: Cuando se tiene algo en la conciencia no hay perfecta serenidad. El mejor camino para llegar a una perfecta serenidad es olvidarlo todo. Entonces la mente está en paz y tiene amplitud y claridad suficientes como para ver y sentir las cosas tal como son sin ningún esfuerzo. La mejor manera de lograr la serenidad perfecta consiste en no retener ninguna idea de las cosas, sean cuales fueren; olvidar todo lo referente a ellas y no dejar rastro alguno o sombra de pensamiento.

Con mucha mayor razón vale todo esto para el caso de que no haya desconfianza sino mera discusión. Las cosas negativas que los demás nos dicen de nosotros mismos solo pueden ser aprovechadas si dejamos que sea nuestro propio cerebro el que las procese, no nuestro mezquino yo. Suspender en nuestro interior nuestro juicio crítico ante lo que nos están diciendo, o callar ante las críticas, no significa otorgar. La fórmula “quien calla otorga” es propia de una civilización montada en torno del qué dirán, del narcisismo y de la autoestima, donde la vida de las personas está destinada a sostener una imagen, un prestigio, una cara. El budismo intentó en Oriente montar una civilización en

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torno a la sabiduría, y para llegar a la sabiduría el narcisismo y la egolatría solo aportan una carga, mientras que las críticas son una herramienta. El prestigio de usted no se dañará por callar o demorar mucho la respuesta a una crítica. Pero eso, desde el punto de vista del zen, es una desventaja más que una ventaja: lo mejor que uno puede hacer con su prestigio es destruirlo, si uno quiere vivir creativamente. El propio prestigio, la propia imagen, la preocupación por el qué dirán, son todos distintos nombres de la principal y más cobarde de todas las esclavitudes del ser humano, el temor a la soledad. Eso vale tanto para el prestigio egoísta, basado en el talento, la riqueza o la belleza, como para el prestigio altruista, basado en la ética. Pese a lo que creía el paranoico genial que fue Nietzsche, y todos los nazis de distinto pelaje, los instintos altruistas, de sacrificio por el otro, de entrega hasta la autoinmolación, no tienen ningún origen religioso ni extraño a la naturaleza, ni le fueron impuestos al hombre por los sacerdotes ni los comunistas. La biología moderna ya ha localizado incluso las zonas precisas donde los instintos altruistas vinculados con la supervivencia de la especie se conectan en los mamíferos con la corteza cerebral para dar origen a lo que en cualquier especie bastante evolucionada puede denominarse ética o protoética. Esto significa que la ética es algo natural, neuronal y genético, debe seguir siéndolo, y tiene que ser librada a la misma espontaneidad que el zen busca para todas las actividades de la vida, en lugar de estilizarla en función del qué dirán y del prestigio. El otro Suzuki, Daisetz, dice al respecto: En la lógica hay una huella de esfuerzo y dolor; la lógica es autoconsciente. De igual modo es la ética, que es la aplicación de la lógica a los hechos de la vida. Un hombre ético cumple actos de servicio que son elogiables, pero todo el tiempo es consciente de ellos y, es más, a menudo puede pensar en algu-

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na recompensa futura. De ahí que digamos que su mente está manchada y no es pura, por mejores que sean sus actos tanto objetiva como socialmente. El zen aborrece esto. La vida es un arte, y como arte perfecto ha de ser auto-olvidable; no debe haber huella alguna de esfuerzo ni de sentimiento doloroso. La vida, de acuerdo con el zen, debe vivirse como un pájaro vuela por el aire o un pez nada en el agua.

Hay muchas excelentes razones para ser bueno. Pero el qué dirán no figura entre ellas. El que es bueno sobre todo por atención a la opinión de los demás, siente eso como una carga, y tarde o temprano terminará cobrándole a la sociedad en maldad contante y sonante el “favor” que le hace ahora con su forzado altruismo. Como esos caballeros y damas “filantrópicos” tan amadores del pueblo, que el día que el pueblo despierta para exigir derechos en lugar de limosna pretenden volcar contra él todo el odio que cargaron por haber tenido que simular en aras de su prestigio durante tanto tiempo un altruismo en el que no abundaban. En términos sociales, es decir, éticos, tal vez la comunidad se beneficia más con que un canalla intente ser tan canalla como quiere serlo y que sea la ley y la sociedad quienes le impongan los límites, en lugar de tratar de inculcarle con discursos moralizantes una bondad ficticia, un esfuerzo artificial que se sumará a su maldad para aumentar la violencia a la hora de su desquite contra la “chusma”, es decir, contra la gente verdaderamente honesta, trabajadora y buena. La ética está irremediablemente vinculada al cerebro humano como todas las otras funciones psicológicas elevadas, y no necesita en una persona adulta de ningún estímulo exterior para afirmarse. En cada sujeto su conformación es tan disímil como son disímiles los cerebros y las experiencias que los influyen, pero en todos los casos la verdadera ética de cada uno es solitaria y no tiene nada que ver con el qué dirán.

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Si cuando a uno alguien lo acusa de antiético o de mala persona uno se exalta y empieza a argumentar adentro de su cabeza contra lo que le acaban de decir, lo único que se estará demostrando a sí mismo es que está preocupado por su ética no como tal –para saber si uno es de verdad ético o noble– sino en cuanto medio de prestigio y como imagen ante los demás. Por eso, en cualquier tipo o nivel de una discusión con gente a la que respetamos, la fórmula mental “no te defiendas” debe aplicarse a rajatabla, para impedir que el hemisferio izquierdo filosofe en el vacío, impidiéndole al derecho evaluar si no hay algún aspecto aunque sea ínfimo en el que está acertado aquello que nos dicen. Darle una oportunidad a aquello que nos dicen para que actúe sobre nuestro cerebro libre de la influencia o del filtro de nuestra crítica consciente no implica darle una ventaja a los demás sobre nosotros mismos. Es darnos una ventaja a nosotros para enriquecernos con los procesos que desencadena adentro nuestro la opinión de los demás. Después de todo, como ocurre con todas las técnicas vinculadas con el zen y el no pensamiento, al comienzo es apenas durante unos segundos o unos minutos que uno puede poner todo esto en práctica de manera efectiva. Pero ya esos breves momentos tienen un efecto suficientemente saludable sobre uno mismo y sobre la relación con los demás como para convencerlo a cualquiera de que es uno más que los otros quien se beneficia destruyendo las propias defensas. Para no asustarnos por lo que estas técnicas nos permitan descubrir de nosotros mismos y poder avanzar con toda audacia hacia el autoconocimiento, conviene recordar que la neurología ha demostrado que no existen funciones simples ni neuronas generalistas en el cerebro: todo es producto de una división del trabajo y de tendencias en pugna, cuya resultante es la imagen asombrosamente unificada que percibirnos conscientemente

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o el acto simple y coherente que realizamos. La bondad real –no la de la imaginación sino la del cerebro real de un mamífero humano– está hecha de impulsos instintivos generosos y altruistas y de impulsos egoístas y mezquinos, exactamente del mismo modo que la percepción de un objeto en movimiento en línea oblicua está hecho de al menos tres percepciones diferentes (movimiento vertical y horizontal en blanco y negro, imagen coloreada del objeto sin movimiento).

Pero como siempre, la actitud básica que se debe tener para poder usar estas técnicas es considerar cada dolor físico incontrolable, cada crisis de nuestra vida, cada brote de angustia, cada periodo de insomnio, cada intercambio negativo con los demás como una ocasión insustituible para obligar a nuestro sistema nervioso a que aprenda –él, con su propia espontaneidad, no nosotros– a dominar esos obstáculos y a sacar provecho de esos intercambios. Los ejecutivos de algunas empresas de vanguardia de Japón y Occidente pagan enormes sumas para que las compañías de perfeccionamiento humano los sometan a programas de entrenamiento basados en la llamada “inoculación de estrés”. Se los somete a situaciones de peligro mortal –atravesar un precipicio entre montañas, arrojarse de alturas críticas al mar, etc.–, se los obliga a desempeñar tareas humillantes, se les hace limpiar inodoros, servir la mesa para otros, se los denigra, se los insulta, en ocasiones hasta se los abofetea. Es decir, se les hace vivir artificialmente todo el estrés que viven habitualmente sus subordinados (atravesar un precipicio con riesgo mortal es una experiencia rutinaria para cualquier obrero de la construcción, vivir humillaciones es el pan de cada día para la mayoría de los trabajadores asalariados). Pero raramente se lo hace para que comprendan a sus subordinados, es decir,

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persiguiendo fines altruistas o sociales. Lo que se busca es entrenar el sistema nervioso de esos ejecutivos para que aprendan a soportar las situaciones más tensionantes con el objetivo de que su desempeño en el trabajo no se vea influido por el temor al peligro. Como habitualmente –pese a todo lo que se dice en contrario– el ejecutivo tiene amplias posibilidades para descargar tensiones sobre los demás –sus subordinados–, en lugar de asumirlas sobre sí mismo hasta aprender a controlar el estrés, se debe crear la tensión de manera artificial. Se entrena al ejecutivo en una simulación de los peligros de la vida real, porque su carrera y su trabajo no lo hacen. En ee.uu. un ejecutivo despedido de su empleo tiene habitualmente un “paracaídas de oro” (indemnización millonaria) que le asegura una vida acomodada hasta su retiro. Los sistemas jerárquicos de Occidente están además adaptados a la descarga de responsabilidades hacia abajo: si la empresa tiene problemas se recortan salarios abajo y se despiden subordinados. Exactamente al revés que en Japón, donde los primeros sueldos que se recortan son los de arriba, y donde la tradición proscribe el despido de los empleados, pues se considera que el trabajo en una compañía que se precie debe ser vitalicio para los subordinados. A diferencia de los ejecutivos, los trabajadores de Occidente, sobre todo en el continente americano, están sometidos a condiciones de estrés enormes, que han sido incluso medidas de manera precisa a la salida del trabajo en las fábricas y en las oficinas, mediante análisis de sangre. La cantidad de metabolitos típicos del cuerpo sometido a estrés crece por ejemplo dramáticamente los días del cobro del salario, en todos los casos en que este no es holgadamente satisfactorio para el trabajador, que es lo más habitual. Pero que la vida cotidiana abunde en estrés, no significa que uno termine forzosamente aprendiendo a dominar espontáneamente las tensiones y pueda fácilmente convertir el

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estrés en lo que debe ser: una oportunidad para aprender el autodominio y para obligar al sistema nervioso de uno a fortalecerse mediante las transformaciones que él determine. Aun las personas más sometidas al estrés tienden a terminar conformándose con cierto grado de control –muy bajo– del estrés, y dejan así un flanco abierto para que en cualquier crisis circunstancial el descontrol deje de ser un mero descontrol “habitual” o “estable” y se convierta en franca crisis psiquiátrica. Un caso típico es el consumo de tranquilizantes. Ninguna persona consume tranquilizantes con satisfacción. Todas están profundamente disconformes con el hecho de no poder controlar por sí mismas su sistema nervioso. Sin embargo el consumo de benzodiazepinas (Valium, Trapax, Lexotanil, etc.) no cesa de aumentar en todo el mundo y ya ha alcanzado un segundo puesto casi equiparado increíblemente con el de las aspirinas. Todos saben que esas drogas son dañinas y consumidas rutinariamente provocan altísima dependencia, similar a la de la cocaína o la heroína. Pero como logran una cierta estabilidad mediante esas drogas –o mediante recurso a psicoterapias de duración indefinida, como en la Argentina– se conforman con una vida a medias conflictuada, a medias drogada, a medias alterada y descontrolada, con la esperanza de que el posterior logro de objetivos exteriores (laborales, afectivos, sociales) les infunda la tranquilidad y el autocontrol que ambicionan. En esos casos, por más estrés que uno esté viviendo, el Camino Total busca el acostumbramiento del sistema nervioso a esas tensiones y desaconseja vivamente toda conducta de huida o de paliación química de la crisis (tranquilizantes, borracheras, etc.). Sobre todo desaconseja la huida del estrés que aparece en la búsqueda del placer, que es tal vez la huida más dañina de cuantas seducen a la persona durante una crisis. Así, muchas personas tienen una fuerte contextura moral que les

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impide huir de los desafíos vinculados con el deber: trabajo, familia, responsabilidades con los demás. Pero en cambio se retraen sobre sí mismas y huyen completamente de cualquier estrés vinculado con el placer, cuando están viviendo una crisis. Se niegan a salir, a ir a fiestas, a divertirse de cualquier forma que sea, y sobre todo a viajar. Eso que parece una conducta “estoica”, “responsable”, “dura”, tiene en realidad el mismo carácter de huida que la actitud –por ejemplo– de faltar a un examen en la facultad o esquivar desafíos en el trabajo. No hay actividad placentera que no implique un alto estrés. La primera noche con alguien a quien uno cree amar es usualmente de lo más estresante para la mayoría de los hombres y mujeres, y buena parte del humorismo de las comedias consiste en describir los extremos de nerviosismo y torpeza a que se puede llegar en esos casos. Aun aquellos que encontraron su paraíso en la selva, en una isla tropical o en una costa tranquila también tuvieron que enfrentar el enorme estrés de la ruptura con sus raíces y su cultura y de la búsqueda de su lugar en el mundo, como diría el cineasta argentino Aristarain. El mejor entrenamiento para encontrar algún día un paraíso como esos es la selva humana de la gran ciudad, el infierno chico de los pueblitos y las presiones insoportables que todo medio humano civilizado ejerce sobre cada uno. La virtud de los seres vivos consiste justamente en transformar las condiciones adversas del medio en ocasiones para la autosuperación y el desarrollo de los propios recursos. Rico es no quien posee objetos sino saberes y habilidades para asimilar todo lo que la vida pueda darle antes de que tenga que partir.

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Capítulo 13

Hablamos de Camino Total porque es un método que incluye no solo la negatividad radical, pura y efectiva del zen, sino también técnicas –como las descriptas en el capítulo anterior– que son medianamente “positivas”, aunque orientadas hacia el logro de la máxima negatividad, el vacío. Pero también es un Camino Total porque es compatible con el uso de otras técnicas ya francamente positivas, a condición de que solo se recurra a ellas en los comienzos y exclusivamente en situaciones de gran emergencia, cuando todas las otras técnicas –negativas y semipositivas– han fracasado. El empleo de las técnicas positivas se irá reduciendo progresivamente hasta quedar proscripto aun en casos de la mayor gravedad, pues la única forma de volar es despegar del piso, y nadie que dependa de los métodos positivos lo puede lograr. Aun con esas restricciones, las técnicas positivas deben ser usadas incluso con ciertas modificaciones para hacerlas realmente compatibles con un camino negativo. Los dos ejemplos más claros de técnicas positivas usadas como autoayuda son las visualizaciones y el autoaliento verbal. De las primeras no creemos que se pueda rescatar algo. Lo cual es muy paradójico. Porque las visualizaciones son tal vez las técnicas mentales que

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más frutos dan en lo inmediato. Tal vez son más efectivas que una psicoterapia para dar los muy primeros pasos con el fin de resolver algunos pequeños problemas precisos, como timideces, miedos u obsesiones muy leves. Pero tienen un alcance extremadamente limitado, y luego de los primeros resultados positivos no brindan ya más nada, y restringen en cambio la adaptación espontánea de la persona a su entorno, sea un entorno positivo o negativo, trátese de placeres o de obstáculos. Se convierten en una carga que estorba la relación con el medio hasta que el sujeto se persuade de abandonarlas. Y eso es lo mejor que uno puede hacer si se ha acostumbrado a ellas: dejarlas para siempre. En cuanto a la verbalización, su uso más que aconsejable se vuelve inevitable en casos de crisis mayúsculas. Infinitamente mejor que tomar tranquilizantes o iniciar incluso una dependencia psicoterapéutica prolongada es verbalizar lo que a uno le ocurre. Cuando la crisis es excesivamente grande puede ocurrir que no baste ningún uso moderado de fórmulas semipositivas como las que se descubrieron en el capítulo anterior, donde la verbalización seguía estando estrechamente subordinada a la búsqueda del vacío, bajo forma de mera rotulación. Cuando eso ya no basta se inicia –más que un camino positivo– un camino “expresivo”. Uno buscará expresar todo lo que tiene adentro con un soliloquio en voz alta (sí, en este caso sí) tan prolongado como sea necesario, intentando permanentemente el mayor olvido de sí mismo y sin dejarse llevar en ningún momento por ninguna fantasía o teatralización del monólogo. Uno no estará hablándole a nadie, sobre todo no a otra persona, ni real ni fantaseada. A lo sumo se estará hablando a uno mismo, pero incluso eso ya representa una autoconciencia, una reflexión que quiebra la espontaneidad del momento. Lo mejor es no hablar con nadie, no preguntarse ni un solo instante a quién le está uno

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hablando. Simplemente hablar, expresar en primera persona (“me pasa eso...”) o en segunda persona (“lo que te pasa...”) todo lo que pase por el corazón, con la menor cantidad de reflexión posible. La forma de lograr eso es la misma que se usa en ciertos métodos para enseñar a cantar a los desafinados: se les dice no que canten, sino que se oigan a sí mismos cantar, es decir, que canten pasivamente sin intentar anticiparse a las notas y centrándose puramente en la audición de los sonidos que producen. De la misma forma, uno no debe hablar, debe oírse hablar. No debe pensar por anticipado absolutamente nada de lo que dice. No debe anticiparse a sus palabras. Debe considerar que sus palabras no tienen sentido alguno sino que son tan solo una forma de desacelerar su pensamiento cuando este pone en peligro su vida o su estabilidad emocional. En los primeros minutos, es en cierto modo una forma de rescatar el lenguaje como mero instrumento de imposición del procesamiento secuencial, porque el procesamiento paralelo se ha vuelto incontrolable: es decir, porque si uno no atara su cerebro a las palabras que van saliendo una a una de la boca, las neuronas se dejarían llevar en esos momentos por angustiantes y aceleradas asociaciones “paralelas”, todas referidas más o menos al drama que a uno lo aqueja. Solo muy de a poco la prolongada escucha de uno mismo va dando algún sentido a las palabras y logra la desaceleración suficiente del pensamiento para que el habla se vuelva más llena de sentido, más verdaderamente expresiva de nuestras verdades, y eventualmente hasta sabia. Pero en todo momento se estará cien por ciento atento a lo que se dice como si lo dijera otro, sin buscar dirigirlo ni influir en lo que se oye, y profundamente dispuesto a oír todo lo que salga sin someterlo a ningún tipo de filtro o crítica, ni siquiera de orden gramatical. Cualquier búsqueda activa de coherencia movilizará en cambio el

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procesamiento paralelo, las ideas angustiantes reaparecerán y uno no tendrá el respiro que buscaba para romper el círculo vicioso de la angustia. El objetivo, de todos modos, no deja nunca de ser el vacío, y a él debe propenderse, no bien uno alcanza una relativa calma. Es decir, aunque uno sienta que a medida que avanza la verbalización uno está descubriendo verdades notables, no intentará rumiarlas todo el tiempo ni retenerlas en la conciencia, de lo contrarío todo el auténtico y espontáneo aspecto expresivo se perderá. La fuerza de este método, como de muchos otros de carácter positivo, es proporcional a las dimensiones de la crisis: resulta de enorme ayuda cuando uno está a punto de pegarse un tiro por efectos de un ataque de angustia y absolutamente inservible si uno pretende usarlo para tranquilizarse porque una mujer lo clavó en una cita, o la empresa lo suspendió por alguna falta en el trabajo, o le robaron algo de mucho valor. Los métodos positivos son para las grandes tragedias, entre otras razones porque solo pueden tener algún viso de naturalidad si uno está sometido a la presión de esos grandes momentos.

La técnica del “habla expresiva” no debe ser confundida con la escritura de un diario, por ejemplo. El Camino Total –en el espíritu del zen– desaconseja escribir un diario personal, pues eso conduce a la rumiación del pasado e incentiva la “reflexión” constante. Pero por esas paradojas que tiene la vida, al comienzo del recorrido puede ser que usted no se atreva a dejar de pensar si no puede conservar al menos algunos pensamientos “guardados” en un papel. Puede ser que solo logre romper con el pasado, si el pasado queda conservado fuera de usted en un diario personal. Como esa gente que solo logra deshacerse de las preocupaciones si lleva una agenda con

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todas las cosas que tienen que hacer en el día, de lo contrario estarían demasiado ansiosas pensando que olvidarán sus compromisos... y de tanto recordárselos a sí misma de hecho los olvidarían. Si ese es el caso, escriba su diario hasta que gane seguridad y pueda abandonarlo. Pero si recorrido ya un buen trecho del Camino Total no lo abandona, la verdadera fluidez de los estados zenianos avanzados le estará vedada. Luego de un año de asentado en el Camino Total puede en cambio retomar su diario sin que lo perjudique en la búsqueda del vacío. Tenga en cuenta en todo caso que el diario debe tener la mayor sinceridad posible. Aunque todo texto escrito es por definición menos “sincero” o espontáneo que el habla, pues esta –cuando es fluida– transcurre normalmente a una velocidad siete (sí, siete) veces mayor que la escritura y da menos lugar a la reflexión o la hipocresía. De modo que no debe poder leerlo nadie más. Con la agenda personal vale lo mismo, con la diferencia que su uso es en todo caso menos perjudicial, y al comienzo más que conveniente puede tornarse imprescindible. Sin embargo, si logra durante un tiempo abandonarla, su avance en el Camino Total será más rápido. Como con el diario, después de cierto tiempo (seis meses en este caso) retornarla no lo perjudicará.

Existe otro recurso verbal que puede ser de extrema utilidad en casos de gran emergencia y que no consiste en un uso expresivo del lenguaje sino en su empleo como mera muletilla de la acción. Puede ser muy útil en las depresiones francas, que no tienen mucho componente de ansiedad. En esas depresiones resulta casi imposible mover un miembro del cuerpo y el sujeto no presenta una necesidad importante de una tranquilización verbal o de ningún otro tipo, sino que requiere por lo contrario grandes estímulos para salir de la apatía y

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actuar. Repetirse interiormente cada paso físico de cada acción que uno quiere acometer u ordenárselo a uno mismo imperativamente puede ser crucial en esos casos para atravesar la distancia insondable que parece separar durante esos momentos al deprimido de cualquier posibilidad de acción. Uno puede decirse a sí mismo, por ejemplo, “y ahora vas a levantar esta pierna, y ahora esta otra, y vas a agarrar la silla, y te vas a apoyar en ella y vas a levantarte”. O: “vas a tomar el libro, vas a abrirlo, vas a buscar el capítulo que estabas leyendo”. Y así, hasta que la acción pueda continuar por sí misma. La regla de hierro es en este caso, como en el resto del zen y el Camino Total, no adelantarse en nada a la acción, y no despegar nunca del nivel más concreto posible. Uno no se ordena, por ejemplo, “vas a estudiar”, sino “vas tomar este libro” determinado, y así sucesivamente, sin recurrir jamás a fórmulas abstractas o generales, como “vas a hacer tal o cual cosa”. Si con este método uno no da con el buen libro, mala suerte. No se trata de aprobar un examen ni de cultivarse sino de escapar a una depresión que puede terminar en una crisis suicida. Se trata de actuar en cualquier cosa que ponga el cerebro y el cuerpo en movimiento, y focalizar la atención en los pasos concretos que hay que dar para eso. Cualquier referencia abstracta a deberes en general, a proyectos (así sea un proyecto para dentro de un minuto) es contraproducente. Uno debe acompañar con órdenes impartidas a uno mismo la acción en su aspecto más inmediato, no adelantarse a ella, porque la verdadera depresión anula por sí misma hasta el futuro más inmediato y torna imposible el más modesto adelantamiento. Adelantarse a la acción es la forma de fracasar o incursionar por un camino positivo de esfuerzo, autobombo y autoestímulo que rápidamente se agotará y agravará la depresión. Como se ve, dentro del Camino Total se recurre a técnicas que toman la Cáscara de los métodos positivos, sin la esencia, que es el autoaliento. El autoaliento es desaconsejado.

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Pero por supuesto no se trata de desarrollar una conciencia excesivamente crítica respecto del autoaliento. Todo es mejor que la pérdida total de control que desemboca en el consumo de tranquilizantes, antidepresivos, o la dependencia ilimitada respecto de los demás, psicoterapeutas incluidos. Simplemente, se trata de establecer una jerarquía de preeminencias por la cual uno use los métodos desaconsejados exclusivamente en aquellas situaciones en que se vuelve imposible el recurso a técnicas más deseables. De hecho Louise Hay, la autora de Sanarás tu vida, se hizo célebre difundiendo un cóctel de fórmulas de autoaliento porque las usó ella misma para luchar contra su cáncer, no para combatir el desánimo por llegar tarde al teatro o fracasar en un examen. Sus métodos –como el uso del monólogo ante el espejo para darse aliento a sí mismo– se difundieron entre los pacientes de enfermedades terminales, sobre todo el sida, no entre alumnos de danza para soportar el estrés del debut o pequeños desafíos de ese tipo. Quien se encuentra destrozado afectivamente por la amenaza de una muerte inminente encontrará natural absolutamente cualquier cosa que lo haga sentir bien. Ante la magnitud de su drama, no hay histrionismo ni magia que muestren una hilacha artificial, forzada o chabacana. Sobre la utilidad al menos transitoria de esos métodos en las grandes emergencias no hay discusión. Colocarse frente al espejo cada vez que la angustia le haga perder a uno el control y hablarse a sí mismo con amor a través de la imagen reflejada, destacar los pequeños logros alcanzados y darse autoaliento (“estás logrando aguantar el chubasco”, “vas a salir de esta entero”, “vas a conseguir tu meta, bravo”) es algo que no nació con Louise Hay sino que fue usado con buenos resultados en crisis mayores por hombres y mujeres de todas las épocas, especialmente ante amenazas devastadoras.

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Pero también debe tenerse en cuenta que no todos los pacientes de sida recorren ese camino, y aun entre quienes lo recorren, se dan muchos casos de desgaste de los métodos positivos, y de retorno de la virulencia patógena que se creyó en un momento poder aliviar mediante visualizaciones y autoalientos frente al espejo. En cambio, existen también pacientes terminales –sobre todo de sida– que han dejado para los anales de la lucha del hombre contra la adversidad las manifestaciones más rotundas que se conozcan de una actitud zeniana y desprendida ante la vida. Pacientes que reconocen que solo aprendieron a vivir el presente gracias a ese virus exterminador, pacientes que terminan agradeciéndole a la suerte hasta la misma enfermedad, que les permitió terminar su recorrido habiéndole sacado a la vida todo lo que tenía para dar, tal como el dentista Yoshinori Goto, de nuestro capítulo 3, lo hizo con su cáncer. En el libro de Sergio Núñez Vivir con sida, seis años de un portador, leemos: Cierto es que a partir de mi recuperación anímica el virus no me impidió vivir los mejores años de mi vida. Con todo, jamás tuve la intención de ponerme como ejemplo. No creo –ni quiero– serlo. Lo que cuento en esta autobiografía es tan solo mi historia. La publicación de este, mi segundo libro, me dejó la gran alegría de haber logrado superar el mayor de los desafíos que la vida hasta ahora me deparó: transformar el dolor en un acto creativo.

El escritor norteamericano Harold Brodkey cantó así los primeros días que pasó con su esposa Ellen al enterarse de que él tenía sida declarado, no solo el virus: Acepté que su afecto (el de Ellen) era verdadero. A la segunda semana de mi vuelta a casa ambos advertimos que, en este

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mundo limitado de mutua desconfianza y de generosidad por hora, ese período había sido para nosotros, amarga parodia, una especie de luna de miel. Y que estaba bien para ambos, llegaran o no el dolor y la muerte. Puesto que no le molestaba –o, mejor, no demostraba disgusto ante mi extrema palidez– me puse más cariñoso: el cadáver la rodeó con los brazos. Me besó en los labios, con ganas, con alegría. Me dijo: “Nadie creería que este fue uno de los momentos más felices de mi vida”.

En entrevistas televisivas, en libros, por la radio, muchos enfermos de sida han destacado que la desaparición de toda perspectiva futura de largo plazo, la amenaza de una muerte más o menos inminente llegó a transformar sus vidas de una manera tan rotunda que terminó desdibujando los otros aspectos aun más dolorosos de la enfermedad, que además de ser mortal restringe enormemente las posibilidades de disfrutar incluso ese escaso tiempo final de vida. Esos pacientes cuentan con asombro los beneficios totalmente inesperados que recogieron por el hecho de verse obligados a pensar siempre en tiempo presente, tratando de aprovechar cada segundo de su vida, sin mirar atrás ni hacia adelante. En los casos de mera seropositividad, cuando la enfermedad aún no se ha declarado, el golpe se reduce al brutal aislamiento psicológico por las posibilidades de contagio y a la desaparición del futuro lejano. Es en esos pacientes donde se encuentran los casos más notables de transformación psicológica, merced a la reducción drástica del tiempo futuro y de las ambiciones de largo plazo por la amenaza de muerte. Es muy común oír a esos pacientes decir que el virus les “enseñó a vivir”. Entre esos seropositivos que lograron aprender a vivir el presente gracias al virus, aceptando las transformaciones psicológicas necesarias en lugar de “luchar contra” el sida, se dan tal vez menos casos de declaración de la enfermedad que en los

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adeptos del combate positivo, que visualizan cada noche antes de dormir a sus anticuerpos derrotando el virus y hablan largas horas frente al espejo para persuadirse de que no son culpables de nada por haberse contagiado y tienen derecho a vivir y estar sanos. Esto no invalida el camino positivo en un caso de enfermedad terminal, simplemente demuestra que no es el único camino. También una actitud radicalmente pasiva, que deje al cuerpo hacer solo su combate, y concentre al paciente en aprovechar cada instante de su vida, cada placer que le quede disponible, y cada ocasión de actuar libremente en medio del dolor, pude dar tan buenos o mejores resultados que el camino positivo. Al fin y al cabo, toda enfermedad terminal tiende a producir inestabilidad afectiva, y en condiciones de inestabilidad rige con más rigor aún que en la normalidad la regla de que la euforia es la partera de la depresión: detrás de cada alegría trabajosamente fabricada en la fragua artificial de la voluntad anida el futuro bajón. Más útil que insuflarse a uno mismo una alegría artificial es entrenarse para funcionar eficientemente en la vida sin alegría, que es la mejor manera de disfrutar de cada alegría auténtica, cuando ella llega, y de hacer que llegue más frecuentemente. De hecho, como herramienta del Camino Total, puede usarse con gran provecho una técnica completamente opuesta al autoestímulo, como forma de combate contra los arrebatos de euforia que habitualmente salpican el fondo inconmovible de toda depresión. En esa técnica, uno no solo se prohibirá el autoestímulo y la evocación de ideas consoladoras cada vez que uno tiene un disgusto, sino que también usará el “músculo de interrumpir pensamientos” para frenar cualquier alegría espontánea que sana y justificadamente emerja en la conciencia. No otra cosa buscan el budismo y el zen cuando propician el más radical desapego respecto de todas las cosas. Solo que el paciente budismo esperaría espontáneamente a que la alegría

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pasara sin que uno se apegue a ella. El Camino Total recomienda en cambio usar la guadaña para segar cada alegría como cada tristeza, en pos del vacío. Cuando uno se decide a hacerlo con toda radicalidad descubre que la guadaña termina fortaleciendo con su corte las alegrías, que si son auténticas siempre vuelven a brotar muy fortalecidas en profundidad, y en cambio debilita las tristezas, siempre que estas sean segadas sin otro ánimo que el de lograr el vacío, en lugar de ser rebatidas con argumentos consoladores y negaciones de las pérdidas sufridas. Esto último es así porque no es lo mismo reprimir o inhibir una idea desde el miedo (es decir, con argumentos consoladores) que hacerlo por mandato de una disciplina que uno ha convertido en la propia ética (el músculo de interrumpir pensamientos). No son los mismos centros cerebrales los que actúan en uno y otro caso, y además el “músculo de inhibir pensamientos” solo debe emplearse sobre las ideas temidas una vez que ellas han sido plenamente admitidas en la conciencia. Se admite, por ejemplo, la posibilidad de que algo terrible ocurra, y se lo admite plenamente. Pero al mismo tiempo uno se prohíbe rumiar ese temor y pensar todo el tiempo en esa idea. Pero el mayor beneficio de segar indiscriminadamente tanto las euforias como las tristezas consiste simplemente en que la acción de uno se independiza crecientemente de los propios estados de ánimo, y eso potencia de manera impresionante la capacidad de aprendizaje en todos los niveles, en el perceptivo, el motor, el cognitivo y el afectivo. Uno se acostumbra a progresar y perfeccionarse, es decir, a aprender de la experiencia y a estar en permanente entrenamiento de todas las facultades, cualesquiera sean las condiciones anímicas en que uno se encuentra. Merced a esa circunstancia se logran algunos de los efectos más poderosos y enigmáticos del Camino Total, que resultan difíciles de explicar porque evidencian exceder en mucho los

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beneficios que podrían obtenerse de la mera perseverancia. Tal vez la explicación se halle en la ya aludida multiplicidad de vías del sistema nervioso. Hemos dicho que el cerebro (no solo el de los humanos) no conoce prácticamente ninguna función nerviosa que solo sepa realizar a través de un solo circuito neuronal. Siempre hay por lo menos dos caminos, dos cableados neuronales por los cuales pueden viajar los impulsos bioeléctricos para transmitir la información percibida y las órdenes impartidas por cualquier núcleo de neuronas del cerebro. Es muy probable que en condiciones afectivas, hormonales o fisiológicas muy distintas la activación de esos grupos de vías para cada función tenga un peso diferente. Cualquier artista muy empeñoso y acostumbrado a trabajar en cualquier condición sabe que no crea de la misma manera cuando está afectivamente destrozado que cuando está sereno o eufórico. Y eso, no meramente desde el punto de vista temático, sino también psicológico y fisiológico. Es decir, no solo pinta –por ejemplo– cuadros distintos según sus estados de ánimo, sino que las sensaciones internas –reveladoras de las formas de actividad neuronal– son disímiles en uno y otro caso. En un caso tendrá más peso la percepción, en otro la motricidad, en uno la actividad, en otro la pasividad, en este el color y los matices, en el otro el dibujo, en uno la lentitud, en el otro la celeridad, en uno el hemisferio cerebral izquierdo, en el otro el derecho, e incluso tal vez en otro un cierto equilibrio entre los dos. Si es cierto que el cambio de condiciones promueve la formación de circuitos diferentes, podrían explicarse los beneficios desproporcionados que pueden obtenerse a veces en un aprendizaje mediante el entrenamiento en condiciones variables, es decir, no solo en las buenas sino también en las malas. Pero siempre debe tenerse en cuenta que dentro del Camino Total, ningún aprendizaje se realiza en función del desempeño, o de metas futuras, o de un progreso desproporciona-

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damente grande para cuando las condiciones mejoren, sino por el aprendizaje mismo. Si hubiera que admitir alguna meta adicional, solo sería la de entrenar la entereza, la capacidad de aguante y de tolerancia a la frustración que todo aprendizaje arduo conlleva. La marcha del aprendizaje mismo no debe ser en cambio evaluada, jamás. Reparar en si uno da o no en el blanco es propio de un camino positivo, no del zen ni del Camino Total. Por otra parte, más seguro aun que esa diversificación de las vías neuronales según las condiciones anímicas del aprendizaje es el hecho de que una vez logrado un aprendizaje, es relativamente fácil establecer nuevos circuitos para conseguir el mismo resultado. Es decir, si de tanto entrenarse en un camino negativo, por ejemplo, un día encuentra usted que solo puede acometer un esfuerzo determinado de carácter extraordinario odiándose con todas sus fuerzas a sí mismo para imponerse la obligación de esa acción con violencia enceguecida, hágalo: lo importante es lograr ese esfuerzo ahora, y con el tiempo lo conseguirá de otro modo. Por lo demás, el propio “auto-odio”, franco, abierto, y no solapadamente neurótico, le quedará como herramienta disponible de increíble utilidad para alguna otra emergencia. Para pasársela panza arriba en el loft de uno si uno es un millonario, puede ser útil una buena dosis de autoestima. Pero para obligarse uno a producir una obra de arte cuando uno está revolcado en la depresión y en la miseria del común de los mortales en un país como la Argentina, es infinitamente más útil disponer de una enorme capacidad de odio y violencia contra uno mismo, para sacarse a sí mismo a patadas de la cama, pararse frente a un atril o una biblioteca llevado de la propia mano y de la propia oreja, y arrancarse a trompadas mentales las pocas palabras que uno pueda volcar sobre el papel en horas y horas de escritura sin parar, de pie, como escribían Goethe, Hemmingway y tantos otros, que no

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sabían nada de la autoestima diletante del jet set a la argentina pero sí mucho de conciencia del deber, vocación e instinto de supervivencia. Y lo que vale para el arte rige también para la artesanía o –como diría Morris– para la proeza de bajar hasta el auto para ir a cenar afuera cuando un golpe le ha volteado a uno el edificio de las esperanzas.

De hecho, aunque su inclusión en un capítulo sobre técnicas positivas pueda parecer una ironía, la autoagresión física –ya no meramente “mental”– es de gran utilidad como ultimísimo recurso para enfrentar la fase más aguda de una crisis nerviosa o de una depresión. Se trata de un método activo que solo estará en condiciones de usar quien haya ya practicado un cierto tiempo algún camino francamente negativo o el Camino Total, porque para la conciencia común y corriente formada en el caldo de “autoestima” (pero de simultánea denigración salarial, social y política) que domina en Occidente, una agresión física contra uno mismo es de una osadía inconcebible de la que se piensa que solo puede conducir a algo malo y sobre todo a una caída del ánimo. El hecho es que basta practicarla una sola vez para comprender que ocurre exactamente al revés: la autoagresión física –bajo forma de cachetazos o duchas frías– no cumple ninguna de las condiciones para hacerle bajar el ánimo a nadie y puede ser un recurso tremendamente providencial para interrumpir una crisis nerviosa o de llanto que no ha querido ceder durante horas pese a el uso anterior de todas las técnicas más deseables, o para comenzar a vencer una depresión mediante el inicio de alguna acción. Tampoco es en absoluto incompatible con el autoaliento francamente positivo sino al revés: dos o tres episodios intensos de autoagresión prolongada (digamos 10 cachetazos cada vez) a lo largo de uno o dos días pueden bastar para sacarlo a uno de un

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pozo en el que fracasaron todas las otras técnicas y preparar al mismo tiempo el terreno para un efecto más creíble de autoalientos positivos que se pueden usar después, cuando uno ya comenzó a ponerse en marcha hacia la salida de la crisis, y que pueden surgir de manera completamente espontánea como “premio” a uno mismo por el esfuerzo realizado. Por supuesto la autoagresión física no cumplirá en absoluto su rol si usted se deja llevar por el regodeo culposo y por el aspecto de castigo que ella conlleva. Uno se pega para empujarse a actuar o a dejar de pensar o llorar –cuando todos los otros métodos han fracasado durante días– exactamente como uno le pegaría a un caballo para que galope y nada más. Uno no se convierte en un sacerdote moralista, sino en un caballo (sin desmedro para el cura). Cualquier elaboración mental por encima de ese nivel puramente animal debe ser evitado... y si es necesario, frenado mediante la propia agresión física que se empezó a practicar. Si la autoagresión fue verdadera y practicada con estas características, verá que usted no se “envicia” con ella. Le dolerá de verdad, y querrá salir lo antes posible del pozo que le hizo necesario recurrir a ella. No es muy elegante como método, pero si usted tuvo alguna vez una crisis de verdad y bordeó el suicidio sabrá comprender que lo que vale en esos casos no es la elegancia, sino la vida misma, que es lo que se debe salvar por todos los medios. Este es un medio, y un medio tremendamente efectivo, si se lo usa solo para los casos más extremos. Como toda técnica activa la autoagresión pierde rápido su efecto, pero el pequeño trecho que ella permite avanzar es crucial para salir del pozo e inmediatamente después se puede pasar con gran provecho a otras técnicas cada vez más cercanas a la inspiración pasiva del zen. Por último, debe tenerse en cuenta que por el mismo hecho de que los métodos positivos tienen un gran desgaste con el uso

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por efecto del acostumbramiento, el ejercicio sistemático de un método negativo como el del zen o el Camino Total potencia el efecto del uso ocasional de algunas técnicas muy ortodoxamente positivas en caso de emergencia. Así, aunque la meta del zen y del Camino Total es el vacío y la anulación del pensamiento, no es indiferente el tipo de pensamiento que pese a todo aflore en la conciencia en cada momento, y unos pensamientos pueden usarse ocasionalmente para anular otros, o frenarlos, si no puede lograrse eso mediante los métodos más negativos y depurados en determinadas circunstancias. Por ejemplo, la forma de frenar una euforia que nos distrae y nos hace perder tiempo puede ser la evocación de todas las cosas nuestras en que aún estamos muy insatisfechos. Eso es básicamente echar mano a la tristeza para moderar la alegría y volverla manejable. Y viceversa, si los métodos negativos se muestran excesivamente difíciles de usar, para frenar una crisis de angustia puede imaginarse que han sido aventados por razones plausibles todos los hechos que tememos que ocurran. A diferencia de lo que sucede con las personas volcadas exclusivamente a los métodos positivos que ven todo rosa, si uno está acostumbrado a tener un contacto fluido con los temores, amenazas y aspectos negativos del entorno, pensar ocasionalmente que se encontrarán soluciones más o menos plausibles a todos nuestros problemas puede ser relativamente fácil y fructífero para el estricto y limitado objetivo de cambiar el curso del pensamiento con el objetivo de lograr finalmente detenerlo, siempre que no incurramos en la franca “positividad” de creer en la magia, y considerar que el hecho de haber pensado que las cosas se resolverán tendrá algún efecto sobre la realidad. El único efecto será sobre nosotros mismos, será solo una forma de ayudarnos a dejar de pensar. Desde un camino negativo, pensar que todo se resolverá no es un ejercicio de au-

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toconvencimiento en las virtudes de la magia “positiva”, sino un ejercicio de coraje, un entrenamiento en el arte de la mayor valentía. Cuando uno ve todo negro y está dominado por el temor, invertir repentinamente la visión de la situación requiere una enorme cuota de coraje, porque uno siente que al ver de golpe todo positivo se queda sin defensas para la eventualidad de que los temores estuvieran de veras fundados. Uno siente que debería “pensar”, “reflexionar” sobre los hechos amenazantes para estar preparado, para prevenirlos o para programar soluciones. Y negarse a hacerlo y ver todo casi resuelto exige en ese caso casi tanto coraje como dejar simplemente de pensar. De hecho, es una excelente vía para empezar a dejar de pensar cuando uno está viviendo un drama. En el Camino Total uno se empeñará entonces en lograr ver aunque sea un solo instante las cosas resueltas, pero en lugar de insistir en esa postura, como en un método positivo, y repetirse todo el tiempo que todo va a salir bien, uno conserva la conciencia de la improbabilidad de que todo salga tan maravillosamente bien y usa la visión positiva exclusivamente como un breve paso para experimentar independencia respecto del drama e inmediatamente pasar a la indiferencia o el desapego que el vacío permite lograr. Porque en definitiva, uno sabe que el efecto verdaderamente terapéutico no proviene de la “visión optimista” en sí, sino de la interrupción del pensamiento que ella puede ayudar a conseguir, y de la continuación de la acción en curso (trabajo, estudio, amor, etc.) que se logra merced a la recuperación del vacío interior. Es como poner la visión optimista, el paradigma del instrumento positivo, al servicio de la negatividad, pues se trata no de modificar la visión del mundo para ver todo rosa, sino tan solo de desmontar como siempre las defensas (el pensamiento mismo) de uno para poder enfrentar el mundo tal como es, admitiendo que, tal vez, las cosas se resuelvan, y que solo la cobardía impide ver esa posibilidad, porque es una

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posibilidad no garantizada. El Camino Total y el zen son, después de todo, métodos para aprender a vivir en un mundo donde nada está garantizado, y en el que si uno piensa de pronto en positivo no es por fe en la magia positiva, sino por el soberbio placer de burlarse del destino, que tal vez haga que todo se agrave en lugar de mejorar. Se trata en definitiva no de adherir a la filosofía atolondrada de que todo se resuelve con la fe, sino de admitir que –si uno renuncia al manejo químico de una crisis, es decir, a los medicamentos o drogas– la manipulación descarada de los propios estados de ánimo es uno de los recursos que a uno le quedan para influir sobre el nivel de neurotransmisores y hormonas del sistema nervioso para “sacudirlo” y sacarlo del perfil depresivo o angustioso. Esa “sacudida” expresa en el nivel químico lo que a nivel psicológico se vive como la experiencia de tomar distancia respecto del drama, o independizarse de él. No se puede tomar distancia de un drama si uno no puede reírse de él, o festejarlo, o sentirlo al menos durante unos pocos segundos como algo banal o indiferente, que puede ocurrir o no pero que no condiciona forzosamente nuestro estado de ánimo de manera absoluta y fatal.

Que lo importante aquí no es la filosofía o “actitud positiva” respecto de la realidad, lo demuestra el hecho de que a veces puede lograrse ese mismo objetivo de toma de distancia e independización afectiva respecto de un drama por la vía rigurosamente opuesta: imaginar para el futuro inmediato tragedias mucho mayores que las que se están viviendo, para poder colocarse anticipadamente en la actual situación dramática como si fuera un pequeño refugio u oasis de calma en medio de una tormenta de proporciones mucho mayores. No se trata de la actitud implícita en las fórmulas como “pensá que la cosa

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podría haber sido peor”, o “lo que basta es la salud”, mediante las cuales las personas intentan consolarse viendo lo “positivo” que todavía tiene su situación en relación a otros dramas posibles que se espera que no ocurran (o, para tomar un ejemplo equivalente en otro plano: consolarse del propio mal viendo males peores en otras personas, que uno espera que no le toquen a uno). En la técnica a la que nos estamos refiriendo se trata de lo opuesto a eso: se espera o en cierta forma se desea que ocurra el drama mayor o se lo considera ya ocurrido para poder colocarse en el presente como un remanso, en lugar de intentar huir de él y angustiarse por no poder hacerlo. Cuando la gente dice que su crisis “tocó fondo” y que ahora empiezan a salir del “pozo”, muchas veces es porque acaban de vivir de manera natural, no como producto de una técnica consciente, ese proceso: la sucesión de golpes fue tan intensa como para empujarlos al mínimo nivel de expectativas y persuadirlos de que “lo peor” era inminente e inevitable. Allí empezaron a aprovechar del remanso presente y a reconstruirse, sin que lo peor tuviera tal vez ocasión de suceder, por lo que el supuesto “remanso” termina revelando a la distancia haber sido el punto del mayor infortunio, y paradójicamente el de la inflexión crucial hacia la recuperación, simplemente porque uno lo convirtió en eso al aceptar lo peor como inevitable. Bajo el mismo principio de invertir la visión de una situación dramática para tomar distancia y acceder más fácilmente al vacío, puede encararse un tema muy diferente al eje optimismo-pesimismo como es el del odio a los demás. Es en realidad el campo donde la técnica de la inversión da frutos más rápidos y tangibles. Cuando uno odia mucho a alguien de quien uno cree que le está haciendo daño a conciencia, es muy difícil detener los pensamientos vinculados con ese tema, porque ese odio es candidato seguro a canalizar todas nuestras frustraciones. Uno puede terminar culpando a alguien que simplemente

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llegó tarde a una cita, o que no nos dio una mano habiéndolo prometido, de todos los males de uno, y así se entra en un círculo vicioso de falsedades insanables. Para frenar ese círculo de pensamientos suele ser indispensable pensar durante un tiempo lo más prolongado posible toda la situación al revés: con uno como culpable por haber facilitado el ultraje o por suponer una mala intención que tal vez no existe, o por deformar en cualquier sentido imaginable la situación. Aunque sepamos que la inversión no es totalmente cierta, el hecho de que podamos pensar en una remota culpabilidad nuestra mella la fuerza del odio, da una perspectiva más realista, calma un poco el sistema nervioso y permite cortar el hilo de pensamientos y rumiaciones, pues una vez más la única meta real sigue siendo el vacío, solo él y nada más. El cerebro sabrá entender solo quién y hasta qué punto es el verdadero culpable, si es que lo hay. Para eso no necesita de nuestras “reflexiones”. En caso de estar fehacientemente comprobado que la culpabilidad de uno es rigurosamente igual a cero –como cuando le chocan el auto que uno dejó bien estacionado–, uno se culpará por dar tanta importancia a un daño del auto para ayudarse a dejar de pensar en eso. Si uno no se permite jamás esos enojos banales y soberanamente estúpidos, estará mejor preparado para aceptar las verdaderas desgracias ecuánimemente, como los accidentes graves, y también estará mejor preparado para no aceptar culpas cuando no sea instrumental ni útil hacerlo, como cuando la propia culpa es el motor del pensamiento vicioso, por ejemplo, cuando uno falla en una apuesta riesgosa y se reprocha luego a sí mismo la propia osadía. Es decir, no se trata de hacer moralina culpógena, a la que suelen ser tan afectos algunos psicoanalistas y sacerdotes, sino usar la culpa para frenar el odio o la soberbia, pero también usar cualquier cosa contra la culpa cuando es la culpa la verdadera enfermedad. El único verdadero norte será siempre el vacío,

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esa es la meta inalterable. Una culpa anormalmente intensa, aun completamente justificada, demuestra su carácter patógeno, nocivo y vicioso tan pronto se resiste a salir de la conciencia una vez admitida la validez de sus “observaciones” o “acusaciones” contra el sujeto. Quien se revuelca todo el tiempo en una culpa demuestra cualquier cosa menos auténtica ética o bondad. Puede demostrar, por ejemplo, una ambición de perfección que es en sí misma narcisismo al desnudo y servilismo respecto del que dirán más que altruismo o sentido moral. Y en ese caso puede uno muy bien movilizar la culpa en contra de la culpa, es decir, sentirse culpable de sentirse tan culpable que uno parece movido por la ambición pervertida de ser un dios infalible.

En definitiva, todo método positivo, hasta el más delirante, puede ser usado ocasionalmente dentro de una perspectiva negativa (tipo zen o Camino Total) si uno conserva obstinadamente en la conciencia, en el inconsciente y en cada rincón del cerebro y del cuerpo la idea de que la magia no existe, que Dios –si existe– no va a premiarlo a uno si uno es bueno porque está buscando ese premio y que las técnicas mentales no son un instrumento para cambiar el mundo mediante “telepatía positiva” o estúpidas supersticiones de ese tipo, sino que ellas son –al igual que las religiones– meros instrumentos de autotransformación. La única meta de una “tecnología” espiritual, lo único para lo que ella puede servir es para entrenarse uno mismo en el aguante y manejo de las condiciones existentes, no para ganar la lotería del cielo ni influir en nadie ni nada. La influencia de nuestro optimismo sobre el mundo externo es rigurosamente igual a cero, y no añadiremos un solo átomo de bondad al mundo por creer que todos son buenos o que hay un Dios que transformará nuestro deseo de mundo rosado en una realidad. El mundo seguirá siendo una apasionante

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e inextricable amalgama de bondad y maldad, de perversión y salud, de armonía y caos, pensemos lo que pensemos de él, de Dios o de nada, y ninguna técnica mental podrá influirlo, ni puede honestamente perseguir otra nieta que la de transformar al propio sujeto. Solo cuando el sistema nervioso de uno se adaptó merced al uso pragmático de esos trucos mentales al mundo agridulce, bueno y malo, que es el real, puede nuestra acción ir incrementado sola su capacidad de transformarlo, no por magia, no por pensamientos, no por deseos, sino como lo logran los demás, los burdos y normales ateos o creyentes descreídos de la magia: merced a la lenta y gradual influencia de los actos de uno sobre el entorno. El Camino Total, a diferencia de la abrumadora mayoría de los métodos positivos, es una vía infinitamente solitaria, busca solo la autotransformación y la autoterapia automática que se produce en aquel que logra mediante ciertos trucos controlar la ansiedad, la angustia, las depresiones, las obsesiones, la actitud huidiza, temerosa o cobarde para permitir al cerebro aprender libremente a crear y a diseñar la propia vida. Para los demás, para los que lo rodean y a los que usted quiere y necesita, lo único que le recomienda el Camino Total es que usted les dé amor, y no los busque para consuelo. Eso es lo que ellos esperan de usted, y lo que usted puede esperar de ellos, eso y no cátedra de nada, y menos de estas técnicas de autoperfeccionamiento. Las durezas que estas técnicas puedan acarrear solo son útiles si las emplea uno exclusivamente consigo mismo y no cae en la soberbia de sugerírselas a quienes esperan y necesitan otra cosa de nosotros.

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Capítulo 14

Hasta aquí hemos visto solo instrumentos para vencer obstáculos interiores, es decir, para liberar un poco el cerebro de ataduras y temores con el fin de que pueda desplegar su espontaneidad y su capacidad de aprendizaje. Pero no es ese el nivel superior de la actividad cerebral. Por encima del aprendizaje de cualquier cosa está la decisión de qué aprender. La toma de decisiones es el nivel más elevado y complejo de la actividad cerebral y el más proclive a desarticularse en situaciones de crisis. En el zen, no es uno –el “pequeño yo”, la “pequeña mente”– quien aprende el arte del tiro con arco o la esgrima, sino el cerebro, la “gran mente”. ¿Pero quién decide que se aprenderá tiro con arco y no ikebana o pintura, quién lleva al cerebro y al cuerpo a realizar cada aprendizaje, quién se lo impone? Aquí, como en el aprendizaje de las artes específicas, la meta del zen y del Camino Total no es otra que el mayor grado de automatismo y auto-olvido posibles. Pero está claro que ese grado de automatismo será en la toma de decisiones forzosamente menor que en los aprendizajes específicos. Hay pocos límites al automatismo en la dactilografía: se puede llegar a escribir sin mirar jamás el teclado, y realizando todos

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los movimientos de manera totalmente inconsciente, es decir, automática. Se puede escribir un poema o un cuento breve sin una sola pausa para “reflexionar”. Pero no se puede escribir así una novela. La interrupción de la escritura entre un día y el siguiente ya vuelve extremadamente difícil o directamente imposible no “reflexionar” alguna vez sobre ella en el intervalo, aunque sea brevemente. En la toma de decisiones esa dificultad para la automatización crece a medida que se eleva la importancia de cada decisión, es decir, según la magnitud de las consecuencias positivas y negativas que pueda acarrear para la vida de uno la opción que se elija. Pero aun dentro de esa mayor dificultad, el campo para el automatismo sigue siendo enorme, y es relativamente fácil de explotar una vez que uno está muy entrenado en la concentración pasiva y el aprendizaje automático de las actividades ya “decididas”, las que uno venía realizando antes de incursionar en el Camino Total o el zen. Recíprocamente, quien además de empeñarse en adquirir el automatismo de cada actividad específica, empieza a tomar decisiones importantes con esa misma actitud zen, termina encontrando cada vez más fácil automatizar las actividades mismas, que presentan problemas infinitamente más simples que la decisión de emprenderlas o interrumpirlas. La regla de oro para tomar decisiones con la “gran mente”, es decir, con todo el cerebro, dando a la intuición y a la reflexión el lugar que le corresponde a cada una, es no considerar como definitiva absolutamente ninguna decisión hasta el momento mismo de pasar a la acción, es decir, hasta materializar la decisión. Esto solo se puede lograr postergando la reflexión, impidiéndola mediante el músculo de “inhibir pensamientos”, y luego pasando la “guadaña” sobre cada decisión una vez tomada provisoriamente, exactamente como hacíamos con las “tristezas” y las “alegrías” que pese a nuestra búsqueda del

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vacío emergían una y otra vez en la conciencia. Con las tristezas y las alegrías ocurría que las primeras perdían fuerza y las últimas brotaban con mayor capacidad de resistencia poco o mucho tiempo después de cada guadañazo. Con las decisiones que pese a nuestra búsqueda del vacío emerjan, ocurrirá que una de las opciones irá apareciendo a lo largo del tiempo de manera más insistente que las otras (cambiar o no cambiar de trabajo, separarse o no separarse de la mujer, iniciar o no tal estudio o actividad que requiere muchos preliminares o mucha dedicación, quedarse en el país o abandonarlo). La decisión que resurja más insistentemente después de los guadañazos nos irá “tomando” a nosotros, en lugar de tomarla nosotros a ella. Vendrá recurrentemente a nuestra conciencia a pesar de que nos resistamos, y terminará empujándonos lentamente a realizar todos los preliminares requeridos, todos los pasos intermedios conducentes a su materialización. Y el mismo día que tengamos que empezar a materializar la decisión seguiremos buscando el vacío y negándonos a considerar ninguna opción como definitiva. Iremos al mismísimo lugar donde se inicia la materialización de la decisión sin pensar y pasaremos a la acción no nosotros, sino nuestro cerebro, nuestro cuerpo, y nosotros estaremos ocupados solo en controlar los obstáculos: el miedo a las grandes decisiones, el malestar, los aspectos concretos de cada trámite. El resultado de eso será que la decisión finalmente tomada se verá menos influida por el miedo y sus consecuencias: la “racionalización”, las falsas excusas, el apresuramiento, las fantasías engañosas. Y usted terminará actuando convencido de haberle dado su oportunidad a todas las otras opciones que resultaron finalmente perdidosas en esa suerte de “libre competencia” dentro de su cerebro. Esto es tanto más útil cuanto más difícil y riesgosa es la decisión. Cuando hay riesgo la actitud natural de cualquiera

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es fantasear que se lo podrá reducir al mínimo, y eso es un engaño que puede costar muy caro. Si usted tiene un problema insalvable en el trabajo y lo quiere dejar, fantaseará que no le será difícil conseguir un puesto en otro lugar. Si el problema está en su relación de pareja, fantaseará que puede conseguir otra que lo satisfaga más o lo “consuele” en un tiempo bastante breve. Así, usted no le dará a las otras opciones (seguir con el mismo trabajo, o con su pareja) ninguna posibilidad de “competir” en su cabeza, porque para poder hacerlo esas opciones no deben medirse contra “fantasías”, sino por sí mismas o en todo caso contra cero, contra prolongados períodos de desempleo o de soledad, o contra opciones parecidas a esas. Toda fantasía de disminución de riesgo impedirá evaluar la situación actual por sí misma. Si después de llevada a la práctica la decisión de separarse o dejar el trabajo la fantasía se revela totalmente infundada y usted pasa uno de los peores momentos de su vida, el golpe que recibirá creará en su mente un núcleo tremendamente temeroso e indeciso que será muy difícil de extirpar, y que lo hará proclive a aguantar después indefinidamente situaciones que son mucho menos favorables de las que usted es en realidad capaz de conseguir. En cambio si la decisión fue tomada como un salto al vacío, sin fantasear fáciles soluciones, aunque sí buscando anticipadamente todos los apoyos materiales útiles (contactos para un nuevo trabajo, actividades que pueden ir sosteniéndolo en un período prolongado de soledad, pero todo considerado como meras precauciones que no prosperarán como opción o consuelo), usted estará mejor preparado para pasar el mal momento que todo cambio radical implica. En ese caso, usted irá consiguiendo esos apoyos como meros complementos de su situación actual, e irá “guadañando” ecuánimemente las distintas decisiones que aparezcan en su conciencia (continuar, o cortar). Llegado el momento puede ocurrir que lo que era

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pensado como una ayuda para cambiar de trabajo o pareja se convierta en la palanca para mejorar su actual relación laboral o de pareja, o que la opción de la ruptura crezca hasta “tomarlo” a usted firmemente en sus manos, pese a todos los miedos que tendrá por no haber fantaseado ninguna solución, y por haber buscado los recaudos materiales como meros puntos de apoyo a los que no prestó absolutamente ningún valor o fe. Por supuesto, esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Pero todo en la vida es así. Un cambio radical en situaciones de alto riesgo es difícil en cualquier caso, con cualquier método, y para cualquier persona. Lo que este método le suministra es una forma de evitar hacer lo peor que existe –tomar decisiones a partir de opciones fantaseadas– y reducir las posibilidades de incurrir en el segundo de los peores errores: tomar o implementar decisiones antes del momento rigurosamente impostergable. En todo método negativo, basado en la espontaneidad, el mejor momento para actuar es aquel en el que la acción y la decisión caen como fruta madura, y brotan de una profunda convicción interna. Pero no vaya a creer que si usted logra eso se ahorrará los sinsabores de toda gran decisión de alto riesgo. Lo único que logrará será entrenarse en la toma de decisiones de todo tipo (quien puede lo más puede lo menos), hasta convertir esa ingrata función cerebral en un arte, y de ese modo ya no le preocupará tanto si da con sus tiros siempre en el blanco sino si dispara siempre sus flechas con las reglas puras del arte sin artificio. Eso le suministrará ya desde su primera decisión tomada con las reglas del arte un marco para que el sufrimiento posterior sea útil: usted habrá considerado ecuánimemente antes de pasar al acto todas las opciones y sabrá que el dolor que siente ahora es el que corresponde realmente a la dificultad de su decisión –y que por lo tanto lo entrenará para futu-

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ras decisiones– y no al arrepentimiento por haber cometido la torpeza de elegir cien pájaros volando en lugar del que tenía en la mano. Aun sin arrepentimiento de ningún tipo, toda ruptura y todo cambio es ganancia y pérdida. Y ambas pueden ser tan grandes como para que usted al comienzo sufra mucho, a pesar de haber optado por una decisión que uno o dos años más tarde se agradecerá a sí mismo como la mejor que tomó en su vida. En las decisiones que pueden ser revertidas (una separación de pareja, un cambio de país de residencia, por ejemplo) es incluso rigurosamente aconsejable mantener las opciones abiertas dentro de la mente de uno después de haber pasado a la acción, para que prosiga el proceso intuitivo-reflexivo realizado cuando se tomó la decisión. Si por ejemplo después de una ruptura de pareja o un cambio de país de residencia usted se niega a considerar seriamente en la soledad de su cabeza la posibilidad de dar marcha atrás (recuerde que el orgullo en el zen es el sentimiento más combatido y despreciado), no metabolizará el dolor por la pérdida sino solo el dolor por ser tan testarudo, y edificará su equilibrio futuro sobre la peor base para una personalidad: el temor al qué dirán, la vergüenza, el orgullo. La espiral de metabolización de los sentimientos –incluyendo los sentimientos posteriores a toda decisión– no tiene fin a lo largo de toda la vida, y debe interactuar creativamente con las de otras decisiones que se puedan tomar posteriormente sobre cualquier otra cuestión. Lo cual, por supuesto, es lo único compatible con el zen: uno rechaza pensamientos en la búsqueda del vacío, para lograr decisiones y acciones automáticas, no por la cobardía de no poder considerar mentalmente una opción, (dar marcha atrás, o lo que fuera). Solo si usted está dispuesto a pasar el mal momento de dar marcha atrás en una gran decisión, sabrá luego si finalmente no dio marcha atrás por

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un mezquino orgullo o porque su gran mente siguió priorizando la opción elegida, al menos por el momento. Ante esta formulación uno puede pensar que así uno está siempre “como en el aire”, “sin nada firme a qué aferrarse”, “librado al caos de la intuición”. La respuesta, por supuesto, es que así debe ser. El Camino Total se identifica en eso absolutamente con el zen: solo busca aniquilar las defensas para que uno aprenda a estar en el aire, que es la única forma de volar. Cuando uno aprende a volar uno no se estrella, ni va en zigzag, ni se la pasa dando marcha atrás a cada rato. Pero intuye con claridad meridiana cuándo es el momento de virar, cuándo el de cambiar de cielos en busca de un paisaje mejor, y cuánta sabiduría se esconde en el adaggio “nunca digas de esa agua no he de beber”. Si de verdad uno no ha de beber nunca más de esa agua, lo mejor es no saberlo. Porque como dijo Lao Tsé, es mejor no saber que se sabe. Solo así se llega a saber, en lugar de recitar, rumiar, repetir, fingir, racionalizar. El que sabe no actúa de acuerdo con fórmulas. No se limita a repetir siempre la misma receta. No decide siempre según los mismos motivos, porque las situaciones, la vida, cambian sin cesar. Cuando uno sabe obrar de ese modo y descubre que no ha dado marcha atrás en alguna decisión importante y riesgosa, pese a los costos que ella está acarreándole, fácilmente puede darse cuenta de que si ha sido así no es exactamente por los mismos motivos por los que había tomado la decisión, al menos seguro no solo por ellos, y el descubrimiento de esos nuevos motivos le permite afirmar su decisión y sentirse bien plantado en su presente, abierto a los cambios del entorno. Si uno se aferra en cambio a la decisión tomada simplemente porque ya fue tomada y llevada a la práctica, nunca logrará percibir cómo quedó configurada en verdad su nueva situación ahora, y no podrá detectar si surgieron o no nuevos motivos –tal vez incluso más valederos que los

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anteriores– que justifiquen proseguir por el camino elegido, sin dar marcha atrás por el momento. No será raro que quien obre de ese modo termine luchando durante muchísimo más tiempo –a veces años– con la idea de dar marcha atrás en sus decisiones importantes, por no haberles dado su oportunidad de competir en su cerebro durante un período suficientemente largo (tan largo como quede espontáneamente determinado) después de haber pasado a la acción. En realidad, es la misma apertura permanente a la posibilidad de revisión de cualquier decisión la que lo entrena a uno para reconocer cuándo (y a veces hasta por qué) algo es verdaderamente irreversible, y entonces sí la decisión tomada será en su momento reforzada mediante el no pensamiento y la negativa a rumiarla permanentemente si el costo muy elevado que implicó hacen que el dolor retorne recurrentemente.

También en este máximo nivel de la integración cerebral, el de la toma de decisiones, se ve de manera palmaria cómo el zen es un aprendizaje para la muerte con el objetivo de aprender a vivir. Para el hombre común, tomar con las reglas del arte decisiones que lo afecten a uno –a diferencia de casi todas las que deben tomar los poderosos, que solo pueden perjudicar a los demás, casi nunca a ellos mismos– requiere estar dispuesto a perder siempre, sin excepción alguna. Exige tener claro que uno muere un poco con cada elección. Lo único que varía en una decisión es la posibilidad de tener ganancias. Pérdidas hay siempre, porque toda decisión implica una elección, una renuncia a otras posibilidades, un sacrificio, aunque más no sea de tiempo. Una vez tomada la decisión y emprendida la acción todo se facilita, uno ya hizo las renuncias del caso, y pasa durante largos períodos a combatir en una sola dirección –para seguir adelante– en cualquier campo que sea: un estudio, un trabajo, una pareja.

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Pero por eso mismo, para probar hasta el fondo las posibilidades del zen y del Camino Total es muy útil ensayar desde el inicio mismo del recorrido la automatización zeniana también en el elevado campo de las decisiones. Porque además cualquier acción más o menos prolongada requiere decisiones recurrentes que pueden sumirlo a uno en una dubitación constante y demoledora si uno las deja libradas a los métodos reflexivos, rumiadores y pensativos que estuvo ejerciendo durante toda la vida. Hasta la decisión de proseguir o no con el aprendizaje del tiro con arco, de la esgrima, del tenis o de la escritura literaria puede terminar perturbando el propio aprendizaje si uno no está capacitado para tomarla con arte por no haberse entrenado desde el inicio en el modo zeniano de adoptar decisiones en las áreas más cruciales de la vida. Prácticas que tienen mucho desarrollo temporal y mental como el ajedrez pueden servir de ilustración para esto. El ajedrez es puesto a menudo como ejemplo de una actividad que no podría automatizarse jamás, ni recurrir a esferas inconscientes, por el planeamiento muy anticipado y preciso que requieren las jugadas. Por supuesto hay algo de cierto en eso. Pero que el ajedrez requiere también de una esfera inconsciente, automática e intuitiva lo demuestra el simple hecho de que las más poderosas computadoras –cuyos cálculos son siempre explícitos, es decir “conscientes”, en la medida que puede hablarse de tal cosa en cibernética– solo logran batir muy ocasionalmente a un gran maestro. Si todo fuera cálculo consciente en el ajedrez, las máquinas –que tienen una capacidad de cálculo explícito ya muy superior a la de los grandes maestros– estarían hoy en condiciones de lograr un desempeño mucho mejor. Seguramente las máquinas mejorarán muy pronto sus scores. Pero quien no desconoce la capacidad de adaptación de los seres vivos sabe que muy probablemente el día que

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las máquinas empiecen a vencer frecuentemente a los grandes maestros estos comenzarán a cambiar de modo imprevisible sus modalidades de juego hasta lograr vencerlas tarde o temprano. Cuando las computadoras se vuelvan imbatibles se convertirán en la valla olímpica contra la cual se entrenarán los ajedrecistas igual que los olimpistas que practican el salto en alto sobre una vara hasta vencerla. Y tal como ocurre en el salto en alto, ni los ajedrecistas ni la ciencia podrán determinar entonces con toda precisión cómo hizo el ser humano para superar la nueva marca y volver a tomar la delantera contra la máquina, qué fuerzas movilizó su cerebro para lograr lo que parecía imposible. Lo más efectivo de los rendimientos cerebrales permanece siempre inconsciente en cualquier área. No hay diferencia en ese sentido entre el deporte, el ajedrez o la literatura. Ni entre la motricidad perfecta y casi totalmente inconsciente de un bailarín y la ausencia asombrosa de movimientos e imágenes con la que las personas logran hoy manejar computadoras mediante la modificación de sus ondas encefalográficas por métodos que ellas mismas se declaran absolutamente incapaces de describir... tanto más incapaces cuanto más hábiles se muestran en el manejo de la máquina.

El entrenamiento zeniano en la toma de decisiones permite captar de un modo muy claro cómo el automatismo –logrado al comienzo mediante la inhibición activa de la reflexión– termina enriqueciendo el propio pensamiento consciente e incrementando su poder reflexivo, pues los elementos de juicio que surgen después de cada “guadañazo” aplicado a una decisión tomada son cada vez más diversificados. Así se termina percibiendo el aporte preciso que el zen brinda a la actividad mental: no es la eliminación completa de la actividad reflexiva –meta imposible de lograr–, ni siquiera su reducción

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muy drástica, sino el añadido de una dimensión intuitiva que además de ser tremendamente valiosa por sí misma termina mejorando y haciendo más eficiente la propia reflexión. A su vez el Camino Total potencia –hasta darle una relevancia que de otro modo no tendría– otro elemento aportado por el zen: el freno de la mente, la capacidad de interrumpir –dentro de ciertos límites– los pensamientos a voluntad, capacidad que le permite a uno convertirse en dueño de su propia reflexión, en lugar de ser su esclavo. Y eso es algo que en muchos aprendizajes se lo reconoce también en Occidente. No se puede aprender a escribir a máquina al tacto sin mirar durante algunos minutos el teclado. Pero quien no se atreva a dejar de mirarlo pasados los primeros minutos de práctica –así se acumulen errores interminablemente– nunca logrará una escritura automática. Del mismo modo hay muy pocas cosas que el hombre pueda hacer sin reflexión, pero si no aprende a interrumpir rápidamente la reflexión para dejar que otras instancias de su cerebro actúen nunca tendrá la experiencia de estar viviendo una vida sino de estar siendo vivido por ideas, libros, opiniones y consejos que podrían ser tanto los de él como los que cualquier otro ser humano y que terminan gobernándolo en lugar de ser gobernados por él. El zen no anula la reflexión ni los saberes adquiridos mediante los métodos analíticos y secuenciales, simplemente los torna automáticos, espontáneos, fluidos. Pero inicialmente, esa búsqueda de automatismo perturbará inevitablemente los aprendizajes adquiridos. Quien tiene que liberarse de los vicios de mirar el teclado cuando escribe a máquina, o mirar los pies cuando baila, o reflexionar sobre sus golpes cuando juega al tenis, o anticipar su texto en la mente cuando escribe, o su cuadro cuando pinta, o rumiar sus decisiones sin parar, forzosamente sentirá un verdadero cataclismo en cada una de

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esas actividades cuando empiece a tratar de automatizarlas. Pero debe saber que lo que pierda en cada una de ellas lo ganará simultáneamente en equilibrio psíquico en el conjunto de su personalidad, y que poco después tanto en esas actividades como en el conjunto de su vida sentirá por primera vez lo que significa de veras la espontaneidad. Entonces cualquier aprendizaje que usted emprenda después podrá orientarse ya desde temprano –superado el primer nivel elemental de la adquisición técnica– a una búsqueda del automatismo que haga innecesario pasar por esos cataclismos, exactamente como el ejecutante que aprendió a tocar un instrumento sin vicios de ejecución se acostumbra a buscar eliminar los vicios desde temprano también cuando le toca aprender otros instrumentos. Como decía Takuan de los aprendices que le llegaban para espiritualizar su arte después de haber adquirido la simple técnica de la espada: “Esa espontaneidad que perdió al iniciar su enseñanza la recupera como elemento indestructible de su carácter”. En vez de constituir una barrera entre usted y las cosas, sus habilidades se convertirán en su manera de fusionarse con ellas. Daisetz Suzuki dijo: Antes de que usted estudie el zen, las montañas son montañas y los ríos son ríos; mientras lo estudia, las montañas ya no son más montañas y los ríos no son más ríos; pero una vez que ha alcanzado la iluminación, la montañas vuelven a ser montañas y los ríos vuelven a ser ríos.

Ese retorno al mundo termina diluyendo al zen en la vida cotidiana, es la meta más pura de esa disciplina. El Camino Total no es más que un método para hacerle a usted más fácil ese recorrido que partirá de su vida cotidiana y lo hará retornar a ella enriquecido con una mayor capacidad para enfrentar

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sus crisis y sus obstáculos. La meta última es que en usted no solo sus acciones no dejen huella, sino tampoco el propio zen y el Camino Total. Parafraseando lo que el otro Suzuki, Shunryu, decía de los maestros, cuando uno encuentra un camino, también debe saber abandonarlo. Y más puede abandonarlo, cuanto más profundamente lo ha recorrido.

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Apéndice

Hemos reservado este apéndice para tratar el insomnio porque si bien es el problema fisiológico y psicológico más difundido del mundo –pocas personas se salvan de perder el sueño en situaciones de crisis– la extrema especificidad de las causas fisiológicas que lo motivan en última instancia y la consecuente especialización de las técnicas usadas habitualmente para su combate no permiten su inclusión como parte integrante del Camino Total. El insomnio es tal vez el problema psicofisiológico más intratable que existe. Conciliar el sueño es algo que escapa completamente al control de la voluntad. No puede lograrse por un acto de decisión o un esfuerzo, y como todo acto involuntario y automático se ve obstaculizado en lugar de facilitado por cualquier intención consciente. Pero por esa misma razón, cuando se los usa como refuerzo de las técnicas corrientes de combate contra el insomnio, tanto el zen como el Camino Total prueban su superioridad rotunda respecto de cualquier método positivo, que típicamente agrava siempre como efecto secundario de su aplicación el insomnio preexistente o se lo provoca por primera vez a quien jamás lo ha tenido debido a la actitud excesivamente activa y de combate preprogramado que los métodos positivos inducen.

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No trataremos en este libro el insomnio que obedece a causas orgánicas claramente identificables, como el que provocan –por ejemplo– las apneas provenientes del exceso de peso o de malformaciones en las vías respiratorias. Solo nos interesa el insomnio crónico intratable por medios físicos, es decir, el de causa desconocida, que suele atribuirse a motivos psicológicos o a la perturbación de los ciclos circardianos (variación de la actividad fisiológica de los seres vivos según la sucesión del día y de la noche), pero del que tal vez se demuestre algún día que obedece a deficiencias neurológicas en los sistemas automáticos que regulan el sueño. Generalmente el insomne crónico arrastra el síntoma desde su misma infancia, y solo conoce períodos ocasionales de buen sueño. Lo primero que uno debe saber si uno quiere combatir el insomnio crónico es que no existe en ninguna parte del mundo un método cuyo uso se haya difundido en razón de haber demostrado una efectividad generalizada o permanente. Todos los métodos dan tasas relativamente bajas de éxito, y a menudo atan al paciente para siempre a determinadas condiciones rígidas, sobre todo en cuanto a horarios. De modo que lo único razonable frente al insomnio es aceptarlo primero como una desgracia de la que se alimentan todo tipo de charlatanes que pretenden curarlo y acostumbrarse antes que nada a vivir, trabajar y crear en condiciones de muy escaso sueño, o sin haber dormido en alguna jornada ni siquiera una hora, y esperar resultados solo muy lentos y modestos. Lo que el zen y el Camino Total aportan a los métodos usados en los laboratorios y clínicas del sueño es a) una herramienta para potenciarlos y permitirles actuar con mayor rapidez, b) una probabilidad de éxito mucho más alta, y c) la posibilidad de ir independizando muy lenta y progresivamente al insomne de los marcos rígidos que esas técnicas imponen a sus actividades. Pero duplicar o triplicar la tasa de éxito de un método

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contra el insomnio, o doblar la velocidad en que aparecen sus resultados no representa tampoco una panacea, porque ambas cifras siguen siendo de todos modos muy bajas: con o sin zen y Camino Total, el insomne debe saber que la tarea que tiene por delante es la más difícil e ingrata que se pueda encarar para el autoperfeccionamiento. No en vano la privación de sueño ha sido usada desde siempre como método de tortura. Pero lo que también debe saber el insomne es que los efectos de la privación de sueño son muchísimo menos graves de lo que le parecen al que sufre esa tortura cotidiana. De hecho, en laboratorio no se ha podido probar prácticamente ningún efecto dañino de la completa privación de sueño sobre la salud, ni sobre el desempeño físico, emocional e intelectual, si bien después de períodos prolongados, de más de cinco días, pueden aparecer efectos limitados bastante impresionantes, como las alucinaciones. ¡Aun con varios días consecutivos de privación absoluta de sueño los coeficientes de desempeño físico e intelectual se mantienen inalterables! Al extremo de que muchos científicos –que obviamente no han tenido una sola noche de insomnio en su vida– se han atrevido a cuestionar si el sueño sirve para algo. Los insomnes sufren sensaciones tremendamente desagradables, y creen vivir en un mundo de pesadilla. El insomnio es para quien lo sufre equivalente a un dolor crónico aniquilador. Pero en las condiciones experimentales, donde los sujetos no pueden sustraerse a las pruebas que se les hacen pasar para medir su desempeño, su rendimiento no cae y hasta a veces puede incrementarse dentro de los pequeños márgenes adjudicables al azar, aun tras varios días consecutivos sin dormir. En el caso de los test de inteligencia, desde hace décadas se ha sostenido que un cierto grado de privación de sueño eleva casi siempre un poco el puntaje obtenido, y se ha atribuido esto a un efecto de compensación que efectúan los sujetos: se esfuerzan mucho

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más cuando resuelven los tests en estado de malestar por privación de sueño y confían menos en soluciones apresuradas. En el desempeño físico las pruebas no fueron tan uniformes, pero cualquier insomne que haya probado nadar o levantar pesas en sus peores días de mal sueño habrá podido comprobar qué –si no se impone metas ambiciosas al iniciar los ejercicios– casi siempre logra superar todas sus marcas de resistencia o potencia... pese a que tarda bastante en tomar conciencia de que lo ha estado haciendo, porque la abrumadora sensación de malestar debido a la privación de sueño le hace imposible reconocer que en realidad la situación no tiene solo un costado dramático sino también otro ventajoso. En la vida real, en cambio, el insomnio puede reducir a una persona a la invalidez más absoluta si ella toma el hábito de eludir compromisos u oportunidades a la espera de un período de “buen descanso”, o asume su falta de descanso como una variable que deba ser considerada en cualquier sentido que sea para su desempeño cotidiano. El insomne crónico que presta atención al hecho de dormir mal o bien como dato para su desempeño en la jornada tiene la garantía segura e inamovible de que su vida se convertirá en una pesadilla. Por eso también le conviene saber que además de no mostrar efectos sobre el desempeño de las personas, la privación de sueño es incluso uno de los métodos conductales (es decir, no químicos ni físicos) más usado en todo el mundo como terapia para las depresiones. Hay pocas depresiones que no se interrumpan en seco tras una o eventualmente varias noches de privación absoluta de sueño. El método fue descubierto por azar, y los primeros resultados se obtuvieron con privaciones moderadas de sueño, obligando a los pacientes a dormir menos de cuatro horas diarias durante pequeños períodos, pero posteriormente se generalizó el uso de la privación absoluta por una o varias noches. De modo que la privación de

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sueño representa una de las grandes paradojas de la conducta: le hace vivir a la persona un infierno, pero puede estar preservándola de daños mucho mayores, como los que puede traer una depresión severa, de la que nunca puede descartarse que desemboque en un suicidio. Por eso mismo, si el budismo persigue como meta excluyente la aniquilación de todo deseo, y el zen promueve la acción automática como fórmula para obtenerlo, el abc de la lucha contra el insomnio consiste en matar el deseo de dormir, en sacar al sueño de la órbita de variables e intereses de la vida de uno, y en dormir, cuando se puede, exclusivamente por deber, porque es “abstractamente” necesario y porque la privación total tiene sus límites, y no porque el sueño mejore el desempeño de uno en ningún sentido. Hasta que una persona no se convence profundamente de que ningún desempeño suyo está influido de manera directa por su privación de sueño el combate contra esta no puede ni debe comenzarse, en un plan de autoayuda. Uno puede ir con ideas confusas al respecto a un instituto del sueño, como los que funcionan en Buenos Aires en el Hospital Francés o en Fleni (Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia –su laboratorio de sueño atiende a adultos–). Pero no puede asumir por sí mismo la lucha contra el insomnio –es mil veces preferible seguir como uno estaba– si uno piensa que con sueño tiene en promedio menos puntería, o menos fuerza, o menos inteligencia, o menos memoria, o menos potencia sexual, o menos capacidad pulmonar, o menos lo que sea. En laboratorio no se pudo demostrar hasta ahora que se tenga menos de nada, y si a uno le pareció detectar alguna diferencia entre los desempeños que uno tiene con y sin privación de sueño, lo mejor que puede hacer es considerar esa impresión como una ilusión producto de un azar, o del sufrimiento que se experimenta cuando se duerme poco.

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En realidad, es infinitamente preferible convencerse de que un determinado mal desempeño de uno proviene de una propia incapacidad insanable, que pensar que fue provocado por la falta de sueño. Sentirse un inútil es una de las experiencias rutinarias de las que se alimenta el zen y el Camino Total y que no perturba sino que estimula la acción y el esfuerzo. Como ya hemos dicho, el proverbio más repetido en Japón no promueve la fe en uno mismo ni el autobombo, sino que dice: “Hasta un caracol puede subir al monte Fuji”. Es decir, siéntase tan pequeño e impotente como un caracol, a condición de que recuerde que también los caracoles pueden –y por ende deben– subir hasta la punta del monte más alto del país. Si usted está teniendo desempeños inferiores a los habituales en cualquier terreno es preferible atribuirlos a variaciones naturales dentro de una capacidad relativamente modesta o inferior a la normal, como la de un caracol. Entonces se sentirá un caracol y se esforzará más que el hombre común en perseverar hasta la cima... y llegará tal vez a ella antes que los narcisos que se creen Gardel. Mientras que achacarle al insomnio cualquier fracaso de uno es la forma más segura de agravarlo hasta que se vuelva completamente incontrolable. Al insomnio no se le debe atribuir ningún efecto negativo, no solo porque no se ha podido demostrar que lo tenga, sino porque siendo el sueño algo que no se puede controlar mediante la voluntad, dirigir la atención a sus deficiencias es convertirse en esclavo de los azares de la fisiología. En cambio, culpar de los fracasos a la propia falta de capacidad, o a la ansiedad, lo coloca a uno en un campo de esfuerzos posibles y manejables. Todo insomne tiene una base ansiosa en su personalidad o al menos se deja llevar por la ansiedad en sus crisis de insomnio. Dirigir la atención hacia la ansiedad es útil, porque a diferencia del insomnio es tremendamente

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controlable mediante la voluntad y una buena técnica. El zen y el Camino Total no son otra cosa que dos formas de combate contra la ansiedad, y la “Cultura de la quietud” que se cree ver en Japón muestra cuán lejos se puede llegar en ese esfuerzo. Controlar la ansiedad de uno e ir reduciéndola sin cesar a lo largo de los meses en cada instante del día y de la noche, someterse a uno mismo a períodos lo más prolongados posibles de perseverancia en los esfuerzos (trabajo, estudio, deportes, inmovilidad del cuerpo en la lectura, las colas, las esperas, etc.) es la primera precondición para emprender cualquier combate contra el insomnio. Pero la segunda precondición es establecer por primera vez en la vida una relación de “sana convivencia” con el insomnio. Dale Carnegie, el creador de los libros de autoayuda como rubro de neto corte comercial, cuenta en uno de sus libros el caso de un abogado norteamericano que después de luchar infructuosamente contra el insomnio decidió convertirlo en su aliado y aprovechó las horas muertas de la noche para perfeccionarse sin cesar en su oficio leyendo literatura de derecho. A partir de eso tuvo un éxito tremendo como abogado y vivió muy feliz, aunque nunca venció su insomnio. Hacer cosas que uno siente que son muy útiles durante las horas de insomnio (lectura, escritura, aprendizajes, tareas domésticas, etc.) es extremadamente difícil, porque el insomne siente que esas son horas destruidas por el malestar, en las que no se puede obtener nada bueno de sí. Pero con más razón debe hacérselo, a menos que uno esté siguiendo uno de esos programas de combate contra el insomnio en los que está prohibido levantarse de la cama en los horarios fijos destinados al sueño, y aun en ese caso uno debe mantenerse muy activo fuera de las escasas horas que esos programas establecen para el descanso obligatorio. Después de todo, el Camino Total es un entrenamiento para aprender a actuar en

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las condiciones que habitualmente se consideran como muy inapropiadas para los fines buscados. De modo que mantenerse activo pese al insomnio no solo es crucial para empezar a vivirlo de manera cada vez menos conflictiva, sino que es indispensable para desarrollar la actitud militante y la resistencia que requiere el Camino Total para todas las actividades y circunstancias de la vida. Hechas estas aclaraciones consideraremos solo el más útil de los dos métodos usados habitualmente en el combate contra el insomnio, y veremos que puede ser complementado un poco con el otro. El método se basa en la imposición de horarios absolutamente rígidos para el sueño, con el objeto de habituar los mecanismos automáticos del sueño a actuar con un patrón fijo y readaptar a los pacientes a los ciclos circardianos, pues se cree que la abrumadora mayoría de los casos de insomnio están vinculados a la alteración de los mecanismos fisológicos de adaptación a los horarios del día y la noche. Aunque no está demostrado que los ciclos circardianos –es decir, la variación de la actividad fisiológica y metabólica del cuerpo según la hora del día– tengan en el sueño de los humanos una influencia tan rotunda como la que tienen sobre los animales, en el caso de estos últimos dicha influencia ha sido probada experimentalmente de manera tan incontrovertible que constituyen actualmente los parámetros principales tomados en cuenta en las terapias contra el insomnio. A un animal tan primitivo como un mosquito basta irradiarlo con luz artificial potente como la de sol en determinado momento muy preciso de la noche para descomponerle su “reloj biológico” y condenarlo a un insomnio que solo podrá superar si se efectúa otra radiación en otro momento preciso para corregir el “error” inducido en su fisiología. El momento clave en que puede ser influido el reloj biológico está determinado genéticamente y varía de un mosquito a otro.

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En los países desarrollados se está empezando a usar exactamente el mismo método de la irradiación luminosa con los humanos, con algunos resultados positivos. En esas técnicas, los pacientes miran en horas clave que dependen de cada caso una pantalla muy luminosa, pues el reloj biológico humano se regula por la luz que ingresa en la retina. Pero en la práctica masiva, los métodos circardianos han sido y siguen siendo otros. Típicamente, en un método circardiano contra el insomnio se le prohíbe al paciente dormir o dormitar de cualquier forma que sea fuera de un lapso limitado a unas seis horas diarias en un horario nocturno, por lo general de una a siete de la mañana. Fijado el horario se lo respeta escrupulosamente, permitiendo solo un margen de tolerancia de una hora más o menos en casos de emergencias (compromisos, viajes, etc.). Se le prohíbe al paciente realizar cualquier otra actividad durante el lapso de sueño (incluso prender la luz o leer en la cama), y solo está autorizado a levantarse de la cama durante el período destinado al sueño para ir al baño. A su vez se le ordena realizar una actividad física intensa, preferentemente un deporte, al menos tres veces por semana durante las mañanas, con una duración mínima de una hora. A partir de la tercera semana, si el paciente ha logrado dormir casi todas las seis horas admitidas, y si aun se siente cansado (lo que ocurre casi siempre) se le van concediendo 15 minutos más por semana, hasta llegar a la satisfacción, sin superar ocho horas. Cuando por cualquier razón el paciente ha debido pese a todo acostarse fuera del período de tolerancia (más allá de las dos de la mañana, por ejemplo), no le está permitido correr la hora de levantarse, es decir, se levantará a la misma hora que si se hubiera acostado a la una. Con ese programa o “dieta de sueño” se cree que los parámetros fisiológicos toman un perfil cíclico claro que respeta a su vez un ritmo circardiano, con activación fisiológica durante

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el día y relajación durante la noche. Los resultados tardan de dos a tres meses en aparecer pero suelen ser excelentes, siempre que el paciente no viole para nada el programa establecido, salvo excepciones muy ocasionales (dos o tres veces en todo el programa). Una vez estabilizado el sueño puede darse pequeñas libertades, como adelantar o atrasar hasta un par de horas la hora de ir a dormir. Pero las siestas deben permanecer prohibidas así se haya permanecido una noche entera sin dormir. Para soportar el sueño atroz que se tendrá en ese último caso la mejor solución es realizar todas las actividades del día de pie, y no tomar asiento en los transportes públicos, lo que disminuye drásticamente la somnolencia (como ya mencionamos hasta la escritura y la lectura solían hacerse de pie en el pasado, y aun hoy algunos escritores “viven” de pie). Ocasionalmente puede uno sentarse unos minutos hasta que aparezca la menor somnolencia, entonces se interrumpe de inmediato el descanso y uno vuelve a pararse. Un año después de respetar a rajatabla este programa se tenderá a tener un sueño tan normalizado que uno creerá que ya nunca volverá a tener insomnio. No es el caso. Si bien la normalización es muy grande, el programa nunca convertirá a una persona con tendencia al insomnio en un atleta del sueño que puede dormir cuando y como se le antoja, ni siquiera en una persona normal que puede aprovechar con completo descuido muchas de las ocasiones de descanso que se le presenten. Siempre deberá dormir en el período de la jornada en el que se entrenó para hacerlo, y muy poco a poco podrá posteriormente ir dándose algunas libertades. Después del primer año podrá ir tomando ocasionalmente algunas siestas de menos de una hora hasta llegar eventualmente a tomarlas todos los días pero ante una sola noche de dificultad para conciliar el sueño o de despertar en medio de la noche le convendrá espaciar las siestas y otras

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violaciones al programa, so pena de tener que recomenzar el entrenamiento debido a una fuerte recaída. Si merced al entrenamiento uno había logrado dormir al final del primer año de siete a ocho horas, se considerará una noche con menos de cinco horas de sueño como señal de alarma para comenzar a restringir las libertades y tres noches con menos de seis horas de sueño como franca recaída. El entrenamiento para superar una recaída no es tan largo como la primera vez que uno lo realiza, pero sí deberá respetarse con la misma ortodoxia al menos durante diez días. Además, debe tenerse en cuenta cualquier crisis afectiva o situación estresante que supere el nivel que está acostumbrado a tolerar la persona, o incluso cualquier euforia que no sea cortada a tiempo reactivará el insomnio, así no se haya violado nunca el programa a lo largo de años, en cuyo caso habrá que volver al entrenamiento rígido, aunque nunca será necesario prolongarlo tanto como la primera vez. Por esa misma razón, el Camino Total le recomienda elegir –como siempre para toda disciplina difícil– el peor momento para iniciar el entrenamiento, es decir, aquel en el que usted tenga otros problemas que lo preocupen, y no pueda creer fácilmente que todos sus males provienen del insomnio. Seguramente, el insomnio irá cediendo mucho antes que los otros problemas y eso lo alentará a usted a seguir adelante tanto en el combate contra el insomnio como en la lucha contra los otros problemas. Es el método que usan muchas personas para dejar de fumar: aprovechan un periodo de mucha tristeza o depresión, para poder anotarse un tanto a su favor venciendo al cigarrillo. Cuando la gente está feliz no siente necesidad de incurrir en sacrificios y meterse en batallas inciertas. Después del primer año de haber logrado normalizar el sueño, el Camino Total recomienda también incurrir en violaciones programadas de los horarios o en situaciones conducentes al insomnio, si usted siente haberlo superado ya total-

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mente. Verá que su tendencia al insomnio no fue totalmente superada –ni tal vez lo sea nunca, pues obedece quizá a factores genéticos–, pero si se limita a una o dos trasnochadas o situaciones conducentes al insomnio por mes, logrará siempre volver a recuperar el equilibrio en las dos o tres noches siguientes. Toda violación de la “dieta de sueño” debe estar afectivamente muy justificada, es decir, usted debe violar la dieta o aceptar un desafío conducente al insomnio para hacer algo muy necesario para usted o muy deseado, y que no puede hacerse fuera de un horario nocturno o no es conveniente hacerlo de día (por ejemplo, ir a bailar, o hacer un viaje para unas vacaciones de pocos días que se verían muy reducidas si viajara de día). De ningún modo debe violar los horarios gratuitamente, es decir, sí no hay un “premio” muy valorado por usted o una necesidad que lo justifique suficientemente. Esa “inoculación” de estrés o de insomnio tiene la función de entrenarlo a usted para que pueda retomar fácilmente el buen sueño cuando los desafíos de la vida se lo hagan perder nuevamente. La “inoculación” debe manejarla usted mismo a ojo de buen cubero, moderándola drásticamente o abandonándola por meses no bien aparezcan dos noches consecutivas con menos de cinco horas de sueño. Una sola noche de poco sueño es casi inevitable después de uno de esos desafíos programados, de modo que no representa alarma.

No hemos mencionado el problema de las pastillas para dormir, porque todo método de normalización del sueño, tal como se lo usan los médicos, tiene como precondición haber abandonado completamente el uso de ellas por lo menos dos meses antes de iniciar la terapia. Ningún médico que trate el insomnio por medios conductales, aceptará a un paciente que no haya abandonado las pastillas para dormir. Si no puede

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abandonar las pastillas, no intente vencer el insomnio, porque terminará peor que como estaba. Los hipnóticos y los somníferos reducen o anulan el período del sueño llamado ren (por Rapid Eye Movement, movimiento rápido de los ojos). Durante la fase rem los ojos se mueven rápidamente, uno sueña y el sistema nervioso se dedica a autorrepararse, asimilar lo aprendido en el día, eliminar lo innecesario y prepararse para empezar al otro día de cero. Si usted toma pastillas no puede someterse a regímenes rígidos de horarios porque necesita dormir más para obtener los mismos resultados reparadores que sin pastillas. Pero además, con pastillas los sistemas automáticos de regulación del sueño no se entrenan en absoluto, por más que usted respete los horarios, ya que es la pastilla y no el sistema regulador nervioso el que lo hace dormir. De modo que su “dieta de sueño” será inútil. Cuando se las ha venido consumiendo rutinariamente durante períodos prolongados, abandonar las pastillas para dormir (todas ellas, sean barbitúricos o benzodiazepinas) o los tranquilizantes es tan difícil como abandonar la cocaína o la heroína, aunque los laboratorios que venden esos productos se han negado siempre a indicarlo en los prospectos. El fenómeno del síndrome de abstinencia por abandono de benzodiazepinas es un verdadero escándalo farmacológico, pues no hay médico que ignore que existe y que es gravísimo, y así se lo denuncia en la literatura especializada, y en los medios de difusión. Pero no se hace nada legalmente para obligar a los laboratorios a advertirlo en los prospectos. El único método recomendable para abandonar los tranquilizantes es reducir progresivamente la dosis. Cada noche lime un poco la pastilla para extraerle una pequeña cantidad del polvo activo y tómela. Siga así hasta que la cantidad de pastilla que tome por la noche sea despreciable, y luego deje de tomar pastillas para siempre, así se le haya venido el mundo

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abajo, lo hayan echado del trabajo o le hayan informado que ganó la lotería nacional o el Premio Nobel. Regule el ritmo de descenso de la dosis para no llegar a cero en menos de diez días ni en más de dos semanas. Si su adicción a las pastillas data de hace mucho tiempo, aunque las abandone muy lentamente puede tener un síndrome de abstinencia muy acusado, con un insomnio muy fuerte, hormigueo en la piel, temblores, palpitaciones, embotamiento, y ansiedad muy marcada, que son los síntomas usualmente inevitables cuando se las abandona bruscamente. Cuando se ha tomado pastillas durante períodos prolongados con interrupciones también prolongadas, el organismo ya está acostumbrado y el síndrome de abstinencia se reduce con cada interrupción posterior a la primera. Pero aun así se desaconseja tajantemente cualquier interrupción brusca porque el rebote del insomnio es siempre tremendamente fuerte en esos casos. Se puede llegar a pasar varias noches íntegras sin pegar un ojo en las primeras jornadas de una interrupción brusca. En cambio, con un abandono lento habrá siempre un piso de una o dos horas de sueño garantido, lo que representa una diferencia enorme, aunque no lo parezca. En caso de adicción crónica, los médicos recomiendan comenzar un programa de lucha contra el insomnio solo dos meses después de haber abandonado las pastillas. Pero si usted solo ha estado tomando pastillas durante unas semanas o pocos meses, puede combinar la “dieta de sueño” con el abandono de las pastillas simultáneamente. En cualquier caso, si usted sufre insomnio crónico y quiere adoptar la “dieta de sueño” como método para superarlo, debe estar preparado para sufrir como un cochino. Los primeros días se sentirá con toda probabilidad muy mal y le resultará casi imposible no pensar que ha habido alguna falla en las instrucciones o en su manera de seguirlas. No podrá dormir

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todas las seis horas que se concederá al comienzo y, a medida que en la tercera o cuarta semana vaya aumentando de a 15 en 15 minutos su período de sueño, también tendrá noches en que no duerma más de dos o tres horas, y sin embargo deberá permanecer acostado, con la luz apagada, usando los métodos del Camino Total para detener su mente hasta dormirse, o volver a dormirse, si se despertó en medio del período destinado al sueño. No es cosa fácil. Cuando usted ya haya estabilizado su sueño durante varios meses (al menos seis) y se despierte sin embargo ocasionalmente durante la noche, no es necesario ni resulta siempre conveniente atenerse a la disciplina rígida inicial. Prender la luz y leer durante una o dos horas o hacer alguna tarea doméstica puede hacer que después vuelva a dormirse. También ayuda comer moderadamente –una fruta, un sándwich– inmediatamente después de despertarse durante la noche. Pero eso no debe hacerse durante el entrenamiento inicial ni antes de que ya lleve muchos meses con el sueño totalmente normalizado, de lo contrario el despertar durante la noche se hará un hábito, y por él se colará el retorno del insomnio. Si hay días en que usted no tiene obligaciones durante las primeras horas después de levantarse haga de todas formas cosas que usted sienta que son útiles no bien se levante. No se quede –por estar aún cansado– ningún momento inactivo a la espera de sentirse bien. Es incluso recomendable empezar a tomar café, té o mate no bien se levanta si usted ha logrado normalizar su sueño pero nota que hay una barrera determinada –digamos seis o siete horas de sueño continuo– que usted nunca puede superar aunque al despertar todavía quiera seguir durmiendo. Si cuando usted –a los tres meses digamos– ya logra dormir alrededor de seis horas sin parar no se siente aún bien pese a todos los recursos del Camino Total, tome café u otro estimulante todas las mañanas. Muy probablemente eso

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hará que desaparezca mucho más rápido el malestar y que además su período de sueño se prolongue, debido al mayor cansancio que provocará la actividad intensificada por los estimulantes. Todo insomne, y aun toda persona de sueño normal, debe tener en cuenta que los factores activos de las infusiones estimulantes permanecen en la sangre de 10 a 12 horas. De modo que al menos durante el primer año usted no debe tomar estimulantes después de las 12 del mediodía. Si pasado ese período usted siente haber superado totalmente su insomnio pero quisiera estar más activo durante las tardes puede probar cuidadosamente ingerir hasta las tres de la tarde una cantidad, de infusión igual a un tercio de la que toma por las mañanas (si por ejemplo toma una tasa grande de café por la mañana un pocillo no totalmente lleno puede ser suficiente por la tarde). No tome nunca infusiones después de las cuatro de la tarde, aunque haya superado ya años atrás el insomnio. Ni siquiera es recomendable que lo hagan las personas que duermen bien. Si ya superó su insomnio y toma estimulantes todos los días, estos se convertirán en una ayuda indirecta contra las recaídas, porque habitualmente basta con suspender de inmediato la ingestión de infusiones estimulantes para superar las recaídas del insomnio. Cuando uno se habitúa a los estimulantes suspenderlos drásticamente provoca una suerte de desaceleración nerviosa brusca durante los primeros días que es tremendamente útil para garantizar el retorno del buen sueño. Pero tres o cuatro días después de la interrupción de los estimulantes el organismo se reacomoda y ya no se obtiene beneficio alguno de la abstención de infusiones estimulantes para frenar el insomnio, de modo que no tiene sentido prolongar la abstinencia, sobre todo si a usted las infusiones lo ayudan a vivir, como ocurre con la mayor parte de la humanidad, desde América hasta China y Japón. Las infusiones tomadas antes de las 12 no agravan el insomnio.

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El método de los horarios rígidos para luchar contra el insomnio se potencia enormemente con el uso radical de las técnicas del Camino Total para detener la mente no solo en los momentos previos a acostarse sino durante todo el día. En cierto sentido, el sueño se parece a lo que representa el aterrizaje en el aprendizaje del vuelo en avión: se aterriza bien cuando se sabe volar bien. Del mismo modo se logra conciliar el sueño cuando se logra controlar la ansiedad y reducir el pensamiento y el fantaseo a su mínima expresión a lo largo de toda la jornada. Si usted se ha dejado irritar por pequeños o grandes contratiempos, o deseos insatisfechos durante la jornada, no pretenda poder aterrizar a la noche suavemente sobre su cama. El verdadero entrenamiento para dormir bien se realiza durante la jornada, negándose sistemáticamente a dejarse alterar por ningún tipo problema, y empecinándose fanáticamente en vaciar la mente de pensamientos, imágenes, palabras, recuerdos, para fundirse en cada acción que se realice. A la hora de acostarse uno no hace entonces nada diferente de lo que ha venido haciendo todo el día: buscar el vacío, ahora con la ayuda de los mecanismos fisiológicos que desencadenan el sueño. La meta del sueño, la de dormir, deberá desaparecer para siempre de la conciencia. Uno se acostará siempre para vaciar la mente y eventualmente descansar, jamás para dormir. El dormir vendrá o no vendrá, pero uno se negará a alegrarse o a amargarse por su visita, e incluso a recordar al despertar, a qué hora se dignó ese visitante acompañar nuestro descanso. Es así como uno termina por dominarlo. Después de muchos meses, uno descubre que él empieza a acudir ante nuestro menor gesto de entregarnos al descanso.

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Índice

Prólogo. El teatro de operaciones mentales de Salvador Benesdra, por Fabián Casas 7 Introducción 15 Capítulo 1

25

Capítulo 2

40

Capítulo 3

55

Capítulo 4

77

Capítulo 5

105

Capítulo 6

136

Capítulo 7

153

Capítulo 8

174

Capítulo 9

198

Capítulo 10

215

Capítulo 11

234

Capítulo 12

269

Capítulo 13

297

Capítulo 14

319

Apéndice 332

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Eterna Cadencia Editora Dirección general Pablo Braun Dirección editorial Leonora Djament Edición y coordinación Claudia Arce Corrección Equipo Eterna Cadencia Editora Diseño de tapa Ariana Jenik Diseño y diagramación de interior Daniela Coduto Prensa y comunicación Ana Mazzoni Para esta edición de El Camino Total se utilizó papel ilustración de 270 gr en la tapa y Bookcel de 65 gr en el interior. El texto se compuso en caracteres Trajan y Stempel Garamond. Se terminó de imprimir en octubre en Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Se produjeron 600 ejemplares.

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