Terapia De Las Enfermedades Espirituales En Los Padres De La Iglesia - Fernando Rivas Rebaque.pdf

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Terapia de las enfermedades espirituales en los Padres de la Iglesia

Fernando Rivas Rebaque

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Versión electrónica

SAN PABLO 2012 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] [email protected] ISBN: 9788428540339

Realizado por Editorial San Pablo España Departamento Página Web

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Introducción

El origen de estas páginas se encuentra en la lectura de un libro de Javier Garrido, Ni santo ni mediocre. Ideal cristiano y condición humana, donde leemos: «Somos muchos los creyentes que nos debatimos entre el deseo y la realidad, la entrega radical y el egocentrismo. Que no somos santos es evidente. Pero tampoco nos consideramos mediocres si mediocridad significa tibieza, es decir, autosuficiencia y acomodación a lo fácil y seguro... Con los años hemos aprendido que el salto a la realización de nuestros mejores deseos no está en nuestras manos. Los libros de espiritualidad se han dirigido casi siempre a los que iniciaban la andadura cristiana o a los que caminaban por las alturas de la purificación y la mística. Faltan libros que traten precisamente de la “zona intermedia”. Hemos salido de la hondura del valle, hemos subido a la planicie, oteamos la montaña sagrada en la que sólo Dios habita, pero la meseta es áspera y prolongada. Necesitamos la paciencia que consolida la fidelidad, para que nuestra esperanza no quede defraudada»[1].

En esta «zona intermedia» se sitúa el presente libro, cuya intención es ofrecer medios e instrumentos para ayudarnos a vivir sana y cristianamente esta etapa espiritual de «meseta», tan difícil de sobrellevar y tan común a nuestra experiencia, sobre todo por algunos factores que han venido a agudizar este paso por el desierto. Nuestra pastoral se centra casi exclusivamente en los medios sacramentales e intelectuales (catequesis, formación), olvidando o marginando los aspectos y cauces más concretos de transformación personal, que quedan al libre albedrío del sujeto o al control de los grupos a los que se pertenece. Hemos pasado de una pedagogía autoritaria y rigorista a una educación supuestamente no directiva y rousseauniana, donde el individuo se siente en multitud de ocasiones perdido y sin referencias, obligado a partir desde cero. En esta situación es comprensible el recurso a grupos de carácter autoritario y rigorista (tanto en el ámbito social como en el eclesial), que ofrecen un camino seguro en tiempos de crisis, o bien el buscarse la vida como cada uno/a buenamente pueda, en un cristianismo por libre o a la carta, con los peligros que ambas posturas conllevan. La separación entre la praxis creyente y la reflexión teológica o, en otra clave, el mundo de la ascética y el de la mística, se ha convertido en una triste y prolongada realidad, lo que ha traído consigo, entre otras cosas, la reducción de la ascética a su dimensión más pobre y negativa: prácticas rutinarias, en muchos casos acusadas de masoquismo, represión corporal y minusvaloración del sujeto. En vez de intentar transformar la ascética, rehabilitando sus aspectos más profundos y personalizadores, simplemente la hemos abandonado como un trasto inútil y obsoleto: una molestia menos. Hemos dejado la mística para una elite minoritaria, presuntamente agraciada de forma directa por el Amor gratuito de Dios, olvidando que para que este Amor nazca es preciso preparar bien y a fondo el terreno, aunque la semilla crece por sí misma. De esta manera nos encontramos hoy con personas que pretenden llegar a la mística sin pasar antes por 4

la ascética, desconociendo que toda experiencia humana profunda tiene su necesario componente de esfuerzo, contención, dominio y exigencia. Otras personas, en cambio, pretenden vivir la experiencia religiosa sin que esta tenga una incidencia real en el ámbito personal o social, creando una especie de religiosidad virtual, sucedánea de la auténtica religión. Incluso hemos acudido a beber a fuentes extrañas (filosofías orientales o terapias psicológicas de todo tipo)[2], olvidando nuestras propias fuentes y el hecho de que el cristianismo nace y se presenta, desde sus orígenes, como una tradición salvadora y saludable, en el doble sentido que tiene la palabra griega sôtsô o la latina salus, de donde proceden nuestras palabras «salvación» y «sanación»: como salud psicofísica y salvación integral. Dentro del cristianismo, el monacato ha representado un lugar privilegiado donde experimentar esta salud y salvación, destacando la preocupación por su dimensión terapéutica sobre todo en los ss. IV al VII, especialmente en la parte oriental. Tanto el número como la calidad de las personas que se han dedicado a esta manera de vivir convierten a los monjes y monasterios en auténticos laboratorios de experimentación de lo humano: autoanálisis, estudio del funcionamiento de los mecanismos internos, terapias para cada caso... alcanzaron una altura y nivel considerable dentro del monacato, con innumerables personas dedicadas a esta práctica durante toda su vida. Además, el carácter laical de su espiritualidad hace que este instrumento tenga una dimensión universal, aplicable a todos y todas, independientemente del estado en que nos encontremos dentro de la Iglesia o la sociedad. Estos han sido algunos de los factores que me han llevado a fijarme en esta tradición monástica oriental para analizar y descubrir aquellos medios y re-medios que puedan ayudarnos a vivir esta etapa de meseta-llano, en un período de desarraigo continuo y búsqueda, a veces desesperada, de raíces, con el firme convencimiento de que hay demasiadas analogías históricas (cambio de cultura, etapa de crisis, continuas transformaciones sociales...) y demasiada sabiduría acumulada como para no ver en esta tradición una referencia válida para nosotros. El proceso que vamos a seguir en este libro será el siguiente. En primer lugar haremos una breve introducción sobre el planteamiento médico-terapéutico en la tradición veterotestamentaria, el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia. Posteriormente veremos una serie de presupuestos antropológicos y teológicos necesarios para comprender el mundo y la cultura de la enfermedad en este período. El núcleo del libro comienza con un breve estudio de las enfermedades corporales y psíquicas, para desde aquí pasar al análisis, origen y desarrollo de las diferentes enfermedades espirituales, que serán el centro de este escrito. Dentro de las enfermedades espirituales (definidas por los antiguos como «pasiones»), comenzaremos por las consideradas como enfermedades espirituales con más alto influjo corporal: la gula, la lujuria, es decir, toda tendencia desordenada de los apetitos sexuales, el amor al dinero y el deseo de tener más, estas dos últimas pasiones consideradas como cara y cruz de la enfermedad espiritual relativa al dinero. Más adelante describiremos las 5

pasiones con un mayor componente psíquico: la tristeza, la cólera, el temor y la acedía, pasión esta última que supone el culmen o síntesis de todas las pasiones anteriores. Una vez aquí, entraremos en las enfermedades más específicamente espirituales: la vanagloria y el orgullo, pasión por excelencia, en íntima conexión con todas las anteriores, y también suma o síntesis de todas ellas[3]. Después de haber analizado las diferentes enfermedades espirituales, describiremos la terapia específica contra cada una de las pasiones en particular, así como los síntomas por los que podemos vislumbrar la salud recobrada: no estar sujeto a las pasiones (paz interior), la caridad y el conocimiento profundo de sí mismo/a, del mundo y de Dios, unido a la praxis[4]. Al final de cada capítulo tendremos un apartado dedicado a la actualización del mismo, en un intento de acercar los resultados de los análisis y las terapias a nuestra realidad actual, pues no en vano han pasado más de mil quinientos años desde que se plantearon muchos de estos problemas, así como sus soluciones, y las cosas han variado considerablemente; aunque el reconocimiento de que lo profundo del ser humano sigue siendo sustancialmente el mismo, es uno de los aspectos que más resalta si estudiamos a fondo esta cuestión. La utilización de cierto lenguaje y conceptos empleados por los Padres de la Iglesia, que pueden parecernos lastres del pasado o lenguaje trasnochado, tiene una doble intención: por un lado refleja un profundo respeto a su manera de expresarse y acercarse a la realidad, por otro puede ayudarnos a ampliar nuestra perspectiva, tan reducida en algunos casos, con otros elementos desconocidos para nuestro modo de ser y pensar. Este es un libro, pues, no sólo ni fundamentalmente para ser leído, sino sobre todo para ponerlo en práctica, dejándonos acompañar y ayudar por otras personas que han iniciado el camino de seguimiento con anterioridad, pero reconociendo, como dice León Felipe que: «Nadie fue ayer ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que voy yo. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios»[5].

No quisiera acabar esta introducción sin las sabias palabras de una de las obras fundamentales de espiritualidad oriental, las de Juan Clímaco, que, en su Escalera espiritual, llega a decir: «No juzgues demasiado severamente a los que enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en práctica; porque a menudo la utilidad de las palabras compensa la penuria de las obras. Porque no todos poseemos igualmente todos los bienes: en algunos la palabra sobrepasa la obra; en otros, por el contrario, la obra sobrepasa la palabra»[6].

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Capítulo 1 Breve recorrido histórico por el mundo de la salud

El cristianismo heredó de su matriz judía una especial preocupación por todo lo relativo a la salud, en un sentido muy amplio del término que va desde las cuestiones más específicamente corporales a lo que sería su expresión más excelsa: la salud espiritual. Sin embargo, desde sus inicios el movimiento cristiano tiene como una peculiaridad propia la especial concentración en la persona de Jesús de todo lo relacionado con la salud, considerada además desde una perspectiva integral como salvación. Cristo se convierte, de este modo, para la tradición posterior (patrística) no sólo en el eje de toda auténtica salud, sino incluso en el médico de nuestros cuerpos y nuestras almas, que cura todas nuestras enfermedades.

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1. La salud/enfermedad en el Antiguo Testamento En la Antigüedad las enfermedades no son meros fenómenos corporales, cuyas causas son investigadas por la medicina con vistas a la curación. En muchos casos las enfermedades son consideradas como una consecuencia de la agresión de fuerzas externas (dioses, demonios, poderes mágicos) o del propio pecado. En estos casos, de cara a conseguir la curación se aplicaban exorcismos (para expulsar los demonios), diferentes prácticas mágicas (primeros inicios de la ciencia médica) o se intentaba la reconciliación con la divinidad a través de oraciones y sacrificios. Todo con la intención de congeniarse con aquel poder al que se consideraba airado. Hay incluso algunos dioses con una especial conexión con el mundo de la salud: Imhotep en Egipto, o Apolo y Asclepio/Esculapio en el mundo greco-helenístico[7]. Bajo su auspicio se construyeron santuarios dedicados a la curación, cuyos sacerdotes tenían una estrecha relación con la medicina, siendo el origen de la ciencia médica posterior. A ello hay que añadir la multitud de ofrendas hechas a los dioses con vistas a la curación de sus fieles, así como los exvotos como acción de gracias posterior. Para el mundo bíblico sólo Yavé puede curar[8], y dirigirse a otro médico o divinidad para ser sanado es un acto de incredulidad y desconfianza hacia Él. Además, como todos los sufrimientos y enfermedades, lo mismo que la vida y la salud, vienen de Yavé, Él es el único que puede curarlos[9]. Por tanto, los demonios y el resto de fuerzas, humanas o sobrehumanas, no tienen ningún poder en relación con las enfermedades, e incluso se piensa que están al servicio de Dios. Sin embargo, desde muy pronto van a surgir diferentes críticas a la concepción predominante, que asociaba la enfermedad con la culpa[10]. El libro de Job y algunos Salmos[11] vienen a ser testigos de esta ruptura, aunque en otros casos se mantiene esta conexión como algo misterioso, e incluso se entiende la curación como un símbolo del perdón de Dios, de su misericordia y cercanía[12]. No es que Dios quiera la enfermedad, pero la permite para que el ser humano sea capaz de profundizar en su situación. Es entonces cuando surge una nueva generación, que tiene sus antecedentes en los cantos del Siervo de Isaías y que se expresa en numerosos textos sapienciales, donde se comienza a ver el dolor y la enfermedad en su carácter pedagógico, sacrificial o incluso redentor: Dios se sirve de la enfermedad para mostrarnos facetas escondidas y sorprendentes del ser humano, la enfermedad tiene un sentido profundo y oculto que sólo la persona creyente puede descubrir, toda auténtica curación lleva consigo una cierta «pérdida» y Dios se revela y salva asumiendo precisamente nuestra frágil y débil condición.

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2. Jesús trae la salud/salvación con el Reino[13] La teología occidental ha interpretado en multitud de ocasiones la obra redentora de Jesucristo en clave jurídica, pero en el Nuevo Testamento hay otras imágenes para expresar esta función. Entre ellas destaca la imagen médica, muy extendida, donde entran en contacto la redención y la salvación. Esta imagen médica de Jesús es potenciada por la pluralidad de sentidos que tenían dos palabras muy utilizadas en el Nuevo Testamento para expresar esta experiencia de «sentirse sano»: el verbo sôtsô y el sustantivo sôtêría, que no sólo significaban «librar, sacar de un peligro o salvar», sino también «curar»[14]. El propio nombre de «Jesús» significa «Yavé salva»[15], es decir, «cura», y para el mundo bíblico el nombre de una persona no sólo sirve para diferenciarla de otras, sino que expresa su vocación, es decir, aquello para lo que está designada. Además, el propio Jesucristo actúa y se presenta a sí mismo como sanador[16]. Sin embargo, Jesús no desarrolla ningún discurso sobre la salud, ni emplea técnicas propias de los médicos, ni está ligado a ningún santuario o estructura sanitaria. Simplemente genera salud allí donde se encuentra, es un sanador que ofrece la salvación de Dios, haciendo crecer de esta manera la salud de las personas y la sociedad entera[17]. Esta salud que Jesús promueve hay que entenderla dentro del contexto global del reino de Dios –una de cuyas expresiones privilegiadas van a ser los milagros– y en relación a su papel de Mesías. Para Jesús el reino de Dios no es sólo un proyecto maravilloso de cambio, sino que se convirtió en aquello por lo que merecía la pena vivir (y hasta morir). Toda su vida va a estar al servicio del Reino, y cualquiera de las palabras que dice o las acciones que lleva a cabo van a estar encaminadas a esta dirección. Los milagros, especialmente los de curación, van a convertirse en uno de los signos más evidentes de este Reino que está llegando y una manera privilegiada de expresar Jesús su servicio al Reino: a través de los milagros muestra cómo es/actúa el Reino y cómo es/actúa Dios. En los milagros de curación Jesús no utiliza habitualmente recursos externos[18], ya que lo fundamental es la fuerza (dynamis) sanadora que irradia de su persona[19], bien por sus palabras[20], bien por la imposición de sus manos[21]. La curación que Jesús ofrece tiene su base en el amor compasivo que le lleva a preocuparse por el sufrimiento del enfermo/a y el deseo de liberarlo de una manera eficaz[22]. De ahí otra de las características de las curaciones de Jesús: su absoluta gratuidad, no esperar ningún tipo de recompensa. Esta actividad sanadora de Jesús es, además, característica del Mesías. A la pregunta de los discípulos de Juan Bautista de si era Jesús el que tenía que venir o debían esperar a otro, la respuesta no deja lugar a dudas: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,4-5, en clara referencia a Isaías). Con Jesús se inaugura la era mesiánica. La curación se hace, por tanto, desde el servicio; de ahí la identificación de 9

Jesús con la figura del Siervo de Yavé[23]. La salud/salvación se convierte, de esta manera, en el horizonte de la actividad mesiánica de Jesús. Todas sus acciones están encaminadas, de una u otra manera, a promover la vida y la salud. A través de las curaciones, Jesús muestra al Dios sanador de Israel[24] y Amigo de la vida, al tiempo que manifiesta la salvación que Dios ofrece al ser humano: la vida en su más profunda expresión. Y es dentro de este contexto mesiánico donde se comprende que la salud que Jesús ofrece de parte de Dios sea vista como buena noticia (evangelio) para los más débiles, como leemos en algunos «sumarios» de los tres evangelios sinópticos[25]. Es una curación que afecta tanto al ámbito personal como comunitario, pues cualquier enfermedad, por individual que sea, tiene unas consecuencias y repercusiones sociales inevitables, ya que la enfermedad conllevaba en la Antigüedad la marginación y la exclusión social en la mayoría de los casos. Esta actividad sanadora Jesús la lleva a cabo de una manera concreta: no cura «a distancia» o «en serie», sino que en todos los casos dedica una atención personal, acercándose a las circunstancias concretas en que vive la persona enferma, e incluso con frecuencia es Jesús quien toma la iniciativa. Esta curación la realiza condenando los mecanismos inhumanos y destructivos de la sociedad, animando a una convivencia fraterna, ofreciendo el perdón y la ternura de Dios a los maltratados por la vida[26]. Además, Jesús cura desde el centro de lo humano, y no desde la periferia, porque los milagros no están hechos para ser vistos desde fuera, sino acogidos en la fe, ya que sólo así curan de verdad[27]. La salud que promueve Jesús no consiste, sin embargo, sólo en una mejoría física, sino que busca la sanación integral de la persona[28]. Y esto significa liberar al ser humano de todo aquello que lo esclaviza (dimensión receptiva) y hacerlo responsable de su propia vida, de su propia salud (dimensión activa), ambos aspectos íntimamente unidos. Jesús dedica buena parte de sus esfuerzos a sanar, es decir, a liberar la vida encadenada y bloqueada por el mal, al que no se considera algo inevitable, sino superable. Mientras que lo «diabólico» (que significa etimológicamente «aquello que separa, aleja») no hace otra cosa que dividir y dispersar al ser humano de sí mismo, de los otros y de Dios, Jesús trae la paz y la armonía (el shalom)[29]. La persona se vuelve dueña de su propia existencia. La acción sanadora de Jesús tiene además como finalidad ayudar a que la propia persona sea capaz de desplegar todas sus potencialidades. Por eso Jesús sana al ser humano desde dentro, busca la sinergia del enfermo/a, para que ponga en funcionamiento la parte sana que todavía permanece en su interior. De ahí la conexión, habitual, entre milagro de curación y fe-conversión, cuyo modelo ideal encontramos en la curación del siervo del centurión (cf Lc 7,1-10). Para Jesús, sin embargo, la salud no es un ídolo al que deba sacrificarse todo, ya que la salud debe estar siempre al servicio de la vida[30]. Una excesiva preocupación por la salud (hipocondría) es uno de los factores que más contribuyen precisamente a deteriorar 10

y minar esta misma salud que se desea, mientras que el abandono en las manos de Dios permite una completa curación del ser humano herido. La salud tampoco es considerada como un absoluto, porque está en función de otros valores y prioridades[31]. Hay incluso una forma peculiar de adueñarse de la propia vida, que consiste en entregarla, en el sorprendente juego del pierde-gana (si te quedas con la vida, la pierdes, si la entregas, la ganas)[32]. Y es Jesús mismo el primero en llevarlo a cabo[33]. La cuestión consiste en descubrir que la salud humana, por estar vinculada al cuerpo, es frágil, expuesta al sufrimiento, la enfermedad y la muerte (algo que ya habían descubierto buena parte de las tradiciones sapienciales de la Antigüedad, incluyendo la tradición bíblica), pero que, al mismo tiempo, es en este cuerpo y en esta vida donde estamos llamados/as a experimentar la plenitud, «la resurrección y la vida» (Jn 11,25), porque, como diría un gran teólogo del s. II: «La carne es el quicio de la salvación»[34].

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3. Cristo, médico en los Padres de la Iglesia Sobre esta tradición, los Padres de la Iglesia, unánimemente y desde el primer siglo, aplican a Jesús de manera habitual el título de «médico», añadiéndole a menudo los calificativos de «grande», «celeste», «supremo», «del cuerpo», «del alma», o más frecuentemente «de las almas y cuerpos», para resaltar que es al ser humano completo al que ha venido a curar. Un médico que ha venido al mundo para curar las heridas producidas por el pecado[35]. Una venida necesaria porque la enfermedad era tan profunda y generalizada que los remedios enviados por Dios con anterioridad (ley, profetas, sacrificios...) no habían sido capaces de atajarla. De ahí que el Padre, lleno de piedad por el género humano y conmovido por nuestras súplicas y lamentos, decide enviar al único médico capaz de curar nuestras heridas, Jesucristo, como bellamente expresa Cirilo de Jerusalén: «Los profetas acompañados por las lágrimas decían: “¿Quién nos dará, Señor, el remedio salvador?” (Sal 13,7)... Y otro profeta suplica en estos términos: “Señor, baja de los cielos y desciende” (Sal 143,5). Las heridas de la humanidad sobrepasaban nuestros medios. Nuestras miserias no podían ser eliminadas por nosotros, eres tú el que necesitábamos para eliminarlas... El Señor escuchó la oración de los profetas. El Padre no despreció nuestra raza mortecina. Envió a su propio Hijo como médico»[36].

Cristo ha curado al ser humano haciéndose humano y asumiendo nuestra naturaleza humana en su integridad, pues «lo que no ha sido asumido no es curado», y «lo asumió todo para que todo fuera curado»[37]. Pero, al mismo tiempo, al ser plenamente Dios, tiene los recursos necesarios para llevar esta curación a término. Por eso muchos Padres hablan del texto de Is 53,5 («ha tomado nuestras enfermedades, ha cargado con nuestros males») en referencia a Cristo y establecen un paralelismo entre el nombre de Jesús y «curar» (que en griego es iaomai)[38], al tiempo que consideran la parábola del buen samaritano como una escenificación de Cristo médico[39]. Pero es una curación que, además, se completa en la propia persona de Cristo, que no sólo asume nuestra naturaleza humana, sino que además lo hace en su condición de naturaleza humana caída, es decir, asume las consecuencias del pecado hasta «hacerse pecado por nosotros» (2Cor 5,21), aceptando voluntariamente pasiones naturales como la sed, el cansancio, el sufrimiento o incluso la muerte, tentaciones o pruebas todas en las que ha salido victorioso. Y lo mismo podemos decir de todos los acontecimientos de la vida de Jesús: bautismo, tentaciones, y especialmente su pasión, muerte y resurrección[40]. De esta manera la curación que Cristo llevó a cabo se extiende a todos los seres humanos de todos los tiempos[41]. Esta salvación-curación de toda la humanidad es entregada por el Espíritu Santo a cada persona bautizada que, por la Iglesia, se une a Cristo. Sin embargo este don no es todavía más que potencial: la persona bautizada debe asimilar, actualizar y personalizar este don en todo su ser, y este es el papel de la vida espiritual, de la ascesis.

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Actualización 1) La enfermedad, así como todo lo relacionado con ella, tiene tal densidad humana y teológica que no puede ser reducida a una mera cuestión técnica[42]. Las diferentes culturas han desarrollado toda una serie de recursos, tanto personales como comunitarios, para enfrentarnos con ella, estableciendo no sólo remedios terapéuticos (de todo tipo) para llevar a cabo la curación, sino estructuras sociales encaminadas al cuidado de la persona enferma y actitudes o comportamientos personales acordes con esta nueva situación, que relativiza o pone en cuestión muchos de los elementos considerados como necesarios para nuestra existencia (salud, compañía, reconocimiento, autonomía...). La enfermedad es considerada como un momento de prueba, donde se muestra la valía del sujeto, así como sus íntimas convicciones, por encima de las convenciones sociales y los procesos de socialización. Es esta densidad y profundidad humana de la enfermedad la que permite su conexión con el ámbito religioso y la divinidad, bien desde el punto de vista de la petición, bien desde la acción de gracias, bien desde el reconocimiento de nuestra fragilidad. 2) Uno de los aspectos que más nos pueden ayudar hoy a comprender la enfermedad en el mundo bíblico es su concepto de «integral», donde curación (física) y salvación (espiritual) van juntas, aunque no unidas, estableciendo una serie de estrechas relaciones entre ambas dimensiones, frente a las tentaciones de reducir la salud (o la enfermedad) a las puras terapias técnicas o minimizar el impacto de lo físico en lo psíquico y espiritual, o a la inversa. Integral, además, en el sentido de no restringir la enfermedad al ámbito puramente individual, sino reconocer su influjo social, algo que es hoy aceptado por la medicina actual, cuando tiene en cuenta los aspectos ambientales. Integral, por último, porque establece la interconexión entre cuerpo-alma y espíritu, viendo que la deficiencia o desarrollo en uno de estos campos tiene su correspondencia (no unilateral, sino compleja) en los otros. 3) Otra aportación que puede hacer el Evangelio a nuestra manera de comprender/vivir la enfermedad es el aprendizaje para superar nuestros planteamientos en torno al por qué (¿por qué a mí?, ¿por qué esto?, ¿qué es lo que he hecho?), círculo vicioso que sólo puede llevarnos a la frustración y la desesperación, aislándonos no sólo de los demás, sino incluso de nosotros/as mismos/as, con el fin de llegar a la pregunta en torno al para qué, donde lo importante van a ser las posibilidades que ofrece la nueva situación, así como las diferentes perspectivas que nos plantea este nuevo estado, en el que la persona enferma es capaz de descubrir y poner en marcha mecanismos insospechados y sorprendentes, y se invita a los que están cerca del enfermo/a a participar de este dinamismo. El ser humano descubre de manera privilegiada en la enfermedad que no sólo «tiene» un cuerpo, sino que «es» cuerpo, con lo que esto significa, al tiempo que aprende a no quedar reducido a sus dimensiones más físicas, porque vislumbra siempre, en este cuerpo dolorido, que hay un «más allá». 13

4) Esta imagen de «Cristo médico» está tan presente en la tradición cristiana que aparece incluso en el reciente Catecismo de la Iglesia católica, en los nn. 1503-1505, muy especialmente en el primero, donde leemos: «La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que el reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren». Esta tradición compasiva es la que estará en la base de la creación llevada a cabo por el cristianismo de los primeros hospitales (hasta entonces desconocidos en la cultura greco-romana), la especial atención a los enfermos, la creación de una serie de rituales de acogida y sanación de estas personas enfermas (exorcismos), así como la dedicación de una gran cantidad de medios materiales y humanos (donde tuvieron un papel importante los monasterios y la función de los diáconos y diaconisas), que vienen a reforzar y explicitar la multitud de gestos cotidianos y callados de servicio de los/las cristianos/as al mundo de los enfermos, en una concreción del «amor a la vida (biofilia)», tan característico de Jesús y de las primeras comunidades cristianas.

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Capítulo 2 Presupuestos antropológicos y teológicos para comprender la enfermedad en los Padres de la Iglesia

Nuestra manera de entender la enfermedad es muy diferente de la que tenían los Padres de la Iglesia en la Antigüedad cristiana, por ello necesitamos una serie de conceptos de corte antropológico y teológico que nos permitan acercarnos algo más a sus formas de pensar y vivir la enfermedad. Partiremos del concepto de persona que tenían (antropología) para acabar con las referencias de corte más teológico. No debemos olvidar, sin embargo, que la brevedad de este recorrido se ha conseguido a veces a base de simplificar, por motivos pedagógicos y de espacio, posiciones mucho más complejas y diversificadas[43].

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1. Presupuestos antropológicos En principio los Padres tenían dos formas de comprender al ser humano: una, más extendida en el cristianismo occidental y de la que somos en buena medida herederos, que considera a la persona como un compuesto de dos elementos (cuerpo-alma) y que denominaremos como dicotómica. La otra forma, predominante en el Oriente cristiano, divide el alma, entre alma (que ve reducida sus funciones con respecto al anterior modelo) y espíritu. De este modo se diversifican las funciones, entendiendo al ser humano como el conjunto armónico de tres elementos: cuerpo, alma y espíritu; de ahí que lo denominemos como modelo tricotómico. No hay que ver estas dos posturas, sin embargo, como absolutamente opuestas, pues en realidad el alma de la concepción dicotómica asume las funciones que en la tricotómica están divididas entre el alma y el espíritu, al tiempo que algunos autores manejan ambas concepciones indistintamente. Voy a optar, sin embargo, preferentemente por el modelo tricotómico (cuerpo-alma-espíritu) por estar más en contacto con el mundo bíblico y porque permite explicar de manera más completa todo lo relacionado con las enfermedades espirituales en los Padres de la Iglesia. 1.1. Modelo dicotómico: el ser humano como compuesto de alma y cuerpo Este modelo nace de una profunda convicción e intenta responder a dos posturas consideradas como esencialmente erróneas. La convicción, en la que los Padres de la Iglesia han insistido casi machaconamente, es que el ser humano no es solamente alma ni solamente cuerpo, sino el conjunto indisociable de ambos elementos. Con esta convicción intentaban además responder a dos grandes tentaciones, consideradas como los más graves errores antropológicos: el espiritualismo y el materialismo o naturalismo.

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Modelo dicotómico CUERPO

ALMA

SÓLO CUERPO = MATERIALISMO SÓLO ALMA = ESPIRITUALISMO

Al afirmar, contra todo espiritualismo, que el cuerpo forma parte esencial del ser humano le dan al cuerpo una dignidad equiparable al alma, al tiempo que evitan atribuirle un destino diferente al alma. De esta forma se sitúan contra las tendencias platónicas, tan profundamente arraigadas en la Antigüedad cristiana, y sobre todo contra una de las corrientes cristianas más poderosas de los primeros siglos, el gnosticismo, que pretendía el ascenso a una realidad puramente espiritual por medio de la negación progresiva del cuerpo y la liberación de toda materia, causa para ellos de la caída primordial. Asimismo los Padres nos enseñan también a rechazar como tentación cualquier minusvaloración del cuerpo, por considerarlo como un mero accidente, impureza o añadido del alma, pues el cuerpo constituye, junto con el alma, la única y auténtica realidad del ser humano. Afirmando al mismo tiempo que el ser humano es, a la vez, alma y cuerpo, los Padres se oponen a todas las formas de materialismo y naturalismo que niegan la existencia del alma o la reducen a ser un producto derivado y determinado por el cuerpo, convirtiendo el cuerpo en la única referencia para la comprensión del ser humano. San Ireneo de Lyon expresa muy bellamente esa doble afirmación: «La carne modelada, ella sola, no es el ser humano perfecto, no es más que el cuerpo del ser humano, que forma parte de la persona. El alma sola no es el ser humano, ella no es más que el alma del ser humano, que forma parte del ser humano»[44].

Pero los Padres no se paran aquí, sino que afirman al mismo tiempo que la persona humana es el compuesto de ambos elementos, cuerpo y alma, que no pueden reducirse uno al otro, pues la esencia del ser humano, frente a otras realidades, consiste precisamente en esta doble naturaleza. Hasta tal punto es así que sólo podemos hablar de «ser humano» cuando nos encontramos ante el compuesto alma-cuerpo, y no cuando hablamos del alma o del cuerpo por separado, pues es de esta manera como Dios nos ha creado. Los problemas van a estar, sin embargo, a la hora de intentar describir cómo se da esta unión tan dispar así como el tipo de relación que mantendrán entre sí estos dos elementos. La unión entre cuerpo y alma estará fundamentada en la comunidad de origen, querida así por Dios, lo que dará como resultado tanto la igualdad entre ambos elementos como su relación complementaria, dentro de su esencial diferencia y distinción. La igualdad entre cuerpo y alma es comprendida a partir de la creación, donde Dios concede igual dignidad y belleza a cada uno de los elementos, llamándolos además a una vocación específica que consistirá, no en buscar cada uno la salvación por su cuenta, independientemente el uno del otro, sino conseguirla mediante la mutua colaboración. De ahí que sea imposible en el ser humano contemplar el cuerpo sin referencia al alma y 17

el alma sin referencia al cuerpo, aunque cada uno conserva su naturaleza y su función propias. Para expresar la estrechísima relación que se da entre cuerpo y alma se ha recurrido a términos como simpatía o corresponsabilidad, tomados en gran medida del ámbito cristológico, pues es aquí donde se planteó fundamentalmente en el cristianismo primitivo (sobre todo en los siglos IV-VI) la relación entre el cuerpo y el alma, en referencia a la relación entre el cuerpo y el alma de Jesucristo. La simpatía es una palabra que se usaba también para expresar la unión conyugal entre esposa y esposo. No se reduce, por tanto, al mundo de los afectos, sino que lleva consigo una íntima comunión de cuerpos y almas, como expresa bellamente un gran teólogo ortodoxo a mediados del s. VII: «El alma, sin quererlo, tiene al cuerpo y es tenida por él; ella le concede la vida sin haberla elegido, participando de manera natural de sus pasiones y dolores por la facultad apta para recibir lo que hay en ella»[45].

Los Padres emplean también para hablar de esta unión la palabra corresponsabilidad mutua. Con ella quieren indicar que todo acto del ser humano es a la vez acto de su alma y de su cuerpo, pues en el compuesto humano ningún elemento puede actuar sin que el otro esté implicado. La carne no puede hacer nada sin el alma, y el alma tampoco puede hacer nada sin el cuerpo, aunque por motivos diferentes: el cuerpo tiene necesidad del alma para vivir y moverse, mientras que el alma necesita del cuerpo para expresarse y actuar sobre el mundo exterior. Esta estrechísima relación y unión entre cuerpo y alma no debe hacernos olvidar que para los Padres de la Iglesia ambos elementos tienen una naturaleza diferente, que son distintos, aunque no están separados, y que no podemos confundirlos[46]. Hay, además, una cierta supremacía de servicio, dado que el alma, de naturaleza incorpórea, no sólo es la que le da la vida al cuerpo, sino la que mantiene su unidad y rige su actividad, penetrando en cada uno de los órganos para hacerlos llegar a su destino. 1.2. Modelo tricotómico: el ser humano como compuesto de cuerpo, alma y espíritu Muchos de los Padres de la Iglesia tienen un modelo tricotómico (cuerpo-alma-espíritu), que comienza por lo más básico y primario (cuerpo) para avanzar, en un proceso ascendente, al elemento más personalizador (alma) y culminar en lo que sería la meta de todo ser humano: la unión completa del cuerpo y el alma en el espíritu. Estos tres elementos no constituyen tres partes separadas o compartimentos estancos del ser humano, que es uno e indiviso, y sólo se considera como tal la conjunción del cuerpo, el alma y el espíritu.

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Modelo tricotómico

El cuerpo sería para este modelo tricotómico exactamente igual que en el modelo anterior, y representaría la dimensión material y corporal del ser humano llamada a alcanzar su más alta perfección con la resurrección (donde, según Pablo, adquiriríamos un «cuerpo espiritual»: 1Cor 15,44). Sin embargo, para ser merecedor de esta gracia, el cuerpo tiene que ir desarrollando una serie de funciones y tareas que lo acerquen y lo hagan apto para recibir el espíritu. A este camino los Padres de la Iglesia lo denominan ascesis[47]. El alma asume buena parte de las funciones que en el modelo dicotómico tenía el alma, sobre todo aquellas más en relación con las cuestiones vitales y anímicas, pero deja para el espíritu las cuestiones más relacionadas con Dios. Dentro de ella habría que diferenciar entre la dimensión más vegetativa, o vital, que escapa al control de la voluntad; la dimensión relativa a las sensaciones y percepciones, que los antiguos denominaban humor; y la dimensión relativa a los deseos, los afectos y las tendencias, a la cual estaría unida la imaginación. Es aquí donde se concentran, por tanto, buena parte de las pasiones. La tarea del alma, en este modelo, no consistirá sólo en animar el cuerpo material y darle la vida, sino sobre todo en organizarlo, unificarlo y prepararlo para recibir el espíritu. Se convierte, por tanto, en intermediaria obligada entre el cuerpo y el espíritu, adquiriendo una gran importancia. A esta tarea pedagógica y ascética el alma dedica buena parte de su energía, haciendo que el ser humano crezca en control y 19

dominio del cuerpo, pues la carne, de por sí, tiende a la dejadez o a centrarse en cuestiones alicortas y placenteras. El espíritu es la más alta facultad del ser humano, lo que le permite dirigir al resto, y es aquí donde la persona está relacionada con Dios, se vuelve y se une con Él, pues es aquella parte del ser humano que estaría propiamente en contacto con Dios, ya que sería el principio divino que Dios ha puesto en cada persona para guiarnos al encuentro con Él. Mientras los autores de los primeros siglos utilizan, siguiendo a san Pablo, la palabra «espíritu» (pneûma)[48] para denominarlo, a partir del s. IV, especialmente en la parte oriental, los Padres preferirán emplear la palabra «mente-pensamiento-intelecto (noûs)», para evitar la confusión entre el espíritu humano y el Espíritu Santo así como para afirmar el carácter creado del espíritu humano. Esta palabra (noûs) no tiene sólo un sentido intelectualista, sino que refleja la dimensión más profunda e interior de la persona, lo que en ocasiones permite y hasta aconseja traducirla por «espíritu», estando muy cercano al sentido de «corazón». Igual que hemos visto con respecto al alma, dentro del espíritu podemos descubrir asimismo diferentes dimensiones: en primer lugar estaría la dimensión racional, específicamente humana, con posterioridad se encontraría la sede de la conciencia (tanto en el sentido psicológico como moral) o la capacidad que tiene la persona para autodeterminarse (polo superior de la voluntad y de la libertad)[49].

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2. Presupuestos teológicos[50] Los Padres mantienen también un esquema en tres fases con respecto a la historia de la humanidad: habría existido un período de sanidad originaria (que identifican con la creación), rota por el pecado primordial, origen de todas las enfermedades hasta la venida de Jesucristo que, con su encarnación, vida, muerte y resurrección, restauraría todas las cosas en esta sanidad primordial (recapitulación). 2.1. La creación, sanidad primordial del ser humano Para los Padres, la sanidad del ser humano es el estado de perfección al que estamos destinados desde la creación: ser imagen y semejanza de Dios[51]. Dios nos ha dado, desde nuestros orígenes, e inscrito en nuestro propio ser, la posibilidad de conformarnos por completo con Él[52]. En el fondo se trata de, partiendo de la «imagen» de Dios que somos, es decir, el conjunto de posibilidades para realizar la semejanza con Dios, llegar a la «semejanza», es decir, el cumplimiento de esta imagen, su desarrollo completo (= perfección-santidad o divinización[53]). Mientras la imagen es actual, la semejanza es virtual y debe realizarse por la libre participación de la persona en la gracia y el amor de Dios. Admirablemente lo explica Basilio de Cesarea: «Nosotros poseemos la una [imagen] por la creación, adquirimos la otra [semejanza] por la voluntad. La primera estructura nos es dada por haber nacido a imagen de Dios; por la voluntad se forma en nosotros el ser semejantes a Él. Lo que revela la voluntad, nuestra naturaleza lo posee en potencia, pero es por la praxis como nosotros lo conseguimos... No es por nuestro propio poder como podríamos adquirir la semejanza con Dios, sino que nos ha creado capaces de ser semejantes a Él. Dándonos la potencia de ser semejantes a Dios Él ha permitido que seamos nosotros los artistas de la semejanza con Él, a fin de que nos llegue la recompensa por nuestro trabajo..., a fin de que el resultado de nuestra semejanza no sirva para la alabanza de otro... Así pues, a fin de que sea yo el objeto de admiración, y no otro, me ha dejado la tarea de llegar a ser semejante a Dios. En efecto, por la imagen yo poseo el ser razonable, y llegaré a ser semejante llegando a ser cristiano»[54].

El paso de la imagen a la semejanza es fruto de la colaboración entre el ser humano y Dios, ya que la persona, por la perfección que Dios ha inscrito en el interior de su imagen, posee la libertad para unirse a Él o rechazar su proyecto. De esta manera los Padres presentan a este ser humano primordial (Adán) en un estado de perfección debido a que se ajustaba a la finalidad y a la tarea para las que había sido creado[55]: descubrir la presencia de Dios en las creaturas, elevándolas de esta manera a Dios y convirtiéndose en intermediario entre Dios y la materia; encontrar a Dios en su propio ser, pues podía ver a Dios cara a cara[56], manteniendo con Él una relación de gran confianza, cercanía y libertad[57]; y viviendo de manera permanente en unión con Dios. Este ser humano primordial no tenía ningún tipo de división, ni en sí mismo (todas sus facultades se encontraban equilibradas según la ley de la virtud) ni con sus semejantes ni con los demás seres. La paz reinaba en todo y en todos, no había ni tristeza ni dolor. Este estado, denominado como «paradisíaco», aparece en los Padres como el estado de salud primordial del ser humano. 21

2.2. El pecado primordial, origen de todas las enfermedades Para los Padres, al haber creado Dios al ser humano «a Su imagen» lo había dotado de libertad para que pudiera participar de forma voluntaria en su propia deificación (= semejanza). De ahí la prueba ante la que el ser humano está situado, una tentación al mismo tiempo muy cercana y muy lejana de la promesa divina: mientras Dios nos había destinado en la creación a «ser dioses» por la participación en Él, ahora se les propone «ser como dioses» (cf Gén 3,5), es decir, ser dioses pero sin Dios, independientemente de Él. Al caer en la tentación de autodeificarse, la persona humana se aleja de Dios, viéndose privada de su Amor, que constituía el verdadero alimento de su naturaleza, y se separa de la Fuente de vida, cayendo en la muerte: muerte del cuerpo, del alma y del espíritu que, como no puede contemplar a Dios, se vuelve hacia la nada (= mal). Así el ser humano no sólo se aleja de su verdadera naturaleza, sino que pervierte sus facultades y tendencias, orientadas hacia Dios, y se ve reducido a un estado infra-humano. La persona humana comienza a padecer entonces una serie de desgracias que no pertenecían a su naturaleza, sino que aparecen como consecuencia de no vivir conforme a ella y haber desviado sus facultades del lugar hacia el que estaban orientadas: las enfermedades empiezan a adueñarse de su cuerpo, el espejo de su alma se oscurece por el pecado y deja de reflejar a Dios, y su espíritu va perdiendo la semejanza que había comenzado a realizar, a pesar de que la imagen de Dios subsiste en el ser humano caído, pero una imagen alterada y velada, frustrada de su auténtica vocación, que ha llegado incluso a olvidar su verdadero destino. 2.3. Restauración en Cristo de la sanidad primordial (recapitulación) Por la encarnación, vida, muerte y resurrección de Cristo la humanidad queda restaurada por completo en su naturaleza original y el ser humano tiene de nuevo la posibilidad de realizar la perfección a la que el Creador le ha destinado. Adán (= ser humano primordial) no era más que «una figura del que debía venir» (Rom 5,14); ahora Dios mismo, en la persona de su Hijo, viene a revelar y realizar el destino último de la humanidad, la perfección de la naturaleza humana unida total e íntimamente a Dios: Cristo se convierte en el modelo visible y cumplido en el que la humanidad caída está llamada a renovarse y adquirir la semejanza con Dios[58]. El ser humano, creado a imagen[59] del Logos de Dios (= Cristo), es no sólo lógico, dotado de razón y sentido, sino más profundamente cristo-lógico, creado a imagen de Cristo, y es en esta semejanza con Cristo donde se refleja tanto nuestra auténtica vocación como nuestra adopción como hijos/as de Dios, en definitiva, nuestra auténtica naturaleza. Un gran teólogo ortodoxo llegará a decir: «La naturaleza humana ha sido creada desde los orígenes con vistas al Ser humano nuevo, la inteligencia y el deseo del ser humano han sido creados para Cristo: hemos recibido la inteligencia para conocer a Cristo, el deseo para ser empujados hacia Él y la memoria para llevarlo en nosotros. Y esto ha servido como modelo para nuestra creación. En efecto, no es el antiguo Adán el que ha sido el modelo del nuevo, sino el nuevo del

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antiguo (cf Rom 5,14). Para nosotros, que lo reconocemos como nuestro ancestro, el primer Adán pasa por ser el arquetipo de la naturaleza humana; pero para el que tiene delante de los ojos todos los seres, antes incluso de que existieran, el ancestro no es más que la imitación del nuevo Adán. Ha sido creado a imagen y semejanza de este último»[60].

Por eso solamente en la unión con Cristo encuentra el ser humano la perfección de su ser, el cumplimiento de su naturaleza y la perfección de su vocación[61], una semejanza que se adquiere por la práctica de las virtudes. Sin embargo, cada Persona divina aporta su contribución particular en esta tarea de deificación, descrita en el Nuevo Testamento como un estado de crecimiento, cuyo culmen sería la adultez en Cristo[62].

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Actualización 1) A pesar de optar por un modelo antropológico de corte tricotómico (cuerpo-almaespíritu), considero necesario reafirmar algunos valores que ha aportado el modelo dicotómico (cuerpo-alma) para una correcta comprensión de la persona humana como son la afirmación conjunta del cuerpo y del alma como compuestos esenciales del ser humano y los intentos de establecer la relación entre ambos. 1. Mientras la afirmación de la dignidad del cuerpo fue una afirmación más contracultural en tiempos antiguos, donde la corriente dominante tendía a resaltar los valores del alma y a denostar todo lo que tuviera que ver con el cuerpo, la afirmación de la existencia e importancia del alma puede ejercer una función muy parecida en la actualidad, donde asistimos a la expansión, sobre todo en nuestro primer mundo, de una cultura obsesivamente preocupada por todo lo que tenga que ver con el cuerpo: dietas, gimnasios, medicamentos, anuncios... Esto no quita que sea muy habitual descubrir un cierto sesgo platónico en la mayoría de los Padres de la Iglesia, así como un evidente menosprecio por todo lo que tenga que ver con el mundo material, algo que hoy no podemos compartir. 2. Es a la hora de establecer las relaciones entre el cuerpo y el alma donde el modelo dicotómico ha llevado a cabo sus aportaciones más valiosas, porque no se ha limitado simplemente a recoger las aportaciones de la filosofía de su tiempo, sino que ha sido capaz de «sacarla de sus casillas», a la búsqueda de unas preguntas de difícil solución como son la profundidad de las relaciones humanas, el respeto al núcleo personal, o la posibilidad de unir, sin diluir ni eliminar, el componente material y espiritual del ser humano. Propuestas como la simpatía o la corresponsabilidad, tal como las planteaban los Padres de la Iglesia, pueden ayudarnos a profundizar en este aspecto, sobre todo si se unen a las nuevas aportaciones del pensamiento contemporáneo como la centralidad de la persona, su carácter relacional o dialógico, su dimensión comunitaria... 2) En el modelo tricotómico podemos descubrir algunos riesgos o tentaciones dentro de este proceso espiritual de encuentro con Dios. Expreso los que considero más graves: 1. No respetar el proceso que partiría del cuerpo para ir al alma y acabar en el espíritu. Y, una vez llegado aquí, volver a comenzar de nuevo, pero desde otro nivel (proceso en espiral). Este crecimiento puede quedar paralizado bien porque el elemento «inferior» no siga las indicaciones del «superior», es decir, que el cuerpo no obedezca al alma o el alma al espíritu; o bien porque el elemento que debe llevar el protagonismo no sea capaz de imponerse: el alma no influya sobre el cuerpo o el espíritu sobre el alma. 2. Olvidar en el recorrido creyente alguno de estos tres elementos, lo que lleva habitualmente al ser humano a un estrepitoso fracaso, pues supone negar una 24

dimensión esencial de la persona, que no puede quedar excluida de ningún proceso espiritual, e incluso, en muchos casos, entrar en una especie de perversa reacción, y a que, «queriendo hacer el ángel salga la bestia». 3. Saltarse los pasos precisos, es decir, intentar saltar del cuerpo al espíritu sin pasar por el alma o, una vez que se llega al espíritu, no volver a reiniciar el proceso en un avance en espiral. En estos casos, a pesar de la apariencia de seriedad y compromiso en los comportamientos, estos suelen estar lastrados de tremendas deficiencias que dan como resultado experiencias efímeras, con poca consistencia y a expensas de las circunstancias. 4. Absolutizar alguno de los elementos, marginando o minusvalorando el resto. Aunque es verdad que el espíritu debe tener el protagonismo en este proceso espiritual, no podemos quedarnos centrados exclusivamente en él, y lo mismo podemos decir del alma, pues la primacía se expresa en el servicio que el alma lleva a cabo con respecto al cuerpo y el espíritu con respecto al alma, no en un alejamiento de su campo de acción, sino precisamente en la fase de la encarnación que cada uno lleva a cabo en el otro. 3) Los presupuestos teológicos (creación, pecado original, restauración en Cristo) no sólo no deben ser contemplados como algo mítico (acontecimientos colocados al inicio de la historia que marcan inevitablemente nuestro destino)[63], sino más bien históricos en un doble sentido: en primer lugar, porque la historia pudo ser de otra manera, es más, estaba planteada para tener otros desarrollos; en segundo lugar, porque cada ser humano, y la humanidad en su conjunto, vuelve a vivir, en cierto sentido, esta historia, (aceptándola o rechazándola), si quiere participar plenamente en esta historia de salvación, que no es algo que nos sobreviene de manera exterior o accidental, sino que se desarrolla dentro de cada persona y sociedad, y de la que somos partícipes, es decir, que la creación, el pecado y la gracia conforman nuestra naturaleza y nuestra historia; y en tercer y más importante lugar, porque estos acontecimientos no han de ser contemplados como un punto final, sino más bien como un punto y seguido, que alcanzarán su culmen en Jesucristo, donde se retoma esta historia para llevarla a su perfección (recapitulación). 4) De estos presupuestos teológicos se extraen dos principios básicos para todo crecimiento cristiano: el principio sinergético y el de referencia cristológica de lo antropológico. El principio sinergético establece que no hay progreso auténticamente espiritual si no hay colaboración (sinergia) entre Dios y el ser humano, que ninguno de los elementos (sólo el ser humano o sólo Dios[64]) por sí mismo contribuye al crecimiento creyente, sino únicamente la participación entre ambos, aunque la primacía evidentemente la tiene Dios. El principio de referencia cristológica de lo antropológico afirma que en Jesucristo tenemos el modelo básico de todo ser humano, y que lo que Él vivió y experimentó puede ser vivido y experimentado esencialmente por cada uno/a de nosotros/as.

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Capítulo 3 Origen de las enfermedades: patología del ser humano caído

Además de explicar teológicamente el origen de todas las enfermedades en el pecado primigenio, los Padres de la Iglesia orientales van explicitando esta patología en cada una de las facultades del ser humano (según la filosofía de su tiempo), comenzando por las que afectan al conocimiento, a las que se considera como más nucleares, continuando con las que se encuentran alrededor del mundo de los deseos y finalizando en las relativas al actuar[65].

El orden en que se plantea el uso de las facultades no es casual, sino que va de lo que consideran más importante a lo menos (el conocimiento, para ellos, debe predominar y dirigir el deseo, y el deseo es el que inicia y dirige a la acción), aunque sea necesaria una cierta circularidad en este proceso (desde la acción hay que volver de nuevo al deseo y al conocimiento). En cada una de estas dimensiones los Padres van a analizar, a su vez, tanto sus orígenes (génesis) como sus efectos más visibles (sintomatología), uniendo, como es habitual en ellos, el lenguaje teológico y los conceptos médicos.

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1. Patologías del conocimiento Dentro de las enfermedades del espíritu los Padres dan prioridad a aquellas que afectan a la facultad del conocimiento, no sólo porque es el núcleo a partir del cual nacen las otras dos facultades, sino porque las otras dos, en buena medida, tienen un carácter «cognoscitivo», es decir, son «errores de conocimiento», aunque también tenemos que admitir un influjo de las patologías del deseo y la acción sobre el conocimiento. 1.1. Génesis Las enfermedades del conocimiento tienen su origen en la ignorancia que tenemos de Dios: habiendo sido creado el ser humano para buscar las cosas divinas y conocer a Dios, mientras ejercía esta función vivía «saludablemente»[66], pero al olvidarse de Dios, la inteligencia enferma, al no tener una actividad acorde con su finalidad natural, y el desconocimiento que tenemos de Dios se transforma en la demencia o locura de nuestra propia persona. En la creación el ser humano contemplaba y comprendía las «razones (logoi)» profundas de las cosas, es decir, las relaciones que mantenía con su Creador, así como el sentido y la finalidad para la que fueron creadas, pero después del pecado ya no conoce las cosas espiritualmente (en su razón profunda), sino carnalmente, es decir, sólo en su apariencia sensible (sensaciones), porque sus ojos espirituales se han cegado y sólo le quedan los ojos de la carne. Además, mientras en el estado primigenio las facultades del conocimiento del ser humano recibían la luz del Espíritu, al olvidarse de Dios, el conocimiento va a recibir toda su información de las cosas, adaptando ahora su capacidad intelectual a la sensación, encadenando de esta forma su inteligencia a las cosas, e incluso a las pasiones. Lo que es menos real (la apariencia) pasa a ser considerado como lo real, y lo que es más real (la realidad profunda, de carecer espiritual) es visto como lo que es menos real, desarrollando así una visión invertida de lo real. De esta forma la persona humana se vuelve incapaz de un conocimiento verdaderamente humano y llega a un conocimiento que está más cercano al de los animales[67]. El ser humano caído va a reemplazar el conocimiento auténtico de la realidad que tenía en el Espíritu por una multitud de conocimientos, en función de la multiplicidad de apariencias que le ofrecen las cosas, e intenta dar unidad a este conocimiento por medio de una serie de convenciones y acuerdos provisionales a los que denomina objetividad y verdad, pero que no sólo son artificiales, sino relativos, pues no son más que proyecciones de su conciencia caída. Es más, este conocimiento del ser humano caído nace no sólo con la finalidad de llenar el vacío dejado, sino para satisfacer las necesidades materiales de las personas, en estrecha relación, por tanto, con el mundo de las pasiones. Un conocimiento que puede ofrecer la ilusión de ser verdadero, pero que no contribuye a su personalización y, por tanto, a su deificación, pues parte de la ignorancia de su auténtica realidad. 27

1.2. Sintomatología Estos dos factores, pérdida del conocimiento de las «razones» profundas de los seres (no ver a Dios en los seres y a los seres en Dios) y encadenamiento a las sensaciones, dan como resultado un conocimiento dividido, donde el mundo de los sentidos no tiene carácter objetivo y el uso racional de la inteligencia es considerado como el único conocimiento auténtico y posible, cuando en realidad es un uso alienado. Es lo que los Padres denominan «cautividad de los pensamientos», que puede ir desde las formas más empíricas y desorganizadas hasta las más elaboradas (ideologías), puesto que la inteligencia está volcada hacia lo «exterior», abandonando la dimensión más interior. El ser humano llega a separarse incluso de sí mismo, en lo que los Padres designan como separación del espíritu y del corazón: mientras en su estado creatural la inteligencia está unida al corazón, que es el centro de todas las facultades, desde donde se eleva a Dios, con el pecado primigenio la inteligencia abandona su actividad circular (inteligencia ⇒ corazón ⇒ Dios ⇒ inteligencia) para comenzar a actuar en una vía rectilínea que sale del corazón, centro espiritual del ser humano, para expandirse en la inteligencia, que se dispersa y divide en el mundo exterior, sin regresar al propio ser humano. La inteligencia entra así en un estado de constante distracción y dispersión, en una permanente agitación, contraria a la calma profunda característica de la facultad relativa al conocimiento. Sus pensamientos, antes unificados, ahora se vuelven dispersos y múltiples, en una multiplicidad que no es más que una ilusión creada por el ser humano caído, incapaz de percibir la unidad de los seres por la ignorancia de las razones profundas puestas por Dios en cada uno de ellos. De aquí nace la profunda esquizofrenia[68] en la que vive el ser humano, que afecta incluso a su espíritu[69]. Es así como nace el mal, fruto de un conocimiento delirante de la realidad, y esto en un doble sentido: en primer lugar, porque es el propio ser humano el que, al alejarse de Dios, crea el mal, que no es solamente una invención, sino una invención fantasmagórica, producto de la ignorancia que el ser humano caído tiene de Dios, al contemplar la creación como si Dios no estuviera presente en ella, y considerar a las creaturas independientemente de su Creador[70], dando existencia a la que no lo tiene, como es el mal. En segundo lugar, al haber perdido el carácter relativo («en relación a Dios») de los seres creados, la persona humana convierte estos seres relativos en absolutos, que vienen así a llenar el vacío dejado por el Dios, donde el culto a las creaturas sustituye al culto al Creador, apareciendo la idolatría[71], que no es sólo una forma religiosa, sino la actitud global del ser humano ante lo que considera como fin o valor definitivo de su existencia y a la que los Padres denominan como locura espiritual[72].

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2. Patologías del deseo Estrechamente unidas a las patologías del conocimiento se encuentran las del deseo, factor esencial sin duda para la comprensión de las pasiones por su papel de intermediario entre el mundo del conocimiento y de la acción, actuando como una especie de catalizador y, al mismo tiempo, filtro para las diferentes enfermedades espirituales. 2.1. Génesis La facultad del deseo ha sido puesta por Dios en el ser humano para que podamos desearlo hasta llegar a la unión con Él[73], produciendo esta unión un intenso «gozo perfecto» (Jn 15,11), mientras que todo objeto fuera de Él no puede aportar sino una alegría limitada. La tentación primigenia consiste precisamente en el deseo de gozar otros placeres desconocidos, ligados al deseo de las realidades sensibles, más fácilmente accesibles que los gozos profundos hacia los que tendía. De esta manera el ser humano ha puesto en marcha, por propia iniciativa y de manera absurda, una dinámica justamente contraria a la creación: desear las cosas por sí mismas y de manera egoísta, fuera de Dios. 2.2. Sintomatología El primer efecto que tiene esta patología del deseo es la transmutación de valores que produce, pues el ser humano teme y rechaza a partir de ahora las cosas verdaderamente deseables, mientras pone todos sus deseos en cosas que no merecen la pena, por el hecho de que los objetos que ha elevado al lugar de Dios responden mejor que Él a las nuevas necesidades de su cuerpo. Esto supone, por un lado, que en sus relaciones con las creaturas el ser humano caído no tiene más dios y norma que sus propios deseos, y trata a los seres no según las razones profundas que los constituyen (y que le proporcionarían el verdadero gozo), sino según sus deseos, según el placer que saca de ellos, transformando el mundo en una proyección de sus deseos. Los deseos, que en el estado paradisíaco estaban unificados en la búsqueda de Dios, a partir del pecado primigenio quedan desnortados, fuera de Dios, expandiéndose en una gran multiplicidad de deseos, a veces contradictorios entre sí, lo que produce en el alma una continua inquietud y desazón, opuesta a la estabilidad y paz que tenía cuando ejercía su actividad natural. El ser humano se ve reducido al instinto, que domina a la razón, y semejante a los animales. El bien y el mal se definen, a partir de ahora, desde una óptica subjetiva, en función del placer, moviéndose en el mundo de las apariencias, lo que hace que sus gozos tengan siempre un carácter provisional y limitado, dejándole siempre un sabor agridulce[74]. Pero no se acaban aquí las patologías del deseo, sino que justamente por esta 29

reducción del deseo al placer sensible, el dolor, que no tenía espacio en su estado original, hace su aparición. Un dolor que no es solamente físico, sino sobre todo psíquico y moral, y que toma la forma de tristeza, por lo que se ve obligado a adaptarse a los nuevos objetos del deseo, tan limitados y parciales que frustran su potencial, dejándole en un estado de continua insatisfacción y vacío[75]. Una insatisfacción y vacío que surgen de la falta de adecuación entre las aspiraciones del ser humano y la realidad que consigue, lo que da como resultado la búsqueda desaforada de objetos que colmen su deseo, agotando las diferentes esferas de este mundo, sin encontrar un término a este peregrinaje, pues nada aplaca por completo nuestro deseo[76]. Aunque podamos encontrar una satisfacción pasajera, que nos ofrece la ilusión de haber encontrado lo que buscábamos, considerándolo incluso como un absoluto, pronto revela su carácter limitado y relativo, descubriendo la distancia y diferencia que lo separa del auténtico Absoluto. De esta manera se establece la perversa dinámica: tristeza-dolor ⇒ búsqueda del placer en los seres creados ⇒ insatisfacción y frustración ⇒ nueva búsqueda del placer, que no hace sino agudizar la nostalgia de un gozo auténtico y perfecto. Esto dará lugar, además, a un funcionamiento desor-denado de las otras facultades, que son usadas de manera antinatural. La inteligencia queda cautiva de los deseos apasionados, convirtiéndose en sirvienta suya, pues se pone a trabajar para conseguir los medios de obtener estos placeres sensibles, y lo mismo de las facultades relativas a la acción.

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3. Patologías de la acción Dentro de la facultad relativa a la acción, los Padres de la Iglesia engloban dos dimensiones complementarias y muy diferentes a las nuestras: la primera plantea el «coraje» como uno de los fundamentos necesarios de toda acción, porque nos sirve de defensa de nuestro ser; la segunda dimensión necesaria para toda acción humana sería la libertad, que es sin duda más acorde con nuestra mentalidad actual, pero contemplándola desde una perspectiva algo diferente a la nuestra. 3.1. Patologías del coraje Junto al deseo, o más bien como centro del mismo, los pensadores de la Antigüedad cristiana colocaron la potencia agresiva o irascible («coraje») como uno de los compuestos de la naturaleza humana ya desde la creación. Esta facultad serviría para oponerse a todo lo que podía alejar al ser humano de Dios y del camino de la deificación. Estrechamente conectada con la cólera, tendría una función preventiva, de ahí sus características tan peculiares, como son la ayuda para el combate con la tentación y el ánimo en la oración. Pero esta potencia además anima y posibilita al ser humano en la lucha para conseguir los bienes espirituales, el Reino al que está destinado[77], dando lugar a lo que se conoce como cólera virtuosa o santa[78]. El pecado primigenio ha pervertido esta facultad, alejándola de su uso natural y llevándola a un uso antinatural, ya que en lugar de luchar por conseguir los bienes espirituales, ahora se esfuerza por conseguir los bienes carnales, hacia los que el ser humano caído ha vuelto su inteligencia y orientado su deseo. Así se establece una estrecha conexión entre la cólera y la obtención del placer. Es más, en lugar de combatir las tentaciones, el ser humano caído utiliza esta facultad para luchar contra los que considera como sus adversarios en la obtención del placer: en primer lugar contra sus semejantes, vistos como obstáculo a sus deseos sensibles. En el colmo de la locura, llega a utilizar esta facultad incluso contra el mismo Dios, al que considera culpable de los sufrimientos que tiene o envidioso de los placeres provisionales que obtiene. 3.2. Patologías de la libertad Dios crea al ser humano libre, con una voluntad independiente, capaz de autodeterminarse, pues nos ha creado a «Su imagen», y la libertad es una de las propiedades divinas que no podía faltar en su imagen[79]. Pero además, en este proceso de llegar a ser «semejante a Dios», también se necesita la libertad para poder considerar este objeto y meta como propios[80]. De esta manera actuabamos no sólo conforme a su naturaleza, sino además sin ser determinados por nada exterior que parasite o fuerce nuestra voluntad. Por la caída el ser humano se aleja de Dios curiosamente por querer «ser como 31

dioses»: queriendo determinarse por sí mismo, según su propia medida, cae en la ilusión de considerarse como Absoluto, cuando en realidad es creatura, lo que da al traste con su propia libertad, que a partir de ahora se ejerce como «libertad caída», de la que hace uso patológico y cuya primera consecuencia es la confusión entre libertad de no estar condicionado/a (eleuthería) y libertad de elección (proaíresis), a la que le sigue la separación entre su libertad de elección y su propia voluntad, que queda de esta manera sometida a la primera, a pesar de que le lleva a vivir de manera ilógica y antinatural[81].

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Actualización 1) Al estudiar el origen de las enfermedades, los Padres de la Iglesia resaltan de manera preferente los aspectos relativos al conocimiento, en una especie de intelectualismo muy típico de su época, estando las otras dos dimensiones en gran medida sujetas a esta jerarquía. Esto no impide, sin embargo, que establezcan una serie de conexiones entre los tres elementos (conocimiento, deseo y acción), de manera que ninguno puede funcionar correctamente si uno de los otros está enfermo, por lo que el conocimiento viene a estar también, en cierto sentido, a expensas del deseo y la acción. Este intelectualismo idealista es el que está en gran medida presente también en la división, tan habitual en su época (e incluso en algunos textos eclesiales de hoy), entre carnal/sensible/material y espiritual/eterno, tan lastrada de dualismo, donde la tradición bíblica queda en gran medida difuminada por la helenística. En esta división hay, sin embargo, algunos elementos que podrían enriquecernos si se retomaran releyéndolos desde otras perspectivas, como podría ser la división entre el ser humano superficial/profundo, exterior/interior, infantil/ maduro[82], esclavo/libre...[83]; o formulaciones parecidas[84]. 2) Una de las cuestiones de las que somos cada día más conscientes, sobre todo en nuestra sociedad de la información, es precisamente de los efectos perversos que suponen la dispersión y multiplicidad de conocimientos frente a las ventajas de un saber unificado. Entre estos efectos destacaría: 1. El hecho de que el aumento de la cantidad de información disponible no siempre supone un conocimiento más completo de la realidad, sino que genera en multitud de ocasiones una actitud de pasividad cuando no impotencia ante la avalancha de datos de que disponemos. 2. El abismo creciente entre una sociedad a la búsqueda desaforada de conocimientos, que no hacen sino ampliar su vulnerabilidad ante la manipulación informativa, y una sociedad desprovista de los medios más básicos de supervivencia (sima digital). 3. El increíble crecimiento y extensión de los medios de comunicación social (TV, internet, móviles, correo electrónico, SMS...) en contraste con el escaso valor de muchos de los contenidos transmitidos y el aumento de la soledad y la incomunicación. 4. La cautividad de muchos de los instrumentos de conocimiento (ciencia, tecnología, intelectuales, universidades) en manos de intereses espurios (políticos, económicos, grupos de poder), menos preocupados por el descubrimiento de la verdad que por la defensa de los «patrocinadores». 5. La distancia existente entre los conocimientos relativos al cómo (técnicas y tecnologías de todo tipo) y la pobreza de los saberes sobre el qué y el porqué, algunas de cuyas expresiones son la separación entre las ciencias «físicas» y las humanas o la especialización en múltiples disciplinas que pierden de vista la 33

globalidad. Esta dispersión y multiplicidad del conocimiento hace que en multitud de ocasiones nos encontremos entre un ser humano, aprendiz de brujo, fascinado por sus propias posibilidades, que no es consciente de las consecuencias o la responsabilidad que este conocimiento lleva consigo. 3) Economía del deseo. El ser humano no posee una capacidad infinita de desear, sino que esta capacidad está limitada y, por tanto, lo que invierta en un campo, automáticamente deja de desearlo en el otro[85]. Desde aquí podemos hablar de una doble economía del deseo: en el plano vertical, el ser humano debe elegir entre las realidades espirituales (profundas) y las sensibles (exteriores); en el plano horizontal, entre los diversos objetos del deseo. 1. En el plano vertical: debido a que el ser humano tiene una única facultad del deseo, no existen en él dos deseos diferentes: unos espirituales (maduros) y otros carnales (inmaduros), sino que su deseo está vuelto por completo a Dios, su objeto natural. En el ser humano caído todo el caudal del deseo, que antes estaba dirigido hacia Dios, va a estar consagrado, a partir de este momento, a las cosas sensibles y, pues, a las pasiones. Los deseos carnales del ser humano caído no son, pues, otra cosa que este mismo deseo que, una vez olvidado su fin divino, orienta contra natura su capacidad hacia las cosas sensibles, que no producen sino un simulacro del verdadero gozo. 2. El plano horizontal (elección entre diversos objetos) se explica por el carácter necesariamente relativo que tiene todo objeto, a pesar de que haya sido considerado como absoluto por la patología del deseo, y por el carácter móvil que tiene el ser humano, incapaz de dejar de desear, por lo que si no encuentra su gozo en un objeto lo busca en otro, en una carrera desenfrenada e imposible de parar. 4) Efecto aura. Uno de los perversos efectos que producen las enfermedades espirituales es la creación de un espacio de engaño entre la realidad y la persona humana, un espacio que en las patologías relativas al mundo de los deseos genera la aparición de un aura que rodea a los seres creados e impide un trato directo con lo real, dando lugar a que el ser humano pueda investir a esta aura, por medio del deseo, de cualidades que el objeto no tiene realmente, sino que le atribuimos. Así la comida, la sexualidad, el dinero... son investidos de unos valores que los convierten en muy apetecibles. Esta aura actúa como una especie de lente o prisma a través de la cual el ser humano contempla la realidad desde una determinada manera, lo que condiciona en gran medida su capacidad de percepción de la misma. La publicidad actual puede ser un buen ejemplo de cómo funciona este mecanismo.

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5) La distinción que hacen algunos Padres (sobre todo Gregorio de Nisa) entre la libertad de no estar condicionado (eleuthería) y la libertad de elección (proaíresis) puede ayudarnos en gran medida a eliminar muchos de nuestros errores sobre esta cuestión, que a menudo confundimos. Para los Padres la primera libertad sólo se dio en el estado primigenio, donde los seres humanos gozábamos de parrêsía, «confianza, libertad al hablar» con Dios y éramos autokratês, «soberanos», no sometidos a las leyes de la necesidad, pero con la caída hemos pasado a la esclavitud: de nuestro cuerpo por las enfermedades, de nuestra alma por los deseos incontrolados y de nuestro espíritu por las pasiones. Dios no nos ha dejado sin defensas, sino que nos ayuda para que, mediante nuestra libertad de elección (proaíresis), podamos llegar progresivamente a la libertad plena (eleuthería), si escogemos el bien, aunque (y aquí está la maldad del pecado), también podemos esclavizar nuestra libertad precisamente por el mal uso de nuestra libertad[86]. En una época como la actual, donde tendemos a considerar como elemento fundamental de la libertad, cuando no único, el no estar condicionados/as (eleuthería) no viene mal la lección de realismo que supone la libertad de elección (proaíresis), precisamente en un período donde cada vez somos más conscientes de nuestros condicionantes: biológicos, psíquicos, sociales... Asimismo nos recuerda también que la libertad no es sólo algo que tenemos (o se nos da), sino algo por lo que luchar (personal y comunitariamente) para mantenerla y acrecentarla.

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CAPÍTULO 4 Enfermedades corporales, psíquicas y espirituales

De acuerdo al esquema tricotómico (cuerpo, alma y espíritu) con que era entendida la persona humana, los Padres de la Iglesia van a diferenciar, dentro de las enfermedades que le afectan, entre enfermedades corporales, psíquicas y espirituales con una estrecha interdependencia (lo que afecta a cada una de ellas afecta indirectamente a las otras), con una autonomía relativa (no hay confusión entre los diferentes campos) y, sobre todo, con una clara conciencia de prioridad: las más graves son las que afectan al mundo espiritual (que son las que denominamos como pasiones), después vendrían las enfermedades psíquicas y, por último, las corporales.

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1. Enfermedades del cuerpo[87] Con respecto a las enfermedades del cuerpo los Padres no hacen otra cosa que seguir la medicina de su época sobre la salud y la enfermedad, marcada por las teorías de Hipócrates y Galeno, cuyos elementos básicos eran los siguientes: en primer lugar, la armonía entre los diferentes órganos, aunque ordenados jerárquicamente a partir del órgano superior, la cabeza (sede de las operaciones racionales), el corazón-entrañas (sede de las pulsiones y los afectos) y una serie de órganos de menor valía, cuyas funciones se reducen a ser, en buena medida, de corte psicomotriz o alimenticio. En segundo lugar es una medicina de corte naturalista, con una correspondencia mecánica, basada en muchos casos en la mera analogía, entre los elementos de la naturaleza y los órganos del cuerpo, sobre la distinción de los pares frío-caliente y secohúmedo, que daban lugar, según el predominio de uno y otro, a los diferentes humores y enfermedades en la persona. Los elementos terapéuticos consisten en una serie de medicamentos (cuya base estaba compuesta por sustancias vegetales, minerales y orgánicas), así como baños, dietas alimenticias, ejercicios físicos... A partir de aquí los Padres defendían que las enfermedades del cuerpo, lejos de ser producidas por las enfermedades psíquicas o espirituales, tenían una gran autonomía de las mismas, como atestigua la existencia de santos que sufren graves enfermedades o grandes pecadores que disfrutan de una excelente salud corporal[88]. Esto no quiere decir que, en ciertos casos, descubran la existencia de algunas enfermedades corporales cuyo origen estaría en alguna pasión como la gula, la lujuria, la cólera, el temor o la tristeza (consideradas como las más «corporales»), que habría marcado el cuerpo con su influencia; o incluso vean que ciertas enfermedades han sido enviadas por Dios a personas en pecado, no como castigo o venganza, sino como aviso o anuncio de su situación, con un cierto carácter penitencial y preventivo, que no hace sino mostrar el estrechísimo lazo que une las enfermedades (del cuerpo), los sufrimientos (del alma) y la muerte del pecado (espíritu). Con esto se muestra la estrecha relación (interdependencia) existente entre los diferentes elementos del compuesto humano, lo que da como resultado que las enfermedades espirituales dejen su rastro en el alma y en el cuerpo (imperceptible en la mayoría de los casos salvo para los/as maestros/as espirituales avezados/as), o los efectos benéficos sobre el cuerpo que supone el dominio de las pasiones que tiene, entre otras expresiones, la elevada edad que alcanzan muchas de las personas que viven este estado, así como el vigor que les acompaña. Los Padres comparten la creencia de que la salud del cuerpo no es un bien tan prioritario como para que andemos agobiados por ella, sobre todo porque no depende en última instancia de nosotros, ni además puede ser algo definitivo, puesto que en nuestra actual condición nuestro cuerpo vive siempre en un equilibrio bastante frágil y provisional, lo que indica que siempre estamos, de una y otra manera, o enfermos o en 37

vías de estarlo. Por ello, los Padres tienen muy poco interés en mostrar la dimensión científica de las enfermedades corporales y se dedican más a mostrar sus conexiones con los aspectos psíquicos y, sobre todo, espirituales.

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2. Enfermedades psíquicas[89] Lo mismo que las enfermedades corporales, las psíquicas no entran dentro de las preocupaciones fundamentales de los Padres, y no tratan de ellas más que de forma indirecta, centrándose sobre todo en la cuestión de sus posibles causas, así como las terapias específicas para cada caso. Debemos desterrar de nuestro pensamiento la idea, tan extendida, de que el cristianismo primitivo explicaba las enfermedades psíquicas desde parámetros exclusivamente sobrenaturales y admitir, con otras líneas terapéuticas actuales, el influjo de otros factores como las fuerzas inconscientes o los factores medioambientales. Para los Padres de la Iglesia estas enfermedades psíquicas tenían tres orígenes: somático, demoníaco y espiritual. 2.1. Orígenes somáticos La primera cuestión que se plantearon los Padres fue el influjo que podía tener el cuerpo sobre el alma o, en otras palabras, si una lesión o enfermedad de algún determinado órgano corporal llevaba consigo la desaparición del alma. La solución que se dio tiene un cierto carácter salomónico: el alma tiene necesidad, para manifestarse, de ciertos órganos corporales; si no puede hacerlo no es porque esté deteriorada o haya desaparecido el alma, sino que es el cuerpo el que impide su expresión, quedando el alma intacta: «Se diría que el cuerpo está construido a la manera de un instrumento musical, lo mismo que los cantantes están impedidos para mostrar su talento por el deterioro que sufre el instrumento del que se sirven, estropeado por el tiempo, herido por una caída, que la herrumbre o la polilla ha convertido en inutilizable..., lo mismo también el espíritu, que se comunica a todo el instrumento y que se expresa en cada órgano de una manera espiritual, no ejerce su actividad normal más que allí donde está en orden con la naturaleza, pero allí donde la debilidad de una parte se opone a su operación, queda sin resultado y sin eficacia»[90].

En estos casos, por tanto, lo pertinente es una terapia fisiológica realizada por un médico, puesto que la causa es puramente somática. Además, el tratamiento tendrá como finalidad devolver la salud al órgano corporal, para que este pueda realizar su papel instrumental y mediador que permita al alma expresarse de manera normal. Las enfermedades psíquicas que aparecen descritas en los Padres son las habituales dentro de la medicina de la época. Entre ellas destacan la frenitis (enfermedad grave, con fiebre, convulsiones y delirio, que afecta al cerebro[91]); el delirium febrile (cercana a la frenitis, aunque el delirio sería intermitente, lo mismo que la fiebre); la melancolía (producida por un exceso de bilis negra[92], no febril y crónica, que afectaría, según los tipos, a la sangre, al cerebro y a los órganos abdominales[93], algunos de cuyos síntomas serían la tristeza, llegando incluso al deseo de suicidio); la letargia (enfermedad grave de carácter febril, asimismo producida por exceso de bilis negra, que afectaría, lo mismo que la frenitis, al cerebro o las membranas que lo rodean, pero que en este caso daría como resultado una disminución de todo lo relacionado con el alma); la catalepsia 39

(rigidez) y la epilepsia (convulsión en todo el cuerpo, con parada de las funciones psíquicas). 2.2. Origen demoníaco En la Antigüedad, tanto cristiana como no cristiana, era común la idea del influjo de ciertos poderes sobrenaturales sobre la vida de los seres humanos, especialmente con ocasión de ciertas desgracias o enfermedades, una idea que aparece en los Evangelios y que se irá desarrollando a lo largo de todo el cristianismo primitivo, donde se combinan las creencias populares con la salvación de Jesucristo. Los Padres admiten, de hecho, como causa de algunas enfermedades psíquicas la intervención directa de los malos espíritus, en modos y grados diversos, cuyo culmen sería la posesión (muy cercana a lo que hoy consideraríamos como locura extrema). Como punto de partida podemos decir que el bautismo coloca a Dios en el corazón del ser humano, que de esta manera se convierte en invulnerable a los ataques de los poderes maléficos que, expulsados, intentan seducir al alma con múltiples tentaciones. Ante su resistencia se vuelven a la parte más débil, el cuerpo, sobre la que conservan un cierto poder, con la intención de influir en el alma por medio del cuerpo. Esta acción es permitida por Dios con la finalidad de probar y fortificar a sus fieles, y puede llegar a producir enfermedades graves, aunque Dios no permite a estos poderes demoníacos sobrepasar ciertos límites (la figura de Job aparece en todos estos casos como ejemplo paradigmático). Incluso en estos casos la posesión/locura no es vista como una consecuencia del pecado, ni llevaría consigo una caída definitiva, sino que se considera más bien como una oportunidad que Dios nos ofrece de descubrir el desorden en el que vivimos, al contemplar la vida desde otra perspectiva. En todos los casos la imagen de Dios permanece en nuestro corazón y la libertad humana nunca es eliminada por completo. Impresiona descubrir la profunda delicadeza y humanidad que rezuman las actitudes que aconsejan los Padres de cara al poseso/loco: se pide un gran respeto para esta posesión/locura porque puede formar parte del proceso misterioso de Dios para que el ser humano descubra su auténtica vocación, además el poseso/loco es un ser humano, y como tal no se puede despreciar ni rechazar, sino amar y ayudar, mucho más por su sufrimiento y debilidad, y finalmente, porque el poseso/loco es miembro del único y mismo Cuerpo de Cristo, del que todos/as somos solidarios/as. Los posesos/locos no deben ser excluidos de la comunión fraterna, sino encontrar en la comunidad cristiana un espacio privilegiado de acogida y atención porque, aunque el demonio ocupa parte de su cuerpo y su alma, en su espíritu y su corazón continúa llevando la imagen inalterable de Dios, que constituye su verdadera naturaleza, mientras la locura/posesión no deja de ser sino accidental y coyuntural, una máscara bajo la que se encuentra el auténtico rostro de Dios. Aunque se luche contra la enfermedad, nunca se puede luchar contra el enfermo, que no es más que una víctima y no merece sino la compasión, el respeto y el cariño, como Dios nos muestra en nuestras propias vidas y Jesucristo en su comportamiento con los enfermos y marginados de su tiempo. 40

Las terapias utilizadas con estas personas son de lo más plural, aunque podríamos diferenciar entre las de carácter más específicamente cristiano, aquellas que suponen una mayor implicación del propio poseso/loco, y los remedios de carácter más ambiental. Entre las primeras se encuentran la invocación del nombre de Jesús (en estos casos no se trata de una mera fórmula mágica, sino que Jesucristo responde según la fe del que recurre a su poder y la compasión por el que sufre), la señal de la cruz (que coloca a la persona bajo la gracia de Jesús crucificado, que conoció el mal y el sufrimiento), la unción con el óleo, el agua bendita, la imposición de las manos, la oración y el ayuno de los que los acompañan, de los maestros espirituales y de la propia comunidad cristiana. La implicación del propio enfermo en su curación, en la medida de lo posible, se concreta en la invitación a la oración y al ayuno, a saber tener paciencia consigo mismos/as, aprendiendo a vivir con sus sufrimientos, dándoles incluso un carácter pedagógico y redentor, con el fin de descubrir su sentido oculto, sabiendo que hay que diferenciar entre los enfermos más conscientes de su situación y los que no lo son tanto, más necesitados de la ayuda de los demás. No se descuidan tampoco las condiciones materiales que favorecen la curación, y así en algunos monasterios se llegan a construir los «hesiquiasterios» (hesiquía, «paz, tranquilidad»), lugares aislados de silencio para los más necesitados, donde podían llevar unas condiciones de vida adaptadas a su situación; se intentaba además integrar a los posesos/locos en los ciclos litúrgicos, con la finalidad de que tuvieran una vida más estructurada, en contacto con personas estables, pacientes y compasivas. 2.3. Origen espiritual Estas enfermedades psíquicas de origen espiritual no deben confundirse con las enfermedades específicamente espirituales, que no sólo se centran en el campo del espíritu, sino que están basadas en un desorden de las relaciones del ser humano con Dios, aunque hay una gran interrelación entre ambas, hasta el punto de que las enfermedades psíquicas a menudo sirven de plataforma y síntoma de las espirituales. Así ciertas patologías psíquicas en relación con el yo como la psicosis paranoide o la neurosis histérica están muy conectadas con la pasión del orgullo; la ansiedad y la angustia con el temor y la tristeza, o la depresión con la acedía y la tristeza.

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3. Enfermedades espirituales (=pasiones)[94] Las enfermedades espirituales o pasiones propiamente dichas han nacido del uso antinatural y patológico del espíritu y habrían sido originadas, como todas las enfermedades, del pecado primigenio donde el ser humano, al olvidar a Dios y orientar las facultades de su cuerpo, su alma y su espíritu a otros objetos, habría hecho surgir dentro de sí las pasiones. Las pasiones no habrían sido creadas, pues, por Dios, sino que son producto del ser humano caído, extrañas a nuestra auténtica naturaleza, cuya existencia es sólo negativa (en cuanto negación de la virtud). Mientras las virtudes muestran el uso normal y lógico (es decir, de acuerdo al Logos = Cristo) de las facultades humanas, las pasiones se originan por el uso antinatural e ilógico, desviado, de las mismas. Entre las formas de llamar a las enfermedades espirituales, junto a la más clásica de «pasiones», también encontramos «vicios», y a partir de Evagrio Póntico[95] se extendió el uso de «pensamientos», «pensamientos apasionados/carnales» o «malos pensamientos» (porque las pasiones se muestran a los seres humanos en su primera etapa como pensamientos, a menudo inconscientes, que buscan realizarse como actos). Otra denominación habitual para las pasiones es «espíritus malignos» o «malos espíritus», de raíz bíblica, donde se asocia cada pasión a un demonio concreto que tiene cierto poder sobre el ser humano. Y lo mismo podemos decir del empleo de palabras como «carne» o «mundo»[96] para hablar de las pasiones con un carácter genérico, la primera tomada sobre todo del vocabulario paulino[97], y la segunda del mundo joánico[98]. El término griego para designar «pasiones (pathê)» puede referirse tanto a los sufrimientos producidos por las enfermedades corporales como a las espirituales, pues en ambos casos se produce desorden y dolor, lo que ha permitido a los Padres multitud de analogías entre ambos mundos, bien definiendo a la pasión como «enfermedad del alma»[99], bien utilizando conceptos y prácticas de la medicina para su empleo en el mundo de las pasiones, como es el análisis del origen, las causas y las relaciones de cada una de las pasiones (nosografía)[100], la descripción de sus efectos en el ser humano (sintomatología) o el uso de la terapia correspondiente. El estudio de las enfermedades espirituales ha llevado a muchos Padres a clasificar las pasiones en función de las diferentes facultades a las que afectan, aunque todos los vicios tienen un mismo origen y fuente. Así en Juan Casiano leemos: «Si la peste viciosa infecta la parte razonable entonces se engendra la vanagloria, el orgullo, la presunción, la herejía; si hiere la parte irascible da lugar al furor, la impaciencia, la tristeza, la acedia, la pusilanimidad, la crueldad; si corroe la parte relativa al deseo, da como resultado la gula, la impureza, el amor al dinero, los perversos y terrenos deseos»[101].

Con posterioridad una obra atribuida a Juan Damasceno establecerá una división de las pasiones basada en un esquema dicotómico que tendrá un gran éxito en la Antigüedad cristiana por su carácter exhaustivo: 42

«Las pasiones del alma son el olvido, la negligencia y la ignorancia; estos tres vicios por los cuales el ojo del alma (la inteligencia) queda ciego y sometido a todas las pasiones que son la impiedad, la falsa opinión, toda herejía, la blasfemia, la cólera, la amargura, el odio, el rencor, la calumnia, la condena, la tristeza sin razón, el orgullo, la hipocresía, la infidelidad, la avaricia, el amor a la materia, la posesión de todas las cosas de la tierra, la acedía, la bajeza del alma, la ingratitud, el murmullo, la presunción, la arrogancia, el amor al poder, el deseo de agradar a los demás, el engaño, la insensibilidad, el disimulo, la doblez, el consentimiento de la parte apasionada del alma relativa a los pecados, la práctica continua de estos pecados, el engaño de los pecados, la filautía, el amor al dinero, la malignidad y la malicia. Las pasiones del cuerpo son la glotonería, el amor a la bebida, la lujuria, el adulterio, la impureza, el amor a los placeres de todo tipo..., el robo, el sacrilegio, el bandolerismo..., los oráculos, los sortilegios, los presagios, los augurios..., la frivolidad, la indolencia, la ociosidad condenable, los juegos de azar, el mal uso apasionado de los placeres del mundo, la vida que ama el cuerpo»[102].

Máximo el Confesor establecerá su definición de las pasiones sobre un sistema ternario basado en la búsqueda del placer, la evitación del sufrimiento y una mezcla de ambos: «Buscando el placer y evitando el sufrimiento, el ser humano inventa múltiples formas e irremediables pasiones que le corrompen. Por ejemplo, si el placer se centra en el amor de sí (filautía), nace la gula, el orgullo, la vanidad, la presunción, la avaricia, la tiranía, la arrogancia, la crueldad, el furor, el sentimiento de superioridad, el desprecio de los otros, la injuria, la impiedad, la vida licenciosa, el derroche, la frivolidad, la vida muelle, el insulto, el ultraje, la obscenidad, y todo vicio de este género. Pero si el amor de sí está bajo el dominio del sufrimiento nacen la cólera, la envidia, la hostilidad, el rencor, la calumnia, la tristeza, la desesperación, la negligencia, el abatimiento, la pusilanimidad, la lamentación, la melancolía, la amargura, la envidia, y todos los vicios debidos a la privación del placer. De la mezcla sufrimiento-placer, se engendra la hipocresía, la ironía, el engaño, el disimulo, la complacencia, y todos los vicios de esta mezcla»[103].

Aunque desde los inicios del cristianismo podemos descubrir numerosas listas de pecados[104], pronto se comienzan a estructurar clasificaciones en torno al número siete, un número que en la Biblia tiene sentido de plenitud. Sin embargo, el primero en llevar a cabo una clasificación de estas pasiones genéricas fue Orígenes[105], por medio de una lectura espiritual en la que lleva a cabo una analogía entre las siete naciones contra las que tiene que luchar el pueblo de Dios en la entrada a la Tierra Prometida (a los que habría que añadir los egipcios) y la lucha contra las pasiones[106]. Evagrio Póntico, basándose en este catálogo, realizó una división posterior, en ocho pasiones, recogida por la tradición posterior, y que se mantiene como clásica dentro de la ascética oriental hasta nuestros días: «Ocho son los pensamientos genéricos que comprenden todos los demás pensamientos: el primero es la gula, después viene el de la lujuria, el tercero es el del amor al dinero, el cuarto el de la tristeza, el quinto el de la cólera, el sexto el de la acedía, el séptimo el de la vanagloria y el octavo el del orgullo»[107].

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Actualización 1) Hoy día se admite comúnmente la estrecha relación entre los fenómenos corporales y psíquicos, como vemos en expresiones del tipo: psicosomático, somatización de enfermedades psíquicas, etc., considerándose reductivas o simplificadoras aquellas explicaciones que sólo tienen en cuenta uno de los factores. En muchos casos incluso el influjo del medio ambiente en el que vivimos (familiar, social, y hasta ecológico) empieza a ser considerado como algo importante de cara a la salud o la enfermedad de las personas. En definitiva se trata de adoptar una actitud global o integral, que tenga presente la mayor parte de los elementos para resolver correctamente los problemas. Por ello, desde una perspectiva creyente sería importante tener también presente, junto a la dimensión corporal y psíquica, la espiritual, lo que contribuiría a eliminar cualquier tentación pan-psicologista, que reduzca todo a meros fenómenos psíquicos, y evitar una confusión entre la dimensión psíquica y la espiritual, puesto que cada una de ellas tiene su peculiaridad (a pesar de la estrecha interrelación entre ambas). 2) Aunque la clasificación de Evagrio Póntico es prácticamente unánime dentro de la espiritualidad cristiana oriental, deberíamos hacer, sin embargo, algunas puntualizaciones: 1. Según algunos autores, entre los que destaca Máximo el Confesor[108], habría que diferenciar entre el amor a sí mismo virtuoso (filautía virtuosa), que pertenecería a nuestra naturaleza, es necesario para nuestra deificación y consiste en amarse a sí mismo/a en cuanto creatura e imagen de Dios[109], y el amor a sí mismo egoísta (filautía pasión), que se encontraría en el origen de las ocho pasiones y habría nacido del uso antinatural del amor a sí mismo virtuoso, por lo que podríamos denominarlo «protopasión» en un doble sentido: porque todas se derivan de ella, siendo el origen de todas las pasiones, y porque todas las pasiones tienen algo de ella, pero centrado en un aspecto o dimensión particular, mientras que el amor egoísta de sí las desarrolla de manera genérica[110]. Mientras la filautía pasional liga al ser humano a su yo más pobre, superficial y excluyente, alienándolo, la filautía virtud le permite amar su realidad más profunda y esencial, donde sus energías adquieren sentido y transparencia, permitiéndole reencontrarse con su auténtico yo en Dios. La primera víctima de esta filautía pasional es la propia persona humana, ya que se ama a sí misma, pero contra sí misma, porque ha renunciado a lo que tenía de divino en sí, entregando su vida a cosas perecederas, cometiendo una especie de «suicidio espiritual» por un falso amor, lo que le llevará muy pronto al desengaño. Además, al ignorar por la filautía a Dios, el ser humano no puede amar tampoco a su prójimo, al que es incapaz de percibir en su realidad profunda (como imagen de Dios y miembro del único cuerpo de Cristo del que todos/as formamos parte). De esa forma se destruyen todos los lazos que 44

nos unen con nuestros semejantes, apareciendo en su lugar relaciones de superficialidad, insensibilidad e ignorancia, incluso dentro de nuestra propia familia. Así el prójimo queda reducido a un simple medio, un objeto más, que puede llegar a transformarse en un rival para nuestra autoafirmación, un rival al que dirigir toda nuestra cólera y agresividad[111]. 2. Algunas tradiciones espirituales añaden a estas ocho pasiones el temor, considerado como el uso antinatural de los mecanismos de supervivencia puestos por Dios en el ser humano para orientarlo hacia la Vida plena. 3. A pesar de que las ocho pasiones se refieren al espíritu, sin embargo, cada una de ellas tiene una mayor cercanía a uno de los tres elementos del compuesto humano: cuerpo, alma o espíritu, lo que nos daría el siguiente cuadro: GULA LUJURIA AMOR AL DINERO

CUERPO

TRISTEZA ACEDÍA CÓLERA TEMOR

ALMA

VANAGLORIA ESPÍRITU ORGULLO 4. Hay tres pasiones fundamentales que preceden y hacen nacer las otras cinco: la gula, el amor al dinero y la vanagloria. Estas pasiones son justamente las tentaciones que sufrió Jesucristo[112], las más extendidas entre los seres humanos, las más inmediatas y las que aparecen al inicio del recorrido ascético; por ello a veces son denominadas como «genéricas». De estas tres pasiones genéricas o primigenias salen otras tres: de la gula nacería la lujuria, del amor al dinero la avaricia y de la vanagloria el orgullo. Este proceso no es absoluto, sino que indica lo que suele ocurrir; no expresa una causa, sino más bien una correlación, pues aunque cada una de estas pasiones abre la puerta a las otras; y no son el único factor, dado que todas las pasiones están en relación mutua.

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Capítulo 5 Las pasiones (I). Las más cercanas al cuerpo

El carácter «corporal» de la gula, la lujuria y el amor al dinero les hace tener un aspecto en gran medida visible, al tiempo que encerrado en los propios límites del cuerpo, al menos en las dos primeras pasiones; los Padres establecen además una estrecha relación entre estas tres pasiones con un esquema de derrame: el exceso de la gula da lugar a la lujuria, y la lujuria llevada a sus extremos produce el amor al dinero, el cual engendra otra clase de pasiones[113].

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1. Gula Con la gula entramos en la primera de las pasiones relativas al cuerpo. En su denominación griega (gastrimargía) tiene un sentido mucho más amplio, ya que puede ser definida como pasión centrada en el placer del comer o la falta de control en todo lo que se refiere a los alimentos. Esta pasión aparece fundamentalmente en dos formas: bien como sensualidad de la boca (laimargía), bien como sensualidad del vientre (gastrimargía). En este último caso (gastrimargía), la pasión se centra sobre todo en la cantidad, y así aparece el deseo de comer mucho, y suele estar en relación con algunas carencias en etapas infantiles o bien al hecho de haber pasado hambre en algún período de la vida. Es una pasión más propia de las personas de un menor nivel de vida y cultura. En el caso de la sensualidad de la boca (laimargía) la pasión se dirige hacia la calidad de los alimentos, buscando los sabores más exquisitos y delicados, algo más habitual entre personas pertenecientes a un nivel superior y que no han tenido ninguna carencia alimenticia importante a lo largo de su vida[114]. La gula no parte en ningún caso de la idea (habitual en otras religiones cercanas al cristianismo como el judaísmo o el islam) de la existencia de alimentos impuros o malos, «porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias, pues queda santificado por la palabra de Dios y por la oración» (1Tim 4,4-5)[115]. Ni se basa tampoco en un ascetismo rigorista que busque un rechazo absoluto de todo lo que tenga que ver con las necesidades materiales del ser humano. La gula no se centra, por tanto, en el alimento ni en las necesidades del cuerpo, aunque ambos estén implicados en esta pasión, sino en el uso que se hace del alimento y en saber si responde realmente a las necesidades del cuerpo o el deseo sobrepasa a la necesidad, hasta el punto de ir contra la finalidad «natural» para la que ha sido creado el alimento: conservar la vida del ser humano y dar gracias a Dios por los bienes recibidos. La pasión consiste, pues, en comer más por el placer de consumir que por la necesidad de alimentarnos. Por ella el ser humano se reduce a las funciones nutritivas, a las que convierte en su preocupación preferente o exclusiva, centralizando hasta tal punto nuestros deseos en este campo que nos impiden avanzar, o incluso nos alejan de otros deseos más humanizadores y espirituales. En el fondo es una actitud idolátrica («cuyo Dios es el vientre»: Flp 3,19) por la que la persona se convierte en esclava de su estómago (o boca), al que sirve, en lugar de servir al Dios vivo. La gula no sólo pervierte al sujeto de la pasión, sino que da como resultado incluso que el propio alimento pierde las funciones para las que ha sido creado. Así se desnaturaliza la función alimenticia, pues la gula no busca el alimento por sí mismo, sino por el placer que piensa conseguir de él, lo que es ya un anticipo de la desilusión y del desengaño que produce después de conseguido, al ser conscientes de la verdadera realidad del alimento y haberlo separado de la función para la que ha sido creado. 47

Esta pasión destruye además la función eucarística del alimento, pues al adquirir la comida un valor por sí misma, se deja de considerar como don de Dios, por el que dar gracias, como hace habitualmente Jesucristo en relación con la comida[116] y nos aconseja Pablo[117], en una «eucaristía» donde el alimento se incorpora a nuestra propia vida, el cosmos se une por medio de nosotros a Dios y el ser humano se santifica al alimentarse al mismo tiempo del pan y de Dios. Por la gula, en lugar de gozar de los alimentos en Dios y gozar de Dios a través de los alimentos (que así se convierten en un medio para acercarnos a Él, como experimentamos con el vino y el pan de la eucaristía), colocamos a los alimentos fuera de Dios, poniendo una barrera insalvable entre ambos. De esta manera, los alimentos, en lugar de revelar a Dios se convierten en un obstáculo para el encuentro con Él, y en vez de ser una fuente de vida se transforman en un principio de muerte. Hasta tal punto llega la condena de la gula que ciertos Padres ven en ella el origen del pecado original, cuando el ser humano primigenio prefirió un alimento material al verdadero Dios, manifestando así la primera ruptura dentro de la creación, una ruptura que se continuará en otros campos. Así, no es extraño que la primera de las tentaciones de Jesús fuera precisamente esta[118]: con su victoria Cristo, nuevo Adán, restablece de nuevo esta unión perdida entre el ser humano, el cosmos y Dios, poniendo a Dios como único Absoluto. Las consecuencias o efectos patológicos de la gula son muy visibles, numerosos y se producen en diversos campos. Vamos a centrarlos en tres: pone en peligro la salud del propio cuerpo, tiraniza al ser humano con su pasión, y lo aleja de su auténtica vocación, al alejarle de Dios. En primer lugar, el exceso de alimento (o bebida) está en la base de numerosas enfermedades corporales de las que hoy comenzamos a ser más conscientes, como muchas de las enfermedades cardiovasculares o relacionadas con el hígado, los riñones o el estómago, cuyo origen se encuentra fundamentalmente aquí. En segundo lugar, la gula da como resultado que tanto el alma como el espíritu pierdan gran parte de su fuerza y potencial, reduciendo su capacidad de actuación sobre la propia persona, que queda así atrapada por esta pasión, algunos de cuyos síntomas son: somnolencia, pereza, debilidad psicológica, falta de atención... Finalmente, en estas condiciones se hace extremadamente difícil la búsqueda de realidades que superen lo puramente material, no podemos llevar una vida mínimamente estructurada en el ámbito psicológico y encontramos multitud de problemas para llevar una auténtica vida de oración[119] pues el abuso de alimento permite la entrada de numerosos pensamientos apasionados[120]. Sin embargo, mientras la mayor parte de los Padres ponen la gula, sobre todo en su aspecto de gastrimargía, en relación directa con la lujuria, la laimargía estaría especialmente conectada a la vanagloria. En cualquier caso es la puerta de entrada, por medio del cuerpo, al resto de las pasiones, lo que será muy importante de cara a la terapia posterior. 48

2. Lujuria La lujuria (porneía en griego) se refiere al uso pasional de la sexualidad que, según muchos de los Padres, no habría pertenecido a la condición originaria del ser humano, sino que sería consecuencia del pecado primigenio[121], ya que la virginidad (que a veces es descrita con la frase: «Vivir como los ángeles») sería el estado «natural»[122] y el que quedará como estado de perfección porque nos permite regresar al período original. De manera muy parecida a la gula, la pasión de la lujuria no nace de una valoración negativa de la sexualidad o de una ascética rigorista del ser humano, porque hay que diferenciar entre el uso natural de la sexualidad y un uso antinatural o pasional. La sexualidad «natural» y virtuosa está ordenada por Dios para la perpetuación de la humanidad[123], se vive dentro del matrimonio[124] y es considerada como uno de los medios privilegiados de comunión entre el hombre y la mujer, manifestando de esta manera su amor mutuo a través del cuerpo. La unión sexual debe estar precedida, sin embargo, por la unión psíquica y espiritual, que son las que le confieren (especialmente esta última) su auténtico sentido y valor. De ahí los grandes beneficios que el ser humano puede conseguir de la sexualidad vivida desde esta perspectiva, considerada no sólo como algo legítimo, sino incluso como un medio de santificación, pues la sexualidad, santificada por el matrimonio y entendida en sentido místico, lleva a cabo una unión parecida a la de Cristo y su Iglesia[125], transparentando de esta manera el amor de Dios. El uso antinatural y patológico de la sexualidad no se centra en el modo o la cantidad, sino en la calidad, pues el ser humano usa en este caso la sexualidad exclusivamente con vistas al placer que produce, lo que lleva consigo la negación de las finalidades de la verdadera sexualidad al desligarla del proyecto divino, reducir a la otra persona a mero objeto del propio placer y producir la desunión entre el cuerpo, el alma y el espíritu[126]. Una patología que se expresa, por tanto, fundamentalmente en tres campos: en la relación con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Con respecto a Dios, el deseo exclusivo del placer sexual en la pasión de la lujuria moviliza la facultad del deseo sólo en esta dirección, alejándola de su auténtica finalidad: encuentro con Dios a través del hermano, al tiempo que reduce sus impulsos sólo al ámbito material, en detrimento de lo psíquico y espiritual. De esta manera se configura una nueva personalidad, centrada en otros valores, que pone en primer lugar la carne antes que el espíritu. La lujuria convierte así la sexualidad en un obstáculo para el encuentro con Dios, corrompiendo tanto la facultad del deseo como el amor, que deja así de transparentar el amor de Dios para convertirse en un absoluto, es decir, un ídolo que excluye a Dios y toma su lugar. En relación al propio ser, la persona humana, al poner en el centro de su vida sus apetitos sexuales, deforma la imagen de Dios que lleva impresa en su ser, que queda reducida así al mundo de los deseos, con los tremendos efectos patológicos que produce. En primer lugar la lujuria da como resultado que el cuerpo humano, llamado junto con el alma a unirse con Dios y ser santificado, pervierte sus funciones, alejándolas de su 49

finalidad natural, que se transforman así en meros instrumentos del placer. De este modo convierte el templo del Espíritu que es su cuerpo en una «cueva de ladrones», prostituyéndolo[127]. Sin embargo, la sexualidad no se cierra en el cuerpo, sino que tiene en el ser humano un componente en gran medida psíquico, cuyos deseos, anteriores al propio hecho físico, se suelen imponer al cuerpo, y aunque en ciertos casos la lujuria puede ser suscitada por los impulsos corporales, es el alma la que suele llevar la iniciativa porque es en última instancia la que decide si esos impulsos corporales se aceptan o se rechazan[128]. Hasta tal punto es así que la pasión de la lujuria puede ejercerse de pensamiento, por el placer que producen las imágenes y representaciones, acrecentadas en muchos casos por la memoria y la imaginación[129], lo que da como resultado un deseo especialmente poderoso, cercano a la alucinación, que produce un universo irreal, lleno de fantasías. Además, la función sexual, dejando de estar orientada y gobernada por el amor, se expande de manera desproporcionada en el ser humano hasta el punto de reducir el amor a mero instinto, focalizándose en su aspecto más material, lo que lleva consigo un trastorno de las facultades humanas, cuya expresión más palpable es el hecho de que la afectividad, la voluntad y la inteligencia, que deberían estar orientadas y al servicio del espíritu, se vuelven esclavas de la búsqueda del placer del deseo sexual. El tercer gran damnificado de la lujuria es el prójimo, que deja de existir como persona u otro y se ve reducido a una mera representación imaginaria, creada por nuestros deseos y proyecciones, donde lo imaginario no sólo se impone a lo real, sino que llega a modificarlo. No se reconoce ni respeta al otro en su alteridad (en su condición de otro), ni su carácter personal y sus esferas superiores, viéndose reducido a su dimensión más genérica, convirtiéndose de hecho en intercambiable como un mero objeto. La otra persona no es comprendida en su realidad profunda, interior y espiritual (como imagen de Dios), sino que se la restringe a sus aspectos más externos (apariencias), convirtiéndose de esta manera en un simple instrumento de nuestro placer. Nuestros deseos son considerados como necesidad absoluta, a los que la otra persona está obligada a dar satisfacción, independientemente de sus deseos y afectos, de su voluntad y su libertad. Mientras la sexualidad virtuosa sirve para la apertura al otro y el don libre de sí, dándose y recibiendo en comunión enriquecedora que expande todo su ser al recibir el alimento de este amor, la lujuria, por el contrario, basada en una actitud de profundo amor de sí mismo/a (filautía), da como resultado un amor que se cierra sobre sí, sin más horizonte que su propio interés, cuyo único deseo es servirse del otro para su placer. Es más, incluso cuando lo obtiene, lo considera más como cumplimiento de su propio deseo que como don de la otra persona. Los síntomas más visibles de esta pasión, considerada unánimemente por los Padres como locura, se expresan en diferentes niveles[130]: en primer lugar, una agitación en todo el cuerpo, que se muestra con la pérdida de apetito, la falta de sueño, el aumento del ritmo cardiaco, la obsesión por todo lo que tenga que ver con esta pasión... 50

Pero además la lujuria produce una gran inquietud en el alma, atenazada desde los inicios por la incertidumbre, la espera angustiosa y el temor por la pérdida. Una inquietud que continúa incluso después de haber satisfecho el deseo, pues en este caso el placer desaparece, dejando en el alma un regusto amargo, porque no da respuesta a aquello para lo que esta facultad estaba creada: deseo de absoluto. La frustración se intenta calmar con la renovación del placer, pero es entonces mayor la decepción por la diferencia entre lo que la persona apasionada espera y lo que en realidad obtiene. La lujuria produce asimismo un mal uso de la inteligencia, que queda esclavizada por esta pasión, y una pérdida del sentido común y del juicio que lleva a cometer muchas tonterías. A ellas hay que añadir la insensibilidad con que contemplamos las situaciones de las personas que nos rodean, puesto que estamos obsesivamente preocupados por nuestra propia satisfacción. La rapidez con que se desarrolla esta pasión en el ser humano hace muy difícil combatirla[131]. Según los Padres, la lujuria[132] está estrechamente conectada, en sus orígenes y desarrollo, a la abundancia de alimento y sueño (gula), pero encuentra sus apoyos más firmes en el orgullo y la vanagloria.

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3. Amor al dinero y deseo de tener más Aunque el amor al dinero y el deseo de tener más son diferentes pasiones, se estudian juntos porque ambos proceden de la atadura a los bienes materiales, y en realidad van unidos, pues se implican mutuamente. Una atadura que se manifiesta en el gozo por poseer las riquezas, la preocupación por conservarlas, la dificultad en separarse de ellas y la pena que se siente al darlas. En la base de esta pasión se encuentra la inquietud e inseguridad que todo ser humano tiene de cara al futuro, un futuro que no conoce ni es dueño de él. El deseo de tener más no sería sino el vano intento de asegurar de algún modo este futuro mediante la conservación de bienes materiales, es decir, fiarnos más de nuestras riquezas que de Dios, sin ser conscientes de que las riquezas en ningún caso pueden ser una garantía absoluta de cara a nuestro futuro. La causa de la pasión no es el dinero o los bienes materiales en sí mismos, sino la actitud con que el ser humano los contempla: la finalidad natural utiliza estos bienes para satisfacer las necesidades relativas a la subsistencia, teniendo por tanto un valor instrumental o utilitario. Por el contrario, la actitud patológica o antinatural dedica su capacidad de deseo, que primigeniamente estaba centrada en Dios y en las riquezas verdaderas, en exclusiva a la obtención y conservación de los bienes materiales, confiriéndoles un valor en sí mismos, disfrutando no de su uso, sino de su posesión[133]. Esta pasión se funda en la economía del deseo, pues, al poseer una única facultad del deseo, lo que dediquemos a una realidad (Dios o bienes materiales) se lo quitamos a las otras, ya que son incompatibles. Los Padres llegan a releer la parábola del hijo pródigo en esta clave[134]: el ser humano se aleja de Dios en la medida en que se une a las riquezas, poniendo al Creador de la materia por debajo de su creatura, e incluso llega a adorar la riqueza como a un dios. El amor al dinero y el deseo de tener más son consideradas, por tanto, como idolatría[135] por la sacralidad que se otorga a los bienes materiales, la veneración que se manifiesta hacia ellas y los sacrificios que se le ofrecen: tiempo, energías y preocupaciones que se le dedican, hasta nuestro propio espíritu. El amor al dinero y el deseo de tener más, aunque no se hayan desarrollado en plenitud, suponen una cierta falta de fe y esperanza en Dios por la gran preocupación que el ser humano pone para conseguir los bienes materiales y la gran confianza que se pone en ellos[136], pretendiendo de manera ilusa que el dinero asegure nuestro futuro, hasta el punto de elaborar proyectos no sólo vanos sino insensatos sobre este supuesto, en lugar de confiar en Dios[137]. Suele justificarse como actitud previsora ante un futuro incierto[138]. El carácter patológico del amor al dinero y el deseo de tener más se manifiesta especialmente en las relaciones del ser humano consigo mismo y con el prójimo. Con respecto a las relaciones consigo mismo, la persona humana prefiere el dinero y las riquezas materiales a su propia salud y salvación. Esta obsesiva preocupación por la obtención y conservación de las riquezas hace que pongamos en peligro en multitud de ocasiones nuestra propia salud física, gastando una serie de energías, preocupaciones y 52

tiempo que nos son precisos para otras finalidades[139]. No hay que olvidar que estas pasiones, sobre todo en su faceta de avaricia, no se contentan sólo con «tener más», sino que necesitan verlo, tocarlo, contarlo..., porque este contacto sensible produce una cierta sensación de control. Esta obstinación por los bienes materiales nos impide desarrollar otras potencialidades, en especial las espirituales, manteniéndonos encerrados en este mundo, olvidando las auténticas y verdaderas riquezas[140]. Aunque buscamos la felicidad por la obtención de las riquezas, en realidad nos condena a la insatisfacción y la desgracia, pues el placer que se consigue de esta manera es inestable, imperfecto y pasajero, privándonos además de la auténtica felicidad. Las relaciones con el prójimo quedan también gravemente perturbadas por estas dos pasiones, que se consiguen sólo por la privación de los bienes que pertenecen al prójimo. Dios nos ha dado a los seres humanos desde el inicio los bienes suficientes para cubrir nuestras necesidades básicas; si alguien posee o acumula más de lo necesario, en realidad está privando a la otra persona de lo que necesita, por lo que se convierte en ladrón, rompiendo el proyecto de fraternidad e igualdad del Creador. Dios ha destinado la riqueza para que sea repartida y compartida de manera equitativa, mientras que el amor al dinero y el deseo de tener más no respetan esta finalidad, al buscar la conservación egoísta del dinero, por el placer y la seguridad que da, lo que contradice radicalmente la caridad, además de despreciar y minusvalorar al otro como un igual. Hasta tal punto llegan a pervertir las relaciones con el prójimo que es considerado como un mero medio para adquirir otros nuevos o un obstáculo para la conservación de mis bienes, lo que produce la envidia hacia los que nos sobrepasan en riquezas, la insensibilidad y la enemistad con el prójimo (visto como competidor) y el desprecio por el que consideramos inferior, con las divisiones, los rencores y las luchas consiguientes, cuya última conclusión suele ser la violencia, que convierte a los seres humanos en animales salvajes. Uno de los síntomas patológicos de estas pasiones es su carácter de insaciables: mientras la gula y la lujuria tienen un límite corporal, el amor al dinero y el deseo de tener más no tienen esta limitación, por lo que tienden a desarrollarse sin fin, hasta el punto que algunos Padres hablan de ellas como «bulimia del espíritu», pues cuanto más se tiene, más se desea; una insaciabilidad que afecta tanto a los pobres como a los ricos, igualados por la envidia, ya que el rico es considerado en multitud de ocasiones como pobre por su necesidad[141]. Esta insaciabilidad convierte a la persona en esclava de los bienes que posee, en una doble dinámica: en primer lugar, no es el ser humano en realidad el que tiene los bienes, sino que son los bienes (algo material y sin alma) los que poseen al ser humano; en segundo lugar porque esta insaciabilidad obliga a una carrera sin fin en la búsqueda de nuevas adquisiciones, consideradas como insuficientes nada más ser poseídas, lo que nos fuerza a una carrera tan destructiva como alienante, pues todas nuestras facultades las ponemos al servicio de este fin. De esta manera, en nuestro afán por tener más no llegamos ni a gozar o disfrutar de lo que tenemos[142]. 53

Este continuo deseo de poseer y conservar los bienes produce en el alma una continua intranquilidad, un estado de temor, ansiedad y angustia (debido a lo inestables que son estos bienes), así como la tristeza, bien por la frustración al no tener lo que se desea, bien por el temor a perder lo que se tiene[143]. Estas pasiones nos ofrecen una visión falseada y delirante de la realidad, comenzando por la riqueza (a la que se inviste no sólo de vida, sino de un carácter absoluto y eterno) [144] , continuando por la propia persona (que no sólo queda reducida a esclava del dinero, sino que hace el peor negocio que se pueda hacer: perder la salvación por unos pocos bienes materiales) y siguiendo por el prójimo, objeto y medio para nuestro enriquecimiento, en vez de ser considerado como persona e imagen de Dios. El deseo humano, aunque en principio encuentre un cierto placer en la posesión de los bienes materiales, así como los privilegios que esta posesión otorga, a la larga queda profundamente insatisfecho, pues no le ofrecen lo que él busca, sino un sucedáneo de la felicidad. Además, el excesivo apego a las riquezas materiales nos empobrece, al impedirnos descubrir otras riquezas más profundas que atesoramos, separándonos de nuestros impulsos vitales más profundos. Así nos transformamos en nuevos reyes Midas, que convertimos en oro (cosificamos) todo lo que tocamos, pero a cambio de no poder disfrutar de ello. Y lo que es nuestra fuente de gozo acaba transformándose en nuestro mayor castigo. El amor al dinero y el deseo de tener más, muy graves en su origen, son incurables si se desarrollan y crecen[145], pues son muy difíciles de eliminar por los anclajes que adquieren como parásitos nuestros, fundamentalmente por tres causas: la búsqueda del placer, la vanagloria y la falta de fe y confianza en el Señor[146], esta última la más grave. Al mismo tiempo, de ellas nacerían multitud de pasiones como la insensibilidad, el odio, la enemistad, el resentimiento, la cólera, el orgullo, la vanidad y otras pasiones cercanas: espíritu de superioridad, desprecio del prójimo, arrogancia, insolencia...

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Actualización 1) La distinción entre la pasión relativa al vientre (gastrimargía) y la que está conectada con el paladar (laimargía) nos permite contemplar la obsesiva preocupación existente en nuestro primer mundo por la exquisitez de los alimentos, así como la gran importancia que adquieren todos los aspectos relacionados con la alimentación, como una faceta de la gula. No hay cadena de televisión, periódico o evento donde este aspecto no sea ampliamente resaltado, y lo mismo podemos decir del valor de «gurús» de la cultura que adquieren ciertos cocineros. Al mismo tiempo que aumentan los problemas de sobrepeso o anorexia en la mayoría de los países desarrollados, esto se produce en abierto contraste con la muerte por hambre de millones de personas cada año en otras zonas del planeta. En el fondo nos encontramos con la pérdida de las funciones nutritivas y eucarísticas del alimento, que son las que realmente nos nutren y dan la vida, sustituidas por otras en relación con la distinción y la ostentación; y lo que nos invita al banquete compartido se convierte, de hecho, en un símbolo más de división. En este sentido no deja de ser curioso, cuando no una llamada de atención, la conexión muy habitual entre búsqueda obsesiva de los refinamientos culinarios y culturas (sociedades) decadentes. 2) Si bien hay que reconocer que en la mayor parte de los Padres hay una clara tendencia a minusvalorar los aspectos corporales del ser humano, algo evidente en el caso de la sexualidad, contemplada casi siempre desde una perspectiva rigorista, algunas de sus intuiciones pueden ayudarnos a vivir la sexualidad desde claves humanizadoras y evangélicas, así: 1. La idea de que el ser humano debe «controlar» su propio cuerpo, con todas las exageraciones que esta postura pudo llevar consigo, tiene un componente de autodominio de las propias pulsiones que debe ser retomado si no queremos reducir la persona humana a un mero animal o un ser controlado por sus instintos. Tanto la educación como la cultura, por no decir la sociedad en general, están encaminadas en gran medida a orientar este control. 2. La sexualidad, como todo en el ser humano, debe buscar la integración de las dimensiones corporales, psíquicas y espirituales, por lo que focalizarlo exclusivamente en un aspecto no sólo resulta empobrecedor, sino reductivo. Dicho con otras palabras, una unión de los cuerpos que no lleve consigo y se oriente hacia la unión de las almas y los espíritus tiene los pies de barro y, a la larga o a la corta, busca sus compensaciones en otros campos. 3. En la sexualidad, como en todo lo relativo al ser humano, no podemos reducir a la otra persona a mero objeto de mis deseos, sino que en todos los casos es un sujeto lleno de derechos y responsabilidades. Cualquier conducta que, de una u otra manera, olvide este principio básico y universal debe ser condenada; y no sólo prácticas como la pornografía o la prostitución, sino cualquier uso de la 55

sexualidad que no tenga presente a la otra persona como sujeto y protagonista de su vida, que en el fondo es lo que queremos decir cuando hablamos de la «prioridad del amor». 3) Uno de los aspectos más llamativos de nuestra cultura contemporánea es la extensión e influjo que ha adquirido el culto al dinero, considerado como el valor predominante, en torno al cual son enjuiciadas las personas y las sociedades (la riqueza se ha convertido en el símbolo o cifra de la felicidad), así como la sacralidad que han adquirido las instituciones que giran en torno al uso y la gestión de las riquezas materiales (empresas, bancos, Fondo Monetario Internacional...), por no decir los sacrificios que casi todas las personas y grupos estamos dispuestos a hacer para obtenerlas, o la gloria que disfrutan aquellas personas que consiguen instalarse en lo más alto de la cúspide (grandes empresarios o directores de instituciones financieras como nuevos sacerdotes de una nueva religión). Y ello hasta el punto de que, lo que los Padres de la Iglesia consideraban como una de las pasiones más execrables y antisociales (acumulación egoísta e insolidaria de riquezas), se ha convertido en nuestra sociedad en una de las «virtudes» más apreciadas, que ha conseguido colonizar incluso espacios y ámbitos (familia, educación, religión...) donde en principio no tenía anclajes excesivamente profundos. La dificultad de luchar contra esta pasión relativa al amor al dinero y el deseo de tener más se agudizan por el hecho de que este culto al dinero ha conseguido crear en torno a sí una cultura que justifica y legitima desde múltiples puntos de vista (económico, político, teológico...) su utilidad y conveniencia, excluyendo o marginando todo lo que se oponga a su dominio.

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Capítulo 6 Las pasiones (II). Las más cercanas al alma

Las pasiones más cercanas al alma (tristeza, acedía, cólera y temor) mantienen una estrecha relación tanto con las pasiones relacionadas con el cuerpo como con las del espíritu, siendo consideradas como una especie de estructura intermedia entre ambas. Al mismo tiempo, el vínculo entre estas cuatro pasiones es muy peculiar: si bien podemos descubrir una estrechísima conexión entre la tristeza y la acedía (hasta el punto que se pueden confundir algunos de sus síntomas), este lazo se da también entre la tristeza y la cólera, así como entre la cólera y el temor. Forman, por tanto, un conglomerado del que es difícil a veces distinguir unas de otras, pero por las causas y consecuencias tan diversas que encontramos en cada una de ellas es muy conveniente diferenciarlas[147].

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1. Tristeza En su condición primigenia el ser humano no conocía la tristeza, una de las características más visibles de su caída, lo que nos permite distinguir, como en otras pasiones, entre dos formas de tristeza, una primera que podemos denominar tristeza natural o «tristeza según Dios» y una tristeza patológica o «tristeza del mundo». La tristeza según Dios produce el arrepentimiento o conversión, al contemplar al ser humano en su condición de naturaleza caída, es decir, la pérdida de la perfección primigenia y, sobre todo, su alejamiento de Dios. Este arrepentimiento lleva consigo dos elementos fundamentales para la sanidad espiritual de la persona: el duelo espiritual y la compunción (penthos)[148], cuya expresión más visible es el don de lágrimas. De este modo la tristeza se convierte en una virtud necesaria para poder iniciar el camino del Reino y así retornar a Dios (conversión). La tristeza del mundo es, en cambio, una pasión que consiste en el mal uso de la tristeza según Dios pues, en lugar de entristecerse por su caída y el alejamiento de Dios, el ser humano emplea la tristeza para llorar la pérdida de bienes sensibles al no haber podido conseguir los placeres esperados, de modo que se frustran sus expectativas sobre sí mismo o sobre sus relaciones con los demás. Así nos encontramos con una doble enfermedad: por un lado no nos dolemos por lo que deberíamos hacerlo (caída o pecado) y además nos afligimos por lo que no merece la pena (pérdida de bienes sensibles o no consecución de placeres). Mientras la tristeza-pasión debilita al ser humano y destruye su vida interior es impaciente, intolerante, llena de rencor y desesperanza, amarga, estéril, paraliza todo lo que toca y es destructiva, la tristeza según Dios no suscita ningún tipo de angustia ni deprime, es humilde, afable, obediente, dulce, llena de paciencia, produce la grandeza de espíritu y provoca la conversión y es esencial e indispensable para todo crecimiento espiritual[149]. Los Padres ven tres causas de la tristeza: la frustración de algún deseo, el funcionamiento patológico de la facultad irascible (es decir, la cólera)[150] y una causa indeterminada[151]. La primera causa (frustración de algún deseo) suele ser la más frecuente[152] y puede provenir de la frustración de un placer presente o esperado, y en el fondo no hace más que reflejar el lazo que nos une a los bienes sensibles (comida, dinero sexualidad), de ahí el dolor por su pérdida y por no poder conseguirlos. Esta tristeza puede ser producida además por la envidia de algún bien material o moral que tenga otra persona, así como por conseguir el reconocimiento de los demás, lo que hace que esta pasión no tenga un objeto tan material, poniéndola en relación con la vanagloria. Incluso puede darse un tipo de tristeza que no está unida a ningún deseo particular, sino a una insatisfacción general sobre la propia existencia. La segunda causa de la tristeza está conectada con la cólera. Cuando nos sentimos ofendidos surgen dos emociones casi a la par: el deseo de venganza (cólera) y la tristeza, 58

que se produce no sólo por el menosprecio hacia nuestra persona, sino también porque consideremos desproporcionada la respuesta o no la veamos como suficiente. En cualquier caso hay una estrechísima relación entre cólera y tristeza, cuya base se encuentra sin duda en la vanidad y el orgullo. Por eso este tipo de tristeza (al igual que la cólera) no es en el fondo sino una autoafirmación del yo frustrado ante sí mismo o ante los otros; y lo mismo podemos decir del gran componente de tristeza que vemos en muchas de nuestras muestras de rencor o resentimiento por el orgullo herido, como expresión evidente del fracaso e impotencia en nuestra tentativa por rehabilitarnos. Este tipo de tristeza es tan profunda como duradera por los numerosos anclajes que consigue esta pasión en nuestro interior. De ahí lo dañina que puede ser para nuestro crecimiento, no sólo por las energías y tiempos que se pierden en una pasión tan inútil como destructiva, sino por la capacidad que tiene para parasitar otros espacios de nuestra persona, pues en el fondo nos da un motivo para seguir viviendo, falso pero real. Los Padres describen la existencia de una tercera forma de tristeza: la tristeza sin motivo (en este sentido se encontraría muy cercana a la pasión de la acedía), un tipo de tristeza donde los malos espíritus representan un papel clave (aunque también estén presentes en las dos anteriores causas), pues en realidad esta falta de motivos no quiere decir que no tenga ninguna causa, sino que no es ninguna de la dos anteriores[153]. Una anotación importante: aunque los acontecimientos exteriores pueden suscitar la tristeza, estos no son en realidad más que ocasión, y nunca causa o fuente de tristeza, pues para que esta se produzca es necesario que el ser humano haya dado antes su visto bueno, lo que le permite su acceso (más o menos consciente) al interior del alma, por lo que lo fundamental es la actitud que la persona adopta tanto frente a los acontecimientos exteriores como frente a sí misma. Entre los efectos patológicos que produce la tristeza destacan las actitudes de rencor, amargura e impaciencia, que perturban sobre todo las relaciones con el prójimo, así como el abatimiento, la falta de ánimo, la depresión, en muchos casos acompañada por la ansiedad y la angustia. El efecto fundamental es el oscurecimiento del alma, lo que da como resultado la ceguera de la inteligencia (y, por tanto, una perturbación grave de la capacidad de discernimiento), reduciendo las capacidades del alma para cualquier tipo de acción o iniciativa, volviéndola torpe y sin energías. En este sentido se produce algo muy cercano a lo que con posterioridad veremos en la pusilanimidad. La tristeza es considerada, así pues, como una gravísima enfermedad del alma, cuyos efectos pueden ser tan graves como dañinos, especialmente en el caso de la desesperación[154], forma extrema de la tristeza emparentada por los Padres con la locura y muy unida a los malos espíritus, cuyas consecuencias son particularmente desastrosas, porque el alma deja de confiar en Dios («muerte espiritual»: 2Cor 7,10) y permite el acceso al resto de pasiones, lo que le lleva en ocasiones a pensar en el suicidio, e incluso llevarlo a cabo.

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2. Acedía La acedía[155] se encuentra tan cercana a la tristeza que la tradición latina occidental, siguiendo a Gregorio Magno, une estas dos pasiones en una[156], mientras que la tradición oriental las distingue, sobre todo porque en la acedía el espíritu queda perturbado sin razón y sin motivo aparente, lo cual no quiere decir que no tenga causa alguna ni que encuentre un terreno muy favorable cuando la persona se encuentra en el estado de dejadez que produce el apego a los propios gustos o el dominio de la tristeza. La acedía se presenta, por lo general, de improvisto, sin que hayamos hecho nada. Suele comenzar en el ámbito afectivo, pero desde aquí se trasplanta al psíquico y espiritual. Algunas de las causas que suelen propiciarla son un estilo de vida volcado en el activismo (con el cansancio que lleva consigo), una cierta frialdad en el ámbito religioso, la rutinización de nuestra existencia, la falta de proyectos y la tendencia al desánimo ante las sucesivas desilusiones y fracasos. Sus síntomas consistirían, por tanto, en un estado de pereza y tedio, a los que vendrían a sumarse el desánimo, la indolencia y la pesadez, tanto del cuerpo como del alma. El cansancio se produce sin que la persona esté realmente fatigada: la vida deja de tener sentido y se convierte en una pesada carga que llevar; se pierde el gusto por todo y aparece una insatisfacción vaga y generalizada acompañada por la desaparición de las ilusiones y las esperanzas[157]. El disgusto junto con la ansiedad y la inquietud son, en síntesis, algunos de los más claros síntomas de esta pasión. Esta enfermedad alcanza su máximo nivel de actividad en el mediodía (justo cuando más calor hace en el desierto), por lo que a menudo es denominada como «demonio meridiano»[158], aunque esta precisión cronológica se considera como una metáfora de la existencia humana, y en este sentido estaría bastante relacionada con lo que hoy denominamos «crisis de los 40-50»[159]. Se comienzan a descubrir experiencialmente los límites del cuerpo y empiezan a aparecer las primeras «goteras», como vemos en expresiones como: «Esto yo antes lo hacía sin darme ni cuenta», «¡quién tuviera tus años!», «yo, ya...». El alma se va llenando de un sentimiento oscuro y confuso de insatisfacción, disgusto y desgana tanto de cara a uno mismo como de cara a los demás o el propio entorno donde se desarrolla nuestra vida. Es el momento de la pérdida de las ilusiones, donde las metas y los objetivos, tanto personales como comunitarios, van quedando diluidos en la rutina del día a día[160]. Además la persona se siente incapaz de hacer nada que exija una cierta continuidad o exigencia. La economía de medios, no exenta de una cierta comodidad, comienza a adueñarse de muchos de nuestros comportamientos, cuando no una cierta repetición rutinaria o anquilosamiento en nuestra manera de pensar. Se intenta cambiar continuamente de actividad, de lugar, de relaciones, de estatus..., todo con la finalidad de escapar del tedio, la soledad y la insatisfacción en que se desarrolla nuestra existencia[161]. Es el tiempo de los cambios, esperando que con ellos 60

todo se resolverá: justificamos el traslado de trabajo o actividad por considerarlos poco satisfactorios y pensar que otros trabajos y actividades nos harán más felices; comenzamos a sentir una fuerte aversión hacia el lugar donde residimos habitualmente, creyendo que estaremos mejor en otros sitios, donde encontraremos más fácilmente lo que ahora necesitamos; buscamos desaforadamente nuevos amigos y contactos, bajo la presión de la acedía, pero estableciendo muy a menudo relaciones superficiales y fáciles; no soportamos el estatus en que nos encontramos: si está casado quiere separarse, si es célibe busca la compañía... La vana curiosidad se adueña de muchos de los aspectos relacionados con nuestro mundo: no nos interesa tanto saber como conocer, no la profundidad, sino la extensión. Bajo la influencia de la acedía, el espíritu queda en un estado de tinieblas generalizado que le impide el uso de nuestras facultades, comenzando por las del conocimiento, que quedan cegadas y nos impiden conocer lo evidente y esencial. Pero continúa también con las facultades relativas a la acción, de manera que el espíritu se convierte en ocioso, incapaz de cualquier actividad espiritual, e incluso indiferente ante la acción de Dios en nuestras vidas, lo cual tiene uno de sus reflejos más importantes en la falta de fe y motivación para la oración, sobre todo en los ya iniciados y acostumbrados a ella, llegando incluso a ideas absurdas acerca de Dios en los casos extremos. Por último, las facultades del deseo también quedan afectadas por esta enfermedad y sus síntomas más evidentes son la pérdida de nuestra capacidad de compasión y el hecho de volvernos más sensibles e irritables en todo lo que afecta a nuestro ego. Esta pasión nos aleja de los caminos del Espíritu e intenta impedir cualquier crecimiento en la vida espiritual, sobre todo en relación con la regularidad y la constancia, así como el silencio y la estabilidad interna, que se ven amenazados tanto por «ruidos» como por «preocupaciones» de todo tipo, viendo todo lo que tenga relación con Dios y su Reino como una meta lejana e imposible de realizar, lo que nos empuja al desánimo[162]. A diferencia de otras pasiones, la acedía no da como resultado ninguna otra pasión en particular, porque en realidad es una especie de síntesis de todas y, por la amplitud de sus efectos (afecta a todas las facultades) y la gravedad de sus consecuencias, lleva al espíritu a hacer «saborear el infierno» en la tierra[163].

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3. Cólera (ira) La pasión de la cólera se produce por el mal uso de esta potencia irascible, perteneciente a la facultad de la acción, concedida por Dios, que formaría parte de nuestra naturaleza[164]. Su función originaria sería doble: por un lado, nos ayudaría a luchar por adquirir la virtud, convirtiéndose en el motor de nuestra vida espiritual[165]; por otro, lucharía también por conservar la virtud, combatiendo contra aquello que nos hace daño (tentaciones, pecado, mal)[166]. Esto es lo que los Padres denominan como «sabio coraje» o «justa cólera», que se caracteriza porque está libre de preocupaciones y la persona la vive con paz. Sin embargo, al alejarse de su finalidad, el ser humano utiliza la cólera para combatir consigo mismo, con Dios y con el prójimo, y es entonces cuando se convierte en una enfermedad del espíritu con diferentes expresiones que irían desde su forma más externa y violenta, que podemos descubrir en la violencia, la lucha y la agresión (cuyo extremo se encontraría en las guerras y los asesinatos), hasta otras más sutiles y escondidas, entre las que destacan el resentimiento, que sería un tipo de cólera más interior y escondida, fruto del recuerdo de una ofensa o injusticia sufridas; el rencor, el odio y las diferentes formas de hostilidad o animosidad, con un carácter más genérico y difuso[167]. A ellas habría que añadir la irritación, el mal humor y la impaciencia, que no dejan de ser maneras muy extendidas de ejercer la ira. En esta misma dinámica se encontrarían la indignación, las burlas y la ironía, y otras formas todavía más sutiles de cólera como serían la malevolencia (alegrarse del mal del prójimo), no afligirse de las desgracias ajenas y no alegrarse de su felicidad[168]. El origen habitual de la cólera pasional suele estar conectado con el amor al placer: bien por no poder conseguir el placer que buscamos, bien por temer vernos privados de los placeres que gozamos, volviéndonos entonces contra lo que es o parece ser la causa de esta frustración o simplemente creemos que amenaza nuestra «felicidad». Aunque las causas reales de la cólera en el ser humano son tan numerosas que es difícil enumerarlas[169], hay especialmente algunos campos donde el ser humano reacciona con cólera y violencia si teme su pérdida, debido a los fuertes lazos que genera en nuestro corazón: el campo de la comida (su ausencia suele engendrar un humus propicio a la cólera), el de la sexualidad (el caudal energético que se le concede al cuerpo en este caso da como resultado una pérdida de control por parte de la voluntad), todo lo que tenga que ver con el dinero (u objetos materiales que nos permiten conseguir aquellos gustos que consideramos necesarios) y, sobre todo, el lazo a sí mismo/a. La vanagloria, y especialmente el orgullo, son el origen último de la cólera porque, incluso en aquellos casos en que las ofensas o humillaciones proceden del exterior, es en realidad el amor propio el que enciende la mecha de la ira[170], como muestra el hecho de que las personas humildes permanecen pacíficas, aunque sean agredidas, ya que la cólera, el rencor y la venganza son, en el fondo, un intento de restablecer la propia 62

imagen ante quien sentimos que nos ha ofendido, ante los demás o incluso, de una manera más sutil, ante nosotros mismos, en una especie de reacción defensiva que produce cierto placer[171]. La cólera es considerada, en todas sus formas, una enfermedad por los Padres debido a los desarreglos que produce en el ser humano, viéndola como una forma de locura, sobre todo en sus manifestaciones más violentas y agudas[172], hasta el punto de tener cierto parecido con la posesión demoníaca. Entre los efectos más visibles de la cólera encontramos, en lo que respecta al cuerpo, la permanente agitación psicomotriz y los desórdenes fisiológicos, que trastocan de tal manera el organismo que llegan a afectar a la propia salud corporal, como son los relativos a las conductas nutricionales (anorexia o bulimia), la falta de sueño, la tensión alta... Pero es sobre todo en el alma y el espíritu donde los efectos de la cólera son más devastadores. En primer lugar, perturba el uso de la razón, llegando incluso a inutilizarla del todo: confusión, incapacidad para juzgar correctamente las cosas, pérdida de la capacidad de discernimiento...[173]. La realidad se contempla exclusivamente bajo el prisma de la cólera; los acontecimientos y las personas no son percibidos ni vividos en su verdadera dimensión, sino exaltados o disminuidos según su relación con la ira, lo que lleva a ignorar a las personas más cercanas, olvidar los propios intereses más básicos y no respetar los valores más elementales. La persona afectada por la cólera pierde el control sobre sí misma, y su voluntad pasa a estar sometida a una fuerza exterior que la tiraniza por completo porque obliga a todas las facultades a estar focalizadas en las ofensas recibidas así como en los medios para compensar esta frustración. La cólera actúa asimismo sobre el espíritu (sobre todo en ciertas formas como el resentimiento o el rencor) por la gran facilidad que tiene para emponzoñarlo todo, de modo que el Espíritu (que es el que da sentido y orden al ser humano) nos abandona con la ira, haciéndonos perder la paz interior, la dulzura (una de las formas de la caridad más cercanas a Dios) y la capacidad para descubrir a Dios en nuestra existencia. Se produce un aumento de la tristeza, la acedía y el orgullo, pasiones con las que está estrechamente relacionada la cólera.

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4. Temor El temor y todos los estadios cercanos a él son considerados por los Padres, lo mismo que la tristeza y la cólera, desde una doble perspectiva: por un lado, existe un primer tipo de temor, el temor-virtud, que formaría parte de nuestra naturaleza y cuya función sería la defensa de su propio ser, especialmente a través de los mecanismos de supervivencia, por medio de los cuales estamos unidos a la vida y rechazamos todo lo que vaya en su contra, especialmente el temor a la muerte. Este temor virtuoso se expresa de manera especial en el temor de Dios, cuya forma inferior es el temor al castigo divino y su expresión más elevada es el temor a estar separado de Dios, que es la Vida[174]. La segunda clase de temor, que los Padres denominan temor-pasión, se produce por la idea o sentimiento de la pérdida de aquellos bienes cuya posesión (real o imaginaria) nos produce cierto gozo sensible, y en el fondo revela una atadura a estos bienes. Tanto el temor virtuoso como el temor pasión tienen un mismo origen, aunque se diferencian por tener dos fines opuestos y excluyentes. El temor pasión da como resultado una relación patológica del ser humano con Dios: comienza por alejarse de Él, que es el principio y fin de su ser, y coloca en el centro de sus preocupaciones los bienes sensibles, que se transforman de esta manera en absolutos; incluso por la fe que se otorga a estos bienes pasajeros se llega a negar y rechazar a Dios. Además el temor produce, sobre todo en sus formas de ansiedad y angustia, la pérdida o disminución de todo lo que tenga que ver con la razón, pues el temor pasión tiene la tendencia, por la imaginación (a la que está estrechamente unido), a deformar la realidad, atribuyéndole dimensiones que no tiene, haciendo aparecer como posibles acontecimientos que no suceden y modificando la percepción objetiva por una intensa subjetividad[175]. Esto es algo especialmente grave porque no sólo no se evitan los peligros que se pretenden evitar, sino que incluso se agudizan, por poner en marcha una serie de factores emocionales añadidos, ya que el temor se mueve en unos registros inconscientes que dificultan enormemente su conocimiento y control. En el desarrollo y nacimiento del temor tiene una especial incidencia el orgullo, ya que aquí se encuentra el núcleo de lo que el ser humano considera fundamental para su existencia[176], pero también el resto de pasiones, especialmente las relacionadas con los bienes sensibles: gula, lujuria, deseo de tener más... Una forma particular de temor es la pusilanimidad (pusilis = «débil», anima = «alma»)[177] o «temor a realizar una acción»[178], una mezcla de falta de voluntad, timidez y debilidad de carácter cuyo resultado es una serie de patologías en el campo de la acción contrarias a nuestro estado normal[179]. La falta de fe y el predominio desmesurado de la imaginación son algunos de los orígenes más habituales de esta enfermedad, donde la realidad se presenta deformada, como algo difícil o imposible de llevar a cabo, rodeada además de una serie de peligros inexistentes[180]. En el fondo sería un resto o supervivencia infantil, ligada habitualmente a la vanagloria, que impide a la persona el 64

control sobre sí misma, ralentizando e inhibiendo el ejercicio de sus facultades, e imposibilitándoles cualquier tipo de mejora, algo particularmente grave en el campo espiritual.

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Actualización 1) Vivimos en una sociedad obsesionada por la fama rápida y la apariencia de felicidad, que olvida al mismo tiempo las miserias que produce y margina a la mayor parte de la población que no entra en esta dinámica, creando un espacio de invisibilidad para todo lo que tenga que ver con el sufrimiento, la tristeza o la muerte (convertida en nuevo tabú comunitario). Esta búsqueda del minuto de gloria, por el que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa, potencia una personalidad neurótica o depresiva (cuando no ambas al mismo tiempo), nombres actuales de la tristeza-pasión, que no sólo tiene una expresión individual, sino que se refleja socialmente en una especie de saciedad de vivir, con su correspondiente necrofilia (amor a la muerte) y sus múltiples expresiones como la falta de proyectos de transformación social, el aumento de suicidios u homicidios, el consumo desorbitado de sustancias tóxicas, la búsqueda de experiencias al límite..., reflejo de la desgana y apatía generalizadas, que no consiguen revitalizar los continuos medios de «di-versión» y ocio, donde llegamos incluso a hablar de «matar el tiempo». Hemos descubierto que lo contrario a la tristeza no es una falsa alegría, sino la auténtica felicidad, algo que exige de nuestra parte un gran esfuerzo pero que, en el fondo, sólo se recibe como don. 2) Evagrio Póntico, en un párrafo memorable, nos hace una descripción de los síntomas de la acedía tan completa que todavía sigue siendo actual[181]: «El demonio de la acedía, llamado también “demonio del mediodía”, es de todos los demonios el más gravoso. Ataca al monje hacia la hora cuarta y asedia su alma hasta la hora octava. Al principio, hace que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, le apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a saltar fuera de su celda, a observar cuánto dista el sol de la hora nona y a mirar aquí y allá por si alguno de los hermanos... Además de esto, le despierta aversión hacia el lugar donde mora, hacia su misma vida y hacia el trabajo manual; le inculca la idea de que la caridad ha desaparecido entre sus hermanos y no hay quien le consuele. Si a esto se suma que alguien, en esos días, contristó al monje, también se sirve de esto el demonio para aumentar su aversión. Este demonio le induce entonces al deseo de otros lugares y ejercer un oficio más fácil de realizar y más rentable. Así mismo, le persuade de que agradar al Señor no radica en el lugar: “La divinidad –dice– puede ser adorada en todas partes”. Añade a esas cosas también el recuerdo de su familia y del modo de vida anterior y le representa la larga duración de la vida, poniendo ante sus ojos las fatigas de la ascesis; y, como se suele decir, pone todo su ingenio para que el monje abandone su celda y huya del estadio. A este demonio no le sigue inmediatamente ningún otro. Una vez concluido el combate, un estado apacible y un gozo inefable sucede al alma»[182].

De estas líneas se deduce lo siguiente: 1. La acedía no es una pasión de los inicios, sino que se centra en personas con un recorrido creyente, a las que amenaza con ralentizar e incluso paralizar su proceso. Supone, por tanto, una cierta madurez humana y espiritual, de ahí que sea una de las pasiones más cruciales, pues la mayor parte de las personas se pueden quedar estancadas en este estadio. 2. La pasión de la acedía utiliza una serie de medios muy sofisticados para llevar a 66

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cabo esta tarea: cuestionamiento de todo el esfuerzo realizado con anterioridad, dificultades sin número para cumplir las metas planteadas y gran lejanía de los objetivos y el final al que se aspira[183]. La persona afectada por la acedía contempla su realidad desde una óptica negativa, excluyendo cualquier tipo de responsabilidad o participación en esta situación y al mismo tiempo culpabilizando sistemáticamente a los demás[184]. Una de las estrategias más utilizadas por esta pasión consiste en la huida de la realidad (personal, social) como remedio más cómodo y eficaz mediante la creación de mundos «ideales», búsqueda de actividades que le sirvan de «distracción», añoranza de los años perdidos «inútilmente», aparición de fantasías adolescentes... En el fondo se trata del olvido del «espesor» de la realidad[185]. Por su manera de actuar, la acedía es una pasión poco visible, que trabaja de manera lenta pero eficaz, con un carácter de «síntesis» de otras pasiones, donde se mezclan los elementos somáticos, psíquicos y espirituales, de ahí la dificultad para detectarla y los peligros para combatirla. En la acedía hay una oculta atracción por el coqueteo, por querer estar en múltiples sitios, representar multitud de papeles, tener muchos amores, no tomar decisiones que nos afecten..., todo ello basado en un desconocimiento de nuestras limitaciones, que intenta compensarse mediante la absolutización de nuestra persona y nuestros deseos. En cualquier caso se trata de una pasión «de transición o de paso», necesaria para todo crecimiento espiritual, en la que tomamos la decisión (consciente o inconsciente) de seguir madurando en el recorrido creyente o quedarnos en una especie de «aceptable» mediocridad.

3) Nuestra cultura occidental no ha dejado de estar preocupada, desde distintos puntos de vista, por la ira, como leemos en el ensayista español José Antonio Marina: «Séneca le dedicó un libro entero [a la ira] porque pensaba que era la más destructiva y peligrosa de las pasiones. “Las otras tienen algo de quieto y apacible, pero esta es toda arrebato y saña desaforada; es una desalmada furia deseosa de armas, sedienta de sangre, ávida de suplicios, descuidada de sí siempre que causa el mal ajeno, que sobre el hierro mismo se arroja, en su deseo fiero de una venganza que arrastrará consigo al propio vengador. Por ello unos sabios varones dijeron que la ira era una breve locura”... Hay, al parecer, personalidades propensas a la ira. Ya los antiguos griegos hablaron del temperamento colérico [según Galeno los de bilis amarilla son irritables, violentos, osados, y tienen el cuerpo rubio, amarillento]... [El psicólogo] Albert Bandura cree que hay tres fuentes principales de la conducta agresiva: las influencias familiares, las influencias de los grupos culturales y los modelos de aprendizaje: las conductas agresivas pueden obtener recompensas. Animales que son normalmente dóciles luchan con agresividad cuando el ataque les proporciona comida o bebida. Las observaciones de la conducta infantil muestran que aproximadamente el 80% de las acciones agresivas resultan premiadas... Muchos sujetos mantienen su conducta agresiva porque encuentran en ella una fuente de orgullo personal. En las culturas agresivas que prestigian las proezas bélicas, los individuos están orgullosos de sus estallidos de violencia. Nuestra cultura también valora modelos agresivos, porque confunde la capacidad para enfrentarse con un obstáculo con el deseo de destruirlo»[186].

De todo ello podemos sacar las siguientes conclusiones: 67

1. El efecto destructivo de la ira, no sólo sobre el objeto de la ira, sino incluso sobre el propio sujeto, que queda afectado a causa de esta pasión por una pérdida de la autonomía a todos los niveles (conocimiento, emociones, acciones que lleva a cabo...). Mientras de las demás pasiones sacamos algún «beneficio», aunque sea provisional y pasajero, de la ira sólo sacamos perjuicios. 2. Al ser una de las pasiones más destructivas, todas las culturas han intentado establecer una serie de medios para regularla y evitar, en la medida de lo posible, sus perversos efectos, de ahí la importancia de la educación, las leyes, las sanciones morales... 3. No deja de ser peculiar, en cambio, la legitimidad moral que recibe la «agresividad» en nuestra sociedad actual, desde los aspectos más puramente naturales (aquí debemos inscribir la explicación darwinista, donde las especies fuertes son las que sobreviven) a los sociales (en este sentido tanto ciertas ideologías en torno a la lucha de clases como el liberalismo tienen una misma raíz), por no hablar del lenguaje tan agresivo que hoy se emplea al hablar de la economía (competitividad, OPA hostil...) o su utilización tan abusiva en los juegos por ordenador, una agresividad que se convierte en el humus de nuestra cultura y que, en ocasiones, desborda los límites de los que socialmente nos hemos dotado para la convivencia. 4. Hay una cólera sana (y santa), necesaria personal y socialmente, que se encontraría en la base del origen de la justicia, como protesta y rebelión contra las situaciones de marginación y exclusión, una ira que nos hace movilizarnos contra todo aquello que atenta contra la vida en su sentido más amplio. Es aquí donde deberíamos colocar la diferencia que hace Bertold Brecht entre «cólera de mecha corta», aquella que se agota en su propia ira y da lugar, en el mejor de los casos, a bellos fuegos artificiales, cuando no un simple desfogue, y la «cólera de mecha larga», aquella que sabe ser paciente y perseverar en su resistencia, buscando los medios más oportunos y respetuosos, porque sabe que lucha a favor de la verdad. 4) La búsqueda de medios para reducir o eliminar el temor, en todas sus variantes, ha sido uno de los factores que más ha animado al progreso de las ciencias y las sociedades de nuestro primer mundo. De hecho, la seguridad en todos los ámbitos y espacios se ha convertido en una de nuestras prioridades personales y sociales. Sin embargo, esta preocupación se ha vuelto en numerosas ocasiones en contra nuestra, cuando se ha convertido en obsesiva, llevándonos hacia una cierta neurosis colectiva. De hecho en la actualidad hay una serie de riesgos que debemos asumir si queremos vivir de manera normalizada[187]. Y es que en el fondo, los miedos y temores son un perfecto termómetro de nuestras creencias, hasta el punto que podemos decir: «Dime a qué temes y te diré en qué/quién crees». Por eso la fe en Dios no debe ser contemplada sólo desde la perspectiva de protección (¿engaño?) frente al poder del sufrimiento, la soledad y la muerte, sino precisamente como una 68

liberación de estos mismos temores, pues sólo mirando de frente a nuestros miedos es como podemos vencerlos, porque si no, ellos nos pueden. Aquí se abre, sin duda, una de las tareas a las que los creyentes estamos invitados: ofrecer un nuevo sentido a la expresión «temor de Dios», tan usada en los textos bíblicos y que hoy en día han perdido gran parte de su fuerza, y ello no desde esquemas sádicos (un Dios que nos hace sufrir) o masoquistas (un Dios que disfruta ejerciendo su poder), sino evangélicos: un Dios que tiene «miedo» de que le pase algo malo a su hijo, y un hijo que actúa preocupado, no por el castigo que pueda sufrir, sino por cualquier cosa que pueda deteriorar o dañar la entrañable relación que mantiene con Él. En este sentido creo que puede servirnos estos versos de Antonio Machado en la tarea de colocar la esperanza como antídoto del temor: «¿Conoces los invisibles hiladores de los sueños? Son dos: la verde esperanza y el torvo miedo. Apuesta tienen de quién hile más y más ligero, ella, su copo dorado; él, su copo negro. Con el hilo que nos dan tejemos, cuando tejemos»[188].

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Capítulo 7 Pasiones (III). Las más cercanas al espíritu

Las pasiones relativas al espíritu no son sólo las más sofisticadas y difíciles de detectar, por los anclajes tan ocultos que encuentra en nuestro interior y la ambigüedad con que se presentan (aparentando ser algo bueno), sino que además nos encontramos ante el núcleo esencial de las pasiones, con una gran facilidad para contaminar al resto (hasta tal punto que podemos decir que todas tienen algo de ellas). Se dan sobre todo entre las personas con recorrido creyente, no siendo, pues, una pasión propia de los iniciados. En realidad se reducen a dos: vanagloria y orgullo, e incluso algunos Padres las simplifican en una, con una expresión más exterior (vanagloria) y otra más interior (orgullo). A pesar de los parecidos, las estudiaremos por separado, no sólo porque son diferentes, sino porque además tienen orígenes diversos y no son iguales sus consecuencias[189].

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1. Vanagloria La vanagloria o vanidad es una pasión particularmente dañina por sus efectos y por ser origen de muchas otras enfermedades espirituales. Es capaz de ocupar, ella sola, todas las demás pasiones anteriormente vencidas. Aunque aparece en múltiples formas, los Padres la suelen dividir en dos grados: una vanagloria relativa a los bienes materiales y otra que afecta a los bienes espirituales[190]. La vanagloria relativa a los bienes materiales es la forma más simple de vanagloria y la que afecta al ser humano de manera más inmediata y habitual. Consiste en mostrarse orgulloso de los bienes que se posee o se cree poseer, así como en ser admirado por otras personas a causa de estos bienes. El dinero, el aspecto físico, la apariencia (por medio del vestido o los adornos), incluso la habilidad manual o un saber concreto en algún dominio particular son algunos de los elementos de esta vanagloria más elemental. La búsqueda de una situación o rango social elevado es otra forma de esta vanagloria, en este caso unida a una enfermedad que los Padres denominan filargía («deseo de poder» o «espíritu de dominación»), puesto que la persona vanidosa, para ser admirada y alabada, se esfuerza por conservar su poder, a causa de las ventajas que saca del mismo. La vanagloria relacionada con las cualidades intelectuales: inteligencia, imaginación, memoria, capacidad para la discusión o la escritura..., aunque habitualmente es mejor considerada que el dominio político o financiero, también se encuentra dentro de este tipo de vanagloria[191]. La vanagloria relativa a los bienes espirituales se produce en las personas que han superado el primer nivel de crecimiento espiritual y han empezado a liberarse de los lazos con los bienes materiales[192]. Consiste en ser admirado por las virtudes que se tiene o buscar esta alabanza de los otros. Esta vanagloria tiene un extraordinario poder por su carácter sutil y su capacidad de revestirse de múltiples formas, atacando al ser humano por diferentes lados, de ahí la dificultad a la hora de combatirla[193], como bien expresa uno de los clásicos de la espiritualidad oriental: «El sol brilla para todos por igual, y la vanagloria encuentra para gozar todas nuestras actividades. Por ejemplo, saco vanidad de mi ayuno, pero cuando lo suspendo para no significarme, me glorío de mi prudencia; cuando llevo bellos vestidos estoy vencido por la vanidad, pero cuando los llevo humildes, tengo todavía más vanidad; cuando hablo soy vencido por ella, pero cuando guardo silencio, ella me domina también»[194].

La vanagloria es considerada como una enfermedad porque es una perversión o desviación de una facultad puesta por Dios en el ser humano: la búsqueda de la gloria divina. Esta gloria divina estaba destinada a obtener la unión con Él por medio de la unión con Cristo. Como es la única gloria verdadera, real y duradera, es la única capaz de responder a la grandeza que Dios ha puesto en el ser humano. Sin embargo, habiéndonos alejado de Dios por la caída primigenia, y necesitados de esta gloria[195], cambiamos la gloria divina por la gloria «según la carne», o gloria mundana, vuelta hacia el mundo sensible, en un intento de compensar la ausencia de la gloria divina con 71

este sucedáneo. El hecho de que se trate de una misma facultad orientada en dos sentidos opuestos da como resultado la interdependencia entre ambas glorias, de tal manera que la búsqueda de la gloria divina excluye la existencia de la gloria mundana, y el crecimiento de una se traduce en el empobrecimiento y debilidad de la otra. Entre los efectos de la vanagloria se encuentra la locura o delirio, una de cuyas expresiones es la ignorancia del verdadero sentido de las cosas, ya que la vanidad las carga de una importancia que no tienen al darles un valor absoluto, a pesar de ser frágiles y provisionales[196], ignorando que lo único absoluto es la gloria de Dios. Otra manifestación de la vanagloria es el conocimiento delirante y fantasmagórico de la propia persona, que se presenta diferente a lo que en realidad es, pues se atribuye toda clase de cualidades que no posee (en realidad son don de Dios), al tiempo que es incapaz de descubrir los fallos que tiene. De esta forma la persona vanidosa llega incluso a endiosarse, atribuyéndose una gloria que no es suya. En algunos casos imagina personajes excelsos y los proyecta sobre sí, con el fin de llamar la atención de las personas que la rodean. La pasión de la vanidad destruye además la paz interior: el ser humano se preocupa obsesivamente por obtener la admiración y alabanza de los demás, algo que le produce una continua insatisfacción y tristeza (bien porque esta fama no es tanta como la persona vanidosa esperaba, bien porque en lugar de alabanzas lo que suscita es la indiferencia e incluso el odio), provoca la ira y hace nacer las críticas y la burla, convirtiéndose la vanidad en una de las fuentes principales de la ruptura de la armonía social. La vanagloria nos hace perder nuestra autonomía, alienándonos, no sólo por el efecto de la pasión, sino por la dependencia de todas aquellas personas que necesitamos para alimentar nuestra vanidad. Lo más terrible de la vanagloria es que llega a destruir todas las virtudes y esfuerzos que hayamos podido adquirir con anterioridad, pues ambos, por culpa de esta pasión, no nos sirven ya para participar de la gloria de Dios, sino todo lo contrario: glorificarnos ante nosotros y ante los demás, lo cual produce en el espíritu un inmenso sufrimiento, insatisfacción y vacío: «La vanagloria es un alimento que engorda el alma por un breve tiempo, pero enseguida la deja vacía, sin virtud y desnuda, dejándola estéril y privada de todos los frutos espirituales, de suerte que no solamente destruye los méritos de penas considerables, sino que produce los suplicios más graves»[197].

Al destruir las virtudes adquiridas, la vanagloria permite que vuelvan al espíritu todas las pasiones. Por eso los Padres la colocan entre las tres pasiones «genéricas», es decir, fuente y origen de todas las demás: el orgullo, del que es un precursor, pero también de algunas pasiones ligadas a él (el espíritu de dominio, la dureza de corazón, la cólera, el engaño, el amor al dinero y la tristeza). En el caso de la persona espiritual la vanagloria aprovecha especialmente el momento de la oración para atacar.

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2. Orgullo El orgullo está tan cercano a la vanagloria que algunos Padres los llegan a unir. Sin embargo, la mayoría prefieren estudiarlos por separado, no sólo porque el orgullo supone un mayor desarrollo, sutileza y dificultad para vencerlo, sino porque además es considerado como el origen de todas las demás pasiones, al ser la perversión del amor de sí (filautía). En cualquier caso la vanagloria y el orgullo están tan estrechamente unidos que podemos decir que la vanagloria es origen del orgullo (su dimensión más exterior), mientras que el orgullo es el culmen de la vanagloria (su aspecto más profundo y espiritual). El orgullo se expresa en un doble campo: en las relaciones del ser humano con sus semejantes y en las relaciones con Dios. La primera forma de orgullo consiste en creerse superior a los otros seres humanos, o al menos a algunos de ellos, o buscar esta superioridad. Los motivos de este orgullo pueden ser los mismos de la vanagloria (cualidades físicas, intelectuales, clase social, riqueza...), aunque la persona orgullosa, al elevarse, rebaja a su prójimo, lo mira desde lo alto y llega a despreciarlo, considerándolo incluso como si no fuera nada. En la base de esta clase de orgullo está la afirmación de aquello que nos distingue y nos hace creernos diferentes, cuyo modelo es la postura del fariseo del evangelio[198]: la necesidad de compararse y establecer jerarquías. Por eso tiende a juzgar desfavorablemente al prójimo, criticando sistemáticamente su manera de pensar y vivir. De aquí nace el esfuerzo por aparentar lo que no es, la arrogancia y la seguridad absoluta en sí mismo/a, la pretensión de saberlo todo y tener siempre la razón, la manía de justificarse y la voluntad de enseñar y mandar, así como la ceguera ante las propias faltas, el rechazo de toda crítica, la incapacidad para obedecer y cierta agresividad, que se manifiesta, entre otras cosas, en la ironía, la rápida réplica a las críticas de los demás y, a veces, en el silencio. Se trata, en el fondo, de una inflación del yo, una especie de cáncer espiritual. La segunda clase de orgullo, en relación con Dios, es considerado unánimemente por los Padres como la peor de todas las pasiones, y puede presentarse como negación o rechazo de Dios, pero habitualmente se manifiesta como confianza presuntuosa en las propias fuerzas y rechazo de la ayuda divina, al considerarse la persona humana como fuente de todas las virtudes y absolutamente autónoma para su realización[199]. Esta forma de orgullo aparece sobre todo en aquellos que están aventajados en alguna virtud, y con mayor fuerza cuantos más vicios han sido extinguidos: el orgullo viene a ocupar entonces en el espíritu el lugar de las pasiones vencidas con anterioridad, aunque la propia persona no suele ser consciente de ello, pues «creer que no se es orgulloso es una de las más claras manifestaciones de que se es»[200]. Estas dos formas de orgullo (en relación con el prójimo y en relación con Dios) no están separadas, sino que se presentan juntas, como las dos caras de una misma moneda, pues cada una de ellas se dirige a la vez contra Dios y contra el prójimo, ya que la actitud 73

de cara a Dios está relacionada, en el fondo, con la actitud hacia el otro, y a la inversa: creerse superior a los demás o centro en torno al cual deben girar el resto de las personas es hacer de sí un pequeño dios, poniéndose en lugar del único y verdadero Dios, ya que la persona orgullosa está vacía de Dios y llena de sí misma. El ser humano, creado para elevarse hasta Dios y unirse a Él en la plenitud del amor, debe cumplir esta vocación por medio de la unión con sus semejantes y la integración del cosmos. Sin embargo, al pervertir esta tendencia natural por el orgullo, la persona humana quiere llegar a ser dios sin Dios, por sí misma y con sus únicas fuerzas, lo que le lleva a afirmarse contra sus semejantes. La persona orgullosa desconoce asimismo a su prójimo, al ignorar su grandeza y dignidad como creatura e imagen de Dios y no reconocerlo como hermano en Cristo. De esta manera los demás quedan reducidos a ser un mero medio para la propia glorificación y un reflejo, no de la imagen de Dios, sino de la propia imagen. En lugar de vivir al otro como semejante, buscamos distinguirnos de él, afirmar nuestra propia singularidad y superioridad, que a veces se presenta en forma de oposición. Cada persona es única y distinta de las otras por la propia manera de realizar su naturaleza humana y manifestar la imagen divina mediante el desarrollo de sus carismas (dones) con vistas al bien común y buscando la complementariedad[201]. El orgullo aleja estos dones de su finalidad natural para afirmarlos egoístamente. Las diferencias y las desigualdades son resaltadas hasta tal punto que el prójimo se transforma en un rival, del que el orgullo separa y divide, convirtiéndose de esta forma el orgullo en un factor de inestabilidad social y fuente de innumerables desgracias. Y es así como se produce el terrible círculo vicioso del orgullo: incapaz de volverse hacia Dios y de abrirse verdaderamente al prójimo, el ser humano se repliega, se curva sobre sí mismo, cerrándose en el universo de su pobre yo, que queda convertido en el centro y la cúspide de la realidad. El mayor don que Dios nos ha concedido, la capacidad de amar, es decir, establecer relaciones armoniosas con Dios, con nosotros mismos, con el prójimo y con la realidad que nos rodea, se pervierte y aleja de su finalidad natural, focalizándose en el propio yo, con lo que no sólo se empobrece la persona humana, sino que se destruye toda posibilidad de una auténtica relación. Así el orgullo produce una serie de efectos patológicos extremadamente graves cuya primera expresión es la locura o la pérdida progresiva de la razón. El ser humano se toma a sí mismo y a su voluntad como absolutos, lo que se convierte en una fuente continua de sufrimientos por la diferencia entre lo que cree ser y lo que realmente es; por sentir amenazada la apariencia positiva que quiere dar de sí mismo; por la insatisfacción en la búsqueda de la perfección (jamás puede conseguirla, a pesar de sus anhelos)[202]... Para afirmar la propia superioridad, la persona orgullosa no sólo se limita a otorgarse ciertas cualidades que no posee, sino que devalúa y rebaja sistemáticamente a los otros mediante la crítica, mostrándose habitualmente agria y agresiva, temerosa de que la imagen que pretende dar de sí misma quede destruida. Además, al ver contestadas sus pretensiones por los demás en muchos casos, la persona orgullosa se convierte en extremadamente sensible y susceptible a todo lo que 74

tenga que ver con su yo, desarrollando incluso complejos persecutorios, cuando no agresividad, contra los que cuestionan su ego, impidiéndole reconocer sus errores y pedir perdón por ellos. De este modo no permite el restablecimiento de las relaciones rotas con Dios, con el prójimo y consigo mismo, y se coloca en un estado de rencor permanente y malsano que llevará a Juan Clímaco a decir: «El orgulloso no tiene, pues, necesidad de demonios, pues se ha transformado para sí mismo en un demonio y un enemigo»[203]. Los efectos del orgullo se manifiestan también en la percepción delirante de la realidad, empezando por la propia realidad de Dios, que es ignorado[204], y el conocimiento ilusorio de sí mismo: «El que se eleva por cosas que no tienen nada de real, que infla su corazón por una sombra, por la hierba, ¿no es el más ridículo de los seres humanos? Parecido a un pobre que, sufriendo el hambre continuamente, se gloría de haber tenido durante la noche un sueño agradable»[205].

De esta forma el orgullo abre las puertas a todas las demás pasiones, especialmente la cólera, la dureza de corazón, la tristeza, la envidia, el amor al dinero y, sobre todo, la vanagloria. Mientras que el resto de pasiones destruye la virtud que le es contraria, el orgullo destruye todas las virtudes al mismo tiempo y ocupa él solo su lugar, porque de alguna manera y sintéticamente las contiene a todas[206]. Por eso la persona orgullosa aparece exenta de pasiones, excepto del propio orgullo, que no puede ser reemplazado por ninguna de ellas[207].

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Actualización 1) Estrechamente conectada con el orgullo, como una especie de imagen invertida del mismo, aparece la envidia. Juan Antonio Marina, aprovechando la referencia a otros autores, hace la siguiente descripción de la misma: «Diccionario de Covarrubias: “EMBIDIA. Es un dolor, concebido en el hecho, del bien y la prosperidad ajena; latine invidia, de in et video, es quia male videar, porque el embidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados en la persona de quien tiene embidia, y le mira como dizen de mal ojo... Su tósigo es la prosperidad y la buena andança del próximo, su manjar dulce la adversidad y calamidad del mismo: llora cuando los demás ríen y ríe cuando todos lloran”... San Gregorio hace el árbol genealógico de la envidia. Es engendrada por la vanagloria, y de ella “aborta el odio, la murmuración, la detracción, la alegría en la adversidad del prójimo y la aflicción por su prosperidad”... [Para Luis Vives] la envidia es “una especie de encogimiento del espíritu a causa del bien ajeno; en este encogimiento existe una cierta laceración de dolor, por donde la envidia es parte de la tristeza”. Añadió que es hija de la soberbia y de la pequeñez, porque nadie que confía en su valía envidia los bienes del otro... Vives se percata de que la envidia es un sentimiento vergonzoso. “Por ello nadie se atreve a confesar que envidia a otro; más pronto reconocería uno que está airado, o que odia o incluso que teme, pues tales pasiones son menos vergonzosas e inicuas”. El envidioso está por ello condenado a fingir siempre. Y también a odiar, irremediable e inextinguiblemente, pues “el odio provocado por la ira se apacigua fácilmente, mientras que el producido por la ofensa se elimina mediante la reparación de esta. Pero la envidia no se amansa ni admite reparaciones, antes bien se irrita con los beneficios, como el fuego prendido en la nafta”... [Para Castilla del Pino] la envidia revela una deficiencia de la persona que la experimenta. La tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, sino por un fracaso, por no haber conseguido. Es una relación de odio. Odio al envidiado por no poder ser como él. Odio también a sí mismo por ser como es. La envidia está muy relacionada con los celos, pero estos implican una relación triangular –sujeto, objeto y rival–, mientras que la envidia es dual... El envidioso vigila las venturas del envidiado, rebaja sus méritos o, al contrario los ensalza desmesuradamente... Lo que desea el envidioso es ser preferido. Es bien conocida la relación que la envidia mantiene con los signos externos del prestigio, de la fortuna o del éxito. Se trata, pues, de un sentimiento social... El envidioso no es autosuficiente. Necesita angustiosamente la confirmación de los demás»[208].

2) La vanagloria es una pasión aparentemente inexistente en la actualidad por la amplia aceptación social de que goza, habitualmente no en sus formas extremas (como las que encontramos en conceptos como jactancia, engreimiento, vanidad, presunción, envanecimiento, petulancia, altanería, arrogancia, altivez, egoísmo...), sino en maneras mucho más sutiles. Hasta tal punto es así que ha pasado a formar parte de nuestras costumbres y maneras de ser por la primacía del individuo sobre la colectividad en nuestras sociedades contemporáneas, la estrecha conexión que se establece entre el tipo de personalidad propuesto como modelo y las características de la vanagloria, la cultura de la imagen y la apariencia que se impone por encima de otros valores, la búsqueda de la fama como salida al anonimato..., y muchos otros elementos donde podemos descubrir los anclajes que la vanagloria ha establecido en nuestra realidad. Hay que tener en cuenta que este fenómeno se da, entre otras cosas, por la versatilidad que tiene la vanagloria para adaptarse a las diferentes situaciones personales y sociales, la plasticidad para dar respuesta a nuestras necesidades más profundas, la invisibilidad de que goza por la dificultad para ver en estos comportamientos (sobre todo cuando están socialmente 76

legitimados) algo negativo, la capacidad que tiene la vanagloria para proporcionar un gozo placentero a las personas que se encuentran en sus redes al ponerlas en contacto con uno de los sucedáneos más potentes de la felicidad, ya que la vanagloria nos devuelve, como en un espejo cóncavo, una imagen invertida de nuestras carencias y necesidades, que así quedan satisfechas en esta especie de juego de ilusiones[209]. 3) Uno de los más graves problemas con los que nos encontramos hoy es el hecho de que nuestra cultura dominante se ha configurado como una cultura donde el ego, tanto personal como social (o más bien grupal), se ha colocado en el centro de los valores, habiendo sido capaz de generar a su alrededor una constelación de ideologías, prácticas y costumbres que la confirman como «natural» y «lógica», mientras que todo lo que se oponga a su dominio es considerado como antinatural, subversivo y condenado a inútil resistencia. Y esto en múltiples campos: desde el económico (donde el capitalismo es visto como único sistema económico viable), hasta el social (en un mundo dividido cada vez más entre norte/sur, primer/tercer mundo, corporativismos de todo tipo, divisiones de género injustificables...), pasando por el ético (individualismo ético), el psicológico (en el que la autoestima, que en un principio tiene un sentido valioso como reconocimiento del propio yo, puede convertirse fácilmente en coartada de comportamientos puramente egoístas), legal (prioridad absoluta de los derechos, sin la necesaria contraprestación de los correspondientes deberes), político... Ante esta situación no basta con planteamientos de corte individual o moralista que, pretendiendo atacar la raíz del problema, en el fondo vienen a reafirmarlo, en una especie de creación del «alma de un mundo sin alma». Sería interesante analizar, en este sentido, la alta valoración social de que gozan aquellas iniciativas solidarias de todo tipo que en muchos casos ejercen la función de tranquilizadores de nuestras conciencias, o su utilización para el mantenimiento de un sistema social injusto. El planteamiento de los Padres a este respecto sobre una filautía virtuosa y una filautía pasión podría ayudarnos en esta crítica de una cultura centrada en el ego y la propuesta de una cultura del auténtico yo, en cuya raíz se encuentran los otros, porque en el fondo hemos sido creados a imagen de Dios, y sólo al amor al otro en cuanto prójimo puede reflejar nuestro auténtico yo.

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Capítulo 8 Terapia de las pasiones (I). Pasiones relativas al cuerpo

Cualquier proceso terapéutico debe comenzar por el análisis de la enfermedad concreta (origen, descripción de sus efectos, tipo de enfermedad...), así como conocer sus posibles movimientos, mecanismos y riesgos[210], de cara a evitar quedarnos en aquellos aspectos más visibles y olvidar los que están actuando de manera oculta o germinal[211]. De hecho, el estudio minucioso y exhaustivo inicial de las pasiones tiene ya un gran valor terapéutico, pues permite centrarse en lo que realmente produce el daño, así como conocer sus posibles movimientos. Y lo mismo podemos decir de la sintomatología, que nos ayuda a diferenciar unas pasiones de otras, así como sus interrelaciones y conexiones. Por eso, después de haber estudiado cada una de las pasiones pormenorizadamente, ahora vamos a dedicar los tres siguientes capítulos a descubrir los remedios particulares para cada una de ellas siguiendo el orden que hemos llevado en el análisis: pasiones relativas al cuerpo, al alma y al espíritu. Antes considero necesario, sin embargo, mostrar el contexto global dentro del cual se inserta este proceso de curación (que dentro del cristianismo se denomina «conversión»), el cual actuará como terapia general con respecto a la terapia específica de las pasiones, marcando tanto la orientación como el sentido de este proceso.

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1. Terapia general: conversión Para los Padres de la Iglesia la salud sería lo primero, normal y constitutivo de nuestra naturaleza humana, mientras que la enfermedad se habría introducido después, como un elemento extraño y perturbador. La conversión[212] consistirá en el proceso por el cual intentamos recobrar esta naturaleza primigenia mediante el cambio de orientación de nuestra vida[213]. La cuestión de fondo será, por tanto, el buen o mal uso de los órganos, potencias y facultades humanas: las virtudes consistirían en utilizarlos según el fin para el que han sido creados (uso sano, natural y normal), mientras las pasiones serían el uso antinatural, irracional y apasionado de los mismos[214]. La conversión no vendrá por la falta de uso o la eliminación de estos órganos, potencias y facultades[215], sino por el cambio de orientación de los mismos, ya que su destrucción nos privaría de unos medios y energías puestos por Dios absolutamente necesarios para nuestro crecimiento[216]. Hay dos elementos que marcan este proceso de conversión en clave cristiana: en primer lugar y principalmente, la conversión no es algo exclusivamente personal, sino que trata de la colaboración (sinergia) entre Dios y el ser humano, donde la iniciativa parte de Dios por medio de Jesucristo, médico de nuestros cuerpos y nuestras almas, aunque la respuesta depende siempre de nuestra voluntad y libertad. En segundo lugar, este proceso no es algo puramente individual, sino que forma parte de un proyecto comunitario y eclesial, donde la persona cuenta con la ayuda de los demás miembros de este Cuerpo. La Escritura, los sacramentos (especialmente en este caso el bautismo, la eucaristía y la penitencia) y la propia Iglesia, como medios y ayudas del Espíritu, vienen así a convertirse en instrumentos privilegiados de esta terapia general[217]. Sin embargo, en el campo específico de la lucha contra las pasiones podemos establecer una serie de principios que rigen este proceso de conversión y que actuarían como leyes generales aplicables a cada una de las terapias particulares. 1.1. Principio de incompatibilidad entre vicios y virtudes Los Padres de la Iglesia toman prestado de la medicina de la época uno de sus principios fundamentales, el homeopático, o de que lo igual se cura por lo igual y lo contrario por lo contrario. Esto supone que, dado el funcionamiento de las facultades humanas, hay una incompatibilidad entre su uso natural y antinatural, de tal manera que donde está presente uno, desaparece o es expulsado el otro[218]. Por lo tanto, si se eliminan las pasiones, aparecen las virtudes, y a la inversa. Las virtudes se convierten de este modo en el antídoto contra las pasiones. Como a cada pasión se le opone una virtud, el objetivo consistirá en buscar la eliminación de la pasión por el desarrollo de la virtud que le es contraria. 1.2. Principio de conexión orgánica 79

A pesar de que cada pasión es distinta y diferente de las otras, existe una estrecha e íntima relación entre unas y otras, como cuando lanzamos una piedra en un estanque de agua, donde hay un centro, pero también una ola expansiva. Esta implicación es tal que los Padres llegarán a decir: mientras exista una pasión, aunque hayamos eliminado todas las demás, siguen existiendo las pasiones, pues en cada pasión están implicadas el resto de las pasiones[219]. Esta relación debemos establecerla, además, en un triple sentido: 1) Tanto las pasiones como las virtudes están ligadas de manera orgánica entre sí, por lo que el combate contra una pasión en particular deberá ir acompañado del combate contra todas las pasiones restantes, si quiere ser eficaz. 2) Una virtud depende de las otras, de tal manera que poseer una virtud es, en cierto sentido, poseer las demás, y tener una virtud aislada de las otras la convierte en una virtud ineficaz y, a la larga, inexistente[220]. Y lo mismo podemos decir de las pasiones: tener una pasión es, en el fondo, tener todas. 3) Dentro de esta relación entre todas las virtudes y pasiones, existe una relación particular de ciertas virtudes y pasiones entre sí (como por ejemplo la que existe entre el amor al dinero y la vanagloria), conexión que en multitud de ocasiones aparece de forma oculta o callada. 1.3. Principio de ordenación Esta interdependencia entre virtudes y pasiones no excluye un cierto orden a seguir: debe comenzarse el combate por las pasiones ligadas al cuerpo, más materiales y visibles (gula y lujuria). Desde ahí ir a las menos visibles e interiores (las pasiones relacionadas con el alma: tristeza, acedía, cólera y temor), hasta acabar con las más sutiles y difícilmente discernibles por sus múltiples máscaras (vanagloria y orgullo). Las razones de esta disposición son de orden pedagógico (ir de lo más accesible a lo menos accesible), pero se basan sobre todo en un orden espiritual: es imposible desarraigar las pasiones espirituales más sutiles si las pasiones corporales más materiales no han sido extirpadas con anterioridad[221]. Esto da como resultado el siguiente orden: gula ⇒ lujuria ⇒ amor al dinero ⇒ tristeza ⇒ acedía ⇒ cólera ⇒ temor ⇒ vanagloria y orgullo. El exceso de cada una produce la aparición de la siguiente. La táctica consiste en luchar contra la precedente para evitar que nazca la siguiente. Este orden es más lógico que cronológico. Entre estas pasiones, hay tres que engendran a las otras cinco (gula, amor al dinero, vanagloria). Por ello es preciso que sean eliminadas estas tres para ir destruyendo las restantes. 1.4. Principio de gradualidad Aunque las primeras pasiones (gula, lujuria, amor al dinero...) suelen presentarse en las etapas iniciales (infancia y juventud espiritual), mientras las últimas (acedía, vanagloria, orgullo) son propias de la adultez o con un mayor recorrido creyente, sin embargo el 80

orden en que se presentan es variable en función de las personas, los estados y las edades, que no siguen esta gradación tan estricta. Incluso puede darse el caso de que se presenten a la misma persona de diferente manera, según su recorrido y la forma de resolverlas con anterioridad[222]. El proceso de conversión será, por tanto, simultáneo y, al mismo tiempo, gradual, donde se debe insistir en las pasiones fundamentales, las que condicionan al resto, teniendo presente que toda virtud es madre de la que sigue[223]. El modelo será la escala de Jacob, ascendiendo «de virtud en virtud»[224]. Esta lucha es gradual asimismo en el sentido de que a lo largo de nuestra vida vamos pasando por cada una de las pasiones de manera diferente, y nunca podemos decir que hemos superado una pasión en particular porque la tengamos «dominada», pues puede aparecer con nuevas formas según cambian las circunstancias: se trata, por tanto, de un combate permanente[225]. 1.5. Principio de individuación Por todo lo anterior, el orden que debe seguirse en el combate no es igual para todos los individuos, ni se presenta de manera uniforme en todas las circunstancias de la vida, por lo que cada persona debe ordenar, según sus circunstancias concretas, el enemigo por el que comenzar[226]. Además, cada ser humano sigue un proceso diferenciado en función de sus situaciones y recorridos vitales, por lo que no existe una terapia «única» válida para todas las personas y en todos los momentos, sino que se tienen que plantear remedios individuales, aunque haya ciertos puntos de conexión con el resto de individuos y circunstancias[227]. 1.6. Principio de «economía» En las personas existe lo que podríamos denominar «economía de las pasiones», por la que la poca presencia de una pasión, o su falta relativa, es compensada por el mayor desarrollo de las otras pasiones; y, a la inversa, cuando una pasión está muy presente en un ser humano, las otras pasiones no tienen sino una presencia relativa, pues la pasión predominante no les deja desarrollarse suficientemente[228]. Pretender estar libre sólo de una pasión determinada es uno de los engaños más frecuentes en el ser humano, puesto que, aunque alguna pasión concreta no aparezca de manera visible o no se manifieste en un momento determinado, siempre está presente en el espíritu y es capaz de manifestarse si las circunstancias la ayudan. Dentro del mundo de las pasiones existe un cierto «efecto iceberg», es decir, que debemos diferenciar entre las pasiones más visibles, aquellas que «dan la cara», y las pasiones ocultas, que fundamentan las primeras y les dan su orientación. Atacar sólo las primeras, sin tener en cuenta la estrecha relación entre ambas, no es sólo un error, sino que además permite la persistencia de las pasiones dominantes[229]. Hay algunas pasiones que actúan como catalizadoras o síntesis de las anteriores, por 81

lo que aparentemente hacen desaparecer otras pasiones, pero al precio de ocupar ellas su lugar. Dentro de estas pasiones catalizadoras la vanagloria y el orgullo son las que tienen más desarrollada esta capacidad, y así ciertos casos de vanagloria están reñidos con la gula, e incluso con la lujuria, la tristeza y la acedía.

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2. Terapia de la gula: la templanza[230] La gula es la pasión más primitiva y, por tanto, más visible y grosera. Sin embargo, para los Padres es ella la que nos abre las puertas de las demás pasiones (como vemos en Adán y Eva), por lo que no debemos menospreciarla[231]. La terapia de la gula consiste en tomar el alimento necesario con vistas a mantener la sanidad del cuerpo, evitando tanto los excesos (saciedad o comer por gusto) como los defectos (no alimentarse suficientemente). La templanza es la virtud encargada de llevar a cabo esta tarea de discernimiento. Una virtud que no nace de una consideración negativa de los alimentos o del mundo material (todos los bienes han sido creados por Dios y son, por tanto, buenos), sino de los deseos con que el ser humano inviste los alimentos, lo que hace que adquieran una dimensión pasional, al darle un sentido y una orientación para los que no han sido creados. El principio general es no comer ni beber con saciedad, sino quedar siempre con un poco de hambre y de sed. De esta manera se ayuda no sólo al cuerpo, al que no se le obliga a un esfuerzo excesivo, sino también al alma, pues evita que esta caiga en el letargo que los excesos alimenticios producen. Es imposible, sin embargo, dar una norma válida para todos, ya que las necesidades son diferentes según la edad, la constitución física, los trabajos... De ahí que cada persona deba discernir lo que es útil y necesario para su alimentación. Un método práctico que aconsejan los Padres es fijar una ración diaria y, al acabar el día, mirar si es preciso quitar alguna cosa por ser excesiva, o complementarla por ser deficitaria. Es preciso evitar aquellas ocasiones donde sabemos que la pasión va a ser puesta más a prueba. Al tener la gula una relación directa con el cuerpo, ya que sólo puede manifestarse a través de este intermediario, el trabajo corporal, la lectura de las Escrituras y la reflexión sobre la caducidad de la vida pueden, según los casos y las circunstancias, ayudar a la curación. Como la gula consiste, en el fondo, en una actitud idolátrica por la que el ser humano pone el centro de su ser en la satisfacción que le produce el alimento, transformándolo en sustituto (directo o indirecto) de Dios, la terapia consiste, en este caso, en un cambio profundo de actitud, reconociendo que Dios es el único Absoluto y fin verdadero de nuestra existencia, que nos concede los alimentos como un don, cuyo valor no está en sí mismos, sino en Dios, por lo que están destinados para ser consumidos «eucarísticamente»[232]. De esta manera el ser humano no sólo santifica los alimentos, sino que se santifica a sí mismo, transformando la separación que producía la gula entre Dios y el ser humano, en unión eucarística, por la que el alimento pasa a formar parte de nuestro cuerpo, y nuestro cuerpo, por medio del espíritu, a Dios. La templanza, al eliminar las pasiones que produce la gula y permitir el correcto funcionamiento del alma, se transforma en el origen de todas las virtudes, y permite al espíritu, libre de las pasiones, adquirir una mayor calma y tranquilidad, con una mayor 83

capacidad de discernimiento, al tiempo que purifica el corazón. Además favorece la continencia y la castidad con respecto a la lujuria, y la humildad en lo referente al orgullo y la vanagloria.

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3. Terapia de la lujuria: castidad[233] La lujuria, estrechamente ligada a la gula, forma parte de las pasiones en relación con el cuerpo, por lo que se convierte en una de las más visibles y de las que conviene atacar en primer lugar. Sin embargo, la terapia de la lujuria es particularmente difícil porque está anclada en uno de los instintos más básicos del ser humano (reproducción) y es uno de los campos donde el mundo de los deseos tiene mayor fuerza y plasticidad, siendo capaz de investir cualquier persona y objeto con esta pasión[234]. Dado que esta pasión consiste en un uso anómalo y alienado del deseo, que concentra toda su energía en la consecución del placer sensible, separando al ser humano de sí mismo, de las otras personas y de Dios, la virtud que se opone a la lujuria, la castidad, permite a la persona descentrar el deseo del ámbito exclusivamente corporal, abriéndola al psíquico y espiritual, y recobrar esta armonía consigo misma, con los demás y con Dios, restableciendo la auténtica economía del deseo, que iría desde el eros carnal hasta el amor de Dios, pasando por el amor al otro[235]. Dada la estrecha solidaridad que existe entre las pasiones, la terapia de la lujuria no puede separarse de las otras pasiones, en particular de aquellas a las que está más unida: en primer lugar la gula, pero también contra el orgullo, la vanagloria, la cólera, la acedía y la avaricia. La misma solidaridad existe también entre las virtudes, por lo que la castidad debe ir acompañada por las que están directamente ligadas a ella: la humildad, la paciencia y la dulzura. No se considera adquirida la castidad más que cuando se transforma en habitual y permanente, acompañada de una tranquilidad inalterable, y no se inquieta al encontrarse ante personas u objetos que podrían suscitar esta pasión. Al abolirse las tensiones y divisiones que existían entre el cuerpo, el alma y el espíritu, el ser humano encuentra una estabilidad y paz, fruto de esta armonía. Así la castidad se convierte en una de las condiciones esenciales para el conocimiento espiritual y una de las puertas de entrada al auténtico amor. De esta manera, libres de la lujuria, se consigue que ya no haya «hombre ni mujer» (Gál 3,28), no porque se haya abolido la diferencia sexual, que permanece como un elemento constitutivo del ser humano, sino porque el otro es comprendido en su realidad fundamental de persona, por encima de la oposición y el dominio, una persona que lleva en su naturaleza la imagen de Dios y está llamada a transformarse en icono suyo, semejante a Él. La castidad suele vivirse en dos formas: dentro del matrimonio y en la vida religiosa. Aunque diferentes en su forma, los dos modelos de castidad tienen un mismo fin: conseguir que el cuerpo, a través del alma, se encuentre con el espíritu, y permitir que el ser humano, por medio de su deseo y amor, se una a Dios. 3.1. Castidad conyugal

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La castidad conyugal consiste en el restablecimiento de la finalidad natural en el uso de la sexualidad, es decir, no hacer del placer y la unión corporal la única y exclusiva finalidad de la unión sexual (con todas las dificultades y pobrezas que supone), pero, al mismo tiempo, no rechazar el placer ligado a esta unión. Esto significa una ascesis o dominio de sí por la que el instinto de reproducción (manifestación impersonal de naturaleza biológica) es canalizado por el propio deseo, al personalizarlo y convertirlo en donación gratuita por el amor. Este tipo de castidad tiene su fundamento en la correspondencia o correlación que debe darse entre la unión que se produce en el ámbito corporal y el ámbito psíquico y espiritual, hasta llegar a una unión total, de manera que el «serán los dos una sola carne» se transforme, al mismo tiempo, en «una sola alma» y «un solo espíritu». La castidad conyugal es necesaria, además, para impedir que la unión sexual se convierta en un simple medio de satisfacer los propios deseos (aun a costa de reducir a la otra persona a cosa y objeto, prostituyendo de hecho la relación) y sean respetadas la persona y la libertad del cónyuge, al dar la primacía, por encima del propio placer, a otros valores como compartir sus alegrías y tristezas, ser complemento y compañía, en definitiva, unir las vidas en toda su plenitud. De este modo, mientras la lujuria implica el amor del otro lejos de Dios, la castidad supone un amor del otro en Dios y un amor de Dios en el otro, realizando la transfiguración del amor, que adquiere en Dios un sentido espiritual, en el que quedan asumidos y plenificados el corporal y psíquico[236]. 3.2. Castidad en la vida religiosa La castidad en la vida religiosa consiste no sólo en la abstinencia de todo acto sexual sino, sobre todo y ante todo, de cualquier deseo sexual. Presupone, por tanto, la continencia, es decir, la capacidad de controlar las pulsiones sexuales. Los trabajos fatigosos, los ayunos y las vigilias son algunos de los principales remedios terapéuticos de la lujuria en relación con el cuerpo, pues no sólo privan al cuerpo del exceso de energía, que podría fácilmente ser aprovechada por la sexualidad, sino que además lo liberan de los pensamientos apasionados y fantasmagóricos, origen de las pasiones. A estas prácticas habría que añadir la huida de la ocasiones propicias y el cuidado de los sentidos, especialmente el tacto y la mirada, que son los que suscitan, junto con el olfato, más fácilmente esta pasión. Estos remedios, a pesar de ser una ayuda necesaria, no bastan para acabar con la pasión de la lujuria, pues la sexualidad humana no tiene sólo un componente físico o corporal, sino, sobre todo, psíquico, por lo que es preciso centrarse en el alma. Y es inútil una continencia corporal si el alma está habitada de deseos pasionales. La castidad tiene su centro en el corazón, donde nacen los pensamientos y deseos apasionados y fantasmagóricos[237]; de aquí la importancia del discernimiento continuo de nuestros deseos más profundos[238], así como la «vigilancia y atención del corazón»[239], pues el cuerpo no hace más que obedecer sus dictados. 86

La lectura y meditación de la Escritura, el recuerdo de la caducidad de la vida y lo pasajero de los deseos, la oración continua así como el diálogo con el acompañante o consejero espiritual y la manifestación de los pensamientos son otros medios importantes en esta lucha contra la lujuria, teniendo siempre presente que en esta lucha el voluntarismo está condenado al fracaso, pues habitualmente no hace sino reforzar estos mismos deseos que se pretenden controlar, y que el permisivismo tampoco suele ser buen aliado, porque deja al ser humano sin ninguna defensa y a expensas de sus deseos sin control. La salida viene, como suele ser habitual entre los Padres, de la colaboración entre la gracia divina y el esfuerzo humano.

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4. Terapia del amor al dinero y del deseo de tener más: desprendimiento y limosna[240] El deseo de tener más, a pesar de formar parte de las pasiones relativas al cuerpo, se diferencia de la gula y de la lujuria en que no está supeditado a los límites del cuerpo, que reduce el deseo a medida que encuentra satisfacción, sino que se caracteriza, entre otras cuestiones, por su insaciabilidad, es decir, que aumenta el deseo en la medida en que es satisfecho. De ahí la importancia de la prevención, pues una vez que ha entrado en el corazón es muy difícil de desarraigar. La economía del deseo hace que no se pueda querer al mismo tiempo y con la misma intensidad una cosa y su contraria, por lo que el amor a los bienes materiales supone, de hecho, el menosprecio o la imposibilidad de desear «con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas sus fuerzas» (Lc 10,27) a Dios y su Reino[241]. El deseo humano, aunque en un principio encuentre un cierto placer en la posesión de estos bienes materiales, así como los privilegios que esta posesión otorga, a la larga queda profundamente insatisfecho, pues no le ofrecen lo que él busca, sino un sucedáneo de la felicidad. Además, el excesivo apego a las riquezas materiales empobrece nuestras propias personas, al impedirnos descubrir otras riquezas más profundas que atesora el ser humano, separándonos de nuestros impulsos vitales más profundos. El primer remedio terapéutico del amor al dinero y el deseo de tener más es el conocimiento preciso de estas pasiones, de sus causas y sus efectos. A continuación, tomar conciencia de la vanidad y caducidad de las cosas que se desean, pues aunque al inicio nos ofrezcan inmensas posibilidades de felicidad, a la larga se convierten en dueños de nuestra existencia. El tercer medio consiste en ser conscientes de nuestras necesidades reales, y no las que pensamos o imaginamos, estas últimas habitualmente muy cercanas al mundo de lo superfluo o innecesario. El cuarto remedio es una fe sólida en Dios, que convierte toda preocupación en inútil, al poner toda esperanza en Dios[242]. La curación del deseo de tener más pasa, pues, inevitablemente por la conversión de nuestros deseos, para lo cual los dos grandes remedios, aconsejados por todos los Padres, son la desposesión o desprendimiento de los bienes materiales y la limosna[243]. 4.1. Desposesión o desprendimiento La desposesión significa un rechazo voluntario a cualquier tipo de posesión que no sea lo estrictamente indispensable para vivir. No se trata sólo de una pobreza material, sino que constituye al mismo tiempo una actitud espiritual de desprendimiento y ausencia de preocupación por lo que afecta a los bienes materiales[244]. De esta manera se atacan no sólo las consecuencias de la pasión, sino el origen mismo del mal, eliminándolo del alma, con lo cual se convierte en un elemento fundamental de lo que el evangelio considera como «pobreza de espíritu» (Mt 5,3), que no se opone a la pobreza material, sino que es precisamente una radicalización de la misma, pues no basta sólo con llevar 88

una vida pobre, sino que además es preciso no estar esclavizado por los deseos de tener o poseer estos bienes materiales. 4.2. Limosna La limosna consiste en compartir los bienes y dar de lo que sobra a los que tienen necesidad y de lo necesario a los que les falta lo necesario, de ahí que sea un antídoto eficaz contra el amor al dinero y el deseo de tener más. Como hija del amor, la limosna viene a restablecer los desequilibrios que las pasiones del amor al dinero y el deseo de tener más han causado, devolviendo su auténtico valor a los bienes materiales (son bienes relativos y no absolutos), situando al ser humano no como propietario de los bienes materiales (cuyo único dueño es Dios), sino como administrador de unos bienes por los que nos pedirá cuenta pormenorizadamente[245] y colocando al otro en el lugar que se merece, como prójimo y hermano, restableciendo de esta manera el orden querido por Dios. La limosna, etimológicamente, no significa sólo la donación de un bien material al necesitado, sino que también tiene el sentido de «compasión», es decir, implica la participación afectiva y espiritual en la vida del prójimo[246]. Por eso los Padres insisten en que la limosna no es solamente un acto o una serie de actos, sino una disposición interior de priorizar la necesidad del prójimo sobre los propios bienes materiales. Esta disposición interior es mucho más importante que el propio don[247] y es lo que en última instancia decide su valor, al manifestar la buena voluntad e intención del donante. Recalcan asimismo que la limosna no es sola, ni principalmente, la ayuda aportada al pobre, sino que en la auténtica limosna se produce una transformación espiritual del que da, al quedar liberado de su apego al dinero[248]. Para que tenga valor espiritual, la limosna debe ser hecha además de manera desinteresada, sin esperar ningún provecho, especialmente la autosatisfacción, origen de la vanagloria que aparece unida en multitud de ocasiones a la limosna[249]. El individuo que da debe hacerlo sin preocuparse ni de los bienes de los que se desprende ni de la persona a la que se los da, y «sin tristeza» (2Cor 9,7)[250], es decir, con alegría, que llega a ser considerada por algún Padre como el criterio de discernimiento fundamental para la auténtica limosna. La limosna muestra su función terapéutica sobre el propio sujeto que la practica al liberarlo de algunas de las ataduras que produce el amor al dinero y el deseo de tener más: las múltiples inquietudes que genera, el temor, la ansiedad y la angustia por mantener lo que se tiene, e incluso acrecentarlo, la envidia y rivalidad con los que tienen más, el odio que genera en los que no tienen... Así se cura nuestro estado patológico y recobramos la serenidad y tranquilidad de ánimo, lo que nos permite vivir más y mejor, ofreciéndonos de este modo la oportunidad de ocuparnos de otras cosas que merecen más la pena que los bienes materiales. De ahí la consideración, tan peculiar en los Padres, de los pobres como «médicos del alma». 89

La limosna nos libera también de la insensibilidad, una de las actitudes patológicas ligadas al deseo de tener más[251], y del menosprecio con que se mira a los otros, que se transforma en respeto e incluso cariño, así como la ira y la cólera, que producen las desigualdades y divisiones entre los seres humanos, que quedan transfiguradas en relaciones de igualdad y fraternidad por la limosna: el ser humano, que se había convertido en inhumano y una fiera para su prójimo, vuelve a ser de nuevo humano, e incluso divino, imitando la generosidad de Dios. Según la Escritura y los Padres, la limosna permite recibir el perdón de las faltas, es uno de los principales remedios contra la tristeza, especialmente la producida por el deseo de tener más, hace visible, real y eficaz la conversión y favorece la oración, que se convierte, por medio de la limosna, en más fructífera y eficaz[252]. Todo esto no se llevará plenamente a cabo si no hay una conciencia de pertenecer a una misma naturaleza y el sentimiento profundo de igualdad fundamental y solidaridad básica entre todos los seres humanos, como creaturas de Dios, hijos suyos y hermanos en Cristo.

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Actualización 1) Con respecto a todo proceso terapéutico en general, no vienen mal repasar las siguientes palabras de Antoine de Saint-Exupéry[253]: «En efecto, en el planeta del Principito, como en todos los planetas, había hierbas buenas y hierbas malas; hierbas buenas como resultado de buenas semillas, y hierbas malas de malas semillas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertarse. Entonces se estira y tímidamente al comienzo, crece hacia el sol una encantadora briznilla inofensiva. Si se trata de una planta mala, debe arrancarse la planta inmediatamente, en cuanto se la ha podido reconocer. Había, pues, semillas terribles en el planeta del Principito. Eran las semillas de los baobabs. El suelo del planeta estaba infestado. Y si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él. Invade todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño, y si los baobabs son demasiado numerosos, lo hacen estallar. “Es cuestión de disciplina”, me decía más tarde el Principito. “Cuando uno termina de arreglarse por la mañana debe hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue entre los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. Es un trabajo muy aburrido, pero muy fácil”... A veces no hay inconveniente en dejar el trabajo para más tarde. Pero si se trata de los baobabs, es siempre una catástrofe»[254].

2) Los Padres de la Iglesia tienen, como era habitual en su tiempo, un concepto excesivamente homeostático (el exceso de una pasión más primaria produce la aparición de la siguiente en el escalafón), mecanicista y fisicista del mundo de las pasiones. Una relectura contemporánea debería corregir especialmente estos tres conceptos, que reducen y simplifican la realidad de las pasiones, complementándola con una visión gradual, integradora y profunda de las mismas, que no olvide las conexiones existentes entre las diferentes pasiones, pero con unos nexos más sutiles y complejos. Y lo mismo debemos hacer con respecto a una lectura individualista de terapia de las pasiones que olvide las condiciones sociales en las que vive cada individuo, así como resaltar la importancia de los elementos estructurales, algo absolutamente desconocido por los Padres y que condiciona en gran medida nuestras posibilidades de cambio, para evitar que caigamos en las habituales visiones idealistas o espiritualistas. 3) Frente a una cultura de la satisfacción, que nos domina por el deseo (alimentado por todo tipo de incentivos), la terapia de las pasiones supone el dominio de sí como una manera real de mantener la propia autonomía y libertad. Aprender a no satisfacer inmediatamente los deseos es, no sólo uno de los medios necesarios para todo proceso de crecimiento personal (que se mide en buena medida por la capacidad de retardar las gratificaciones), sino la única manera que tenemos de acercarnos a las dimensiones más profundas del ser humano (estética, ética, amor...). Este dominio de sí es algo valorado socialmente en la actualidad con respecto al aspecto cuantitativo del alimento (lo que los Padres denominan gastrimargía), sobre todo cuando por medio hay cuestiones estéticas o médicas; no ocurre lo mismo con la expresión cualitativa de la comida (laimargía), donde la comida ha perdido su dimensión alimenticia (y no digamos la eucarística), para 91

transformarse en un elemento de distinción y diferencia social, en muchos casos asimilado al bagaje cultural «necesario» para saber movernos en nuestro mundo de hoy, de ahí que sea más fácil su legitimación. La cuestión que nos plantea la terapia de la gula no es sólo de abstinencia de determinados alimentos, sino fundamentalmente si sabemos descubrir en ellos su trasfondo eucarístico, es decir, si los vivimos agradecidamente como regalo, si somos capaces de compartirlos con el necesitado y si se transforman, encarnados en nuestra vida, en ofrenda. 4) Una cuestión a tener muy en cuenta es que los Padres de la Iglesia son deudores de una concepción habitualmente negativa de la sexualidad, en gran medida herencia platónica de la que no hemos llegado a desligarnos del todo. Algunos de ellos llegan incluso a afirmar que la sexualidad no habría formado parte de la creación, y por lo tanto, no pertenecería originariamente a la naturaleza humana, sino que habría aparecido como consecuencia de la caída primigenia, cuando nuestros primeros padres dejaron de dirigir su deseo únicamente hacia Dios. En el Paraíso la virginidad habría sido el estado original y normal, donde Adán y Eva vivirían «como ángeles». Por eso se considera la castidad como un medio para que el ser humano vuelva a este estado paradisíaco, asimilándose a la condición de los ángeles[255], se ve el matrimonio en muchos casos como un «remedio de la concupiscencia» para aquellas personas que no pueden ser continentes, con la minusvaloración del matrimonio que esto supone. Esto no significa, sin embargo, que los Padres condenen el matrimonio[256]. Además, con respecto a la virginidad, se tiene un especial cuidado en evitar que se convierta en una práctica estéril por considerarse un medio de escapar del matrimonio, una muestra de superioridad en el control de los deseos, un cerrarse en un egoísmo insano u otras razones parecidas, pues la virginidad vale en tanto que permite al ser humano unirse más completamente a Dios por el amor. Este concepto de la sexualidad tiene, sin embargo, bastantes elementos que pueden ser utilizados en la actualidad, como es la importancia de la correlación cuerpo-alma-espíritu para el mundo de la sexualidad, si no queremos caer en una sexualidad empobrecida y hastiada, que busca salidas en experimentos sin sentido. Y lo mismo podemos decir del control de la sexualidad para evitar que nos convirtamos en objetos de la pasión o que hagamos de las otras personas objetos de nuestro deseo; algo cada vez más necesario en una sociedad que va progresivamente sexualizando el mundo de las relaciones sociales. 5) La terapia del amor al dinero y el deseo de tener más encuentran un obstáculo fundamental en la dificultad que hay en nuestro primer mundo para diferenciar entre lo necesario y lo superfluo, pues en nuestra cultura gran parte de lo que es considerado como necesario (comida, vestido, cobijo) se consideraba en la Antigüedad como superfluo, por tenerlo hoy en gran medida asegurado para la mayoría, mientras que lo que es absolutamente superfluo (moda, lujo, derroche) se ha convertido hoy en necesario. Conceptos como «economía de bienes limitados», 92

«economía moral» o «responsabilidad social de los bienes», presentes en gran medida en los Padres, podrían servir de contrapeso a nuestra manera de entender el mundo de la economía[257]. «Economía de bienes limitados» quiere decir que con los bienes existentes todas las personas tienen lo suficiente para vivir, pero que si un individuo tiene más de lo necesario (es decir, entra en el mundo de lo superfluo), está quitando a los demás lo que precisan para su supervivencia, y por lo tanto lo podemos definir como ladrón, o, en otra clave, que hay una estrechísima conexión entre el afán de riquezas del primer mundo y la pobreza del tercero, que actúa como su reverso necesario. «Economía moral» consiste en que toda persona debe disponer obligatoriamente de un mínimo vital que le permita vivir dignamente, y que todo lo que suponga una carencia en este campo es considerado como injusto. «Responsabilidad social de los bienes» significa que no somos propietarios de los bienes (su dueño es Dios), sino administradores, y que se nos pedirá cuenta pormenorizadamente del uso que hagamos de los mismos. La limosna tendría la función de equilibrar las desigualdades existentes en un triple nivel: personal (nos hace vivir acorde con nuestras auténticas necesidades, y no con las que nos creamos), social (rehace el tejido comunitario roto por la injusticia) y teológico (es una muestra particular de amor hacia el necesitado), pero habría que añadirle una dimensión estructural (expresión de justicia) para hacerla auténticamente creíble.

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Capítulo 9 Terapia de las pasiones (II). Pasiones relativas al alma

La función mediadora (entre cuerpo y espíritu) que desempeñan las pasiones relativas al alma les otorgan una importancia estratégica a la hora de plantear cualquier proceso de crecimiento espiritual, tanto por las dificultades que suponen la terapia de estas pasiones como por los avances que nos posibilitan, pues estas son las enfermedades típicas de los períodos «intermedios», las más habituales en nuestra existencia y aquellas en las que estamos más atareados. Su situación hace que a veces tengamos una cierta ambigüedad a la hora de tratarlas, considerándolas más como enfermedades «psicológicas» que como «espirituales», olvidando la estrecha imbricación existente entre ambas[258].

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1. Terapia de la tristeza-pasión: tristeza según Dios (duelo, compunción)[259] La primera condición para la terapia de la tristeza es que la persona enferma de esta pasión sea consciente de la misma y tenga voluntad de curarse, pues suelen darse muchos casos en que no se es consciente (se considera que son otras cuestiones) o, lo que es más habitual, no se quiere salir de la situación, pues se saca de esta tristeza un cierto gozo morboso, al tiempo que permite mantener ciertas actitudes victimistas, con los consiguientes beneficios y atenciones por parte de las personas preocupadas por ella, algo que se perdería en buena medida si se curase de la tristeza. La curación exige, por tanto, mucho coraje por parte de la persona que se encuentra sumida en la tristeza y varía, además, en función de las causas que producen la tristeza, pues aquí se encuentra una de las claves de la terapia[260]. Si la causa de la tristeza es la frustración de un placer presente o esperado, la pérdida de un bien tangible, el desengaño de un deseo o la decepción de una esperanza material, la terapia consiste fundamentalmente en revisar estos deseos, placeres y esperanzas, considerando lo pasajeros que son y los esfuerzos inútiles que nos exigen para no darnos la auténtica felicidad. Este tipo de tristeza suele estar muy unida a la búsqueda de felicidad por medio de los honores, por lo que el desprecio de estos honores o, incluso, la indiferencia ante ellos, es su mejor antídoto[261]. Si la causa de la tristeza es la cólera, la terapia no consiste en la huida o evitación de aquellas personas o circunstancias que nos han producido la cólera, pues el origen de la pasión no está en ellas, sino en nosotros mismos. Al contrario, la curación se produce más rápida y profundamente con el trato continuo hacia esas personas, en la medida en que nos enfrenta directamente con el origen de la tristeza y nos permite conocer el estado en que nos encontramos. Además, así se evita, en la medida de lo posible, que las dificultades que podamos tener se queden enconadas, más o menos inconscientes, actuando de manera oculta y afectándonos más profundamente, ya que el recuerdo relacionado con la cólera no suele extinguirse del todo, sino que se desarrolla de una manera larvada y se refuerza por la imaginación. De ahí que sea precisa una vigilancia continua de esta forma de pasión. Los Padres aconsejan en estos casos no sólo amar a quienes nos ofenden, sino considerarlos incluso como médicos que Cristo nos envía, por lo que es preciso mostrar un mayor cariño hacia ellos. Por otra parte, más que echar la culpa a la otra persona, debemos reconocer nuestra propia responsabilidad en la ofensa, así como las palabras, actitudes o gestos inconvenientes que pudieron provocar dicha situación. Una forma de averiguar si la curación avanza o no es descubrir las sensaciones (agradables o desagradables) que nos produce el recuerdo del rostro de la persona contra la que teníamos algo. Si la tristeza es «sin motivo ni razón» (muy cercana a la acedía), no hay una terapia específica para este caso, sino que se aplica la terapia general de las otras dos tristezas. En este caso es muy importante que la persona no se repliegue sobre sí misma, lo que favorece enormemente el desarrollo de la enfermedad, sino que se abra y manifieste sus 95

pensamientos a algún acompañante espiritual en quien confíe, de manera que pueda ir liberándose de estos pensamientos y recibir la ayuda necesaria. También puede encontrar apoyo en la lectura y meditación de pasajes apropiados de la Escritura, sobre todo si van acompañados de la oración. A diferencia de otras pasiones, vencidas por la virtud que le es contraria, la curación de la tristeza-pasión no viene del gozo o la alegría, sino de otra forma de tristeza que los Padres denominan tristeza virtuosa o tristeza según Dios[262] (a veces también hablan de duelo o aflicción: penthos), con la que se vuelve a recuperar la función propia que le corresponde a la tristeza: hacernos conscientes de nuestra situación de lejanía de Dios, animarnos al cambio y mantenernos en el camino iniciado[263]. Esta tristeza según Dios es esencial para el arrepentimiento y curación de las pasiones, pues permite obtener de Dios el perdón de nuestras faltas. Está muy unida a la humildad, libra al alma de la insensibilidad, dureza y sequedad en que las pasiones habían colocado al ser humano, favorece y contribuye a hacer más fecunda la oración, abre el corazón a la llamada de Dios por medio de su Espíritu, e incluso llega a purificar nuestra inteligencia y a liberarnos del recuerdo de las pasiones, con lo que adquirimos una paz tan perfecta que nos abre las puertas al conocimiento verdadero de Dios. Entre los efectos característicos de esta tristeza según Dios se encuentran la dulzura y consuelo que produce en nuestra vida, con lo que el duelo y la aflicción no tienen ningún carácter doloroso, sino más bien una alegría espiritual profunda, señal de la presencia de Dios. La memoria de la caducidad de la vida, la responsabilidad por las ocasiones desperdiciadas y nuestra poca fecundidad evangélica, así como el contacto con personas espirituales y la lectura de vidas ejemplares son otros elementos que ayudan a la tristeza según Dios, a la que también contribuyen la pobreza material y los momentos fuertes de soledad y silencio. Una de las principales fuentes de esta tristeza según Dios es el temor de Dios, que engendra las lágrimas abundantes y los gemidos llenos de compasión[264]. El don de lágrimas[265] no sólo va en contra del crecimiento espiritual, sino que nos ayuda, hasta el punto de ser considerado por algunos Padres como un segundo bautismo[266]. Es un carisma concedido a algunas personas, de manera puntual y como primicia de la felicidad venidera. Dentro de la tristeza según Dios habría que distinguir, a su vez, entre la tristeza producida por la lejanía o separación con respecto a Dios y la que da por este alejamiento en el prójimo. La primera supone la conciencia de esta situación, en lo que suele denominarse «recuerdo de los pecados». No se trata de una aflicción por un acto puntual, sino por un estado permanente, hasta tal punto que cuanto más se avanza en la curación, más aumenta la tristeza virtuosa, pues la propia persona es más consciente de su distancia o separación de Dios. La tristeza por las faltas del prójimo viene a completar la primera y es uno de los signos del auténtico discípulo de Jesucristo. La persona capaz de descubrir en sí misma la miseria de la separación de Dios y llorar por este alejamiento, también se duele y llora 96

por toda la humanidad caída, no sólo porque se siente responsable de todas las personas, sino también porque en esta prolongación compasiva de la tristeza según Dios se pone en el lugar de cada una de ellas, cargando con sus males. Así consigue la curación de sus pasiones, ya que es una forma muy especial de amor.

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2. Terapia de la acedía: perseverancia Como la acedía supone la muerte y desaparición de todas las virtudes anteriores, no puede ser curada o reemplazada por la virtud contraria. Al ser inmotivada, a menudo inconsciente e incomprensible, oscurece el alma por completo y ciega el espíritu, por lo que el propio sujeto se encuentra sin recursos ante esta pasión[267]. La terapia recomendada consiste, en primer lugar, en no hacer caso a los diferentes pretextos que presenta esta pasión para dejar las actividades que se están llevando a cabo o las propuestas que la acedía hace para «mejorar» la situación. Así, cuando la pasión de la acedía se presenta bajo la forma de indolencia, falta de ganas o abotargamiento, la experiencia enseña que no hay que hacerle caso a esta tendencia, sino actuar en contra, pues no se escapa a la tentación de la acedía huyendo de ella (o siguiendo sus dictados), sino enfrentándose a ella. Ceder a la pasión no sólo es una mala estrategia, sino que contribuye a acrecentar la enfermedad. Del mismo modo, como la acedía procede del interior del ser humano, la terapia no debe buscarse en los demás o en el cambio de lugar, ocupación o estado, sino en la propia relación de la persona consigo misma, pues uno de los engaños que produce esta pasión consiste en creer que sólo con la ayuda de los demás se curará, cuando en realidad la curación vendrá cuando la persona aprenda a relacionarse correctamente consigo misma, y adquiera el silencio[268] y la paz interior[269]. Esto no quita la necesidad de acudir en estos casos a personas lúcidas y experimentadas que ayuden a discernir aquellos factores claves a tener en cuenta al tiempo que nos den fuerzas y ánimos para continuar el camino. Sin embargo, en el momento de la verdad, es el propio sujeto el que tiene que entablar personalmente el combate, pues la resistencia a la acedía marca un momento importante en el crecimiento espiritual, hasta el punto que podemos decir que hay un antes y un después de esta pasión, porque hay personas que se quedan estancadas en este proceso por culpa de la acedía. La lucha contra esta pasión suele ser ardua y laboriosa, puede llevar mucho tiempo (años incluso), por lo que la terapia se debe basar fundamentalmente en remedios de largo recorrido, entre los que la perseverancia (dimensión más activa) y la paciencia (dimensión más receptiva) tienen un papel clave[270], sobre todo si se viven desde un punto de vista complementario[271], ya que una de las dificultades de la acedía es que no se pueden seguir sus órdenes (de este modo crece dentro de la propia persona), pero tampoco se le puede oponer una resistencia frontal, pues el voluntarismo no hace sino engordar todavía más esta pasión, al tiempo que el propio sujeto no está en las mejores condiciones para plantear esta estrategia. De ahí la necesidad de una «resistencia pacífica», pues no se trata de una guerra de grandes batallas, sino de ocupación de posiciones. Junto a la paciencia-perseverancia, otros remedios terapéuticos son:

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1) El recuerdo de la caducidad de la existencia, viviendo cada día como si fuera el último (práctica particularmente eficaz contra la pereza o negligencia espiritual que produce la acedía). 2) El duelo y la aflicción, con las lágrimas que le siguen. 3) No entrar en la dinámica de viajes, relaciones inútiles o proyectos sin sentido que se presentan en este período, poniendo nuestra vida en manos de Dios. 4) Oponer a los pensamientos de la acedía pensamientos tomados de la Escritura. 5) El temor de Dios. 6) El trabajo manual o aquellos trabajos que obliguen a mantener la asiduidad, la continuidad, la presencia y la atención (para evitar la tendencia al ocio sin sentido, el escapismo o victimismo que se produce con esta pasión). 7) La oración, que constituye el remedio fundamental, aunque se debe tener presente que esta pasión lleva habitualmente al ser humano a abandonar la oración; de ahí la necesidad de mantener la oración, aun modificando las formas o maneras de rezar, con oraciones más simples (litánicas) y corporales, así como los salmos. La victoria sobre la acedía nos hace entrar en otro nivel de madurez espiritual, y produce en nuestra alma una sensación agridulce: por un lado supone un gran reposo, tranquilidad y paz interior, al tiempo que gozo, por haber sido capaz de soportar y superar tan grave dificultad, pero, por otro, se da un reconocimiento de los propios límites, que hasta ahora en muchos casos no se habían experimentado, y el conocimiento más intenso de las carencias con las que todavía tenemos que aprender a convivir. Son las heridas que produce la acedía. Esta última sensación puede dar lugar, si no se sabe situar, a que la propia persona se resigne a esta situación, considerándola como definitiva e irreversible, lo cual supone, de hecho, una especie de suicidio espiritual, o bien a buscar las vías para un mayor crecimiento, lo que permite la entrada a una nueva dimensión.

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3. Terapia de la cólera: dulzura y paciencia El inicio de la terapia de la cólera consiste en hacerse consciente de que no hay nada que justifique en ningún caso la ira contra el prójimo[272]. Las palabras o acciones que consideramos dirigidas en contra nuestra no bastan para disculpar nuestra ira, pues su causa no hay que buscarla en los demás, sino en nuestro propio interior, ya que no son las palabras las que nos hieren, sino la imagen que tenemos de nosotros mismos. En estos casos tampoco sirve huir de la persona o los hechos que nos produce la cólera, pues deja dentro de nosotros la verdadera causa de la ira: o esperar que la solución venga de la persona que «nos ha ofendido» o a que las circunstancias cambien, sino que es necesario analizar a fondo por qué esas determinadas palabras o hechos han producido en nosotros esa reacción de cólera. Una vez analizadas las causas por las que se produce la cólera, es muy importante el dominio o control sobre los primeros signos de esta ira, en primer lugar sobre los actos y las palabras por las que la cólera tiende a expresarse. Así el silencio de los labios, cuando nuestro corazón se encuentra agitado, contribuye a aplacar la ira del otro[273]. Si el origen de la ira se encuentra en las ofensas sufridas, la terapia más adecuada es el olvido de estos agravios y el perdón, considerado como un remedio fundamental que inmoviliza la cólera, no permitiendo su desarrollo; remedio que debe completarse con la reconciliación con el prójimo[274]. Sin embargo lo fundamental no se encuentra en este control de las manifestaciones exteriores de la ira, por muy importante que esto sea, sino que al dominio de las palabras[275] debe seguir el dominio de los pensamientos y del corazón, de donde procede en última instancia la cólera[276]. Esto exige un gran esfuerzo y atención, pues los pensamientos no sólo son el origen último de la ira, sino que esta pasión puede quedar oculta y activa en nuestro interior en forma de resentimiento, rencor o acritud, sin que tenga ninguna manifestación exterior visible, al menos inicialmente. De aquí la importancia del trabajo con los pensamientos relativos a la cólera, pues lo importante no es quitar los frutos, sino las raíces de estos frutos, hasta tal punto que podemos decir que no habremos vencido esta pasión hasta que no hayan desaparecido todos los pensamientos conectados con la cólera. La batalla contra la cólera no se ha completado, sin embargo, hasta que no hayamos sustituido esta pasión por las virtudes que son sus contrarias, en primer lugar la dulzura, una de las formas de la caridad, que, siendo opuesta a la cólera, no sólo la destruye, sino que además impide su desarrollo. La dulzura espiritual (o mansedumbre) no tiene nada que ver con la indolencia o la ñoñería, ni es una actitud pasiva, sino profundamente activa y, sobre todo, positiva de cara al prójimo[277], que se adquiere por la oración, pues es un don de Dios y uno de los frutos del Espíritu[278], aunque no la recibimos más que a condición de buscarla[279]. La dulzura no es sólo un remedio para la cólera, sino para otras enfermedades del 100

espíritu[280], especialmente las relativas a todo temor inútil. Nos permite vivir con paz y tranquilidad en cualquier circunstancia, lo que nos reporta un gran beneficio no sólo para nosotros, sino para los que nos rodean, y nos permite acceder a una gran multitud de beneficios: 1) Es fuente de calma, reposo y paz interior. 2) Hace que el alma se vuelva más fuerte, sobre todo de cara a los posteriores insultos o ataques de los demás, dándole una gran confianza en sí misma y en Dios. 3) Es uno de los fundamentos de la auténtica sabiduría. 4) Ayuda a hacer nacer y desarrollar la paciencia, la sencillez y la humildad, virtudes estas últimas con las que está muy estrechamente ligada. 5) La dulzura es primicia ya aquí de la vida plena en Dios[281] y una de las virtudes por las que podemos asemejarnos a Jesucristo[282]. Junto a la dulzura, los Padres colocan como segundo remedio terapéutico otra de las virtudes opuestas a la cólera, la paciencia, que permite no sólo enfrentarse a la ira, sino también preservar nuestro espíritu[283]. Consiste, en este caso, en soportar con calma los males que nos sobrevienen, bien por las circunstancias o por los otros, haciendo frente a las críticas o insultos que nos puedan llegar, sin ceder a la cólera. Lo mismo que la dulzura, la paciencia se adquiere por el amor de Dios que nos lleva a tomar como modelo a Jesucristo[284]. Tiene su principal campo de actuación en el amor al prójimo, pero también y previamente supone la paciencia con uno mismo. Está estrechamente unida a la humildad y la perseverancia, y es un remedio importante para otras enfermedades espirituales, pues contribuye a restablecer la sanidad y energía que necesitamos para luchar y crecer espiritualmente, ayuda a unificar los diferentes aspectos de nuestra personalidad, al tiempo que es factor clave en la concordia entre los seres humanos. Entre sus frutos se encuentran el consuelo, la paz y el gozo espiritual. La caridad es la tercera virtud que se opone a la cólera. Estrechamente relacionada con la paciencia, siendo una de sus cualidades[285], es el medio más directo para acabar con la ira, sobre todo si se lleva a cabo por medio de la oración (especialmente los Salmos)[286], muy aconsejada en el caso del rencor profundo contra alguna persona. Como la cólera puede proceder también del orgullo y la vanagloria, entonces el remedio clave es la humildad, principal antídoto contra estas dos pasiones, una humildad que queda reforzada cuando se le unen la compunción y las lágrimas[287].

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4. Terapia del temor: temor de Dios Como el temor y los estadios cercanos a él (miedo, ansiedad y angustia) están ligados fundamentalmente a los bienes sensibles, no nos curaremos de esta pasión si no quitamos previamente la atadura que nos une a estos bienes y ponemos toda nuestra confianza en Dios, pues la fuente primera del temor es la falta de fe, ya que la persona creyente tiene la completa seguridad de que Dios la ayudará en todo momento, por lo que no tiene ningún temor, se encuentre en la circunstancia que se encuentre[288]. De ahí la importancia de la oración, como momento de reafirmar esta confianza y ser conscientes de la permanente unión con Dios y los beneficios recibidos, hasta tal punto que podemos decir que uno de los criterios para discernir la calidad de nuestra oración es la desaparición del temor. La terapia del temor lleva consigo la renuncia a otro de sus orígenes: el orgullo, pues mientras el ser humano ponga su confianza sólo en sus propias fuerzas, estará sujeto al temor, mientras que si reconoce sus propios límites y acoge con humildad la energía divina, el temor pierde uno de sus principales anclajes internos y comenzamos a vencerlo. El amor es también otro antídoto eficaz contra el temor, pues ambos se excluyen, de tal manera que en la medida en que el amor desaparece el temor crece, y a la inversa[289]. Sin embargo el temor, lo mismo que la tristeza y la cólera, no debe ser eliminado, pues tiene una función natural para la que ha sido creado (instinto de supervivencia), sino reciclar y transformar el temor-pasión en temor saludable o, como dicen los Padres, en temor de Dios[290], donde encuentra su uso normal y saludable, que estaría cercano a lo que hoy denominamos como respeto o admiración. Dado que ambas formas de temor son antagónicas, el crecimiento del temor de Dios significa automáticamente la disminución del temor pasión, hasta llegar a su desaparición[291]. Hay dos formas de temor de Dios que se corresponden con los dos grados de esta virtud. La primera forma está en relación con las penas que sobrevienen en relación con Dios. Una pena que estaría no tanto en la línea del castigo de un Dios vengativo con el que incumple la ley (actitud que mantendría a la persona en una situación de infantilismo parecida a la del temor-pasión), sino más bien en los sufrimientos que conlleva la separación de Dios y los bienes unidos a esta privación de su amor. Esta forma de temor de Dios es propia de los inicios, expresa la conciencia de vivir todavía en la dinámica de la esclavitud[292] y corresponde a los principiantes en el camino espiritual[293]. A pesar de que esta forma de temor de Dios está llamada a ser superada y abolida por la segunda forma de temor de Dios, en tanto el ser humano no ha llegado a la plenitud del amor tiene una función pedagógica: ayudarle a no andar por caminos peligrosos y mantenerse en esta dinámica de crecimiento[294]. Además, es imposible pasar a la segunda forma del temor de Dios sin haber pasado antes por la primera. La segunda forma del temor de Dios nace del amor de Dios. Mientras que la primera 102

forma tenía su origen en el temor a ser rechazado por Él, esta forma nace del temor a estar separado o alejado de Dios, privado de su amor[295]. Es el temor característico de las personas espirituales, que se encuentran en el estado de amigos e hijos[296], preocupados por todo lo que pueda significar ir en contra de la Persona amada.

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Actualización 1) Hay una serie de actitudes y comportamientos de la espiritualidad cristiana oriental como el duelo interior o compunción y las lágrimas que pueden resultar chocantes para nuestra mentalidad tendente a una relación con Dios de corte más intelectualista o racionalista (aunque también existen otras formas en las que lo afectivo tiene un papel importante). Mientras la compunción (penthos) expresaría el dolor más interior, fruto del reconocimiento de los errores cometidos y del alejamiento del auténtico bien, las lágrimas vendrían a ser su expresión exterior. La compunción no nace sólo, ni fundamentalmente, del esfuerzo voluntario de cambio, ni se quedaría en el mero reconocimiento de las propias faltas, sino que tiene un componente espiritual, donde se mezclan el dolor ante el amor inmenso que Dios nos tiene y el consuelo que nace de esta experiencia. En cualquier caso este dolor interior va siempre acompañado por las lágrimas, elemento habitual en el recorrido creyente[297]. El problema que se plantean los Padres en este caso es diferenciar entre los motivos por los que se producen, pues es aquí donde se reconoce el valor de dichas lágrimas: desde las que surgen por una mera emoción religiosa hasta las que tienen su origen en el reconocimiento de los propios pecados, culminando en aquellas que nacen del auténtico amor. En cualquier caso tanto el dolor interior como las lágrimas tendrían como principal función reblandecer la dureza de nuestro corazón, recordar y limpiar las heridas que las pasiones han ido dejando en nuestro interior y hacer presente el bautismo en nuestra vida cotidiana[298], aportando una serie de elementos muy útiles: 1. Necesidad de integrar las expresiones somáticas con las psíquicas y espirituales, especialmente en una espiritualidad tan seca y poco expresiva corporalmente como la occidental en la actualidad. 2. Importancia que tienen los momentos afectivos fuertes en todo crecimiento personal, sobre todo a la hora de delimitar los cambios y transformaciones. 3. Exigencia de un serio discernimiento sobre el origen y valor de este dolor y estas lágrimas, para que no se queden en las dimensiones más superficiales, sino que se enraícen en dimensiones profundas de nuestra persona. 4. Dejar que Dios nos vaya haciendo no sólo por medios planificados ya de antemano o recursos que controlamos, sino estar abiertos a la sorpresa en que nos introducen el dolor interno y las lágrimas. 5. Saber aceptar aquellos medios que nos ayuden a interiorizar y actualizar los procesos de conversión, habitualmente muy eficaces en sus etapas iniciales, pero que van perdiendo fuerza con el paso del tiempo. En este sentido no deja de ser ilustrativo el contraste entre un cristianismo más afectivo y popular (donde el dolor y las lágrimas ocupan un lugar importante) y un cristianismo más intelectualista y elitista (muy reacio a todo tipo de expresión corporal o

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imaginativa)[299] o el papel fundamental que tienen el dolor interno y las lágrimas en muchos de nuestros santos y santas más atrayentes[300]. 2) Con respecto a la cólera es preciso tener en cuenta dos factores clave para su terapia: en primer lugar el proceso que va desde su visibilidad inicial hacia su progresiva invisibilidad (este recorrido suele comenzar por las acciones, continúa por las palabras y acaba en los pensamientos), porque ha sido asumida y «absorbida» por la propia persona, formando parte de los elementos inconscientes que marcan decisivamente nuestra existencia. La curación será más fácil en la medida en que la ira se mantiene más visible, por lo que es al inicio donde habría que trabajar especialmente. A este factor habría que añadir otro, que lo atraviesa: el de si la acción de la cólera es puntual o duradera (algo que también tiene su proceso), siendo más compleja y difícil la terapia cuanto más tiempo haya perdurado en nuestro interior. En el fondo estamos ante las «cicatrices» que van marcando nuestra existencia, muchas de ellas fáciles de detectar (por nuestras reacciones), pero otras muy complejas y difíciles de curar (por las conexiones que establecen entre sí y con las opciones que vamos tomando). Debemos tener en cuenta, además, que mientras las expresiones más visibles y puntuales de la cólera están socialmente condenadas, sin embargo algunas de sus expresiones más larvadas pueden encontrar fáciles justificaciones como suele ser en ciertos casos el disfraz de espíritu crítico, realismo u honestidad intelectual[301], muy bien valoradas socialmente, sobre todo en ciertos ambientes. Lo importante será, en este caso como en otros, descubrir la actitud que late en el fondo, pues sólo desde aquí se podrá realizar la terapia más oportuna. 3) La paciencia y la dulzura (ternura, delicadeza) se configuran en la actualidad como las dos virtudes contraculturales por excelencia, y sin duda aquellas que más nos pueden ayudar a resolver muchos de nuestros problemas y a no crear otros nuevos, porque se basan en lo radical humano. Frente a una cultura productivista, obsesionada por la velocidad, impaciente y acaparadora, la paciencia nos enseña a saber respetar nuestros propios ritmos y los de las personas que nos rodean, al igual que los ciclos de la naturaleza, como único medio de crecimiento armónico y sostenible. Frente a un mundo violento y belicista, donde incluso la protesta contra la injusticia se tiñe en ocasiones de ira, la dulzura introduce un cambio de raíz, porque sólo se puede construir algo duradero sobre la ternura, que es la que en realidad mantiene el mundo. En el fondo la paciencia y la ternura no pueden existir la una sin la otra, y ambas se basan en la confianza absoluta en la bondad del cosmos y la humanidad. Es preciso, además, reivindicar la paciencia y la dulzura como una de las más importantes contribuciones del cristianismo al proceso civilizatorio[302] por su capacidad unificadora, en el sentido más amplio del término: de sí mismo, de las personas de nuestro alrededor (sociedad) y de los seres que nos rodean (naturaleza y cosmos); por la excelencia a la que nos invitan, pues 105

simbolizan al ser humano en un estado de plenitud, y por las consecuencias tan positivas que generan, especialmente como factor balsámico y curativo. Así dejaríamos de asociarlas exclusiva o fundamentalmente al mundo femenino o al ámbito de la debilidad y pasarían a formar parte de toda la humanidad, por considerarlas como una de las máximas expresiones de «fortaleza»: la capacidad de crear, cuidar y vigilar por la vida (en plenitud). 4) Una de las terapias más recomendadas por los Padres de la Iglesia para todas las pasiones es el reconocimiento de los propios límites y la aceptación de nuestra propia finitud, lo que podría sonar a una especie de masoquismo que se complace en los aspectos más negativos de la existencia. Hay, sin embargo, una serie de valores en esta afirmación que necesitamos recuperar si no queremos construir una persona con los pies de barro. Así lo expresan El Principito y el comentario que tiene al mismo libro Eugen Drewermann: «Al costado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedra. Cuando volví de mi trabajo, por la tarde del día siguiente, vi de lejos al Principito sentado allí arriba, con las piernas colgando. Y oí que hablaba: —¿No te acuerdas, pues? –decía–. ¡No es exactamente aquí! Otra voz le respondió sin duda, puesto que contestó: —¡Sí! ¡Sí! Es el día, pero el lugar no es aquí... Continué mi camino hacia el muro. Seguía sin ver ni oír a nadie. Sin embargo, el Principito replicó de nuevo: —... Seguro. Verás dónde comienza mi rastro en la arena. No tienes más que esperarme allí. Estaré allí esta noche. Yo estaba a veinte metros del muro y seguía sin ver nada. El Principito dijo aún, después de un silencio: —¿Tienes buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho tiempo? Me detuve, con el corazón oprimido, pero seguía sin comprender. —Ahora vete... –dijo–. ¡Quiero volver a descender! Entonces bajé yo mismo los ojos hacia el pie del muro y ¡di un brinco! Estaba allí, erguida hacia el Principito, una de esas serpientes amarillas que te ejecutan en treinta segundos. Comencé a correr, mientras buscaba el revólver en mi bolsillo, pero, al oír el ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena, como un chorro de agua que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero sonido metálico»[303].

Y, como bien comenta el psicólogo alemán Eugen Drewermann: «Se comprende, pues, que el Principito, antes de entrar en el “desierto” antítesis de la felicidad superficial del consumo y lugar de una mutación posible, encuentre primero la serpiente de la muerte. Así como en el mundo de los símbolos cristianos el camino que conduce a la verdad se asemeja a un morir..., así también quien visita el “desierto” tiene que aprender a aceptar la muerte, la limitación de la existencia, la finitud de la vida terrena, inevitable tanto en sus momentos de consuelo como de angustia. Para superar el mundo aparente de los “adultos” con su superficialidad, con su excitación nerviosa y la destrucción desenfrenada de todos los valores, es preciso sobre todo tener una visión clara del destino a la vez bondadoso y cruel de la muerte, del veneno inevitable de la serpiente en el suelo arenoso del desierto. Parece como si todo el bullicio del mundo de los “adultos” se encaminase a adormecer el miedo a la muerte, pero todos sus esfuerzos al final desembocan en un no poder ya llorar por nada, porque ya nada tiene valor. En la superficie de las cosas no se capta nada permanente, en ellas no hay nada que valga el duelo de su caducidad; en consecuencia, se transforma todo en superficie, ya no queda nada que valga el esfuerzo de la tristeza. En realidad, sin embargo, la serpiente de la muerte puede enseñar precisamente algo más profundo; ya no hay nada que sea evidente en el mundo mortal; pero cuanto más uno percibe con lucidez hasta qué punto las cosas son contingentes por naturaleza, más adquieren estas una densidad sorprendente y un carácter irremplazable. Todo lo que es, todo lo que pasa, merece, precisamente a la vista de la muerte, la mayor atención; y al

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revés, si todas las cosas son mortales, la superioridad ilusoria, la vanidad de poder, poseer y saber, se desvanecen. La muerte relativiza aquello a lo que quisiéramos agarrarnos fuertemente en nuestro desvarío como garantía de seguridad, y nos confiere una sabiduría apacible, más aún, hasta nos otorga un descanso último: si la carga de la tierra es pesada, siempre hay las puertas de la muerte, la omnipotencia misteriosa de la serpiente, que en todo momento está resuelta a resolver el enigma del espíritu, a poner fin a la soledad del corazón y a sanar los males del cuerpo. Quien la mira, penetra inevitablemente en la profundidad de las cosas; para él la vida toda se forma de nuevo»[304].

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Capítulo 10 Terapia de las pasiones (III). Pasiones relativas al espíritu

Llegamos al final de la terapia específica de las pasiones con este capítulo dedicado a las pasiones relativas al espíritu (vanagloria y orgullo)[305]. La estrechísima conexión que existe entre ambas pasiones hace que la terapia sea en los dos casos la misma: humildad. Estas pasiones están colocadas al final porque son, por un lado, las más difíciles de detectar y, sobre todo, de curar, y por otro porque son las pasiones que más afectan a las personas avanzadas en el camino espiritual. Mientras las anteriores pasiones tienen un carácter más material y visible, casi grosero, o se centran en aspectos más periféricos de nuestra persona, la vanagloria y el orgullo se encuentran en nuestro mismo núcleo y están más enraizadas en él (siendo por tanto más difíciles de erradicar), al tiempo que son la fuente y fundamento de todas las restantes pasiones. La importancia clave de esta terapia hace que le dediquemos un apartado especial a la humildad, virtud que no sólo actúa contra la vanagloria y el orgullo, sino actúa como remedio para las restantes pasiones[306].

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1. Terapia de la vanagloria: humildad La terapia de la vanagloria es, junto con el orgullo, la más complicada y fatigosa, en primer lugar por la dificultad de reconocerla, pues tiene múltiples formas de revestirse y presentarse al tiempo que nos ataca desde posiciones y espacios diferentes, siendo en este sentido muy parecida, por su plasticidad, a la pasión de la lujuria, con la que tiene cierta conexión. Pero además la vanagloria se caracteriza porque adquiere nuevas fuerzas con cada derrota, pues aprovecha esta presunta eliminación para buscar nuevas fisuras y rendijas por donde entrar otra vez, y la propia victoria sobre esta pasión contribuye precisamente a su renacimiento, como muy bellamente expresa Juan Casiano: «Todos los vicios pierden su fuerza cuando los superamos, y el revés sufrido los hace más débiles cada día. Las circunstancias de tiempo y de lugar los disminuyen, amortiguando sus ardores. Además, la misma oposición que guardan con la virtud contraria es parte para que el monje se mantenga a cubierto de ellos, evitándolos más fácilmente. Pero este vicio de la vanagloria, una vez abatido, se levanta y parece que cobra mayores bríos para la lucha. Se le creía eliminado, y ahora renace más pujante y vigoroso de su muerte aparente. Las otras pasiones no acometen más que a aquellos contra los que han prevalecido en la lucha. Este hace una guerra mucho más encarnizada contra quienes le han vencido. Cuanto mayor ha sido la derrota infligida, con más vehemencia vuelve a la carga por la vanidad que ha causado el mismo triunfo»[307].

De ahí la necesidad, para comenzar la terapia, de una vigilancia constante, una gran capacidad de discernimiento y, sobre todo, un conocimiento detallado de esta pasión, con sus múltiples orígenes, medios y engaños que utiliza, conexiones que establece y puentes que tiende, sobre todo si tenemos en cuenta que esta pasión nos hace correr el riesgo de perder todo lo anteriormente conseguido. En todo este proceso terapéutico debemos tener presente el antagonismo radical entre la gloria humana y la gloria que proviene de Dios, por lo que la búsqueda de una supone irremediablemente el rechazo o minusvaloración de la otra. Por eso la terapia de esta pasión debe comenzar por reconocer la vanidad de la gloria humana, descubriendo su inconsistencia y fragilidad. Para ello nada mejor que tomar conciencia de nuestra condición mortal, así como la impotencia de las cosas materiales para permitirnos vivir ni siquiera un segundo más. Además, como la vanagloria se basa en la búsqueda del honor, la fama y la consideración de los demás, es preciso renunciar a todo lo que pueda ser fuente y ocasión de esta pasión, es decir, evitar e incluso rechazar todos aquellos cargos y honores que nos confieran poder o prestigio sobre los demás, toda distinción capaz de producir admiración o alabanza y todo lo que nos haga destacar de manera particular sobre el resto, tanto en nuestras palabras como en nuestros hechos y comportamientos[308]. Cuando la vanagloria reside en la fama o consideración, delante de uno mismo o delante de los demás, por las virtudes que tenemos la terapia consiste en hacer el bien de manera callada, y procurar no esconder las faltas ante los demás, considerarse como un servidor inútil que no ha hecho nada más que lo que tenía que hacer[309] y ver en nuestra conciencia la diferencia que hay entre la fama a la que aspiramos y lo lejos que nos encontramos del Evangelio[310]. Para ello es absolutamente necesaria la oración, valorando 109

las diversas humillaciones (desprecios) que sufrimos como un antídoto eficaz contra la vanagloria y las personas que nos las han producido como un médico de nuestro espíritu. De hecho, un signo visible de la curación de la vanagloria es que no tenemos ninguna pena al ser humillados en público, ni guardamos ningún tipo de rencor hacia las personas que nos han ofendido, ni les deseamos ningún mal, e incluso las consideramos nuestras benefactoras, por lo que les damos las gracias por ello.

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2. Terapia del orgullo: humildad La curación del orgullo debe comenzar, inevitablemente, por el conocimiento preciso y detallado del origen, causa y modo de actuar de esta pasión que, aunque no alcanza la sutilidad y plasticidad de la vanagloria, está más enraizada y es la más difícil de erradicar de nuestro interior. Este discernimiento inicial es fundamental porque el orgullo, lo mismo que la vanagloria, hace desaparecer todas las virtudes que hayamos podido conseguir con anterioridad, e incluso, lo que es peor, ofrece un aspecto positivo y espiritual de lo que en realidad es puro culto al ego, de aquí la peligrosidad de esta pasión, tan difícil de detectar una vez que ha entrado en nuestro corazón. Todo es susceptible, incluso lo más santo y venerable, de ser aprovechado por la persona soberbia como alimento de su propio orgullo[311]. En este sentido es eficaz la vigilancia interior para evitar hablar y actuar pensando en uno mismo, empezando a estar pendiente, viendo y escuchando lo que dicen y hacen los demás: se trata de una conversión del corazón que lleva consigo la conversión de la mirada y del oído. Y lo mismo podemos decir de la consideración de vanidad de las cosas sobre las que fundamos nuestra superioridad: fugacidad de la riqueza y el poder, fragilidad del ser humano sometido a las enfermedades, el envejecimiento y la muerte, inestabilidad de todo lo humano... Para evitar la forma de orgullo que consiste en considerarse superior a las demás personas, o al menos a algunas de ellas, debemos resaltar precisamente aquellos aspectos en los que estas personas son superiores a nosotros mismos, rechazando ver sus fallos y valorando sus cualidades, incluso llegando a considerarnos inferiores a todos. A esto contribuye particularmente el recuerdo de nuestros pecados, pero con un cierto cuidado, pues en ocasiones esta focalización en nuestras culpas es una manera sutil de centrar de nuevo todo en el propio ego, por lo que un verdadero reconocimiento de las faltas nos deberá servir para abrirnos a la compunción y el duelo, que nos dan la verdadera dimensión de nuestras culpas, y sobre todo a ponernos en manos de Dios, que se convierte de este modo en el centro y protagonista de nuestras vidas. Dado que el orgullo se traduce en ciertas actitudes como la arrogancia, la pretensión de saberlo todo, la autocomplacencia, la manía por justificarse, el deseo de mandar, la seguridad de tener siempre la razón y el rechazo de toda obediencia, una terapia eficaz consistirá en adoptar justamente las actitudes contrarias. En este proceso terapéutico es muy útil, especialmente en ciertos períodos, el acercamiento a las vidas de personajes ejemplares como pueden ser los santos y santas y muchas de las personas que nos rodean, así como la búsqueda de un estilo de vida sencillo y humilde, en los espacios, lugares y cargos menos valorados y visibles[312]. Esta terapia debe ser complementada por el reconocimiento de que nuestras cualidades provienen, en última instancia, de Dios, y es a Él al que debemos estar agradecidos y atribuir todo lo bueno que hayamos podido hacer, más que otorgarlo a nuestros propios méritos[313]. 111

El orgullo está tan metido en nuestro interior que sólo por medio del contacto con el acompañante espiritual y la oración[314], adquirimos la capacidad de discernimiento para descubrir su presencia y actuación en nuestra vida, así como la fuerza para erradicarlo[315]: en la oración de petición nos hacemos conscientes de nuestras limitaciones y de que nuestros esfuerzos son respuesta al don previo de Dios y no podemos atribuirlos a nuestras propias fuerzas o méritos; en la oración de acción de gracias, en cambio, reconocemos a Dios como principio y fin de los bienes que poseemos, viéndonos al mismo tiempo como humildes depositarios de los mismos[316].

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3. La humildad, elemento clave en la lucha contra las pasiones[317] Por todo lo que hemos visto, la humildad es el elemento clave en la terapia de todas las enfermedades espirituales[318] y es, junto con la caridad, la virtud cristiana por excelencia y el fundamento de toda vida espiritual, dado que el amor a sí mismo (filautía) se encuentra en el origen de todas las pasiones y este sólo puede ser curado por la virtud que se le opone radicalmente: la humildad[319]. De hecho, no podemos dar por concluida ninguna terapia si la humildad, en una u otra forma, no está presente[320]. La humildad concede tal fuerza al corazón que nos permite estar sin temor, con auténtica paz interior[321]. No sólo es la condición de todas las virtudes, sino la que hace que sean verdaderamente virtudes, y nos permite recobrar nuestra sanidad originaria y el conocimiento de lo auténtico de Dios[322]. Sin embargo, a pesar de ser aparentemente fácil de adquirir, sólo se encuentra al final de la vida espiritual[323]. Los Padres diferencian entre dos formas de humildad: la humildad ante los demás y ante Dios[324]. La primera clase consiste en reconocer los propios límites y debilidades, pero debe ir más allá y, aunque se posean ciertas cualidades y méritos, considerarse inferior a las demás personas, viéndolas como superiores[325]: de ahí el nombre griego para denominar la «humildad»: tapeinophrosynê (tapeinos, «humilde», phrosynê, «pensamiento»). En el más alto grado de humildad, el ser humano considera superiores al resto de seres naturales y asume todos los desprecios que le puedan venir de las demás personas, pues es la humillación la que pone nuestro corazón a prueba[326]. Sabremos si estamos en el camino de la humildad si acogemos esta ofensa sin dolor, sin miedos, incluso con alegría y paz, sin que aparezca en nuestro interior ninguna reacción de cólera o rencor, sin que disminuya nuestro amor a la persona que nos ha ofendido[327]. El servicio desinteresado y gratuito a aquellas personas que no pueden devolvernos este cuidado es la expresión más honda de este tipo de humildad[328]. La humildad de cara a Dios consiste en reconocerse necesitado/a de ayuda y dependiente en todo de Él, considerando nuestras buenas obras como mérito suyo, viéndonos como deudores permanentes de su Amor. De aquí nace realmente la humildad, no sólo de la experiencia de la propia nada, sino de la actitud de confianza en Dios, algo que en el fondo podemos contemplar en Cristo, donde se trata de la humildad del ser, no sólo del tener o del hacer[329]. Los modos de adquirir la humildad coinciden sustancialmente con los que hemos visto en las terapias relativas a la vanagloria y el orgullo[330], aunque los Padres hacen especial hincapié, en este caso, en la renuncia a la propia voluntad, la obediencia al acompañante espiritual, la pobreza, la simplicidad en todas las dimensiones de la vida, el silencio, la soledad, el ejemplo de los santos y la compañía de personas que gozan de esta virtud, tomando sobre todo como modelo la vida pobre y oscura (kénosis) de Jesucristo[331].

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Actualización 1) ¿Cómo plantear la humildad sin caer en el autoflagelo y el autodesprecio? Después de F. Nietzsche, esta es una de las grandes preguntas ante las que se enfrenta el cristianismo. Es verdad que una lectura excesivamente simplista y unilateral de la humildad ha dado lugar a múltiples formas de manipulación personal (especialmente por la vía de compensación en personalidades con un cierto menosprecio del propio yo), e incluso a la legitimación de ciertas injusticias sociales, aconsejando una postura absentista de los conflictos sociales; pero hay que reivindicar y reinventar la humildad como elemento clave en todo crecimiento personal y espiritual, y el hecho de que todo proyecto de construir al ser humano o la sociedad sin tener en cuenta esta realidad, están condenados al fracaso. Reconocer los propios límites en los múltiples campos de nuestra existencia (saber, hacer, querer...) no sólo es un principio de sabiduría universalmente reconocido, sino el comienzo de todo proceso terapéutico, sea del tipo que sea. Descubrir la prioridad y necesidad de los otros para nuestra propia vida es, en el fondo, ponernos en sus manos, dejar que ellos nos vayan haciendo en gran medida. Este sustrato humano se ve enriquecido por la presencia de Dios, donde queda plasmada de manera esencial esta humildad en dos grandes actitudes: por un lado la confianza en Dios (alguna de cuyas expresiones más admirables son el silencio, la obediencia y la aceptación de las pasividades); por otro la apertura a Él, una apertura que lleva incluso a la entrega de la propia existencia. El silencio ante Dios, una de las expresiones más profundas de la oración, permite una auténtica escucha de su Palabra. La obediencia (etimológicamente relacionada con el silencio: obaudientia, «escucha ante alguien») supone una re-orientación y renuncia al propio yo como único o principal regulador de nuestra conducta. La aceptación de las pasividades (todo aquello que nos sobreviene sin que nosotros tengamos, en principio, ninguna responsabilidad o control sobre ello) supone una concreción del silencio y la obediencia en nuestra vida cotidiana, asumiendo que tenemos que «cargar con la realidad» si queremos que forme parte de nuestro ser, que no se trata de algo meramente pasivo (aquí estaría la tentación), sino que nos exige la máxima actividad (por vía del reconocimiento y la perseverancia) y que en esta tarea no estamos solos, sino que contamos con la ayuda del Espíritu. En el fondo se trata de reivindicar el poder de lo débil en una cultura donde la fuerza (bruta o sofisticada) se convierte en multitud de ocasiones en el único argumento, y descubrir que lo que se construye por el engaño o la violencia (sea en el ámbito que sea), tiene los días contados. Es en la cruz donde Jesucristo aparece como plenamente humano (ecce homo) porque, en realidad, es aquí donde se muestra plenamente como Dios. 2) La humildad cristiana no parte de un sujeto devaluado o que no reconoce su propia valía, sino de todo lo contrario, pues establece que todo ser humano, independientemente de su origen, situación o estatus, y frente a otro tipo de 114

planteamientos maximalistas, tiene la posibilidad de vivir la humildad mediante el cambio de perspectiva (de arriba abajo, del centro a la periferia, de lo exterior a lo interior, del yo al nosotros) y las prácticas correspondientes a este cambio. Por ello, y más que nunca, en la terapia del orgullo es preciso hablar de la sinergia entre gracia divina y esfuerzo humano, donde el esfuerzo humano se expresa fundamentalmente en la aceptación y entrega, olvidando muchas de las búsquedas de protagonismo o las llamadas a un voluntarismo extenuante, inútil y baldío que se esconden en algunos de los llamamientos o deseos de conversión. No se trata tanto de «hacer» como de «dejarse hacer», pero de una manera activa (apertura), lo que convierte esta terapia en algo extremadamente difícil, no por su complejidad, sino justo por lo contrario: su sencillez, precisamente una de las condiciones de la humildad. Mientras el orgullo cierra al propio sujeto sobre sí mismo, la humildad tiene su base en la apertura al prójimo y a Dios, lo que da como resultado que nos encontremos ante dos dinámicas opuestas, que engendran comportamientos incompatibles e irreconciliables, de ahí la distinción que hacen los Padres entre una verdadera y una falsa humildad, según sus frutos: la verdadera humildad estaría rodeada de la paz, la pobreza a todos los niveles, la grandeza de corazón, la sencillez y la ausencia de dolor ante la pérdida de protagonismo. Llegan más lejos incluso, estableciendo una serie de grados de humildad, que variará en función de las épocas: mientras Juan Clímaco se basa en la parábola del sembrador (cf Mt 13,3-9[332]), Benito de Nursia llega a distinguir doce grados, y Anselmo hablará de «tres modos o formas», opuestas a los tres modos o formas del orgullo, un esquema ternario que se convertirá en predominante a lo largo de toda la Edad media y llegará hasta Ignacio de Loyola, siendo uno de los temas espirituales más debatidos entre los siglos XVI al XVIII[333]. Es importante destacar que en todos los casos, aunque se considera que los elementos exteriores (como el tipo de trabajo, el estatus social, las formas de hablar y de vivir) pueden ayudar a mantener y purificar la humildad, la auténtica humildad se gesta y se vive en el interior del ser humano, de ahí la necesidad de una continua y permanente revisión[334].

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Capítulo 11 Terapias auxiliares

Junto a las terapias específicas para cada pasión en particular los Padres de la Iglesia proponen una serie de terapias auxiliares comunes para todas las pasiones, que sirven no sólo de complemento de los remedios específicos, sino de fundamento y apoyo, en una especie de concreción práctica que ayuda a estructurar de manera concreta el resto de terapias. Entre ellas destacan las relativas a la ascesis corporal, el maestro o acompañante espiritual (dimensiones estas que podemos descubrir sobre todo en los Padres del desierto) y la manifestación de los pensamientos, en estrecha conexión con el maestro espiritual[335].

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1. Ascesis corporal La ascesis corporal es considerada como expresión física de la ascesis del corazón o interior, y está constituida, en principio, por una serie de prácticas entre las que habría que destacar el ayuno, las vigilias y el trabajo manual o fatigoso. A ellas habría que añadir todas aquellas penas que nos sobrevienen sin que las hayamos buscado, como pueden ser las enfermedades, los sufrimientos y las aflicciones. Mediante la ascesis corporal liberamos al alma del dominio a que le tiene sometido el cuerpo, sobre todo a causa de las inquietudes y preocupaciones por todo lo relacionado con el cuerpo, algo especialmente necesario en pasiones como la gula o la lujuria, pero que también con una gran importancia en la cólera, la vanagloria y el orgullo, pues por medio de la ascesis corporal experimentamos no sólo la fragilidad de nuestro cuerpo, sino el carácter efímero y relativo de nuestra existencia. En ningún caso el objetivo es el sufrimiento por sí mismo o un afán de autocastigo, sino que se busca la educación del cuerpo, para que no sólo no se oponga a las invitaciones del alma y del espíritu, sino que sea una ayuda o acicate, eliminando aquellas conductas, hábitos y tendencias que, por estar incrustados en la costumbre o la rutina, nos impiden el crecimiento en el Espíritu. Hay que resaltar, sin embargo, que para que la ascesis corporal sea eficaz debe realizarse con mesura: en ningún caso el cuerpo debe ser maltratado ni sufrir merma o enfermedad, pues en ambas situaciones el cuerpo deja de cumplir con sus funciones, lo cual supondría la aparición de nuevas pasiones, más crueles que aquellas que pretendemos evitar.

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2. Padre/madre, anciano/a o maestro/a espiritual[336] Nuestro espíritu, alimentado por la oración, la meditación de las Escrituras y los sacramentos, nos orienta en el crecimiento espiritual. Sin embargo, hay momentos en que estos medios no bastan, por lo que necesitamos un guía experimentado que nos ayude a encontrar la manera de seguir este camino, no sólo al inicio, sino a lo largo de todo nuestro recorrido. De hecho los peligros son mayores conforme vamos avanzando, al ser más sutiles las tentaciones y menos conocidos los caminos. El maestro/a o acompañante espiritual es necesario/a no sólo porque sean muchos los peligros que nos amenazan en este proceso y nos falta experiencia en estas lides, sino porque tenemos una gran facilidad para el autoengaño, confundiendo nuestra voluntad con la de Dios, y el hecho de que el camino a seguir, aunque no está fijado de antemano y tiene una cierta especificidad para cada persona, posee un carácter común y general, que hace que sea necesaria la presencia de alguien que lo haya recorrido con anterioridad, para ayudarnos en nuestros errores y caídas, actuando como persona de contraste[337]. Esto no quita que en todas las personas haya una cierta resistencia a ponerse en manos de estos/as maestros/as o acompañantes espirituales porque supone ceder en gran medida nuestra voluntad, autonomía y protagonismo a otra persona, a la que revelamos al mismo tiempo nuestra vida interior. La complejidad de nuestro espíritu, el carácter sutil y escondido de las realidades espirituales y la dificultad de este camino[338] hacen que para ejercer este papel de acompañante espiritual sea preciso no sólo un conocimiento sólido y profundo de los caminos del Espíritu, sino una larga experiencia en este recorrido[339], así como una gran capacidad de cercanía y amor por la persona a la que se acompaña[340]. Este anciano/a o maestro/a espiritual no realiza sólo funciones de enseñanza, sino que tiene un cierto carácter paternal/maternal, porque establece con la persona a la que acompaña una relación tan estrecha que ha sido comparada con el hecho de engendrar, pues la ayuda a crecer hasta alcanzar la talla humana en Cristo[341]. Quien haga de maestro/a o acompañante espiritual debe haber pasado previamente por esta terapia espiritual y poseer un elevado nivel de sanidad espiritual[342], pues en caso contrario puede caer en la pasión del orgullo (habitual entre las personas con cierto recorrido espiritual)[343], contagiando o siendo contagiada por las personas a las que acompaña de otras múltiples enfermedades; o incluso agravar sus enfermedades por un desconocimiento tanto de las mismas como de los remedios más eficaces para su curación[344]. Por eso la tarea del maestro espiritual sólo puede ser realizada con la ayuda del Señor, por medio de su Espíritu, que concede a la persona los dones necesarios para cumplir su misión. Entre estos dones el discernimiento de espíritus ocupa un papel crucial[345], y en algunos casos se encuentra acompañado por la kardiognosis o capacidad de leer en los corazones, detectando enfermedades o pensamientos que permanecen escondidos para el 118

propio sujeto y planteando la estrategia más oportuna a seguir en cada caso[346]. A estos dones hay que añadir un profundo amor y compasión por la persona que se pone en sus manos, sintiéndose responsable de su vida, con lo que esto supone: paciencia, capacidad de perdón y disponibilidad. Una disponibilidad que expresa no sólo en la acogida sin discriminación de las personas que se lo pidan, sino que llega a adaptarse a la personalidad y a la situación particular de cada sujeto, de cara a recomendar los medios más oportunos para cada caso. El maestro o acompañante espiritual lleva a cabo su tarea por la palabra, la escucha, la acogida y la preocupación incesante, que se expresa especialmente por medio de la oración. Tales personas son tan raras que escogerlas bien es una de las más complicadas tareas en todo proceso espiritual[347]. La persona acompañada debe colaborar con el maestro/a por medio de la fidelidad, de cara a asegurar la continuidad de un tratamiento tan prolongado como es el camino espiritual, la obediencia, expresada en la no atadura a la propia voluntad, y la confianza, que hace que esta obediencia no se fundamente en la sumisión sino en la fe y el respeto mutuos[348].

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3. Manifestación y combate contra los pensamientos Tanto la manifestación como el combate contra los pensamientos ocupan un lugar clave en toda terapia espiritual, especialmente la que tiene su origen en la mayor parte de los Padres del desierto, continúa por medio de Evagrio Póntico y se ha desarrollado en otros autores como Isaac de Nínive. Los Padres diferencian entre un primer momento, la manifestación (exagoreusis) de los pensamientos, donde estos se expresan y verbalizan de manera consciente, y un segundo, el combate contra los mismos. En ambos momentos, la relación entre el maestro espiritual y el discípulo tiene un papel fundamental, pero mientras la manifestación de los pensamientos la ven como una tarea más conjunta de los dos, consideran la lucha contra los pensamientos como una tarea en gran medida personal. 3.1. Manifestación de los pensamientos La manifestación de los pensamientos, a pesar de su gran parecido con la confesión, se diferencia de ella en que no es un sacramento y no consiste en reconocer los pecados, sino en hacer partícipe al maestro espiritual de nuestros pensamientos, para que así pueda conocer mejor nuestra situación interior. Tampoco tiene relación con el psicoanálisis, pues no importan los pensamientos relativos al pasado y además no se permite una descripción detallada de los mismos, por los peligros que pueden venir de esta práctica: obsesiones, tristeza, falta de esperanza... Los pensamientos que deben manifestarse son los que están presentes en nuestro interior, aquellos que nos inquietan y nos preocupan[349]. Estos pensamientos muestran los puntos débiles del alma y las zonas por donde existe un mayor riesgo de que entren las enfermedades espirituales. Las formas de llevar a cabo esta manifestación son de lo más plural y variopinto, desde los que aconsejan hacerla cada hora hasta los que recomiendan hacerla una vez al día, e incluso algunos proponen tomar nota de ellos por escrito. En cualquier caso supone una gran atención y vigilancia para poder conocer lo que pasa en nuestro interior, de cara a no esconder ni olvidar nada, sino a hablar de ello con completa libertad[350]. Para llevar a cabo esta práctica es preciso vencer numerosas resistencias interiores, por el hecho de desnudarnos interiormente ante otra persona, la tentación de verla como una práctica inútil o considerar que hay otros medios más urgentes para nuestro crecimiento espiritual[351]. La manifestación de los pensamientos permite al maestro espiritual conocer mejor nuestro interior, realizar un más correcto diagnóstico y aconsejar las terapias que debemos adoptar, liberándonos de esta manera de nuestros propios errores e ilusiones, a los que tan proclives somos, ya que las pasiones tienen un firme apoyo en estos pensamientos escondidos dentro de nuestro corazón[352]. Así impedimos el reforzamiento de las pasiones existentes o la aparición de nuevas, porque sólo aquello que es expresado 120

(«verbalizado») puede ser curado[353], y lo que no se manifiesta en los pensamientos se vuelve enfermo o agrava la enfermedad, pues la persona que manifiesta sus pensamientos se siente liberada de la tiranía que ejercen sobre nosotros por medio de las inquietudes, las preocupaciones o las angustias[354]. Al maestro espiritual le corresponde recibir los pensamientos con simpatía y comprensión, mediante una escucha atenta y benévola, cargando con las dificultades que las otras personas le revelan y rezando por ellas[355]. Por parte del discípulo se exige una total confianza en el padre espiritual, haciendo caso de sus consejos. Para asegurar la eficacia de esta terapia es necesario además que haya una continuidad tanto personal (siempre al mismo maestro espiritual) como temporal (no dejar un lapso amplio de tiempo entre encuentro y encuentro). Esta manifestación de los pensamientos no se considera como un fin en sí misma, sino que está encaminada al combate contra los mismos. 3.2. Combate contra los pensamientos El combate contra los pensamientos ocupa un lugar central en la terapia espiritual porque cualquier acción, buena o mala, tiene su origen en los pensamientos (de hecho algunos Padres hablan de «pensamientos» para denominar a las pasiones). Esta lucha tiene una función preventiva, evitando males mayores que podrían sobrevenir si se dejan entrar los «malos pensamientos» en nuestro interior. Cualquier cambio que queramos realizar debe tener presentes los pensamientos, pues si se combaten sólo las manifestaciones exteriores de las pasiones, sin atacar su raíz, que son los pensamientos, la pasión continúa activa y sin duda volverá a aparecer de nuevo[356]. Es un combate muy dificultoso por los anclajes tan profundos que consiguen los pensamientos en nuestro interior, el carácter tan sutil que tienen y los engaños a los que nos someten[357]. Por eso es necesaria una estrategia clara y definida que pasa por el conocimiento exacto de cada uno de ellos, las maneras en que aparecen y se establecen y sus formas de actuación, así como los medios necesarios para combatirlos[358]. Los pensamientos tienen, según los Padres, un doble origen: las disposiciones y las predisposiciones. Las disposiciones son aquellas pasiones que tienen origen en nuestro interior (bien voluntaria o involuntariamente) por el mal uso de nuestras facultades[359]; las predisposiciones son las huellas o rastros que las pasiones dejan en nosotros y que mantienen su influencia por medio de la memoria y la imaginación, esta huella puede sobrevivir incluso mucho tiempo después de haber desaparecido la pasión. Sólo por la oración somos capaces de descubrir y desterrar de nuestro corazón algunos pensamientos escondidos o las huellas que nos han dejado[360]. La persona humana mantiene en todo momento su libertad de elección, bien cediendo a los pensamientos apasionados, bien rechazándolos, aunque este combate es más fácil en los inicios y más complejo y difícil en la medida en que dejemos actuar a los pensamientos en nuestro interior, sabiendo siempre que siguen continuamente un mismo 121

proceso[361]. En esta lucha contra los pensamientos hay dos actitudes que juegan un papel fundamental: la vigilancia (nêpsis)[362] y la atención[363], que si quieren ser eficaces deben ser realizadas de manera continua y centrarse en el corazón, pues es aquí donde nacen los pensamientos[364], de cara a discernir su naturaleza: si es bueno o indiferente se lo deja tranquilo, y si es malo se lo rechaza, bien directamente (algo aconsejable para los que comienzan) o bien mediante lo que los Padres denominan como actitud «antirrética» (=«discusión»), que consiste en oponer a los malos pensamientos otros pensamientos buenos basados en textos breves de la Escritura. Muchos pensamientos apasionados, a pesar de considerarlos eliminados de nuestro interior, vuelven a aparecer de nuevo. Por ello, para evitar caer en el desánimo, ya que la lucha es a muy largo plazo y progresiva, es necesario establecer asimismo una estrategia sistemática: comenzando por las dimensiones más exteriores de los pensamientos, hasta llegar a su núcleo y aquellos elementos de nuestro interior que los producen y permiten su crecimiento; de ahí la importancia de completar esta vigilancia y atención de los pensamientos con momentos de silencio, soledad y el reconocimiento de nuestros límites.

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Actualización 1) No deja de ser peculiar la preparación tan intensa (en tiempos, estudios, esfuerzos...) y las exigencias que hoy se requieren para llevar a cabo de manera competente ciertas funciones deportivas, profesionales o artísticas (por poner algunos ejemplos concretos) y la falta de exigencia, cuando no de seriedad y respeto, con que a veces tratamos las cuestiones relativas a la «ascética corporal». Es verdad que los abusos a los que se ha visto sometida esta ascesis han sido tantos y tan profundos, que quizá haya sido necesario un tiempo de desierto para poder recuperar su papel dentro de un sano crecimiento personal y espiritual. En primer lugar, puede ayudar, si es sabiamente utilizada, a estructurar a personas poco estructuradas, creando una serie de hábitos y rutinas saludables que animen en este sentido; en segundo lugar, nos enseña a ser capaces de asumir de manera constructiva la ascética de lo cotidiano (ruidos, agresividad, molestias), aquella que no depende en gran medida de nosotros y supone un alto grado de madurez; en tercer y último lugar, descubrir en estos acontecimientos negativos una dimensión profunda y espiritual no supone bendecirlos o endulzarlos para que puedan pasar mejor, sino enfrentarnos de manera creyente a ellos como un aspecto inevitable de toda realidad, que es la cruz, y en este sentido la ascética nos puede ayudar a ir preparándonos para vivir, de manera anticipada y gradual, esta unión con Jesucristo. 2) Uno de los elementos clave de toda terapia espiritual en la Antigüedad cristiana, el maestro/a espiritual, es justo uno de los que ha estado, y en algunos casos sigue estando, más en crisis en la actualidad, comenzando por la propia definición: «maestro/a», «director», «acompañante», «guía»... son algunas de las formulaciones más habituales, y en cada una de ellas hay una manera diferente de comprender su tarea; siguiendo por su papel con respecto a la persona que acompaña: más o menos directivo, centrándose sólo en lo espiritual o en conexión con lo psicológico, dejando a los creyentes su búsqueda u obligando a su uso, y concluyendo por verlo como algo absolutamente necesario o simplemente útil en algunas ocasiones. Las malas prácticas y abusos que se pudieron haber cometido con anterioridad (manipulación de las conciencias, obediencias absurdas, control institucional...) pueden explicar en parte la poca presencia, o incluso su desaparición, en muchos recorridos creyentes, aunque no la justifica, ya que nos coloca ante una especie de orfandad espiritual y un «apáñatelas como puedas» que nunca puede ser bueno en este campo, precisamente en una época en la que somos más conscientes de los posibles autoengaños e influjo de los medios de comunicación social, así como la necesidad de un seguimiento personal para complementar (y profundizar) en los medios de acompañamiento comunitario (revisiones, celebraciones, encuentros...), sobre todo en procesos a medio y largo plazo. Es verdad que el planteamiento de los Padres puede parecernos 123

excesivamente unidireccional, jerárquico y autoritario (del maestro/a al discípulo/a), pero el cariño, compasión y preocupación del anciano (con su paciencia y dulzura correspondientes) servían de sano complemento a estas tendencias, y la relación tan estrecha que se establecía entre ambos indica una gran profundidad y calidad en sus maneras de entender la «dirección espiritual». 3) La manifestación de los pensamientos, al igual que la lucha contra ellos, nos coloca en un terreno intermedio entre la confesión y la psicología que puede tener numerosas ventajas para nuestra vida espiritual porque nos sitúa ante nuestro interior de una manera no tan condicionada sacramentalmente ni tan marcada por los mecanismos de toda terapia psicológica, dejando lugar a que Dios actúe por medio de nuestras más íntimas convicciones. Debemos recordar, además, que el modo de contarnos nuestra vida determina en gran medida nuestros sentimientos, así como la importancia de las narrativas vitales de cara a la configuración de nuestra identidad personal: recreando nuestro pasado desde unos determinados modelos, dando sentido a nuestro presente y marcando nuestras expectativas existenciales y nuestro futuro. De ahí la necesidad de purificar estos pensamientos profundos para que no se conviertan en una rémora que nos impida crecer (dejando que lo inconsciente nos controle), sino dejarlos aflorar y verbalizarlos, para así poder trabajarlos con posterioridad, algo que podemos descubrir, al menos germinalmente, en la expresión «de pensamiento, palabra, obra y omisión», donde se establece una estrecha conexión entre cada uno de estos cuatro elementos.

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Capítulo 12 Síntomas de haber recobrado la salud

Toda curación tiene unos signos visibles de mejoría, síntomas, por los que podemos descubrir que la persona enferma ha recuperado la salud, que la terapia ha sido eficaz y la enfermedad no continúa actuando todavía. En el caso de las enfermedades espirituales, hay una coincidencia en considerar la paz interior (impasibilidad, aspecto especialmente destacado por los Padres del desierto), el amor y el conocimiento de Dios (dimensión que resalta sobre todo Evagrio Póntico) como los tres síntomas fundamentales para descubrir si nos encontramos ante una sanidad integral o sólo ante una leve mejoría. Añaden además que, para cerciorarnos de que la salud es la adecuada, deben estar presentes los tres síntomas juntos (y no sólo uno o dos) y que deben actuar de manera armónica, no predominando ninguno sobre los otros, aunque nuestro descubrimiento habitualmente sea de manera parcial (primero uno, luego los otros), estando cada síntoma al servicio del siguiente, en una especie de circularidad dinámica[365].

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1. Paz interior (impasibilidad) La paz interior[366] es el síntoma más visible de la ausencia de pasiones y la posesión de las virtudes. No se trata de una situación momentánea, sino de un estado permanente, por lo que hay que tener cuidado para distinguir esta paz verdadera de ciertos estados de tranquilidad que se producen en personas que creen haber eliminado sus pasiones, porque están dominadas por la vanagloria o el orgullo. Va siempre acompañada de humildad y conocimiento de las propias carencias[367]. Esta paz interior supone, asimismo, no sólo la eliminación de cualquier pasión, sino de todo pensamiento apasionado; aunque la impasibilidad no lleva consigo la ausencia de tentaciones o pasiones, que continuarán hasta la muerte, sino que se posee la fuerza, recibida de Dios, de resistirse a ellas. Más que la muerte de las pasiones debemos hablar de la muerte del ser humano a las pasiones, una muerte que lleva consigo la indiferencia y despreocupación por las cosas del mundo, lo cual no significa insensibilidad, sino relacionarse con ellas en su auténtico sentido y razón, y no en función de nuestros deseos apasionados[368]. Los Padres consideran esta paz interior como el final del proceso de conversión y el momento en el que la persona es consciente de su salud espiritual y se reencuentra con su verdadero ser, algunos de cuyos síntomas más evidentes son la concordia y unidad entre todas las sensaciones, pensamientos y facultades humanas (antes divididas y enfrentadas), la profunda armonía que reina en nuestro interior, y una libertad tan verdadera que se vuelve espontáneamente al bien y al espíritu. Por ella empezamos a adquirir la semejanza con Dios, accediendo al amor perfecto y el conocimiento pleno, dimensiones ambas que no pueden ser conseguidas sin la impasibilidad. Sin embargo, aunque la paz interior es fuente del conocimiento pleno de Dios, no es más que indirectamente, pues es de la caridad de donde procede este conocimiento.

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2. Caridad/amor[369] Los Padres emplean diversos términos para hablar de este amor/caridad. Aunque el predominante suele ser agapê (caritas), utilizado indistintamente para el amor a Dios y al prójimo, también utilizan la palabra erôs (dilectio), con la finalidad de expresar una mayor intensidad y ardor, a las que habría que añadir «deseo ardiente» (póthos) y, sobre todo, «praxis», muy utilizada en el monacato. El amor no sólo constituye la esencia de la vida cristiana, sino que representa el primer y más grande mandamiento, la principal virtud y la suma de todas, el fin y la perfección de toda praxis cristiana[370]. La división que los Padres suelen hacer entre amor a sí mismo, amor al prójimo y amor a Dios responde más a motivos pedagógicos que reales, pues ninguna de estas dimensiones puede vivirse de manera autónoma, sino interrelacional, ya que responde a una de las características del amor/caridad: su capacidad unitiva, y el amor auténticamente cristiano es aquel capaz de vivir las tres al unísono. La caridad como amor espiritual a sí mismo reconoce que quien ama de verdad a Dios se ama a sí mismo, y el amarse a sí mismo en cuanto imagen de Dios es amar a Dios, que ambos amores se implican recíprocamente, pues en el fondo sólo se puede amar a sí mismo/a en cuanto persona creada a imagen de Dios y llamada a ser semejante a Dios. Este amor espiritual es además una de las claves del auténtico amor al prójimo porque, al no estar viciado por ningún elemento pasional, permite ver al prójimo como alguien que participa de la misma naturaleza de hijo de Dios. La caridad como amor hacia el prójimo puede ser definida brevemente como el amor a todos los seres humanos sin excepción y de igual manera[371]. Consiste, pues, en amar al prójimo en Dios (en cuanto imagen y semejanza suya), pero al mismo tiempo amar a Dios en el prójimo[372]. Que el amor al prójimo adquiera todo su valor en relación al amor de Dios[373], que ordena y orienta este amor en la dirección adecuada, no significa que el amor al prójimo quede disuelto en el amor a Dios, pues ambos amores son necesarios, indisociables y no pueden reducirse uno al otro[374]. Fundamento de este amor al prójimo es el amor previo de Dios[375], que ama a todos los seres humanos sin excepción y de igual manera. Expresiones privilegiadas de este amor al prójimo son la ayuda desinteresada (no sólo de las necesidades materiales, sino también de las espirituales), la benevolencia, la dulzura, la solidaridad y la compasión, aunque se puede resumir en dos mandamientos: no hacer al prójimo lo que no queremos que nos hagan a nosotros y hacerle lo que quisiéramos que se nos hiciera[376]. La caridad como amor a Dios no puede ser reducida a ninguna facultad humana particular, sino que hace intervenir a la totalidad del ser humano[377], se expresa no sólo en palabras y pensamientos, sino también en obras, cumpliendo su voluntad y practicando sus mandamientos. Incluso podríamos llegar a decir que el amor de Dios aparece como una consecuencia del amor al prójimo en la medida en que este no es posible si no está precedido por el otro[378], como expresa con esta sugerente comparación uno de los 127

grandes espirituales del Oriente cristiano: «Suponed un círculo. Imaginad que este círculo es el mundo, el centro del círculo, Dios, y los radios, las diferentes vías o maneras de vivir los seres humanos. Cuando los santos, deseando acercarse a Dios, caminan hacia la mitad del círculo, en la medida en que penetran en el interior, ellos se acercan los unos a los otros al mismo tiempo que a Dios, y cuanto más se aproximan unos a otros más se acercan a Dios. Y lo mismo sucede en sentido inverso: cuando se alejan de Dios para retirarse hacia el exterior. Es evidente, pues, que cuanto más se alejan de Dios, más se alejan unos de otros, y que cuanto más se alejan unos de otros, más se alejan de Dios. Así es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos en el exterior y que no amamos a Dios, en la misma medida nos hemos alejado del prójimo. Pero si nosotros amamos a Dios, cuanto más nos aproximamos a Dios por la caridad hacia Él, tanto más estamos unidos por la caridad al prójimo; cuanto más estamos unidos al prójimo, tanto más lo estamos a Dios»[379].

Aunque los Padres sitúan la caridad como término de la existencia creyente y fruto del esfuerzo de toda una vida, ya que nadie es capaz de amar a Dios y al prójimo sino después de un largo esfuerzo, no olvidan que la caridad es un don de Dios al que el ser humano debe abrir toda su existencia, para ser digno de recibirlo[380]. De ahí la importancia de la oración, que hace crecer y fortifica este amor, al tiempo que lo hace visible y manifiesto, en una especie de unidad indisoluble, hasta tal punto que se puede definir el amor por la oración pura y continua y la oración como el criterio de la caridad, pues permite que el amor permanezca a pesar de las dificultades[381]. La caridad nos permite recuperar nuestra sanidad integral, de modo que volvemos a manifestar de nuevo y plenamente la imagen divina sobre la que hemos sido creados[382]. De este modo convergen de manera creativa y enriquecedora nuestros deseos y nuestro amor, que hasta ahora habían estado separados, y como la caridad implica toda la persona, se produce asimismo la conversión de todas nuestras facultades y potencias, que quedan orientadas hacia su auténtico fin y sentido. Esta dimensión terapéutica del amor/caridad no sólo se lleva a cabo sobre cada persona humana en particular, sino sobre el conjunto de la comunidad humana, pues la caridad convierte a cada miembro en solidarios los unos de los otros, poniendo fin a las divisiones, rivalidades y disputas, estableciendo la armonía querida por Dios, acompañada de una paz profunda, ya que todos los seres humanos se reúnen de nuevo en un solo cuerpo, volviéndonos semejantes a Dios y participando de su condición divina[383].

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3. Conocimiento y contemplación espirituales[384] El conocimiento y contemplación espirituales tienen en los Padres de la Iglesia la particularidad de estar basados en la praxis (amor)[385], en conexión con el ámbito de la «sabiduría» (no se trata de un conocimiento teórico sino experiencial) y ser diferentes al conocimiento de las cosas mundanas[386], al que consideran como «conocimiento simple», pseudoconocimiento o conocimiento imaginario, cuyo objeto son los fantasmas o fantasías que nuestra propia razón produce. Este conocimiento espiritual se opone asimismo a los trabajos de nuestra inteligencia, porque no es fruto ni del estudio ni de la especulación intelectual, considerados en muchas ocasiones por los Padres como un impedimento para adquirir esta sabiduría espiritual[387], no supone ningún conocimiento previo ni está reservada a los iniciados, cuya preocupación por sus propias capacidades intelectuales les hace quedarse a menudo en el campo del pseudoconocimiento[388]. Afecta a la totalidad del ser humano, especialmente a su núcleo, el corazón-espíritu, que debe despojarse-desnudarse de todo lo que no sea necesario para un auténtico conocimiento y contemplación de Dios[389]. El conocimiento espiritual es además un conocimiento intuitivo, lo que pone al ser humano directamente en contacto con lo que conoce, y se basa en una experiencia global o totalizante, no dejándose llevar por las apariencias, sino descubriendo a Dios y su Reino en el interior de los acontecimientos y las personas. Los Padres diferencian dentro del conocimiento y contemplación espiritual dos grados: un grado inferior, que denominan «contemplación natural» y el grado superior, que sería la contemplación y conocimiento de Dios (teología)[390]. El conocimiento y contemplación natural consiste en el conocimiento y contemplación de las razones espirituales profundas (logoi) de las creaturas, es decir, el sentido profundo de su existencia[391], las marcas que el Creador ha dejado en cada una de ellas[392], de manera que podemos percibir a Dios a través de la creación[393]. Por este conocimiento natural nuestra inteligencia recupera su salud y ejerce de manera natural su función: conocer y contemplar a Dios en los seres creados y a los seres creados en Dios, dando gloria a Dios mediante el encuentro con cada ser[394], sirviendo de lazo entre el mundo material y el espiritual[395]. Asimismo, por este conocimiento accedemos al verdadero conocimiento y contemplación del prójimo y de nosotros mismos, y a conocer las obras que Dios ha realizado en cada uno de nosotros y en las demás creaturas (economía de salvación). Este conocimiento es de carácter parcial e incompleto[396], por lo que no debemos quedarnos en él, por muy atrayente que sea, sino elevarnos hasta otro conocimiento más profundo de Dios, como Trinidad, algo que sólo nos ofrece la teología[397] o contemplación (visión) de Dios[398]. A pesar de que este conocimiento de Dios se produce por el Espíritu[399], y no por nuestras propias facultades, y además de manera 129

absolutamente gratuita, hay que admitir que todas nuestras facultades participan en cierta manera de este conocimiento y contemplación de Dios[400], pues han sido transfiguradas y transformadas por el Espíritu, permitiéndonos acceder a otro modo de existencia y conocimiento al que los Padres denominan «visión» de Dios, para diferenciarlo del conocimiento natural[401], y es en gran medida incomprensible e inexpresable para el ser humano[402]. Por eso la oración está llamada a convertirse en la llave de todo conocimiento de Dios[403].

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Actualización 1) Como en muchos otros aspectos, la visión de la salud que tienen los Padres de la Iglesia es holística e integral, es decir, afecta a la totalidad del ser humano, no quedando reducida a una sola de sus dimensiones: mientras la paz interior supone el síntoma más claro de salud en las facultades relativas a la acción, el amor/caridad tiene la misma función con respecto al mundo de los deseos, y la contemplación expresa de manera evidente esta curación en el campo del conocimiento. Pero es holística además en el sentido de que la salud se reconoce cuando estos tres síntomas se dan conjuntamente, y no por separado, pues una auténtica paz interior no puede producirse, en una perspectiva creyente, si falta el amor, y lo mismo podemos decir de la contemplación o de la caridad. De esta manera los Padres se mantienen alejados de visiones reductivas de la salud, en las que el ser humano consigue crecer ampliamente en una dimensión de su personalidad, pero a costa de reducir el resto, o una descompensación entre unos aspectos y otros, siendo la armonía un criterio de discernimiento de una auténtica curación. En cada uno de los tres síntomas (paz interior, caridad/amor y conocimiento/visión de Dios) habría que diferenciar, asimismo, entre una dimensión receptiva, que el ser humano acoge con humildad, y una dimensión activa, capaz de servir de humus o espacio de crecimiento, ambas perfectamente conjuntadas. Esto supone plantear esta tarea no como algo realizado, sino por realizar, que afecta al ser humano a lo largo de toda su existencia; de ahí, por un lado, la paciencia que debemos tener con nosotros mismos al tiempo que el reconocimiento de nuestros propios límites y posibilidades. 2) La paz interior, fruto del amor y del conocimiento de nuestra auténtica naturaleza, tiene en los Padres una triple perspectiva: por un lado supone una pacificación de la propia persona, capaz de perdonarse a sí misma porque antes se ha sentido perdonada por Dios, donde las diferentes facultades están en paz unas con otras en una perfecta colaboración. Por otro lado supone la paz de unas personas con otras, con la eliminación de todos aquellos factores que rompen la armonía social (en cuya raíz se encuentran sin duda las pasiones, pero que en este caso tiene un claro componente social y estructural) y la potenciación de aquellos elementos que nos ayudan a crecer en dirección a nuestra auténtica vocación (hijos/as de Dios). Y, por último, esta paz tiene una inevitable expresión cósmica, por la que el ser humano está llamado a vivir en paz con el mundo que le rodea, no llevando a cabo acciones que puedan destruirlo, pues la creación nos ha sido encomendada no sólo para cuidarla, sino para orientarla y transformarla en ofrenda agradable a Dios (eucaristía del mundo). De ahí que virtudes como la paciencia o la dulzura se conviertan para los Padres en la máxima expresión de esta paz interior, en evidente contraste sin duda con la prioridad que virtudes más «activistas» (solidaridad, compromiso) tienen dentro de nuestra cultura actual, quizá por no haber sabido 131

descubrir el componente de resistencia, confianza y equilibrio que habitan en el interior de estas virtudes, devaluadas por un uso ideológico y sesgado a través de los siglos y convertidas en sinónimos de resignación, pasividad y absentismo. Dejar que la paciencia y la dulzura complementen nuestras expresiones de paz ayudaría sin duda a destensar muchas de nuestras búsquedas, liberándonos de agobios y obsesiones, redescubriendo la alegría y sorpresa que rodean las parábolas del Evangelio. 3) El concepto de logos, como «razón profunda de los seres creados», con una evidente tradición dentro de la filosofía estoica (donde el logos significaría el sentido, el orden y la razón del mundo) pero estrechamente conectada con la idea de Jesucristo Logos de Dios (en el sentido de Palabra y Razón), puede ayudarnos a plantear una visión ecológica creyente de la creación que tendría como eje el hecho de que todas las creaturas habrían sido creadas «según el Logos», es decir, por medio de Jesucristo y acorde a su voluntad. Mientras la teología occidental, excesivamente preocupada quizá por evitar una visión panteísta de la creación, ha resaltado tanto la distancia entre Dios y las creaturas que ha servido de plataforma ideológica para la aparición de ciencias y técnicas experimentales donde lo prioritario no se encuentra en la búsqueda de su sentido sino en su utilidad (pragmatismo), la espiritualidad oriental podría ayudarnos a recuperar esta visión en profundidad de los seres creados, donde la vocación del ser humano no se centraría en su exploración y explotación (que en el fondo se quedan en lo superficial y exterior, cuando no en la simple manipulación), sino en saber descubrir el sentido-orden para el que han sido creados (algo mucho más profundo, armónico y bello), pues sólo si se integran en esta dinámica pueden completar su «vocación» y los seres humanos realizarnos plenamente como personas. No se trata de eliminar la distancia entre los seres humanos y el resto de la creación, sino de saber descubrir en esta tarea de cuidado de la creación una de las expresiones más excelsas de nuestra vocación «sacerdotal». Ni que decir tiene que esta visión afectaría, asimismo y de manera radical, a nuestras prácticas e ideologías relativas al mundo del trabajo, claramente contaminadas por un concepto abusivo y explotador de la creación y del prójimo, pues en ambos casos se da una estrecha relación de correspondencia.

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Bibliografía

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Índice Introducción Capítulo 1 Breve recorrido histórico por el mundo de la salud 1. La salud/enfermedad en el Antiguo Testamento 2. Jesús trae la salud/salvación con el Reino[13] 3. Cristo, médico en los Padres de la Iglesia Actualización Capítulo 2 Presupuestos antropológicos y teológicos para comprender la enfermedad en los Padres de la Iglesia 1. Presupuestos antropológicos 2. Presupuestos teológicos[50] Actualización Capítulo 3 Origen de las enfermedades: patología del ser humano caído 1. Patologías del conocimiento 2. Patologías del deseo 3. Patologías de la acción Actualización Capítulo 4 Enfermedades corporales, psíquicas y espirituales 1. Enfermedades del cuerpo[87] 2. Enfermedades psíquicas[89] 3. Enfermedades espirituales (=pasiones)[94] Actualización Capítulo 5 Las pasiones (I). Las más cercanas al cuerpo 135

1. Gula 2. Lujuria 3. Amor al dinero y deseo de tener más Actualización Capítulo 6 Las pasiones (II). Las más cercanas al alma 1. Tristeza 2. Acedía 3. Cólera (ira) 4. Temor Actualización Capítulo 7 Pasiones (III). Las más cercanas al espíritu 1. Vanagloria 2. Orgullo Actualización Capítulo 8 Terapia de las pasiones (I). Pasiones relativas al cuerpo 1. Terapia general: conversión 2. Terapia de la gula: la templanza[230] 3. Terapia de la lujuria: castidad[233] 4. Terapia del amor al dinero y del deseo de tener más: desprendimiento y limosna[240] Actualización Capítulo 9 Terapia de las pasiones (II). Pasiones relativas al alma 1. Terapia de la tristeza-pasión: tristeza según Dios (duelo, compunción)[259] 2. Terapia de la acedía: perseverancia 136

3. Terapia de la cólera: dulzura y paciencia 4. Terapia del temor: temor de Dios Actualización Capítulo 10 Terapia de las pasiones (III). Pasiones relativas al espíritu 1. Terapia de la vanagloria: humildad 2. Terapia del orgullo: humildad Actualización Capítulo 11 Terapias auxiliares 1. Ascesis corporal 2. Padre/madre, anciano/a o maestro/a espiritual[336] 3. Manifestación y combate contra los pensamientos Actualización Capítulo 12 Síntomas de haber recobrado la salud 1. Paz interior (impasibilidad) 2. Caridad/amor[369] 3. Conocimiento y contemplación espirituales[384] Actualización Bibliografía

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JUAN CLÍMACO, La escala espiritual o escala del paraíso, Monte Casino, Zamora 19892. LARCHET J. C., Théologie de la maladie, Cerf, París 1994; Thérapeutique des maladies mentales. L’expérience de l’Orient chrétien des premiers siècles, Cerf, París 1992; Thérapeutique des maladies spirituelles. Une introduction à la tradition ascétique de l’Église orthodoxe, Cerf, París 20004. MÁXIMO EL CONFESOR, Tratados espirituales: Diálogo ascético, Centurias sobre la caridad, Interpretación del padrenuestro, Ciudad Nueva, Madrid 1997. NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, Ciudad Nueva, Madrid 1994. PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres I-II, Apostolado Mariano, Sevilla 1991. PAGOLA J. A., Modelo cristológico de la salud. Acercamiento a la experiencia de salud en Jesús, Labor Hospitalaria 219 (1991) 23-29. RUPNIK M. I., Decir el hombre. Icono del Creador, revelación del amor, PPC, Madrid 2000. SAINT-EXUPÉRY A. DE, El Principito, Alianza-Emecé, Madrid-Buenos Aires 20026. SPIDLIK T., La espiritualidad del Oriente cristiano. Manual sistemático, Monte Carmelo, Burgos 2004. 10. Terapia de las pasiones (III). Pasiones

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[1]

J. GARRIDO, Ni santo ni mediocre. Ideal cristiano y condición humana, Verbo Divino, Estella (Navarra) 19985, 7-8. [2] Esto no significa que no se deba reconocer el imprescindible papel de la psicología como instrumento de conocimiento y terapia personal e interpersonal, así como el diálogo que el cristianismo debe mantener con otras religiones, sino evitar la difuminación de lo espiritual en lo psicológico o de lo cristiano en lo religioso. [3] Seguiremos el esquema tradicional que tiene su origen en Evagrio Póntico (Tratado práctico, 5), añadiendo el temor, que aparece en otros maestros espirituales y sirve de conexión entre la cólera y la acedía. [4] Tanto el título del libro como el esquema que sigo a lo largo del mismo (diagnóstico, terapia, síntomas de haber recuperado la salud), así como muchas de las ideas que aparecen a lo largo de este escrito han sido tomadas de J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles. Une introduction à la tradition ascétique de l’Église orthodoxe, Cerf, París 20004, el cual a su vez las ha recogido de otros maestros espirituales y de I. Hausherr, y no vienen a ser sino el esquema tradicional de las terapias de todo tipo. [5] LEÓN FELIPE, Versos y oraciones de caminante. Prologuillos I, en Poesías completas, Visor, Madrid 2004, 61. [6] JUAN CLÍMACO, Escalera espiritual XXVI, 140. [7] De la relación con Asclepio procede, por ejemplo, la serpiente enroscada que señalan nuestras farmacias. [8] «Yo soy el Señor que te cura» (Éx 15,26, cf 2Re 5,7). [9] «Porque Él hiere, pero venda la herida, golpea, pero cura con su mano» (Job 5,18). [10] Esta asociación de pecado y enfermedad todavía estaba presente en tiempo de Jesús: «Mientras caminaba, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos, al verlo, le preguntaron: “Maestro, ¿por qué nació ciego este hombre? ¿Fue por un pecado suyo o de sus padres?”» (Jn 9,1-2). [11] Cf Sal 38; 51 y 88, entre otros. [12] Así lo podemos ver en Is 6,9-10 (que será retomada posteriormente por Mt 13,14): «Dijo [Dios]: “Ve y di a este pueblo: Por más que escuchéis, no entenderéis; por más que miréis no comprenderéis. Endurece el corazón de este pueblo, tapa sus oídos, ciega sus ojos, no sea que sus ojos vean, sus oídos oigan y su corazón entienda, y se convierta y sane”». [13] Para este apartado son muy interesantes las aportaciones de J. A. PAGOLA, Modelo cristológico de la salud. Acercamiento a la experiencia de salud en Jesús, Labor Hospitalaria 219 (1991) 23-29, en las que me he basado en gran medida. [14] Esta pluralidad de sentidos no pasa con los otros tres verbos que se emplean en contextos de curación (therapeuô, iáomai y hygiaínô), que expresan una curación más corporal, habitualmente en estrecha relación con muchos de los milagros realizados por Jesús, cf F. GRABER-D. MÜLLER, Salud, curación, en L. COENEN-E. BEYRUTHER-H. BIETENHARD (eds.), Diccionario teológico del Nuevo Testamento IV, Sígueme, Salamanca 1984, 136-143. [15] Cf Mt 1,21 («[María] dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados») y He 4,12 («nadie más que él [Jesús] puede salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los seres humanos la salvación sobre la tierra»). [16] Cf Mt 8,16-17: «Al atardecer le trajeron muchos endemoniados; expulsó a los espíritus con su palabra y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”»; Lc 4,18-23: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor». Sobre esta cuestión existe un espléndido artículo de M. GESTEIRA, “Christus medicus”. Jesús ante el problema del mal, Revista Española de Teología 51 (1991) 253-300. [17] Para una correcta comprensión de este tema son muy sugerentes las aportaciones de E. ESTÉVEZ LÓPEZ, El poder de una mujer creyente. Cuerpo, identidad y discipulado en Mc 5,24b-34, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2003, 89-144. [18] Sin embargo, los evangelios muestran la utilización de la saliva, en Mc 7,33 y 8,23. [19] «Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos», dice Lc 6,19. Y más adelante, en He 10,38, expresa la conexión que existe entre esta fuerza y el Espíritu: «A Jesús de Nazaret Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». [20] Cf Mc 3,5: curación del hombre con la mano atrofiada, y Lc 17,11-19: curación de los diez leprosos. [21] Cf Mc 5,23: «Mi niña está agonizando; ven a poner las manos sobre ella para que se cure y viva», y Lc 13,13: «Le impuso las manos» a la mujer curada en sábado. [22] Para este «amor compasivo» los evangelios tienen una palabra especial, «tener compasión»,

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splanchnízomai: cf Mc 1,40-45 (curación de un leproso) y Mt 20,29-34 (curación de dos ciegos). [23] Como podemos descubrir en la cita de Mt 8,16-17: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades», citando a Isaías 53,4. [24] «Si escuchas la voz del Señor tu Dios, si haces lo que él considera justo, obedeces sus mandatos y observas todas sus leyes, no enviaré sobre ti ninguna de las plagas con que castigué a los egipcios» (Éx 15,26). [25] Estos sumarios vienen a ser una especie de resumen esquemático y estándar que concluye un apartado, sirviendo al mismo tiempo de engarce con el siguiente. Así lo vemos en Mt 4,23; 9,35; Mc 1,39; 3,10-12; Lc 4,1415; 6,17-19... [26] «El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido», dice Lc 19,10. O, en clave joánica: «Yo he venido para que tengan vida (zôên), y vida en abundancia» (Jn 10,10). El evangelio de Juan diferencia entre bíos, para referirse a la «vida natural», y zôê, «vida plena». [27] «E. Schillebeeckx insiste con razón en la dimensión no tanto cuantitativa como cualitativa de las curaciones de Jesús, que acierta a bajar a ese terreno profundo donde todo ser humano es igual a otro ser humano. Porque los hombres podrán ser distintos por la raza o la nacionalidad, por sus características físicas o antropométricas, por su cultura o su situación social, pero existe una igualdad universal en el dolor y en la alegría, en la enfermedad y la muerte. Pues bien, es ahí en ese nivel hondo –hondo a la par que universal– del bien y del mal, del gozo y de la dolencia humana, en el que Jesús acierta a situarse como salvador» (M. GESTEIRA, a.c., 277). [28] Interesante en este sentido de integral es Jn 7,23: «Se circuncida a una persona en sábado para no quebrantar la ley de Moisés, ¿y os irritáis contra mí porque he curado a una persona por completo en sábado?». [29] Le dice a la mujer con flujos de sangre: «Tu fe te ha sanado. Vete en paz» (Mc 5,34). [30] De ahí las exhortaciones evangélicas como «no andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido?» (Mt 6,25). [31] «No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar la vida; temed si acaso al que puede acabar con vida y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,29). [32] «Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,35). [33] «Yo doy mi vida voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18). [34] TERTULIANO, Sobre la resurrección, 8. [35] Ya a comienzos del siglo II, Ignacio de Antioquía escribe: «Hay un único médico, carnal y espiritual, engendrado e inengendrado, venido en carne, Dios, vida verdadera en la muerte; nacido de María y nacido de Dios, nuestro Señor» (A los efesios VII, 2). Y a finales de ese mismo siglo, Clemente de Alejandría dirá más tarde: «Jesús es el único Médico de nuestras heridas» (Quod dives salvetur, 29). En A Diogneto IX, 6 encontramos la siguiente expresión: «Así pues, habiéndonos Dios convencido en el tiempo pasado de la imposibilidad por parte de nuestra naturaleza de alcanzar la vida, y habiéndonos mostrado ahora el Salvador que puede salvar aun lo imposible, por ambos lados quiso que tuviéramos fe en su bondad, y lo miráramos como a nuestro sustentador, padre, maestro, consejero, médico, inteligencia, luz, honor, gloria, fuerza, vida, y no andemos preocupados por el vestido y la comida». Y a finales del siglo IV, Gregorio de Nisa llegará a decir: «El verdadero médico de las enfermedades del alma que, a causa de los que estaban enfermos, ha tomado parte en la vida de los seres humanos, suprime la causa del mal para llevarnos a la vida plena» (Homilía sobre el padrenuestro IV, 2). [36] CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis bautismal, XII, 7.8. [37] JUAN DAMASCENO, Exposición correcta de la fe ortodoxa III, 18. [38] «Jesús es según los judíos Salvador, pero según la lengua griega médico» (CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. baut. X, 13). [39] Cf A. ORBE, Parábolas evangélicas en san Ireneo I, BAC, Madrid 1972, 125, n. 90. [40] «Cristo ha salido de la tumba; habéis sido liberados de las cadenas del pecado; las puertas del infierno se han abierto y el dominio de la muerte ha sido destruido; el antiguo Adán ha sido relegado y el nuevo se ha completado..., una nueva creatura ha nacido en Cristo. En Cristo resucitado el ser humano ha llegado a la vida y es por Dios que vive (cf Rom 6,8-10)» (GREGORIO DE NACIANZO, Disc. XLV, 1). [41] «[Jesucristo] debería haber padecido muchas veces desde la creación del mundo, siendo así que le bastó con manifestarse una sola vez, al fin de los siglos, para destruir el pecado con su sacrificio» (Heb 9,26). [42] Sobre los abusos de la medicina moderna en este campo, cf I. ILLICH, Némesis médica. La expropiación de la salud, Barral Editores, Barcelona, 1975. [43] Para una visión más de conjunto son muy útiles M. I. RUPNIK, Decir el hombre. Icono del Creador, revelación del amor, PPC, Madrid 2000, y O. CLÉMENT, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983. [44] IRENEO DE LYON, Adv. haer. V, 6, 1. [45] MÁXIMO EL CONFESOR, Cart. XII: PG 91, 488 CD.

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[46]

«El alma está unida al cuerpo de una manera inefable e incomprensible, en una fusión sin mezcla ni confusión» (SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO, Cap. teol. gnost. y práct. II,13). De nuevo vuelven a aplicarse a la reflexión sobre el ser humano conceptos y afirmaciones nacidos en el ámbito de la cristología. [47] DIADOCO DE FÓTICE, Obras completas, Ciudad Nueva, Madrid 1999, 148 (Capítulos gnósticos, 94): «Del mismo modo que la cera que no ha sido calentada o ablandada por largo tiempo no puede recibir la marca del sello, así sucede con la persona humana; si no ha sido probada por esfuerzos y debilidades, no puede contener el sello de la virtud de Dios». [48] «Que el Dios de la paz os santifique plenamente y que todo vuestro ser, el espíritu [pneûma], el alma [psychê] y el cuerpo [sôma], se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Tes 5,23). Este texto ha sido uno de los más utilizados por los Padres de la Iglesia para defender el modelo tricotómico. [49] Mientras el primer modelo (dicotómico) tiene un fuerte influjo platónico, aunque corregido, en el modelo tricotómico se muestran más evidentes las conexiones con el pensamiento aristotélico. [50] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles. Une introduction à la tradition ascétique de l’Église orthodoxe, Cerf, París 2000, 17-48. [51] «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). [52] «Yo he dicho: “Vosotros sois todos dioses”» (Sal 81,6). [53] «Sed santos como Yo soy santo» (Lev 20,26) y «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). [54] BASILIO DE CESAREA, Homélies sur l’origine de l’homme I,16, Cerf, París 1970 (Sources chrétiennes, 160). También expresa una idea muy parecida un íntimo amigo de san Basilio: «El alma poseerá el objeto de su esperanza como el precio de su virtud y no solamente como un don de Dios... Un bien que no es solamente una semilla confiada a la naturaleza, sino que es también objeto de una cultura que depende de nuestra voluntad» (GREGORIO DE NACIANZO, Disc. II, 17). [55] «No se infiere ninguna injuria al Creador afirmar que en nosotros hay ciertas pasiones naturales. Al decir que estos movimientos los ha puesto la Providencia en nuestra naturaleza, no por eso hemos de tener a Dios por culpable. El abuso procede sólo de nuestra propia malicia, cuando preferimos desviarlos de su recto fin, imprimiéndoles una dirección torcida, hacia usos perjudiciales» (JUAN CASIANO, Instituciones, Rialp, Madrid 1957, VII, 4, citado desde ahora como Inst. cenob.). [56] «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). [57] Para describir esta relación los Padres emplean una palabra, parrêsía, que procede del ámbito político, ya que designaba en la Grecia clásica el derecho de los ciudadanos a hablar libremente en la asamblea (a diferencia de la mujer, el extranjero y el esclavo); en el lenguaje cotidiano significaba la confianza entre compañeros y amigos; los LXX se acercan más a este segundo sentido, mientras que el Nuevo Testamento mantiene una multiplicidad de significados que va desde la acción de hablar libremente en público, hasta la confianza y familiaridad, pasando por audacia y atrevimiento (cf Mc 8,2; Jn 17,4; He 2,29; 2Cor 3,12...), sentidos que se mantienen posteriormente en los Padres de la Iglesia, cf P. MIQUEL, v. Parréshia, en Dictionnaire de Spiritualité XII/1 (citado desde ahora como DSp), Beauchesne, París 1986, cols. 260-267. [58] «Porque aquellos que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). [59] «Imagen perfecta del Dios invisible» (Col 1,15), «resplandor de su gloria e impronta de su ser» (Heb 1,3), «en el que habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). [60] NICOLÁS CABASILAS, La vida en Cristo VI, 91-93. Afirmaciones que deben ser completadas por las realizadas por otro gran teólogo ortodoxo, Máximo el Confesor: «He aquí el proyecto que Dios concibió antes incluso de la creación de los seres... Así la recapitulación en Dios de toda criatura se revela como el término de la acción providencial de Dios de la que los seres se benefician. El Verbo, Dios por esencia, se hizo ser humano y se convirtió en anunciador de esta voluntad divina. Hizo aparecer el fondo más íntimo del amor del Padre e hizo ver en Él el fin por el que todas las creaturas fueron creadas. Además, es por Cristo, es decir, por el misterio crístico, que el tiempo y lo que contiene recorren, en Cristo, su comienzo y su fin» (Hom. sobre la Epifanía), donde conecta Ef 1,4-5 («Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor él nos destinó de antemano conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo») con Rom 8,29 («porque a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos»), para que Cristo pueda llegar a ser «todo en todos» (Col 3,11). [61] «Para que, evitando la corrupción que las pasiones han introducido en el mundo, os hagáis partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). [62] «Hasta que seamos seres humanos perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo» (Ef 4,13);

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«a ver si conseguimos que todos alcancen plena madurez en su vida cristiana» (Heb 10,14); «de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna» (Sant 1,4). [63] Dentro del cristianismo oriental la tradición asiática primitiva (san Ireneo, san Justino...) mantiene un esquema todavía más histórico, al considerar que la creación corresponde al período «infantil» del ser humano, que llegará a su madurez con Cristo. La tradición alejandrina (Clemente, Orígenes, Atanasio...), en cambio, mantiene un carácter más fisicista en torno a estos momentos primordiales, que vienen a tener así un cierto carácter de modelo arquetípico, donde la perfección consistirá en volver al modelo primigenio, evitando los errores cometidos con posterioridad. [64] En la teología occidental esta polarización en alguno de los elementos ha tenido sus expresiones más visibles en las disputas entre Pelagio y Agustín o entre los jansenistas franceses y los jesuitas en el siglo XVII. [65] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles. Une introduction à la tradition ascétique de l’Église orthodoxe, Cerf, París 2000, 48-118. [66] «[La Sabiduría] busca a los que son dignos de ella y por los caminos se les muestra benignamente saliendo al encuentro de todos sus pensamientos. Su comienzo más seguro es el afán de instrucción, el afán de instrucción es amarla, amarla supone obedecer sus leyes, guardar las leyes es garantía de inmortalidad, y la inmortalidad nos acerca a Dios; así el deseo de la sabiduría nos conduce hacia el reino» (Sab 6,17-21). [67] «Porque ha cometido una falta contra el Logos, el ser humano está naturalmente privado del logos (es decir, de la razón), y comparado a las bestias» (CLEMENTE DE ALEJANDRÍA , Pedag. I,101,3). [68] Esquizofrenia es una palabra compuesta del verbo griego schitsô, «dividir», y del sustantivo frên, «mente, corazón». [69] Máximo el Confesor llega a hablar de «la dispersión del alma en las formas exteriores según la apariencia de las cosas sensibles» (Mistagogía 10). [70] «Dice en su corazón el insensato: “Ya no hay Dios”» (Sal 13,1). [71] «Porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias; por el contrario, su mente se dedicó a razonamientos vanos y su insensato corazón se llenó de oscuridad. Alardeando de sabios, se hicieron necios; y cambiaron la gloria del Dios inmortal por la imagen del hombre mortal, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles» (Rom 1,21-23). [72] «Los seres humanos, en su locura, olvidan el don que le había sido hecho, se vuelven de Dios y manchan de tal manera su alma, que no solamente olvidan la idea de Dios, sino que colocan a otros dioses en su lugar. Se hicieron ídolos en lugar de la verdad, y prefieren la nada al verdadero Dios, adoran a la creatura en lugar del Creador» (ATANASIO, Sobre la encarnación de Verbo, 11). [73] «Cristo, nuestro Dios, es el fin de todo deseo» (SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO, Cathéquèses XX, 24, Cerf, París 1964: Sources chrétiennes, 104); y «el ojo ha sido creado para la luz, el oído para el sonido, toda cosa para su fin y el deseo del alma para lanzarse hacia Cristo» (NICOLÁS CABASILAS, La vida en Cristo II, 90, Rialp, Madrid 1951). [74] «Es en función de Cristo que ha sido creado el corazón humano como un inmenso joyero, tan amplio para contener a Dios mismo» (NICOLÁS CABASILAS, La vida en Cristo II, 90). Esta misma temática está presente en los Padres del desierto: «Dijo también [abba Pastor]: “No entregues tu corazón a lo que no lo llena”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, 654, Apostolado Mariano, Sevilla 1991, 69); y en la conocida cita agustiniana: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (AGUSTÍN DE HIPONA, Confes. I, 1, 1). [75] «Nada de aquí abajo nos sacia, nada absorbe nuestros deseos, estamos siempre alterados, como si no consiguiéramos nunca el objeto al que aspiramos. Pues el alma humana tiene sed de infinito y el mundo que pasa, ¿cómo sería suficiente? Así se puede comprender al Salvador cuando dice a la samaritana: “El que bebe de esta agua tendrá todavía sed” (Jn 4,13)» (NICOLÁS CABASILAS, La vida en Cristo II, 90). [76] «El placer no es más que un gozo fugitivo. Sí, el placer desaparece rápidamente y no sabríamos fijarlo más que unos instantes. Pues tal es el destino de las cosas humanas y sensibles. Apenas las poseemos y ya se nos escapan... Ellas no nos ofrecen nada sólido ni seguro: nada fijo ni permanente. Ellas se cuelan más rápidamente que el agua de los ríos y dejan vacíos e indigentes a todos los que buscan con tan vivo deseo. Al contrario de los bienes espirituales, que presentan un carácter por completo diferente, ellos son cerrados, seguros, constantes y eternos... ¿No es, pues, una locura extraña cambiar una alegría pasajera frente a bienes inmutables, placeres momentáneos contra una felicidad inmortal, y voluptuosidades frívolas y rápidas frente a una felicidad verdadera y eterna?» (JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Génesis I, 4: PG 53,25-26). [77] La cita: «Desde los tiempos de Juan Bautista hasta ahora el reino de Dios sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,12) es utilizada muy habitualmente como legitimación teológica de esta facultad irascible. [78] «Sin embargo, hay ocasiones en la vida en que nos será ventajosa la ira. Y sólo en tal caso será lícito darte acogida en nuestro corazón. Es cuando nos exasperamos frente a los movimientos desordenados del alma.

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Entonces, conscientes de nuestra dignidad, nos sublevamos al ver fraguarse en los repliegues más íntimos del corazón cosas inconfesables que nos harían enrojecer caso de hacerlas o decirlas a la vista de los hombres. Y temblamos casi de miedo ante la presencia de los ángeles y de Dios, que penetra hasta lo más insondable de nuestro ser y conoce los secretos más íntimos de nuestra conciencia» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VIII, 7). [79] «La libertad es el parecido con lo que está sin dueño, con el soberano, parecido que nos fue dado por Dios al inicio. Pues como, de una parte, la libertad es la identidad con su propia naturaleza, la conformidad con ella se sigue que todo el que es libre se une con su parecido. Pero como, de otra parte, la virtud es sin dueño, se sigue del mismo modo que es en ella donde reside la libertad, pues la libertad es sin dueño. Porque como la naturaleza divina es la fuente de toda virtud, es en Dios donde se unen los que son purificados del mal a fin de que Dios sea todo en todos» (GREGORIO DE NISA, Diálogo sobre el alma y la resurrección: PG 46,101). Ireneo de Lyon llegará a contestar a la posibilidad de que Dios hubiera creado al ser humano sin libertad para así evitar que cometiera ningún mal: «En tal hipótesis..., la comunión con Dios no tendría ningún valor y no habría nada de deseable en el bien que sería adquirido sin movimiento ni preocupación ni aplicación de su parte y habría surgido automáticamente y sin esfuerzo» (Adv. haer. IV, 37, 6). [80] «Dios ha honrado al ser humano al conferirle la libertad a fin de que el bien pertenezca propiamente al que lo elige no menos que al que pone las primicias del bien en la naturaleza» (GREGORIO DE NACIANZO, Disc. XLV: PG 36,632C). [81] «Después de la caída y expulsión del paraíso terrenal, el ser humano se ha encadenado a una doble serie de lazos: unos vienen de la vida misma, de los afanes que comporta, del amor por todas las cosas sensibles. En el interior del alma se han desarrollado otros, encarcelados por los espíritus malignos que la mantienen en las tinieblas» (MACARIO EL EGIPCIO, Hom. XXI, 2, col. II). [82] «Nosotros, sin embargo, permanecemos instalados en la infancia y seguimos admirando cosas pueriles y dignas de desprecio, y no queremos ocuparnos de cosas más graves ni asumir el raciocinio que conviene a personas adultas. Dejando a un lado esto, nos divertimos con los asuntos terrenos..., suministrando motivos de burla a quienes valoran las cosas según su naturaleza. Porque, del mismo modo que es indecoroso ver a un hombre maduro sentado en el suelo dibujando sobre la tierra divertimentos infantiles, así también lo es, y mucho más indecoroso aún, ver a gente que trabajaba afanosamente por alcanzar el gozo de los bienes eternos revolcada en el polvo de las cosas terrenas, deshonrando con una conducta indigna el mensaje de perfección profesado. Causa de todo esto es, según parece, la idea de que nada vale más que lo que vemos, el no distinguir la excelencia de los bienes celestes de la vulgaridad de la vida presente y el estar sojuzgados por el resplandor de las cosas de este modo, que parecen bienes y son estimados como tales, y tener el corazón apegado a ellas. Pues siempre sucede que, en ausencia de los bienes superiores, se valoran más los inferiores, que reciben su condición de aquellos. Luego si tuviésemos una idea más elevada de los bienes futuros, no codiciaríamos con tanto empeño los presentes» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, Ciudad Nueva, Madrid 994, 204s). [83] Muy aconsejable desde esta perspectiva es A. DERVILLE, Homme interieur, en DSp VII, cols. 650-674. [84] Cf R. ZAVALLONI, Madurez espiritual, en S. DE FIORES-T. GOFFI-A. GUERRA (dirs.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, San Pablo, Madrid 20005, 1123-1138. [85] Cf Mt 6,24: «Nadie puede servir a dos amos: porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso». [86] «En realidad, la tentación no llega al alma si ella no ha recibido antes en secreto aquella grandeza que supera su propia medida anterior, si no ha recibido “el Espíritu que nos hace hijos” (cf Rom 8,15). Sin embargo, la sensación de la tentación es anterior a la sensación del don, para que se ponga a prueba la libertad. La gracia [se deja sentir] en el ser humano antes que este haya gustado la tentación. De todas formas, en realidad, la gracia viene primero, aunque en la sensación parezca posterior» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 62). [87] Sobre este apartado, cf J. C. LARCHET, Théologie de la maladie, Cerf, París 1994. [88] Así lo atestigua ya la Escritura: «No hay preocupaciones para ellos [los impíos], su cuerpo está sano y rollizo; no comparten la pena de los seres humanos, no sufren la tribulación de las personas» (Sal 73,4-5). Cf Jer 12,1: «Muy justo eres tú, Señor, para que yo trate de litigar contigo. No obstante, quiero sólo exponerte un caso: ¿Por qué los malvados prosperan en sus caminos? ¿Por qué viven en paz los traidores?», o Job 21. [89] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies mentales. L’expérience de l’Orient chrétien des premiers siècles, Cerf, París 1992. [90] GREGORIO DE NISA, Creación del ser humano XII: PG 44,161 B. [91] Palabra derivada de frên, «mente». [92] De ahí la palabra «melancolía», derivada de melan («negro») y cholos («bilis»). [93] En este caso se trataría de la hipocondría.

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[94]

Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, o.c., 131-149. Evagrio Póntico retoma una tradición que ya estaba presente en Mt 15,19: «Porque del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias». [96] «Desde la perspectiva de la contemplación, “mundo” es un nombre complejo y sirve para indicar el conjunto de las pasiones. Cuando queremos referirnos a las pasiones en su conjunto las llamamos “mundo”; por el contrario [cuando queremos hablar de ellas] en particular decimos “pasiones”, distinguiendo sus nombres» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 93). [97] «Pues los que viven según la carne piensan en las cosas carnales; y los que viven según el espíritu, en las espirituales._Porque el deseo de la carne es la muerte, pero el pensamiento del espíritu es la vida y la paz._Por lo cual el deseo de la carne es enemigo de Dios, porque no se somete a la ley de Dios, ni puede en realidad someterse._Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios;_pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom 8,5-9). [98] «No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo (los apetitos desordenados, la codicia de los ojos y la jactancia de las riquezas) no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus apetitos desordenados pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,15-17). [99] «Lo que la sanidad y la enfermedad son para el cuerpo, la virtud y el vicio son en relación al alma» (MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias, sobre la caridad IV, 46). [100] «Jamás las enfermedades podrán ser curadas ni encontrar los remedios para su salud si antes no se han basado, en una investigación minuciosa, sus orígenes y causas» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XII, 4). [101] JUAN CASIANO, Colac. XIV, 15. [102] JUAN DAMASCENO, Sobre los ocho espíritus del mal: PG 95,510. [103] MÁXIMO EL CONFESOR, Cuestiones a Thalasios. Prefacio. [104] Rom 1,29-31: «Están llenos de injusticia, malicia, codicia y perversidad; son envidiosos, homicidas, camorristas, mentirosos, malintencionados, chismosos, calumniadores, impíos, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a sus padres, inconsiderados, desleales, desamorados y despiadados»; Gál 5,1921: «En cuanto a las consecuencias de esos desordenados apetitos, son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes»; Didaje II, 2-6: «No matarás, no adulterarás, no corromperás a los jóvenes, no fornicarás, no robarás, no practicarás la magia ni la hechicería, no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido, no codiciarás los bienes de tu prójimo. No perjurarás, no levantarás falso testimonio, no calumniarás, no guardarás rencor. No serás doble ni de mente ni de lengua, porque la doblez es lazo de muerte... No serás avaricioso ni ladrón, ni fingido, ni malicioso, ni soberbio, no tramarás designio malo contra tu prójimo». [105] Cf I. HAUSHERR, De doctrina spirituali christianorum orientalium quaestiones et scripta, en I D , Études de spiritualité orientale, Pontificium Institutum Studiorum Orientalium, Roma 1969 (Orientalia Christiana Analecta 183), 11-22. [106] «Cuando Yavé, tu Dios, te haya introducido en la tierra donde vas a entrar para tomar posesión de ella, y haya arrojado delante de ti a naciones numerosas: los hititas, los guirgaseos, los amorreos, los cananeos, los ferezeos, los jiveos, los yebuseos, siete naciones más poderosas y fuertes que tú» (Dt 7,1). Estos siete pueblos serán relacionados desde muy pronto con los siete espíritus de Mt 12,43-45: «Cuando el espíritu inmundo sale del ser humano anda vagando por lugares áridos en busca de reposo, pero no lo encuentra. Entonces dice: “Me volveré a mi casa, de donde salí”. Y al llegar la encuentra desocupada, barrida y en orden. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquella persona resulta peor que al principio». O los que encontramos en Mc 16,9: «Jesús resucitó en la madrugada del primer día de la semana y se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios»; y Ap 17,3.9: «Me trasladó en espíritu al desierto. Y vi una mujer sentada sobre una bestia color escarlata, cubierta de títulos blasfemos; la bestia tenía siete cabezas y diez cuernos». [107] EVAGRIO PÓNTICO, Tratado práctico, 5. [108] Muy sugerente sobre el tema de la filautía es I. HAUSHERR, Philautie. De la tendresse pour soi à la charité selon Maxime le Confesseur, Pont. Institutum Orientalium Studiorum, Roma 1952. [109] «Uno [de los fariseos] le preguntó a Jesús con ánimo de ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?”. Jesús le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas”» (Mt 22,35-40, cf Lc 10,25-28). [95]

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[110]

Este proceso es explicado así por Máximo el Confesor: «Esta ignorancia aleja completamente al ser humano del conocimiento divino para no llenar su existencia más que del conocimiento apasionado de las cosas sensibles. Liberando así libremente a sus únicas emociones de los sentidos, siguiendo el ejemplo de las bestias desprovistas de inteligencia, el ser humano, alejado de la belleza espiritual y divina, encuentra, a través de la experiencia de la parte externa y corporal de su naturaleza, una creación que eleva al lugar de Dios porque responde mejor a las necesidades de su cuerpo. Como el cuerpo es de la misma naturaleza que la creación elevada al lugar del Creador, el ser humano cubre su propio cuerpo de amor y de sentidos múltiples. En efecto, no se puede adornar de la creación más que cuidando su propio cuerpo. Abocado a la servidumbre corruptora y cautivado por la filautía, el ser humano no cesa de desarrollar en sí las pasiones del gozo y el sufrimiento» (Cuestiones a Thalasios. Prólogo: PG 90,244s). [111] Este es el panorama que nos presenta Col 1,21-23: «Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, [Cristo] os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte de su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él, con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda creatura bajo el cielo». [112] Cf Mt 4,1-11: convertir las piedras en pan (gula), promesa de las riquezas del mundo (amor al dinero) y la gloria si se prosternaba ante el Tentador (vanagloria). [113] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 159-193. [114] «En todo caso, la gula (opsofagía) no es otra cosa que el uso inmoderado de alimentos; la exquisitez (laimargía) es una locura de la gula, y la glotonería (gastrimargía) es una intemperancia en la alimentación o, como sugiere su nombre, una locura del estómago, ya que margos (loco) es ansioso» (CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, El Pedagogo II, 12, 1). [115] Cf Gén 1,31: «Y vio Dios todo lo que había hecho y estaba muy bien [era muy bueno]»; y Mt 15,11: «No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al ser humano; sino lo que sale de la boca, eso es lo que hace impuro al ser humano». [116] Muy significativa de esta postura es la descripción que hacen los evangelios de la multiplicación de los panes: cf Mt 15,36 («tomó los siete panes y los peces, dio gracias, los partió y se los iba dando a los discípulos, y estos a la gente»). [117] «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). [118] «Entonces se acercó el tentador y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Pero él respondió: “Está escrito: No sólo de pan vive el ser humano, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» (Mt 4,3-4). [119] Es aquí donde deberíamos incluir lo que algunos espirituales denominan como «gula espiritual», que consiste en «la búsqueda egoísta y desordenada de los sentimientos y sensaciones placenteras que con frecuencia acompañan, sobre todo al principio, el recorrido del itinerario espiritual» (G. GATTI, Gula, en L. BORRIELLO-E. CARUANA-M. R. DEL GENIO-N. SUFFI (dirs.), Diccionario de mística, San Pablo, Madrid 2002, 814). Se considera que este comportamiento supone, aparte de un centramiento de la experiencia espiritual en el propio yo, una fijación del ser humano en el deseo de estos consuelos que produce la cercanía a Dios, por muy legítimos que estos sean, olvidando asimismo que toda experiencia cristiana tiene una dimensión pascual (de gozo y sufrimiento, por participar de la resurrección y la muerte), cf W. YEOMANS-A. DERVILLE, voz Gourmandise spirituelle, en DSp VI,612-626. [120] Así lo podemos descubrir en uno de los maestros clásicos de la espiritualidad oriental, Juan Clímaco: «Mi primogénito [dice la gula] es el servidor de la fornicación; detrás de él viene en segundo lugar el endurecimiento del corazón y el tercero es el sueño. De mí procede un mar de pensamientos, oleajes de manchas, un abismo de un mar de impurezas insospechadas e innumerables. Mis hijas son la pereza, la locuacidad, la ligereza, las chanzas, la bufonería, la contradicción, la dureza, la tozudez, la insensibilidad, la cautividad, la suficiencia, la audacia, la ostentación, que arrastra detrás de sí la impureza de la oración, el tumulto de los pensamientos y a menudo las desgracias imprevistas y repentinas e inesperadas, a las cuales está estrechamente ligada la desesperación» (Escalera XIV, 38). [121] Según el Génesis, la unión entre el hombre y la mujer se produce después del alejamiento de Dios, cf Gén 4,1: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín». [122] «La virginidad era original e innata a la naturaleza de las personas. En el paraíso la virginidad era el estado normal de vida. Cuando, por la trasgresión, la muerte entró en el mundo, solamente entonces Adán conoció a su mujer y ella engendró» (JUAN DAMASCENO, Exposición exacta de la fe ortodoxa IV, 20). [123] «Vosotros, creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla» (Gén 9,7).

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[124]

El propio Cristo habría bendecido esta unión con su presencia en las bodas de Caná, cf Jn 2. Cf Ef 5,21-32, donde aparece el comportamiento de los maridos y las mujeres en el matrimonio, que acaba con estas palabras: «Gran misterio es este, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia» (v. 32). [126] «Porque el ataque [de la lujuria] es doble; esta pasión tiene como dos cabezas, o mejor dicho, dos flancos que se disponen simultáneamente en plan de batalla. Y claro es que hay que oponer resistencia a esas dos partes beligerantes. Quiero decir que el mal reside en el cuerpo y en el alma a la vez, y que la impetuosidad del asalto resulta de la confluencia de ambas fuerzas. De ahí que si el cuerpo y el alma, coaligándose, no luchan unidas, es imposible vencer» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VI, I). [127] «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, sin dejarse llevar por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios» (1Tes 4,3-5). [128] «Pero yo os digo: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”» (Mt 5,28). [129] «Lo mismo que el cuerpo tiene las cosas en el mundo, los pensamientos forman el mundo del espíritu. Y lo mismo que el cuerpo comete el pecado de fornicación con el cuerpo de una mujer, el espíritu peca con la representación que se hace de la mujer y su cuerpo, pues la imaginación ha unido la imagen de su cuerpo a la imagen de la mujer. A la acción que el cuerpo ejerce concretamente sobre el mundo de las cosas responde la acción que el espíritu ejerce sobre el mundo de las representaciones» (MÁXIMO EL CONFESOR, Centur. sobre la caridad III, 53). [130] «El demonio de la lujuria a menudo oscurece de tal modo nuestra razón que reina sobre nuestras acciones, que nos persuade a hacer en presencia de los demás lo que ni los locos e insensatos se atreverían a hacer» (JUAN CLÍMACO, Escalera XV, 83). [131] «La sentencia unánime de los ancianos es que, aun cuando no se sucumba a los embates de la carne, no es posible permanecer absolutamente inmune de todo rasguño o alfilerazo» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VI, 4). [132] Lo mismo que antes hemos hablado de gula espiritual, Juan de la Cruz habla de lujuria espiritual para definir aquel comportamiento que suele darse en los que comienzan en la vida espiritual centrados en la búsqueda del placer por las cosas espirituales (oración, sacramentos), olvidando que son meros medios para el encuentro con Dios: «Y así acerca de este vicio de la lujuria... tienen muchas imperfecciones, muchas que se podrían llamar lujuria espiritual, no porque así lo sea, sino porque procede de cosas espirituales; porque muchas veces acaece que en los mismos ejercicios espirituales, sin ser en su mano, se levantan en la sensualidad de movimientos y actos torpes, y a veces aun cuando el espíritu está en mucha oración o ejercitando los sacramentos de la penitencia y eucaristía. Los cuales, como digo, sin ser de su mano, proceden de una de estas tres causas. La primera proceden muchas veces del gusto que tiene el natural en las cosas espirituales... La segunda causa... es el demonio, que por desquietar y turbar el alma al tiempo que está en oración o la quiere tener, procura levantar en el natural estos movimientos torpes... El tercer origen de donde suelen proceder y hacer guerra estos movimientos torpes suele ser el temor» (Noche oscura, 4,2-3). Cf P. ADNÈS, Luxurie spirituelle, DSp IX, cols. 1260-1264. [133] «Es evidente que se puede ser avaro sin tener dinero... Sin poseer riquezas pueden algunos compartir la misma condenación de los avaros, por el afecto al dinero que anida en su alma. Les ha faltado la ocasión de poseer, no la volición. Y es la voluntad, más que la necesidad, lo que merece la corona a los ojos de Dios» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VII, 23). [134] «Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda, viviendo como un libertino» (Lc 15,13). [135] «Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría» (Col 3,5). [136] «No andéis, pues, preocupados diciendo: “¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué nos vamos a vestir?”. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; y ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupa de sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud» (Mt 6,31-34). [137] Cf Lc 12,16-21: rico insensato. [138] «En su imaginación [el monje] va forjándose insensiblemente el pensamiento de que le aguarda una vida larga, con una vejez cuajada de enfermedades de todo género; enfermedades que no podrá superar a esos años, si no cuenta de antemano con una suma considerable de dinero, que debe reunir ahora en la juventud» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VII, 7). [139] «Porque quien quiera salvar su vida por mí, la encontrará. Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,25-26). [125]

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«No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque allí donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). [141] «Y, sin embargo [tú, rico], te consideras pobre. Yo estoy de acuerdo, pues pobre es el que tiene necesidad, y a vosotros lo insaciable del deseo os convierte en necesitados» (BASILIO DE CESAREA, Homilía VII, 5). [142] Este apego puede tener incluso expresiones dentro del mundo espiritual, en la avaricia espiritual, que «consiste en el apego a los medios de santificación por sí mismos, con una preocupación más cuantitativa que cualitativa, buscando más acumularlos que gozar de ellos plenamente... A la búsqueda desordenada de imágenes y afectos sagrados, ávidamente acumulados, en la lectura de todo libro que trate sobre el tema; o buscando también exageradamente... realizar prácticas religiosas ricas en ellas... [Según] san Juan de la Cruz sólo la acción de Dios, a través de la noche de los sentidos, puede purificar al alma de esta avaricia» (G. P. PAOLUCCI, Avaricia, en L. BORRIELLO-E. CARUANA-M. R. DEL GENIO. N. SUFFI (DIRS.), o.c., 262s.). Cf J. GUIBERT, v. Avarice spirituelle, en DSp I,1160s. [143] «Si alguien cree no tener pasión por ningún objeto y se entristece en su corazón si está privado de él, ese está completamente en la ilusión» (JUAN CASIANO, Escalera II, 17). [144] «Vuestra riqueza está podrida, y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos» (Sant 5,2-3). [145] «Dijo también [abba Isidoro de Pelusio]: “El amor apasionado de las riquezas es oneroso y lleno de audacia, no se sacia y lleva al alma que ha ocupado hasta el más extremo de los males. Expulsémoslo enérgicamente al principio, pues una vez que ha dominado es inexpugnable”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres I, 371, 113). [146] «Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males; algunos, por codiciarlos, se han apartado de la fe y se han acarreado a sí mismos muchos sinsabores» (1Tim 6,10). [147] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 195-239. [148] «La compunción según Dios es una tristeza del alma, una disposición del corazón penetrado de dolor, que le hace buscar con gran ardor aquello de lo que está sediento. Y si no lo alcanza lo persigue con mucho esfuerzo y va tras sus huellas con gemidos» (JUAN CLÍMACO, Escalera VII, 1). [149] «Bienaventurados los que están tristes, porque Dios los consolará» (Mt 5,4). [150] Evagrio Póntico muestra las dos primeras causas cuando dice: «La tristeza sobreviene unas veces por la frustración de los deseos, otras sigue a la cólera» (Tratado práctico, 10). [151] «A veces la tristeza no es más que una consecuencia de la ira. En efecto: o la motiva un arrebato de cólera, o el deseo frustrado de un lucro apetecido. Al palpar el alma la realidad del fracaso y que ha desaparecido la esperanza que acariciaba de alcanzar una cosa, queda sumergida en la tristeza. Otras veces, sin mediar causa alguna para entristecernos, el enemigo sutil, merced a una instigación suya (de la que en realidad no somos responsables), nos abisma de pronto en tal desazón y pesadumbre que no puede uno, mal de su grado, recibir con la afabilidad acostumbrada la visita de nuestros más caros amigos. En vano se esfuerzan por hacer amena e interesante su conversación. Sin poderlo remediar, todo lo que nos dicen se nos antoja inoportuno y sin sentido... Es que la hiel de la amargura ha invadido los repliegues más íntimos de nuestra alma» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. IX, 4). [152] «La tristeza está constituida por la insatisfacción de un deseo carnal» (EVAGRIO PÓNTICO, Sobre los ocho espíritus del mal, 11). [153] «Esta caída, al parecer súbita e inesperada, obedece a precedentes ocultos: a una larga vida de negligencia y descuido en la observancia. La derrota sufrida a causa de esta visión, en justo castigo de una tibieza prolongada a lo largo de los años, no ha hecho más que poner al descubierto las miserias que permanecían latentes en su corazón» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. IX, 6). [154] «Guárdate de volverte incrédulo cuando buscas y no encuentras junto a ti [aquello que buscas], porque de esa forma nacería en ti una cosa que tú no buscas y que tú no conoces; porque la falta de fe acarrea su recompensa. No digas: “He trabajado por tanto tiempo y no he encontrado”. Ni tampoco: “La verdad de la realidad no es según la grandeza de las palabras”. Guárdate de este pensamiento, porque el castigo sigue a la falta de fe; el corazón que no tiene fe está condenado. ¿Cuál es el castigo? Que partiendo de aquí, a través del abandono que [provoca] tu falta de fe, caigas en la desesperación; la desesperación te pone en manos de la desazón, y la desazón te conduce a la muerte y te aleja de tu esperanza. No existe ningún mal que te pueda sobrevenir mayor que este» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 126). [155] Acedia o acedía (ambas admitidas en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua) deriva de la palabra griega, a-kedos, «falta de cuidado, negligencia, indolencia». Aparece ya en autores paganos como

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Cicerón con el sentido de tristeza o tedio (cf Ad Atticum XII, 45, 1), la encontramos también en el Antiguo Testamento (versión griega de los LXX) como «negligencia» o «indiferencia» (cf Sal 118,28; Is 61,3) o «indolencia» (Si 2,12), significado que se mantendrá en escritores cristianos como el Pastor de Hermas (cf Vis. III, 11, 3). [156] Gregorio Magno habla de la acedía como de un vicio producido por la pérdida de la alegría interior, de ahí su búsqueda en los consuelos externos, encontrándose por tanto en estrecha conexión con la tristeza. La tradición posterior, al sacarla del contexto monástico, la identificó con la pereza o negligencia en el cumplimento de los deberes, cf M. ATTARD, Acedía, en L. BORRIELLO-E. CARUANA-M. R. DEL GENIO-N. SUFFI (DIRS.), Diccionario de mística, 59-61. En otras tradiciones la acedía ha sido relacionada con la «aridez espiritual» o la «noche oscura». [157] «Todo le indigna [al monje], todo lo exaspera; el trabajo le causa tedio y es motivo para que se murmure sin cesar. No conoce moderación alguna, y como un caballo indómito corre vertiginoso y sin freno hacia el precipicio. Vive descontento de todo; del régimen de vida, del vestido, de la convivencia con los hermanos. Y dice paladinamente que no podrá soportar por mucho tiempo tal estado de cosas. Dios, añade, no habita únicamente allí. Su salvación, pues, no está ceñida y vinculada a aquel lugar. En consecuencia gime y se lamenta y acaba por decir que si no abandona enseguida el monasterio para irse a otra parte, su perdición es inevitable» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VII, 8). [158] «Ni la plaga que arrasa al mediodía» (Sal 90,6). [159] Sobre esta cuestión es sumamente aleccionador el libro de J. GARRIDO, Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae, Santander 1989. Cf también A. GRÜN, La mitad de la vida como tarea espiritual. La crisis de los 40-50 años, Narcea, Madrid 200511. [160] «Pues nuestros enemigos nos sugieren a menudo cosas que sobrepasan nuestras fuerzas para que, al no poder hacerlas, caigamos en la acedía y abandonemos hasta lo que está dentro de nuestras posibilidades y nos convirtamos así en irrisión de nuestros enemigos» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVI, 107). [161] «Los que fácilmente se cambian de lugar son generalmente poco estimados. Nada esteriliza tanto el espíritu como la falta de perseverancia» (ib, IV, 102). [162] San Bernardo describe la acedía de la siguiente manera: «Me ha invadido esa languidez y embotamiento de la mente, esa debilidad y esterilidad del alma, esa ausencia de devoción. ¿Cómo ha podido secarse así mi corazón? Es tal la dureza de mi corazón que ya no puede conmoverse ni derramar una lágrima. No encuentro ya gusto en cantar salmos, la lectura espiritual me resulta insípida, la oración ha perdido para mí su encanto... Me siento perezoso en el trabajo manual, adormecido durante las vigilias, propenso al enfado, obstinado en mi aversión» (Sermones sobre el Cantar de los cantares, 54). [163] Cf ISAAC EL SIRIO, Disccours ascétiques, I, 67, Desclée de Brouwer, París 1981 (citado desde ahora como Disc. asc.). [164] «Los especialistas que han estudiado las emociones atendiendo a su función evolutiva consideran que la furia cumple un papel importante en la lucha por la supervivencia. De ahí que no se la pueda considerar mala con tanta rapidez como lo hicieron los estoicos. El castellano ha relacionado la ira con el valor mediante la palabra coraje, que significa ambas cosas. Hay, pues, en este sentimiento una activación de energías para luchar contra el obstáculo, que la separa de una simple irritación que puede, sin embargo, manifestarse con expresiones muy semejantes» (J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 20067, 119). [165] «Los mismos incentivos de la ira nos han sido dados con vistas a nuestro provecho, para que indignándonos contra nuestros yerros y pasiones, nos apliquemos al ejercicio de las virtudes y a las ocupaciones espirituales, practicando el amor perfecto para con Dios y la paciencia para con nuestros hermanos» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VII, 3). [166] «Porque vuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los que dominan este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que tienen su morada en el mundo supraterrestre» (Ef 6,12). [167] «¿Qué decir ahora... de aquellos que se muestran tan implacables con sus hermanos que no deponen su ira ni siquiera al ponerse el sol? Anida en su corazón y la alimentan día tras día, persistiendo en su rencor contra aquellos con quienes tuvieron algún roce desagradable. Es cierto que niegan de palabra que estén apesadumbrados con nadie, pero en verdad su conducta pone de manifiesto una enemistad rayana en la violencia. No abordan a sus hermanos guardando las formas procedentes, ni les hablan ya con la afabilidad que solían de ordinario. Sin embargo, creen que no pecan porque no abrigan el proceso concreto de un desquite. Pero lo que en realidad sucede es que no se atreven, o por lo menos no pueden manifestar ni llevar a cabo lo que les persuade su espíritu de revancha. Volviendo entonces contra sí mismos la ponzoña de la ira, la van madurando en su corazón sin proferir palabra. Mordiéndose los labios, se van consumiendo tácitamente en su interior. En lugar de desechar la amargura de la tristeza con rotunda decisión y con valor, dejan a los días que pasan el cuidado, por así decirlo, de digerirla,

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hasta que el correr del tiempo acaba por apaciguarla» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VIII, 11). [168] «¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esas pasiones que os han convertido en un campo de batalla?» (Sant 4,1). Sobre la temática de la ira son muy recomendables las páginas de A. J. GREIMAS, Del sentido II. Ensayos semióticos, Gredos, Madrid 1989, 255-280. [169] «Mis madres [dice la cólera] son la vanagloria, la codicia, la gula y, algunas veces, la lujuria. Mi padre se llama orgullo. Mis hijas son el recuerdo de las injurias, la enemistad, la animosidad, la autojustificación» (JUAN CLÍMACO, Escalera, VIII, 36). [170] «No son las palabras las que nos hieren, es nuestro orgullo el que nos pone en cólera, y la buena opinión que tenemos de nosotros mismos» (BASILIO DE CESAREA, Hom. X: Sobre la cólera: PG 31,90). [171] «La paz de nuestro espíritu no depende del buen carácter y benevolencia de los demás. Ese carácter bueno y esa benignidad de nuestros prójimos no están sometidos en modo alguno a nuestro poder y a nuestro arbitrio. Esto sería absurdo. Sino que la tranquilidad de nuestro corazón depende de nosotros mismos. El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en nosotros y no supeditarlo a la manera de ser de los demás. El poder superar la cólera no ha de depender de la perfección ajena, sino de nuestra virtud, y es evidente que esta virtud no se adquiere por la paciencia de los otros, sino por nuestra propia longanimidad» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VIII, 17). [172] Una de las descripciones más detalladas de la cólera la encontramos en Gregorio Magno: «Picado por el aguijón de la cólera, el corazón palpita, el cuerpo tiembla, la lengua tartamudea, el fuego sube a la cara, los ojos brillan, el ser humano se transforma en irreconocible para los propios conocidos. La boca profiere sonidos, pero la inteligencia no sabe lo que dice... El espíritu no es capaz de ningún control, pues se ha convertido en juguete de una potencia que le es extraña..., y mantiene cautiva al alma, que debería ser la dueña» (Moralia sobre Job, V, 45: PL 75,175). [173] «Mientras [la cólera] resida en nuestro corazón, y nuestro ojo interior ande a tientas envuelto en sus tinieblas, es imposible adquirir el recto juicio que da la discreción, la cordura y la madurez en nuestras apreciaciones y la justicia en el obrar» (JUAN CASIANO, Inst. cenob., VIII, 1). [174] «El temor resulta necesario a la naturaleza humana para mantener los límites [más allá de los cuales] se quebrante el mandamiento; por el contrario, el amor [es necesario] para suscitar en ella el deseo de aquellos bienes por los cuales se aplica al cumplimiento de las cosas bellas» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 152). [175] «La maldad es cobarde y a sí misma se condena: acosada por la conciencia, siempre se imagina lo peor. El temor no es otra cosa que la renuncia a los auxilios de la razón: cuanto menor es la seguridad interior, mayor se juzga la causa desconocida del tormento» (Sab 17,12-13). [176] «El alma esclava del orgullo es esclava de la pusilanimidad; llena de vana confianza en sí misma; se esconde al menor ruido y sombra incluso de las criaturas» (JUAN CLÍMACO, Escalera XX, 4). [177] Muy sugerente, por la doble incapacidad que encierra la pusilanimidad, es la definición del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: «Falta de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para intentar cosas grandes». [178] JUAN DAMASCENO, Exposición exacta de la fe ortodoxa II, 15. [179] «Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación» (2Tim 1,7). La fortaleza sería uno de los dones del Espíritu, que nos permite llegar a ser imagen de Dios, a semejanza de Jesucristo. [180] «La pusilanimidad nos hace temer y esperar males que no deben ser temidos ni esperados» (JUAN CLÍMACO, Escalera XX, 2). [181] Cf G. BUNGE, Akèdia. La doctrine spirituelle d’Évagre le Pontique sur l’acédie, Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges 1991. [182] EVAGRIO PÓNTICO, Tratado práctico, 11. [183] «Le parece a él [el monje] que está extenuado, rendido, como si hubiera realizado un largo camino o un trabajo ímprobo, o como si hubiese ayunado dos o tres días consecutivos. Ansioso, dirige la mirada en todas direcciones y comprueba desmoralizado que no se divisa un solo hermano en el horizonte. Nadie viene a verle. Y suspira despechado. Sale, entra, deambula por una y otra parte, mira una vez más el tiempo que hace y el correr del sol. Se impacienta al ver lo despacio que va este hacia el ocaso. La confusión se cierne sobre su espíritu... Se siente vacío, carente de toda vida espiritual. En tal situación, ante este asalto formidable, no ve otro remedio que esta disyuntiva: o hacer una visita a un hermano o consolarse a sí mismo conciliando el sueño» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. X, 2). [184] «No muestra más que desdén y desprecio para con los hermanos, tanto los que viven con él como los que viven a distancia, tildándolos de negligentes y poco espirituales... Se queja constantemente de que no aprovecha en la virtud estando tanto tiempo en la celda; y suspira, murmura y se duele diciendo que mientras viva en

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compañía de tales monjes no sacará fruto alguno. Se tiene por persona de consideración que podría gobernar a otros y aprovechar a muchas almas, y no le ha sido posible todavía formar a nadie o ganárselo para sí con su doctrina» (ib). [185] «Alaba en demasía los monasterios distantes o que están en parajes muy lejanos. Dice que esos lugares ofrecen mayores ventajas para el progreso espiritual e incluso son más idóneos para la salud. Pinta con trazos encomiásticos el trato social de sus monjes y la vida de piedad que reina en ellos. A la inversa, cuanto hay en casa le parece cosa rígida y áspera, no encontrando edificación alguna entre los hermanos con quienes convive. A su juicio, ni siquiera puede procurarse en el monasterio algo de qué vivir sin un trabajo absorbente y agotador. En una palabra, no hay salvación para él si se resuelve a permanecer allí» (ib). [186] J. A. MARINA, El laberinto sentimental, 115.119-120. [187] Ilustrativo en este sentido es el libro de U. BECK, La sociedad del riesgo. En camino hacia otra sociedad moderna, Paidós, Barcelona 1998. [188] A. MACHADO, Nuevas canciones. Proverbios y cantares LXIV. [189] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004 241-276. [190] «Cuando la vanagloria es una imaginación corporal nos impulsa hacia la pasión de la lujuria; por el contrario, cuando es una imaginación psíquica hace que crezca en nosotros la llaga de la soberbia. La primera [actúa] valiéndose de las alabanzas del cuerpo; la segunda, en cambio, valiéndose de las virtudes de la conducta, o del conocimiento» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 89s). [191] «Dijo también [abba Silvano]: “¡Ay del hombre cuyo renombre es mayor que su esfuerzo!”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, 865, 117). [192] «Todos los vicios pierden su fuerza cuando los superamos, el revés sufrido los hace más débiles cada día. Las circunstancias de tiempo y de lugar los disminuyen, amortiguando sus ardores. Además, la misma oposición que guardan con la virtud contraria es parte para que el monje se mantenga a cubierto de ellos, evitándolos más fácilmente. Pero este vicio de la vanagloria, una vez abatido, se levanta y parece como que cobra mayores bríos para la lucha. Se le creía eliminado, y ahora renace más pujante y vigoroso de su muerte aparente. Las otras pasiones no acometen más que a aquellos contra los cuales han prevalecido en la pugna. Esta hace una guerra mucho más encarnizada contra quienes la han vencido. Cuanto mayor ha sido la derrota infligida, con más vehemencia vuelve a la carga por la vanidad que ha causado el mismo triunfo» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XI, 6). [193] «En suma, las otras pasiones se oponen claramente a las virtudes contrarias y hacen la guerra frente a frente y cara a cara. Por eso contamos con mayor facilidad para vencerlas, así como para ponernos en guardia contra ellas. Pero esta [vanagloria] se desliza insensiblemente y se confunde con las virtudes. Entonces, la contienda se libra en campo incierto, en medio de la confusión más absoluta de fuerzas beligerantes. No se la puede reconocer, como si la refriega tuviera lugar en medio de una noche ciega. De ahí que engañe a los incautos con tanta mayor crueldad, cuanto menos se piensa en ella y menos se está sobre aviso» (ib, XI, 9). [194] JUAN CLÍMACO, Escalera XXI, 5. [195] «Nuestra alma, de manera natural, tiene amor por la gloria, pero por la del cielo, y no por la de la tierra» (ib, XXVI, 14). [196] Este carácter provisional de los seres creados ha sido comparado por la tradición judeocristiana con la hierba, cf Is 40,6-7: «Toda carne es como hierba, todo su encanto como flor del campo. Se seca la hierba, se marchita la gloria, al pasar sobre ella el soplo del Señor»; con un sueño sin duración ni consistencia: «¿Por qué corres detrás de una sombra en lugar de correr tras la verdad? ¿Por qué buscas lo que perece y no lo que permanece? Abandona el humo, la pura sombra, la hierba seca, la tela de araña. Imposible encontrar una palabra que exprese esta miserable inconsistencia» (JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre esta palabra: “No temas” [Sal 48,171], I, 1); o la ceniza y el polvo: «Las cosas humanas no son más que ceniza y polvo: es un polvo que el viento disipa, es una sombra, un humo, una hierba, juguete del viento que sopla, es una flor, un sueño, un ruido que pasa, un aire ligero que se desvanece, un agua que se cuela, es menor que todo esto» (ID, Hom. sobre la carta a los Hebreos, IX, 5). [197] JUAN CASIANO, Inst. cenob. V, 21. [198] «El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”» (Lc 18,11). [199] «Pues, ¿qué te hace superior a los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido?» (1Cor 4,7). [200] JUAN CLÍMACO, Escalera XXII, 4. [201] Cf 1Cor 12,12-31: diversidad de miembros, pero un solo cuerpo. [202] «¿Quieres conocer a la persona que tiene el corazón desquiciado? [La reconocerás] por su mucho hablar, por la turbación de sus sentidos y por el hecho de que litiga por tener razón en cualquier cosa de la que trate. Pero

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aquel que ha saboreado la verdad no litiga ni siquiera por la verdad. Aquel que se comporta de un modo celoso con los demás a causa de la verdad todavía no ha aprendido la verdad, tal como ella es. Cuando de hecho aprende realmente la verdad, desiste incluso de tener celo por ella» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 91). [203] JUAN CLÍMACO, Escalera XXII, 1, 2s. [204] «Principio de la soberbia es apartarse del Señor, tener alejado el corazón de su Creador» (Si 10,12). [205] JUAN CRISÓSTOMO, Com. al evangelio de Juan XVI, 4. [206] «No existe ninguna otra pasión como la soberbia, capaz de aniquilar las virtudes y despojar al ser humano de toda justicia y santidad. A modo de una enfermedad contagiosa que afecta a todo el organismo, y no se contenta con debilitar un solo miembro, sino que corrompe el cuerpo entero, así esta pasión derriba a aquellas personas que están ya firmes en la cima de la virtud para deshacerse de ellas. Porque todo vicio tiene sus términos, sus fronteras, dentro de las cuales se mueve y se mantiene reducido. Y aunque perturbe también a las otras virtudes en general, con todo, acecha especialmente a una de ellas. Contra esta entabla singular batalla y se esfuerza con todas las fuerzas por destruirla... Y así se da el caso de que, vencidos por tal o cual vicio, no estamos por completo desprovistos de las demás virtudes. Privados solamente de aquella que sucumbe a los ataques de la pasión rival, podemos retener, aunque imperfecta y parcialmente, las otras. Pero cuando la soberbia se ha adueñado del alma, ya no hay remedio. Como un cruel tirano se apodera de la ciudadela sublime de las virtudes, trastorna y destruye de una a otra parte la ciudad entera, abate luego hasta el suelo los altos muros de la santidad y lo desquicia todo en su recinto. No deja subsistir en el alma que le está sujeta el más mínimo destello de su libertad: cuanto más rica es su víctima más pesado es el yugo de la servidumbre a que la somete. En fin, no ceja hasta asolarla por completo y dejarla desnuda de todas las riquezas espirituales» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XII, 3). [207] «Dijo también [amma Sinclética]: “Así como el tesoro que es expuesto pierde valor, desaparece la virtud que es conocida por todos. Como se derrite la cera puesta junto al fuego, así se disuelve el alma con las alabanzas y pierde su esfuerzo”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, 909 C, p. 128). [208] J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 20067 103-106. [209] «Los otros vicios se manifiestan uniformes y simples. La vanagloria es distinta, compleja y variada. Arremete por todos los flancos, y su vencedor la encuentra en todo cuanto le circunda enfrentándose con él. El porte y la actitud, el modo de andar, la voz, el trabajo, las vigilias, los ayunos, la plegaria, la soledad, la lectura, la ciencia, el silencio, la obediencia, la humildad, la longanimidad, son para este vicio otras tantas armas de que se sirve para vulnerar al soldado de Cristo» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XI, 3). [210] «Si no se especifican desde un principio las diferentes clases de enfermedades y no se indagan sus orígenes y sus causas, es de todo punto imposible aplicar a los pacientes el tratamiento oportuno y enseñar a los sanos el medio de conservar la salud» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. VII, 13). [211] «Los estados del alma se manifiestan por medio de signos: bien por una palabra proferida, bien por un movimiento del cuerpo, mediante los cuales los adversarios advierten si tenemos sus pensamientos y los acogemos en nuestro interior, o si, por el contrario, habiéndolos expulsado, nos ocupamos de nuestra salvación. Pues, en efecto, sólo Dios nos ha creado, conoce nuestro intelecto y no necesita signos para conocer lo que está oculto en nuestro corazón» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales: Tratado práctico, A los monjes, Exhortación a una virgen, Sobre la oración, Ciudad Nueva, Madrid 1995, 154 [Tratado práctico, 47]). [212] «Gracia sobre gracia es la conversión concedida a los seres humanos. La conversión es un segundo nacimiento desde Dios. En la conversión recibimos el don [completo] de aquello que en el bautismo hemos recibido [sólo] como en arras. La conversión es la puerta de la misericordia que está abierta para toda aquella persona que la busca. Por medio de esta puerta entramos en la misericordia divina» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 154). [213] Para una comprensión más amplia de la conversión, cf B. MERRIMAN, Conversión, en L. BORRIELO-E CARUANA-M. R. DEL GENIO-N. SFFI (DIRS.) Diccionario de mística, San Pablo, Madrid 2002 476-478, así como la bibliografía que aparece en esta voz. [214] «Puesto que el alma racional es tripartita..., cuando la virtud se encuentra en la parte racional se la llama prudencia, inteligencia y sabiduría; cuando está en la parte concupiscible, continencia, caridad y templanza; cuando está en la irascible, fortaleza y perseverancia, y cuando está en toda el alma, justicia» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, 169 [Tratado práctico, 89]). [215] «Dijo el mismo [Antonio]: “El que no ha sido tentado no puede entrar en el reino de los cielos. El efecto suprime las tentaciones, dijo, y nadie se salvará”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los padres I, 5, p. 16). «Sin las tentaciones no se experimenta la providencia de Dios, ni se adquiere la familiaridad con Él, ni se aprende la sabiduría del Espíritu, ni el amor de Dios puede enraizarse en el alma... De hecho, sin tentaciones el ser humano no puede hacerse experto en las batallas espirituales, ni conocer la providencia [divina], ni experimentar a su Dios,

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ni ser secretamente confirmado en su fe por aquel poder que recibe en sí mismo por medio de la tentación» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 61). [216] «Todas las pasiones que existen le han sido dadas [al ser humano] como ayuda para cada una de las naturalezas a las que pertenecen naturalmente, y han sido dadas por Dios para su crecimiento. Las pasiones del cuerpo han sido puestas en él por Dios para su ayuda y para el crecimiento del cuerpo; y las pasiones del alma, es decir, las inclinaciones del alma, le han sido dadas para el crecimiento y como ayuda del alma» (ib, 59). [217] En todo caso deberemos tener siempre presente que «los cambios personales son lentos y limitados» (J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 20067, 217). [218] El texto evangélico del «no se puede servir a dos señores» (Mt 6,24) es empleado por los Padres para expresar esta incompatibilidad. [219] «No podemos esperar que luche con éxito contra enemigos poderosos quien sucumbe en fácil combate frente a adversarios débiles e incapaces de ponernos en trance de peligro. Todas las virtudes tienen idéntica naturaleza, por muchas que sean las especies en que se dividen y los vocablos con que se designan... Por tanto, quien se halla desprovisto de alguna de las virtudes, quiere decir que no posee ninguna a la perfección» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. V, 11). [220] «El dominio de sí es un denominador común a todas las virtudes; es necesario que el que busca el dominio de sí se contenga en todo. Así como la amputación de un miembro cualquiera del ser humano, aun del más pequeño, hace deforme al ser humano entero, aunque falte poco a su figura; así también quien descuida una sola virtud destruye, sin ser consciente, toda la belleza del dominio de sí. Habría que empeñarse no sólo en las virtudes corporales, sino también en las que pueden purificar nuestro ser humano interior» (DIADOCO DE FÓTICE, Obras completas, Ciudad Nueva, Madrid 1999, 101 [Capítulos gnósticos, 42]). [221] «No nos dejemos, por consiguiente, engañar por un celo orgulloso para buscar antes de tiempo lo que vendrá a su tiempo. Es decir, no busquemos en invierno lo que debe venir en verano, o en el tiempo de la siembra lo que debe venir en el tiempo de la cosecha; porque hay un tiempo para sembrar los trabajos y un tiempo para recoger los inefables dones de la gracia. De otra forma, aunque haya llegado el tiempo, no recibiremos lo que es propio de este tiempo» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVI, 70). [222] De hecho, «las pasiones inherentes a nuestra naturaleza son amigas de volver» (ib, IV, 8). [223] «Cuanto más progresa el alma, tanto más poderosos son los rivales que se suceden contra ella; pues no creo que sean siempre los mismos demonios los que se mantengan próximos. Esta experiencia la conocen mejor que nadie aquellos que sufren tales tentaciones de una manera más viva y ven cómo la paz interior que poseen es desmentida por sus ataques sucesivos» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, 160 [Tratado práctico, 59]). [224] «No debemos estar afligidos cuando caemos en algún pecado, sino cuando perseveramos en él. También los que son vigilantes caen a veces en pecado, pero permanecer en las caídas es la muerte completa» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 65). [225] A este propósito, no está mal recordar lo que dice Juan Clímaco: «Propio de ángeles es no caer..., pero es propio de los seres humanos caer y levantarse de nuevo, cada vez que esto les pase; en cambio es propio de los demonios, y de ellos solos, haber caído una vez y no levantarse jamás» (Escalera IV, 35). [226] «Hay varios caminos que llevan a la piedad y varios también que llevan a la perdición. Así sucede a menudo que un camino que no conviene a uno, sea perfectamente adaptado para otro; y la intención de los dos es agradar a Dios» (ib, XXVI, 89). [227] «A veces, lo que para uno es medicina, para otro es veneno; y otras veces, lo que para una misma persona, aplicado a tiempo, es medicina, aplicado a destiempo se vuelve veneno» (ib, XXVI, 20). [228] «Y aunque las pasiones no nos perturben de momento por no encontrar ocasión propicia para el asalto debido a nuestras continuas ocupaciones, con todo, no dejan de acudir a hurtadillas, y como de incógnito y se van desarrollando cada día más, puesto que el tiempo las robustece» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, 180). [229] «Un mismo corazón no puede sufrir muchas pasiones. Una pasión caza a la otra y, estando juntas, se vuelve más débil: la pasión dominante lleva a todo hacia sí» (JUAN CRISÓSTOMO, Comentario sobre san Juan II, 5). [230] Cf J. C. LARCHET, o.c., 563-572. [231] «Es absurdo querer comenzar el combate contra las potencias lejanas mientras que se está dominado por las vecinas... Ciertas personas que quieren en la práctica seguir el combate, olvidan atacar a la gula, y se lanzan a combates poderosos: no dejan de realizar a veces cosas importantes, que reclaman mucho temperamento, pero son dominadas por la gula y los atractivos de la carne le hacen perder el provecho que han realizado con coraje» (GREGORIO MAGNO, Morales sobre Job XXX, 18: PL 76,982). [232] Cf 1Cor 10,31. [233] Cf J. C. LARCHET, o.c., 573-589. [234] «La serpiente de la lujuria se reviste de numerosas formas. A los que no tienen experiencia del pecado les

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inspira el pensamiento de hacer solamente una experiencia y, enseguida, detenerse. Pero a los que han hecho así una primera experiencia los incita, por el recuerdo que guardan, a renovarla. Entre los primeros, muchos no sienten en ellos ningún combate, por ignorancia del mal. Pero los segundos, porque tienen la experiencia de esta mancha, se sienten en adelante turbados y tentados. No obstante, también lo contrario se produce a menudo» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVI, 69). [235] Una dinámica que ya intuyó Gregorio de Nisa cuando planteó que la felicidad humana se consigue cuando el eros humano, espoleado por el deseo, se lanza a una búsqueda incansable del «siempre más allá», una búsqueda que sólo encuentra su meta en el agapê divino, que le hace ascender todavía más; y es lo que se trasluce en el fondo de las Confesiones de san Agustín cuando dice: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, mientras no descanse en Ti» (I, 1, 1). [236] Cf Ef 5,31-32: unión de Cristo y de la Iglesia entendida como misterio. [237] «Es de dentro, del corazón del ser humano, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez» (Mc 7,21-22). [238] Sobre esta temática recomiendo encarecidamente el excelente libro de X. QUINZÁ, Desde la zarza. Para una mistagogía del deseo, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002. [239] «Por encima de todo, vigila tu corazón, pues de allí mana la vida» (Prov 4,23). [240] Cf J. C. LARCHET, o.c., 591-607. [241] La cuestión fundamental será saber si nos dedicamos a amasar «los tesoros sobre la tierra» (Mt 6,19) o «tesoros en el cielo» (Mt 6,20), pues «allí donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). [242] «No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros... A cada día le basta su propio afán» (Mt 6,25.34). [243] «No basta evitar la posesión de riquezas; es menester extirpar de raíz el deseo de ellas. Porque no hemos de contentarnos con no tenerlas (cosa que nos obliga a veces la necesidad), sino que no debemos tener la voluntad de atesorarlas, suponiendo que nos las ofrezcan las circunstancias de la vida» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. V, 10). [244] «Los que compren, como si no poseyeran, y los que usan el mundo como si no lo usaran» (1Cor 7,30-31). [245] Cf Lc 12,16-21: rico insensato. [246] Sobre la limosna en el cristianismo primitivo, cf F. RIVAS REBAQUE, La praxis caritativa como ternura en acción. La limosna en la Didajé, en N. MARTÍNEZ-GAYOL (ed.), Un espacio para la ternura. Miradas desde la teología, Desclée de Brouwer-Universidad Pontificia Comillas, Bilbao-Madrid 2006, 169-216, e I D ., La limosna en el Pastor de Hermas, en F. RIVAS REBAQUE-R. Mª SANZ DE DIEGO (eds.), Iglesia de la historia, Iglesia de la fe. Homenaje a Juan María Laboa Gallego, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2005, 341-377. [247] Cf Mc 12,41-44: óbolo de la viuda. [248] «Recordando las palabras de Jesús el Señor, que dijo: “¡Hay más felicidad en dar que en recibir!”» (He 20,35). [249] «Por eso, cuando des limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres. Os aseguro que ya han recibido su recompensa» (Mt 6,2). [250] Este capítulo octavo de la segunda Carta a los corintios es un auténtico tratado sobre la limosna y va a ser muy utilizado por los Padres para hablar de la limosna. [251] «La ausencia de misericordia y la brutalidad provienen de la gran abundancia de pasiones. En efecto, las pasiones endurecen el corazón y no le dejan que se mueva a compasión, de manera que el corazón no sabe tener piedad por nadie, ni dolerse por las aflicciones, ni sufrir por la ruina de su prójimo aunque la tenga ante sus ojos, ni entristecerse por aquellos que caen en los pecados; al contrario, a causa de las pasiones de las que hemos hablado, la ira y la envidia se hacen fuertes y crecen en ellos; y sucede que [uno] se deja mover por un celo estúpido, como si quisiera llevar él a cabo la venganza en lugar de Dios, y en su alma no hay espacio para la compasión» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 160). [252] Esta limosna es la que suele denominarse como «limosna redentora» o «dinero a cambio de vida eterna», que podemos descubrir en Tobías (4,10: «La limosna libra de la muerte y no deja entrar en las tinieblas»), en Si 3,30: «El agua apaga las llamas, la limosna repara los pecados», y es retomado por los evangelios: Mt 6,4: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará». [253] Ya a comienzos del s. V, un asceta de Oriente decía: «Los inicios de las pasiones son muy modestos; partes de simples fantasías que se insinúan a hurtadillas como las hormigas, pero al final alcanzan tan grandes dimensiones que, para el que se encuentra a su alcance, no son menos peligrosas que el león. Por eso, el luchador debe combatir contra ellas cuando se presentan ya como hormigas, ofreciendo su insignificancia como cebo; porque, si las dejan alcanzar la fuerza del león, llegan a ser inexpugnables como una fortaleza. Es preciso no suministrarles alimento. Y su alimento, como se ha dicho muchas veces, son las imágenes que llegan a través de

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los sentidos, pues tales imágenes nutren las pasiones proporcionándoles a modo de secuencia cada una de estas formas como armas contra el alma» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, 182). [254] A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, Alianza-Emecé, Madrid-Buenos Aires 20026, 28s. [255] «Porque cuando resuciten, ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22,30). [256] Un texto evangélico clave para la no condena del matrimonio por parte del cristianismo primitivo ha sido el de la participación de Jesús en la boda de Caná (Jn 2). [257] «Todos los sentimientos que interrumpen la comunicación han sido proscritos por alguna cultura. Greimas ha estudiado la avaricia como uno de ellos porque rompe la comunicación de los bienes económicos» (J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 20067, 235). [258] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 609-676. [259] Sobre este tema es muy sugerente I. HAUSHERR, Penthos. La doctrine de la componction dans l’Oriente Chrétien, Pont. Institutum Orientalium Studiorum, Roma 1944 (Orientalia Christiana Analecta 132). [260] «Dijo también [amma Sinclética]: “Hay una tristeza útil y una tristeza destructiva. Lo propio de la primera es lamentar las propias faltas y afligirse de la debilidad de sus prójimos para no decaer de su propósito y adherirse a la perfección de la bondad. Pero también está la tristeza que viene del enemigo, totalmente irracional, que algunos llaman acedía. Hay que expulsar este espíritu, sobre todo con la oración y la salmodia”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, p. 129). [261] «El ser humano que ha llegado a detestar al mundo escapa a la tristeza. Pero el que está atado a cualquier cosa visible, no está aún libre de la tristeza. Pues, ¿cómo no entristecerse si se le ha privado de lo que ama?» (JUAN CLÍMACO, Escalera, II, 11). [262] «Si os entristecí con mi carta, no me pesa. Y si me pesó (pues veo que aquella carta os entristeció, aunque no fuera más que por un momento) ahora me alegro. No por haberos entristecido, sino porque aquella tristeza os movió a arrepentimiento. Pues os entristecisteis según Dios, de manera que de nuestra parte no habéis sufrido perjuicio alguno. En efecto, la tristeza según Dios produce firme arrepentimiento para la salvación; mas la tristeza del mundo produce la muerte. Mirad qué ha producido entre vosotros esa tristeza según Dios: ¡qué temor, qué añoranza, qué celo, qué castigo!» (2Cor 7,8-11). [263] «La tristeza que causa un arrepentimiento saludable es propia del hombre obediente, afable, humilde, dulce, suave y paciente, porque deriva del amor de Dios. Sufre infatigable el dolor físico y la contrición del espíritu, gracias al vivo deseo que le anima de perfección. Es también alegre y en cierto modo se siente como robustecido por la esperanza de su aprovechamiento; conserva de continuo el hechizo y el encanto de la afabilidad y de la longanimidad, y posee en sí todos los frutos del Espíritu Santo... La tristeza diabólica es diametralmente opuesta. Es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le caracteriza también una especie de penosa desesperación. Cuando se apodera de un alma, la priva y aparta de cualquier trabajo y dolor saludable. Ello obedece a que es una pasión irracional, y no sólo impide y frustra por completo la eficacia de la oración, sino que malogra los frutos espirituales que dijimos causaba la tristeza santa o de Dios» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. IX, 11). [264] «Suprime las lágrimas y has suprimido de golpe la purificación, y sin purificación nadie puede salvarse» (SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO, Cateq. XXIX, 251-2). [265] Cf P. ADNÈS, Larmes, DSp IX, cols. 287-303. [266] «El bautismo, en efecto, nos purifica de las faltas que nos han precedido, mientras que las lágrimas destruyen todas las faltas que cometemos a continuación» (JUAN CLÍMACO, Escalera VIII, 8). [267] «Cuando nos encontremos en medio de las tinieblas, procuremos que no nos turben, especialmente en el caso de que no seamos nosotros su causa. Porque la providencia de Dios permite todo esto por razones que tan sólo ella conoce. En ese momento, nuestra alma se encuentra angustiada, como en medio de una tempestad. Y si uno quiere buscar fuerzas mediante un libro o una liturgia, o si se apoya sobre cualquier otra cosa, lo más que consigue o recibe de esa forma, incluso después de haber dejado de apoyarse en ello, no es sino tiniebla sobre tiniebla. En ese momento cree que su situación no podrá cambiar o que nunca recuperará la paz. Esta es una hora llena de desesperación y de miedo; y la esperanza en Dios y el consuelo de la fe quedan completamente borrados del alma, la cual se encuentra enteramente sumida en la duda y el miedo» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 68). [268] «El silencio continuo y la conservación de la quietud perseveran en el ser humano por una de estas tres causas: o para la gloria de los seres humanos, o por motivo del ardor inflamado de la virtud, o porque la intimidad se ha habituado de algún modo a estar con Dios, el cual atrae el pensamiento hacia sí. Quien no posee estas últimas [dos causas] casi necesariamente enfermará por la primera» (Ib, 83). [269] «¿Quieres conocer al hombre de Dios? Aprende a discernirlo a través de su continuo silencio... Si amas la verdad, sé amante del silencio. Te hará resplandecer en Dios como el sol y te alejará de las ilusiones de la

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ignorancia. El silencio te unirá con Dios» (ib, 55). [270] «Para contrarrestar la acedía y hacer frente a su perniciosa influencia, es preciso no huirla sino afrontarla. Es necesario superar el vicio, no con la deserción, sino con la resistencia» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. X, 25). [271] De hecho, la palabra que utiliza el Nuevo Testamento para hablar de «paciencia» (hypomonê) puede traducirse también por «perseverancia», cf Lc 21,19: «Con vuestra paciencia/perseverancia salvaréis vuestras vidas/almas». [272] «Pero yo os digo que el que se irrite con su hermano será llevado a juicio; el que insulte a su hermano será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo injurie gravemente será llevado al fuego» (Mt 5,22). [273] «El comienzo de esta victoria sobre la cólera es el silencio de los labios cuando el corazón está agitado; el progreso consiste en el silencio de los pensamientos, ante una simple turbación del espíritu; y la perfección está en la serenidad imperturbable del alma cuando soplan los vientos impuros» (JUAN CLÍMACO, Escalera VIII, 4). [274] «Ponte a buenas con tu adversario pronto, mientras vas con él por el camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo» (Mt 5,25-26). [275] «El que no se deja arrastrar fácilmente por su lengua, tampoco será arrastrado nunca por la cólera» (ib, XXVII, 5). [276] Cf Mt 15,18-19 (del corazón proceden los malos pensamientos)._ [277] «Si es cierto que la cumbre de la suprema mansedumbre es no alterarse teniendo presente al que nos ofendió, sino más bien amarlo con sosiego y quietud de corazón, también es cierto que la cumbre de la cólera es continuar alterándose con palabras y gestos furiosos contra el que nos ofendió, en su ausencia y estando solos» (JUAN CLÍMACO, Escalera VIII, 17). [278] «Por el contrario, los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, dulzura, continencia» (Gál 5,22-23). [279] «Pero tú, hombre de Dios, huye de estas cosas, y practica la justicia, la religiosidad, la fe, el amor, la paciencia, la dulzura» (1Tim 6,11) y Col 3,12: «Dios os ama y os ha elegido para que seáis miembros de su pueblo. Por tanto, sed compasivos, bondadosos, humildes, dulces y comprensivos». [280] «El que está siempre dulce no se inflama de la cólera, ni se consume en las angustias de la acedía y las tristezas, ni se disipa en las inútiles búsquedas de la vanagloria, ni se encumbra en los efluvios del orgullo» (JUAN CASIANO, Colaciones XII, 6). [281] «Bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5). [282] «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón, y encontraréis descanso en vuestras almas» (Mt 11,29). [283] «Más vale un hombre paciente que un héroe, más vale el que se domina a sí mismo que el que conquista ciudades» (Prov 16,32). [284] En este caso debemos tener en cuenta lo que dice Juan Clímaco: «Gran cosa es admirar los trabajos de los santos; trabajar por imitarlos da salud; pero pretender copiar de golpe su modo de vivir es irracional e imposible» (Escalera IV, 46). [285] «El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso» (1Cor 13,4). [286] «Los salmos vuelven al alma serena, producen la paz, calman el murmullo y la agitación de los pensamientos. Dulcifican lo que está irritado en el alma y ajustan lo que está desarreglado» (BASILIO DE CESAREA, Hom. sobre el Salmo 1, 2). [287] «Como el agua que se extiende poco a poco en el fuego apaga poco a poco el ardor de su llama, así las lágrimas que proceden del dolor de nuestros pecados extinguen las llamas de la cólera» (JUAN CLÍMACO, Escalera VIII, 33). [288] «No te dejaré ni te abandonaré; de suerte que podemos decir con confianza: “El Señor es mi auxilio; no temeré. ¿Qué podrán hacerme los hombres?”» (Heb 13,6). [289] «En el amor no hay temor; por el contrario, el amor perfecto desecha el temor, pues el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor» (1Jn 4,18). [290] «El “principio” de nuestra salvación y “sabiduría”, según el texto bíblico, es el “temor de Dios” (Prov 9,10). De este temor nace una saludable compunción. De la compunción del corazón parte el renunciamiento, esto es, la desnudez y desprecio de todos los bienes. La desnudez a su vez engendra la humildad. La humildad conduce a la mortificación de nuestra voluntad. Y la mortificación de nuestra voluntad ahuyenta y extingue los vicios. A medida que desaparecen los vicios, fructifican y se acrecientan las virtudes. Y el aumento de las virtudes trae consigo la pureza del corazón. Este es el proceso y no cabe alternativa. En fin, con la pureza del corazón poseemos ya la perfección de la caridad apostólica» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. IV, 43). [291] «El que teme al Señor nada temerá; no se desalentará, porque Él es su esperanza» (Si 34,14).

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[292]

«Mientras el heredero es niño en nada se diferencia de un esclavo, aunque sea el dueño de todo. Está bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos menores de edad, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,1-3). [293] «El principio de la sabiduría es el temor del Señor; conocer a Dios, esa es la inteligencia» (Prov 9,10). [294] «Del mismo modo que no es posible atravesar sin navío el mar, del mismo modo nadie puede llegar al amor sin temor. Si los remos del temor no gobiernan el navío del arrepentimiento, por lo que atravesamos el mar de este mundo para ir a Dios, somos engullidos por las aguas nauseabundas. El arrepentimiento es el navío. El temor su piloto. Y el amor el puerto divino» (ISAAC EL SIRIO, Disc. asc., 72). [295] Esta segunda forma de temor de Dios «no nace, pues, del castigo ni del deseo de recompensa, sino de la grandeza misma del amor. Es la mezcla de respeto y atención que un hijo tiene por un padre lleno de indulgencia, un amigo por el amigo, la esposa por el esposo. No tiene en cuenta ni golpes ni reproches, lo que teme es estar herido por el amor, la herida más ligera, de hecho, de palabra..., con el miedo de que el fervor del amor se atempere, aunque sea un poco» (JUAN CASIANO, Colaciones XI, 13). [296] «Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley,_para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gál 4,47). [297] La temática de las lágrimas tiene una gran continuidad con la tradición bíblica, en la que las lágrimas expresan el dolor por la pérdida de un ser querido, las desgracias públicas o los sufrimientos personales («estoy agotado a fuerza de gemir, baño en llanto mi lecho cada noche»: Sal 6,7; «las lágrimas son mi alimento día y noche»: Sal 42,4; «mi alimento es la ceniza, mi bebida se mezcla con mi llanto»: Sal 102,10), o son producidas por motivos religiosos (arrepentimiento). Jesús mismo lloró ante la tumba de Lázaro (cf Jn 11,35) y por el destino de Jerusalén (cf Lc 19,41), considerando «dichosos a los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,21). La Carta a los hebreos llegará a decir: «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente» (Heb 5,7). Estas lágrimas se consideran, sin embargo, algo provisional, porque en la Jerusalén futura, «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos» (Ap 7,17). [298] «El bautismo, en efecto, nos purifica de las faltas que le han precedido, mientras que las lágrimas borran las faltas cometidas después de él. Como recibimos todos el bautismo en la infancia nosotros lo manchamos después; pero por medio de las lágrimas lo renovamos a su pureza primera» (JUAN CLÍMACO, Escalera VII, 8). [299] Este fenómeno no sólo se da en un momento determinado, sino que podemos hablar también de períodos de una mayor incidencia en lo expresivo (como la Edad media y el Barroco) o en lo racional (Ilustración, siglo XIX). [300] El mismo Ignacio de Loyola recomienda las lágrimas como algo útil y recomendable en los Ejercicios espirituales (nn. 4, 55, 87, nn. 48, 306; n. 316; n. 322), algo ya podemos descubrir en su propia vida, cf S. THIÓ, Lágrimas, en GRUPO DE ESPIRITUALIDAD IGNACIANA (GEI), Diccionario de espiritualidad ignaciana II, MensajeroSal Terrae, Bilbao-Santander 2007, 1101-1105; por no hablar de Francisco de Asís, Teresa de Jesús... [301] No hay que olvidar, tampoco, que a veces la actitud contraria –aceptación sumisa de lo que hay, optimismo ingenuo y silencio– nacen de una misma actitud de cólera, que se expresa en este caso en una especie de desesperación por cualquier posibilidad de cambio, cuando no la mera comodidad o el interés de nadar a favor de la corriente. [302] Sobre la importancia de este proceso es muy ilustrativa la lectura de N. ELIAS, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE 1987. [303] A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, Alianza-Emecé, Madrid-Buenos Aires 20026, 100-102. [304] E. DREWERMANN, Lo esencial es invisible. El Principito de Saint-Exupéry: una interpretación psicoanalítica, Herder, Barcelona 1994, 53s. [305] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 677-709. [306] «La persona que ha llegado al conocimiento de su propia debilidad ha llegado al fondo de la humildad» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salmanca 2007, 58). [307] JUAN CASIANO, Inst. cenob. XI, 7. [308] «No le prestes ninguna atención cuando [el espíritu de vanagloria] te sugiere aceptar un cargo de obispo, de abad o de doctor; porque es difícil echar a un perro del mostrador de una carnicería» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXI, 19). [309] «Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os haya ordenado, decid: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”» (Lc 17,10).

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«Cuando los aduladores, o mejor dicho, los seductores comienzan a alabarnos, traigamos brevemente a la memoria la multitud de nuestros pecados y nos reconoceremos indignos de lo que se dice o se hace en nuestro honor» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXI, 42). [311] Lc 18,9-14: parábola del fariseo y el publicano (donde la oración es utilizada como motivo de orgullo). [312] «El orgullo visible se cura por una situación oscura» (JUAN CLÍMACO, Escalera. Recap. 13). [313] «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí; pues he trabajado más que los demás; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Cor 15,10). [314] Algún Padre llega incluso a identificar humildad y oración: «La humildad es una oración continua en las lágrimas y el esfuerzo, se lanza sin cesar hacia Dios y le pide su socorro» (MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad I, 87). [315] «Cuando desees conocer tu medida, cómo y quién eres, si tu alma sigue el buen sendero o va fuera de camino; si [deseas conocer] tu firmeza o tu pequeñez, pon a prueba tu alma en la oración. Porque la oración es el espejo del alma, y por ella se conocen sus manchas y su belleza. En ella se revelan las falsedades y las bellezas del pensamiento» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 132). [316] «En la oración, la abundancia de las palabras que van surgiendo del corazón de un modo continuo y abundante, y el despliegue de los diversos movimientos [interiores] son indicio del ardor, pero también una señal de que el pensamiento no ha experimentado todavía la luz que se contiene en ellas; ni ha recibido aún la prueba del conocimiento que ilumina el ojo interior durante el tiempo de la plegaria, sino que recibe sólo una potencia a través de aquello que brota del corazón y de los labios. Pero cuando el pensamiento siente la potencia de aquello que ora y resplandece en la verdad íntima de las palabras, esta será la señal de que ha llegado a ese nivel: que dicha sensación no le permite avanzar ni añadir abundancia de palabras» (Ib, 131). [317] Cf M. MAGRASSI, Humildad, en L. BORRIELO-E. CARUANA-M. R. DEL GENIO-N. SUFFI (DIRS.), Diccionario de mística, San Pablo, Madrid 2002, 856ss., y D. MONGILLO, Humildad, en S. DE FIORES-T. GOFFI-A. GUERRA (DIRS.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, San Pablo, Madrid 20005, 665-674. [318] «Por otra parte, Dios, creador y médico del universo, sabiendo que la causa y principio de todos los males es la soberbia, tuvo cuidado de oponer a los vicios virtudes correlativamente contrarias. Así, el que cayera por el orgullo se elevaría por la humildad» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XII, 8). [319] «Si es una marca del orgullo esta ruina del alma, el elevarse aun hallándose en condición miserable, es un indicio de la saludable humildad tener humildes sentimientos de sí mismo en las más altas empresas y en los éxitos» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXIX, 10). [320] De ahí expresiones tan contundentes y llamativas como: «Allá donde no esté la humildad, no está Dios» (Apot. Arm. II, 279); «sin humildad no puede cumplirse ningún mandamiento» (Apot. Arm. II, 319). [321] «Nadie es humilde si no tiene discernimiento. No hay nadie que sea humilde si no es también pacífico, ni nadie que sea pacífico si no es humilde» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 147). [322] «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos» (Lc 10,21). [323] «Sé poca cosa, sé despreciable a los ojos de tu alma, y verás la gloria de Dios dentro de ella. Donde florece la humildad, allí brota la gloria» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 145). [324] «Los nervios que fortalecen la humildad y los caminos que conducen a ella son la no posesión, el exilio voluntario y secreto, el encubrimiento de la propia sabiduría, la simplicidad en las palabras, la petición de limosna, el silencio sobre la nobleza de nacimiento, la renuncia a la ligereza de palabras y de actitud, el alejamiento de la habladuría» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXV, 64). [325] «No hagáis cosa alguna por espíritu de rivalidad o de vanagloria; sed humildes y tened a los demás por superiores a vosotros» (Flp 2,3). [326] «Hasta que el corazón no es humillado, no cesa de vagar. La humildad recoge el corazón, y cuando una persona es humillada, inmediatamente le rodea la misericordia y le abraza. Cuando se le une la misericordia, el corazón siente de pronto la ayuda, porque descubre que palpita también en su interior un cierto sentimiento de confianza y de potencia; y cuando experimenta que le ha llegado la ayuda de Dios, y que ella le sirve de auxilio y socorro, entonces, inmediatamente, el corazón se llena de fe» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 144). [327] «Una cosa es elevarse; otra no elevarse y otra humillarse. El primero juzga cada día a los demás; el segundo no juzga a nadie, pero tampoco se condena a sí mismo; el tercero, siendo inocente, no deja de juzgarse y condenarse a sí mismo» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXV, 18). [328] «Entre vosotros no debe ser así, sino que si alguno de vosotros quiere ser grande que sea vuestro servidor,_y el que de vosotros quiera ser el primero que sea el servidor de todos;_de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,43-45). [329] «Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios.

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Al contrario, se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los seres humanos. Y en su condición de ser humano, se humilló (vació) a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz» (Flp 2,6-8). [330] «No hay nada más poderoso que encontrarse sin esperanza [en sí mismo]; un hombre así no podrá ser vencido por ninguna cosa favorable; ni por ninguna adversa. Cuando en su pensamiento una persona ha abandonado la esperanza que proviene de su propia vida, no será posible hallar a nadie más valiente que él, y ningún enemigo podrá hacerle frente; y no hay sentimiento alguno de aflicción que pueda enflaquecer el ánimo de su inteligencia. Porque todas las aflicciones son inferiores a la muerte, y esta persona ha dejado que la muerte venga sobre sí misma» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 96s). [331] «Porque [la humildad] es el vestido de la divinidad; por medio de la Palabra que se ha hecho hombre, la divinidad se ha revestido de la humildad, y por medio de la humildad habla con nosotros, a través de nuestro cuerpo. Todo aquel que se ha recubierto de humildad verdaderamente se asemeja, gracias a ella, a Aquel que ha descendido de su altura, que ha escondido el esplendor de su grandeza y ha velado su gloria, para que la creación no pereciera al verle. Pues la creación no podía verle, a no ser en la parte que proviene de ella misma y que él había asumido, y en la cual él hablaba con la creación, de tal forma que esta pudiera escuchar la palabra de su boca, cara a cara» (ib, 138s). [332] Igual que la semilla cae en diferentes lugares, así: «Una cosa es la humildad llena de tristeza de los penitentes; otra la de los que pecan, cuando les remuerde la conciencia, y otra la alegre y rica humildad que por la acción de Dios sobreviene a los hombres perfectos» (JUAN CLÍMACO, Escalera V, 30). [333] Sobre las diversas formas de entender la humildad a lo largo de la historia del cristianismo resulta muy aleccionador el excelente artículo de P. ADNÈS, Humilité, en DSp VII, cols. 1136-1187. [334] «No ha llegado al grado de la humildad aquella persona que por su naturaleza, es simplemente conciliadora o pacífica o educada o íntegra. Al contrario, sólo es humilde de verdad aquella persona que, incluso teniendo en secreto algo que es digno de exaltación, no se enaltece, sino que [se estima] en sus pensamientos como polvo. No llamaremos tampoco humilde a aquella persona que se humilla recordando sus miserias o sus caídas, las cuales recuerda para que su pensamiento se abaje y no tenga movimientos de orgullo, aunque esto sea laudable, porque en ella anidan todavía pensamientos de orgullo; aún no posee la humildad, sino que se esfuerza en acercarla a sí por [diversos] caminos. Y aunque esto, como he dicho, sea laudable, este hombre no posee todavía [la humildad]. Lo que más puede decirse es que la busca de verdad, pero ella no le pertenece. Al contrario, el humilde perfecto es aquella persona que no tiene necesidad de buscar una ocasión para humillar su inteligencia, sino que está lleno de humildad y la posee de manera casi natural, sin fatiga» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 140). [335] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 469-560. [336] Sobre este aspecto, cf I. HAUSHERR, Direction spirituelle en Orient autrefois, Pontificium Institutum Orientalium Studiorum, Roma 1955. [337] «Hay personas que se engañan, creyendo que ellos mismos pueden guiarse y no tienen necesidad de nadie para conducirlos» (JUAN CLÍMACO, Escalera I, 18). [338] «Indaga continuamente los síntomas de las pasiones y descubrirás que hay en ti un gran número. Enfermos como somos, no podemos diagnosticarlas, sea a causa de nuestra debilidad, sea porque están muy profundamente arraigadas» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVI, 147). [339] «Líbrate de las manos de un maestro sin experiencia, pues te iniciará más en la vía diabólica que en la evangélica», llegará a decir Simeón el Nuevo Teólogo. [340] «Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vio a abba Antonio que se recreaba con los hermanos y se escandalizó. Deseando mostrarle el anciano que es necesario a veces condescender con los hermanos, le dijo: “Pon una flecha en tu arco y estíralo”. Y así lo hizo. Le dijo: “Estíralo más”. Y lo estiró. Le dijo nuevamente: “Estíralo”. Le respondió el cazador: “Si estiro más de la medida, se romperá el arco”. Le dijo el anciano: “Pues así es también en la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la medida, se romperán pronto. Es preciso pues de vez en cuando condescender con las necesidades de los hermanos”. Vio estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los hermanos regresaron también fortalecidos a sus lugares» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los padres I, 13, Apostolado Mariano, Sevilla 1991, 17). [341] «¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros!», llegará a decir Pablo en Gál 4,19. [342] «La dirección de las almas es la empresa más difícil. Es preciso, en primer lugar, purificarse de las antiguas manchas para después aprender con mucha atención las distintas disciplinas que forman en la virtud. Pero, ¿cómo podrá corregir las costumbres de sus súbditos el que no es capaz de pensar nada que vaya más allá del ejercicio corporal? ¿Cómo podrá cambiar el ritmo de vida de quienes están dominados por costumbres depravadas? ¿Y

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cómo podrá proporcionar ayuda a los que viven inmersos en la guerra de la pasión si no sabe nada acerca del combate espiritual, o cómo logrará curar las heridas que se producen en la batalla si él mismo yace aún cubierto de heridas y necesitado de vendas?» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, 128). [343] «Son ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, caerán ambos en el hoyo» (Mt 15,14). Según Evagrio Póntico, la vanagloria es la que empuja al monje a ir al mundo en un tiempo inoportuno para ver cómo hacer discípulos (cf Antirrético 3), enseñando a los demás sin haber adquirido antes la sanidad espiritual (ib, 9) y queriendo dirigir a los otros en la ciencia de Cristo (ib, 12), como «pastor de almas» (ib, 26) o «maestro» (ib, 41). Juan de la Cruz lo expresa de la siguiente manera: «En este negocio [la unión con Dios] es Dios el principal agente y el mozo de ciego que la ha de guiar por mano [al alma] a donde ella no sabría ir, que es a las cosas sobrenaturales... Y este impedimento le puede venir si se deja llevar y guiar de otro ciego. Y los ciegos que la podrían sacar del camino son tres, conviene a saber: el maestro espiritual, y el demonio, y ella misma» (Llama de amor viva, 3, 29). [344] «Los más hábiles médicos no suelen limitarse a curar las enfermedades presentes. Su sagacidad avizora el más allá y se emplea en prevenir ulteriores males por medio de diagnósticos y medicamentos saludables. Cosa pareja hacen los auténticos médicos de las almas. Con antelación extinguen, como con un antídoto celestial, las dolencias del corazón, cuyos síntomas aparecerán más tarde, e impiden que se desarrollen en el alma. Y es que descubriendo a los jóvenes las causas de las pasiones que les amenazan, les brindan a la vez los remedios para sanarlas» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XI, 13). [345] Cf G. BARDY, Discernement des esprits, en DSp III, cols. 1222-1254 (correspondiente a la Antigüedad cristiana) y A. BARRUFFO, Discernimiento, en S. FIORES-T. GOFFI-A. GUERRA (DIRS.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, San Pablo, Madrid 20005, 368-376. [346] «Lo mismo que los más experimentados entre los médicos no se contentan generalmente con curar las enfermedades presentes sino que, en su sabia experiencia, llegan hasta las enfermedades futuras y las previenen con prescripciones y remedios saludables, así los auténticos médicos de las almas, destruyendo el avance en el encuentro espiritual con un celeste antídoto las enfermedades del corazón antes que aparezcan y no admitiendo que ellas se desarrollen en el espíritu de los jóvenes, les desvelan la causa de las pasiones que les amenazan y los remedios que le dan la salud» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. XI, 17). [347] «Conviene, además, que el guía espiritual sea lo suficientemente experto como para no olvidar ninguna de las estratagemas del enemigo, poniendo al descubierto sus ocultas argucias y desenmascarándolo ante quienes se le encomendaron. Y así, al advertirles por anticipado de las asechanzas del adversario, hará posible que logren sin esfuerzo el triunfo, permitiéndoles salir victoriosos del combate. Pero un hombre como este es raro y difícil de encontrar» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, 142s). [348] «Dijo también [abba Isidoro el presbítero]: “Es necesario que los discípulos amen a sus maestros como a padres, y los teman como a jefes, y no pierdan el temor a causa del amor, ni oscurezcan el amor a causa del temor”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres I, 413, o.c., 123). [349] «No es preciso preguntar por todos los pensamientos que germinan en el corazón, ni los que están de pasada, sino que es preciso preguntar al sujeto aquellos pensamientos que quedan y que hacen la guerra al ser humano» (JUAN DE GAZA, Carta 165). [350] «Con frecuencia nuestras experiencias afectivas son confusas, precisamente por su complejidad, y nos sentimos inquietos y desorientados mientras no sabemos cómo nombrar nuestro sentimiento... Al nombrar algo, lo que hacemos es relacionar una experiencia con el saber acumulado bajo el nombre que hemos aplicado» (J. A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 20067, 54). [351] «Les enseñan [a los monjes] a no ocultar nunca los pensamientos que sobrevengan a su corazón, sino confesarlos a su anciano, no bien tenga conciencia de ellos. Les persuaden además a no confiar en su propio juicio y parecer, antes a crecer que es malo o bueno aquello que el anciano juzgare como tal, después de maduro examen... Efectivamente: el diablo, enemigo sutil, no podrá engañar con sus artilugios al joven, a no ser que logre hacerle ocultar sus pensamientos, ya por arrogancia, ya por vergüenza. Porque dicen que es señal clara y evidente que un pensamiento procede del demonio cuando nos ruboriza el manifestarlo al anciano» (JUAN CASIANO, Inst. cenob. IV, 9). [352] «Dijo abba Nesteros: “El monje debe decir, por la tarde y por la mañana, esta palabra: ¿Qué hemos hecho de lo que Dios quiere, y qué hemos hecho de lo que Él no quiere?”. Y de esta manera examinar toda su vida. Esfuérzate cada día para estar sin pecado en la presencia de Dios» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, 560, o.c., 46). [353] «Como los huevos de las aves calentados bajo el estiércol producen crías, así los malos pensamientos, cuando permanecen encubiertos sin ser revelados a quien los puede curar, se transforman en obras malas» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVI, 22).

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[354]

«Un hermano se acercó a donde estaba abba Pastor y le dijo: “Abba, tengo innumerables pensamientos y ellos me ponen en peligro”. El anciano lo llevó fuera y le dijo: “Llena tu pecho y retén el aire”. Pero aquel le dijo: “No puedo”. El anciano le dijo: “Si no puedes hacer esto, tampoco puedes impedir que lleguen a ti los pensamientos, mas el resistirlos depende de ti”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres II, 602, o.c., 61). [355] «Pero si alguien, espontáneamente, ha aceptado ya la dirección de una o dos personas o se ha visto obligado a hacer de moderador entre ellas, examínese escrupulosamente primero a sí mismo y vea si es capaz de enseñar lo que debe hacerse con las obras más que con las palabras, hasta el punto de poder proponer a sus discípulos la propia vida como modelo de virtud, para que, al conformarse a su conducta, no contaminen la belleza de la virtud con la deformidad de la propia culpa. En segundo lugar, es preciso que sepa que debe combatir por aquellos a quienes dirige no menos que por sí mismo; porque, desde el momento en que se ha tomado la responsabilidad de su salvación, debe dar cuenta de ellos tanto como de sí mismo» (NILO DE ANCIRA, Tratado ascético, 153). [356] «Si tenemos recuerdos apasionados de algunas cosas se debe a que hemos recibido esas mismas cosas anteriormente con pasión; y así mismo, de todas las cosas que acogemos apasionadamente también tendremos recuerdos apasionados» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, 149: Tratado práctico, 34). [357] «Si algún monje quiere tener experiencia de los violentos demonios y adquirir habilidad en su arte, que observe los pensamientos y mida sus tensiones, sus distensiones, sus implicaciones y sus momentos, y qué demonios son los que los causan, qué demonio sigue a otro y cuál viene a continuación de tal otro. Una vez observado todo esto, busque junto a Cristo las razones de tal astucia» (I D , Obras espirituales, 156: Tratado práctico, 50). [358] «Es necesario también reconocer los diferentes tipos de demonios y distinguir las ocasiones en que actúan. Conoceremos por medio de sus pensamientos (ya que los pensamientos se reconocen por las representaciones) qué clase de demonios son menos frecuentes y más gravosos, cuáles son asiduos y más fáciles de soportar, cuáles son los que se lanzan en grupo y se apoderan del intelecto para que blasfeme. Es necesario saber estas cosas para que, en el momento en que comienzan los pensamientos a suscitar sus propios argumentos y antes de ser expulsados demasiado lejos de nuestro estado, pronunciemos alguna palabra contra ellos y desvelemos al que está presente. De esta manera, progresaremos fácilmente con la ayuda de Dios y haremos que los demonios, llenos de estupor por nosotros, se alejen consternados» (ID, Obras espirituales, 153: Tratado práctico, 43). [359] «Cada persona es incitada a pecar por su propia pasión, que lo arrastra y lo seduce. Después la pasión concibe y da a luz el pecado, y el pecado, una vez consumado, origina la muerte» (Sant 1,14-15). [360] «Una cosa es lo que ensucia a la oración, otra cosa lo que la apaga, otra cosa lo que nos la roba, otra cosa lo que la vuelve defectuosa. Lo que la ensucia es estar delante de Dios y dejar que la imaginación forme pensamientos extravagantes. Lo que la apaga es dejarse cautivar por preocupaciones inútiles. Lo que nos la roba es dejar insensiblemente vagar nuestro pensamiento. Lo que la hace defectuosa es toda sugestión mala que nos ataca en este momento» (JUAN CLÍMACO, Escalera XXVIII, 23). [361] Este proceso de los pensamientos ha sido descrito de la siguiente manera por Juan Clímaco: «Los Padres dotados de discernimiento han diferenciado entre sí el ataque, la relación, el consentimiento, el cautiverio, el combate y lo que se llama pasión del alma. Estos hombres bienaventurados definen el ataque como la primera aparición en el corazón del simple pensamiento o de la imagen de un objeto que se presenta. La relación es una conversación con lo que viene de manifestarse así, acompañada o no de pasión. El consentimiento es la aceptación del alma, acompañada de deleite, a lo que ha sido propuesto. La cautividad es un rapto violento e involuntario del corazón; o también un apego permanente al objeto en cuestión, que destruye el excelente estado del alma. Ellos dicen que la pasión en el sentido propio es un mal que desde largo tiempo afectaba secretamente al alma y que en adelante le hace contraer una relación íntima con él y la establece como una disposición habitual, en virtud de la cual ella se inclina al mal por sí misma, espontáneamente y por afinidad. De estos movimientos, el primero [el ataque] es sin pecado; el segundo [la relación] no lo es siempre y en cuanto al tercero [consentimiento] es culpable o no, según el estado interior del combatiente. El combate es la ocasión que proporciona corona o castigo. La cautividad debe ser juzgada de manera diferente según si se manifiesta en tiempo de oración o en otros momentos, si es a propósito de material de poca importancia o si se trata de malos pensamientos. Respecto a la pasión, sin duda alguna en todos los casos se hace merecedora, sea de una penitencia proporcionada, sea del castigo futuro» (Escalera XXV, 74). [362] De la palabra «vigilancia» (nêpsis) nace uno de los nombres con los que se denominan a muchos de los Padres del desierto, «padres népticos» o «padres vigilantes». [363] Estas dos actitudes son recomendadas muy a menudo por el Nuevo Testamento: cf Mc 13,33-37 («¡Cuidado! Estad alerta, porque no sabéis cuándo llegará el momento... Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer, a media noche, al canto del gallo o al amanecer»); 14,38 («velad y orad

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para que podáis hacer frente a la prueba»); Lc 12,37-38 («dichosos los criados a quienes el amo encuentre vigilantes cuando llegue»); 21,36 («velad, pues, y orad en todo tiempo, para que os libréis de todo lo que ha de venir»); 1Pe 5,8 («vivid con sobriedad y estad alerta»). [364] «Dijo abba Teodoro de Escete: “Viene un pensamiento y me aflige y ocupa, pero no puede llevarme a la acción, sino que solamente molesta a la virtud. El hombre vigilante lo sacude y se levanta para orar”» (PADRES DEL DESIERTO, Los dichos de los Padres I, 300, o.c., 93). [365] Cf J. C. LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, París 20004, 713-800. [366] Esta paz interior es expresada sobre todo mediante dos conceptos: apatheia («impasibilidad»), proveniente del ámbito filosófico, que designaba la desaparición (o el control) de las pasiones (= pathê), y la palabra hesiquía, donde se mezclaban los significados de «tranquilidad, reposo, descanso»; cf P. ADNÈS, Hésychasme, DSp VII, cols. 381-399. [367] «Amigo de la paz interior no es aquel que lleva a cabo con diligencia las cosas hermosas, sino aquel que acoge con alegría las cosas negativas que le afectan» (ISAAC DE NÍNIVE, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, 111). [368] «Permanece en paz contigo mismo, y los cielos y la tierra estarán en paz contigo mismo» (ib, 78). [369] Cf M. SBAFFI, Caridad, en S. DE FIORES-T. GOFFI-A. GUERRA (DIRS.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, San Pablo, Madrid 20005, 124-136. [370] «Dios es amor» (1Jn 4,8.16; cf 1Cor 13,2). [371] Este carácter universal está subrayado en los evangelios por el mandamiento del amor a los enemigos: «Sabéis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”» (Mt 5,43-44)._ [372] Cf Mt 25,31-46: parábola del juicio final. [373] «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (1Jn 5,2). [374] Máximo el Confesor llegará a definir este amor como: «Total solicitud por la totalidad del género humano» (Cartas 2). [375] «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor._En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él._En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados» (1Jn 4,7-10). [376] «Por tanto, todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros con ellos, porque en eso consiste la ley y los profetas» (Mt 7,12). [377] «Jesús le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”» (Mt 22,37). [378] «El que me ama observará mis mandamientos, pues mi mandamiento es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,12). [379] DOROTEO DE GAZA, Instituciones espirituales VI, 78. [380] Esta sinergia entre el esfuerzo humano y la gracia divina podemos descubrirla ya en 1Jn 4,7: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios». [381] «Quien ama sinceramente a Dios ora también absolutamente, sin distracción, y quien ora absolutamente, sin distracción, ama también sinceramente» (MÁXIMO EL CONFESOR, Cent. sobre la caridad II, 1). [382] «La compasión, mientras se encuentre en tu corazón, es en ti el icono de la santa belleza, a semejanza de la que tú has sido creado» (ISAAC EL SIRIO, Disc. asct. 1). [383] «Jesús le contestó: “El que me ama guardará mi doctrina, mi Padre lo amará y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él”» (Jn 14,23). [384] Tanto el conocimiento como la contemplación espirituales son utilizadas con un sentido muy parecido en Oriente: cf AA.VV., Contemplation chez les orientaux chrétiens, en DSp II, cols. 1762-1911. [385] «El que muestra el conocimiento encarnado en la praxis y la praxis unificada por el conocimiento, ha encontrado de modo perfecto la verdadera obra de Dios. Pues el que posee una de ellas, separada de la otra, o bien hace de la contemplación una imaginación inconsistente o bien hace de la praxis un simulacro. Pues el conocimiento desprovisto de la praxis no se diferencia en nada de la imaginación..., y la praxis desprovista de razón no es nada más que un simulacro, no tiene el conocimiento que la vivifica... El misterio de nuestra salvación muestra que la praxis es una contemplación activa y la contemplación una praxis incoada» (MÁXIMO EL CONFESOR, Cuestiones a Thalassios, 63).

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[386]

Esta diferencia entre el conocimiento según el mundo y la sabiduría que proviene de Dios es una de las temáticas más resaltadas por Pablo en 1Cor 1,21-25: «El mundo con su propia sabiduría no reconoció a Dios en la sabiduría manifestada por Dios en sus obras. Por eso Dios ha preferido salvar a los creyentes por medio de una doctrina que parece una locura. Porque los judíos piden milagros, y los griegos buscan la sabiduría; pero nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos. Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres; y la debilidad de Dios, más fuerte que los hombres»; así como en 2,4-7. [387] «Que tu mucha sabiduría no te sirva de escándalo y que no sea ante ti una trampa [que te impida] iniciar tu carrera jugándote la vida, de manera valerosa y pronta, [sostenido por] la esperanza en Dios; de lo contrario, serás siempre indigente y permanecerás desnudo del conocimiento de Dios» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 120). [388] «Si algunos quieren acceder a este conocimiento del Espíritu, no pueden hacerlo porque no han renunciado aún al estudio, a las complejidades de su método, y no tienen corazón de niño. La costumbre y los pensamientos que engendra el estudio son un gran impedimento, pues el conocimiento espiritual es simple en tanto que la inteligencia no se libera de los numerosos pensamientos» (ID, Disc. ascet., 19). [389] “Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios”, Mt 5,8. [390] «El cristianismo es la doctrina de Cristo, nuestro Salvador, que se compone de la práctica, de la física y de la teología» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, 136: Tratado práctico, 1). [391] «Caminamos tras las virtudes por medio de las razones de los seres creados, y a estos a través del Verbo que les ha dado la existencia. Él, por su parte, suele manifestarse en el estado de la oración» (ID, Obras espirituales, 246: Sobre la oración, 52). [392] «Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas» (Rom 1,20). [393] «El primer libro que Dios ha concedido a los seres dotados de razón es la naturaleza de las realidades creadas. De hecho, la enseñanza a través de tinta se añadió después de la transgresión» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 46). [394] Esta función es la que aparece en la bella expresión de san Máximo el Confesor: «[El ser humano] recoge como don, para ofrecer a Dios, de parte de la creación los logoi espirituales de los seres» (Cuestiones a Thalassios, 51). [395] «Cuando el ser humano sirve a Dios sensiblemente, es decir, a través de las cosas, el rastro de las cosas se graba en sus pensamientos y su inteligencia piensa las realidades divinas en formas corpóreas. Cuando, por el contrario, el hombre logra experimentar aquello que está dentro de las cosas, entonces, a medida de su capacidad de experimentar, también su pensamiento, poco a poco, logra elevarse sobre las formas de las cosas» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 47). [396] «Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de una manera imperfecta; entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí» (1Cor 13,12). [397] «El intelecto, aunque no se detenga en los pensamientos simples de las cosas, no por eso ha alcanzado ya el lugar de la oración; pues es posible que se quede constantemente en la contemplación de esos objetos y que reflexione en sus razones, las cuales, aun siendo expresiones simples, por ser cosas lo que contempla, conforman el intelecto y le distraen de Dios» (EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, 247: Sobre la oración, 57). [398] «Hay un conocimiento que precede a la fe y un conocimiento que es engendrado por la fe. El que precede a la fe es el conocimiento natural; el engendrado por ella es el conocimiento espiritual» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 44). [399] «Pero como dice la Escritura: Lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, eso preparó Dios para los que le aman. Y a nosotros nos lo manifestó Dios por medio de su Espíritu, pues el Espíritu lo penetra todo, hasta las cosas más profundas de Dios. ¿Qué hombre, en efecto, conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? De la misma manera, nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios generosamente nos ha dado» (1Cor 2,9-12). [400] «Porque, ¿quién conoció el pensamiento del Señor para poder enseñarlo? Pero nosotros poseemos el pensamiento de Cristo» (1Cor 2,16). [401] «Una cosa es la revelación y la manifestación [de Dios], otra es la verdad y el conocimiento. De hecho, la revelación no constituye la verdad exacta, sino que, según la capacidad del ser humano, ella revela [sólo] algunos indicios y signos... Por eso, aquel que recibe una revelación, o aquel sobre el que se ejerce una determinada actividad de consolación, no llegará necesariamente a la verdad y al exacto conocimiento de Dios, pues hay, de hecho, muchos que reciben dones como esos, pero que sólo conocen a Dios de un modo infantil» (ISAAC DE NÍNIVE, o.c., 48). [402] «Al conocimiento le acompaña el temor; a la fe, en cambio, la confianza. Mientras persigue los caminos del conocimiento, el ser humano no se encuentra libre de temor, más aún, viene a mostrarse incapaz de libertad.

162

En cambio, cuando pasa a la fe, se descubre inmediatamente libre, apareciendo como rey de su alma y como hijo de Dios, de modo que utiliza siempre la libertad, y lo hace con autoridad. El hombre que ha encontrado la llave de la fe hace uso de todas las naturalezas de la creación, lo mismo que hace Dios. La fe, de hecho, a imagen de Dios, tiene el poder de renovar incluso la misma creación» (Ib, 122). [403] «Si tú eres teólogo, tu orarás verdaderamente; y si tú oras verdaderamente, tú eres teólogo» (EVAGRIO PÓNTICO, Tratado sobre la oración, 60).

163

Índice Introducción Capítulo 1 Breve recorrido histórico por el mundo de la salud 1. La salud/enfermedad en el Antiguo Testamento 2. Jesús trae la salud/salvación con el Reino[13] 3. Cristo, médico en los Padres de la Iglesia Actualización

Capítulo 2 Presupuestos antropológicos y teológicos para comprender la enfermedad en los Padres de la Iglesia 1. Presupuestos antropológicos 2. Presupuestos teológicos[50] Actualización

4 7 8 9 12 13

15 16 21 24

Capítulo 3 Origen de las enfermedades: patología del ser humano caído 1. Patologías del conocimiento 2. Patologías del deseo 3. Patologías de la acción Actualización

26 27 29 31 33

Capítulo 4 Enfermedades corporales, psíquicas y espirituales 1. Enfermedades del cuerpo[87] 2. Enfermedades psíquicas[89] 3. Enfermedades espirituales (=pasiones)[94] Actualización

Capítulo 5 Las pasiones (I). Las más cercanas al cuerpo 1. Gula 2. Lujuria 3. Amor al dinero y deseo de tener más Actualización

36 37 39 42 44

46 47 49 52 55

Capítulo 6 Las pasiones (II). Las más cercanas al alma 1. Tristeza 2. Acedía 3. Cólera (ira) 4. Temor

57 58 60 62 64

164

Actualización

66

Capítulo 7 Pasiones (III). Las más cercanas al espíritu 1. Vanagloria 2. Orgullo Actualización

70 71 73 76

Capítulo 8 Terapia de las pasiones (I). Pasiones relativas al cuerpo

78

1. Terapia general: conversión 2. Terapia de la gula: la templanza[230] 3. Terapia de la lujuria: castidad[233] 4. Terapia del amor al dinero y del deseo de tener más: desprendimiento y limosna[240] Actualización

79 83 85

Capítulo 9 Terapia de las pasiones (II). Pasiones relativas al alma

94

1. Terapia de la tristeza-pasión: tristeza según Dios (duelo, compunción)[259] 2. Terapia de la acedía: perseverancia 3. Terapia de la cólera: dulzura y paciencia 4. Terapia del temor: temor de Dios Actualización

95 98 100 102 104

Capítulo 10 Terapia de las pasiones (III). Pasiones relativas al espíritu 1. Terapia de la vanagloria: humildad 2. Terapia del orgullo: humildad Actualización

88 91

108 109 111 114

Capítulo 11 Terapias auxiliares

116

1. Ascesis corporal 2. Padre/madre, anciano/a o maestro/a espiritual[336] 3. Manifestación y combate contra los pensamientos Actualización

Capítulo 12 Síntomas de haber recobrado la salud 1. Paz interior (impasibilidad) 2. Caridad/amor[369] 3. Conocimiento y contemplación espirituales[384] Actualización

Bibliografía

117 118 120 123

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