Un Faccioso Cien Por Cien [1939]

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DEDICATORIA A los míseros; a los olvidados; a los que nada son, nadie conoce y nadie quiere, a los oscuros y a los tristes, a vosotros, a los que jamás os ha dedicado nadie ni un pensamiento, os dedica su trabajo EL AUTOR.

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R E C U E R D O

¡Papá, Enrique! no os he querido dedicar este libro; he visto demasiadas dedicatorias a grandes personalidades a través de mi vida, para yo mezclaros con ellas en una más, idéntica o peor que muchas otras. La sangre, mi sangre, que derramasteis la pongo por encima de todo, y por ello aqui tenéis lugar aparte y superior. Tú, Papá, ¡todo lo tenías! Tú, Enrique, ¡todo lo esperabas! Ambos caísteis en defensa de una Causa justa, heroicamente, gloriosamente, abnegadamente; la Historia os acogerá en su seno. Yo os ofrezco una sola cosa. ¡No olvidaros nunca! ¡Quereros tanto como si estuvierais vivos! y que en el curso de mi existencia, mientras transcurra el corto tiempo preciso para que allá, en lo desconocido y esperado, nos reunamos de nuevo todos los que aqui nos amamos, yo, como hoy, en todos mis actos os dedicaré mi cariño y mi recuerdo.

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PRIMERA JORNADA ---oOo--LAS CONSPIRACIONES

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I Antes de que estallase este deseado Alzamiento que después, y acertadamente, se ha llamado el Movimiento Nacional por cuanto representa de resurgimiento de la Patria Española, de reverdecimiento de glorias pasadas y de afanes, en un tiempo olvidadas, de grandeza y poderío; lo preparábamos y organizábamos un puñado relativamente reducido de videntes que, cada uno desde nuestra altura intelectual y social, presentíamos que la República, el Parlamentarismo y la democracia nos llevaban adormecidos hacia el caos soviético, para caer en la barbarie a manos de una horda sanguinaria y cruel que de España, de nosotros y de nuestra Historia y tradiciones, no iba a dejar ni tan siquiera la memoria; y que por vaticinar este final, por luchar contra él, por predicar su antídoto mediante un movimiento cívico-militar de estructura fascista y por prepararlo y luchar a favor de su ejecución para que acabase con sangre de todos, lo que si no se hacía nos llevaría a derramar la nuestra sin el humano placer de ver correr también la de nuestros adversarios; recibimos de todos el calificativo de exaltados y de locos; porque a la mayoría de los españoles de entonces, y quizá a bastantes de los que ahora mienten lo contrario de lo que sienten, les parecía más cómodo resolver el problema mediante soluciones legalistas que no requirieran peligros para sus personas, o preferían perder o que perdiesen otros parte de sus dignidades y bienes con tal de ellos permanecer tranquilos y medrar al lado de tales o cuáles personajillos más o menos disolventes de ideología; pero los que si bien les exigían perder su dignidad, no solicitaban de ellos sacrificios personales ni tampoco excesivos sacrificios económicos. ¿Y la Patria? me diréis. ¡La Patria! Esos a que me refiero desconocen la palabra y su sentido, o la emplean tan sólo como latiguillo mitinesco a aplicar cuando a su estómago conviene. Pues bien, las circunstancias vinieron a darnos la razón a aquel rebelde puñado de Quijotes, y hoy cosecha España el resultado de nuestro esfuerzo, de nuestro espíritu de sacrificio y de nuestra lucha obscura de entonces; mientras nosotros los pocos que quedamos, ¡cuántos han caído! contemplamos la recolección de nuestra siembra; el amanecer luminoso de un país que nos anuncia que llegará, no está lejano el día, una España Imperial, grande, noble, y sobre todo justa; como la queríamos, como por verla luchamos y como, la sangre no corre nunca en vano, evidentemente será. El panorama era desolador en su comienzo para los buenos patriotas; hacía falta fe, muchísima fe y entusiasmo para emprender la lucha, y sobre todo un amor a España decidido y generoso, sin apetencias de mando ni egoísmos personalistas; que 9

problemáticamente entrevisto el triunfo, sin embargo nos decidiera a exponer lo mucho o lo poco que tuviéramos por el engrandecimiento de la Nación, el bien de nuestros hijos y la tranquilidad de nuestras conciencias supersensibles. En el Poder la demagogia, con todos los resortes poderosos que el mando da; como consecuencia de su predominio, la mayoría de los hombres burgueses o acomodados procurando situarse bajo la protección o cuando menos lejos de la persecución del Poder Público; las aristocracias de la sangre, del dinero y de la inteligencia, en su mayoría, demasiado podridas o dormidas, cuando menos, para ser útiles a una causa que, entonces, sólo producía sacrificios. El Ejército de entonces, pobre de medios agresivos, triturado -la palabra es simbólica de una época-, vacíos sus cuadros de soldados, receloso en un ambiente que le era hostil; respecto a sus mandos, magníficos de espíritu, en su casi totalidad, hasta el grado de Comandante; mediano en su mayoría, en los grados de Teniente Coronel y Coronel, y podridos casi todos sus Generales, los cuales se encontraban dominados por apetencias honoríficas y necesidades fisiológicas: lo afirmo esto en redondo; decidme si no, aparte los no rebelados entonces y los retirados, ¿qué Generales de aquella época lucieron a la hora de la verdad? ¡Un puñado! Sanjurjo, nuestro Generalísimo, Goded, Mola, Varela, Queipo de Llano, Orgaz, Fanjul y algún otro que no recuerdo en este instante, unos vivos y otros muertos, fueron los que desde el principio figuraron a nuestra cabeza; los otros que hoy son sostén y asidero de la Patria, o estaban retirados como Jordana, Dávila y Vigón, o eran de categoría militar inferior al Generalato, como Aranda, Yagüe, Moscardó, Eli Tella, García Escámez, García Valiño, Solchaga y tantos otros, que al calor de un Movimiento que necesitaba de su cerebro y su valor, los ha elevado a puestos en que eran necesarios y que estaban ocupados por mentecatos y fariseos. Este era el Ejército de aquellos días; unas graduaciones bravas deseando saltar a salvar a España, y un núcleo de Generales reducido y perseguido luchando con ellos contra una masa de Generales cobardes o vendidos. Directores del Estado, lo que llamamos políticos en España: contra nosotros en el Poder, aquellos que a la masa triste sabían engañar con promesas agradables a sus oídos ansiosos de justicia social; ayunos de patriotismo, de virilidad, de espíritu; pero conscientes de su conveniencia particular, arteros en sus medios de actuar, encastillados en su poder arrebatado a los míseros, y capaces de todo, en su falta de conciencia, por mantener su supremacía; con nosotros y en el Poder también; hombres de buena fe, inteligentes, cultos, capaces; mas inferiores a la dureza de las circunstancias, legalistas y hasta liberales a los que la sangre asustaba por lo que era y por lo que representaba: con nosotros pero, desgraciadamente, fuera del Poder; dos hombres cumbres, uno hecho, forjado, perfecto, Calvo Sotelo; otro juvenil, inteligente, de más empuje pero de menos experiencia, José Antonio Primo de Rivera, una gran promesa para el porvenir, el verdadero vidente, el precursor: mas ambos luchando lejos del mando, con la fuerza de sus cerebros al lado nuestro, pero sin fuerza bruta material. Frente a los selectos y al lado del poder disolvente, de la anti-Patria; una masa compacta y coherente de desheredados, de hombres que ante una organización social injusta reaccionaban violentamente excitados por sus padecimientos y buscaban en teorías insensatas, la solución de su problema económico o cuando menos la satisfacción 10

de sus malas pasiones; disciplinadas y guiadas todas ellas por unos grupos de canallas y aprovechados maleantes hacia teorías marxistas de imposible realización, donde les ofrecían el alivio de sus males, y que desconocedores de la verdadera y hasta hoy única eficaz doctrina fascista, sólo encontraban remedio a su mal en apoyar la demagogia extremándola hasta llegar a la revolución social, hasta el caos. Así estaba España; así se presentaba entonces la visión; reconozco que éramos locos los que contra situación tan adversa nos enfrentábamos, pero la razón ha sido nuestra; España será grande, todos lo veremos, unos desde aquí penando aún, otros en el reino de la luz y de la paz de nuestro Dios, y premio a nuestro afán y a nuestra vanidad será el haber acertado y el ver la Patria fuerte y respetada bajo el signo del Crucificado. ¿Cómo lo hicimos? Tan sólo parcialmente lo sé, por ello sólo en parte lo contaré; por ello y además porque hay cosas que ni se pueden ni se deben contar y porque quiero solo dar pinceladas y no hacer historia por ser demasiado pronto para ello y porque a tal arte no llega mi pluma; y por fin no os extrañéis de que narrando la conspiración constante, hable siempre de mi padre, porque yo en ella fui la Luna de aquel Sol. ---oOo--Azaña en el Ministerio de la Guerra, trituraba el Ejército, y los republicanos y socialistas desde los diversos Ministerios trituraban lo mejor que sabían la Nación: por aquel entonces éramos un puñadito muy pequeño los que sentíamos la necesidad de hacer desaparecer al Régimen que se anunciaba oprobioso; acababa de nacer a la vida pública el profeta de la Falange; el General Orgaz conspiraba abiertamente y era desterrado a Canarias; en la misma guarida de la fiera, en el Estado Mayor Central del Ejército del cual era Jefe para desesperación de sus envidiosos, mi padre con los Generales Villegas y Caballero, Jefes respectivamente de la División y de la Brigada de Infantería de guarnición en Madrid, tramaban en silencio acabar con el triturador. Para ello eligieron una fiesta militar; en el Campamento de Carabanchel se reunían los Cuerpos de la Guarnición y los Cadetes de las Academias Militares, para unos ejercicios que habían de acabar en fraternal banquete; en esta ocasión se pensó para caer por sorpresa sobre el híbrido monstruo, y efectivamente, terminado el ejercicio y a los postres del banquete Goded habló: habló del Ejército y de su nobleza, de España y de su grandeza y poderío, exaltó el sentido de la Patria y las virtudes militares y terminó con un grito desde entonces perseguido durante cinco años y hoy resonante: ¡Viva España y Nada más! Captado por la Oficialidad sana y la juventud militar el sentido de la alocución, respondió vibrante de patriotismo, deseosa de acción; y cuando la espiritualidad nacía, a aplacarla surgió un desdichado profesor de Esperanto e indigno militar, me refiero al Teniente Coronel, hoy General rojo, Mangada que, viendo la tormenta que contra sus conveniencias particulares se cernía, se alzó violento gritando ¡Viva la República! Contra él se alzó insultándole Goded, y entonces el villano se despojó de su guerrera, de aquella prenda que jamás debió vestir, y la arrojó a su tropa incitándola a la rebelión contra sus Jefes; inmediatamente fue detenido y conducido a Prisiones Militares. La efervescencia llega entre los Oficiales y Cadetes a la cumbre, la 11

tropa contempla a sus Jefes recelosa y asombrada, surgen discusiones y gritos de todo género, y entonces Goded les indica a Villegas y a Caballero la ocasión propicia y el momento buscado a aprovechar. Estos dos últimos consideran peligrosa la jugada, temen que falle y aconsejan esperar, Villegas ha muerto siempre esperando; se pierde la ocasión, cesa el estrépito y ya en el Ministerio donde en el Estado Mayor Central unos cuantos esperábamos la revuelta, aparece mi padre serio y solo, medio sonríe, no nos habla y entra en su despacho. No había pasado nada y tuvo que pasar aquella misma tarde lo lógico. Los Generales Villegas y Caballero son relevados instantáneamente, y para mi padre una promesa de perdón a cambio de la prostitución de sus ideas. Una conversación de Azaña con él en la que le ofreció más paga y más categoría militar aún, si seguía en su cargo, en el que le aseguraba era necesario, con la consiguiente negativa rotunda, y entonces dos frases; una de Azaña: “General, ¿es que cree usted que se deshonra sirviéndome?”; y otra del General: “Sí, señor Ministro, me deshonro a su lado”; de colofón una destitución más, la de Goded, naturalmente. Pero a la mañana siguiente, frente y enfrente del Ministerio, en la acera del Banco de España, en el sitio más céntrico de Madrid, el grito simbólico de la mañana anterior apareció desafiador escrito con grandes caracteres por mano anónima y tiza blanca: ¡Viva España y Nada Más! El reto se lanzaba, la lucha empezaba, desde aquel día comenzó a fraguarse lo que luego fue el l0 de Agosto de 1932. ---oOo--El General Sanjurjo se alejaba por estas fechas del sentir republicano, al que en su fuero interno nunca perteneció, viendo que la Nación marchaba hacia el abismo y comprendiendo al propio tiempo que por su renombre de Caudillo y su posición privilegiada de Director General de la Guardia Civil, él era uno de los principalmente llamados a resolver el problema que se planteaba. El General Goded, íntimo suyo, se daba a su vez perfecta cuenta de que el nombre y la fuerza de Sanjurjo debía, necesariamente, emplearse para acabar con la República; y compenetrados ambos por la campaña de Marruecos que juntos efectuaron y juntos terminaron; los dos cerebros y los dos corazones se reunieron para la consecución del ideal común, como se habían unido para terminar el derroche de sangre y de oro que durante muchos años Africa fue para nuestra Patria. Con estos dos nombres como banderín de enganche empezó la preparación del 10 de Agosto de 1932. Sanjurjo y Goded decididos a acabar con Azaña y con cuanto este ente representaba, unidos nuevamente después de que al lograrse por ellos “La Paz de Marruecos” las circunstancias los separaran, trabajaron cerca de un año para aunar opiniones y sentires forjando una fuerza militar exclusivamente, que secundada por escasísimos hombres civiles terminara con el vilipendio en que vivíamos los españoles y con el peligro comunista que se perfilaba en el horizonte. En lo que a nosotros tocaba, la Policía estaba descaradamente al acecho y cuatro miembros de ella, no les quiero injuriar porque bastante tuvieron que aguantar y 12

aguantaron pacientemente mis desplantes y desafíos, con un coche a nuestra puerta y siguiendo los pasos de toda la familia; para despistarla todas las astucias; pero no obstante se celebraron fraternales comidas en la piscina de la Isla de Madrid, en las que se reunían Sanjurjo y Goded en conferencia y a las que asistíamos el hijo del primero, Justo, ¡Dios lo tenga en su Gloria! y yo como escuderos; y a todas ellas asistió, de lejos por supuesto, bien por casualidad o por espionaje, el por entonces Jefe Superior de Policía de Madrid, un Magistrado de poca enjundia jurídica y mucha menos moralidad que se llamaba Aragonés. Viajes a Sevilla, Córdoba y Granada, que como enlaces realizábamos un Abogado de Madrid de clara inteligencia y mucha habilidad que se llama Hipólito Jiménez Coronado y yo; en Sevilla funcionaban activamente a nuestro lado el Comandante Acedo, el Teniente Coronel Delgado y otros varios decididamente nuestros; así tras muchas conversaciones y viajes de unos y de otros, en el verano del año 1932, cristalizó el Movimiento Militar que debía ser Salvador y estaba condenado al fracaso. Ultimas horas precedentes; la fecha por fijar pero inmediata; el General Barrera con el General Fernández Pérez tenían ya asignado el papel de lanzarse en Madrid a una aventura arriesgada y audaz que probablemente estaba condenada al fracaso, aunque tenía sus ventajas, y a ser la chispa que encendiera la rebelión. En Cádiz Varela con un Regimiento de Infantería, del que era Coronel, dispuesto a sublevarse; Granada esperando a González Carrasco para sumarse a los demás, Córdoba esperaba estos alzamientos para unirse a ellos; y Sevilla con una guarnición en su mayoría totalmente decidida a ser la cuna de la verdadera y patriótica rebelión. El Norte de España, dispuesto a su vez a no oponerse, colaborando pasivamente. En mi casa de Madrid dormía yo con mi sueño plácido y pesado, que ni en mis peores momentos los mismos rojos han sido capaces de turbar, el día 10 de Agosto del año 32 a las cuatro de la madrugada, cuando en mi cuarto entró rápido y alterado a despertarme nuestro servidor de más confianza, llamándome reiteradamente para decirme que “En la calle hay muchísimos disparos”; “Oyelos”, me decía empujándome soñoliento hacia mi balcón y abriéndolo. Efectivamente sonaba un fuerte tiroteo cuyo ruido hacía adivinar que se producía la contienda que lo originaba alrededor del cercano Ministerio de la Guerra, por el Paseo de Recoletos y la calle de Alcalá. En mi mente, súbitamente despejada, entró rápidamente, entre sospechas poco nobles, que la rebelión esperada había llegado sin avisarnos; y tanto el afán de saber como el deseo de intervenir en ella fuera como fuera, me hicieron vestirme rápido, echarme un revólver “Colt” al bolsillo con municiones de repuesto y encaminarme con una suerte que, aun dentro de mis desgracias, siempre me ha acompañado, por la misma calle de Prim, vacía de gente y por la que cruzaban los disparos de los defensores del Ministerio con los otros que le hacían a éste desde las bocacalles que forman las del Conde de Xiquena y Almirante, para llegar al Paseo de Recoletos. En él encontré los restos de una rebelión: grupos aislados que disparaban hacia el Ministerio, la calle de Alcalá, y el Palacio de Comunicaciones; cadáveres de uniforme en las aceras; el de un profesor de Equitación Militar, Del Oro se llamaba, estaba enfrente de la calle de Olózaga tendido en postura de estampa, con la sangre en hilillos largos y finos brotando de su corazón atravesado y con los ojos y el rostro románticamente cubiertos de las flores de las acacias, que el fuego 13

había hecho caer de sus ramas en homenaje de la naturaleza a su sacrificio de español. Disparé unos tiros con mi “Colt” en dirección a la estación del Metro del Banco de España, desde la que unos Guardias de Asalto hostilizaban a tres Oficiales que paseaban impertérritos y solos por medio de la Cibeles, más tarde me enteré de que eran Fernández Silvestre, Fernández Pin y Fernández Vinuesa, y viendo venir por la calle de Alcalá y por el Prado contingentes de Asalto, vi perdido a todas luces lo que entedí “el chispazo” de Madrid, y me retiré por el único camino libre, por la calle de Olózaga, buscando su número 12 en donde vivía Hipólito Jiménez para refugiarme allí y al mismo tiempo cambiar impresiones con él sobre el caos que en mi cabeza, joven por aquellos días y por joven confiada e ignorante, ante aquellos hechos que no llegaba a comprender claramente se había formado. Estaba Hipólito, más desnudo que vestido, en el balcón de su casa alargando la grande e inteligente cabeza de que la natura pródiga le dotó, buscando con los ojos algo que le decía su cerebro, y viéndome bajó sin mas averiguaciones a abrirme la puerta de la calle. Enterado, poco más o menos, de lo sucedido y viendo pasado el momento álgido de aquella intentona, decidió que cogiéramos su coche y marcháramos al Escorial en busca de mi padre. Rápido, demasiado rápido, nos llevó el automóvil que él mismo conducía a casa de mi padre, y allí a las siete de la mañana le despertamos de su sueño; le explicamos lo sucedido y por orden suya, volamos de nuevo los dos por la carretera hacia Madrid a fin de enterarnos de si el General Sanjurjo había marchado a Sevilla. Inquirimos en Madrid el detalle y enterados de que éste, como esperábamos, estaba ya sublevado en la ciudad andaluza, retornamos de nuevo al Escorial a recogerle para marcharnos todos allí, en el mismo coche, fuera como fuera, a llenar por encima de todo el papel que nos correspondía en el Movimiento a cada uno; mas la Providencia lo tenía dispuesto de otro modo. En el paso a nivel del ferrocarril de la Estación de El Escorial se cruzó nuestro coche con otro en el que entre policías del Gobierno se llevaban al General Goded detenido a la Capital de España. Nos miramos los tres, nos entendimos y nos cruzamos como desconocidos. Vino después el fracaso del Alzamiento, mi padre estuvo preso durante cuatro meses en las Prisiones de Militares de San Francisco hasta el 9 de Diciembre del mismo año 32; Hipólito Jiménez con un mesecito de Cárcel Modelo descansó de sus ímpetus; y yo durante quince días estuve esperando ir de un momento a otro a alegrarle con mi risa sus prisiones; contingencia esta última que no llegó y que por su ausencia me permitió más tarde defender profesionalmente en el célebre proceso ante la Sala Sexta del Tribunal Supremo, a mis compañeros, menos afortunados, de aquella aventura. Después de fracasar el l0 de Agosto, los que estábamos vencidos pero no convencidos tuvimos que guardar aparente silencio una temporada, ya que la inmensa mayoría, temerosa de la represión y asustada del fracaso, daba por afirmado el régimen y no quería saber nada de conspiraciones y movimientos, procurando tan sólo situarse en posición cómoda. Nos quedaba por única labor mantener vivo el espíritu de subversión necesario para el porvenir, y esto lo conseguíamos con procesos ruidosos, en alguno actué junto a Primo de Rivera, con gritos y broncas por las calles y centros de reunión, y sesiones tumultuosas en Colegios de Abogados y Ateneos con el más mínimo pretexto. 14

---oOo--Por aquellas fechas vino una noche a mi casa un Teniente Coronel de la Guardia Civil, acompañado de un Capitán del mismo Instituto, y, presagiando el papel que en la jornada del 19 de Julio del 36 en Barcelona habían de representar, se llevaron detenido y desterrado a Canarias por orden del Gobierno a mi padre; con un lujo de aparato excesivo que movía risa, pues rodearon la manzana de casas en que se encontraba la nuestra y tomaron las bocacalles adyacentes con guardias de Asalto, de forma que enteramente parecía que en lugar de detener a un General, en aquel instante solo y pacífico ciudadano, se trataba de copar a una bien armada banda de bandoleros de Chicago. Lo que ignoraban aquellos pobres esbirros y su Gobierno es que dos horas antes, la detención y marcha fue a las nueve de la noche, cuando estábamos todos en el Real Cinema pasando la tarde, ya en el entreacto le avisaron a mi padre los propósitos gubernamentales, con la sola equivocación de decirle que el destierro iba a ser a Cabo Jubi en lugar de a Canarias, y le dijeron además que a la puerta tenía un coche para huir con él a Portugal si así lo deseaba; a lo que se negó el General por preferir ser atropellado a una huida que lo había de inutilizar definitivamente para el servicio de la causa. ---oOo--El movimiento revolucionario de Octubre de 1934, y las elecciones ganadas el 17 de Noviembre del 33, no fueron ni con mucho aprovechadas como debieron serlo por los militares que arrollaron el uno, ni por los civiles que ganaron las otras: el resultado de ambas fue una revolución roja dominada y frenada; pero sin la revolución nacional consiguiente, y en la política en lugar de pasar ésta de la izquierda a la derecha, cambiar simplemente a los socialistas por los masones. Fusilar al Pichilatu y al Sargento Vázquez y dejar vivos, peor aún presos, a los criminales elementos que la desencadenaron e hicieron, fue obra de derechistas débiles e inconscientes que venciendo al enemigo no supieron aprovechar el éxito obtenido, ni fueron capaces de acabar de destrozarlo; y de masones avispados que presintiendo el peligro para la democracia, que a sus fines demagógicos y económicos convenía, representado por el arrollamiento de una revolución social obtenido precisamente por los elementos en franca oposición con el régimen, fueron lo suficientemente hábiles para, aprovechando la candidez de unos y la desvergüenza de otros montarse a caballo entre ambos conllevándolos a todos, sin permitir el triunfo total de las derechas, faltas en aquel entonces de Caudillo con poder a utilizar entre sus manos, y conteniendo y protegiendo a la par a los vencidos revolucionarios rojos. En estos momentos se produjo un hecho que pudo ser decisivo; la entrada en el Ministerio de la Guerra de don José María Gil Robles; la llegada al poder material del Jefe Político de la reacción legalista; es preciso fijar bien el concepto porque otros muchos éramos partidarios de la reacción violenta, y de desencadenar contra una revolución otra igual de virulenta y arrolladora; y llegó a él el legalista y cuajado de 15

buenos propósitos ocupando el Ministerio para rodearse de tres figuras militares que entonces eran los Generales de División, soles del Ejército Español, Franco, Goded y Fanjul. Esto no bastaba a quienes deseaban una revolución nacional; era preciso no dejarlo todo al solo prestigio de los tres nombres; era menester desplazar de los cargos importantes y de los mandos a los izquierdistas, a los masones y a los tibios, colocando en ellos en cambio a los decididos a seguir ciegamente a los Generales para arrollar por la violencia el peligro comunista. A ello se encaminaron los esfuerzos y la labor de los colaboradores del Ministro, no sin tener que luchar más de una vez con los escrúpulos de éste que temía, seguramente por delicadeza, contrariar los deseos del loco megalómano que era Jefe del Estado; como sucedió por ejemplo cuando teniendo ya firmado por éste el nombramiento para un Regimiento de la Guarnición de Madrid del Coronel Cebrián, no quiso Gil Robles publicarlo por esta razón. Mas en fin, con el esfuerzo de unos y otros, la buena fe y recto criterio del Ministro, y al calor del prestigio de éste y al del renombre y el crédito que para militares y civiles merecían los tres Generales que le rodeaban, se fue organizando en Madrid una fuerza positiva militar. Al lado y al margen, a la vez, de estos Generales, trabajaban por la causa en lo civil Calvo Sotelo como estadista, y Primo de Rivera como práctico, este último creaba una fuerza, un poder, una ideología pura y desinteresada, forjaba la Falange; lo que tantísimos hombres, muchos de ellos visten hoy la camisa azul, entonces creían el sueño de un iluminado; pero que en realidad y unida al Ejército, éste en España ha sido es y será por largo plazo el ángulo en que todo debe coincidir, era la única y posible salvación de la Patria. Desgraciadamente el monstruo estaba no sólo vivo y al acecho, sino además infiltrado en el organismo del régimen desde las covachuelas de las dependencias del Estado, hasta su más alta jerarquía y con un instrumento de batalla tan útil para ellos, como un Parlamento siempre apto para emboscadas políticas y pretextos de senil espíritu democrático. Así llegó el momento en que Niceto creyó conveniente desplazar a unas derechas que comenzaban a estorbarle y dejar paso, mediante un mito electoral, a sus congéneres los republicanos y marxistas, y entonces produjo la crisis y la disolución de las Cortes, entregándole el Poder a Portela Valladares. Era el momento álgido y preciso para producir un movimiento militar que terminara de una vez para siempre con la entelequia republicana y con el peligro soviético. Todos los triunfos estaban en nuestras manos. Tres Generales de justo y máximo renombre con el Ejército a sus órdenes inmediatas y conscientes de su obligación histórica. La guarnición de Madrid más decidida que en ningún otro momento, con bastantes buenos elementos en ella y además obedeciendo a sus Jefes naturales que estaban en el Poder, lo que les hacía más fácil actuar por tener los inferiores más cubierta su responsabilidad personal. Ministro de la Guerra nada menos que el Jefe del grupo más numeroso de la Cámara. Ministro de la Gobernación otro hombre que primero no se hubiera opuesto al Movimiento y luego se hubiera unido a él; y en la calle ayudando con su juventud, con su empuje y con su espíritu nuevo, la Falange de José Antonio Primo de Rivera y otras fuerzas, en Madrid menores que ésta, de tradicionalistas y monárquicos. Frente a todo esto, nada; un enfermo mental en el Palacio de la Plaza de Oriente, un puñado de politicastros republicanos y masones sin 16

transcendencia ni fuerza, y una masa marxista alejada del Poder y desarmada. El resultado era, pues, claramente nuestra victoria segura. Los tres Generales estaban decididos a repartirse sus papeles en la lucha, a exponer una vez más su vida por España, y a lanzarse a la calle con un movimiento Salvador evitando el peligro de unas elecciones y aprovechando una coyuntura única por lo favorable. ¿Me queréis decir, si se hubiera producido, quién hubiera sido tan insensato en aquella ocasión que hubiera dado la cara a tres corazones y a tres cerebros, reunidos en un ideal común, como los de Franco, Goded y Fanjul, secundados por lo más florido y valeroso del Ejército y de la juventud española y actuando desde el Poder? Pero el Jefe político que me consta que por lo menos a Goded le había prometido, en diferentes ocasiones, no abandonar su puesto y acudir a la fuerza en el momento que fuera preciso, en aquél no lo vio así; temía salirse de la legalidad y creía de buena fe que dentro de ella podía dominar la situación y ganar las elecciones que le planteaban. Reuniones y más reuniones en el Ministerio entre los Generales, conversaciones y preparativos en los Cuarteles y entre los conspiradores; por último una conferencia de los Generales con el Ministro, en la que éste en parte les convenció de que el Movimiento era innecesario, y en parte al negarse él, los sujetó a ellos, cuya caballerosidad les impedía hacer el Alzamiento sin él y por consiguiente contra él. Caballerosidad que no supo pagar el Ministro que a los tres días, no siéndolo ya, dijo en el local de la C.E.D.A. públicamente a sus afiliados en un discurso que publicaron todos los periódicos de derecha, que algunos le echaban en cara no haber dado un golpe de Estado, y que si no lo efectuó así fue porque su superior cerebro le hacía comprender que de haberlo dado hubiera quedado después prisionero de los Generales que en el mismo le secundaran. Detalle por otra parte lamentable, en cuanto representa posponer los sagrados intereses de la Patria a apetencias de mando personales y de partido. Después un mes de epilepsia; a la par que propagandistas y políticos agitaban las aguas electorales de tal forma que no se veía lo que había de salir de ellas, los luchadores conspiraban sin descanso en situación que volvía a ser adversa. Por mi parte presencié o cooperé a reuniones de mi padre con el General Franco, con el General Fanjul, con Primo de Rivera, con los colaboradores de Gil Robles y con elementos militares; y de pronto... ¡La bomba! ¡El fracaso! ¡La pérdida de las elecciones! Aquella misma noche llegaron hasta los oídos de Portela Valladares sugestiones de Goded pidiéndole la neutralidad del Ministerio de la Gobernación ante una sublevación militar, de ya mermada fuerza, que éste acogió prometiendo pensarlo; pero que evidentemente traicionó precipitando la formación del Gobierno Azaña; ya con éste en el Poder, ya con el buitre con sus garras sobre España; un intento desesperado de rebelión por nuestra parte, pues veíamos clarísimo el porvenir. Conferencia Goded de nuevo con José Antonio Primo de Rivera y se asegura la colaboración de la Falange; recuenta después sus elementos; en los cantones de Madrid fuerzas dispuestas a todo, pero alejadas lo suficiente para impedir una sorpresa y un golpe audaz que es lo único que admiten las circunstancias; en la misma guarnición de la Capital, eje de la cuestión, no se veía claro ningún Regimiento. Entonces, aquella noche, se encaminó Goded acompañado de su Ayudante Carlos Lázaro y del que escribe, al Cuartel de la Montaña donde había un reducido número de Oficiales adictos aún, para tratar de desencadenar la 17

tormenta jugándoselo todo a una carta. Entró en el Cuartel con su ayudante; vigilante en la puerta para ir a buscarle el uniforme y llevar la señal de partida al resto de la máquina me quedé yo, envuelto en mi capa española y con la pistola en la mano bajo ella. Aquella noche de Febrero madrileño podía ver el triunfo de nuestra causa o nuestro fin. Duró la conferencia una hora larga, y transcurrida que fue salió mi padre del Cuartel asqueado y rabioso. Los Coroneles se habían negado, y los Oficiales, incitados a revolverse contra ellos, pusieron de pretexto, para ocultar sus deseos de paz, que sin sus Jefes no se atrevían a actuar. Convencidos definitivamente de que no había nada que hacer por entonces, hasta que todos se dieran cuenta de que no oponerse violentamente a los republicanos y marxistas no sólo era abandonar a España, sino abandonarse al enemigo y antes o después ver a la Patria y a nuestros hijos arruinados y miserables; nos volvimos a casa, esperando en la quietud del hogar lo que Dios quisiera disponer de nosotros, y que misericordioso por entonces sólo dispuso un destierro de lujo, impuesto para mi padre por el Gobierno que le nombró para alejarle Gobernador Militar de Baleares; y otro voluntario para mí que, vidente en aquella ocasión, no quise presenciar el asco y la repugnancia que enseñaba Madrid, y permanecer en lo que presentía la boca de la fiera, y que abandonando mi bufete me fui con él a las Islas. Dios ha protegido siempre nuestra Patria, quizá porque tiene también dicho a los humanos que contra El no prevalecerán las puertas del Infierno, y por ello entre tantos Generales como alejó de su lado el Gobierno para evitarse peligros, destinó al General Mola a Navarra y nos dio con ello lo que había de ser llave de la cuestión, colocando un hombre justo y recto, inteligente y patriota en la Sede de la Tradición, en la cuna del Carlismo; dejándole en la Península como organizador y dándole sin quererlo nada menos que el dominio y la jefatura sobre las boinas encarnadas, que habían de salvar los primeros momentos difíciles de nuestro Movimiento. ---oOo--Ya desde Palma de Mallorca comenzamos a ver aclararse el panorama; tanto y tan pésimo hizo el Gobierno comunistoide de Madrid, que la España con honra comenzó a reaccionar; los hombres civiles, desde su altura cada uno, luchaban cuanto les era dado, y el Ejército, consciente al fin de su papel histórico y Salvador, se organizaba y revolvía desde Africa a Navarra; se conspiraba, en suma, en todas las horas del día. Con la Península y con el General Mola nos comunicábamos por dos medios: escribiendo en clave, que yo le traducía y escribía a máquina a mi padre para evitarle tales molestias, y que como detalle curioso diré que tales claves, en evitación de un registro clandestino en el Gobierno Militar, las teníamos guardadas en las jaulas de los pájaros de mi mujer, que ella en persona limpiaba, bajo el alpiste de los comederos; y por medio de enlaces con Madrid, Pamplona, Barcelona y Valencia, papel desempeñado por personas que merecían a mi padre entera confianza, tales como el Comandante Lázaro, Ventura Cabellos, Hipólito Jiménez, el Comandante Mut, a quien por cierto no vi el día 19 de Julio en la División de Barcelona, y algunos otros Oficiales. Yo hice un viaje a Madrid del que volví convencido de que en la Capital perdíamos el Movimiento, y de

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que los que de él se encargasen en ella estaban condenados al sacrificio; y otros dos, acompañando a mi padre a Menorca e Ibiza, para organizar el Alzamiento en estas Islas. Quiero abordar aqui un detalle muy discutido; a saber por qué y cómo fue el General Goded a dirigir el Alzamiento en Barcelona y no en Valencia. En la Ciudad Condal había una guarnición ayuna casi totalmente de jefes adictos, pero pletórica de una Oficialidad espléndida por su espíritu y valor, que desde luego producía en ella el Movimiento lanzándose en bloque a la calle con todo el empuje de que era capaz; esta Oficialidad pedía como Jefe Supremo de su individual Alzamiento al General Goded, alegando que allí hacía falta un prestigio fuerte, un corazón valeroso y una mente sólida, y que la importancia del punto requería un General de prestigio y renombre. Por el contrario Valencia estaba floja e indecisa, y nuestro enlace allí, Ventura Cabellos vivo está y no me dejará por embustero, en nombre de su padre, el Teniente Coronel Cabellos, muerto asesinado por su amor a la Patria y alma de la conspiración en aquella localidad, nos comunicó que no se veía clara su guarnición y que si la de Barcelona lo estaba más valía ir a esta última Plaza. Como efectivamente era así y Barcelona estaba decidida a lanzarse; y a la par constituiría evidentemente el punto más peligroso y a la vez el punto neurálgico y decisivo de nuestro Movimiento, Goded, de acuerdo con Mola, se decidió por este último punto y a ella encaminó sus trabajos y a ella fue a cumplir con el máximo de sus deberes cuando llegó la hora. Mas hay que decirlo todo; en los últimos momentos la fisonomía de Valencia cambió; la guarnición se decidió a sumarse a nuestro Alzamiento, y entonces Ventura Cabellos, aproximadamente el 16 de Julio del 36, se encaminó a Barcelona con intención de ir a Palma de Mallorca a entrevistarse con mi padre y rogarle que fuera allá; pero nuestros dirigentes de Barcelona, con los que antes de embarcar conferenció, le dijeron que el Movimiento era inminente y que no se podía hacer ya nada por estar decidido que Goded iría a Barcelona; ante esto nuestro enlace se volvió a Valencia seguidamente, sin que nosotros conociéramos este dato del que yo me he enterado con mucha posterioridad. Y llegamos a fechas gloriosas y trágicas; hagamos capitulo aparte.

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SEGUNDA JORNADA ---oOo---

LA LUCHA EN MALLORCA Y BARCELONA

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II No voy a pretender narrar el Movimiento Nacional; unas horas de lucha por España, 14 meses y 15 días de presidio rojo y sobre todo la muerte gloriosa de mi padre, me han alejado de unas alturas desde las que todo lo veía y oía, y desde las que en todo intervenía, sabiendo así lo que digo y lo que callo. De él, de nuestro Movimiento en sí, casi no sé más que el vulgo y otra cosa; que es mío, tan mío que no puede serlo más; porque lo he anhelado durante años, he trabajado y he luchado por él con todas mis fuerzas, por él me he jugado la vida, he padecido por él tanto que hoy me duele lo que yo tenga en el sitio del corazón y a la hora de triunfar, ganando, lo he perdido todo, incluso lo que más quería, que era mi padre. Por todo esto no lo puedo contar y me he de limitar a narrar lo vivido y lo sufrido, que bien merece saberse, porque ha de reflejar sinceramente una lucha y un calvario mío y de muchos hombres, que supimos todos perder con espíritu y muchos morir con valor. ---oOo--Aproximadamente el 16 de Julio de 1936, mientras estábamos cenando, recibió mi padre un telegrama en el que se nos fijaba terminantemente la fecha del Alzamiento en Barcelona, que era también nuestro día. El telegrama decía textualmente: “El pasado día 15 dio a luz Elena un hermoso niño, a las cuatro de la madrugada”, y firmaba un supuesto “Juan”. Como estaba convenido la suma de los guarismos del día del parto y de la hora del mismo, nos daba la fecha, el día 19 próximo, y la misma hora de éste era la fijada dentro del día, o sea las cuatro de la madrugada; respiramos, por fin llegaba el momento que durante años esperábamos; había sido preciso el sacrificio de la noble figura de Calvo Sotelo, para que los españoles se aunaran definitivamente y se lanzaran a librar a su Patria del yugo repugnante que la oprimía y amenazaba su existencia. Llegaba la hora, tarde, pero llegaba. A la mañana siguiente, calladamente y bien tempranito, confesábamos y comulgábamos en la Catedral mi padre y yo; que aquellos días habíamos de exponer pródigamente la vida por nuestro Dios y nuestra España, y convenía ante todo llevar, si las perdíamos, puras y limpias nuestras conciencias ante el Primero. ---oOo--23

El día 18 de Julio, en Palma de Mallorca el Gobierno había cortado las comunicaciones telegráficas y telefónicas con la península y de madrugada había ordenado, sin contar con el Gobernador Militar, que el trimotor de la L.A.P.E. que allí había se dirigiera a Valencia, llevándose sus pilotos y los dos pilotos militares que en la Isla existían, pretendiendo con estas medidas neutralizar un Alzamiento más con el que evidentemente contaba. Por nuestra parte tomamos las medidas de precaución necesarias con las fuerzas militares y avisamos a los elementos de Falange con que se contaba; poniéndose además en libertad a 22 estupendos Oficiales de Caballería que cumplían condena, por los últimos sucesos de Alcalá de Henares, en el Castillo de San Carlos y que inmediatamente se constituyeron en guardia permanente dentro del Gobierno Militar; escuchando por radio constantemente las revolucionarias medidas del Gobierno y los lugares donde se iba produciendo el Movimiento, que a Barcelona, como dejo dicho, le correspondía comenzar el 19 de Julio a las cuatro de la madrugada y a nosotros el mismo día en cuanto recibiéramos noticias de esta Capital desde la Radio Asociación. El Gobierno encargó a su Gobernador Civil que tratara, si podía, de detener al General Goded. Aquel pobre hombre llamó para cumplir esta orden al Teniente Coronel de la Guardia Civil señor Alvarez Osorio y con ciertas precauciones le preguntó que si recibida orden del Gobierno de detención contra el Gobernador Militar, él la cumplimentaría; a lo que contestó sinceramente el Teniente Coronel que no estaba dispuesto a dar tal paso. Entonces recurrió al Teniente que en Palma mandaba los Guardias de Asalto, y este, más fascista que nosotros, le contestó juvenilmente y sin embages: “¡Ca! conmigo no cuente usted de ninguna manera para eso”. Un cuarto de hora después sabíamos en el Gobierno Militar la pretensión del Poncio y tomábamos las precauciones pertinentes para repeler violentamente cualquier intento de este género. Mas el asunto tomó giro de comedia. Viendo claramente el Gobernador Civil que estaba entregado a nuestra discreción y que el amo de la Isla, aun antes de emplear la violencia, era Goded, quiso acudir a la persuasión y a la diplomacia y congregó en el Gobierno Civil a las Autoridades, poco tiempo les quedaba de serlo, llamando después telefónicamente al General para invitarle a celebrar una reunión con tan distinguido cónclave. Por si trataban de conseguir astutamente la detención que por la fuerza les estaba vedada, antes de ir Goded se tomaron precauciones. Se avisó al Teniente Coronel de Ingenieros señor García Ruiz, elemento precioso para nosotros, cuyo cuartel estaba contiguo al Gobierno Civil, que tuviera su fuerza preparada y dispuesta a mediar en el asunto con sus armas así que se le avisara. En su coche, con sus Ayudantes y su Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor señor Garrido del Oro, que ignoro claramente lo que ha podido hacer después pero que aquellos días estaba decididamente al lado de su General, todos armados, se dirigió mi padre al Gobierno Civil; detrás del suyo y dándole escolta en otro automóvil íbamos cuatro Oficiales de Caballería y yo, cada uno con una hermosa “Astra” del nueve largo bien a la vista y grandes deseos de usarlas que también, por cierto, saltaban a la vista. En la bocacalle entre el Gobierno Civil y el Cuartel de Ingenieros quedó el Ayudante de mi padre, Teniente Coronel Ferret, prevenido para a la menor contingencia solicitar de García Ruiz que mediase con su 24

tropa; a la reunión de autoridades entró la verísima Autoridad del General con Garrido del Oro y su otro ayudante, el Comandante Lázaro; en la escalera se situó descaradamente un Oficial de Caballería; con la misma tranquilidad otros dos se colocaron en la puerta, y el otro y yo alardeábamos de nuestras pistolas apoyados fanfarronamente en nuestro coche. Fue tan claro el cuadro que si existía algún propósito de traición no se manifestó. Se limitaron a indicarle al General lo que en la Península y Africa sucedía y a preguntarle cándidamente si estaba al lado del Gobierno; y Goded contestó sonriente y divertido, por lo que me contaron, que “No faltaba más ¡naturalmente!”, claro que no entendieron la traducción literal de la frase, que él mismo me dio un cuarto de hora más tarde, de que naturalmente estaba al lado del Gobierno verdadero, del suyo. Aquella noche, en el vapor correo de Barcelona salieron de Palma algunas de las Autoridades concurrentes a la reunión que dejo narrada y otros distinguidos zurdos de la localidad, que presentían que el ambiente embalsamado de aquella Isla afortunada iba muy pronto a dejar de ser tonificante para sus envenenados pulmones. Sabíamos que se iban prudentemente y les dejamos, para qué prenderlos si contábamos encontrárnoslos al día siguiente en la Ciudad Condal. A las siete de la madrugada del día 19, comenzamos a oír por la radio vocear a los separatistas que el Ejército estaba en las calles y era batido por el pueblo y las fuerzas adictas al Gobierno rojo-separatista; hora tras hora esperábamos que de un momento a otro la voz de aquella radio cambiase y nos avisara, conforme con lo convenido, llegado el momento de dominar Baleares y de dirigirnos después a acompañar al General Goded a tomar las riendas del Movimiento en Cataluña; mas la voz no llegaba, al contrario, cada hora la del rojo-separatista que emitía, que tuvo algunos momentos opacos, se tornaba más clara y optimista; hasta que por fin a las nueve menos cuarto de la mañana, llamó a Goded desde Barcelona el General Fernández Burriel Jefe de la Brigada de Caballería de la Plaza, que a ultima hora se decidió a encabezar nuestro Alzamiento allá hasta la llegada de mi padre, quien por teléfono, no por radio como estaba dispuesto, le dijo que la guarnición estaba en la calle e indudablemente engañado por algo o por alguien, pues nadie tiene derecho a dudar de la buena fe de aquel General, añadió que el Movimiento lo ganaban y que en la vía pública fraternizaban con el Ejército los Guardias de Asalto. No muy convencido el General Goded de esto último, la radio pintaba la cosa muy otra, y no conociendo bien a Burriel, le preguntó qué Jefes tenía allí a su lado y al darle un nombre, que no recuerdo, de un Coronel de Caballería amigo suyo, habló también con éste que le ratificó lo dicho por Burriel. Sin despegarse del teléfono comunicó Goded con el Gobierno Militar de Mahón, y puesto al otro extremo del hilo el General Bosch, le ordenó comenzar el Movimiento en aquella Isla, y una vez dominada trasladarse a Palma para tomar el mando del Archipiélago ya que él se iba a Barcelona; a lo que el General Bosch, comprometido con anterioridad, contestó afirmativa y decididamente. Después un telefonazo a cada Cuartel, y en un cuarto de hora el Ejército ocupaba los puntos vitales de Palma realizando un plan previamente estudiado al detalle, y unos sesenta o setenta falangistas, entre los que yo me cuento, que desde las siete de la mañana estaban dentro del Gobierno Militar armados con mosquetones del Ejército, 25

con alguna que otra camisa azul, entre ellas la mía y distintivos del partido, montaron en coches ligeros unos y a pie otros y fueron lanzados a la calle en plan de patrullas: Un tiroteo ante el Gobierno Civil; la Casa del Pueblo se desalojó sola al ver ante ella dos piezas de artillería; otro tiroteo, en el que yo me encontré, en la Plaza de Cort; y en seguida vibrantes, valerosas, llenando el ambiente de sus claros y enardecedores sonidos, las cornetas de una banda, el batir acompasado de los tambores y el pisar recio y candencioso de una compañía que proclamaba por calles y plazas el Estado de Guerra, con todos los honores que merecía el despertar de un león Hispano de antiguo dormido y el nacimiento de una era nueva, de sangre y de lucha sí, pero de justicia y honor; que la gloria de la Patria se ha de comprar siempre al precio de la sangre y del sacrificio de sus hijos. El Estado de Guerra que así se declaraba se condensaba en un Bando que la noche anterior vi redactar a mí padre rápidamente, condensando en pocas y claras palabras la situación de lucha a vida o muerte que se planteaba a amigos y enemigos; decía así:

BANDO Artículo 1º. Se declara el Estado de Guerra en todo el Archipiélago Balear. Artículo 2º. En defensa de la Patria, asumo el mando absoluto en todo el Archipiélago, quedando destituidas las autoridades civiles. Articulo 3º. Resuelto a mantener inflexiblemente mi autoridad y el orden, será pasado por las armas todo aquel que intente, en cualquier forma de obra o de palabra, hacer la más mínima resistencia al Movimiento Salvador de España. Con igual ejemplaridad se castigará el más ligero intento de producir huelgas o sabotajes de cualquier clase y la tenencia de armas, que deben ser entregadas inmediatamente en los Cuarteles. Artículo 4º. Todos los soldados que disfruten permiso deberán incorporarse inmediatamente. Asimismo se incorporarán inmediatamente a sus Cuerpos todos los soldados del Capítulo XVII de la Ley de Reclutamiento, denominados cuotas, pertenecientes a los reemplazos de 1931 a 1932, ambos inclusive, y cuantos soldados de estos reemplazos deseen hacerlo voluntariamente para contribuir a este Movimiento Salvador de España. Palma de Mallorca, 19 de Julio de 1936.- El General Comandante Militar de Baleares, Manuel Goded.

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El Gobernador Civil no fue obstáculo para nuestro Movimiento; estaba absolutamente entregado a nuestra discreción. A detenerlo se fue al Gobierno Civil, en un coche, un Teniente de Caballería sin más fuerza que su persona y su valor, y se lo trajo a la Capitanía General con la misma facilidad con que una madre encierra en un cuarto oscuro a su hijo revoltoso. De Capitanía pasó al Castillo de San Carlos Antonio Espina, con la promesa de mi padre de que como nada había hecho, nada le había de suceder. Nombró de seguida Goded las Autoridades del Movimiento. En el Gobierno Militar compareció el Coronel señor Díaz Feijó a tomar el mando en espera de la llegada del General Bosch. Gobernador Civil nombró al Teniente Coronel de Ingenieros don Luis García Ruiz, entusiasta del Movimiento y hombre de acción, y al Comandante del Cuerpo Jurídico Militar don Mateo Zaforteza le nombró Alcalde de Palma. A las diez y cuarto de la mañana, sobre el cielo, volaron cinco aparatos “Saboya” y tomaron agua en el puerto; eran los que habían de trasladarnos a Barcelona. Como la situación estaba dominada, Goded quiso salir inmediatamente y tomó sus últimas disposiciones. El Coronel Feijó era hombre anciano, de ningún carácter y sin abolengo fascista; por ello llamo mi padre a García Ruiz y a Garrido del Oro, y les recomendó que no le perdieran de vista, que hasta la llegada de Mahón del General Boch quedaba en el Gobierno Militar de figurón tan sólo, y que ellos eran los que debían mandar entre tanto. “Ya lo sabe García Ruiz; “el amo” aquí es usted”, le dijo a éste Teniente Coronel; y luego a todos, “Pase lo que pase, que aquí nadie se rinda, aunque lo dijera yo mismo; y si les dicen a ustedes que me he entregado, no lo crean; Goded ni se entrega ni se rinde” y seguidamente pasamos a nuestras habitaciones particulares a despedirnos de los nuestros, discutimos allá dentro los dos; él me decía que me quedara en Palma, que la situación en Barcelona la veía muy mal, y que no quería que me expusiera tanto como iba a ser preciso; yo le oponía que el momento era de tal envergadura que ningún español, que mereciera el nombre, debía mirar el peligro sino el deber y que el mío era seguirle a todas partes como hasta entonces. Empeñado, el pobre, en ahorrarme tanto como después he tenido que pasar, se quiso imponer como padre mandándome quedarme y le alegué que para la Patria no había padres ni hijos, y entonces me dijo: “Pues si como padre no me obedeces, me has de obedecer como Caudillo y te mando que te quedes”, y yo, a la altura de mi amor a España y a él, le contesté: “Como padre no te puedo escuchar y como Caudillo no te hago caso porque eres mi padre. ¡Vámonos!”. Me miró serio, pensó y me dijo: “Bueno, vámonos y a ver cómo nos sale esta aventura”. Nos despedimos de los nuestros; las mujeres serenas, los niños jugando y salimos al ruedo de nuevo el espada y su peón de confianza. Quiero antes de continuar, hacer justicia a otro Goded que merece el apellido; me refiero al tercer hombre de la familia, a mi hermano Enrique. Enriquito, como entonces le llamábamos, tenía quince años, totalmente un niño; pues bien, llevaba dos horas que cada vez que me veía se me acercaba, misterioso y adulador, para agarrándome del brazo decirme: “Manolito, así me llaman los míos, por Dios, dadme un mosquetón”; a pesar 27

de su corta edad él también quería luchar por España; y más tarde, cuando vio que nos marchábamos, de nuevo se me acercó marrullero para implorarme: “Manolito, dile a papá que me lleve con vosotros a Barcelona”, le miré medio con sorna, medio orgulloso de su empuje y sólo le dije: “Vete al cuerno”. No os extrañe, es que el chico anunciaba lo que es hoy: Teniente de la Legión. Otro detalle; los bravos centauros de Alcalá creyeron que en los aviones quedaba un sitio para acompañarnos uno de ellos a Barcelona; no se lograban poner de acuerdo, porque todos querían ir; gritos entre ellos, discusión y por fin se sortearon el puesto como si se rifaran un ascenso; le tocó a uno de ellos, no recuerdo su nombre, que salió dando voces de contento y corrió a comunicarnos su buena suerte; afortunadamente ésta no le abandonó y no tuvo lugar en los aparatos que nos llevaron al puesto de honor y de sacrificio que nos deparó el destino. A las diez y media de la mañana, después de oír vivas y aplausos por las calles, en Mallorca el pueblo quería tanto a mi padre que aun hoy que está muerto le sigue recordando, llegamos al muelle medio solitario. Dos gasolineras y cinco aviones había en el agua; al pie de las primeras, en el Muelle, joven, alto, fuerte y robusto, un Oficial aviador de la Marina de Guerra, que reflejaba el dinamismo del Movimiento en su figura moza y hercúlea, nos esperaba. ¡Cuánto valiente ha caído! Era Martínez de Velasco al que ya conocíamos de Mahón y teníamos por nuestro. Saludó cuadrado, dio sus novedades manifestando que un aparato estaba estropeado y viendo que partíamos todos inmediatamente, se encaró con las clases de tropa que pilotaban cuatro de sus cinco aparatos y les dirigió un discursito breve y vibrante, comunicándoles que habían dejado de estar a las órdenes del Gobierno para estar a las de España, terminando por preguntarles si estaban o no a su lado. Había demasiadas pistolas a su alrededor para que los pilotos dijeran que no y todos afirmaron que sí; pero dos caras reflejaban, desde pequeño soy psicólogo, que el sí de sus labios era cierto y otras dos que decían que sí porque les faltaba valor para decir que no. Embarcamos; en el avión pilotado por Martínez de Velasco, mi padre, y en los otros tres el Comandante Lázaro, el Capitán aviador Casares, de la guarnición de Barcelona, y yo. A mí me tocó uno de los pilotos que dijeron que sí con la boca y que no con los ojos y como yo iba dispuesto a todo, al empezar a arrancar el aparato saqué de su funda mi Astra del nueve largo, la monté y dejándola en mi mano con el cañón hacia el piloto miré a éste que me devolvió la mirada, no dijo una palabra, pero entendió perfectamente y fue como un cordero. Precioso y emocionante el vuelo; rumbo a un peligro grande y cierto a través de un cielo puro y claro, que desde lo alto nos permitía apreciar la belleza de Mallorca primero, y después la del mar mientras mi cerebro funcionaba excitado, pensando que yo era evidentemente el único hombre civil que el día 19 de Julio surcaba el cielo en una escuadrilla al servicio de España, con rumbo a nuevas luchas, a peligros grandes y conocidos, sin más guía en mi afán que el amor a la Patria, el quijotismo español y el deseo de aventuras. Nos desviamos en nuestra ruta y fuimos a parar a Tarragona; desde el aire se veía la ciudad tan vacía y solitaria como un desierto; medía hora más de vuelo y estábamos sobre Barcelona. Sobrevolamos el puerto y dimos una vuelta primero y luego dos más sobre la población; yo he volado bastante, mas confieso sinceramente que no sé hacer grandes 28

observaciones sobre el aire, no obstante aprecié claramente barricadas en las calles, volábamos muy bajo, paisanos armados tras ellas y delante de un edificio de buen aspecto que tenía una bandera separatista en el tejado, también mucho paisanaje armado; unas banderas catalanas por otros tejados, alrededor de un edificio humareda blanca de disparos al parecer, y del Ejercito ni rastros. Os aseguro que el panorama era oscuro, más oscuro aún de lo que nos imaginábamos; tanto, que creí que no intentaríamos bajar y regresaríamos a Palma; mas no conocía aún bien el valor temerario, el espíritu de sacrificio, la fe en sí mismo y el concepto estricto del cumplimiento del deber de que era capaz el General Goded, mi padre. A la tercera vuelta, sin que nadie nos hubiera puesto en la Aeronáutica Naval la señal de bajada que era dos paineles en cruz, el hidroavión del General picó vertiginosamente hacia el agua y tras el suyo todos unánimemente. En los minutos que tardó mi aparato en saltar sobre las olas, pensé que si salía bien de aquella lucha recordaría siempre aquel amerizaje como la hombrada más grande de mi vida, y lo pensaba mientras apretaba fuerte mi pistola y me erguía de pie en el aparato dispuesto a usarla a la menor señal y a vender cara la vida, porque no sabía si me iban a recibir amigos o enemigos. ---oOo--La lucha de la España contra la anti-España en Barcelona, la tengo ya narrada en un artículo que más o menos completo se ha publicado en muchos periódicos e íntegro en “Domingo” y “Nueva España”; es en él mi descripción de la misma tan fría y desapasionada como cierta, y no deseo poner ni quitar a tal narración punto ni coma, porque cuanto en ella digo lo puedo sostener en cualquier parte y en todos los tonos. Así pues, para contaros lo que allí pasó a continuación inserto casi exactamente el artículo de referencia, que si bien es cierto carece de detalles, tiene la ventaja de que precisamente por la ausencia de éstos evito el incurrir en algún error involuntario; ya que yo no presencié todos los episodios allí acaecidos y constituye, pues, un reflejo exacto de la verdad histórica. Si no lo conocéis, leedlo a continuación. “En Barcelona, hasta nuestra llegada, y en una rápida visión de conjunto, lograda de una manera terminante en conversaciones que he tenido durante muchos meses con los militares que conmigo tomaron parte en el combate de aquel día en las calles, muchos de los cuales han muerto ya por España, sucedió lo siguiente: El plan del Ejército, concebido y desarrollado muy especialmente por el Capitán López Varela, ya que de los mandos de Barcelona se había prescindido por ser en su mayoría ineptos o contrarios al Movimiento, era conocido tan al detalle por el Gobierno separatista, que éste sabía incluso cuáles eran los itinerarios que habían de seguir las Unidades desde sus Cuarteles hasta los objetivos deseados; y al salir a la calle las fuerzas, en estos itinerarios tenía el Gobierno catalán colocadas emboscadas compuestas por Guardias de Asalto, Guardia Civil y elementos armados de la C.N.T. y la F.A.I., las cuales, al pasar ante ellas nuestras gentes, sin previo aviso abrían sobre las mismas fuego, destrozándolas y apoderándose de su material; así sucedió con la Batería que por la 29

Avenida de Icaria y al mando del propio López Varela, se dirigía a la Consejería de Gobernación; con el Regimiento de Santiago número 3 de Caballería, que fue despedazado en la Diagonal, y obligados, sus restos, a refugiarse en el Convento de los Carmelitas; con las Compañías de Infantería que al mando del Comandante López Amor se dirigían a la Plaza de Cataluña, y tuvieron que acogerse al Hotel Colón. Otras Unidades lograron cubrir sus objetivos, precisamente por no seguir estos mentados itinerarios, y así un Escuadrón de Caballería de Montesa número 4, al mando del Comandante Gibert, ocupa la Plaza de la Universidad, y es más tarde copado totalmente mediante una inicua traición del 19 Tercio de la Guardia Civil; y otro Escuadrón, también de Montesa número 4, al mando del Teniente Coronel Mejías, reforzado con una Batería mandada por el Capitán Sancho, ocupa la Plaza de España en la que permanece hasta las tres de la tarde, hora en que se retiró espontáneamente a su Cuartel. Además, una Compañía de Infantería, al mando del Capitán López Belda, logró llegar al edificio de la División, y en éste con el Capitán Lizcano de la Rosa y otros Oficiales, defenderlo; y otra Compañía de Ingenieros, al mando del Capitán Bruxes, llegó y defendió el edificio de Dependencias Militares. Dándose el paradójico caso de que en la misma División, hasta nuestra llegada, permanecía totalmente libre y dictando incluso órdenes contrarias al Movimiento, el ex-General Llano de la Encomienda, que no fue detenido por Burriel. He aquí el cuadro de Barcelona a nuestra presentación; el Ejército, cuyas mejores Unidades, al mando de sus más brillantes Oficiales, habían sido deshechas unas y rechazadas otras, se recluía y defendía en diversos edificios sin enlaces entre sí ni con sus Cuarteles, apartadas de toda relación con el exterior; al igual los Cuarteles, con las comunicaciones cortadas, asediados e incluso bombardeados por la Aviación; en la División, Burriel, adicto al Movimiento, se debatía solo sin saber qué partido tomar, y a la par Llano de la Encomienda, General rojo no detenido, daba órdenes contrarias a nuestro glorioso Movimiento, mientras un grupo de Oficiales valerosos, Lizcano de la Rosa, Valenzuela, Noailles, ¡Estáis todos presentes en mi corazón!, defendían, por su propia iniciativa, el edificio contra el fuego y el cañón enemigos. La F.A.I. y la C.N.T., en extravagante contubernio con la Guardia Civil y los Guardias de Asalto, atacaban por tierra los reductos nacionales, que eran batidos por el aire por la Aviación del Aeródromo del Prat. A nuestra llegada encontramos la Aeronáutica Naval vacía; la Oficialidad no se presenta, tan sólo dos marinos y tres Oficiales, Carrasco, Felipe Díaz y Lecuona, nos reciben levantando sus brazos y nos conducen en una gasolinera al muelle en el que nos esperan dos Oficiales de Caballería, uno de ellos cubierta la guerrera de roja sangre, Valenzuela y Noailles; protegiendo nuestro desembarco, una Sección de Ingenieros al mando de un Teniente, Ezpeleta, a cuya voz forma su fuerza y la marinería, que en aquel momento relevaba su guardia. Un coche, y en él, hostilizados por fuerte tiroteo, nos dirigimos a la División. Nos abren la puerta del edificio, penetramos y nos reciben con estentóreos vítores, creyendo que un hombre y un prestigio pueden hacer milagros que reserva para sí la Divinidad. Al llegar mi padre destituye y prende a Llano de la Encomienda, que cae en un sillón presa de un ataque de nervios; a sus nervios femeninos les debe su vida. 30

Comienza por enterarse de cuáles son las personas que en el edificio están a su lado y con lo que él representa, y ya puestas las cosas en sus términos, oído el General Burriel, el Coronel Moxo y los Capitanes Lizcano de la Rosa y Valenzuela y el Comandante de Estado Mayor Rubio, se forma su criterio y comprende que está solo con un puñado de valientes y unos cuantos padres de familia metidos a idealistas, y que el objetivo a cubrir inmediatamente es la conquista de la Consejería de Gobernación, donde reside la dirección y el nervio enemigo y que para ello tiene que procurarse una fuerza de la que carece, a fin de lograrlo y poder apoderarse después de la Ciudad al día siguiente. Rápido comienza a forjarse la fuerza que le falta; por radio, la Montjuich, ordena a Palma de Mallorca que aquella misma noche salga para Barcelona un barco con un Batallón de Infantería y una Batería del 15; llama seguidamente por teléfono al Teniente Coronel de un Regimiento que no nombro ni la Unidad ni el Jefe, porque este último aún está en peligro, y le ordena que con una Compañía se dirija al Cuartel del séptimo Ligero de Artillería para proteger la marcha de una Batería pesada, del diez con cinco, que quiere concentrar en la División para el asalto a Gobernación; el Teniente Coronel se cala su casco en la cabeza canosa y se lanza a la calle con su tropa. ¡Ojalá hubieran sabido todos cumplir igual con su deber de militares y españoles y hoy Barcelona sería nuestra, quizá! Después llama al séptimo Ligero y en el otro extremo del hilo responde el Comandante Fernández Unzúe; a éste le manda unirse a la Compañía de que acabamos de hablar y, protegido por ella, encaminarse a la División; quince minutos de lucha telefónica, pretexto tras pretexto, Unzúe se niega a colaborar; claramente se ve que cree el Movimiento perdido y no quiere exponer nada en un juego que conceptúa peligroso; se piden también por radio, refuerzos a Zaragoza y, mediante un automóvil, se enlaza con la Aeronáutica Naval para hacer que vuelen los hidroaviones y bombardeen la Generalidad y Gobernación, no se logra esto tampoco, pues también los de la Aeronáutica se niegan a jugar. Estamos, pues, solos, condenados ya al fracaso y con el único recurso de caer entre los escombros de la División en una resistencia desesperada y gloriosa. Así se comienza a hacer; Lizcano, con una ametralladora, hostiliza los cañones enemigos, causándoles gran número de bajas a sus sirvientes y a los tiradores que le rodean; por las ventanas se dispara a placer contra los rojos, que caen en abundancia; y mientras, en los pisos superiores, a las órdenes de Goded, un grupo de un par de Jefes y varios Oficiales dirigen la defensa; en el piso inferior, otro grupo más numeroso, mal aconsejado por el Teniente Coronel San Félix, de Estado Mayor, decide, juntamente con el General Burriel, no empeñarse en una lucha que ellos califican de estéril derramamiento de sangre y rendirse. Sin consultarnos Burriel conferencia telefónicamente con el traidor General Araguren, le comunica sus propósitos y le ruega que mande fuerzas de la Guardia Civil para hacerse cargo de la División y proteger sus vidas contra la masa desbordada. En un descanso del fuego, paseaba yo con mi padre por una galería de la División, oscurecida por el humo de los cañonazos, cuando se nos aproxima un grupo de tres hombres; lo forman el General Burriel, el Teniente Coronel San Félix, y un Capitán para mí desconocido; se acercan a mi padre, repito, y limpia y llanamente le informan de que, por su propia cuenta, han rendido la División al enemigo, que le 31

abandonan, pues, y que al prestigio de su nombre no le dejan ni la gloria suprema de morir luchando; Goded se revuelve contra ellos, les habla, les injuria y ante la imposibilidad de hacerles volver de su acuerdo, les dice, como frase final: “Bien, si ustedes me abandonan, no me queda más recurso que pegarme un tiro!, y los tres, como con un acuerdo subconsciente, reaccionan de igual forma ante la frase, bajando la cabeza, no contestando, y dando media vuelta se marchan; sin comentarios. Goded entonces trata de suicidarse; el último grupo leal se lo impide, arrancándole de las manos una y otra pistola, luchando con él a brazo partido; y en esta lucha, para mí horrible, transcurre media hora y se abren, por manos que ya habían dejado de ser heroicas, las puertas de la División, en la que entraron los rojos a las seis y media de la tarde, haciéndonos a todos prisioneros, matando a algunos, intentando asesinarnos a casi todos y guardándonos a la mayoría para sus saturnales sangrientas de los fusilamientos. Mientras esto pasaba dentro de la División, fuera los diferentes cuarteles y las fuerzas refugiadas en diferentes edificios, se habían ido rindiendo por su propio acuerdo y sin consultar al mando, sólo mediante discusión del problema de rendirse o resistir hasta morir, exclusivamente celebrada entre los elementos que existían en cada cuartel o reducto; rindiéronse, repito, todos ellos antes de las cinco de la tarde, y consiguientemente hora y media antes que la División, que, como dejamos dicho, cayó a las seis y media de la tarde. Sólo resistieron hasta la mañana siguiente, el edificio de Dependencias Militares y el Convento de los Carmelitas. Esta es, escueta, dura y totalmente desapasionada, tan fría, que no contiene ni comentarios, ni literatura, LA VERDAD de lo acaecido en Barcelona el día 19 de Julio de 1936. Conviene que se sepa, para que cada cual forme su juicio particular y para que no forje cada persona interesada un cuento de hadas a su propia conveniencia; yo, que carezco de ellas, porque todo lo poseo y nada de nadie necesito, puedo darla sin pasión. El Ejército inició el Movimiento Nacional valerosamente; la flor de su Oficialidad se lanzó a la calle aquella madrugada y sacrificó su bienestar y su vida por la Patria. El General Goded, cumpliendo su palabra y guiado por sus altos ideales, llega a las doce y media de la mañana, lo intenta todo por lograr un triunfo de nuestras armas; pero ante el hecho de que lo mejor de nuestras tropas había sido destrozado, tiene que forjarse su espada de batalla con elementos menos puros y heroicos; éstos le fallan, le desamparan a él y a España y, por último, le abandonan; dejándole tan sólo la gloria de un martirio y la suprema satisfacción de derramar su sangre por y para España y por y para su personal honor y nombradía. ---oOo--Me diréis que la narración que dejo copiada tiene el inconveniente de no deciros lo que hice yo personalmente en esta segunda lucha nuestra del día 19 de Julio; por ello, aunque no soy amigo de hablar de mi persona más que de pasada, comprendiendo una curiosidad lógica, voy a contar brevemente mis impresiones personales y hechos de aquel día.

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Ya en la División, nos encaminamos al despacho del Coronel Moxó, en el que estaba, sorpresa grande fue para nosotros, Llano de la Encomienda suelto y tranquilo. Una vez que acaeció la escena violenta en que fue detenido y en la que salvó la vida gracias a que se desmayó al ver las pistolas ante sus ojos y a su hijo que, colocado ante su padre, nos pedía su vida calificándolo de loco y mal español, y después que bajó custodiado por el Comandante Lázaro, a quien mi padre confió la misión de no perderle de vista, al piso inferior; me acerqué yo al autor de mis días y le propuse irme a buscarle de nuevo, a Llano de la Encomienda me refiero, y a solas y sin escándalo, enviarle dulcemente al Infierno, de donde no debió salir, para que si no vencíamos, cuando menos no viera y gozara nuestro fin; y mi padre, más misericordioso o menos cruel, me dijo que no con la cabeza. Presencié la reunión de Jefes apoyado en una ventana al lado de la mesa de mi padre, mientras un tirador enemigo me tomaba por blanco y hacía con sus balas saltar chispas de los alambres de la electricidad, prendidos en la fachada a mi altura: Oí cuanto se habló allí y por el teléfono con unos y otros, y cada vez comprendía mejor que mis impresiones habían sido acertadas y teníamos perdida la vida. En esto y ante las vacilaciones y negativas que a nuestras órdenes oponía la Aeronáutica Naval, mi padre me encargó que con un coche me encaminara a ella personalmente para ordenar perentoriamente en su nombre que volaran sobre Gerona, arrojando a la Guarnición órdenes suyas mandándola avanzar en bloque sobre Barcelona, y también que otro aparato se dirigiera a Mallorca a reiterar la orden, ya dada por la radio de Montjuich, de que enviaran a Barcelona un barco con tropa y una Batería del 15; tratando con mi presencia y en su nombre de impulsarlos a cumplimentarlas. Cogí un coche y con su chófer y un Oficial de Marina, adicto al Movimiento, que con algunos otros hizo lo que pudo y le dejaron sus compañeros, y que no nombro porque lo mismo los buenos, que los medianos, menos un par de ellos, todos los Oficiales de la Aeronáutica siguen presos de los rojos, me encaminé a ella. ¡Hasta con ametralladora nos hostilizaron por el camino! Llegó el coche con el deposito de esencia cosido a balazos y lo llevaron a un taller para repararle los boquetes indispensables, en media hora, a fin de que pudiéramos volver en él a la División. La marinería y las clases que eran ya las dueñas de la Aeronáutica, lo que en parte disculpa a la Oficialidad, no me permitieron siquiera entrar en ella y penetró solo el Oficial incógnito a transmitir las órdenes que fueron contestadas pronta y negativamente. Mientras me arreglaban el automóvil me quedé en una explanada, delante de la entrada, y a los pocos momentos un “paco” de tantos me tomaba por blanco; en un espacio de cinco minutos, malo era tirando afortunadamente para mí, me hizo tres disparos que aguanté a pie firme, sin hacer un movimiento, aunque pasaban peligrosamente cerca, porque la marinería, protegida por sacos y toneles, me estaba contemplando; antes de que me hicieran un cuarto disparo, de detrás de un cobertizo salió un Oficial de Marina, antiguo amigo de Africa, quien evidentemente contempló, como los demás, el tiro al blanco que conmigo estaban haciendo y me invitó a refugiarme con él detrás del porche, lo que agradecido y pausadamente hice. Al poco rato el coche estaba listo y arreglado; dos Oficiales de la Marina se empeñaban en volver conmigo a la División, evidentemente les llevaba allá su propio espíritu y honor; intenté convencerles de que no lo hicieran puesto que no iban a servir para nada, y allá, en aquellos momentos, sólo se iba a morir; se empeñaron, no obstante 33

mis reflexiones, en acompañarme y salimos con el coche. De las casas del camino y los barcos del muelle nos venia una nube de disparos; cerca ya de la División, una bomba de mano, tirada desde una casa, nos voló íntegro el parabrisas, dejándonos ilesos milagrosamente y en los tres o cuatro minutos que tardaron en abrirnos la puerta del edificio, nos dejaron el coche hecho una criba y nos hirieron al chófer. Como he dicho antes, a aquellas alturas no había más que hacer en la División que morir procurando hacer el mayor daño posible. Paulatinamente nos habíamos ido quedando solos unos cuantos; en aquellos dos pisos superiores sólo estábamos, aparte mi padre y yo, el Coronel Moxó, Lizcano de la Rosa, Valenzuela y Noaílles con veinte o treinta hombres, y de la planta baja partían las descargas de los hombres del Capitán López Belda. Los ratos que no hice compañía a mi padre, que paseaba por el pasillo o galería hablando con unos o con otros, me dediqué a tomar parte activa en el combate; un mosquetón y un montón de cartuchos me sirvieron para el caso. Parapetado en una ventana, observaba a los rojos que se acercaban por entre los almacenes del muelle y los vagones de mercancías, para pegarse a una tapia baja, coronada por una verja que había enfrente; y cuando asomaban la cabeza para disparar a la División, mi posición dominante me permitía verles casi medio cuerpo y disparando sobre ellos desde unos treinta o cuarenta metros, hacer blanco casi siempre; recuerdo perfectamente que de pronto, entre el hueco de dos vagones y muy cercano, vi el uniforme y el tricornio de un Guardia Civil, digo mal, de un traidor que vestía el uniforme de la Guardia Civil; mi encono hacia él, que debía estar luchando a mi lado y venía a hostilizarnos, me hizo darle la preferencia; indudablemente estaba distraído hablando con alguien; cuidadosamente le apunté apoyando el fusil en la baranda e hice fuego. Le vi caer y en el suelo sus piernas se agitaban espasmódicamente; aquél, cuando menos, ya no pudo más tarde llevarnos detenidos, vigilarnos cual si fuéramos facinerosos y conducirnos como reses cuando nos iban a asesinar. Después, acompañado de Noaílles, me subí con Lízcano a una ventana del último piso, donde éste tenía emplazada una ametralladora con la que, ráfaga tras ráfaga, se diezmaba a los rojos que disparaban contra nosotros dos piezas de artillería desde una barricada; tableteaba la máquina y materialmente los segaba; pero eran tantos, que caídos unos se ponían otros en las piezas, y entre ráfaga y ráfaga nuestra nos enviaban ellos sus cañonazos, que hacían temblar el edificio. El acaso hizo que estuviera junto a mi padre en el momento en que le comunicaban que la mayoría, sin contar con él, se había rendido. Pasada la escena violentísima, nos quedamos solos y apartados reflexionando sobre lo sucedido y sobre lo porvenir. Rompió el silencio mi padre diciéndome que había llegado la hora de pegarse un tiro; asentí, levanté mi “Astra” hasta mi sien y la bajé porque se me vino al cerebro la idea de la eterna condenación. A dos pasos de mí se paró papá; sacó del bolsillo una “Star” y colocándosela con el cañón oblicuo hacia el cráneo, al final de la barba, junto al cuello, apretó el gatillo mientras yo le miraba con los ojos desorbitados, pero dejándole cumplir su deseo de General que se resistía a ser vencido; falló la munición, que oí distintamente el “clac” seco del percutor sobre el pistón, y antes de que tuviera tiempo de volver a montar el arma, un grupo cercano en el que estaban Valenzuela, Noailles, un Sargento y varios soldados, se precipitaron sobre él y lo desarmaron. Forcejeó mi padre, 34

más bien luchó con ellos, y viéndome de pronto a mí, quieto a su lado con mi arma empuñada, me gritó: “¡Dame tu pistola!”. No lo dudé, se la tendí, se la volvieron a quitar luchando como leones aquellos dos Oficiales y aquel Sargento adictos hasta el fin a su General; y como mi padre me pidiera a gritos que le ayudara, yo frenético, buscaba arma tras arma e intentaba dárselas o arrojárselas por encima de las cabezas de los que luchando nos separaban, sin preocuparme siquiera de los golpes que el Sargento, furioso, me daba; recuerdo que me gritaba: “¡Está usted loco!”. “¡Este hombre aún ha de servir mucho a España!”. El que estaba loco era el buen Sargento. Llegó un momento en que ya no pude más; papá llamaba a gritos a Lázaro para que viniese a ayudarle también, y yo, materialmente enloquecido, bajé corriendo las escaleras en busca de Lázaro que estaba en el piso inferior, y que a las voces de mi Padre subía lentamente las escaleras; al encontrarlo le balbucí: “Sube, mi Padre te llama”, y seguí corriendo hasta el patio central donde la escalera terminaba; ya en él, inconsciente, casi loco, con un caos en el cerebro, cerré los ojos... y lloré. Aún quedaban entonces lágrimas en estos ojos míos, hoy tan secos. No sé el tiempo que pasó, calculo que diez minutos, pero recuerdo que de pronto vi abiertas las puertas de la División y entrar por ellas, arrolladora, una turba que daba horror; cuarenta o cincuenta hienas entraron aullando, armadas hasta los dientes, en mangas de camisa o con mono, con rojos pañuelos en sus cuellos sudorosos y sucios como su alma y con un afán exterminador que se apreciaba en todo su aspecto; en sus caras de hampones, en sus bocas abiertas y vociferantes, en sus manazas crispadas sobre las armas se adivinaba su afán asesino. La hez de Barcelona, la escoria de la sociedad, triunfante, enloquecida, insana, feroz en su victoria; ciegos ilusos los que a ellos se rindieron y a ellos nos entregaron sin comprender que aquellos monstruos forzosamente tenían que acabar con todos. Entraron como terminaran, blasfemando, matando por el placer de ver correr sangre, y a tres metros de mí dieron rápido y horrible fin a dos Guardias de Asalto que se habían unido a nosotros. Al verlos se me olvidó todo, se calmó hasta mi excitación, me quedé tan frío como la muerte que me estaba acariciando con sus alas enlutadas; tenía en mi mano un mosquetón, evidentemente la última arma que quise darle a mi padre, y ni se me ocurrió utilizarlo. Al verme con mi pantalón de seda blanca, mi camisa azul y mi americana gris, fijaron su atención en mí los mismos asesinos de los guardias y se precipitaron sobre su nueva presa. “¿Tú quién eres?”, me preguntaron; se lo dije con todas sus letras y algunas más, pues tocaba en aquel momento morir y era menester hacerlo con decencia: “Soy el hijo del General Goded”, les informé con voz seca y mirándoles; no me dieron tiempo a decir más, me empujaron, rugiendo injurias, hasta la pared del patio y los tres me apuntaron con sus armas, a cada lado un fusil de repetición y una pistola grande y negra en el centro del grupo; en insultarme y comunicarme que me iban a “hacer cachos” se les pasaron unos minutos y dieron lugar, mi hora de morir no había sonado aún en el reloj de la Providencia, a que entraran en la División los de Asalto que en el primer instante habían sido arrollados por aquellas fieras. Viendo indudablemente algunos de ellos, un Teniente y un guardia, el cuadro que estábamos representando y que no necesitaba explicaciones para ser comprendido, se precipitaron a evitar el asesinato; apartaron violentamente a dos de ellos, al de la derecha y al de la izquierda, y golpearon la mano del tercer asesino, que 35

viendo le arrebataban la presa disparaba ya sobre mi cuerpo su pistola, la que gracias a aquel golpe salvador sólo me hirió levemente la pierna derecha. Para que perdiesen mi rastro, el Teniente me mezcló con los soldados detenidos y luego, sabiendo ya quién era yo, me sacó de la División a su lado, como si fuera uno de los suyos. La calle, afirmo que asustaba, ¡qué de canalla suelta y armada! Junto al tricornio de un ex Guardia Civil y al traje azul de un Guardia de Asalto, los pañuelos rojos, los pechos vellosos al aire o los monos azules también de los hampones del Barrio Chino; mezclados con ellos en actitud provocativa, mujerzuelas desmelenadas con casco de acero, fusil en la mano y cartucheras en la cintura, gritos y polvo; pero sobre todo armas, armas por todas partes y precisamente en las manos de aquellos a los que la sociedad se las niega y les persigue por tenerlas; por el suelo las carroñas aún sin recoger de los rojos muertos. Pasamos entre ellos y a mi izquierda dejé la barricada enemiga con sus dos cañones ya silenciosos y tras ella muchos, muchos de aquellos salvajes, que ya no harían más mal sobre la tierra y de los que aquél día habíamos librado a España con el fuego de nuestras armas, que si bien fueron vencidas, no obstante supieron ser utilizadas. Vi aquellos muertos amarillear en macabras posiciones con satisfacción; sus vidas por la mía; presentía próxima mi muerte en aquel instante y mis instintos de hombre se alegraban de que, cuando menos, todos aquellos bandoleros fuesen el precio de mi sangre. Me condujo el Teniente aquel a Consejería de Gobernación y allí me entregó a un Guardia Civil; tuvo la delicadeza de no querer lucir su presa, que por aquel entonces y para los rojos tenía algún valor, y al entregarla se marchó. España, ¡qué ironía de apellido de un separatista!, el Consejero de Gobernación de la Generalidad, vino a verme y me saludó atento, yo correspondí correcto a su saludo, y él encargó que me llevaran con los demás detenidos a un local grande, interior, con unas mesas y unos bancos; allí me reuní con varios Oficiales de Artillería que ni me miraron; ni yo a ellos por cierto, pues me dirigí derecho a una jarra de agua helada que había sobre una mesa de pino y bebí hasta saciarme por llevar muchas horas sin probarla. Al fin, uno de ellos, al yo inquirir con la guardia que nos vigilaba qué le había sucedido a mi padre y rogarles que me procuraran noticias de él, se enteró de quién era yo, se llamaba el Capitán Cunel y salió del “Uruguay” para irse con los rojos al frente, allá está bien entre los de su condición y no entre nosotros que sabíamos vivir, luchar y morir con honra y dignidad, me dijo: “¿Usted es hijo de Goded? Pues en buen fregado nos ha metido su Papá”. Le miré y le desprecié, no merecía ni la bofetada, ni el honor de la contestación, era un lobo en el rebaño y uno de tantos que del árbol caído se apresuraba a hacer leña y que no se hubiera atrevido a esgrimir el hacha contra él, de haber estado en pie. Llegaron más presos, entre ellos Lizcano y otros de la División, que nos abrazamos al volvernos a ver, y cuando por fin el secretario de España me vino a comunicar que mi padre estaba detenido, pero sano, en la Generalidad, descansé de la preocupación que me agobiaba de que le hubieran arrastrado, y tumbándome rendido cuan largo era sobre el suelo de cemento, me dormí tranquilamente como si no danzara en mi derredor la muerte, ni sonara un solo tiro en Barcelona, que sonaban a cientos. ---oOo--36

Yo sé bien que el pueblo español llora la memoria del General Goded, lo voy palpando diariamente por España, donde en mi camino encuentro a diario la flor exquisita de ese recuerdo y del máximo homenaje a su memoria; pero sé también, no puede evitarse que en una Nación de caballeros existan algunos con sólo la apariencia de tales, que no falta el que le envidió en vida y hoy, que no le teme ya, se atreve con su recuerdo, y el que hace lo mismo para tratar de cobrarse el castigo que su ineptitud o sus faltas merecieron, y para evitar que la baba de esta espúrea minoría pretenda, sin lograrlo estoy seguro, descarriar a la inmensa mayoría en el póstumo homenaje que le rinde, voy a tocar antes de terminar de narrar las jornadas de aquel 19 de Julio, la causa cierta de que el General Goded hablase por la radio de la Generalidad, diciendo como siempre la verdad, con tanto más motivo al decirla, cuanto que no hay en lo que voy a narrar nada a ocultar o tergiversar, esa verdad que ya conocen hoy los españoles y que aceptaron desde que la supieron como se acepta la existencia de Dios; por la sencilla razón de saber todos a ciencia cierta que en aquel hombre, tan fuerte, no se podían producir debilidades. Prisionero ya y en la Generalidad mi padre, pretendía Companys que hablase por la radio aconsejando la rendición para evitar derramamiento de sangre, yo no sé por qué todos los cobardes temen este derramamiento cuando es precisamente la sangre el agua que lava las manchas y las faltas de los pueblos; mas todas sus instancias y requerimientos se quebraban contra la voluntad decidida de Goded, de no dar tal paso, ni aconsejar de ninguna manera tal medida. Hablando conmigo mi padre en su última hora, me decía que cuando más decidido estaba a no hablar de ninguna manera por la radio, se le vino a la memoria, de pronto, que había ordenado a Mallorca saliera aquella noche, con una Batería del quince y un batallón, un barco de refuerzos hacía Barcelona. Aquellos hombres que tenían orden suya, me decía, de cumplir por encima de todo cuanto les mandara y en estos términos estaban comprometidos con él a hacerlo, iban a comparecer a la madrugada en la ya roja Barcelona, y serían hombres y material preso de la turba; con el resultado, aún más peligroso, de quedarse Mallorca sin una Unidad entera y por ende sin su única Batería rodada del quince, elementos que perdida para el Movimiento la costa del Mediterráneo, iban a serle imprescindibles para su defensa y garantía, “y entonces pensé en comunicarles la revocación de mis órdenes por el único procedimiento a mi alcance, decía, por aquella misma radio que me brindaban”. Y habló efectivamente; pero medidas las palabras dirigidas a los que desde las Islas escuchaban ansiosos, y en términos tales que no aconsejaban una rendición que no deseaba y en cambio sirvieran de aviso exacto en Palma para no cumplir sus órdenes. Dijo así textualmente, cualquiera que le oyera puede adverarme, “La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero, por tanto desligo de su compromiso conmigo a aquellos que me seguían”. “Prisionero”, no rendido; “Compromiso conmigo”, no compromiso con la Patria o sea de la obligación de obedecerle a ciegas. El que se rindiera fue porque quiso y contra la voluntad del General; ello aparte de que, como tengo dicho y todo el mundo sabe, la División cayó a las seis y media de la tarde y a estas horas nos hicieron prisioneros, y ya a las cinco, y si me apuráis lo más tarde de cinco y media a seis, todos 37

los cuarteles y fuerzas de Barcelona, por su propio acuerdo y sin contar con él para nada se habían entregado al enemigo. Quede, pues, sentado, que ni mi padre quiso rendir Barcelona, ni la rindió; ni se rindió; y que si por la radio habló fue guiado por su noble deseo de garantizar Mallorca, a la que sin ser nacido en ella amaba, contra la barbarie roja. Conste, también, que no son estas líneas justificación de una conducta que no necesita de justificaciones, sino simple explicación verídica de un hecho concreto. ---oOo--No quiero terminar estos episodios del día 19 de Julio de 1936 en Barcelona, sin dedicarle un emocionado recuerdo al 19 Tercio de la Guardia Civil. No creáis que la palabra emocionado es un sarcasmo. ¡No! es una realidad; yo, en el curso de mi vida, había tenido siempre devota admiración por el Benemérito Instituto. Lo había considerado como la representación sensible y visible del orden y del Código Penal, y además egoístamente, como una colectividad armada que en el momento preciso, sería una fuerza enorme a nuestro lado al servicio de la causa de Dios y de la Patria. Por esto precisamente es emocionado mi recuerdo; porque esperando que llegada la hora mi chaqueta de hombre civil lucharía teniendo a su derecha un uniforme militar y a su izquierda otro grisáceo, coronado por un charolado tricornio; cuando la hora de la verdad llegó, vio que los tiros de su mosquetón los tenía que dirigir contra aquellos tricornios en que confiaba, y sufrí entonces la misma dolorosa emoción que debe sufrir un hijo, que devoto de su madre, a la que considera la representación de la pureza, en un momento de vértigo, descubre que la que le dio el ser es una prostituta vulgar. Antes de seguir adelante quiero hacer constar que aquí me refiero a lo que se llamaba el 19 Tercio de la Guardia Civil; más claro, que no abarco al Instituto entero en lo que, en definitiva, ha de ser crítica durísima de uno de sus Tercios. Ni lo abarco entero ni lo puedo abarcar, porque en pura justicia yo no he de mezclar aquí como iguales dos extremos , uno de deshonra y otros de sacrificio, que se han producido dentro de la Benemérita. El conglomerado de cobardes y traidores que el 19 de Julio se nos puso enfrente en Barcelona, no tiene términos hábiles de comparación con aquellos otros guardias de espíritu numantino, que defendieron meses y meses la Ermita de Santa María de la Cabeza, ni con los otros que a las órdenes de Aranda y de Moscardó ayudáronles a estos Generales a defender Oviedo y el Alcázar de Toledo; ni con aquellos doce guardias ignorados que a las órdenes de un sargento, defendieron solos durante veinticuatro horas, contra toda una columna roja, el pueblo de Calaceite, y que vencidos y arrollados por la fuerza numérica, vieron arder vivo ante sus ojos a su Sargento, se libraron milagrosamente de correr la misma suerte y fueron condenados e indultados sucesivamente hasta tres veces seguidas, y que yo dejé encarcelados, siempre españoles, siempre serenos, siempre correctos... siempre Guardias Civiles. Me refiero, repito y entiéndase bien, sólo al 19 Tercio y aún dentro de éste hay que hacer, en conciencia, algunas excepciones que no voy a dejar para después; vamos a ellas lo primero. Son éstas el Capitán Pin con su Teniente Piris y los también Tenientes entonces Gonzalo Fernández, Eduardo Recas y Araujo. Estos Oficiales adictos al Movimiento y conscientes de su deber, al encontrarse del otro lado de la barricada de aquel en que 38

tenían su conciencia, no hicieron acto alguno de hostilidad contra el Ejército; más aún, colaboraron con él como buenamente pudieron y cuando vieron ya el caos como dueño de Barcelona, salvaron las vidas de adheridos a la Causa que estuvo a su alcance y terminaron por venir a hacernos compañía al “Uruguay” con poquísimos días de diferencia, o por esconderse, como mejor pudieron, antes que prestar sus servicios al marxismo. Junto a éstos hay cinco o seis Oficiales más, cuyos nombres exactamente desconozco o no recuerdo, pero que algo he oído hablar en su favor y que creo fueron decentes en su actuación. Respecto a números, es decir simples soldados y clases, habrá en junto un par de centenares de ellos que hicieron lo que pudieron por el Movimiento y por sus mártires después. Y hablo de los números y de las clases, porque en mi criterio tan responsables de lo sucedido son los unos como los otros, o sea los soldados como sus Jefes de cualquier graduación; primero, porque son los Guardias soldados veteranos y formados, y de una cultura y sentido de su deber más desarrollados y claros que los de la generalidad de las tropas, y segundo, porque para mí en ocasión tan única como aquella, no admito la excusa cómoda de la obediencia debida, pues lindando con el bienestar de la Patria esta obediencia, cuando el mando es débil o traidor, se cambia revolucionariamente por la obligada desobediencia para el cumplimiento del deber y si no válgame de buena prueba, el que fue un simple Guardia Civil el que decidió en Pamplona la actitud del Instituto ante el Movimiento Salvador. De Jefes del 19 Tercio uno solo supo cuál era su deber que caballeroso y recto cumplió sin vacilar. El Comandante don Agustín Recas. Estaba comprometido, como los demás, en el Movimiento, siendo ardiente partidario de él y cuando al producirse éste se verificó una reunión de Jefes y Oficiales para tratar de la actitud a adoptar ante él, y en ella, unos por idea extremista, los menos; otros por creer que el Movimiento se perdía e interesarles más su sueldo que su conciencia; otros por cobardía, y otros, en fin, por simple falta de decisión, la mayoría acordó cumplir las órdenes de sus Jefes superiores y atacar lo que estaban comprometidos a defender; Recas, disconforme con la actitud adoptada, manifestó su propósito de sumarse al Ejército, y serenamente, suavemente como lo hacia él todo, tomó una camioneta y con veinte números en ella la suerte le llevó con los destrozados restos del Regimiento de Caballería de Santiago número 3, a defender el sitiado Convento de los Carmelitas. Allá estuvo sitiado y combatiendo hasta la mañana del día 20 de Julio y cuando al ser vencidos la horda asesinó, en presencia de aquellos Guardias Civiles que ya habían dejado de serlo y en presencia de su propio Coronel Escobar, a toda la Oficialidad del Ejército; su uniforme le salvó del linchamiento, pues lo tomaron por un traidor más, y fue conducido al “Uruguay”. De él salió, como más adelante contaré, una noche de septiembre, conducido por la F.A.I. en una canoa, tranquilo y sosegado hacia una suerte que algunos creen desconocida aún y que yo doy por seguro fue la muerte por el procedimiento del “paseo”. Este era un Jefe de la Guardia Civil. Este fue el exponente del concepto del deber que salvó el honor del Instituto en la deshonra de su Tercio. Algunos hoy quieren achacar a Recas falta de decisión en aquella reunión primera, para imponerse y obligar al 19 Tercio a sumarse al Ejército. Pero yo digo a todos, aunque quizás por defender un glorioso muerto me indisponga con los vivos, que si bien puede ser cierto que le faltara este detalle, bien 39

pudiera ser también que viera tan entregada, tan ayuna de instintos arrogantes y de espiritualidad aquella colectividad, que creyera inútil molestarse en intentar prender el fuego santo en aquella madera verde y mojada y considerara que lo único que le quedaba por hacer, en su asco a los demás, era cumplir él con su deber de español y caballero. Respetémosle, pues, como lo que es, como un héroe de la Patria, y no manchen el sudario de honor y de hidalguía con e que ha bajado envuelto a la madre tierra, los que no fueron capaces de imitar su gesto de espartano. Quedan hechas las excepciones; unas con sus nombres, otras con la conciencia, pues que desconozco los hechos y los nombres de una manera concreta, y ahora paso a decir lo que hizo y lo que llegó a ser el 19 Tercio de la Guardia Nacional Republicana; porque, naturalmente, hasta los mismos rojos les hicieron la justicia de quitarles el nombre de Guardia Civil. El 19 Tercio, quitando a sus grados superiores que por perversos no habían sido ni avisados de la existencia del Alzamiento, de Comandante para abajo, éstos inclusive, estaba comprometida toda la Oficialidad y con objetivos determinados a llenar dentro del golpe inicial; muchos de ellos, incluso habían puesto su firma en un documento por el que se comprometían a alzarse juntamente con el Ejército. El 19 de Julio no sólo no llenaron sus misiones respectivas, ni armaron a los elementos de orden, sino que a los paisanos que se presentaron en sus cuarteles a este objeto los arrojaron de los mismos, entregaron armas a los rojos, y por último, comenzado el Movimiento, esperaron, con poco ejemplar prudencia, a notar hacia qué lado se vencía la balanza, y visto que localmente triunfaba la plebe comunista, se unieron a ella y atacaron al Ejército como vulgares facinerosos. Tan vulgares, tan bajos, tan rastreros, que llegaron a realizar la traición repugnante que paso a narrar. Ya tengo dicho que de la Plaza de la Universidad se había apoderado completamente, por azar de la fortuna y competencia de su Jefe, un Escuadrón de Caballería del Regimiento de Montesa número 4, reforzado por elementos tradicionalistas y al mando del Comandante don Luis Gibert, del Capitán Samaniego y los Tenientes Pacini y Flores, además de un grupo de Oficiales y Brigadas de Complemento de los que sólo he de nombrar, por evitarles posibles riesgos a aquellos cuyos nombres silencio, al espléndido mozo que en vida se llamó Fernando Vidal Rivas y al inconmensurable José Batlló, que hoy anda haciendo de las suyas por la España Nacional. Entre todos ocuparon la plaza poniendo en fuga a una Compañía de Asalto que allí estaba auxiliada por fuerte grupo de bandidos armados, y allí estarían aún si no hubiera sucedido lo que sucedió. Fue esto que por una calle, cuyo nombre no recuerdo pues salvo sus cárceles no conozco bien Barcelona, que precisamente estaba enfilada por una ametralladora servida por un Brigada de Complemento con el que he hablado largos meses, de sobrenombre el “Macareno”, y requeté de casta compareció de pronto a lo lejos todo el 19 Tercio con su Coronel, Escobar, a la cabeza. Avisaron rápidamente a Gibert; acudió éste presto y vio avanzar al Tercio, me lo han contado él mismo y sus Oficiales en el “Uruguay” antes de que los asesinaran, con los fusiles colgados al hombro, sacando pañuelos blancos, enseña de Paz, tremolándolos al aire y dando estentóreos vivas a España. El Brigada, desconfiado de suyo, desde el sillín de la ametralladora preguntó: “Mi Comandante, ¿tiramos?” y Gibert, engañado por la actitud 40

y las voces de aquella fuerza, le dijo: “Estás loco, muchacho; ¿no ves que vienen a sumarse a nosotros?. Los dejaron acercarse y pasar aquella ametralladora que los hubiera barrido impidiéndoles el acceso a la plaza; y ya entre la tropa, confraternizando con ella, teniendo arropados a los Oficiales, creyeron aquellos indignos guardias llegada la hora de desenmascararse. Se dirigió Escobar a Gibert, y éste respetuosamente le dio las novedades que el otro acogió correcto. “¿Qué hace usted aquí, Comandante, con esta fuerza?, dice Escobar; el Comandante le explica las medidas que ha tomado, que son escuchadas cachazudamente; entonces Escobar manifiesta que no le han entendido la pregunta, que lo que desea saber es por orden de quién y por qué está allí aquella tropa; a lo que Gibert le responde que por orden de su Coronel y por el Movimiento Salvador. Esta contestación origina otra pregunta aún de Escobar, ya clara y categórica: “¿Entonces, usted es un rebelde?” y el pobre Gibert, sorprendido y asustado al abrírsele los ojos a la verdad de la traición, dice dudoso: “¡Claro!... Sí”. No median más palabras; lo sujetan, lo desarman y simultáneamente, con sólo unos cuantos disparos de ya inútil resistencia que pudieron hacer los caballeros sorprendidos, se prende a la Oficialidad y a la tropa sin posible defensa por su parte. Las armas en aquella lucha local no hubieran servido para dominar a aquellos hombres; pero allí estaba para casos difíciles la astucia granujienta del 19 Tercio, que traidor una vez no le importaba ya serlo todas las que le pareciera necesario y conveniente. No quiero hacer comentarios sobre este hecho, ni molestarme en sembrar adjetivos calificativos sobre los que lo realizaron; júzgalos tú pueblo Español Nacional-Sindicalista y que los juzgue la Historia y la posteridad. ¡Ah! ¡Pues esto no fue nada! ¿Vosotros habéis visto alguna vez el cadáver de un cretino vicioso y enfermo? Se descompone en poquísimas horas; se hincha, se pone verde y azul y amarillo; hiede a pus desde diez metros y da náuseas verlo y olerlo hasta al estómago más fuerte. Pues esto le pasó al famoso 19 Tercio a las cuarenta y ocho horas; si resucita el Duque de Ahumada, al verlos, se suicida. Destocadas las cabezas o con el tricornio en el cogote, desabrochadas las guerreras, al cuello pañuelos rojos, insignias comunistas o anarquistas sobre el pecho, ademanes de chulos baratos para todo y el puño en alto y la blasfemia en los labios a cada paso. Los paquetes de comida que cuando estábamos presos nos enviaban familiares y amigos al “Uruguay”, los despojaban en unión de los marineros de la F.A.I. de todo lo que les resultaba apetecible; nos perseguían más sañudamente que los propios anarquistas; llamaban a los Oficiales presos “pistoleros de uniforme”; eran los que sacaban los condenados a muerte de madrugada para llevarlos ante el populacho que los había de asesinar, contemplando estoicos las salvajadas que con aquéllos mártires hacían; eran los que permitían que la F.A.I. se llevase, porque le parecía oportuno, entre Generales, Jefes y Oficiales once presos para darles el clásico “paseo”, diciendo al verlo que “iban a cobrar su paga” y eran, en fin, tales, que os aseguro que muchos respiramos cuando trasladados del “Uruguay” al Castillo de Montjuich, en lugar de Guardias Nacional-Republicanos, antes 19 Tercio, nos guardaban milicianos rojos; porque ¡asombrarse! ¡esto lo dice todo! sentíamos, en lo que cabía, más defendida nuestra vida por aquellos milicianos de Esquerra y de Estat Catalá, que por los encenagados Guardias.

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INTERMEDIO DE SANGRE Y DE GLORIA

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El 18 de Octubre de 1920, en la Capital de España, una familia esperaba el nacimiento de uno más con quien compartir el pan, las alegrías y los dolores. El hijo único, hasta entonces, de la casa, tenía doce años y esperaba la llegada de su hermanito como se espera un juguete mucho tiempo deseado. El parto era lento, la noche avanzaba y el niño no llegaba de París; convencieron al hermano de que se acostara, mediante la promesa formal de avisarle en cuanto compareciera en esta vida de amarguras el nuevo vástago; lo hizo con esfuerzo y vestido para acudir, llegado el momento, más rápidamente al lado del esperado. Se durmió, pues era muy niño aún para que no mandase en él el sueño; y de pronto a las dos o las tres de la madrugada le despertaron. “¡Ahí lo tienes en la cunita!”, le dijeron, y el niño corrió con los pantaloncitos desabrochados, mal cubierto, envuelto en su capa de colegial, en busca de aquella carnecita que era la misma suya y que tanto deseaba conocer. Al llegar al cuarto de la madre ni la miró a ésta, se acercó violento a la cunita y en ella vio un angelote gordo, con un cortito pelo rubio, unos puñitos gordezuelos y los ojitos cerrados durmiendo. La violencia del niño cesó ante el hermano recién nacido; lo miró largamente; lo analizó pedacito a pedacito y quiso, capricho pueril, verle los pies, que le fueron enseñados gorditos, pequeñines y coloraditos. Dulcemente como con miedo de romper aquel muñeco suave, con la yema del dedo le acarició las mejillas, luego las manitas y entonces aquellas manecillas inconscientes agarraron el dedo del hermano. ¡Oh sorpresa! el hermanillo le había cogido fuertemente un dedo; estremecido por la caricia impensada, el hermano se sentó en una silla cercana, sin sacar el dedo preso, y volviéndose a los suyos, en su inocencia, les dijo: “¡Me ha cogido un dedo!” El 30 de Julio de 1938, hacia un frente de esta guerra Santa nuestra, por la que toda sangre derramada es poca, volaba más que corría un camión militar; en el volante el chófer, junto a éste un sereno legionario con el traje cubierto de sangre, al lado suyo, junto a la ventanilla, un Alférez con camisa azul, lágrimas en las mejillas, el rostro duro y rabia en el corazón; detrás, en el camión, un arcón funeral, un ataúd, brincaba esperando el cuerpo que se había de llevar en su entraña a la tierra madre. Un pueblo a oscuras, en las manos de los hombres las linternas eléctricas parecen fuegos fatuos; un Hospital de sangre en las proximidades de la línea de fuego; voces lastimeras de hombres que sufren, mordidos por la metralla, en el altar de la Patria y de Dios; y enfrente del Hosptaal, un corral. El Alférez baja de su camión, se orienta, atropella a quien intenta cerrarle el paso a aquel corral de santos y heroicos reposos, y con el legionario ensangrentado comienza a levantar mantas que cubren caras lívidas de valientes caídos, hasta encontrar el rostro buscado. Dos balas han atravesado aquel cerebro, una venda roja de sangre envolvía 45

aquella cabeza; un rostro casi rojo por el líquido vital, pero sonriente, en su espectral inconsciencia, porque el muerto no temía morir por su Patria; y un abrazo casi consciente del muerto y del vivo que se besaban como cuando los dos corazones palpitaban; sin una voz, sin un ademán descompuesto, con fe en Dios, con fe en España; con el amor que en vida les unió y que les une hoy y los unirá en el más allá. Así, al cabo de 17 años, se volvieron a encontrar en los umbrales de la vida Manuel y Enrique Goded. Mediado iba este libro cuando la tragedia heroica ocurrió; a aquel jovenzuelo, del que os hablé en una ocasión, que quería volar con su padre y con su hermano a la lucha de Barcelona y era ya mozo y gallardo Teniente de la Legión, la horda marxista lo dejó tendido y exánime sobre la tierra de España, y su sangre, con la de su padre, fué a purificar de rojo-separatismos la tierra de esa comarca que llamamos Cataluña. Yo sé bien que en nuestra guerra han caído muchos héroes de los que pocos hablan, y han luchado y sufrido muchos, también, de los que nadie se acuerda, pero soy por hoy el cronista de los míos, que merecen mejor pluma, a la par que cuento mi propia lucha y dolor; por eso no resisto la tentación de contaros interrumpiendo, dolorosamente, el curso de mi narración, cómo cayó gloriosamente por la Fé y por la tierra que lo vio nacer, mi hermano Enrique. Un violento ataque enemigo, una de esas “coces de la bestia” que dice acertadamente el General Queipo de Llano, hace necesario poner dique de carne y de valor a un avance marxista. Entre las Unidades a las que les correspondio este puesto de honor y de peligro, estaba una de aquellas Banderas de la Legión venidas de Africa para salvar la Patria en los primeros momentos de nuestro Alzamiento; la sexta, nutrida con una Oficialidad valiente y escogida. Llegan hacia el frente, me lo contó quien los vió pasar, en camiones, rugiendo himnos y dando vivas que llenan el aire de esa vibración magnética que produce el valor humano; los que los vieron los admiraron. Por fin el frente, la primera línea, el contacto con el enemigo; día tras día la horda ataca en masa el Sector cubierto por ellos, utilizando medios poderosos; pero la masa se estrella, el tanque retrocede o se incendia, el enemigo choca con una roca ¡no se pasa! ¡allí, está la Legión! ¡allí, esta España! ¡allí, está la única tropa del Mundo y de la Historia que tiene por grito el de Viva la Muerte! El Teniente Goded tiene 17 años, pero se llama Goded y es legionario; con su Sección se planta en pie ante el enemigo que avanza y mientras arroja las bombas de su macuto sobre la turba asesina, lanza incansable el grito legionrio ¡Viva la Muerte! ¡Viva la Legión!; los suyos le imitan, el valor de todos y el ardor del Oficial frena una y otra vez el empuje rojo; mas de pronto, entre las Unidades enemigas, surje un enorme e inmundo trapo tricolor que quiere ser una bandera. Los ojos del Tenientillo se fijan codiciosos en él; le apetece apresar entre sus manos aquella insignia de ignominia; rápido y bravo excita a los suyos que repitiendo los gritos de ¡Viva la Legión!, ¡Viva la Muerte!, pasan de la defensiva a la ofensiva; saltan de sus parapetos y conducidos por el Teniente atraviesan sus propias alambradas, e hiriendo, matando y rugiendo, caen como el rayo de la guerra sobre los hombres que empuñaban el banderón; los deshacen, los ponen en fuga y jugando con la muerte que vítorea, el Teniente Goded vuelve a su posición tremolando en sus manos vigorosas la presa que deseó. 46

Tres días seguidos de combate día y noche; la metralla teje en el cielo mortales fuegos de artificio y un casco de ella se incrusta en la mandíbula del Teniente legionario; corre la sangre generosa, duelen la carne y el hueso heridos; hay que curarse aquella mordedura y a un Hospital se encamina por su pie el luchador; le extraen el casco, le curan y le ordenan evacuarse a Zaragoza. “¿Evacuarme por esto? ¡Hay mucho “cacao” para irse a casa por una caricia; me vuelvo al frente”. Son inútiles los razonamientos de los compañeros heridos como él; a Goded le hierve la sangre que heredó dentro de sus venas, y quiere fuego, guerra, peligro, lucha heroica y forcejeo con la muerte; por ello vuelve a la cabeza de sus legionarios; otras 24 horas de combate, la herida produce fiebre, pero no importa, hay que guerrear, y rechazando un nuevo ataque, mientras en pie, como siempre, les lanzaba su grito heroico en la propia faz a los marxistas; aquella muerte tan citada, tan escarnecida, tan despreciada, toma cruel revancha en las carnes del mozo viril y lo llama a sí. Le clava dos balazos de una ráfaga de ametralladora en la sien; dos balas explosivas estallan dentro del cráneo españolísimo y el Teniente Goded cae redondo; sonriente aun, con el placer del combate en el rostro, con la sonrisa tranquila del que no teme morir defendiendo una causa justa; y regenerando con su sangre fecundadora el suelo catalán, vuela su alma a unirse con la también llena de gloria de su padre. Su muerte nos ha de servir de ejemplo en el cumplimiento del deber, tenía un nombre glorioso y respetable; juventud suficiente para no tener necesidad de exponer su vida; porvenir amplio; dinero bastante; mas la Causa sagrada lo llamó, lo despreció todo por defender a España, y su alma generosa saltó por entre amarguras y dolores para pedir el puesto de más peligro en la defensa de su suelo. Imitémosle. ¡Tenías razón, hermano! hay que saltar por encima de todo; hay que no desmayar nunca, aunque tropecemos con miserias y egoísmos; hay que sobreponerse, que ser puros y defender siempre, siempre, por encima de todo, con el mismo entusiasmo que el primer día nos alentó, la Patria y la Fe.

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TERCERA JORNADA ---oOo---

EL PRINCIPIO DEL CALVARIO Y EL “URUGUAY”

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III A las seis de la madrugada del día 20 de Julio del treinta y seis, la mano de Lizcano interrumpió mi sueño. “¡Vamos, Goded, despierta y ven!”. Restregándome los ojos le pregunté a dónde íbamos y me contestó que al Castillo de Montjuich. Entre dos filas de Guardias y rodeados de elementos armados de la C.N.T. y la F.A.I., fuimos sacados a un patio grande, donde junto a un charco de sangre nos esperaba un autobús; por todas partes sonaban tiros y descargas; ya no era la guerra, es la caza del fascista. En el camión me fijo en mis compañeros de viaje, somos diez, los más destacados, quitando a mi padre, de la División, y pasando revista al cuadro fantástico que me rodeaba, a los nombres de los que íbamos y al lugar fatídico a que nos conducían, pense por vez primera lo que tanto he tenido que pensar después: “¡Estos bestias nos van a fusilar!”. Reflexioné y me encogí de hombros, después de todo, qué más daba antes que después; visto el panorama y considerando mi actuación, mi significación y mi apellido, el final tenía que ser por lo menos el fusilamiento y quizás algo peor. Por las calles de Barcelona, entre tiros que disparaban a nuestro coche, a pesar del furioso agitar el puño de los Guardias Civiles que nos conducían, fuimos camino de Montjuich; los guardias, a cada disparo, introducían sus cabezas entre las piernas, pero en todo momento hubo diez espinas dorsales rectas, diez cabezas erguidas, las de los diez presos; y eso que tiraban a dar, pues al Coronel Moxo una bala le dejó un pequeño surco sangriento en la calva cabeza, que no por ello agachó. A la llegada al Castillo fuimos recibidos por el Jefe del mismo, el ilustre facineroso del Comandante don Humberto Gil Cabrera. Este miserable separatista, y en un tiempo indigno miembro de la Infantería Española, había sido ya recluido durante un año en aquel mismo edificio que entonces mandaba, por su intervención en los sucesos revolucionarios de Octubre del año 1934. En aquella época de prisión lo trataron como si fuera una persona decente; dentro del Castillo le dieron un pabellón, en el que vivía con su familia, y un asistente, y una vez a la semana el entonces Jefe de la fortaleza le llevaba por la tarde a un cine próximo; en fin, prisión del más puro estilo decadente. Al vernos llegar Gil Cabrera, un tanto alejado de la realidad, creyó que se encontraba ante un pronunciamiento militar del tipo del 10 de Agosto de 1932, destinado a concluir como una tempestad en un vaso de agua; por lo que estimó llegado el momento de demostrar su agradecimiento por el trato que en otra época recibió y nos sirvió a todos, viéndonos extenuados, pues muchos llevábamos 24 horas sin probar bocado, un café con leche y una copita de Cazalla; indicándonos, una vez ingerido aquel levantaespíritus, que podíamos pasear libremente por el patio. A poco llegó otra remesa de cautivos, esta vez Oficiales de Artillería, que recibieron idéntico y considerado trato: mas 51

¡Oh dolor! ¡Adiós caballerosidad! D. Humberto conferenció telefónicamente con el exterior y mediante esta comunicación se entera claramente de que ha estallado la revolución social; calcula que ya no somos seres humanos sino cadáveres andando y cambia de postura y hasta de modales. Violentamente hace que nos encierren a todos en unos calabozos que poseen un corredor general, cuyas enrejadas ventanas dan al patio de armas del Castillo; y por éstas vimos aquella tarde pasear al hijo de la niebla de Gil Cabrera acompañado por elementos de la C.N.T. y habiendo cambiado su uniforme, que toda la vida le estuvo ancho, por un mono azul que llevaba prendido en el cuello un prostituído trapo rojo; y le vimos más tarde formar en aquel patio las fuerzas que había en el Castillo, y dirigirlas un discursillo disolvente que concluyó disparando tres veces consecutivas su pistola al aire y dando un estridente viva al Frente Popular. Para remate de esta innoble conducta, cuando a los dos o tres días de estos hechos los elementos de la F.A.I. quisieron y trataron de penetrar en el Castillo para organizar una matanza de los doscientos presos que allí estábamos; Gil Cabrera manifestó tranquilamente que los dejaría penetrar en la fortaleza y hacer con nosotros lo que les plugiera, ya que se sentía incapaz de mover un dedo en defensa de los “criminales” que tenía bajo su custodia. Afortunadamente para nosotros estaba en el Castillo como Jefe de la Compañía de Infantería que lo guarnecía, un sereno, valiente y españolísimo Capitán, Ibarra; adicto a nuestra Causa, comprometido en el Alzamiento por el que hizo, desde su punto apartado, cuando pudo en su favor, y que precisamente por este casual alejamiento de la Ciudad logró los primeros días pasar desapercibido. Gracias a Ibarra, la F.A.I., que en camiones y con ametralladoras se había colocado ante el Castillo pidiendo nuestras cabezas, los presos oíamos a lo lejos su tétrico berrear, no llegó a conseguir sus propósitos; pues viendo éste las intenciones de la turba y la actitud del Humberto Gil, desplegó tranquilo y decidido su compañía, de la que no había perdido el control, por las almenas del Castillo, ordenó levantar el puente levadizo, y encarándose con la masa aquella de facinerosos les expuso su propósito decidido de defender nuestras vidas a tiro limpio, costárale lo que le costara el hacerlo. Ante estos delicados argumentos, que son los únicos que entre los rojos se entienden, la F.A.I. asesina y cobarde, se marchó sin insistir en sus propósitos; e Ibarra, no podía ser menos, media hora después pasó a los calabozos detenido a hacernos compañía, por el hórrido delito de habernos defendido “contra el pueblo”, y ya feliz entre nosotros, no nos abandonó en nuestra odiosa carcelaria. Aquella primera noche de encierro estábamos presos en el calabozo de referencia treinta o cuarenta Jefes y Oficiales; la atmósfera era de pesimismo entre aquellos hombres que se lo habían jugado todo y todo lo habían perdido; cuchicheos, silencios, meditaciones, recuerdos. Al llegar la hora de cenar surgió el espíritu airoso y brillante de Lizcano de la Rosa a arrancarnos a todos de nuestros pensamientos, proponiendo organizar para cenar una formidable y estrepitosa bacanal; a su propuesta y alegría nos sumamos el entonces Capitán Alba, de Artillería, el más vocinglero y bromista de los presos, y yo. Entre los tres, gritando y riendo, levantamos los espíritus y propusimos que dado que aún nos permitían usar de la cantina del Castillo, aprovecháramos esta ventaja, que al día siguiente desapareció, para obsequiarnos con una buena cena y con ella festejar nuestra primera jornada de prisión. Propuesto y aceptado, entre los tres nos 52

entendimos con la cantinera, que nada tenía de Madelón, ya que era cincuentona, achaparrada, oronda y bigotuda, organizando una cena que consumimos en el pasillo común, compuesta de una sopa, un guisado de conejo, un huevo frito por barba y sobre todo vino tinto; dulce vinillo que esfumara las penas de los que estaban tristes y alejase de los cerebros de todos el pensar en el oscurísimo porvenir. Hubo voces, cantares y chistes, aunque no quisieran allí les hicimos a todos reír, y con el estómago refrigerado por el único ágape merecedor de tal nombre que habíamos de ingerir en muchos meses, nos tendimos sobre una colchoneta de esparto cada uno y de mí sé decir que dormí con el sueño de los justos. A la mañana siguiente comenzaron a llegar nuevos detenidos, todos ellos militares. Como entre el conjunto vinieran bastantes Jefes y personas de edad, tuvimos los jóvenes y los Oficiales que dejarles a éstos aquel calabozo en que habíamos pasado la noche, el mejor del Castillo, trasladándonos a otros. A mí, con los Oficiales del Regimiento de Artillería de Mataró, algunos del Séptimo Ligero y el Capitán Pulido de Infantería, nos introdujeron inclementes en tres zahurdas casi subterráneas, cuya ventilación se lograba por un pequeño ventanillo enrejado. Estaban estos calabozos sucios, plagados de enormes mosquitos cuyas picaduras producían grandes abones de extremado picor, lo que nos obligaba a dormir con las caras tapadas y las manos en los bolsillos, primero por poder conciliar el sueño, y después porque eran tantos los aguijonazos que dejaban la carne llena de puntos encarnados; la humedad reinaba allí a sus anchas, hasta el punto que en un rincón del calabozo llovía constantemente y el agua aquella se extendía por el suelo sin secarse nunca; arañas abundantes, cucarachones a granel y unas enormes bocas de ratoneras como cuevas. Un cuarto calabozo servía de retrete a los tres descritos; en él unas latas de gasolina eran los higiénicos inodoros que por las mañanas habíamos de sacar, vaciar y limpiar nosotros mismos; el lavabo, el peine, el jabón, lo más imprescindible para el aseo personal era allí desconocido. Estos cuatro antros dantescos iban a dar a un pasillo totalmente oscuro que los comunicaba entre sí y conducía a la salida o rastrillo de fuertes barrotes; estaba este corredor rezumando agua por todas partes y lleno de charcos, por los que chapoteábamos al andar en la oscuridad. Ajuar: una mesa rota, un colchón y un cabezal, ambos de paja, por hombre, y una manta a cada uno, un plato y una cuchara por barba y un botijo para todos. ¡Ah! y una baraja de Bridge, que salió del bolsillo del Capitán Sesma y nos sirvió de esparcimiento. En mi zahurda vegetaron conmigo los Capitanes Rivera, Almeida, Fernando López, Villa de Cabo y Pulido; los Tenientes San Felíu, Amigot y Segarra, todos ellos ya asesinados por los bárbaros, y el Capitán Sesma, con los Tenientes Colubi, Orellana, Arroyo y otro cuyo nombre no recuerdo, que aún viven estos últimos. En estas condiciones pasamos cinco días; no nos daban, naturalmente, desayuno y las dos comidas integradas por un solo plato cada una, consistieron en tres o cuatro sardinas o bien un plato de judías verdes cocidas sin sal y aun con las hojas de sus ramas, amén de un pan por comida y barba, pero auténticamente duro. A la puerta del rastrillo un a modo de centinela; vestido de kaki, desabrochado, sin cubre cabezas de ningún género y con un trapo rojo colgado de la guerrera y otro del cañón de su fusil; trapejos estos del centinela que interrogado por un guasón sobre qué venían a representar, le hicieron que contestara a grandes voces: “¡El Ejército Rojo, el Ejército Rojo!”. 53

Los tres primeros días de esta vida horrible, aparte el riesgo personal, fueron los más duros de mi cautiverio; pues a aquella situación inhumana y a la falta de costumbre de subsistir de aquella forma, hay que añadir el que durante estos tres días lo creímos perdido todo y fracasado el Movimiento, considerando cuestión de poco la total sovietización de España. Ello nos sumía en tal desesperación, oculta ruborosamente en el fondo de nuestros corazones, que yo recuerdo que mis rezos nocturnos se convirtieron en una rogativa ferviente para que Dios me enviase la muerte cuanto antes. Afortunadamente al cuarto día surgió el sol de la ilusión, pues por esos procedimientos misteriosos y casi incomprensibles de que se valen los presos para saber lo que les interesa, nos enteramos de que el Alzamiento continuaba, de que Franco estaba en Africa, Mola con los boinas rojas se había levantado en Navarra y de que las primeras columnas catalanas que avanzaban sobre Zaragoza habían sido aniquiladas en lo que comenzaba a ser el frente de Aragón. Estas noticias nos devolvieron la alegría y a mí, particularmente, la fe que ya desde entonces no perdí jamás, de que nuestra Causa, fuerte en espiritualidad y en hombres, provista de buenos Generales y con un Caudillo encabezándola, había necesariamente de triunfar. Seis días pasamos en aquellos calabozos inmundos; seis días que nos dejaron las ropas humedecidas y el cuerpo helado en pleno mes de Julio; el último nos avisaron de que a las dos de la mañana seríamos conducidos al “Uruguay”. Efectivamente, fuimos despertados y llevados formados al patio de armas, cada cual con su equipaje; yo que no tenía ninguno con las manos en los bolsillos, y en uno de ellos escondida la cuchara de latón y bajo la americana el plato del mismo apreciado metal, que inaugurando costumbres presidiarias y con loable previsión, le robaba a don Humberto Gil Cabrera; nos pasaron lista y por el puente levadizo nos sacaron ante unos camiones rodeados de Guardias Civiles. Por lo visto trasladarnos era una aventura seria, ya que la F.A.I. había anunciado que nos asesinaría en el trayecto. Nos hicieron sentarnos en el suelo, entre los Guardias, para que no fuésemos vistos, dándosenos la consigna de no hablar una palabra pasase lo que pasase. Así, en la noche, bajamos por los parterres de la posición, viendo yo, gracias a estirar la cabeza más de lo permitido, cómo por los jardines, entre la hojarasca, relumbraban a la luz de la luna los tricornios de una inacabable fila de guardias y de vez en vez grupos de paisanos armados, por lo visto elementos de Esquerra y de Estat Catalá que cooperaron aquella noche con la fuerza para nuestro traslado; algún disparo aislado y por último el muelle de la Aeronáutica Naval y a su lado la mole de un barco viejo y grande: “¡El “Uruguay”! ¡”La Lubianka” Barcelonesa!. En él pusimos el pie a las primeras horas del amanecer del día 26 de Julio de 1936. ---oOo--No voy a narrar día a día lo que viví y pasé en el “Uruguay”, convertido en barco prisión, y en las cárceles rojas que honramos con nuestra presencia, porque mi relato llegaría a ser cansado y falto de amenidad, perdiéndose el interés y diluyéndose la emotividad real de muchos hechos en diálogos y recuerdos totalmente personales. Voy, pues, a contar mis impresiones fundamentales; a pretender describir en lo posible, pues 54

aquél horror para comprenderlo hay que vivirlo, el ambiente de peligro y de heroísmo que existía; cómo vivíamos, cómo morían, y a intercalar algunas anécdotas trágicas y cómicas, que de todo hubo en aquellos catorce meses de pasión. Catorce meses y quince días, que habiendo salido de ellos con vida, os aseguro que no cambio por nada y celebro haberlos padecido; pues me han acercado a Dios, me han servido, en una escuela única en el mundo, para conocer todo lo bueno, lo malo y lo regular que puede esperarse de cada hombre en particular y de la Humanidad en general, y me han curtido en el sufrimiento, en las fatigas físicas y en la lucha contra el desamparo material y espiritual; enseñándome a la par a ser un buen cristiano y un lobo solitario que se defiende de la vida y de sus congéneres, si es preciso, con dientes y con garras. De todo aquello pasado no me duele más que mi padre, que con él cayeron los mejores y que el uno y los otros merecían mejor suerte y menos trágico destino. En fin, si no os canso, leed. Cuando subimos la escalerilla del “Uruguay”, por las cubiertas nos llevaron al comedor de segunda clase del barco y en él nos amontonaron, sentados alrededor de las mesas los que pudimos y el resto en pie. Las risas y las bromas, aquellas risas que no nos debían abandonar ni a las puertas del más allá, comenzaron sobre si el vapor nos iba a conducir a América del Norte, a América del Sur o al puerto de Ceuta, como desinteresadamente propuso alguno entre escandalosas señales de aprobación del conjunto, manteniéndonos entretenidos media hora, hasta que al fin compareció el Jefe del barco prisión; un Capitán de la Guardia Civil llamado Hernández, de los más comprometidos en el Movimiento y al que el miedo, que siempre le he visto retratado en la cara, le hizo traicionarlo primero y ser después el impasible guardián y cómplice de la matanza de sus antiguos compañeros. Y ya que hablo de Hernández, para dividir equitativamente sobre cada cual el peso de sus culpas, he de hacer constar que cuando ya éste hubo cosechado la cantidad de lodo que para cubrirse necesitaba, le sustituyó otro Capitán llamado Lino, que fué aún más abyecto y despreciable en su conducta que el anterior. Apareció Hernández, repito, y preguntando lo primero por mí me indicó que me tenía reservada una litera en los camarotes de segunda, haciéndome acto seguido entrega en nombre de mi padre de la suma de dos mil pesetas, que éste, desde el camarote de primera clase donde le tenían incomunicado y martirizado, me enviaba. ¡Bendito seas, padre! mientras tú viviste ni en las circunstancias más duras de la vida me faltó tu apoyo y sobre todo tu cariño, aquel cariño tan grande que me tenías, y que yo sabía tan admirablemente comprender y corresponder. Acto seguido aquel Judas, que carecía hasta del árbol del remordimiento, se llevó a todos los presos a las bodegas de proa, dejando en el comedor de segunda, para que se alojaran como quisieran y pudieran en los camarotes de idéntica clase, a los Coroneles Moxó y Dufóo, a dos Comandantes, Caubot y Alvarez Buylla, al Capitán Lizcano, todos asesinados, y a mí. Antes de seguir adelante, voy a describir el “Uruguay”. Figuraos un trasatlántico de hace treinta años, abandonado muchos años, convertido en una boya flotante y que sólo se utilizó en los últimos tiempos anteriores al Movimiento como barco prisión para los delincuentes comunes comprendidos en la Ley de Vagos y Maleantes. En el centro del barco los camarotes de primera clase; en ellos vivían como millonarios los camareros, marineros, cocineros y peluqueros de a bordo; los cincuenta guardias que 55

nos custodiaban; mi pobre padre unos cuantos días secuestrado, y luego, encerrados en el salón del Teatro guiñol para los niños de los poderosos que en otro tiempo viajaron en él y que los rojos convirtieron en antesala de la muerte, durante más o menos días hasta que eran ejecutados, todos los nuestros que fueron criminalmente condenados a la última pena. Detrás de la primera, casi junto a la popa, la segunda clase; al nivel de la cubierta el comedor, con dos puertas, una a cada banda del barco, y una de ellas condenada. Por una escalera se subía al salón de música, lectura y juego, al bar de esta clase y a una pequeña cubierta superior; esta misma escalera descendiéndola, llevaba a dos pisos inferiores donde estaban los camarotes; en ellos vivimos durante cerca de dos meses ciento cincuenta y nueve presos, sin ofender ni desmerecer a nadie, la mayoría de los que más se habían destacado en el Movimiento por su graduación o actuación, los que en un mes de trabajo de los Tribunales Populares quedaron reducidos a treinta y dos supervivientes, en los que no se había celebrado aún la farsa judicial Republicana, los cuales fuimos trasladados con los demás detenidos a las bodegas de proa. En la misma popa las bodegas de ésta, que no conozco, en la que vegetaban la mayoría de los paisanos, casi todos jóvenes, que se jugaron la vida en la calle con el Ejército el día 19 de Julio. A proa, dos bodegas grandes de escasísima luz, lóbregas, con un patio central, la número dos, que fue nuestra más tarde, al que se bajaba por una escalerilla de hierro doble, es decir, con tres pasamanos formando dos escaleras del ancho de un hombre cada una; alrededor de este patio una serie de compartimentos de madera de un par de metros de altura, el noventa y cinco por ciento de ellos sin luz exterior, estrechos y de diferentes tamaños, pues las capacidades variaban desde seis a una sola persona, de bajísimo techo y un artefacto que llamábamos pomposamente literas, consistentes en cuatro hierros encajados en el techo y en el suelo y a su vez encajada en ellos una a modo de parrilla, formada con cuatro hierros y otros dos atravesándola a lo largo y tres a lo ancho; un colchón y un cabezal de un esparto nunca bien repartido, una manta como un papel de fumar y de una anchura y largura todo ello justo para un hombre normal, la calefacción animal, o sea el calor que despedían nuestros cuerpos; y dos notas predominantes la lobreguez y la suciedad; pues sucias estaban las paredes, el suelo, las mantas, los colchones y hasta las almohadas, una mugre que parecía de siglos y no había forma de hacerla desaparecer. Esta era la bodega número dos, en la que viví aproximadamente desde el 20 de Septiembre hasta el 8 de Noviembre del año treinta y seis, fecha esta última en que fuimos sacados del “Uruguay” como a su tiempo contaré. La otra bodega era análoga a ésta sin patio central, pero con más luz exterior; entre ambas la enfermería con un mal botiquín y unas cuantas camas, seis retretes para doscientos cincuenta o doscientos setenta y cinco hombres, carentes en absoluto de agua; dos grifos en la pared nos suministraban con escaso chorro, que aun a veces faltaba, el agua que nos era precisa para vivir, y a un costado una bodeguita pequeña, mejor que las otras, que utilizaron cinco avispados militares, los Comandantes Negrete y Carranza, los hermanos Ibarra y el Capitán Ordovás. Todo ello confluía en una segunda cubierta de unos diez metros de largo a lo más por seis si acaso de ancho, donde entraba el aire y durante una hora escasa un trozo de sol, por cuatro a modo de miradores y que constituía hasta las ocho de la noche el paseo de los presos y el lugar donde nos repartían el rancho a las once de la mañana y a las cinco de la tarde. El “Uruguay” 56

durante los cuatro meses que lo padecimos, pareciéronnos a todos cuatro años, estuvo emplazado en tres puntos distintos; primero junto al muelle de la Aeronáutica Naval; de allí y ante el peligro de un asalto al barco con la consiguiente matanza de presos, lo trasladaron a la punta del espigón, en la boca del puerto junto al faro, y por último llegada la hora de tenernos a mano para asesinarnos a todos cuando nuestras fuerzas entraran en Madrid, lo cambiaron por tercera vez enfrente del muelle de la Paz, ante el dique y la Barceloneta. Me instalaron al llegar en un camarote del primer piso que tenía ¡asómbrense! hasta agua corriente; en él estábamos en una camita el Comandante Lázaro y en las literas en la superior yo y en la inferior el inconmensurable hombre que en vida se llamó don Ismael Gálvez Rojas y Ergueta; Jefe de Correos, valiente hasta la exageración, comilón como pocos y con un repertorio de cuentos y chistes que nunca se agotaba y narraba con toda su buena fe de hombre sano de cuerpo y de cerebro, amén de saberse de memoria la Geografía Postal de España; tanto, que de alias fue hasta que lo fusilaron el Coronel Postal. Los primeros diez días fueron buenos; en el cerrado bar y en el salón de lectura había butacas que salieron a alinearse a lo largo de la borda; mas nuestra imprudencia nos perdió. Primero nos colocábamos en los butacones alineados, leyendo las novelas que cogimos en la biblioteca, a la que limpiamente saltamos la cerradura, como si estuviéramos en un balneario; pasaban a nuestro alrededor barcas y gasolineras cargadas de extremistas armados que iban a ver a “los fascistas del “Uruguay”, y que cariñosamente nos increpaban anunciándonos que “¡No vais a quedar ni uno!” o nos hacían gestos significativos, pasándose horizontalmente por el cuello la mano abierta; nosotros, tras mirarles fijamente, correspondíamos a sus amistosas manifestaciones sacándoles la lengua o haciéndoles gestos groseros y expresivos con las manos y continuando impávidos después nuestras lecturas o conversaciones; para rematar el plan arrogante en que nos habíamos colocado, cuando pasaban las gasolineras de los barcos de guerra italianos las saludábamos, como si en vez de presos en Barcelona estuviéramos en Burgos, con el brazo en alto a la manera romana, provocando naturalmente agradecidas contestaciones. Estas y otras quijotadas llegaron prontamente a oídos de los comités que mangoneaban la ciudad, y el resultado fue una orden a rajatabla de los delegados de la F.A.I. a bordo, dos camareros uno llamado Fernando y otro apodado “El Rubio”, por la que nos fueron confiscados novelas y sillones, nos prohibieron la salida a cubierta y sólo nos dejaron deambular por los camarotes y el comedor como punto de reunión; lugares por donde paseábamos nuestras desnudeces, hacía un calor que nos obligaba a andar con escasísima ropa, y sobre todo nuestra hambre desesperada. Y ya que hablo de hambre tocaré otro punto del “Uruguay”, el de la alimentación. Este aspecto para casi todos fue una verdadera preocupación, pero para algunos llegó a revestir caracteres de tragedia. Nos daban los marxistas por la mañana a las ocho un pequeño cuenco de metal de un líquido negruzco que tenían el cinismo de llamar café, y dos comidas una a las once de la mañana y otra a las cinco de la tarde. Consistían estos condumios en un solo plato con un pan pequeño y semiduro cada vez, y los alimentos eran siempre los mismos, tres o cuatro sardinas, que por lo delgadas parecían escogidas y en no muy buenas condiciones, hechas a la plancha con media docena de pedazos de 57

patata cocida y rociadas con vinagre y una gota de aceite o en idénticas patatas sustituidas las sardinas por un huevo duro, que la inmensa mayoría de las veces resultaba podrido y había que ingerirlo tapándose la nariz y cerrando los ojos. Naturalmente esto era además de repugnante más que insuficiente para mantener a una persona, y a suplir esta falta de alimentación de los presos, acudían sus familiares enviándoles lo que podían en paquetes a su nombre, hasta tal punto que algunos comían ricos platos y hasta pollo en sus respectivos camarotes; pero los que nos encontrábamos solos y abandonados, mi mujer, mi madre, mis hijos y mis hermanos afortunadamente estaban en Mallorca e imposibilitados por consiguiente de auxiliarme materialmente, pasábamos por el duro trance de correr puntos al pantalón. Cuando yo estaba ya medio acostumbrado a no comer, un buen día el Comandante Lázaro se vio sorprendido con un hermoso paquete bien surtido de latas de conservas y con una maravillosa butifarra; se nos convirtió a ambos hambrientos la boca en agua, como suele decirse, y por falta de costumbre de alimentarnos nos proporcionó el paquete aquel una buena indigestión. Se debía el paquete a la mano piadosa de un primo de Carlos Lázaro que se lo enviaba a su pariente. Aquellas latas me sirvieron de orientación; yo poseía las dos mil pesetas que, como dije, me envió mi padre a mi arribo al “Uruguay”; pues bien discurrí que girándole desde el barco dinero al mencionado primo éste nos mandaría conservas. Pensarlo y hacerlo fue todo uno; envié cincuenta pesetas y nos remitió otro paquete magnífico que como todos nos comimos Lázaro y yo en amor y compañía como suplemento del rancho; mas dura poco la alegría en la casa del pobre, dice un refrán castellano, y el primo soltero y trabajador no podía ir de compras por las tiendas de ultramarinos, por lo que encargó las mismas a la madre de Lázaro, una buenísima y digna señora que por ser muy anciana y vivir fuera de Barcelona, a su vez se veía imposibilitada de realizar personalmente las diligencias necesarias para nuestro abastecimiento, y en su buen deseo de servirnos a su hijo y a mí, encargó por su parte de ellas a unos amigos suyos. Entonces volvimos a la tragedia; la cantidad y la calidad de los paquetes de comida bajaba gradualmente y no mejoraban aunque se enviase más y más frecuentemente numerario; visto entonces por mí que enviar cien pesetas no tenía la correspondencia adecuada en géneros y que el dinero se me iba en demasía y había que estirarlo porque no existía entrada de él, decidí suspender los giros, y aprovechando que a Lázaro le daba algo de sus comidas Ismael Gálvez y que a mí me llegaban por mano desconocida, por unas manos de las que luego hablaré y fueron mi providencia, unos paquetitos un par de veces a la semana con dos o tres latas de conservas, organicé el arreglarnos con el rancho partiendo parte de mis conservas con él, que a su vez tenía los pequeños obsequios de Gálvez. Pero se pasaba hambre como os podéis suponer. La limpieza de la escasísima ropa que teníamos era otro problema. La pobre madre de Lázaro, por su alejamiento de Barcelona, tardaba veinte o veinticinco días en recibir, lavar y devolver cada muda y como sólo teníamos dos mudas a más de que, según os he dicho, el barco era extremadamente sucio, resultaba que cuando una muda llegaba limpia a nuestras manos daba náuseas mirar la que llevábamos puesta, y ello nos obligó a añadir a las que ya teníamos la fatiga de lavar la ropa. Allí me habríais de ver; de rodillas en la segunda cubierta ante una palangana, supliendo mi falta de destreza con mucho jabón, muchos enjuagues y unos restregones tan fuertes y concienzudos que me 58

llegué a levantar la piel de los nudillos. También en materia de limpieza era interesante la forma de ejecutarla en los camarotes; algunos que teníamos odio ancestral a la mugre, nos decidíamos a expulsarla cuando menos de nuestra cabina particular. Para ello nos proveíamos de un cubo con agua, un cepillo de cerda y un trapo; nos poníamos auténticamente en el traje de Adán y trepando por las literas o arrastrándonos por debajo de ellas desde el suelo al techo se limpiaban todos los recovecos, hierros, suelos y maderas y quedaba todo limpio; menos nuestras personas que chorreaban agua sucia y requerían detenida limpieza. El rancho, en el caso más favorable, se deglutía en pie con el pan bajo el brazo y el plato apoyado en la borda y otras veces, más incómodamente, sentados en el suelo y con el condumio entre las piernas. Para que nos lo dieran había que formar larga cola que resultaba divertida por las discusiones, netamente presidiarias, que originaban los que intentaban evitársela entremetiéndose entre los primeros puestos de los colistas. Mas dejemos de hablar de estas miserias que sólo sirven para que puedan apreciarse los rasgos principales de la vida triste del “Uruguay” y pasemos a la gran tragedia. Comenzó ésta con él simulacro indecoroso de un Consejo de Guerra, formado por militares infames y traidores, contra mi padre el General Goded. Le acusó un Fiscal indeseable, ex miembro del Cuerpo Jurídico Militar que decía tener la graduación de Capitán y se llamaba Pedro Rodríguez Gómez, si no recuerdo mal, pero que de todas formas su nombre no hace al caso, porque de sobra saben en España las autoridades competentes quién es este degenerado; el cual no sólo le acusó, sino que vilmente le escarneció a él y a nosotros, injuriándonos a todos, llamándole asesino y solicitando en definitiva que mi padre fuera asesinado; petición a la que accedió el llamado Consejo dictando una sentencia capital, que fue aprobada por otro canalla rastrero que había sido hasta el 19 de Julio Coronel del Ejército español, con el mando del Regimiento de Infantería de guarnición en Tarragona, llamado Martínez Peñalver; y que por fin fue ejecutada por un piquete de este Regimiento de Tarragona, mandado por un rufianesco Capitán del mismo. No tengo ánimos para narrar nuevamente la muerte de aquel genio y de aquel héroe que me dio el ser, y como ya describí una vez, para que se enterasen bien los españoles, cómo había caído abnegado, heroico y mártir por su Patria, transcribo aquí íntegra aquella para mí dolorosísima narración: “A las cuatro y media de la mañana del día 12 de Agosto de 1936, dos Guardias Civiles me despiertan en mi petate del barco, no necesito más para que, por instinto, llegue a mi corazón y a mi cerebro la realidad innegable y dolorosa de que la sentencia esperada es un hecho y de que, además la van a ejecutar. Salgo medio desnudo, vistiéndome por la cubierta, y por entre los espectros de los que, en mejores tiempos, fueron Guardias Civiles del 19 Tercio, llegué a una cámara de primera clase en la que encerrado y solo, sin luz exterior, como a una fiera dañina y peligrosa, habían tenido durante dieciocho días a aquel hombre formidable. Me recibe con la máxima naturalidad; más delgado por el hambre y por sus pensamientos, y me dice sereno; “¡Hijo! Hay que ser hombre, ¿sabes?”. Había que serlo, 59

efectivamente, y dominé mis sentimientos; vencí la locura que me acosaba y me senté con él a cambiar impresiones, como cuando en un rato de descanso de la lucha diaria por el pan hablábamos de lo divino y de lo humano en la tranquilidad de nuestra casa. Era tan grande su valor que se contagiaba; no era arrogancia, ni demostraciones heroicas, ni frases relamidas; era absoluta ecuanimidad, total serenidad, un valor natural, elegante y estoico. Le conté todo lo que ignoraba; que el Movimiento progresaba; que Franco avanzaba hacia Madrid después de lograr atravesar el Estrecho de Gibraltar con sus tropas, y que al lado del Gobierno Popular sólo había una horda revolucionaria y asesina. Entonces presagió nuestra victoria, la anunció y se congratuló de ella, lamentándose sólo de no alcanzar a ver un triunfo por el que tanto había laborado. Me contó que le habían tenido encerrado y con luz artificial, días y días absolutamente solo; cómo con una costilla rota por un culatazo que le dio al ser detenido un mozo de Escuadra, había sufrido agudos dolores sin solicitar asistencia facultativa, pues ni eso quería de sus verdugos; cómo le habían dejado días enteros sin comer, por ver de doblegar su espíritu que les molestaba ver altivo y obligarle a pedir alimento, lo que no lograron por preferir él el hambre y el dolor a la mínima humillación; y cómo por último había oído al lado de su cabina a los soldados de la Guardia Civil y a los marineros de la F.A.I. registrar los paquetes de alimentos que a los Oficiales presos les enviaban sus familiares, arrebatando de ellos, entre risas y bromas soeces, las cajetillas de cigarrillos ingleses que encontraban y los bocados que les resultaban apetitosos. Me encargó después que cuidara amorosamente a mi madre y mis hermanos, dándoles a ellos y a mi mujer y mi hijo, si yo lograba salvar la vida, muchos besos de su parte, y me recomendó que no tratara de vengarlo. Luego dictó su testamento con la naturalidad de siempre; parecía que redactaba un documento oficial sin trascendencia, y volcó, por último, sobre mí el cariño que siempre me tuvo, dándome cuanto tenía. A las seis menos cuarto nos dijeron que era llegada la hora, para mí, de dejarle; para él, de morir. Le abracé con una pasión, con un cariño que sólo lograrán comprender los que hayan tenido un padre que no les haya negado nunca nada, les haya enseñado siempre la recta del deber y haya tenido el arte de ser padre, amigo y compañero en una sola personalidad; tanto y tanto amor hubo en mi abrazo, que al pobre, sensible al fin, se le iluminaron los ojos y sonrió satisfecho al notar mi cariño. Tuvo cuando menos la satisfacción de notar en sus últimos momentos, rodeado de enemigos, una devoción a su lado; aquella sonrisa y aquel fulgor de su mirada son el máximo premio a mis sufrimientos. Me llevaron, que yo no fui capaz de irme, y cuando ya nadie me veía pude desahogar el dolor que llenaba mi alma, sentimiento tan íntimo que no debe contarse. Me contaron que salió con aquella naturalidad imponente, correctamente vestido de uniforme; que fue fumando, liando y encendiendo sus pitillos sin un mínimo temblor en la mano; que por el camino habló de los acontecimientos del día con la frialdad de una conversación de gabinete.

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Al llegar a Montjuich se rió al ver su féretro, que malévolamente colocaron en su camino aquellos que medían el valor ajeno por la cobardía propia; y como el sadismo rojo le hiciera esperar media hora en el lugar de la ejecución, la esperó hablando, riendo y fumando. Que cuando llegó el último instante se plantó, erguido y soberbio delante de sus asesinos; vitoreó a España, y cayó mortalmente herido derramando sobre su Patria su sangre noble y generosa, como en vida había volcado sobre ella el caudal de su talento, nunca bien comprendido y siempre mal pagado. Júzguenle como merece las generaciones venideras, cayó como lo que era, como un coloso. ¡Españoles, respetad su memoria! ¡Ha muerto por su honor, que era el de España!” Del desconsuelo y marasmo que me produjo la muerte de mi padre, vino a sacarme a los diez días un segundo Consejo de Guerra dirigido contra el Comandante López Amor y los Capitanes Lizcano de la Rosa, López Varela y López Belda. Estaban escogidos, buscados con clara inteligencia por parte de los rojos; eran cuatro de los elementos militares más brillantes de la guarnición de Barcelona y de una actuación en el Movimiento destacada y heroica. Me produjo esta selección verdadero dolor; todos ellos, menos López Varela que estaba en el Hospital convaleciente de sus heridas y que juzgaron tumbado en una camilla porque no podía tenerse sentado, habían convivido conmigo en la segunda del “Uruguay”, además a Lizcano y López Amor les conocía de antiguo de la época de la Guerra de Africa, y el primero había sido mi compañero de lucha, mano a mano, en la División; aquella corta y cruda época vivida en común había estrechado mi amistad con ellos, que nos distraían, especialmente Lizcano y López Amor, con su chispeante ingenio y sus acertados comentarios sobre nuestra guerra. Todos presentimos las cuatro nuevas víctimas y ellos comprendieron también que en el reloj de la vida su hora había sonado. Los trasladaron a un camarote de primera para dormir aquella noche y ser juzgados ai día siguiente, alguna palabra hay que emplear, para señalar el atropello jurídico que realizaban los soviéticos, como lo hicieron, condenándoles a todos a muerte y asesinándoles veinticuatro horas más tarde. Mas creed que el pecho se hinchaba de orgullo de ser español, viendo aquellos tres hombres esperando les condujeran a los camarotes de primera. Erguidos, serenos, hablando con nosotros y rechazando toda esperanza que les dábamos, tratando de engañarles y engañarnos. “Está claro -decían-; nos fusilan. ¡Pero vengarnos, no nos olvidéis, vengarnos!” ¡Sí, camaradas! Descansad en paz en vuestro sueño glorioso y eterno, los españoles, vuestros hermanos, os estamos vengando; yo, vuestro amigo hago cuanto puedo por vengar a los que caísteis; y aún han de lucir en la España de Franco, bajo su espada triunfadora, días luminosos, que desde arriba veréis, de justicia y de implacable venganza. Cayeron como lo que eran, como caballeros españoles templados en la escuela del loco Don Quijote, alzando sus brazos hacia el cielo y gritando: “¡Viva España!”. No los fusilaron, los asesinaron; no tiró el pelotón, tiró la horda; y muertos a mansalva entre el tiroteo crujiente de los disparos de una masa soez y aulladora, incapaz de instintos humanos ni de respetar cuando menos el valor de aquellos hombres, 61

cayeron cosidos a balazos para abrazarse agónicos a la tierra que amaban, besándola con los labios de las heridas de su carne desgarrada. Tras ellos, ¡la hecatombe! Desapareció la farsa vil del Consejo de Guerra, y nació crudo, revolucionario, criminal el Tribunal Popular Especial. Lo integraban como figuras principales; de Presidente, un abogado granuja y defensor de malas causas de todos conocido en Barcelona que se llamaba y se llama, y desgraciadamente se llamará porque cuando nos vea cerca es lo suficientemente vividor para saber huir al extranjero a gozar del fruto de sus latrocinios, Angel Samblancat; y un funcionario expulsado por estafa de la carrera Fiscal, reintegrado a su puesto por la revolución roja, de apellido Chorro, que actuaba de Representante del Pueblo, es decir de lo que en los países civilizados se llama Fiscal. Los corifeos de estos dos bandidos en la administración de la Justicia republicana, eran una colección de tunantes y asesinos que ponían sus patazas encima de la mesa mientras se celebraba el juicio, y que como su sentencia era siempre la misma, “MUERTE”, no necesitaban atender a lo que en el mismo decía la defensa de sus víctimas; y consiguientemente cuando ésta comenzaba a hablar, lo poco que la dejaban, en señal de su desprecio a este sagrado derecho de defensa y para dejar bien patentizado su propósito asesino, sacaban de sus bolsillos los periódicos del día y bien desplegados los leían mientras fumaban sendos puros, conseguidos con la opresión de un pueblo al que mataban de hambre. Allí todo el Tribunal actuaba en mangas de camisa y sin cuello; y la preparación técnica de estos dignos magistrados que os estoy presentando, era tan sólida y concienzuda, como por ejemplo la de uno de ellos, de la F.A.I., cojo y grasiento, denominado José María Casabó, cuya profesión anterior a la de Magistrado había sido la de guarda de los galgos del Canódromo de Barcelona. Figurarse con estos datos cómo funcionaría aquel Tribunal de indeseables resulta bien sencillo; y naturalmente realizaron a conciencia su criminal labor, produciendo entre nosotros lo que dejo calificado de hecatombe. El Tribunal Popular funcionaba los lunes, miércoles y viernes, y juzgaba en estas sesiones seis u ocho de los que estabamos procesados y sometidos a su competencia; lo que venía a representar de dieciocho a veintiuna sentencias de muerte por semana. Los martes, jueves y sábados, era el día de lo que nosotros llamábamos en nuestro macabro buen humor “La Tómbola”, más claro y traducido al lenguaje de todos, eran los días en que se avisaba a los que iban a comparecer ante el “tubo de la risa”, otra bromita nuestra para designar el Tribunal, al día siguiente para ser juzgados y condenados a la última pena. “La Tómbola” era un juego emocionante; indefectiblemente sobre las cuatro de la tarde o las cinco a lo más, un Guardia Civil aparecía estos días por la puerta del comedor, cuando morábamos en segunda clase, o por la escalerilla de la segunda cubierta cuando vivíamos en los sollados; en su manos llevaba un papelucho, que nosotros llamábamos “la papela”, en el que figuraban los nombres de los que la mano del destino señalaba para el juicio del siguiente día y para “la tapia”, más bromitas, treinta horas más tarde. En el comedor sentados o en la cubierta en pie, estábamos esperándole, al Guardia, la mayoría de los presos fumando, hablando y, aunque no se crea, riendo y bromeando; a su llegada se hacía un silencio absoluto, los oídos se abrían para percibir nítidamente si nombraban al que escuchaba, y comenzaba la lectura de la 62

lista. A cada nombre que sonaba y no era el de uno se ensanchaba un poquito el pecho y leídos todos, los no nombrados exhalaban una cosa parecida a un comprimido suspiro porque aún tenían, muy bien contadas, unas cien horas de vida miserable delante de los ojos. En seguida nos arremolinábamos alrededor de los señalados por la suerte, a los que sólo les quedaban cincuenta y cuatro horas de existencia terrena, y procurábamos hacerles humana y caritativa compañía. Aquellas noches de Tómbola el cuadro, para los que no lo han vivido como nosotros a los que aquello nos resultaba naturalísimo, les parecerá de espanto. Los señalados por la fortuna infortunada, los muertos vivos aún, hablaban y reían con sus compañeros y llegada la hora del refrigerio nocturno, todos ellos, por tácito concierto, sacaban de la oscuridad de sus camarotes la reserva alimenticia de conservas y embutidos que guardada tuvieran y la repartían entre sus compañeros como obsequio postrero, celebrándose tranquilamente y con buen apetito un banquete funeral entre la víctima próxima y sus amigos. Después de cenar hacían testamento, lo que quiere decir que para cuando faltaran de entre nosotros, cincuenta y cuatro horas más tarde, repartían entre sus íntimos los enseres, mantas y almohadas, que poseían. A la mañana siguiente sobre las nueve o nueve y media, la Guardia Civil se los llevaba ante el Tribunal popular y... adiós para siempre en el noventa y cinco por ciento de los casos. Los lunes, miércoles y viernes, que como he dicho eran los días en que funcionaba el Tribunal, eran también los días de fusilamiento por la madrugada y eran ejecutados los que habían sido condenados el último día de sesión. Había entre nosotros reacciones muy diferentes ante este hecho cruento; unos a esa hora del amanecer se tapaban en sus camas la cabeza con la almohada, para no oír el “tap, tap, tap” trágico del motor de la gasolinera que venía por los que habían de ser sacrificados; otros dormían tranquilamente y de nada se enteraban; y otros en fin, entre los que yo me contaba, y generalmente unos quince en conjunto, a las cinco de la mañana de estos días nos despertábamos automáticamente, asomándonos a las claraboyas redondas del barco para ver y despedir a los que con Dios marchaban. Clareaba el amanecer diáfano del mar; el cielo era azulado con ráfagas doradas del Sol que nacía y el ambiente frio; en la claraboya más cercana a la escalera de acceso al “Uruguay”, por la que habían de bajar hacia su inmediata muerte mis amigos, me instalaba yo; y allí, mirando el romántico despertar de la naturaleza, pensando que alguna madrugada como aquellas bajaría yo aquellas escaleras de madera camino de reunirme con mi padre, esperaba sosegadamente que llegara la gasolinera fatídica. Sobre las cinco y media se la veía venir resuelta, rápida sobre el agua y ya cercana se oía el “tap, tap, tap” de siempre y se veía a los Guardias Civiles, desabrochados y bromistas, que en ella venían a por su fúnebre carga. Saltaban los Guardias a la escalerilla, fusil en mano se alineaban en ella, y a los diez minutos un grupo de caballeros bajaban por la misma, unos de paisano otros vistiendo por última vez el uniforme, todos impávidos y arrogantes, cuando no retadores; se despedían con gestos o gritos de nosotros que les contestábamos igual y marchaban, “tap, tap, tap”, hacia el martirio. ¡Cuántos de vosotros, hermanos míos, vi salir así! Sancho, Valero, Burgos, Enrich; en la canoa, en pie los cuatro. Sancho con su pipa; Valero con un puro ¡el último!; Burgos hierático con los brazos y la cabeza alta, y 63

Enrich con su novia, que ya era su mujer y le acompañaba hasta el muelle, fina y gentil, apoyada la bella cabeza doblada por el dolor en el hombro fuerte de su marido de unas horas, y él alto y buen mozo, diciéndonos como sus tres compañeros adiós con la mano. Noailles; enfermo, recién operado de cabeza, con ella vendada con blancas gasas; sus verdugos le bajaban la escalera en brazos porque no podía andar; mas en su debilidad había encontrado fuerzas para vestirse de uniforme, y sus piernas colgantes llevaban dos negras y lustrosas botas altas, con unas espuelas tan blancas y brillantes que parecían de plata; enfermo, postrado y camino del fin, seguía siendo el Noailles desafiador y arrogante de días mejores aunque menos gloriosos. Aún tuvo fuerzas para alzar la doliente cabeza hacia nosotros y mirándonos hacer con la mano un gesto de adiós. Luis Gibert, Pacini, Samaniego, Flores; ¡parece que aún os veo! Gibert con el cigarro en los labios, sereno y sonriente; Pacini con su sonrisita de siempre; Samaniego más impávido y frío que nunca; Flores, de fantasía legionaria, gritándonos “¡Hasta el Valle de Josafat!” y todos “Adiós Goded”, “Adiós Fulano”, “Adiós Mengano”. Total ¿para ellos qué? un paseo hacia la gloria, al martirio y la eternidad. Goenaga, jinete de España, con Fleitas y tres Oficiales más de Infantería. ¡Adiós; que nos venguéis; no dejar ni uno si vivís! Y después rotundos gestos de abrazos dados al aire y con los que espiritualmente nos estrechaban contra sus generosos corazones. Borrás, Oller y Quevedo; la furia impasible de la Infantería de la Patria. Pasos lentos y tranquilos para bajar la escalerilla; con un papel de fumar y una pulgarada de tabaco construían flemáticamente un cigarrillo, los brazos y las manos sensiblemente separados del cuerpo, para que se notase bien que en ellos no existía el más pequeño temblor. El pitillo queda hecho con limpieza al llegar el último escalón; un alto en la plataforma para sacar un mechero, que parsimoniosamente encienden y caballerosamente se ofrecen entre sí como en un salón; un salto airoso a la gasolinera y ya en su popa las tres cabezas se vuelven a nosotros, los tres cuerpos se enderezan gallardos y alzan la mano y el brazo en despedida serena y postrera. Don Bernardo de Lafuente, Comandante de Artillería; baja sereno y ante nuestros mismos ojos, ya en la plataforma, se vuelve, nos mira y se despide con la misma frase de todas las noches al irse a acostar, y en la que nos recordaba que presos y aún muertos, nuestra Causa triunfaba a través de nuestro dolor y de nuestra sangre: “¡Adiós señores, esto marcha. Somos los amos!”. ¡Sí, Artillero ilustre! ¡Sí! ¡Somos los amos! ¡Presos, muertos, desangrados! ¡Somos los amos! Contra nosotros, contra lo que representamos, nadie puede, ni nadie podrá jamás; por vuestras venas corre hirviendo la sangre de una raza que dominó el mundo; en nuestras manos esgrimimos el lanzón herrumbroso, desinteresado y noble de Don Quijote y la espada deslumbradora y tajante de Don Rodrigo Díaz de Vivar; nuestros ojos se fijan fanáticos en la Cruz que plantó en tierras de América Cristóbal Colón, y nuestros corazones saltan encendidos, como saltó el del Alcalde de Móstoles, ante la idea le luchar y de morir por esa tierra soberbia que se llama España. ¡Somos los amos! pisotearemos frenéticos hasta hacer desaparecer la hierba venenosa del marxismo, y aún nos quedará coraje y empuje para lograr que vuelva la bandera roja y gualda a flotar, como flotó el pendón morado de los Reyes Católicos, sobre todo cuanto existe. 64

Creedme, no nos daba pena ni horror verlos salir, al contrario; nuestro espíritu se henchía de anhelos de sacrificio; si nos hubieran dejado más de uno voluntariamente marchara con ellos; porque morir con elegancia, morir con heroísmo, morir por España a muchos no sólo no les asusta, sino que hasta les atrae, y por ende aquellos ejemplos sublimes e ignorados ponían nuestra fe y nuestro amor patrio en el máximo grado de exaltación, haciéndonos mirar la muerte no como un hecho lamentable y pavoroso, sino como el laurel de la victoria que oprimía con su espiritualidad a la bestia roja que pretendía sojuzgarnos. Así como éstos que he contado, de cuatrocientos cincuenta Jefes, Oficiales y hombres civiles legítimos “facciosos”, ¡A mi que no me impida nadie llamarme así; me siento “faccioso” de una facción Santa, mientras quede en España un rojo criminal que a sí mismo se llame “leal”!, que el día 19 de Julio de 1936 se alzaron en armas en Barcelona contra el despotismo republicano-soviético y por la independencia y la grandeza del suelo Español; así como ellos, repito, de cuatrocientos cincuenta murieron trescientos veinte bravos y padecen aún calvario y prisión unos sesenta. ¡Y qué martirio sufrimos y sufren aún los prisioneros! ¡Y qué martirio padecieron los muertos! No creáis que aquellos héroes fueron fusilados; fueron asesinados, despedazados por la turba de súbditos de ese conglomerado innoble que aún tiene el descaro de llamarse el Gobierno legal. Los conducían desde el “Uruguay” al antiguo campo de ejercicios de tiro de la guarnición conocido bajo el nombre de Campo de la Bota; y en él les esperaban siempre de cuatro a cinco mil personas, que allí acudían incluso en trenes especiales que para la asistencia a este insólito espectáculo se establecieron, con meriendas, botas de vino y armas de fuego, entremezclándose en los grupos los hombres y las mujeres ¡con los niños! que llevaban con ellos. Cuando aparecían las víctimas aquella incalificable asamblea los injuriaba, los escupía y por fin los que querían hacían fuego sobre ellos; pero disparaban con sadismo, primero a las piernas, luego al vientre, y al cabo de un cuarto de hora de tiro al blanco, por fin aquellos cuerpos ensangrentados, que varias veces habían rodado por el suelo para volver a incorporarse, recibían las descargas de la plebe en el pecho y la cabeza. ¡Monstruos! ¡Algunos, muchos por desconocidos, escaparéis de nuestra venganza; pero ninguno, ninguno, se librará de la Justicia de Dios! De todo hubo en el “Uruguay”; con estos asesinatos, que para distinguirlos de los demás voy a llamar legales, se simultanearon otros a los que no precedía farsa de ningún género; eran limpia y llanamente indisimulados crímenes. No le pareció a la F.A.I. que los procedimientos de eliminación que se empleaban con los fascistas del “Uruguay” fueran lo suficientemente rápidos y cruentos; y por su cuenta y razón confeccionaron una lista de setenta nombres, en la que más tarde me dijeron que estaba yo al final ¡afortunadamente al final!, de aquellos a los que le apetecía matar por su propia mano y rápidamente, empleando procedimientos de acción directa netamente terroristas. Una noche a las once, cuando estaba yo de charla en su camarote con los Comandantes Botana, aviador, y Recas, de la Guardia Civil; de los que era gran amigo y de diez a doce de la noche, mientras vivieron, diario contertulio; aparecieron los Guardias llamando a tres Comandantes, Botana, Viviano y Gabarrón, y al Capitán 65

Galán, y comunicándoles que venían a por ellos para ponerlos en “libertad”. El truco sólo engañó a Gabarrón, que marchó emocionadísimo, el pobre, asegurándonos que dentro o fuera del “Uruguay” siempre sería nuestro leal compañero mas los demás comprendieron que aquella libertad era la del alma. Botana, asaz inteligente, con sus ojos expresivísimos nos miró desde su litera; para mí, que desde el primer momento me di cuenta de la verdad y discutí contra la mayoría que se quería sugestionar con la idea de la libertad, tapándose los ojos ante la realidad comunista que nos rodeaba, la mirada aquella de Botana era un libro abierto en el que leí que se veía ya cadáver. Nos miró larga y silenciosamente, se levantó despacio, agarró sus pantalones y mientras se los encajaba en las piernas rompió el silencio con una sola frase: “¡Qué le vamos a hacer; alguna vez tenía que ser!”. Despreció su chaqueta, nos dio la mano y salió frío y estoico sin mirar a la derecha ni a la izquierda. Corrimos a asomarnos a las claraboyas y por ellas el cuadro que se vio daba pavor. Junto a la escalerilla una magnífica gasolinera llamada “Mar de Plata”, se balanceaba adornada a popa y proa con las banderas rojas del anarquismo, cuya seda brillaba temerosa a las luces del barco; en sus bordas paisanos armados con rostros inconfundiblemente tétricos de asesinos degenerados; y bajando a ella los cuatro llamados, rodeados por otro grupo idéntico de rojos pañuelos al cuello y también armados hasta los dientes; silenciosamente los introdujeron en la iluminada cabina y marcharon hacia la oscuridad de la noche y la luz de la otra vida, rodeados por todas partes de cafres nacidos en España. Una noche de calma y a la otra nueva remesa de víctimas. Recas, que me apretó la mano hasta hacerme daño en despedida silenciosa. El General Legorburu y el Coronel Moxó. Así con intervalos de una a otra vez que oscilaron entre uno o tres días cuatro veces en aquellas noches de Septiembre se llevaron hasta once hombres para darles el “paseo”. En el barco discutíamos los presos si aquellas salidas eran o no libertades, inclinándose la mayoría a lo último, haciendo cábalas a base de una frase del Sargento de la Guardia Civil apodado “Malacara”, que era el criminal más envilecido de todos los guardianes del barco. Cuando se llevaron al pobre General Legorburu, un caballero y un bendito, salió éste apresuradamente y sin dinero, indiscutiblemente porque el ambiente le decía hacia lo que iba; notado que se marchaba sin la cartera por su ayudante, también preso, corrió con ella y un par de cientos de pesetas tras su General con ánimo de entregárselas, yendo a tropezar con “Malacara” al que rogó cortésmente le llevara a Legorburu el dinero y la cartera; pretensión a la que éste violentamente contestó: “¡Guárdesela usted! ¡Para qué la quiere él, si va a cobrar su paga!”. La frase esta en los labios de un hombre honrado, querría significar que el General quedaba libre y así lo interpretaban y defendían muchos, pero para algún otro y yo aquellas palabras en boca de un canalla, venían a señalar irónicamente que el desgraciado General Legorburu caminaba en “Mar de Plata” hacia la muerte. La duda se acabó para cinco de nosotros al día siguiente de la cuarta y última expedición. Celebré yo aquella tarde una conferencia incógnita con persona bien informada, quien me comunicó la existencia de la lista de setenta, mi inclusión en ella al final, que los puestos en libertad habían desaparecido y que el incógnito comunicante había visto personalmente los restos de dos de ellos, Viviano y Galán, y, fundadamente a 66

mi entender, suponía idéntica suerte para los demás, los que creía habían sido asesinados en las cercanías del pueblo de Moncada; añadiendo que a la Generalidad no le había interesado el procedimiento, demasiado descarado para emplearlo en tan destacados presos como éramos nosotros y había cortado el procedimiento de esta novísima justicia; por lo que el narrador “creía” que ya no se repetiría el hecho. No hicieron al comunicarme esto más que confirmar mis temores, incluso del señalado favor de incluir mi modesta persona en la listita; mas he de confesar que la confirmación de todo ello me quitó mi casi secular sonrisa durante su buena media hora. Para a su vez conocer las noticias sobre la marcha de las operaciones que yo hubiera conseguido captar, me esperaban cuatro amigos que conocían la existencia del diálogo a saber: el Comandante Lázaro, los Capitanes del Cuerpo Jurídico Jesús Martínez Lage y Alfredo Aguilera y el de Estado Mayor, Clavería. Reunido con ellos les conté cuatro cosas de política roja, lo que me habían explicado de nuestra guerra y del punto de España hasta el cual había llegado Franco; pero me callé, guardándolo para mí solo, lo peor que no quería se supiese en el “Uruguay”, porque no sufriese la magnífica moral de aquellos hombres, ya que asustaban mucho aquellas salidas nocturnas y había que ser muy fuerte para aguantar la tremenda verdad sin desmoralizarse; pero ellos me debieron notar en la cara que algo desagradable sabía yo que me callaba, indudablemente porque estaba serio y tenían la costumbre de verme reír siempre pasare lo que pasare, y ello les movió a hostigarme a preguntas que eran contestadas por mí con evasivas, hasta que por fin Clavería se me encampanó diciéndome: “Tu sabes algo y algo muy malo; dínoslo que somos hombres para oírlo todo”; y estallé. “¡Ah, sí! ¿Sois hombres para oírlo todo? ¡Pues lo vais a oír a ver la carita que ponéis! Pero me vais a dar vuestra palabra de honor de no decir una palabra de ello a nadie, que lo que os voy a contar estimo inconveniente que se sepa en el barco”. La palabra de honor se dio solemnemente; me levanté, cerré la puerta y les narré desde el principio hasta el fin todo mi cuento, acabándolo con la caritativa frase siguiente: “Os advierto que me ha dicho que “creía” que lo habían cortado, pero que no lo podía asegurar, de modo que poneros a bien con Dios por si acaso y a ver si sois flamencos y dormís bien esta noche”. Lázaro se quedó como si le hubieran contado el cuento de “Aladino o la lámpara maravillosa”; Martínez Lage se excitó y comenzó a pedir aclaraciones y a hacerme preguntas; Clavería se llevó las manos a la cabeza y se arrojó cuan largo era en la litera en que estaba sentado, y Aguilera se arrancó despiadado los pelos del bigote, se fue, se metió en la cama y se estuvo cuatro días sin moverse de ella y sin pegar un ojo. Aquella noche fue grande para nosotros en los anales del “Uruguay”. A las diez y media me acosté y estuve dos horas y media conteniendo mis enormes deseos de saltar de la litera y asomarme a la claraboya más próxima para ver si venía “Mar de Plata” cada vez que sonaba una gasolinera; mas Martínez Lage y Clavería en aquella claraboya contra cuya tentación yo me resistía, habían montado interesada e interesante guardia y cada media hora se acercaban espontáneamente a mi litera y me decían: “No viene”, con voz opaca y una sonrisita de ocasión. Así nos pasamos quince noches de diez a doce y media; yo en la cama dominando mis deseos de mirar al exterior, y Martínez Lage y Clavería observando por la claraboya con un ardor pertinaz y consecuente; hasta que nos convencimos de que efectivamente 67

habían cortado aquel poco agradable sistema de darnos el “paseo” y descansamos de nuestros afanes; pues, por no se qué ignota razón, nuestro cerebro prefería el fusilamiento de día, aunque fuera por tiempos, al tiro en la nuca en medio de la noche. No pasó nada cierto es; pero el sobresalto nos lo dieron: una buena noche de estas, compareció “Mar de Plata” con sus banderas rojas y su carga de bandidos; se pegó al “Uruguay” y los asesinos subieron a bordo. Acudió rápido Lage a mi litera. “¡Ahí la tenemos!”, me dijo; di un salto en la cama a la par que interrogaba: “¿De verdad?”. “Sí, de verdad”, me contestó; bajé de otro salto al suelo, me asomé y era cierto, allí se estaba balanceando airosamente la gasolinera de la F.A.I. Le comuniqué a Lázaro la grata nueva y aquella vez también se levantó, y cinco cabezas estuvieron media hora vigilando calladas, sin más conversación que la de Lage y yo: “¿A quién le tocará?”, me decía él. “Vaya usted a saber”, respondía yo. Por fin a la media hora, poco más o menos, bajaron por la escalera el pelotón de asesinos completamente solos, ¡no se llevaban a nadie!, había sido o un intento frustrado o una visita de cortesía a sus compañeros de delitos que moraban a bordo. Entre aquella orgía de muerte en que los marxistas escogían a diario un grupo que sacrificar al Moloch soviético, nuestros espíritus no decaían, nuestras caras permanecían sonrientes, y cantábamos, bromeábamos y nos divertíamos de forma tal, que los mismos camareros de la F.A.I. del barco nos admiraban hasta el punto de sentir miedo de nosotros, cual si se tratara de locos peligrosos. En la segunda organizamos lo que bautizamos con el nombre de “Front Uruguay”, que venía a ser un Club aristocrático que se reunía a las ocho de la noche hasta las diez o las once, en las escaleras de los camarotes; unos miembros tomaban asiento en los escalones, otros en el rellano de la escalera entre el primero y el segundo piso, y varios en otro espacioso rellano de la entrada a los camarotes de dicho segundo piso. El Presidente del “Frente Uruguay” era don Bernardo de Lafuente, gallego de despierta inteligencia y chispeante ingenio, y todos los demás éramos socios de numero bajo juramento de ser auténticos “facciosos”. Comenzaba la reunión con la explicación de las noticias, captadas por uno u otro procedimiento, sobre la marcha de las operaciones militares del Ejército Español; el Alcázar de Toledo nos tuvo apasionados una temporada, y todas ellas eran analizadas y discutidas para admitir unas y rechazar otras por improbables. Después se daban conferencias de historia Catalana por el Comandante don Francisco del Pozo, que nos entretenía con anécdotas de antiguos Generales y con disquisiciones genealógicas de la nobleza catalana; más tarde unos u otros contaban anécdotas vividas o chistes de dudoso gusto y todo terminaba generalmente con un disonante coro de los reunidos, en el que se cantaban aires aragoneses o navarros y los himnos de Falange y la Legión. A veces teníamos números extraordinarios a costa de embromar a algún incauto que caía, entre gestos y risotadas; y alguna vez también se organizaba alguna farsa, como la exhibición con que en una ocasión nos obsequió el rollizo y simpático Masana, de su arte en imitar a la célebre bailarina “La bella Tomate”, presentándose ante todos medio desnudo, con una toalla a la cintura, otra al pecho y un pañuelo coquetonamente liado a la cabeza y bailándonos movida y sandunguera rumba, que hubo, entre formidables ovaciones, de repetir tres veces, mientras todos reíamos hasta caérsenos las lágrimas. El

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cónclave terminaba indefectiblemente con la misma despedida dicha por don Bernardo: “Buenas noches, señores. ¡Esto marcha! ¡Somos los amos!”. Muerto don Bernardo y buena parte de los contertulios y trasladados los supervivientes al sollado de proa, no nos resignamos a acostarnos sin divertirnos y se organizó el “Club de Media Noche”. Consistió éste en un camarote vacío y mugriento, en el que se arrojaron al suelo tres colchonetas más mugrientas aún, se colocó una bombilla, y se dibujó en la puerta un heráldico escudo con un sombrero de copa, unos guantes y un bastón artísticamente colocados. En el Club nos reuníamos una docena a partir de las doce de la noche hasta las cinco de la madrugada, divirtiéndonos y a la par vigilando disimuladamente, ante el temor de un asalto al barco por parte del populacho, que por aquellos días se temía. En el Club de Media Noche yo, mientras bromeaba, pensaba que me quedaba poco tiempo para reír. Acaba de crear el Comité de Valencia los Tribunales Populares de Barcelona, que fueron cuatro; y yo pasé de la competencia del Tribunal Popular Especial, que quedó sólo para conocer de las causas contra miembros del Ejército, al Tribunal Popular número uno, presidido por un Magistrado de carrera convertido en asesino llamado Pérez, y que en los meses de Octubre, Noviembre y Diciembre, no dejó vivos de los hombres civiles que intervinieron en el Movimiento Salvador y estaban presos y procesados con nosotros, más que a los menores de 18 años que por su edad fueron indultados, pues a pesar de todo les condenaron a muerte. Yo, como decía, había pasado a la jurisdicción de este Tribunal Popular número uno y a visitarme a bordo vino mi defensor, comunicándome que había en el Tribunalito el propósito de comenzar sus actuaciones juzgándome a mí; que desde luego me condenaban a muerte, y que no veía por ningún lado la probabilidad del indulto; en una palabra, me dijo que me fuera preparando a mal morir. Afortunadamente no fue así por causas, entonces para mí desconocidas y que aun hoy no son para hechas públicas y que por consiguiente guardo en “el secreto del sumario”, como decimos los profesionales del Derecho; mas yo me estuve cuatro meses esperando a diario la llamada fatídica y final; con tanta más razón cuanto que mi defensor, hablándome con una claridad que yo le había pedido desde el primer momento, seguía confirmándome siempre su opinión primera y atribuyendo la demora a sus gestiones, lo que en parte era cierto, y a la suerte que no me abandonaba. Ya que hablo de él y que por hoy no quiero nombrarlo, sólo os diré que cuando os tropecéis por el mundo con un sujeto alto y fuerte, casi calvo, vivaz de gestos y de ojos azulados e inteligentes que os diga que fue mi defensor, podéis tener la seguridad de que os encontráis ante un perfecto caballero. Teníamos en el “Uruguay” un periódico jocoso, del que se editaba un solo ejemplar escrito a mano y redactado por los jinetes de Montesa en su camarote, bajo el sugestivo título de “La Voz de Ultratumba”. Era una parodia de los periódicos rojos, en la que aparecían divertidos artículos donde un solo miliciano ponía en precipitada fuga a toda una División nuestra, sin utilizar más armas que sus puños y sus dientes; y en el que se pintaba al “Ejército del pueblo” conquistando arrolladoramente no sólo España, sino a todos los países fascistas; todo ello pergeñado con graciosas ironías y divertidas chabacanadas; pero cuyo más gracioso contenido, cuando menos para nosotros, eran las secciones de anuncios que siempre consistían en alusiones a los defectos y manías de los 69

compañeros presos. Junto a este gran rotativo, imprimía una modesta hoja conocida por “Radio Palomeque” el estupendo Capitán de la Guardia Civil, del tercer Tercio, que se llama Manuel Bravo. Estaba dedicada a esparcir entre los presos las noticias de la guerra, enviadas por el hilo directo al “Uruguay” desde el Cuartel General de Salamanca, según afirmaba seriamente el guasón de Bravo, de las cuales unas eran ciertas y otras eran patrañas que inventaba el propio Director, Redactor-Jefe, Impresor, todo en una sola pieza; el cual ante nuestras protestas porque nos mintiese avances fantásticos y falsas conquistas, mezclado todo con la realidad, nos contestó cínicamente que era para levantar la moral en el vapor; originando con tan ofensiva respuesta que presuponía en nosotros ausencia de un elevado espíritu, un decidido intento de linchamiento del que se escapó, entre gran escándalo, corriendo a encerrarse en su cabina. La tragedia y la comedia estaban allí siempre presentes y mezcladas; entre las risas, las llamadas a juicio; entre los cantares, las ejecuciones. Entre chiste y chiste, comentábamos que el hijo de un Comandante de Artillería, niño de doce años, la tarde anterior al despedirse de su padre, a quien habían fusilado aquella madrugada, le dijo a éste que no le importase morir por España puesto que su causa triunfaba; o que el Teniente Salcedo la noche anterior a su muerte hacía estado en el Guiñol bailando un vals con su novia; o que Fernando Vidal Rivas había querido ir vestido de etiqueta ante el pelotón; y luego más bromas y más cantares, ¡qué nos importaba todo a nosotros!; elogiábamos a nuestros compañeros y reíamos tranquilos, sin importarnos la muerte que al día siguiente o al otro podía elegirnos a nosotros como objeto de su preferencia. La vida humana había perdido su valor; se iban los amigos rumbo a la eternidad y nosotros cantábamos sin cesar, como dicen que canta el cisne cuando va a morir; nuestro recuerdo se lo dedicábamos en dos oraciones; una porque Dios les diese valor y presencia de espíritu en el duro trance, rezo éste hasta egoísta ya que teníamos el prurito de que de entre nosotros no saliera nadie a morir con cobardía, y otra al siguiente día por sus almas gloriosas; y bastaba: uno más a la lista interminable. Tres veces nos sirvieron mezclada con el rancho una dosis de arsénico, bien calculada para que nos enfermara y no nos matara. En aquellas tres ocasiones el rancho era mucho mejor, lo servían con más abundancia y lo ingeríamos con gusto; pero a la media hora de comerlo el intestino comenzaba a retorcerse y, con agudos dolores, nos venía una descomposición aparatosa y unos vómitos constantes y dolorosos; yo recuerdo que una de aquellas tres veces, mientras en la borda apoyado arrojaba entre espasmos dolorosos que me arrancaban lágrimas, cuatro afortunados que no habían probado el rancho, se reían de mis fatigas con tan buena fe, que yo a mi vez entre basca y basca me reía de verlos a ellos. En estos envenenamientos colectivos no dejábamos de encontrar motivo de diversión; los que como yo tenían un estómago fuerte y solamente les duraba media hora el tormento del arsénico, nos dedicábamos después de pasadas nuestras respectivas fatigas a reírnos de los demás; plantados en el patio del sollado oíamos las imponentes náuseas de Villarrubia, de Zaragoza, y de Meseguer, y a cada escandalosa salida del arsénico ingerido, que podían oírse entre ayes desde diez metros, corríamos a observarlos y divertirnos con sus gestos desesperados; sobre todo con los de don Juan Zaragoza que se lamentaba amargamente diciéndonos: “¡Ay hijos míos! ¡pobrecito don Juan! ¡Tan viejecito el pobre y verse en estos trances!”. Y ante estas 70

expresivas quejas y otras alusivas a que su pobre mujercita no le podía cuidar, nos partíamos inmisericordes el pecho de risa, como vulgarmente se dice. Acabada la diversión nos dominaba la ira y entonces, en grupos y a voces, llamábamos canallas y asesinos a los envenenadores y prometíamos tomar en ellos cruel revancha cuando llegase nuestra hora. Aun nos quedaba para un par de días diversión a costa del colectivo envenenamiento; pues el prudente Comandante Villarrubia desde aquel día cogía el rancho por la mañana y lo guardaba para tomárselo a la noche; y el de la noche lo consumía al día siguiente, después de haberse convencido a conciencia de que los demás lo habíamos digerido sin novedad; esto le costaba al buen Comandante variado número de bromitas que soportaba impertérrito, consciente de lo atinado y previsor de sus medidas. Poseíamos en el barco dos himnos, el propiamente llamado “Himno del Uruguay”, ideado entre todos, y el “Tango del Uruguay”, obra del ilustre artista señor Arribas. Me resulta imposible suministrar aquí sus aires, entre otras razones porque la naturaleza me ha dotado de una oreja de insuperable ferocidad para destruir cruelmente cualquier música, mas transcribo las letras:

“TANGO DEL URUGUAY” Que el barco era una porquería ya lo sé, desde el año “pasao” y en el que ahora corréis, que tiene piojos, moscas, pulgas, a granel, formando un “enrejao” que no deja barrer: Pero no que había un cocinero tan malo y chiquito, que cuenta los garbanzos el “venao” y catorce y medio siempre me han “tocao”. Barco pútrido y nefasto, maloliente, “abandonao”, eres la prisión flotante de los hombres que han “luchao”. Al liberar, te juro a ti que en tus entrañas nadie ha de vivir. Te prometo barco perro, que si logramos salir; le pediremos a Franco que te estrelle contra un banco para luego verte hundir.

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HIMNO Estribillo ¡EI Uruguay! ¡EI Uruguay! es lo mejor para engordar; si no vas al paredón mueres de una indigestión. ¡El Uruguay! ¡El Uruguay! Tres meses llevo en el barco y no ha salido del puerto; no sé porqué me parece que ya estoy oliendo a muerto. Estribillo La comida de este barco varía todos los días; las lentejas y el garbanzo alternan con las judías. Estribillo Dicen que por suscripción en el pueblo de Las Rozas; han comprado un cabezón para ponérselo a Pozas. Estribillo Y no va más; porque hay más coplas alusivas a la F.A.I., a la Generalidad y al Gobierno rojo; pero ni mi honesta pluma puede transcribirlas, ni los ojos de las damas que lean este libro deben tropezar con tan tremendas groserías como les dedicábamos a los tales; baste, pues, saber que lo correcto y lo grosero lo cantábamos a coro con gran regocijo del sollado. En el “Uruguay” tuvimos nuestra gran conspiración encaminada a huir con los nuestros, la que se desarrolló minuciosamente y con notoria exposición de la vida para mí y para el Comandante Lázaro. He de contarla con forzada discreción de nombres de personas y cosas, pues entiendo que en este aspecto, por muchas razones, aun no puede hablarse claramente; por ello dejaré envueltos en una nebulosa todos los nombres que no sean los dos dados cuyo conocimiento a nadie perjudica, ni siquiera a los dos 72

interesados que nos encontramos ya, afortunadamente entre los nuestros. Conseguí yo, gracias a que desde lejos, desde España, trabajaban por mi vida mi mujer y mi madre, ponerme en relación con determinados elementos y tener desde el barco enlace con la Zona Española. Celebrando con disimulos mil, a veces en mi propia cabina del sollado a las cuatro de la madrugada; conferencias con elementos afines que nos auxiliaban, se llegó a tramar un arriesgado plan de evasión que en aquellas fechas tenía un tanto por ciento de probabilidades muy elevado de obtener un franco éxito. Consistía el plan de evasión en que una noche, de doce y media a dos, entrase en el puerto de Barcelona un barco cañonero Nacional sin luces y disparando cañonazos, mientras seis aviones bombardeaban dos la Aeronáutica Naval, dos Montjuich, y otros dos los objetivos militares de la población de Barcelona, y al calor y al susto del bombardeo, por entonces nuestra aviación no había visitado aún la Ciudad Condal, sublevarnos nosotros en el “Uruguay” mediante ciertas complicidades y unas pistolas ametralladoras que yo tenía a mi disposición, haciéndonos con él, matando a quien fuera menester y transbordando después al barco español, huir en la noche dejando tras nosotros el “Uruguay” ardiendo. Necesitaba yo, que en el “Uruguay” tuve el arte de pasar por un hombre sin importancia, de alguien que por su representación y jerarquía militar pudiera captar a los elementos militares necesarios de entre los presos y que al mismo tiempo fuera persona decidida, serena y de probada discreción; como la tal figura la tenía en el camarote de enfrente en seguida di con ella; el Comandante Lázaro era el indicado para el caso. Casi no más que comenzarlas le conté mis andanzas y se mezcló en ellas automáticamente con la máxima buena voluntad. Dos veces me pidieron, precisamente a mí, dos cartas para asegurarse determinadas personas de que yo estaba en el “Uruguay” y era en el mismo el motor del asunto para decidirse con ello a actuar, a más de confirmarse con ellas y en su texto los atropellos y crímenes que en nosotros se cometían. Dos veces mas escribí de puño y letra y firmándolas con mi nombre y apellido, aunque no se me ocultaba que pocos se hubieran decidido a hacer lo mismo por el enorme riesgo que tales cartas entrañaban. Así mientras Lázaro y yo ultimábamos las negociaciones con el exterior; el repetido Lázaro dentro del barco, montaba entre los militares la organización justa para tener en el momento preciso cincuenta hombres dispuestos a jugarse la vida y a empujar a los demás, comenzando nosotros dos con ellos la sublevación a bordo, mediante las armas de que disponíamos, con otras que nos agenciáramos y contando con algunas complicidades. Todo estaba preparado, se había expuesto la vida de sobra para organizarlo y lograrlo, y un miércoles por la noche que estábamos esperando los más comprometidos la hora de llevarlo a cabo, llegó ésta, pasó y ni vino el barco, ni volaron los aviones esperados. Se había deshecho la aventura. Más tarde, ya en Zona Nacional, me he enterado de que el valiente que la dirigía desde acá, en el último momento tropezó con el obstáculo insalvable de que un hombre, más prudente que él y menos desesperado que nosotros, le negó el barco cañonero que necesitaba y pedía, alegando, quizá atinadamente, que él no arriesgaba ante nuestros Generales la responsabilidad de que la aventura saliese fallida y en lugar de salvarnos nos mataran, matando además a los salvadores presuntos y perdiéndose por ende el cañonero. Quizá tuviera razón, pero habíamos expuesto tanto por España primero; luego por preparar la evasión y teníamos entre los rojos tan perdida la vida, que debía 73

haber dejado intentar la novelesca aventura preparada, que repito había muchas probabilidades de que fuera afortunada. Y basta por hoy de esta frustrada y expuesta tentativa. La vida religiosa que llevábamos era intensa. Habíamos habilitado con algunas colchonetas un camarote amplio que era nuestra Iglesita; las dos lámparas que poseía las quitábamos después de utilizado el local con el objeto de que pareciese deshabitado y en un rincón tirada había una tabla; una tabla que cuando nos reuníamos se desdoblaba convirtiéndose en una cruz que se colgaba de la pared. A las doce de la mañana se leía la misa, y a las seis y a las siete de la tarde se rezaban dos turnos de rosario. Allí confesábamos a un sacerdote, preso como nosotros, nuestros pecados en la obscuridad; y allí, en fin, a las cuatro o las cinco de la mañana, la hora más apropiada en la que nadie extraño se preocupaba de nosotros, unas veces unos y otras otros, oíamos hincados de rodillas una misa de verdad y comulgábamos con ciega fe en el más allá próximo, con unas sagradas formas que nos llegaban rodeadas de misterio. Nunca he sentido tanta fe como entonces y cuidado que soy un creyente que raya en el fanático; mas aquella atmósfera de catacumba, el fervor que producía aquel camarote sin oropeles, sin adornos, sin beatos; sólo con cristianos fervientes que viendo terminadas sus andanzas mundanas, alzaban sus ojos a Dios con resignación, ofreciéndole humildes sus sufrimientos por los peores que Cristo padeció por ellos; todo levantaba nuestro espíritu hacia la Divinidad más enteramente, más santamente que en cualquier Iglesia de la vida, donde se mezclan los verdaderos con los falsos, donde hay ruido, gente y luz, y donde, ¡no os quepa duda!, baja el Señor menos plenamente que allá a bendecir aquel pequeño y dolorido pedacito de su rebaño. Allí la mano de Dios se notaba a cada paso: voy a hacer una confesión; a mí, como supongo que a la mayoría, alguna vez, al fin somos de carne, me quebraba el valor; entonces me refugiaba en mi camarote solitario, me arrodillaba rezando en petición de fuerza y entereza para ser digno de mi apellido y tan heroico como el que más. No había acabado de orar y ya me habían escuchado en la Altura, ¡creedme!, se me entraba corazón adentro una serenidad, un desprecio de la vida, una entereza, que el fusilamiento y la muerte me dejaban estoico e imperturbable por la ayuda de Dios. Teníamos en el "Uruguay" un Coronel, inteligentísimo, de Ingenieros, que se llamaba don Silverio Cañadas y que había actuado el día 19 en Dependencias Militares a nuestro lado. Preso ya, convivía en el camarote con un ente repulsivo, Coronel como él y de nombre Espallargas, el que acusando a todos sus Oficiales salvó la vida y absuelto se fue con los rojos; influido por esta sombra negra quiso seguir su nefando ejemplo y diluir su actuación. Prestó numerosas declaraciones; conferenció con el Comandante Urrutia y el Capitán Bruxes, tratando de arrojar sobre estos dos su responsabilidad; además se decía, quizá calumniosamente, que era masón o lo había sido. Pues bien, cuando sonó su hora, sin causa aparente aquel hombre cambió; evidentemente Dios le tocó. Llamó a Urrutia y a Bruxes nuevamente y les anuncio que no tenían nada que temer, pues recabaría ante el Tribunal Popular toda la responsabilidad de lo acaecido para sí; después confesó y comulgó; y a la mañana siguiente, arrogantemente se hizo responsable de todo, disculpó a los demás salvándoles evidentemente la vida, y fue condenado a muerte y ejecutado en Montjuich, donde cayó

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gritando “¡Viva España!”. ¿Me negaréis que en el “Uruguay” estábamos al borde del milagro? Tened fe todos, que no os quepa duda que la fe nos salva.

---oOo--Para terminar con los ocupantes del barco a intentar describir algunos sucesos anecdóticos: El Practicante del “Uruguay”, que mereció una coplita en el himno y por cierto de las menos versallescas, era un faísta viejo, de pronunciados rasgos y grandes gafas de concha, que trataba a los presos enfermos a gritos y extremando la violencia; hasta que un buen día aquellos presos enfermos, de suyo poco pacientes, le organizaron una bronca formidable cansados de aguantarle. Mas aquel malvado se vengó cruelmente y prevaliéndose de su función a los seis o siete que se inyectaban diversos remedios, les puso Infectadas las agujas hipodérmicas causándoles dolorosas infecciones en los brazos que, mal atendidas, hubo quien tardó hasta tres meses en curar. Para acabar de describir al ente va otra anécdota suya; se nos había vuelto loco un Teniente de Asalto, pero loco de verdad el pobre, y en su afán de huir del barco intentó arrojarse por una claraboya, rompiendo con la cabeza los cristales de la misma y llenándose con ellos de cortes la cara. Lo curó el Practicante, y cuando a los tres días le levantó los esparadrapos del rostro, se los arrancaba a crueles tirones con piel y pelo de la crecida barba, mientras le decía ferozmente al loco pegándose a su cara, impávida e insensible: “¡Toma, ladrón! ¿Con que estás loco ¡eh!? ¡Tú lo que tienes es miedo a la tapia, cobarde!”. Se lo arrancamos indignados de las manos y lo curaron los propios presos.

---oOo--Paseaba por los sollados un sujeto de aspecto endeble, delgaducho, con la nariz aquilina y escasos pelos en el cráneo; mal se tapaba con unos pantalones enormes para él, que debieron pertenecer a otro hombre de abdomen abultado, y que su actual propietario plegaba a su cintura pequeña con muchos y calculados dobleces y una cuerda; el busto lo abrigaba con una camiseta de manga larga y un jersey de punto de mujer, abrochado por delante al centro del pecho; pero el jersey aquel debió pertenecer a una obesa y superabundante señora, poco acostumbrada al uso de esa prenda íntima que se llama el sujetador. Nuestro hombre se lo cruzaba totalmente, sujetando uno de los extremos a su costado con unos imperdibles, y así venía a resultar que el lado visible de la prenda, por la falta de prudencia o el exceso de comodidad de la opulenta jamona que lo usó, dejaba bien a la vista, dibujado a conciencia en la lana un seno grandioso. ¿Quien os creéis que era el sujeto; un ropavejero arruinado? Pues no, era un miembro del Ejército español que se llama Mateo y aún está preso; y que todo lo endeble de figura y ridículo de indumentaria que se le veía, era por el contrario grande de espíritu y fervor patrio. Mateo se vio un día después del Movimiento, o sea el 20 de Julio, desembarcado 75

de un vapor en el muelle de Barcelona y con ésta en manos de la más abyecta plebe; trató de esconderse como pudo y al cabo de veinte días de huir de los rojos como la liebre de los galgos, fue a caer en las manos inclementes, por lo general, do una patrulla de control. Se lo llevaron a una Checa y en ella le dijeron que como era oficial tenia que ir al frente con el Ejército rojo; sin dudarlo se negó en redondo y entonces fue increpado anunciándole que si no iba era por ser un traidor y por tanto le matarían; y nuestro Mateo asintió resignado a tales propósitos. Le colocaron entonces de cara a una pared y sobre su cabeza dispararon una ráfaga de pistola ametralladora, diciéndole después que se volviera y preguntándole: “¿Qué, vas ahora al frente?” Nueva y concisa negativa que asombró al jefecillo de la Checa y le hizo preguntarle “¿Pero por qué no quieres ir al frente?” y más asombrado se quedó al oír la serena respuesta: “Porque, yo no lucho contra mis compañeros”; tan asombrado, que en lugar de matarle lo envió entre los suyos al “Uruguay”.

---oOo--Rogelio Puig era un Capitán de Caballería, hoy Comandante y entre nosotros, que cuando le entraba en alguna ocasión temor a la muerte, como a cada cual le pasaba de vez en vez, se sentaba de un salto en su litera y se increpaba así mismo ante sus compañeros con palabras no siempre correctas pero que más o menos venían a decir: “¿Me veis? ¡Pues soy un cobarde, sí señores! ¡Un canalla! ¡Tengo miedo! y me voy a romper la cabeza contra la pared porque esto es impropio de un caballero”, y con este desahogo se le pasaba el momentáneo temor y seguía tan sereno y valiente como nos tenia acostumbrados a verle. ¡Ah! pero Rogelio tenía además de esta genialidad una hacendosa mujercita, que le debía querer mucho y le mandaba a diario, entre otras cosas, una insuperable tortilla de patata para la cena, amarilla y bien cargada del preciado tubérculo. Una buena noche cenaba Puig su tortilla sentado en el quicio de una puerta y con gran atención y laboriosidad cuando acertó a pasar por su lado otro preso que tenía la fortuna y la desgracia de tener lejos, muy lejos, a su dulce cara mitad. Vio el transeúnte la tortilla e ingenuamente su dolorido estómago barbotó estas palabras: “¡Caramba, qué rica tortilla!”; alzó los ojos el solitario comensal, miró los del otro y debió ver en ellos tanta hambre que sin dudar un instante le tendió a su amigo la hermosa pieza culinaria; se entabló una discusión entre ambos caballeros: “¡De ninguna manera; muchas gracias, ha sido un simple comentario!”. “Tómatela hombre, que a mí me es igual”. Que sí, que no y Rogelio optó por el juicio de Salomón y partió por la mitad la tortilla cuya no ingestión discutían ambos hambrientos estómagos. “Arreglado, la mitad para cada uno”, y el obsequiado se sentó en el quicio de la misma puerta y hombro con hombro se comieron cuanto había. Así comí yo, al cabo de dos meses, mi primera tortilla en la prisión.

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El insuperable artista señor Arribas, autor del tango del “Uruguay” y más vivo que una lagartija, tenía la desgracia, como otros muchos, de no tener quien le auxiliara y la no menor de gustarle el café después de comer de una manera decidida. Su inteligencia suplía la falta de medios. Comparecía en una cabina cualquiera e invitaba al usuario de la misma a tomar café, el otro aceptaba y acto seguido el ilustre artista preguntaba: “¿Tienes leche condensada?”, respuesta afirmativa; “Pues espera un momento”; se iba ala cabina próxima e invitaba a su habitante también a café, lo que aceptado por él originaba nueva pregunta del señor Arribas: “¿Tienes café?”; salía a relucir un paquete de café del que el invitante tomaba justamente lo preciso para tres y le decía al invitado: “Vete a la cabina de “Fulano”, que lo va a tomar con nosotros, y esperadme”. A los pocos minutos comparecía con los cacharros y el único infiernillo de a bordo, que tampoco era suyo, y en diez minutos confeccionaba con el café de uno, la leche de otro y el infiernillo de un tercero un sabrosísimo café que los tres ingerían entre amena conversación. Un día le preguntaron “¿Bueno y tú qué pones?” y contestó rápido: “El agua, el trabajo y la vista, hijos míos, la vista! ¡hay que espabilarse!”

---oOo--Una tarde, sobre las siete, por la escalerilla de la segunda cubierta comparecieron tres nuevos presos cargados de paquetes; constituían una familia compuesta por el suegro, el hijo político y el hermano del hijo político, que, este último, por haberse venido desde Valladolid a Villanueva y Geltrú tres días antes del Movimiento a tomar diez baños de mar, los rojos le juzgaron y condenaron a diez años de trabajos forzados, ¡porque señores, siendo de Valladolid en la zona sovietizada es un delito tomar baños de mar! Por lo que oímos aquel terceto venía un tanto mal orientado de la ratonera en que los metían, traían hambre y en la Comisaría les habían dicho que les darían de cenar en el “Uruguay”; así es que mientras bajaban la escalera y al pie de ella, le comunicaban al guardia que les conducía las ansias alimenticias de sus estómagos y le pedían de cenar. El guardia les dijo que ya habían cenado los presos, y como ellos insistieran los dejó allá marchando en busca de su sargento para comunicarle las pretensiones de los nuevos huéspedes. A los cinco minutos apareció, vociferante, el sargento “Malacara” que les comunicó con groseros modales que el rancho se había concluido y no se les podía ya servir nada; manifestaciones a las que uno de aquellos tres objetó con finos modales y cara atentísima: “¡Pero si nosotros nos conformamos con poca cosa! Nos basta un par de huevos fritos y una copita de cognac”, y ya no habló más, pues el Sargento le miró sin contestarle y se fue blasfemando, y los que presenciamos el incidente nos reíamos descaradamente de la pretensión: ¡¡Un par de huevos fritos en el “Uruguay”!!

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Los dos Capitanes Ibarra son dos ases del dibujo que mataban el tiempo pintando retratos de sus compañeros, como preciado recuerdo tengo yo dos cabezas dibujadas una por cada hermano. Pues bien, mediaba septiembre cuando uno de ellos estaba dibujando la cabeza de Cano, un Alférez de Complemento, que aunque preso aún vive, que creyó, por determinadas circunstancias, que le iban a juzgar al cabo de dos o tres días. Se peinó, se acicaló, era Cano el árbitro de las elegancias del “Uruguay”, y llamando a Ibarra le dijo: “Seguramente me juzgarán dentro de un par de días, de forma que te ruego me dediques un poco más de tiempo para terminarme el retrato antes de que me fusilen y dejárselo de recuerdo a mi familia”. Accedió inmediatamente Ibarra, que dibujó aquella vez con el alma en la punta de su lápiz y posó Cano tan sereno cual si tuviera toda una larga vida por delante.

---oOo--Como al amigo Arribas le gustaba el café, al Capitán Ordovás le enloquecía el tabaco y se encontraba también en el duro trance de no tenerlo; pero igualmente tenía sobrado ingenio y sobrada habilidad para proporcionarse lo que deseaba. Observó que todos llevábamos largas greñas por falta de peluquero y en un rincón de la cubierta colocó una silla, una toalla y unas tijeras; capturó un incauto y se dedicó a cortarle el pelo con bastante habilidad. A los quince minutos tenía corro y lista de peticionarios de sus servicios; entonces, gravemente, enseñó una anotación escrita a lápiz en la pared, que rezaba así: “Por un corte de pelo, tres pitillos”; el precio módico del servicio nos convino a todos y nos quedamos sin greñas a cambio de surtir a Ordovás del tabaco que le faltaba y se ganaba con su honestísimo negocio. ¡Ah! ¡Pero era un caballero! Cuando alguien deseaba usar sus servicios y no tenía tabaco, le concedía crédito y muy seriamente apuntaba en la pared “Fulano me debe tres pitillos”. No obstante su mala cabeza y falta de seriedad profesional, estuvo a punto de conducir su industria a la bancarrota. Al teniente Romaguera, un hombrón de voz potente y alta estatura y merecimientos, aunque un tanto presumido, se le ocurrió cierta tarde arreglarse los cabellos y acudió al establecimiento público del Capitán Ordovás, no me va a perdonar jamás Romaguera que divulgue el incidente, más yo arrostro decididamente su ira; éste en aquella ocasión tenía las tijeras juguetonas y sin preocuparse demasiado de las trágicas consecuencias de su reprobable acto, le cortó a Romaguera en la coronilla una redonda tonsura sacerdotal y artísticamente, a punta de tijera, le grabó una R hermosa en el pelo del occipucio. Las risas estentóreas y las jubilosas lágrimas que aparecían en nuestros ojos, cuando al pasar Romaguera le veíamos la cabeza, descubrieron a éste el atentado de que había sido objeto y fue menester sujetarle para que no arrojase al mar a Ordovás, que se reía satisfecho de su obra ante las mismas narices de su víctima.

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Messeguer era un paisano que sigue aún en las garras de la fiera, y dormía en el mismo camarote que el Capitán Sancho, de Artillería, el que tuvo la humorada de anunciarle reiteradamente y con mucha seriedad a Messeguer que cuando le fusilaran a él no podría vivir en aquel camarote porque por las noches su alma iría a tirarle de los pies, palabras cariñosas que eran acogidas por el interlocutor con risita de conejo. Messeguer alrededor de su litera tenía colgados, desde los pies a la cabecera, unos a modo de cuadros confeccionados por él a base de estampas sacadas de las libras de chocolate, bordeadas con papel de plata y colgadas de unos alfileres. Llegó un día en que efectivamente fusilaron al Capitán Sancho, y sobre las doce de la noche de aquel día comparece por el pasillo, con andar rápido, mirando hacia su espalda y terminando de vestirse, Messeguer que venía a reunirse con un grupo de noctámbulos que allí nos hallábamos. Algo extraño y sobresaltado traía en la cara que todos notamos. “¿Qué te pasa?” “¿A mí? Nada”, contestó. “Sí, algo te pasa”, inquirimos y entonces nos contó que estaba echado fumando cuando de pronto se le cayeron encima todos sus cuadros; que se levantó, encendió la luz y el camarote estaba vacío con la puerta cerrada y los cuadros caídos; suponiendo que hubieran sido derribados todos por un bandazo del vapor o cualquier otra causa, lo que al narrador le parecía muy raro, porque se le habían caído todos a la vez, los colocó nuevamente y a los cinco minutos se le habían vuelto a caer otra vez todos, y otra vez de golpe, y que como aquello era muy chocante se había salido del camarote. Le increpamos “¡Qué chocante, ni qué narices; colócalos otra vez y a dormir!”. Se puso Messeguer repentinamente grave y confidencial, y mirándonos a la cara nos dijo: “¡Es Sancho!”. “¿Que dices de Sancho?”, le preguntamos rápidos; y entonces nos contó la broma del pobre Sancho de prometer enviarle su alma a tirarle de los pies, asegurándonos que el que le tiraba los cuadros era el alma del valiente Capitán. No lo logramos convencer de que se fuera a dormir y a la mañana siguiente se mudó de camarote.

---oOo--Cuando nuestro Ejército se acercaba a Madrid, la democracia catalano-soviética anunció sus buenos propósitos de no dejar un preso vivo de los que ocupaban el “Uruguay”, como justa y atinada medida de venganza por la victoria de las armas de Franco. Muchos rumores nos llegaban a este respecto, que nosotros llamábamos “la Traca final” queriendo con ello señalar el asesinato en masa; según unos el barco estaba cargado con varias cajas de dinamita y lo harían volar; otros decían que nos sacarían simulando un traslado de prisión y cargados en camiones nos llevarían a asesinar en cualquier descampado; nada de tranquilizador había en el ambiente y realmente se palpaba la tragedia que los rojos preparaban. El 7 de Noviembre nos llegó la noticia de que nuestras fuerzas estaban en Carabanchel, que nos llenó de alegría, y el 8 estuvo la tragedia a punto de acaecer y no sucedió. hay que ser siempre sincero, gracias al esfuerzo de la Generalidad; esfuerzo, que también sinceramente, hemos de decir que no lo desarrolló por instintos humanitarios, ni porque se le diese un ardite de nuestras vidas, sino simplemente porque no le

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convenía a sus fines de política internacional una masacre de unos presos demasiado a la vista del mundo y en muchos de los cuales el extranjero tenía puestos sus ojos vigilantes. A las cuatro de la madrugada del día 8 de Noviembre de 1936, nos despertó a todos una voz estentórea dada en el centro del patio del sollado por un guardia: “¡Levantarse, compañeros! Tenéis una hora para vestiros, que salís de aquí”. Nos despertamos todos, y yo sentado aun en la litera pensé: “Han tomado Madrid y esto es la traca”, y después mi cerebro parodió inconscientemente al del pobre Botana y pensé nuevamente: “Paciencia, alguna vez tenía que ser”. Me levanté y me puse las mejores prendas que poseía, saliendo seguidamente a cambiar impresiones con los compañeros. En los ojos de todos se leía el mismo pensamiento; algunos lo negaban, otros ponían en duda el peligro, los menos lo admitíamos francamente y los cucos se callaban su pensamiento. Decidido a salir de dudas, me dirigí rápido a las escalerillas y subí a la segunda cubierta seguido de un sargento, que por lo bajito de estatura que era llamábamos “El Alabardero”. Las guardias dobladas y paseando por ella el Brigada Jefe del barco: me dirigí a él directamente y con mucha diplomacia, para que no averiguara lo que yo iba a inquirir, le expuse que los detenidos teníamos muchos equipajes y que como ignorábamos a dónde íbamos y en qué condiciones, no sabíamos qué hacer con ellos; a lo que después de pensar un momento respondió tranquilamente: “Pónganles sus nombres y sus señas pegados en un papel, para que se los envíen a sus familias”. La respuesta era tan transparente que admitía una nueva pregunta, sin menoscabo de la dignidad, que ya claramente formulé: “¿Entonces esto representa que nos van a “liquidar” a todos?”, y una nueva y categórica respuesta dicha con cara triste: “¡No sé, señor! ¡Pudiera ser”; para qué más, me despedí: “Bueno, muchas gracias. ¡Eh! y adiós”; bajé de nuevo al sollado y les comuniqué a unos cuantos mi grata conversación, haciéndoles en firme la propuesta de sublevarnos y ya que había que morir hacerlo matando y no como conejos; dos o tres se manifestaron dispuestos a comenzar la desigual batalla, mas, afortunadamente la inmensa mayoría no nos secundó. Me resigné; volví a mi camarote y le escribí una carta a mi mujer que por lo histórica para mí y por reflejar mi estado de ánimo, no tengo rebozo en consignar a continuación, ya que la he conservado; decía así: “Día 8 de Noviembre de 1936, a las cinco de la madrugada. Mi queridísima Mercedes de mi alma: Nos despiertan y nos dicen que salgamos de aqui en tal forma que creo vamos a morir de mala manera. No me llores; conserva la calma y la serenidad de espíritu; si así es, será porque debía ser. Besos a Manolín, y para ti mi amor con el último beso de Tu Manolo.” Está escrita a lápiz y conservada, por milagro, con un crucifijo que no se apartaba de mi y hoy pende de la última anilla de mi rosario. En la carta introduje la medalla de la Virgen del Pilar y su cadenita, ambas de oro, y la pulsera de identidad, del mismo metal, que siempre había llevado puestas y en el sobre puse el nombre y las señas de mi mujer, cerré la maleta, até a ella la palangana y la 80

manta, le puse a todo mi nombre y las señas de unos amigos, y, previsor, colgué la llave del manillar de la maleta. ¡Listo! Me calé la boina, encendí un pitillo y a cubierta. Allí se fueron reuniendo todos los presos hasta que nos dieron la orden de subir a la primera cubierta en grupos de veinte; formamos uno en el que conmigo iban, entre otros, Carlos Lázaro, Conrado Romero y Jesús Martínez Lage, este último cogido de mi brazo y los dos fumando a grandes chupetones nuestros cigarrillos. El espectáculo de la cubierta no era tranquilizador; nos pararon a la puerta del salón donde hasta entonces había celebrado sus parodias el Tribunal Popular, ante la ventanilla; por todas partes guardias con elementos extraños al barco al lado, vestidos de negra pana, con pistolas mauser ametralladoras en las manos y caras patibularias; eran “Patrullas de Control”, era la ¡F.A.I.!; dando vueltas al barco dos gasolineras con rojas banderas y ametralladoras servidas por faístas de negro también, una de ellas la trágica “Mar de Plata”. Pegada a la escalerilla una de esas grandes barcazas cubiertas y con asientos que hay para pasear por el puerto de Barcelona y se conocen por el nombre de “Golondrinas”, evidentemente la que nos había de llevar. De pronto Lage me apretó el brazo y me señaló la ventanilla; ante ella había una mesa con una máquina de escribir y junto a ella un papel abandonado que era un oficio, “Lee” me dijo escuetamente señalándomelo. ¡Aún hoy lo recuerdo íntegro grabado en la memoria! Decía así: Sírvete camarada permitir el traslado de los detenidos a bordo del barco prisión al Castillo de Montjuich. Salud y Revolución Social”. La fecha y una firma. “Ya lo veo, le contesté a Lage, pero no me convence; el traslado es el pretexto”. “¡Claro! y más por la firma, fíjate bien en la firma”. Volví a mirar y aquellos rasgos decían claramente “Aurelio Fernández”. Aquella firma era para nosotros el “Mane, Tecel, Fares” del festín de Baltasar el Babilonio; Lage y yo nos miramos silenciosos, nos entendimos y fumamos. “Aurelio Fernández” quería decir F.A.I.; era el más destacado bandido de esta organización en Barcelona; su monograma era casi la sentencia de muerte; tres días antes se habían llevado a asesinar con su firma a catorce Jefes y Oficiales del Regimiento de Artillería de Mataró, que estaban a bordo condenados a muerte, pero, fijaros bien en la legalidad de la zona roja, la mayoría de ellos indultados por el llamado Gobierno, sobre el cual pasó Aurelio Fernández. Pasamos al salón, por un momento creímos que iba a producirse un simulacro de juicio en masa, pero no fue así, se limitaron a tomarnos el nombre uno a uno y a enviarnos a la Golondrina. Bajé las escaleras mirándome en todos los movimientos, pausado, fumando y con la boina bajo el brazo y alta la frente. La Golondrina tenía ya dentro unos veinte detenidos sentados y silenciosos; guardias y patrullas nos vigilaban con las armas preparadas; nuestro grupo fue hacia un rincón y los cuatro nos sentamos en silencio. De pronto rompió éste un cantar a coro de cuatro voces, los de la F.A.I. nos miraron asombrados y no dijeron una palabra. Lázaro, Lage, Romero y yo cantábamos el “Himno del Uruguay”; de nuestras gargantas brotaba clara y estridente la letrilla: ¡EI Uruguay! ¡El Uruguay! Es lo mejor para engordar; Si no vas al paredón mueres de una indigestión. ¡El Uruguay! ¡El Uruguay! 81

Nosotros tendríamos su poquito de miedo, a qué negarlo; pero éramos lo que la lengua dura del duro pueblo español llama “¡Unos machos!”. La Golondrina se llenó de presos y partió hacia el muelle de la Paz escoltada por “Mar de Plata” con su ametralladora; el espectáculo del muelle era imponente; seis o siete autobuses del servicio público, sustitutos modernos de sus predecesoras las carretas del terror de la Francia de Robespierre, nos esperaban junto a un par de coches ligeros; por todas partes una nube de trajes de pana negros de elementos anarco-sindicalistas armados con pretencioso lujo. Nos subieron a uno de los autobuses y al cabo de tres cuartos de hora, emprendieron la marcha los coches precedidos por uno ligero, que había comparecido a última hora, llevaba la bandera catalana en lugar de la roja, y que ocupaban dos sujetos bien vestidos cubiertos con sombreros gris perla, y se encaminaron por las calles de la Barcelona roja, sucias y con aspecto de abandono, hacia el Castillo de Montjuich. Todo el camino estaba cubierto por una doble fila de patrullas de control, ¡siempre la F.A.I.! que al vernos llegar procesionalmente, se encaraban las pistolas ametralladoras o los fusiles apuntándonos. A pesar de lo temprano de la hora, serían las seis, ante algunos establecimientos se veían largas colas de mujeres en busca, indudablemente, de comestibles; de las cuales unas nos miraban con lastimera expresión, con franca compasión, y otras, por el contrario, viendo que éramos fascistas presos nos hacían gestos groseros. Al fin, muy cerca del Castillo nuestro coche paró; los hombres armados que nos rodeaban cambiaron de fisonomía; en lugar de trajes de pana negra, trajes kaki, las cabezas en lugar de por gorrillos negros con borlitas blancas cubiertas por pasamontañas; la F.A.I. había desaparecido y se trocaba por milicianos. Nos hicieron bajar a tierra; aquellos milicianos ostensiblemente nerviosos, cargaron todos sus fusiles y por un momento sólo se oyó el “crac, crac” seco de sus cerrojos, y después las bocas de sus cañones nos apuntaron: desorden, voces, carreras, “Que suban formados de a dos”, gritó una voz y de a dos echamos a andar; el espectáculo era de miedo y Lage agarrándose a mi brazo me dijo: ¡Aquí va a ser”, a lo que respondí: “Aquí no, en el foso será”. Por entre armas y más armas dirigidas a nosotros pasamos el puente levadizo y torciendo a la izquierda, no más pasar la portada del Castillo, nos metieron en un gran calabozo abandonado y sucio. Allí comenzaron a entrar nuestros compañeros en tropel, y ya todos reunidos estuvimos veinte minutos sin que nadie se ocupara de nosotros; por fin se abrió el rastrillo y compareció uno de los sujetos de sombrero color gris escoltado por milicianos, el que nos dijo: “Ahora irán ustedes saliendo en grupos de diez en diez, de forma que prepárense”, y se marchó después de contemplarnos un instante. La forma de la salida era alarmante y ya hartos de todo aquel aparato escénico y de andar a tropezones con el misterio de nuestro destino, un grupito nos pusimos de acuerdo para salir los primeros e ir rápidamente a buscar lo que fuera de una vez para siempre. Efectivamente, abierta la reja nos precipitamos en busca de la verdad, que esperábamos trágica, los diez convenidos a romper la marcha. Por todas partes milicianos; una voz violenta y dura ordenó: “Ponerse en fila de a uno y quietos”, y un momento después: “Andando de frente”; rompimos a marchar en fila india, entre dos interminables de milicianos que nos apuntaban con sus fusiles y materialmente nos ponían los cañones de 82

ellos en las sienes; cada esquina que doblábamos era una incógnita, tras ella podía estar el pelotón o la ametralladora asesina; subimos una curva cuesta, torcimos a la derecha, atravesamos el patio de armas en diagonal, y pasando bajo un porche comenzamos a bajar una retorcida y honda escalera, que a los que desconocíamos el Castillo nos pareció la bajada al foso fatal; y cuando se esperaba lo peor, desembocamos en un enorme calabozo lleno de sol, de muchísimo sol y de montones de colchonetas; “Aquí os vais a alojar, coger el colchón que os dé la gana y poneros donde queráis”, nos dijeron. Hubo entre los diez una cosa muy parecida a un reprimido suspiro, y luego vocingleros y alegres corrimos entre los colchones palpándolos para ver cuáles eran los mejores y cargando cada cual con el elegido, corrimos de nuevo por el local buscando presurosos el lugar más apropiado para instalar nuestro campamento. Hubo preso que aquella noche, del susto que se había llevado, tuvo cuarenta grados de fiebre. Mas no obstante no llegamos todos; uno cuyo nombre no recuerdo y desconocido por mí, enemigo particular de la F.A.I., en aquel traslado fue descubierto por ésta y sin más trámites se apoderaron del desgraciado, manifestándole ante sus compañeros, que nos lo contaron, que había llegado su última hora. Pero la intención no había sido trasladarnos, había sido asesinarnos. Los anarcosindicalistas lo organizaron todo a este sangriento fin, al creer que nuestras fuerzas entraban en Madrid, y la Generalidad lo impidió por prematuro, chamarileando nuestras vidas con Aurelio Fernández que al fin consintió en que la matanza quedara convertida en traslado al Castillo, expresando a sus correligionarios que en tal punto seguíamos a su disposición para cuando le pareciese conveniente “liquidarnos”. Por eso compareció inopinadamente en el traslado el coche de la bandera separatista con los sujetos tocados de sombreros grises perla, uno de los cuales era un ministro separatista que a última hora, pues a última hora se evitó la matanza, se presentó para dirigir aquel movimiento de presos y asegurarse de que no eran asesinados, y por eso en el Castillo no nos esperaba nadie, ni había comida para nosotros, ni local preparado para alojarnos, ya que no se enteraron de que llegábamos hasta que nos vieron aparecer. Nuestro primitivo destino era muy distinto y afirmo todo esto porque después me enteré de ello a conciencia.

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CUARTA JORNADA ---oOo--EL CASTILLO DE MONTJUICH

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IV El Castillo de Montjuich todos lo conocen de vista o de nombre; está situado en una montaña que domina la entrada del puerto y toda la ciudad de Barcelona; lo azotan todos los vientos y sus calabozos tienen unas condiciones de habitabilidad y salubridad absolutamente nulas. Le rodea un amplio foso, se penetra en él atravesándolo por un puente levadizo y poseía, en un principio, una batería de salvas y otra cuya antigüedad debía remontarse a la Guerra de la Independencia. A los presos, en los primeros momentos, nos alojaron a todos en aquel enorme calabozo que he mencionado en la anterior jornada, y que fue designado con el nombre de Calabozo General; más tarde nos repartieron por otros cuatro calabozos a casi todos los presos del “Uruguay”, dejando sólo en el General a los menos comprometidos, a la mayoría de los paisanos mientras vivieron, y a los inquilinos sin trascendencia de nuevo ingreso que, para que tuvieran en esta vida una pequeña idea de lo que es una prisión soviética, les tenían allí haciendo ejercicios espirituales de tres a cinco meses. Los cuatro calabozos que nos correspondieron a la mayoría de los pertenecientes a la Hermandad del “Uruguay” fueron designados con cuatro nombres. “Calabozo de Antiaéreas”, que no he visto nunca, pero que tengo entendido no era muy malo. “Calabozo de ametralladoras”, aquel donde yo pasé mi segunda noche de calvario, el mejor del Castillo. “Calabozo pequeño del Cuerpo de Guardia”, también pasaderillo y con pequeñas a modo de habitaciones; y por fin el peor de todos, el Calabozo grande del Cuerpo de Guardia, que fue el que me tocó en suerte y disfruté durante unos cinco meses. Era éste un Calabozo que formaba un ángulo recto, de techo abovedado y alto; a lo largo de una de sus paredes, la de enfrente de las ventanas, corría sobre un pequeño murito de mampostería un largo tablado en el que la mayoría colocamos nuestros colchones y que a la altura de nuestros hombros, puestos en pie sobre el tablado, tenía una continuada repisa también de madera donde colocábamos nuestras maletas y las latas de nuestros modestísimos ajuares. Los colchones estaban colocados uno junto a otro sin espacio entre ellos para que pudieran dormir sobre las tablas el mayor número posible de hombres, y frente a nosotros, pegadas a lo largo de las paredes, mas colchonetas sobre el suelo cada una con su legítimo propietario. Los dos lados del ángulo del Calabozo estaban en su punto central separados por una gran reja que llegaba del suelo al techo, y tenía una puertecita también de barrotes, que siempre permaneció abierta, pero cuyo objeto era convertir el calabozo en dos y aislar ambos; la entrada era una jaula de hierro o rastrillo con dos puertas de rejas fortísimas, donde siempre había de centinela un miliciano, y que daba a la primera sección del calabozo, con lo que los que vivíamos en la segunda sección, 87

doblado el ángulo, escapábamos de las miradas del guardián. El Sol no entraba allí jamás; la luz lo hacía, por tres ventanas, dos pequeñas que daban a nuestra sección y otra grande a la otra; todas ellas daban al foso y estaban dotadas de fuertes barrotes. El retrete y los lavabos estaban en una misma habitación que daba a la primera sección del calabozo, con un hueco de acceso que carecía de puerta, lo que permitía que el embalsamado ambiente de aquel lugar se transmitiera a todo el calabozo y se pegase a nuestras ropas de forma tal, que los familiares o amigos que se encargaban de lavarlas llegaron a preguntarnos a qué se debía aquel mal olor que tenían siempre. El retretelavabo era vigilado desde el exterior mediante un ventanillo enrejado, y recuerdo que un día, cuando después del condumio estaba yo fregando la vajilla de latón, se asomaron por el ventanillo aquel dos sujetos de gorrilla, componentes indudablemente de algún Comité que tuvieron la curiosidad de visitarnos, y me encontraron dedicado a mi labor de pinche de cocina; enterados por el centinela de mi personalidad, todo lo oscurecido que tuve la suerte de estar en el “Uruguay” fui, por el contrario, de notorio en el Castillo y la Cárcel, se sonrieron y dirigiéndose a mí dijeron aviesamente: “¡Qué cosas se ven en el mundo! ¿Quién te iba a decir a ti que ibas a estar fregando platos?”. A lo que cachazudamente les contesté: “Cosas veredes que faran fablar las piedras”, y como viera que su estulticia les impedía comprender la frase, en castizo madrileño y con media sonrisa les espeté a continuación: “No preocuparos, “gachós”; que ya se volverá la tortilla y puede que os vea yo a vosotros fregar platos”, reflexión filosófica que los dejó callados y meditabundos sobre tal posibilidad. Por último he de señalar que el calabozo aquel, por el rincón cercano a mi domicilio particular, tenía la singular manía de dejar penetrar el agua del exterior cuando llovía, lo que nos procuraba algunos charcos cercanos en épocas lluviosas y siempre una mancha acuosa en el techo con la consiguiente humedad; ello nos obligaba, a los por allí alojados, a dormir con la boina puesta para evitarnos dolores de cabeza producidos por la misma, y por las mañanas al despertarnos nos permitía encontrar la manta que nos tapaba cubierta de copos blanquecinos, de esa especie de gasa blancuzca que produce la humedad y se conoce por salitre. Así vivimos un conglomerado de personas que osciló siempre entre los sesenta y dos y los setenta y cinco hombres. La comida en el Castillo, perdón quiero decir la bazofia, fue peor aún que en el “Uruguay”; durante los cinco meses no varió ni un día y consistió en dos condumios, de desayuno ni hablar, uno a la una de la tarde y otro a las ocho de la noche. Por la mañana arroz cocido, cocido con sebo y pimentón y naturalmente sin el más pequeño trozo de ninguna sustancia alimenticia que le diera sabor; y por la noche se trocaba el arroz por lentejas, con sus piedrecitas y todo, guisadas igualmente con pimentón y sebo; para ayudarse dos obleas de pan, una por comida, tan finas como un dedo de mujer. La alimentación para mí en el Castillo, durante una temporada, amenazó seriamente mi existencia; aquellos indecorosos guisotes que nos servían se negaba resueltamente mi estómago a admitirlos; por hambriento que estuviera, la tercera cucharada ingerida me producía náuseas y así resultaba que por no comer el llamado rancho recurría a todo; dos sardinas o tres con unas rajitas de tomate formando un bocadillo con las dos obleas del pan de todo el día constituían mi almuerzo y un par de tomates mi cena, y días hubo que toda mi comida fueron los dos pedazos de pan con una hermosa cebolla. 88

Afortunadamente al mes o mes y medio de este plan de alimentación, francamente agotador, aquellas bienhechoras manos de que otra vez hablé, se enteraron de mi penuria y desde entonces tuve comida enviada por aquéllas desde el exterior y pude alimentarme; pues al paso que las cosas llevaban, en tres meses el hambre hubiera evitado a los rojos el trabajo de eliminarme. Nos pasamos primeramente un mes sin salir de aquella mazmorra, y al fin nos concedieron una hora diaria de paseo, cuando hacía buen día, por la azotea que rodeaba el patio de armas. Sobre las once de la mañana nos daban desde el rastrillo una voz: “Prepararse para tomar el Sol”, y a los pocos minutos aquellos que querían, salían en grupos custodiados por unas parejas de milicianos; nos estábamos una hora paseando por la azotea, contemplando el campo y el mar; mis ojos se iban preferentemente hacia Mallorca o hacia unas palmeras que en el Castillo había y en cuya proximidad yo sabía que había sido inmolado mi padre, estudiábamos a vista de pájaro la topografía de Barcelona, cambiábamos unos calabozos con otros noticias y rumores, y otra vez a nuestra jaula. Poco tiempo después nos visitó un poquito de felicidad; menos inclementes los dirigentes del Castillo que los del “Uruguay”, acordaron permitir que nos visitaran familiares y amigos, con lo que al cabo de seis meses de prisión pudieron los encarcelados volver a ver a sus familias. Para la visita habilitaron en el foso un enrejado de malla de alambre, que no más verlo designamos con el nombre de “El Gallinero”. El enverjado era doble; a un lado se colocaban los familiares a otro los presos; entre ambos quedaba un pasillo de medio metro de largo, por el que paseaban vigilando nuestras conversaciones milicianos y patrullas de control, que mediante esta vigilancia llegaban a enterarse del verdadero curso de la guerra, ya que como nos veíamos obligados por la distancia y por la multiplicidad de las conversaciones a hablar a auténticos gritos, podían oír, con relativa facilidad, en qué había consistido la última charla radiofónica del bendito General Queipo de Llano, que tanto levantaba el espíritu de las víctimas de la zona roja, así como qué decían los partes oficiales de Salamanca y las últimas noticias de procedencia Nacional referentes a la guerra. A mí la visita me tocaba los miércoles y desde el primer día que la hubo, así como después en la Cárcel hasta mi liberación, no me faltó una vez la visita de mis bienhechoras. Más de una vez me he referido a ellas en esta narración y quiero aclarar aquí la incógnita. No quiero nombrarlas; pero diré que eran dos mujeres buenas. ¿Sabéis lo que quiere decir esto? Representa la frase que eran lo mejor de la vida; tiene la mujer entre nosotros, cuando merece el nombre, tres funciones santas a llenar: la de esposa, la de madre y la de Verónica. Mi madre y mi mujer, como ya he dicho, no me podían atender y Dios, que desde su altura a todo acude, me envió dos Verónicas que como a El la suya, enjugaron con un pañuelo de afecto y caridad la sangre de las espinas hincadas en mi frente. Mas terminemos con la descripción del lugar de las visitas; los milicianos se extendían armados por el foso y sus alturas vigilando a visitadores y visitados, una ametralladora, con el peine colocado y sus sirvientes junto a ella, dominaba a todos, siempre dispuesta a esparcir sus mensajeros de muerte sobre hombres, mujeres y niños al menor conato de motín. Y quede bien sentado que toda esta exhibición de hombres y armamentos no tenían por objeto amedrentar a hombres incapaces de temor, era para usarlas; buena prueba de ello fue 89

que en una de estas visitas, un inconsciente intentó huir en esta ocasión la menos apropiada para una fuga, y fue muerto a balazos por la guardia, que por otra parte pudo cogerle, dada la topografía del terreno, sin un solo disparo y completamente vivo; pero que prefirió acabar con el fascista mediante un tiro al blanco criminal por lo innecesario; que celebraron con frases de satisfacción entre ellos, mientras un miliciano gritaba alegremente alabando su puntería: “¡Yo li tocat!”, lo que traducido del dialecto catalán al castellano quiere decir: “Yo le he tocado”. La guarnición del Castillo, y por consiguiente nuestra guardia, la componían ciento cincuenta milicianos rojos afiliados de Esquerra y de Estat Catalá; de ellos un par de docenas eran auténticos extremistas, con todas las lacras y maldades peculiares de su condición; el resto, aunque de izquierdas, eran moderados en su manera de pensar y el caos soviético los había convertido casi en simpatizantes de nuestra ideología y unos cuantos estaban deseando “que llegase Franco”, y eran auténticos y decididos partidarios nuestros escondidos bajo la capa del separatismo. Aparte de los milicianos existían dentro de los muros de Montjuich, para controlar a presos y milicianos y siempre con propósitos criminales, cuarenta siniestros miembros de las patrullas de control de la F.A.I.; siempre a nuestro alrededor, siempre con la pistola ametralladora montada en la mano, siempre apuntándonos con ellas para todo y metiéndonoslas por los costados incluso para indicarnos el camino a seguir en los actos más naturales de nuestra vida de cautivo. ¡Claro que se llevaban gran disgusto y desilusión con nosotros!, pues aquellas pistolas tenían el decidido propósito de, mientras no llegase la hora de utilizarlas a placer, producirnos medroso temor, y venían a chocar desesperadamente con el pedernal de nuestros corazones, ya incapaces de sentir miedo por la sencilla razón de que nos lo habían gastado. Unos cuantos detalles hubo en el Castillo que merecen ser narrados y que salpicaron la monotonía diaria de la vida. Detalle de estos que merece contarse por reflejar el espíritu de latrocinio imperante en la zona esclavizada, y que llega hasta el extremo de despojar incluso a los más míseros, que evidentemente éramos la mayoría de nosotros, es el siguiente: Ya dije cuando al terminar la anterior jornada narré nuestra lúgubre salida del “Uruguay”, que nuestros equipajes quedaron todos en el barco con nuestros nombres y las señas de nuestros familiares. Pues bien, llegados a Montjuich reclamamos que nos fueran entregados, y efectivamente a los seis o siete días llegaron los restos de lo que habían sido nuestros equipajes. En el barco los habían registrado concienzudamente y el despojo de ellos fue sistemático. La única manta de propiedad particular que llegó fue la mía, los jerseys de lana y cazadoras desaparecieron absolutamente todos; las camisetas de lana y manga larga, también robadas; ni una lata de conservas, ni un pedazo de pan dejaron aquella cuadrilla de ladrones y maleta llegó, como la del pobre Gálvez, que estando cerrada la habían abierto el cuero de dos navajazos y no habían dejado en su interior ni un alfiler, teniendo además el cinismo de entregarle el roto y vacío resto. ¡Esto es democracia y legalidad! Por algo sosteníamos nosotros, seriamente, que en las cárceles habían puesto rejas los marxistas para que no entrasen los ladrones.

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Teníamos con nosotros preso, más tarde condenado a muerte, por fin salvado milagrosamente y en la actualidad en un Convento de Chile, a un padre Carmelita, que fue el confesor de mi pobre padre en sus últimos momentos, de ya avanzada edad y aspecto inofensivo; mas de mucho fondo, mucha experiencia y mucha serenidad; se llama en el mundo don Francisco Bengoechea Aguirre, y en su tranquilo Convento el Padre Telesforo. Tenía el buen Padre que sustituir sus prácticas religiosas por rosarios y rezaba diariamente unos cuarenta y dos de éstos; para orar paseaba por el calabozo muy callado con una mano en el bolsillo, dentro del cual llevaba el rosario, cuyas cuentas pasaba; labor pietísima que realizó tranquilamente hasta que un buen día descubrimos que rezaba en sus paseos. Nuestros irreverentes cerebros descubrieron inmediatamente un procedimiento de diversión a su costa. Consistió ésta en interrumpirle el rezo al Padrecito; en cuanto lo veíamos dar sus paseos orantes, cada minuto, una vez uno y otra otro le dirigíamos la palabra, le hacíamos preguntas o solicitábamos su atención; don Francisco entre nosotros y el rosario, se formaba un verdadero caos en la cabeza y el rezo no terminaba nunca; hasta que harto de nosotros, de nuestra falta de respeto y con sobradísima razón, se nos encaró enfadado y nos llamó unas cuantas cosas duras, entre ellas el cruento insulto de “mequetrefes”. Mas de seguro que de casi todos conserva buen recuerdo, y si no que diga cómo acudíamos todas las mañanas a sacarle del terrible problema de ponerse la chaqueta civil, a la que no estaba acostumbrado, ni se acostumbró. Introducía de frente los brazos por las mangas, levantaba éstos con la chaqueta por encima de la cabeza, intentando pasar por debajo la suya venerable, y mediada la complicada labor se enganchaba el chaquetón con la cabeza y quedaba preso en extraña postura hasta que acudíamos a sacarle del cepo de tela en que caía. Le explicamos innúmeras veces la sencilla forma de ponerse una chaqueta; pero el Padre, que se sabía de memoria todos los santos cánones, no aprendió jamás esta función sencilla y cotidiana de los hombres.

---oOo--La Humanidad gasta muchas veces sus peculios sin necesidad; por ejemplo, cuando paga de siete a doce pesetas por un infiernillo de alcohol. Llegamos nosotros a sentir la necesidad de obtener fuego para guisarnos un huevo o calentar los alimentos y se inventó el infiernillo de alcohol; yo siempre altruista y filántropo, voy a enseñar a las buenas amas de casa la forma de economizar su dinero construyendo en su propia casa uno tipo “Montjuich”. Leed con atención: los elementos imprescindibles para la elaboración son tres: un clavo, un zapato y una lata; ésta preferiblemente ha de ser como un dedo más alta que las empleadas en envases de leche condensada y no ha de tener en su tubo soldadura de ningún género, es decir, que el tubo ha de ser de una sola pieza, varias marcas de latas de tomate y mermeladas reúnen estas características. Fabricación: al pie de la lata se hacen con la punta del clavo y con el tacón del zapato como martillo, cuatro filas paralelas de pequeños agujeritos muy unidos o cercanos entre sí, dejando entre el pie de la lata y la primera fila de agujeros un espacio un poco menor que medio centímetro, a la altura de la primera línea de agujeros se hará un boquete redondo que 91

permita la introducción de una cerilla; en lo alto del tubo, junto al borde, se harán otras cuatro paralelas de boquetitos iguales a los de la parte inferior, y en el centro del tubo equidistantes do las superiores e inferiores, cuatro agujeritos en los cuatro puntos opuestos. Modo de emplearlo: se impregna bien un trozo de algodón no muy grande, aproximadamente del tamaño de una caja de colorete para las mejillas de las damas, en alcohol y delicadamente se arroja al fondo y centro del infiernillo; se coloca encima de él la vasija en que se ha de hervir o guisar, y por el agujero inferior con una cerilla se prende el algodón que arde en el acto; a los dos minutos la lata se calienta y además de por el centro del tubo, por cada uno de los agujeritos de la primera fila superior sale una llamita, formando el conjunto de fuegos una gran cantidad de calorías. Unico inconveniente, que el alcohol de que está impregnado el algodón sólo dura de siete a ocho minutos, fácilmente obviable pues se empapa de nuevo en un momento. Positivas ventajas: primera, la economía en los elementos para su fabricación y en el gasto del alcohol; segunda, que no estalla jamás, pues está controlado a conciencia su funcionamiento. Ved lo que discurre el hombre ante la necesidad; y otros arduos problemas que nosotros teníamos que salvar, entre ellos el del alcohol preciso para el funcionamiento del infiernillo; pero como no hay mal que por bien no venga, para obtenerlo acudíamos a la enfermería aseverando impasibles y cojeantes que por la humedad del calabozo nos dolían los huesos o teníamos reúma; lo que nos valía un frasquito de alcohol alcanforado con el que teníamos para nuestras modestas necesidades durante diez días; así que se terminaba vuelta a ponerse enfermo y cojo. ¡Apurado te veas para que lo creas! dice el refrán.

---oOo--Montjuich tenía un detalle tétrico; el lugar de las ejecuciones, después de suprimido el espectáculo vergonzoso del Campo de la Bota, eran los fosos del Castillo, y consiguientemente cualquiera de los presos que a las siete o las seis de la mañana prestase atención un día que hubiera matanza de algunos de nosotros, poda oir distintamente las descargas de fusilería contra las víctimas del marxismo. Tan distinta y claramente, que por el oído se apreciaba si el fusilamiento había sido normal, o si además de un asesinato constituyó también un martirio. Sonaba una descarga cerrada y seguidamente unos tiros sueltos, los llamados de gracia, les habían asesinado sin hacerles sufrir a los pobres amigos de aquel día. Que por el contrario se oía un tiroteo continuado sin acompasamiento que duraba diez minutos, ya no se necesitaba más para saber que los asesinaron salvajemente. Para colmo el director de estas matanzas, el jefe del pelotón de ejecuciones, un aborto de estatura media, con un ojo estrábico y cara rufianesca, conocido por “Baldomero”, andaba siempre por el Castillo y lo veíamos por nuestras enrejadas ventanas jugar a la entrada de la fortaleza con dos endriagos, ¡así se le mueran del garrotillo! que eran sus hijos. Debía aquel ser repulsivo beber exageradamente y de vez en vez, en medio de sus borracheras, se le ocurría divertirse pasándonos lista a los presos en el rancho de la noche; lo que efectuaba muy

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alegremente entre bromas repugnantes, que contrastaban con la seriedad asqueada de nuestros rostros. Un mal día, de entre nosotros uno fue puesto en libertad, y otro había sido fusilado de madrugada; a Baldomero, ebrio completamente aquella noche como otras, le dio la embriaguez por pasarnos lista y al hacerlo notó que faltaban en ella dos nombres, aun no borrados; se encaró con algunos de nosotros y preguntó: “Aquí faltan dos, ¿qué ha sucedido?”. Contestó una voz: “Uno ha salido en libertad”. “Uno, bueno, ¿y el otro?, replicó el monstruo; pesado silencio fue la respuesta a su pregunta; entonces reflexionó, recordó indudablemente que el otro había sido víctima suya, y súbitamente iluminado su alcohólico cerebro dijo sonriente y con mucha broma: “¡Ah, sí!... el otro; ¡el otro también ha salido en libertad!”.

---oOo--El penúltimo superviviente de los jinete heroicos de Santiago número tres, fue el Teniente Arturo Díaz Garcerán. Sobre los primeros días del mes de Diciembre fue juzgado y sentenciado, no podía ser menos, a muerte. Ya condenado, una tarde jugaba al tresillo conmigo y otros dos Capitanes en un rincón del calabozo, sentados todos en el suelo y con una maleta de cartón por mesa. Sonaron los cerrojos del rastrillo al correrse y resonó agria y seca la voz de “Baldomero”. “Arturo Díaz Garcerán. ¿Quién es?”. Silencio pesadísimo en el calabozo; los jugadores nos quedamos convertidos en estatuas de piedra que al minuto reaccionaron. El primero en levantarse fue Garcerán que, sereno, se adelantó hacia el jefe de los matarifes diciendo: “Yo soy”. “Bueno, pues recoja todas sus cosas, que aquí no vuelve; va a “la Pajarera”, le dijo la bestia. “La Pajarera” era el nombre jocoso puesto por unos milicianos rojos a unas habitaciones donde, mientras estuvimos en Montjuich, dormían su última noche los que de madrugada eran ejecutados. Recogió Garcerán todos sus humildes enseres y rodeado y ayudado por todos llegó hasta el rastrillo; allí, con lágrimas en muchos rostros varoniles, le abrazamos y le besamos. Se fue para siempre; sonaron de nuevo los cerrojos y le vimos marchar por el pasillo siguiendo a Baldomero y custodiado por dos milicianos rojos camino de “la Pajarera” y de la eternidad. Un minuto de silencio quebrado en seguida por el acostumbrado vocerío del calabozo, y de entre los tres jugadores que quedamos uno dijo: “Hay que buscar el cuarto para seguir la partida”, asentimiento de los dos restantes y en seguida una voz interrogadora: “¿Quién quiere jugar con nosotros?”. Media docena saltaron de sus camastros hacia nosotros, y a los cinco minutos la partida continuaba con un nuevo punto ocupando el puesto del pobre Garcerán. Los ex-ocupantes del “Uruguay” teníamos ya los nervios de acero. A la mañana siguiente salió Garcerán hacia el foso con diez camaradas más de la Falange; insolentes y desafiadores todos los once, cantando a voz en grito: “Cara al Sol, con la camisa nueva...”

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La noche del 31 de Diciembre de 1936 al 1 de Enero de 1937, celebramos los cautivos el año nuevo. Llevábamos tres días preparando la fiesta nocturna y su correspondiente comilona; para ésta las familias procuraron dotarnos de cuanto pudiéramos apetecer; todos teníamos lo que nos había apetecido y turrones y almendras; vino, logramos que también nos lo permitieran entrar y algunos hasta tuvimos nuestra botellita de Champagne más o menos bueno. Llegó la noche, cada cual cenó con sus amigos favoritos; Lázaro y yo, mano a mano, comimos alegres y abundante y Lázaro, que es abstemio aquella noche hasta bebió. Después de cenar yo, en recuerdo de mi padre cuyo primer santo sin él sería al día siguiente, a cada compañero le obsequié con un puro; genialidad presidiaria que realicé con lágrimas en los ojos y entre los apretones cariñosos de todos. Tras el dolor la risa. Romaguera cantó “Marina” y recitó formidablemente “La Marcha Triunfal” de Ruben Darío; Arribas contó graciosamente varios chistes y un improvisado coro cantó villancicos. A las doce todos cogimos nuestras tradicionales uvas, y a los doce estridentes sones dados en una sartén con una cuchara de latón, las consumimos atragantándonos. Luego vocerío y de pronto uno saltó sobre el tablado y alzando una bota de vino, dijo: “¡Silencio! ¡Vamos a brindar, amigos!”. Carreras de unos y otros en busca de mosto, revuelo y amontonamiento alrededor del iniciador del brindis. “Alzar todos conmigo las botas y los cacillos ¡altos! ¡muy altos! ¡junto a los luceros! ¡Por lo que todos deseamos! ¡Por el triunfo!”. Largos tragos siguieron a la corta alocución y se alzó sobre el pavés carcelario otro orador. “Señores, primero un minuto de silencio por los compañeros caídos”; se deslizó el minuto austeramente, todos cuadrados y alto el brazo, y transcurrido que fue, el mismo nos dijo: “y ahora, en voz bajita, para que esta noche no vayamos a tener una tragedia, contestarme todos: ¡Camaradas! ¡Arriba España!” y un murmullo, cuajado, denso, que aun siendo silencioso vibró, contestó: ¡Arriba! Aquella madrugada, cuya noche fue para la mayoría de diversión y de notas de patriotismo, tres camaradas condenados a muerte fueron ejecutados en los fosos; acribillados a balazos rubricaron con sangre de España el final del año que vió el resurgimiento de la raza, en sus albores de amanecer.

---oOo--En Montjuich, a consecuencia de un fracasado intento de canje sobre mi persona, estuve en el mes de Diciembre en una situación verdaderamente delicada. La F.A.I. se opuso a que se efectuara el canje convenido, y cuando la orden de mi libertad estaba en el Castillo, se negaron a consentir mi salida y Aurelio Fernández anunció que no sólo no me canjeaban, sino que como debía estar fusilado hacía ya tiempo y se les había pasado este detalle, iban a verificarlo sin tardanza. Salvé la vida en aquella ocasión, según me he enterado después, gracias a los esfuerzos decididos de una Nación que había intervenido directamente en el canje; mas yo en aquellas fechas ignoraba los esfuerzos para impedir mi asesinato, y en cambio sólo conocía los deseos de realizarlo. Este riesgo lo corrí yo solo; pero un buen grupo de compañeros tuvimos que atravesar situaciones de verdadero peligro como consecuencia de los bombardeos de objetivos militares en Barcelona por nuestras escuadras de mar y aire. 94

El primero que sufrió Barcelona lo realizó, en la casa Elizalde y con un prodigio de acierto artillero, el “Canarias”. Fue hacia las doce o la una de la noche; nos despertaron los gritos de los milicianos, los estampidos de nuestros cañones y los disparos de la artillería roja. Saltamos a obscuras de nuestros camastros y entreabrimos las ventanas para ver el cuadro de los reflectores, de las explosiones y del fuego de las bocas de los cañones en medio de la noche, que era, sinceramente, precioso. Nos frotábamos las manos de satisfacción ante aquella primera muestra, delante de nuestros ojos, de la potencia ofensiva Nacional, y ante el terror de aquellos milicianos de retaguardia, a los que se oía gritar como comadrejas por todas partes. Luego la luz, silencio y comentarios toda la noche sobre el objetivo bombardeado y los milímetros de los cañones disparados. A la mañana siguiente los cuarenta patrullas de control del Castillo y los peores y más exaltados de entre los milicianos, estaban fuera de sí; cuando los que quisimos salimos nuestra hora cotidiana a pasear por la azotea, las pistolas ametralladoras de los faístas nos señalaban más amenazadoras que nunca; se notaba en el ambiente que el bombardeo había sido de positivos resultados y que tenían los rojos incontenidos deseos de tomar revancha de él en nuestras vidas. Al Teniente Jaume y a mí, que paseábamos del brazo tranquilamente, de pronto y sin motivo alguno, aparte de vernos sonrientes, uno de las patrullas nos encañonó vociferante con su fusil y nos gritó: “¡No acercaras siquiera a este lado que “os aso”!, atenta invitación, a la que correspondimos dando lentamente la vuelta sin soltarnos ni pestañear y alejándonos despacio y sin volver una sola vez la cabeza hacia la amenaza del fusil. Aquella noche subió al Castillo una lista, que la F.A.I. enviaba a sus Patrullas, de ochenta presos que por la madrugada debían fusilar éstos como represalia del bombardeo; el tercero de ella era yo. La noche fue de enorme peligro; los Jefes de Montjuich, responsables de los presos, hablaron con el Comité o Gobierno separatista y éste les dijo que no consintieran la matanza; mas los anarquistas alegaron que el Gobierno no les importaba a ellos nada y que fusilaban los ochenta presos señalados, con su anuencia o sin ella. Por fin lograron convencer los milicianos a los patrullas de que bajasen a la población a conferenciar con los dirigentes rojos, y cuando salieron hacia la Ciudad en sus coches, cerraron el Castillo, levantaron el puente levadizo y a su vuelta les negaron la entrada, evitando nuestro asesinato y limitándose a castigarnos veinte días sin paseos ni visitas. Días después la Aviación nacional bombardeaba la fábrica Cros de Badalona y el puerto de Barcelona. Los cuarenta faístas del Castillo tenían orden severa, de sus cabecillas anarquistas, de al primer bombardeo asesinar los ochenta de la lista que la primera vez escapamos. Nuevo intento aquella madrugada de ejecución en masa, que esta vez terminó a tiros en el patio de armas, entre los milicianos que se lo impidieron y ellos. Tres días más tarde los dirigentes de la F.A.I. insultaban, motejándolos de cobardes, a los Patrullas que se habían dejado avasallar por los milicianos, y los sacaban del Castillo, mandando a ocupar su lugar a otros cuarenta, procedentes todos de la más tétrica y cruel checa de Barcelona conocida por San Elías, con órdenes rotundas de al primer bombardeo ejecutar por encima de todo a los ochenta presos que estábamos incluidos en la lista. Llegaron estos tipos, los más patibularios que he visto en zona roja y cuidado que en ella he visto rostros que en la vida normal no se encuentran por la calle, 95

con humos de ferocidad, anunciando que ellos se nos “cargarían” a todos, y si se empeñaban también a los milicianos que quisieran oponérseles. La F.A.I., para demostrar su potencia, tuvo tres días cercado el Castillo, anunciando que iba a subir en masa a por nosotros, y como la suerte quiso que aquellos días no hubiera bombardeos, nos salvamos milagrosamente gracias a esto y a que pocos días después, el 12 de Abril de 1937, fuimos todos trasladados a la Cárcel Modelo de Barcelona.

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QUINTA JORNADA ---oOo--LA CARCEL MODELO Y LA RESURRECCION

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V La Cárcel Modelo de Barcelona es una cárcel como todas las demás; con sus galerías de tres pisos de celdas, su centro, sus patios y sus locutorios. La única diferencia que en ella había de los tiempos normales era que el rancho era malo y escaseaba el pan; no obstante en ambas cosas los presos estábamos mucho mejor, en cantidad y calidad, que en el “Uruguay” y en Montjuich; y también que en lugar de ocupar cada hombre una celda, vivíamos en ella de dos a cuatro personas. Entramos por sus puertas con cierta preocupación sobre la forma en que en ella iba a desarrollarse nuestra vida; mas a los tres días estábamos satisfechos del cambio, ya que de las cárceles netamente rojas en que llevábamos viviendo diez meses, a aquella otra en que caímos, había una diferencia tan enorme que aquello nos parecía el máximo de la comodidad sobre la tierra. Se nos permitía tener sillas y mesas, cubiertos de madera, infiernillos de alcohol y gasolina para guisar y decorar nuestras celdas; poseíamos, servida por presos, una magnífica barbería y hasta un economato en el que escaseaban casi todos los productos, por la enorme escasez de subsistencias de la zona roja, pero en el que siempre se encontraban cerillas y papel de fumar, amén de butifarra de carne de perro y a veces tomates o manzanas. Se nos permitía tener dinero y se nos vendía un vino execrable, pero vino, y casi siempre tenían los ordenanzas de las galerías, que también eran presos, botellas de cerveza. Durante seis horas al día podíamos disfrutar del patio y su sol y jugar en él a la pelota, o leer, o charlar; en fin, en aquella perla, única entre las cárceles rojas, de perros que habíamos sido pasábamos a ser hombres, cuando menos mientras yo la habité; y salvo el riesgo personal de la vida de cada cual, cosa que ya no nos alteraba a los supervivientes del “Uruguay”, y alguno colectivo que corrimos, allí, para ser aquello una cárcel roja, se estaba relativamente bien. Alguno que haya sufrido prisión de los soviéticos al leer estas líneas dirá: “¡Vaya, éstos han vivido como príncipes. Nosotros estuvimos peor!”. Y yo, desde aquí, les contesto que es cierto, que en la Cárcel no estuvimos mal, ¡pero también lo es que nos lo habíamos ganado! Difícilmente se estará tan mal como estuvimos en Montjuich; pero desde luego nadie ha estado tan pésimamente como los que estuvimos en el “Uruguay”, y desde luego ni con mucho sujetos a la tremenda acción terrorista de aquel barco dantesco, que sometía a una presión constante nuestros corazones, poniendo a prueba el valor y los nervios del hombre más templado. De la cárcel he de hablar poco; su vida era monótona y aburrida; todos los días a las mismas horas, se hacía lo mismo exactamente que la jornada anterior. Por ello me

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limito en este postrer episodio de mi vida presidiaria a narrar unos cuantos episodios interesantes. A los pocos días de nuestro arribo a la cárcel, señalaron la celebración del juicio ante el Tribunal Popular número uno de Manuel Goded Alonso, para quien se solicitaba por el Fiscal del Pueblo, según rezaban los periódicos, la pena de muerte. Os aseguro que la noticia, confirmada y ampliada por mi defensor, me dejó tan frío como si el tal juicio y la tal pena se refiriese al señor Pérez de mí desconocido. El día señalado, el 20 de Abril de 1937, “el finalista del Uruguay”, como me llamaba algún amigo bromista, que escribe estas líneas, se levantó aquella mañana más temprano que de costumbre para arreglarse y componerse como un Oficial en día de gala y presentarse ante la granujería jurídica roja con todo el aspecto de un verdadero caballero, al que tenían preso, sí; pero que no abdicaba de su condición de ser superior. Camisa de seda azul con corbata de lo mismo y puños inmaculados, bien peinado y rasurado con el bigotillo perfiladísimo, ese bigotillo que ellos llamaban de “señorito fascista”, cazadora de ante, pantalón de color café con rayas impecables, bien calzado con zapatos ajustados negros y brillantes me había estado media hora dándoles lustre, y para colmo de arrogancia señoril, una hermosa cajetilla de auténticos cigarrillos virginianos “Lucky” que ni los miembros del Tribunal Popular poseían y a mí me habían procurado. En una palabra, me comparaba yo a mí mismo, interiormente, con aquellos aristócratas que durante la Revolución Francesa, en la carreta que les conducían a la guillotina, se alisaban sus puños de encaje y tomaban elegantemente su rapé; y deseaba, en el siglo XX, parecerme a aquellos hombres que si bien es cierto que no supieron vivir a tono con la conducta que su alcurnia requería, no lo es menos que honraron sus antepasados y su nobleza en su forma de morir. A la Audiencia me condujo con dos Guardias Nacional-Republicanos y con Lázaro, que iba de testigo falso a mi favor y también conducido, un coche ligero que tremolaba la banderola anárquica, y lo mismo a la llegada que durante el trayecto me conduje con una alegre naturalidad, nada forzada pues de verdad digo que no sentía miedo. ¿Qué podía pasar? ¿Que en definitiva me mataran? ¡Bueno, pues que haya un cadáver más qué importa al mundo! Nunca fui cobarde; mas el “Uruguay” me ha dejado insensible a la idea de la muerte. Me sentaron en el banquillo, ¡con qué gusto lo ocupé!; ¡sentarse allí, como yo lo hacía, era una patente de españolismo y caballerosidad! y los rufianes de los estrados me miraron ávidos y asombrados cuando saqué mi cajetilla de “Lucky” y encendí con ostensible serenidad y presunción, sin olvidar los clásicos golpecitos pedantes del pitillo contra la cajetilla, la rica pieza que ante sus ojos me iba a fumar. Entre los murmullos que a mi espalda salían de los milicianos y bandidos, entre los que se encontraban bastantes personas decentes deseosas de presenciar mi juicio, que ocupaban la sala, me levanté a prestar declaración. Mientras lo hacía cómo se crecía mi pequeño cuerpajo; estoy seguro de que a pesar de ser un hombre de tipo más que malo, resulté hasta arrogante de figura. La declaración fue francamente correcta. Al Fiscal le dije que lo que yo hubiese hecho personalmente en la División y en Mallorca no me tocaba a mí decírselo a él, sino que tenía que decírmelo él a mí y que consiguientemente yo afirmaba que no había hecho nada y sólo mantenía una cosa que 100

yo había declarado por escrito, a saber: que estaba absolutamente identificado con los “propósitos” de mi padre. Apreciar bien el alcance de la palabra propósitos, que no sólo significa una identificación con la persona de mi padre, cosa natural y humana, sino también can la ideología que él mantenía, con el fin perseguido por aquella ideología y con los medios empleados para conseguir tal fin. Quizá resulte pretencioso al decirlo; pero allí está escrito y firmado, que se podrá leer algún día, y puesto que lo hice justo es el decirlo. Después el juicio se desarrolló con una legalidad, quiero expresar con esta palabra que con sujeción a la mayoría de los preceptos del Derecho, como no se había visto desde el día 19 de Julio y que me dejó asombrado. Testigos de cargo. ¡Asombrarse señores, hasta de buena fe los tales! Hubo uno de ellos que hizo al señor representante del Populacho sudar sangre y saltar y rebotar en sus asientos a los dignos y capaces Magistrados de la chusma; mientras “el miserable faccioso” sentado en el banquillo se sonreía a placer del ridículo y furia del Tribunal. Era este testigo de cargo un marinero de la Aeronáutica Naval, que había afirmado categóricamente en su declaración sumarial haberme visto desembarcar con un gran pistolón y una cartera de papeles, y que cuando el coche que llevaba a mi padre arrancaba, salí corriendo tras él y como se me escapara, pedí un coche, gritando que me habían dejado en tierra con papeles de importancia, y así que me lo dieron me fui tras él; evidentemente el marinero era rojo y declaraba contra mí, pero también en su honor, no todos han de ser unos canallas, he de decir que sus manifestaciones fueron de absoluta buena fe, con gran sorpresa por mi parte; pues además al oírle prestar declaración saltó clarísimo a mis ojos que me había confundido con el Capitán Casares, que como tengo dicho venía con nosotros de Palma, consiguiendo huir de la División y cuyo paradero yo ignoraba en aquella fecha, enterándome después de que había logrado pasarse a nuestro campo y murió gloriosamente en el de batalla. Después de explicar el marinero todo lo que yo he dicho, se encara con el Tribunal y le manifiesta lo que sigue: “Todo esto que yo he dicho es cierto, y allí hubo quien hizo todo eso y decían que era el hijo del General Goded; pero debo deciros camaradas, que si el hijo del General Goded es ese que está ahí sentado, y me señalaba por encima de su hombro, no es el que hizo lo que yo digo”. Brincó el Fiscal en su asiento para interrogar arrebatado y sin formulismos de ningún género: -“¿Cómo que no es ese?” -“¡No!; no es ese; en cuanto le he visto me he dado cuenta”. -“¡Míralo bien no sea que se haya desfigurado”. Se volvió el marinerete y después de mirarme unos instantes, tornó a dirigirse al Fiscal: -“No es ese, digo”. -“¡Pero tú has dicho que viste al hijo del General Goded hacer todo aquello, y el hijo de Goded es ese!” -insistió el representante del desgobierno. -“Yo lo que he dicho es que el que corría y gritaba, decían allí que era el hijo del General Goded, pero si es ese el hijo del General Goded, te digo que no es ese el que yo vi”. 101

-“¿Estás seguro de que no se te habrá olvidado la cara? ¡Míralo bien!”. Nueva y larga mirada hacia mí del testigo. -“¡Vaya si estoy seguro! ¡Como que éste es bajito, rubio y calvo, y aquél era alto, moreno y de pelo largo y rizado!” -afirmó ya furioso el declarante. La que se organizó, hasta el público se reía y aquel honorable Tribunal no ordenó que, por declarar la verdad, le dieran “el paseo” al marinero por un auténtico milagro; mas le echaron de la Sala poco menos que a golpes. Pero la furia del digno cónclave llegó a su cumbre cuando llamados los cuatro verdaderos testigos de cargo, con gran sorpresa de ellos y bastante mía, no comparecieron. “¡Volverlos a llamar, que tienen que estar ahí!”, rugió el Presidente. Nuevos gritos de un ujier, de roja camiseta, por los pasillos y nadie respondió; auténticamente no habían comparecido. El Fiscal en su furia me dejó asombrado, pues pidió la suspensión del juicio por falta de prueba, ya que, según afirmó, necesitaba imprescindiblemente de aquellos testigos para poder mantener su petición de muerte. Los señores bandidos de la Sala accedieron a su solicitud suspendiéndose el juicio hasta nuevo señalamiento. Y digo que me dejó asombrado, porque no comprendía tanta legalidad, cuando con mi apellido tenían bastante y sobrado, dada su forma habitual de proceder, para enviarme ante el pelotón; y tanto más cuanto que mis declaraciones eran más que suficientes para, según sus procedimientos repito, no ya mandarme fusilar, sino quemarme vivo. A mi retorno a la vida me he enterado del por qué de aquel empacho de juridicidad tan extravagante entre los rojos; era sencillamente que en la Sala, presenciando mi juicio, había un representante diplomático de un país extranjero interesado en salvaguardar mi vida, y que al fin de evitar me atropellaran hizo allí ostensible acto de presencia. También me he enterado de porqué no comparecieron los testigos de cargo; pero de este detalle os dejo con la curiosidad, lectores míos, porque como tantas otras cosas que yo he visto y yo sé, no se puede contar. Otras dos veces señalaron la celebración del juicio y ambas logramos suspenderlo; ya la última el dilema era fatal: ¡O canje de prisioneros o fusilamiento! Afortunadamente fue lo primero. Y el dilema era auténticamente éste, pues en los últimos tiempos la notoriedad mía había alcanzado, con el juicio suspendido, su desagradable cúspide, y hasta un libelo titulado periódico, en Barcelona de todos conocido por su casi histórico extremismo, “Solidaridad Obrera”, órgano del anarquismo, me dedicaba un día sí y otro no articulitos en sus columnas preguntando por qué no se me juzgaba; oponiéndose a mi canje con frases rotundas y diciendo que si yo no había cometido ningún “delito” y por eso no se me condenaba, que me debían poner en libertad; y, naturalmente, se callaban que en cuanto asomase a la puerta de la Cárcel, ya se encargarían ellos de que mi libertad fuera la del cementerio. Mi domicilio particular en Barcelona y su Cárcel, lo tienen ustedes a su disposición en la celda número doscientos treinta y uno de la tercera galería, en la que conviví con dos buenos amigos durante cinco meses y veintitrés días; eran éstos el Comandante Lázaro y el Teniente Carro; este último nos fue utilísimo, pues era Teniente de Artillería, barbero, cocinero y carpintero, todo en una sola personalidad, y tan habilidoso, que con un palo y una cuerda construía una magnífica percha para la

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ropa en un segundo, como la que yo conservo de recuerdo entre otras cosas de aquella época. La tal celda, a los veinte días de estar ocupada por nosotros estaba desconocida. A nuestra costa le pusimos cristales a la reja del ventanillo y la pintamos con un magnífico zócalo color gris, de la altura de un hombre. El retrete quedó también pintado, los retretes en las cárceles están dentro de las celdas, se le puso una tapadera también brillante de pintura y se ocultó con una cortina de cretona; la mesa empotrada en la pared se cubrió con un magnífico hule, un cajón de naranjas con tres compartimientos, puesto en pie sobre el suelo, decorado y pintado y con cortinillas de cretona resultó una magnífica alacena de tres estantes; con el pino de los cajones que se “afanaban” del economato, se construyeron tres magníficas repisas que, barnizadas y debidamente colgadas hicieron gran efecto; una lata de sardinas vacía constituyó el pulcro detalle del cenicero, y las colchonetas hábilmente colocadas y cubiertas con las mantas, eran durante el día cómodo diván. Disponíamos por ende de dos banquillos, una silla y un sillón campestre de esos llamados dormiloneras. ¡Ah! y una escoba, una bayeta y un paño para mantener el aseo del local, y aguarrás, muchísimo aguarrás, para esos simpaticones animalitos que se llaman chinches. En la Cárcel se formó un gran Estado Mayor, que sobre el plano, disponíamos clandestinamente de ellos, estudiaba largo y tendido las operaciones militares, y tras sesudas investigaciones, meditaciones y discusiones nos asesoraba a los legos en estrategia sobre los planes de Franco. Ya se sabía, con preguntarle al Estado Mayor se podía anticipadamente conocer cuáles eran los futuros avances del Ejército Español, y por dónde iba a comenzar o a continuar la ofensiva Nacional; sólo que si ellos decían que iba a partir contra Bilbao, podéis tener por seguro que se combatiría en Castilla; si te decían que en conquistar un punto tardaríamos ocho días, ya se sabía que faltaban tres meses para su liberación, y si te aseguraban se tardaría veinte días en ocupar un pueblo o en determinada operación, podíamos dormir tranquilos en la seguridad de que dentro de tres días el objetivo era nuestro. Yo conservo un eterno agradecimiento al Estado Mayor de la Cárcel Modelo, pues sabiendo interpretar sus partes de guerra he podido lograr estar mejor enterado que nadie de los planes guerreros para el futuro de nuestro glorioso Ejército, algo así como se sabe exactamente cuántos aviones les hemos derribado a los rojos en un combate aéreo, con sólo oír en su parte oficial cuantos afirman ellos habernos derribado a nosotros. La verdad de que soy rendido caballero, me obliga a decir en descargo de nuestro Estado Mayor, que lo que a él le sucedía nos pasaba a todos, y que durante todo mi cautiverio ni por mera casualidad hemos acertado ninguno una sola vez por dónde, cuándo y cómo iba a empezar o terminar una operación. Parecía enteramente que el Estado Mayor de verdad penetraba de lejos en nuestros cerebros y después se divertía en llevarnos la contraria.

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Muchos sabréis lo que es un bombardeo de la Aviación roja; una bandada de aparatos a gran altura pasa sobre nuestras cabezas una sola vez; derraman su carga mortífera los cuervos republicanos como buenamente pueden y sin fijarse demasiado en donde van a caer los proyectiles; después corren hacia sus bases huyendo de la posible caza. ¡Pues si sólo sabéis esto, no sabéis lo que es un bombardeo! ¡Merece la pena de verse un bombardeo Nacional! Lo digo con el orgullo que produce el alabar justamente lo propio; nuestras águilas no se parecen en nada en sus métodos a los aviones marxistas. Una tarde de Septiembre de 1937, sobre las cinco, estábamos sentados unos cuantos en el patio de la enfermería de la Cárcel; de pronto, a escasa altura, entre el pitar estrepitoso de las sirenas, el tableteo de las ametralladoras antiaéreas y la tos seca y bronca de los cañones, aparecieron sobre nuestras cabezas doce aparatos en correcta formación; dos delante, y siguiéndoles, formadas dos escuadrillas de cinco aviones cada una. Un poco más allá se disgregaron en grupos de tres y se esparcieron sobre Barcelona; volaban bajísimos, a unos seiscientos metros de altura, formados pasaban y repasaban la cárcel y la ciudad investigando los objetivos deseados, y encontrados que eran se sucedían las explosiones de sus bombas; quince, veinte, treinta minutos, tres cuartos de hora de bombardeo; alrededor de las alas de España se formaban jirones de humo blanco, como nubecillas, de las explosiones de los cañonazos que les disparaban; pero su marcha no se alteraba, la dirección de su vuelo no cambiaba; eran las Aguilas, invencibles, de los Austrias resucitadas en nuestro servicio; dentro de aquellos artilugios mecánicos latían corazones que se habían asimilado bien esos tres postulados de “deber, servicio y sacrificio” que integran parte de nuestra doctrina. Ya cumplida su misión, los aparatos se unen y se alejan formados de nuevo, serenos, magníficos en su desprecio del peligro. Dentro de sus panzas metálicas quizá agonizase algún valiente; mas vistos, parecían poderosos, invulnerables y temibles. Al día siguiente nos llegaban las noticias de los efectos del bombardeo; se había destrozado tal fábrica y tal otra y la de más allá; el número de bajas causado era elevadísimo. Los corazones de España sabían hacer que el oro de España no se gastase en vano.

---oOo-Un nefasto día un íntimo amigo recibió un sobre de unos polvos que servían para hacer cogñac. Nos faltaba el alcohol necesario para su confección y decidimos procurárnoslo; fue sencillo; bastó que tres de nosotros jugasen aquella tarde al tresillo en la rebotica de la farmacia de la enfermería, y que mediada la partida un cuarto solicitase los servicios del preso farmacéutico que allí desempeñaba sus servicios, so pretexto de unas pastillas de talo cual remedio que necesitaba, para que aprovechando la momentánea ausencia del cancerbero de las medicinas, los tres restantes le robásemos un litro de alcohol con grave abuso de confianza. Se elaboró el veneno aquel y al día siguiente los cuatro malhechores después de comer nos tomamos unas copitas un tanto grandes y bien servidas. El efecto fue terrible, a la media hora el mareo era tal que no veíamos, sufrimos grandes náuseas y nos tuvimos que acostar, pasando una mala tarde. Investigamos la causa de aquel mal, que no podía ser embriaguez por ser insuficiente la cantidad de líquido ingerido, y llegamos a descubrir que el alcohol aquel, laboriosamente 104

adquirido por el precio de tres pesetas que nos ganó jugando el boticario, era metílico, o hecho con madera, o yo no sé qué tenía en su confección porque no entiendo de esta materia, pero sí sé que en lugar de verdadero alcohol era uno falsificado, que nos había intoxicado. ¡Justo castigo a nuestra perversidad y habilidoso medio de la Providencia para castigar nuestra tendencia hacia la delincuencia, y frenar nuestro camino hacia una carrera criminal!

---oOo--Una tarde surgió del lugar cercano del cuarto del Oficial de Prisiones de servicio en la Galería, que no era tal Oficial de Prisiones, sino un sujeto caprichosamente designado por los rojos, el acostumbrado grito: “¡Oído toda la Galería!” y un minuto después la voz dijo: “Todos los reclusos que pertenezcan a los reemplazos de los años veintinueve, treinta y treinta y uno que salgan al patio”. Allá fuimos todos los llamados; yo soy del reemplazo del año veintinueve, a formar un gran grupo cuchicheante sobre el objeto de la llamada. Dos Oficiales nos sacaron de dudas, comunicándonos que tales quintas se habían movilizado y que los reclusos comprendidos en ellas podían, si lo deseaban, marchar al frente, olvidándose sus historias políticas y las penas que sufrieran por parte de los rojos. Silencio absoluto en la masa presidiaria; ni uno solo de nosotros dio un paso al frente. Uno me susurró al oído con frase poco académica: “A lo mejor nos “jeringan” por no querer ir; pero yo no voy así me descuarticen”, y le contesté: “Yo tampoco y que hagan lo que quieran; aunque me parece que no nos harán nada”. Visto que pasaban unos minutos y que nadie se presentaba, uno de los Oficiales de pega se volvió hacia nosotros, e interpretando acertadamente nuestro pensamiento nos dijo: “¿Qué? ¿Ninguno queréis venir a luchar con nosotros, verdad?”. Por contestación nuevo silencio. Se encogieron de hombros los dos guardianes y se marcharon. Aunque no hubo consecuencias, quedó demostrado que entre nosotros no existía ni uno capaz de manchar su honor.

---oOo--El cinco de Mayo del año treinta y siete, comenzó en Barcelona la lucha entre los anarco-sindicalistas y los social-comunistas. Fue durísima y en mi opinión en la calle la ganó la F.A.I., que cuando estaba triunfando fue vendida, difícil es adivinar por qué oscuro motivo, por sus dirigentes que les hicieron abandonar la lucha. Mas ganada por unos o por otros, lo cierto es que los presos, que siempre fuimos bocado sangriento codiciado por los anarquistas, corrimos serio peligro. No más comenzar la batalla, rodearon de barricadas la Cárcel Modelo y anunciaron su decidido propósito de asaltarla si no les era entregada; tres veces lo intentaron y tres veces se oyeron a nuestro alrededor las detonaciones de las bombas de mano y el fuego de las máquinas y la fusilería. Cuando esto pasaba se nos obligaba a meternos en nuestras celdas y nos encerraban en ellas, indudablemente para que si los anarquistas lograban apoderarse de la Cárcel, nos “pudieran eliminar” fácilmente en pequeños grupos. Una de aquellas tres 105

veces los tres supervivientes del “Uruguay” que habitábamos juntos, reíamos y cantábamos sin estremecernos por el peligro próximo; cuando nos abrieron las celdas, pasado aquel intento de asalto, los ocupantes de la inmediata a la nuestra, que aun derechistas, no eran de los del “Uruguay”, se nos acercaron y uno de ellos nos interrogó: “¿Estabais cantando, verdad?”, pregunta que fue contestada natural y lacónicamente: “Sí, ¿nos habéis oído?”. Entonces el que preguntaba, sin contestar, se volvió a su compañero y le dijo: “¡Ves! ¿Qué te decía yo? Estaban cantando. Si con estos hombres no hay quien pueda!”. Se extrañaban del valor llevado a la inconsciencia porque ya la Cárcel no era el “Uruguay”; de aquel barco quedábamos pocos y de los demás algunos sentían miedo y a veces muchísimo miedo. Dígalo si no uno, buen amigo mío pero no miembro de la aristocracia uruguaya, que precisamente aquellos días, cuando después de uno de los intentos de asalto nos abrieron las puertas de las celdas, se me acercó asustadito, casi tembloroso y pálido, a preguntarme con voz lastimera: “Oye, ¿tú crees que si entran nos matarán?”, a lo que yo, viendo su faz amarillear de pánico, le contesté inmisericorde y con superioridad: “¡Pues claro hombre! ¡No dejan ni uno para recuerdo!”.

---oOo--Un par de meses escasos antes de mi canje, con todo sigilo y rogándome el mayor secreto, me comunicaron que anduviera con cuidado, pues tramaban sacarme de la Cárcel con cualquier pretexto, conducirme a una cheka y hacerme desaparecer. Discurrí la forma de librarme de este peligro por el sencillo método de tener a mano cualquier enfermedad que me postrase en cama cuando fuera menester, evitando con ello, probablemente, me sacaran de la Cárcel cuando no me conviniera. Pensado y hecho; diciéndole a mis amigos y compañeros que iba a procurar me trasladaran a la enfermería, porque en ella se estaba más cómodamente que en la Galería, lo que por otra parte era cierto, me fui a ver al Médico, presentándole un cuadro perfecto de angina de pecho, y además palpitaciones y dolores de cabeza, que le aseguré me producían a veces tal debilidad que me impedían hasta andar. Tenía y tengo un corazón que se puede presentar como modelo de perfección fisiológica. Convencí al médico; me trasladé con grandes prisas a la enfermería. y allí estuve, dispuesto a ponerme enfermo a la menor sombra de peligro, los dos meses que aún pasé preso; sin que nadie absolutamente se enterase del verdadero motivo del traslado, que unos atribuían a enfermedad y otros a deseos de la posible comodidad. Por fin, a las nueve y media de la noche del día cinco de Octubre de 1937, acudió corriendo, desolado y, ¡Dios le bendiga!, muy alegre, un amigo a comunicarme que me trasladaban a Valencia para ser canjeado, al parecer. Mi “Servicio de Información” me había participado ya el inmediato canje y traslado a Valencia para reunirme con otros objeto de idéntico negocio en carne humana y efectuarlo, con lo que yo estaba seguro de que no se trataba de una astucia para apoderarse de mi persona y logrado asesinarme; así es que de un salto me levanté de la sobremesa que hacía con unos buenos compañeros, ¡el Señor les proteja a todos ellos, que son inmejorables personas!, y rápido me dirigí al Centro donde me esperaba el Director de la Cárcel, quien me pidió atentamente, 106

siempre fue correcto con todos, que hiciera mis equipajes y me prepara para ir a su despacho, a donde vendría la Policía a buscarme para trasladarme a Valencia; concediéndome al propio tiempo permiso para entrar por las Galerías que quisiera a despedirme de mis compañeros; digo mal, de mis hermanos de fatigas. Se presentaba claro el traslado y en unas condiciones en que el canje era evidente. Me metí en la tercera Galería, y allí hubo besos y abrazos para todos; no por la alegría de marcharme, sino contrariamente por el dolor de dejarlos, que todos fueron mis forzados compañeros de una época de mi vida la más cruenta y dura que un hombre puede sufrir, y teníamos atravesados juntos los más continuados y graves peligros que pueden imaginarse. Irme y dejarlos me dolía dentro; aun hoy, muchas veces cuando como me amarga el alimento, no creáis que son frases, pensando que tantos y tan buenos amigos y patriotas, padecen aún en las prisiones rojas el peligro, el aburrimiento, la desesperación y el hambre que juntos padecimos con cara alegre, y que ellos allá continuarán su calvario con la misma sonrisa con que juntos lo sufrimos. ¡No les olvido! ¡No! Si a mi mano estuviera no estarían allí, e hice por ellos cuando pude y estuvo a mi alcance; y puesto que hoy sólo me es dable una labor en su favor, la hago diariamente por la noche, rogando por ellos y por sus vidas en mis oraciones; sin olvidarlos una vez de entonces a acá. Que los hay que aquí, salvados y en España ya, no responden a la llamada a hermandad del “Uruguay”, pero son contados en los que no encuentra eco esa llamada; la casi totalidad de aquellos caballeros, al encontrarnos en cualquier parte nos abrazamos como si hiciera años que no nos veíamos, y apretándonos aún, surge siempre inevitablemente la misma frase: “¿Te acuerdas del “Uruguay”? Quieran Dios y Franco que pronto pueda estrechar a todos los que allá quedaron en mis brazos, que para ellos todos tienen y tendrán siempre fraternidad. De los brazos de unos a los de otros, llegué a la cancela de la Galería; en ella un Teniente Coronel, canoso de pelo, siempre buen cristiano y que pretendo me tiene algún afecto, temeroso por mi vida me aconsejó que tuviera cuidado no se tratara de “un paseo”; yo tranquilicé su espíritu con unas palabras, y me marche, dejando impalpables entre ellos mis ilusiones perdidas; mi juventud que allí se terminó; mis dolores por los míos y mis afanes por la Patria; que todo con ellos fue compartido y con ellos quedo en un latido de mi corazón. La maleta la tenía ya hecha; me puse, pues, solamente mi mono, mi cazadora y mi boina y me encaminé a lo que llaman en las cárceles “la ficha”, a dejar impresa allí la marca de mi pulgar como señal de mi salida de la prisión. En ella me esperaba el Director, quien me comunicó, ya claramente, que era objeto de un canje; dije adiós a un amigo que hasta allá fue a despedirme, en largo y apretado abrazo. Viéndome salir estaba el jefe de Centro de aquel día, el más perverso y malo de los Oficiales de la Cárcel, “¡El Cojo!”, el mismo José María Casabó que en el “Uruguay” era miembro repugnante del sanguinario Tribunal Especial, al que más tarde nos encontramos en la Modelo convertido en funcionario de Prisiones, y que por ende él y yo nos odiábamos. La ironía surgió espontáneamente al verle la cara de malhumor con que veía escapársele una presa, y lo que jamás he dicho en Zona roja se lo dije arrastrando las palabras, mirándole a los ojos con castiza flamenquería y con una sonrisa amplia y torcida, que le anunciaba

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con claridad que me llevaba su nombre en el cerebro para el porvenir y que él supo entender; le dije: “¡Saaaluuuuuud!”, y furioso, sin saber ni qué decía, barbotó: “¡Adiós!”. La Policía se presentó a las once y media de la noche, pero produciéndose en términos tales que no cabía duda de que para ellos volvía a ser señor. Me dijo el jefe de los tres que me conducían: “Don Manuel”, me han dicho que es usted un preso peligroso, que en cuanto se vea fuera de las rejas intentará “cualquier barrabasada” y que me ande con cuidado; pero yo le digo a usted que le llevo con los suyos, a canjearlo, y que por ello debe usted venir tras mí como un corderito, porque es a usted y no a mi a quien le interesa el viaje. Además tengo orden de protegerle a costa de mi vida y no tiene nada que temer, porque ahora yo soy un hermano para usted”. A tan elocuente discurso respondí, dicharachero, diciéndole: “Bueno, ya me lo sé todo. Tire para delante y que por una vez sea verdad eso de que va a cuidar muy bien a un fascista; aunque calculo que será como un hermanastro porque me parece que usted y yo lo que es hermanos no lo vamos a poder ser ni en Jesucristo”. En un coche magnífico estuve rodando toda la noche hacia Valencia. En Tarragona, Tortosa y Vinaroz, nos paramos a tomar café en unas tabernas de milicianos, que se quedaban fríos de asombro al verme entrar y mientras mis acompañantes levantaban el puño y decían “Salud”, yo les hacía un cortés saludo, diciéndoles: “Buenas noches, señores”, y me despedía con un “Adiós, señores, que ustedes lo pasen bien”. Lo más grotesco fue el momento de pagar la primera consumición; quisieron abonar el gasto mis policías, y yo me opuse sacando del bolsillo unos billetes rojos; insistieron ellos y entonces les dije: “Déjenme pagar a mí, no sean tontos; ¡si dentro de dos días este dinero no me va a servir allá en España!”. Ante tan insólito como contundente argumento, pagué yo las tres veces. Tuve en el canje un compañerito motivo del mismo feliz cambio. Un muchacho de doce a catorce años, que el pobre hizo muy mal viaje y tuve que atender, por ir perdidamente mareado; pero que se portó como un hombrecito, serio y formal, y al que, ya convertidos el niño y el hombre en buenos amigos, le pregunté en qué parte de nuestro territorio tenía a sus padres, y me respondió que en Zaragoza; y ante nueva pregunta mía sobre a qué se dedicaba su padre, me contestó rápido con su vocecita; “Es comerciante”. Comprendí que no quería decir la verdad delante de los rojos que nos acompañaban, y más tarde, a solas los dos en la Gran cheka, en la Dirección General de Seguridad de Valencia, tras decirle mi apellido para que tuviera confianza, lo interrogué curioso nuevamente: “Bueno, dime ahora la verdad. ¿Qué es tu padre?”, y sin vacilar, me dijo: “Comandante y está en el frente”. ¡Allá, hasta los niños aprenden a tener prudencia! Valencia por fin; reunión de los canjeados y a las dos de la tarde un barco francés me acogió. Me dieron un soberbio camarote y aquella noche, antes de dormirme, saltaba yo sobre la litera como un chico, asombrado del jergón de muelles y del colchón de lana, que despertaban en mí remotas remembranzas de olvidadas comodidades. El barco, al día siguiente, hizo escala en el puerto de Barcelona y estuvo unas horas amarrado al muelle. Acodado en la borda, viendo a mis pies pasear a los milicianos rojos, recordé muchas cosas. A mi pobre padre que allí lo dejaba; a mis compañeros caídos; a los vivos que se quedaban en la cárcel. Vi el muelle aquel de la Paz por donde salimos del “Uruguay” la madrugada trágica del ocho de Noviembre del treinta y seis: al 108

“Uruguay” amarrado y vacío: el Castillo de Montjuich en la altura y toda aquella ciudad que por incorporarla a España nos habíamos sacrificado y quedaba allí, espúrea, desagradecida y roja. A la madrugada siguiente, Marsella. Un tren, todo él de vagones de tercera, nos recogió en el mismo muelle y en veinticuatro horas de camino, sin parar una sola vez, nos puso en Hendaya. El Puente Internacional y España. ¿Sabéis lo que es esto? ¡La bandera roja y gualda! ¡¡¡España!!! ¡La Patria! ¡La Madre! Esto es España. ¡Bendita sea tu tierra sagrada, fecundada con sangre de Mártires y Héroes! Mucho he luchado por ella, mucho he sufrido por ella, mucho he perdido por ella y para ella, mucho han dado los míos por su honor y su grandeza, pero todo ¡todo! lo dado y lo por dar, me parece poco por verla poderosa y temible, y sobre todo libre para siempre de la horda inmunda que la mancha aún. Los esfuerzos continuados de dos pobres mujeres, que son cuanto con mis hijos tengo, de mi mujer y de mi madre; me trajeron de nuevo, salvándome la vida, a mi tierra de España; y yo al acabar de escribir, quiero decirlas que así como al llegar las apreté a las pobres dolorosas en mis brazos; así las tengo siempre junto a mi corazón, en un abrazo inacabable que las abarca a las dos, a mis hijos, a mi hermanita huérfana y a las almas heroicas de mi hermano y de mi padre.

Zaragoza, y Septiembre de 1938. III Año Triunfal.

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ÍNDICE

Recuerdo........................................................................................................... 5 PRIMERA JORNADA. Las conspiraciones ............................................. 7 SEGUNDA JORNADA. La lucha en Mallorca y Barcelona ................. 21 INTERMEDIO DE SANGRE Y DE GLORIA ................................... 43 TERCERA JORNADA. El principio del calvario y el “Uruguay” ....... 49 CUARTA JORNADA. El Castillo de Montjuich .................................... 85 QUINTA JORNADA. La Cárcel Modelo y la resurrección .................. 97

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