Trayectos

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U no de los críticos literarios más po lémicos y rigurosos de nuestros días propone en este libro un recorrido personal y sign ificativo por la narrativa española de los últimos qu ince años. Este volumen recoge más de setenta reseñas publicadas entre 1990 y 2005 correspondientes a obras -la mayoría novelas- de autores españoles. En un extenso prólogo Ig nacio Echevarr ía realiza un lúcido análisis de los cambios que se produjeron en la narrativa española en la década de los ochenta y de có mo se impuso entonces una nueva «legalidad» cultura l que la llevó a desertar tanto de su t radición más combativa como de la exigencia crítica con respecto a la sociedad. También relata su trayectori a en la prensa literaria, desde sus primeros pasos incautos hasta el colapso final que le oblig .ó a abandonar su tarea y que propic ió cierto escánda lo en la escena periodística de nuestro país. Vademécum de la más reciente narrativa española , compendio de modos y estrategias con que enfre ntarse no tanto a un libro como a una lectura , canon intencionadamente parcial y polémico , que no elude la condena intra nsigente pero tampoco ell entusiasmo, estas páginas constituyen un trayecto personal, realizado con perspectiva crítica , a través del trayecto recorrido colec t ivamente por la cu ltura españo la del posfranquismo. «Por la memoria de Edmund Wil son que este libro me lo he de compr ar.» MANUEL RODRÍGUEZ R IVERO,

ABC

ISBN 84-8306-625-4

1 11 1

9 788483

066256

www.edito rialdebate.com

Trayecto Un recorrido crítico por la reciente narrativa española

IGNACIO

ECHEVARRÍA

1111:b)II

A C onstantino Bértolo

Primera edición: mayo de 2005

© 2005, Ignacio Echevarría © 2005, Random H ousc Mondadori, S. A. Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona Quedan prohibidos, dentro de los límites establec idos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reprodu cción total o parcial de .esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tr atamiento informáti co, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autori zación pr evia y por escrito de los titulares del copyright. Princed in Spain - Impreso en España ISBN: 84-8306-625-4 Depósito legal: B-16.101-2005 Foto composición: Fotocomp / 4., S. A. Impreso en Limpergraf Mogoda , 29. Barbera del Valles (Barcelona)

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Índice

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PRÓLOGO.

TRAYECTO

Planetario Adiós a Teresa . El ángel exterminador Una novela bonsái Kamasutra verbal . En el baúl de los recuerdos De sangre y de mierda . El buen soldado . . . La memoria rectificada . El poder de las palabras . Confidencias . . . . Sobre el arte de cazar mariposas El extranjero . . . . El toro por los cuernos . Una escritura amenazada Tiempo de destrucción. Sombras checas El mundo en «ferrerocarril» Memorias sin entendimientos La última «aventi»

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ÍNDICE

Contra los ángeles Contra la verdad . Un artista del «rocanrollo» Lección de asimetría Parricidios . Ángeles . . Contra la muerte Los signos de la derrota La mala memoria . Un ámbito moral. Un narrador esencial Belle Époque . . Amores particulares . Mundanal ruido . . Entre el delirio y la perplejidad . Ese niño que llora Una retórica del desamparo Lo peor de todo . Frívolas y elegantes U na novela mural El último verano . Un paraíso perdido En las tinieblas del tiempo El trabajo de los espejos Los herederos de la promesa Otra de espadachines Un círculo vicioso Una novela bienaventurada La novela de una novela Entre la voluntad y el deseo Gimferrer, en el tiempo de los fantoches Una tragedia chiripitifláutica La seducción del dinero Volver a empezar . .

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Do nde habite el olvido Flores para Larra . . . Un a visión del mundo llamada Martín ez La herencia del dinero . El Libro de los Muertos Una novela «New Age» El bosque encantado Adónde van los fascistas Las buenas influencias Costumbrismo pop . Epigonías asturianas . Un artefacto sincero Mu seo de nostalgias . Zoología moral El novio de la muerte Una novela necesaria Una elegía pastoral

232 235 238 241 244 248 251 254 257 260 262 265 269 273 276 279 283

CALAS

El suplicio de las moscas Los caníbales los prefieren jóvenes . Troya festejada . . . Los rastros de un mestizaje El derecho narrativo El tinglado de los premi os

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ÍNDI CE DE AUTOR.ES Y LIBROS CO MEN TADOS .

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Prólogo Para publicar este volumen he debido vencer la aprensión que todavía me suscita el género al que pertenece. Me refiero a lo que este libro es, sin paliativos de ninguna clase: una colección de reseñas, mejor o peor escogidas, empaquetadas con un prólogo redactado para la ocasión. Escribo esto último y la aprensión recobra tanta fuerza que me siento impulsado a explicarla. Puede que sea el mejor modo de empezar este prólogo . Reunir en un volumen las reseñas previamente publicadas en un diario supone arrancar éstas de su medio natural y privarlas así de buena parte de sus alcances y de su sentido. El reseñismo es un extraño híbrido surgido del cruzamiento entre la crítica y el periodismo. Es este último el que determina no sólo el instrumental del que se sirve el crítico, sino también las estrategias que debe emplear cuando actúa como reseñista . Las severas limitaciones que el medio le impone no sólo condicionan la tarea del reseñista, sino que actúan también como caja de resonancia de su trabajo. El reseñista cabal no es tanto el que acata esas linútaciones como el que se adapta a ellas, haciendo, como quien dice, de la capa un sayo. Ocurre así con toda guerrilla -y el reseñismo bien entendido debería serlo, al menos hasta cierto punto-, obligada a refugiarse en quebradas y espesuras, y a servirse en beneficio propio de las asperezas del terreno. Como un guerrillero moviéndose en territorio hostil , el reseñista actúa mediante golpes de mano, discurriendo en cada ocasión, y siempre en función de las circunstancias, qué estrategia es la más adecuada para el cumplimiento de sus muy concretos objetivos . El impac 13

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PRÓLOGO

to de sus hazañas, cuando las logra, obedece a la particular coyuntura del momento, y se apoya a menudo en el efecto sorpresa . En vano se le reclamará al reseñista, pues, una estrategia programada, un orden de combate, aún menos una uniformid;d. De ahí lo chocante e inapropiado de reunir las propias reseñas en un volumen: viene a ser como hacer desfilar en una parada militar a un cuerpo de guerrilla, sin sentido alguno de la formación, cada cual a su bola, ataviado a su manera, con armas y bagajes disúntos. Un espectáculo pintoresco, cuando no desconcertante o sencillamente ridículo . Tanto más cuanto que la ciudadanía que asiste al desfile, y no digamos ya los mandos militares, ni siquiera se habían dado por enterados de que hubiera guerrilla alguna. Al hablar de las linútaciones que el periodismo impone al resefiista se suele pensar, en primer lugar, en las linútaciones de tiempo y de espacio. Pero el género del reseñísmo, al menos del reseñismo que se pracúca en los diarios, se define precisamente en función de esas limitaciones, es decir, de las urgencias y de las apreturas asociadas a los imp erativos del propio medio. Por este lado no parece que haya lugar para las quejas: quien no acepte las condiciones materiales de producción en que se ejerce el reseñismo periodístico hará bien en buscar otras vías por las que dar cauce a sus pulsiones críticas. Aceptarlas, por otro lado, conlleva ciertas ventajas, la primera de las cuales consiste en asumir, tanto en relación con el juicio propio como con el estilo de su argumentación, su propia precariedad. Una precariedad -importa subrayarlo- que no afecta sólo a las condiciones de producción del reseñismo, sino también, y yo diría que sobre todo, a las condiciones de su consumo. El grado de candidez -y, por lo tanto, de ineficacia- de un reseñista puede medirse en proporción a sus expectativas de ser cabalmente leído. No se trata aquí de nada relacionado con los alicientes o la amenidad de la reseña en cuestión, sino del tipo de lectura que reclama el soporte mismo del periódico: una lectura en diagonal, con frecuencia apresurada, asediada por toda suerte de prejuicios y de distracciones; una lectura que olfatea insúntiv;nnente los pasajes más contundentes, allí donde la experiencia dicta que se decanta el juicio del reseñista. ¿El libro recibe un palo o un elog it1? Y si es un elogio, ¿cabe detectar reservas por las que asome subrep-

ticiamente un palo que el reseñista no se atreve a dar? Ése es el tipo de información que por lo común reclama la lectura sumaria de una reseña periodística, excepción hecha, claro está, de los propios auto res rese11.ados,de sus familiares y amigos, de sus enemigos, de sus editores, y de un puñado escaso de lectores incentivados o simplemente concienzu dos, que acaso esa misma tarde, conversando ocasionalmente del libro reseñado, se pregunten dónde han leído por la mañana que lo dejaban a panr. La precariedad , pues, parece ser la condición básica del crít ico resefüsta, que si estima en algo su propio oficio deberá ejercerlo a la vez al amparo y a contrape lo de ella. Lo cual no implica, de ningún modo, una licencia para la chapuza; mucho menos un llamanúento al cinismo . Implica, sencillamente, la necesidad de recono cer la especific idad del terreno en el que se actúa y adoptar para los propio s textos un ritmo de argumentación y una escala de énfasis acordes con él. Implic a, de hecho, asumir una cierta desinhibición del propio juicio. E impli ca, sobre todo, detectar, para saber qué distancias le conviene adoptar respecto a ellos, el tipo de parentesco -de familiaridad, si se prefiere-- que reúne al reseñista con el periodista y con el publicitario , figu ras que a menudo co mpit en con la del reseñista y cuyo s lenguajes se enfrentan asimismo al problema de la precariedad. Con esto último pretendo decir que los énfasis que eventualmente pone el reseñista en determinados juicios sobre un libro , pueden obedecer a la necesidad de contrarrestar los énfasis previamente empleados a su vez tanto por la publicidad como por el periodismo, este último con su tendencia creciente a actuar, cuando de materia cultural se trata, a modo de publi cidad indirecta . De ahí los reparos, una vez más, a la hora de sustraer las reseñas que uno ha hecho de su estricto contexto no sólo físico, material, sino también temporal. Siguiendo por esta vía de argumenta ció n, tocaría ahora ir enfrentando toda una ristra de topicazos que suelen pesar sobre la tarea del reseñista y que adnúten ser contestados desde la previa asunción de su estatuto tan precario y los imperativos de la actua lidad. Me refiero a tópicos tan recurrentes com o los consistentes en reclamar al reseñista ecuanimi-

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dad, objetividad, neutralidad, ponderación, matices y otras muchas zarandajas incompatibles del todo con el tipo de servicio que se propone prestar. Pero por ahí nos adentraríamos en una enmarañada disquisición teórica que escapa a los alcances de este prólogo, que de momento insiste solamente en hacer que el lector repare en la incongruencia que supone brindarle, para su lectura sosegada, unos textos escritos para ser leídos en condiciones muy otras, siempre al arrimo de la actualidad, y por lo tanto de espaldas a toda pretensión de posteridad, siquiera la permanencia ínfima que puede proporcionar un libro como éste. Llegado aquí, sin embargo, yo mismo he de reconocer que tanta insistencia en mi vieja aprensión a armar un libro como éste, una vez ya he aceptado hacerlo, empieza a oler peligrosamente a zalamería exculpatoria, o más bien a eso que antes se daba en llamar, en retórica, captatiobenevolentiae.Y no se trata de eso, o al menos no resueltamente.

PRÓLOGO

¿Me atreveré a decirlo? Más acá de la generosa insistencia de mi editor, Cristóbal Pera, una de las razones principales que me decidió a armar este libro fue la ocasión de escribir este prólogo. Bullían confusamente en mi cabeza un montón de propósitos diversos e inconexos, que hasta hace bien poco me sentía yo capaz de armonizar y enderezar. No ha sido así, como empieza a quedar claro, y me veo ahora en la situación de sacar este prólogo adelante de todos modos, escogiendo entre esos propósitos apenas dos o tres. Líneas más arriba he descartado, tal vez demasiado a la ligera, uno de ellos, acariciado por mí desde mucho atrás: me refiero al de pergeñar algo así como un «diccionario de tópicos» en torno a la crítica literaria en donde, al tiempo de inventariarlos, les daría respuesta. Se trataría allí de los tópicos con los que me ha tocado lidiar en los últimos quince años, a veces con mal contenida irritación. Pero es éste un propósito que desborda con mucho los límites de un prólogo, dado que el número de esos tópicos es enorme, los hay de todo tipo, y la mayor parte de ellos están tan arraigados que, para refutarlos debidamente, habría que emplear un tesón y una paciencia para los que ni yo ni seguramente quien está leyendo este prólogo estamos ahora mismo bien dispuestos. Quede apar-

cado, pues, este propósito, con una única salvedad, relativa a una cuestión de la que sí me voy a ocupar por considerarla crucial: la relativa a la problemática autoridad del crítico . La pregunta, o las preguntas, suelen plantearse del siguiente modo, más o menos: Y a usted, ¿quién le ha dado licencia para opinar sobre los demás? ¿Cómo se atreve a juzgar en unas pocas líneas un libro que a su autor le ha llevado meses , si no años, de trabajo? ¿Quién se piensa qué es usted para (pongamos por caso) cargarse un libro que sale en todas partes, que se está vendiendo tantísimo y que, además, a nú me ha gustado mucho? Pues verá -habría que responder-: yo me considero reseñista, y considero que para ello no se necesita mejor cosa, al menos de entrada, que la voluntad de serlo. De acuerdo que es una voluntad determinada la mayoría de las veces por circunstancias azarosas, cuando no directamente accidentales, pero eso es algo que no viene al caso, pues no estamos hablando de motivaciones , no por ahora. Parece claro , en un principio, que la decisión misma de convertirse en reseñista presupone una cierta disposición y unas mínimas aptitudes sin las cuales se hará difícil llevarla a buen término. Demos por supuesto que esa decisión la toma alguien con cierta pasión por la literatura, que lo ha conducido a procurarse una núnima cultura literaria. A partir de aquí, como casi todo en esta vida, las cosas transcurren en un campo en el que intervienen, en proporciones siempre variables, el talento, la suerte y cierta capacidad de riesgo -o de juego, como usted prefiera. ¿Tranquilizaría a quienes se cuestionan la autoridad del crítico que de ahora en adelante, para escribir reseñas en los diarios, el reseñista en cuestión hubiese de acreditar, si de literatura se trata, estudios de Letras; o haber superado un examen de aptitud, planteado no se sabe aún si con criterios que atiendan al buen gusto , a los adecuados conocimientos, a la buena redacción o a las tres cosas a la vez? Me temo que no, y que el simple planteamiento de esta posibilidad, así formulada, suene grotesco. Pues algo invita a sospechar que, por mucho que su saber pueda cimentarse -pero no necesariamente- en la Academia (y entiéndase bajo esta palabra el mundo universitario en su conjunto, con todos sus escalafo-

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PRÓLOGO

n~s), no conviene que la critica quede en manos de la Academia, da igual ~¡ la Academia misma porfia -y desde luego que lo hace- por que así o ·urra. Por otro lado, en los tiempos que corren, la Academia no constituy para nadie, a excepción de los académicos mismos una instancia de autoridad. Pero entonces, ¿cuál lo sería? Por aquí damos con el hueso del asunto; pues, de hecho, si se quiere plantear con algún rigor, el problema de la autoridad del crítico debe considerarse a la luz de la crisis progresiva y generalizada de autoridad en que ha ido derivando el desarrollo de la cultura democrática. Sobre este trasfondo, la crítica en su conjunto, y no sólo el reseñismo, delata de nuevo su condición inevitablemente precaria, por no decir ahora trágica. Y es que la institución misma de la critica se funda sobre un viejo principio de autoridad que entretanto ha sido socavado en sus cimientos mismos, dejando a la critica en la penosa situación de invocarla cuando nadie está dispuesto a reconocerla. Pero todo esto empieza a sonar muy pomposo y como salido de madre, cuando de lo que se trata es de responder a la pregunta inicial, aquella de «Y a usted, ¿quién le ha dado licencia para opinar sobre los demás?». Pues verá, querido amigo - habría que empezar por responder de nuev o-: nadie. Ni aguardo a que nadie me la dé, pues nadie está en condición de hacerlo. Así las cosas, seré yo mismo el que acredite mi propia capacidad como reseñista en el desempeño mismo de mi oficio. Y si por virtud de él alcanzo algún pr edicamento, por ínfim o qu e sea, ése será el capital con que cuente para hacer valer una autoridad que en cualquier caso sólo puedo invo car como simulacro, pues de ningún modo se pue de m edir ni sancion ar, si bi en ello no constituy e un motivo para impugn arla. Dicho de mejor manera : el critjco reseñista se construye su propia autoridad . Y la construye en dos niveles simult áneos. El prim ero resulta un po co embarazoso de describir, pero se puede int entar formulándolo en los siguient es términos: la capacidad de tener razón . Escribo esto y suena tan desafiante qu e m e apre suro a inform ar de la fu ent e qu e m e lo dicta. Es Robert Musil, quien a propósito de Alfred Kerr, el critico ale-

mán, afirmaba en 1928: «El gran talento para la critica es un don tan raro que no se puede analizar sin extenderse enormemente. Pero, con algunas reservas, se puede resumir en esta fórmula : ¡la capacidad de tener razón!>>. Pues eso. A lo que cabria añadir, para templar un poco los ánimos, que esa capacidad vendría determinada en alto grado por la cultura del reseñista y su sentido para tasar, con sensibilidad adiestrada, el valor de sus lecturas. El segundo nivel en que le está dado a un reseñista construir su autoridad es de orden más bi en retóri co; tiene que ver con su elocuencia, con su talento para persuadir al lector, de resultar concluyente. Tiene que ver con su capacidad de brindar una idea suficiente del libro, en función de la cual problematizarlo, destruirlo o ensalzarlo . Algo para lo qu e valen toda suerte de estrategias, empezando por la muy recomendable de entresacar las citas que, aun fuera de contexto, darán el tono del libro comentado. Se subestima este componente netamente retórico del reseñismo. Es ahí, por otra parte, donde el reseñista tiene mucho que aprender del pe riodista y, sobre todo, del publicist a. A diferencia de éstos, sin embargo, el reseñista ha de velar, como se viene diciendo, por labrarse su autoridad, lo cual lo obliga a ser cuidadoso en todas sus decisiones, aun a pesar de las pris as. Pondré un ejemplo, contrariando mi propó sito de no hacerlo, pues nunca se me ha pasado por la cabeza, ni en mis momentos de mayor desesp eración, conv ertir este prólogo en un recetario para escribir reseñas. Tien e qu e ver con un aspecto import ant e de la reseña misma, aun cuando pueda parecer anecdótico: la elección de la persona verbal. Por lo que a mí toca , y como podrá mu y bi en comprobar quien se entret enga en hojear las piezas reunidas en este volum en, he evitado siempre, como reseñista, el uso de la primera persona . Seguramente la de cisión viene determinada, en buen a medid a, por factore s idiosin crásicos, p ero ob edece tambi én a un cálculo deliberado: el estilo imp erso nal tiene por efecto «objetivar » en cierto modo el juicio que se está vol cando , reb aja el carácter «impr esioni sta» del com entario, expon e los argu m ento s empl eados a un a fría int emp eri e, fuerza a quien escrib e a no ampar arse en sus propios límit es, en sus propios afectos , en sus m ás in -

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mediatas efusiones. De todo lo cua l se desprende, de modo imperceptible, un grado de abstracción ligeramente intimidante que sirve bien para ese simulacro de autoridad en que, como va dicho, consiste todo el arte y se juega toda la fortuna del reseñista. Con esto no vengo a decir, claro está, que todas las reseñas deban escribirse en estilo impersonal. Hay excelentes reseñistas que aciertan a convertir su propia voz, dictada en primera persona, en tribuna de una convincente autoridad. Los hay también que, sin obviar la cuestión, apuestan por engatusar al lector por medio de una autoridad deliberadamente titubeante y destartalada. Cualquier opción es válida si contribuye a resolver en la práctica la autoridad que en teoría se le discute al reseñista. Lo que no vale es abdicar de antemano de esa autoridad que uno mismo ha de procurarse y ensayar con falsa o equivocada humildad una suerte de hermanamientocon el lector, que suele traducirse en cláusulas del tipo: «a mí me parece», «no sé yo si .. . », «en mi opinión »... La necesidad de la crítica, si la hubiera, pasa por tener bien claro que el crítico no es un lector más. Tampoco es un lector mejor. En todo caso, es un lector otro.Es un lector puesto en situación de «leer» su propia lectura y hacerla pública, con vistas, entre otras cosas, a orientar al resto de los lectores acerca del interés que merece el libro en cuestión, y en caso de que lo merezca, a orientar -a instrumentalizar, incluso - el tipo de lectura que se haga de él. Para ello el reseñista debe poner en juego no sólo su bagaje y su experiencia como lector, sino también toda su suspicacia respecto a su propia lectura, y ello con voluntad de rendir un servicio. Voluntad que no le viene de ningún celo altruista, sino de su creencia, quizá apasionada, en una determinada escala de valor es tanto éticos como estéticos que ciertas obras encarnan o contribuyen a promo ver, en tanto que otras los usurpan o contribuyen a socavar. Por cierto: eso de «no sé yo si ... » recuerda que al reseñista le está vedada la perplejidad, y no porque él mismo no pueda padecerla, sino porque entre sus cometidos se cuenta el de no trasladársela al lector, de forma parecida a como se espera de las azafatas de un avión que, por grande que sea el miedo que pasen, no se pongan a temblar o a santiguarse delante de los viajeros cuando el aparato atraviesa una tormenta.

En cuanto al latiguillo ese de «en mi opin ión »... A riesgo de terminar por confundir a propios y extraños, me limitaré a afirmar aquí que la crítica no es opinión. Como tampoco es, prop iament e, información. Una y otra cosa -opinión e informaciónconstituyen los pilares del periodismo, frente al cual -ya se ha dicho aquí bastant el reseñismo es un género híbrido, que vuelve siempre la mirad a hacia el claudicante principio de autoridad. Lo hace po rqu e, en cierta forma, el reseñista no deja, pese a todo, de pensar que sirve a un a autoridad que se expresa a través de él. Esa autoridad es la que se desprende de los textos que él admira; y que admira, seguramente -y no es la menor de las paradojas-, por como en su momento acertaron a sustraerse ellos mismos a la autoridad (o a la hegemonía, si se prefiere) del pod er político establec ido, de las relaciones sociales, de la tradición liter aria, del lenguaje mismo. Aunque no es esta paradoja que acabo de formular la que me interesa ahora, sino otra, menos evidente, que he empezado a perseguir antes: la de que la crítica no es opinión. O sí lo es, pero en ese caso es opinión en rebeldía frente a sí misma, pues no se reconoce en el yo que la sustenta, sino que apela a una instanci a que en cierto modo lo supera y lo trasciende, una instancia - pong amos que se llama Literatura, con mayúscula- a la que pretende arrancar su problemática autoridad .

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Y bien: cinco páginas para abor dar de un modo precipi tado y algo melo dramático apenas uno solo de los asuntos que habrí an de engrosar el mencionado «dicci onario de tópicos » en torno a la crítica. Se com prenderá ahora que renuncie a proseguir por este camino, y que renuncie de paso, de una vez por todas, a seguir ocupándome de aspectos te óricos, si se los puede llamar así, del oficio. A esto último renunci o, entre otras cosas, porque en este volumen no se trata sólo de eso. Con toda deliberación, me he resistido a armar un volumen al estilo «The Very Best of. .. >> que incluyera las que yo pueda considerar «mejores » reseñas que he escrito, en plan florilegio . En lugar de eso, para dar mayor sentido y coherencia a la cosa, he tratado de urdir , a partir de una selección de mis reseñas sobre narrativa española, y sólo de ellas, un recorr ido más

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o 111 cnos articulado por lo que de bueno y de malo esa narrativa ha sido capaz de ofrecer en los últimos quince años. Para respaldar este propósito, no está de más que me sitúe en el punto de partida, y que lo haga desde una perspectiva tanto personal como panorámica.

Hubo ocasión. Hubo también un cierto atrevimiento por mi parte, y después de un tránsito rápido -prescriptivo, casi- por la revista Quimera, me encontré colaborando en el suplemento de libros de El País. No fue el único medio para el que colaboré por entonces, pero sí fue muy pronto el principal . Enseguida supe que el único espacio realmente significativo para el reseñista, el único donde le cabe aspirar a una cierta visibilidad y capacidad de intervención, es el de la narrativa que se produce en el propio país, en la propia lengua. Resolví actuar preferentemente en ese espacio, al que por otro lado me predisponía mi formación (me licencié en filología española). El crítico que hasta hacía bien poco había imperado en este espacio dentro de El País era Rafael Conte; pero lo había abandonado, y como eso había ocurrido poco después de la marcha de Alejandro Gándara y de su equipo, en el suplemento se prolongaba un cierto vacío que yo contribuí a rellenar. Se estableció muy pronto una buena relación con los responsables del suplemento (con Rosa Mora, desde el comienzo, y enseguida con Enrique Murillo) y en poco tiempo pasé a ocupar la posición que dentro del mismo mantuve hasta hace poco: la de un colaborador regular al que se reservaba un papel destacado pero en definitiva sesgado, debido a mi estilo más bien radical y estrepitoso, que no me hacía muy recomendable en el trance de decidir quién debía ocuparse del

comentario de los libros más «comprometidos», los escritos por autores afines a la casa. Pero volvamos a ese año de 1990 en que empiezo a ejercer como reseñista. Es justo el ecuador del período que se extiende entre la muerte de Franco y la actualidad, y el momento preciso en que la narrativa española emprende un cambio de rasante. Con el fin de la década de los ochenta parecía estar cancelándose, en casi todos los campos de la cultura española, un largo y alborozado período de autoafirmación que se había aupado sobre los vientos de «cambio» y de alegre improvisación que parecía haber traído la llegada de los socialistas al poder. No es arbitrario relacionar el desgaste del PSOE y la resaca de la llamada «cultura del pelotazo» con el ambiente generalizado de fin de fiesta que hacia comienzos de los noventa cunde en la narrativa española. Al fin y al cabo, fiesta había sido la palabra fetiche de la política cultural del PSOE: «La cultura como fiesta» parecía ser la consigna. Y una fiesta, en efecto, había sido para los novelistas españoles el ambiente indiscriminado de acep tación y de complicidad que había cundido en los ochenta. Unos años en los que, sin duda, la industria editorial espaii.ola inició una transformación profunda y en muchos aspectos saludable, acorde con las transformaciones del público lector. Pero unos años también en los que unos y otros se instalaron con asombrosa falta de escrúpulos en el escenario grotescamente corrupto y banal que Rafael Sánchez Ferlosio denunció con admirable puntualidad en un artículo de 1984. «La cultura, ese invento del gobierno>>,se titulaba el artículo; y aún hoy, más de veinte años después, sirve inmejorablemente para hacerse una idea de lo ocurrido entonces. Durante los comienzos de los noventa, me tocó contribuir con al menos media docena de artículos al aluvión de cuentas y balances que por entonces se hicieron acerca de la «nueva narrativa española ». Recuerdo haber empleado en un par de ocasiones, al menos, una misma cita de El metro de platino iridíado, de Álvaro Pombo, novela recién publicada entonces. En ella su protagonista, escritor él, expresa en los siguientes términos la desazón que le produce haber «logrado un reconocimiento que no le distinguía lo bastante de sus otros colegas »: «Todos

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Comencé a escribir reseñas con cierta asiduidad por el año 1990. Tenía yo treinta años, y me había pasado cinco trabajando en una editorial, concretamente Tusquets Editores. Abandoné mi empleo en la editorial con la decisión de ganarme la vida como.free-lance,para lo cual me servía cualquier cosa: mi propia experiencia como editor, por supuesto, pero también mis aptitudes como lector (por entonces me puse a hacer informes para algunas editoriales) y, si había ocasión, como reseñista, o lo que fuera.

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ellos,>,se dice este personaje, «constituían un grupo reconocible de nov li tas jóvenes -y no tan jóvenes- que la crítica elogiaba, cuyos libros se vendían sin dificultad y se traducían a otras lenguas. Era una gloria colectiva, un tanto opaca, cuyo resplandor a la vez estimulaba el apetito de renombre y lo cohibía o frustraba,>. Éste venía a ser el estado de ánimo con el que, en 1991, un nutrido grupo de novelistas españoles acudió en romería a la Feria de Frankfurt, dedicada aquel año a España . Un acontecimiento que sirvió de pretexto a todo tipo de reválidas y que bien pu ede ser tomado, por lo que a la narrativa toca, como el canto de cisne de la gran euforia generada en los ochenta, algo así como su traca final. Con desapego cada vez más explícito, los novelistas que habían protagonizado el fenómeno de «la nueva narrativa española» van tomando distancias respecto de él, y así, por ejemplo, en un artículo publicado en mayo de 1991, vemos a Julio Llamazares manifestar su recelo hacia lo que él mismo califica acusadoramente de «festín», de «moda », de «boom». Otros muchos se pronunciarían, antes y después, en un mismo sentido. Y pronto iba a ser un lugar común referirse socarronamente a «los ciento cincuenta novelistas de Carmen Romero». Por lo que a mí respecta, lo cierto es que sólo articulé retrospectivamente mi propia visión sobre lo ocurrido en los ochenta. Crecí como lector al tiempo que se desarrollaba el fenómeno al que acabo de aludir, del que hice un seguimiento a pie de calle, como quien dice. Recuerdo bien el interés y la fruición con que leí títulos como La ternuradel dragón (1984), de Ignacio Martínez de Pisón, Luna de lobos(1985), de Julio Llamazares, o El invierno en Lisboa (1987), de Antonio Muñoz Molina, por mencionar tres autores que debutaron en la década de los ochenta; pero igual podría mencionar novelas como Historia abreviadade la literaturaportátil (1985), de Enrique Vila-Matas, Lafitente de la edad (1986), de Luis Mateo Díez, o El desordende tu nombre (1988), de Juan José Millás, con las que se me daban a conocer autores que habían debutado bastante antes, en los setenta. Leí estos y otros libros vecinos con la accidental y desprejuiciada curiosidad de quien en absoluto podía prever que iba a tener que reconsiderar esas lecturas a la luz de una posterior exigencia de criba y ordenamiento.

Si tuviera que dar cuenta de la impresión de conjunto que era capaz de arrancar a las lecturas que en aquellos años iba haciendo de la «nueva narrativa >>española, diría que en general cubría las expectativas -no d masiado elevadas, todo sea dicho- que albergaba sobre unos libros por los que solía interesarme a partir de la recomendación de la crítica o, más comúnmente, de las cosas que sobre ellos se decían en el medio ·n el que me desenvolvía (la universidad, primero , y luego el mundillo editorial). Pero he de añadir que ya por aquel entonces se suscitaron en nú algunas perplejidades, que más tarde iban a convertirse en otras tantas suspicacias . La principal de todas ellas iba referida al alcance más bien chato de la supuesta novedad que -incluso para mí, un lector bisoñocntrañaba todo aquello. Quizá convenga puntualizar aquí que m.i lectura de la «nueva narrativa española» de los ochenta fue contemporánea de la que iba haciendo de la narrativa española en general, y más en particular de la narrativa española de los años sesenta y setenta, décadas en que los integrantes de la llamada generación de medio siglo, en primer lugar, y a continuación sus inmediatos seguidores, emprendieron, mucho antes que los nuevos narradores de los ochenta, una renovación en profundidad de la tradición en que se habían formado. Nunca se acabará de insistir lo suficiente en cómo durante esas décadas un grupo de escritores pro cedentes del ámbito hispánico, entre los que se contaban unos cuantos españoles, emprendió un replanteamiento radical de la narrativa que se situó, como observara Pere Gimferrer, entre los más notables experimentos de la literatura mundial de aquellos años. Como fuere, el hecho de leer por vez primera y simultáneamente los libros de Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Benet y Luis Goytisolo; de Eduardo Mendoza, José María Guelbenzu, Javier Marías y Esther Tusquets; de Alejandro Gándara, Cristina Fernández Cubas, Miguel Sánchez-Ostiz y Soledad Puértolas -por espigar unos cuantos ejemplos tomados casi al azar-, me movió a relativizar, cuando no a cuestionar, lo que de efectivamente novedoso tenían las obras aportadas por los autores más nuevos, haciéndome intuir tempranamente -pero sólo intuir- lo que mucho después vería confirmado por Manuel Vázquez Montalbán con tranquilizadora rotundidad , a saber: que, más allá del impacto sociológico alcanzado por

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tmos y otros, «lo cierto es que la novela española, como plural reflejo de plurales intentos de reordenar la realidad mediante la palabra y la síntesis, 110 verifica el antes y el después de Franco. Todas las tendencias actuales aseguraba Vázquez Montalbán a mediados de los noventa- estaban prefiguradas en los años terminales del franquismo». Y bueno, la observación de Vázquez Montalbán parece que invita a ser leída en relación, sobre todo, con tendencias significativas, de cierto peso y calado en el desarrollo de la narrativa española. Pero nada indica que no pueda ser leída, también, en relación con otras tendencias de menor monta. Digo esto pensando en otra de las perplejidades que me suscitó la lectura de determinados libros señeros de la llamada «nueva narrativa>>.No se trata ahora de que la novedad de estos libros no fuera tanta si se la medía en comparación con las obras más radicales y renovadoras de los años sesenta y setenta; se trata más bien de cómo esos libros incurrían, para mi consternación, en un tipo de convencionalidad muy semejante al de otras obras publicadas en aquellas mismas décadas, obras que, con independencia de su éxito de público -muy grande, por lo general - , en su momento quedaron con toda justicia aparcadas en el limbo al que suelen ir a parar la mayor parte de los libros con que no cesa de abastecer y abarrotar las librerías la industria editorial. Se impone que en este punto haga yo una confidencia . Dado el tipo de educación que recibí, y dado el entorno familiar y cultural en que me formé, muy poco sofisticado literariamente, mis lecturas de adolescencia se nutrieron en buena medida de autores españoles que habían conocido cierto éxito por aquellos años (los que van, pongamos, desde los cincuenta hasta ya entrados los setenta, cuando yo los leí). Me estoy refiriendo a los libros que había en mi casa, como en las de tantos otros; libros que nadie esperaría que fueran a contribuir a forjar a un lector que se las daría luego de experto y de exigente. Sus autores eran tipos como José Luis Martín Vigil, muy al comienzo, pero enseguida, sin apenas solución de continuidad, como José María Gironella, Mercedes Salisachs, Torcuato Luca de Tena, Álvaro de la Iglesia, Ángel María de Lera, Fran-' cisco García Pavón y tantos otros qu e han pasado a engrosar, desde hace ya mucho, ese concurrido limbo al que acabo de referirme (y que me

perdone Mercedes Salisachs, pues creo que sigue aún publicando). A falta de mejor norte, leí a estos autores con la insensata voracidad de la adolescencia. De algunos, como Gironella, puedo asegurar que he leído miles de páginas: tantas o más, quizá muchas más, ay, que de Chéjov, de Maupassant, de Forster. No se alarmen: ni se me pasa por la cabeza vindicar esas lecturas, arrinconadas desde entonces en mis sótanos de lector, donde se acumula sobre ellas un polvo inclemente. Si las hago constar aquí es porque años después, al leer otras novelas españolas que recibían el aplauso de la crítica y el favor del público, me llegó el recuerdo de esas lecturas sepultadas; y todavía muchos años después, cuando ya ejercía corrientemente como reseñista, volvió a llegarme ese mismo recuerdo de la mano de novelas asimismo celebradas por mis colegas y bien recibidas por el público. Esto último no es de extrañar. La narrativa de un país, en sus capas más visibles, se nutre en su mayor parte de libros más o menos conven cionales que satisfacen las expectativas de una mayoría de lectores educados pero no demasiado exigentes, para los que la literatura es sobre todo una vía de esparcimiento. Son libros a menudo honestos, escritos con decoro por profesionales del oficio que aciertan a conectar con una sentimentalidad más o menos estereotipada, cultivando la sensibilidad del lector y, acaso, dilatando el territorio de la misma, a fuerza de inte resar a ese lector por ciertas complejidades del corazón, ciertas retorceduras en las conductas humanas, ciertos malentendidos en las relaciones de pareja, determinados hechos del pasado, algunas cuestiones candentes de la realidad social en la que vive. Estos libros de los que hablo conforman el estándar común de una narrativa, sin que de ello quepa concluir co nnotaciones necesariamente negativas, ni mucho menos. El problema empieza cuando estos libros, debido a la confusión que fomenta la industria editorial, y debido a la inexistencia de una crítica fiable, empiezan a ser valorados y co nsid erados confor me a cr iterios que no les corres ponde . Me refiero a criterios de excelencia y de novedad literaria que, en un orden literario sensatam ente conformado, tendría muy poco sentido aplicar a unas obras surgidas de una ambición qu e hasta cierto punto se desentiende de ellos.

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Pero quería situarme en el punto de partida en que comenzó mi trayectoria como reseñista, más particularmente como reseñista de narrativa española. Ya he dicho que coincidió con un cambio de rasante que comportaba el final de un fenómeno específico de la década de los ochenta, lo que entonces se entendió por «nueva narrativa española», fenómeno estrechamente ligado a los aires de «cambio» que trajo consigo la llegada de los socialistas al poder. Aparte de los balances retrospectivos que me cupo hac er del fenómeno en su conjunto, como reseñista no me correspondió propiamente enfrentarme a él, sino más bien a la situación creada a partir de él. En términos muy amplios, cabe afirmar que lo ocurrido durante los ochenta definió el marco de la nueva legalidad por la que la cultura española en general, y no sólo su narrativa, se ha venido rigiendo en lo sucesivo. Una de las tentaciones a las que he tenido que resistirme a la hora de escribir este prólogo ha sido la de tratar de describir dicho marco, deteniéndome a exanúnar el modo en que llegó a confo rmarse . En lugar de eso, he preferido dar cuenta de mi actuación dentro del mismo, que en buena parte consistió en ir valorando lo que algunos de los narradores que se dieron a co no ce r en los años ochenta se han mostrado capaces de hac er una vez rebajado el ambiente de indiscriminada euforia que los catapultó. Resulta curioso -y aleccionador, sin duda- constatar que, entre los diversos autores que protagoni zaron el fenómeno de la llamada «nu eva

narrativa», pertenecientes a distintos estratos generacionales, los más vigentes continúan siendo aquellos cuyos comienzos literarios remontan a la década de los setenta. Autores como Eduardo Mendoza, Álvaro Pombo, Javie r Marías, Félix de Azúa, Javier Torneo, Juan José Millás, Luis Mateo D íez, José María Merino o Enrique Vila-Matas -por citar sólo algunos entre los más reputados y conspicuos- han desarrollado en las dos última s décadas trayectorias bastante más sólidas y atractivas -y a menudo también más exitosas- que las que han sido capaces de enderezar la mayor parte de los autores más jóvenes que, durante la década de los ochenta, se repartieron con ellos la sedienta expectativa de editores, críticos y lecto res. Nombr es tan emblemáticos de aquellos años como Jesús Ferrero o Javier García Sánchez han resistido mal la criba del tiempo; otros, como Julio Llamazares, Soledad Pu értolas o Aleja ndro Gándara no han dejado de evolucionar de un modo sin embargo vacilante , lo cual ha terminado por desdibujar su perfil; otros, como Miguel Sánchez-Ostiz, se han empecinado en vías que ellos mismos agotaron prontamente; en tanto que algunos nombres prometedores parecen haberse perdido en el camino, como ocurre con los casos tan distintos de Adelaida García Morales,Juan Miñana o Cristina Fern ández Cubas . En cuanto a Antonio Muñoz Malina, sin duda una de las figuras más señe ras de la «nueva narrativa» de los ochenta, abanderó a comienzos de los noventa un movinúento de repliegue y reordenanúento de los propios efectivos que tiene una importante significación. Me refiero al modo tan explícito en que, en una novela como Eljínete polaco,de 1991 (novela que, no por casualidad, acaparó toda suerte de aplausos y galardones), llamaba su autor a desentenderse de la consigna del cosmopo litismo a la que tan atolondrada y superficialmente respondieron muchos de los nue vos narradores de los ochenta. En su lugar, Muñoz Molina proponía un lúcido retorno a los propios orígenes, la exploración narrativa de los vínculos de pertenencia a la propia lengua y a la propia comunidad . En un extenso artí culo publicado en 1998 y recogido entre las «calas» finales de este volumen trato con algún detenimiento el sentido de esta maniobra literaria de Muño z Malina, que allí co nfronto con la qu e, paralelamente , realizaba Javier Marías. Remito a ese artículo a quien se interes e

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Con desconcierto, pues, constaté, como simple lector, de qué modo, en el clima de transigente ecumenismo propio de los ochenta, se jaleab:m, a veces con muy subidos vítores, novelas que para mí acataban el mismo tipo de convencionalidad que ya me era familiar a través de esas lecturas de adolescencia, de las que al parecer nadie se acordaba. Y esa misma perplejidad se convirtió en estupor cuando, convertido ya en reseñista literario, hube de emplearme, con firmeza que fue tomada por ferocidad, en la tarea de, simplemente, señalar el grave malentendido que suponía pensar que novelas como estas que digo podían aspirar a la categoría reservada a otras que, cuando no la combatían frontalm ente, huían de la convencionalidad que amparaba a aquéllas.

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p ir la encrucijada a la que, a comienzos de los noventa, abocó el desarrollo de las tendencias que habían prosperado en los ochenta. Es natural yue, por reacción al casi programático alejamiento de la tradición propia característico de la «nueva narrativa», tuviera lugar un retorno a aquélla. Lo que no es tan natural es que esa reconciliación tuviera lugar de un modo tan manso . El éxito obtenido en 1989 por una novela como Juegos de la edad tardía,de Luis Landero, ya anunciaba, sin embargo, algo de esto. Un narrador emblemático de los ochenta como Ignacio Martínez de Pisón reorientaría en los noventa su trayectoria literaria en dirección a una abierta reivindicación del realismo, que abrazaba sin problematizarlo. Y como él, tantos otros. El caso es que a comienzos de los noventa se produce lo que cabría entender por una «reacción conservadora>>,por virtud de la cual un puñado de narradores y un amplio sector de los lectores, parece recobrar con alivio un cierto gusto por las viejas convenciones del realismo y del costumbrismo, aderezado en ocasiones, para más inri, con un preciosismo estilístico que en ningún momento, y hoy menos que nunca, ha dejado de constituir una de las más constantes lacras de la narrativa española. En simultaneidad con este movimiento de repliegue, entre 1988 y 1992 debutan en la narrativa española autores como José Ángel González Sainz, Justo Navarro, Almudena Grandes, Luis Landero, Javier Cercas, Clara Sánchez, Andrés Trapiello, Rafael Chirbes, Agustín Cerezales, Felipe Benítez Reyes, Antonio Soler, Francisco Casavella, luis Magrinya, Belén Gopegui o Eloy Tizón. Todos ellos desarrollan sus diversas trayectorias durante los noventa y de algunos de ellos me corresponderá hacer, como reseñista, un seguimiento más o menos continuado. Con independencia de su muy distinto calibre (y conste que entre ellos los hay de un calibr é muy considerable), la aparición de estos y otros autores pare cía dar cuenta, en su conjunto, de que, más allá de jactanciosas proclamas y eslóganes, la narrativa española había alcanzado, en efecto, un buen nivel medio. La nueva hornada de novelistas ya no participaba del ambiente festivo y tolerante creado por la llegada de los socialistas al poder. De hecho, algunos de ellos más bien parecían reaccionar contra ese ambiente y sus corrupciones. Pero a todos cabía pronosticarles los beneficios de

una industria editorial muy dinamizada, que contaba a su favor con la expectativa de un público lector bien predispuesto al consumo de una narrativa a la que, en general, y por así expresarlo, se le venían riendo, desde diez años atrás, todas las gracias. El problema, tanto para estos nuevos narradores que menciono como para los que iban a venir a continuación, consistió en que la narrativa española venía sufriendo por aquellos años un irreversible proceso de desarticulación, al que juzgo imprescindible referirme ahora. Se trata de una desarticulación profunda de todos sus resortes, empezando por los que mantienen en tensión los vínculos -las querencias, los rechazosque unen a un novelista con la obra tanto de sus predecesores como de sus contemporáneos. Me he referido antes al alejamiento de la propia tradición que caracterizó a la «nueva narrativa» de los ochenta. En todos los balances de aquella época se deja constancia del «corte sin precedentes» con la tradición, de la deliberada «ruptura con el pasado inmediato» que se produjo en la literatura española de aquellos años. Algo que no puede dejar de asociarse con la concreta deriva que en España adoptó la transición a la democracia. Ésta, como se ha dicho ya tantas veces, se consumó mediante un pacto de silencio que, entre muchas otras cosas, conllevaba un resuelto desentendimiento de la etapa histórica que se pretendía así cancelar; desentendimiento que en el orden tanto político como cultural metía en un mismo saco el franquismo y las fuerzas que se habían opuesto a él. Ocurría sin embargo que estas fuerzas contenían a menudo el germen de una renovación mucho más radical y más profunda que la que luego tuvo lugar, de espaldas a ellas. El corte con la tradición, así, la ruptura con el pasado que se juzgó imprescindible para refundar la convivencia, tuvo a menudo efectos de retroceso. En el plano de la narrativa, el voluntario adanismo cultural supuso la reiteración de muchos recorridos que ya se habían hecho; la celebración como novedad de muchas cosas que no lo eran. Me he referido ya a cómo se ha solido incurrir en convencionalismos que yo mismo daba por superados. Parecidamente, se ha incurrido también en insolencias o atrevimientos que al lector memorioso le resultan famili ares. La «reacción conservadora» de la que hablaba más arriba sólo ha podido prosp erar en un me -

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dio en el que el corte con la tradición fue en efecto tan profundo, tan tajante, que se olvidó que la única tradición a la que tenía sentido reengancharse era la que, desde tres décadas atrás, se venía esforzando por ensanchar y por problematizar aquella, precisamente, que terminó por recuperarse. Este corte con la tradición, nunca suturado, ha privado a la narrativa española de la posibilidad de abarcarla atendiendo a una perspectiva articuladora susceptible de englobarla en atención no sólo a su pasado, sino también a sus logros recientes y a las direcciones distintas en que progresa. El fenómeno de la llamada < supondrá una completa inversión de la dinámica previa. En su forma como en su contenido, la <9oven narrativa» de los noventa se define en función de criterios que son casi estrictamente sociológicos, y no surge como respuesta a nada, sino como voluntarioso intento, por parte de la industria editorial, de mantener y prolongar un statu quo. He dicho ya que, como reseñista, asisto únicamente a los balances y las liquidaciones, no al desarrollo, de la «nueva narrativa». Sí en cambio asisto en primera fila al surgimiento y desarrollo de la llamada <9ovennarrativa». De hecho, la <9oven narrativa» de los noventa constituye la única ocasión que como reseñista de narrativa española se me brinda, en el transcurso de quince años, de enfrentarme críticamente, desde sus inicios hasta su languidecimiento, a un fenómeno de cierta envergadura, reconocible no únicamente como tendencia, sino también como signo y marca de todo un determinado período. Retrospectivamente, el fenómeno constituye la constatación flagrante de cómo el mercado terminó por llenar el vacío creado por el corte con la tradición. En lo que tuvo de tardía incorporación a una modernidad que apenas había tenido lugar en el

.1tribulado espacio de la cultura española, la «nueva narrativa » -como en gener al toda esa parodia de vanguardismo en que se saldó la ruptura cu!-cural de los ochenta, cuyo epifenórneno más caracterizado sería lo que se conoce por la movida-- se impregnaba todavía de un mito moderno : el que entraña la modernidad misma como «tradición de lo nuevo». Pero es precisamente esa tradición la que, perdido el hilo polémico que al cabo terminaba por hilvanarla, es usurpada por el mercado, que reduce el concepto de lo nuevo al sentido estricto de lo último. Allí donde se ha perdido el referente en función del cual evaluar lo «nuevo» -el referente de la tradición-, lo joven se consagra como crite rio de renovación . El problema reside en que la codificación de lo <9oven» confonne a un patrón de estilo y de conductas previamente acuñado, momifica el criterio , haciéndolo al cabo inservible. Y eso fue lo que ocurrió en la narrativa española en el transcurso escaso de cinco ai'i.os o poco más, los que van desde el debut de Ray Loriga como novelista a, por decir algo, la consagración a través del Premio Nada! de una novela como Beatriz y los cuerposcelestes,de Lucía Etxebarria.

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Pero la narrativa española no sólo está desarticulada en relación con su propio devenir: lo está también en relación con la sociedad a la que va dirigida. En un balance de la narrativa española de los ochenta, José C arlos Mainer hablaba de una «reprivatización» de la misma . Lo hacía a propósito del auge que ya por entonces habían empezado a cobrar los diarios, dietarios y mern.orias personales. Pero el concepto de privatización bien cabe hacerlo extensivo aF modo en que la narrativa española, en cuanto institución, ha renunciado a su dimensión social. Con lo cual 110 me estoy refiriendo a que incida más o menos en lo que se entiende por temáticas sociales, sino a su in capacidad para incidir en la vrc!a pública, de interpelar a la colectividad en cuanto tal. Que así sea responde, sin duda, a una lógica que cabe identificar con las tendencias globales de la industria cultural. Pero no conviene hacer tal identificación sin apuntar antes algunas de las circunstancias particu lares que contribuyeron a que, en España, dichas tendencias cobraran, en tan poco tiempo, una hegemonía y una bonanza tan aplastantes .

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·s, s circunstancias se aglutinan en torno a un término clave del que y; 1 s ha hecho mención: la Transición. Sea hoy lo que sea la narrativa ·sparío la, tiene que ver con lo ocurrido en este país durante la Transit.:ión, y poco ya, o nada, con lo ocurrido durante el franquismo. Ahora bien, el concepto de Transición es de los que se vuelven más borrosos co nforme se aproxima uno a ellos. Y en mayor medida cuando se trata de aprehender en su condición de período cultural. ¿Hubo una transición cultural? La pregunta se presta a todo tipo de controversias. Y de equívocos. Empezando por que no parece que sea lo mismo hablar de «transición cultural» que de «cultura de la Transición ». El concepto de «transición cultural» sugiere la existencia de un programa - más o menos explícito, más o menos consensuadode medidas culturales que, como ocurrió en política, habrían aspirado a subsanar el grave déficit que en esta materia arrastraba el país en su conjunto . Pero esto es algo que no tuvo en absoluto lugar, al menos no en un sentido cabal. Sí en cambio puede hablarse de una << cultura de la Transición>), y no sólo en el sentido lato que incluye los usos políticos y sociales que se afincaron en España durante las décadas de los setenta y de los ochenta, sino también en un sentido restringido, que aludiría al modo en que, en lugar de rearmarse críticamente de cara a las nuevas formas de poder, la cultura española, en su conjunto, se habría aupado sobre éstas, conformándose con un papel de simple comparsa en los proc esos de transformación que en España se estaban produciendo a toda prisa. Lo propio de la «cultura de la Transición, > sería la precipitada liquidación de un concepto resistencia[ de la cultura en favor de un co ncepto, como ya se ha dicho, festivo y ornamental de la misma. En tanto que la única «transición cultural» que se habría producido en España, de 197 5 a esta parte, consistió má s bien en un tránsito acelerado: el que condujo desde una cultura todavía de posguerra, sometida a toda suerte de privaciones y de ce nsuras, a la intemperie de la más pura y dura cultura de mercado. Que este tránsito ocurriera parece algo inevitable. Lo que sorpr ende es que lo hiciera con la risueña connivencia de quienes parecían destina-

En el plano de la narrativa, el «cambio ,>entrañará el desentendimiento generalizado del talante abiertamente interpelador que había de terminado una de las principales líneas de renova ció n emprendidas ha cia mediados de los sesenta. Interp elador , primero, del régimen franquist a, pero enseg uida, también, de <que medró a su sombra, y muy pronto de la sociedad toda que, al amparo de una prosperidad incipiente, iba emergiendo de la estrechez y de la gazmoñería imperantes. Los nov elistas de la llamada generación de medio siglo pilotarían por iniciativa propia el proceso que conduce desde el socialrealismo en que muchos de ellos se estrenaron a los radicales planteami entos que acreditan obras corno Si te dicen que caí o Antagonía. Pero desde la perspectiva de los och enta el caudal entero de toda esta línea de renovación fue tachado conjuntamente como secuela de un tiempo sup era do, y se desdeñó, cargándola de connotaciones negativas, la literatura d e contenido crítico. En la «fiesta)>de la cultura, el imperativo

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dos a, cuando menos, problematizarlo . Vale la pena insistir en la siguiente idea: es determinante del orden cultural surgido tras la mu erte de Franco la nueva alianza entre la cultura y el pod er, tradicionalmente enfrentados en el transcurso de la historia de España y de pronto co ngregados en torno al mismo proyecto de modernización y de progreso. Más allá del «desencanto» en que muy pronto hubieron de sumirse las expectativas más radicales e ilusionadas, el proceso constituyente , primero, y enseguida, en 1982, la victoria en las urnas del Partido Socialista, promovieron en España el alineamiento de la mayor parte de los efectivos culturales con «la empresa )>del Estado. En un artículo de 1994 («Troya festejada)), recog ido entre las «calas))finales de este volumen) doy cuenta del sentido en que conviene interpretar este alineamiento. Se comentan allí algunas id eas de Juan Benet relativas a las nuevas actitudes que le cabían adoptar al escritor español tras la restaura ción democrática. El recuerdo del mismo Ben et «movili zado )>por iniciativa propia en apoyo del ingreso de España en la OTAN (objeto, por parte de los socialistas recién aupados al poder, de una campaña llena de penosas ambigüedades), ilustra inmejorablemente el nuevo escenario que por entonces empezaba a dibujarse.

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mo rango . Consolándose de este eclecticismo del éxito, que a él mismo no dejó de beneficiarlo, Manuel Vázquez Montalbán confiaba en la articulación de dos entidades que se sentía capaz de distinguir: la de públicoy la de mercado.Según él, el público- aquello a lo que razonablemente podía aspirar a conquistar un escritor- vendría a constituir algo así como una vanguardia cultural del mercado.Pero entretanto esta distin ción se ha vuelto inviable, y lo más que cabe decir, desplazando el alcance que Vázquez Montalbán atribuía a uno y otro concepto, es que, a través del éxito entendido como «criterio central», es el mercado el que acierta a articular la sociedad en tanto que público. He empezado por decir qu e esta deriva obedece, en buena parte, a las. tendencias de la industria cultural, que se reconocen a escala planet aria. En una panorámica de la literatura argentina de las últimas décadas («Efectos abstractos», recogida en su libro Literaturade izquierda, de 2004), el joven narrador y ensayista Damián Tabarovsky ha ce una descripción de lo ocurrido en ella que ofrece, en sus líneas esenciales, un sorprendente parecido con lo ocurrido en la literatura española, pese al tan diverso trasfondo histórico y cultural de uno y otro país. En relación co n el «éxito como canon» (concepto que he tomado de él), se pregu nt a allí si no «podría decirse con razón que el éxito (de mercado, editorial, en los medios, en la cultura) fue ya una marca del boomde los años

sesenta». A lo que se responde record ando cómo por aquel entonces, si bien el éx ito funcion aba ya como <>.Mientras qu e en los años noventa, en cambio, el éxito como cr iterio cen tral «no dejó resquicios para nada más». Tamb ién Tabarovsk y señala, en relación con la narrativa argentina, una resaca conservadora, y denuncia la impostur a que tantas veces escon de la pretensión de «narrar,>inocentemente, de volver a «contar historias», como si nada hubi era sucedido entretanto. Admira constatar cómo, por momentos, sus conclusiones sirven, casi punto por punto, para describir el estado de cosas que cabe reconocer como característico de buena parte de la narrativa española de los últimos veinte años. Véase si no este pasaje: «Lo cierto es que buena parte de la liter atura argentin a se ent regó mansamente a la certidumbre de la trama, a la co nfi anza en los perso najes, al mérito de la anécdota, a las exigencias más trilladas, al formalismo más académico; no se propuso nunca , ni por un instante, enfrentar al lenguaje, desafiarlo, hacerle morder el polvo; nunca se topó con la cuestión del sentido, con la ambic ión de doblegar el peso de la sintaxis, de cuestionar el poder de las palabras ». Algo, esto último , que da a pie a señalar cómo, junto al repu dio de la narrativa social (y de toda pretensión de socializar la narrati va), la «nuev a narrativ a española» de los ochenta se alejó espan tadamente de las «veleidades» experimentalistas y metaliterarias que fuero n moneda corriente en la década de los setenta y que pronto se hicieron objeto de todo tipo de desdenes. Se cortaba así ot ro de los cauces por los que, ya desde finales de los sesenta, al socaire esta vez de las más subversivas corrientes del boom de la literatura latinoamer icana, la narrativa española había emprendido - con muy irregu lar fortuna, todo hay que decirlo- su reno vación radical. Abdi cando de toda investigación lingüística, se jactaba ahora, sob re todo, de su eficacia.La narrati va sociableaspiraba a ser, por lo mismo, una narrati va sana, en el sentido que Pere Gimferrer atribu ía a este adjetivo cuando, refir ién dose a la poesía español a de la posgue rr a, lo empleaba como indi cador de una escritura ple nam ente «adapta da» a

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·nn 1 ' 111 p::isó::1ser la seducción.Se trataba, a partir de ahora, de seducir al 1 · or, de establecer con él una relación «cómplice ». Nad a de actitudes i11com d:idoras. El fantasma de la narrativa socialse conjuró mediante 1111.1 narrativa sociable.Esta nueva sociabilidad impuso el éxito como arancel o canon necesario en el tráfico de la literatura en sociedad. Y de :ihí se pasó, inevitablemente , al canon del éxito. Canon que es el que imp era en la actualidad, con efectos allanadores de toda jerarquía literaria, por cuanto es capaz de situar en un plano indistinto a autores como Javier Marías, Arturo P érez-Reverte, Javier Cercas, Almudena Gra nde s o Carlos Ruiz Zafón . Uno no termina de salir de su asombro cuando, cada vez con más frecuencia, y tanto dentro como fuera de España , comprueba cómo todos ellos son considerados autores de un mis-

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l.1·;llcicdad de la que surg e e incapaz , en consecuen cia, de contra starla, d · imp ugnarl a moralmente ni cuestionarla.

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estos trazo s, inevitablemente toscos, he pretendido dar una idea de cuál es la situa ción creada ya en la narrativa española en el momento en que me convierto en reseñista de la misma. Por supuesto que de estas y otras muchas cosas voy haciéndom e cargo en el transcurso de mi tarea . Pero es importante mencionarlas, siqui era sumariamente, para dar cuenta de dos obstáculos principales con los que me topo tempranamente. El primero, ligado a esa desarticul ación de la narrati va española sobre la qu e vengo insistiendo, tiene qu e ver con la ausencia de una perspectiva en atención a la cual organizarla útilmente. El eclecticismo radi cal en que naufraga todo intento de aprehensión global de la actual narrativa española tiende a convertir al comentarista en caprichoso artífice de un inventario de propuestas, todas igualm ente plausibl es y equivalent es, a las que él co nced e o nieg a, todo lo más, un marcham o de calidad. Sólo la insistente comparación con la tradic ión cancelada, el inco rdiant e señalamiento de los niveles ya alcanzados, ofrece una posibilidad de actuació n a este respecto. El segundo obstáculo tiene que ver con el riguro so con finamient o de la institución literaria fuera de todo ámbito político, con la consiguiente alarma ante cualquier intento de invocar lo políti co en el marco del rese1'1ismo. Se da por supuesto que la literatura habla en literatura ; de ese modo, cualquier contenido ideológico queda bajo el amparo del sagrado manto de la estética, confinado en el acogedor espaci o de la vida interior , y se tiene por tropelía arrancarlo de allí. Entiendo que mi evolución como reseñista qu eda de terminad a, en buena medida, por mi progr esiva inconformidad con estos dos obstáculos de partida , inconformidad qu e en buena medida decide mi fortuna y mi fracaso en cuanto tal. Pero esto es algo de lo que se ofrece n al lector mat eriales sobrados en este volumen para que ju zgue por sí mismo . Ah ora es momento ya de ir justificando el criterio con el que el volumen ha sido armado, dando cuent a de paso de las circuns tan cias en que he debido desarrollar mi trabajo.

El caso es que este libro se propone ser dos cosas a la vez, a riesgo de ser ninguna . Qui ere ser, en prime r lugar, un particu lar recorr ido por la narra tiva español a de los últ imos quince años. Y quiere ser también el testimonio de un determinado modo de entend er y de practicar el rese!Üsmo literario que, en el transcur so de estos quince años, ha cumplido su ciclo completo, desd e sus primeros pasos incautos hasta su colapso final. Estas dos volu ntades superpue stas han dad o lugar , en má s de una ocasión, a un conflicto de criterios, que he procurado resolve r en cada caso escogien do, entre las alternativas pos ibles, la que mejo r cumplía el requisito de representatividad que articula todo el conjunto . A la hora de selecciona r entr e las más de cuatrocientas reseñas publicadas por mí en estos qu ince años , he empeza do por descartar, pu es, casi una cuarta part e del to tal, ded icadas a aut ores en lenguas ext ranje ras. De éstos me he solido ocupar siguiendo el capricho de mis intereses o de mi gusto personal, con preferencia por autores que se pueden considerar ya clásicos o que van camino de serlo (desde Thomas Mann a J.M. Coetzee, para entendernos). Las reseñas de autores y libros ex tranjeros (tanto más si no son co nt emporáneos) se inscriben, por lo gene ral, en coorde n adas tan distintas de las que rigen para las reseñas de libros y autores españoles, que casi podr ía decirse que, en cuanto discurso cóti co, unas y otras actúa n en dos niveles diferentes. En cada uno de estos dos niveles, la vibración polémica y la facult ad ordena dor a del rese!Üsta determinan de raíz , y mu y diversamente, toda la gama de sus rec ur sos retóricos y la escala misma de sus jui cios. De ahí la inop ortuni dad de mezclarlos o de confundirlos. Otra cosa son las reseñas dedicad as a libros o autores hispanoameri canos. La lengua, en este caso, así como tantos otros elementos comunes, aproxima n, hasta casi nivelarlo, el rasero que cabe emplea r en estas reseñas y en las ded icadas a libros y autores españoles . Tanto más cuanto que la creciente globalizaci ón del mer cado editoria l en lengua castellana favorece la circulación y, en co nsecuencia, las afinidad es entre las liter aturas respectivas de uno y ot ro lado del Atl ánt ico . De hecho, durante la última década se ha venido produciendo, a este respecto, un giro casi es-

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f'l' t. wlar, desde la renuencia prolongada de las editoriales españolas a p11bli ar autores hispanoamericanos (efecto de la resaca que sucedió al 11:inado boom) a la receptividad de la que éstos se benefician en la actualidad . Estoy convencido de que ello responde, por encima de cualquier otro motivo, a la necesidad imperiosa que los editores españoles tienen Je abastecer sus propias programaciones, para las cuales resulta insuficie nte el relevo que, hoy por hoy, están en condiciones de ofrecer por sí solos los escritores españoles de las más nuevas generaciones . Por mi parte, puedo decir que, hacia finales de la década de los noventa, mi aten ción co mo reseñista se reorienta, en amplia medida, hacia las propuestas narrativas que llegan de Hispanoamérica . Que así sea obedece en cierto grado, como es lógico, a esta nueva tendencia de la industria editorial; obedece asimismo a una necesidad, por mi parte, de ampliar un radio de acción que iba estrechándoseme por razones a las que más adelante aludiré; pero obedece, quizá sobre todo, a mi convencirrúento de que ésa era la forma más eficaz que yo tenía a mi alcance de contribuir a la dilatación de los cada vez más estrechos horizontes a que parece conformarse la narrativa española, necesitada hoy más que nunca -sobre todo en lo que a la lengua literaria se refiere- de modelos frente a los que confrontarse. Mi apuesta decidida por autores como César Aira, Rodolfo Fogwill , Roberto Bolaño, Rodrigo Rey Rosa, José Prieto o Juan Villoro tiene ese objetivo, cuyo reverso es la condena de otros tantos autores hispanoamericanos -Jaime Bayly, Mario Mendoza, Ignacio Padilla- que devuelven un reflejo a veces grotescamente deformado de las peores tendencias ya operantes en España . En cualquier caso, rnis valoraciones de la narrativa hispanoamericana las realizo siempre asumiendo muy conscientemente la perspectiva española, lo cual implica un cierto desentendimiento del específico contexto literario de los diferentes autores y un suplemento estratégico de intencionalidad. Ésta es una de las dos razones principales de que no me haya decidido a incluir en la siguiente selección de rrús reseñas las dedicadas a autores hispanoamericanos. La otra es que, desde un principio, la idea de ceñirme a la narrativa española me pareció más conforme con el propósito ya declarado de ilustrar al lector acerca de un deterrrúnado modo de entender y de ejercer el reseñismo.

Setenta y una reseñas correspondientes a otros tantos libros publicados por autores españoles entre 1990 y 2004: tal es, en rigor, el contenido de este libro. Decir que constituye un recorrido crítico por la narrativa española de este período es algo que no puede hacerse sin puntualizar lo que es obvio, a saber: que la selección de libros y de autores que aquí ofrezco no es producto , únicamente , de los descartes que yo rrúsmo he hecho de mis propias reseñas . Hay libros y autores que de ningún modo podrían figurar aquí en tanto qu e nunca me he ocupado de ellos como reseiiista, a veces ni siquiera como lecto r. Lo cual debe atribuirse, en primer lugar, al azar de las circunstancias, ligado al hecho evidente de que a ningún resei'íista, por prolífico y ecuánime que fuera, le cabría dar cuenta de todas las novedades que produce la narrativa española, rú muchísimo menos . Pero puede deberse a otras razones quizá menos evidentes: me refiero ahora a las salvedades más o menos tácitas que la mayor parte de los medios de prensa españoles establecen a la hora de permitir que se co mente negativamente a determinados autores. Es un secreto a voces que hay autores «blindados>>, con los que un periódico prefiere no correr el riesgo de tener un disgusto . Ejemplos extremos de autores pertenecientes a esta categoría son, por lo que a El País toca, y por razones bien distintas, Arturo Pérez-Reverte o Ju an Luis Cebrián . El hecho es que ningún reseñista puede abstraerse del tejido de connivencias más o menos asumidas a que dan lugar, en un periódico cualqui era, los interese s y las solidaridades que ese periódico comparte con una determinada constelación de escritores cercanos a la casa, por uno u otro motivo. En el caso de El País, la circunstancia de que este diario pertenezca al mismo grupo empresarial que una importante editorial literaria, Alfaguara, no hace sino incrementar esta tendencia general a «blindar » a determinados escritores . Así y todo, la situación muy bien podría haberse mantenido dentro de los lírrútes de lo que, con mucho acierto, Nicanor Parra llama «corrrupción sostenible,>, si no fuera por la intervención de alguien tan increíblemente incordiante como Juan Cruz y de otros como él, de cuya falta de escrúpulos se han servido en provecho propio los más altos poderes del grupo .

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das objeciones. Como se deja ver, el protagonismo que en todo esto adquiere el director del suplemento es determinante. A él le cabe adaptarse o resistirse con más o menos empeño, con más o menos astucia, a las presiones de todo tipo - amistosas, corpo rativas, políticas, comerciales, publicitarias, etc., etc.- de las que es const;ntemente objeto. Por lo que toca al reseñista, será el celo con que ejerza su propio oficio el que habrá de dictarle ia insistencia que le cabe poner en ocuparse o no de determinados libros; y habrá de confiar en su oído para saber en gué grado los ruidos o los silencios que se generan en torno a determinados libros repercuten en su propia labor.

Para ilustrar esto último, de nuevo echaré mano de mi propia experiencia. He contado ya cómo, muy pronto , opté, como reseñista, por dedi carme preferentemente a la narrativa española. Me movieron a ello varias circunstancias sumadas: mi formación como lector , mi propia ambición como reseñista y una coyuntura oportuna . Para mí, las cosas se decidieron, en realidad, gracias a una oportunidad imprevisible. Fue con motivo del Premio Planeta 1990, que se concedió ese año a Antonio Gala, qu edando Fernando Sánchez Dragó como finalista. Por entonces, yo apenas llevaba escritas para El País nueve reseñas, de las cuales sólo una tercera parte se ocupaban de narrativa española. No cabía esperar, pues, que se me encargara el comentario de los dos libros ganadores del Planeta, pero un cierto vacío creado por la marcha todavía reciente de Rafael Conte y otros colaboradores, a la que ya he aludido, movió a Rosa Mora, responsa ble en aquel tiempo del suplemento de libros, a confiarme esa tarea. La reseña que escribí es la que abre la selección que aquí presento. Recuerdo muy bien la deliberación con que resolví no diluir demasiado las tintas y expresar inequívocamente mi escaso aprecio por una y otra novela. Conviene tener en cuenta que en aquel entonces Antonio Gala era una firma estrella de El País (ocupaba, en la revista del domingo, la nú sma página que luego heredaron Antonio Muñoz Molina y Javier Marías, en este orden; aunque eso sí: no publicaba en ningun a editorial del grupo) y Fernando Sánchez Dragó era el celebrado autor de todo un hito en el ensayismo de la Transición: Gárgorisy Habidis: una historia máiica de España, libro conocedor de un éxito extraordinario. Algo preocupada por el tono de mi reseña, Rosa Mora se sintió en la obligación de somet erla a la supervisión del director del periódico, que entonces era Joaquín Estefanía. Éste dio luz verde a la publicación del texto, y con él me gané, de súbito, una cierta consideración, por virtud de la cual continuaron adjudicándome, cada vez con más asiduidad, novedades de narrativa española, cada vez de más relieve . Me demoro en contar esto por lo que tiene de ilustración de un estado de cosas ciertamente impens able quince años después, cuando el director de El País, ahora Jesús Ceberio, voc ifera en su despacho que mi

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Pero volviendo a los límites previos de la selección de libros y de llutores que aquí presento: ¿cómo elige un reseñista los libros que comenta? ¿Quién los elige? Estas preguntas, muy frecuentes, exigen una n:spuesta más complicada de lo que parece . El reseñista bisoño habrá de conformarse, al principio, con los encargos que le haga el responsable del suplemento. Más adelante, los dos pactarán esos encargos, a la luz de las aptitudes que el reseñista haya revelado tener, de sus gustos, y del área de intereses a los que con más insistencia haya ido apuntando. Ya cuando el reseñista se haya hecho merecedor de cierto crédito, él mismo, mejor conocedor del terreno que pisa, y 1nás atento, propondrá a menudo los libros de los que prefiere ocuparse. Pero todo ello ocurrirá siempre bajo la presión de una incesante y abrumadora producción editorial, que por si fuera poco concentra sus novedades más importantes en dos o tres fechas determinadas de la temporada. La dificultad de abarcar esas novedades es proporcional a las facilidades que su eventual abarrotamiento ofrece al responsable de un suplemento de repartir los libros conforme a los criterios que juzgue más prudentes u oportunos . Y ello sin abierto ejercicio de ningún tipo de manipulación o de censura: simplemente permitiendo, cuando la situación lo exige, que las cosas se encaucen por su curso más natural. En el caso de las novedades más «delicadas», dejando que se ocupe de ellas, por ejemplo, el amigote del autor que se brinda a comentarlas, o adelantándose a encargarlas a un reseñista del que, ya por gusto, ya por comodidad, no se espere que plantee demasia-

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r ·.\l'11. dt: la última novela de Bernardo Atxaga -con la que cierro mi sel '<. ·j f n- es «un arma de destrucción masiva», y asegura que «este peri ' dico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie». En esta ocasión, la responsable del suplemento de libros, María Luisa Blanco, no se sintió llamada a someter la publicación de mi reseña a la supervisión del director; el subdirector al que correspondía controlar los contenidos del suplemento no detectó, confiado en la rutina de los hechos, la carga supuestamente letal de mi texto, pues de otro modo lo hubiera interceptado (es decir: censurado). Y la reseña explotó, llevándoseme a mí por medio. La formidable batería de artículos, entrevistas e informaciones con que el periódico trató de tapar el «ruido>> de mi reseña no deja lugar a dudas sobre cuál hubiera sido la decisión de Ceberio en el caso de que la hubieran sometido a su supervisión . Por si fuera poco, éste resolvió <> cautelarmente mi colaboración con el periódico y dispuso que no se publicara la siguiente reseña que yo había enviado. De todo lo cual hago recuento aquí para ilustrar un estado de cosas que de ningún modo puede pensarse que permanece estático. Pu es mantengo que el delicado equilibrio de intereses (culturales y públicos, pero también comerciales y particulares) que hace posible la existencia de la crítica ha sufrido, en los quince años en que yo he ejercido el reseñismo literario, un deterioro progresivo, en los últimos años galopante. Lo cual no implica que el reseñismo crítico no sea posible, sino que las condiciones de su posibilidad son cada vez más difíciles y ·extremas. Mi reseña de Gala y de Sánchez Dragó no dio lugar a ninguna escandaler a. Pero hay escritores rencorosos, y he aquí que dos afíos después - en diciembre de 1992- Antonio Gala aludía despectivamente a ella en uno de sus artículos de El País Semanal, titulado «El crítico leal». Con tintas muy parecidas a las que años más tarde ib a a emplear Anto nio Muñ oz Molina (de nu evo en indir ecta respuesta a una lejana reseña mía sobre uno de sus libros, ganador, el afio siguiente al de Gala, del Premio Planeta), Antonio Gala hacía en su artículo un retrato genérico del crítico comú n pintándolo como «un gaznáp iro, un pillo de siete suelas, un engañabobos, un muchachito atracado de lectur as mal digeridas, un

rebotado de otro género». Aludía luego a mí tachándome de <~oven petulante», y después de varias consideraciones sobre el inevitable declive de la crítica, ponía en boca de un innombrado crítico literario las siguientes conclusiones: «La función crítica no puede existir, porque no existen patrones relativamente objetivos con que valorar una anarquía; casi lo único mensurable que queda es la originalidad, que nadie está seguro --salvo unos cuantos interesados- de que sea un valor verdadero ... Ya no es posible más actitud crítica que la devoción o la oposición: se aclama o se denigra con argumentos meramente personales. La otra -ta n dogmática, tan judicial y tan inapelable- está muerta: te lo digo yo. Y no va a resucitar, porqu e el mundo al que ella se refería y en el que gobernaba, está aún más muerto que ella». Sabias palabras las del crítico de Gala. En su tirada final, recuerdan a las famosas aseveraciones con las que nada menos que Walter Benjamín, en fecha tan temprana como 1926, declaraba que a la crítica hacía tiempo ya que le había llegado su hora. ¿Recuerdan? Escribía Benjamín: «La crí tica es una cuestión de justa distancia. Se halla en casa en un mundo donde lo importante son las perspectivas y visiones de conjunto y en el que antes aún era posible adoptar un punto de vista. Entretanto, las cosas han arremetido con excesiva virulencia contra la sociedad humana. La "i mpar cialidad", la " mirada obj etiva" se han convertido en mentiras, cuando no en la expresión, tot almente ingenua, de la pura y simple inco mpetencia. La mirada hoy por hoy más esencial, la mirada mercantil, que llega al corazón de las cosas, se .hlamapubli cidad ». Escribía esto Benjamín en Direcciónúnica, opúsculo admirable que contiene tambi én sus trece tesis sobre «la técnica del crítico », que cualquier reseñista qu e se precie debería tatuarse en la m emo ria . Todas mis ganas me empujan a continuar ahora glosando esas tesis y retomar las andaduras prim eras de este prólogo. Pero, igual que antes, debo reprimirme, pues he resuelto que este prólogo trate también de cosas más concretas .

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He recurrido a mi prnpia experienc ia para ilustrar el margen con q~e cuenta el reseñista para escoger los libros que comenta. Decía qu e, en mi caso, un golpe de fortuna me ayudó a en carrilarme como reseñ ista de

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n :1rrativa española, de cuyas novedades de más relieve pasé a ocuparme on cierta regularidad . Me he referido antes a las salvedades que desde llll principio limitaban de forma tácita mi campo de actuación. Insisto en quitar importancia, de entrada, a la existencia de tales salvedades, toda vez que, en cuanto tales, son perceptibles por sí mismas y no ponen en cuestión el conjunto de la actividad crítica. Empiezan a hacerlo, sin embargo, cuando son tantas que se vuelve difícil distinguirlas. Pero esto mismo es lo que viene ocurriendo con desvergüenza creciente en todos lados. Mi decisión de volcarme, hacia finales de los noventa, en el comentario de la nueva narrativa hispanoamericana tiene que que ver con eso, como ya he dicho. Por entonces empiezo yo a padecer seriamente la incomodidad que supone practicar un reseñisrno de estilo contundente, capaz de gestos abiertamente destructivos, en un marco de acción cada vez má s restringido. Mis escrúpulos consideran, en primer lugar, la injusticia asociada al hecho de que un número cada vez más amplio de autores queden blindados de toda reseña negativa. Y consideran a continuación algo más preocupante en general, y también más deprimente para mi en particular: la soledad cada vez mayor en la que me doy cuenta que insisto en perseverar en mi propio concepto de reseñismo. Lo que vengo a decir desatará sin duda toda suerte de susceptibilidades, pero me animo decirlo en honor al fragmentario recuento que he emprendido aquí de mi propio trayecto como crítico: no me reconozco en la tarea que veo desempeñar a la gran mayoría de quienes, hasta hace poco, se suponía que eran mis colegas . Y no consigo hacerlo, no únicamente en razón de su estilo muy diferente y de su concepto de reseñis mo a veces tan alejado del mío; también por la infranqueable disparidad de su gusto -y no sólo de su criteriocon respecto del mio, una disparidad a menudo tan acusada, tan determinada a veces, se diría, por el acomodamiento con las tendencias del mercado y con los escalafones ya establecidos, que uno debe resistir la tentación de atribuirla a la deshonestidad intelectual. Hay una desproporción inmensa entre los recursos personales de un crítico y la inabarcabilidad de su campo de actuación. Una desproporción

que termina por traducirse en su conciencia como impotencia. ]mpotencia que, a su vez, puede terminar por socavar la necesaria confianza en el sentido de su labor. Esta dinámica perversa queda agravada por el sentimiento de soledad que infunde el rasero tan distinto que el crítico ve emplear a su alrededor, con menoscabo constante de su empeño. Y adquiere tintes dramáticos cuando, para colmo, el crítico debe optar, a la hora de elegir qué libro reseña, entre las dos funciones que le cumple desempeñar con celo idéntico: la de discriminar, entre lo que estridentemente reclama la atención del lector, lo que vale la pi::na de ser leído; y la de llamar su atención sobre lo que de otro modo, por falta de visibilidad, escaparía a ella. Cualquier reseñista que persevera en su dudosa actividad termina resintiéndose, cuando la ejerce con convencimiento, de las contradicciones que lo acechan. Estas contradicciones no hacen más que aumentar conforme el crítico en cuestión alcanza alguna notoriedad. Pronto llega un punto en que el simple escrutinio, por un lado, de las novedades más llamativas, para las que se reclama su juicio, y, por el otro, el seguimiento de los autores de su interés, agotan casi por completo su margen de maniobra, dificultándole la exploración de las propuestas raras o marginales en que anida a menudo el germen de la novedad. Deberá entonces sopesa r con máximo cuidado los libro s que elige comentar y hacer que esa elección sea por sí misma significativa, con ind epen dencia del juicio en que concluya. Será su experiencia, en proporción equivalente a su instinto, la que habrá de dictarle cómo conseguir que así ocurra, con vibración polémica . Tendrá que confiar en el valor acumulativo de cada una de sus intervenciones, que con ese fin tenderán a concentrarse en una linea previamente definida. Tanto más cuanto mayores sean las limita cion es con que el medio en que actúa obstruyen su empeño de organizar su criterio. Pienso ahora que un reseñista, por obstinado y ambicioso que sea, puede darse por afortunado si, en el transcurso de su trayectoria , acierta a acompañar y tal vez orientar en su evolución a un puñado de autores valiosos que él ha co ntribuido a destacar y a los que ha ayudado a abr irse paso en medio de la confusión imp era nte, lo cua l implica a me -

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Las setenta y una reseñas reunidas en este volumen tratan de sesenta y cuatro autores (sin contar los treinta y ocho reunidos en un volumen colectivo de relatos), algo más de la mitad del total de los autores españoles de los que he llegado a ocuparme en el transcurso de quince años. A buena parte de ellos les he dedicado dos o más reseñas (hasta media docena , incluso más, a veces), haciendo un seguimiento bastante regular de su trayectoria. En la selección que aquí ofrezco, sin embargo, sólo muy excepcionalmente recojo dos o más reseñas sobre un mismo autor. En los casos de Juan Marsé y de Luis Goytisolo, porque constituyen dos ejemplos admirables, cada uno a su modo, de autores que han sabido evolucionar con coherencia, buscando siempre nuevas vías por las que dar curso a sus recurrentes obsesiones, acertando a releerse a sí mismos críticamente para no repetirse. Pienso que uno y otro, tan distintos, se cuentan entre los mejores representantes vivos y activos de una franja generacional -la que Juan García Hortelano bautizó como <
Tanto de Miguel Sánchez-Ostiz como de Rafael Chirbes y de Antonio Soler he seleccionado dos reseñas para ilustrar la relación cambiante que le cabe mantener a un crítico con un escritor. Sobre cada uno ofrezco, primero, un reseña claramente positiva, que da cuenta de un interés por el autor y de una expectativa sobre su obra que, en los tres casos, quedó luego decepcionada. Por lo que toca a Chirbes, autor del que hice un seguimiento puntual desde sus inicios, llevaba escritas sobre él tres reseñas, dos de ellas muy elogiosas, antes de la que dediqué a su novela La largamarcha,a la que opuse serios reparos. De ahí la ceguera que suponía atribuirme una mala voluntad hacia su obra como la que me achacaba Antonio Muñoz Melina en el artículo con el que presuntamente salia en defensa de la novela (y del que doy noticia en la primera de las «calas>>reunidas al final de este volumen, donde añado también mi respuesta) . Más deprimente fue que el mismo Chirbes sucumbiera a la misma tentación; pero eso pertenece al tipo de sinsabores a los que tiene que resignarse cualquier reseñista más o menos hecho a los rigores de su oficio. No por reiterada deja de resultar triste la constatación que uno hace cada vez que se ve en situación de poner objeciones a un libro: la resonancia de sus pullas es infinitamente superior a 1a de sus elogios, por encendidos que éstos sean. Por lo demás, mi comentario más bien severo sobre La lat;gamarchaconstituyó una de esas ocasiones, relativamente frecuentes a lo largo de mi trayectoria, en que mi jurcio sobre la novela fue la única nota disonante en medio de un coro casi unánime de bendiciones. Algo que invitaría, a mí y a cualquiera, a dudar del propio juicio si no fuera por como, en tales ocasiones, he solido percibir una sospechosa tendencia a conformarse con la lectura que la novela en cuestión postulaba de sí misma. A este respecto, el caso más escandaloso para mí lo constituyó la recepción de El hijo del acordeonista,de Bernardo Atxaga, muchos de quienes la celebraron consiguieron omitir en sus comentarios (como el propio autor, en sus declaraciones; como los editores, en los textos mismos que arropan el libro) la cuestión medular del libro, acatando obedientemente su mensaje pastoral. De sólo dos autores he rescatado tres reseñas sobre sus libros: Javier Marías y Ray Loriga. De uno y otro he hecho, a partir del momento en

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Jill(h, p r su parte, una ardua tarea de desbrozamiento. Hay un aforism o de lías Canetti que dice: «Deslizado por error en la historia de la lit ratura, y no hay quien lo saque>>.Pienso que un reseñista cumple también una importante función cuando impide este tipo de deslizamientos, cada vez más frecuentes . Quizá llega un momento en que, si no las energías, le empiezan a fallar al reseñista los reflejos necesarios -la sensibilidad- para percibir el latido de lo nuevo, que se ofrece bajo formas que él repudia o que ya no consigue reconocer. Cyril Connolly pensaba, siguiendo a Samuel Butler, que, al igual que ocurre con los deportistas, hay para los críticos un período de actividad, unos límites de tiempo y de edad, más allá de los cuales sus aptitudes declinan y es facil que se conviertan en otros tantos defectos. No estoy muy conforme con esta idea, que invita, en cualquier caso, a no bajar la guardia. Para lo cual conviene que el reseñista estime con la mayor atención cuál es la medida real de su campo de elección .

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qu e eso ha sido posible, un seguimiento continuo de su trayectoria (de Javier Marías, desde la mitad de la misma; de Ray Loriga, desde su primer libro), en el transcurso del cual no he dejado en ocasiones de oponer serios reparos a sus rumbos, sin que de ello se derivara, más bien todo lo contrario, un desentendimiento de los mismos. En las reseñas sucesivas que les he dedicado reconozco, así, una suerte de diálogo a distancia, nunca envenenado, que ejemplifica el tipo de relación más fértil que, en mi opinión, le cabe establecer a un reseñista con un escritor. Relación que me ha sido dado mantener con varios narradores, pero que ejemplifico aquí a través de Marías y de Loriga por los perfiles tan divergentes que uno y otro ofrecen, por el marco tan diferente de referencias quemanejan y por su pertenencia a distintas generaciones, dentro de las cuales, cada uno en la suya, han cobrado una significación muy destacada. Algo que me sirve para poner de manifiesto las diferencias tanto de estilo como de punto de vista, incluso de criterio, aunque no de exigencia, que un reseñista debe emplear según el tipo tanto de autor como de libro al que hace frente. Parece indiscutible la hegemonía de la novela sobre el relato , mucho más en el marco de la narrativa española, sin que importen ahora las razones de que así sea, que alguna vez me he distraído en conjeturar. La media docena de reseñas relativas a libros de relatos que aquí reúno me parece, en cualquier caso, que reflejan en proporción suficiente el peso que la ficción breve tiene todavía en la narrativa española, al menos en la que se escribe en castellano. Me ha parecido oportuno incluir en esta selección tres libros de crítica literaria, los tres relativos a la narrativa española. De uno de ellos, La literatura en la construcciónde la ciudad democrática,de Manuel Vázqu ez Montalbán, ya he dejado dicho en otro lugar que me parece el más penetrante acercamiento a la narrativa española del posfranquismo realizado por un escritor. En cuanto al ensayo de Gonzalo Hidalgo Bayal , Camino de]otán, dedicado a la obra Rafael Sánchez Ferlosio, lo traigo a colación no sólo por ocuparse con vigor de un escritor a todas luces fundamental, sino, sobre todo, por hac erlo desd e el punto de vista de lo qu e él llama la razón narrativa,noción muy fértil qu e incide sobre una cues-

tión -la de la narratividadque en las últimas décadas no ha cesado de ser invocada por unos y otros. Cabría, de hecho, hilvanar un recorrido por la narrativa española del posfranquismo sirviéndose de este cacareado concepto, que por otro lado apenas ha tenido alcances reales en la práctica efectiva de casi ninguno de los novelistas que se han llenado la boca con él. A ello aludo en una de las «calas»finales de este libro, a propósito de una ya olvidada polémica que en su día sostuvieronJohn Updike, Norman Mailer y Tom Wolfe . Aparte de estos tres libros de crítica literaria (a fos que cabría sumar La vida sexual de laspalabras,de Julián Ríos), mi selección incluye reseñas de dos libros que sólo fronterizamente se incorporan a un recorrido por la narrativa española como el que aquí propongo, pero que trazan desde él estimulantes líneas de fuga. Me refiero a Vendránmás años malos y nos harán más ciegos,del ya mencionado Rafael Sánchez Ferlosio, admirable miscelánea de apuntes, sólo unos pocos narrativos, y a Grandes Hits, de Guillem Martínez, una coleéción de crónicas periodísticas cuya voluntad de estilo y elaborada construcción del punto de vista -del yo, en este caso- supera con creces las de muchas novelas . Como con el concepto de narratividad, cabría asimismo hilvanar un recorrido por la narrativa española del posfranquismo sirviéndose del empleo que en ella se ha ce del yo. La llamada literatura del yo ha sido también asunto recurrente en las últimas décadas , en que ninguno de los balances que se hace de la literatura española deja de señalar el auge que en ella han cobr ado los géne ros «autográficos», por así llamarl os. Dos de las reseñas que aquí reúno lo son de libros susceptibles de ser así etiquetados, siendo el de menos mérito el que más se conforma a la convención autobiográfica (la segunda entrega de las memorias de Camilo José Cela). Por el contrario, el otro constituye seguramente uno de los ejercicios más radi cales que, en España y fuera de ella, se ha hecho a partir del yo. M e refiero a El agenteprovocador, de Per e Gimferrer, libro que tien e la virtud de poner en evidencia la cortedad del yo del que hace uso lama yor part e de los memorialistas y autores de di arios que menud ea n en España , y libro que se alía en su aventur a con las atrev id as incursion es que desde la novela han hecho en el espacio autobiográfico libros como

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I: ·/afll a ro n palomas, de Luis Goytisolo, o Negra espaldadel tiempo, de Javier M, rí.is. La mención de Pere Gimferrer me hace reparar en una cuestión pek w uda, sobre la que no cabe extenderse aquí . Me refiero al alcance que, cuando de la literatura española se trata, tiene el adjetivo española.Aun asumiendo que una literatura se articula esencialmente a partir de la lengua, no por ello dejan de sorprender las escasas o nulas concurrencias que en España ofrecen las literaturas d e las distintas lenguas peninsulares. Al conúenzo de nú reseña de Grandes Hits, de Guillem Martínez, aludo a un asunto todavía pendiente de ser considerado cabalmente: la responsabilidad que los grandes medios de prensa tienen en la compartimentación de la cultura española, víctima de la «sucursalización » que de ella han hecho las ediciones «local es» de los periódicos de ámbito nacional. El caso es que las distintas narrativas peninsulares -en castellano, en catalán, en euskera, en gallego- apenas comparten espacios de encuentro, lugares comunes de reflexión y de crítica; la relación entre ellas par ece deter minada por la resignada aceptación de una hegemonía -la de la narrativa en castellano-- qu e el mercado consolida, y de un os acercamientos guiados, se diría , por una curiosid ad casi ant ropoló gica. Ap enas cuatro reseñas, entre setenta y una, correspondientes a libros escritos or iginalmente en lenguas distintas de la castellana: la cifra es indicadora de un a situación de hecho qu e yo mismo, por mi parte - he de admitirlo con alguna contrición-, no me he esforzado gran cosa en alterar. Algo en lo que interviene sin duda , todo hay que decirlo, mi escasa simpatía por las impostaciones localistas y -a la vista está- nú alergia a las nutofogías bu có licas. Una desproporción m ás injustificable todavía que la qu e acabo de señalar es la que , en nu selección, se da con las reseñas dedicada s a libros escr itos por mujeres, sólo do s. Pero m e temo que nad a de lo que pueda decir a este prop ósito me librar á de los enojos inevitables a que me expongo al subrayar este dato , impo sible de ajustar a la realidad de una produc ción editorial en la que la n ar rati va escrita por mujer es no cesa de in crem entar se. Decir qu e no me atrae la categoría de lo femenino asociada a la lit eratura me obli garía a pre v iamente definir aquélla, cosa que 52

PRÓLOGO

me siento incapaz de hac er. Pero no dejo de reconocer en buena parte de la nar rat iva escrita por muj ere s una tend encia a adscri birse a esa catego ría. Corno también reconozco una absurda tendencia en los medios ·-que afortunadamente parece renú ti r~ a adj udic ar a mujeres el co- · mentario de los libros escritos por mujeres. En cuanto a nu decisión de inclu ir, entr e las aqu í reunida s, alguna s rese ña s negativas, e incluso muy negativas, tiene que ve r, una vez más, co n nú deternúnaci ón de que este libro cumpla un a func ió n ilust rativa de mi prop ia concepción del reseñismo . Entre los servic ios que el reseñista rind e a los lectores, se cuenta, muy en primer lug ar, el de cribar los títulos que la prensa cultura l y la publicidad editorial destacan. ¿Po r qué hablar mal de ciert os libros cuando hay tanto s de los' que hablar bi en?, pre gunt an, conciliadores, los pro moto res cult urale s. Y bie n: sen cillam ente para desmentir, mu y a m enudo, cuanto se lleva dicho previame nte a favo r de esos lib ros, con fraude o engaño p ara el lector. Pero tambi én para avivar el debate sobre la lit eratura y h acer sentir, a quien a ella se aproxima, que allí se ju ega algo má s qu e un sim ple entreteninúento . La co nstru cció n de un sistema de valores lit erarios se realiza a partir tanto de apu estas como de rechazos, y en los argumentos con que se susten tan esto s últimos alienta sin duda un a positi va def ensa de las-posic iones ya alcanzadas , del nivel adquir ido . La gran m ayoría de las reseñ as aquí reu nida s fueron pub licadas en el su~ ple m ent o de lib ros de El País, p or lo gener al a los po cos días o sem anas de la aparición del libro correspondiente. Sólo se de talla su pro ce dencia en lo s casos en que se pub licaron en otros me dio s. Al fin al del vo lume n encon tr ará el lector un índi ce de los aut or es y de los libros co mentados, en el que se recogen tambi én otros nombres sob re los que se discur re, por las razo nes que sea, con algún detenimiento. Los text os de todas las reseñas se dan sin añadidos ni corre cciones, exce pto cu ando se trataba de errores flagra nte s. H e restituido ocasional mente , eso sí, p alabras o pasaj es even tu alm ent e cortados, mu y po cos, todo h ay que d ecirlo, y siemp re por razones per iodísticas. Asinúsmo , he restituido el título or igin al que puse yo a nú s textos, y que algun as vece s 53

IGNACIO

ECHEVARRÍA

fi1' cambiado, por razones de nuevo periodísticas. Fuera de eso, interve-

nir los textos con miras a mejorarlos no se compadecía con el dedarado propósito de este libro de ilustrar acerca de una determinada práctica reseñística, con todas sus limitaciones, empezando por la estilística. Huelga decir que a menudo ha constituido un pequeño suplicio, al releerme, identificar manías y tics cuya reiteración acaso justifiquen las prisas, sin dejar por ello de resultar irritantes. Sólo me queda confiar en que no lo sean tanto como para apartar al lector de la curiosidad que lo ha traído hasta aquí.

Barcelona,abril de 2005

TRAYECTO

Planetario

Antonio Gala, El manuscritocarmesí Planeta, Barcelona, 1990 Fernando Sánchez Dragó, El camino del corazón Planeta, Barcelona, 1990

Sabido es que el Planeta no premia tanto una novela como el perfil de un novelista . Y en este sentido hay que admitir que, en su edición de este año, ha dado con un escritor idóneo, de perfil casi numismático: Antonio Gala. Un autor que reúne en grado óptimo los requisitos de popularidad y complacencia pertinente s para un Planeta y que , además, ha tenido la buena ocurrencia de escribir una novela histórica, subgénero narrativo de probada aceptación. El personaje escogido es Boabdil, el último rey de Granada, oscuro protagonista de un turbulento y no menos oscuro episodio histórico: el de la conquista del último enclave del islam en territorio peninsular, ultimada por los Reyes Católicos en la fecha famosa de 1492 y llevada a buen término a través de un retorcido proceso de avanc es y retrocesos en el que, más aún que la fuerza de las armas -refre nd adas por un fervor de cruzada-, contaron las maquiav élicas dotes cizañeras y negociadoras del rey Fernando. Aún hoy, son muchos los puntos dudosos que presenta para el especialista esa etapa de la historia de España, sobre la que no llegaron a echar luz ninguno de los grandes arabistas del pasado. Pero lo que para el historiador es un límit e, para el novelista es una libertad, y Gala contaba co n ella a la hora de acometer su relato. Una libertad de la que, hay que decirlo, ha usado y abusado, hasta el extremo 57

PLANETARIO

ANTONIO

GALA Y FERNAN DO SÁNCHEZ DRAGÓ

Está claro que, al obra r así, reclama para su texto un mayor margen de mov imiento. Pero con ello incurre en otro riesgo: el de desarti cu lar su narració n en una multit ud de excursos dig resivos. Bast a con co nsiderar las más de seiscientas páginas co n qu e cuen ta El manuscrito carmesípara sospecha r qu e Gala h a sucu mbido a este peligro, pre so de sus muc h as ganas de decir y de los muc hos conocimientos acumul ados. La nove la se traba co ntinuame nte, ya sea en una targa galería de retratos, en la crónica genealóg ica de los reyes n azaríes o en una ristra de poemas (que se acum ulan p or decenas ). Acostumbrado a la disciplin a del re lato breve y de la pieza teatral, Gala ha int erpretado la flex ibili dad de la novela como una lice n cia para la incon tinencia . El Gala qu e se estrena como novelis ta no es el cuentista ni el dramaturg o : es el articuli sta ablandado p o r el cotidia no ejercicio de dise rtar libre mente sobre cualquier tem a de su ocurre ncia . Una circunsta ncia en la que co labo ran el carácter estático y medita bundo del relato y su ritmo breve, aco mp asado en cortos tramos

de que su novela carece, en mu cho s sentidos, del nún imo decoro hi stó rico . No se trata de que falte a la verda d de los datos . Se trata más bien de la forzada int erpretación de tantos hechos cuyo aspecto contradictorio resuelve Gala por m edio de la inverosímil psicología de su personaj e. Éste det enta una amplitud de miras y unas dotes proféticas sencillamente in creíbles, y emplea, además, categorías históricas extemporáneas. R esultaría fatigoso e inapropiado ex pla yarse aquí sobre este asunto; baste reco rdar, a título de muestra, la conversación mant eni da en la prisión entre Gonzalo Fernández de Córdoba y Boabdil, en la que éste suelta frases del tenor de : «España somos todo s, don Gonzalo. Vos habláis de Aragón y de Castilla; yo soy el rey de Andalu cía». Como bien le respond e don Gonzalo, eso es sólo una frase. Frase que proporciona una pista de la equívoca plantilla con que Gala propone, a través de su novela, toda un a lec tura de la R ec onquista y del p eso que en la histori a y en la cultura español as tien e la huella musulman a. Al lector, sin embargo, po co han de importarl e estas inexa ctitud es, qu e acaso juzgue sutilezas. Por lo demás, el propio Gala le h ace decir a B oabdil , con toda la razón, qu e «la realidad no es ni remotamente parecid a al relato que se hac e de ella». Lo que import a aho ra es má s bi en calibrar la legitimidad de la nov ela en cuanto artefacto literario. Y en este punto so n muchos los reparo s que acuden al come ntario. En primer lugar, Gala ha rec urrido al expe dient e de h ace r escribir a Bo abdil un a especie de memorias en el tiempo, a m edio camino entre un as confesiones y un diario. Ello justific a la morosidad del relato y la cercanía co n respecto a los hechos narr ados, pero genera una dificultad que Gala ha de satendido por completo: la exige ncia de construir prog resivamente la voz del narr ador. El Bo abdil de Gala se expr esa a los ve int e años con el mismo tono solemne y desenga ñado qu e a lo s sesent a y cu atro, sin que se perciba un avance convincente en su sensibilidad, en su con cepci ó n del mundo ni en su comprensión de los sucesos que prot ago ni za. Se trata de un personaje estanca do. En su propó sito de tren zar la narraci ó n hi stórica con la intro specc ión, Gala se ha desen tendido de la imp ortan cia que en esta tarea reclama la adecuada perspectivización d el relato .

de prosa. Una prosa en galanada, preciosista, abultada aquí y allá por rijo sas secuenc ias de lirismo sexual y de fervores andalucistas. Una prosa de lujoso cas tellano, sermoneado ra, repl eta de enj undi osas bondades y de verd ade s no tan enjundiosas . Una prosa efusiva, qu e se inviste de hum ana sabiduría y que difícilme nte se resigna a clausur ar un párrafo sin una máxima mor al, sin una sent encia . La misma prosa que Gala usa a diario en su labor periodística (sin recurr ir a Boabd il) y de la que, con más moderación, se sirvió ante s para la serie televisiva «Paisajes con figuras>>,que conten ía ya e]mold e de la poética aplicada a esta novela , si bien aqu í dilatada hasta la m onumentalidad. De la afición y del gusto que el lector e:Kperimen te por esta prosa habrá de sacar el disfrute que le depare esta novela, co nd enada de ante m ano al bó.to. Más difi cil es que obte nga gusto y cobre afición por la prosa de Fernando Sán ch ez Dragó, fin alista del Planeta y escritor que ha p rotagonizado una de las trayecto rias má s verti ginosas de la recie nte litera tur a españo la. El propio Dr agó califica su estilo de «barro co, desgarr ado y varonil» . Por lo que al lector respecta, sin embargo, valga decir que , eng astado aú n de casticismos, de frases hechas y de citas solapadas, ese estilo

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PLANETAR.10

ha bajado varios escalones de barroquismo desde que su autor escribiera Y el que ello sea así debe interpretarse mala Historia mágicade Espm'"ia. yormente como un explícito deseo de Dragó para transmitir su mensaje. Porque Sánchez Dragó es un escritor con mensaje. Es más que eso, es un predicador. Y esta novela suya, encubierta por una frágil peripecia aventurera y estructurada por medio de un socorrido juego met aliterario, se reduce en última instancia a un sermón. El Sermón de la Montaña de Fernando Sánchez Dragó, renacido en Soria a la emblemática edad de treinta y tres años, concretamente en 1969, fecha en que transcurre su relato y en la que la experiencia del Mayo francés precipitó en él una profunda transformación interior. Sobre eso versa precisamente esta novela, en la que se da cuenta del viaje iniciático a través de Asia realizado por el joven Dionisio, a punto de cumplir esos mismos treinta y tres años decisivos. Las coincidencias de Dionisio con Sánchez Dragó son tantas y de tal calibre que, por si el lector no había caído, no tarda en puntualizarse, desde dentro mismo del texto, que uno y otro han nacido el mismo día y han recorrido trayectorias casi idénticas. Pero aun eso no basta e, impaciente ya, haci a la mitad de la novela Dragó se decide a entrar él mismo como protagonista, con nombre y apellidos. Y lo hace , modestia aparte, por la puerta grande, ejerciendo sus encantos e impartiendo sus co nsejos . Cristina, la mujer de Dionisio, autora de unas memorias cuyo texto se interpola con el relato del viaje de aquél, se refiere a las palabras de Dragó como «altamente reveladoras para quien no tenga los oídos llenos de cerum en ni los ojos cubiertos de telarañas», y llega todavía más lejos, al señalar en ellas «un tono y un toque de atención casi evangélicos». Así las cosas, no extraña que respire aliviada cuando, «desde las alturas de su incuestionable autorid ad literaria», Sánchez Dragó da el visto bueno a sus tanteos literarios. Que nadie sospeche un humor soterrado en todo esto. Lo s predicadores nunca br omean . Y Sánchez Dragó, ya va dicho, es un predicador. Predica su pasión viajera, su antieuropeísmo militante, sus prejuicios antidemocráticos, su mística oriental, su quijotismo sublimado y tantas cosas más. Poco importa que el resultado tenga mucho de «empanada mental» (así se expresa, si bien «con cierto encono», un compañero

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GALA Y FERNANDO

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de Dionisio). Lo importante es el mensaje, condensado en los fragmentos de una carta de ciento dieci siete folios que, desde la India, Dionisio envía «a más de cien amigos>>.Resignado a que se abalancen sobre su Hay más ardor en el gesto yugular, Dionisio dice allí cosas como que << de embragar de un taxista de Nueva Delhi que en la obra entera de Nietzsche », sin que ello le impida, lin eas más adelante, referirse a la India como «el país de Nietzsche, el país donde no hace falta el eterno retorno ». Lo dicho, una «empanada mental», a cuyo cocimiento contribuyen los diversos santones e iluminados con que Dionisia topa en las diversas etapas de su camino. Un camino que señala, indudablemente, al corazón. Pero no a un corazón cualquiera, sino al corazón de Sánchez D ragó. Su novela constituye un insólito documento de megalomanía, dentro de un panorama narrativo en el que éstos no escasean. Y es que, como cualquiera de esas sonrientes y alborotadas divinidades asiáticas, Sánchez Dragó tiene ocho brazos, y los ochos le señalan a él mismo.

JUA N MARSÉ

Adiós a Teresa

Juan Marsé, El amante bilingüe Planeta, Barcelona, 1990

El amante bilingüe se ofrece como una hermosa y comp licada parábola acerca del drama de identidad sufrido por un individuo culturalmente desarraigado. El que este drama se perfile sobre el hor izonte de la dualidad cultural y lingüística de Barcelona es sólo un dato más. Está daro que a Marsé, si bien le tienta la pulla polémica y contracatalanufa, lo que le ocupa realmente es algo más hondo y más sutil, que en este caso concreto apunta a resolver la pregunta que en un momento dado alguien hace al protagonista del relato: <<¿Túquién eres en realidad, Marés?». Bien pensado, esta pregunta pesa sobre buena parte de los personajes a los que Marsé ha dado vida en sus novelas anteriores. El problema de la identidad propia y el de su falseamiento recorre la obra entera de Marsé - y de sus compañeros de gene ración - y consti tuye un o de los dos ejes sobre los que se desenvuel ve su más personal creación: la figura del charnego. Éste adquiere con Marsé el carácter de <
b tram a de sus novelas, nunca antes había empleado tales recursos de modo tan descarn ado, y nunca el lector había asistido tan de cerca al artificio malabar con que uno y otro se redimen mutu amente , confabu - Jándose en el logro de lo que bien puede ser considerada una farsa sentimenta l. El modo en que ésta es construida, con trazos gruesos y expe rtos, elata el oficio consumado de un maestro , la facilidad de quien domina Linatécnica y confía en ella para lograr en apenas dosci entas pág inas lo que, una vez leídas, parece imposible : hacer creíble la descabellada historia que en ellas se cuenta. Delata asimismo la facilidad de quie n vuelve sobre escenarios y temas que son los suyos propios, los de siempre, como vuelve un paisajista, sin repetirse, a sus motivos más comu nes (lo que da pie a constatar que Marsé es el gran paisajista mor al de la Barcelon a de posguerra ). A esta facilidad habría qu e vincul ar el esquematismo e incluso el desaliño atribuibles a este texto , y que responden en amplia medida a una estilización deliberada. Con respecto al conjunto de la obra de Marsé , esta nueva novela confirma una tendencia ya apuntada por R onda del Guinardó y Teniente Bravo. Se trata de lo que parece constituir un misantrópico replegamiento, un recogimiento de Marsé sobre la más íntima de sus exper iencias: la de la infancia. A ésta le había dedicado , en Si te dicenque caí, lo que él llamó «una secreta y nostálgica despedid a». Pero está claro que no fue así. La infancia y sus escenarios cobran en Mars é un protagonismo creciente e imponen en su obra el ritmo demor ado y lacónico de un regreso. De lo que sí parece despedirse Marsé, pero sin nostalgia, es de algo que sin emb argo qued ará como uno de sus más celebrados motivos: el irresistible encanto que sobre un mu chacho de la calle Verdi ejercían las señoritas de la burguesía barcelonesa . N o cabe dud a de que, en El amante bilingüe, el peso de la farsa cae del lado del equívoco y de la impostura que un día reunió a Juan Marés y Norma Valentí, marchitas cont rafiguras del Pijoaparte y de Teresa. El lo co amor de aquél, la aventure ra impostura que contab a Últimas tardescon Teresa, se resuelve hoy, en labios de Marés -F aneca, en una extrañez a: «¿Qu é tenía él que ver con toda esa gente?». 63

ADIÓS A TERESA

Pero toda farsa se sustenta sobre los pedazos de un sueño roto. Toda fars:i es la otra cara de una elegía. Y El amante bilingüedebe leerse como ambas cosas, como farsa y elegía. Farsa y elegía por Teresa, a la que Marst·parece decir adiós, y que, después de tantos años, se esfuma aquí, acaso para siempre. Como ese pez de oro perdiéndose en las sombras del estanque de Villa Valentí. El Observador,28 de octubre de 1990

El ángel exterminador Miguel Espinosa, LaJ ea bu1guesía Alfaguara, Madrid, 1990

C on ecos de ultratumba ha sonado, en medio del desordenado bullicio de la narrativa española, la voz de Miguel Espinosa. Con ecos de ultratumba porque La Jea burguesía,recién publicada, es una novela póstuma. Pero sobre todo porque se trata de una novela que trae a la memoria -y al gusto- unas fórmulas narrativas extrañamente fen~cidas. Escrita durante los años setenta, pero revisa da y concluida hacia 1980, poco antes de la muerte de su autor, La Jea burguesíada cuenta de un empeño literario inmune a los tráficos de las modas literarias y, lo que es más significativo, a las corrientes más profundas que las gobiernan. Podría deducirse de ello un enquistamiento de dudoso mérito. Pero a la vista de los resultados hay que convenir en algo bien distinto : la cohe renc ia con los planteamientos narrativos establecidos por Espinosa en sus obras anteriores, y su perfecta validez en punto al propósito que los guiaha . Tal propósito coincidía parcialmente con el de otros << renovadores» de la generación de medio siglo, obstinados en efectuar una implacable requisitoria del orden moral generado por el franquismo asociada a una liquidación sistemática de sus retóri cas, todo ello con una ambición artística que trascendiera la intención resueltamente crítica. Que, por esta vía, Espinosa anduviera enfrascado en un proyecto de muy compleja y personalísima trama, no hace sino abundar en la evidencia de que su lectura resulta imprescindible para calibrar la hondura con que, en el período que media entre 1962 y 1975, se trabajó en dicho propósito. No cabe duda de que la obra de Miguel Espinosa, prematuramente interrumpí 65

EL ÁNGEL EXTERMINADOR MIGUEL ESPINOSA

da, se hallaba destinada a estirar su alcance hasta límites hoy dificilmente sospechables. Como sea, la tardía publicación de esta novela suya en 1990 tiene un valor añadido, de carácter estratégico. Pues sirve como recordatorio de unas actitudes prácticamente obviadas en el tramo reciente de la narrativa española, que si bien se ha abierto legítimamente a otros horizontes, lo ha hecho demasiado a menudo con una solemne ignorancia de aquellos otros que abrió el tramo anterior. LAfea burguesíase propone, con tendenciosidad explícita en el título, retratar en su textura moral a las clases que prosperaron durante el franquismo. Con este objeto la novela se divide en dos partes. La primera, titulada «Clase media», consiste en cuatro exhaustivos historiales de otras tantas parejas representativas, cada una a su modo, de las actitudes con que cierto género de humanidad trepó a las esferas del poder durante aquella época. En la segunda parte, titulada «Clase gozante», un narrador en primera persona registra cabizbajo el prolongado monólogo con que un antiguo amigo le hace una prolija exposición de sus valores y de los fundamentos de su triunfo, en manifiesta contraposición a los de su oyente. El cemento que argamasa las piezas del texto es el odio . Un desprecio, un asco de densidad flaubertiana. La perspicacia profundísima con que Espinosa retrata a sus víctimas presupone la doliente y obsesiva atención de las grandes pasiones, su agudo conocimiento. Ese odio es tan poderoso, se nutre tan directamente de su objeto, que al autor le basta con sefialarlo, confiado en su intrínseca perversidad . El dispositivo de la novela no cede a la intromisión del narrador, y ataja todo tipo de efusión. Se ·~rata, muy al contrario, de un dispositivo distanciador, de inequívoca impronta brechtiana. Toda la estrategia del texto tiende a generar distancia, con el fin de introducir en su espacio un rechazo consciente. Tal es el sentido del lenguaje estilizadamente retórico, jurídico, casuístico; de la consistencia típica de los personajes; del pastiche de discursos, citas y eslóganes; tal es la función de los poemas y la razón de que el libro todo despida un inquietante aroma de tratado zoológico, donde, en un tono impostadamente imparcial, se disecciona a las víctimas en cuestión con la fría minuciosidad de un entomólogo. La impasible sátira de Espinosa

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deja al descubierto, con un rigor en absoluto ecuánime, las entrañas mismas del «ser inmoral» de la burguesía franquista. Y el resultado tiene mucho de manual filosófico de la ignominia. Para conjurarla y retratarla --según reza el aforismo final de la novela-, Espinosa transcribió las palabras de lafea burguesía, y atendió a su fondo . La penetración de su observación es tan profunda, que alcanza una sustancia en la que el lector de hoy reconoce, con muy escasos despla_zamientos, la estructura morfológica de las clases que hoy mismo paras1tan el poder . · Como un ángel exterminador, Espinosa blandió su pluma contra la fea burguesía franquista . Pero lo hizo al modo buñuelesco . La encerró entre las paredes de sus propios gestos y de sus propias palabras. y allí perman ece para siempre, como insectos sin sosiego en sus frascos de cristal.

Quimera, n.º 105, junio de 1991

ÁLVARO DEL AMO

U na novela bonsái Álvaro del Amo, Contagio Anagrama, Barcelona, 1991

Esta novela solicita, pero sólo para ignorarlo luego desdeñosamente, el reproche de su poquedad . Con sus maneras impecables, Álvaro del Amo urde una historia que se enreda con otra y otra y luego otra, desplazando hacia delante una expectativa que finalmente queda en suspenso, insobornable a la avidez del curioso lector. La de Álvaro del Amo es una poética de la reducción . O, por decirlo inversamente, de la insinuación . Antes que decepcionar una expectativa él prefiere incumplirla y dejar al lector el trabajo de completarla. Una poética, en definitiva, del contagio, que malignamente se limita a infundir, sin consumirla, la expectativa que habrá de incubarse y desarrollarse fuera del propio texto, lacónico sumidero de anécdotas infectadas. Lo curioso es que esta poética es practicada por un escritor que posee el gusto y el instinto de la narración. De la narración en su sentido más exuberante, decimonónico . Un talento formidable para el dibujo de los personajes , una imaginación poderosa, una aguda capacidad de observación, un infalible sentido para la disposición de los detalles: con dotes como éstas Álvaro del Amo construye novelas minúsculas que, una vez entre manos, sorprenden por su peso inesperado . Y es que Del Amo no renuncia a la ambición ni a la complejidad conte1úda en cualquiera de los grandes novelones de antaño: únicamente renuncia a su longitud. Son las suyas -y esta última sobre todo, de tan frondosa peripecia- novelas bonsái, que atienden a la precariedad, la urgencia con que

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cualquier historia que hoy pueda escribirse debe reclamar la atención del lector . Minia.turismo, no minimalismo . Una pura pero en absoluto sim- ple cuestión de economía y de proporción . El rigor con que Del Amo contraría la tendencia natural de cualquier historia a explayarse, la disciplina que ejerce sobre sus materiales para adecuarlos a la estricta medida de sus intenciones, propicia una innegable tensión. Y donde ésta se hace más patente es en el estilo. Del Amo es dueño de un talento estilístico de primer orden . De un estilo solvente que no elude la sofisticación y que, particularmente en Libreto, ha dado lugar a páginas magistrales. Pero es la fuerza misma de este estilo, la suntuosa amplitud de algunos de sus períodos , los elegantes contrastes con que se adorna, los que abren un cauce por donde luego el sutil caudal de la narración se siente insuficiente. Es dificil sustraerse a la impresión de que, en la severa, casi crueljibarización del relato, se ha producido una merma lamentable, una pérdida. Como esas tablas donde el maestro pintor ha perfilado el trasunto completo de la gran tela que no se ha conservado, y en las que no es tanto los detalles de la escena lo que se echa en falta como la reprinúda libertad de la pincelada. Si el incumplimiento de las expectativas sugeridas por la historia :1ctúan en definitiva como un elemento multiplicador (que tiene por referencia, en Contagio, las experiencias de la infancia), las expectativas , biertas por el estilo, en cambio, se sacian insuficientemente. Cunde la exigencia de obtener más amplias satisfacciones de quien se muestra so-. bradamente apto para darlas. Y si bien en este atareado juego de inconformidades late, por parte de Del Amo, una magnífica ironía (la que tiene seducidos a los escasos lectores enterados de su importante valía), comporta asinúsmo una implacable renuncia de la que, ya no el ávido, sino el exigente lector se resiente . Será éste quien, tras la lectura de Contagio, formule, aunque luego sea desdeñosa.mente ignorado, el reproche de su poquedad.

JULIÁN RÍOS

Kamasutra verbal Julián Ríos, La vida sexual de laspalabras Mondadori, Madrid, l 991

Julián Ríos es miembro conspicuo de una innominada pero muy reconocible cofradía internacional de escritores y artistas. Ésta cuenta entre sus más famosas hazañas el haber conseguido convertir el centón de Larva en algo así como un best sellerpara minorías. Desde entonces, y en justa correspondencia, Ríos viene empleándose mayormente en glosar las obras de algunos de sus cofrades. Y con este pretexto ha publicado ya un par de lujosos álbumes dedicatorios donde sus aplicados trabalenguas lucen muy aparentes. Este nuevo libro persevera por esta vía. La primera parte del mismo versa sobre los escritores Juan Goytisolo, Andrés Sánchez Robayna y Carlos Fuentes, quienes comparten tribuna con dos santos patrones de Ríos: James Joyce (que desde hace años soporta con la resignación de la tumba el extraviado fervor de este acólito intempestivo) y Amo Schmidt (que a partir de ahora mismo pasa a engrosar el repertorio de sus cantinelas reivindicativas) . La segunda parte del libro es la que justifica la colección de cromos que lo ilustra, pues va dedicada a sendos artistas plásticos. Apenas se hace necesario citar sus nombres, pues no son otros que Eduardo Arroyo, Jordi Colomer, R. B. Kitaj y Antonio Saura, artistas algunos de ellos sobre los que Ríos lleva ya redichas varias ocurrencias . La forma escogida por Ríos para tratar de unos y otros es la conversación ficticia entre tres p ersonajes, extraídos de un pasaje de Larva. Los tres - A, B y C- compiten en in genio para rellenar con sus fatigosas

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asociaciones verbales el bulto más bien escuálido de pálidas observaciones con que Ríos ilumina los objetos de su reflexión. Pero el centro de interés del libro se condensa, de hecho, en su última parte, aquella que le da título, y que consiste propiamente en una suerte de poética o de manifiesto conforme al cual debe interpretarse el quehacer íntegro de Ríos. En la práctica, ]as dos primeras partes del lib ro se ofrecen como desarroUos concretos de una clave de escritura y de lectura que se expone y se celebra en este texto final, puerta de «acceso principal» al resto de la obra. Puede parecer arduo resumir en po cas líneas cuáles son las cifras maestras de dicha clave, pero no es así. En realidad, se limitan a sólo dos: el pun (la paranomasia) y el calambur. O, más simplemente, el juego de palabras, que, con pícaro ingenio, Ríos asimila al <1ay untamiento verbal», a «la vida sexual», abundando en la ya sobada vinculación de la libido con la literatura desde la chata perspectiva conforme a la cual «el lenguaje es una copulación generalizada» . Hace ya mucho que ha pasado la hora de discutir la oportunidad y la validez de esta metáfora. Lo que aquí toca es juzgar cuál es el fruto de sus presupuestos en el ámbito particular de los ejercicios de Ríos. Y en este punto el saldo es más bien magro. Sólo a paladares muy ávidos les es dado hallar disfrute (ya no se diga, como el propio texto postula, «una espec ie de orgasmo ») en las acrobacias verbales de Ríos. Citando el 1\tlurp hy de Beckett, afirma Ríos que «al principio era el pun>>.Pero es que en su escritura el pun está al principio y al final de todo. El juego de palabras se persigue como único objeto, se agota en sí mismo. Y así, el complicado kamasutra de su retórica deviene gimnasia agotadora, que, lejos de propiciar, estorba el placer y disminuye la expectativa de fertilidad. Toda la poética de Ríos se funda en un lamentable equívoco de na turaleza similar al que confunde su lectura de Joyce (y de Rabelais, y de Cervantes, y de Sterne). Buenamente empeñado en devolver al lenguaje «su antigua frescura », Ríos conoce una única estrategia, a la que atribuye poderes de varita mágica pero que sólo superficialmente roza su objetivo. 71

KAMASUTRA

VERBAL

No es extraño, así, que Ríos venga, paradójicamente, a engrosar la nómina de esos «escribanos en lenguas muertas,> a los que él mismo alude, ni que la lectura de sus sopas de letras sea lo contrario de «la lectura como experiencia». Constituido en horizonte único del texto, el juego de palabras no aviva el lenguaje, sólo lo riza y lo esteriliza. «Escrivivir», <
En el baúl de los recuerdos Antonio Muñoz Molina, El jinete polaco Planet a, Bar celona, 1991

A mitad del camino de la vida, es decir, a sus treinta y cinco años, Mu1 0z Molina ha obtenido el Premio Planeta con un a intensa nove la de :ibundantes ingredientes autobiográficos. Una novela que, a lo largo de sus casi seiscientas páginas, aliment a la certid umbre de que se trata de una obra importante, decisiva en la trayectoria vital y literaria del autor. Ello añade a su lectura un peculiar aliciente, que si no legitima, al menos sí matiza algunos de lo s numerosos reparos que el libro suscita. A los treinta y cinco años, es decir, a mit ad del camino de la vida no · ' es infrecuent e que un escritor top consigo mismo y que en su propia escrit ura se abra un sendero de indag ación personal. Un caso emblemático en la narrativa española es el de Juan Goytisolo, quien a los trein ta y cinc o años, precisamente, publicó Seri as de identidad. Sin pretens ió n de ·xtremar la comparació n, esta obra tiene la virtud de ilustrar en negativo el sen tido y la significación de El jinete polaco.Pues allí donde Goytisolo, ·n un impl acable repaso de la propia experienci a person al, funda ba una po ética de la negación y del extrañamiento que .comprometía su anda dura futur a, Muñoz Molina, a la inversa, en un ent rañ ado recuento del pasado, concluye en una poética de la afirmación y del regreso qu e, en relación con su obra anterior, se resuelve en un relajamiento de la impostación narrativa y en un deliberado arrimo a una voz y un a vive ncia más presuntamente personal es. El protagonista de El jinete polaco,Manuel, asegura en un mo me nto dado que «por primer a vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quie n es73

EN EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

cucha, quien cuenta no para inventar o para esconderse a sí núsmo ... sino para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca entendí, lo que oculté tras las voces de los otros. Ahora es nú voz la que escucho» . Así ocurre después de haber descubierto Manuel que «si hay algo que no quiere ser es extranjero», ya que «por más que quiera uno tiene un solo idioma y una sola patria, aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad y un único paisaje». Este sentinúento lleva implícita la solidaria asunción de los propios orígenes, el compronúso responsable con el pasado. Eso que a Manuel le lleva a decirse que «de algo ha de servirme haber cumplido treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores, no estoy solo, ahora lo sé». En su itinerario esencial, pues, esta novela se edifica sobre la emoción de reconocer el propio destino c~mo última pero transitoria fracción de un destino remoto y colectivo; la emoción de sentir
ANTONIO

MUÑOZ

MOLIN A

captar la pluralidad del pasado, cuyos hilos se van trenzando y ordenando uno tras otro. En esta labor, sin embargo -la de atrapar el pasado con sus múlti. ¡ les matices-, Muñoz Molina se deja arrastrar de un modo progresivo por la mecánica enumerativa, que llega a lastrar de un modo a veces exaspe rante el ritmo narrativo y que pervierte su pulido estilo. Un estilo, por lo demás, vibrante y preciso, de una tersa sencillez que en absoluto complica el estiranúento de las frases durante páginas enteras, ya que en tales casos se procede mediante yuxtaposiciones que fácilmente podrían dar lugar a otras tantas oraciones de menor bulto. Las reiteradas enumeraciones del texto no sólo tienden a hipertrofiado, sino que actúan de rejilla por donde fácilmente se cuela una de las más peligrosas tentaciones que rondan a un empeño de las características de El iinetepolaco:la nostalgia y sus licores dulzones, que tan a menudo intoxican aquí la escritura. Muñoz Molina cae continuamente en la tentación de la nostalgia, y abusa de su complicidad para construir reiteradas letanías sentimentales que rezuman exotismo rural, costumbrismo sepia y ese lirismo de lo cotidiano que tantas veces trae el eco de cierta poesía social, muy afin a las letrillas de algunos afamados cantautores. Esta debilidad acecha muy particularmente a la novela generacional, de cuyos acentos particip a en buena medida El jinete polaco. Pero, aun siendo grave, no es la mayor flaqueza de esta novela, que donde más sufre es en la solución final que Muñoz Molina proporciona a unos materiales de, por otra parte, enorme riqueza y una importante capacidad de convicción. Lo que falla es el armazón núsmo ideado por el autor para encua dr ar la búsqueda del tiempo perdido en que se sumerge el personaje . El rocambolesco hallazgo del bául de los recuerdos, la folletinesca epifanía amorosa que lo preludia, constituyen un pobre expediente justific ativo de lo que bien podría hab er sucedido con mucha menos fatiga (bastaba con algo parecido al sabor de una magdalena). De hecho, el autor acaba sobreponiendo otra novela (la historia de amor con N adia) a la que ya le ocupaba. Y en esta línea, la última parte del texto constituye un total desacierto. 75

EN EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Cuando el lector ya está en condiciones de reconstruir el proceso íntegro del personaje , Mm1oz Molina lo compromete con el relato, ingenuamente tramposo, de un idilio que, además de inverosímil, se distrae en infatigables tiradas de conceptismo erótico. A continuación, el regreso a Mágina resulta tan acaramelado como un anuncio navideño de turrones y da pie a repeticiones que , dada la longitud alcanzada por la novela a esas alturas, resultan difícilmente perdonables. Aunque más imperdonable resulta aún la voluntad de redondear al final todas las historias, todos los enigmas suscitados a lo largo del texto, a fuerza de explicaciones burdas o extravagantes que les restan buena parte de su encanto poético. Curiosamente, en el dibujo de esas historias de personajes principales o secundarios que nutren la novela es donde lucen más y mejor las magníficas dotes de narrador de Mufioz Molina, incansable a la hora de urdir tramas y caracteres. Algunos de los muchos que pueblan esta novela son realmente espléndidos. La historia del comandante Galaz, en concreto, constituye por sí sola un relato novelesco lleno de fuerza y de sugestión. Pero también personajes mucho más llanos y prosaicos, como los abuelos o los padres del protagonista, se imponen con un vigor innegable. Con todos ellos, y con todas sus vísceras de hombre y de escritor puestas en juego, Muñoz Molina podría haber llegado mucho más lejos. Si no es así, si El jinete polaco,con toda su intensidad, no alcanza litera riamente la hondura del empeño que alienta la novela -y la sostiene--, es por una incontinencia a la que no sirven de coartada la emoción, ni la nostalgia, ni la sinceridad, ni todas sus melodías (por cierto que las canciones desempeñan un importante papel en el texto). De tal forma que, a la postre , y muy a pesar suyo, al narrador puede reprochársele lo que él dice de su abuelo: que «fueron las palabras las que le hicieron perderse, únicamente el brillo de las sonoras palabras que tanto le gustaban».

De sangre y de mierda Félix de Azúa, Cambio de bandera Anagrama, Barcelona, 1991

D esde hace más de medio siglo, y atrás ya la cuarentena franquista, la Guerra Civil viene actuando como ineludible referente épico -y ético- en la narrativa española. Autores como Zúñiga, Cela o Benet discurrieron sobre ella en títulos mayores de la pasada década. A comienzos de este mismo año, Francisco Umbral la recordaba en el más afortunado de sus episodios nacionales. Y ahora es Félix de Azúa quien la utiliza de telón de fondo para su última y seguramente mejor novela. De telón de fondo, atiéndase bien. Pues, aunque en buena medida lo parezca, Cambio de banderano puede ser considerada cabalmente como una novela sobrela Guerra Civil. No cabe duda de que es, además, otra cosa. O mejor: otras cosas. Y quizá el mayor reto del libro estriba en distinguir qué quiere en definitiva ser y qué es finalmente . El editor lo anuncia como una novela de «amor y guerra », solicitando las connotaciones de todo un género de aventura que cuenta con larga tradición tanto en la literatura como en el cine, sobre todo en el cine, y más concretamente en el cine de los años cincuenta, del que Azúa, al parecer, «se confiesa tributario». Pero refiriéndose a Cambio de banderade este modo - irreprochable, en cuanto al contenido argumental de la no vela-, es evidente que se distraen sus más afiladas intenciones . La del «buen vasco» Luis Larrazábal es, efectivamente, una historia de amor y guerra, un riguroso melodrama construido con devota atención a las reglas del género, sin olvido de ninguno de los ingredientes sustanciales del mismo . Tanto es así que, casi por inercia, se termina por 77

DE SANGRE Y DE MIERDA

adjudicar a Larrazábal, no sin cierta incongruencia, el rostro y los ademanes de un Rock Hudson o de un Gary Cooper, hasta tal punto cuadra con la estirpe del hombretón algo tontorrón y buenazo (para el caso, los suftjos son indispensables) que, imprevisiblemente, se manifiesta capaz de adquirir una estatura heroica. Tan explícita impostación genérica, sin embargo, actúa, obviamente, de subterfugio. Y lo hace para canalizar una reflexión bastante atrevida sobre una cuestión tan delicada como la del nacionalismo, sobre los conceptos mi~mos de nación y de patria y los sentimientos que estas palabras convocan y que Félix de Azúa azuza con feliz acierto, aun cuando, dada su vocación de agitador pero no de mártir, estima oportuno advertir al lector «que no se fíe de las apariencias y tenga presente, siempre, quién expresa las opiniones, a veces contundentes, que va a encontrar en estas páginas». Tratar el tema del nacionalismo, y hacerlo en el contexto del País Vasco, precipita de inmediato una corriente de expectativas que Azúa se propone sortear. Y en buena medida lo consigue al remitir el meollo de la acción de su novela a un episodio muy determinado de la Guerra Civil : la resistencia del País Vasco al cerco de las tropas insurgentes y las negociaciones secretas a que dio lugar entre los nacionalistas vascos y los invasores italianos destacados en ese frente. En el punto de mira de Azúa no está la versión exaltada y sangrienta del nacionalismo que ofrece el terrorismo -cuyos resortes sólo tangencialmente son aludidos-, sino su versión más trivial, más burguesa y calculadora. De forma que Cambio de banderase resuelve, ante todo, como una gravísima requisitoria contra la actitud del PNV durante la Guerra Civil y su desafecto a la causa republicana . Que sea así debe vincularse a que, entre sus más hondos propósitos, la nov ela apunta a desacreditar el valor de la nación oponiéndole una noción «traslaticia» de la patria, «libre de servidumbres administrativas, exenta de personalidades e instituciones» . En un momento. dado, el narrador se pregunta si Larrazábal comprendió finalmente que «su patria formaba parte, no de la muerte, sino de la inteligencia entre los hombres y de su capacidad para habitar lo construido por el tiempo» . Y es que la pa-

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FÉLIX DE AZÚA

tria, en el fuero generado por el propio texto, sería el producto de <>(en el caso de los vascos, «tribal, eclesiástico, agrario»), en relación con el cual la nación constituiría una perversión introducida por la técnica y el progreso. De este distingo surg e la más arriesgada hipótesis incluida en la novela: una hipótesis a primera vista demencial y fascinantemente provocativa. Pues, dando por sentado que Franco es el nombre dado por la historia «a la llegada de la técnica y el progreso técnico a España >> , dicha hipótesis sugiere que «Franco se convertiría, para siempre, en el fundamento de cualquier futura nación» en España, y que, en la medida en que «ya todas las naciones españolas tendrían que ser técnicas Y progresistas», habrían de ser «franquistas». Si el lector se siente algo desconcertado por el papel que en todo este asunto se concede al progreso técnico, bueno será avanzarle que el que así sea responde -siempre dentro del textoa una comprensión del fenómeno nacionalista desde la muy escorzada perspectiva conforme a la cual la técnica aparece como el agente movilizador de un nuevo orde~ planetario, que, abriéndose paso a través de la guerra (y aquí confluyen las dos reflexiones fundamentales de la novela), contempla en su meta la disolución de los estados nacionales. Esta aventurada perspectiva se la ofrecen a Félix de Azúa los diagnósticos futuristas -~e E~mt J ünger y, con descaro e irreverencia que no ocultan la fascmaoon, el la sirve en el texto a través de un tal «teniente Jünger, de los alemanes», que ofrece una satisfactoria caricatura de su homónimo. Este personaje, sin embargo, así como el discurso que, cortejad~ ~or la disparatada retórica del enano Moret, inocula en el texto, de sub1to arrojan a la novela un peso que amenaza con encorvarla. Si no ~lega a ocurrir tal cosa es porque, reaccionando a tiempo, el relato se decide, ya en su tramo final, por reanudar resueltamente el tema del héroe, que se recorta de un modo a la vez amargo y cínico sobre el de la traición, entendida aquí como la mecánica misma de la conducta humana y de sus disfraces ideológicos. . El heroísmo de Larrazábal se origina en una desviación d e la ideo logía en idealismo. Pero, en su completa insolvencia , ese idealismo re79

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FÉLIX DE AZÚA

clama antes la compasión que no la admiración. Larrazábal, pues, representa un heroísmo sin ejemplaridad. A él le cuadra al pelo el aforismo de Lichtenberg : <>.Ese viento del que el narrador constantemente habla y que es el mismo que azota su cabeza, las calles, la Historia, un huracán que barre a unos y a otros y en el que se oye restallar el trapo de las banderas, todas empapadas de sangre y de mierda, como dijera Flaubert. El viento acaba por adquirir una consistencia simbólica, empleado como leitmotiv en boca de una voz narradora que constituye a un tiempo el mejor acierto y el más precario expediente de esta. novela . El acierto proviene de los énfasis de esa voz, de sus arrebatos estilizadísimos, de una tensión sintáctica en la que el humor y el patetismo suman acordes muy logrados. Félix de Azúa es el escritor de su promoción que ha hecho un uso más apto y eficaz de las parodias retóricas, con las que logra efectos tan afortunados como los que en su día consiguieron autores como Juan y Luis Goytisolo o Martín-Santos, cuya voz casi retumba en las páginas donde se recuerda a Ortega como chansonnierde la filosofía o en el cómico empleo de las designaciones eufemísticas («el valeroso gudari», «la navarra de buen pecho»). La voluntad de estilo que caracteriza el hacer literario de Azúa se beneficia notablemente de la disciplina a la que lo someten un desarrollo novelístico deliberadamente convencional, las leyes de la narración retrospectiva, el empleo de la segunda persona (pues todo el entero constituye una perorata). Donde se muestra Azúa menos convincente es en la construcción explícita de la voz narradora, que, a la hora de revelar su identidad, deslegitima a posteriori la libertad omnisciente de sus fluctuaciones tonales, ya de por sí mal eslabonadas. De hecho, la precariedad constructiva es el talón de Aquiles que amenaza siempre con malograr las dotes narrativas de Azúa. A este autor le resulta difícil, ciertamente, controlar la agresividad de su poderosa inteligencia, su ingenio peligrosamente escorado hacia el chiste, su propia suspicacia respecto al oficio de narrador. Se percibe en este Cambio de banderauna recia disposición a limar estos defectos para trazar sin estorbos el trayecto de una trama bien urdida. Pero esa

misma trama se traba incongruentemente con disquisiciones parciales, con intempestivas citas, con el artificio mismo de la historia, bastante _enclenque. Los propios personajes resultan planos, y su caricatura los asoma en más de un caso al precipicio de la inanidad. De manera que, pese a todo, es la fuerza del estilo, el sentido del humor y la inquietante agudeza de la inteligencia de Azúa las que prestan a su libro su principal ali-

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ciente. Por lo demás, debe insistirse en el cambio de ruta que esta novela . supone en la trayectoria del autor. En unas declaraciones al respecto, Azúa decía haberse propuesto apartarse «de aquella literatura autodestructiva, nihilista» y pasar «del sarcasmo a la ironía». Eso significa una saludable traición al molde narrativo de sus dos novelas anteriores y al magisterio que en ambas instruía Bernhard, ahora sólo presente en la cadencia rítmica de la prosa. Literariamente, Azúa es un consumado perpetrador de traiciones, y el lector debe felicitarse por la que acaba de cometer. Pues no cabe duda de que la ironía ocupa una jerarquía superior al sarcasmo, no sólo como figura retórica, sino también como instrumento de conocimiento, capaz, en el ángulo que forman el enunciado propuesto y su sombra burlona, de atrapar la verdad.

JAVIER GARC ÍA SÁNCHEZ , 0 11 esta

novela, con la que acaba de obtener el Premio Herralde, Gar-

I í.1Sánchez se ha propuesto en parte desdecir esta reputación y demos-

Uno de los más frecuentes alude a la «seriedad>> de sus ademanes como escritor. Aunque lo propio aquí sería hablar de «gravedad», concepto que no incorpora ningún matiz peyorativo a la plausible ausenci a de frivolidad con que García Sánchez encara su oficio y se emplea a fondo en su tarea. Hasta ahora, esta gravedad, conducida, .como es propio de él, más allá de los límites de la exageración (la de García Sánchez es, eminentemente, y en todos los sentidos, una literatura exagerada), constituía · el rasgo más sobresaliente de su narrativa. Pero he aqu í que, justamente

r, según ha apuntado él mismo en un artículo reciente, que «intenta ·ú:se de todo , sobre todo de sí mismo y de su aparente seriedad ». Tan saludable propósito se salda, dicho sea de entrada, con pobres 1 • ultados. Durante toda esta novela, pero sobre todo durante su primer.1mitad, el texto rezuma hasta el colapso un humorismo zumbón y chasc:irrillero de escasísimo mordiente, por mucho que en buena medida p actique una especie de costumbrismo satírico que apunta a la tipolo~ía de las capas medi as y altas de la burguesía barcelonesa, en particular :l sus conductas sexuales. Es precisamente el predominio del asunto sexual -pues se trata aquí de una nov ela «de amor y sexo»- el qu e inLroduce en dicha veta humorística un ramalazo de ramplonería eufenústica y verdosa. De lo que se deduce un tono que, robándoselos de la boca a una abuela indulgentemente admonitoria con las travesuras de su nieto, no merece mejores calificativos que pícaroy guasón. Aunque no es sólo una cuestión de tono . En sus primeras trescientas páginas, esta novela configura una situación vodevilesca que deliberadamente se perfila sobre la silueta de las más clásicas comedias de enredo. El autor, sin embargo, en lugar de obtener de ello una licencia y una economía avaladas por un código compartido con el lector, se demora mcansablemente en cada escena, pormenori za los chistes y despliega algo semejante a una casuística de la obviedad, que, dadas sus proporciones, cons igue impacientar . Surge aquí la proverbial incontin encia de García Sánchez (otro de los lugares comunes que le rondan), y en la qu e, por lo demás , persiste él con enconado convencimiento . Se trata del rasgo en que se hace más patente esa referida fruición que no se resigna a sacrificar nad a y que todo lo absorbe con la glotonería de quien, mientras rebaña por enésima vez el mismo plato, celebra su valor calórico. García Sánchez padece una gula de la escritura que se traduce en una pro sa pleon ástica, atiborrad a hasta lo info rme , reiterati va, continuamen te desviada en in co ntables exc ursos . «En realidad todo había sido culpa de las palabras, de su marúa de hablar y hablar, de pretender aclarar con

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11. 1

El buen soldado Javier García Sánchez, La historiamás triste Anagrama, Barcelona, 1991

Hoy, cuando unos han madurado y otros, simplemente, han envejecido, por fin se percibe que, en la antaño nutrida troupe de los jóvenes narradores españoles, sólo había uno que lo fuera estrictamente: Javier García Sánchez. Lo juvenil, en efecto, constituye en este autor una categoría literaria no deducible de su edad ni de sus opciones genéricas sino, más ampliamente, de la consistencia misma de su escritura, de los márgenes de su inspiración, de sus obsesiones temáticas, de la escala de sus ambiciones. Si en el panorama de la narrativa española García Sánchez constituye un «caso», es porque, literariamente, su escritura se afinca en la inocencia y, por eso mismo, desconoce el crecimiento. Él es un escritor en <
EL BUEN SOLDADO

JAVIER GARCÍA SÁNC HE Z

¡palabras lo que debería mostrar con hechos. Las palabras siempre habían sido su perdicióm, se dice por algún lado en esta novela, delatando de paso, como suele ocurrir, cuál es su flaco. Y es que la escritura de García Sánchez -como toda aquella en la que el placer del autor no se solidariza con el del lector - no sugiere, sólo explica. La consecuencia es un estilo que, como la plastilina, se estira y se estira sin llegar jamás a tensarse y, por lo tanto, a vibrar. Este estilo -colmado, por otro lado, de enojosos subrayados- se nutre esencialmente, de expresiones tópicas, utilizadas unas veces con intención paródica y otras matizadas por un reflejo de arrepentimiento. Asimismo, los personajes, a cuál más inverosímil, se conforman sobre estereotipos. Así ocurre con Irene, la enan ita viciosa que protagoniza la novela y que se enamora de Miguel, solemne fantoche aficionado al clarinete y a las piruetas, de las que extrae un pringoso rendimiento para sus excentricidades sexuales. Y así ocurre, por supuesto, con todos los comparsas que desfilan por el libro sin obtener relieve alguno de su abultada presencia. Pero donde la vulgaridad alcanza cotas imprevisibles es en el dibujo mismo de una historia que, ya hacia el final, se resume a sí misma -pues todo en ella es explícito- como «una crónica sentimental intens a y sincera» y, sobre todo, como «un a historia de desamor». Si el lector pide más datos, sepa que El último tango en París, Nueve semanas y media, El imperiode los sentidos o Emmanuelleadmiten ser tomados aquí como grumos referenciales de un a papilla amasada co n los residuos de las más impotables nov elas rosas, del romanticismo más desaforado y caduco, de la pornografía peor sublimada, todo ello hinchado con la levadura del exceso retóri co y la impostación pasional. Nada de esto lo corrige el humor, cuyo registro se interpola -no se comb in a- con el de la secuencia amorosa, y cuya función antes consiste en aliviar la presunta intensidad del relato centra l que no en ironi zar sobre el mismo, pese a que abundan los motivos para ha cerlo. A pesar de lo cual, los momentos más memorables de la Novela son aquellos en qu e - como en la esce na final- el delirio alcanza cimas de extrava gancia en las que se hace muy difícil decidir si el autor se está asoman-

do a los abismos de la más risible trascendencia o a los de la más infa-

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tuada comicidad. El mayor atrevimiento -casi un sacrilegio- de esta novela es el de haberle puesto el título que Ford Madox Ford pensó para su obra ma~stra El buen soldado.Todo el resto es simple desinhibición . Por lo ciernas, y ~ara concluir, en el artícul~ ya mencionado García Sánchez insistía (y obsérvese el pleonasmo) en que <>. Curiosamente, se olvidó de las malas novelas.

LUIS GOYT!SOLO

La memoria rectificada

Luis Goytisolo, Estatua conpalomas Destino, Barcelona, 1992

Constituye ya un tópico referirse al exiguo caudal de escritura autobiográfica en el ámbito de la literatura española. Esta constatación, sin embargo, c~enta con una notable excepción, que habrá de tener muy presente quien emprenda el análisis del fenómeno. Se trata del círculo de escritores barceloneses pertenecientes a la generación del SO, con los qu,e se puede conformar un pequeño catálogo de estrategias autobiograficas proyectadas en los ámbitos diversos de los diarios las memorias la poesía y la novela . ' ' Dentro de este círculo, cabe aislar un caso absolutamente insólito: el de los tres hermanos Go'.tisolo (José Agustín, Juan y Luis). Insólito porque muy_pocas veces se asiste a la reconstrucción literaria no ya de un mismo me~o soc1~ '. cultural , sino de un mismo ámbito familiar a través de perspectI~as múlnpl:s y -lo que resulta más apasionante-- divergentes. Ello constituye por s1solo un terreno excepcional para explorar lo que recienteme~te, :n un valioso ensayo, Nora Catelli ha denominado «el espacio autob1ografico». Exploración que contará con el aliciente añadido de que cada una de las perspectivas se conforma adecuada a un género distinto . Un destaca~o atractivo de Estatua conpalomas consiste en el polémico aprovechamiento de esta inusual circunstancia como elemento del r~lato. A la versión del pasado ofrecida por sus dos hermanos, Luis Goynsolo opone otra que, desconfiando de los falseamientos de la memona, asume de partida su propia precariedad y trata de enderezarla en un marco superior, que, paradójicamente, es el de la ficción .

Lo que se viene a proponer de este modo es una construcción de la novela como sistema analógico capaz de superar esa «impostura» que, al decir de Nora Catelli, llena el desajuste que en todo proyecto autobiográfico se da entre el yo y su máscar a. Una propuesta -acaso la más radical de la narrativa española- que, en la práctica, se resuelve en la incorporación de estrategias plurales a lo que, en relación con los moldes tradicionales, aparece como una indefinición genérica en cierto modo equiparable a la de Proust. Conviene adecuarse a este planteamiento para soslayar la perplejidad que, muy previsiblemente, ha de apoderarse del lector cuando, atraído por el reclamo de lo que se ofrece como una novela, atraviesa las primeras cien páginas de este libro con la convicción de estar leyendo unas memorias . Si en Antagon{a cabía detectar abundantes elementos autobiográficos, ahora, en Estatua conpalomas, no caben dudas: el narrador en primera persona no puede ser otro que el propio Luis Goytisolo. Lo que refiere de su pasado se fundamenta en datos comprobables, remite a una experiencia real. Hasta el extremo de que se rectifican las distorsiones que, sobre algunos aspectos de esa misma experiencia, han divulgado, a su juicio, los testimonios respectivos de José Agustín y de Juan. No es facil vencer la impresión de asistir en más de un momento a un agrio ajuste de cuentas. Tanto más cuanto que, sobre uno y otro hermano, se formulan algunos juicios y se traen a colación algunos recuerdos escasamente favorables. Hay que insistir, sin embargo, en que se trata de una novela. Afirmación que no debe constar en calidad de coartada sino, únicamente, como recordatorio de qu e todo cuanto se dice en el texto se supedita a la significación del conjunto, dentro del cual la veracidad de toda anécdota resulta en definitiva irrelevante. Al fin y al cabo, en las obras de carácter autobiográfico, lo mi smo que en las de ficción, lo importante para Goytisolo es que «el narrador sea capaz de expresarse a sí mismo al tiempo que acierta a expresar de fonna convincente el significado de la anécdota». Se trata, en resumen, de un problema << no de información sino de comprensión o, si se prefiere, de conocimiento ».

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LUIS GOYTISOLO LA MEMORIA RECTIFICADA

Como ya ocurría con las dos anteriores novelas del autor, por detrás de este planteamiento se halla la teoría del conocimiento en que se resolvía Antagonia. De hecho, la secuencia autobiográfica del texto apunta, en efecto, a trazar el particular recorrido de Luis Goytisolo hasta la concepción de aquella obra capital. A la vez, todo el artificio de fa novela tiende a reformular, revalidándolas, las conclusiones allí alcanzadas. Y como subrayando el valor ünpersonal de ese recorrido, la naturaleza intemporal de aquellas conclusiones, ya muy entrada la secuencia autobiográfica se interponen en Estatua con palomas los fragmentos de una supuesta novela escrita por un autor romano del siglo primero. Una novela cuya concepción y redacción discurre paralela a un proceso cognoscitivo afín al narrado en Antagonía. Si, por un lado, la sutil transición del ámbito real al ficticio, la perfecta superposición de los dos tramos, redunda en la ya aludida irrelevancia de la anécdota, por el otro resulta bien significativo que el autor al que se atribuyen las notas y los fragmentos interpolados sea Publio Cornelio Tácito, el célebre historiador de la Roma imperial. Es sabido que, en su madurez (en la que una intensa dedicación literaria puso fin a un dilatado período de actividad pública), escribió Tácito el grueso de una obra, hoy en buena parte fragmentaria, donde el relato historiográfico se mezcla con la digresión crítica sobre su tiempo, y el interés por el aspecto humano de sus personajes se combina con una poderosa voluntad de estilo. No resulta inverosímil, pues, la imagen de Tácito empeñado en un proyecto -el de la sección final de su Historia, hoy perdida- en el que aparecerían fundidas «ficción y realidad, historia y literatura» . Lo que importa, con todo, es la afinidad de ese supuesto empeño al del propio Luis Goytisolo, en cuyas novelas argumento, intriga, personajes se subsumen en un magma digresivo en el que, amparadas por una compleja reflexión metaliteraria, menudean las consideraciones sobre la experiencia íntima, el ambiente familiar, el medio social, la ciudad y la época del autor. Así como Tácito escribe su Historia «sin ira ni prejuicios» pero sin renunciar a su perspectiva de clase y sin callar sus opiniones sobre el destino de Roma, así Luis Goytisolo incorpora a la crónica personal y familiar un 88

testimonio crítico y lleno de humor sobre Barcelona y Cataluña, sobre el cambio de valores operado en España, sobre las nuevas conductas sociales. De lo que se trata, en definitiva, es de objetivizar las «preocupacione s personales en una estructura formal que informe la materia narrativa y encauce el fluir del relato». De ahí que en esta novela -construida parcialmente como una entrevista que el autor se hiciera a sí mismo y que transcribiera luego (sustraídas las preguntas , dando por resultado un mecanismo discursivo de carácter asociativo no por casualidad semejante al que suscita el psicoanálisis)- subyazca un firme esquema numérico. Dentro de este esquema, que ordenaría la aparente aleatoriedad del discurso, habría que incluir, en el nivel más subliminal, el apretadísimo sistema de metáforas y de analogías, de prefiguraciones y asonancias, de repeticiones y de correspondencias que nutren la prosa de Goytisolo y que le imprimen una formidable fuerza centrípeta. Todo se suma para contribuir a la generación de «un ámbito a la vez autónomo y superpuesto a la realidad». Y en este ámbito, lo que tiene lugar es un delicado artificio destinado a reclamar -y obtener- para el propio texto una dimensión trascendente. Quizá sea el énfasis puestó en la trascendencia el acento más singular de esta soberbia novela en relación con las anteriores de su autor. Una trascendencia que se suscita en la capacidad de la escritura para «generar sugerencias» y devenir «fruto autónomo tanto del mecanismo ideado por el autor como de los destellos inconscientes que informan su obra». Es por esta vía por la que el narrador, desprovisto de todas sus máscaras, termina por asimilarse a su tex to como un elemento más. Es a través de su obra como Luis Goyti:o lo, uno de los autores capitales de la literatura española, se integra lú·idamente «en un proceso de conocimiento superior que no es otra cosa que la conciencia del mundo».

JAVIER MARÍAS .

El poder de las palabras Javier Marías, Corazón tan blanco Anagrama, Barcelona, 1992

No era facil. Era esperable pero no era fácil que Javier Marías satisficiera la expectativa de tantos lectores que gustaron de su novela anterior, Todas las almas,e hicieron de ella poco menos que una novela de culto. No era fácil enfrentarse a esa expectativa, y menos todavía superarla. Y, sin embargo, Corazón tan blanco es una novela espléndida. Y es, además, al marg en de cuál sea su fortuna y qué preferencias ocupe en relación con las anteriores, la novela más ambiciosa y también la más lograda de cuantas lleva escritas su autor. Quizá el modo más eficaz de persuadir al lector de la envergadura de esta ambición y de este logro consista en insinuarle que, a su muy peculiar modo, Corazón tan blancoglosa, sin desmerecerlo, un fragmento de Shakespeare. Concretamente, la escena II del acto II de Macbeth, de la que se extrae el propio título de la novela (esas palabras pronunciadas por Lady Macbeth cuando, recién cometido el crimen, y habiéndose untado con la sangre de la víctima, le dice a su esposo: «Mis manos son de tu color , pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco»), y en torno a la cual se cifra una compleja reflexión sobre el poder ambiguo de las palabras, sobre la irreversible fatalidad de cualquier acto, sobre la instigación y la connivencia, sobre la inocencia, sobre la imposible inocencia, y sobre el conocimiento que, como una culpa, traen las palabras, tantas palabras oídas tal vez sin querer. La citada escena de Macbeth actúa dentro del texto irradiando una suc esión de significaciones que poco a po co dilatan su círculo. Toda la

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n vela se organiza conforme a este molde dinámico y concéntrico. Los múltiples motivos que traman el texto abarcan cada vez un área más amplia de reflexión. Los motivos son recurrentes -la brasa de un cigarriIlo que perfora las sábanas, la mano que alisa el pliegue de una falda, el abello que surca la frente como la premonición de una arruga - , Y se repiten con idéntica precisión; pero en cada ocasión se potencia su alcance. El narrador y protagonista de la novela hace recuento de su primer año de matrimonio y evoca el modo en que un incidente fortuito ocurrido durante su viaje de novios, una conversación oída casi involuntariamente al otro lado de la pared de una habitación en un hotd de La H abana (conversación en la que una mujer incita a su amante al asesinato de su esposa), introduce en su conciencia un desasosiego que no hace más que alimentar los imprevistos indicios sobre su pasado -y más concretamente sobre el pasado de su padre, tres veces viudo-, que poco a poco salen a la luz . Al contrario de lo que ocurre en las novelas de detectives, esta novela narra la revelación de un crimen del que nadie tiene noticia y que a nadie interesa investigar, pero cuya ejecución a pesar de todo se abre paso a través de las palabras. El narrador es «un hombre que prefiere no saber», pero, traductor e intérprete de profesión, no puede resistirse a prestar oído a cuantas palabras escucha, y a tratar de interpretarlas, y es de este modo corno llega a saber lo que no quiere («Escuchar es lo más peligroso , es saber»). Lo que recrea la novela es, de hecho, un proceso de conocimiento que , si bien mantiene hasta el final la expectativa concreta acerca de cuál es el móvil del suicidio tan magistralmente evocado en las primeras páginas, repercut e más profundamente en la perspectiva qu e se va abriendo al protagonista sobre un mundo que, poco a poco, se le aparece como una gran rueda en que palabras y actos se suceden conforme a un mecanismo fatal aunque en definitiva irrelevante. Por los entresijos de las varias peripecias de que se nutre el relato se va co lando una insidiosa visión de las palabras como depositarias del destino . Pues si, por un lado, se dice qu e nada sucede reahn ente «porque nada 91

EL PODER DE LAS PALABRAS

JAVIER MAR ÍAS

sucede sin interrupción », sujeto como está todo a << la sistemática anulación a que nos somete el tiempo », por otra parte el tiempo mismo se va llenando con las acciones que las palabras no cesan de instigar, esas «traducibles palabras sin due110 que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo, las mismas palabras siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas ». «Quizá llega un momento », conjetura el narrador, basándose en su propia experiencia, <<enque las cosas quieren ser contadas ellas mismas. » De nada sirve entonces no quer er oír, porque las palabras llegan hasta uno fatalmente, como fatalmente desencadenan los actos que sólo las palabras son capaces de retener y que, fatalmente, terminan por perderse en el olvido hasta que las mismas palabras vuelven a instigados, gotas que una y otra vez caen sobre la superficie del tiempo, renovando incansablemente el círculo que se dilata hasta perderse. Admirable es la forma como en esta novela el texto mismo reprodu ce el propio mecanismo que tiende a expresar y se configura como un sistema de reiteraciones y de paralelismos, de progresiones y recurrencias, que se va adensando en los últimos tramos. Admirable es también la capacidad de Marías _para construir un discurso reflexivo sin abrumar el relato, más bien al contrario, haciéndolo brotar con toda naturalidad de unas anécdotas que prosperan por sí mismas. El riguroso edificio de la novela alcanza con tanta mayor eficacia sus intenciones en cuanto el relato sigue un itinerario que se diría accidental y el propio discurso se distrae frecuentemente con digresiones que parecen desviarse de su propósito. La azarosa singladura del texto realza la inexorabilidad con que se cumplen sus propios vaticinios : hasta los episodios más transversales con respecto a la demorada revelación que sostiene la expect ativa, contribu yen a dotar a la novela de la densa temporalidad que conviene a su proyecto (de este modo actúa en la novela el suculento episodio neoyorquino). Como ya ocurría en Todas las almas, la aparente aleatoriedad del texto, así como la imponente consistencia de los personajes (todos soberbiamente trazados) y la variedad de sus tonalidades (con frecuentes notas de humor) dotan a la voz narradora en primera pers ona de una enor -

me eficacia y poder persu asivo (de ahí la tentación de atribuirle una consistencia autobiográfica ). Pero quizá deba destacarse, mu y en especial, la sobera nía de un estilo espacioso y sereno, de largo aliento , qu e tiende a ensanchar sus períodos con amplios abani cos disyunti vos, en m edio de los cuales se abren continuamente, como burbujas, cláusulas paren téti cas (pero casi siempre con valor adversativo, como esta misma ). C ada intención m erode a y se matiza en un dilatad o caudal de p osibles variantes , de tal modo que (como ocurre con Proust, aunque de mu y otra manera ) el signi ficado, paradójicamente, se pr ecisa por expansió n . Se trata de un estilo en plena madur ez, sin apenas estr ide ncias (acaso una episódi ca prope nsión al didactismo y a la sentenci osidad o, respect o a algu nas cuestiones men udas, la tent ación de opinar con inconv eniente co ntundenci a). Del m ism o modo que apenas present a fisuras una fábric a n arrativa arm ada con gran ~abidurí a (sobra, quiz á, p ero apenas m olesta, el inventari o fin al). Entre los mucho s veri cu etos considerativos por los que se intro du ce i.:sta novela sobres ale, cons tante, su meditaci ón sobr e el mat ri mo nio, del que se llega a habl ar p erspi cazmente com o «una instituci ón narra tiva». 'o bresale también un a fina medita ción sobre el crim en y la impu nidad (la propia vida, se dice - y esto mism o es lo que atorm ent a al pro tagonista de Delitos y fa ltas, la pe lícula de Wo ody Allen - , no depende tant o de lo qu e uno ha h ech o, co mo «de lo qu e se sabe qu e h a hecho »). Pero acaso sea legítimo extraer y desta car otra me dit ación más secreta, que se ,lesprende como en ne gativo del discurso ente ro del texto. Al fin y al c:1bo, a la sensación expres ada por el nar rado r de que «n ada perdura ni persevera ni se recuerd a inc esantemente », a su impresi ón de que «la débil rue da del mund o es emp ujada p or desmem ori ados qu e oyen y ven y ~aben lo que no se dice ni tiene lugar ni es co gno scible ni comp rob able», ¿no cabría opon er el poder de la escritu ra para inm ovilizar el tiempo, la pa labra misma en carnándose a través de ella en su prop io acto? En su cond ición de escritura decidida a p ermanecer , Coraz ón tan hlanco da crédito a esta hip ótesis.

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CARMEN

Confidencias Carmen Martín Gaite, Nubosidad variable Anagrama, Barcelona, 1992

Muy diversa ha sido la suerte corrida por los novelistas de la llamada generación del 50. Muy pocos de entre ellos han llegado a ejercer magisterio, en tanto que una mayoría ha visto su fortuna eclipsada por el furor cosmopolita con que barrieron, en la pasada década, las nuevas promo ciones; furor que en la actualidad parece remitir, después de haber condenado al limbo del realismo social a un buen puñado de escrit?res cuyo más grave pecado, en muchos casos, fue el de hab er permitido que en los inicios de su carrera como tales repercutieran las connotaciones políticas y estéticas de una época, por lo demás, estética y políticamente connotada . Sin ser escritora que, dentro de aquella generación, ocupe un puesto muy relevante, Carmen Martín Gaite ha mostrado una rara capacidad para mantenerse vigente en tiempos tan áridos para muchos de sus com pañeros . Lo ha hecho por la vía indirecta del ensayismo y del relato fantástico, dos géneros en que ha obtenido, recientemente, un éxito notable . Sólo ahora, en un clim a literario más consensuado, publi ca una novela que, en buena medida, retoma una trayectoria suspendida hace catorce años, cuando la aparición de El cuartode atrás (1978) . En Nubosidad variablela autora urde una historia en la que suenan ecos tanto de sus novelas anteriores como, sobre todo, de las reflexiones volcadas en su personal vademécum sobre las artes de la narración (El cuento de nunca acabar,1983) . Dos amigas de la adolescencia se en cue ntran casualmente tras varias décadas de haber perdido contacto. El en-

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MARTÍN

GAITE

cuentro tiene lugar en un momento de sus vidas crítico para ambas, que a partir de entonces comienzan a proyectar sus respectivas problemáticas en una suerte de cartas-diario que quedan sin enviar, pero en cuya re-dacción las dos se tienen mutuamente presente. La novela alterna ordenadamente las sucesivas redacciones de las dos amigas, y concentra la expectativa tanto en los hilos comunes que trenzan el pasado de ambas como en su progresivo acercamiento a través de la escritura, que actúa a un tiempo de agente regenerador de su amistad y de sus propias vidas. El artificioso expediente de las cartas-diario configura una curiosa variante del género de la novela epistolar, y sirve de cauce a una escritura de carácter intimista que se conforma al mecanismo retórico de la confidencia . Tal como la practican Sofía y Mariana, las dos protagonistas de la novela, la escritura no es tanto un instrumento de introspección como de extroversión. La simple formulación de la propia interioridad constituye, de por sí, un ejercicio edificante, a cuyo alcance contribuye decisivamente la escritura con su poder de objetivación. Desde esta perspectiva es como tiene lugar en esta novela una entusiasta celebración del coloquio amistoso y una decidida propaganda de la actividad literaria, comprendida como una actividad placentera en sí misma, pero fundamentalmente como «tabla de salvación» y camino de acceso a la autenticidad. Tales postulados no actúan dentro del texto como presupuestos, sino que integran su propia trama. A este respecto, la novela se medita a sí misma e incluye todo un repertorio de guiños cervantinos y de leccion es de poética más bien rudimentarias, amén de demasiado explícitas. Algo parecido ocurre con las lecciones morales que alumbran la vía purgativ a por la que atraviesan Mariana y Sofía: tienden en exceso a la prédica y se empastan con las corrientes tortuosidades del examen de conciencia. Como toda la generación de escritores a la que pert enece, formada en el beh aviorismo , Carmen Martín Gaite cue nta con un exc elent e oído para atrapar el habla coloquial en su variado colorido, y esta virtud luce aquí sobr adamente . Su prosa, a la vez, es versátil, y se mueve cómodam ente en múltipl es registros entre el humor y el lirismo. A m enudo, sm embargo, queda maleada por un a campechaiúa, por un desenfado, por 95

CONFIDENCIAS

CARMEN MARTÍN GAITE

un desgaire exagerados, y por el abuso de ademanes impostadamente <<expresivos>>,que contrastan con la espléndida el~boración de algunos fragmentos. La novela entera, de hecho, zozobra por un exceso de elocuencia, que repercute incluso en su desarrollo argumental, saturado de casualidades. Que esa elocuencia, y que su respectiva locuacidad, aparezcan como inequívocamente femeninas quizá constituya para alguien un aliciente, pero no atenúa su desproporción. Por lo demás, lo cierto es que, siendo mujeres sus dos protagonistas, y siéndolo, asimismo, su autora, todo el trasunto de la novela se desprende de un universo y de una sensibilidad rotundamente femeninos . De modo que, no sin alguna contrariedad, realiza el lector una sospechosa constatación: la correspondencia de la feminidad, según queda expuesta en la novela, con su propio tópico . Es clara la intención de ofrecer una imagen representativa de cierta condición femenina por medio de dos trayectorias bien contrastadas: la de Sofía («atrapada en una oscura existencia de esposa y madre de familia>>,según reza el texto de la contratapa) y la de Mariana (convertida en «brillante psiquiatra de moda» y libre de compromisos, pero sentimentalmente confundida). Sin embargo, a la hora de las confidencias (que en el código de la novela viene a ser la de la verdad), estas dos mujeres desglosan un repertorio de actitudes, de cuitas y de experiencias a menudo no tanto trivial como estereotipado. Estereotipos son, además, buena parte de los personajes que desfilan por la novela (las criadas, la cuñada, la madre incluso, todos los hombres que por ella asoman), lo cual resta mordiente a la crítica que, a través de algunos de esos personajes, se realiza de determinados comportamientos sociales. Ni siquiera las dos protagonistas se libran de abundantes rasgos tópicos, y juntas suman un perfil demasiado convencional en la narrativa española contemporánea: el de la mujer madura que, en un momento dado, descubre la inanidad de su vida y se resuelve valientemente a emprender, al precio de un súbito quiebro, su propio camino de perfección. No es raro ni reprochable que Martín Gaite insista por esta senda. Lo extraño es que lo haga sin mayor novedad, que no llegue ni más lejos ni a otra parte que adonde han llegado antes otros; por ejemplo, y por alu-

dir a un caso reciente , JuanJosé Millás en La soledadera esto, novela con la que Nubosidad variable,por cierto, guarda notables coincidencias. Quizá sea en su fiel registro de una sutil cotidianidad donde esta no- ela alcanza una consistencia más característica, aun al precio de rozarse, a ratos peligrosamente, con lo que la impaciencia del lector tiende a t.:alificar de cursilería. En su conmovedora intensidad, los episodios ocupados por las relaciones entre madre e hija son los que más alejados quedan de este roce peligroso. Tal vez por ello se cuenten entre los más eficaces y hermosos del libro.

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ANDRÉS TRAPIELLO

Por aquellos años, los años de aprendizaje de Martín, los años del de Carrero Blanco y la progresiva momificación de Franco, es . abido que la militancia democrática se incrementó espectacularmente (algunos dicen que sospechosamente), a la par que el desgaste y el desprestigio del verbalismo de extrema izquierda y de sus lugares comunes (la tan traída y llevada Huelga Total Revolucionaria) mermaba sensiblemente la hegemonía del PC y no ofrecía a otras organizaciones más radicales (como esa de corte marxista-leninista-maoísta en la que milita Martín) otra condición que la de simples corpúsculos. Por aquellos años, pues, como luego confirmaron las urnas , ya sólo los elementos más anacrónicos y marginales de la lucha antifranquista actuaban «encuadrados en partidos cuyos programas soñaban con la dictadura del proletariado », como los que Martín conoce y satiriza retrospectivamente, de modo que la experiencia política de éste resulta bien po co representativa, ni siquiera en relación con su propia generación, la que por aquel entonces cumplía veinte años. Ello viene a volcar sobre t·sca novela una duda acerca de su pretendida ejemplaridad; una duda que com promete desde luego la extensión, pero también la legitimidad de buena parte de sus propósitos, aquellos que trascienden la simple crónica personal y la sola voluntad humorística . ¿A quién engloba en realidad ese «nosotros» que tan promiscuamente mplea no se sabe si el narrador o el propio autor en el epílogo con que ~e cierra la novela? ¿A los grupos marginales de los que se da cuenta en d relato o a la totalidad de <
Sobre el arte de cazar mariposas

Andrés Trapiello, El buquefantasma Plaza & Janés, Barcelona, 1992

Por los años en que Martín Benavente, el joven protagonista de esta novela, militaba en una penosa organización denominada Juventud Comunista, es decir, entre 1972 y 197 4, en España se habían escrito libros como Señas de identidad (1966), de Juan Goytisolo, o Recuento (1973), de Luis Goytisolo, en los que, ya entonces, d discurso y las actividades del comunismo revolucionario que dominaba la lucha antifranquista en la clandestinidad aparecían severamente cuestionados . Si además de leer a Marx, hubiera leído Martín esos libros (que se escogen entre otros posibles por tratarse de dos ejemplos colindantes y bien representativos de «novelas de formación», como a su modo lo es también este Buque fantasma), tal vez hubiera aprendido por cuenta ajena algunas lecciones que él mismo se siente tentado de impartir veinte años después, desde la orilla de un escepticismo ligeramente jactancioso, que proclama verdades pronunciadas ya, con mayor riesgo y mejor fortuna, hace veinte años. Si en esos años Martín, el Martín que desde el presente evoca su fugaz tránsito por la política, hubiera leído, por ejemplo, una novela como Últimas tardescon Teresa(1966), de Juan Marsé, hubiera podido sonreírse de antemano - evitándose de paso algunos rigores y sinsabores- de la tontería que menudeaba entre las filas del movimiento estudiantil, de cuánto podía esperarse de las profusas asambleas universitarias. Y, de paso, se habría instruido sobre modos posibles de combinar en un mismo acorde, como él mismo pretende, la crónica mordaz y a la vez tierna y sentimental de una época.

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SOBRE EL ARTE DE CAZAR MARIPOSAS

AN DRÉ S T R APIELL O

dient e. De tan parcial y de tan difusa, la crónica carece de representatividad. Tod a esta no vela se resiente de una confusión que el narrador no par ece percibir : la que de una expe riencia episódi ca y tardía, vivida con la más alelada in genuidad , deriv an juicios y conclusiones que rebosan ampliamente la autoridad y el con ocimi ento aportados por esa misma experiencia. Juicios y co nclu sione s, por lo demás, que, en la perspectiva del tiempo, diluye n sus límites y, nutriéndose de las distorsi ones y de las rectificaciones del present e, se extienden infundad ame nt e, o prejuiciadam ent e, o tendencios ame nte , a toda una época, a más de una ge ne ración, a situ acion es y conductas ideológicas y moral es bien diversas. Tal vez sí, tal vez «las cosas se habrían sucedido de la misma manera si en vez de correr delante de los guardias lo hubiéramos hecho detrás de las m ariposas ». R azon es hay, sin em bar go , que ha cen para alguno s muy distintas una cosa de otra, si bien tales razones parec en escapar al ambiguo pr agma tismo del n arr ador (el propio M artín) . Un narrador, por otra parte, que enc uentr a la ocasión de redimir co n un esteticismo de postal a una ciudad que él consider a omi nos a (una Valladolid tímid ame nte camuflada bajo la inicial V), pero que se confiesa inc apaz de concede r una «hora de rnisericordia» a la m em.oria de todos sus «viejos cama radas». Objeciones como éstas repe rcut en en el plano más estri ctamente literario, como no podía ser de otro modo . Es más: la confusión hi stórica, incluso moral, que tran sparenta esta novela, debe ser tom ada como consecuencia, antes que causa, de su inciert a estrategia narrativa. En un principio, parec e que el narrador opta por una clave de farsa, por una sátira estilizada qu e de algún modo vendría a justific ar los reparos aquí emitidos . A medida que la novela progresa , sin embargo, prosperan dentro del texto los arrebatos poéticos y las recapitulaciones reflexivas. En sendos «interl udio s», se cruzan con la parodia solemnes tiradas de prosa admonitor ia y mayestática. El narrador sucumb e a la indulgencia que, a la postre, le suscita el recuerdo de su propia can did ez, de su propia juven tud . Pero esa indul gencia es selectiva, y sólo se cumple por la vía de un oficioso lirismo. D e este modo, la novela , a partir de su ecuador, avanza por dos caminos divergentes: el de la crónica mordaz de la época, y el de la aleccionadora << educación sentimental» del protagonista, mere-

,·,:dora de una mir ada algo más matiz ada qu e la qu e se vu elca sob re sus amaradas », aun cua nd o inco rp ora en su recor rido, y no Siempre con ironía, todos lo s tópi cos deseables (la llegada a la ciud ad, las nu evas amist:1des, la iniciación sexual en brazos de una mujer madura, la perp lejidad tk! primer amor, etcétera). Da la im presi ón de que , sin un propósito claro, a mal traer con su vocación de nov elista y su irresistible inclinación por la epifaní a lírica y b estampa autobiográfica, el aut or termina por perder el control de sus rrop ios materiales, y aun de sus propios objeti vos. Sus person ajes son las víctim as prime ras de este desgobierno, pues se hallan dib uj ados con un trazo titubeante, que, ind eciso entr e la caric atura o el re trato, los ~uelve ·nde bles a fuerza de inc ohere nci as, algunas de bul to. De Gaztelu, por ejemp lo, el camarada delator, se dice que cantó «sin que nadie le hubiera pu esto la mano encima », pero páginas antes se ha contado cómo un ·emisar io de la bri gada político-social , «tristemente fam oso con el n ombre de Billy el N iño », le arrea sin más cont empl acione s un «guan tazo en l,1boca» que lo tira de la silla, y a continuación le amena za con desfigurarle la cara blandiendo el cuello astillado de una botell a de coñ ac. Me1rnde an casos semejantes . A los temerarios escorzos de la ambientación (m ás propia de lo s años ·incu enta o sesenta que de los setent a), por otro lado, a las dison ancias ·n el tono de la narr ación , se suma una atolondrada admin istración del I icmpo del relato y de su ritmo, irregularmente sincopa do. Todo ello sel undado por un tr atamient o estilísti co que, vacilando asimismo entre el desenfado humorístico y la emoción, y perdido en la dud a parte de su resuello, incurre en no poco s desaliñ os, lo cual constitu ye tal vez la m ás 111esperada contr ariedad de una nov ela escri ta por un poeta de tan fina (licción como Trapiello. Lo otro, el que un críti co sensible y sagaz como él tropi ece com o novelista, no es tanto un a sorpresa como la constata ción de que, trat ándose de litera tura , son variados los oficios y distint as las aptitude s.

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RAY LORIGA

El extranjero Ray Loriga, Lo peor de todo Debate, Madrid, 1992

Por el año 1947, manifestaba Camus en una entrevista su rechazo de la narrativa norteamericana contemporánea --con la excepción de Faulkner- por ser «una literatura de lo elemental », popularizada por el empleo de una «técnica de facilidad » e ignorante por completo de «la vida interior». El propio Camus, sin embargo, poco antes había ernpreado con acierto tales maneras en El extranjero, y siempre se mostró confiado en el potencial literario que cobijaba «esa manera breve y violenta » de la vida en Norteamérica. Aun así, su gusto personal se orientaba decididamente hacia el tratamiento de «las grandes verdades fundamentales• > a las que se refería Faulkner cuando reprochaba a las nuevas generaciones de escritores el que no tuvieran <
moderno se halla tan familiarizado a través , precisamente , de la literatura n~rteamericana y de la elementalidad que le afeaba Camus, mediante la cu al, a pesar de todo, han «trascendido » en la literatura contemporánea un buen puñado de escritores (entre varias legiones, es cierto) que no sólo desdeñan, como pretende Faulkner, «las grandes verd ades fundamentales», sino la noción misma de la propia palabra verdad. «Cualquiera que piense que tiene algo que enseñar es por lo menos sospechoso», asegura Elder Bastidas, no demasiado convencido de tener algo que decir, ni de que cuanto dice sea muy válido, pero a pesar de todo embarcado en un monólogo que, sin objeto aparente, va desglosando anécdotas, opiniones, ocurrencias, recuerdos, en una secuencia de asociaciones por lo general insólitas, cuyo recorrido, sin embargo, termina por conformar una elocuente y al cabo conmovedora silueta del desamparo del personaje . Los editores de este libro destacan «la desnudez absoluta de su prosa» y afirman que Lo peor de todo «es una narración que se aparta radicalmente de los materiales más utilizados por nuestros narradores de hoy». «Con esta novela -añadenvuelve a cobrar sentido el tan manoseado término de joven narrativa.)) Y lo cierto es que, claramente concluido a estas alturas el período de autoafirmación y despegue de la narrativa española que se ha prolongado durante toda la década de los ochenta, hoy, cuando ya los nuevos narradores de ayer consolidan sus posi ciones e incurren en la madurez de sus respectivos proyectos literarios, es razonable que la expectativa se oriente hacia el incremento del panorama actual mediante la promoción de un nuevo estrato generacional. Ray Loriga (Madrid, 1967) bien merece el benefi cio de esa expectativa. Y lo merece por varias razones. Porque su novela reflej a, en primer lugar, una sensibilidad notoriamente representativa de un sector social, ocupado principalmente por la juventud, que por lo común esquiva la parcela literaria y se expresa por la vía del cómic y del rock. En este punto, es algo más que anecdótico el hecho de que Ray Lorig a debutara como escritor en las páginas de una revista underground. Lo más saludable, sin embargo, es que, con buen instinto literario, Loriga haya sabido dar tan naturalmente con un cauce idóneo p ara re103

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EL EXTRANJERO

flejar esa sensibilidad. No se trata de que ese cauce sea nuevo: por lo que va dicho se puede concluir que no lo es en absoluto, ni Loriga lo pretende. No se trata tampoco de que ese cauce no se haya abierto camino previamente en la narrativa espafiola: sí que lo ha hecho, y a veces por las vías más insospechadas (Cela, sin ir más lejos). Se trata más bien de que Ray Loriga sabe emplearlo con eficacia, con sinceridad y contundencia. Se trata de que sabe apropiarse con toda inmediatez de un estilo narrativo que cobra en su texto renovada vigencia.

El toro por los cuernos Juan Mifiana, Última sopa de rabode la tertuliaEspaíia Edhasa, Barcelona, 1992

«Yoperseguía un suefio, una metáfora sobre España, y me desperté en la habitación de un hotel tomando pastillas efervescentes para las malas digestiones.» Así conúenza el relato que da título a este volumen. El efecto de la frase, que de inmediato suscita la atención del lector, reside en una incongruencia manifiesta: la que se da entre el propósito declarado y su conclusión. Es fácil, sin embargo, que el lector sea más susceptible a lo que parece una incongruencia todavía mayor: la del propósito mismo en relación, no ya a su conclusión, sino a su objeto. ¿Una metáfora sobre Espa11.a? La sola ide a tiene algo de peregrino, de extemporáneo, y podria avivar viejos incordios si enseguida no se peróbiera que va a ser amortizada por la vía de lo cárnico, del sarcasmo: esas pastillas efervescentes para las malas digestiones ... El personaje en cuya boca se pone la citada frase, protagonista del relato que él núsmo narra, insiste a pesar de todo en su empeño de dar «con una definición de España », de saber qué significa «ser español». Y si bien ese empeño concluye del modo anunciado, no por eso deja de atraer al texto una explícita reflexión que Juan Miñana (Barcelona, 1959) brinda sin ningún empacho y sin ninguna frivolidad y que, más allá de la anécdota particular de este relato, actúa como marco de referencia aplicable a las restantes piezas del volumen. Todas ellas desarrollan su peripecia sobre un escenario de doble fon do. En primer término figura la ciudad de Barcelona, pero una Barcelona de muy plurales ámbitos y perspe ctivas («la Barcelona del mesti zaje», 105

JUAN MIÑANA EL TORO POR LOS C UERNOS

ha dicho el autor), sustraída a cualquier tentación de folclore urbano, de impostación metropolitana, de municipalidad militante. Una Barcelona que, apenas entrevista, a menudo ni siquiera nombrada, sin embargo impregna el contorno de los personajes e impone al conjunto de las historias una dificil unidad ambiental. En un segundo plano está el horizonte cultural de una España cuyos tópicos y cuyo carácter sobreviven y transparentan a pesar de todo en el escenario barcelonés y que, asimismo, lo impregnan, siquiera tenuemente, de una cierta cualidad moral -patética, truculenta, quijotescaque Miñana contempla -y reivindica, incluso - con mirada regocijada, a un tiempo burlona y afectuosa. Sobre este doble escenario (que no decorado), que jamás cobra protagonismo por sí mismo , Miñana desenvuelve un puñado de historias, en su mayoría espléndidas, en las que la sátira y la ternura lucen a partes iguales. El propio Miñana ha empleado pertinentemente estos dos términos a la hora de calificar el humor que preside estos relatos como «humor judío,>. Pero adecuando la comparación a terrenos más próximos y conocidos, quizá resulte más esclarecedor mencionar aquí los ejemplos de Marsé, de Vázquez Montalbán o de Mendoza. No constituye ninguna irnprudencia asegurar que piezas como «Estratos», «Llaman a la puerta» o «Travesía del puerto» sostieJJen sin apuros la mención de estos nombres. Y no es el menor aliciente de este volumen el de proponer, por parte de un escritor de penúltima generación, una inteligente continuidad con modelos tan acreditados. Una continuidad que se establece sin ningún énfasis emulativo, simplemente a fuerza de talen~o, y de gusto, y de oficio. A contrapelo de un cosmopolitismo a menudo demasiado atropellado, que sólo en contados auto res ha proporcionado resultados valederos, Juan Miñana (autor extrañamente eludido en las más conspicuas nóminas de la narrativa española reciente, y ello pese a la fortuna de las dos novelas que lleva publicadas: LA claque, El jaquemart) muestra un saludable atrevimiento a la hora de abrir esta colección de relatos con una cita de Valle-Inclán, nada menos, que propone un brindis por el «viejo pueblo del sol y de los toros». 106

No hay provocación ni numantinismo en este gesto: únicamente una voluntad decidida de atender a un ámbito de realidad inmediata que ofrece idóneos materiales literarios. Virtud de Miñana es insinuar una eficaz demostración, nada estridente ni jactanciosa, de este pr esupuesto . Pero sólo insinuarla, en contadas esquinas de este libro, sin sacrificio nin guno de lo que al cabo cuenta: el ejercicio de la buena literatura. Última sopa de rabode la tertuliaEspaiia ofrece, así, un caso inusual y digno de atención de una actitud conciliatoria y fructífera hacia ciertos aspectos de la tradición cultural española ostentosamente obviados o negligidos por la mayor parte de los narradores de reciente promoción. Y quizá sobre este punto no resulte del todo impertinente señalar que el mismo cuento que da título al volumen y cuyo comienzo ya se ha citado, se cierra con una satisfactoria metáfora, no ya de España, sino de la actitud hacia sus tópicos y sus persistencias que el propio Miñana encarna. Ahí va el Yayo Carmona, que se las ve y se las desea para arrastrar por la calle, camino de su casa, la gran cabeza de toro disecada y apolillada que se propone arreglar. El narrador, nieto de un exiliado español, le ofrece su ayuda. Y el anciano, después de pensarlo, le contesta: «Es de mal llevar, para qué vamos a negarlo . Pero si quiere ayudarme lo cogeremos los dos por los cuernos» .

ELOY TI ZÓN

No hay que entender esta recomendación como una quisquillosa apelación a la eros ionad a auto rid ad de los géneros. Al margen de las intenciones expresas, la atribución genérica responde también a una situación de hecho. Y así, sin ánimo de preceptuar, únicamente con la in tel igencia atenta a las piezas en cuestión, cabría conve nir que, para varias de las que int eg ran este libro, lo determinante es el apocamiento de cualquier elemento narrativo - pr áctica mente in existent e- en aras del efecto líri co. Algo que se ha ce manifiesto en el carácter estático de tales piezas, en la naturaleza infmitiva de su desarrollo, en el hecho de que, una sobre o tra, sus poderosas metáforas, sus a m enudo felices hallazgos, acapare n a cada momento la emoción o el asombro de la lectura y no lib eren ningún impulso ha cia delante, hacia lo que está por venir. Ni acción ni tiem po, una secuencia verbal absorta en el instante: esto es lo que fuerz a a reco nocer piezas como <
cestuosas -y por lo común funestas- de «poesía narrativa » o «narración lírica» . Insistir en la naturaleza poemáti ca de dichas piezas impli ca considerarlas bajo una jurisdicción distinta a aqueHas otras que sí consienten el calificativo de relatos. Pues lo importante, en relación con el género de cada una, es que él determina la estructura mi sma de la lectura, que se organiza de un modo distinto según se trate de un poema o un relato. Y lo hace en función de la «expectativa >>,ese elemento que aporta al relato su carácter dinámico y lo distingue po sitivamente del poema . Y bien: apenas la mit ad de las once pi ezas qu e integran este volumen co ntienen ese elemento de expectativa , ese dinamismo -esa «velocidad»- que permite presentarlas corno relato s. A lo que cabe añadir, sin exces ivo apresuramiento, que entre ellas se cuentan las más afortunadas: «Familia, desier to, teatro, casa», desde luego, pero también «En cualq uier lugar del atlas» y, más generalmente, las que se ofrecen en la segunda mi tad del libro, a partir de la titulada «Villa Bor ghese>> . Como va dicho , poemas y relatos aparecen en este libro presididos por una prosa bastant e portentosa, por una elocuencia lírica que no deja lugar a dudas sobre las dot es de su autor. Eloy Tizón (Madrid, 1964) se revela -yadueño de una escritura inspirad a y bien ed ucada, mu y leída, a la que se in cor por an, suficientemente amaestradas, múltiples resonancias (en el libro se invoca exp lícitamente a Nabokov, y hay quien ha señalado con acierto }os rastro s de Gómez de la Serna y de Cortázar). Debe reconocerse y admirarse en lo que vale la voluntad de estilo y la pasión literaria que alienta todo el libro, repleto de originales aciertos. Pero a la sombra de tanta y tan manifiesta virtud podría prosperar -y co nviene alertar al respecto, por cuanto amenaza pervertir un talento en verdad infr ecuent e-- un peligro que ya asoma en estas páginas y que admite ser aludido como una cierta ebriedad retóü ca y sentimental, acaso un exceso de facilidad , inclu so de felicidad po ética. Sobre la mayor parte de estas piezas se cierne, en efecto, la ame n aza de la delicuescencia. Una amenaza que pesa en especial sobre aque llas a las qu e su condición de poemas - poemas desamparados del ri gor forma l del verso y de una estruct ura pat ent e-- expone m ás desnud a-

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Una escritura amenazada

Eloy Tizón, La velocidadde losjardines Anagrama, Barcelon a, 1992

Este primer libro de relatos de Eloy Tizón es, en no escasa medida, el segundo libro de poemas de Eloy Tizón (el primero fue La página amenazada, de 1984) . Podría decirse que viene a ser, a medias, una cosa y la otra: . un libro de poemas y de relatos, confundi dos unos y otros bajo la común envoltura de una prosa brillante, de gran intensidad lírica. De cualquier modo, es importante no dejarse arrastrar por las apariencias y distinguir positivamente la co ndición resp ect iva de cada un a de las pie zas qu e conforma n el volumen.

UNA ESCRITURA

AMENAZADA

mente. No ocurre lo mismo en los relatos, y de ahí la preferencia antes declarada. En ellos la escritura de Tizón se endereza más contenida y eficazmente. De uno de los personajes de este libro, la Eva de «Villa Borghese>>, se dice que «tenía problemas con las palabras . Para Eva, las palabras separecían demasiado a esas cortinas de plástico que se instalan alrededor de la ducha : es cierto que son cortinas comprensibles, pero detrás de ellas con frecuencia se aruvina la presencia de una delgada silueta entrevista» . Hay una literatura que se complace en los vapores y en las cortinas que difuminan o distraen esa «silueta entrevista». Y hay otra que aspira resueltamente a rasgarlas o descorrerlas y tratar de contemplar frente a frente esa sombra esquiva que, como el propio Tizón insinúa, tal vez sea la de la muerte.

Tiempo de destrucción Miguel Sánchez-Ostiz, Las piraíias Seix Barral, Barcelona, 1992

Vale la pena confrontar las fotografías de Miguel Sánchez-Ostiz aparecidas en sus anteriores libros con la que se ofrece en este que aquí se comenta. Se advertirá un cambio casi inquietante en esa cara que ahora mira de frente a la cámara. La resolución de toda una fisononúa por su lado más fiero. Y bien: del mismo modo que, sin haberse alterado ninguno de sus rasgos, ese rostro de las fotografías destila ahora una expresión más decidida y concentrada, ineludiblemente más hosca, así la escritura de Sánchez-Ostiz, sin renunciar a ninguno de los ejes fundamentale s de su inspiración, alcanza en esta novela una intensidad y una textura, también una rabia y una violencia, que no pueden menos de impresionar al lector . Lo harán aun cuando el lector, familiarizado con la obra anterior de Sánchez-Ostiz, esté en condiciones de reconocer buena parte de los elementos con que se arma esta nueva entrega. Pues, de hecho, prácticamente todos los motivos temáticos presentes en las precedentes novelas del autor se acumulan de nuevo en ésta. Y lo hacen, una vez más, en el ámbito dominante de lo que Morand llamó «la negra provincia de Flaubert>>y el propio Sánchez-Ostiz, apropiándose de la expresión para dar título a un temprano libro de prosas ensayísticas, definió como «el espacio de la intolerancia, de la podre que se oculta bajo la apariencia de una vida de sosiego )). El pulso moral que a todas luces anima la obra entera de SánchezOstiz, vuelve a latir ahora en Laspirañas,novela cuyo título mismo ya ofre111

TIEMPO DE DES TRUCCIÓN

ce una pista sobre sus derroteros . Pero he aquí que, de pronto, exasperados los manantiales con los que Sánchez-Ostiz ha alimentado hasta ahora su vocación de escritor, esta vertiente moral de su obra arrastra de pronto wn desprecio indescriptible », un «rencor brutal», un «asco indecible ». Y el resultado es un libro inesperadamente acre, amargo, virulento, implacable . La novela viene a ser un «bárbaro recuento» de las cuatro jornadas postreras de un hombre para el que su propia ciudad -una Pamplona incansablemente recorrida - se ha convertido «en un memorial de batallas perdidas, de batallas no entabladas, de deserciones y de fugas vergonzosas». Intoxicado por el fracaso, por el alcohol y las drogas, «nuestro hombre» (así será designado durant e todo el relato por un fantasmagórico narrador-testigo) presta oído a «la apuntación fiscal de su propia vida», y al hacerlo escucha de paso «el verdadero ruido » de su tiempo y de su época, «todos los ruidos de la ciudad, y de la vida y de la muerte ... y de algo que no es ni siquiera la vida, sino un ruido ligero de vísceras, un borbor» . En una mezcla de monólogo interior y de feroz requisitoria judicial, bajo la que se deja oír en sordina un aullido, un profundo y desordenado lamento, el texto deviene en sus mejores páginas una minuciosa invectiva contra las conductas de una sociedad provinciana cuyo perfil , aun cuando aparece muy concr etam ent e caracterizado, sin embargo acaba siendo representativo de toda la España actual, de sus cultos y de sus culturas, del atavismo y de la pringosidad de «un mund o heredado como quien h ereda una boñi ga», un mundo qu e por debajo de las mutaciones sociales y políticas pervive en el núcleo mismo de las actitudes imperantes. Víctima de este mundo, «nuestro hombre», pese a su casi fanático desvarío, termin a por investirse del patetismo de un ecce hom o. El empeño de Sánch ez- Ostiz , su ambición en esta novela , qued a lejo s de ser inédito en la reciente tradición de la narr ativa española. Se . podrí a arriesgar una casi explícita andadur a en M artín - Santos, más particularmente en el Martín -Sa ntos de Tiempo de destrucción. Y no costaría encontrar asonancias con otros autores por lo deruás tan divergentes como Juan Goytisolo o Guelbenzu. Pero quiz á el ascendiente más predomin ante sea aquí foráneo y corresponda al magisterio de Céline. Así parece 112

MIGUEL SÁNCHEZ-OST

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evidenciarlo aquello que, junto a la agresividad que a ratos manifiesta el texto, constituye su más notoria cualidad: la eficacia de una prosa torrencial, abrupta, desquiciad a, convertida a ratos en una vertig ino sa acumulación de invectivas, salpicada de localismos, expresiones de argot, vulgarismos, y de una port entosa violencia verbal. Una prosa que, con fortun a irregular, pero con admirable aliento, aspira a tensar y a dotar de un ritmo propio al lenguaje, conquistando para sí nuevos territor ios'. La sombra de Céline parece, en efecto, insinuarse en más de un momento a través de este «viaje al país de las pirañas», del que se dice aquí mismo qu e es tambi én un «viaje al final de la noc he ». Pero aun con toda su furia y su desgarr adura, el periplo urdido por Sánchez - Ostiz se queda más acá y termina por teñi rse de una queja elegíaca, de un a piedad del todo ajenas al autor francés. El reconocimiento de qu e <mo hay m ayor mix tura que el odi o mutuo », es solidar io en Las pirañas de un auténtico dolor por «los años no vividos, los años perdidos , la memoria enferma », el progresivo convenc imi ento por parte de «nuestro ho mbre » de que «lo suyo no es odio, no es ren cor, no , o si es rencor, no lo reconoce, no ese odio vulgar, no , sino el dolor, mierda, el dolor de estar simplemente vivo, vivo y enlo qu eciendo poco a poco, vivo e insomne ». Tal vez sea en esa pied ad por sí mismo que invade progresiva m ente al personaje, en las notas elegíacas que van ganand o espacio en el texto, donde esta no vela se mu estra m enos convincen te. Por lo dem ás, el texto muestra no pocos punto s débiles : todo él adolece de un cierto exceso, que resulta algo abru mador en los episodios fi nal es, inn ecesariam ente reiterativos. Al relato mejor le hubi era convenido un a estru ctura más tersa, menos dilatada: en este sentid o, la última de sus j ornadas constitu ye una pequeña catástrofe para sus propósitos. Incluso la estrate gia estilística zozobra en más de un punto en la medida en que, incapa z de sostener su propia tensión tan pro lon gadamente, permite la intron ú sión de tonalidades panfletarias o sentimentale s, y extrema su trem endismo . N o acaba de justificarse, por otro lado, el carácter del narrador y de su comparsa, voces del más allá que parecen responder de u n mod o algo in conse cuen te al imperativo valleinclanesco de «ver este mundo con la perspecti va de 'la otra ribera ». 113

TIEMPO

DE DESTRUCCIÓN

Pero todos estos reparos, si bien delatan sus imperfecciones, no estorban ni desdicen la fuerza y el impacto de esta novela, la impresionante contundencia de sus propósitos, perseguidos con un encono fuera de lo común y tanto más logrados en cuanto se imponen con una sinceridad que aleja toda sospecha de impostura transgresora, apartándose de las más convenidas retóri cas del resentimiento. Lo que queda, así, es la brutal ceremonia con que se cumple el exorcismo de la memoria y de todos los demonios que exhalan sus podridas calderas, empezando por aquel <que consiste en «intentar huir de la zafiedad, de la mediocridad, y al final arrear con ellas a la fuerza>>.

Sombras checas

Enrique Vila-Matas, Hijos sin hijos Anagrama, Barcelona, 1993

Tal vez sea cierto lo de que el arte más difícil es aquel que no tiene reglas. Al menos en este sentido es en el que debe aceptarse el calificativo de difíciles para las quince piezas -un prólogo, once relatos y tres apólogos- que integran este volumen. Nada en ellas se conforma a la legalidad narrativa comúnmente vigente. Las expectativas aparecen aquí constantemente distraídas. Los diálogos se disparatan. Los personajes son todos seres excéntricos de los que el lector desespera obtener ningún comportamiento razonable, ni siquiera mínimamente decoroso. Todo en estos textos parece amenazado por una dispersión irr eparable, a la que contribuye poderosamente el humor , con su efecto disol vente. Pero esta dispersión, esta reiterad a fuga del sentido, se resuelven, paradójicamente, en una constelación sign ificativa. Al lector le ocurre aquí lo mismo que a la protagonista de uno de los relatos, cuando recuerda cómo su hermano le hablaba en cierta ocasión de Praga, y lo hacía de un modo «que en un principio me pareció muy in conexo - tu forma de de cir me las cosas la veía yo como un continuo capri cho de ideas y de imágen es, todas precariamente entrelazadas - , hasta que de pronto desapareció el aparente caos y todo lo dicho fue con virti éndose en algo extrañamente cohe rente y bello>>. Esa belleza extraña, esa súbita coherencia no fundan aq uí, sin embargo, un sentido. Más bien lo desplazan. O mejor dicho: usurpan su puesto vacante, como ocurre, aunque de otro modo, con Kafka. No en 115

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vano estos relatos se presentan encabezados por una cita de este autor. y en todos ellos se alude «de un modo consciente a la vida, la obra o la ciu dad del escritor checo, del hijo sin hijos por excelencia>>. Presentado siempre en relación con el padre, esta alusión a Kafb en la que se le contempla también desd e la perspectiva de su propia pa ternidad resulta reveladora. Más allá de la anécdota biográfica , permite vislumbrar como algo consustancial a Kafka el horror ante la perpetui dad de un mundo en el que se ha quebrado el sentido , y en el que toda transmisión, por lo tanto, se vuelve intolerable. A Kafka (y ningún texto mejor para ilustrarlo que el titulado «La preocupación del padre de familia », el mismo en que se discurre sobre el Odradek) la prominencia del sinsentido le resulta inquietante, angustiosa, «casi dolorosa », hasta el extremo de que toda su obra pu ede leerse como un desesperado testamento en el que se ,reparte a una descendencia imposible una herencia inexistente. A igual que Kafka, Vila-Matas, como narrador, contempla el mundo bajo el signo de la pérdida del sentido. De ahí que, como la de Kafka, la suya sea una escritura que «se demora sin fin en la naturaleza incierta, fluctuante de las experiencias» (Benjamín). Pero no cabe extremar esta afinidad. Vila-Matas no es propiamente un escritor kafkiano. Y no lo es, sobre todo, porqu e, a diferencia de la de Kafka, su literatura está exenta de sufrimiento. Nutrido por la irreverencia del espíritu surrealista, él escribe desde el regocijo que le produce adentrarse en el absurdo. Conviene recordar en este punto lo que ya dejó dicho en su Historia abreviada de la literaturaportátil (concretamente en el capítulo titulado «Laberinto d e odradeks »): todo poema, toda novela, corre siempre «el peligro de carecer de sentido», pero no es nada sin ese riesgo . riesgado-- es inh erent e a la literatura de VilaEste carácter lúdico ......-ar Matas, quien, por otro lado, considera que el mayo r ries go consiste <<e n que acabemos pareciéndonos demasiado a nosotro s mismos ». Añad e luego Vila-Matas , en el mismo texto: «A medida que uno vive, progresivamente, se afianza el mismo maniático, el mismo nimio personaje>>.Y al leer esto se tiene la súbita revelación de cuál es el secreto de la p eculiar 116

ENRIQUE

' 1 ll ' t A

V ILA-MATAS

,rnsistencia de los relatos de Vila-Matas: sus pr otagoni stas ---<
to en tod a su entrañable indef ensión. Es en esta complicada operación de preservar el sentido en el cen tro mismo del sinsentido -o mejor dicho , de devolverle a éste su íntitTJ.a coherenciadonde pu ede decirse que Vila-Matas (sirviéndo se, un a vez más de un talento completamente inusu al para estructur ar sus relatos por ~irtud de la voz narradora ) ha alcanzado una completa maestrí a. Una maestría que hace de él un autor insustituible.

JESÚS FERRERO

El mundo en «ferrerocarril» Jesús Ferrero, El secretode los dioses Plaza & Janés, Barcelona, 1993

Todo comienza con un vertiginoso zoom que, desde «las periferias del sistema solar», enfoca la Tierra, y luego Grecia, y luego Atenas, donde el anciano Platón, el día mismo de su muerte, está a punto de soñar este libro. En él comparecen personajes co mo san Juan, Teodora de Bizancio o Mi chel de Nostradamus, y se pasa sucesivamente de la isla de Delos a la de Patmos, de Constantinopla a Samarkanda, de Bagdad a Venecia, de Barcelona a Costa Rica, de Berlín a Hiroshima e incluso a un planeta situado más allá del Sol, en la constelación del C entauro. Se conforma de este modo un recorrido a través del mundo y de la historia cuyos protagomstas son «los peregrinos de Akásar », nombre de una isla igno ta cuyos habitant es habrían p enetrado el <<misterio de la inmortalidad». Eslabones de «una cadena humana encargada de mantener una llama a través del tiempo», los miembros de esta hermandad secreta son los sucesivos pos ee dor es de un manuscrito en el que cada uno vierte el contenido de sus propias experi e ncias . Así es como - poseídos todos ellos l depor la creen cia de que el fin del mundo está cerca, y también por <<e seo de acceder al grado cero d el tiempo», en el que la muerte pierde su sentido- juntos <
Al lector de Jesús Ferrero no le han de coger por sorpresa ni el abigarr amiento de este planteamiento ni las coordenadas literarias y fi]osólic as de las que se nutre. Lo que tal vez sí le desconcierte sea el grado de u atrevimiento . Y se dice su atrevimiento, y no su ambición, con inLención de subrayar lo que esta novela tiene de propósito emprendido \in previa consideración de los propios límites. Vale decir lo que esta novela tiene, simplemente, de despropósito. Pues ocurre que el texto, en cada uno de sus tramos, presupone la apacidad de fascinar y de turbar a sus lectores. De hecho, en eso consiste su mecaniismo interno, fundado sobre el impacto que su lectura proa la vez que co-autores). d uc e en cada uno de sus protagonistas (co-lectores, En la medida , sin embargo, en que el lector común permanece inmune a esa fascinación, e] relato acusa progresivamente su propio extravío, a tal punto que una trivial intriga -la suerte final del manuscrito en cues tión - termina por usurpar la expectativa que habría de corresponder a una trascendental revelación, presuntamente ansiada. Y es que, si bien la imaginación de Ferrero manifiesta siempre una inusual inquietud, que constituye sin duda - también aquí - su mejor baza como novelista, dicha imaginación lo cierto es que alcanza para cortos v uelos. Y lo mismo cabe decir de sus prédi cas sobre lo divino y lo hu mano, bienintencionad o pero insípido refrito de mensajerías orientales pasadas por el filtro del platonismo. Una doble circunstancia a la que debe sumarse la chatur a del estilo, carente de todo nervio , aunque sobresaltado de vez e11cuando por los desafueros de la adjetivación, por alguna me táfora descarriada. Calamidades todas que repercuten desdichadamente en un texto que postu la co n insisten cia su carácter visionario. Cuanto suena en estas páginas con una nota particularm ent e vibrante se revela deudor de fuentes muy manifiestas, como es el caso del Apocalipsis. Y en punto al enredo propiamente novelístico -o incluso met afísico - , durante su trans curso resulta inevitabl e pensar que tod o él cabría en un sucinto apólogo de Borg es, lo cual fatiga al lector con la certeza de tan tas páginas rellenadas mediante un recurrente esquema: perplejidad halla zgo - revelación - delirio, todo salpicado de los no menos recurrent es lances eróticos 'co n «intramuj eres».

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EL MUNDO

EN ,,FERREROCARRIL

»

La pretensión de Ferrero y los rudimentos de que se sirve para cumplirla forman, así, dos líneas paralelas en cuya vía se tienden los travesaños gemelos de las diez historias que integran el relato . En cuanto a la ironía que el propio texto reivindica, parece más bien una coartada que insinúa la ilusoria convergencia de los dos rieles en un remoto punto de fuga. Ya hacia el final del libro, uno de los personajes recoge una frase de Van Gogh en la que éste dice : «Así como nos subimos al tren para ir a Tarascón, nos subimos a la muerte para ir a las estrellas». Pero he aquí que, pese a que durante su recorrido viaja hasta las estrellas, al concluir esta novela, en la que tanto protagonismo tiene la muerte, el lector guarda la impresión de haber pasado por Tarascón .

Memorias sin entendimientos

Camilo José Cela, Memorias, entendimientosy voluntades Plaza & Janés, Barcelona, 1993 Camilo José Cela, El huevo delJuicio Seix Barral, Barcelona, 1993

Hacia 1950, frisando los treinta y cinco años de edad, redactaba Cela el prólogo de La rosa,primer volumen de sus memorias, publicado en 1959. mala costumbre» la de escribir los libros de memoJuzgaba allí que era << rias en edad avanzada, y ello por cuanto la memoria - decía - es fuente del dolor: sólo el que sufre tiene memoria, y «la edad del dolor, la hora del sufrimiento, no es la de la vejez: es la de la ju ventud que se pierde ». · La vejez - añadía Cela en aquel prólogo - «suele ser cínica y aco modaticia, egoísta y poco respetable . .. La vejez marca los años en que el hombre quiere justificarse, disculparse, pedir perdón . Y esos años postreros, esos años que se viven casi de regalo y un poco co mo de prestado, no son buenos para la sinceridad». A estas palabras de antaño, responde el afamado novelista padronés con estas otras de ahora , las del prólogo a 1vlemorias, entendimientosy voluntades, donde declara que no pide disculpas de nada «porgu e no m e avergüenzo ni m e arrepiento de nada de lo que haya podido hacer y porgue tengo la fundada evidencia de que no lleva a nin gú n lado el implor ar caridad ». Sobre el fondo de esta íntima y remota, de esta fero z y acaso baladí co ntrov ersia, desta ca la port entosa producción de Cela, qu e, se diría, ha venido ejercie ,ndo las veces de ese «cuaderno de bitácora de nuestro 121

MEMORIAS

SIN ENTENDIMIENTOS CAMILO JOSÉ CELA

incierto o decidido navegar» en que, para el autor de La rosa,habrían de consistir los libros de memorias . En la opinión del entonces joven Cela, los libros de memorias, en efecto, deberían «escribirse sobre la marcha, sin esperar a que la memoria se aje, se pierda o se confunda». Y esto es lo que, al parecer, él ha venido haciendo todo este tiempo, como prueba el hecho de que tan poco de lo que se cuenta en este segundo volumen de sus memorias (que recoge el período que lleva a Cela desde la llegada a Madrid con toda su familia, en 1925, hasta finales de 1942, en que aparece su primera novela, La familia de PascualDuarte) proporcione nuevas luces sobre su persona. Ni siquiera en relación con ese punto que, ciertamente, constituye el meollo del período contemplado y, por lo mismo, del libro todo, a saber : la Guerra Civil y la participación del autor en la misma. Es significativo que estas páginas no reflejen en ningún momento una vivencia más honda y contundente de la Guerra Civil, tampoco más exacta y concluyente, que la que se proyecta, a menudo con idénticos procedimientos, en las páginas de, por ejemplo, San Camilo 193 6 o Mazurcaparados muertos. Algo tendrá que ver con esto el dato -tan relevante a la hora de valorar este tranco de sus memoriasde que la Guerra Civil constituye, ya desde el PascualDuarte (como bien claro queda en estas páginas), un eje primordial en la narrativa de Cela. La vivencia de la guerra -pocas dudas caben al respecto- se halla en la base de su peculiar visión del hombre. Y es en atención a ello como conviene evaluar la incomparecencia aquí de una dilucidación más reflexiva de su personal experiencia de la contienda. El hecho es que la escritura de estas páginas se sitúa en el mismo plano ético que la de las páginas de distinto género en que Cela ha discurrido sobre hechos a menudo coincidentes. Y si ello alecciona sobre su conducta narrativa, no excluye cierta perplejidad sobre la legitimidad de una memoria tan descomprometida de sus razones. En Cela es una vieja idea la de que el hombre sano no tiene ideas. Por ahí deben buscarse los motivos de que él sea (y ello tiene mucho que ver con su genuina naturaleza de narrador) el escritor menos propicio a la confidencia del que se tenga noticia. De manera que en estas páginas,

en estas memorias de juventud en que se resuelve una vocación de escritor tan perseverante como la de Cela, el lector no halla apenas ninguna pista sobre cómo llegara a ocurrir eso. Al igual que tampoco se le brindan mayores explicaciones sobre el dato de que, hallándose en Madrid al declararse la guerra, se pasara a las filas nacionales y combatiera desde ellas. El consumo que reclaman estas memorias, pues, es el del anecdotario suculento, jocoso batiburrillo de rrúnimos sucesos, con frecuencia abultados por el prurito notarial de un escritor demasiado jactancioso del lugar que sus recuerdos han de ocupar en las vitrinas de la flamante Fundación que lleva su nombre . Cunde la sospecha de que Cela ha sorteado las ligaduras que, traspasado cierto umbral (el de esa infancia genialmente reconstruida en La rosa), comprometen la memoria con sus propios materiales. Y de ahí que estas páginas, suscitadoras en un principio de una expectativa distinta a la de anteriores obras suyas, acaben alineándose mansamente con tantas otras en que Cela ha ido ejerciendo su consumado oficio de prosista y narrador. Pues sobra decir que Cela (y a ello se conforma, en definitiva y una vez más, el aliciente de estas memorias) en ningún momento abdica del magisterio de su prosa. Y su prosa es desde hace mucho tiempo -quizá desde hace demasiado tiempo; tanto, que se ha llegado a olvidar- un mecanismo asombrosamente eficaz y regocijante, carac~erizado por su admirable intimidad con el idioma y, más vistosamente, por la ventrílocua versatilidad de lo que pudiera describirse como un narrador acosado, continuamente interrumpido por voces que lo socavan, que desinflan las hinchazones del discurso, que lo reovillan cuando se arrebata, que lo corrigen y que lo matizan conforme a un procedimiento multiplicador de la ironía. Los más de cien artículos breves que integran El huevo deljuicio-cosecha algo tardía de una sección semanal publicada en revista hace ya más de diez años- constituyen una excelente muestra de esta naturaleza «colmenar» de la prosa de Cela. Entre otras más rutinarias, algunas de las piezas aquí reunidas, a medio carnino entre el relato breve y el sermón periodístico, soh espléndidas en su extravagante textura, con su acorde

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MEMORIAS

SIN ENTENDIMIENTOS

unas veces lfrico y otras abrupto, siempre cordial. Mas en todas te ,el zumbido de un furioso enjambre que solicita más amplios mas tenaces y complejas tramas. Y ello apremia la impaciencia novela -.Madera de boj- que Cela admite habérsele enquistado el Nobel, de eso hace ya más de tres años.

se sienvuelos, por esa cuando

La última «aventi»

Juan Marsé, El embn90 de Shanghai Plaza & Janés, Barcelona, 1993

En sus últimos libros,Juan Marsé viene practicando, sin ademanes espectaculares, una operación tan insólita como arriesgada: la demolición de sus propios mitos narrativos. Algo semejante a una relectura de su mundo novelístico a la cruda luz del desencanto. Por debajo de sus más llamativas intenciones, El amante bilingüe cons tituía, en clave de farsa, un ajuste de cuentas con los personajes del Pijoaparte y de Teresa, de los que se ofrecía allí una marchita contrafigura. En tanto que ahora, en El embn90 de Shanghai, se revela el escurridizo corazón de mercurio de esos pistoleros desahuciados, de esos «hombres de hierro, forjados en tantas batallas», a quienes la furiosa imaginación de unos pobres niños de barrio había elevado -en Si te dicen que caí o en Un d{a volveré- a la categoría de héroes. Este descrédito de sus propios mitos narrativos es proporcional, en la narrativa última de Marsé, a un pronunciado replegamiento del autor en el paisaje de su infancia. En la nota que precede a la edición definitiva de Si te dicen que ca{, aseguraba Marsé haber escrito aquella novela pensando «en cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia niñez y mi adolescencia». Ese compromiso, se diría, ha ido ejerciendo en su obra un reclamo cada vez más imperioso, al tiempo que ha ido impregnándola de un desdeñoso ensimismamiento, de una textura cada vez más personal. Y ello conforme a una secreta inercia a la que el narrador de esta última novela se refiere explícitamente cuando afirma que «a pesar de crecer, y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno 125

JUAN MARSÉ LA ÚLTIMA «AVENTI»

crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbranúento». Ese deslumbramiento puede ir asociado al brillo de una pistola o a la luz del atardecer en el puerto de una ciudad de Shanghai descaradamente imaginaria, escenario de una turbia intriga de amores y de venganzas, de exiliados y de gángsteres. Lo determinante, en cualquier caso, es su reverberación en el ámbito de un relato que se despliega ante los oídos encandilados de un niño. Recuérdense, en Si te dicenque caí, las aventis que Sarnita improvisa para sus compañeros. Y las películas que, en El amante bilingüe,Marés/Faneca le describe a Carmen, la muchacha ciega de la pensión . O, ya en este El embrujode ShanJai, la historia que Nandu Forcat se inventa para Susanita, la niüa tísica que espera en vano a que su padre, un resistente antifranquista, llegue algún día para rescatarla de la sordidez y de la enfermedad. La narrativa de Marsé es cada vez más un escenario de fantoches y de derrotas entre cuyos escombros se busca melancólicamente la magia infantil que un día levantó aqu el decorado en ruinas. «Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos», empieza por decir el narrador de El embrujo de Shanghai. Y no es arriesgado proponer que esta novela constituye propiament e la historia de esa corrupción, que conduce a la desolación de una conciencia con la mirada prendida todavía «en un mundo que había perdido la transparencia y la palabra ». Es la imaginación infantil la qu e, de nu evo aquí, imprime al mundo adulto un aura heroica, transfiguradora, capaz de co nvertir en héroes a una pandilla de aventureros envilecidos por el fracaso y por la derrota. En el mundo devastado de la posgu erra, es la imaginación infantil, a través de la palabra narradora-aquella en que resuena todavía el perdido encanto del mundo-, la qu e anima épicamente el gesto vencido de uno s hombres impulsado s antaüo «a vivir peligrosamente, sacrificando la seguridad y el afecto de su familia y en much os casos su propia estima», por «unas cuantas cosas que hoy en día ya empiezan a no importar a nadie y pronto serán olvidadas» . «Tal vez sea mejor así», se dice el narrador de esta novela. Y añade: «A fin de cuentas, el olvido es una estrategia del vivir». Pero el precio de

esta resignación es la pérdida de los más íntimos resortes de la identidad. · i de a1úque el mundo de Marsé vaya poblándose de personajes que se han perdido a sí núsmos y de los que --en esta novela- ofrece un prototipo cómico el señor Sucre, del que la gente «solía decir que, en días desapacibles y de mucho viento, tenía que echarse a la calle en busca de su propio yo extraviado, rastreándolo por las calles de Gracia ... ». También el propio Marsé, de una a otra de sus novelas, ha ido rastreando incansablemente las mismas calles de Gracia para concluir, como hace el narrador de esta novela, que «con el tiempo y casi sin darme cuem.ta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a poc o en un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi me1nona>>. Es en esta configuración de la infancia como un paisaje moral, fuera de cuyos contornos «la identidad es una engañifa », donde debe seüalarse, valga insistir en ello, el sentido profundo en el que progresa la narrativa de Marsé. Y es a partir de ahí como esta última novela se edifica, por un lado, como la evocación de una mirada capaz de transfigurar el mundo devastado de la posguerra, y, por el otro, co mo el ácido testimonio de ese mundo co ntemplado, ya desde la madur ez, como una risible ignorrun1a. Pues es el humor, sin duda alguna, el medio en que prospera la agridulce mezcla de cólera y de nostalgia en qu e se resuelve el acorde principal de esta novela. Como es al hecho de que toda ella brote de un ámbito reit erado y perfectamente conformado - el de un barrio pobre qu e ya sólo sobrevive en los libros y en la memoria de M arsé- al qu e debe atribuirse la asombrosa densida d que enseguida adquiere el relato . Del mismo modo que la historia sobre Shanghai (de he cho, una larga aventi repleta de impostaciones literari as y cinematográficas) se encuadra en el texto , co nviene a su vez encuadrar éste en el ámbito más amp lio de la narrativa entera de M arsé para agota r todas sus implicaciones. Pero esto es algo que puede dejar de hacerse sin perder en absoluto el aliciente de un relato cautivador, poblado una vez más de personajes tan co ntund ent es co mo entrañab les, y tácitamente sostenido por un sutil ju ego de guiños y de metáforas, entr e las qu e destaca la de una ru 127

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LA ÚLTIMA «AVENTI»

tilante ciudad de Shanghai abocada -como la inocencia del narrador y de Susana- a naufragar en el inminente vendaval revolucionario. La actual escritura de Juan Marsé tiene mucho que ver con la etapa tardía de algunos viejos maestros de la pintura, cuya pincelada, confiada en la experta seguridad de su trazo, indaga desinhibidamente nuevas y más atrevidas variantes de unos motivos por lo demás recurrentes. La formidable riqueza y coherencia de su mundo narrativo no admite confusiones acerca del carácter sucinto, casi esquemático, con que, en una novela breve y veloz como ésta, Marsé reincide en ese mismo mundo para extraerle, como en el último estertor de una carcajada liberadora, su más esencial aliento.

Contra los ángeles Gustavo Martín Garzo, El lenguajede lasfuentes Lumen, Barcelona, 1993

Es ésta una novela extraña y terrible, de una intensidad sorprendente, tanto más cuanto que emana de un personaje -José el carpintero, padre de Jesús de Nazaret- cuya discreta envergadura no despierta de antemano especial atractivo . Sin obviar ninguno de los rasgos que la tradición le atribuye, Martín Garzo convierte a José en una figura de la pasión amorosa: la del deseo que renuncia a indagar en su oscuro objeto, sin exigir nada del mismo. La novela reconstruye la vida de José y su peculiar relación con María desde esta perspectiva del amante solícito y silencioso, que inhibe toda pregunta y todo juicio sobre un comportamiento que no aspira a comprender. Esa incomprensión no supone dudas en el amor de José, a quien le basta con perseverar en la compañía de María , para lo cual tolera las visitas intempestivas de unos ángeles que perturban con oscuros designios su existencia pacífica. Estos ángeles constituyen la más portentosa creación de esta novela, en la que introducen una ambigua tensión. Son seres terribles, como dice Rilke que son todos los ángeles. Pero este adjetivo, que en Rilke contiene un acento elegíaco, adquiere aquí su más cruda acepción. Imperiosos mensajeros de un orden extraño, su sola presencia trae la amenaza de un significado ajeno al mundo . La amenaza, y no el anuncio, pues para José el significado, cualquier significado, encarna el mal. Por eso él no quiere ten er ningún trato con los ángeles: porque para él «el mundo es ,una fuerza y no nec esita tener significado Oa mayoría de 129

CONTRA

LOS ÁNGELES

las cosas de la naturaleza no lo tienen)». Él no quiere saber, no quiere siquiera recordar ni pensar: «No le importaban las preguntas ni los pensamientos de los hombres, y hacía tiempo que sólo encontraba consuelo lejos de su compañía. Envidiaba al árbol, y envidiaba a los pájaros que volaban a su alrededor lanzando chillidos». José vive en una reiterada afirmación de lo terrenal. Una celebración de la inmanencia, que reacciona con horror ante el acecho del sentido, ante la emergencia de lo inefable en lo concreto. Frente a la premonición de lo sagrado, frente al terrible acoso de los ángeles, frente al progresivo arrebato de María,José opone una sosegada mística de lo inmediato que infunde a su personaje una concentrada intensidad. Una intensidad semejante a la que irradian los cuadros de animales de Franz Marc. No en vano José tiene una gran intimidad con los animales, y él mismo ternúna conduciéndose como uno de ellos. En apenas cien páginas, Martín Garzo ha urdido un relato insólito y perturbador, original y bellísimo, al que resulta muy difícil encontrar paralelos en el ámbito de la narrativa española. Admira el acierto con que se conducen todas las estrategias mediante las cuales se enfrenta el autor a los graves riesgos que entraña su empeño, empezando por el muy peligroso de sucumbir a una mecánica alegórica. Es virtud principal de esta novela conseguir evitarlo, como lo es también el decoro y la verosimilitud con que se atiene a los elementos de los que se sirve, el atrevimiento con que actúa sobre ellos una imaginación sorprendente, repleta de hallazgos, o la forma en que la historia incurre en digresiones narrativas de enorme fuerza sugestiva, que ensanchan su significación. Todo ello servido en una prosa que aspira a la transparencia sin renunciar al temblor y al lirismo, una prosa eficacísima en el modo en que se nutre de metáforas y referencias bíblicas sin pretensiones arqueológicas de ningún tipo, por el solo rigor de su coherencia constructiva, de una meditada sabiduría. Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) es autor hasta el momento de otras dos novelas, Luz no usada(1986) y Una tiendajunto al agua(1991). 130

GUSTAVO MARTÍN GARZO

También de un libro de relatos en una de cuyas piezas -«Preludio de san José »- se contiene ya en germen El lenguajede lasfuentes. La andadura casi clandestina de estos libros precedentes subraya el interés de esta novela, que para la mayor parte de sus lectores ha de constituir la sorprendente revelación de un escritor en espléndida madurez.

RAFAEL SÁNCHEZ

Contra la verdad

Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos Destino, Barcelona, 1993

«Pecios», los llama su autor. Es decir, restos de un naufragio que él mismo duda si es sólo suyo o es de muchos. Alude así al carácter inacabado -extractado, se diría- que, aunque es propio de casi toda su obra, en las piezas de este libro, dada su brevedad, se acusa muy particularmente. A estos «pecios», sin embargo, de tan varia y desinhibida catadura, también les convendría un epígrafe más plural, menos melancólico, que bien podría ser aquel de «sentencias, donaires, apuntes y recuerdos» que Antonio Machado asignara a su juan de 1'vlairena. Al fin y al cabo, el de Mairena es uno de los magisterios más explícitos de Ferlosio, y este libro -que incluye apólogos y poemas, ensayos breves y aforismos espigados de muchos años- revela frecuentes afinidades entre su autor y el heterónimo machadiano. Baste recordar aquello que decía Mairena sobre cómo, «casi siempre, la única manera de pensar algo» es pensarlo «en contra de lo que se dice». Y reparar hasta qué punto el de Ferlosio es, en efecto, un pensamiento que se m-ganiza a fuerza de contrariedades. Contrariedades que apuntan a los más diversos objetos -el periodismo, el Estado, la Historia-, pero que, más allá de su horizonte inmediato --«el claudicante principio de realidad moderno»-, comparten una común susceptibilidad hacia los extravíos de la palabra. Este rasgo sitúa a Ferlosio en la línea de los grandes custodios del lenguaje, aquellos que, a través de la modernidad, no han dejado de apelar 132

FERLOSIO

a «la conciencia de las palabras» (Canetti). Baste reparar e , · n que agresiva medida este libro constituye un auténtico catálogo de t·a, . ees l'C(Ues. Poseído, sin embargo, de una llama inquisitiva que le ih,pi·d · . .,, e resignarse al impávido registro de la imbecilidad, Ferlosio discierne ap as10na · d amente los mecanismos con que se opera la perversión del le · 1 nguaJe, y o hace con la pretensión de restituir la palabra a su propia legalidad. Por ahí se explican los ademanes jurídicos de su discurso, su intensidad tantas veces moral. Si bien a este respecto importa no equivocar el · · · JU1C10:cuando Ferlosio denuncia delitos, o señala vicios, lo hace desde un es t ra d o en el que permanece vacante el puesto de la Ley, negada la autoridad de la Justicia (a la que él mismo acusa de «esencial perversidad»). Esta circunstancia permite calibrar el alma de grarnáti"co que amma · las inquisiciones de Ferlosio, su invocación al estatuto propio del lenguaje, y justificar el enconamiento con que defiende a la palabra de la verdad. Pues fueron «los que inventaron la verdad quienes h.icieron · r_ 1 1aiaz a la palabra», y ésta <<Se hizo madre de engaños cuando sela e · · , d ng10 en e. cidora de verdades». La verdad, asegura Ferlosio, «será sie,.,_,p ,u re una sucia invención de mandarines», nunca un atributo de la palabra. El d OlTilnlO · · de ésta no es la verdad, sino la razón, cuya salud se manifiiesta a traves , de la palabra, y que si tantas veces queda ofuscada por el fanatismo es porque, en definitiva, el fanatismo constituye «una enfermedad de la palabra, una especie de inflamación absoluta de los significados», mo t.iva d a por la infección de la verdad. Es sobre este trasfondo como conviene interpretarlas reiteradas pullas de Ferlosio contra la «estúpida arrogancia del convencirm·en t o» y entender la serena afirmación que, por contra, hace del sent¡·rm· en t o. Al fim y al cabo, «acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan i"L 'ijllln1ano COn10 puede llegar a serlo la convicción». La fórmula miscelánea y marcadamente sentimental de t , · es as pagmas · no constituye, pues, una claudicación sino una estrategia co t n ra 1a mer, cia de los sistemas en que prospera la noción de verdad p . ero aun asi (y dejando ahora de lado la maravilla de los apólogos y poemas), no deja de manifestarse en ellas una polaridad que les confiere supeculiar fisonomía: se trata de la «pasión de la teoría» mordida por unr e c al ci·tran t e 133

CONTRA

LA VERDAD

hedonismo, de la mutua violencia con que una y otro conviven. Algo que otorga a la portentosa prosa de Ferlosio su particular vibración y produce ese chispazo unas veces humorístico y otras resueltamente lírico con que tan a menudo estalla en sus escritos la tiensión acumulada en una minuciosa argumentación. Dicha polaridad no es extraña a la profesión que hace Ferlosio de antipatía, entendida ésta como <
Un artista del «rocanrollo»

Ray Loriga, Héroes Plaza & Janés, Barcelona, 1993

D e tanto pretenderlo, este libro parece casi un disco. Véase, si no, la portada, donde el propio autor se ofrece a sí mismo como icono de su presunta modernidad y, con arreglo a las convenciones al uso (esa estética de lo irascible), contempla severamente al personal mientras empuña una cerveza. Repárese también en el título (tomado de un álbum de David B owie), y léase en fin el texto de lo que se ofrece como una novela, pero viene a ser, más deliberadamente, un puñado de letras para canciones. El narrador se refiere a sus monólogos como eso mismo, como canciones, y el conjunto de todas ellas no se aparta, en cuanto a su funcionamiento literario, de lo que podría esperarse leyendo, una tras otra, las letras de un disco de Bob Dylan, o de Lou Reed, o de Tom Waits. No es otro el referente conforme al que se ordena el libro. Lo cual apunta a su virtud eminentemente lírica, en detrimento de su consistencia narrativa, que es prácticamente nula, por mucho que, de vez en cuando, mezclada a las canciones, una viñeta relumbre con el impacto característico de la mejor ficción súbita norteamericana. <<Siemprequise ser una estrella del rock and roll», dice el narrador. «Quería sentir cierto dolor extraño al que sólo las estrellas del rock and roll están expuestas y quería explicarlo todo de una manera confusa, aparentemente superficial, pero sincera, algo que sólo pueden apreciar los que han estado enganchados a la cadena de hierro y azúcar del rock and roll.» Y bien, por lo que toca al autor, y salvadas las distancias, todo eso ya está conseguido. En el campus de la joven narr ativa española, Ray Lo135

UN ARTISTA

DE «ROCANROLLO»

riga es, hoy por hoy, una estrella del rocanrollo.Y que nadie interprete peyorativamente esta expresión, que sólo apunta a indicar cuál es el sistema retórico en el que evoluciona su voz. Pues a estas alturas el rock and rol! posee, desde hace ya tiempo, su propia retórica. Y es esta retórica, complicada con una intención literaria -el rocanrollo,al cabo-, la que Loriga maneja con un talento y un virtuosismo fuera de toda duda, sí, pero también con una docilidad respecto a sus premisas, con una facilidad, que no permiten abrigar mayores expectativas, toda vez que en este libro alcanzan su máximo rendimiento. La cadena de hierro y azúcar no da para más. Desoyendo los consejos de Bowie (quien le susurra, mefistofélico, al oído: «No tienes por qué preocuparte, aún eres demasiado joven para elegir>>),Loriga habrá de decidirse por echarle más hierro a esa cadena o relamerse con la golosina de una dicción altamente impostada, de corta novedad, muy expuesta a la infección de su propio amaneramiento. Extrañamente, la certidumbre de hab.érselas con un escritor dotadísimo -y Loriga lo es, con aplastante evidencia- no elimina aquí la sospecha de que, en buena parte, sus cualidades están cerca de convertirse en defectos: el laconismo, en solemnidad; el lirismo, en bisuteóa de latón; la frescura, en corporativismo juvenil; y la inocencia, el victimismo, esa impasible desesperación, en consigna generacional, estribillo barato, un lema para camisetas . «¿Qué quieres decir exactamente?», interrumpe una voz al final de una subida divagación del narrador. «Nada. Precisamente se trata de no decir nada exactamente. Ahí está la gracia .>> Pero no, ahí está d peligro. Un peligro que Loriga sorteó con raro instinto en su primera novela, Lo peor de todo, donde cuanto aquí aparece disperso se sometía a una secuencia argumental -una estructura, en definitiva - levísima pero eficaz y suficiente, en fa que resonaban modelos literarios (los yanquis, Camus, pero también, vaya por dónde, Cela) cuya positiva influencia descartaba inanidades biensonantes como las que aquí asoman (cosas del estilo: «Vendo mi corazón en parcelas. Las más caras tienen buenas vistas»). La confusión y la sinceridad nada alcanzan por sí solas. O mejor dicho : cuanto pueden alcanzar ya está aquí, derrochado en estas páginas, tan 136

RAY LORIGA

a menudo regocijantes y espléndidas, tan a menudo insignificantes. Por lo demás, en ellas hay incrustada una docena de relatos brevísimos, fulrninantes, que muy bien podóan indicar el camino a seguir. Pues lo cierto es que no hay modo de perseverar en lo mismo, ya no . Y eso es algo que a Loriga ya le ha insinuado su propia intuición. No hay que olvidar que este libro se cierra con una pregunta: «¿Cuánto voy a durar tal y como soy ahora?».

LECCJÓN

DE ASIMETRÍA

que presuntamente cuenta lo mismo que está ocurriendo, volcando una sombra de fatalidad sobre la situación, o las anónimas llamadas telefónicas) que delatan una imaginación perversa y eficaz, un sorprendente instinto. Cualidades que en este libro revalidan espléndidamente la bien ganada reputación de Torneo como narrador fecundo y personalísimo.

Parricidios

Ignacio Martínez de Pisón, El fin de los buenostiempos Anagrama, Barcelona, 1994

«Siempre hay un perro al acecho», advierte desde su título el primero de los tres relatos que componen este libro. Pero el aviso no evita al imprudente lector la mordedura de un texto sobrecogedor, decididamente terrible . Un texto en que el arte narrativo de Martínez de Pisón alcanza su mejor logro y muestra como nunca su capacidad de revelar la fatalidad en el tejido de lo cotidiano, deteniéndose justo allí donde aquélla transparenta su íntima vinculación con las más secretas cifras de la con c1enc1a. Un viaje a Lisboa largamente demorado, emprendido al fin por un joven matrimonio con el pretexto de celebrar la definitiva mejoría de su hija, se convierte en preludio de una calamidad a todas luces natural e inevitable -el rebrote de la enfermedad en la ~iña-, pero cuya responsabilidad, inexplicablemente, recae sobre el padre. Ningún elemen to objetivo induce a semejante conclusión, tanto menos cuanto que la devoción que aquél siente por su familia no deja lugar a dudas. Y sin embargo, esos perros muertos que m enudean en la carretera se convierten en un poderoso símbolo de la culpa que el propio padre no sabe eludir y que el lector termina por aceptar como indicio de una remota pulsión parricida. El subliminal resentimiento de una paternidad padecida como claudicación , como desinteresada y amorosa pero recalcitrante abdic ación de las más íntimas expectativas, ofrece un trasfondo perturbador a este relato , cuyo tema medular, común también a los dos restantes, podría postu141

PARRICIDIOS

larse que es la herencia,vale decir el callado cauce de afectos y de taras, de malentendidos y renuncias que conlleva la sucesión de padres e hijos. En el segundo de los relatos del libro, el que le da título, la negación de esta herencia actúa como una suerte de maleficio que revierte contra el padre, una vieja gloria del fútbol que, muchos años después, regresa a su pueblo como entrenador del equipo local. En él juega el hijo al que abandonó antes de nacer. Para el padre se trata de la última oportunidad de redimir un destino rubricado por el fracaso y que para su enderezamiento exige transmitirse a ese hijo del que depende la victoria del equipo. De nuevo aquí la fatalidad se impone con una fuerza cuyo misterio se disipa al trasluz de unos hechos que el lector debe reordenar, siempre conforme a una lógica oculta en la aparente perplejidad del narrador. Pero en esta ocasión el orden es más previsible, por cuanto obedece a una causalidad más trivial. El tercer y último relato, titulado «La ley de la gravedad», se desarrolla en una clave más intimista, más sentimental también que los dos precedentes. Narra el tardío reconocimiento de un afecto rehuido, el arrepentimiento de un hijo por no haber sabido descubrir a tiempo la desnuda humanidad que, bajo el estricto uniforme de militar, albergaba la figura de su padre. La clásica dramatización de un conflicto generacional y su tópica moraleja reconciliatoria (extrapolable aquí a un plano histórico) reciben al final de este relato un giro imprevisto, gracias a un último detalle que arroja una luz negra sobre todo lo narrado, removiendo de nuevo el turbio légamo de pulsiones criminales que subyacen a las relaciones paternofiliales. Aquí la dirección de la pulsión parricida se insinúa en un sentido inverso al del primer relato, pues va de hijo a padre, pero la culpa que origina vuelve a quedar emblematizada en el accidental sacrificio de una criatura inocente: si en el primer caso era un perro atropellado, ahora es el gatito blanco que sin quererlo el narrador estruja entre sus manos. Un detalle que redondea soberbia y sutilmente el peligroso recorrido que Martínez de Pisón realiza en este libro, dotado de una compleja unidad, 142

IGNACIO MARTÍNEZ

DE PISÓN

también de una penetrante, casi dañina inquietud. En él, la ingravidez del estilo ancla su discreto discurrir en una meditada construcción, sólidamente afirmada en la eficaz disposición de motivos recurrentes. Todo ello gobernado por un sereno dominio del oficio que permiten reconocer en este breve volumen la definitiva madurez de una escritura guiada desde sus comienzos por un innegable talento.

JOSÉ ÁNGEL MAÑAS

Ángeles José Ángel Mañas , Historias del Kronen Destino, Barcelona, 1994

Hacia finales de los cincuenta prosperó en la narrativa española una variante del realismo social que, dejando de lado la épica tristona del proletariado, prefirió denunciar el podrido hedonismo del medio burgués. Refiriéndose veladamente al peaje que, antes de encontrar su propia voz como nov elista, él mismo hubo de pagar a esa tendencia, Luis Goytisolo presentaba en Antagonía a un tal Adolfo Cuadras, autor de una novela, Los Ángeles, que ejemplificaba sus características. Presentada al Nada!, Los Ángeles -decía Raúl, protagonista de Antagonía y amigo del personajillo en cuestión- contaba con las mejores perspectivas para hacerse con el premio , por cuanto se trataba de «una obra con suficientes atractivos, sin duda, para impresionar al jurado : juventud rebelde y técnica objetiva, corrección formal y crudeza temática ». Más de treinta años después de cuando se pretendía escrita aquella obra, el jurado del Nada! se ha dejado impresionar, al parecer, por los mismos atractivos, y ha concedido una sonada posición de finalista a una novela que, por debajo de los inevitables cambios de indumentaria y vocabulario, retoma mansamente, bien que con intenciones muy otras, los presupuestos estéticos de aquellos angelicales devaneos. Resulta pertinente, por lo tanto, tras la lectura de estas Historias del Kronen -en que su protagonista, Carlos, da cuenta, al igual que hacía Adolfo Cuadras, de «su vida disípada y nocturna »-, blandir los mismos argumentos con que Raúl descalificaba la novela de su amigo, diciendo que carecía de sentido hacer una novela sobre ellos mismos, «limitándose a dar testimonio 144

de nuestros actos, sin ahondar , sin darle al menos una significación -la que sea- literariamente válida». Lim.itándose a eso, escribe Raúl, «el relato queda pobre, chato »: «La simple transcripción de nuestras borracheras , de nu estro s cuernos, por muy bien hecha que esté, no creo que pueda interesar a nadie» . En esto último se equivocaba Raúl, pues la simple transcripción de las propias conductas y de los propios emblemas, es decir, la función identificadora y narcisista, nunca dejará de ser uno de los intereses primordiales de la más inocua -y conspicua- literatura. Lo preocupante es que, por obra de un simple disfraz, y bajo el reclamo de una atrevida precocidad (José Ángel Mañas nació en 1971) , se pueda llegar a dar por novedosa y por válida una práctiéa narrativa de tan gastada eficacia. Nada, como no sea una cándida curiosidad por los últimos rituales del aburrimiento o la pretensión de documentarse sobre los penúltimos modismos lingüísticos, justifica la lectura de tantas páginas consagradas a consignar, mediante la interminable reiteración de conversaciones inanes, el retraso mental y las prácticas sádicas y onanistas de «una cierta juventud» cuya jerga y mitos, tal y como aquí se presentan, llevan inminente fecha de caducidad. Que la minucia y la desinhibición (en materia sexual, sobre todo) con que se procede a ello sea considerada como «frialdad » y rescatada por esta vía como rasgo de una sensibilidad moderna, no es sino un síntoma más de la confusión imperante. Si alguien se toma el esfuerzo de sustituir el güiscolapor la ginebra, los porros y los tripis por el tabaco, los travelospor las putas, y las carreras suicidas en las autopistas por las carreras frente a los grises en las manifestaciones antifranquistas, por ejemplo, encontrará en estas Historias del Kronen un producto tan familiar y pelmazo como cualquiera de las · novelas que labraron la fama de algunos autores que sólo se han redimido del olvido en la medida en que las dejaron atrás, muy atrás, donde uno, en su propia candidez, creía que iban a quedarse para siempre.

JAVIER MARÍAS

En Corazóntan blancohabía un hombre que, a su pesar, y sin serlo reahnente, terminaba actuando como un detective; había un secreto -¿una verdad?que terminaba por abrirse paso en oídos que no querían escucharlo. Ahora, en Mañana en la batalla... hay un hombre que, a su pesar, y sin serlo, termina actuando como un asesino; hay también un secreto -¿una verdad?que termina abriéndose paso en la boca que no quiere pronunciarlo . No se trata de forzar los paralelismos. No hace falta, pues son muchos, y notorios, e invitan a satisfacer las más impacientes curiosidades adelantando una primera conclusión: Mañana en la batallase alinea, en ambición y en complejidad, también en su más profunda significación, con Corazón tan blanco,lo cual vale por decir que se trata, otra vez, de una notable e importante novela. Dicho esto, no es gratuito señalar la relación de simetría que vincu la a una y otra obra. Y conviene hacerlo para destacar hasta qué punto se halla el lector ante el reflejo de unas obsesiones - de un saber- que se proyectan sobre el plano común de un territorio moral y literario reco nocible como el propio y característico y maduro de Javier Marías. La misma noche del que iba a ser su primer encuentro amoroso, sobre el lecho en que los dos han empezado a desvestirse, un hombre . asiste a la fulminante agonía de la mujer que ha conocido apenas hace unos días y que lo ha invitado a cenar a su casa, aprovechando la eventual ausencia de su marido . La perpl ejidad, la co nfusión y las tortuos as deliberaciones a que da lugar la macabra situación se prolongan en los

días y semanas sucesivos, empujando a su protagonista a entablar relación con los familiares de la muerta y a regresar finalmente a la casa de la que en su momento huyó sin dar aviso ni dejar señas. Esta imprevista irrupción de la muerte desencadena una estremecida y frondosa meditación sobre la fugacidad («nada dura ni se repite ni se detiene ni insiste »), meditación qu e, como es corriente en Marías, se entrevera de reflexiones paralelas, esta vez sobre la memoria y el olvido, sobre la infidelidad de los cuerpos o del recuerdo, sobre la clandestinidad y sobre la supervivencia («la miserable superioridad de los vivos»), sobre la irrealidad del tiempo vivido en la ignorancia de tantas cosas -la muerte misma- que todo lo trastornan . Para poner en marcha el juego de sus múltiples intenciones, Marí _as emplea expedientes bien ensayados por él mismo. De nuevo, en primera persona, un narrador indolente y pasivo y en apariencia divagador. De nuevo, sosteniendo la intriga, un planteamiento borrosamente detectivesco. De nuevo, concentrando la ironía dispersa en todo el texto, un episodio bufo --divertidísimoque bucea tendenciosamente en las intimidades del poder, del hombre públi co (en esta ocasión nada menos que el Rey, centro de una memorable escena palaciega), y también un largo excurso narrativo que distrae y alivia, alimentándola secret amente, la tensión del argumento principal. Al fondo Shakespeare, inevitablemente (esta vez a través de Orson Welles y sus Campanadas a medianoche).Y amalgamándolo todo, la soberbia prosa de Marías, parsimoniosa, maniática, obsesiva, constituida en elemento estructurador de un relato del que puede decirse con todo rigor ,que se organiza, se sostiene y seduce musicalmente, por m edio de pr efiguraciones y reiteraciones, de excursos y rep eticion es, de motivos y citas recurrentes que empiezan actuando sublirninalmente y terminan por adquirir una densidad inusitada. Cabe objetar un cierto abarrot ami ento en la estrat eg ia ma gistral mente empleada, una desproporción entre el complejo y delicado artificio constructivo y el caudal narrativo, que a ratos se siente exiguo y algo forzado Ooes, en bu ena medida, el argumento principal, pero en particular ese episodio transversal -fati goso por inverosímil - en que

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Contra la muerte

Javier Marías, Ivfañanaen la batallapiensa en mí Anagrama, Barcelona, 1994

CONTRA

LA MUERTE

el narrador refiere retrospectivamente su lance con una prostituta a la que confunde con su ex mujer). El estilo mismo se resiente en más de un tramo de un incipiente amaneramiento, también de un exceso de prolijidad. Pero esto último es algo que acaso debiera atribuirse a la piedad de un narrador para quien el hecho de contar constituye «una forma de generosidad». Un narrador imbuido de la responsabilidad que supone asumir --sin arrogancia- que «el mundo depende de sus relatoreS>),y ello en cuanto la actividad de narrar se declara en estas páginas como configuradora del mundo, como aquello que, en última instancia, lo salvaguarda de su caducidad (pues «todo viaja hacia su difuminación y se pierde y pocas cosas dejan huella, sobre todo si no se repiten»). Es en este punto donde la novela delata un fondo riquísimo y alcanza sus mejores acordes. Y es aquí donde puede decirse que reanuda, prolonga y contrasta la reflexión que subyacía en Corazón tan blanco.Pues si allí las palabras aparecían corno depositarias del destino, corno incesantes instigadoras de un mundo en el que «nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente»; si allí se decía cómo las «traducibles palabras sin dueño» hacían prevalecer los actos de los hombres aun a foerza de penetrar en los oídos que pretendían ignorarlas, aquí, en Maiiana en la batalla, las palabras reaparecen remontando «fanegra espalda del tiempo» para demorar, siquiera mientras se pronuncian, la tarea de la muerte. «Quizá llega un momento», conjeturaba el narrador de Corazón tan blanco,«en que las cosas quieren ser contadas ellas mismas.» Algo que en aquella novela se presentía desde la perspectiva esquiva de un hombre que escuchaba tal vez sin querer, y que ahora se revela desde la perspectiva del propio narrador, de alguien que se siente fatalmente empujado a contar porque le pesa demasiado «la fatiga que traen el silencio y la sombra», e intuye que, al ser contado, «todo puede ser comprendido, hast~ lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido». Así es como esta historia esencialmente ambigua (no hay culpa ni delito pero tampoco inocencia) susurra a quienes concurren en ella (narrador y personajes, pero también al lector) una dudosa redención.

Los signos de la derrota

Rafael Chirbes, Los disparosdel cazador Anagrama, Barcelona, 1994

Con discreción y parsimonia, como conviene a laicalidad de su empeño, Rafael Chirbes ha ido sondeando en sus tres últimas novelas la historia íntima de la España reciente. Su tarea, animada por una resuelta intención crítica, constituye una rigurosa apelación a la memoria, y apunta a señalar el sustrato de sufrimiento, de infelicidad y de miserias sobre el que prosperaron los nuevos dueños del poder. Del calibre literario de esta operación da cuenta el hecho de que Chirbes consiga establecer un eficaz juego de correspondencias entre el presente actual y el inmediato pasado, y que lo haga de tal modo que la lectura trascienda el horizonte estrictamente histórico para incidir en una reflexión de orden más amplio sobre la desgarradura que conlleva todo cambio social. En buena medida, y sin que ello implique dependencia ninguna, cabe leer Los disparosdel cazadorcomo una indirecta continuación de La buena letra(1991), la anterior novela de Chirbes. Extremando el celo asoc,iativo, cabría leerla también como la pieza que, junto con En la lucha final (1990), completa un tríptico sobre el derrotero moral de la España posterior a la Guerra Civil vista a través de tres generaciones sucesivas. Algo que seguramente no forma parte de un proyecto deliberado pero que, a la postre, viene a destacar la consecuente inspiración de Rafael Chirbes a la hora de ilustrar narrativamente la idea de que la historia muda de España, bajo el franquismo lo mismo que en la democracia, es la de una repetida traición a la memoria, una reiterada negación de los propios orígenes que, sin embargo, actúa como germen corruptor.

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RAFAEL CHIRBES

LOS SIGNOS DE LA DERROTA

El recuento del pasado que, en la soledad de su mansión, asistido por un fiel y enigmático mayordomo, hace el narrador -un viejo plutócrata enfrentado a la derrota del tiempo-, evidencia el precio altísimo que tuvo que pagar toda una casta de advenedizos para auparse a la tarima del poder y de la riqueza. Es un desordenado recuento de malentendidos, de infidelidades, de abandonos, que hablan del extravío de sí mismo en el laberinto de las propias y ajenas ambiciones, de la pérdida inexplicable del amor, de la felicidad, de la propia estima, a lo largo de una vida en la que, perplejo, el protagonista ve cómo, al tiempo que su prosperidad aumenta, sus padres, su mujer, sus amantes, sus amigos, sus hijos y hasta sus propios sueños se convierten en extraños, se alejan irreparablemente de él. Como Artenúo Cruz en la célebre novela de Carlos Fuentes, el protagonista de Los disparosdel cazadoraparece como inconforme víctima del destino que él mismo ha forjado y como ejemplo de la tragedia interior que tan a menudo esconde la dorada máscara del poder. La evidencia tardía que de esta tragedia alcanza el personaje es la que lo empuja a admitir que, <<pormás que quiera, que escriba, es el rencor el que da origen a estos papeles, o no, no sé, tal vez sea el deseo de piedad para todos nosotros». De nuevo aquí --como ya antes en LA buena letra-- es esta compleja cifra de rencor y de piedad la que presta a la novela su acorde más eficaz y duradero. Y como allí, este acorde vibra en virtud de un sabio empleo de la voz narradora, de un cuidadoso trabajo del tono justo, obtenido, una vez más, a fuerza de contención y de sobriedad, a través de un estilo transparente y sereno, sencillo y sugerente. Chirbes sabe bien cómo introducir en el texto -redactado todo en primera persona- una implícita dialogía, haciendo que el recuento del personaje sea reacción al hallazgo de un cuaderno de notas de su propio hijo, del cual se espigan en el texto algunas citas aisladas. En ellas, el narrador aparece contemplado bajo una luz muy otra a aquella con la que él mismo se muestra, lo cual, a pesar de las refutaciones, no deja de volcar sobre su testifüonio la sombra de la duda. El recurso, por otro lado, insinúa la naturaleza testamentaria del relato, que es tanto balance como legado de toda una vida. Legado que

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pretende restituir, a través de la memoria (pero es «como si s~lo el do~ lor tuviese memoria»), la porción de inocencia que cupo a quienes toco vivir en una época culpable. Pero también la culpa de quienes, reclamándose inocentes de esa época, prefirieron ignorar hasta qué punto ellos mismos eran herederos de la misma. Lograr esta doble lección con escueta hondura y sin abdicar del singular dramatismo de un personaje que se impone por sí mismo en su solitaria humanidad, es mérito que debe ponerse en cuenta de un talento no demasiado común: la adecuación de Rafael Chirbes a sus más propias dotes como novelista, de las que otra vez obtiene en esta novela un excelente provecho.

JU STO NAVARRO

Todo en esta refinada novela suscita el equívoco. Lo que a primera vista parece ser «una indagación sobre el pasado», constituye en realidad, al decir del propio autor, «una indagación sobre los orígenes del presente». Indagación que explora la sórdida atmósfera de la inmediata posguerra desde una perspectiva eminentemente amoral. Las ciudades de Málaga y Granada se convierten aquí en escenarios de una historia de terror . Pero de terror psicológico, indiferente a connotaciones políticas. El protagonista, un joven héroe de la División Azul condecorado con la Cruz de Hierro, vive dominado por el miedo. Desahuciado por los médicos, que le pronostican seis meses de vida (el tiempo en que transcurre el relato), la suya es, a pesar de todo, la crónica de un superviviente. Una crónica en que vencedores y vencidos a menudo intercambian sus papeles, unos y otros infectados igualmente por la culpa. Pues «la culpa es contagiosa», se extiende como una epidemia, al igual que el miedo, y, llegado un punto, tiene por efecto propiciar un clima de impunidad en el que, paradójicamente, el crimen puede llegar a convertirse, como ocurre en esta novela, en una suerte de redención . En relación con su obra, Justo Navarro ha hablado de «novela negra» Y de «novela gótica». Y en estos dos modelos se reconocen sin duda buena parte de las conductas narrativas de La casadelpadre, m,uy en par~ ticular la estructura de su «intriga». Pero las sugerencias que en el lector puedan despertar tales referentes d eben consentir el impacto de una prosa espesada por la concurrencia de ecos muy otros, entre los cuales se

reconoce muy especialmente el de Bernhard. Lo cual viene en este caso a destacar uno de los alicientes principales que ofrece la escritura de Navarro : la autoridad que su disciplina de poeta y la intensidad de su muy personal percepción del mundo manti enen sobre un heteróclito caudal de resonancias literarias. En un orden ajeno por completo al de las influencias, resulta oportuno comparar La casadelpadrecon Nada, de Carmen Laforet. Las dos novelas comparten el tratamiento estilizado del ambiente de la posguerra, cifrado en torno a una casa familiar que el protagonista visita; en las dos se produce una semejante interiorización del espacio urbano, y también un poderoso claroscuro en el que se disipan los contornos morales de unos personajes desencajados, vistos como a través de una cornucopia en la que los objetos se exaltan y la realidad entera aparece desfigurada por una distorsión de carácter expresionista, afín a la que tiene lugar en las novelas de terror. A lo largo de todo el relato, el lector se pregunta desde dónde cuenta el narrador. Éste declara desde el comienzo que le quedan seis meses de vida, un dato que, sin embargo, parecen desmentir de forma cada vez más patente las frecuentes formulaóones retrospectivas, lo cual tiene por efecto reforzar durante toda la lectura e] efecto de irrealidad. El alcance irónico de este expediente se desvela al final del libro, pero es importante reparar en la función que desempeiia en cuanto centro de significación de un relato en el que los personajes pugnan por liberarse del «peso de todas sus muertes•>, y también como indicio de la ambigüedad que impregna toda la acción. Hay, en cualquier caso, razones fundadas para asegurar que el protagonista de esta novela habla desde una orilla distinta de la que en estas p áginas se recrea a la dudosa luz de una memoria que se ja cta de su parsiempre he tenido poca memoria, pero buena. Tengo mala cialidad. <
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La mala memoria Justo Navarro, lA casadel padre Anagrama, Barcelona, 1994

LA MALA MEMORIA

. la cabeza, voces que se rozan, se tocan, se empujan, se pisan, se atropellan, se aplastan entre sí, callan de pronto y te dejan vacío.» Palabras que orientan muy bien sobre la forma en que en esta novela comparece el pasado ante la conciencia de quien, resuelto a sobrevivir, ha optado por el olvido como una forma de felicidad. Justo Navarro ha acometido en esta novela una tarea de enorme dificultad, apostando por un registro discursivo en el que, sin dejar de traslucir las claves de la experiencia que determinó el presente en que ancla el relato, la memoria se ensordece en el «ruido» de un pasado que a momentos parece simple invención del silencio y del miedo. Al servicio de este propósito se pone un estilo de extraordinaria capacidad para la descripción de los estados sensoriales en los que repercuten ese silencio y ese miedo, estilo muy apto para la transpiración de las evidencias ocultas. Ese estilo, sin embargo, incurre más de una vez en excesos reiterativos (se echa en falta una mayor contención: la novela pierde intensidad por sus morosidades), del mismo modo que el relato desafina en ciertas secuencias (la epidemia que infesta Málaga, el carácter «monstruoso» de los hermanos Bueso, la brusca recapitulación del final) que agrietan la delicada trama en que se suspende. Algo que no desvirtúa, en cualquier caso, los contundentes logros de una novela que confirma a Justo Navarro como narrador de excepcionales calidad y exigencia.

Un ámbito moral

José-Carlos Mainer, De posguerra (1951-1990) Crítica, Barcelona, 1994

Este libro forma secuencia con otros dos anteriores del mismo autor: el ya clásico La Edad de Plata (1902-1939) y La Corona hecha trizas (19301960) . Los tres juntos trazan un recorrido por la cultura española del siglo xx con el que José-Carlos Mainer se acredita como uno de sus más destacados historiadores, dueño de una infrecuente independencia de criterio y una portentosa amplitud de miras. Fue en La Corona hecha trizas donde Mainer adelantó una hipótesis que, pese a contrariar las periodizaciones al uso, tiende a consolidarse con la perspectiva del tiempo: «la de que existe una intensa continuidad moral y estética entre lo que se inició hacia 1930 a la sombra de los esplendores de 1927 y del olimpo orteguiano y lo que -al otro lado de la Guerra Civil- concluyó antes de 1960, cuando ya otros jóvenes insolentes concebían el mundo y su país de muy otro modo». Prosiguiendo en esta dirección, el presente libro sondea el período que se inauguró por aquel entonces, «un período de voluntario adanismo cultural pero también de refundación de la convivencia que, muy a menudo, combate con los fantasmas del pasado próximo, continuándolo así a su pesar o sin saberlo». Es este período el que, sin empacho de seguir contrariando las más comunes etiquetas, Mainer nombra «de posguerra», entendiendo la palabra «como un ámbito moral, lo que es más y es menos que simplemente histórico». «Las páginas de este libro », declara Mainer en su prólogo, «hablan casi siempre por la voz de escritores que fueron jóvenes o niños de la 155

UN ÁMBITO MORAL

guerra o que nacieron después de su final. En todas esas voces se busca el eco de algo que tiene que ver con la contienda o con quien la prolongó obsesivamente porque la había ganado y eso legitimaba su poder y sus prejuicios: con lo que se perdió, con lo que se ganó, con la presencia de Franco o con su definitiva ausencia.» Cerca de una treintena de estas voces (de «anteayer», de «ayer», de «ahora mismo»: así se titulan los tres apartados en que se divide el libro) resuenan, pues, en estas páginas, desde Celaya a Gimferrer, desde Mihura a Carlos Saura, desde Cela a Eduardo Mendoza o Muñoz Molina, siempre a través de títulos emblemáticos en uno u otro sentido, como pueden serlo Pido la paz y la palabra, Don de la ebriedad,El ]a rama, Compañerosde viaje, Tiempo de silencio, Volverása Región, La oscurahistoriade la prima l'vlontse,Cría cuervos,El pianista o La soledadera esto. La parte del león se la llevan aquellas afirmaciones que, más allá de la glosa retrospectiva, arriesgan juicios contundentes, generalmente en la línea «fuerte» del que puede considerarse argumento vertebral del libro. Así, por conformarse al plano de la narrativa, la afirmación de que, con Volverása Región, de Benet, la Guerra Civil española empieza su período «mitológico», en el que «se explican, años después, cosas tan dispares como Si te dicenque caí, i\1azurcapara dos muertoso Beatus ille». Así también, la afirmación de que San Camilo 193 6, de Cela, «fue una pieza fundamental en el proceso de aceptación de la Guerra Civil como culpa colectiva por parte de la clase media espaiíola que la había ganado en los campos de batalla y, sobre todo, en las cárceles y en las tapias de los cementerios». Precisamente por las fechas en que estas dos novelas se publican (19671969), tiene lugar, al decir de Mainer, la conclusión de la Guerra Civil como «cruzada», o nüs exactamente: la «devolución>>de una victoria «que ya nadie veía propia». En los años siguientes, alentados por la expectativa de la desaparición del dictador, ello se resolverá en el deseo de «cancelar» de una vez por todas el pasado. Pero si en los impulsos brotados entonces encuentran su explicación muchos de los rasgos que habrán de caracterizar la cultura española de la Transición, aparece exagerada la pretensión de Mainer de estirar el alcance de lo que él llama «posguerra» 156

JOSÉ-CARLOS

MAINER

hasta fecha tan próxima como 1990. Cierto es que «la superstición cronológica» no debe exagerar la significación que para la cultura española tiene el año de 1975, en que se cumple la muerte de Franco; pero no lo es menos que, dondequiera que se reconozcan los primero s síntomas de su advenimiento, el «posfranquismo» se perfila -también él- como un «ámbito moral» claramente disociable -y en muchos rasgos opuestodel que aquí se reconoce como propio de la «posguerra», por amplio y escasamente convencional que sea el contenido que se quiera atribuir a ésta. Por lo demás, esto es algo que se desprende de las mismas páginas del libro en que Mainer se extiende acerca del período 1975-1990. Justo es aclarar que tales páginas corresponden a dos intervenciones habladas y dirigidas a un público extranjero, por lo que no debe obviarse el vínculo más bien circunstancial que las liga -salvado un hiato de cinco años- a las precedentes, correspondientes al período que va de 1951 a 1970. En éstas, mediante lo que bien podrían describirse como estampas o «medallones» críticos, el autor glosa con retrospectiva y generosa pasión lecturas queridas, de las que acierta a destacar su perdurable valor soplando en la ceniza del tiempo, cuando no del olvido. Este ejercicio sirve de fondo e inspirado contrapunto a las dos referidas conferencias, en donde las servidumbres que imponen su carácter panorámico y la resignada vocación historiográfica («a un historiador le resulta difícil repudiar nada y tiende a ver en todo un signo de su tiempo », declara Mainer) no impiden la proliferación de a veces discutibl es pero siempre penetrantes observaciones sobre los derroteros en que ha discurrido la cultura española de los últimos veinte años.

GONZALO

HIDALGO BAYAL

Rafael Sánchez Ferlosio protagoniza,junto aJuan Benet, un episodio notabilísimo de la reciente liter atura españo la. Estos do s escritores postularon en su día un a radical rectificación de los cauces por los que discurría la narrativa española, escribiendo sendos ensayos que contenían una explícita decl aración de los principios a partir de los cuales artic ulaban su personal proyecto literario. Con puntos de partida muy diferentes, y aun con objetivos difícihn ente asimilables, an1bos coincidieron en un a actitud profundan1ente reaccion aria frente a la tradición, invoc ando una suerte de refunda ción del gesto narrativo que se resolvía, en ambos, en la restitu ción de un estilo elevado y en la creación de un orbe mitológico propio.

Dejando para otra ocasión la tarea de calibrar el alcance de esta actitud en el desarrollo de la narrativa española, importa ahora reparar en cuáles son, por lo que toca a Ferlosio, los fundamentos que le atribuye Gonzalo Hidalgo. Y a este propósito interesa arrancar, como él hace, de aquella declaración de Ferlosio en la que define a la narratividad como <
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Un narrador esencial

Gonzalo Hidalgo Bayal, Camino deJotán (La razón narrativade Ferlosio) Del Oeste Ediciones, Badajoz, 1994

Puesto que ni el vigor ni la inteligencia ni la rectitud de un ensayo suelen ser mérito s bastantes para su conveniente divulgación , bien vale destacar aquí otro que también reúne este Camino deJotán: el de su oportunidad . Y es que resulta, en efecto, oportuno, en el marco de la actual narrativa española - tan próspera en tantos aspectos, pero que padece un déficit endémico en cuanto al planteamiento y la reflexión sobre qué cosa sea el concepto de narratividad, cuáles los presupuestos desde los que opera o debería operar la vocación mism a de narrar - , resulta, se decía, oportuno, en este marco, inquirir con rigor y solvencia, como hace Gonzalo Hidalgo, también con algunos puntos de intención polémica, en la razón narrativade uno de los muy pocos escritores españo les que han discurrido al respecto.

UN NARRADOR

ESENCIAL

to va a sonar en los oídos del lector, lo que va a ser en d acto de la comunicación». En no escasa medida, podría aventurarse que la confusión actualmente imperante en la orientación de las nuevas estrategias narrativas no remite tanto a la crisis de los modelos narrativos y al orden de la experiencia del que surgieron como, más sencillamente, a una previa inadvertencia de cuáles son los condicionantes que operan sobre el acto mismo de narrar y que Hidalgo acierta a reunir en tres puntos sustanciales: «la actitud del receptor, la estructura interna del texto y la voluntad del narradoP>. El lector curioso de conocer cuáles son las posiciones de Ferlosio en relación con estos tres puntos encontrará en el ensayo de Hidalgo una exposición deliberadamente sumaria pero muy clarificadora, inspirada por el convencimiento de que tales posicione s hallan respaldo en dos actitudes constantes en Ferlosio, especialmente en su obra posterior al Jarama:«La conciencia intelectual de la palabra, por una parte, y la confianza en la palabra, por la otra». Queda por ver si en El testimoniode Yaifoz, donde esta confianza en la palabra constituye -c omo afirma Hidalgo - la materia misma del relato, el «regreso a los orígenes» que allí se postula supone, en efecto, una eficaz «reconciliación con el género narrativo» . Si al proponer una suerte de <>,Ferlosio no elude, con lu cidez pero sin beligerancia -y sin menoscabo del acierto y la belleza de su relato-, la tesitura en la que la narración en cuanto género literario se halla sumida desde que de un modo irrev ersible se quebrara esa confianza. Pero ésta es cuestión en. la que no entra Hidalgo, cuya casi incondicional adhesión a los planteamientos de Ferlosio limita su análisis a la encendida glosa de los mismos . Y es que, si bien el propio Hidalgo puntualiza que «estas páginas sólo pretenden ser un ejercicio de lectura, de crítica literaria a lo sumo, pero en modo alguno una hagiografía», lo cierto es que, impr egnadas de las maneras y del estilo de Ferlosio, animadas por una insobornable admiración a su persona, y espoleadas por una exaltada apreciación de lo que se califica aquí de «injusta adversidad crítica>>,constituyen una ejemplar y apasionada apología, destinada a reclamar un magisterio necesario .

Belle Époque Francisco Umbral, Las señoritasde Avignon Planeta, Barcelona, 1995

Los reiterados vapuleos de que Galdós es objeto en esta novela no de ben llevar a engaño. Galdós -bien que a través de Valle-Inclánes el precedente indiscutible de lo que, por llamarlo de algún modo, vendría a constituir el proyecto nov elístico de Umbral. Desde hace ya tiempo, éste viene escribiendo sus propios Episodios nacionales.Y aunque falto, a diferencia de Galdós, de un ideal patriótico y de un ideario narrativo, también a él, como a Galdós ~ vale que por razones distin tas-, suele traicionarle la prosa. Lo cual resulta particularmente preocupante en su caso, ya .que, muy por encima de la intención crítica que predomina en Galdós, es la voluntad de estilo la que justifica el empe ño de Umbral. Epígono brillante y confeso de Valle, de Gómez de la Serna, de González Ruano y tantos otros, Umbral es en la actualidad el más conspicuo valedor de una poderosa corriente de la literatura española de este siglo. Se trata de cierto empleo de la prosa con efectos propios de la poesía, del ex travío de la pasión lírica o ingeniosa por los distritos de la razón. De modos muy diferentes, participan en dicha corriente numerosos autores, algunos ciertamente importantes. A la búsqueda de la intensidad ex presiva, de una peculiar atmósfera emocional, la co ndu cta estéti ca de muchos de ellos, al poner el énfasis en la virtualidad poética de la prosa, ha solido infectar gravemente la conciencia artística de tantos otros a qui enes deslumbran los fogonazos de las met áforas sorprendentes, de la demolición vanguardista, de las greguerías crepitantes . 16 1

BELLE ÉPOQUE FRANCISCO

Lo dejó dicho Jaime Gil de Biedma con ejemplar contundencia: «Además de un medio de arte, la prosa es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora, y no se puede jugar con ella impunemente a la poesía, durante años y años, sin enrarecer aún más la cultura del país -una cultura sometida a graves tensiones, lastrada por el peso de una casi invencible e inveterada insensatez- y sin que la vida intelectual y moral de sus clases ilustradas se deteriore». Y aún sigue Jaime Gil, siempre refiriéndose a la aludida tendencia: <<Si tal reflexión se le antoja al lector demasiado truculenta, piense un momento que de aquel universal diluvio de poesía en prosa, y de la requintada retórica novecentista de Ortega y Gasset, nacieron en los años treinta flores tan venenosas como las espléndidas crónicas de Eugenio Montes en ABC, de una toxicidad demagógica químicamente puta, y los escritos y discursos de José Antonio Primo de Rivera». No se trata, claro está, de levantar ningún expediente político. Allá él si alguno no acierta a reconocer el alcance literario de estas palabras. prosa No será el caso del propio Umbral, quien ha dejado escrito que <
UMBRAL

y las vicisitudes del peóodo que en España va desde comienzos de siglo hasta la Guerra Civil. Picasso y Romanones y García Lorca, la boda de Alfonso XIII, la Gran Guerra, la dictadura de Primo de Rivera ... , figurones y sucesos desfilan aquí mansamente para desahogo de las mitomanías y tirrias del autor, al acecho siempre de la ocurrencia intempestiva, único elemento cohesionador de un relato que carece de la más núnima tensión narrativa. La indiferencia que el autor pueda m~nifestar a este respecto no alivia al lector de su fatiga, como no le sirve de atenuante la intención polémica y periodística. Por debajo de una y otra asoman la flojera y la sinrazón de un texto que descree apáticamente de sí mismo.

AMORES PARTI CULAR ES

toda deliberación del lirismo. Muy lejos de la inhibición argu mental que suele caracterizar las propu estas de los más jóv enes escritores español es, Magrinya construye historias de muy nítida secuencia narrativa, en las que no dejan de ocurrir cosas, de reco nocer se destinos. Lo característico de sus tramas, sin embargo, es la suspensión de los acontecimientos propiamente dichos en el tejido de sus significaciones, conforme a un proceder que inquiere directament e en las actuaciones y los sentimientos de sus personajes, desdeñando los artificios del ilusionismo realista . Valdría decir que no son tanto los hechos como su «inteligencia» lo que preocupa a Magrinya, cuyos relatos -tan parcos en efectos ambientales, tan selectivos en el empleo del diálogo, tan elípticos en la exposició n de los hechos mismos - producen por eso mismo la impre sión de concentradísima sustan cia literaria. Y es que, irrecuperable la magia antigua del cuento, asumen la con dición específica de su género: la de cons-

tituirse en «un medio al servicio del hombre intelectuahnente fuerte para poder acercarse de puntillas a conocimiento s sentimentales y estrem ecimientos del pensamiento que no se pueden captar en general sino tan sólo en el caso particular». Pertenecen esas palabras a Musil, a quien alguno recordó a propósito de Los aéreos(1993), el anterior libro de Magrinya. Y a quien vale seguir recordando ahora, pues, si bien la ironía, la enrevesada moralidad y el humor de que hace gala Magrinya cabe ponerlos en cuenta de su educado gusto por los viejos maestros de la gran novela europea, no hay que perder de vista que él escribe «después» de ellos, no como ellos. De ahí su contrariada afinidad con los maestros del siglo xx, con la tradición de una modernidad por lo demás incumplida en el ámbito de las letras españolas. Las prodigiosas asimetrías del amor son -dicho sea muy sumariamente- la mat eria en fa que exploran los cinco relato s de este libro, que incluye, a modo de apéndice, lo que su propio autor describe como «una humorada a costa del género detectivesco». Esta vecindad temática contribuye a la cohesión de unas piezas que, por otro lado, admit en ser leídas como reelaboraciones de motivos clásicos, tales como la Bell a y la Bestia, el hilo de Ariadna, Narciso y la fuent e ... Es notable, en todos estos relatos, el talante del narrador , que asume siempre, respecto de los he chos, un a distancia analítica que le permite exponerlos en todo momento como «casos» sobre los que sugiere sucesivas explicaciones. Aunqu e excedido siempre por la imprevisibilidad de unos personajes -incluido él mismo- cuyos móviles y actuaciones son vistos desde fuera, desde una luz que, al tiempo que ilumina, distorsiona su objeto, como ocurre con los colore s de algunos peces cuando se los saca de las profundidades. El amor de una muchacha adorable por un hombre monstruoso, la errante fidelidad de una fan hacia su ídolo, la desesperada pasión de una princesa por un truhán, la fluctuante devoción de un esnob por su novia . .. son todas situaciones de las que Magrin ya parte para construir preciosas piezas de avasalladora ambigüedad, que constituyen a su vez ejemplares mecanismos de prosa narrativa.

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Amores particulares Luis Magrinya, Belínda y el monstruo Debate, Barcelona, 1995

Conviene decirlo con la suficiente rotundidad: autor de sólo dos libros de relatos, Luis Magrinya es ya uno de los narradores más importantes y novedo sos de la reciente literatura española. Hacer esta afirmación no entraña riesgo alguno. Pero sí dificultad. Y ello por cuanto la escritura de Magrinya es materia resbaladiza a cualquier intento clasificatorio. La extraña textura de sus relatos propicia equívocos respecto a su naturaleza, cuyos vericuetos poco tienen que ver con la introspección psicológica, cuyo poderío estilístico se aparta con

LUIS MAGRINY

A

Pues en ello consiste, en definitiva, la más arriesgada apuesta y el mérito superior de este escritor: la de proponer una renovación de la prosa narrativa en castellano con un rigor y una lucidez que, en la actualidad, comparten pocos, poquísimos otros narrador es españoles.

Mundanal ruido Miguel Sánchez-Ostiz, Un infierna en eljardín Anagrama, Barcelona, 1995

Si es cierto que ha habido una <<culturadel pelotazo », habrá que señalar entre sus secuelas lo que bien cabría bautizar como «novela del rebote>>. Vale decir aquella novela que, ya con acritud, ya con enfado , ya con buenas dosis de resignada sorna, la emprende con la flora y fauna surgidas al amparo de la aquí llamada «década de la ilusión». Ya se sabe: la del «relevo generacional», la de tantos «diputadillos de la pura nada», «banqueros de gomina y lana fría», «campeones de la vida guapa>>,protagonistas de <>que van de 1982 a 1992, los del «socialfelipismo » triunfante. Con estrategias y logros diferentes, han interpelado esos años autores como Rafael Chirbes, Juan José Millás o Manuel Vázquez Montalbán, entre otros . Lo hizo también Miguel Sánchez-Ostiz en Laspirañas(1992) , su anterior novela, libro inesperadamente agresivo, excesivo en muchos aspectos, pero que impresionaba por la radicalidad de su empeño. Como en aquella novela, también aho ra, en Un i1ifierno en eljardín, el eje de la narración es esa maldición consistente en «intentar huir de la zafiedad, de la mediocridad, y al final arrear con ellas a la fuerza». Pero, para decepción del lector , la aventura estilística emprendida con Las pirañas queda aparcada, sustituida la impronta celiniana del monólogo por un monocorde berrinche, artificiosamente engastado de usos jergales , gobernado por un narrador impreciso, antes confundido que respaldado por el inequívoco trasfondo autobiográfico del relato. La novela cuenta las calamidades que rondan a su protagonista, Mar167

MUNDANAL

RUIDO

tío Eguren, a partir del momento en que, decidido a huir del mundanal ruido para dedicarse en paz a la poesía y a su huerto, compra con su mujer un viejo molino donde refugiarse, sin sospechar que los terrenos que lo rodean han sido adquiridos por una constructora para edificar una urbanización de casas adosadas. Tal es la situación que sirve a Sánchez-Ostiz para dibujar un feroz retrato de la «promoción del 92», la de los triunfadores, «los nuevos capitanes de empresa, los ricos nuevos, los hombres del futuro», destinatarios «de toda la basura de los suplementos de estilo». La urticaria que a Eguren le produce esta chusma condena al naufragio su intento de reclusión. Y junto a él, a la novela que protagoniza . Así ocurre de un modo tanto más patético en cuanto que hay indicios sobrados para pensar que el propio autor se da cuenta de ello, de que sería preferible «no naufragar en el odio y en el ánimo de venganza, parar aquel delirio cuanto antes», pese a lo cual es incapaz de controlarse, dale que dale con su monserga, una vez y otra vez, «la merde, la merde, toujours recomancé», como dice con gracia . Tal vez en aquel delirio, en la catarsis que le produce, espera encontrar el autor no sólo un revulsivo, sino también un medio eficaz para captar «el ruido de la época». Pero entonces no se explica de qué modo aspira a librarse de los juicios que su personaje, incansable en «su papel ya conquistado y sin rival de relator de desastres y desgracias» , provoca entre sus más allegados, al fin hartos, como el lector, «de aquellos soliloquios, de aquellos continuos estados de la cuestión y de aquel darle vueltas al asunto del molino, del error vital, del engaño, como si fuera la piedra de Sísifo» . .. Para ellos, como para el lector, Eguren se convierte «en un tío lata». «Aquella gente horrible ... » Pero el propio Eguren admite que no sabría decir por qué le resulta tan horrible. Porque son distintos, se responde. «Vidas distintas, distintos caracteres.» Pero de esa diferencia no se deriva una perspectiva, tampoco un conocimiento. De ahí que la novela se consuma en «superficiales encontronazos> >con unos seres que carecen de toda entidad y de los que el mismo Eguren sospecha que «nunca sabría qui énes eran, se quedarí a sólo co n las másc aras de aqu el carnaval». Con 168

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

el agravante de que aquí no hay carnaval que valga, sólo costumbrismo caricaturesco, dado que el berrinche, al anul ar toda distancia, asfixia el humor e impide que prospere la veta visionaria por la que parece enca minarse el relato en sus mejores momentos. El narrador asegura de Eguren que «un día, cuando las borrascas amainaron, se encontró con que tenía un libro entre las manos y que era bueno: un mundo de verdad visto ». Pero ese día queda fuera de esta no.vela, en la que pronto se impone la sensación que embarga a Eguren de que «había un error en alguna parte y era irremediabfe» . ¿Cuál es ese error? Seguramente el que, a pesar de sus dotes, de su íntimo convencimiento de que no es éste el camino, de que no sólo la vida, también el arte está en otra parte, empuja al autor, como a Eguren, a escribir con la oscura certeza de «no tener nada que transmitir, su barullo interior, nada más».

J. A.

Entre el delirio y la perplejidad

J.A.

González Sainz, Un mundo exasperado Anagrama, Barcelona, 1995

Siete años después del Diario de un hombre humillado, de Félix de Azúa, Un mundo exasperadoconfirma la vigencia y la prosperidad de una estrategia narrativa que centra su interés en la impugnación de una realidad sometida, por parte del narrador, a la contrariedad de sus propias opiniones, esas <
GONZÁLEZ

SAINZ

que, de un modo aplastante, orienta no sólo_el estilo sino también las maneras en que se formula dicha extrañeza. Esta se resuelve en una casuística de la queja, en una retórica de la rabieta, en una estética de la exageración, a menudo fatigosas, aun a pesar de que el autor acierta a extraer de su modelo las facetas más cómicas , conformando un personaje a menudo woodyallenesco, muy en la linea, ya clásica, del neurótico irremediable. A medida, sin embargo, que el soliloquio progresa, el personaje penetra en sus propias contradicciones, de tal modo que el increpante sermón va convirtiéndose, cada vez más , en una apasionada introspección, en la confesión de una confusión, en una queja de la queja, donde el humor y el patetismo se complican y alcanzan creciente intensidad. Pu ede hablarse así de una elevación gradual de todos los contenidos de la novela, y muy en particular de su estilo, vehemente y prolijo, que a menudo se enrosca en sí mismo, pero que a partir de cierto momento remonta en soberbias espirales sobre las que la voz del narrador, dueña de una amplia gama de registros, cobra altura y resuena con poderosa elocuencia. Una impresión que se hace palpable desde el momento en que el personaje pasa a definirse a partir de su propia incongruencia con el mundo que le rodea, en lugar de hacerlo simplemente a partir de su rechazo al mismo. González Sainz (Soria, 1956) ha optado abiertamente por una épica del discurso, que configura un espacio moral y que privilegia la digresión como elemento narrativo. Se trata de un camino lleno de riesgos, dado que, a falta de una tramoya argumental, el texto debe confiar a los poderes del estilo la misión de cautivar la expectativa del lector. Esa expectativa tiende aquí a distraerse en cuanto se comprende que el estilo opera siempre mediante la hipérbole, lo cual conduce sistemáticamente al exceso, por virtud de una dinámica que responde al cabo a unas leyes pronto previsibles. Algo que impacienta sobre todo en las partes más predicativas y caricaturescas del texto, en las que la exasperación del narrador infla sin medida tantas opiniones que rozan el lugar común. Sólo cuando las opiniones naufragan en la complejidad de los sentimientos, cuando, en la resaca de las imprecaciones, el odio mismo apa171

ENTRE EL DELIRIO

Y LA PERPLEJIDAD

rece como «la última morada del sentido» y en esa morada se descubre

a1 hombre aterrorizado por su propia soledad, sólo entonces el delirio del narrador se acerca de verdad a las cuestiones que toca. Sólo entonces la novela, lejos de conformarse con levantar acta de un mundo incomprensible y proclamar su rechazo, alcanza a iluminarlo con la luz de sus preguntas, que contienen en sí rrúsmas la posibilidad de un si!mi::, ficado.

Ese niño que llora

Juan José Millás, Tonto, muerto, bastardoe invisible Alfaguara, Madrid, 1995

El jefe de recursos humanos de una empresa de papel estatal decide un buen día elaborar el perfil del tipo de trabajador que la empresa va a necesitar durante los próximos veinte afios. Para ello pone en marcha un proyecto en el que colabora todo un equipo de sociólogos. Obtiene así el perfil justo que anda buscando. Pero comete un error: ese perfil no encaja con el suyo propio y, en consecuencia, el director de personal de la empresa lo despide a los pocos meses. Esta situación novelesca, tan ingeniosamente planteada, ofrece un problema : su mero recuento conforma por sí solo un pequeño apólogo. La anécdota sólo puede estirarse o complicarse al precio de desvirtuar esta condición casi aforística en la que se sustenta la moraleja. Juan José Millás posee una imaginación endiablada para cifrar situaciones de esta índole. Todavía más que sus relatos, lo demuestran sus columnas en El País, a menudo espléndidos ejemplos de cuentos brevísimos que recuerdan, por su naturaleza fulminante, a Walser, a Kafka . Resulta de una gran dificultad conciliar una imaginación de este tipo con el aliento y la tensión requeridos por una novela . Y esta dificultad es sin duda el mayor problema de Millás como narrador. Para enfrentarse a ella cuenta con un recurso importante: su capacidad para permanecer y ahondar en la «extrañeza» (con acierto ha calificado Gonzalo Sob ejano a Millás como «fabulador de la extrañeza»). Pero contra esta rrúsma capacidad actúa, por otro lado, la inclinación psicologista de este autor, en la que tan manifiesta se hace la impronta del psicoanálisis . 173

ESE NIÑO QUE LLORA JUAN JOSÉ MILLÁS

Enterado de su despido, Jesús -así se llama el protagonista de Tonto, muerto, bastardo e invisible-- recuerda el bigote postizo que guarda en la caja fuerte de su casa. Lo encargó a modo de irónico homenaje a su padre, que llevaba uno igual, pero enseguida le produjo un inexplicable malestar. Ahora se lo pone en la intimidad del cuarto de baño y, frente a su propio rostro transfigurado («Soy otro, pensé»), le invade una fuerte Y agradable sensación de irrealidad. Más que eso: se desata en su interior un proceso de desrealización que persiste aun cuando, al salir del cuarto de baño, devuelve el bigote a su lugar. A continuación llama a su mujer y le pide que le enseñe el culo. Así arranca esta última novela de Millás, que atrapa al lector con una fuerza sorprendente. Ahí está, poderosamente expresado, «el desasosiego que transmiten los objetos cuando uno se relaciona con ellos desde el miedo». Un sentimiento del que brota la extrañeza antes aludida y que, en su empeño por aliviarla, hace de tantos personajes de Millás seres extraños ellos mismos. Seres a cuyos pies se ha abierto el vacío vertiginoso de su soledad, de la inautenticidad de sus existencias. Y que, a partir de ese momento, para saltar sobre ese vacío, comienzan a conducirse excéntricamente. Esa excentricidad da juego a uno de los ingredientes fundamentales en la escritura de Millás, que se alza en esta novela con un protagonismo indiscutible: el humor. Un humor disparatado y amargo, teñido de inquietantes atisbos, que por encima de todo se nutre de una radical discrepancia con el orden establecido, con la normalidad entendida, una vez más, como simulacro del sentido. En este punto manifiesta Millás una rabia y una agresividad que constituyen otro importante ingrediente de su escritura y que alcanzan el paroxismo en esta novela, en la que, extremando groseramente la caricatura que de ellos se realiza una v otra vez arremete contra los «socialdemócratas de mierda». Ellos 'son, ~ ojos de Jesús, los representantes por excelencia de la impostura en que se fundamenta la sociedad, y así es por cuanto, más evidentemente que ninguna otra doctrina, «la socialdemocracia se caracteriza por ser la única filosofía de la vida que permite hacer lo contrario de lo que predica en nombre de lo que predica».

Mientras el humor y la agresividad concurren en la expresión del sentimiento de extrañeza, la novela mantiene un aliciente notable. Éste, sin embargo, empieza a zozobrar a medida que el «proceso de desrealización» de Jesús se convierte, poco a poco, en un proceso de reconciliación consigo mismo, en un «viaje al revés, hacia el origen de las cosas, hacia el punto donde convergen las líneas de la vida». Un viaje al lugar donde quedó perdido ese niño que Jesús siente llorar dentro de sí, y que con su llantina termina por aguar la novela. «Toda la vida pendiente de la calificación de los otros, de su mirada, para construirme una identidad, que resultó ser una prótesis, con la que poder salir de aquel barrio y triunfar, y ahora resulta que no había salido o que había abandonado en él al niño que me lloraba por las noches, ese niño minusválido y bastardo y muerto e invisible.» Esta cita resume con precisión el sentido de la peripecia de Jesús. Pero su carácter tan explícito delata la debilidad mayor que manifiesta el relato: la abierta declaración de sus propias intenciones, y aun de sus propios procedimientos. Millás no ha regateado recursos para estructurar literariamente la peripecia de Jesús. Pero, en lugar de actuar como esqueleto del relato, esos recursos terminan por invadir su materia misma. La clave psicoanalítica introduce en el personaje de Jesús resortes tan mecánicos como los que impulsan a los autómatas que él reconoce en los transeúntes, ignorantes de su propia tontería, de su desapercibida muerte. La asimilación de Jesús al prototipo del héroe que para descubrir «el sentido de la vida» debe superar duras pruebas, esa ostentosa estructuración del relato conforme a los cuentos de hadas, agotan su efecto en la exigencia con que imponen a los comparsas una servidumbre excesiva a los prototipos (el villano, la bruja). La actividad misma de la escritura como instrumento de reordenación de la propia experiencia, comparece con esfuerzo como garante y justificación de la fluctuante estrategia narrativa. También la feroz crítica a la alienación social pierde mordiente en cuanto sólo flota sobre la superficie del horror que la sustenta y se le opone como alternativa un infantiloide aferramiento a los propios sueños. Y en todo este tinglado, hasta la propia prosa de Millás, eficaz y destellante, incurre en vulgaridades, incluso en el chiste facil («sus piernas eran más largas que la infancia de un pobre»).

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ESE NIÑO QUE LLORA

Pero Millás ha dicho que con esta novela cierra toda una etapa de su trayectoria como escritor y que en ella se catalizan elementos que hasta la fecha han surtido su oficio de novelista. Algunos de los reparos que aquí se hacen admiten como atenuante el trazo grueso con que, deliberadamente, el autor ha revisitado sus obsesiones constantes, imprimiéndoles una flagrante irorúa. Y es sin duda esta ironía, sumada a tantas dotes inusuales que relumbran en el texto, lo que hace de éste una propuesta en definitiva interesante . Lateral, n. 0 6, abril de 1995

Una retórica del desamparo Pedro Maestre, Matando dinosaurioscon tirachinas Destino , Barcelona , 1996

De tres años a esta parte , el éxito de Ray Loriga y José Ángel Mañas ha desatado las expectati vas en torno a una nue va generación de narradores. Jó ven es capaces de ofrecer una alternativa a los planteamientos de sus mayores y, por virtud de ello, acceder a un públic o supue stamente alejado del ámbito libresco pero muy sensible, en cambio, a los emblemas generacion ales que autores como los citados han tenido el acierto de traer a su escritura. En esta vía se sitúa Pedro Maestre (Alicante, 1967), autor novel que , entre tan tos otros de parecida cuerda, ha tenido la fortuna de ser distinguido con el Premio Nadal. N o es difícil imagin ar los méritos que le han valido la distinción: Maestre es un sólido repres en tant e de la tendencia que tan afanosamente exploran hoy los editores. Con resolución y talento, incluso con alguna osadía, su escritura satisface los requisitos que, de un modo impreci so, se presuponen a un novísimo narrador: discurso fragme ntado, pros a espontánea, desgarro generacional, costumbrismo veint eañero .. . Y así es a tal punt o, que las impugnaciones que suscita ensegu ida adqui eren un a dimensión genérica . Interesa reparar en las notables coincidencias que invitan a identificar al propio Maestre con el narrador y protagonista de su novela , un joven en paro que vive con su novia y desahoga en la escritura las zozobras de una juventud prolongada a su pesar. En un primer vistazo, la promiscuidad del au tor con su personaje invita a leer el texto como un a desinhibida co nfiden cia. Pero no es así, en modo alguno. No puede ser177

UNA RETÓRICA

DEL DESAMPARO

lo porque, en contra de las apariencias, no hay aquí atisbo de auténtica interioridad. Y ésta no se da por cuanto no existe, propiamente, individualidad. Autor y personaje se postulan deliberadamente como paradigmas de un determinado estilo de _vida. Uno y otro se construyen como representación de un determinado estrato generacional, y su propia entidad se mide en razón de esa pretendida representatividad. En definitiva, ambos actúan como tipos, y en consecuencia su escritura se revela tipificada. Extraña al orden de la experiencia, esta escritura, afirmada en la inmadurez, ignora qué cosa sea narrar, y se resuelve en una informe secuencia de viñetas sentimentales. Indiferente al conocimiento, su horizonte es estrictamente testimonial, en el sentido más superficial del término. Documenta conductas y comportamientos, y lo hace con una suerte de exhibicionismo colectivo, de narcisismo impersonal. La oralidad, el recalcitrante coloquialismo del lenguaje, ahonda en esta dirección, al igual que la ostentación de fetiches culturales. Por lo demás, el seductor lirismo de algunos episodios no logra paliar la dimensión retórica de tanto desconcierto. Se reconoce aquí, de nuevo, una ética de la confusión, de signo subliminalmente conservador. Al cabo, el drama del protagonista consiste en sus dificultades para ingresar convenientemente en el orden establecido . Su traición a Peter Pan antes tiene que ver con la resignación que con la rebelión de ningún signo. No se confunda la cólera con la queja, la inconformidad con el propósito de enmienda. La cautela invita a prever que, pues tanto va el cántaro a la fuente, la sensibilidad de la que surge y a la que alude una novela como ésta alcance algún día a romper la tediosa micrografía del desamparo en la que se enquista . Por el momento, sin embargo, no es éste el caso, y una vez más el aliciente literario resigna aquí su precedencia a la curiosidad sociológica.

Lo peor de todo

Félix Romeo, Dibi!fosanimados Plaza & Janés, Barcelona, 1996 José Machado, A dos ruedas Alfaguara, Madrid, 1996

Sea el lector paciente y compare: Ray Loriga, Lo peor de todo, 1992: «Lo peor de todo no son las horas perdidas, ni el tiempo por detrás y por delante, lo peor son esos espantosos crucifijos hechos con pinzas para la ropa» ... Félix Romeo, Dibiy'osanimados,1994: «Lo más terrible no es ser gordo . Ni siquiera llevar gafas de culo de vaso. Lo más terrible es llevar zapatos con calzas o con plataforma ortopédica» . .. José Machado, A dos ruedas,1996 : «Lo peor de todo no son los pueblos que pasan rápido por delante de tus ojos. Ni el tiempo que se va cayendo del reloj. Ni todo lo que dejaste atrás cuando saliste. Ni el trabajo sobre papel mojado . Ni siquiera la soledad de este autobús es lo peor que te puede ocurrir. Lo más jodido es la caída »... Valgan estas tres citas, cronológicamente ordenadas, como ejemplo suficiente de la infección retórica que, en muy poco tiempo, ha enfer n1ado a tantos escritores jóvenes de este país. Lo de menos aquí es el evidente paralelismo sintáctico. Más elocuente resulta la inflamación del recurso estilístico, muy patente en la tercera cita, donde el eco de la primera se ha convertido ya en simple ruido. Algún día habrá que responderse a la cuestión de si un estilo es responsable de sus propias resonancias. Como sea, lo cierto es que, respon 179

LO PEOR DE TODO

sable o no, acaba siendo víctima de las mismas. Lo peor de todo, así, no es el mimetismo que empuja a un joven como Machado (Madrid, 1974) a convertirse en ingenua caricatura de su modelo. Ni siquiera que ese modelo, el Loriga de Héroes, vaya incurriendo él mismo en su propia caricatura. Lo peor de todo es que la saturación y el cansancio a que conduce tanto amaneramiento terminen por repercutir retroactivamente sobre lo que en su día se percibió como indicio de renovación y de frescura. Algo de esto ocurre con DibiUosanimados,primera y por el momento única novela de Félix Romeo (Zaragoza, 1968), repescada ahora por Plaza & Janés pero ya publicada hace dos años por Mira Editores. En ella, un narrador de condición y edad muy semejantes a las del autor evoca su infancia y adolescencia a través de un intencionado batiburillo de epifanías narrativas que, juntas, se asoman a la memoria sentimental de toda una generación, la de quienes crecieron durante la Transición. Romeo utiliza con gran sentido del humor y contenido lirismo un dispositivo retórico inequívocamente influido por el Loriga de Lo peor de todo pero bien enderezado al propósito de invocar el pasado reciente bajo el signo de una íntima desolación. «El pasado,>, dice el narrador, «es un tiempo en d que yo era culpable.» Confesión que ofrece un sugerente contrapunto a la impostada inocencia, al pretendido adanismo con que la generación precedente vivió aquella época. Como se iba diciendo, sin embargo, resulta difícil despojar la lectura de esta novela de las enojosas resonancias que sobre ella vuelcan tantas otras en que un dispositivo retórico semejante ha degenerado enseguida en verborrea epigonal. Es el caso de A dos ruedas, título que su jovencísimo autor ha puesto a una aplicada carpeta de ejercicios escolares destinados a demostrar su talento para acatar las consignas estilísticas de la última hora. Con un libro así entre las manos, se pregunta uno si elementos tales como la fragmentación del discurso, la sintaxis sincopada, la impronta mediática o la desesperada ironía que hace poco atrajeron la atención sobre los nombres de Loriga o Romeo no llevaban en germen la empanada mental, la solemnidad tartamuda, la exaltada mitomanía, la risible pose de perdedores sin causa con que se invisten tantos de sus continuadores. 180

FÉLIX ROMEO

Y JOSÉ MACHADO

No hace mucho declaraba Ray Loriga en una entrevista que «el suicidio de Cobain (el líder de Nirvana) ha salvado a una generación entera, ha dotado de certificado de credibilidad a una gente a la que se acusaba de falta de profundidad y de debilidad en su argumentación». Palabras que mueven a pensar qué se estará entendiendo aqui por términos como los empleados. Y de rebote, a reflexionar en serio si no se está fomentando un fabuloso malentendido, y si con tales categorías puede siquiera empezarse a hablar de literatura.

ÁLVARO

Frívolas y elegantes

Álvaro Pombo, Donde las mujeres Anagrama, Barcelona, 1996

Vale más decirlo de entrada: Álvaro Pomb o ha escrito una novela estupenda, de las mejores suyas, y sin duda uno de los grandes títulos de la temporada. Con ella regresa a sus escenarios más personales, a sus más propias obsesiones, a su estilo más peculiar, recobrando con todo vigor el rumbo que gobierna su singularísima trayectoria literaria, el enrevesado juego de recurrencias y simetrías que orgarúza su extravagante mundo narrativo.

Donde las mujerescuenta el resquebrajamiento progresivo del cuadro familiar a los ojos de una narradora que, en el transcurso del relato, situado en los largos años del franquismo triunfante, pasa del encandilamiento de la mirada infantil al desencanto de una juventud agriada precozmente por turbias revelaciones. En el soberbio aislamiento de La Maraña, diminuta península de la costa cantábrica, la vida de la narradora (cuyo no1'l1.bre, significativamente, nunca se pronuncia) se desarrolla , como la de sus dos hermanos a la sombra de Clara, su madre, y de la excéntrica tía Lucía, que ocup~ un caserón vecino . Se trata de un ámbito esencialmente femenino, reforzado por la discreta eficiencia de Fraulein Hannah, una institutriz alemana. Cuantos hombres se aproximan al mismo, lo hacen bajo el signo de una claudicante fascinación. Así Tom Bilffinger, d pretendiente alemán de tía Lucía, con el que ésta se ruega a casarse. Y así también Fernando, el marido de Clara, que muchos años después de su separación visita a la familia con propósitos inciertos que todo lo trastocan.

POMBO

Con magistral dominio del tiempo (que se siente pasar dentro del relato), con sabia graduación de la perspectiva (que crece a la par que la narradora), Pombo consigue que lo que al principio se presenta como una radiante unidad familiar , de una distinción tan por encima de la chata realidad de la época, ceda terreno a la suspicacia primero y luego a la aprensión, para desembocar finalmente en una mezcla de compasión y de espanto . Es ésta una novela de formación, o más bien de iniciación , como otras de Pombo , un virtuoso a la hora de explorar los tránsitos de la edad , y autor que ha hecho de la institución familiar un campo privilegiado para sus sofisticadas prospecciones . A este respecto, Donde las mujeres plantea la problemática vigencia de los vínculos familiares cuando el sentido que en ellos imponían la tradición y la herencia ha quedado desbaratado por la codicia de las pasiones individuales. «Los hijos no entienden a los padres », le dice Tom a la narradora, «o no tienen por qué entenderlos mejor que otras personas. La familia es una relación que también vale en la medida en que desaparece.» Esta paradoja se agudiza aquí por cuanto el pequeño reducto familiar manifiesta su intrínseca esterilidad. La arrogante distinción de las atractivas hermanas se sustenta sobre el rechazo de la felicidad («ese desprestigio de criadas que se casan cuando los novios vuelven de la mili»), sobre la inmovilidad de las propias inclinaciones (empezando por las sexuales), sobre la sustitución de los sentimientos por los modales: «Disfrutar no era la vida, para mi madre era una gansada disfrutar, vulgaridad, un salto atrás del señor a los gustos dd esclavo». El libro contiene, así, una severísima recusación de lo que cabría designar como un cierto aristocratismo de la cultura, decadente y desfasado , encarnado aquí en la superficial nostalgia del ambiente desenvuelto y cosmopolita de la Europa de entreguerras , en la equívoca añoranza de un vitalismo lujoso e irresponsable. Con resentimiento lo declara un compañero de juventud de las dos hermanas: «Eran frívolas, todos éramos frívolos, la única seriedad común a todos era la cultura, el arte, yo qué sé .. . Era un mundo muy perfecto, muy esnob y muy hipócrita. Cuando estalló en el 36 la guerra, me alegré. Es una purga que va a veniros bien,

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FRÍVOLAS Y ELEGANTES

pensé. Yo estaba seguro de la victoria nacional. Eran incultos y disciplinados, Justo lo contrario de nosotros . Por eso nos ganaron» . . , Admira la impecable construcción de la novela , la calculada clisposiCI,onde todos sus motivos; también la entidad de unos personajes magmficamente trazados, complejos y movedizos. La escritura de Pombo rezumante siempre de humor e irorúa, tan moralista y tan herética, ac:erta una vez más a combinar, sin escándalo del lector, una amplia diversidad de registros, desde los usos coloquiales de la burguesía de la época hasta la articulación de sofisticados razonamientos filosóficos (nadie como él para colar una cita de Fichte en el amable transcurso de una conversación). Cabe insinuar, por otro lado, una acusada simetría entre Donde la.1 mujeresy El metro de platino iridíado.Y es que mientras allí se proponía una _suerte de poética del bien, sustentada en la capacidad de su protagonista para dar sentido a la vida de quienes la rodean, aquí se expresa, por el contrario, una poética del mal de raíces materialistas, que tennina por mermar la sustancia y la identidad de la narradora . Hace ya seis años, El metro de platino iridiado (1990) jalonó sonadamente el número 100 de Narrativas Hispánicas. Con tanto o superior acierto, Donde las mujeresjalona el número 200, demostrando la vitalidad de la colección a la par que la de su autor, que en esta novela reafirma contundentemente el poderío y la originalidad de su talento como narrador.

U na novela mural

Rafael Chirbes, La largamarcha Anagrama, Barcelona , 1996

En la turbamulta de tanta memoria recobrada, de tanto testimonio delator y tanto ripio nostálgico, la voz de Rafael Chirbes suena con sugerente credibilidad. Años hace que este escritor emprendió la tarea de hurgar críticamente en la conciencia colectiva del país, con mirada que abarca el extenso período comprendido entre las postrimerías de la Guerra Civil y la década socialista . Sus tres novelas anteriores (En la luchafinal, La buena letra, Los disparosdel cazador) constituyen, sin pretenderlo, un tríptico sobre los derroteros morales por los que han transcurrido tres generaciones de españoles. Y como si entretanto hubiera cobrado Chirbes suficiente atrevimiento para ello, los materiales empleados a tal efecto los retoma ahora para trazar, a diferente escala, lo que en términos estereotipados cabría calificar como un amplio «fresco social» de la España de Franco. Dividid a en dos partes, La largamarchase centra primero en los años más duro s de la posguerra . Sobre un fondo de escombros y de soflamas, un amplio censo de personajes con trasta aquí su perfil. Más allá de la victoria o la derrota, las vidas de uno s y otros aparecen dobladas por el oportunismo o la resignación . Son vidas, en todo caso, trist es, sob re las que los hijos de esos mi smos personajes bordan, veinte años despué s, las flores rojas de sus ideales . Ya en su segunda parte, la novela deri va hacia un retrato de grupo en el que se describen los tráficos ideológicos y sentimentales de un puñ ado de univ ersitario s más o menos concienciados en la lucha contra el :franquismo. 185

UNA NOVELA MURAL

Tan apurada síntesis ha de bastar para sugerir la familiaridad de la realidad enfocada por Chirbes. Lo cual invita a plantear enseguida la cuestión con la que esta novela se confronta y de la que no sale, por cierto, bien librada. Se trata de la cuestión relativa a 1aautoridad que el escritor alcanza a imponer sobre el objeto que le ocupa. O dicho contrariamente: de la servidumbre a que lo someten, cuando enfrenta una realidad cualquiera, las miradas que lo han precedido. Ocurre a veces como si fuera el objeto mismo el que determina el estilo y la actitud de la mirada. Ocurre al menos en este caso. Rafael Chirbes ha querido escribir una novela sobre la posguerra y le ha salido, casi sin remedio, una novela de posguerra. Vale decir una novela que convoca los modelos de Cela o de Delibes, y enseguida los de Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano. Sin seguir más lejos. Esto es, sin asumir en su perspectiva -una perspectiva trazada inequívocamente desde el presentt~ las líneas de fuga que sobre la misma realidad han planteado luego otros autores y que complica inevitablemente la presunta ecuanimidad del relato. Chirbes se ha sentido embargado por la necesidad de escribir una . Pero es éste un grave envite para cualquier escritor. Nenovela necesaria cesario fue, en buena medida -o al menos como tal fue apreciado, allá por los setenta-, un empeño como el de José María Gironella y su trilogía sobre la Guerra Civil, en donde se proponía el balance moral de toda una época. Y no es casual que, salvadas las distancias (las cronológicas, desde luego, pero también las que marca el poderoso nervio novelístico de Chirbes), La largamarcha acuda a un modelo compositivo muy afín al de Los cipresescreenen Dios. En un proyecto como éste resulta inevitable referirse, por otro lado, a su vibración moral. Y bien está hacerlo. Pero -sin forzar el juego de palabras- a efectos literarios, La largamarchaviene a constituir más bien una novela mural. La organización del texto en viñetas narrativas, la yuxtaposición de planos temporales, la naturaleza típica de los personajes, la manifiesta ambición de ilustrar una historia colectiva y de hacerlo con una suerte de proselitismo pedagógico y sentimental, dotan al libro de un primitivo envaramiento, de una ejemplaridad conmovedoramente obsoleta que recuerda a los muralistas mexicanos. 186

RAFAEL CHIRBES

El innegable talento de Chirbes no es de naturaleza proteica. Se endereza con preferencia hacia el recuento intimista, de tonalidades tenues, sobre las que destaca muy favorablemente la sobriedad de sus recursos. Unos recursos que diluyen su eficacia en esta historia plural, que se orienta por sendas decididamente epigonales.

EDUARDO

MENDOZA

lesde la óptica amable de la pax burguesa, pre sentando como perdedora una prole epigonal de señoritos frívolos e irr esponsables. El protagonista de la novela, Carlos Prullás, es un celebrado comediógrafo, exitoso autor de lo que él mismo llama <~uguetes cómicos: un en tretenimiento saludable para matrimonios de clase media ». Nada más ¡;xpresivo del talante ya algo démodé de sus piezas que el título de la última, ¡Arrivederci,pollo!, a cuyos ensayos se asiste en el transcurso de la novela. El propio Prullás la describe como «una intriga policíaca en clave de human>, y esta misma definición cabe tambi én, hasta cierto punto, a la novela entera de M endo za, rebosante de comicid ad, y en la que el nudo argumental lo constituye la investigación de un crimen del que Prullás - tan aficionado é] a los asesinatos sobre el papel- resulta ser el princi:i

El último verano

Eduardo Mendoza, Una comedíaligera Seix Barral , Bar celona, 1996

Ahora, que de casi todo ya empieza a hacer más de veinte aúos, resulta que hace más de veinte años que apareció La verdadsobre el casoSavolta. Esta novela, cuyo valor emblemático no cesa de incrementarse, supuso la revelación de un escritor cuya incidenci a en la literatura española bien puede calificarse de <
pal sospec hoso. Los pasos que da para demostrar su inocencia, superpuestos a los enredos en que lo meten sus amoríos, obligan a Prullá s a cobrar conciencia de su propia condición crepusc ular, como escritor pero también como individuo, dentro de una sociedad en proceso de profunda transformación, en la que ya no queda sitio para los tardíos representante s de una cultura esnob y superficial, cuyo desapasionamiento responde, sin embargo, a sus raíces profundamente liberales . De este modo se lo dice a Prullás la doctora Maribel, en el transcurso de una conversac ión que ocupa un importante lugar en la novela: «E stá equivocado si cree ser sólo un individuo; nadie lo es. Sólo somos lo que representamos, lo que el pasado ha hecho de nosotros . Lo queramos o no, somos herederos del odio y de la injusticia, herederos de una Hi storia que nosotros no hemos hecho , pero cuyos frutos igualm ente habremos de coger». No deja de resultar significativo, en este punto, que Prullás, casado con una mujer rica, sea propiamente «un advenedizo>). En cuenta de ello debe ponerse su completa extrañeza respecto de las ten siones en que se sustenta esa Barcelona «frívola, viciosa, hipócrita y noctámbul a» que la vida le ha llevado a compartir y en la que asegura encontrarse «maravillosamente». Los acontecimientos en los que se ve envuel to, y que rompen la placidez de lo qu e él mismo comprende que es «el últim o verano de su 189

EDUARDO

MENDOZA

EL ÚLTIMO VERANO

juventud», le despertarán a realidades para él insospechadas: la de los bajos fondos, de una miseria espeluznante («no hay cosa más triste y horrorosa que las clases bajas», se dirá Prullás), pero también la de las intrigas económicas y políticas, así como la de un poder tiránico, obcecado y zafio. Se trata, por así decirlo, del mismo mundo que recrea Marsé, pero contemplado desde el otro lado de la verja. Mendoza ha escrito una novela de madurez deslumbrante, en la que se ~cumulan y superan todos los logros de sus obras anteriores, de casi todas las cuales se reconocen ecos, incluso guiños flagrantes. El retrato que hace de una Barcelona todavía en «la edad de la pérgola y el tenis», de aquel mundo «ligeramente egoísta y caduco» (así lo evocaba Gil de Biedma en Infancia y corifesiones),es magistral, sobre todo en el modo en que se desplaza de un registro casi costumbrista a otro donde se roza el esperpento, a lo largo de una travesía repleta de personajes magníficamente trazados, riquísima en ambientes y en registros tonales, y gober nada en todo momento por la capacidad del narrador para tomar distancias respecto de la perspectiva a la que por otro lado se resigna (en este caso, la del protagonista y su estamento social), lo cual abre un mar gen a la ambigüedad moral que impregna el texto entero. La profesión del protagonista no es casual: dice tanto de la antigua afición que por el teatro siente Mendoza como de su concepto de la teatralidad del relato mismo. A esto último cabe atribuir la estilización a que somete sus materiales, su lealtad con lo que - en un sentido estrictocabe entender como dimensión <>,de la «diversión», del «espectáculo» literario. Los fragn1entos y ensayos de ¡Arrivederci,pollo! funcionan, así, como un juego de teatro dentro del teatro (Shakespeare), que prolonga el juego cer vantino del relato dentro del relato empleado ya por Mendoza como recurso de distanciamiento irónico, no exento en su caso de una fuerte impronta nostálgica. Dicha teatralidad del texto recuerda aquí, en par ticular, al Valle novelista, no sólo en la construcción escénica de algunos episodios o en el intencionado uso de los contrastes, sino también en la virtuosísima recreación del habla y de los ambientes populares, en las caricaturas retóricas del clero y de los mandos franquistas . La prosa de Men190

doza, en cualquier caso, discurre por cauces siempre serenos. Por emplear los términos que él mismo ha utilizado a propósito de Valera, «su tono, más que su estilo, es liberal, elegante>>. La novela escamotea la espinosa cuestión de la Guerra Civil, cuya barbarie reciente no parece haber involucrado al protagonista. El periplo de Prullás incurre, por otro lado, en algunos pasos forzados, como el de su visita al padre Emilio Porras o su encuentro con los vates catalanes. Ya hacia el final del libro, Mendoza extrema hasta límites casi inaceptables la dudosa secuencia de un atraco en el barrio chino. Pero, sobre estas y otras posibles objeciones, predomina en todo momento la maestría de un narrador en pleno dominio de sus facultades, que ejercita con finura y sabiduría crecientes, con intenciones - y con facilidad- cada vez más complicadas. Acerca de Pasaje a la India, escribía Borges: «Sé de lectores muy austeros que han dicho que nadie los convencerá de la importancia de un libro tan ameno». Éste es el magnífico riesgo que sin importarle corre de nuevo Mendoza, quien sigue entretanto perfeccionando la extraña fórmula con que acierta a conciliar el gusto del gran público con la más cabal exigencia literaria.

ANTONIO

SOLER

De nuevo el Premio H err alde ha distinguido a un autor recién entrado en la madurez, sobre cuya obra ha venido acumulándose una razonable expectativa. La anterior novela de Antonio Soler, Los héroesde la.frontera (1996), fue bien recibida por la crítica, que no sin alguna sorpresa constató la deter minación con qu e el autor co nducí a un rel ato de muy peculiar densidad, sobre el que su propio editor h a dejado dicho que a ratos había que leerlo «con escafandra». Herralde se refería así, humorí süca mente, a la agobiante crudeza que en aquella novela alcanzaba una visión ingr ata, impla cabl e, sádica de la realid ad . Visión qu e por lo común nutr e lo que se suele entender por tremendismo, categoría difusam ente expresiva que co nvien e ap licar a Las bailarinas muertas. Es ésta una novela de iniciación. En ella, el narr ador rememora la época en que, siendo todavía un niño, vislumbró los enigmas del sexo y de la muerte . Una época ilumin ada por las cartas y fotografías que su hermano le envía desde Bar celona, donde triunfa como artista en un cabaret. Los personajes de este cabaret qued arán siempre asociados, en la ima ginac ión del niño , a la pérdid a de la inocencia, al sentimiento de haber sido «expulsado de no sé cuál par aíso», de que a su espalda, <<s ilenciosamente, acaba ban de cerrar una s puertas que ya nunca volverían a abrir se». La depriment e atmósfera de la España de lo s sesenta envue lve lo s ritos ado lescentes del narrador y sus amigos con la misma gasa sucia que

amordaza las violentas pasiones removidas en el promiscuo ambiente del cabaret. A pesar de lo cual, desde la perspectiva del presente, el narrador recuerda aquellos años y aquella calle en que transcurrió su infancia como «el centro del mundo, el corazón tibio de una memoria » que, aliada a la escritura, se revela como el único alivio contra la enfermedad incurable del tiempo . De ahí la decisión del narrador de contar sus propios recuerdos, mezclados a todo aquello «que a mí me contó mi hermano y yo interpreté en sus cartas, en sus palabras y también en sus silencios». La novela alterna con fluidez los dos planos: el de la experiencia vivida y el de la imaginada, uno y otro enlazados a la distancia por su valor común de experiencia.Soler ha acertado a compenetrar las historias simultáneas de los dos hermano s comunicándolas a trav és de un sutil entramado de asociaciones casi sensoriale s, como, por ejemplo, el ruido que hacen los hierros que su amigo Tatín , enfermo de polio , lleva en las piernas, y que cuando se tir a al suelo , jugando al fútbol de portero, evocan al narrador «ese ruido metálico y a la vez blando de lentejuelas aplastadas» que en su imaginación hacen las bailarinas cuando se derrumban muertas - desfallecidas o asesinad as- sobre e1escenario del cabaret . Cunde, pese a todo, la impresión de que la creciente autonomía narr ativa que van adquiriendo las histori as relativas al cabaret se somete con desgana a la decisión del autor de conta rlo todo desde la primera persona; una primera persona a cuya legalidad escapa claramente un excurso (estupendo, por lo demás) como el que cuenta la historia de Kid Padilla, «un combate - una derrota». N o parece insensato especular, en este pun to, que el texto hubiera funcionado mejor mediante una articula ció n más contrastada de sus dos niveles, como la qu e, por ejemp lo, practica Marsé en Si te dicenque caí, no vela por cierto cuyo recuerdo viene a me nudo durante la lectura de Las bailarinasmuertas. En cua nto al mencionado tremendismo de la novela, convie ne subr ayar la atrevida ap u esta qu e Soler realiza en este sentido. No se trat a, por cierto, de una opción aislada, ni mucho menos anacrónica. De hecho, cabe hablar de una mani fiesta vigencia del tremendismo como tendencia profunda del arte y de la lit eratura de este siglo. Como sea, Soler conecta aquí con una tradición muy próxima, qu e en el ámbito hispáni co en par -

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Un paraíso perdido Antonio Soler, Las bailarinasmuertas Anagrama, Barcelona, 1996

UN PARAÍSO PERDIDO

ticular destaca por su fertilidad. Baste pensar, muy recientemente, en una novela como El crimendel cine Oriente, de Javier Torneo . Si bien aquí viene más al caso recordar una película asimismo reciente como es La mujer del puerto, de Arturo Ripstein, donde también aparece un _cab~ret, Y que, salvadas las distancias, sirve bien para señalar la compleja cifra de sordidez y lirismo con que Soler acierta a resolver sus intenciones. Respecto de esto último, se tiene la tentación de hablar de una suerte de tremendismolírico,etiqueta útil para indicar las virtudes tanto como los excesos que caracterizan la escritura de Soler, proclive siempre a cierta exageración. Si bien, al hablar así, se corre el riesgo de disimular que el tremendismo ya supone de por sí una estilización, una transfiguración poética de la realidad, por mucho que se realice con una óptica deformante . Más oportuno, por lo tanto, parece limitarse a enfatizar, en relación con Las bailarinasmuertas, el acierto de una escritura en general eficacísima, cada vez más contenida, que actúa como poderosa aliada de un llamativo talento para orquestar personajes y crear mundos, construir historias, siempre bajo el signo de una elevada ambición literaria que en esta novela alcanza, de momento, su mayor logro.

En las tinieblas del tiempo Manuel de Lope, Bella en las tinieblas Alfaguara, Madrid, 1997

Esta extraña y potente novela pare ce rehuir todas las expectati vas que genera, equivocadas deliberadamente y complicarlas, hasta dibuja r con ellas un ambiguo paisaje moral en el que la be lleza del relato surge de su resistencia al significado. El propio Manuel de Lope (Burgos, 1949) ha indicado que Ana Rosa C amp, «Iaespléndida viuda» alrededor de cuya figura se organiza la novela, está inspirada en una mujer real, la «mantenida>> de un influyente general franquista que, en el Madrid de los cincuenta, desde su suite del hotel Wellington, amad rinaba a toda una corte de atronados poetas irremediablemente rendidos a sus encantos . A través del testimonio de escritores como Juan Marsé, Ángel González, Carlos Barral ,J uan García Hortelano o Juan Benet (sus mayores, literariamente hablando, y objeto en estas páginas de un indirecto homenaje), De Lope quedó seducido por el atract ivo del person aje. Pero su evocación del mismo elude sabiamente la recons trución histórica y se acomete desde una perspectiva escorzada, desde la cual el brillo que irradi a la figura de aquella mujer queda en buena medida retenido y tamizado. Se siente, a lo largo de toda la novela, una suerte de fascinación retro spectiva hacia el personaje y su leyenda. Pero De Lope - y éste es su acierto principalla desvía hacia una orilla problemática : aqu ella en que ese mismo personaj e, asomado ya a su propia decadencia (las ojeras pronunciadas por la edad y la morfina), aparece hosti gado por un medio provinciano, que lo señala como fuente de co rrupciones. 195

EN LAS TINIEBLAS DEL TIEMPO

MANUEL DE LOPE

Recién enviudada del general Goitia, acosada por el h eredero legal de éste, mal vista por toda la comarca (una villa co stera del Cantábrico, cuyo paisaje , estupendamente d escrito, acaba por ¡i.dquirir un intencionado protagonismo), la altiva Ana Rosa sólo cuenta con la sospechosa lealtad d e un viejo amigo del general, el doctor Félix Castro -gordo, putañero y pedófilo-, y con el mudo vasallaje de Zorrilla, un muchacho medio autista cuyos imprecisos des eo s precipitan la tragedia. Pu es, ya mediada la novela, el relato , teñido hast a el momento de un suave acento crepuscular que transita despaciosa y jocosament e por los resignado s derrotero s de lo que, en un sentido flauberti ano, cabrí a denominar << costumbres de provincia », se precipita por la grieta qu e dentro del mismo abre un acto criminal , a raíz del cual acapara el protag onismo Alfredo Gavilán, el joven abogado madrileño enviado por el sobrino del general para liquidar la herencia de su tío . << Era grotesco. Un abogado acude a una liquida ció n de h erenci a y acaba en la alternativa de ser el encubridor de un niño homicida o co nvertirse en su delator .» Tal es la disyuntiva que reo rienta el relato , que se introduce imprevisiblemente en «un sórdido laberinto de infamia, de humillación y d e avidez >>. Emb argado por esa civilizada perplejidad caracte rística de tantos gentlemcn literarios, el protagonismo d e Alfred o arrastra la novela a territorios de sutil penumbra , dignos de la más espléndi da tradi ción anglosajona. En un momento dado, yendo tras los paso s del muchacho, Alfredo accede a una escc.indida gruta, sede d e un ant iguo baln eari o romano , y tien e allí un insondable presentimiento. La escena -c entr al en la novela - recuerda aquella de Un viaje a la India en la qu e mi stress Moore visita las cuevas de Marabar y cree reconoc er entre los ecos una voz que le susurra: «Patetismo , pied ad, valor. . . ex isten, pero son id én ticos, y lo mismo sucede con la inmundicia. Todo existe, nad a tiene valor». Como en la novela de Forster , también en esta de Manuel de Lope se narra la ext rañ eza de «un mundo súbitam ente inve rtido », que no se corresponde en este caso a un a cultura remo ta, sino a una com arca en la que apar ece desollada la cost ra que en la capital cub re «las cosas sólidas de

la vida, de las nec esidades pr imari as, los sentimie nto s de sed y ham bre, la .widez de los verdaderos inte reses».

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Al cabo, se dice Alfredo, «las cosas no significan nada, y ningú n artis ta que las reún a com o yo las reún o podrá añadir un ápice de sentido a los t.:scándal os e ignomin ias que no lo tienen» . Y así es por mucho que él mismo, solidario finalmente del destino de Ana R osa y el doct or, se sien ta «seduci do por la delicuescencia de un mund o que se venía abajo con la insignificante banalid ad de las existencias frus tradas ». «Algún dí a se contaría la historia de aquella muj er, desde los brindi s con el cha mp án hasta la silencio sa cautividad de la morfin a, en térm in os cariñosos, bajo luce s tamizadas, sugir iendo los matices necesar ios para impregnar la bu en a o mala fortuna de su juego con los tint es acer tados de júbilo o desilu sión», con cluye Alfredo. Y la elegancia mayor d e esta no vela, también aquello que determin a su po derío y su sorpr esa, es la renuncia de M anuel de Lope a contar dicha historia, se diría que disua dido a úl tima hor a por otras sugerencias . Éstas dot an al relato de su m ás íntima te nsi ón, determinan tam bién sus debili dade s (esa vacilante om nisciencia del narrador , corres pondiente con el vacilante protagon ismo de los personajes prin cipales), pero en definitiva elevan la no vela a un estrato supe rior en que lo que acaba por ser conta do es la uni versal indiferencia en qu e se sumen las tragedias humanas, la exclusiva autorí a del tiempo en el o ficio de otorgar sentido a tantas hi sto ri as y destinos que transcurr en sin tenerlo.

ALEJANDRO

GÁNDARA

La evolución de la sociedad española durante los últimos veinticinco años viene siendo objeto de cada vez más frecuentes escrutinios novelísticos. Característica de la mayor parte de ellos es la inclinación a atribuir a la época una suerte de sentimentalidad colectiva, en función de la cual se explican o simplemente se ilustran conductas y actitudes como la desmemoria, el desencanto, la corrupción. Así ocurre sin que, por lo común, se repare en la tendenciosidad que entraña semejante supuesto, por debajo del cual se reconoce lo que -no sin cierto escándalo de los conceptos intervenidoscabe entender como cierta proyección «sentimentah> de unos criterios en definitiva ideológicos. Esta novela de Alejandro Gándara parece abonar una intuición contraria: la de que fueron sentimientos particulares los que confundieron el proyecto colectivo. La de que fue con intereses individuales como se pretendieron cobrar las inversiones hechas a través de los ideales . La de que, sin la presión de los imperativos históricos, las fronteras entre el beneficio personal y el beneficio público quedaron borrosas, y la urgencia de las más íntimas aspiraciones relajó cualquier otra suerte de compromiso . Es en este sentido en el que cabe entender el interés en puntualizar -..como se hace en la contraportada del libro- que ésta «no es una historia sentimental, sino más bien una historia de los sentimientos a lo largo de un tiempo preciso» . Lo cual vale por decir que es un intento de contar ese tiempo en su dimensión no histórica, no épica. Aquella pre-

cisamente en la que se diluye el valor social de la experiencia y que se halla desprovista de razones, por así decirlo , narrables. ¿Y qué menos épico, menos narrable que la corrupción? Ésta constituye el fracaso de la materia por sí misma , sin aventura ni tragedia, sin heroísmo. Y sólo en la medida en que requiere del tiempo para consumarse puede decirse que ella misma es acción: la acción de la muerte dentro del tiempo, de cualquier tiempo. «Se corrompe el cuerpo, se corrompe la vida, nos corrompe la obediencia a quienes tienen el poder de hacer que nos ganemos la vida, nos corrompe el haber seguido una dirección equivocada y darnos cuenta demasiado tarde. ¿Por qué no habíamos de corrompernos? Es una de las exigencias de la vida.» Así se expresa Román, .el más clarividente de los cinco personajes cuyas voces, excelentemente contrastadas ' se tren. zan a lo largo de toda la novela . Y antes que una exculpación cínica de los hechos ocurridos (una malversación de fondos cualquiera, en este caso la operada por Goro, impecable militante de la izquierda), esta consideración fatalista supone una extrapolación de la experiencia moral que, cOn independencia de su edad, viven individualmente cada uno de los personajes, reunidos todos en la órbita de una desesperante historia de amor que, entre otras cosas, pone de manifiesto el malentendido sustancial de dos generaciones : la de quienes hicieron la Transición y la de sus herederos. Hay una hermosa frase en la que dice Cocteau: «Mirad durante toda la vida en un espejo y veréis a la muerte trabajar como las abejas en una colmena de cristal». Tal parece ser el espectáculo que se ofrece a través de los cristales a que alude el título de esta novela, en la que se dice que la muerte «no puede ser otra cosa que mirarte en un espejo donde solamente estás tú y no te reconoces)>. Todavía se aüade en otro lugar: «Los espejos trabajan mucho, pero nosotros sabemos poco». Y es el abismo que se abre allí donde antes se elevaba «la gigantesca fantasía del conocimiento propio, mutuo, ajeno», el que aturde y determina los destinos de todos los personajes , empeñados sin embargo en explicar, en explicarse . Pues a pesar de todo, como dice Goro desde la cárcel, «tenemos palabras para nombrar cosas que se ignoran». Y es mérito de esta novela

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El trabajo de los espejos Alejandro Gándara, Cristales Anagrama, Barcelona, 1997

EL TRABAJO DE LOS ESPEJOS

excepcional, construida con espejos rotos (de donde la precariedad dr su estructura), atreverse con ellas mediante una escritura poderosa y exigente, que organiza secuencias de una inteligencia y de una intensidad sorprendentes, y que con justificada ambición pero ningún tipo de doctrinarismo propone una interesante lectura interior del presente.

Los herederos de la promesa Varios autores, Páginasamarillas Lengua de Trapo, Madrid, 1997

Produce un cierto apuro verlos así, apiñados, en tropel. Alfabéticamente desordenados, reunidos por un criterio cronológico que no consigue cubrir con sus fechas la disparidad de estilos, de estatuto, de estaturas. Mezclados veteranos y novatos, profesionales y advenedizos, legionarios y guardias urbanos en un listín literario con funciones de sección de anuncios por palabras. No se trata de una antología. Se publican aquí nada menos que treinta y ocho relatos originales, enviados por sus autores a petición del editor, interesado en ofrecer «una muestra representativa del sólido trabajo de un amplio grupo de narradores nacidos entre los años 1960 y l 971». No hay selección propiamente dicha. Simplemente, se han segregado, entre los menores de cuarenta afios, aquellos autores cuyas obras han aparecido <
LO S HEREDEROS

DE LA PROMESA

VARIOS AUTORES

los años ochenta aportan dos modelos que a comienzos de los noventa consolidan su hegemonía : por un lado -y a raíz sobre todo del éxito de Carmen Martín Gaite y de Almudena Grandes-, el de la narrativa de femujeres (con su tendencia a instituirse en narrativa impostadamente << menina», es decir, intimista o arrebatada); y por el otro -a raíz sobre todo del predicamento alcanzado por un escritor como Antonio Muñoz Molina-, el de la narrativa áulica (con su tendencia a instituirse en narrativa melódica, cuando no patriótica o doctrinal). A los moldes derivados de estos modelos y de su combinatoria se adaptan gran parte de los relatos aquí incluidos, entre los que predominan el costumbrismo urbano, la viñeta lírica, el reportaje sentimental, el ejercicio de estilo, el apólogo y la humorada. Repertorio que confirma la impresión de que , lejos ya de toda pretensión inquisitiva, la institución literaria funciona hoy más que nunca como un escaparate de poses retóricas mediante las que los escritores compiten en el juego de la seducción.

comunes . El caso es que se cuela aquí más de un aficionado o intruso cuya aportación poca relación guarda con la literatura, ya sea en su acepción blanda o dura . Una muestra de la joven narrativa española a través del relato puede resultar, por otro lado, tan equívoca como una muestra de la joven pintura española a través de la acuarela. Las exigencias del relato en cuanto género son muy otras que las de la novela, y la categoría común de «narrador» no implica una aptitud pareja para uno y otra. Ef supuesto auge del relato español durante los últimos años tiene mucho que ver con la circunstancia de haberse consolidado éste como un género oportunista y mercenario, ligado a necesidades de promoción y mantenimiento. Se ha confundido el difícil arte del relato corto con la postalería de los suplementos dominicales o veraniegos, con los reportajes sentimentales de las revistas femeninas, con las muestras gratuitas de perfumería narrativa que tantas publicaciones regalan al consumidor. Algo de lo que dan cuenta un buen puñado de los textos reunidos en este libro. En cuanto al criterio cronológico empleado, resulta asimismo equívoco. La incomodidad que produce ver metidos en un mismo saco a escritores como Felipe Benítez Reyes o Ignacio Martínez de Pisón junto a otros como Juan Manuel de Prada o Ray Loriga no tiene que ver tanto con la diferencia de edad como con su diferente hornada. Francisco Casavella es dos años menor que Benjarrún Prado, por ejemplo, y sin embargo su obra como narrador pertenece a una etapa anterior, por cuanto despega tres años antes, precisamente aquellos (los que van de 1990 a 1993) en que se produce un cambio cualitativo en el «horizonte de expectativas» de la narrativa española. Un cambio que podría resumirse de un modo drástico diciendo que, en torno a 1992, la marca «nueva narrativa» es definitivamente relegada por la de <~ovennarrativa», con la que hasta entonces se había asimilado sólo parcialmente. El fenómeno protagonizado en su día por Ray Loriga y José Ángel Mañas descubre (salvadas las sustanciales diferencias entre uno y otro) un nuevo modelo de escritor, cuya juventud se impone muy distintamente a como lo hizo no hace mucho la de un Martínez de Pisón o un Casavella. A su vez, dos fenómenos derivados de la «nueva narrativa» de

F. M. (así se identifica) ofrece una más de sus minúsculas historietas que acreditan un talento original aunque demasiado estricto en sus limi~ taciones. Marcos Giralt Torrente sigue siendo el más aventajado seguidor de las sendas trazadas por los más duraderos autores de la promoción precedente (a la que pertenecen, como se decía, Ignacio Martínez de Pisón y Francisco Casavella, que aquí cumplen con oficio su papel). Juan Manuel Salmerón, aun a riesgo de equivocar al lector sobre sus talentos más propios, entrega un cuento de impecable factura kafkiana que testimonia un sorprendente , perfecto entendimiento del maestro. Abre el volumen, con un relato impecabie, Antonio Álamo, que acierta al llevar

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Todo lo cual no desdice la conclusión de que, sobre un nivel medio inesperadamente elevado (indicio de que la narrativa española conoce desde hace ya dos décadas un período de innegable prosperidad), se cuentan en este volumen cerca de una docena de relatos decididamente buenos, indicadores de nombres a los que habrá que seguir con atención en s_uandadura futura . Tal es el caso de Tino Pertierra , Josán Hatero, Ignacio García-Valiño, Luis M.' Carrero o, muy en particular, Antonio O rejudo.

LOS HEREDEROS

DE LA PROMESA

a territorios más complejos el laconismo lírico y brutal en el que se estancan con maestría indiscutible Ray Loriga y Félix Romeo. En cuanto a Andrés Ibáñez, escribe el relato acaso más portentoso del libro, con el que asegura la expectativa que recabó con su hasta ahora única novela, La músicadel mundo.

Otra de espadachines Arturo Pérez-Reverte, Limpieza de sangre Alfaguara, Madrid, 1997

La observación es de un escritor: raro oficio este de la literatura, en el que no sólo el fracaso, también el éxito provoca resentimiento por parte de quien lo padece. La publicación de las novelas de Arturo Pérez-Reverte viene constituyendo, desde hace ya tiempo, todo un acontecimiento comercial. De El capitánA/atriste (1996), en particular, se llevan vendidos más de 400 .000 se han impreso, sólo para la primera ediejemplares. De Limpieza de san,Rre ción, 250.000. Las cifras se desorbitan cuando se hacen consideraciones de tipo más global. Traer estos datos a cofación debería estimarse fuera de lugar, de no ser porque la creciente tendencia del mercado a constituirse en criterio de autoridad hace que ellos mismos pasen a menudo por juicio de valor, y el importante refrendo popular que comparten sea percibido por más de uno como un triunfo de la literatura, así, sin más. El propio Pérez-Reverte parece convencido de ello, y en las declaraciones hechas a propósito de la publicación de Limpieza de sangreha largado más de una andanada contra esa incierta especie de críticos, de escritores, de pontífices de toda laya a quienes reprocha haber confundido con enrevesados criterios el natural discurso de la literatura española, su cabal recepción y disfrute, llevados por la fastidiosa manía de jerarquizar, de clasificar, de etiquetar, siempre en beneficio de los autores más aburridos, pitagóricos y circunspectos. Animado por la charla, Pérez-Reverte es capaz de emprenderla también con la historia de España y la lectura 205

OTRA DE ESPADACHINES

vergonzante que, en su opinión, suele hacerse de ella, y por allí reivindica una suerte de jactanciosa reconciliación con el pasado y con lo habido. Afortunadamente, Pérez-Rev er te opera en un registro literario en el que estas salidas de tono carecen de consecuencias . Esta segunda endel capitán Alatríste prolonga con acierto aún matrega de Las a11enturas yor, si cabe, la senda abierta por la prim era, y de nuevo envuelve al lector con un emocionante ruido de sables. El molde clásico de la novela de espadachin es da forma a un trepidante relato de aventuras construido conforme a las más previsibles reglas del género y convenientemente protagonizado por un héroe caballeresco, de aires inevitablem ente crepusculares. Una cuidadosa puesta en escena, tanto por lo que to ca al ambiente de la época (personajes, lugares , costumbres, vestimentas ) como a la lengua empleada (un convincente pastich e del léxico y ademanes verbales del xvn), ampara el aprovechamiento que Pérez-Reverte hace del relato para aleccionar sobre las taras de una Españ a que por las fechas en que los hechos transcurren («aquel año de mil seiscientos y veintitrés, segundo del reinado de nu estro joven rey don Felipe ») había iniciado ya su fatal decadencia. Asoma así una intención patriótica y pedagógica afín en más de un punto a la que guió a Galdós en sus Ep isodios nacionales, por mucho que en el caso de R evert e dicha intención aparezca en bu ena medida arrebatada por el tumulto romántico de Dumas. Todo s estos factores conci ertan una lectura de indiscutible amenidad, donde la expectativa se sostiene mediante un constante ajetreo, impidiendo que --como en tantas películas de acción- hasta el final no cobre el lector conciencia de la endeble tramoya con qu e ha sido gustosamente encandilado . Pues lo cierto es que, apagado el soplo de la narración, el argumento mismo (una co nfusa intri ga conventual en la que aparecen implicados los más altos poderes del mom ento, incluido el Santo Oficio ) se deshace por inconsist ente; a los personajes (sin desco ntar al propio Alatriste, pero muy en particular un inverosímil Francisco de Quevedo) se les descubre su armadur a de cartón piedra ; fa ambientación delata, con sus exagerados tonos , su procedencia de ropero . PérezReverte no consigue sostener dur ante la novela entera la posición del narrador (a mitad del libro empieza a alternarse el relato subjetivo con el

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ARTURO

PÉREZ - REVERTE

onmisciente), meno s todavía el dec oro de su perspectiv a históric a (presuntame nte , los hechos están contados desde la vejez por quie n los ha vivido siendo un much acho) . El mode lo de Galdó s, con sus remites a la tradición pic aresca, o el de Dum as, con su prolífica imaginac ión, que dan muy lejo s de las capac idad es de Reve rte, qu e debe acud ir a los diccionar ios y enciclop edias, y en boca de cuyo narr ador suenan a truenos las frecuentes moralej as sob re la histor ia de España, al igual que las citas literarias con que adorna su discurs o. Pero aquí de nuevo cabe aducir que Pérez-Rev erte opera en un registro literario en el que estas objeciones carecen de relieve, toda vez que consigue con creces lo que aparenta ser su obje tivo primero: divertir , entretener. Como esos complacientes cuadros históricos con que los pintor es académicos llenaban los salones del siglo pasado, son de admirar en esta novela la animada co mposición, el aparato, el mobili ario, la opor tun a apropiación de poses sacadas de los maes tros de la époc a, los co ntrastes y claroscuros, el traz o vigoroso, la pincelada experta, en fin, todo cuanto co ntribu ye a un efecto dramático a la vez que decorativo y didáctico. Otra cosa es que se quiera sacar el cuadro del salón y meterlo en un muse o. Eso obligaría a enojos as pero inevitables punt ualiza ciones acerca de las reales compe tenci as del arte. Empezando por el au tor, que viene a reclamar una mejo r colocación mient ras enseña sus meda llas, sus diploma s y las listas de ventas .

R evista de L ibros, n .º 14, febrero de 1998

JUAN GOYTJSOLO

Resulta muy dificil explicarse l.i evolución literaria de Juan Goytisolo sin atender a las condiciones de su recepción, no tanto en España como fuera de ella. Pues mientras que en España hace años ya que los peculiares derroteros seguidos por este autor han dejado de interesar, fuera de ella, y muy particularmente en los departamentos de español de las universidades norteamericanas, Juan Goytisolo sigue siendo un escritor emblemático, de los mejor conocidos y supuestamente más representativos del país al que pertenece y que al parecer lo ningunea. No es extraño que sea así. El discurso de Juan Goytisolo se aleja tanto más de la realidad cuanto que abona insistentemente el cliché de un país y de una cultura (la española, y por extensión la occidental) al que la tontería y la pereza de no pocos hispanistas se adhiere con fuerza igual, cuando no superior, a la empleada en su día por Goytisolo para perfilar, a partir de ese mismo cliché, sus propias señas de identidad. Y así ocurre en paralelo a su plausible empeño en deshacer, a la contra, los clichés que esa misma cultura emplea para ju zgar y catalogar, a su vez, el islam y su civilización (revisitados con apologética mirada en un libro de Goytisolo de reciente aparición, De la Ceca a la Meca, donde se recogen sus textos correspondientes a la serie televisiva Alqibla, dirigida por él). A pocos se les escapa que la trayectoria literaria de Goytisolo alcanza su máxima cota en la trilogía de Álvaro Mendiola (Señas de identidad, Reivindicacióndel condedonJulián,Juan sin Tierra).La portentosa operación

de derribo que allí tien e lugar encuentra una interesante prolongación en los dos volúmenes de sus memorias (Coto vedado,En los reinosde Taifas), para luego enquistarse en un reiterativo abundamiento ya de sus imprecatorios reniegos, ya de sus prédicas fervorosas. La mitomaníaca infatuación con que unos y otros se enderezan no puede dejar de atribuirse a lo que en definitiva constituye el meollo de lo que, con toda propiedad, cabe designar como «caso Goytisolo»: el solapamiento de su proyecto literario con su proyecto personal . Entretanto, las novelas de Goytisolo -a contracorriente, desde luego, de cualquier moda- devienen cada vez en más artefactos calculadamente armados para su fruitivo desmantelamiento por parte de un círculo de lectores ávidos de cualquier indicio de intertextualidad. Las semanasdeljardín es uno de estos artefactos, acaso el más aparatoso. Se ofrece como una «novela colectiva» en torno a la imprecisa personalidad de un poeta ignorado, compañero de los de la generación del 27, cuyo rastro, cuando la rebelión de julio de 19'36, después de haber sido apresado en Melilla por las tropas franquistas, se disolvió no se sabe a ciencia cierta si a consecuencia de su foga y posterior conversión en santón, o bien de su «adaptación » bajo nuevo nombre a los principios y consignas del Movimiento. Los veintiocho miembros del «círculo de lectores» que se proponen reconstruir la personalidad del poeta se congregan, a este efecto y durante tres semanas, «en la benignidad veraniega de un culto y ameno jardín,>. Sus «orígenes, profesiones, intereses e ideas políticas» son muy distintos, al igual que sus gustos literarios. Los anima la voluntad de «acabar con la noción opresiva y omnímoda del Autor». Cada cual interviene en el relato «con entera libertad, ya siguiendo el hilo de lo expuesto por su predecesor, ya desautori zándolo y enmendándole la plana». La ambición de · todos se cifra en <
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Un círculo vicioso Juan Goytisolo, Las semanasdeljardín, Alfaguara, Madrid, 1997 Juan Goytisolo, De la Ceca a la Meca, Alfaguara, Madrid, 1997

UN C ÍR C UL O VICIO SO

que uno de los veintiocho narradore s hace de la novela. Alli se adelantan, además, las referencias literarias del constructo:Cervantes , Quevedo, «Ibn Arabi y otros autores nústicos y esotéricos» . También, aunque no se diga, Boccaccio y el marco compositivo de su Decamerón.Más las lecturas y citas que se acreditan en el último tramo del libro. Toda una con centración de pistas para que el lector proceda al reconocimiento de la tramoya literaria, así como de los oportunos paralelismos entre la equívoc a identidad del poeta protagonista y la del autor real, camuflado éste, al modo de las antiguas comedias teatrales, con sólo cuatro ramitas que en modo alguno ocultan el nombre y el rostro del mismísimo Juan Goytisolo , de quien aparece un a foto nada menos que en la portad a del libro. Lo dicho: la novela entera remed a, más allá de su artificios a estructura, estrategias ya empleadas por el propio Goytisolo hasta la saciedad en novelas suyas anteriores. La parodia retórica sigue regodeándose en la más rancia oratoria franquista; las prédicas esotéricas siguen impostando un tono abstrusamente sapiencial («tú no eres tú y no eres otro que tú »); el supuesto mudejarismo del relato, más en particular de algunos apólogos e historietas int ercaladas, no trasciende el pastiche orientalist a; y en cuanto al aparato metanovelístico, bien pu ede dedu cirse, a teno r de lo dicho hasta aquí, cuántas son su originalidad y sutileza. No deja de resultar iróni co que el título escogido por Goytisolo, LAs semanas del jardín, sea el mismo que empl eara R afael Sánch ez Ferlosio para una interrumpid a secuencia de divagaciones más o menos ensayísticas. Sería de gran prove cho contrast ar las agudísimas observa cion es que Sánchez Ferlosio realiza allí sobr e la gramática de la narración con los planteamientos novelísticos de Goytisolo. Pero dejando para otro lugar esta tarea, baste por el mom ento señalar, de pasada, la paradoj a de qu e, sin asomo ninguno de pretenderlo, el texto de Ferlosio se ajuste con naturalidad ne gada siempre a Goytisolo a la forma del tratado árabe, con su secuencia en apari encia desarticul ada pero org ani zada secretamente por un hilo interior que permite imbricar las argument acion es temáticas y digresivas hasta disolver sus diferencias.

R evista de Libros, n.º 16, abril de 1998

Una no vela bien aventurada

R amón Buen aventura, El año que viene en Tánger Deb ate, M adr id, 1998

Y de pront o, este libro excepc ional, sorprendente . Un a obra mayor, y divertidísim a, que levanta ella sola toda una provinci a literaria, con su propia capit al, Tá ng er, inol vidable ya para la narrat iva españo la. Escrita con la pasión africana de Camus (el Camus de El verano), pero también con la desenvoltur a iróni ca y cosmop olita de Larbaud (autor de un pre cedente in excusable: la Obra completa de A . O. Barnabooth), esta novela mezcl a el espíritu lúdi co y vitalista de un Lawre nce Sterne co n el esno bi smo sentim ental de un Stendh al (el Sten dh al de l tratad o Sobre el amor); la prolijid ad ven ére~ de un Casanova con el verbo minucioso y sensual de un Nabok ov. Todo ello al servicio de una formi dable patraña literaria, en la más aventur era tradición cervam ina . Al decir de su autor, El año que viene en Tánger es la historia de un am or insóli to, capaz de resistir un desencuentro de trein ta años; pe ro es tambi én el dificil retrato de un triun fador, coleccio nista de éxitos y de muje res, y la nada desdeñ able revelació n de un poet a. R am ón Buenavent ur a (Tánger, 1940) pr esenta el libro como una novela bio gráfica, en la que se da noti cia de la vida y personalidad de León Aulaga (no mb re ficticio tras el que se esconde ría, se asegura, una iden tidad real), y en la que se recoge un a amp lia selección de los «papeles>>confiados al autor por quien , supu estamente, fue el mej or amigo de su j uventu d dorada, allá en el Táng er int ern acio nal de los año s cincue nt a, hoy desaparecido. D icha selección incluye un gru eso puñado de excelentes poemas, un os cuant os fragmentos narrati vos y, entr e otro s varios docume ntos y ano211

UNA NOVELA BIENAVENTURADA

taciones (algunas de gran aliento ensayístico), una suculenta muestra de las más de dos mil fichas en las que el tal León Aulaga habría venido apuntando, con todo pormenor y durante más de cuarenta años, los numerosos contactos con todo tipo de mujeres a que le habría abocado su infatigable carrera de conquistador. Todo ello generosamente presentado, anotado y a menudo glosado por el mismísimo Buenaventura, quien a su vez habría ejercido, no sin ciertas libertades, como traductor de todos los materiales, escritos originalmente en francés y servidos con caprichosas veleidades tipográficas. Con facilidad engañosa, Buenaventura organiza una novela muy compleja y sin embargo amenísima, un atrevido artefacto a medio carn.ino entre la memoria y la impostura. «Toda m.i vida es mentira y, además, no la recuerdo»: esta frase, repetida con insistencia a lo largo de la novela, viene a constituir la clave de su artificio. León Aulaga matiza su sentido al observar cómo, a diferencia del común de los hombres, que desde la infancia se construyen un yo falso («un yo de adaptaciones, renuncias, astucias, estrategias, prudencias, programado para abrirse camino social con el menor daño posible»), determinados individuos, obcecados en la propia personalidad, «nos pasamos los años iniciales de la vida construyéndonos un yo que luego no nos sirve para eI resto de la existencia». De donde este sentimiento que a él le asalta de haber vivido «una existencia que jamás ha tenido nada que ver conmigo». Esa sensación de no recordar nada, sólo «haber pasado por una serie de circunstancias envanecedoras y desvanecidas». No se trata de entonar, una vez más, la vieja cantinela de los ideales traicionados, sino, más profundamente, de impugnar la madurez en cuanto exilio de uno mismo, de la propia juventud. Y es aquí donde surge Tánger como metáfora de un pasado irrecuperable, luminoso y espléndido («todos éramos dueños del sol y del verano»): blanca ciudad del recuerdo cuyos pobladores fueron condenados al destierro. Desde este sentimiento de pérdida, el sexo, y más precisamente el coleccionismo erótico que practica León Aulaga, se convierte en una estrategia de restitución, el único orden real de la experiencia. Y es que el arte de la seducción propicia, en cada ocasión, el espejismo de volverse 212

RAMÓN

BUENAVENTURA

a reconocer uno mismo. Lo sugiere Buenaventura en una aguda anotación: «El coleccionista no colecciona mujeres, sino imágenes de sí mismo». Imágenes que tienden todas, en este caso, a restituir al hombre que León fue durante las semanas en que amó a Kimberley Sidney, joven yanqui de la que se separó en 1964 con la promesa, luego defraudada, de reunirse al poco tiempo. No es fácil, ni siquiera posible, determ.inar en qué medida esta novela constituye una autobiografía indirecta, en la que Buenaventura ha embutido sus talentos de muy notable poeta (con más de media docena de dtulos a cuestas),, su buen oficio de traductor y experiencias de su pasado de ejecutivo de una multinacional (un mundo del que se ofrecen aquí atisbos estupendos). Lo mismo da. Es ésta, en cualquier caso, la novela de una educación sentimental compartida por toda una generación, y un libro, en definitiva, que bajo su aspecto a menudo frívolo encierra un incurable romanticismo y una contagiosa, erudita, casi devota adoración a la mujer como objeto de deseo, de felicidad y de destino. Conviene no dejarse despistar por los tintes con frecuencia muy subidos de su recalcitrante erotismo: en el modo en que la novela entona, con ironía crepuscular y nada jactanciosa, un adiós a un cierto estilo en las relaciones entre los sexos, se reconocen los rasgos de una novela galante, en la más sabrosa y problemática acepción del término. Se trata aquí, entre otras lecturas posibles, de una moderna versión de Don Juan, en la época de la liberación de la mujer y de la revolución sexual. Pero El ai"ioque viene en Tánger es, además, una novela en la que la ambigüedad y la vitalidad de todos sus planteamientos alcanza a la materia misma de la escritura: el lenguaje. Hay que prestar atención a la pretensión de que la m¡iyor parte del libro estaría traducido del francés, incluidos los poemas. Y es que del mismo modo que, fingiéndose una biografía, la novela revienta los límites de la realidad y la ficción, de la poesía y de la prosa, así también, fingiéndose traducción, sacude gozosamente el idioma español («hablar español es una fe trasnochada», reza uno de los poemas de Aulaga), confiriéndole una audacia, una viveza y una naturalidad absolutamente regocijantes.

JAVIER MARÍAS

La novela de una novela

Javier Marías, Negra espaldadel tiempo Alfaguara, Madrid, 1998

La extraordinaria expectativa generada en torno a este libro ha sido enfrentada por Javier Marías mediante el siempre desconcertante procedimiento de salirse por la tangente. Eludiendo soberbiamente el listón tan alto de sus últimas novelas, Marías ha urdido un voluminoso artefacto «paranarrativo» que, pese a su interés, muy probablemente ha de confundir y fatigar a sus lectores más advenedizos , dar carnaza a sus no tantos detractores y sumir a sus seguidores más atentos en inciertas especulaciones acerca de cuál será el alcance último de un empeño con el que parece comprometida la andadura futura de este escritor. El propio Marías ha recordado cómo concibió la idea de Negra espalda del tiempo durante un viaje en coche de Murcia a Málaga, en abril de 1991. La fastidiosa perspectiva de tener que repetir la misma charla que acababa de ofrecer en Murcia empujó al escritor a improvisar un entretenido cuento sobre algunos pintorescos avatares que le habían ocurrido a propósito de la publicación de Todas las almas (1989). Avatares relacionados, en su mayoría, con la confusión, por parte tanto de lectores como de personas presuntamente aludidas en el texto, de la ficción con la realidad. O mejor dicho: con lo que se insistía en reconocer como realidad pese a que se ofrecía como ficción. Tres años después, en 1994, y a juzgar por la charla que el mismo Marías dio en un curso de verano de Santander, aquel improvisado cuento se había convertido en una sinuosa elaboración de esos y otros sucedidos, referidos siempre a aquella novela, y de los cuales Marías hacía jocoso 214

relato sirviéndose ya entonces de algunos de los mapas y reproducciones que adornan ahora este libro, así como de alguno~ efectos teatrales (i~cluido un ligero conato de desmayo) que conducian en vilo Y_entre ~isas hasta la sensacional revelación del nombramiento del propio Manas como heredero oficial de la corona del reino de Redonda, minúsculo islote caribeño del que fue monarca, años atrás, nada menos que aquel John Gawsworth que aparecía -con fotografía y todoen la novela de Oxford. Aquellos materiales, engrosados con tantos más ~ue no han dejado de suscitarse durante todo este tiempo , y con el añadido de diversos retazos autobiográficos, divagaciones narrativas, pesquisas literarias, reflexiones ensayísticas, apologías personales y agrios ajustes de cuentas, constituyen finalmente la sustancia de Negra espa!dadel tiempo; U~ hbro que el autor califica de «falsa novela», pero que viene a ser, mas bien, «la novela de una novela », por copiar la expresión a Thomas Mann, un autor a quien Marías, por cierto, detesta, pero cuyo libro sobre Los orígenesdel doctorFaustus ofrece un parentesco lejano con el suyo, a pesar de que, en el caso de Marías, no se trate tanto de los orígenes como de las consecuencias. Más exactamente de las consecuencias, a menudo extravagantes, que la acción misma de escribir un determinado libro puede traer a su autor. En su discurrir aparentemente divagatorio y digresivo, se hace aquí evidente el ascendiente de Cervantes y de Sterne. Pero en la medida en que el eje íntimo del discurso lo constituye la pers~nalida~ real d~l a~tor, quien bajo su nombre y apellido acepta convertirse en mstancia mtegradora de los diferente s elementos de su relato, no hace falta re~1ontar tan lejos. El género de la novela manifiesta a lo largo de todo el si~lo xx una fuerte tend encia a absorber los discursos del yo para, amparandose en el estatuto narrativo tanto de ese yo como de toda lectura de la realidad, proponerse ella misma -la novela- como espacio en el que las nociones de autor y narrador se disuelven deliberadamente, a efectos de disolver a su vez los límites entre realidad y ficción. Desde la perspectiva configurada por esta poderos a tendencia (~ue en España misma cuenta con pr ece dentes notables, entre los que se m215

JAVIER MARÍAS LA NOVELA DE UNA NOVELA

cluye el propio Marías), Negra espaldadel tiempo se distingue por cuanto apunta, contrariamente, a señalar los límites de la realidad y de la ficción. Y si alguna intención lo gobierna es la de extraer de la incansable propensión de la realidad a encarnarse en la ficción,· así como de la no menos incansable propensión de la ficción a encarnarse en la realidad, el gesto trágico o patético con que palabras y acontecimientos y personas pugnan por emerger del tiempo . Un tiempo comprendido como enorme cúmulo en el que se amontonan «lo conocido y lo desconocido, lo contado y lo silenciado, lo registrado y lo que nunca se supo o no tuvo · testigos o fue ocultado» o simplemente nunca llegó a ocurrir y permanece por lo tanto en «el revés del tiempo, su negra espalda». Marías retoma una vez más sus más recurrentes obsesiones, y se sirve de paralelismos e incluso citas literales de sus libros anteriores (ensayos y novelas) para conformar un discurso aparentemente azaroso, en el que se reconocen los rasgos más característicos de su estilo, así como sus más característicos hábitos narrativos: la invocación -ya desde el título mismoa Shakespeare; las glosas graves, a menudo solemnes, de sus prestigiosas metáforas; las intensas especulaciones sobre el destino; la irresistible afición aljuego y a la broma, sin excluir la ya casi convencional viñeta humorística en torno a las intimidades del poder, esta vez con Franco como protagonista. . El autor renuncia aquí a la instancia intermedia del narrador, cuya configuración era uno de sus aciertos principales como novelista. Y esa renuncia se corresponde con la pretensión de abandonarse a una escritura que discurre «sin motivo ni apenas orden y sin trazar dibujo ni buscar coherencia, sin que a lo contado lo guíe ningún autor en el fondo aunque sea yo quien lo cuente, sin que responda a ningún plan ni se rija por ninguna brújula, ni tenga por qué formar un sentido ni constituir un argumento o trama ni obedecer a una armonía oculta>>. Premisas difíciles de aceptar en lo que suponen de arriesgado desentendimiento de la responsabilidad del significado, con la consiguiente relajación de la forma que lo sustenta. Relajación que contribuye aquí a la prolijidad y a la morosidad a ratos impacientadoras del relato, y que abre en el mismo peligrosas brechas por las que se cuelan desagradables 216

desquites, vanidades y presunciones incómodas, tonalidades falsas o estridentes que incluso llegan a corroer una prosa que en otros momentos realiza movimientos espectaculares, espléndidos. Cabe decirse que el autor cuenta con esto y que lo incorpora conscientemente a su proyecto. Pero ello entraña el riesgo de delegar el significado a la psicología, la organización de la realidad a la paranoia . El autor no puede pretender ingenuamente ser un simple médium: él es su texto. Lo expresaba con acierto Francisco Rico (quien no por casualidad protagoniza el episodio acaso más memorable de este libro): «cuando hace ya tiempo que la novela ha dejado de ser un espejo a lo largo del camino, facilrnente se convierte en un camino a lo largo de un espejo». Espejo en el que en este caso aparece fantasmalmente reflejado, con luces y sombras no siempre favorecedoras, el rostro esquivo de Marías, resuelto él mismo a convertirse en novela.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Entre la voluntad y el deseo

Manuel Vázquez Montalbán, La literatura en la constntcciónde la ciudad democrática Crítica, Barcelona, 1998

Reuniendo y completando materiales de diversa procedencia, Manuel Vázquez Montalbán ha articulado muy eficazmente este ensayo, al que hay que saludar como la más sustancios a, cabal y excitante contribución hecha hasta el momento por parte de un escritor al balance del papel desempeñado por la literatura en la construcción de la ciudad democrática, formulismo deliberadamente aséptico con el que se nombra aquí la transformación vivida por la sociedad española durante los últimos veinticinco años. El interés de esta contribución vien e incrementado por el muy particular perfil de su autor, que en el horizonte cultural español destaca en favorecedor contraluz allí donde los últimos resplandores del marxismo alumbran todavía una sensibilidad de signo inequívocam ent e izqui erdista, mantenedora de actitudes críticas que, en su calidad crepuscular, suelen concitar las simpatías más dispares. Tanto más cuanto qu e quien las det enta ha reivindi cado su mestizaje cultural y social para adaptar esas actitudes críticas a las nuevas condiciones de la producción intelectual, obteniendo un éxito masivo en los cauces hegemóni cos tanto de] perio dismo como de la novela. Éxito que consolida, pero tambi én trivializa un cierto estilo de pensamiento a la vez radical y conc iliador, utópico y desencantado, qu e se mueve a sus anchas en las embos cadas de lo que se ha dado en llamar la posmodernidad, dond e Vázquez Montalb án ejerce su atractivo papel de último mohicano . 218

Importa tener presente este perfil a la hora de considerar la lectura que se hace aquí de la evoluci ón de la literatura española, desde el franquismo hasta la democracia, por parte de quien, además de observarla desde un primer plano, ha participado en ella muy conspicuamente, sin perder nunca la distancia crítica, pero comprometido al fin con algunas de sus dire cciones. Sólo así se podrán estimar en su polémico alcance cuestiones tales como la desestimación, por ensimismado o verbalista, de todo movimiento renovador desentendido de responsabilidades sociales; la afirmación, atrevida donde las haya, de que, en este país, y durante mu chos años, «el intento de una literatura policíaca española ha sido el único referente auténticamente transgresor de lo literariamente correcto>>;la tendenciosa legitimación de la posmodernidad como reacción liberado ra de las dictaduras estéticas e ideológicas, corregida a continuación por el llamamiento a una pos-posmodernidadque retome el suspendido proyecto de la modernidad y rehistorifique -como si de la voluntad depen diera- el presente; la celebración escéptica del eclecticismo desde la conso ladora pero insondable distinción entre el público y el mercado,entendido el primero como un a vanguardia cultural del segundo ... Estas y otras muchas y espinosas cuestiones las plantea Vázquez Montalbán sin eludir la exposición de su partí pris intelectual, que ocupa todo un capítulo (muy recomendable) de este libro : «Entre la memoria y el deseo (Confesiones personales sobre teoría y prácticas literarias)». Un libro que, en una entrevista reciente publicada en El País,Vázquez Montalbán descri bía, sorprendentemente, co mo >, pero que, secretamente, contiene una carga de profundidad contra el pape l desemp eña do por la lit eratur a en una época (la qu e ha asistido al triunfo de Vázquez Montalbán) en que el mercado se ha consagrado como únic a categ oría crítica.

PERE GIMFERRER

Después de Mascarada (1996), libro con el que mantiene una «relación complementaria», El agenteprovocador constituye un nuevo paso, hasta ahora el más radical, en una de las trayectorias más insólitas, más atrevidas, más contrariadoras de la literatura actual, no sólo peninsular. Que su autor sea acadénúco, po eta laureado en dos lenguas, ensayista y crítico influyente, editor y gran pope de las letras catalanas, aparte de personaje popular por sus rarezas, no hace sino añadir interés a una obra que socava hasta las más tácitas convenciones al uso, sin descartar las que sustentan la propia literatura en cuanto institución. El yo que ostenta Gimferrer como escritor se desmarca cada vez más de la mon eda corriente con que trafica el grueso de la literatura autobiográfica. Es un yo que se afinca en lo privado entendido como categoría que profundiza y en cierto sentido subvierte las nociones comun es de intimidad y .de interioridad. La chocante desinhibición de un texto como éste poco tiene que ver con el exhibicionismo del artista moderno que se expone a sí núsmo como mercancía. Enlaza más bien con la premisa de los surrealistas conforme a la cual la virtud revolucionaria por excelencia sería vivir en una casa de cristal. Afirmación que, lejos de entrañar una negación de la vida privada, implica la necesidad de refundar sus contenidos y sus estrategias dentro de una sociedad todavía armada con la moral y los conceptos de la vieja burgue sía, pero que ha ce ya tiempo ha emprendido el desmantelamiento de todos los tabúes y está en condiciones de levantar casas con paredes de vidrio.

Pouvoir tout dire (poder decirlo todo): con la invocación de estas palabras de Paul Éluard se cierra este libro inclasificable, del que su autor advierte que, a pesar de su tono autobiográfico, y de que «sólo relata hechos estrictamente verídicos», no es en absoluto un libro de memorias, por cuanto «su intención es totalmente diferente». Poco papel tiene en él, en efecto, la memoria, por mucho que el autor recuerde aquí diversos episodios de su pasado. Tales episodios son inductores de otras tantas «ilunúnaciones profanas», expresión con la que se emparenta la de «agente provocador» a la que se refiere el título de este libro, y con la qu e Gimferr er nombra aquello «que "actúa" y que "provoca" unas reacciones determinadas en mi conciencia de nú mismo». Texto del poema o cuerpo del deseo (este libro es, por encima de todo, una exaltada declaración de amor), «el agente provocador » obra como un revulsivo de la conciencia personal, vale decir del personaje en que se enmascara toda individualidad. Pues de lo que se trata aquí es del individuo mismo como << materia definitiva », persistent e m ás allá de la propia personalidad. Y el argumento del libro no es otro que ese individuo a la búsqueda de sí núsmo a través de una escritura convertida al efecto en escenario de la privacidad. Comenzado y abandonado en 1979, y concluido por fin casi veinte años después, El aJenteprovocador«es un texto redactado en dos tiem pos» pero obediente a un núsmo plan original. La evolución del estilo señala, según el propio Gimferrer, la inflexión entre las dos etapas de la escritura del texto. Y algo más: la distracción del impulso inicial y su arranque extraordinario (también aquí «la neutralidad, la precisión, al servicio del apasionanúento») en la más dudosa aunque poderosa vehemencia de los capítulos más recientes, con sus mitografías recalcitrantes y los estridentes improperios contra «el tiempo de la impostura» (en referencia a los años en que el núsmo Gimferrer escribía en castellano), «el carnaval de los genocidas» (las últimas tropelías del franquismo) y «este tiempo de payasos y de fantoches y de pazguatos », «de los memos y los cerebros tartajas», «de los tontainas y de los trapisondistas » (pero cuándo no) . Todas son not as, en cualquier caso, de una deliberada impudicia qu e

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Girrúerrer, en el tiempo de los fantoches Pere Gimferrer, El agenteprovocador Traducción de Basilio Losada, Península, Barcelona, 1998

GIMFERRER,

EN EL TIEMPO

DE LOS FANTOCHES

actúa en desprestigio de tanta coquetería sentimental, de tanta memoria aliñada, de tanto periodismo del yo. Como ya se propusieron los surrealistas (el modelo de la Na4ja, dl' Breton, impone aquí una huella indeleble con su mezcla de lirismo y de escritura en clave), se trata de ganar las fuerzas de la ebriedad (en particular la del sexo, con sus destilaciones) para una revolución cuyo programa aparece esquemáticamente esbozado en estas páginas, provocadoras octavillas que incitan al desconcierto, pero «no en el sentido de dejar confundido, sino en el más propio de deshacer un concierto, el concierto ficticio de las acciones humanas».

Una tragedia chiripitifláutica

Juan Bonilla, Cansados de estarmuertos Espasa, Madrid, 1998

En su segundo envite como novelista, Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966), que tantas expectativas levantó con su primer libro de relatos (El que apagala luz, 1994), sigue obteniendo logros muy medianos. Tienta sospechar que algo tienen que ver en ello sus lucimientos como articulista, pues Bonilla ilustra ejemplarmente las distorsiones que un cierto articulismo con timbres literarios produce en los talentos de un narrador en ciernes. La necesidad de seducir, el ingenio y la desinhibición a que invita la entrega periódica; la crepitación y el brillo chispeante que induce la cortedad de unas pocas columnas, suelen perpetuar la inmadurez de un estilo en el que -puestos a emplear un lamentable juego de palabras- la greguerización de la prosa es proporcional a la gregarización de sus contenidos. De una y otra cosa se resiente abundantemente Cansadosde estarmuertos, novela que agota casi toda su sorpresa y su sustancia en el efectismo de su título. En la cantina dd tanatorio de una ciudad imaginaria, Zungzwang (bautizada así en alusión a «una posición de ajedrez en la que cualquier movimiento resulta nefasto»), desembocan fos destinos de un puñado de personajes de onomástica igualmente impredecible: Fausto Urpí, un solterón entrado en años que acude allí a velar el cadáver de su juventud; Chopped, celador gordinflón y malcarado adicto a la necrofilia; el comandante Aliguieri, estudiante de vida bohemia empeñado en escribir «un grandioso poema épico sobre el fenecido siglo xx, dividido en cien cantos»; Morgana, joven de soberana hermosura que, vaya por

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UNA TRAGEDIA C HIRIP ITIFLÁUTI CA

dónde, resulta ser hija de la recién suicidada Claudia, el amor platónico de Fausto; Ariuro, un enano filósofo y misántropo, obsesionado con burlar la muert e y ocupado en enviar cart as a desconocido s; Vicent Breiner, el padre de Morgana , paracaidista aficionado qu e en uno de sus saltos se queda suspendido en el aire, colgado de las alturas .. . Toda una galería de personajes enormes, como se ve, que se limitan a pasear su estrafalaria desdicha por el escenario de un a metáfora pol vorienta, destinad a a aleccionar al lec tor con explícitas moralejas sobre la necesidad de encontrar razon es a una vida qu e en el fondo, como aquí se dice, «no es i:an terribl e>>. Lo declara a Morgan a el co mandant e Aligui eri, con elocuencia juguetona que recu erda a la llorada Gloria Fuertes : «Lo important e no es que ganes o que pierdas, sino que no pierdas las ganas». Una frase que da el tono al libro entero, repleto de lirismo sentencios o, de humorad as respingona s, de palabras rebu scadas y bonitas (en más de veinte oc asiones se emplea el verbo infligir). La prosa organillera de Bonilla pon e músi ca a una desganada representación simbolista con luc es de candilejas y decorados modernistas. Para amenizar la función, que por sí misma carece de estructura y de dinamis1no , no duda el autor en recurrir a números extraordinarios, qu e pu eden con sistir tanto en una bravucona regañi na a los artistas de vanguardia como en un a didá ctica mue stra de las curiosidades que encierra el fascinante mundo de las matemáticas . (Esto último en la línea, actualmente muy en boga, de dar aplicación liter aria a rudimento s de divulgación científica. ) Si bien la not a predominante la da una escritura preci osista (con casas «aturdid as por el ultraje de los años» o despert ador es qu e «infligen su cabalgata de pitidos »), vacía de todo nervio narrati vo, engastada de hallazgos poéticos , anim ada por ocurrencias propias de un editor de alm an aques o un letrista de canci ones resulton as («tarde o tempr ano , a la rutina se le cae la t»). Todo al servicio de una viñeta sentimental con toques mágicos y sombríos , en la que resuen an las m elodí as entrañables de los chiripitifláuti cos .

La seducción del dine ro Belén Gopeg ui , La conquistadel aire An agra ma, Bar celona, 199 8

La trayecto ri a de Belén Gopeg ui dibuj a, con sólo tres novelas, una curva de crecimie nto sin parangón en la narr ativa españo la. Las dot es acre ditadas por esta autora en su debut literario, La escala de los mapas (1992), le valieron el aplauso un ánime de la crítica, que depos itó sobre ella un as expectativas que Gopegui ha acertado a desbordar por el procedimiento no tanto de satisfacerlas como, arrie sgadamente, de cont rariarlas y reorienqu e tad as ha cia unos objeti vos -lo s que ella misma se h a propuestovan mucho más allá de los que alcan zaba ya en aquel prim er libro. En el prólo go que antepo ne a La conquista del aire, Belén Gopegui formula una estricta reflexión sob re el estatuto act ual de la novela, sobre el problema de su config ur ación. El lector queda en aviso de que se introduce en un ámbit o concern ido por la preo cu pación del sign ificado, y no del simpl e entretenimiento. Un ámbito en el que, más concretam ente , se plante a una cuestión capital : «la posib ilidad de que el dine ro anide hoy en la conciencia m oral del sujeto ». Para indagar esta posibilidad (pues no se trata aquí en m odo alguno de una novela de tesis: como el lecto r mismo, como sus personajes, también el nar rado r «quiere saber, por eso narra »), Belén Gopegui elige contar, como es de esperar, «una histo ria de dinero », que en la contracub ierta del libro se resume en los siguien tes términos: «Carlos Maceda pide a sus dos mejores amigos , Santiag o Álvarez y Marta Timo ner, diner o par a sufragar la crisis de su pequeña empresa electrónica. Ellos aceptan dejárselo y, a partir de ese momento, las decisiones de sus vidas quedan a la in-

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LA SEDUCCIÓN

DEL DINERO

temperie, como si el acto de prestar y recibir dinero les hubiera dejado expuestos a la mirada de las personas próximas, maridos, novias, esposas, socios, empleados, amigos, expuestos a la mirada del narrador». Esta mirada del narrador es omnisciente, según corresponde al propósito de escrutar una situación y no sencillamente ilustrarla. Y a esta opción va ligado el minucioso registro del tiempo del relato, que pesa decisivamente sobre su desarrollo y que transcurre en un período muy preciso : el que va de octubre de 1994 a noviembre de 1996. Período en el que tiene lugar en Espa11a el desbancamiento de los socialistas por la derecha, dato este que interfiere significativamente en los procesos de conciencia de unos personajes que compartieron en el pasado ideales de progreso. Para tales personajes, todos ellos entrados ya en la treintena, ser de izquierdas se ha convertido «en un ritual estético». Y así es en la medida en que unos y otros perciben con inquietud cómo «lo político» se ha marchado de sus vidas. <(Después de haber creído durante muchos años que deseamos lo que no tenemos y que ese principio mueve tanto el mundo de la seducción como el de la economía», le dice Carlos a un amigo: (
BELÉN GOPEGUI

En los orígenes de la novela moderna, Balzac trazó la épica del dinero como instrumento de ascenso y de poder de la burguesía rampante. Desde entonces, el dinero ha sido objeto accidental o secundario de la reflexión novelística, más ocupada en traficar con aquello que, en el ámbito de la intimidad, constituye la moneda de cambio a través de la cual el sujeto avala y cuantifica su propia conciencia moral: los sentimientos. Contrariando esta inercia, La conquistadel aire devuelve al dinero su protagonismo efectivo y al mismo tiempo endereza una dura impugnación de los sentimientos entendidos como «capital moral», con su tendencia natural (como todo capital) a <(invadir, acumular, expansionarse», descomprometiéndose para ello de las consignas de la racionalidad y de la inteligencia, que por el contrario «pondera, juzga, mide». Con precisión admirable, Belén Gopegui ha planteado un caso concreto, pero ejemplar, de conflicto entre valores asumidos y ocultos, entre sentimientos y motivaciones. Lo ha hecho depurándolo de distorsiones dramatizadoras susceptibles de equivocar al le ctor sobre sus intenciones . La cantidad que Carlos Maceda pide en préstamo a sus amigos, jóvenes de la clase media todavía pendientes de asegurarse una existencia confortable, está calculada en exacta proporción a dicho conflicto: no compromete sus condiciones de vida básicas, pero sí aquellas otras que ordenan sus personales perspecti vas de comodidad y de holgura. Al ponerse éstas en peligro, la zo zobra que se desata pone en tela de juicio la hegemonía aparente de valor es como el amor, la amistad, la solidaridad, la piedad, b justicia. Y así ocurre con verdad tan honda, que el lector -cualquier lectorno puede menos de sentirse interpelado. Belén Gopegui actúa sin concesiones, y escribe su novela con severidad implacable, sin otros artificios que los que convi enen a la verosi militud y a la complejidad de un planteamiento que requiere el mayor rigor y delicadeza para ser tratado cabalmente. Esta decisión de no acolchar ni edulcorar el artefacto narrativo entraña una clara determinación de restituir a la novela su función movilizadora de la conciencia, generadora de sentidos, con el esfuerzo que ello comporta para el lector y la distancia objetivizadora que en este caso precisa el desarrollo de una si227

LA SEDUCCIÓN

DEL DINERO

tuación que evoluciona paralelamente en tres frentes, cada uno correspondiente a los tres personajes principales. En un comentario realizado para La Vánguardiapor un crítico por lo común atento y discernidor como es Juan Antonio Masoliver, se le objeta a La conquistadel aíre «un exceso de exigencia y de planteamiento», y se señala en ella «una madurez casi dolorosa». Pero, contra su parecer, es esta madurez, obtenida por parte de la autora con el sacrificio de sus talentos más brillantes, lo que distingue muy acusadamente a este libro, y son la elevada exigencia y el cuidadoso planteamiento de todos sus elementos los que mueven a la convicción de que se trata de una novela ineludible en la reciente narrativa española. Tanto más cuanto que responde, con vigor y acierto ejemplares, a la reclamación cada vez más imperiosa de una literatura dispuesta por fin a intervenir con un discurso crítico sobre la sociedad que la transición ha dejado en herencia, y lo hace apartándose resueltamente del simple remakede estrategias ya gastadas. Revista de libros,n.º 18,junio de 1998

Volver a empezar

Luis Landero, El mágicoaprendiz Tusquets, Barcelona, l 999

Hace diez años casi, el clamoroso éxito de Juegos de la edad tardía,la primera novela de Luis Landero, supuso mucho más que la revelación de un escritor : supuso el reencuentro de un amplio sector del público lector -y de la crítica- con un talante y unos usos narrativos obviados por la entonces llamada nueva novela española. En la actuahdad, cuando ese talante y esos usos vuelven a ser moneda corriente, Landero -que los vindica en nombre de una «rehumanización» de la novela y de su lenguaje-- sigue siendo uno de sus más destacados valedores, e insiste otra vez en la apuesta con la que sahó ganador. Lo sugiere así el hecho mismo de que, con propiedad todavía mayor que el de El mágicoaprendiz, convenga a su última novela cualquiera de los títulos de las dos anteriores: Caballerosdefortuna o el mismo Juegos de la edad tardía. La quijotesca aventura de un gris oficinista que, movido por el amor a una muchacha mucho más joven que él, se lanza a crear -en su tiempo libre y con los ahorros de su vida- una peregrina empresa de envases, es el hilo conductor de esta abultada parábola acerca de la capacidad de redimirse uno mismo, de realizar los propios sueños, de rectificar la propia vida, de volver a empezar cuando, pasada ya la juventud, todo parece indicar que es demasiado tarde para intentarlo. Matías Moro es una suerte de Humbert Humbert cándido y timorato a quien sus compañeros de oficina, excitados por su imprevista iniciativa empresarial, convierten sin él quererlo en líder de una delirante incursión en el mundo de los negocios, incursión a la que cada uno apor-

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VOLVER A EMPEZAR

ta sus propios talentos y fantasías. El hecho de que en la finalidad del empeño esté constituir una cooperativa, destinada a aliviar de su miseria al entorno deprimente en que vive Martina (la jovencita de la que Matías anda enamorado), concede desde el principio un halo inocente y romántico a la aventura, que se precipita deliberadamente por su vertiente cómica y sentimental, desentendiéndose pronto de la problemática social a la que apunta el hecho de que buena parte de sus personajes sean indigerites y marginados. Pese a estar ambientada en el presente, el relato parece asunto del pasado, repleto como está de rancias humoradas y dramatismos, empezando por la pudorosa perplejidad de las relaciones entre Matías y la virginal Martina (de la que sorprende enterarse que a punto está de cumplir los diecinueve años) y continuando por las romas idealizaciones con que se opone , a la mansedumbre del humilde oficinista, la mitología heroica del empresario audaz, padre y patrono benéfico, por desgracia expuesto a veces a la corrupción y al endiosamiento del poder . aprendiz predica desEpopeya de la mediocridad exaltada, El má,í[ico de su fondo una consoladora ética del conformismo. «Vivimos tiempos mágicos ... rel="nofollow">>,declara Pacheco, uno de los personajes. A lo que, desde otro lugar de la novela, Matías contrapunta: <
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LUIS LANDERO

La derrota de los sueños concluye en una celebración de la realidad, en un idilio con lo cotidiano en el que se diluye cualquier sentimiento de fracaso. En esto, y en el hecho de que el paso a la acción lo determi~ nen los demás, y no su propia imaginación inflamada, se distingue el quijotismo de Macias -como el de Gregario Olías, el protagonista de juegos de la edad tardía- del de Alonso Quijano. Pero es precisamente en esta inversión en el signo de la aventura por donde se achata la novela bajo el peso de su moralidad. Al final, se diría que para Landero el alma es una vieja caja de galletas en la que -como Matías- cada uno guarda las canicas de su infancia. La literatura sería entonces -como le parece al propio Matías, puesto en la tesitura de escribir - un arte reconciliador, consistente en <
RAY LORIGA

Donde habite el olvido Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere Plaza & Janés, Barcelona, 1999

La fuerza de su instinto no ha dejado que se apague la expectativa suscitada en su día por su llamativo talento, amenazado desde muy pronto por su propia facilidad. Ray Loriga ha escrito una novela rara y escurridiza, llena de interés. Una novela que, siete años después de la publicación de Lo peor de todo (Debate, 1992), confirma lo que desde entonces nada ha llegado a desdecir: que más allá del fenómeno literario que él mismo contribuyó a desencadenar, la revelación de este escritor es una de las escasas novedades tangibles y literariamente significativas que en el transcurso de esta última década ha traído la más joven narrativa española . El nuevo milenio acaba de comenzar, y el futuro inmediato no es muy distinto del presente actual. Su rasgo más portentoso lo constituyen, por encima de los avances técnicos (algunos inquietantes, como esos que conceden una fantasmal supervivencia informática), el desarrollo de una sofisticada industria química capaz de proporcionar al hombre, gracias a los efectos de sus «nuevos y cada vez más prodigiosos compuestos», un dominio creciente sobre sus sensaciones, emociones y sentimientos. La estrella de esta industria son las «erosiones de memoria», nombre que reciben unas sustancias diseñadas para provocar en el consumidor olvidos selectivos. El narrador de Tokio ya no nos quierees un agente distribuidor -un camello,en definitiva, por cuanto su tráfico es clandestino- de este producto, del que él mismo se ha hecho adicto, espoleado por lo que borrosamente se deja entrever como una catástrofe amorosa. La compañía qu e le suministra la pr eciada mercan cía, y a la que deb e 232

rendir cuentas, permanece alerta frente a la creciente «anarquía mnemónica » de su agente. En tanto que éste, ya fuera de control, emprende -desde Arizona a Vietnam y Bangkok, en una sucesión constante de hoteles y aeropuertos: lugares de tránsito, «sitios sin memoria »- una huida hacia delante que no tiene más objeto que alejarlo de su pasado . Amasando ecos de las más diversas procedencias (los editores apenas exageran al sugerir un << camino imposible que va de Conrad aJ. G. Ballard »), Loriga prefigura una sombría y convincente visión del mundo que se avecina, capaz de competir en verosimilitud y coherencia, tambié_n en el sentido del detalle, con la de sus más prestigiosos modelos, tanto literarios como cinematográficos. Esta visión sirve de soporte a una compleja e intrincada impugnación de la memoria, a la que dolientemente se acusa aquí de someter al individuo a la tiranía de la responsabilidad Y de la culpa. Si la materia con que se edifica el pasado es el horror del presente, tal vez su destrucción constituya - como se llega a postular en estas páginas- una forma de esperanza. Al fin y al cabo, «la obligación de l~ memoria es cargar con las cosas como son», y para quien ni las acepta m acierta a ver cómo cambiarlas, el olvido bien puede resultar la última y más radical disidencia . «Es el recuerdo, no el olvido, el verdadero invento del demonio>>, asegura el narrador, quien no deja de constatar por otro lado que «si algo hemos aprendido en estos días de violentas transgresiones químicas es que la ignorancia de la culpa no excluye, ni mucho menos, el delito». A estas alturas, hay que resignarse a que el estilo de Loriga conlleve su propio amaneramiento: una irrefrenable tendencia a la sentenciosidad, a la frase lapidaria , a la paradoja chistosa («Sueño que estoy jugando a.l póquer. Nunca he jugado al póquer así que por supuesto pierdo»). Pero -en lo que parece consecuencia del crecimiento tanto de su ambición como de sus recursos- el narcisismo lírico de Héroes es desplazado aquí por el autodestructivo nihilismo del personaje («Me muevo dentro de mi vida con la arrogancia de un completo extraño»), en tanto que las peliculeras poses de Caídos del cielose complican ahora con un a inspirada m ezcla de thrillery libro de viajes, de acerada observación del 233

DONDE

HABITE

EL OLVIDO

presente y premonición futurista («Tal vez el hombre sin memoria es capaz de ver imágenes del futuro»). Ya hacia su final, la novela se desfleca torpemente. Hay un gratuito episodio español, con paso de Semana Santa y peineta regeneracionista («¿Qué demonios mantiene a España clavada en la fe del pasado?>>).Y en la más que esperable conversación que cierra el relato (demasiado elocuente, aunque muy originalmente escenificada), se desliza un embarazoso apunte sobre la transmigración de las almas. Pero para entonces la novela ya ha persuadido al lector, con su lograda cifra de brutalidad y lirismo, de velocidad y cansancio. También con esa desesperación romántica, con esa tristeza con que, frente a la amenaza del dolor y del miedo, propone la indiferencia como una especie de felicidad. Pero sobre todo por los destellos intensamente poéticos de un lenguaje narrativo que se sirve de la extrañeza para articular una violenta sucesión de planos, imágenes, situaciones incomprensibles o morbosas, captadas con desinhibida sensualidad. Si -flotante por encima de fronteras nacionales, canalizador de tendencias globales en la organización de la sensibilidad- existe algo designable como un «estilo internacional>>, no hay duda de que Ray Loriga es uno de sus más prometedores representantes. Las virtudes y los peligros de ese estilo, en buena medida determinado por el ascendente de la cultura audiovisual, destacan con particular relieve en su escritura, donde esta vez está claro: las primeras ganan la partida.

Flores para Larra

Juan Eduardo Zúñiga, Flores de plomo Alfaguara, Madrid, 1999

Hermosa y esquiva, esta novela discurre en torno a Mariano José de Larra. No trata, sin embargo, de su personalidad, ni apenas de su figura; tampoco de su obra ni de su vida, sino solamente de su muerte. Y ni siquiera eso, por cuanto al decir su muerte, con el posesivo delante, se sugiere que es cosa pertene ciente a él, a Larra. Cuando de lo que aquí se trata es de la muerte en cuanto algo que pertenece a los que sobreviven, en este caso a aquellos que instantes, horas, días, meses, años después de haber sonado un pistoletazo en la madrileña calle de Santa Clara recibieron con estupor o con alivio, con dolor o con despecho o con p~na, con satisfacción o con indiferen cia la noticia del suicidio que ponía fin a la vida de uno de los más prometedores talentos con que contaba España a la altura de aquel 12 de febrero de 1837. La generación del 98, con Azorín a la cabeza, se apropiaría de la leyenda romántica de Larra y consagraría a éste como modelo del intelectual español, en permanente disidencia con la realidad política y social, moral, estética incluso, de su propio país. La consecuencia fue la investidura simbólica del escritor como santo patrón y mártir de la España dolorida . «Escribir en Madrid es llorar », dejó dicho Larra en uno de sus últimos y más célebres artículos. Una frase interpretada a menudo literalmente hasta el punto de convertirse en consigna de una prolongada estirpe d~ mte!ectuales airados y quejumbrosos, empeñados en hacer pública profes1on de su descontento ante un país por cuya regeneración no han cesado de procl amar su voto solemne . 235

FLORES PARA LARRA

Progresivamente institucionalizada, esta estirpe intelectual no ha perdido apenas vigencia, mucho menos prestigio y hegemonía, a pesar de que, en especial durante las dos últimas décadas, ha dado pie a toda suerte de variantes locales, más o menos cínicas, y ha perdido parte de su predicamento en beneficio de otros modelos emergentes, más risueños o consentidores, más ávidos o gamberros, aunque por lo común igualmente inocuos. Como sea, el modelo de Larra, recurrcntemente reivindicado por la inteligencia más crítica y mordaz, también por la más gesticulante y plañidera, ha visto menguados en los últimos años su ascendiente y su actualidad, en buena medida a consecuencia de lo que parece ser la superación de las circunstancias históricas que determinaron su obra . De donde -s in dar por ahora más vueltas al asunto- la oportunidad de esta novela de Zúñiga, que retoma por enésima vez la figura de Fígaro, pero lo hace desentendiéndose de su pedestal y de su leyenda, explorando los ecos de su suicidio no tanto para indagar su sentido como para descubrir en ellos la nota común de desengaño, de soledad, de tristeza, de fracaso, de desaliento, de decadencia, de miserias de la que el suicidio de Larra aparece, a la postre, como floración estrepitosa y fatal. Once cuadros narrativos, todos independientes entre sí aunque hilvanados por la figura o el recuerdo de Larra, integran un libro que, como otros de Zúñiga , se estructura al modo de una rapsodia. Cada cuadro tiene un protagonista distinto, comenzando por el propio Larra en la tarde misma de su suicidio, y continuando con una galería de personajes en su mayor parte históricos, como Ramón Mesonero Romanos, con quien Larra se entrevista; Dolores Armijo, que acude a la casa de su ex amante a recuperar sus cartas; el ministro José Landero, vecino del escritor; José Zorrilla, que saltó a la fama con ocasión del entierro de Fígaro; su padre, el doctor Mariano de Larra ... En Zúñiga, la escasez nunca es un subterfugio de la poquedad, sino resultado de una laboriosa destilación de intenciones y de conocimientos. Se trata de un maestro de la sutileza, de la evocación, de la sugerencia, poseedor de una extraordinaria sabiduría narrativa, que administra con máxima cautela. Como un escrupuloso director artístico , cuida has-

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JUAN EDUARDO

ZÚÑIGA

ta el mínimo detalle el mobiliario de sus textos, en los que apenas trasluce el riguroso armazón documental. La imagen que en estas páginas se ofrece del Madrid decimonónico, envuelto en la ruidosa canalleria del carnaval, adquiere con pocos trazos una densidad goyesca. Y es una urdimbre de mínimos matices la que determina la unidad de un conjunto de piezas potencialmente autónomas, cuya gravedad y común consistencia se obtienen por acorde de tonalidades superpuestas. Tonalidades magníficamente graduadas por una prosa pulidísima, transparente, cadenciosa, en absoluto preciosista. El libro se cierra con el suicidio, casi ochenta años después del de Larra, de Felipe Trigo, prolífico y popular autor de novelitas inmorales . Son unas páginas impresionantes, en las que la rnuerte de Larra es ya sólo un lejano contrapunto que intensifica el tono crepuscular de la narración. De paseo por Madrid, Trigo se acerca a la casa en la que se ha colocado una placa recordatoria del escritor : «Sobre el mármol, guirnaldas de metal con fúnebres flores de plomo de las que, por la lluvia, habían caído oscuros regueros». Una imagen suficiente y certera de este libro, que sobre el recuerdo de Larra coloca asimismo una guirnalda de piezas bellísimas, de las que se desprenden oscuros regueros de amargura.

GUILLEM MARTÍNEZ

Una visión del mundo llamada Martínez Guillem Martínez, GrandesHits Mondadori, Barcelona, 1999

Conviene decirlo bien alto, a ver si se enteran. Desde la sección «La Crónica» de El País Cataluña, hace ya tiempo que Guillem Martínez (Barcelona, 1965) viene empeñando su talento personalísimo en una de las apuestas más originales, más inconformes, más contundentes que ha conocido el periodismo español en los últimos años. Que el dato no haya trascendido suficientemente se debe a un fenómeno de profundas aunque todavía poco advertidas consecuencias: la sucursalización de la cultura española por obra de la previa suscursalización de la prensa de ámbito nacional. Pero no es éste el momento de tratar de tan espinoso asunto, sino de llamar al lector la atención sobre un libro en absoluto rutinario, que pone a su alcance una muestra excelente y muy significativa del trabajo de Martínez. Sus grandes hits. En el prólogo escrito para la ocasión, Martínez formula una provocativa y suculenta poética sobre su particular modo de entender el oficio de periodista. Describe allí al periodista -y está claro que piensa todo el tiempo en el periodista de opinión, en un sentido militante del término - como alguien cuyo trabajo consiste, fundamentalmente, «en aportar una visión del m1;1ndo». Para articular esta visión, que de ningún modo aspira a ser totalizadora, Martínez reivindica la utilización de la primera persona (algo que le parece «un sello de honestidad »), si bien el «yo>>que la ejerce «es un personaje un tanto distanciado de nú, abierto a ser motor de ridículo, a no tener necesariamente la razón ». Un personaje, en cualquier caso, cuya visión del mundo se configura a partir de la

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extrañeza, de la perplejidad, de la inadaptación, razón por la cual resulta tan problemática. Es sin embargo esta capacidad de buscarse problemas a sí mismo y al lector lo que, para Martínez, otorga validez a una tarea a la que sólo encuentra sentido desde la beligerancia que por lo común evitan ejercer los modelos hegemónicos del escritor peninsular (figura, a sus ojos, «un tanto enclenque, que por fuerza debe plantear objetos enclenques qu~ plantean problemas enclenques ») y del «intelectual de cercanías, bajito y sin hambre de gol que nos ha llegado tras la Transióón ». En el contexto presuntamente neutral de un diario, lo que se propone Martínez es «desautomatizar la información gracias al estilo, al len guaje y a recursos como el humor». Intenta también «destrozar» el canon de lo políticamente correcto («el gran enemigo del periodismo» ) a través de intempestivas intromisiones de lo que él llama «la carnalidad». Finalmente, concluye Martínez, «otro elemento para desautomatizar lo que uno escribe en un diario es la belleza ». Y añade: «Es atrozmente violento y perplejo que, en plena lectura de un diario, aparezca de pronto, zas, la belleza ». No son pocas las reservas que suscitan estos postulados. En una sociedad en la que los grandes almacenes se dirig en al consumidor con eslóganes como «Somos especialistas en ti», el «yo» es una entidad sospechosa, que difícilmente puede ser tomada como garante de nada; aliada al humor, la capacidad de crear problemas puede resolverse muy pronto en la tendencia a proponer paradojas; y contra lo políticamente correcto, el expediente de la carnalidad parece destinado a tener los efectos de un pellizco. Con un infalible sentido del espectáculo, la apuesta de Martínez se expone a estos y otros muchos riesgos , y no siempre sale indemn e. Basta, sin embargo, la lectura de unos pocos de estos artículos para comprender que nada tienen que ver con ese «periodismo del yo» que trafica con la interioridad como moneda del alma; tampoco con la travesura o el gamberrismo consentidos como inocuos sucedáneos de la transgresión. Para Martínez , «el humor, en con tra de lo que cree el 99 por ciento de la gente que produce y co nsume humor, es lo co ntrario de la simpatía» . En cuanto al estilo, se trat a también de lo contrario de la prosa «literaria» que

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UNA VISIÓN DEL MUNDO LLAMADA MARTÍNEZ

tan a menudo se emplea para decorar los diarios . Martínez ha convertido la crónica periodística en una estructura compleja, múltiple, fragmentada, subvertida: una compacta secuencia de capítulos, cada uno con su propio titular, hilvanada por toda una trama de motivos recurrentes . Dividido en siete partes, cada una precedida por una sumaria declaración de intenciones, este volumen recoge crónicas -o lo que seanpolíticas, sociales, culturales, deportivas, literarias, gastronómicas, costumbristas ... Entrevistas -o lo que sean- con escritores, artistas, modelos, bodegueros, pornostars ... o lo que sean. Tarnbién piezas de corte más personal, que asumen una dislocada perspectiva generacional y sentimental. El conjunto constituye un libro sorprendente, divertidísimo, excitante, y de una imprevisiqle solidez. Un modelo de literatura periodística y de periodismo crítico que zanja por omisión la debatida cuestión sobre las relaciones entre periodismo y literatura. U na juerga.

La herencia del dinero

Germán Sierra, La felicidad no da el dinero Debate, Madrid, 1999

Ninguna perspectiva sobre lo ocurrido con la sociedad española dur ante los últimos veinte años puede soslayar la cuestión del dinero . La centralidad que éste ocupa en relación con las ideas y con la sentimentalidad, con las actitudes características de la generación que en la actualidad ronda los cuarenta, fue resueltamente explorada por Belén Gopegui en la novela que hasta la fecha más lejos ha llegado en su prospección: La conquistadel aire (Anagrama, 1998). Por su parte, Germán Sierra (La Coruña, 1960) parece dar por resuelta la pregunta que, abiertamente, se planteaba allí Gopegui, y partir de la premisa de que, en efecto, el dinero anida hoy en la conciencia moral del sujeto. Ninguno de los personajes que protagonizan Lafelícidad no da el dineroalberga duda alguna al respecto, ya sea porque no se sienten concernidos por la cuestión en sí, ya sea porque no han atisbado ninguna otra respuesta. Uno de ellos, Álex, opina que, para quienes -como él- llegaron entonces a su mayoría de edad, << los ochenta han sido sus sesenta: del mismo modo que sus amigos diez años mayores no han vuelto a ser los mismos tras el sueño de la revolución ... , ellos no se h an recuperado de la ilusión de la riqueza y elglamo,,tr».Por su parte, Gustavo, amigo de Álex, piensa que los dos, «incap aces de encontrar acomodo en el inmenso refugio antiaéreo de la clase media, han llegado demasiado tarde a la inevitable conclusión de que la liber tad individual depend e exclusivamente del din ero». Álex es escritor, y sobrevive en Londres deliberadament e alejado de su ciudad natal (reconocible trasunto de la capital gallega), que visita para

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LA HERENCIA

DEL DINERO

participar en un programa televisivo que conduce Gustavo. Éste, por su lado, cansado de su trabajo y sobre todo de su entorno, planea invertir en un oscuro negocio de contrabando para obtener así el dinero que le permita salir de una vez de España. A su alrededor se mueven Violeta la amante ~e Gustavo, periodista enganchada a los ácidos; Alberto, viej~ amigo de Alex y de Gustavo, metido en los chanchullos de la administración autonómica; Marisa, la novia de Alberto, dueña de una empresa de moda urgida de apoyos institucionales ... Y en contrapunto con el destino de todos ellos, Laura Belton, una supermodelo contratada por Gustavo para una campaña publicitaria, y Polo, su acompañante, un pícaro cosmopolita de origen eslavo. Cada uno de estos personajes adopta estrategias distintas -el desarraigo, la huida, el cinismo, la adaptación, la resistencia- para conquistar su propia libertad en un mundo, como dice Álex, «donde se permite al diente pedir lo que desea porque su deseo ha sido previsto de antemano»; en un país donde la corrupción se ha adueñado de todos y la tendencia a explicar cuanto ocurre en términos conspirativos ha convertido la paranoia «en una forma de cotilleo». Se trata de una lucha en la que todo vale, incluido el delito, el crimen, hasta el asesinato, al fin y al cabo «un medio económico» más. Las corruptelas de la administración pública, las enmarañadas redes de la delincuencia organizada, el poder de los medios de masas, de la televisión, de la publicidad, la manipulación de los ciudadanos, en especial de la juventud, la cultura del éxito, el efecto abotargador que sobre el público ejercen los círculos concéntricos de la moda, de las artes, del diseño, de la estética, el starsystemde la política y de las pasarelas, la burocratización de la vida privada, incluso del cuerpo, el alienamiento y la tontería generalizados: sobre estas y otras materias discurre esta novela con saludable sentido crítico que exacerba un tono condescendiente y altivo, rayano en más de una ocasión en la pedantería. La misma tendencia acusaba Germán Sierra en su primera novela, El espacioaparentemente perdido (Debate, 1996), en relación con la cual LAfelicidad no da el . dinero, confirmando las más favorables expectativas, implica un notable crecimiento, por mucho que solamente desplace, sin superarlas, algunas

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GERMÁN SIERRA

de las limitaciones de aquella obra primeriza, entre las cuales se cuentan la indecisión estilística, las dificultades para urdir una estructura estable, también una cierta perplejidad ante los propios designios. Sierra sigue sin encontrar el cauce adecuado para sus inquietudes novelísticas, que tienden a la digresión cáustica, ensayística, en perjuicio de la capacidad fabuladora. Baste señalar, para confirmar esto último, el borroso «enredo» que cataliza aquí la acción . En relación con su propia escritura, Álex habla de «la voluntad de imaginación». Una voluntad que Sierra convierte en empecinamiento a fuerza de no ajustar a sus propósitos sus propios recursos. Entre éstos sigue contándose su familiaridad con un lenguaje y unas concepciones científicas a las que Sierra -él mismo investigador en el área de las neurociencias- se atreve a dar una aplicación literaria, dando lugar a interesantes asociaciones y metáforas . Pero tampoco en este punto llega por lo general mucho más allá de la importación de tecnicismos más bien abstrusos, complicados con intenciones teóricas. Así ocurre con la insistente noción de «transgénesis», inspirada en la genética molecular, y traída aquí para bautizar enrevesadamete lo que en definitiva constituye una simple variante de las más vulgarizadas tesis posmodernistas. Con todo, hay que apreciar en LAfelicidad no da el dineroel sugerente aunque desaprovechado perfil de sus personaje s, la desobediencia -todavía infecunda - con respecto a las convenciones más trilladas, una enconada determinación de denunciar el presente sin la clemencia del sentimentalismo. Razones suficientes para mantener abierta e intrigada la expectativa sobre la evolución de este autor .

LUIS MATEO DÍEZ

El Libro de los Muertos Luis Mateo Díez, La ruina del cielo Ollero & Ramos, Madrid, 1999

A más de trescientos asciende el número de personajes con que Luis Mateo Díez ha poblado en esta novela el territorio imaginario de Celama, avistado hace apenas tres años en El espíritudel Páramo(1996), y constituido de pronto en escenario de un impresionante empeño narrativo . A una cantidad semejante asciende el censo de los personajes del que cabe señalar como el precedente literario más afin a la intención y al sentido de La ruina del cielo,y que no es, desde luego, una novela (aunque admitiría ser leído como tal), sino un libro de poemas, uno de los más originales y portentosos de la poesía norteamericana de este siglo: la Antologíade Spoon Ríver, de Edgar Lee Masters, publicado en 1915, e integrado, como se sabe, por decenas y decenas de epitafios a través de los cuales se restituye la precaria memoria de todo un pueblo que es todo un país y que es también toda la humanidad. La referencia no es arbitraria, ni tampoco excéntrica, pues sirve como ninguna otra para poner de relieve la dimensión no solamente elegíaca sino también polémica del empeño narrativo de Mateo Díez. Algo notorio cuando se considera el papel de Lee Masters como pionero de la llamada «rebelión de la aldea» (revoltfrom the village), corriente de influencia determinante en la narrativa norteamericana, caracterizada por su condena moral del materialismo intrínseco a las condiciones de producción capitalista, 1a reacción provinciana contra las nuevas formas de vida urbana, la elegíaca vindicación de la naturaleza y de las culturas ru rales como escenario crepuscular de los valores humanos fundamentales , 244

todo ello por vía de una ética y de una estética realistas, sustentadoras de una suerte de épica democrática. El propio Mateo Díez ha declarado que el territorio de Celama ha nacido como metáfora de su experiencia de lo rural, de su compromiso moral con <,esamemoria antigua e intensa de haber vivido determinadas culturas que ya están liquidadas». Un compronúso al que no es ajeno, sino todo lo contrario (como ocurre también en el caso de Lee Masters, que se inspiró para su libro en la Antología Palatina), el ademán clásico, clasicista incluso, en que se resuelven tanto la sorna como la gravedad y el escepticismo que impregnan su escritura. El hilo que enhebra los sesenta y ocho episodios de La ruina del cielo es la determinación de Ismael Cuende, médico rural de la comarca (y protagonista ya de un capítulo de El espíritu del Páramo, donde se le describía como (
EL LIBRO DE LOS MUERTOS

nuciosas descripciones de Celama, apuntes costumbristas y hasta diálogos de ultratumba. Chorrea aquí, con fruición y potencia inesperadas, una impresionante capacidad creadora, despierta ya en El espíritu del Páramo,donde, sin embargo, aparecía aún escueta y contenida. Un escritor en la plenitud de su oficio encuentra de pronto un cauce -la invención de todo un territorioque da rienda suelta a todos sus talentos, con los que extrae lo mejor de sí mismo. Mateo Díez se ha referido a La ruina del cielo como a «una novela de llegada>>,escrita con el gozoso sentinúento de libertad que le proporcionaba el haber dado con «un territorio que fuese el espejo de mi propia imaginación y que sostuviese todo lo que yo quería contar». Pero este mismo gozo creador, que dilata todos los logros de la novela, es responsable también de la grieta por la que se derrocha parte de su caudal abundantísimo: el desajuste entre la perspectiva del supuesto autor de todos estos papeles, Ismael Cuende, y la disipadora omnisciencia a la que este mismo autor se supedita. A este respecto, quizá hubiera convenido mejor a La mina del cieloprolongar la estructura abierta de El espíritudel Páramo,sin el recurso de un hilo argumental -la pesquisa que Ismael Cuende emprende de la figura de un médico que lo precedió en la comarca- demasiado delgado para sujetar la expectativa del lector. El eco de Rulfo gravita con toda evidencia en la simbólica alianza que aquí se establece entre la muerte y el páramo, ese lugar en el que se «disuelve más impíamente el tiempo histórico». La hegemonía con que, desde el título mismo, se impone la noción obsesiva de la ruina trae el recuerdo inevitable de Región. Pero ninguna de estas y otras muchas vecindades literarias contribuye a otra cosa que a delimitar el paisaje singularísimo de Celama, habitado por una humanidad resignada y procelosa cuyo abigarramiento evoca los hormigueros narrativos de Cela. También aquí se ent,relazan en una memoria común multitud de historias de las que emerge una onomástica extravagante («no hay rareza que llame la atención en ningún nombre del territorio porque casi todos resultan particulares»). Pero es que los nombres desempeñan un papel fundamental en un libro que tiene tanto de censo catastral como de la-

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LUIS MATEO DÍEZ

pidario. En este sentido, cabe sugerir que la novela entera constituye el mausoleo en que se aloja el larguísimo listado de no1:1"1bres con ~~e concluye el libro. Nombres que adquieren, en su monotona suces1on, una cadencia conmovedora e imponente, un prestigio en cierto modo sagrado. . . Éste es un libro sobre la muerte y la memoria, o, meJor dicho, «la memoria que se abre como un abismo cuando la muerte la destapa>>.En algún momento se dice aquí que «lo malo de los mu~rtos ~s la dependencia que les queda de los vivos». Y, por encima de su mcre1ble facundia de cuentista, de su extraña cifra de pesadumbre y mansedad, pero también de heroísmo y de sabiduría que aquí se alcanza, el mérito mayor de Mateo Díez reside en afligir y a la vez consolar al lector con esta responsabilidad abrumadora.

ANDRÉS IBÁÑEZ

Desde la publicación de su primera novela, La música del mundo (Seix Barral, 1995), merecedora de un discreto pero insistente succesd'estíme, se ha venido acumulando sobre Andrés Ibáñez (Madrid, 1961) una expectativa que han contribuido a incrementar, por un lado, su brillante partkipación en el volumen colectivo Pá.stinas amarillas(Lengua de Trapo, 1998), Y por el otro, su conspicua y vigorosa actuación como comentarista de libros. Tal expectativa se enfrenta ahora a un tocho monumental, desbordante de contenidos esotéricos, en el que Ibáñez, estirando los planteamientos narrativos de su primera novela, se postula resueltamen' te como una especie de Madame Blavatsky de la literatura española de fin de milenio. O, lo que resulta todavía más encantador, como una versión psicodél.ica y cosmopolita de Fernando Sánchez Dragó . Produce un cierto embarazo tener que dar cuenta, siquiera sumarísima, del argumento de la novela. La cuestión es que el tal Varick al que una criatura del espacio se re~ere el título es nada menos que -ejemexterior llegada a la Tierra desde una estrella lejana. La era de Varick habría empezado en febrero de 1961, fecha en la que tienen comienzo sus comunicaciones telepáticas con una médium, sustituida luego por fas onda~ de radio, a través de las cuales lanza Varick unos mensajes que lo ·convierten poco a poco en «la voz, la inspiración y quizá la salvación de todo un planeta que parecía condenado al desastre». Todo parece indicar que, más que un vulgar extraterrestre, el fenómeno Varick supone -ejem, ejem- «la intromisión en nuestro mun-

do de un mundo paralelo, una llamada de auxilio, quizá más alarmada que compasiva, de los seres que habitan en el universo análogo ». Esto del «universo análogo» y del <<mundoparalelo» sólo es, por supuesto, un modo de nombrar esa otra esfera de la realidad en la que todos los hechos de la experiencia tendrían una réplica mejorada: aquella que se obtendría de su vivencia cabal, liberada de la influencia del Sistema, y liberada también «del sue110 del Tiempo y de la Finalidad». Porque, como el lector está empezando a intuir, «no vemos el mundo como es, sino como el Sistema nos lo presenta». Pero al alcance de.todos, «cogitófilos» empedernidos, está «hacer que la vida sea real, realizar el Ser, despertar, encontrar el conocimiento» . Para lo cual nunca está de más, sino todo lo contrario, qué duda cabe, adentrarse «por los senderos de la medicina natural, la alimentación vegetariana, las andanzas del cuerpo astral y el misterio de la reencarnación». Con mucha mayor prolijidad y sutileza de la que aquí pueda entreaccede a estas y otras enseñanzas de la verse, El mundo en la era de T7aríck mano de Marcelo, un gordito rijoso y enamorad.izo ocupado desde años atrás en la escritura de una novela. Al lado de Marcelo desfila toda una troupede personajes más o menos desorientados, como él, más o menos estrafalarios, que -sin descontar a Octaviana María, una gatita cuyas «memorias», redactadas desde el mundo paralelo, ocupan una cuarta parte del volumenprotagonizan una suerte de viaje iniciá6co en el que hay tiempo más que sobrado para inventariar, con el concurso de m.agos, santones y gurús de toda especie, una abigarrada mitología esotérica. La aventura entera de Marcelo discurre en Nueva York, «la capital del mundo», y se supone narrada por unos seres aéreos que gravitan por las alturas del planeta. Expediente tan peregrino como cualquier otro a la hora de sugerir, como aquí se pretende, una estética de la imprecisión, fundada en la idea de que «el arte no puede ir más allá de una insinuación maravillosa». O, por decirlo de otro modo, aunque con términos también sacados de este libro, y consecuentes con las ideas expuestas ya en La música del mundo: una liberación de la Forma entendida como mediación distorsionadora en la percepción que el hombre alcanza del mundo.

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Una novela «New Age» Andrés Ibáñez, El mundo en la era de Varick Siruela, Madrid, 1999

UNA NOVELA «NEW AGE»

Todo esto podría resultar curioso o atractivo para alguno, y hasta divertido para todos, si no viniera envuelto en una fatigosísima verborrea pseudoerudita («cháchara de magos», como llega, a decir en algún momento Marcelo), al lado de la cual la empanada mental de una película como Matrix -que tantos elementos, por cierto, comparte con este libro- parece ligera como un aforismo. La tontería y la cursilería de tantos diálogos interminables, la emocionalidad decididamente kitsch de la que hacen gal.alos personajes , el denso aroma a pachulí y a incienso de pacotilla que despiden tantas monsergas sapienciales, abre a ratos la sospecha de una intención paródica, de una patraña irreverente. Pero la excitación de esa misma sospecha -alentada por ocasionales rasgos de autoironíadesfallece aburrida mucho antes que la incredulidad que va produciendo un relato ajeno a toda noción de amenidad o de ritmo, escrito en un estilo lleno de énfasis, repl eto de cursivas y de mayúsculas, y, como Marcelo mismo, «sudoroso, vagaroso, er rático, pero a pesar de todo lírico, floral y sentimental» . Un estilo en el que caben cosas del tipo de «unas piernas tan largas como un cuento de hadas». No queda paciencia para indagar de qué subculturas más o menos alternativas se nutre Ibáñez (que ha residido largos años en Nueva York) para sostener su empeño narrativo, una vez descartada, debido a los bajos vuelos imaginativos de la novela, la posibilidad de hab er sido escrita ésta durante un viaje de LSD o de peyote. «Lo que se comprende no es nunca las palabras, sino una especie de energía que las palabras pueden canalizar», asegura aquí un personaje. Pero él mismo añade a continuación: «O no, ¿viste?».

El bosque encantado

Luis Goytisolo, Diario de 3 60º Seix Barral, Barcelona, 2000

Extremando su desentendimiento de toda convención, con la impasibilidad propia de quien confía tanto en sus propósitos como en sus recursos para lograrlos, desdiciendo el escepticismo de aquellos que, con trariados por la lectura de sus tres últimas novelas (esa antojadiza y desconcertante «trilogía de la trivialidad>>),dudaban de que volviera a escribir una obra importante , Luis Goytisolo acaba de publicar su mejor libro desde Antagonía. Un libro arriesgado y singularísimo, como suelen ser todos los suyos, pero esta vez a la altura de una ambición del todo infrecuente. Cuesta dar idea de un texto articulado como un diario cuyas entradas, según el día de la semana, señalan muy distintas direcciones temáticas, unas y otras operando -tanto en lo que toca al narrador como a la materia tratada- en muy diverso grado de ficcionalización. Disquisiciones de orden ensayístico , apuntes autobiográficos, viñetas satíricocostumbristas, fragmentos épicos y descriptivos , reflexiones literarias, retazos oníricos, epifanías eróticas ... , todo parece tener cabida dentro de un discurrir en el que la extrañeza que al comienzo produce la inconexión de los diferentes rumbos argumentales se anima pronto con la expecta tiva de una secreta convergencia de sus objetivos, para resolverse finalmente en la certidumbre de que tal convergencia no ha de producirse en el texto mismo, sino en el lector, constituido en punto de fuga de una perspectiva, por así decirlo, invertida, cuyo ángulo se amplía progresiva mente conforme la lectura avanza. En las entradas correspondientes a los domingos va desarrollándose; 251

EL BOSQUE ENCANTADO

bajo el recurrente título de «Cordillera interminable », una delici m , nouvellesobre la seducción y el autoengaño. Se trata de la única secue11 cia del libro que se atiene con alguna mansedumbre a unas convencí,, nes que en otros pasajes explícitamente se cuestionan, o simplementl' ·,, ignoran. Como fuere, no cabe aquí hablar de un eje propiamente nan .1 tivo, pues la relación que las distintas secuencias del texto mantienen t:111 to entre sí c01no con el conjunto es de tipo radial, por mucho que vay.111 reconociéndose paralelismos entre una y otra. Las entradas de los lunes inciden en un ámbito de carácter mítico , legendario, donde, entre los ecos de unas remotas guerras civiles, cierim parajes ruinosos adquieren una fuerte impronta alegórica. En las entrad .1 de los sábados el escenario es con más frecuencia urbano, y en brevísin 1.1·, viñetas de perturbador humorismo, se apuntan situaciones de una vill lencia atroz, en las que, a propósito comúnmente de equívocos o m.1 lentendidos, emergen la tontería y la agresividad que suelen quedar d1 simuladas en una sociedad donde la vida pare ce una «mezcla de parq11, temático, supermercado y aeropuerto en el que se despide a la gente l) II• se va»; una sociedad que «para mantener la propia vigencia necesita m·11 tralizar toda trascendencia que empañe el valor intrínseco de cuanto 111, rodea». Asombra la maestría de la que en estos pasos hace alarde Goytisol(I, cuyo implacable registro de la realidad cotidiana se sirve de una efica1 1 sima técnica de parodia objetiva ensayada ya en Fábulas. La secuenci.1 lidad es aquí del tipo de la que cabe establecer, por ejemplo, entre 111· grabados de cualquier serie de Goya : los Caprichos,sin ir más lejos. 1 11 tanto que la secuencialidad del libro entero se asemejaría más bien a l I que resultara -por aprovechar el símil- de interpolar a los Capri "" mismos, los Proverbiosy los Desastres,y aun los tapices, y los retratos, y !,, . autorretratos, y los grandes óleos históricos, y las majas, y las pinturas 111 · gras, derivándose del todo superpuesto una significación distinta a la d, cada una de las partes por separado. En cuanto a las entradas correspondientes al resto de los días dt: l., semana, ofrecen un abundante cuerpo de reflexión y de pensamie11111 crítico en el que, con atrevimiento y desinhibición sorprendentes, Go y

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LUIS GOYTISO LO

t isolo suspende cautelarmente la distinción entre autor y narr ador, y des-

de la amb igüedad resultante introduc e pasajes autobiográfi cos y tiras en,:1yísticas donde la visión del mundo circundan te aparece imbr icada con b experie ncia propia, en una frondosa divagació n sobre la natur aleza de la creación literaria y, más concretamente, sobre el desarrollo y la actual ·ondición de la novela misma como género. El am paro que les presta su condición en última instanci a nov elesca no rebaja la petulanci a ni la perentoriedad a menudo embarazo sas con que se exponen unas consideraciones que no eluden los enfr enta mientos polémicos, a veces a propósito de autores de tan sólido prestigio como Valle:__Inclány García Lorca o, más cerca aún, Javier Marías o Gabriel García Márquez. Pero la perplejidad o la irritación que pu edan suscitar este o aquel paso no deberían distraer el seguimiento de lo que , ent re pitos y .flautas (por llamar así tanto a las estridencias como a las llanas arbitrariedades con que se adereza ocasionalmen te), configura una de las poéticas más radicales y potentes, más coherentes y pugnaces de la novela contemporánea. Desde una actitud que asume la << teorí a del conocimiento » que alumbraba Antagonía, y que postula la novela como cauce discurs ivo que invade y se apropia de todos los registros expresiv os de la palabra, el mejor modo de describir este Dim·io de 36 0º es dec ir que se desarrolla ante el lector co mo una extensa malla de significac iones en cuya trama queda atrapado el sentido. Un sentido hasta cierto punto inducido por el :mtor pero diferente para cada lector, pues brota de la mutu a fecundación de la personal experiencia del mundo con la experien cia de la lectura, convertida al efecto en una caja de sorpresas en la que, como cierto bosque del qu e el texto da noticia, «si alguien an da buscando algo, allí ha de encontrarlo». Aunque otros digan que no, «que lo que allí se encuen tra es, precisamente, lo que uno nunca había acertado a buscar ».

JUAN CARLOS CAST ILLÓN

Adónde van los fascistas Juan Carlos Castillón, La muerte del héroe y otrossueñosfascistas Debate, Madrid, 2001

El autor de esta novela ha sido lo que se entiende comúmnente por un facha. Fonnó parte de los grupos «ultras » que durante los estertores del franquismo actuaron violentamente en Barcelona, hasta perder su impunidad (lo cual no empezaría a ocurrir hasta 1981, después del atentado del Papus). Tras ser arrestado, huyó de España antes de pasar por juicio. Vivió durante dos años en Centroamérica, donde mantuvo contactos con diversas facciones armadas de la extrema derecha, sobre todo en El Salvador. Se instaló luego en Miami, ciudad en la que regenta desde hace ya tiempo una prestigiosa librería. A ella acudió Manuel Vázquez Montalbán en búsqueda de documentación para su libro ... Y Dios entróen La Habana. En este libro se califica a Castillón de «nihilista ilustrado,> y se citan varios pasajes de su primera novela, 1\Jievesobre Miami, un narcothrillerde trasfondo político que en España editará pronto Debate. Con los materiales de su propia trayectoria personal, aunque sin pretensión de hacerlo pasar por autobiográfico (por mucho que astutamente juegue con la ambigüedad, como se deja ver en las notas que cierran el libro), Castillón ha trazado en La muerte del héroey otrossueiíosfascistas,su segunda novela, el plausible retrato de un facha contemporáneo. Tiene el autor razón al advertir que la suya no es, en absoluto, «una novela fascista», sino, todo lo más -y ni siquiera cabalmente---, «una novela en la que los personajes son fascistas». En ningún caso cabe reconocer en ella una apología del fascismo, sino una descripción de las circuns254

tancias que albergan su existencia residual, lo cual tiene efectos más bien contrarios . Para J.R., el protagonista, un perfecto palurdo en materia política, el fascismo es una confusa parafernalia de violencia y camaradería cuyo contenido ideológico se reduce a un anticomunismo visceral, y cuya praxis se limita a la obsesión por matar comunistas. Que todo ello quede envuelto por un delirio heroico es algo que cabe poner en cuenta de las taras particulares del personaje, un acomplejado muchacho obsesionado por eludir la deprimente mediocridad de su entorno, lo cual, como a tantos jóvenes, le mueve a reconocer en la excitación que le produce la violencia la experiencia más intensa de su vida. Un versión camp, en definitiva , de los actuales skins . Escrita con notable solvencia, la novela se desarrolla mediante un trepidante torbellino de secuencias interpuestas. Y no se sabe cuál de sus líneas argumentales ofrece más interés : si la reconstrucción del pasado español del personaje , o el recuento de su participación en el atentado que organiza un escuadrón paramilitar en una indeterminada república centroamericana. Por lo que toca a las secuencias que se desarrollan en España, el reportaje -lleno de sarcasmo- de los ambientes ultra, así como de sus actuaciones callejeras en la Barcelona de la primera Transición, es muy convincente, y resulta altamente aleccionadora la perspectiva, desde las filas de la extrema derecha, de ese «momento loco en la historia de España>>en que la policía no sabía bien si detener o ayudar a los fachas «cuando cazaban a un rojo ». Tanto o mayor interés reviste el reportaje de los escuadrones paramilitares que operan en Centroamérica. El ideario fascista se revela aquí co mo una burda cháchara de rib etes esotéricos que apenas logra cubrir con harapos ideológicos los intereses de las plutocracias que financian los grupos armados. Los pistoleros con los que J.R. se codea están, de hecho, más cerca de los «sicarios» colombianos o de los mafiosos de toda la vida que de la 'idea que se pueda tener de ningún grupo guerrillero, da igual su signo. En cualquier caso, de la novela se desprende una alucinante y siniestra im agen de Centroam érica convertida en parque temá255

ADÓNDE VAN LOS FASCISTAS

tico de ideologías moribundas y masteracelerado para aprendices de aven tureros. «J. R . había ido a Centroamérica a matar a un hombre , a cualquic1 hombre », repite una y otra vez el narrador con su flema característica. Por debajo de su montaje documental y su ritmo sincopado, salpicado de excelentes diálogos, el tema de la novela no es propiamente el fascis· mo sino, como su propio título sugiere, la búsqueda desesperada del he roísmo en un mundo en el que la única forma posible de la épica es b violencia. Que a esta conclusión llegue el autor por la vía de su vieja militancia fascista, singulariza un libro que exprime con deliberación b aprensión y el morbo que con eso suscita. Pero no hay que llamarse a engaño: lo mismo podría haberse tratado de un ex grapo, o de un ex etarra. Del mismo modo que no contiene apología de ningún tipo, la novela tampoco entona, importa subrayarlo, ninguna suerte de elegía. La lucidez con que el narrador describe «el patético gueto político en el que sc había encerrado, toda autosuficiencia y sectarismo, la más torpe de la~ extremas derechas europeas: la española», no deja lugar para eso, por mucho que no se reconozca tampoco rastro de condena moral. La novela trasuda a este respecto un cinismo que tiene que ver, sin duda, con el convencimiento de que el fascismo, en su sentido estricto, ha ido desapareciendo sin que lo hayan hecho, por su parte, los poderes que lo promovieron, menos todavía algunas de las actitudes que lo caracterizaron. Es en este sentido, y teniendo por horizonte el tan cacareado «pensamiento único>>,como podría empezar a hablarse, y no sólo en relación con esta novela, de po-ifascismo,que es de lo que en ella se trata.

Las buenas influencias

Andrés Barba, La hermana de Katía Anagrama, Barcelona, 2001

Lo que más llama la atención en esta novela es su atrevimiento tan discreto. El hecho de que la exploración de un asunto tan escarpado como es la eficacia redentora de la bondad sea conducida con ambición y recursos tan contenidos. La adolescente que protagoniza La hermana de Katia no recibe más nombre que este mismo, «la hermana de Katia», y así es en cuanto su existencia transcurre en un segundo plano, tanto en relación con Katia, su hermana mayor, como con su madre, un a prostituta ya veterana. A Katia misma su belleza la expone particularmente a las corrupciones del tiempo y sus miserias. Empujada por una ilusión amorosa y los deseos de escapar de su deprimente entorno, empieza a trabajar como bailarina de striptease, y será la mirada cómplice y devota de su hermana menor la que registre, sin nunca enjuiciarlo, sólo atendiendo al esplendor de su belleza, su progresivo deterioro. A la << hermana de K;}tia» le corresponde dulcificar el tormentoso ambiente familiar, realizar las tareas de la casa y, cuando cae enferma, cuidar de su abuela. Su única distracción consiste en ver en la televisión reportajes sobre animales y en ir a sentarse a la Plaza Mayor de Madrid -en cuyas cercarúas vive-- y contemplar allí a los turistas. En una de éstas conoce a John Turner, un joven norteamericano que lleva una chapita donde dice <'.Jesúste ama». La hermana de Katia siente por él una inclinación creciente, y en sus afables encuentros se deja embelesar por el encanto lírico de sus adoctrinamientos. 257

LAS BUENAS INFLUENCIAS

«Yo soy católico. ¿Tú qué eres?», preguntajohn Turner en uno de s11·, encuentros. «Yo soy la hermana de Katia», le responde quien no acierl.1 a reconocerse de mejor modo. Y esta identidad diferida (este modo d,· ser sin afirmarse) sirve bien, al igual que su insondable orfandad (pm·,
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ANDRÉS BARBA

tentación del preciosismo. Es estremecida a ratos por el soplido angélico de un texto como El lenguajede lasfuentes de Gustavo Martín Garzo, pero renuncia a su arrebato y a su temblor. La dedicatoria de la novela no deja lugar a dud as: son el magisterio y la influencia de Álvaro Pombo los que han dejado aquí su dichosa impronta. Y los que dan razón de la naturalidad con que se resuelve un planteamiento repleto de peligros qu e en buena parte consigue eludir un estilo indirecto que casi se confunde a ratos con la primera persona, dejando sitio a monólogos muy convincentes, en los que Barba -que al parecer ha escrito teatro y que maneja muy bien los reg istros coloquiales- demuestra tener un excelente oído. La protagonista de La hermanade Katia se emparenta así, casi explícitamente, con la María de El metro de platino iridiado,y como ella sugiere una poética del bien. La hermana de Katia, finalista del último Premio Herralde, es el segundo libro publicado por Andrés Barba (Madrid, 1975), quien ya se había dado a conocer con El huesoque más duele,relato que en 1997 obtuvo el Premio Ramón J. Sender de narrativa y circuló casi clandestinamente. En relación con él, esta novela demuestra un notable y muy prometedor crecimiento, que tiene que ver sin duda con lo más importante a la hora de perfilarse como escritor: no tanto la elección d.e los modelos, como el talento para interiorizarlo s.

ISMAEL GRASA

Costumbrismo pop Ismael Grasa, La TerceraGuerra Mundial Anagrama, Barcelona, 2002

Diez años después de la aparición de La peor de todo (1992), de Ray Loriga, ocho después de la de Dibujos animados (1994), de Félix Romeo, Ismael Grasa (Huesca, 1968), que pertenece a la misma añada, publica un libro que parece situarse mansamente en la estela de estos dos títulos, espec ialmente el segundo . La TerceraGuerraMundial reúne un puñado de viñetas narrativas mediante las cuales recrea el autor su infancia casi adolescente en Hnesca y sus veraneos en la Costa Dorada, teniendo por trasfondo los primeros años de la Transición. De buenas a primeras, se diría qu e todo se resuelve en un reportaje sentimental, otro más, transido, eso sí, de ironía, y nutrido con el inevitable invent ario de fetiches y recuerdos comunes: el grupo Viva la Gente y Naranjito, Tip y Coll y el insec tricida Fly, Kunta Kinte y la flamante reina Sofía, Jimm y Carter y las películas en Súper 8, Creasey esos perritos cabeceadores (¿«procuradores >)los llamaban?) que se ponían detrás de los coches ... Un recital de costumbrismo pop, por así decirlo, amparado en el revival años setenta que tanto cunde por estos pagos y qu e lo mismo da para el Chaval de la Peca que para una serie televisiva como Cuéntame. Colmados ciertos niveles de saturación -rebasados ya tanto en literatura como en cine, música o televisión-, hay algo casi irritante en esta impostación kitsch de la clase media, también en esta elección de la infancia y de su indiferencia moral a la hora de hacer el recuento de unos años a los que, antes que la indulgencia de la memoria en blanco y ne-

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gro y las canciones de Karina, convendría un poco de mala leche y las ganas de hacer, puesto que de niños se trata, y tan propens os son a ello, alg~nas preguntas incómodas. Dicho lo cual, hay que recono cer que, pág in a a página, este libro de Grasa termina por ganarse incluso al lector más enojado, y que así es, entre otras cosas, por virtud tanto de su sobriedad estilística , de su laconismo sentimental, como de la muy convincente construcción de la voz y de la perspectiva del narrador, que asume sin fingimient os su pos ición retrospectiva (el libro está escrito en pr etérito imperf ecto ), y que opta por la primera persona no sin antes distanciarse de ella medi ante el pro cedimiento de encerrarla entre dos paréntesis -un pr ólogo y un epílogo: dos veranos en Salou~ redactados en estilo riguros amente imp ersonal, objetivo. Se dijo, a propósito de la muerte de Camilo José Cel a, que hay rasgos de su escritura que mantienen, entre los más jó venes escritores, una insosp ec hable vigencia. Este libro , con su est ructura colmenar, co n su trote hormigueante, con su impasibl e brut alidad, co n su piedad j ocosa, también con sus reiterati vas cadencias, viene a confirmarlo. Pero lo que , entre tantos cromos y sobada s postales de época, eleva súbitamen te el nivel del libro, es la capacid ad de algun as de sus viñet as de fundir la experiencia personal y la memoria colectiva en un aco rde íntimo, de pod erosa capacidad de evocación, cuyo lirismo reverb era críticamente sobre el pasado. Así ocurre, por ejemp lo, con las titulad as «Hos, << Tren eléctrico >> , «Chinos », «Viajes)>, o, muy particularmente, pital 3>> «Instantáneas>), con la que se cierra inmejorable mente el vol ume n. «Un día el tío se murió y durant e el entierro no sabíamos distinguir bien el aburrimiento de la tristeza )>,se dice en una de estas viñetas. Y en esa incertidumbre se cuela tod a la verdad del tiemp o qu e estas páginas tratan de recobrar.

XUAN BELLO

Un titulo desafiantemente irónico y un sugerente envoltorio editorial atraen la atención sobre este libro, que se ofrece en testimonio y seña de existencia de una literatura, la asturiana, que se expresa en lengua propia, y que como tal reclama con todo derecho un particular espacio en el cada vez más abigarrado mosaico de las literaturas peninsulares . Historia universal de Paniceil'osreúne, en memoria fervorosa y nostálgica de esta localidad -el caserío asturiano, actualmente semidespoblado, del que es natural Xuan Bello (1964)-, un puñado de «relatos orales, recuerdos de infancia, lecturas, poemas cuentos y retratos» que, juntos, configuran un ameno repertorio de melodías campestres y mitografias populares. Quien, atraído por la emergente reputación de su autor , o por el prurito de husmear aires distintos, se asome con curiosidad a las páginas de este libro, se encontrará con un nuevo concierto de bel letrismo-otro más- en el que se entonan esta vez pacíficas y amables variaciones de un género arcaizante : la pastoral. En esto se resuelve , literariamente hablando, el altisonante propósito de «levantar con aquellas palabras que perduran una bóveda donde resuene el eco de tanta historia, de tanta poesía», según se llega a decir aquí por algún lado. Con todo y adoptar a ratos, conforme indican los editores, «un tono fundacional», la operación literaria de Xuan Bello adquiere, en última instancia, un carácter abiertament e reaccionario (dicho sea con las más dulces connotaciones), que al «bombardeo impío y analfabeto de los di-

señadores contemporáneos» opone el ideal estético y moral de una Arcadia perdida, la elegía por las formas culturales de un campesinado emocionadamente idealizado. «Yo nunca escribo de algo que no pasara por lo menos hace quince años », declara Xuan Bello con convicción, poco después de dibujarse a sí mismo «sentado en el Café Oriental, leyendo unas crónicas de Wenceslao Fernández Flórez ». Y cabe suponer que, ligada a esta convicción, está esa otra de que la patria misma es algo que «sucede, más que en ningún otro sitio, en el pasado >> . Ahora bien, es esta identificación entre patria y pasado la que neutraliza y, hasta cierto punto, pervierte y trivializa cuanto la literatura de Xuan Bello pudiera tener de programático. Por fortuna, son pocas aquí las invocaciones a «los astures, nuestros antepasados», a los <>, entre tantas otras (como las de Papini, o Perucho, o Berger), cultiva Xuan Bello su particular <~ardín de flores raras y curiosas », rindiéndose con su prosa sensual y bienhumorada a lo «maravilloso real» (ya saben: nieblas, fantasmas, hadas , tesoros o esa variante asturiana de la santa compañaque es la güestia) y al exotismo de la provincia. «Uno va teniendo sus años, no muchos, todavía», escribe Xuan Bello, «pero lo que sí tiene es suficiente experiencia como para saber que el pasado es un país extranjero, de costumbres bárbaras, que escasamente en-

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Epigonías asturianas

Xuan Bello, Historia universalde Paniceiros Debate, Madrid , 2002

EPIGONÍAS

ASTURIANAS

tendemos; un lugar incómodo.» Esto último -lo de «incómodo»- no cuenta mucho para Bello, que parece encontrarse muy confortablemente allí. Pero la frase ilustra muy bien el talante turístico y algo condescendiente con que Xuan Bello visita una y otra vez ese país del que .habla, trayéndose, junto a otros souvenirs,las fotos sin~~áticamente enveJec1das con que se completa este agradable álbum familiar.

Un artefacto sincero

Francisco Casavella, El día del Mlatusi (Losjuegosferoces, Viento y joyas, El idioma imposible) Mondadori, Barcelona, 2002 y 2003

La experiencia dice que es mal asunto para cualquier escritor - no se diga ya para su editor- la publicación de una novela por entregas. Fiar en la inconstancia de los lectores entraña el peligro de ser leído sólo parcialmente; peligro al que se añade el riesgo más que probable de q1!.leel juicio sobre la parte termine valiendo para el todo. A pesar de esto, al menos dos narradores españoles, Javier Marías y Francisco Casavella, emprendieron el pasado afio la publicación de sendas novelas por entregas. De Tu rostromaíiana, de Javier Marías, todavía se espera la continuación de Fiebrey lanza, primera y por el momento única de sus entregas. Mientras que en la pasada primavera se publicó El idioma imposible,tercer y último volumen de El día del Mlatusi,de Francisco Casavella, de la que habían aparecido antes Losjue,gosferocesy Viento y joyas. Más de mil páginas ocupa en total la novela de Casavella (Barcelona, 1963), que ha supuesto al autor largos años de trabajo. Durante los mismos, parecía Casavella empeñado en dar de sí la obra importante, de madurez, a la que viene apuntando una trayectoria preñada desde sus comienzos de promesa. No ha resultado así, sin embargo. Y ello por culpa, sobre todo, de la orientación general del esfuerzo empleado. Antes que una novela fallida, El día del Watusi es una novela equivo. cada. La ambición que la anima se orienta de lleno en el sentido al que naturahnente tienden el talento y la facilidad de Casavella como narrador. Y así es de tal suerte que, no encontrando resistencias con que me-

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UN ARTEFACTO

SINCERO

FRANCISCO

CASAVELLA

dirse, dicha ambición, pagada de sí misma, termina por ablandarse y dn parramarse. Lo cual supone, en el caso de Casavella, insistir una y 011.1 vez, hasta la hartura, en los elementos que caracterizan su narrativa: 111 desdoblamientos que obra el desengaño sobre una realidad previamrn te mitificada; los juegos de las apariencias y de las mentiras; la estilizad., recreación de Barcelona como escenario de resentimientos y camufbji · sociales; la deriva peliculera tanto de la trama como del perfil y los dn tinos de los personajes; los dejes románticos y preciosistas de una pr0\,1 capaz si.empre de grandes alardes pero con tendencia creciente a result .11 resabiada y sentenciosa. Ya el artificio del que Casavella se sirve para montar su relato resul ta enojosamente forzado. Fernando Atienza, el protagonista de El día d,·/ Watusi, recibe el encargo de redactar un amplio informe confidencial s
parte es que, pese a sus ademanes picarescos , está llamada a constituir algo así como el estrato mitológico de la novela, sobre el cual habría de sustentarse toda su parábola. Algo que no se consigue: el lector se entretiene, y ríe, y hasta se conmueve a ratos con la rocambolesca aventura vivida por los dos niños, pero el mito del Watusi --sobrenombre de un legendario matón- se enquista en el relato de Fernando Atienza sin contagiar su muy difuso resplandor . Fallando esto, ya todo el resto cojea irremisiblemente. Viento y joyas, la segunda y más osada parte de la novela, reconstruye el aupamiento de Fernando Atienza a los círculos del dinero y del poder político durante los turbulentos años de la Transición. Casavella traza una especie de parodia acerca de cómo se constituye y finalmente disuelve, con gran acopio de imposturas y de chanchullos, uno de tantos partidos que emergieron en la órbita del Centro Democrático Social. La sátira combina elementos vodevilescos con inoportunos guiüos de romanaclef,todo ello en el marco de lo que se ofrece como educación sentimental de un despierto y enamoradizo jovenzuelo imbuido de fascinaciones gangsteriles . El resultado es una de esas burlas que no ofenden a nadie, pues a nadie le cabe darse por aludido; un cuento ejemplar que nada ejemplariza como no sea la muy plausible tirria que Casavella guarda haci a la más que cuestionable empresa de la Transición y el circo de complicidades a que dio lugar. En El idioma imposible,tercera y última parte de El día del l+átusi,Fernando Atienza aparece convertido ya en un héroe del desengaño: un tipo de esponjosa catadura moral que asume con resignada lucidez un rol marginal. Desde las calles del barrio chino de Barcelona a los locales nocturnos de la zona alta de la ciudad, donde ejerce de camello, Atienza pasea su figura de indol ente fantoche, que contempla con amarga condescendencia cómo se domestican y se envilecen las sucesivas promociones crecidas en el turbio caldo de la Transición, especiahnente revuelto y maloliente, qué duda cabe, en los aledaños de la fastuosa Barcelona preolímpica . Llegada aquí, la novela fluctúa alocadamente de una a otra de sus cada vez más incompatibles tonalidades: desde el tono entre resentido y zumbón con que se practica una especie de literatura de ahnanaque -por lla-

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UN ARTEFACTO

SINCERO

mar así al apresurado repaso de los más comunes tópicos de la Transición-, hasta el alelado cinismo con que Atienza emprende, tras el culo respingón de Victoria Llinás, hija de un reputado preboste de la burguesía ilustrada catalana, una tardía y frustrada carrera de advenedizo; pasando por la arrebatada estética del malditismo -esa romántica idealización dl: la autenticidad, de «la vida verdadera»-- a la que el narrador sucumbe al evocar sus amores con Eisa Basara, una versión entre punk y yanqui de la Maga de Rayuela. Y así hasta desembocar en la gran traca de revelaciones y desenmascaramientos con que, muy a lo David Mamet , culmina el relato. Ya se ha dicho: las poses y los remiendos peliculeros infestan esta novela de Casavella . También, junto a portentosas secuencias (magistral el capítulo entero dedicado, en la tercera parte, a Octavio Llinás, por ejemplo), los chascarrillos, eufemismos y lírica chatarrería que lastran una prosa a veces poderosísima, en la que se cede sin embargo demasiado protagoni smo a frases biensonantes cuya seducción resiste mal segundas lecturas. Está luego la salva gruesa de borrosas alusiones y rencorosas mascullaciones en que se disuelve el saludable propósito de ilustrar las transformaciones sufridas por la sociedad española, y más particularmente catalana, dur ante las penúltimas décadas . Y al fondo de todo, esa perspectiva presuntuosamente desclasada, que se afinca mal en las connotacion~s residuales de un concepto como el de xarnego,y que repinta una y otra vez el cartón piedra de una Barcelona convertida desde hace ya demasiado tiempo en su propio parque temático (para el que, sin ir más lejos, esta novela se postula como guía comentada). En la trayectoria de Casavella ejerce una atracción fatal la fallida intentona de Quédate (1993), su segunda novela, en la que ya apuntaban algunos de los tics y de los yerros que, con más ambición, pero con menos audacia y delirio, se repiten en ésta. Casavella no sacó de aquella experiencia el provecho que debía, y ha vuelto a ensayar una nueva y dificil combinación de rabia, humor y displicencia. De nuevo ha equivocado la fórmula. El mismo Fernando Atienza lo dice, por algún lado: <. Pu es eso. Una lástima .

Museo de nostalgias Antonio Soler, El Camino de los Ingleses Destino, Barcelona, 2004

Hay novelas que se lo juegan todo en la primera frase. O en el primer párrafo. O en la primera página. En un puñado de palabras declaran todo lo que son, todo lo que pueden llegar a ser, de forma que el lector sabe enseguida a qué atenerse, y cuánto le importa . El Camino de los Ingleses, novela con la que Antonio Soler acaba de obtener el Premio Nadal, empieza así: «En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se llevaron las nubes . Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados». A quien se sienta cautivado o simplemente atraído por el intenso preciosismo de este párrafo, de poco ha de servirle la lectura de lo que sigue. Le bastará saber, para su contento y su recreo, que la novela entera constituye no tanto la prolongación como el relleno de estas primeras frases. Que en rigor no ocurre nada más, literariamente hablando, de lo que se columbra a partir de ellas. Pero cabe imaginarse a un lector que se pregunte qué demonios quieren de cir estas frases. Que no se sienta interpelado por el blando enigma que proponen. Que desconfie de su vistoso brillo. Y a este lector también conviene advertirle, para empezar, que toda la novela está ahí; que, de hecho, la novela entera traza un larguísimo bucle para llegar exactamente ahí, a esas frases iniciales, que ya hacia el final del libro (concretamente en la página 324) dice el narrador haber anotado un día melancólicamente, asaltado por los viejos recuerdos.

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MUSEO DE NOSTALGIAS

Un verano: el último verano de la adolescencia de unos cuantos muchachos en una ciudad de provincias. Un poeta incumplido, un enano saltarín, un hombre (el padre de uno de esos muchachos) desaparecido sin dejar rastro: protagonistas o simples comparsas de una abultada troupede personajes estereotipados, más o menos «entrañables », más o menos portentosos, que entonan a coro la elegía de la inocencia perdida, de los sueños rotos. Y esos días cayendo como árboles cansados: palabras bonitas y vaporosas que con su acusado lirismo excitan la sentimentalidad del lector . Todo esta ahí.

ANTONIO

SOLER

Con arte primoroso, con técnica a ratos magistral, con un lenguaje pulido e irisado, Antonio Soler (Málaga, 1956) ha construido de nuevo una admirable pieza de bisutería narrativa. Sus destellos son reales, y poco ha de importarle, a quien se complace con ellos, si son vidrios o cristales los que }os producen. Pero son vidrios, que conste. Añicos de una estampa mil veces repetida de la vida de provincias, de la más tópica imaginería de las novelas de iniciación y adolescencia. Añicos de libros ya escritos, de películas ya vistas (uno piensa en un remakede Amarcordrodado por José Luis Garci), ensartados con gruesos hilos de melodrama. Sobre la artificiosidad de los materiales empleados ofrece una pista el hecho de que la novela se desarrolle en una especie de limbo geográfico e histórico . Leves indicios sugieren que la ciudad de provincias que sirve de escenario a la novela, una ciudad costera al sur de Despeñaperros, podría ser Málaga, y que el narrador, cuyo nombre es Antonio, podría ser un trasunto más o menos retocado del propio autor, quien por su parte ha declarado que las cosas que cuenta podrían haber ocurrido hace veinte años, es decir, hacia comienzos de los ochenta. Pero lo cierto es que la novela, .vaciada de todo ancl aje en una realidad concreta, podría también transcurrir en los años cincuenta o sesenta, y lo mismo en Málaga que en Torrevieja, o que en Girona: en un tiempo y un lugar, en cualquier caso, en el que los adolescentes no van al cine ni ven la televisión, tampoco juegan al fútbol ni mucho menos fuman porros, y se masturban pensando en la maciza dependienta de un establecimiento de ultramarinos que pretende parec erse a Lana Turner.

Algo semejante ocurre con la voz narradora, que se modula desde una perspectiva presuntamente testimonial, autobiográfica, pero que transita imperturbablemente del yo a la omnisciencia, siempre amparándose en el arrebatado lirismo que en definitiva impregna todo el relato. Antonio Soler es experto en combinar el lirismo con registros hasta cierto punto contrapuestos, muy en particular con una tendencia al tremendismo que en esta novela aparece sustituida, en buena medida, por amables trancas de humorismo costumbrista. Pero lo más frecuente es que se le vaya la mano con el preciosismo al que irresistiblemente tiende su prosa. Y que así llegue a ocurrir, por ejemplo, que para decir cómo los años hubieron de marchitar la belleza de Luli Gigante, la chica más guapa del barrio (por cuyo amor compiten Miguelito Dávila, el poeta que nunca escribió, y el arrogante Rubirosa, el representante de ropa interior que trata de camelar a Luli), Soler escriba: «Y los pétalos caídos de su juventud adornaron para siempre la alfombra de adoquines viejos y asfalto cuarteado de aquel barrio». En 1975 Francisco Umbral obtuvo el Premio Nadal con Las nirifas,que el propio autor definía como una «novela de la adolescencia y la provincia». Casi tres décadas después Antonio Soler repite fórmula con El Camino de losIngleses,que se mantiene en una parecida banda retórica, sin adelantar un paso. La comparación entre una y otra novela arrojaría desalentadoras conclusiones, en particular acerca de la sentimentalidad mucho más tipificada y convencional, abstraída de su propio tiempo, en la que Soler se regodea. El narrador de El Camino de los Inglesesse refiere en un momento dado al mucho tiempo que tardó la nostalgia en franquearle «las puertas de su pequeño y saqueado museo». Y con eso parece, al cabo, estar construida esta novela: con los expolias a un museo de la nostalgia, con recuerdos genéricos e impersonales. Con eso y con frases relucientes, entre las que menudean los ripios moralistas, especialmente en las arrebatadas soflamas que a Miguelito Dávila le suelta la Señorita del Casco Cartaginés, con la que se acuesta furtivamente. Ripios como el que sigue, que actúa como leitmotiv del libro, y que podría servir de eslogan de una compañía aseguradora: «El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti».

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MUSEO DE NOSTALGIAS

Aunque suele pasar que la cosa todavía suba más de colorido y al lector le entren al final ganas de preguntar lo que Moratalla le pregunta a Miguelito Dávila cuando a éste se le va la boca: <9oder, Miguelito, cómo te pones con las poesías. ¿Eso lo has leído en un libro o te lo has inventado tú?».

Zoología moral Jordi Puntí, Animales tristes Salamandra, Barcelona, 2004

Los «animales tristes» a los que hace referencia el título de este libro son hombres y mujeres para los que la juventud, en la mayor parte de los casos, empieza a quedar atrás. Habitantes de ciudades como, por ejemplo, Barcelona (pero lo mismo podría tratarse de Madrid, o de Roma, o de Bruselas), son -declaraba el propio Puntí«gente que por la noche miran la tele durante tres horas y para que su vida tenga sentido critican Crónicasmarcianas;profesores de instituto, funcionarios, que comp ran en Ikea y creen que es diseño» . Tienden a vivir en pareja, pero son tentados por las aventuras sexuales, y llam an amor a la dist ancia qu e resta entre los impulsos de segu irlas y su terror a la soledad. Tanto si se resuelven a saltar esa distancia co mo si no, padecen los desarreglos sentim entales que la sola conciencia de esa distancia co nlleva. A esos desarreglos, y a otros de parecida naturalez a, suelen llamarlo s «insatisfacción». Lo determinante en unos y otros son las distintas formas que tien en de pactar co n esa insatisfa cción, y las dificultades que par a conseguirlo supone el qu e carezc an de - por así decirlo- <(glándulas morales». Esto último puede resultar chocante, pero es un modo co mo cua lquier otro de sugerir que es su moralidad, precisamente, la que estable ce las conexiones má s profundas entre las seis piezas narrativas de este libro. Todas ellas ejercitan, en efecto, una suert e de costumbri smo moral muy afín, en definitiva, al de algunas de las más vigorosas corrie nt es del rel ato norte am erican o. Pero no es necesario acudir tan lejos en busca 273

ZOOLOGÍA

MORAL

de parentescos, por mucho que Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) concibiera y escribiera este libro durante una estancia en Nueva York. Baste pensar en los «cuentos morales » de Eric Rohmer para hacerse un;i idea bastante aproximada, aunque vaga, de la acepción que se da aquí a ese término, el de moralidad. En este registro (un registro en el que incurre asimismo -por w nirse mucho más cerca todavía- una película como la reciente En la ci11dad, de Cese Gay), Jordi Puntí es un experto, camino de convertirse en maestro. Y por mucho que en este libro se haya templado la fascinación por el grotesco de la vida cotidiana que despuntaba en Piel de armadillo, su primer libro de relatos (1998; Salamandra, 2001), no cabe obviar la comicidad latente o claramente manifiesta que se abre paso a través de la desdicha esencial que caracteriza a estos Animales tristes.Precisamente en eso se juega la mencionada moralidad de sus distintas historias: en la comicidad que se desprende de la tristeza tan vulgar -genéricay sin embargo tan calamitosa a la que sucumben sus personajes . Costumbrismo moral, pues, pero en clave de comedia, como era de esperar. Comedia moral de costumbres, valga añadir. O, por seguir el juego a las intenciones del título: comedia humana, tristemente humana . Las resonancias balzaquianas de esta última etiqueta vienen bien para sugerir cómo en el libro se rozan o se cruzan los caminos de sus distintos personajes, pertenecientes todos a un mismo tejido social, cultural, sentimental, del que uno por uno, pero sobre todo en conjunto, son representativos. A este respecto, en la construcción del libro apunta, pero sólo apunta, una ambición totalizadora que permanece como contenida por la escasez a la que el autor decide finalmente atenerse. El retablo de treintañeros de clase media que configuran las cuatro primeras piezas del volumen parece buscar un complemento en el díptico que forman entre sí las dos piezas finales. El protagonismo de éstas recae, por un iado, en un matrimonio ya maduro de clase acomodada, y por el otro, en la sirvienta de la casa y su noviete, un inmigrante peruano. Pero se hace evidente que Puntí domina mucho .mejor el dibujo de los personajes que pertenecen a su misma franja generacional -y social. En los cuatro primeros relatos del libro (y con la sola excepción de 274

JORDI

PUNTÍ

<< Perro que se lame las heridas », en el que se hace empleo de la primera persona ), el narrador ostenta una condescendiente y eficaz omnisciencia, llena de compasión y de ironía distanciadora. En los dos últimos, los trazos son bastante más gruesos, la mirada del narrador es mucho más externa y el tono satírico resulta demasiado subido. Los relatos de Jordi Puntí se sitúan en la estela de los de autores como Quim Monzó y Sergi Pamies, que han acertado a adaptar en lengua catalana, y hacer propias (con logros superiores, por cierto, a los de la media de sus colegas en lengua castellana), algunas de las mejores cualidades del relato norteamericano. Por este camino, y zafándose del burdo humorismo que a menudo achata los alcances de tantos otros narradores que avanzan en parecida dirección, Puntí ha adquirido ya, con sólo dos libros, una merecida notoriedad, que lo hace acreedor de una sólida expectativa. Su literatura no se sale, de momento, de las convenciones de un realismo urbano más o menos crítico, más o menos narcisista, que articula una suerte de sentimentalidad internacional. Los personajes de este libro llevan nombres como Mirra, Eric, Leif, lrina , Helmut, y no vale la pena indagar los motivos de esta bárbara onomástica. En cuanto a la previsibilidad de sus afectos, de sus congojas, de sus conductas, vale decir lo que, en el hermoso relato titulado «No estamos solos», su protagonista, Helmut, que se dedica a escribir guiones para falsos documentales de ciencia ficción, se dice a sí mismo cuando observa las fotos de los actores y actrices segundones que la productora le manda .de Estados Unidos. Helmut piensa en las vidas inventadas que a él le corresponde atribuir a esos rostros, y el narrador exclama: «Tópicos, tópicos, tópicos, pero ¡con qué ductilidad se ajustan a la vida real, todos esos caracteres, con qué sencillez acaban siendo tan creíbles qu e uno podría encontrarse con ellos en la cola del súper!». Y bien: eso mismo son los personajes de este libro: los animales tristes que uno se encuentra en la cola del súper. O en el espejo.

LORENZO

SILVA

Viene ocurriendo con la mayor parte de los grandes premios literarios. Cuando se entera uno de quién ha obtenido el premio, lo primero que le sale es preguntarse: Ah , pero ¿no lo había ganado ya? Y más tarde, cuando lee el libro en cuestión, viene a pasar algo parecido: Humm, pero ¿no lo había leído ya? No, Lorenzo Silva no había obtenido aún el Premio Primavera. Ha ganado el Premio Nada!, entre otros galardones, y ha quedado finalista de algunos más, pero es la primera vez que gana el Premio Primavera . Y por supuesto que Carta blancaes una novela original, que nadie ha podido leer hasta ahora. Lo que pasa es que reco bra escenarios y episodios históricos ya recreados con anterioridad por el mismo Lorenzo Silva (ahí están su Del Rif al Yebala:viaje al sueño y pesadillade Marruecos,2001, y la novela El nombrede los nuestros, 2002), y lo h ace recurriendo a planteamientos muy convencionales. En el panorama de la actual narrativa española, Lorenzo Silva es uno de los m ejores exponent es de lo que, sin retic encias de ningún tipo, cabe Es ésta una especie particular de escritor entender por escritorprefesio11al. sin dem asiadas ínfulas intelectuales ni artísticas, solvente, concienzudo a su man era, técnica ment e bien pert rechado, y muy sensible a los gustos y a las demandas del gran público. Sin preocuparse mucho por su propio carisma , y sin andars e en gene ral co n manías,. el escritor profesional se enti ende bi en con una industri a editorial a la que sirve eficazmente y que le sirve a él para labrars e una próspera carrera que se desarrolla has-

ta cierto punto al margen de los prestigios y de los escalafones por los que suelen competir la mayoría de sus colegas. Docena y media de títulos publicados en menos de una década, entre ellos unas cuantas novelas muy exitosas, traducidas a varias lenguas y adaptadas o pendientes de adaptación al cine, dan cuenta, en el caso de Lorenzo Silva, de un ritmo de producción incansable, que en buena me dida se explica por el recurso a plantillas genéricas, que Silva emplea con astucia, imbuido siempre de un espírit u divulgador, pedagógico incluso, y guiado por la obsesión - insiste él siempre - de no aburrir. Carta blancanarra la historia de Juan Faura, joven de buena educación a quien un desengaño amoroso empuja a alistarse en la Legión . Como 1egionario, Faura combate en la guerra del Rif, y entr e las mu chas atrocidades que le toca allí vivir, lo marca muy en particular una razzia nocturna en la que participa todo su pelotón y en la que se cometen todo tipo de crueldades. El relato pormenorizado de esta razzia, ocurrida en el otoño de 1921, ocupa la primera mitad de la novela, que consta de dos partes más. En la segunda, once años después, Faura, que ha abandonado el Tercio, se reencuentra con la mujer que decidió su destino, y al tiempo que revive su antiguo idilio comparte con ella un tórrido ep isodio erótico. La tercera y última parte de la novela presenta a Faura como subofi cial de las mili cias qu e, en el verano de 1936, resisten heroica y desesperadamente el ataque que el ejército sublevado lanza contra la ciudad de Badajo z, a punto de caer. Con admirable instinto (y con oportunismo admirable, también), Silva ha urdido una novela que posee todos los ingredientes para atraer al lector. Sobre el trasfondo de la invasión de Irak, viene muy a cuento recordar los abusos y las brutalidad es que, no hace tanto, el ejér cito español cometió contra los «moros>>,así como la ferocidad de éstos. La denun cia de los «desastres de la gu er ra>>justifica el tremendismo salvaje y el morbo co n que se describen, en el episodio de la razzia, las violaciones y los crímenes que comete el pelotón al qu e Faura perten ece. El interludio eróti co da lugar a un a subida escena de sexo en la qu e Silva se explaya sin sonrojo («mordió sus pechos, la abrió con los dedos por delante y por detrás, abrevó en su sexo y le hizo devorar el suyo hasta

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El novio de la muerte

Lorenzo Silva, Carta blanca Espasa, Madrid, 2004

EL NOVIO DE LA MUERTE

atragantada»). Hacia el final, la Guerra Civil española, coloreada como siempre con los tonos dd idealismo trágico, del heroísmo y de la derrota, sirve de inmejorable escenario para la redención que en ella busca y encuentra Faura (y el lector, de paso, y hasta España toda, si conviene) para sus culpas y tormentos. Silva no regatea los medios para conmover al lector, y no tiene empacho, por lo tanto, en recurrir a estrategias tales como la de supender excepcionalmente la perspectiva narrativa que rige para todo el relato y ponerse de pronto en la mente de la niña a la que están violando los legionarios, que resulta ser una especie de Scherezade. Tampoco tiene empacho alguno en empujar y redondear su relato con casualidades y encuentros inesperados, con simetrías descaradamente ejemplares. El tratamiento que hace tanto de la guerra de Marruecos como de la Guerra Civil española apenas roza (y lo hace de un modo muy rudimentario) las consideraciones históricas y mucho menos ideológicas. Pero es que la historia del taciturno y sufriente Faura es una historia de amor y de pundonor, y es el espíritu de la legión, a la postre, la ética del caballero penitente y del soldado, las que proveen de sustancia y diapasón a un relato que, por debajo de sus ropajes documentales, vibra con los acordes tan familiares de las hazañas bélicas en las que se perfila, a contraluz del poniente, el hombre de hierro y lágrimas, el héroe misterioso y solitario.

Una novela necesaria

Isaac Rosa, El vano ayer Seix Barral, Barcelona, 2004

Y había de ser un joven sevillano de apenas treinta años quien por fin llegara a poner algunos puntos sobre las íes y metiera un barrido a tanta chatarrería sentimental, a tanto docudrama nostálgico, a tanta memoria coloreada que de un tiempo a esta parte inunda este país con la pretensión, dicen, de hurgar en su historia reciente. Ni la Guerra Civil ni la Transición: desdeñando el tirón narrativo del que se benefician en la actualidad una y otra, Isaac Rosa se adentra en el inmenso agujero negro que se abre entre las dos: esos cuarenta años de franquismo cuya negra sombra todavía hipoteca el presente. Y lo hace con la firme resolución de no dejarse embaucar por los discursos heredados . Se veía venir, todo hay que decirlo. Se le tenía ganas al asunto, por parte al menos de los más insumisos miembros comprendidos dentro de la ancha franja generacional que cabe agavillar bajo el rótulo de «los niños de la Transición». Pero los acercamientos a los largos años de la dictadura y -sobre todo-- a sus postrimerías emprendidos hasta ahora por quienes cuentan en la actualidad menos de cuarenta años han solido echar mano del choteo más o menos gamberro para trazar una visión jo cosa y, por así decirlo, chiripitifláutica del franquismo, que Guillem Martínez acertó a bautizar como Franquismopop (tal fue el título bajo el que reunió, en un libro que pasó injustamente desapercibido, un puñado de textos que frecuentaban en su mayoría esta onda). Armado por su parte de: ironía - de feroz y sangrante ironía-, de humor, de sarcasmo, pero imbuido a la vez de un a auténtica voluntad

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UNA NOVELA NECESARIA

ISAAC ROSA

gradísima estructura de «novela en marcha», una variante narrativa de eso de «catorce versos dicen que es soneto ... », que con impresionante solvencia, y entre carcajadas temibles, dibuja en este caso, como sin pretenderlo, el destino trágico de un oscuro profesor universitario implicado en los graves disturbios estudiantiles que conmovieron el régimen de Franco en los años sesenta.

de interpelación y de una contundente mala leche (que no confunde la valentía con la travesura, la inquietud formal con el espíritu juguetón, y que no se embelesa indulgentemente con el kitsch de los sesenta y los setenta), Isaac Rosa ha escrito, para su generación y para las que vienen, pero también para sus mayores, la primera gran novela sobre el franquismo debida a un autor que no lo padeció directamente. Ha escrito, además, una novela extraordinaria. Una novela que en sus prim eras páginas se plantea explícitamente la exigencia de resultar necesaria . Y lo consigue. Después de haberla leído no cabe ninguna duda: existía la necesidad de una novela como El vano ayer,y hay que aplaudir su advenimiento. No se olvide: la denuncia del régimen y de la sociedad franquista dio lugar a algunas de las más importantes novelas españolas del último medio siglo. Con savias del todo nuevas, afincándose muy conscientemente en la perspectiva del presente, El vano ayer asume e impugna la herencia de la que se nutre, y se alinea en la poderosa corriente crítica que, dilatando los horizontes del propio género, dio pie a algunas decisivas novelas de autores como Luis Martín-Santos, Juan y Luis Goytisolo, Miguel Espinosa,Juan Marsé o Manuel Vázquez Montalbán. Lo menos que cabe decir de El vano ayer es que, sin desmerecerlo, entronca por derecho propio con este linaje, sin que de ningún modo pueda tachársela de novela epigonal, más bien todo lo contrario. Entre los alicientes principales de El vano ayerse cuenta una severísima contestación de los moldes narrativos que no sólo a través de la literatura, sino también del cine e incluso la televisión, han contribuido a conforma,r, a menudo con poses supuestamente comprometidas, «una memoria que es fetiche antes que uso ; una memoria de tarareo antes que de conocimiento; una memoria de anécdotas antes que de hechos, palabras, responsabilidades: en definitiva, una memoria más sentimental que ideológica ». Toda la novela se construye en contra de esa Ínemoria hegemónica, y en la medida en que es así se cuestiona e indaga -desde «el hartazgo ante cierta escritura de plantilla »- su propia viabilidad en cuanto novela, en cuanto relato, en cuanto artefacto retórico, dando lugar a una lo-

Las dos citas que presiden el libro declaran muy abiertamente su rumbo. La primera procede de La memoria insumisa, de Nicolás Sartorius y Javier Alfaya: «Leyendo a determinados escritores, oyendo a ciertos políticos y visionando algunas películas, se diría que militar en el antifranquismo fue hasta divertido, >.La segunda son don versos de Antonio Machado que inspiran a Isaac Rosa el título de su novela: «El vano ayer engendrará un mañana / vacío y ¡por ventura! pasajero ». Isaac Rosa ha publicado con anterioridad una pieza dramática, Adiós muchachos(Premio Caja España de Teatro Breve 1997), la novela Lamalamemoria (Del Oeste Ediciones, 2000) y varios relatos desperdigados en distintos libros colectivos . Es coautor, además, del ensayo Kosovo, la coartadahumanitaria (Ediciones Vasa, 2001), un lúcido y premonitorio balance de las mentiras y las manipulaciones con que fue amparada la intervención internacional en aquella guerra. Con ocasión de la publicaóón de El vano ayer,Rosa redactó para la prensa un breve texto que no tiene desperdicio, donde se plantea las condiciones en qu e le cabe a un menor de treinta años escribir acerca del franquismo. El texto plantea cómo «a la carencia de recuerdos se une la insatisfacción acerca de la oferta de recuerdos disponibles». Y concluye:

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Las averiguaciones y las especulaciones en torno a las circunstancias que habrían conducido a la detención e inmediata expulsión del país de Julio Denis (cal es el nombre del supuesto profesor, idéntico al de un seudónimo empleado en su día por Julio Cortázar), sirven a Isaac Rosa de pretexto para elevar una durísima requisitoria al franquismo, a la brutalidad de su sistema policial, a la corrupción moral que implantó en el país y de la que no deja de ser fruto la «repugnante nostalgia » que en más de una ocasión apunta en los recuentos costumbristas que hoy se hacen de aquel tiempo.

UNA NOVELA NECESARIA

«Es necesario entonces recordar preguntándome a la vez por qué recuerdo así, por qué me hacen recordar así. Es necesaria una memoria reflexiva, autocrítica, diseccionada. Reformular las preguntas, aunque se demoren las respuestas. Escribir lo que no recuerdo, pero también lo que otros no recuerdan, aunque deberían» .

Una elegía pastoral Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista Alfaguara, Madrid, 2004

Resulta dificil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser, para muchos, mascarón de proa de la literatura de toda una comunidad, la dd País Vasco, cuya situación tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa.de ella, el máximo rigor y la mayor entereza. Ocasiones hay en que la indigencia narrativa admite ser tomada por indicio de incompetencia moral. Ésta parece ser una de ellas. Bernardo Atxaga (Aestasu, Guipúzcoa, 1951) nunca ha eludido -y eso le honra- la representatividad que viene recayendo sobre él desde el éxito clamoroso de Obabakoak (1988) . No cabe dudar de las presiones que ello comporta y de lo difícil que tantas veces ha de result¡irle abrirse paso a través de ellas. Hasta cierto punto, ello podría servir de atenuante de la tibieza y de la confusión que rodean la percepción que Atxaga tiene de la realidad vasca. Pero no puede de ningún modo atenuar, por lo que toca a esta novela, el carácter tan tópico -acusadoramente tópico, esta vez- de sus planteamientos narrativos, la enclenque consistencia de sus personajes, la poquedad de sus desarrollos. El hijo del acordeonistatiene por principal escenario O baba, la imaginaria localidad vasca en la que viene recreando Atxaga, con tintas arcaizantes, los atributos del ámbito rural en el que él mismo se crió. Entre otras cosas, la novela viene a contar el deterioro y la pérdida definitiva de ese mundo idílico por obra del progreso, sí, pero sobre todo por la

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UNA ELEGÍA PASTORAL

BERNARDO

ATXAGA

injerencia de una violencia histórica en cuya espiral queda atrapado David, el protagonista del relato. Las circunstancias que, hacia finales de los años sesenta, pudieron empujar a un sano e ingenuo chavalote vasco a militar en ETA: tal parece el asunto que Atxaga pretende ilustrar, echando mano de la experiencia de toda su generación y, eso sí, dejando claro su actual distanciamiento de la actividad terrorista tal y como se viene desarrollando desde el establecimiento de la democracia. Cuando apenas cuenta trece años de edad, un informe psicológico atribuye la poca sociabilidad de David al «apego» que siente por «el mundo rural», y hace constar que «los viejos valores» aparecen en su mente «confundidos con los modernos» . Muy tempranamente, David siente la llamada poderosa de formas de vida arcaicas, que lo mueven a añorar un «mundo antiguo» que sobrevive todavía en las cercanías de Obaba . Allá frecuenta el caserío familiar de Iruain, en «un pequeño valle verde, bucólico», que parece destinado a acoger a los «campesinos felices» (así los llama él siempre, citando a Virgilio), junto a los cuales se siente David más a gusto que entre sus compañeros de colegio. El conflicto empieza cuando, siendo todavía adolescente, David descubre poco a poco el oscuro pasado de su padre, acordeonista de profesión, que colabora con las autoridades franquistas y que estuvo implicado, al parecer, en los fusilamientos que tuvieron lugar en Obaba tras la entrada en el pueblo de los facciosos, a los pocos meses de estallar la Guerra Civil. Pese a su completa ignorancia de lo ocurrido, David se siente «enfermo sólo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre». A partir de entonces, el mundo de David queda ensombrecido por la maldad impenitente de los fascistas y sus secuaces. Ellos son el origen de todos los males, pues no sólo son ladrones y asesinos, no sólo son españolistas y están moralmente corruptos, sino que, para colmo, son los que, a fin de hacer prosperar sus turbios negocios, y siempre «llevados por su odio a las gentes del País Vasco», hacen traer a Obaba las grúas y los camiones que con sus ruedas aplastan las «palabras antiguas>>,hundiéndolas en el barro «como copos de nieve», dejando ver «lo desigual

de la lucha, qué poca esperanza había para el mundo de los "campesinos felices"». La progresiva torna de conciencia de este estado de cosas ocupa al menos dos terceras partes de la novela, en las que de paso se da cuenta minuciosa - y sonrojantede las zozobras amorosas de David. El resto del libro, a fuerza siempre de introducir elipsis temporales toda vez que el relato se enfrenta a una dificultad, da cuenta de la forma casi inevitable en que David se incorpora a ETA, organización que, conforme a su testimonio, parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios públicos. Sólo cuando las cosas empiecen a desmandarse tornará David la decisión de emigrar a Estados Unidos, donde a la vera de su tío Juan, poseedor de un rancho dedicado a la cría de caballos, cumple su ideal de vida bucólica, al lado de Mari Ann, su mujer (hija de un veterano brigadista internacional, cómo no), y sus dos hijitas. Con ellas juega David a enterrar en pequeñas cajas de cerillas palabras que en la «vieja lengua» de su país van cayendo en desuso. La beatitud y el maniqueísmo de sus planteamientos hace inservible El hijo del acordeonistacorno tesürnonio de la realidad vasca. A este respecto, la novela sólo vale como documento acrítico de la inopia y de la bobería -de la atrofia moral, en definitiva- que no han dejado de consentir y de amparar, hoy lo mismo que ayer, de forma más o menos melindrosa, el desarrollo del terrorismo vasco, reducido aquí a un conflicto de lobos y pastores, un problema de ecología lingüística y sentimental, al margen de toda consideración ideológica. Existe un huidizo concepto, el de la «razón narrativa,>, que por su parte ampara las sinrazones que puedan caber en un relato . Pero es esta razón narrativa la que empieza por fallar completamente en El hijo del acordeonista,novela que incumple las núnimas reglas del decoro literario . El texto se ofrece como un desordenado «memorial» escrito por David pero reescrito póstumamente por su amigo Joseba, antiguo camarada en la lucha y en la actualidad conocido escritor vasco. Un artificio tramposo que, con sus chispas metaliterarias -y metaficcionales, dado que se insinúan aquí y allá claves autobiográficas-, no consigue amenizar la deriva tan previsible de un libro construido con una sentimentalidad ju-

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UNA ELEGÍA PASTORAL

rásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil. Todo servido en una prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos («Los osos: tan inofensivos, tan inocentes, tan hermosos») y capaz de refutar en términos como los siguientes las maledicencias que cor.ren en torno a don Pedro, un indiano ricachón -pero republicano- de quien se cuenta que labró su fortuna a costa de su hermano: «Detalles policiales aparte, los dos hermanos se querían mucho: porque eran Abe! y Abe!, y no, de ninguna manera, Caín y Abe!. Desgraciadamente , como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los oídos ... ». Y sigue. Para nimbar el marco pastoral de la novela con favorecedoras luces crepusculares, resulta que David escribe su memorial sabiéndose víctima de una grave dolencia que pronto lo arrancará de su particular paraíso terrenal. Aunque tarde, ha comprendido que «la vida es lo más grande, quien la pierda lo ha perdido todo » (sic). Pero incluso a la muerte consigue arrancarle David rasgos embellecedores, pues en su cercanía el amor adquiere, dice, nuevas formas: «formas dulces, casi ideales, ajenas a los conflictos y a los roces de la vida cotidiana». Como las del camino de salvación que postula esta novela .

CALAS

El suplicio de las moscas

El 5 de octubre de 1996 publiqué en Babelia una reseña de La largamarcha, de Rafael Chirbes. Era la cuarta reseña que dedicaba a este autor, de cuya trayectoria venía haciendo un atento seguimiento. Las anteriores reseñas se ocuparon de En la lucha.final,en abril de 1991; La buena letra, en marzo de 1992, y Los disparos de cazador, en mayo de 1994. Fueron, las tres, reseñas respetuosas y favorables; las dos últimas, inequívocamente elogiosas. No así la que dediqué a La largamarcha, que el lector puede leer en este mismo volumen (al igual que la anterior, la que dediqué a Los disparosdel cazador). El miércoles 9 de octubre, en uno de los artículos que, bajo el epígrafe común de «Travesías», publicaba semanalmente en la sección de Cultura del diario El País, Antonio Mufioz Molina salió en defensa de la Folio y medio » y era a la vez novela de Chirbes. Su artículo se titulaba << una encendida apología de Rafael Chirbes y un furibundo ataque a mi persona, alentado sin duda por ya viejos resentimientos. Mufioz Molina dedicaba la primera parte de su artículo a escandalizarse ante el hecho de que cualqui er person a pueda en España adquirir «el estatuto de crítico literario». Para ello, decía, basta «folio y medio». «Uno publica folio y medio hoy, otro folio y medio la semana que viene, aprende a graduar y a rep etir la coba y el desprecio, y en menos de un mes las editoriales ya le mandan todas sus novedades», escribía Muñoz Molina. Y procedía a continuación a dibujar, co n trazos sorprendent ement e groseros, una caricatura genérica del crítico co mún, a quien presentaba como una mezcla de matón de barrio y de pícaro gorrón, que aprovecha lo s <
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CALAS

Venía luego la apología fervorosa de Chirbes y de su novela, en Li que no faltaban los ripios característicos del gacetillero intoxicado por s11 propio entusiasmo (cosas del estilo de «un libro extraordinario . . . en el que se resumen y estallan en plenitud todos los libros anteriores »; «cada vez que yo abro una novela de Chirbes no puedo dejarla hasta el final. . . la novela se apodera de mí, me envuelve, me sumerjo en ella» ... ). Ya hacia el final de su artículo, Muñoz Molina enderezaba una fr roz andanada contra mi persona y el modo en que, «entre despectiva y paternalmente>>, me <
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EL SUPLICIO

DE LAS MOSCAS

Glosaspolacas Insensatos quienes impugnan la autoridad de los críticos . Pues, ¿sobre qué iban a fundarla? La crítica actúa en un ámbito donde no impera legalidad alguna. O más precisamente: donde el delito lo constituye la conformidad con cualquier legalidad establecida. De ahí que los espíritus beatos desaten su ardor guerrero contra el precario estatuto de los críticos. En un mundo confortablemente prejuzgado por las listas de ventas Y los dictados de la academia, la crítica es aquel lugar donde todavía cabe una amenazante discrepancia. Un vulgar reflejo señala al crítico como rival del escritor. Pero, lejos de eso, los rivales de la crítica son el periodismo y la publicidad. Ellos modelan la sensibilidad y el lenguaje de la época. Para sobrevivir, la crítica debe adaptarse a esta circunstancia, y hacerla suya. A ello la fuerza la inferioridad de condiciones en que ha de actuar. Lo que el crítico tenga que decir, deberá decirlo -para bien y para mal- en pocas y beligerantes palabras. En un folio y medio, por ejemplo. Si le dejan. La experiencia estética desatiende las dimensiones de extensión y de tiempo. El papel y la tinta empleados en una obra de arte no determinan su valor . No cabe, en consecuencia, establecer proporciones de longitud entre el juicio crítico y el empeño artístico al que se enfrenta. Puede haber una profunda justicia en el acto de desacreditar con una frase el trabajo de años. Alguien dijo que el aburrimiento -¿o era el dolor?es un instante eterno . Un viejo tópico pretende que el crítico es un escritor frustrado. Pero ya Juan Benet (¿por qué la sola mención de su nombre despierta tantos resentimientos?) proporúa lo contrario: que el novelista es un crítico frustrado, un hombre que, por querer llevar hasta un límite imposible el conocimiento de lo que le apasiona, no encuentra otra salida que la creación. Dejando a un lado su aspecto provocador, la paradoja sugiere que el lenguaje del creador y el del crítico son de naturaleza radicalmente distinta: intuitiva la del primero, analítica la del segundo. De lo que no hay que deducir una oposición, sino una complementariedad. 291

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A la crítica no corresponde agotar -no podría- - los contenidos de la obra literaria. Los críticos nunca tienen la última palabra. Su misión es complementar los hallazgos de la escritura literaria, ordenándolos e11 una tradición. La misma gue habrá de servir de rasero para medir la obra futura. De ahí gue Musil definiera la función de la crítica como una celosa custodia del nivel alcanzado. Algo gue le impide autorizar la repetición de lo mismo -por mucho que complazca- si no es con un nuevo sentido. De noche, ya en la cama, pueden hacerse muchas cosas, algunas más recomendables que otras. Pero si se opta por leer una novela, el insomnio gue suscite no pu ede aspirar a constituirse en un juicio de valor. La emotividad del lector no es una categoría de la crítica. El entusiasmo artístico, decía Benjamín, le es ajeno al crítico. En este aspecto, crítico y lector tienen poco gue ver. De hecho, las relaciones gue uno y otro guardan con el texto no sólo son diferentes, sino , en cierta medida, antitéticas. Nada más erróneo que la pretensión de gue el crítico es un lector int erpuesto. La crítica poco tiene gue ver con los desahogos de una sensibilidad afectada. Por el contrario, el crítico mantiene la distancia. Su arte consiste, precisamente, en crear esa distancia entre él y el texto, y en hacerla fértil y problemática (Steiner). El crítico no apela a la post eridad. A él corresponde levantar su juicio en presencia del autor, lo cual incid e decisivame nt e en el alcance de su tarea, y en su dimensión polémica . Porgue la reclama el olvido, a la crítica le urge extremar todos sus recursos, agotar las po sibilidades de una lectura accidental y apresurada. Ningún pacto prolongará su vigencia. Adorno dijo gue ya no se pued e esperar en la posteridad sin caer en el conformismo. La crítica construye sobre esta desesperanza su razón de ser. Como la de las moscas, su existencia es efímera, y en un mundo guc se pretende cada día más aséptico, no debiera renunciar a resultar incordiante. El País, 18 de octubre de 1996

Los caníbales los prefieren jóvenes Puede gue sí. Pu ede gue el de la crítica sea, en efecto, un oficio de caníbales. Se comprendería entonces gue algunos crí tico s, especialmente beli cosos o sibarit as, prefieran la carne joven. Algo de eso barruntaba Walter Benjamín cuando, en sus tesis sobre la técnica del crítico, recomendaba abordar un libro «con la misma ternura con que un caníbal se guisa un lactante». A nadie se le ocurre gue un consejo así p ued a seguirse co n según gué autores y libros tan correos os. En cuanto a los jóvenes escritore s, suele pintárseles, en relación con el crít ico severo, como Da vid frente a Goliat , en sus manos la nueva hon da con gue habrá de derribar al matón de los filisteos, al celoso vig ilante de la tradición y de los conve nci onalis mos , pe rtr echado de clasificaciones y prejuicios, víctima al fin del mozalbete ague! al gue desdeñó por su juventud y su be lleza incomprensible . Aunque lo m ás cor rient e, en la actua lidad, es gue el crítico se acuclille frente al jo ven retoño, y para complacerlo balbu cee idioteces. Tan to es el ascendente gue la juventud ha cobrado en estos tiempos, tanto es el deseo gue ella misma insp ira, tantas son las ganas de entenderla y aun adelantarse a sus designios, para participar de algún modo de su promesa de futuro. La comprensión y la tolerancia gue tan a menudo se reclama para los jóvene s noveles suponía una situación de desigualdad gue entretanto ha cambiado de signo, pues hoy la juventud se beneficia del tra to preferente gue le reporta su hegemonía social, su indiscutible protagonismo en el imaginario co lecti vo. Por lo gue a la literatura toca, la juventud es un valor añadido al talento del escri tor en ciernes, y un valor tan cotizado, gue hasta· puede fácilmente usurpar el lugar mismo del talento. No es extraño entonces gue el escritor en ciernes se dedique, tan frecuente-

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LOS CA N ÍBALE S LOS PREFIEREN

JÓ VENES

mente, a administrar su propia juventud, refugiándose en el cada W.'I más vasto territorio que la literatura comparte con la sociología. Entre los factores que determinan el desairado papel del cótico es l:1 dificultad que él mismo encuentra para decidir con seguridad de qué habla cuando habla de literatura. Pero dejándolo a solas con su desamparo :1 este ~especto, hay razones importantes para que concentre su atención en lo que escriben los jóvenes. Razones que tienen que ver, desde luego, co11 la expectativa de novedad que la juventud encarna. Pero también, y sobre todo, con una circunstancia inversa: el hecho de que la literatura escrit:i por los jóvenes «suele ser un buen lugar para descubrir las convenciones de un determinado peóodo y para ver sus problemas desde dentro». La observación es de Paul de Man, quien sugiere que se repare en los libros, generalmente precarios o mediocres, que buena parte de los qm· luego fueron grandes escritores publicaron en su juventud. «Con frecuencia», concluye, «éstos parecen ser más receptivos que nadie a los manierismos y los lugares comunes de su época, especialmente a aquellos que su obra posterior rechazará más enérgicamente.» Uno de los más útiles servicios que un crítico puede hacer al joven escritor consiste precisamente en señalar en su obra esos lugares comunes y esos manierismos de los que dificilmente se sustrae un libro primerizo. Aunque puede ocurrir (de hecho , es lo más corriente) que el propio crítico no alcance a discernir esos lugar es comunes y esos manierismos; más aún: que su propio gusto opere con ellos, de tal modo que no los reconozca como tales, e incluso los celebre, si es que no los emp lea como argumento en co ntra del libro que excepcionalmente no sucumbe a ellos. También en este caso el escritor joven obtiene del crítico un servicio, por cuanto le ayuda a percibir cuáles son las conve nciones imperantes y cuáles los problemas que h abrá de resolver para superarlas. Para ejercer su oficio, el crítico apela a la tradición y se sirve del lenguaje de su época, los dos elementos co n lo s que el escritor de raza mantiene una relación polémica . El problema mayor de la crítica es vencer la dificultad que entraña su propio sentido de la tradición y del leng uaje a la hora de recono cer la singularidad de aquellas formas que los transgr e-

den. La realidad, sin embargo, es que la época actual, más que ninguna otra, carece de resort es y alicientes que an im en esa actitud transgresora. Y que la juventud, de la que emergía antes la expectativa principal de esa transgresión, es hoy objeto de una adulación anestesiante . <. Juventud y promesa son términos hoy casi sinónimos, empleados por lo general para engatusar las conciencias con la inminencia de una renovació n qu en defini tiva sólo aciert a a prod ucirse en un plano bio lógico y que se traduce simplemente en un recambio de públi cos y de clientelas. Y ello ocurre a tal punto que debe cons id erarse seriamente en qué medida la juventud se ha convertido en un estamento en el fondo conservador, susceptible hoy más que nunca a las manipulaciones de la publicidad y de las propagandas de toda índo le, servidas en forma de lemas para camiset as. La sola pos ibili dad de que sea realme nt e así j ustificaría por sí sola el que, abandonando paternalismos y condes cend encias, la crítica empleara con ella una atención, una dedicación y una severidad que, absurdamente, todavía ho y se juzgan impropia s, sin entender que sólo así puede fomentarse una reacción favorable. Las palabras de Paul de Man traíd as más arriba corresponden a un interesante artícu lo publicado en 1955 bajo el signific ativo título «La generación de la interioridad » (en Escritos críticos,Visor). Este artículo cont iene un diagnóstico sobre la literatura h echa por los jó venes que se corresponde punto por punto con el que hoy mismo cabría hacer, acaso con énfasis todavía más justificado, pues el hecho de que la situ ación

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lleve prolongándose más de medio siglo no permite albergar muchas esperanzas sobre su posible remedio. Conviene dar la cita por extenso: «Cada generación escribe su propia clase de mala poesía, pero muchos poetas jóvenes de hoy son malos de un modo intrincado y enrevesado difícil de describir. Más libres y conscient es que todos sus predecesores. parecen incapac es de superar la pasividad, que es el término o_puesto dl' la libertad y la conciencia. Pueden ser muy formalistas, pero sm un verdadero sentido del decoro; hbres hasta la extravagancia, pero sin disfru· tar de su atrevimiento; meticulosamente preciosistas, pero sin verdadero gusto por el lenguaje. En el mejor de los casos, dan vueltas de un lado a otro como animales enjaulados, explotando sus mitos uno por uno, ha·· ciendo una y otra vez el inventario de los fracasos que han heredado. En el peor de los casos, adoptan determinadas poses y confunden la.imitación con la máscara, hablando de sí mismos sin parar -y sm suscitar mterés alguno- mediante referencias tomadas de otros con toda minu· ciosidad». No hace falta precisar que la estimación vale para la narrativa c011 tanta O más propiedad, si cabe, que para la poesía . Pero sí importa añadir que la libertad y la conciencia a las que De Man se refiere han meng~,ado en medida proporcional al control del mercado sobre la producnon y la recepción de las obras escritas por jóvenes. Por lo demás, el propio De Man se pregunta si no se trata de un fenómeno normal de la Juven tud, «la expresión moderna del mal du siec/e»,para responderse él mismo . que no, que se trata de una crisis más profunda . De Man escribía su artículo a las puertas de lo que luego dio en llamarse la posmodernidad. Una categoría que serviría para refrendar ideológicamente esta situación de hecho, y sobre la que habría que preguntarse hasta qu é punto consiste en la sustracción, al concepto _demodernidad, del factor renovador de una juventud a la que se evita toda crítica porque ya no es crítica ella misma. Si así fuera, bienvenidos sean los caníbales. Acaso ellos traigan una solución, después de todo. El País, 30 de mayo de 1998

Troya festejada

A la altura de 1956, en su ensayo sobre La inspiracióny el estilo, especulaba Juan Benet sobre los motivos que impidieron que prosperara en la literatura española lo que él llamaba grand style, y concluía que ello se debió en gran medida a la distancia crítica adoptada por el intelectual español respecto al Estado. Escribe Benet : << Yo no soy capaz de descubrir en el artista español -en el escritor, en particulardel siglo XVI en adelante una absoluta compenetración con su país. Me he referido antes a una bastante generalizada incompatibilidad de ese hombre para con un Estado cuyas empresas nunca llegó a ver del todo claras, pero que el español, celoso de su seguridad y despectivo como nadie a una form.ulación doctrinaria de aquella postura de disentimiento, jamás se preocupó de manifestar sino haciendo uso de aquellas metáforas y retruécanos que tan diestramente aprendió a utilizar. .. En sus manos, el gran estilo (y la tradición clásica) no cumplió otra función que la de de sviar d resentimiento hacia el Estado y transformarlo, por la vía del menosprecio, en una actitud estética ... ». Esta actitud habría comenzado a forjarse, según Benet, en los umbrales de la España imperial. Se puso entonces en marcha, alentado por los intereses de la corona, «un monstruoso y artificial aparato propagandístico» que aparejaría «una de esas enfermedades colectivas inoculadas en el cuerpo de la nación y de un pueblo que jamás había manifestado el menor afán por el cosmopolitismo, el mesianismo o la voluntad de conquista». El mal sería tanto mayor cuanto que ese pueblo «no tenía fe en las grandes ·aventuras políticas y espirituales que le impusieron sus gobernantes» y, en consecuencia, «tuvo que sufrir una de esas sacudidas medulares con que, si quieres como si no quieres, el Estado decide desper297

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TROYA FESTEJADA

tar la conciencia del país y apoderarse de ella para sus propios fines y que -lo hemos venido a comprobar palmariamente en d siglo XX- el pueblo tiene que aceptar sin rechistar, inconsciente de la operación que se va a operar en su propia conciencia>>. Incluso a qurenes sorprenda o incluso irrite una lectura tan atrevida como la que hace Benet de un tan complejo proceso histórico, habrán de transigir, al menos parcialmente, con la conclusión que él saca sobre lo que vino a ocurrir en el plano de la actividad artística e intelectual. Y fue que << el sentido crítico del país, su aversión al arte pompiery su ansia de supervivencia y preservación de las virtudes nacionales vinieron a aunarse en secreto contra un disfraz que no le convenía y contra el que era preciso, por un procedimiento metafórico, irónico y simulado, montar un unánime proceso de burla y desenmascaramiento. Como objeto de burla podía servir cualquier cosa -salvo el propio Estado defendido por la censura- que a través de una conducta impersonal, autoritaria, ridícula, inoportuna e impertinente se emparentara con la representación

nir que el rasgo definitivo de su hipotética fisonomía ro constituyen las nuevas actitudes del escritor con respecto a la empresa del Estado. Algo cuya trascend encia, ya de por sí grande, será tanto mayor en cuanto se acepte que con ello se rompe al fm una tendencia que, como sugiere Benet, se prolonga durante cuatro siglos. Y en cuanto se considere además -pero de ello cabrá ocuparse más adelante-- que se trata bien de un fenómeno coyuntural, bien de una redefinición más en profundidad de las relaciones que mantienen entre sí uno y otro. Como sea, y por ceñirse a las palabras de Benet, lo que puede ase~ gurarse es que se ha diluido, por parte del escritor, la «generalizada incompatibilidad» para con <>.En su lugar, a raíz primero del advenimiento de la democracia y luego de la llegada al poder del Partido Socialista, ha habido oportunidad de ver cómo los ideales de cambio, de liberalización, de cosmopolitismo asumidos por el Estado en el plano de la acción política han sido también asumidos por buena parte de los escritores activos en el plano de la creación intelectual y estética. En un segundo orden queda la cuestión de elucidar si, a la par de esta coincidencia de objetivos y de intereses, ha tenido lugar, ya sea por parte del aparato del Estado, ya por la de un bien nutrido censo de oficiantes de la cultura, la iniciativa de un festivo conchabamiento encaminado, si por parte del primero, al alistamiento de los intelectuales como garantía de credibilidad y airosa rúbrica al proyecto de renovación y desmemoriada convivencia emprendido con el consenso de fa mayor parte de la población, y si por parte de los segundos, como celebración -mejor que simple man ifestación- de un compromiso que por vez primera los alineaba con el bando ganador (ya que no vencedor). Los indicios de cuanto aquí se dice son especialmente patentes por efecto de un agudo contraste entre las nuevas actitudes estéticas alentadas por la inédita conmilitancia del escritor y el Estado, y aquellas otras que, ya antes de tener ésta lugar, habían ocasionado una amplia reacción contraria, acaso porque habían conducido a un extremo de saturación

física de la máquina estatal». A partir de ese momento, y sin menoscabo de la amplia gama de matices en las formas con que, durante el transcurso del tiempo, se asume dicha actitud, el artista y el intelectual español definen su opción estética en relación antagónica respecto del Estado. Y así ocurre desde Cervantes hasta Juan Goytisolo, salvadas todas las distancias -la más corta, la cronológicaque median entre uno y otro, y salvado el hecho de que, durante este dilatado período, la posición de los antagonistas se invirtiera, de modo que, a partir del siglo XVIII, la causa de los intelectuales, lejos de ofrecer resistencia a la vocación aventurera de las clases gobernantes, fuese la de intentar forzar la apertura de un Estado encastillado en un ideal autárquico, mezquino y castizo. En los últimos años, sin embargo -y de ahí el interés de recalar en estas ideas de Benet-, la cultura española ha conocido un portentoso cambio de signo a este respecto . Y ello a tal punto que, si se admite (como quedaba sugerido en la anterior entrega de estas notas) que, en el marco de esa misma cultura española, la época de la transición democrática constituye un período suficientemente caracterizado, habrá que conve298

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determinados recursos de que se servía la oposición a aquél. Ciertamente, la inmediata sintonía que se alcanza, en la España del po sfranquismo, entre los fervores políticos y los culturales sólo se explica establecido el hecho de que, ya varios años antes de la muerte del dictador, se había iniciado una nueva época en la conciencia política, moral y estética del país. En una confer encia dictada el año de gracia de 1975 y dedicada a «la producción literaria en la España actual», Juan Benet describía la época trans currida-y superada- como «una época troyana ». A su juicio, desde la Guerra Civil, pero también desde mucho más atrás, «casi todas las novelas españolas fueron caballos de Troya», es decir, «mixtificacion es» debidas a la promiscuidad de los ideales estéticos, políticos y sociales. De esos caballos de Troya fueron saliendo, una y otra vez, «ejér cito s de ideas» destinados a minar los fundamentos de un Estado que se perpetuaba insospechablemente. Pero Troya no ardió . En todo caso, lo que ardió fue la gran hogu era en que se consumieron tantos cab allos de madera . A su luz se celebró la ocupación de la ciudad, qu e no su conquista. Sus nuevos moradores entraron por la misma puerta por la qu e salía la comitiva fúnebre de su antiguo amo. Llegado el momento, ya nad ie quiso entretenerse en «mat ar a un difunt o, y menos con la pluma ». Y relegada esa «mi sión funeral», por fin el escritor español podía dedicarse, «con pleno convencimiento, a la perf ecc ión del arte literario », y co nven ce rse «de que merec e la pena intentar cultivarlo por sí mismo» (Benet). ¿Ocurrió así? En un nuevo balance de la novela española realizado en 1980 , el mismo Benet observaba cóm o, desaparecido de hecho «el fantasma qu e había atormentado de tal manera a la cultura española », se produjo «un mom ento de alegría, de súbi to renacimi ento, de despreocupación por el p asado y nu evas aspir acio nes, de un regoc ijado desprecio hacia el catafalco del régim en >> . En aquellos años, concluye Benet, «la cultura española tuvo algo de kermesse» . Pero el mismo juicio cabría extenderlo a prá cticamente toda la década de los ochenta, en que la tempran a llegada de los socialistas al poder dio pi e a la consag ración oficial de la cultura como fiesta. Bast e recordar en este punto - una vez más- las consideraciones sobre el into cable pr estig io de lo festivo y de 300

TROYA

FESTEJADA

lo popular que Sánch ez Ferlosio observaba en su artículo «La cult ura , ese invento del gobi erno » (títu lo qu e constitu ye todo un lema de lo que se viene dic iendo ). Acabada esa fiesta, en plena resaca de aque llos años, toca preg untarse si, como ya antes se ha apunt ado, el idilio mant eni do entre los escrit ores y el Estado puede darse por termina do, o si simplement e se p enetra ahora en una suerte de ruti na más o menos co nyugal, en un a situación, por así decirlo , «normali zada». Desde el punto de vista de las letras la cuestión se traslada a una pregunta de fondo: ¿se han operado en el plano de las actitud es estéticas transformaciones tan definitivas como las que, al parecer, han tenido lugar en el plano social y po lítico? Sin pecar de optimismo, ¿puede estimarse que hay síntomas certeros de superac ión de esa «enfermedad colectiva » que, desde cuatro siglos hace, afecta a la cultura del país? Y si así ha sido, ¿cuál es el alcanc e de esas transform acio nes, y qué valor tienen, en relació n co n las mismas, los rebrotes de un casticismo que, desde la óptica de Ben et, constituía el estandarte de una actitud estética informada po r el resentimi ento hacia el Estado?

Lateral, n. 0 2, diciembr e de 1994

LOS RASTROS

Los rastros de un mestizaje

1. Hacia el año 1992, la narrativa española conoce un reajuste fundamental de sus coordenadas. Toda una serie de circunstancias concurren para que así sea, pero aquí sólo se va a reparar en una de ellas, muy azarosa. Tiene que ver con la publicación, en torno a esa fecha y con muy pocos meses de diferencia, de El jinete polaco( 1991), de Antonio Muñoz Malina, y de Corazón tan blanco(1992), de Javier Marías. Dos novelas determinantes en las trayectorias respectivas de sus autores, escritores de los más reconocidos y a la vez más representativos de la narrativa española de este último cuarto de siglo. Y dos novelas, además, que, aparte las muy distintas direcciones que señalan, tienen en com.ún una curiosa coincidencia: el hecho de que sus protagonistas sean -en las dos- intérpretes, traductores simultáneos. Vale la pena extraer de esta coincidencia algunas consideraciones que pueden ser de interés. 2. Antonio Muñoz Malina publica Eljinete polacoa finales de 1991, después de obtener el Premio Planeta de ese año. La novela supone un giro notable en la trayectoria de este escritor, que cuando la concluye cuenta treinta y cinco años. Él mismo ha declarado cómo, poco antes de empezar a escribirla, se encontraba, «narrativamente, en un callejón sin salida». Acababa de publicar Beltenebros(1989), y guardaba, dice, la sensación de haber «transitado por unas regiones muy enrarecidas de mi imaginación literaria>>.A lo que añade: «En el manejo del thrillerliterario y cinematográfico para alcanzar propósitos que nada tienen que ver con él había más peligro de amaneramiento del que yo imaginaba. Había que largarse de allí, a ser posible tan rápido como un personaje de thríllen>. El modo más inmediato de hacerlo consistió en aceptar el encargo de un libro sobre la Córdoba de los Omeya. Fue al terminarlo cuando 302

DE UN MESTIZAJE

Muñoz Malina se sintió impelido a retomar una suerte de crónica familiar cuyos primeros apuntes remontaban a 1986, poco después de la publicación de Beatus flle, su primera novela. Abandonada y vuelta a retomar en sucesivas ocasiones, esta crónica familiar terminaría convirtiéndose en el esqueleto narrativo de El jinete polaco y en el hilo conductor del retorno a los orígenes que allí se postulaba. 3. A los treinta y cinco años, es decir, a la mitad del camino de la vida, no es infrecuente que un escritor tope consigo mismo y que en su propia escritura se abra un sendero de indagación personal. Un caso emblemático en la narrativa española es el de Juan Goytisolo, quien a los treinta y cinco años, precisamente, publicó Señas de identidad. Sin pretensión de extremar la comparación, esta obra tiene la virtud de ilustrar en negativo el sentido y la significación de El jinete polaco. Pues allí donde Goytisolo, en un implacable repaso de la propia experiencia personal, fundaba una poética de la negación y del extrañamiento que comprometía su andadura futura, Mu11oz Malina, a la inversa, en un entrafiado recuento del pasado, concluye en una poética de la afirmación y del regreso que, en relación con su obra anterior, se resuelve en un relajamiento de la impostación narrativa, en un deliberado arrimo a una voz y una vivienda más presuntamente personales, también en una reconducción de sus propios planteamientos literarios por caminos que conectan en cierto modo con una tradición de la que se distanciaba acusadamente en sus novelas anteriores. 4. Javier Marías no ha escrito sobre la génesis de Corazón tan blanconingún texto tan explícito como el de Muñoz Malina sobre El jinete polaco, pero desde el conocimiento de sus obras anteriores es fácil deducir que, a diferencia de ésta, aquella novela progresa en una dirección emprendida por Marías desde tiempo atrás. Esa dirección es, por utilizar una expresión del propio Marías, la de «una novela no necesariamente castiza», que en su momento hizo gala de su desapego a la tradición novelística española y que se propuso, de un modo casi programático, hacer «caso omiso de lo español». 303

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LOS RASTROS DE UN MESTIZAJE

«Hacíamos caso omiso del español», puntualiza Marías, «pero sin embargo escribíamos en español.» Y señala cómo, en su caso particular, se le afeaba que su castellano «sonaba a traducción». Un reproche que en aquellos momentos (los años por los que Marías publicó sus primeras novelas , es decir, entrados los setenta) podía tener connotaciones meritorias. Al fin y al cabo, el mismo Marías sugiere que entre los méritos de su generación se cuenta el de «una nada despreciable labor de normalización y puesta al día de la vida literaria española, a la que, por así decir, incorporamos a algunos de los autores que ya he mencionado [se refiere a Faulkner, Conrad, James, Melville, Beckett, Musil] y a muchos otros de cuya existencia, en España, no se tenía casi ni noción mientras en el resto de Europa eran moneda corriente». Quede para otro lugar la discusión sobre este último aserto, repleto de interés para la historia de la literatura española. (De hecho, esa «puesta al día» era tarea reservada a la generación anterior, la llamada generación del 50, qué se distrajo de ella a consecuencia de su compromiso -transitorio- con el realismo crítico , y que cuando se propuso rectificar fue barrida por la onda expansiva del boomlatinoan1ericano, auténtico agente divulgador de un cosmopolitismo a menudo equívoco y epigonal, cuando no de segunda mano). El caso es que el testimonio de Marías documenta, con varios años de anterioridad, el penetrante análisis que condujo a Nora Catelli a concluir qu e la masiva incorporación al horizonte de referencias de los escritores españoles, a través de las traducciones, de autores como los que Marías cita, estaba siendo el agente de un cambio decisivo en la narrativa española, en la que se habría operado, durante los años recién transcurridos, «un corte sin precedentes con la tradición».

La contrapartida a esta tendencia habría sido, a lo largo de todo ese tiempo , «esa especie de voluntad enfática y religiosa de diferencia que solemos apodar casticismo ». Pero el casticismo, al decir de Catelli, habría perdido en la actualidad todos sus arrestos, y lo que predominaría en su lugar sería el mestizaje, rasgo a su parecer tan característico, al cabo, de la literatura española, como lo ha sido tradicionalmente de las latinoamencanas. Según Catelli, durante los años ochenta se habría producido «un fenómeno nuevo, inédito en España»: el de «un corte sin precedentes con la tradición». Lo cual sería indicio de que ese mestizaje que ella misma propone como <, ello ha sido posible, según Catelli, por virtud de una indiscriminada incorporación a su lengua literaria de todo tipo de autores, corrientes y movimientos, más allá de cualquier barrera geográfica o cronológica. «Esto es extraordinario --subraya Catelli-; en el sentido de que no había sucedido jamás . No tiene que ver con el afrancesamiento típico de ciertas generaciones españolas, ni con la reacción también típica frente al casticismo. Es una especie de marea que cubre las huellas que dejaron otras mareas en las piedras de la tradición y de un solo movimiento las borra. » De lo que concluye Catelli: «Sucede como si los nuevos narradores se hubiesen inventado una cartografia en la que todas las rutas sean posibles, todos los caminos estén expeditos, todos los mares y los ríos sean navegabl es. Y todas las lenguasaccesibles».

5. Vale la pena resumir aquí los argumentos de Catelli. Sostenía en su artículo que «de todas las grandes literaturas occidentales, la castellana es la menos autónoma, aunque sea la más aislada»; que «tanto en la narrativa como en el ensayo », la literatura espaúola «ha dependido, a lo largo de los siglos XIX y XX, de corrientes y autores extranjeros», y que «en nuestra época, la tend encia a recurrir a modelos anglosajones, franceses o alemanes no ha hecho más que acentuarse». 304

6. Nora Catelli escribía este artículo para un número especial de la Revista de Occidentededicado a «España a comienzos de los noventa » y publicado en el verano de 1991. Por aquel entonces, su análisis acertaba a explicar la multiplicid ad de tendencias que otros críticos del momento - la mayoría - se limitaban a hacer constar co n tozuda perplejidad en 305

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LOS RASTROS DE UN MESTIZAJE

sus respectivos balances de la situación por la que pasaba la narrativa es-

prenden dos actitudes en cierta medida opuest as por parte de Muñoz y de Marías; actitudes que, con todo y quedar fundamentadas por trayectorias distintas y desde una diferente conciencia generacional, resultan ambas, en definitiva, expresi vas de la muy peculiar encrucijada en que se hallaba la narrativa española por las fechas en que estos dos autores publicaron sus respecti vas novelas. Una encrucijada fruto de la presión que sobre el conjunto de la misma empezaba a ejercer por aquel entonces -c omienzos de los noventa- la fuerza de gravedad de una tradición de la que --salvo contadísimas excepcionesun os y otros llevaban manteniéndose apartados durante las dos décadas anteriores, puesta la vista, como se ha dicho, en modelos y referencias foráneas.

pañola. No es preciso demorarse en las consecuencias literarias de ese mestizaje al que Catelli se refiere. No es preciso detallar la prosperidad que durante los años ochenta alcanzan en la narrativa española las plantillas de género, los parajes exóticos, los tinglados cosmopolitas. No hace falta, tampoco, insistir en el ascendente que, en unos y otros, cobraron autores como los mencionados por Marías -Faulkner, Conrad, James, Melville, Beckett, Musil, pero también Bernhard, Salinger, Céline-, entre tantos de menor calibre. En la línea de lo observado por Catelli, mayor interés tiene señalar cómo los nuevos narradores españoles prolongaron, y en cierto modo consolidaron, la actitud que Javier Marías declara como propia de su generación cuando dice que «al declinar la herencia natural, nos sentimos libres de abrazar cualquier tradición», y especula sobre el aspecto «delirantemente ecléctico, por no decir esquizofrénico», que debían de ofrecer los escritos primerizos de todo su grupo. Un aspecto más o menos semejante ofrecen también los escritos primerizos de casi todos los narradores que debutaron en la década de los ochenta, si bien en relación con ellos conviene precisar que ese ((corte sin precedentes con la tradición» al que se refería Catelli, se operó sin la beligerancia ni la determinación consciente con que actuaron sus pre-

7. Observa Marías como «uno de los hechos más curiosos e insólitos» de su generación el de que «no sólo asesinó a los padres, como es obligado y de buen gusto, sino también a los bisabuelos y a los tatarabuelos ». En cuanto a los abuelos, puntualiza, «sólo los maltrató, en buena medida gracias a la presencia cercana, benéfica, constante y admirable de Vicente Aleixandre». Esta escabechina de ancestros contrasta con el comportamiento de M~ñoz Molina. Éste, muy alejado de toda pasión parricida , terminó por convertir a su bisabuelo materno en protagonista de El jinete polaco Y en objeto de su personal operación de entrañamiento. De lo que se des-

8. Sobre este trasfondo cobra una significación especial la coinc idencia señalada más arriba a propósito de que los protagonistas respectivos de El jinete polacoy Corazón tan blancosean traductores simult áneos . Al filo de 1992, cuando se publican las dos novelas, este dato circuns tancial resulta muy elocuente. Y más todavía si se piensa que en la primera de estas dos novelas tiene lugar, según va dicho, toda una operación de replegamiento con relación al corte con la tradición que había caracterizado la etapa inmediatamente anterior y que había propiciado conductas narrativas de las que el propio Muño z Molina co nstitu ía u n representante emblemático (sobre todo por virtud de El invierno en Lisboa y la ya mencionada Beltenehros). El protagonista de El jinete polaco,Manuel, asegura en un momento dado que «por primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha, quien cuenta no para inventar o para esconderse a sí mismo [. .. ] sino para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca enten dí, lo que oculté tras las voces de los otros. Ahora es mi voz la que escucho». Así ocurre despu és de haber descub ierto Manuel que «si hay algo que no quiere ser es extranjero», ya que, «por más que quiera uno tiene un solo idioma y un a sola patria , aunque renie gue de dla, y hasta es posible qu e una sola ciudad y un único paisaje». Este sentimiento lleva implícita la solidaria asunción de los propios orígenes, el compromiso responsable con el pasado. Eso que a M anue l le lleva a decirse que «de algo

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decesores.

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ha de servirme haber cumplido treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores, no estoy solo, ahora lo sé». En su itinerario esencial, pues, E/jinete polacose edifica sobre la emoción de reconocer el propio destino como última pero transitoria fracción de un destino remoto y colectivo; la emoción de sentir «todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante nú». Esto es, básicamente, lo que El jinete polaconovela, y que cu_esta muy poco enlazar con las citas traídas más arriba acerca de su composición.

LOS RASTROS

DE UN MESTI ZAJE

9. Cuando se publica El jinete polaco,el retorno a los orígenes que allí se postula es una inquietud compartida por muchos de los nue vos narradores españoles. Es también una inquietud compartida por los lectores. Una inqui etud proporcional al efec to a menudo superficial y precario de ese mestizaje que Nora Catelli, con la vista puesta en lo ocurrido durante la década de los ochenta, designaba como figura de la nueva narrativa en castellano. También aquí, sin embargo, se registran precedentes en las actitudes de los «narradores de la transición », es decir, los que, pese a haber adquirido reli eve durante los ochenta, se estrenaron en la década anterior, cuando el campo de la narrativa española aparecía todavía dividido en bandos beligerantes y las posiciones de cada uno no renunciaban a la dimensión polémica. Resulta difícil etiquetar a esta promoción, a menudo motejada como generación de los setenta o de los «novísimos>> (etiqueta esta última propicia a todos los malentendidos y a todas las malicias); y así es por cuanto buena parte de sus miembros, después de reori entar drásticamente sus planteamientos narrativos, se convirtieron en autores emblemáticos de los ochenta, asimilados al anchuroso epígrafe de la «nueva nar rativa», bajo el cual cabían, al lado de nombres como los de Antonio Muñoz Molin a, Julio Llamazares o Jesús Ferrero, los de Álvaro Pombo, José María Guelbenzu, Juan José Millás, Félix de Azúa, Enrique Vila-Matas y Javier Torneo .

Volviendo atrás: entre los narradores má s veteranos de la «nueva narrativa>>ya prosperó tempranamente esa inquietud motivada por su prolongado extrañamiento respecto de la tradición que les era propia. En el mismo texto de Marías que se viene citando, este autor formula muy explícitamente los términ os de tal inquietud: «Era evidente que aquella actitud "ex tranjerizante a ultranza" no podía durar eternamente. Yo deseaba que en España fuera posible -y no una extravaganciaescribir una novela no necesariamente castiza, pero tampoco tenía parti cular empeño en cultivar un a novela obligadamente extra territorial. Después de la publicación de mi segundo libro (Travesíadel horizonte), de estructura y estilo más complejos que el primero, vi con claridad qu e si seguía única y exclusivamente por ese camino paródico, corría el riesgo de convertirme en una especie de falso cosmopolita a lo Paul Morand, quien a decir verdad no se contaba entre m.is modelo s». De hecho, esto es lo que ocurrió con muchos de los narradores españoles cuyas obras, trufadas de guiños, citas, co mpli cidades o ep igonías más o menos explícitas, aguantaron sólo durante un corto tiempo el membrete de cosmopohtismo que sólo superficialmente daba cobertura a sus precipitados ejerc icios de apropiación. Pero mejor seguir con Marías. Éste observa, a propósito de su tercera novela, El monarcadel tiempo (1978), que era el primero de sus libros «qu e no transcurría en un país ext ranjero, aunque tampoco transcurría en España. En realidad, no transcurría en ningún sitio particular, pero esto, en mi caso, era ya una notable aproximación a mi país». Ya la siguiente novela de Marías, El siglo (1983), tra nscurre en España, por mucho que no se den pistas exp lícitas al respecto. «El antiguo rechazo, el antiguo pudor no están aún venc idos del todo, pero cualquier lector de esa novela sabrá identifi car el país y los fragn1entos de historia que se intercalan en ella .» Avanzaba así Marías en un proceso de afirmación que, en la medida en que consolidara sus logros, haría menos necesaria la pretendida extraterritorialidad, hasta lleg ar, en la accualidad , a Mañana en la batallapiensa en mí, novela que transcurre casi enteramente, y explícitamente, en Madrid, y que en uno de sus más celebrados episod ios cuenta como protagonista, bien que co nvenientemente impersonalizado, al mismís imo rey de España .

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DE UN MESTIZAJE

tar, casi fatalmente, una reacción. La segunda, ya antes sugerida: que a esa tarea habían de apuntarse no pocos escritores en los que la mimetiza:ción de modelos foráneos, adoptados a menudo acrítica y precipit adamente, dio lugar a planteamientos inconscientes y precarios, en los que Nora Catelli diagnosticaba «efectos paradojales: neocasticismo que no reconoce sus fuentes; neocostumbrismo urbano que, como prescinde .de solteras, beatas y campesinos no admite que sigue utilizando los mismos ritmos, los mismos esquemas de representación, las mismas coordenadas espaciales que los ruralistas; neomelodramas en los que hombres desesperados se redimen y mujeres desconcertadas se encuentran a sí mismas». Como fuere, la cuestión es que en todos los casos el «corte sin precedentes con la tradición» ha terminado por resolverse de un modo menos traumático de lo que parecía a comienzos de los noventa . Muchos, como ilustra El jinete polaco,acabaron por reconocer en esa tradición negada su propia voz, regr esando a ella como hijos pródigos. En tanto que otros, como ocurre con el protagonista de Corazón tan blanco,fueron alcanzados casi fatalmente por sus ecos, agazapados en los pliegues mismos de la lengua en la que, en definitiva, se expresaban.

10. Todas estas puntualizaciones de Marías sobre los escenarios de sus novelas no son superficiales ni gratuitas. En el texto en que se encuadran, responden por extenso a las reacciones de la crítica hacia los primeros libros de Marías, quien glosa del siguiente modo los argumentos con que fue recibida su primera novela, Los dominiosdel lobo(1971): «Este nuevo novelista maneja un mundo de referencias que en última instancia le es y nos es ajeno; se nutre de experiencias tenidas en la butaca de un cine o leyendo en un sillón; posiblemente aún sea demasiado joven para disponer de un material verdaderamente suyo, personal, surgido de sus vivencias y su observación de la realidad; esperemos que llegue el día en que sea capaz de hablarnos de nuestros problemas, de nuestra sociedad, de nuestra historia o nuestro presente; en suma, de Espaii.a». El caso es que, desplazados casi dos décadas más adelante, estos argumentos podrían valer para buena parte de la narrativa española de los años ochenta, y podrían estar suscritos por buena parte tanto de los actuales críticos españoles como de los propios escritores y hasta de un público lector fatigado ya, a estas alturas, de tanto y tanto excursionismo. Recuérdense de nuevo, ahora, las palabras de Muñoz Molina acerca de Beltenebrosy de su sensación, tras haberlas concluido, de haber transitado por «regiones muy enrarecidas>>de su imaginación literaria. Re cuérdese esa impresión suya de que «en el manejo del thrillerliterario y cinematográfico .. . había más peligro de amaneramiento del que yo imaginaba>>.Recuérdese, en fin, su rotunda determinación : «Había que largarse de allí, a ser posible tan rápido como un personaje de thriller». Y asóciense estas palabras con esas otras, ya citadas también, que se dice Manuel, el protagonista de El jin ete polaco,acerca de que «si hay algo que no quiere ser es extranjero», ya que, «por más que quiera uno tiene un solo idioma y una sola patria , aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad y un único paisaje». Por la fecha en que fue publicado El jinete polaco,el sentimiento que expresan estas palabras era generalizado. Y venía a poten ciar dos sospechas. La primera : que la «normalización y puesta al día de la vida literaria española» se produjo al precio de un desarr aigo que había de compor-

1 l. El narrador y protagonista de Corazón tan blancoes <>,pero que por deformación profesional no puede resistirse a prestar oído a cuantas palabras escucha. Son esas «traducibles palabras sin dueño, que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo», las que le imponen el conocimiento de su pasado. Muy distinto es el caso de Manuel, el protagonista de El jinete polaco, quien, como se ha visto, después de sumergirse apasionadamente en su pasado, siente que «por primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha», y concluye: «Ahora es mi voz la que escucho». Intérpretes los dos de profesión, movidos por su oficio a pasar largas temporadas fuer a de su país - fuera de España - , los protagonistas de estas dos novelas convergen en un mismo conocimiento: el carácter insoslayable de la herencia . Es importante , sin embargo, calibrar de qué modo tan distinto acceden a la misma, y con qué actitud lo hacen, para sacar las debidas conclusiones acerca del alcance real de esa «normaliza-

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ción y puesta al día» que Javier Marías invocaba como tarea y logro de su promoción. Y es que a menudo tienta sospechar que, por parte de no pocos narradores de los ochenta, todo se resolvió en una operación de escaparate, en una tournée cosmopolita de la que se trajeron postales y souvenírsy algunos prospectos, pero al regreso de la cual todo volvió a su cauce, es decir, se siguió trabajando conforme a los parámetros más al uso en la narrativa española, el realismo más o menos costumbrista y el preciosismo más o menos lírico, sin prestar apenas atención a los flecos más críticos o marginales de la tradición hegemónica. Antes que para cuestionar o complicar los v;uores de la tradición propia, el mestizaje de los ochenta sirvió en no pocos casos para homologarla y legitimarla, haciendo desaparecer los complejos y los prejuicios que pudiera suscitar, afianzándola en sus virtudes y en sus limitaciones. O bien prestándole nuevos atavíos. Muy pocos de los nuevos y no tan nuevos narradores se acercaron a fa tradición desde una perspectiva ampliada, que les permitía reordenar sus valores dentro de un sistema global de referencias en los que cobraran otra dimensión. En los mejores casos -como el de Marías- lo que ocurrió fue, simplemente, que la propia dinámica de su trabajo hizo emerger un conjunto de ecos, un mundo de referencias cuyo lastre se aligeraba en proporción a la profundidad alcanzada en unos planteamientos literarios abstraídos de todo localismo . 12. Pero acaso la cuestión está mal planteada desde el principio. Hechas las consideraciones anteriores, cabe preguntarse si el problema no reside en que se han empleado términos prestigiosos para designar categorías subsidiarias. Si cabe plantear la cuestión de la tradi ción sin depurarla arduamente de cuanto en ella se confunde con la simple convención. Y del mismo modo, si es posible plantear la cuestión dd mestizaje sin depurarla antes de cuanto, en el fondo, hay en ello de simple colonización cultural. En el mismo sentido, la invocación de cosmopolitismo que durante tanto tiempo ha servido de amuleto contra las asechanzas del casticismo, ¿no ha derivado en buen a medida en vulgar internacionalismo? Esa 312

LOS RASTROS DE UN MESTIZAJE

«nueva biblioteca» por cuya constitución, al decir de Nora Catelli, se propició, en años pasados, un mestizaje «fibresco, anacrónico, a veces inquiet ante », ¿no es, cada vez más, la versión local de un canon multinacional, establecido conforme a los criterios de lo políticamente y culturalmente correcto? Habría que indagar en la biblioteca de los más jóvenes narradores españoles para dar una respuesta concienzuda a estas preguntas. Pero hay indicios para sospechar que es así. Cuadernos Hispanoamericanos,n. º 579, septiembre de 1998

EL DERECHO

El derecho narrativo

Juan García Hortelano lo recordaba, durante una issmpagable entrevista que hiciera a Juan Benet . Estaban los dos, con José María Guelbenzu, en el Oliver (un bar de Madrid) , cuando fueron abroncados por un pelma que terminó apostrofandoles a gritos: «¿Cómo se atreven ustedes a escribir novelas si no se han planteado el estatuto de la narratividad?». La pregunta quedó como un latiguill o humorístico entre los amigos, incapaces de tomársela en serio. Y aquel tipo se qued aría co n la palabra en la boca, atónito o indignado frente a semejante irresponsabilidad. Uno puede imaginárselo como eso mismo: el típico «sabio pelma» (así lo caract eriz a Hortelano) agraciado con el don de la inoportunidad. Pero si él se quedó con la palabra en la boc a no ocurre lo mismo co n tantos otros, seguramente menos sabios, que de entonces a esta parte, con el pensamiento puesto en cosa muy distinta pero con idéntico furor, no han dejado de invocar lo que hace ya mucho R afael Sánchez Ferlosio designó como <,derecho narrativo ». Llamab a así Ferlosio «a todo un cuerpo de convenciones -tácitas, pero especificables- que a lo largo del tiempo se ha venido fijando sobre la narración, hasta alcanzar casi el rigor de obligatorias cláusulas contractuales en el co ntrato de compraventa entre el autor y los lector es». Dichas cláusulas , «incoadas de modo perceptible a partir de los libro s de caballería y, en general, desarrolladas sobre todo en la novela popul ar>>, habrían sido, al decir de Ferlosio, «la mayor catástrofe qu e podía sufrir la narr ación », por cuanto inscriben su legalidad en los hecho s sobr e los que ésta discurre, sometiéndolos a su «recrecido e infinit amente repetitivo 1mpeno ». Importa observar, según hac e Ferlosio, qu e la más estricta observancia de dich as cláusulas «se da precis amen te en la novela más barat a, es314

N ARRA T IVO

crita po r autores de tan facil pluma como escaso escrúpulo y dest inada a los lec tores men os cultos . Podrí a pen sarse que el públi co qu e co mpr a esas nove las las acepta por falta de exigencias; paradójic amente , sin embarg o, es, en cierto sentido, el más exigente de los públicos, el qu e se siente má s vivame nt e defraud ado en sus d erechos de lector ante la infracción de cualquier cláusula contractual qu e forme parte del derecho narrativo». La consecuencia es bie n sabida: los auto res de fácil pluma se con vierten ellos mism os, por exigenci a d e su púb lico, en apasionados valedores de ese << derecho narra tivo». Y en un tie mp o en que la industr ia la industrialización de la cultura », como matiza Ferlosio) ha cultural (<
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EL DERE C H O NARRATIV O

la observación de Ferlosio : no tanto la intuición de que el público conquistado no constituye la instancia definitiva, por lo que toca a la gloria literaria (esa cosa cada vez más difusa que se llama posteridad), como la bi.en fundada sospecha de que ese público es el más tiránico por lo que toca al cumplimiento del pacto por el que se ha dejado conquistar, hasta . el punto de no perdonar ninguna veleidad . No alude a otra cosa Mailer cuando , a propósito de Tom Wolfe, habla de su «doble motivación• >: la propiamente literaria y la crasam ente comercial, mostrando su escepticismo respecto a la posibilidad de compatibilizarlas. Por supuesto que puede ocurrir que una buena novela se convierta en un éxito de ventas; pero más difícil es que una novela llegue a ser buena cuando se escribe eón el pensamiento puesto en el éxito comercial. El caso es que, compartiendo esta doble motivación, por ahí andan tantos novelistas de fortuna reivindicando con la boca llena el arte de contar historias, de inventar argumentos, de urdir intrigas, de crear personajes, sin pensar ni por asomo en <<elestatuto de la narratividad ,>, qué tontería, pero , eso sí, invocando a voz en grito el «derecho narrativo, >,y mentando con ello el batiburrillo de tópicos y causalidades que por tal

Savolta, de Eduardo Mendoza , y Belver Yin, de Jesús Ferrero- y dos ensayos no menos emblemáticos -La i,ifanciarecuperada, de Fernando Savater, y El cuento de nunca acabar,de Carmen Martín Gaite- pueden servir al lector actual para calibrar el alcance que en aquel momento tuvo dicha invocación, que miraba a implantar una fibra de la que siempre había adolecido la tradición novelística española . Se trataba de una operación de sentido muy distinto pero de naturaleza afín, en definitiva, a la emprendida por Wolfe a finales de los ochenta, cuando recusó lo que Barbara Probst llama «la novela pseudoliteraria norteamericana >>.Donde uno apelaba a los poderes del periodismo, los otros lo hacían a los de la narración. Si bien esta última quedó enseguida encorsetada por el cuerpo de convenciones sobre el que se funda el «derecho narrativo», reivindicado como garantía de un nuevo pacto que tuvo por efecto atraer al gran público y normalizar el mercado literario, dotándolo de legitimidad. Entr etanto, también el periodismo, en cuanto discurso hegemónico mediante el cual el ciudadano actual adquiere el relato del mundo que lo rodea, reclama su propio derecho narrativo , y acude a la novela para ejer cerlo . La convención narrativa se alía de este modo con la convención de la realidad. El resultado es de todos conocido: un panorama literario dominado por reporteros de cualquier cosa: del alma, de la historia, de la sociedad, de la juventud, de la feminidad, de la moral, de la intimidad, de la aventura. Eso sí: novelistas todos suspicaces que, sin dejar de competir por los primeros puestos de bs listas de ventas, no cesan de promover los derechos narrativos, es decir, el derecho de dar al público lo que quiere oír . O lo que es lo mismo: la obligación de repetir siempr e, y una vez más, la misma historia .

. cosa entienden. Baste pensar en el ruido que hace escasos meses, provocó Eduardo Mendoza al declarar en passant que la novela había muerto . Lo mismo da que se refiriera en exclusiva a lo que él mismo llamaba la «novela de sofa», vale decir aquella que se supedita al cuerpo de convenciones establecidas, tanto peor si lo hace de una forma inocente. Para la mayoría de quienes reaccionaron airados ante aquel pronóstico, las palabras de Mendoza entrañaban un intolerable allanamiento de su «derecho narrativo» . Un derecho que las novelas del propio Mendoza han venido amparando en los últimos veinticinco años, y que ahora, de pronto, su autor parece dispuesto a ignorar. Por aquí despunta, sin embargo, uno de los hilos que mejor contribuyen a destrenzar el desarrollo de la novela española durante estos veinticinco últimos años: el hecho de que su renovación fuera emprendida, aun sin pretenderlo muy claramente, bajo la invocación de la dichosa narratividad. Dos novelas emblem áticas -La verdad sobreel caso 316

El País, 23 de enero de 1999

EL TINGLADO

El tinglado de los prenúos l. Por veces que se hayan señalado, cuesta hacerse cargo de las características tan particulares que en España reúne el tinglado de los premios literar:ios. La situación podría ser tachada displicentemente de «pintoresca» si no tuviera consecuencias perversas no sólo sobre el «mapa» general de la literatura en lengua española, sino también, y más gravemente, sobre sus mecanismos de renovación y de saneamiento. Se trata de una cuestión ardua, merecedora de un tratamiento pormenorizado que más temprano que tarde convendría emprender. Para lo que aquí importa, el dato principal lo constituye el hecho de que, a diferencia de lo qu e ocurre en la mayoría de los países civilizados, en España son las propias editoriales las que, de año en año, conceden los más celebrados premios literarios a textos hasta ese momento inéditos, en cuya promoción las editoriales mismas tienen un evidente interés. Por decirlo pronto y claro: los más sonados premios que se conceden en Espa11aa las novedades literarias del año son premios comerciales. O sea: premios sobre los que de entrada (pero también, por desgracia, de salida) recae la sospecha de quedar expuestos a manipulaciones destinadas a arrancarles una rentabilidad comercial. Asumido esto, ya nadie se escandaliza por que se añada bien alto lo siguiente : la mayor parte -y la más significativa- de los premios literarios que en España conceden las editoriales están amañados, concer tados de antemano ya sea con el autor mismo, ya con su agente. Por supuesto que siempre se deja un margen a la revelación y a la sorpresa. O a la pura improvisación. Pero no hay que engañarse: ese margen es cada vez más estrecho . Por lo demás, ya está bien lo de rasgarse las vestiduras con todo esto. Puesto qu e de premios comerciales se trata, cuanto se señala como manipulación o corruptela (¡tongo!, ¡tongo!) 318

DE LOS PREMIOS

entra en la lógica del comercio, y por allí no hay mucho más que afiadir. En todo este asunto, los editores son, en definitiva, los únicos que actúan como cabe esperar de ellos, empresarios al fin y al cabo. Mucho menos se entiende, puestos a reparar en responsables -y dejando para otro análisis la fraudulenta participación de los escritores mismos - , que tantas personalidades distinguidas colaboren en el apaño, prestándose graciosamente a participar en jurados que actúan como señuelos de incautos y como falsos marchamos de credibilidad. Y lo que no se entiende en absoluto (salvo en los casos de complicidad notoria) es que, siendo el apaño tan evidente , los espacios y las seccion es culturales de los más var.iados medios d e comunicación concedan a los dichosos premios tanta atención. Ya en alguna ocasrón se ha dicho: mientras los medios de comunicación respondan indiscriminadamente al señuelo de las sucesivas convocatorias, los premios seguirán siendo para las editoriales plataformas de promoción razonablemente rentables . Poco o nada cuenta aquí el rechazo de la crítica -si se produce-- ni la reiterada decepción de los lectores. Al fin y al cabo, en un panorama literario tan concurrido, la concesión de un premio es la única vía que la mayoría de editores tiene de desencadenar los mecanismos de publicidad indirecta -titulares, crónicas, entrevistas - con que los medios de comunicación reaccionan automáticamente a su celebración, y de obt ener en consecuencia, por parte de los libreros, un tratamiento preferente en los escaparates y las mesas de novedades. Son, pues, primero los jurados, actuando como reclamos, y los medios de comunicación luego, actuando como pantalla de difusión, los que con su colaboración incentivan y perpetúan en España el a todas luces manipulado tinglado de los premios comerciales y el impacto gravemente desorientador y distorsionador que tienen en la actualidad tanto sobre el conjunto de la literatura en lengua española como sobre los hábitos y criterios de sus lectores, tratados cada vez más como simples consumidores.

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2. Poner tanto énfasis en los premios comerciales pudier a parecer un tanto injusto cuando todo el país padece , desde hace ya mucho, una hipertrofia de todo tipo de certámenes literarios concedidos por toda suerte de instituciones : ayuntamientos, diputaciones, consejerías, fundaciones, cadenas hoteleras, compañías ferroviarias , entidades bancarias .. . Pero el hecho es que casi ninguno de estos galardones obtiene una notoriedad muy considerable, por mucho que sus dotaciones sean a menudo muy sustanciosas y el criterio de los jurados quede menos expuesto a la manipulación. Su escasa notoriedad obedece precisamente (¡y dale!) al escaso reflejo que obtienen en los medios de comunicación, que por otro lado -dicho sea en su descargo- no darían abasto como se propusieran dar cuenta de todos. Faltos la mayor parte de ellos de un adecuado soporte editorial, las obras distinguidas por estos premios institucionales parecen resignadas a una existencia casi clandestina, a menos que -como viene ocurriendo cada vez más- la institución en cuestión haya tenido la iniciativa de aliarse con una editorial de cierto prestigio. En cualquier caso, los escritores mismos son los primeros en no concurrir, por poco que se precien, y si pueden evitarlo, a este tipo de certámenes, que, por muy elevada que sea su dotación, procuran una proyección escasa y vale decir como de segunda. Lo cual no deja de estarles bien empleado a los premios en cuestión, pues casi todos han sido concebidos en lerdo mimetismo con respecto a los premios comerciale s, y contribuyen sordamente, con su existencia fantasmal, a la prolongación de la situación creada. Una situación, todo sea dicho, que no se creó de la nada . O que más bien sí: se creó precisamente de la nada, o de esa imitación de la nada que era lo que se suele llamar el «páramo» de la cultura española de la inmediata posguerra. Fue entonces cuando se fundó, en 1944, el Premio Nada!, la madre del cordero, como quien dice, que ganó aquel año, como es bien sabido, la novela titulada -vaya por dóndeNada, de Carmen Laforet. El importante papel que le cupo desempeñar a este premio en la renovación de la novela española de la posguerra se ha destacado y enco320

EL TINGLADO

DE LOS PREMIOS

miado demasiadas veces como para tener que subrayarlo aquí. Lo que importa ahora es atribuir a su iniciativa el bien ganado crédito y la notable eficaci;i que, a partir de él, obtuvieron en España los por entonces llan1ados «premios literarios independientes », concebidos inicialmente como plataformas de lanzamiento de un tipo de literatura que, por motivos de todo tipo , escapaba a las per spectivas de la cultura oficial. El filón que por ahí se abría a los editores fue muy tempranamente percibido por un editor avisado co mo José Manuel Lara , que en la estela del Nadal creó, en 1952, el Premio Planeta, ya desde entonces empecinado en ser el m ejor dotado económicamente. Pero fue la portentosa singladura del Pr emio Biblioteca Breve, creado en 1958 por la editorial Seix Barral, lo que definitivamente consagró en España el papel de los premios literarios impulsados por editoriales como motores de la siempre invocada renovación de los paradigmas establecidos, tan necesaria p~ra una literatura -como la española, pero también la latinoamericanaen permanente estado de fundación. Todavía en 1983, tiempos en los que en España se sostenía, muerto Franco, una razonable expectativa de renovación, a una editorial como Anagrama le cabía conjurarla mediante la creación de un premio de narrativa como el Herralde. Pero ya en esa misma década, y a consecuencia, sobre todo, de la consolidación a lo largo de ella de un mercado editorial en el que los autores espai'íoles iban adquiriendo un protagonismo creciente, la cosa empezó a degradarse . Poco a poco, y de una forma cada vez más descarada, los otrora «premios literarios independientes, >fueron convirtiéndose en simples instrumentos de captación y promoción de autores dentro de un mercado fuertemente competitivo , en el que la vieja legalidad que presidía las relaciones entre autores y editores iba quedando progresivamente quebrada, entre otras razones, por la intervención cada vez más decisiva de los agentes literarios. 3. Queda todavía por considerar un tipo de premios, mucho menos numerosos, que se desmarcan del panorama trazado hasta aquí, por cuanto se conceden, sin interés comercial ni publicitario de por medio, a libros ya publicados . Los más caracterizados entre ellos son hasta el 321

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EL T INGLADO DE LOS PREMIOS

momento dos que, a diferencia de otros premios institucionales, sí tienen un cierto impa cto sobre el tablero y el escalafón de la literatura española. Se trata del Premio de la Crítica -sin dotación ninguna y concedido por la Asociación de Críticos Españoles- y del Premio Na cional -que otorg a la Dirección General del Libro, dependiente del Ministerio de Cultura . Los dos son premios concedidos, en sus distintas modalidades, al «mejor » libro publicado en España durante el afio en cuestión. Se atienen, por lo tanto - salvadas las enormes distancias-, a las características comune s a los más corrientes y renombrados premios europeos, como pueden serlo el Booker Prize en Inglaterra o el Prix Goncourt en Francia . No hay lugar aquí, como se deja ver, para las suspicacias que, con más o menos fundamento, cabe abr igar con respecto a los premios come rciales. Lo cual no priva a dichos premios de otro género de suspicacias, dirigidas en este caso al descriterio o a las carambo las de toda suerte a que tan proclives son las actuaciones de unos ju rados constituidos de forma bastante inopinada, conforme a presupuestos y reglamentos de los que bien puede decirse que son, cuando menos, mejorables. Como los premios comerciales, el Premio de la Crítica y el Nacional han sido objeto, a lo largo de su ya larga trayectoria, de todo tipo de descalificaciones y denigraciones , comenza ndo por las que elevan , con su silenciosa incomparecencia, libros importantes y aun cruciales que no los han obtenido. Pero lo que importa aquí es constatar cómo, a medida que los premios comerciales han ido rebajando sus cuotas de probidad y de exigencia, ni el Premio de la Crítica ni el Nacion al, cuyos mecanismos de funcionamiento son inversos -pues deliberan sobre textos ya publicados y previamente evaluados-, han acertado a cons tituirse en baremos alternativos, capaces de servir de contraste ni tampoco de co ntrapeso a la actuación de aquéllos. Ocurre más bien lo contra rio: la inanidad de un a crítica desmantela da, disminuida e inepta, se refleja en la menguante incidencia del Premio de la Crítica y en su escasísima fun ción orientadora. Por otro lado, la razonable inhibición por parte de las instituciones públicas , a asumir ninguna repr esentatividad cultur al -y a no se diga ningún lid erazgo

cultural-, ha fomentado el ecum enismo cada vez más rocambolesco y turulato del Premio Nacional, que ya nadie sabe desde dónde ni en nombre de q ué sanciona nada. Pero si la crític a no cuent a y la cultur a <
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Lo más portentoso, con todo, es la comunidad básica de criterios en la que parecen diluirse las características particulares de unos premios y otros. Aunque todavía es pronto para juzgarlo, de sus trayectorias comparadas no parece que se desprendan por el momento, ni vayan a desprenderse en el futuro, significativos rasgos diferenciales. Así, por ejemplo, la novela ganadora del último Premio de la Crítica - El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas- era finalista tanto del Premio Salambó como del Premio Lará de los editores, y ya había obtenido antes el Premio Herralde. Lo cual invita a preguntarse acerca de la sospechosa redundancia de un tinglado, el de los premios literarios, cuya utilidad como herramientas de orientación y discernimiento parece inversamente proporcional a su cantidad y a su diversidad . 4. Todo esto para ilustrar de qué modo el empuje decisivo que en su origen tuvieron en España los premios literarios concedidos por las editoriales proporcionó a éstas un ascendente peculiarísimo sobre los mecanismos y criterios de consagración de libros y autores, y ello a tal extremo que, entretanto, lo que en su momento constituyó, como ya se ha dicho, un instrumento de renovación de una cultura desmantelada y desecada, ha devenido todo lo contrario: en instrumento de obstrucción y desecación de todo cauce real de renovación. En un mercado abarrotado de novedades, los premios literarios inducen tendenciosamente los más generales criterios de percepción y de selección en función de los cuales, y a falta de mejores cedazos discriminadores y sancionadores, se construye cada vez más exclusivamente, con el concurso de los medios de comunicación, un mapa literario del que quedan progresivamente apartadas las propuestas literarias más rigurosas, más inconformes, más radical es, o aquellas que simplemente discurren desentendidas del gusto domesticado de un público que carece de mejores medidores de la calidad y de la novedad de aquello que se le ofrece para leer. El éxito de la fórmula ha terminado por pervertir el conjunto entero del sistema. En la actualidad, los lanzamientos editoriales mimetizan, en líneas generales, el particular mecanismo de los premios literarios. La ma324

EL TINGLADO

DE LOS PREMIOS

nía de acompañar el lanzamiento de cualquier libro, por insignificante que sea, de una «sonada>>presentación, una práctica que en España ha adquirido proporciones monstruosas, deriva en buena medida de la pretensión por parte de los editores de que cada lanzamiento constituye por sí mismo un acontecimiento digno de ser reflejado obedientemente por los medíos de comunicación. La personalidad o personalidades de mayor o menor postín que amparan la presentación del libro y hacen su público encomio suelen cumplir, bien que a otra escala, la función que en los premios desempeñan los jurados asimismo de postín: la de imponer un prejui cio favorable al libro. Previamente, los anticipos a menudo delirantes que la enorme competencia y el buen hacer de los agentes han obligado a pagar, refuerzan esa necesidad generalizada de convertir en noticiable , siempre con el concurso de lo s medios de comunicación, un acto en realidad muy rutinario (pues, como es sabido, las novedades editorial es se cuentan por centenares al mes) ; y de hacerlo sustrayéndose en la medida de lo posible -ahí está el quid de la cuestiónde la mediación siempre sospechosa de la crítica, que se trata por todos los medios de obviar. Sólo si la crítica misma corrobora la expectativa creada, se la incorpora al aparato publicitario, que muy legítimamente aspira, sobre todo, a la sanción del público, de las listas de ventas en las que se trata de influir mediante el impacto de lo que - valga insistir en ello- se ofrece a título de acontecimiento. Y aquí es donde los premios comerciales han dejado su huella indeleble: son los propios editores, con la complicidad de los medios de comunicación, los que imponen la marca de acontecimiento a un hecho - la publicación de un libro dado- que en puridad sólo merecería ser co nsiderado como tal - es decir, como acontecimiento, o como noticia más o menos reseñable-- en los casos proporcionalmente escasos en que se acumulara sobre la obra, la personalidad o la trayectoria del autor una amplia expectativa pública, o bien en aq uellos otros, más escasos tod avía, en los que el más o menos inesperado éxito de crítica o de público señalara al libro en cuestión como algo digno de ser desta cado. 325

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No suele ocurrir de este modo, sin embargo, y la literatura en lengua espaüola padece así, de modo cada vez más acusado, la distorsión cada vez menos corregible de un sistema alegremente sometido a la confusión e indiferencia de valores que, con un criterio oportunista y la sola medida de los ejemplares vendidos, mete en un mismo saco autores, libros y «productos» (llámeselos así, a falta de mejor nombre) de la más diversa entidad. El País, 10 de mayo de 2003

Índice de autores y libros comentados

Amo, Álvaro del, Contagio, 68-69 Atxaga, Bernardo El hijo del acordeonista,283-286 Azúa , Félix Cambio de bandera,77-8 1 Barba, Andrés La hermana de Katia, 257-259 Bello, Xuan Historia universal de Panicóros,262-264 Benet , Juan, 297-301 Bonilla, Juan Cansados de estar muertos, 223-224 Buenaventura, Ramón El ai'ioque viene en Tánger, 211-213 Casavella, Francisco El día del Watusi, 265-2 68 Castillón, Juan Carlos La muerte del héroe y otros sueíiosfascistas, 254-256 Cate lli, Nora, 304-306, 308, 312-313 C ela, Camilo José , 261 Memorias, entendimientos y voluntades, 121-12 3 El huevo deljuicio, 123- 124 La rosa, 121-122 Chi rbes, Rafael, 289-290

Las disparos del cazador, 149-151 La largamarcha, 185-1 87 Espinosa, Migu el La fea burguesfa,65-67

Ferrero, Jesús El secretode los dioses, 118-120 Gala, Antonio El manuscrito carmesl,57-59 Gándara, Alejandro Cristales, 198-200 García Sánchez , Javier La historia más triste, 82-85 Gil de Biedma, Jaime, 159 Gimferr er, Pere El agenteprovocador,220-222 González Sainz, J.A. Un mundo exasperado,170-1 72 Gop egui, Belén La conquista del aire, 225-228, 241 Goytiso lo, Juan, 73 Las semanas de/jardín, 208-210 De la Ceca a la Meca, 208 Goytisolo, Luis Estatua con palomas, 86-89 Diario de 360º, 251-253 Grasa, Ismael La Tercera GuerraMund ial, 260-261

327

ÍNÚICE DE AUTORES Y LIBROS COMENTADOS

Hidalgo Bayal, Gonzalo Camino dejotán, 158-160 lbá1i.ez,Andrés El mundo en la era de Vtzrick,248-250 To meo , Javier La aJ!.onía de Prompi11a, 138~140 Laforet, Carmen Nada, 153 Landero, Luis El mágicoaprendiz, 229-231 Larra, Mariano José de, 235-236 Lope, Manuel de Bella en las tinieblas, 195-197 Loriga, Ray, 179-181 La peor de todo, 102-104 Héroes, 135-13 7 Toho ya no nos quiere, 232-234 Machado, José A dosmedas, 179-181 Maestre, Pedro Matando dinosaurioscon tirachinas, 177178 Magrinya , Luis He/inday el monstruo, 164-166 Maincr, José-Carlo s De posguerra, 15 5- 157 Man , Paul de, 294-296 Maña s, José Ángel Historias del Kro11en,144-145 Marías, Javier, 302-313 Coraz6n tan blanco,90-93 lvla,iana en la batallapiensa en mí, 1461+8

Nef!.rae.,paldadel tiempo, 214-217 Marsé,Juan El amante bilingiie,62-64 El embrujode Slwnf!.hai,125-128 . Martín Gaite, Carmen Nubosidad variable,94-97

Martín Garzo, Gustavo El lenguajede lasfuentes, 129-131 Martínez de Pisón, Ignacio El.fin de los buenos riempos, 141-143 Manínez , Guillem, 279 Grandes Hirs, 238-239 Mateo Díez , Luis La ruina del ciclo,244-24 7 Mendoza , Eduardo, 316 Una comedial(eera,188-191 Millás, Juan José "fonto,muerto,basrardoe invisible,173-176 Mir"í.ana,Juan Última sopa de rabo de la tertulia Espaiia, 105-107 Muñoz Malina, Antonio, 289-290, 302311 El jinete polaco, 73-76 Navarro, Justo La casa delpadre, 152-154 Páginasamarillas, 201-204 Pérez-Reverte, Arturo , 315 Limpiez a de sangre,205-207 Pamba , Álvaro Donde /ns mujeres, 182-184 Puntí, Jordi Animales tristes,273-275 Ríos, Julián La vida sexual de las palabras,70-72 Romeo, Félix Dib1yosanimados, 179-180 Rosa, Isaac El vano ayer, 279-282 Sánchez Ferlosio , Rafael, 164-166, 314316 Vendrán más ariosmalos y nos harán más ciegos, 132-134 Sánch ez-Dragó, Fernando El camino del corazón, 59-61

328

ÍNDICE DE AUTORES

Sánchez-Ostiz, Miguel Las pirañas, 111-114 Un infierno en e/jardín, 167-169 Sierra , Germán La felicidad no da el dinero, 241-243 Silva, Lorenzo Carta blanca, 276-278 Soler, Anton.io Las bailarinasmuertas, 192-194 El Camino de los Ingleses,269-272 Tizón, Eloy La velocidadde losjardines, 108-110

Y LIBROS COMENTADOS

Trapiello, Andrés El buquefantasma, 98-101

Umbral, Francisco Las señoritasde Avignon, 161-163

Vázquez Montalbán , Manuel La literaturaen la constntcciónde la ciudad democrática, 218-219

Vila-Matas, Enrique Hijos sin hijos, 115-117

Zúñiga, Juan Eduardo Floresde plomo, 235-237

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