André Green - El Complejo De Edipo En La Tragedia.pdf

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el complejo de

edipo en la tragedi anare dré green

EDICIONES BUENOS AIRES S.A.

f f

Titulo del original: Un oeil en trop. Le complexe d ’Oedipe dans la tragédie © Les Editions de Minuit, 1969, París.

Traducción: JOSEFINA LUDMER

Portada: F. J.C .

© de todos los derechos en lengua castellana Ediciones Buenos Aires, S.A. Sicilia, 174, Io, 2a BARCELONA 13, España.

Depósito legal: B-38.711-1982 ISBN: 84-85989-03-1 Imprime E.S.G., S.A. Lisboa, 13 - Barberá del Vallés Impreso en España - Printed in Spain

Indice

Prólogo. La lectura psicoanalítica de los trágicos

13

1. Orestes y Edipo del oráculo a la ley

61

2. Otelo, una tragedia de la conversión. Magia negra y magia blanca.

13S

3. Ifigenia en Aúlida. La economía del sacrificio Epílogo

199

Edipo, ¿mito o verdad?

263

L

“Que alguien vea en el espejo, un hombre, Vea su imagen entonces, como pintada, se asemeja A ese hombre. La imagen del hombre tiene ojos, pero La luna tiene luz. El rey Edipo tiene un Ojo suplementario, quizá. Esos dolores y De ese hombre, parecen indescriptibles, Inexpresables, indecibles. Cuando el drama Produce hasta dolor, helo aqui, de golpe. Pero De mí, ahora, ¿qué ocurre, que pienso en ti? Como si fuera un arroyo me transporta el fin de algo, Y que se despliega como Asia. Este dolor Naturalmente, Edipo lo conoce. Por eso sí naturalmente Vivir es una muerte, y la muerte es también una vida.” HOLDERLIN En adorable azul

Este libro debe mucho a muchos. Mi descubrimiento de la tragedia viviente data de los años que pasé en el Grupo de teatro antiguo de la Sorbona. Sin esa experiencia concreta de la tragedia antigua no hubiera descubierto nada verdadero en ese campo. Más adelante, colaboraron en ello otros grupos. Por ejemplo el de los participantes en el seminario que dirijo en el Instituto de Psicoanálisis de París. Ellos me permitieron un intercambio cuyos aportes quiero subrayar. Varios amigos contribuyeron con Su apoyo al nacimiento de esta obra. En primer lugar, Michèle y Christian David. Agradezco igual­ mente a Claude Monod por la preciosa ayuda que me brindó, sin reservas. Bernard Pinguad y Catherine Baçjés me apoyaron con sus consejos. Muguette Creen tiene derecho a un reconocimiento infini­ to por la paciencia incansable que puso de manifiesto ante las tareas, muchas veces fastidiosas, que requirió el establecimiento del texto definitivo. Agradezco finalmente a Jean Piel por la confianza que me dispensó, primero en la revista Critique, y luego en esta colección, que lleva el mismo nombre. Cuando no se indique la traducción, las referencias a la obra de Freud están tomadas de la edición inglesa. The complete psychological works o f Sigmund Freud, llamada Standard Edition, que designa­ remos mediante la sigla S.E.*

Sota de la traductora: en español, las referencias pertenecen a las Obras completas de S. Freud, Biblioteca Nueva (Madrid), en adelante B.N., 3 volúmenes.

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Prólogo La lectura psicoanalítica de los trágicos

“De hecho, el juego no es una cuestión de reali­ dad psíquica interna ni una cuestión de realidad externa. “El lugar donde se establece la experiencia cultu­ ral se encuentra en el espacio potencial entre el individuo y el medio que lo rodea (originalmente la madre). “Presumo que las experiencias culturales estable­ cen una relación de continuidad directa con el juego (playj de aquellos que todavía no oyeron hablar de los juegos (games) D.W.Winnicott

El lugar de la experiencia cultural

13

r~

L

UN TEXTO EN REPRESENTACION: DE LOS CAMINOS DE LA IGNORANCIA AL CONOCIMIENTO

Entre el psicoanálisis y el teatro existe un vínculo misterio­ so. Cuando Freud cita las obras más grandes de la literatu­ ra: Edipo rey, Hamlet, Los hermanos Karamazov, comprue­ ba que las tres tienen como tema el parricidio; se atribuyó menos importancia al hecho de que dos de ellas sean obras de teatro. Hay que preguntarse si el teatro, entre los diver­ sos géneros artísticos, no gozó para Freud de un favor especial, a pesar de todo lo que llamó su atención en los otros. Más que ías expresiones plásticas, a pesar del Moisés de Miguel Angel o de la Santa Ana de Leonardo, más que la poesía, a pesar de Goethe, Schiller o Heine, más que el cuento, a pesar de Hoffmann, más que la novela, a pesar de Dostoievski y Jensen. Aparte se encuentran Sófocles y Shakespeare, sobre todo este último, puesto que Freud reconocía en él a urt maestro cuyos textos analizó como si fueran los descubrimientos de un ilustre precursor. Pero esta preferencia parece referirse al género en su conjunto.

Escena y Otra escena ¿A qué se debió este hecho? mejor encarnación de esa otra te? Es otra escena, y también materializa el corte, la línea de

¿Acaso el escena que una escena separación,

teatro no es la es el inconscien­ donde la rampa el borde a partir 15

del cual conjunción y disyunción podrán cumplir su otlcio entre la sala y la escena para la representación, así como el bloqueo de la motricidad es la condición del despliegue del sue­ ño. Pero- la textura de la representación no es la del suefio, y podríamos inclinarnos a compararla con la de la fantasía. Esta debe mucho a la captura, por parte del proceso secundario, de elementos vinculados por pertenen­ cia a los procesos primarios, que sufren entonces una elabo­ ración comparable a la que tiene lugar en el ceremonial, el ordenamiento de las acciones y de los movimientos dramá­ ticos, la coherencia de la intriga teatral. Sin embargo exis­ ten muchas diferencias entre la estructura de la fantasía y la del teatro. Resumámoslas diciendo que, en rigor, habría que comparar la fantasía con cierta forma de teatro que incluyera un recitante que hablaría de una acción que se desarrolla en un lugar que él designaría, desde afuera, aunque sin serle extraño. La fantasía evoca más al cuento y aun a la novela. Sus vínculos con la novela familiar refuer­ zan esta comparación. En el derecho si no de hecho, que reina entre los diversos protagonistas que comparten el espa­ cio de la escena. Hasta tal punto que, en el sueño, cuando la representación del soñante se carga de un peso excesivo, éste la desdobla y encarga a otro personaje que represente, en estado aislado, uno o varios de sus rasgos o afectos. Conformémonos con este juicio que, a pesar de su carácter aproximativo, nos parece el más justo: la situación del teatro debe colocarse entre el sueño y la fantasía. Quizá debamos recurrir a lo más simple, a lo más eviden­ te. ¿A (So la resonancia del teatro no previene de que es un intercambio de lenguaje, una serie de enunciados desnu­ dos, sin otra interferencia? Entre las réplicas, entre los monólogos, no se añade nada que diga el estado de alma del personaje (o entonces es él quien lo dice); nada llega a completar esos enunciados refiriéndose a ia descripción de los lugares, a la situación histórica, al contexto social o a la reflexión interior. Nada más que el texto de los enunciados, del cual no puede surgir ningún desarrollo. Lo mismo ocurre con el niño, testigo del drama familiar cotidiano. Nada más que actitudes, movimientos, enuncia­ dos de los padres para el infans que sigue siendo mucho 16

después de la adquisición del lenguaje. Si hay un resto, él debe tomarlo a su cargo. A él le corresponde asumir la interpretación. El padre y la madre dicen tal o cual cosa y actúan de tal o cual manera. El debe descubrir, corriendo sus riesgos y peligros, lo qué piensan verdaderamente, así como la verdad de lo que ocurrió. Toda obra teatral es enigma, como toda obra de arte, pero enigma de una palabra articulada, enunciada, dicha y oída, sin que ninguna plenitud extraña a ella cubra sus intervalos. Por eso el arte del teatro es el arte del malentendido.

El espacio de la escena: el espectador en el espectáculo Pero esta estructura forma espacio, no se concibe sino en un espacio que es el de la escena. El teatro define su propio espacio y la representación teatral sólo es posible en tanto se pueden ocupar posiciones en ese espacio. El espec­ táculo presenta menos una visión global y unívoca a com­ prender que una serie de puestos que invita al espectador a ocupar, para que éste se sitúe “en vista de” lo que la representación propone a su participación. Esto obliga a considerar, con Jacques Derrida, la clausura de la represen­ tación. Así como el sueño depende de la clausura del soñante, la del dormir -m ás allá de la cual ya no hay sueño, sino el despertar o el sonambulismo-, los límites del teatro son los de la escena. El espacio teatral es aquél que define la clausura que ha sufrido una vuelta doble, en Jos intercambios que se desa­ rrollan entre el espectador y el espectáculo, de uno y otro lado de la rampa, que se trata en vano de suprimir, sin que esto le impida reconstituirse en otra parte. Este es el límite invisible donde la mirada del espectador choca como con­ tra una barrera que la detiene y la remite -prim era vueltaai destinatario del espectáculo, es decir a él mismo en tanto fuente de la mirada. Pero, como el objetivo del espectáculo no es, por cierto, encerrar a sus participantes en una soledad solipsista, ni tampoco restringir sus efectos mediante una ex* terioridad mutua de sus partes, se debe explicarlo con otra operación. Esa remisión a la fuente ha puesto a ésta, 17

no obstante, en relación con el objeto del espectáculo que la mirada reencontró al atravesar la barrera de la rampa. Sin embargo la rampa conserva su función de separación entre la fuente y el objeto." El espectador no podrá dejar de establecer la comparación con la experiencia de un encuen­ tro análogo, donde se establece la misma relación de con­ junción y de disyunción, que vincula el objeto del espec­ táculo con los objetos de la mirada que otra barrera, la de la represión, vuelve inalcanzables. Como si esos objetos no debieran ofrecerse plenamente a la visión y, por una para­ doja incomprensible, acorralaran a quien los percibe para no liberarlo jamás, lo obligaran a someterse a su retorno vivido en la compulsiáfi de su manifestación, y al mismo tiempo intimaran a sU destinatario para que tuviera presente su existencia en su efébto indomeñable y su evanescencia. La permanencia del objeto de la mirada en el espectáculo es el cebo que permite 'pensar que la solicitación podrá ser, esta vez, ocasión de una captura hasta ese momento negada, dejando primero que él'espectáculo siga su curso -quizá con la esperanza de que él secreto que rodea al momento del desvanecimiento de ios objetos reprimidos será revela­ d o - para estar mejor áfs^uesto para sorprender su secreto. Esta vuelta sobre si irá ácompañada de una segunda inver­ sión —vuelta en su conttario— cuya significación es más difícil de captar. La prirriéra inversión dio, por así decirlo, la medida de la alteridadfundam ental del especia^ 'o con respecto al espectador. Si el espectador consintiera a esta alteridad se iría o se dormiría, y esto significaría el fin de un espectáculo que nunca hubiera comenzado. Pero esta alteridad lo convoca. Sin que pueda desembarazarse de ella rechazándola como extraña a sí, la mirada se desprende, en parte, de su objeto, sin ló cual la participación total del espectador con las fuerzas del espectáculo los fundirían ante el ojo de un Dios que desde lo alto, vela por la unificación de la sala y la escena. La mirada explora la escena desde el punto en que el espectador mismo es mira­ do por su objeto. La bipartición entre la sala y la es­ cena se ve duplicada por la bipartición entre la escena, espacio visible, y el espacio invisible de sus bastidores. A su vez, el conjunto de estos dos espacios se opone al espacio 18

del mundo, cuya presión constrjctpfa confina entre sus paredes al espacio del teatro. ■. La contradicción que sufre el espectador es tal que mien­ tras que el proyecto de estar en >elespectáculo realizaba inicialmente un corte entre el teatro y el mundo, el hecho de estar en el espectáculo reemplaza la confrontación entre el espacio del teatro y el del mundo (transformado en invisible, y cuya pérdida de toda d^m itación lo excluye de la conciencia del espectador) por Ja confrontación entre el espacio teatral visible y el espació |e£tral invisible. El mun­ do es el límite del teatro y, en cierta medida, su razón de ser. Pero la relación de alteridad en^e el sujeto y el mundo da lugar a la alteridad del espectador con los objetos de la mirada que ya no se funda socamente en un límite (el recinto del teatro o la barrera de; .]$ rampa) sino en otro espacio, como espacio sustraído a la mirada. Se produce, en consecuencia, un desplazamiento ./elaciones entre el es­ pacio teatral y el espacio del mundo sobre el espacio teatral, que a su vez se escinde en espacio teatral visible (espacio de la escena) y espacio teatral invisible (espacio de los bastidores). Este último espacio suscita la exploración, pues no es solamente el espacio mediante el cual se traduce la expresión de la ilusión, sino aquel de la fabricación de lo falso. Es espacio de la escena es espacio de la intriga, la sospecha, el complot. No obstante, este espacio puede ser cercado, puesto que está confinado entre las paredes de esa gran cámara que es el teatro1. Así, el límite de la rampa se traslada a los límites del espacio de la escena, y ésta se presenta como espacio a transgredir, por su vínculo con el espacio invisible de los bastidores. Esta transgresión es suscitada, pues, por lo que constituye su segundo límite, radicalmente infranqueable, que prohibe a la mirada del espectador el acceso al espacio invisible de los bastidores. Como debe cumplirse el duelo de esta segun­ da transgresión imposible, sólo queda como posible la in­

Su carácter ilimitado en el cine -la cámara es la cámara pero en ella puede abismarse el mundo entero- imposibilita todo pro­ yecto de exploración de esos medios como atractivo para el espectador de cine.

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corporación mayor dd espacio escénico, connotado con la calificación de ilusorio y según la cual lo que es incorpora­ do es lo contrario de la verdad. Ese será el sentido de esa segunda vuelta. Por un deslizamiento de planos que podría denominarse el pasaje de la veracidad a lo verídico, lo afectado por esta denuncia tocará a lo no dicho del espacio de la escena, a su problemática invisible inconsciente que, en tanto no verídica, será capturada en el movimiento de vuelta en su contrario y se suturará con la primera inver­ sión de la vuelta contra sí2. Así, mientras que el espectáculo tiene lugar fuera de sí, extra­ ño a sí, se constituye la alucinación negativa de lo no dicho de la escena, sobre la cual se inscribe todo lo dicho. El valor alucinatorio de la representación, que la rampa ha materializado por la relación de alteridad, de conjunción y disyunción al mismo tiempo, se inscribe sobre la opacidad de los bastidores donde se ha maquinado lo falso, donde el espectador se encuentra en un lugar tan metafórico como aquél al cual remitía la aparición de los objetos cuya represión sólo dejaba filtrar los retofios evanescentes. Ellos también eran susceptibles de agruparse en un escenario construido. Pero esta construcción tapaba, por así decir, la visión de su núcleo de origen, donde el sujeto hubiera tenido que reconocer sus propios contornos, como en la alucinación negativa, donde quien se mira en d espejo ve todos los elementos del decorado que lo rodea, excepto su propia imagen. De un modo más fragmentario esta impre­ sión se vuelve a encontrar, en el espacio onírico, donde se ve sin ver, se oye sin oir, se habla sin hacerse entender. Este no es el efecto de una carencia que vuelve anémico el tejido vivo del sueño, transformándolo en algo semejante a un cuerpo exangüe. Lo atestiguan el efecto de sobrerrealidad de algunos de ellos que- contrasta con el carácter ininteli­ gible de sus mensajes. El espacio de los bastidores enmarca ese “blanco” de la escena en el cual se inscribe la acción. La suturación de esa doble vuelta “juega” con lo que se remiPara más detalles sobre la construcción de ese modelo aplicado a otro problema, cfr. “Le narcissisme primaire”, L'Inconscient, Nos. 1 y 2, París, P.U.F.

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te al espectador, como su mirada, a la que no se per­ mite penetrar el mis allá de la escena. Con esta imposibi­ lidad se constituye el espacio teatral, donde afuera y aden­ tro ya no tienen más sentido en la clausura de las dos inversiones, pero donde su carácter bifásico -como en la figura constituida por la sutura de la doble vuelta-, que remitiría a la oposición del teatro y del mundo, se ha transformado en la oposición cuyo espectador es el teatro, como aquélla entre lo dicho y lo no dicho. Texto y representación Este es el movimiento de esa operación de lectura por parte del espectador, lectura nunca explicitada, solicitada a partir' de otro punto situado en el espacio potencial entre texto y representación. Este espacio define sus objetos: las palabras y los persona­ jes. Los personajes, héroes y heraldos, sólo existen a través de sus enunciados. Sus enunciados no pueden decirse en su ausencia; nadie puede emitirlos fuera de ellos. Se nos remi­ te al texto. Pero hasta la destrucción del texto es aún un texto. Hasta el hedió de borrarlo en la valorización de un teatro que ponga el acento en la acción nos remitirá al texto ausente que la acción infiere. ¿De qué habla? De una razón que es la causa de los personajes y que debe ser, por implicación, la nuestra. Y sin embargo, si nos interesamos en lo que se habla, es porque en ese punto juega un efecto, no de razón sino de verdad. ¿De dónde habla esa razón? Habla desde un punto donde otra razón, una Ra­ zón—Otra, se dice. Esta verdad se escucha como la captación inesperada ante k> que de entrada es rechazado, destinado a una vocación de contingencia, de denigración, de artificio o de residuo. “ ¡Es teatro! " “ ¡Es teatral! ” indican el desprecio que debe sentirse ante las fingidas exageraciones de la contra-verdad. Las razones por las cuales un espectáculo logra o fracasa en producir su efecto, es amado o excecrado, son «curas. Pero cuando ella, la verdad, está allí, no se yergue en medio de la escena, sino ea los telares desde donde se 21

ilumina el espectáculo. El espectáculo más trágico es, a los ojos del maquinista que ha visto otros, un montaje, para él, que percibe a los actores desde arriba y por detrás del telón. Cuando ella, la verdad, está allí -cuando el texto habla y cuando el héroe lo dice verdaderamente-, entonces el maquinista escucha. Si tuviera que explicarlo, como el espectador de las primeras filas, pero ni más ni menos, se lo vería sumido en el embarazo más grande. Los argumentos del iniciado y del exporto ya no son convincentes. La literatura sobre el teatro es, la mayoría de las veces, fraseo* logia o paráfrasis. Es espectador que la lee casi no recibe aclaraciones sobre los motivos de su participación en el espectáculo. Puede suponerse que el efecto del teatro sólo opera en tan to sus medios son desconocidos por el espectador. Y, de íiecho, son imposibles de conocer, tanto por la estructura del sujeto como por el desarrollo dél espectáculo. El mi­ nuto de verdad está encerrado en un fulgor tal que ya ha pasa­ do cuando todavía se lo espera, o engaña tan bien la espera que se lo cree ya pasado cuando todavía está por llegar. Un encade­ namiento mutuo liga los términos de un proceso que se sitúa « un doble plano: el de la participación del espectador en la mirada de lo que se desarrolla ante él y que parece impulsar la acción constantemente fuera de ella misma, por e) sólo efecto del testigo que asiste a día, y el de la articulación interna de las partes constitutivas del drama que engendran el movimiento de la progresión, fuera de todo espectador, por una necesidad que les pertenence. La paradoja de este doble procedimiento es que el lugar vacío del espectador nunca se distingue mejor que cuando el teatro está completo, es decir, que no puede entrar ningún otro. Esto para dejar a la representación la posibilidad de revelar el encuentro del puro testimonio mediante la emer­ gencia de lo que no se. dirige a nadie en particular, sino al lugar común de la concurrencia (lugar en constante despla­ zamiento por la heterogeneidad que lo constituye desde la platea al paraíso), con la generación por la cual los momen­ tos de la acción derivan unos de otros como de sí mismo, por el efecto de las tensiones que regulan sus reuniones y diversiones. La lectura no podrá ser ni la de la repre22

tentación ni la del texto, sino la de un texto en re­ presentación.

La reflexión sobre el teatro va de Aristóteles a Antonin Artaud. El primero fijó los cánones que han tenido vigencia hasta hace muy poco. Con las seis partes que Aristóteles distingue en la tragedia, yar nos encontramos, en presencia de la problemática significante-significado. La Poética cons­ tituye, a este respecto, un conjunto complejo que va desde d análisis temático, análisis de la fábula, hasta un análisis lingüístico cuyos vínculos con el precedente son más evoca­ dos que precisados. En el análisis de la fábula Aristóteles nota ya la función de la fantasía y le otorga más importancia que a la realidad: “Al poeta no le corresponde narrar las cotas que realmente ocurrieron, sino narrar lo que podría ocurrir3 Aunque sólo se trate de suscitar el temor y la piedad, Aristóteles comprue­ ba, sin explicado, que ese resultado se logra mucho mejor cuando se lo ilustra con las relaciones de parentesco. ‘Todos los casos en que se producen los acontecimientos trágicos entre personas muy cercanas, por ejemplo un hermano que mata a su hermano, o está por matarlo, o comete contra él algún delito de este tipo, un hijo que actúa dd mismo modo con su* padre, o una madre con su hijo o un hijo con su madre, esos casos son precisamente los que hay que buscar4 .* La familia es, pues, d espacio trágico por excelencia. Sin duda porque en ella los nudos de amor - y por lo tanto de odio— son los primeros en fecha y en importancia. Pero la fábula debe culminar en el reconocimiento: pasaje de la ignorancia al conocimiento. Reconocimiento por la repre­ sentación. El espacio trágico es el espacio del develamiento y de la revelación de las relaciones originarias de parentes-

* Poética. Trad. cast. de Juan David García Bacca. México, UNAM, 1946, cap. 9. 4 Loe. cit. cap. 14.

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co, que nunca opera con más eficacia que mediante la mutación de la peripecia. Podrá decirse que esto implica tomar las cosas de un modo demasiado literal. El teatro es el arte de la mimesis. Saque­ mos las consecuencias. Si el teatro es el arte de la imitación -e l arte de lo falso, dicen sus detractores-, es porque Aristóteles considera a la imitación como un rasgo específi­ camente humano. “Imitar es natural en los hombres y se manifiesta desde su infancia (el hombre difiere de los otros animales en que es muy apto para la imitación y por medio de ésta adquiere sus primeros conocimientos) y, en segundo lugar, las imita­ ciones producen placer a todos los hombres5 ” El psicoana­ lista está encantado, pues Aristóteles le ofrece dos de sus parámetros más caros: la infancia y el placer. Esta observación puede tener un alcance más amplio si se la relaciona con la recomendación de Aristóteles de apelar a las relaciones de parentesco para utilizarlas como base de la fábula. Pues el objetivo hacia el cual tiende la fábula es el reconocimiento, que sólo alcanza su efecto mayor cuando está unido solidariamente con la mutación de la acción en la peripecia. Si la adquisición de los primeros conocimien­ tos se hace por la imitación y si el pasaje de la ignorancia al conocimiento (reconocimiento) se efectúa mediante una mutación, ¿no puede pensarse, en una perspectiva más actual, que, de hecho, se trata menos de imitación y más de identifi­ cación? El eje de esa mutación giraría, alrededor de la rela­ ción de la identificación con el deseo, por una parte, y con la función bipartita de la identificación (puesto que ésta es una identificación contradictora con los dos términos de la pareja paterna), por otra parte14.

5 Loe. cit. , cap. 4. ‘ Tanto cuanto que la catarsis supone la identificación, puesto que su sentido verdadero no es la purificación de las pasiones -interpretación católica de la tragedia, sino el tratamiento de la emoción por la emoción, cuyo fin es la descarga. Sin embargo no puede verse en ésta un efecto antiflogístico, puesto que esa acción tiene el sentido de un “alivio acompañado de placer” , lo cual implica una participación donde está interesado el Otro

(loe. cit.).

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La serie de casos de relaciones de parentesco que muestra la tragedia y que Aristóteles expone no se refiere a ninguna acción entre los padres, ni tampoco a la acción del padre sobre sus hijos (sólo se cita el caso inverso). Omisión extraña en un texto que se refiere con tanta frecuencia a Orestes e Ifigenia y que olvida la naturaleza de las relacio­ nes entre sus progenitores. En el plano del significado el modelo de las relaciones de parentesco parece el más eficaz en la empresa de la mime­ sis. En el plano del significante Aristóteles observará que lo más importante, es sobresalir en las metáforas7. Feliz en­ cuentro que liga la relación de parentesco con la metáfora. Como si la relación de parentesco fuera metafórica de todas las demás. Y, en su interior, la que une a los progenitores entre si o la que dice la acción del padre sobre sus hijos todavía más que las otras, en la sombra a donde la relega Aristóteles. Como si la metáfora a nivel del significante en la creación poética reencontrara, a nivel del lenguaje, la creación de la que habla implícitamente la metáfora parental. La iabuia centrada en las relaciones de parentesco indica no lo que ha sido sino lo que habría podido ser. Como si eso se hubiera producido, así como lo narran los mitos. El arte de la representación, apoyado en los mitQS, es teatral porque da cuerpo a esa palabra. Todo teatro es una palabra encar­ nada. La tragedia de Edipo es imposible: ¿cómo puede acumular la vida de un hombre tal concurso de circunstan­ cias? No es al psicoanalista a quien corresponde responder a esta pregunta, sino a los innumerables espectadores de Edipo Rey que podrían decir, con Aristóteles: “Con respec­ to a la poesía es preferible lo imposible que persuade a lo posible que no persuade.”8

En un texto profético que data, por lo menos, de treinta años atrás, Artaud exige “terminar con las obras maestras” .

1 Loe. cit., cap. 22. Las observaciones que siguen se inspiran, aunque de una manera libre, en las concepciones de Lacan sobre la metáfora paterna. * Loe. cit., cap. 25.

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Como verdadero hombre de teatro se preocupa por el destinatario de la obra, es decir por el público. Artau¿ reclama, en nombre del público, el derecho a ser aludido y perturbado. No duda en condenar y hasta en sacrificar en el altar del teatro a las obras de genio cuando éstas» hoy, no sus­ citan ecos. “Y si, por ejemplo, la masa actual ya no com* prende a Edipo R e y, yo osaría decir que es la culpa de Edipo R ey y no de la masa.” Artaud busca el camino por el cual podríamos reencontrar al phobos trágico. Si la aparición de Edipo con los ojos arrancados no nos hace desfallecer, si es impotente para provocarnos una emoción tan violenta como la que suscitaba en los griegos, si ya no somos capaces, ante esa visión, de entrar en trance, enton* ces debe concluirse que la representación de la tragedia se ha hecho inoperante y debe ser excluida del repertorio. Hay que encontrar los medios por los cuales se creaba, entre un espectáculo y su espectador, una relación de hechizo y de posesión. Debemos exigir que el teatro, según la imagen que él utiliza, nos conmueva como la música conmueve a las serpientes, con un estremecimiento que recorra nuestro cuerpo entero atacándolo por el vientre. Artaud promueve el advenimiento de un teatro de la carne, aún con el riesgo de tener que quemar a Shakespeare. ¿Cómo no aprobar las intenciones de Artaud, si se trata de devolver vida y participación a la concurrencia de la fiesta teatral, para que una ' sangre nueva corra nuevamente por sus venas? Pero lo que exige Artaud es más radical. Quiere arrastrar al espectador moderno hacia algo que ya no se conforma con la relación que, en las obras del pasado, regulaba la inteligibilidad del espectáculo por encima de su resonancia emocional. Su objetivo es la provocación a todo precio, en el acontecimiento teatral, de un estremecimiento que elimine la pasividad del espectador y lo saque de la seducción debilitante que lo anestesia mediante lo decorati­ vo, lo agradable y lo pintoresco. El teatro de la diversión debe dar lugar a un teatro corrosivo que carcoma la capara­ zón que lo ahoga y nos devuelva el rostro olvidado del espectáculo. Este es el teatro de la crueldad. En muchas oportunidades tuvo Artaud que explicar el sen­ tido que atribuía a ia palabra “crueldad” , alejada de toda 26

idea de sadismo o de exhibición sanguinaria. Es suficiente leer las “Cartas sobre la crueldad” y los dos “Manifiestos” sobre el teatro de la crueldad para comprender que se trata de algo muy diferente. La rebelión de Artaud no es vana, tiende a la obtención de un resultado. Ese resultado es la res­ titución de un mundo constantemente presente en el hom­ bre, enterrado, oculto, cuya resurrección debe vivir el es­ pectador. El mérito de Artaud consiste en haber devuelto al universo poético su rostro de violencia carnal. Teatro del cuestionamiento del lenguaje verbal, que apela a una física de los signos, a su acumulación, a su movilización intensiva alrededor de los gestos y de la voz, que desborda la tesitura expresiva ordinaria de la palabra. Lo que se mostrará, así como lo que se hará oír, transportará el oído, deberá subyugar los ojos, mediante la desproporción de las formas, el carácter súbito de su aparición, el efecto de extrañeza de las máscaras. En muchas oportunidades se repite la alusión a los sueños, pero siempre en un sentido muy diferente del amaneramiento sentimental que, por lo común, acompaña los escritos sobre el arte y mucho más cercano al que le dio Freud: “Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en noso­ tros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente, donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra posición establecida, perpetuando de modo concreto y ac­ tual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su misma atrocidad y energía muestran su origen y su conti­ nuidad en principio esenciales” (El teatro y su doble, pág. 94-95). Lejos de proceder a una recusación del lenguaje, hay que buscar las vías de “un lenguaje directamente comu­ nicativo” (pág. 109). La denuncia se referiría más bien a una palabra que pretende sujetar todos los medios de co­ municación a la “dignidad intelectual” de la articulación gramatical, como condición necesaria para la circulación, el intercambio del sentido9 .

Cfr. El teatro y su doble, traducción castellana: Buenos Aires, Sudamericana, 1971 (2a ed.>, pág. 119. ¿Es legítimo fundar en

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Esta reintroducción del espacio del cuerpo, este estremecí* miento orgánico no abandona el lenguaje, sino que reinstituye a éste en el lugar de sus fuentes, y esas fuentes son, para Artaud, sin ninguna ambigüedad posible, físicas. La gramaticalización es la esclavitud de ese movimiento de pasaje entre las fuentes corporales y los objetos de la representación en las encrucijadas de sus entrecruzamientos, en un cordón donde pueden suscitarse unos a los otros, ligarse formando matrices de sentido inestable pero sin embargo plenas, sometidas a cierto orden. Este sólo puede atestiguar su pTese..cia, sin lograr plegar bajo su yugo al material sobre el cual trabaja; indica lo que podría ser ese orden en los modos de vinculación, pero deja en suspenso sus elaciones de subordinación. El cierre de ese lenguaje -a l que, según se ve, hay que aplicar muchos correctivos para llamarlo aún con ese nombre—es, para Artaud como pa­ ra Freud, el lenguaje. La concatenación implica aquí el respeto a las relaciones de subordinación, la total legibilidad del sentido de la circulación de los elementos encadenados, la determinación de las marcas que presiden las transformaciones de una forma a la que debe poder redecirse el enunciado, la homogeneización de sus elementos, que deja traslucir las

Artaud una teoría de la escritura? La caita a Paulhan del 28 de mayo de 1933 que citamos atestigua, al contrario, que Artaud atribuye “ la osificación de la palabra” al hecho de que el teatro, que refleja esa degeneración, procede a una reducción entre palabra y escritura, atribuye el mismo valor a la palabra escrita y pronunciada. “El teatro occidental reconoce como lenguaje, atribuye las facultades y las virtudes de un lenguaje, permite denominar lenguaje (con esa suerte de dignidad intelectual atri­ buida en general a ese término) sólo al lenguaje articulado, articulado gramaticalmente, es decir al lenguaje de la palabra, y de la palabra escrita, de la palabra que, pronunciada o no pronunciada, no sería menos valiosa si sólo fuese palabra escri­ ta ” (subrayado por mO- La teorización de una “ archiescritura” , siempre abierta en Derrida y de la cual muchos hilos, no anudados todavía, esperan su textura, no tiene ventajas si se la cierra con demasiada premura, antes de abordar el estudio de las condiciones “ de inscriptibilidad” . Ese riesgo no es imputable a su autor, que avanza con prudencia, sino a quienes se adornan con su teoría como con un escudo.

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modalidades de la descomposición y de la composición de las palabras y las proporciones, el estrecho campo de varia­ ción de la palabra articulada en un registro que parece haberse fijado en límites muy pequeños respecto de sus posibilidades de extensión, por un cuidado de economía que le permite cubrir un campo siempre más vasto, fuera de los confínes de la experiencia sensible; todo esto se ha instalado contra esa palabra menos disciplinada pero más reveladora, pues deja adivinar el testimonio de sus raíces. Como se verá, la búsqueda de Artaud se nutre añadiendo al lenguaje otro lenguaje, y no danzando sobre su cadáver. “Pero que se vuelva brevemente a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje, que se relacionen las palabras con los movimientos físicos que las han originado, que el aspecto lógico y discursivo de la palabra desaparezca ante su aspecto físico y afectivo, es decir que las palabras sean oídas como elementos sonoros y no por lo que gramatical-* mente quieren expresar, que se las perciba como movimien­ tos, y que esos mismos movimientos se asimilen a otros movimientos directos, simples, comunes a todas las circuns­ tancias de la vida -aunque bastante lo ignoren los actores de tea tro -; y he aquí entonces que el lenguaje de la literatura se reconstituye, y revive10.” Nadie, si lo anima el amor por el teatro, puede permanecer insensible a este cuestionamiento tan radical de Artaud. Y si bien debemos comprobar que el teatro de la crueldad no ha sido más que un esfuerzo desesperado y decepcionado, también debemos admitir que todo lo que existe hoy en el teatro moderno debe algo a esta formidable sacudida que él le imprimió. El levantamiento del yugo que pesa sobre la escena es, en el fondo, el levantamiento de la represión y la mostración de todo lo que es activo, de lo que está deter­ minado activamente, lo que obedece a la necesidad más rigurosa. Los términos que emplea Artaud son como un eco de la antigua Ananké, pero con la diferencia de que la determinación no es una fuerza a la que uno se somete pasivamente y en obediencia. Esta concepción está libre de

Loe. cit., pág. 122.

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todo fatalismo. Y si Hay determinismo, cada uno debe mezclarse con el movimiento de esa determinación por un desafío de todos los instantes, como si la dignidad verdade­ ra del hombre fuera a sublevar esas fuerzas y arrastrar lo más lejos posible a quien ellas movilizan. El lugar que ocupa el lenguaje físico no se aleja tanto del pensamiento antiguo, que en la Poética de Aristóteles ponía a la elocución en una categoría equivalente a la del pensamiento. Como el vigor entusiasta del canto constituía la contrapartida del espectáculo; y, en un grado diferente, como la fábula, que saca a los personajes de su aparente fijeza. Pero Artaud rechaza esa remisión de un lenguaje al otro. No solamente quiere romper su equilibrio, sino también su coexistencia. Si quiere habitar en ese teatro carnal, es como por una especie de iniciación donde al mismo tiempo sería el iniciador y el iniciado. Artaud quiere penetrar por efracción en el proceso creádor de la vida misma. Toda obra es repetición de algo ya creado; esta travesía nueva del espacio de la creación, auñque quien la lleve a cabo no lo sepa, la somete al principió que la gobierna. El desplazamiento de esta determinación directriz11 sobre aquel que va por de­ lante de ella y que, tomándola por su cuenta, se muestra determinado (inversión del sentido pasivo en activo) a tole­ rarla, es lo que nos indica el movimiento del acto teatral. Tolerarla más que asumirla, porque si el ejecutante del teatro de la crueldad suscita y provoca ese estado que lo determina, no llega a ser su dueño. Cuanto más, vuelve a arrojar esta determinación en el área del teatro. Y aunque ese acto no cumpla nunca plenamente su función de exor­ cismo purifícador —y en este sentido no hay ninguna dife­ rencia entre la acepción rigurosa je la catarsis y la inten­ sión de Artaud— restituye su forma a esta determinación (en los dos sentidos, objetivo y subjetivo). No la vuelve visible, puesto que los diversos elementos de la puesta en escena sólo son una mediación lo más adecuada posible, pero la volverá transmisible, agotará su poder -a l menos en

Loe. cit., pág. 103. “Desde el punto de vista del espíritu, crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, deter­ minación irreversible, absoluta.”

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el primer tiempo de la elaboración— dirigiéndola hacia el .afuera. Un afuera que sólo merece ese nombre por el lugar de un consumidor que se construiría allí una zona de extraterritorialidad. Pero Artaud lo ha expulsado previa­ mente de allí. Por eso esta expresión sólo tiende a un “desalojo” y a la ocupación de un lugar de pasaje, en camino hacia el espectador que está, desde el primer minu­ to del espectáculo, englobado como su causa misma. Si se releen las “Cartas sobre la crueldad” se verá allí el paren­ tesco entre Freud y Artaud, que trasciende el problema restringido del sueño y se asienta en el plano, mucho más. general, del antagonismo de los impulsos de vida y de muerte en las relaciones, que él esboza, entre el bien y el mal. Lo que Artaud denomina el mal responde, en Freud, a esa acción silenciosa del impulso de muerte que nunca se capta en sí mismo, sino solamente en los procesos donde se liga con Eros. La crueldad es el producto de esa fusión. Eros nos muestra que el proceso de ligar, en tanto ya se ha apropiado del esfuerzo de destrucción de la muerte, sin remisión, queda marcado por esta exclusión del silencio de la muerte y ha hecho levantar sobre sus escombros aglomeraciones cada vez más vastas. Eros no salva a la muerte, no solamente se erige como un adversario que la enfrenta, incorpora su fuerza de destrucción como fuerza de posesión que tiende hacia lo que se opone a su expan­ sión: “Empleo la palabra crueldad, dice Artaud, en el sentido de apetito de vida, de vigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor, de inelucta­ ble necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida” (pág. 104)., Artaud hablará, con términos que Freud no rechazaría, de ese nudo “cada vez más reducido, cada vez más tragado” de esta permanencia del mal. El silencio del impulso de muerte, la ausencia por la cual nos está prohibi­ da toda captación directa de sus manifestaciones, su enfo­ que, retrospectivo y deductivo a la vez, está indicado con claridad en las líneas siguientes: “El deseo de Eros es crueldad en cuanto se alimenta de contingencia; la muerte es crueldad, la resurrección es crueldad, la transfiguración es 31

crueldad, ya que en un mundo circular y cerrado no hay lugar para la verdadera muerte, ya que toda ascensión es un desgarramiento, y el espacio cerrado se alimenta de vidas, y toda vida más fuerte se abre paso a través de las o tras.. . Pues la crueldad endurece las cosas, moldea los planos del mundo creado.” (pág. 105-6). Lo trágico de Artaud proviene de que el monstruo de su tentativa visionaria devoró a su autor. Abandonado o incomprendido por sus mejores amigos, que le hacen el vacío, parece que él mismo no hubiera podido tolerar esa determi­ nación a la que llama con sus deseos. Cuanto más avanza en el proyecto, la identificación con el proceso de creación cede el lugar a la identificación con el creador como agente de esta creación y no ya como su actor; cuanto más parece alejarse el principio de sumisión al determinismo superior que dirige a quien ejerce el acto de crueldad12, más impe­ rioso se hace el anhelo de una proclama donde Artaud reivindica ser, a la vez, cada uno de sus progenitores y el producto de la generación o el genitor único que se engen­ dra a sí mismo. Entonces Artaud trata de desbordar la diferencia de los sexos, que inevitablemente encuentra en ese camino. La fijación en lo Neutro es una tentación imposible de satisfacer, y el cuerpo se ha transformado en el teatro de la lucha entre lo Masculino y lo Femenino. La apelación a este acceso directo a lo que oculta la represión mediante un sistema que ya no sería deductivo sino provo­ cador, desembocará en Artaud en una posesión de su cuer­ po como espacio de exploración y de transformación, lugar de acecho y de recorrido donde ya no circulan más que sombras y donde é' encontrará esa verdadera muerte ausente. “Primero el vientre. Por el Vientre debe comenzar el silen­ cio, a la derecha, a la izquierda, en el punto de las obstruc-

12 En el ejercicio de la crueldad hay una especie de determinismo superior, al que el mismo verdugo supliciador se somete, y que está dispuesto a soportar llegado el m om ento” (Loe. cit., pág. 104). “Cuando el dios escondido crea, obedece a la necesidad cruel de la creación que el mismo se ha impuesto” (Loe. cit., pág. 104).

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dones y hernias, allí donde operan los cirujanos.” Este conocimiento de la localización, que posee un valor induc­ tor,13 coincidirá ahora con el englobamiento del espacio del sueño por parte del soñante: “Grito en sueños pero sé que sueño y en los DOS COSTADOS DEL SUEÑO hago reinar mi voluntad14.”

Derrida15 subrayó precisamente que el ataque llevado a cabo por Artaud se libra “contra el que detenta abusiva­ mente el logos, contra el padre, contra el Dios de una escena sometida al poder de la palabra y del texto” . “El primer manifiesto del teatro de la crueldad indica ya el sentido de ese movimiento que sustituye la dualidad au­ tor—metteur en scéne por “una especie de creador único a quien incumbirá la responsabilidad doble del espectáculo y de la acción.” (pág. 142). De ahora en adelante no se cuestiona al padre sino para instalarse en su lugar, en la exaltación de un espectáculo único, no repetitivo, sin maña­ na. La situación de “los dos costados del sueño” parece tradu­ cir el deslizamiento imperceptible que transformó la deter­ minación de seguir el principio al cual se somete toda creación, en una creación cada vez más autónoma, demiúrgica, a medida que Artaud precisa la experiencia del cuer­ po, que da la clave de la fabricación de la cadena mágica mediante la cual se produce todo efecto. “Conocer las localizaciones del cuerpo es pues forjar otra vez la cadena mágica” (pág. 141) Es instalar ese lugar del creador único en la zona de vacío a partir de la cual se extiende todo espacio. El vacío del cuerpo llega a ocupar un sitio homólo-

1 * “Le théâtre de Séraphin” , en Le théâtre et son double, París, Gallimard, 1964 (no incluido en la traducción castellana), pág. 220. “ Saber de antemano los puntos del cuerpo que hay que tocar es arrojar al espectador en transes mágicos” (pág. 206). 14 Loe. cit., pág. 223. 15 L Escriture et la différence, París, Du Seuil, 1967, pág. 345-399.

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go a aquél que A rta u d asignaba antes al mal. Ocurre como si ese vacío, desde el momento en que se lo nombra o se lo capta, sólo pudiera reunir a su alrededor su fuerza y rete­ nerla, tranformado en “vacío asfixiado” . El falo prohíbe el acceso a él. “Y sin embargo el secreto reina aquí como EN EL TEATRO. La fuerza no escapará. Lo masculino activo quedará comprimido. Y conservará la voluntad enérgica del aliento. La conservará para el cuerpo entero, y hacia afuera habrá un cuadro de la desaparición de la fuerza al cual CREERAN ASISTIR LOS SENTIDOS” (pág. 221). El efecto de la ilusión teatral ya no es esa expansión liberadora, ese fuego comunicativo que abraza al público; es el movimiento de evanescencia de esos objetos de la mirada que, súbitamente, faltan en el espacio de la escena. En tanto tal, convoca al espectador a urdir esa cadena mágica donde buscaremos la serie de cuadros de una problemática inconsciente.

El teatro según Freud El fracaso del teatro de la crueldad importa quizá menos que la huella que dejó en el teatro posterior. Aun cuando las obras del teatro contemporáneo no puedan figurar legí­ timamente en el catálogo espiritual de Artaud, ¿lo esencial no es, acaso, esa nueva movilización afectiva que anhelaba su creador? El arte divertido pintoresco o decorativo cede terreno ante las producciones gue tienen un efecto menos seductor sobre el espectador. Las tesis de Artaud constituyen las antítesis de lo que recomendó Aristóteles cuando condenó lo inverosímil, lo malvado inútil, lo contradictorio y lo contrario a las exi­ gencias del arte. El teatro contemporáneo hizo, de estos capítulos de acusación, sus principios directrices: teatro de la crueldad, teatro del lenguaje desarticulado, teatro del grito, del malestar y la conmoción. Ese es nuestro teatro: el hecho a imagen nuestra, el que se nos asemeja. Pero a fin de cuentas, ¿todo teatro no es, acaso, por el hecho mismo de ser un campo vectorizado por el deseo, un teatro con los caracteres enunciados por Aristóteles? Esta es la pre34

gunta que se puede plantear. Sería superficial vincularlo con la angustia del mundo moderno, pues el mundo ha vivido otros períodos de angustia por lo menos tan angus­ tiantes como el nuestro. Sería más justo decir que es el teatro según Freud. Teatro del deseo, del proceso primario que tiende a la descarga (nótese la función de la esponta­ neidad, del grito, de la crisis), que ignora el tiempo y el espacio (teatro de la ubicuidad y de la intemporalidad), que se abstrae de las exigencias de la lógica (teatro de la contradicción) y, finalmente, teatro de la condensación y del desplazamiento (teatro de la simbolización). Este teatro no aristotélico, pues, no podría dejar de relacio­ narse con un teatro freudiano. Freudiano no quiere decir teatro de significaciones descubiertas por el psicoanálisis, sino teatro de los procesos cuyas características formales enunció Freud. Pero hay que observar, no obstante, que si la distancia respecto del afecto se encuentra aquí reducida a su mínima extensión, anulando todo lo que puede obstaculizar las resonancias, personales, las razones por las que nos sentimos implicados por el espectáculo siguen siendo tan opacas como aquéllas por las que nos sentimos conmovidos por Sófocles o Shakespeare. ¿En qué se transforma, entonces, el reconocimiento aristotélico? ¿Puede sostenerse que esa preocupación ha desaparecido de nuestros escenarios? Esto sería contradictorio con la comprobación de que las obras del teatro contemporáneo giran alrededor de las mismas obsesiones fundamentales que constituyen el objeto de la investigación psicoanalítica. Esta insistencia Confirmaría nuestra idea de que cierto número limitado de fábulas o mitos desempeñan la función de modelos que tienen el poder de suscitar la variación que hará resaltar el vínculo con el tema de referencia, brindando sin cesar la prueba de su riqueza “comp principios esenciales” , según dice Artaud. Sin embargo cuanto más directo sea el enfoque, más oscuro será el horizonte sobre el cual se recorte, y la prima de placer ofrecida al espectador deberá pagarse tanto más en angustia, como para mantener alejada toda visión de con­ junto del tema tratado. Es como si lo que corresponde al reconocimiento aristotéli­ 35

co hubiera pasado a las nuevas c ara c te rístic a s formales de la obra de teatro contemporáneo obviando el pasaje de la ignorancia al reconocimiento por simple efecto de resonan­ cia. Aunque el teatro haya querido moldearse según las recetas que favorecen la emergencia de una significación diferente, el surgimiento del sentido deberá seguir siendo el efecto de un milagro no explicitado, como si debiera obrar por sí mismo. Aunque la temática toque motivos más candentes y la audacia de su presentación desafíe antiguas interdicciones no formuladas, no surge, sin embargo, ningu­ na iluminación. El gusto de dejarse invadir por la emoción insólita parece atestiguar más bien una voluntad de inmuni­ zación que el deseo de una revelación mayor. Por otra parte quedará reservado a la ciencia, mediante la exposición y hasta la difusión de los textos psicoanalíticos, entre otros, enunciar las articulaciones de ese discurso en el plano de la teoría, con la condición de que se observe una respe­ tuosa distancia respecto de la obra de arte. Todo intento de unir esos dos discursos —fuera de algunos ejemplos históri­ cos que abrieron el camino a una permeabilidad de la obra al descubrimiento psicoanalítico-, todo esfuerzo radical en ese sentido produce, aún hoy, los mismos rechazos que acogieron las primeras elaboraciones teóricas del psicoanáli­ sis. El precio pagado por la aceptación de las investigacio­ nes psicoanalíticas es siempre la reinserción del pensamien­ to psicoanalítico en un conjunto más amplio o su restric­ ción en una formalización asbtracta, es decir, una formalización que no revela lo que es expulsado, excluido, negado por el contenido manifiesto del texto, sino que se limita a reflexionar el revés, del cual la obra no es más que la inversión. O, por lo menos, como si esa exclusión, en el caso en que se admitiera que existe, no fuera sino el producto directo de la censura social colectiva, cuyas rela­ ciones entre lo represor y lo reprimido son, en el estado actual de cosas, mucho menos conocidas que aquellas que el psicoanálisis reveló respecto del individuo. Lo que puede afirmarse, no obstante, es que hay un modo prefreudiano y postfreudiano de escuchar al inconsciente. La irrupción del psicoanálisis en el mundo de la cultura produjo un cambio en la relación entre lo implícito y lo 36

explícito. Sin embargo esta nueva situación no modificó en absoluto el vínculo entre la obra y su efecto, en la medida en que se trataría del pasaje de la ignorancia al conocimien­ to, aplicando este último término al inconsciente. Estas modificaciones, lejos de separarnos de las obras del pasado, más bien nos reconducirían a ellas. El sentido de este retorno sería aquél en el cual el contacto de una obra dice y revela al mismo tiempo, fuera de toda otra mediación de conocimiento. “El tema de Edipo Rey es el incesto, dice Artaud, y en la obra alienta la idea de que la naturaleza se burla de la moral; y de que en alguna parte andan fuerzas ocultas de las que debiéramos guardarnos, ya se las llame destino o de cualquier otro modo^j (pág. 77). El privilegio de las obras maestras consiste en ser al mismo tiempo encarnaciones del poder del significante y del poder de la fuerza, en ser la resultante del trabajo de las contradiccio­ nes que ellas oponen. El hiato entre el discurso de la obra contemporánea y el saber que la ciencia articula en otra parte se encuentra ausente aquí, en otro plano, y, por lo menos, se nos evita la diplopia intelectual. La carga de la obra no debe agotarse en la búsqueda de un develamiento candente que se desvirtúa en vano, queriendo economizar los disfraces. El proyecto de una lectura psicoanalítica consistirá en la investigación de los resortes emocionales que hacen del espectáculo una matriz afectiva en la cual el espectador se encuentra implicado y se siente no solamente llamado sino acogido, como si ella le estuviera destinada. Una vez identi­ ficada esta matriz, será necesario descomponer los elemen­ tos que en ella se combinan para la inteligibilidad del reconocimiento. Este se presenta como un modo variable de pasaje de la ignorancia al conocimiento - y a sea que éste afecte al héroe o al espectador- y, no obs­ tante, permanece opaco en tanto no se haya deso­ villado la madeja de los medios operacionales cuyas tensiones concurrentes o aliadas han penetrado la pared de la represión. Esta penetración hace oscilar la apercepción del espectáculo, que pasa entonces del plano de la mos­ tración al de una demostración ocultada, cuyos tiempos será necesario reconstituir. 37

f il NOTAS PRELIMINARES A UNA LECTURA PSICOANALITICA DE LA TRAGEDIA.

¿Con qué derecho un psicoanalista puede inmiscuirse indis­ cretamente en la tragedia? Freud proced/a con precaucio­ nes extremas para encontrar en el fondo común de la cultura los ejemplos de expresión del inconsciente. Hoy, que el psicoanálisis ya no busca validaciones exteriores a su campo operativo, ¿es todavía licito buscar en las obras de arte materiales para la interpretación? Muchos piensan —y algunos psicoanalistas entre ellos— que debería darse por terminado ese período en que la investigación psicoanalítica se apoyaba en las producciones culturales, mitos u obras de arte, para brindar testimonio de una posible demarcación del inconsciente fuera del campo de la neurosis. El psicoa­ nálisis habría dado ya pruebas suficientes de su carácter científico y debería limitar sus esfuerzos al marco estricto, definido por sus parámetros rigurosos, de la cura psicoanalí­ tica. Este consejo no carece de sabiduría y el campo del psicoanálisis seguirá siendo siempre el lugar donde se produ­ cen los intercambios entre el analista y el analizado. Es casi innegable que se impone dar pruebas de prudencia cuando uno se aventura fuera de la captación directa, por audición, del inconsciente. La obra se entrega al analista; ella no sabe decir nada más que lo que encierra y no puede, como el analizado, ofrecer la imagen del trabajo del inconsciente in statu nascendi. La obra no pued* brindar el modo de su funcionamiento mediante la operación que consiste en ana­ lizar asociando, es decir, aportar el material que la revela en el acto mismo por el cual se hace conocer. No tiene a su disposición ninguno de los derechos que hacen tolerable al análisis: el de repetir, de rechazar la comparación insoporta­ ble en el momento en que se presenta, de diferir el instante del esbozo de una toma de conciencia, y hasta de negar, por una de las muchas maneras de que dispone el analiza­ do, la precisión de una interpretación o la evidencia de una verdad que la repetición lleva a primer plano para que sea descifrada. La obra se presenta en un mutismo obstinado; 38

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está encerrada sobre sí misma, inerme ante el tratamiento a que puede intentar someterla el analista. Sería totalmente ilusorio creer que se puede utilizar la obra para comprobar las teorías psicoanalíticas. Los psicoanalis­ tas saben que esa empresa es vana, puesto que ninguna toma de conciencia puede eludir (a resistencia. En ciertos casos ocurre que un fragmento de la realidad psíquica liega a romper la represión y parece emerger con una facilidad excepcional. Será lamentable, entonces, verse obligado a comprobar, sin poder hacer nada, que a ese efecto sigue, la mayoría de las veces, una reactivación del conflicto psíqui­ co, una de cuyas partes integrantes es ese fragmento. La persuasión, a pesar de lo que puedan creer quienes son extraños a la experiencia psicoanalítica, nunca pudo contar­ se entre los instrumentos de que dispone el analista, por decepcionante que esto sea cuando él espera que ella lo saque de algún callejón sin salida en un caso difícil. Lo mismo ocurrirá cuando eJ analista exponga el producto de su trabajo de análisis sobre un objeto cultural. Si no traza con suficiente exactitud las líneas de fuerza que dominan la arquitectura de su objeto, la parte de verdad que implicaría un análisis, aunque fuera parcialmente exacto, corre el riesgo de no ser reconocida a pesar de su rigor, pues los factores que se oponen a atravesar la barrera de la censura encuentran un sólido apoyo en objeciones superficiales pero alimentadas con racionalizaciones. Es, pues, especialmente necesario prestar atención a la exposición de la investiga­ ción, tanto más cuanto que, a diferencia de la cura, donde el automatismo de repetición brinda cada vez una nueva ocasión para revelar el sentido de una organización conflictual que puede abordarse entonces de manera fraccionada, en la obra todo está dicho desde el primer momento por quien asume la misión de interpretar, sin que nada descubra el largo proceso de elaboración que permitió llegar a las conclusiones expuestas de una sola vez. Estas observaciones no tienen por fin tranquilizar a aquéllos que temen ¡a intrusión psicoanalítica en un campo donde tendría efectos empobrecedores. A este respecto, ninguna interpretación puede evitar el hecho de forzar la obra, en el sentido en que necesariamente la comprime en el marco 39

donde encierra primero cierto saber sobre ella, y después la relaciona con otro sentido que la dilata, insertándola en un conjunto significativo mayor. Hablar es, ante todo, elegir esa economía restringida encerrada en el discurso, para plantearse luego los medios de un desarrollo imposible en el secreto de lo taciturno. Nuestras advertencias tienen como función, sobre todo, recordarnos a nosotros mismos las condiciones de ese riesgo asumido de la interpretación que guía la captación inicial de la obra, de la cual dependerá el desarrollo ulterior que constituirá su ampliación. Por lo demás, el psicoanalista no tiene por qué negarse a ser el violador de la obra al imponerle su versión, puesto que una corriente reciente de la crítica ha hecho notar precisamente que nadie puede pretender conservar las manos absolutamente limpias desde que entra en contacto con una obra, que toda obra es ella misma lectura, y que apela a una lectura nueva mediante la cual adviene a quien la conoce. Toda lectura es ya interpre­ tativa; siempre opera una dotación de sentido en quien se pretende el más humilde de los exégetas. ¿Dónde tiene más oportunidades de instaurarse la relación de tiranía del lec­ tor con el soporte de su lectura: en aquél que admite en ella una interrogación conjetural que obliga al descifrador a encontrar su camino al mismo tiempo que trata de trazar la cartografía implícita de la obra, o en aquél que excluye toda excursión para repetir los/^squemas antiguos, que él pretende eternos, mientras quç,"4l análisis histórico demos­ traría que son solamente la petrificación de un saber apren­ dido? ¿Aquél que transgrede más los productos culturales, que pide de su investigación una visión nueva, que supone son todavía capaces de producir, a pesar de la suma conside­ rable de lecturas ya existentes, o aquél que no añade a las obras más que un comentario que las parafrasea, infiltrado de los presupuestos de un saber obvio y que se niega a todo cuestionamiento? Porque, entre otros motivos, el psi­ coanálisis es ese cuestionamiento', esa interrogación conjetu­ ral, esa apelación a lo que no se da de entrada como causa de un efecto, es que puede tomar parte en esa renovación de la crítica. Pero aun en ese concierto su parte será difícil de sostener. El 40

viejo reflejo de sospecha contra él seguirá actuando. Por ejemplo, se le reprochará el hecho de establecer una relación entre el autor y la obra, como si lo hiciera con el mismo espíritu que la crítica de inspiración biográfica, que veía en la obra la prolongación de las experiencias de la vida del autor, mientras que el psicoanálisis establece allí una relación de discontinuidad. La crítica biográfica veía en la obra el eco o resonancia de un acontecimiento cuya influencia se valoraba en una relación de comprehensión inmediata, según una escala implícita de sentimientos comunes. La relación establecida por el psicoanálisis entre el autor y la obra no postula una influencia directa entre los acontecimientos de la vida y el contenido de la obra, sino que inserta esos elementos histó­ ricos en un conflicto. Esos elementos se vinculan con otra problemática, desconocida en su esencia porque pertenece a la infancia reprimida, dado que los modos de combinación de lo actual y lo pasado no están a disposición de quien los vive, aún cuando su carga consciente sea considerable. La obra se transforma entonces en otra red, a través de la cual los modos de combinaciones establecidas constituyen un eco, suscitado por el presente, del pasado desconocido. Ese pasado repetido brinda la materia de una nueva relación, que mantiene con sus raíces una relación significativa que podrá ayudar a iluminarla retrospectivamente. La revelación hipotética de lo que eso ha significado para el autor contribuye a captar la coherencia de la obra, que de este modo gana en comprensión sin perder nada de su misterio. El surgimiento de una constelación significativa se encuen­ tra en el origen de una movilización mutadora por su coincidencia con eso de lo cual la separa el corte de la represión: el mismo contenido está doblemente articulado según la relación de la organización de los complejos y según aquélla de la repetición que se manifiesta en el “acontecimiento” actual. Esto no hace que el autor, más que cualquiera, esté inerme ante sus conflictos, puesto que todos y cada uno de nosotros somos el sistema de relacio­ nes, entre las instancias, que son partes intervinientes en el conflicto. Por otra parte, ¿sería posible no establecer ninguna relación 41

entre el hombre y su creación? 16 ¿Con qué fuerza se nutriría ésta, si no con aquéllas que operan en el creador? La concepción psicoanalítica se niega a considerar resuelto el problema de la génesis de las obras de arte invocando un misterio absoluto de la creación que no arraiga el deseo de crear en sus ramificaciones inconscientes. Tampoco puede quedar satisfecha con la idea de que la obra tiene la significación existencial de una superación; es necesario observar que el creador expresa esta impresión con menos frecuencia que los comentadores de su producción, pues aquél tiene siempre conciencia de su carácter de estación temporaria en un recorrido cuyo objetivo consiste, sobre todo, en asegurar la reserva de los medios que le permitan seguir adelante. A fin de cuentas lo que se teme del analista es la amenaza de la etiqueta patológica atribuida al creador o a sus crea­ ciones. Las palabras claves del vocabulario psicoanalítico, aún cuando sólo tengan valor insertadas en el conjunto estructural del cual extraen su coherencia, siguen intimidan­ do, y nadie se siente protegido de la desagradable impresión que sentiría si, por algún giro imprevisto, pudiera verse vestido ridiculamente con ellas. Ese temor se ha revestido, en nuestros días, de una curiosa paradoja. Todo el mundo puede hablar del perverso y proclamar su fraternidad poten­ cial con él, pero se reprime y denuncia despiadadamente la menor alusión a la palabra normalidad, aunque los textos psicoanalíticos nunca hablan de ella como de una norma —y los médicos y psiquiatras se lo reprochan suficientemen­ te a los analistas— sino como de un término relativo que es necesario establecer en alguna parte para comprender las diferencias de grado o las formas de pasaje de una estructu­ ra a otra. De allí esa alergia a la terminología psicoanalítica cuando se aparta de una generalidad que le permite endosar significaciones menos comprometedoras o cuando sus giros

De todos modos éste no será el hilo que seguiremos, pero debíamos subrayar esta desconfianza respecto de los vínculos entre el autor y la obra, cuya refutación va acompañada, en la mayoría de los casos, de una reivindicación pasional que no se puede dejar de observar.

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metafóricos permiten acariciar la secreta esperanza de que se trata de los modos de hablar de una nueva mitología. Todo esto muestra qué frágil es, respecto de las reacciones del inconsciente, el recuerdo de que el psicoanálisis fue perseguido por haber abolido las fronteras entre salud y enfermedad y haber mostrado la presencia, en el llamado hombre normal, de todas las potencialidades de las que las formas patológicas constituyen la imagen ampliada y carica­ tural. Puede leerse en' R. Barthes esta condena de la crítica tradicional: “Ella quiere proteger en la obra un valor abso­ luto, intocado por ninguno de esos “extraños” indignos que son la historia y los bajos fondos de la psique: lo que quiere no es una obra constituida, es una obra pura, a la cual se evite todo compromiso con el mundo, toda relación desagradable con el deseo1 7” . Estas observaciones pueden referirse también, probablemente, a buena parte de la nueva crítica o a los sostenendores de una teoría de la escritura que defienden una especie de integralismo literario. Si el psicoanalista penetra en el universo de la tragedia, no es entonces para “patologizarla” sino porque reconoce en todos los productos del género humano la marca de los conflictos del inconsciente. Y si es verdad que no debe, como lo hacía notar precisamente Freud, conservar la espe­ ranza de encontrar en ella una correspondencia perfecta oon lo que su experiencia le permite observar, está autori­ zado, como contrapartida, a pensar que las obras pueden ayudar a captar la articulación de las relaciones presentes pero oscurecidas, en los casos que estudia, por las deforma­ ciones cada vez mayores que acompañan al retorno de lo reprimido. Freud no pensó nunca que tuviera algo que enseñar a los creadores dotados de un auténtico genio, a los que envidiaba, sin ocultarlo, los dones excepcionales que les permitían tener un acceso, si no directo por lo menos considerablemente abreviado, a las relaciones que reinan en el inconsciente. La explotación de esos dones se orienta hacia la obtención de la “prima de placer” , a la cual se accede a través de 11 Critique et vérité, París, Du Seuil, pág. 37. Hay traducción castellana: Critica y verdad. Buenos Aires, Siglo XXI, 1972.

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los desplazamientos de la sublimación; esto tendería a esta­ blecer entre el producto de la creación artística y el sínto­ ma una relación de disyunción, puesto que el primero tiene como efecto la ruptura de ta acción de la represión, mien­ tras que el segundo, porque es la expresión del retorno de lo reprimido, sólo realiza su irrupción en la conciencia después de haber pagado previamente su deuda con la interdicción de la satisfacción por el displacer. La satisfac­ ción se une entonces, indisolublemente, a la necesidad de castigo ligada con la culpabilidad engendrada por el deseo, cuyo mensajero será el síntoma. La satisfacción del deseo no puede separarse, pues, de la sumisión a la sanción de la interdicción que pesa sobre él. Esta diferencia entre síntoma y creación permite señalar ahora su semejanza. En el síntoma, como en la creación, actúan, así como en el sueño o en la fantasía, los procesos de la actividad simbólica. Así, la creación artística, la crea­ ción “patológica” y la creación onírica se unen entre sí mediante la actividad simbólica, y su diferencia se sitúa en la organización ae la contradicción que presenta cada una entre la satisfacción ligada con la realización del deseo y la satisfacción ligada con la obediencia a su interdicción. La neurosis, dirá Freud, será la solución individual y asocial de los problemas planteados a la condición humana. A escala colectiva, la moral y la religión propondrán otras solucio­ nes. Entre las dos, en la encrucijada de lo individual y lo colectivo, entre la resonancia personal del contenido de la obra y la función colectiva de ésta, el arte ocupa una posi­ ción transicional que califica al campo de la ilusión y permite un goce inhibido y desplazado, obtenido por medio de objetos que son y no al mismo tiempo lo que represen­ tan. Romper la acción de la represión no significa exhibir el inconsciente en estado de desnudez, sino revelar la relación eficaz entre el disfraz inevitable y el develamiento indirecto cuya formulación permite la obra. El inconsciente pone en comunicación un espacio corporal “sensual” con un espacio textual que es el de la obra. Entre uno y otro se erige el interdicto y su censura, la actividad simbólica, el disfraz, la exclusión de lo inadmisible y la sustitución del término 44

excluido por otro menos inadmisible, mas propicio para des­ lizarse incógnito hacia el que le está cerrado. En efecto, si todo texto sólo es texto porque no se entrega entero en su primer descubrimiento, cómo explicar este disimulo esencial de otro modo que porque una interdicción pesa sobre él. Esta interdicción se adivina por lo que deja filtrar del conflicto del cual ha surgido, reteniendo en sus lineas el cebo que ofrece al llamarnos a atravesarlo en su totalidad. Muchas veces experimentaremos una decepción, que se re­ nueva ante su rechazo a conducirnos a otra parte que al punto de origen de donde trazó su linea de huida.

Los objetos transnarcisistas Los objetos de la creación artística son portadores de un trabajo. Cada una de las miradas que se posa sobre ellos rehace más o menos cursivamente el camino de su nacimien­ to. Estos productos instalan en el campo de la ilusión una categoría nueva de objetos respecto de la realidad psíquica. Su relación con los objetos de la fantasía permite compren­ der mejor su función. Los objetos de la fantasía que debie­ ron, en el momento de su admisión a la conciencia, sufrir no solamente las deformaciones sino también los ajustes que los hace compatibles con la lógica consciente, siguen siendo secretos, como lo notamos precedentemente, pues la reticencia a ser comunicados atestigua la precariedad de esta cobertura. Pero el velo con que se los cubre responde también a otra exigencia. Estos objetos son parte integrante de un equilibrio donde las realizaciones del deseo que se cumplen a través de ellos se acompañan de un estado de apropiación por parte del sujeto, necesario para la alimenta­ ción de su idealización narcisista. La unidad de la fantasía es solidaría de la unidad narcisista que contribuye a consti­ tuir. AJ contrario, el tipo de objetos a los cuales responden las creaciones artísticas están marcados por su estatuto de eyección, de expulsión, de puesta en circulación, por una despropiación por parte de su creador, que espera de su apropiación por parte de otros la autentificación de su paternidad. El surgimiento del deseo que les dio nacimiento 45

se repite en cada uno de los nuevos contactos que ofrece a sus contempladores o consumidores. Lo cual lleva a deter­ minar en estos productos el doble narcisista de su creador, que no es su imagen ni su personalidad, sino una construc­ ción proyectada, cuya figura se forma en lugar de la ideali­ zación narcisista del destinatario de la obra. Así, las estructuras de la fantasía presentan una doble orientación. Hacia el objeto, soportan el deseo y contribu­ yen a la formación de eso que tiene como misión realizar­ lo: el sueño, el síntoma, o la actividad sexual, con los medios puestos a disposición de la descarga y según las vías que se le abren. Hacia la búsqueda de una unidad subjetiva idealizante marcada por el renunciamiento a una satisfac­ ción que implica una descarga completa (pues el goce estético está sometido a la inhibición del fin del impulso), y donde se acoge en cambio la construcción narcisista del otro. A este respecto, los objetos de la creación artística merecerían denominarse transnarcisistas, puesto que ponen en comunicación los narcisismos del productor y del consu­ midor de la obra. La comunicación de los dos campos de esta doble orientación nos encamina hacia todo lo que puede despertar, por reacción, la fantasía de deseo, por mediación de esta idealización narcisista. Asi, no es necesario que el enfoque psicoanalítico de la obra de arte pase forzosamente por el estudio de la perso­ nalidad del artista, pero tampoco es necesario excluir esta posibilidad. Será suficiente prestar atención a esta construc­ ción narcisista que es su doble y esforzarse por determinar los puntos de impacto donde se pone en movimiento la fantasía de deseo, aun cuando ésta esté designada, en su destinatario, a la decepción, y esto para que, por las bre­ chas abiertas de este modo, puedan plantearse las hipótesis concernientes al modo de articulación que reúne sus partes. Se corre el riesgo, sin duda, así como muchas veces p»Ho reprochársele a los hermeneutas aventureros, de jtk x . m obra en forma de cerradura (o de descubrirla en ella) para adaptarle mejor nuestra llave. Ese argumento no debe in­ quietar. Una obra sólo se deja modelar en forma de cerradu­ ra si se presta a esta operación, es decir, si su- materia lo permite y si su forma se adapta a ello, pero lo importante 46

no es que se le pueda introducir una llave, sino saber qué nos descubre la puerta que se espera abrir. Lo que se interpreta en un corpus depende del modo en que se lo recorta; (a originalidad del recorte es inseparable de la originalidad del descubrimiento. Un descubrimiento que no es posible sin el modo de recorte que le es propio y el cuerpo de referencias que lo sostiene. Un descubrimiento que no dice todo sobre la obra sino su tendencia especifica, sin preocuparse por el resto, sin tocarlo necesariamente, así como el resto sólo puede alcanzar esa tendencia adoptando otro modo de recorte. Entonces, ¿se forzará a la obra para que diga cualquier cosa? .No, pues el descubrimiento se confronta con la coherencia del sistema que garantiza la interpretación y con la coherencia de la obra, que puede aceptar o rechazar esa interpretación. No se trata de concluir con una infinidad de perspectivas yuxtapuestas y contradictorias, ni de dejar el terreno libre a las interpretaciones más extravagantes y gratuitas, sino de llegar a un modo de lectura que no niegue otros tipos de interpretación pero se fije como objeti­ vo el develamiento de los efectos inconscientes del espec­ táculo. Aún con el riesgo de aburrir, hay que repetirlo: la interpre­ tación psicoanalítica no es exhaustiva, es específica. Ningún otro medio puede enunciar, en su lugar, su discurso, del mismo modo que ella no puede sustituir a ningún otro. Es indudable que podemos encontramos frente a interpretacio­ nes concurrentes, en especial en el plano de las significa­ ciones. Aquí el choque será inevitable. Se opondrán, enton­ ces, lecturas entre las que habrá que decidir cuál informa y devela más. Se trata pues, para nosotros, de encontrar, en una obra cuya especificidad es el trabajo de la representación que se desarrolla según su proceso, un análogo de lo que Freud describe en sus primeras intuiciones sobre el funcionamien­ to del aparato psíquico. Este proceso es el juego de un sistema plurifuncional que nunca progresa de una sola vez y en una sola dirección, sino que vuelve a pasar por inscrip­ ciones ya trazadas, se desvía ante el obstáculo, reproduce su mensaje mediante una diferencia que remite necesaria­ 47

m e n te a él, recibe un estímulo nuevo que obliga a erigir una barrera, se rompe, recompone, con los fragmentos disociados, un' mensaje nuevo amalgamado con otros ele­ mentos surgidos de otra totalidad descompuesta, mante­ niendo en el nivel más necesario la célula de inteligibilidad sin la cual no podría realizarse ningún nuevo pasaje, y se preserva de la anulación que la relegaría al olvido por el mantenimiento de una deformación que protege su incóg­ nito. El trabajo de la representación que persigue, sin des­ canso, un efecto de tensión en el espectador, será la recons­ titución del proceso de formación de la fantasía, del mismo modo que el análisis del sueño, a través de las resistencias al trabajo asociativo y a los reagrupamientos que éste opera, restituye la construcción del proceso onírico. Hemos vuelto, pues, a nuestro objeto propio: la lectura psicoanalítica de una tragedia, lectura situada en el espacio potencial entre texto y representación. Aquí se plantea, ineluctablemente, una pregunta: ¿cómo comprender el goce que se experimenta ante el espectáculo trágico, si éste despierta la piedad y el terror? Pregunta que nos retrotrae a la problemática de Aristóteles, a la que Freud se esforzó por dar una nueva respuesta. La obra de arte, dice Freud, ofrece, a quien la experimenta, una prima de seducción. “Se llama prima de seducción o placer preliminar a un beneficio de placer semejante que se nos ofrece, a fin de permitir la liberación de un goce superior que emana de fuentes psíquicas mucho, más profundas1*” ’. Hay aquí, pues, una descarga, pero parcial y desexualizada por inhibi­ ción del fin y desplazamiento del placer sexual. Pero hay que explicar el efecto de la tragedia. ¿Cómo prolongar o superar la hipótesis de la catarsis como purgación de las pasiones? La tragedia produce un placer indudable aunque tenga una coloración dudosa: mezcla de terror y dé piedad. Pero no hay tragedia sin héroe trágico, es decir, sin proyección idealizada de un yo que encuentra allí la satisfacción de sus tendencias magalomaníacas. El héroe es el lugar de encuentro entre el poder del aeda, que da vida a la fantasía, y el deseo del espectador, que ve su

1* El poeta y lo fantasía, O.C., B.N., tomo II, pág. 969.

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fantasía encarnada y representada » El espectador es ese pobre héroe a quien no ocurre nada. El héroe es aquél que vive aventuras excepcionales y las marca con sus hazañas, pero que, finalmente, debe pagar muy caro ante los dioses el poder que adquiere por este medio. Semidiós, entra en rivalidad con los dioses y será aplastado por éstos, aseguran­ do así el triunfo del padre. El placer del espectador se ligará pues con un movimiento de identificación con el héroe (piedad, compasión) y con un movimiento masoquista (terror). Todo héroe, y por lo tanto todo espectador, se encuentra pues en la situación del hijo de la estructura edípica: éste debe transformarse en (ser) el padre: valiente, fuerte, pero no hacer todo lo que ha­ ce el padre, cuidando sus prerrogativas (tener), es decir, las del poder paternal: posesión sexual de la madre y poder físico, derecho de vida y de muerte sobre sus hijos. A este respecto el padre, aun muerto, sobre todo muerto, acrecien­ ta todavía más este poder en el más allá. Totem y tabú. La tragedia es, pues, la representación del mito fantasmático del complejo de Edipo que Freud señaló como comple­ jo constitutivo del sujeto. Así, las fronteras entre el indivi­ duo “normal” , el neurótico y el héroe se borran en la estructura subjetiva que es la relación del sujeto con sus progenitores. El encuentro entre el mito y la tragedia no es, evidentemente, fortuito. En primer lugar porque toda histo­ ria, ya sea individual o colectiva, se construye a partir de un mito. En el caso del individuo, ese mito lleva el nombre de fantasía. Después porque el mismo Freud engloba al mito en el campo psicoanalítico. “Parece muy posible aplicar la concepción psicoanalítica obtenida en el estudio de los sueños a los productos de la fantasía de los pueblos, tales como los mitos y las fábulas19 Recusa las interpretacio­ nes tradicionales que se aplicaron a los mitos: tentativa de explicación de los fenómenos naturales u observancia de cultos que se han transformado en ininteligibles. Es muy posible que tuviera la misma actitud ante la interpretación estructuralista. Pues la función esencial de esas producciones 1’ Múltiple interés del psicoaniliás. E) El interés del psicoanálisis para la historia de la civilización, O.C., B.N., tomo II, pág. 885.

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colectivas era, para él, el alivio de los deseos insatisfechos o imposibles de satisfacer. Esta interpretación sigue siendo la nuestra; se apoya en los fundamentos del complejo de Edipo que prohibe el parricidio y el incesto, y condena por lo tanto al sujeto a la búsqueda de otras soluciones para satisfacer esos deseos. La tragedia se sitúa, en escala colec­ tiva, entre las soluciones sustitutivas. La lectura psicoanalítica de la tragedia tendrá pues como objetivo determinar en ella las huellas de la estructura edípica que oculta en su organización formal, mediante el análisis de la actividad simbólica, enmascarada ante el espectador y operando sin que él lo sepa.

Freud y sus sucesores Estos ensayos se inscriben en la línea, trazada por Freud, de la crítica psicoanalítica. Freud es, en efecto, nuestra referencia mayor, una referencia prolongada por lo que.llegó a abrir la reflexión freudiana. Se sabe que después de la muerte de Freud el pensamiento psicoanalítico que, en su obra, formaba un todo orgánicamente ligado, se fragmentó en polaridades múltiples, a veces contradictorias. Así las contribuciones teóricas de Melanie Klein Y de Jacaues Lacan20 ofrecen dos caras antinómicas del psicoanálisis. En la esfera actual del mundo psicoanalítico, a menos de condenarse al espíritu ïïe capilla, hay que elegir, si se nos permite esta imagen euleriana, el círculo que incluya a los demás. Entonces es a veces sorprendente comprooar que este conjunto que engloba otros conjuntos se parece extra­ ñamente al cuerpo de doctrina for ado por la teoría freu­ diana, que ofrece las ventajas de una construcción completa Es indudable que en esa obra nuestra deuda para con la ense­ ñanza de J. Lacan es más importante que cualquier otra, des­ pués de la que contrajimos con Freud. No es éste el lugar de explicar por qué el objetivo de nuestra interpretación aplicada al patrimonio de las obras de arte tiende > relegar a segundo plano los puntos de desacuerdo con la teoría de J. Lacan. Sin embargo esos puntos estarán indirectamente presentes en todo lo que, en nuestro trabajo, apele a otras teorizaciones, sean o no analíticas.

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y equilibrada. El retomo a Freud debe respetar la amplitud de su perspectiva21. Asi no es suficiente, en el examen de la tragedia, el hecho de acentuar de manera abusiva la combinatoria de los significantes (de los representantes del impulso), descuidan­ do la función del afecto. Aquí la lectura entre texto y representación evita los inconvenientes de una formalización desencarnada (la combinatoria) o dç una efusión místi­ ca (poder emocional del espectáculo)2 2 . El análisis del texto mostrará, como por añadidura, la formalización, y la referen­ cia a la representación-espectáculo valorizará su función de descarga casi visceral. Es antigua la oposición entre los que escriben sobre la tragedia y los que la representan o la ven representar. El psicoanalista debe prestar atención al texto en representación o a la representación de un texto. La escritura y la representación Es frecuente escuchar que la obra no se reduce a sus significaciones. La organización del significado por el traba­ jo del significante es, sin duda, su bien inalienable. Lo que

21 Es necesaria una reformulación del pensamiento de Freud debi­ do a las adquisiciones posteriores a Su obra, que se sobreañaden con dificultad a ella pero demandan una reelaboración de la teoría. La salvaguardia de la verdad de la herencia freudiana exige estar atento a lo que se pierde en los dialectos recién nacidos. 22 La función del afecto es especialmente subrayada por Freud en el análisis del Moisés de Miguel Angel. Este análisis es realizado, según las reglas más estrictas de la combinatoria, por el examen de la función del detalle, pero se ve provocado, solicitado, por el poderoso afecto que embarga a Freud ante el Moisés. Después se invierte el sentido de las miradas y Freud se siente entonces mirado por Moisés “ como si yo mismo perteneciera a la gentuza sobre la que se dirige esa mirada” . Del mismo modo, insistirá en el hecho de que la comprensión exigida por el analista no puede ser intelectual, “ ha de ser suscitada también nuevamente en nosotros aquella situación afectiva, aquella constelación psíquica que engendró en el artista la energía impulsora de la creación". E l "Moisés" de Miguel Angel, O.C., B.N., tomo II, pág. 978.

escaparía a la investigación psicoanalítica obliga aquí a reconocer sus límites. Pero el estudio del significado laten­ te, la relación de lo manifiesto con lo latente, es con frecuencia lo más apropiado para iluminar la forma del sig­ nificante en un sitio determinado. En la larga serie de los significantes cuyo encadenamiento constituye la obra, el sig­ nificado inconsciente, desde la ausencia donde se sitúa, se levanta entre dos significantes y obliga a establecer una diferencia entre la forma “natural” del discurso y su forma literaria. No para expresar en ella lo que debe decirse, sino para mostrar, velándolo, lo que debe ocultarse. Nuestra preocupación constante consistió en mostrar la doble articulación de la fantasía teatral: la de la escena, que transcurre sobre las tablas, subrayada ostensiblemente para el espectador, y la de la otra escena, que transcurre —aunque todo se diga en voz alta, sea inteligible y se despliegue en plena luz— sin que el espectador lo sepa, gracias a un modo de concatenación que obedece a una lógica inconsciente. ¿Pero qué ocurre con el trabajo de la escritura? Se objeta­ rá que aquí actúa la especificidad de la obra. ¿Qué ocurre con Esquilo o Shakespeare o Racine, escrito­ res? Encontramos aquí problemas actuales y candentes. ¿Hay que poner en primer plano el significante o el signifi­ cado literario? ¿Por qué, para quién se escribe? La pregun­ ta, planteada de este modo, no puede recibir una respuesta. Significante y significado son relata que remiten necesaria­ mente uno al otro, puesto que el recorte de uno no puede sino afectar al otro en la misma medida. Subsiste, pues, menos el problema de su precedencia que el de su relación. La resistencia ante el significado, que está presente en casi todas partes en el movimiento actual de las ideas, es signo de un rechazo y una desconfianza. Ligado con la “psicolo­ gía” dusante demasiado' tiempo, el significado está como ahogado. Ante todo, porque es evidente que la obra no es el significado que cubre; es el trabajo de formalización sin el cual no hay obra de arte sino una exposición de intencio­ nes. Si la obra de arte no es lo que significa, ¿qué diferen­ cia existe entre su escritura y la del tratado de psicología, del manifiesto político, del prospecto publicitario? Pero 52

ese repliegue hacia la especificidad de lo literario cubre una sospecha respecto del significado. Sobre todo si, como dijimos, ese significado es el del psicoanálisis. Recientemente se ha objetado al psicoanálisis el haberse alejado del “devenir literario de lo literal23” . La originali­ dad del significante literario habría sido ignorada por la crítica psicoanalítica que, en su mayor parte, sigue siendo un “análisis de significados literarios, es decir, no litera­ rios” . Si es cierto que la literatura se quiere la exploración, mediante la práctica, de las posibilidades del lenguaje,'cae tarde o temprano en no-dicho de la obra. En eso que hoy se denomina su “ilegibilidad” como punto nodal de donde extrae toda su fuerza. Nada sería exterior a esta escritura cuyos vínculos con la representación se habrían roto. ¿Pero qué ocurre cuando la escritura es representa­ ción, como en el teatro? ¿No se asiste allí a un fracaso de esta tentativa, siempre presente en las formas literarias no teatrales, que pretende deshacerse de toda referencia a la representación? Es simplista decir que un enunciado litera­ rio sólo puede remitir al conjunto de los otros enunciados. Esta evidencia no tiene sentido sino porque todo texto mide así, renovándola, la distancia que lo separa de su objetivo. Su objetivo no estará nunca depositado en otro texto; sin embargo, lo que surge de esta confrontación no es el vértigo del conjunto de los textos, sino la ausencia que los habita a todos: la de la obra que resume a todos los otros textos y los anula para erigirse en el espacio de lo escrito sin diferencia, único, que cubre el pasado íntegro y vuelve vana toda sucesión. Ese cuerpo de la letra se escapa del texto para volver a él mediante la representación del grafismo 2 . Esto prueba, si es que es necesario, que el

23 J. Derrida, L'Ecriture et la différence, pág 340, en las notas que siguen al trabajo “ Freud ou la scène de récriture” . 14 Y si toda una coniente literaria multiplica los artificios de representación, de puntuación, de paginación, de sobrecarga' de signos no escritos, ¿no es precisamente para desplazar lo no dicho y reemplazarlo por otro? Si se quiere servir al texto hay que preguntarse ante todo a qué se propone servir el texto. ¿A quién habla el texto? ¿Quién habla a través del texto?

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proceso de la literatura no consiste en estigmatizar los lazos entre la escritura y la representación, sino en establecer la relación entre dos sistemas de representación, dado que el sistema de representación de la escritura no puede seguir otro camino que el de la representación de lo no represen­ tado en la representación. Hay mucho que decir de ese trabajo de lo. no representado, y a eso tienden nuestros ensayos. Pero aclaremos que ese trabajo se realiza en ausencia de la representación y no en una liberación de la representación. El hecho de que algu­ nos integralistas de la literatura se apoyen en los textos de Freud no atestigua la claridad de su comprensión. Si se quiere aludir a la huella más que a la oposición signifi­ cante-significado, ¿cómo podría, la huella, romper toda relación con la representación, aun en el diastema, el espaciamiento y la diferencia que requieren su existencia? La confusión entre lo impresentable y lo no representado parece ser fuente de errores de interpretación. No es que no los una ninguna relación. Lo no representado remite al efecto de carencia que brota en lo pleno de una representa­ ción; ésta, en su plenitud, se esfuerza por cenar la salida, porque ella misma es resultado de la contención de esa carencia trazada en ella. El hecho de que esa carencia se encuentre en el origen de la irrepresentabilidad del proceso de la escritura remite, más necesariamente aún, a lo no representable, porque obstruido, de lo no representado. La huella se sitúa entre la amenaza de su anulación —pero al precio del hundimiento de todo el sistema significante—y su mantenimiento, que es designación, aún cuando sea median­ te la remisión a todas las otras huellas, de lo que traiciona, es decir, deforma y devela. Esta traición es heterogénea respecto de ella, está presa en otra trama, en otro tejido. .“En sus consecuencias, la distorsión de un texto se asemeja a un crimen, y la dificultad no consiste en perpetrar ese acto, sino en desembarazarse de las huellas25” . Si la noción de huella tiene un mérito, el de oponerse a la relación de presencia a sí del lenguaje, es porque esa ausencia que la

15 Freud, Moisés y la religión m onoteísta’’, S.E., tom o XXIII, pág. 43; O.C., B.N., tomo III, pág. 188.

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habita es reveladora, es porque, sin confundirse con una sustancialización de la carencia, la brinda en su efecto y permite sostener un discurso sobre esa ausencia y no ratifi­ car la identidad de la ausencia y no existencia26 Sin embargo, a pesar de los múltiples intentos para eliminar del discurso la representación, es forzoso encontrarla en otra parte: en la ideología que establece un cortocicuito en el significado individual. El esfuerzo de modestia que quiere suprimir toda fetichización de la subjetividad creadora para fundar la escritura en la impersonalidad del movimiento revolucionario es un anhelo piadoso y loable. Nos muestra, sobre todo, que la “legibilidad” es más fácil cuando, saltan­ do muchas mediaciones, se disuelve en el cuerpo social. Si el psicoanálisis, al centrar su esfuerzo en el significado, ha salteado la mediación de lo literario, nos corresponde decir, a su vez, que el integralismo literario, constreñido en su propio proceso a vincular su esfuerzo de cuestionamiento con un significado literalmente reprimido, no concibe me­ diación entre la literatura y la ideología. Diga lo que diga, elude la pasión de la escritura, de la lectura y de la fuerza de repetición que engendra al mismo tiempo el proceso y su cuestionamiento. Cae en el mismo voluntaris­ mo de la “lucidez” que condena. Se desinteresa, así, en el sentido en que él mismo es su propio deudor. Por lo tanto no acusaríamos a esa tendencia de descuidar el significado, sino de adoptar con demasiada facilidad la tesis de un significado que huye. Lo no dicho es la ausencia del signifi­ cado y no su carácter inapresable. El efocto de esta ausen­ cia es la condición de la catexis producida por lo que la contracatexis mantiene separado. Por esto es que el inter­ cambio literario es, como todo intercambio, intercambio de deseo, en vista de un goce diferido y retardadado 27. La

** Para una mayor claridad sobre esos puntos, cfr. nuestro trabajo “ L’objet (a) de J. Lacan", Cahiers pour l ’analyse, París, N ° 3. 17 La referencia a la ideología -c u y o carácter de sistema de repre­ sentación es cuestionado en ciertos trabajos- permite aplicar a ella gran parte de lo que el psicoanálisis ha enseñado en otro plano: represión, defensa, denegación, división (del sujeto), des­ ciframiento. Que el psicoanálisis sea utilizado por los teóricos

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originalidad del significado literario sólo podrá residir en­ tonces, en nuestro nivel de exploración, en la literalidad de lo no dicho del significado. Ese no dicho, cuyos efectos se desplazan cuando se realiza la lectura-escritura conjuntas (puesto que toda escritura es una lectura y viceversa) del producto literario, se establecerá mediante el estudio de la relación entre el significado manifiesto y la diferencia entre el significante literario y el significante cotidiano. La fun­ ción de esta diferencia es introducir el efecto de engaño, apto para interesar, cautivar y capturar en su red la trama del significado latente. Pero esta tentativa nunca lleva a hacer coincidir los dos planos y, en cada proceso de lectu­ ra-escritura, el proyecto fracasa y se devela la diferencia en la sustitución, donde se revela alguna otra cosa diferente. El intento siempre reiterado y nunca satisfecho es el que duplica la diferencia entre significante cotidiano y signifi­ cante literario 28 (diferencia que supuestamente apresa lo que se niega a nombrarse en lo manifiesto) mediante el aparejo de la obra: género, factura, fabricación. La repeti­ ción ahonda al mismo tiempo el lecho donde debe cubrirse esta distancia y, haciéndolo más sensible, lo aprehende.

La otra cara del complejo de Edipo Nuestro sistema nos ha conducido, pues, a poner en el primer plano de nuestra lectura psicoanalítica de los trágidel integralismo literario es algo que no hay que poner ni en su activo ni en su pasivo, pero el hecho de que la reflexión sobre su significado se encuentre allí sutilizada ¿no depende esto de la ideología? ** La representación teatral multiplica esta diferencia mediante la acentuación de todos los significantes no literarios: medios físi­ cos del actor, prosodia, fraseo, utilización del cuerpo, que no solamente se exponen sino que se explotan: se ve que se trata, en realidad, casi tanto de una reduplicación de la diferencia como de una amplificación de ésta. Este desequilibrio en las oposiciones entre los significantes de lenguaje (cotidiano y litera­ rio) y los significantes no lingüísticos sirve, por así decirlo, de correa de transmisión para otra reduplicación, la de la oposición entre la enunciación de la obra y su montaje de escenas, actos, etcétera.

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eos, en la relación significante-significado o en el análisis de la huella, al complejo de Edipo, puesto que todo texto, a fin de cuentas, ha surgido de un crimen (el del padre), tendiente a la obtención de un placer, de una posesión sexual (la de la madre). Esta es la conclusión radical, algunos dirán imperialista, a la que llegamos. El complejo de Edipo se conoce, generalmente, bajo la forma del complejo de Edipo positivo del varón: rivalidad con el padre que lleva hasta los impulsos parricidas y el deseo por la madre hasta la realización incestuosa, formas extremas cuya expresión sólo aparece figurada en el incons­ ciente. Pero Freud mostró desde 1923 la existencia en todos de un complejo de Edipo doble, positivo y negativo (inverso del precedente) al mismo tiempo. Cada uno de esos dos términos ocupa un extremo de la cadena de la cual no persisten ya más que las huellas que han sobrevivi­ do a la represión. Tanto la niña como el varón están sometidos a la misma estructura. La consecuencia de esto es que todos, cualquiera sea el sexo al que pertenezcan, por el hecho de la bisexualidad humana, soportan una doble identificación, masculina y femenina, que es el sello del Edipo. Es evidente, por lo tanto, que el complejo de Edipo es, por lo menos, cuádruple en todos: positivo y negativo, masculino y femenino. Mientras que, por lo general, el análisis de las obras de arte se refiere al complejo de Edipo positivo dél varón, es decir’ a la situación de rivalidad con el padre y de amor hacia la madre, nuestros tres ensayos tienen por tema la relación de hostilidad del hijo con su madre, del marido con su mujer, del padre con su hija. Elegimos tres ejemplos: La Orestíada de Esquilo, la única trilogía que nos ha llegado de la Grecia antigua, el Otelo de Shakespeare, surgido de la Inglaterra isabelina, y la Ifígenia en Aulida de Racine, producto del siglo de Luis XIV. Cada uno de estos tres ensayos fue escrito de un modo independiente. Sin embargo forman un todo cuyas partes son interdependientes. Por una parte, el objeto de los tres ensayos fue elegido sobre el fondo trágico de la cultura occidental (tragedia antigua, tragedia isabelina, tragedia clá­

sica). Por otra parte, los temas de las tres obras se relacio­ nan con un aspecto del complejo de Edipo. Las Coéforas de La Oresliada de Esquilo, lo mismo que las dos Electro de Sófocles y de Eurípides nos transforman en testigos de la muerte de la madre en manos de su hijo. El Otelo de Shakespeare nos muestra el crimen de la mujer por parte del marido. La Ifigenia en Aulida de Racine el de la hija por parte del padre. A estas relaciones temáticas se añaden por supuesto, las diferencias inherentes a los tres textos, separados por perío­ dos de tiempo desiguales, que insertan estas formas trágicas en contextos disímiles desde el punto de vista sociológico, histórico, estético. Pero sabemos que estas obras tienen un alcance que supera esas determinaciones particulares y toda­ vía hoy nos conciernen. Nuestro método se ha esforzado por no insertar estas obras en un molde que las constriña. En cada caso nos hemos dejado guiar por el contexto. Así, La Orestiada de Esquilo nos dictó la comparación entre los tres trágicos. En la medida en que ofrece la única oportunidad, considerando lo que nos ha llegado de la tragedia antigua, de comparar el tratamiento de un mismo tema trágico por Esquilo, Sófo­ cles y Eurípides. Esto nos condujo a confrontar los mitos trágicos de Edipo y de Orestes y a estudiar sus relaciones. Al contrario, ante Otelo nos limitamos a un estudio inma­ nente, sin traspasar las fronteras de la tragedia. Nos concen­ tramos en la organización interna de sus partes y examina­ mos el nudo de las fuerzas representadas por sus personajes, estudiando la distribución de los sentimientos de odio y de amor en las relaciones entre Ares y Eros, entre Eros y el impulso de muerte. Finalmente, Ifigenia en Aulida nos propuso un estudio doble. Mientras que La Orestiada nos llevó a una confron­ tación que, aproximativamente, puede llamarse sincrónica, Ifigenia sirvió para una comparación diacrónica entre trage­ dia antigua y tragedia clásica, entre Eurípides y Racine. Pues Eurípides escribió en el mismo año sus-dos últimas obras, que ponen fin al período de la tragedia antigua: Ifigenia en Aulida y Las Bacantes. Al crimen de la hija por su padre, en nombre del sacrificio humano, responde el del 58

hijo por su madre, Penteo, matado por Agave durante una orgía dionisíaca. La tragedia se cierra sobre el mito de sus orígenes. El matricidio del cual partimos nos lleva, final­ mente, al infanticidio materno. Así se cierra el círculo.

El ojo suplementario Creemos que este prólogo, mucho más largo de lo que hubiera debido serlo, era necesario. No ha podido eludir una exposición de la concepción psicoanalítica de la obra de arte, de las bases de la crítica psicoanalítica que funda­ menta la lectura de los trágicos. No ha podido evitar la discusión de ciertas tendencias de los teóricos de la literatu­ ra, celosos defensores de la especificidad de lo literario pero que niegan la función del deseo en la producción y el consumo de la literatura. Y, sin embargo, convencer no es tarea del psicoanalista, que sería víctima de las ilusiones de la conciencia si pretendiera olvidar el papel de los obstácu­ los que se oponen a la admisión del inconsciente en lo conciente. Esto tiene poca importancia. Lo que no se perdona al rey Edipo, el neurótico, al artista y al psicoana­ lista, lo que ellos no se perdonan mutuamente, es tener un ojo suplementario.

C ap ítu lo I O restes y E dipo del o rácu lo a la ley*

Para el fruto de Olivier “Si no fuera para Dionisos que conducen el corte­ jo y cantan el himno fálico, cometerían el mayor sacrilegio. El que rige los Infiernos y Dionisos son un mismo dios, que los castiga con el delirio y para quien celebran la fiesta de la vendimia.” HERACLITO

* Trabajo presentado en el Coloquio de Cerisy sobre “ El arte y el psicoanálisis’’ (1962). La versión publicada en las actas del Colo­ quio (Mouton, La Haya, 1968) fue corregida en diversos lugares, sobre todo en la parte final. Nota de la T.: las citas y referencias en castellano están tomadas de Esquilo-Sófocles, Buenos Aires, El Ateneo, 1950, y de Eurípides, Buenos Aires, El Ateneo 1946.

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La hermenéutica psicoanalítica y la tragedia

¿Quién debe escribir sobre la tragedia? Entre el helenista o el filólogo cuidadoso de la literalidad del texto, desconfiado de toda interpretación que pretenda restablecer, a costa de la exactitud, un sentido pleno todavía hoy velado, y el especialista en los trágicos, preocupado por com­ partir, en su interpretación, la emoción trágica me­ diante una comunicación no trabada por los vericuetos de una crítica esterilizante, ¿hay lugar para un co­ mentario psicoanalítico en nombre de un .encuentro con los precedentes, en el campo común de la her­ menéutica? De una hermenéutica que no olvidaría nin­ guno de esos polos en beneficio exclusivo del otro. La verdad del psicoanalista se esforzaría entonces por en­ contrar en su seno esa letra y esa came de la tra­ gedia unificadas. ¿No es esto, acaso, en el fondo, lo que estuvo en el horizonte del método de Freud? Es­ cribía a W. Fliess, testigo de su autoanálisis, el 15 de octubre de 1897: “ También en mí comprobé el amor por la madre y los celos contra el padre, al punto que los considero ahora como un fenómeno general de la temprana infancia. . . Si es así, se comprende per­ fectamente el apasionante hechizo del Edipo re y .. . Cada uno de los espectadores fue una vez, en germen y en su fantasía, un Edipo semejante, y ante la rea­ lización onírica trasladada aquí a la realidad, todos retrocedemos horrorizados, dominados por el pleno

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impacto de toda la represión que separa nuestro es­ tado infantil de nuestro estado actual1 Si el psicoanálisis tiene una inmensa deuda con la tragedia es en virtud de ese don que recibió de ella, y puede sentir que tiene sus razones para tratar de develar, para quienes se sienten tocados por los efectos del sentimiento trágico, los caminos y medios por los cuales éste actúa. Esta investiga­ ción podría, entonces, no orientarse hacia el análisis del espectador, sino hacia el de las articulaciones semánticas de la tragedia. Como se verá la perspectiva en la que nos colocamos no es ni la del estudio de un “género” literario —aún cuando nos comprometemos a volver, cuando avance más nuestro exa­ men, sobre las consecuencias de este pasaje del relato épico a la representación trágica-, ni la de las relaciones entre un autor y su obra, tentación ante la cual ni siquiera hemos tenido el mérito de poder resistir, constreñidos al silencio por la pobreza de nuestra información. Por otra parte, por tecundos que puedan ser los trabajos sobre la función de la tragedia en el interior del contexto social del cual surgió, el estudio de sus relaciones con el nacimiento de la democra­ cia, de sus relaciones con las secuelas de la religión órfica o los misterios de Eleusis, tampoco nos situamos en este plano. Por reveladores que sean esos enfoques que se es­ fuerzan por restituir a la realidad colectiva los movimientos de una sociedad que toma conciencia de sí misma a través de sus realizaciones y que crea sus instituciones para acce­ der a esa toma de conciencia, dejan de lado la significación profunda de esos movimientos y la especificidad del fenó­ meno trágico en su relación con el sujeto. ¿Acaso el problema no consiste en saber cómo procedió la tragedia para convertir un mito en espectáculo? El psicoanálisis se sintió atraído por la cultura griega aún más que por cualquier otra y esto se comprende fácilmen­ te: en ningún momento como en ese período de la historia - q u e se sitúa como en un ángulo en la distancia judeo-

1 Cartas a W. Fliess en “Los orígenes del psicoanálisis', Obras Completas, B.N.. tom o III pág. 630.

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cristiana y quizás ilumina retrospectivamente a é s ta -, los hombres manifestaron con más claridad, a través de las proyecciones divinas, las apuestas concretas del deseo: des­ garramientos por la posesión de una mujer, traición a los juramentos de amor, decepciones y heridas de la amis­ tad perdida, encarnizamiento en la lucha destructora con­ tra el adversario sin embargo estimado, contradicción entre la solidaridad de las alianzas en el sacrificio común y la envidia en el momento de la distribución de las glorias conquistadas, búsqueda del poder y voluntad de su recono­ cimiento por el porte de sus insignias, cuestionamiento de los fundamentos del derecho divino y humano, lucidez valiente ante la muerte, oposición de los deberes del cora­ zón y de los de la ley, el aguijón de la desmesura y hasta esa búsqueda constantemente rechazada de la verdad o de la luz que se sustrae o hiere. . . En esta abundancia de mitos la tragedia opera una decantación, los deja depositar y los fija. Pero abordando tan directamente el problema en general no es como podemos brindarle una respuesta a la medida de nuestros medios. La utilización de esos medios es lo que nos mostrará que el descubrimiento al cual nos conducen es revelador de esta verdad, porque esta verdad se sirve, también ella, de esos medios para decirse y velarse al mismo tiempo, ante nosotros. En esta abundancia temática la tragedia nos fuerza a elegir y a reconocer en las constelaciones trágicas las que tienen un valor formador. Para el psicoanalista los ciclos de Argos y de Tebas son los modelos de los que se debe partir. Es indudable que aparentemente no hay nada en los trágicos que autorice esta selección. La obra de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides, por creadora que fuera, no escapó sin embar­ go al desconocimiento que marca a todo sujeto respecto del significante que enuncia. Cumplimos pues con el deber de justificar esa elección para no incurrir en el reproche de arbitrarios. Esto no quiere decir que las otras situaciones sean menos interesantes o sólo valgan como pálidos reflejos de esos temas primordia­ les, sino solamente que la Edipiada y la Orestíada constitu­ yen modelos esenciales, fundamentales, donde se erige la problemática de toda la tragedia y quizá de toda la empresa

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humana. Las demás situaciones trágicas son, con seguridad, igualmente conmovedoras y eficaces, y esa emoción y esa eficacia se vinculan con el modo en que se tratan -c o n la mayor coherencia— los problemas que evocan. Pero, a fin de cuentas, el análisis revelaría que, a través de la especifici­ dad de sus casos, se unen con el tronco común de esas situaciones trágicas madres2 . ¿Acaso Aristóteles, en su Poé­ tica, no considera la familia como el medio trágico por excelencia? ¿Acaso las relaciones de parentesco no son aquéllas donde la movilización emocional del espectador produce los efectos más grandes por la violencia del con­ traste entre el amor y el odio? Es lógico pues, en este caso, considerar que entre todas las situaciones trágicas las de la Orestiada y la Edipíada tienen un valor paradigmático privilegiado, puesto que su tem a central gira alrededor de las relaciones entre los progenitores o de las relaciones entre los progenitores y los hijos. El psicoanálisis, sin duda, se encuentra aquí en su salsa. Preguntarse si' son esas relaciones de parentesco las que constituyen lo trágico y si lo trágico es lo que ilumina esas relaciones de parentesco quizá no tenga sentido, formulado de este modo. Digamos más bien que ellas nos revelan algo esencial sobre la subjetividad, que es inseparable de lo trágico, por la manifestación de la relación del sujeto con sus progenitores, o bien que el estudio de esas relaciones, para develar su función constituyente de la subjetividad, no se concibe plenamente sino en el marco de lo trágico. Esto es lo que nuestra interpretación se esforzará por sostener.

1 C u a n d o el e n fo q u e sociológico se p resen ta com o una explicación de los fu n d a m e n to s d e las fo rm as creadoras no puede dejar de p oner de m anifiesto sus lím ites. A sí, el h e c h o de descubrir los orígenes del p e n sa m ie n to griego (J.P. V e rn a n t) a través de la evolución de los regím enes por los q u e pasó, lo cual explicaría el n a cim ie n to de la filosofía en cualquiera de sus etap as, invita, a ún y sobre to d o e n el caso d e las fo rm as más prim itivas y más fu n d a m e n tales de las e stru c tu ra s sociales, a interrogarse sobre la n o ción de p o der, sus e x presiones m ateriales y m orales, su sim bo­ lismo. ¿Se puede escapar, e n to n c e s, a través de las diversas form as en las q u e en carn a, trib u s, clanes o d e m o c rac ia, al c u e s tio n a m ie n to d e la e stru c tu ra fam iliar y d e la fu n ció n del padre?

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Las temáticas de la "Edipiada” y de la “Orestiada” “ Aquel que tenía el poder de resolver el enigma de la esfinge, así como aquél cuya confianza era infantil están condenados a su pérdida por lo que el dios les manifiesta." HEGEL

Fenomenología del Espíritu, II, 250 Por el hecho de que ambas tratan los problemas del paren­ tesco, la Edipiada y la Orestiada no tendrían ninguna razón, a priori, de mantener entre sí relaciones coherentes de oposición, fuera del antagonismo general de su tejido temático. Edipo es parricida e incestuoso, Orestes matricida y aliado a la causa de su padre. La madre no participa en el incesto pero es la autora del parricidio en la Orestiada. Finalmente, las dos situaciones se limitan al estudio de las relaciones triangulares, de la relación del sujeto con sus progenitores. Pero no constituye la menor sorpresa el hecho qle que el estudio de esta comparación lleve a descubrir en ella una oposición cuyo alcance es tal que aparece como una verda­ dera complementariedad. De hecho- todo parede oponer a Edipo y Orestes, más allá de sí mismos, en las diferencias entre el destino de los Labdácidas y el de los Atridas. La raza de Atreo no atrae solamente la desgracia por el juego de la fatalidad, sino que la suscita y la provoca. En Argos sólo se sueña con vengan­ za, expiación, crimen y sacrilegio. Agamenón es el rey destructor absoluto de Troya, que se jacta vanidosamente de la aniquilación de la ciudad conquistada y de la destruc­ ción de sus dioses. Clitemnestra está saturada de odio hasta en sus sueños, así como Electra lo está de inextinguible venganza y Orestes sólo puede cumplir con su deber derra­ mando la sangre por la sangre misma, si él mismo no quiere sufrir el ataque de los males más horrorosos dejando impu­ ne el crimen de su padre. Una vez cometido el crimen de su marido, no asoma ningún arrepentimiento en los labios de Clitemnestra: “ Este es Agamenón, mi esposo; mi mano ha hecho de él un cadáver y la obra es de buena obrera.”

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Orestes no tiene más que un momento de duda antes de hundir el hierro en el pecho materno. Y cuando la futura víctima sabe que ya no puede persuadir para lograr su salvación, amenaza a su propio hijo con una venganza despiadada. La crueldad de los sentimientos no siempre es propia de caracteres especialmente malvados. Es el lenguaje de los tratos sin medias tintas, de una demanda sin conce­ siones, exigente y nunca saciada. En el extremo opuesto Edipo y sus antepasados alejan de ellos a! mal. Los padres, desprendiéndose del hijo maldito, esperan quitar al oráculo toda posibilidad de realización. Edipo mismo deja Corinto, su patria adoptiva, porque los dioses le informaron de la amenaza que pende y que, según él cree, pesa sobre sus supuestos padres, Polibio y Mérope; toma la dirección opuesta de aquélla donde, piensa, lo espera la desgracia pero allí encuentra el Destino. Cuando se precisa la presunción del crimen va hacia la verdad y prosigue su investigación aunque ésta parece hacerse en contra suya, sin desesperar de encontrar allí la liberación de los sufrimientos de la Ciudad cuyo rey es. Edipo lucha contra las trampas, los dobles sentidos, los falsos testimo­ nios, la atribución a otro de la falta cometida por él, sin saberlo, y no se deja convencer por los consejos tranquili­ zadores de Yocasta. La Edipíada es un mito centrífugo. Del mismo modo que debe huirse de la desgracia por el alejamiento del lugar donde puede realizarse, así, una vez llegada la desgracia, se busca la verdad que debe traer la liberación en otra parte, fuera de su territorio: en Delfos, residencia de Apolo, en Corinto, lugar de la juventud de Edipo y de las primeras sospechas sobre su filiación, en Citerea, presunto sitio de su muerte. Después de este camino excéntrico, que ayudan a recorrer esos guías de Edipo que son Creonte, el mensajero de Corinto, el pastor que lo recogió de las manos de sus padres, la verdad se revela en su nudo mismo: el de esa doble falta, producto de un nacimiento que nunca debería haber ocurrido. La Orestiada es un mito centrípeto: todo se realiza en el centro. Agamenón, Orestes, arriban a su ciudad de vuelta de la guerra o del exilio. El primero será asesinado en su 68

palacio, el segundo proclamará la venganza en la tumba del muerto y cumplirá su promesa cometiendo el matricidio en el lugar mismo del regicidio. Aquí no hay ningún interme­ diario entre los protagonistas y ningún ocultamiento de la verdad. Sólo se requiere astucia para la realización de los crímenes ya decididos. Estas dos imágenes evocan dos tipos de movimientos del inconsciente. El primero en el cual lo reprimido sufre incesantes desplazamientos que alejan cada vez más la ex­ presión de su contenido mediante deformaciones y disfra­ ces; el segundo en el cual, al contrario, el inconsciente se ofrece con una transparencia insólita, portando una sobrecar­ ga significante, y donde lo que comúnmente aparece velado o minimizado se expresa con una crudeza que hace pensar en alguna falla en la simbolización. Estas diferencias se aplican a la situación de los dos héroes. Orestes actúa con plena conciencia bajo la presión del deseo de Apolo, cuyo ejecutor se pretende, y lleva a cabo su crimen con toda lucidez, mientras que Edipo es juguete del inconciente e ignora el alcance de sus actos, tanto cuando comete el parricidio en el cruce de los caminos de Tebas y de Daulia como el incesto en el lecho real. Al fin de su circuito la acción trágica reserva suertes muy diferen­ tes a cada uno de los héroes, cuando la misión de uno y la investigación del otro llegan a su término. Mientras que Orestes se quiere imponer la visión de las imágenes de terror (alucinado y perseguido por las “perras” de su ma­ dre, las Erinnias), Edipo se arranca los ojos, infligiéndose la ceguera. El desenlace, finalmente, se realiza por caminos opuestos. Orestes es absuelto por el tribunal de Atenas, después que Atenea se declara muy poco segura de su juicio divino y solicita la opinión de los sabios de la Ciudad para resolver el conflicto entre el hijo y su madre. Esta absolución equivale, como se lo demostró, a un renacimien­ to. Edipo, por su parte, después de haber expiado su culpa más allá de toda deuda, encuentra la paz en una muerte donde los Dioses lo llaman, en el bosque sagrado de esas mismas Erinnias convencidas por Atenea, después del proce­ so que perdieron contra Orestes, de que debían convertirse

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en diosas benefactoras y protectoras de la Ciudad, las Euménides. Nada condensa mejor y resume de un modo más completo esas diferentes problemáticas que la confrontación de los dos personajes clave, mediadores entre los hombres y los Dioses, habituados al comercio con estos últimos y aptos para transmitir su voluntad: Casandra y Tiresias. Casandra, cautiva del jefe de los Atridas, lleva el peso de sus amores con Apôlo, a quien osó decepcionar. Recibió el don de la videncia y la profecía pero es castigada por ese mismo don, puesto que la comunicación de lo que adivina debe carecer de efectos lo cual la transforma en una mujer estéril. Lo que Apolo castiga en Casandra es el deseo que dejará de inspirar en tanto deseo de saber. Ninguna profecía es admi­ sible para quien no espera de la creencia en el poder del Otro los efectos de bienaventuranza. Sólo queda a la profe­ tiza que ha traicionado una promesa de amor aceptar el sacrificio de manos de otra mujer, Clitemnestra, quien tam ­ bién transgredió el juram ento que la ligaba a su esposo, pero que llevó hasta el crimen su repudio al hombre. Tiresias, cuya ceguera prefigura la que se inflingirá más tarde Edipo, es un mago honrado por la Ciudad, que vive a la sombra del poder y sus consejos circunspectos. Sólo dispensa con mesura y reserva las verdades que percibe. Sabe y se calla. Escruta “tanto lo que se enseña como lo que permanece interdicto para los labios humanos” pero es para comprender mejor que “el saber no sirve para nada a quien lo posee” . Y cuando hable será para constituirse en blanco de las acusaciones de Edipo; la palabra que enuncie, esbozará la imagen de ese Edipo en la cual éste no quiere ver más que un extranjero, donde se niega a reconocerse. El adivino le dirá: “ ¡Tú criticas el instinto nue me guía, mientras que no sabes ver a aquél que está en el fondo de ti, y luego es a m í a quien censuras! ” . Tanto para Orestes como para Edipo el adivino pertenece a la generación del pasado. Casandra es la compañera del padre y anunciará, en el momento de su muerte, el retorno futuro del vengador Orestes. Tiresias, cuestionado por Edipo, denunciará el poder del tirano apelando al reconoci­ miento de sus méritos por parte de sus padres. El mensaje

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de la verdad que emite su boca emerge a la luz después de un itinerario muy diferente. Casandra habla sin que se lo pidan para afirmar la autenticidad de su poder: “ ¿He dado con la flecha en el blanco? ¿o he errado? ” De un poder que se manifiesta desgarrando e) velo de la conciencia en un trance profético3 , del cual puede decirse que sólo desnu­ da el porvenir para precipitarse ineluctablemente a la muer­ te. Tiresias es llamado, honrado, solicitado, requerido para des­ cubrir el misterio del pasado para bien de todos. Se niega y se sustrae, habla con alusiones, sufre las amenazas y los ataques y sólo descubre la verdad amparándose en el bene­ ficio que le acuerda la inmunidad de la protección del Dios. Doble rostro de la profecía, doble imagen del inconsciente: la primera en sus rupturas, sus estallidos, su surgimiento espontáneo, su develamiento total y su anulación, sanción por la traición al juramento al Dios, la segunda con su retracción de donde se la debe hacer salir, sus misterios y sus silencios, sus trampas, su situación en la huella del Dios. Este doble rostro se cierra sobre sí mismo y no podría decirse lo que oculta detrás de esas máscaras. Sólo se nos revela a través de ellas. Pero se diría que una cohesión más profunda une cada una de estas expresiones con los mensa­ jes que enuncian. Como si la cifra del secreto únicamente pudiera ser abolida o recusada. Abolida por su develamien­ to abrupto, para que el sujeto que ve u oye lo que se profiere en esos mensajes se borre ante la recepción del discurso; quienes escuchan a Casandra actúan como si no tuvieran ojos ni oídos. Recusada por sus mismas incertidumbres, sus oscuridades, sus incoherencias. Todas las razo­ nes de Edipo son más válidas para la lógica que la absurda

3 Es asombroso notar que Casandra, durante el coro que precede a la escena hablada en la cual dialoga en forma cantada con el corifeo, clama desde ese m om ento el contenido de su profecía. Cuando term ina el episodio lírico la escena arranca desde çeto. como si nada se hubiera dicho y como si, para el tenor de su profecía sea si no recibida por lo menos com prendida, fuera necesario rehacer el camino con las alusiones, tanteos y dédalos de la expresión verídica.

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profecía de Tiresias. ¿Cómo puede tener razón el ciego ante el vidente? Salvo en una pregunta, que no deja de plantear el adivino: “ ¿Quién habla? ” y que él formula de este modo: “ ¿Sabes solamente de quién has nacido? ” Como si la previsión profética que surge más acá de todo deseo, de toda demanda, por pertinente que sea, sólo puede estar destinada a la anulación del contenido del mensaje, del emisor o del receptor. Mientras que quien interroga busca, espera la respuesta a una pregunta planteada pero no puede, una vez que la ha recibido, sino rechazarla cuando se revela contraria a su deseo. Este dilema doble nos recuer­ da el carácter incognoscible del inconsciente y su necesaria aprehensión en los modos mediante los cuales expresa el secreto de su discurso. No se puede dejar de dudar que sea una simple coinciden­ cia el hecho de que en la Orestiada la verdad hable por boca de una mujer y en la Edipíada por boca de un hombre. ¿Cómo no observar la función que tienen, respec­ tivamente, los dos sexos en ambos ciclos? La Edipíada es un ciclo trágico donde los hombres desem­ peñan el papel más importante. Fuera del episodio de la esfinge y el incesto -q u e , como se lo ha hecho notar, es presentado como una consecuencia del parricidio—, lo que predomina son las relaciones entre los hombres. La falta primitiva incumbe a Layo, que recibe un oráculo de Apo­ lo. La salvación de Edipo corresponde al pastor. La pregun­ ta sobre sus orígenes a quien se supone hijo de Polibio proviene de un hombre ebrio. El parricidio se realiza duran­ te una riña. En la investigación sólo se requieren testimo­ nios masculinos y, durante su curso, se reproduce un nuevo conflicto que opone a Edipo y Creonte. Edipo debe su vida a la protección de un héroe como él, Teseo, que lo acoge y lo defiende contra sus propios hijos. El último episodio de la vida de Edipo lo enfrentará con ellos; el padre maldecirá a su descendencia masculina. Esta se extinguirá por la lucha fraticida4

Sólo consideramos aquj la versión definitiva del m ito, tal como ha sido fijada por los trágicos y más especialmente por Sófocles. Es necesario, por supuesto, tener en cuenta las versiones anterio-

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En la Orestíada todo procede de las mujeres. La infidelidad de Helena es, en su origen, la causa de una venganza con consecuencias desastrosas; por esto se confiere a la seduc­ ción femenina un poder terrible. Una diosa, Artemisa, que reprocha a los Aqueos el querer exterminar una ciudad que ella compara con una liebre gruesa cazada por águilas se­ dientas de sangre, es quien bloquea la flota en Aulida y reclama una virgen como precio de la expedición. El rencor dejado por el recuerdo de esa hija sacrificada por la ambi­ ción paterna y los celos despertados por la concubina al servicio de su placer real son los que excitará^ el odio de una madre y de una esposa. Clitemnestra es, sin duda, la figura central de la trilogía, la única presente en sus tres tiempos. En el crimen que le quitará la vida, si Orestes es el ejecutor, es Electra quien arma su brazo, pues la aversión de la hija por su madre supera a la del hijo. Las divinidades que lo perseguirán serán divinidades femeninas, únicamente veneradas por las mujeres. Finalmente corresponde a una mujer, la preferida de las hijas de Zeus, poner fin al debate y absolver al culpable en el momento del juicio. La Edipíada es un ascenso progresivo hacia la luz; la Orestiada está bañada por el poder de las tinieblas, como lo demostró Clémence Ramnoux: “La Noche vive asimismo en la imaginación humana entre una fantasía arcaica de Madre prestigiosa, real y mágica, y una idea de teólogo tan sofisti­ cada como el secreto de lo inefable. . . Los discursos sagra­ dos discuten sobre su estatuto: en su origen, ¿es lo prima­

res y las variantes, como lo hace Marie Delcourt en su obra

Oedipe ou le légende du conquérant, 1944. Volveremos a ella más adelante. Adm itam os sin embargo, en la medida en que la tragedia es el objeto de nuestro estudio y en que ella, más que el m ito, es la que ha alim entado com entarios y reflexiones, que ésta reúne con una coherencia notable la verdad de la prolifera­ ción m ítica, que fija de este m odo. El trabajo sobre el m ito que opera la tragedia añade una deformación suplementaria al pensa­ miento m ítico, pero m ediante la tragedia es como se percibe mejor la verdad de la que el m ito es portador. Sin duda porque la reorganización incesante de los mitos por la colectividad anónim a es aquí determ inada por el inconsciente individual del poeta trágico.

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rio o lo segundo? ¿Es la Madre universal de esos hombres o la Madre de una generación aparte? En un registro erudito mucho más tardío y mucho más refinado, termina­ rá por designar la cosa inapresable, la que las formas ya no manifiestan y los nombres no podrían decir” s . Esta abundancia de argumentos permite pensar que la con­ frontación es fructífera, que estos dos mitos trágicos no pueden concebirse uno al lado del otro sino frente a frente, en una relación especular. Un análisis más riguroso deberá trascender entonces este marco de generalidades, cuyo esta­ blecimiento sólo habrá sido necesario para convencemos de los fundamentos de nuestra exploración e invitamos a pro­ seguiría. Con el fin de examinar el problema de la dualidad o de la unicidad de estos dos mitos trágicos - d e su identi­ dad y de su diferencia— abandonaremos ahora, provisoria­ mente, la comparación entre los dos ciclos para profundizar la estructura de aquél que fue el menos tratado por los psicoanalistas. Allí estaremos quizá más en condiciones de echar una mirada menos cargada de prejuicios. Es posible que lo que choca en la obra vibre con un acento más familiar a nuestros oídos psicoanalíticos.

Función del sueño en la “Orestiada"

El Dios de la palabra, Zeus, lo ha llevado consigo.

Euménides

I La Orestiada está escandida por tres momentos esenciales: el crimen de Agamenón, la venganza de Orestes mediante el 5 La Nuit et les enfants de la nuit, Paris, Flamm arion, pág. 23. Ver sobre todo el capítulo consagrado a la Orestiada, págs. 109-154.

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matricidio, y el veredicto del tribunal de Atenas. Pero si la

Orestíada como trilogía completa fue escrita solamente por Esquilo, su momento central fue tratado por los tres trági­ cos. Las Coéforas de Esquilo, y las Electro de Sófocles y Eurípides6 forman pues una nueva trilogía sincrónica, con­ junto privilegiado para la comparación del pensamiento de los tres autores y para el análisis del tratamiento de un tema trágico. Caso tanto más notable cuando que es único: no nos han llegado otros ejemplos donde esté presente esta situación. Nuestro proyecto no consiste en retomar el análi­ sis comparativo de las tres obras, objeto de diversos estu­ dios de helenistas, saliendo del campo de nuestra competen­ cia. Pero la oportunidad de un estudio estructura! sobre un tema que no deja indiferente al psicoanalista, el del matrici­ dio, captura nuestra reflexión, tanto más cuanto que allí se introduce de una manera que nos concierne especialmente. El signo que advierte a los protagonistas y espectadores que los hilos del momento central se anudan es el relato del sueño que ha obsesionado el reposo de Clitemnestra. Posee­ mos dos versiones de ese sueño, una de Esquilo y la otra de Sófocles. Hecho significativo: Eurípides, al reorganizar el desarrollo de la acción, lo deja en silencio. Esta ausencia, lejos de constituir un simple término que falta, es en sí un elemento de comparación que adquirirá valor cuando se analicen las relaciones entre el sueño imaginado por Esquilo y por Sófocles. Examinemos el sueño en Esquilo. Se enuncia mediante una serie de preguntas y respuestas entre Orestes y el Corifeo, delegado de las portadoras de ofrendas, las esclavas del palacio donde reina Clitemnestra. “ ORESTES. -¿ C o n o c e s tú ese sueño, de m odo que puedas explicármelo? EL CORIFEO. -S egú n dijo ella, parecióle que había parido un dragón.

‘ No consideramos aquí la distancia cronológica e n tte las tres tragedias -p ro b lem a al que volveremos en el texto unidas por su pertenencia a la tragedia antigua, opuesta a la tragedia isabeli­ na o a la clásica.

ORESTES. - ¿ Y qué fin y rem ate tuvo la apariencia? EL CORIFEO. -T e n ía le envuelto en pañales como a un niño, cuando he aquí que el m onstruo recién nacido sintió hambre, y entonces, soñando, ella misma lo puso al pecho. ORESTES. - ¡Cómo! ¿Y no le hirió el pecho el horrendo m onstruo? EL CORIFEO. -C o m o que ju n to con la leche sacó sangre. ORESTES. - N o en vano le envió su esposo ese sueño. EL CORIFEO. -D e sp ie rta ella entonces toda despavorida y pidiendo socorro. A las voces de la reina, mil antorchas, apagadas en la hora del descanso, vuelven a encenderse y disipan la oscuridad. Luego al punto envía estos fúnebres obsequios, espe­ ranzada en que han de ser remedio certísim o de sus males. ORESTES. - ¡Oh, tierra natal! ¡Ofi, tum ba de mi padre, haced que sea yo el cumplidor de ese sueño! A lo que se me alcanza, él viene bien con mi destino. Si la serpiente salió del mismo seno de donde salí; si fue envuelta en mis propios pañales, y se agarró voraz a los pechos que me criaron, y sacó de ellos leche y sangre, razón tuvo la que tal soñó para lanzar grito de angustia tem erosa. Quien am am antó a un horrendo m onstruo, de mala m uerte debe morir. Yo seré la serpiente; yo la m ataré como el sueño anuncia.”

Veamos ahora el pasaje correspondiente en Sófocles: Crisótemis, la hermana de Electra, es la que habla del sueño de su madre: “Corre el rum or de que ella ha tenido una segunda conversación con nuestro padre, que se le ha aparecido, el cual, luego, clavó en el hogar el cetro que antes llevaba él y ahora Egjsto; que del cetro brotó robusto ramo que con sus hojas ha cubierto de sombra el suelo de Micenas. Esto he o íd o contar a uno que se hallaba presente cuando ella exponía su sueño al Sol.”

Ante el mero enunciado de estas dos versiones las diferen­ cias son tajantes. En Esquilo todo se desarrolla, en el sueño, entre la madre y el símbolo que representa al hijo: la serpiente, en una relación apasionante donde ya se puede observar: a) el espacio circular y cerrado de esta relación: el niño sale del vientre para tomar el pecho y destruir el pecho y el vientre;

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b) la limitación de la esfera representada en el cuerpo materno: vient re-pee ho; c) la ausencia de toda alusión al padre; d) la ausencia de toda alusión al reino, a la Ciudad; e) el cierre del sueflo por la herida mortal en la unión; f) el aspecto directo y crudo de los acontecimientos repre­ sentados simbólicamente. S ófocles, que relata el m ism o acontecim ien to, lo expresa de un m odo totalm ente diferente: los dos co n ten id os m anifies­ tos se op on en punto por punto:

a) el espacio aéreo de la relación: lugar abierto de la escena; b) el desasimiento de todo vínculo corporal; c) la presencia del padre y la alusión a su rival (Egisto); d) la manifestación del padre por las insignias de la realeza; e) el cierre del sueño con la evocación de un nacimiento y el crecimiento de un poder que interesa a la Ciudad; f) el carácter indirecto y velado de los acontecimientos representados simbólicamente. Finalmente puede observarse que el sueño en Esquilo se construye, paso a paso, en el vaivén de las preguntas y respuestas, y que su significación, descifrada por los dos antagonistas, es percibida de un modo inmediato, mientras que en Sófocles el sueño interpone un relato intermedio y testigos, eslabones sucesivos a cuyo término toma forma de texto. Esta confrontación nos indica, si es necesario, que las oposiciones no solamente son atribuibles a las diferencias de temperamento trágico entre los dos autores. Son signo de un cambio de valor en el sentido, fundado por los significantes oníricos de las dos acciones trágicas.

U

No dejará de llamar la atención una observación, si se comparan los mitos trágicos de Edipo y de Orestes. En el

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primero el sueño no desempeña ninguna función7 . La den­ sidad de la acción se centra en una investigación que vale por la prueba del testimonio y del conjunto de informa­ ción. El crimen antiguo que hoy paga Tebas con la epide­ mia de peste está relegado a los confines de una verdad reprimida, tan lejana como las que se entrevén en los sueños. Pero por la revelación y el restablecimiento de un sentido pasado'y perdido que se reconstituye en la tenden­ cia retrospectiva de la investigación se sostiene nuestro interés y nuestra compasión por el héroe. En la Orestiada, al contrario, la realidad del sueño está presente constantemente, por lo menos en Esquilo. Ante todo porque el texto se refiere frecuentemente a él8. Se puede alegar que nada es más natural, puesto que Esquilo era un autor más “onírico” que Sófocles o Eurípides9 .

7 Aparte del juicio desculpabilizante de Yocasta: “ . . . Muchos m ortales compartieron, en sus sueños, el lecho m aterno. Quien atribuye m enos importancia a tales cosas es tam bién quién soporta más fácilmente la vida” , el sueño es objeto, aquí, de una doble negación: primero no significa nada y después, cuan­ do el desarrollo m uestre la realización del inceso, será atribuido no a un deseo inconsciente que ha encontrado su camino a pesar de las precauciones del sujeto, sino a un error. Nótese la ambigüedad del verso que precede al juicio: “ No tem as el himen de una m adre” , que puede querer decir tanto que Edipo está protegido del castigo por su inocencia com o m antener su pre­ sunción a la impunidad. * Cfr., en este orden, el m onólogo del vigía, el primer diálogo de Clitem nestra con el corifeo, donde éste imputa la noticia de la tom a de Troya a algún sueño de la reina, la escena del retorno de Agamenón, donde Clitem nestra cuenta los sueños que obse­ dieron sus noches en ausencia de su esposo, describiendo larga­ m ente los males que creía lo habían atacado, y finalm ente el sueño que constituye el objeto de nuestro estudio. A esta enumeración pueden añadirse dos “equivalentes” : los transes inspirados de Casandra, m uy diferentes de las previsiones nítidas y precisas de Tiresias, y el comienzo de las Euménides, donde la aparición del espectro de Clitem nestra espoleando a las Erinnias representa; de manera bastante evidente, la proyección en la escena del m undo fantasm ático de Orestes. ’ Cfr. el célebre suelo de Atosa en Los Persas, que Binswanger com entó en Sueño y existencia. Notem os asimismo la presencia en el tea tro de Esquilo de apariciones (Darío, Clitemnestra),

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Pero si el mundo del sueño encuentia su inserción más perfecta en Esquijo, si es el mejor alimentado por el nativo de Eleusis, el más místico de los trágicos, esto se debe también a que encontró con el mito de Orestes un acuerdo igual al que presidió el encuentro de Sófocles con Edipo. Familiar con los poderes de la sombra, el lenguaje de Esquilo encuentra en su fibra la trama en la que se teje el matricidio. La realización del deseo ante nuestros ojos, a través de la comunicación de un estilo casi camal, de un verbo que parece surgir de las entrañas, nos hace vivir toda la Orestiada como una larga pesadilla. A quí participamos mediante la simpatía en el tiempo mismo en que se desa­ rrolla el movimiento del tema trágico, en la instantaneidad donde adquiere forma el sentido de la empresa. Parecería que la Edipíada se desarrolla como la tentativa de interpretación de un sueño olvidado, pues cada una de las etapas por las cuales se elucida ayuda a recuperar el recuer­ do. La Orestiada por su parte, se despliega en la dimensión del sueño mismo, en la progresión de la acción que se desarrolla; cuando se recorta el sueño propiamente dicho y pasa al primer plano del cuadro representa allí una forma de connotación o de comentario comparable a los que a veces brinda, extemporáneamente, el soñante, en el interior de su sueño sobre lo que se representa en la "otra escena”.

El momento de mayor tensión en la Orestiada de Esquilo, ese momento alrededor del cual se ordena el resto de la trilogía, se alcanza en el instante en que, quitándose las máscaras, Orestes y Clitemnestra mantienen su último diálo-

ausentes en la obra de Sófocles. Estos son testim onios de la intim idad del mayor de los trágicos con el m undo nocturno del inconsciente y de la m uerte. No es satisfactorio el argumento que lo explique solamente por el arcaísmo: ¿Shakespeare sería, entonces, arcaico? Señalemos, de paso, nuestra deuda con la obra de C. Ramnoux, La Nuit et les enfanta rie la nuit. Nuestro trabajo se sitúa en una perspectiva doblem ente com plem entaria, más psicoanalí­ tica que helénica y más centrada en el surgimiento del sentido en el sueño que en el “poder de las tinieblas” en la Orestiada.

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go. Pero la emoción trágica no nace solamente del horror del crimen que va a seguir y cuya abominación basta para hacer temblar; tiene su fuente en el efecto de resurgimien­ to, de recomienzo de la escena que ya se ha desarrollado en el sueño. Las últimas palabras de la madre, que ya ha desnudado su pecho no tanto para suscitar piedad como para fascinar provocando el retorno de las impresiones más profundas, serán la réplica exacta de la imagen del sueño “He dado a luz y alimentado, pues, a esta serpiente! ” En este intercambio los participantes se arrojan saetas que producen heridas profundas, como si el verdadero martirio fuera no tanto la muerte que se prepara como la ocasión ofrecida al desgarramiento mutuo que la preludia. En esa confusión las identidades se confunden y las imágenes vehiculizan los deseos alternados del padre, del hijo, del amante. “ CLITEMNESTRA. - D e te n te , ¡oh, hijo! Respeta, hijo de mis entrañas, este pecho sobre el cual tantas veces te quedaste dormido, mientras mam aban tus labios la leche que te crió. ORESTES. -S íg u e m e : quiero degollarte ju n to a aquel hombre. En vida preferiste a mi padre; muere pues, y duerme con él, puesto que a él le amaste y aborreciste a quien debías amar”

La imagen de la madre sólo brinda aquí el soporte donde los objetos de su deseo tienen como función complemen­ tarla. Figuras intercambiables, no son más que uno de los términos de una relación donde el personaje fálico ocupa el lugar del otro término. Pero ese sueño es un sueño de vínculos originarios. En la escena capital el hijo identifica a Clitemnestra con el pecho malo, el que se niega o está a disposición exclusiva del otro; en todo caso con el pecho que no necesita el niño, para el cual el niño no es el signo de la carencia de la madre. A su vez Orestes, en la interpretación que él mismo hace del sueño, se reconoce en el objeto malo de la madre, aquél que le recuerda su castración. Pero, al volver sobre sí la división en objeto bueno y malo, como lo observa Melanie Klein, el yo escindido de este modo asume la misma dicotomía y Orestes se ve representado, en la unión 80

primitiva que debe ligarlo con la madre, por la parte mala de su yo, la que disocia y destruye. El sueño de Clitemnestra y su “interpretación simultánea” por Orestes se sueldan y parecen participar de una fantasía oomún. Se comprende mejor entonces que un personaje que en la acción sólo representa el papel de un simple engranaje, Quilisa la nodriza, tenga el priviliegio de una escena entera durante la cual se expresan por su boca los sentimientos maternales más conmovedores. Imagen reparadora, sin du­ da, frente a la aterrorizante Clitemnestra. Dispensa los cui­ dados que responden a las necesidades primordiales del niño10, y nos conmueve no solamente por su sacrificio sino porque sabe mostrar que es imposible aislar ninguno de los actos que rodean a la crianza, fuera de una demanda. Lo que debe ser recibido y escuchado es el mensaje que emana del objeto de esos cuidados. “Porque a un niño que no tiene uso de razón, fuerza es criarle como quien cría a una bestezuela. Y ¿cómo no? Conforme a lo que pide su condición. Un niño de mantillas nada dice: que tenga hambre, que tenga sed, que tenga ganas de orinar. Vientre de niño a nadie pide licencia. Sin duda ninguna, ya lo conocía yo; pero muchas veces me engañaba, y entonces había que ser lavandera de sus pañales. De esta suerte, el batanero y la nodriza tenían el mismo oficio.” Allí donde Esquilo, para nosotros, toca el punto más importante es cuando observa —como al pasar— la función constitutiva del reconocimiento de la demanda por su puesta en rela­ ción con el deseo de aquél a quien ella se dirige: “ Entram-

,0 Las afirmaciones de Clitemnestra y de la nodriza se contradicen respecto de la crianza de Orestes. Cuando Clitemnestra desgarra su ropa para impedir la resolución de Orestes, es indudabfe que se trata de un a cto de seducción, en el que se ofrece, de hecho, a las tentaciones sexuales. La justificación de su gesto: “Yo te alimenté, quiero envejecer a tu lado” es una m entira piiesto que Quilisa, cuyas palabras no son dictadas por ningún interés, acaba de decir: “ Mi Orestes. . . a quién recibí al salú de su m adre y alimenté hasta el fin” . A m enos que aluda a la alimentación anterior al nacim iento, la del embarazo, donde Orestes no era entonces más q ue una parte de ella misma.

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bas cargas eché sobre mí al recibir al niño de su padre.” No hay, pues, crianza natural; el cachorro, cuando es un cachorro de hombre, enseña que significa, que no es sola­ mente objeto de cuidados sino poder de cuestionamiento: más allá de la experiencia se encuentra retrospectivamente estructurado como sujeto para Otro. Esta preponderancia del Nombre-del-Padre (Lacan) funda el sujeto en la comuni­ cación preverbal.

Si puede observarse esta impregnación de la Orestiada de Esquilo por el sueño y su ausencia total en la Edipíada -c o m o en la Electro de E u rípid es-, ¿cómo comprender entonces la situación de la Electro de Sófocles, donde el sueño está ausente de la obra por su espíritu, pero presente en la letra? Hemos vistp que el sueño está considerable­ mente modificado en relación con el de Esquilo. Si el misterio se abate sobre la Orestiada de Sófocles, ya no es el enigma nocturno de un mundo donde los signos de los dioses surgen constantemente, plenos de crímenes pasados y desgracias por venir en la familia maldita de los Atridas. No hay aquí secreto, sino el necesario e indispensable a todo complot que pretende tener éxito. La noche hostil y espesa de Esquilo cede lugar a la claridad del día, de ese día por fin llegado donde los usurpadores de Argos serán expulsados11 por una conjuración meditada con toda luci­ dez y sin invocaciones especiales al mundo de los infiernos, sin pedido de garantías a la protección del padre muerto.

11 Toda la tragedia de Sófocles está construida sobre una -serie de supercherías y rellenos que term inan con la sobriedad de los artificios de Esquilo, reducidos al m ínim o estricto; el ejemplo más curioso es el relato de la m uerte de Orestes contado por ei preceptor. La extrem a belleza del trozo podría indicar que el desarrollo dado por el autor a esta parte no puede reducirse a meras necesidades psicológicas: por ejem plo, hacer creer con más facilidad esta tabulación por el carácter circunstancial del testim onio. Al contrario, quizá deba verse allí un m ito-índice sobre la verdadera naturaleza del personaje de Orestes: héroe cabal, fogoso, com bativo, que triunfa sobre sus adversarios (sal­ vo, por supuesto, el últim o), en resumen: un príncipe conquista-

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Estas diferencias de clima se prolongan en el plano de la evolución general de la tragedia: reducción de la función del coro, multiplicación de personajes12, complicación de la intriga, valorización de la psicología de los protagonistas, “dramatización” del estilo trágico,,etc.: todo el camino recorrido desde 458 hasta 415 que Nietzsche deploraba en

El nacimiento de la tragedia. Las relaciones entre el sueño y el crimen son más enigmáti­ cas en Sófocles. Es Electra quien percibe su mensaje, indi­ cando la cercanía del momento de la venganza, pero no hay aquí nada semejante a la iluminación develadora que sale de boca de Orestes. Tampoco nada comparable, en el momento del arreglo de cuentas, con el efecto de reduplica­ ción, de repetición, que hemos observado en Las Coéforas. Al contrario, el simbolismo onírico 1? sitúa muy lejos de las peripecias que seguirán en la acción. Y sin embargo el sueño es su anunciador, si no su organizador. No ocupa, ciertamente, más que el lugar de un signo indicador del desarrollo a venir. Pero todo ocurre como si la dimensión que se encarga de evocar fuera la de la ausencia. No porque recuerde la existencia de Orestes, lo cual ocurre también en el sueño de Esquilo, sino porque todo el sueño se desarrolla

dor que pronto entrará en com bate para recuperar las ventajas perdid'.s. Menos preocupado, por el matricidio que por el retor­ no a la casta de Argamenón de los poderes que se le atribuyen. Es interesante com probar que el preceptor, que desempeña un papel im portante en el éxito de tes proyectos de los hijos de Agamenón, puede ser considerado el equivalente, en Sófocles, de la nodriza en Esquilo. 11 Se sabe que Sófocles introdujo el tercer personaje. Esquilo utilizó esta innovación en la Orestiada, pero puede com probarse fácilmente que, de hecho, fuera de las Éuménides, los intercam ­ bios se producen de a dos en Agamenón y las Coéfaras. El tercer personaje interviene una sola vez y esto no ocurre, cierta­ m ente, por azar: en el m om ento en que Orestes se dispone a m atar a su m adre, asaltado por escrúpulos, consulta a Pílades, que responde recordándole el juram ento hecho a Apolo. Esta frase, que es la única pronunciada por él en toda la obra, nos perm ite com prender la función de Pílades, cuya situación de doble es innegable. Es evidente que esta advertencia expresa la Voz de los Dioses, la Voz del superyó paterno.

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en un tiempo que no es el tiempo de la acción. Agamenón reaparece, planta el cetro que llevaba antaño, antes de que Egisto se lo arrebatara*3 El laurel florido no se relaciona con la realidad presente, no forma parte del tiempo actual; es la promesa que está más allá del proyecto cuya preparación anuncia el sueño, ima­ gen de su posible éxito, pero sobre todo indicación de porvenir. Nace del germen del cetro, producto de cuya transformación es, pero implica su desaparición para que surja de su entierro la resurrección de lo que ahora está perdido en manos extranjeras. Se ve que estamos lejos aquí de las formas de expresión de Esquilo, donde la trayectoria de los acontecimientos se anuda instantáneamente en una sucesión que no permite ninguna excursión. Ya no encon­ tramos aquí esa coalescencia del objeto y de su deseo sino, al contrario, siempre una repetición, transporte, desapari­ ción, transformación y reaparición. El encabalgamiento de los tiempos parece remitir aquí al carácter inseparable de las vicisitudes del objeto y de su búsqueda, que hace de él el sustituto siempre abierto al cambio de un deseo que se sostiene de esa irreductibilidad al movimiento que engen­ dra14

Es notable que Esquilo no haya hecho aparecer el espectTo de Agamenón, como lo hizo con Darío que fue llamado por los persas en un m om ento de desorden. Lo que ocurre es que Agamenón nunca deja de estar presente. Enterrado ignominiosa­ m ente sin los homenajes debidos a su rango, no puede apelarse a él como recurso. Si está presente es por la afrenta que ha sufrido, que sus hijos llevan y que hace imposible su evocación de o tro m odo que en el silencio que provoca su apelación. Pero ese m utism o puede implicar, asimismo, una reserva del m uerto ante el crimen por venir. Observemos que, en los dos sueños, la serpiente y el cetro son símbolos de la potencia sexual del padre. Pues si la serpiente representa sin duda a Orestes, en el sueño de Esquilo es claro que constituye una alusión simbólica al pene, y al pene de Agamenón. No solamente porque el simbolismo onírico psicoanalítico permite atribuirle esa significación, sino también porque la serpiente es, entre los griegos, el animal ctónico por excelen­ cia, que pone en comunicación el m undo de los m uertos con el mundo de los vivos. En la imagen de la serpiente salida de la vagina se manifiestan muchas significaciones superpuestas:

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La presencia del padre en el sueño es signo de una ausencia mayor, que funda al deseo como deseo del Otro. Esta observación se aplica a las modalidades de la acción de la Electra de Sófocles, donde se asiste a un doble crimen en tanto responde a un doble deseo. Electra y Orestes, cada uno por separado, y sin contar necesariamente con la con­ jugación de sus esfuerzos, han concebido su proyecto de venganza que desemboca en el crimen. Por eso la prueba final no se asemeja en nada a ese duelo de la Orestiada más antigua. La situación se ha transforma­ do profundamente. La pareja de la madre y del hijo queda

- a) el hijo (Orestes) saliendo del vientre m aterno, - b) el padre (Agamenón) volviendo del m undo de los m uertos por interm ediación de su hijo. Y entre esas dos representaciones, una forma interm edia: c) el hijo (Orestes) m uerto, según el deseo de su madre, resuci­ tando y desm intiendo ese deseo por su retorno al hogar. Se com prende así que la fábula de Orestes, que le permite presentarse en el palacio como anunciador de su m uerte no es contingente sino necesaria, puesto que responde al deseo de su madre y puesto que, m ediante esta palabra, el hijo m uerto puede transformarse en padre m uerto. Además puede esbozarse otra comparación: entre la succión del pecho por el hijo-serpien­ te y el coito con la madre por el pene-serpiente, lo cual tendería a dem ostrar que el matricidio proyectado, que debe permitir que Orestes cumpla en nom bre de su padre la venganza que le debe, conserva sin embargo el valor de sustituto de un coito llevado a cabo en su lugar. C oito destructor, pero que perm ite a Orestes investirse con el atributo paterno y utilizarlo en lugar suyo. Estas comparaciones perm itirían poner en comunicación, de un modo más correcto, el sueño de Esquilo con el de Sófocles. Esta comunicación está atestiguada por el sueño tal como se lo relata en Estesícoro (cfr. Marie Delcourt, Oreste et Alcméon , pág. 22): “ Ella creyó ver venir hacia sí una serpiente con la cabeza sangrante y bruscamente se transform ó en Agamenón” (La Plisténida). La alusión a la potencia generadora del padre en Sófocles está indicada m uy clara, casi literalmente. Se desecha toda idea de destrucción, y sólo se subraya la función fecundan­ te del pene. El m atricidio se elude en favor de la posteridad de los hijos de Agamenón. Parece, pues, que lo que diferencia estos dos sueños es menos su tem ática que la organización de su simbolismo, su estructura.

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fuera de nuestra visión. Sólo se infiere la presencia de Orestes, pues no se descubre ninguna marca tangible de su acción. El crimen está rodeado de silencio mientras que, al contrario, la alegría de Electra no tiene límites. La trampa de la emoción trágica consiste en atribuir nuestra angustia del momento a la crueldad salvaje de su pasión mostrada, mientras que ésta está bajo la impresión de lo que se vela a nuestra mirada. El deseo mudo de Orestes por su madre. Lo mismo ocurre con el fin de Egisto, que repite esta situación de tres. Cuando Orestes invita a Egisto a identifi car el cuerpo que él hace pasar por el suyo mientras q u í sabemos es el de Clitemnestra tendida en el piso y le arroja su: “ ¿A quién crees no reconocer? ” Ese doble sentido se aplica tanto a la muerte como al vengador, y su deseo se anima aquí, sin duda, del reflujo sobre sí mismo de su propia palabra. Se negará a ejecutar a Egisto en ese instante y lo empujará al palacio: “Ve donde mataste a mi padre, morirás en el mismo lugar” . Aquí, en ese doble complejo de Edipo, todo el movimiento trágico se funda en el deseo del Otro. No en su reconoci­ miento en el Otro como en Esquilo, donde Orestes asume el riesgo de presentarse en el palacio sin intermediarios, como si buscara la última prueba de su rechazo fuera de la esfera del deseo maternal; sino con referencia a ese deseo, que sólo es percibido a nivel del sujeto como un retorno marcado por lo que la situación deja abierto, indetermina­ do, problemático. Es lícito entonces plantear la cuestión del sujeto en su articulación con el deseo del Otro: se esboza, en la Electra de Sófocles, en la remisión mutua de los sentimientos del hermano y de la hermana que, por separado, revelan su carácter incompleto.

La tragedia de Eurípides funde enteramente las dos prece­ dentes. En ciertos aspectos puede parecer una síntesis de Esquilo y de Sófocles, pero únicamente en el plano de los elementos temáticos. Para nosotros sigue formando parte del cuadro edípico, y centra aún más el problema en la feminidad. Podría pensarse entonces que esto justifica la 86

desaparición completa del sueño, que sería inútil. ¿Esto significa que nada lo reemplaza? Lo que en Esquilo es discurso del inconsciente materno en forma de sueño se transforma en Eurípides -probablem ente justificado por una preocupación de verosimilitud psicológica- en fantasía

de la hija. La treta que elige Electra para hacer llegar hasta ella a su víctima es la fábula de su parto, acontecimiento que requie­ re la ayuda y la presencia de su madre para asistirla y celebrar la ceremonia durante la cual el niño recibe su nombre. ¡Sorprendente coincidencia con el sueño de Cli­ temnestra en Esquilo! Es indudable que una descendencia en la casa de Electra, por oscura que sea, representa un riesgo, aunque lejano, para la vida de Clitemnestra. Electra, aquí, manifiesta en la fantasía su propio deseo de un hijo como instrumento de muerte dirigido contra su madre, hijo imaginario y recibido del padre. Es el mismo Orestes, del cual no debe olvidarse que ella es mayor. Esa invención responde a los deseos infanticidas del inconsciente materno, alimentados por este nacimiento ficticio. La elección de esta maquinación aparecerá más sugestiva si se recuerda que Electra ha quedado intacta después del matrimonio, humi­ llada por la condición de su esposo pero fortalecida por la preservación de su virginidad. Con el desarrollo psicológico de la tragedia de Eurípides se tamiza la expresión del inconsciente, se confunden las pis­ tas del deseo, se velan las significaciones bajo una aparente seudológica psicológica. En resumen, la tragedia intensifica la elaboración secundaria. Pero el sentido profundo vuelve a su expresión primera.

ni El análisis que realizamos de los dos sueños muestra que sus diferencias se establecen según una coherencia interna; ambos constituyen el espejo donde se refleja el conjunto de la problemática que la tragedia se encarga de exponer y de

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hacer compartir. Ahora se trata de saber en qué se oponen y convergen esas problemáticas. Situaremos estas variacio­ nes en relación con la estructura edípica y la triangulación primordial que une al sujeto con sus progenitores, ellos mismos unidos entre sí por la diferencia de los sexos. Si esta situación es irreductible —ningún ser humano se ha constituido sin pasar por la procreación de dos seres de los cuales uno es del mismo sexo y el otro del sexo o p u e sto -, el complejo de Edipo, una vez llegado a su concreción, debe entenderse en su forma desarrollada: cada uno de ambos padres es objeto de sentimientos afectuosos y hos­ tiles; es decir que junto al complejo de Edipo positivo, al cual se cree a menudo que se reduce su estructura, debe tenerse en cuenta el complejo de Edipo negativo que, en el caso del niño varón, se traduce en el amor por el padre y el odio hacia la madre. En la mayoría de los casos los dos complejos coexisten, pero muchas veces sólo pueden re­ constituirse a partir de vestigios o de elementos muy frag­ mentarios (Freud). El primer problema que se plantea entonces es saber si Orestes no sería el equivalente de un modelo representativo de esta modalidad complementaria del complejo de Edipo. La Orestiada de Esquilo es la ilustración de una situación que va mucho más allá de una simple inversión del comple­ jo de Edipo. Se puede, como ya se lo intentó, buscar la justificación de Orestes por sus deseos inconscientes de muerte respecto de su padre, o hacer equivaler el matri­ cidio a un coito sádico (Jones). Ante la exposición de las situaciones trágicas casi no necesitamos invertir las aparien­ cias para descubrir la verdad. Ella está ya inscrita —como ocurre en Edipo R ey- en su desarrollo, al cual Freud no añadió una significación nueva, limitándose al develamiento de su efecto. Nuestra tarea consiste, más bien, en descubrir las articulaciones que le otorgan una coherencia no percibi­ da a nivel de la emoción, pero sin la cual el pathos trágico carecería de eficacia. El único personaje común a los tres momentos de la trilo­ gía es Clitemnestra; ella es quien encama la figura principal. El mito del cual este personaje es el portador es el de la

imago de la madre fálica. Devoradora de la potencia pater­ na ella se transforma en detentadora del poder fálico. “ Dos veces le hiero; lanza dos gemidos, y cae su cuerpo desplo­ mado. Ya en tierra, le doy un tercer golpe más, que ofrezco en reverencia de Ades, guardián de los m uertos en la mansión del profundo. Así caído, estremécese por última vez; da su espíritu, y de las anchas heridas salta impetuosa la hirviente sangre. Las negras gotas del sangriento rocío me salpican, y alégrame no menos que la lluvia de Zeus alegra la mies al brotar de la espiga.”

Esta imagen, tal como habita las fantasías del niño, es para él un objeto de fascinación y de terror, pues éste participa de su poder y aquélla lo amenaza con el retorno de ese poder sobre sí mismo. Para llegar a ocupar su lugar a nivel del deseo de la madre, la búsqueda del niño debe pasar por el pene del padre incorporado a ella y sólo puede lograrlo en la medida en que el deseante llegue a reemplazarlo. La captación imaginaria a la que se subordina su deseo lo atrae hacia la red donde corre a encontrar el objeto del deseo de la madre. Queda allí, confundiendo sus fronteras con las de ella, pagando su hazaña con la inclusión perpetua en sí de una figura no sustituible que le corta los caminos del intercambio interhumano15. El padre sólo está presente en esta relación por la media­ ción materna, o por lo menos no está allí más que como referencia obliterada. El sueño anunciador de la inversión de la situación de Clitemnestra no implica un absoluto que Agamenón recupere el poder, que se le restituya el trono y su reino; es el drama de un retorno corporal donde una parte de ella misma se desprende, se autonomiza y la agrede a muerte. Esta parte, precisamente deseada por ella misma como atributo fálico, vuelve superflua o anónima la presencia masculina y no infiere ninguna reverencia para su palabra. Por eso todo acercamiento a la madre debe estar precedido de una liturgia alrededor de la tumba paterna.

15 Cfr. nuestro trabajo “Sur la mère phallique” , Revue française de psychanalyse, 1968, XXXII, págs. 1-38.

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Esta necesidad se impone no tanto para obtener la garantía del padre, dado que él no responde con ningún signo de aprobación, sino para hacer revivir en cada uno de los protagonistas el recuerdo dé su poder y de su mutilación. Así como puede decirse que la situación edípica (en el mito edípico) es la tragedia del cegamiento, producido por la persecución de ese poder y ese deseo de alcanzar là verdad sobre el misterio de los orígenes, puede decirse que la situación de Orestes, que sólo Esquilo encarna plenamen­ te, es tragedia de la locura donde la posición subjetiva sólo se alcanza por la ruptura del vínculo natural que une con la madre, ruptura necesaria, ruptura criminal pero constituti­ va, ruptura imposible aquí, pues a la separación de la imagen materna sigue su reencarnación instantánea y su surgimiento en el delirio psicótico que le restituye su lugar inalienable16. En el momento en que, después del crimen de su madre, Orestes aparece ante las Coéforas, en el espanto de su duelo pero no invadido todavía por la locura, éstas, antes que nadie, aludirán con demasiada rapidez a su victorioso des­ prendimiento. “No te maldigas a ti mismo el día en que has liberado al país de los argeos cortando con un golpe feliz la cabeza de esas dos serpientes” . Ante esta evocación, Orestes responde con el restablecimiento en el delirio de la presencia materna, delegada por las perras con quienes ella lo amenazó. “ Ah! ah! cautivas.. . a llí.. . a llí.. . mujeres vestidas de negro, enlazadas con innumerables serpientes. . . No puedo permanecer aquí.” Recordemos las observaciones de Freud sobre la cabeza de Medusa, donde la multiplicación de las serpientes tiene como función negar la castración tantas veces cuantas se figuren los símbolos fálicos. Imagen de una castración remi­ tida a Orestes después de la que acaba de inflingir a la

16 Las dos situaciones no están separadas por un abismo infran­ queable. En ciertas variantes del m ito de Orestes, éste recupera la razón y se cura cortándose un dedo (Pausanias). Se ve a q u í la transición entre las problem áticas del despedazam iento (psicosis) y de la castración (neurosis).

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madre, cuyo falo no logró ser en vida, pero que el acto del crimen abrirá a su deseo. Helenistas poco sospechosos de complacencia hacia el psico­ análisis, como Marie Delcourt, vieron en la persecución de las Erinnias un carácter erótico. Pero esa persecución de Orestes, aunque se atribuya a sus ladridos un matiz de delectación gozosa, lleva el signo de una relación nutricia invertida. Su misión les ordena no tanto mutilar o desgarrar como vaciar a la víctima por absorción de la sustancia que llena el cuerpo de Orestes. Esto aparece tanto en las órde­ nes que Clitemnestra da a sus emisarias: “ Exhala tu aliento sangriento, desécalo con el soplo abrasado de su pecho” , como en la suerte que ellas pretenden reservar a Orestes. “Eres tú quien debe, vivo, ofrecer a mi sed una ofrenda roja tomada de tus venas.. . . Desecado vivo, te arrastraré a la tierra” “ Este es el himno de las Erinnias que seca a los mortales de espanto.” Encontramos aquí la misma relación de vampiros que marca las relaciones de la imago de la madre fálica con el producto de sus entrañas. Los intercam­ bios sólo pueden desarrollarse por la absorción total de un término en el otro, por el pasaje de uno al otro del principio mismo de su existencia. Por eso no asombra oir de boca del fantasma de Clitemnestra aguijoneando a las Erinnias adormecidas qué se juega en la captura de Orestes: “Oídme, en esto va mi propia vida! ” No es que la captura de Orestes la reviva, sino que el encuentro con su hijo la ha desposeído totalmente, la ha desmunido hasta de la existen­ cia de una sombra, y la misión de las Erinnias es literalmen­ te degollarlo para reanimar la circulación interrumpida en­ tre esas dos partes de un mismo organismo 17.

La coyuntura descrita en la Electra de Sófocles es la que corresponde a la fórmula llamada desarrollada del complejo

1’ J acqueline de Romily insistió acertadam ente en la im portancia de la expresión, siempre cercana al registro fisiológico en “ La crainte et l'angoisse dans le théâtre d ’Eschyle’’, ed. Les Belles Lettres. Es notable que su efecto final sea la pérdida de la palabra.

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de Edipo. Pero en lugar de ser la reunión de tendencias opuestas en el mismo individuo, producto de la coexisten­ cia de impulsos opuestos, la pareja formada por Orestes y Electra ilustra plenamente las dos faces de la relación edípica. En efecto, en relación con la obra correspondiente de Esquilo, las transformaciones se aplican al pasaje de una estructura de dos términos (Orestes-Clitemnestra), pues los otros dos tienen una importancia menor, a una estructura de cuatro términos (Orestes-Electra; Clitemnestra-Egisto), de la misma importancia. El establecimiento de este cuarte­ to permite establecer en él diferenciaciones funcionales. La primera que se impone es el aspecto de la rivalidad en la relación entre la hija y la madre, a la cual se otorga un desarrollo que falta en Esquilo. No se limita a los estallidos que acompañan los enfrentamientos de Electra y Clitemnes­ tra, sino que está redoblada por el antagonismo ElectraCrisótemis. Esta rivalidad por el amor del padre se manifes­ tará, por ejemplo, cuando Electra propone sustituir las libaciones enviadas por Clitemnestra para conjurar la ame­ naza proveniente del muerto por la ofrenda de las herma­ nas, y después reprocha a su hermana menor la actitud de tibieza y de compromiso para con los enemigos del padre. Pero sobre todo es en la escena del crimen de Clitemnestra cuando la exaltación de su odio, hasta entonces sofrenado, rompe todas las barreras. El amor por el padre se encarna aquí en la veneración cuyo objeto es Orestes. Por parte de Orestes la identidad de sus sentimientos con los de Electra no debe hacer olvidar que su sexo, opuesto al de su hermana, le confiere un valor inverso en la combina­ toria edípica: él no duplica la temática de Electra, sino que se pega a ella como su complemento. Pero estas dos conste­ laciones no se anulan como lo haría el añadido de un más y de un menos. La confrontación de los contrarios no tiene como consecuencia hacer girar en redondo la contradicción, es decir, agotarla en una rotación sin fin. El desplázamiento sobre una nueva figura renueva el movimiento y le impide fijarse en sus datos primitivos. La función de Egisto es favorecer este desprendimiento. Es así como debe comprenderse el privilegio otorgado a las relaciones entre Egisto y Orestes. No es casual que la

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escena que enfrentaba a Orestes y Clitemnestra —de la que no subsiste nada en Sófocles- sea reemplazada por aquélla en la que Orestes y Egisto se miran fijamente uno al otro como única y última explicación. Es significativo, además, que la tragedia de Sófocles termine sin ninguna alusión a la locura de Orestes. Pues si de un modo expreso la Electra de Sófocles tiene como objetivo mostrar la aversión de la hija hacia su madre —sin dejar de lado, al pasar, cómo los argumentos de la causa paterna producen ciertos beneficios secundarios y sostienen la reinvindicación fálica de la heroí­ na18— ella supera el matricidio, que es su culminación, y devuelve su lugar al conflicto del hijo con el cónyuge de la madre. Esta evolución hace de Orestes no tanto un hijo matricida como un príncipe que quiere reconquistar su trono19 expulsando a los usurpadores que lo han espo­ liado. La última palabra se confía, pues, a ese restableci­ miento de la verdad edípica. En la Orestiada de Sófocles domina el significante fálico como significante paterno delegado de un poder, el de la realeza, de una causa que es la del conquistador de Troya del jefe de los Aqueos derrocado por su enemigo fraterno a su retorno de la guerra, de una palabra que tiene fuerza de ley, debatida y discutida, pero alrededor de la cual se organiza el cuestionamiento. El crimen de Egisto por Orestes se inscribe en la continuidad legendaria de los aconteci­

'* Es por boca del coro y de Crisótemis que se expresan esas verdades que atañen a Electra: Coro: “ Tú mismo te has procura­ do una parte m ucho m ayor, provocando constantem ente conflic­ tos por tu hum or im paciente.” Crisótemis: “ ¿No ves que no eres un hom bre, sino una simple mujer? ", 1' Así se explica, para nosotros, la im portancia de la carrera de cairos donde se supone que Orestes ha encontrado la m uerte. Al llegar portando sus cenizas realiza la figura del sueño: renacerá de sus cenizas al fin de la prueba com o, del cetro enterrado y por lo tanto desaparecido, brotó el laurel. Del mismo m odo la liberación de Electra le abre las puertas de la m aternidad. Este es el punto en que Eurípides retom a la tem ática de Electra. La escena en que ésta se entrega a una imprecación ante el cadáver de Egistro y los reproches por su m atrim onio degradante llevan más lejos que en los otros trágicos la expresión de la envidia del pene en la virgen indóm ita.

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mientos donde el Joven Rey destrona al Viejo Rey cuando finalmente le llega su hora 20. El hecho de que aquí se apoye sobre una memoria que debe rehabilitarse transfigura su gesto: hace de esta relación de sucesión no una simple transferencia de fuerzas, sino un giro situado en una tradi­ ción que debe preservarse. Que este acontecimiento se cum­ pla mediante una violencia que se agudiza en el ejecutor, pues el ejecutado es el Compañero de su madre, ofrece la oportunidad de un repliegue reflexivo que puede conducir a plantear ciertas preguntas: ¿A qué tiende el deseo de Orestes? ¿Qué es lo que lo anima?

¿Significa esto que opondremos de un modo absoluto las dos situaciones expuestas y que eliminaremos a la primera del marco edipico? Si con Sófocles podemos hablar de una edipificación de la Orestiada, porque hemos podido descu­ brir en ella lo que la vincula con la fórmula desarrollada del complejo de Edipo, no excluiremos por eso de este comple­ jo todo lo que creemos que se relaciona con la situación expuesta por Esquilo. No olvidemos que también Edipo, camino a Tebas, encontró a la esfinge, que es el homólogo de esa imago de madre fálica que reconocimos en Esquilo. Su muerte le abrió el camino hacia la ciudad donde lo llamaba su gloria y su destino. De hecho no se sale nunca de la configuración edípica, puesto que su estructura terna­ ria es constitutiva de la subjetividad humana.

10 Esta tem ática, ilustrada tan claram ente por la Electra de Sófo­ cles, es m ucho m enos n ítid a en las Coéforas. Como la intriga de las dos obras es idéntica, la tentación es inferir una de la otra. Así Clémence Ram noux, que ve en la leyenda de los Atridas, con razón, un escenario de ordalía real sobre todo en las primeras fases (leyenda de Pélope) concluye de manera análoga en lo que concierne al episodio de Orestes en Esquilo (loe. cit.. págs. 155-163). Para nosotros este aspecto es secundario en Esquilo, y cede su lugar a la importancia de la relación madrehijo que liga matricidio y locura. Esto nos parece coherente con la impregnación de la Orestiada por las potencias de la Noche, cuya derrota m ostrará el fin de la trilogía pero que dom inan en las dos primeras tragedias.

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La dificultad para juzgar el caso de Orestes reside en que su crimen fue com etido por una orden divina cuya prescrip­ ción se apoya en la necesidad de castigar a los culpables con el fin de reinstaurar la legalidad derrocada. No estamos pues aquí, como en Edipo, ante un delito involuntario, fruto del azar o del desprecio. En este último caso, ¿ha habido, por lo menos, una falta “ objetiva” , cualesquiera hayan sido las intenciones del infortunado culpable? Esto es lo que hace que la culpabilidad de Orestes sea misteriosa y difícil de concebir. Sin embargo, del mismo modo que la ignorancia o la más fatal de las circunstancias no bastan para disculpar a Edipo ante sí mismo, así lo justificado de su acción, la garantía que le confiere la protección de Apolo, no evitan la desgracia de Orestes. Ver allí la simple consecuencia de una disputa entre divinidades opuestas se­ ría detenerse ante la primera escapatoria que elude la difi­ cultad. De hecho en los dos casos la culpabilidad nace de la transgresión. La regla violada tiene un carácter absoluto, es la del parricidio y del incesto que en ninguna circunstancia tienen justificación. El matricidio cae, asimismo, en esta prohibición. En su oportunidad estos crímenes podrán rele­ garse, una vez pasada la expiación, al silencio y al olvido. Pero de ninguna manera será obvio, una vez llevada a cabo la transgresión y cualesquiera sean las circunstancias que rodeen su ejecución, que quien haya pasado esa frontera pueda continuar viviendo como antes. La trampa de la que Orestes es víctima es la de la naturaleza misma del superyó, que ordena servir a la causa del padre al mismo tiempo que prohibe utilizar los medios de que dispone. El carácter sagrado de la regla y de la transgresión, aun inevitable como en el caso de Orestes, es lo que funda el phobos trágico. Esto es lo que une solidariamente a Edipo y Orestes. Marie Delcourt demuestra que el matricidio pertenece al reservorio legendario pero no se vincula con ningún ri­ tual2 1 . Las leyendas cuyo tema es el parricidio se relacionan

11 Oreste et Alcmeón, Les Belles L ettres, pág. 11.

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con dos rituales cuya transposición representan y entre las cuales se supone existe una continuidad, sin que se la haya podido comprobar. El primero, de tipo agrario —cuyo ejemplo más completo es la leyenda de Osiris— trata de un casamiento anual entre la Tierra madre y un joven que, después de haberla fecunda­ do, es sacrificado, despedazado y los trozos de su cadáver se arrojan a los campos. El segundo, de tipo agrario y político, transforma al esposo anual en un rey cuya fuerza es garantía de la fertilidad del suelo y de la fecundidad de la colectividad. Su envejecimiento acarrea su caída, y los ataques de que es objeto provienen de los sujetos más vigorosos del grupo. Esta comprobación es importante. Es innegable cierta con­ cordancia entre el ritual agrario y el análisis que hemos hecho de las relaciones madre-hijo entre Clitemnestra y Orestes (unión aniquilante, despedazamiento del sujeto, ab­ sorción en el cuerpo materno, etc.). Pero la enseñanza del ritual ¿no consiste acaso, aquí, en fijar netamente el límite entre lo natural y lo humano? En el primer caso la trans­ gresión no existe y la muerte es consecuencia de la fecun­ dación. En el segundo es el resultado del cuestionamiento del poder capital, que ya no es el poder único del rey sino del grupo. Desde que la Madre se individualiza como perso­ naje humano, el matricidio sólo se comprende desde la perspectiva del rito agrario y político y, como tal, debe pasar por la referencia a la transgresión del poder del rey. Se ve en este caso qué elocuente es la ausencia de ritual en el matricidio. Aparece aquí puntuado el lugar mediador de la madre así como la identificación del ritual humano con el poder político y fálico. La causa del matricidio no puede limitarse al intercambio entr<* un hijo y su madre, por estrecho y exclusivo que parezca. No puede anularse la voz del padre porque cada uno de los dos términos de la pareja tiene sus razones, uno para hablar en su nombre hasta el punto de confundir su causa con la suya, el otro por haberlo reducido al silencio por su acumulación de errore.s. Si la trinidad parece constituida por los dos términos de la relación dual y la unidad del cuerpo que forman en conjun­ to, esta frágil totalidad fracasa constantemente ante el sur­

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gimiento de un tercero que eleva su voz del lado de lo Real. Es fácil comprobar que esa fue la función de Pílades22. El hecho de que ella lo autorice a llevar a cabo el crimen cuenta menos que el recuerdo de su compromiso bajo juramento. Al contrario, en el interior de una constelación triangular el matricidio debe ocupar un lugar aparte. Su consecuencia constante, en las proyecciones legendarias, es la locura. La problemática que se abre aquí es la del nacimiento del sujeto, que debe emerger de su relación alienante con la madre por la mediación de la regla cuyo símbolo es el padre. En un segundo momento, menos genético que dia­ léctico, la trinidad realizada abrirá el camino del desconoci­ miento. El sujeto puede, entonces, abolir su presencia en la fantasía de unión de los otros dos o, si se reconoce como testigo de eso y hasta como actor, borrar el sentido del deseo, o también, manteniéndolo, no reconocer ya a los participantes originales. Este es el alcance de esa dimensión de la ausencia, pues ella arrojará al sujeto fuera de sí en su carrera a través del mundo. Porque no pierde su atracción primordial hacia la transgresión, se verá absorbido en el problema del espectáculo.

IV

Se sabe que un sueño sólo se interpreta con ayuda de las asociaciones que brinda el soñante y que permiten pasar del contenido manifiesto al contenido latente, el único dotado de sentido verdadero pues enlaza el deseo del sueño con el deseo del soñante. Nuestra investigación acaba de

11 Casandra y Apolo cumplirán la misma función: la primera cuan­ do Agamenón está a punto de caer en la red donde perecerá el segundo, cuando la persecución de las Erinnias está por alcanzar a Orestes. F inalmente esta situación se volverá a encontrar, en su nivel más alto, en la intervención de Atenea y de los jueces entre Apolo y las Erinnias.

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demostramos que, cuando se trata de una creación, el contexto total de la obra es el que cumple la función de las asociaciones. El sentido nace aquí no de un estudio de la psicología del soñante sino del análisis del estilo, de la escritura, de la arquitectura trágicas, de las relaciones del o de los héroes entre sí y con los otros personajes, de la organización de los acontecimientos y de las secuencias que permiten deducir lo que el sueño no dice en su texto desnudo. El sueño se desprende del conjunto del discurso del espectáculo trágico para situarse en una posición margi­ nal, rompiendo el tono, indicando el sentido que corre paralelo a lo que nos muestra el desarrollo de la acción, cuyo revelador es, sin que nos comunique su revelación. Este enfoque nos llevó a situar en el marco de la proble­ mática edípica al sueño de Esquilo en las relaciones del niño con la madre fálica y al sueño de Sófocles en el doble aspecto de la fórmula desarrollada del complejo de Edipo. Quisiéramos concluir ahora con la situación del sueño en el seno de una perspectiva semántica más general: entre la palabra oracular y la palabra humana. La naturaleza del sueño es ambigua en la tragedia antigua. Trasciende la individualidad pensante del que sueña, puesto que se lo acoge como la emanación de una misiva divina, una señal para advertir a los mortales y recordarles una verdad que los dioses predicen o anuncian en términos más oficiales. Su mensaje requiere una interpretación. El soñante está a veces perplejo respecto del sentido que debe atribuirle, pero no duda de que debe recibir la parte de verdad que le falta por los mismos medios que los de la interpretación oracular. Pero esta interpretación le concierne en su destino personal y tanto más cuanto que él mismo es la fuente del enigma. Pero el oráculo, expresión suprema de la opinión del dios, es fuente de malentendidos y hasta causa de catástrofe. Hegel se burlar “Aquél que tenía el poder de resolver el enigma de la esfinge» así como aauél cuva confianza era ciega2 3 son enviados a la pérdida por lo que el dios les manifiesta.”



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Edipo y Orestes.

Llegamos aquí al problema del sentido de la tragedia, que tratan de resolver las soluciones de los helenistas puros (Bonnard y R a m n ou x), de los helenistas socio logizantes (Thom pson, Lacarriére) o de los filósofos. La interpretación psicoanalítica podría sustituir la idea de un dios malvado (Ricoeur), principio de buenos consejos y poder de perdi­ ción, cuya lucha con el héroe crea lo trágico y cu yo espectáculo nos libera.

El poder excepcional de la tragedia antigua, que hoy se mantiene intacto, nos muestra que los dioses desempeñan en ella un papel necesario y que no se puede ver en su influencia el resultado de una organización tan cruel como fortuita. Privado de su presencia, lo trágico puede subsistir, como en sus expresiones posteriores, en Shakespeare o Racine. En ellas se transforma en fruto de una situación imposible, de una pasión sin salida, de acontecimientos que exceden las fuerzas del sujeto. Pero faltará entonces lo esencial de lo trágico griego y quizá de lo trágico en sentido estricto. Si la función de los dioses consistía en la representación de una fatalidad absoluta o de una arbitra­ riedad total, no sería inteligible una culpabilidad que afecta al héroe, a pesar de la pureza de las intenciones de su corazón. Es necesario que se establezca una extraña mezcla entre cierta responsabilidad del hombre y su inocencia en el interior de un juego que él no controla pero que padece. El carácter específico de esta responsabilidad no es fácil de comprender, pues no surge de una asunción clara de lo que se imparte al héroe en la coyuntura en que se encuentra. Está siempre en posición de emisario, de delegado de un poder que lo supera, pero su acción nunca puede reducirse a la de un ejecutante. Esta situación ambigua no puede aclararse si no se plantea el hecho de que, originariamente, antes de la existencia de toda situación trágica se reclama una garantía del dios. Dicho de otro modo: porque hay un deseo del héroe trágico, mediatizado por una demanda que debe sancionar el acuerdo del dios, se establece lo trágico en la inversión ulterior de esa sanción. Pero a la inversa: porque ese deseo, según se entiende siempre, pone en juego una transgresión oscura es necesario el acuerdo del dios y su desenlace imprevisto, trágico. Así pues, el cebo de la 99

palabra oracular permite develar la máscara ilusoria del deseo y de la demanda que lo sostiene. Signa el fracaso de todo intento de comprender y captar el saber de una Verdad en el lugar del Otro (Lacan). El espectáculo mues­ tra —y esa es su primera enseñanza, pues el resto es sólo beneficio secundario— la búsqueda de una complicidad en­ tre un deseo humano formulado en demanda y la palabra divina cuya respuesta debe traducir su coincidencia con el deseo del demandante. El sueño se sitúa en la reunión de estas dos perspectivas. -Es lo que adviene al soñante y, como tal, forma y relato que le conciernen, pero es lo dado por el dios, y por lo tanto transmisión de su voluntad.El sueño se encuentra a mitad de camino entre el oráculo por signos —con el cual se emparienta por el carácter fugitivo de sus figuras, la ambi­ güedad de las formas, su definición aleatoria— y el oráculo por palabras, que se vincula con la interpretación verbal. Pero esta interpretación pretende ser, como la respuesta esperada del oráculo, una ‘captura de lo simbólico. La tragedia denunciará esa trampa. Al contrarío, la función del sueño, su eficacia, se expresará en la relación entre el contenido manifiesto, tal como se lo enuncia, y los vericuetos de la problemática trágica tratada (y no en la interpretación inmediata que recibe). Pero esta coyuntura sólo se establece por intermedio de los elementos que se articulan entre sí para hacernos acceder a la com­ prensión. Desde entonces su verdad reside en el camino indirecto que nos abre a esa nueva relación. Como tal, el sueño es un significante de la tragedia y la tragedia una relación con ese significante. El carácter oblicuo de la palabra de Apolo iluminará la rela­ ción del sujeto con el significante (Lacan). A este respecto la enseñanza de la Orestiada de Esquilo es ejemplar. El hecho de que el camino que conduce a la verdad sea inseparable del sistema que liga al sujeto con el significante se muestra negativamente en la alegoría cuya personifica­ ción es Casandra. Ella tiene el poder de recibir y de reconocer los signos, de conocer y divulgar esa verdad, pero - y también gracias a una intervención de Apolo que san100

ciona un juram ento de amor traicionado- no puede creerse en lo que dice.

La palabra de Apolo, que en definitiva prevalecerá en la

Orestiada, sólo triunfa mediante una proclama soberana. Y sin embargo conocemos el lugar privilegiado que ocupa Apolo en el concierto de los dioses. Se requerirá el expe­ diente de la deliberación del debate contradictorio —y ante un tribunal hum ano— como si ese medio fuera necesario para su cumplimiento. Esta conclusión indica que el sentido de la Orestiada no puede reducirse a la expresión de la preponderancia del derecho paternal sobre el derecho maternal. Esta tesis clási­ ca fue la de Bachofen. Por otra parte, hoy se cuestiona el hecho de que el matricidio se haya inscrito en el marco de una ética délfica que lo habría prescrito sólo en el caso, es cierto, en que debiera vengar el crimen paterno. Se nos recuerda, por cierto iq ue Apolo habla para Zeus aunque, según Marie Delcourt, la elección de esta divinidad para apoyar a Orestes se basa más bien en la afinidad de sus dos destinos: como Orestes, mató al Pitón, monstruo ctónico y maternal, y debió ser purificado por ese crimen. El genio de Esquilo en la conclusión de la Orestiada, en el recurso al tribunal humano de la Ciudad, es de una audacia aún más asombrosa. Una vez realizado el juicio Apolo desaparece sin llamar la atención sobre esa victoria y Orestes casi no se comporta como un querellante a quien se concede justicia, sino más bien suplicando gracia, pues, como lo hace observar Mazon, el juicio no es una absolución. Por lo tanto, si con Apolo y Orestes el matricidio significa liberación de la captura materna y promesa de un segun­ do nacimiento que abre al sujeto al poder del padre -ése es, en efecto, el sentido de la purificación de Orestes - , en un movimiento de retroacción, el reconocimiento de los signos cuyo portador es el falo implica que nadie puede apelar a él de un modo absoluto. Atenea ha optado por el padre, y su elección decide ante un número igual de voces para cada uno de los adversarios; pero al zanjar en su favor, el beneficio de su juicio liga 101

estrechamente el partido en el cual ella se ubica y el medio por el cual se juzga la causa. La institución jurídica que ella consagra en esta oportunidad debe participar a la vez de la autoridad de que es depositario el padre y del principio de intercambio por el cual él detenta ese poder. Intercambio expresado no solamente por el antagonismo de las partes sino por la división de las opiniones en el interior del tribunal. Esa partición brinda la oportunidad de un resurgi­ miento de esa autoridad por la sumisión a la decisión de la voz preponderante. Se ve pues que Atenea, la más viril de las diosas femeninas, rescata a Clitemnestra desaparecida volviendo a ocupar su posición de referencia después de haberla cedido, y quizá por ese gesto. Así, la relación consagrada por el intercambio se coloca bajo el sello de un signo que trasciende la unión de los términos que se cambian pero sólo puede manifestarse en el marco donde primero se ha perdido, en el intercambio. La transmisión se opone a la confusión. A la demanda de absorción recíproca de las Erinnias, que exigen el retorno a la mezcla indiferenciada de las sangres internas, materna y fetal en una relación letal, Orestes ha opuesto con su purificación la prueba de los contactos entre sangres exter­ nas, que indican que su mancha se ha lavado, pues a sus encuentros no ha seguido ningún efecto maligno. Pero espe­ rará con el juicio del tribunal la proclamación de esa autorización para el intercambio. Será necesario, de alguna manera, que la experiencia del intercambio se realice en el interior del tribunal mediante la expresión de las partes y la división de los sufragios, que preceden al enunciado del veredicto. La subordinación al efecto de la regla institucionalizada implicará, además de la consititución de las partes antago­ nistas y la pluralidad de los sufragios, el ejercicio de la interpretación. Cada una de las partes se identifica con el falo, bajo cuya garantía quisiera ponerse sólo para forzar la manifestación de la autoridad trascendente. Ella pone al poder paternal en posición de abertura trascendente. Por una parte, porque la expresión de su legalidad, inseparable de la interpretación, se fragmenta, por así decirlo, en ese uso que organiza toda una posibilidad que es en silencio y 102

en la sombra. Por otra parte porque al pronunciarse de este modo el poder exhibe su carácter conjetural. Como si el cuestionamiento del poder fálico, en la medida misma en que debe afirmarse, no pudiera mostrar otra cosa que el vacío en el cual se apoya en relación con una verdad mayor y remitir la cuestión a otra parte. Se capta la diferencia con el procedimiento del oráculo, que primero pide la garantía del dios para, apelando a ella, actuar en el sentido de la transgresión. Con la instauración del tribunal, la transgre­ sión es la oportunidad en la que la autoridad trascendente está obligada a definirse y, mediante el mismo movimiento con que brinda la prueba de su calificación incuestionable, indica la mediocridad de su poder, a la cual condena a quien comparece ante él. El juicio no es ya entonces la coronación de un padre legiferante sino el develamiento de un discurso que debe sostenerse con sus incertidumbres y sus limitaciones. El cuerpo del juicio es un cuerpo mutilado: revela en su mutilación el sentido de la transgresión que abrió el proce­ so sin llegar a hacer hablar a la omnipotencia fálica que ha sido dejada fuera, sin haber podido oír su pronunciamiento. Hegel aclaró una parte de esta contradicción, pero concluyó en un sentido más compatible con la esperanza del adveni­ miento del saber absoluto: “Derecho divino y derecho humano, derecho del mundo de abajo y derecho del mundo superior —aquél la familia, éste el poaer del Estado— el primero de los cuales era el carácter femenino, el otro el carácter masculino, el círculo de los dioses, al principio multiforme y flotante en sus determinaciones, se restringe a los poderes que, gracias a esta determinación, se aproximan así a la verdadera individualidad24. La oposición de lo masculino y lo femenino se transformará, en el complejo de Edipo, en verdadera individualidad en sus dos componentes —condición del ejercicio de un uso pleno de la palabra—, establecimiento de la relación del sujeto con el significante en la ambigüedad de éste. El ejercicio de

J4 Hegel fenomenología del espíritu, II. Trad. cast. de W. Roces. México, F ondo de Cultura Económica, 1971 ( I a reimpresión).

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la palabra nos sitúa de entrada frente a esta dialéctica del intercambio. La refracción del significante sobre el que habla, el asombro ante su propia elocución, los escapes del discurso, la distancia entre la intención significada y el discurso significante, el desequilibrio entre lo esperado y lo escuchado, revelan que la cualidad hablante del sujeto es constitutiva de su alienación en el discurso, en el sueño y su interpretación. Si la tragedia y el espectáculo trágico operan como introyección de la escena, para que cada espectador reencuentre en sí el carácter oblicuo de la palabra, la cura psicoanalítica tiene la misma esencia. La relación con el analista no tiene otra salida. Ora éste se identifica con la Pitia que debe decir la palabra del dios, que se supone detenta una verdad, ora se sitúa en el lugar del consultante mismo, en el “ ¿Qué quiere usted de mí? ” que formula el paciente en ciertos momentos de aflicción, en los que no sabe hasta dónde deberá llegar dentro de sí mismo o a qué expiación lo entrega el silencio. El encuentro con la castración signa esta investigación. Desfallecimiento del significante mayor, impo­ tencia para descubrirlo, remisión renovada de la demanda por la carencia que afecta a toda respuesta y que impulsa a extender la investigación rechazada hasta la muerte. De su misma división el hombre extraerá su única oportuni­ dad, la de tener que buscarse en esa tensión que descuarti­ za, “la disonancia transformada en criatura humana, ¿qué es el hombre, sino eso? ” (Nietzche).

La función de la tragedia: el Deseo y su representación

“Ante esa conciencia espectadora como terreno indiferente de la representación, el espíritu no entra en escena en una m ultiplicidad dispersa, sino en la escisión simple del concepto” HLGEL Fenom enología del espíritu, II, 249

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I Lo que encontramos en el fondo de nuestra investigación nos muestra que una interpretación sociológica de la trage­ dia no puede abordar la esencia del fenómeno trágico. La Orestiada es, a este respecto, el ejemplo más demostrativo. Sin embargo no se ha podido dejar de observar, allí más que en otra parte, las resonancias de las preocupaciones políticas alrededor de la supresión del Areópago. Más allá de esas circunstancias ambientales se acentuó muchas veces la función de lo jurídico en Esquilo, perceptible a todo lo largo de su obra. Esquilo, verdadero fundador del género, apasionado de la justicia, habría hecho de la tragedia una acción revolucionaria25 (Bonnard). Si esta interpretación fuera exacta suscitaría más problemas que los que resuelve. Jean-Pierre Vernant demostró que el desarrollo de la Ciu­ dad es paralelo a la diferenciación de las funciones, en su origen asumidas por uno solo y fundidas anteriormente en el crisol del poder del Basileus. Pero esta separación no es una simple distribución fraccionadora. Al contrario, la divi­ sión del poder en sus componentes hace entrar a éstos en oposición, en una relación dialéctica. El poder inicial es originariamente el privilegio de dioses sin intermediarios con el hombre, y de hombres investidos de una potencia casi divina que asumen todas sus características, creando entre esos dos mundos relaciones de una lógica absurda, incoherente, imprevisible. Con la diferenciación de los po­ deres jurídico y religioso se establece una nueva relación. Corresponde a la Polis la tarea pública de la redacción de las leyes. Las leyes reemplazan a La Ley. La Ley era la emanación de la palabra de uno solo, las leyes son la expresión de una voluntad pública, de los procesos transaccionales del intercambio que funda el poder, en lugar de la arbitrariedad que reinaba antes en él. Al contrario, la iniciación religiosa reivindica entonces una misión diferente, í ! Cfr. Civilisation grecque, Clairefontaine ed. (I, cap. IX, pág. 185) Del mismo m odo que los estudiantes de la Sorbona representa­ ban Los Persas bajo la ocupación alemana o que Sartre renovaba la Orestiada con Las moscas en el mismo contexto.

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que tiende “a transformar el individuo independientemente del orden social, a realizar en él como un nuevo nacimiento que lo arranque del estatuto común v lo haea acceder a un nivel de vida diferente26” . Esta evolución del poder se relaciona estrechamente con las invenciones técnicas del arte militar o con el aumento de la riqueza; sin embargo muestra que éstas son constantemente trascendidas por su significación, en tanto conducen a una reflexión sobre la esencia del poder. Pero si la justicia es un tema fundamental, dominante, del teatro de Esquilo, los helenistas insistieron también de un modo constante en la orientación religiosa de su pensamien­ to, sin discernir lo contradictorio de esta conjunción y achacando esa diversidad a una personalidad oscura, miste­ riosa y compleja. Habría que elegir, entonces, entre un mensaje dirigido al hombre como miembro solidario de la Ciudad, y un apólogo a un sujeto llamado a una verdad de un orden más intemporal, que anhela sobre todo la salva­ ción individual. Habría que poder conciliar los términos de esta situación bipolar o superar esta contradicción. Mazon, para explicar las paradojas de la jurisprudencia de Esquilo, observa que el derecho, en este autor, nunca se fija de un modo inmutable en una de las partes antagonistas, sino que el desarrollo de sus acciones hace que el derecho se desplace constantemente. Esto equivale a decir que se trata menos del derecho que def Deseo. De hecho, ocurre como si, entre el Deseo vivido y realizado bajo la garantía del derecho, la experiencia misma que lo constituye, tras­ mutándolo del estado de proyecto al de realización, tuviera el poder de arrastrar instantáneamente al sujeto, recortando un vacío que lo arranca de sus designios, y provocara un efecto de caída que vuelve caduco ese proyecto desde el esbozo de su materialización y, finalmente, cuestiona su legitimidad. Este descentramiento, esta traición renovada permanentemente entre las intenciones y los hechos, es fuente de un desequilibrio entre lo que es, en su origen, la

J. P. V ernant, Les Origines de la pensée grecque, Paris Presses Universitaires de France, pág. 49.

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causa, el pasado de ese Deseo, cuyo fundamento ha recono­ cido el derecho, y su realización, que súbitamente lo vuelve perjuro para con lo que tenía, como misión, efectuar. Esto es lo que indica la naturaleza esencialmente conflictiva y ambigua del Deseo, que sólo es concebible como Deseo del Deseo del Otro. Hegel, que comprendió tan profundamente la tragedia, escribe: “ La acción misma es esa inversión de lo sabido en su contrario, el ser, la reversión del derecho del personaje y del saber en el derecho del opuesto, con el cual se une aquél en la esencia de la sustancia —reversión en las Erinnias del otro poder y del otro carácter incitados a la hostilidad 2 7 La ejecución del acto fijado por el deseo revela la solidari­ dad del vínculo del que desea con el objeto de su deseo. Su realización hace aparecer lo que, en la esfera del objeto, completa la parte que falta al deseo del sujeto. Este ignora que la parte sustraída a su deseo hacia el objeto le es remitida por éste último como un reflejo que él recibe por haber venido a reflejarse allí, sin saberlo. Orestes no conoce más violencia que la de su madre y sólo desea, aparente­ mente, la reparación que lo libre del oprobio, como se lo ordena Apolo. Lo que sufre en la visión terrorífica de las Erinnias es su propia violencia y su propio deseo que les son desconocidos, transportados sobre él después del cri­ men, como reflejo de lo que en su deseo estaba aparente­ mente ausente y sólo podía percibirse como dote del deseo maternal. La migración del derecho se vuelve necesaria por esta exteriorización en el acto, que devela la parte oculta de la intención o de la causa del deseo. Pero entonces se com­ prende hasta qué punto sería parcial, si se quieren ver ciertas relaciones entre la materia de los trágicos y los problemas planteados por ese derecho en vías de constitu­ ción, no subrayar que lo que se muestra en la escena es precisamente lo que el derecho no puede conocer y lo que pertenece a la ley del Deseo, cuyas transformaciones consti­ tuyen el hilo conductor de la tragedia.

27 Fenomenología del espíritu, I I . El subrayado es de Hegel.

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La interpretación de la tragedia como producto de una evolución de la vida religiosa da más la sensación de una apro­ ximación, con la que uno se conforme, que de una apreciación que toca el centro del fenómeno. No podemos dejar de pensar que, ante la originalidad cautivante del nacimiento de lo trágico, no hay otro recurso que reducirlo a las formas de la conciencia humana que nos son familia­ res. Del mismo modo que observábamos que lo que en la tragedia podía vincularse con el derecho era lo que escapa a éste, así lo que parece relacionar la tragedia con la vida religiosa es lo que hará condenar tardíamente como espec­ táculo impío, a pesar del tributo que paga a los Dioses. En el capítulo precedente mostramos el vínculo entre el deseo y la palabra del oráculo: el primero busca en la segunda la garantía de una transgresión implícita. En el límite, lo trágico se hace teológico: más que observarla, crea una religión. Así, Marie Delcourt demuestra que el oráculo de Apolo, que prescribe a Orestes el matricidio, no forma parte de ninguna tradición délfica 2 8

II

Al insistir en el valor del espectáculo acentuamos la función que cumple, en este caso, la representación. Por representa­ ción entendemos el proceso, ligado al fenómeno teatral mismo, que consiste en animar una acción construida de una fábula o de un relato que no basta con decir u oír, sino poniéndola en boca de personajes que se hace vivir para dar un soporte a su discurso, de tal modo que los acontecimientos contados por ese relato o esa fábula sean promovidos a una existencia renovada y no ya únicamente narrados. El teatro es la resurrección que permite que las historias revivan durante el tiempo del espectáculo. Pero cuando decimos representación hablamos también de

*• Cfr. Oreste et Aicmeón, cap. VI.

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esa actividad del espíritu que designa tradicionalmente una figuración, una reproducción de alguna situación u objeto percibido anteriormente que se retrotrae así al primer plano de la conciencia. En este sentido, la representación de la fábula o de la historia insistiría en su reproducción para el espectador. Sin embargo la representación, en sentido freu­ diano, alude a otra cosa. La representación es la delegación mediante la cual se manifiesta la actividad impulsiva, que adquiere así una forma gracias a la cual se da a conocer. Se ve que este último sentido otorga una importancia mayor a la simbolización, puesto que la representación aparece co­ mo una de las mitades de una realidad cuya otra mi­ tad está oculta. Para calificar a la tragedia insistiremos en este último sentido, viendo en ella al proceso por el cual el deseo es delegado por el mundo de los impulsos, que es su realidad oculta. Sin la referencia al impulso es difícil com­ prender la resonancia emocional del espectáculo trágico y las reacciones afectivas que provoca en el espectador. Si, por extensión, aplicamos esta concepción de la representa­ ción a toda una serie de discursos que preexistieron a la tragedia, comprenderemos entonces a ésta como el produc­ to de transformaciones cuyos tipos representativos constitu­ yeron
Hegel prestó atención a esta serie. Cfr. loe. cit., t. 11; La religión estética t II. 30 Múltiple interés del psicoanálisis, S.E., XIII, págs. 185-187; O.C., B .N. II. Ver tam bién, por supuesto, Totem y tabú, en el mismo



volumen.

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con el cual entra en resonancia en quien lo recibe a título de oyente, espectador o participante. Cuando más se elabora la representación, más se organiza, se complica y se deforma su función primera de delegación de la actividad impulsiva, hasta el punto que su asignación original puede encontrarse totalmente disfrazada. Así la tra­ gedia puede invertir su fin primitivo y hacer del sufri­ miento una fuente de goce por identificación masoquista de! espectador con el he'roe. Este es el precio que pagan por la puesta en escena las fantasías de grandeza del espec­ tador. Es necesario observar, además, que hacer del sufri­ miento una fuente de goce es el mayor triunfo posible del principio del placer. Del mismo modo el sueño, por ser realización de deseo, no por eso deja de producir sueños de castigo. En ellos se realiza el deseo y su castigo. De todos modos, lo notable de la evolución que lleva a la tragedia es que conduce a la representación de la represen­ tación. Es decir que el discurso representativo ya no se conforma con sugerir, evocar, narrar la representación, sino que la representa a ella misma en el espacio del teatro. ¿Cómo sufre la Orestiada el tratamiento de esos diversos discursos representativos? No poseemos la serie entera, puesto que vimos que no conocemos ningún ritual que se relacione con el matricidio. Pero disponemos de tres tipos de representaciones: la de la narración épica en los poemas homéricos, a los que deben añadirse otros relatos, la de la figuración plástica de la cerámica y la de la representación teatral de la tragedia.

Hemos observado de Esquilo a Eurípides una evolución que denominamos edipificación de la Orestiada. Sería esquemá­ tico ver en esta modificación temática una progresión análoga a la evolución de lo preedípico a lo edípico, pues esta evolución es propia de la repetición del mito en el plano teatral. Puede descubrirse otra evolución, en sentido inverso, de los discursos representativos más antiguos, es decir, desde los poemas homéricos hasta la trilogía de Esquilo. Esta evolución muestra la transformación de una situación edípica: reconquista de un trono usurpado, elimi 110

nación del Viejo Rey por un príncipe más joven, etc., en situación preedípica: imago de madre fálica destructora del pene paternal, relación dominante madre-hijo, etcétera. Pueden definirse dos ciclos: de los poemas homéricos a Esquilo, y luego de Esquilo a Eurípides. Marie Delcourt investigó en los poemas y las representacio­ nes de los ceramistas anteriores a la tragedia las diversas versiones a las que el mito dió lugar. Así, en Homero es regla el silencio sobre el personaje de Clitemnestra en los cantos donde se evoca la Orestiada (IV, 514; III, 194; I, 30-47; III, 309), salvo en los cantos más recientes del poema (XI, 411; XXIV, 199)31. Egisto es el autor del crimen de Agamenón y la venganza de Orestes es una hazaña que se inscribe perfectamente en el contexto edípico; este acto cumple dos objetivos, puesto que venga al padre y al mismo tiempo instala, en el trono en su lugar, al hijo. En cuanto al castigo de Clitemnestra no se lo mencio­ na, del mismo m odo que su participación en el crimen de Agamenón, la cual, por odiosa que resulte es, a pesar de todo, sólo indirecta. Ella se limita a ayudar a Egisto. En otros relatos, en Estesícoro, Ferécides, Nicolás de Damasceno aparece un tema nuevo, el de un Orestes víctima de su madre, ya sea directa o indirectamente por medio de Egisto. Este rasgo introduce un elemento de verosimilitud psicológica: Orestes, al matar a su madre, se venga y res­ ponde a su hostilidad con la hostilidad. Las versiones de los ceramistas muestran una Clitemnestra como asesina activa. Pero notemos que no llegan hasta representar al hijo levantando la espada contra la madre. Esta se emplea en la ejecución de Egisto, es decir del rival, que la alberga, atravesado por ella, y pierde su sangre y entrañas. Clitemnestra surge por detrás, con el hacha en la mano, lista para matar a su hijo. El momento siguiente, que no está figurado, invertirá esta situación con el pretexto de legítima defensa.

11 Para todos estos problem as, ver Marie Delcour.t, loe. cit., cap. I. Las líneas q u e siguen deben m ucho al capítulo citado como referencia.

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Así pues, en todas estas representaciones, ya pertenezcan ai relato o a la imagen, el acento está puesto en la rivalidad entre los hombres (Agamenón-Egisto, luego Orestes-Egisto), y se evita el enfrentamiento entre la madre y el hijo. La madre, cuando aparece, lo hace como cómplice de Egisto en el crimen de Agamenón o como aliada de Egisto en el momento de la venganza de Orestes. Además se brinda un motivo para la explicación psicológica del matricidio. Observemps entonces qué audaz y única es la versión de Esquilo. Qué estructuralmente verdadera es. Se despreocupa de la relación de rivalidad entre Egisto y Agamenón puesto que hace de Clitemnestra la única res­ ponsable del crimen. Aquí no hay misoginia, pues ese rasgo se subordina a la verdad estructural del conjunto. Descuida, asimismo, la relación de rivalidad Egisto-Orestes. No brinda ningún motivo psicológico para el matricidio. No elude el minuto de verdad del mito, que- es el enfrentamiento madre-hijo, momento que da su especificidad a esta leyen­ da. El matricidio forma parte del sistema de relaciones de parentesco; es la consecuencia del oráculo de Apolo me­ diante el cual se expresa la voz del padre, destruido por la madre, mientras que su sanción anterior a la absolución es la persecución por parte de los representantes nocturnos de la madre en el delirio que ataca a Orestes. Así podemos decir que la versión de Esquilo es el eje del mito, la única que respeta su especificidad problemática, la única que refleja su esencia. Es interesante preguntarse qué efectos tuvo sobre la personalidad de Esquilo e! hecho de que haya llegado a esta verdad. Sería no menos interesante preguntarse cómo contribuyó a esto la tragedia, en tanto representante de la representación.

III

¿En qué aspecto, pues, la problemática específica de la

Orestiada de Esquilo interesa especialmente al problema de 112

la representación por estar vinculada con ella de este modo? Freud, en Moisés y la religión monoteísta, recono­ ció en la Orestiada, según la interpretación clásica de Bachofen, la transición del orden social matriarcal al orden social patriarcal: “Por influencia de factores externos en los cuales no necesi­ tamos entrar aquí y que son, en parte, poco conocidos, sucedió que el orden social matriarcal fue reemplazado por el orden patriarcal. Esto, naturalmente, engendró una revo­ lución en las condiciones jurídicas que habían prevalecido hasta entonces. Un eco de esta revolución parece escucharse todavía en la Orestiada de Esquilo3 2 Freud extrae de esto una consecuencia importante: “Pero ese desplazamiento de la madre hacia el padre subraya además una victoria del intelecto sobre los sentidos. Es decir un progreso en la civilización, puesto que la materni­ dad se prueba por la evidencia de los sentidos, mientras que la paternidad es una hipótesis basada en una inferencia y premisas. Tomar partido acordando la preferencia a un proceso de pensamiento antes que a una percepción senso­ rial demostró ser un paso decisivo.” Durante el proceso donde se enfrentan el partido del padre que representa Apolo, y el partido de la madre cuya defen­ sa es asumida por las Erinnias, el hijo de Zeus formula en la discusión el siguiente argumento: la madre no es más que el receptáculo del hijo, la que nutre el germen del padre; el verdadero progenitor es el padre, que hasta puede prescin­ dir de la madre para crear. Este extraño argumento, tan contrario a las enseñanzas de la naturaleza, se apoya, no obstante, en un caso: el de Atenea, que debe sólo a Zeus su nacimiento. Nos preguntamos aquí cómo pudo Esquilo querer convencer citando este argumento. Quizás entonces haya que buscar aquí alguna parábola. No debemos olvidar que este nacimiento milagroso, efecto de un desplazamiento hacia lo alto, ocurre por la cabeza, y que Atenea es reve­ renciada como diosa de la razón, de la sabiduría, de las invenciones. La significación del argumento de Apolo no

** SE . XXIII, pág. 114; B.N., III, pág. 181.

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sería entonces que la creación no puede ser atributo de la mujer, pues el espíritu del hombre crea, y en esto es creador de actividad psíquica. Reencontraríamos aquí la oposición de Freud entre la maternidad atestiguada por los sentidos y la paternidad que debe ser deducida, abriendo camino a la intelectualidad, pues ésta es, a su vez, el producto de su creación¡ La intelectualidad, para Freud, es utilizada en el sentido amplio de actividad psíquica opuesta a actividad sensorial (sobre todo de la visión). En la oposición tradicional entre lo inteligible y lo sensible, Freud atribuye al primer térmi­ no los procesos intelectuales más variados: “Un progreso en la intelectualidad consiste en decidir contra la percepción directa y en favor de los procesos intelectuales considerados superiores: recuerdos, reflexiones e inferencias.” Declarar que la paternidad es más importante es declarar que el hijo lleva el nombre del padre y es su heredero. Cuando Freud busca la causa de esta evolución tropieza con una dificul­ tad: ¿cuál es la autoridad que impone este criterio? “En este caso no puede ser d padre, dado que éste accede a esa autoridad por el progreso mismo.” Hay que relacionar, pues, la actividad psíquica y el predominio paterno con una raíz común que las explique. Veremos que esta raíz común se encuentra en la dimensión de ausencia. ¿Qué lugar ocupa la representación en la intelectualidad de la que habla Freud? Es la respuesta a la ausencia del objeto. El movimiento del deseo que espera la satisfacción, cuando ésta llega a faltar da lugar a la representación por la fantasía de realización del deseo. La representación ocupa una situación intermedia entre la actividad perceptiva senso­ rial, que necesita la presencia del objeto, y la actividad del pensamiento, que decide la existencia de ese objeto, en su ausencia en el mundo exterior, con ayuda de deducciones e inferencias3 3 . La representación que sólo hace interve­ nir la identidad de las percepciones obedece a la lógica del proceso primario bajo el dominio del principio del placer. La actividad psíquica, que se apoya en la identidad de

3 3

114

Cfr. La negación. S.E.. XIX, pág. 287; B.N.. II pág. 1042.

pensamientos, está sometida a la lógica de los procesos secundarios que obedecen al principio de realidad. La prue­ ba de realidad sólo se instala cuando los objetos que antes brindaban la satisfacción se han perdido. La representación desempeña en la Orestiada una función doble. La conclusión de la trilogía, que ve triunfar la causa del padre sobre la de la madre, acuerda implícitamente su preferencia al proceso de pensamiento sobre la representa­ ción, de allí la importancia que se da al lenguaje en el debate: la causa que gana el proceso es la de la palabra: “El Dios de la palabra, Zeus, ha triunfado” dice Atenea. Esta decisión, al mismo tiempo, ateja de Orestes las repre­ sentaciones terroríficas de las delegadas de la madre. La Orestiada es, pues, teatro de cierto número de oposi­ ciones que se recortan: <[• a) b) c) d) e) 0 g) y h)

Erinnias Noche Femenino Maternidad Familia Sangre Representación finalmente Sensible

contra Apolo contra Sol contra Masculino contra Paternidad contra.Ciudad contra Pacto contra Palabra

contra Inteligible 8,3 Esta oposición cubre, en definitiva; la de lo imaginario y lo simbólico sostenida por Lacan, que por otra parte liga simbolización, lenguaje y nombre del padre. Pero, por otra parte, esta verdad se enuncia por medio de la representación teatral, representación de la representa­ ción. Por esto la tragedia no es una conferencia ni un discurso reflexivo o religioso, sino ante todo un medio para llegar al inconsciente mediante la representación, cuyo po­ der de convicción y de resonancia tiene más efecto que un mensaje filosófico o moral. Aquí se invierte la dimensión de ausencia: la representación ha nacido de la ausencia del objeto; la representación de la representación presta al objeto un suplemento de vida, lo encarna y le da una nueva existencia. Hay que distinguir 115

entre el objeto de la representación, del cual habla la fábula representada, y la representación tomada, a su vez, como objeto, que plantea el problema del tipo de objeto que realza la tragedia. Freud considera que el proceso de afirmación pertenece a la actividad de Eros, mientas que la negación se vincula con el impulso de muerte. ¿Qué ocurre con la realidad en la tragedia: existe, no existe? Esta pregunta vale tanto para el mito que ella representa como para el estatuto de la repre­ sentación teatral misma. Encerrados en esta alternativa, no podríamos decidir a menos que consideremos el caso de esos objetos especiales que son y no son lo que represen­ tan. La tragedia tiene una función de memoria y de representa­ ción pero sólo puede enunciar su discurso por medio del actor34 . Este es comparable al coloso, a quien Jean-Pierre Vernant3 5 consagró un excelente estudio. Ambos ayudan a efectuar el pasaje entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos; ambos tienen derecho de existencia sólo en el espacio en el cual se circunscriben o en el momento de su epifanía. Actor y coloso forman parte de esa categoría del doble a la. que Vernant propone relacionar con el sueño, la sombra, la aparición sobrenatural. Un psicoanalis­ ta vería en ambos expresiones del objeto transicional descrito por Winnicott. Se sabe que este autor designa con ese nombre las primeras posesiones que no pertenecen al cuerpo pro­ pio : puntas de trapos a los que se apega el niño, extremida­ des de frazadas y, más tarde, osos o muñecas, absolutamen­ te necesarios para el niño, sobre todo en el momento de dormir. Winnicott relaciona estos objetos con el pecho materno, cuyos primeros equivalentes son. Es igualmente importante que esos objetos sean y no sean lo que repre­ sentan. Aquí se manifiesta la división del sujeto, que actúa

34 Hegel lo observó: “ Esta individualización universal desciende aún, como se lo ha m encionado, hasta la efectividad inmediata del ser, allí verdadera” . Loe. cit. ,11. 35 “ Figuration de l’invisible et catégorie psychologique du double: le colossos” , Mythe et pensée chez les Grecs, Paris Maspero, págs. 251-299.

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en el fetichismo, introducida por Freud y desarrollada por Lacan. Pero si la función dei actor puede entrar en el mismo

marco, la tragedia entera como espacio de ese objeto transicional es la que recoge su función para el espectador. A sí la representación teatral se sitúa en la encrucijada de esta oposición entre lo sensible y lo inteligible, entre lo existente y lo inexistente, lo real y lo irreal, y no pertenece a uno ni al otro.

IV Ricoeur se asombró, después de Hegel, de esa ética griega de lá “compasión inactiva” , producto de la simpatía pero también de la impotencia. Quizás esto implique despreciar el poder de identificación del espectáculo. Nietzsche parece haber comprendido sus efectos: “ Los abismos que separan a los hombres entre sí desaparecen en un sentimiento irresistible que los reduce al estado de identificación primor­ dial de la naturaleza3 6 .” No nos detengamos en esta fusión indiferenciadora pero observemos ese proceso de visuali¿ación que hace del uni­ verso trágico un universo de la mirada y del mundo de los héroes un mundo de videntes. “ Verse a sí mismo metamorfoseado y actuar como si se viviera en otro cuerpo y con otro carácter.” Esta alteridad es esencial. La función del espectáculo permite que la representación se opere, se des­

36

El nacimiento de la tragedia. Con una intuición genial. Nietzs­ che hablará del "seno m aterno” al calificar al coro. Se puede oponer, entonces, el coro, secuela del ditiram bo, que implica esa identificación fusional con el Ser primordial, expresión del seno m aterno, y el protagonista, el héroe de la acción hablada, expresión, según Nietzsche, del mundo apolíneo de la apariencia y, según Freud, del padre primitivo. La tragedh de l.squilo oscila entre el equilibrio inestable del coro y del diálogo, equili­ brio ro to en los trágicos posteriores en favor del diálogo, de la palabra apolínea, del Noinbre-del-Padre (Lacan).

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prenda de la participación del acto. Ella no es sino un distanciamiento; es, en la operación misma en la que se realiza, aparición del sujeto como Otro. Mediante la duplicación de la representación (representación: el mito, representación de la representación: la tragedia), mediante esa encarnación que da a la fábula una segunda vida (como el sueño de la vida a los pensamientos que pone en escena), el mito, que en el epos era un discurso propues­ to a la representación se trasmuta, en la tragedia, en discur­ so impuesto por la representación. Se transforma en discur­ so del Otro. El mito ya no se sugiere solamente a su destinatario con una invitación a entrar en él, sino que se lo remite y proyecta. La proyección implica el retomo al sujeto de lo que, abolido, es exteriorizado, de lo cual no podría escapar. El sujeto encuentra al Otro mediante esa vuelta vivida como un retorno. El héroe trágico, dice Hegel, exterioriza la esencia interior. Quizá toquemos aquí el fundamento de la representación. Con la garantía de esa alteridad, ésta puede seguir los caminos del sentido, puesto que ese sentido será representado como asunto del Otro, en el que el sujeto no tiene nada que hacer salvo compadecerse/Al contrario, para que a los ojos del sujeto sea puesto a cargo del Otro, ese sujeto no puede ya deshacerse de la representación y debe contarse entre los que actúan en su lugar. Con la condición de contar con un espectador obligatorio -cap turado en la trama tejida por el Otro— la representación puede realizar su obra. El autor del espectáculo será, pues, al mismo tiempo el que lo habrá escrito, montado, organizado, y el que se encuen­ tra obligado, anónimo, a asistir a él. La asistencia a las fiestas y concursos de tragedia era un deber çn la antigüe­ dad. Esta participación exige que el espectador se abstenga de la acción, de la motricidad, para paralizarse en el espec­ táculo, del mismo modo que el sueño nace de la impotencia para actuar ligada al dormir y de la negación a dejar el campo libre a la nada del narcisismo primario absoluto. Pero,como en la tragedia, el escenario del sueño exige nuestra participación en el espectáculo, cualquiera sea el deseo que podamos tener de liberarnos de él. Se comprende mejor, entonces, la

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importancia que atribuimos al sueño como expresión, según dice Freud, de lo que se desarrolla en “la otra escena”, o en la escena del Otro, como podría decir Lacan. La tragedia sería la representación a cargo del Otro de lo no representable a los ojos del sujeto. Se puede observar entonces que la representación es inseparable -la re-presentación— de la interpretación3 7 . El origen de la tragedia es, pues, la expre­ sión más acabada de la representación del Deseo en tanto inseparable de un sentido oculto o perdido. Se conocen las múltiples acepciones de logos: palabra, dis­ curso, pero también teoría, lo cual significa asimismo, y quizás ante todo, visión de un espectáculo. A este respecto nosotros tomaríamos totalmente en serio este valor primero, realmente fundador, de las formas del relato para recordar la mutación operada por la tragedia. Esquilo, inventando el segundo personaje, rompe con las ataduras anteriores e inaugura un discurso nuevo. Sófocles creará el tercer personaje, innovación de la cual se servirá Esquilo en la Orestiada. Se dice con razón que antes de ser jurista, teólogo o filósofo, Esquilo era poeta y dramaturgo, pero la invención poética y dramática es aquí inseparable del universo conceptual que pesó sobre lo trágico, aunque éste no lo supiera. También se ha dicho de Esquilo que era un pitagórico tanto como un poeta. El discurso de la Ores­ tiada —forma naciente de la dialéctica triangular- sigue siendo tributario de las relaciones duales bajo las que se colocan ciertas relaciones de parentesco a las que hemos aludido antes. Se abre sobre el discurso ternario plenamente asumido de la Edipiada. La tragedia ilustró esos tipos de discurso, esas representaciones del Deseo, mediante situacio­ nes donde están en juego las relaciones de parentesco. Si el símbolo es relato (de una historia fundamental) y si ese relato es inseparable de una interpretación, del mismo modo que la interpretación vuelve necesario al relato que

31 Thom son hace notar que el térm ino “ intérprete” - e l lector “ hipócrita” - proviene de la necesidad de traducir la ejecución de un rito espectacular (cantos, danzas) de sociedad secreta a un público no iniciado, por un delegado para la declamación. Cfr. Aeschylus and Athens, Londres, Lawrence et Wishart ed.

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ella tiene como función interpretar y que es, él mismo, resultado de una interpretación, se comprende que el senti­ do sea inseparable de esa interrogación contenida en la historia y de su proyección. Pero habíamos sostenido que esa historia es la de las relaciones de parentesco. Lo que demuestran los helenistas (Ramnoux, Vemant) es que el saber inicial concierne a los mitos de generación y de soberanía, cuya traducción son las cosmogonías, que plan­ tean implícitamente el problema del poder38 . La dependencia del sujeto respecto del Otro, de la que no puede escapar por la prematuración humana en el nacimien­ to, instaura a ese Otro como detentador del poder y lugar de la verdad del sujeto. La relación con el Otro significará, para nosotros, la rela­ ción de parentesco, pues la presencia o la ausencia del Otro traza el camino por el cual se significa el sujeto o, más exactamente, es significado por él. Diremos pues que esta relación de parentesco, que remite a esa historia fundamen­ tal, debe, para significarse, tomar el camino de la represen­ tación. No porque ésta sea el molde donde aquélla se vierte para tomar forma, sino porque la representación es su manifestación misma. En la medida en que la relación de parentesco es constitutiva de sujeto, su representación se manifiesta en la ausencia del progenitor que estructura retroactivamente al sujeto como sujeto de Deseo, o en la ausencia del sujeto que se representa el coloquio parental. En resumen: porque la cuestión de la relación con el Otro se presenta como representación, ésta, a su vez, se presenta como representación de la relación con el Otro. Así es un mismo fenómeno representar la relación de parentesco y, en la actividad de representar, de poner en representación, dar cuerpo a esa relación de parentesco. Representación e interpretación como datos de la subjetividad aparecen aquí solidarios, no solamente porque toda representación presu­ pone la interpretación, sino también porque el ligar la

3* “ Iil m ito no se pregunta cóm o un m undo ordenado ha surgido del caos; responde a la pregunta: ¿quién es el dios soberano? El que ha logrado reinar (Anassein, Balisein) sobre el universo" (V em ant, Origines de la pensée grecque, pág. 108)

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representación con la relación del sujeto con el Otro impli­ ca necesariamente la interpretación como resultado de esta interrogación, puesto que el Otro se revela allí como miste­ rio, opacidad, sentido oculto a descubrir. Esta será la signi­ ficación de la concepción del Deseo como Deseo del Otro. Hay que agregar aún que esta opacidad, este misterio, no son solamente los de lo desconocido o de lo indeterminado, sino propiedad, apropiación del Otro, que por hipótesis los detenta.

V

Si lo trágico de Edipo proviene de ese camino contra la corriente que lo obliga, para encontrar la solución que requiere el porvenir de Tebas, a la reconstitución de un pasado que le resulta extraño y cuyo destinatario insospe­ chado sin embargo es; si en este reconocimiento posterior a la experiencia es donde se establece nuestra solidaridad con él, y si sufrimos con él por la obligación de tener que llamarse, al término de la investigación, contra su voluntad y por orden del dios, parricida e incestuoso, el problema de Orestes es muy diferente. Aquí no hay enigma a descubrir sino una historia demasia­ do clara, que está en todas las bocas; no hay ambigüedad aparente en la situación sino una causa que reclama justicia. Orestes sólo se detendrá apenas por una duda en el momen­ to de la venganza, justo el instante de escuchar la confirma­ ción de su irrecusable deber. Se le recuerda la imperiosa tarea —para vivir entre los hombres, aún en el oprobio y la mácula- de tener que escribir su historia, borrada por su madre. Pues un padre dos veces muerto -u n a vez por el crimen y otra por la imprescripción de los ritos que debe­ rían haberlo acompañado en su entierro- no puede inscri­ birse en una genealogía. “Los hijos de un héroe salvan su nombre de la muerte” , dice el hijo de Agamenón. La suerte individua] de Orestes sólo puede apoyarse sobre ese vacío que le cuestiona el derecho de ciudadanía. En realidad no 121

es hijo de nadie, puesto que io que garantiza al individuo su lugar en el mundo de los humanos no es su presencia física, sino los significantes por los cuales se hace conocer, tanto en la vida como en la muerte. Así, en el crimen de su madre, su rencor contra ella, si existe, no sería, en todo caso, el móvil: éste reside en el pasaje necesario que él debe realizar para llamarse hijo de Agamenón. Para inscribir un pasado que él no conoce más que por el lugar marcado pero no significado de la tumba de su padre, para liberar el camino a la epopeya de Troya, que dio gloria a su raza y le es inaccesible, indisponible, debe devolver la vida a Aga­ menón, pues de esta rehabilitación depende el aval de toda la existencia paterna. Por este gesto accede, finalmente, a una identidad, aunque le cueste caro. Quitar la vida de Clitemnestra es, ante todo, cumplir con ese programa que, por la ruptura del silencio que pesa sobre el nombre del padre, abre a Orestes el estatuto de sujeto. Orestes casi no puede elegir, amenazado por las lepras con “dientes salvajes que van devorando lo que ayer era un cuerpo” si deja invengada la muerte de su padre, y condenado a encontrar el castigo en su remedio si cumple con su deber, cayendo bajo la garra sofocante de la Erinnias. No es el Destino que se vuelve contra él en un giro imprevisto, sino una situación sin salida la que lo espera, cualquiere sea la solución que adopte. Estamos en el centro de la problemática de la Noche. Como lo recuerda Ramnoux, todo lo ctónico es infernal, pero la noche es aún más terrible. Aquí encontrará, pues, este dilema insospe­ chado: ¿cómo adquirir el derecho a esa filiación, a la inscripción en las prolongaciones de la rama paterna, des­ truyendo eso por lo cual ha accedido a la vida? No solamente porque al suprimir a su progenitora agota su fuente de vida es que se carga con una culpa mayor, sino porque destruye, al acceder a su carácter de hijo, lo que furda la paternidad. Al disolver el vínculo que une la madre con el padre, comete un crimen tan grave como el pa­ rricidio, aun si lo perpetra por orden paterna. Este es el absur­ do del dilema que lo lleva a su caída, cualquiera sea el término de la alternativa que adopte. Más allá de toda psicología la ética de este discurso se agota en la dualidad. 122

El ‘‘Que yo la mate y que yo muera” de Orestes encuentra igualmente su ilustración en lo que dice el corifeo: “Que toda palabra de odio” , traducción de esos intercambios simbiótico del discurso psicótico. Frente a esta subjetividad en forma de talión, se enuncia el discurso del desconocimiento. Los cuestionadores del psicoanálisis lo han dicho suficiente­ mente: Edipo no sabía. No sabía, al comenzar la investiga­ ción, que su padre ya había muerto y se propondrá, con una expresión profética, defender la memoria del rey de Tebas asesinado “como si fuera mi padre” . No sabía que esa reina obtenida en el lote de la victoria, como un botín repartido al azar, era su propia madre. No sabía tampoco dónde estaba la cuna de su nacimiento, como se lo recorda­ rá Tiresias. Porque Edipo no sabía todo esto es que precisa­ mente supo descifrar los enigmas, a lo cual debe su vida, y durante esa vida buscará a ese padre cuya muerte le abrió los caminos del lecho materno. Para encontrarse finalmente en la situación de aquél que, al acceder él mismo a la condición paternal, se transforma en fuente y lugar de cuestionamiento en el discurso que su descendencia le diri­ geEl sello de la transgresión que lo marcará a pesar suyo, contra él, ante él, lo conduce allí donde debía llegar: a su castración con la que finalmente se encuentra. Allí donde ya no se trata, para él, de poder o de saber. Allí donde tendrá que interrogar los signos que provienen de él, a dominar lo que viene del adentro, librado al deseo de los hombres, que se arrebatarán sus despojos aún antes de su muerte. No es seguro que haya logrado cumplir con esta -última misión, cualquiera sea lo que diga. Su conducta en las últimas horas de su vida no tiene nada de sereno, y su fin ambiguo adquiere la forma de un apocalipsis tanto como de un ascenso triunfal. Así, forma de la expresión y tenor del discurso son estre­ chamente solidarios en esta concepción del símbolo como relato. Al contrario, el relato de esta historia fundamental se resiste a dejarse reducir a un discurso único, puesto que se muestra transmisible y formulable según códigos tan opuestos que su mensaje se altera considerablemente. La 123

posibilidad de prestarse a combinaciones estructurales tan diferentes atestigua la gran resistencia que ofrece el Edipo como constitutivo de la subjetividad para dejarse captar como totalidad fija y cerrada. Hemos podido demostrar que esas variantes, relación dual en la triangulación simple o compleja del Edipo doble, positivo y negativo, situaban su forma simple en el nivel de un mito fundamental que nunca se toca sino en el límite. Si la representación desempeña en la relación con el Otro el papel fundamental que le atribuimos, pertenece, no obstan­ te, a lo imaginario. Es por su estructura, es decir, por la demarcación y organización de los elementos que la consti­ tuyen, tanto en las relaciones que establece entre los prota­ gonistas como por el carácter sistemático que liga los ele­ mentos que la componen, que pertenece a lo simbólico. Una de las funciones más importantes del Edipo es prestarse a esas combinatorias diversas. Hay, pues, una historia fundamental, pero en la medida en que no implica una forma cerrada la búsqueda de su senti­ do perdido origina discursos diversos que se engendran mutuamente.

Las últimas etapas de nuestro comentario pueden haber dado la impresión de que nos alejamos mucho de lo que fundaba nuestra empresa: la investigación psicoanalítica. La riqueza de la obra freudiana le da una polisemia que permi­ te hacer de ella, según lo muestran la experiencia y la teoría, un uso abierto. Hemos elegido el enfoque menos directo pero quizás el más conjetural39. Nuestra interroga­ ción sobre la tragedia sólo adquiere sentido en relación con el problema, planteado por Freud, de las relaciones entre el impulso y su Vorstellungs-Reprasentanz y, como consecuen­ cia, del Deseo y su representación. A la inversa, situamos la representación en las huellas del Deseo, de la relación con el Otro.

** La enseñanza de Lacan ha sido, para nosotros, una gu ía precios» en nuestro trabajo.

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Encontramos un acuerdo entre las expresiones de esas for­ mas sucesivas del logos y los planos que deduce la teoría freudiana: el del impulso, de su Vorstellungs-Reprasentanz y el del lenguaje. Creemos que la tragedia es un ejemplo privilegiado de esa conjunción de la representación del Deseo y los efectos del discurso. Expresión de una modalidad de la palabra donde ésta es solidaria de su modo de aparición y cuyas manifes­ taciones son la percepción visual y auditiva del espectáculo. Pero sería erróneo ver allí como un umbral, un límite de ella. El Efesio, pensador del fuego,-ya dijo del alma, de la que “nunca se encontrarán los límites, por lejos que se exploren sus caminos, tan profundo es en ella el logos''*0 .

40 Después de la redacción de este trabajo hemos conocido ciertos textos que se vinculan con nuestro tema. Citemos los dos esenciales. El de Melanie Klein, escrito poco antes de su muerte, “ Some Reflections on Oresteia” , en el libro postum o que lleva el títu lo de Our Adult World and Other Essays, Londres, Heinemann (trad. castellana: “ Algunas reflexiones sobre La Orestia da”, en El sentimiento de soledad y otros ensayos, Buenos Aires, Hormé, 1968). Escribimos la crítica de este libro en la Revue française de psychanalyse (t. XXVIII, 1964, pág. 816). La reproducim os aquí como apéndice. Mencionemos también, en el hermoso estudio de J.-P. Vernant, ‘Hestia-Hermés el análisis que este autor dedica a la Electra de Sófocles. Se lo encontrará en su colección de artículos Mythe et pensée chez les Grecs, Paris, François Maspero.

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APENDICE “ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA “ ORESTIADA” *”

Quienes no sienten por la obra de Melanie Klein una aversión que con frecuencia confina en la demonomanía sino que la consideran con interés y hasta simpatía, no se sorprenderán al ver que la obra postuma que acaban de publicar sus herederos incluye un largo estudio sobre la Orestiada1. Por poco que uno se interese en esta proyec­ ción legendaria y en la trilogía de Esquilo, se comprende rápidamente hasta qué punto esta obra apela a una inter­ pretación a partir del sistema kleiniano. La única sorpresa será comprobar que Melanie Klein haya esperado tanto tiempo para llevarla a cabo. Es indudable que este estudio no desluce la obra tan rica de quien sería una continuadora de Freud. La atención que prestamos a la Orestiada2 , y la confrontación de nuestras conclusiones con las suyas nos movieron a volver una vez más al comentario de esta obra. Después de hacer un breve resumen de la trilogía según la traducción de Gilbert Murray, Melanie Klein, antes de en­ tregarse a su interpretación, presenta, como en muchos de sus artículos, un resumen de sus tesis. Se destacan allí sus descubrimientos más recientes sobre la envidia. Melanie Klein sitúa al comienzo del desarrollo, junto a los mecanis­ mos de introyección, proyección, clivaje, fragmentación,

* Trabajo publicauo en la Revue française de psychanalyse, t. XXVIU, 1964. 1 “ Some reflections on the Oresteia” , traducción castellana en El sentimiento de soledad y otros ensayos, Buenos Aires, Hormé, 1968. 2 Cfr. el capítulo precedente.

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denegación, a la envidia, que subyace a las relaciones del niño con la madre, colocadas bajo el signo de la dualidad de los impulsos eróticos o destructivos. La envidia del niño hacia la madre es envidia de su poder creador y nutricio, deseo de apropiarse de ese poder y destruirlo. Esta sed de destrucción se centra en el objeto de su dependencia, el pecho materno, cuyo deseo aumenta el odio y la envidia3 . Este concepto de envidia, que está en la base de los impulsos destructivos acarrea, cuando se llega a la fase depresiva y con la amenaza de la pérdida total del objeto que implica para el niño, el concepto correlativo de repara­ ción. Melanie Klein ve en el pensamiento griego una confirma­ ción de sus tesis. A 1a hybris (desmesura) sucede la diké (justicia) como castigo por haber enfrentado la Moira (la parte de destino que le toca a cada uno). Del mismo modo, a la envidia sigue, por influencia del superyó, la reparación. Se sabe que el teatro de Esquilo, y muy especialmente el tema de la Orestiada, se presta bien para la ilustración de esta moral griega. En muchas oportunidades se subrayó esa concepción del derecho» tan propia de Esquilo. Lejos de concebir que el derecho reside en su totalidad y para siempre en una de las partes antagonistas, parece que a medida que la acción se desarrolla el deseo se manifiesta detrás de la causa, hasta el origen, pero defendido de tal manera que lleva a la inversión del derecho en derecho del antagonista. Los intercambios, masivos, crueles, que ignoran el matiz o la sutileza, nos ponen ante una forma de justicia cercana al taitón. Es evidente que muchos de estos rasgos se prestan a la fantasmagoría kleiniana. Pero Melanie Klein va más lejos e interpreta los caracteres de los héroes según su conocida dialéctica de la fase esquizoparanoide y la fase depresiva. Es divertido comprobar que sus conclusiones se oponen a aquéllas a las que yo había arribado. Considerando que la situación de Orestes era ejemplar para la psicosis en comparación con la situa­ ción edípica, ejemplar para la neurosis, yo veía en Orestes Notemos, de paso, el punto de coincidencia entte este concepto de envidia y el concepto de deseo de Lacan.

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el modelo mitológico del psicótico. Para Melanie Klein, al contrario, Orestes está más acá de la psicosis, en la medida en que puede decirse que la neurosis existe en un sistema como el suyo, que parece totalmente construido para expli­ car las modalidades del universo psicótico. Por lo menos ella establece una distinción entre la posición esquizoparanoide, que se encuentra en la base de desórdenes graves (esqui­ zofrénicos) y la posición depresiva, que subyace a desórde­ nes menos graves (melancólicos), por lo menos porque son críticos e intermitentes. Melanie Klein considera que el hecho de que un sujeto sea capaz de una reacción de duelo es testimonio de que ha alcanzado la fase depresiva. La ausencia de duelo será pues el signo de una fijación en la fase esquizoparanoide, índice de mucha gravedad. Pero, dice ella, Orestes tiene esa reacción después de la muerte de su madre. No es muy razonable discutir el diagnóstico nosográfico de un héroe de tragedia. Tales controversias son aún más estériles que las que se abren alrededor de los casos indivi­ duales de los enfermos. No obstante, no se ve qué autoriza a Melaine Klein a afirmar que Orestes presenta un estado mental característico de la transición entre la fase esquizo­ paranoide y la fase depresiva, “un estado donde la culpabi­ lidad es vivida esencialmente como persecución” . Al contra­ rio, parece que Orestes presenta los rasgos de una psicosis de persecución. No se comprende por qué la culpabilidad no subyacería a esa psicosis. Melanie Klein piensa que hay una incompatibilidad casi total entre la fase esquizoparanoide y la culpabilidad, pues ésta supone la noción de un objeto total respecto del cual se siente culpabilidad, mientras que la angustia del esquizoparanoide es la de un retorcimiento taliónico. De hecho no hay, por parte de Orestes, una verdadera culpabilidad; hay un castigo conocido, previsto, esperado, por haber matado a su madre, del mismo modo que hubiera incurrido también en castigos atroces si no hubiera vengado la muerte de su padre. Nos encontramos, pues, en un sistema taliónico absolutamente indiscutible. Pero Melanie Klein se apoya en el deseo de reparación de Orestes. La cuestión es saber si él desea lavar una mancha que lo separa de los seres humanos para reencontrar su 129

lugar entre ellos, la mancha del hijo de Agamenón, o manifestar su arrepentimiento respecto del objeto materno. Es cierto que la autora hubiera podido decir que la reclu­ sión de Orestes era signo de la destrucción de los objetos buenos introyectados y que estos abrían el camino a la angustia de persecución por parte de los objetos m alos.. . Notemos al pasar que Melanie Klein no atribuye ningún valor al hecho de que el matricidio se lleve a cabo en forma cruda y directa4 . En la medida en que esas fantasías son, para ella, la regla, nada hay allí que pueda sorprender. Melanie Klein ve en este acto sólo ur. signo del carácter negativo del complejo de Edipo y nada más. La constelación edípica total, es decir, doble, está atestiguada de diversos modos en la trilogía. Electra presenta un complejo de Edipo positivo, y la rivalidad entre Clitemnestra y Casandra (ésta es un sustituto filial) es un indicio de la presen­ cia de ese complejo positivo. Al contrario, Apolo, que impulsa y apoya a Orestes, indica un Edipo negativo. Mien­ tras que Atenea, hija preferida de Zeus y cuya influencia prevalece, es signo de'complejo de Edipo positivo. Así podría escribirse: Generación de los padres . . . .

Edipo + Egisto

Generación de los hijos . . . . . Casandra Electra Dioses

..................................

Edipo — Clitemnestra Orestes Apolo

En cuanto a Agamenón no podemos indicar aquí su lugar, pues ora es signo de Edipo positivo (Casandra, Electra), ora signo de Edipo negativo (Clitemnestra, Orestes). Por eso creemos que merece un estatuto especial. Melanie Klein sólo ve en él el agente de la desmesura (sacrificio de Ifigenia, ofensa de orgullo a los dioses).

4 Por oposición a su expresión bajo una form a disfrazada, com o el triunfo de E dipo sobre la esfinge, que llevó a la m uerte de ésta.

El argumento principal que esgrimimos contra el sistema kleniano —argumento que se sostiene tanto con respecto a los diversos sistemas que, sin fundarse en él se inspiran casi con rigor— es la desaparición de la referencia paternal. Notemos que no decimos la desaparición del padre. Este está, por cierto, presente en muchas oportunidades en la obra de Melanie Klein y la nota propiamente edípica está menos ausente de lo que se pretende en sus trabajos. Pero está presente como doble de la madre. Es un objeto segun­ do porque es más tardío -opinión que coincide con la de los psicoanalistas genéticos que, sin embargo, la critican tanto— y porque funciona en la práctica como si se tratara de un segundo objeto maternal. Esto no quiere decir que Melanie Klein no le reconozca caracteres específicos. Se trata, por supuesto, de un hombre que normalmente atrae las preferencias de su hija, pero (y la concepción de la madre con pene acentúa esta inflexión) en ninguna parte se atestigua su posición como referencia. Es decir que no es el objeto del deseo de la madre, no es el representante de la tercera posición. Ese tercero excluido/no excluido, que da tanta importancia a la concepción psicoanalítica de la paternidad. No es el signo mediante el cual el falo entra en el mundo del niño por el descubrimiento de su ausencia en la madre. Dicho de otro modo, el complejo de Edipo como circuito de intercambios es aquí insensato, desprovisto de sentido, es decir, de dirección en la circulación de los objetos, de los valores de las catexis. Si Melanie Klein representa una de las corrientes más audaces del pensamiento postfreudiano, J. Lacan, con una orientación diametralmente opuesta, lleva el equilibrio hacia el otro polo de la balanza, el del restablecimiento de la primacía paterna. Volveremos a encontrar esa nivelación kleiniana en su con­ cepción del superyó. Ella enumera sus representantes en la Orestiada: las Erinnias muestran la imagen de las formas más arcaicas, de naturaleza sádico oral y sádico anal; Aga­ menón el aspecto más evolucionado (el del padre amado tiernamente); Casandra, profetiza de la desgracia, refleja la parte inconsciente transformada en conciente pero negada; Apolo, los deseos destructivos de Orestes proyectados sobre 131

una imagen superyoica y -la st but not least- Zeus: Padre de los Dioses. En este conjunto sincrético los Dioses conviven con los hombres sin que se establezca ninguna distinción. Aquí podría encontrarse, en un contexto diferente, una crítica que a menudo se hace a Melanie Klein: la no distinción entre objeto y fantasia de objeto (Pasche y Renard). Lo que decíamos del Padre se reencuentra aquí en las figuras compuestas d.e ese superyó en forma de mosaico. Zeus no reina ya sobre el Panteón de los Dioses, se encuentra en el mismo plano que sus hijos. El paganismo no puede ser suficiente para autorizar esa nivelación. . . Pero esta indiferenciación general priva a nuestro examen de su centro, de su eje, de un código que permita una lectura coherente. El Edipo es, ante todo, condición huma­ na en su generalidad, antes de ser el lenguaje particular de tal o cual condición humana (psicosis o neurosis). Decir esto implica entonces restituir en una distancia significativa, en toda su diferencia, la función del padre y de la madre. Sin embargo ese rico trabajo contiene muchas observaciones que llevan muy lejos la reflexión sobre las fantasias de no nacimiento, sobre los bebés que las fantasías del niño matan en el vientre de la madre, que no pueden nacer pero permanecen como objetos internalizados muertos y sin embargo activos, ya sea como objetos buenos o malos. La alimentación de la madre no solamente mantiene con vida al vivo, sino también al objeto internalizado muerto que lleva en sí. Esta interpretación reveladora ilumina muchos hechos. Todavía hay que reflexionar sobre las concepciones del símbolo que presenta aquí Melanie Klein. La autora atribu­ ye a éste una función de fijación de la fantasia. Así, las fantasías se “apegan” a los objetos, se “prenden” de ellos y hacen pasar la actividad de la energía impulsiva de un modo continuo, fluido, permanente, invasor, a una forma ligada, limitada, discontinua. Los objetos fantaseados y rea­ les adquieren un estatuto simbólico. Pensamos en una frase de Merleau-Ponty: “El ser es lo que exige de nosotros creación para que podamos experimentarlo” . Pero esta crea­ ción, dice Melanie Klein, no es tan urgente sino porque la 132

más amante de las madres no puede satisfacer las poderosas necesidades afectivas del niño. Así, el símbolo es trozo de carne sobre su infancia. Cómo no comprender, entonces, a Melanie Klein más allá de ella misma y decir, más allá de lo que dice, lo que no ha dicho pero que sin embargo dice. A saber: que la imagen internalizada del padre muerto, del creador de los niños muertos que llevamos en nosotros es creación, manifestación de lo simbólico.

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C apítulo 2 O telo *, una tragedia de la conversión magia negra y magia blanca

Para Alain Cuny . .e che da me le Donne Italiane imparino, di non si accompagnare con huom o, cui la Natura, e il Cielo, e il m odo-della vita disgiunge da noi.” CINTHIO, citado por Bradley

“ Pues, allí donde el am or despierta, muere El yo, ese déspota som brío.” MUHAMMAD IBN MUHANNAD (Jalal Din) citado por Freud (S.E. XII, 65)

el

Las citas están tom adas de la traducción castellana de Luis Astrana Marín, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1945, 3a ed.

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El psicoanalista en “O telo”

¿Qué es una lectura psicoanalítica? No finjimos ingenuidad ni esquivamos las dificultades al responder: es una lectura hecha por un psicoanalista. El psicoanalista lee a Shakes­ peare en dos sentidos. Como genio literario y por lo tanto como aquél cuya creación es rica en saber sobre el hombre; la resonancia considerable de esa obra, ante la cual casi todos los hombres se sienten tocados, atestigua que ese saber es, en ella, esencial. Como investigador de los rasgos humanos que tienden un puente entre esa humanidad de la que forman parte todos los hombres y la humanidad que entra en el campo propio del psicoanalista: la de la neurosis y de la psicosis. Del mismo modo que hay una alienación común a todos los hombres y una alienación que solamente toca a algunos, Otelo pertenece, por suerte o por desgracia, a esos dos registros: todo hombre se siente inevitablemente preocupado por los celos, puesto que ha nacido de dos padres, uno de los cuales fue el objeto de su deseo y el otro el obstáculo para la realización de su deseo; algunos hombres padecen de una locura celosa, aunque el clínico observa entre las estructuras más triviales, más cercanas a lo común y las estructuras más misteriosas, más alejadas de la experiencia comunicable, toda la gama de estados interme­ dios. El psicoanalista se sitúa, pues, ante Otelo con curiosidad y simpatía. ¿Qué va a descubrir allí? Antes de responder a esta pregunta, enunciemos los puntos negativos de su enfo136

que. El analista 110 llega virgen al texto. Está pleno de saber, es decir, pesado y encadenado por sus prejuicios. No puede arribar a ese vacío que debe operar cada ve/ que emprende el análisis de un paciente, escuchando con su “tercer oído” los sonidos nuevos de la palabra analítica. No puede hacerlo porque el texto no es un texto de sesión, una palabra libre, que ha soltado sus amarras racionales, y a la vez obligada, por el pacto analítico, a decir todo. Así pues, por un lado, un analista que tiene una teoría analítica -la de Freud sobre los celos- y por otro un texto enuncia­ do mediante la palabra escrita, no analizable, como no lo sería su autor a través de él. ¿La empresa estaría, pues, consagrada al fracaso, sobre todo si el analista desea escu­ char sólo al texto y no al autor? Estamos ante un falso dilema. Si el análisis es verdadero, entonces el analista extrae de él un saber verídico sobre el hombre, que puede ocuparse de verificar aún cuando 110 se cumplan las condi­ ciones técnicas del análisis, como si sólo se enfrentara con uno de los diversos modos de disfraz que encuentra en su práctica. Un disfraz fijado y por ende inaccesible a una interrogación que sería susceptible de brindar una respues­ ta, aunque fuera velada. Pero disfraz fijado, es decir, aprehendible, abierto a tantas lecturas cuantas sean necesarias antes de formarse una opinión. Un sentido velado, pero el develamiento es posible por ese velo mismo, pues el velo se ajusta tan bien a lo que debe ocultar que revela sus contor­ nos de manera precisa. Freud, acaso, ¿no pensaba que la terapia analítica sólo era en sí misma uno de los aspectos del psicoanálisis aplicado, pues el psicoanálisis se postulaba sobre todo como teoría y como método, y tendía a conclusiones generales que tras­ cendían en mucho a las extraídas del tratamiento de las neurosis? ¿Por medio de qué verbo puede producirse el encuentro entre un sujeto (psicoanalista) y un objeto {Otelo, tragedia de Shakespeare)? Por el verbo escrito para ser representado. Otelo es una obra escrita para ser repre­ sentada. Implica, pues, menos la existencia de un lector que la de un espectador-oyente al que se trata de capturar en el juego. La lectura del psicoanalista será, pues, una doble lectura: lectura del texto y lectura de la representación, es 137

decir, búsqueda en la organización de los significantes de lo que opera por su representación en la representación en el espectador-oyente. En resumen, se trata de saber por qué el espectador isabelino y nosotros mismos nos interesamos por el espectáculo. Esta primera lectura doble será confrontada entonces con otra lectura doble, la de la teoría freudiana de los celos con la de la fenomenología de la experiencia de los celos. Se supondrá que puede establecerse una relación entre, por una parte, la representación y la experiencia fenomenológica de los celos, ambas agrupadas bajo el rótulo de lo consciente, y por otra parte la organización de los signifi­ cantes que fundan la representación al actuar sobre el espectador-oyente, y la teoría freudiana: estos dos últimos elementos se sitúan a nivel de sus efectos sobre el sujeto en el registro del inconsciente. Freud demuestra la experiencia consciente de los celos. Propone su “montaje” a nivel de lo inconsciente, y Shakes­ peare, qüe describe una locura celosa para compartirla con su público logra, por haberla hecho funcionar, aún cuando sin saberlo, un montaje homólogo.

I. ESTRUCTURA, SUJETO, PROCESO

Diferencia sincrónica y diferencia diacrónica De las cuatro tragedias más grandes de Shakespeare, Hamlet, Macbeth, Lear, y Otelo, esta última es la única que presenta una acción contemporánea. Tomada de un relato de Cinthio (Giraldi), Otelo está fechada en 1604, tres años después de Hamlet, un año antes de Lear, y dos años antes de M acbeth1.

La comparación entre la intriga de Cinthio y la de Shakespeare, por interesante que sea, no tiene casi más u tilid ad ‘que la de hacer resaltar el genio de Shakespeare, sobre todo en lo que éste

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El Hecatommithi. colección de relatos (publicado en 1565) de la que se extrajo O telo, está constituida por una serie de historias que se narran los pasajeros durante un viaje por mar desde Roma a Marsella en 1527. Shakespeare encontró en un relato anecdótico, semejante a los intermedios que esmaltan las aventuras del Quijote para distraer al lector, la materia de su tragedia. El hecho de que la intriga sea contemporánea ya se ha producido y se producirá aún en su obra, pero solamente en el caso de las comedias o el drama. Es como si la distancia que siempre requiere la tragedia que hace aparecer al héroe con su aura, efecto que se confía por lo general al desfasaje histórico, fuera creado aquí por el mito del origen lejano. Ciertos críticos obser­ varon lado “far away y long a g o de Otelo. Figura demasiado grande para un mundo demasiado pequeño, últi­ mo descendiente de una raza de gigantes. La obra se titula Otelo, el moro de Venecia, marcando bien todo el espacio recorrido entre la tierra natal ¡y la ciudad de los dux 3 Pero este deslizamiento sustitutivo del efecto diacrónico a un efecto sincrónico será fuente de ambigüedad. Creemos que hay que vincular absolutamente la contempo­ raneidad de la acción con el origen extranjero del héroe, el origen más extranjero “de aquí y de todas partes” que simboliza lo negro más completo para el mundo del Renaci­

eligió podar, simplificar, comprimir, pues el interés de Otelo se funda en la articulación de los elementos de la acción, los personajes y el lenguaje. Citemos solamente dos diferencias. En Cinthio el alférez está enam orado de Desdémona, y su villanía se explica porque no es correspondido. Además el alférez y Otelo com eten el crimen, simulando un accidente. 2 Oscar Campbell.

1 Se discutió la función de la mayor o menor negrura de Otelo. Se ha hecho notar entonces que si es bien africano, nació en Mauritania, y que por lo tanto su tez negra no está en cuestión; su condición de negro fue defendida por Bradley (1904). Véanse tam bién las opiniones de Coleridge y de Ch. Lamb, y la e n tu ­ siasta rectificación de Charlton.

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miento que descubre tierras nuevas4 . Estas aproximaciones permiten comprender que existe, desde que se levanta el telón, un cuadro de alienación —su espejo es el aspecto sociológico—, cuyo fin, de hecho, es establecer una diferen­ cia —la misma que querrá reabsorber Otelo con su admisión a la ciudadanía de Venecia5- y cuya esencia será aquí original —dependiente del lugar de nacimiento-, allí donde en las formas trágicas antiguas se establecía comúnmente sobre la evocación del tiempo mítico o de las circunstancias excepcionales del nacimiento del héroe.

Los dos mundos y sus representaciones En Otelo hay dos mundos: el de los hombres y el de los dioses. El de los hombres está dividido en tres clases. Primero está la clase del poder, la del Estado de Venecia, que rigen los dux. Esta clase cuida su poder y sus bienes. Enmarca la tragedia, pues está presente al comienzo y al final. Pero esta clase que sesiona en consejo y representa “el libro sangriento de la ley” lo traiciona sutilmente para salvaguardar sus intereses. Como ocurre a menudo en Sha­ kespeare, la clase del poder es una clase que vacila, no totalmente decrépita sino aplazando su caída. La tempestad

Con casi un año de diferencia ( 1 5 7 6 -1 5 7 7 ), la construcción del primer teatro público coincide con la navegación de Drake alrededor de la tierra. Cuatro años antes de Otelo se fundó la Com pañía de las Indias orientales. La m itología concerniente a esos africanos, de los que Occidente no tenía más que un conocim iento muy reciente entonces, está vehiculizada tan to por las novelas de caballería de Palmerín (1 5 1 1 -1 5 4 7 ) que, se sabe, tienen estrechos vínculos con el Quijote, él mismo lleno de referencias moriscas (pero traducido al inglés en 1612), como por el Microcosmos de John Davies (1603) (según Campbell). La guerra entre la República de Venecia y los turcos, que aparece en Otelo, es también un punto de contacto entre Oriente y Occidente. Esta diferencia pareció tan exhorbitante que Rymer (1692) y Coleridge (1808), entre otros, la rechazaron, tachando a Shakes­ peare de extravagante pues hace a un negro general de la República en una época donde éstos sólo podían ser esclavos. 14U

habrá arrasado a los turcos, no a la República de Venecia. Pero ésta muestra ya sus fallas, develando la impotencia del viejo Brabancio para obtener el respeto a la palabra pater­ na. Pues si el consentimiento de Desdémona es suficiente para declarar conforme el matrimonio, ¿por qué defender a Chipre e impedir que se deje seducir por los turcos0 Después está la clase del placer, la de Desdémona. Es la clase de la juventud y la galantería, la de los amores de la flor de los hijos de Venecia. Desdémona no ha renunciado a ella de ningún modo, diga lo que diga, como lo de­ muestra claramente la escena de la llegada a Chipre. Sin duda ella quiere asociarse a las empresas guerreras de Otelo, pero es evidente que sigue gustando de los placeres de la jovencita que aún es, a juzgar por las risas y los juegos del segundo acto, mientras que su esposo está todavía en el mar, quizás en peligro. Otelo y lago no forman parte de esta clase. Desdémona —a pesar de su deseo de compartir la vida de Otelo en el combate— no renuncia a las ventajas de su sexo, y Cassio, a pesar de ser soldado, no olvida en los momentos de distensión que'un hermoso oficial es además un hombre galante. Cassio también forma parte de la clase del placer. Pero no está totalmente integrado a ella; es aquí un mediador. La tercera clase es la que pone en comunicación a las dos primeras. Es la clase de la guerra, entre el poder a quien sirve y el placer que desprecia. Clase de los héroes y de los hombres. Todo el drama de Otelo será el de estar, por su matrimonio, en el límite entre el poder y el placer y ser incapaz de unir esas extremidades tan lejanas entre sí para él, como la tierra y el cielo. Frente a este mundo parlante se encuentra el mundo mudo de los dioses, que están aquí en una lucha silenciosa y son invisibles a los ojos de los humanos. Oposición de los dioses moros en forma de poder de magia que actúa por brujería, y del dios cristiano. Dios del amor, de fidelidad, pero también dios sutil y retorcido cuyos siervos llevan en sus rostros mil expresiones contradictorias y misteriosas que son fuente de engaños. La transgresión cometida con el matrimonio de Otelo y Desdémona, que fue posible por la conversión de Otelo, es esta misma conversión, que vuelve 141

contra él a los dioses moros de su nacimiento a quienes ha abandonado, y aleja de él al dios cristiano que no lo quiere. Juntos, ellos le harán pagar esa conversión con el precio de su vida. Ninguna figura emerge de la clase del poder. Los agentes de la ley, en especial el dux son, como conviene, la pura expresión del gobierno, del mismo modo que los senadores, fuera de la dolorosa figura de Brabancio. Lo menos que se puede decir de ellos es que no respiran fuerza, virtud ni coraje. Reaccionan ante la amenaza de los turcos con celeri­ dad y eficacia, pero su lenguaje no alude a la salvaguardia del patrimonio en peligro, a una parte de la patria amenaza­ da. Chipre es una factoría a defender, una posición clave en las rutas comerciales hacia el Este. Shakespeare parece ha­ ber querido marcar, ante la grandiosa monstruosidad del moro que inspira piedad, la amabilidad mediocre de los embajadores del dux bajo los rasgos de Ludovico y Gracia­ no. En el último acto, cuando Rodrigo, Cassio y lago se matan mutuamente, por más que los pedidos de socorro resuenen en la noche, Ludovico se preocupa más de prote­ gerse que de mostrarse a la altura de la situación: “ Dos o tres gimen. . . Es una noche oscura. Pueden ser lamen­ tos engañosos. G uardém onos de acercarnos al sitio de donde parten sin más am paro” . (V, 1) *

El mismo Ludovico es quien correrá el telón sobre la tragedia, como embajador del poder. “ Yo voy a embarcarm e inm ediatamente, y a llevar al Estado con un corazón doloroso, el relato de este doloroso aconteci­ m iento” . (V,2)

Las últimas palabras se refieren a la República de Venecia, a sus gobernantes y a su dios. No es difícil establecer una relación entre los personajes del acto inaugural y los del acto de clausura que legislan ante el crimen de Otelo como “mensajeros de Venecia” . Se podrá decir entonces que Ludovico es al dux como Gracia­ no es a Brabancio. Los dos primeros son los representantes 142

de la razón de Estado: los dos últimos los de los derechos de la familia. El dux y Ludovico estatuyen, ordenan y sin embargo no suscitan nuestra adhesión sobre la autenticidad de su idea de la justicia o de la autoridad. Brabancio y Graciano son figuras lastimosas que no pudieron evitar el rapto en el primer caso, ni el crimen en el segundo. Como muchas veces en Shakespeare, aquí el poder está prorroga­ do. Las múltiples ocasiones en que se renueva esta situación muestran que el universo shakespeareano no estigmatiza tanto las faltas cuanto que liga indisolublemente el poder y su caducidad. Revela, además, la imposibilidad de todo poder para mantenerse al nivel en que se espera que perma­ nezca. El poder .político entra en correspondencia con el poder paternal reunidos bajo el emblema del significante fálico. Allí es donde Otelo debe llegar en esta tragedia; allí donde debe cumplir sus pruebas ante Eros accediendo a la situación de esposo, es decir, llegando ante los ojos de Desdémona. a ocupar el lugar del padre que le ha quitado. Y del que Desdémona, ante el Senado entero reunido, ha renegado en su favor, por su boca misma. El lo ha hecho. Lo cual equivale a decir que se destina, de este modo, a perderla. La clase de los guerreros está representada por dos figuras importantes: el valeroso moro y su alférez lago. Otelo se describe a sí mismo de este modo, cuando es llamado a defender su causa ante los senadores. “Soy rudo en mis palabras, y poco bendecido con el dulce lenguaje de la paz” . (I, 3)

Para Otelo la paz es el tiempo del amor. No carece de elocuencia, puesto que gracias a ella sedujo a Desdémona, pero es una elocuencia guerrera, puesto que logró hacerlo con el relato de sus aventuras. “ Y fuera de lo que concierne a las acciones guerreras y a los combates, apenas puedo hablar de este vasto universo” . (1,3)

Muchos comentadores no dejan de subrayar el estilo de Otelo, que no tiene nada de rudo, cualquiera sea lo que 143

diga, y que utiliza con facilidad el énfasis y figuras ampulo­ sas, en los límites de una hinchazón que evoca su condición de africano. Su impotencia, antes de la experiencia de los celos, es el uso del lenguaje galante. Cuando se pregunta por primera vez sobre las causas posibles de la infidelidad de Desdémona (III, 3), evocará su edad (“porque yo des­ ciendo el valle de los años”), su negrura (“porque soy ne­ gro”) y sus maneras: “Y no tengo esos modales de con­ versación que tienen en los salones,” La vacilación en el amor implicará el desfallecimiento de su palabra. La misoginia de lago es evidente y notada por todos. Se la interpretó rápidamente en el sentido de la homosexualidad que une a los miembros de lo que Freud llamaba esa “masa artificial” que es el ejército. Por ahora detengámonos sólo en su actitud hacia las mujeres; la escena del segundo acto le brinda la oportunidad de expresarla por el juego de las apologías a! que lo invita a jugar Desdémona para distraer­ se. lago se muestra allí con los rasgos de un soldado para quien todas las mujeres son prostitutas, “jugadoras en vues­ tros hogares pero hogareñas en vuestros lechos” . Para noso­ tros lo esencial es determinar la significación de esta actitud respecto del personaje mismo. Pues ella obedece a un impe­ rativo: el dominio narcisista para el ejercicio omnipotente de sus medios al servicio del interés egolátrico. Ese es su cebo; ese retorno del Deseo, que sólo se expresa mediante su negación, no evitará que se encadene a su Deseo incons­ ciente, del que hablaremos más adelante. El carácter malig­ no que muchos han puesto de manifiesto, sin encontrarle explicación —con razón se ha dicho que no tiene funda­ mento— no es suficiente para descubrir el misterio del personaje y no puede pretender imponerlo como el fin último de su acción. Cassio es el tercer postigo de este tríptico. Ya lo situamos en la clase del placer, en tanto compañero de Desdémona. Pero es también soldado, lugarteniente del moro, y ha aventajado a lago, que sin embargo es más antiguo, en la obtención de este cargo. Difiere profundamente de los precedentes por sus costumbres y su educación: “Fui edu­ cado en las costumbres corteses”. No posee la rudeza ni la grosería de un soldado. lago lo califica de aritmético, lleno 144

de ciencia y de teoría. Un espíritu cultivado antes que un guerrero endurecido, l'n hombre que sabe hablar a las damas y no ignora de los refinamientos del comercio con ellas. “Muy bien, hermosos besos, profunda cortesía", dirá lago observándolo y esperando su hora. Es el negativo exacto del moro y ofrece una imagen semejante a uno de esos hijos de patricios que se disputaban la mano de Desdémona en Venecia y ante quienes-ella preferirá a Otelo. Otelo, lago y Cassio constituyen los tres vértices del trián­ gulo masculino, inscrito en el triángulo femenino formado por Desdémona, Emilia y Blanca. Si Desdémona es su figura central —como lo es Otelo en la clase de los guerre­ ros—, sólo alcanza su pleno valor asociada a Emilia, que le sirve ae dama de compañía, y opuesta a Blanca, la prosti­ tuta, con la que Otelo la identifica hacia el fin de la tragedia. Así se dibujan tres imágenes femeninas. La joven esposa, Desdémona, joven amante, apenas mujer, aún cerca­ na a su parte masculina en la identificación fálica con su esposo. La mujer casada, de vuelta de las ilusiones de los primeros tiempos del matrimonio, objeto de los sarcasmos de su esposo, a quien sirve con sumisión, pero no encadena­ da por la fidelidad: Emilia. No se sabe si prestar crédito a las alusiones de lago que la acusa de haber sido amante del moro y de Cassio. Es posible que sea, como generalmente ocurre, calumnia —pero ella misma, al fin de la tragedia, cuando Desdémona le pregunta si ella engañaría a su mari­ do, responde sin ambages: “Sí, lo haré; y lo deshaceré después de haberlo hecho.” Pero entonces, ¿qué es lo que, en el límite, separa a Emilia de Blanca, la prostituta para los soldados? Puta, pero mujer valiente por lo demás, sinceramente enamorada de Cassio. ¿El interés que ella obtiene de su comercio? Emilia, mujer honesta que no carece de generosidad, puesto que sacrificará su vida para develar la verdad, dirá: “ ¡Miserables de nosotras! ¿quién no haría cornudo a su marido para hacerlo monarca? ” Desdémona, en la aurora de su vida conyugal, parece en­ frentarse aquí con otras figuras de la feminidad. Todavía no ha entrado eri ningún sendero decisivo en esta alba del matrimonio. Implica en si misma la ambigüedad de muchas posibilidades. 145

El sujeto entre dos procesos ¿Quién es, dónde está el sujeto en O telol El título parece indicar la respuesta: Otelo es el héroe como sujeto. Esta evidencia, aunque indudable, no nos lleva muy lejos y nos desvía de varias preguntas. ¿Ei sujeto sería entonces el sujeto como sujeto de la tragedia: los celos? Aquí se abre un camino intermedio: conciliar esos dos aspectos para descubrir allí al sujeto como héroe celoso. Esto implica ceder demasiado al comienzo, pues es utilizar palabras infla­ das de sentido que parecen hablar de sí mismas. ¿Por qué es necesario extenderse sobre los celos? ¿No es acaso una experiencia tan generalizada que todos pueden referirse a eila directamente para comprender en escala común lo que Otelo vive de manera desmesurada? Suspendamos nuestro juicio sobre los celos y sus significa­ ción. Observemos entonces que el sujeto, en sentido estruc­ tural, es el proceso. El proceso como marcha de la tragedia, como nudo de fuerzas entrecruzadas en el espectáculo. Es el proceso espectacular de la destrucción después de su conquista, o por su conquista, del objeto de amor cuya pérdida acarrea la del yo. Es como si esa desgracia fuera una sanción terrible, un castigo prescrito por una instancia invisible. Si se piensa además en las cuatro tragedias, se notará que lo trágico de Hamlet proviene de circunstancias que le preexisten, son extrañas a su acción y constriñen al héroe a obligaciones que no puede enfrentar - e l crimen de su padre que debe ser vengado—, que en Macbeth la ambición que precipita al héroe a su caída es castigada sobre todo por los crímenes ante los cuales no retrocede, y que en Lear, finalmente, el viejo rey paga muy caro una falta de juicio. Nada de esto ocurre en Otelo. Aquí todo está en regla. Otelo es un capitán vencedor cuyo matrimonio fue también una suerte de batalla victoriosa sancionada por un tratado la aprobación de los dux- y que súbitamente se pierde, por un resorte puramente interno, por un efecto que no se puede atribuir más que a la pasión en la locura. El sujeto es, pues, el proceso de la locura de los celos. Pero hay que tomar las cosas absolutamente a la letra. Se 146

trata sobre todo del proceso, puesto que la obra entera se extiende entre dos procesos: el proceso del rapto de Desdémo­ na que abre la tragedia, y el proceso de su crimen que la cierra, con el suicidio del celoso. Otelo será el proceso entre dos procesos. Esta hecatombe final, donde sólo nos interesa la muerte de los dos esposos, nos impulsa a buscar la razón de esa fatalidad. Se adivina aquí el efecto de cumplimiento de un oráculo como en los griegos. Se parte a la búsqueda de algún equivalente que lo sustituya, como la aparición del fantasma del padre de Hamlet, las predicciones estridentes de las brujas de Macbeth, o algún sarcarmo arrojado por el bufón de Lear. Aquí debemos contentarnos con menos. Con una sola palabra, proterida por el padre de Desdémo­ na, gritando su dolor y su decepción y lanzando la maldi­ ción que va a pesar con todo su peso sobre los días de Otelo. La transgresión, correlato necesario del castigo, es aquí, como siempre, transgresión paternal. El rapto justifica ampliamente la cólera y el anatema paternales. La Ley ha sido violada. La Ley es aquí el respeto a la confianza del padre, que ha admitido al extranjero en su casa. “Su padre me amaba y muchas veces me invitó” (1, 3). Pero esta Ley, ¿es solamente la ley humana de la hospitalidad? ¿Tantas desgracias acumuladas no son indicio de un dios irritado6? ¿Quiénes serían los dioses si estuvieran presentes? ¿Es el dios cristiano al cual Otelo obliga a Desdémona a pedir perdón antes de su muerte? ¿Y quién es el dios de Otelo? ¿Es el Dios de su conversión? ¿Es un dios pagano de la guerra, al cual Otelo sacrifica todo? ¿No serían más bien los dioses de Mauritania, a los que nunca menciona pero que son los de su nacimiento? Pero ¿qué son y qué quieren los dioses moros? No podemos saberlo de antema­ no. Interroguemos al proceso, que nos lo dirá. Ese proceso será esencialmente proceso en brujería: el dios de Mauritania es un dios brujo.

‘ Charlton y Swinburne evocan la comparación con la tragedia antigua.

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Los dos procesos El proceso del rapto, como el proceso del crimen, tienen el mismo objeto, la misma causa: Desdémona. Otelo gana esos dos procesos en condiciones un poco diferentes. En el proceso del rapto, levanta la sentencia y hace avalar el matrimonio clandestino. En el proceso del crimen, sustrae el beneficio al viejo Brabancio, que lo libra a la justicia, inflingiéndose el castigo por sí mismo. Su suicidio, como el de todo criminal, escarnece a la justicia. Otelo se da la muerte como se ha dado a Desdémona. Autor del rapto, autor del crimen, se quiere autor del castigo, realizando todo por sí mismo, regulando los preparativos que condu­ cen al lecho nupcial como ios que llevan a la tumba, como si todo ese asunto sólo le concerniera a él. Ese crimen y ese suicidio se ligan inextricablemente: una parte suya conquis­ tada por él es destruida para asegurar el hecho de que fue conquistada, asociando en esa conquista la destrucción del conquistador, que asegura eternamente su solidaridad con su conquista^ La ley de Venecia reconoció a Otelo el derecho de apode­ rarse de Desdémona y de hacerla suya. La ley podría quitársela. La ley no hace más que garantizar su causa, garantía necesaria para quien quiere vivir entre los suyos. Pero Otelo prefiere, a la vida entre los hombres, su Ley y su Deseo para los cuales no necesita ninguna garantía más que la suya. Aceptar que el castigo venga de Venecia es aceptar una tercera instancia entre él y Desdémona, es volver a encontrar eso a lo cual él deseaba arrancarla. Morir para Venecia, para Desdémona, sí. Morir por Venecia, que ha rescatado a Desdémona, es ser separado para siempre del objeto de amor. Para Otelo, la Ley y el Deseo no hacen más que uno.

Brujería y oráculo Si hemos comenzado por el final, por la resolución de ese segundo proceso en presencia de los representantes de Venecia —Ludovico y Montano, y más especialmente Braban148

cío, padre difunto de Desdémona cuya voz hace oír Gracia­ no, su hermano—, es porque el final ilumina muchas veces el comienzo. Así, es por una treta, gracias a una daga disimulada, que el moro desarmado y vigilado llega a matar­ se ante la vista de sus justicieros7. El engaño ha sido eficaz, una vez más. Una vez más, pues mediante el engaño sedujo a Desdémona. Por más que mienta que viene de lejos, pero nada indica que Otelo haya mentido en esos relatos fabulosos que hacía sobre su propia historia. Su engaño estaba en otra parte. Al hablar dirigién­ dose al padre, buscaba el oído de su hija que se ocupaba en las tareas del hogar. “ Desdémona parecía singularmente interesada por estas historias, pero las ocupaciones de la casa la obligaban sin cesar a levantar­ se, las despachaba siempre con la mayor diligencia posible, luego volvía y devoraba mis discursos con un oído ávido. Habiéndolo yo observado, elegí un día una hora oportuna y hallé fácilmente el medio de arrancarle del fondo de su corazón la súplica de hacerla por entero el relato de mis viajes, de que había oído algunos fragmentos, pero sin la debida atención” . (I, 3)

La vigilancia de Brabancio ha sido burlada sólo porque no se sospechaba que Otelo hiciera la corte, él, consagrado íntegramente al oficio de las armas, cuya edad ya no es ¡a de los jovenzuelos que son los compañeros habituales de Desdémona y a quienes ella rechaza. Por eso el viejo padre no puede ver en ese matrimonio, como los dux y sus pares, un desarrollo natural de una situación trivial. Necesita otras razones: el moro tiene un poder, el moro hace actuar la

7 El efecto de engaño, que es la clave de la tragedia, es aún más cautivante si se presta atención al hecho de que el suicidio m ediante puñaladas imita, en un relato, la manera en que Otelo castigó antes a un turco, “ un perro circunciso” por haber pegado a un veneciano e insultado al Estado. Al hacer esto Otelo, al jnismo tiem po que muestra su sumisión a sus nuevos amos y a su nuevo dios, se mata identificándose con la víctima más cercana a sí mismo por la raza y el origen. Al hacer esto, además, en el mismo movimiento en que afirma su lealtad respecto de Venecia, se sustrae a su Ley haciéndose justicia por su propia m ano. El ám ulacro se torna, entonces, verdad.

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brujería. Sin embargo, él tuvo el presentimiento de ese desenlace por medio de los sueños. “Este acontecimiento se asemeja a mi sueño” ( 1 , 1 ), comprueba al enterarse de la noticia del rapto de Desdémona. No obstante, apelará “a las drogas mediante las cuales pueden corromperse las virtudes de la juventud y la virgini­ dad” . “Tú las has embrujado” ^dirá al moro: “ Séame juez el m undo si no es de toda evidencia que has obrado sobre ella con hechizos odiosos, que has abusado de su delicada juventud por medio de drogas o de minerales que debilitan la sensibilidad” (1, 2)

Pues la naturaleza de esta virgen educada en la religión católica, hija de patricio, no puede ser engañada sin bruje­ ría, sin “alguna infame mixtura que influya la sangre” . Toda la acción de la tragedia se envuelve en el misterio de violencias desencadenadas que sorprenden constantemente: ataque repentino de los turcos, cese brusco de la tempes­ tad, dispersión y naufragio casi milagrosos del enemigo, salvatáje de los venecianos, que atraviesan indemnes la in­ temperie, todos acontecimientos sobre los que planea la sombra de lo sobrenatural. Otelo posee un carisma especial, puesto que se vinculan con su estrella las acciones gloriosas que podrían atribuirse a alguna potencia extraterrestre. lago nos sugerirá, desde la apertura de la obra, una imaginería demoníaca a su respecto. Así, grita en las ventanas del viejo Brabancio a quien arranca del sueño: “ . . . ahora mismo, un viejo m orueco negro está topetando a vuestra oveja blanca” . (I, 1)

Figura donde lo erótico y lo satánico quedan indetermina­ dos, mientras que, dos versos más adelante, éste cubrirá completamente a aquél y conferirá retroactivamente el sen­ tido hacia el cual debe inclinarse la balanza: ¡Despertad al son de la campana a todos los ciudadanos que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! (I, 1)

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Insinuándose aún antes de que aparezca en este espacio de la fantasía donde no penetramos, buscamos a Otelo en la oscuridad de la escena atravesada por el dolor del padre, como él mismo buscará ese pañuelo que dió a Desdémona para sellar su unión. Pero esta prenda está poblada de sortilegios: “ Hay magia en su tejido; una sibila que contó en el mundo doscientas evolucionas del sol, realizó el bordado en su furor profético; los gusanos que produjeron la seda estaban encanta­ dos, y el tinte era de corazones de vírgenes momificadas, que su arte había sabido conservar". (III, 4)

Reconocemos en esa obrera dos veces centenaria.a la madre fálica que une en su creación la mezcla de la seda y del polvo mortuario para fabricar el velo de bodas de Desdémo­ na. Velo tendido entre Otelo y Desdémona, puesto que es, ante todo, el testigo de! deseo del moro por su madre. Pues de ella lo recibió. En este punto, Shakespeare asigna un origen doble a la preciosa prenda. En una primera versión8 una maga egipcia se lo donó a la madre de Otelo, mientras que en otro pasaje, en la escena final9 , el moro afirma que fue su padre quien dió el pañuelo a su madre. No veamos aquí el indicio de una contradicción sino de una doble inscripción del deseo de Otelo. Las dos versiones están separadas por la muerte de Desdémona. Cuando viva, debe adornarse con los atributos de un encanto que no puede inspirar por sí misma y que le es conferido por el pañuelo. Ella entra en la línea de las mujeres: la sibila, la maga, la madre, con la aureola de la omnipotencia que les asegura un don, como la egipcia “que podía casi leer en los pensa-

* Acto III, escena 4. * Acto V, escena 2. F.l misterio de este origen doble, en la medida en que Shakespeare no suministra ninguna justificación, debe descartar toda explicación simplista tal como una fabulación del moro con el propósito de aterrorizar a Desdémona. Sólo queda­ ríam os tranquilos si aclaramos la fantasía que sostiene esta fabulación. Por eso nos parece preferible dejar las cosas como están y ver en la coexistencia de las dos versiones una invitación a articularlas m utuam ente.

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mientos de la gente” ; omnipotencia cuya intermediación tomará el pañuelo, pues su posesión garantiza el deseo que inspira el objeto de amor. Dice de este talismán: “ Y le dijo que mientras lo conservara, la haría atractiva y som etería eternam ente a mi padre a su amor; pero que, si lo perdía o entregaba, los ojos de mi padre se apartarían de ella con disgusto y su alma se lanzaría a la caza de nuevas inclinacio­ nes amorosas” . (III, 4)

El ojo del padre es también aquél que Otelo engañó en la seducción de Desdémona. Una vez muerta Desdémona, Otelo comparece ante las instancias de la autoridad de Venecia que sesionan en un tribunal improvisado. En esa ocasión reaparece el padre para que Otelo lo designe como quien dió el pañuelo a su madre como reconocimiento de su deseo del falo. La atribución del poder de hechizo y de encanto por parte de las mujeres, al que Otelo se refiere en primer término, se opondrá a que Desdémona pueda extraer su brillo, belleza y seducción del deseo de su esposo. Cada uno de los atractivos de Desdémona se trocará en un poder de brujería en el momento de los celos: “Fuego, azufre e infierno. . .” “ ¡Oh! diableza.. “ ¡Oh! demonio. . .” Hay un demonio en Desdémona. Podría preguntarse si Otelo no evoca con el lenguaje de su nueva religión los poderes de su fe ancestral.' Y al clamar: Desdémona es una bruja, ¿no la restablece,' acaso, después de la pérdida del pañuelo, en la serie de las figuras maternas de la omnipotencia primitiva, todas poten­ cias en el mal como lo eran en el bien? Lo quejia sido excluido del poder fálico sólo reaparecerá en la conclusión de la tragedia, después de la muerte de Desdémona, como referencia a la palabra paterna traicionada por la conversión al dios cristiano. Como el Nombre del Padre (Lacan) de Otelo fue borrado por esa renegación, corresponderá a otro padre escarnecido, el de Desdémona, pronunciar una san­ ción al. comienzo de la tragedia, aún cuando sea puramente moral y sin efectos, después de ese rapto avalado donde Otelo se liga sin mediador con Desdémona. Sin embargo, 152

esa palabra paternal será anegada en el triunfo ilusorio sobre la autoridad que la garantía del dux ha legalizado al reconocer la validez del matrimonio. Pues Otelo saldrá absuelto del proceso de brujería. En verdad, nunca ha tenido esos poderes. Nunca temió la justicia del dux, y cuando se presenta ante el Senado reunido en tribunal escucha tranquilamente la promesa del dux a Brabancio: . .sufrirá la aplicación del sangriento libro de la ley interpreta­ do por vos mismo, como os convenga en su texto más implaca­ ble; sí, lo será, aún cuando vuestra acusación recayera en nuestro propio hijo” (I, 3)

Esto no puede tocarlo, él es el pilar del Estado, el garante del poder de Venecia. lago ya lo dijo al espectador: “ Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios” . (I, 1)

Otelo confirma esta opinión, desafiando al padre de Desdémona: “ Que obre a tenor de su enojo. Los servicios que he prestado a la Señoría reducirán al silencio sus querellas” (I, 2)

En la terminología de Jacques Lacan diremos que Otelo, en este momento de la tragedia, es el falo. Pero, como observa Lacan, el tener implica que se deja de mantener la creencia de que se lo es. Y todas las desdichas de Otelo provendrán de que siendo un gran capitán, deberá pasar a tener una mujer. La problemática del tener reaparecerá alrededor de todo lo que será cuestionado por “tener” o “no tener” el pañuelo. Ese poder que Brabancio atribuye a Otelo, esa magia negra no es otra que la potencia fálica, el efecto sobre Desdémo­ na de la seducción de Otelo. Así, Shakespeare designa 153

expresamente la identificación de la joven Venecia con el héroe triunfante de mil peligros. Ella . .hubiera deseado no oírlo, no obstante anhelar que el ciclo10 creara para ella semejante hom bre” . (1, 3)

Y Otelo dirá con seguridad y, sin duda, verazmente: “Esos son los únicos medios de mi brujería.” La traición de su hija golpeará a Brabancio. Morirá. Desde ese momento, sólo le quedará luchar por la magia blanca contra la magia negra. Su dios lo ha traicionado y abando­ nado. Sus pares se preocupan más por salvar sus bienes que su honor. Perdido el partido, él pide, con una ironía cruel, que se atengan solamente al deseo de los dux. “Pase­ mos a los asuntos del Estado.” No obstante enunciará una advertencia que es un verdadero maleficio arrojado a su vencedor: “ Vela por ella, moro, si tienes ojos para ver. Ha engañado a su padre y puede engañarte a ti” . (I, 3)

El ojo del padre engañado se transforma en el mal de ojo del desafío, el que hará caer a la esposa que pierda el talismán. Esto es lo que en Otelo funciona como oráculo. Y, como ocurre a menudo en las situaciones en que habla el oráculo, el héroe responde con la tranquila seguridad del presente favorable. Así, el presuntuoso Otelo lanza su répli­ ca segura y cortante: “ ¡Mi vida en prenda de su fe! (1, 3)

Pagará esta respuesta con dos vidas y allí perderá su fe.

10 Hay que notar que el texto deja más de una apertura para la interpretación: that heaven had made her such a man”. Esto puede entenderse de dos maneras. Ya sea que Desdémona haya deseado q ue el cielo la hubiera hecho a ella un hom bre así, solución adoptada por Jouve no sin razón, pero tam bién que el cielo le hubiera hecho tal hom bre, le hubiera destinado un esposo así. Hay a q u í una clara relación del Ser y del Tener, de la Identificación y del Deseo.

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II. KL DLStO

El objeto del deseo: entre Desdémona y Otelo Se acostumbra a desarrollar los análisis de Otelo alrededor del trío formado por el objeto de los celos: Desdémona, el agente inductor de éstos: lago, y el sujeto inducido: Otelo. Si nos atenemos a esta perspectiva, nos encerramos entre la tautología: los celos son los celos, inexplicables, sin funda­ mentos, y lo inverosímil: Otelo, es un puro melodrama donde, desde el punto de vista de la realidad, nada se sostiene. En este último caso no se explica cómo un brillan­ te capitán cuya inteligencia es tan alabada pierda la cabeza ante una maquinación tan grosera. Se oscila sin tregua entre dos tesis, una que hace de lago el constructor diabólico de la eficaz maquinaria en la que Otelo cae como una mosca en una tela de araña, y la otra donde Otelo, predispuesto a los celos, se precipita sobre la magra pastura que le ofrece lago para nutrir al monstruo de ojos verdes que lo habita. En el conjunto de los análisis, asombra la exclusión de un término y el silencio sobre una pregunta. En efecto, la discusión elimina el personaje de Cassio, que se considera prescindible, casi más importante que Rodrigo o Montano, y no se detiene un instante en la pregunta del posible fundamento de los celos de Otelo: ¿es concebible que Desdémona pueda amar a Cassio? El pañuelo desempeña aquí la función del engaño (y ése no será su único efecto): puosto que Cassio sólo posee por accidente o maquinación el pañuelo de Desdémona, y puesto que Desdémona no se lo ha dado, el amor que les atribuye Otelo es pura imagina­ ción. Pero esta exclusión y ese silencio son muy sospecho­ sos. Ante todo se olvida que la obra comienza con un acontecimiento que concierne a Cassio: su reciente promo­ ción, que no es obvia, al rango de lugarteniente del general. Lugar-teniente, es decir, quien ocupa su lugar y lo reempla­ za dado el caso. Se nos presenta esta promoción solamente desde el ángulo de aquél a quien ella desposee, el alférez lago, más antiguo que Cassio. Pero es, además, el testigo de otro hecho: la predilección de Otelo por Cassio, y nada nos 155

autoriza a rechazar la hipótesis del posible favoritismo del moro. En efecto, por su comportamiento Cassio se muestra poco conforme a la imagen que se tiene del lugarteniente del moro, que debe reemplazarlo en toda ocasión. Más bien se muestra débil, irresoluto, ingenuo, afeminado. Ese Febo es, por cierto, atraçtivo: joven, bello, bien educado, instrui­ do, discurridor, galante, atrae el corazón de las jóvenes con su arte de la cortesía. Parece que Otelo hubiera tenido dificultades para justificar la injusticia que constituye este nombramiento ante las explicaciones pedidas por los emisa­ rios de lago. Se dice que Otelo “las eludió con un discur­ so ampuloso. Horrorosamente lleno de epítetos guerreros”

(I, OEn la escena en que lago hace pesar las sospechas sobre Cassio, Otelo dirá de él: “Muchas veces se ha entrometido entre nosotros.” Esta es su situación exacta: está entre Desdémona y Otelo. Lo cual quiere decir que ofrece a la veneciana todo lo que la educación galante puede haber enseñado a un joven oficial para conmover al sexo femeni­ no, y a Otelo la condición de soldado apto para ganar su afecto. Cuando lago acusa a Cassio y Desdémona de amores culpables reaccionamos protestando y nos indignamos ante la pérfida calumnia. Pero sería fácil ver allí sólo una pura fabulación. El alférez no inventa esta hipótesis para las necesidades de su causa; está convencido de ella. Más preci­ samente, se apodera de signos discretos, pero no la crea en su totalidad. Cassio, antes que el moro, acoge a Desdémona en Chipre; lo hace con acentos donde es difícil establecer la línea de separación entre la admiración hacia la mujer del general y los fuegos de una inclinación naciente: la “divina Desdémona” es saludada como una reina: “ ¡Oh, mirad! ¡Los tesoros de la nave llegan de la ribera! ¡Vosotros, hom bres de Chipre, permitid que ella os tenga de rodillas! ¡Salve a ti, dama! ’’ (II, 1)

y lago comenta de este modo su conversación en ausencia del moro: “La coge por la palma de la mano. . . . Sí, bien dicho. . . Cuchichean. . . Con una tela de araña tan delga­ da como ésa, entramparé una mosca tan grande, como 156

Cassio. Sí, sonríele, anda. Yo te atraparé en tu propia galantería.. . Decís verdad; así es, en efecto. . . Si semejan­ tes manejos os hacen perder vuestra tenencia, sería mejor que no hubieras besado tan a menudo vuestros tres dedos, lo que os pone en trance de daros aún aires de galanteador. ¡Magnífico! ¡Bien besado ÿ excelente cortesía! Así es, verdaderamente. ¡Cómo! ¿Otra vez vuestros dedos a sus labios? ¡Que no pudieran serviros de cánulas de clister! ” (II, 1). Antes de acusarlo de vulgaridad por este último rasgo, reconozcamos mejor, desde ahora, la marca de la homosexualidad en los celos de lago. Es cierto, el análisis que hace lago con Rodrigo de los sentimientos de Desdémona lleva la marca de su posición subjetiva. Pero sin embargo ella no es descalificada. Y hasta puede alcanzar cierta exactitud; y cuando él declara: “Desdémona está francamente enamorada de él” (Cassio), exagera y por eso forzosamente deforma lo visible de una corte, en ese esta­ dio quizá solamente lúdico en sus fines y tradicional en sus procedimientos. Esto no impide que debamos considerar con atención su desarrollo. ¿Será duradero el amor de Desdémona por Otelo? Ese enamoramiento, como lo ense­ ña la experiencia, ¿no será más que un fuego de paja? “Cuando la sangre se extingue por la diversión, se necesita­ ría, para reanimarla y renovar el 'apetito, un encanto en los ojos, un acuerdo en las edades, las maneras y las bellezas: todo lo que falta al moro” (II, 1). Pero Cassio tiene todo eso. Todo lo que falta al moro. Lo verosímil no es siempre verdadero y lo verdadero no siempre es verosímil. Pero esa escena en que Desdémona hubiera debido mostrar más inquietud por su marido siempre en el mar, con la tempes­ tad apenas, apaciguada, y donde ella parece haber gustado mucho de la compañía de Cassio, ¿no es acaso un presagio? “Tú no la has visto, cuando ella hacía cosquillas en la mano a Cassio. Tú no has visto nada” , dice a Rodri­ go. “—Sí, he visto, sólo cortesía.” “—Lujuria, lo juro por esta mano” (II, 1 ). “Se acercaron tanto con sus labios que sus alientos se besaban” . La mano del juramento que lago tiende a Rodrigo, el enamorado rechazado y burlado por sus cuidados, se apoya, en su fantasía, sobre la del lugartenien­ te cortés, se ofrece para ser tomada allí, en lugar de la de 157

Desdémona, cuyos dedos él deseaba que penetraran a Ca­ ssio por el fundamento, disfrazando con el sarcasmo el goce descontado, suscitado por el juego de Jos alientos impreg­ nándose mutuamente. Recordemos la observación de Freud sobre el deseo del celoso que desgarra el velo del incons­ ciente para volverse receptivo al secreto de los signos de la seducción femenina más trivializados por las costumbres mundanas. Esa supralucidez respecto del reconocimiento de su valor erotogénico, erosionado por las costumbres hasta el punto de que quienes los intercambian han perdido el sentido de su función original, es pagada con el alto precio del desconocimiento del lugar que ocupa el celoso en este juego, descifrando e interpretando esos signos. Lo cual lo priva de ser el destinatario de esos homenajes, para asegu­ rarle mejor el hecho de encontrarse en un espacio fuera de su propia visión, ocupando con esplendor el lugar demasia­ do discreto ocupado por la fuente femenina de esos men­ sajes. No veamos solamente aquí el efecto de la proyección. La proyección entra igualmente en juego cuando él comien­ za a interesarnos en el espectáculo. Por eso el análisis de lago, por el momento, no tiene nada de inverosímil. Su descripción de Cassio, “un bribón por demás voluble, sin otra conciencia que la precisa para envolverse en meras formas de apariencia urbana y decente, para la más amplia satisfación de sus inclinaciones salaces y clandestinamente desarregladas. . . sutil y resbaladizo, un buscador de ocasio­ nes. . . es guapo, joven y posee todos aquellos requisitos que buscan la ligereza y el poco seso’' (II, 1) es quizás exagerada para reanimar la fe tambaleante de Rodrigo. Pero peca menos por su falsedad que por la ilusión de videncia que pretende. Por lo demás, una vez solo, lago mostrará que es mesurado en su apreciación de la situación y que esa apreciación no es una pura ficción: “ Que Cassio la ama, lo creo en verdad. Que ella ame a Cassio, es posible y muy fácil de creer" (II, 1)

Lo que sigue mostrará que el “ojo insinuante” de Desdémo­ na no ha carecido de efectos sobre Cassio, quien ha provo­ cado una enorme simpatía en su admiradora. Los dos 158

jóvenes tienen citas secretas, a ocultas del general. Desdémona se dedica a defender la causa de Cassio, es decir, a discutir la decisión de Otelo como si le importara más salvar a Cassio, cuya culpabilidad no se discute, que respe­ tar el juicio de su esposo en un asunto que casi no tiene intercesores: "Mi señor no tendrá nunca reposo; le m antendré en vela hasta que le dome; le abrumare a palabras hasta hacerle perder la paciencia; su lecho será como una escuela; su mesa, como un confesionario; mezclaré en todas sus ocupaciones la petición de Cassio. Así, alégrate, Cassio, pues tu solicitador morirá antes de abandonar tu causa” . (III, 3)

Parece que los críticos y comentadores nunca leyeron o escucharon esos versos en los que la esposa de Otelo, al día siguiente de su noche de bodas, jura al segundo de su marido poner en primer lugar, antes de toda otra preocupa­ ción, su defensa, no retroceder ante ninguna oportunidad, incluyendo la de su intimidad conyugal, para obtener de su esposo la rehabilitación de aquél contra el cual ha adoptado una sanción. Y esto es lo que ella hará por el “tres veces amable Cassio” , suscitando el enojo de Otelo. Al percibirlo, ella agravará, no obstante, el problema buscando apoyo en otros que influyen sobre Otelo (Ludovico) para convencerlo. Quede bien claro que el sentimiento al cual nos referimos en absoluto es conciente ni está claramente definido en Desdémona; es un amor ignorante de sí mismo que sólo crece sin que lo sepa quien lo experimenta porque se vive como inocente y puro. Y del cual todo deseo sexual está, por el momento, desterrado. Pero el deseo está allí, como deseo del Otro, adivinado por lago. Y sin duda Desdémona, a la hora de la verdad, lo habrá percibido. Pues cómo comprender, sin caer en la chatura de una explicación por la abnegación ciega, los versos que ella dice en el umbral de la muerte: “ Era ju sto que así fuese tratada, muy justo. ¿De qué m odo me he conducido, para inspirarle la más pequeña sospecha de mi más leve falta? (IV, 2)

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Más tarde, en el momento de morir, ella se defenderá, quizá menos para sobrevivir que para convencer a Otelo de su fidelidad. Se trata no tanto de una infidelidad en acto cuanto de un deseo que toca el extremo reuniéndose con el deseo sexual de Otelo, en el momento en que él encuentra su carencia, que Cassio continuamente le hace presente. A Emilia, que la descubre agonizante, Desdémona responderá, acosada para que señale al autor de su muerte: “Nadie, yo misma.” Palabra que se ha querido interpretar como prueba de su amor incondicional y absoluto por Otelo. Seguramen­ te. Pero el tiempo de esa última confesión coincide quizá con su primera confesión. Al prepararla para su última noche, Emilia recibió la confidencia de sus sentimientos hacia el moro: “ Mi amor le está tan enteram ente sometido, que hasta su mal hum or, sus reprensiones y ceño - p o r favor, desabrócham etienen gracia y fineza” (IV, 3)

En el momento de quitarse la ropa ella invoca la ira de Brabancio, su padre, que sólo a regañadientes dio su bendi­ ción a esa boda. Ella encontrará dulzura y delicias en las invectivas de su esposo y al encontrar la verdad, reconoce en el deseo de Otelo el lugar que ha llegado a ocupar, el lugar de aquélla que engaña a su esposo después de haber engañado a su padre, de aquélla que paga con la mano de su esposo lo que ha hecho pagar a su padre.

Nuestra hipótesis del amor de Desdémona por Cassio como parte del nudo de verdad no está, sin embargo, completa. Debe tener como complemento otra cara de las cosas, mucho más difícil de percibir, totalmente obliterada a la visión del espectador. Allí reside, en el silencio de sü eficacia, todo el resorte de la tragedia: el Deseo de Otelo por Cassio. Hemos observado ya que la tragedia se abre con el ascenso de Cassio a lugarteniente, acordado por el mismo Otelo, que hace pensar en un favor especial del general. Hemos visto que toda la maquinación de lago debe estar subordinada a la degradación de Cassio, que sienta el funda­ 160

mentó de los celos, porque conduce a Desdémona a develar su deseo defendiendo al lugarteniente caído en desgracia. No se ha observado suficientemente qué necesario era ese episodio. Todo ocurre como si fuera necesario, para que actúen los celos, que el objeto de Deseo que es Cassio para Otelo se debilite y decepcione. La devaluación de Cassio precede o coincide con la devaluación de Desdémona. Extraña noche la que debía ser una noche de fiesta para todos. Noche de bodas que han retardado el rapto, el proceso y la expedición, noche en la que, una vez supera­ dos todos los obstáculos, el deseo puede cuajar. Se ha escuchado la causa sin que se realice el proceso; se ha alcanzado la victoria sin que se libre la batalla. La noche de Chipre es toda promesas: “ Vamos, amor querido. Hecha la adquisición, es menester gozar el fruto, y esta ventura está aún por llegar entre vos y yo. Buenas noches” . (II, 3)

Se nos presenta la embriaguez de los soldados y la escara­ muza que sigue, mezclando el bullicio de los jarros y las canciones con el ruido de las armas, mientras que detrás de la escena se inaugura el encuentro de los cuerpos de Otelo y Desdémona. Y esta es la noche que elige el preferido del general para desencadenar el desorden. Cassio comete la peor de las faltas —casi la deserción- para un soldado: la embriaguez y la riña durante la guardia. Despierta en Otelo el espectro de la flaqueza en el momento en que él mismo debe hacer del amor su deseo principal. Cuando el lugarte­ niente gime: “ ¡Reputación, reputación, reputación! ¡Oh! ¡He perdido mi reputación! . . . ¡He perdido la parte inmortal de mi ser, y lo que me resta es bestial! ” (II, 3)

debemos entender que esas palabras no le conciernen sólo a él. Al perder con el honor el amor del moro, a quien retira el honor es al moro, por haber descubierto así que la elección que lo ha llevado al cargo de lugarteniente se fúnda quizá menos en el honor que en la bestia. “Cassio, te estim o; pero no serás nunca más mi oficial” . (11,3)

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Este amor ya no tiene un lugar desde donde pueda procla­ marse a la faz de sus hombres. Al romper la distensión gozosa de Otelo, evoca la derrota más imprevisible del soldado. La irradiación del lugarteniente se refleja en el objeto que ahora ocupa el primer lugar; pasa de Cassio, su segundo, a Desdémona, su compañera. Pero irradia en Cassio y se cierra en Otelo, en ¡a concurrencia entre el amor hacia sus hombres y ese otro, más reciente, por su mujer, el término que lo representa con los rasgos de! general impecable e incorruptible. Esto es lo que se le remite desde la ciudadela que él gobierna, ciudadela que hubiera debido dormirse en la paz recuperada, una vez disipada la inquietud. Esta devaluación del objeto del deseo inconsciente debe hacerlo caer para que, desalojado del pedestal donde se encontraba, reavive el sentimiento sordo que inspiró, y se encuentre ahora como objeto de la com­ pasión y la solicitud del Otro. Ese Otro que es su mitad será su intercesor Lo que Desdcmona ignora es que ella morirá por haber reavivado el Deseo insoportable que Otelo sentía respecto de Cassio 1 1. El juego de lago tenderá al mismo fin De ahora en adelante se trabará una lucha a muerte alrededor de ese amor tan inconsciente como recha­ zado: o bien Otelo triunfará y Cassio desaparecerá de su deseo, o bien Otelo sucumbirá y Cassio triunfará. Shakes­ peare elige, entre diversos desenlaces posibles, entre los cuales se encuenda aquél en el que el lugarteniente queda incluido en la hecatombe final, el triunfo de Cassio. Otelo le pide perdón y Ludovico pronuncia la transferencia de poderes: "Se os ha quitado vuestro poder y vuestro m ando, y Cassio gobierna en Chipre” . (V. 2)

Esta más que una rehabilitación, es una coronación que signa la asunción del objeto y la derrota del yo.

11 Jan K ott hace notar pertinentem ente que el encanto, la belleza, la feminidad de Desdémona son atributos que juegan contra ella frente a Otelo (Shakespeare notre contemporain. C.érard & Cíe edit.).

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El Deseo de Otelo: entre Eros y el impulso de muerte

El hecho de que Otelo sea la tragedia de los celos no impulsó a los comentadores a situar el contexto preciso del nacimiento de los celos. Causó asombro que Otelo, en el momento de morir, enuncie ese juicio inesperado en el cual se describe como aquél “que no era propenso a los celos” . Se ve aquí una monstruosa ceguera. Y sin embargo ese juicio contiene verdades. No solamente asistimos a la con­ temporaneidad del amor y los celos, sino mas bien a la contemporaneidad del matrimonio y de los celos. En tanto el objeto de amor es libre no provoca sospechas, pero, desde que se establece el vínculo institucional que reinstau­ ra el nudo que une al padre y la madre, entonces se desencadena el delirio de perjuicio propio de los celos. Por eso no debe sorprender que el drama se desencadene duran­ te la noche de bodas. El ruido de los juegos de los jóvenes esposos es extinguido por el ruido de la riña en la ciudadela, y el espectador mismo es arrastrado por la embriaguez que se apodera de él mientras que la otra orgía transcurre detrás del decorado, en la cámara nupcial sustraída a la visión, donde el objeto de amor cae del altar de la idealiza­ ción, en el momento en que la carne se liga con la carne. Se ha silenciado excesivamente esa conjunción que une la condición de soldado con la de celoso en el personaje de Otelo. Al separar el marco exterior de la acción se procede como si ésta fuera contingente, y se omite la explicación de las relaciones que unen la situación del héroe consagrado al oficio de las armas con la de su entrada en la esfera del amor. Todo nos indica que Otelo está dotado para el arte de la guerra, que allí tiene éxito y ha obtenido ios laureles de la gloria; nada nos indica que pueda dar pruebas del mismo talento en el amor y obtener el mismo éxito. Hay indicios que nos hacen sospechar, en ese guerrero tan ligado con el conjunto de sus soldados, una gran dificultad para aceptar el amor y sobre todo para ser amado. Desdémona era, en primer lugar, una plaza fuerte que había que tomar. La somete y la doma. El no puede decidirse a ver en Desdémona nada más que una mujer, a su mujer; ella se transformará en aquélla que lo privará de ser su mujer, 163

dado que ya no necesita ser conquistada. Cuando desembar­ que en Chipre irá hacia ella exclamando: “ ¡Oh mi bella guerrera! Sin duda responde, así, a su deseo, afirmado desde Venecia, de compartir la condición de capitán con Otelo. En este punto los une una complicidad. Pero allí donde Desdémona puede jugar en las dos zonas de su deseo - la masculina, que hace de ella la compañera del guerrero, y la femenina, que le asegura que encontrará junto a Cassio el homenaje debido a su aureola de joven patricia venecia­ n a -, Otelo sólo se traslada con dificultad desde el horizon­ te de los campos de batalla a aquéllos, infinitamente más peligrosos, del lecho nupcial. ¿Quién puede decir lo que ha ocurrido en la noche de sus nupcias? Y podemos interrogarnos sobre esos versos en que Otelo llora sobre el cadáver de Desdémona: “Fría, fría mi hija, tanto como lo fue tu castidad” (V, 2). Si el moro piensa que no ha logrado conmover a Desdémona, como consecuencia de su propia imposibilidad de dejarse penetrar por el amor, entonces parece muy evidente el fundamento de los celos. Otro, cualquiera para quien esta conquista fuera todavía futura, lo lograría seguramente. Ese otro, que tiene “todo lo que le falta al moro” , es Cassio. El pañuelo es el testigo de ese goce que Cassio supo dar a Desdémona: “ Y ella recompensó sus trabajos amorosos con aquel testimonio y prenda de amor que y o le entregué en los primeros días; yo lo he visto en su m ano” (V, 2)

No olvidemos la significación precisa atribuida a ese pañue­ lo mágico, cuyo poder es asegurar la eficacia del deseo. El hecho de que Desdémona, desposeída del pañuelo, pier­ da todo valor ante los ojos de Otelo, nos significa su valor de fetiche. Despojada de su emblema fálico no es más que una mujer castrada —de la que hay que huir- para evitar toda contigüidad con la castración. Pero el hecho de que el mismo Otelo se haya desposeído del pañuelo en su favor era un gran riesgo. Riesgo que ella le transmite a aquél que tiene todo lo que le falta. Esta cualidad narcisista1 2 del Subrayado por m uchos com entadores, pero sobre tod o por Leavis

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amor de Otelo, tan marcada en todos sus puntos por la delimitación de los signos del falo, está atestiguada en versos célebres. Cuando Otelo se entrega a la creencia en la infidelidad de Desdémona, sabemos finalmente lo que ha perdido con ella: “ Ahora, ¡adiós para siempre a la tranquilidad del espíritu! ¡Adiós al contento! ¡Adiós a las tropas empenachadas y a las potentes guerras, que hacen de la ambición una virtud! ¡Oh, adiós! ¡Adiós al relinchante corcel y a la aguda trom peta, al tam bor que despierta el ardor del alma, al penetrante pífano, a las reales banderas y a to d o lo que constituye el orgullo, la pom pa y el aparato de las guerras gloriosas! ¡Y vosotras, máqui­ nas asesinas, cuyas bocas crueles imitan los terribles clamores del inm ortal Júpiter, adiós! ¡La carrera de Otelo ha dado fin! (III.3)

Lo que se le roba con el objeto de amor no es la felicidad que ha sentido en los brazos de Desdémona, ni la volup­ tuosidad, ni el goce, ni la dicha de ser amado, ni la posibilidad de que él mismo ame. Lo que se le roba es la aureola de Eros confundido con Marte y con los rasgos de Júpiter. Otelo está hecho para la Muerte. El amor por el cual ha desertado de la muerte lo arrojará de sus brazos y lo devolverá al lu«ar de donde proviene, a ese espacio nimbado de muerte que lo tienta. ¿No era eso, acaso, lo que lo esperaba en Chipre, una batalla donde hubiera podido perecer o aumentar su gloria, o ambas a la vez? ¿Y cómo interpretar esa misteriosa tempestad que ha hundido la flota turca y ahorrado el trabajo a las naves de Venecia1 3 de otro modo que como una marca de los dioses, que quieren decir también que su hora ha llegado, y que retiran del capitán vencedor los signos de su favor? No le será concedido al valiente moro morir en el campo de honor, sino sucumbir por los amores desdichados en el campo del deshonor. Ha elegido el amor —engañando a la muerte—; el amor lo engañará —haciéndole elegir la muerte.

13 Tanto cuanto se subraya la debilidad estratégica de Chipre: “Chipre no se erige sobre una fortaleza guerrera, sino que carece com pletam ente de esos poderosos medios sobre los que se apoya Rodas” (I, 3).

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Entre ese Otro que habita la tierra extranjera del amor donde Otelo viaja sin mapa y sin armas, librado al encanto de Desdémona, y ese Mismo en el que Otelo se mira como en un espejo en su armadura de guerrero, en mitad de camino, se erige la silueta noble y elegante del joven Cassio. En una marcha regresiva lo encontramos aquí, en el camino que va del objeto femenino genital al amor narcisista que el sujeto siente hacia sí mismo. Detengámonos un instante. ¿No es así como se presenta Cassio? No hay más que recordar el retrato que de él hace lago, donde se critican o alaban, no se lo sabe, en todo caso se envidian, su sutileza, su finura, sus modales y su belleza. ¿Pero no son esos, acaso, los mismos atractivos que adornan a Desdémona 9 El, además, es un soldado. Sin duda no tiene nada en común con esos soldados brutales y mdos, pero conserva los rasgos comunes a la gente de armas14. Un hombre completo, que tiene todo para gustar, una virilidad que ha sabido llegar al refinamiento. Esta condición es la que hace suspirar al moro, puesto que él no ha podido adquirirla a pesar de sus cualidades eminentes. Y si el narcisismo es lo que en Otelo se muestra como más inexpugnable, se com­ prende entonces que Cassio pueda ser amable, como hubie­ ra deseado serlo su jefe. Esto explicaría ese nombramiento, que por cierto no se puede sospechar de irregular, sino de camarilla. En resumen: Cassio, al mismo tiempo que está adornado con los mismos encantos que Desdémona, conser­ va los atributos del soldado en quien Otelo quisiera recono­ cerse. Y ser amado por esa figura debe ser delicioso. De donde esa identificación con el objeto amoroso en los celos, en los que Otelo siente, como si hubiera podido ser su beneficiario, los éxtasis que puede prodigar Cassio. De allí que la exclamación que sale de su boca en e! encuentro de Chipre: “ ¡Oh mi bella guerrera! ” adquiera un sentido nuevo. Y también que su amor por Desdémona haya pasa­ do por el camino del deseo de ésta, por ser ella misma un hombre como Otelo. Aquí se cubre la diferencia entre el amor narcisista, donde arraiga el deseo de Otelo, y su amor

14 Por lo menos hasta su desgracia.

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de objeto, al cual Otelo se adapta con dificultad en la medida en que tiende a un ser femenino, castrado. De este amor por Cassio, que el psicoanalista infiere, no se encuentran rastros en boca de Otelo; ¿debemos extender­ nos sobre las razones que atestiguan su verosimilitud? Po­ demos observar que, desde que se desencadenan los celos, Cassio adquiere mucha más importancia que Desdémona, puesto que Otelo le sacrifica su objeto de amor. Nos asombramos de que se crea con más facilidad a lago que a Desdémona, y no comprendemos que Otelo se ciegue tan rápidamente. En la lógica de lo consciente, es para asom­ brarse. Pero si se presta más crédito a nuestra hipótesis la tragedia i interpreta de otro modo. Otelo no estaría furio­ so por la traición de Desdémona sino cruelmente herido por la de Cassio. La infidelidad de Cassio le importaría más que la de Desdémona; su ebriedad durante la guardia era el presagio. Y cuando Otelo cae fulminado y se consume ante nosotros asistiendo desde los bastidores a una escena de la que no pensaba ser testigo, en la que lago oye las pruebas de la culpabilidad de Cassio, Shakespeare dispone de mane­ ra que esta escena transcurra entre dos hombres, Cassio y lago. Otelo enrojece al ver a Cassio mimar los gestos pro­ pios de una mujer que éí presume es la suya, pero los ve prodigarse sobre la persona de lago. Y cuando lago trata de suscitar la adhesión de Otelo, inventa una fabula que pre­ senta al moro. Le cuenta a éste cómo escuchó involuntaria­ mente las palabras que el lugarteniente dejó escapar durante el sueño: “ Estaba yo acostado hace poco tiem po con Cassio, y como rabiara de dolor de muelas, no podía dormir. . . Le o í decir en sueños: “ ¡Encantadora Desdémona, seamos prudentes; oculte­ m os nuestros amores! ” Y entonces, señor, me exigía y estrujaba la m ano, diciendo: “ ¡Oh dulce criatura! ” Y luego me besaba con fuerza, como si quisiera arrancar por la raíz besos que brotaran de mis labios. Después pasó su pierna sobre mi muslo, suspiró y me besó. Y acto seguido repuso: “ ¡Maldito sea el destino que te ha entregado al m oro! ” (III, 3)

Aquí sólo se admira, por lo general, la perversidad de lago y se olvida rendir homenaje a la extraordinaria lucidez de

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Shakespeare. En ninguna parte se muestra mejor la eficacia del engaño. lago, en su maquinación, ha suministrado a Otelo la fantasía ante la cual éste retrocede. Con el pretex­ to de la representación de la infidelidad, de hecho nos fuerza a ver con Otelo una relación homosexual. Lo que el alférez nos muestra es un espectáculo que sirve de cebo para la identificación, en el que Otelo puede verse a sí mismo en el lugar de lago, locamente besado y abrazado por Cassio. La noche de bodas perturbada por esa guardia tumultuosa adquiere entonces una significación retrospec­ tiva. “Como esa noche. . . ” puede pensar Otelo, desplazan­ do su mirada hacia lo que sólo ha podido saber por boca de terceros. Lo que escapa a ese movimiento de la mirada quiere que Otelo sea, en ese instante preciso, mirado a su vez por la escena que lo atrapa tanto más cuanto que lago ha dado a su deseo de pruebas un estatuto imposible de verificar: “ Es imposible que sorprendáis tal cosa, aun cuando estuvieran tan excitados com o las cabras, tan ardientes como los m onos, tan lúbricos com o los lobos en celo, y tan im prudentem ente tontos com o los ignorantes en estado de embriaguez” . (III, 3)

Este argumento lo convence más que cualquier otro. Más que cualquier otro, golpeará donde debe hacerlo. “ OTELO. - ¡Oh m onstruoso! ¡Monstruoso! IAGO. - Bah, esto no es más que un sueño. OTELO. - Sí, pero que denota una conclusión predeterminada; es un indicio grave, aunque sólo sea un sueño.” (III, 3)

Hasta tal punto que, cuando algunas escenas más adelante lago lo invite a esconderse para asistir a su conversación con Cassio en la que éste remedará las insinuaciones de Blanca, ofrecerá de este modo a Otelo la posibilidad de volver a pasar por las huellas de la fantasía para que de allí suija la verdad del deseo, puesto que pondrá en escena, como en el relato del seudo sueño, a dos hombres en comer­ cio culpable. Cassio reproduce hasta el abrazo dado a lago, que él creía se había realizado en sueños. Esta eficacia de la fantasía se basa en la proyección. Sin duda porque el 168

sueño y la fantasía son, en sí mismos, trabajo proyectivo. La proyección actúa aquí en estado puro, esencial. Es decir que reconduce al sujeto, por el camino del afuera —aquí la escena del diálogo lago —Cassio— a lo que está abolido adentro. Abolido o, percluídoJ o’ rclos, como diría Lacan, Esta ferclusión, (forclusion) diferente de otras formas de represión, subraya de un modo más preciso de lo que el mismo Freud lo formula, que todos los representantes del deseo están tan radicalmente expulsados del funcionamiento del sujeto que éste recibe los signos desde afuera, como si fueran los primeros, como si nada los hubiera precedido en la experiencia del sujeto, como si entraran en resonancia con una huella borrada, puesta fuera del juego, y se impu­ sieran con una evidencia totalmente originaria. Subversión de la simbolización de la que se reniega aquí, puesto que declara que las dos mitades que ella reúne —la que se presenta y ésa con la cual entra en resonancia— son extra­ ñas una a la otra. Como si ese instante, en el que el sujeto es puesto en movimiento por los significantes que engendra, fuera el instante del surgimiento del Otro como poseedor de la totalidad del sentido. Como si la acumulación de los significantes no hubiera significado nada hasta entonces, cubierta por una opacidad que sólo se desgarra con la brutalidad de la revelación para designar lo irrepresentable, lo impensable. He aquí al sujeto destrozado, desmantelado, y sus deshechos sirven para la construcción de los engrana­ jes necesarios para constituir el sentido del Otro. Es cierto que el discurso del celoso, en clínica, está más lleno de la preocupación por el rival donde asoma la homo­ sexualidad. Shakespeare hace funcionar ese resorte sin en­ tregarnos palabras que en el teatro serían demasiado revela­ doras. Se contenta, ganando eficacia, con proceder oblicua­ mente con ayuda de comentarios laterales. Esas “piezas reunidas” en el funcionamiento de la intriga nos queman con el fuego de la verdad, en la oscuridad de la interpreta­ ción invisible. Hacia el fin de la tragedia, un momento antes del suicidio de Otelo, tiene lugar la última reconciliación. “c a s s io . - Nunca os o t e l o . — Lo creo*, y

he dado motivo, querido general. os pido perdón” . (V, 2) 169

Estos dos versos tienen el acento del amor reencontrado.

Esta palabra de reconciliación es una palabra entre dos muertes. Entre el crimen de Desdémona y el suicidio de Otelo, como si forzosamente debiera permanecer en la muerte. Palabra que define la situación exacta de Cassio entre el amor genital de Otelo por Desdémona y el amor narcisista de Otelo hacia sí mismo, que lo llevará a matarse para reencontrar su amor. ¡Su amor! Formulación ambi­ gua que designa tanto el objeto del amor como el estado amoroso que permite a Otelo, por la naturaleza narcisista de su elección de objeto, reencontrarse a sí mismo cuando espera unirse con Desdémona15 . Desdémona sólo puede ser amada muerta. Nunca tuvo Otelo para con Desdémona inflexiones más apasionadas que en el momento de la muerte, como si la muerte fuera la oondición del amor. Después de haberla besado, dice a Desdémona dormida: “ ¡Oh aliento embalsamado, que casi persuade a la justicia a romper su espada! - ¡Uno más! ¡Otro aún! ¡Quédate así, cuando estés muerta, y te mataré, y acto seguido volveré a amarte! ” (V, 2)

Que morir después de ella, con ella, es la realización de su vínculo recíproco, se demuestra claramente en las últimas palabras de Otelo: " ¡ T e besé antes de m atarte! . . . ¡No me queda más que este recurso: darme la m uerte para morir con un beso! ” (V, 2)

Esta reduplicación perfecta, punto por punto, evoca las relaciones del sujeto con su imagen en el espejo. Correspon­ dencia absoluta, reciprocidad comunicante donde la muerte puede reunir, finalmente, lo que la vida separó. No basta decir que ahora Desdémona es realmente suya, puesto que

15 Otelo sólo mata a Desdémona en el m om ento en que se persua­ de de que Cassio ha perecido gracias a los servicios de lago.

ya nadie puede disputársela; hay que añadir que ella se reintegra a él como una mitad faltante. Desdémona es de Otelo y Otelo de Desdémona; sus relaciones no dependen del tener ni del ser, sino de algo que tendrían en común y que Freud denominó la catexis narcisista del objeto. Es por eso que el suicidio de Otelo es el acto lógico, el reflejo sobre sí del crimen de Desdémona. Cuando, una vez solo con el cadáver de ésta, debe responder a Emilia que pide veilo, dice: “ ¿Qué es preferible? Si entra, seguramente querrá hablar a mi mujer. ¡Mi mujer! ¡Mi mujer! ¿Qué mujer? . . . ¡Yo no tengo mujer! ” (V, 2)

No podía aceptarla viva, ligado a ella por un tener común. No puede aceptarla muerta, privado de ella como de una parte suya arrancada por él mismo. Cuando vivía, estaba muerta en él tan pronto como la había conquistado. Muer­ ta, vive aún, y él debe despojarse de ella constantemente. Esto demuestra, y es un rasgo frecuente en los asesinos pasionales o los suicidas, que Otelo, como ellos, no tiene ninguna conciencia de la muerte. Ni de la que produce ni de la que se producirá. Al matar a Desdémona renueva el momento en que la arrancó de la condición en que todavía no era su mujer. Sería falso creer que el suicidio de Otelo es la consecuencia del develamiento de la maquinación que muestra a Desdémona como inocente. Es el acto correlativo al crimen de Desdémona. Aquí se desliza una diferencia que debe subrayarse. Cuando Otelo se pregunta sobre los medios para hacer perecer al objeto de su amor, descarta el puñal: “ Sin embargo, no quiero verter su sangre; ni desgarrar su piel, más blanca que la nieve, y tan lisa como el alabastro de un sepulcro” . (V, 2)

Otelo quiere que en la muerte se conserve en su integridad to­ tal. Ella murió porque perdió el pañuelo, signo de su castra­ ción; con la muerte habrá que negar una vez más esa castración. Sólo se le quitará el aliento. Otelo es quien detenta el poder de ese aliento: 171

“ ¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento enseguida, podré reanimar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh tú , el m odelo más acabado de la hábil Naturaleza! , no sé d ónde está aquel fuego de Prom eteo que volviera a encender tu luz.” (V, 2)

Aquí se percibe, en la estructura narcisista, el germen siempre presente de la megalomanía. ¿Cómo no sospechar en Otelo, que no llega a hacerse totalmente, absolutamente, indudablemente dueño del deseo de Desdémona, el deseo de tener derecho de vida y de muerte sobre ella? De vida y de muerte, lo cual quiere decir que él anhela poseer el poder de darle la vida tanto como la muerte. Su suicidio debe entenderse en el mismo contexto. El moro se da la muerte. No la sufre, no deja que lo alcancen la sentencia y la ejecución. Se hace dueño de su destino por un acto equivalente al de darse la vida. Parte a unirse con su amor gracias al suicidio, mediante el cual accederá finalmente al goce no compartido de la unión con Desdémona. Pero mientras que la asfixia respeta hasta en la muerte la integridad de Desdémona, cuya perfección no altera ningu­ na herida, Otelo se matará con un puñal, relatando su agresión contra un turco, un “perro circunciso” . Se impone a sí mismo ese suicidio, infligiéndose la castración que aborrece en Desdémona. Así, Desdémona muere inmaculada y entera y Otelo se une con ella después de haberse mutilado. Cada uno ha recorrido la mitad del camino que lo separaba del Otro. De ahora en adelante son semejantes al objeto y a su imagen en el espejo, sin que pueda decirse de qué lado está la trampa y de qué lado la fuente del Deseo.

Otelo y su doble Ante los efectos de lo trágico, y sobre todo cuando éste, como en Otelo, se apoya en resortes puramente internos, sin que los dioses se muestren ni hablen, nos preguntamos: ¿por qué? ¿Por qué la muerte triunfa necesariamente sobre el amor? Nos hemos limitado hasta ahora a situar el deseo 172

de Otelo entre Eros y el impulso de muerte, sin dar explicaciones sobre esta victoria de las fuerzas de la muerte, aunque hemos visto que éstas podían encontrar un sólido aliado en la naturaleza narcisista de las catexis de objeto de Otelo. Nos falta, sin embargo, centrarnos en una relación f undament al que gobierna a las otras, la relación Otelo-lago. Muchos comentadores de Otelo comprendieron que el análi­ sis de la obra debía otorgar a lago un lugar preponderante. Ese personaje misterioso dio lugar a diversas interpreta­ ciones. Granville-Barker sostuvo que había también una tragedia de lago. Se han preguntado, asimismo, si la obra, con razón, no debía llevar por título lago más que Otelo, hasta tal punto el alférez parece dominar el curso de la acción: por momentos es creador, puesto que hace surgir como un alquimista los celos de Otelo, e intérprete, pues ofrece a cada uno la imagen que reclama (Granville-Barker). Se lo comparó con los otros villanos de Shakespeare: Ricar­ do III, Edmond, pero los supera de lejos. Estos dos últimos tienen motivos para ser malvados. En lago todo lo que se invoca parece inconmensurable con la perversidad que muestra. Para concluir, se declaró que lago era malo por esencia más que por resentimiento. De todos modos no se puede pensar a lago solo. Es necesa­ rio que otro término se le acople para iluminar la función o la verdad del personaje. Es falso pensar, sin embargo, que ese otro término podría ser contingente o intercambiable. De hecho, detrás de la forma proteica de lago que le permite lograr lo que proyecta, hay algo que puede captar­ se más específicamente. Por lo demás, la treta y el engaño del alférez no culminarán; aunque haya organizado perfec­ tamente la maquinación infernal, el proyecto fracasará. Hay que inscribir este fracaso no en ningún accidente imprevisto sino en la esencia misma de ese proyecto que, también en este caso, debe concurrir al triunfo de Cassio, del mismo modo que hemos visto en ésa solución el secreto deseo de Otelo. Pues Otelo-lago, Iago-Otelo no se conciben separadamente. Entran de este modo en una galería de parejas indisociables: Don Juan-Sganarelle, Don Quijote-Sancho Panza, so­

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bre los que llamó la atención Otto Rank en su estudio sobre el doble. Su solidaridad es tan estrecha que, cuando se estudian sus relaciones contradictorias siempre se salva la complementariedad que los une. Así, para Bradley, lago es todo: demonio, espíritu del mal; pero entonces Otelo no es nada, sólo un títere. Al contrario, para Leavis, lago no es más que un engranaje, un simple disparador adosado a una organización apta para funcionar sola, donde Otelo es el único responsable. ¿Cómo decidir aquí sin engañarse? En verdad, las dos tesis son verdaderas y falsas a la vez. lago es el revelador del conflicto de Otelo, pero no es un simple inductor. Es mucho más que el catalizador de los celos del moro. Sólo da cuerpo y crédito a los celos para extraer del fondo de sus propios celos la resonancia que podrían tener en el deseo de otro. Y por otra parte Otelo, tan apto para abrirse a los signos ya inscritos en él, ¿no deja caer acaso su túnica de hombre de guerra que hace y deshace los ejércitos, para ofrecerse a los movimientos y maniobras de las que es un juguete pasivo a la búsqueda de un “goce ignorado por él” 16? Si Otelo sólo cae en las redes de lago porque éste adhiere estrechamente a su deseo, era necesa­ rio, para que lago pudiera concebir la máquina infernal, que el rostro heroico y monstruoso del general lo inspirara. La discordia no arraiga en el alma de Otelo en la famosa escena del nacimiento de los celos; lo hace ante todo en el público, en el lugar del espectador a quien se solicita ocupe el lugar del garante de la fe. Otelo y lago sellan juntos un pacto que los liga tan intima­ mente como a dos amantes. ¿No terminan acaso su escena de rodillas, uno ante el otro, invocando al cielo y pidiéndo­ le que favorezca sus designios? “ ¡Sed testigos, luceros que eternam ente brilláis en lo alto; y vosotros, elem entos que nos envolvéis por todas p artes,11 sed testigos de que lago pone a q u í las armas de su inteligencia, de

* * Expresión de Freud a propósito del “ Hom bre de las ratas” . 17 Notemos esta invocación a las fuerzas de la naturaleza (astros, elementos), que rem ite a Otelo a sus dioses paganos y relega a la sombra al dios de su reciente conversión.

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sus manos y de su corazón al servicio del ultrajado Otelo! ¡Qué mande, y por sanguinaria que sea la obra, será para m í un acto de piedad el obedecer! ” (III, 3)

Así habla lago, y Otelo responde: “ Acojo tu afección, no con vanos agradecimientos, sino con aceptación reconocida” .

Condenando a Desdémona y a Cassio a la muerte, Otelo le da la investidura de ese nuevo amor: “ Desde ahora eres mi teniente”

y lago concluye: “ Soy por siempre vuestro” .

El espectador moderno no necesita estar familiarizado con la interpretación psicoanalítica para darse cuenta de que asiste aquí a un compromiso que desborda en mucho a una alianza para la ejecución de una tarea que requiere la colaboración de dos partes. Participa en una soldadura íntima, en una reunión que se transforma en causa del deseo, en la creación de un objeto que tiende a la destruc­ ción de otro deseo. Pero se concluiría demasiado rápido si se invocara a la homosexualidad, sin decir de qué homo­ sexualidad se trata. Pues si Otelo, en muchos pasajes, habla de lago en términos elogiosos, nunca se expresa en térmi­ nos de desee respecto de él, sino que solamente alaba su lucidez o su honestidad. El lugar del objeto de amor está ocupado por Cassio, preocupación mutua de lago y de Otelo. Si recordamos que Freud ve en la vía trazada por la paranoia el camino regrediente de la homosexualidad al narcisismo, lago iría por delante del moro como el espejo que a medida que se acerca a Otelo vuelve tanto más insoste­ nible su deseo. Si Cassio representa todo lo que falta al moro, lago representa todo lo que él no es. Creemos que ias discusiones infinitas sobre la función respectiva de Otelo y lago en los celos y en la resolución trágica no pueden tener solución más que si se admite la identidad de Otelo y de 175

lago. Otelo y lago son las dos caras de un solo personaje. Por eso Shakespeare se esfuerza por presentárnoslos lo más disímiles posible, unidos por la diferencia misma que cons­ tituyen en conjunto. Todo los opone, como el día y la no­ che. El origen: Otelo es moro, por lo tanto extranjero, lago (a pesar de su nombre) es florentino; el nacimiento: Otelo es hijo de rey, lago de extracción oscura; la fe: Otelo es converso, por lo tanto creyente, lago no cree en nada; la carrera: Otelo es general, lago un suboficial tenaz; el carác­ ter: Otelo es noble y generoso, lago mezquino y codicioso; el temperamento: Otelo es un ardiente apasionado, lago un ávido calculador18 . Cuando Rodrigo 1 9 reprocha a lago haber seguido bajo sus órdenes después de haber sido expulsado de su cargo de lugarteniente, Shakespeare, mediante un juego verbal, mues­ tra la ambigüedad de las relaciones Iago-Otelo: “ . . .a ser yo el moro, no quisiera ser lago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo” . (I, 1)

Lo cual puede querer decir, a fin de cuentas, que por esa inversión es el moro y, puesto que entonces no es lago,

1 * Hazzlitt precibió esta oposición contrastante. 1' Hemos dejado en sombras al personaje de Rodrigo. Es invención de Shakespeare y podría verse en él nada más que un puro engranaje, pieza necesaria para el funcionam iento de la intriga, personaje sin consistencia y sin interés. Sin embargo form a parte de la estructura trágica y no puede eliminarse sin tomar partido. ¿Qué representa? Se ha dicho que a un idiota. Su estupidez atestigua que, ante el amor, tanto los héroes como los to n to s pierden la razón. Pero este análisis es insuficiente. Debe­ mos ver que Rodrigo es aquél de quien se sirve lago para todas sus bajas maniobras: él es quien provoca la riña de la ciudadela, él es quien está encargado de asesinar a Cassio. Pero es uno de los polos del deseo de lago, que lo despoje de su dinero burlán­ dose de él. Aparece así como un simple ejecutante al servicio de lago. Pero ese servidor de lago es quien será la causa de perdición. El billete encontrado sobre Rodrigo después de su m uerte será la prueba de la culpabilidad de lago. Así, en este giro imprevisto, estallará la verdad en boca de aquél que fue aún más engañado que Otelo, Rodrigo, el más niño de todos.

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puede ser aquél a quien sirve el moro: es decir Cassio. Pero este ascenso al objeto del deseo debe pasar por el canal de aquél que lo elige. En absoluto es sorprendente para el psicoanalista que esta respuesta a Rodrigo termine con el verso: “ ¡No soy lo que parezco! ” (I, 1)

Donde el “ Lo que yo no soy, lo soy” evoca la relación con el Otro en el espejo. Allí donde esa imagen no está puesto que mi mirada es lo que la constituye, fuera de 4 II1 estoy yo, pero no estoy más que para percibir esa imagen que no soy. En la pareja Otelo lago hay un cruce de lo negro y la complexión blanca. El candor está del lado del negro y la negrura del lado del blanco. Ese morueco negro, que al comienzo de la obra hizo uso del engaño, se deja engañar a su vez por los signos de la trampa en este mundo donde los blancos fingen inocencia y por debajo de sus maneras refinadas emplean las falsificaciones del lenguaje, las con­ venciones secretas de las miradas cruzadas, el equívoco de los gestos de la cortesía, para oscurecer la transparencia de los intercambios naturales. lago logra hacer creer a Otelo que se equivocó dejando su cielo natal para respirar el aire de Venecia, donde los blancos son hipócritas, falsos, afecta­ dos, traidores, perjuros2 0 . Pero para que esta situación narcisista complementaria sea inteligible debe sufrir otra división. Freud escindió el narci­ sismo después de haberlo introducido en la teoría por el antagonismo de Eros y del impulso de muerte. lago es una figura cuyo vínculo con el mal no puede reducirse a ningu­ na explicación psicológica. Celoso de Cassio por su promo­

20 Debemos insistir aq uí en el noto rio carácter disoluto de las costumbres de la República de Venecia en esa época, tal como lo cuentan los viajeros de entonces. Esto justifica, sin duda, las palabras de lago, que hay que considerar verídicas: “Conozco bien el carácter de nuestro país; en Venecia, las

mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a mostrar a sus mandos. Toda su conciencia estriba, no en no hacer, sino en tener oculto"(JII, 3)

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ción, del moro que le ha negado ese rango y, según él, le habría quitado su mujer y aún, si debemos considerar todo, envidioso y despechado por el amor no compartido que siente hacia Desdémona; todo esto, que ofrece a la potencia maléfica motivos sobre los cuales se fundará, es inconmen­ surable con el maquiavelismo 2 1 que emana de lago. Su triunfo está presente en dos versos que iluminan la conver­ sión de Otelo a sus planes cuando éste dice: “ ¡Cede, oh am or, tu corona y el corazón en que estabas entroni­ zado, a la tiranía del odio! (111, 3)

De ahora en adelante las nupcias de Otelo serán las nupcias con la muerte que lo esperaba desde tiempo antes. La había engañado con ese matrimonio, tentado por el amor. Pero lago, esa parte sombría de sí mismo, termina pór ginar la causa, cumpliendo su misión thanatófora. Los combates de Otelo y de lago son simétricos e inversos. Lo que une fundamentalmente a Otelo y lago es su común desconocimiento de su deseo por Cassio. Otelo no sabe con cuánto amor están marcados sus favores hacia Cassio y cuánta aspiración hacia eso que está fuera de su alcance atestigua ese amor, lago ignora que su sed de venganza de un rival más feliz en todas las cosas está tan fuertemente teñida de deseo pasional que finalmente lo hará fracasar. Pues ¿cómo comprender que lago, coreógrafo minucioso del ballet satánico, teniendo a Cassio en la punta de su espada y decidido a darle muerte, yerre el blanco que aborda de espaldas, se deje poseer en ese instante por una turbación que le hace bajar la punta y hiera a su rival en la cadera sin ponerlo en peligro de muerte72? No hay que olvidar que esa fabulación del sueño de Cassio, la fantasía de la noche pasada con Cassio que él induce en Otelo, sólo pudo inventarla recortándola sobre su propio deseo; el engaño que la justifica no le quita su poder. Pues

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Se ha querido ver en lago una figura del hom bre nuevo del Renacimiento, discípulo de Maquiavelo. Su función va mucho más allá de esta localización temporal. Como Otelo herirá a lago sin matarlo en la escena final.

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si “hace ver” a Otelo en ese mismo momento, lago se olvida, preocupado por suscitar la falta del Otro, imaginán­ dose gozar de la escena en que acaricia la esperanza de la exclusión de Cassio y de la destitución de Desdémona. Del mismo modo, cuando sea el artesano del juego en que hace hablar a Cassio de Blanca mientras que Otelo imagina que se trata de Desdémona, en la escena que se le representa, es él, lago, quien será el cautivo, lo mismo que Otelo, de la mascarada que ha montado malignamente. Pues él fue, en una escena anterior, el observador despechado de las rela­ ciones corteses entre Desdémona y Cassio. Se ha podido observar que Otelo no monopolizaba los celos en la tragedia. También lago sospecha que su esposa lo ha engañado con Cassio y Otelo, como si éste representara para nosotros, al comienzo de la obra, esos celos no naci­ dos todavía en el moro, que no tiene ninguna sospecha de su naturaleza celosa. De hecho, los sentimientos de lago se acercan más a la envidia que a los celos. ¿No hay que distinguir, en efecto, las dos formas: envidia y celos? Melanie Klein, en Envidia y gratitud, establece la diferencia entre ellas. Mientras que los celos implican un predominio proyectivo y admiten la existencia de un tercero que goza de lo que el celoso está privado, la envidia imnüca un deseo de introyección destructiva que tiende a la degrada­ ción directa del objeto del deseo, sin intermediarios, en el marco de una relación dual. Otra distinción, que puede añadirse a la de Melanie Klein, los separa: los celos son un deseo que se dirige al objeto, la envidia concierne sobre todo al narcisismo. Si Otelo es celoso, a pesar de la forma narcisista de su catexis objetal, lago está habitado por una sed de dominio que se dirige más al deseo que a su objeto, al cual Otelo está, durante un tiempo todavía, apegado. Sin embargo, al ligarse con Otelo, desde que ha alcanzado el objetivo de su promoción al cargo de lugarteniente, el dominio narcisista se resquebraja. El hecho de haber juradc su fe al moro parece hacer coincidir la traición de lago con lo que el mismo moro traiciona, su deseo inconfesado por Cassio. Es como si se formara una danza cuyo movimiento escapa a quienes dibujan sus figuras. Al comienzo de la tragedia 179

lago habla el lenguaje de la envidia pero predica la domesti­ cación del deseo al culto de sí mismo —“Nunca encontré un hombre capaz de amarse a sí mismo” - mientras que Otelo, ocupado por sus recientes bodas, relega a segundo plano todo lo que pertenece al orden de sus satisfacciones más constantes, las de los vínculos que lo ataban a sus hombres. Y, apenas se cumple la destitución de Cassio, ella despierta en Otelo el amor homosexual inconsciente, pero éste, como es inaceptable, sólo puede expresarse en la degradación y la culpa de Desdémona. Desde entonces Cassio entra subrepticiamente en el deseo de lago, después del éxito del nacimiento de los celos, engañando la seguri­ dad dada por el sentimiento de haber logrado capturar al moro, mientras que el comienzo de la obra mostraba al alférez tan entregado a la depreciación de su feliz rival. Por eso puede admitirse con razón que hay también una trage­ dia de lago que es el revés exacto de la de Otelo. Hay que tomar a Shakespeare a la letra, pues lo dice con una frase que pone en boca de Otelo: “By heave, he echoes m e’’, que en la traducción francesa de Jouve aparece como: “Tú te haces mi eco” , haciendo perder esa dimensión donde juega el clivaje del sujeto. Por esta voz se enunciará el retorno de lo reprimido anula­ do (forclos). La palabra del viejo Brabancio emerge y reapa­ rece con la evidencia de los prodigios realizados. Otelo había borrado hasta la huella de esa sentencia. A quí resuci­ ta en boca de lago, clara y cortante como una espada en el día del juicio final. “ Engañó a su padre, casándose con vos; y cuando parecía estre­ mecerse y tener miedo a vuestras miradas, fue entonces cuando las apetecía más” . (III, 3)

Desde éste momento Otelo reconoce en lago su doble y su mitad. El impulso de muerte en boca de lago se apodera de esa palabra paternal como palabra de la transgresión; ella sólo se sirve de los resortes de los celos o del deseoreprimido e inaceptable para alcanzar su fin. Deshacer lo que se ha hecho. Disolver el entrecruzamiento de los víncu­ los artificialmente establecidos. Devolver a los esposos, me­ 180

diante la anulación mutua de Otelo y de Desdémona, que habían abolido su diferencia, cada uno al dios de su raza.

III. SIGNIFICANTES Y DIOSES

Los significantes marcados Busquemos en el discurso trágico lo que resalta, lo que insiste sin descanso o, por fin, surge brutalmente en la sorpresa de un instante. Se destacan asi tres figuras, una esperada: el pañuelo, las otras dos más discretas: el clown y el puñal disimulado con el cual Otelo se mata; las llamare­ mos significantes marcados. Se ha interrogado sobre lo insólito que introduce la presen­ cia del clown2 3 . Shakespeare limita su intervención a dos breves episodios, ambos en el tercer acto, que es el acto del nacimiento de los celos. Como si su momento no hubiera llegado todavía en las horas de felicidad de Otelo y Desdémona, y como si su tiempo ya hubiera pasado cuando la pasión de los celos adquiere un tinte trágico en los dos últimos actos. En sus dos apariciones, el clown sirve de intermediario entre Cassio y Desdémona. La primera vez CassiD, haciéndole tocar una melodía para Otelo, le encarga' un mensaje para Emilia, que no es sino el medio para llegar a Desdémona. La segunda vez es Desdémona quien lo interroga para encontrar a Cassio. El clown está entre Cassio y Desdémona como la imagen de lo irrisorio de sus relaciones. Secretas y tiernas, éstas son inocentes. Y sin embargo esa inocencia no los salvará del delirio interpretati­ vo de Otelo. Conversaciones asombrosas las del clown. Con los músicos, exhibe un humor trivial, un erotismo grosero, y une a la alusión la temática sexual y anal. Con Desdémo-

í3 Es necesario recordar que el “ clown” en el teatro isabelino, no representa forzosam ente a un bufón o un payaso, sino a veces a un sirviente de origen simple, campesino.

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na forzará los juegos de palabras de manera incomprensible. Y sin embargo es muy probable que haya en sus palabras más sentido de lo que parece. Los equívocos del clown, intraducibies, hacen resaltar el tipo mismo de los significan­ tes implicados en la interpretación delirante; así, cuando Desdémona pregunta: “Do you know where Lieutenant Cassio lies? ”

El verbo tiene aquí el triple significado de “ habita” , “ miente” y “yace” 24 . Y todo el aparente baturrillo de esas réplicas está dicho en el más puro estilo de esos juegos de palabras, doble sentidos, condensaciones que tienen lugar en el proceso primario y que resurgen en el humor y el lenguaje psicótico. La interpretación delirante atraviesa rápi­ damente el puente entre el deseo de saber dónde reside el lugarteniente Cassio, y el de unírsele, en la mentira, allí donde yace. Y Shakespeare da muestras de perspicacia cuan­ do hace decir al clown: “Voy a interrogar al m undo como al catecismo, es decir que yo mismo haré las preguntas y las respuestas” . El delirante celoso no procede de otro modo. Desde ese momento, el personaje del clown se transforma en un índice que señala el ojo y el oído de los celos. Lo que salga de su boca es lo que verá y oirá el celoso. Esta subversión de los significantes puede tener consecuencias trágicas, como lo demuestra el fin de la obra, pero a través de lo irrisorio, de lo absurdo, no dejará de tener una dimensión cómica 2 s . Merece notarse aquí esta dimensión de lo cómico en el amor, a la que aludió Lacan. El hum or es lo que el superyó

24 P ie rre-Jea n Jouve extrae el máximo de significaciones con “ la habitación del lugarteniente Cassio” , pero no puede evitar per­ der una en el camino. 21 El de Buñuel. rara obra veraz sobre la locura celosa en el cine fue, en el país donde se filmrf, país de tradición hispánica donde no se juega con las cuestiones de honor, un éxito cómico, según o í decir. Los autores clásicos de la psiquiatría, con Clérambault a la cabeza, no lo hubieran desaprobado. Es indudable que se puede atribuir al desconocim iento esas risas defensivas donde los celos son problema del Otro.

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tolera, pero la risa es la liquidación de una tensión, de una

sobrecarga de afecto hacia el afuera, donde se expresa el sentimiento de triunfo sobre el objeto, sin que ninguna limitación ponga trabas. Aquí no nos reímos del celoso, sino gracias a la inversión del amor en odio, de la sobreesti­ mación del objeto sexual del Otro. Los celos no se limitan a una simple inversión de lo positivo y negativo, sino que hacen surgir en estado puro la aglutinación de los signifi­ cantes en exceso. Esta condensación permanece silenciosa en el amor o sólo se desencadena en la serie sintagmática de las innumerables cualidades del objeto de amor que se interponen entre el Deseo del sujeto y la fantasía de reu­ nión con él. El clown, agente de mediación entre los protagonistas, reduce al silencio las ondas de armonía en nombre de Otelo, pues “ como se dice, al general le importa poco escuchar música” y hace pasar en su lugar el rechina­ miento cacofónico de los significantes que se cambiarán entre Otelo y lago. En los enunciados del clown vemos la exhibición de esta “ extensión de lo sexual” que se relacio­ na, no ya con lo que diferencia a los dos sexos, sino con lo que tienen en común : lo excremencial 2 6. CLOWN. MUSICO CLOWN. MUSICO CLOWN.

— Por favor, ¿son de aire esos instrumentos? I o — Sí, paidiez; lo son, señor. — ¡Oh! Entonces, ¿van a traer cola? I o . — ¿Dónde va a estar la cola, señor? - A fe, señor, en muchos instrumentos que conozco” .

(III, 1)

Veremos que esta imagen sugestiva de la analidad aparece cuando cae el objeto que falta a Desdémona. El pañuelo, segundo significante marcado, es aquél median­ te el cual Shakespeare nos envía un signo. Hasta tal punto, que ha adquirido el valor de un velo arrojado sobre la tragedia, pues a su respecto se han formulado muy pocas



Freud, El chiste y su relación con el inconsciente.

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aclaraciones. Hemos planteado la cuestión de su origen doble, don de la maga a la madre o del padre a la madre. Nos inclinaríamos a ver en esta mancha del texto shakespeariano la cuestión de la tragedia. La interrogación, no formulada, cubierta por las voces de los protagonistas, en: “ ¿Qué dicen los dioses de esta unión? ” . El discurso que le hace eco la retoma en otra forma: “ ¿Quién garantiza el despertar del deseo y por qué medios? A esta pregunta no se da otra respuesta en el texto de Shakespeare que el misterio de ese doble origen. Por lo cual se nos indica que se trata menos de una pregunta sin respuesta que de una respuesta imposible de considerar unívoca. El pañuelo ha salido de una matrilinealidad secundada por la ayuda de las magas, de un poder de creación engendrado sólo por las fuerzas femeninas, producto del corazón de esas vírgenes que únicamente habrán conoci­ do del Deseo las huellas dejadas por su ausencia de realiza­ ción. O bien es ese don prodigado por ei padre a la madre para inspirar lo que falta a su solo encanto natural, allí donde éste no puede alentar el deseo del Otro, para que el trozo de tela se presente a su vez como objeto á desear. En ambos casos, el pañuelo es significante del deseo cuya significación sólo se aprehende allí donde llegue a faltar. El estrecho vínculo que mantiene el pañuelo con la castra­ ción está atestiguado por el momento de su introducción en la tragedia. Aparece entre Desdémona y Otelo en el momento en que, por primera vez, éste se queja de tener “un dolor en la frente” . Así se designan alusivamente los cuernos que teme el moro. Pero esta metáfora y ese temor entran en relación con otro dolor en la frente. Otelo es epiléptico y nos es imposible no ligar ese dolor, verdadero o falso, con la crisis que pronto se declarará y cuya aura probablemente sea. Pero qué rica de significaciones nos parece entonces la negativa de Otelo a dejarse vendar por Desdémona, que se ofrece para aliviarlo. “Vuestro pañuelo es demasiado pequeño” , le res­ ponde. Y en ese momento el trozo de tela cae como resto de un encuentro marcado con la barra que afecta su deseo, ya se lo denomine celos de Otelo o deseo de Cassio27. De este

En el relato de Cinthio, Desdémona deja caer el pañuelo en el m om ento en que lago le da su hijo.

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modo Desdémona ofrece su don a Otelo; en ese gesto ella encuentra el rostro de la madre que cuida y se despoja ante Otelo del velo con el cual él cubre su sexo. Hemos visto que en Cassio, en su lugarteniente, es donde él encuentra ese complemento indispensable que puede faltar a Desdémona. Otelo caerá en trance después de haber evocado con una precisión insoportable la escena sexual entre Desdémona y Cassio. “ ¡Acostado con ella! ¡Acostado encima de ella! . . . ¡Dormido con ella! . . . ¡Eso es asqueroso! . . . ¡El pañuelo! . . . ¡Confesio­ nes! . . . ¡El pañuelo! ” (IV, 1)

Lo atacará la crisis cuando haya establecido la relación entre la palabra - “No son las palabras las que me sacuden así” —y la función del pañuelo como lugar de pasaje —”Puaj! Nariz, orejas y labios” —, hacia la relación que une en la boca el órgano de la palabra y el del ' beso. La confesión se transforma en la condición del goce -re to rn o al lenguaje— devolviendo a las palabras un valor erógeno al velar la conexión que acaba de sugerir. “ ¿Es posible? ¿Confiesa? ¿Pañuelo? ¡O demonio! ” Y pierde el conoci­ miento. El pañuelo demasiado pequeño, rechazado por Ote­ lo y remitido a su poseedor, hace coincidir para nosotros la imposibilidad de tapar completamente la castración por el pene imaginario cuyo sustituto es el pañuelo en Desdémo­ na, con esa otra castración presentida por Otelo en el anuncio de la crisis, que lo expondrá totalmente a la mirada del Otro en la convulsión, exhibiendo en su enfermedad lo eue se esforzaba por mantener cubierto en Desdémona. En el momento de este hundimiento en la noche de la concien­ cia. Shakespeare hace atravesar a Cassio el espacio de la escena, iniciando un breve diálogo con lago, diálogo cuya necesidad escapa totalmente al espectador si no se ve que nuevamente se trata de reunir en el trance de Otelo a esos dos hombres, como en la noche de guardia en la que durmieron juntos. La aparición y la salida de Cassio, que dejan a lago cuidando al moro, indican la serie de permuta­ ciones del objeto del deseo. lago ha venido a sustituir a Cassio inclinado sobre el moro cuando éste vuelve en sí; el 185

nuevo cuadro que forma con el moro continúa la serie de juegos amorosos imaginarios de Desdémona y de Cassio y la fantasía en que Cassio, dormido, abraza a lago tomándolo ‘por Desdémona. La crisis ha aboiido la visión aborrecida de Desdémona desfalleciendo con otro. Pero ha permitido, en la obnubilación misma de lo intolerable, que el agujero de esta pérdida de conciencia se llene con esa otra escena donde, gracias a la abolición del control del sueño, lago y Cassio han dejado deslizar entre ellos las primicias de la lujuria. Otelo vuelve en sí en brazos de lago y recibe en su mirada la imagen de su doble; su identificación con el deseo del rival se transforma en deseo hacia el rival. Se habrá recorrido la cadena de los objetos del deseo desde el amor genital hasta el’narcisismo, y terminará con la palabra que permite identificar a lago con la Desdémona maternal que lo ha precedido: “ ¿Y cómo va eso, general? ¿No se hirió la cabeza? ” Y Otelo responde: “Te burlas de m í” . La epilepsia es para Otelo la castración, por e'. vínculo que establece entre el dolor de cabeza y la situación de marido engañado. El hecho de que haya rechazado ei pañuelo para disfrazar esa herida demuestra que, si Otelo no tolera que deje el lugar que le permite tapar la castración femenina, la herida de Otelo será exhibida a todas luces. El pañuelo es para Otelo testimonio de certidumbre, indicio de una situa­ ción donde la presencia o la ausencia de pene se basa en signos visibles, a los que hay que interrogar con la mirada para obtener una respuesta. Pues, como todo celoso, Otelo sólo es sensible a las pruebas que atestiguan la certidumbre de su deseo y de ¡as confesiones que lo justifican. “Give the ocular proof”, la prueba ocular, es decir, la prueba especular. Denme la piueba especular de que mi amor es una puta. “Hazme ver.” Otelo quiere ver, como Edipo quiere saber. Pero ni uno ni ei otro tienen idea de lo que buscan. “Lo que yo quiero es la prueba” , dice Otelo; veremos aquí, además, un doble sentido. La prueba es su deseo. Su deseo de que su mujer sea una puta, bsa preocu­ pación por la prueba visible debe incluirse, además, en el retorno de lo reprimido. Porque él raptó a Desdémona de noche, engañando las miradas, debe constituir esta prueba en lo visible. Pero ese invisible que siempre se sustrae lo 186

remite a la palabra de Brabancio: “ Moro, si tus ojos saben acechar.. La prueba visible no es, pues, solamente la manifestación de vigilancia, sino resurgencia del oráculo paterno. Esa condición de prostituta de Desdémona es esencial para sostener el deseo de Otelo. Si todas las mujeres son prosti­ tutas, entonces uno sólo puede relacionarse de un modo durable con hombres, y tienen derecho a no amar a las mujeres más que como prostitutas y de amar en eilas a la prostituta. Pero, al hacer esto, al alejarse más de la que fue el piimer objeto de amor, la madre, uno se acerca a ella sin saberlo. Pues la primera de todas las infieles fue la madre, cuando el niño descubrió por primera vez la existencia de las relaciones secretas que ella mantenía con el padre. Hasta tal punto que quien huye de las mujeres rebajándolas a la categoría de prostitutas y preservando platónicamente a una de eilas está más cerca que nunca de la madre cuando se encuentra en los brazos de una prostituta 2 8 Y de hecho Otelo sólo deja brotar en él los açentos de la pasión cuando puede tratar de prostituta a Desdémona, mientras que en el cielo brillan las castas estrellas a quien no puede nombrar la causa de su deseo. El amor se cargará de las múltiples degradaciones que sufra el objeto de amor por su infideli­ dad, engrosando sin saberlo un goce insospechado. Desdémona privada del pañuelo hará surgir en el espíritu de Otelo imágenes que hay que reinsertar en el contexto de las fantasías que connotan. Su acumulación insistente muestra en Otelo la contigüidad de lo sexual y lo repugnante, así como la anatomía acerca lo genital y lo excretorio. En estas diversas expresiones, Otelo se imagina con los rasgos de lo que aborrece: “ Mejor quisiera ser un sapo y vivir de la hum edad de un calabozo, que guardar para usos ajenos un rincón de aquello que am o.” (III, 3)

En otro, momento rodea con su lugar la representación del objeto envilecido: Freud, “ 5obre un tipo especial de la elección de objeto en el hom bre” , fí.N . , tom o 1, Pág,963; S.E., tom o XI, pág. 177.

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“ ¡Pero ser arrojado del santuario en que deposité mi del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la manantial hacia donde se desliza mi corriente para no ¡Ser arrojado de él o conservado como una cisterna sucios sapos se enlacen y engendren dentro! ” (IV, 2)

corazón, vida; del secarse! para que

O esa cópula hace desaparecer todo carácter de diferencia sexual y el objeto nace de un autoengendramiento a partir de materias en putrefacción; “ ¡Oh, sí! Com o las moscas estivales en el m atadero, que, apenas creadas, se reproducen zumbando! ” (IV, 2)

La prueba ocular que tiene Otelo de la infidelidad de Desdémona, de su condición de prostituta, no es solamente haber visto el pañuelo en otras manos que las de Desdémo­ na, sino el haberlo visto en las manos de Blanca, la prosti­ tuta. “Si la prostituta tiene el pañuelo, es porque aquélla a quien yo se lo había dado no es otra cosa que una prostitu­ ta” . El pañuelo pasa de mano en mano como la mujer de los brazos de uno a los del otro. Eso es lo que se trata de demostrar: la cadena de seres femeninos que transmiten el pene está hecha, desde que ellas quedan desposeídas de él —desde que son verdaderamente m ujeres-, de prostitutas. Así se cierra el círculo de la tragedia de Otelo anudándose mediante el objeto del deseo: el pañuelo. Por haberse encontrado cautivo de esta investigación —la prueba ocular que reclam a-, Otelo desconoce que lo que se tramaba en él era, de hecho, el recorrido de un circuito: el circuito del sujeto que parte de lo que la madre ha recibido y cuyo don es Otelo, para llegar al salario de la prostituta, único don que merece la madre. Este circuito sólo se constituye en su recorrido cerrándose sobre el mismo Otelo. El reúne dos trayectorias, una indirecta que se tuerce en los meandros del tránsito del pañuelo entre las diversas manos que se lo pasan, sustraído a la vista del moro, atravesando ciegamente los objetos de su deseo, y la otra directa, saltando todos los pasos intermedios para ligar el ojo que lo descubre al atuendo de la prostituta. Pero su descubrimiento indica aquí la ausencia en su poseedor y su comprobación no tiene otra función que la de revelar su falta allí donde 188

debía encontrarse: cuando ella ya no lo tiene, eso es lo que ella es. Allí donde termina el recorrido del deseo, en lugar de la prueba ocular dada por el objeto, el pañuelo, comien­ za el fin del sujeto. Es ahora el momento de hacer entrar en juego el puñal que no tocará a Desdémona, pues ésta debe morir intacta, y mutilará a Otelo, que exhibe su herida en el momento de desaparecer. Pero esta última mutilación, punto final de esta tragedia, está totalmente impregnada del engaño que fue el motor mismo de la tragedia. Otelo debe salir del campo trágico por la misma vía de lo que ha constituido lo trágico. Así se sucederán las armas en su mano, como el pañuelo habrá pasado de mano en mano. Otelo llega hasta descubrir ante nosotros la fantasía de la otra arma disimula­ da. Después de haberse precipitado sobre lago 2 9 es desar­ mado por Montano, pero va a apoderarse de una segunda espada, oculta en la habitación. Desarmado por segunda vez, el espectador ya no puede contar con un recurso a ese proce­ dimiento, puesto que ya se lo ha utilizado. En ese momento, la función fálica cede el lugar al reconocimiento de la castración. “ ¡Mirad! ¡Tengo un arma! Nunca una mejor prendió del muslo de un soldado. He visto el día en que, con ese débil brazo y esta buena espada, me abría un camino a través de obstáculos veinte veces más potentes que vuestra resistencia.. . Pero ¡oh alarde inútil! ¿Quién puede oponerse a su destino? No o cun e así ahora. No temáis, aunque me veáis armado. He aq uí el fin de mi viaje, mi postrera etapa, el faro a que hago vela por última vez” . (V, 2)

Aun privado de ese último recurso, Otelo hará brillar por última vez el resplandor de un puñal salido no se sabe de dónde, en la sorpresa de las miradas subyugadas como por un diablo surgido de alguna caia. En el momento en que el hecho de estar desarmado parecía haberlo vuelto inofensivo, hará surgir de un sitio disimulado el puñal que lo penetrará.

** Otelo falla el tiro al querer m atar a lago, así como lago ha fallado con Cassio al atacarlo.

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El reconocimiento de la castración no ha podido impedir que ésta tome en Otelo la imagen de su negación, evocando por esos desarmes sucesivos la figura de la hidra con múlti­ ples. brazos que Otelo representa para nosotros. En ese fin que él se inflige, cortando el mismo la cabeza del mons­ truo, quiere significar sin duda el dese de encontrar a Desdémona en el más allá, adornada con los mismos atribu­ tos de los que el día de su boda debió reconocer que estaba desprovista.

Los signos de los dioses Hemos reconocido en el fin trágico de Otelo una salida fatal que obedece a una implacable necesidad. Se nos pro­ pone la imagen de esta necesidad utilizando como interme­ diario ia maquinación diabólica. Pero hemos descubierto que sus engranajes, exhibidos a nuestra vista con demasiada complacencia, nos habían impedido escuchar el retorno de la palabra profética. Entonces planteamos la hipótesis de que la organización de la maquinación era el proceso de una ficción apta para disimular, ante el matrimonio de Otelo y Desdémona, la cuestión del consentimiento de los dioses. Reconocimos los signos de una trasgresión en el rapto de Desdémona. que escarnece y castra al padre, el viejo Brabancio. Pero las figuras que representan a éste en el último acto hacen de él una figura tan pequeña que es difícil atribuir al desenlace la significación de un triunfo paterno. Entonces hay que considerar al padre y sus repre­ sentantes como los emisarios de un mandato, tanto más cuanto que toda la progresión trágica se realiza alrededor del poder de representación de los significantes, como lo demuestra el pañuelo. La infidelidad de Desdémona no se produce en la realidad, pero permite reali7ar esta profecía en la fantasía. La inversión de los signos de la situación inicial, donde Cassio representa lo que Desdémona rehúsa, esos preten­ dientes que ella ha desdeñado en Venecia y lo que falta al moro, transfonnará al lugarteniente en lo que falta a Desdémona y lo que el moro rehúsa de su amor inconfesable 190

La fantasía homosexual inconsciente que liga a Otelo con Cassio, nunca nombrada ni reconocida, se deduce del en­ cuentro de los deseos de Otelo y de Desdémona. Otelo en su trasplante veneciano reniega de sus pares y sus dioses de nacimiento, y ve en Desdémona un objeto de amor porque ella misma desdeña a aquéllos con quienes su nacimiento la destinaba a aliarse. Pero Otelo sólo puede leer en los ojos de Desdémona que responde a su llamado, aquéllo que, en su rechazo a dejarse desear por los que la rodean le cierra el camino de su secreto deseo de ser semejante a aquéllos mismos que le estaban destinados. El apuro, ei apresura­ miento por concluir antes de que se anuden otros hilos, llevan !a marca de un “antes de que sea demasiado tarde” como para prevenir esa interrogación de cada uno sobre el destino de su deseo. Desde entonces la imagen de! rapto con el consentimiento de la presa, que sigue a su situación de inaccesible ante tantos pretendientes, entra en contra­ punto con la adhesión de Otelo a dioses nuevos después de tantas resistencias y obstinación para escapar de innumera­ bles sujeciones, como si en esta conversión hubiera, de! mismo modo que en esa seducción, un engaño en la bús­ queda de esa inversión. El dios cristiano ha sido engañado por las tretas de Otelo, que atrae a Desdémona por el prestigio de su origen lejano, de sus fabulosas aventuras, de su leyenda rodeada de aureo­ las, todas peripecias relacionadas con su condición de moro. Pero Otelo ha renegado de los dioses de sus antepa­ sados. Se ha convertido. Esta conversión es una traición por la cual será castigado con la ayuda de las mismas armas que aseguraron su triunfo: el engaño y ¡a infidelidad. E¡ único infiel de la tragedia es Otelo, que ha abjurado de sus dioses. Entonces se conjugarán, en una alianza fatídica, el dios cristiano, engañado durante la conquista de Desdémona, y los dioses moros, abandonados por Otelo, para castigar a aquél que renunció a sus vínculos ancestrales para contraer otros. En el último acto, el de la muerte de los esposos, se siente con una fuerza especial esta presencia de los dioses. Hay que escuchar atentamente para ver cómo Otelo, al cometer un crimen, lo transforma en holocausto. 191

. .vas a hacerme com eter un asesinato, cuando me proponía un sacrificio.” (V ,2 )

Y su insistente preocupación por que Desdémona muera pura. “ O. - ¿Habéis rezado esta noche, Desdémona? D. - S í , mi señor. O . - S i recordáis de algún crimen que os deje aún irreconciliada. con el cielo y la gracia divina, solicitad pronto el perdón. D. - ¡Ah mi señor! ¿Qué queréis decir con esas palabras? O. -B ie n , hacedlo, y sed breve. Daré un corto paseo mientras. No quisiera m atar tu espíritu sin hallarse preparado. No. . . ¡No lo perm ita el cielo. . ! ¡No quisiera matar tu alma! D. - ¿Habláis de matar? O. - S í , de matar hablo. D. - ¡Entonces, el cielo tenga piedad de mí! O. - ¡Amén, con todo mi corazón! ” (V, 2)

El problema no es solamente matarla; es necesario que muera religiosamente, cristianamente. Se ha observado en más de una oportunidad lo inverosímil de estos celos que estallan apenas reunidos los esposos después de su reencuentro. El clínico, para quien estos hechos no son inhabituales, encuentra aquí menos que decir; pero si debemos aclararlos desde el interior mismo de la tragedia, ¿no puede verse allí el retom o sobre él sujeto de eso de lo. cual lo acusan: de haber seducido por bruje­ ría? La magia retoma sus derechos sobre la conversión formal. Otelo aparece poseído por los celos de un modo tan brusco como Desdémona lo fue por el amor, lo cual hizo sospechar que el moro lo había hecho surgir por medios sobrenaturales. Y si, como sostuvimos, lago es su doble, comprenderemos mejor el propósito que lo anima en la cabecera del moro, poseído por su crisis: “ Trabaja siem­ pre, mi droga, trabaja” . Otelo, negro, ha surgido de ese mundo de brujería; conver­ tido y casado con la blanca Desdémona, pierde esa negrura y accede al candor de los blancos, que se revelará falso; la traición de Desdémona, en la que Otelo lee el reflejo de su propia traición, anula esta diferencia. “ Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, es

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ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro. . . ”

Abandonará la vida como un negro. Así como se preocupa por que Desdémona muera cristianamente, del mismo m o­ do, en lo que a él le concierne, no toma ninguna medida para recomendar su alma a Dios. Y sin embargo, si interro­ gamos las imágenes del lenguaje de Shakespeare, en el monólogo que precede al suicidio de Otelo, en la fábula que le sirve para dejar el mundo escapando de la red que se cierra alrededor suyo, encontraremos las huellas dispersas de la evocación de un retorno a sus dioses: “ Si obráis así, trazaréis entonces el retrato de un hom bre que no amó con cordura, sino demasiado bien; de un hom bre que no fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto, se dejó llevar hasta las últimas extrem idades; de un hom bre cuya mano, como la del indio vil, arrojó una perla más preciosa que to da su tribu; de un hom bre cuyos ojos vencidos, aunque poco habituados a la m oda de las lágrimas, vertieron llanto con tanta abundancia com o los árboles de la Arabia su goma medicinal. Pintadme así, y agregad que, una vez en Alepo, donde un malicioso turco en turbante golpeaba a un veneciano e insultaba a la Repúblia, agarré de la garganta al perro circunciso y dile muerte. . ., ¡así! ” (V, 2)

El indio, la tribu, el árbol de Arabia, Alepo, el turco con turbante. Africa, Oriente: toda la barbarie desfila ante nues­ tros ojos en esta evocación final donde Otelo signa su fin con su sello original. El sentido de su suicidio no es, pues, la reunión con Desdémona, sino el operar mediante la muerte la inversión de su conversión, puesto que para los venecianos presentes él es, - e n el momento en que les recomienda que den una imagen veraz de sí mismo después de su desaparición— el perro circunciso que él castiga. Así pues, Otelo sería la tragedia de la conversión. En ella operaría una doble transgresión. Transgresión a la ley del padre, por el abandono de la fe de sus antepasados, y transgresión en la elección del objeto amoroso. Al tomar como mujer a Desdémona, prefiere a la extranjera frente a las hijas de su país. Pero la transgresión está en lo que este 193

apartamiento implica de retorno. Es como si, al vincularse por amor con la imagen más lejana de su madre —no otra, sino exactamente la inversa— encontrara sin embargo a ésta. Lleva a cabo, sin saberlo, uu incesto al revés. Al elegir a su contrario recae en la misma, la madre inevitable. Otelo quiere a Desdémona semejante a su madre. Lo dice suficientemente, mostrándole que el precio que pone a su persona se relaciona con el precio que pone al pañuelo de su madre, para que ella sea como la madre de los primeros tiempos,, la que todavía no había sido tocada por la castra­ ción, provista del velo que impide su visión. Otelo es pues, a fin de cuentas, un hermano de Edipo y de Orestes30 . Se ha expatriado muy lejos de su padre. Al protegerse del deseo de castrarlo, no pudo evitar satisfacer ese deseo en la persona de Brabancio3 1. Ese padre, del que hay que sostener el deseo que inspira mediante un talismán, es aquel a quien vuelve a someterse en la inconsciencia del deseo homosexual 3 2 que impide el goce del objeto de amor. Esa muerte rechazada muchas veces, evitada cada vez por un pelo, esas evasiones milagrosas así como esas victo­ rias, hacen de Otelo ese talismán mismo. Pero esta prueba, confirmada mil veces, se detiene en el umbral de la cámara nupcial. Y no era suficiente con reducir a su merced el

30 Este parentesco con la tragedia antigua fue sentido por Charlton, q ue com paró a Otelo con Edipo Rey, y por Swinburne, que no encuentra nada igual al sentamiento que cierra la trage- ' dia, como aquél que acompaña el fin de la Orestiada. 31 La im portancia social de Btabancio e'stá atestiguada por Iagc. que pone en guardia a Otelo al comienzo de la tragedia, no solamente su sobrenom bre es el Magnífico, sino que además se dice de él que “ su voz vale, en sus efectos, dos veces la del dux” (1,2). 31 De este m odo puede explicarse el hecho de que Shakespeare haga aparecer en el primer acto, después de habernos hecho esperar la llegada inminente de Brabancio a qliien la cólera ha arrojado en persecución del que le arrebató su hijo, no al “ padre furioso” sino a Cassio; lo cual hace responder a Iagç a la pregunta de Otelo, preparado para recibir al ofendido: “ ¿Son ¿líos? ” - “ Por Jano. creo que n o ” . “ Pçr Jano” abre la serie de rostros dobles, do n­ de Brabancio se anuncia ya como el sustituto de la imagen de] padre.

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innumerable enemigo dando a otros la muerte que él desti­ naba a su padre sólo por haberse liberado de la deuda que implica ese deseo de muerte. Pues el lecho de amor puede ser el de la muerte. Aquí cesa el milagro y se revela Ja exigencia de que el talismán provenga del Otro. Los dioses, que vieron en esta conversión el viático por el pasaje hacia un imposible cambio de objeto, no se engañaron.

Después de la representación: la diferencia y la mimesis Nuestro análisis ha llevado al descubrimiento de una dife­ rencia.. Lo que esa diferencia cubre es la distancia, que existió siempre entre la fascinación indiscutible que el dra­ ma Otelo ejerce en aquéllos ante los cuales se representa, y cierta incomodidad que suscita la obra, lo cual provocó las críticas de algunos depreciadores. En verdad, uno se pre­ gunta si esos críticos, que quisieron denunciar ciertas “debi­ lidades” de la obra, no buscaron las razones de esa incomo­ didad más allá de los efectos operantes del espectáculo, pues ninguno sostuvo que la tragedia carecía de resonancia en el espectador. Otelo no es una obra rechazable, pero suscita una molestia cuyas razones, según se cree, hay que buscar­ las en lo inverosímil de la intriga. De hecho, esta diferencia es la misma que existe entre los celos como situación antropológica común y la locura celosa, forma extrema de la alienación. Pero en la obra no hay nada que indique que se trata de una locura celosa, y puede pensarse que nos encontramos ante una de las formas más generales de los celos. ¿Acaso no dice Otelo que él no era propenso a ponerse celoso? La diferencia entre los celos comunes y la locura celosa es lo que se descubre detrás de las articula­ ciones de la estructura trágica. Esta, para poder ser percibi­ da, necesita que dejemos de mirar al héroe celoso que, sin embargo, captura y retiene nuestra mirada, para seguir el hilo del significante en el proceso de la obra. El sujeto sólo será accesible a nuestra investigación si recorremos el circui­ to del deseo. La diferencia será entonces la del sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación. Diferencia entre Otelo como sujeto, como héroe, y Otelo como tragedia 195

constituida por el conjunto de articulaciones entre diversos protagonistas, significantes marcados, deseos entrecruzados, fuerzas personificadas, donde se lee la estructura de la obra que permite decir que ésta es la estructura de la locura celosa y no de los simples celos. El espectador, a quien se invita a la mostración de los celos simples, queda captura­ do, preso en la red de las articulaciones, subyugado y entregacio a la perturbación. Cuando no se libre de la perturbación mediante la risa, buscará en malas razones el punto donde la razón protestará contra lo que en esta coyuntura le parecerá irracional. De hecho, tratará de evitar la secreta razón de su goce y su perturbación. Pondrá un dique contra el deslizamiento de las formas de los celos comunes hacia las figuras mortales donde la historia de Otelo puede arrastrarlo. Fijará los límites para que entre Ote­ lo y él no pueda haber una identificación completa. Entonces se invocarán todas las razones que acentúan la diferencia entre Otelo y el espectador: la raza negra, el error de ese matrimonio “m ixto” , la condición de la mujer en la República de Venecia, etc. Para el psicoanalista, esta diferencia es irreductible a esas circunstancias, y su funda­ mento se encuentra en la homosexualidad negada [forclos] y degradada en masoquismo. Entre lo que Shakespeare muestra a nuestros sentidos y ¡o que da a oír al inconscien­ te tiene lugar esa diferencia que Freud nos propone desci­ frar. Lo que se trata de restituir es lo que se proponía a la luz de las candilejas, menos a la atención que a la diversión del espectador. En cuanto a lo qufl se desarrollaba en la Otra escena, eso debe ser objeto de otra lectura, con ayuda de otro tipo de vínculos entre sus elementos significativos, enunciado según otro modo de escansión, marcado por otra puntuación, que expresa un discurso que se resiste a decir­ se, pues, en sí mismo, es un velo sobre ei decir, y a falta del cual no habría ya tragedia, ni héroe, ni espectáculo, ni espectador. La tragedia imita los celos. Ella instituye pués, al hacerlo, la diferencia entre unos celos comunes antropológicos, y unos celos trágicos, escénicos. Entonces ya no son simples celos, sino celos trágicos y, como tales, celos heroicos. La distancia diferencial se transforma en la distancia entre el 196

espectador, sujeto a los celos comunes, y el héroe, sujeto a los celos excepcionales, que atacan a un hombre cuyo nacimiento y virtudes han llevado al pináculo. Celos homó­ logos a los celos de los dioses, a quiehes el éxito y la felicidad de Otelo arrojan sombras, pues los obstáculos para su acceso al cargo de general de la República de Venecia y al matrimonio con una de sus patricias eran enornfes. Celos del padre, que ve en el éxito de su hijo una abolición de las prerrogativas que aseguran su poder paternal y un signo del deseo de ser suplantado por su retoño. Pero lo que la tragedia muestra, lo hemos dicho, es que esos celos son locura celosa. Esta es la otra diferencia. La que sólo se percibe en el movimiento de la estructura trágica, que permite reconocer en la relación entre los elementos de la obra el rostro de la alienación extrema. La situación excep­ cional, la del héroe, se duplica por ser negro, lo que hay que tomar aquí en su significación metafórica. Esta negrura heroica hace de Otelo el personaje que lleva en sí la marca del “Hace mucho tiempo, un hombre venido de muy le­ jos. . . un extranjero.. Pero si todos los celos, aún los más comunes, no llevaran en sí el germen del delirio, ningún espectáculo que los muestre sería posible. Inversa­ mente, porque estos celos son delirantes, el espectador que los entrevea en el fulgor de un instante los rechazará como inaceptable y atribuirá al espectáculo mismo la causa de ese rechazo. La mimesis es mimesis engañadora, pues hace creer en la identidad de lo que reúne: celos comunes y celos heroicos. Por que es trampa, atribuye los celos heroicos a los celos delirantes, y secundariamente rechaza a éstos co­ mo demasiado excepcionales para ser verdaderos. Y cuando el espectador reconoce el germen delirante en los celos, escapa de este modo al ataque de los mismos. “Puesto que los celos son locura y yo no estoy loco, puesto que soy el espectador de esta obra, entonces yo no soy realmente celoso.” La representación de los celos ha cumplido con su objetivo: obtener del espectador el desconocimiento de su deseo.

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C a p ítu lo III Ifigenia en A ú lid a * La e c o n o m ía d el sacrificio

Para las hijas de Thasos

“ ¡Sagrado! . . . De antem ano, las sílabas de esta palabra están cargadas de angustia, y el peso que las carga es el de la m uerte en el sacrificio. . . Nuestra vida entera está cargada de muerte. Pero la m uerte definitiva tiene en m í el senti­ do de una extraña victoria. Me baña con su luminosidad, abre en m í la risa infinitamente feliz: la de su desaparición” . GEORGES BATAILLE Las lágrimas de Eros

“ Pero si la suerte nos dirige, el objeto que deseamos más ardientem ente es el más suscepti­ ble de arrastrarnos hacia locos gastos y de arruinarnos” . GEORGES BATAILLE El erotism o

Las cita* uo Eun'pides están extraídas de Obras dramáticas de Eurípides, Buenos Aires, El Ateneo, 1946. Las de Racine han sido traducidas del texto (N. de la T.).

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I. LAS DOS IFIGENIAS

La compasión y el terror La Ifigenia de Racine es la tragedia de las lágrimas. Su evocación se asocia con los versos de Boileau, que han llegado a ser tan famosos como el objeto al que se aplica­ ban 1. Sin embargo es asombroso que ese llanto, que la corte de Versailles distribuyó con más generosidad que “ la Grecia reunida” , fuera vertido a propósito de una obra que suscita opiniones más dispares que muchas otras. Al com­ probarlo, se sospecha que ha podido producirse una altera­ ción en el proyecto inicial de la imitación de Eurípides. Este “ sabía excitar maravillosamente la compasión y el terror que son los efectos verdaderos de la tragedia” 2 . Vemos claramente la compasión en el origen de las lágri­ mas, pero nós preguntamos sobre la presencia del terror, que aquí parece muy oculto, si no inexistente. Ningún tema como el del sacrificio de una hija amada por parte de su padre hubiera sido más propicio para ligar el terror con la compasión en la sentencia despiadada de los Dioses. ¿Diremos entonces que los dos milenios que separan la tragedia griega de la tragedia de Racine han enrarecido

“ Nunca Ifigenia en Aulida inmolada Ha costado tan to llanto a la Grecia congregada. . Prefacio de Ifigenia.

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hasta borrarlo .el phobos que constituya el vínculo más poderoso entre las dos mitades del espacio trágico: el espec­ táculo y el espectador? Habrá que buscar la cicatriz en la distribución de los efectos de ese sacrificio, de eso que, en las formas iniciales de la tragedia, seguía a un ritual de sacrificio. Si sentimos un corte entre la tragedia antigua y la tragedia clásica, esa no era, sin embargo, la opinión de Racine: “Reconocí con placer, por el efecto que produjo en nues­ tro teatro todo lo que yo imité de Homero o de Eurípides, que el buen sentido y la razón eran los mismos en todos los siglos. El gusto de París ha resultado conforme con el de Atenas. Nuestros espectadores se han conmovido con las mismas cosas que antaño han hecho vertir lágrimas al pue­ blo más sabio de Grecia. . ,” 3 . Contra las modificaciones del tiempo Racine defiende así una eficacia comparable de las obras. Sería de mala fe acusarlo, por este juicio, de querer entibiarse al sol de la gloria de Eurípides. Hay que tomar en serio esta afirmación y someter a las obras empa­ rentadas a la prueba de su economía.

Establezcamos el inventario de las diferencias temáticas entre Eurípides y Racine. En Eurípides: 1. El matrimonio de Ifigenia es una pura fábula, una estratagema. 2. Aquiles es ante todo un defensor del honor, de la justicia. 3. Menelao es un apasionado, inestable, pero abierto a la piedad. Ulises no aparece. 4. Agamenón, desde que Ifigenia llega al campo, mantiene un discurso unívoco en el que estima inevitable el sacrificio.

3 Prefacio a Ifigenia.

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5. El encuentro Ifigenia-Agamenón muestra las tiernas re­ laciones entre el padre y la hija ante Clitemnestra. 6 . Ifigenia es una joven virgen, púdica, amedrentada, dul­ ce, tierna, virtuosa, valiente. 7. Clitemnestra, después de un intento de resistencia, se somete al sacrificio. 8 . Aquiles también renuncia, después de un intento de resistencia, a fomentar una rebelión sin el consenti­ miento de Ifigenia. 9. Aquiles y Agamenón no se encuentran nunca. 10. Agamenón cede y consiente, ante el numeroso ejérci­ to, a sacrificar su hija. 11. Ifigenia es sacrificada o, secuestrada, reemplazada por una cierva.

En Racine:

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1. El matrimonio de Ifigenia es una eventualidad real, decidida antes del comienzo de la obra. 2. Aquiles es un guerrero y un enamorado, ávido de entregarse por su gloria y su amor. 3. Ulises es un calculador frío y tenaz. Menelao no apare­ ce. / 4. Agamenón es equivoco y cambia muchas veces de opinión. 5. El encuentro Ifigenia-Agamenón tiene lugar en una atmósfera fríar y en presencia de Erifila, personaje nue­ vo, introducido en la situación. 6 . Ifigeoía es una princesa celosa, orgullosa, que habla mucho. 7. Qitem nestra se niega hasta el fin al sacrificio. 8 . Aquiles combate el sacrificio hasta sobre el altar. 9. Aquiles y Agamenón se oponen y se disputan la pose­ sión de Ifigenia. 10. Agamenón decide conservar a su hija, negándola al mismo tiempo a los griegos y a Aquiles. 11. Erifila se suicida, pues es designada en lugar de Ifigenia. Ifigenia se casa con Aquiles. 203

Debemos explicar esta confrontación tratando, a través de las oposiciones de una tragedia con la otra y la configura­ ción coherente que forma cada una, de analizar cómo actúa ti cada caso la eficacia trágica, puesto que Racine creía en un't homología estructural entre su creación y la de Eurípi­ des a pesar de las modificaciones y las innovaciones que aportó. Es indudable que hay que tener en cuenta la transfoí^iiación del sentimiento trágico en dos públicos se­ parados jjür más de dos mil afíos. Pero nosotros, espectado­ res contemporáneos, escuchamos a Eurípides como a Ra­ cine; no es .inútil, pues, buscar los medios y las formas mediante los chales lo trágico sigue conmoviéndonos.

La alternativa matrimonio-sacrificio Ninguna necesidad imperiosa constreñía a Racine a elegir el tema del sacrificio de Ifigenia. Tampoco ninguna razón de circunstancia. Sin embargo, preso de esa elección, Racine busca razones falaces para separar el desenlace de su intriga y ahorramos el sacrificio. En nombre de dos argumentos: el de la imposibilidad de aceptar “ manchar” la escena del crimen “de una persona tan amable y virtuosa” , y el del rechazo de una ‘‘maldad’’ que sustrae a la virgen y la reemplaza por un animal, únicamente verosímil para los griegos pero inaceptable para el gusto del público francés. La primera razón a la que se nos invita a apelar es precisa­ mente la que ve desaparecer consigo ese terror que comuni­ ca la tragedia y la segunda no nos dice por qué el público del siglo XVII, preocupado por la verosimilitud, no puede aceptar la sustitución de la víctima propiciatoria por una cierva, mientras que no pone ningún reparo en admitir la petición de principio de la legitimidad de un sacrificio humano demandado por los Dioses4 .

No se puede invocar a q u í el precedente del sacrificio de Abra­ ham. El Dios de los griegos exige ese sacrificio sin explicación. Su preocupación por los hom bres es nula. Se apodera de ese tributo como una casi aplicación de sus derechos sobre las actividades en las cuales reina. Artemisa quiere una presa como

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Este punto de partida falso de la intriga - e l hecho de que la idea del sacrificio sea plausible, pero no su ejecución— es lo que confiere su carácter singular a esta tragedia. Pues deberá absorber este rechazo a lo largo de todo su desarro­ llo y esto hinchará a la obra de Racine con todo lo que la de Eurípides dejaba fuera de sí. Las dos tragedias tienen en común la protesta contra una decisión inicua donde la crueldad de los Dioses y de los adivinos se compromete con la sed devastadora de la empresa guerrera. No solamente el sacrificio de Ifigenia no tendrá lugar, pues la intriga culmi­ na con el matrimonio con Aquiles, al cual ya nada se opone, sino que ningún sacrificio tendrá lugar. En vano se sirve Racine, llamando en su ayuda a Pausanias, del personaje providencial de Erifila, que brinda el tributo exigido de la sangre de Helena, de la que ella habría descendido secretamente. Pues es claro, para cualquiera que se detenga a examinar la significación de un sacrificio, que la muerte de Erifila no puede reemplazarlo. Primero, por­ que es un objeto impropio para ese ritual. Las exigencias requeridas para esa ceremonia estipulan siempre que la víctima debe estar desprovista de todo defecto o de toda imperfección. La inocencia es lo que se sacrifica, y lo que debe perecer deberá estar exento de toda marca que la Naturaleza imprima sobre un ser para significarle una des­ gracia o cualquier reprobación original. Por su nacimiento (ha nacido de un matrimonio clandestino), por su origen (es hija de la pecadora que hay que castigar), por su carácter (lleva en sí los signos de una disposición a la infelicidad), Erifila es una víctima recusable. Y en último

se sacrifica un cebo para hacer una buena caza; la crueldad de su demanda, su carácter insensato no constituyen problemas. El Dios de los jud íos dio a Abraham una descendencia de la que estaba privado, testim onio de su preocupación y de su deseo de marcar al patriarca con el signo de los vínculos que contrae con él. Si vuelve a tomar lo que ha dado - p o r cruel que sea ese pago - lo hace con pleno derecho y con una intención que no está en el horizonte hum ano percibir, pero que se inscribe en una línea de conducta que nunca desmiente su solicitud hacia Israel. Volveremos sobre este paralelo que ya Kierkegaard había establecido.

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lugar y sobre todo, Erifila no muere en reemplazo de Ifigenia por la vía destinada a ésta. Sustrae el cuchillo del sacerdote sacrifkador y se lo hunde en el pecho, enten­ diendo poner un crimen a cuenta de los futuros agresores de su patria. Su suicidio se transforma no en un acto de absolución sino en un testimonio a su cargo por el primero de sus crímenes. Un suicidio en ningún caso puede reempla­ zar a un sacrificio. Y se conoce la vigilancia de los que cuidan a los condenados a muerte respecto de toda tentati­ va de acortar por sí mismos su vida y la macabra solicitud por el cuidado de su salud. Se ve entonces que, con el suicidio de Erifila, la mancha del crimen de Ifigenia queda evitada, pero esta misma mancha es lo que soporta el personaje de Enfila y que se elimina del espacio trágico. Las dos Ifigenia, la de Eurípides y la de Racine, están construidas sobre una equivalencia que se presenta siempre como una oposición: la del matrimonio y la del sacrificio. La ignorancia en la que se mantiene al campo de los griegos respecto de lo que se urde los torna disponibles tanto para uno como para el otro, y hace del camino que lleva hacia el altar una vía única 5 para las dos eventualidades. Ambas conclusiones tienen el mismo peso. La muerte es para satisfacción de los Dioses y el acuerdo de su protección. La unión que liga a Ifigenia con el hijo de la diosa Thetis —reforzando así el linaje de los Atridas que desciende más lejanamente de los Dioses— confiere a Agamenón una auto­ ridad suplementaria para la conducción de la expedición. Estratagema en su origen, la fábula del matrimonio para atraer a Ifigenia a Aulida puede imponerse pronto como una acción ostentosa, equivalente a la del sacrificio. Esta superposición es tan estrecha que se constituye en objeto de un texto de doble sentido en el encuentro Ifigenia-Agamenón en Eurípides:

“Hay en las tragedias de Racine un personaje enigmático y mudo - e l a lta r - que simboliza la ambivalencia misma porque se ignora hasta último m om ento si el sacerdote va a subir a él para celebrar una boda o asistir a alguna inmolación” . Charles Mauron. L ’Inconscient dans l'oeuvre et la vie de Racine, Paris, Ophrys, pág. 36.

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“ IFIGENIA. — Qué de la Frigia vuelvas pronto a mi lado, después de realizar tus proyectos, oh padre! AGAMENON. — Antes de he hacer aq u í cierto sacrificio. IFIGENIA. — Oh, deseo acom pañarte, para ver al menos lo que me está perm itido ver”

Esta última frase muestra que esa conjunción no es fortui­ ta, sino que supone la mediación de lo sexual. A una virgen le está prohibido conocer tanto los secretos del sacrificio como los del matrimonio. La respuesta de Agamenón: Ya lo verás, porque has de estar cerca del vaso sagrado.

juega todavía con esa equivalencia: tienes tiempo para co­ nocer los misterios religiosos y sexuales. Esta impresión es aún más fuerte en Racine que en Eurípi­ des, pues el principio del matrimonio se admite en él aun antes de que comience la tragedia, y constituye el objeto de la primera entrevista entre Aquiles y Agamenón (que en Eurípides no se encuentran nunca). Lo que en Eurípides, en su origen, no era más que una astuta in v e n ció n para atraer a la víctima al área del sacrificio, se transforma en realidad al fin de la tragedia cuando Aquiles, después de haberse ofuscado por el abuso de su nombre, reivindica su condición de novio desafiando la ironía de los griegos. De modo que lo que en la tragedia antigua acentúa, durante la prueba, la equivalencia matrimonio-sacrificio, llevándola hasta su punto de ruptura donde el consentimiento de la virgen la conduce hacia nupcias de muerte, se sitúa aquí a la cabeza del desarrollo raciniano, que progresa disminuyen­ do los riesgos del sacrificio. Este movimiento abre, por otra parte, la esfera del suicidio. A g am en ó n e s tá en cerrad o en la alternativa matri­ monio-sacrificio. Lo que tienen en común ambas decisiones es que en ellas pierde a su hija. Debe entregarla al más valiente de los griegos para mantener el prestigio de su alto rango, pero entonces contribuye al poder de aquél a quien la da, por halagadora que sea la alianza con el hijo de una diosa. Si, al contrario, obedece a Calcas, la pierde igualmen­ te; éste es el precio que debe pagar la realización de su gloria personal: la pérdida de su hija más querida. El hecho 207

de que, en la estratagema cuyo fin es que se dirija a Aulida, Agamenón no haya podido tener otra idea que ese matri­ monio indica, en todo caso, que, cualquiera sea la solución, él debe sufrir una desposesión. Este hecho es, quizá, lo que ilumina la ambivalencia de Agamenón, pues él percibe que la muerte exigida por los Dioses no es otra que el comienzo de su propia muerte. De esa guerra que se prepara con gran exaltación de los grie­ gos, en la que veinte reyes se encarnizarán sobre Troya, de esa carnicería organizada cuyo verdugo se propone ser, Agamenón no puede extraer- sin impunidad el provecho sanguinario que le otorga el derecho. Lo que da al sacrificio de Ifigenia su carácter de enigma donde la demanda de los Dioses parece tan monstruosa, es su función anticipadora. Por una vez habrá que expiar la falta antes de haberla cometido. El mero punto de partida de la acción deja presagiar la continuación. “ Nosotros partim os; y ya con mil gritos de alegría Amenazamos de lejos las orillas de T roya” . (I, 1)

Si es Artemisa la que exige ese tributo, ella, diosa de la caza, sabe de qué habla. Lo que demanda lo demanda en previsión a lo que seguirá, pero que los límites de la tragedia no nos dejará franquear. Aquí se invoca tramposa­ mente a Afrodita. Con el pretexto de dar una esposa a su esposo, se prepara una boda de sangre, una bacanal de muerte en favor de Ares. Artemisa reclama satisfacción en la mitad de camino entre Afrodita y Ares. La muerte de Ifigenia, el saqueo de Troya serán los motivos por los cuales el crimen de Agamenón por parte de Clitemnestra encontrará una justificación ante los ojos de los Dioses. El engranaje de las desdichas de los Atridas se pone en mar­ cha. Se dirá que el sacrificio de Ifigenia estaba ordenado por los Dioses. Pero los Dioses no dieron su aprobación al proyecto de la guerra. Ellos dicen: “Si los griegos quieren conquistar a Troya, entonces hay que sacrificar a Ifigenia” . No dicen que los griegos deben o hacen bien en conquistar Troya. Esa es la trampa del oráculo; en lo que calla abre el 208

espacio de una inversión de la pregunta, donde se inscribirá la sanción de esa elisión. Las dos Ifigenia de Eurípides, la de Aulida y la de Taurida. están rodeadas de un notable clima de impiedad religiosa. En ninguna parte se honra la palabra de los Dioses. En todas las circunstancias los protagonistas subrayan su carác­ ter inicuo y no buscan en ella ninguna fuente de sabiduría oculta. Los celos, la “ secreta envidia” de los Dioses ni siquiera se conciben como sanción contra una hybris. Una condena sin apelación estigmatiza a los adivinos junto con aquéllos que los escuchan y ceden a los milagros: “ Pero los genios divinos que se llama sabios no son menos engañosos que los sueños alados. En los designios de los dioses, así como en los de los hombres, hay muchas cosas perturbado­ ras; y esto es sobre todo lo que busca para desplomar su sabiduría: ver que un mortal no despojado de juicio perez­ ca —por haber creído en las palabras de los adivinos-, como lo atestiguan aquéllos que conocen su historia” . El hijo de Agamenón es quien habla de este modo. ¿No es a su padre a quien se refiere por haber creído en Calcas y sacrificado a Ifigenia? Pero Ifigenia se dirige a veces a los Dioses mismos, cuestio­ nando su lógica. “ Repruebo la casuística de la diosa: si un mortal mancha su mano con un crimen, qué digo, con el simple contacto con una parturienta o un cadáver, ella lo excluye de sus altares juzgándolo aparentemente impuro; pero ella misma hace sus delicias con los sacrificios huma­ nos” . Finalmente surge la explicación que Freud no hubiera rechazado: “Creo más bien que estos de aquí, que aman verter sangre humana, prestan a la divinidad sus instintos culpables” . Pero esta verdad se atenúa con una absolución de los Dioses: “Pues tengo la convicción de que no hay un dios que sea malo” . Esta impiedad de Eurípides, tan mani­ fiesta en Ifigenia en Taurida —escrita poco antes de Ifigenia en Aulida—, explica quizá por qué Agamenón no encuentra en esta última obra ninguna voz que lo defienda. Su acepta­ ción de la sentencia de Calcas es interpretada como un acto de locura. Todos los que hablan de él dicen que ha perdido la razón. Pero a fin de cuentas el sacrificio tendrá lugar. Lo cual prueba, si es necesario, que el verdadero deseo que 209

impulsa al consentimiento del sacrificio es el que alimenta la sed de sangre troyana, que mediante una inversión impre­ vista justifica ese sacrificio en un taitón que aquí sólo tiene de inhabitual la inversión de sus tiempos. Quien quiere verter sangre debe pagar de antemano la sangre que va a derramar. En Racine, si bien es cierto que Aquiles y Clitemnestra se dedican a criticar a los adivinos y recusan igualmente las sentencias de Calcas, los ataques contra los Dioses son, quizá, menos manifiestos, Pero, como contrapartida, la re­ belión contra el padre se desencadena libremente. En Eurí­ pides Clitemnestra se resigna al fin y acepta con dolor la decisión de su hija, así como Aquiles se inclina por la opinión de su novia deseando someterse a la voluntad paterna. En Racine, la madre y el yerno lucharán, hasta el fin, obligando a Calcas a modificar sus opiniones. Esta diferente economía no responde sólo a la evolución de las costumbres. Nos hace pensar que si Charles Mauron tiene razón al hablar de un retorno del padre en Racine , desde M itrídates —tragedia a la que sigue inmediatamente Ifigenia—, lo es para entregar a ese padre a ataques de los que no sale engrandecido6 . Sin duda no es fortuito, que ese desplazamiento que constituye al padre en blanco privilegia­ do se produzca en un contexto donde el amor ocupa un lugar considerable y que la decisión final del padre lo aparte del dilema sacrificio-matrimonio y le haga salvar a Ifigenia para reapropiarse de su hija. Así, el objeto del ataque del padre —lo que se erige contra sus sentencias y sus interdicciones— es el objeto del deseo que él detenta y que constituye lo que está en juego en el debate. Se ve de qué modo ha tomado forma la hybris, la desmesu­ ra. Ella condenaba el exceso que se esforzaba orgullosamente por reducir la distancia entre el hombre y los Dioses sin nombrar el objetivo perseguido: el goce, y el objeto por el

e Prolongando la lógica de la obra, puede verse allí un eco de los debates de Racine y de Port-Royal y de la ira excesiva con que com batió a sus padres adoptivos, sobre todo en ocasión de la querella de los Imaginarios. 210

cual pasa. En Racine, se desgarra el velo pero esto implica su contrapartida: Eros descubierto devela la imagen de su sombra, el Eros negro de Erifila hacia quien se desplaza lo trágico.

La realeza entre la fuerza de gasto y la fuerza de cálculo Agamenón inspira muchos comentarios divergentes. Unos le reconocen una nobleza, una soberanía que no son para nada menos dignos que las del Rey Sol; otros lo acusan de mediocridad y de avidez ambiciosa. Este último reproche no carece de verdad, ¿pero qué monarca que aspira a un alto destino escapa a él? Más notable en la construcción del personaje es el peso aplastante de los bienes y los poderes que se han acumulado sobre su cabeza. “Rey, padre, esposo feliz, hijo del poderoso Atreo” , etc., sigue la enumeración de los motivos de su satisfacción. Ninguna de las palabras que se le dirigen o se pronuncian ante él omite el recuerdo de los capítulos que marcan su gloria.

Aquiles En esto se diferencia de Aquiles. Todo el destino de Aqui­ les está delante suyo: éste corre tras una suerte que sabe prestigiosa. Su movimiento es un esfuerzo perpetuo para acelerar su progresión. Aquiles, el de los pies alados7, es el 7 “Pero quién puede en su carrera detener ese torrente Aquiles va a combatir y triunfa corriendo” (I, 1). “ ¿Cómo, Señor, puede ser que en un curso tan rápido La victoria os haya traído a Aulida? ” (I, 2) “ Sufrid, Señor, sufrid que yo corro a apurar Los himeneos con que los Dioses no podrían irritarse” (I, 2)

Corramos adonde el valor Nos permíta un destino tan grande como el suyo” (II, 2)

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viento que ya no sopla en Aulida. El freno que le impide sujetar las fuerzas que contiene es menos atribuioie a los Dioses que a la voluntad real de Agamenón de quien depende toda decisión. Aquiles consume el tiempo; elige, antes que la longevidad, vivir “ ¡ jo c o s días seguidos de una larga memoria” . Sus etapas serán cumplidas por saltos. Aquiles no trata de gustar a los Dioses ni de plegarse a ellos. Sin resignación, sin sumisión piadosa, pero con un amor ardiente por la acción a pesar de su conocimiento de lo ineluctable, haciendo suya la suerte que le otorgaron los Dioses, no teme entrar en competencia con ellos. Aquiles es entonces, frente a los Dioses, una fuerza que se gasta sin cuidado y que sólo encuentra su significación agotándose en todo lo que solicita sus virtudes innatas. Agamenón, por su rango y su título, asegura una función intermedia entre él y esos Dioses tomados como testigos. “ Yo no aspiro, en efecto, más que al honor de seguiros".

Y seguir, para Aquiles, no puede tener otro sentido que sobrepasar. Si nos inclinamos a leer en Racine esta nueva relación de rivalidad entre Agamenón y Aquiles8 , más marcada que en “ Es en Troya y allí corro. . . ” (II, 2) “ Es poco defenderos y corro a vengaros” . Racine parece haber transm itido, en esta insiste icia repetitiva del lenguaje, la fuerza de la evocación de Eurípides que se expresa por boca del coro, espectador del campo ( los griegos: “ Yo he visto a aquél que quiere desafiar al vien < , a Aquiles, hijo de Thetis, obra maestra de Chirón, en el i que, todo armado, se ejercitaba en la carrera, trataba de igu ar en veloci­ dad a una cuadriga y, rodeando el mojón, volaba hac la victoria". Como lo hace notar Ch. Mauron, lo cual no es cas uestionable. Lo atestiguan estos versos, cuando Aquiles no log, convencer a Ifigenia de que desobedezca a su padre: “ Llevad a vuestro padre un corazón donde e n u eo Menos respeto por él que odio hacia m í” (V, 2 No se trata, pues, d e respeto, sino del amor del qu está privado Aquiles y que en consecuencia se revierte sobre amenón. El acto de Aquiles, que tom a el altar por asalto, ad lere el valor de una rebelión contra to do lo que se opon- a su eo.

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Eurípides, no es solamente porque Ifigenia es lo que allí se juega más manifiestamente, sino porque se oponen los regí­ menes de fuerzas que ellos personifican. A Agamenón, poseedor de dones inigualables, corresponde un pensamien­ to cuidadoso de preservar el máximo de bienes acumulados por él y aumentar su fortuna y su gloria. El rey padre está sometido a esa contradicción de la que no sale: tiene que destruir lo que quiere conservar (Ifigenia) o conservar lo que quiere destruir (Ilion). No tiene alternativa que opo­ ner a esta alternativa más que aquella en la que da lo que quiere conservar (por el matrimonio) y en la que pierde lo que tiene que tomar (el botín de Ilion). A Aquiles alimenta una energía que reduce a polvo lo que toca y que extrae su alegría al acercarse a la anulación que le está prometida, desafiando el curso del tiempo. El sacrificio está presente también del lado de Aquiles, que ignora el peligro porque su vida está totalmente consagrada a esa consumación sin otra contrapartida que lo que le sobrevivirá en la leyenda. Veremos que ese encarnizamiento en la violencia requerirá su valor simétrico e inverso en otra figura de la tragedia.

Menelao Si Racine puso al amor en el personaje de Aquiles, no es simplemente para pintar un héroe conforme al gusto de su tiempo; es también porque le fue necesario desplazar el impacto del deseo tal como se presenta en Eurípides. Se sabe que sacrificó el personaje de Menelao y que lo reem­ plazó por el de Ulises, que nunca aparece en la tragedia antigua aunque él y Calcas dirigen juntos la situación. El sacerdote, el intérprete de los Dioses, que inspira temor, exige la sumisión de los griegos por la ejecución del sacrifi­ cio, mientras que Ulises se preocupa por atizar el impulso bélico en el campo griego, barriendo con todo lo que se opone a su sed de conquista. Una conquista que no sf interesa por ninguna venganza, sólo movida por el deseo dtransferir en provecho propio los bienes del adversario. Si ha dicho que el personaje de Menelao, el rubio Menelao, hubiera sido intolerable para el público francés. Ese perso­ 213

naje de marido engañado hubiera acentuado la pendiente que conduce a la comedia burguesa y hacia la cual se inclina la obra. Pero en el contexto antiguo no hay nada que justifique este juicio. En Eurípides la escena entre Menelao y Agamenón puede, por momentos, caer en el tono áspero y sórdido de las querellas de familia, pero deja, sin embargo, la profunda impresión de un desgarramiento entre dos hermanos cuyos lazos de sangre no logran atem­ peradlos deseos contrarios, que los empujan al límite de sí mismos desde el momento en que su alianza no los une en intereses comunes. La conversión final de Menelao, que renuncia a exigir el sacrificio de la hija de su hermano, no es menos conmovedora. Pero ese acto no es suficiente para extinguir las pasiones desencadenadas. La bestia está suelta y se dirige al campo griego donde nadie puede retenerla, donde sólo se puede dejarla seguir su curso o aplastarla.

Ulises Esta ineluctabilidad es la que Racine remodela eliminando los intermediarios y sustituyendo directamente a Menelao por Ulises. Ulises representa en Racine, según se dice por lo general, al político. Se sitúa ante todo como- un valor complementario al de Aquiles, lo cual no está solamente en la mitología sino en el lenguaje trágico. Al régimen de consumo individual de Aquiles opone, para servir al hambre de guerra, el régimen del mejor rendimiento. La individuali­ dad, como unidad despreciable9 , llega a ser condenable cuando pretende seguir su propio designio; así la salvación de Ifigenia, que su padre trata de preservar, acusa a Agame­ nón sin excusarlo porque él “no osa comprar tanta gloria con un poco de sangre” . Sus escasas palabras, su reserva, hacen que su influencia pese grandemente. Enmarca la obra 1 0 y Racine le confía el privilegio de concluir. Enton-

9 "Aquiles solo. Aquiles a su amor se aplica. . .” (I. 2) "El solo Agamenón rechazando la victoria” (I, 3) 10 No está presente más que en el primero y en el último acto.

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ces puede introducir e) relato del desenlace inesperado, puesto que se lo ve llegar a una solución todavía más ventajosa: los Dioses apaciguados, Agamenón liberado de un posible rencor, Aquiles colmado en sus deseos matrimo­ niales. Feliz presagio: con la muerte de Erifila cae la prime­ ra cabeza en las filas del adversario. Ulises sostiene el esfuerzo de la dramaturgia de Racine y acude en su ayuda, buscando un compromiso satisfactorio para el gusto de la época. Será uno de los dos polos entre los cuales oscila lo trágico raciniano. Representa una solución que cierra y clausura la acción trágica en el despliegue de sus nudos deshechos y de sus fuerzas neutralizadas. El otro polo, que es también una invención de Racine, Erifila, es lo que se opone a toda solución de este tipo. Con el personaje de Ulises se traiciona, sin embargo, el sentido del sacrificio. En Eurípides, Ulises, a la cabeza de una tropa, debe apoderarse de Ifigenia. Lo que conduce a la satisfacción de los Dioses se lleva a cabo en la violencia que el sacrificio esconde entre sus pliegues. En Racine, Ulises es el garante de las formalidades que deben cumplirse para seguir adelante con la misión que los griegos se han propuesto. También aquí se opone a Aquiles que, aunque cree en las profecías que fijan su destino, no admite inter­ mediarios entre los Dioses y él, no experimenta ninguna dificultad en cuestionar los juicios de los adivinos y en pasar por alto sus sentencias11. Pero si en estç punto el personaje es idéntico en Racine y Eurípides, la modifica­ ción introducida por Racine, que transforma al valeroso Aquiles en un enamorado, da un sentido a la oposición entre los dos trágicos. En la tragedia antigua cada pasión, que lleva en sí misma su propio excedo, incluye igualmente su propia censura, y la mutación de la que es objeto

11 “ ¿Qué es un adivino? ¡Un h am b re que mezcla muchas mentiras con algunas verdades cuando se le presenta la ocasión! En Racine nunca se levanta r.na acusación explícita contra Calcas. Pero en ningún instante Aquiles se detiene a considerar la obligación de ejecutar la sentencia de Calcas. Además, sube a tom ar por asalto el altar: “ Aquiles está en el altar. Calcas está perdido” (V, 5)

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sobreviene como después de la superación de un punto crítico donde todo deseo, por legítimo que sea, cede brus­ camente sobre lo que acaba de romper. El conflicto nace no tanto de una razón de Estado contra un sentimiento privado cuanto del choque de dos sentimientos no coinci­ dentes. A un deseo se opone siempre otro deseo. A una locura se opone otra locura. El personaje de Ulises rompe ese equilibrio obtenido por la confrontación de dos dese­ quilibrios. La distribución de las fuerzas se hace más entre los personajes que en cada personaje por separado. Ulises opone a los estragos del amor, a las indeterminaciones de la ambición, que se paga demasiado cara, la fuerza del cálculo que una oportunidad pone al servicio del deseo. Ni siquiera es el astuto Ulises, cuya malicia dejará siempre un lugar para el humor. Aquí Racine, que para el personaje de Aquiles ha apelado a Homero, sólo habla por sí mismo para dar a la tragedia un polo regulador hacia el allanamiento de las tensiones y el camino hacia el fin dictado por el sólo interés obtenido al más bajo precio: un poco de sangre compra mucha gloria.

Agamenón está pues, en Racine, capturado en el impulso de las pasiones combinadas de Aquiles y de Ulises: la fuerza de gasto, menos preocupada por el resultado de su acción que por el despliegue de su energía, y la fuerza de cálculo12, que subordina su compromiso en la empresa al beneficio de sus operaciones. Estas mutaciones serán impu­ tables, en parte, a la distribución de esas energías en los diversos momentos de la tragedia. Fuera del torno en el que está preso, el rey desvía a su hija del camino del altar. Pero, ante Aquiles engañado y neutralizado, cede a Ulises. Ante Aquiles provocador, responde con el lenguaje que

lista oposición es la que ha sostenido Georges Bataille en sus obras (ver sobre todo La Part maudit c, L 'Erotisme y Les Larmes d ’Eros). De hecho la guerra se compi '.ndc, según esta perspec­ tiva, com o expresión de la fuerza de gasJo o como expresión de la fuerza de cálculo. La empresa contra Troya es un negocio donde pueden obtenerse grandes beneficios.

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(Jlises aprobaría. Finalmente, librándose de uno y del otro, sustrae la apuesta que es la vida de su hija, que guarda para sí solo. En suma, sólo puede liberarse de Ulises para caer bajo el fuego de Aquiles que desea, también él, quitarle a su hija. Así Agamenón tiene que elegir, no tanto entre salvar a su hija o perderla, sino entre las diversas maneras de cederla a otro: a los Dioses, que sólo demandan tributos tan elevados a los poderosos, quienes se ¡os deben gracias a su poder; a Ulises y al ejército, de los que espera grandes sacrificios que apelan a su obligación recíproca; a Aquiles, cuya rivalidad y rebelión están a la altura del partido que representa, único digno de reemplazar, en calidad de espo­ so, el prestigio del padre. En Racine estas tres influencias, la de Calcas, de Ulises y de Aquiles se distribuyen el área del conflicto, mientras que en Eurípides, Aquiles, por puntilloso que sea con respecto a su honor y por deseoso que se encuentre por prestar ayuda a Clitemnestra y a Ifigenia, conserva sin embargo, frente a Agamenón, una respetuosa distancia. El mismo participa finalmente en el sacrificio, a pesar de su primera intención de impedirlo por las armas, disuadido por la misma víctima que hace oír el sentido de la Ley. Su rebelión no es nada frente a la del Aquiles de Racine, resuelto hasta el fin, y que libra un combate sobre el altar a pesar de - y quizá sobre todo a causa de— la sumisión de Ifigenia a la orden paterna. Las fluctuaciones de Agamenón, los choques que recibe de diversos lados, el cuestionamiento total de su autoridad por parte de Aquiles, se inscriben en contextos donde obedecen a exigencias diferentes. En Eurípides la ejecución efectiva de Ifigenia marcaba al padre con una castración conforme al deseo de los Dioses, a los que puede suponerse celosos del poder acumulado por el Rey de los reyes. Se mantenía el equilibrio entre el poder temporal y el poder espiritual, y el precio del saqueo de Troya se había pagado, en cierto modo, de antemano. En Racine, donde el sacrificio no tiene lugar, el cuestionamiento del poder real se hace más explícito en boca de los hombres. En Eurípides, Agamenón sufre menos como padre que como hijo rival de los Dioses. En Racine, Agamenón paga por su condición de padre bajo

los ataques de lo» hermanos (Ulises) y del hijo (Aquiles). Calcas puede hacerse más discreto, puesto que lo ;>erdido en un lado se encuentra en otro. De todos modos se demuestra, en ese siglo de monarquía absoluta, que el poder no se concentra indefinidamente sino que se frag­ menta después de haberse condensado13 , que no se conser­ va eternamente sino que se dispersa y se transmite, que no aumenta sin límites sino que decrece y hasta puede anular­ se. Los dramas de la conciencia de Agamenón reflejan la lucha concurrente entre su yo y ciertos objetos suyos, algunos de los cuales deben escapársele y cuyos intereses antagónicos se disputan el derecho a sobrevivir. Y si se puede hablar, con Charles Mauron, de un retomo del padre en Racine con Mitrídates, Ifigenia muestra a ese padre expuesto a sobresaltos que le hacen perder mucho esplendor. El sacrifi­ cio del sacrificio bien valía eso.

El pacto y la prohibición sexual En el origen de la situación trágica, tanto en Eurípides como en Racine, se encuentra un vínculo indisoluble esta­ blecido por un pacto. Es el juramento hecho a Tyndaro, padre de Helena. Los pretendientes de su hija, demasiado numerosos y demasiado enamorados, se disputan con aspere­ za la ventaja de conquistarla. Por temor a que el desconten­ to de un rechazado engendre la discordia, el padre de la prometida los une, antes de toda elección, por una promesa según la cual ellos se comprometen a coaligarse contra todo futuro raptor. Por supuesto, este exceso de precaución no disipará el peligro, puesto que ulteriormente surgirá un extranjero, desligado de todo juramento o pasando por alto la amenaza de un castigo que esa coalición hará severo, y robará a Helena, objeto de deseo y causa de perturbación. Este es el pacto que Agamenón ha utilizado para reunir a los reyes de Grecia en vistas de la expedición punitiva. P ero

13 “ Rey, padre, esposo, hijo del poderoso Atreo. . . ” (I, l)

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un pacto entre los hombres no es nada si no está sanciona­ do por una alianza con los Dioses. El pacto es lo que ciñe el espacio trágico: la larga cadena de reyes reunidos en Aulida que se cierra en un círculo, en cuyo centro el mandato de Artemisa exige la inmolación de Ifigenia. Ulises es el agente del cierre de esa cadena puesto que pide el levantamiento de la restricción de los Dioses. No es porque esté de acuerdo con ella por respeto hacia los Dioses, ni aun porque ponga en primer plano la reparación de una ofensa humillante; lo hace en nombre de esa conducta que desprecia los dolores por los que tendrá que atravesar y prosigue sin desfallecer el objetivo que se ha asignado. Pero una innovación de Racine, que no está marcada en ninguna parte en Eurípides, consiste en proclamar en muchas opor­ tunidades que Aquiles es extraño a ese pacto14. No forma­ ba parte de los pretendientes de Helena y por lo tanto sólo se interesó en la empresa por el mero acicate de su búsque­ da heroica. Vuela adonde el combate lo llame. Esto no equivale solamente a pensar que era necesario que Aquiles fuera virgen de esa pasión anterior para que su amor por Ifigenia tuviera la nobleza y la pureza requeridas. También en este sentido se sitúa en una posición de excepción entre los reyes que han jurado. De hecho, este gran agrupamiento de reyes indica que en nombre del amor y de la fidelidad se prepara en realidad una orgía sangrienta, consagrada no a Eros sino a la agresivi­ dad. En nombre del rencor provocado por la obligación de renunciar a la bella Helena no se encuentra, entre sus antiguos pretendientes, más nada que satisfacer que los inte­ reses del yo, de un yo que sólo ama su propio engrandeci­ miento, celoso de afirmar su dominio. “ Mirad todo el Helesponto blanqueándose bajo nuestros remos Y la pérfida T roya abandonada a las llamas Su pueblo en vuestros aceros, Príamo a vuestras rodillas, Helena por vuestras manos devuelta a su esposo. Mirad de vuestros navios las popas coronadas

1* “No era en Esparta entre todos los amantes

cuyos juramentos ha recibido el padre de Helena” (619-62).

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En esta misma Aulida con vosotros, que habéis regresado Y este triunfo feliz que llegará a ser EJ com entario eterno de los siglos venideros” . (I, 5)

En nombre de este deslizamiento de los deseos Artemisa exige que antes de todo compromiso de armas se le sacrifi­ que una víctima con la que debe marcarse el campo griego, como una herida que impone eí sello de una castración. El pacto tenía el sentido de un renunciamiento.al objeto. El deseo de reparación del ultraje relega ai olvido ese sacrificio consentido en el pasado de labios j>ara afuera, fortalecido con el pretexto del buen derecho del presente. Aquiles, que parece estar en la primera fila de los vengado­ res, escapa pues a esta coyuntura y sólo combate para alimentar su leyenda. Por boca de Aquiles se proclaman, por sobre la afirmación narcisista, por sobre el apetito de conquistas al cual no escapa el futuro yerno de Agamenón, los derechos de Eros. Pues Eros es finalmente el centro de debate entre Agamenón y el hijo de Thetis. Aquiles es entonces, en todo sentido, el héroe edípico que ya había reconocido Charles Mauron. Habla y actúa como heraldo de Eros, de un Eros positivo y afirmado. Su fuerza, puesta al servicio del pacto de alianza, se desligará de él y se pondrá bajo la bandera de su deseo por la más deseable de las criaturas del campo griego: la hija del jefe de la coalición. Esta es una de las innovaciones más fundamentales de Racine, que sin embargo no la crea en su totalidad. Sería más justo decir que Racine abre y despeja un elemen­ to escondido en la situación de Eurípides. Pues no puede decirse, si se lee con atención, que el amor esté ausente en Eurípides. Se lo encuentra a cada paso, pero se expresa sobre todo de dos maneras: o por las tiernas relaciones que mantiene Ifigenia con su padre, mucho más libres en su expresión que en Racine, o bien bajo la forma, marcada con mucha fuerza, de la prohibición. Y vemos surgir ese terror, cuya singular ausencia notamos en Racine —que le reconocía sin embargo un valor eminentemente trágicoante toda imagen de un encuentro entre los sexos. Recuér­ dese el momento en que Aquiles se encuentra por sorpresa frente a Clitemnestra:_ “ ¡Oh santo pudor! ¿Quién es esta 220

mujer que veo? ¡Cuánta nobleza en su persona! ” Una vez informado, exclama: “Seria descarado si prosiguiera la con­ versación con una persona de su sexo” . Y cuando Clitem­ nestra le tiende la mano, creyendo ofrecérsela a su yerno: “ ¡Qué dices! ¡Yo, tomarte la mano! ¿Osaría mirar a Agamenón si tocara lo que me está prohibido? ” Más tarde Aquiles evitará a Ifigenia, recomendando a Clitemnestra que no la haga aparecer en su presencia: “No, no hagas venir a tu hija en mi presencia; no nos expongamos, mujer, a las críticas de la ignorancia” . Casi podría decirse que la trage­ dia antigua está inmersa en un clima de sospecha sexual. Ifigenia se esconde a la vista de los hombres, y cuando con su padre se arriesga a evocar su futura condición de esposa, la respuesta paterna le recuerda la ignorancia a la que la obliga su condición de hija. No importa tanto que veamos allí un reflejo de las costum­ bres de la época; es necesario que comprendamos esas mismas costumbres como testigos del terror con que se evoca lo sexual. La .galantería raciniana parece ignorar que ese terror nutre sus fundamentos. La tragedia no realizaría su proyecto si ninguna instancia llegara a asumir el terror. Y toda la vitalidad de Aquiles - y hasta su fascinación furiosa y enceguecida15, nacida sobre todo de su choque con Agamenón, quien sólo encuentra firmeza en el único momento de la tragedia en que disputa su hija a aquél a quien ha designado como su y e rn o - no es suficiente para crear la impresión de le sagrado, es decir, de un sentimien­ to apremiante y terrible, consagrado a la amenaza de la desgracia. Aquiles es la imagen de una transgresión que está realizándose y que se ignora a sí misma en su realización.

1 ! “ Un justo furor se apodera de mi alma Vos vais al altar y yo corro a él, señora. Si de sangre y de m uerte el cielo está ham briento, Nunca con tanta sangre sus altares han humeado. Para mi ciego amor todo será legítimo, El sacerdote será la primera víctima. La hoguera por mis manos destruida y derribada En ¡a sangre de los verdugos nadará dispersada Y si en los horrores de ese desorden extremo Vuestro padre herido cae y perece él mismo. . .” 221

Le falta Ja marca de una conocido el gusto de la siempre hacia ese objetivo agota. ¿Será Ifigenia quien

trangresión ya cumplida, que ha perdición que la lleva a volver en el que se hunde, en el que se nos la hará sentir?

La virgen y sus rivales Frente a los conflictos masculinos, el mundo femenino de Racine p o r su colores espacio

no acusa las mismas tensiones. Ifigenia está rodeada m adre C litem nestra y p o r esa figura nueva cuyos som bríos van a ilum inar con una luz siniestra el trágico: Erifila.

Clitemnestra Hay poco que decir respecto de Clitemnestra. Las diferen­ cias que trataron de determinarse entre el personaje de Eurípides y el de Racine carecen de importancia. Se dice, por lo general, que la segunda es más reina y la primera más familiar. Nada es menos seguro si aceptamos verla con los ojos de la realeza de Argos. Esta mujer-ama, que domi­ na la escena desde su llegada y resiste a Agamenón, no difiere de la furiosa madre raciniana; la francesa es más razonable a pesar de sus sarcasmos y arrebatos, mientras que la griega es más patética, más dolorosamente herida. Pero en ios dos casos hablan los sentimientos de una madre, sin que exista en ellos lugar para la duda. Se ha dicho que Aquiies y ella defendían los derechos del indivi­ duo. Pero esto es poco exacto. Aquiles quiere abrir el camino de su gloria que lo lleva a la muerte. Clitemnestra reclama ante todo la vida y salvación de su l:¡ cual nada importa, ningún interés resiste, nin; debe ser escuchada. En este sentido decía Fre condición femenina la exigencia del superyó era inas débil, ¡o cual no implica seguramente ninguna marca peyorativa puesto que atestigua un am or sin límites por la vida, y es indudable que la función de la mujer en la creación deter­ mina esta exigencia. Siendo lo que la situación exige que 222

sea, Clitemnestra es el personaje menos trágico, sin que por ello haya que acusar a Recine, porque es el más herido por la situación pero el menos desgarrado por deseos contrarios.

Ifigenia (s) La fuerza del genio raciniano reside en que Ifigenia no pueda ya, en Racine, concebirse sin Erifila. Los comentado­ res modernos (Goldmann, Mauron, Barthes) lo acentúan suficientemente. Hasta tal punto que nos preguntamos si sin Erifila la Champmeslé hubiera podido igualmente hacer llorar a Versailles. La Ifigenia de Eurípides es una figura conmevedora por su ingenua juventud que la hunde, a pesar suyo, en lo trágico. En Eurípides, cuando ella ve a su madre, se arroja hacia su padre: “ Oh, madre, déjame adelantarme corriendo - n o te e n o je s- para arrojarme al cuello de mi padre” .

Racine invierte el sentido de este encuentro: “ Mi respeto ha dado lugar a los transportes de la reina A mi vez, ¿no puedo deteneros un m om ento? ” (11, 2)

La preucación de ese “ no te enojes” permitirá luego el diálogo emocionante entre el padre y la hija. Permitirá, en el momento del desenlace, ocupar un lugar en el deseo del padre por una identificación con el ideal del yo paterno, al que la madre no puede acceder. Mientras que en Racine la sumisión a la madre indicará el camino para el desplaza­ miento de los celos dirigidos hacia Erifila. No es ya la madre el obstáculo en el camino del padre sino la rival, de quien sospecha que le disputa el corazón del amante. De allí esa frialdad que se desprende de los encuentros entre la hija y el padre en Racine, donde todo encanto ha desapare­ cido retirando la emoción de la escena y dejando allí una carencia, o sustituyendo la plegaria del canto órfico por un “mensaje” que no es ya más que un trozo de retórica. Habrá que buscar la ternura allí donde el deseo del Otro 223

quiere eliminarla: en la respuesta al amante encarnizado en disputarla a aquél que detenta un amor merecido. Charles Mauron piensa que el éxito relativo de Racine al pintar la situación de Ifigenia proviene de su exclusiva preocupación por tratar las pasiones y su falta de acceso a los valores del don. Es decir que la emoción suscitada en Eurípides por la aceptación del sacrificio de Ifigenia, que da a su adiós un acento de verosimilitud asombrosa por su carácter inmotiva­ do, irracional, movido por la sola identificación con el objeto del deseo paterno por las vías del ideal del yo, debe transferirse, en Racine, a otra parte y además, hecho capital, cambiarse de signo. En Eurípides la rebelión de Aquiles se reduce al silencio por voluntad de Ifigenia. La aceptación del sacrificio se transforma en valor positivo por la identifi­ c a c ió n p a t e r n a . F i n a l m e n t e la equivalencia matri­ monio-sacrificio hace coincidir los dos términos, pero trans­ formando el ascenso al altar en matrimonio con el padre, en el que la hija recibe su poder al mismo tiempo que lo marca con la herida que por su muerte, ella inflige a ese poder. Al pasar al reino de los muertos recuerda el sentido inicial de la metáfora: la cierva ha sustituido metonímicamente, con el tiempo, a la virgen del sacrificio originario. Hoy, en lo que hace a Artemisa, y ante la gran cacería que se prepara, se vuelve al sentido primero del sacrificio y, como en los tiempos inmemoriales, la virgen ocupa el lugar de la cierva. Pero esta sustitución de la cierva del sacrificio y el retorno de ésta a último momento produce un segundo salto metafórico. Ifigenia salvada, arrebatada por Artemisa, será en su segunda vida o, si se quiere, en la prolongación milagrosa de la primera, sacerdotiza consagrada al culto de Artemisa, comisionada a pesar suyo a los sacrificios huma­ nos que no lleva a cabo pero que consagra. Se ha comentado muy poco este curioso destino de la dulce Ifigenia. Sin duda Ifigenia en Taurida -escrita antes que Ifigenia en A ulida- nos la muestra reticente y desdi­ chada por verse afectada a ese oficio. Pero Ifigenia, en Taurida, revela un carácter infinitamente menos tierno que la virgen de Aulida. En la famosa escena del reconocimien­ to, Orestes, para probar su calidad de hijo de la casa de Agamenón, que conoce perfectamente los lugares, nos brin224

(ja este testimonio significativo. En la cámara virginal de Ifigenia se encuentra escondida la lanza del antepasado Pélope, “ la que esgrimió en su mano cuando conquistó a la virgen de Pisa Hipodamia matando a Oenomao” , su padre. Recuerdo adaptado a las circunstancias, puesto que Ifigenia está afectada a los sacrificios sangrientos. Y si es cierto que lechaza esa función, la decepción y la cólera le producen una pasión que se encuentra en las antípodas de la compa­ sión. Después de haber soñado con la muerte de Orestes, .que arruina sus esperanzas de fuga, ella desea que los vientos arrastren a Menelao y Helena a las orillas de Tauri­ da “para que me vengue en ellos y pueda, a mi vez, instituir aquí una Aulida, una Aulida inversa de aquélla donde, allí como una becerra dominada en los brazos de los griegos, yo era entregada al cuchillo y el sacrificador era mi propio padre! Ah, yo no olvido esas torturas antiguas” . He aquí, pues, una Ifigenia presa de un resentimiento y una reivindicación comprensibles y justificadas, pero de las que está desprovista la sacrificada de Aulida16.

La comparación de esas dos Ifigenia no puede ser contin­ gente. No solamente porque Ifigenia en Aulida remite nece­ sariamente a Ifigenia en Taurida, sino porque Racine pensó escribir una Ifigenia en Taurida de la que nos dejó el plan del primer acto. Allí se encuentra el proyecto de una intriga amorosa entre el hijo del rey Thoas e Ifigenia, innovación respecto de Eurípides, así como la intriga de Ifigenia en Aulida se modificó por la mutación amorosa de Aquiles. Pero ese documento presenta otro interés: el de una comparación entre el sueño de Ifigenia tal como nos lo transmite Eurípides, y tal como Racine proyectaba descri­ birlo.

14 No se puede acusar a Eurípides de no preocuparse por la coherencia de sus personajes entre una tragedia y o tra y de subordinar a la coyuntura trágica los rasgos con los cuales los pinta. Además las dos obras son cercanas y, si las diferencias parecen marcadas, no han podido dejar de impresionar a Racine, que conocía las dos tragedias.

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Vale la pena observar la comparación de los dos sueños. El siguiente es el sueño tal como figura en la Ifigenia en Taurida de Eurípides. “ Parecióme en sueños que abandonaba este país y habitaba en Algos, y reposaba al lado de las vírgenes, mis compañeras, cuando tem bló la cúspide del palacio y toda la techum bre vino a tierra, hasta los más altos pilares. Sólo quedaba en pie una columna del palacio paterno, de cuyo capitel p endía blonda cabellera que hablaba, y yo, lam entándom e de mi triste ministe­ rio de m atar a los extranjeros, la rociaba con agua, como destinada a la muerte. He a q u í la interpretación que doy a este sueño: no vive ya Orestes, porque lo purifiqué para su sacrificio. Son los hijos varones columnas de las familias, y los rociados con el agua de mis sagrados vasos están condenados a m orir” .

Explícitamente, este sueño alude al hundimiento de la “casa de Agamenón” , es decir, de la realeza de Argos. Condensa las etapas del crimen de Agamenón y del de Clitemnestra. Alude a la sobrevivencia de Orestes, pero anuncia proféticamente que pronto será sacrificado, pero este contenido manifiesto es más complejo de lo que pare­ ce. Ifigenia está en Argos, trasladada al pasado, al mismo tiempo que en Taurida en el presente, puesto que ejerce su triste sacerdocio. Puede considerarse que el sueño condensa una escena del pasado y una escena del futuro, es decir, que obedece a un temor o a una realización de deseos. No olvidemos que este sueño es un sueño no soñado, un sueño de ficción, y no le exijamos más de lo que puede decir. Por eso, con la reserva de traicionar el método freudiano, es decir, de tratar el sueño no como un jeroglífi­ co sino como una serie de cuadros encadenados por una coherencia, tratemos de darle una interpretación. Esta inter­ pretación se esforzará por encontrar el sentido que Eurípi­ des, de un modo más o menos inconsciente, trataba de hacer escuchar ai público griego. Todo analista pensará, ante un sueño como éste, que se encuentra en presencia de un sueño de escena primitiva. El infante, una niña, se despierta en medio de la noche por el ruido de las relaciones sexuales de los padres. Ese ruido la inquieta y quiere levantarse para ver y comprender lo que 226

ocurre, o huir de la inquietante extrañeza que la rodea. Es testigo de la acción de los padres unidos durante las relacio­ nes sexuales y cree que se destruyen mutuamente, siendo la madre la qué se encarga sobre todo de la operación. Ella percibe o imagina al sexo paterno del que desea apropiarse en tanto tal o bajo la forma del hijo que el pene engendra y que puede ser su sustituto. Ella teme destruirlo si se apodera de él. Esta es la fantasía “ reducida” de este sueño de Eurípides. ¿Cómo lo transcribe Racine en el proyecto de su lenguaje trágico? “C reí que estaba en Micenas en la casa de mi padre: me pareció que mi padre y mi madre nadaban en sangre y que yo misma ten ía un puñal para degollar a mi hermano Orestes” .

Nuestra interpretación se ve confirmada aquí. Racine subra­ ya lo que el sueño de Eurípides no dice pero que la tragedia entera invita a pensar: la identificación de Ifigenia con el pene del padre, que subyace a su posición viril, sensible en la tragedia de Taurida y totalmente tapada en Aulida, donde ella encarna a la cierva inocente sacrificada. Racine llena de inflexiones al personaje de Ifigenia en Aulida, prestándole sentimientos de rivalidad, la hostilidad y hasta de sadismo respecto de Erifila. En resumen, al introducir el amor en su tragedia, Racine hace algo más que presentar un sentimiento susceptible de conmover y emocionar; incluye en el registro emocional este valor nece­ sario: el odio, y su consecuencia: la inversión masoquista expresada en su consentimiento final. Por eso Charles Mauron tiene razón cuando ve en Erifila el doble reprimido de Ifigenia. Ifigenia y Erifila no se oponen como la noche y el día, sino como el alba y el crepúsculo. En Ifigenia quedan restos de la noche que el naciente día no ha eliminado aún, así como Erifila brilla con el resplan­ dor sombrío que puede inspirar la noche que cae. La violencia de Ifigenia, que se vierte sobre Erifila, tiene como función hacer jugar, en el registro de las relaciones entre los amantes, lo que está destinado a la rival (madre) y no se expresa en el registro de las relaciones padre-hija 227

donde se inscribiría la madre. Por otra parte, Erifila y no Clitemnestra, como en Eurípides, es el testigo de la frialdad del padre y luego del desinterés del amante, y sufrirá pronto la acusación de perfidia. “ Vos triunfáis, cruel, y desafiáis mi dolor Yo no había sentido aún tod a mi desgracia Y vos sólo comparáis vuestro exilio y mi gloria Para destacar mejor vuestra injusta victoria” . (II, 5)

No hay que engañarse cuando en el acto siguiente Ifigenia reclame la liberación de Erifila: si bien parece preocupada por hacerse perdonar sus acusaciones precedentes, en reali­ dad aleja a una rival peligrosa que ya nada retiene a su lado. Al pedir que Erifila “ pueda ver que nosotros ya no la condenamos” la aleja de su área. Quizá la pasión ya había presentido que en Erifila había que temer algo más que una rival: la amenaza de una desgracia aún menos conjurable, en su irresistible inclinación hacia la desgracia. “ Esos m uertos, esta Lesbos, esas cenizas, esta llama Son los rasgos con que el amor lo grabó en vuestra alma Y lejos de detestar su recuerdo cruel Os complacéis aún en hablarme de él” . (111,5)

La Ifigenia que habla de este modo es una mujer y no una virgen para leer así en el corazón de otra mujer. Su consen­ timiento para el sacrificio, por lo tanto, no es y no puede ser el de una inocente, sino la expresión de una elección entre dos amores: el amor por el padre y el amor por el amante17.

En Eurípides la culpabilidad edípica, culpabilidad de la hija por su amor prohibido hacia el padie, favorece la conversión de ese amor de objeto en identificación narcisista con su ideal del yo. En Racine puede decirse que esta culpabilidad se refiere, en primer lugar, al amor experim entado por el am ante, que es abandonado a la rival (Erifila), sustituto de la m adre - l o cual, de hecho, lleva al retorno a la fijación parental en el objeto paterno, cuyo carácter incestuoso dirige la expiación del sacrifi­ cio.

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Esto es lo que percibe Aquiles. El abandono del amante y el retorno al padre signan la fijación en el objeto paterno. El deseo de un goce obtenido por el deseo del padre sólo puede realizarse a través de la exaltación masoquista, cuya recompensa será el acceso a una gloria que competirá con la de Aquiles. “ Si yo no he vivido la com pañía de Aquiles Espero que al menos un feliz porvenir A vuestros hechos inmortales unirá mi recuerdo” . (V,2)

Cuanto más avanza la tragedia y el amor de objeto de Ifigenia, el amor de Ifigenia por Aquiles cede ante el amor narcisista de la identificación paterna. La escena en la que ella, conociendo su suerte, enfrenta al padre, no tiene ya el carácter suplicante tan evidente en Eurípides, donde la hija se encuentra ante su padre despojada de todo poder —“No tengo otro sacrificio que ofrecerte que mis lágrimas” - y es a Aquiles, en Racine, a quien ella dirigirá el discurso patrió­ tico rechazando su ayuda. Del mismo modo que el Aquiles de Racine es una mezcla de Eurípides y de Homero, puede pensarse que su Ifigenia es una mezcla de Aulida y de Taurida. ¿A qué responde esta transformación? ¿A la individualiza­ ción, a la humanización del personaje? ¿Al interés que ya no se vierte en una situación trágica, que contiene entera y en sí misma su contradicción, sino que se interioriza por los conflictos que habitan a los personajes? Sin duda, pero también a una economía que traslada el terror de la realiza­ ción del sacrificio al desgarramiento personal. A la fogosi­ dad generosa, ávida de consumación, de Aquiles, al renun­ ciamiento al objeto después de la lucha contra la rival y el retorno de Ifigenia a una identificación narcisista con el ideal paterno, debe corresponder otro valor negativo en el cual lo trágico se encuentra en el espectáculo de una desgracia sin otra causa que la causa de la desgracia, que reemplazará la marca de la fatalidad de los Dioses y habrá adoptado la máscara de una aspiración irresistible al goce de la destrucción. Esta es Erifila. 229

Enfila o lo trágico reencontrado Roland Barthes emite sobre Ifigenia este juicio severo y lapidario: “Sin Erifila, Ifigenia sería una muy buena come­ dia” . Esto querría decir que, si se exceptúa el personaje que es una invención de Racine en relación con Eurípides, pues el resto pertenece, a lo más, al orden de la sustitución (reem­ plazo de Menelao por Ulises), de la modificación de senti­ mientos (Aquiles enamorado) o del deslizamiento de la solución final (matrimonio contra sacrificio), nos vemos obligados a concluir que sin Enfila, Ifigenia sólo deja susti­ tuir, de la mezcla compasión-terror, el primero de esos dos efectos, compatible con el espíritu de la comedia, y que el segundo, que pertenece propiamente a la tragedia, desapare­ ce completamente. El lugar que deja vacío el terror se liga con la desaparición del sacrificio de Ifigenia reemplazado por el suicidio de Erifila, que no puede ocupar su lugar. Esto equivale, pues, a concluir que en Erifila descansa todo el poder específicamente trágico, tanto por su vida como por su m uerte18.¿Por qué Racine, fuera de los motivos que da y que son poco convicentes, equilibra las cosas de este modo? Erifila es, pues, un valor de contrapeso que man­ tiene el equilibrio con lar tragedia de Eurípides para com ­ pensar la introducción del sentimiento amoroso entre Aqui­ les y Ifigenia, la oposición entre el gasto de cálculo de Ulises y el de consumo de Aquiles (el interés opuesto al amor) y la eliminación de un desenlace por el crimen del sacrificio, sobre el cual se concentra todo lo trágico antiguo por su carácter cruel, insensato, absurdo y obligatorio. Barthes, Goldmann y Mauron sintieron, con razón, que toda la tragedia giraba alrededor de Erifila. “Su Eros es el más trágico que ha definido Racine” , dice Barthes. Mauron hace de ella el doble sombrío de Ifigenia y le

1* Goldm an opone el universo trágico de Erifila al universo provi­ dencial del resto de los personajes de esta tragedia (Le Dieu caché, París, Gallimard).

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consagra la parte esencial de su estudio. Se ve por lo general en Erifila una figura de celos, de perfidia, de odio. Uno se aferra a esta apariencia confundiendo lo que de una potencia tenebrosa se exterioriza y recae en otros, con el trabajo que realiza esa potencia sobre su objeto, que no es otro que el yo de la heroína, el que debe sucumbir al fin de la tragedia. “ Favorables peligros. Esperanza inútil” .

¿No es esta una divisa en un blasón? Y si nos dejamos seducir por los celos de Erifila y por su deseo, expresado abiertamente, de perjudicar y eliminar a su rival satisfecha, corremos el riesgo de perder el hilo que debe guiar la lectura de la tragedia. El personaje de Erifila está destinado a hundirse en la desgracia, y la que ella causa a los otros no constituye más que una débil inversión de lo que debe afectarse a la desgracia del sujeto mismo. “Pongamos en libertad mi tristeza y la alegría de ellos” . Poner en libertad su tristeza es liberar ese destino contrario reprimido, mientras que todos los otros personajes se es­ fuerzan por evitar el mal, los compromisos dictados por las circunstancias, la explotación de las posibles oportunidades de éxito. Erifila va “ siempre irritando (sus) dolores” , corpo lo ha necho notar Doris, que subraya su carácter acumula­ tivo. “Vuestro dolor se duplica y crece a cada paso” (II, 1). Lo que presentimos como una mutilación necesaria para su exis­ tencia se ve confirmado por la exposición de su fantasía masoquista. “ En las crueles m anos de quien fui raptada Perm anecí largo tiempo sin luz y sin vida. Finalmente mis tristes ojos buscaron la claridad; Y al verme apresada con un brazo ensangrentado, Temblé, Doris, y de un vencedor salvaje T em í encontrar el espantoso rostro. Entré en su navio detestando su furor, Y siempre desviando mi vista con honor. Lo ví, su aspecto nada ten ía de salvaje; Sentí que el reproche expiraba de mi boca;

S en tí contra m í su corazón declararse, Olvidé mi cólera y sólo supe llorar; Me dejé conducir por ese guía amable” . (II, 1)

En Erifila el amor sólo puede nacer de su colusión con la desgracia, el objeto del deseo sólo puede ser el que agrede e inflige la herida. Amar se confunde con anularse, nutrién­ dose con el goce del raptor. Se ve de qué modo este valor del amor llega a complemen­ tar en Ifigenia la aceptación de su destino de victima por el amor a un padre sacrificador. Si nos preguntamos por qué penetrante perspicacia ésta habrá adivinado lo que subyace a su deseo, “ Esos brazos que en sangre habéis visto bañados, Esos m uertos, esta Lesbos, esas cenizas, esta Uama Son los rasgos con que el amor lo grabó en vuestra alma, Y lejos de detestar su recuerdo cruel, Os complacéis aún en hablarme de él” . (II, 5)

se podría responder que las fantasias de las dos heroínas coinciden en algún lugar geométrico. Inversamente, Erifila, que no puede soportar la felicidad de Ifigenia, la envidia aún más al verla en posición de victima, que para ella es el estado más deseado. Mientras que Doris se asombra: “ Qué extraña m anía Os puede hacer envidiar la suerte de Ifigenia. En una hora ella expira. Y nunca, dices, Vuestros ojos de su felicidad fueron más celosos” , (IV, 1)

ella afirma su vocación por la muerte, para ocupar el lugar de aquélla que por su infortunio excita el deseo de Aquiles-salvador, después de haber sido el Aquiles-raptor. Tantos rasgos acumulados demuestran claramente la deses­ peración trágica de Erifila, donde retoma su lugar el terror que en vano buscábamos hasta ahora y que debe alcanzar su punto culminante en el suicidio. Suicidio vengativo, arrojado a nuestro rostro como una acusación que, sin embargo, apacigua la sed de sangre de los Dioses. Suicidio que no cumple la misma función que el sacrificio pero que lo reemplaza. 232

sacrificio está destinado a sellar la alianza con los Dioses y a obtener la tranquilidad de su benevolencia y su protec­ ción 19 A este respecto, obliga al hombre a recordar perió­ dicamente su castración originaria por la mutilación que debe infligirse. Aquí la transgresión es manifiestamente sexual —el rapto de Paris— y se exige el sacrificio como castigo de esa transgresión; ese castigo puede, no obstante, en el exceso de la retribución, constituir una transgresión nueva. El exceso del castigo superaría al exceso de la falta. Vimos que en Eurípides el amor, lejos de estar ausente, se presentaba sobre todo en las formas de sus tabúes. En Racine ese sentimiento aparece autorizado entre Aquiles e Ifigenia y, sin Calcas, nada se opone a su libre expresión. Pero entonces pasamos del amor prohibido al amor maldito de Erifila y de la culpabilidad al masoquismo. Esta es la significación de la imperiosa necesidad que constreñía a Racine a inventar a Erifila. Desde ese momento el sacrificio es inevitable, pues su carácter cruel, insensato, inicuo, está ampliamente compensado por la interiorización de la culpa­ bilidad y la instalación de una pasión negativa tan cruel, insensata e inicua, si no más, que el decreto de los Dioses, cuyo juguete es el sujeto por el “ puro cultivo del impulso de muerte” , y cuya culminación es el suicidio. Pero el sacrificio puede no ser únicamente el tributo paga­ do al Dios; puede ser el signo de una economía de gastos, una de cuyas figuras, según hemos visto, podría representar Aquiles. Por lo menos la gloria es aquí una ventaja obteni­ da contra la cual se ofrece su vida en cambio. Pero Erifila, aun antes de que nadie se la pida, está lista a ofrecerla, sin contrapartida. £1

“ Yo pereceré, Doris; y con una m uerte pronta En la noche de la tum ba encerraré mi vergüenza” . (II, 1)

Este deseo ha surgido del intolerable espectáculo de la

19 E l-m utism o celoso de los Dioses, su “ secreta envidia” , que en Eurípides aparece sin explicación - l o cual contribuye a acentuar lo trá g ic o - es sustituido por los celos hum anos y expresados de la Erifila de Racine.

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felicidad de los otros, intolerable para ella, que dice no haber sido nunca objeto de ningún deseo: “ Puesta desde la infancia en biazos extranjeros, R ecibí y vi el día que respiro Sin que padre ni madre se hayan dignado sonreírm e” . (II, 1)

Así, esta aspiración mortífera no está balanceada eficaz­ mente por ningún sentimiento amoroso, y el amor sólo puede nacer de la destrucción cuya víctima es el sujeto. Esta fuerza libre que no liga ninguna catexis flota siempre en exceso. Es ella lo que el suicidio debe descargar, final­ mente liquidar, hasta el fondo. Y si en el camino los otros reciben los contragolpes, así como ella lo desea y lo expresa: “ Una secreta voz me ordena partir, Me dice que ofreciendo a q u í mi presencia inoportuna, Que quizás, acercándome a esos am antes demasiado felices, Alguna de mis desgracias puede verterse sobre ellos” . (II, 1)

sólo el sacrificio absoluto del suicidio como provocación del no sentido puede abolir la tensión del sujeto. Erifila niega a su muerte todo valor de sacrificio, puesto que rehúsa a Calcas toda función religiosa, sustrayéndose a sus “ profanas manos” . Ese suicidio es un acto puramente trágico en el cual la joven se identifica totalmente con la desgracia a la que aspira, sin razón ninguna. Este acto es tanto más trágico cuanto que el destino de Erifila -c o m o lo nota Barthes- se emparenta con el de Edipo. Como no sabe de quién ha nacido, debe nacer y morir el mismo día. La oportunidad que se le ofrece de descubrir en sí un nacimiento ilustre, se muda en una fatalidad letal. Traicionada la promesa, el engaño del signi­ ficante ha burlado una vez más a quien se arriesga al juego. Henos aquí ante lo trágico reencontrado.

A fin de cuentas en Racine, más allá del discurso de la galantería afectada y de la preciosidad mundana, tres seres 234

aspiran a la muerte: Ifigenia por deber y obediencia, Aquiles por cuidado de su gloria, y Erifila por gusto de la desgracia. El último acto de la tragedia nos hace asistir a una carrera al altar. Será para quien llegue primero. La economía de Eurípides concentra sólo sobre Ifigenia esa niarca de la crueldad divina y hace callar la rebelión de los griegos, proveedora de muertos. Además la supremacía mas­ culina, que impene la preocupación de preservar cada una de las vidas de los combatientes, prohibe que se corra el riesgo de mermar sus fuerzas antes del encuentro con el adversario. Lo marca una frase de Ifigenia, que nos resulta difícil de entender plenamente con nuestros oídos de hoy, pero que ya debía chocar en la época de Racine: “ La vida de un solo hombre es más preciosa que la de millares de mujeres” . Esa concentración sobre un solo personaje otorga a esta muerte en el sacrificio su eficacia emocional. La pie­ dad y el terror no nacen solamente de la inocencia de la víctima sino porque esta muerte debe ser también signo de regocijo. Ifigenia puede verter lágrimas sobre la crueldad de su suerte en el secreto de la soledad; ante los griegos es necesario que ese sacrificio sea una celebración de alegría y mientras ella ofrece su cabeza a las consagraciones rituales, invita a los oficiantes a regocijarse: “ Danzad alrededor del santuario, alrededor del altar en honor de la reina Artemi­ sa” . En esas condiciones, la situación de Eurípides condensa al máximo los efectos de lo trágico. Los dirige hacia un per­ sonaje único que vive en el sacrificio el dolor y la ale­ gría mezclados, y aplaude su propia desaparición, orgullosa de su alto destino. Así acompaña el coro sus últimos pasos hacia el altar: “ ¡Oh bienaventurada, bienaventurada! Acoge con favor este sacrificó h u m a n o .. . ” Puede decirse sin temoi a engaño que no es solamente el hecho de ver morir a Ifigenia lo que el público francés no hubiera podido consentir, sino, aún más, el hecho de acep­ tar el modelo de identificación que se le propone y que coraunica el sacrificio con un ritual dionisíaco, totalmente iripregnado todavía de su alegría original. En Racine la muerte se ostenta; puede alcanzársela en el deseo de un destino glorioso (Aquiles), de un deber cumpli­ 235

do por sumisión desprovista de alegría (Ifigenia), por incli­ nación personal y pasional (Erifila). Pero se ve, precisamen­ te por eso, qué lejos se encuentra de la significación primi­ tiva del sacrificio. La celebración es ahora un acto triste. El cristianismo ha pasado por allí. Sólo deja a lo trágico, para expresarse, la vocación suicida. Esta comparación nos hace comprender todo el espacio que separa estas dos concepciones del sacrificio. El sacrificio está vinculado con el oráculo. Se recurre a él con una perspectiva de beneficios, ganancias, apropiación, y su contrapartida: para asegurar la conservación de lo adqui­ rido o para aumentar su valor; el sacrificio apacigua el resentimiento del Dios20 . Atestigua la parte que se le reserva a Dios, que se sustrae a los bienes propios con la esperanza de un acrecentamiento futuro. Pero como tal el sacrificio es el testigo de una desmesura que hay que enjugar; es el superávit, el exceso que debe agotarse. El sacrificio consagra en su desperdicio más de un cálculo ventajoso: una inmunización por la pérdida, por la pérdida consentida. Un sacrificio como sumisión ventajosa puede ser sustituido por un sacrificio como goce del desperdicio. Para la Ifigenia de Eurípides este goce es identificación con el goce de la celebración, identificación heroica que la acerca a los Dioses. Para la Erifila de Racine ese doble sombrío del goce se liga con el puro sufrimiento buscado. Erifila tiene que defenderse ante Ifigenia no por amar a Aquiles, sino por amar en Aquiles la causa de todas sus desgracias. “ ERIFILA. —Yo am aría, señora, un vencedor glorioso Que siempre sangriento se presente a mis ojos Que, la llama en la mano y ávido de m uertes Redujera a Lesbos a c en iz as.. . IFIG EN IA.— ¡Sí, lo amais, pérfida! ” (II, 5)

20 En Eurípides Agamenón cede finalm ente ante el prestigio de la cantidad: “ ¿Qué debo hacer finalm ente? Veis la cifra de esta armada naval, la cifra de esos soberbios guerreros que el bronce de los escudos protege; su ruta hacia las murallas troyanas está cerrada si yo no te sacrifico, dócil al adivino Calcas” .

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El deseo es castigado no por el carácter interdicto de su objeto, sino por su fin, que es aquí el sufrimiento masoquista. Por esta alteración de la significación del sacrificio puede evaluarse el recorrido desde las celebraciones rituales dionisíacas hasta la corte de Versailles. En este sentido, la idea de sacrificio está enteramente subvertida. El sacrificio de Erifila no cuesta nada a nadie. Es su destino y su goce. No apacigua a ningún Dios, puesto que nadie se ha desposeído de ella, por quien ningún padre se preocupa. Ella no es la contraparte de la potencia guerre­ ra. La magnificencia real se agotará en la guerra ruinosa sin obligación de tributo previo. El amor es quien pagará, sólo el amor. El sacrificio de Ifigenia, en lo que tiene de horroroso, era de alguna manera una continuación del festín de Atreo. La venganza de los Dioses impulsa a Agamenón, ante la carni­ cería que se apresta a desatar, a devorar a su propia hija. El sacrificio de Erifila es una autodevoración donde lo trágico encuentra su vocación primitiva que ilustran Las Bacantes de Eurípides, la devoración por parte de la madre del producto de sus propias entrañas. Erifila es una hija de la sangre de Helena. El trayecto recorrido entre la tragedia antigua y la tragedia clásica va del infanticidio al suicidio. Ambas hablan de un gasto mayúsculo, en el puro exceso que ignora la conserva­ ción de los bienes más queridos hasta la destrucción de la vida de su vida para el goce del culto que es el culto del goce

Videncia y nominación Ningún análisis puede limitarse a la exploración de las formas temáticas sin aplicarse a la forma misma de la tragedia. Veamos a Eurípides: una acción casi lineal que se acerca en cada paso a su desenlace, sin giros imprevistos, entrecortada por el canto de un coro que desdobla la escena y comenta lo que ve, dejando que se exprese lo que él siente; un drama expuesto, que se devela agotando sus posibilidades,

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donde cada personaje dice su problema, su causa, su desgra­ cia, y donde finalmente asciende la voz de la víctima, alta y ejemplar, mientras llega para unos el momento del dolor supremo y para los otros el de la empresa guerrera. Instante donde un trueno anuncia el milagro. En Racine cada acto, hasta el último, aporta su proyecto y su decepción: er eí primero, el intento de Ifigenia de des­ viar la ruta y su fracaso; en el segundo, la espera de la celebración de los esponsales y su ruptura; en el tercero, el reencuentro de los novios, anulado por el develamiento del sacrificio; en el cuarto, la preparación del sacrificio y la negativa a consentirlo; finalmente en el último, el salvataje de la víctima y la realización del matrimonio. Comproba­ mos también aquí esa interiorización del conflicto, que ya no nace de una situación brutal, fija, dada de una vez para siempre, de la que todo el desarrollo trágico tiene como fin mostrar su carácter ineluctable, sino de una coyuntura móvil, donde cada flujo está seguido de su reflujo y cada fase equilibra la que la precede dividiéndose en sí misma. A la amplitud del discurso de Eurípides sucede una sinta­ xis, una prosodia que sigue un movimiento donde los frag­ mentos de discurso se vuelven simétricamente sobre sí mis­ mos en un contrapunto de una feliz perfección'. Pero la diferencia esencial es la de la oposición entre la alternancia del canto y del discurso por una parte, y el desarrollo intrínseco del discurso por otra parte. En el primer término de la alternativa, el canto encuentra su contrario en el discurso; este último contiene los elementos del movimien­ to que él deja brotar en la expresión lírica, donde la energía pasional liberada se arroja, asciende y se agota hasta que un nuevo discurso la reduzca nuevamente a la espera. El terror nace tanto de ese movimiento periódico co­ mo de la recuperación de una forma de expresión me­ diante la que ella misma enmascara. Los protagonistas pueden enunciar su problema y nada más, puesto que el coro se encargará del resto. Y de su unión y su separación surgirá el efecto sagrado, apoyándose ora en una palabra discursiva, ora elevándose en un canto que imprime su movimiento sobre las huellas dejadas por el silencio del discurso. 238

discurso raciniano se exhibe, distribuye, organiza, diversi­ fica, desarrolla y hasta, en su límite, litiga. Incandescente, el verso raciniano quema, pero quema como el hielo. La homogeneidad de la palabra despliega en él un espacio que le es propio y que es el único propio. La contradicción entre sus propios elementos unificados se le vuelve interna. Como dice Roland Barthes, “hablar es hacer, y el logos asume las funciones de la praxis y la sustituye: toda la decepción del mundo se recoge y se redime de la palabra, el hacer se vacía, el lenguaje se llena21” . La violencia, el terror se transforman entonces en nomina­ ción pura; en un sentido ésta se empobrece de todos sus elementos patéticos. Al purificarse parece debilitar su poder sagrado. Pero no hay que condenarla con demasiado apuro. Ella extrae del medio trágico primitivo su elemento esen­ cial, la palabra, que se decía penosamente a través de las formas heterogéneas del discurso: el del coro, el de los protagonistas, cuya celebración dialéctica, por ese juego de oposiciones, llega a ser toda la tragedia. El discurso raciniano asume como tarea esa celebración del solo lenguaje, del puro lenguaje que no es sólo un sustituto del hacer, sino también del sentir: de lo efectivo y de lo afectivo. La tragedia raciniana podría comprenderse como afectación del lenguaje. Quizás esto explique, como contra­ parte, la aparición de esos personajes que sólo pueden experimentar una pasión negativa, donde el lenguaje se deshace, cede, dejando de ejercer las reglas de una sintaxis impecable sobre el mundo de los afectos para gastarse, perderse, romper sus vínculos y afirmar su vocación por la anulación, sin otra razón que un llamado interior hacia el abismo. Aquí la palabra ya no es su orden soberano. Los Dioses ya no presiden esta desmesura. Los Dioses pasan, la desmesura subsiste, suscitando su propia destrucción. Y la fuerza dionisíaca resurge como cuestionamiento del lengua­ je, del orden del trabajo. Vuelve por el camino de la fiesta reclamando su derecho a un gasto sin ganancia, sin otro fin que ella misma. Aquí renace la tragedia. Desde entonces la £1

1 Sur Racine , pág. 66.

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fiesta del lenguaje se transforma en tumba del lenguaje en el silencio de un goce mortal.

II. LOS DOS INFANTICIDIOS

Eurípides escribió Ifigenia en Autida el año de su muerte y su representación póstuma le valdría los laureles de los' atenienses, que conquistó muy raramente y no sin penas. En la misma Macedonia, donde terminó sus días lejos de Atenas, escribió también, con poca diferencia de tiempo, Las Bacantes. Las dos tragedias tienen algo en común: ambas tratan de un infanticidio durante un sacrificio ritual. Ifigenia, pedida por Artemisa, terminará su vida terrestre en el altar para gloria de su padre, después de que un milagro haya hecho morir en su lugar una cierva, y Pentheo perece durante un ritual dionisíaco bajo las garras y los dientes de su madre, poseída por el delirio sagrado. Las situaciones se asemejan y se oponen.

El ritual dionisíaco y el castigo por su falta de cumplimiento. Que Eurípides el impío haya consagrado una de sus últimas tragedias a celebrar el culto de un Dios es algo que ha asombrado. ¡Como si ese Dios fuera semejante a los otros del Panteón griego, como si se olvidara que la tragedia procede de él! De él y del autor trágico. Al glorificar a Dionisos, al mostrarlo probando su origen divino, es el poeta trágico el que se teje una corona a sí mismo. Esa ocasión es buena para recordar al público el poder que detenta el aeda, el encantamiento que dispensa, que exige su contraparte en deberes. El Dionisos de las Bacantes no es otro que el poeta mismo o el antepasado de quien ha nacido, de quien obtuvo el don trágico24.

11 Del mismo m odo que el sacrificio de Ifigenia en aras del éxito de la empresa griega es una buena ocasión para el au to r trágico para dejar la escena con la imagen de una consagración a la causa popular.

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Que ese retorno a las fuentes haya vivificado al autor trágico durante su estadía en los lugares mismos de donde partió la tragedia, que Eurípides se haya vuelto entonces hacia su Oriente, nos permite mirar hacia el punto donde la muerte de la tragedia coincide con su nacimiento. Nunca se afirmó mejor el desquite del canto sobre el discurso, de la danza sobre la retórica, de la pasión sobre la elocuencia, de la locura sobre la razón. Lucha del lenguaje contra lo que lo excede y lo desborda por todas partes y por la cual el lenguaje ha conquistado un imperio que periódicamente sucumbe bajo la presión de lo que le resis­ te. La epifanía de lo sagrado retoma, de manera cíclica, el dominio sobre la construcción del lenguaje. Pero se sabe que no se trata tanto de una lucha entre la pasión y el lenguaje -e n tre Dionisos y A polo- cuanto de una lucha entre dos logos, sin que pueda decidirse quién ha triunfado definitivamente. Victoria del lenguaje sobre el canto, pero canto atravesado por el lenguaje y retorno del canto al seno del lenguaje. La tragedia es la representación de ese proceso alternante de inscripción y borradura, donde cada término se esfuerza por absorber al otro. Consideremos ahora esta tragedia, la única que se conserva sobre el rito dionisíaco, la única que habla de sus orígenes en el lenguaje de la tragedia lograda.

La originalidad de Las Bacantes no consiste en mostrarnos el Deseo y sus disfraces, sino el retorno del Deseo borrado [barré] que se manifiesta con una violencia y un frenesí indomeñables. El furor, el delirio, la persecución y el encar­ nizamiento en el crimen son la consecuencia del rechazo a rendir honores al goce. Hay que hacer escuchar un lenguaje excluido desde hace largo tiempo a nuestros oídos judeo-cristianos para comprender que puede ser impío y sacrilego negarse a honrar el placer, la fiesta, la ebriedad. Lo cual está lejos de confundirse con el levantamiento de las interdicciones que las rodean. A este respecto, aquéllos que en nuestro horizonte cultural han vuelto la mirada hacia el retorno de Dionisos han sido sin duda los más marcados por el sello judeo-cristiano. Pues 241

lo que se requiere no es la celebración de Eros sino lo que en el mito de Dionisos se vincula con el castigo que el Dios, hace sufrir a quienes no reconocen su divinidad y a los cuales pierde en los abismos del furor. De allí el elogio de un sacrificio que es puro consumo, destrucción gozosa, expresión de un erotismo cruel, el único propio para evocar lo que une en lo sagrado el horror y el éxtasis.

La paradoja de Las Bacantes reside en el modo en que se confunden en ella la locura y la razón. Las Bacantes ofrece la imagen de una locura orgiástica, de un delirio incontrola­ do de los sentidos. Y sin embargo el coro deja entender que esta locura no carece de freno. El delirio sagrado está contenido en ciertos límites: “Y Baco. . . salta, corre, lan­ zando invectivas a los perturbados, reconduciéndolos a los coros” . Esa locura no debe ser temida por quienes se entregan a ella: “Los transportes orgiásticos nunca corrom­ pen a la mujer verdaderamente casta” . Mientras que el virtuoso Pentheo, ese monstruo con ojos salvajes que des­ precia al Dios afeminado y proscribe sus cultos, es un impío virulento a quien Tiresias trata de demente en m u­ chas oportunidades. “Habla como loco que es” . Así, la locura no está en el homenaje rendido a Dionisos, sino en ese otro delirio, infinitamente más subversivo, que quiere sujetar el mundo a su ley, es decir a su Deseo23. La continuación de la tragedia muestra la disolución de ese puritanismo que pronto es reemplazado por el deseo de sorprender, de ver sin ser vistos a las bacantes, entre las que se encuentra la madre del tirano a quien éste condenó

2 3 El carácter autoritario de Pentheo se revela en ocasion de su interrogatorio a Dionisos. donde trata de hacerle un proceso teológico. P. - “ ¿Hay en ti un Zeus, padre de nuevos Dioses'’ D. ¡No! lis aquel que amó a Semelc en esos lugares. D. - Todos los bárbaros van celebrando sus misterios. P. I r> esto son menos esclarecidos que los griegos. D Mucho más en este punto, aunque sus costumbres sean o tras” .

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r

severamente, del mismo modo que condenó a su tía Semele, madre de Dionisos, acusándola de haber cedido a sus deseos lúbricos ante un simple mortal y recusando la tesis de la identidad divina de su seductor. Aquí la razón, la mesura, es la aceptación del culto dioni­ síaco, cuyo rechazo es signo de demencia y de desmesura. La falta de Pentheo es la de la suficiencia narcisista. El orgullo le hace renegar no solamente de Dionisos sino también de su madre y su abuelo. Dionisos “ odia a aquél cuyo deseo no está en la claridad del día, en la dulzura de las noches, en gustar la felicidad y en vivir, en tener tranquilo su corazón y su espíritu, lejos de los mortales demasiado sutiles”. Condenación de la sofística y denuncia de una tiranía cuyas pretensiones son exhorbitantes puesto que tiende a excluir el Deseo del hombre, al no poder dominarlo. La aceptación del deseo, el culto de la ebriedad y del éxtasis no son los únicos dominios que preserva el Dionisos de Las Bacantes. Inserta en el orfxsmo, la doctrina que Eurípides pone en boca del Dios incluye el tema del acceso a una verdad. En el momento en que Pentheo alega su derecho, fundado en la fuerza, de encadenar a Dionisos, éste responde: “ ¿Qué dices? ¿Qué haces? Quién eres? Lo ignoras” . Aquí se funden dos vocaciones: el culto de Dionisos, guar­ dián de la vida terrestre y el de Orfeo 2 4 , mediador del más allá. En otro registro es interesante comparar esas interrogacio­ nes con las que tuvo que afrontar Edipo y ligar esas preguntas, por intermedio de Dionisos, con el Deseo y el Goce. Se sabe que el rito es una de las manifestaciones que iluminan la subordinación del deseo al universo de las reglas. Retorno de lo reprimido que nos hace asistir, con ciertas prácticas rituales, a la expresión disfrazada de los

14 Citado en el verso 562.

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deseos cuya prohibición sería formal si se les diera curso fuera de los límites del rito. La devoración del hijo durante delirios orgiásticos parece atestiguada en muchos ritos, en Orcomena, en Argos y en Tebas (lugar de la acción de Las Bacantes). La causa de ello es siempre la misma: una falta contra la divinidad de Dionisos2 5 . Este castigo toma la forma del exceso de deseo, pues las ménades comen la carne cruda de los animales pero no la de los seres humanos. El hecho de que durante el delirio menádico las mujeres devoren animales vivos puede considerarse un equivalente o un eufemismo del canibalismo. El delirio sagrado parece hacerlas regresar a prácticas que evocan ciertos especialistas en la prehistoria: cazas, persecuciones, actividad sexual no refrenada y devo­ ración de animales26. La devoración de seres humanos y aun de los propios hijos anula la frontera entre el reino animal y el reino humano, puesto que es una conducta frecuente en la especie animal. Esto podría significar que el rechazo del Deseo, de la ebriedad, del éxtasis acarrean, como reacción, su exacerbación hasta un nivel proto o antehumano. Que el Deseo es una función que califica a lo humano, y aquél que lo rechaza no puede ya pertenecer a la comunidad de los hombres. ¿Pero qué es negarse al deseo? En vano se trata de escapar a él. La locura, que Freud liga con el narcisismo, es su sanción. Ella ataca a Minyades, a Proitides, a las hijas de Cadmo, por haberse negado a ceder a las órdenes del Dios. El rechazo del deseo es más precisamente el rechazo de la celebración del deseo, es decir, de la mutación del deseo natural en deseo humano, del pasaje del deseo por el universo de las reglas, puesto que se inscribe en un rito que el mismo deseo funda, desplazándose así del goce al placer27. El ritual dionisíaco no es, pues, un ritual natural sino al contrario, la cultura de lo natural. Si lo cultural lo

25 Cf. Henri Grégoire, Notice, Paris, Ed. Les Belles Lettres, pag.

276. J ‘ Cuando la víctima perseguida es hum ana, la m uerte es ficticia. 11 Com o lo dem uestran Bataille y Lacan en sus escritos.

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excluye se abate el castigo del Dios: el rito dionisíaco se transforma en delirio enviado por el Dios, donde el simbo­ lismo se hunde nuevamente bajo la presión de lo reprimido y la madre, en lugar de devorar la carne viva de los cervatos, desgarra las entrañas de sus hijos. Ese retorno al “ estado de naturaleza” coincide con el origen agrario de los ritos llamados “ de expulsión o de muerte del invierno” que el mito de Pentheo calca exacta­ mente en sus diferentes momentos: disfraz, exposición a las burlas de todos, ocultación en un árbol, persecución y lapidación, despedazamiento de la víctima y corte de las ramas, decapitación y fijación de la cabeza sobre el templo. La afirmación del carácter natural del hombre va más lejos, pues, que su identificación en el reino animal pero es llevada hasta su participación en el mundo agrario.

Mat&nidad y paternidad en Dionisos El argumento de Las Bacantes muestra, desde la primera frase, que el problema expuesto por la tragedia es el de la filiación del Dios. Dionisos ¿ha nacido del acoplamiento de un mortal y de una mujer adúltera o pecadora, o es hijo de Zeus? Esta es la pregunta que se resolverá a costa de h vida de quien habrá dudado del origen divino de Dionisos. Se trata de saber cómo se liga esa pregunta con el naci­ miento de la tragedia. ¿Por qué el castigo del Dios consiste en hacer devorar a un hijo - r e y por su madre? Esta madre originaria devoradora, que los psicoanalistas reencuentran en la exploración de sus pacientes más perturbados, es una madre fálica. El mito del nacimiento de Dionisos narra que Zeus albergó el embrión en su muslo para concluir con el embarazo interrumpido. ¿Qué significa este rasgo, fuera de las expli­ caciones que se han formulado al respecto y que ven en él un equivalente de la adopción o de la iniciación? Nos inclinamos a considerarlo la expresión de una fantasía, la de haber nacido no del vientre de la madre sino del miem­ bro del padre. Eurípides dice: “Ven, Dithyrambo, entra al seno viril de tu padre” . Se observará que, si bien los cultos 245

dionisíacos son celebrados exclusivamente por las mujeres, éstas sólo forman el cortejo de Dionisos. El Dios recibe así, en el reparto, los atributos de la virilidad desbordante de su padre, Zeus. Además conviene observar el extremo carácter fálico de las ménades, que llevan al tirso, “ese dardo con guirnaldas de hiedra” cubiertas de serpientes y dan pruebas de una fuerza física totalmente masculina. “ ¿Qué hemos visto? una, con los brazos separados, levantar una vaca con la ubre hinchada y mugiendo, otras, con sólo tirar, despeda­ zar terneras. En todas partes hubierais visto, proyectados en todas las direcciones, costillas, pezuñas hundidas que, sus­ pendidas de las ramas de los abetos, goteaban sangre. Toros furiosos y con los cuernos en actitud de ataque, caer por tierra un instante después, con mil manos de mujeres aba­ tiéndose sobre ellos y lacerando toda la carne que los cubría, más rápido, oh Príncipe, de lo que tú podrías bajar tu párpado sobre su pupila real” . Ese estado contrasta singularmente con el de su sueño, en el que conservan toda su feminidad, reposando “ castamente” como lo atestigua el Mensajero que relata a Pentheo lo que ha visto. Pero desde que despiertan las ataca el delirio sagrado. Ese rito noctur­ no, donde el despertar en medio de la noche se acompaña de un desencadenamiento que contrasta con la paz del sueño, sugiere la comparación con la actividad sexual. El deseo de Pentheo de asistir a ese ritual debe compararse, pues, con el deseo del niño de ver a su madre en los sobresaltos sexuales nocturnos que ella comparte con el padre. Sin duda, ese carácter fálico de las bacantes transcri­ be una fantasía de concepción sádica del coito (devo­ ración), pero también atestigua el rechazo de la posición femenina pasiva del varón durante el coito y el miedo a sufrir la castración en manos del padre. De allí la actitud a la vez curiosa y espantada ante el espectáculo, donde todo el peligro pareciera provenir de la madre que devora al hijo y al pene del padre durante el abrazo. Recordemos los repetidos reproches de Pentheo sobre el aspecto afeminado de Dionisos y su necesidad de reiterar afirmaciones viriles: “ ¡Todo antes que prestarse a risa ante esas bacantes! ” Ese carácter fálico radical que impregna la obra, a pesar de las frecuentes invocaciones a la Diosa Madre, a Cibeles la 246

Gran Madre, da la medida del camino irreversible, para el griego del siglo V, desde las divinidades maternales a las divinidades paternales. Pues si bien es cierto que el rito dionisíaco es solidario de los ritos agrarios y que Tiresias afirma que el primer principio esencial para los seres huma­ nos es “ Demeter, la Diosa de la Tierra (puedes llamarla con esos dos nombres)” , mientras que el segundo es ei jugo fluido de la raíz (líquido nutricio y seminaT a la vez), Dionisos hace reconocer constantemente el Nombre del Padre, es decir, el hecho de que es hijo de Zeus. Por eso se manifestará ante las bacantes por el rayo, ornado con ese atributo paterno con el que golpea el palacio de Pentheo, como Zeus se presentó ante Semele. El coro lo comenta de este modo: “ ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¿ves acaso, vez acaso ese fuego junto a la tumba sagrada de Semele? Es ei del trueno de Zeus que antaño la fulminó y que ella deja en eso lugares” , y más adelante, saludándolo: “Oh luz suprema que nos da el éxtasis báquico, gozo al verte aparecer ante mi corazón dolorido” . Quizás es por eso que Pentheo, que será lapidado, despeda­ zado, él, que se burlaba del afeminado Dionisos y se pro­ metía cortarle el cuello y ¡os bucles rubios, es primero moralmente castrado y transformado en objeto de burla, con un disfraz femenino, en la ebriedad de su delirio naciente, antes de caer en manos de las bacantes que lo despedazarán. El poder fálico debe ser únicamente patrimo­ nio de Dionisos, que lo heredó de Zeus. Los que resisten a la llamada dei Deseo, de la fiesta y la ebriedad, caerán en manos de las bacantes que atacarán ei cuerpo entero del impío. “Teme la muerte si nunca se reconoce tu sexo” , se dice a Pentheo. Se puede hacer notar aquí lo que Tiresias nos recuerda de Dionisos, que no es solamente Dios del éxtasis y de ia ebriedad, sino también del furor. “Participa también, en cierto modo, de Ares” . Puede pensarse que la agresividad implacable de las bacantes en su actividad eróti­ ca se despliega con tanta más libertad cuanto que su recha­ zo de Dionisos favorece una desintrincación impulsiva que deja el campo libre para las expresiones exteriorizadas del impulso de muerte. Otros poderes se atribuyen a Dionisos: la profecía, que 247

hace de la situación de éxtasis una fuente de conocimiento, por una mayor proximidad con el inconsciente. Finalmente, y sin duda ésta no es la menor de sus armas, el engaño le permite triunfar. Pentheo lanzado a la persecu­ ción de Dionisos acorrala a un fantasma: “Creyendo tener al Dios, arrojándose sobre esa forma brillante, la atraviesa creyendo degollarme” , dice Baco. El rey se desploma final­ mente, vencido por el agotamiento. El más demente de los dos, en ese momento, no es por cierto el Dios, a quien guía un plan implacable. Este no es más que el comienzo de las desgracias que promete, puesto que el Mensajero, al contar­ le lo que vio sobre el Citherón, despertará en Pentheo el deseo fatal de asistir al ritual menádico. Dionisos, irónico, no dejará de plantear la pregunta insidiosa: “ ¿Y de dónde te viene, dime, ese violento deseo?

La representación de la escena primordial La tragedia Las Bacantes es un motivo suficiente de interés, tanto por la escasez de documentos sobre el ritual de Dionisos como por lo que conocemos sobre el extraño comportamiento de esas mujeres de Tracia o de Frigia. Y sin embargo no es tampoco eso lo que justifica la emoción que sentimos. Si únicamente nos preocupáramos por esos aspectos generales, correríamos el riesgo de caer en la misma red de perdición que Pentheo. Este quiere purgar a su país de esa nueva plaga que es el ritual báquico. Tratará de anularlo con toda la energía de la que es capaz. Y es él quien morirá al fin de la tragedia. Lo que no se puede admitir que Pentheo vea en el espectáculo que imagina antes de participar en él, es la causa por la que está interesado. La causa es que su madre es la atracción princi­ pal de ese espectáculo. El desarrollo de Eurípides nos muestra con precisión ese giro que toma Pentheo después de que el boyero le relata el delirio de las bacantes levan­ tándose ante una señal de su madre Agave, persiguiendo a los chivos, acuchillando a las terneras, arrojando por tierra a los toros, entregándose al rapto de los niños, dando el pecho a cervatillos o lobeznos, bañándose en sangre, invul248

r nerables a los efectos del fuego o el bronce. Pentheo siente durante ese relato “ como un fuego que se enciende y extiende” . Quiere librar batalla; en ese momento es cuando cae bajo el yugo del Deseo, él que desprecia a Baco. Su sed de sangre no es menor que la de las bacantes. Vibra con el mismo ardor que el de su madre. Desde entonces entrará en la nasa de Dionisos, aceptando adornarse con vestimentas femeninas, lo cual, como una mutación envolvente, opera en él una transformación por la cual se identificará con su madre. “ ¿A qué me parezco? ¿Tengo el aspecto de Ino? ¿O el porte de mi madre Agave? ” Desde ese instante, cae completamente en posesión de Dionisos al que se entrega pasivamente. Lo ve con los rasgos de un toro al comienzo de su delirio y se transforma en juguete de las intrigas del Dios. Este le hace suscitar la bu da mostrándolo a los tebanos “ disfrazado de mujer, él cuyas amenazas todos temían antes” , y además instala en él esa feminidad a la que Pentheo era tan rebelde. Se preocupa por su peinado, sus adornos, como la más coqueta de las mujeres. Y el Dios triunfa en un estribillo que entona el coro: “ ¿Existe en el mundo un presente más envidiable de los Dioses que el tener en su mano victoriosa la cabeza de su enem igo?” 28. La victoria es la castración del adversario. La irrisión no es más que el preludio de lo trágico, como si éste debiera nacer y engendrar sus efectos de su polaridad antinómica. De hecho, en esta situación confluyen el polo satírico y él polo épico: el de la muerte de un héroe que sucumbe en un combate contra las Amazonaá2 9 . Pero el





De lo que se venga Dionisos, aunque no se lo m encione, es quizá del m artirio de que ha sido víctima en la persecución de los titanes. Pentheo y Dionisos son primos, puesto que Agave y Semele son hermanas. Puede suponerse que hay a q u í una rela­ ción que se corresponde con la de Semele y Hera. En ambos casos Semele representa la madre buena, m ientras que Hera y Agave figuran la imago m aterna mala, que será necesario dom i­ nar. El castigo de Pentheo, que m uere golpeado por Agave, vengarla pues la m uerte de Dionisos sucum biendo bajo los golpes de Hera. Cóm o no evocar, por detrás de Las Bacantes, a la admirable Pentesilea de Kleist, que sin duda debe mucho a Eurípides.

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polo esencialmente trágico, el centro mismo de lo trágico, se devela en el crimen ritual de una madre presa del delirio, que despedaza a un hijo que no reconoce bajo el velo que cubre su mirada. El deseo de Pentheo no es solamente “ver las cosas prohibi­ das” , lo cual ya es bastante para designarlo como víctima expiatoria a los transportes de las bacantes; llega hasta el incesto10 . PENTHEO. — Ya en los bosquecillos creo verlas cultivar en las dulces tram pas del amot. DIONISOS. — ¿No es por eso que vas a espiarlas? Puedes tom ar­ las. . . a m enos que te tom en primero.

‘T o m ar” tiene aquí el doble sentido de capturar y de poseer sexualmente. Pentheo despierto y lúcido quiere apo­ derarse de las bacantes; el delirio revela que quiere poseer­ las. Pero detrás de cada una de las bacantes, es a Agave a quien busca como objeto de su deseo. Anticipando el éxito de su empresa y pensando que ha vencido al Dios perverso, se imagina mimado en los brazos de su madre, regresando con ella triunfalmente a le b a s. Esta ordalía pondrá al héroe ante la prueba de tener que seducir a su madre para poseerla y ella lo verá morir, poseído y destruido por ella misma, inspirada por el aliento de Dionisos. Tan pronto como se afirma el deseo incestuoso de Pentheo, el coro ya se desencadena contra él y denuncia su proyec­ to, aunque sea evidente sin embargo, que el joven ya no puede sostenerlo. Justificación de su muerte próxima más que advertencia ante el peligro. Su madre delirante renegará de él, como él ha renegado de ella: “ ¿quién le ha dado la. vida? Pues no ha salido de sangre de mujer, sino de alguna leona o del seno de las Gorgonas líbicas” . La muerte será su castigo por haber querido “dominar lo Invencible” . No se sabe aquí si esta acusación concierne al conflicto entre Dionisos y Pentheo o si ya puede pensarse que lo que se

30 Cadm o, padre de Semele (m adre de Dionisos) es tam bién el padre de Agave (tía de Dionisos). Es tam bién antepasado de Edipo

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castiga es una transgresión, la de la prohibición del incesto, que se reconoce en el deseo de ver las “cosas prohibidas” . El sentido de la impiedad se modifica y el delirio de pentheo hace hablar a sus deseos, reprimidos bajo su sed sanguinaria, y mostrando el carácter sustitutivo -despla­ zado en todos los sentidos del término— de esta violencia Así, una doble falta abruma a Pentheo: el rechazo de Dionisos cuando está lúcido, y el deseo incestuoso cuando está bajo el imperio del Dios. La aceptación del culto dionisíaco es finalmente la mejor manera de devolver al deseo lo que se le debe, de forzar al exceso que él expresa para que entre en una economía. El relato de la escena del último encuentro entre la madre y el hijo nos hace sentir nuevamente la identidad de la relación incestuosa y de la muerte. Ese último diálogo entre Pentheo y Agave no deja de recordar a aquél que puso frente a frente por última vez a Orestes y Clitemnestra, y esto por muchos detalles complementarios u opuestos. Orestes se volverá loco después del crimen; Agave lo está antes de éste. Las Erinnias —potencias de la noche como las bacantes— se mostrarán con una cabellera de serpientes como las bacantes. Clitemnestra desnuda su pecho para recordar al hijo sus vínculos originarios y sus primeras emociones, Pentheo, tratando de hacerse reconocer, acaricia la mejilla de Agave, como lo hace un niño. Implora: “ Ma­ dre mía; soy yo, soy tu hijo Pentheo a quien trajiste al mundo en el palacio de Echión” . Es inútil: lo mismo que el hijo de Agamenón permanece sordo ante su madre y hunde sin batirse la espada en su pecho: “Con espuma en la boca y los ojos convulsionados, habiendo perdido la razón, po­ seída por Baco, Agave no lo escucha. Toma con las dos manos su brazo izquierdo y, apoyándose con el pie en el flanco de ese infortunado, desarticula, arranca el hombro, no con sus solas fuerzas, sino con las que le comunica el Dios” . Sólo Esquilo hubiera podido igualar el horror que Eurípides comunica en este instante: el último de los trági­ cos reencuentra la desmesura originaria que inspiró el primero. Pero aquí no termina el espanto. Una vez decapi­ tado Pentheo se pone su cabeza sobre el tirso, en su cúspide como un trofeo, pero Agave cree llevar en la punta

de esa lanza una cabeza de león y se enorgullece de ese ornamento fálico que se propone devorar: “Toma parte en mi festín” dice al coro. Así aparecerá ante su propio padre Cadmo, que asumirá la dolorosa tarea de volverla a la realidad. Cadmo juntará los deshechos esparcidos del cuer­ po de Pentheo3 1, llorando su dolor ante la doble aflicción de la muerte de un nieto y del delirio criminal de una hija. A esta desgracia se añadirá el duelo de su hija cuando ésta toma conciencia de su acto. La muerte de Pentheo es para Cadmo una castración, pues queda privado de descendencia masculina; ese nieto único era el que acariciaba como la esperanza de su estirpe. Y he aquí que un nuevo ritual sucede al ritual báquico, conmovedor en su desnudez, espantoso por su contenido. Imaginemos a ese padre y esa hija arrodillados ante lo que ni siquiera es ya un cuerpo sino un m ontón de restos destrozados, a los que ambos tratan de dar apariencia humana como si procedieran a la fabricación de un nuevo nacimiento. “Vamos, anciano, dice Agave, ajustemos bien al tronco la cabeza del desdichado; recompongamos como podamos todo ese cuerpo robusto. ¡Oh rostro querido, oh mejilla joven y tierna! Bajo este velo voy a esconder tu cabeza y tus miembros manchados de sangre y donde mis uñas han dejado surcos” . No podemos dejar de pensar que después de esto, después de este iluminador retorno a sus orígenes, la tragedia, a su vez, ya no podía sino morir, pues Eurípides se iguala aquí al Esquilo más grande.

Agamenón y Agave Las dos situaciones de Ifigenia en Aulida y de Las Bacantes ilustran pues dos casos de infanticidio. Como destaca Marie Delcourt, el infanticidio era el menos grave de los crímenes 3 * Justificación de Ja interpretación que ve en ese m ito la expre­ sión de un rito de iniciación donde el pasaje de la infancia a la vida adulta incluye dos aspectos: la m uerte de la infancia y la resurrección del antepasado en la form a del adulto.

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familiares. Lo que da la medida de esa gravedad no es la. matanza de un niño sino la razón invocada para recurrir a ella. Los ejemplos de Ifigenia y de Pentheo no son únicos en el reservorio mitológico griego. El caso de Medea está presente en todas las memorias y Marie Delcourt da mu­ chos otros ejemplos3 2 . Estos se agrupan sobre todo según ¿os rótulos, que son los que presiden la situación de Las Bacantes y la de Ifigenia en Aulida . es decir, el infanticidio cometido en un momento de aberración (Leucipo asesinan­ do a su hijo Hippasos, Athamas a su hijo Learco, Licurgo a su hijo Adrias; notemos que en estos últimos casos se trata del crimen del hijo por parte de un padre que puede disfrazar una hostilidad respecto de un rival potencial) o durante un sacrificio religioso. Dejemos de lado los casos en que las sevicias del padre se vuelcan sobre una hija encinta cuya descendencia constituye una amenaza para él. Marie Delcourt observa que la madre no figura en el contexto mitológico, y es reemplazada por una madrastra u otTa pariente. Así pues, del mismo modo que la proyección legendaria establece entre el matricidio y la locura una solidaridad constante, y que la locura es causa o consecuen­ cia del crimen, el infanticidio obedece a contextos psicoló­ gicos determinados. Si lo lleva a cabo la madre, sólo puede hacerlo en un estado de extravío 3 3 . Si es el padre quien lo lleva a cabo, puede hacerlo en un momento de aberración, la equivocación fatal, o por precaución, para eliminar un peligro futuro, por motivos morales o religiosos. Se llega aquí al caso de Edipo, abandonado por Layo. El infanticidio es pues siempre, en la madre y a veces en el padre, expresión de la locura, y solamente en el padre ejercicio de un poder. Los dos casos de Las Bacantes y de Ifigenia en Aulida representan por lo tanto las situaciones extremas de esta conjunción, puesto que nos describen las

31 Oreste et Alcméon, pág. 56. 3 El caso de Medea es especial, puesto que mata a sus hijos en estado de lucidez. Hay que notar asimismo que la desesperación de la decepción amorosa y los celos se encuentran en la raíz de an acto cuyo fin es herir m ortalm ente a Jasón que la ha traicionado, motivo cuya esencia es profundam ente pasional.

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peripecias del delirio de Agave y de la sentencia de Agame­ nón. Podría suponerse que esos casos extremos nos dicen una verdad que toca profundamente la relación del hijo con su progenitor. La Orestiada nos muestra el vínculo carnal del hijo con su madre, cuya ruptura conduce al acceso a la pa­ labra paterna y a su Ley, o a la psicosis cuando la palabra del padre no ha sido escuchada y recordada por la madre. Al contrario, Las Bacantes nos hacen asistir al castigo de una pareja: madre e hijo, que se niegan a honrar el placer y el deseo. El crimen del hijo por parte de la madre, así como el de la madre por parte del hijo, se establecen pues en un contexto de psicosis (causa o consecuencia), condensando las signifi­ caciones de la unión amorosa incestuosa y de la relación mortal. Su final no es tanto la castración como el despeda­ zamiento (Pentheo) o el vampirismo (Orestes). Respecto del sacrificio de la hija para y por el padre, las cosas se presentan de un modo totalmente diferente. En la tragedia Ifigenia en Aulida el padre no es quien lleva a cabo la matanza ni quien la exige. Obedece a la sentencia del adivino, que es el intercesor de los Dioses. La Ley es la que reclama esa muerte; ella recae sobre el padre, que se some­ te. Los Dioses le exigen lo que tiene de más querido, por lo general un hijo o un heredero. El infanticidio es también, por lo tanto, el signo de una mutilación del padre. Y se comprende que pueda encontrarse, en el origen de la cir­ cuncisión, el sustituto de un sacrificio humano. A partir de aquí, el sacrificio de la hija —que no puede sentir rencor contra el padre puesto que éste no es más que el instrumento del deseo de los Dioses- adquiere una significación particular. Es una marca en el padre, huella y cicatriz de la herida que se le inflige, pero también acceso a un estatuto de preferencia sobre los hermanos y hermanas y sobre la madre, puesto que el vínculo con el Dios sella entre ellos una unión de carácter único. Puede encontrarse aquí una expresión de lo que se ha llamado el movimiento masoquista femenino de retomo hacia el sujeto de los impulsos agresivos y eróticos. El deseo del pene del padre se realiza mediante el renuncia­ 254

miento exigido por el ideal del yo. Si el crimen del sacrifi­ cio puede tener la connotación incestuosa que señalábamos en el infanticidio por parte de la madre, aquí pasa por la ceremonia de las bodas de muerte, que s u p o ^ n la mediación de una compleja institucionalización. Por más que el ritual nos remita, mediante el sacrificio humano, a tiempos remotos, seguirá existiendo la diferencia entre el delirio de posesión divina, realizada en el frenesí onírico, y la pompa de un servicio sagrado ordenado por un gran sacerdote ante el ejército y los reyes reunidos alrededor de su jefe. En este último caso el sentido del movimiento se invierte. Ante ese ejército y esos reyes reunidos, aliados en nombre del juramento por la defensa de la libertad de los griegos, se practicará una forma de sacrificio superada, pues los anima­ les han sustituido desde hace mucho tiempo a los seres huma­ nos en este tipo de obligaciones del culto. La exigencia de los Dioses de un sacrificio humano es un recuerdo del ritual origi­ nario, así como el delirio sagrado de las bacantes es un recuerdo de la condición humana originaria. La tragedia antigua conserva ese contacto con el mito de un pasado cuyas formas aún permanecían vivas. La tragedia clásica, edificada sobre otra base que la del mito y del rito, sólo tenía respecto de ellos una deuda lejana. Podía, pues, transformar el sacrificio, conservar su valor metafórico y sustituirlo por el suicidio, devolviendo al impulso de muerte una deuda que la historia tiende a olvidar. No obstante, la Ifigenia raciniana, en su consentimiento final, opera una inversión que la pone en una situación comparable a la de la heroína de Eurípides, pues establece, como su modelo antigua, una relación idéntica con el padre. Lo que Racine subvierte, en ese momento de la tragedia, es el desenlace del sacrificio. Ifigenia en Aulida es sacrificada y salvada a la vez. Sacrificada, puesto que deja a los suyos, arrebatada por la diosa, y salvada porque se salva su vida, puesto que una cierva muere en su lugar. Ifigenia en Aulida es totalmente salvada y prometida a la felicidad del matrimonio pero, en compensación, la sed de sangre de Artemisa encuentra su contraparte en el suicidio de Erifila. Entre las dos se sitúa el sacrificio de Isaac, también salvado, también reemplazado 255

por un animal, pero solamente devuelto a su padre sin otra felicidad que la de la supervivencia. Lucien Goldmann tiene razón al destacar en Racine la presencia del Deus absconditus, el Dios de Port-Royal, muy extraño a los Dioses de Grecia.

En Temor y temblor, esa obra sacudida por la pasión de “entrar en relación absoluta con lo absoluto” , Kierkegaard confronta el sacrificio de Ifigenia por Agamenón con el sacrificio de Isaac por Abraham. Opone el héroe trágico, ser de compasión y de admiración, al elegido, ser de silencio y terror. Se puede llorar por Agamenón, “no se puede llorar por Abraham. Nos acercamos a él con un horror religiosus, como Israel se acercaba al S in af’i ? . No abordemos de inmediato, por importante que sea, esta diferencia entre los Dioses griegos y el Dios de los judíos, y preguntémonos si Ifigenia es para Agamenón lo que Isaac para Abraham. Si postulamos que el deseo de Abraham es deseo de Dios toda comparación se hace superflua, pues es muy evidente que el deseo de Agamenón no es deseo de Artemisa. El deseo de Agamenón es deseo del saqueo de Troya, y la garantía de la diosa es indispensable para las acciones de los hombres que han partido en expedición. Y si puede haber cierta grande­ za en el silencio de Abraham que se mega a preguntarse sobre la sentencia divina, no podemos sino asombrarnos del silencio de Agamenón, que nunca se plantea la pregunta: ¿por qué Artemisa es tan cruel? Es para castigar una acción injusta en la relación de fuerzas en conflicto, que Artemisa exige, por la voz de Calcas, esta víctima tan cara a los griegos. Cuando Kierkegaard escribe: “ ¿Y qué hombre que contemplara a Agamenón con una mirada de envidia tendría los ojos secos y no podría llorar con él” 3 5, no es fiel a la tragedia. Pues si algunos lloran con él, muchos lo desaprueban. Agamenón, dice Kierkegaard, “tiene el con­ suelo de poder llorar y quejarse con Clitemnestra e Ifi-

34 Temor y temblor, Buenos Aires, Losada, 1947. 35 Loe. cit.

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A

genia” - Si puede decirse esto de Ifigenia que, por otra parte, en el momento en que se consuela ha convertido su sacrificio en gloria, no es el caso de Clitemnestra, que sigue ultrajada por ese acto que la mutila en so carne. Porque su deseo no puede coincidir con el de Agamenón. Por eso muchos lo tratan de loco. ¿Y por qué esos griegos, no menos piadosos que Agamenón, se arriesgan a emitir un juicio tan severo, si no es porque sospechan en este asunto móviles impuros, que sacuden al rey en su deseo? En verdad se obtendrían ventajas si, antes que ceder al misterio, en el temor y el temblor, de la adhesión de Abraham, se buscara aquí la causa de su deseo. Decir de Abra­ ham que tiene más allá un telos ante el cual suspende el estadio moral —que el fin de su sacrificio está más allá de la moral— es instituir en él una relación con el Padre que toca a su ser de patriarca, de antepasado de su pueblo elegido, amado por Dios, mientras que el sacrificio de Agamenón toca a su tener. La acumulación de su tener toca a su ser de rival de los Dioses, cuya ira reconoce en su elección de Rey de reyes el germen de una desmesura cuya hinchazón hay que esforzarse por prevenir. Es por eso que muchos ritos muestran a soberanos todopoderosos m altrata­ dos y humillados por los sacerdotes. El Dios de los judíos retoma aquí esta problemática dirigiéndose no a reyes sino a padres. A aquél de ellos que ha recibido como don la potencia sexual paternal cuando debía perder la esperanza de fecundar al objeto de su deseo, que no era Agar sino Rebeca. La referencia al deber es producto de una elaboración secundaria. Por eso no es posible limitarse, específicamente en lo que concierne a Agamenón, a la tesis de la sumisión a un deber superior. Ese análisis es insuficiente aun en lo que concierne a Ifigenia, pues vemos con claridad que su con­ versión es algo muy diferente a la aceptación de unjdeber o aun una simple sumisión a la palabra paterna. Su conver­ sión sólo puede ser la de su deseo: deseo de joven niña, promesa de ser mujer, deseo de vida, de fecundidad, deseo del deseo de su padre, de la Ciudad, de Grecia; deseo narcicista de sexualidad, de muerte y de memoria. La oposición entre la estética y la ética que desarrolla 257

Kierkegaard no es convincente a nuestros ojos. De hecho, tanto Abraham como Agamenón están presos en el mismo circulo ético o estético, pero no hablan del mismo padre ni del mismo hijo. La idea de una religión estética, tomada de Hegel, debe relacionarse quizá con una religión de lo representable que se opone a la aniconia judia, en la que Freud vio un progreso decisivo para la espiritualidad. Sin duda es ésta la razón última que hizo retroceder a Racine, en su Ifigenia, ante la representación de ese sacrifi­ cio, pues mostrarnos ese sacrificio es mostramos al Dios que lo exige. Al no poder decidirse a hacemos admitir la intervención -rep re sen ta d a- de la maldad, nos presentará en su lugar su sustituto lógico: el suicidio de Erifila, único ser de verdadero amor de esta tragedia híbrida, semigriega y semicristiana, que relega al conjunto de los griegos al rango de los profanos, con el sirviente de sus dioses, Calcas. “ Detente, ha dicho ella, y no te acerques a mí. La sangre de esos héroes de quienes me has hecho descender Sin tus profanas manos bien sabrá esparcirse” (V, 6)

Con el sacrificio de Erifila el horror reiigiosus reina nueva­ mente sobre la escena y lo sagrado que inunda la tragedia antigua resurge, después de haber parecido como borrado. El Racine de Port-Royal no se ha liberado completamente de la imitación de Eurípides. Su sacrificio propio ha sido, sin embargo, el del phobos trágico, que sustituyó por el verso raciniano, esa cierva o ese camero de la religión estética.

La economía del sacrificio El mito de la muerte de Pentheo representa una reproc. ción del mito (y del rito) de Dionisos. Las bacantes ofician­ tes del Dios se transforman en perseguidoras. Al matar a Pentheo no hacen más que repetir la acción de los Titanes que despedazaron a Dionisos, así como ellas despedazan a Pentheo. Mientras que Dionisos es atacado por los Titanes pagados por la celosa Hera. que se conduce como una

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madrastra típica (el doble malo de la madre), Pentheo sucumbe bajo los dientes de su propia madre, atacada por el delirio divino. El infanticidio se lleva a cabo, aqui, bajo la forma cruel de la devoración por parte de la madre del producto de sus propias entrañas. El rito es desbordado por el éxtasis y sin duda no hay que hablar tanto de un sacrifi­ cio en el sentido propio de la palabra, como de un desenca­ denamiento sanguinario realizado en un estado segundo. ¡Qué diferencia con el sacrificio propiamente dicho, regula­ do según un ritual, ejecutado con un fin preciso respecto de un Dios, realizado según normas prescritas! La tragedia funde en sí el éxtasis de la fiesta, el orden del ritual, el efecto de la palabra. Cada uno de esos aspectos revela un origen diferente cuya particularidad trasciende el género para constituir una forma nueva. Un mismo trabajo se realiza en el pasaje de la tragedia antigua a la tragedia clásica. A quí se conquista terreno solamente en provecho del lenguaje, que ha unificado bajo su yugo la heterogeneidad de diversos tipos de significantes: la danza, el canto, la palabra. Del mismo modo se reorgani­ zan las pasiones en el plano del significado. La acción de los Dioses no es casi sensible en el siglo XVII, estos ya no aparecen más sino que permanecen en su morada celeste. El hombre ya no está extraviado por el delirio que le envían los Dioses. Ya en la tragedia antigua el hombre no era más que el artesano de su pérdida, y los Dioses se constituían en sus aliados en ese camino fatal. La tragedia clásica atenúa la intervención divina hasta un punto extremo. La “psicología” de Racine se quiere más verosímil que la de los antiguos. Esta psicología tan halagadora para la concien­ cia, que capta sus desviaciones, está, de hecho, más cerrada al inconsciente que la tragedia antigua. La civilización y el disfraz han marchado a la par y el engaño de la “verosimilitud” desempeñó su papel mistifi­ cante. Queda el hecho de que el verso raciniano permanece. La “pantalla de la belleza” , según la expresión de Lacan, revela, a través d j la estilística, la joya que la “psicología” pareciera haber dest'uído. Racine podía escribir, como Eu­ rípides, una Ifigenia en Aulida y hasta una Ifigenia en Taurida, pero no Las Bacantes. No lo hubieran admitido el 259

siglo de Luis XIV ni el de Port-Royal. La censura aplastan­ te nos muestra todo lo que se ha perdido, todo lo que la monarquía por derecho divino y la hija mayor de la Iglesia han proscrito. Pero por pesado que sea el aparato represivo del inconsciente, el retorno de lo reprimido es inevitable. Shakespeare y los isabelinos hicieron revivir lo trágico, como hoy Genet y otros autores saben encontrar algunos acentos olvidados. Periódicamente reina la tiranía del lenguaje, engendrando la rebelión del movimiento que acarrean la música y la da*xza, que cuestionan la hegemonía de la palabra. El lirismo del lenguaje puede suplirla, contra la construcción formal del discurso, sin que sean necesarias las presencia efectiva de la danza y el canto36. La Ifigenia de Racine pertenece a ese campo del lenguaje, la Ifigenia de Eurípides se sitúa en una zona intermedia, mientras que Las Bacantes pertenece a un reino más nocturno, más impregnado de resonancia carnal. Esta última obra brilla con un resplandor inquietan­ te y, muy alejada de nuestra temática contemporánea, di­ funde un misterio angustioso. La moral de la tragedia sostiene la afirmación, más allá de lo religioso, de los derechos de lo trágico y de su indisoluble vínculo con 1c inconsciente 3 7 . Se establece así una filiación del sacrificio que puede cons­ truirse de este m odo-

’ 4 Toda la carne del proceso primario se vuelve sensible allí, contra las elaboraciones secundarias del forfnalismo “p u ro ” . 37 Ningún analista puede evitar, ante los furores de las bacantes y su delirio sagrado, la evocación de la histeria en su expresión colectiva, que hoy está casi extinguida en la forma de las grandes crisis pero se encuentra presente en ciertos lugares. No hay más que releer los tratados clásicos para convencerse de ello. ¿Qué argum ento extraer de esto? No el de una inferencia directa que nada nos diría, pues la patologizadón de lo sagrado suscita, al contrario, la sacralizadón de lo patológico. Pero no podrá dejar de asom brar una asociación. Si los griegos percibie­ ron y establecieron de este m odo, m ediante el rito y el m ito, el vínculo del delirio sagrado y de lo dionisíaco, nosotros recorda­ remos que Eros, m ediante la histeria, indicó a Freud el camino hacia una concepción científica del Deseo. Esta es la encrucijada

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las Bacantes nos hablan, en el momento de la muerte de la tragedia antigua, de sus orígenes y de un sacrificio humano practicado en ocasión de un delirio sagrado como castigo por la negación a sacrificar animales a un Dios que es el del goce, del éxtasis. Sacrificio para el deseo del Dios. La Ifigenia en Aulida nos habla, en el momento d éla muerte del último de los trágicos, de un sacrificio humano que, aunque heroico, marca un retorno hacia formas ritua­ les superadas en la época en que debe realizarse, para asegurar el éxito de una empresa de venganza y de benefi­ cios. Sacrificio para el deseo del Padre. La Ifigenia en Aulida nos habla, con otro lenguaje, de un sacrificio que no tendrá lugar; será reemplazado no por la muerte de una víctima animal, sino por la de otra víctima humana que transforma la aceptación del sacrificio con su rechazo suicida por no haber sido nunca objeto de ningún deseo. Sacrificio para el deseo del Deseo. A esta filiación temática responde paralelamente una refle­ xión sobre el género. Las Bacantes nos sitúa en una representación de la representación ante uno de los oríge­ nes de la tragedia: el origen del ritual dionisíaco, acoplado aquí con ese otro origen posible, el del ritual épico, pues Pentheo es un héroe a pesar de la irrisión que lo afecta. La Ifigenia en Aulida nos permite seguir todo el camino reco­ rrido desde sus primeras formas hasta el punto en que

entre Dionisos-Eros y el Deseo por una parte, y la bacanal, el delirio sagrado y la histeria por la otra. Del mismo modo que Dionisos era el menos adm itido y el menos amado por tos Dioses, el que debía luchar para imponer su carácter divino, así entre los descubrim ientos fue el del Deseo, cuyos cam inos fue­ ron más abandonados y más com batidos cuando Freud sometió los resultados de su exploración a) m undo médico y científico. Todavía hoy se encuentran, en ese mismo m undo, las resisten­ cias más tenaces. La negación del Deseo, la negación dionisíaca s o b re , ia que se ha construido toda una cultura, pudo hacer surgir la fluorescencia histérica. Por un curioso retorno de las co­ sas, la aparente liberación sexual de hoy se acom paña de una reivindicación del goce toxicom aníaco que nos ha hecho reen ' contrar a Dionisos. Pero no hay que engañarse, pues el hambre de drogas es lo contrario de una búsqueda dionisíaca: es su m itridatización.

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Eurípides pudo llevarlas. Entre el sacrificio realizado en el contexto de un misterio y el que se inscribe en un con­ flicto humano (en el interior de un mismo personaje o entre diversos personajes) se traza ese itinerario de la comu­ nión. Lloramos por Pentheo y Agave y hasta por el viejo Cadmo. No tenemos que liorar por Agamenón ni por Ifigenia llevada a los cielos (no se menciona a la de Taurida en Ifigenia en Aulida). Se precisa la idea de un pasaje hacia una vida mejor en el más allá. Se comprende que el tema haya tentado a Racine. -Tentado y desanimado. Ninguna situación de sacrificio puede dejar de sugerir al cristiano la pasión de Cristo. Ifigenia sobrevive y se prepara para una felicidad conforme a sus Dioses, a su sangre, a su raza; Erifila eleva su protesta contra una religión que cuestiona, y abre nuevamente la vía a lo sagrado que reafirma sus vínculos con el deseo indómito por el que ella se agota y se pierde en la muerte que se inflige. ¿Cuál de las dos tiene la gracia? Esta pregunta queda pendiente y es retomada por la pareja Aricia-Fedra, arrastrando a la muerte al héroe que se abre al deseo: Hipólito. El sublime sobresalto de Fedra, el retorno al orbe religioso de Esther y de A tali a pondrá punto final a esta actividad impía. Después de esto la tragedia clásica llegará a su término, así como la tragedia griega moría con Eurípides. Ifigenia no' es aún al fin de la tragedia clásica pero con ella desaparece toda posibilidad de creer en ese sacrificio dionisíaco de la tragedia griega. Ifigenia en Aulida realiza la economía de ese sacrificio.

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Epílogo Edipo, ¿m ito o verdad? *

“ Si Edipo R ey conmueve a un auditorio mo­ derno tanto com o al auditorio griego contem ­ poráneo de la obra, la explicación sólo puede ser la siguiente: sus efectos no dependen del contraste entre el destino y la voluntad hum a­ na, sino que deben atribuirse a la naturaleza específica del material sobre el que ese con­ traste se apoya. Debe haber allí algo que hace resonar en nosotros una voz dispuesta a reco­ nocer la fuerza aprem iante del destino en el E d ip o .. . Su destino nos conm ueve porque bien hubiera podido ser ei nuestro, porque el oráculo emite el mismo anatem a sobre él y sobre nosotros antes de nuestro nacim iento” .

La interpretación de los sueños, S.E., vol. IV, pág. 262.

“ El psicoanálisis tiene pocas esperanzas de ser reconocido o de volverse popular. Esto no es sim plem ente porque la mayor parte de lo que tiene que decir choca los sentim ientos de la gente. Otras dificultades casi tan grandes pro­ vienen del hecho de que nuestra ciencia inclu­ ye cierto núm ero de hipótesis - e s difícil

* Las citas de Edipo Rey están extraídas de Sófocles, Tragedias, vol. 1, Barcelona, Alma Mater, 1959 (traducidas por Ignacio Errandonea).

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decir si hay que considerarlas postulados o productos de nuestras investigaciones- que de­ ben parecer m uy extrañas para los m odos ha­ bituales de pensamiento y que entran en con­ tradicción radical con las opiniones corrientes, pero no podem os nada contra e sto ” .

Algunas lecciones elementales de psicoanálisis, S. E., V0 I.XXIII, pág 282.

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La Orestiada, Otelo, Ifigenia en Aulida nos revelan la taz más sombría, la más oculta del complejo de Edipo. El reverso de ese complejo, puesto que la conclusión lleva, en todos los casos, a la muerte del objeto del deseo en manos del que desea: la muerte de la madre llevada a cabo por el hijo, la de la esposa por el esposo, la de la hija por el padre. El reverso del complejo se opone forzosamente a su anverso. Lo que se nos ha develado allí son sus retorcimien­ tos, sus inversiones o su descomposición ante el trabajo del impulso de muerte. Vimos así que la estructura edípica positiva se deconstruía para tejer los nudos del masoquismo primario Ügado a la relación simbiótica con la madre, de la homosexualidad psicótica degradada en masoquismo, del masoquismo moral y femenino suicida. Ese complejo de Edipo negativo remite necesariamente al complejo de Edipo positivo y aún al conjunto que ambos forman en la fórmula desarrollada de esta estructura. Pues esa es la especificidad de este complejo. Nunca exis­ te en estado simple sino que siempre es doble. Nunca existe en estado integral sino que sólo subsiste en estado de vestigio. Nunca existe en estado conciente sino que permanece en esta­ do inconsciente. Esta conjunción —y, por supuesto, la disyunción de la que es indisociable— es la que explica Freud cuando escribe: “ Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo simple de ninguna manera es su forma más común sino que más bien representa una simplificación o una esquematización que .muchas veces se justifica, por cierto, por razones'de orden práctico. Un

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estudio más detenido hace aparecer generalm ente un complejo de E dipo más com pleto, q u e existe en una form a doble, positiva y negativa a la vez, y que se debe a la bisexualidad que originalmente está presente en los niños: esto quiere decir que un niño pequeño no se conform a con tener una actitud ambiva­ lente ante su padre y con elegir a su m adre com o objeto de sus afectos, sino que al mismo tiem po se conduce tam bién com o una niña y manifiesta una actitud afectiva femenina hacia su padre y una correspondiente actitud d e hostilidad y d e celos hacia su m a d r e .. . La experiencia analítica m uestra entonces que, en cierto núm ero de casos, desaparece uno u otro de los elem entos constitutivos de ese complejo, con excepción de hue­ llas apenas perceptibles: de m odo que el resultado es una serie, una de cuyas extrem idades presenta el complejo de Edipo nor­ mal y positivo y la o tra el complejo inverso negativo, m ientras que los eslabones interm edios m uestran la form a com pleta, con preponderancia d e uno u o tro de sus dos c o m p o n e n te^ !”

Esta cadena, de la que sólo persisten huellas, muestra que la estructura, aún cuando se la aprecie por la organización de las relaciones que la constituyen, no puede evaluarse sino a partir, no solamente de lo que excluye de sí, sino de lo que atestigua de esa exclusión. Es necesario dar a este término su sentido estricto: el de una interdicción a la permanencia. Ya en 1900, en La inter­ pretación de los sueños, Freud no afirmaba otra cosa cuando escribía: '"Cuando señalo a los enferm os la frecuencia del sueño de Edipo, del deseo de comercio sexual con la madre, me respon­ den siempre: no puedo recordar ningún sueño de ese tipo. Pero enseguida recuerdan o tro sueño, no reconocido e indiferente, que se les reproduce con frecuencia y donde el análisis descubre un contenido análogo. Puedo garantizar que los sueños disimula­ dos de comercio sexual con la m adre son m ucho más num erosos que los sueños sinceros9 ” .

1 S. Freud, El y o y el ello, traducido de la . Standard Edition, XIX , pág. 33-34. * La interpretación de los sueños. Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, I, pág. 259.

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Es lógico pues, para concluir, que nos volvamos hacia el complejo de Edipo para someterlo al examen. Debemos elegir entre dos caminos. El primero sería el cuestionamien­ to del complejo de Edipo como complejo constitutivo de la subjetividad. Este camino desborda en mucho el marco de este libro. El segundo es el examen de los hechos que van desde el mito a la tragedia de Sófocles. Elegiremos este segundo camino apoyándonos en los trabajos más recientes de mitólogos (Marie Delcourt), de helenistas ( J .- P . Ver­ nant) y de antropólogos (Lévi-Strauss). Esto nos dará la oportunidad de puntualizar de qué manera el corte episte­ mológico aportado por Freud fue recibido por especialistas que muchas veces afirman estar abiertos a su obra, cuando no se basan directamente en ella.

I “Pero puesto que no debe decirse lo que no debe hacerse, pronto, ¡por los dioses! sacad­ me fuera de aquí"” .

Edipo R ey, v. 409 Función del mito El ejemplo de Edipo demuestra esplendorosamente que el psicoanalista tiene razón cuando se interesa más por la tragedia que por el mito. La pregunta que se plantea es saber por qué la tragedia de Sófocles ha llegado a ser la tragedia por excelencia de toda una cultura, y ha servido como telón de fondo de una reflexión renovada incesantemente desde Aristóteles hasta Heidegger, mientras que Freud, que hizo de su interpre­ tación la clave de su concepción, tuvo tantas dificultades para hacerse comprendei3

Debe notarse que Sófocles no fue mejor com prendido en su época, por lo m enos de inm ediato. No obtuvo el premio el año que presentó Edipo R e y , pues el público prefirió la tragedia del sobrino de Esquilo.

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El libro de Marie Delcourt, Oedipe ou la légende du con­ quérant* es uno de esos libros cuya lectura se impone a todo psicoanalista. Poco importa que las opiniones sobre el psicoanálisis expresadas por la autora lleven la marca de una época, la del destierro de Freud del círculo reflexivo. La obra deja traslucir su adlerismo y es visible la actitud negativa de la autora ante la consideración de una libido tan incomprendida como rechazada. No debe creerse que la intención psicoanalítica sea allí secundaria; el libro termina con un cuestionamiento de la teoría freudiana. Pero la obra es tan rica, tan iluminadora en los detalles, que es mejor olvidar momentáneamente el juicio lapidario referido al psicoanálisis y profundizar su contenido. Marie Delcourt, como la mayoría de los mitólogos moder­ nos, deja de ver en el mito la expresión de una tendencia espontánea, sin otra causa que ella misma, y deriva el mito del rito. La operación se realiza, según ella, en muchos tiempos. Primero, un rito para obtener un resultado: “Si quieres que se produzca tal cosa, sométete a tal rito” . Después el enriquecimiento y la mayor complejidad de las prácticas rituales hacen que el rito se conserve, modificado y disociado de sus causas originales. “Uno se somete a tal práctica en tal circunstancia” , habiendo olvidado el por qué. Finalmente la práctica se explica, secundariamente, por un mandato divino. “Como un oráculo predijo q u e .. , , se realiza tal rito” . Progresivamente el rito se vincula, no con el deseo del hombre, sino con la historia del dios que la práctica del culto recuerda en tal o cual de sus episodios. Es grande el mérito de esta interpretación, puesto que exclu­ ye la idea de una gratuidad en la producción de ritos y mitos. Ambos obedecen a una exigencia —cuya naturaleza no se define— y están dirigidos por una economía. Sufren deformaciones que nos ponen en presencia de objetos com­ plejos, compuestos, estratificados. Hasta aquí, Freud estaría de acuerdo en todos los puntos con los mitológos moder­ nos. Tendría sus reservas, sin dudas, sobre la relación del mito con la historia y casi no aceptaría que el mito no

4 París, Droz, 1944.

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r

tenga ninguna función relativa a la verdad histórica. Verdad histórica y verdad material se encuentran, para él, en una relación no unívoca, pues la primera se vincula sobre todo con el deseo. La historia del deseo nunca está a disposición de quien quiere encontrar sus fuentes o raíces. Debe conformarse, mediante un método desconcertante para quien no está familiarizado con él, no solamente con verdades provisorias, lo que ocurre con toda exploración científica, sino con verdades establecidas a posteriori. La historia de los aconte­ cimientos es, por supuesto, la de los acontecimientos del pasado, pero una historia que comprende, además de lo manifiesto en los actos o los hechos importantes, sus replie­ gues secretos en el campo de un posible que nunca agota lo que de él ha retenido lo real. Somos sensibles, sobre todo, a ese esfuerzo de los hombres que atestigua una voluntad de sustraer a los efectos del tiempo lo que su memoria, por sí sola no podía preservar de la destrucción. Nos inclinamos menos a tomar conciencia de que la historia es siempre reagrupamiento segundo de una red vivida en la dispersión. Esta recuperación constituyente de una memoria textual no es una consignación concienzuda en beneficio únicamente de un pensamiento de archivo. “Entonces la historia, que había comenzado a seguir y a notar los acontecimientos del presente, arrojó también una mirada hacia atrás, reunió tradiciones y leyendas, interpretó los vestigios dejados por el pasado lejano en las costumbres y hábitos y edificó así una historia del pasado prehistórico. Era inevitable que esta prehistoria fuera más bien la expresión de las opiniones y aspiraciones del presente que la imagen fiel del pasado. Pues la memoria del pueblo había dejado caer muchas cosas en el olvido y había deformado muchas otras; más de una huella del pasado se interpretaba falsamente según el espí­ ritu del presente; además, la historia no se escribía por influencia de la curiosidad objetiva sino a fin de actuar sobre los contemporáneos, llamarlos a la emulación, exaltar­ los, presentarles un espejó3 5 Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, O. C. , II, pág. 457. No hay duda de que el trabajo de Marie Delcourt está lejos de

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Se sabe que la discusión sobre los mitos ha suscitado el problema de su valor genético explicativo. Es porque se ha querido limitar el alcance de la explicación a la historia circunstancial en sentido estricto. Pero si se- postula tam­ bién la hipótesis de una historia circunstancial del deseo, es decir, de una historia que trata de reincluir todo lo que la imaginación social estructura paralelamente al desarrollo de los hechos y retrospectivamente en las versiones que forzo­ samente la excluyen del saber histórico, entonces el mito desempeña una función significativa cuyo interés tiene una importancia igual a la de la historia oficial. No es absoluta­ mente necesario, aun si siempre deseable teóricamente, en­ contrar todos los puentes que ligan una a la otra. Quizá se trata de dos caminos paralelos que están destinados a no unirse sino encabalgándose. La “verdadera” verdad, histórica, por asombrosa que esta proposición parezca a los historiadores, no puede ser la verdad material. Pues, aún en el hecho material más trivial, ¿quién puede despreciar sin consecuencias la dramatización de la fantasía, el peso no solamente de lo que fue vivido sino deseado vivir, el efecto de la espera de respuestas suspendidas según la voluntad del otro, del registro furtivo de sus dificultades, vueltas y desligamientos? Aquí se abre un campo de lo posible que el carácter circunstancial del deseo rodea o colma como puede. La historia circunstancial del deseo se presenta como una circunstancialidad hipotéti­ ca sobreimpresa en una huella perdida. El acceso a la verdad, dirá Freud audazmente, sólo puede pasar por el examen de sus deformaciones. Tarea temible en la medida

adaptarse a la concepción freudiana, de ta que Freud, por otra parte, no da ejemplos a propósito del caso de Edipo sino de Moisés, lo que no dejó de suscitar muchas reservas. El hecho de que él se haya o no engañado en su interpretación del caso im porta mer.os, en el fondo, que lo que nos enseñó a buscar por detrás de los m itos: la represión del inconsciente. Desde ese m om ento la m itología griega, que abunda en historias tan verídi­ cas, puede tam bién ser objeto de este tratam iento - p o r lo m enos en p rin cip io - que no pretende sustituir el enfoque tradi­ cional, puesto que sus exigencias no pueden coincidir con las del psicoanálisis.

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en que por lo general la deformación se aprecia según el mo­ delo de referencia de la verdad, mientras que aquí éste es la deducción de aquélla. El mito es aquí revelador, pues en él la ficción no es gratuita y su construcción no está hecha para divertir sino para plegarse a la función que ordena su nacimiento: dar en un solo y mismo tiempo forma y solución al deseo. El producto terminado y elaborado del mito es una cicatriz cerrada sobre una herida que se trata de ocultar. Su texto no solamente sería un palimpsesto, un producto de añadidos que se cubren mutuamente, sino sobre todo una figura enigmática, o con una coherencia superficial, que disfraza con una pseudológica lo que debe ser escondido y sellado. A este respecto, el mito no podría, pues, no ser más que un relato agujereado y heterogéneo, donde faltan las piezas esenciales del rompecabezas.

¿Se podría concluir con Marie Delcourt marcando la fun­ ción pedagógica de los mitos cuyo papel sería, a través de los casos ejemplares cuya historia cuentan, persuadir? ¿Y cómo explicar de manera satisfactoria su incesante reorgani­ zación? “Se modifican porque se inserta en ellos intencio­ nes nuevas en lugar de las que han dejado de ser compren­ didas” (pág. 222). Está claro que, cualquiera sea la maleabi­ lidad del material m ítico, se trata de preservar una célula de sentido que debe mantenerse a costa de tornar caduco el mito entero. Pues el problema es quizá preocuparse menos por la coherencia de los mitos que por el modo de inteligi­ bilidad que suponen. Esto es tanto más interesante para Grecia cuanto que allí los mitos se insertan en un sistema de creencias bastante laxo, que ningún dogmatismo mantie­ ne rígidamente fijas. El problema es, pues, el de un límite de comunicabilidad que plantea el sentido de sus transfor­ maciones. El valor pedagógico, la intención de persuadir debe explicar el hecho de que, la mayoría de las veces - y éste es el caso de los mitos que se han transformado en temas trágicos-, puede decirse que evocan menos un ejem­ plo a seguir que una realidad psíquica a conjurar. ¿No se puede considerar el valor pedagógico o persuasivo como una determinación secundaría, una justificación de la

práctica de una actividad que podría llamarse sagrada e impura, puesto que se comparan los mitos con la “trasposi­ ción de una ceremonia, la apertura de un tabernáculo cerrado y la revelación solemne de objetos misteriosos cuya visión está prohibida en épocas normales? ” (loe. cit., pág. 50). Sin embargo nada sería más peligroso que abordar ese misterio fuera del contexto m ítico, del mismo modo que la interpretación psicoanalítica rechaza toda generalización previa que no pase por la mediación de un material cuyos límites amplía el desarrollo teórico pero que no podría concebirse sin ellos. La noción de trasposición de una realidad misteriosa (pág. 221), de una memoria (“Pero lo que enseñan las leyendas nunca es un recuerdo puro y simple, sino siempre una trasposición donde muchas veces la realidad antigua sólo es descifrable en una segunda lectura” , pág. 226), plantea im­ plícitamente, una vez más, el problema del sentido de las transformaciones. Es necesario saber en virtud de qué princi­ pio se recorta un rasgo, otro ocupa su lugar o es reemplaza­ do por algún otro con un sentido próximo ligeramente desarticulado. Decir de las tendencias “subconscientes” (sic) o de las tendencias psíquicas que no han podido entrar en juego sino “ para fijar ciertos temas m íticos,, para darles una vivacidad, una popularidad excepcionales” (pág. 68), sin crearlos (afirmación semejante en pág. 191) o para difundir un mito, “arrancarlo del olvido” (pág. 229) o aun para favorecer su inscripción en el marco de la familia (pág. 69), seria aceptable si pudiera sostenerse una hipótesis más probable sobre las condiciones de la génesis de las proyec­ ciones legendarias. De hecho, Marie Delcourt oscila constan­ temente entre una explicación sociológica de la que trata de distanciarse y una explicación más amplia que ella busca sin encontrarla: “Por eso los sociólogos se verán tentados a reducir nuestras leyendas a simples ritos de iniciación. Yo pienso que tienen una significación más profunda, más general, también más religiosa” (pág. 57). Por otra parte, ella rechaza —y en esto la comprendemos— un enfoque desligado de todo sustrato concreto para el análisis de lo religioso. A partir de aHí, la transformación de los mitos obedecerá a mecanismos que sugieren la comparación con 272

“las creaciones del genio novelesco” (pág. 14). ¿Pero acaso esas creaciones escapan al inconsciente? Pues, sostener que las “tendencias subconscientes colaboran con la memoria, no con el genio fabulador” , frase que cierra la obra, ¿no es despreciar, con esta afirmación, la interpretación freudiana de la reminiscencia? ¿No es desco­ nocer el vínculo entre los productos del genio novelesco y el genio fabulador? La infidelidad de esa memoria de los mitos torna muy ardua la interpretación, sin duda. El embrollo de las pro­ yecciones legendarias griegas es quizá más difícil de com­ prender; porque no se conforman con clasificar el mundo natural como los mitos del pensamiento salvaje, lo cual permite a un Lévi-Strauss proponer una formalización; porque no están sometidas a un principio referencial que las coloca bajo la égida de un monoteísmo; porque no obedecen a un ordenamiento regulado por una jerarquización estricta como para los héroes y las divinidades de otras religiones. Hasta la filiación, que es aquí más difícil de descubrir que en otras partes, por ejemplo en las religiones indoeuropeas. La dificultad mayor, ¿no proviene acaso de que el objeto que exponen los mitos conserva siempre un contacto directo con eso de donde emergen: el deseo? Los avatares de la invención de los poetas no son explicables de otro modo que por la tentativa de hacer concordar con los hechos una psicología de los deseos “naturales” a la que la estructura del deseo permanece refractaria. Se opondrá así un polo político a un polo sentimental o novelesco (págs. 2, 15, 80, 102, 159, 163), despojando al deseo de su carga erótica, olvidando que Edipo y Dionisos han salido de un mismo antepasado. Pues se admiten la invención y la fabulación cuando se trata de transformar un rasgo abiertamen­ te molesto o hasta odioso, que la comprensión psicológica directa acepta como tal “naturalmente” , mientras que la idea de que la invención o la fabulación tienen una función no solamente de atenuación o de reorganización sino de censura y de máscara parece difícil de adoptar por parte de los mitólogos. En esas condiciones, ¿no interesa poner en primer lugar todo lo que en el mito hay de resueltamente contradictorio, de irreductible a los manejos de una com273

.1

prensión psicológica y, por encima de todo, única? Pues mito de Edipo es el mito ejemplar, puesto que es el quç liga la pregunta del “ ¿quién soy yo? ” con la del “ ¿Hijo de quién? ¿Padre de quién? ” La cuestión de saber “ ¿Por qué hay algo y no nada? ” sólo puede plantearse, en sí misma, concatenando los términos mediante una generación. Es legítimo, pues, que a la pregunta del “ ¿Quién soy? ” —ella misma concatenación- sólo pueda responderse con uní pregunta sobre la concatenación. No es inútil recordar aquí la opinión de Freud expresada sin ambages, con su acostumbrada audacia:

“ En prim er lugar, parece muy posible aplicar los puntos de vista psicoanalíticos extraídos de los sueños a ios productos d e la imaginación étnica tales como los m itos y los cuentos de hadas. La necesidad de interpretar ese tipo de producciones se ha hecho sentir desde hace m ucho tiem po: se sospechó que por detrás de ellos se encontraba algún “ sentido secreto” y se presumió que ese sentido estaba disimulado por los cam bios y las transform a­ ciones. El estudio que el psicoanálisis ha hecho de los sueños y las neurosis le dio la experiencia necesaria para poder encontrar los procedim ientos técnicos que rigieron esas distorsiones, pero en algunos casos también puede revelar ios m otivos ocultos que condujeron a esa» modificaciones del sentido original de los m itos. El psicoanálisis n o puede aceptar com o im ­ pulso prim itivo, tendiente a la construcción de los m itos, el ardiente deseo teórico d e descubrir una explicación d e los fenó­ menos naturales o d e com prender las observancias y usos de los cultos que se han transform ado en ininteligibles. El busca ese impulso en los mismos “ complejos” psíquicos, en las mismas tendencias emocionales que ha descubierto en la base de los sueños y los síntomas*

Para Freud hay un principio que domina la actividad psí­ quica individual o colectiva: el principio del placer, cuyo corolario es la evitación del displacer. Pero la realidad frustra regularmente al hombre y no le permite realizar sus deseos, a pesar de los numerosos desplazamientos que se intentan a título de diversión o sustitución. “ Los mitos, la

* “ El m últiple interés del psicoanálisis” , O. C., 11, pág. 967.

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religión, la moral se sitúan en esta organización como inten­ tos de encontrar una compensación a la falta de satisfacción de los deseos humanos” . Los tres representan soluciones co­ lectivas y sociales para el alivio de las tensiones del grupo. Es necesario, pues, para Freud, interpretarlos según esta óptica; apliquemos su principio a la leyenda de Edipo, en el doble proceso que llevó a su construcción y a la deconstrucción que debió sufrir por las deformaciones de la censura.

II

Marie Delcourt descompone la leyenda de Edipo en una serie de actos notables por su sinonimia y cuyo agrupamiento ulterior habría formado el rostro de la leyenda que conocemos. Cada uno de los momentos: el abandono del niño, el crimen del padre, la victoria sobre la Esfinge, el matrimonio con la princesa y la unión con la madre son solidarios de un contexto único: el conflicto de las generacio­ nes. Lo importante se encuentra, quizá, en esta constitución del héroe que llamaríamos “ a posteriori” , puesto que Edipo, según ella, es “el tipo mismo de esos héroes de origen esen­ cialmente si no únicamente - ritual, cuyos actos son ante­ riores a la persona” (pág. 13). Como si su “ ser” fuera el producto de la sutura de sus haberes, sutura que los hace recaer en un ser que los preexiste sin haber existido jamás. Así, del mismo modo que el tiempo de la experiencia es anterior al tiempo de la significación y que la represión se aplica a la reminiscencia, lo mismo, quizá, se puede inferir aquí: que la censura se aplicará al nivel del rito que ya es memoria. La “ persona” , en este caso, es un producto muy tardío, remodelado y deformado muchas veces por las repe­ tidas censuras. Ferenczi, en un sugestivo trabajo7 de 1912, se preguntó

S. Ferenczi, “ Representación simbólica de los principios de placer y de realidad en el m ito de E dipo” , en Sexo y psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1950.

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cómo pudo ese mito concentrar hasta tal punto eJ comple­ jo. Responde de este modo: “Cada contenido psíquico significativo pero inconsciente (fantasías agresivas hacia el padre, deseo sexual hacia la madre con tendencias a la erección, miedo a la castración por parte del padre como castigo por las intenciones culpables) ha suscitado un repre­ sentante simbólico indirecto en la conciencia de todo hom ­ bre. Los individuos dotados de capacidades creadoras parti­ cularmente desarrolladas, los poetas, dieron expresión a esos símbolos universales. Así pudieron nacer, primero se­ parada e independientemente unos de otros, los diferentes temas míticos de abandono por parte de los padres, de victoria sobre el padre, de relación sexual inconsciente con la madre, de destrucción voluntaria de los ojos. Durante el pasaje del mito por innumerables espíritus poéticos indivi­ duales (según la hipótesis muy fundada de Rank), una condensación de diferentes temas condujo secundariamente a una unidad más vasta, que ha subsistido y se reprodujo en una forma aproximadamente idéntica en todos los pue­ blos y en todos los tiempos” . Esta interesante interpretación descuida la función de la censura. Sin embargo, un factor parece decisivo: el pasaje por la creación imaginaria del poeta, es decir, la reorgani­ zación del inconsciente por la fantasía de deseo. Pues eso es el complejo de Edipo antes de ser una realidad histórica: una fantasía de deseo que, después de haber pasado por el inconsciente del genial aeda Sófocles, se transformó en una realidad de orden cultural: una tragedia.

El abandono del niño Si Marie Delcourt es hábil para encontrar por debajo de cada uno de los “mitemas” el denominador común del conflicto de las generaciones tanto en el abandono del niño como en el crimen del padre, y si por debajo del mito puede descubrirse el viejo fondo de la ordalía, del rito de iniciación, como lo han sostenido otros autores, es muy posible, al contrario, que nuestra exigencia de sentido quede en suspenso ante ciertas interpretaciones. 276

Sabemos que la práctica del abandono del niño en una montaña o su inmersión en el agua son equivalentes a una prueba. El abandono en el mar en un cofre permite estable­ cer una transición entre las dos8 . La deformación alegada para justificar el abandono del niño es más o menos un pretexto, uno de los cuales es, por cierto, el oráculo. Ocurre como si él llegara a ocupar el lugar de un poder antes legal, pero después juzgado exorbitante. Pues, de los tres niños míticos abandonados, Edipo, Paris y Atalanta, esta última lo es con el único pretexto de ser una niña, mientras que sus padres deseaban un varón. Todo esto indica que la enfermedad, que era la causa invocada para el abandono, pesaba muy relativamente. La restricción que exigía que el abandono no ocurriera después de un lapso muy limitado posterior al nacimiento muestra el deseo de una protección contra móviles que la malformación tapa y sólo justifica parcialmente. Por lo demás, el vínculo estable­ cido entre las leyendas y las costumbres arcaicas comprueba que los bastardos predestinados son sometidos al mismo tratamiento: “Por extraño que pueda parecer, las dos cate­ gorías de niños eran tratados, pues, del mismo modo” (pág. 24). Puede pensarse que el signo de inconformismo que marca al niño desde su nacimiento —y que en el límite se expresa en la bastardía— indica un caso excepcional en la procreación y permite condensar las marcas de una mancha a veces de origen desconocido y las de una hazaña que todavía nada anuncia, pero que da al niño abandonado aptitudes negadas a las personas comunes9 . Lo importante

* Las versiones antiguas de Edipo presentan una u o tra de estas dos variantes respecto de la suerte corrida después del nacimiento

(loe. cit.). * Los elem entos similares encontrados en los relatos referidos a la historia de Edipo, de Paris y de A talanta -e x ilio posterior al nacim iento, educación impartida por padres sustitutos o anim a­ les b e névolos- no pueden hacer perder de vista que las desgra­ cias que causa Paris fueron las consecuencias de un ra p to sexual y que A talanta, abandonada en razón de su sexo femenino, pasó una parte im portante d e su vida rivalizando con los hom bres en las actividades de caza.

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es que en todos los casos se interpreta la sobrevivencia como signo de un alto destino. No se puede separar totalmente el abandono de Edipo y las situaciones de otros contextos legendarios donde madre e hijo sufren esa suerte cuando subsiste una duda sobre la legitimidad de éste, pues la madre invoca la unión con un dios. El origen divino del niño -nacido fuera del matrimo­ nio— es atestiguado entonces a posteriori y explica el des­ tino brillante al cual está prometido. Tanto cuanto que la realización de ese destino pasa a menudo por un parricidio más o menos involuntario, cumplimiento de un oráculo. Ese destino, es pues, el fruto de una transgresión. Transgre­ sión cuando la madre se une a un mortal por infidelidad, pero ese mortal es entonces un héroe que trasmite a su retoño una herencia que lo conducirá a desafiar las leyes o a cumplir otras hazañas admirables. Transgresión asimismo, en el sentido en que se trata de franquear la barrera que separa los dioses de los hombres, cuando es un dios quien seduce a la madre (Dionisos). De todos modos el hijo, cuya sobrevivencia es signo de un favor divino, será a su vez héroe o semidiós. En el caso de Edipo pueden invertirse los tiempos de la leyenda. No es porque Edipo estaba predestinado que mató a su padre y compartió el lecho de su madre, es porque realizó esas acciones que debía ser un predestinado. El tema del exilio, que se encuentra con una frecuencia notable, establece un corte necesario en el relato, corte por el cual el niño será educado, instruido por otros: animales benefactores o personas de condición modesta. El hecho de que la segunda parte de la vida del héroe lo arrastre a proezas criminales, durante las cuales tiene lugar el parrici­ dio de un modo más o menos accidental, no debe llevar a la conclusión demasiado apresurada de que el resentimien­ to, debido al rechazo atestiguado por el abandono, es el que dicta una oscura venganza. Puede pensarse que la hazaña, para apuntar al padre, debe pasar por un tiempo de disociación y de alejamiento - d e lactancia, dicen los psico­ analistas— para que se cumpla en el desconocimiento y la ignorancia de las relaciones de parentesco. Como en el tema de la novela familiar, donde el niño, en sus ensueños 278

disociados del resto de su universo psíquico—, se imagina que no es el hijo de sus padres y puede soportar mejor sus deseos. Justo retorno de las cosas: en nombre de la apoteo­ sis, del maleficio que hay que evitar a la comunidad, el ¡uño fue abandonado; en la serie de hazañas del héroe, que hay que poner a veces en beneficio de la comunidad, habrá que incluir la muerte accidental del padre. Las versiones primitivas que se conservan sólo hablan de parricidio, no de incesto. Pero la sexualidad está más pre­ sente de lo que se cree: la falta originaria es sexual, puesto que a menudo la madre debe sufrir una prueba de castidad y es abandonada con el niño. Por haber dado a luz fuera del matrimonio, ella debe aportar la prueba —y aquí se encuentran el mito de Edipo y el de D ionisos- de otra paternidad o del carácter divino del padre. Esto se produce toda vez que el niño es salvado. Los acusadores —muchas veces el abuelo materno del niño-perecen al mismo tiempo. En cierto grupo de leyendas sólo se menciona el maleficio que pesa sobre el niño, quien representa un peli­ gro para la comunidad entera y debe, pues, ser sacrificado. Pero también aquí adquiere, cuando sobrevive, su cualidad heroica y por lo tanto benéfica. La falta sexual, presente desde el primer caso, puede hacernos pensar que ha sido objeto de una censura en el segundo. Del mismo modo se transformará en accidental en el incesto ulterior, cometido en la ignorancia10

10 La leyenda de Tclefo (pág. 5) se une con la de Edipo. ¿Pero no es significativo que a pesar de que el conflicto sexual se refiere al padre y la hija y que ésta es sobre todo la que sufre las pruebas, se introduce sin embargo el tema del incesto en el hijo, él también au to r de diversas hazañas y exterm inador de m ons­ truos? Ese incesto es evitado, pues la madre, que ha pertene­ cido a Heracles, no quiere otro amante y manifiesta su hostili­ dad a quien ella ignora que es su hijo y al que se apresta a matar. Com o si la ausencia del padre y su deseo fuera lo que aquí se encargara de asumir la función separadora que cumple éste cuando decide el abandono. El valor distributivo de los afectos en este grupo legendario m uestra que el conflicto d e las generaciones por el poder es insuficiente para considerar el incesto com o secundario.

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En definitiva, la leyenda del abandono seguido de sobrevi­ vencia, único caso que nos interesa pues aquéllos en que el niño perece no dan lugar a ningún comentario, constituye una explicación retrospectiva: “ Las prácticas que recuperan el mito del niño abandonado debían aplicarse a personas que de una manera u otra eran intrusos, o si se quiere, hombres obligados a conquistar el lugar que querían ocupar y al cual no tenían primitivamente ningún derecho” (pág. 40). Este es, evidentemente, el caso de Edipo “rey” . Si se interpreta entonces el sentido de esos contextos con­ vergentes, se ve que el alejamiento del exilio es el testigo de la separación de la madre por acción del padre. Los estig­ mas del maleficio son los indicios de un mensaje; no sola­ mente significa que aquél que mate a su padre y se impon­ ga por la fuerza sobre el reino de la madre habrá sido un monstruo, sino que será monstruoso el hecho de que esos deseos sean solamente pensables. Pues Marie Delcourt lo nota: “Nunca los poetas consintieron en poner en escena un parricidio consciente11” . Y se sabe que el código de Solón no mencionaba pena por el parricidio, pues castigarlo ya implicaba concebirlo. Esta observación, que nos hace renunciar definitivamente a encontrar un contenido directo que no haya sufrido defor­ mación ni sustitución, se ennquece en Edipo Rey con una articulación presentida por el mito, pero que Sófocles acla­ ra. Pues si hay que comprobar “que casi todos los recién nacidos abandonados son hijos de un dios, es decir, de un

11 La ambigüedad de lo que debe atribuirse exactam ente al padre en el acto del abandono - q u e daría como contraparte una indicación demasiado precisa sobre la proyección del hijo a su re s p e c to - ha dejado huellas en la tragedia. Yocasta dice a Edipo: “ En cuanto al niño, no tenía todavía tres días cuando su padre lo ató con ligaduras y lo hizo arrojar a una m ontaña desierta” (v, 717-720) El servidor (v. 1172-1174) afirma que fue Yocasta quien le dio al niño para hacerlo m orir. La tesis que lim itaría su función a una simple transmisión, com o la de la mentira, no explica esa desaparición del padre que descuidaría los detalles familiares en una circunstancia tan grave.

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padre desconocido” (pág. 159) (por lo menos en los casos en que la conquista de la mujer se asocia con la del poder), en el momento en que el héroe, en busca de paternidad, recibe los primeros indicios de sus orígenes por el relato de un mensajero de Corinto, cuando se entera que no es hijo de Polibio y Mérope, se titula hijo de la Fortuna (verso 1080), del Encuentro Feliz. Esta no es solamente una proclama apotropeica. El coro aprovecha la ocasión y medi­ ta sobre esa generación mítica, y el lugar del abandono se trueca en aquél donde ocurrió el acoplamiento de una ninfa y de un dios. En muchas leyendas la enfermedad se reduce a su expresión mínima, solamente presente en este rasgo notable: el menor y el más débil de los hijos (Freud observa que es también muchas veces el preferido) triunfará sobre un padre (o uno de sus sustitutos) perseguidor12 . El hecho de alegar un origen divino proclama de un modo ostentoso la filiación del héroe con el dios: éste confiere un poder tal que el acto del parricidio ya no es necesario para que se revele como vencedor del padre: la sobrevivencia es su primer signo. Un psicoanalista tendría mucho que decir sobre el detalle de los pies perforados. Con Freud, el psicoanalista supon­ dría - lo cual no dejaría de discutírsele- que esta marca es la cicatriz de una castración primitiva desplazada, practi­ cada por un padre que quiere prevenir todo peligro de un futuro incesto; o, por lo menos, que es una práctica compa­ rable con la circuncisión. El material psicoanalítico nos ofrece con bastante coherencia la equivalencia del pie y del pene como para que esa hipótesis no sea gratuita. La clara etimología del nombre Edipo, que resalta por su rareza en las leyendas, permite vincularlo con su estirpe. Más exacta-

15 Sobre este punto' , Marie Delcourt se asombra de que nunca se haya pensado en comparar la lucha entre Edipo y Layo con la que opone a Zeus y Cronos, lo que hizo, a grandes rasgos, D. Anzieu, “ Edipo antes del com plejo” , Temps modernes, enero 1966. Sin embargo J .- P . Vernant cuestionó la legitimidad de esas comparaciones, “ bdipo sin el com plejo” Raison présente,

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mente, en el momento en que se revela que es el hijo de Layo —“El del pueblo”— se aclara el detalle que lo identifi­ ca con su abuelo, no como ún rasgo heredado de él, signo de una pertenencia, sino como explicitación de un acto de su padre que une a su hijo con su propio padre: Lábdaco el cojo. Debe notarse que Layo hace perforar los pies de Edipo, los ata y los junta uno con otro* mientras que Lábdaco camina con los pies separados. Así, a propósito de una preocupación por su pueblo Edipo deberá reencontrar, mediante el mismo acto de exorcismo por el cual su padre pretendió salvar a la Ciudad, la confirmación de Su poder adivinatorio. Ese poder entra en resonancia con el excepcio­ nal del padre, que excluye a un hijo por el solo hecho de ser un hijo. El reconocimiento por la mutilación de los pies perforados, que no resiste ninguna justificación “ psicológica” , subsiste aquí como huella. La cicatriz es no tanto él indicio de \i deformidad como el estigma sobre el sujeto de eso por lo cual pudo reconocerse en las preguntas de la Esfinge (todas se relacionan con el caminar). Y esto por haber sido marca­ do previamente en el lugar de los sentimientos “ monstruo­ sos” cuya materia, a posteriori, ha suministrado el padre quien los autentificó por el efecto de una “firma” dejada sobre el niño abandonado. Del mismo modo que Edipo entra en su segunda vida de niño —la que le ofrecerá el e x ilio - por el acto del mensajero que desata las ligaduras que ataban sus miembros perforados cuando recién nacido, así entrará en su segunda vida de hombre después de haber desatado la ligadura que estrangula a su madre y perforarse los ojos. El acto de abandono, como el de encierro en un cofre o el rito de sumergir al niño parecen querer inaugurar un “ co­ mienzo absoluto” (pág. 56); el equilibrio que no hace coincidir ese comienzo con el nacimiento mosteará después, en cada uno de los episodios del mito, que se trata sobre todo del deseo de una originalidad renovada indefinidamen­ te. Así, Tiresias recomienza la acción del padre “abando­ nando” a Edipo ante la Ciudad, como Edipo se abandonará a sí mismo por su autocegamiento y se pondrá nuevamente a 282

disposición de la decisión de los Dioses, limitándose a no ver más a quienes lo ven existir. Los mitólogos comparan el abandono con la práctica del pharmakos: ante el temor de las Fuerzas misteriosas (que Marie Delcourt duda en calificar de divinas, en la medida en que nos remiten a un período arcaico), ante la angustia por la falta cometida y mal conocida, causa de la cólera de los elementos desencadenados o de la desgracia que mina el grupo, nace el deseo de fijar el mal, de encerrarlo en un ser sobre quien recae el peso de la falta. El es el responsable, por su existencia o por sus acciones, y debe ser excluido, castigado, exterminado, para desembarazarse de la mancha y para* apaciguar a las potencias malhechoras. Hay que recordar, sin embargo, que la lapidación del pharmakos y su expulsión del grupo con una magra subsistencia iban acom­ pañadas de la fustigación de sus órganos genitales. Por detrás de este conjunto se encuentra la significación que podían tener, atenuadas y deformadas, las experiencias vin­ culadas con el rito de iniciación de la pubertad. Pero establecer esa comparación implica vincular la ordalía con la sexualidad y no ya solamente por la admisión entre los adultos a la distribución de las responsabilidades del poder. Privilegio de poder que frecuentemente va, por lo demás, con privilegio sexual. ¿Cómo comprender de otro modo que el triunfo sobre las pruebas incluya entre las recompen­ sas del vencedor la mano de la princesa? Lo que estos ritos dejan sobreentender es que- ellos se esfuerzan, en el momento mismo en que la pubertad pro­ duce un nuevo crecimiento sexual que despierta todo lo que lo precedió en el campo d#l deseo, por llegar a una mutación que desgarre totalmente el nudo que ata al niño con su madre. En el límite, el secreto de la iniciación podrá aparecer como una superchería, puesto que no revela nada y casi no se justifica la exclusión de las mujeres. El deseo de compartir un secreto del cual ellas no formarían parte lejos de responder a la pregunta remite a ella, en la medida en que sólo las mujeres poseen la propiedad de fabricar niños. Ellas solas saben atar a los hijos a sus cuerpos mucho después del nacimiento. La parte del padre, en la conjetura misma en que se la considera, transforma en secreto la 283

pregunta que deja abierta. El hueco en que ella se inscnoe -to d o acto sexual no conduce a una generación, pero no hay generación que no esté precedida por un acto sexual- se traslada sobre los productos de la relación del hombre con la naturaleza y con sus semejantes. Entonces el secreto debe guardarse entre los hombres, así como la mujer guarda lo que el hombre deposita en ella, y en lo cual él ya no participa. Y como el hijo nace en el deseo que de él tiene la madre, cuando ella se pregunta en qué se transforma el pene erecto que ha dejado de estar adentro suyo y cuyo vacío dejado al retirarse continúa acompañan­ do cada momento en que debe hacerse en su vientre un lugar más grande para aquél a quien sólo verá cuando cierto término lo separe de ella. Si la iniciación abre a un domi­ nio, no es por el reemplazo de un progenitor por otro, sino por una virtud decisiva en la que la inhibición de fin (la conquista de la madre) es el momento esencial que otorga privilegio a la huella sobre el acontecimiento. Hacer entrar el acontecimiento en el nuevo comienzo será la tentación del héroe trágico13.

Los oráculos No puede concebirse el oráculo como un simple artificio y es demasiado cómodo considerarlo expresión de una pala­ bra trascendente. Mediante él se expresa el recuerdo de una palabra olvidada. Pero aquí memoria y olvido no se dejan pensar en términos que les permitan recuperarse mu­ tuamente. Así es asombroso observar la existencia de dos oráculos en Edipo R ey. El primero es el que invoca Yocasta. “Vínole a Layo un oráculo (claro está, no de Apolo mismo, sino

' 3 Así Edipo, al aprestarse a dejar Tebas pide volver al Citherón, pero añade: “ Yo sé sin embargo que la enferm edad no me destruirá, ni ninguna otra cosa" (v. 1455). Esto retom a, dándole otro giro, la predicción de Tiresias: “Ese día va a ver tu nacim iento y tu m uerte" (v, 439).

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de sus servidores), y le decía que era su sino fatal morir a manos de un hijo que él y yo habíam os de tener” , (v. 711-714)

Esta predicción es, pues, atribuida a losintermediariosdel dios. El segundo oráculo es el que Edipo recibe de Apolo, designado aquí por uno de sus epítetos más utilizados, Loxias —el oblicuo—, que le predice, con un matiz casi imperativo14, el incesto y el parricidio. Por qué es necesa­ rio, sin embargo, que Marie Delcourt escriba que el oráculo de Layo (pues ella habla sin duda de él, y cita los versos 713 y 1176) “anuncia después del nacimiento del niño y

demasiado tarde para evitar la desgracia que el recién naci­ do matará a su padre” (el subrayado es mío). Sin duda es para acentuar esa impresión de fatalidad que debe inundar toda la obra, pero esto hace decir a Sófocles más o menos lo que él no dijo. No obstante, hay que poner a cuenta de Sófocles una diferencia en relación con Esquilo, concernien­ te a la interdicción prescrita por el oráculo. En Esquilo, cuya tragedia de Edipo no nos ha llegado, se enuncia la falta, producto de la interdicción y de su trans­ gresión15; en la obra desaparecida la falta del hijo debía pagar, sin liquidarla, la falta del padre. En Sófocles no hay ninguna alusión a la interdicción ni a la transgresión. No puede decirse aquí que la técnica estética, “ las necesidades

' 4 Este matiz desaparece en la traducción francesa de Grosjean pero es acentuado por Mazon: “ que yo debía entrar en el lecho de mi madre y derramar con mis manos la sangre de mi padre” (ed. Belles Lettres), así como por Vernant: “ que era necesario que me uniera a mi propia madre y derramara con mis manos la sangre paterna” (“ Edipo sin el com plejo” , pág. 15). 15 Los siete contra Tebas, representado en 467, o sea menos de veinte años (la edad de una generación) antes de Edipo Rey. “Pienso en la falta antigua, pronto castigada, y que dura sin embar­ go aún en la tercera generación; la falta de Layo rebelde a Apolo, que por tres veces, oh Pito, su santuario profético, centro del Mundo le habían declarado que debía morir sin hijo si quería la salvación de Tebas. Pero Layo sucumbe a un dulce desvanecimiento y engendra su propia m uerte, a Edipo el parricida, que osó sembrar el surco sagrado donde él se había form ado y plantar allí un tronco sangriento: un delirio unía a los esposos en la locura” (v. 742 y sig.)

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del género” , sean las únicas que explican esta desaparición. Entonces se interpretará esta omisión relacionándola con la noción de responsabilidad, a la cual remitiría el contexto “histórico, mental, social” . Así escribe Vemant a propósito de Edipo: “ En el marco de la Ciudad, el hombre comienza a sentirse un agente más o menos autónomo en relación con las potencias religiosas que dominan al universo, más o menos dueño de sus actos, con más o menos influencia sobre su destino político y personal” . Nos es forzoso com­ probar que esas características son mucho más aplicables, y esto ha sido notado desde siempre, a Esquilo que a Sófo­ cles y poco a Eurípides16 . Ese recorrido en la evolución de una conciencia social, qué se permitiría plantear la cuestión de la responsabilidad sin mencionar la interdicción, exigiría entonces un plazo que habría que evaluar razonablemente, según la escala de los cambios sociales, en un lapso mucho más importante, si la marcha de la conciencia trágica sigue el mismo paso que la conciencia social. Sin embargo un verso pronunciado por Edipo se refiere alusi­ vamente a una culpabilidad en relación con una falta paterna: “ Ahora se ve que yo soy culpable, hijo de culpables” (v. 1397).

Puede decirse que el público estaba lo suficientemente enterado de esta culpabilidad como para que Sófocles no tuviera que nombrarla. Pero todo está en la ausencia de esta nominación, en lo sobreentendido entre el autor y su público, en lo que no necesita decirse. Pues el impacto de este verso, lejos de remitir a lo explícito de la interdicción, reabre la pregunta “ ¿De qué eran culpables” , dado que la ausencia de progenitura es uno de los peores males pues nadie puede celebrar la ceremonia funeraria del padre el día de su muerte.

Loe. Cit.,

pág. 5. Véase también la observación según la cual “el derecho nunca está fijo, sino que se desplaza en el curso mismo de la acción” (pág. 7), siempre atribuida a Esquilo, por ejemplo en las notas de Mazon. Al contrario, se destacó el hecho de que Edipo R ey se haya escrito apenas algunos años después de la muerte de Pericles y qué relaciones unieron a los dos hombres.

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porque se habrá observado, que a esta ausencia de enuncia­ ción de lo interdicto corresponde la ausencia de un tema caro a Sófocles: precisamente el de la culpabilidad excusa­ ble17. Esto no implica solamente que sea posible un debate si giramos alrededor del nudo alrededor del cual gravitan problemáticas derivadas, sino que el debate es lo que se impone para no tener que nombrar ese nudo, para mante­ nerlo ausente. Otro intento será la ruptura de ese nudo; se tratará de separar así el incesto del parricidio.

El parricidio y el incesto: primer enfoque Si el parricidio es el crimen más horroroso, no puede negarse que la severidad con la que se lo castiga está ligada çon el regicidio que implica. Pero el problema consiste en saber por qué las formas de sucesión por la violencia se repiten en el purço de la historia y la leyenda, que no dejan de reprobarlas. La supresión del jefe, cuando pása del plano tribal o del clan al plano familiar, es objeto del mismo horror. Si las prácticas sociales deben explicar cierta insis­ tencia en los temas legendarios, ¿qué indica en el fondo el resurgimiento de las mismas figuras, si no que esa masa de palabras recupera siempre el silencio de lo que debe callar­ se? Aunque Marie Delcourt haya relacionado el grupo de las leyendas del abandono del niño en la moijtaña con las de la inmersión en un cofre, solo o con su madre - l o cual, en este último caso, se vincula con la falta sexual-, ella no descubre en el conflicto entre el hijo y el abuelo -é ste último muchas veces paga con su vida la sobrevivencia /del niño- ningún indicio que permita vincularlas con el incesto edípico. Si la inmersión adquiere el valor de una prueba, se sabe que tiene también otros dos sentidos: el de la purifica-

17 “ En particular, es extraño que no se haya planteado el problem a moral que preocupó en primer lugar a Sófocles: el d e la culpabili­ dad del criminal por erro r". R. Dreyfus, “Introducción” a Edipo Rey, traducción francesa ed. Pléiade, pág. 630.

ción y el del renacimiento. El hecho de que esta nueva vida, cuyo augurio era el milagro de la sobrevivencia, implique en su horizonte, el trono real, fue vinculado a la vez con el personaje del intruso (cfr. supra) que ocupa un lugar del que se apodera sin derechos, y, al mismo tiempo y de un modo aparentemente contradictorio, con los héroes que vuelven a tomar posesión de los bienes que les pertenecen, regresando a una tierra de la que fueron desposeídos. Puede recordarse que Freud, basándose en el estudio del simbolis­ mo onírico, había mostrado, hace más de medio siglo, la identidad de las significaciones: entrar en el mar, penetrar en la madre, y salir del agua, nacer. La relación descubierta por Marie Delcourt (pág. 22) sería mucho más significativa, puesto que la nueva vida heroica, que ya anunciaba la hazaña de la sobrevivencia, se vincularía con la posesión de la madre, cuyo testimonio puede ser la presencia de ésta muchas veces, si no siempre, junto al niño en el cofre18 . El incesto habría quedado en relación —aunque sea disyun-| tiva— con el contexto mítico por aquél de sus momentos que sólo conserva la lejana relación de la purificación con la falta, disociada de ella. Pues si la sobrevivencia es el signo mismo de la prueba de la paternidad divina, ¿por qué la prueba se duplica con una significación de purificación? En Sófocles el descubrimiento del parricidio y del incesto van juntos; ese descubrimiento liga los dos crímenes y el horror del segundo no es menor que el del primero. El sirviente que relata la muerte de Yocasta y describe el cegamiento de Edipo no osa nombrar al incesto por su nombre ante el coro. Pero Edipo ciego, que habla después de haberse mutilado, lo proclama abiertamente. El reservorio mítico no nombró siempre como Yocasta a la madre y mujer de Edipo. Ella fue también Epicastea, Eurigonia, Euriganea, Eurigania, Erigonia, Euriclea1 9.

1 * Sin hablar del simbolismo navicular, que conserva en el análisis ' de los sueños de los analizados de hoy el mismo valor de representación d e los órganos genitales, por lo general femeni­ nos. 19 Cfr. sobre esos nom bres, P. Grimai, Diccionario de la mitología griega y romana, Madrid, Labor.

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El examen de las leyendas en las que figuran estos persona­ jes demuestra que un trabajo de censura o de desplazamien­ to ha realizado la desconexión entre la madre y la esposa. Así, Euriganea es el nombre de la mujer de Edipo en las leyendas donde no figura el incesto. Sin embargo, Edipo se casa con ella después de la muerte de Yocasta y le da cuatro hijos. Eurigania, hija de Hipophas, es la madre de los hijos de Edipo en otras leyendas, pero éste se casa con Epicastea, que no le da descendencia. En otra parte Euriclea es la madre de Edipo y la primera mujer de Layo, y Edipo se casará con la segunda mujer de su padre, Epicastea, después de haber matado a Layo. Así, el trabajo sobre el mito lleva a estos resultados aparentemente incomprensi­ bles, pero que sin embargo concurren todos al mismo resultado: no dejar ver de un modo transparente que Edipo se casa con su madre, que es la esposa del hombre que él mató, su padre, y que le da cuatro hijos (prueba de las relaciones sexuales que ha tenido con ella). De allí las diversas operaciones que escinden el incesto: disociación entre las dos mujeres de Layo, disociación entre la esposa y la madre. Se ve que es inexacto pensar que el incesto sería aquí un crimen de menor valor. El genio de Sófocles reúne esos elementos esparcidos y los solidariza con el parricidio. Pero esa reunión debe tener, como contrapartida, el desconoci­ miento . Se encuentra una nueva disyunción en la distancia entre los dos oráculos de la tragedia -aq u él que antaño recibió el padre y que no habla más que de parricidio, omitiendo tanto la causa de la interdicción de procrear como la predicción de la unión del hijo con la madre, y aquél del tiempo de la tragedia, que anunciaba al hijo la inminencia del incesto y del parricidio—. Se sabe que el incesto es una interdicción mayor, y el incesto madre-hijo es aquél que ha sido objeto de la prohi­ bición más radical2 0. Por haber centrado el problema en el

£1 incesto paore-mja, posible en ciertas condiciones en ei sistema matrilineal, está prohibido en el sistema patrilineal. El incesto madre-hijo está siempre interdicto.

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rito de la lucha entre el rey joven y el rey viejo, y haber descubierto en ella el germen de las figuras legendarias de la lucha entre el hijo y el padre, se pretendió negar que la madre pudiera ser lo que está en juego y se consideró que sólo el trono era el objeto de la codicia del hijo; esto equivale a negar la sexualidad infantil en provecho de los únicos intereses del adulto que han escapado a la represión. Así, todavía hoy en nuestras familias hay algunas en las que padre e hijo, abiertamente, son rivales en el problema del patrimonio. Los hijos se niegan a esperar la desaparición de su padre para beneficiarse con la transmisión de los bienes familiares. Pero el analista descubre regularmente que detrás de las racionalizaciones del conflicto manifiesto actúa, agazapado y activo, el conflicto infantil donde la parte más importante consiste en la posesión sexual de la madre.

El avunculado y el epiclerado El personaje de Creón en Sófocles, en sus relaciones con Edipo, es objeto muy a menudo de análisis psicológicos. Trataremos de situar en el marco de las relaciones de pa­ rentesco. La etnología y la antropología estructural llamaron la aten­ ción de un público más amplio, gracias a los esfuerzos de Lévi-Sttauss, sobre el interés que convenía atribuir al avunculadó*2 1 . El tío materno tiene una función variable según el sistema patrilineal - o matrilineal- del cual forma parte. “Madre masculina” -la expresión es del a u to r- en el siste­ ma donde la autoridad es prerrogativa del padre, asume en el sistema matrilineal los rasgos de severidad, hostilidad y antagonismo respecto del hijo, que ya no se encuentran asociados con la función paternal. La contribución de Lévi-Strauss puso en evidencia, sobre todo, el hecho de que estas combinaciones no eran fruto del azar sino que forma-

11 Cfr. Antropología estructural. Buenos Aires, KUDKBA, 1968, cap. II.

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ban un sistema2 2. La estructura no es otra, en definitiva, que la del elemento de parentesco, o más precisamente, el átomo de parentesco (pág. 58). Pero, en definitiva, la cons­ telación formada alrededor del nudo atómico, es decir, del hijo - y de la que sólo damos aquí una imagen de una simplificación esquemática limitada a las necesidades de nuestra argumentación- tiene un sentido que hay que po­ ner cuidado en descuidar. Pues si el hijo es “ indispensable para atestiguar el carácter dinámico y teleológico que funda el parentesco a través de la alianza” (pág. 57), creemos que la demostración de Lévi-Strauss revela, al contrario, el in­ tento de absorber, al menos en parte, ese carácter dinámi­ co. ¿Cómo comprender, si no, esa sobrecarga en el elemen­ to de parentesco constituido por la intervención del tic -cuya naturaleza simbólica no es cuestionable— de otro modo que como la reintroducción de un término, si no excluido por la alianza, por lo menos remitido a otr, parte? Podríamos inclinarnos a decir que, como el presente ha comenzado con el nacimiento del hijo se encuentrs determinado por las condiciones de la posibilidad de ese nacimiento, que resurgen en un “como si el intercambio nc hubiera tenido lugar” . Lo cual significa algo más que un movimiento de contraprestación, pues a pesar de la exten­ sión del sistema por el aumento del número de sus relacio­ nes, su resultado no deja de equivaler a un intento de anulación. Decir de los sistemas de parentesco que “ el desequilibrio inicial que se produce en una generación dada entre aquél que cede una mujer y aquél que la recibe no puede estabilizarse más que por las contraprestaciones que tienen lugar en las generaciones ulteriores” (pág. 57) atesti­ gua precisamente que el intercambio no ha regulado nada y que la prohibición del incesto, que se esfuerza por dominar la exogamia, es derrotada por el retorno de la relación de consanguinidad. Esa concepción del intercambio disminuye hasta anular la ruptura que preside la generación. Esta

22 “Vemos que paia comprender el avunculado debemos ttatarlo como una relación interior a un sistema y que el sistema mismo es el que debe considerarse en su conjunto para percibir su estructura" (loe. cit.). 291

ruptura es siempre retardada por la dependencia del hijo respecto de sus progenitores pero, tarde o temprano, será necesario que se revele, aunque más no fuera en el momen­ to en que parece consumarse en su inversa —por ejemplo, en el momento de la iniciación, donde el hijo, por derecho si no de hecho, se iguala al padre. Esa ruptura es, sin embargo, originaria - l o que Lévi-Strauss llama el desequili­ brio inicial— por la potencialidad, abierta desde el naci­ miento, de que el hijo mismo sea un día, a su vez, no solamente alguien que intercambia, sino también alguien que genera. El hecho de que el tío materno llegue y se ofrezca para colmarla no hace sino revelarla más. El innegable que existe la combinatoria familiar y no es concebible que el parentesco pueda organizarse de otro modo que en un sistema. Pero la reinclusién de lo excluido —cuestionando la revolución (lo que es revolucionado por el intercambio) de la alianza— es lo que parece tener la finalidad de colmar una laguna. Por supuesto que esta laguna no tiene nada que ver con una carencia de autoridad paterna cualquiera, puesto que el -tío puede desempeñar también el papel de “madre masculina” ; los hechos invitan a pensar que el tío interviene en virtud del intercambio para borrar la ruptura cuyo producto ha sido la misma madre en la relación con el padre que la engendró. Pues si la regla se establece contra el incesto, el intercambio es el efecto de una concatenación imposible pero no suprimida ■por esa imposibilidad. La prohibición del incesto impide Ja unión del padre y de la-hija; £¡ sistema, al extenderse por el avunculado, recupera un mediador en la persona del tío. El tío desempeña la doble fuRción del borrar toda asimilación entre el padre de la madre y el padre del hijo (diferencia de las generaciones) y de inscribirse como figura de eso que está en juego en la generación: ni de un lado ni del otro de ios dos progenitores, sino entre ellos (diferencia de los sexos). Al mismo tiempo que constituye el sistema, revela la impotencia de éste para desembarazarse-de lo que -se esfuerza por contener y prevenir. La utilización por parte de Lévi-Strauss de una teoría ¿ e l intercambio para cubrir exhaustivamente el campo del pa­ rentesco pareciera descuidar la complejidad del problema de

la sexualidad. Lo que no parece examinar es que el sistema de parentesco podría responder a una contradicción entre la bisexualidad orgánica, que tiene como consecuencia la reproducción sexual p o r ja unión de dos progenitores unisexuados, y la bisexualidad psíquica que implica que la orga­ nización “psicosexual” de cada uno de los progenitores unisexuados incluye, por lo menos a título recesivo, los caracteres sexuales del sexo al cual no pertenece. Esto es lo que Freud llama la “doble identificación” , resultado del complejo de Edipo, que hace que cada sujeto lleve en sí, en la resolución de ese complejo, un precipitado formado por la presencia de la identificación masculina y femenina, con el padre y con la madre. Esta contradición explicaría mejor la presencia y la función del tío materno. Es lamentable que Lévi—Strauss, que al fin de su artículo estudia otras variantes posibles 33 de la estructura de parentesco en el interior de la relación avuncular, no haya pensado nunca en estudiar el caso que eligió en relación con el del epiclerado, otro efecto de la prohibición del incesto. Se sabe en qué consiste el epiclerado: un padre privado de descendencia masculina puede suplir esa carencia transfor­ mándose nominalmente en padre del hijo que su hija tenga con un pariente cercano designado por él, y con el cual ella se casa. Ese suplente es designado según un estricto orden 11 Cifr. Loe. cit., cap. II. Ju n to a los casos en que la estructura avuncular es simple, considera aquéllos en los que se presenta de manera más compleja. “ Por ejemplo, puede concebirse un siste­ ma que tom e com o p u nto de partida la estructura elemental pero añadiendo, a la derecha del tío materno, a la mujer de éste y, a la izquierda del padre, primero la hermana del padre y luego *1 marido de ésta. Podría demostrarse fácilmente que un desarrollo de este tipo acarrea en la generación siguiente un desdoblam iento paralelo: el niño debe diferenciarse en un hijo y una hija, unidos cada uno por una relación simétrica e inversa con los térm inos que ocupan en la estructura las otras posicio­ nes periféricas” . Más adelante, como los símbolos positivos y negativos son demasiado esquemáticos, se propone reemplazarlos por los térm inos mutualidad (= ), reciprocidad ( t ) , derecho (+ ), y obligación ( - ) . Curiosamente, la relación de hostilidad desapa­ rece en esta proposición de notación, puesto que lo único que se consigna es la actitud “de afecto, de ternura, de espon­ taneidad” .

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de sucesión 24 que, por lo general, sitúa en primer lugar a los hermanos del padre. Vemos que con esta fórmula lo que se pone en primer plano es mucho menos la combina­ toria— y no dudamos que pueda descubrirse una— que esa ausencia del padre en la procreación, reconociéndose que la realiza otro hombre con quien la hija está casada; y que la única razón invocada es de orden simbólico - e n lo que respecta a los griegos, en todo caso- la celebración de la ceremonia funeraria. Se escinden la generación y la procrea­ ción, y sólo el Nombre del Padre (Lacan) se transmite. Esta es quizá la prueba de que, si bien hay. que dar la razón a Lévi-Strauss cuando escribe: “Pero lo que confiere al pa­ rentesco su carácter de hecho social no es lo que él debe conservar a la naturaleza: es el modo esencial por el que se separa de ella", puede dudarse que sea la combinatoria de los intercambios lo que funda, por sí sola, esta separación. En el límite, Lévi-Strauss afirma, en muchos lugares, que el modo de inteligibilidad al que nos remite el sistema de relaciones 25 es el de la estructura molecular. Por otra parte es necesario distinguir, en el seno de una estructura social dada, el sistema de parentesco real y sus proyecciones fantasmáticas. Las hipótesis de Frazer desarrolladasen una obra sobre los orígenes mágicos de la realeza muestran cómo un conjunto social vinculado con la matrilinealidad (que no es más que uno de sus elementos) sufre transformaciones significativas en los relatos míticos.26.

14 Véase este orden de sucesión en J. P. V em ant, Mythe el pensée chez les Grecs, Paris Maspero. pag. I 18. La (unción esencial del hijo es celebrar la ceremonia fúnebre. Carece de importancia la preocupación por la conservación del patrimonio: “Pienso se trata mucho menos de transmitir un bien a un colateral que de m antener, a través de la hija, la perennidad del hogar". 15 "Sin embargo, no sería suficiente el hecho de haber reabsorbido a las humanidades particulares en una humanidad general: esta primera empresa se anexa otras:. . . reintegrar a la cultura en la naturaleza y finalmente a la vida en el conjunto de sus condicio­ nes fisioquímicas". El pensamiento salvaje, México, f ondo de Cultura Kconómica, 1964. 24 Citado por Marie Delcourt, loe. ci*., págs. 159-160.

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r Padre e hija se unen por un estatuto de epiclerado, cuando el rey carece de descendencia masculina. En lugar de casar­ se con el pariente más cercano del padre, la hija se une, en los cuentos, con un aventurero de nacimiento real pero sin patrimonio. Este es, la mayoría de las veces, expulsado de su país en razón de un crimen. Es necesario además recor­ dar en este conjunto la persecución de un recién nacido por el padre o el tío de la madre y, punto en el que ya nos hemos extendido, la filiación divina de los recién nacidos abandonados. Finalmente, detalle notable, el tío paterno es el amante de su sobrina no por amor, sino por odio. Este tío es, por otra parte, el enemigo de su hermano, abuelo del héroe. Aquí se opera la unión entre las leyendas del niño abandonado y las del matrimonio con la princesa. Los dos grupos que precedentemente estaban separados se reú­ nen y se completan con el cuadro de los ritos de conquista de la novia. Puede notarse de estas observaciones: - que la hipótesis sostenida por Frazer de la corresponden­ cia de estos cuentos con un sistema matrilineal arroja silen­ cio sobre, la madre en los relatos o sólo-alude a ella por el incesto simbólico que la madre autoriza^7-; - que el sustituto del padre, designado legalmente en el epiclerado, no se casa con la hija, sino que es el amante y perseguidor de su sobrina por hostilidad, como si se tratara de significar que en esta situación se le atribuye demasiado o muy poco, o que venga a la madre; - que el hijo de la madre es, de todos modos, mal recibido poT el padre de ésta; - q u e no se explicita la comparación entre la inexistencia de patrimonio y el crimen del aventurero pero que el padre de la novia mata a los desdichados pretendientes;



La ambigüedad que pesa sobre la noción de m atniinealidad hace escribir a Marie Delcourt: “ La unión entre un padre y su hija ha debido producirse en las sociedades donde, por una parte, la herencia paterna es desconocida, m ientras que por otra parte, los hom bres mayores se reservan las mujeres que les gustan más: práctica sin interés psicológico, puesto que los cónyuges igno­ ran su propio parentesco” (pág. 1 9 1 ).

—que ciertos ritos de conquista de la novia muestran que una lucha o combate puede ser el preludio o el sustituto de la posesión erótica. Se ve entonces que no se trata de un conjunto coherente e inmediatamente perceptible por la red de relaciones, lo cual es muy normal, puesto que no es un sistema de parentesco sino una proyección legendaria. La inteligibilidad del con­ junto parece, sin embargo, mucho más fuerte cuando se compara la diferencia entre el sistema social de parentesco y lo que Marie Delcourt llama su “marco novelesco” , que Freud designaría como su “novela familiar” . La compren­ sión del conjunto sólo es posible a partir de lo que éste escinde de una generación a otra, o de una descendencia a la otra, pues la respuesta a la pregunta sobre un término debe encontrarse en otro estadio o en otra rama del árbol genealógico, como resultado de una represión que designa tanto mejor lo que ha deformado cuanto que se vuelve hacia lo que hay que buscar en lo que falta al sistema para tener sentido 2 8 . Lo activo no es la posibilidad de la inter­ vención de un término y el lugar que ocupa, disfrazando lo que oculta, sino la determinación de un espacio vacío, el de a distinción entre procreación y generación, duplicado por una distancia generacional. Se c o m p r e n d e n las dudas y las incertidumbres de Lévi-Strauss sobre la fundamentación de la separación en­ tre naturaleza y cultura alrededor de la prohibición del incesto. ¿Cómo situarla, fecharla? Producto de las institu­ ciones y condición de producción de las instituciones a la vez. Pues ocurre como si no se pudiera hablar de la prohibi­ ción del incesto y registrar sus efectos sino en el momento en que éste ya ha sentado el silencio sobre lo que debe permanecer mudo29, mientras que el vínculo que liga pro­

2" No se trata, por supuesto, de oponer a q u í m étodos, puesto que sus puntos de aplicación son muy diferentes, sino modos de investigar. 29 “Pues la prohibición del incesto presenta, sin el m enor equívoco e indisolublemente reunidos, los dos caracteres en los que hem os reconocido los órdenes contradictorios de dos órdenes exclusi­ vos: esa prohibición constituye una regla, pero una regla que,

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hibición del incesto y estructura edípica se encuentra corta­ do; ese vínculo sólo se revela con ayuda de las huellas de las deformaciones a partir de las cuales puede ser inferido. Se dirá entonces que se abre aquí un riesgo demasiado importante, una conjetura demasiado aventurada como para que el investigador pueda embarcarse en ella. Observemos sin embargo que las marcas de la exclusión en el lugar del sexo, lejos de ofrecer la ventaja de dejar al corpus interro­ gado abierto a las preguntas que quedaron en suspenso, vuelve aún más nítido, el sentimiento de una coherencia truncadaií*. Esto es lo que se marca en las minimizaciones de la función del incesto en el mito de Edipo. única entre todas las reglas sociales, posee al mismo tiem po un carácter universal” , Las estructuras elementales del parentesco, pág. 9. E n una nota de El pensamiento salvaje este autor cuestiona el valor heurístico de la oposición naturaleza-cultura. Lo significativo no es el rechazo de la oposición, sino la dificul­ tad para pensar la prohibición del incesto. 30 Esta censura, ¿no se encontrará en la negativa de Marie Del­ court, expresada desde las primeras páginas (pág. 25), a situar el tem a de la unión con la madre en un plano “ético” como transgresión de un tabú del incesto? (pág. XII, n. 2). Asombra en esta obra la manera en que el tem a del episodio homosexual de la seducción de Crisipo por Layo no pueda encontrar un lugar. Layo sedujo a Crisipo enseñándole a m ontar en carro, lo cual no carece de relación con las circunstancias de la m uerte del seductor. El hecho de que pueda tratarse d e dos Layos quizá diferentes debería impulsar a buscar las razones de la com para­ ción. El delito sexual no permite a la autora descifrar “ el extraño p o p u rrí que da un escoliasta de Las Fenicias" (pág.93). Marie Delcourt hablará asimismo de “ la embarazosa versión de Nicolás de Dam asco” , donde Epicasta - l a primera Y ocasta- no es tocada por Edipo, mientras que está presente en la riña entre el padre y el hijo (187). El suicidio de Epicasta al que se refiere la Odisea (XI, págs. 271-280) es interpretado como un suicidio por venganza, puesto que ella invoca a Layo (pág. 74), y en cierto m odo to m a ei partido de su esposo. Exactam ente eso es lo que hace Yocasta en Sófocles (v. 1244), d onde su participa­ ción en el incesto se acentúa nítidam ente. Sin embargo en aquellos textos d onde hay menos coherencia asistimos paradojalmente a un restablecim iento de la verosimilitud. Así, en Nicolás de Damasco la estadía en la m ontaña sigue al crimen. Pero la relación mostrar-esconder reaparece en otra parte. Del mismo m odo que en ciertas versiones Edipo lleva, después del crimen, las armas de Layo, lo q ue significa que reivindica, según la

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La minimización del incesto y la exclusión del sexo. No es posible estar de acuerdo con Marie Delcourt cuando afirma, a propósito de Edipo R e y : “Toda la obra está centrada en la idea del parricidio. El incesto se descubre por añadidura: religiosamente hablando, no desempeña nin­ guna función en la obra” . ¿Cómo sería de otro modo, puesto que las dos faltas están ligadas y el descubrimiento de la segunda se subordina a la primera? Como el incesto, el parricidio no puede escapar al disfraz. Cuando la situa­ ción pone directamente al padre frente al hijo, lo que está en juego se limita a la disputa por la propiedad o costum bre, su capacidad de servirse de ellas, lo cual ha sido juzgado absurdo puesto que esto hubiera perm itido identificarlo desde su arribo a Tebas; así se puede com parar el gesto d E dipo que envía a Polibio, en Corinto, las muías de Layo cual parece indicar que el ocultam iento necesario para la prose cución de la fábula no puede eliminar totalm ente e! sentido que tienen estos actos para el héroe en su deseo de ser reconocido com o el autor de la hazaña. En la tragedia la única marca de reconocim iento son los pies perforados. La versión del escolio de Las Fenicias parece cum plir la función de poner en comuni­ cación, com o en el “resumen de Pisandro” el parricidio con la historia de Pélope, que inserta las relaciones padre-hijo en el contexto de los ritos nupciales probatorios a los que no.se alude de otro m odo que en la referencia al rapto del hijo de Pélope, Crisipo, por parte de Layo. Curiosamente se modifica al mismo tiem po la relación de parentesco, puesto que a q u í aparece Hipodamia com o mujer de E nom ao, mientras que tradicionalmente se dice que es su hija. Una seducción relaciona al padre cort el hijo, puesto que Edipo es calumniado por Hipodamia, pero al llevar avuda a Crisipo es cuando Edipo mata a Layo. Finalpiente, destaquem os que a q u í es Polibio quien vuelve ciego a Edipo an­ tes de todo crimen, lo cual se puede comparar con otras versiones en las que los soldados de Layo ciegan a Edipo. Esta amalgama es, pues, admirable por su valor revelador. Atestigua con una gran pureza el hecho de que las deformaciones que dan la impresión de incoherencia operan según las leyes del proceso primario por condensación (de muchas generaciones) y desplazam iento (refe­ rido al objeto del deseo). Evidentemente, todo esto sería más claro si se tuviera presente la observación -in cid en tal, hay que confesarlo— de Freud según la cual la vida erótica de la antigüe­ dad otorgaba más privilegio al impulso que al objeto, mientras que nuestra cultura procede de un m odo exactam ente opuesto.

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el poder político; al contrario, cuando se trata como ocurre más a menudo, de la oposición entre un anciano y un joven, éste estará enamorado de la hija del primero. El tema del conflicto entre las generaciones admite compatibi­ lidad con el matrimonio con la princesa (pág. 1 0 2 ), pero no con el de una realización incestuosa3 1. ¿Pero por qué afirmar que, “ religiosamente hablando” , no desempeña nin­ guna función puesto que, al contrario, es el único oráculo dictado por el mismo Apolo a Edipo, pues el recibido por Layo, que omite el incesto, no es enunciado más por sus sirvientes? No es en boca de Edipo donde se encuentran las palabras que atenúan la gravedad de uno de los críme­ nes en relación con el otro. En cuanto al estudio de los ritos, más bien demostraría lo contrario. Marie Delcourt nos propone, como explicación del apareamiento de los ritos nupciales con los de la conquista del reino, la solidari­ dad de las iniciaciones arcaicas, cuando las hierogamias primaverales asociaban las luchas y combates entre jóvenes y viejos reyes con la celebración del matrimonio de los jóvenes. El parricidio social es reconocido por motivaciones que son tanto sociológicas como psicológicas, La comunidad ya no puede sentirse representada ni protegida por el viejo rey. La sabiduría de los años no es la cualidad apreciada por el grupo, sino la fuerza, la virilidad y la fecundidad. En el contexto legendario, la pérdida de la fuerza física va a la par con la pérdida del poder de fecundación. ¿Cómo no ver allí una prueba de la solidaridad entre poder político y poder sexual? La potencia es aquí, manifestamente, el rasgo común de la realeza y de la sexualidad. Por eso un viejo rey no es respetado sino despreciado, como si hubiera vuelto a la infancia: aquél que está castrado y no ya el que castra. La conocida frase de Georges Dumézil: “ Soberanía y Fecundidad son potencias solidarias y como dos aspectos de la Potencia” , es más a menudo citada que llevada hasta sus consecuencias lógicas. Pues, o se concibe esa fecundidad 31 “ En casi todos los relatos, la conquista del reinp depende de la conquista de la novia y es imposible estudiarlas separadam ente” (Marie Delcourt, toc. cit., pág. 163).

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como un simple factor de productividad, o como un “ori­ gen” del que se habla como se habla de las raíces del terruño. Raramente se le otorga la plena significación que la vincula con la matriz sexual. Así se dirá de las creencias griegas relativas a la unión del hombre con la Tierra “ que ésta tienen un coeficiente sexual y que su correspondiente simbólico es la unión con la madre” (pág. 192). Aquí se insertan las interpretaciones ctónicas del mito de Edipo. Esas interpretaciones tienen como objeto, por lo general, la exclusión de lo sexual o, más sutilmente, la inclusión de lo sexual en una concepción más vasta donde la problemática sexual se diluye. ¿Pero por qué eludir la cuestión del sexo? Aquí puede ofrecerse una respuesta: para ocultar la castración. Las respuestas de reemplazo a la cuestión del sexo serán, pues, las que llamaremos la solución ctónica y la solución p o l í t i c a . La so lu c ió n ctónica es la adoptada por Lévi-Strauss; la solución política es la adoptada por Ver­ nant; Marie Delcourt se sitúa, como sabemos, en la tesis adleriana del conflicto de las generaciones. Examinemos la solución ctónica. Para Lévi-Strauss, la cues­ tión del mito edípico 32 es la de la negación de la autocto­ nía del hombre. Esta interpretación, notable por más de un rasgo, lleva el sello de una detención del discurso interpre­ tativo. Lévi-Strauss suspende su comentario en el momen­ to en que su mirada se desvía del mito de Edipo para dirigirse, pero esta vez en una nota y al pie de página, hacia sus indios hopi que serán los encargados de decir por él la relación entre el mito de Edipo y la castración. El cegamiento de Edipo, asociado con el suicidio de Yocasta —cuya ausencia suscita problemas en las versiones anti­ guas— son tomados en su conjunto como acrecencias que explicitan el mito, “puesto que el pasaje de los pies a la cabeza aparece en correlación significativa con otro pasaje, el de la negación de la autoctonía a la destrucción de sí” (pág. 240). Pero el vínculo que el autor deja en la sombra es el que establece la relación entre la negación de la

31 Antropología estructural, “ La estructura de los m itos” , pág. 186.

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autoctonía y la “enfermedad” . Que recupera la noción de sobreestimación o de devaluación de la relación de paren­ tesco en el análisis de Lévi-Strauss en conexión con la pregunta: ¿uno solo o dos progenitores? Esto equivale a plantear la pregunta de la diferencia sexual pues, contraria­ mente a lo que afirma el autor, Freud habla de la alterna­ tiva entre autoctonía y reproducción bisexuadá 3 3 f e r o , o esta diferencia es total, y ya no hay ninguna relación entre los términos que ella pone en relación, e es como todas las diferencias, una diferencia que remite entonces, bajo la distinción de los sexos, a la presencia de esa “enfermedad” invocada alusivamente. Hay que convenir que el mito no menciona explícitamente la castraciófi. Pero Marie Delcourt plantea la cuestión del vínculo entre enfermo e impotente (pág. 217). Reencontraremos la cuestión a propósito de la Esfinge, personaje fálico. “La Esfinge evoca mejor aún la child protruding woman de los indios hopi, madre fálica por excelencia. Esta mujer joven, abandonada por los suyos durante una migración difícil en el momento mismo en que daba a luz, yerra en adelante por el desierto, y es la Madre de los Animales que rechaza a los cazadores. Aquél que la encuentra, con las vestimentas ensangrentadas, se "aterroriza tanto que tiene una erección “y ella aprovecha para violarlo, recompensándolo después con un éxito infalible en la c a z a ^ . Se comparará esto con La Cabeza de Medusa de Freud (1922), esquema para un trabajo más importante que Freud no escribió nunca, publicada como postuma: “ El terror a la Medusa es pues un terror a la castración que está ligado con la visión

33 “El problema planteado por Freud en términos “edípicos” no es ya, sin duda, el de la alternativa entre a uto cton ía y reproduc­ ción bisexuada. Pero se trata siempre de com prender cómo uno puede nacer de dos: ¿cómo es posible que no tengamos un solo progenitor, sino una madre y además un padre? No dudarem os, pues, en colocar a Freud, después de Sófocles, entre nuestras fuentes del m ito de Edipo. Sus versiones merecen el mismo crédito que otras más antiguas y en apariencia más “ auténticas” . C. Lévi-Strauss, op. cit., pág. 197. 34 Antropología estructural, pág. 195, nota 6. El artículo de refe­ rencia lleva el título de “The Oraibi Summer Snake Cerem ony” .

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de algo. . . La cabellera sobre la cabeza de Medusa se representa frecuentemente en las obras de arte en forma de serpientes y éstas, una vez más, son derivados del complejo de castración. Es un hecho notable que por espantosas que puedan ser en sí mismas, sirven no obstante, de hecho, para mitigar el horror, pues reemplazan al pene cuya ausencia es causa de horror. Esta es la confirmación de la regla técnica según la cual la multiplicación de los símbolos del pene significa la castración. La visión de la cabeza de Medusa vuelve rígido el espectáculo de terror, lo petrifica. Observe­ mos que estamos aquí también ante el mismo origen, el complejo de castración, y la misma transformación de afec­ to. Pues ponerse rígido significa la erección 3 s Sobre la serpiente como vínculo entre lo visible y lo invisi­ ble, cito a Vernant36 :“ En Aulida, antes de la partida, los griegos ofrecen sacrificios al pie de un plátano. Súbitamente aparece un terrible presagio: Zeus saca a luz una serpiente que brota de abajo de un altar; ella se arroja sobre un nido de pájaros a los que devora, junto con su madre. Enseguida, el dios que la había hecho aparecer, la sustrae a los ojos (literalmente, la vuelve invisible), en efecto, el hijo de Cronos la habría transformado súbitamente en piedra, ([liada, II, 318,9).. . Al transformarla en piedra, Zeus, que por un instante la había suscitado a la luz, la restituye a lo invisible.” Las observaciones de Freud se han transformado hoy en triviales: ya casi no hay necesidad de consultar las obras psicoanalíticas para saber que la ofidofilia femenina tiene alguna relación con el pene. Pero en la misma obra en donde Lévi-Strauss abreva su reflexión, la de Marie Del­ court sobre Edipo, figura un apéndice (II) sobre los cuentos de animales en Grecia, donde se encuentra lo siguiente :“Para comprenderlos convendría ante todo poner aparte (subrayado por mí) la mayoría de los cuentos relativos a la serpiente. Marx (se trata de Auguste Marx) notó bien, por otra parte, que la serpiente es un muerto y representa un antepasado misterioso que hay que temer y honrar. Si una ** S.E., XVIII, pág. 273. ’ * Mito y pensamiento en los griegos, op. cit.

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serpiente otorga a algunos privilegiados el don de cofnprender la lengua de los animales y de ver el porvernir, es gracias a sus relaciones con la ultratumba y sus secretos. Estos relatos constituyen una categoría particular que hay que estudiar en función de las concepciones relativas a las almas. Sin embargo, en ciertas historias de serpientes se encuentran los mismos temas que en las que conciernen a los otros animales” (pág. 2 3 3 -4 ). Siguen, en el texto (ex­ cluido, pues se trata de un apéndice) de Marie Delcourt algunas observaciones finales sobre las hadas y las “ventreras protectoras de los nacimentos” Las creencias populares “re­ lativas al animal del clan, que llegaron a ser extrañas a la religión de la Grecia arcaica, se han transformado igualmen­ te en Márchen’ ^1 , estos cuentos alemanes donde la bruja es. por supuesto, un personaje familiar. El capítulo se cierra finalmente con la interpretación que H. Jeanmaire da del lobo, “ encargado de espantar y de formar a los novicios” , que se encuentra en los cuentos alemanes bajo la forma de un lobo maestro de escuela. Notemos la sucesión: serpiente como categoría a poner aparte, hadas (y por lo tanto brujas), oíd hag animal de clan, ventreras protectoras de los nacimientos (pues la parturienta rechaza el alimento pro­ ducto de la caza), lobo maestro de escuela. Lo que Lévi-Strauss “pondrá aparte” es la relación entre el dragón y la serpiente de Cadmo (pues así es como se la nombra con más frecuencia), y luego entre esta última y Pythón, la serpiente matada por N Apolo, y ulteriormente celebrada como serpiente macho ^ 8 . La Esfinge es hija de Echidna (la Vípera) y de Orthros (su propio hijo) o de Typhón. Su filiación con la serpiente está atestiguada por este origen. Es, pues, madre fálica, sin que sea necesario ir a buscar entre los indios hopi lo que los griegos han dicho en su lenguaje mediante imágenes. Lo que nos revelaría la serie de las asociaciones es, quizá, lo que generó el juego de las permutaciones sin fin, pues el lugar de nacimiento del monstruo es por lo general una

” Loe. cit., 237. 3* Marie Delcourt, L 'Oracle d e Delphes , pá([s. 34-35.

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caverna, una matriz (cuya etimología remite a Delfine, nombre de la serpiente hembra). Esta es “una boca, un stom ion’^-3. Stoma y stomion designan asimismo a la vagi­ na” (pág. 141). “Al atribuir tanta importancia a las exhala­ ciones fantasmales que rodeaban a la Pytia, los escritores tardíos atestiguan la fuerza del mito del stomion que conti­ núa enriqueciendo su imaginación. Quizá sin tener concien­ cia de ello, se enlazaban con las antiguas creencias que hacían surgir los sueños proféticos del seno de su madre, la Tierra, y probablemente ellos jugaban con los dos sentidos de stomion órgano que emite la voz. Cosa curiosa, en omphalos también se reconoce a omphé, la p a la b ra ^ .” Sin duda hay que rendir homenaje a la prudencia del filólogo pero, puesto que se opta por hacer comparaciones entre los griegos del período arcaico y los hopis, zunis, y pueblos, el momento más significativo ¿no es acaso aquél donde se detiene la comparación? Sin duda el Lévi—Strauss botámco llena de inflexiones el pensamiento del Lévi—Strauss antro­ pólogo, puesto que extrae la preocupación ctónica del mito de Edipo de un modelo vegetal del hombre, lo cual quizá aclare los mitos salvajes. Pero, en las observaciones finales del artículo, esas comprobaciones se extienden a un estudio general del pensamiento mítico. Y sin embargo el LéviStrauss antropólogo ha llegado a la esencia del problema cuando escribe:“Si se recuerda que, para Freud, se requie­ ren dos traumatismos (y no uno solo como tan a menudo se tiende a creer) para que surja ese mito individual en que consiste una neurosis4 1.. .” Se ha desviado de las implica­ ciones de esta comprobación en la teoría freudiana para volver al pensamiento que adorna la tapa de su libro. La enfermedad no carece, pues, de relaciones con la repro­ ducción bisexuada, puesto que presidirá todas las operacio­ nes que juegan en la doble identificación masculina y feme­ nina que Freud relaciona con la fórmula desarrollada del complejo de Edipo. Cuando Lévi—Strauss hace deslizar la

59 Loe. cit., pág. 140. 40 Loe. cit., pág. 141. 41 El pensamiento salvaje, op. cit., pág. 253.

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r cadena de la herida en los pies a la cabeza (Edipo) hasta la destrucción total de si (Yocasta), parecería como si quisiera saltar los términos intermedios que nos brinda Sófocles 42 Edipo penetra en la cámara nupcial y ve a Yocasta colgada. “ El desdichado ante esta visión, lanza un rugido terrible y rom pe el lazo. El pobre cuerpo cae al suelo” .

y así volvemos al aspecto ctónico. “ Y vimos entonces una horrible escena. El le arranca los broches de oro con que él la abrochaba sus vestidos” .

Vimos a Edipo desatando el nudo que ocultaba al cuerpo de las miradas, apoderándose de uno de sus accesorios. ”los levanta”

—alejamiento ctónico— “ y se hiere con ellos la cuenca de los ojos diciendo : Ellos ya no verán el mal que he sufrido y el que he hecho"..

“Ellos” , los ojos de Edipo, están en ese momento separados de su cuerpo como los broches de los vestidos de Yocasta. Son los testigos de un doble mal. “No era la desdicha de uno solo, sino de ellos dos. La desdicha conjunta del hom bre y de la m ujer” .

El complejo de Edipo es desdicha conjunta del hombre y de la mujer. Es decir que toca tanto al hijo como a la madre. El hijo en tanto hijo de padre muerto, y la madre en tanto no se resigna a no reintegrar, bajo la forma del

45 El vínculo entre la Tierra y los órganos genitales es introducido con cautela por Marie Delcourt al referirse a Luis Gernet: “ Pare­ ce que es por el contacto de las rodillas y d e los órganos genitales que el hom bre otorga a la tierra preeminencia sobre él” (OEdipe, pág. 2077).

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coito, el producto de sus entrañas. Es decir, además, que toca en cada ser humano al hombre y la mujer que co­ existen. La solución política defendida por Vemant se expresa en las líneas donde se restaura el poder del oráculo. Vernant afirma que la intención de la tragedia es brindarnos “ el sentimiento de las contradicciones que desgarran al mundo divino, al universo social y político, al campo de los valores y hacer aparecer de este modo al hombre mismo como un thauma o un deimon, una especie de monstruo incomprensi­ ble y desconcertante, agente y paciente a la vez, culpable e inocente, que domina toda la naturaleza por su espíritu de trabajo pero es incapaz de gobernarse a sí mismo y está cegado por un delirio enviado por los dioses*3 . Lo que asombra en esta profunda proposición es precisamente que esta "aparición del hombre” descrita en la segunda parte de la frase es totalmente aplicable también a la descripción que nos dan de él nuestros contemporáneos. Esto nos impulsa a decir que esos rasgos no son resultados de los conflictos y contradicciones que Vernant describe en la primera parte de la frase, sino que éstos son el medio de hacer “aparecer” a ese tipo de hombre. Mediación inevita­ ble, en la medida en que el mismo sistema de representacio­ nes sociales o las formas institucionales son resultados del intento de resolver la contradicción, sin hacer aparecer el conflicto, que la funda, entre la irreductibilidad del deseo inconsciente y la domesticación de los impulsos necesaria para la vida social. Alegar, como lo hace Marie Delcourt, que la inscripción de un combate ritual en la familia sobreviene cuando los modos de herencia patrilineal se legalizan, es decir, cuando ya no puede obtenerse la sucesión por el crimen, significa que la sucesión de los bienes y del hombre es el compromi­ so y no la solución de ese conflicto. Las leyendas no conservan el recuerdo de las instituciones perimidas, como se lo ha sostenido. Todo lo contrario: recuperan lo que las instituciones han logrado excluir de si mismas Freud, citan­

43 J . - P . V ernant, OEdipe sans le com plexe , pág. 7.

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do a Frazer, da una fórmula concerniente a las leyes de la exogamia en relación con la prohibición del incesto: “Ellas tenían como objetivo el cumplimiento del resultado que de hecho habían cumplido” . La expresión “conflicto de las generaciones” es a la vez demasiado amplia y demasiado restringida. La razón de la elisión del incesto, opuesta al disfraz del parricidio es que, frente a la positividad muda del interdicto del in­ cesto, no es posible ninguna estrategia salvo organizar el sistema significante mediante el intercambio, que sólo puede, por así decirlo, “mantener el presente” . Por sí solo el sistema no tiene valor determinante si no se apoya en la invocación del padre muerto. El significante que surge de la muerte del padre trata de fijar la borradura del parricidio, pero abre, con la categoría del “ retorno” , los caminos por 'os que el presente como memoria tam­ bién puede ser objeto de un proceso donde las modifi­ caciones políticas se transformen en formas de cuestio­ namiento . La razón de las dudas y de la dificultad para situar exacta­ mente el lugar de la unión con la madre ¿no se encuentra, acaso, en la observación sobre la disyunción entre las litur­ gias de carácter social y político y las liturgias agrarias (Marie Delcourt, loe. cit., XIV)? Mientras que las primeras desaparecen precozmente, el vínculo entre las leyendas agrarias y su ritual sigue siendo estrecho. Esta eximición de lo social y de lo político es lo que lleva a los helenistas, porque pueden percibir mejor sus cambios, a atribuirles un valor dominante. Se mantiene la esperanza de poder captar las formas de las transformaciones políticas, en la medida en que se postula un término de comparación con las modificaciones producidas en la realidad de la vida social. Pero entonces se tiende a negar el interés que presenta una materia menos manifiestamente transformable, más cerrada sobre significaciones cuyo misterio se acentúa por la rareza de los indicios que permitiian descubrirlo. Entonces pare­ ce bastante extraño comprobar que los temas de unión con la madre aparecen en juegos de significantes que siempre se presentan en la forma de la astucia o de la 307

adivinanza*4 . Sabemos desde Freud que nada es gratuito en las relaciones lúdicas del significante, pues éstas tienen la doble función de satisfacer el deseo y de aliviar la tensión del inconsciente. O el tema del incesto entra, también en el marco de un sistema mántico muchas veces onírico, donde el presagio engañador se encuentra en pri­ mer plano (pág. 198). En su origen, los ritos agrarios y ctónicos son dobles, unen la fecundación y el reino de los muertos, del mismo modo que los enigmas se relacionan con los hechos de la vida sexual y del mundo de los muertos. Ambos reúnen, pues, los restos de la prohibición del incesto (no es casual que los ritos arcaicos de la periodicidad representen a ésta como un incesto entre madre e hijo) y de la matanza del padre, pues el hecho de dar sepultura a los muertos adquiere también el valor de un rasgo distintivo entre animalidad y humanidad. No es necesario buscar una hostilidad particular en un parricidio, dice Marie Delcourt. En efecto, la relación de parentesco es suficiente. Todo hombre nace de un ser del mismo sexo y de un ser del sexo diferente. Establece la diferencia incluyéndose en la pareja que lo constituye y lo excluye. El mismo excluye al semejante y se aparea con el Otro. Se acopla, por lo tanto mata. Estamos de acuerdo con Marie Delcourt cuando escribe: “El hecho de que a pesar de su horror por el parricidio hayan representado con tanta frecuencia una hostilidad de hecho entre los hombres de dos generaciones, demuestra qué importancia debió te­ ner la sucesión por crimen en la prehistoria griega” (pág. 81).

Volver solidarios al parricidio y al incesto en la unidad del complejo de Edipo, o más exactamente en la fantasía de deseo que lo sostiene, es decir que el parridicio es un delito tan grave que sólo el goce producido por el incesto puede

44 “ En cu anto a la unión con la madre, parece provenir de una especie de juego de palabras con captación de presagio” (pág. XI). Sobre el problem a de las relaciones entre el enigma y el mito de Edipo, ver la lección inaugural de C. Lévi-Strauss del 5 de enero de 1960 en el Collège d e France, incluida en Antropo­ logía estructural, op. cit., pág. XXL

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explicar los celos que llevan al crimen del padre, o también que el incesto acarreará con tanta seguridad la muerte del hijo por el resentimiento del padre, que la eliminación de éste hace necesario al parricidio para la sobrevivencia del deseante. Lo que omite la fantasía de deseo es que el hijo que construye ese ensueño legendario ignora que él ya pertene­ ce al número de aquéllos que ya no están: “ Loxias decía que Layo sería m atado por mi hijo. Pero no es éste, el desdichado, quien ha m atado puesto que ya estaba m uerto ” .

dice Yocasta (854 sig.). Así la que ha dicho unos instantes antes: “ que muchos hum anos ya han soñado que se u nían con su m adre” (V. 981).

dice ahora: “Tú no has dormido con tu madre, puesto que yo era la mujer de aquél que tú no has podido matar porque ya estabas muerte/ ? 4 La Esfinge y sus enigmas De todos los episodios del mito de Edipo, el más enigmáti­ co, el más extraño, y por lo tanto el más apto para interesar al psicoanalista que se preocupa por estudiar lo que ha podido escapar a la represión, es el de la Esfinge Marie Delcourt insiste en dos puntos. La Esfinge, dice, cubre una realidad doble; una es de orden fisiológico: la pesadilla oprimente: la otra es de orden religioso: la creencia en las almas representadas con alas. Una síntesis fundará la Esfinge oprimente y la Esfinge psíquica. Esta indicación es

45 Se vuelve a encontrar el famoso “ No sabía que ya estaba m uerto” que utilizó Freud para una reflexión teórica a propósi­ to de un sueño. Más adelante Lacan otorgó a este tem a una im portancia especial.

preciosa para nosotros, pues nos permitirá reconocer en esta figura un producto de la condensación y del desplazamiento. La pesadilla oprimente traduce la impresión de angustia del soñante que se siente atrapado por un ser que lo aplasta y lo abraza. Estos sueños, que son comunes en el curso de un psicoanálisis, se relacionan frecuentemente con la impre­ sión de ser ahogado por la madre. Por debajq iel miedo se adivina la cualidad erótica de esa relación. Lo que Marie Delcourt, por otra parte, destaca entre las características de los espíritus de los muertos, “ ávidos de sangre y de placer erótico” , como lo quiere la tradición en el caso de los vampiros. La abundante documentación plástica reunida por la autora (págs. 1 19 -126 ) demuestra sin lugar a dudas el carácter sexual de la relación con la Esfinge. No nos veríamos obligados, en lo que hace a nosotros, a descartar la hipóte­ sis de la agresión criminal para conservar la de la relación erótica. Las fantasías muestran frecuentemente el disfraz de una por la otra, o también su asociación en una forma donde agresividad y erotismo se ligan como ocurre frecuen­ temente en la relación con la imagen de la madre fálica. La E # f # e es por su forma una criatura compuesta que posee BljríBUtos femeninos y atributos masculinos que se relacio­ nan con su origen egipcio. De cualquier modo, lo importan­ te ;s la colusión de esos monstruos con el mundo de los muertos '*6 que pudo hacer pensar que también aquí era 44 La significación vinculada con la tierra se repite en las leyendas de la Esfinge. Esta se liga con la Fix de H esíodo, m onstruo exterm inador de los tebanos, que extrae su nom bre de las gargantas del m onte Fikión o ha dado su nom bre al lugar de su vivienda. Además es producto de un incesto, el de Equidna, m onstruo semi mujer semi serpiente, y su hijo O rthros (Marie Delcourt, toc. cit., pág. 108). Sobre los orígenes egipcios de la Esfinge, debem os a M. Scriabine detalles esclarecedores. Distribuyendo los elem entos casi universales del m ito de Edipo, los elem entos griegos y ¡os elementos egipcios, se llega a las siguientes conclusiones,. Deben vincularse con Egipto: la Esfinge, el enigma del incesto. De­ ben vincularse con Grecia: la función del oráculo y la del ad tno. En lo que respecta a la Esfinge, no existen en Egipto re opila­ ciones de m itos que se relacionen específicamente co’ ella; su función se deduce a, partir de fragmentos dispersos. T i las altas

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necesario buscar, por el camino de los enigmas, un conoci­ miento de iniciado en ciertos misterios y, detrás de la prueba, una ordalía, como en los episodios precedentes del mito. Pero nosotros, que conocemos la leyenda entera, ¿no podemos deducir en función de esos datos que el episodio de la Esfinge, situado después del crimen del padre y antes de la unión con la madre, condensa esos dos acontecimien­ tos? Del crimen del padre evoca el retorno de éste 47 que atormenta al hijo con pesadillas, y yerra por los infiernos, en busca de vida para regresar a la tierra. De la unión con épocas la Esfinge representa indiferentem ente al rey o a la reina, ai sol saliente, a ía resurrección o aún al guardián d e los caminos del más allá. Estas interpretaciones se basan en el análisis jeroglí­ fico. En Egipto no existió una representación única de la Esfin­ ge. Los griegos serían los responsables de su unificación en una figura fija. En cuanto al enigma de Edipo concierne, en el marco d “l antiguo Egipto, al sol que la representación jeroglífica designa com o un niño cuando nace (o tam bién un escarabajo), un adulto cuando está en su zenit (Re) y un anciano apoyado en un bastón cuando se pone (Aton). Finalm ente el incesto, cuya práctica, según se sabe, estaba autorizada entre los faraones, se relaciona tam bién con el contexto legendario solar: todas las tardes el sol se une con su madre. El sol inengendrado se engendra a sí mismo, signo de la inmortalidad, prerrogativa de la divinidad. En este m arco m ítico se asiste a una neutralización del padre o a su anulación. Según Scriabine la Esfinge es el doble divino de Edipo - c u y a naturaleza es divina y hum ana a la vez (doble simbólico dei enigma: el hombre, el sol). Tradicionalmente, Edipo sólo realizó su destino divino al destruirse los ojos: entonces accede a la divinidad. Esta no es la única interpretación. Scriabine sostiene, en efecto, que Edipo, al contrario, rechaza su calidad divina por la investigación de su parentesco, aunque en un m om ento se haya proclam ado hijo de la Fortuna. A la luz del Egipto antiguo po dría pensarse que el m ito de Edipo atestigua una negación de la totalidad del hom bre: divino y hum ano integrando además en esa totalidad a las fuerzas destructivas (Seth) y a las fuerzas creadoras (Horus). Re sigue siendo el gran Dios creador. En efecto, el Edipo griego quiere disculparse a todo precio descar­ tando el mal que no puede tolerar en sí y q ue los antiguos egipcios aceptaban com o form ando parte de su naturaleza.

47 Una suplementaria de la presencia del padre en la Esfinge es la variante que la muestra, en un relato narrado por Pausanias, como hija natural de Layo y a su servicio.

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la madre, sugiere la relación erótica impregnada de los peligros que acechan al niño por estar bajo el dominio de la madre, sobre la que proyecta toda la avidez del placer que suputa por la eliminación del padre. Es, por lo tanto, una figura de condensación, como acabamos de verlo, pero también una figura desplazada, puesto que ocurre entre el parricidio y el incesto. Una fantasía, finalmente, que se traduce en la realización del deseo: la conquista del poder paternal, cuyo fantasma se eclipsa cuando llega el día. La sumisión de la madre peligrosa, finalmente poseída, permite que el hijo se desprenda de ella, una vez llegada la mañana, y se case con la princesa. “En los cuentos griegos moder­ nos, dice Marie Delcourt, Edipo se casa con la Esfinge que, a decir verdad, no constituye sino un solo personaje con la madre” (pág. 131). Este es un caso de escisión de la imago materna bastante frecuente y tanto más cuanto nos hundi­ mos en las raíces arcaicas del complejo de Edipo. Falta aún precisar lo esencial, es decir la naturaleza interrogadora del monstruo, el carácter espiritual de la prueba. Se cree sin inconvenientes a Marie Delcourt cuando afirma que el contenido primitivo de la leyenda debía mostrar en ese momento un combate físico y no una justa intelectual. Esto vuelve más urgente la necesidad de una respuestr precisa que el hecho de hacer observar el gusto del pueblo griego por las adivinanzas o recordar, en otros contextos legendarios, el tema del enigma seguido de una sanción terrible: aún cuando se lo traslade una vez más hacia el ritual de iniciación. Nos acercamos al objetivo cuando la autora vincula la solución de los enigmas con la conquista de una novia real, pues los enigmas nupciales recurren siempre a la inteligencia, es decir, a las soluciones ofrecidas por la curiosidad intelectual, que es un producto de la curiosidad sexual4 8 . La palabra iniciación se aplica a ¡a vida sexual del niño, que a partir da cierta edad sabe la respues-

4< “ En la fiesta de las Agrionias, en Queronea, las mujeres perse­ guían a Dionisos y luego abandonaban diciendo que había ido a ocultarse entre las Musas: más tarde, después del banquete, se proponían enigmas y adivinanzas” . Marie Delcourt, L'Oracle de Delphes, pág. 104.

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ta de lo qué los adultos le ocultaoan y que él debía imaginar, es decir, adivinar. En cuanto a ver en el enigma un carácter pedagógico, es posible pero muy superficial, salvo si decimos que la pedagogía es la socialización del deseo enigmático. Lo que nos interesa en lo que del mito ha pasado a la tragedia es precisamente esa parte leonina ocupada por el enigma. Enigma resuelto de la Esfinge, enigma en develamiento de la investigación. Ciertos mitólogos pueden encon­ trar la leyenda de Edipo, en esta forma, demasiado intelec­ tual; queda por explicar por qué la evolución se ha realiza­ do en ese sentido. No solamente el de una intelectualización, es decir, de una reducción a lo esencial. A quí el disfraz extremo coincide con la extrema verdad. Porque la sexualidad es enigma, es también una huella fiel del origen sexual. Y ese encuentro con la Esfinge, limitado a un intercambio de preguntas y respuestas, es quizá, en sí mismo, más erótico que las representaciones que evocan nítidamente una unión realizada. Seríamos víctimas de una visión ingenua si creyéramos que la ven»f t del enigma constituye un debilitamiento de aquéllas que hablaban de un combate entre el monstruo y el héroe. La sexualidad es demasiado fácil de adivinar en ese desplazamiento mediane­ ro; pierde su opacidad. Mientras que el hecho de poner el acento en el misterio humano, donde la respuesta a dar concierne a la identidad del interrogado y no a la de la interrogadora, nos fuerza a pensar que ésta no debe carecer de relación con lo sexual, puesto que habla de los límites de lo humano 4 . La Esfinge es, en sí misma, un enigma, más por su naturale­ za que por las preguntas que plantea. Su existencia fabulo­ sa nos produce una fascinación que precisamente nos per­ mitió comprender que la respuesta interesa al interrogado, pero no por que es el desplazamiento sobre el interrogado de su interés de que la interrogadora le plantee una pregun­ ta, que le informaría sobre ella misma. Su morfología

49 Sobre las significaciones del enigma cfr, “ La diacronie dans le freudisme” . Critique, N ° 238.

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compuesta es un nuevo dédalo sobre la identidad que conviene atribuirle. El pasaje a las formas estatuarias la transforma en una joven íncubo, “es decir un ser femenino que se acerca a un hombre para extenderse sobre él” (M.Delcourt, pág. 118), una “ virgen sabia” en la poesía clásica, y finalmente una anciana en los cuentos populares sobre las pesadillas, muy posteriores y encontrados en luga­ res alejados de Grecia. Triple rostro que no puede no evocar la correspondencia con el triple estado del hombre en la respuesta de Edipo. Monstruo pues, pero monstruo tripartito: pájaro por las alas, leona por el cuerpo, serpiente por la cola. La existencia de una tripartición, como suce­ sión de un aumento en la dificultad de una prueba de la que ella signa el último punto y el mom ento de la victoria del héroe, está presente en muchos contextgs legendarios. Dumézil ha hecho de ella .un análisis brillantes 0 . Entre los momentos de la prueba tiene lugar una travesía, un corte entre el m undo de los vivos y lo invisible por un campo de muerte. Dumézil observa que, frente al triple adversario, el héroe mismo es el tercero: “ El tercero de tres hermanos, con la particularidad de que jus dos hermanos mayores han sido esbozos fallidos de sí mismo” (loe. cit. pág.39). Edipo es hijo único, y se supone deforme. Pero Edipo es el tercero y el último de un poder que comparte con Creón y Yocasta (V. 571). Más que considerar que estos últimos sólo han tenido com o función transm itir ese poder (lo cual es contradictorio con la autoridad que asume abiertamente Yocasta en ciertos m om entos de la tragedia),

50 Los C ahiers p o u r l ’analyse ( N ° 7) h*n te n id o la feliz idea de rep ro d u cir un pasaje del libro de G. D um ézil Horaces e t Curiaces, al q ue el a u to r añadió un e p ilpg o sobre “ Las tran sfo rm a cio ­ nes del tercero del trip le ” . O bservem os de paso q u e esto s te x to s consagrados a la realización de u n objetivo, “ d e sem b arazarse de m olestas consecuencias d e u na violencia necesaria” a dm iten, como algo m u y h e te ro g én e o respecto de su in te n c ió n , to ta lm e n ­ te c e n tra d a e n u n a e p o p e y a d e lu ch a y d e c o n q u ista , la p re se n ­ cia de e le m en to s enigm ático s de tipo erótico: escenas de seduc­ ción p o r p a rte de un p ro g e n ito r de sexo fe m e n in o o ex h ib ició n de se n tim ien to s am orosos c u y o carácter im p ú d ic o b rin d a, sobre to d o la ocasión de m o stra r el desv ío que es n ecesario o p e ra r para p e rm itir su surgim iento.

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ñuscaremos lo que se sustrae a la significación volviéndonot hacia el monstruo tripartito. La representación de la Esfin­ ge ha colocado a la serpiente en la cola que termina el cuerpo del monstruo. Pero el arte clásico muestra que es la cabeza de la serpiente la que se representa en ese lugar (M. Delcourt. loe. cit., pág. 138). La marca de la herida de Edipo se encontraba en sus tobillos; su cabeza fue a la vez el instrumento de su victoria y la causa de su perdición. Se comprende entonces que toda la tragedia de Edipo se centre en esa función de descifrador de enigmas que él se jactaba de ser, en los signos falsos que reemplazan a los verdaderos, en los verdaderos que parecen inverosímiles, en esa confrontación entre el perspicaz y el adivino, entre el intérprete de la cantante y el intérprete del oráculo, entre el mensajero de la muerte y el pastor del olvido. Lo que la leyenda nos enseña es que el mito de Edipo es un caso raro, en el que la resolución del enigma no termina con el reinado feliz del héroe (pág. 152). El caso de Edipo es, pues, un caso ejemplar de ese poder del significante de ser instrumento de poder y, a la vez, por el engaño que le es inherente, causa de desdicha y ceguera. Marie Delcourt está convencida de que el autocegamiento de Edipo es una invención de Sófocles” . Insiste en el hecho de que en la poesía griega es “un caso absolutamente único de mutilación voluntaria" (pág.215). La ceguera de Edipo es un tema sobre el cual hay mucho que decirs 1. Está la explicación que da Edipo mismo, incapaz de soportar el espectáculo de su madre y su padre en el Hades. Está el castigo por la violación de un tabú óptico: “ Ellos ya no verán a quienes no debían ver, ya no conocerán a quienes yo quería conoctr” (v. 1273). Está el acceso a un verdade­ ro conocimiento nterior después de haberse agotado desci­ frando los enigmas falaces. Está el equivalente de la castra­ ción. Pero, quizá en primer lugar está el castigo a los ojos que lo engañaron. Edipo se castiga por haberse engañado. Ha sido víctima de los engaños del dios. Ha hecho siniestros retruécanos con sus relaciones de parentesco. 51 Marie Delcourt hace constar vanantes textuales donde el cegam iento de Edipo es practicado p or sus padres - L a y o , Yocasta o P o lib io - (OÉdipe, pág. 215).

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"Nupcias, nupcias, Me habéis hecho nacer, después habéis hecho elevar de nuevo la misma semilla, habéis mostrado padres que son herm anos de sus hijos, mujeres esposas y madres del mismo hom bre, todo lo más vergonzoso que puede hacerse entre los hum anos” (v. 1403 y sip.)

Alrededor de este engaño del significante se oponen los caminos del saber y de la verdad.

III

Verdad y desconocimiento

Si el mito tuviera una función pedagógica, como lo quieren algunos mitólogos, tendríamos derecho a preguntarnos si no ocurre lo mismo con la tragedia. Y especialmente con la tragedia de Edipo, cuya problemática gira en su totalidad alrededor del deseo de saber y termina con el cegamiento. Ceguera del héroe que no supo descifrar ese primero y último enigma. Ciego para el significante, cegado por el significante. Se ha reflexionado mucho ante esta tragedia esencial, en el sentido en que refleja la esencia de la tragedia, sobre la cuestión del enigma que Edipo tarda tanto en comprender, él, que era un descifrador de enig­ mas. El desarrollo mismo de la investigación hubiera debido ¡luminar mucho antes a Edipo. En efecto, lo que asombra es su impotencia para relacionar indicios concordantes. No hay más que dirigirse al texto para darse cuenta de que los detalles que permiten a Edipo considerarse fuera de la cuestión son frágiles. Cuando las cosas alcanzan un punto en el que debería detenerse toda glosa, es cuando la situa­ ción le permite darse cuenta de que los oráculos absoluta­ mente complementarios, oráculos que se podría decir enca­ jados, conciernen a la descendencia de Layo y al destino de Edipo. El resto, ante esta extraña concordancia, se transfor316

nia en argucia, sobre todo después de la profecía de Tiresias. ¿Qué más decir? Tradicionalmente se dice que Sófocles nos muestra en la tragedia —cualquiera sea el pecado de orgullo que pueda imputársele a Edipo, cuya suficiencia, por no decir megalo­ manía, es aparente—, la ineluctabilidad del cumplimiento de los oráculos, que fijan antes del nacimiento el destino de todo hombre. La lección, si nos detuviéramos aquí, sería estrecha y chata. Condenar el deseo de saber sería caer en la prédica del oscurantismo. ¿Dónde residiría la grandeza de la tragedia? Freud tuvo razón al poner el efecto de la tragedia en la coincidencia —el reconocimiento del que habla Aristóteles— que vive cada espectador al ver en Edipo a aquél que él mismo fue antaño, en la medida en que la represión se lo permite. Pero a este juicio revelador y profético se puede añadir algo más, si recordamos la fecha en que Freud lo anunció. Hay en Edipo R ey un doble camino del saber y de la verdad— El del saber es el que sigue la investigación. Edipo busca los testigos materiales del crimen, después los testigos materiales del abandono sobre el Citherón. Pero estos no le brindan más que pruebas, crueles, pero espera­ das. Podemos decir que ellos no son agentes propiamente trágicos. Al contrario, Tiresias, Yocasta, el mensajero de Corinto, son portadores de revelaciones. Tiresias, mandado a designar al culpable, designa al justiciero. Yocasta, que quiere tranquilizar a Edipo, le narra el oráculo de Layo, el abandono del niño en el Citherón y el lugar del crimen: un camino bifurcado donde se encuentran las rutas de Delfos y de Daulia. Esto es más de lo que se necesita para sentir pasar las alas del Destino. El mensajero, finalmente, trae la feliz noticia de la muerte de Polibio, que hace de Edipo un inocente puesto que no tiene nada que ver en ese falleci­ miento y, con la intención de desculpabilizarlo completa­ mente, le anuncia que él no es el hijo del rey de Corinto y que lo recogieron de niño en el Citherón. La fuerza de

* Esta distinción entre el saber y la verdad ha sido puesta de manifiesto de un m odo notable por Lacan, m ucho más allá de las indicaciones presentes en el con tex to freudiano.

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Sófocles consiste en mezclar los datos del saber y de la verdad como si se encontraran tomados en el mismo tejido. Los caminos de la verdad son tales que ésta se encuentra donde no se la espera ni se la desea. La tragedia nos pone frente a la ineluctabilidad del oráculo. Esta ineluctabilidad se ha desplazado sobre el castigo, mien­ tras que éste se dirige a lo que sanciona. Este es el sentido del salto entre Esquilo y Sófocles, puesto que en el primero lo que se castiga es la violación del interdicto de procrear. Se trata, pues, de la ineluctabilidad del parricidio y del incesto, de la ineluctabilidad de los deseos de muerte hacia el padre y de goce con la madre. Edipo es aquél que, mediante el saber, pretende escapar de eso. El problema no consiste en preguntarse cómo hubiera podido escapar, sino que haya querido hacerlo. Eso hubiera debido tomarlo cauteloso ante toda situación que lo hiciera entrar en con­ flicto con un hombre de ia edad de su padre y ante toda relación sexual con una mujer de la edad de su madre. Pero lo olvidó en cada una de estas dos situaciones. Aquí se encuentra la ineluctabilidad del parricidio y del incesto, puesto que ellos responden, no al cumplimiento del oráculo sino al del deseo del héroe. Ineluctabilidad que se cumple por los dobles sentidos del significante que lo obligarán a maldecir su clarividencia al chocar con sus trampas. “ Iba y venía, nos pedía una espada y su mujer que no era su mujer sino gleba doblem ente fértil. su madre y la de sus hijos” , (v. 1253 sig.)

Una mujer que es una mujer y que no es una mujer, que es una madre y que no es una madre, hijos que son hijos y que no son hijos. Hermoso tema para los enigmas de la Esfinge. La fatalidad del incesto y del parricidio por el engaño del significante no basta para mostrar el sentido verdadero. Hay que unir allí, solidariamente, la ineluctabilidad del descono­ cimiento. No se deben buscar motivos verosímiles para la extraña sordera de Edipo ante la red concordante de razo­ nes que harán de él el culpable, sino atribuirla al desconoci­ miento. Desconocimiento de lo que vive en él separado,

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que se encontraba en el origen de los actos que se le reprochan, y retorno del desconocimiento ante la acumula­ ción de las evidencias. El reproche de recurrir con demasiada complacencia a la hipótesis se apoyará en lo que el texto dice claramente. Pero esto no es lo problemático. Lo que nos llama la atención es cuanto choca con lo que parece inexplicable: la parálisis del don de desciframiento y la no ejecución de la presci.pción del oráculo hacia el fin de la tragedia. Se reflexionará consultando a los Dioses, como si éstos no hubieran hablado ya.

La tragedia descansa en la ineluctabilidad del oráculo y el desconocimiento de la ineluctabilidad de la realización de los deseos. La ineluctabilidad del oráculo está vinculada con el valor de la práctica religiosa. Esta muestra la continuidad entre los ritos antiguos y el oráculo. Mientras que la prácti­ ca ritual sirve para la determinación de las formas de la formulación de un deseo, el rito fija las condiciones de posibilidad de la realización del deseo. La obligación, en el rito, se limita a la observancia de las formas que deben respetarse. En el oráculo esta obligación se transforma en obligación de someterse a su juicio. La respuesta oracular se trueca en predicción determinante. Esta predicción, en el caso de Edipo, se basa en los actos que, en el deseo, ha realizado el héroe, mientras en las prácticas votivas habitua­ les el acto esperado proviene de los Dioses, que por su intervención aportan la solución a un problema. El oráculo tiene pues, aquí, un valor retrospectivo, no sobre lo que los Dioses deben cumplir, smo sobre lo que va ha sido cumplido por el héroe. El oráculo es, en el caso de Edipo, una predicción del pasado. La respuesta a la pregun­ ta de Edipo: “ ¿Quién soy y qué debo hacer? ” es “Tú serás parricida e incestuoso, esto es ineluctable porque ya has sido parricida e incestuoso, por lo tanto eres parricida e incestuoso” . Decir que el acto realizado por Edipo revela “a posteriori su sentido auténtico, se vuelve sobre el agente, ilumina su naturaleza, descubre lo que es, lo que ha cumplido realmen-

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te sin saberlo ” 63 o está protegido por la fatalidad del oráculo, o bien debe enlazarse con lo que Edipo ignora de sí mismo en su relación con el anhelo no expresado. La tragedia nos muestra los indicios de ese anhelo en el cese de la actividad que siempre bastó para que Edipo se revela­ ra a sí mismo: el desciframiento de enigmas. La ineluctabi­ lidad del desconocimiento no es, pues, solamente la marca de una desgracia existencial; arraiga en el recuerdo de los actos a los que tiende una pregunta que se quisiera pura pregunta, planteada por aquél cuyo carisma consistía en poder responder a ella sin la ayuda de nadie54. Aquí el psicoanalista no tiene más que volverse hacia su experiencia. Encuentra entonces en el desconocimiento de Edipo la misma ocultación de la verdad que demuestra el neurótico, que también quiere saber y, aunque aporta,

53 J.P. V ernant, OEdipe sans le complexe, pág. 6. 54 I.—P. V em ant asume la defensa de la psicología histórica c on tra las interpretaciones erróneas o abusivas de Freud y de los psicoanalistas. El nom bre que propone para esta nueva disciplina bautizada “ psicología histórica” plantea por sí solo más proble­ mas de los que resuelve. Vernant critica la opinión de Freud que desprecia el con tex to histórico, social y mental de la tragedia del siglo V, y le reprocha el hecho de interpretar la tragedia de Edipo en función de datos descubiertos por el psicoanálisis que tendrían un valor, por así decirlo, libre del tiem po y del espa­ cio. Pero se le puede invertir la pregunta: si la tragedia de Edipo sólo es inteligible a los especialistas -h e le n istas centrados en la época de P ericles-, en función del público al cual se dirige ¿por qué nos interesa todavía hoy? ¿Puede decirse que ante Edipo nuestra curiosidad sea puram ente arcaizante? ¿De dónde pro­ viene el hecho de que la filosofía y la reflexión hayan visto en esta tragedia una problem ática esencial? Es indudable que el reservorio trágico eficaz no se limita a Edipo. Es posible demos­ trar que la problemática de Edipo en su carácter ejemplar es nuclear, y que muchas otras problem áticas se relacionan con ella de alguna manera o gravitan en su órbita. Vernant ataca la interpretación psicoanalítica de los mitos acusándola de deformaciones arbitrarias y de inexactitudes. Como helenista - y no podríam os re p ro ch árselo-, Vernant toma el m ito a la letra. Pero para los psicoanalistas el m ito, que esconde un nudo de verdad, es una construcción donde jugaron el desplazamiento, la condensación, la censura, y marcaron el resultado'definitivo de la versión mítica. No se trata de traducir

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ampliamente exhibidos, los signos más claros que deberían abrirle los ojos, permanece herido de ceguera, de sordera y de mutismo. Edipo, después de haberse cegado, ¿no se lamenta acaso por no poder, volverse sordo (v. 1385-1390)? “Pues es dulce permanecer extraño a la conciencia de sus desgracias” . Lo que dice Freud no es que Edipo sea un neurótico, sino que entre el neurótico y nosotros se erige Edipo como nuestro impensado común. Así, el espectador no tiene solamente ante sí el espectáculo de la repetición del parricicio y del incesto; vive además la repetición de su desconocimiento. Puede gozar del espectáculo y purgarse llorando sobre el triste destino del Otro; éste hace funcio­ nar la sopapa que “suelta el vapor” , según la expresión de Freud, con tanta más facilidad cuanto que se siente llama­ do a sufrir el destino de una vida en la que no ocurre nada

el mito sino de interpretarlo. Es decir, de com prender por qué un contenido y no otro tom ó forma en el rito, el m ito, la tragedia. La prueba de esas deformaciones sucesivas nos la brin ­ da la invención de los trágicos, que aportaron su contribución personal al fondo legendario preexistente; ¿Acaso lo arbitrario no es limitar esas deformaciones a lo textual? Y tanto más cuanto que la garantía del contexto sociohistórico está lejos de cubrir todo el cam po explorado. En uno u otro m om ento, surge la interpretación psicológica. Se produce entonces una mezcla de psicología académica y del retoño que el psicoanálisis difundió en la oponión pública. “ Edipo está demasiado seguro de sí, es de naturaleza orgullosa, se pretende siempre y en todas partes el a m o .. .” , todas estas afirmaciones no dicen nada sobre el texto, lo repiten. C uando se esfuerza por aclararlo el análisis recae sobre lo que quisiera omitir. Si es verdad que los tem ores de Edipo respecto de la revelación de sus orígenes sólo tienen por causa el descubrimiento de su extracción oscura, ¿por qué tantos comentarios? Edipo, en resumen, sería la tragedia de aquél que tendría miedo de no haber nacido de un rey. Conclu­ sión decepcionante si no se somete, ella misma, a la interroga­ ción. ¿Qué quiere decir caer en la desesperación al descubrir que su padre no era un rey? ¿Y sobre todo en alguien que se pretende “ hijo de la Fortu na” ? Los hermosos análisis del autor, cuando tom an más distancia ante este problem a candente, nos enseñaron m ucho y sin duda seguirán enriqueciéndonos. El cuesr tionam iento que a q u í hacemos de su crítica a la interpretación de Edipo por parte de los psicoanalistas no impedirá que reco­ nozcamos to d o lo que debem os a sus estudios.

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importante, mientras que la representación de la tragedia es el testigo de esa importancia por la repetición del drama de ia vida que reproduce. Si nuestra hipótesis se funda en la verdad y no en el saber, podría explicar entonces la fortuna de esta tragedia. La admiración que suscita se apoyaría en su valor estético para enmascarar su valor verídico. Al desconocimiento tambicn se rinde ese homenaje, puesto que sus más fervientes admi­ radores no son, de ningún modo, los que al mismo tiempo reconocen la verdad del psicoanálisis freudiano. ¿No son acaso reveladoras las primeras palabras que Edipo dirige al pueblo de Cadmo? : “ ¿Cuál es el espanto? ¿Cuál el deseo? ” (v. 11)

Holderlin: el saber ebrio y el acoplamiento Dios-hombre En un texto de una belleza tan iluminadora cuino digno del tema que trata, Holderlin aborda la tragedia de Edipo. Una orientación que hoy se llamaría estructural le hace decir de las obras de arte: “ Hasta ahora, por lo menos, han sido juzgadas más por las impresiones que producen que por la reflexión sobre su estatuto y. Jos otros modos gracias a los que se produce la belleza 5 La “reflexión” sobre el estatuto de la obra y especialmente sobre sus efectos, ¿no es lo que intenta Freud al descubrir la causa de la impre­ sión antes que abandonarse pasivamente a ella? Y Hólderlin marca el tiempo de la cesura en la consecución rítmica, que se encuentra hacia el antes en Edipo por la estructura progresiva de la obra donde el equilibrio se inclina desde el fin hacia el comienzo, mientras que en Antígona ocurriría lo inverso. Holderlin sitúa esta cesura en las palabras de Tiresias, que designan el sitio de Dios y el del Tiempo. Nosotros pensa­ mos en la sucesión: cesura, rotura, corte, castración y aquí es donde se nos ofrece el desarrollo del Tiempo, puesto que

5S Holderlin. Remarque sur OEdipe, Paris, Pléiade, pág. 951.

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Edipo, hacia el fin de la tragedia, preferirá la ceguera de Tiresias el adivino a la clarividencia del descifrador de enigmas que él mismo fue. ¿Qué significa esta clarividencia de Edipo? Hólderlin nos lo dice: “ Edipo interpreta dema­ siado infinitamente la palabra del oráculo. . . Se ve tentado en dirección del nefas *6 La cólera de Edipo contra Tiresias es la de un saber “ebrio” . ¿Cómo decir mejor que el saber es deseo y goce, puesto que Edipo “Se excita primero para saber más de lo que puede soportar o conte­ ner”? La ceguera es pues, aquí, renuncia a ese goce, a esa excitación, para tratar de alcanzar lo que será la etapa de Colono, el saber verídica?-^. ¿Por qué ese deseo, por qué ese goce? Porque ese saber está destinado a calmar una buena conciencia. Puesto que Edipo es un adivino, igual o superior, piensa él, a Tiresias, entonces la investigación debe desmentir esa profecía, cumpliendo al mismo tiempo el rechazo del deseo de combatir con un padre (tanto Polibio como Layo) pero realizándolo en la invalidación del poder profético del adivino. Se ve que la apuesta trágica es la de una lucha entre Edipo y Tiresias y, por ese medio, entre Edipo y el Dios. Hólderlin recurre a una expresión genial al hablar del acoplamiento Dios-y-hombre, seguido de su sepa­ ración . Aquí sutura y corte, conjunción y-disyunción son términos equivalentes a aquéllos donde se descubren las figuras de Eros y del impulso de muerte. A partir de un poder, pues, el que hace de Edipo el hijo de la Fortuna, se unirá con el Dios, más Dios que el mismo Dios. Y Hólderlin escribe: “Todo es discurso contra discur­ so, cada uno da lugar claramente al otroS8” . La solución es esa separación, ese alejamiento categórico del Dios en el que Jean Beaufret vio resonancias kantianas. La deserción del hombre lo pone ante lo irreversible, ante el Tiempo que ya no autoriza el encabalgamiento de las generaciones, el

56 Loe. cit. pág. 953. '*1 Proyecto siempre rechazado. Marie Delcourt observa: “ Edipo maldice a sus hijos, ignoramos por q u é ” . Sófocles lo m uestra allí preso de la misma rabia, en busca de nuevos conflictos. 1 ' Loe. cit. pág. 957.

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retruécano de las relaciones de parentesco, el cúmulo de poderes que lleva a Edipo al lecho de su madre y al trono de su padre. Infidelidad recíproca, es la marca de la condi­ ción humana. El lugar de la verdad no es otro que el Tiempo y no la Palabra engañadora. El significante mayor es el revelado por el significante de la separación, dicho de otro modo en lenguaje freudiano: el impulso de muerte. Que Edipo interprete demasiado infinitamente es la marca de la desmesura orgullosa que debe encontrar su límite. Pero el parricidio y el incesto no pueden darse más que en el contexto de ese “exceso por interpretar” , en lo que los significa a sí mismos como transgresión. Porque su límite no es eso de lo que se puede partir para ir desde adelante sino ese punto hacia el que se vuelve, que no es el mismo que aquél de donde se partió. Ese punto no puede someter­ se a ninguna interpretación pero funda las interpretaciones que derivan de él. Estas chocan con ese límite y se difun­ den por otras partes. En alguna otra parte que recoge el exceso nunca abolido, ni contenido, que la tentación de su transgresión suscita y que no se apacigua más que en lo nefas. Pero ésta es la dificultad que tendremos que pensar: un suelo que se sustrae a toda interpretación definitiva, una nebulosa que remite a una pregunta infinitamente renovada. Se trata no tanto de un infinito del discurso o de su límite cuanto de una categoría de pensamiento —a pensar— que quizás el psicoanálisis haya ayudado a descubrir.

El análisis de Holderlin es profundo porque une en una lógica —la palabra es de él mismo —la semántica y la sintaxis de la obra. La cesura es la expresión del conflicto, es “suspensión antirrítmica” , figura de la orientación del dinamismo trágico, de la fuerza y la contrafuerza que se dividen su campo. De esta oposición nace no solamente el conflicto de las representaciones sino la representación mis­ ma: “ La pura palabra, la suspensión antirrítmica, se hace necesaria para encontrar como arranque el cambio y el intercambio de las representaciones hasta tal punto que ya no sea el cambio de las representaciones, sino la represen­ 3 24

tación misma la que aparezcaS9” . Admirable fórmula que se inscribe en un movimiento de pensamiento analítico. Esta imagen final donde Dios y hombre se encuentran de espaldas, separados, cada uno infiel al otro, “encontrándo­ se” cada uno en esta ruptura, es uno de los juicios más profundos sobre la tragedia. Pues de esta separación nace la regulación del conflicto Dios-hombre en el hombre mismo, que se capta en esa oposición. El estado del espíritu fuerte cede ante la fuerza del espíritu que es contradicción; el espíritu se transforma en espíritu del mundo de los muer­ tos. La representación misma, cuando aparece, ya no puede, pues, ser más que la de la muerte del héroe. La ausencia del Dios, su silencio frente a Edipo que sólo se comunica con él por intermediarios, es reemplazada por la ausencia de la muerte del héroe, que sin embargo era exigida por el Dios. La mutilación que se adelanta al castigo la sustituye. Pues esa polisemia del significante, a la que nos hemos atenido hasta ahora, sólo adquiere sentido cuando desembo-, ca en la resolución de lo trágico, la muerte o la castración del héroe, lo que lo diferencia de lo cómico. Como en lo trágico, la polisemia del significante juega profundamente en lo cómico, pero la solución es diferente. Todo se arregla y lo peor no es siempre seguro, según la fórmula de Claudel. Eros triunfa, la vida continúa. A esti respecto, el Anfitrión de Plauto es, en cierto modo, el modelo de la comedia antitrágica. El acoplamiento Dios-hombre del que habla Hólderlin se realiza allí casi literalmente por intermedio de Alcmena. Y Anfitrión, cornudo y contento, aceptará sonriente ser el padre de Hércules. Tema clásico del adulterio con el aval del marido. Y sin embargo, ¡qué tema de tragedia! Más o menos. Bastaría que Anfitrión rechace la duplicidad de Zeus, que castigue a su mujer por protestar contra la iniquidad del Dios que escarnece a un general vencedor con derecho a la dignidad de los héroes. Pero no, Eros triunfa y el Hércules mofletudo que nace de esta unión es un hijo

59 Loe. cit. pág. 952.

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del amor, fuerte y feliz. La tentación de lo nefas, ésa es la culminación de la polisemia del significante que abate a Edipo como un árbol atravesado por un rayo. "La palabra trágica de los griegos es brutalmente criminal”, dice Hólderlin, “ porque el cuerpo que ella apresa muere efectiva­ mente60” . Pero también mata más insidiosamente, más lentamente; puede ser más magulladora que asesina según una concepción más hesperi'dica. Entonces puede establecer cierta oposición entre lo griego nativo y lo hesperídico. El “retorno mental” se transforma en retorno a los orígenes, memoria. Memoria conflictual entre lo formal excesivo y lo informal originario: “ Lo informe se inflama al contacto con lo que es demasiado formal” . Encontramos esa lucha entre lenguajes de origen, de procedencia, de fechas diferentes, entre logos diferentemente estructurados. Pero el Logos primario reafirma constantemente sus derechos contra lo secundario, más razonador, más razonable. Beaufret, en su hermoso prefacio a la edición francesa de las Observaciones61 muestra que en este enfrentamiento de los lenguajes Holderlin no toma como tal la oposición tradicional entre Dionisos y Apolo, pues Apolo es, como Dionisos, una figura de fuego, una fuerza tan viril como la del Dios báquico. Figura tan “oriental” como la primera. Es decir, del mismo origen espiritual que la de los rituales de Tracia y de Frigia. Lo nativo, lo natal, lo originario, están constantemente cubiertos por lo que podría llamarse, para designar lo cultural, la secundariedad. Lo que Hólderlin nos hace pensar es el vínculo entre la memoria origina­ ria y el desvío surgido del acoplamiento. Separación del Dios como condición de la representación en tanto ésta es representación ausente: “ El Dios está presente en la figura de la muerte” . No dejaremos de evocar, una vez más, al psicoanálisis. No solamente en este deseo de saber, sin el cual no hay análisis posible así como tampoco es posible sin amor por la verdad, sino también en ese alejamiento categórico del

*° Loe. cit. pag. 965. “ Holderlin et Sophocle, París, Bibliotèque 10X18.

analista que encuentra el analizado. Producirá sonrisas nues­ tra comparación entre el analista y Dios; los primeros en hacerla son los analizados mismos, así como producen la fantasía del acoplamiento con él. El analizado es quien asume ese alejamiento categórico para que se haga el análi­ sis, para que entre en juego la interrogación del significante, la puesta a prueba de la polisemia y el advenimiento de la diferencia como diferencia de los sexos. El desvío del analizado es el análisis que sobreviene después del deseo de seducir al analista, de engañarlo con artimañas, de castrarlo. El análisis se transforma en tragedia de la muerte retardada. El Tiempo es el gran dueño del análisis y hará del analizado un infiel, un traidor a su analista, puesto que lo dejará un día, como se deja al padre y a la madre. La retlexión hólderliana sobre la tragedia, a partir de Edipo y de Antígona, se encuentra entre las más profundas que existen; se ha añadido poco a ella, a pesar de Hegel, Nietzsche, Heidegger. Este último, con Karl Reinhardt, ve en Edipo R ey una tragedia ejemplar como tragedia de la apariencia y como ilustración de la relación entre el Ser y la Apariencia. Reconoce en Edipo a un gran cuestionador, metafísico por excelencia. ¿Cómo aceptar esa tesis, que se aleja de Hólderlin más de lo que quisiera? La cuestión fundamental, si Edipo R ey es la tragedia por excelencia, es saber por qué ese cuestiona­ miento hostigador, despiadado, esa ebriedad de saber, se ligan tan indisolublemente con el parricidio y el incesto. Fuera de estos límites, el resto es un desplazamiento de la cuestión. ¿Por qué ese develamiento de lo latente del que habla Heidegger es el crimen del padre y el coito con la madre? ¿Hay que admirar la obra y cerrar ojos y oídos a ese contenido o considerarlo contingente? ¿Acaso la trage­ dia de Edipo sería, también ella, contingente, un simple quid pro quo? Podría ocurrir, en efecto, que el destino de esa tragedia sea el del malentendido, como el malentendido es lo que le dio nacimiento. La interpretación que prevale­ ció durante mucho tiempo y que se sostiene a pesar de Freud, es que se puede admirar por sus cualidades formales, que nos podemos apiadar de Edipo, purgarnos de sus 327

crímenes y considerar que tanto el parricidio como el incesto son fruto de la mala suerte. Esto es lo que el mismo Edipo clama mucho tiempo des­ pués del descubrimiento de sus crímenes, en el bosque de Colono. Dice al coro: “He herido, he m atado sin saber” .

Luego a Creón:

“ Nunca se hará un crimen de ese m atrim onio ni de ese crimen de un padre” . “ Esa es la desgracia que me ha ocurrido Los Dioses me condujeron a ella” .

Después a Polinices: “ No has nacido d e m í, sino de o tro ” .

Así habla la denegación inevitable6 2. Pues si esa es la verdad, ¿por qué se destruyó los ojos? Se aleja la Muerte y con la vida vuelve la denegación. Asi', cada uno de nosotros es un Edipo según dijo Freud, no solamente por haber cometido el parricidio y el incesto —en el deseo, si no en acto—, sino también por nuestro encarnizamiento en negarlo después de la infancia. Cada uno de nosotros y toda nuíestra cultura occidental, que sólo quiere reconocer en el Edipo de Sófocles la representación de un destino excepcional.

61 Denegación asimismo la q us afirma con jactancia: matar a mi padre y acostarme con n s madre. ¿Y tam bién la que añade, exhibiendo su culpa como una desdichada: “ Y además com etí muchas otras faltas” . como objetivo la disolución de esos deseos en una espera el Juicio Final y el goce del niño castigado.

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“ Sí, quise qué? O conciencia Esto tie#e masa qoe

IV El ojo suplementario de Freud: el complejo de Edipo Así Holderlin, en relación con muchos de nuestros contem­ poráneos que pudieron beneficiarse con el saber surgido de la teoría freudiana, está mucho más cerca que ellos de la verdad. Sin duda porque era poeta y psicótico a la vez y había planteado trágicamente la “cuestión del padre”6 3 . Edipo, Holderlin y Freud tenían los tres un “ojo demás” . Sin embargo cada uno vio según su óptica lo que se sustrae a la mirada de los hombres. Los tres sufrieron un destino diferente de lo que les fue dado ver. Edipo se destruyó los ojos, Holderlin se ensombreció en la locura, Freud des­ cubrió el inconsciente. Tanto Edipo, como Freud trajeron la peste. En la antigüedad, la desgracia proveniente de los Dioses exigía un culpable y una sanción radical, una exclusión ritual. En nuestra civilización se lucha de otro modo contra las epidemias. Por eso, desde que Freud nos trajo la peste nos apresura­ mos a vacunarnos. Ante todo los psicoanalistas, por el empalidecimiento del discurso freudiano y la reducción de su diferencia con los otros discursos. Después el público, por la circulación inofensiva de una imagen del psicoanálisis y del psicoanalista que se ha esforzado por dominar lo que podía tener de inquietante o de escandaloso la revelación del inconsciente. Los teóricos de la cultura desempeñaron en esta evolución una función apreciable. Hemos visto de qué modo, ante el mito de Edipo, tres especialistas contem­ poráneos no pudieron comprender el corte epistemológico operado por el discurso de Freud. Marie Delcourt optó —pero sus conclusiones no tienen un carácter totalmente demostrado en este punto— por la tesis adleriana del con­ flicto entre las generaciones. J.—P. Vernant, en nombre de la psicología histórica que debe relacionarse con la psicolo-

<’ J Cfr. J. Laplanche. Holderlin y la cuestión del padre. Buenos Aires, Corregidor, 1974.

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gía sociológica del marxismo, restringió el alcance del mito al estado de la sociedad del siglo V ateniense. Lévi-Strauss, aunque apela a Marx y a Freud, anega la teoría freudiana en la combinatoria de todas las versiones del mito, en una perspectiva surgida del form alism o^. Invocar esa primacía de la interpretación freudiana no es sino reencontrar lo que Lévi-Strauss afirma cuando escribe: “ La sustancia del mito no se encuentra ni en el estilo, ni en el modo de narración, ni en la sintaxis, sino en la historia que en él se cuenta. El mito es lenguaje; pero un lenguaje que trabaja en un nivel muy elevado y donde el sentido llega, por así decirlo, a despe­ garse del fundamento lingüístico sobre el cual comenzó por transitar 6 s ” . Para Freud era indudable la intemporalidad del Edipo, pues el mito de la horda primitiva era para él una realidad y no solamente una hipótesis. “ Para encontrar el punto de partida del enfoque psicoanalítico de la vida religiosa debem os dar un paso más. Lo q ue hoy es la herencia del individuo fue un d ía una adquisición nueva y se transmitió de una generación a otra a lo largo de una larga serie. Así, tam bién el complejo de Edipo puede haber tenido estadios de desarrollo, y el estudio de la prehistoria puede perm itim os seguir su evolución. Estas investigaciones sugieren la idea de que la vida de la familia hum ana ten ía en esos tiem pos antiguos una form a totalm ente diferente de la que hoy nos es familiar. Y esta idea se apoya en descubrim ientos pasados y en la observación de razas primitivas contem poráneas. Si se estudia el m aterial prehis­ tórico y etnológico según el m étodo psicoanalítico, llegamos a un resultado asom brosamente preciso: que el Dios Padre habitó un día sobre la tierra bajo una form a corporal y ejerció su soberanía com o jefe de la horda hum ana primitiva hasta que sus hijos se unieion para matarlo. Además, surge que ese crimen

‘ 4 En el cuadro que propone Lévi-Strauss para descom poner el m ito, todas las relaciones estudiadas son duales, con excepción de la proposición inicial, que resume por sí sola todo el com ple­ jo: “C adm o busca a su hermana Europa raptada por Zeus’’. Por lejos que se lleve la reducción, se la entiende entonces como una empresa destinada a disolver estra triangulación inicial (Cfi. Antropología estructural, pág. 194). 65 Loe. cit., pág. 190.

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liberador y las reacciones frente a él tuvieron como resultado la aparición de los primeros vínculos sociales, de las restricciones morales básicas y de la form a de religión más a¡:!igua, el totem is­ m o. Pero las religiones ulteriores tienen tam bién el mismo conte­ nido y, por una parte, se preocupan por borrar las huellas de ese crimen o por expiarlo aportando otras soluciones a la lucha del padre con sus hijos, mientras que por otra parte no pueden evitar repetir una vez más la eliminación del padre, incidental­ m ente se encuentra tam bién en los mitos un eco de ese m ons­ truoso acontecim iento, que cubrió con su sombra todo el pro­ ceso del desarrollo h u m an o 66”

Hoy más de uno cuestionaría estas afirmaciones y muchos psicoanalistas se unirían al grupo de los cuestionadores. Otros responderían que hay que interpretar esta hipótesis como una fantasía de deseo colectivo, cuyo poder de evocatión sería tal que tomaría valor de realidad. Nos encon­ tramos aquí ante una de esas fantasías primarias que para Freud tienen una función estructurante en lo imaginario social. Sin embargo, si queremos “datar” el complejo de Edipo —y Freud no se opone a ello a priori, puesto que supone que este complejo tuvo una historia y aun estadios evolutivos-, no podríamos localizar su nacimiento en una capa temporal determinada. Hay complejo de Edipo desde que existió una familia. Habrá un complejo de Edipo en tanto haya una familia. Esto no excluye que las modifica­ ciones producidas por las épocas y los regímenes sociales influyan en su forma. Pero es posible plantear reservas frente a esta actitud relativista. Las determinaciones que influyen en el complejo son de dos tipos. Unas son prima­ rias; se fundan en la prematuración del hombre al nacer y en su dependencia respecto de sus progenitores, que es un hecho biológico y social. Las otras son secundarias; depen­ den de la manera en que se transmiten las imágenes de identificación maternas y paternas y de la manera en que ios roles parentales son asumidos por aquéllos que los desempeñan en una cultura y una época dadas. Entonces se comprende fácilmente que sólo las determinaciones secun­ “

Prefacio a “ El ritual” de Reik, S.E., pag. 261-262; Biblioteca Nueva, lll.pág. 301.

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darías son sensibles a la influencia del tiempo, del contexto histórico-social. Esto no equivale a negar su importancia. Esas modificaciones desempeñan un papel fundamental en el nivel de la formación de los ideales del yo. Pero los elementos constituyentes del complejo: oposición de Eros y de los impulsos de destrucción, bisexualidad psíquica, duali­ dad de los principios de placer y de realidad, tensión entre deseo e identificación, pertenecen a las determinaciones primarias. Su estructuración hace del complejo de Edipo un sistema simbólico. Esta estructuración es el nudo primario articulado según una lógica inconsciente que va a envolver todo el proceso secundario que obedece, en parte, a una lógica consciente. Es evidente, pues, que nos vemos llevados directamente a responder a la otra cuestión, la de la universalidad del com­ plejo de Edipo. Esta universalidad es inevitable desde que permanecen en vigor la prohibición del incesto y la inter­ dicción del parricidio. El mismo Lévi-Strauss insistió en el valor excepcional de la prohibición del incesto: regla de reglas. Es “la Regla por excelencia, la única universal y que asegura el dominio de la cultura sobre la naturaleza. . . En un sentido pertenece a la Naturaleza, pues es una condición general de la cultura, y en consecuencia no hay que asom­ brarse al ver que toma de la Naturaleza su carácter formal, es decir la universalidad. Pero, también en un sentido, ya es la Cultura, que actúa e impone su regla en el seno de fenómenos que no dependen, de entrada, de ella. .. La prohibición del incesto constituye precisamente el vínculo que une una con la otra 6 7 ” Si volvemos incansablemente sobre la prohibición del inces­ to es, además, para marcar su carácter extraordinario, abso­ luto, extraño. Pues no se la podría explicar ni por el

11 Las estructuras elementales del parentesco. Buenos Aires, Paidós. Se sabe que Lévi-Strauss revisó ulteriorm ente el carácter absolu­ to de esta distinción entre naturaleza y cultura (cfr. supra). F.l sentido de esta evolución es llevar la regla hacia las leyes de transmisión del código genético (ADN), y por lo tanto hacia la herencia biológica más que hacia la institución social. Recorde mos que Lacan propuso, desde 1936, el térm ino herencia social.

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r peligro de la consanguinidad —hipótesis ingenua y falsa— ni por la preservación de un sistema combinatorio que obliga al intercambio. Si en el primer caso la humanidad se en­ cuentra dotada de un poder de observación científica anti­ cipada y cuestionable, en el segundo se le atribuye un estado espiritual que es el de los jugadores que buscan una martingala. El juego es un objeto matematizable, pero ante todo es búsqueda de placer: hasta la ruina y el suicidio. ¿Qué ocurre entonces con la transgresión? El caso de Edipo nos lo muestra mejor que ningún otro. Toda la tragedia se desarrolla, de hecho, como una exclusión ritual. Todo el ritual de la tragedia se une aquí con el rito de donde la tragedia ha nacido. Edipo, al fin de ¿a tragedia, se destruirá los ojos del mismo modo que los jóvenes someti­ dos a la iniciación sólo atraviesan la prueba después de una mutilación más o menos importante, cuyo valor simbólico es esencial. El rito de iniciación se reduce, en la tragedia, a la participación en el espectáculo68. Un espectáculo que narra la exclusión de quien transgredió los interdictos, pero un espectáculo que cimenta la unidad de los miembros de la Ciudad por su participación común en una ceremonia. El rito de iniciación es una de las formas más antiguas de institucionalización. Signa la entrada del niño al mundo de los seres sexuados por una castración simbólica. El lazo que une los miembros de la comunidad ya no es la consanguini­ dad sino la experiencia del culto. Como dice G. Thomson, ya no es el nacimiento lo que califica a lo humano, sino el renacimiento. Renacimiento que obtiene su valor por hacer coincidir la muerte simbólica del niño con la resurrección del antepasado muerto: el padre del padre. El significante del culto se pone así en el lugar del padre muerto. Pone en comunicación la muerte y el develamiento de un código secreto. Signa la existencia con una deuda con el antepasa­ do, a quien devuelve a la vida, y promete a todos un nuevo nacimiento después de la muerte. La apertura al sexo es la

Entre los helenistas que sostuvieron la tesis del origen de la tragedia en su relación con el rito de iniciación, hay que men­ cionar especialmente a G. Thompson, Cfr. Aeschylus and Athens. Londres, Lawrence et Wishart.

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mediación que permite ese pasaje, pues el instrumento de la generación sirve para establecer la filiación entre el hijo y el padre del padre o padre muerto. Ese suplemento de vida acordado al antepasado se carga en el sistema significante que permite su celebración. La ausencia del padre muerto se transforma en ausencia consagrada, germen de todas las religiones. La castración es la contraparte de ese suplemen­ to de vida. Ella es también la marca impresa en el sujeto por tener que recordar su muerte y los límites impuestos a su goce. El sistema significante ha reprimido la naturalidad de la vida, y la sexualidad ha establecido su vínculo con la muerte. De hecho no se recusa la naturaleza sino que se la inviste mediante el sistema significante. Pues los ritos de la muerte humana están estrechamente ligados con los ritos agrarios de la muerte y del renacimiento de la vegetación. El invier­ no y la vejez son matados por la renovación, la pubertad primaveral*’ . Volvemos a encontrar el incesto. Volvemos a encontrar asimismo, detrás de estos ritos agrarios, a la Tierra, la madre, excluida de las ceremonias de iniciación que cortan definitivamente el vínculo del hijo con la que lo engendró. Así la imagen de la madre se liga con los ritos agrarios por la correspondencia entre unión sexual y fecundidad natural; la imagen del padre se enlaza con la memoria del antepasa­ do y la muerte. Por un lado la exogamia, por el otro el totemismo. Pero ambos deberán reafirmarse constantemen­ te. deberán ser observados escrupulosamente, indefinida­ mente repetidos para no dejar resurgir el deseo que trans­ grede los interdictos. Según Thomson, un rasgo casi univer­ sal de las celebraciones rituales ancestrales es la producción de una especie de drama donde los actores personifican al antepasado, a menudo en su forma totémica. La tragedia surgió de esas ceremonias sagradas, donde se unen, por otra parte, lo épico y lo satírico70.

69 lídipo y Dionisos son primos; no olvidemos que am bos descien­ den de Cadm o, que m ató al dragón. Ambos hijos mal recibidos, cuya sobrevivencia es milagrosa, y ambos serán perseguidos. Es notable que Dionisos sea el único Dios sufriente. 10 Cfn. R. Dreyfus, Tragiques grecs. Introducción. París. Gallimard.

No debemos olvidar que lo sagrado, que es la intendón implícita de lo trágico, no es una referencia primaria, o ' última, en la teoría freudiana, sino el recuerdo y la reminis­ cencia de un acto que él conmemora: el crimen del padre primitivo. Lo sagrado como expresión fundamental de lo religioso es inseparable de la interdicción que instituye una categoría particular de objetos a quienes se debe una refe­ rencia especial porque en ellos se significa la presencia de la muerte. Al muerto se le devuelve el poder que su muerte le quitó, poder al que hay que rendir homenaje para prevenir su posible hostilidad vengativa. Proyección sobre el desapa­ recido de la hostilidad que ha motivado su exterminación en tanto prohibió el goce. La tragedia puede hacer un doble uso de este acontecimien­ to mítico. O lo repite atribuyendo el castigo del héroe, que aquí representa al padre, a una acción vengativa de los Dioses, mientras los hijos se limpian la mancha del crimen por el tributo que pagan a esos poderes invisibles que no conocen limitación mortal a su placer. O entonces, invirtiendo esta última situación, la tragedia presenta el reempla­ zo imposible del padre por el hijo, pues el primero ocupa el lugar de los Dioses, mientras que el segundo está represen­ tado por el personaje del héroe, cuyas hazañas pasadas y presentes desembocan en la catástrofe trágica. En ambos casos, el goce extraído del espectáculo sufre la inversión masoquista, como lo subrayó Freud71. Pues la identifica­ ción se hace, en todos los casos, con el héroe y no con los Dioses. Hacer de la catástrofe un objeto de goce atestigua la sobe­ ranía del principio del placer, que es capaz de una venganza singular sobre el dolor, la decepción o la insatisfacción de los deseos, y el fin que se alcanza de este modo constituye un resultado no insignificante. Pero se trata, además, de permitir por todos los medios la realización proyectada en el escenario de las fantasías de grandeza por la posible identificación del espectador con el héroe, ese espectador

71 “Personajes psicopáticos en el teatro” , S.E., VII, pág. 306; Biblioteca Nueva, III, pág. 988.

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“a quien no ocurre nada” , como dice Freud, y que está dispuesto a pagar un alto precio para que pueda ser “ puesta en acto” , en el área circunscrita del espectáculo, la “ puesta en escena” de las hazañas con las que sueña. La solución trágica * 2 resultaría, pues, de un compromiso entre esa realización de deseos y el tributo que ella exige como contraparte. La interpretación, la deformación, la repetición Decir que el complejo de Edipo es universal equivale a decir que todo ser humano nace de dos progenitores, uno de sexo idéntico al suyo y el otro de sexo diferente; que se apega a uno de sus dos progenitores, la madre que le proveyó sus primeros objetos de placer; que el padre permi­ tirá al varón y a la niña desprenderse del objeto materno, el primero mediante la renuncia a la madre, la segunda me­ diante otra renuncia más, al padre; que los dos hijos orien­ tarán sus intereses fuera de su cuerpo, lejos de sus objetos primitivos, en el mundo social, y que, finalmente cada uno se unirá a un ser del otro sexo para convertirse, a su vez,

Recordem os este pasaje de Freud en Más allá del principio del placer; “ Finalmente debe recordarse que en el adulto la repre­ sentación y la imitación artística que se dirigen, a diferencia de lo que ocurre en el niño, a la persona del espectador, no le escamotean, por ejemplo en la tragedia, las impresiones más dolorosas, y sin embargo pueden llevarla a un algo grado de goce. Tenemos a q u í la prueba de que, aún bajo el dominio del principio del placer, existe más de un camino y de un medio para que lo que en sí es displacentero se transforme en objeto del recuerdo y de la elaboración psíquica, lisos casos y esas situaciones que obtienen, como solución final, una prima de placer, podrían constituir el objeto de una estética de orienta­ ción económ ica” . Estas observaciones coinciden con la teoría aristotélica de la mimesis. Pero la solución final para Freud no es tanto la catarsis como el goce masoquista en la repetición, aunque esta repetición se produzca aq uí todavía en nom bre del principio del placer más que de la tendencia a la repetición de los impulsos de destrucción. La combinación de estos dos facto­ res concluye en el goce masoquista procurado por el espectáculo trágico.

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en progenitor. La elección final del sujeto no podrá dejar de estar influida por los dos progenitores que le dieron nacimiento. Esta serie de trivialidades se transforma, en el hombre, en materia de fantasia, tragedia personal y luego simplemente tragedia. Ella recorre el camino por la vía de la fantasía, nacida del deseo, imposible de satisfacer, de poseer plenamente el objeto del goce y de eliminar total­ mente el objeto de la rivalidad. La tragedia personal se debe, fuera de las limitaciones de la fantasía, a la imposibi­ lidad real, física, biológica, psíquica, de transgredir las inter­ dicciones. El niño pequeño no puede en ningún caso ser lo suficientemente fuerte como para matar al padre y, aunque pudiera cometer el incesto con una madre que lo consintie­ ra, su inmadurez corporal lo pondría en una situación objetiva de impotencia o de esterilidad. Este conjunto es el que da su importancia al Edipo. Esta situación infantil sería, por sí sola, una imagen de lo trágico. Pero podemos preguntarnos por qué el mito edípico y el complejo de Edipo son un molde privilegiado para el abordaje de lo trágico. Ya hemos respondido parcialmen­ te a ello al delimitar las preguntas que implica sobre el parentesco, el nacimiento, la unión sexual, la muerte. Pero podemos encontrar, además, otras razones. La esencia de lo trágico reside, como ya Aristóteles lo hizo notar, en la inversión de la peripecia. La historia de) niño en la edad del complejo de Edipo es ejemplar a este respecto. Pues la inversión de la peripecia puede concebirse según dos mo­ delos: o el héroe de la tragedia está colmado, su deseo parece haber tenido la oportunidad de verse realizado, está del lado del falo, poseedor de potencia, de objetos de goce y entonces, después de la inversión, se encontrará con la caída, es decir la pérdida de sus bienes, el desvanecimiento de su potencia y el gusto amargo de la decepción y la desgracia; o entonces, en el punto de partida de la acción trágica se encuentra privado de honores y de placer, es uñ paria de la Ciudad, y el desarrollo de la tragedia, superando mil dificultades, parecerá abolir la maldición que pesa sobre él. Sin embargo, como Sísifo, sus esfuerzos serán vanos y descenderá nuevamente la pendiente del infortunio. En am­ bos casos es imposible alcanzar la felicidad, perdida por un 337

pelo, por la decisión de los Dioses que castigan algún delito desconocido o que ha pasado desapercibido. En esta situación se encuentra el niño en la edad del Edipo. Fantasmáticamente ha alcanzado la edad de ser como el padre, de reemplazarlo junto a la madre, de ser, como dicen algunas de ellas de sus hijos, “ su maridito” . En algunos momentos se cree más fuerte que el padre, por lo menos en sus ensueños. Pero-esta solución le está interdic­ ta, prohibida por el padre a quien corresponde la última palabra. La inversión de la peripecia fantasmática ya no corresponde a un decreto divino, sino a un descubrimiento semejante, dice Freud, a la caída del trono o del altar: la castración de la madre. Con ese recuerdo de experiencias más antiguas - e l destete, el control de los esfínteres, que han sido sus precursores— se dibuja la categoría de lo Interdicto y de lo Imposible, pero esta vez la amenaza se dirige al objeto más valorizado porque está más catectizado narcisísticamente: el pene. Hay que renunciar al objeto y a la realización del deseo, explorar otros caminos, crear un campo nuevo para el deseo por la inhibición del fin del impulso y el desplazamiento de los intereses fuera de los senderos del placer. Magra recompensa. F.n todo caso, este nacimiento del superyó, heredero del complejo de Edipo, es un nacimiento trágico edificado sobre la muerte de los anhelos más antiguos y más profundamente inscritos en la carne del sujeto. El complejo es a la vez la estructura más general, ligada a la condición de hombre y como tal indispensable, y el conjun­ to más singular, pues cada uno vive el movimiento de su vida como lo que pertenece a su individualidad más inalie­ nable. Es, pues, sistema y estructura, pero sistema y estruc­ tura individuales, es decir indivisibles, intransferibles. El complejo de Edipo se sitúa en el doble plano de la diacronía y de la sincronía, no solamente porque lo consideramos intemporal y universal, sino también porque implica la historia y la estructura. Sólo es inteligible en la trayectoria orientada de la existencia humana desde el nacimiento hasta la muerte y según la combinatoria de los intercambios que instituye entre el niño, la madre y el padre. Se encuen­ tra en el principio de una doble diferencia: diferencia de las

generaciones entre padres e hijos, diferencia de los sexos entre los padres, entre el hijo y uno de sus padres. Por las cristalizaciones que permite, requiere a cada instante la disolución más o menos completa de sus organizaciones o la reformulación de éstas en las construcciones del significante que permiten acercársele. Fste enfoque es insostenible porque su efecto reductor parece anular todo discurso. Pero el discurso es el mediador necesario, tanto para acer­ carse como para alejarse del Edipo. Su riesgo es siempre caer en una naturalidad donde el lenguaje de la Ley y el del cuerpo coincidirían, donde el logos del cuerpo se hundi­ ría en la pérdida del discurso. El complejo de Edipo está, pues, preso entre la anulación de toda palabra, que deja el campo libre al solo lenguaje del cuerpo, y la polisemia de! significante que perdió a Edipo. El ojo demás es lo que en el hombre lo condena a la interpretación. Pero lo que hay que recordar de la lección de Edipo es que la interpretación no es solamente un campo de lo posible sino una obligación, una necesidad. La relación del sujeto con su progenitor funda el campo de la obligación interpretativa. Imposible mantener silencio an­ te el misterio de los orígenes que se cerraría sobre los padres solos, excluyendo al sujeto. Pero imposible saber lo que ocurrió exactamente, es decir, ni demasiado ni demasia­ do poco. Siempre hay demasiado que interpretar sobre la relación de parentesco. Siempre hay un ojo demás, el del espectador no admitido a observar la escena. Sin embargo el peso de la represión, su carácter masivo, como lo de­ muestra la importancia de la amnesi;! infantil, abre una segunda obligación. La verdad se sustrae, se esconde, sin lo cual no sería la verdad. Pero tampoco se da en una relación de todo o nada Esta siempre ausente y siempre presente. Ausente en su totalidad o su originalidad, presente detrás y a través de las deformaciones que le imprimió la represión. La verdad, dice Freud al término de su obra, sólo se alcanza por sus deformaciones, deformaciones que no son atribuíbles a ningún falsario, sino que son una necesidad para todos los hombres que quieren evitar el displacer ligado a la revelación de lo inadmisible Esta obligación es la obligación deformadora. De allí el desconocimiento cuan­ 339

do resurge la verdad; ella nunca es totalmente la misma, por lo tanto no puede ser ella, piensa aquél que está sometido a su mirada y que se niega a reconocerla con todas sus fuerzas. La pareja formada por la obligación interpretativa y la obligación deformadora genera una tercera obligación, asi' como es engendrada por ella: la obligación repetitiva. La verdad, consagrada a dejarse descifrar por la interpretación y a errar por la deformación, se repite incansablemente para hacerse reconocer y esconderse indefinidamente Pero, también allí, esa repetición nunca es repetición de lo idénti­ co, a lo más de lo semejante, y organiza en cada escansión el espacio de una diferencia. Así la fantasía se repite en el mito y el rito; juntos, estos se repiten en la tragedia. En la reiteración del significante, en cada uno de sus momentos, en un nuevo espacio. El significado, volviéndose a decir sin cesar, se deforma y se sustrae a una captación unívoca global y definitiva.

Himno, ritual, epos, tragedia Es evidente que los diferentes modos de actualización del relato suponen modos de participación diferentes de donde emergen tipos de representación que acusan su marca. En el carácter encantatorio del himno esta participación es total, pues implica la reproducción activa del relato y la desubjetivación del participante por su fusión con el conjunto. La representación deja paso al movimiento encantatorio que la tapa, sin que ésta pueda formularse. Es apelada constante­ mente pero permanece cautiva; por eso sólo se la evoca poéticamente. Si recordamos que una representación no es un fenómeno estático sino un proceso en desarrollo que se enlaza por sus mismas transformaciones con otras figuras que engendra al desarrollarse, puede decirse que todas las posibilidades dinámicas son movilizadas por las variaciones del registro afectivo del himno en la encantación. Todo el movimiento se encadena por lo que permanece fuera de la representación a la que se niega un despliegue propio. El himno tiene su contraparte en el ritual que libera en 340

r parte la representación exteriorizándola. Pero al hacer esto la liga. La ritualización tiene como característica esencial hacer surgir el sentimiento de protección contra la transgre­ sión de las interdicciones referidas al objeto del deseo y de las representaciones que se le asocian, mediante el estricto respeto de las prácticas donde las acciones triviales se car­ gan de un gran poder de significación, pues el sacrilego se desplaza de los deseos interdictos y de su posible realiza­ ción a la no observancia de las formas exigidas por la prescripción del ritual. La representación se desplaza aquí, pues, sobre la “puesta en acto” del ritual, se le somete y no puede despegarse de ella. Enlazada con el ritual, es en cierto modo agotada por la importante catexis que exige, en la sucesión de los momentos que contituyen el ritual, el mantenimiento de la conformidad con el modelo cuya forma, que se supone respeta, repite. El ritual es el ejemplo mismo del caso donde el medio de la representación se transforma en su fin. Entonces la representación se locaüza allí, encerrada en una historia reducida y desplazada, de donde es imposible toda salida. El participante asiste al ritual observándolo, en los dos sentidos del término, es decir, mirándolo y sujetándose a él. El epos permite esa excursión interdicta al ritual. Liberado del presente, el epos no repite una forma, no conmemora fijando, sino desarrollando un discurso en espera de su perpetuo desarrollo. Esta liberación del presente descansa en el tiempo del epos, que siempre es el de un pasado con el cual debe unirse el relato. Solicita, pues, la representa­ ción; .ésta llega a secundar la palabra que recita, la anticipa, le abre los caminos de la continuación del relato. Guiada por ella, la orienta en el sentido de la fantasía, que sofoca­ ban el himno y el ritual, cada uno a su manera. Da, de este modo, un paso adelante en dirección a la representación inconsciente. Todo esto conduce a decir que el epos es una representación propuesta. La tragedia recupera plenamente al relato. Ya no deja vagar el pensamiento del espectador como en el ritual; lo fija confinándolo al espacio de la escena. Pero en esa escena se desarrolla una historia plena: ni desplazada ni reducida. Lo que se busca en el espectador ya no es la conformidad en 341

la repetición, sino la concentración en un relato articulado, sin divagación posible. Del mismo modo que la tragedia integra al himno que esconde el relato, desplaza la tensión de la curiosidad intelectual que produce sobre el movimien­ to de afecto que le permite una descarga temporaria. En la tragedia la representación va por delante del sujeto, lo capta, lo aprehende. A diferencia del epos, que hablaba en nombre del pasado representándolo, la tragedia lo hace actual, presente. Se cierra ahora el camino hacia la fantasía que el epos invitaba al oyente a recorrer. Y esto para concentrar al sujeto en la acción trágica. ¿Pero no es acaso en tanto ésta asume la misión de ser encarnación de fanta­ sía? Por una parte la acción trágica pertenece, como la del epos, al pasado y tiene, pues, el mismo poder de suscitar la representación. Pero por otra parte esta representación no asume la form a.de la evocación. No es duplicada por la representación de la fantasía que se desarrollaría paralela­ mente al relato del epos. La acción trágica instala en la ac­ tualización del relato la representación sobre la escena. Por el exceso de presencia que aporta en su materia­ lización, cautiva suficientemente al espectador como pa­ ra no autorizar el vagabundeo de la fantasía. Recatectiza la actividad de los sentidos, vista, oído, a los que acapara en la percepción de una segunda realidad que es esa de la que habla la escena. Pero sigue presente la contradicción entre esa historia pasada, cuyo testi­ monio evocador era el epos, y su presencia en la tra­ gedia. Pues esa presencia es una trampa, dado que trata de suprimir esa distancia del pasado, que es el móvil y el motor de ese reencuentro del objeto perdido donde la fantasía encuentra las condiciones de su géneseis. Habría que aplicar este esquema al contenido de las leyen­ das dionisíacas que se encontraron en el origen de la tragedia. Si actualmente se tiende a considerar que el coro satírico no fue el único que dio nacimiento a la tragedia, sino que hay que reconocer además la influencia del coro épico, p a r e c e que la fusión de estos dos géneros ha plr teado algunos problemas a los especialistas. Como si pa .ciera muy difícil concebir que las canciones de beber* jres del ditirambo pudieran ser responsables del n a c i m i e ' . i O del es­ 342

pectáculo más noble de la cultura occidental. Reconozca­ mos aquí nuevamente la elisión de lo sexual, juzgado indig­ no de ocupar un lugar junto a las acciones heroicas. Quizás el pensamiento antiguo no tenía los mismos prejuicios. Esto nos brinda la oportunidad de recordar asimismo que la potencia es a la vez poder fecundante natural (ritos agra­ rios) y poder guerrero y político (ritos políticos), y que esta fusión es menos sorprendente de lo que pudiera creér­ selo. No es el psicoanalista quien la juzgaría inverosímil. El significante fálico, águila de dos cabezas, satírico y épico, soporte de los impulsos sexuales y agresivos en el origen de la tragedia, se aleja de nuestro modo de pensamiento civili­ zado modelado p j r veinte siglos de exclusión sexual. Razón de más para desconfiar de toda interpretación idealizante o parcial. Rechazamos tanto la interpretación trascendental, que sitúa en el origen de la tragedia el misterio de lo divino, como la interpretación política, que desprecia la indestructibilidad de los deseos que la vida social tiene como misión reprimir cuando no llega a excluirlos.

57 objeto transicional y la representación inconsciente Bsta concepción de la tragedia nos hace comprender su función psicoanalítica y social. Ella existe como manifesta­ ción de presencia, por su vínculo con la represer*ación, en el sentido psíquico y teatral del término; pero no existe como soporte de una verdad mítica transmitida de mano en mano y de boca en boca, antes de haber encontrado su forma escrita y representada. Podemos decir, pues, con fundamento, que es un objeto transicional colectivo que es y no es lo que representa. Este objeto transicional sólo tiene un momento en la historia de la cultura occidental. Le sucederán otras formas: los misterios cristianos, el dra­ ma isat.elino, la tragedia clásica, el drama romántico y ciertas formas del teatro contemporáneo donde merecen citarse los nombres de Artaud, de Beckett. de Genêt, de Dubillard. Así el significante se retoma indefinidamente, modulando sin cesar el significado fundamental que pesa por su ausencia.

343

La fuerza de Freud consistió, a pesar de la imposibilidad teórica de esa empresa, en sostener el discurso sobre el significado inabordable y continuar con el mismo esfuerzo para añadirse con su discurso a la suma de los discursos mantenidos más acá de sus límites. La reflexión sobre lo trágico no puede proceder hoy de otra manera. Lo que pueda decirse del Edipo no es pues que es un significado inaccesible, sino que ese significado sólo se da en su ausen­ cia. Esa ausencia no es inexistencia ni sustracción que huye de toda captación; al contrario, esa ausencia, nunca admiti­ da en ninguna presencia de sí misma, se lee en el trabajo de la diferencia de las huellas que trataron de alcanzarla, de rodearla, de discurrir sobre ella y que se despliegan en los enunciados que se desarrollan alrededor suyo 7 3 . Esa au­ sencia será denominada ausencia en la relación de la dife­ rencia entre / con los progenitores, en el espacio potencial de la generación. Por lo tanto, no es lo mismo designar ese significado como repelido perpetuamente fuera de la captación del significan­ te, y significarlo como ausencia de la naturalidad de la existencia, donde se desvanece todo discurso. Pues la ausen­ cia es lo difícil de pensar cuando se niega que ella sea no presencia, retención de un efecto en una huella, sustrac­ ción, carencia, inexistencia. Lo que hay que decir para pensarla antes de su conceptualización es indisociable del momento de su economía. Podría ocurrir que de la econo­ mía salga el concepto, como su causa ausente, y no que haya que plantear el concepto antes de estudiar su econo­ mía. Quizá los psicoanalistas, que se encuentran entre los más capaces de hablar de esto, no lo hacen tan claramente como debieran, y caen en la abstracción, son tentados por la sutileza y trampean con la dificultad más que la afron­ tan. Pues la fantasía, el sueño, el síntoma, hablan de esta ausencia habitados por la representación inconsciente. Una ausencia que no sería el reflejo de la muerte sino la muerte

1S Es evidente que estas líneas fueron suscitadas por la lectura de la obra de J. Dérrida.

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en la vida misma, en la réplica de la carencia74 en tanto la calca y la desequilibra. El teatro mantiene la apuesta de evocar esa ausencia de la manera más escandalosa, puesto que en ninguna parte el lenguaje ejerce con más resplandor el discurso de la presen­ cia. A este respecto, el teatro de la única representación es la tentación de anular esta presencia, pero también la com­ probación de la imposibilidad de esa tentativa. Más bien hay que buscar en el redoblamiento de la palabra reiterada la guarida de la ausencia en el teatro. El teatro es una réplica diferencial de los intercambios del lenguaje hablado. La producción de los enunciados que se desarrollan ante nosotros ha pasado por la escritura, y es inevitable entonces una teoría de la escritura del teatro. Pero ésta choca con su límite si olvida que esta escritura tiene un destino: el de volver a ser hablada. Es necesaria, pues, una doble teoría de la escritura, la de la escritura de la palabra y la de la escritura vuelta a ser hablada7 s . Quizás el efecto específico del teatro sea la confusión de esos dos momentos. El espectador se entrega enteramente al trabajo de decodificación de lo que quiere decir —en lenguaje hablado— el actor. Cree entonces haber registrado la traducción de ese lenguaje hablado, mientras que ha codificado su desequilibrio. Y por esa diferencia referida a enunciados reducidos y que forman parte de una cadena ininterrumpida, el significado ausente se desliza en él. Si ese primer esquema se encuentra dupli­ cado por la convergencia o la oposición de las voces del teatro, y. si el conjunto mismo está preso en el movimiento de la serie de acciones y de escenas, se presentan entonces para la representación inconsciente otras tantas ocasiones

Nos proponem os desarrollar próxim am ente la noción de replicación y sus relaciones con la de repetición. Ambas son escrituras en el seno de una teoría generalizada de la escritura, pero entonces no podemos apoyarnos en esa teoría para hacer la defensa específica de lo literal literario, puesto que ella desborda en mucho ese aspecto. Por escritura de la palabra no entendem os el uso degradante de la palabra en la escritura, sino la escritura replicación diferencial de la palabra. Esta, paia decirse, debe estar previamente inscripta. Es, pues, replicación diferencial de una escritura.

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de levantarse en favor de lo que produce el deslizamiento necesario de la fábula a medida que se acerca a su modelo fundamental nunca nombrado, al complejo edípico, con el cual se vincula por descomposición, desdoblamiento o du­ plicación. El “ ¿Qué es lo que dice? ” del espectador surge constantemente en el lugar del “ ¿De qué habla? Aquí no puede tratarse de saber “quién habla” puesto que esta pregunta sólo puede plantearse una vez que la obra se ha representado enteramente. El “ ¿Qué es eso que ocurre? ” escamptea 1a pregunta de que ocurre otra cosa que un “es eso” . El “ ocurre” del “ ¿Qué es eso que ocurre” sólo tiene sentido en tanto tiende a un pasaje sobre el que hay que suspender toda interrogación de alcance único. Aceptar ese pasaje equivaldría a renunciar a lo que Jacques Derrida llama la escritura lineal. Pero el teatro es precisa­ mente la exigencia de lo contrario por su obligación de “ seguir” allí donde se debe ser llevado. Es decir, a la catástrofe de la polisemia del significante, solo efecto de la “ ausencia” del significado. Pues el fin de la constitución del significante no puede ser más que el aplastamiento de toda polisemia. El dilema entre el exceso a significar de la vida y del mundo y la reducción operada por la tragedia crea el movimiento alternante de la negación de esa reducción que recae en el exceso indomeñable y la aceptación de esa reducción que desemboca en el engaño. Engaño que sigue siendo el único recurso en la alternativa que lo opone al silencio. Los personajes de Genét no pueden evitar hacer oir el ruido seco que producen cuando destruyen los biombos a través de los cuales pasan de vida a muerte, travesía que les arranca este comentario: “Y se hacen tantas historias. . .” Freud al destruir el biombo de la tragedia de Edipo ha hecho lo mismo para nosotros sobre la cuestión del sexo. Corresponde al público actual decir otro tanto a propósito de Freud y del psicoanálisis cuando duda antes de caer en el lazo.

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