Savater, F. (ed)- Filosofia Y Sexualidad Ed. Anagrama

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Edición a cargo de

Femando Savater

Filosofía y sexualidad Textos de Agustín García Calvo, Héctor Subirats, Julia Vareta, Femando Alvarez- Cría, Cristina Peña Marín, Jorge Lozano, Rene Schérer y Fernando Savater

EDITORIAL ANAGRAMA

Edición a cargo de

Fernando Savater

Filosofía y sexualidad

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

Portada: Julio Viva» Ilustración: fotografía de Christian Voght <£> I9g2, Publisher Rotoviaion, Ginebra

Loa autore», 1988
Los textos que constituyen este volumen formaron parte de un seminario celebrado en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, en la Magdalena, Santander, en agosto de 1986. E l director del curso fue Femando Savater y la profesora M arisol de M ora Charles actuó como secretaria.

F ernando Savater G EN E SIS D E L PESIM ISM O G EN ITA L

Los órganos del pensamiento son los órganos sexuales de la naturaleza y de la generación del universo Armonías parciales todo depende de eso. Thomas Bernhard La fuerza de la costumbre

Según establece Octavio Paz en uno de sus mejores ensayos — Conjunciones y disyunciones— hay dos respuestas canónicas ante el desbordamiento carnal: la carcajada y la impasibilidad. Esta última «es la respuesta filosófica, como la carcajada es la respuesta mítica». En la pugna primordial entre el rostro y el resto, entre la cara y la aciaga trinidad inferior — vulva, falo, culo— , se perfilan dos estrategias: según la primera, risueña, las facciones estallan en una mimesis de distorsión eruptiva que las emparenta con la gran metábasis cosmológica y fisiológica (la risa como orgasmo del rostro); en la segunda, severa, los ardores de la carne irredenta, chorreante y convulsa, se congelan en la seca lava del concepto y el sujeto se queda de piedra ante lo que hace temblar los bajos fondos (el rostro se esculpe en la superficie mineral de la idea). El filósofo, que lo quiere saber todo, no

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quiere saber nada del espasmo que le pone boca abajo; el hom­ bre se caracteriza por la posición erecta pero erección, como advirtió Flaubert en su Diccionario de tópicos, dícese solamente de monumentos públicos. Tal intuye la perspicacia del poeta me­ xicano, cuando afirma: «L a libertad, el estado filosófico por ex­ celencia, es sinónimo de dureza». Rigidez de la cara impasible en lugar de carcajada que nos emparenté con el arrebato inferior: el filósofo es un caradura. Porque la que se le pone dura al filó­ sofo no es ni más ni menos que la cara, sólo la cara, y en ello cifra el empeño de la idea llamado libertad: impertérrito por fue­ ra, pero por dentro la procesión que no olvida lo caro que resulta dar la cara. Primer hecho constatable: el sexo es el gran ausente del dis­ curso filosófico. En esto los filósofos se diferencian de sus her­ manos enemigos los teólogos, que no han desdeñado inventariar en sus guias de pecadores todos los arpegios de la carne y que hasta han discutido seriamente sobre el sexo de los ángeles. Entre los requisitos de la lucha contra el pecado está el sentir cierta curiosidad por sus modos y procedimientos, mientras que la im­ perturbabilidad filosófica dispensa de tan indiscretos estudios. El teólogo va contra el sexo; el filósofo, en cambio, presupone que el sexo no va con él... Quizá este desinterés se deba a la propia idiosincrasia de los pensadores, mayoritariamente soltero­ nes recalcitrantes y poseedores de biografías excepcionalmente cas­ tas, sobre todo si se los compara con otros gremios creativos, como por ejemplo los artistas. Algunos de los más destacados de su ranking fueron virginalmente asexuados, como Leibniz, Spinoza o Kant; otros padecieron atribulada abstinencia, como Kierkegaard o Nietzsche; los que se dejaron llevar por la fogosidad, como Abelardo, no acabaron nada bien. Tampoco el matrimonio resulta una vía normalizado» demasiado convincente: a partir del ejemplo de Sócrates y Xantipa, un ingenio caústico estableció que el filósofo casado es «un personaje de comedia». Si no hu­ biéramos tenido a los philosopbes del xviiii — salvo D ’Alembert, desde luego, de quien la malvada Madame Du Deffand dijo: «SÍ es tan divino como dicen, ya va siendo hora de que se decida

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a encarnar»— , a san Agustín, a Bertrand Russell, a Sartre y a un puñado más de audaces, tendríamos que concluir que la filosofía es un aria para contratenor solo. Alivia en este deprimente con­ texto escuchar la confidencia del ya anciano Ortega y Gasset al propio Octavio Paz: «Tener un pensamiento es como tener una erección». Y añadía: «Y o todavía pienso...». Al comienzo de su M etafísica del amor, sobre la que tanto habremos de volver luego, Schopenhauer se asombra de que «una pasión que desempeña en toda la vida humana un papel de pri­ mer orden no haya sido aún tomada en consideración por los filósofos y haya permanecido hasta ahora como un territorio inex­ plorado». Como únicos precedentes de la tarea que va a empren­ der — la profundizadón en la esenda del erotismo— , reconoce Schopenhauer el Banquete y el Fedro platónicos, aunque dema­ siado impregnados de fábulas mitológicas y centrados en la pe­ derastía griega; unas pocas observadones de Rousseau en su Discurso sobre la desigualdad de los hombres que le parecen «fal­ sas e insufidentes»; algunas páginas de Kant en su Sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, que resultan superficiales e inexactas «por falta de conocimiento del tema»; también mencio­ na algunas definidones de Spinoza, la Antropología de Platner y pare usted de contar. Esta lista no resulta demasiado injusta, si se tiene en cuenta que a Montaigne le ha atado con aprobadón sobre el tema en un capítulo anterior y que Schiller, Goethe o Novalis no pertenecen propiamente al gremio. La ausenda más injustificada me parece la de Lucrecio: por lo demás, hay que reconocer que d autor de la M etafísica del amor es casi el pio­ nero filosófico de esta cuestión. Después veremos que su posidón sigue siendo en derta medida única. En contraste con esta ausencia de referencias sexuales en d nivel explícito d d discurso filosófico, resulta tentador proponer una lectura sexualizada de algunos de sus principales términos y combinaciones especulativas, empezando por los de «concebir» y «concepto». Tampoco hace falta ser un psicoanalista desahudado para encontrar ecos equívocos en ciertos planteamientos metafó­ ricos de los filósofos. Quienes estudiamos filosofía (¡a punto he

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estado de escribir: «quienes hicimos la carrera»!) allá por los años sesenta en la Universidad Complutense, aún recordamos con deleite la versión que daba nuestro catedrático de Metafísica de los procedimientos pedagógicos del padre Malebranche. Resultaba algo más o menos como esto: «Malebranche pasea con su discí­ pulo por el jardín y le nota distraído ante las apariencias vario­ pintas de la naturaleza. Así nunca llevará a buen puerto la bús­ queda de la verdad. Por ello, el insigne miembro del Oratorio exhorta al joven de esta guisa: “ Dejemos las engañosas y fugaces apariencias. Volvamos al retiro de nuestro gabinete. Corramos las cortinas para no ver ni ser vistos. ¡Entonces llegará el auténtico desabrochamiento del espíritu y el abrazo marital del intelecto con su objeto más buscado!” ». Aún recuerdo el trémolo de nuestro dómine al proclamar con ardor este fecundo desenlace... En ocasiones, algunas alusiones grivoises de los máximos pen­ sadores pueden haberse perdido por culpa de la incomprensión de sus escoliastas. Así debe haber ocurrido ciertamente con varios chistes privados con que se refuerza el carácter satírico del pro­ tagonista de los diálogos platónicos, si hemos de creer a la profe­ sora Eva C. Keuls, de la Universidad de Minnesota, autora de The Reigtt of the Phallus, un estudio sobre la política sexual en la antigua Atenas. La profesora Keuls sostiene, por ejemplo, que las últimas palabras de Sócrates en el Fedón — la célebre ofren­ da de un gallo a Esculapio, sobre la que tanto y tan solemnemen­ te se ha especulado— son en realidad un doble sentido obsceno. Sócrates ha ingerido la cicuta y va comprobando con serenidad cómo ¿us miembros inferiores pierden sensibilidad, ganados por un frío mortal. Cuando el veneno llega a sus genitales se le pro­ duce una tumescencia postrera, lo que concede al gran ironista, fiel a sí mismo hasta el último aliento, la ocasión de su última broma final: comenta con uno de los guapos mozos que le rodean que deben un gallo a Esculapio, pues tal era la jocosa ofrenda que los pederastas griegos prometían si conseguían una buena erección. Así, con ánimo jocundo y pensando — en el sentido orteguiano del término— , penetró, c'est le cas de le dire, el santo patrono de todos los filósofos en el reino de la muerte.

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El sentido de este breve ensayo es comentar la primera y en cierto sentido última (con el permiso de Freud) metafísica de la sexualidad que consta en nuestra tradición occidental: la de Ar­ turo Schopenhauer. Quiero ver en ella la raíz misma del pesimis­ mo de su autor y también preguntarme por qué rechazó de las vías de liberación que propone en su sistema el amour fou, que podría haber figurado con paradójica coherencia entre las demás. Para situar mejor el pensamiento de Schopenhauer, hablaré pri­ mero ligeramente de sus dos antecesores más destacados y luego añadiré una coda sobre el más apasionado y agónico heredero de su pesimismo esencial. Vamos a interesarnos principalmente aquí por sexualidad, no por erotismo (ni mucho menos por amor, pese al equívoco título que dio a su estudio el propio Schopen­ hauer). La filosofía contemporánea, a través de la recuperación de pioneros como Sade o Fourier, ha incluido provechosamente la clave erótica en sus reflexiones: baste citar a Georges Bataille, a Norman O. Brown, a Herbert Marcuse. L a dialéctica transgresiónliberación, con todos sus sugestivos epiciclos, predomina en tales reflexiones sobre el tema de la necesidad; los aspectos culturales y anticulturales priman sobre la indagación ontológica: por eso me atrevo a decir que Schopenhauer no ha tenido realmente he­ rederos de su talla. En nuestro tiempo es más fácil — y mucho más gratificante— hablar de los riesgos y desafíos del erotismo o de los meandros de la pasión amorosa que de la obligación me­ tafísica del sexo: creo que este rasgo caracteriza mejor que ningún otro la audacia de nuestros límites y el límite de nuestras audacias. Por lo general, contamos en la historia de la filosofía con des­ cripciones (por lo general moralizadoras) de los usos sexuales pero no con definiciones válidas del afán sexual, en el amplio sentido en que será considerado después por el pesimismo genital de Schopenhauer. Uno de los escasos precedentes de la M etafísica del amor lo hallamos en el De rerum natura de Lucrecio. El filósofopoeta invoca en el comienzo de su obra a la diosa Venus, «deleite de hombres y dioses [ . . . ] gracias a la cual toda especie viviente es concebida y surge a contemplar la luz del sol». A los méritos que la diosa ostenta para ganarse este canto propiciatorio se unen

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lo genésico y lo placentero, a la vez lo que produce a los seres y lo que condiciona su movimiento: «Tú sola gobiernas la Natura­ leza, y sin ti nada emerge de las divinas riberas de la luz, y no hay sin ti en el mundo ni amor ni alegría (ñeque fit laetum ñe­ que amabile quicquam, quizá mejor “ nada hay sin ti de alegre o amable” )»- El mecanismo por medio del cual ejerce su imperio sobre la Naturaleza queda también descrito sin equívocos: «Por mares y montes y arrebatados torrentes, por las frondosas mora­ das de las aves y las verdeantes llanuras, hundiendo en todos los pechos el blando aguijón del amor, los haces afanosos de propagar las generaciones, cada uno en su especie». El impulso reproduc­ tor resulta entronizado así desde el comienzo del poema como principio esencial de los seres... ¡e incluso del discurso filosófico que va a proponerse sobre ellos! A final del libro IV da cuenta Lucrecio de las características de la pasión amorosa. Varios aspectos destaca de ella que luego encontraremos incorporados en la metafísica de Schopenhauer. Co­ mienza, desde luego, por el origen estrictamen.c fisiológico del fenómeno, la acumulación de semen en los genitales masculinos, cuyo rasgo distintivo es que pugna por salir de su depósito ante la presencia de determinados cuerpos humanos. Como este proceso es de una urgencia irresistible, más vale librarse del licor seminal cuanto antes y con las menores complicaciones posibles. Pero lo malo es que la imaginación amorosa refuerza esa urgencia con la alucinación de que tal descarga no puede hacerse en toda plenitud más que con determinada persona y sólo con ella. Tal es propia­ mente la locura amorosa, causa de innumerables cuitas y sinsabo­ res, contra la que previene el filósofo-poeta, que parece por otra parte bastante consciente de lo estéril de tales advertencias. La única precaución contra los males eróticos consiste en atender al alivio de la cargazón seminal y despreocuparse del objeto que lo facilite. Si nos encelamos en el objeto, nuestra frustración está garantizada, porque a fin de cuentas la tensión amorosa no viene realmente provocada por él y por tanto tampoco puede calmarse por medio suyo. «Hay la esperanza de que el cuerpo que encendió el fuego de la pasión sea también capaz de extinguir su llama.

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Pero la Naturaleza protesta, objetando que ocurre todo lo con­ trario; y éste es el solo caso en que, cuanto más tenemos, más se enciende el corazón en deseo furioso. Pues comida y bebida son absorbidos dentro del cuerpo, y como pueden ocupar en ¿1 lugares fijos, se hace fácil saciar el deseo de agua y de pan. Pero de la cara de un hombre y de una bella tez nada penetra en nosotros que podamos gozar, fuera de tenues imágenes, que la mísera esperanza trata a menudo de arrebatar del aire.» Según Lucrecio, la falsía esencial del deseo amoroso estriba en esto: la ilusión nos afana en poseer algo que nos falta, cuando la única satisfacción posible estriba en libram os de algo que nos sobra. Los lacanianos dicen que el amor es dar lo que no se tiene; Lucrecio, más atento a la sencillez fisiológica, establece que es descargarse de lo que nos pesa con el pretexto de hacer nuestro lo que en modo alguno podríamos asimilamos. «Como un se­ diento que, en sueños, anhela beber y no encuentra agua para apagar el ardor de su cuerpo, corre tras los simulacros de fuentes y en vano se afana y sufre sed en mitad del turbulento río en el que intenta beber; así en el amor Venus engaña con imágenes a los amantes; ni sus ojos se sacian de contemplar el cuerpo que­ rido, ni sus manos pueden arrancar nada de los tiernos miembros, que recorren inciertos en errabundas caricias. Finalmente cuando, enlazados los miembros, gozan de la flor de la edad y el cuerpo presiente el placer que se acerca y Venus se aplica a sembrar el campo de la mujer, entonces se aprietan con avidez, unen las bocas, el uno respira el aliento del otro, los dientes contra sus labios; todo en vano, pues nada puede arrancar de allí, ni penetrar en el cuerpo y fundirlo con el suyo; pues esto dirías que preten­ den hacer y que tal es su porfía. Con tal pasión están presos en los lazos de Venus, mientras se disuelven sus miembros por la violencia del goce. Por fin, cuando el deseo concentrado en los nervios ha encontrado salida, hácese una breve pausa en su vio­ lenta pasión. Vuelve luego la misma locura y el mismo frenesí, y porfían en conseguir el objeto de sus ansias, sin poder descubrir artificio que venza su mal; así, en profundo desconcierto, sucum­ ben a su llaga secreta.» (La traducción utilizada para todos los

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fragmentos del libro IV de De rerum natura es la de Eduard Valentí Fiol, col. Erasmo, editorial Bosch.) La tensión seminal — y su correspondiente respuesta feme­ nina, pues también la hembra «arde en calor desbordante» ante el deseo del macho— no pueden ser saciados de una vez por todas, sólo aliviados momentáneamente hasta que reproducen su urgencia. Pero el afán de poseer amorosamente a otro, a un otro único y diferenciado, ese anhelo no puede satisfacerse jamás. Sin embargo, la alucinación del objeto amoroso, con la supuesta ple­ nitud irrepetible que promete, es la más arrebatadora y perdura­ ble. Cada cual inventa argumentos para legitimar racionalmente su caprichosa ceguera y hasta los defectos del objeto amado son codiciados como virtudes: «L a carinegra es color de m iel; la as­ querosa y maloliente, sencilla; la ojizarca, una imagen de Palas; la que es todo cuerdas y madera, una gacela; la menuda y enana, una de las Gracias, puro granito de sal; la gigante y corpulenta es un prodigio, llena de m ajestad; si es tartamuda e incapaz de hablar, se dice que cecea; la muda es recatada; la chismosa, llena de mala intención y encono, es una antorcha ardiente, e tc ...». A fin de cuentas, la objetividad del objeto es lo que menos importa: lo que vale es la objetivación subjetiva, la proyección del deseo, que ansia soltar lastre pero pretende ir en busca del tesoro... Pasemos ahora al sabio señor de Montaigne. Como ocurre con otros temas importantes, la cuestión erótica se halla tratada en un ensayo de título nada revelador: Sobre unos versos de Vir­ gilio, capítulo V del libro III. Empieza Montaigne por asombrarse de los miramientos que rodean las referencias a la cuestión sexual: «¿Q ué ha hecho la acción genital a los hombres, tan natural, tan necesaria y tan justa, para que no se atrevan a hablar de ella sin vergüenza y para excluirla de los propósitos serios y ordenados? Pronunciamos audazmente: matar, robar, traicionar; y en cambio aquello otro, ¿no vamos a atrevemos a nombrarlo más que entre dientes? ¿E s decir que, cuanto menos lo exhalemos en palabras, tanto más empeño pondremos en aumentarlo en pensamiento?» (La traducción de las citas de Montaigne es mía. F.S.) A partir de aquí, Montaigne perfila con su habitual técnica puntillista el

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esbozo de los aspectos más relevantes de la comúnmente silencia­ da «acción genital». Su visión del tema no es risueña y elegiaca, pero tampoco lúgubre. Se trata desde luego de una obligación natural y como tal representa una carga, pero de las más placen­ teras a que está sometida nuestra condición. La mayoría de las proscripciones antisexuales pecan de desmesuradas, porque de lo que se trata no es de prohibir, sino sólo de manejar con pruden­ cia. «E s una vana ocupación — señala con ironía— , ciertamente, perturbadora, vergonzosa e ilegítima: pero, conduciéndola de esta forma (es decir, con prudencia. F .S .), la estimo saludable, propia para desentumecer un espíritu y un cuerpo atosigados; y, si fuera médico, se la recetaría a un hombre de mi forma y condición, tanto más gustoso que ninguna otra medicina, para espabilarle y tenerle en disposición aventajada en los años y retrasar los acha­ ques de la vejez.» De las dos facetas del amor, la genésica y la placentera, nos habla el señor de Montaigne. La primera, institucionalizada en el matrimonio, tiene como finalidad la de la especie; en la segunda se permite cierto regodeo más individualizado. Nadie se casa por gusto personal, sino como un servicio público: «N o se casa uno por uno mismo, se diga lo que se diga; se casa uno mucho más por su posteridad, por su familia. El uso y el interés del matri­ monio concierne a nuestra raza mucho más que a nosotros». Schopenhauer ampliará esta idea del matrimonio a toda la función sexual y la convertirá en eje de su doctrina. Para el filósofo alemán, se trata de una necesidad metafísica, mientras que para el pensador francés es más bien otra concesión, entre obligada y elegida, a la dimensión comunitaria de nuestra vida: si la leva para el servicio sexual es — según Schopenhauer— inexcusable­ mente forzosa, Montaigne admite el voluntariado como forma de reclutamiento. En cuanto a la dimensión jocunda del sexo, Mon­ taigne se atreve a ser bastante antipuritano, y más que por lo que dice, por cómo lo dice y lo mucho que sugiere. «¿M e arriesgaré a decirlo, con tal que no se me tiren a la garganta? El amor no me parece propiamente y naturalmente en sazón más que en la edad vecina a la infancia. Y la belleza tampoco.» Después,

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añade unos versitos de Horacio sobre cierto adolescente que, ro­ deado por un coro de niñas, merced a sus largos cabellos y su aire ambiguo engañaría sobre su identidad sexual... Tras el invariable buen sentido, desengañadamente epicúreo y a la vez estoico con ironía, del gran Montaigne, vayamos direc­ tamente hasta la metafísica sexual propiamente dicha establecida el siglo pasado por Schopenhauer. Sólo una parada a medio ca­ mino, para recoger una diatriba contra la «acción genital» incluida por sir Thomas Browne en su Religio M edid (cito por la admi­ rable traducción de Javier Marías, ed. Alfaguara), cuyo tenor pre­ ludia las quejas de Schopenhauer. Dice Browne: «Me contentaría con que pudiéramos procrear como los árboles, sin conjunción, o con que hubiera cualquier medio de perpetuar el mundo sin esta manera trivial y ordinaria del coito. Es el acto más necio que un hombre sabio comete en toda su vida, y no hay nada que deprima más su imaginación cuando considera en frío cuán extraño e indigno desatino ha cometido. No hablo con prejuicio, ni soy contrario a ese dulce sexo, sino naturalmente amoroso de cuanto es bello: puedo pasarme un día entero mirando con deleite un cuadro hermoso, aunque no sea más que de un caballo». Resal­ temos nada más esta convicción de que el coito es algo que jamás se haría en frío, pues resulta juntamente extraño e indigno. El por qué un gesto natural — ¡y del cual todos provenimos!— pue­ de merecer tales calificativos es cosa sobre la que nos ilustrará precisamente la meditación schopenhaueriana. Todo el sistema expuesto con mayor eficacia literaria que rigor lógico en E l mundo como voluntad y representación gira en tomo a una intuición esencial, que no es la dicotomía de lo real expre­ sada en el título de la obra (la cual no resulta más que una va­ riante no demasiado convincente de la teoría kantiana del conoci­ miento), sino la convicción de que el meollo de lo real se cifra en el deseo sexual. En diversas ocasiones afirma esta intuición originaria con fuerza y claridad: «En relación con el mundo, el acto de generación aparece como la clave del enigma. El mundo, en efecto, es extenso en el espacio, viejo a través del tiempo, y presenta una inagotable diversidad de figuras. Todo esto, sin em­

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bargo, no es más que el fenómeno de la voluntad de vivir; y el centro, el corazón de esa voluntad, es el acto de generación. De modo que en este acto se expresa con toda la claridad posible la esencia íntima del mundo». (Cap. X LV , libro Cuarto.) No es que Schopenhauer descubra en el instinto sexual los rasgos de la vo­ luntad de vivir, sino justamente lo contrario: caracteriza a ésta de acuerdo con lo aprendido en aquél. Las principales notas de la voluntad de vivir son las del apetito genésico: repetición obs­ tinada de lo mismo, urgencia ciega y perentoria, menosprecio del individuo en beneficio de la función específica, imposibilidad de una satisfacción definitiva, falta de miramientos morales en la con­ secución de sus fines, perpetuación del dolor y del hastío. «La vida de un hombre, con sus fatigas infinitas, sus necesidades y sus dolores, puede ser considerada como la explicación y la pará­ frasis del acto generador, es decir, de la afirmación resuelta de la voluntad de vivir: a esta afirmación pertenece también esa deuda de muerte contraída con la naturaleza y en la que el hombre nunca piensa sin angustia» (ibtdem). Quienes reducen la obra de Scho­ penhauer a resúmenes populares tipo E l amor, las mujeres y la muerte no están en el fondo tan descaminados, porque ahí está precisamente la raíz de la metafísica del autor. Pero lo importante no son sus dictámenes misóginos ni sus reconvenciones antieróti­ cas, sino el papel ontológico que se confiere al afán sexual. Des­ pués de tantos siglos de exclusión del campo filosófico, la sexua­ lidad se convierte por fin no en un tema más de cierta filosofía sino en la raíz misma de la comprensión del universo. Desvelado ya el gigantesco doble sentido de lo real, resulta ser un chiste obsceno. Y también macabro... «E l hombre es instinto sexual hecho cuerpo; su nacimiento es un acto de copulación, el deseo de sus deseos es un acto de copulación y sólo ese instinto liga y perpetúa el conjunto de los fenómenos.» Ahora bien, lo fundamental de esta primacía de la sexualidad en la condición humana es que afirma el sometimiento del individuo a la ley de la especie. «Este instinto, especie de resumen del ser animal entero, representa también por su violen­ cia la expresión en nosotros de la conciencia de que el individuo

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no está hecho para durar y que, por tanto, debe poner todas sus esperanzas en la conservación de la especie, sede y recinto de su verdadera existencia.» Lo que cada individuo descubre vertigino­ samente en la tarea sexual es lo poco que es y representa: su esencial banalidad. El afán generador certifica «la sustitución sin cesar repetida de un individuo por otro, es decir el juego alterna­ tivo de la procreación y de la muerte». El sexo tiene tanta impor­ tancia porque nosotros — cada uno— no tenemos apenas ninguna. El optimismo, en cualquiera de sus advocaciones trascendentales, proclama la dignidad irrepetible y única de un sujeto cuya bana­ lidad esencial, por el contrario, se hace patente en cada coito. No sólo no somos irrepetibles, sino que nuestra única obligación metafísica es repetirnos y luego morir. Pero enorgullecerse de la especie, ya que no podemos hacerlo de nuestra individualidad, sería no menos ilusorio: la especie pasada, presente y futura no reside en ninguna otra parte más que en esos individuos inter­ cambiables y banales. El individuo sólo sirve para perpetuar la especie y la especie no sirve para nada, porque nada es fuera de los individuos que la perpetúan. Todas las maldiciones peculia­ res de la vida humana — insatisfacción, hastío y muerte— se hacen inevitables por obra de nuestra propia complicidad y en tal empeño gastamos lo más granado de nuestras fuerzas. El deseo sexual — al que consideramos, con razón, lo más íntimo y nuestro que tenemos— es la función más desinteresada y altruista que cumplimos, el impulso que menos tiene que ver con nuestros ver­ daderos intereses en cuanto individuos. No mucho después de Schopenhauer, dijo Freud en su Introducción al psicoanálisis: «L a sexualidad es la única función de un organismo vivo que supera al inviduo y asegura su religación a la especie». Pero Schopen­ hauer insiste en que la sexualidad no sólo marca la superación del individuo, sino también su necesaria abolición como tal; por ello mismo, la propia especie queda también contagiada de esta futilidad de los miembros que la encaman. El mecanismo de la fecundidad resulta profunda e incurablemente estéril. La más acertada semblanza del destino que arrastramos sigue siendo la metáfora del pecado original. Una culpa marca nuestro

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origen, se inscribe en nuestra carne y nos obliga a repetirla una y otra vez, asumiéndola como propia y arrostrando su inevitable castigo. La tentación de divina plenitud se resuelve luego en ver* güenza por la propia desnudez. Para Schopenhauer, la universal vergüenza que rodea las pringosas pompas de la sexualidad no tiene nada de represión cultural y es en sí misma profundamente significativa. Es el rubor que sentimos por sabernos manejados por algo que nos ignora, nos desprecia y que aprovechará nuestro culpable consentimiento para aniquilarnos. Nadie puede enorgu­ llecerse conscientemente de algo que en el fondo nada tiene que ver con su personalidad individual. Esta vergüenza sexual rodea al deseo y a la copulación, pero no a sus frutos: el pudor de la mujer acaba con su embarazo y no hay escándalo en mostrar el vientre prominente o el seno que sirve para amamantar a la nueva víctima. Es que entonces el mal está ya hecho y lo que se exhibe es precisamente el merecido escarmiento del momento de obnu­ bilación. Pese a su tópica misoginia, Schopenhauer considera más culpable al hombre que a la mujer en la farsa trágica del sexo. Es el hombre quien renueva el deseo y quien mitifica el gozo insuperable que espera alcanzar del acto menos original que ima­ ginarse pueda; la mujer tiene por lo menos la decencia de que­ darse embarazada y prueba con irrefutable evidencia cuál es la auténtica naturaleza del misterio gozoso del que tanto se espera. De aquí la inevitable decepción que sigue al coito, la melancolía avergonzada que embarga a los animales superiores, sobre todo de sexo masculino, cuando despiertan de ese enfebrecimiento que los ha poseído y consideran el embaucamiento fisiológico al que han cedido. Pero lo que nos ocurre, ocurre porque así lo queremos y la miseria de nuestra condición brota directamente del anhelo de la voluntad de cada cual. Todo el complejo entramado amoroso, que ha dado pábulo a tantos artistas y poetas, no es más que la meditación del genio de la especie sobre las vías más convenientes para fabricar la pró­ xima generación de individuos a partir del uso de la presente. El arrobo que cada individuo siente ante tales o cuales especímenes del sexo opuesto y que le parece libérrima manifestación de su

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gusto es, en realidad, parte del cálculo biológico inconscientemente llevado a cabo para enmendar en lo posible las deficiencias de su propia anatomía o perpetuar sus mejores caracteres. De ahí el sentido compensatorio y equilibrador que, según Schopenhauer, demuestran las preferencias amorosas. Se trata de ir enmendando gradualmente los errores de un recorrido genético que, a fin de cuentas, no va a llevar a ninguna parte. La objeción más evidente ante esta teoría, que reduce todo el deseo sexual a inconsciente — ¡que no involuntario!— afán genésico, es la existencia de usos no procreativos del sexo. Pero esta contradicción no perturba a Schopenhauer: «E l gran predominio del cerebro en el hombre ex­ plica que tenga menos instintos que los animales y que los mis­ mos instintos de que está dotado sean más susceptibles de des­ carriarse». El anhelo erótico de belleza, por ejemplo, que no es en realidad más que un mecanismo de selección específico, puede desviarse hasta el punto de venir a dar en pederastía. Pero la homosexualidad en sí misma es también un truco de la especie, es decir, es tan natural como la heterosexualidad. Por medio de ella, los demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado anómalos para una procreación como es debido encuentran un derivativo sexual que no interfiere en los fines de la especie. Por medio de su excesiva cerebralización el hombre puede desviar la sexualidad de su uso específico, intentar oponerse a sus objetivos o rechazar la obligación engendradora: lo que nunca podrá es convertir el sexo en algo distinto de lo que realmente es. La inteligencia pro­ porciona al hombre la ilusión de una compañía sexual única y personalísima, que gratificará con goces distintos a todos los de­ más: la subsiguiente y — antes o después— inevitable decepción amorosa devolverá al sujeto a la constatación de que nunca ha sido menos él mismo que cuando creía perseguir su ideal erótico. Recordemos dos boutades de célebres escritores que prolongan es­ tas opiniones schopenhauerianas: la primera es de Bemard Shaw y dice que «enamorarse es exagerar enormemente la diferencia entre una mujer y otra»; la segunda pertenece a Louis-Ferdinand Céline, quien definió el amor como «el infinito al alcance de un caniche».

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Y sin embargo aquí podría haberse inscrito una utilización emancipadora del amor, precisamente en la línea de otros desarro­ llos del pensamiento schopenhaueriano. Recordemos que para Schopenhauer el objetivo último de toda sabiduría y de toda santidad es la abolición de la voluntad de vivir en el sujeto individual. Pero ¿cómo lograr tal hazaña, si nuestro cuerpo y todas nuestras facultades son creaciones de la voluntad y están por tanto a su servicio? Pues porque la excepcionalidad humana en el universo consiste en que ciertas de nuestras capacidades, al potenciarse enormemente en determinados individuos, pueden trascender su carácter instrumental y volverse contra la propia voluntad. Tal es el caso, como ejemplo destacado, de la inteligencia: en principio está destinada específicamente a cumplir entre los hombres los propósitos de la voluntad de vivir, tal como las garras entre los felinos o los dientes en los escualos; pero su desmesurado de­ sarrollo en individuos excepcionales puede llevarles a descubrir la verdadera condición de la voluntad, la miseria y dolor de toda existencia, negándose entonces ellos a seguir este servicio obli­ gatorio al ciclo eterno del sufrimiento. A no dudar, E l mundo como voluntad y como representación es el liberador resultado de una inteligencia esclarecida hasta la subversión de su función específica. Pues bien, ¿no podría ocurrir en ocasiones algo seme­ jante con el amor, es decir, con la hiperindividualización del de­ seo sexual? Por un momento, Schopenhauer parece apuntarlo en su M etafísica del amor: «E l simple instinto sexual es grosero, porque se dirige hacia todo objeto, sin individualización, y no pretende más que la conservación de la especie en el terreno cuantitativo, sin miramiento para la calidad. Pero también la in­ dividualización, y con ella la intensidad de la pasión, pueden alcan­ zar un grado tan alto que, si no reciben satisfacción, todos los bienes del mundo y la vida misma pierden su valor. El deseo que provocan adquiere una violencia que, superior a toda otra pasión, hace al hombre capaz de todos los sacrificios y puede conducirle, en el caso de que toda esperanza de realización le esté irrevoca­ blemente prohibida, a la demencia o incluso al suicidio». E s decir: el impulso individualizador en el amor está también al servicio

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de la voluntad de vivir y de la especie, siendo utilizado para ase­ gurar la trasmisión de las cualidades preferibles y la compensación de las deficiencias genéticas; pero su hipertrofia puede llegar hasta el aniquilamiento del sujeto y el odio a la vida, si comprende que su pasión no ha de verse satisfecha. ¿N o podría haber otra po­ sibilidad, la de un amor tan individualizado que negara en sí mismo todo servicio al genio de la especie y que, al comprender su inviabilidad — pues no hay amor que sea realmente la posesión de otro individuo, sino siempre la trasmisión de una semilla y por tanto la pérdida de lo individual en el momento mismo del goce— , anulase en el sujeto la voluntad de vivir? ¿E s impensa­ ble — dentro de las coordenadas schopenhauerianas— este tipo de ascetismo erótico, de santidad amorosa? Los trovadores, según parece, no lo creyeron asi. Dice Schopenhauer que «el encuentro lleno de deseo de las miradas de dos amantes [ . . . ] son la expre­ sión más pura de la voluntad de vivir en su afirmación». Pero quizá esa misma mirada de los amantes, si se detiene realmente en el otro como tal y no en su deseo, alcance la más desinteresada y heroica negación de la voluntad de la especie y de la vida, por medio de la hipérbole erótica. Pese a que el tema sexual ha adquirido después carta de naturaleza en el pensamiento contemporáneo, de Kierkegaard y Freud a Michel Foucault, la metaphisica sexualis de Schopenhauer sigue siendo un fenómeno singular y al parecer definitivo en su género. El propio Freud lo reconoció así en buena medida.* Sin embargo ha habido al menos un intento filosófico de prolongar * Las similitudes entre la metafísica de Schopenhauer y diversos as­ pectos esenciales de la teoría psicoanalítica — la explicación de la locura brindada en E l mundo como V. y R ., por ejemplo— son tan grandes que Freud se sintió obligado en su A utobiografía a rechazar la insinuación de influencia demasiado directa: «L as amplias coincidencias del psicoaná­ lisis con la filosofía de Schopenhauer, el cual no sólo reconoció la pri­ mada de la efectividad y la extraordinaria significadón de la sexualidad, sino también el mecanismo de la represión, no pueden atribuirse a mi conocimiento de sus teorías, pues no he leído a Schopenhauer sino en época ya muy avanzada de mi vida».

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el empeño de Schopenhauer e incluso de radicalizar sus plantea­ mientos: Sexo y carácter, de O tto Weininger, una de las obras más originales y profundamente trastornadas del pensamiento ac­ tual. Unicamente nos referiremos aquí de pasada a este libro que merecería por sí solo todo un estudio en cualquier curso sobre filosofía y sexualidad. Weininger parte del bisexualismo de todos los individuos: en cada uno se da una mezcla de elementos mas­ culinos y femeninos. £1 principio masculino es creador, positivo, capaz de valores lógicos o ¿ticos, objetivo, fiel a su memoria; el principio femenino es pasivo, receptivo, sensual, sentimental, in­ capaz de objetivación. La mujer en cuanto tal no puede aspirar al mínimo desarrollo lógico o ético, ni tampoco a las verdaderas cimas del arte, como por ejemplo la música. Mientras que el hom­ bre en su estado más puro es el genio — sea de la inteligencia o de la voluntad creadora— , la vocación fundamental de la mujer es... el proxenetismo. La mujer es siempre y ante todo celestina, su tarea consiste en favorecer por todos los medios la celebración de coitos, pues el coito es el único objetivo para el que realmente vive. A diferencia de Schopenhauer, Weininger no cree que la meta exclusiva de la sexualidad sea la procreación. Existen dos tipos de mujeres: la madre y la prostituta. Para la primera el sexo tiene un fin genésico, pero para la segunda el coito es su propia fina­ lidad, y anegarse en su espasmo cuantas más veces mejor, el más alto propósito de la existencia. En realidad, la mujer no es, porque su sola entidad es la genérica de la especie entendida como fruto de la necesidad natural; lo propio del hombre, en cambio, es la libertad del espíritu y de esta libertad provienen todas las carac­ terísticas auténticamente humanas, la más alta de las cuales es la individualidad genial. La dualidad hombre-mujer, libertad-necesidad, espíritu-mate­ ria, es el auténtico misterium iniquitatis que obsesiona a Wei­ ninger: «E l dualismo en el mundo es lo incomprensible, el mo­ tivo mismo del pecado y de la caída, el enigma primitivo: el fun­ damento y el sentido del paso de la vida eterna a la existencia perecedera, de lo intemporal a la temporalidad terrestre, de la ino-

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cencía a la culpabilidad. No logro comprender lo que ha hecho que la (alta original haya podido ser cometida, cómo la libertad ha podido convertirse en esclavitud, cómo lo que es puro se ha convertido en impuro y lo que es perfecto en imperfecto». A fin de cuentas, para un kantiano, nada hay más inmoral que el sexo: en el acto de copulación, cada uno de los contendientes utiliza al otro no como fin en sí mismo sino como objeto de su placer y ambos son empleados como herramientas por el genio de la es­ pecie, ávido de perpetuarse. Pero la mujer, encarnación de la sexualidad, no tiene peso ontológico suficiente ni siquiera para que se la considere culpable; es el hombre, cediendo pecaminosa­ mente al vértigo de la carne, de lo impersonal y lo necesario, quien ha inventado a la mujer. Puede decirse que «la mujer es la culpa del hombre». La mayoría de los grandes hombres se han negado a la paternidad y no han buscado en la mujer la madre, sino la prostituta; su sexualidad ha elegido siempre lo perverso, porque la perversión es una forma de sustraerse a las obligaciones impuestas por la especie. En su grandioso delirio, Weininger piensa que la verdadera redención del dualismo sexual, es decir, la salva­ ción tanto del hombre como de la mujer, sería el renunciamiento absoluto a la cópula: de este modo se aniquilaría el hombre físico, pero se aseguraría la perpetuación gloriosa del hombre moral, de lo auténticamente humano. Tal como están las cosas ahora, ningún varón puede ser dichoso, desgarrado como se halla entre sus aspi­ raciones espirituales y las servidumbres que le impone su femi­ nidad sexual. Hay que concluir, pues, que «sólo las mujeres pueden ser felices». E l 4 de octubre de 1803, Otto Weininger se suicidó en Viena, en la misma casa donde murió Beethoven: tenía poco más de veintitrés años de edad. ¿Por qué la reflexión filosófica sobre la sexualidad, en los raros casos en que ha existido, se ha visto marcada por un pesi­ mismo radical? ¿Horror ante lo que en nosotros es cuerpo y por tanto muerte? ¿Protesta del individuo ante lo que le fuerza a doblegarse biológicamente al servicio de la especie? A menudo sospecho que aún hay algo más. En una de sus intuiciones más

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profundas, Cioran ha afirmado: «L a gran, la única originalidad del amor es que hace la felicidad indistinta de la desdicha». Y qui­ zá la gran, la única originalidad de la filosofía a lo largo de los siglos haya sido negarse a aceptar que felicidad y desdicha deban en última instancia confundirse.

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A gustín G arcía Calvo LOS DOS SEXO S Y E L SEXO : LAS RAZONES DE LA IRRACIONALIDAD

Entro a tratar aquí de algo sagrado. «Sagrado» quiere decir, como a muchos de vosotros os suena, desconocido. Lo sagrado es lo desconocido, lo que no se sabe. De forma que, sea lo que sea lo que habéis pensado que pueda haber bajo títulos como «Sexo», «Sexualidad», mi intención es hablar justamente de ello como desconocido y, por tanto, como sagrado, con ese respeto irrespetuoso que lo sagrado me merece y en contra de la falta de respeto con que de ordinario se le trata. Es desconocido; es sagrado. Bien querría que mi boca acer­ tara en este rato a darle voz y razón al coño, esa boca que no habla. Que no habla nunca: cuando otras bocas hablan por él, no es él el que habla. El intento es que el coño pudiera hablar, el coño mismo, y que esto sirviera para llegar a darle en cierto modo voz y razón. Frente a esto, está la falta de respeto habitual, el intento constante de disimular lo desconocido, de hacer creer que no es desconocido, de hacer creer que se sabe. Y que, por tanto, se puede manejar y contar. Las muestras de esa falta de respeto son innumerables. Esta misma sesión o cursillo en el que estamos es una muestra: es una falta de respeto, y es una pretensión de di­ simulo de aquello que amenaza como desconocido. Se piensa que bajo título de Filosofía y sexualidad u otro cualquiera tenemos un tema, un objeto, del que podemos hablar, al que podemos reducir a lo conocido.

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Pero las muestras de falta de respeto son innumerables: la manera en que se trata eso que se llama cuerpo (empezando por llamarlo cuerpo ya), en que se le nata a trozos en la medicina, en la vida corriente, en que se llega realmente cada vez más a te n e r los órganos y los miembros, a poseerlos, y, por tanto, poder hacer donación de riñones, de hígado, de ojos, de lo que sea, esa fragmentación y esa pretensión de poder manejar a tro­ zos y por entero eso a lo que pedantescamente se llama cuerpo, es una de las más flagrantes faltas de respeto de aquello desco­ nocido que querría que hablara un poco por mí. También el empleo para las cosas sexuales de nombres mé­ dicos, de cultismos grecolatinos nacidos en la medicina y que sir­ ven como una especie de anestesia para aquello amenazante que pudiera haber por debajo de los nombres, esas cosas de decir pene, coito, y nombres por el estilo, son de por sí ya una muestra del intento de aniquilación de esa amenaza de lo sagrado, de lo desconocido, lo que querría que estuviera hablando por mi, en cambio. Es curioso que esa pretensión de la denominación, del domi­ nio por la denominación y especialmente por la denominación pedantesca, medicinal, grecolatina, tiene una raigambre que no sólo se da en la literatura tradicional de los represores, de los confesores (de los confesores, sobre todo, del momento de flore­ cimiento del confesionario, en el xvn y por ahí), sino también en la propia literatura galante. Se da por supuesto en las recetas y la casuística de confesionario: evidentemente, si el confesor sabe ya de antemano cuáles son los pecados que se pueden cometer y los tiene catalogados de alguna manera, si puede determinar si, por ejemplo, realizar el coito en la parte exterior del campanario constituye sacrilegio o no, o si la introducción del miembro viril hasta cierto punto constituye coito completo o no lo constituye, si puede hacer eso, es que ya se sabe todo: todo está ya mane­ jado y sabido de antemano: se está anulando cualquier posibilidad de que surja lo imprevisto, lo desconocido. Pero también con el diálogo galante de los mismos siglos y los anteriores, hasta cul­ minar en La philosophie dans le boudoir, también en este género

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no puede (altar esa pedagogía de la denominación: una lista de nombres medicinales, grecolatinos, pedantescos, que se le ofrece, por ejemplo, a Eugenia, a la aprendiza de amor, en la propia filosofía del boudoir. Todos esos intentos, por un lado y por otro, son intentos, como veis, de domesticación, de anulación de lo des­ conocido, de conjura de la amenaza que en ello puede haber para los hombres. No quiero hablar mucho de los grandes procedimientos de anulación de eso desconocido, que son las instituciones primor­ diales del matrimonio y de la prostitución. En otra parte ya he hablado de cómo el matrimonio, institución que no sólo se refiere a las formas consagradas por la Iglesia o por el Estado, sino a cualquier formación del tipo de eso que suele llamarse pareja, constituye un intento sobre todo de domesticación de lo no sa­ bido, un cambiazo por el cual, a costa de perder aquella posible amenaza de vida que en el amor había, se nos da una cierta seguridad, una cierta domesticidad. La prostitución es comple­ mentaria: lo que se paga, aquello que se puede comprar y vender, es, por excelencia, lo sabido. Ninguna prueba hay para el con­ cepto mejor que la del número. Si, en efecto, puedo pagar por un servicio, es que ya sé lo que estoy pagando. El dinero es la prueba del saber. Y , por tanto, en el matrimonio como en la prostitución, se da lo uno y lo otro, en el matrimonio y la pros­ titución, en sus formas más arcaicas o en las formas más desarro­ lladas que en nuestra época dominan. En fin, si encontráis en las propias proclamaciones de los muchachos estos decenios pasados, algunas del tipo «Haced el amor», «Faites l’amour, pas la guerre», esa expresión misma de «hacer el amor» (que, entre nosotros, es un galicismo introducido a través del lenguaje eufemístico de las señoras más bien, pero que lia tenido su éxito), esa expresión misma encierra mucho de lo que estoy queriendo sugeriros como procedimientos de anula­ ción de lo desconocido, de domesticación, de falsificación: hacer el amor implica que realmente es algo que se hace, es decir, una acción; es decir, en definitiva, un trabajo: es algo que depende de la voluntad, es algo que está sometido a las facultades llamadas

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superiores; y lo que está sometido a las facultades llamadas supe­ riores (la voluntad, la deliberación), es algo que está sometido a las facultades superiores de la sociedad, al Estado, al Capital. Hacer el amor implica deshacer cualquier posibilidad de que pase algo, que pase algo que yo no pueda dominar, y que, por tanto, el Estado no pueda dominar: que pase algo imprevisto, descono­ cido, incontable. Cuando se dice «Faites l’amour, pas la guerrea, se ve el engaño en el que los que así proclamaban caían: es un típico caso de la paloma perdida por haber abandonado a la ser­ piente, que debe acompañarla siempre, según la recomendación del Evangelio. Se cae ahí, por buena voluntad, por ingenuidad, en un engaño que hace olvidar que justamente la guerra, la gue­ rra de los sexos o como queráis decir, es esto en lo que estamos, y que no se puede hacer esa contraposición de hacer el amor, no la guerra, porque hacer el amor quiere decir intervenir ya activa­ mente en esta guerra que consiste sobre todo en la anulación, en la domesticación, de aquello desconocido, que bajo nombre de sexo, nombre de amor, o de cualquier otra manera podía estar latiendo por ahí debajo. Por desgracia, sucede que esto no es una mera proclamación verbal: sucede que la jodienda, el coito con su nombre más me­ dicinal, se convierte, en efecto, en la mayor parte de los casos, en un hacer, en algo voluntario, en algo dominado y que paga la pérdida de cualquier amenaza de paraíso para conseguir a cam­ bio eso: el dominio, la sumisión, y, por tanto, la seguridad para vivir: el disimulo de lo desconocido y la tranquilidad respecto a que nada del otro mundo está pasando cuando se hace eso que se llama hacer el amor: que eso también está dentro, que no se va a descubrir ni nos va a pasar nada verdaderamente nuevo y extraño. Pues bien, aquí también, como os decía, estamos en un caso de intento de disimulo. Venís aquí, sabiéndolo más o menos, a que se os tranquilice respecto a la cuestión, a que se os asegure, a que de manera más o menos científica o más o menos hete­ rodoxa se os diga que se sabe qué es eso de lo que estamos hablando, que el sexo, la sexualidad, queden convertidos también

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en un objeto, un objeto de saber, de investigación, y, por tanto, en algo inocuo, algo que no nos pueda sorprender y hacernos nunca mayor daño. Quiero, a este propósito, recordar a Freud (al que recordaré unas cuantas veces más a lo largo de esto) de una manera ambi­ gua: porque el psicoanálisis no era una ciencia, era en cierto modo lo contrario de la Gencia: era una disolución: era algo que ponía en peligro precisamente esa integridad o estructura del alma hu­ mana (o del yo, con un nombre más moderno), mientras que ya desde el propio Freud esa disolución o descubrimiento peligroso se acompaña de intentos más o menos afortunados de volver a la asimilación, a la domesticación. En ese sentido, pues, recuerdo un precioso ensayo de sus últimos años que se llamaba Análisis terminable e interminable, en el cual muestra de una manera muy clara cómo después de haber levantado las capas sucesivas impuestas por la sociedad y por las convenciones, al fin se llega a lo que él dice la roca viva, que es la animalidad, aquello que está por debajo de todo eso. Pero esa roca viva es en verdad un mar, el mar sin fondo; y en cambio, esa roca viva que pretende ser la animalidad, la vida, cualquier nombre, en verdad no es más que la Biología. Lo que encuentra Freud debajo de todo eso se llama la vida o la animalidad, pero es, en verdad, la Biología: lo que encuentra es la Gencia: lo que el psicoanálisis piensa en­ contrar cuando ha agotado su labor negativa, destructiva, creativa, de levantamiento de ocultaciones y convenciones, esa roca viva, suelo firme que piensa encontrar, sólo lo es gracias a que no es en verdad el mar sin fondo, ni la vida, ni nada de eso, sino Bio­ logía, Gencia. Lo que ahí debajo encuentra Freud es otra vez la Gencia y la fe en la Gencia. El cree saber algo de aquello por­ que la Gencia se lo dice, porque hay una Gencia (Biología, Ana­ tomía, Zoología y demás) que le explica bien qué es eso del ani­ mal, qué es eso de la vida. No es sino un caso de la falsificación constante, por la cual, dado el dominio social de aquello a que se alude como Naturaleza, para nosotros la tierra se convierte en Geografía, y así también el cuerpo en Anatomía, y así también la vida en Biología. Y cuando pensamos encontrar algo firme, es

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gracias a que encontramos, no ello, sino el saber de ello, el saber científico. Vengamos, pues, a ver qué diablos es esto a lo que suele llamarse en nuestros días sexo. Querría que la figura que aquí tomáramos fuera justamente el revés de la figura de los sexólo­ gos, abundantes en nuestra época. Sexólogo encierra en el se­ gundo término la alusión al lenguaje y a la razón y como primer término, el sexo: se trata, en verdad, de desarrollar una ciencia, un saber, no un razonamiento, sino una ciencia, un saber, acerca de lo que el primer término tiene denominado como sexo. Que­ rría que aquí, por el contrario, fuera otra vez el sexo el que fuera lógos, que fuera la irracionalidad, lo desconocido que está por de­ bajo, lo que de alguna manera, al tomar voz de razón, destruyera todas las -logias, todas las ciencias o saberes pretendidos acerca de ello. La historia de la palabra es realmente muy interesante, y en medio de la infinidad de tesinas inútiles que se hacen todos los días entre nosotros, tesinas y tesis, he aquí una que sería, a mi parecer, verdaderamente útil, que sería estudiar un poco más de­ tenidamente de lo que yo he podido hacerlo la historia de esta palabra. Esta palabra latina empieza, evidentemente, queriendo denominar las clases fundamentales, los dos sexos y la oposición entre ambos sexos. En latín antiguo la palabra no tiene otro sentido más que ése: sexus quiere decir «uno de los dos sexos», o, como el otro término, secus, que a veces aparece en los auto­ res arcaicos (muliebre ac airile secus), el sexo, es decir, la división o clase, viril y mujeril, masculina y femenina. Inútil buscar en la antigüedad más usos de la palabra. Si me permitís por un momento un paréntesis lingüístico, pienso que es bastante razonable pensar que podemos arreglarnos con una sola raíz, que se escribiría seH (-H para designar una aspirante perdida desde la prehistoria, una de las que a veces se llaman laringales), para explicar al mismo tiempo el prefijo de separación sé- que se usa en latín, y al mismo tiempo el adver­ bio secus, que quiere decir «por separado», «separadamente», y también, lo que para mí sería lo mismo (un uso nominal de ese

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adverbio), el nombre secus a que antes he aludido y el otro de­ rivado, que es el que ha tenido éxito en nuestras lenguas, sexus. Todos vendrían de lo mismo, de la idea de «separación». En la época moderna, la palabra, pienso que a mediados del xviii (pero aquí, repito, llamo a la realización de esa tesina o tesis útil, que no está hecha), el nombre empieza a usarse para aludir precisamente a una de las dos clases, como si una de las dos clases fundamentales de la Sociedad fuera el sexo por anto­ nomasia, el sexo por excelencia. En autores de fines del xviii y todavía en el xix , franceses especialmente, podréis encontrar que «le sexe» es el femenino, naturalmente. El sexo es lo femenino; y así debió la cosa seguir funcionando, al menos durante un si­ glo, hasta que sólo — pienso yo— después de mediados del siglo pasado empiezan las primeras apariciones con este significado que hoy queremos darle a la palabra. Evidentemente, este significado de «sexo», «sexualidad», que a nosotros tanto nos suena hoy y bajo cuya bandera venimos a este seminario, es una derivación de ese estadio intermedio en que sexo quiere decir el sexo femenino: el sexo, la sexualidad, son, naturalmente, como esta incursión etimológica nos mues­ tra, las mujeres: es lo femenino lo que es el sexo y lo que es la sexualidad. Y esto, naturalmente, es independiente de cualquier forma que las relaciones humanas puedan adoptar: homosexuales, heterosexuales, da igual: sigue siendo válido en general que el sexo no es otra cosa que lo femenino. Naturalmente, este último significado, esta última evolución semántica de la palabra sexo, sólo se explica como correlativa del previo desarrollo de la palabra amor en el sentido que podemos distinguir como «Amor con mayúscula». Solamente apoyándose en esta evolución de la palabra (desconocida, por supuesto, de los antiguos) que separa un Amor con mayúscula, el amor de ver­ dad, el amor de toda una vida, el amor único, etc., etc., podemos explicamos que la palabra sexo llegue a tener un sentido que es rigurosamente contrapuesto y complementario: quiere decir «ha­ cer lo mismo, que le pase a uno lo mismo que en el Amor, pero sin Amor», sin Amor verdadero.

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Así es como sigue valiendo la palabra en nuestros días. Se­ guimos llamando sexo con más o menos asco o con más o menos exaltación a aquello que precisamente es lo mismo que en el Amor, pero sin Amor de verdad. L a evolución semántica es paralela a aquella que hace que la noción misma de «cuerpo» se desarrolle, empezando esta vez ya desde los antiguos, como correlativa e inmediatamente después de que se ha desarrollado la noción de «alm a»: veis bien el paralelo y no tengo por qué insistir en ello. Así como el cuerpo se desarrolla por imitación de y en contra­ posición con el alma, así esto que llamamos sexo hoy día se de­ sarrolla en contraposición con y por imitación de aquello que se llama el Amor verdadero. Entre los dos se arreglan para impedir cualquier aparición de eso desconocido que querría que estuviera hablando por mí. El pecado contra el amor sin mayúscula ni minúscula es justamente la separación; y en este pecado estamos incurriendo todos los días: esta insistencia en la separación entre lo que es Amor de veras y lo que es sexo es justamente el fundamento de todas las nuevas y más poderosas formas de represión. Permitidme que emplee, aunque sea un poco entre comillas, este término: «peca­ do». Ese es el pecado contra el amor, que quiere decir el pecado contra lo desconocido, contra lo imprevisible, contra la vida. Hay un pasaje de una de las cartas de Freud a Fliess, a los últimos años del siglo, o los primeros de éste, que ha atormen­ tado a los editores bastante, y a los comentadores; es un momento en que aparece el nombre de lo femenino: aparece lo femenino en la carta, y Freud en el manuscrito de la carta lo dota de tres cruces seguidas. Estas tres cruces son las que han sido objeto de mucho comentario y tormento para los editores: ¿Cuál es el sen­ tido de esas tres cruces que acompañan a lo femenino? Algunos de los editores dicen, con razón, que Freud se hace cruces. No es imposible: es normal que un signo de tres cruces represente grá­ ficamente el persignarse (ya sabéis, asi, con las tres [el orador se persigna]) y que esto se dé en un judio no sería tampoco un inconveniente grave; probablemente la gesticulación del persig­ narse y su simbología es independiente del carácter de judío o no

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que Freud tuviera. En todo caso, hay ahí una especie de signo supersticioso para alejar el maleficio, para alejar de alguna forma algo que se siente como demoníaco, como amenazante. En el momento de trazar esas tres cruces Freud es bien consciente de algo que después, durante largo tiempo, hasta los últimos años, va a olvilar, que es eso de lo desconocido y, por tanto, peligroso, que pueda haber detrás del término de «lo femenino». Vamos a fijarnos un poco en qué es entonces eso descono­ cido, peligroso, amenazante, que en lo femenino pueda haber, siendo lo femenino, como antes he mostrado, el sexo propiamen­ te dicho, siendo de aquello que ahora llamo femenino de lo que se alimenta la nueva noción de «sexo» entre nosotros. Tenemos que conocerlo a través de su forma de presentación histórica; esto desconocido, esto peligroso, se nos presenta como dominado: por tanto, entre las otras formas de dominio, como sabido o pretendidamente sabido; ya que no hay forma de dominación que no se acompañe de o esté fundada en la pretensión de saber. No hay poder sin mentira; no hay poder sin ejercicio de esta falsifi­ cación del saber. Las mujeres, pues, lo desconocido, son en su aparición his­ tórica el sexo dominado. Son el primer ejemplo de la dominación. Os voy a decir unos cuantos tópicos que no por serlo dejan de ser verdaderos. Son el primer ejemplo, el primer caso de domi­ nación. Son la primera forma de dinero, según la vieja concepción de Engels. Son la primera forma de dinero, es decir, el intento más flagrante de reducir la cosa desconocida, incontable, innume­ rable, a concepto, a representación abstracta de las cosas, que eso es lo que es el dinero; y las mujeres son, evidentemente, la pri­ mera forma de dinero; como la contraposición de los dos sexos es la primera lucha, la primera forma de la lucha de clases, es decir, de esa separación bajo la cual trata constantemente de ocul­ tarse la amenaza de lo desconocido. En una obra de teatro que saqué hace unos años que se llama Iliupersis, donde se cuenta (se cuenta no, porque es una obra de teatro: se hace, se representa) la noche de la caída de Troya, con Eneas y demás y sus mujeres, y donde el coro es el coro de las

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muchachas troyanas danzando entre las llamas del incendio, hay un momento, una parábasis o interrupción de la acción, en que las muchachas troyanas se quitan sus disfraces, dejan de serlo, se convierten en lo que son, en las vicetiples, y se dedican a recitar unas cuantas cosas a propósito de esto. Os voy a repetir uno de los trozos de lo que estas muchachas o vicetiples dicen: «Dijo el Inspector del Alma: “A toda hija de papá es la envidia de ser hombre lo que la hace ser mujer” : que ella descubre que le falta el aparato del poder, que ella lo ve, que no lo tiene lo que se tiene que tener; conque se ve vacío ella y agujero y soledad, y en lugar de ser lo que es, es el revés de lo que es; y que por eso lo que busco es compensar y satisfacer con lo que sea mi vacío y falta constitucional. Con repollo, con perifollo, con picaporte o sacudidor, con el amor del gran pispajo y, gozo final, con un bebé, tanto mejor si nace entero y apto para mear de pie; sólo con esos consoladores puedo vivir a medias bien; pero si no, ¿qué soy?: un pozo de odio, envidia, ingratitud; quiero capar a mis hermanos, como capada yo que estoy, y al que de todos más envidio a ése... lo amo de verdad. Eso decía el cipotillo, como cipote que era él, sin pensar que a mí tres pitos me interesa mi interior y que la flor de dentro y fuera toda florece a flor de piel. Pero al Doctor y al sexo fuerte les decimos ¿saben qué? Ea, niñas, ¿qué decimos a todo el sexo del Doctor? [El orador, en nombre de las vicetiples, le hace al público cuatro ve­ ces el gesto de la higa.] Fue la envidia en el principio: es verdad, y tan verdad que antes de esa envidia, hubo otra envidia del revés, más tenebrosa, más inmensa, más profunda que la mar. Y si me dicen “ ¿Quién envidia?” , “El que puede” , les diré; porque sólo los potentes impotentes pueden ser. Y si preguntan los señores “ ¿Y qué tenemos que envidiar?” , a esa pregunta, yo, señores, aunque pudiera responder, no respondo, por modestia, y por amor a la verdad.»

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Voy a aprovechar un poco estos versos, estas recitaciones de estas mujeres algo desmandadas de la Iliupersis. La relación con el poder, esta aparición histórica del sexo desconocido y peli­ groso como dominado y domesticado, no puede desconocerse nun­ ca. La discusión durante largos años de Freud contra Adler a este propósito es algo que no puede desconocerse; pero en lo que no voy a insistir mayormente. Me interesa más mostraros un poco algunos ejemplos de cómo aparece entre los hombres el terror, o la angustia, o la extrañeza, o la aversión, frente al coño, frente a cualquier aparición más o menos descuidada de aquello desco­ nocido, que pueda estarles diciendo, sin decir, algo por esa boca que no habla. Las apariciones son innumerables, y tampoco voy a pararme mucho a grandes distingos sobre esos sentimientos a los que he aludido con esa serie de palabras: aversión, terror, angus­ tia y demás. Una de las apariciones más triviales es la del fetichismo, esen­ cialmente masculino como sabéis. Frente a otras interpretaciones de Freud, que aquí desbarra mucho (él piensa siempre que en todo fetichismo se anda buscando de alguna manera o echando de menos el pene de la madre; no sabe uno para qué diablos podría a uno servirle el pene de su madre, pero en fin ...), frente a eso, creo que una interpretación sana del fetichismo es lo que dice la expresión popular «andarse por las ramas». Este andarse por las ramas, tan característico de la masculinidad y que se muestra en formas algo más extremas en el fetichismo, es una de las apa­ riciones indirectas, pero muy clara, de esa especie de terror, an­ gustia, etc. de la que he hablado. Piensa Freud, cuando el psicoanálisis trata de volver sobre la teoría, que el descubrimiento por parte del niño de las zonas genitales (por decirlo con el nombre más pedante que se me ocurre y más insultante) femeninas, y las de la madre en especial, es algo como el descubrimiento de una falta. El niño ve que no lo tiene, como dicen esas mujeres. Es falso, pienso. He re­ cogido unos cuantos datos de niños a lo largo de estos años. Los niños, en primer lugar, descubren el sexo femenino no como una falta, sino como una herida, como una especie de hachazo.

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Uno de los niños, de 9 años, declara la repugnancia o aversión a mirar el coño de su hermanita, algo más pequeña, porque es, literalmente, «como una herida». Es precisamente como una he­ rida. Es curioso que esta herida, efectivamente, va a sangrar con la pubertad, va a realizar de alguna manera esa especie de temor infantil; y no hay probablemente entre todos los animales hem­ bras que podamos imaginar ninguna cosa tan escandalosa como la menstruación humana; y que tantos latidos todavía de descon­ cierto pueda presentarles a muchos hombres, ¿no? Recuerdo to­ davía cómo mi buen maestro Tovar, una vez, criticando otra de las obras de teatro, el Feniz, se sentía, en medio de las alabanzas por la obra, muy escandalizado de una escena en que Feniz se reboza con la sangre menstrual de la mujer con la que está ha­ ciendo esa cosa que se dice hacer el amor. Ese terror de la sangre persiste. Fijaos en que la sangre es precisamente el elemento de Marte, es la guerra, pero aparece ahí, en las mujeres, de una manera típicamente contradictoria. Los niños, con la pubertad, por el contrario, van a dar leche; por el contrario, leche. Me conformo con esto para la aparición como herida, y paso a otra cosa que, en cambio, aparece mucho más desarrollada en el psicoanálisis tradicional, en Freud: es la aparición como Me­ dusa. E l coño, y especialmente velloso, apareciéndose como un objeto de descubrimiento terrorífico para el niño, tiene, como cabeza de Medusa, la virtud de dejar a los hombres petrificados cuando aparece: aquello que después encuentra una especie de redención cuando Palas Atenea se la coloca sobre el pecho, for­ mando parte de la égida, de la armadura de esa virgen guerrera, de esa hija perfecta de Zeus, que es Palas Atenea. Todo esto, efectivamente, es un simbolismo muy rico del que sólo voy a sacar algunos hilos. Evidentemente, la aparición del coño velludo, es­ pecialmente del de la madre, es traumática para el niño, es pro­ fundamente terrorífica, se lo confiese o no (la represión puede ser más temprana o más tardía), en primer lugar, porque la mu­ jer, el otro sexo, es esencialmente la desnuda, la carente de vello, es el caso justamente más alejado de la animalidad en la visión

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corriente, porque carece mucho más, está mucho más avanzada, diríamos, en el progreso de alejamiento de la animalidad que los hombres del sexo masculino en cuanto mucho más carente de vello, habiendo perdido mucho más el pelo de la dehesa, como se dice. Por tanto, la aparición del coño velludo es la aparición del vello del animal, pero precisamente en la desnuda, en el caso que se siente como más avanzado de humanidad. Cuando Freud se ocupa de los contornos de Medusa, de esos vellos, naturalmente, según la aberración inevitable, piensa que los puede equiparar a pequeños penes que andan danzando por ahí; también los pelos se convierten en penes. Esto es una mentira, pero, como muchas de las de Freud, una mentira muy útil, muy ilustrativa. Es evidente que uno puede comparar más bien esc contorno de Medusa, aterrador, con una multitud de clítoris agi­ tándose (recordad la aparición de anémonas en el mar y otras apariciones semejantes, ¿no?): penes, vergas masculinas, pero ro­ deando al centro, al que no llegan. Comparad con esto la imagen de los manuales de Biología que nos acompañan desde pequeños, la imagen del óvulo único rodeado de millones de espermatozoides que intentan entrar allí. Organos como clítoris, perpetuamente íluctuantes en torno, o como pequeñísimas vergas que tratan de entrar, sería más bien la interpretación del terror, de la angustia, que ante esa visión puede surgir. En todo caso, esto nos coloca cerca de otra de las apariciones de las formas de terror más tradicionales, que tiene mucho que ver con ella: es el gesto de hacer la higa, que ustedes me han visto hacer ahora mismo al recitar el trozo de la Iltupersis. Es un ejem­ plo bueno de cómo la aparición del terror, siendo ya ella un disimulo, siendo un conjuro, trata a su vez de disimularse y confundir. Hay un texto de Rabelais, que creo que Freud mismo recoge y usa, en que un diablo huye delante de una mujer que se levanta las faldas y le muestra el coño, sin más: el coño direc­ tamente aparece como un motivo de huida para el demonio; y si ese demonio es un demonio masculino, es un representante, es decir, del terror masculino, entonces la imaginación de Rabelais es muy exacta en ese caso.

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En todo caso, hay una mala interpretación respecto al gesto de hacer la higa. Su forma más corriente es ésta [el orador hace el gesto, con el dedo medio agitándose sobre los otros replegados por el pulgar]. Muchos de vosotros puede que hayáis caído en el error, es decir, pensar que esto representa un poco ridiculamente un pene que trata de mostrarse en erección, amenazando. Es muy claro que no es así: esto, lo mismo que esta forma [hace el gesto con la punta del pulgar asomando entre índice y medio replega­ dos] que aparece algunas veces también, es una representación del cono, y la cosa aparece mucho más clara cuando se le opone al gesto de corte de manga, que éste sí, evidentemente, éste sí [hace corte de manga] que es un gesto fanfarrón y vanaglorioso, representación del pene en erección y amenazando. Frente a esto, este otro es una representación del coño, y ambos gestos vienen desde siglos inmemoriales presentándonos así los actos de la gue­ rra de los sexos. Pero es importante que hombres y mujeres desconozcan una cosa tan sencilla como ésta, hasta el punto de que aseguraría que una buena parte de vosotros no lo había visto así, siendo tan evidente. Esto es una representación del coño con un dítoris tem­ blante, y, por tanto, amenazando en el sentido que puede ame­ nazar a los hombres la cosa. Pero el disimulo del conjuro mismo es, como os digo, suma­ mente interesante también a nuestro propósito. He aquí, por cier­ to, otra tesina o tesis útil frente a las mil inútiles que se podrían hacer. Esta ya la recomendé una vez a un muchacho, que no la pudo llevar a cabo por motivos verdaderamente trágicos y terri­ bles, pero vuelvo ante ustedes a recomendarla; no creo que na­ die se haya molestado en estudiar estos gestos tan importantes, incluso la confusión que aparece, por ejemplo, en aquella escena del Libro de Buen Amor en que el patán se enfrenta al predi­ cador para hacer por gestos una discusión teológica, y en donde muchos de los gestos que aparecen, evidentemente, pueden redu­ cirse al gesto de hacer la higa. Esto se llama hacer la higa, es decir que la relación con el higo es clarísima, por otra parte, y es evidente que el higo, como

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la granada, son símbolos tradicionales del coño, y no de otra cosa; es, por tanto, tanto más sorprendente que la verdadera esencia de este conjuro no se haya puesto más claramente de relieve. Pero el terror masculino frente al coño, naturalmente, no se refiere sólo a las apariciones formales o pictóricas, sino a las fun­ cionales sobre todo: el terror masculino es el terror a la cuantía innumerable. El sexo dominante sabe que es el dominante precisamente gradas a su limitación. El ser se funda en el número. En eso que llaman las señoras hacer el amor se sabe muy bien que hay una desigualdad tremebunda entre los sexos en principio: los hom­ bres son limitados, numéricos; el más atlético de todos los que se pongan a hacer el amor, queda, por así dedr, encerrado dentro de números que se cuentan con los dedos de la mano, y general­ mente sobran casi todos. Frente a esto, en el otro lado no es que haya mucho sólo: es que no hay ningún motivo de limitación: se siente que no hay ningún motivo de limitación más que, en todo caso, el puro agotamiento, que no se podría llamar cansancio, por­ que el cansancio parece correlativo del trabajo, y se supone que en este caso no se trataría de trabajo. Este terror de la innumerabilidad del placer, o como se le quiera llamar, de la otra parte es, evidentemente, una de las cons­ tantes que más aparecen del terror masculino. Recuerdo Mesalina presentada por Juvenal: «A l fin, cansada, pero no rendida (se refiere a una noche de Mesalina — estas fantasías masculinas— , que se había ido a hacer de prostituta por algún sitio), pero no saciada de hombres», que dice, si no recuerdo mal, el hexáme­ tro de Juvenal. Pues esta aparición bajo múltiples formas de la innumerabilidad es, efectivamente, uno de los motivos más claros de terror. Esto tiene mucha relación con otra aparición del objeto de terror en que querría pararme un momento, que se refiere a las formas de la masturbación y a las formas de la imaginación en los dos sexos. La masturbación femenina es típicamente una mas­ turbación ciega, sin relación con imaginaciones, al menos precisas,

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de escenas ni de órganos ni de partes del varón. Esta masturba­ ción femenina, ciega, a lo mejor ha sido precedida en la primera infancia por una masturbación no ciega de la niña (no he tenido tiempo de repasar un ensayo de la primera época de Freud que se llama Pegan a un niño, donde «pegan a un niño» aparece como una especie de fantasía masturbatoria de niñas; no lo recuerdo con mucha exactitud, pero sé que era, más o menos, así). Haya estado o no precedida de esa fase, la masturbación femenina se presenta de ordinario, bajo múltiples testimonios, como ciega. Eso deja a los hombres fuera. Algo de eso sienten: se les excluye del verdadero momento de placer, o de abandono, o de arrobo, o de delicia, o de delirio, o de pérdida en la vida, que a las mujeres les pueda corresponder y que se daría precisamente ahí. Esa exclusión, ese desprecio, ese dejarlo fuera a uno, se sien­ te muy bien, sobre todo porque, como se sabe, la masturbación masculina es esencialmente imaginativa, tenazmente presa en la imagen de una mujer, de órganos femeninos, etc., ¿no?: pictórica; de manera que la contraposición no puede menos de sentirse por parte del sexo dominante como una exclusión. En general, la imaginación en el sexo dominado (y ésta es tal vez una de las formas más escandalosas en que aparece la domi­ nación) es una imaginación sumergida, por asi decir, una ima­ ginación dormida. Para cumplir con las funciones que dentro de la Sociedad Patriarcal se le asignan (y toda sociedad es patriarcal, no lo olvidéis) como sexo dominado, la mujer tiene que carecer de imaginación respecto a lo erótico, respecto a lo amoroso. Es curioso que esta sumersión de la imaginación femenina sea pre­ cisamente la preparación para el «Al que quiero es a ti», es decir, para la llegada del Amor verdadero y del centrarse justamente en uno solo. Otra vez la imagen biológica del óvulo con los es­ permatozoos, el momento en que de los infinitos esparmotozoos hay uno solo que entra, que adquiere una muerte privilegiada, una muerte distinta de la de todos los demás y que, asi, queda some­ tido a las tareas de procreación junto con el óvulo; esto lo digo a propósito de cómo la imaginación indistinta, vaga, inasible, que no puede dar lugar a imaginerías visuales conscientes (esto es lo

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que quiete decir «sumergida»), es precisamente la preparación para el establecimiento de la imagen única, férreamente impuesta en el alma femenina, del verdadero Amor, del único al que se ama. Todo esto frente a la imaginación masculina, que, fijaos bien, es una imaginación consciente, por supuesto, y ya dedicada más bien a trozos: se goza, también en el llamado coito, pero sobre todo en la masturbación, con trozos de ella; se la separa, se la analiza en la imaginación. Es la forma de imaginación más con* trapuesta que se puede imaginar a la femenina sumergida. La imaginación femenina está acompañada de una especie de amnesia. Sobre esto volveré ahora. En todo caso, deseo que quede bien claro esto: es el hecho mismo de que el placer sea ilimitado en principio, sin fin, lo que lo excluye de una imaginería consciente, la cual implicaría ideas, y, por tanto, limitaciones. Es, por tanto, en esta percepción de lo vago, indefinido, por tanto sumergido, de la imaginación femenina, donde encuentro otra de las fuentes de terror para el sexo dominante y que es dominante precisamente por ser limitado. Ceso aquí en la enumeración de apariciones diversas de terror, angustia, aversión, repugnancia, etc., frente al coño que a los hombres pueda amenazar. Quiero contraponerlas con lo venial, banal, ridículo, del correlativo que podría ser el terror femenino ante la picha o la verga, o cualquier cosa que se quiera llamar el órgano del poder, el aparato del poder. La cosa es, en comparación, ridicula, venial y superficial, y a este propósito, como veis, entro en una discusión con toda aquella teoría de la invidia penis, que rige una buena parte del análisis freudiano también. Testimonios: por ejemplo, una niña de 4 años sentada en la cama con una amiguita algo mayor, y señalando la verga del padre dormido, la verga medio fláccida, dice: «Pitito, ¡qué guapo! Yo quería tener uno, pero...» (encogimiento de hombros). Esto es todo lo más terrible que he encontrado en cuanto a envidia penis en el análisis de niñas que he podido recoger por todas

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partes; más allá de eso no he llegado: «Pitito, ¡qué guapo! Yo quería tener uno, p ero ...». Esta es la cosa. La actitud se parece a la del chiste de las dos monjas — per­ fectamente inocentes— que ven al jardinero meando contra una tapia, de forma que una de ellas le dice a la otra: «Mire usted, hermana, qué cosa tan práctica». Esa es la alabanza y la envidia que se puede sentir. Efectivamente, es una cosa práctica. Es una cosa práctica para efectos de la micción y para otros efectos más terribles, que son aquellos a los que antes he alu­ dido al hablar de «hacer el amor», es decir, la transformación de aquello desconocido, incontrolable, imprevisto, en un acto, y, por tanto, en un trabajo. Es, realmente, práctico: es un órgano práctico. Pero con esto van envueltas también formas de inver­ sión con respecto a la picha o la verga y a su tratamiento por los dos sexos opuestos de las que tendré que hablar todavía más tarde. ¿Qué más hay en las mujeres que se pudiera equiparar, aparte de esa venial apreciación por lo práctico del aparato del poder, que se pudiera comparar con el terror masculino ante el coño? Bueno, de lejos, más de lejos, se podrían encontrar algunas co­ sas. Testimonio de Viviana, de 17 años: Una y otra vez, deseo de «volver a meterse dentro» (de la madre, se entiende; en su caso no había ningún amor especial por su madre en concreto): deseo de volver a meterse dentro de la madre. ¿Qué era ese te­ rror? Es un terror, evidentemente, de este mundo: es un terror del destino que le espera. E s decir, el destino de la sumisión al imperio del sexo dominante, que es el establecimiento del Amor mayúsculo, con el cual, evidentemente, van ligadas todas las pérdidas del placer anterior a la entrada en sociedad, anterior a la madurez así llamada, la madurez social, que podían estarle ofrecidas a la niña y a la muchacha. Es terror, más bien, ante eso. Hay también una hipocresía de las mujeres: es la atribución al padre (por ejemplo, los cuentos más o menos justificados de violación por el padre, que también en los registros de Freud, y después, se encuentran en muchas ocasiones): es una atribución hipócrita: es un halago, al mismo tiempo que una inculpación;

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es característica, justamente, de la situación ambigua de la niña o la muchacha medio sometida. Efectivamente, por un lado ha­ laga al poderoso: «E l es el que tiene la culpa de que yo me haya perdido o que yo sea desgraciada, o lo que sea», y al decir que tiene la culpa, naturalmente, le hago un reconocimiento de po­ der, una zalema. Lo más importante, tal vez, es la amnesia respecto al placer, respecto al propio placer desconocido, innumerable y vago, a que antes he aludido. Una vez vi una película pornográfica con pre­ tensiones. Se trataba de que una muchacha, Claudine Bécary, se había prestado a presentarse a sí misma como documento: entre muchas escenas verdaderamente poco graciosas y poco incitantes de coitos y así, había una magnífica y larga masturbación por parte de Claudine, después de la cual venía con el director una conversación, y entonces ella respondía..., primero, no volvía (en fin, los múltiples orgasmos; después volveré sobre eso del orgas­ mo), no volvía en sí; la llama el director: «¿E stás ahí, Claudi­ ne?», y dice: «Sí, pero ahora tengo que olvidarme». Tengo que olvidarme — quiere decirse— para el trato, para seguir hablando. La amnesia respecto a los momentos de placer más peligrosos de infinitud que en las mujeres puedan darse es un hecho que uno puede recoger con frecuencia. Realmente se olvidan. Hacen como si no. Reconocen que aquello no es compatible con este mundo. El propio Freud, en una de sus cartas a Fliess, recoge el caso de la muchacha de veinte años amante de un banquero de sesenta que tenía muchas de esas cosas, orgasmos, en una misma relación: cinco, seis, etc.; y por la cual el banquero le consulta a Freud; y le consulta, sobre todo, precisamente por el fenómeno de amne­ sia: ella tiene como desmayos o pérdidas, de los cuales una otra vez se encuentra testimonio: en definitivo, huidas de la rea­ lidad, reconocimiento de la incompatibilidad de aquello con esto. Freud, por cierto, en esa carta profetiza de una manera muy malintencionada: dice: «El la casará, y será anestética (entonces no se decía "frígida" y cosas de ésas) con su marido». No se da cuenta de que esa profecía solamente se cumplirá precisamente

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en el caso de que se trate de una sumisión al poder; que, efec­ tivamente, el matrimonio y la sumisión al marido quiera decir una sumisión, con la cual es evidentemente incompatible aquello que todavía, por descuido, podía dársele en la relación extra­ vagante con el banquero de sesenta años. Pero esa desviación de Freud en esa profecía es también reveladora, como — repito— casi todas las que en Freud podemos encontrar. Esa especie de huida es lo más que puedo encontrar que revele también algo semejante al terror masculino, pero ya veis que, lejos de ser un terror frente a la picha, frente al aparato del poder, es, por el contrario, un reflejo de terror frente al propio sexo, frente al sexo de una misma, lo que aparece. En lo que os voy a entretener ahora, para irme acercando a terminar, es en el fenómeno, muy importante, de las inversiones o de las vueltas del revés con las que muchos de estos fenóme­ nos o apariciones se presentan en nuestra sociedad. Por ejemplo, la relación del sexo con la procreación, con la genitalidad. Sabemos que el truco para conjurar el peligro del sexo amenazante de infinitud de las mujeres es ligarlo con la ma­ ternidad, convertirlas en madres, pensar de antemano: «L o que desean realmente es un niño, lo que quieren es ser madres». El procedimiento es tan tradicional, tan repetido, que apenas ten­ go que insistir en él. Bueno, pues ya veis cómo esto es la inversión de lo que se da de hecho. Es en el hombre en el que el placer está ligado así necesariamente con la genitalidad, con la procreación. E s en el hombre en el que el supuesto orgasmo se liga con la eyaculación y, por tanto, con la procreación. En cambio, el placer de las mu­ jeres es gloriosamente inútil, no vale para nada. No sabemos si las hembras de los animales sienten algún placer (¿cómo vamos a saberlo?, claro, no estamos dentro de los animales. Sobre esto del espejo de los animales volveré más tarde), pero en todo caso, en las mujeres el placer es inútil; y es curiosa la fábula, que dura hasta la Edad Moderna bien avanzada y que entre los antiguos recoge, por ejemplo, Lucrecio, del semen femenino, la creencia de que para la procreación tenía que darse una especie de confluencia

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de los dos semina, del semen masculino y del femenino; es decir, como si los flujos femeninos tuvieran que tener algo que ver necesariamente con la procreación, como los flujos masculinos. Esta es, como veis, una necesidad de ocultación, de disimulo, que tiene que ver con la vuelta del revés de que hablo. E s, por desgracia para nuestro sexo, el masculino, donde la paternidad está ligada al placer, el placer condenado a la amenaza de la pa­ ternidad, mientras que en las mujeres el placer no está ligado a nada, no sirve para nada; es, parece, un lujo de la naturaleza. Otra de las formas de inversión tiene relación con esto: es la del axioma jurídico del « Pater incertus, mater certissim a»; lo que también se dice en español, con el refrán: «L os hijos de mis hijas, nietos míos son; los de mis hijos, lo serán o no»: toda esa obsesión respecto a la verdad, o más bien realidad, de la pa­ ternidad que acompaña toda la historia del sexo masculino. El pater es incertus en el sentido de que, en efecto, los esperma­ tozoides que rodean al óvulo son sin fin, en principio. ¡Cualquiera sabe cuál es el que llega a ser el verdadero culpable o respon­ sable de la paternidad!, etc. Pero esto es un recubrimiento del hecho de que la esencia de ser pater es ser certus precisamente; el pater, la paternidad, es lo que es certum, es decir, definido, definitorio, limitado por tanto, como todo ser y toda definición exige; mientras que es la mujer la que es incerta, en el sentido de indefinida, ilimitada. He aquí cómo hasta en el esquema jurí­ dico, pues, podemos descubrir una forma de inversión. Inversión en el psicoanálisis: presentación del clítoris (clítoris, palabra, otra vez, medicinal; apenas hay en el lenguaje po­ pular, por más que los busque, términos lo bastante extendidos: la pepitilla, decían algunas veces por allá en mi tierra, ¿no? No hay término popular: a ese troceamiento sólo el lenguaje medi­ cinal y pedantesco puede llegar), interpretación del clítoris: es una verga pequeñita, es un pene raquítico. Vamos a ver cómo esta interpretación consiste en una inversión de la verdad. Lo que en verdad puede compararse con la picha no es, por supuesto, el clí­ toris: es el todo, el cuerpo entero de las mujeres. Esta es la ver­ dad: el clítoris es como un pretexto, una de las muchas posibili­

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dades o puntos que pueden servir: pero lo que es objeto del pla­ cer o de la perdición en el placer es, evidentemente, todo el cuerpo. Es decir que, como ya alguna vez se ha vislumbrado, el sexo masculino tiene un representante para el amor: la verga, la pi­ cha, tiene un representante suyo y él está desdoblado. El hombre está desdoblado: el resto del organismo sirve, ya se sabe, para lo que está mandado, para el trabajo, para la guerra; está hecho para eso; y luego tiene un pequeño representante, un representante cuya insignificancia se mide por centímetros, y la fanfarronería masculina se aferra a esos pocos centímetros como si fuera una cosa del otro mundo, ¿n o?; pero, del otro lado, no son unos pocos centímetros: es todo el metro y medio o más del cuerpo humano el que puede corresponder como órgano de placer, como órgano hecho para el amor. La manera en que en la masturbación misma los hombres tratan a su propio aparato es una forma más de comprobar hasta qué punto la equiparación es entre eso y el cuerpo total de la mujer; y que, por tanto, la reducción del clítoris a pene es una falsificación interesante, reveladora. Es curioso que con respecto a la verga se da una paradoja, que es que es por un lado el órgano aparentemente destinado al amor, destinado al placer, pero al mismo tiempo es el que por su propia constitución convierte ese placer en un arar, según la metáfora tradicional, en un trabajo, en un propiamente hacer el amor. Esas son las dos caras antitéticas que, de pasada, entre paréntesis, quería hacer notar con respecto a la verga, al sexo masculino, al otro sexo. Pasamos a las nociones últimamente desarrolladas de orgas­ mos y demás, nociones verdaderamente traidoras contra el sexo femenino, raíz de mucha de su perdición en la mayor parte de las mujeres. Recuerdo el testimonio de otra muchacha (18 años) des­ preciando el placer de los hombres, es decir, dando la vuelta a la situación tradicional, con otra inversión típica: «N o sé cómo les puede gustar eso». Ella, implícitamente, comparando .con el ver­ dadero objeto de disfrute que podía ser la mujer, el sexo («No sé

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cómo les puede gustar eso. No sé qué interés pueden tener»), ella quería dar la vuelta a lo que está dado vuelta de ordinario: porque se supone que son los hombres los que buscan eso, los que buscan el placer. ¿Por qué? Pues porque lo pagan. ¿Qué tes­ timonio hay más evidente de que es uno el que lo busca y el que lo quiere sino el que lo pague? Que lo pague con el matrimonio, que lo pague con el trato de la prostitución, es igual, pero lo bus­ ca y lo paga. Así es como se supone que son los hombres los que disfrutan de las mujeres, es decir, al revés de lo que esa muchacha quería decir dándole la vuelta a la cosa. En realidad, la sumisión de la mujer a los orgasmos — únicos, plurales, sucesivos— es una sumisión a las formas de placer mas­ culinas. E s ahí donde ha nacido toda esa noción de la frigidez que domina entre nosotros. E l orgasmo se convierte, como muchas ve­ ces para los hombres, en algo que hay que perseguir, como un fin, como un premio, como una paga. Entonces, el placer está per­ dido; el placer desconocido, imprevisto, está perdido; aquello se convierte en un trabajo: la imposición de lo teleológico anula cualquiera de las posibilidades que el sexo por excelencia, el feme­ nino, podía tener en sí. Respecto al placer de las mujeres, vuelvo otra vez un poco sobre el espejo de los animales, porque esto es otra de las apari­ ciones de la inversión, de la vuelta del revés, que me parecen interesantes. La recordáis que hace unos siete u ocho años Mary üherfey sacó un estudio acerca de la insaciabilidad de las monas, una cosa bastante insólita y un estudio — creo recordar— que era modestamente aterrador para los lectores masculinos, en cuan­ to que podían, efectivamente, ver a las mujeres en las monas. Pero me importa aquí una inversión de ámbito mucho más amplio y de gran importancia, que es la inversión misma del tiem­ po, de la idea de evolución. ¿Qué es eso de los animales?, ¿qué es eso de la roca viva que al principio os decía que Freud pensaba encontrar debajo de las convenciones sociales? Los animales son para nosotros objetos de la Ciencia. Las monas y los monos no nos son nunca conocidos directamente, sino como objetos de una Zoología, de una Biología; de ahí que pueda

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haber un engaño; ¿por qué tenemos que suponer que las monas, por ejemplo, eran insaciables y que luego las mujeers, con la evolución, se han hecho menos insaciables, más fácilmente sometibles que las monas de Mary Sherfey? Podemos, igualmente, con la misma razón, suponer del revés; podemos suponer que la mujer es el único animal verdadero, Eva en el paraíso, el único animal de verdad, el único animal capaz de la pérdida en el placer, en esa infinitud de la que vengo hablando; y que los animales son degeneraciones: los monos descienden de los hombres, las monas de las mujeres, y las monas de Mary Sherfey son un estadio ya muy degenerado de la capacidad de las mujeres para el placer sin fin; esa supuesta insaciabilidad no es más que un recuerdo en la degeneración, y las yeguas, y las burras y los animales cada vez más abajo, cada vez más degenerados, cada vez más alejados de esa posibilidad que al único animal verdadero, a la mujer, se le ofrecía. Tanta razón hay para esto como para la visión evo­ lutiva normal que la Ciencia y la ideación habitual nos ofrecen. Hay, probabemente, una inversión del tiempo en toda esa idea del progreso y de la evolución, y, por si sí o por si no, siempre conviene corregirla, al menos, dándole la vuelta, poniendo del re­ vés lo que está del revés, para ver si así queda del derechas. Ceso también con esto de las formas de inversión (podría encontrar otras muchas) bajo las que el hecho aparece: el hecho, es decir, esa amenaza constante del sexo de las mujeres, del sexo sin fin, ilimitado, sin un fin, incontrolable, imprevisible. Terror primariamente para los hombres; secundariamente para las mujeres sometidas. Se plantea ahora la curiosa cuestión de por qué, diciendo esto que digo del coño, o más bien diciendo el coño esto que está diciendo por mi boca, si es que acierto, se da, sin embargo, que la mayoría de las mujeres, no sólo es que sean más o menos frígidas y que, como decía honestamente en su can­ ción Georges Brassens, «el 95 % de las veces la mujer se aburre follando», con un cómputo probablemente bastante razonable, no sólo que sean frígidas (y lo son por lo que antes he dicho, por la razón teleológica, por el establecimiento del placer como un fin, como algo que hay que perseguir; la sumisión, por tanto, a la

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ley del trabajo), no sólo que sean más o menos frígidas, en con­ tra de todo lo que vengo diciendo del infinito sexo femenino, sino que además sean, en general, también bastante gilipollas, tanto más o menos como los hombres, y con frecuencia superando la cuota; no tal vez, en general, tan pedantes ni brutales como puedan ser los tipos de este sexo, pero gilipollas sí. A lo mejor la noción de «gilipollez» no os parece lo bastante técnica. Voy a precisarla dentro de lo posible. «Gilipollez» quiere decir asimilación de las ideas impuestas desde Arriba, pero asimi­ lación en el sentido de que se las toma como ideas y gustos per­ sonales de cada uno. Esto pienso que es una definición de la gilipollez bastante acorde con el uso habitual. Y es evidente que de la condena a esto no se escapan ni las mujeres ni los hombres. Pero este misterio de cómo es que, siendo el sexo femenino esa cosa que ha estado él mismo diciendo todo este rato, las mu­ jeres en su mayoría sean así, no es mayormente tampoco miste­ rioso. Como Heráclito dice respecto a que, por un lado, la razón es de todos, pero, por otro lado, hoy por hoy, los más, la ma­ yoría, es como si no tuvieran razón, porque piensan tener cada uno la suya, lo mismo que de la razón se dice, se puede decir de esa cosa misteriosa, irracional del sexo. La mayoría de ellas, la mayoría democrática de las mujeres, en efecto, no participan de todo lo que el coño viene diciendo acerca de sí mismo. Pero ¿por qué? Precisamente por lo mismo, porque lo tienen, porque ellas lo tienen, porque es de ellas-, es decir, es una posesión, es algo sometido al alma: es (¿habéis visto cómo dicen en los trenes «objetos personales», que no debe uno dejarse olvidados?), pues es un objeto personal, es precisa­ mente esa cosa maravillosa que es un objeto personal. Y , claro, evidentemente, puede ser las maravillas y las infinitudes que sea el coño, pero, convertido en un objeto personal, la verdad es que acaba por no tener mucho interés ni librar a la propietaria de ninguna de las condenas que son comunes a la humanidad. E s precisamente en eso, en la sumisión a la personalidad, donde pienso que se desanuda esa paradoja de que, siendo el coño lo que él dice, las mujeres, en la mayoría de los casos y en la

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mayoría de los momentos, ni ellas mismas puedan reconocer la verdad profunda de lo que aquí se está diciendo, tratando de ra­ zonar la irracionalidad. Me acerco a terminar (casi termino) haciendo constar que, a pesar de lo que pase con la mayoría de las mujeres, sigue siendo razonable esto que el sexo de por sí, el femenino, está diciendo de sí mismo: es una amenaza de infinitud, de indefinición, de pérdida, para el Poder, para toda la sociedad establecida. ¿E s una aparición de la muerte? No: otra cosa. Esta dialéctica conviene analizarla. Fijaos bien en que ‘muerte’ hay que escribirlo siempre propiamente entre comillas simples; ‘muerte’ es una idea, siempre, necesariamente, puesto que la muerte es futura: otra no se conoce. La muerte es futura: la verdadera, la de uno, es futura siempre. Por tanto, es una idea. Ahora bien, frente a la idea de ‘muerte*, no se puede contraponer la idea de ‘vida* entre comillas simples, porque la idea de ‘vida’ es lo mismo que la idea de ‘muerte’: ambas son ideas y, por tanto, muerte. Frente a la idea de ‘muerte’ o de ‘vida’, que da lo mismo, lo único que se contrapondría sería la vida, sin comillas, la vida no sometida a nombre, no definida. Esto es lo que amenaza en el sexo: no la muerte, sino precisamente esa pérdida en la infini­ tud; no la muerte de la vida, sino la muerte del ser, es decir, el derrumbamiento de la seguridad de cada uno en si mismo y, por tanto, de todo el Estado en general. Eso es lo que ahí aparece, y eso es lo que el coño os tenía que decir, pensando que en todo lo que haya algo de revelación, de levantamiento de los disimulos o formas de engaño establecidos por el Poder, hay una simiente de acción, de rebelión. La reve­ lación es necesariamente rebelión. Y ya supongo que sabéis con­ tra qué, aunque sigáis, como yo, sin saber muy exactamente qué es aquello que se levanta contra el Poder.

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H éctor Subirats DESD E E L LUGAR D EL OTRO

A Fernando Savater y Tomás Pollón por el regalo de su gracia y talento; a Maite porque sospecha que todo lo que aquí digo es mentira. Y aun guardando todavía algunas esperanzas, he perdido para siem­ pre la facultad de esperar. E. M. Cioran

Cuando Fernando Savater tuvo la descabellada idea de in­ vitarme a participar en este seminario, usurpando el sitio del insustituible E . M. Cloran, y yo caí en la torpeza de aceptar, no pensé en las desdichas que nos podían esperar. Primero el aniquilamiento tras juicio sumarísimo del coordi­ nador y osado transformista. Soñé a Fernando perseguido por el furor de los estafados hasta caer justamente victimado por la ira de los últimos escépticos. Peor aún, me soñé, como estoy aquí ahora, con ustedes, casi resignados, fingiendo escuchar y murmu­ rando: «(A sí que Cioran, ehl», «Que nos devuelvan lo de las en­ tradas». Como dicen que no hay mal que por bien no venga, sirva de escarmiento y sigan fieles a la delicadeza de la desconfianza y al ejercicio de la desfascinación.

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Por si la situación no fuera suficientemente complicada, ade­ más, se supone, que voy a hablar de filosofía y sexualidad, y tengo que admitir que aquellas disciplinas donde parecer pro­ fundo exige cierta rigidez, me causan, de entrada, espanto. E s­ panto que sólo consigo sobrellevar improvisando. Dicho lo anterior y aclarando que ya nada me seduce salvo aquello que me asombra, y no adivinando en el silencio menores posibilidades de equivocación que en el habla o en la escritura, me lanzo a la tentación de escribir. Ya se sabe, «lo malo de los deseos es que se cumplen». Pues bien. Cuentan que se hallaba la filosofía, tras largas tem­ poradas entretenida y oscilante entre la castidad y la masturba­ ción, cuando de pronto, y sin causalidad — o sea, de pura casua­ lidad— , tuvo ¡por fin! su coitus interruptus. La salvación a la vuelta de la esquina; al parecer, liberada de su cinturón de cas­ tidad. No están ustedes para creerlo ni yo para contarlo, pero ese día, ¡prodigios del azar!, filosofía y sexualidad — divina pareja— se vieron entregadas, una a la pasión reflexiva y la otra a la refle­ xión pasional. El malentendido tomó rápidamente el rango sublime de lo abominable que los especialistas nombran como teoría. Y si la filosofía adquiría derechos ciudadanos para sexualizarse, el sexo abandonaba su vida descarriada para civilizarse con la reflexión. Ambas parecen tareas — como tantas otras— de fingidores; la primera condenada a la esterilidad y la segunda, fecunda da­ dora de los elementos con que propagarla. Uno, o lo que queda de uno, no escarmienta y, adicto al «escepticismo que es la fe de los espíritus ondulantes», ve pasar los días y los días sin entender cómo crece el entusiasmo por semejantes abalorios que siguen deslumbrando a los normópatas con la gracia aniquiladora con la que las expediciones ibéricas, al ofrecer el progreso a los indígenas americanos, les explicaban que «Prometeo no empobrece, vivir es lo que aniquila», y con una sonrisa entre macabra y celestial les ayudaban a dar el primer paso para sucumbir en la espléndida catástrofe de la ilusión.

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No es el momento aquí — y me temo que en ningún otro sitio— de esclarecer cómo se realiza el prodigio alquímico de suponer nuestras cretinadas como simplemente enfangadas en el calvario de la verdad y atreverse a pensar que no poseer una Verdad es peor que ahogarse. Pero si ya nos habían avisado. Sobre este asunto y muy propenso al lado lúgubre, Camus advertía que «respirar es pactar con el Estado». Por su parte, Cioran, genio y ruina del humor negro filosófico, lo explicaba con una sobredosis de delicioso escarnio: «Respirar es una aberra­ ción que me fascina». Con esta misma fascinación por el naufragio; sin la calma que la lucidez del tedio otorga, filosofía y sexualidad eyaculan epi­ lépticos por consagrarse en el trono del ser. Los oficiantes de toda laya no terminan por ponerse de acuer­ do sobre quién debe dictar nuestras siempre renovadas obedien­ cias. Algunos esclarecidos pregonan que el acceso a la lucidez es incompatible con el estremecimiento de los órganos, y ya puestos en el terreno de las exclusiones, nuestro deber es entregamos al festín de la carne. Otros, aspirantes a despojarse de las debilidades que parece fomentar el intercambio de salivas, suplican a los dioses aniquilar hasta el último vestigio de tamaña vergüenza. E l secreto de su poderío consistiría en no desear nada, para lo cual habrá que de­ rrochar (¡oh paradojas!) voluntad hasta el cansancio. Y , por supuesto, nunca faltan los mediadores, poco ansiosos de dejarse cautivar por el misterio o el extremo; convencidos de que la unión de dos exhaustos es capaz de curar al destino. Freud es en estos menesteres el autor del libro del sosiego. Incompetentes para el despilfarro o la renuncia, ni puritanos ni libertinos, escogerán el intermedio consolador. Creyendo encon­ trar la calma, habrán perdido lo más vital del hombre: su avidez de desdichas: «L o propio del dolor es no tener vergüenza de repetirse». Ya sabemos que aun entre lo deplorable existen matices, o al menos eso es lo que algún optimista nos ha hecho creer. Inten­ temos, por unos momentos, descubrir si entre estos dos vicios

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que hoy nos ocupan encontramos algo digno de destrozar, olvi­ dando la enseñanza de Pessoa: No combatí; nadie lo mereció. La cuestión es lo suficientemente honda como para empezar parodiando a López Velarde: es tan pofunda como sólo el mar y mi pesar. Tan pretenciosa y totalizante como sólo se les podía ocurrir a los hombres, género del que lo único que se sabe es que no se puede ser nada peor. Lo más obvio por lo pronto es que ambos son de los asuntos que más inquietan a quienes pretendan que la inquietud es una de las facetas de la lucidez. Ambas, también, parecen partir — salvo el clásico revientafiestas— de visiones idílicas de la naturaleza humana, o al menos la piensan dotada para hallar los correctivos que la alejen de la tristeza crepuscular. Las razones para suponer que estos hombres que se sueñan dioses no son unos mendigos, son varias, y el mer­ cado de utopías — contra lo que pregonan los desencantados— va en aumento. Aun entre los que consideran positiva la ausencia de un referente utópico porque éste exige el sacrificio del presente en favor de un hipotético mundo futuro, el virus del optimismo hace estragos: el argumento más sólido que ofrece esta secta es que el fin de la utopía tiene una virtud incuestionable: nos baja del cielo a la tierra. ¡Hágame usted el favor! ¡Qué oferta! Justo a la tierra, el jardín de las delicias donde la risa ya es impracti­ cable. El sexo, a pesar de las instrucciones de R. Reagan, se hace oral, se hace vocabulario. La filosofía pasa de lo banal a lo anai. El desencanto del sexo y la insatisfacción del pensar pretenden abolir el misterio, palabra que usamos para hacer creer a los otros que tratamos algo profundo. Y el desierto avanza sin que ninguno de los intentos narrativos nos ilumine con la sonrisa y el tono de la decepción. La supuesta plenitud de las dos reside justo en este misterio de su vacío. Por el contrario, su saciedad, en creer haber hallado su carencia. Es inútil la queja. El discurso sigue girando, como la noria, eternamente sobre el mismo centro. Y si hay quien canta victorioso, también está quien no conoce otro modo de virtud

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que la impotencia. Con esto, la posibilidad de apostar por la ca­ tástrofe ha terminado y se esgrime el raquitismo como método a seguir. Siguen estando seguros de sí mismos. Por supuesto amor, al conocimiento o al compañero, somos capaces de cualquier canallada. Tenemos que salvarlos aunque el precio sea su extinción. Lo que llevamos dentro es la pura nece­ sidad de asideros, no importa la advertencia de Nietzsche: «¿N o es crueldad hacer partícipes a los demás de nuestras inquietudes y tormentos, que ellos no sufren y sólo para hacérselos sufrir ? ¿No es esto una modalidad de aquel sufrimiento que en todo lo malo que nos sucede quiere ver algo “ pasivo” , una fina emana­ ción de la venganza? Y si esto es así, ¿el matrimonio y la amistad no estarán llenos de peligros porque exigen esta comunicación cruel del dolor? Es “ difícil” no compartir un dolor; por consi­ guiente, debemos evitar la ocasión y vivir en soledad». Pero nc. siempre sale adelante con paso firme y luctuoso la carroza fúnebre del amor. Como con rictus maligno dice el hoy aquí ausente. «¡Comenzar de poeta y acabar de ginecólogo! De todas las con diciones, la menos envidiable es la del amante.» Como la cautela no es nuestro fuerte, más fanáticos del mime­ tismo gregario, hemos desplazado nuestro retrato a la máscara colectiva. E s así como el resentimiento se masifica y podemos odiarnos sin aniquilarnos del todo. Cada miseria se afirma com<. puede. Cada fracaso finge ocurrir al margen del yo petrificado, porque siempre queda el consuelo del nosotros. La miseria demo­ cratizada. E l yo ama el plural. Otro de los elementos que parecen cruciales para acceder a las elevadas cotas de fama de que dicen gozar filosofía y sexualidad, es, al parecer, su capacidad renova­ dora: su imaginación. En un pavoroso texto sobre las andanzas de la pornografía en la literatura, G . Steiner nos muestra cómo la novedad no se ha manifestado de manera esencial en el género. Al parecer no son tantos los orificios y protuberancias y mucho menos las do­ sis de imaginación para ponerlos a danzar. Además, según Stei­ ner, la noción fundamental para que se pueda duplicar el éxtasis cuando uno se dedica al coito y al mismo tiempo lo sodomizan

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concienzudamente, es una pura tontería. Su teoría en síntesis es que dada la organización fisiológica y nerviosa del cuerpo hu mano, los modos de obtener o detener el orgasmo, las modalida­ des de relación sexual son fundamentalmente finitas. El sistema nervioso — sigue diciendo Steiner— está organizado de tal mo que las respuestas a estímulos simultáneos en diferentes partes del cuerpo tienden a fundirse en una sola sensación borrosa. Espero que no se me increpe si veo aquí la coincidencia: uno puede esforzarse por indagar las diferentes «posturas» filosóficas, martirizarse hasta el bostezo, para descubrir que, bajo el alud de etiquetas, son sorprendentemente escasas y además que, tras tragar el veneno de compararlas o enfrentarlas, se sale con la misma sen sación: una sensación borrosa. La mecánica, también similar: i traducciones, roces, fricciones y desastrosos acuerdos temporales. En la sexualidad como en la filosofía, tras d vacío de la espe­ ranza, también bay otra cosa: el estilo. No es lo mismo el Diario de una pulga o el Manual del materialismo de Marta Harnecker, que la bolita de Nabokov o L a G aya Ciencia. El territorio es el mismo y el abuso de malabarismos y con­ torsiones mentales o corporales puede tener la misma prolija pretensión, mas hagámosle justicia al estilo: de la misma materia vulgar obtiene resultados más tolerables: es capaz de mostrar la sabiduría de la esterilidad, lo cual no deja de ser estimulante, aunque no sé para qué. Baste este notable ejemplo del Dante para que se entienda la metamorfosis: «L a barca del ingenio alzó sus velas para surcar las aguas y dejar atrás el mar de los olores». Queda claro cómo, ante la miseria de lo irremediable, puede surgir por un instante el esplendor del estilo. Este es el aspecto más escabroso y donde Steiner nos fatiga con sus tranquilizadoras promesas. El problema, piensa él, con­ siste en el «brutal asalto contra la intimidad humana. De ahí la desolada monotonía y la publicidad de tantas vidas en apariencia prósperas. Los nuevos pornógrafos subvierten esta última y de­ cisiva intimidad; sueñan en nombre nuestro nuestros sueños. Le sustraen a la noche sus palabras y las vociferan por encima de los

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tejados dejándolas vacías. Las imágenes de nuestro acto de amor, los tartamudeos a que recurrimos en la intimidad, vienen ya pre­ fabricados*. E s asunto de estilo; la exhibición, según éste argu­ menta, desdeña el lenguaje. Sólo el ocultamiento devolvería fuer­ zas a la atropellada imaginación. La exhibición de cuerpos y almas es asunto de solitarios. E l amante o el pensador dejan la puerta tan sólo entreabierta para que sorpresivamente llegue el otro ar­ tista a completar el boceto inconcluso. Ya no doy más pistas. Lo que se oculta tras la petición de estilo es otra cosa: el amor. Acto sublime según me cuentan mis amigos poetas. El amor, vástago degradado, domesticado, de la sexualidad. Acontecimiento prodigioso, el amor es el punto donde se fun­ den y se agotan las dos fascinantes tareas que hoy nos ocupan y a las que sin duda, estamos condenados. En ningún otro acon­ tecimiento como en el amor se reúnen la pretensión de singula­ ridad y el más pantanoso de los lugares comunes. El esfuerzo exhausto del encuentro de pensamiento y sexua­ lidad por parecer irrepetibles haciendo... lo mismo que hacen to­ dos. Quién lo diría; el amor es asunto de insensibles. Inténtese distinguir el rostro de un enamorado del de un subnormal. Inútil. El amor cree descubrir el valor del otro y sólo pone de ma­ nifiesto la miseria de ambos. En uno de sus frecuentes ramalazos de optimismo dice el hu­ morista de Rasinari que «el amor se inventó para matar el tedio de las tardes de domingo». Falso. Los domingos se inventaron para llevar a pasear a las criaturas del tedio semanal. Aun antes de aparecer, el amor — como todo— ha pactado con la dolencia, con la decrepitud. Desde que es ausencia y pro­ yecto, conjura definitiva de nuestras vacuidades. En el amor cual­ quier debilidad es posible, incluso un momento de alegría. Instan­ te insulso que la ardiente descomposición de los poetas se encar­ ga de eternizar. Dice Savater «que más que un saber del otro, el amor nos da su sabor». Lo que no alcanza a narramos es cómo sienta el inevitable sabor del amargo. Tanta tinta derramada, preocupada por discernir el origen de

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nuestras ruinas, sin recordar que nos lo habían anunciado: «Nadie sabe lo que puede un cuepo». Lo que no dijeron si era para bien o para mal, mas podríamos sospecharlo: el hombre es el único ani­ mal que no aprende del dolor. Inútilmente se empeñen en disuadirme de las virtudes del enamoramiento. Lo despreciable de esta treta consiste en que nos subyuga con las dosis de miedo necesario para conseguir su prosperidad, hacerse imprescindible. Misterio momificado que brinda, en este desierto, el espe­ jismo de la salvación: gangrena del intelecto, agotamiento de la pasión si es que alguna vez la hubo. Ambiente de adormidera que Nietzsche describe con estas pa­ labras: «Nunca dejarse amar sino cuando no se siente el impulso del contraamor, impedir el amor de otro, y, si fuese necesario, burlarse de ¿1, hasta rebajarnos ante el que nos ama. El artista (y la mujer) no se envilecen por nada tanto como por dejarse amar. Tenemos que impedir a todo trance que se nos quiera hacer el ideal de alguien; porque así se pierde la fuerza para for­ jarnos nuestro ideal propio; le extraviamos y le apartamos de sí mismo; debemos hacer lo que podamos para iluminarle o apar­ tarle de nosotros. »Un matrimonio, una amistad, debían ser el medio, el raro medio de fortalecer nuestro propio ideal; deberíamos ver también el ideal del otro y desde el nuestro». La cita, a pesar de esa mezcla de optimismo mesiánico, es su­ ficientemente clara para mostrar cómo procedemos a la hora de inocular angustias. Por lo demás olvida el juego de espejos que se da en la bús­ queda del ideal del otro. La cosa se complica si acepta — ¡oh dolor!— que yo no tengo ideal propio y desconfío de los ajenos. Steiner pretende depurar el estilo y sólo busca certezas, olvi­ dando que «con certezas el estilo es imposible: la preocupación por la expresión es propia de quienes no pueden dormirse en una fe ...» . «A falta de un apoyo sólido, se aferran a las palabras — sombras de la realidad— mientras los otros, seguros de sus

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convicciones, desprecian su apariencia y descansan cómodamente en el confort de la improvisación.» Y por supuesto no atina con el estilo, lo mismo sea por ex­ ceso que por pudor, quien reduce la cuestión a ofrecer ostentoso y banal jergas herméticas y /o vergas fanáticas. La aparente desventaja que padece el pensamiento frente a la sexualidad, viene, tal vez, de aquello de que las hormonas toman caminos que la razón no entiende. Con ello debíamos intuir que, mientras una parte entiende, la otra, graciosamente, se desentien­ de, y de paso quedan marcadas las diferencias de lo que no es más que uno y la misma cosa. Así, además, la Academia se excu­ saba de abordar el origen de tan tenebrosas secreciones, y los sexófilos se ahorraban el horror de explicarnos lo insondable. Y todos tan tranquilos. Ambos bandos, seguros de guardar a buen recaudo el mágico bálsamo para nuestros males y, como buenos propietarios de la receta, administraron las dosis adecuadas y edificantes para otor­ garle un sentido a la existencia. Nótese también que, contra lo que piensan los detractores de la filosofía, no sólo en ella se encuentra la delirante pretensión de alcanzar de modo definitivo la Verdad, ya que la prédica sexóloga no evita el recetario salvacionista que nos transmita — ¡aho­ ra sí!— el cómo y el cuándo ser felices hasta la fatiga. Y pobre del que se oponga, que para eso somos idólatras por instinto, lo único fundamental es atinar a postrarse ante el templo adecuado. De lo que se trata, no importa si los insignes conductistas alardean con tecnicismos sobre la mónada o la hormona, es de crear buenos ciudadanos, respetuosos y enmohecidos que hagan de su desolación un ritual de adoración estatal, zambullida definiti­ va en el sufrimiento socializado. De lo que se trata, repito, es de dar tratamiento terapéutico al Caos. De evitar la atracción del espanto, para conseguir el espanto sin fin, de segregar hedores y desastres y el descubrimien­ to diario de la inevitabilidad de no poder admirarse, de haber abandonado la sorpresa. Que para eso están Ciencia, Filosofía y Sexualidad: para explicarlo todo.

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Es verdad que, mucho antes de que filosofía y sexualidad se apropiaran del coto de la explicación, por este mundo ya cam­ peaban el dolor y la desolación, como también la sonrisa fortuita. Nos los inventaron, ¡sólo eso faltaba! Pero al menos creer que uno podía ser feliz era simplemente creer que uno sería feliz. Quedaba el desconsolador consuelo de que pensar era pensar contra lo reinante y se gozaba del vértigo de la herejía. Y si pensar era pensar contra, ejercer la sexualidad era ju­ gársela con otro, que podía ser tan farsante como nosotros, pero el descubrirlo formaba parte de la aventura. Todavía la angustia, última aventura íntima, no iba incluida en el folleto explicatorio, con todo y sus contradicciones, quedaba la curiosidad sobre noso­ tros mismos. Despachadas las expectativas apasionadas, no queda repetir la carcajada de Espinoza cuando contemplaba las tribulaciones de la mosca atrapada en la telaraña. Nuestra telaraña, soberbia muestra de que la estupidez hu­ mana nunca fue tan ingeniosa y sofisticada, construye su urdimbre con los finos hilos del saber objetivo y la transmisibilidad del mis­ mo. Hilos pegajosos e imperceptibles que aniquilaron el delirio de los heterodoxos de construir una cordura fuera del vigente Reino de la Razón. Todos somos cómplices, delatores, colaboracionistas, pero na­ die más comprometido para construir un mundo a la altura de lo que merecemos que filósofos y sexólogos, claro, sin olvidar la generosa cooperación de otras disciplinas opuestas, afines y si­ milares. Ya lo dijo el filósofo, «si creemos tan ingenuamente en las ideas es porque olvidamos que han sido concebidas por ma­ míferos». Entre la multitud de prejuicios que nos forman, destaca el de atribuir al conocimiento institucional el ser un elemento de­ cisivo en la búsqueda de la libertad. Sujetas al opio del progreso, fijan en un solo gesto, uniformizan o cuadriculan una heteroge­ neidad que de otra manera les sería impensable. Pero su reino además, sólo se sostiene dando a beber el filtro de la abstracción, única manera de dominar el mundo de las reglas.

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Nada más urgente para ellos que despojarse de las tribula­ ciones que concede la continua invención, la espontaneidad de lo terrible. Exangües, sí, pero por fin explicados; ésa es su divisa. Al menos en la época en que Dios era el único culpable no tenía­ mos que exasperar con la disección del chivo expiatorio. ¿Dónde está el truco entonces para que su petulante desho­ nestidad avance implacable? Sencillo, sólo basta renovar los vo­ cablos difuntos. Cuando se consigue sorprender con nuevos y bo­ rrosos conceptos ya se puede decir cualquier cosa, paso ineludi­ ble para dominar la técnica de la futilidad, de la consolidación de «la obra» que es el absoluto del vulgo. O sea de todos. Cada vez que tomo el lápiz me oxigeno de vergüenza recor­ dando el pensamiento de Cioran: «A quienes no producen se les considera "fracasados” . Sin embargo, esos "fracasados” habrían sido los sabios de otros tiempos; ellos rehabilitarán nuestra época por no haber dejado trazas de ella». Como no he tenido fuerzas ni talento para permanecer con firmeza en ninguno de los dos bandos, prosigo con mi tarea de traidor vergonzante, ni con obra ni fracasado, narrando las des­ venturas de este universo magistralmente malogrado. Por supuesto, no se me haga caso: Yo debo ser un exage­ rado que hace juicios universales a partir de mis infortunios, pues hay quien ve las cosas repudiando el presente, más cantan­ do a una Edad de Oro a la que, tan sólo, tenemos que volver. Por ejemplo: Súbitamente me entero de que hubo días luminosos — dicen— donde el pensamiento jugaba y los cuerpos se pavoneaban. Las prácticas no buscaban el secreto. Ni universidades ni familias ni demás variantes de especialistas confiscaban la legitimidad de sexo y pensamiento. Mientras se mantenía la reclusión se ru­ miaba sobre la posibilidad de transgredirla, no parecía que indagar su origen fuese decisivo para lograrlo. Se mantenía el ímpetu del ¡No! Pero nunca falta un ingeniero que decide imponer el estatuto de la explicación definitiva. No sirvió el aviso: «Cuando se ha comprendido que nada es, que la cosas no merecen ni siquiera el estatuto de apariencias, ya

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no se necesita ser salvado, se está salvando y desdichado para siempre». Esta visión podía ser lúcida pero no apta para seres atormentados por el deseo de actuar. Así que en marcha. Por vana que fuera la promesa sólo era cuestión de fe, razón y pro­ greso. Después del martirio de la conciencia nos encontraríamos el inenarrable Reino de la Libertad. El deber «primordial» del especialista es prever los aconteci­ mientos, no verse sorprendido por ellos y si los acontecimientos no se ciñen a la hipótesis, pues peor para los acontecimientos. Ya se hallará la manera de que el rompecabezas ajuste. Evitar a toda costa «estar roído por interrogaciones esenciales y contento de estar atormentado por una lacra tan notable». Recuérdese bien, ya que avanzar hacia un más alto grado de inseguridad no es mercancía rentable. Quien memoriza y obedece va por buen camino. La cura pro­ puesta era sencilla: desear el entendimiento y entender el deseo. La razón y el deseo son las veredas adecuadas y, si bien son pró­ digas en penas, todo es cuestión de no desesperar. ¡Si es que lo quieren ver todo!, sin tener en cuenta a las futuras generaciones beneficiarlas de nuestro sacrificio. Pero en el ínter tenemos un problema: «E l amor adormece el conocimiento, el conocimiento mata el amor», ¿cómo seguir alertas si decidimos «ahogarnos en el sudor de un cómplice cual­ quiera»? «Dos víctimas atareadas, maravilladas de su suplicio, de su exudación sonora. ¡A qué ceremonial nos obligan la gravedad de los sentidos y la seriedad de cuerpo!» Aparte de la funeraria, es en el aula y en la cama donde abundan las caras de profunda seriedad y, no sé si casualmente, también el número mayor de desertores. En fin, que el asunto se iba poniendo difícil y ya casi estaba decidido que no se podía poner los órganos a estremecer sin que contraatacara la congoja reflexiva y tampoco tirarse tranquilo a reflexionar sin que los nubarrones del sexo iniciaran sus manio­ bras de distracción. ¿Qué hacer?, como decía un manual del que no he conseguido desmemoriarme. Asunto resuelto: reunirías y anularlas; concederle importancia a lo que no la tiene, construir

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«una realidad», hacer la apología de ella, maniatar la duda, el asco y el desprecio y ofrecer las medidas para evitar el desbordamiento. Filosofía y sexualidad fundidas en la garantía científica de la ino­ cuidad y la prudencia médica. Ni la transgresión verbal ni la perversión corporal escapan a este proceso normalizador. £1 espíritu de secta se extiende de inmediato y perversos y heterodoxos van con su profecía creyendo haber escapado a los dictados del Señor. Encantados de definir, o sea, de crear, justificaciones. Cada vez que asisto a una reu­ nión de malditos sueño con una sonrisa cómplice, y monógama, que me atormente para siempre. Signos dispersos apuntaban a una desacralización del cuerpo que no estuviera marcada por el sello de la producción. El cuerpo y la imaginación creyeron estar a punto de mate­ rializar sus deseos. Reconciliados al fin, principio y fin. Pues bien; la cosa era tan prometedora como un sedante y el anzuelo estaba lanzado. D. H . Laurence lo ejemplifica de manera asom­ brosa: «Tanta acción hubo en el pasado, particularmente acción sexual, una tan monótona y cansadora repetición sin ningún de­ sarrollo paralelo en el pensamiento y la comprensión. Actualmente, nuestra tarea es comprender la sexualidad. Hoy, la comprensión plenamente consciente del instinto sexual importa más que el acto sexual». Se verá que nos lo sirven masticado: las estrategias de la procreación siguen hiperquinéticas. Habiendo llegado a un grado más o menos soportable de repugnancia, de repelente fascinación por la familia, el hijo y el espíritu santo, ahora tenemos que in­ mortalizarnos por medio de otros deliciosos membutales. A mén. El conflicto se resuelve abominando del vil sexo y el pensamiento improductivo y reuniéndoles en el magistral tratado de la nueva fecundidad. No logrando renegar ni de la especie ni de sus obras, se inventa un dios frenético que dé santidad a sus obras. Sobre este fondo puede comprenderse la creciente importancia de pensar el sexo, la persecución de los sueños y la consecuente extensión de las disciplinas de salvación de la sociedad. Estamos heridos, el orgullo de ser hombre, mujer o andrógeno se tamba­

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lea, pero tenemos el antídoto: la matemática de la agonía. Pero «y si uno no quiere liberarse del sufrimiento ni vencer las con­ tradicciones y los conflictos, si se prefieren los matices de lo ina­ cabado y las dialécticas afectivas a la "unidad” de un sublime callejón sin salida. La salvación acaba todo, y nos acaba. ¿Quién, una vez "salvado” , osa llamarse aún vivo? La salvación no preo­ cupa más que a los asesinos y a los santos, a los que han matado o superado la criatura, los otros se revuelan — borrachos perdi­ dos— en la imperfección». Le ocurre a uno, a veces, que cuando el sueño no es triste, es simplemente pesadilla y yerra quien quiera escapar. Y, en este mundo que nos tocó en suerte vivir, sólo prolifera lo que tiene aptitud para ser utilizado, para ampliar la salud del cuerpo social y la longevidad de la especie. Cuando uno no puede librarse de sí mismo ni de los otros, comienza a percibir los mecanismos de prórroga del suicidio. Desentraña con tenebrosa claridad cómo el sexo se desgenitaliza no para ampliar el registro de la seducción, sino para consolidar los dispositivos de poder. Minucioso registro de las debilidades de manera que se pueda insertarlas en la panóptica del todo . Michel Foucault lo explica así: «En primer lugar la noción de "sexo” permitió agrupar en una unidad artificial elementos ana­ tómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones, placeres, y permitió el funcionamiento como principio causal de esa misma unidad ficticia; como principio causal, pero también como sentido omnipresente, secreto a descubrir en todas partes: el sexo, pues, pudo funcionar como significante único y como significado uni­ versal. Además, al darse unitariamente como anatomía y como carencia, como función y como latencia, como instinto y como sentido, pudo trazar la línea de contacto entre un saber de la sexualidad humana y las ciencias biológicas de la reproduc­ ción». Lo que durante siglos fue la herida, el estigma, es ahora la llave de la inteligibilidad. Ya conseguimos hacer hablar al sexo y que la filosofía diga que se pone cachonda. ¿Qué más se puede pedir? El cristianismo fue pródigo en procedimientos para que

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detestáramos el cuerpo, pero las astucias por las cuales se nos hizo deseable conocerlo son las que lo consiguieron. Para que se resienta menos la ausencia del optimista rumano lo repetiré con sus palabras: Horror de la carne, de los órganos, de cada célula, horror primordial, químico. Todo en mí se des­ compone, incluso ese horror. ¡En qué grasa, en qué pestilencia ha venido a alojarse el espíritu! Este cuerpo en el que cada poro elimina los suficientes efluvios como para apestar el espacio no es más que un conglomerado de basuras cruzado por una sangre apenas menos innoble, un tumor que desfigura la geometría del globo. ¡Asco sobrenatural! ¡Nadie se me acerca sin revelarme pese a si mismo el grado de su putrefacción, el destino lívido que le acecha. Toda sensación es fúnebre, todo placer es sepulcral. Y, para que no se piense que soy un vil derrotista, quiero aclarar que lo he intentado casi todo para quitarme esta sensación de la que hablábamos. He seguido los consejos de Baudelaire y he procurado estar siempre ebrio, admito — es verdad— que con más empeños depositados en el vino, que en la poesía o la vir­ tud. Pero lo he intentado. Y nada. Entre la muchedumbre y solo. En las tabernas y en mi cuarto, como quería Pascal. Pero ¡nada! Por supuesto, ya de lleno en estos mitotes, también me he envilecido con sexo y filosofía, que son, a la vez, la miga y la migaja, el arcano y la evidencia de nuestros andares por el mun­ danal ruido. La sexualidad llevaría a la soledad y al silencio placentera­ mente compartidos. Estaba definida por el secreto. Ahora la define la posesión del secreto. Tema fundamental cuya prohibición va de boca en boca, de cama en cama, de texto en texto. . Al igual que su melliza, la filosofía, tiene su tesoro inalcan­ zable para legos: para unos el logos, para otros la emoción más intensa. Unos buscando el porqué del trastorno de las turbaciones y los otros tratando de evitar las alteraciones para llegar así al altar de la objetividad. Unos queriendo bordar la síntesis y los otros pegar el estallido.

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Todo parecía llevarlos por caminos distanciados, cualquier en­ cuentro sólo traía irritación, pero la aversión no podía durar tanto y tras el abrazo fraterno de estos hijos putativos del tra­ bajo y la escritura ha quedado en evidencia que no hay transgre­ sión. Todo es cooptable, digerible para el todopoderoso. Quien asalta el palacio de invierno de la prohibición también hace más fuerte el abrazo estrangulante de la Ley. Cuanto más cerca nos pensamos del paraíso, más ridículos son nuestros gestos. Algunos testimonios afirman que lo que nos hace soberbios, lo que nos distingue de las bestias, es el discurso: no tenemos otra materia que la de las palabras. Combatimos nuestras aflic­ ciones con la agarradera ardiente del conocimiento. Conocimiento que no puede salir del lenguaje. La palabra se define y nos define, «¿acaso no hemos llegado hasta hacer surgir el universo de ella? y ¿no hemos asimilado nuestros orígenes al parloteo de un dios charlatán?». ¿Qué sería­ mos sin el lenguaje? Dice Bataille que es él «el que ha hecho de nosotros lo que somos». Lo que no termino de captar es el tono de insensato orgullo con que lo dice. Sepultureros de riesgos, descansamos lánguidos entre las pa­ labras sin cuestionarlas. E s la palabra la que nos hace la distin­ ción entre verdades y ficciones, palabra que nos define también el silencio. Palabras exangües que no dicen nada y tampoco pa­ recen vibrar con la intensidad con que se las pronuncie. Incluso la poesía que aligeraba nuestros tormentos con la singularidad de su canto, ha conseguido extenuarla sumiéndola en la caverna del análisis. Canto que quiso saber; «saber que ignora, insom­ nio del dolor y el pensamiento». En fin, como verán, ni canto a la vida ni glorifico la esteri­ lidad. No hago malabarismos en el circo de la soledad, las musas me provocan asma. En esta intentona por contribuir a aumentar la confusión generalizada, tan sólo he sacado en claro que hay dos situaciones insoportables: la soledad y la compañía. Y en cuan­ to al asunto que nos convocaba y del cual me he empeñado en divagar, o sea lo de filosofía y sexualidad, la copla popular ya lo decía mejor: ni contigo ni sin ti tienen mis penas contento,

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contigo porque me matas y sin ti porque me muero. Y para ter­ minar, decía el maestro, posterguen el suicidio hasta que no pue­ dan más. Mientras, envilézcanse como puedan y quieran, total, para tres días que vamos a vivir.

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J u l ia V a r ela D E LAS R EG LA S D E URBANIDAD A LA RITUALIZACION Y DOM ESTICACION D E LAS PULSIONES

Los libros de urbanidad, género iniciado por Erasmo en 1530/ fueron considerados producciones menores, «la parte más grose­ ra de la filosofía» en boca del humanista de Rotterdam. Y, sin embargo, sus efectos políticos y sociales fueron considerables si nos atenemos al importante papel que jugaron en la formación y desarrollo de los códigos de comportamiento modernos. Antes de avanzar más quisiera aclarar, para evitar posibles equívocos con el título, que el término pulsiones hace referencia a los impulsos corporales, a la energía libidinal conceptualizada por el psicoanálisis. No se trata aquí sin embargo de naturalizar las pulsiones ni de seguir fomentando la supervivencia de opo­ siciones binarias simplificadoras tales como alma/cuerpo, espíri­ tu/carne, razón/instinto, conciencia/pulsiones, y, en fin, civilización/naturaleza, sino, por el contrario, de intentar desenmasca­ rarlas al analizar cómo en realidad el control de los llamados ins­ tintos, la regulación de las pulsiones, el moldeamiento de las «necesidades naturales», es decir, el cultivo del hombre exterior, fueron dispositivos nada desdeñables en la constitución de la mo­ derna racionalidad al mismo tiempo que instrumentos afinados al1 1. Cf. E rasmo, D e civilitate morum puerilium , 1530. (Existe una traducción de la obra en castellano realizada por Agustín García Calvo; Cf. E rasmo, D e la urbanidad en las maneras de los niños, Ministerio de Educación y Ciencia, Col. Clásicos de educación, n.' 1, Madrid, 1985.

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servicio de ciertos grupos sociales para imponer su estilo de vida y conseguir dominio y distinción. Dado, pues, que he elegido como tema de intervención en este curso la parte menos noble de la filosofía, la zona más oscura y profunda en la que se asienta nuestra forma de ver y sentir el mundo y con el objeto de que las claves al menos no queden ocultas, adelantaré que voy a servirme fundamentalmente de ma­ teriales recogidos en mi trabajo Modos de educación en la España de la Contrarreforma, así como de los que aportan Norbert Elias en Sobre los procesos de civilización y en La sociedad cortesana y Michel Foucault en La voluntad de saber.1 Elias ha mostrado magistralmente, mediante el estudio de esa literatura menor que son los libros de buenas maneras, cómo ha sido necesario un arduo trabajo de siglos dedicado al moldeamiento de gestos y movimientos, a la normalización de las accio­ nes, al cuidado y reglamentación de la presentación y de la repre­ sentación para convertirnos al fin en «civilizados». Distingue en los procesos de civilización tres etapas reflejadas por los términos cortesía, civilidad y civilización que corresponden a épocas histó­ ricas en las que los grupos sociales dominantes son la nobleza guerrera, la nobleza cortesana y la burguesía. Sitúa en el Renaci­ miento, momento de crisis, de cambios y de innovaciones, uno de los puntos álgidos de los procesos de civilización que adqui­ rirán nuevas dimensiones con el ascenso al poder de la burguesía. A partir del siglo xvi, de forma clara el cuerpo, sus acciones y secreciones, se convierten en el blanco privilegiado de un complejo sistema de ritos y ceremonias destinado a legitimar determinados usos y costumbres que presentan variaciones según los países, los grupos sociales y los sexos.2

2. Julia V arela , M odos de educación en la España de la Contrarre­ form a, Ed. La Piqueta, Madrid, 1983. Norbert E lias, Uber den Prozess der Zivilisation, 1939 (de próxima aparición en el F.CJE.) y D ie bofisebe Geseelschaft (titulada en castellano L a sociedad cortesana, F.C.E., México, 1982). Michel F oucault, La volonté de savoir, H istoire de la sexualité, Vol. 1, Gallimard, París, 1976 (traducción castellana en Ed. Siglo X X I).

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Los trabajos de este sociólogo alemán, sin negar su especifi­ cidad, presentan ciertos rasgos comunes con los de Foucault que me parece oportuno señalar en la medida en que ambos cuestio­ nan la naturalización de determinadas instituciones sociales entre las que se incluye la sexualidad. Pero además ambos autores adop­ tan la genealogía como método de investigación y está presente en ellos la influencia de Max Weber, quien no sólo se preocupó por elaborar un nuevo método de aproximación a determinadas realidades sociales, sino que, partiendo de un remozamiento del pensamiento de Marx, pudo también relacionar en profundidad fenómenos que hasta entonces habían permanecido desconexiona­ dos y acuñar expresiones antes difícilmente imaginables; basten, como ejemplo, «la ética protestante y el espíritu del capitalismo» o «la ética económica de la grandes religiones». Elias y Foucault han dedicado igualmente gran parte de sus esfuerzos a buscar nuevas formas de acercamiento a determinados fenómenos socia­ les, han desplegado un enorme trabajo de conceptualización y de recreación del lenguaje siguiendo la tradición clásica. Y así, mien­ tras Elias nos habla de economía afectiva, Foucault se refiere a la economía del placer a la hora de intentar dar cuenta de cómo se ha institucionalizado y organizado el sexo en las sociedades occidentales modernas. Ahora bien, el intelectual alemán hará so­ bre todo hincapié en la formación del Estado moderno, en las relaciones de fuerza que se establecen entre los diferentes grupos sociales, en los emergentes procesos de individualización y de pri­ vatización en tanto que marco necesario para comprender la cons­ titución de las nuevas reglas de relación. Foucault, por su parte, se interesará especialmente por la proliferación de discursos y téc­ nicas que incitan a hablar del sexo y esbozará un plan (inacabado) para explorar con minuciosidad y rigor cómo el dispositivo de la sexualidad, que comienza a adquirir perfiles nítidos a partir de la Reforma y de la Contrarreforma, configura un nuevo espacio en el que intervienen diferentes agentes y en el que se producen di­ versas modificaciones hasta alcanzar su institucionalización durante el siglo xix. Nos muestra cómo se construye un nuevo campo de «racionalidad» por cuya hegemonía compiten desde el siglo pa­

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sado economistas, médicos, psiquiatras, psicoanalistas, psicólogos, pedagogos, moralistas... No es pues mi intención, ni me sería posible ahora, explayarme sobre las complicadas realidades erótico-sexuales de la moderni­ dad. Baste señalar que su estudio exigiría distinguir diferentes niveles pues, como queda apuntado, los usos y costumbres sexua­ les varían históricamente no sólo en razón de las zonas geográficas sino también en función de los grupos sociales. La Iglesia, como es sabido, fue uno de los agentes más activos — apoyada en oca­ siones por los hombres de Estado— en la definición e imposi­ ción de la nueva moral sexual basada en la heterosexualidad y la monogamia. Pero conviene también tener en cuenta que nume­ rosos textos de época sobre brujería, mujeres vagantes y pobres, prostitutas, monjas endemoniadas, alumbrados, picaros... ponen de manifiesto la existencia de prácticas sexuales diversas y, en consecuencia, nos permiten conocer que la nueva moral eclesiás­ tica no era todavía hegemónica. Convendría también estudiar con mayor precisión la redefinición social de los sexos que entonces se produce, lo que permitiría aclarar ciertos aspectos de interés. Por ejemplo, la mayoría de las obras actuales que he consultado tiende a afirmar de modo excesivamente genérico la pasividad se­ xual de la mujer desde la época de la Contrarreforma y sin em­ bargo existen datos que no apuntan en esa dirección, al menos si se desciende en el análisis y se habla de mujeres.3 Paso pues a exponer, de forma necesariamente esquemática y un tanto abstracta, no tanto el entramado visible de los códigos de comportamiento cuanto las coordenadas sociopolíticas en que se asientan y que, en último término, les confieren sentido.

3. Wemer S ombart en Lujo y capitalism o, Alianza, Madrid, 1979, llega a afirmar que la comprensión de la génesis del capitalismo moderno está ligada a un conocimiento preciso de los cambios que, desde la Edad Media hasta la época rococó, se han producido en las relaciones entre los sexos (p. 45).

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La formación del Estado moderno y la necesidad de autocontrol A partir del Renacimiento se escriben y difunden toda una serie de obrillas cuya finalidad principal es definir el buen vivir, inculcar los buenos modales. Humanistas y moralistas escribieron la mayor parte, unas destinadas a la nobleza y otras utilizadas como manuales en las escuelas y los nacientes colegios.4 Todas ellas quieren instituir el hombre cultivado, el hombre bien edu­ cado en oposición al vulgar, al zafio, al patán, al campesino, al villano, al necio. Su aparición está intimamente relacionada con las formas que adopta la distribución del poder en la sociedad, distribución que adquirirá una forma definida con la entronización del Antiguo Régimen. La aristocracia cortesana, su dominio en la nueva estructura social, la convierte en uno de los focos más re­ fulgentes de irradiación de los nuevos códigos. En esta época, según Elias «curial-aristocrática», se inicia una tendencia progresiva a la regulación de las pulsiones, a su encauzamiento y orientación fundada en motivaciones de carácter moral y político que permitirá a la aristocracia cortesana construir su identidad social y legitimar su poderío y distinción. La nececidad de un mayor autocontrol, la emergencia de una nueva economía efectiva se comprende en el interior de una estructura social en la que una clase dominante reciente intenta erigir su estilo de vida en la forma legítima y normativa de vivir cuando dicho estilo se caracteriza por el mantenimiento estricto de las jerarquías, la intensificación de las relaciones (diplomacia, salones...) y el puesto que en él adquieren la presentación y la representación. La sobreabundancia de gestos, la distinción y gracia de los mo4. Sirvan de ejemplo además de la ya d u d a de Erasmo las siguien­ tes: Baltasar de C astiguone , E l cortesano, Braguero, Barcelona, 1972, traducida por Boscán y publicada por primera vez en castellano, en Bar­ celona en 1534. Giovanni delta C asa, Genova, 1609 (ambos tuvieron ade­ más imitadores en España: Luis M ilán , E l Cortesano, Valencia, 1561 y Lucas G racián D antisco, Gedateo español. Valencia, 1601). Juan L oren ­ zo P almireno , E l estudioso de aldea, Valencia, 1568. Franrisco de L e desma. Documentos de crianza, 1599.

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vimientos, la riqueza y adorno del vestido, la elegancia y elocuen­ cia en el hablar, en suma, la etiqueta y el ceremonial son algunas de las marcas distintivas y constitutivas de la nobleza. Acciones como comer, beber, escupir, expulsar ventosidades, determinadas manifestaciones sexuales comienzan a ser dirigidas y controladas. Las reglas de urbanidad, la «civilidad», exige como tributo una cierta disciplina, un dominio de los afectos, exige nuevas costumbres que se diferencian de las existentes en grupos hegemónicos de tiempos pasados, concretamente de las que do­ minaron a finales de la Edad Media. Veamos, aunque sea breve­ mente, algunas de las modificaciones que desde comienzos de la Edad Moderna afectan a los comportamientos corporales de las distinguidas clases, ya que sus formas de comer, defecar o rela­ cionarse sexualmente son algunos de los haremos que nos permi­ ten medir las profundas transformaciones que desde entonces afec­ tan a la sensibilidad y a las actitudes humanas. Las buenas maneras en la mesa exigen del noble y del hombre bien educado el cumplimiento de determinadas reglas. Elias mues­ tra cómo han variado con el paso del tiempo, al mismo tiempo que elabora hipótesis, a partir de las nuevas formas de presen­ tación de los alimentos, concretamente de la carne, y de la estricta reglamentación del uso de cuchillo — antes arma de caza y gue­ rra— , sobre las exigencias de control de agresividad en la sociedad absolutista. Sociedad para la cual, al menos en teoría, la paz se perfila como uno de los mayores bienes y donde el Estado, como diría Weber, comienza a erigirse en el único detentador legítimo de la violencia. A partir del siglo xvi el buen tono, la delicadeza, impiden al comensal educado comer con los dedos, beber en co­ pas comunes, escupir debajo de la mesa, sonarse con el mantel, co­ ger los alimentos con la mano, mostrándonos que las formas de relacionarse con los demás están sufriendo notables transformacio­ nes. La servilleta, el pañuelo, el tenedor, cuyo uso data del Renaci­ miento, se convierten en útiles indispensables para la nobleza cor­ tesana aunque sabemos, por ejemplo, que el pañuelo o pañizuelo confeccionado en telas preciosas y bordado en plata y oro seguirá siendo por un tiempo más signo de prestigio que otra cosa. A par­

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tir del siglo xvn se imponen los servicios individuales en los ban­ quetes de la nobleza, servicios fabricados con materiales nobles tanto más nobles cuanto mayor es el rango del dueño del palacio. Las funciones y la forma de los cubiertos y de la servilleta no surgieron de golpe sino que se fijaron, generalizaron y multipli­ caron (cubiertos de carne, pescado, postre...) lentamente y a tra­ vés de numerosos ensayos. Por otra parte en, por ejemplo, De civilitate morum puerilium, se dice que es de mala educación hablar o saludar a quien está orinando o defecando, lo cual nos indica que era una práctica entonces usual, o, también, que la retención de aires en el vientre podía ser perjudicial. Era también habitual sonarse con los de­ dos, escupir en el suelo, dormir con otros del mismo o de dis­ tinto sexo mezclados grandes y chicos; usos y costumbres que per­ vivirán durante siglos en determinados grupos sociales y que ponen en evidencia que sus códigos de relación son diferentes de los de la nobleza cortesana. Howard, por ejemplo, en su viaje ilustrado, a finales del siglo x v m , por los hospicios y casas de reclusión europeos, todavía se sorprende cuando en algún hos­ pital encuentra que cada enfermo o acogido ocupa una cama él solo en oposición a la práctica generalizada entre las clases popu­ lares y en los albergues de pobres. Con la formación de la sociedad absolutista se instaura en sus niveles más altos un nuevo umbral de la sensibilidad que co­ mienza a rechazar las formas densas de sociabilidad, los malos olores (E l perfume, la novela de Patrick Süskind, relata bien la fetidez reinante en las ciudades del siglo x v m , a través de París, así como el auge de los perfumistas), las excesivas cercanías y contactos corporales. Comienza a emerger con fuerza un cierto sen­ timiento de pudor, que en autores del siglo xvi como Della Casa nos muestra todavía de forma clara sus implicaciones sociales, cuando escribe que desnudarse ante una persona de rango supe­ rior es indigno del hombre cultivado. En la sociedad cortesana todo gesto en relación con los demás se convierte en un signo y sabemos que era frecuente que los monarcas y nobles recibiesen a personas de rango inferior al levantarse y acostarse y que des­

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nudarse ante un inferior podía ser considerado un favor. La lim­ pieza corporal, si aceptamos lo que dice el mencionado autor ita­ liano, se basaba en el deseo de agradar a los demás y no era por tanto, como acontece en la actualidad, una necesidad individual que responde sobre todo a preceptos higiénicos. Es preciso añadir no obstante que durante los siglos xvn y x v m los baños públicos, frente a la Edad Media, dejan de ser lugares concurridos ya que el agua se relaciona con las «intoxicaciones» y, en consecuencia, con las epidemias y las enfermedades de la piel, además de ser consi­ derada una de las causas de los enfriamientos. De ahí que algunos tratadistas aconsejen limitar la limpieza a frotar las zonas corpo­ rales con paños húmedos. Convendría tener en cuenta para com­ prender estos nuevos usos no sólo los consejos de los moralistas, que reducen las abluciones y condenan la exposición de deter­ minadas partes del cuerpo a la vista de los otros e incluso de uno mismo, sino también las enormes transformaciones que supuso el despegue de las ciudades y la división del trabajo así como el influjo de ciertos oficios, cuya sede eran las orillas de los ríos, en la corrupción y descomposición de las aguas. Será sin embargo con el acceso de la burguesía al poder cuan­ do los procesos de civilización alcancen nuevas cotas, se intensi­ fiquen los sentimientos de pudor, de intimidad y decencia, en paralelo con la profundización de los procesos de individuali­ zación y de privatización pudiendo así aparecer como «naturales». La obra de La Salle, Les regles de la Bien-séattce et de la Civilité chrétienne (1714) — reeditada en 1729— podría considerarse una prefiguración del nuevo orden burgués para el que no sólo es de mala educación realizar determinadas funciones corporales de­ lante de otros sino también hablar de ellas. La ocultación, la censura, alcanzará a partir de finales del x v m a los actos y a las palabras de forma mucho más estricta que en períodos anteriores. El cuerpo aparece como una zona cargada de peligros, intensificán­ dose las normas, las prohibiciones y tabúes que se refieren a su cuidado, conformación y presentación. La nueva sociedad burguesa refuerza ciertas restricciones y reglas y modifica otras ya existen­ tes, se producen nuevos esquemas de percepción y de regulación

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de las pasiones y emociones de carácter más específicamente na­ cionales. El autocontrol se intensifica ya que, cuando las jerar­ quías se diversifican y los centros de irradiación de los códigos se difuminan, se incrementa la necesidad de adoptar más precau­ ciones para trabajar con los demás y poder relacionarse. La cre­ ciente división del trabajo, la fuerte urbanización, las nuevas re­ laciones de fuerza hegemónicas están en la base de las nuevas formas de dependencia y de comunicación. Para Elias, en cuyo trabajo se hace patente también el peso de Freud, las normas de urbanidad que se generalizan con el paso de los siglos conducen en muchos casos a la represión de los componentes de placer inherentes a las funciones corporales que han sido cada vez más relegadas a la esfera de lo privado, de lo secreto, y que en con­ secuencia pueden verse cargadas de sentimientos negativos tales como el displacer, la vergüenza e incluso la repugnancia. En este sentido los procesos de civilización no se habrían realizado sin ciertas contrapartidas ya que los nuevos umbrales de sensibilidad pueden conducir a reprimir determinados actos, así como a la for­ mación de un «superego» demasiado rígido. Se explicarían así determinados conflictos actuales que afectan a las relaciones padres/hijos pequeños y también los relacionados con los procesos de estigmatización a que pueden verse sometidos algunos adoles­ centes que no acatan las normas vigentes en su entorno. En el primer caso, comportamientos* de los niños tales como masturbarse, no controlar los esfínteres, jugar con mucosidades y secre­ ciones, etc., pueden provocar malestar en los padres, quienes, al no darse cuenta de que el pudor no- es algo natural, sino una con­ ducta que ha de ser aprendida, pueden exigirles desde muy pronto un comportamiento «correcto» que en ocasiones conduce a efectos opuestos a los buscados. Más grave le parece todavía el proceso de etiquetamiento que pueden sufrir ciertos adolescentes «rebel­ des» que en manos de determinados especialistas pueden encon­ trarse diagnosticados como «desequilibrados», «inestables» y en casos límites ser enviados a instituciones de resocialización duras, de carácter totalitario.

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Las coordenadas espacio-temporales del sexo Al referirse a las pulsiones sexuales, Elias piensa que sus manifestaciones están más reguladas en el Antiguo Régimen que a finales de la Edad Media, si bien su normalización alcanzará un nuevo cénit con la sociedad burguesa. Funda tales afirmaciones en el estudio de las relaciones que se establecen entre los adultos y los niños así como entre los adultos mismos. a)

Relaciones adultos/niños

Los Coloquios de Erasmo, una de sus obras célebres que sir­ vió también de texto para escolares y que será incluido en el Indice de libros prohibidos, presenta escenas que reflejan la vida secular de su tiempo: un joven cortejando a una joven, una ca­ sada que se queja a una amiga del comportamiento de su marido, un diálogo entre un muchacho y una prostituta. Escenas simi­ lares aparecen en otros tratados didácticos de la misma época. Este libro de Erasmo en concreto será duramente criticado por moralistas y educadores de los siglos posteriores, especialmente por los del siglo xix, que lo consideran inmoral e impropio para la educación de los niños. Numerosos testimonios muestran que en tiempos de Erasmo existía una cierta transparencia y franqueza para actuar y hablar de temas sexuales delante de los niños. Los muchachos estaban informados de las cuestiones sexuales y de la existencia de instituciones como la prostitución. No existía toda­ vía la separación que existe en la actualidad entre el mundo de los adultos y el de los niños ya que éstos se integraban desde muy pronto a la vida de los adultos, quienes ignoraban la clan­ destinidad y el secreto de las manifestaciones del sexo. La presen­ cia de los burdeles y de la prostitución tampoco se ocultaba, y si bien las prostitutas tenían un estatuto en cierta medida nega­ tivo no por ello dejaban de participar en la vida pública desem­ peñando ciertos papeles, por ejemplo en las fiestas, sino que ade­ más era costumbre en numerosas ciudades que los burgomaestres llevasen a sus invitados ilustres a los burdeles como rasgo de hos­

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pitalidad. Pero, como estudia Elias, ya a partir del siglo xvn en las clases altas comienza a instituirse una diferenciación y una se­ paración que se acentuará progresivamente entre la esfera de los adultos y de los niños. Ph. Aries, en L ’enfant et la vie familiale sous l'Anden Régime, en donde desarrolla temas ya esbozados por Elias, analiza cómo la reserva y el pudor de los adultos frente a los niños están íntimamente conexionados con la nueva percep­ ción social de la infancia que los moralistas contribuyeron a pro­ mover, así como con el lugar cada vez más preponderante que éstos conceden a los hijos en el interior de la familia cristiana y a su educación, que comenzará a realizarse en instituciones nue­ vas, alejados de los peligros del mundo. Será, sobre todo en un primer momento, la burguesía en ascenso la que acepte la tutela de los moralistas y los preceptores eclesiásticos. Los niños de este grupo social dejarán así de socializarse en la comunidad y serán separados de los adultos para su educación* b)

Relaciones entre adultos

A partir sobre todo del Concilio de Trento los eclesiásticos se convierten en los más fervorosos defensores del matrimonio cristiano, que si bien era ya un sacramento desde la Edad Media su verdadera institucionalización se producirá en este clima de contrarreforma, en la medida en que la Iglesia no reconocerá los matrimonios clandestinos o secretos imponiendo como exclusiva­ mente válidos los ratificados por la presencia del sacerdote, reali­ zados en público y registrados. E s muy difícil, no obstante, co­ nocer con cierta fiabilidad quiénes siguieron las nuevas normas eclesiásticas. J . L . Flandrin cree que fueron sobre todo las clases altas, en particular la burguesía, porque no está muy claro que la nobleza, en su mayoría, aceptase muy fácilmente los nuevos có­ digos morales.* Elias en efecto muestra, como veremos ahora, que56 5. Cf. Philippe A m e s , L ’enfant et la vie fam iliale sous VAnden Régi­ me,- Ed. du Seuil, París, 1973. 6 . Cf. Jean-Louis F landrin , FamUles. Patenté, M aison, Sexualité dans l’acienne societé, Hachette, Paria, 1976.

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al menos en el caso de la aristocracia francesa existieron códigos específicos de relación que no coinciden con los propagados por los nuevos interventores de «la conciencia recta». Y de hecho to­ davía en el siglo xvi los bastardos de la nobleza aparecen en las listas de sucesión y reciben cargos honoríficos siendo encumbra­ dos a elevados puestos de gobierno. Elias, cuando estudia la sociedad cortesana francesa, comprue­ ba que en gran medida la aristocracia mantiene una concepción del matrimonio muy alejada de la que caracterizará a la burgue­ sía: para la nobleza cortesana el amor no estaba unido al ma­ trimonio. Este era un asunto de alianzas con el fin de perpetuar el prestigio, el nombre y el patrimonio. (Conviene recordar que, incluso por lo que afecta a la burguesía, E l sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín armará un gran revuelo al ante­ poner el amor, la libre elección entre los futuros cónyuges, a otros intereses entre los que destaca el dinero.) Elias sostiene la hipótesis de que, dadas las estructuras sociales existentes en la sociedad cortesana, no se produce el dominio del hombre sobre la mujer ya que su poder social es semejante y ambos participan en la formación de la opinión orientando la política, la cultura y las costumbres. Cree, en consecuencia, que se produce una primera emancipación de la mujer y una cierta igualdad entre los sexos en este momento y en este estamento social. Sirviéndose de tes­ timonios de la época encuentra que un gran número de mujeres nobles usan de las libertades que les confiere su especial estatuto y que la limitación de las relaciones amorosas sexuales al matri­ monio es considerada en muchos casos burguesa e indigna de la condición de noble. Esta igualdad y autonomía de los sexos res­ pecto a la vida social y sexual la ve materializada en la dispo­ sición de los salones y gabinetes que utilizaban tanto el hombre como la mujer noble en los palacios: ocupan alas opuestas clara­ mente separadas. Esto no significa sin embargo que ya algunos hombres y mujeres de la nobleza no comenzasen a imponerse ciertas restricciones y límites, no tanto por razones morales cuanto por prestigio social. En este sentido sería importante estudiar más detenidamente el caso de la nobleza española. Carmen Martín

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Gaite en Usos amorosos del dieciocho en España al estudiar la costumbre galante del cortejo piensa que ésta supone una im­ portante revolución en las costumbres femeninas, que es un in­ dicio explícito del malestar matrimonial y que, a través de las polémicas que originó, da lugar a una relativa toma de conciencia en relación con posibles reivindicaciones de la mujer. Y sin embar­ go sería conveniente seguir profundizando en las costumbres de la nobleza española del xvn con el fin de conocer si se ajusta o no al esquema propuesto por Norbert Elias; algunos autores, como J . Solé por ejemplo, nos proporcionan datos, eso sí, desde una perspectiva un tanto moralizante, que indican que a seme­ janza de la Europa aristocrática las mujeres de la corte de Fe­ lipe IV — al igual que los nobles— gozaban de grandes «liberta­ des» sexuales.7 En el caso de que la nobleza española no difiriera enormemente en sus usos erótico-sexuales de la europea se podría más bien pensar que el cortejo aparece cuando la identidad social de la nobleza comienza a decaer y supone una mayor disciplina, un acercamiento a las normas morales de la burguesía. Con la conquista del poder político por la burguesía se pro­ ducen de nuevo remodelaciones sociales que afectan a los códigos de comportamiento. Se institucionaliza la separación adultos/niños. Desde Rousseau sus mundos son «intrínsecamente diferen­ tes»: «E l niño no es un adulto en pequeño sino que tiene sus formas específicas de ver, sentir y pensar». La educación de la infancia se realiza cada vez más en instituciones escolares. Las relaciones sexuales se regulan a través del matrimonio y de la monogamia. La familia se erige en institución social obligatoria para ambos sexos y, al limitarse las relaciones sexuales a un hom­ bre y una mujer, se impone un control más estricto de la sexua­ lidad. El triunfo del modo de vida burgués, las nuevas estructuras sociales, favorecen el dominio del hombre sobre la mujer. Y aunque las relaciones extramatrimoniales se prohíben por igual para los dos sexos, ello permite que se le toleren al hombre con mayor facilidad las infracciones, pese a que serán clandestinas y 7. Cf. Jacques S o lé , E l amor en Occidente, Argos, Madrid, 1977, pp. 202 y ss.

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estarán desterradas de la vida social oficial. La familia se convierte, en consecuencia, en la única institución legitimada socialmente para educar sexualmente a los hijos, lo que en parte explica sus resistencias a transferir estos poderes a otras instituciones. Edu­ cación sexual infantil que sólo se entiende a partir de los procesos sociohistóricos que condujeron a la separación de adultos y niños y a la hegemonía de los códigos de pudor e intimidad burgueses. Aries, en su obra antes mencionada, investiga cómo las nuevas normas de relación burguesas se incardinan y materializan en el espacio (como había hecho N. Elias respecto a las de la nobleza), cómo las exigencias de intimidad, de reserva y de individualización crecientes, harán que se funcionalicen las distintas estancias de la casa, que sus usos se diversifiquen y se especialicen. Ya no se podrá comer, dormir o recibir a los visitantes en la misma pieza. El hogar se cierra a la calle, se sitúa en barrios especiales lejos de las moradas del populacho, pero además cada habitación ten­ drá su especial función: especialmente los dormitorios se convier­ ten en recintos privados para evitar la «promiscuidad» entre niños y adultos y a ser posible incluso de los niños entre sí, siendo el cuarto de baño el reducto más cerrado de la intimidad.

E l dispositivo de sexualidad En la ritualización, orientación y domesticación de las pulsio­ nes, en la normalización de las conductas, las reglas de urbani­ dad han desempeñado un importante pero parcial papel. Tratados de moralistas, confesores, directores espirituales, obras de «ar­ bitristas» y hombres de gobierno, pragmáticas y leyes, libros cien­ tíficos, especialmente los de tipo médico, asi como la aplicación de determinadas técnicas y la creación de ciertas instituciones han contribuido a conformar el dispositivo de la sexualidad. Foucault al definirlo nos muestra la génesis y las transformaciones de los modernos comportamientos sexuales. Voy a referirme pues, ne­ cesariamente de forma breve y esquemática, a algunos de los as­ pectos innovadores de sus análisis que en ocasiones, como ya he £6

señalado, refuerzan lo ya expuesto, mientras que en otras abren nuevas vías de comprensión. Distingue en el dispositivo de sexualidad, en cuya constitución intervienen distintos agentes, tres significativos momentos: su gestación en el siglo xvi, transformaciones importantes en el si­ glo xvii y su consolidación en tomo a finales del siglo x v m y principios del xix. La Reforma y luego el catolicismo tridentino señalan una mutación importante, una ruptura respecto a los tra­ tamientos anteriores de los problemas de la carne, iniciándose una técnica rica y refinada de intervención íntimamente ligada a la confesión, al examen de conciencia y a la dirección espiritual. Esta técnica sufre modificaciones y reelaboraciones conside­ rables en el siglo xvn cuando la reglamentación del sexo se cen­ tra sobre todo en las relaciones matrimoniales, contribuyendo a instituir la familia cristiana. Numerosos textos de moralistas deli­ mitan los deberes conyugales, cómo cumplirlos, sus exigencias y violencias, se refieren a la fecundidad y a la procreación, a las caricias inútiles, a los períodos peligrosos de la actividad sexual (embarazo y amamantamiento), a los períodos prohibidos (cuares­ ma y tiempo de abstinencia), a la frecuencia de los ayuntamien­ tos... El sexo de los cónyuges aparece sumergido en un mar de preceptos y de recomendaciones. El matrimonio es el blanco más intenso de regulaciones, el espacio más vigilado. En los manuales de confesores entre los pecados más graves figuran el estupro (re­ laciones fuera del matrimonio), el adulterio, el rapto, el incesto... Comienza entonces también a perfilarse de modo tímido el espa­ cio de la sexualidad infantil. La mujer será el objeto privilegiado de atención de esos castos varones eclesiásticos, dispuestos a mo­ nopolizar las verdades morales, quienes la utilizarán como punta de lanza para la propagación de sus doctrinas." A finales del siglo x v m nace una nueva tecnología del sexo en relación con el buen gobierno ilustrado. Su administración ya no será a partir de ahora obra de los moralistas y de las fami­ lias, sino también de hombres de gobierno, de nuevos especialis-8 8.

Julia V árela , op . cit., especialmente el cap. 4.

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tas. A través de la economía, de la pedagogía y de la medicina el sexo se convierte en una cuestión política. Este cambio se pro­ duce cuando los poderes públicos establecen una conexión entre población, trabajo y riqueza. La estadística o ciencia del Estado se esforzará en conocer las leyes de la población y sus efectos con el fin de controlarlas en función del buen gobierno: se estu­ diarán fenómenos tales como la natalidad, la fecundidad, el nú­ mero de hijos legítimos e ilegítimos, los efectos del celibato, la precocidad y frecuencia de las relaciones sexuales, las prácticas contraceptivas, la mortalidad de los niños de los hospicios... El sexo en el matrimonio pasa ahora a ocupar un discreto lugar, mucho menos relevante que en el siglo anterior. Por el contrario, la sexualidad infantil salta a un primer plano al mismo tiempo que empiezan a perfilarse otras sexualidades periféricas (criminales y locos). La tecnología del sexo va a ordenarse a partir de ahora en torno fundamentalmente a la institución médica y más que reenviar al problema de la salvación o del pecado estará conectada a los problemas de la vida y de la salud. La normalización de la sexualidad infantil es pues uno de los enclaves políticos de la Ilustración. La instauración de ciertas re­ glas de discreción y de decencia en las relaciones de los adultos y los niños respecto al sexo no significa para Foucault que se produzca un silencio total, sino que hablar sobre el sexo se sitúa a otro nivel. Puede pensarse, por ejemplo, que en los colegios el sexo carece de existencia; sin embargo, si se estudian con deteni­ miento los dispositivos arquitectónicos, los reglamentos discipli­ narios, la organización y distribución de los espacios, la forma de las mesas, la situación y vigilancia de los patios de recreo, la dis­ tribución de los dormitorios, las reglas para acostarse y dormir..., todo ello reenvía a la sexualidad. Pero además el sexo del cole­ gial, perteneciente fundamentalmente a las clases medias y altas, se convierte en un problema público con la masturbación* Mé-9 9. Para conocer mejor las implicaciones políticas de la masturbación así como los variantes discursos que emergen en tomo a ella puede verse Femando A lvarez-Uría y Julia V arela, Las redes de la psicología, Ed. Libertarias, Madrid, 1986.

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dicos, pedagogos, padres, rodean al niño y le vigilan constantemen­ te, se escriben abundantes obras llenas de consejos y reglas hi­ giénicas. Las instituciones pedagógicas han permitido hablar del sexo a médicos, educadores, administradores, padres, y a los pro­ pios niños, dentro de un orden. El sexo de los niños y adolescen­ tes posibilitará la emergencia de numerosos dispositivos institu­ cionales al tiempo que la elaboración de diferentes discursos. Pero será sobre todo en el siglo xix cuando se institucionalice este dispositivo de la sexualidad. El sexo va a ser interrogado ahora a partir de las sexualidades periféricas, produciéndose un movimiento centrífugo con relación a la monogamia heterosexual. La sexualidad infantil sigue teniendo su peso pero comienza a adquirir importancia también la de los locos y criminales. Las manifestaciones sexuales serán clasificadas (las llamadas perver­ siones pasan a formar parte del saber médico-psiquiátrico), some­ tidas a exámenes, investigaciones, controles, predominando el enfo­ que técnico-científico. La familia, la escuela, la cárcel, el manico­ mio... se convierten en espacios de vigilancia, ritualización y do­ mesticación de las pasiones, pero al mismo tiempo constituyen una red compleja saturada de sexualidades múltiples, móviles y fragmentarias, originando sexualidades no conyugales, no hete­ rogéneas, no monogámicas. Se pueden distinguir a partir del siglo x v m cuatro amplias estrategias que producen saberes y dispositivos de poder poniendo de manifiesto la gran capacidad de instrumentalización que ofrece la sexualidad: la histerización del cuerpo de la mujer, la pedagogización del sexo de los niños, la socialización de las conductas procreadoras y la psiquiatrización del placer perverso. Estas estra­ tegias más que una represión de la sexualidad, un deseo de con­ trolarla, orientarla u ocultarla lo que hacen es producirla. En definitiva, el poder no adopta respecto al sexo tanto la forma de ley o de prohibición cuanto estrategias de producción de discursos, de constitución de dispositivos, de saberes y de pla­ ceres. Estrategias diferentes en función de sexualidades localizadas o difusas que producen comportamientos polimorfos, placeres es­ pecíficos. Para Foucault la confesión y el examen constituyen la

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base no sólo de las técnicas que han moldeado el sexo en Occi­ dente sino también de la elaboración de una sciencia sexualis. Con la obligación de la confesión se codifica el hablar del y sobre el sexo al tiempo que se lo define como algo oscuro, peligroso, inagotable y dotado de un gran poder de causalidad. De ahi que sea necesario alguien encargado de descifrarlo, de interpretarlo: clérigos, médicos, psiquiatras, psicoanalistas, psicólogos, sexólo­ gos... Decir todo acerca del sexo (pensamientos, palabras, obras, deseos...) implica un proceso de subjetivación indisociable de un proceso de conocimiento que busca y verbaliza la verdad de uno mismo. Se establece así una nueva relación entre el sujeto y la verdad ligada a la lógica y al deseo del sexo.10 £1 dispositivo de sexualidad no inscribe por tanto únicamente el sexo en una eco­ nomía del placer, sino que también lo integra en regímenes orde­ nados de saber, en campos de racionalidad, en cuya constitución han intervenido diferentes especialistas cuya hegemonía ha va­ riado y cuyo número se ha acrecentado con el tiempo. Quisiera explicitar, por último, algunas de las razones que me han conducido a comentar estas contribuciones sobre la sexualidad. Son trabajos que, en vez de quedarse atrapados en los mensajes superficiales y visibles de los discursos, dispositivos e institucio­ nes que rigen y cuestionan el sexo a partir de la modernidad, descubren sus fundamentos sociopolíticos, los incardinan en las estructuras de poder en las que se han constituido y tienen sentido. Cuestionan, en consecuencia, el tan manido concepto de represión para explicar la actuación del poder sobre nuestros comportamien­ tos y deseos. Lejos de naturalizar la sexualidad y de legitimar las intervenciones de los especialistas en este campo, investigan cómo éstas se han instrumentalizado, cómo especialmente a partir del siglo xviil la sexualidad se ha convertido en un enclave produc­ to. Milán K undera ilustra bien esta relación en algunas páginas de La insoportable levedad del ser, Tusquets, Barcelona, 1986. Tomás, uno de sus principales personajes, explica su atracción por las mujeres porque cree que sólo en la sexualidad se manifiesta el carácter único del yo y sólo a través del sexo puede conocer y apoderarse de esa millonésima diferencia que existe entre los seres (pp. 203 y ss.).

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tivo de primer orden. Permiten, por tanto, comprender las funcio­ nes sociales y los intereses que se ocultan tras la generalización de determinados usos y costumbres sexuales y nos avisan de su utilización normalizadora por la medicina (sexualidad sana), por la psicología (sexualidad completa y sin represiones), por la sexologia y la bioenergía (el lirismo del orgasmo). En suma, abren cauces para controlar y cuestionar los códigos de comportamiento sexual y nos estimulan a liberarnos de las sumisiones, domestica­ ciones y ritualizaciones que conllevan, así como a promover nue­ vas formas de subjetivación frente a las que han predominado durante siglos. Es decir, potencian la elaboración de una ética personal en la que la verdad sobre nosotros mismos no esté li­ gada en exclusividad a la marcada lógica del deseo. Sus reper­ cusiones son, sin embargo, mucho mayores ya que los códigos de comportamiento «legítimos» no sólo trazan el camino que con­ duce a la verdad de uno mismo, sino también las vías de relación con los demás y constituyen el subsuelo de nuestras categorías de percepción del mundo. Conocer todas estas implicaciones es, al mismo tiempo, sentar las bases para dejar de ser sujetos-some­ tidos y por tanto para acceder a ser más libres, más autónomos y solidarios.

Santander, agosto 1986

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F ernando A lvarez -Uría RAZON Y PASION. E L INCO NSCIENTE SEXUAL D E L RACIONALISM O MODERNO

Desde la Revolución francesa hasta hoy los pensadores no han cesado de preocuparse por la razón del deseo y por el deseo de razonar. La crítica kantiana ha supuesto la quiebra del ra­ cionalismo ingenuo pero nunca como en la época de la moderni­ dad, que parece quebrarse ante nuestros ojos, la capacidad de ra­ zonar fue tan minuciosamente diseccionada: desde la Crítica de la razón pura y la fenomenología husserliana pasando por la her­ menéutica de la sospecha hasta llegar a la escuela de Frankfurt y su crítica de la razón instrumental, los pensadores modernos no han cesado de girar en torno a los límites del conocimiento, las formas de conocer, los criterios de verdad, las relaciones entre conciencia y existencia. En la postmodernidad el espacio y el tiempo se han visto dislocados, las intensidades nómadas y la eco­ nomía libidinal prevalecen sobre la disciplina y la moralidad, las sectas y el irracionalismo se oponen a una racionalidad seculari­ zada y el fin de la historia sustituye a la fe en el progreso. El individuo prevalece sobre la sociedad, los sentimientos sobre el entendimiento, la superficie sobre la profundidad, la copia sobre el modelo, el escepticismo apasionado sobre el racionalismo vigi­ lante. Una de las características de nuestro presente es la pujante cultura del narcisismo. Vivimos inmersos en lo que Robert Castel ha denominado «una sociabilidad asocial» vaciada de sentido en virtud de un continuo trabajo de exploración del yo a la búsqueda

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de los misterios sellados en el alma.* En este sentido la postmodemidad es heredera del proceso de individualización que se ini­ ció con la Reforma protestante y se vio reforzado por el racio­ nalismo cartesiano que encuentra en la experiencia del yo la ver­ dad fundante y primigenia. Por esto el objeto de mi intervención va a consistir en intentar contribuir a desenterrar algunas de las raíces que sustentan el frondoso árbol del racionalismo porque, entre otras cosas, temo, como otros muchos, que la muerte de las pasiones políticas — y su reverso, el auge del apasionamiento ciego— lejos de hacemos más conscientes de nuestro propio des­ tino puedan convertimos en sujetos pasivos sometidos a las de­ cisiones de los profesionales de la política, siervos a su vez de las élites del poder, que se han constituido en los santones de una nueva dirección especializada de las conciencias en la medida en que controlan la fabricación y la distribución de la información. Las teorías del conocimiento y la propia historia de las ideas permanecen aún prisioneras de la vieja y cerrada dialéctica entre el sujeto y el objeto filosóficamente avalada entre otros por Des­ cartes. El estudio de los paradigmas de racionalidad puede y debe ser abordado desde la perspectiva de las ciencias sociales. En­ tre el idealismo individualista y el materialismo vulgar, que con frecuencia han servido de soporte a un voluntarismo ciego y a un fatalismo mecanicista, la sociología del conocimiento puede mos­ trar que presentes y pasados estilos de racionalidad están íntima­ mente ligados a determinados procesos sociales porque las formas de clasificación se inscriben en el interior de formas sociales de relación. El análisis de las categorías de pensamiento, de su gé­ nesis y transformaciones, se convierte en una de las tareas episte­ mológicas urgentes no sólo para comprender cómo se han forjado los instrumentos de conocimiento que poseemos sino también sus múltiples implicaciones sociales y para posibilitar la emergencia de un pensamiento diferente. En suma, lo que se pretende mostrar no es sólo que la relación entre filosofía y sexualidad, propuesta1 1. Cf. R. C astel , L a gestión des fisgu es, Minuit, París, 1981 (trad. castellana Ed. Anagrama).

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por Fernando Savater como objeto de reflexión, es una cuestión pertinente, sino que además es una cuestión central puesto que la actual categoría de razón está marcada y definida por un divor­ cio forzoso, por una negación de lo pasional y lo corporal, lo material y lo social que permite la supervivencia de una escisión entre la reflexión teórica y las urgencias del presente con im­ portantes efectos políticos y sociales.

Paradigmas de racionalidad En todas las sociedades existen categorías de pensamiento ba­ sadas en determinados criterios de racionalidad, ya que no se puede hablar de sociedad sin la existencia de formas más o me­ nos complejas de clasificación. Debemos a Emile Durkheim y a su escuela — especialmente a M. Granet y a M. Mauss— la defi­ nición y el análisis en términos sociológicos de determinadas ca­ tegorías de pensamiento. Se trata de una innovación importante de la que el propio Durkheim fue consciente como refleja en su prólogo a Las form as elementales de la vida religiosa. En este sentido se puede hablar de una sociología durkheimiana del co­ nocimiento que ha favorecido la emergencia de la escuela francesa de historia y filosofía de las ciencias y muy en particular los tra­ bajos contemporáneos de C. Lévi-Strauss, M. Foucault y P. Bourdieu entre otros.2 El esfuerzo más serio por excavar el subsuelo de nuestra racionalidad se ha materializado en ese monumental libro de Michel Foucault, Las palabras y las cosas, en el que rin­ de homenaje al inmortal Jorge Luis Borges. Publicado, tras un largo e intenso trabajo de archivo, en 1966, forma parte, como es bien sabido, de esa etapa de su proyecto intelectual que gira en tomo a la idea de elaborar una arqueología del saber occiden­ tal. Este libro, criticado posteriormente por el propio Foucault por su excesivo formalismo, proporciona, no obstante, un mapa 2. Cf. E . D u r k h e im , L as form as dem entales de la vida religiosa, Akal, Madrid, 1982.

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formidable de los sistemas epistémicos que rigen nuestros paradig­ mas de racionalidad desde el Renacimiento hasta el nacimiento de las ciencias humanas en el siglo xix. Deja sin embargo sin elaborar una teoría de los factores determinantes de los cambios de episteme aunque hace sugerencias en esta perspectiva. Esta teoría, que será preciso construir, ha de operativizar la propia genealogía del poder foucaultiana, los análisis marxistas del cam­ bio social así como determinadas contribuciones sociológicas an­ glosajonas que han permitido dar cuenta, por ejemplo, de la for­ mación de colegios visibles e invisibles al estudiar la lógica y las relaciones de fuerza inherentes al campo científico. En esta pers­ pectiva se sitúan los trabajos de Robert K. Merton y sobre todo los de B. Davis y R. Collins, próximos, en cierto modo, a los recientes estudios de P. Boudieu, especialmente el Homo acadé­ m icas, que trata de la competencia legítima en el mercado de los bienes simbólicos.9 Entre la tradición francesa y anglosajona de la sociología del conocimiento conviene no olvidar al lobo este­ pario de la sociología norteamericana, el radical C. Wright Mills, quien en 1939 escribió un sugerente trabajo sobre Tipos de ra­ cionalidad que permaneció inédito hasta después de su muerte.34 Con anterioridad a Kuhn distingue cuatro paradigmas de racio­ nalidad en los que nos vamos a detener brevemente ya que pue­ den servir de marco a lo que voy a decir. En primer lugar sitúa el autoritario-sistemático. Lo racional es lo admitido por una mi­ noría consagrada. Una proposición es racional si se acomoda de manera aceptable a un sistema aceptado de proposiciones cano­ nizadas por una autoridad centralizada y con frecuencia delegada a su vez de una autoridad superior. E s el tipo de racionalidad predominante, por ejemplo, durante la Edad Media, cuando la élite escolástica monopolizaba el saber legítimo así como los ce­ remoniales que permitían su acceso a él. Ideal cerrado y acabado de racionalidad basado en la autoridad y en una lógica utens oíi3. Cf. P. B ourmeu , Homo académ icas, Minuit, París, 1984. 4. Este texto ha sido recogido por su discípulo I. L. H orowitz en C. W r ig h t M ills , De hombres sociales y movimientos políticos, Ed. Siglo X X I, México, 1969.

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cial y autoritariamente proclamada. Al segundo tipo de paradigma lo denomina Mills dialéctico-individualista. Emerge con la ruptura de los cánones institucionalizados del pensamiento medieval. La sede de la autoridad intelectual pasa ahora de una minoría jerár­ quica de control, como ocurría en la Edad Media, a la mente de razonadores individuales. Tanto Descartes como Kant represen­ tarían, entre otros, este paradigma secularizador que parte del axioma fundamenta] según el cual las proposiciones son racionales «si parecen agradables a la razón». El prestigio renacentista del saber, el comercio de libros, el descubrimiento de la imprenta, el abaratamiento de las publicaciones así como la creación de puestos burocráticos son algunos de los factores que redujeron el monopolio escolástico del saber. Nos detendremos más adelante en este paradigma que ha marcado profundamente el papel del intelectual contemporáneo. En paralelo a este paradigma se sitúa el empírico-individualista, que rompe también con las creencias consagradas y autoritarias en una época de contactos culturales en expansión. En contraste con el paradigma dialéctico-individualista privilegia la naturaleza en detrimento del sujeto. Mills cree que estos dos modelos de pensamiento encuentran sus condiciones de existencia en sociedades caracterizadas por la individualización y la movilidad social. El hecho de apelar a las sensaciones y a lo que resulta agradable para la razón personal supone la deserción del inflexible racionalismo escolástico y es un síntoma del proceso de secularización. En sociedades complejas y diversificadas el in­ telectual busca su auditorio, sus medios de expresión y la origi­ nalidad de sus ideas amparándose en un estatuto de distinción que lo separa del vulgo. No entraremos aquí en el debate sobre si ra­ cionalismo y empirismo constituyen o no las dos caras de una misma episteme. En cuarto y último lugar figura el paradigma tecnológico. La racionalidad que predomina en los siglos xix y xx es la del técnico-físico, la del hombre de laboratorio. El in­ geniero especialista se convierte en el nuevo prototipo intelectual aceptado y encumbrado. Con frecuencia actúa en íntima conexión con la minoría gobernante, con las élites del poder, por lo que su trabajo se ve investido de efectividad e influencia. Mills señala

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en otro lugar el peligro de esa irresistible ascensión de los téc­ nicos, que resulta aún más amenazadora si se considera que coin­ cide con la abdicación de la mayor parte de los intelectuales de los compromisos sociales y políticos. Esta clasificación, al estilo de los tipos ideales de Max Weber, ha sido completada por otros trabajos del propio Mills en los que caracteriza a nuestra época como una etapa histórica en la que domina «una racionalidad sin razón», es decir, destrezas culturales sin conciencia ni autonomía, producidas por intelectuales integrados en los aparatos culturales que les impiden confrontar su posición y el sentido político de su trabajo con las necesidades del presente.* En el interior de esta racionalidad sin razón parece urgente plantearse las condiciones que han posibilitado la emergencia de un racionalismo sin pasión sobre el que se asienta precisamente el divorcio entre las actividades intelectuales y los problemas po­ líticos. Por esto nos detendremos precisamente en el paradigma dialéctico-individualista y, más en concreto, en el análisis de los cimientos sobre los que se levanta el sistema cartesiano, así como en algunas de las implicaciones que supuso su triunfo respecto al estatuto del saber filosófico que desde entonces ha arraigado y predominado en el pensamiento contemporáneo.

Descartes en lucha contra los libertinos Una visión superficial de la duda metódica o una lectura apre­ surada de los escritos de Descartes han permitido que proliferasen los discursos sobre si esta duda es una ficción retórica o si res­ ponde a un convencido escepticismo. En la tercera parte del Discurso del método, en un pasaje autobiográfico, Descartes ase­ gura que no se trata de imitar a los escépticos «que dudan por sólo dudar y se las dan siempre de irresolutos»; su «propósito», por el contrario, no es otro que afianzarse en la verdad «apartan-5 5. Cf. C. W r ig h t M il l s en M ateriales de sociología critica, Ed. La Piqueta, Madrid (de próxima aparición).

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do la tierra movediza y la arena para dar con la roca viva o la arcilla». El pensador francés busca en realidad «los cimientos de una filosofía más cierta que la vulgar» una vez asentada su ciencia sobre las verdades de la fe y sobre una moral « par pro­ visión» cuya primera máxima consiste como es sabido en «seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando con firme constancia la religión en la que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opi­ niones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir».* No hay duda pues en lo que se refiere a las verdades de la fe, ni en las normas a se­ guir en la vida práctica, sino duda metodológica para someter a prueba el poder de la razón. De hecho hay en Descartes un es­ fuerzo para salir de una situación de perplejidad en la que se ve sumido después de haberse instruido durante años en el colegio jesuítico de La Fléche — «una de las más famosas escuelas de Europa»— y después de haber estudiado «las ciencias que se con­ sideran como las más curiosas y raras» y, por último, cuando pensaba en lo que se refiere a «las malas doctrinas» que «ya conocía bastante bien su valor para no dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astró­ logo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la presunción de los que profesan saber más de lo que saben».67 Des­ pués de viajar, después de participar en guerras y tras «cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos», en fin, tras leer en el «gran libro del mundo» durante años Descartes goza de un seguro reposo en un apacible retiro sin pasiones que lo agiten ni preocupaciones que lo inquieten. Y así, cerca de Ulm, a orillas del Danubio azul, pegado a una estufa para defen­ 6. Cf. R. D escartes, Discurso del método, 3.* parte, Espasa Calpe, Madrid, 1937. Michélc Le Locuf ha proporcionado una nueva interpreta­ ción de la pretendida «provisionalidad» de la moral cartesiana. Cf. el apéndice del libro de V. G ómez P in, Descartes, Barcanova, Barcelona, 1984. 7. Cf. R. D escartes, Discurso..., op. cit., pp. 33-34.

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derse del crudo invierno alemán, en noviembre de 1619, se re­ solvió a «fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños». ¿Cómo podemos estar seguros de que no soña­ mos estar despiertos? Lo curioso es que la solución o, mejor, la disolución de la duda que lo atormentaba la encontró Descartes, según parece, en sueños. En sus escritos personales titulados Olympica escribe que la noche del 10 de noviembre tuvo tres sueños consecutivos «que no podían provenir más que del cielo» ya que en ellos creyó encontrar los fundamentos de una ciencia tan «verdadera y cierta» como admirable y nueva. El tema de los sueños reaparece con frecuencia en sus obras y así en la pri­ mera de sus Meditaciones metafísicas considera que «no hay in­ dicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia». Poco importa que René Descartes haya sentido realmente esa perplejidad o la haya utilizado como artificio para desplegar todo su sistema por­ que lo importante es el desplazamiento que opera al afirmar como experiencia primera, clara y distinta, la existencia del yo, verdad «tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla». En las mencionadas Meditaciones, dirigidas a los decanos y doc­ tores de la Sagrada Facultad de Teología de París, se refiere a la posibilidad de que «un burlador muy poderoso y astuto» lo en­ gañe, lo que no le impide afirmar su propia existencia como indudable: «Y o soy puesto que me engaña». Ahora bien, ese yo que se afirma por encima de todas las cosas y personas que aún permanecen sumidas en la nebulosa de la duda, del engaño y del sueño, es en realidad una entidad específica, el alma, «por la cual soy lo que soy». Se trata de una realidad «enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y aunque el cuerpo no fuese el alma no dejaría de ser cuanto es». Prioridad por tanto en el ámbito de la filosofía, en tanto que saber de verdades fundadas, del alma sobre el cuerpo, del espíritu sobre la materia, del pensamiento sobre las cosas. Con Descartes la metafí­ sica se antepone a la física, pasa a constituirse en la ciencia que hace posible el conocimiento del mundo, el cual está subordinado

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a la idea del yo pensante y al problema de saber si Dios existe y puede ser engañador. En la quinta de sus Meditaciones lo formula con nitidez: «L a certeza y verdad de toda ciencia depende única­ mente del conocimiento del verdadero D ios». La sabiduría se con­ vierte así en un monopolio de los creyentes. No existe ciencia verdadera para los ateos y libertinos. En este sentido se puede afirmar que la obra de Descartes es el más ingente esfuerzo apo­ logético de carácter filosófico que se ha realizado en el mundo moderno. Sus escritos deben ser entendidos en el marco de la Contrarreforma y de la lucha por la ortodoxia en la que tanto se distinguió la Compañía de Jesús.* Descartes polemiza por supuesto con los jesuítas, con teólogos católicos y protestantes, pero dichas escaramuzas provienen de las novedades que introduce para defender la ortodoxia, lo que explica que Arnauld le aconseje, al final de las cuartas objeciones, «tener sumo cuidado, no sea que al tratar de sostener la causa de Dios contra la impiedad de los libertinos, parezca que les da armas para combatir una fe fundada en la autoridad de Dios que él de­ fiende, y por medio de la cual espera alcanzar esa vida inmortal de cuya existencia pretende persuadir a los hombres».* En el pre­ facio a las Meditaciones el propio filósofo corrobora esta voluntad apologética cuando afirma «que la razón principal por la que mu­ chos impíos no quieren creer que hay un Dios y que el alma humana se distingue del cuerpo, es la de que dicen que nadie hasta ahora ha podido demostrar esas dos cosas», razón por la cual «no podría hacerse nada más útil en filosofía que buscar, de una vez y cuidadosamente, las mejores y más sólidas [demos­ traciones], disponiéndolas según un orden tan claro y exacto que en adelante conste a todo el mundo que se trata de verdaderas demostraciones». Seguidamente añade que así se lo han solicitado varios, aludiendo muy probablemente al P. Mersenne y sobre89 8. Los exámenes de conciencia, la dirección espiritual y la casuística jesuítica no conducen directamente al cogito filosófico pero sí hay en todo caso un marco en el que se privilegia la conciencia. 9. Cf. R. D escartes, M editaciones m etafísicas con objeciones y res­ puestas, Alfaguara, Madrid, 1977, p. 177.

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todo a Pedro de Berulle, fundador del Oratorio y más tarde car­ denal, a quien conoció en Roma en 1623 y quien lo estimuló a luchar intelectualmente contra los «libertinos». El concepto de li­ bertino en esos tiempos afectaba tanto a las palabras como a las obras. Vidal Peña señala acertadamente en una nota a su cui­ dada edición de las Meditaciones que « libertinos no son sólo, en el siglo xvii, hombres dados a la gula y a la lujuria, sino al vicio de la libertad de pensamiento; con ambas acepciones se usaba la palabra, indicando agresivamente que una cosa conlle­ vaba la otra».101 Conviene no olvidar que, para responder a las solicitudes de Berulle, Descartes comenzó a trabajar en 1628 en un Traité de la divinité cuyo borrador debió de ser utilizado en la redacción de las Meditaciones. Por su parte el P. Mersenne, encargado de solicitar y recoger las objeciones a esta obra, ha­ bía publicado en 1623 un libro titulado L'im pieté des déistes et des plus subtils libertins découverte et refutée par raison de tbéologie et de pbilosophie. Adrien Baillet en L a vie de Monsieur Des- Cartes, publicado en París en 1691 y que constituye la pri­ mera y más importante biografía del filósofo francés, lo presen­ ta como un fogoso y convencido defensor de la religión. Así pues el máximo representante del racionalismo moderno, el pre­ cursor de la Ilustración, a quien D ’Alembert considera, en el dis­ curso preliminar de la Enciclopedia, como el libertador de la razón, fue en realidad martillo de ateístas, sin que ello impidiese que sus escritos fuesen condenados por la Iglesia, que introdujo en un Indice expurgatorio el Discurso del método y las M edita­ ciones m etafísicas en 1663, a los trece años de su cristiana muer­ te en Estocolmo.11 «Después del error de los que niegan a Dios, error que pien­ so haber refutado suficientemente en lo que precede, no hay nada que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales es de 10. Cf. R. D escartes, M editaciones..., op. cit., p. 447. 11. Esta condena ha sido utilizada como argumento por los que de­ fienden la «simulación» cartesiana. A nuestro juicio se trata más bien de un contraataque de los defensores de la escolástica.

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la misma naturaleza que la nuestra y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas».1213 Precisamente contra este error bien delimitado va a elaborar, al final de la quinta parte del Discurso del método, una argumentación en la que establece una distinción radical entre alma y cuerpo. El hilemorfismo aris­ totélico salta hecho pedazos al igual que el sensualismo, pero la cuestión distaba de estar resuelta y será retomada múltiples veces tanto por los enemigos como por los seguidores del car­ tesianismo.13 Espíritu frente a materia, razón frente a inspiración y sen­ tidos, libertad frente a determinismo maquínico. Descartes llega tan lejos en sus demostraciones, con el fin de convencer a es­ cépticos e impíos, que derrumba el sistema aristotélico-tomista y en particular su primer principio gnoseológico: «Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu». No es extraño que las objeciones que se plantean a las Meditaciones tengan con frecuencia carácter teológico ni que teólogos y filósofos le ad­ viertan que sea precavido, no sea que «deseando fortalecer el partido de la verdad, probéis más de lo necesario y la destruyáis en vez de ayudar a construirla». Son los mismos que le incitan a «confundir» con argumentos «a esas gentes indignas de la in­ mortalidad que la niegan y acaso la detestan». En relación con ellos y para infundirles el conocimiento de la divinidad compon­ drá Descartes las «razones que prueban la existencia de Dios y la distinción que media entre el espíritu y el cuerpo humano dispuestas a la manera geométrica», lo que parece indicar, una vez más, que su esfuerzo intelectual se dirige contra los liber­ tinos.14 Un hombre moderado y religioso, conocedor del mundo y sus pasiones, partidario de alterar sus deseos antes que el orden 12. En 1625 el padre Mersenne había combatido este error en su obra La venté des Sciences contra sceptiques et pyrrboniens. 13. El problema de la relación alma/cuerpo resurgirá en la corriente denominada ocasionalista. 14. Cf. R. D escartes, M editaciones. . . , op . cit., pp. 127 y ss.

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establecido, va a elaborar un sistema de pensamiento e imponer una concepción de razón, en tanto que categoría de conocimien­ to, diametralmente en oposición al materialismo y al sensualis­ mo, que marcará por largo tiempo el pensamiento moderno y contemporáneo. La filosofía moderna, por paradójico que parez­ ca, se asienta sobre la exhortación que el Concilio de Letrán hace a los filósofos cristianos para responder a las argumentaciones de los ateístas, quienes se atreven a afirmar impunemente al no encontrar contradictores que «no hay sino nacer y morir». Con­ tra los nuevos libertinos las argumentaciones de la vieja esco­ lástica no sirven, pues «en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás instrucciones que proporciona, sir­ ven más para explicar a otros las cosas ya sabidas (...) que para aprenderlas».1’ En contrapauida, Descartes va a proponer el aná­ lisis a manera de los geómetras, pues entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad de las ciencias «sólo los mate­ máticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes».1* Las innovaciones que in­ troduce la filosofía cartesiana respecto al aristotelismo y a la escolástica suponen una mutación epistemológica que ha permi­ tido a algunos de sus estudiosos definirla como un movimiento de ruptura con el Renacimiento. Nuevo método, nueva teoría del conocimiento, nueva teoría acerca del origen de las ideas, nuevas pruebas de la existencia de Dios, distinción radical entre cuerpo y alma, emergencia de una nueva física y de la geometría analítica, tales son algunas de las innovaciones suficientemente estudiadas de la obra cartesiana. Pero además Descartes es uno de los pensadores que rompe con el gremialismo filosófico y escribe el Discurso del método en len­ gua vulgar al dirigirse a nuevos públicos, «a quienes hacen uso de su pura razón natural» y no sólo «a los que únicamente creen en libros antiguos» de tal forma que «hasta las mujeres sean ca­ paces de entender algo de él». 156 15. Cf. R. D escartes, Discurso..., op. cit., p. 39. 16. Cf. R. D escartes, Discurso..., op. cit., p. 40.

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Descarté!, como pensador, condensa el espíritu de una ¿poca en la que bullen nuevos proyectos intelectuales hasta el punto de encamar la representación de un nuevo estatuto del saber y de un nuevo estilo de racionalidad; pero precisamente por esto su sistema intelectual, que tendrá efectos teóricos impensables e impensados por él mismo, no puede ser pensado al margen de las coordenadas «cartesianas» que lo han hecho posible. Hemos señalado ya su voluntad de derrotar a los libertinos, en conse­ cuencia su pensamiento debe ser interpretado en relación con esa lucha dialéctica en la que se inscriben también entre otros el P. Mersenne y el P. Silbón, autor este último de un tratado sobre la inmortalidad del alma publicado en 1634.” Y debe ser situado igualmente en relación con el movimiento antiaristotélico y anti­ escolástico, ámbito en el que coincide desde una óptica diferente con su enemigo y mayor crítico Pedro Gassendi, cuya primera obra, publicada en Grenoble en 1624, se titulaba Exercitationum paradoxicarum adversas Aristóteles. La estancia de Descartes en La Fleche, donde estudió, desde su ingreso en 1604 hasta su salida en 1612, latín, filosofía y matemáticas, permite establecer una relación entre su filosofía y su formación jesuítica." Y así, su Discurso del método podría ser considerado un magnífico com­ plemento de los Ejercicios espirituales de Loyola. No faltan co­ mentaristas que han encontrado a sus trabajos antecedentes his­ panos, en particular, la Antoniana M argarita de Gómez Pereira o los escritos de Vives, Sánchez y o tro s." Desgraciadamente no disponemos todavía de una completa historia social del cartesia­ nismo ni de estudios rigurosos sobre sus efectos en el campo intelectual. En todo caso lo que aquí pretendemos es sobre todo contribuir a definir el estatuto moderno de razón, en tanto que1789 17. Sobre el movimiento libertino puede consultarse la ya clásica obra de R. P intard, Le libertinage érudit dans la premiire moitii du XV II' siicle, París, 1943, 2 vols. 18. Sobre la formación educativa de Descartes proporciona datos de interés F . de D ainville , L'iducation des jesuites, Minuit, París, 1978. 19. Cf. especialmente E. B ullón, L os precursores españoles de Bo­ cón y Descartes, Salamanca, 1903.

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categoría de conocimiento, que hunde sus raíces en el sistema filosófico cartesiano y que se ha ido transformando y desarro­ llando hasta alcanzar el presente. ¿Cómo es posible que un sincero defensor de la fe católica haya abierto la vía a un movimiento secularizador que, a su vez, constituye el caldo de cultivo de las ciencias de la naturaleza además de las del espíritu? ¿Cómo explicar que a partir de Des­ cartes se haya consolidado un impulso que todavía hoy llena de orgullo a Europa y que tantas veces ha sido contrapuesto a la estrechez y ceguera de los escolásticos encastillados en inservibles paradigmas de cientificidad? Después de tantos años en los que la libertad de pensamiento se ha visto asociada a la racionalidad cartesiana no faltan quienes en la actualidad piensan que es pre­ ciso reivindicar, para poder pensar de otro modo, la vieja tra­ dición libertina. Conviene no olvidar que el propio Descartes fue muy pronto incluido en esa corriente pero, sobre todo, el pro­ blema sigue siendo, aún hoy, la necesidad de optar por un deter­ minado tipo de racionalidad, por lo que parece preciso definir el estatuto con el que se ha constituido la moderna categoría de razón.

Entre la luz y las tinieblas Una de las dificultades que presenta para nosotros la lec­ tura de los escritos racionalistas es poder distanciarnos de ellos en la medida en que seguimos en parte siendo herederos suyos en nuestra forma de pensar. Lo que nos parece transparente y «natural» es justamente lo que en su momento los dotaba de un oscuro espesor, con fuertes implicaciones en una época de gue­ rras de religión. Al servir estos textos de impulso secularizador y de promoción de las ciencias tendemos a considerarlos como opuestos a los valores religiosos lo que, como hemos señalado en el caso de Descartes, no es nada evidente. Aún más, Robert K . Merton, siguiendo la tradición iniciada por Max Weber en so­ ciología del conocimiento, ha mostrado el decisivo papel que tuvo

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el puritanismo en el desarrollo de la ciencia experimental ingle­ sa asi como el predominio de los puritanos en el «colegio invisi­ ble» que posibilitó la fundación de la Royal Society.** Conocemos actualmente la magnífica acogida que tuvo el pensamiento de Des­ cartes entre esos puritanos católicos que fueron los jansenistas y el influjo que ejerció en sus numerosos discípulos del Orato­ rio y en especial en Juan Bautista Duhamel, que se salió de la orden y llegó a ser primer secretario de la Academie Royale de Sciences de París. Nos encontramos, pues, ante una serie de apa­ rentes contradicciones que nos impiden por el momento fijar con exactitud el contenido y las funciones sociales de la categoría de razón cartesiana: una razón frágil, asediada por el error y al servicio de la fe que avanza ordenadamente, paso a paso, desde la evidencia del yo pensante y de la existencia de Dios hasta la existencia de un mundo regido por las leyes de la mecánica sus­ ceptibles de ser formuladas de un modo geométrico. Ante estos obstáculos no han faltado, ya en su tiempo incluso, quienes han visto en Descartes un enemigo feroz de los peripatéticos y un ateo simulador, negador de las verdades de la fe. En el estrecho mundo de su época, Descartes aparece atenazado entre las fuerzas de la luz y de las tinieblas. Lejos del demonio, el mundo y la carne todo parece indicar que apuesta por Dios, las ideas y el alma y, sin embargo, su sistema de pensamiento ha supuesto un soporte no sólo para un modo nuevo de filosofar, sino también para el desarrollo de la mecánica, la medicina, las ciencias físi­ cas y naturales, las matemáticas y la observación experimental. Existe pues en torno a su obra una especie de enigma, ya que no se explica cómo siendo tan tradicional resulta a la vez tan moderno, cómo puede pasar por buen católico uno de los prin­ cipales agentes de la secularización. En realidad, ya Weber y Durkheim han mostrado que las categorías de conocimiento secularizadas son herederas directas de representaciones religiosas. En esta perspectiva el cogito car-20 20. Cf. R. K . Merton, Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra d d siglo X V II, Alianza, Madrid, 1984, pp. 140 y ss.

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tesiano puede ayudarnos a comprender el proceso de metamorfo­ sis mediante el cual una razón subordinada a la fe se convierte en razón natural emancipada de la tutela teológica. Con demasia­ da frecuencia los «historiadores» de la filosofía suelen en realidad evacuar la historia de sus trabajos: las teorías se suceden así le­ jos de la tierra y de las condiciones en las que se han elaborado y en las que tienen sentido. Los estudios sobre Descartes no son en este sentido una excepción y algunos de sus intérpretes han llegado incluso a afirmar la imposibilidad de situarlos históri­ camente.212 Y sin embargo es precisamente la posición de esos discursos, su situación en el campo del saber de su tiempo, una de las pocas vías que poseemos para captar sus significaciones. El sistema cartesiano está tan bien engarzado que no resulta fácil encontrar sus claves; para unos su especificidad radica en la duda metódica, otros encuentran en las demostraciones de la exis­ tencia de Dios la irreversible conversión del problema en una cuestión definitivamente filosófica, para otros la trascendencia de este pensamiento consistiría en su ruptura con la tradición aris­ totélica y, por último, no faltan quienes resaltan que ha sentado las bases de la física moderna. Si nos centramos en su gran obra, las Meditaciones m etafísicas, y, más en concreto, en las Obje­ ciones, llama sobre todo la atención la frecuencia con que se alude de modo crítico a la tajante separación que introduce entre cuerpo y alma. En algunos casos, por ejemplo en las intervencio­ nes críticas de Hobbes y de Gassendi, el planteamiento que hace Descartes atenta contra sus propias filosofías; en otros, como ocurre con las criticas de los teólogos, el problema consiste en que explica al margen de la escolástica el misterio de la eucaris­ tía o de la encarnación del Verbo.12 En todo caso, Descartes pretende ante todo mostrar que Dios existe y que el alma difiere del cuerpo (por lo que todo indica que puede ser inmortal), con 21. Cf. en esta línea V. G ómez P in , D escartes, op. cit. 22. El misterio eucarístico constituye un tema privilegiado ya que es objeto de polémica con los protestantes. E s justamente esta polémica la que ha originado por parte de los católicos la gran parafemalia eucarística del siglo xvn.

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el fin de confundir a los ateos («que suelen ser más arrogantes que doctos y juiciosos») y evitar así «los desórdenes que produce el dudar de la verdad». Estas dos verdades, la existencia de Dios y la del alma, son justamente la antítesis del demonio y del cuerpo. Y sin embargo muy poco nos dice Descartes explícita­ mente del demonio, y mucho de Dios, del alma y del cuerpo, a no ser que el genio maligno sea identificado en realidad con Sa­ tanás, un «Dios engañador», padre de la mentira y señor de las tinieblas. En la episteme renacentista y hasta principios del siglo xvn , el saber occidental se asienta sobre la figura de la semejanza. Dios y el diablo se disputan el mundo de luces y sombras traspa­ sando las fuerzas de la naturaleza; un mundo enroscado en lo so­ brenatural en el que las cosas reenvían unas a otras, desde el microcosmos al macrocosmos, y a los signos que las hacen visi­ bles. «E l mundo, como dice Foucault, está cubierto de signos que hay que descifrar, los cuales, al tiempo que revelan semejan­ zas y afinidades, no son a su vez más que formas de la seme­ janza.» ** Conocer equivale entonces a interpretar. Y será precisa­ mente Descartes quien emprenda una crítica de la semejanza al establecer en las Regulae que todo conocimiento «se obtiene por comparación de dos o más cosas entre sí», estableciendo dos tipos posibles de comparación: la medida y el orden. La medida per­ mite analizar un conjunto según la forma calculable de la iden­ tidad y de la diferencia de sus elementos. La comparación me­ diante el orden es un acto simple que permite pasar de un tér­ mino a otro y de éste a un tercero y establecer sedaciones. En un caso se analizan las unidades para establecer entre ellas rela­ ciones de igualdad y desigualdad, en el otro se clasifican los elementos y disponen las diferencias según los grados. Orden y medida constituyen las dos figuras de la mathesis en tanto que ciencia universal del orden y de la medida. Pero para que esta ciencia pudiese constituirse fue preciso que el signo cambiase23 23. Cf. M. Foucault, Les m ots et les chases, Gallimard, París, 1966, p. 47 (traduc. castellana en Siglo X X I).

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de estatuto y «dejase de estar ligado a lo que designaba mediante los lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad».24256 Dicho de otro modo, fue preciso que su presencia se convirtiese en representación: la transparencia del signo, el hecho de que las palabras representen a las cosas, implica la existencia de una na* turaleza natural así como la de ideas claras y distintas que no están atravesadas por figuras misteriosas y ocultas. Como ha se* ñalado inteligentemente F. Jacob, sólo es posible descifrar la na­ turaleza, establecer un orden y una medida, si las realidades a las que se les aplican las operaciones de comparación se mantienen en el interior de una regularidad y no se transforman en el curso de la operación.22 En fin, la neutralización de los poderes y con­ trapoderes a los que sólo se puede acceder mediante la magia o la adivinación constituye la condición sine qua non de posibilidad de la representación y de la transparencia del signo. Y precisa­ mente efectos relevantes de la revolución epistemológica carte­ siana fueron lograr deslindar con nitidez la luz de las tinieblas, Dios y el diablo, la verdad y el error.

La desaparición del demonio En el último tercio del siglo xvi y la primera mitad del xvii algunos pensadores mantuvieron una concepción animista del mundo relacionada con la episteme renacentista. Las piedras y los metales estaban dotados, por ejemplo, para Campanella, de amistad y odio.22 Adentrarse en los misterios ocultos de la na­ turaleza implicaba arriesgarse, cuando se pretendía ser innovador, a alejarse de las verdades de la fe, como testifican los numerosos procesos inquisitoriales contra magos, alquimistas y filósofos, se­ culares y religiosos, sospechosos de herejía. Descartes, como hemos señalado, desconfía también de ellos. Para algunos defensores 24. Cf. M. F oucault, Les m ots et les cboses, op. cit., p. 72. 25. Cf. F. J acob, L a logique du vivant, Gallimard, París, 1970, p. 39. 26. Cf. T . C ampanella, D e sensu serum et magia, libri quator, Frankfurt, 1620, Libro I I I , cap. 13.

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de la magia natural el imán, los volcanes, las tormentas, los terre­ motos y maremotos eran propiedades de la naturaleza que era concebida como un gigantesco animal dotado de vida. La filoso­ fía natural pretendía experimentar efectos de atracción, repul­ sión, difusión y otros que se producen entre los elementos. En ese mundo inagotable de antipatías y simpatías, la misión del filósofo consistía en descifrar los jeroglíficos de la materia viva, sus entrelazamientos ocultos, así como sintonizar, como el zahori, con sus vibraciones. A l entrar en trance con la naturaleza el al­ quimista la siente como parte propia y su saber consiste en utili­ zar bien esa sobredosis de sensibilidad a fin de poner luz en la oscuridad. «Hubo un tiempo — escribía Kepler— en que em­ bebido yo en las doctrinas de Julio César Escalígero sobre las inteligencias motoras creía que la causa motriz de los planetas fuese un alma (...). E l fin que aquí me propongo es sostener que la máquina del universo no es semejante a un divino ser animado, sino a un reloj (...), y que en ella todos los varios movimientos dependen de una simple fuerza activa material, así como todos los movimientos del reloj se deben al simple péndulo».” El tema del reloj será múltiples veces utilizado por los mecanicistas y en concreto Descartes se sirve de este símil para combatir el animismo de quienes practican la magia na­ tural.2* Si analizamos las publicaciones asi como los procesos judi­ ciales que tuvieron lugar en Francia entre 1596 y 1650, años en los que transcurre la vida del filósofo francés, observamos que la magia, la brujería, las posesiones diabólicas y las intervencio­ nes satánicas constituyen cuestiones de capital importancia que obsesionan a magistrados e intelectuales de la época: teólogos, jueces, médicos, filósofos, creyentes y libertinos, discuten sobre el demonio con inusitada frecuencia. Satanás invade con sus le-278 27. si, L o s 28. cional,

Cf. J . Kepler, Harmonía mundi, libri quinqué, citado por P. Rosfilósofos y las m áquinas 1400-1700, Labor, Barcelona, 1970, p. 134. Así, por ejemplo R. D escartes, Tratado del hombre, Editora Na­ Madrid, 1980, p. 117.

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giones a la sociedad de la época hasta convertirse en una autén­ tica epidemia. Los historiadores de los movimientos satánicos señalan como uno de los umbrales de la caza de brujas la publicación en Estras­ burgo, en 1486, del M alleus malificarum de los dominicos J . Sprenger — de Suiza— y H . Institoris — alemán— . Desde esta primera edición hasta finales del siglo x v i i la obra conoció más de treinta reediciones en diversas capitales europeas, convirtién­ dose en el manual de consulta obligada de jueces e inquisidores en los procesos de brujería. Su aparición responde a una bula de Inocencio V III contra los que pactan con el demonio. «Des­ pués del pecado de Lucifer — escriben los autores del Malleus— , el pecado de las brujas sobrepasa a todos los otros.»*® Sus críme­ nes superan en perversidad moral a los demás males que Dios ha permitido: se ofrecen al demonio en cuerpo y alma, reniegan de Dios, de sus santos y de su Iglesia, su apostasía es total, por lo que no cabe contra esta secta más que una politica de exter­ minio. Brujos y brujas son causantes de enfermedades, tormen­ tas, granizos, muerte de los ganados, asesinatos de niños..., su perversidad exige del juez-médico, como lo denominan estos do­ minicos, un habilidoso examen que se adapte a las circunstan­ cias concretas en función de las respuestas del reo, de los testigos y de la experiencia. En el marco de esta primera gran ofensiva antisatánica se sitúa la persecución contra la secta de los alumbrados, esa «supersistió nova» que arraigó en la España imperial de Carlos V y que extendió sus ramificaciones por Europa en el siglo xvii. Esta herejía estaba próxima a la chispa luterana y a la revolución comunera y anabaptista. En un escrito de principios del siglo xvii se decía de ellos que «están imbuidos de las leyes bestiales de la carne» y que alumbran con estos errores «a las almas de sus secuaces: que por esto se llaman alumbrados, cuyos preceptos y leyes venían a parar todos en rendirse y obedecer al imperio29 29. Cf. H . I nstitoris y J . S prenger , L e marteau des sorciires. Pión, París, 1973, p. 577.

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de la carne».30 La segunda gran ofensiva, más íntimamente li­ gada a la vida de Descartes, se inicia con la bula de Sixto V, Coeli et terrae, del 5 de enero de 1586. El Sumo Pontífice prohi­ bía los libros y las prácticas de hechicería, los sortilegios, agüeros, auspicios, encantaciones y supersticiones. En la propia bula se ordenaba que se hiciese su traducción a las lenguas vulgares y que fuese leída en las iglesias y fijada a la puerta de las parro­ quias. Hoy sabemos que entre 1560 y 1630 tuvo lugar en toda Europa una terrorífica ofensiva contra brujas y brujos. Un juez francés, particularmente cruel, Nicolás Rémy, condenó a muerte entre 1576 y 1612 a unas tres mil víctimas.3132 Las brujas pre­ dominan sobre los brujos en una proporción de 8 a 2, y la des­ proporción se amplía a medida que se avanza en el siglo xvn. Las mujeres, más próximas de la naturaleza que de la cultura, más inclinadas a la pasión que a la razón, resultan particularmen­ te vulnerables a las asechanzas de Satanás. El diablo puede, como señaló Santo Tomás en la Summa teológica, fascinar la imagi­ nación de los hombres y doblegar su voluntad. Quienes hacen pacto expreso con los demonios pueden andar por los aires y po­ seer artes mágicas. El célebre manual del jesuíta Martín del Río señala que hay demonios que habitan las regiones superiores del aire y no tienen ningún comercio con la tierra, otros están cerca de nosotros y procuran la ruina del género humano, otros habitan en los bosques y las selvas, tienden trampas a los cazadores y extravían a los viajeros; también hay demonios que viven en gru­ tas y cavernas y no faltan los que habitan en lagos y ríos; por último, están los demonios lucífugos que huyen del día y «sólo pueden perder y formar su cuerpo en la noche».aa En convivencia con los hombres moran, pues, las fuerzas ma­ 30. Cf. A. M árquez, L os alum brados. Orígenes y filosofía 152S-15Í9, Tauros, Madrid, 1972. 31. Cf. R. Mu ch em bled , Culture populaire et culture des ¿lites, Flammarion, París, 1978, p. 293. 32. Cf. M. del R ío , Disquisitiones magicarum libri sex..., Maguncia, 1600, 3 vols. El libro se reeditó en 1603, 1606, 1617, 1624 en Maguncia; en 1608 y 1612 en Lyon; en 1633 en Colonia...

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léficas diseminadas por la naturaleza. Esos tres feroces enemigos de los creyentes, el demonio, el mundo y la carne, que según los catecismos de la época «en todo tiempo y lugar nos combaten y persiguen», son difíciles de distinguir. Los demonios con sus po­ deres son los peores enemigos: viven agazapados en el mundo y son muy dados a los deleites de la carne. Se llaman íncubos «cuan­ do tomando cuerpo y oficio de varón participan con las mujeres» y súcubos «cuando tomando cuerpo y oficio de mujer participan con los hombres». Nada menos que Tomás de Aquino afirma la posibilidad que tienen los demonios de procrear recibiendo como súcubos la simiente que luego transmiten como íncubos a una mujer. Además de frecuentar a los que son dados a «los desor­ denados deleites camales», los demonios engañan a quienes son propensos a la «curiosa investigación de las cosas ocultas», «pro­ metiéndoles inteligencia y saber de cosas que naturalmente no se pueden alcanzar, así como de cosas secretas y que en partes re­ motas pasan».3* El diablo no tiene poder en la tierra que se le iguale y su nombre es legión. Cualquier lechuza, pájaro, sapo o sombra pue­ de en realidad ser un demonio disfrazado. Posee además poder para «viciar nuestra fantasía», por lo que todo lo que percibimos puede no ser más que espectros, sueños e imaginaciones. Los incrédulos, quienes no hacen caso de los demonios, favorecen sus trampas y en particular los que niegan la existencia de sectas de brujos y alumbrados, pues «ya dijo el diablo que su señorío por ninguna vía se acrecienta mejor que diciendo que no había bru­ jas y que todo era ilusión y engaño». Lucifer, emperador potentísimo e independiente, señor des­ pótico y absoluto, árbitro de todas las fortunas, sabio sagaz a cuyo imperio todo se mueve, amador de Europa y del Asia en particular, es el padre de la mentira. Y puesto que se recrea en torturar a la naturaleza humana, ¿quién puede estar seguro de3 33. Fray Martín de Casta&ega, Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías, citado por F . J . F lores A kroyuelo , E l diablo en España, Alianza, Madrid, 1985, p. 50.

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la verdad? Si Satanás con sus poderes sobrenaturales interviene en el mundo, todos, hasta los más santos y los más amorosos inquisidores, se ven obligados a vivir sumidos en la perplejidad y la duda. £1 inquisidor de Logroño Alonso Salazar Frías plan­ tea precisamente el problema de la imposibilidad de juzgar a partir del auto de fe celebrado en noviembre de 1610 y en el que fueron sentenciados 31 brujos y brujas, de los cuales 11 fue­ ron quemados en la hoguera ante más de treinta mil espectado­ res. Un año más tarde el número de acusados por este delito llegaba a cinco mil. Se trata pues de uno de los más grandes procesos incoados por brujería que fue conocido en toda Euro­ pa y especialmente en Francia, ya que coincide con la caza de brujas al otro lado de los Pirineos dirigida, por mandato del rey Enrique IV , por el consejero del parlamento de Burdeos Pierre de Lancre.*4 Eran los últimos años de estancia del joven Des­ cartes en el colegio de La Fleche. En relación con los procesos de brujería «y cosas tocantes a magia» ofrece gran interés un texto del humanista Pedro de Valencia en respuesta a la consulta que le fue formulada por el cardenal arzobispo de Toledo Bernardo de Sandoval y Rojas, inquisidor general. Valencia, que estudió Artes en el colegio de los jesuítas de Córdoba y era licenciado en derecho por Sala­ manca, plantea tres posibilidades relativas a las juntas de brujas y brujos: primera, que no sean más que bacanales a las que van por su propio pie y en donde practican «fornicaciones, adulte­ rios, sodomías»; segunda, que sean imaginaciones producidas por los «ungüentos mágicos que causan poderosísimos sueños» y, finalmente, la tercera, que se trate efectivamente de una secta que adora al demonio y lleva a cabo infames acciones. Pedro de Valencia se inclina por la primera posibilidad «por la vía ordi-34 34. La influencia de este juez fue grande y en particular a través de los siguientes libros: Tablean de l'ittconstance et ineH abilité de toa tes chotes oü il est monteé qu’un Dieu se u l..., París, 1607. Tableau de Tinconstance des m auvais anges et démons oü il est amplement traicté des sorciires et de la sorcellerie... par Pierre de U Ancre, París, 1612. Vinorédulité et mécréance du sortile g e ..., París, 1922.

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naria, humana y natural», ya que «se ha de presumir lo más favorable y lo más verosímil». Además, si el demonio actúa como señor de los simulacros «no podemos certificarnos de cuál es la mujer bruja o cuál su simulacro, la que fue al aquelarre o la que quedó en casa con su marido y que la vieron y hablaron las ve­ cinas». En suma, «la prudencia del juez y lo verosímil son el arrimo de la verdad contra los desvarios, ficciones y perplejida­ des de los dichos de tales personas, conforme a todo derecho y buena razón». Como es sabido Descartes, hijo de un magistrado consejero del parlamento de Bretaña, se licenció en Poitiers en derecho civil y canónico en 1616 y allí discutió con juristas y clérigos sobre este problema candente. R. Mandrou ha demostrado que esta cuestión era frecuentemente discutida en los círculos cien­ tíficos y cita en concreto la correspondencia del P. Mersenne, que reunía en torno a sí a un amplio grupo de intelectuales, como una de las pruebas. El propio Valencia señalaba en el texto citado que «políticos, epicúreos y lucianistas (...) no dan crédito más que a las cosas corpóreas y naturaleza que experimentan en el uso de la vida».’ 5 Los libertinos eruditos bromeaban con frecuencia entre ellos sobre las frecuentes travesuras de los demonios.’ 5 Un espíritu ilustrado como Descartes, conocedor de supersticiones y errores groseros, así como poco dado a la magia, podría estar más pró­ ximo, en este tema, de los libertinos que de los múltiples defen­ sores del demonio. Pero, a la vez, su formasión jurídica, sus creen­ cias religiosas y su voluntad apologética le obligaban a propor­ cionar una solución al problema. La causa de Gauffidi en Aix, tan irónicamente contada por Michelet, y sobre todo la farsa y escán­ dalo de las posesiones demoníacas de Loudun, que alcanzaron su3*6 33. Cf. R. M androu, M agistrats et sorciirs en France au X V ll‘ siicle, Seuil, París, 1980, pp. 257, 274, 317 y 323. Sobre el proceso de Logroño ver G . H enningsen, E l abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición, Alianza, Madrid, 1983. 36. Cf. en particular R. P intard, L a M otbe, Le Vayer, G assendi, Guy Patín, París, 1943.

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momento más álgido con la condena a la hoguera del cura Grandier en 1634, habían avivado la polémica entre los partidarios y los detractores del demonio.3738 La Facultad de Teología de la Sorbona, a quien Descartes dirige sus Meditaciones metafísicas, se había pronunciado en 1615, 1620 y 1625 contra las acusacio­ nes de los demonios en los exorcismos. E l propio Urbain Grenier en su hermosa apelación al rey solicita que los doctores de la Sorbona emitan un dictamen «para juzgar acerca de la verdad de la posesión», pero no obtiene ninguna respuesta de la Cor­ te.3* El diablo ponía en cuestión la posibilidad misma de admi­ nistrar justicia, impedía la consecución de la certeza, favorecía los escándalos, desprestigiaba a los ministros de la Iglesia, en suma, aparecía como el mejor aliado de los libertinos y propor­ cionaba motivos de escarnio y mofa a los ateístas, era pues preciso desembarazarse de él para mayor gloria de Dios, tranquilidad de los hombres y consuelo de la filosofía. Tal fue la ingente obra que acometió Rene Descartes para poner orden en el caos.

Los estigmas de la razón «Por lo que se refiere a las opiniones a que hasta entonces había dado crédito — escribe Descartes en la segunda parte del Discurso— , no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón.» En el Discurso soluciona la paradoja de los sue­ ños, en las M editaciones se desembaraza de ese genio «en extre­ mo poderoso y por decirlo así maligno y astuto» que no es sino la encarnación irónica de todos los demonios. Dios se convierte 37. R. M androu proporciona una larga lista, véase M agistrats..., op. cit., p. 316. 38. £1 cardenal Richelieu estaba interesado en utilizar el caso con­ tra los hugonotes. E l texto de Grandier ha sido publicado por R. Man­ drou, Posession et socellerie au X V II4 siicte, Fayard, París, 1979, pp. 125-133.

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en la única garantía de que la razón, y por tanto el conocimiento verdadero, no nos engaña. Al fin los ateos, que suelen ser «más arrogantes que doctos y juiciosos, renunciarán a su espíritu de contradicción» y los libertinos podrán «desligar su espíritu del co­ mercio de los sentidos y librarlo por completo de toda suerte de prejuicios». El demonio, emperador del sexo, será derrotado por un Dios omnipotente y bondadoso que ha hablado por boca de un frágil filósofo; la luz prevalecerá sobre las tinieblas, el bien sobre el mal, la verdad sobre el error, el espíritu sobre el cuerpo. La desaparición de Satán convierte a la naturaleza en natu­ ral, permite la transparencia de los signos, posibilita en defini­ tiva el conocimiento verdadero de las leyes inexorables que Dios ha depositado en la naturaleza, por lo que «es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida» y «en lugar de la filo­ sofía especulativa enseñada en las escuelas es posible encontrar una práctica por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo en todos los usos a que sean pro­ pias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza».** ¿Conoció Descartes el libro Cautio criminalis del jesuíta re­ nano F. Spee, publicado primero en alemán de forma anónima en 1631 y reeditado numerosas veces en latín, donde denuncia las satánicas alucinaciones colectivas que dan al traste con el ejercicio de la justicia y con la reputación de los mejores cris­ tianos? Cuando Spee escribe, la epidemia demoníaca ya había alcanzado las ciudades. ¿Debe sus convicciones antisatánicas a su amigo el médico Isaac Beeckman, a quien escribe en una car­ ta del 23 de abril de 1619 que «si sale de mi obra alguna cosa que llegue a ser no despreciable tenéis el derecho de reclamarla como vuestra»? En otra carta a Huygens (19 de marzo de 1638)39 39.

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C f. R. D escartes, D iscu rso ..., op. cit., p. 68.

se refiere al libro de Campanella D e sensu rerum et magia, libri quator y muestra un total desacuerdo con quienes se extravian empeñándose en adentrarse «por caminos extraordinarios». ¿Co­ noció los discursos de Pedro de Valencia o los informes del inquisidor Salazar? Más que buscar la influencia directa o ape­ lar a una ocurrencia feliz, la ruptura cartesiana consiste sobre todo en plantear y resolver, en términos filosóficos, un problema teo­ lógico, jurídico y médico que obsesionaba en la época. E s justa­ mente el proceso que sigue para resolverlo así como la amplitud del mismo, al unificar todos los campos del saber, lo que favoreció el triunfo del cartesianismo como movimiento intelectual que dejó su huella en la teología, el derecho, la medicina, las mate­ máticas, las ciencias físicas y naturales y por supuesto en la filo­ sofía. Descartes tuvo desde muy pronto partidarios y detractores. Baltasar Bekker, ministro calvinista, lo defendió contra los teó­ logos, por lo que fue expulsado de la iglesia reformada. Su obra E l mundo encantado es una diatriba contra la magia y los sor­ tilegios. Demuestra en ella que los espíritus no pueden obrar sobre la materia. Nicolás Malebranche, también miembro del Oratorio de Berulle y fervoroso seguidor de Descartes, combatió igualmente la creencia en las brujas.40 Pero los enemigos del filósofo no le perdonaron el inicio de un proceso de desmitologización favorecedor del proceso de secularización. El pastor pro­ testante y profesor de teología de la Universidad de Utrech, G . Voet, el más encarnizado anticartesiano y a quien Descartes res­ pondió con su Lettre au tris célébre Voet, le reprochó la des­ trucción de las verdades cristianas y en particular «la procesión de las divinas personas en la Trinidad, la encarnación de Jesu­ cristo, el pecado original, los milagros, las profecías, la gracia de nuestra regeneración y la posesión de los demonios».41 En realidad los procesos por brujería y posesión demoniaca 40. Proporciona datos sobre este autor J . C aro B aroja, L as brujas y su mundo, Alianza, Madrid, 1966. 41. O tado por J . F raile , H istoria de la filosofía. D el humanismo a la Ilustración, BAC, Madrid, 1966, pp. 559-560.

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continuaron en Francia hasta que un edicto de 1682 los definió como «explotación de la ignorancia». En Inglaterra el proceso de Leicester en 1717 pone punto final a estos procesos. Evidente­ mente la creencia en el diablo aún se mantuvo viva durante tiem­ po pero, al fin, la razón natural levantó su vuelo sobre las supersticiones. El hombre, caña pensante, ser racional con ideas claras y distintas, en fin, el divino Descartes contribuirá a hacer del demonio y sus vanidades una creencia propia de gentes rudas e ignorantes que dejan vía libre a una imaginación incontrolada y a un pensamiento primitivo. Razón frente a superstición y sinra­ zón que, en virtud de la teologizadón de la razón, convertirá la locura en la peor de las privaciones. Aquel que está privado de la luz de la racionalidad no es más que pasión desenfrenada, animalidad incontenida, fiera sangrienta y furiosa que se agazapa en el reino de las tinieblas y muestra en las noches de luna llena la horrible expresión de la peligrosidad social. El alienado, el lunático, es la concretización racionalista de Lucifer. La Iglesia, cansada de luchar contra el príncipe de las tinieblas, delegará con gusto su poder de exorcizar en manos de la medicina para ocu­ parse de lleno en la pedagogía de las almas que tan grandes beneficios le proporcionará. Pero del mismo modo que la desa­ parición del diablo dejó indexados a libertinos y heterodoxos con las características negativas de la perversión diabólica, también la razón moderna se encontrará estigmatizada. La desaparición progresiva de Dios, consecuencia lógica del desequilibrio que in­ troduce la desaparición del diablo, irá dotando de luz resplande­ ciente al trono del Soberano. «Dios da el derecho a quienes da la fuerza» escribe Descartes a la princesa Isabel en 1646. La pro­ gresiva secularización dotará al rey y a los gobernantes de om­ nipotencia y omniscencia, de razón y de fuerza. Y si la razón finita del individuo no es nada comparada con la razón incon­ mensurable del soberano, nada más lógico que los filósofos ha­ gan de su razón una razón de Estado. La razón del poder propor­ ciona poder a la razón. «L a Contrarreforma y el Estado absoluto, fundamentalmen­ te entre 1550 y 1750, reunieron todos sus esfuerzos para cons­

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truir un nuevo tipo de hombre que, subordinando sus apetitos y sus deseos a la razón, aceptase por ello tanto mejor a la auto­ ridad. Para conseguir imponer estas nuevas virtudes, garantía del orden y de la estabilidad social, la fuerza bruta no era sufi­ ciente. Era preciso en primer lugar modificar al propio clero y a las élites, proyecto que se emprendió con éxito y que desembocó en el honnéte bomme del siglo xvn, dueño tanto de sus pasiones como del universo. En lo que se refiere a las masas, la tarea fue más ardua y más lenta. El Estado y la Iglesia, conjuntamente, sometieron los cuerpos y las almas. Cada individuo comprendió que su cuerpo no le pertenecía totalmente, sino que dependía en primer lugar de sus padres, del rey, de Dios. La sexualidad fue controlada y reprimida en sus excesos. La tutela paterna se hizo cada vez más pesada sobre los cuerpos de los adolescentes, a su vez cada vez menos autónomos. El Rey y Dios mostraban clara­ mente a qué suplicios se exponían los cuerpos desobedientes. Re­ primidos, controlados o mutilados, los cuerpos recibían d sello de las normas sociales de la época. La conquista de las almas se realizó mediante el encasillamiento cristiano y judicial de la so­ ciedad, mediante la lucha contra las supersticiones populares, gra­ cias a la reafirmación constante del principio de obediencia que ligaba a cada ser humano con Dios. La ortodoxia religiosa ex­ cluía de este mundo cualquier tipo de felicidad, lo que facilitaba la represión de las pasiones y concretamente de los cuerpos.» 41 Este texto de un historiador que analiza las formas de domina­ ción de la cultura de élites sobre la cultura popular permite com­ prender la situación estratégica del racionalismo en este marco histórico-político. El pensamiento de Descartes, padre del racio­ nalismo moderno, ocupa en este marco un espacio muy peculiar. El estatuto de la razón cartesiana, separada aparentemente del cuerpo social, facilitará su instrumentalización política. Y del mis­ mo modo que la crítica del progreso sólo puede ser interpretada en términos de retroceso por los que mantienen una concepción lineal de la historia, el análisis y la crítica de los estigmas de la 42. R. Muchembled, Culture populaire..., op. cit., p. 284.

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razón moderna no tienen necesariamente por qué significar un retomo al irracionalismo sino más bien una apuesta apasionada por una racionalidad diferente.

Santander, agosto de 1986

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C ristina P eña -Marín D E L AMOR Y LO S D ESO RDENES D E LA ID ENTIDAD

Es probablemente su irremediable estupidez lo que hace tan obsceno el discurso amoroso («Inversión histórica: ya no es lo sexual lo indecente, sino lo sentimental — censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra m oral». R. Barthes). Fuera de su espacio, de la intimidad a dos, la conversación amorosa es, sin duda, la más ridicula: impresentable. En vena sentimental, el sujeto no habla más que de pequeñeces. Cierra el mundo, lo hace íntimo, banal, intrascendente en sus fútiles y personalísimas expresiones. Sin embargo, es en esa relación, que desde fuera no puede ser vista sin sentir vergüenza, donde se juega todo para los im­ plicados y donde ambos tratarán de afinar al máximo sus ar­ mas, de lograr los mayores aciertos en las jugadas de las que depende su propia identidad. Que la relación transcurra bajo el signo de la fascinación no significa que en su interior no haya más que un vacio de inmóvil y asombrada admiración. Muy al contrario, de la inteligencia y habilidad táctica de ambos de­ pende que consigan mantener la tensión de la fascinación y el atractivo, la implicación mutua en el juego. Pero se trata de un juego cuyas reglas son muy otras que las que rigen en los ámbitos «racionalizados» de la vida. A diferencia de los otros juegos, en que el jugador lo es a tiempo parcial, quien se prende en el juego amoroso implica en él lo más íntimo y entrañable de sí, hasta el punto de que no

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será separado de esa relación sin sentir una violenta desgarradura o, en otros términos, una radical crisis de identidad. (Es esta implicación de su persona como un todo lo que hace tan estúpido el enamoramiento. Sorprendidos en su trato íntimo, la falta de distancia con que los amantes dan rienda suelta a la expresión de sus sentimientos o dirimen sus triviales disputas resulta ine­ vitablemente obscena: como si alguien se aviniera a participar en la escena social sin portar la indispensable máscara, sin el mí­ nimo de fair play, de distancia y desenvoltura que representa el control de la inteligencia sobre la expresión.) Una inmersión semejante en el sentimiento parece propia de una inocencia incompatible con la inteligencia. La lucidez, due­ ña cruel, desde su exterioridad distante al sujeto, disecciona y destruye las propias sensaciones y sentimientos. Quien se apega a la inteligencia — por culto o por manía, dice Cioran— desem­ boca fatalmente en la privación del sentimiento. (También escribí en mis tiempos cartas de amor, / como to­ das, / ridiculas. / Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridiculas (...) Mas al final / sólo las criaturas que nunca escribieron / cartas de amor / son las / ridiculas. Alvaro Cam­ pos.) Si la «manía» de la inteligencia puede posesionarse de algu­ nos hasta arrastrarlos a la sequedad de no poder sentir, una ma­ yor astucia del jugador le permite la circulación entre ambas ac­ titudes. Hay un tiempo para la fascinación, el arrobo pasional, la admiración ingenua en que el sujeto se halla prendido, como suspendidas sus facultades críticas. Cuando la tensión de este es­ tado decae — la intensidad máxima posee la cualidad de exten­ derse sólo el lapso de una duración soportable: «lo bueno si bre­ v e ...»— , el sujeto distraído, fatigado tal vez, comienza a per­ cibir las grietas de una realidad antes tersa, incontestable. Entra entonces en el tiempo de la inteligencia, de la observación dis­ tanciada de la escena y de uno mismo, de la organización de la experiencia anterior en los códigos de la razón, del lenguaje y la cultura. Este movimiento pendular marca nuestra relación con los

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otros, con el espectáculo de la política o de los medios de comu­ nicación y atormenta particularmente a los amantes: de la fasci­ nación a la ironía, del dejarse seducir, atrapar en el juego de las apariencias, a la observación sensata y critica de la experiencia propia como si fuera ajena. Pero ¿se trata realmente de una oscilación pendular, de esta­ dos exduyentes que sólo podemos vivir en tiempos altemos, o bien de territorios contiguos que en lugar de un muro separa­ dor poseyeran una intermedia «tierra de nadie», espacio de inde­ terminación, de difuminación de las actitudes que en ¿1 preva­ lecen? El amor no transcurre en la experiencia de quien lo vive se­ gún una temporalidad lineal, orientada a un fin, como aparece en las innumerables historias de amor que nutren los media. La organización de los avatares de la relación en una «historia» exige la mirada de un observador exterior, sea este observador el propio sujeto implicado o un tercero: el narrador que construye el relato para el cual establece convencionalmente un final al que los episodios tenderán entonces como si fuera su sentido natural. Pero esta tarea es fruto del tiempo de la reflexión, aquel en que nos distanciamos de la experiencia en curso, seleccionamos los elementos capaces de integrarse en una organización con sen­ tido y los componemos en una serie temporal que camina hacia su fin. E s decir, construimos un relato para nosotros mismos o para los demás, hacemos comprensible según los esquemas de nuestra cultura la amalgama de sucesos, acciones y sensaciones en que nos hemos visto inmersos. Pero el sujeto que se encuentra en el centro de una relación amorosa vive la discontinuidad de estas dos series temporales a veces dramáticamente, dada la intensidad de su implicación. El enamorado se deja absorber en su relación, que se sitúa en un presente suspendido fuera del tiempo, ajeno a las determinacio­ nes exteriores de la temporalidad cotidiana. Es el tiempo del puro sentir en que el sujeto «embobado» olvida que haya que fijar algún norte a la actividad — la caricia que recorre el cuerpo del otro divaga sin noción de sí, sin una finalidad, orientación

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o camino fijado de antemano, sino según va siendo solicitada por el relieve de ese cuerpo, por la variable textura de su piel y por su reacción al tacto— , se deja ir en el juego especular en que uno ama y se ve amado, con la misma inocencia con que de niño jugaba a encarnar alguno de sus personajes favoritos. Cuan* do llega el momento del olvido, de la lucidez o del desengaño puede verse incapaz de sostener aquel mundo que acaso percibe ahora como una ilusión falaz, o puede, en cambio, integrarlo en la racionalidad de su vida cotidiana, hacer planes, conformar aquella relación de acuerdo con las convenciones y las institucio­ nes sociales que están ahí para eso. Pero eso es ya otra historia, su historia. A la conciencia corresponde una temporalidad discontinua. La conciencia interrumpe, separa el presente del sujeto, su estaraquí-ahora y, por el acto de reflexión, lo constituye en pasado: al reflexionar no puedo captarme tal como soy en el momento en que reflexiono. Debo detener el flujo de mi conciencia, de modo que me observo siempre en el momento inmediatamente anterior. La autoconciencia se da siempre, en palabras de Schutz, modo pretérito. Esto significa que yo me constituyo, en la autoobservación, en personaje de una historia, mi propia historia, construi­ da, como corresponde a la modalidad del relato, en tiempo pasa­ do por un observador exterior. Asi el presente es inaccesible a la conciencia, o lo que llama­ mos presente, el introducirnos en el continuo fluir del tiempo en el que la presencia de algo nos detiene. En este orden «dentro del cual actuamos» nuestros estados se fusionan entre sí. Por el contrario, en el orden de la conciencia reflexiva en el que «nos vemos actuar» nos escindimos adoptando simultáneamente las po­ siciones de observador y observado, sujeto y objeto. La conciencia introduce una distancia a la vez espacial y temporal respecto a uno mismo: desde la exterioridad de un observador distante per­ cibimos de nosotros mismos fragmentos discontinuos que organi­ zamos retrospectivamente en una serie, una sucesión con sentido. También el yo permanece inaprehensible a la autoconciencia: el

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sujeto, el observador es precisamente aquello que queda fuera del campo de visión. La escisión interna constitutiva de la conciencia supone la in­ troducción de la alteridad en el interior de sí: el sujeto debe adoptar una perspectiva exterior sobre sí, verse desde otra posi­ ción o, como dice Mead, desde la posición de otro, y también desde los esquemas de conocimiento y valoración del otro en particular o los otros en general.

M alestar después de demasiada lógica (K afka) E l pensamiento de la subjetividad se desplaza hoy a la in­ tersubjetividad porque tanto en la autoconciencia como en la ac­ ción y en la palabra encontramos siempre al otro y a los medios colectivos que son el lenguaje y los sistemas de conocimiento e interpretación que nos sirven para dar sentido a nuestra experien­ cia. La interacción, la comunicación intersubjetiva es la instancia originaria productora de la subjetividad: la relación con el otro precede a la constitución del yo. (Pues no entro en la categoría de la persona más que desplazándome en la interlocución entre las posiciones yo / tú / él / nosotros... Es en el escenario de la relación con el otro, cómplice, adversario, colaborador, testigo... donde juego las posibilidades de realización de mi identidad, y es en la respuesta a la demanda que es la presencia del otro donde puedo percibir su singularidad e imponer la mía.) Pero una vez enunciada esta posición — pensar la subjetivi­ dad desde la intersubjetividad— se plantean una serie de proble­ mas desde la perspectiva del yo. En primer lugar, la relación con el otro nos constituye limitándonos. Cada uno de nosotros no posee del otro más que los signos que éste emite con su conducta expresiva. La comprensión procede por sucesivas aproximacio­ nes, hipótesis de interpretación de esos signos confirmadas o dese­ chadas hasta encajar lo desconocido — la persona del otro que deseamos conocer— en alguna de las categorías o tipos disponi­ bles en la cultura a que cada uno pertenece. Aplicada a nosotros

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mismos, la definición que pretende abarcamos en una combina­ ción de estas categorías siempre nos ofende: algo de nosotros, tal vez lo más esencial, parece quedar fuera de una definición del tipo «una persona tal y cu al...». Pero también percibimos que algo del otro se sustrae a nuestra categorizadón, algo que sin embargo está bien presente en nuestra relación con él. Además, en muchas de las relaciones en que nos vemos en­ vueltos somos conscientes de actuar representaciones ad hoc de nosotros mismos, de ejecutar un papel con el que no nos senti­ mos identificados. De hecho la modernidad sitúa al sujeto en ám­ bitos de relación despersonalizados donde es únicamente una fun­ dón, una pieza en un mecanismo — la persona, su «vida interior», son totalmente ajenos y no pertinentes en el mundo del trabajo o en las relaciones con las institudones. El conflicto moderno de la identidad (el verse en la nece­ sidad de tener que buscar una respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?) surge porque la persona se encuentra comprendida en múltiples círculos de relación en los que partidpa a menudo no como una persona completa, que diría Simmel, sino que sólo entra en juego una parte de sí mismo, aquélla implicada por la tarea, la afición, o el objetivo al que se orienta la rdadón. Estos círculos poseen además códigos de comportamiento y esquemas de interpretación muy diversos entre sí, o incluso contrapuestos, de manera que, según pasa de un drculo a otro, la persona se puede ver obligada a comportarse conforme a reglas distintas y a representarse a si misma de muy diferentes o hasta contradic­ torios modos. Los diferentes círculos por los que transita el individuo a lo largo de sus días no convergen en una unidad de sentido — no existe una creenda trascendente y englobante como la religión, que integraba las diferentes actividades pardales en un sentido superior— sino que el hombre actúa en el ámbito laboral, en el político, en muchas de sus relaciones de acuerdo con las raciona­ lidades específicas que rigen en cada uno de esos ámbitos, dota­ dos de lógicas y éticas autónomas. La individualidad surge pre­ cisamente por la posición en que se encuentra el hombre moder­

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no, situado en una peculiar intersección de círculos sociales en la que es prácticamente imposible que coincida ningún otro hom­ bre (Simmel). Esta situación, que hace posible el desarrollo de la indivi­ dualidad en su complejidad y en su diferencia respecto a todos los demás hombres, implica la fragmentación y, al tiempo, la centralidad del yo. El hombre, liberado de la tradición y de los lazos comunitarios que determinaban su destino y decidían por él gran parte de las opciones que se abrían a su vida, se ve obli­ gado a buscar por si mismo los criterios conforme a los que guiar­ se. La duda que abre su libertad se hace ineludible ya que ahora él deberá ser una creación de sí mismo (conforme a la mitología del individualismo, que se desarrolla paralelamente a la obsesión por el desarrollo de la subjetividad — la apertura sin límites a todas las posibilidades de desarrollo de sí y a todas las sensacio­ nes— y de la autenticidad — el desvelamiento de la interioridad, tanto de uno mismo como de los otros, que se supone oculta tras las máscaras sociales). La identidad no le es dada al hombre moderno. Antes bien, hallarla será un asunto central de su existencia. Le están abiertas múltiples posibilidades de ser conforme a órdenes de significado muy distintos, al tiempo que cada opción que realice, la actitud que adopte en sus relaciones, etc. perfila los rasgos que le de­ finen para los otros y para si. Pero las definiciones de una misma persona son tan heterogéneas como los mundos en que las rea­ liza. Por ello, cómo sea él mismo, en cuanto mismo, persistente en sus diferentes momentos, es una cuestión indecible que le so mete a crisis más o menos radicales cuando la identidad proyec­ tada en una situación resulta desmentida o no se ensambla con la representación contigua y el sujeto cae en el vacío entre dos imágenes de sí. Para muchos de los estudiosos de la modernidad, un elemen­ to esencial en la conformación de la individualidad es la segrega­ ción moderna de los espacios público y privado: las relaciones se despersonalizan en los ámbitos públicos y se hacen funciona­ les. La segmentación de estos ámbitos y la progresiva racionali-

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zacíón de sus normas crean una fractura entre el hombre y el mundo, entre lo subjetivo y lo objetivo, que hace a esos ámbitos limitados en su capacidad de proporcionar un significado a la existencia individual. El mundo privado, el de las relaciones fami­ liares e íntimas, se autonomiza también de los mundos públicos como aquel en que el individuo no está completamente confor­ mado a las exigencias del medio. Espacio estable, comprensible, ajeno a la competitividad y el arribismo, donde el individuo desarrolla su sexualidad, sus afectos, sus relaciones libres de cons­ tricciones y donde debe descubrir una presunta «identidad esen­ cial» expulsada de los mundos donde actúa representaciones par­ ciales y condicionadas de sí. Antes de volver al análisis de la subjetividad desde la inter­ subjetividad, o para entrar de lleno en él, habrá que considerar algunos problemas implícitos en esta perspectiva. El aumento de las relaciones impersonales en el ámbito público (así como el enrarecimiento de ese ámbito, en que cada uno está sometido a la vigilancia de los otros, a la mirada indagadora que trata de descubrir las «verdades intencionadas» del desconocido a tra­ vés de los indicios que deje transparentar, a la valoración moneta­ ria de su persona en términos de estatus, etc.) y la intensificación de las relaciones personales y de las vinculaciones afectivas en el ámbito de la familia y las relaciones íntimas me parece un hecho incontestable de la modernidad. Sin embargo, es preciso distin­ guir aquí entre el orden social, sus instituciones, sus reglas, sus legitimaciones, etc. de una parte, y las actitudes de los sujetos respecto a ese orden, de otra. Como actores sociales adoptamos una serie de actitudes que van desde la identificación subjetiva con la representación de uno que el orden prevé hasta los más diversos y perversos jue­ gos con las reglas y las instituciones; juegos cuyo objeto es pre­ servar una cierta autonomía personal mientras se mantiene la apariencia de íntima fidelidad a ese orden. En la «hipótesis normativista», se daría una conformidad to­ tal de la existencia individual en un sector de la propia vida — todo es orden, reglas, intereses en el ámbito público— frente

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a la autonomía absoluta en el otro, el llamado privado. Sin em­ bargo, el individuo que se encuentra ejecutando un rol, actuan­ do en «calidad de» peón, ejecutivo, revisor o ama de casa mues­ tra a menudo lo que Goííman llama «distancia del rol»: actúa el rol de modo que quede claro para los espectadores que ¿1 no se identifica con el papel que está representando o que una parte de su persona queda libre de las constricciones del rol. Con ello el sujeto, mientras actúa respondiendo a las exigencias de la ins­ titución en aquello que ésta le puede reclamar, muestra la posi­ bilidad de entablar una «relación personal» por debajo de la relación meramente funcional en que él y su interlocutor se ven envueltos según impone la lógica de ese ámbito. Lo que muestra de su persona como independiente del rol está dirigido al juego con el otro, al salto sobre las reglas, a la complicidad, a la posi­ bilidad, en suma, de una relación «personalizada». Así la autoironía, la sobrerrepresentación del rol y tantas otras formas de jugar con el personaje que uno está represen­ tando, así como el guiño de entendimiento, el humor, la sugeren­ cia de una posible aproximación erótica, etc. se interfieren en las «despersonalizadas» relaciones funcionales para dar un espacio al flujo creativo que se abre de una conciencia a otra, donde el otro no es nunca la repetición de alguien ya visto, sino una sin­ gularidad que extrae de mí cada vez algo también absolutamen­ te singular. (Parece innecesario, por otra parte, señalar que el ámbito privado no está libre de las interferencias institucionales que se introducen, por ejemplo, a través de la distribución de los roles familiares: padre/hijo, esposa/amante, etc. y actualmen­ te de las instituciones que sustituyen la conversación íntima — psicoterapias— o los vínculos afectivos — agencias que gestio­ nan el tiempo líbre, la compañía, etc.) La visión del otro nos cosifica, nos parcela y nos recom­ pone en múltiples imágenes-pastiche en que se ensamblan las categorías con que por el lenguaje accedemos a la comprensión prospectiva y retrospectivamente (avanzamos hipótesis de encasillamiento del otro y concluimos un retrato que lo concluye). Pero la relación con el otro es también, y fundamentalmente,

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presente, presencia que nos arrastra en un ritual particular y nos sume en un «nosotros» más allá de mí y del otro. Quizá fue nuestro común sentido del humor lo primero que hizo que nos entendiéramos. La auténtica unión espiritual se da cuando dos personas cualesquiera tienen un sentido del hu­ mor o de la ironía entonado en la misma nota exactamente, de forma que cuando contemplan un determinado tema sus miradas se entrecruzan como si fuesen los haces de varios re­ flectores. He tenido varios amigos con los que me faltaba ese nexo, pero la verdad es que nunca fueron amigos íntimos; en ese sentido Henry James fue quizá el amigo más íntimo que he tenido, aun cuando en multitud de cosas éramos tan diferentes. Edith Warton, A Packward dan ce, citado por Wayne C. Booth, Retórica de la ironía. No deja de ser curioso que las metáforas que tratan de ex­ presar ese tipo de afinidad personal que va más allá del acuerdo racional o del compartir aficiones, espacios o relaciones sean a menudo metáforas musicales. Schutz analiza el tipo particular de relación que se produce entre los músicos que tocan juntos una pieza, y la nombra con un término, naturalmente, musical; la relación de sintonía. Los músicos comparten un tiempo interno, vivido como un intenso presente que parece suspenderse fuera del tiempo exterior. No es un presente estático, es un fluir en el que se articulan paso a paso las corrientes de la conciencia de los participantes. El tiem­ po interno de la conciencia de cada músico se desarrolla sobre la experiencia común de un presente vivido simultáneamente con el otro. Schuzt concibe una suerte de unión del tiempo interno y externo, ya que la interpretación de cada ejecutante del flujo de experiencias internas del otro se realiza a través de la simul­ taneidad en el mundo exterior de ambas experiencias internas y de ambas interpretaciones. El encuentro entre los músicos que tocan juntos una obra no es, para Schutz, más que el caso paradigmático de la relación de sintonía que está en la base de toda comunicación. En otras oca­

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siones se refiere a la «relación nosotros» como el encuentro caraa-cara en el que cada participante, mientras vive su propio flujo de conciencia, percibe el articularse del pensamiento del otro a medida que se va desarrollando. En la relación interlocutiva, el «nosotros» no es un simple agregado de yo + tú, es el medio originario en cuyo interior cada participante desarrolla facetas imprevistas de su persona y en el que cada uno se ve visto por el otro en modos que sobrepasan sus propias intenciones (el lenguaje no es ajeno a este desbor­ damiento de las personas de los interlocutores en el diálogo. Cuando tomo la palabra siempre resuenan otras voces distintas de la mía que han utilizado antes los términos o expresiones que yo ahora actualizo, como si por mi voz hablaran una legión de otros locutores, grupos, ideologías que involuntariamente con­ voco a expresarse por ella; otros sentidos no previstos por mí vienen a asociarse a mis palabras en la interpretación de mi in­ terlocutor). Pero me interesa ahora entrar en esa particularidad de la comunicación intersubjetiva señalada por Schutz como básica para toda comunicación, en la que la articulación de los tiempos in­ ternos permite simultáneamente a cada actor situarse dentro y fuera del juego relacional, en el tiempo interno de sus propias experiencias y en el externo en que se articulan con las experien­ cias del otro. Podemos interpretar esta simultaneidad de tiempo interior y exterior también en términos espaciales. Cuando suenan las notas, lo que percibe quien escucha mú­ sica es el abrirse de un espacio en el que los elementos musi­ cales, notas, silencios, movimientos tonales, adquieren las carac­ terísticas de los cuerpos en el espacio: los elementos se unen y separan unos de otros, establecen relaciones entre sí formando figuras — líneas, planos, volúmenes— . Un orden en el que se trazan recorridos entre cosas que se sitúan en planos más pró­ ximos y más alejados, que a su vez pueden cambiar sus respec­ tivas posiciones sugiriendo posibles dimensiones de los sentimien­ tos. Un espacio cuya abstracción parece habitada por lo más humano.

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Como la duración en que estamos inmersos cuando nos en­ contramos entregados a la acción o a la sensación, en cada ins­ tante de la composición musical están contenidos el pasado y el futuro. Cada nota se abre al pasado, en cuya secuencia está inserta, y al futuro que anuncia e inicia. Tal vez sea esta afi­ nidad con la dimensión durativa del tiempo, de la que Bergson daba noticia, la que hace a la música tan apta para expresar aque­ llas experiencias que tienen lugar en la faceta de la persona no dominada por la conciencia. Pero, mientras percibimos — aun sin detenerlo, segmentarlo y formularlo en los términos del lenguaje— nuestro fluir interno abierto, no nos es dado entrar en el del otro, salvo en encuentros del tipo «tocar música juntos» o hacer el amor, en relaciones «de sintonía» que, por otra parte, advierte Schutz, son lo esen­ cial de las relaciones interpersonales. En estas relaciones, los espacios y los movimientos interio­ res del otro se hacen accesibles a mi percepción por ocupar una posición a la vez exterior e interior a él. O más bien, los movi­ mientos que ocurren en el interior de cada participante ocurren en la expresión misma. No hay desfase entre el acontecimiento interior y su expresión exterior. Lo que acontece es la expresión, la particular interpretación de la obra musical que cada uno rea­ liza. La música no es, por tanto, un medio para la expresión de los sentimientos o de cualesquiera acontecimientos internos, es lo que ocurre en el interior de cada uno. Pues la música no existe antes de ser interpretada, y la interpretación es la forma en que ésta penetra en él y hace resonar su sensibilidad: hace salir de él la misma pieza ahora ya expresión de los propios movimientos interiores que ella misma ha producido. La percepción de lo que acontece en el interior del acom­ pañante se da junto con el surgir de las propias sensaciones, de modo que ambas corrientes internas fluyen conjuntamente en el movimiento de la música que ambos van construyendo. No hay identidad entre ellos, hay simultaneidad en el tiempo exte­ rior de sus procesos, en los que se da una suerte de acuerdo automático surgido de la fuerte presencia en cada uno del otro

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a través de la forma exterior de la música en que uno y otro se expresan. La intimidad entre dos no surge del desnudamiento, del ex­ hibir el uno ante el otro una subjetividad preexistente al encuen­ tro. Como indica el texto de Warton, surge del hecho de ser am­ bos capaces de construir conjuntamente una realidad, o una misma versión (en el sentido tanto musical como cognitivo y experiencial) de la realidad. Cuando están juntos, Edith Warton y Henry Jam es «entonan» sus respectivos sentidos del humor y de la iro­ nía en la misma nota exactamente. Ven la otra cara de la rea­ lidad, pero no cualquier otra; coinciden en ver aquello en que pretende fundamentarse el orden de lo real y «le siguen la co­ rriente» o desvelan sus leyes desde fuera de ese orden, aunque no desde cualquier punto exterior, sino ambos desde el mismo. Los amantes logran a menudo ese tipo de acuerdo que Schutz llama de sintonía en el encuentro erótico, en que el cuerpo desa­ parece como frontera física, envoltorio rígido que mantiene fuera de sí al otro, para convertirse en lugar de paso, tránsito de lo uno a lo otro donde uno y otro se hacen interpenetrables. La pérdida de la conciencia en el puro presente-presencia del «noso­ tros» es también olvido de sí por parte del cuerpo: desplazamien­ to del centro del cuerpo propio al continuo movimiento que va de mí a ti y hace a cada uno proyección del otro, hasta que los cuerpos mismos se hacen invisibles en esta incesante meta­ morfosis (aquel que conserva la mirada en el éxtasis erótico in­ troduce a su «persona» como espía o voyenr en el interior de la escena de la que él mismo se ha ausentado como participante). La fatiga que pone fin a la tensión señala la reclamación de los cuerpos de su derecho a estar presentes, a ser nuevamente cen­ tro de si mismos. Los amantes no están únicamente en sintonía en el encuen­ tro erótico, lo están también en sus conversaciones («el amor es el más charlatán de los sentimientos y consiste en gran parte en la charla misma», Musil), y en ellas la palabra y la mirada cumplen la misma función que cumplía la música en el tocar juntos: la expresión de sus movimientos internos y, al tiempo,

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lo que los suscita. Pero mientras la pieza musical es, como forma exterior, comunicable, y quienes asisten a la interpretación pue­ den no sólo disfrutar de la audición, sino también participar en cierta medida de los acontecimientos interiores que expresa, la conversación de los amantes es idiolecto a dos, un código pri­ vado de ambos que los extraños no pueden compartir (solamente el cine conseguirá en algunos momentos hacernos participar de las vivencias que expresan los amantes gracias a su posibilidad de adoptar simultáneamente el punto de vista objetivo y el sub­ jetivo). Mediante ese lenguaje común, lo que los amantes van crean­ do es su propia persona, o una faceta de su persona antes ine­ xistente que ha ido surgiendo como creación conjunta, en parte el despertar de algo que estaba como dormido en el fondo de uno esperando a quien pudiera hacerlo salir a la superficie, en parte el reflejo del propio juego y de la faceta de sí mismo que del otro surge en la relación. Por eso no somos los mismos en cada nueva relación amorosa y, sin embargo, somos en cada una algo muy esencial de nosotros mismos. Y así Calixto y Melibea quedaron enlazados por el sueño de cada uno, que resultaban ser las dos mitades de un sueño único. Zambrano «Y o mismo en tanto que amante soy otro que antes de amar (pues no ama esta o aquella de mis “ partes” o energías sino el hombre en su totalidad)», escribe Simmel, quien atribuye esta creación del otro y de uno mismo en el amor a la forma en que este sentimiento se enlaza con su objeto — más estrecha e incon­ dicionadamente que ningún otro sentimiento— , de modo que éste, el objeto, no está ahí con anterioridad a la relación sino a través de ella. Cuando admiramos o tememos a alguien, conti­ núa este autor, lo hacemos a partir de alguna cualidad u ocasión que le hacen admirable o temible, pero es propio del amor abar­ car enteramente y libre de mediaciones a su objeto. Como en

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ningún otro sentimiento, la interioridad del sujeto se vive pura­ mente con respecto al otro como absoluto. En un frente-a-frente insuperable, ambos se acomodan incondicionadamente a la co­ rriente en que están enlazados, de modo que no cabe entre ellos una instancia intermedia. En el análisis de Simmel aparece nuevamente la penetrabilidad de la frontera entre yo y el otro, como si, arrastrados por la corriente que los enlaza, la membrana entre lo de adentro y lo de afuera se hubiera hecho permeable. Pero no se trata de que la interioridad de cada uno se haga transparente para el otro, aunque ¿sa es la ilusión que se hacen a menudo los amantes. Luhmann señala la inseguridad como condición necesaria a la semántica del amor. Lo extraordinario del mundo-a-dos y la im­ portancia que cada uno tiene en el mundo del otro deben ser continuamente reactualizados. Sin embargo, la repetición del ges­ to amoroso, señala Luhmann, no debe indicar una costumbre reiterada, sino que debe hacer percibir que la persona se iden­ tifica con su acción, por lo que se plantea continuamente la cues­ tión de si se es sincero o no. Este traspasar la acción para ir a la «esencia» individual pro­ pio de la relación amorosa tiene una doble vertiente: de tina parte sólo es posible en el encuentro de sintonía, en que cada uno percibe y comparte el devenir abierto del otro, y los dife­ rentes papeles que adopte cada uno en el juego amoroso no ocul­ tarán al otro sus sentimientos y movimientos interiores, antes bien, servirán para expresarlos, pues surgen en ese mismo juego. Pero esa visión interior al «nosotros» es rota en numerosas oca­ siones a lo largo de la relación y sustituida por la visión exterior sobre el otro y sobre la relación, la visión que concluye al otro retrospectivamente y lo fija en unos rasgos y unas posiciones en los que ha sido anteriormente valorado por mí, o en los que querría verlo realizado, impidiéndole así abrirse a nuevas posibilidades de ser, cerrándolo en una reclamación de identidad definida desde fuera por mí. La superposición de lo interior con lo exterior se da tam­ bién, según Bajtin, en el baile: «En la danza se funden mi apa-

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rienda, vista sólo por los otros y existente para los otros, y mi actividad orgánica interna. Todo lo interior en mí aspira a salir fuera, a coincidir con la apariencia. Y o me concentro en el ser, iniciándome en el ser de los otros. Mi existenda danza en mí afirmada valorativamente desde el exterior; es el otro quien danza en mí». También lo activo y lo pasivo confunden sus po­ siciones, pues la actividad de quien baila o quien ama surge del recibir la acción d d otro, del dejarse poseer por la música o por la gracia d d otro (d encuentro erótico sólo puede ser conside­ rado «aburrido» — expresión que he escuchado en algunos de los filósofos partidpantes en este encuentro— por quien adopta únicamente la posidón activa y busca en cada ocasión un hallaz­ go, una posición, un gesto nuevos, d cual se verá abocado a repetirse a sí mismo, pues este sentido de lo nuevo es inencontrable donde d repertorio de gestos y combinadones es limitado. La novedad sólo es posible para la sensibilidad receptiva, tradirionalmente la femenina, para la que se abre con total disponi­ bilidad a la percepción de la melodía mil veces oída, y la deja entrar en sí para hacerla resurgir con las nuevas resonancias que le da en cada ocasión d paso por su particular sensibilidad, d d mismo modo que, señala Lorca, puede surgir el «duende» en la enésima repetidón d d mismo canto por el cantaor que se deja penetrar por d diablo del cante y permite que éste haga resonar todas sus fibras de manera que, una vez más, se produzca lo inesperado). La pasión por d otro es pasión por la rdación que me disudve como «yo» a la vez que me construye como alguien nuevo: pierdo mi propia solidez y conclusión para hacerme penetrable a la diversidad insondable del otro. La rdadón amorosa es la pasión de la constitución de sí mis­ mo por el otro, la relación fundadora de la identidad. Cuando la literatura se adentra en el espacio interior, cuando transcribe d «monólogo interior», descubre su fundamental heterogeneidad: una multiplicidad de personajes dialogan en d interior del yo y su discurso se construye como un pastiche en que fluyen y se ensamblan palabras de otros, fórmulas anónimas, tópicos, dichos

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de individuos o colectivos que acuden a hablar por el discurso interior de un sujeto en conversación consigo mismo. Sin embargo, es preciso elaborar la propia voz desde las voces ajenas, lograr el inestable equilibrio entre los fragmentos que componen el uno. Entre las múltiples imágenes de si, el sujeto construye algún intersticio propio. Las miradas que le han elegido le han proporcionado algún asidero donde elegir entre sus posibilidades de ser, donde determinarse, de modo que sus opciones pasadas se encuentran en las decisiones que en cada pre­ sente le definen, en el gesto que enlaza sus diferentes actitudes en los diversos escenarios en que se representa. La definición de uno mismo, además, nunca está totalmente concluida en «el yo que soy ahora» o en la construcción retrospectiva del yo que he sido. «Sólo en el futuro se ubica el centro real de definición propia», afirma Bajtin. La identidad queda siempre abierta a lo inminente, a lo que debo y deseo ser, a la posibilidad de una nueva creación de mí mismo, origen de gran parte de las men­ tiras sobre el yo («Qué vitalidad, qué apetito de ilusión, qué resplandor en cualquier mentira nueva, e incluso vieja». Cioran). Mientras yo no coincido nunca totalmente conmigo mismo y mi ser siempre está abierto desde mi interior, mi visión sobre el otro — salvo en la fugaz relación de sintonía— es necesaria­ mente exterior: una visión categorizadora que le petrifica, de modo similar a cuando me aplico a mí mismo la visión retros­ pectiva por la que me convierto en un «tipo», el personaje de una historia, o en el aterrador retrato de mí mismo que emerge de mi curriculum. Pero estos perfiles solidificadores de uno mis­ mo se presentan como ocasionales rendimientos de cuentas ela­ borados para sí o para otros según las exigencias del momento en que se realizan, pero estamos siempre prestos a desmentir­ los, a renovarlos o a imaginarnos renacer en la fantasía de un nuevo yo, generosidad y apertura que nuestra exterioridad so­ bre el otro no nos permite concederle a él. La batalla entre los amantes dramatiza el conflicto entre ha­ cerse permeable y resistir a la pasión devoradora, entre identidad y diversidad, entre la mirada que nos abre y la que nos con­

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cluye. Como el actor que interpreta un papel y al tiempo se es­ cucha y se ve interpretar; el músico que se absorbe en su eje­ cución pero no pierde la conciencia de si, del entorno y de la pauta que marca el director de orquesta, por ejemplo, cada uno nos introducimos en el curso de una acción o una relación y si­ multáneamente, como en un segundo plano, controlamos nuestra actuación, el efecto que está teniendo en los otros, etc., situán­ donos así en una zona intermedia entre el sentimiento y la inte­ ligencia crítica en que ambas actitudes se hacen compatibles. Podemos caer en la fascinación del otro mientras la conciencia alerta nos permite recuperar la libertad de la distancia y guiar nuestra estrategia. (La racionalidad cotidiana habrá destruido el mundo extraordinario creado por la relación amorosa, y los aman­ tes se convertirán en identidades transparentes, archiconocidas y, por tanto, invariables — como ocurre, de hecho, en la familia— , cuando hayan perdido la capacidad de compatibilizar ambas ac­ titudes o, al menos, de circular entre ellas, la posibilidad de en­ trar en el sueño del otro.) Ese equilibrio entre la embriaguez y la lucidez (ese «punto» tan fácil de perder, como sabe todo bebedor), entre la visión interior a la relación y la exterior, consistente en el hábil manejo de la dinámica entre lo que cae bajo el foco de nuestra atención y lo que queda en la zona de sombra sin desaparecer en la total oscuridad, es lo que puede permitirnos conservar la gracia y la accesibilidad a la gracia del otro sin perdernos o sucumbir a la petrificación; lograr un punto entre los extremos en que, según refiere Deleuze, definía Kleisa la gracia, que habita «en el cuer­ peo de un hombre desprovisto de toda conciencia y de aquel que posee una conciencia infinita». O tal vez la gracia consistía precisamente en no detenerse, no fijarse en ninguno de ambos extremos.

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J o rg e L ozano FIGU RA S D E SEDUCCION

En primer lugar quiero aclarar que no siendo filósofo ni se­ xólogo no podría hablar en ningún caso de sexualidad, (Dios me libre!, y es por ello que he preferido hablar en este curso de seducción. Mas no se trata de retomar ese tema que estuvo tan de moda años atrás, eligiendo la seducción como objeto de teo­ ría, sino de ver la posibilidad de que ciertas descripciones de lo que es la seducción puedan ser utilizadas como línea metodo­ lógica para observar la interacción y sus estrategias. Al intitular mi ponencia Figuras de seducción, pretendo aten­ der a la seducción more semiotico recordando así, se me excuse la petulancia, el proyecto de Espinoza de estudiar las pasiones more geométrico-, «consideraré los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos» dice, en efecto, Espinoza en el prefacio a «D el origen y naturaleza de los afectos» (tercera parte de Etica). Y el título, Figuras de seducción, quiere evocar también aquel otro De figures du discours autre que tropes de Pierre Fantanier (1827). Allí el autor francés, en un momento de eclipse del discurso teórico pasional, tras el entusiasmo de los siglos xvn y xvm sobre este argumento, abandona las por él llamadas «fi­ guras de la pasión». La base de muchas teorías sobre la seducción pero también sobre las pasiones en general descansa en la creencia de que el ser vivo sea un sistema de atracciones y repulsiones.

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Recuérdese a los filósofos que, como Descartes, se ocuparon por establecer una «fisiología» de las pasiones, o, sin más, el ca­ pítulo VI del Leviatán, «De los orígenes internos de los movi­ mientos voluntarios, llamados comúnmente pasiones, y los vo­ cablos mediante los cuales son expresados», donde se establece una tipología de pasiones en torno al «apetito» o «deseo» versus «aversión». Las palabras «apetito» y «aversión» nos vienen de los latinos, dice Hobbes, y ambas significan movimiento, uno de acercamiento, el otro de retirada. Recuérdense, en fin, las pa­ labras con las que Helvetius comienza el capítulo VI del «D is­ curso Tercero» (Del Espíritu): «Las pasiones son para la mo­ ral, lo que el movimiento para la física».

«L a que jamás sufrió rechazo» es como define Esquilo a la Persuasión, la compañera de Afrodita. Para conseguir tal atrac­ ción, Persuasión recurre a la ternura, a la dulzura, al placer sua­ ve. Pero Hesíodo, que así habla, añade que ternura, dulzura y placer suave no son jamás dadas sin «palabras engañosas y dis­ cursos seductores». Así configurada en su aspecto doble, mala y buena a la vez, Persuasión representa en la vida amorosa el jue­ go de las apariencias que permite conquistar y atraer para sí con una secreta violencia. Juegos, ardides y estrategia de apariencia califican a Persuasión: a la que recurre Era, por ejemplo, cuan­ do quiere despertar en Zeus el deseo amoroso. Palabras engañosas y discursos seductores que producen atracción. Peitbá persuade y la voz pasiva del verbo persuadir en griego es obedecer. Según Benveniste (Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, p. 74): el presente activo de peitbo «persuadir», fue construido bastante tardíamente sobre peítbomai «obedecer». Y más adelante dice: (...) en griego el verbo peítbomai, «yo me dejo persuadir, yo obedezco», permite reconocer que la «persuasión» equivale o desemboca en la «obediencia» y supone una coacción. De ahí que peithó equivalga a «llevar a alguno a obedecer». Un ejemplo de lo que estamos diciendo se encuentra en Elo­ gio de Elena. Allí Gorgias trata de liberar de toda acusación a

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la bellísima hija de Leda y Tíndaro que marchó a Troya. «Hizo lo que hizo ya por decisión de la Fortuna, mandato de los dioses o designios del Destino, ya raptada violentamente, ya convencida por palabras.» Es la última de las posibilidades la que nos inte­ resa. «Si la palabra fue la que persuadió y engañó al espíritu, no es difícil de defender y de este modo absolver la culpa.» La palabra, el discurso, es para Gorgias un poderoso sobe­ rano, que con un pequeñísimo y muy invisible cuerpo realiza em­ presas absolutamente divinas. Puede, en efecto, eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión. Elena queda atraída por la palabra eficaz. «L a fuerza de la sugestión adueñándose de la opinión del alma, la domina, la con­ vence y la transforma como por una fascinación.» Sobre esa base, sobre esa característica de la Persuasión, Gorgias exculpa a Elena: «Pues la fuerza de la persuasión de la que nació el proyecto de Elena es imposible de resistir y por ello no da lugar a censura, ya que tiene el mismo poder que el destino. En efecto, la pala­ bra que persuade el alma obliga seriamente a esta alma, que ha persuadido, a obedecer sus mandatos y a probar sus actos». La palabra eficaz, persuasiva, produce atracción, como los aromas y perfumes, «que atraen a los dioses» según- nos cuentan Vernant y Detienne. Como Adonis, hijo de Mirra, el barquero Faón se presenta con los caracteres del seductor irresistible. Gracias a Afrodita, que le ha regalado en premio un perfume con virtudes eróticas, tiene el poder de inspirar a todas las mujeres una pasión amo­ rosa que ignora los deberes y las prohibiciones del matrimonio. Mas como todo éxito en estas estrategias, antes o después, se paga, el castigo a la capacidad de seducción, siempre efímera, es para Faón la muerte provocada por un marido engañado. Según otra leyenda, Faón desaparece en una lechuga que es, para Detienne, en contraposición a la mirra, por ejemplo, una planta anafrodisiaca. También en la pantera (Aristófanes en U shtrata 1014-1015 afirma que una cortesana es una pantera) se dan las mismas características que provocan atracción. E s la pantera un carnívoro que en Grecia tiene fama de

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difundir un olor maravilloso del que se sirve para capturar sin esfuerzo animales de los que es golosa. Vencidos por el olor sua­ ve, cervatillos, gacelas y cabras selváticas se ofrecen a su ene­ migo: es, dice Detienne, el reclamo del perfume convertido en una técnica de caza pero perfectamente análoga al que lanza una mujer enamorada o una cortesana inundada de aromas para atraer a su amante. Ardides, astucias, engaños, apariencias, estrategias en fin, di­ rigidas, como se ve, a producir atracción, sea para cazar, como en el caso de la pantera, sea para inducir una irresistible pasión amorosa. No puede extrañar entonces que Roland Barthes en la pri­ mera definición que diera de estilo dijera: el estilo es un sistema de atracción y repulsión.

Veamos ahora qué dice el Diccionario. Allí podemos leer: seducir, engañar con arte y maña; persuadir suavemente al mal; embargar o cautivar el ánimo. En la propia definición se en­ cuentra la dimensión estratégica que caracteriza a la seducción. Estrategia de apariencias, en efecto, es como insistentemente se la ha definido, para alejarla del mero deseo y para no encerrarla en el binomio petición/respuesta. Propia de la seducción, decía Baudrillard, es la «reversibilidad de los discursos». En ella hay desafío y duelo. La seducción es dual. Cuando se dice, por ejemplo, que el desierto seduce, fascina, como en las primeras escenas de París, Texas de Wim Wenders o en los múltiples relatos de Borges, no en vano erigido, en al­ guno de ellos, en la máxima figura inextricable del laberinto, no sólo se está señalando las características de lo enigmático, lo secreto, lo ambiguo, lo claroscuro, lo anamórfico de toda seduc­ ción sino también la articulación de sentido. En cierta ocasión Nietzsche dijo que el hombre circula fuera del centro hacia la X : se aleja del propio lugar cierto hacia un lugar incierto, una incógnita. (Acaso la identidad se encuentre en ese viaje, en ese girar, en esa randonné de la que habla Serres.

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Pensamos que al sujeto podemos definirlo por la posición, en el recorrido de sentido en el espacio intersubjetivo.) Tras esta breve digresión, volvamos al ejemplo anterior del laberinto: puede observarse el recorrido por un laberinto como un diálogo o enfrentamiento entre dos sujetos (el individuo, y el laberinto) y no, como podría pensarse, entre un sujeto y un ob­ jeto. Si se trata de batir al laberinto se puede tratar el espacio y su disposición como un actor dotado de propiedades estraté­ gicas (cooperativas o polémicas), como han mostrado Pierre Rosenthiel y Paolo Fabbri. También al tiempo se le puede observar en toda seducción, sometida a la ley del kairós, de la ocasión, del momento oportuno, no por el cambio, sino por la tensión. Vistas así las cosas, podremos hacer frente al intento que tie­ ne todo discurso de sentido de poner fin a las apariencias, como advierte Baudrillard. Del mismo modo que muchos discursos «ra­ cionales» no han querido ver la dimensión cognitiva que puede hallarse en las pasiones. En el juego de seducción es la estrategia y sus reglas la que define a los sujetos. Simmel, que nos enseñó la diferencia entre el juego y el mero divertimento, nos ha dejado páginas maravillosas sobre la estrategia de la seducción: los jue­ gos de sociedad, la sociabilidad, la coquetería son como la seduc­ ción, atélicos, sin objetivo fijo. Se realizan y acaban, como el maquillaje, en la propia representación. Por decirlo con sus pa­ labras, la coquetería realiza en grado sumo la definición que Kant ha dado de la esencia del arte: ser una «finalidad sin fin». La coquetería femenina, siempre según Simmel, juega sobre la tensión y sobre la ambivalencia entre un conceder y un negar apenas señalado, sin privarlo de alguna esperanza. La «cocotte», dice en otro paso, acentúa al máximo la propia fascinación fin­ giendo concederse pero sin hacerlo hasta el fondo y su comporta­ miento oscila entre el sí y el no. Veamos qué tipo de estrategia es ésta. Como se sabe, caben dos posibles definiciones de estrategia:

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1. Estrategia como optimización de programas de acciones orientadas. 2. Estrategia como intersección de programas; interdepen­ dencia de las acciones estratégicas entre dos sujetos dándose un conflicto de evaluaciones posibles. No creemos equivocarnos si decimos que es la segunda defi­ nición de estrategia la que corresponde a la seducción: una es­ trategia donde siempre hay interdependencia, donde la acción del otro forma parte de mi acción. De ese modo, pienso que se abre una vía de investigación para las pasiones, como para la interacción estratégica. Fijémonos en primer lugar en las pasiones. Se sabe que las tipologías de pa­ siones tales como las que se establecen en los siglos xvii y x v m no podían llegar muy lejos al lexematizar pasiones aisladas ver­ ticalmente. De ese modo, el grado cero de pasión sería la indi­ ferencia, la apatía. En L'lndifférent de Marcel Proust, una novela breve, se cuenta la historia de Madeleine Gouvres, bellísima, «la femme la plus gátée de París» en quien se centran todas las mi­ radas, atraída por la indiferencia de un tipo nada excepcional, Lepré, que «aime les femmes ignobles qu’on rammasse dans la boue et il les aime follement (...) il n’aime qu’elles. La femme du monde la plus ravissante, la jeune filie la plus idéale lui est absolument indifférente». Madeleine, indiferente a toda solicitación, se interesa por Lepré; su indiferencia para con ella desata en Madeleine todo tipo de pasión, desde el más eufórico deseo hasta la más disfórica humillación. Se puede comprobar en el texto que la existencia de la indiferencia de Lepré con ella, transforma la indiferencia de Ma­ deleine en pasión. Las transformaciones horizontales de las pasiones abren una vía diferente en el estudio teórico pasional. Se puede entonces hablar de «les parcours passionnels de l’indifférance» (título de un excelente trabajo de F. Marsciani, sobre E l indiferente de Proust). También en dicha obra queda claro, en cuanto a la interac­

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ción estratégica se refiere, la existencia de pasiones en función de la interdependencia de las acciones.

Al comienzo de nuestra ponencia hemos señalado que no se trataba tanto de observar la seducción como objeto de teoría cuanto de mirarla como posibilidad metodológica para el análisis de la interacción. Pensamos, en efecto, que la descripción de la seducción y los rasgos específicos de los que hemos dado cuenta, permite abrir una vía de investigación en los actuales estudios sobre ma­ nipulación y persuasión. Si se ha dicho de la seducción que es una estrategia que define al seductor(a) y seducida(o) y no al revés, también pode­ mos afirmar que toda estrategia de comunicación y de acciónmanipulación (polémica y contractual) construye las condiciones de emisión y recepción de los mensajes, que, en cierto modo, son los resultados y no algo predefinido de la interacción. Aceptado que toda acción y comunicación es resultado de estrategias, juegos, astucias, etc. y que los sujetos de la comuni­ cación no son meros puntos de emisión y recepción, la impor­ tancia de las estrategias de las apariencias, si así aceptamos de­ finir a la seducción, no es menor. Sin reglas no hay comunicación y ésta no puede reducirse a una mera operación de transmisión de saber. La atención prestada al otro, el establecimiento de un con­ trato fiduciario, la reciprocidad de perspectivas, los principios de cooperación, la definición de un marco de referencia, requieren un constante intercambio de roles. Los sujetos sólo podrán ser definidos entonces por la posición que ocupan en la interac­ ción. Pensemos un momento en la insinuación. Cuando uno insi­ núa, el otro no puede responsabilizarlo de su enunciado puesto que es una insinuación, el que insinúa puede continuar en su estrategia, o cambiar de sentido; en este caso ocurre como en la disculpa, el que se disculpa es un personaje diferente del que

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provocó la necesidad de disculparse. Las evaluaciones recíprocas no pueden obviar las apariencias. Otro aspecto específico de la seducción también nos propor­ ciona una guía para el análisis de la interacción; nos referimos al tiempo. Se ha dicho que es el kairós, el momento oportuno, quien gobierna la seducción, un momento antes, demasiado pron­ to; un momento después, demasiado tarde. L o que define al tiempo de la seducción, entonces, más que el cambio, es la ten­ sión. ¿N o ocurre lo mismo en toda comunicación?

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Rene S c h é r e r SEX U A LID A D Y PASIO N la f il o s o f ía m o d er n a d e la sex u a lid a d

So b r e

Je dis pareillement qu’on ayme un corps sans ame ou sans sentiment quand on ayme un corps sans son consentement et sans son désir.

Montaigne, Essais, III, 5

Se nos invita a que reflexionemos sobre el tema: Filosofía y Sexualidad. En seguida nos pasa por la mente la idea de que entre una y la otra las relaciones son, como mínimo, distantes. Por emplear una palabra del lenguaje corriente, el filósofo se siente «embarazado» ante el hecho de la sexualidad: tiene que admitirlo, pero sólo habla de él con reticencia. Ello puede ser, en primer lugar, porque toda filosofía, por principio, trata de lo general: el lenguaje que maneja es el de lo universal. Mientras que, en cuanto se trata de la sexualidad, de un modo u otro se toca lo particular, lo más concreto, y, fi­ nalmente, se tocan singularidades más o menos universalizables, confesablcs, la propia sexualidad, uno mismo. Es muy difícil, si no imposible, hablar de sexualidad sin re­ ferirse, documentarse en la propia experiencia. Se me dirá que eso es cierto de toda experiencia; quizá no. Pero lo sensible sexual, el «tacto» sexual — Fourier decía que el amor es una va-

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riedad del tacto— , cada uno se lo apropia de una determinada manera que no tiene más que una lejana relación con el lenguaje de la «sexualidad» en general. Si el filósofo ha elegido, precisamente, filosofar, si ha ele­ gido lo general contra la singularidad inefable, es quizá para evitar lo que, al nivel de su sensibilidad sexual propia, aparecería como una Confesión. Esa última palabra, una vez evocada, nos conduce a preci­ sar este exordio. Hay, sin discusión, una vía filosófica que pasa y ha pasado por la Confesión. Ella jalona una cierta historia de la filosofía, una filosofía en la que el filósofo no duda en «im­ plicarse», como se suele decir, muy directamente, y explicitando tan completamente como le es posible su vida sexual. El ejemplo insuperable nos lo proporciona San Agustín (Confesiones, II y III); de suerte que se podría decir que la historia del sujeto moderno, anclándose en la confesión de sí mismo, ha comenzado por un grandioso ajuste de cuentas del filósofo con su sexualidad. Pero también están Rousseau, Kierkegaard, toda cuya reflexión filosófica gravita sobre el conflicto entre la sexualidad o sensua­ lidad donjuanesca, la del «seductor», y la ética universalista del matrimonio; gravita más aún sobre un acontecimiento subjetivo, un acontecimiento sexual o, más bien, un no acontecimiento, una sexualidad negativa, la ruptura de compromiso. De hecho estos ejemplos no son todos del mismo orden. Ha­ bría que distinguir entre los filósofos para quienes la reflexión sobre su sexualidad o su confesión interviene directamente en la edificación misma del discurso filosófico, en su estructura (y pienso en San Agustín y Kierkegaard) y aquellos para los cuales una sexualidad difusa, existencial, desempeña el papel de entorno para el desarrollo del pensamiento, interviene a modo de «at­ mósfera», por emplear una bella expresión de Merleau-Ponty en la Fenomenología de la Percepción. La atmósfera de Rousseau en las Confesiones, las Ensoñaciones, la Nueva Eloísa, evidente­ mente, pero también Em ilio, el Ensayo sobre las lenguas, donde aflora la tonalidad sensual y sexual. No obstante, de entre todos los modernos, Montaigne es sin

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duda el único que ha concedido al sexo propiamente dicho, a su emoción específica, a la mención d d órgano, un derecho comple­ to y positivo en la conducción de su propia vida y de su filo­ sofía. «Sobre unos versos de Virgilio», en el Libro I I I de los Ensayos forma, en este sentido, un excelente punto de referen­ cia. Las cuestiones que plantea son todavía de aquellas que nos tocan más directamente: el ascetismo, el odio al cuerpo, la posi­ bilidad de una medida y también la benéfica y casi terapéutica acción del amor. «L a filosofía no se contrapone en absoluto a las voluptuosidades naturales siempre que a ellas se asocie la mesura y propugne respecto a ellas la moderación y no la huida.» E s verdad que Montaigne apenas puede ser llamado «filóso­ fo »; él mismo ha rechazado ese título: «Y o no soy filósofo», declara, contra los pensadores sistemáticos, contra un cierto tipo de discurso. Su filosofía es sabiduría popular, no discursiva: narra y se guarda de teorizar. Lo sexud La repugnancia del filósofo por lo sexual residiría en pri­ mer lugar en esto: se resiste al decir, es del orden de hechos que se pueden sin duda reconocer, no racionalizar, es decir, uni­ ficar en un concepto y deducirlos. Es extraño a la verdad. Al investigar qué discursos filosóficos de la sexualidad se han desarrollado e impuesto en la filosofía moderna, debemos preguntarnos pues lo que significa, en el orden sexual, lo verí­ dico; cuál ha sido y cuál es su lenguaje. E s decir, su lógica. Aho­ ra bien, nuestra hipótesis, que yo voy a esbozar a grandes tra­ zos, es que existen dos tipos de discurso, dos vías posibles: una que busca la lógica de lo sexual en acuerdo con lo razona­ ble, la persona razonable en el hombre; la otra que afirma una lógica propia de lo sexual, según otro orden, el de las pasiones. Para simplificar mi demostración tomaré como puntos de refe­ rencia por una parte a Kant, por otra a Sade y, sobre todo, a Fourier. En pocas palabras, para Kant se trataría de formular la cues­

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tión: «¿E n qué condiciones es posible el acto sexual entre dos personas?». Su respuesta, un poco limitada a nuestros ojos ac­ tuales: «No es posible más que en el matrimonio», no debe sin embargo disimularnos lo esencial. Kant inaugura la ¿poca de la sexualidad consentida, contractual. ¿Cuál es el problema? El de la «posesión» en el sentido se­ xual. ¿Cómo puedo poseer a otro u otra, cómo yo que soy per­ sona puedo dejarme poseer? ¿Cómo una persona puede hacerse cosa? ¿A partir de qué compromiso, de qué contrato? ¿Quién lo pronuncia? ¿Qué instancia lo garantiza? La razón crítica resuelve el dilema. Tiene que ser la libertad la que se empeñe; la libertad absoluta, es decir, abstraída de las condiciones temporales, de las circunstancias. Para que una de esas personas no oprima a la otra, no la sorprenda ni le tienda una trampa, las dos libertades o, lo que quiere decir lo mismo, voluntades, deben encontrarse simultáneamente cuando en el con­ sentimiento dicen: «sí». Pero ¿hay alguna vez simultaneidad com­ pleta, no se adelanta siempre uno de los interlocutores? El que propone, «hace proposiciones», como se suele decir, por tanto fuerza y entrampa. El contrato de compromiso sexual entre dos voluntades no puede conocer esas condiciones temporales. Está fuera del tiem­ po, no concierne en cada partenaire al «fenómeno» sino al «noú­ meno». Possessio noumenon. Dos libertades no pueden hacerse cosa, carne, más que por ese contrato nouménico. Observemos más de cerca cómo sucede, cómo esta asombro­ sa estructura de la posibilidad del acto sexual es «deducida tras­ cendentalmente» por Kant. Kant, que en 1786 publicaba el opúsculo Qué es orientarse en el pensamiento contra los místicos, diez años más tarde pu­ blica, con los Principios m etafísicos del derecho, en la parte con­ sagrada al derecho privado, una especie de «Qué es orientarse en la sexualidad», dedicada a la sociedad del siglo xvili que finalizaba.* Tenemos aquí incontestablemente un tipo de discur­ *

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Die Metaphysik der Sitien in zwei Teilen. Metapbysische Anfang-

so filosófico perfectamente articulado en lo que concierne a la posibilidad de deducir racionalmente a partir de principios, los derechos relativos del goce propio y del goce procurado por otro. Voy a exponer brevemente esta tesis para demostrar a con­ tinuación en qué corresponde a un problema filosófico tipo, que domina todavía el pensamiento filosófico hasta nuestros días. En el epígrafe titulado «Derecho conyugal», Kant presenta y define el comercio sexual (commercium s exude) bajo sus di­ versos aspectos. Este comercio es la utilización mutua de los órganos y facultades sexuales de un individuo de sexo diferente (usus membrorum et facultatum sexudium alterius). Puede ser natural (aquel por el cual se puede procrear a un semejante) o contra natura, con una persona del mismo sexo o con un animal extraño a la especie humana. Cuando es natural, puede tener lugar según la naturaleza animal pura (vaga libido, Venus vulvivaga, fom icatio) o según la Ley. Este último tipo de comercio es el matrimonio (matrimonium), es decir, la «unión de dos personas de sexo diferente para la posesión mutua, durante toda su vida, de sus facultades sexuales». El fin del matrimonio es pues procrear y educar a los hijos. Pero si la procreación es desde luego «el fin que la na­ turaleza persigue en el hombre mediante la unión sexual», no es su condición indispensable. El goce sexual recíproco basta para fundamentarla (la unión sexual), lo que por la misma razón y corolariamente, fundamenta la necesidad del matrimonio para todo goce sexual. Ultimo punto fundamental y el más impor­ tante, puesto que es el que confiere al matrimonio una legiti­ midad que no es solamente natural (la procreación), sino razona­ ble. Toda la demostración de Kant consistirá en fundar el dere­ cho conyugal «sobre un sistema general de la razón pura», es sgründe der Rechtslebre, Kbnigsberg 1797, ed. Cassircr, t. V II, Berlín, 1916. Erster Teil Das Privatrecbt- Dritten Abschnitt, Von dem aufdingfiebe Art persüdicben Kecbt, en particular § 22-23-24 (das Eherecht)-2326-27.

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decir, en demostrar que la condición de posibilidad a priori de toda relación sexual (condición trascendental) es el matrimonio, el lazo conyugal. Insistamos en estos párrafos mediante algunas glosas. Se ob­ servará que: 1. Kant define muy rigurosamente la sexualidad por la unión natural de los dos sexos. Toda otra forma es, a la vez, una transgresión de las leyes y un vicio contra natura (crimen carnis contra naturam)\ esos crímenes son incluso, según Kant, «in­ nominables» (unnenbar) y no pueden justificarse, en tanto que «lesionan a la humanidad en nuestra propia persona, por ninguna restricción o excepción, contra la reprobación universal». Dicho de otro modo, para Kant no hay más que una única sexualidad, la que persigue en nosotros un fin natural (la procreación). Cual­ quier otra relación carnal no puede por lo tanto ser llamada sexual (es «innominable»), Pero la posición kantiana no es es­ trictamente naturalista: lesionar la humanidad no es solamente actuar contra la naturaleza en la relación sexual; es igualmente despreciar el carácter racional de la persona que se compromete. 2. En efecto, la fornicación natural simple, incluso la hete­ rosexual, se condena también; aquí hay, por supuesto, placer de carácter natural en el uso mutuo de las partes genitales, pero el contrato de matrimonio no es facultativo para ello; es un con­ trato necesario «por la ley de la humanidad». Lo que significa que si un hombre y una mujer quieren gozar recíprocamente el uno del otro, es necesario que se unan por el matrimonio. Así lo quiere la ley de la razón pura. Dejemos aparte el momento de la innominable homosexua­ lidad o zoofilia. Lo que importa no es, a mi entender, la división entre naturaleza y contra-naturaleza (contrariamente por ejem­ plo a la bipartición de Gemente de Alejandría en E l Pedagogo), sino la sexualidad sancionada por la ley de la Razón y la que no lo está. El razonamiento de Kant reposa en su conjunto sobre la ley enunciada en la Crítica de la razón práctica (y de la cual es pro­ longación la M etafísica de las costumbres y del derecho): «Tra­

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tar a la persona humana, en sí misma y en el otro, siempre como un fin y nunca como un medio». Ahora bien, tratar como medio es tratar como objeto o cosa (Sache), y si hay un aspecto por el cual el hombre se hace objeto o cosa, es la sexualidad, más precisamente el goce sexual. 3. Eso es lo que expresa muy explícitamente el § 25: el uso natural que hace un sexo de los órganos sexuales del otro es un placer (fruitio) para el cual una de las partes se pone a dis­ posición de la otra. «En este acto el hombre mismo se hace cosa, lo cual repugna al derecho de la humanidad en su propia persona.» Como Kant no puede de todos modos negar todo de­ recho a la sexualidad en nombre de ese devenir cosa de la per­ sona, debe encontrar un atajo. Ese atajo es proporcionado por la noción mixta o bastarda de «derecho real personal» (A uf dingliche Art persónlicbes Recbt) expuesto en el § 22. El de­ recho real (ju s rede) o sobre una cosa (in re) concierne a una posesión de objeto; define la propiedad. Pero, en el caso de la posesión sexual, se trata de la posesión de una cosa que es d mismo tiempo una persona, del uso de una persona como cosa. Bien entendido, no se trata aquí de la concesión provisional que una persona podría hacer al otro del uso de sus partes sexuales, sino que éstas intervienen, de algún modo, a título de compro­ miso de la persona entera: tener fuera de si mismo una persona como propia. Kant subraya en una nota: «una persona libre», y establece la distinción capital entre una persona que puede es­ tar ligada a mi por una simple relación de pertenencia y esa posesión del objeto sexual. N o digo que «m i mujer» es «m ía» como diría que «tengo un padre». Hay dos míos, el mío como relativo a mí y el M ío, objeto poseído, cuya posesión es sancionable jurídicamente y sobre todo racionalmente, pues el contra­ to que me lo atribuye no es arbitrario, es una ley, no pacto, sino lege, que afecta a la humanidad en nuestra propia persona. Kant es tan consciente del carácter extraordinario de esta deducción a priori del matrimonio, a partir del principio del derecho real-personal, que trata ese derecho como «un fenó­ meno nuevo en el délo jurídico», una estrella admirable, stella

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mirabilis, y ciertamente no una «estrella fugaz». (En las obser­ vaciones críticas al comienzo de la obra, pp. X II a X IV .) Pensa­ miento premonitorio, articulación decisiva para la concepción mo­ derna de la sexualidad, como voy a establecer al instante. 4. Antes que nada, se pueden extraer por deducción con­ secuencias prácticas de ese principio (o ley) universal del derecho real-personal. Es necesario pues que haya igualdad y reciproci­ dad entre los contratantes, puesto que los dos, si son con respec­ to a lo sexual cosa para el otro, al ser la posesión física la con­ dición de posibilidad de la ostentación o manipulado del otro como cosa, son al mismo tiempo, y desde otro punto de vista, personas. «Sólo la reciprocidad permite, leemos en el § 25, pa­ liar ese inconveniente (hacerse cosa) restableciendo el equilibrio. Ello no es posible más que con la condición de que, cuando una de las dos personas es obtenida por la otra como podría serlo una cosa, esa obtención sea recíproca; pues en ello encuentra su propia ventaja y restablece así su personalidad.» Pero hay que comprender que «darse» a otro en el sentido sexual comporta algo más que la simple reciprocidad (que sería válida en el caso de la cesión de una propiedad cualquiera). Al estar comprometida a ello la persona racional, sólo el lazo conyugal hace posible para ella el acto sexual. Todo otro contrato sería pactum fom icationis, pactum turpe, locado conductio, alquiler de una per­ sona para el uso de otra. Aquí es donde interviene la significación particular del ob­ jeto singular del contrato: el miembro mismo. «Pero la adqui­ sición de un cierto miembro (G liedm ass) en el hombre equi­ vale a la adquisición de toda la persona, porque la persona forma una unidad absoluta. De ahí deduce que la cesión y la acepta­ ción de un sexo para el uso del otro son no sólo permitidas bajo la condición de matrimonio, sino que además no son posibles más que bajo esta única condición.» Hasta ese punto la sexuali­ dad encuentra su condición de posibilidad «trascendental» en la ley de la razón que establece el derecho real-personal. Y ese de­ recho está acompañado de un deber, el de la copulado carnalis, sin la cual el matrimonio se disuelve ipso facto, lo que hace de

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la impotencia, de la reticencia del miembro, una condición para su disolución. Sería sencillo considerar el texto de Kant como la simple laicización de un concepto de la sexualidad en el matrimonio sostenido desde hace mucho tiempo por la Iglesia cristiana, ca­ tólica y protestante. Yo prefiero leerlo de otro modo, teniendo a la vista la manera en que, para los tiempos modernos, resume y rige, pone a punto una cierta filosofía de la sexualidad. En efecto, de una manera general, toda nuestra problemática actual de la sexualidad reposa sobre la idea, más o menos precisa, de un derecho real-personal. Nosotros ya no estamos apenas preo­ cupados, como es el caso de Agustín, por el pecado de lujuria, por las carnales corruptiones anitnae (Confesiones, I II, 1), sino por la idea de contrato y de consentimiento, o por la del aten­ tado a los derechos del otro en cuanto a su cuerpo, precisamen­ te a sus órganos sexuales. Saber lo que significa «poseer» sexualmente es nuestro pro­ blema filosófico esencial. ¿H asta dónde llega el derecho en este dominio, y también el derecho de rehusar, de rehusarse? En este plano, la filosofía sexual contemporánea y también la tradición histórica parecen gravitar sobre dos polos, estar gobernadas por dos grandes tendencias: la una que depende de una concepción personalista del derecho y que conduce a una «sexualidad con­ tractual», cuyas relaciones serán «simétricas» y «responsables». Es la posición que defiende Kant, haciendo depender la sexualidad de la elección de la persona racional y a la vez comprometiendo, en el acto sexual, a la persona racional por entero. La otra, bajo formas diversas en el curso de la historia y también próxima a nosotros, se puede llamar orgiástica. No especialmente porque no concede un valor particular a la pareja, conyugal o no, sino por­ que hace prevalecer ante todo, sobre la persona, una sexualidad que desborda incontestablemente todo personalismo, toda regu­ lación de tipo humanista. Ha sido conciliable con el racionalismo antiguo e incluso parte integrante de él, o su complemento, su doble en cierta manera puesto que se puede leer, en el Fedro de Platón, la expresión inaugural referente a la manía erótica que

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trae consigo a su vez una cierta forma de derecho (Fedro, 244a-e, 249a-255); al ser el deseo delirio inspirado por los dioses, el amado no tiene derecho a negarse a las solicitaciones del aman­ te; la esfera arrolladora del eros prevalece sobre las relaciones contractuales entre las personas. E s verdad que eso que llama Platón, a título de deseo, el amor a los muchachos, es lo «innominable» del discurso jurídico que sostiene Kant, en un lenguaje en el que la sexualidad no se extiende más allá de la relación entre los dos sexos. Discurso conyugal, no ausente en Platón, acompañando al otro, al orgiás­ tico, que no volverá a aparecer bajo una forma sistemática, mo­ derna esta vez, más que con el discurso anticonyugal, antimatri­ monial de Sade y Fourier, de acuerdo al menos ambos sobre la preponderancia absoluta de lo sexual sobre lo personal, haciendo del rechazo al placer una falta, una privación de ser y no un ín­ dice de libertad. Pero la noción personalista de Kant contiene también, desde el punto de vista del nacimiento de personalismo sexual, parti­ cularidades notables. Desde muchos puntos de vista, ese texto de la M etafísica de las costumbres aparecerá como un texto-bisa­ gra, a la vez prolongación de una cierta tradición e inauguración. I. Prolongación de una tradición, a) en el vocabulario, las referencias latinas, la referencia a la carne (carnis, carnaiis) don­ de se reconoce la conservación de toda la problemática cristia­ na de la carne, a partir de la constitución de esta noción que se deriva del rechazo (San Agustín) de hacer al cuerpo el único res­ ponsable del deseo (dicho camal) y asegurando el enlazamiento del cuerpo y el alma: una especie de exaltación del cuerpo en la condenación misma de la carne; b) con la función particular del miembro. El lugar que se le adjudica con relación al cuerpo, la interpretación de sus movimientos, son en este sentido punto de referencia precioso para la organización del discurso filosófico del sexo. Disgresión sobre el miembro. Todo comienza con Platón, que en el Timeo (91a-d) sostiene un discurso sobre la naturaleza del sexo — el órgano— que resguarda su divinidad al tiempo

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que deplora su falta de obediencia. Este discurso es también el que sostiene Montaigne, a* medio camino del respeto ante el carácter divino del miembro, cuando transcribe finalmente el pa­ saje canónico del Titneo: «L os dioses — dice Platón— nos han proporcionado un miembro desobediente y tiránico que, como un animal furioso, intenta por la violencia de su apetito, sometérselo todo. Y asimismo a las mujeres, un animal glotón y ávido que, si se le niegan los alimentos en su sazón, forcejea impaciente por la espera e insuflando en su cuerpo la rabia, entorpece su conducta, detiene la respiración causando mil suertes de males hasta que, habiendo olfateado el fruto de la sed común, lo haya largamente regado y sembrado hasta el fondo de su matriz» {Ensayos, I II, cap. V). Platón decía más aún: un viviente pro­ visto de un alma (zoon empsicon), una abertura para el esper­ ma, que no es otra cosa que la médula condensada, el origen de toda vida (T m eo, 91 y 73a). La independencia del sexo (autocrates), rebelde al razonamiento (anupecboon tou logou), tiene algo de extrahumano, y no solamente de bestial. E s lo que hace que a pesar de su «alogismo», de su resistencia al logos, el miembro sexual y su deseo, que no es otra cosa que el aliento de esa destilación de médula, ella misma de origen divino, que es el esperma, muestren una cierta sublimidad. Muy diferente es la lección que extrae San Agustín de la desobediencia de la verga, cuando, en la Ciudad de D ios (L. X IV , cap. 23-24), se interroga sobre la posibilidad, en el paraíso antes del pecado, de un uso sin concupiscencia de las partes sexuales, sometidas únicamente a la voluntad y al espíritu. Viejo tema de un cristianismo que no puede atribuir el pecado a la acción del cuerpo solo y lo rehabilita haciendo de la concupiscencia una elección perversa del alma. Clemente escribía ya en E l Pedagogo (II, 6): no son las partes en sí mismas las que son obscenas, ellas son dignas de respeto, pero lo que es obsceno (aiscbron) es su uso ilegítimo. La rebelión del sexo contra el espíritu es más bien la consecuencia de la concupiscencia que su causa, puesto que no hay ningún otro miembro, ninguna otra parte del cuerpo que no pueda ser dirigida a voluntad, hasta las mismas asentaderas,

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capaces de sonidos musicales: «Nonnulli ab imo sine pudore ullo ita pro arbitrio sonitus edunt, ut ex illa parte cantare videantur» (resulta que hacen salir por el bajo sin ninguna obscenidad tan­ tos vientos armoniosos que se diría que cantan).* La problemática antigua — resumamos esta espinosa cuestión teológica— reposa sobre la constatación de la independencia de hecho de los movimientos de la verga, sobre consejos de pru­ dencia, sea de desafío, sea de aceptación mitigada con relación a ese animal que habita nuestro cuerpo y que finalmente es que­ rido por los dioses. De Platón a Montaigne el sexo se beneficia de sus transacciones con el alma, que no se siente responsable de sus movimientos. Con San Agustín, el alma, la voluntad, en el momento mismo en que se inclina ante la potencia indomeñable del sexo, en que reconoce no poder dominar sus movimien­ tos, se hace responsable de ceder a la concupiscencia. La evo­ cación paradisíaca de un sexo inocente, obediente a la voluntad, tiñe todo movimiento sexual involuntario (¡y todos lo son!) de culpabilidad, de sensualidad culpable. La indocilidad del miem­ bro se convierte a contrario en el revelador de aquello sobre lo que va a edificarse la moral personal, la idea misma de persona razonable, capaz de autodominio. Esta indocilidad hace gravitar a la persona en torno al sexo; excluye a éste, no en su función generadora o en un placer enunciable sobre el que la voluntad pueda legislar, sino en tanto que él mismo se convierte en guía para el placer. Paradójicamente, para el que tome esta segunda vía, la insumisión del miembro se transforma en la más perfecta docilidad; entonces el filósofo ya no busca la lógica del sexo contra la concupiscencia, las pasio­ nes, sino en ellas. «E se cetro de Venus que ves ante tus ojos, Eugenia (dice Mme. de St. Ange en La filosofía en el tocador), es el primer agente de placer en el amor: se le llama miembro por excelencia; no hay una sola parte del cuerpo humano en la * C í. la significación alegórica del «posterior» de Dios (posteriora D ei) en D e Trinitate ( I I , cap. X V II, 28). «Visión del Sinaí.» Si la verga es demoníaca, el pedo puede ser espiritual (pneum atikon).

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que no se introduzca. Siempre dócil a las pasiones de quien le mueve, tan pronto se refugia ahí», etcétera. Antes de estudiar con más detalle esta inversión, y para situarla mejor, conviene volver sobre el partido que toma Kant, tan nuevo, en la posición moderna del problema de la sexuali­ dad. Esa posición es en el fondo agustiniana (y no platónica) en la medida en que compromete con lo sexual a toda la persona y a su responsabilidad: de ahí la seriedad del lazo conyugal, el hecho de que «el miembro» baste para obligar al ser racional que recuerda: «et ab anima namque et a carne quae sunt partes hominis, potest totum significare quod est homo» (Ciudad de D ios X IV , 4). Pero no es sólo eso. II. Inauguración. En su pureza, en su esencia racional, el problema filosófico específicamente moderno de la sexualidad no aparece ya en el simple marco de una ética intersubjetiva, de una lucha contra el pecado de la carne, o de una sabiduría a conquis­ tar. E s un problema intersubjetivo, interpersonal; por eso se en­ cuentra en una afinidad muy particular con una filosofía del derecho, en la medida en que concierne sobre todo a la legiti­ midad de una apropiación. Antes que la salvación o el domi­ nio de sí mismo, importa, para la modernidad, el tipo de relación con el otro que introduce la relación sexual, entre todas las de­ más. La formulación adoptada por Kant, esta possessio noumenon, esta disposición por contrato, que hace Mío aquello de lo que no soy propietario, dibuja una especie de plano racional de esta problemática que pertenece, aparte de los discursos filo­ sóficos explícitos, a lo que se podría llamar el alma o el espíritu de la modernidad. Y ello a pesar de un tono formalista, de una concepción de matrimonio hoy jurídicamente caduca. No obstante, si lo miramos más de cerca, nuestro siglo no ha avanzado esencialmente en sus presupuestos, incluso en los que acompañan a una pretendida «liberación sexual». Ciertamen­ te, ya no asignamos, en general, una importancia determinante a la idea de natura y contra-natura, expresiones que tienden a caer en desuso; el «vicio innominable» ya no es tal, al menos para las sociedades europeas, pero ello se debe a que, al haberse

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convertido la relación sexual entre personas del mismo sexo en una de las variedades de la naturaleza, esta relación se inserta en el marco general de la relación entre sexualidad y persona y tien­ de a regirse (comprendida la idea de un posible matrimonio ho­ mosexual) según las mismas leyes. Incluso con independencia de toda búsqueda de una forma jurídica adecuada, casi en todas partes se reconoce, en las rela­ ciones interindividuales, la presencia de ese derecho mixto, lla­ mado real-personal. (Hay, recuérdese, el jus reale, posesión de cosas o propiedad, el ju s persónate, contrato simple, y el ju s realiter persónate, contrato de posesión de una persona), en torno de la problemática constantemente renovada del contrato, del consentimiento, de la posesión. La vuelta de la pareja, de la mo­ nogamia, del matrimonio, sucede para nosotros a un período más marcado por la apertura a «experiencias» sexuales en su variedad y en su multiplicidad. De nuevo, y dando la razón a Kant, como éste escribía: «Examinaremos pues si esta noción de un derecho real-personal, como fenómeno nuevo en el cielo jurídico, es una stella mirabilis (que debe elevarse hasta las estrellas de primera magnitud, aunque hasta aquí haya pasado inadvertida, para desa­ parecer de nuevo, quizá incluso para reaparecer otra vez) o si es simplemente una estrella fugaz». No es ciertamente una estrella fugaz, sino una estructura completamente moderna — y contem­ poránea— , una exigencia inscrita en una cierta relación con el otro y consigo mismo, en el momento en que se trata el sexo y su utilización en la relación interpersonal. Antinomia de la razón sexual Derecho de posesión de un objeto exterior como una cosa (ais einer Sache) y de su uso como de una persona (ais einer Person); derecho que mezcla el derecho real (Sachenrecht) que concierne a la cosa material propiamente dicha y el derecho que liga a las personas y que por ello es llamado derecho personal, pero mitigado por el derecho real; derecho que se sitúa literal­ mente en un modo cosificado (auf dingliche A rt).

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Yendo más lejos en la dirección que indica Kant, es posible descubrir aquí una verdadera antinomia de la razón práctica apli­ cada, es decir, de la razón pura cuando se ocupa de legislar la sexualidad. Si se considera que la relación sexual es, en su esen­ cia, el usus membrorum et jacultatum sexualium dterium , en­ tonces no se encontrará jamás a la persona; y si nos dirigimos a la persona racional, no se ve por qué consentiría ella en devenir objeto, en reducirse a un sexo, aunque la concesión, en el con­ trato, sea recíproca como propone Kant. Entre el fenómeno y el noúmeno queda la falla. Sólo el reconocimiento del carácter «mixto» permitiría sos­ layar la antinomia, algo mucho menos jurídico que existencial, efectivamente vivido, que forma el encuentro sexual que no es primeramente interpersonal. No se deja dividir en relaciones de pertenencias de lo Mío y lo Tuyo, establece inmediatamente la sexualidad como entredós, y menos como reciprocidad reflexio­ nada, razonada, que como articulación, aporte mutuo, acceso al otro incluso en lo más íntimo del placer. «En realidad — escribe Montaigne— el placer que yo provoco cosquillea más dulcemente mi imaginación que el que yo experimento.» O más aún, si se quiere, conviene convertir la antinomia en paradoja, a la manera de Kierkegaard, paradoja del seductor que no es solamente forma de decir, sino manera de expresar el complejo Mío-Tuyo del amor: «Estoy enamorado de mí mismo ¿por qué? Porque estoy enamorado de ti». (Diario de un seduc­ tor. Carta de Johannis a Cordelia.) Si se hace abstracción de estas formulaciones que sólo pare­ cen retóricas porque intentan traducir con la mayor fidelidad el momento mismo de la experiencia sexual, se preguntará si la irreductibilidad de la antinomia descubierta por Kant no depende justamente de un cierto modo de formulación. Igual que el len­ guaje jurídico — entiendo el de los tribunales, los procesos ver­ bales concernientes a «asuntos» sexuales o «de costumbres»— descompone el acto objetivándolo, exponiéndolo, detallándolo, desligándolo de la persona, de las circunstancias, de las motiva­ ciones, lo que lo vuelve obsceno, odioso e incomprensible, asi­

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mismo el lenguaje filosófico del personalismo crea entre la per­ sona razonable, su deliberación, su elección y «lo sexual», una barrera infranqueable, al menos los vuelve asintóticos uno a la otra, nunca podrán encontrarse. Pero no se piense que se trata aquí de una simple sistema­ tización filosófica o, mejor dicho, de una idiosincrasia del siste­ ma kantiano, cuyo autor estaría particularmente prevenido en contra de lo sexual, sería pietista, misógino, etc. Esta idea pe­ netra muy profundamente el pensamiento contemporáneo, en tan­ to que se preocupa de la integridad personal, de la reserva per­ sonal en las relaciones con el otro, en tanto quiere ante todo prevenirse contra la efracción, en suma, en tanto toma como re­ ferencia de la libertad de cada persona más bien el rechazo del don sexual de sí misma que la aceptación, incluso si el equilibrio parece establecido bajo la forma del consentimiento. En torno a la persona se edifica una zona de protección, sea barrera jurídica, sea muralla que cada uno eleva a su alrededor, que protege contra la proximidad demasiado grande del otro, con­ tra el contacto, más aún contra la penetración, tratada como agresión, peligro supremo. En torno a estas actitudes generales y a estos principios se ha definido de la forma más netamente personalista la reciente noción de violación, se ha constituido pro­ gresivamente la protección antisexual en tomo a la infancia, con las dos nociones complementarias siguientes como versión última y en un sentido muy fiel a los principios de Kant: 1. La de un no consentimiento de principio en el niño, en el nombre mismo de la generalización de un consentimiento ex­ plícito de la «persona razonable» en la relación sexual. Principio trascendental de tipo kantiano, implicando que a priori le es im­ posible a la infancia, a «los menores», consentir. Más postulado que la ley universal de la razón, sin embargo, puesto que, bajo muchos otros aspectos, el titulo de «persona racional» (dotada por tanto de consentimiento) no le puede ser negado al niño. 2. La noción, corolaria, de un «derecho de la infancia», basa­ do esencialmente sobre el derecho de preservar o reservar su cuer­ po (N oli tangere) que, desde hace mucho tiempo, es también un

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postulado de la pedagogía, y del campo en el que ésta evolucio­ na, postulado a priori, trascendental, cuando se presenta como condición de posibilidad de la formación a partir de la infancia, de la persona libre de sus elecciones. En este sentido se puede hablar de un egoísmo consagrado a la fundamentación del derecho personalista: nada de lo que está fuera de mí debe penetrar, so pena del más grave de los peligros, en la esfera que le es propia. Sin discusión, una tal lógica, un lenguaje tal gobiernan en parte la manera en que abor­ damos la relación sexual, experimentamos su responsabilidad. L as form as modernas del discurso orgiástico Sólo en parte pues, por otro lado, se ve que reina simultá­ neamente una lógica radicalmente opuesta, que se declara sierva de otra filosofía. Ignora la idea personalista que hace consistir el derecho del otro esencialmente en la posibilidad del rechazo, de la reserva. E s por completo una lógica de la posesión gene­ ralizada, es la lógica tiránica del deseo. Esta lógica, el discurso que sostiene, están a su vez infinita­ mente próximos a nosotros, a todos y cada uno y no se miente a sí misma; en este sentido es una lógica real, funda un dere­ cho. Sabemos bien que el deseo de posesión sexual es incoer­ cible, que todo rechazo por parte del otro deseado se experi­ menta como ilegítimo, como atentado a nuestro propio derecho. Toda decepción sexual se siente como injusticia, la injusticia su­ prema, en la medida en que el que ama, el erastés del lenguaje griego, siente que tiene en sí mismo, a causa de la intensidad de su deseo, un plus de ser, y sobre el amado, una forma de superioridad. El derecho se desplaza de la persona al deseo mis­ m o; es él el que, en sentido propio, «posee» en el delirio eró­ tico la manía, cuya dialéctica describe largamente Platón en Fedro (244-245). Esta lógica pasional quebranta la referencia egótica, la hace inútil. Sustituye la sabia ponderación y, podríamos decir, el re­ gateo al que se entrega el afán legislativo de tipo kantiano, por

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el arrebato frenético o entusiasta provocado por el prevaledmiento d d deseo, cuyo egoísmo no puede aparecer más que como una modalidad o una alteradón, un movimiento entorpeddo. Dejando aparte la referenda platónica — que de todos mo­ dos importa mantener en segundo plano— y limitándome a los modernos, degiré dos ejemplos, dos figuras, siguiendo ese discur­ so particular d d «derecho» en su rdadón con la sexualidad, tal como se ha visto ordenarlo a Kant para nuestra modernidad, en una perspectiva personalista. Estos ejemplos son los de Sade y Fourier. Dos contemporá­ neos de los Principios m etafísicas del derecho de Kant (exacta­ mente para L a filosofía en el tocador, y casi para Fourier). Su concepción de la sexualidad se desarrolla exdusivamente contra la procreadón, contra d matrimonio. Hacen exactamente lo con­ trario d d pensamiento kantiano, y en una época en que éste, con su análisis del derecho, está gobernando la legislación sexual que se inscribe en lo real (el código de Napoleón). El discurso que mantienen es un discurso no realista, utópico. Una audada d d «decir» ironizando sobre la timidez ordinaria d d decir fi­ losófico. Pero sólo me detendré en aquello en que se refieren a la misma problemática que Kant y que ya he caracterizado, en lo moderno, como planteando la cuestión de la sexualidad en la relación intersubjetiva, que aparece en la relación personalista como el conflicto no resuelto entre posesión de cosa y relación con persona (o también ser-objeto y ser-sujeto) y, en Sade como en Fourier, bajo la forma de tensión entre egoísmo y pasión. En los tres casos (Kant, Sade, Fourier) d problema filosófico de la sexualidad está pensado como un problema de libertad concreta: el ejerdcio real de la libertad en tanto que, para ma­ nifestarse, reclama la constitución de un «mío exterior» (según la expresión kantiana) cuyo uso no me puede ser prohibido sin razón.

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Sade Un pasaje de La filosofía en el tocador nos señala el camino. A una pregunta de Eugenia sobre la virtud y la existencia de un amor desinteresado, como el amor materno (que sería la re* lación interpersonal pura), Dolmancé responde reduciendo los movimientos de altruismo aparente al amor de sí mismo o egoís­ mo y opone éste a las pasiones que prohíbe (la madre repri­ miendo a la hija en nombre de la virtud). Ahora bien, si ese egoísmo está basado sobre otras pasiones a su vez, ¿en nombre de qué exige ahora el sacrificio? «¿N o han seguido ellas — dice Dolmancé a propósito de esas madres virtuosas— las solas impre­ siones del amor de sí mismo? ¿E s mejor entonces, más sabio, más adecuado, sacrificar al egoísmo que a las pasiones? En cuan­ to a mí, creo que vale tanto lo uno como lo otro, y quien sólo escucha esta última voz tiene sin duda más razón, puesto que ella es sólo el órgano de la naturaleza, mientras que la otra no es más que el de la estupidez y el prejuicio. Una sola gota de esperma eyaculada de este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que des­ precio.» Parece pues que se establece, entre egoísmo y pasión, un círculo que hace la decisión imposible. Toda la disertación de Sade está tensa entre esos dos polos de idéntica forma atractiva y que permiten organizar argumentos de valor persuasivo equi­ valente: «Qué me importan los males de los otros, ¡que la brasa de esta sensibilidad no alumbre nunca otra cosa que nuestros placeres! Seamos sensibles a lo que les estimula, absolutamente insensibles a todo lo demás. De este estado de ánimo resulta una especie de crueldad que no carece a veces de delicias». Este axioma y otros parecidos establecen el yo como fuente última e irreductible y referencia de la pasión. Esta sin embargo sigue siendo don, superación del egoísmo, preocupación por el otro que es lo propio del placer sexual y sin lo cual no se puede concebir. El sexo es egoísta, pero es servicio y entrega: «Los servicios que hace una joven consintiendo en hacer la felicidad

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de todos los que se dirigen a ella, ¿no son infinitamente más importantes que los que ofrece a su esposo, aislándose?». Hay un aspecto, podríamos decir «filantrópico», del amor que acompaña a la intransigencia tiránica y al egoísmo. E s ahí don­ de Sade deja entrever una utopía muy próxima de lo que será la de Fourier: la utopía de la satisfacción universal. La división del universo sádico en sujetos soberanos y víctimas es imper­ fecta si no se concibe la siempre posible inversión, el acceder de la víctima al rango de sujeto, la relatividad del egoísmo fren­ te a la soberanía suprema de la Naturaleza. Esta, en última ins­ tancia, subordina el egoísmo mismo a un destino superior: «E l destino de la mujer es ser como la perra, como la loba, debe pertenecer a todos los que lo quieran. Visiblemente es un ultraje al destino que la naturaleza impone a las mujeres encadenarlas con el lazo absurdo de un himeneo solitario». De todos modos, la naturaleza, tomada en su literalidad ani­ mal, sólo ofrece una puerta de salida bastarda a ese conflicto que encierra la pasión en los límites del yo. El discurso sádico deja sin duda entrever que la tiranía del deseo no vale más que en tanto significa el punto extremo de la libertad, pero choca con la imposibilidad de concebirla fuera del pivote del ego. En esa medida es en la que sigue siendo kantiano, al contrario de Kant, ironía de las ilusiones personalistas ante la potencia del deseo, fantasmagoría constantemente renovada de un sujeto mo­ derno, centrado sobre el yo tiránico, aislado de los otros, tendido hacia la imposible apropiación de los objetos de su placer. Fourier Ir más lejos, darle la vuelta a Sade, llevar la autarquía de la pasión hasta el punto en el que comprende e integra a la vez la relación con el otro (donde no es más que esa relación), es al mismo tiempo enriquecerla con todas las potencias complemen­ tarias que Sade le niega, o desconoce, aunque a veces le encon­ tremos evocando su necesidad: el universo de las ilusiones, de las fantasmagorías a la vez visuales, sensuales, y sentimentales.

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E s ir hasta la idea de que la sexualidad en su completitud, en tanto que destino general, no está al servicio del yo. Lo que no quiere decir que esté al servicio de la especie biológica, en una vuelta a las concepciones racionalizantes, sino que pertenece a la lógica pasional, de la que deriva, al desbordar el yo, su cen­ tro efímero e ilusorio. Esta es la lección de Fourier: que el yo no es centro o foco pasional. Que el egoísmo no es un flujo pasional trabado, dete­ nido. Que en el centro del foco de las pasiones hay otra pasión que irradia sobre él y se beneficia de su impulso y hace del individuo un ser que no encuentra su completitud más que fue­ ra de sí. La lógica del movimiento pasional tiene su destino en la formación de grupos y de «series de grupos» cada vez más extendidos, complejos, diversificados, propios para satisfacer has­ ta «el infinitésimo pasional», las manías sexuales más raras, más secretas. Fourier llama unitetsmo a este reverso o más exacta­ mente a este anverso del egoísmo que es el foco del movimiento pasional y resuelve la contradicción expresada por Sade entre egoísmo y pasión, así como la formulada por Kant entre el acuer­ do de las libertades y el goce del otro como cosa para mi propio placer. Esta figura del discurso es sin duda utópica, es decir que no responde para nosotros a ninguna inscripción en lo real; sin embargo anima también desde el interior nuestra filosofía con­ temporánea de la sexualidad, una de cuyas tendencias representa, y ello al menos de dos maneras: 1. Porque ilumina por qué «lo sexual» conduce siempre más allá de sí mismo, no se limita jamás al goce egoísta de un placer (de un derramarse de la esperma, como decía Sade), a la ejercitación de un miembro. Moviliza incesantemente otras pa­ siones que lo enriquecen y lo sostienen, imágenes, sueños, ilusio­ nes que no son simplemente añagazas. Fourier evoca en E l nuevo mundo amoroso esta composición del encanto como complemen­ to obligado de una sexualidad bruta, variedad del tacto (el tac­ to-celo) que es ciertamente indispensable, pero insuficiente para la satisfacción del deseo. La composición de lo sexual «material»

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con lo espiritual, sentimental, «celadónico», no es la simple re­ producción de un dualismo entre el cuerpo y el alma. Permite establecer una continuidad, una cadena progresiva, que eleva por grados lo sexual hasta los más sublimes efectos de la «filan­ tropía», de la «abnegación societaria». Así la orgía, grado su­ perior, «trascendente» del acuerdo sexual, supera a la mono­ gamia egoísta, como a aquélla le supera en trascendencia la entrega, el entusiasmo amoroso de una pareja que se presta a los deseos de los desfavorecidos (la «pareja angélica» en el N .M .A .). Ya no hay objeto ni sujeto separados, el Mío y el Tuyo pa­ recen abstracciones formales e inadecuadas allí donde no hay más que movimiento, mezcla, paso, constante salir de sí mis­ mo, exaltación de si mismo en el otro. Pero el punto esencial es sobre todo el desplazamiento que Fourier hace sufrir a lo sexual, que, lejos de estar fijado a la fatalidad de una elección única, de una pareja, puede ser objeto de una combinatoria que no se limita a la de los cuerpos, como en Sade, sino que es inter­ pasional, es decir, se desplaza entre pasiones diferentes puesto que el amor (y eso significa no sólo lo sentimental sino también lo físico en el sentido sexual del término) puede ser inducido allí donde, espontáneamente, el deseo no existía. Fourier llama «re­ pliegue pasional» a esta mecánica inductiva. Ella muestra mejor que cualquier otro ejemplo cómo, al contrario del racionalismo kantiano, el paclum turpe de la prostitución puede convertirse fácilmente en acto de reconocimiento, inducción emulativa, he­ roísmo amoroso. Acuerdo inesperado del lenguaje de la sexua­ lidad con el que tradicionalmente es más opuesto a él, el de la virtud: «Pues si Narciso y Psyqué se entregan a veinte personas apasionadas por cada uno de ellos, pueden contribuir al progre­ so de la sabiduría y de la virtud. E s necesario que esta unión sea consagrada a los ojos del cuerpo social... Si, por un im­ pulso muy inconcebible en nuestras costumbres, Psyqué y Nar­ ciso consienten en no entregarse el uno al otro más que después de haberse entregado a cada uno de sus veinte pretendientes, con­ fesemos que el generoso don de los dos amantes que se privan

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uno del otro para satisfacer a una masa de amigos, ese acto, digo, se convierte en algo tan honorable como innoble hubiera sido una prostitución por capricho» (pp. 47 y 53). 2. El segundo punto, que es el corolario de esta manejabi­ lidad de lo sexual (que le da un carácter sagrado y benéfico, fácilmente oponible al santo terror que inspira a los moralistas desde la patrística), es que ese discurso utópico indica una orien­ tación predestinada del problema de la armonización sexual de las incompatibilidades. Satisfacción de los desfavorecidos sexua­ les, de las edades a las que abandona la sexualidad, desaparición del miedo a la impotencia, otra cara del espanto ante la tur­ bulencia de un miembro con sobresaltos imprevisibles. Montaig­ ne, él otra vez y en solitario en el discurso filosófico, ha dado una nostálgica expresión de esta aprehensión de la vejez: «El [el amor] me devolvería la vigilancia, la sobriedad, la gracia, el cuidado de mi persona...» (Ensayos, ibíd.) Y quizá hay que ver, en las vicisitudes del sexo en tanto que miembro, una de las razones del desinterés del discurso filosófico respecto a él. El discurso utópico de Fourier, basado sobre un deseo in­ coercible, pero no sobre su tiranía, reivindica por el contrario un derecho universal al amor, derecho al sexo. No puede hacerlo más que dispersando, destruyendo la idea o la prevención emi­ nentemente occidental de la unicidad del amor y del deseo, su fijación obsesiva sobre un objeto único; la reducción del amor a la pareja, tal como lo ha expuesto muy exhaustivamente Fran­ cesco Alberoni en Innamoramento e amore, ese «movimiento colectivo de dos» con el cual está en contradicción todo el «Nue­ vo mundo» socialista y enamorado. Si se considera que esta tendencia a la pareja, indisoluble o no, en todo caso replegada sobre sí misma, es el complemento en el orden de la sexualidad de la filosofía y del pensamiento jurídico personalista, el abandono de éstos coloca en su lugar a lo orgiástico concebido como un orden pasional combinado. Este orden, propio para responder utópicamente a las cues­ tiones sin respuesta de la civilización, aferrado a suprimir la injusticia sexual, corresponde a un derecho no personalista y, de

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manera más general, aunque sea el heredero de un humanismo tradicional, no humanista, lo que no quiere'decir, bien al con­ trario, inhumano. Pero éste no pasa por las mismas coordenadas. Querría in­ sistir en ello para concluir. £1 pivote, por emplear el lenguaje predilecto de Fourier, de su sistemática sexual está a la vez en el individuo y exterior a él, en el placer sexual que sólo el individuo puede experimen­ tar, apropiarse, pero no limitado a ese único placer. No hay su­ peración de la sexualidad, el amor, según Fourier, incluso en sus manifestaciones calificadas de sublimes, no es la superación de lo sexual sino su desarrollo; o mejor dicho su restitución integral en una plenitud sin la cual lo sexual no sería más que residuo, lo «real residual», según la expresión de Barthes para designar una realidad desprovista de su franja, de su «cola» de imagi­ nario. El error sería creer que rodear así el sexo, adornarlo, es hacerle ocupar el segundo lugar en relación con lo espiritual del amor. Lo sublime fourierista — y la evocación de las orgias es un buen ejemplo de ello— no es una sublimación desexualizante; sucede como una adjunción, un acrecentamiento que no sor­ prende más que porque ya no se concentra en un yo sino que difunde el goce. Esta manera de decir lo sexual, no por la denominación del órgano sino por los dispositivos que acompañan al placer, da al discurso de Fourier su tonalidad propia, en comparación con la sequedad objetiva jurídica y desvalorizante de Kant y observan­ do el júbilo obsceno con el que Sade juega con el efecto lúbrico de la frase: «Y esas bolas, ¿cuál es su utilidad y cómo se lla­ m an?». Lo que ocupa para Fourier el lugar de las palabras crudas es el vocabulario evocador de la magia o el neologismo que abre nuevos horizontes: los bacantes y las bacantes, los faquires, las bayaderas, las hadas y los genios, etc. Corrige un discurso que acompaña a lo sexual, portador desde la antigüedad de promesas no cumplidas, tomándolo en cuenta, «recuperándolo», comple­ tándolo.

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En lugar del «malestar» que lo ha acompañado tradicional­ mente en nuestra cultura y nuestra filosofía, da al sexo un cor­ tejo que le conduce al cielo de lo suprahumano. Ese lenguaje ya no se quiere filosófico. Contrariamente a Sade, llevando el ejercicio de la filosofía hasta un «decirlo todo» que la trastorna, Fourier rechaza una filosofía demasiado identificada con el em­ pobrecimiento, la prosaización de lo sexual. Escoge una religión de la voluptuosidad que nunca se ha resumido según el orden de las pasiones en un simple culto de la carne. En conclusión, adoptando la idea de consentimiento como condición primera de la relación sexual, Fourier la transporta fuera del lazo conyugal, permite que derive. Los amores del Nuevo Mundo ya no tienen ni la fatalidad de la pareja reple­ gada sobre sí misma ni la monotonía de su asimetría. Son a- o di-simétricas, asociando desde la pubertad a todas las edades y a todos los sexos que el Eros vencedor arrastra en su torbellino.

París, julio 1986

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IN D IC E

G énesis

del pesimismo genital

Fernando Savater.......................................................................

9

L o s dos sexos y e l sexo : las razones de la IRRACIONALIDAD

Agustín García C alv o....................................................................

Diesde

e l lugar del otro

Héctor Subirats ..............................................................................

De

29

55

las reglas de urbanidad a la ritualización y domesticación de las pulsiones

Julia V a r e la ....................................................................................

73

Razón

y pasión. E l inconsciente sexual del racionalismo moderno

Fernando A lv a r e z - U r ía ..............................................................

D el

amor y los desórdenes de la identidad

Cristina Peña-M arín......................................................................... 123

F iguras

de seducción

Jorge L o z a n o ................................................................................. 141

S exualidad

y pasión

(S obre

la filosofía moderna

DE LA SEXUALIDAD)

René Schérer....................................................................................... 149

93

«El sexo es el gran ausente del discurso filosófico», afirma Fernando Savater, aunque «la filosofía'contem poránea, a través de la recuperación de pioneros com o Sade o Fourier, ha incluido provechosam ente la clave erótica en sus reflexiones: basta citar a G eorges Bataille, a Norm an O. Brown, a H erbert Marcuse». Sin em bargo, «en nuestro tiem po es más fácil — y mucho más gratifica n te — hablar de los riesgos y desafíos del erotism o o de los meandros de la pasión amorosa que de la obligación m etafísica del sexo: creo que este rasgo caracteriza m ejor que ningún otro la audacia de nuestros lím ites y el límite de nuestras audacias». Por todo ello, parece innegable el interés de la publicación de Filosofía y sexualidad, que reúne las conferencias del sem inario que se celebró en Santander, en el m arco de la Universidad Internacional M e n é n d e zy Pelayo. Las contribucion es corresponden a los p restigiosos pensadores españoles Fernando Savater, Agustín García Calvo, Julia Varela, Fernando Alvarez-U ría, C ristina Peña-Marín, Jorge Lozano, el m exicano H éctor S ubirats y el francés René S chérer (autor, entre otros libros, del polém ico texto, relacionado con el tema, Album sistem ático de la infancia, publicado por Anagrama).

Colección Argumentos

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