A Los Cuatro Vientos. Las Ciudades De La América Hispánica - Lucena Giraldo, Manuel

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Ambos Mundos

A LOS CUATRO VIENTOS Las ciudades de la América Hispánica

MANUEL LUCENA GIRALDO

A LOS CUATRO VIENTOS LAS CIUDADES DE LA AMÉRICA HISPÁNICA Estudio preliminar Miguel Molina Martínez

Fundación Carolina Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos Marcial Pons Historia

Cubierta: Edward Walhouse Mark [Málaga (España), 1817 – Norwood (Inglaterra), 1895], Plaza Mayor de Bogotá (1846), acuarela sobre papel (24,5 × 56,9 cm), Colección de Arte del Banco de la República de Colombia (registro 0057).

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© Manuel Lucena Giraldo © Fundación Carolina. Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos © Marcial Pons, Ediciones de Historia, S. A. San Sotero, 6 - 28037 Madrid  34 91 304 33 03 ISBN: Diseño de cubierta: Manuel Estrada. Diseño Gráfico

A mi querida madre bogotana, Inés Giraldo, que contempla la ciudad desde el cielo.

Índice

Índice

Págs.

Prólogo, por Felipe Fernández-Armesto...................................................

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Introducción ..........................................................................................

15

Capítulo I: La apertura de la frontera urbana .......................................

29

Capítulo II: La ciudad de los conquistadores........................................

61

Capítulo III: La metrópoli criolla ..........................................................

97

Capítulo IV: El simulacro del orden: la ciudad ilustrada.......................

129

Epílogo: Las luces que envuelven..........................................................

173

Notas .....................................................................................................

181

Anexo: Tabla de medidas de longitud y superficie ................................

207

Bibliografía.............................................................................................

209

Índice onomástico..................................................................................

229

Índice toponímico..................................................................................

235

Índice temático ......................................................................................

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Prólogo

Prólogo

Cuando dos ingleses se tropiezan en una frontera lejana, forman un club. Cuando dos españoles se encuentran en circunstancias parecidas, fundan una ciudad. Al regreso de Cristóbal Colón de su primera travesía atlántica habría dejado en La Española, según mostró uno de los grabados que ilustraron las primeras ediciones de su periplo, una gran urbe floreciente, coronada de torres y murallas: una ciudad, por cierto, enteramente perteneciente al reino de la imaginación. Pero así son todas antes de ser edificadas. También Hernán Cortés y sus acompañantes procedieron a fundar Veracruz al poco de arribar a tierra firme. Por supuesto, hubo en ello motivos políticos obvios. Como alcalde de la ciudad recién nacida, Cortés adquirió una autoridad que hasta aquel momento le faltaba. Pero me parece también que a los conquistadores este impulso o urgencia de fundar una ciudad les era casi natural. Porque la vida urbana es el marco y la morada de lo español. A fines del siglo XV, cuando empieza la apasionante historia contada por el investigador del CSIC Manuel Lucena Giraldo en las páginas que siguen, cada aldea aspiraba a ser villa y cada villa quería ser ciudad. Había pueblos de unos pocos habitantes que gozaban de los privilegios de una urbe, con sus fueros, poderosos cabildos, murallas y jurisdicciones. Algunas ciudades se comportaban casi como las repúblicas cívicas de la antigüedad. Jerez de la Frontera negó la entrada a la reina católica. Barcelona mandaba embajadas a la Corte. En España, hasta el día de hoy, según mandan prejuicios antiguos y entrañables, sólo lo cívico es civilizado. Lo rústico es motivo de risa. Desde la época de los godos, que se apoderaron de las rentas rurales mientras se

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Prólogo

asentaban en centros fuertes y poblados, la aristocracia española ha vivido desvinculada de las fuentes de su riqueza, procedentes del campo. Así, poseían ostentosos palacios urbanos, pero en contraste, como señalaron muchos viajeros, sus casas solariegas fueron relativamente modestas y con frecuencia yacían en el abandono. En la literatura española de principios de la Edad Moderna y aún hasta el siglo XX, aparecen representaciones del campo fantásticas e increíbles: tierras de hados y de invenciones bucólicas, de pastorcillos inocentes y bandoleros románticos, de soledades soñadas y aventuras caballerescas. La razón de ello resulta evidente: sus autores suelen conocer el campo sólo por lecturas. Con este libro, seguimos las trazas y los alcances de la ciudad española en la otra orilla del océano Atlántico, desde que, terminada la reconquista, los conquistadores empezaron a reproducir en América diseños cuadriculares, tomados del campamento guerrero de Santafé en Granada, o su propio pueblo de origen en Extremadura, Andalucía u otro lugar. En pleno vigor del Renacimiento, el patrón romano de lo que debía ser una ciudad era tan conocido como imitado. Pero el mayor impulso en el trasvase de la urbe peninsular al Nuevo Mundo provino de la imaginación. Como se muestra en el primer capítulo, el número de fundaciones urbanas realizadas en el siglo XVI resulta extravagante. Por supuesto, en su gran mayoría, aquellas ciudades parecieron inicialmente esbozos o intentos inacabados. Pero lo más curioso es que, poco a poco, se fueron encarnando de veras y las más de ellas llegaron a ser dignas de los nombres grandilocuentes de santos y arcángeles, reyes y vírgenes, damas y caballeros, que sus fundadores les dieron. Todavía más sorprendente resulta lo relatado por el Dr. Lucena Giraldo en el segundo capítulo, que trata de la ciudad hispánica como fragua de mentalidades, forja de identidades, marco psicológico y espacio social. Leyendo la gran recopilación de datos fascinantes que reúne en sus diferentes partes, procuro imaginar cómo fue la vida de un encomendero en una ciudad de frontera, matando el tiempo con antiguos compañeros en la taberna o debajo del pórtico de la audiencia o de la casa del gobernador, esperando una respuesta improbable a unas probanzas de méritos imposibles o fantasiosos. Allí, ante una atmósfera marcada por la combinación de egoísmo y camaradería, y en conversaciones llenas de quejas y quijotismos, de hazañas y holgazanerías, típicas de las reuniones de antiguos soldados, se forjaron las primeras mentalidades criollas. Por su minuciosa atención a las fuentes y su ojo atento a la evocación, la obra muestra en el tercer capítulo una imagen

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fehaciente sobre la manera en que los criollismos fueron criados en sus cunas americanas. Aún en el siglo XVIII —asunto del cuarto capítulo, que resulta ser un ensayo sutil de historia atlántica— las metrópolis americanas, por inmensas y ricas que fuesen, no dejaron de ser ciudades imaginadas, impulsadas por el utopismo del progreso y la idea mecanicista que tuvieron los ilustrados del universo. Así, fundaron y reformaron ciudades, como bien se nos indica, para ser «máquinas cuyos mecanismos se hallaban en perpetuo movimiento». Pero el sedimento del pasado urbano perduró: su caos, sus fiestas, su colorido, sus ritos y alborotos, sus mezclas de sangres y olores. Con lo que Lucena Giraldo denomina la «catástrofe urbana», representada por las guerras de independencia, se cerró la primera gran época de la ciudad hispánica. Pero habría renacimientos luego, y los hay ahora. Al fin, jamás debemos olvidar que, en su anhelo de vida urbana, los españoles trasplantados a América coincidieron con una poderosa tradición urbana indígena, poseída por aztecas, mayas, incas y muchos otros pueblos mesoamericanos y andinos. Tal vez ello explique, siquiera en parte, el gran misterio del asentamiento español en el Nuevo Mundo: el hecho de que se desarrolló tan rápidamente, de manera tan fácil en apariencia, si pensamos en todos los problemas que representaba ajustarse a un nuevo ambiente natural, tan amenazador y lejos de Europa, y con un cumplimiento tan perfecto. Por todo ello, me resulta un gran privilegio presentar a los lectores una obra maestra de la historia de América y de la difusión por el mundo de la civilización española. Felipe FERNÁNDEZ-ARMESTO Catedrático «Príncipe de Asturias» Tufts University

Introducción

Manuel Lucena Giraldo Introducción

En uno de los relatos incluidos en El Aleph (uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos), Jorge Luis Borges narra la peripecia del anticuario Joseph Cartaphilus. Este comete la imprudencia de aventurarse a buscar la ciudad de los inmortales, de enorme antigüedad e insensata complejidad y presidida por un palacio de arquitectura sin fin, «el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo». Su aspecto es tal «que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros». Tan brillante y acusadora metáfora de la vida en la urbe moderna obedeció a su propia sensación de pérdida de la Buenos Aires que amaba y reconocía, demolida a impulsos de una modernidad monstruosa y aborrecible. Al final, sostiene Cartaphilus, «ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras» 1. Una vez más, la enseñanza de Borges resulta cualquier cosa menos ambigua: mientras la materia de las ciudades es arrasada, permanecen las palabras relativas a ellas. Precisamente esa peculiaridad de ser expresada mediante el lenguaje hizo que se levantaran desafiantes las ciudades letradas imaginadas por escritores, las ciudades utópicas cuyos habitantes se regían por leyes matemáticas que mantenían la ecuación perfecta para el buen gobierno, las ciudades situadas en espacios geográficos imposibles para la vida humana, ciudades de muchos tipos y orígenes, reales, intermedias, lentas, centrales y fronterizas, las que prueban la existencia del paraíso y las que habitan en el infierno.

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La realidad es que nadie sabe muy bien cómo definir una ciudad. De hecho, sólo podemos proclamar, de la mano de Guillermo Cabrera Infante, que se trata de un espacio al que nada humano le es ajeno, lo que le permite apropiarse de todos los territorios y todas las memorias: «El hombre no inventó la ciudad, más bien la ciudad creó al hombre y sus costumbres» 2. Los clásicos la contemplaron como el espacio de la acción política suprema, una aglomeración que era humana porque constituía república 3. Fustel de Coulanges explicó el origen de la ciudad antigua como la reunión de grupos religiosos autónomos: para formarla, cada uno de los fundadores arrojaba un puñado de tierra en un foso. Así encerraba el alma de sus antepasados y se podía erigir el altar donde ardería en adelante el fuego sagrado 4. No han faltado valerosos intentos de caracterizar la ciudad a partir de elementos constitucionales fundados en la medida de su tamaño y densidad, el aspecto del núcleo y la actividad no agrícola, así como determinadas características sociales, la heterogeneidad, la cultura, el modo de vida y el grado de interacción social 5. Sebastián de Covarrubias definió en 1611 la ciudad como «multitud de hombres ciudadanos, que se ha congregado a vivir en un mismo lugar, debajo de unas leyes y un gobierno» 6. La vertiente política tendió a diluirse en los siglos posteriores y así, en el inicio de su estudio contemporáneo, la densidad y aglomeración de habitantes y edificios se convirtió en elemento determinante. En 1910 el sociólogo francés René Maunier la definió como «una sociedad compleja, cuya base geográfica es particularmente restringida con relación a su volumen y cuyo elemento territorial es relativamente débil en cantidad con relación al de sus elementos humanos». Hans Dörries avanzó una definición formalista. Una ciudad se reconoce «por su forma más o menos ordenada, cerrada, agrupada alrededor del núcleo fácil de distinguir y con un aspecto muy variado, acompañada de los elementos más diversos». Las funciones económicas y el predominio de actividades no agrícolas fueron consideradas primordiales. El gran geógrafo Friedrich Ratzel consideró la ciudad «una reunión duradera de hombres y de viviendas humanas que cubre una gran superficie y se encuentra en la encrucijada de grandes vías comerciales». Ferdinand von Richthofen, por su parte, la definió como «un agrupamiento cuyos medios de existencia normales consisten en la concentración de formas de trabajo que no están consagradas a la agricultura, sino particularmente al comercio y la industria». El norteamericano Marcel Aurousseau consideró rurales los sectores de población que se extendían en la región y se dedicaban

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a explotar la tierra, mientras los urbanos englobaban a las grandes masas concentradas que no se interesaban de forma inmediata por la obtención de materias primas, pues se vinculaban a los transportes, la industria, el comercio, la educación, la administración del Estado o simplemente residían en la ciudad. La dependencia alimentaria también fue considerada determinante por Werner Sombart, que la definió «como un establecimiento de hombres que para su mantenimiento han de recurrir al producto de un trabajo agrícola exterior». Algunos autores pusieron de relieve la importancia de la escala urbana. En 1926 Pierre Deffontaines y Jean Brunhes mantuvieron que había ciudad «cuando la mayor parte de los habitantes pasan la mayor parte del tiempo en el interior de la aglomeración». En esta línea, décadas después Pierre George mantuvo que eran pequeñas ciudades los núcleos en los cuales los desplazamientos funcionales se podían realizar a pie. El impacto de la sociología y la antropología en el estudio de la ciudad llevó a la identificación del concepto de «cultura urbana» como una característica propia y añadió importantes elementos cualitativos. Ya a principios del siglo XX el pionero Georg Simmel había mantenido que la vida en la ciudad conformaba una cierta mentalidad, la despersonalización de las relaciones humanas, la tendencia a la abstracción, una intensificación de la vida nerviosa por la prisa continua. Debido a ello, producía unos individuos tensos y agotados, libres pero solitarios, cosmopolitas pero atrofiados emocionalmente. Max Weber señaló como característica de la ciudad occidental la reunión de fortaleza, mercado, tribunal y trama asociativa, la función militar y la capacidad impositiva 7. También desde una perspectiva sociológica Louis Wirth consideró la existencia de un modo de vida urbano, definido por el aislamiento social, la secularización, la segmentación funcional, la superficialidad, el anonimato, el carácter transitorio y utilitario de las relaciones, el espíritu de competencia, la movilidad, la debilidad de las estructuras familiares y el control de la política por agrupaciones de masas. La dimensión, densidad y heterogeneidad de la aglomeración caracterizaron la ciudad como «una instalación humana relativamente grande, densa y permanente de individuos socialmente heterogéneos», que era productora de cultura urbana. En esta línea, Lewis Mumford propuso en 1937 una acepción no exenta de lirismo: «Podríamos definir la ciudad como una trama especial dedicada a la creación de oportunidades diferenciadas para una vida en común y a producir un drama colectivo pleno de significado» 8.

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En 1952, el geógrafo Max Sorre señaló que la ciudad era «una aglomeración de hombres más o menos considerable, densa y permanente, con un elevado grado de organización social, generalmente independiente para su alimentación del territorio sobre el cual se desarrolla y dotada de un sistema de relaciones activas, necesarias para el sostenimiento de su industria, de su comercio y de sus funciones». Robert E. Dickinson mantuvo que el carácter de una verdadera ciudad conllevaba la posesión de un sector de servicios y una organización de la comunidad más o menos equilibrada. Por entonces, el eminente arqueólogo Gordon Childe formuló su teoría de las tres revoluciones, neolítica, urbana e industrial, y, a pesar de una discutible identificación entre lo civilizado y lo urbano, definió diez condiciones para distinguir las primeras ciudades: el tamaño y la población, la aparición de especialistas, la formación de capital mediante impuestos a productos primarios, la construcción de edificios a gran escala, la existencia de una clase gobernante, el uso de la escritura, el comienzo de las ciencias exactas y predictivas, la existencia de arte, el comercio exterior de objetos de lujo y el suministro permanente de materias primas a los artesanos 9. La tremenda evolución del hecho urbano desde los años sesenta del pasado siglo otorgó espacio y credibilidad a las definiciones sociológicas y antropológicas, que primaron el elemento relacional y comunicacional de la ciudad. Umberto Toschi, heredero de las antiguas teorías orgánicas, mantuvo que resultaba básica la diferenciación interna del espacio. La ciudad era «un agregado complejo y orgánico de edificios y viviendas, con una función de centro coordinador para una región más o menos vasta, en el cual la población, las construcciones y los espacios libres se desarrollan diferenciados por las funciones y por la forma, coordinados unitariamente en función del grupo social localizado y en desarrollo hasta constituir un típico organismo social». A partir de 1980, se hizo ostensible el abandono de las teorías de la dependencia, la modernización y el marxismo a favor de las interpretaciones subculturales de la ciudad, que definieron ámbitos inferiores y desagregados, alternativos, comerciales, comunitarios, sexuales, de género, de consumo, criminales, étnicos, de descanso y de juventud, entre otros posibles, junto a enfoques regionales y lingüísticos 10. Lindando con el nihilismo conceptual, se difundió una aportación de la geografía de la percepción: «En todo país existe ciudad cuando los hombres de este país tienen la impresión de estar en una ciudad» 11. A fines del siglo XX, la urbe pareció justificar su existencia como lugar de intercambio y competencia discursiva y se hizo receptáculo

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predilecto de las redes que constituyeron la única identidad factible, globalizada, virtual y postmoderna, desnuda de otra condición que no fuera la transitoriedad y el aparato espectacular, privada del sentido del tiempo y consagrada a sobrevivir sólo como ruina 12. La ciudad se hizo laberinto, emporio, escenario teatral donde sus habitantes jugaban con identidades abiertas y fluidas. Frente a la antigua certidumbre positiva vinculada al abigarramiento físico, se abrió paso una inmaterialidad ligada a la densidad de comunicación como definitoria de las relaciones de los hombres, su agrupación y proximidad. Era la urbe en la última frontera, deslocalizada y etérea, dependiente sólo del flujo permanente de la energía eléctrica, conectada al milagro de la comunicación instantánea, incapaz de distinguir el día de la noche, ajena al territorio circundante, el pulso del aire o la situación atmosférica. Había aparecido nuestra ciudad, la ciudad informacional, definida por Manuel Castells como la expresión urbana de la sociedad de la información, marcada por el dualismo que oponía al cosmopolitismo de la elite conectada a la red el tribalismo de la comunidad local, atrincherada en una identidad amenazada 13. Su variedad iberoamericana, si se diferencia en algo, es por un vertiginoso proceso de fragmentación caracterizado por la decadencia de los centros tradicionales, el traslado de los servicios a barrios de oficinas, la autosegregación de los grupos privilegiados que se recluyen en comunidades cerradas y el aumento de la pobreza y la marginación de grandes sectores sociales, muchos de ellos expulsados del campo, desplazados o víctimas del «deseo de urbe» 14. Quizás resulte útil, a la vista de algunas reflexiones actuales sobre la ciudad, recuperar su sentido como urbs (entorno físico, opuesto a lo rural), civitas (comunidad institucionalizada) y polis (entidad política), a fin de trascender sus elementos funcionales y espaciales y rescatar su sentido de la historia. Porque bajo la fútil dictadura del instante que nos abruma todo se hace construcción permanente, pero su mágica inserción en la línea del tiempo es pura atribución de sentido y desvelamiento de secretos profundos, recuperación de un acumulado de experiencias que se contempla y transforma en una fracción de tiempo que ya se ha desvanecido, pero también queda petrificada para siempre 15. De este modo, se nos desvela que la ciudad desafía todo pensamiento evolucionista y toda apropiación particular. No sólo avanza y retrocede, muere y resucita como un organismo regido por impulsos que interpretan a su manera los senderos de la historia, también es elemento propio de todas las culturas. Donde ha habido hombres y estos han sobrepasado el estadio

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de los cazadores y los depredadores, ha nacido una ciudad. Todo lo que ha acontecido tras su aparición ha sido un añadido, porque lo que creó el tiempo como una magnitud no regida por la tiranía alimentaria, lo que otorgó al hombre la posibilidad de contar con un excedente para empezar a distanciarse de la naturaleza fue la agricultura y la ciudad fue en origen su hija predilecta. La historia global de los últimos cinco mil años cuenta con dos movimientos fundamentales y ambos se relacionan con la ciudad. El primero definió la progresiva construcción de un ámbito urbano, por definición artificial y en ese sentido humanizado. Para Claude Lévi-Strauss, la ciudad surgió en la confluencia entre la naturaleza y el artificio, es a la vez objeto material y sujeto de cultura, es vivida y soñada de manera simultánea 16. Ciertamente, plantas y animales tuvieron desde el comienzo un lugar en ella, pero sujetos al despotismo y la imaginación del hombre, a su capacidad de desgranar una tiranía simbólica sobre lo que le rodeaba, desafiada de manera periódica por la fuerza brutal e incontrolable de plagas, terremotos, huracanes, heladas y sequías 17. La vigencia de las leyes de una naturaleza imposible de ser rendida del todo por la fuerza y la inteligencia del ser humano se vio contrarrestada por la construcción de utopías negadoras de la ciudad, a modo de máscaras que disimulaban una dramática frustración, la de no haber logrado, de una vez y para siempre, el dominio del medio natural 18. En los últimos dos siglos, la moderna tecnología ha proyectado hasta el infinito la capacidad de intervención humana y frente a la ciudad preindustrial, definida por K. Sjoberg como aquella que tenía población escasa, un centro prominente, funciones políticas, murallas interiores, una periferia clara y era encrucijada de caminos, se levantó la urbe industrial y postindustrial, al modo de un gigantesco e inacabado mecano en permanente transformación, un artefacto envolvente de combinaciones entre lo humano y lo que no lo es 19. Como resultado de esta expansión indefinida y universal de lo urbano, de su infinita autosuficiencia y su capacidad de proselitismo y expansión, la ciudad se confunde de manera definitiva con el hombre, moldea su presencia física y su representación cultural en una amalgama final, absoluta y permanente. En estas circunstancias, escribir historia acaba por ser en una medida abrumadora y sin menoscabo de que existen y han existido siempre sociedades extrañas a lo urbano, estudiar lo que ocurre en las ciudades, valorar lo que tienen de metáfora perfecta e imposible a la vez, la representación de lo humano tal y como debería ser

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y su realidad tal y como es. Esta ambivalencia precipita la necesidad de implementar un punto de vista. ¿Cómo se ha definido la ciudad? ¿Desde qué ángulo se observa y a partir de qué tradición intelectual? ¿Son más felices quienes la niegan que quienes la alaban? ¿Dónde se encuentra su impulso vital, dónde se entrecruzan su realidad y su virtualidad? ¿Cuáles son los límites entre el centro y la periferia? ¿Ha existido la ciudad ideal? ¿Por qué fueron inventadas en tantos lugares distintos y distantes al mismo tiempo? Sólo podemos rastrear el mapa de la historia que es la hoja de ruta del presente en busca de respuestas. Y así llegamos a precisar que la ciudad expresa elementos fundamentales de numerosas civilizaciones a escala planetaria. Algunas de ellas tuvieron en su fundación una razón de ser, la plataforma desde la cual expandieron su aparato de dominio físico y ejercieron su pretensión de perdurar; que en rigor resultara imposible es lo de menos. De acuerdo con esta perspectiva, el colosal proceso urbanizador acontecido en América entre 1492 y 1810 constituyó un fenómeno único en la historia de la humanidad por su densidad, equilibrio y continuidad en el tiempo y ofreció un campo privilegiado para estudiosos y observadores. Como señaló con sencillez el norteamericano Richard M. Morse, la colonización española creó en el Nuevo Mundo un sistema de justicia, administración y evangelización sustentado en una base urbana 20. Pese al carácter determinante de la ciudad hispánica colonial para la Historia de América, su estudio ha sido descuidado hasta hace relativamente poco tiempo. Una de las causas de ello, como ha apuntado el historiador panameño Alfredo Castillero, podría ser la extensión de una percepción ruralizada del continente durante el siglo XIX 21. Los estudios pioneros del argentino Juan A. García, La ciudad indiana (1900), y del peruano Jorge Basadre, La multitud, la ciudad y el campo en la Historia del Perú (1929), dedicados a aspectos sociológicos e institucionales y a las vinculaciones entre el campo y la ciudad y el papel de las masas, respectivamente, constituyeron esfuerzos aislados. Así, fue la estructura física de la urbe y su apariencia, los aspectos vinculados a la más tradicional Historia del Arte, el inventario monumental y arquitectónico de raíz positivista y erudita, lo que reunió buena parte de los esfuerzos de los estudiosos, entre los cuales destacó el historiador español Diego Angulo Íñiguez. Gracias a su labor podemos contar hoy con testimonios de numerosos edificios y obras que han desaparecido 22. A partir de la década de 1940 y en franca simultaneidad con una agresiva etapa de crecimiento urbano que no se ha detenido

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hasta nuestros días, se empezó a estudiar la morfología, la lógica y tradición del trazado en forma de damero, la plaza central y los grandes monumentos cívicos, religiosos y militares. Desde la década de los sesenta, el impulso de nuevas políticas culturales dirigidas a la conservación y restauración de monumentos, con frecuencia ligadas a organismos multilaterales, junto al acceso de especialistas de diversas disciplinas (antropólogos, sociólogos, politólogos, arquitectos, geógrafos, urbanistas e historiadores) a una gran cantidad de material documental y bibliográfico, así como la renovación historiográfica y la mejora del tratamiento analítico, visual y estadístico del hecho urbano, enriquecieron nuestros conocimientos 23. Los estudios tradicionales continuaron, pero se fueron definiendo nuevas líneas de investigación, preocupadas por la continuidad de lo prehispánico, la construcción social de la ciudad, su vinculación con el hinterland o «traspaís», la articulación con el exterior, los flujos de dinero y bienes o las transferencias de población. Figuras como José Luis Romero, Richard M. Morse, Jorge Enrique Hardoy o Graziano Gasparini, entre otros, representaron un movimiento que vinculó el estudio del pasado de la ciudad americana con su más atribulado presente, hasta configurar en verdad una nueva mirada sobre ella. En sus brillantes estudios, libres al fin de la falacia que suponía el desprecio de la tradición colonial (tan habitual desde la independencia), el devenir del tiempo se convirtió al fin en una magnitud que contaba y no en un estorbo del que había que desprenderse violentamente para poder arrancar de nuevo. Por eso, contemplaron el deterioro de los centros históricos como parte de un proceso humano, constructivo y ecológico de fatales consecuencias contemporáneas y origen de miseria, «tugurización», desvalorización, desarraigo y subdesarrollo. Especialistas en cuestiones específicas y ciudades o regiones concretas como George Kubler, Antonio Bonet Correa, Enrique Marco Dorta, James Lockhart, Peter Gerhard, Ángel Rama o Gabriel Guarda, sin duda estimulados por la difusión de enfoques comparativos y multidisciplinarios, prepararon trabajos devenidos en clásicos dedicados a la cuadrícula, las capillas y las plazas, Cartagena de Indias, Lima, el desarrollo urbano mexicano, los modelos de escritura o el sistema urbano chileno. Las ciudades del pasado y del presente fueron objeto de atención preferente de una serie de seminarios y simposios en sucesivos congresos de americanistas, siempre bajo la potente inspiración de Hardoy 24. Mientras desde una perspectiva institucional y jurídica se hicieron estudios tan notables como los de Francisco

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Domínguez Company sobre las actas de fundación de ciudades, el modelo reticular «clásico», que durante años se creyó era un patrón impuesto desde la metrópoli repetido en América, fue considerado el resultado de un largo proceso de experimentación. El objetivo, en esta cuestión ejemplar como en otras, fue la recuperación de la originalidad americana, tan evidente en los siglos XVII y XVIII como discutida o hurtada en el XIX. Aunque la cuadrícula fue reconocida característica del proceso urbanizador hispanoamericano, se demostró que abundaban las excepciones, dependiendo de la orografía del asentamiento, de su propio carácter e historial local, o de las particularidades y destrezas de los fundadores en materia urbanística. En buena parte fueron brillantes discípulos o allegados de estos maestros o interesados en la ciudad procedentes de diversos campos, como Ramón Gutiérrez, Alejandra Moreno Toscano, Francisco de Solano, Horacio Capel o Alfredo Castillero, entre otros, quienes llevaron hasta las últimas consecuencias sus innovadores planteamientos iniciales y colaboraron en la institucionalización de una historia urbana renovada 25. El Centro de Estudios Urbanos y Regionales en Buenos Aires, el Departamento de Geografía de Syracuse University, el Centro de Estudios Históricos Urbanos del INAH en México o el Centro de Estudios Históricos del CSIC en Madrid representaron bien este movimiento. Lo más llamativo de sus programas fue el estudio de la ciudad en el marco de contextos evolutivos regionales, la integración de elementos socioeconómicos estructurales y la preocupación por el trazado, los materiales, usos o formas constructivas e incluso la vida cotidiana de sus moradores. El gobierno local fue estudiado como un modelo de oligarquía más o menos eficiente ante problemas como el suministro de trigo, los terremotos, sequías o ataques de piratas, la higiene, la delincuencia, el orden o el castigo de delincuentes, marginales, rebeldes y díscolos. La identidad local y la producción y difusión cultural también atrajeron muchos especialistas, aunque la fragmentación de la percepción histórica, en especial durante las últimas décadas del siglo XX, ha dispersado los esfuerzos, dirigiéndolos al estudio de subculturas urbanas. También se desarrollaron cuestiones nuevas, los estudios ligados a la demografía histórica, las razas y castas y su distribución en la ciudad, las historias de familias y la nueva prosopografía 26. El Quinto Centenario del Descubrimiento de América, en su vertiente historiográfica, representó una oportunidad para que la inquietud hacia la ciudad colonial diera frutos notables. En el ámbito

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de la cooperación internacional, la colaboración en el campo de la conservación del patrimonio cultural impulsó la restauración de cascos históricos coloniales y el establecimiento de escuelas-taller recuperadoras de destrezas tradicionales y configuró un modelo vigente hasta nuestros días, cuyos frutos son visibles en lugares tan alejados entre sí como Potosí, Cartagena de Indias, Quito, Comayagua, La Habana, Ponce, Ciudad Bolívar y Portobelo. También se realizaron exposiciones, entre las cuales destacó la española La ciudad hispanoamericana. El sueño de un orden (1989), cuyo comisario fue Fernando de Terán, y se acometieron dos monumentales proyectos historiográficos, uno dedicado al estudio de las ciudades iberoamericanas dentro de las colecciones Mapfre-América, con una serie de monografías dedicadas a distintas urbes, y la imprescindible y exhaustiva Historia urbana de Iberoamérica coordinada por Francisco de Solano 27. Con posterioridad, la historia de la ciudad hispánica colonial a ambas orillas del Atlántico, salvo algunas excepciones, como la de Estados Unidos, donde por cuestiones ligadas al resurgir de la tradición hispana y latina o la fuerza de identidades regionales y locales en California o Nuevo México existe un renovado ímpetu, ha estado marcada por la crisis de las grandes interpretaciones y el predominio de enfoques microhistóricos o localistas. De modo que mientras la metrópoli global converge en el espacio físico, parece producirse un movimiento opuesto en la memoria urbana: demasiados políticos, tecnócratas y, lo que es peor, ciudadanos ignoran y desprecian el pasado de sus ciudades. Quizás es el signo de nuestro tiempo, contemplar la ciudad como una «atopía» más, asumir que se pretende invisible y fragmentada también en la memoria. Como hemos mencionado, la mayor colonización urbana protagonizada nunca por Occidente tuvo por objetivo el continente americano durante la Edad Moderna. A la ofensiva urbanizadora acontecida desde 1492 hasta 1573, año de promulgación de las fundamentales Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación, con la ciudad como verdadero núcleo de la estrategia conquistadora, vanguardia y retaguardia de las huestes, que abandonaron con frecuencia las armas para dedicarse a su realización y construcción, hemos dedicado el primer capítulo. Asentada la frontera urbana, apareció la ciudad de los conquistadores, a la que hemos consagrado el segundo capítulo. Novedosa en sus fórmulas y soluciones, fue expresión simultánea de la voluntad utópica del renacimiento europeo y de la realidad del Nuevo Mundo, hostil al encasillamiento e inventora de mestizajes. El tamaño de las calles; el

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establecimiento de solares y parcelas cuadrangulares, proyectadas y deslindadas sobre un territorio sin apenas límites; o el aspecto de la plaza mayor, centro geométrico, funcional y simbólico desbordado en los cercados y el suburbio por una humanidad de variedad inconcebible, le otorgaron un aspecto al mismo tiempo familiar y ajeno, tan pretendidamente europeo como americano en sus múltiples esencias. A finales del siglo XVI, las emergentes ciudades y metrópolis criollas aparecieron a ojos de los contemporáneos como un paraíso en la tierra. Naturalmente, cada una de ellas presentó rasgos singulares en función de sus características históricas y geográficas. México, la primera gran metrópoli, fue una prolongación de Tenochtitlan y su identidad indígena perduró largo tiempo. Lima, la segunda, fue, por el contrario, una nueva urbe rodeada de pueblos de indios y controlada por los encomenderos y sus descendientes. Bogotá también fue nueva, pero surgió en un área indígena y permaneció aislada del mundo, apenas alterada por periódicos terremotos, entregada al «tiempo del ruido». Cartagena, Portobelo y La Habana fueron grandes ciudades-puerto y bastiones defensivos. Buenos Aires también fue una creación colonial, pero careció de una población circundante indígena y agrícola. Su destino inicial fue vivir entregada a una tropa de aventureros, maloqueros y contrabandistas. Estas ciudades y metrópolis criollas, a las que hemos dedicado el tercer capítulo, se habían levantado según las bondades de la traza cuadricular, que dividió el espacio en solares cuya jerarquía dependió de la distancia que los separaba del centro. Algunas fueron capitales de gran magnitud, mientras otras, de dimensiones menores, se quedaron en urbes que representaban regionalidades aún indefinidas, pero emergentes. La ciudad era lugar de sociabilidad y representación. En ella se encontraban los edificios que simbolizaban el poder y también sus resquicios, catedral, casas reales o audiencias, con construcciones modernas e inspiradas en proyectos de urbanismo que combinaban la estética con la majestad. Ciudades gobernadas por un poderoso cabildo, expresión del poder local, que tenía el encargo de organizar entradas y salidas de personajes notables, fiestas, devociones, ferias y mercados. La amplitud de las calles y de las plazas y la perspectiva abierta por la traza rectilínea favorecían los espectáculos y ordenaban la vida. La importancia de la función decorativa resultó consustancial al espíritu de la contrarreforma y a la influencia del barroco. Este dio cauce a una etapa de madurez de la ciudad americana y le permitió exhibir su variedad social y de

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naciones, al tiempo que confirió espacio adecuado a la circunstancia particular. Esta diversidad se exhibió sin tapujos en las fiestas religiosas y las conmemoraciones civiles, de modo que en desfiles, procesiones y cortejos cada grupo lució sus emblemas y signos distintivos y se hizo visible una suerte de integración jerarquizada de la sociedad. Con posterioridad, el pragmatismo ilustrado pretendió implantar un orden vertical y centralizado, con el propósito de hacer de la ciudad el reflejo de un pacto utilitario supuestamente perfecto. Al simulacro del orden vivido en la ciudad de las luces hemos dedicado el cuarto capítulo. Mientras las ciudades de la América Hispánica crecían en riqueza y complejidad, se adivinaba el horizonte de la independencia y con ella una nueva era de libertad republicana para el continente. Esta es la materia del epílogo, «Las luces que envuelven». Para concluir, me gustaría formular diversos agradecimientos. Maira Herrero Pérez-Gamir, anterior directora del Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos de la Fundación Carolina, me propuso emprender la aventura intelectual de escribir este libro. Después de años de travesías en selvas y desiertos, el regreso a la ciudad ha sido más que reconfortante: por ello le estoy muy agradecido. Alfredo Moreno Cebrián, director académico de la Fundación Carolina e investigador del CSIC, renovó esta confianza en mí, sabedor de que se trataba de una tarea imposible sin buen ánimo y benevolencia por parte de quienes la encargaban. Durante una estancia como investigador visitante en 2004 en el Queen Mary College de la Universidad de Londres gracias a la invitación de Felipe Fernández-Armesto pude realizar algunas consultas bibliográficas imprescindibles; su invitación al Seminario de Historia Global resultó decisiva para mejorar mis argumentos y combatir mis prejuicios. Javier Lucena Giraldo me ayudó con diligencia en una ardua búsqueda en revistas, repertorios documentales y bases de datos. En América y España, Fernando Rodríguez de la Flor, Juan Pimentel, Rafael Valladares, Alfredo Castillero, Antonio Lafuente, Emanuele Amodio, Fernando Lucena Giraldo y Astrid Avendaño han leído partes del manuscrito y me han hecho multitud de sugerencias y comentarios. La labor de Luis Conde-Salazar en la corrección ha sido decisiva. Por distintos motivos, también agradezco su apoyo a Miguel Cabañas Bravo, Piedad Martín y Lorena Cárcamo. El personal de la biblioteca del Centro de Humanidades del CSIC en Madrid ha sido eficaz y paciente conmigo y ha colaborado conmigo en cuanto he necesitado. Mi buen amigo Javier Beorlegui me ha ayudado a dejar de lado las tensiones neuróticas propias de toda vida en la gran ciudad y

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mi esposa María ha sido paciente en lo cotidiano y crítica en lo intelectual. El recuerdo de mi querido maestro Francisco de Solano y sus enseñanzas ha hecho que fuera capaz de navegar en la jungla urbana con la tranquilidad de quien sabe ha aprendido al menos una parte de lo que debía. Este libro está dedicado al recuerdo de mi madre, Inés Giraldo Gómez, que me enseñó a amar la ciudad y a vivirla como un ámbito de posibilidades y libertad, con la lógica pionera de la frontera antioqueña de la que procedemos. Muchas gracias a todos.

Capítulo I La apertura de la frontera urbana

Manuel La apertura Lucena de laGiraldo frontera urbana

El fenómeno histórico que los europeos occidentales empezaron a denominar desde el siglo XVI «Descubrimiento de América» consistió en la apreciación etnocéntrica, y en este sentido tan arbitraria como legítima, de su primer contacto con unos hombres, tierras y mares extraños, sobre los que proyectaron pretensiones de autoridad y antigüedad, aunque tuvieran al menos tanta potestad y siglos de historia como ellos 1. Por supuesto, se puede discutir hasta el infinito la intención y orientación de la expansión europea, pero existen determinados rasgos culturales, como la insólita capacidad de producir elementos vinculados con lo que en nuestros días llamamos relativismo —ahí está la duda con frecuencia angustiosa sobre la justicia y legitimidad de la aventura conquistadora—, o la fundamental proyección de la experiencia urbana, que llaman la atención y ofrecen sobre tal evento claves interpretativas de largo alcance. La España de finales del siglo XV estaba estructurada en una potente y prometedora red de ciudades, resultado del largo y complejo proceso de reconquista, finalizado con la expulsión o asimilación de los hispano-musulmanes. En algunos casos, sus habitantes, excelentes navegantes, se habían volcado hacia el océano Atlántico 2. Tanto la experiencia portuguesa de exploración de la costa africana, apoyada en el establecimiento de pequeñas pero eficientes fortalezas-factoría (Senegal, Saõ Jorge da Mina, Benim, Luanda), como la temprana colonización de los archipiélagos más próximos (Canarias, Azores, Cabo Verde y Madeira), que implicó la fundación de Funchal, Sao Vicente, Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas, pusieron en marcha soluciones urbanísticas que, en la hora inicial americana, se probaron con más o menos éxito 3.

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La apertura del Nuevo Mundo, con su dimensión colosal, implicó que la relación entre población, territorio y renta quedara brutalmente trastocada a escala global. De acuerdo con la clásica tesis «occidentalista» de Walter P. Webb, el descubrimiento y sus consecuencias hicieron de Europa una verdadera metrópoli y de América su gran frontera. En 1492, los cien millones de europeos ocupaban una extensión de 6.033.750 kilómetros cuadrados 4. Desde entonces, la superficie disponible se multiplicó por cinco, la densidad se contrajo a una sexta parte de la preexistente y se difundió por doquier la idea de que en Ultramar existían riquezas asombrosas. El comercio de valiosas y extrañas mercancías se multiplicó, se difundieron comidas y bebidas deliciosas y el oro y la plata se importaron en cantidades inimaginables 5. La ciudad fue herramienta de apertura y consolidación de la frontera atlántica y tuvo en ella una función doble y determinante. En una primera etapa, al modo de una embarcación avanzada sobre una playa extraña, fue lugar de aprovisionamiento, descanso, centro de decisión y fiscalización de la empresa indiana. Pero a partir de la conquista de México en 1521, terminada la etapa depredadora y adaptativa del Caribe, se convirtió en el núcleo de estabilización e irradiación de la colonización española, en la metáfora de su poder y también de sus alcances. Estos vinieron impuestos por los procesos de americanización, indianización y criollización. Como resultado de ello, la modélica ciudad mediterránea y europea devino en algo nuevo y distinto: se convirtió en urbe atlántica e indiana. Las imágenes iniciales del descubrimiento y la conquista muestran que la percepción de lo urbano fue primordial. De acuerdo con la tradición grecolatina, se presumía que donde existían ciudades habría policía y gobierno, pero con frecuencia se constituyeron en núcleos de encarnizada resistencia y rechazo organizado por parte de los indígenas. Pese a ello y visto en conjunto, el hecho urbano facilitó sobremanera la conquista de América. La ciudad gobernaba recursos, hombres y territorios y quien se apoderaba de ella los poseía. Frente a la colosal y admirada Tenochtitlan de los aztecas, o la portentosa red de almacenes y tambos de los incas, los indígenas nómadas del desierto mexicano o la selva amazónica parecieron a los conquistadores tan sólo unos salvajes sin jerarquía, criaturas al margen de la condición humana. El umbral de asimilación territorial por parte de los españoles encontró su límite en un estadio civilizatorio situado de manera convencional entre la agricultura estacional y la práctica nómada de la caza y recolección. Los «indios agrícolas»,

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según narraron con insistencia los cronistas, poseían poblados siquiera temporales y se suponía que alguna civilidad, ideas sobre la existencia de Dios y el diablo, reyezuelos, guerras y herramientas. A partir de ese nivel cultural, habitaba el planeta de la bestialidad. Sus moradores, carentes de nombre propio, fueron percibidos a partir de categorías polisémicas tan determinantes como perdurables: caribes, sodomitas, indios de guerra, bárbaros y caníbales 6. La novedad del Nuevo Mundo desplazó en el mapa del universo las tierras, hombres y ciudades y las dispuso donde adquirieron coherencia y sentido. En una «Memoria» dirigida en 1524 al patriciado de Córdoba, el humanista Hernán Pérez de Oliva señaló sin empacho que era preciso impulsar la navegación del río Guadalquivir, «porque antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio» 7. El conquistador y cronista Gonzalo Fernández de Oviedo mencionó el «imperio occidental de nuestras Indias» y pidió abandonar las discusiones bizantinas y dejar de disputar «esta materia de Asia, África y Europa [...] pues lejos estamos en las Indias de donde al presente aquestas cosas hierven» 8. Estas ansiedades geográficas refieren un desfase entre la realidad y la capacidad cultural de producción de sentido, indican el movimiento también de los descubridores y cronistas en su conjunto de referencias, narran su pérdida relativa dentro del espacio terrestre, por supuesto infinitamente menos abrupta que la de los descubiertos, pero también significativa. Se trató, en todo caso, de algo manejable. La novedad americana no supuso un enigma indescifrable para el humanismo europeo y la idea de «descubrimiento» funcionó como arma de dominio e invención de América. Las incertidumbres relativas al carácter de los nativos o las peculiaridades de su naturaleza plantearon retos y dudas que de un modo u otro se acabaron resolviendo, por las vías de la racionalización universal de la humanidad, el doloroso mestizaje o la simple y eficaz atribución de monstruosidad 9. Una de las razones del éxito civilizatorio europeo fue la capacidad de mitificación, que hizo de los enigmas y misterios geográficos, tan bellamente reflejados en historias, relatos y crónicas de Indias, una de las armaduras de la conquista. Es importante señalar que sus narrativas estuvieron presididas por una tensión que opuso a la inicial representación de la realidad americana en términos de idealización de la naturaleza, los hombres y los hechos providenciales de la conquista una visión muy distinta. Esta subrayó lo contrario, el fracaso de la aventura ultramarina, con su secuela inevitable, la

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posibilidad e incluso la obligación de la rebelión individual frente al desamparo y la fatalidad de un destino injusto. La historia de la conquista está plagada de perdedores y por eso los mitos sirvieron, según convino, como coartada del fracaso e instrumento de propaganda de la empresa indiana 10. De ahí que en la segunda mitad del siglo XVI se abriera paso, frente al modelo representado por quienes, como el loco Aguirre, pretendían seguir buscando en el interior continental o en alguna isla ignota «tierras por descubrir y por ganar», una posibilidad de estabilización, a través de una conciencia protocriolla de raíz profundamente urbana. De esta manera se volvió a adaptar la fábula necesaria a los imperativos de la realidad, los mitos a la cruda materialidad del mundo, con el fin de hacerlo habitable 11. El lugar de las ciudades en la mitología del descubrimiento de América fue fundamental desde que Cristóbal Colón perfiló su proyecto de alcanzar Asia navegando hacia el oeste, con sólidos fundamentos en la geografía clásica y los testimonios de los viajeros medievales 12. El palacio del rey de Cipango con las paredes recubiertas de oro descrito por Marco Polo espoleó la imaginación del descubridor, cuyo sueño místico, como se sabe, distaba de ser modesto, pues pretendía nada menos que reconquistar Jerusalén y reedificar el templo de Salomón 13. También recabó su atención la leyenda de la comarca de Ofir, situada al norte de la India y trasvasada por él a la isla Española. En otro episodio mitificador, Colón rememoró la «isla de las siete ciudades» a cuyas playas, según contó, había arribado una embarcación empujada por la tempestad: sus tripulantes descubrieron entonces con asombro que las arenas estaban impregnadas de oro. Que en fecha tan temprana como 1495 los escasos resultados prácticos de sus viajes reportaran a Colón el cruel apodo de «almirante de los mosquitos» no impidió que se propagaran dos mitos urbanos fundamentales de la conquista de América de raigambre salomónica, preñados de elementos como mares y lagunas, ciudades fortificadas, hombres blancos y tierras doradas. Así, en el Río de la Plata fue localizada la «ciudad perdida de los césares», también llamada Linlín, Trapananda, La Sal o Conlara. La urbe mítica tendría murallas con fosos, revellines y una sola puerta, edificios suntuosos y templos cubiertos de plata maciza, un metal allí tan abundante que sus moradores se servían de él para elaborar ollas, cuchillos y hasta rejas de arados. En sus casas, dispondrían de asientos de oro. Su aspecto físico era inconfundible, pues eran blancos y rubios, con ojos azules y barba cerrada. Su idioma resultaba inin-

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teligible a españoles e indios, pero extrañamente herraban su ganado con marcas «como las de España». El origen de la versión más corriente del mito de la ciudad perdida provino de las andanzas del descubridor Francisco César, que, según refirió el cronista rioplatense Ruy Díaz de Guzmán, salió en 1526 de Sancti Spíritu a orillas del río Paraná y, tras encontrar gente «muy rica y vestida con buenas prendas de lana», no se dejó obnubilar por peligrosas fantasías y retornó entero a Cuzco. Otros relatos fueron más aventurados, pues pretendieron que la ciudad perdida estaba habitada por náufragos supervivientes de la expedición de Simón de Alcazaba al estrecho de Magallanes (1534-1535), un grupo de incas rebeldes emigrados del Perú o los 150 desgraciados supervivientes de la expedición del obispo de Placencia Vargas de Carvajal, abandonados en la Patagonia en 1539. En la segunda mitad del siglo pretendieron que se trataba de los infortunados pobladores de Nombre de Jesús y Rey Don Felipe, las «ciudades» magallánicas establecidas en 1584 por Pedro Sarmiento de Gamboa, o de antiguos habitantes de Osorno, la urbe chilena cruelmente destruida por los mapuches. La «ciudad de los césares» constituyó una leyenda de tierras extraordinarias y hombres blancos perdidos cuya funcionalidad geográfica ofrece pocas dudas. Debían estar en alguna parte ignota del mapa, lo que constituía una motivación perfecta para continuar con las exploraciones y entradas. Cada quien tenía su versión, construida al modo de una geografía del deseo. En 1580, el escribano de Tucumán Alonso de Tula Cerbín informó que en el valle de San Pedro Mártir había «una gran provincia de ingas belicosos» que extraían oro. Al tener noticia de la llegada de los españoles se habrían refugiado en una laguna como la de México: «Puéblanse entre ellos en la costa muy buenas ciudades, fértiles y de gran temple, que hay en la costa de la mar desde la boca del Río de la Plata hasta el estrecho de Magallanes» 14. La difusión de poderosas imágenes, «una esmeralda como media luna», un «canal sin bahía en el fondo», «los náufragos perdidos», favoreció que durante el siglo XVII los ingleses tuvieran una auténtica obsesión por encontrar lo que imaginaban como «un pueblo de hombres españoles», que algunos de sus arrojados navegantes habían entrevisto en la distancia. En su metamorfosis dieciochesca, la representación se alteró de manera sustantiva, pues se presentó como una república perfecta, cuya ubicación era secreta. Todo el mundo trabajaba excepto las viudas y huérfanos, nadie poseía más de veinte hectáreas, las calles eran limpias, las casas contaban

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con dos plantas y la tortura estaba prohibida. No había españoles y los católicos tenían prohibido participar en el gobierno 15. El equivalente del mito de los Césares en el norte americano fueron las no menos famosas «siete ciudades de Cíbola». Una versión bastante extendida mantuvo, en la línea de ciertos relatos peninsulares, que habían sido fundadas en el siglo XII por siete obispos huidos con las reliquias de la iglesia de Mérida, en Extremadura, justo cuando la ciudad iba a ser capturada por los moros. Cómo pudieron recorrer tan enorme distancia, no lo sabemos. Por supuesto, el mito se fue acomodando en sospechosa concordancia a los impulsos y necesidades del proceso descubridor, creó la realidad americana que la imaginación ya había soñado. La secuencia de acontecimientos así lo prueba. Tras el hallazgo por Juan Ponce de León de la península de Florida en su búsqueda de la fuente de la eterna juventud, la poderosa y arquetípica imagen de la ciudad del oro se difundió sin remisión. Los intentos de exploración del interior continental acabaron, naufragio por medio, con el alucinante periplo de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y su compañero, el antiguo esclavo negro y moro Estebanillo: entre 1528 y 1536 ambos cruzaron el continente a pie, desde la actual Tampa hasta Sinaloa. Con ello transformaron para siempre el arte de viajar. Tres años después de su retorno, un Hernán Cortés deseoso de afirmar su poder despachó a Francisco de Ulloa a explorar el Pacífico. El virrey Antonio de Mendoza se le había adelantado, pues el otoño del año anterior había mandado al franciscano fray Marcos de Niza hacia el incógnito norte, acompañado del inquieto Estebanillo, que encontraría entonces la muerte por propasarse con las indígenas. El informe de Niza mencionó el hallazgo de reinos abundantísimos con camellos y elefantes y apuntó la existencia de una ciudad más grande que México, identificada de inmediato con una de las siete de Cíbola. De ahí que a pesar de su fama de mentiroso el virrey no dudara en encargarle una formidable expedición que, por si acaso, puso al mando de uno de sus hombres de confianza, el gobernador de Nueva Galicia Francisco Vázquez de Coronado. Estuvo compuesta por unos trescientos hombres, al menos tres mujeres, seis franciscanos, más de mil indígenas aliados y cerca de 1.500 caballos. En su transcurso soportaron toda clase de penalidades y acabaron por encontrar una aldea de los indígenas zuni en lo que hoy es Hawi Kuk (Nuevo México), habitada por unas cien familias. Los nativos, que en adelante se llamarían «pueblos», tenían edificaciones con explanadas a distintos niveles, patios y casas de adobe,

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pero carecían de oro en cantidades dignas de justificar el esfuerzo de llegar hasta ellos. Como todo buen conquistador, Vázquez de Coronado conjeturó que debía encontrarse cerca, por lo que despachó exploradores hacia el Gran Cañón y las tierras de los hopi y los taos. En el inmenso continente, abrumados por la decepción y el aburrimiento, buscaron el mítico reino de Quivira, mencionado por un indígena conocido como «el turco». Según sus noticias, allí el señor de la tierra dormía la siesta a la sombra de un gran árbol, del cual pendían numerosas campanas de oro tintineantes. Algunas exploraciones posteriores alcanzaron el territorio de la actual Kansas, pero el tiempo se agotaba. Después de mandar ajusticiar al turco por mentiroso, Vázquez de Coronado ordenó el retorno a México. Al llegar, como temía, tuvo que hacer frente a un duro proceso legal por negligencia e ineptitud, pero fue exonerado de toda culpa en el fracaso de la expedición 16. La culminación y con gran frecuencia la única justificación posible de un descubrimiento, su concreción en una nueva ciudad, partió de una representación llena de simbolismo: la toma de posesión. Esta transfería al dominio material de la Corona una parte de las Indias, considerada hasta entonces res nullius, habitada por paganos y entregada por las bulas papales a los reyes católicos, y la hacía propia para que ningún otro se aposentase en ella: vacabant dominia universali jurisdictio non posesse in paganis 17. Proyectaba de ese modo la acción descubridora sobre el terreno y también convertía por un acto de brujería jurídica el espacio «sin dueño» en territorio propio, detentado con justo título. La toma de posesión precedió y ordenó el procedimiento de fundación de ciudades. Su regulación, como solía ocurrir en el derecho indiano, no adoleció de rigidez, de modo que pudo asumir el juego de la circunstancia. Entre sus fuentes jurídicas estuvieron algunas fórmulas procedentes del derecho romano y germánico, ya ensayadas en las islas Canarias 18. Para que tuviera validez, el descubridor debía cortar ramas, pasear, tomar puñados de tierra, beber agua y hasta dar gritos; el escribano público levantaba testimonio y el pregonero daba luego voz a todo lo actuado. El acto solía ir acompañado de misas y levantamiento de cruces y finalizaba con la traza física de calles y solares y el nombramiento del primer cabildo. En una etapa posterior, como fruto de la experiencia, se le añadió en ocasiones el enterramiento de una botella con la escritura de posesión indicando para que no hubiera dudas quién era el propietario del territorio. Se buscaba así advertir a posibles competidores europeos, ante los que sólo valía el «ánimo de dominio»

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o la presencia efectiva. En cualquier caso, las variantes fueron muchas. En las instrucciones entregadas a Juan Díaz de Solís en 1514 para el descubrimiento del estrecho que comunicaba el Atlántico con el Pacífico, se le ordenó tomar posesión en un sitio bien determinado, cortar árboles y ramas, cavar el terreno y proclamar todo lo efectuado con testigos y levantamiento de testimonio. También se le encareció construir algún pequeño edificio donde hubiera un cerro señalado o un gran árbol y levantar una horca. Finalmente, tenía que actuar como juez y sentenciar las demandas que le presentaran 19. El año anterior, una vertiente marítima de la ceremonia protagonizada por Vasco Núñez de Balboa —nada menos que la toma de posesión del océano Pacífico— había obligado a los participantes a esperar en la orilla hasta que subiera la marea: «Sentáronse él y los que con él fueron y estuvieron esperando que el agua creciese, porque de bajamar había mucha lama e mala entrada». Tal condición se contempló como requisito indispensable para que tuviera validez jurídica. A partir de 1510, uno de los requisitos de la conquista fue la lectura del requerimiento a los indígenas. Lejos de representar el absurdo que algunos pretenden, tuvo una función simbólica e intimidadora y sirvió tanto para remarcar la superioridad civilizatoria española como para transformar el contacto inicial en sumisión o colisión, ya que excluyó la posibilidad de una percepción mutua en idéntico nivel cultural. Recientes estudios mantienen que el requerimiento podría fundarse en tradiciones peninsulares islámicas ligadas a la jihad, entendida como una lucha regulada según principios legales adecuados 20. Mediante la obligación de su lectura, la Corona atendió algunas de las fundadas quejas de los frailes indigenistas, al tiempo que prescribió para un momento de gran peligro un procedimiento (bien se quejaron algunos conquistadores por ello) que determinaba la conducta a seguir. La imposición del protocolo legal también sirvió para recalcar la magnitud y ubicuidad del poder real. En este sentido, era lo de menos que la explicación fuera proyectada literalmente hacia árboles, animales u hombres que no podían entender nada, salvo en el universal lenguaje de las señas, hasta que hubo disponibles intérpretes o «lenguas» capaces 21. Los argumentos del requerimiento son muy conocidos. El Dios creador del universo hizo un hombre y una mujer, «de quien nos y vosotros y todos los hombres del mundo fueron y son descendientes y procreados». Sus hijos se dispersaron por la tierra y más tarde San Pedro fue puesto por cabeza de todo el linaje humano, «don-

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dequiera que los hombres viniesen en cualquier ley, secta o creencia». Uno de los papas donó a los reyes de Castilla, León y Aragón «las islas y tierra firme del mar océano». Por causa de ello, los indígenas debían reconocer su potestad y tener a los monarcas «como a superiores y reyes», o arriesgarse en caso contrario a perderlo todo: «Tomaremos vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos y como tales los venderemos y dispondremos de ellos como sus majestades mandaren y os tomaremos vuestros bienes y os haremos todos los males y daños que pudiéramos, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen; y protestamos que las muertes y daños que de ello se siguiesen sean a vuestra culpa y no de sus majestades, ni nuestra» 22.

Con requerimiento o sin él y sin dejar de lado que la auténtica infantería de la conquista de América estuvo constituida por los propios indígenas, que acompañaron a las huestes de manera voluntaria o forzada, lo cierto es que la rapidez del proceso conquistador, concluido en su primera etapa con la victoria de Hernán Cortés, sus 600 acompañantes españoles y varios miles de aliados indígenas sobre los aztecas el 13 de agosto de 1521, se explica tanto por su superioridad militar, tecnológica y táctica, como por el apoyo que le brindaron desde la retaguardia las incipientes ciudades del Caribe 23. La conquista de México resumió la experiencia reunida desde 1492. En los años posteriores, la «factoría colombina», un intento de trasposición de los procedimientos usados en la costa africana y los archipiélagos atlánticos, había funcionado tan mal como el gobierno del descubridor. Desde finales del siglo XV, liquidado su monopolio, las cabalgadas o entradas de los conquistadores, una adaptación a las nuevas circunstancias de las clásicas «algaras» o rápidas expediciones estacionales de la reconquista peninsular, marcaron la pauta. La regulación jurídica característica se basó en la firma de capitulaciones entre la Corona y los particulares. Bajo el nuevo sistema, los reyes compartían el riesgo, las pérdidas y las eventuales ganancias con financieros y aventureros privados, porque el negocio americano había sido hasta entonces ruinoso. En segundo término, se reservaron el control político de la conquista, la sujeción de quienes tuvieran pretensiones señoriales o hicieran gala de un espíritu demasiado independiente. Este entramado político y legal hubo de transformarse a causa de la magnitud de la catástrofe demográfica indígena en las Antillas

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y la conquista del imperio azteca. Ambos hechos concatenados aceleraron la institucionalización de la frontera del Nuevo Mundo mediante la fundación de los reinos de Indias, definitiva expresión política del trasvase institucional y burocrático español al continente americano. En torno a 1550, era precisamente la estabilidad de la red urbana la que garantizaba la viabilidad de una monarquía hispánica atlántica, que contenía una conciencia criolla en estado germinal. En este sentido, la promulgación de las Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias de 1573, verdadera piedra angular de la ciudad americana, no hizo más que sancionar y encauzar una dinámica de permanencia y una originalidad ya entrevista, pero llamada a adquirir plena visibilidad en el siglo siguiente. La fundación por Cristóbal Colón de Fuerte Navidad a finales de 1492 supuso la creación del primer establecimiento europeo en América, excepción hecha de los olvidados asentamientos vikingos. No deja de ser irónico que el motivo circunstancial de ello residiera en un lamentable descuido que produjo el naufragio de la Santa María, cuyo mando había quedado a cargo de un inexperto grumete, en la noche del 25 de diciembre de aquel annus mirabilis. Cuando emprendió el retorno a la península de su primer viaje, Colón dejó en Fuerte Navidad 39 hombres al mando del cordobés Diego de Arana, Pero Gutiérrez y el segoviano Rodrigo de Escobedo, con mercaderías para rescatar, bizcocho, artillería y una pequeña embarcación 24. A fines de noviembre de 1493, al arribar a La Española en el transcurso del segundo viaje, Colón comprobó con consternación que todos habían sido masacrados por los nativos y tomó con rapidez la decisión de fundar una ciudad para asentar las más de 1.200 personas que lo acompañaban, entre las cuales había, además de marineros, hidalgos, artesanos, labradores y religiosos, pues su objetivo en esta ocasión era colonizador. La urbe recibió el nombre de Isabela para honrar a la reina católica y se localizó en el norte de la isla, junto al mar, a 29 leguas del puerto de Santa Cruz. Su comienzo fue celebrado con una misa el 6 de enero de 1494 y por entonces se debió organizar su cabildo. El emplazamiento, según manifestó un descubridor que vivía sus horas de gloria, resultaba ideal, pues estaba en un alto junto a un puerto, en un amplio valle, y disponía en sus cercanías de un bosque y una cantera. Otros testigos de aquel acontecimiento, como el italiano Michele Cuneo, opinaron en cambio que las endebles casas de Isabela eran tan sórdidas que le recordaban el aspecto de un burdel. El catalán Guillem Coma

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mencionó que tenía una calle ancha trazada a cordel que la dividía en dos partes y estaba cortada por otras transversales; consta que más adelante tuvo una fortaleza y una casa para residencia del almirante de las Indias 25. En agosto de 1498 el puerto de Isabela había sido abandonado y la malsana ciudad estaba a punto de sufrir la misma suerte; apenas dos años después se encontraba deshabitada. Según un testimonio del propio Colón, un «desastre de fuego» había destruido dos terceras partes de ella en 1494. El padre Las Casas señaló que se había localizado cerca de una aldea indígena, por lo que había sido escenario de hechos de crueldad; resulta obvio que esta circunstancia debió agravar su atmósfera fronteriza y violenta. Obligado por los acontecimientos, Colón buscó un emplazamiento alternativo al sur, que también podía dar salida al mar a los asentamientos surgidos en el interior para la explotación minera (Santo Tomás, Esperanza o Concepción de la Vega) que en algunos casos se transformarían en ciudades. En ejecución de sus designios, Santo Domingo fue fundada por su hermano Bartolomé Colón en 1498, al oriente del río Ozama. A pesar del intento del descubridor de llamarla «Isabela la Nueva» para disimular este segundo fracaso urbano, su recuerdo quedaría asociado a romances y leyendas populares de fantasmas, muerte y desolación. Apenas cuatro años después, el gobernador Nicolás de Ovando, que había llegado de España para corregir los desatinos colombinos acompañado de 2.500 colonos, trasladó Santo Domingo a la orilla izquierda del río e inauguró con ello el fenómeno tan genuinamente americano de las ciudades «portátiles», el desplazamiento por causas de pobreza, sanidad, ataque indígena o catástrofe de vecinos y pobladores con sus familias, servidores, enseres y animales a otro lugar, pero sin cambiar de urbe. La primera capital de América fue organizada por Ovando con la habilidad burocrática y el sentido común que siempre le caracterizaron. Es importante destacar que sus instrucciones expresaron con claridad la voluntad real de establecer ciudades al modo de las peninsulares: «Que se hagan poblaciones en que los dichos indios puedan estar y estén juntos, según y como están las personas que viven en estos nuestros reinos. Las cuales hagan hacer en los lugares y partes que a él bien visto fuere» 26.

Lo relevante fue la decisión política, consistente en el tiempo y en el espacio, de abrir una frontera urbana y de fundar según

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un procedimiento reglado y clásico, «digno de ser imitado». Este partió de la identificación y justificación del sitio elegido y continuó con la traza del plano en damero sobre el terreno, el diseño de las calles principales, la colocación de la cruz en el solar de la futura iglesia y de la picota en el área central de la plaza mayor y la designación de solares para cabildo, gobernación y hospital 27. En cumplimiento de las órdenes recibidas, Ovando también acabó con la licenciosa costumbre extendida entre los colonos españoles de vivir desperdigados en las aldeas indígenas. Cuando retornó a la península en 1509, había asentado cerca de 3.000 vecinos en unas quince villas, entre las que se encontraban algunas tan importantes como Santa María de la Verapaz, Salvatierra de la Sabana, Azúa, Villanueva de Yáquimo, Buenaventura y Bonao. La orgullosa Santo Domingo, a la cual la Corona concedió divisas y escudo de armas en 1508, contaba con un puerto muy activo. Su rápido crecimiento se vertebró sobre una incipiente trama urbana ortogonal, que tenía las calles principales paralelas a la costa y la plaza mayor en su área central, aunque ligeramente desplazada hacia el río. Pronto se levantó en ella la primera catedral americana, de estilo gótico tardío, con tres naves y dos capillas laterales; a diferencia de lo que se haría habitual posteriormente, su fachada principal no se orientó a la plaza mayor. Junto a ella, se edificaron el palacio de Diego Colón (1510-1514), el hospital de San Nicolás de Bari (1533-1552), la torre del homenaje de La Fuerza, las atarazanas (1515-1530) y la primera universidad americana, la de Santo Tomás de Aquino, abierta en 1538. Ante la magnificencia del conjunto, el obispo Geraldini señaló sin aparente sonrojo: «Quedé admirado al ver tan ínclita ciudad fundada hace el breve tiempo de 25 años, porque sus edificios son altos y hermosos como los de Italia, su puerto capaz de contener todos los navíos de Europa, sus mismas calles anchas y rectas, que con ellas no sufren comparación las de Florencia». El gran cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, alcalde de su fortaleza, recalcó tanto la novedad urbana como la voluntad de estilo presente en ella: «Fue trazada con regla y compás, es una ciudad nueva, bien planeada, que ha de servir de modelo a todas las ciudades de América» 28. El primer recuento de población, que data de 1528, indica que residían en ella 433 hombres, de los cuales 281 eran cabeza de familia, casi dos terceras partes disponían de espada u otras armas y un 14 por 100 poseía caballo propio 29. La distribución geográfica de las ciudades en La Española respondió tanto a la necesidad de impulsar la producción de alimentos

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destinados a las declinantes explotaciones auríferas, como al estímulo del comercio con los incipientes núcleos urbanos surgidos a lo largo de la dinámica frontera antillana. En pocas décadas la población indígena desapareció casi del todo a causa de la avalancha de enfermedades desconocidas (de las cuales algunas terribles también se propagaron por Europa), los malos tratos y las brutales incursiones de los cazadores de esclavos, que proveían de mano de obra a estancias agropecuarias. Las sabanas fueron invadidas por el ganado vacuno y porcino; el cerdo se convirtió en «la despensa del conquistador». En estas condiciones, el ritmo de la conquista americana dependió, más que de la posibilidad inmediata de encontrar metales preciosos, perlas o pedrería, de la disponibilidad real de alimentos y de la existencia de bases de partida y avituallamiento. El alargamiento de las redes de aprovisionamiento se había convertido ya en la primera década del siglo XVI en un grave problema logístico 30. Casi todos los capitanes de conquista se formaron en la experiencia dominicana, que fue una verdadera escuela de baquianos y «prácticos de la tierra». En 1508, el gobernador Ovando encomendó a Juan Ponce de León la conquista de Puerto Rico y también despachó a Tierra Firme las expediciones de Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa. En 1509 mandó a Juan de Esquivel a Jamaica y en 1511 Diego Velázquez alcanzó Cuba por orden suya 31. Ponce de León y Esquivel habían participado en la conquista del oriente de La Española, donde fundaron Salvaleón del Higuey en 1505. Velázquez dirigió la conquista de la parte occidental de la isla, donde fundó Verapaz, Azúa y San Juan de la Maguana. Ojeda y Nicuesa fueron conocidos veteranos de la frontera y Núñez de Balboa, fundador de los primeros establecimientos en el continente, Santa María la Antigua del Darién y Acla, fue colono en Salvatierra de la Sabana, cerca del actual cabo Tiburón. El establecimiento de ciudades litorales a fin de asegurar el suministro y la defensa de las huestes conquistadoras que pretendían avanzar hacia el oeste y el sur marcó la pauta. En Cuba, donde el hallazgo de chozas de paja llevó al doctor Chanca a conjeturar que entre los nativos existía algún grado de civilidad —«esta gente nos pareció más política», afirmó— cinco de las siete ciudades que fundó Velázquez fueron costeras o próximas al mar 32. Baracoa, erigida en 1512, fue la más próxima a La Española y se levantó sobre un eje urbano lineal. Santiago, la primera capital cubana, se fundó en 1511 en una bahía alargada y resguardada por dos promontorios; su primer trazado fue ortogonal en los alrededores de la plaza mayor

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e irregular en el exterior. Puerto Príncipe, fundada en 1515, tuvo un primer emplazamiento de trazado irregular junto a la costa y más tarde se trasladó al interior. Trinidad había sido levantada el año anterior con cierta disposición radial, en una pequeña colina que se deslizaba hacia el mar. La Habana, aunque se fundó en 1515, cambió tres veces de emplazamiento hasta 1519, cuando se radicó donde hoy permanece. Alejada en principio de las rutas comerciales y de la dinámica conquistadora, la urbe habanera se aglutinó en esta etapa alrededor de la Fuerza vieja, situada al final del canal de entrada a la bahía en la que sus habitantes por fin habían hallado refugio. Hacia 1550 contaba con unos 300 habitantes. A fines de siglo la rotundidad de la Fuerza nueva, dotada de cuatro baluartes iguales en los vértices de un cuadrado perfecto, alumbró el cambio de fortuna de la ciudad, llamada a convertirse en pieza clave y fortaleza amurallada de la Carrera de Indias, merced a los castillos de La Punta y El Morro. Su traza, que según uso y costumbre prescribió la medida de los solares y el ancho de las calles, conformó una plaza irregular abierta al puerto y una estructura de manzanas cuadrangulares de diferentes tamaños. En otras regiones de la isla se fundaron en 1513 y 1514 Bayamo y Sancti Spíritu. La primera dispuso de un trazado longitudinal paralelo al río, con una retícula irregular y la iglesia y la plaza mayor situadas hacia el norte; en la segunda se repitió la fórmula de trazado irregular con apuntes geometrizantes. La plaza central articuló ambos conjuntos 33. En Jamaica, las primeras fundaciones se localizaron en la costa del norte. De 1508 datan Villa Diego y Melilla; en 1510 surgió Sevilla del Oro, convertida en capital; Oristán, en cambio, se radicó al sur. Todas desaparecieron en poco tiempo. En 1524, debido a la insalubridad de Sevilla, el gobernador Francisco de Garay mudó la capital a Santiago de la Vega, conocida hoy como Spanishtown. La pobreza de la isla era tan considerable que en 1582 era la única ciudad habitada. Terminaría por ceder la capitalidad a Kingston, situada en un lugar estratégico. En cuanto a Puerto Rico, Vicente Yáñez Pinzón recibió en 1505 el cometido de poblar villas de cincuenta o sesenta vecinos y repartirles «caballerías y tierras y árboles». Los desgraciados vecinos de Caparra, la desprotegida y malsana ciudad fundada por Ponce de León en 1508, se trasladaron en 1519 a una pequeña isla alargada que cerraba una gran bahía situada al norte, en la que pretendían hallar un lugar para vivir. Allí surgió San Juan, cuya traza estaba definida dos años después. En los alre-

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dedores de la plaza mayor se configuró una retícula ortogonal y los edificios se construyeron según el estilo de La Española. Mientras la iglesia de Santo Tomás semejaba la catedral gótica de Santo Domingo, en 1533 se levantó con intenciones defensivas la Fuerza vieja o fortaleza de Santa Catalina. Pronto fue superada por la colosal de El Morro, en realidad un complejo sistema defensivo en permanente renovación. Aunque el salto al continente de mayor alcance fue el protagonizado por Hernán Cortés en 1519, como paso previo a la conquista de los aztecas, hacía tiempo que se había asentado el llamado «núcleo panameño». Este resultó fundamental en el avance hacia Centroamérica y el Perú. Las ciudades de Panamá, Nombre de Dios y su sucesora Portobelo, abrigaron puertos terminales en el tránsito de la Carrera de Indias entre el Pacífico y el Atlántico. En la costa ístmica fueron establecidas Natá (1522), Concepción (1559), Penonomé (1573) y Remedios (1589). Únicamente Santafé (1558), situada en un paso cordillerano a medio camino entre Natá, convertida en granero del istmo, y Concepción, radicada en un área minera, fue capaz de escapar a la atracción del litoral, gracias a su posición estratégica. En la naciente Panamá, la experimentación urbana fue regulada mediante las instrucciones para el poblamiento de Castilla del Oro, entregadas a Pedrarias Dávila en 1513. La experiencia de la frontera antillana había dado sus frutos. De ahí que recogieran por primera vez indicaciones terminantes sobre el carácter del emplazamiento, la orientación, la salubridad y la distribución de solares de las futuras ciudades e incluso insinuaran la necesidad de revisar las prácticas seguidas desde 1492: «Habéis de repartir los solares del lugar para hacer las casas y estos han de ser repartidos según las calidades de las personas y sean de comienzo dados por orden, por manera que, hechos los solares, el pueblo parezca ordenado, así en el lugar que se dejare para plaza, como el lugar en que hubiese la iglesia, como en el orden que tuvieren las calles, porque en los lugares que de nuevo se hacen dando la orden en el comienzo, sin ningún trabajo ni costa quedan ordenados y los otros jamás se ordenan» 34.

Las ciudades que Pedrarias fundó en Panamá se ajustaron al modelo ortogonal gracias a la colaboración del experto en geometría y mensura de terrenos Alonso García Bravo. Este tuvo la fortuna de acompañar a Hernán Cortés en la conquista novohispana, intervino en el trazado de Veracruz y Antequera y acabó por convertirse en

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«el alarife que trazó la ciudad de México». En el istmo, tal vez reformó el trazado inicial de la primera ciudad asentada en Tierra Firme, Santa María la Antigua del Darién, fundada por Martín Fernández de Enciso junto al río Atrato a fines de 1509. García Bravo también participó en el trazado de Acla, en cuya plaza mayor fue ejecutado por rebeldías imaginarias en 1519 su desgraciado fundador, Vasco Núñez de Balboa. Tanto Nombre de Dios, erigida en 1510 sobre la costa atlántica panameña, como Natá y Acla debieron tener un trazado regular. Los planos de la primera Panamá, establecida por Pedrarias en 1519, muestran una ciudad de esa morfología, pero con el curso de las calles torcido 35. Desde ella partió en 1524 Francisco Hernández de Córdoba para fundar Bruselas cerca de la actual Puntarenas en Costa Rica y León y Granada en la actual Nicaragua. Su traza tuvo intención de regularidad, pero careció de la disciplina practicada por los urbanizadores de México. Situada a orillas de un lago de gran tamaño y a los pies de un volcán cuya erupción había formado pequeñas islas de lava, se levantó sobre una retícula dominada por una plaza cuadrangular, a la que confluyeron las diferentes manzanas. Los principales edificios religiosos se colocaron sobre un eje longitudinal y en perpendicular al litoral, en el que había un pequeño puerto; la calle atravesada, paralela a la costa, sirvió como punto de reunión de los caminos que llegaban a Granada desde todas direcciones. En el extremo sur del Caribe, el asalto conquistador se dirigió hacia Venezuela, cuyas costas fueron recorridas por Colón durante su tercer viaje. La efímera Nueva Cádiz de Cubagua, fundada en 1510 al socaire del auge perlífero, que dio lugar a la primera de las economías extractivas de la región, apenas consistió en una serie de manzanas alineadas a lo largo de la costa. En 1540 ya había sido abandonada, de modo que las cercanas Asunción, fundada en 1525 en la isla Margarita, y Cumaná, establecida sobre el continente en 1520, agruparon la escasa población española. La futura capital del oriente venezolano fue trasladada en 1569 a su emplazamiento definitivo por el conquistador Diego González de Serpa y desde entonces creció con lentitud sobre el espacio comprendido entre el cerro de San Antonio y el río Manzanares. La imponente presencia de la cercana fortaleza de Araya, levantada en 1622 para impedir la explotación holandesa de las salinas próximas, contrastó con la modestia de la urbe, la pobre iglesia parroquial, los austeros conventos y la humilde aduana. Al occidente se fundó en 1527 la ciudad de Coro, que tuvo una traza regular, al igual que otros núcleos importantes de la hostil

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Tierra Firme, como Santa Marta, fundada en 1525 por el trianero Rodrigo de Bastidas, o Cartagena de Indias, que lo fue por Pedro de Heredia en 1533. La primera de ellas sirvió de plataforma para la conquista del interior colombiano, pues de allí partió la hueste de Gonzalo Jiménez de Quesada, que remontó el río Magdalena tras el rastro de los indígenas muiscas, la sal y el oro. En 1538 fundó Santafé de Bogotá para justificar sus andanzas doradistas ante una Corona que se había vuelto demasiado inquisitiva respecto a los hechos y fines de la conquista. Santa Marta fue una de las primeras ciudades de trazado reticular ortogonal con manzanas rectangulares en vez de cuadradas, un estilo urbanizador que también se aplicó en San Juan de Puerto Rico, México y Puebla de los Ángeles. Sus calles fueron rectas y paralelas y la plaza mayor se dispuso junto a la costa, en posición descentrada respecto al eje de la ciudad. Tuvo seminario, hospital y aduana y fue sede obispal durante buena parte del siglo XVI. En cuanto a Cartagena, llamada a convertirse en la gran metrópoli fortificada de Tierra Firme, se radicó en el extremo de una gran bahía y tuvo un trazado semiregular. En la plaza mayor, localizada en un vértice que permitió unir las manzanas próximas al puerto al asentamiento fundacional, se construyeron la catedral, el cabildo y la casa del gobernador. Otra plaza, llamada de la aduana o del mar, abierta hacia el puerto, fue el centro de las actividades comerciales y el tráfico de mercaderías, como aceite, vino, papel, oro y esclavos. Una trama de calles rectas formaba una red de manzanas irregulares, que se extendió al poco hacia la cercana isleta de Getsemaní. En 1572, Cartagena había llegado a los 4.000 vecinos, pero se encontraba todavía lejos del esplendor que alcanzaría con posterioridad. En fecha tan temprana como 1517, apenas ocho años después de la llegada de los españoles, las ciudades cubanas contaban con hombres y recursos suficientes para servir de base al asalto del continente, del mismo modo que las urbes de La Española habían sustentado la ofensiva inicial hacia las demás islas de las Antillas y Tierra Firme. A la expedición de Francisco Hernández de Córdoba hacia Yucatán aquel mismo año, que terminó en un trágico naufragio, siguieron las de Juan de Grijalba en 1518 y la acaudillada por Cortés en 1519. En aquella decisiva coyuntura, el hecho urbano tuvo un papel relevante. Fue precisamente la fundación de la Villa Rica de la Veracruz lo que marcó el inicio de la conquista novohispana, porque permitió a Cortés investirse de la legitimidad política y militar que necesitaba: gracias a ella se liberó de la tutela de Diego Velázquez, el gobernador de Cuba a quien debía sujeción y lealtad.

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No se conoce la forma exacta de la primera Veracruz, un puerto natural en la planicie costera difícil para la navegación, pero idóneo para la defensa, «cerca de dos buenos ríos para agua y trato y grandes montes para leña y madera y mucha piedra para edificar», según narró el propio Cortés. El asiento definitivo de la ciudad en 1521 se conformó según un trazado regular de calles rectas y relativamente perpendiculares entre sí. La pequeña plaza mayor rodeada de la iglesia principal y la casa del gobernador quedaron situadas junto al puerto, pero la aduana se estableció en la plaza del Maíz, donde se celebraba un populoso mercado. A fines del siglo XVI, Veracruz presentaba una plaza rectangular rodeada de manzanas cuadradas y rectangulares y había adquirido cierta irregularidad 36. Con el fin de asegurar las comunicaciones de su cada vez más numerosa hueste, Cortés fundó tras Veracruz la localidad de Segura de la Frontera, que debió tener una planta casi cuadrangular. A partir de estos emplazamientos, una vez lograda la alianza y el control de Tlaxcala, que consideró «muy mayor que Granada y más fuerte» y de Cholula, «la ciudad más hermosa de fuera que hay en España», se lanzó a la conquista de los aztecas. Su bella y limpia capital, Tenochtitlan, la gran presa urbana del continente americano, habitada quizás por unas 300.000 personas, estaba dominada por el enorme recinto del Templo Mayor, rodeado a su vez de los grandes palacios de los tlatoque (gobernantes) y los nobles más poderosos. También contaba con grandes espacios dedicados al mercado y la administración, como el totocalli y el petlacalco. La organización urbana era impecable. En cada barrio se practicaba un tipo de actividad, con una deidad a la que se rendía culto en el templo correspondiente 37. Muchas casas contaban con patios o chinampas, unas plataformas flotantes dedicadas al cultivo intensivo. Los edificios nunca sobrepasaban las dos plantas, que eran exclusivas de las viviendas ocupadas por la clase privilegiada. La mayoría de la población habitaba en casas que tenían una sola y disponían de una superficie de unos treinta o cuarenta metros cuadrados; las más pequeñas sólo tenían diez 38. A pesar de la destrucción material acontecida durante la conquista, las terribles epidemias y los hechos de armas —el cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl recordó que «los tlaxcaltecas y otras naciones que no estaban bien con los mexicanos, se vengaban de ellos muy cruelmente de lo pasado y les saquearon cuanto tenían»— en lo referente a la concepción urbana la continuidad fue más notable de lo que se ha supuesto 39. Las calzadas indígenas y el gran centro

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ceremonial de Tenochtitlan fundamentaron el trazado de la capital de la Nueva España concebido por el ya mencionado alarife Alonso García Bravo, que diseñó parcelas cuadradas y un sistema vial rectangular de malla ligeramente heterogénea. Los cuatro campa o rumbos míticos aztecas permitieron delinear cuatro barrios, puestos bajo advocaciones que recordaron los atributos de antiguas divinidades. Así, San Juan Moyotla remitió a la virginidad masculina de Tezcatlipoca-Telpochtli, Santa María Cuepopan a la diosa Tonantzin, San Pablo Zoquipan a Quetzalcoatl y San Sebastián Atzacualco al joven guerrero Huitzilopochtli 40. A partir de 1521, sobre el paisaje fluvial dominado por multitud de canales y acequias fueron apareciendo casas de una sola planta con gruesos muros y pequeñas ventanas. La ciudad semejaba, en palabras de Bernal Díaz del Castillo, «un pequeño islote, casi un pantano, del que sobresalían unas rocas, rodeado de cañaverales». Su superficie se aproximaba a 130 hectáreas, a las que se añadían 750 de las chinampas y 60 más del islote de Tlatelolco 41. La plaza mayor, la más grande de América, fue levantada sobre el antiguo centro ceremonial azteca. En su vertiente sur discurría con placidez una acequia que la separaba de otra plaza contigua, la del Volador, en la cual se estableció en 1550 la universidad. La gigantesca catedral se empezó a construir en 1573; sus obras se prolongaron durante el siglo XVII y parte del XVIII. México creció con orden dentro de la traza inicial, ocupando primero el terreno hasta el límite de los solares marcados y más tarde en altura y profundidad. Hacia 1600, alrededor de la plaza mayor aparecían la catedral en construcción, el viejo templo pendiente de derribo, la sede arzobispal, la casa de la moneda, el palacio virreinal y el cabildo. En todas direcciones se veían iglesias, conventos, monasterios, palacios y edificaciones particulares, los símbolos de la opulencia y el poder de la capital novohispana. La ofensiva conquistadora y urbanizadora también hizo de la nueva urbe la base de partida para nuevas expediciones. El propio Hernán Cortés mandó a Gonzalo de Sandoval hacia Tuxtepec, en el oriente; allí fundó en 1523 a orillas del río Coatzacoalcos la Villa del Espíritu Santo. Luis Marín se encaminó a Chiapas y Francisco de Orozco exploró la región de Oaxaca. En 1528 se formalizó la fundación de Antequera, cuya traza fue realizada al año siguiente por el ubicuo García Bravo. En ella, la plaza cuadrada se situó en un punto intermedio entre los dos ríos que cruzaban el valle, el Atoyac y el Jalatlaco, y los ejes se inclinaron unos grados para atem-

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perar la influencia solar. Vicente López se encaminó a la región de Pánuco, donde el propio Cortés fundó Santisteban del Puerto a finales de 1522. Hacia el occidente partió Cristóbal de Olid, que se encargó de culminar la conquista de Michoacán; allí se establecieron Pátzcuaro en 1524 y Valladolid en 1541. La primera de ellas nació por decisión del franciscano y utopista Vasco de Quiroga y contó con una fuerte presencia indígena. Frente a ella, Valladolid surgió como una villa de españoles en el valle de Guayangareo, dispuesta según una traza ortogonal, con grandes manzanas partidas en cuatro solares y anchas calles; su enorme plaza mayor medía unos 130 por 300 metros antes de la construcción de la catedral. En el profundo norte mexicano aparecieron en 1546 Zacatecas y en 1554 Guanajuato, como reales de minas ligados al hallazgo de plata. Su trazado fue irregular y espontáneo; adquirieron el estatuto de ciudades en 1585 y 1741, respectivamente. En el sur, Francisco de Montejo fundó Mérida en 1542; dos años antes había erigido sobre la costa occidental de Yucatán San Francisco de Campeche. A pesar de la importancia que le deparaba ser el único puerto entre Veracruz y La Habana en el que podían recalar las flotas de la Carrera de Indias, en 1562 tenía una sola iglesia y a fines de siglo apenas llegaba a 400 habitantes. Con posterioridad fue fortificada y la plaza mayor se orientó hacia el mar; el centro urbano adquirió un carácter compacto. Si Campeche funcionó como punto de apoyo para la navegación en la vuelta del Caribe, la necesidad de proteger la salida del temible canal de las Bahamas hacia el Atlántico explica la fundación en 1565 de San Agustín de Florida, la primera ciudad de los Estados Unidos. Constituyó un peculiar núcleo urbano alargado, en cuyo centro se situó una plaza de armas abierta al mar y dominada por la casa del gobernador. El fuerte de San Marcos otorgó cobijo a una agrupación de manzanas situadas en paralelo a la línea de la costa. Al sur de México se situaron ciudades tan importantes como Cholula, un caso de clara adaptación del nuevo trazado a una población existente, y Puebla de Los Ángeles. Esta se erigió en 1531 por orden de la audiencia con el ánimo de llevar a la práctica el utópico modelo de división de españoles e indios en repúblicas segregadas, para residencia exclusiva de los primeros. La traza fue dirigida con mano de hierro por los franciscanos y ejecutada por Alonso Martín Pérez, que se encargó también de la distribución de los solares. Las primeras casas fueron radicadas en la orilla del río San Francisco, opuesta al futuro emplazamiento de la urbe. Un plano de 1532

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muestra una estructura de manzanas rectangulares de 180 por 90 metros, con calles de unos trece de ancho alrededor de una gran plaza central. Cada lado de la ciudad tenía 21 manzanas, la dimensión total era de 4,5 por 2,6 kilómetros y la superficie ocupada era de 11,70 kilómetros cuadrados. El asentamiento estaba rodeado de fértiles ejidos y las huertas fueron ocupando diversos espacios; las manzanas y lotes fueron urbanizados siguiendo una estricta planificación. Al noroeste, Cristóbal de Oñate colonizó la Nueva Galicia. La fundación de Guadalajara en el arenoso valle de Atemeja tuvo lugar en 1531. Tras sucesivos cambios de emplazamiento, la ciudad fue establecida de manera definitiva sobre una vega de gran aprovechamiento agrícola a 1.500 metros de altitud y a orillas del río de San Juan de Dios. La estructura de sus plazas centrales resultó insólita. En un lado de la plaza mayor, que acogió la catedral, se dispuso el palacio del gobernador, pero las casas del cabildo, contrariamente a lo habitual, se colocaron en una segunda plaza junto a las casas reales y el obispado; las manzanas tuvieron una forma casi cuadrada. Hacia el sureste se había dirigido Pedro de Alvarado, que fundó Zacatula en 1523 y la primera Guatemala al año siguiente. En 1527 su hermano Jorge estableció de nuevo Santiago de los Caballeros de Guatemala en el sitio de Bulbuxi, «donde brota el agua». Su voluntad resuena con claridad en el acta fundacional: «Mando que se haga la traza poniendo las calles norte y sur, este y oeste. Otrosí mando que en medio de la traza sean señalados cuatro solares en cuatro calles en ellos incorporados, por plaza de dicha ciudad. Otrosí mando que sean señalados dos solares junto a la plaza, en el lugar más conveniente, donde la iglesia sea edificada [...] que se señale un sitio para hospital [...] que junto a la plaza sean señalados cuatro solares, el uno para casa del cabildo y el otro para cárcel pública y los otros para propios de la ciudad [y] que los demás sean repartidos por los vecinos» 42.

En 1541 un inmenso torrente de agua que descendió del volcán contiguo la arrasó por completo y mató a muchos de sus habitantes, que, según una interesada interpretación posterior, habrían recibido un justo castigo del cielo por vivir en permanente pecado 43. Dos años después fue refundada en otro lugar, donde actualmente se encuentra La Antigua, de acuerdo con una trama regular de manzanas cuadradas, con calles rectas a partir de una plaza central; un terremoto la volvió a destruir casi por completo en 1773. En el reino de Guatemala también se fundaron hasta 1600 otras 44 villas y ciudades,

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como Granada y León (1524), Huehuetlán (1524), Trujillo (1525), Realejo (1533), Puerto Caballos, Gracias a Dios y San Pedro Sula (1536), Comayagua (1537), Sonsonate (1552), Cartago (1564) y Tegucigalpa (1579). Con frecuencia se olvida que desde el potente núcleo panameño se emprendió la conquista del sur del continente, lo que supuso entre otras cosas la imposición de una morfología urbanizadora bien experimentada en el istmo. El clímax de esta nueva y decisiva etapa, marcada por la derrota del imperio de los incas, fue la fundación de Lima a comienzos de 1535 por Francisco Pizarro. La futura capital peruana fue bautizada quizás como «ciudad de los reyes» para conmemorar la epifanía, pues en las mismas fechas en que el fundador y sus compañeros elegían su asentamiento los reyes magos de oriente habían tomado el camino del portal de Belén 44. Fue establecida en un área de milenaria ocupación en el valle del Rímac, a cien pasos del río del mismo nombre y a sólo diez kilómetros de la costa del océano Pacífico. La elección del emplazamiento no fue casual. Lima surgió en un punto intermedio entre Trujillo y Cuzco, «una de las buenas tierras del mundo», como señaló el cronista Pedro Cieza de León. Sus primeros 79 vecinos recibieron puntualmente los solares definidos en la traza inicial y, como mandaba la ley, adquirieron la obligación de cercarlos y poblarlos en el plazo de un año. La trama urbana comprendió 116 manzanas cuadradas y formó un conjunto rectangular apoyado en el borde del río, con una superficie cercana a las 214 hectáreas. La construcción de los edificios aledaños a la plaza mayor, que quedó descentrada a causa de la cercanía del Rímac a uno de los lados del conjunto, fue emprendida sin dilación. En 1542 Lima ya contaba con audiencia y obispado; en 1551 fue fundada la Universidad de San Marcos. Rondaba por entonces los 15.000 habitantes y su superficie había crecido hasta las 314 hectáreas. La utilización de materiales frágiles en su construcción, como madera, ladrillo y adobe, en detrimento de la piedra, muy escasa en la región, no dificultó su promisorio futuro. Lima constituyó la segunda gran metrópoli virreinal americana y pronto estuvo dotada de magníficos edificios, iglesias y jardines, que quedaron rodeados por numerosas casas de techo plano, una adaptación local a la práctica ausencia de lluvia. En la tumultuosa periferia urbana, los indios de encomiendas y los forasteros se fueron agrupando en el famoso suburbio de Santiago del Cercado, cuya existencia legal fue reconocida en 1566. Su traza tenía 35 manzanas y 122 solares y poseía una

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extraña plaza central romboidal. En el interior amurallado coexistirían por siglos sin problemas aparentes edificios tan disímiles como una iglesia de los jesuitas, un hospital, un colegio para hijos de caciques, una cárcel para indios hechiceros y una fábrica de pólvora. El trazado de Lima definió un modelo que tuvo, como el de México, una influencia regional perdurable. Sin embargo, el contraste con lo ocurrido en la antigua capital inca, Cuzco, no pudo ser mayor. Lejos del monumentalismo irregular azteca, la ciudad se había caracterizado por la exactitud geométrica de su trazado (que reproducía perfectamente la división de los grupos étnicos y su propia situación en el imperio), la ausencia relativa de grandes edificios, el cruce en la plaza central (la gran Huacapata, de 550 metros en su lado mayor y 250 en el menor) de los caminos que partían a los cuatro suyus o regiones del incanato y la existencia de doce barrios, tres por cada una de ellas 45. En el centro se encontraba el templo del sol o inti-cancha, rodeado por los palacios de los incas. En ellos habían residido los ayllus o linajes reales, mientras en los barrios externos se alojaban la gente común y quienes procedían de pueblos conquistados 46. Desde la fundación de Cuzco como urbe hispánica en 1534 se produjo una reordenación del espacio central y la plaza incaica, atravesada por el río Huatanay, quedó dividida en manzanas. En la nueva plaza mayor se ubicó la catedral, en la llamada «del regocijo» se situaron el mercado indígena y el cabildo y la de San Francisco se erigió como centro religioso secundario. La situación de los solares de las órdenes (la Compañía de Jesús, Santa Clara y Santo Domingo), resultó determinante en el proceso de estructuración de los barrios. La ciudad quedó definida por medio del eje principal y la calle perpendicular que bordeó las tres plazas. Buena parte de los nuevos edificios se levantaron sin recato sobre los cimientos incaicos o reutilizaron antiguos materiales. La rápida pujanza de Lima, tan ligada a la inmediata explosión productiva de la mina de Potosí y al tráfico de la plata hacia el istmo panameño y el Atlántico, fue posible porque su fundación culminó un proceso urbanizador que le otorgó una suerte de centralidad moderada, de cabecera regional y, si se quiere, felizmente arcaizante. A su alrededor, Pizarro fundó San Miguel de Piura en 1531 con 46 vecinos y en un sitio malsano. Pronto se tuvieron que trasladar a otro emplazamiento que no fue mucho mejor, pues estaba entre «dos valles llanos, frescos y llenos de arboledas, aunque escaso de lluvias, cálido, abundante en sabandijas y con una [plaga] de enfermedades de los ojos» 47. También estableció en 1534 la célebre

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Jauja, asociada para siempre a la idea de vida fácil, sobre un hermoso valle en el que, según mencionó Lope de Rueda, era imposible pasar hambre o necesidad, «pues los árboles daban buñuelos; los ríos, leche; las fuentes, manteca, y las montañas, queso». Es posible que tuviera una plaza mayor rectangular, pero en otros aspectos reprodujo la norma peruana de traza urbana con manzanas cuadradas, visible también en San Juan de la Frontera de Chachapoyas (1538), León de Huánuco y San Cristóbal de Huamanga (1539), El Callao —que nació por libre como puerto de La Magdalena— y Villa Hermosa de Arequipa (1540). Esta se radicó en un lugar estratégico situado entre la zona minera de Charcas y el Pacífico. Su traza fundacional consistió en un cuadrado perfecto de 63 manzanas, ocho por cada lado, exceptuada la correspondiente a la plaza. La población estaba regada por acequias que provenían del río cercano y recorrían las calles con orden, lo que posibilitó la existencia de huertas y jardines que confirieron a la ciudad un paisaje característico. También Trujillo, fundada por Diego de Almagro en 1535 sobre el valle del río Moche y amurallada de acuerdo con un impecable proyecto renacentista, siguió la pauta de Lima. Sus primeras viviendas de adobe con techos de madera ocuparon grandes manzanas de casi 130 metros de lado; las fachadas daban sobre calles que tenían 13 de ancho. El clima era benigno, el suelo fértil, la vegetación abundante y la comunicación con el exterior resultaba fácil gracias a la cercanía del puerto de Guancacho. La hermosa ciudad creció de manera armónica. Las excelentes «casas de piedra y bien construidas» que la caracterizaban, según el geógrafo López de Velasco, se alternaban con los conventos. Al sur fue establecida en 1548 La Paz por orden del pacificador Pedro de la Gasca, que deseaba asegurarse el control del Alto Perú tras las sangrientas guerras civiles entre conquistadores. La motivación política de su origen fue recogida en la simple justificación del sitio elegido, por encontrarse «en la parte y lugar más conveniente». Con el propósito de consolidar la conquista del norte del antiguo imperio inca, Pizarro había mandado a Piura al gran fundador de ciudades Sebastián de Belalcázar, otro personaje que provenía en origen del núcleo panameño. Este procedió con la habitual mezcla en los conquistadores de disciplina colectiva e iniciativa individual y organizó por su cuenta una expedición a Quito. En junio de 1534 entró en la ciudad, que había sido incendiada y destruida por el general inca Rumiñahui para evitar su entrega: incluso las 300 vírgenes

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del sol, las acllas o ñustas de la familia de Atahualpa, que se habían negado a acompañarle en su retirada, habían sido exterminadas 48. Poco después apareció Diego de Almagro, compadre de Belalcázar, que venía de Cuzco a tomarle cuentas. Ambos olvidaron sus diferencias y unieron sus fuerzas con el objetivo de hacer frente a la hueste de Pedro de Alvarado, que había desembarcado procedente de Guatemala con el propósito nada disimulado de usurparles la conquista. Para evitarlo, Belalcázar y Alvarado fundaron el 15 de agosto San Francisco de Quito, sobre la falda del volcán Pichincha, a 2.800 metros de altitud. Sus primeros 200 vecinos se asentaron en los solares recién delineados alrededor de la plaza mayor. La traza urbana adquirió movilidad mediante la apertura de otras dos plazas, que fueron consagradas a San Francisco y Santo Domingo. Pese a las críticas que recibieron por su proceder, los fundadores no dudaron en aprovechar el incipiente damero de la traza incaica y definieron una cuadrícula irregular, que se adaptó bien al estrecho terreno disponible excepto en el centro, donde se impuso la regularidad. La normativa del cabildo pronto prescribió el cerramiento y limpieza de los solares otorgados, la construcción de acequias y la vigilancia de los mercados. El crecimiento urbano quiteño se orientó en el sentido longitudinal del valle, hacia el norte en dirección al camino de Pasto y hacia el sur al de Cuzco. La importancia de la nueva urbe se ratificó al ser designada sede de audiencia en 1563. Belalcázar, a fin de cuentas un veterano conquistador y excelente estratega, sabía bien que el control del interior exigía asegurar la posesión de la costa. De ahí que remontara el Guayas, para fundar Santiago de Guayaquil a fines de 1534 junto a la boca del río Yaguachi. La ciudad sufrió asaltos indígenas e incendios, fue reasentada en 1537 por el descubridor del Amazonas Francisco de Orellana y cinco años después se radicó en su emplazamiento definitivo, un lugar insalubre plagado de caseríos que fueron regularizados mediante el trazado de una cuadrícula. Mientras tanto, al suroeste de Quito surgió de la nada San Antonio del Cerro Rico de Zaruma, un centro minero que se convirtió en ciudad a fines del siglo XVI. En 1548 Alonso de Mercadillo fundó Loja, que adquirió una impecable traza regular. Hacia el oriente también aparecieron algunos núcleos poblados de efímera existencia ligados a hallazgos metalíferos, como Santiago de las Montañas o Sevilla del Oro; al sur Gil Ramírez Dávalos fundó en 1557 sobre un magnífico valle Santa Ana de Cuenca. Su traza regular siguió el modelo de Lima, pero la plaza mayor fue más pequeña. Una vez efectuado el señalamiento de terrenos para iglesia, cabil-

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do, cárcel, casa y tienda de propios, el monasterio de Santo Domingo y hospitales de españoles y naturales, fueron delineados los solares de los vecinos: «Que cada uno tenga ciento y cincuenta pies de largo y trescientos en cuadra, trazando las calles derechas y de anchura que puedan ir por ellas dos carretas». Dos años más tarde, el fundador estableció Baeza al oriente. En esa región, Archidona, Ávila y Alcalá del Río, trazadas a cordel y regla y con las manzanas bien distribuidas, apenas tuvieron en sus difíciles años iniciales algunas frágiles chozas, rodeadas de una naturaleza libérrima. La actividad de Belalcázar continuó hacia el norte del continente, pues su particular búsqueda de El Dorado le encaminó en esa dirección. Así, fundó Santiago de Cali y Popayán en 1536 según la habitual estructura cuadricular y en su avance hacia la sabana bogotana se encontró con las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada, que había llegado al altiplano procedente de Santa Marta, y de Nicolás de Federmann, que procedía del occidente de Venezuela, entregado por Carlos V a los banqueros alemanes Welser para pagar las múltiples deudas de sus aventuras imperiales y expoliado de inmediato por ellos con la crueldad propia de los recién llegados a una conquista. Bajo este impulso, el valle del Cauca y el altiplano andino colombiano se llenaron de ciudades. En 1537, Belalcázar fundó Pasto. Dos años después, Jorge Robledo estableció Anserma y Gonzalo Suárez Rendón fundó Tunja. Mompós, convertida con el tiempo en un puerto estratégico en la ruta del río Magdalena, que comunicaba el interior con Cartagena y la costa, fue establecida por Alonso de Heredia en 1540 sobre una gran isla fluvial. En el Nuevo Reino de Granada también se fundaron Cartago en 1541, Tolú en 1543, Pamplona en 1545, Ibagué en 1550, Mariquita en 1551, Tamalameque en 1561, Leiva y Ocaña en 1572, Cáceres en 1576, Vélez en 1579 y Zaragoza en 1581. La traza de Tunja, llamada a convertirse en una opulenta ciudad, se ajustó al probado modelo limeño, con un sistema de calles igualmente distanciadas y cruzadas en ángulo recto para formar manzanas cuadradas. Ese fue también el diseño de Santafé de Bogotá, surgida en 1538 por voluntad de Jiménez de Quesada para justificar su presencia en tierras de los muiscas y dominar el territorio que tanto Belalcázar como Federmann le disputaban. La Bogotá inicial se levantó, en palabras de su fundador, en un «sitio bueno y acomodado [...] sin selvas inhóspitas, sin plagas, alimañas o fieras». Las casas de sus cien primeros vecinos fueron simples bohíos de varas y paja hasta que lograron levantarlas de tierra y tapia. Ocuparon unas 25 manzanas de 380 pies de lado, limitadas por los ríos San Francisco

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y San Agustín al norte y al sur y por la cordillera central al oriente. Las calles tuvieron 35 pies de ancho en las vías principales y 25 en las secundarias. Las manzanas fueron divididas en cuartos y octavos y en el lado oriental de la plaza mayor fue reservado un solar para la iglesia. Durante largo tiempo fue relegada en su papel de centralidad urbana por la plaza de San Francisco, localizada en el extremo norte de la ciudad, a orillas del río del mismo nombre. Las razones fueron poderosas. De ella partía el camino real hacia Tunja y tenía un importante mercado y un humilladero con una cruz que marcaba el límite de la capital del Nuevo Reino de Granada, dotada en 1549 de audiencia y en 1564 de arzobispado. Tres años después, Diego de Losada logró fundar una ciudad en el litoral central venezolano, tanto tiempo remiso a los conquistadores. Santiago de León de Caracas fue establecida en territorios que había explorado el mestizo margariteño Francisco Fajardo, sobre un largo valle separado de la costa por una elevada cordillera y en la encrucijada de los futuros caminos de La Guaira y las minas de oro de Los Teques. La traza cuadricular de Caracas siguió el diseño del agrimensor Diego de Henares, compañero del fundador, que compuso un cuadrado de cinco manzanas para alojar a los 136 primeros vecinos con sus familias, acogidos y servidumbre 49. En el centro se abrió la plaza mayor. Los límites geográficos de la ciudad quedaron fijados por tres riachuelos (Coroate, Catuche y Arauco) que desembocan en el río Guaire, y por la prominente ladera del monte Ávila. Como era costumbre, se señaló una legua de tierras comunales por cada viento o dirección. Durante su etapa inicial, Caracas tuvo pocas casas construidas, las calles apenas existían y se practicaba una economía de subsistencia. El panorama se transformó radicalmente desde finales del siglo XVI, cuando la producción de cacao cambió la suerte de la provincia. En otras regiones de Venezuela cercanas a la costa surgieron ciudades tan importantes como Valencia, fundada en 1550, la primera con trazado regular, y Barquisimeto, establecida en 1552, con una cuadrícula bien definida y trasladada a su asiento definitivo en 1563. En la región de los Andes, Juan de Maldonado fundó Mérida en 1559 y San Cristóbal en 1561; la «portátil» Trujillo fue establecida por Diego García de Paredes en 1558 y después de ser trasladada siete veces se radicó en su solar definitivo en 1570. Carora, primera ciudad del interior, fue fundada en 1569 en el camino desde El Tocuyo hacia Coro. Con todo, lo más determinante de esta etapa fue la tercera y definitiva fundación de Nueva Zamora de Maracaibo en 1573. Culminó así un proceso de asentamiento empezado por

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Ambrosio Alfinger en 1529, cuando necesitó una base de partida para sus incursiones hacia el interior en busca de metales preciosos. Al sur del continente la apertura de la frontera urbana manifestó el mismo ritmo sostenido de fundaciones que pugnaban por sobrevivir a una existencia precaria. En el altiplano andino, a 2.880 metros de altitud y sobre un terreno ondulado, el capitán Pedro de Anzules fundó en 1538 por orden de Francisco Pizarro la ciudad de La Plata, que sería capital de Charcas. Desde 1563 se convirtió en sede de audiencia; en su plaza mayor se situaron la catedral, el palacio arzobispal, el cabildo y la universidad. Su traza primitiva, con 25 manzanas casi cuadradas y calles rectas, se expandió sobre las partes llanas del amplio terreno circundante. El reino de Chile permaneció largo tiempo al margen de la conquista, debido al aislamiento geográfico que le ocasionaban el océano Pacífico, el desierto de Atacama y los Andes. En 1535, una expedición al mando de Diego de Almagro partió de Cuzco con la intención de adentrarse en la jurisdicción que había capitulado, bautizada como Nueva Toledo. La fundación de Santiago por Pedro de Valdivia no tuvo lugar hasta 1541. El trazado de la ciudad «a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor», se hizo de acuerdo con sus propias ideas, pues no vaciló en declararse «jumétrico en trazar y poblar, alarife en hacer acequias y repartir aguas, labrador y gañán en las sementeras, mayoral y rabadán en hacer ganados y, en fin, poblador, criador, sustentador, conquistador y descubridor». En sus inicios la futura capital, poblada por unos 150 vecinos, tuvo forma de trapecio, con un lado paralelo de nueve manzanas al occidente y cinco al oriente y la trama cuadricular contenida en el interior. Primero se ocuparon las manzanas centrales y más tarde las periféricas, hasta un total de 126, no todas cuadradas y separadas por calles de 36 pies de ancho. La hostilidad de los indígenas fue combatida con diversas medidas, entre las cuales destacó la construcción de una casa fuerte en la manzana situada al norte de la plaza mayor, dotada de torres en las esquinas, almacén y guarda de armas. Los sufridos pobladores se tenían que refugiar en ella cada vez que había «grita de indios» 50. En 1544 fue fundada San Bartolomé de la Serena. Cinco años después, tras sufrir el incendio, saqueo y asesinato de todos sus pobladores excepto dos a manos de los nativos, fue reconstruida con una muralla fortificada. En el resto del reino que ya era conocido como el «Flandes indiano» también fue patente el entrecruzamiento entre pretensión urbanizadora y avance fronterizo 51. Hernando Pizarro dejó claro testimonio de ello:

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«A los cinco de octubre del año 1550 poblé la ciudad de Concepción, hice en ella 40 vecinos; por el marzo delante de 51 poblé la Ciudad Imperial, donde hice otros 80 vecinos, todos tienen sus cédulas. Por febrero de este presente año de 1552 poblé la ciudad de Valdivia [...] Poblé la Villarica, que es por donde se ha de descubrir la mar del norte [...] y así iré conquistando y poblando hasta ponerme en la boca del estrecho [de] Magallanes» 52.

El territorio del Río de la Plata, tan buscado en la etapa de búsqueda del paso hacia la especiería, culminada con el viaje de circunnavegación completado en 1522 por Juan Sebastián Elcano, se convirtió en enterrador de quimeras, en especial tras la aparición fulgurante de la mina de Potosí. En 1536, Pedro de Mendoza fundó el fuerte de Nuestra Señora de Santa María del Buen Aire, pronto abandonado a causa de la escasez de alimentos y los ataques de los indígenas. Con el objetivo de obtener bastimentos, Mendoza había enviado a su lugarteniente Juan de Ayolas a remontar el río Paraguay. Poco después, ante la falta de noticias, envió otra expedición en la misma dirección. Durante su transcurso, Juan de Salazar fundó en 1537 la casa-fuerte de Asunción. Su ventaja sobre Santa María del Buen Aire era evidente, pues contaba con parcialidades indígenas favorables, como los carios, dispuestos a colaborar a cambio de ayuda en su guerra contra los indígenas del Chaco. Además, disponía de buenas tierras y estaba más próxima al Alto Perú. Asunción se convirtió en las décadas siguientes en la verdadera matriz urbana de la región. Como tantas otras veces, la alianza entre indígenas y españoles fue sancionada mediante matrimonios, pues el sucesor de Ayolas, el enfebrecido y peligroso Domingo Martínez de Irala, se casó con la hija de un cacique, igual que hicieron otros capitanes. Desde el punto de vista urbanístico, Asunción fue una anormalidad continental, pues su trazado no guardó regularidad alguna. La nueva ciudad dio origen a otras que sirvieron de punto de apoyo a los barcos que venían de Brasil y España y pretendían alcanzar el Atlántico sur. Así, en 1542 el antiguo explorador Álvar Núñez Cabeza de Vaca, convertido en gobernador del Paraguay, fundó el puerto de Los Reyes y promovió la exploración del Chaco, el Guairá y el Alto Paraná, donde se estableció Ontiveros en 1554. Con la muerte de Martínez de Irala en 1556 se inició una nueva etapa, en la que se impuso una colonización agropecuaria basada en la encomienda indígena. Su desarrollo exigió la apertura de rutas de comunicación estables con la altiplanicie andina, Tucumán y la desem-

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bocadura del Plata. Santiago del Estero se asentó de modo definitivo en 1553 sobre el río Dulce, gracias a la insistencia de Juan Núñez del Prado, que la mudó dos veces hasta que encontró unas condiciones favorables. Por otra parte, el sucesor de Martínez de Irala, Gonzalo de Mendoza, fundó Ciudad Real en el Alto Paraná y Ñuflo de Chávez estableció en el Alto Perú la Nueva Asunción y en Chiquitos Santa Cruz de la Sierra. Sus relatos enloquecidos sobre fáciles riquezas causaron furor entre los asunceños, que decidieron dirigirse hacia allá, incluidos el gobernador Francisco Ortiz de Vergara y el obispo Fernández de la Torre. El 22 de octubre de 1564 empezaron a remontar el Paraguay; en Asunción sólo permaneció un gobernador interino y algunas mujeres, ancianos y niños. Al llegar a Santa Cruz descubrieron con consternación que la riqueza prometida no existía y decidieron retornar. Chávez murió poco después en un encuentro con los indios. Pese a tantos contratiempos, el acicate que suponía para la región la cercanía de Potosí, con su enorme demanda de toda clase de bastimentos, así como la voluntad de Felipe II de proteger la ruta del estrecho de Magallanes y defender el flanco oriental americano de ataques de sus enemigos, desde San Agustín de Florida a las Antillas y Venezuela, aconsejaron intentar una fundación definitiva en la desembocadura del Plata. Mendoza fue establecida en 1561, con una traza de 24 manzanas cuadradas en damero alrededor de una plaza central que ocupó el espacio correspondiente a una de ellas y los edificios de las órdenes religiosas y el hospital en las esquinas. El mismo esquema se aplicó en San Juan al año siguiente, con manzanas cuadradas dispuestas alrededor de una plaza central, solares para los 25 pobladores de a cuarta parte de manzana y los términos y calles bien trazados. San Miguel de Tucumán se estableció en 1565 y Córdoba surgió en 1573 por voluntad de Jerónimo Luis de Cabrera de acuerdo con un modelo monumental, dotado de manzanas de más de 428 pies de lado y calles de 25. El resultado fue una traza rectangular de diez manzanas por siete, con la plaza mayor centrada. Al igual que en Lima, la manzana principal de la plaza fue dividida en dos por una estrecha calle y a los lados se situaron enfrentados el cabildo y la iglesia. La ausencia de una ciudad costera que diera consistencia y viabilidad a la red urbana del Plata fue solventada con la refundación de Buenos Aires por Juan de Garay en 1580. Apenas siete años antes había erigido Santafé junto a un brazo del río Paraná, como punto intermedio entre Asunción y la desembocadura. De modo

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harto significativo, para evidenciar que el tiempo de la conquista a cargo de peninsulares pertenecía al pasado, la gran mayoría de los compañeros de Garay fueron americanos y mestizos y él mismo representaba elevados ideales de servicio y respeto estricto a la legalidad de la monarquía, bien lejanos del modelo de conquistador inicial, emprendedor, individualista y aventurero. La nueva urbe litoral, situada 450 kilómetros al sur de Santafé, se levantó sobre una retícula que formó un rectángulo de nueve manzanas de este a oeste y dieciséis de norte a sur 53. Las calles rectas, las manzanas cuadradas con los habituales cuatro solares por cada una y la plaza mayor descentrada repitieron una traza tan experimentada como eficiente. Un siglo después, tan sólo un pequeño fuerte, una iglesia mayor, algunos conventos y un conjunto de unas 400 casas, la mayor parte de ellas de adobe y paja, distinguían la futura capital argentina, cuyo damero inicial permanecía impoluto como consecuencia de la austera pobreza de sus vecinos y la ausencia de presiones especulativas.

Capítulo II La ciudad de los conquistadores

Manuel La ciudad Lucena de losGiraldo conquistadores

«Dios está en el cielo, el rey está en Castilla y yo estoy aquí». Esta declaración efectuada por un conquistador en pleno siglo XVI expresó sin ambigüedades la circunstancia americana, la creación inesperada de un mundo nuevo 1. El hecho urbano formó parte de manera determinante de su escenario porque impuso a los recién llegados un proyecto de permanencia y vecindad. Los indígenas tuvieron plena conciencia de ello. Cuando el temible caudillo araucano Lautaro avanzó en 1556 hacia la recién fundada Santiago de Chile, arengó a sus compañeros diciendo: «Hermanos, sabed que a lo que vamos es a cortar de raíz de donde nacen estos cristianos, para que no nazcan más» 2. La medida del éxito de la colonización española fueron sus ciudades. De ahí que los dibujantes de grabados imaginaran unas Indias salpicadas de magníficos paisajes urbanos, que espolearon la admiración de sus lectores europeos 3. De acuerdo con las concepciones mentales de los conquistadores, la presumible libertad de acción propia de una nueva frontera se acompañaba de la tentación de establecer un poder señorial. Pero lejos de darse un mecánico proceso de transferencia de autoridad desde Europa hacia una periferia americana sobrevenida por arte de encantamiento, se generaron nuevos espacios de poder local e individual, visibles a través de la fundación de pueblos y ciudades. Estas nacieron en equilibrio político con la metrópoli, pues obtuvieron reconocimiento y legitimidad a cambio del sometimiento a la lejana pero indiscutible autoridad real 4. Para asegurar su vigencia, la monarquía de los Austrias dispuso de mecanismos de control directo e indirecto de una asombrosa efectividad: la visita, el juicio de resi-

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dencia, una formidable legislación, la indefinición de las atribuciones de organismos y cargos, el supremo papel arbitral del monarca y la potestad de sus súbditos, indios, mestizos y negros incluidos, de acudir a él en busca de remedio para las injusticias y de recompensa por sus servicios. No hubo expedición de descubrimiento y conquista sin factor y veedor, los encargados de que se pagaran al rey sus tributos, y ya en 1524 se fundó el Consejo de Indias para ocuparse de su gobierno. Debido a su influjo, el continente fue recorrido por multitud de oficiales reales que constituyeron, según una aguda apreciación, «la carcoma de los conquistadores». Estos, en su inmensa mayoría, tuvieron claro que era en la ciudad donde querían vivir y morir, tanto por origen como por inclinación. Y también por oportunismo. Era en los núcleos urbanos donde se radicaban los organismos intermedios de gobierno que, en reproducción de la potente tradición municipal peninsular, podían dar cauce a sus aspiraciones y ayudarles a proteger las rentas y encomiendas logradas con tanto sacrificio y riesgo personal. De manera paradójica, la riqueza de las tierras «por descubrir y por ganar» que su trabajo y fortuna habían otorgado al monarca colaboró en la liquidación de la revuelta comunera por Carlos I y con ella de la libertad de las ciudades de Castilla. En Indias, bajo el punto de vista más o menos soterrado de algunos conquistadores, no hizo más que fomentar la ingratitud y arbitrariedad de los monarcas. Como señaló con agudeza Francisco Pizarro años después de apoderarse del Perú, «en tiempos que estuve conquistando la tierra y anduve con la mochila a cuestas nunca se me dio ayuda y ahora que la tengo conquistada y ganada me envían padrastro». Era algo que todos sabían y los que pretendían olvidarlo podían acabar como el loco Aguirre, colgados de una horca. Sólo la Corona era dueña de los derechos sobre el suelo y el subsuelo de las Indias, autorizaba nuevas expediciones de descubrimiento y conquista o confería empleos, encomiendas y mercedes. En caso de conflicto, actuaba como juez supremo. No resulta de extrañar que el prestigio universal, los recursos fiscales y administrativos y las grandes reservas de patronazgo procedentes del imperio ultramarino consolidaran el poder de los Austrias españoles durante los siglos XVI y XVII 5. La proyección mental que los conquistadores llamaron tan ufanos «ciudad» fue en primera instancia un núcleo urbano indígena sometido, un campamento militar o un simple descampado. En este sentido, no sólo existió una preeminencia de la ciudad política sobre la natural, sino una aventurada conversión de un espacio indiferente

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en territorio «cargado por una especie de superávit, de contenido humano, emocional, hasta religioso» 6. Esta posibilidad de concreción utópica fue explotada hasta tal punto que donde devino posible y real la urbe renacentista fue en América 7. De acuerdo con las primeras descripciones, las recién fundadas ciudades o villas del Caribe o Tierra Firme eran pequeñas aldeas o pueblos construidos con madera o adobe, en los que se practicaba una horticultura intensiva y existían corrales y plantaciones de árboles frutales. En su paisaje se vislumbraban los viñedos y olivares que se pretendían aclimatar, cabañas de ganado vacuno o porcino, molinos de pólvora y harina, hornos de cal, tejares, canteras y los primeros obrajes para la fabricación textil. La aspiración a la autosuficiencia y al coste reducido de los bienes de primera necesidad marcó la conducta de los cabildos recién establecidos. Nada distinto a aquello que se pretendía en los lugares de origen, entre los cuales, como se sabe, fueron mayoría los de Andalucía. Entre 1520 y 1539, de los casi 14.000 emigrantes legales que pasaron a América, el 32 por 100 tuvo esa procedencia; los castellanos viejos constituyeron el 17 por 100 y hubo casi idéntica proporción de extremeños. De 1540 a 1560, el 55 por 100 de los 9.044 emigrantes que cruzaron el Atlántico provino de Sevilla, Extremadura, Toledo, Salamanca y Valladolid; también hubo leoneses, vascos, catalanes, gallegos y de otros sitios 8. La procedencia regional junto a la recién adquirida calidad de «benemérito de la tierra», ganada por un derecho de conquista ordenado en su procedimiento y sancionado por capitulación real, prescribieron el procedimiento al que debía sujetarse el conquistador y fundador de una ciudad 9. Nunca existió duda sobre la vinculación entre conquistar y poblar; quienes la olvidaron se tuvieron que enfrentar a la desgracia y el fracaso, como ocurrió en los casos de Pánfilo de Narváez en Florida o de multitud de enloquecidos buscadores del estrecho de Magallanes o El Dorado, tragados para siempre por la manigua. El célebre Francisco López de Gómara, capellán y cronista de Cortés, señaló en su Hispania victrix (1552), con su habitual economía de expresión: «Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente; así que la máxima del conquistar ha de ser poblar» 10. Llevado por su afán providencialista y adulador hacia su patrón, Gómara elevó a la categoría de principio teórico lo que había sido desde el gobierno en La Española de Nicolás de Ovando una costumbre arraigada y sensata. De ahí que las famosas e influyentes Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de 1573, que no vacilaron en

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acogerse a la tradición lascasiana de rechazo del vocablo conquista por su origen «mahomético», mandaran que los capitanes de futuras entradas «no se satisfagan con haber tomado y hecho el asiento y siempre lo vayan gobernando y ordenen cómo se ponga en ejecución y tomen cuenta de lo que se fuere obrando» 11. Obsesionados por los procedimientos legales propios de la modernidad política, así como por la separación entre el acto legislativo y su praxis, algunos tratadistas han calificado las Ordenanzas de 1573 como anacrónicas, utópicas e inaplicables, una mera proyección burocrática ajena a una realidad que, o ya existía como tal, o estaba destinada al caos desde el origen de los tiempos. Estos planteamientos han partido de prejuicios culturales derivados de la conocida «polémica del Nuevo Mundo», que supuso la genética inferioridad americana, así como de un desconocimiento palmario del procedimiento normativo en la monarquía filipina 12. La novedad de la norma partió, como era lógico en una sociedad del Antiguo Régimen, de su fidelidad a las virtudes de la tradición. Pero además se ajustó a un uso social preexistente, estaba condenada al éxito porque constituyó un destilado de teoría y experiencia. Era razonable, sencilla y ventajosa en su aplicación al ordenar, nunca mejor dicho, una situación problemática. Su génesis resulta clarificadora. Desde 1569 Juan de Ovando, visitador del Consejo de Indias, fomentó reuniones de juristas con el propósito de elaborar un código común para su gobierno en siete partes, las dos primeras dedicadas a lo espiritual y lo temporal. Esta última contendría un apartado consagrado a descubrimientos y nuevas fundaciones, que constituyó en rigor las Ordenanzas. Hubo en ellas una amalgama de normas urbanísticas existentes y doctrina de Vitrubio (De Arquitectura es una obvia influencia) pero se percibió la férrea directriz política de Ovando, decidido a finalizar la conquista de las Indias. Los principios consignados al sitio de la ciudad, el clima, la orientación, la salubridad o los edificios públicos fueron vitrubianos. Existió también influencia de los artículos contenidos en De regimen principium de Santo Tomás de Aquino en lo relativo a la bondad del rey fundador de ciudades, como correspondía a un siglo marcado por el neotomismo y el renacer de la escolástica, y fueron obvios algunos conceptos vinculados a las Partidas de Alfonso X y la Utopía de Tomás Moro 13. Una serie de disposiciones recogieron, a veces literalmente, las cartas de Nicolás de Ovando (1501), las Instrucciones a Diego Colón (1509), las Instrucciones a Pedrarias Dávila y Diego Velázquez, la Real cédula para la fundación de ciudades (1521), las Instrucciones

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a Hernán Cortés (1523), las Instrucciones y reglas para poblar (1529), las Leyes Nuevas (1542), la Instrucción a fray Juan de Zumárraga, obispo de México (1543), y directrices sobre poblamiento entregadas al entonces flamante virrey del Perú, Francisco de Toledo. El conjunto legislativo comprendió 149 artículos; con los 31 primeros se regularon los descubrimientos; del 32 al 51 se apuntaron las normas para poblar; del 52 al 110 se enumeraron las condiciones ofrecidas y exigidas al jefe descubridor y poblador; del 111 al 138 se definieron los esquemas de construcción de la ciudad y, finalmente, del 139 al 149 se abordó la pacificación y evangelización de los naturales. Las Ordenanzas, que se aplicaron hasta la independencia, fueron sancionadas por Felipe II en el bosque de Valsaín (Segovia) el 13 de julio de 1573. Diego de Encinas las incluyó en su Cedulario indiano (1596). En la Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681) se insertaron casi textualmente; ocuparon siete títulos del libro IV 14. La primera parte se dedicó a establecer un control absoluto de los descubrimientos, con el fin de que se hicieran «con mas facilidad y como conviene al servicio de Dios y nuestro y bien de los naturales». Nadie podría hacer por su propia autoridad «nuevo descubrimiento por mar, ni por tierra, ni entrada, nueva población ni ranchería en lo que estuviere descubierto o se descubriere sin licencia o provisión» (art. 1), bajo pena de muerte y pérdida de los bienes. Las autoridades locales debían informarse de la situación de las fronteras y para lograrlo enviarían desde un pueblo limítrofe «indios vasallos lenguas a descubrir la tierra y religiosos y españoles con rescates» (art. 4). Si el descubrimiento se hacía por mar, debían ir al menos dos navíos pequeños con treinta marineros y descubridores, dos pilotos y clérigos y cargar mercaderías de poco valor «como tijeras, peines, cuchillos, hachas, anzuelos, bonetes de colores, espejos, cascabeles, cuentas de vidrios» para hacer rescates, además de mantenimientos para un año (arts. 10-11). Una vez en el territorio descubierto, debían tomar posesión, llevar una memoria escrita de lo actuado y conferir nombre a los montes, ríos y pueblos que encontraran. En el caso de hallar nativos, debían interrogarlos para conocer sus costumbres y la calidad de la tierra. No podían intervenir bajo ningún concepto en guerras o conflictos entre ellos y si retornaban con algunos, incluso si se los habían vendido como esclavos o venían por propia voluntad, el castigo para los descubridores era la pena de muerte. El artículo 29 señaló: «Los descubrimientos no se den con título y nombre de conquista, pues habiéndose de hacer con tanta paz y caridad como deseamos,

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no queremos que el nombre de ocasión ni color para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios» 15.

La segunda parte enumeró las normas generales para asentar poblaciones. Estas se realizarían en regiones saludables y con buen clima, «de buena y feliz constelación, el cielo claro y benigno, el aire puro y suave, sin impedimento ni alteraciones y de buen temple, sin exceso de calor o frío, y habiendo de declinar, es mejor que sea frío» (art. 34). Los sitios serían a mediana altura y lejos de lugares marítimos, por el peligro de corsarios «y no ser tan sanos y porque no se da en ellos la gente a labrar y cultivar la tierra, ni se forman en ellos tan bien las costumbres» (art. 41). También se recogieron otras consideraciones: «El sitio a donde se ha de hacer la población [...] ha de ser en lugares levantados a donde haya sanidad, fortaleza, fertilidad y copia de tierras de labor y pasto, leña y madera y materiales, agua dulce, gente natural, comodidad de acarretos, entrada y salida, que esté descubierto de viento norte. Siendo en costa téngase consideración del puerto y que no tenga el mar al mediodía ni al poniente, si fuera posible; que no tenga cerca de sí lagunas ni pantanos en que se críen animales venenosos y corrupción de aire y aguas» 16.

El descubridor debía declarar si fundaba ciudad, villa o lugar y nombrar un cabildo, compuesto de oficiales de hacienda, regidores, fiel ejecutor, procurador, escribano y pregonero. El escribano levantaría un padrón de los vecinos y les daría solares y tierras de pasto y labor. Su estatuto se definió así: «Declaramos que se entienda por vecino el hijo o hijas, o hijos del nuevo poblador y sus parientes, dentro o fuera del cuarto grado, teniendo sus casas y familias distintas y apartadas y siendo casado y teniendo cada uno casa de por sí» 17.

El suelo concedido era de propiedad libre y enajenable; los pobladores adquirían el compromiso de construirlo y cultivarlo en un plazo que osciló de uno a cuatro años, bajo pena de perderlo si no lo hacían 18. Los privilegios del jefe poblador ocuparon los artículos siguientes. Destacaron el nombramiento de adelantado y gobernador vitalicio (que podía entregar en herencia a un hijo) y la capacidad de encomendar indios, construir fortalezas, designar oficiales reales, hacer ordenanzas o reclutar pobladores y obtener mantenimientos

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con ventajas fiscales, así como la exención de almojarifazgo por diez años y de alcabala por veinte (arts. 82-83). Por el contrario, quedaba obligado a que la nueva ciudad tuviera al menos 30 vecinos, lo que aproximaba la población urbana inicial a unos 180 blancos y allegados, además de indios y negros. Cada vecino debía contar con casa y ganado propios. La ciudad tendría cuatro leguas de término en cuadro y estar al menos a cinco leguas de otros núcleos poblados. Terminada la entrega de solares y decidido el lugar de la dehesa y el ejido, el resto del término municipal se repartiría en cuatro partes, una para el descubridor y tres entre los vecinos, medidas en peonías y caballerías. Los artículos siguientes se ocuparon de la planimetría urbana. La ciudad se trazaría «a cordel y regla» desde la plaza mayor, «sacando las calles a las puertas y caminos principales y dejando tanto compás abierto que aunque la población vaya en crecimiento se pueda siempre proseguir en la misma forma» (art. 111). La plaza mayor se situaría en el centro de la población tierra adentro y junto al desembarcadero si se encontraba junto al mar. Tendría de largo al menos una vez y media su ancho, «porque este tamaño es el mejor para las fiestas a caballo y cualquier otras que se hayan de hacer» (art. 113). No sería menor de 200 pies de ancho y 300 de largo, ni mayor de 800 pies de largo y 532 de ancho; se consideraba de buena proporción una de 600 pies de largo y 400 de ancho. Tendría soportales para comodidad de los mercaderes, sus esquinas se arrumbarían a los cuatro vientos y del intermedio de cada costado partirían las cuatro calles principales, que quedarían protegidas de la intemperie. Debían ser anchas en lugares fríos y angostas en los calientes; modularían la ciudad al alejarse del centro e ir atravesando pequeñas plazas, que con el tiempo configurarían distintos barrios. También se señalarían solares para iglesia principal, casas reales, cabildo, aduana, atarazana, hospitales, pescaderías, carnicerías, tenerías y «otras oficinas que causan inmundicias» (art. 123). Finalmente, cuando la población estuviera terminada se podían establecer relaciones pacíficas con los indígenas cercanos. Si la contundencia y alcances de la voluntad política filipina y el efecto normalizador de las Ordenanzas en las ciudades descubiertas y colonizadas antes de 1573 resultan indiscutibles, su influencia posterior, así como su importancia en la planificación urbana de buena parte de América del Norte, desde San Agustín a Santafé (primera capital continental de Estados Unidos), suscitan otras cuestiones. Entre ellas, vale la pena detenerse en el tipo de trama urbana que produjeron y el reforzado papel de la plaza mayor 19. Se presume

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que los españoles establecieron en América ciudades ajustadas a un trazado en cuadrícula, sin más, pero prevalecieron el trazado en damero o modelo clásico con variantes y el modelo regular con variantes. En el primero, aplicado en Lima, Puebla u Osorno, existió un damero formado por manzanas idénticas de forma cuadrada o rectangular. La plaza mayor, situada en una de las manzanas sin construir, contenía la iglesia, cabildo y casas reales. Los lados de la plaza y las calles nacidas en sus ángulos poseían arcadas y frente a las fachadas principales y en los laterales de otras iglesias se abrían plazoletas. En el segundo, integrado por los mismos elementos, no existió la misma rigidez y aparecieron diversas plazas con funciones distintas; es el caso de Campeche, Potosí o Cartagena. También hubo un modelo irregular, propio de ciudades espontáneas y hasta alguna lineal, como Baracoa. Una revisión de 134 planos correspondientes a ciudades americanas en el período colonial muestra la abrumadora aplicación del modelo clásico con plaza central o excéntrica, o regular con plaza central o excéntrica 20. La centralidad del modelo de ciudad ha sido interpretado de diversas maneras. Conquistadores, pobladores, alarifes y jumétricos trasladaron a América un rico bagaje teórico, que comprendió influencias del antiguo Egipto, los fueros castellanos, las urbes cuadradas mallorquinas y la ciudad mística dividida en cuatro barrios autosuficientes del franciscano Eximenis. A todo ello se añadieron las poderosas tradiciones urbanas prehispánicas 21. El modelo enlazó con la razón política al relacionar el geometrismo cuadricular con las necesidades de una pujante monarquía, abocada a un designio imperial. Uno de los paradigmas del urbanismo ultramarino hispánico fue el campamento de Santafé, fundado en 1491 por los reyes católicos para el asedio final al reino nazarí de Granada y culminar la unidad española. Sus constructores se habrían inspirado en la tradición clásica según las obras de Vitrubio, los castros romanos y las urbes medievales italianas. Otras opiniones apuntan que la cuadrícula no fue invocada por modelos teóricos, ya que fue impuesta desde la realidad: el damero era «natural» y permitía una distribución ordenada y jerárquica de solares y edificios, al tiempo que favorecía la construcción de una perfecta escenografía y otorgaba grandes ventajas en alineamiento, densidad, capacidad de orientación y referencia, pues confería a los pobladores «un importante sentido de [...] seguridad emocional» 22. Finalmente, algunos autores sostienen que lo decisivo fue que la ciudad estaba arraigada en las tradiciones culturales hispánicas y el diseño urbano constituyó el vehículo para transplantar

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un orden propio, pues materializaba el cuerpo místico contenido en el pensamiento político 23. El lugar de la plaza mayor en la ciudad americana fue una consecuencia de su morfología, pero ella fue por sí misma generadora de ciudad, se tornó auténtico corazón urbano. Sitio de paso y de desahogo al tiempo que escenario del poder, en su composición ideal y capitalina reunió la catedral y el palacio episcopal al oriente, el cabildo al occidente, las casas reales (audiencia, palacio del virrey, casa de moneda) al norte y los palacios de los encomenderos y mercaderes al sur 24. Como plataforma urbana que era, expuso sutilmente el balance del privilegio. Si carecía de soportales, quizás se debía a que se había impuesto el deseo aristocrático de individualizar las fachadas de los edificios para exhibir riquezas, escudos y noblezas reales y supuestas. Recinto abierto y a la vez cerrado, era el espejo de la magnificencia de los poderosos, pero también lugar popular, quizás maloliente mercado que preludiaba la contemporánea «tugurización» del centro, hasta convertirse en negación del proyecto elitista y ordenancista de ciudad por parte de las gentes de color, que desacralizaban su uso y la inventaban como propia 25. Nada hay tan americano como una plaza mayor, con su carga de inventiva humana, con independencia de su origen teórico —el ágora griega, el foro romano, los espacios situados frente a las catedrales medievales, las plazas de Tenochtitlan y Cuzco o los lugares ceremoniales prehispánicos—, de su integración en la morfología urbana y de su servicio a la función económica primordial en la ciudad 26. Para asombro de un visitante, en la de México los mercaderes hacían negocios mientras comían pato con chile y se confundían todas las castas y calidades, pues unos iban vestidos a la española y otros desnudos 27. Su capacidad para generar dinámicas de aculturación y mestizaje se hizo obvia en la de Mérida de Yucatán, levantada sobre las estructuras mayas de T’Hó y apenas capaz de enmascarar su pasado como santuario de los dioses antiguos 28. Hacer ciudad suponía abrir una puerta a la tierra, crear un emporio y corte, mantener una frontera o domesticar una realidad sobrevenida; así ocurrió en Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile y Potosí. Empezaba por la elección de un lugar, la imposición de un nombre por el conquistador o fundador y la atribución de categoría de lugar, villa o ciudad, que sería más tarde reconocida o no por el rey. Si este lo consideraba, podía otorgar un escudo de armas que se luciría en pendones, estandartes, banderas, escudos y sellos 29. La concesión del título de ciudad constituía privilegio, «quiero y es mi voluntad

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que ahora y de aquí adelante para siempre jamás el dicho pueblo sea y se intitule la ciudad de Cumaná», señaló una real cédula de 1591, que mandaba a todos la nombraran así 30. Hasta tal punto que los vecinos de la propia Cartagena de Indias lograron en 1575 que se revalidara, para que nadie osara discutir su categoría 31. Mientras Pizarro tardó casi dos meses en fundar Lima, Garay sólo necesitó trece días para establecer Buenos Aires. La ciudad surgió, en realidad, cuando «las personas que quisiesen asentar y tomar vecindad» sin haber despoblado otra urbe (al menos en teoría) acudieron ante el escribano para que escribiera sus nombres en los autos fundacionales. En la designada plaza mayor, apenas un erial cargado de simbolismo, Garay nombró las autoridades municipales y dispuso en su centro y bien visibles la picota (una horca hecha de piedra) o el rollo (una picota en forma redonda), los signos de la real justicia. Su siguiente tarea fue el reparto de solares para residencia y sede del cabildo, la catedral y distintas congregaciones religiosas, como las de Santo Domingo, San Francisco, Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes. A continuación, delimitó el espacio para el hospital y los solares de viviendas y chacras (tierras de labor) para los vecinos, los cabezas de familia con fuego y raíz, cerca o lejos de la plaza mayor en orden de relevancia, a razón de un cuarto de manzana (la mitad de una cuadra) para cada vivienda. Al oriente, Garay señaló una zona de huertas separadas por la continuación de las calles y un ejido de 16 cuadras por 9 sobre la ribera. En otras direcciones y rodeando la ciudad, fijó las tierras comunales y los propios, cuyas rentas y alquileres administraría el cabildo. Hacia el norte, más allá del límite ejidal, para cumplir con el precepto de otorgar a los pobladores «tierras y caballerías y solares y cuadras en que puedan tener sus labores y crianzas», entregó a los vecinos una franja de chacras de una legua de profundidad, dividida en 65 parcelas de 350 o 400 varas de ancho. Por último, distribuyó las suertes de estancias, de 3.000 varas de frente por legua y media de fondo. Sin piedra ni madera de tamaño y dureza adecuadas, las viviendas fueron levantadas sobre una estructura de maderas sin desbastar, con muros de barro, techos de paja, pisos de tierra apisonada y aberturas mínimas, apenas disimuladas por un cuero que hacía las veces de puerta 32. Por contraste, en Lima, la riqueza del reino y la inserción de la nueva urbe en el entramado espacial de una avanzada civilización indígena preexistente permitieron a Pizarro barruntar un futuro de opulencia y poder, al que no fueron ajenas las llamadas «guerras

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civiles» entre conquistadores, en las cuales él mismo acabaría por perecer. Con gran sentido práctico y talante organizador, Pizarro asignó a cada uno de los pobladores que fuesen encomenderos de indios un solar cerca de la plaza mayor. A los destacados y beneméritos les dio dos solares, igual que a las órdenes religiosas y el hospital, sobre las calles trazadas de oriente a poniente (rectas) y de noroeste a suroeste (travesías), con al menos una de las aceras a la sombra 33. Finalmente, destinó algunos solares para nuevos vecinos, que se comprometieron a residir al menos un año en la localidad y a levantar su casa; otros los otorgó a los encomenderos para que asentaran allí los indios de servicio con sus huertas y rancherías. Pronto fueron tapiados y se convirtieron en «corrales para negros». En el reparto fue tan generoso con sus compañeros que un sólo encomendero, Francisco de Chávez, recibió para ranchería y asiento de sus indios diez solares y otros más para huerta. El emplazamiento de Santiago de Chile había sido elegido por Pedro de Valdivia antes de la expedición conquistadora. Primero consiguió que los jefes indígenas autorizaran una fundación en el valle del Mapocho. A continuación, levantaron la primera capilla o iglesia mayor y las bodegas, así como tambos o alojamientos junto a la plaza y algunas casas de madera y paja para los nuevos pobladores. Aunque el acto formal de fundación tuvo lugar en febrero de 1541, el primer cabildo no fue nombrado hasta el 7 de marzo. Tres años más tarde, Valdivia otorgó a los vecinos algunos indios en encomienda, pero la situación militar era tan difícil que se vieron obligados a construir al norte de la plaza mayor una casa fuerte amurallada dotada de cuatro torres bajas con troneras, cuartos de almacén y otras dependencias. Hacia 1550 la ciudad, a la cual la Corona otorgó dos años más tarde un escudo de armas y el título de «muy noble y muy leal», debía constar de seis o siete casas de paja y bahareque. Sólo en 1580 concluyó la distribución de solares; tanto en su interior como en los alrededores se aposentaron agrupaciones de naturales 34. Potosí no tuvo fundación oficial ni trazado regular, porque desde su explosiva aparición en 1545 cada uno se pobló donde quiso. Las primeras 94 casas se levantaron en los lugares más secos, alrededor de una laguna que con el paso del tiempo fue desecada; en año y medio se construyeron más de 2.500 casas, pero quedaron «sin calles por donde pasar», pues no hubo quien las delineara. El resultado fue un núcleo urbano laberíntico y difuso extendido en arrabales, cuestas y barrancos, habitado por una muchedumbre inimaginable de indios mitayos: a principios del siglo XVII, pudo tener 160.000 habitantes.

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La ciudad política fue regida desde el principio por el cabildo, el «ayuntamiento de personas señaladas para el gobierno de la república». Como hemos visto, sus primeros miembros eran designados por el conquistador y fundador, en quien el rey había delegado esa prerrogativa en la correspondiente capitulación. A ellos se sumaban algunos oficiales reales en razón de su cargo, el tesorero, veedor y contador. La legislación distinguió tres clases de poblaciones: ciudades metropolitanas, ciudades diocesanas o sufragáneas y villas o lugares. El cabildo de las primeras estaba integrado por un alcalde mayor u ordinario, tres oficiales de la real hacienda, doce regidores, dos fieles ejecutores, dos jurados de cada parroquia, un procurador general, un mayordomo, un escribano del concejo, dos escribanos públicos, un escribano de minas y registros, un pregonero mayor, un corredor de lonja y dos porteros. En las segundas constaba de ocho regidores y los demás eran oficiales perpetuos, mientras que en las villas y lugares había un alcalde ordinario, cuatro regidores, un alguacil, un escribano del concejo, un escribano público y un mayordomo 35. En general, los cabildos americanos tuvieron dos alcaldes ordinarios y un número variable de regidores entre los que se escogieron los primeros, seis en lugares pequeños y doce en los grandes, aunque hubo excepciones como Pánuco y Tampico, que tuvieron cuatro, Santo Domingo con diez o Puebla con veinte. Para desempeñar el cargo era necesaria vecindad, capacidad, calidad y oportunidad, esto es, cumplimiento de incompatibilidades como la ley «del hueco» (1535), según la cual un alcalde ordinario no podía ser reelegido hasta dos años después de finalizado su último mandato y con la preceptiva residencia que examinaba su acción gubernativa satisfecha. La elección de alcaldes y regidores varió según la época y las regiones y su conflictividad fue moderada. A pesar de que algunas veces se registraron quejas, o aparecieron pasquines insultantes o amenazadores, e incluso se produjeron peleas, desafíos y hasta motines, fueron de corta duración y baja intensidad 36. En Cuba se introdujo en 1530 una combinación de propuesta, elección y sorteo para el nombramiento cadañero de los alcaldes, debido a la oposición general de los vecinos contra la existencia de regidores perpetuos y el control de los municipios por parte de los conquistadores y sus familias y paniaguados. De acuerdo con este sistema, el gobernador proponía una persona, el cabildo vigente nombraba otras dos y el cabildo abierto formado por los vecinos, estantes y habitantes dos más 37. De estos cinco candidatos se escogían por sorteo los

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dos alcaldes; los nombres se introducían en un cántaro y un niño que pasara en ese momento por la calle extraía los papeles con los nombres de los ganadores 38. En La Habana, en 1555, fueron admitidos a votar para elegir alcalde 36 vecinos, tres regidores y el gobernador, pero más adelante lo pudieron hacer todos los pobladores, insólito y avanzado derecho democrático que el gobernador Pérez de Angulo intentó eliminar sin conseguirlo, pues los regidores, «mirando por el servicio de Dios y de Su Majestad», los convocaron y eligieron sus alcaldes como acostumbraban y era su derecho 39. Hubo otros casos. Acordada la fundación de La Paz por el pacificador La Gasca, el 20 de octubre de 1548 se reunieron en cabildo en la iglesia del pueblo de Llaja todos los que allí se encontraban y, «en la mejor forma y manera que podían», nombraron alcaldes y regidores. En Chuquiabo, el pueblo de indios donde se estableció, plantaron luego el rollo para hacer justicia 40. Cubagua en Venezuela y Nombre de Dios en Panamá conocieron experiencias similares. El balance de poder entre la Corona, que pretendió a un tiempo proteger y controlar la autonomía municipal, los virreyes y gobernadores y los conquistadores y sus descendientes, aliados o no a grupos emergentes —hacendados, mercaderes, señores de minas— tendió a resolverse con el tiempo a favor de los poderosos y adinerados, en especial desde que en 1558 se empezaron a vender los cargos municipales, aunque las tendencias «populares» permanecieron y, de un modo u otro, continuaron vigentes hasta la independencia. Hasta aquel año, el «estado llano» de los colonizadores, en lugares cuanto más alejados y más pequeños mejor, había logrado defenderse con cierto éxito de las tropelías de algunos conquistadores y encomenderos 41. De acuerdo con las leyes de Indias, las elecciones para alcaldes y regidores eran anuales y habían de efectuarse el 1 de enero de cada año en las casas del ayuntamiento. Jamás en la casa del gobernador ni en presencia de ministros militares, para garantizar la libertad de elección 42. A veces se adelantaban a finales de diciembre para que el cabildo estuviera formado a la llegada de un nuevo gobernador, que en teoría debía limitarse a otorgar su confirmación. Si no lo hacía, porque deseaba ampliar sus redes clientelares o subrayar su autoridad, podía suspenderlas. En esos casos, la legislación y la jurisprudencia eran claramente municipalistas. Si el pleito resultante acababa en la audiencia, esta solía fallar a favor de la elección de alcaldes al margen de injerencias externas y por lo común castigaba a los gobernadores infractores. La existencia de regimientos hereditarios por nombramiento de los conquistadores, merced real o compra —en el siglo XVII llegaron

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a ser una posesión hereditaria enajenable, con el único requisito de entregar un tercio del producto de la venta a la Real Hacienda— reforzó el componente oligárquico del cabildo 43. En México, ya en la etapa de gobierno de Cortés, el monarca dotó numerosos regimientos perpetuos y así continuó ocurriendo durante toda la etapa colonial. En 1527, de los doce regidores que lo componían once tenían el cargo por provisión real y desde el gobierno del virrey Luis de Velasco «el viejo» (1551-1566), la presencia de conquistadores y encomenderos fue menoscabada por un nuevo grupo, compuesto de oficiales reales y principales no vinculados a la conquista. En 1623, un 75 por 100 de los regidores del cabildo formaba parte de la «universidad de mercaderes» en que se había convertido la institución municipal 44. Poco antes de la independencia había quince regidores permanentes y hereditarios, que elegían anualmente a los dos alcaldes y cada dos años seleccionaban además seis regidores honorarios entre comerciantes y propietarios. Todos los regidores hereditarios eran criollos, pero era costumbre elegir por mitades los alcaldes y los regidores honorarios entre americanos y peninsulares. Por entonces, Caracas tenía doce regidores propietarios y cuatro anuales que dotaba el rey a partir de una lista de nombres propuesta por el gobernador. La práctica de elegir alcaldes por partes iguales entre americanos y peninsulares se generalizó con el fin de disminuir la animosidad entre ellos y facilitar el gobierno de la ciudad. La venta de oficios alcanzó, como en Castilla, a todas aquellas ocupaciones que podían ser rentables. En Lima, desde 1581, fueron subastados los oficios de depositario general y receptor de penas; el de escribano fue vendido hasta por dos vidas y, diez años más tarde, salieron a la venta los de alguacil mayor y fiel ejecutor. Aunque en la adjudicación se debía dar preferencia a los hombres de capacidad y, cuando fuera posible, a los fundadores y sus descendientes, hubo incapaces, menores y analfabetos en calidad de titulares de oficios municipales. Sólo en el caso de los regidores se mantuvo el control real mediante la obligatoriedad de la confirmación: todos los nombramientos de regidores perpetuos debían ser aprobados por el monarca en un plazo de cinco años, bajo pena de pérdida del oficio. En Caracas, en 1691, sólo un regidor cumplía tal requisito, de modo que el gobernador se compuso con él para designar los alcaldes y el procurador que les convenían. Los miembros salientes apelaron con éxito tan ilegal procedimiento 45. Con frecuencia los cabildos pagaron por el privilegio de elección y compraron a la Corona uno o más regimientos para poder designar a sus miembros. En algunos

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casos, el gobernador o la audiencia llegaron a arrendar regimientos a cambio de una renta anual, que percibía la Corona: el cabildo designaba entonces a sus titulares. En muchas ciudades alejadas de las capitales e incluso en algunas que pasaban por una crisis, como ocurrió en Lima en 1784, los oficios del cabildo no tenían gran demanda y muchos de ellos, cuando no todos, permanecían vacantes por falta de comprador. También fue este el caso de Buenos Aires hasta mediados del siglo XVIII, cuando su cabildo tuvo la fuerza suficiente para obtener del rey el privilegio de elegir anualmente seis regidores. Se trató de una muestra incontestable de su inesperada opulencia. Al igual que en España, el nombramiento de un corregidor, designado por el Consejo de Indias, pretendió servir para imponer la autoridad del monarca, controlar a los poderosos y limitar la autonomía municipal. Una solicitud para el establecimiento de corregidor en México, donde se llamó a veces alcalde mayor, señaló que se trataba de cargo por tiempo limitado (tres años en Indias, cinco en la península) y pidió tuviera vara alta de justicia, presidencia, voz y voto en el cabildo y obligación de visitar la tierra. Cuando llegó a la Nueva España el primer virrey, Antonio de Mendoza, comprobó con desánimo que la mayoría de los corregimientos estaban en manos de conquistadores; estos los consideraban una especie de encomiendas a corto plazo 46. Hacia 1570 existían allí unas 70 alcaldías mayores y unos 200 corregimientos menores o sufragáneos; también había corregidores en el virreinato del Perú, Quito y Nueva Granada 47. El corregidor presidía el cabildo en ausencia de autoridad superior, entregaba las varas de regidores a los electos y en caso de empate tenía voto de calidad. Juzgaba los litigios entre españoles e indios, cuyos pueblos quedaron bajo su jurisdicción 48. A diferencia de lo que ocurrió en los reinos peninsulares, no desplazó a los alcaldes de la judicatura municipal. Aunque se prohibió que se hiciera cargo de las causas que competían a los alcaldes ordinarios, ejerció cierto control sobre sus resoluciones, propias de jueces legos, anuales y con fuertes intereses locales. Los fallos del corregidor en lo civil se podían apelar ante la audiencia correspondiente. Fue oficio bien dotado y habitual en conquistadores pobres y fracasados; Miguel de Cervantes solicitó infructuosamente que le concedieran el de La Paz. Tan sólo Lima logró defenderse con éxito de la imposición de un corregidor, de modo que sus dos alcaldes ordinarios se encargaron del gobierno y la administración de justicia 49. En México lograron ese privilegio por breves períodos.

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Los dos alcaldes ordinarios, llamados de primer y segundo voto por el orden de elección, fueron la cabeza de la institución municipal, pues presidían el cabildo en caso de ausencia del gobernador o el corregidor, votaban delante de todos y asumían en ciertos casos el gobierno civil y militar. No podían ejercer en ningún caso como tenientes del gobernador. Su función primordial fue judicial, pues constituían la primera instancia civil y criminal. Tenían oficina en las casas del cabildo y horario determinado para recibir pleiteantes, examinar testigos y dictar sentencias. Estas podían ser apeladas ante el cabildo en pleno y las audiencias. También vigilaban la administración y el suministro de la ciudad, la adjudicación de tierras, la situación de propios, comunes y ejidos, la salud pública y el urbanismo y el cumplimiento de las ordenanzas 50. Debían ser vecinos de la ciudad, personas hábiles, saber leer y escribir, no ser oficiales reales ni deudores de la Real Hacienda y tener una vida honrosa, sin delitos de sangre ni ejercicio de oficios viles y mecánicos. Tenían prohibido el comercio, ser regatones (intermediarios), el trato y contrato en mercancías y la posesión de tiendas o tabernas, en parte por ser trabajos infamantes, en parte para evitar colusión de intereses durante su labor inspectora 51. Sobre el papel, pues hubo multitud de excepciones. En 1640 se permitió a los de Guatemala tener comercio y pulpería (una tienda de abastos cuyo distintivo era una escoba en la entrada) y en Potosí, lugar de mineros, se les toleró la deuda fiscal por la intrincada naturaleza de sus negocios, pues siempre estaban empeñados debido al pago del azogue. En caso de fallecimiento del gobernador y en ausencia de tenientes, los alcaldes ordinarios desempeñaban provisionalmente sus funciones, pero a veces tuvieron ese privilegio de modo incondicional. Fue el caso de Caracas entre 1676 y 1736. Los regidores lo aprovecharon para repartirse tierras y destituir con la excusa de incapacidad a dos gobernadores incómodos, Nicolás de Ponte, que según ellos había perdido la razón, y José Francisco Cañas y Merino, que además de ser amigo de «rudas diversiones», como meter en la cárcel a quien le llevaba la contraria, escandalizó a los vecinos por tener la insólita costumbre de perseguir de verdad el contrabando 52. También existieron otros alcaldes, de menor rango y cometido específico. Los de minas eran propios de esos lugares; tenían jurisdicción sobre españoles, negros e indios y fueron nombrados primero por el cabildo y más tarde por el monarca. Los alcaldes de la hermandad, como el de Lima, establecido en 1555, se solían elegir por un año y carecían de voz y voto en el cabildo. A veces fue

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oficio vendible y perpetuo, o se desempeñó como en Tucumán por alcaldes ordinarios salientes. Ejercían, como en la península, la función de policía rural. En sus salidas en busca de bandidos y fugitivos portaban el estandarte real y solían mandar una cuadrilla formada por negros libres, indios y mulatos, puestos a sueldo del cabildo. El de Lima, por ejemplo, compró dos esclavos para que desempeñaran esa labor, pero decidió venderlos por andar vagueando y por miedo a que murieran y se perdiera su coste. En México hubo alcaldes de mesta, de alameda y de las aguas para cuidar jardines y paseos. En Guatemala hubo en el siglo XVI alcaldes de milpas para cuidar que los indios cultivaran sus campos y de indios y sacas para repartir indios alquilones entre los que demandaban su trabajo. En Lima existieron alcaldes de barrio desde el terremoto de 1746, «para seguridad de los vivos y conservación de los bienes, que quedaron desamparados y embarazar el latrocinio a que se dieron los negros, mulatos y otras gentes vulgares» 53. Hubo alcaldes de fortalezas para impulsar su construcción y cuidado y de oficios para ocuparse de trabajos concretos, como en Quito, donde los hubo de sastres, sombrereros, silleros y herradores. En Santiago de Chile hubo alcaldes de borracheros para combatir la afición a la bebida de los indios y en Caracas de toros, responsables de traer del campo las reses que se lidiaban en las fiestas. El alguacil mayor se ocupaba de la detención de maleantes, el cumplimiento de ordenanzas, la custodia de reos (cuyos regalos no podían aceptar) y la persecución de juegos y pecados públicos, todo ello por naturaleza del cargo; por mandato judicial perseguían además quebrantos, blasfemias y borracheras 54. Después de los alcaldes y el alférez real tenían el primer puesto y voto del cabildo, junto al raro privilegio de entrar a las juntas con armas. Incluso sus esclavos podían llevarlas. El cargo era incompatible con posesión de lugar de tratos y contratos, oficios y gobiernos. Se solía otorgar por los conquistadores a sus capitanes de confianza y gozaron de gran prestigio; tuvieron carácter perpetuo y se vendieron por una gran cantidad de dinero. Al cabo, algunos se convirtieron, como señaló un gobernador del Perú, García de Castro, en «los gallos del pueblo». La impronta del honor revistió su ejercicio, de modo que los titulares se ocupaban de las detenciones de relieve, las notificaciones de resonancia y las sentencias de degollamiento, mientras los corchetes y ministriles atendían a la gente común. En los pueblos de indios, los cabildos tuvieron alguacil propio. Además del salario, cobraban una tasa por ejecución, encarcelamiento o citación judicial. En algunos

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casos, como en Santa Marta, costeaban la mitad del mantenimiento de la cárcel, que solía estar en las casas del cabildo; el resto era pagado de los propios. El alférez real era el encargado de guardar y portar en ocasiones de relieve las armas del monarca. Era oficio vendible y alcanzó cantidades muy elevadas. El virrey Toledo señaló en La Plata y Cuzco que lo debía desempeñar cristiano viejo, hidalgo, que no hubiera sido artesano y no tuviera tienda de mercaderías. Recibía el testimonio público de lealtad de los habitantes de la ciudad, pero era oneroso, pues debía mantener el estandarte con las armas si lo había y pagar los uniformes de lacayos y acompañantes. También iban de su cargo los refrescos y meriendas de los gobernadores, los oidores de la audiencia y los cabildos y sus séquitos en las fiestas señaladas. Aunque por esa causa recibió en ocasiones una ayuda de costa (en Lima le entregaban la renta anual de seis tabernas) los gastos eran tan elevados que alguno tardó veinticinco años en pagar una ceremonia; en Quito un alférez real huyó de la ciudad al acercarse las fiestas del Espíritu Santo para proteger su bolsillo. Para colmo, las ocasiones de sacar el pendón real abundaban, por las numerosas festividades de santos, arcángeles, devociones, cumpleaños y celebraciones reales, fundaciones y traslados de la ciudad. El fiel ejecutor, también llamado almotacén, era el encargado del reconocimiento de los pesos y medidas «para examinar si los géneros que se daban eran cabales». En 1525 Hernán Cortés, con el talento leguleyo que le caracterizó, señaló en las ordenanzas para las villas de Nueva España sus cometidos: «Ordeno y mando que en cada una de las dichas villas haya un fiel que vea y visite todos los bastimentos que en las dichas villas se vendieren y los pesos y medidas con que se vendieren y pesaren las ahierre el dicho fiel y las señale y marque con la señal y marcas de la dicha villa y que ninguna persona pueda vender ningunos de los dichos bastimentos, si no fuere por los pesos y medidas que el dicho fiel les diere y señalare, so pena de haberlo por perdido [...] Item, que ninguna persona que trajere bastimento a vender a cualquiera de las dichas villas, no los pueda vender por menudeo sin que primero sean vistos por el dicho fiel y por uno de los regidores de la dicha villa y puéstole precio» 55.

El trabajo del fiel ejecutor pretendió hacer realidad el derecho de los habitantes de la ciudad a alimentarse bien y a un precio razonable. Para lograr este objetivo, según la tradición municipal,

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lo más eficiente era un mercado controlado, que no dejara a los vecinos y sus familias a merced de poderosos, acaparadores y regatones. El fiel ejecutor vigilaba las transacciones, visitaba por sorpresa tiendas y mercados, imponía tasas, «posturas» y aranceles y fijaba precios máximos. En el siglo XVIII se esforzaron en separar la producción de la distribución; los panaderos no podían ser molineros y quienes poseían tienda no podían vender pan, pues ese era el cometido de los panaderos. «No se consienta por ninguna vía regatones de trigo o pan cocido en los pueblos», se señaló en Buenos Aires 56. En su celo revisor, el cabildo de La Habana mandó pesar de madrugada «las reses, puercos y vacas que se trajesen muertas a la carnicería de cada vecino», sellar las medidas del vino y comprobar las existentes en las tabernas y tiendas y el pan y el pescado que se vendía en las plazas. El campo de actuación del fiel ejecutor se extendió a la medición de solares, caballerías y estancias. En algunos casos, como en Puerto Rico o Santiago de Chile, se dividieron ambos cometidos (el fielazgo atañía al control de las medidas y la ejecución de penas en los infractores), pero lo común fue que estuvieran unidos y los cabildantes lo dotaran cada año. La eficaz labor del fiel ejecutor, entre otras causas, explica que, en comparación con lo que ocurría en Europa, las ciudades de la América española permanecieran, por lo general, al margen de hambrunas devastadoras 57. Otro cargo importante fue el de procurador, pues representaba al común de la ciudad ante los tribunales, organismos de gobierno y la Corte y exponía sus necesidades ante el cabildo, en el cual, sin embargo, carecía de voto. También se personaba en procedimientos judiciales, por orden del cabildo o sin ella. En sus juntas podía proponer o rechazar acuerdos y conminaba si lo consideraba necesario con costosas apelaciones a tribunales superiores. Estas se pretendían evitar porque los oidores de la audiencia solían tener pendencias guardadas contra los regidores y la propia ciudad. Durante el siglo XVI fueron elegidos por el vecindario, pero desde 1623 fueron los regidores y no el cabildo abierto quienes los designaron 58. El de procurador no podía ser cargo servido por oficiales reales; por las materias de su interés, acabó ocupándose de asuntos diversos. En Caracas fue costumbre que el procurador presentara poco después de las elecciones una lista de peticiones, que invariablemente se ocuparon del pregón de las carnicerías, el arancel de las pulperías, el arreglo de los caminos, la apertura de acequias, la visita de los ejidos y el interrogatorio de los vagos, a fin de que declararan sus medios de vida y, en caso de no tenerlos, obligarles a trabajar. La

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ambigüedad del oficio de procurador se hacía evidente cuando tenía que ir contra los acuerdos del cabildo. El de Lima se opuso en 1604 a que se pagaran con dinero de los comunes los gastos de un auto de fe; su petición fue ignorada. En cambio, el de Quito logró en 1599 que el cabildo devolviese a los vecinos la tasa añadida al precio de la carne, aunque hubiera sido con la loable intención de arreglar las calles. Los procuradores de las ciudades de Indias tenían prohibido pasar a la península sin autorización, pues eran muy caros de mantener y se temía que infestaran la Corte con peticiones y súplicas, dificultando aún más la acción de gobierno 59. El escribano del cabildo, también llamado «fiel de fechos», tenía la función de dejar testimonio por escrito de cuantas actuaciones lo requirieran. A pesar de su gran importancia, ya que respondían de la memoria pública y privada de la ciudad, para desempeñar el oficio sólo se pedía ser español y saber leer y escribir. Tenían un sueldo considerable, además de prebendas y una reputación pública acompañada en ocasiones de mala fama, por el frecuente abuso en el cobro de aranceles y la malignidad y tendencia de algunos a vincularse en hechos fraudulentos y delictivos. Por su calidad de secretarios y notarios participaban en registros, testimonios, pleitos y juicios. Una cédula filipina prescribió que llevaran el registro de pobladores en nueve libros, con los nombres de los conquistadores, fundadores y encomenderos. También debían anotar los que no tenían indios pero sí tierras y solares, los que no tenían bienes pero sí un oficio, los que tenían oficio pero no lo ejercían, los ausentes en servicio del rey y los indios de los arrabales y las haciendas. Con el transcurso del tiempo, se redujeron en número; en Caracas hacia 1790 sólo había tres escribanos, para blancos de calidad, pardos y blancos de orilla 60. Desde comienzos del siglo XVI fue cargo de nombramiento real, aunque hubo algunas designaciones de cabildos y gobernadores. Sin ellos no se podían reunir los regidores, ya que recibían los votos, redactaban las actas y las firmaban. También transcribían en los libros que eran de su responsabilidad las reales cédulas y los nombramientos y custodiaban el archivo, cuyos papeles debían tener inventariados, cosidos y con índice. En su caso, otorgaban copia de documentos y títulos de propiedad. Una cédula de 1590 mandó que ningún encomendero fuera escribano y los hubo que sólo se ocuparon de pleitos de indios. Las llamadas «varas de justicia» se entregaban a quienes acompañaban a los alcaldes en representación y auxilio del poder real.

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Eran altas para ministros superiores y cortas para los inferiores; siempre iban grabadas con una cruz. Sobre ellas se efectuaban los juramentos de cumplimiento de cargos o de decir la verdad en los juicios. Recoger las varas a quienes las ostentaban equivalía a la destitución. Producían en las gentes de bien un sano temor. En México, al alcalde de la alameda le fue concedida una vara de justicia «para que nadie se le atreviera». Al margen de los cargos y oficios mencionados, que formaban el llamado «cuerpo de ciudad», hay que mencionar una serie de empleos extracapitulares. Todos eran atribuidos por el cabildo, que exigía el juramento de ser desempeñados «fiel y lealmente» y un depósito de fianza previo a su ejercicio. El mayordomo de la ciudad administraba los bienes del cabildo, pero no podía efectuar pagos sin un mandato escrito. El depositario general, oficio de merced real y luego vendible, era quien custodiaba los bienes en litigio. Los tenedores de bienes de difuntos se encargaban de los caudales de quienes habían fallecido. Debían guardarlos en cajas de tres llaves y remitirlos a la Casa de Contratación de Sevilla, que se encargaba de buscar a los herederos para entregárselos. El padre de pupilos y huérfanos, llamado curador de mancebos, padre de mozos, juez de menores o, como en nuestro tiempo, defensor de menores, tenía los cometidos de evitar que los huérfanos se hicieran viciosos y de malas costumbres y de fiscalizar a los tutores asignados y pagados que no cumplían como era debido. Pedro Martín fue nombrado en 1567 por el cabildo de Santiago de Chile «padre de huérfanos y huérfanas, así españoles como mestizos e indios», por un año, con el cometido de vigilar cómo se administraban sus haciendas si las tenían, ponerlos como criados o imponerles el aprendizaje de un oficio. También debía cuidar de que las mestizas que tuvieran edad cumplida se casaran. En algunos casos, como en Cuzco, un regidor acompañado del corregidor se ocupaba de controlar a los tutores y administradores de los bienes de los menores. Era un cargo retribuido por arancel: en Lima, cobraban un peso por cada mozo puesto a servir y diez pesos por cada mil de renta de huérfano vigilada. Hubo un protector de indios propio de la ciudad y nombrado por el cabildo para evitar los abusos cometidos sobre ellos en la jurisdicción urbana por caciques, curas y encomenderos. El juez de naturales existió en los cabildos peruanos para evitar gastos a los nativos, litigantes por naturaleza y enredados en largos procesos que los arruinaban, al decir de los cronistas. Era de nombramiento anual

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y llevaba vara de justicia. Si el monto del pleito en el que entendía bajaba de 50 pesos no se levantaba testimonio, pero si subía de esa cantidad había que hacerlo. De sus fallos era posible apelar ante el corregidor, cuya sentencia era definitiva. El corredor de lonja hacía las veces de intermediario entre el vendedor y el comprador, ya que tasaba las mercancías y artículos que eran objeto de trato. Cobraba a ambas partes y existió en todas las ciudades importantes. En México y Caracas hubo un diputado de la alhóndiga (mercado de grano), encargado de la administración del pósito (almacén) de maíz y trigo y también un administrador de hospitales, que eran del cabildo o estaban bajo la custodia de alguna orden religiosa o el patronato de algún particular. Un regidor se encargaba de vigilarlos; al médico le solía pagar el cabildo, a razón de 200 pesos, como ocurría en Lima en 1561. Estaba mandado por el rey que hubiera hospitales en todos los pueblos de españoles e indios. En Santo Domingo se construyó uno en 1502, en México se abrió en 1524, en Guatemala en 1527 y en La Paz en 1550 61. El cabildo pagaba un mayordomo de iglesias para que cuidara de sus fábricas, ornamentos y rentas. También tenía su propio capellán, que celebraba misa para los regidores en sus casas o se acercaba a la cárcel para impartir la bendición y ofrecer consuelo a los presos. En lo referente a la enseñanza las instituciones municipales fueron muy cuidadosas y se esforzaron en apoyar el eficaz sistema educativo administrado por la iglesia en sus parroquias, conventos y monasterios. Además, fueron militantes en la petición de universidades. En 1540, el cabildo de Santo Domingo solicitó para un estudio donde se impartía gramática desde hacía dos años «las libertades que gozan los estudios generales» y poco después el de México pidió «universidad de estudio de todas las ciencias, porque los hijos de los españoles y los naturales las aprendan y se ocupen de toda virtud y buenos ejercicios y salgan y haya letrados de todas facultades» 62. Allí existió universidad desde 1551, como en Lima, donde el cabildo pidió tuviera edificio propio, independiente de los claustros de Santo Domingo, lo que logró en 1574. En Quito se fundó la universidad en 1586, en Cuzco en 1598, en Santiago de Chile en 1619, en Tucumán en 1622, en Bogotá en 1623, en Caracas en 1721 y en La Habana en 1728. Precisamente el cabildo de la capital venezolana tuvo el arrojo de nombrar en 1593 a un soldado-poeta de nombre Ulloa como cronista de la ciudad. Dos años antes había designado maestro a Luis de Cárdenas; con lo que cobraba a algunos alumnos de posibles

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lograba sostenerse y admitir a quienes no podían pagarle. Simón Basauri enseñaba a pobres y huérfanos «por amor de Dios y para que no se criaran como potrillos»; el cabildo le retribuía del estanco del vino 63. En México, algunos maestros celosos acudieron en 1617 al procurador para que se comprobara si sus competidores eran buenos cristianos y si en verdad sabían escribir o sólo lo parecía y se limitaban a mover frente a sus alumnos los moldes de las letras. Por entonces el cabildo de Buenos Aires acogió la propuesta de Francisco Montesdoca, maestro de señoritas, de enseñar rudimentos de lectura a los hijos de los pobres. En Ibarra, Martín Cumeta recibió en 1609 el monopolio docente y en Santiago de Chile concedieron permiso en 1618 a Melchor de Torres para abrir escuela aunque sin exceder el arancel y con un máximo de cien alumnos. En Santafé de La Plata, el cabildo pidió en 1577 al teniente de gobernador que prohibiera emigrar de la ciudad al maestro Pedro de Vega, pues no había quien lo supliera. Hubo escuelas municipales para indios y mestizos en Cuzco, México y Quito y para morenos en Venezuela y Buenos Aires. En Luján, donde tenían una escuela gratuita para pobres, el cabildo acordó en 1775 multar a las familias que no enviaran a ella a sus hijos 64. Hubo otra serie de oficios considerados menores, poco rentables y de escasa honra. El obrero mayor era un alarife municipal, que cuidaba de fomentar y vigilar las obras públicas y requería los indios y peones necesarios para llevarlas a cabo. El capitán de la ciudad castigaba a los nativos rebeldes y montaraces. El guarda mayor era un vigilante urbano y los cobradores de rentas reales existían donde no había oficiales que se ocuparan de ello. En Lima y Santiago de Chile hubo examinador de caballos, encargado de evitar que se echara a las yeguas municipales macho alguno sin aprobación, a fin de evitar la degeneración y enfermedad de la casta caballar. Los omnipresentes pregoneros, tan importantes en una sociedad basada en la cultura oral, daban voz pública a resoluciones judiciales, citaciones, remates, festejos y bandos. También acompañaban a los delincuentes camino de la horca; fue oficio propio de negros esclavos o libres, mulatos e indios. El visitador La Gasca lo concedió en Arequipa al negro Alonso Gutiérrez para recompensar su servicio en la reciente campaña contra los pizarristas, bajo la obligación de pagar al cabildo cincuenta pesos. El español Diego García, infeliz en fortuna y honra, le compró el cargo y además se ofreció como verdugo; también fue nombrado almotacén de acequias. El oficio de verdugo solía ser desempeñado por negros libres. En Trujillo

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del Perú el cabildo pretendió innovar y compró un negro esclavo para que lo fuera; le tuvieron que pagar un vestido decente, pues no lo tenía. Al fin, se trató de una mala solución, pues debido a «su talante altanero y desconsiderado» tuvo un enfrentamiento con el alférez real y acabó por ser enviado a Guayaquil, donde se le cambió por un cargamento de madera. Algunos reos de muerte protestaron porque el verdugo fuera un antiguo esclavo y además negro, pues consideraron que se faltaba a su honra en el trance supremo de abandonar este mundo. En Arequipa hubo un cirujano que sirvió de manera simultánea el oficio de verdugo. En Guadalajara, debido a su inexistencia, fue fusilado para su fortuna Fernando de Armindes, condenado por la justicia a pena infamante, pues la sentencia había ordenado que fuera ahorcado y se le cortase después la cabeza y una mano, para clavarlas en la ventana por la que había pretendido robar las cajas reales del pueblo en el que había sido alcalde ordinario. El portero vigilaba las puertas del cabildo, avisaba de su celebración y a veces introducía en las juntas las peticiones de los vecinos a cambio de dinero. También hubo, según los casos, maceros (que en tiempo ordinario ayudaban al fiel ejecutor), alarifes para «medir los solares y repartir el agua que anda por la ciudad y echar las acequias por donde han de ir», almotacenes para reducir al patrón de pesas y medidas guardado en el cabildo el que se aplicaba en tiendas y mercados, yegüerizos para cuidar las yeguadas públicas que pacían en la dehesa de la ciudad e intérpretes de lenguas para el trato con los naturales. Los carceleros solían salir dos veces a la semana a pedir por las calles para alimentar a los presos y podía haber trompeteros y atabaleros para la ocasión en que fuera necesaria música, mesegueros para cuidar de los panes, albéitares para vigilar y cuidar los animales de la ciudad, campaneros y relojeros. En México, el primer reloj fue cedido por Cortés y se instaló en el antiguo palacio de Axacayatl. En Lima, el cabildo decidió comprar uno en 1549 y en Santafé de Bogotá la audiencia lo mandó instalar en 1563. Los jesuitas tuvieron fama de excelentes astrónomos y mecánicos del tiempo; en 1612 el cabildo de Quito contribuyó a la construcción de una torre para que el toque de campanas del reloj existente en el colegio de la Compañía diera a conocer las horas hasta en sus barrios más lejanos 65. La ciudad de los conquistadores tuvo en el cabildo su institución primordial, la expresión de su poder. Una muestra de 682 individuos pertenecientes a las huestes de Cortés, Pizarro, Pedro de Heredia y su socio Durán y Valdivia, las de Belalcázar, Jiménez de Quesada

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y Federmann (que coincidieron en el altiplano de Bogotá en 1538) y los miembros de la expedición de Fernández de Serpa en 1569 a la Nueva Andalucía, indica tanto su vocación de permanencia en América como su opción municipalista. De los 194 que se sabe obtuvieron algún cargo, 13 lo lograron en la península, donde fueron con frecuencia calificados como peruleros o indianos, nuevos ricos y advenedizos cuya hidalguía no contaba. De los 181 restantes, sólo 21 obtuvieron altos empleos en la administración y 121 lograron un oficio en las instituciones de sus ciudades. Apenas el 10 por 100 retornó a España 66. El ejercicio de un cargo en el cabildo quizás no hizo de los conquistadores dóciles servidores del rey, pero sin duda formó parte de la vida señorial a la que creyeron tener derecho 67. Su permanente aspiración a una posición política superior no ofreció lugar a dudas. De ahí que su relación con los representantes directos del poder real, que a veces acudían a América con una mentalidad depredadora y altanera, resultara difícil. La institución del cabildo facilitó el restablecimiento de complejos equilibrios políticos. En un lugar tan apartado como el Río de la Plata, Carlos V confirió en 1537 a los vecinos y conquistadores asentados en ciudades el derecho a elegir gobernador bajo ciertas premisas. El cabildo de Asunción lo invocó cuando le convino y en cierta ocasión depuso uno bajo la acusación de evitar mayores perjuicios y hasta «la pérdida del reino». Para el cabildo de Caracas, destituir al gobernador fue casi un hábito. En 1623 lo depusieron «por los muchos delitos cometidos». En realidad quiso que se cumpliera de una vez por todas la real cédula de supresión del servicio personal de indios encomendados, en favor de un menos oneroso tributo en metálico. Es interesante anotar que al constituir el cabildo la única institución privativa del vecindario urbano, se produjeron intentos de introducción mediante juntas comunes a varias ciudades de una representación por estamentos, tal como existía en las Cortes de los reinos peninsulares. Los cabildos de diversas ciudades de La Española acreditaron a sus diputados para una junta que tuvo lugar en Santo Domingo en 1518. Por unanimidad aprobaron numerosas peticiones al rey, pero pronto las diferencias les impidieron toda acción común. En 1528, un enviado del cabildo de México se esforzó por obtener en la Corte un privilegio para que se concediera a la ciudad, en representación de Nueva España, voz y voto en las Cortes de Castilla. Carlos V no lo otorgó, pero le concedió una especie de premio de consolación, pues en 1530 le dio el primer voto entre las ciudades de Nueva España «como lo tiene en estos nuestros reinos la ciudad de Burgos» y

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le cedió el primer lugar en los congresos que, previa autorización real, reunieran eventualmente a los representantes de las ciudades y villas de las Indias. En 1540 concedió el mismo primer voto a Cuzco en Nueva Castilla, pero en 1630 Felipe IV mandó guardar los privilegios de Lima, «para que aquella ciudad como asiento del gobierno superior siempre sea ennoblecida y aumentada» 68. A mediados del siglo XVI, como una más de las medidas a tomar para luchar contra la bancarrota real, se proyectó introducir en el Perú un servicio en metálico al monarca, voluntario y único. A fin de aprobarlo, se convocaría una diputación general de ciudades, con el fin de tratar la contribución, negando por principio la presentación de quejas y peticiones, como era habitual en las Cortes castellanas 69. Algunos miembros del Consejo de Indias formularon fuertes reparos y la convocatoria no se llevó a efecto. Décadas después, el virrey del Perú, marqués de Cañete, preocupado por el aumento continuo del número de criollos, que suponía de fidelidad menos contrastada que los peninsulares, sugirió a Felipe II que convocara diputados de los reinos americanos a las reuniones de las Cortes castellanas y que sus leyes tuvieran validez en Indias. Sin embargo, en 1609 otro virrey, Montesclaros, se opuso a que se reunieran diputados de las ciudades más importantes del Perú, porque «darían lugar a una agitación desenfrenada». Hubo que esperar a las Cortes de Cádiz de 1812 para que se eligieran diputados americanos, pero aun sin ellas la autonomía urbana fue hasta la independencia un elemento fundamental en la arquitectura institucional de la monarquía española 70. El éxito de la ciudad de los conquistadores, su continuidad en el tiempo, se basó en una articulación territorial muy eficiente. La relación entre los centros urbanos menores y las capitales tendió a ser más importante que en la etapa prehispánica, pues las segundas actuaron como verdaderas fronteras de colonización, conectadas mediante puertos a las redes de comunicación del mundo atlántico 71. El Nuevo Mundo occidental y urbano encontró su línea de permanencia en un sistema económico de extensión comarcal, orientado a que las ciudades fueran autosuficientes, baratas y abundantes en los precios de los alimentos y artículos de primera necesidad, pero sometido a la «fricción de la distancia»: la existencia de una barrera muchas veces infranqueable en el acceso a objetos y productos, a causa del alto costo de los transportes 72. Los modelos de inserción de las urbes recién fundadas en el espacio inmenso de América fueron centrífugos y dependieron de la estructura indígena preexistente y

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de la adaptación o superposición española, de acuerdo con dos tipologías aparecidas en la Nueva España y el Perú. En el primer caso, las políticas cortesianas fueron capaces de estructurar, tras una rápida victoria militar, una red urbana regional amplia e integrada, a través de diversas y complejas dinámicas institucionales que aglutinaron y adaptaron los ritmos y espacios prehispánicos. En el segundo, la pervivencia de una campaña militar durante casi veinte años, debido a los conflictos entre pizarristas y almagristas, implicó el fracaso de la interrelación urbana en una etapa fundamental. A ello se sumó la propia e inmutable naturaleza vertical andina, con el resultado de una articulación más frágil, irregular y desintegrada 73. En Nueva España, las redes de comunicación unieron ciudades, pueblos y aldeas con un «traspaís» o hinterland fluido y próximo. En Perú se quebraron a diferentes alturas con ciudades-isla localizadas en nichos ecológicos distintos y distantes. Con el paso del tiempo, un buen número de urbes, por su tamaño y pujanza, evolucionaron funcional y formalmente, mientras que otras parecieron estancarse en volumen y aspecto. Las mejor situadas en las cambiantes redes de comercio y transporte, caso de Tucumán, Puebla, León, Mérida o Pasto, sostuvieron una gigantesca red urbana que acabó por vincular el continente. Sobre los gigantescos intersticios se abrieron múltiples y vastas fronteras, como las misionales, sustentadas en sofisticados mecanismos de relación entre lo urbano y lo rural, generadoras de tipologías asombrosas y autosuficientes hasta ser acusadas de constituir república aparte, como fue el caso de las reducciones jesuíticas del Paraguay 74. Pero también las de cimarrones, palenques y cumbes de negros en la América tropical y las más determinantes, las indígenas, organizadas alrededor de los pueblos de indios y con exclusión teórica de españoles, mestizos o mulatos, según una fórmula ruralizada que les confirió un importante grado de autonomía y resultó determinante en la formación de las regiones americanas 75. La concentración de los indígenas pretendió que se hispanizaran en sentidos bien concretos: debían convertirse en cristianos, vasallos leales, tributarios y vivir en república, en núcleo poblado; hasta el siglo XVIII hablar español no se consideró imprescindible 76. Como señaló el formidable obispo de Michoacán Vasco de Quiroga, creador e impulsor de los hospitales-pueblo con el propósito de remediar la miseria de los nativos, se trataba de que fueran «verdaderamente cristianos y políticos [...] y no vivieran desparramados y dispersos por las sierras y montes» 77. En 1530 Carlos V plantea la necesidad de que los indios «se entiendan más con los españoles y se aficionen

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a su manera de gobierno» y tengan cabildos propios en sus pueblos, con alcalde, regidores y escribano, en la acertada presunción de que podían ser complementarios de las demás instituciones 78. Ciertas tradiciones prehispánicas de organización política, que comprendían la existencia de castas de funcionarios y consejos nobiliarios, se fusionaron de modo peculiar con la municipalidad hispánica y ofrecieron a los nativos la posibilidad de sobrevivir en control de lo que verdaderamente importaba, la tierra, protegida así por títulos legales 79. En Cuernavaca, el heredero del tlatoani anterior a la conquista fue instalado como gobernador y se mantuvo una rotación de cargos entre nobles indígenas principales 80. En 1533, se promulgó una cédula para que los naturales próximos a la ciudad de Santiago de Guatemala eligieran alcaldes y un alguacil. El indio Baltasar, de Tepeaca, recibió licencia en 1542 para hacer una población en el valle de Tozocongo, «que ellos por ser muy de Dios nuestro señor y vivir en república y policía cristiana querían edificar un pueblo donde se quedasen a vivir y permanecer» 81. Otra cédula enviada al virrey de Nueva España en 1560 insistió en que «los indios de esa tierra que están derramados se [juntaran] en pueblos». Las Ordenanzas de 1573 consagraron esta probada práctica de organización territorial y, como hemos visto, dieron por terminada la conquista pero mantuvieron e impulsaron el énfasis urbanizador. Las ciudades serían como islas de un vasto archipiélago, alejadas una mínima distancia de las demás. Su jurisdicción, de acuerdo con un principio de derecho común, equivaldría a un día de viaje 82. Un siglo después, la Recopilación mandó que en los pueblos de indios hubiera alcalde, si contaban con más de 80 casas dos alcaldes y dos regidores, aunque fueran muy grandes no más de cuatro regidores y si su población era de entre 40 y 80 indios un alcalde y un regidor, renovables igual que en los de españoles, por año nuevo 83. Fue habitual que los pueblos de indios tuvieran un gobernador indígena, con título de «don», ocupado en la dirección política y la administración de justicia, con salario e indios de servicio y elegido por los principales, además de un cacique hereditario y vitalicio con sus indios de servicio, dedicado a supervisar la actividad económica, ambos de tradición prehispánica, y, por último, un cabildo semejante al español 84. El intento de las elites indígenas de mantener la continuidad con el mundo anterior a la conquista utilizando las nuevas instituciones para conservar algún grado de autonomía chocó con el influjo y el poder absorbente sobre el espacio circundante de las urbes, tanto de las refundadas como de las nuevas. La escala

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del fenómeno fue escasa en algunas regiones, pero en otras produjo un cataclismo y transformó el territorio con una velocidad inusitada. Un ejemplo interesante fue el de Toluca. Aunque la primera generación de conquistadores encomenderos fue residente, sus hijos y nietos fueron más flojos, abjuraron del campo y a fines del siglo XVI residían en México. Las grandes estancias fueron entregadas a hombres de confianza y familiares de poca fortuna para que las administraran. Desde 1580 aparecieron multitud de pequeños estancieros, granjeros y ganaderos, algunos de ellos mestizos, hijos ilegítimos o portugueses, que se hicieron dueños de explotaciones pequeñas y medianas, dedicadas a la provechosa cría de cerdos, ovejas y caballos. Coexistían con una población aún intacta de indios cultivadores de maíz, regida por sus propios cabildos, compuestos por individuos que eran o se hacían pasar por nobles 85. Una muestra de miembros de 145 cabildos indígenas de Yucatán entre 1657 y 1675 permite observar la continuidad de los linajes y clanes de principales y la rotación en los cargos, habitual en conductas oligárquicas, pero también deja ver nombres no vinculados a la nobleza tradicional, antiguos macehuales o campesinos que habían hecho del gobierno de los pueblos su camino para el ascenso social 86. No fue sólo la ciudad la que produjo la alteración del balance entre lo rural y lo urbano o la ruptura de la utopía de las repúblicas separadas de españoles e indios, que las leyes habían intentado proteger prohibiendo a los blancos detenerse en pueblos de naturales, impidiendo a estos trasladarse de uno a otro o facultando a sus alcaldes para prender a negros y mestizos descarriados. Con el paso del tiempo, la hacienda agrícola, la estancia ganadera, los reales de minas o las plantaciones conectadas a las demandas de la economía atlántica dieron un impulso definitivo a esta transformación. Por otra parte, la ciudad señorial imaginada por los conquistadores como expresión de la bipolaridad de las repúblicas de españoles e indios tampoco perduró. En ella hubo desde el principio negros y castas mezcladas, y el mestizaje urbano, resultado de la necesidad que tenían unos y otros de comerciar con sus bienes, talentos y cuerpos, surgió desde el primer momento. En este sentido, no hay que confundir la urbe americana inicial que algunos pretendieron segregada con la posterior ciudad criolla, visible en su segmentación desde el centro blanco hacia la periferia multiétnica, segura de su capacidad de gobernarse acatando lo que le convenía y feliz de formar parte del imperio de consenso de los Austrias españoles. El centro de la ciudad se erigió como sede de las instituciones civiles y ecle-

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siásticas y representó el poder de los conquistadores, pero ellos mismos, que tantas veces se vincularon a princesas indígenas, comenzaron un mestizaje no ligado como en los feroces tiempos iniciales a arriesgadas operaciones de alianza, sino a políticas de estabilidad y compromiso, que esbozaron en ocasiones parejas imposibles 87. Hacia 1580, existían en la América española al menos 230 ciudades permanentes, que en 1630 ascendían a 330 88. En todas existía una secuencia perfecta de la imperfección y un gradiente de color en la piel, desde la plaza mayor y las calles adyacentes hacia los barrios y arrabales. Los indios llegaban a la ciudad de nueva planta —de la refundada nunca se marcharon— como sirvientes, empleados, soldados o criados de los conquistadores, naborías, yanaconas, forasteros y desarraigados de sus comunidades de origen. Eran peones o artesanos que se alojaban en campamentos y cercados en función, si los dejaban, de su origen étnico. A ellos se sumaron mestizos, zambos, mulatos, negros libres y algunos esclavos escapados, que si en el campo tenían pocas posibilidades de escapar a su condición, en la ciudad podían intentar vivir libres. Por lo general, residieron en barrios y parroquias radicados entre el centro y el arrabal. El cercado por antonomasia fue el de Lima, pero también existieron en Cuzco, Quito o La Paz, aquí como barrio de indios extramuros, y en otras muchas urbes. Charcas constituyó un caso extraordinario, pues, como recompensa a los servicios prestados durante la conquista, los indios yamparaes conformaron su barrio a partir de la plaza mayor 89. Las ciudades se hicieron durante el siglo XVI abigarradas, mezcladas, tan ordenadas y virtuosas a ojos de sus habitantes como caóticas ante los europeos que ocasionalmente las visitaban o los oficiales reales peninsulares enviados para gobernarlas. De acuerdo con las cifras recogidas entre 1571 y 1574 por el cosmógrafo y cronista Juan López de Velasco, dentro de un proyecto vinculado a la reforma del gobierno indiano, las relaciones geográficas y las Ordenanzas de 1573, la América española suponía, por encima de todo, una expresión urbana. Sus 241 ciudades pobladas reunían 23.493 vecinos. Entre las capitales, Santo Domingo contaba con 500 vecinos; La Habana tenía 60; San Juan de Puerto Rico, 200; Caracas, 55; México, 3.000; Guatemala, 500; Panamá, 400; Santafé de Bogotá, 600; Quito, 400; Guayaquil, 100; Cuenca, 80; Lima, 2.000; Cuzco, 800; Santiago de Chile, 375; La Paz, 200; Potosí, 400, y Asunción, 300. Existían multitud de urbes de importancia regional. Carora tenía 40 vecinos; Guanajuato, 600; Puebla, 600; Zacatecas, 300; Guadalajara, 150; Durango, 30; Oaxaca, 350; Mérida, 90; Veracruz, 200;

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Sonsonate, 400; León, 150; Cartagena, 250; Tunja, 200; Pasto, 28; Guayaquil, 100; Cuenca, 80; Arequipa, 400; Huamanga, 300; Valdivia, 230; La Serena, 90; Mendoza, 29; Potosí, 400, y Santa Cruz de la Sierra, 125 90. Aunque la multiplicación por cinco o seis del número de vecinos permite barruntar la población blanca y española existente, es obvio que se trataba de una minoría más o menos amplia entre los habitantes de las urbes americanas, sobre cuyo número total sólo se pueden hacer conjeturas. En México pudieron residir hacia 1560 unos 8.000 hombres blancos. Diez años después, había 10.595 esclavos negros y en la última década del siglo quizás tuvo 4.000 vecinos españoles. A comienzos del XVII residían en ella 15.000 vecinos españoles, 50.000 negros y mulatos y unos 80.000 indios 91. Lima tenía por entonces más de 3.000 vecinos, además de 12.000 mujeres de diferentes naciones y 20.000 negros. El padrón ordenado en 1614 por el virrey Montesclaros recogió un total de 25.452 personas, de las cuales 5.257 eran españoles y 4.359 españolas. A su cabeza se encontraban los altos funcionarios y el clero (el propio virrey, oidores de la audiencia, oficiales reales, arzobispo y canónigos), los miembros del cabildo, encomenderos, profesionales (sacerdotes, abogados, escribanos, médicos), mercaderes y tratantes, artesanos y gente de oficios (boticarios, barberos, plateros, batihojas, sastres, sederos, talabarteros, gorreros, botoneros, calceteros, ropavejeros o sombrereros en el centro, coheteros, curtidores, herreros, olleros, molineros, carpinteros, arrieros y hortelanos en los barrios), junto a marineros y transeúntes. Entre ellos vivían muchos negros que habían adquirido su libertad por hechos de armas, actos caritativos o porque habían ahorrado gracias al «peculio», o derecho a adquirir mediante trabajo personal el dinero destinado a su manumisión. Solían trabajar como artesanos, sirvientes, pajes, hortelanos, albañiles o peones. Las compañías de carretas, pesquerías costeras y algunos criaderos de ganado utilizaban, en cambio, cuadrillas de esclavos 92. Finalmente, estaban los indígenas ladinos o semiaculturados de distintas procedencias, sirvientes, peones o plateros, residentes en el Cercado, Pachacamilla (donde estaban mezclados negros e indios) o el arrabal de San Lázaro, así llamado por la leprosería o lazareto que había acogido. Allí también se albergaban los esclavos traídos de Cartagena y por eso daría lugar al corazón africano de Lima: Malambo. Panamá, emporio comercial de la carrera de Indias, contaba en 1610 con 1.267 blancos, pero había 3.696 esclavos, 702 libres y 27 indios, con un total de 5.692 habitantes. Estaba gobernada por

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una plutocracia dueña de los bergantines dedicados a la pesquería de perlas y también de recuas de mulas para el paso del istmo, almacenes de mercaderías, hatos de ganado vacuno y aserraderos de madera para la construcción de viviendas. Había un clero numeroso, profesionales (escribanos, abogados, médicos, cirujanos, farmacéuticos y boticarios), militares con oficialidad y tropa (una rareza en el continente) y gente de oficios, zapateros, sastres, calceteros, cereros, herreros y plateros 93. Santiago de Chile, otra ciudad significada por la existencia de un contingente militar, tenía unos 400 vecinos y en 1613 llegó a albergar 1.717 españoles. Entre los de calidad se encontraban los altos funcionarios, miembros del cabildo, encomenderos, estancieros y mercaderes, oficiales militares, escribanos y abogados. Por debajo de ellos, se encontraban los españoles comunes, soldados, artesanos y gente de oficios y finalmente los indios, negros, mestizos, mulatos y zambos. La frontera chilena fue tanto un lugar de oportunidades como un acicate para la movilidad. Era muy frecuente el matrimonio mestizo y el concubinato geográficamente repartido y más o menos disimulado y había muchos soldados, marineros y traficantes nómadas, los llamados «estantes» 94. La suerte de los abundantes hijos ilegítimos dependía del reconocimiento del progenitor (muchos mestizos vivían gracias a ello como españoles) y también había gran número de huérfanos, expósitos e hijos de padre desconocido 95. En 1614 habitaban en los arrabales de Santiago 124 carpinteros, 100 curtidores, 33 sastres, 81 zapateros, 3 sederos, 3 cordoneros de jarcia, 30 albañiles, 7 herreros, 19 tinajeros, 6 canteros y 4 pintores; muchos de ellos laboraban a domicilio y otros acudían de manera regular al centro de la ciudad, porque trabajaban en su construcción 96. Alrededor de la plaza mayor se fueron levantando penosamente las ciudades americanas. La empresa de construir México exigió tales esfuerzos que el franciscano Motolinía la comparó con una plaga bíblica, pues se destruyeron bosques, se desviaron cursos de agua y se agotaron canteras. Allí resultó fundamental el trabajo de los indígenas. En Veracruz, según cuenta Bernal Díaz del Castillo, hasta Cortés se había visto obligado a intervenir: «Trazada iglesia y plaza y atarazanas y todas las cosas que convenían para hacer villa, e hicimos una fortaleza y desde en los cimientos y en acabarla de tener alta para enmaderar y hechas troneras y cubos y barbacanas dimos tanta prisa que, desde Cortés, que comenzó el primero a sacar tierra a cuestas y piedras y ahondar los cimientos, como todos los capitanes y soldados a la continua entendíamos en

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ello y trabajábamos por la acabar de presto, los unos en los cimientos y otros en hacer las tapias y otros en acarrear agua, y en las caleras, en hacer ladrillos y tejas y en buscar comida, otros en la madera, los herreros en la clavazón y de esta manera trabajamos en ello a la continua desde el mayor hasta el menor y los indios que nos ayudaban» 97.

Las labores constructivas originaron un importante mestizaje étnico y cultural, que en México dio lugar a fenómenos como el tequitqui, la supervivencia del estilo indígena y su fusión con el europeo, al que dotó de una aureola nueva e inclasificable 98. En 1585 las obras de la catedral de México ocupaban a españoles, flamencos, indios, esclavos africanos y chichimecas. La primera piedra se había colocado doce años antes; eran nativos los peones, aprendices, escultores y los maestros artesanos que estaban a las órdenes de maestros de obra españoles, que disponían de al menos cuatro intérpretes para traducir sus ideas y negociar con las autoridades nativas. Los indios picapedreros obedecían a «capitanes» salidos de sus mismas filas que servían como intermediarios con europeos y criollos. Los chichimecas eran prisioneros de guerra enviados del norte y los negros habían nacido en México o eran africanos de Sierra Leona o Biafra, como un tal Pedro, de treinta años, «entre ladino y bozal», que con toda lógica abandonaba el trabajo «por ser casado e irse cada rato donde tiene a su mujer» 99. En la catedral de Valladolid trabajaron más de 500 indios tarascos y establecieron relaciones comunidades alejadas entre sí. La extrema dificultad en los transportes, así como el alto costo de los materiales, determinó su utilización en un contexto local. Así, en el lago Titicaca se usó adobe para los muros y la arquería del atrio de las iglesias, mampuesto (piedra sin labrar) en los contrafuertes y cantería en las torres y quizás en el muro de las fachadas. Las portadas eran de ladrillo o piedra y los tejados de madera o teja, posiblemente de rollizos de paja de totora en los templos más humildes 100. Las viviendas particulares, en realidad una especie de «babeles» domésticas en las que convivían blancos, indígenas y negros, negando también en el ámbito privado la utopía de las repúblicas separadas, se construyeron con lo que estaba más a mano. En la opulenta Panamá no había grandes mansiones o palacios, la mano de obra era escasa y poco cualificada y los materiales muy caros. Lo habitual eran las casas de madera cubiertas de teja, aunque algunas se levantaron de cal y piedra. El hierro de clavos y cerraduras era tan valioso que se reutilizaba de manera habitual (se registraron casos de expor-

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tación de clavos usados a Costa Rica) y la cal se obtenía en concheros cercanos. Los maestros y operarios calculaban las varas cúbicas de paredes y «las varas de tablas, zapatas, alfajías, cuadrantes, cabezales, soleras, riostras, pies derechos, tornapuntas y crucetas; también las basas de piedra para las columnas y pilastras y las varas de piedra labrada para las quicialeras, la sillería y las rafas» 101. Las paredes medianeras eran tan frágiles que no existía intimidad. En 1599 fray Diego de Ocaña señaló: «Mirad cómo habláis que las paredes tienen oídos. Porque no hay más de una tabla en medio del vecino y todo cuanto se trata se oye en la casa ajena. Pero yo digo que no solamente tienen oídos aquellas paredes, sino ojos también, porque por las junturas de las tablas se ve cuanto pasa en casa del vecino» 102.

Lo habitual allí eran las casas de dos pisos en las cuales la planta baja hacía las veces de tienda o almacén y la de arriba era residencia; muchas estaban dedicadas a la renta, muy provechosa a causa de la actividad comercial del istmo y la estrechez del emplazamiento urbano. Los frentes eran pequeños (doce metros de promedio) y la altura de las casas podía ser considerable, pues llegaban a tener dos y hasta tres pisos. A comienzos del siglo XVII, la ciudad tenía 332 casas de una sola altura, tejadas y con entresuelos, 40 casillas y 112 bohíos de paja. Sólo ocho eran de piedra: la audiencia, el cabildo y seis propiedad de particulares. En la cercana Quito, el proceso de construcción fue tan caótico que el propio cabildo tuvo que indicar dónde se podía obtener barro para fabricar ladrillos de adobe, a fin de evitar que el casco urbano se hiciera peligroso por la proliferación de agujeros excavados por los vecinos, dedicados a levantar edificaciones 103. En toda América el tipo más extendido en la arquitectura doméstica permanente, la casa con patio, que tenía en el espacio particular unas funciones similares a las de la plaza mayor en el público, de tránsito, visibilidad y separación, logró articular las manzanas con facilidad. En una etapa posterior, será habitual el corredor exterior y la edificación de patios sucesivos permitirá el aumento de la superficie disponible y de la densidad, así como la compactación del tejido urbano. En la señorial Lima, que quizás tenía a comienzos del XVII unas 4.000 casas, había quintas, mansiones señoriales con huerta o jardín desprovistas de patios y con galerías, casas urbanas de dos pisos con llamativos balcones, viviendas en hilera, residencias compactas alineadas frente a la calle a veces precedidas por un patio y por supuesto galpones,

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callejones o corralones, construidos con adobe, ladrillo, madera, algo de piedra y quincha —una estructura de madera unida con caña brava y recubierta de barro, de propiedades antisísmicas—. Una ciudad distinguida pero no capitalina, como Tunja, contaba en 1610 con 251 casas en el centro, 88 altas y 163 bajas 104. Sus acaudalados encomenderos, poseedores de grandes mansiones de piedra, tapia y techos de teja, las decoraron con artesonados pintados, portones y escudos nobiliarios 105. No resulta extraño que tantas señales de grandeza hicieran a los hijos y nietos de los conquistadores olvidar sus orígenes, hasta reducirlos en su memoria al recuerdo de un cataclismo heroico en el que había nacido la urbe, seguido de años de incertidumbre y «sencillez patriarcal». Ellos ya no tenían escrúpulos en reconocerse como criollos: «Allá [en Perú] no se conoce otra voz que la de español para significar, sin diferenciar, al que es nacido en España de españoles, o al que de ellos nació en las mismas Indias [...] Hacemos pues mucho aprecio los criollos de las Indias de ser españoles y de que nos llamen así [...] Criollo es lo mismo que procreado, nacido, criado en alguna parte y criollo en el Perú y en las Indias no quiere decir otra cosa, según la intención con que se introdujo esta voz, que español nacido en Indias y así como usamos de la voz de español para diferenciarnos de los indios y negros, para diferenciarnos de los mismos españoles que nacieron en España, nos llamamos acá criollos» 106.

En ningún lugar como en el cabildo se hizo visible el final de una época y el comienzo de otra distinta. A pesar de la extraordinaria longevidad de algunos de sus miembros (en Lima Diego de Agüero fue regidor durante cincuenta y siete de los setenta y seis años que vivió y del linaje de los Ampuero el abuelo Francisco lo fue por treinta y dos, el hijo Martín durante cuarenta y tres y el nieto Francisco por veintinueve) lo cierto es que, en unos lugares más deprisa que en otros, los encomenderos habían cedido ante el empuje de letrados, mercaderes, oficiales reales y traficantes, gentes prósperas que ansiaban el honor de gobernar la ciudad. Suyo será el nuevo siglo.

Capítulo III La metrópoli criolla

Manuel La metrópoli Lucena criolla Giraldo

El 13 de agosto de 1618 el padre Gómez, jesuita distinguido residente en México, pronunció en la capilla del hospital de San Hipólito, uno de los mejor dotados de la capital y especializado en acoger a los pasajeros que llegaban enfermos de la península, un sermón muy imprudente. Aquel día fatal se refirió a la reciente decisión tomada por el virrey, marqués de Guadalcázar, de vender varios cargos públicos de prestigio a aspirantes criollos y criticó duramente la medida. Peor aún, se atrevió a denigrar en la casa de Dios a los criollos novohispanos y los declaró constitutivamente incapaces de desempeñar oficios de gobierno, pues ni siquiera sabían servirse de una pluma de gallina. Al escucharlo, como no podía ser menos, los feligreses echaron mano de sus espadas, de modo que la misa concluyó en un tumulto. A causa de este triste suceso, un sacerdote elocuente y respetado devino en vulgar alborotador. Los acontecimientos se precipitaron. El arzobispo Pérez de la Serna reprendió a Gómez con dureza y le prohibió pronunciar sermón alguno, pero la Compañía de Jesús salió en su defensa y acudió para que construyera sesudos argumentos en su favor al temible maestrescuela de Oaxaca Antonio de Brambila, conocido en el virreinato por ser enemigo tanto de las autoridades eclesiásticas como de los criollos. En una rápida reacción, el arzobispo metió en prisión a Gómez antes de que pudiera exponer las alambicadas tesis que preparaba, pero entonces un grupo formado por miembros de la audiencia y jesuitas dio un insospechado golpe de mano y lo puso en libertad. El 20 de septiembre, de acuerdo con los planes del arzobispo, se pronunciaron en toda la capital vibrantes

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sermones en elogio de las capacidades e intelecto de los criollos, con asistencia del cabildo, la audiencia en pleno y el propio virrey. En lo que sólo se puede interpretar como una solución típicamente ignaciana, el padre Gómez recibió el alto honor de pronunciar, el 1 de enero de 1619, el sermón oficial de año nuevo, pero de inmediato fue extrañado de la ciudad. Los jesuitas retornaron a su tradicional política procriolla, que no abandonarían hasta su expulsión, en 1767, de los dominios de Carlos III 1. Como ilustra este episodio, nada excepcional, las ciudades de la América española se habían convertido en espacios de construcción de una identidad propia en términos más o menos conflictivos, pero siempre dinámicos y creativos. Más de un siglo después del descubrimiento y muchas de ellas centenarias en su devenir como urbes de una monarquía atlántica, las más importantes pretendieron adquirir entidad metropolitana y todas fueron consolidando, más pronto que tarde, una idiosincrasia propia, visible hasta nuestros días 2. Esta aspiración apenas fue afectada por el hecho de que existiera un superior gobierno distante y arbitral, como el que podía ejercer el rey de España sobre las ciudades de los opulentos reinos de Indias, tan lejanas de la miseria y las guerras de la Europa seiscentista. Así, los proyectos metropolitanos de México y Lima no sólo fueron compatibles con la fidelidad al monarca y sus virreyes, sino que la reforzaron. Además, se produjo un efecto de competición entre ellas y con otras urbes del Nuevo Mundo a la hora de expresar su progresivo criollismo a través de la mentalidad y el aparato del barroco 3. Para su ventaja, ambas capitales contaron con la presencia del virrey en las calles, una parte del cuerpo del monarca, «el rey vivo en carnes», según señaló el marqués de Cañete. Sus habitantes celebraron su lealtad en fiestas y ceremoniales tan potentes como efímeros. Gracias a ellas se pudo expresar una identidad criolla emergente, ni española ni indígena, infiltrada de componentes africanos y de otras procedencias 4. Los elementos de esta identidad criolla expresada como aparato barroco fueron proyectados por las elites urbanas con una pretensión de adoctrinamiento masivo, mediante fiestas que celebraban una acumulación providencial de poder político, riqueza y santidad, señal carismática del carácter metropolitano. En ellas, como señaló el Eclesiastés, el simulacro se transmutaba en verdad, gracias a la promulgación de una teatralidad efímera y martirial. Pero también acontecía un sutil combate político: tras la exhibición se escondían intensas luchas de poder, porque la fiesta constituía una metáfora del orden

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de la ciudad. En ambos ciclos de eventos espectaculares, el sacro y el profano, los criollos, aspirantes a un relevante papel público y frustrados a veces por no lograrlo, pudieron enfatizar el ceremonial y el formalismo, aprendieron a exagerar la apariencia de las cosas en posible detrimento de su sustancia. El clímax estético barroco se situó, así, en la proliferación de delirantes fantasías ornamentales aplicadas en los interiores de volúmenes ortogonales y favoreció el divorcio entre estructura y decoración, o la falta de movimiento de las plantas y alzados de los edificios 5. Por otra parte, permitió a los peninsulares sublimar el esfuerzo descomunal que suponía construir una monarquía atlántica, tejer un espejismo de control absoluto que los evadió de una realidad imperial imposible de gestionar 6. No sabemos cuánto podían durar las fiestas en las ciudades americanas del siglo XVII, pero sí conocemos su auténtica vocación de apoderarse de lo cotidiano casi hasta hacerlo desaparecer. En el reino de Chile, había entonces 94 efemérides religiosas, que sumadas a los 52 domingos del año daban un total de 146 días señalados 7. Eran de mayor y menor relieve. La Limpia Concepción de María fue celebrada en Lima entre el 14 de octubre de 1656 y el 10 de marzo del año siguiente, e incluyó además de la estricta celebración de la advocación mariana fuegos de artificio y desfiles callejeros de carrozas con serpientes de siete cabezas, montes habitados por salvajes, carros de flores, el paraíso con Adán y Eva, naves de vela que disparaban artillería e imágenes del magnífico rey Felipe IV. Una máscara de la Universidad de San Marcos, especialmente generosa en aquella ocasión, fue acompañada de seis carros que portaban 1.000 personas de lucimiento y 500 «a lo ridículo». También se escenificó un combate de cuatro galeras que embestían un castillo inventado por los herreros y sastres de la ciudad y hubo una procesión de negros, que acompañaron el evento con sus músicas, tan llamativas como sospechosas. Ellos también sufragaron una corrida de toros, pues fue común su identificación con la virgen. Era creencia general que consolaba en particular a los morenos que la veneraban 8. Pero lo descollante fueron las canonizaciones y beatificaciones, en especial si se trataba de criollos, pues reafirmaban el contenido providencial de la urbe americana, en una centuria proclive a ellas. Si México experimentó la creciente devoción a la virgen de Guadalupe, patrona del virreinato novohispano desde 1747, Lima pudo celebrar la subida a los altares de su antiguo arzobispo Santo Toribio de Mogrovejo, del misionero y caminante San Francisco Solano, del mulato y «enfermero milagroso» San Martín de Porres y de la humilde

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criolla Santa Rosa de Lima 9. Esta fue homenajeada en 1671 con bando de luminarias, procesión de los miembros de todos los conventos de frailes y monjas (sólo los jesuitas tenían el privilegio de no asistir), honores de las tropas y los comerciantes —que enlosaron su calle con barras de plata y la revistieron de damascos—, toros y cucañas 10. Ocho años más tarde, por causa de Santo Toribio, se movilizó una procesión que incluyó carros con niñas instrumentistas vestidas de monjas y estatuas evocadoras de hechos heroicos de su vida, como el bautizo de Rosa, la futura santa. En México, por contra, fue muy celebrado en 1621 San Ignacio. Lo más llamativo fue, junto a la confección de ricos altares, los fuegos y procesiones, el desfile que incluyó una imagen suya de la altura de un hombre —el rostro muy devoto, en la mano derecha un Jesús levantado—, así como el paseo de cinco carros triunfales, que representaban estadios de su vida inmortal, la juventud, la ciencia, la fe contra la herejía, la conversión de las gentes y la reformación de los Estados 11. El Corpus Christi pronto adquirió carta de naturaleza como fiesta propia de los cabildos, por lo cual en ciudades como Caracas y Guayaquil dio lugar a disputas de preeminencia; en él podía darse el caso de que gente insolente no respetara los asientos reservados a oficiales y servidores del rey, «conquistadores y personas honradas» 12. Solía acompañarse, como en la península, de bailes, desfiles y de la escenificación de comedias y autos sacramentales. En Lima se representaron en 1635 «La Margarita del cielo: Santa Margarita de Crotona» (obra de un aventurero portugués devenido en eclesiástico) y «Las dos columnas de Hércules». Al año siguiente se llevó a escena «No está el cielo seguro de ladrones» 13. En Caracas, la población de color, para mayor divertimento, organizaba desfiles con una Tarasca, Gigantes y Diablitos 14. En Potosí el Corpus, que se prolongaba durante seis días, sirvió para mostrar la destreza en la equitación y la capacidad inventiva de sus habitantes, de modo que se deshiciera la inquina y la mala fama que padecían, pues su único pecado era haberse visto favorecidos por la fortuna 15. Los toros acompañaron tanto las fiestas religiosas como las profanas. En Lima se celebraban el día de la Epifanía, el de San Juan, el de Santiago y la Asunción, pero también hubo encierros para dar la bienvenida a los virreyes, como en 1629, o se organizaron por los gremios de plateros, herreros, confiteros o soldados con ocasión de sus patronos. Los negros, mulatos e indios participaron cada vez más de las corridas y se hicieron peones o jinetes, de modo que se fue diluyendo su componente aristocrático 16.

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Las fiestas profanas también dieron abundante ocasión de exhibición y destemplanza; el paseo del pendón con las armas reales y de la ciudad era la más importante y tenía lugar en el aniversario de la fundación. La ceremonia, de acuerdo con las leyes de Indias debía ser igual en todas partes, aunque en Guatemala, por ejemplo, desfilaban orgullosos los descendientes de los indígenas aliados que habían participado junto a los españoles en la conquista 17. Los vecinos se vestían con sus mejores galas para mostrar reputación y las casas y calles se adornaban con tapices y colgaduras. El alférez real, que pagaba banquetes, toros y fuegos de artificio, paseaba acompañado de un escuadrón de jinetes y las autoridades en orden de jerarquía, junto a guardias, lacayos, maceros y criados, según un complicado ceremonial. Los lutos reales también jugaron un importante papel, porque permitían una recreación de la fidelidad y abrían paso a la sucesión monárquica 18. En las iglesias se construían piras fúnebres o lujosos túmulos, se colocaban estatuas y lienzos, los oidores y regidores usaban trajes de pena hechos de telas determinadas y los oficiales competían en lúgubre ostentación. También había música a cajas destempladas y salvas de artillería. La muerte de la reina Ana de Austria en 1581 llevó a Felipe II a imponer una penitencia pública y un duelo general a las ciudades, pues la creyó vinculada a «los grandes pecados de la cristiandad» 19. Las proclamaciones, nacimientos y juras de reyes cerraban el ciclo del dolor y la expiación y no sólo obligaban al paseo público del pendón, sino al desfile de todas las jerarquías de la urbe, la colocación de luminarias, la lectura de cartas reales, su acatamiento «sobre las cabezas de todos y cada uno» y, por fin, los gritos de rigor: «Guatemala, Guatemala por el rey Don Felipe II nuestro señor, rey de Castilla y de León y de las Indias», en el caso de aquella ciudad y este monarca 20. La proclamación de Carlos II en Lima en 1666 adquirió caracteres legendarios. En la plaza mayor se alzó un efímero retablo-templete donde apareció acompañado de ángeles y de las virtudes cardinales, coronados todos por la figura de la fama; a los lados, un inca le ofreció una corona de oro y una coya o «inca reina» otra corona de flores 21. Estos actos de acatamiento podían ir seguidos de bailes, coloquios, toros y comedias. Había obligación de asistir bajo pena de multa —que era de 25 pesos en Santiago del Estero—. Las demostraciones de lealtad eran costosas. En Panamá, los gremios de zapateros, pulperos, sastres, carpinteros y plateros comprometieron sus haciendas para pagar los gastos a los que debían hacer frente 22. La recepción del sello real y las entradas de los virreyes y en menor escala de los gobernadores podían ser muy aparatosas, pues

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duraban meses e incluían además de su personal acogimiento la entrega de regalos, el paso por arcos triunfales, mascaradas, fuegos, comedias, autos y danzas de naturales y morenos. El aspecto político era fundamental, pues servían para vincular la voluntad del recién llegado con los intereses de los gobernados: la fiesta de recibimiento podía ser el inicio de una negociación disfrazada de generosidad. Felipe II intentó limitar sus gastos, pues corrían sin tasa y dejaban arruinado al cabildo, como ocurrió en Lima en 1606 23. Las fiestas por el Carnaval y la Candelaria en Cartagena también fueron muy importantes; en ellas bailaban en un salón por turno y cada uno en su día blancos, mulatos y negros; los primeros podían asistir a los bailes de los otros dos y los mulatos a los de los negros, pero no a la inversa 24. Finalmente, existían fiestas no regulares, desde las que se podían organizar por la llegada de jueces pesquisidores —caso de México tras la revuelta de Martín Cortés— a las de consagración de catedrales e iglesias, inauguración de fuentes y acueductos, la derrota de piratas o la victoria contra los turcos de Argel o los herejes de Flandes. Aunque las metrópolis americanas fueron gobernadas desde una Corte itinerante y sobre la base de una negociación permanente, durante el siglo XVII se generó un proceso que hizo de ellas un «verdadero centro cultural, reconocible por la singularidad e inimitabilidad de unos productos [...] costosos, complejos y ejemplares» 25. No podía ser de otra forma, porque el cursus honorum burocrático se movía dentro de un sistema solar hispánico cuyas ciudades en Asia, América y Europa eran como los planetas que lo componían. El consejero de Indias Eugenio de Salazar lo expresó de manera adecuada cuando relató con picardía su propia vida: «Nací y me casé en Madrid. Críome estudiando la escuela complutense y salmantina, la licencia me dio la seguntina, la mexicana de doctor el mando. Las Salinas Reales fui juzgando, puertos de raya a Portugal vecina. Juez pesquisidor fui a La Cortina y estuve en las Canarias gobernando. Oidor fui en La Española. Guatemala me tuvo por fiscal y de allí un salto di en México a fiscal y a oidor luego. De allí, di otro al tribunal más alto de Indias, que me puso Dios la escala. Allá me abrase su divino fuego» 26.

Ortega y Gasset describió la condición psicológica colonial como la propia de aquel cuya cultura tuvo origen en otro lugar. Los habitantes de las metrópolis americanas, muy al contrario, expresaron su mundo como centro y no como periferia, las situaron en la primera globalización como emporios de una cultura construida con retazos

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de todas las procedencias propias y ajenas 27. Esta actitud de alguna manera había sido visible desde los tiempos de la conquista en las crónicas y relatos de admiración por el paraíso ganado y de desconsuelo por la carencia de recompensa y la deslealtad de un monarca injusto 28. Desde las últimas décadas del siglo XVI y en especial a partir de 1620, cuando las reformas del gobierno de las Indias dentro de los proyectos restauradores de la monarquía patrocinados por el conde-duque de Olivares se percibieron por sectores nada desdeñables de las elites criollas como una onerosa y tiránica manera de regirlas, emergieron una serie de representaciones imaginarias de espacios urbanos concretos, alimentadas por tradiciones clásicas, imágenes bíblicas y liturgias contrarreformistas 29. En este sentido, resulta lógico que frente al modelo renacentista y empírico implícito en las relaciones geográficas filipinas, la invención de los mitos urbanos criollos proyectara una topología barroca, ageográfica porque su función primordial no era la orientación espacial en la ciudad, sino la lectura exuberante de sus símbolos y ritmos y también hagiográfica, por la pretensión de ejemplarizar y disciplinar a quienes la habitaban. La palabra «criollo», procedente del portugués crioulo, se usaba inicialmente sólo para designar a los esclavos nacidos en Indias. Garcilaso de la Vega en los Comentarios reales (1609) indicó: «Es nombre que lo inventaron los negros [...] Quiere decir entre ellos negro nacido en Indias; inventáronlo para diferenciar los que van de acá nacidos en Guinea de los que nacen allá, porque se tienen por más honrados y de más calidad por haber nacido en la patria que no sus hijos, porque nacieron en la ajena y los padres se ofenden si los llaman criollos. Los españoles, por semejanza, han introducido este nombre en su lenguaje para nombrar a los nacidos allá» 30.

Esta acepción del criollo como español blanco nacido en Indias fue utilizada por primera vez en 1563 por el obispo de Guatemala Francisco Marroquín; poco después se difundió en Perú y los jesuitas la usaron desde entonces en su correspondencia con Roma y su literatura edificante. La novedad del término fue expresada sin ambages por el gobernador del Perú García de Castro, cuando advirtió en 1567 al presidente del Consejo de Indias: «V. E. entienda que la gente de esta tierra es otra que la de antes [...] esta tierra está llena de criollos, que son estos que acá han nacido». La desconfianza de los altos funcionarios peninsulares hacia los españoles nacidos

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en América, que venía de antiguo, se acentuó durante el reinado de Felipe II. El geógrafo y cosmógrafo López de Velasco, sobre cuya influencia no puede dudarse, declaró que tenían la piel más oscura que los europeos y con el tiempo iban a indianizarse, a tornarse cada vez más bárbaros y estúpidos 31. La relegación del clero secular novohispano, en especial de origen mestizo, en la dotación de parroquias de indios, cuando los virreyes además habían marginado el proyecto de formación de clero indígena promovido por el obispo Zumárraga en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, también se relacionó con su supuesto carácter desleal, perezoso e incompetente por naturaleza. En realidad, lo que se quería mantener fuera de su influencia y del patronazgo del arzobispo metropolitano era el monopolio del virrey y los frailes peninsulares sobre unos pingües beneficios eclesiásticos 32. Frente a lo que interpretaron como una monstruosa duda sobre su lealtad al monarca y una injusta acometida contra sus derechos, sospechosamente contemporánea con el fervor en las ciudades peninsulares por la limpieza de sangre, los españoles americanos empezaron a expresar con seguridad y rotundidad su criollismo, pero no es fácil determinar en qué momento concreto la loa urbana se convirtió en uno de los vehículos culturales y políticos que prefirieron. En Europa, desde el siglo XVI las historias locales, de inspiración humanista y procedencia italiana, habían contribuido a difundir una imagen de la ciudad como centro organizador y difusor de la fe en un amplio entorno. Sus valores procedían de constituir un lugar antiguo y noble, situado en un emplazamiento privilegiado. Por ello, forjaron una idea de la urbe como lugar central, natural y providencial, organizador del territorio circundante 33. Resulta obvio que auspiciaron una nueva lectura del pasado, según la cual las viejas ciudades españolas, «contaminadas» por raíces hebraicas y en especial islámicas, se propusieron como lugares conquistados y purificados, donde al fin se practicaba una fe monolítica 34. En cualquier caso, estas primeras polémicas entre peninsulares y criollos tuvieron a América como objeto primordial. En el seno de la sociedad peninsular seiscentista, lo habitual era el silencio sobre ella o la difusión fuera de medida de sus innumerables peligros y corrupciones, como se hizo patente en multitud de cartas, novelas y piezas de teatro: «guárdate del que es indiano», llegó a señalar Lope de Vega en una obra. «Que cuanto de Indias nos viene es bueno, si no es los hombres», escribió Tirso de Molina, que para colmo había vivido en Santo Domingo 35. Ambas actitudes, el silencio

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y el rechazo, enmascararon la incapacidad de comprender y asimilar la circunstancia americana, que quedó condenada así por siglos al desistimiento, la crítica feroz y el abandono, sin menoscabo de la permanencia de la lectura utopista, igualmente desgraciada por irreal. El propio Cervantes, quizás afectado por el rechazo reiterado a la petición de obtener merced en las Indias, señaló en El celoso extremeño que eran «refugio y amparo de los desamparados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos» 36.

Los portavoces del incipiente criollismo, que representaron el punto de vista opuesto, fueron maestros en adaptar las historias locales a sus circunstancias y en utilizar las vigentes tradiciones utópicas para hacer proclamación de virginidad. No fueron menos duchos en reinterpretar si les convenía el pasado de los indígenas para hacerlo parte de su genealogía al tiempo que sus coetáneos despojaban con ahínco a sus descendientes y en generar una percepción de sí mismos que les permitió combatir en luchas políticas contra los peninsulares con singular éxito. Desde luego, la capacidad criolla para producir estereotipos combativos, opuestos a los que les proyectaban, fue notable. Si había peninsulares que, por ejemplo, criticaban la demasiada libertad de las mujeres en América —les escandalizaba, en especial, que se permitiera a las señoras principales jugar a las cartas y a los dados en compañía de otras mujeres y hasta de hombres— ellos no dudaron en mofarse de continuo de la patética comicidad del chapetón o gachupín, el peninsular tan ignorante del Nuevo Mundo que desconocía la grandiosidad de su geografía y confundía Perú con Guatemala 37. La fabricación de una genealogía fabulosa y quimérica del hecho urbano americano, manipuladora de los registros de su etimología y toponimia, sirvió al objetivo de convertir la renacentista ciudad de los conquistadores en metrópoli criolla. La urbe, legalmente española en su república, marginada de lo indígena y apenas «injertada» de gentes tan oscuras como imprescindibles de otras procedencias, devino en décadas en fortaleza eclesiástica providencial, con los indios convertidos no ya en comunidad separada, sino en residuo arcaico y los negros y miembros de castas condenados a pelear sus batallas en los cercados o a ser convertidos en chivos expiatorios por su

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permanente «desvergüenza» y «altanería». Ya no existía una visión de la ciudad posible renacentista, sino un auténtico lugar real y concreto que ofrecía una existencia determinada por la experiencia identitaria del naciente criollismo 38. A fin de cuentas, desde el origen, las ciudades americanas habían contado con un nombre que las ligaba indisolublemente a los patronos y gustos del fundador, con figuras celestiales tutelares y a menudo un escudo de armas. Les había faltado trenzar lo político y lo cultural en una nueva genealogía, superar las narrativas de la conquista para construir un relato virtuoso y ecuménico, una épica de la colonización que adaptara la exaltación de las repúblicas urbanas a un contexto geográfico distinto al peninsular, pero no menos necesitado de argumentos para hacer frente a la voracidad fiscal de la Corona 39. Las dos capitales virreinales produjeron, no por casualidad, los dos modelos más interesantes y complejos. A punto de cumplir Lima su primer siglo de fundada, el criollo de Chuquisaca fray Antonio de la Calancha, autor de la influyente Crónica moralizada del orden de San Agustín en el Perú (1638), proclamó con ardoroso providencialismo: «Y si en sólo 98 años es lo que vemos creciendo tanto en todo, ¿qué será si Dios la guarda?». La obra, antes de narrar la edificante historia agustiniana en el Perú, elogió el clima, explicó las influencias estelares de que se beneficiaba, presentó los ríos, arroyos y manantiales y evocó las frutas que se recogían, las plantas y árboles, los pájaros y los animales salvajes, para concluir en un vibrante elogio de la humanidad y el carácter de sus naturales. Tiempo atrás el humanista Francisco Cervantes de Salazar había tenido el atrevimiento de arrumbar en la Crónica de la Nueva España (1564) las referencias a la Tenochtitlan azteca, para describir en cambio «la grandeza que hoy tiene la ciudad de México después que españoles poblaron en ella». Así, alabó la prestancia de la plaza mayor, el tamaño del palacio virreinal —que tenía incluso un espacio donde los caballeros podían ejercitarse en el manejo de las armas—, el crecido número de monasterios, iglesias, hospitales y colegios de caridad y la construcción de la majestuosa catedral 40. Hacia 1604, Baltasar Dorantes de Carranza se hizo eco de las crecientes desavenencias entre peninsulares y criollos. En el soneto «El gachupín» desmitificó la realidad virreinal, mostró con ánimo arcádico la corrupción urbana y criticó la injusticia reiterada hacia los conquistadores y sus atribulados descendientes: «Minas sin plata, sin verdad mineros, mercaderes por ello codiciosos,

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caballeros de serlo deseosos, con mucha presunción, bodegoneros. Mujeres que se venden por dineros, dejando a los mejores muy quejosos calles, casas, caballos muy hermosos, muchos amigos, pocos verdaderos. Negros que no obedecen sus señores, señores que no mandan en su casa, jugando sus mujeres noche y día; colgados del virrey mil pretensores, tiánguez, almoneda, behetría, aquesto en suma en esta ciudad pasa» 41.

Aquel mismo año el manchego criollizado Bernardo de Balbuena publicó un famoso elogio en tercetos a la capital virreinal, Grandeza Mexicana, que hizo de ella elemento fundamental de la identidad criolla novohispana. Se trató de un auténtico «poema de la polis»: «De la famosa México el asiento origen y grandeza de edificios, caballos, valles, trato, cumplimiento, letras, virtudes, variedad de oficios, regalos, ocasiones de contento, primavera inmortal y sus indicios gobierno ilustre, religión, estado, todo en este discurso está cifrado [...] Es México en los mundos de Occidente, una imperial ciudad de gran distrito, sitio, concurso y poblazón de gente» 42.

La pretensión de Balbuena de situar en México el centro continental, «del nuevo mundo la primera silla», fue compartida por el extremeño Arias de Villalobos, «sólo Madrid le gana en ser corte», pero los apologistas de Lima no se quedaron atrás. Para uno de sus naturales, Rodrigo de Valdés, la capital virreinal peruana era la «Roma americana». El también limeño Juan Meléndez la consideró «reina de las ciudades de las partes meridionales», una inteligente expresión que evitó toda posibilidad de comparación con la opulenta metrópoli novohispana. No obstante, fue el peninsular y converso Antonio de León Pinelo, afectado por lo que consideraba el desdén e ignorancia de los europeos respecto a América, quien llevó estos argumentos al extremo. En una proyectada Historia de Lima en cuatro partes, que en realidad se iba a ocupar de todo el virreinato, pretendió

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dedicarle el segundo libro, pero fue en el complejo y enciclopédico Paraíso en el Nuevo Mundo (1656) donde, arrastrado por un criollismo mesiánico, trascendió los límites del providencialismo urbano y localizó el Edén en la cuenca amazónica 43. Las comparaciones entre Lima y México constituyeron un género propio y lejos de proyectarse hacia la Corte y las urbes peninsulares, lo hicieron hacia la antigua Roma o la Jerusalén bíblica. A fines del siglo XVI, el sevillano Juan de la Cueva distinguió a México por ser urbe con seis cosas excelentes en belleza, todas con la letra «c», «casas, calles, caballos, carnes, cabellos y criaturas». Algunos escritores posteriores, como Balbuena, Arias de Villalobos o el dominico renegado Thomas Gage, modificaron algunas y agregaron «caminos, carreras, calzadas, plazas y vestidos». Las que reflejaron la opinión común fueron «calles, casas y caballos». Por el contrario, Lima ostentaba según sus panegiristas cuatro letras «p» prodigiosas en que excedió a México, registradas en fecha tardía por El lazarillo de ciegos caminantes (1776) de Concolorcorvo, a saber, «pila, puente, pan y peines» 44. Avanzando por esta senda de la afirmación de la identidad, algunos llegaron al extremo de atribuir una apariencia antropomorfa a las ciudades. Hechas cuerpo en estatuas portadoras de dones que les eran característicos, las nueve principales de Nueva España asistieron en 1713, desde un carro alegórico, a los festejos realizados en la capital por el nacimiento del infante Don Felipe. De la misma forma, en 1725 las ocho más importantes del Perú se hicieron presentes en el mausoleo erigido en la catedral metropolitana con motivo de las exequias de Luis I. La minera villa de Potosí, acometida de fiebres pero en juicio natural, llegó a redactar en 1800 un testamento, en el cual, previa encomienda a Dios de un alma de «plata pura», pidió que no la embalsamaran porque ya la habían «desentrañado en vida» y dispuso que sus funerales se verificaran con asistencia, entre otros, de su padre, el Cuzco; de su hijo, «el niño Buenos Aires, a quien virreinato di»; y de Chuquisaca, «niña expuesta y con mis pechos criada» 45. La pujanza y la riqueza de las ciudades americanas tuvo mucho que ver, siquiera en términos publicitarios, con la extensión y el éxito de estas narrativas novedosas y de raigambre criollista. El progresivo control por los españoles americanos de los cabildos, de sectores del clero y hasta de las audiencias, junto a la extensión de las universidades, la pérdida relativa de poder de los descendientes de conquistadores y encomenderos y la emergencia de letrados, mer-

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caderes, militares, hacendados y traficantes, no hizo otra cosa que otorgarles justificación y aportarles lectores y mecenas. Además de la venta de cargos, que facilitó el control de nuevos espacios institucionales por los criollos —en especial desde 1687, cuando la Corona empezó a enajenar también los puestos de oidor en las audiencias— se asentaron diversos mecanismos de consolidación de la plutocracia, como las composiciones de tierras, de extranjeros o de otras clases, que legalizaron a cambio del pago de una cantidad de dinero al fisco situaciones de hecho que contravenían la ley. También jugó un relevante papel en la expansión del prestigio de los poderosos americanos el acceso, tanto tiempo postergado, a títulos de nobleza de Castilla o la obtención de prestigiosos hábitos de órdenes militares y mayorazgos 46. Resulta difícil imaginar la intensidad del debate sobre la idoneidad de peninsulares y criollos para servir diferentes oficios y cometidos, o los argumentos en torno a las limitaciones de su naturaleza y, por tanto, la justicia o no de su nombramiento. Frente a quienes pensaban que en las Indias no había gentes de lustre para desempeñar oficios de calidad, se situaban aquellos que defendían a los criollos y aseguraban que se limitaban a reaccionar ante la postergación y el trato humillante al que eran sometidos. El novohispano Juan de Zapata mantuvo en De iustitia distributiva (1609) que los elegidos para los obispados de Indias debían conocer las lenguas indígenas y en caso contrario cometían pecado mortal quienes los elegían y la designación no era válida 47. El geógrafo Vázquez de Espinosa, autor del fundamental Compendio y descripción de las Indias occidentales (1630), señaló que los estudiantes de las universidades americanas tenían un alto nivel de rendimiento, lo que negaba la supuesta influencia negativa del clima en su desarrollo intelectual. A su entender, la única razón verdadera de las dificultades que encontraban al terminar los estudios era la lejanía de la Corte y sus oportunidades de patronazgo. Poco después, el gran tratadista Juan de Solórzano Pereira fue más allá y mantuvo en Política indiana (1647) que los españoles americanos debían ser considerados idénticos a los peninsulares y tener sus mismas oportunidades y privilegios, pues eran «retoños del tronco español» y poseían una extraordinaria inteligencia. El conflictivo y valiente Juan de Palafox, uno de los protegidos del conde-duque de Olivares (convencido en cambio de que la conquista de América había puesto a la monarquía española «en tan miserable estado que se puede decir con gran fundamento que fuera más poderoso si hubiera menos aquel Nuevo Mundo»), obispo de

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Puebla y fugazmente virrey de Nueva España en 1642, mantuvo que los criollos mexicanos, al igual que los miembros de las elites aragonesas o castellanas, merecían toda confianza, por tratarse de «verdaderos españoles» 48. Para él, la legitimidad del poder del virrey residía en su capacidad de impartir justicia, no de repartir oficios. Su decidida lucha porque se respetara la alternativa eclesiástica, organizada para garantizar el turno en la dotación de empleos a criollos y peninsulares, le granjeó fama de santidad entre los primeros y el odio exacerbado de los segundos 49. Las variantes regionales, encubridoras de una territorialización en ciernes, no tardaron en aparecer. La comparación con lo peninsular actuaba como elemento de calidad. Para Alonso de la Mota y Escobar, por ejemplo: «La gente española que aquí nace y se cría [en Zacatecas] se sabe por experiencia que son más fuertes, más recios y de mayor trabajo que no los de otras partes y así señalan en los oficios y ejercicios a que se inclinan y dan, y los que siguen las letras estudian más tiempo y con más perseverancia y no con tanta lesión de la salud como los de [la parte central de] Nueva España, y así es acá común opinión que la gente nacida y criada en Zacatecas es muy parecida a la de Castilla, así en agudeza de ingenio como en fortaleza de persona [...] También se conoce por experiencia que los vinos de Castilla se afinan en esta ciudad más que en otra parte [de México]» 50.

La apelación al clima, que ocupó un lugar central en la atribución europea de inferioridad al Nuevo Mundo, trajo consigo planteamientos interesantes y canalizó el debate hacia la cuestión de la idoneidad del sitio de las ciudades, convertidas en elemento de observación y comparación y en reflejo providencial de la voluntad divina que había hecho de América una tierra elegida. En 1618, el eminente médico madrileño Diego Cisneros publicó Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México, una de las obras fundacionales del barroco novohispano, dedicada a estudiar las implicaciones médicas del clima y el ambiente de la capital virreinal, su asiento geográfico, situación astronómica, vientos, aguas, temperaturas, propiedades del suelo y frutos de la tierra, para deducir y evaluar el temperamento de sus habitantes y prevenir enfermedades. Según manifestó en ella, «los efectos del ambiente de la ciudad de México son muy semejantes a los de algunas de las mejores partes de Castilla la Vieja». Por tanto, los criollos, hijos y nietos de españoles, sólo podían ser como sus progenitores, esto es, coléricos y de naturaleza animosa, atrevidos, agudos, «en todas las ciencias y artes muy perfectos, amigos de su

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parecer, sufridores de trabajos y de robusta complexión». Los indígenas, en cambio, eran melancólicos o sanguíneos, «ligeros, curiosos, el color tostado tirante a pardisco, hábiles y de ingenio». Como los criollos novohispanos, concluyó Cisneros, mantenían una dieta semejante a la castellana, las diferencias entre peninsulares y criollos eran en realidad tan ligeras que no daban razones, en cuanto a naturaleza, para sustentar la menor discriminación 51. Los argumentos de equiparación fueron muy imaginativos. Lázaro de Arregui, por ejemplo, al referirse a los criollos de Nueva Galicia declaró que «hasta en las estancias y lugares más remotos se habla la lengua española tan cumplida y pomposamente como en la Corte o en Toledo» y Bernabé Cobo señaló que los habitantes de Lima estaban «tan españolados todos que generalmente hombres y mujeres entienden y hablan nuestra lengua». El dominico criollo Alonso Franco arguyó que la mutua hostilidad entre peninsulares y criollos habría tenido algún sentido si se hubiese tratado de gentes diferentes en algo, pero como en verdad tenían la misma sangre, lengua y tradiciones, no tenía justificación alguna. Esteban García, cronista agustino y también criollo, se interesó más en demostrar que el clima de México inspiraba obediencia y respeto a las instituciones españolas que en probar su capacidad intelectual. En su opinión, «a pesar de los apasionados, influye lealtad, amor, veneración y respeto no sólo a su rey, sino a sus virreyes y ministros». Ante la insinuación hecha por algunos peninsulares de que los disturbios acaecidos en la ciudad de México en 1624 habían probado la intrínseca deslealtad de los criollos hacia la monarquía, apuntó con acritud: «¿Pues qué, la rebelión de los moriscos de Granada en tiempos del rey Felipe II se reflejó de alguna manera en los españoles de la ciudad?». Naturalmente que no, respondió, como tampoco se podía culpar a los criollos de que una masa plebeya y vil, formada por indios, negros y castas, hubiera alborotado las calles de la capital virreinal. Aunque los autores criollos no podían admitir que los naturales de América fuesen letárgicos y apáticos en comparación con los españoles europeos, no tuvieron empacho en reconocer que eran holgazanes. Atribuyeron este defecto a la gran distancia que los separaba de Europa. Esta circunstancia implicaba, según creían, una falta de estímulo, ya que encontraban grandes dificultades y se desanimaban cuando pretendían un empleo al servicio del rey o de la Iglesia. Un derivado de la holgazanería, la indolencia, caracterizó desde el siglo XVII la condición del criollo urbano y se incorporó más adelante al costumbrismo decimonónico. Ha llegado hasta nuestros días incor-

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porada al arsenal conceptual del realismo mágico 52. El virrey Velasco «el joven» criticó que los criollos mexicanos se negaran a desempeñar trabajos manuales o artesanales y que acudieran a la capital sólo a comer y gastar. Pero el siempre combativo Palafox encontró en la confianza el antídoto contra la indolencia criolla y llamó la atención a su sucesor, el conde de Salvatierra, sobre las verdaderas víctimas, los indígenas: «Los españoles de estas provincias son no sólo fieles, sino finos al servicio de Su Majestad y con blandura y buen gobierno acudirán con prontitud y alegría a lo que se les mande en su real nombre; y los indios son gente tan miserable, que no pueden dar más cuidado a V. E. que el que debe tener su amparo, porque de su sudor y sobre sus espaldas se fabrican todos los excesos de los alcaldes mayores, doctrineros, caciques y gobernadores y cuanto puede imaginar y sutilizar la codicia para vestirse de la desnudez y la miseria de estos desdichados» 53.

Al fin, a diferencia de las ciudades de los conquistadores, concebidas con ínfulas de lugar ideal, las metrópolis criollas acabaron por reflejar la patrimonialización por las elites de las instituciones, la memoria y el contexto urbano y la proyección compulsiva de sus representaciones hacia el resto de sus habitantes mediante fiestas y ceremoniales 54. Tal había sido el objetivo de ciertos linajes e individuos, enfrentados a la marea convulsa de una etnicidad incomprensible y remezclada (a la que ellos mismos pertenecían en muchos casos, por lo que debían con ahínco separarse de ella) y a la agresión de los oficiales reales peninsulares, que se atrevían a discutirles privilegios ansiados, ganados o comprados. Su defensa se vinculó a la recreación de una ciudad de Dios, una Jerusalén celestial de naturaleza libérrima y habitantes moderados y virtuosos, patriarcales padres de familia que sin duda habitarían algún día el reino de los cielos. La funcionalidad de esta construcción, de un brutal utilitarismo, queda de manifiesto cuando se descubre que importantes autores criollos apenas trascendieron el marco espacial de la ciudad y, en cambio, se perdieron en el análisis del tiempo de la gentilidad indígena, tan provechoso para inventar una genealogía alternativa a la patrocinada por los peninsulares. El franciscano limeño fray Buenaventura de Salinas y Córdoba se adentró en el Memorial de las Historias del Nuevo Mundo. Perú (1630) en los arcanos de las cuatro edades preincaicas, inspirado sin duda por la Nueva crónica y buen gobierno (1615) de Felipe Guamán Poma de Ayala, pero

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no se ocupó más que de Lima y sus alrededores y aludió al resto del virreinato de manera lejana. Guamán Poma, por cierto, no había dudado en presentar con orgullo «la Ciudad de los Reyes de Lima» como audiencia real y Corte, cabeza mayor del reino de las Indias, residencia del virrey y arzobispado de la Iglesia 55. Salinas y Córdoba describió el asiento de la capital peruana, dominado por dos alcores o colinas, a la manera de una novela bucólica y pastoril: «Parece que la naturaleza, de puro opuesto, los hizo adrede o para enamorar la consonancia o para despicar [desahogar] con la hermosura del valle lo rígido y desaliñado de los montes, sin que lo dejen de murmurar algunos atrevidos y bulliciosos arroyos que, mordiendo los cerros por la falda, corren a lo fructífero de las huertas que, lisonjeadas con el agua, beben la vida por instantes» 56.

De la misma manera que los cronistas mantuvieron que el bonancible entorno de la capital mexicana hacía a los pobladores virtuosos y saludables, Salinas y Córdoba indicó que Lima «ni con el demasiado calor del sol se abrasa en el verano, ni con los helados fríos se entorpece ni tiembla en el invierno, porque la bañan muy agradables, templados y saludables aires». Además, ni la espantaban los truenos ni la hendían los rayos, por las laderas de los cerros corrían los ciervos y los gamos, saltaban perdices, volaban gallaretas y los pájaros madrugaban, amanecían rosas, flores olorosas, aves del cielo y pájaros cantores. Como inevitable consecuencia, «el natural de la gente comúnmente es apacible y suave y los que nacen acá son en extremo agudos, vivos, sutiles y profundos en todo género de ciencia. Los caballeros y nobles (que son muchos y de las más antiguas casas de España), todos discretos, gallardos, animosos, valientes y jinetes. Las mujeres generalmente son cortesanas, agudas, hermosas, limpias y curiosas y las nobles son con todo extremo piadosas y muy caritativas. El lenguaje que comúnmente hablan todos es de lo más cortado, propio, culto y elegante que puede imaginarse. Y lo que más admira es ver cuán temprano amanece a los niños el uso de la razón y que todos en general salgan de ánimos tan levantados [...] porque este cielo y clima del Perú los levanta y ennoblece en ánimos y pensamientos» 57.

El Memorial representó a cabalidad una verdadera literatura de exaltación criolla que podía rememorar el pasado indígena, pero muchas veces prefería ignorarlo. El jesuita Bernabé Cobo, en su Historia de la fundación de Lima (1639), señaló la barbarie de los

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indios gentiles en contraste con los que se habían hecho cristianos, «nuestra sagrada religión [...] de hombres salvajes poco menos fieros e inhábiles que toscos leños, es poderosa para hacer hombres humanos que viven según razón y virtud» 58. A este respecto, resulta sintomático que Pedro Peralta y Barnuevo, el autor de una obra tan fundamental para la tradición urbana peruana como Lima fundada o conquista del Perú (1732), optara en su colosal poema de 1.159 octavas reales por reclamar cargos y honores para la nobleza criolla, pero dedicara al período prehispánico sólo un pequeño fragmento y eligiera la llegada de Francisco Pizarro al Perú como mito iniciático de la ciudad y el virreinato 59. La narración del pasado y el presente de México y Lima como providenciales metrópolis criollas tuvo gran éxito y de un modo u otro fue imitada en muchas ciudades de la América española durante los siglos XVII y XVIII. Las razones resultan claras. Se trataba de un modelo de ciudad que sustentaba el intento de reorganización del espacio urbano según las necesidades de los sectores emergentes de la elite. A ello contribuyeron los amurallamientos y fortificaciones, que podían defenderla de piratas y corsarios, pero facilitaban la expulsión de sectores de la población de menos «calidad» a cercados y periferias. De manera simultánea, favoreció la americanización de sus espacios públicos y privados —para menoscabo de los peninsulares— y proyectó sobre el territorio circundante una regionalización con aspiraciones de capitalidad 60. Al fin lo criollo, tanto en lo que tuvo de expresión de un mundo nuevo, sincrético y mestizo, como de voluntad de gestionar lo que se consideraba propio, logró hacerse visible de manera escandalosa en los múltiples espacios de la ciudad barroca, ella misma una superposición dramática y aparatosa, una impostura sobre el ordenado trazado renacentista. El arte suntuario de las mansiones de Tunja la representó como una nueva Jerusalén. En Arequipa, fue barroco el original contraste entre las amplias y claras superficies lisas de los edificios y la exuberante decoración en los relieves de las portadas. En Quito, la voluntad de un barroco propio emergió en retablos y pinturas que mostraron y escondieron motivos, figuras y colores: el caso de los soles incaicos con la frente fajada que se intercalaron con querubines en la decoración del sotocoro del convento de San Francisco fue extraordinario, pero no el único, pues un cuadro anónimo representó a la Virgen del Rosario con un Niño Jesús que portaba en la frente una cinta roja con un disco dorado en el centro, al modo del «maskapaycha» usado para distinguirse por los incas

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y la nobleza indígena. Pero sin riqueza no había barroco posible. Buenos Aires vivió una aparente «larga siesta» y Santafé de Bogotá transitó por un «tiempo del ruido», una aburrida y austera espera entre sucesivos terremotos, apenas turbada por las noticias de los ataques de los piratas en el litoral. También, la unión de las Coronas ibéricas (1580-1640) contribuyó a hacer del barroco un estilo global, quizás el primero que realmente tuvo esta condición, pues se manifestó en momentos y lugares diferentes, en Cartagena igual que en Goa, México, Quito, Sevilla, Olinda, Ouro Preto o Luanda. En el Brasil hispánico, la llegada del tiempo filipino incidió en una presión regularizadora sobre los trazados urbanos, antes menos determinados por las normas, carentes de plaza mayor y ajenos al interior continental debido al carácter marítimo, desarraigado y más de «feitorizaçâo» que de colonización, habitual en la expansión portuguesa. Por todo ello, levantados en promontorios (la «cidade alta») que apuntaban al mar: en el litoral, la «cidade baixa» reunía las facilidades portuarias, dársenas y muelles 61. En sus ciudades, respecto a sus vecinas de la América española, hubo menos intervención de la voluntad humana, menos centralidad y planificación, pero también se dio mayor fantasía constructiva y una cierta dejadez o «desleixo», «un ordenamento espacial marcado muito mais pela organicidade do que pelo espírito disciplinador e racional» 62. En todas las urbes, el barroco configuró una verdadera dramatización de la vida de sus moradores, una visión particular del espacio y el tiempo: «Se trata, en fin, de constatar la fuerza y la impregnación de una topología barroca que todo lo construye: está lo alto y lo bajo; a la derecha y a la izquierda. Esta parcialización, junto también a los colores y su simbólica precisa, son los primeros ejes de lectura que lo arquitectónico y pictorial barroco demandan de las comunidades a que se dirigen [...] Las escogidas figuraciones maestras, las cuales rigen la superior coherencia que manifiesta esta sociedad multipolar así formada, dan, en buena medida, la espalda a los hechos —a la lectura literal—, interpretándolos desde un prioritario sentido dramático-providencialista, que de todos modos siempre tienen» 63.

Con la metrópoli limeña como modelo, los libros referidos a otras ciudades del sur continental repitieron el ideario que la representaba adornada por mitificaciones localistas. Las Memorias de la gran ciudad del Cuzco (1690), escritas por el madrileño criollizado Juan Mogrovejo de la Cerda para reivindicar su perdida capitalidad

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del Perú, resultaron de una erudición sorprendente y abrumadora, pero repitieron los tópicos hasta la saciedad. Además de ponderar las cualidades de sus pobladores, mencionó su «fertilidad deleitable», la «excelencia en el aire» y la riqueza de minerales, animales, insectos, piedras y manantiales 64. Poco después, la Historia de la villa imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns de Orsúa, redactada a principios del siglo XVIII, esbozó una crónica urbana salpicada de luchas intestinas, epidemias, leyendas de mártires, fiestas, procesiones y menoscabos femeninos. La trasposición del modelo idílico de naturaleza, confrontado a la realidad de un difícil emplazamiento, situado a 4.000 metros de altura y barrido por vientos heladores, no presentó dificultad. Para Arzáns, la hostilidad de la naturaleza en la ciudad del Cerro Rico, donde por espacio de cuarenta años ninguna mujer española había podido alumbrar al hijo que llevaba en las entrañas, se había conjurado por acción de la providencia, de suerte que por fin «nacen y se crían muy hermosos los niños, las plantas y flores delicadas en los jardines y las yerbas en sus campos». La urbe potosina, antes regida por las influencias nefastas de Sagitario y Escorpión, que habían arrastrado a sus habitantes al odio visceral y la guerra civil entre vicuñas y vascongados, se gobierna ahora por Júpiter y Mercurio, que han hecho de ellos sabios, prudentes, inteligentes en sus negocios y su comercio, magnánimos y generosos 65. En el extremo sur del continente, la épica heroica de la frontera chilena, inaugurada con La Araucana (1569) de Alonso de Ercilla, tan determinante en la creación de un contramito de los relatos colombinos a partir de la transformación del guerrero imperial en cronista decepcionado y volcada sin contemplaciones en la dignificación del mundo indígena, abrió paso a un proceso diferente. Si la guerra de conquista, entre otras consecuencias, había integrado la red urbana de la lejana capitanía austral, Ercilla sólo podía enunciar como legado moral y literario para las generaciones venideras una descarnada voluntad expiatoria: «Pero luego nosotros destruyendo, todo lo que tocamos de pasada, con la usada insolencia el paso abriendo, les dimos lugar ancho y ancha entrada, y la antigua costumbre corrompiendo, de los nuevos insultos estragada, plantó aquí la codicia su estandarte, con más seguridad que en otra parte» 66.

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Aunque en la Población de Valdivia (1647) fray Miguel de Aguirre ponderó la hazaña heroica de su reconstrucción tras terremotos y acometidas indígenas y la defensa de un territorio ganado con tantos trabajos y sacrificios, «uno de los más preciosos diamantes de la imperial corona de S. M. en su América», la fundamental Histórica relación del reino de Chile del jesuita criollo Alonso de Ovalle, publicada el año anterior, consolidó y actualizó la visión poética de Ercilla. La obra, adelantada a su tiempo por la envergadura intelectual de su criollismo, enunció las propiedades de la tierra al pie de los Andes, la condición de sus «habitadores», la entrada de los españoles, la valerosa resistencia de los araucanos y, por último, «el modo que hubo de plantar la fe y los progresos que ha hecho y hace, particularmente por medio de las misiones y ministerios, nuestra Compañía de Jesús». El panorama de la naturaleza y la geografía chilenas constituyó un panegírico, culminado con la descripción de las ciudades y la alabanza de las cualidades de sus habitantes. El mismo esquema, de inequívoca ambición territorial, fue recreado en la también fundacional Historia de la conquista y población de Venezuela (1723) por el regidor perpetuo y alcalde de Caracas José Oviedo y Baños, capaz de trascender el marco local y recuperar una memoria regional que con el tiempo adquirirá pretensiones continentales 67. La consolidación del poderío de los criollos, triunfantes en las distintas Jerusalén americanas tras el fracaso de la ofensiva olivarista dirigida a restaurar el poder de la monarquía española a escala global, hizo que se extendiera tanto entre quienes gestionaban el gobierno de las Indias como en el seno de importantes grupos de peninsulares que habitaban en sus urbes, cierto sentimiento de derrota y exclusión. A este respecto, los datos son significativos. Todos los regidores limeños eran peninsulares en 1560, pero en 1580 eran criollos un 30 por 100 y en 1620 alcanzaban el 60 por 100, nueve de un total de quince 68. Durante el siglo XVII en México el 76 por 100 de los regidores fueron criollos y el resto peninsulares. La crisis de su cabildo, acontecida desde 1690, cuando quedaron vacantes las regidurías por las que se habían pagado tradicionalmente cantidades muy elevadas, no fue causada por la falta de oportunidades para los criollos, sino por su abundancia: la pérdida de provecho y el mucho gasto que causaban no compensaba su ejercicio en comparación con los cargos de oidor en la audiencia y las alcaldías o corregimientos que pudieran estar disponibles 69. Así, la ciudad americana se convirtió en el escenario de luchas por el poder apenas disimuladas, en las cuales diversas facciones

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pugnaban por controlar las riquezas, las redes de patronazgo y los cargos de prestigio. En función de sus intereses y fuerza en cada momento se organizaban coaliciones dirigidas a mejorar sus posiciones y debilitar a sus rivales más directos; cuando se habían apoderado de los resortes de poder no dudaban en defenderse. En 1650, los capitulares de Caracas impidieron servir el cargo de alguacil mayor a Juan Rodríguez Arias, que lo había comprado en pública subasta, porque su padre había sido criado; las multas y amenazas de la audiencia de Santo Domingo no lograron que depusieran su veto. En 1675, se negaron a dar posesión a Juan Padilla como gobernador interino de Venezuela, a pesar de que fueron declarados en rebeldía 70. Guayaquil fue dominada por un solo linaje durante las primeras décadas del siglo XVIII: «Los Castros son los notarios, los Castros son regidores, Castro, alguaciles mayores y un Castro alcalde ordinario. Otro Castro es comisario de la hermandad; y si apura, otro Castro hace de cura, y otro es alférez mayor, y otro fiel ejecutor, y otro ejerce la procura. La vida es así muy dura, mi señor corregidor: contra Castros no hay justicia, ni vale razón ni ciencia, ni recursos a la audiencia, ni enemistad ni amicitia. Porque son una milicia que Su Majestad no cuenta; una milicia que intenta, si no ve Su Majestad, poner sitio a la ciudad y poner el sitio en venta. Pues solo Dios nos sustenta en esta calamidad» 71.

Lo cierto es que frente a la patriarcal sobriedad de la ciudad de los conquistadores, se había difundido un estilo de vida linajudo, que implicaba elementos como el patronazgo de un convento o iglesia, la pertenencia a una cofradía renombrada, el título y el mayorazgo,

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la posesión de capilla familiar y capellanías, la residencia en casa urbana principal con abundantes sirvientes y esclavos, la propiedad rural, el uso habitual de carruaje, ropa fina, menaje con ricas joyas y mobiliario, la educación universitaria y la posición de privilegio en fiestas públicas y ocasiones señaladas 72. México fue un buen ejemplo de todo ello. Según contó Thomas Gage en su Nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales (1648), la alameda mandada edificar por el virrey Velasco aparecía ante sus visitantes llena «de coches de hidalgos y con aquellas reuniones sazonadas al principio por dulces y confites y dispersas con excesiva frecuencia a la luz de las espadas desnudas y con el cadáver de alguno de sus miembros abandonado en tierra». Non urbs, sed orbis, se trataba en rigor de una capital del siglo de oro. El 12 de julio de 1605 partieron desde Sevilla en el «Espíritu Santo» 262 ejemplares del Quijote allí destinados, que meses después pudieron disfrutar los interesados; tres años más tarde Mateo Alemán, autor del Guzmán de Alfarache, se radicó en ella para labrarse su último infortunio. En México, donde fray Juan de Zumárraga inició en 1539 la labor editorial, hubo en el siglo XVII más de veinte imprentas y se publicaron cerca de 2.000 títulos. No es de extrañar la referencia permanente en los libros a aspectos vinculados a la arquitectura, lo propio en una ciudad opulenta y en construcción, con atención a asuntos tan dispares como las bondades del emplazamiento, arbitrios y propuestas más o menos desatinadas, una descripción en verso de la calzada que iba al santuario de Guadalupe o las indulgencias plenarias y perpetuas que se podían ganar asistiendo a sus templos 73. En las cuarenta iglesias y capillas se celebraban más de 600 misas al día y los conventos de San Francisco, Santo Domingo o San Agustín, junto a la catedral —que estrenó en 1673 un nuevo retablo— y los 16 conventos de monjas, salpicaban el horizonte de cúpulas y torres grandiosas construidas con piedra, cal y «tezontle», una piedra volcánica de propiedades antisísmicas que, según indicó Vázquez de Espinosa, resultaba «dócil de labrar y tan liviana que una losa grande flota en el agua sin hundirse». Las calles, hermosas y anchas, mostraban palacios y sólidos edificios con ventanas imponentes, balcones y rejas de hierro; hacia 1650 contaba con más de 30.000 casas. En cuanto a Lima, que debía tener entonces unos 50.000 habitantes, el mercedario fray Pedro Nolasco la representó en 1685 según una atinada perspectiva, con edificios domésticos y singulares, calles, plazas y plazuelas, huertos y jardines interiores, los monasterios de Santa Catalina, El Carmen

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y los Descalzos, la iglesia de Santa Teresa y el hospital de Jesús. En la abigarrada plaza mayor, flanqueada por la catedral, el palacio arzobispal y la capilla del sagrario, convivían damas elegantes, caballeros que paseaban bajo una sombrilla sostenida por sus criados, oficiales reales, aguadores mulatos, indias vendedoras de flores, fruteros y pescadores. No quedaba a la zaga en devoción libresca, pues la imprenta había sido introducida por los jesuitas en 1584 y existía un intenso comercio de novedades con la península. El mercader y librero Pedro Durango de Espinosa —allí conocido como Pedro Flecher— dejó al morir en 1603 «dos prensas con sus ingenios para el oficio» y 1.204 libros sin vender. Cristóbal Hernández Galeas falleció de repente una mañana de 1619 en una tienda portátil que tenía alquilada en la calle de los ropavejeros. Entre sus bienes tenía para comerciar 1.718 libros, miles de estampas de imágenes, cientos de rosarios y crucifijos pequeños de bronce, telas, mercería y ropa vieja 74. «Este corral se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla», escribió alguien divertido en las paredes del palacio virreinal de México en 1692 para burlarse del conde de Galve, que ante la acometida de una turba formada por indios, mestizos, mulatos y españoles de orilla enfurecidos y hambrientos había huido aterrorizado junto a su esposa al convento de San Francisco, mientras los jesuitas ejercían sus buenos oficios para apaciguar los ánimos 75. Bien lejos de todo aquello, la décima musa novohispana sor Juana Inés de la Cruz había proclamado la grandeza de las edificaciones de la ciudad, «esta fábrica elevada, qué parto admirable es, de los afanes del arte» y la transparencia de su atmósfera, «clara del cielo la luz pura, clara la luna y claras las estrellas» 76. Había sido el «cisne mexicano» —como ella lo llamó— Carlos Sigüenza y Góngora, catedrático, cosmógrafo real, geógrafo y poeta, quien en 1680 había tenido la peregrina idea de levantar a petición del cabildo un arco triunfal con los logros de doce emperadores aztecas para dar la bienvenida al virrey marqués de la Laguna. Cuatro años después, Sigüenza publicó el Paraíso occidental, salpicado de fuerte guadalupanismo y celebró el pasado y el presente de lo que llamó la «nación criolla». En el malhadado 1692, en cambio, fue visto dedicado a salvar el archivo del cabildo de la incendiaria acometida del populacho. No resulta extraño que con posterioridad pidiera el final de la «confusión de toda clase de gentes», la restitución del orden, el castigo de los indios y los insolentes que los habían incitado, el cercamiento de las parcialidades de los nativos y su expulsión de la urbe. Tanto

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por prudencia como por convencimiento, en adelante abandonó las peligrosas apelaciones a la antigüedad indígena 77. Lo cierto es que los cantos a las bondades del emplazamiento de México por parte de poetas y literatos no habían logrado esconder sus extraordinarios problemas, entre los que destacaba por encima de cualquier otro el de las inundaciones, que tuvieron resultados catastróficos en 1553, 1580, 1604, 1607 y 1629. Aquel año nefasto, la acometida causó tal destrucción que se planteó la posibilidad de un traslado. Nadie podía darse por sorprendido, pues las obras dirigidas a proteger la urbe eran tan antiguas como su existencia. Una averiguación de mediados del siglo XVI indicó que en tiempos de la gentilidad, durante los reinados de Moctezuma I, Ahuitzotl y Moctezuma II —el último tlatoani, depuesto por Cortés— las fuertes inundaciones habían obligado a sus habitantes, inermes ante el hambre y las enfermedades, a desplazarse en canoas y barquillas y a vivir tan afligidos «que estuvieron por mudar la ciudad». El reto político y tecnológico representado por la defensa de la ciudad ante la acción devastadora de las aguas y la posible desecación del valle suscitó un importante enfrentamiento entre las diversas instituciones que querían imponer su criterio y sufragar una parte lo más reducida posible de los gastos, así como un debate sobre la tecnología a utilizar, que podía incorporar la sabiduría de los nativos o asumir sin más la superioridad europea. Fue el virrey Velasco «el viejo» quien en 1555 ordenó la movilización mediante repartimiento de 6.000 indígenas para construir una albarrada, una cerca de madera y piedra para defender del agua la ciudad, al estilo de la destruida durante la conquista cortesiana. También mandó trabajar en la mejora de las calzadas que comunicaban México con el exterior. Según su elevado criterio, era «la ciudad y república de españoles» la que debía darles la comida y herramientas de hierro necesarias, pues «los naturales ponen el trabajo de las personas». En su tajante respuesta, el cabildo se negó a sufragarlas y además el regidor Ruy González y el vecino Francisco Gudiel propusieron una alternativa, el desagüe del lago a través de una gran acequia por Huehuetoca, al norte, que condujera las aguas y recogiera las torrenteras más caudalosas para llevarlas hacia el río Tula (fuera del valle central) y de ahí al golfo de México. Pese a los conflictos entre el virrey y el cabildo, a principios de 1556 la albarrada que se llamó de San Lázaro ya estaba construida, lo que tuvo un claro efecto desde el punto de vista de la ordenación territorial, pues era la solución heredada de la ciudad indígena. El propio virrey Velasco, hombre práctico a fin

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de cuentas, informó sin presunción alguna haber ordenado edificar «la albarrada que hicieron los indios en tiempo de su infidelidad [...] como ellos solían tener, sólo que más ancha y alta» 78. Aunque el problema del suministro de agua a la ciudad quedó resuelto con la apertura en 1620 del acueducto de Chapultepec, que tenía 904 arcos, 3.908 metros de longitud, atravesaba la capital desde la calzada de Tacuba hasta la alameda y conducía el agua a la fuente de salto del agua, la amenaza de las inundaciones era permanente. En 1604 llovió tanto que, ante los daños producidos en calles y casas, el dinámico virrey, marqués de Montesclaros, decidió elevar las acequias principales de suministro, restaurar el sistema de albarradas prehispánicas en su integridad e impulsar el desagüe del valle, como había propuesto Gudiel cuarenta años antes. Las reparaciones de las calzadas de Guadalupe y San Cristóbal por el norte, de San Antón por el sur y de Chapultepec —que soportaba el inacabado acueducto— completaron un ambicioso plan de obras públicas. En 1605, cuando las obras de terraplenado estuvieron en marcha, Montesclaros giró una visita a los trabajos acompañado de los regidores, miembros del cabildo eclesiástico y del consulado de mercaderes, el fiscal de la audiencia, encomenderos interesados, maestros de arquitectura y cosmógrafos. Dos años después se produjo otra inundación y la alternativa del desagüe lacustre pareció la única que resolvería el problema de manera definitiva. Tras reunirse con los oidores en un «real acuerdo», el virrey Velasco hijo, que servía un segundo mandato, señaló: «Habiendo visto una relación de todo lo actuado en razón del dicho desagüe y las medidas y pinturas hechas de los sitios y partes propuestas para él y otros papeles y pareceres que hicieron al caso y tratándose y conferido acerca de ello, se resolvió y acordó se haga el dicho desagüe por la parte de la laguna de San Cristóbal Ecatepec, pueblo de Gueguetoca y sitio nombrado de Nochistongo, con que el dicho desagüe se haga de suerte que por él se pueda desaguar la laguna de esta ciudad» 79.

En la Pascua de 1608 la primera parte de la magna obra, desde Huehuetoca hasta la salida de Nochistongo, estaba terminada. La dirección técnica había sido desempeñada por Heinrich Martin —conocido como Enrico Martínez—, maestro mayor, cosmógrafo, impresor y astrólogo de origen alemán, autor de distintos estudios sobre el clima y el previsible comportamiento de las aguas lacustres. Al menos 4.700 indígenas trabajaron en una canalización de 13.079

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metros de longitud, de la cual 6.150 iban a cielo abierto y a casi 11 de profundidad y el resto consistiría en un túnel de 6.129 metros, de entre 2,31 y 1,54 de ancho y 3,08 de altura, jalonado por 42 lumbreras cuadradas, «por las cuales [indicó Martínez] entra luz y se saca la tierra con muchos ingenios y artificios de mucha curiosidad y primor». En la cota más alta, una lumbrera alcanzaba 44 metros de profundidad y la más baja se situaba a 11. Un tramo de 984 metros iría cubierto de mampostería y en otros habría recubrimientos de piedra y cal 80. Tras la apertura de las compuertas por el virrey, comparado por el literato Ruiz de Alarcón con un nuevo Licurgo, se manifestaron dos hechos inesperados: el daño a los cultivos en chinampas de los indígenas de Chalco por la pérdida de agua y la existencia de sumideros y manantiales que podían alterar hasta los más afinados cálculos sobre el volumen de agua embalsada. En años sucesivos, los técnicos debatieron la necesidad de ahondar el socavón para regular mejor el caudal en tiempo de lluvia (como pretendía Martínez) y la exactitud de la nivelación, de la que dependía todo el proyecto. Un maestro de arquitectura, Alonso Arias, no tuvo reparos en indicar que el desagüe era inútil, porque no alcanzaba la proporción requerida por el divino Vitrubio, el 0,0050 por 100 de desnivel, pues tenía sólo el 0,0005 por 100. Ocultó, sin embargo, que esa medida hubiera supuesto un tajo de proporciones gigantescas. La preocupación en el Consejo de Indias por la situación de la capital mexicana impulsó a las autoridades a contratar otro técnico hidráulico, el holandés Adrián Boot, al que se concedió como había pedido «una buena paga» a cambio de sus servicios. Pertrechado con el sonoro título de «ingeniero real», Boot se presentó en 1614 ante el virrey y realizó una detenida inspección de las obras, cuyo resultado fue concluyente. La mampostería era deficiente y las nivelaciones erróneas. Nada de lo realizado valía «para librar a esta ciudad de México del riesgo en que está y del que ha de venir si Dios nuestro señor no lo remedia». Su propuesta, que encubrió un retorno a la antigua filosofía de contención de las aguas, por la imposibilidad manifiesta de realizar un desagüe general, propugnó como en tiempos de los aztecas la «fortificación de la ciudad», el reforzamiento de albarradas y calzadas, la apertura de canales y la construcción de ingenios de evacuación, compuertas, grúas, puentes y palas de hierro. Los maestros de arquitectura consultados refutaron una por una las iniciativas de Boot, con lo cual Martínez, celoso y postergado, pudo asumir la continuación de las obras del socavón y el tajo. El

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nombramiento por el virrey marqués de Guadalcázar de un superintendente del desagüe y la sustitución en 1624 de su sucesor, el marqués de los Gelves, a resultas de un insólito y sospechosamente bien dirigido alboroto popular, privó más tarde a Boot de su mayor apoyo, pero sus propuestas sobre la regulación del caudal mediante compuertas en las albarradas, que favorecían a los cultivadores de chinampas, fueron atendidas. Lo peor estaba por venir. La «gran inundación» del día de San Mateo de 1629, «que universalmente anegó toda la ciudad, sin reservar de ella cosa alguna, cuyo cuerpo de agua fue tan grande y violento en la plaza, calles, conventos y casas de esta ciudad que llegó a tener dos varas de alto», produjo la muerte de unos 30.000 indios, redujo el número de vecinos españoles a 400 y la mantuvo sumida en el agua hasta 1634, con la única excepción de la plaza mayor, la del Volador y la de Santiago Tlatelolco. Las consecuencias fueron determinantes y no sólo porque los atribulados capitalinos atribuyeron a la intervención de la muy venerada virgen de Guadalupe su salvación. Así, aunque se propusieron medidas tan desesperadas como el arbitrio del escribano del cabildo Fernando Carrillo, según el cual cada vecino propietario de una casa debía levantar alrededor de ella una calzada de mampostería, de modo que las calles se convirtieran en acequias, se hizo evidente que había que volver al primitivo proyecto de desagüe. Para financiarlo, en 1630 el virrey marqués de Cerralbo implantó el impuesto del vino en toda la Nueva España —la primera vez que se extendía un tributo para favorecer en parte a la capital, pues el resto se gastó en fortificar Veracruz— y se pudieron reanudar las obras entre rumores de sumideros y manantiales insospechados y francas invitaciones del Consejo de Indias a trasladar la capital a otro lugar, que se llegó a proponer se levantara entre los cerros de Tacuba y Tacubaya. La muerte de Martínez en 1631 le ahorró la afrenta de ver postergados sus planteamientos debido a la decisión de construir el desagüe general a tajo abierto y también la vergüenza de ser acusado de dispendio y abandono de funciones. Por fin, en 1637 —el mismo año que Boot sufrió un proceso inquisitorial— el virrey Cadereyta ordenó al mencionado escribano Fernando Carrillo hacer una memoria de lo acontecido. Su Relación universal, legítima y verdadera del sitio en que está fundada la muy noble e insigne y muy leal ciudad de México, lagunas, ríos y montes que la ciñen y rodean, calzadas que la dividen y acequias que la atraviesan, inundaciones que ha padecido desde su gentilidad y remedios aplicados, aparecida aquel mismo año, trató con insólita ecuanimidad la conservación del desagüe de Hue-

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huetoca, la situación de la capital virreinal y su posible traslado. No obstante, las líneas del debate ya estaban resueltas. El cuerpo de técnicos que asesoró a Cadereyta, experimentado en los asuntos propios de una gran metrópoli, aconsejó convertir el túnel en un canal. Las obras acabaron sólo en 1789 y bajo los auspicios del consulado, no del cabildo. Ello no impidió que la capital se inundara de nuevo 81. La historia del desagüe de México y sus devastadoras inundaciones influyó en su representación como una metrópoli extendida sobre las aguas. La planta ejecutada en 1628 por Juan Gómez de Trasmonte, maestro mayor de la catedral, que alcanzó gran difusión en Europa, la presentó como una plácida comunidad que sesteaba a la orilla de un lago idílico, un esquema reproducido en el conocido biombo «La muy noble y leal ciudad de México», de fines de siglo. En este se hicieron visibles los trazados rectilíneos, las espaciosas calles y las casas con tejados de terracota, conformando un entramado que reflejaba el aumento del número de edificios, iglesias y conventos. Frente al dominante utopismo criollo, en cambio, Cristóbal de Villalpando elaboró en 1695 a solicitud del virrey conde de Galve una vista del zócalo de México con pretensiones casi fotográficas, no sólo porque mostró los daños causados por el motín de 1692 —el palacio virreinal apareció con media fachada en ruinas, pues había sido incendiado junto a la cárcel y otros edificios—, sino por la perfección de la perspectiva arquitectónica y el afán de mostrarlo todo: fachadas, pórticos, galerías, soportales, puestos callejeros, la acequia al frente y la celebrada fuente central. La vitalidad de la metrópoli se hizo visible en la presencia abigarrada de más de 1.200 personas, con el artista y el virrey entre ellas, rodeados de clérigos, mendigos, carreteros, mercaderes, soldados, nobles con peluca, abogados y oficiales reales, además de mujeres principales con mantilla y séquito 82. Casi un siglo antes, Balbuena había registrado con ironía la existencia de tantos oficiales y la proliferación de criados y paniaguados, «fiscales, secretarios, relatores, abogados, alcaides, alguaciles, porteros, chanciller, procuradores, almotacenes, otro tiempo ediles, receptores, intérpretes, notarios y otros de menos cuenta y más serviles» 83.

Lima, la orgullosa metrópoli peruana, también encontró un reto distintivo que aglutinó su voluntad de identidad, más allá del man-

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tenimiento de una libertad de costumbres visible en la conocida existencia de celestinas mestizas, mulatas expertas en filtros de amor y toda clase de ladrones, vagamundos, pícaros y aventureros. La urbe que, según se decía, «la diseñó Dios para que la fundasen los españoles por cabeza de las nuevas tierras y nuevos cielos que se descubrieron y conquistaron», también peligraba por las inundaciones y el suministro de agua distaba de ser fácil. La fuente plantada en la plaza mayor por orden del virrey Toledo, el gran organizador, tardó setenta años en funcionar como era debido y en 1607 la furia del Rímac arrasó el puente que la unía con Trujillo, así que hubo que levantarlo de nuevo, pero con seis arcos 84. A imitación de México, el virrey Montesclaros decidió construir una alameda llamada de los descalzos, que tuvo tres calles delimitadas por ocho hileras de árboles y tres fuentes. En 1609, cuando la ciudad se encontraba inmersa en plena expansión metropolitana, se produjo un gran terremoto y el peor daño aconteció en la catedral, de modo que sus muros tuvieron que ser ensanchados, las alturas reducidas y las bóvedas levantadas de crucería y no de cañón, lo propio en una metrópoli paradisíaca pero también pecadora y, por tanto, propensa al castigo divino. Con todo, el verdadero peligro en Lima provino del océano Pacífico, a causa de las incursiones de corsarios y piratas. En 1579 se había producido el mítico ataque de Francis Drake y en 1624 la acometida de Jacobo Clerck «L’Hermite» causó enorme pánico, pero fue a partir de 1639, a causa de la guerra de la monarquía española con las Provincias Unidas y la pérdida del Brasil portugués, convertido en una base de ataque formidable, cuando se impuso la necesidad de amurallar el vital puerto de El Callao. Allí se encontraban los reales almacenes, con riquezas inimaginables —en determinadas fechas había mercancías y metales preciosos por valor de veinte millones de pesos—, desprotegidas también ante las fuertes corrientes y las olas gigantescas. En 1644 comenzaron las obras de la muralla sin mucho arte de fortificar, con ángulos y pendientes inadecuadas, cortinas de desigual longitud y sin foso; por fin, en 1694 se edificó un muelle de piedra que se guarneció con manglares 85. La fortificación de Lima, en cambio, constituyó un proyecto exitoso y redundó en su presentación universal como una inexpugnable ciudad de Dios, íntegra y compacta. Se reflejó de inmediato en la planimetría de la metrópoli, gracias a la difusión de la obra de F. Echave La estrella de Lima convertida en sol sobre la punta de sus

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tres coronas (1688), aparecida al año siguiente de la beatificación de su segundo arzobispo, Santo Toribio de Mogrovejo 86. En 1683, cuando se reanudaron las hostilidades con Inglaterra y llegaron noticias de que el almirante Vernon acosaba Panamá y Portobelo, el jesuita Juan Ramón Coninck, catedrático de San Marcos y cosmógrafo mayor, fue llamado por el Consejo de Indias a fin de que elaborara un proyecto de fortificación del que había dado noticias años atrás 87. Buen conocedor del terreno y de las peculiaridades de la sociedad limeña, había diseñado algo perfectamente factible, una muralla ligera de 11.700 metros alrededor del perímetro urbano, formada por dos lienzos, exterior e interior, fabricados de adobe y terraplenados hasta una altura de once metros, «con cascajo y tierras que se sacaren del foso, siguiendo el dechado [ejemplo] de los de Troya, que si fingieron los poetas que Neptuno y Apolo habían sido sus autores, fue porque la tierra y el agua eran sus materiales, los cuales secados a los rayos del sol, cobraron tanta consistencia que fueron incontrastables a la fuerza» 88.

La construcción de 25 baluartes y cortinas de 123 metros, con traveses de 28 y frentes de 74, evidenciaron el uso de un arte moderno de fortificar, pero la aparente falta de ambición del proyecto y la endeblez de los materiales fueron duramente criticadas por la Junta de Guerra. Esta propuso una alternativa tan irreal como colosal, pues pidió nada menos que el aumento de la pendiente, la construcción de cimientos de piedra y cal, el uso de piedra dura en el foso, la compactación del terraplén y el robustecimiento de baluartes, parapetos y cortinas. Lejos de estas distracciones, el impulso del virrey conde de Castellar y sin duda el pánico de los limeños obraron un milagro, pues en 1687 la muralla estaba concluida. Había costado más de un millón de pesos. Los comerciantes pagaron una sección; el virrey y los tribunales el baluarte real; los conventos, el cabildo eclesiástico, la universidad y oficiales de diverso rango aportaron dinero. Sólo el arzobispo se negó a colaborar. A pesar de las contingencias —los negros jornaleros se negaron a trabajar si no les subían el salario de cinco a seis reales, actitud que depusieron cuando el virrey amenazó con mandarlos a picar piedra un año a la isla de San Lorenzo— la muralla cerró un semicírculo alrededor de la ciudad apoyado sobre el río, resguardando una superficie interior de 920 hectáreas, pues el arrabal había quedado fuera y el cercado resultó partido por la mitad 89. El paso quedó franqueado por nueve

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puertas: Martinete, Maravillas, Barbones, Cocharcas, Santa Catalina, Guadalupe, Juan Simón, Callao y Monserrate. Aunque la efectividad de la fortificación de Lima nunca fue puesta a prueba en un ataque, de lo que no cabe dudar es de su efecto disuasorio, así como de su utilidad para el cobro de gabelas e impuestos a los artículos que se introducían en el casco urbano 90.

Capítulo IV El simulacro del orden: la ciudad ilustrada

Manuel El simulacro Lucena del Giraldo orden: la ciudad ilustrada

Mientras la metrópoli barroca es orgánica por naturaleza, se constituye como un cuerpo que metaboliza materias de todos los orígenes culturales y étnicos sin descartar nada porque puede con todo y todo le sirve, la ciudad ilustrada es mecánica, se concibe como una máquina perfecta gobernada por el designio del progreso y se dirige a toda velocidad hacia un futuro obligatorio de felicidad y utilidad públicas. Una late bajo los impulsos ascéticos del pasado reafirmados en el presente, la otra se orienta hacia una era promisoria que nunca llega. La primera de ellas acude a las tinieblas del Antiguo Testamento para buscar su genealogía, puede inventar por sí misma un ciclo mítico y reside de manera simultánea en el centro y la periferia del mundo, pues la Jerusalén celestial a la que imita nace de la lectura de los signos de la predestinación esparcidos por un Dios ubicuo. La segunda, en cambio, responde a un estadio de evolución en la carrera de las edades del hombre y no sólo proyecta sobre su espacio y sus habitantes una construcción lineal del tiempo y una pretensión de uniformidad; también asume como propia una jerarquía tan rígida como moderna, salpicada de metrópolis, colonias, imperialismos, descripciones del orbe y sistemas tan etnocéntricos como pretendidamente universales de catalogación de la naturaleza y la humanidad. En la metrópoli barroca domina la circunstancia, en la ciudad ilustrada rige la pretensión de la esencia, pues a ella se atribuye un atraso infamante que debe ser subsanado a cualquier precio. Una vive su espacio como goce y expiación en fiestas y rituales,

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se imagina inmóvil y sólo quiere conservar, se reafirma en la materia de lo fugaz y lo efímero. Otra lo asume como un combate contra sí misma, se horada, excava y mutila en obras públicas infinitas y asombrosas, se dota de luces para que la noche sea dominada por el día, enmascara con el empedrado de sus calles principales sus orígenes rurales y cuenta con órdenes y reglamentos que regulan la vida privada y disciplinan la pública 1. El conflicto y también el entrecruzamiento inevitable de estas dos formas de entender, construir y hasta amar la urbe americana caracterizaron el siglo XVIII y en especial sus tres últimas décadas, haciendo de ellas una etapa de cambio y sobresalto. Las señales en torno a esta disyuntiva habían estado disponibles para quienes las quisieran ver. Desde la entronización de la dinastía borbónica, el proyectismo auspiciado por ministros y oficiales reales se había dirigido a encontrar fórmulas que restauraran la monarquía española «a su antigua felicidad y opulencia». En este sentido, el reformismo fue una reacción necesaria, la ecléctica adaptación de una monarquía del Antiguo Régimen a un escenario atlántico y global cada vez más hostil. En su propia y vacilante definición política, ligada en cualquier caso al absolutismo ilustrado, no pretendió tanto la «odiosa introducción de novedades» como «el restablecimiento de España y sus Indias» a su pasada situación de incontestado poder 2. El espíritu de declinación característico del siglo XVII apareció como el enemigo a batir y, con interesantes matices, los reinados del XVI fueron los modelos a seguir, los períodos de gloria pasada que se podrían restaurar gracias al benéfico gobierno de la nueva dinastía. De modo significativo, lejos de dejarse deslumbrar por las glorias imperiales de Felipe II, los reformistas valoraron en especial el reinado de Carlos V y, sobre todo, el de los reyes católicos 3. Los imprescindibles e inevitables cambios pretendieron basarse en la única autoridad posible, aquella cimentada en la tradición. Como señaló el célebre ministro José del Campillo en 1741, era necesario volver a la época virtuosa del «valor español» y relegar la desidia y el mal gusto, dos terribles legados de la centuria anterior 4. La realidad del Nuevo Mundo constituía un reto particular para esta interpretación del pasado, ya que debía criticar y asumir de manera simultánea la existencia de un vasto imperio ultramarino. Este era una fuente de preocupaciones y desgracias, pero bien administrado podía otorgar beneficios. Por eso, como señaló Bernardo Ward hacia 1762, era necesario introducir «un nuevo método, para que aquella rica posesión nos dé ventajas que tengan alguna proporción con

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lo vasto de tan dilatados dominios y con lo precioso de sus productos» 5. Quienes se opusieron a los cambios tanto en España como en América utilizaron la autoridad de la tradición. Para el presidente del Consejo de Indias en 1768, el marqués de San Juan de Piedras Albas, que opinaba sobre el nuevo plan de intendencias, de tan profundo impacto en la ciudad, «alterar un método observado desde el descubrimiento y la conquista de América», confirmado y aprobado por «ministros doctos y sabios virreyes» y a la vista de «ejemplarísimos y celosos prelados», introduciendo un opuesto sistema, una universal mutación, en países donde «toda novedad se recibe con violencia», constituía un terrible error 6. La proposición de cambios en el gobierno de las Indias resultaba, según él, una grave equivocación, pero ya que se trataba de emitir una opinión, era necesario recordar que «la diversidad de naciones pide diferencia de gobiernos» y «no siempre los remedios convenientes a la cabeza pueden ser de beneficio a las demás partes del cuerpo»: que las intendencias funcionaran en España no significaba que lo fueran a hacer en América. Estos razonamientos fueron combatidos por los reformistas con el convencimiento absoluto de defender el único camino posible hacia la felicidad de la monarquía. El marqués de Grimaldi, ministro de Estado, pidió al rey que no dudara en apoyar las reformas, pues «donde hacen pie los amantes de la inacción en materias de gran gobierno es por lo regular en que debemos respetar lo que dispusieron nuestros mayores» 7. El hacendista Miguel de Múzquiz confiesa que, a pesar de que las leyes antiguas sean sabias, «es más fácil cortar abusos con reglas nuevas que con la observancia de las antiguas» 8. El conde de Aranda se comporta como un político de altura. Aunque los métodos de gobierno deben cambiar con el tiempo, es consciente de la mala elección de quienes pasan a servir oficios en Indias. Su preocupación radica en que los americanos se sientan cómodos en la monarquía, por lo que pide sirvan en el ejército en equivalencia con los peninsulares, sin discriminación alguna 9. En 1759 el buen rey Fernando VI pasó a mejor vida, arrastrado por la «melancolía involutiva» que soportaba desde la muerte de su querida reina portuguesa, Bárbara de Braganza. La herencia que dejó a su hermano Carlos III incluyó un insólito superávit hacendístico, una capital —Madrid— indigna de tal nombre y una guerra con Gran Bretaña de pésimo pronóstico. Las primeras medidas derivadas del reformismo ya habían dejado sentir en América sus efectos. La ejecución del Tratado de límites hispano-portugués de 1750 afectó

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a territorios tan vitales como Venezuela y el Río de la Plata y mostró con claridad la voluntad real de someter los poderes intermedios —misioneros díscolos, patriciados locales, blancos «de orilla» o indígenas «principales»— que habían dado sentido y estabilidad al pacto colonial tradicional. El acuerdo diplomático también generó un impulso urbanizador, que formó parte de una política de ordenación territorial de nuevo cuño, laica y regalista 10. El doloroso legado dejado por la Guerra de los Siete Años, que había supuesto la pérdida temporal de Manila y La Habana y la cesión de Florida, favoreció la introducción de las necesarias novedades. En 1764 se establecieron los correos marítimos y al año siguiente el régimen de puerto único pasó a la historia, pues se autorizó el comercio libre y protegido entre Puerto Rico, Santo Domingo, Cuba, Margarita y Trinidad y además entre ellas y nueve puertos peninsulares: Cádiz, Sevilla, Málaga, Alicante, Cartagena, Barcelona, Santander, La Coruña y Gijón 11. En su año de gracia, los reformistas lograron también el establecimiento de la primera intendencia americana en Cuba y promovieron el envío de una visita general a Nueva España puesta al mando de José de Gálvez, una figura clave en el denominado proceso de deconstrucción del Estado criollo 12. El todopoderoso visitador se comportó al principio como un recaudador de impuestos deseoso de hacer pagar los elevados costos de la defensa imperial a los habitantes del Nuevo Mundo. Su habilidad para interferir en las redes de poder locales, tanto si su talento organizador redundaba en beneficio de la Real Hacienda como si lo era en provecho propio, resultan difíciles de discutir. Pero fue su papel en la represión de los motines causados por la expulsión de los jesuitas en San Luis de la Paz, Guanajuato, Valladolid, San Luis Potosí, Pátzcuaro y Uruapán lo que le hizo adquirir un extraordinario relieve. Gracias al apoyo de un virrey tan lejano a América como él mismo, el flamenco marqués de Croix, pudo organizar una expedición punitiva que liquidó mediante «castigos ejemplares y bien merecidos» toda oposición. La extremada crueldad con que se comportaron pareció presagiar tiempos peores, pero en la Corte debió ser precisamente esta demostración de eficacia, nutrida de la incapacidad para el compromiso con los naturales del Nuevo Mundo, lo que llamó la atención. El anticriollismo de Gálvez, que aparece incluso en un lugar tan personal como su biblioteca, encajó de manera perfecta con la visión coyuntural que poseía la monarquía carolina de la administración ultramarina: era el hombre adecuado en el momento perfecto 13. Durante su etapa de responsabilidades políticas, que se prolongó en el Ministerio de Indias hasta su muerte en 1787, la cuidadosa

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y arcaica sofisticación del «obedezco pero no cumplo», que había garantizado en la distancia el gobierno americano durante los denostados siglos de los Austrias, fue sustituida por una fórmula despótica que propugnó la construcción de un poder racional y centralizado 14. Incluso el lenguaje del reformismo —por más que la historiografía haya sobrevalorado su coherencia, propósitos y resultados— tuvo como fin elaborar un ethos imperial basado en la diferenciación rentable y eficiente de la metrópoli y las colonias. En cierto modo, reflejó en el terreno político la calificación cultural de lo americano como inferior e incapaz para la civilización, en la línea de su denigramiento practicada por importantes escritores, filósofos y naturalistas europeos, como Hume, De Paw, Voltaire o Buffon. Gálvez, a fin de cuentas un hombre de su tiempo, se limitó a convertir este principio en acción y, seguramente sin saberlo, con ello dio término a la sutileza del barroco 15. Antes de hacer sentir sus efectos sobre la red urbana americana, el programa ilustrado aplicado a la ciudad había mostrado su agresivo carácter en la península. Madrid se convirtió en un eficaz laboratorio de pruebas. Estas comprendieron tanto una rápida y contundente reordenación de su espacio como el disciplinamiento de sus habitantes, condenados de súbito a abandonar sus arraigadas capas largas y los chambergos, enormes sombreros de ala ancha, por las capas cortas y el sombrero de tres picos o tricornio. Las razones esgrimidas fueron, claro está, de policía pública. Aquellas prendas permitían, según las autoridades emergentes, un embozo perfecto, bajo el cual podía ocultarse cualquier arma y el sombrero de ala ancha «vertía una sombra impenetrable sobre el rostro», que facultaba para cometer toda clase de fechorías 16. La reacción a estas medidas policiales en la Villa y Corte y en especial el Motín de Esquilache de 1766, auténtico preludio de las revueltas antirreformistas del Nuevo Mundo a comienzos de los años ochenta, desde Túpac Amaru a los comuneros neogranadinos, mostró que el radical intervencionismo ilustrado distaba de ser aceptable para unas sociedades tan ajenas en su concepción del mundo a la idea de novedad 17. No fue extraño a este impulso ordenancista de la ciudad y sus pobladores que fuera con frecuencia concebido y gestionado por militares, marinos y burócratas cosmopolitas y tocados por el progresivo y utilitarista espíritu de las luces, gentes leídas, pragmáticas y resueltas, enajenadas de toda lealtad que no se circunscribiera a ellos mismos, la Corona y el Estado 18. Por lo general, no se trató de grandes nobles, aunque los más principales continuaron

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sirviendo al monarca siquiera sobre el papel con la diligencia y emulación a que les obligaban el prestigio de sus casas y las hazañas de sus antepasados. Así se extendió, en rigor, una meritocracia de la nobleza, atenta a la idea de servicio y el compromiso individual 19. En la medida en que su condición adquirida por nacimiento no equivalía a una superioridad moral si no iba acompañada de buenas obras, también algunos eficaces servidores del trono lograron grandes títulos merced a un cometido particular que, frente a lo que había ocurrido en el pasado, no se escondió del escrutinio público, sino que se pregonó, aunque se relacionara con acciones que podían recordar a ojos de los malintencionados los denostados oficios «viles y mecánicos». Algunos de los nuevos nobles lo fueron del «real tesoro», la «real proclamación», el «real transporte», o simplemente «del socorro» de alguna plaza asediada 20. Junto a ellos, nobles demediados, hidalgos residuales de la periferia peninsular, catalanes, vascos, asturianos y gallegos en una proporción importante, pero también irlandeses e italianos del norte y del sur, además de castellanos y andaluces, se presentaron en las urbes americanas y también en sus áreas rurales con una voluntad inquebrantable de hacer carrera y «proseguir su mérito». Según un simple y extendido punto de vista, les cabía el honor de combatir la enquistada corrupción que había hecho mella en «acreditados establecimientos antiguos» —en lugar primordial los cabildos— para acabar con el desorden. A ellos se sumaron con un entusiasmo sólo equivalente a la voluntad de ocultación de estas complicidades que practicaron tras la independencia, cuando en casos muy significativos sus miembros ya se habían convertido en padres de la patria, sectores nada desdeñables de la naciente y orgullosa burguesía criolla vinculada a los negocios de un mundo atlántico en expansión, formada por individuos no menos leídos y resueltos, cuya incesante actividad «transformó la sociedad tradicional y le imprimió rasgos inéditos» 21. A partir de 1764, la agitación sacudió el Atlántico hispánico desde ambas orillas. Los organismos peninsulares proyectaron una reforma política que no primó como en el pasado la conservación de la monarquía católica y la complementariedad de sus diversos reinos, sino la competición entre territorios y provincias. El objetivo fue promover una especialización productiva regional gestionada desde la metrópoli (palabra que se empieza a generalizar por entonces), así como la mejora de la administración, la fiscalidad y la puesta en defensa. En América, la propia evolución de su peculiar modelo cultural y los importantes cambios políticos, demográficos, económicos y socia-

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les acontecidos desde finales del siglo XVII también jugaron un papel decisivo y requirieron profundos ajustes. Las consecuencias de todo ello quedaron crudamente al descubierto a partir de 1808, al poner a prueba la constitución que vinculaba a los españoles de ambos hemisferios 22. La expresión de la ciudad ilustrada mediante el lenguaje y las claves estéticas del neoclasicismo respondió a un intento de refundación virtuosa que aglutinó estas corrientes de inquietud atlántica y pretendió dotarla del orden y el equilibrio que, según los reformistas (tanto peninsulares como americanos), había perdido por causa de su corrupción y desorden. Pero una cosa era construir la urbs, la instalación física de un entorno ajeno a lo rural, con artefactos novedosos como alamedas y cuarteles, y otra bien distinta refundar la ciudad política, la polis, que se suponía tan deteriorada por la falta de amor al rey y la pujanza de los intereses particulares en su expresión comunal institucionalizada, su civitas. Para transformarlas, hacía falta un tiempo del cual el reformismo careció. Por eso, aunque pretendió hacer de la monarquía bicentenaria, jurisdiccional, compuesta y consensual de los Austrias un imperio territorial, geometrizado y centralizado, sus representantes cuando les convino no dudaron en aplicar las viejas fórmulas del gobierno basado en el pacto con poderes intermedios. El mismo reformismo que sustentó el inigualable acto despótico representado por el extrañamiento en 1767 de los jesuitas de los dominios del rey de España no dudó en concertarse con los caciques y principales «mandones» de los reinos de Chile según el uso de los tradicionales parlamentos, que sellaban mediante el intercambio de regalos y la demostración teatralizada de las fuerzas respectivas la renovación de una alianza que contentaba a todas las partes 23. En la Amazonía, el ilustrado ingeniero militar Francisco de Requena no dudó en proponer la alianza con los indígenas como el único medio de lograr una presencia efectiva mediante el establecimiento de núcleos de población en las fronteras: era imposible concebir una iniciativa más tradicionalista 24. Al fin, el reformismo fue tan ecléctico en su génesis como irregular en su desarrollo: la independencia constituye el telón de fondo que señala para algunos autores su ostensible fracaso y para otros la culminación de su éxito 25. Su andamiaje teórico, más un mosaico de ideas que un verdadero sistema, se cimentó en la refutación de una tradición política y constitucional ibérica de fuerte consistencia y proclamó la insuficiencia de la integración transatlántica de las instituciones burocráticas, eclesiásticas y académicas españolas

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de ambos hemisferios, en la pretensión de que su desajustado funcionamiento había generado una organización social incoherente, un peligroso e insoportable estado, identificable sin esfuerzo con la monarquía barroca 26. Hasta las sabias trazas de las ciudades de los conquistadores habrían devenido por tanto «abandono y torpeza» en un laberinto irrespirable de callejuelas, pasajes y angosturas 27. Dejando de lado visiones estereotipadas, resulta evidente que sectores nada desdeñables de los poderes criollos, indios principales y miembros de castas, entendieron que se abría ante ellos un nuevo escenario político, en el que debían buscar su propio balance de pérdidas y ganancias, especialmente si se encontraban inmersos en coyunturas de crisis y estancamiento. Frente al más inepto absolutismo, las tradiciones de gobierno local de consenso entre criollos y caciques constituyeron una alternativa viable si no eran desarticuladas por reformadores autócratas. En la leal Tlaxcala, las necesarias obras públicas se vieron favorecidas por el consenso cívico entre los vecinos españoles y los indígenas, que colaboraron en su construcción y financiación 28. La embestida contra las metrópolis criollas, tan peligrosas para el programa ilustrado por contener en sí mismas todos los mundos posibles y disfrutar de un margen extraordinario de autonomía, se propuso desmontar su núcleo político virtuoso —que sustentaba el incipiente patriotismo local— e implicó una feroz crítica hacia la labor llevada a cabo por los poderosos cabildantes y sus redes de paniaguados, servidores, «hechuras» o simples peones 29. La «flagrante y comprobada incapacidad» detectada en los cabildos americanos se pretendió resolver por el procedimiento de separar el gobierno y la administración de la ciudad. Se trató de algo ciertamente inédito y en su forma más agresiva dedujo de la carencia administrativa o de la ausencia de modernos procedimientos de fiscalización una falta de legitimidad política: vaciada de contenido la polis, era forzoso tomar el control de su expresión institucional, la civitas. Así, la exigencia repentina de una serie de requisitos tecnocráticos encubrió a nivel municipal el cambio de la filosofía política de la monarquía, desde una constitución consensual hacia otra de control, inadmisible de la antigua concepción de la república local. No obstante, es preciso reconocer que las instituciones municipales distaban de encontrarse en su mejor momento. Cuando Gálvez visitó la Nueva España, entre 1765 y 1771, halló el cabildo de la ciudad de Guadalajara, la segunda del reino, en estado agónico. En algunos lugares, tuvo que crear nuevos regidores 30. San Luis Potosí tenía sólo dos actuando en representación de propietarios no residentes

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y uno de ellos era también su alcalde. Las haciendas locales carecían de protocolos administrativos; en muchas de ellas ni siquiera se llevaban libros de cuentas, a pesar de la pulcra exactitud exigida por las leyes de Indias 31. Algunos de los rasgos originales del cabildo habían entrado en crisis. La venta de oficios menoscabó su apoyo entre vecinos del común y pobladores, pues quedaron más expuestos a los abusos de los poderosos, gobernadores, corregidores y sus redes de conchabados. Las diferentes facciones en pugna, con frecuencia unidas por vínculos de paisanaje, funcionaban como conglomerados de intereses que contaban con complicidades judiciales y usaban, llegado el caso, del soborno o la coacción para protegerlos. Pero, al mismo tiempo, otras fuerzas suavizaban las acometidas faccionales y oligárquicas sobre el gobierno municipal. Excepto por cuestiones de prestigio, los nuevos patricios se interesaban menos que antes por los oficios vendibles y renunciables, de modo que los precios alcanzados en las subastas se mantenían o hasta bajaban; en otros casos, simplemente quedaban vacantes. En Cuzco se pagaron 8.000 pesos por la alferecía real en 1702; medio siglo después sólo valía 3.000. En Piura, una alcaldía de la Santa Hermandad, allí llamada «provincial», bajó de 2.800 a 2.500 pesos entre 1713 y 1725 32. En Nueva Granada a comienzos del siglo XIX la desvalorización de oficios municipales había producido una suerte de desobediencia civil a la hora de servirlos, pues más que un honor representaban una onerosa carga. En 1802, el santafereño Agustín Benegas solicitó exención de oficios concejiles y cargos públicos por su avanzada edad y haberlos servido en demasía, pues había sido alcalde de la hermandad siete años y teniente de justicia mayor otros quince. Toribio de Posada informó en 1810 que no podía servir la alcaldía de San Felipe de Portobelo por ser analfabeto «aunque vecino honrado», lo que despertó sospechas en las autoridades. Un caso peculiar fue el del ayuntamiento de Marinilla, también en Nueva Granada, cuyos miembros solicitaron a la Corona en 1803 la exención del requisito de ausencia de parentesco para ocupar sus regidurías, pues al ser casi todos los vecinos familiares entre sí era imposible de cumplir 33. La tendencia del cabildo de las grandes capitales virreinales y de ciudades de tamaño medio a perder peso político parece haber sido general 34. El establecimiento de los nuevos consulados de comercio a partir de 1790 y de las Sociedades de Amigos del País, que otorgaron a los criollos espacios de sociabilidad y expresión independiente, sólo pudo favorecerla 35. No obstante, su poder e influencia

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continuaron siendo proverbiales. Cuando se estableció en 1776 el virreinato del Río de la Plata, el cabildo bonaerense no dudó en aspirar a un papel creciente y el virrey Ceballos apoyó sus peticiones en procura de un comercio más libre. Dos años después, aduciendo que representaba todos los intereses y sectores de la ciudad, se opuso al nombramiento de Vértiz para sustituirlo, lo que se consideró con toda la razón una afrenta y un precedente peligroso. Como consecuencia de ello, dos regidores fueron deportados a las islas Malvinas y los otros ocho fueron inhabilitados por siete años para desempeñar cargos públicos. El perdón que obtuvieron poco después no disimuló el «real disgusto» en el que habían incurrido 36. En 1771, cuando las reformas se encontraban en su momento álgido, una Representación del cabildo de México —que conservó hasta la independencia una agrupación selecta, aunque no exclusiva, de la elite novohispana— protestó ante el rey porque se rumoreaba que los naturales de América iban a ser excluidos de servir las mitras y primeras dignidades de la Iglesia y los empleos militares, de gobierno y las plazas togadas de primer orden 37. En su escrito no dudaron en señalar que tal medida implicaba «trastornar los derechos de las gentes. Es caminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del Estado» 38. Años antes, el peninsular Antonio de Ulloa, un marino y científico que no compartía el anticriollismo de Gálvez, había expresado un punto de vista similar: «No comprendo la mejoría que pueda traer para el rey la nueva planta [las Intendencias] considerando como tal las libertades que los vasallos gozan por acá, distintas de las que tienen en Europa, siendo convenientes para que subsista la lealtad y los intendentes aunque empiecen su establecimiento con suavidad, al fin han de aplicarse al mayor aumento del erario, sin atender a lo que una parte le acrecientan, por otra le disminuyen» 39.

La implantación de las intendencias no dejó lugar a dudas sobre la intención real de limitar la autonomía de los municipios; la uniformización bajo capa de dar igual tratamiento a todos los vasallos, así como el saneamiento y puesta al día de la gestión de sus haciendas y la necesaria promoción de obras públicas sirvieron de justificación 40. El intendente debía presidir las sesiones del cabildo de su capital y sus subordinados en los distritos locales, los subdelegados, tomaron el control de las finanzas y otros asuntos, desde el movimiento de los fondos de la ciudad a la limpieza de las calles, plazas y edificios, provisión de agua, cuidado de caminos, canales y puentes, incremento

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agrícola, explotación de bosques y minas, reglamentación de los hospitales y cárceles o vigilancia de tierras, mercados, pulperías y panaderías 41. Las ordenanzas de intendentes prescribieron el control de los propios y ordenaron los gastos en cuatro clases: dotaciones o ayudas de costa señaladas a justicias, capitulares y dependencias de los ayuntamientos y salarios de oficiales y empleados, como el médico o el maestro; réditos de censos legítimos o impuestos con facultad real; festividades votivas o limosnas voluntarias y gastos precisos o extraordinarios. Unas juntas municipales formadas por un alcalde ordinario, dos regidores, el síndico y el depositario general fueron responsabilizadas del manejo y custodia del dinero procedente de los propios y arbitrios; sus disposiciones no podían ser alteradas por el cuerpo de regidores. Un asesor letrado nombrado por el intendente podía intervenir en las sesiones del cabildo y con frecuencia le impuso su criterio de manera despótica, como informaron con pesar desde Santiago de Chile: «El hacer un detalle de los ultrajes que han padecido y sufrido muchos de los individuos que componen el venerable cuerpo de la república sería exponerse a la nota de una nimia prolijidad, o de un excesivo amor por sus distinciones, bastando decir que desde el ingreso a su empleo no hay aquel sosiego que se gozaba en otros tiempos más serenos, porque ha creído que puede hacer prevalecer su dictamen en las juntas del ayuntamiento contra el sentir de los demás, interrumpiendo y despreciando con voces ásperas e injuriosas los pareceres que contempla opuestos a los suyos» 42.

La Junta Superior de Real Hacienda, radicada en la capital del virreinato o capitanía general, constituyó otra instancia de fiscalización. Su papel resultó fundamental en el control centralizado de una gestión económica municipal antes fragmentada en compartimentos estancos y autosuficientes. No fue menos importante la ruptura con la tradición urbana en este campo, porque en aras de la uniformidad se favoreció la disociación entre el casco y el término municipal. Frente a la idea de la ciudad como centro de un territorio o región en la que funcionaba como capital política y cultural, banco, mercado, centro distribuidor y lugar de referencia, vigente desde el tiempo de los conquistadores, se abrió paso la separación de lo rural y lo urbano. La urbe se concibió por primera vez sin la extensa jurisdicción que le había conferido sentido y continuidad. El cambio fue de enorme gravedad. La red urbana americana se había nutrido en su segundo nivel de una galaxia de ciudades medianas y pequeñas

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que actuaban como cabeceras regionales y poseían una jurisdicción municipal gigantesca. En ella solían asentarse multitud de pueblos de españoles e indios (siquiera en términos jurídicos, pues en importantes áreas del continente sus habitantes ya eran mestizos, miembros de castas y nativos forasteros o ladinos, hispanizados por ser cristianos que hablaban español), junto a estancias y haciendas en formación y otras comunidades no oficiales, pero más o menos toleradas. Se trataba de campamentos y rancherías de mineros, llaneros y supuestos ladrones de ganado, cumbes y palenques de esclavos huidos o «rochelas», núcleos de campesinos pobres y libres, zambos, mulatos, mestizos, blancos y negros, todos tácitamente aceptados porque lo fundamental era que acataran la autoridad real y también porque no había otro remedio 43. La fragmentación de los términos municipales a manos de los intendentes, promotores también con frecuencia de nuevas poblaciones, redujo el poder de las ciudades más antiguas y facilitó su control, pero también favoreció el establecimiento de otras y legalizó núcleos poblados existentes, presentados a veces como fundaciones establecidas por ellos o sus empleados en el curso de alguna expedición benemérita y meritoria. Fue el caso de Cartagena de Indias y las 44 «poblaciones nuevamente fundadas» entre 1774 y 1778 por el capitán Antonio de la Torre, que no se debió a la iniciativa de un intendente, pues en Nueva Granada fueron excepción. En sus propias palabras, el contingente de pobladores allí radicado hasta llegar a casi 42.000 personas se había formado agrupando la gente dispersa que vivía en los montes, descendientes de tropa y marinería, desertores, polizones, esclavos huidos, cimarronas, prófugos, criminales escapados de los presidios y cárceles e indios que, mezclados, habían dado lugar a «una abundante casta de zambos, mestizos y otros matices difíciles de determinar», sin orden, trabajo ni vestido, «de que no necesitaban por no tener frío ni vergüenza» 44. El caso de la «monstruosa jurisdicción» de Guatemala no resulta menos significativo. Tenía inicialmente 58 leguas, pero se redujo a 11 en 1573. El cronista criollo y regidor perpetuo Francisco Fuentes y Guzmán señaló en su Recordación Florida (1690) que contenía 77 pueblos de indios; estos suministraban fruta, pescado, cereales, hierbas, ropas, carne y madera a sus habitantes bajo la supervisión del cabildo. El pavoroso terremoto padecido por la ciudad en 1773, que impuso el traslado a un nuevo emplazamiento, sirvió de excusa para reducirlo a cinco leguas, con solo tres barrios o pueblos en la vecindad. El resto se dividió en dos corregimientos y como las

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protestas de la ciudad no cesaban, en 1778 el rey impuso un «perpetuo silencio» sobre el asunto. La aparición de núcleos poblados también implicó el conflicto por la posesión de parte de las viejas jurisdicciones a las que habían pertenecido. El pueblo de Danlí, una ranchería de minas y ganado emancipada de la antigua Tegucigalpa, pidió tener autoridad sobre cinco leguas, de acuerdo con el estatuto reconocido por las ordenanzas de intendentes. El subdelegado de la capital replicó con acritud «que aún las mismas cuatro leguas son excesivas de territorio a los alcaldes del pueblo de Danlí por carecer del privilegio de ayuntamiento, erección y confirmación en villa y como a tal pueblo suplico a V. S. [el capitán general] mande señalarles su territorio, para que no se entrometan al de la subdelegación» 45.

La mejora y sofisticación de la administración urbana bajo la presión de las intendencias también pretendió constituir una respuesta al fuerte incremento de la población y su creciente complejidad social y étnica, reflejo de la emergencia de una sociedad de castas en buena parte del continente 46. La gran metrópoli americana era México, que tenía en 1742 unos 98.000 habitantes. En 1772 llegaba a 112.462, en 1803 a 137.000 y en 1820 a casi 180.000. Por detrás se situaba un grupo de urbes en torno a los 50.000 habitantes: La Habana contaba con 18.000 habitantes en 1741 y con 51.037 en 1791, pero en 1817 llegaba a los 84.075; Buenos Aires tenía 10.056 habitantes en 1744, 24.363 en 1773, 42.540 en 1810 y 55.416 en 1822; Lima —una de las pocas ciudades que perdió población en el siglo XVIII— tenía 52.627 habitantes en 1755, a nueve años de un terrible seísmo, y mil menos en 1791, pero en 1812 había llegado a 64.000; Guanajuato tenía 32.000 habitantes en 1793 y 71.000 en 1803; Puebla contaba con 42.000 habitantes en 1742 y 68.000 en 1803; Guadalajara tenía 11.294 habitantes en 1760, 34.697 en 1803 y 40.000 en 1813. Caracas tenía 18.669 habitantes en 1771 y creció hasta 42.000 en 1812, poco antes del desolador terremoto que la dejó semidestruida. En torno a los 25.000 había muchas urbes. Cuzco tenía 26.000 en 1754 y 32.000 en 1791; Santiago de Chile contaba con 21.000 en 1758 y 30.000 en 1800; Arequipa tenía 24.000 en 1791; Querétaro, 24.000 en 1779 y 35.000 en 1803; Santafé de Bogotá, unos 19.000 en 1772 y 28.000 en 1809; Quito, 23.726 en 1784 y más de 25.000 en 1810; Maracaibo, 10.000 en 1772 y 22.000 en 1800. Por detrás, había un conjunto de ciudades que habían sido grandes venidas a menos, otras que habían aumentado su población y algunas

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nuevas en pleno crecimiento. En Concepción residían 5.000 habitantes en 1758 y 17.000 en 1800; en Cartagena, 13.690 en 1777 y 17.600 en 1809; Mendoza tenía 14.000 en 1812; Santiago de Cuba, 11.000 en 1774 y 15.000 en 1792; Mérida de Yucatán, 7.000 en 1742 y 10.000 en 1803; Veracruz, 8.000 en 1742 y 16.000 en 1803. Finalmente, existían ciudades pequeñas como Valencia de Venezuela, con los mismos 7.000 habitantes en 1772 y 1800; Barquisimeto pasó en ese período de 9.000 a 11.000 habitantes; Córdoba del Plata tenía 11.000 habitantes en 1813; Monterrey, 7.000 en 1803; Asunción, 7.088 en 1793; Trujillo del Perú, 6.000 en 1791; la antes populosa Panamá, 7.831 en 1790; Tucumán, 4.000 en 1812; Valparaíso, 5.000 en 1813; Medellín, 6.000 en 1772 y 5.000 en 1800; Cali, 7.000 en 1789 y los mismos en 1807; Matanzas, 3.000 en 1774 y 6.000 en 1792 47. La comparación con las ciudades de la España peninsular resulta significativa. En 1787, Madrid tenía 190.000 habitantes; Valencia, 100.657; Barcelona, 92.385; Sevilla, 80.915; Cádiz, 71.080; Málaga, 51.098; Valladolid, 23.284; La Coruña, 13.575; Bilbao, 12.787; San Sebastián, 11.494; Gerona, 8.014, y León, 6.051. El peso demográfico de las urbes americanas en el conjunto de la monarquía es evidente 48. También resulta significativo el análisis, en la medida de lo posible, de los datos sobre distribución de la población en el territorio, peso de la capitalidad y consistencia de la red urbana. En 1778 la población de Buenos Aires era un 13 por 100 del total virreinal y Catamarca, Córdoba y Mendoza juntas reunían un 11 por 100 más; en 1800, estos porcentajes habían bajado al 12 y al 8 por 100, respectivamente. Santiago de Chile tenía en 1791 un 8 por 100 del total de la Capitanía y Concepción y Talca un 3 por 100; La Habana reunía un 19 por 100 de la población cubana en 1792 y Puerto Príncipe, Santiago y Trinidad otro 15 por 100, pero en 1827 los porcentajes habían descendido al 13 y al 9 por 100. Lima tenía en 1791 un 5 por 100 de la población virreinal, Arequipa, Huamanga y Cuzco un 8 por 100; Caracas agrupaba el 7 por 100 de la población de la Capitanía en 1772, pero Barquisimeto, Maracaibo y Valencia reunían el 8 por 100. En 1800, los porcentajes habían bajado al 4 y al 5 por 100. Incluso en México, con una de las mayores metrópolis del mundo atlántico, la capital tenía el 3 por 100 de la población virreinal en 1772, pero en 1803 y 1823 bajó al 2 por 100; Guanajuato, Puebla y Zacatecas reunían el 3 y el 2 por 100 del total en las mismas fechas. Con independencia de la desigual distribución de núcleos poblados en el territorio, resulta obvio que la brutal macrocefalia

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urbana es un fenómeno posterior a la independencia 49. Los sistemas de ciudades de la América española en las décadas anteriores a ella muestran una distribución armónica de sus componentes, lo que prueba la posterioridad de la primacía de una urbe-capital, con los graves efectos que causa sobre la ordenación del territorio, los flujos de población y la creación de riqueza 50. Excepto en coyunturas peculiares, vinculadas a crisis agrícolas cíclicas, no se produjo una transformación masiva de población rural en urbana, debido a la ausencia de estímulos industriales o burocráticos de entidad suficiente, con la excepción del empleo en el ejército y las milicias 51. Estas atrajeron en el área del Caribe a mulatos y pardos marginados en la ciudad o a residentes en áreas rurales próximas y les ofrecieron oportunidades de ascenso social y prestigio, que culminaron con su acceso a las universidades o la compra de cédulas de «gracias al sacar», equivalentes a certificados de blancura legal, para escándalo y oprobio, entre otros, de los «grandes cacaos» caraqueños, que se opusieron a ello con la mayor firmeza 52. Es altamente probable que el notable crecimiento demográfico de las ciudades impulsara la comercialización de productos del campo en sus mercados, atrayendo sectores dinámicos de las sociedades rurales. Así se pudo acelerar la ruptura del equilibrio comunitario tradicional a favor de las grandes propiedades y en contra de campesinos y cultivadores de pequeñas parcelas, conuqueros mestizos e indígenas. Las leyes y los tribunales todavía protegían de manera relativamente eficaz los resguardos y terrenos de los pueblos de indios. El golpe de gracia se lo darían las desamortizaciones de tierras del siglo XIX y la extinción de los derechos comunales 53. La información existente sobre los totales de población permite efectuar otras reflexiones. El incremento de los residentes en ciudades debió obedecer ante todo al crecimiento vegetativo y la emigración transatlántica voluntaria de blancos europeos y forzada de esclavos africanos. Aunque el número de habitantes en urbes no creció en términos absolutos respecto a su porcentaje por territorios, los puertos emergentes mejor integrados a la economía atlántica como La Habana, Caracas o Buenos Aires, los emporios del azúcar, el cacao y los cueros, tuvieron un comportamiento distinto y atrajeron población. También es constatable que la emigración desde la península se desvió a ciudades ligadas a los circuitos del comercio libre, con la salvedad de las iniciativas repobladoras, una constante del período. A Luisiana fueron enviados canarios, alemanes, acadianos del Canadá francés e ingleses realistas de las trece colonias, tras la independencia

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norteamericana; a Florida partieron alemanes de la misma procedencia, junto a menorquines, cubanos, campechanos y canarios; a Cuba fueron canarios y catalanes. Diversos grupos de peninsulares e isleños se radicaron con más o menos fortuna en Santo Domingo, Yucatán, Guayana, las Provincias Internas de Nueva España, Honduras o Chile; indígenas de Florida fueron llevados a Cuba y negros y mulatos «fieles» de Santo Domingo a Cuba y Yucatán después de la revolución haitiana. Los sistemas de repoblación fueron variados, pues comprendieron desde el envío de soldados-colonos a presidios, el despacho de pobladores forzosos, milicianos sin oficio, presidiarios, vagamundos, prostitutas y gentes «mal entretenidas» de las ciudades importantes, pero también de pueblos y aldeas que se querían librar de «indeseables», a la emigración voluntaria subsidiada por la Corona y regulada por la legislación de Indias bajo contrato con un particular 54. Algunos de los promotores de nuevas fundaciones merecieron el ennoblecimiento por sus servicios: Domingo Ortiz de Rozas fue conde de poblaciones por haber fundado 16 villas en Chile entre 1749 y 1756; el teniente de milicias José Guzmán fue barón de la Atalaya en 1778 por haber establecido San Miguel en el límite con el Santo Domingo francés; Miguel de Aycinena recibió en 1786 un marquesado por su labor en Guatemala; Joaquín de Santa Cruz fue conde de Jaruco en 1796 por su labor fundacional en Cuba y a Ambrosio O’Higgins se le honró con el marquesado de Osorno en 1796, tras repoblar esta ciudad chilena asolada por los indígenas en 1604 55. Otra de las características del siglo XVIII fue el dinamismo de la frontera urbana, que operó como vector fundamental de la consolidación regional iniciada en la centuria anterior y fue clave para el «desenvolvimiento más intensivo del mestizaje en su diversas formas de composición racial» 56. Sin duda se ha enfatizado en demasía la desaceleración del proceso fundacional a partir de 1620 y su resurrección a partir de 1750. En realidad, es impresionante la consistencia con que se mantuvo en marcha: en este campo los reformistas carolinos se limitaron a aplicar con renovada disciplina las Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias de 1573, paradigma de una experiencia multisecular que duró hasta la independencia, e incluso después. De ahí que resulte adecuado caracterizar la segunda mitad del siglo como una nueva era de expansión imperial, ocupación de áreas «vacías» e integración de territorios marginales, pero también sea necesario llamar la atención sobre sus fundamentos institucionales y sociales. El presidio, el real de minas,

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la misión y la ciudad fueron elementos de una rica tradición fronteriza y no deben verse en competición, sino integrados, pues constituyeron soluciones a situaciones diversas, pero se encaminaron al mismo objetivo, la producción de espacio occidentalizado: «Aventurándose en una hostil geografía, los misioneros difundirían el evangelio y la buena nueva de la cristiandad; los indios convertidos serían agrupados en misiones donde los padres [...] les impartirían la instrucción. Los misioneros serían protegidos por soldados, que se alojarían en presidios próximos a los establecimientos religiosos. Los soldados brindarían la fuerza física requerida para persuadir a los nativos, pero la fuerza se emplearía únicamente cuando fuera necesaria para obligar a los paganos a adoptar una actitud receptiva ante las enseñanzas de los misioneros. Y las familias de los soldados los acompañarían hacia la frontera, vendrían comerciantes a venderles bienes y los agricultores y rancheros recibirían tierras en las inmediaciones. Las colonias de orden civil crecerían, así, en torno a los presidios y las misiones. Este triple ataque sobre [...] territorios vírgenes, se creía, pondría gradualmente bajo el poder y la dominación españolas la distante frontera» 57.

Hubo también elementos nuevos. En primer lugar, la secularización ejercida por el reformismo de frontera, que trajo conflictos con misioneros demasiado independientes, desde los jesuitas expulsados en 1767 a los capuchinos catalanes de Venezuela y tantos otros religiosos hostilizados por gobernadores e intendentes regalistas y remisos al poder eclesial. La pretensión de centralización y uniformidad supuso la extensión de instituciones de unos lugares a otros. Entre ellas destacaron las paces y «parlamentos» generales, celebrados para negociar acuerdos de convivencia e interés común con indígenas independientes y ariscos y con negros arrochelados. Se realizaron con tocagües, araucanos, chiriguanos, yaquis, comanches y apaches en Nueva España o darienitas y palenqueros en Nueva Granada. También los hubo en Florida y en Chile, donde regularon una guerra fronteriza secular e incluyeron el establecimiento en Santiago de «caciques embajadores permanentes» 58. No resultó menos importante la creación de «provincias internas». Estas fueron entidades administrativas especiales, dirigidas a formalizar las políticas de colonización y poblamiento de vastos territorios interiores del continente: en verdad, colaboraron a abrir el interior del Nuevo Mundo. Aunque la más conocida y exitosa fue la Comandancia General de las Provincias Internas de Nueva España (1776), hubo expe-

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riencias similares en la Guayana venezolana, en Mainas en la audiencia quiteña y en Mojos y Chiquitos en el Alto Perú 59. El fenómeno de expansión de la frontera urbana alcanzó a todos los territorios americanos 60. En Santo Domingo, se fundaron San Felipe de Puerto Plata (1735), Santa Bárbara de Samaná (1756) o Sabana de la Mar (1760), en parte con emigrantes canarios. En Cuba, se refundó Pinar del Río (1773) y se establecieron Nuevitas y Mariel; en Florida se erigieron enclaves fronterizos como los fuertes de San Marcos de Apalaches, Nogales o San Fernando de las Barrancas y en Luisiana se poblaron con peninsulares Galveston, Barataria, Nueva Gálvez e Iberia, algunos de cuyos habitantes se radicaron en Veracruz tras la cesión del territorio a Francia en 1803. En el septentrión novohispano surgieron una sociedad y una economía originales, cuyos agentes fueron los gambusinos o buscadores de metales preciosos, aventureros de toda ley, soldados y capitanes ambiciosos y frailes mesiánicos. A ellos se unieron agricultores y ganaderos peninsulares, indios tlaxcaltecas y tarascos traídos del sur y los propios nativos chichimecas y de otras etnias «rescatados de la barbarie». Aislados, poco numerosos, obligados a defenderse a sí mismos, cuidaron de sus socavones, pueblos, iglesias, presidios y ranchos con denuedo y desempeñaron todos los oficios, pues «eran a la vez carpinteros, agricultores, cocineros, vaqueros, arrieros, exploradores y organizadores de hombres» 61. El noroeste se comunicaba con el resto del virreinato por el camino de «tierra adentro», que iba hasta Santafé de Nuevo México bordeando la Sierra Madre occidental; su vertiente hacia el Pacífico estaba casi despoblada. El contacto con las misiones y presidios de Texas era muy difícil. Pese a las dificultades, el impresionante impulso fundacional llevó a la colonización de Sierra Gorda desde 1748 y al establecimiento de más de veinte pueblos hacia el norte, como Laredo, Dolores, Reinosa, Soto de la Marina o San Antonio. En ellos coexistieron dos tipos de trazas distintas, una de nueve manzanas cuadradas de lado y plaza central y otra con manzanas cuadradas y rectangulares enfrentadas alrededor de una plaza mayor cuadrada; las manzanas fueron mayores que las habituales en el siglo XVI, pero los solares más pequeños, lo que aumentó la densidad 62. En el profundo norte, a partir de 1772, se consolidó la mítica frontera califórnica, que aglutinó misiones, pueblos y presidios. Estos sirvieron como refugio a civiles y soldados, pero en raras ocasiones permitieron organizar campañas eficaces contra los nativos que incursionaban desde las grandes praderas 63. Hacía tiempo que existía

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una red de presidios para proteger reales de minas como Sombrerete, Real de Catorce, Saltillo, Parral y Chihuahua o urbes como Durango de los ataques de apaches, comanches, semis o tarahumaras. La línea defensiva atravesaba desde el Pacífico al Caribe por Sonora, Sinaloa, Nueva Vizcaya, Arizona, Nuevo México y Texas y constaba de quince presidios colocados a quince leguas unos de otros. Destacaban los de Tubac —una agrupación de edificios de adobe sobre una elevación, presididos por una casa de guardia y residencia del capitán, rodeados de una capilla y con algunos barracones de soldados, todo ello sin fortificar—, Terrenate, El Paso, Janos, Buenaventura, Julines, Cerro Gordo, Santa Rosa, Monclova y San Antonio 64. Junto a este se fundó en 1731 de acuerdo con las Ordenanzas de 1573 la villa homónima con 16 familias canarias compuestas por 56 miembros, que habían sobrevivido a un penoso traslado desde Cuba y Veracruz. El resto del siglo llevaría una existencia sencilla de ciudad ganadera, alterada tan sólo por los periódicos intentos de los gobernantes de Texas, allí residenciados, de moralizar la vida pública y acabar con el juego, los robos, los amancebamientos escandalosos, la destilación clandestina de licor y las carreras de caballos en las calles 65. Por fuera del contorno protegido existían otros presidios, como los de Monterrey en California o Santafé y Robledo en Nuevo México. Allí el fenómeno urbanizador se manifestó de maneras distintas. San Carlos, San Diego, San Antonio de Padua, San Gabriel y San Luis Obispo fueron misiones fundadas por fray Junípero Serra entre 1769 y 1772; San Juan Capistrano, San Francisco y Santa Clara se establecieron en 1776 y 1777, Buenaventura en 1782, Santa Bárbara en 1786, San Luis Rey en 1798 y San Francisco Solano en 1823. San Diego, San Francisco y Santa Bárbara (con 203 habitantes, de ellos 47 mujeres, en 1785) además de misiones fueron presidios. En cuanto a las ciudades, no resultaron menos importantes 66. San José de Guadalupe (1777), Los Ángeles (1781) y Branciforte (1796) lo fueron desde sus inicios 67. Mientras los presidios eran sostenidos con situados de las Provincias Internas, las misiones se mantuvieron con el «fondo piadoso» de California 68. En Guatemala destacó el traslado a una nueva capital tras el terremoto de 1773 —la nueva traza cuadrada mostró pequeños atrevimientos del urbanismo ilustrado, tendentes a cuestionar la regularidad tradicional, pues la plaza mayor se desplazó al norte y hubo elementos asimétricos— y se fundaron pueblos y villas para mestizos y ladinos, como San Luis de las Carretas (1784), San Salvador (1802),

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Jocotenango, San Pedro, Potresillo (1810) y Santa Rosa, esta última en Honduras. Algunos emigrantes gallegos que iban a fundar una villa en la Mosquitia fueron enviados a Trujillo con el objeto de reforzar su débil poblamiento. En Nueva Granada, se fundó El Banco (1744), con negros libertos, mestizos y blancos pobres, pero lo más importante fueron las citadas «nuevas poblaciones» de Cartagena (con trazas de 48 manzanas cuadradas o irregulares, según los casos), entre las cuales destacaron Montería, Sincelejo, Sonsón y Ciénaga. En el Darién se construyeron casas fuertes en Yaviza, Chepigana, Cana y El Real y en 1786 el ingeniero Antonio de Arévalo erigió los fuertes de San Rafael y San Gabriel para proteger las poblaciones del golfo de San Blas y Carolina. En el Pacífico surgió el fuerte del Príncipe, que debía dar salida a un futuro camino interoceánico, pero en 1789 una real cédula ordenó abandonar los costosos establecimientos de Mandinga, Concepción y Carolina, destruir los fuertes y demoler las iglesias «para que no fueran profanadas por los salvajes». En Venezuela, se fundaron Puerto Cabello en la costa, Ciudad Real y Real Corona (1759) en el Orinoco, Angostura (1764) en su desembocadura y San Fernando de Atabapo, Esmeraldas y San Carlos de Río Negro en la ruta fluvial amazónica. Esta última se convirtió en la localidad limítrofe con el Brasil portugués. El Río de la Plata fue en sentido urbano una realización dieciochesca. En 1724 se fundó Montevideo para proteger la desembocadura fluvial y luchar contra el contrabando; sobre uno de los ejes de salida de la descentrada plaza mayor se situó la ciudadela y las 32 manzanas en damero de la traza inicial se sortearon entre los canarios que fueron sus primeros pobladores civiles. En sus alrededores se fundaron en 1776, tras la toma española de la colonia de Sacramento, pueblos como Las Piedras, Florida o San Juan Bautista, con algunos blancos que vivían dispersos 69. Más allá surgió un segundo cinturón urbano con San Fernando Maldonado, San Carlos, Melo (de plaza rectangular) y Batoví, que fueron lugares fundamentales en la defensa frente a los lusobrasileños. Con el mismo propósito se consolidaron en Paraguay presidios y núcleos urbanos, como San Felipe Borbón (1714) al norte y La Villeta (1718) al sur. Entre ambos se levantó una línea de presidios desde San Jerónimo, extramuros de Asunción, a Lambaré o El Reducto, que fueron reforzados desde 1761 con Ibioca, Maicampan o Ñembucai. En 1745 surgió San Agustín de la Emboscada con negros y pardos libres como pobladores; después del Tratado preliminar de San Ildefonso (1777), aparecieron en el río Paraguay Pilar Ñeembucó y Rosario

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Cuarepotí. En las Malvinas, tras la expulsión de franceses y británicos, se fundó Puerto Soledad (1767). En la Patagonia, emigrantes asturianos, gallegos y castellanos fundaron en 1778 Puerto Deseado como base pesquera y de extracción salinera. Con el objeto de protegerla, se establecieron diversos fuertes: San José (1779) y Carmen de Patagones (1782). En Chile, donde el suelo realengo para nuevas fundaciones era escaso (la tierra debía ser adquirida a particulares) y la existencia de una frontera indígena abierta había producido una acusada desruralización, la Junta de Poblaciones impulsó con el apoyo del capitán general Manso de Velasco la fundación de diez ciudades, entre ellas Rancagua (1743) o Santa Cruz de Triana. La hazaña se narró en una leyenda contenida en su plano en estos términos: «El gran Filipo quinto, el animoso de las Españas y de las Indias dueño, en estados y en armas tan glorioso, a todo el mundo asombra su real ceño. Edifica ciudades, puebla villas, teatro es el orbe de sus maravillas, Don José Manso de Velasco ardiente, en su celo y acero fulminante, siendo de aquesta audiencia presidente, se extendió en poblaciones más que Atlante» 70.

En tiempos de otro capitán general, Domingo Ortiz de Zárate, se fundaron quince poblaciones y se trasladaron o reconstruyeron Chillán y Concepción, arruinadas en 1751 por un terremoto. Esta última «contiene rasgos ejemplares en su traza: la plaza, de 150 varas por lado, presenta en el situado al sur varios cuarteles para artillería, infantería y dragones veteranos. La plaza va, en este caso y con justicia de su rango militar, a titularse «plaza de armas». Los edificios que contienen estos cuarteles junto a la catedral (obra hecha sobre los planos de Sabatini, Toesca y Palomino), la iglesia de San Pedro, el palacio del arzobispo, la casona de los gobernadores, el ayuntamiento y los que ocupa un poderoso criollo (José de Urrutia) poseen una unidad vertebral arquitectónica neoclásica: que es como una atmósfera nueva colocada sobre el clásico esqueleto del damero» 71.

En las décadas siguientes hubo en Chile más preocupación por la fundación de pueblos de indios, pero también se establecieron ciudades como Talcahuano y Tucapel, en plena Araucanía: el capitán

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general Ambrosio O’Higgins retomó el impulso urbanizador y estableció Maipo (1792), Linares (1794), Osorno (1796) —con la pretensión de convertirse en la utopía perfecta de una comunidad de hacendosos labradores y laboriosos artesanos— o Llopeu (1797). Las reformas urbanas expresaron el ideal de las ciudades ilustradas como máquinas cuyos mecanismos se encontraban en perpetuo movimiento. De ahí que las más importantes experimentaran una profunda transformación, fundada en una nueva idea de civilidad. En adelante, el espacio público se querrá separado del privado y desgajado de los ámbitos de lo íntimo (concernientes a la vida privada oculta, pues la exterior debía mostrar comportamiento adecuado) con una pretensión de transparencia absoluta 72. La rapidez de este cambio fue tan asombrosa que se puede hablar de una revolución de los modelos descriptivos, que pasaron de fijarse en la abundancia de las ciudades a hacerlo en su inmundicia. Todavía en 1777 Juan de Vieyra señaló en su Breve y compendiosa relación de la ciudad de México que el interior de la plaza mayor, adornada por «la famosa fuente que forma un perfectísimo ochavo», era «un abreviado epílogo de maravillas», con toda clase de frutas y hortalizas expuestas, «que ni en los mismos campos se ve junta tanta abundancia». En 1788, sin embargo, un anónimo Discurso sobre la policía de México señalaba: «Domina en esta ciudad un desorden en la manipulación y venta de alimentos condimentados y preparados con fuego, que apenas hay plaza y aún calle donde no se fría o guise, causando no sólo las contingencias de incendios sino el humo, olor u otras incomodidades inseparables» 73.

Los representantes allí del nuevo urbanismo neoclásico, que pretendieron imponer unidad, regularidad, simetría, proporción y perspectiva, en aras de su proyecto de ciudad política orientada a la felicidad de sus habitantes mediante la ciencia y la industria y la implantación de conductas higiénicas, morales y racionales, percibieron la antes laureada plaza mayor como «muy fea y de vista muy desagradable» 74. Pero lo peor era el elemento humano que la habitaba: «Lo desigual del empedrado [... ] los montones de basura, excrementos de gente ordinaria y muchachos, cáscaras y otros estorbos la hacían de difícil andadura». La famosa fuente fue denigrada sin contemplaciones: «Esta pila fue una gran inmundicia, el agua estaba hedionda y puerca, a causa de que metían dentro para sacar agua las ollas

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puercas de la comida de los puestos y también las asaduras para lavarlas. Las indias y gente soez metía dentro los pañales de los niños estando sucios para lavarlos fuera con la agua que sacaban [...] el enlosado de afuera estaba lamoso y resbaloso a causa de la jabonadura que despedía la ropa que lavaban al derredor» 75.

Por entonces se perdieron las primeras iglesias de México, como la del Amor de Dios, reemplazada por una tienda y una vivienda; la de San Felipe, convertida en casa de vecindad; la de San Pedro y San Pablo (1784) y la capilla del Gallo, pero por contraste aparecieron la Real Academia de San Carlos (1784), impulsora de la estética neoclásica, o el formidable palacio de minería del valenciano Manuel Tolsá, construido entre 1797 y 1813. En ese escenario irrumpió, como predestinado a restaurar las pasadas glorias de la ciudad, el habanero Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo y virrey de Nueva España de 1789 a 1794. Fue él quien hizo «desembarazar totalmente la plaza mayor de sus puestos y sus cabañas», limitó el mercado a la explanada del Volador y dispuso la limpieza, empedrado y regularización de las calles y la recogida de las basuras. Además, ordenó al arquitecto jefe de la ciudad, Ignacio Castera, levantar un plano con el objeto de «conciliar el mejor orden de policía y de construcción futura». A este respecto, es interesante subrayar que las obras pretendieron restaurar la ciudad a «la hermosura material y la salubridad del aire» que había tenido en sus orígenes cortesianos, perdidos por las irregularidades abiertas en la traza, los callejones y vericuetos. Que en el curso de las obras en la plaza aparecieran el calendario azteca de la piedra del sol y el monolito de Coatlicue, la diosa terrestre de la vida y la muerte, representada por una mujer con una falda de serpientes y un collar de corazones de sacrificados, no menoscabó el fervor transformador del virrey 76. La exuberancia normativa de su programa también se hizo patente en los bandos que establecieron «una casa de alquiler de coches y cupés decentes, situando algunos en parajes públicos para fletarlos solamente por horas, a precios cómodos», o castigaron al que rompiera o robara el alumbrado: «el que quebrare algún farol, [de los que existían 1.128 en la capital] aunque sea descuido lo pagará y si no tuviere con qué, se le aplicará a donde lo devengue con su trabajo». No era cuestión de broma; quien se enfrentara a los guardias que los cuidaban podía arriesgarse, según los casos, a tres años de trabajos forzados, destierro y multas. No son menos significativas las órdenes de Revillagigedo para que hubiera vigilancia militar en los paseos de la Alameda y Bucareli.

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Allí, los soldados debían ordenar el tráfico e impedir la entrada de «gente de mantas o frazadas, mendigos, descalzos, desnudos o indecentes». Los vendedores de dulces fueron permitidos a condición de que no los fabricaran allí y vinieran vestidos 77. La desnudez se consideraba en general una consecuencia de la ociosidad y madre de otros vicios, como la afición desmedida a la bebida en las pulquerías y la entrega desenfrenada al juego, que llevaba al común de las gentes a empeñar la ropa en las pulperías o a perderla en envites desafortunados 78. En esta materia, Revillagigedo obtuvo un gran éxito, pues impuso a los 5.000 hombres y 2.000 mujeres que trabajaban en la gigantesca Real Fábrica de Puros y Cigarros —cuyo edificio neoclásico levantado entre 1793 y 1807 fue un logro de la arquitectura industrial a escala mundial—, así como a los 500 operarios de la Casa de la Moneda, la compra de una vestimenta adecuada con cargo a su salario 79. El testimonio del peninsular José Gómez, que residió en México en su etapa de gobierno, la resumió con la concisión exigida a una Relación de mando: «En su tiempo se hicieron agujeros por toda la ciudad y se sacaron varios ídolos del tiempo de la gentilidad [...] En su tiempo se quitó el repique de las campanas con esquilas [cencerros pequeños] en todas las iglesias [...] por mandado del virrey se mataron más de 20.000 perros. Se pusieron en todas las calles faroles y unos hombres que los cuidaban que se llamaban serenos y que estaban toda la noche gritando la hora que era y el tiempo que hacía. Se pusieron unos carros para la basura y otros para los excrementos de casas, con su campana. Todos los miércoles y los sábados de la semana se barrían todas las calles y se regaban todos los días y si no se multaba a los vecinos con 12 reales. Se quitaron de palacio todas las imágenes que había de Cristo y de la Virgen [...] Se pusieron en todas las calles o esquinas los nombres y los números de las casas en azulejo. Se pusieron coches de providencia, que no los había ni se habían visto» 80.

Lo cierto es que Revillagigedo fue tanto un gobernante singular como el representante de un estilo de mando visible en muchas ciudades de la América española en las últimas décadas del siglo, cuyo programa de obras públicas solía conllevar la construcción de un cuartel, un hospital, el traslado extramuros del cementerio, la mejora y construcción de nuevos puentes y caminos, fuentes de agua potable, sistemas de alcantarillado, paseos, teatros, plazas de toros, jardines y alamedas, así como una serie de mejoras de las condiciones

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de habitabilidad, entre las que se contaban aquellas relacionadas con la limpieza, empedrado, alumbrado y jardinería. Su contemporáneo en el Perú, el marino Francisco Gil y Lemos (1790-1796), estableció en Lima una academia de bellas artes, un gabinete anatómico, un hospital y una escuela náutica 81. Sus habitantes encontraron gran esparcimiento en la alameda de los descalzos, arreglada con fuentes, esculturas y parterres, el escenario perfecto para las seductoras tapadas, que usaban un rebozo para taparse medio ojo y causaban estragos entre los limeños por su singular atractivo. Al final de siglo, el virrey O’Higgins mandó construir la carretera Lima-Callao con tres calzadas: una central empedrada para vehículos y dos laterales apisonadas para peatones. Esta iniciativa supuso el rebasamiento definitivo de la muralla y la apertura de una nueva etapa urbanística 82. En Buenos Aires, una ciudad guarnición llevada a la opulencia por la industriosidad y maña de sus grandes comerciantes, un virrey novohispano, Juan José de Vértiz (1778-1783), descubrió al llegar la fealdad de las construcciones, las dificultades de la circulación provocadas por el cieno y el peligro para la salud pública de las carroñas de la vacas sobre las calzadas, que atraían multitud de roedores 83. De inmediato, junto al intendente Francisco de Paula y Sanz, puso en marcha medidas como la prohibición de arrojar basuras a la calle o las orillas del río, la nivelación y empedrado de las calles y la eliminación de cactus de los alrededores de la plaza mayor, que según creían le otorgaba un aspecto rústico. También ordenaron abrir calles cerradas de manera arbitraria; los pulperos recibieron orden de no cortar leña en la calle y se exhortó a los artesanos a entrar a sus casas las mesas y bancos de trabajo que colocaban donde les apetecía, a fin de no entorpecer la circulación de los viandantes. Las calles se iluminaron con faroles de grasa de vaca, pero con frecuencia fueron robados o rotos. Vértiz también fundó el protomedicato, un hospicio, un corral de comedias, una imprenta y una casa de expósitos. A comienzos del siglo XIX se acometió la reforma de la plaza mayor, que fue dotada de arquerías; la planta baja se ocupó con tiendas y el primer piso tuvo depósitos y habitaciones. El mercadeo permanente de toda clase de objetos y alimentos sólo se detenía en ocasiones especiales, cuando el recinto acogía fiestas, espectáculos, corridas de toros o ahorcamientos de delincuentes, cuyos cadáveres eran a veces cortados en trozos y las cabezas y manos arrojadas a los lugares donde habían perpetrado sus crímenes 84.

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En Santiago de Chile sucesivos gobernantes favorecieron las obras en la plaza mayor, la audiencia, el palacio del capitán general, la nueva catedral (1775), la aduana, el cabildo (1790), el palacio de la moneda (1805) y el consulado (1807), mientras en Quito fue el barón de Carondelet (1799-1807) quien ordenó restaurar el palacio de gobierno, el atrio y portadas de la catedral y poner en marcha un servicio de limpieza y recogida de basuras. En Caracas, en tiempos del gobernador Manuel González (1782-1787) se edificaron los puentes de Carlos III y la Trinidad, un corral de comedias y una alameda según el modelo del Paseo del Prado madrileño, con el fin de «contribuir al mayor lucimiento de esta ciudad y que al mismo tiempo haya una diversión pública que sirva para establecer en sus moradores la sociedad política y de alivio a los que ejercitándose en el trabajo de sus respectivos oficios soliciten el recreo del ánimo en aquel cómodo rato dedicado al descanso» 85.

Como en otros casos, la alameda no sólo rompió la tradición reticular, con todo lo que ello significaba de novedad, sino que ofreció a las nuevas clases acomodadas un lugar de renovación de aires y encuentro social, dedicado a intercambiar impresiones y miradas, al margen de los viejos espacios y estilos. En Santafé de Bogotá, el virrey Ezpeleta (1789-1796) mandó construir el puente sobre el río Bogotá, llamado «del común», empedrar la calle real, abrir un hospicio «para la recolección de mendigos y para que los miserables forasteros y errantes disfrutaran del asilo que demandaba su condición de invalidez o calamidad», estableció escuelas para niños, orquestas, tertulias y hasta logró que se construyera un teatro. En su apertura, se representó la comedia «El monstruo de los jardines», de Pedro Calderón de la Barca 86. El efecto de emulación de las grandes capitales fue considerable. Donde era posible se mejoraba el suministro de agua; México consumía de manantial, Caracas y Popayán de río, Cartagena de lluvia, Querétaro y Santiago de Chile de río y manantial, Veracruz de río y lluvia, y Lima de río, manantial y pozos, mientras que Buenos Aires recurría a la de río, lluvia y pozos. Por sus calles, como en Lima y otras ciudades, la vendían los populares aguateros, por lo general negros esclavos que lograban con esta actividad remunerada ahorrar para pagar su manumisión. El agua «gorda» se reservaba para la plebe y la «delgada» para los pudientes, pero las enfermedades atribuidas a sus deficiencias (catarro, garrotillo, asma o litiasis), aquejaban a todos por igual. A pesar de importantes novedades médicas,

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como la vacuna, introducida desde 1803 en toda la América española, todavía hacían estragos mortíferas epidemias 87. La limpieza y eliminación de las calles de estiércol, perros sin dueño, animales muertos y otros desperdicios se consideraron parte sustancial de una buena imagen urbana y la «desagradable fetidez» supuesta en Cuzco o San Luis Potosí fueron combatidas con disposiciones que obligaron a los vecinos a sacar las basuras. El empedrado de las calles se acometía por lo general con piedra huevillo (guijarros de río) en las calzadas y losas o piedra tallada en las aceras. Buenos Aires, en cambio, tuvo aceras de ladrillo debido a la carencia de piedra. En cuanto a la iluminación, era un asunto «de policía». De ahí que los bodegoneros, mercaderes y dueños de pulperías tuvieran que poner faroles en las puertas de sus establecimientos o pagar un arancel al cabildo para su mantenimiento. En Veracruz su instalación se justificó por el decoro debido a toda «población culta», el «carácter expuesto» de su plebe y la frecuente presencia de marineros 88. Además de los fijos, existían faroles ambulantes, que eran portados por guardianes —tres en el caso de Santafé de Bogotá— o por esclavos que prestaban este servicio, como en Córdoba, a la orden de «Ah, muchacho, el farol y vente presto» 89. La ciudad americana de casas caídas, iglesias apuntaladas y calles llenas de basura, barro y aguas fecales se presumió que había quedado atrás. Aunque Panamá ofrecía un aspecto lamentable en 1761, se acometió la construcción de empedrado, alcantarillado, una nueva plaza y se repararon iglesias y edificios. Veracruz tenía en 1797 empedrado, acueducto y alumbrado de aceite; el cementerio se había trasladado extramuros. La importancia del empedrado era extrema en ciudades tropicales porque reducía el riesgo sanitario. El ingeniero militar O’Dally utilizó los adoquines del lastre de los buques para cubrir las calles de San Juan de Puerto Rico; Cartagena también fue adoquinada. En La Habana se adornó la plaza mayor con ceibas y jardines, se empedraron las calles, se abrieron las alamedas de Paula y el Nuevo Prado y se inauguró el alumbrado; en la nueva Guatemala, en cambio, estos trabajos tropezaron con grandes dificultades por las peculiaridades del terreno. En época de lluvias, el agua cubría las aceras y la sangre del matadero bajaba como un arroyo pestilente desde los barrios altos de Habana y Capuchinos. No resulta extraño que algunos pobladores de la vieja ciudad pretendieran seguir en ella tras el terremoto de 1773 y para mostrar su voluntad de permanencia se esmeraran en la limpieza de sus calles y plazas, destinadas por imperativo legal a la evacuación forzosa 90.

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La reordenación del espacio urbano obedeció a políticas de largos alcances, cuya persistencia en el tiempo era imposible de prever. Pero además el escenario físico y humano de las ciudades americanas fue más difícil de transformar de lo que una voluntad política, por muy regalista y despótica que fuera, podía lograr. Algunas investigaciones apuntan que el deterioro y abandono de los centros históricos existió en el siglo XVIII y se produjo de una manera «natural», ajeno a reestructuraciones tecnocráticas del tejido urbano. Es innegable que la división en barrios y cuarteles fue determinante, porque impuso una geometrización de innegable efecto urbanístico, fiscal y propagandístico. Sin embargo, algunas investigaciones muestran que estos simulacros de orden podían encubrir la soledad y la escasez dramática del número de españoles peninsulares, pero también de criollos americanos, en el seno de la «innumerable multitud» de «color quebrado» que habitaba las ciudades. También es constatable la exitosa aproximación de mestizos, mulatos, indios y negros libres hacia los centros urbanos, antaño reservados a los conquistadores beneméritos y sus descendientes, contrarrestada por la escapada de viejos y nuevos patricios hacia las haciendas, estancias, cosos y chacras de residencia, recreo y abastecimiento de las afueras 91. No debió ser ajeno a este fenómeno, en unas regiones más que en otras, el aumento exponencial de las áreas extramuros de algunas urbes, que se extendían por el término pero también presionaban hacia el antiguo casco 92. En Guatemala, los indios ladinos se habían aposentado en las cercanías de la plaza mayor y era habitual la presencia de mestizos y mulatos en cofradías y gremios, casados además, para escándalo de algunos, con blancas de orilla. En Panamá, el deterioro de intramuros y el olvido de los patrones jerarquizados originales era ostensible, a pesar de que el amurallamiento había expulsado al arrabal a los indigentes y gentes de castas y la división de solares (en torno a 300) había pretendido consagrar de manera matemática el dominio de las familias principales, pues no había lugar para nadie más. En México, el centro era tan comercial como popular. Tras la revuelta de 1692 allí se había levantado el Parián, llamado así por el distrito comercial al menudeo controlado por los chinos en Manila; en 1816 tenía 180 tiendas de gran tamaño. Al occidente estaba el portal de mercaderes y un callejón de tiendas al por menor; al sur se hallaba el portal de las flores, donde se aposentaban mujeres indígenas y en la propia plaza mayor las mulatas vendían sobre esteras de palma y tela toda clase de artículos y mojigangas. En Lima, los artesanos, confinados en los arrabales, se las

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habían arreglado, quizás sacando ventaja de la crisis económica y el daño sufrido por las familias principales a causa de la fundación del virreinato del Río de la Plata y la implantación del comercio libre, para regresar al centro del que habían sido expulsados un siglo atrás. Lo importante para ellos era dejar atrás los terribles obrajes y las infernales panaderías de las afueras, que funcionaban como lugares de castigo 93. En Buenos Aires, una ciudad donde el número de negros y mulatos siempre fue elevado, había hasta morenos libres que poseyeron esclavos, vendieron sitios y casas y promovieron construcciones 94. En Cartagena, una tercera parte de la población vivía en el fortificado arrabal de Getsemaní, comunicado con el casco por el puente de San Francisco. La importancia del servicio doméstico, la artesanía, el comercio y las instituciones militares implicó un tráfico permanente de personas que configuró una urbe con un alto porcentaje de negras y mulatas libres dedicadas a toda suerte de oficios, oficiales, marineros y soldados en tránsito y un buen número de libres, artesanos y militares pardos con una elevada posición social: 241 de ellos tenían reconocido el título de «don» o «doña» 95. Si el hábitat natural del soldado era la ciudad y el signo del tiempo era la restauración del orden, resultaba del todo natural que se dividiera en cuarteles; la iniciativa resaltaba el propósito, tantas veces enunciado, de poner a sus habitantes en policía. En 1782, el casco y los arrabales de México se redujeron a ocho cuarteles mayores (barrios) y 32 menores, gobernados por los cinco alcaldes de la sala del crimen de la audiencia, el corregidor y los dos alcaldes ordinarios. El de alcalde de barrio era oficio concejil de cuyo ejercicio no cabía excusa, honorífico, por dos años y uniformado con casaca y calzón azul, vuelta de manga encarnada y en medio de ella a lo largo un alamar (presilla y botón, u ojal sobrepuesto) de plata. Llevaban bastón de mando. Cada cuartel menor tenía un escribano para servicio de jueces y atención a las funciones de seguridad y judiciales de los alcaldes, en especial por las noches: «Como por lo regular el delincuente huye de la luz, es necesario que los alcaldes no aflojen en el trabajo de rondar de noche en sus cuarteles; antes si se esmeran, poniendo la mayor exactitud y tesón a fin de que se eviten no sólo los delitos, sino lo que da motivo a ellos, como son las músicas en las calles, la embriaguez y los juegos. A cuyo efecto si se hallaren que en las vinaterías, pulquerías, fondas, almuercerías, mesones, trucos y otros lugares públicos en el día [...] hay desórdenes [...] y si se les denunciaren casas de tepachería (jugo fermentado de piña y azúcar) u otras bebidas pro-

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hibidas, o de juegos de suerte y envite, procederán contra los transgresores 96.

El alcalde de barrio también tenía otros cometidos, pues debía hacer un censo de población y edificios. Como «padre político de la porción de pueblo que se les recomienda», cuidaba que hubiera algún médico, cirujano, barbero, partera y botica, además de escuela para niños y niñas «con maestros virtuosos y aptos» y atendía a los huérfanos, viudas y pobres. Con semejante cantidad de exigencias (y sin sueldo) no resulta extraño que algunos moderaran su eficiencia para evitar extensiones de mandato o reelecciones, a pesar del prestigio que el cargo les solía deparar, excepto en México, porque recayó al principio en algunos mulatos y gentes de «color quebrado», que lo monopolizaron en sus familias 97. El problema del orden en los atestados arrabales y rancherías se generalizó en este período. Santiago de Chile fue dividido en cuatro cuarteles. En 1802 se discutió la conveniencia de «la extinción de las nominadas chozas o ranchos», que eran un 25 por 100 de las viviendas de la ciudad y se encontraban repartidas, si bien los «guangalíes», viviendas precarias ocupadas por castas e indios «sin costumbres ni ocupación», se concentraban en las riberas norte y sur del río Mapocho, así como en otras áreas al norte y sur de la urbe 98. Buenos Aires también se dividió en cuatro cuarteles y veinte barrios; Caracas tuvo ocho barrios y Veracruz cuatro. Guadalajara, seis barrios, como Quito; Querétaro, tres cuarteles y nueve barrios. Lima, objeto de un gobierno ilustrado por impulso del visitador Escobedo, tuvo cuatro cuarteles puestos al mando de alcaldes de Corte y cuarenta barrios con sus alcaldes homónimos, que, según un exacto recuento, sumaban 322 calles, 17 callejones, la gran plaza mayor, seis plazuelas, 6.841 casas y 8.222 puertas de habitación 99. En cierto sentido resulta paradójico que se implantara una geometría castrense en las ciudades americanas —a ello colaboró sin duda la presencia y la labor extraordinaria en multitud de obras públicas de los ingenieros militares— porque los cuarteles fueron por lo general deficientes y la vida en guarnición incómoda y poco gratificante 100. Esta contradicción resulta aún más llamativa porque la ciudad fue el marco de desarrollo de la actividad del ejército en América, que tuvo en ella «su ámbito propio, modificándola y actuando sobre su paisaje físico, social y económico; y a la vez siendo determinado por ella, imbu-

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yéndose del espíritu criollo y barroco que caracterizó la vida urbana americana a lo largo del siglo XVIII» 101.

La triple dimensión de la organización militar, basada en la existencia de regimientos, batallones o compañías fijas, unidades de refuerzo que cruzaban el Atlántico de continuo en ambas direcciones y milicias de blancos, morenos y pardos, o la idiosincrasia particular de la Real Armada, con sus oficiales científicos —algunos de ellos americanos—, su demanda permanente de marinería y su red de bases y apostaderos a escala continental, imprimieron un sesgo determinado a las urbes en las que sus oficiales, soldados y marineros eran destinados, de manera permanente o temporal. Su impacto alcanzó todos los órdenes: político —al reforzar la presencia de la Corona y relacionarse con estamentos, cuerpos e individuos en avenencia o conflicto—, económico —por la importancia de sus ingresos, gastos, tareas logísticas y demandas de aprovisionamiento y mano de obra, hasta el límite de lo industrial, como en el arsenal de La Habana—, social —al remarcar un ethos jerárquico, pero también facilitar la movilidad al dar cabida a pardos y morenos libres en su servicio— y cultural —en la medida en que el elemento militar fue en esta etapa con frecuencia ilustrado y más tarde liberal, pero también impuso un conjunto de prácticas autoritarias y coercitivas antes desconocidas—. La distribución de los cuerpos militares en las urbes americanas reflejó las viejas y nuevas amenazas sentidas por quienes gobernaban la monarquía. Pero fue la Guerra de los Siete Años la que impuso la necesidad de crear auténticos ejércitos, pues la toma de La Habana o el acoso a Veracruz terminaron la etapa de feliz dejación al respecto, aquella en la cual dominó una pax hispanica articulada en el consenso imperial. Este se basó en el interés de estamentos e individuos poderosos en mantener la estabilidad, el temor a las revueltas y motines de indios, negros y castas, pero fue favorecido por la propia intangibilidad geográfica de América, cuyo tamaño y complejidad habían disuadido en el pasado de absurdas pretensiones de control territorial a diversos ministros y consejeros de Indias. En 1762 el atribulado marqués de Cruillas, virrey de Nueva España, temeroso de un ataque británico, suplicó a los principales de las ciudades ayuda para proveer la defensa. En Veracruz los milicianos reclutados querían irse a cultivar sus milpas de maíz y en Tlaxcala una requisa del alguacil mayor en busca de armas arrojó por todo balance siete pistolas, cuatro escopetas y cuatro espadas.

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Era obvio que ni el recuerdo del glorioso espíritu guerrero de los conquistadores ni la improvisación de milicianos carentes de armamento e interés permitirían afrontar una nueva guerra con Gran Bretaña, que se sabía llegaría tarde o temprano. De ahí que en años sucesivos se organizaran en regiones de población numerosa seis regimientos de infantería provincial (México, Puebla, Toluca, Tlaxcala, Córdoba-Orizaba y Veracruz) con blancos e integrantes de castas en compañías separadas, además de regimientos de dragones y caballería en otros lugares, como Querétaro y Celaya. La pésima situación de la milicia, calificada por el alcalde mayor de San Luis Potosí como «una multitud desorganizada que servía de asilo a los vagabundos e indolentes», continuaba vigente al declararse un nuevo conflicto en 1779, de modo que se propuso formar un ejército regular con cuatro regimientos de infantería, un batallón de infantería en Veracruz, dos regimientos de dragones y las dos compañías de Cataluña existentes, con cerca de 10.000 soldados. A ellos se sumarían casi 40.000 milicianos de todo el virreinato. Las unidades fijas se estacionarían en México, Tlaxcala, Córdoba, Toluca, Guanajuato, San Luis Potosí, Oaxaca, Valladolid, Puebla, Querétaro y Veracruz. No existía otra solución. Aunque la desconfianza de los militares profesionales en la efectividad y hasta la existencia de los cuerpos milicianos continuó, la formación de un ejército provincial se había impuesto 102. En otras regiones de América, el proceso fue similar, en la medida en que reflejó la misma tensión entre los cuerpos armados permanentes con oficiales peninsulares y tropa americana de costo prohibitivo y las denostadas milicias, la única solución de defensa viable en términos políticos y económicos. Al margen del debate, lo cierto es que la planta militar se asentó y amplió. Cuba tuvo regimientos de infantería, artillería, oficiales ingenieros y un apostadero de marina; Puerto Rico y Santo Domingo tuvieron regimientos de infantería e ingenieros. En Cartagena hubo un regimiento de infantería, dos compañías de artillería, ingenieros y un apostadero de marina; en La Guaira, compañía de artillería, ingenieros y apostadero de marina; en Margarita, una compañía de infantería; en Maracaibo, cuatro compañías de infantería; y tres en Guayana y Cumaná. Caracas tuvo un batallón de infantería e ingenieros; Santafé de Bogotá, dos compañías y un batallón de infantería; Popayán, una compañía de infantería; Quito, cuatro; dos en El Callao —donde también había acantonada una de artillería e ingenieros y existía un apostadero de marina— y en Tarma se radicó una compañía de infantería. En

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Guayaquil hubo un batallón de infantería y apostadero de marina. En El Plata, Montevideo tuvo apostadero de marina y un regimiento de refuerzo con tres compañías, una de ellas de artillería; Buenos Aires contó con apostadero de marina, un batallón de infantería, ingenieros y un escuadrón de dragones, además de compañías de artillería en Santafé y en la frontera. Chile tuvo abundante dotación, pues en Chiloé había dos compañías de infantería, una de artillería y dragones; un batallón de infantería, una compañía de artillería y un escuadrón de dragones en Valdivia; ocho escuadrones de dragones, un batallón de infantería y una compañía de artillería en Concepción; cinco compañías de infantería en la frontera; una compañía de dragones en Santiago y una compañía de artillería en Valparaíso. Todos estos cuerpos armados se completaron a escala continental con milicias provinciales, de morenos libres, blancos y pardos, más o menos numerosas y dispuestas, «disciplinadas» o no 103. El moderado tamaño del ejército permanente, que tenía hacia 1775 unos 13.000 hombres de dotación y 8.000 de refuerzo, aunque en 1810 había alcanzado 35.000 de dotación y 2.000 de refuerzo, no impidió los enfrentamientos con los cabildos por causas de financiación y reclutamiento 104. Estos resultaban fundamentales para las milicias, que no podían funcionar sin el concurso de las familias beneméritas de cada localidad, pues sus miembros se convertían en oficiales, pagaban los costos y las proveían de personal. El uso experto por los cabildantes de la manipulación, las peticiones y las demoras para obtener garantías, contener las demandas o eludir (como en el caso de los comerciantes) los servicios a realizar, chocó con la necesidad de mejorar cuanto antes el estado de defensa mostrado por los militares profesionales, casi siempre peninsulares, encargados de ponerlas en marcha. Para colmo, el regalismo acentuado y hasta el anticlericalismo latente de algunos oficiales también promovió conflictos de competencia, fuero y jurisdicción —a veces vinculados a escándalos públicos, divorcios y amancebamientos— con obispos e inquisidores celosos de sus prerrogativas. Lo cierto es que la ciudad americana era un espacio compartido, convertido repentinamente por imperativo de las circunstancias en dominio castrense. Las dotaciones militares constituyeron un problema añadido a los cambios que las aquejaban, de una intensidad y velocidad desconocidas. La fórmula francesa de construcción de cuarteles, con dormitorios divididos en cuatro cuerpos, alrededor de un patio central para ejercicios y paradas, resultó con frecuencia inaplicable por la escasez de recursos, la temporalidad en el acan-

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tonamiento de tropas y la falta de solares en el casco urbano. Revistas, paradas y ejercicios de instrucción se hicieron en las plazas públicas y la ausencia de cuarteles, como en el caso de Panamá, obligó a alojar a los soldados en corrales, conventos, bóvedas y casas particulares. En Mobila, desde 1700 los soldados vivían con los vecinos, en Santo Domingo residían dispersos por la ciudad y en Cartagena a los de refuerzo les alquilaban unas casas situadas junto a las murallas. En Panamá, mercedarios, franciscanos y dominicos vieron sus templos convertidos en dormitorios de soldados. Hubo, sin embargo, cuarteles nuevos en Cartagena, Valdivia, Santiago de Chile, Lima, Veracruz, Nueva Orleans y Caracas 105. El ámbito en que la presencia del ejército borbónico y las nuevas necesidades defensivas tuvieron más consecuencias para la urbe americana fue el de la fortificación, pues la dotaron de una apariencia de máquina de guerra. Comprendió la construcción de amurallamientos y el levantamiento de ciudadelas, fuerzas, baluartes, revellines y toda clase de estructuras, que se implantaron sobre las tradicionales retículas y abundaron en los abismos de irregularidad que, en un ámbito completamente distinto, habían impuesto los paseos y alamedas de orientación oblicua 106. Aunque la ambición constructiva de los ingenieros militares encargados de estas obras fue atemperada por las limitaciones institucionales y financieras, Cartagena, Campeche, Montevideo, Mérida, San Agustín, Panamá, Santo Domingo, Valdivia y Concepción fueron rodeadas por amurallamientos y defensas. La Guaira quedó circundada por fuertes y baterías, al igual que Riohacha, Chagre, Chiloé y Puerto Cabello. En La Habana se levantó un vasto sistema defensivo de dimensión comarcal. Hacia 1800, la impresionante entrada desde el mar presentaba los fuertes de El Morro y La Punta, la Cabaña, el Príncipe y Atarés, la ciudad fortificada y la Fuerza Vieja, junto a baterías como la de Regla y castilletes como San Lázaro y La Chorrera. En Cartagena, desde el acceso en la bahía se sucedían el fuerte de San Fernando, la batería de San José, los fuertes del Pastelillo, La Manga y Santa Cruz, la ciudad y el arrabal amurallados y la vieja mole de San Felipe de Barajas, felizmente intacta. Ciudades tan alejadas entre sí como Nueva Orleans —donde el barón de Carondelet impulsó la construcción de dos fuertes en las extremidades del frente fluvial, en forma de pentágono regular—, San Juan de Puerto Rico —allí se reconstruyeron y reforzaron entre 1765 y 1783 la fortalezas de San Cristóbal y San Felipe del Morro y se completó la muralla—, Veracruz —guardada por el formidable castillo de San Juan de

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Ulúa—, o Montevideo —una plaza fortificada presidida por una ciudadela con cuatro baluartes en sus extremos y defendida por los fuertes del Cubo del Norte, El Cubo del Sur y San José— experimentaron similares transformaciones. En la medida en que la ciudad ilustrada se proyectó sobre el trasfondo barroco de las urbes americanas como una fundación procedente de otra parte, en la pretensión de alterar sus equilibrios y también sus permanentes imposturas, resultó inevitable que el tiempo y el espacio vividos por sus habitantes se alteraran de manera notable. El universo de contraste y mestizaje que era propio de un continente de color —en feliz expresión del gran viajero Alejandro de Humboldt— no hizo más que agudizarse con la difusión de una retórica extremista, destinada a desembocar en la supuesta inevitabilidad del cambio revolucionario y en su opuesto, cercanos ya en sus versiones criollas, ambas agónicas y criminales, de terror realista o de «salud pública» más o menos a la manera jacobina. Pero en el horizonte de 1800, los habitantes de las ciudades americanas seguían practicando con idéntica constancia sus vicios y virtudes, al pairo de los acontecimientos, engañados por los últimos estertores de una monótona rutina de lentísima evolución 107. El esplendor de las urbes del Nuevo Mundo parecía correr en cierto modo parejo a los afanes de autorepresentación de las elites que las gobernaban, virreyes, gobernadores e intendentes, oficiales del ejército y la marina, cabildos seculares y catedralicios, grandes familias de hacendados o señores de minas, descendientes de conquistadores y encomenderos, prósperos comerciantes y autoridades de la Iglesia, obispos, abades y priores de conventos y monasterios. Los retratos de las nuevas clases acomodadas, y no sólo de virreyes, arzobispos o caciques, mostraban los recientes cambios, visibles en la vestimenta, los fondos y los objetos que los acompañaban —mapas, compases o cuartos de círculo formaban ahora parte del atrezzo—. La mexicana Luisa Gonzaga fue retratada por José María Vázquez en 1806 a la manera neoclásica, sobre un fondo de jardín y con vestido imperio; en sus manos aparecieron un libro y un abanico. Juan de Sáenz, en cambio, pintó en 1793 La señora Musitú e Icazbalceta con sus dos hijas, adornadas con vestidos de perlas, encajes y plumas en el sombrero, a la manera barroca novohispana, si bien al fondo apareció un jardín ornamentado con esculturas mitológicas de Neptuno, Venus y Apolo, en concesión a la moda 108. Si hemos de creer lo que cuenta Concolorcorvo en El lazarillo de ciegos caminantes (1776), «los interiores de las casas manifiestan

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la grandeza de las personas que las habitan», el frenesí y el lujo que atesoraban algunas de ellas correspondía a la gallardía de su condición 109. En las de Lima se veían alcobas con colgaduras, rodapiés de damasco carmesí, galones de Milán, sobrecamas de Lyon, sábanas y almohadas de lienzo de Cambrai y batista de Holanda. Las casas se adornaban con tapicerías, sillerías de caoba, camas y vajillas de plata y porcelanas de China. En los palacios de México, donde los había espléndidos, como los de los condes de Santiago de Calimaya (1781), el marqués de Jaral del Berrío (1785), la casa de los perros o la de los azulejos, la elegancia de las columnas que rodeaban los patios, el refinamiento de las bóvedas y arcos, los balcones de hierro forjado y los revestimientos confirmaban la impresión de opulencia que producía la fachada. Por lo general, el acceso se hacía a través de un zaguán que desembocaba a un patio. A su alrededor se distribuían espacios destinados a servicios como cuartos para mozos, cocheras o bodegas. Del patio salía la escalera al segundo piso y en el espacio que se formaba abajo estaba la covacha. En el descansillo, se abría una puerta al entresuelo, que constaba de varios espacios, utilizados como oficinas y habitación de los empleados. Arriba, donde se hacía la vida familiar, los espacios principales solían ser el salón del dosel —que era privilegio de la nobleza, destinado a guardar los retratos del rey y la reina—, la sala de estrado para recibir, la antesala, el tocador y la habitación principal, el oratorio, un número variable de habitaciones, despacho de curiosidades, biblioteca, salón de música, comedor, repostería, cocina, baño y cuarto de asistencia. Los muebles incrustados de nácar, carey y caoba, los cofres lacados de China y los marfiles filipinos salpicaban las estancias. Alrededor de la señora española peninsular o criolla y sus hijos e íntimos, se hallaban las sirvientas indias y mulatas o los esclavos negros que servían el chocolate (que se tomaba por la mañana y a las tres de la tarde) y preparaban el paseo vespertino. Durante las recepciones, el tabaco era de rigor. «En las visitas de las señoras pasan varias veces una bandeja de plata con cigarros y un braserito»; se fuma en todos lados, menos en las iglesias, señala un visitante 110. Otros habitantes de la urbe, la inmensa mayoría que residía en viviendas, entresuelos, accesorías y cuartos, no podía disfrutar de semejantes lujos 111. En ciudades de reciente expansión, como Buenos Aires, reinaba mayor sobriedad que en la capital novohispana. Las casas de los grandes comerciantes disponían de buenos muebles de rica madera del Janeiro y las mujeres, aun «las más pulidas de todas las americanas

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españolas», no usaban vestidos tan costosos como los de las limeñas. Concolorcorvo recuerda que «cortan, cosen y aderezan sus andrieles con perfección, porque son ingeniosas y delicadas costureras» 112. Los placeres del chocolate se sustituían por el consumo de yerba mate y se acudía a diversiones honestas, como las tertulias y las veladas musicales animadas por mulatos guitarristas y divertidos campesinos. Allí sólo había 16 coches en 1771; en Lima, en cambio, rodaban 280 coches y más de mil calesas. En sus calles, las damas importantes competían en el lujo de sus carruajes, el vestido de sus doncellas o, como ocurría en Caracas con las poderosas mantuanas, las señoras de las haciendas de cacao, el número y disposición de los esclavos que las acompañaban a misa. La costumbre del paseo en las alamedas recién construidas, justificada por las renovadas ideas en torno a la salud y los cambios en la sociabilidad, fomentó de manera paradójica la criticada ostentación barroca, pues se tenía por costumbre de principales ir en carruaje y se consideraba propio del vulgo hacerlo a pie. La emulación de los nuevos usos entre la gente «del común» o la presencia callejera de militares y marinos uniformados, con su prestancia y su novedoso ritual cuartelero de cañonazos a la hora exacta en aviso del cierre de puertas y ciudadelas, en grave detrimento de las tradicionales campanas y sus avisos de devoción y recogimiento, apenas disimulaban la evidencia de que las urbes americanas se habían transformado, pero también continuaban como siempre, resistentes al cambio, para escándalo de los ilustrados peninsulares y criollos, que sólo veían (y no paraban de escribir sobre ello) calles sucias, basuras por doquier, cerdos y perros en la vía pública, borrachos y jugadores, ladrones y asaltantes, además de mujeres de placer, mulatas y zambas casi siempre. La visión del criollo chileno Manuel De Salas no dejó lugar a dudas sobre la pérdida de la tensión virtuosa, la anomia social que un patricio contemplaba como la enfermedad mortal que aquejaba a su patria local, en una referencia dedicada al vital cuerpo de los artesanos: «Herreros toscos, plateros sin gusto, carpinteros sin principios, albañiles sin arquitectura, pintores sin dibujo, sastres imitadores, beneficiarios sin docimasía, hojalateros de rutina, zapateros tramposos, forman la caterva de artesanos, que cuanto hacen a tientas más lo deben a la afición y a la necesidad de sufrirlos, que a un arreglado aprendizaje sobre que haya echado una mirada la policía y animado la atención el magistrado. Su ignorancia, las pocas utilidades y los

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vicios que son consiguientes les hacen desertar con frecuencia y, variando de profesiones, no tener ninguna» 113.

Semejantes juicios expresaban tanto un estado de ánimo individual como una corriente de opinión, jaleada de continuo desde instituciones y medios de la recién aparecida prensa periódica, enzarzada también en la tarea opuesta de defensa de América en la tantas veces mencionada polémica del Nuevo Mundo. Entre ellas destacaron los consulados de comercio, tanto los antiguos de México y Lima como los fundados a partir de 1790 en Caracas, Buenos Aires, Cartagena, Veracruz, Guatemala y La Habana, así como las expediciones científicas, desde las botánicas de Nueva Granada, Nueva España y Perú a las hidrográficas o mineralógicas y las Sociedades de Amigos del País, fundadas en Santiago de Cuba (1787), Mompós (1784), Veracruz y Mérida (1780-1794), Lima (1783), Quito (1791), La Habana (1791), Guatemala (1794), Bogotá (1801), Puerto Rico (1814) y Chiapas (1820). Todas expresaron una vocación de liderazgo social articulada en una idea moderna de opinión pública. Como organismos intermedios entre las gentes instruidas y «ordinarias», dedicados a la reflexión y la agitación política y corporativa, funcionaron mediante la elección de comisiones, reuniones públicas, escuelas, clases de instrucción y la edición y recolección de libros, semillas y otros materiales. Sus miembros expresaron un punto de vista ilustrado y criollo cada vez más radical en publicaciones reconocidas y difundidas por suscripción o venta. Entre ellas destacaron el Diario literario de México (1768), fundado por el novohispano José Antonio de Alzate; el Mercurio Volante con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de física y medicina (1772), establecido por José Ignacio Bartolache; el Diario de Lima curioso, erudito, económico y comercial (1790), y el formidable Mercurio peruano de historia, literatura y noticias públicas (1791), tras el cual se situó el ariqueño Hipólito Unánue. Fuera de las antiguas capitales virreinales aparecieron la Gaceta de La Habana (1762 y 1782), el Papel periódico de Santafé de Bogotá (1791) del bayamés Manuel del Socorro Rodríguez, Primicias de la cultura de Quito (1792) del mestizo Francisco de Santa Cruz y Espejo, el Telégrafo mercantil, rural, político, económico e historiográfico del Río de la Plata (1801) del extremeño Francisco Antonio Cabello, la Gaceta de Caracas (1808) y muchos otros 114. Al fin, el mundo urbano de la América española no dejó de expresarse, como había ocurrido desde el siglo XVI, a través de una formidable cultura impresa. De modo que la ciudad

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ilustrada fue ámbito de una auténtica edad de oro del libro y el escrito, ostensible en la proliferación de imprentas, la multiplicación de ediciones y el especial cuidado de algunos gobernantes en la materia. Entre ellos sobresalió el virrey Vértiz, que en 1780 mandó rescatar una antigua prensa de los jesuitas para poner en marcha en Buenos Aires la imprenta de los niños expósitos, primera de la ciudad, que vendía libros en sus propios locales mediante un portal abierto a la vía pública 115. Una de las quejas constantes en los periódicos y tertulias de los patricios y sus émulos era la relajación de las costumbres, con sus secuelas en la escasa laboriosidad y la proliferación de los vicios privados y públicos. Causa de ello suponían que eran las fiestas, pues, lejos de disminuir en número, habían aumentado con la implementación de rituales reforzados de la fidelidad borbónica junto a las debidas a la tradición, religiosas y profanas. Su sentido era el mismo de siempre, articular lo ordinario con lo extraordinario, reforzar la jerarquía social y abrir un espacio aparente y controlado para la distensión y la disensión. La educación en el temor ante la etnicidad no evitaba auténticas (y deseadas) ocasiones de peligro y el consiguiente y temido escándalo público: en Guatemala se produjeron en 1789 serios enfrentamientos por las burlas a las que fueron sometidas en carnaval las mujeres de dos peninsulares, el coronel Cayetano Ansoátegui y el ingeniero José Ampudia. No se les había ocurrido otra cosa que disfrazarse una con capa de hombre y sombrero inglés y la otra con enaguas de mulata: el populacho las había tratado como a tales y debió llegar a los más francos excesos 116. Porque lo extraordinario, contra lo que se podía pensar, no relajaba, sino que reforzaba la necesidad de urbanidad y civilidad. En procesiones, fiestas de toros y cañas, rogativas y celebraciones patronales o eventos de recuerdo y evocación de lealtad a un rey-padre lejano, las corporaciones y estamentos se mantenían en su lugar geográfico del atlas urbano, que también lo era simbólico. Durante el tiempo ordinario, se producían, en cambio, posibilidades de encuentro que tenían por objeto poner en marcha la «sana emulación» entre superiores e inferiores, con una pedagogía volcada a evacuar los posibles conflictos protagonizados por «injertos racionales», pardos, blancos de orilla y otros grupos peligrosos 117. Si las fiestas reforzaban la jerarquía social, era lógico que en un entorno marcado por la explosión de la etnicidad y la emergencia de grupos desestabilizadores tuvieran inusitada frecuencia. En La Habana había en 1750 un total de 57 religiosas «de tabla», es decir,

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de obligada asistencia para las autoridades, con vísperas, misas y sermones, desde el Corpus Christi a San Cristóbal (patrón de la ciudad), San Lorenzo (patrón contra los rayos), San Marcial (patrón contra las hormigas), 31 festivos en el Espíritu Santo, 33 en el Santo Cristo del Buen Viaje o 19 en los jesuitas, hasta un total de 534 fiestas religiosas, con sus adornos y pompas correspondientes. En Panamá destacaban el Corpus con bailes y procesiones, la Encarnación para librarse de los incendios, San Atanasio contra los temblores, San Jorge y San Pablo por las victorias sobre el tirano Contreras y el pirata Drake, Santa Bárbara contra los rayos, la presentación de Nuestra Señora por el terremoto de 1604 y Santiago, patrón de España, con salida del estandarte real. En San Agustín de la Florida eran muy celebrados el patrón y los santos de devoción militar, como San Marcos, San Miguel, y San Andrés, y el Corpus. Este continuó alcanzando en las metrópolis criollas el nivel de paroxismo del siglo anterior. En México desfilaron en una ocasión el virrey, altos funcionarios y nada menos que 85 cofradías con tarascas, gigantes y diablos, escoltadas por tropas a pie y dragones a caballo, mientras que en Cuzco lo hacían los cabildos y la nobleza en tres filas con cirios, seguidos de indios danzantes, tarascas y gigantones. La Semana Santa era muy popular, como la Navidad, y las cofradías rivalizaban en riqueza y devoción; fueron famosas las de Lima, Quito, Cuzco (con el milagroso señor de los temblores), San Juan de Puerto Rico, Valdivia y La Habana, en este caso con la procesión de la Virgen de los Marineros 118. En 1777 una orden de Carlos III intentó evitar los excesos cometidos en fiestas religiosas por los disciplinantes, que se mancillaban el cuerpo con latiguillos acabados en bolas de cera con cristales, cadenas o espinas y ordenó que en adelante no se permitieran, como tampoco los empalados y semejantes, por promover la incidencia y el desorden, alejar de la verdadera devoción y ser propias del bárbaro tiempo pasado. Estas pretensiones de regulación podían producir efectos contraproducentes. En Quito, el barón de Carondelet reintrodujo en carnaval los toros, que habían sido prohibidos por traer tumultos y accidentes; en vez de moderarlos, como era de prever, multiplicaron los desórdenes 119. Los actos ceremoniales de la fidelidad, fundamentales en el regalista siglo de las luces, comprendieron las muertes de dignidades reales (rey, reina e infantes), la aclamación de monarcas, el nacimiento de príncipes, la entrada de virreyes y gobernadores, la recepción del sello real o la lectura de cartas y anatemas de la Santa Inquisición.

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En mayo de 1789 se celebraron en Caracas las exequias de Carlos III; se acompañaron de ruidosos conflictos de preeminencias entre ambos cabildos y comenzaron con la confección del habitual túmulo, colocado frente al altar mayor, ponderando las virtudes del finado, alabado como «protector de las artes y las ciencias», «sabio mediador» y «promotor de la utilidad pública». Poco después, la jura de Carlos IV por la ciudad dio lugar a doce días de fiestas, cifra moderada por el capitán general Juan Guillelmi, pues los regidores pretendían que fueran veinte. Al alzamiento de los pendones en el cabildo en nombre del nuevo monarca, al que se acreditó amor y lealtad, siguieron la bendición en la catedral y el paseo del pendón por las calles hacia la plaza mayor, su exposición pública en el balcón del ayuntamiento y tres días de luminarias, toros, fuegos, danzas y comedias para celebrar «la alegría del vasallaje». Los universitarios construyeron un carro triunfal cuyo motivo fue la celebración de la sabiduría sobre la ignorancia y el falso estudio, los mercaderes aportaron una orquesta de música con cuerpo de máscaras y los bodegueros y pulperos representaron una pieza alegórica: «En la plaza mayor, profusamente iluminada, en la que aparecían representadas mediante bastidores bien pintados las siete Islas Canarias, entró disparando salvas un barco de madera bastante grande, sobre el que venían un capitán, un maestre, algunos oficiales y varios miembros de la tripulación. Después de recoger a siete damas que personificaban a cada una de las islas del citado archipiélago, la nave las condujo a la isla de la Gran Canaria, situada frente a los retratos de los reyes. Una vez desembarcadas, todas ellas pusieron en escena sobre la tarima central, a la vera de las efigies regias, un drama en obsequio del nuevo monarca. Luego se hicieron arder por toda la plaza fuegos artificiales que imitaban árboles, castillos, soles, fuentes y otras muchas figuras en una de las cuales se leía: “Viva Carlos IV”» 120.

Además, los arrieros y amos de recuas ofrecieron una corrida de toretes «con doce jinetes y doce hombres a pie, los que debían ir enmascarados y vestidos de mojiganga» y al gremio de los pardos, «que es el más cuantioso y depositario en sí de todas las artes del público», le concedieron la representación de cuatro comedias con sainetes y entremeses en la plaza mayor. El gremio de negros, en cambio, homenajeó al rey sirviendo a los pobres de la cárcel una abundante comida 121. Una de las armas fundamentales de los ilustrados contra la «relajación» de las costumbres fue el teatro, junto a los toros —la primera

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plaza inaugurada fue la limeña del Acho, abierta en 1766 con una corrida de 16 astados— uno de los espectáculos preferidos tanto de las elites como del común. El virrey Vértiz mandó abrir en Buenos Aires en 1783 un corral de comedias cuyo arriendo destinó a mantener la casa de niños expósitos; la mayor novedad fue su permanencia, pues con anterioridad lo habitual era que los espectadores acudieran con algún esclavo que transportaba las sillas a una instalación provisional. Allí se representaron obras tan controvertidas como Siripo, del periodista y escritor Manuel José de Lavardén, sobre la pasión legendaria del cacique del mismo nombre por Lucía Miranda, esposa del conquistador Sebastián Hurtado, o El amor de la estanciera, la primera obra gauchesca. En ella, una joven hija del país prefiere a un coterráneo aunque no tenga fortuna y desprecia a un extranjero vanidoso. En mayo de 1804 se abrió un segundo coliseo (el primero se había incendiado en 1792 debido a un cohete lanzado desde la vecina iglesia de San Juan Bautista, que celebraba sus fiestas patronales) con la representación de Zaire, de Voltaire. En Santiago de Chile la tradición teatral se suponía relegada porque los actores eran mulatos y de castas, («mientras más truhanesco sea lo que representan, más agrada la pieza», señaló un observador), pero en Lima surgió una heroína universal, la famosa «Perricholi», la actriz Michaela Villegas y Hurtado de Mendoza, cuyos devaneos amorosos con el virrey Amat fueron satirizados en el pasquín Drama de dos palanganas (1776) 122. La asistencia a las obras competía con los cafés, de los cuales se abrió el primero en Lima en 1771 —en México el Tacuba apareció en 1785—, los baños, reñideros de gallos, juegos de pelota y salones de baile. En la capital novohispana, los toros no tuvieron una sede permanente hasta la apertura de la plaza de San Pablo en 1815. Allí el teatro también tuvo un fuerte arraigo. En 1753, el primer virrey Revillagigedo inauguró el Coliseo Nuevo, que podía acoger 1.500 espectadores. Los de pie —o mosqueteros— ocupaban el fondo del patio de butacas, mientras los menos afortunados se apretujaban en el cuarto piso, en el gallinero, donde un tabique separaba a los hombres de las mujeres. Los muros estaban pintados de azul y blanco y el techo se hallaba adornado de pinturas mitológicas. La sala estaba dotada de balcones volados de hierro. La temporada se iniciaba el domingo de Pascua y se prolongaba hasta los últimos días del carnaval; las funciones tenían lugar todos los días menos los sábados y terminaban entre las diez y las once de la noche 123. Enfrente del teatro, la Casa de Irolo, adquirida especialmente para ese propósito,

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servía de escuela y de salón de ensayo a cantantes, bailarines y músicos. El virrey Bernardo de Gálvez (1785-1786) regaló al Coliseo un lujoso telón e hizo mejorar las instalaciones; quizás para compensar, se aplicó a reglamentarlo todo. En adelante, la censura previa revisaría programas, textos y puestas en escena; los actores tendrían recta disciplina y moral acreditada. Se prohibió la venta ambulante y la subida de los espectadores al escenario, así como que tiraran «desde la cazuela y palcos, yesca encendida y cabos de cigarros al patio, sucediendo no pocas veces que se queman los vestidos y capas de las personas que ocupan los palcos más bajos, bancas y mosquete» 124. El ballet «a la italiana» en el Coliseo Nuevo tuvo en Marani una figura clave. Este representó bailes populares españoles y mexicanos (el jarabe, los bergantines, los garbanzos y la bamba poblana), danzas cortesanas y otras compuestas de temas heroicos, mitológicos, bufos o trágicos, pero a principios del siglo XIX la ópera era lo que estaba de moda. Lejos de la vida de los grandes personajes, se encontraba la de todos los demás. Un hombre corriente, el escribano de México Mariano Espinosa, se dirigió en 1795 a los magistrados de la sala del crimen de la audiencia para pedirles una posición remunerada, a causa de su extrema fatiga y la escasez de sus ingresos, derivados tan sólo de magros aranceles. Tres años después reiteró la petición y narró la rutina a la que se veía sometido. Desde antes de las ocho a las once de la mañana asistía al magistrado con respeto y decoro y luego se ocupaba de casos criminales mayores y menores, a veces hasta las tres de la tarde. Entonces podía contar con una o dos horas para comer, retornaba al servicio del magistrado y más tarde debía salir con los alcaldes de cuartel a las rondas nocturnas, que podían acabar a las doce de la noche y consistían invariablemente en una sucesión de homicidios, asaltos y robos, de los que debía sacar testimonio y levantar sumario. Hasta 1806 no logró la merecida compensación 125. Su trabajo se había vuelto cada vez más necesario para una urbe como México, populosa y, de acuerdo con su parecer, atenazada por toda clase de peligros: la prueba de que la ciudad ilustrada, como expresión de un orden material y humano perfecto, no había pasado de ser un simulacro. En las calles, cualquiera se encontraba con la temible «altanería», la grosería y desinhibición de sus habitantes, indígenas por doquier, blancos de orilla, mulatos y morenos libres que amenazaban, según algunos alarmistas, con la «pardocracia». Todo estaba allí para el que lo quisiera contemplar. Como el andaluz Simón de Ayanque, que en 1792 había trazado

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en Lima por dentro y por fuera el retrato fiel de una urbe en la cual lo realmente prodigioso eran, claro, sus habitantes: «Que divisas mucha gente, y muchas bestias en cerco, de las que no se distinguen, a veces sus propios dueños. Que ves muchas cocineras, muchas negras, muchos negros, muchas indias recauderas, muchas vacas y terneros. Que ves a muchas mulatas, destinadas al comercio, las unas al de la carne, las otras al de lo mesmo. Verás varios españoles, armados y peripuestos, con ricas capas de grana, reloj y grandes sombreros. Pero de la misma pasta verás otros pereciendo, con capas de lamparilla, con lámparas y agujeros. Que los negros son los amos y los blancos son los negros y que habrá de llegar día, que sean esclavos de aquellos. Verás también muchos indios, que de la sierra vinieron, para no pagar tributo, y meterse a caballeros. Verás con muy ricos trajes, las de bajo nacimiento, sin distinción de personas, de estado, de edad ni sexo. Verás una mujer blanca, a quien enamora un negro, y un blanco que en una negra, tiene embebido su afecto. Verás a un título grande, y al más alto caballero, poner en una mulata su particular esmero» 126.

Epílogo Las luces que envuelven

Manuel Las lucesLucena que envuelven Giraldo

Hasta 1808 ninguno de los intentos de promover la revolución en la América española tuvo éxito. Por el contrario, pese a la corrupción, inoperancia y hasta deslealtad constitucional que la monarquía de Carlos IV mostró hacia sus súbditos americanos, estos permanecieron en fidelidad. Algunas medidas tomadas por el gobierno del generalísimo y favorito Manuel Godoy extendieron por las urbes americanas, en especial las del Caribe, el temor a una violenta fractura social 1. En 1795, Godoy fue recompensado por Carlos IV con el título de «príncipe de la paz», para premiar sus habilidades en una negociación que había enajenado por primera vez en tres siglos tierras y súbditos de la monarquía española en el Nuevo Mundo. La cesión de parte de Santo Domingo realizada entonces transgredió el principio de inalienabilidad vigente desde la época de los Austrias y causó escándalo y conmoción entre los patricios criollos 2. Los motivos de malestar en el mundo atlántico, un reflejo de los acontecimientos europeos pero también el resultado de dinámicas americanas, eran muchos y se habían extendido por las ciudades vinculadas al comercio a larga distancia de productos perecederos, como el cuero, cacao, azúcar, tabaco o añil, desde Cartagena a Caracas y Buenos Aires, o en las urbes cuyas abrumadoras mayorías negras y pardas podían prestar oídos a rumores insensatos de libertad. La proclamación del final de la esclavitud por el jacobino Leger-Félicité Sonthonax en Haití en 1793 y su independencia como primera república negra del mundo en 1804 también causaron enorme preocupación. La volatilidad de la situación fue percibida por grupos significativos de la población americana, tanto urbana como rural. Un

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capitán peninsular destinado en Veracruz, Juan José de Escalona, envió al rey en 1798 una carta que contenía una apocalíptica premonición: «Sepa S. M. que es en estas ciudades y reinos de Indias donde se juega el destino de las Españas. Defendido su comercio, la paz de sus moradores y el honor de la monarquía, habrá de encontrarse la felicidad en una población que no desea sino ser leales súbditos de un monarca poderoso que les garantice la protección de sus vidas y haciendas y les permita el proseguir sus comercios y negocios. De lo contrario, expuestos y estragados a las contingencias del porvenir, se resquebrajarán sus lealtades y buscarán en otros las seguridades y libertades que se les negaron y estarán en el disparadero de llegar a enfrentarse con aquello que hasta ahora representaba el honor de sus familias. Se alzarán ciudades contra ciudades y ante el clamor universal una lengua de fuego barrerá las Américas» 3.

Los efectos de la guerra con Gran Bretaña, que comenzó en 1796 y, con la excepción de un período de tregua entre 1802 y 1804, duró hasta 1808, mostró las serias limitaciones de la defensa imperial, a pesar del esfuerzo realizado en las últimas décadas. El 17 de abril de 1797 una escuadra británica formada por 18 embarcaciones, que transportaban 14.100 hombres, atacó San Juan de Puerto Rico. El brigadier Ramón de Castro, sabedor de las hostilidades que amenazaban las posesiones españolas de América, había hecho en su ciudad los preparativos adecuados. Sus 6.471 hombres, miembros del regimiento de infantería fijo, milicias disciplinadas de infantería, compañía urbana y de negros, miembros de la Real Armada y 180 presidiarios lograron rechazar el asalto. Como recompensa a su resistencia, San Juan recibió la facultad de exhibir en su escudo un lema: «Por su constancia, amor y fidelidad, es muy noble y muy leal esta ciudad». También se otorgó libertad de alcabala a los frutos y carnes para el abasto urbano, los cuatro regidores tuvieron a perpetuidad sus oficios con la gracia de vincularlos en sus familias y los alcaldes y regidores recibieron la gracia de utilizar uniforme. El resto de habitantes de la isla fueron declarados «fieles y leales vasallos». Aquel mismo año, la astuta mano del antiguo intendente de Venezuela Francisco de Saavedra en el Ministerio de Hacienda logró la puesta en marcha de un decreto de comercio con naciones amigas y neutrales, que permitiría hasta 1799 a los comerciantes de las urbes americanas vender sus productos y comprar los efectos que necesitaban para subsistir. Para su disgusto, La Habana, Caracas, Cumaná, Car-

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tagena, Maracaibo, Guayana y Buenos Aires ya traficaban directamente con puertos extranjeros con la excusa de la guerra. Se trataba de un «verdadero comercio libre», que él quería limitar con el decreto de neutrales, favorecedor, en todo caso, del tráfico con la península. Poco antes, el virrey de Nueva España había informado a la Corte que dos años de guerra con Francia no habían supuesto contratiempo para el comercio de Veracruz, pero el conflicto con los británicos había reducido las importaciones un 92 por 100 y las exportaciones un 97 por 100. Mientras tanto, en Caracas se pudría el cacao —la única fuente de numerario por la inexistencia de minas de oro o plata— y en Buenos Aires 33 embarcaciones permanecían sin salir de puerto, por el temor a ser abordadas durante la peligrosa travesía hacia la península. Sólo La Habana, que en 1792 había recibido permiso para negociar con buques extranjeros del tráfico negrero, se libró de la catástrofe, pues en ellos salía azúcar y entraban harina, pertrechos navales y víveres 4. A partir de 1805, la continuación de la guerra con Gran Bretaña empeoró la situación, pues el comercio se hizo casi imposible y la derrota de la escuadra combinada hispano-francesa en Trafalgar, seguida de inmediato por intentos de invasión británicos en Venezuela y el Río de la Plata, mostró hasta qué punto los habitantes de las ciudades de la América española estaban condenados a defenderse a sí mismos 5. En 1806, el venezolano Francisco de Miranda, aunque carente de suficiente apoyo político, logró obtener del comerciante Samuel G. Ogden un préstamo usurario, armó el «Leandro» y reclutó mercenarios, desempleados, granjeros y marineros en los muelles de Nueva York y las tabernas de Brooklyn; con ellos pretendió liberar al Nuevo Mundo de la tiranía española. La embarcación partió de Staten Island el 2 de febrero y tomó el camino de Haití, donde el precursor esperaba contratar más personal. Ajeno a las peculiaridades de la tripulación, Miranda enarboló por primera vez la bandera tricolor —amarillo, azul y rojo— y le hizo jurar lealtad «al libre pueblo de Suramérica, independiente de España». A finales de julio, la flotilla se dirigió hacia Coro; el 3 de agosto lograron desembarcar, pero los vecinos huyeron hacia las montañas y el gobernador solicitó refuerzos a Caracas y Maracaibo. En el puerto de La Vela, Miranda izó la nueva bandera, reclutó algunos jóvenes y enfermos y aunque apeló a «los buenos e inocentes indios, los bizarros pardos y los morenos libres» asistió impávido a su indiferencia absoluta y al fracaso de sus ofrecimientos. El día 13 reembarcó a sus hombres y abandonó Venezuela, a la que retornaría en 1810, con la revolución ya iniciada 6.

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Mucho más grave fue la acometida británica al Río de la Plata a comienzos de 1806. No se trataba de conquistar América del Sur, sino de promover su emancipación, aunque la posibilidad de ocupar ciudades importantes y puntos estratégicos había quedado abierta 7. En abril de aquel año, un convoy naval partió de Suráfrica hacia el Río de la Plata y el 20 de mayo la fragata «Leda» se presentó ante la fortaleza de Santa Teresa, en la Banda Oriental. El 11 de junio la flota se encontraba al completo en las aguas del Plata y sus superiores, Popham y Beresford, diseñaron el plan de invasión. Aunque Beresford sostuvo la conveniencia de ocupar en primer término Montevideo, al contar con fortificaciones que permitirían la defensa en caso de una reacción de la población, Popham impuso el ataque directo e inmediato a Buenos Aires, donde el virrey Sobremonte se había distinguido más por su afición al teatro que por impulsar los preparativos militares. El 22 de junio los barcos británicos se dirigieron a la ensenada de Barragán. El virrey reaccionó y envió a defender la posición al marino y futuro virrey Santiago Liniers. Dos días mas tarde, emitió un bando convocando a todos los hombres aptos para empuñar las armas a incorporarse en tres días a los cuerpos de milicias. Aunque en principio el desembarco no se concretó, en la mañana del 25 de junio la flota británica apareció frente a Buenos Aires en línea de batalla y poco después 1.641 soldados y oficiales desembarcaron en los bañados de Quilmes. El «pícaro, vil cobarde e indigno» virrey, al decir del destacado criollo Juan Martín de Pueyrredón, resolvió entonces emprender la retirada hacia el interior, a pesar de contar con fuerzas de caballería cercanas a 2.000 hombres. En Buenos Aires, las compañías de milicianos intentaron organizarse y en el fuerte se reunieron jefes militares, oidores de la audiencia, miembros del cabildo y el obispo. Poco después, la capital virreinal y sus 40.000 habitantes cayeron en manos de los británicos, que sólo sufrieron la pérdida de un marinero. Sin embargo, la resistencia se organizó de inmediato. Liniers, que había retornado de Buenos Aires con la excusa de visitar a su familia, estudió la situación y se dio cuenta de que la reconquista debía partir de Montevideo, al requerir apoyo naval 8. Tras la recluta de gente en el interior, la acción libertadora se puso en marcha. En Buenos Aires, Beresford veía crecer la hostilidad de la población, la provisión de víveres se interrumpía y los negocios cerraban sus puertas. Ante el riesgo de que sus tropas quedaran atrapadas, decidió retirarse al puerto de La Ensenada y dispuso el reembarque. Poco después, mientras la columna de Liniers, compuesta inicialmente

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por 936 hombres, avanzaba desde Montevideo, las tropas que abandonaban Buenos Aires eran atacadas desde las azoteas y balcones con fuego de fusilería. Popham y Beresford resolvieron evacuar esa misma noche desde el muelle de la ciudad a las mujeres e hijos de los soldados y a los heridos, mientras la tropa se dirigía al embarque. La columna y los habitantes de Buenos Aires lograron impedirlo y el 12 de agosto de 1806 se produjo la rendición británica. Liniers se convirtió en la primera figura militar del virreinato y se hizo cargo de que los vencidos no sufrieran un trato deshonroso; también asumió el mando político, acompañado de los miembros del cabildo, en la plaza mayor y ante los vecinos, mientras el virrey Sobremonte, que «andaba errante como los indios», se refugiaba en Montevideo. El panorama cambió de modo drástico a comienzos de octubre, y no sólo porque la derrota de Beresford y sus hombres no había implicado la retirada de Popham, que bloqueaba el puerto de Montevideo, sino por la llegada de naves británicas con un contingente de 2.000 soldados de refuerzo, al que se unieron poco después veinte barcos más. Comenzaba así, en enero de 1807, la segunda invasión británica del Plata, que esta vez atacó con buena lógica Montevideo, la plaza de la que había surgido la reconquista. Los 5.000 soldados británicos arrollaron a las tropas mandadas por Sobremonte, que abandonó otra vez Montevideo y corrió a refugiarse en el interior. Allí, como en Buenos Aires, se produjo una fuerte resistencia popular, pero el 3 de febrero las tropas invasoras tomaron la urbe e hicieron prisionero al gobernador Ruiz Huidobro y a cerca de 2.000 soldados. Liniers hizo lo contrario que en la primera invasión y se refugió en Buenos Aires para preparar la defensa, aunque esta vez hubo una importante novedad política, que presagió lo que iba a ocurrir casi de inmediato a escala imperial. El 6 de febrero una junta tomó la decisión de deponer y arrestar al virrey por los cargos de «imperito en el arte de la guerra y de indolente en clase de gobernador», al tiempo que pasquines anónimos pedían que lo sustituyera Liniers y amenazaban con degollar a los miembros de la audiencia si se oponían. Con gran sensatez política, el organismo judicial depuso al virrey y otorgó a Liniers la comandancia general. Montevideo, mientras tanto, se había convertido en una verdadera factoría inglesa. Multitud de comerciantes instalaron allí su base de operaciones y fomentaron un activo intercambio clandestino. Pero la mayoría de los rioplatenses no contemplaba todavía, como señaló años después Manuel Belgrano, más que una alternativa: «tener el amo viejo o ninguno». La operación británica del segundo asalto

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a Buenos Aires comenzó el 28 de junio, con el desembarco de 8.000 hombres en la ensenada de Barragán. Liniers pasó revista a sus tropas. Estas representaban la constelación humana que habitaba la capital virreinal, pues había milicianos «patricios, jornaleros, artesanos y menestrales pobres», montañeses, catalanes, andaluces, asturianos, arribeños, migueletes, cazadores, gallegos y húsares, hasta un total de 8.000 soldados. Aunque en principio una sorpresiva maniobra de los británicos logró separar sus fuerzas en los corrales de Miserere, los porteños se atrincheraron en las casas y azoteas y descargaron sobre ellos una mortífera lluvia de balas, a las que sumaron «granadas de mano, frascos de fuego y hasta las armas plebeyas de piedras y ladrillos». El resultado fue devastador y en lo que supuso un claro antecedente de las tácticas de guerrilla y sitio de la inmediata Guerra de Independencia española, regimientos enteros fueron diezmados por las terribles descargas. Por fin, el 7 de julio concluyó el enfrentamiento, con la capitulación de Whitelocke y la evacuación británica de Buenos Aires y Montevideo. El triunfo personal de Liniers, cuya vida acabaría trágicamente en 1810 al ser fusilado por los revolucionarios de mayo, fue indiscutible. Mientras esto ocurría, al otro lado del Atlántico, en la península, Carlos IV apuraba su tiempo y Manuel Godoy su gobierno. El monarca terminó su reinado en una vergonzosa claudicación ante su hijo y más tarde ante Napoleón y Godoy acabó por facilitar la entrada y despliegue del ejército imperial francés. La consecuencia de todo ello, la «santa insurrección española» iniciada en mayo de 1808, aglutinó la francofobia popular, el miedo clerical al «ateísmo jacobino» y la fuerza movilizadora del localismo y se transformó en una lucha por la libertad de la nación española 9. En la leal América, sin excepción, se juró fidelidad al deseado Fernando VII. En Santiago de Chile, el cabildo, la audiencia y el gobernador reconocieron en septiembre la soberanía de la Junta Central y propusieron reclutar y armar 16.000 milicianos. El cabildo de Caracas juró fidelidad al monarca en julio y el de La Habana juró lealtad en julio al rey y la Junta de Sevilla y en septiembre al rey y la Junta Suprema Central. Las colectas de donativos patrióticos, préstamos y otras ayudas desde América fluyeron hacia Cádiz gracias al final de las restricciones navales, mientras el comercio marítimo por fin se desbloqueaba. En Quito surgió la aristocrática revolución del marqués de Selva Alegre, que creó una junta propia para defender los derechos reales y la religión y acabó por disolverse en octubre de 1809, mientras en México fue depuesto el virrey Iturrigaray, considerado procriollo,

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por una coalición de comerciantes y hacendados peninsulares. El 16 de septiembre de 1810 el cura Hidalgo lanzó el famoso «grito de Dolores» a indios y mestizos en nombre de Fernando VII y la virgen de Guadalupe, para defender la religión verdadera, liberarse del dominio peninsular (y del capitalino) y abolir el tributo; durante casi un año mantendría en jaque a las fuerzas del brigadier Calleja 10. El año 1809 fue trágico para las armas españolas, pues culminó con la invasión de Andalucía, la toma de Sevilla y el sitio de Cádiz. Este supuso el detonante de la implosión de la monarquía, su estallido final y temible desde el centro hacia la periferia. En los primeros meses de 1810, el aluvión de malas noticias —el colapso inicial tras la fugaz victoria de Bailén, el final de la coalición antinapoleónica tras la derrota de Austria en la batalla de Wagram en julio de 1809 y la terrible derrota patriota en Ocaña el 19 de noviembre anterior de un ejército de 51.869 hombres, organizado en buena parte gracias a las contribuciones americanas— apenas permitía disimular el hundimiento de la resistencia en la España peninsular. De ahí que, obligados a defender sus repúblicas y temerosos del derrumbe institucional de la metrópoli, los patricios de Caracas —que no podían tolerar en modo alguno la anexión a Francia, pues supondría la pérdida de nuevo del comercio exterior y quizá la temida sublevación de los pardos, que hasta entonces se había evitado— se reunieran la noche del 18 de abril de 1810 para perfilar los últimos detalles de un golpe de Estado al capitán general, el guipuzcoano Emparan, de quien además hacía tiempo se rumoreaba que era afrancesado. A la mañana siguiente, una sesión del cabildo lo depuso. Según su propio testimonio, quienes lo habían orquestado «decían al pueblo, esto es, a 400 o 500 hombres que contenía la casa capitular, casi todos de su facción, que la España estaba perdida sin recurso, que no quedaba a los españoles sino Cádiz y la isla de León» 11. Como un relámpago, el fenómeno juntista (y golpista, bajo el punto de vista de muchos peninsulares) gestionado por los criollos se propagó bajo la forma de cabildos abiertos, un método de movilización política tan antiguo en las urbes americanas como eficiente y lógico según el ideario de quienes los manejaron: hacendados, comerciantes, mercaderes, curas, militares y burócratas. Gente de orden y patricios, en su gran mayoría. Paradójicamente sus revoluciones, comenzadas para llenar un vacío de poder, conservar y en todo caso cambiar sólo lo indispensable, «destruyeron el armazón que sostenía el conjunto de la vieja estructura urbana y rural y dejaron a sus componentes para que buscaran nuevo sitio» 12. La crisis de

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Manuel Lucena Giraldo

1810, un colapso político devenido al poco en catástrofe urbana, se sustanciaría al precio de quince años de guerra y la destrucción de buena parte de la riqueza material y humana del continente. Como señaló el propio Simón Bolívar, la libertad política del Nuevo Mundo se había ganado a costa de todo lo demás. Muerto el súbdito, sin embargo, nacía el ciudadano. En adelante, la ciudad americana tendría que responder a la obligación de ser también refugio y escuela de individuos iluminados con la práctica de sus deberes y derechos. Se trata de un reto que dos siglos después está lejos de lograrse, aunque hay que seguir intentándolo. Pues, como afirmó el gran escritor peruano Sebastián Salazar Bondy en su célebre Lima, la horrible (1964), «toda ciudad es un destino, porque representa una utopía».

Notas

Notas

INTRODUCCIÓN 1 H. CAPEL, Dibujar el mundo. Borges, la ciudad y la geografía del siglo XXI, Barcelona, 2001, pp. 14 y ss.; C. GRAU, Borges y la arquitectura, Madrid, 1995, pp. 145 y ss. 2 G. CABRERA INFANTE, El libro de las ciudades, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 13. 3 A. GARCÍA Y BELLIDO, Urbanística de las grandes ciudades del mundo antiguo, Madrid, 1985, p. XXVII. 4 R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana de Hispanoamérica», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 12-15. 5 P. MARCUSE, «¿Qué es exactamente una ciudad?», Revista de Occidente, núm. 275, Madrid, 2004, pp. 7-23; H. CAPEL, «La definición de lo urbano», Estudios Geográficos, núm. 138-139 (homenaje al profesor Manuel de Terán), Madrid, 1975, pp. 265 y ss.; Scripta Vetera, http://www.ub.es/geocrit/sv-33.htm. 6 S. DE COVARRUBIAS, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611, p. 288. 7 Citado en M. ROJAS MIX, La plaza mayor. El instrumento de dominio colonial, Barcelona, 1978, pp. 113-114. 8 L. MUMFORD, «What is a City?», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City Reader, Londres, 2003, p. 94. 9 G. CHILDE, Los orígenes de la civilización, México, 1954, pp. 73 y ss.; ÍD., «The Urban Revolution», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City Reader, Londres, 2003, pp. 39-42. 10 T. J. GILFOYLE, «White Cities, Linguistic Turns and Disneylands: the New Paradigms of Urban History», Reviews in American History, núm. 26.1, Baltimore, 1998, p. 192. 11 H. CAPEL, «La definición de lo urbano», op. cit., pp. 275 y ss. 12 M. AUGE, El tiempo en ruinas, Barcelona, 2003, pp. 45 y ss. 13 M. CASTELLS, «European Cities, the Informational Society and the Global Economy?», en R. T. LEGATES y F. STOUT (eds.), The City Reader, Londres, 2003, pp. 482-483. 14 E. AMODIO y T. ONTIVEROS (eds.), «Introducción», en E. AMODIO y T. ONTIVEROS (eds.), Historias de identidad urbana. Composición y recomposición de identidades en los territorios populares urbanos, Caracas, 1995, p. 7; J. OSSENBRÜGGE, «Formas de globalización y del desarrollo urbano en América Latina», Iberoamericana, núm. 11, Madrid, 2003, p. 97.

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Notas

15 J. CARO BAROJA, Paisajes y ciudades, Madrid, 1981, pp. 15 y ss. y 128 y ss.; E. ROBBINS y R. EL-KHOURY, «Introduction», en E. ROBBINS y R. EL-KHOURY (eds.), Shaping the City. Studies on History, Teaching and Urban Design, Nueva York, 2004, p. 2. 16 Citado en R. DEL CAZ, P. GIGOSOS y M. SARAVIA, «La ciudad en el espejo», Revista de Occidente, núm. 275, Madrid, 2004, p. 83. 17 T. GLACKEN, Traces on the Rhodian Shore. Nature and Culture in Western Thought from Ancient Times to the end of the Eighteenth Century, Berkeley, 1990, pp. 5 y ss. y 116 y ss. Hay traducción española, Huellas en la playa de Rodas: naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII, presentación de H. CAPEL, Barcelona, 1996. 18 Sobre la visión negativa de la ciudad, H. CAPEL, Dibujar el mundo..., op., cit., pp. 115 y ss. 19 J. ALCINA FRANCH, «En torno al urbanismo precolombino de América. El marco teórico», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLVIII, Sevilla, 1991, p. 46; A. LAFUENTE y T. SARAIVA, «The Urban Scale of Science and the Enlargement of Madrid (1851-1936)», Social Studies of Science, vol. 34, núm. 4, Londres, p. 531. 20 R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., p. 37. 21 A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic Caribbean, 1492-1650», en P. C. EMMER (ed.) y G. CARRERA DAMAS (coed.), General History of the Caribbean, vol. II, Londres, 1999, pp. 205 y ss. 22 A. PÉREZ SÁNCHEZ, «Biografía de Diego Angulo Íñiguez», en I. MATEO GÓMEZ (coord.), Diego Angulo Íñiguez, historiador del arte, Madrid, 2001, pp. 26, 34 y ss. 23 F. DE SOLANO, R. M. MORSE, J. E. HARDOY y R. P. SCHAEDEL, «El proceso urbano iberoamericano desde sus orígenes hasta los principios del siglo XIX. Estudio bibliográfico», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 727 y ss., para referencias sucesivas de autores y obras. 24 W. BORAH, «Trends in Recent Studies of Colonial Latin American cities», Hispanic American Historical Review, núm. 64-3, Duke, 1984, pp. 535-536. 25 R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., pp. 37 y ss.; J. WALTON, «From Cities to Systems: Recent Research on Latin American Urbanization», Latin American Research Review, núm. 14-1, Albuquerque, 1979, pp. 159 y ss. 26 W. BORAH, «Trends in Recent Studies...», op. cit., pp. 547 y ss. 27 La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989; F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, 3 tomos, Madrid, 1987-1992.

CAPÍTULO I 1

M. RESTALL, Los siete mitos de la conquista española, Barcelona, 2004, pp. 190

y ss. 2 A. JIMÉNEZ MARTÍN, «Antecedentes: España hasta 1492», en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. I, Madrid, 1987, pp. 40 y ss.; H. PIETSCHMANN, «Atlantic History. History between European History and Global History», en H. PIETSCHMANN (ed.), Atlantic History. History of the Atlantic system, Göttingen, 2002, p. 15. 3 F. DE SOLANO, «La expansión urbana ibérica por América y Asia. Una consecuencia de los Tratados de Tordesillas», Revista de Indias, vol. LVI, núm. 208, Madrid, 1996, p. 619. 4 Se trata de un cálculo conservador; la Europa actual tiene 10.530.750 kilómetros cuadrados; W. P. WEBB, The Great Frontier, Londres, 1953, pp. 100 y ss. 5 J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo y el Nuevo, 1492-1650, Madrid, 1990, pp. 75-78.

Notas

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6 E. AMODIO, Formas de la alteridad: construcción y difusión de la imagen del indio americano en Europa durante el primer siglo de la conquista de América, Quito, 1993, pp. 15 y ss.; P. HULME, «Tales of Distinction: European Ethnography in the Caribbean», en S. B. SCHWARTZ (ed.), Implicit Understandings. Observing, Reporting and Reflecting on the Encounters between Europeans and Other Peoples in the Early Modern Era, Cambridge, 1995, pp. 163 y ss. 7 Citado en J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo..., op. cit., p. 93. 8 Citado en A. GERBI, La naturaleza de las Indias nuevas, México, 1992, p. 313. 9 Ibid., pp. 20-21; S. GRUZINSKI, El pensamiento mestizo, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 78 y ss. 10 J. LOCKHART, Of Things of the Indies. Essays Old and new in Early Latin American History, Stanford, 1999, p. 124. 11 B. PASTOR BODMER, The Armature of Conquest. Spanish Accounts of the Discovery of America, 1492-1589, Stanford, 1992, pp. 3-4. 12 Un excelente ejemplo en F. LÓPEZ ESTRADA, «Un viaje medieval: Ruy González de Clavijo visita Samarcanda... y vuelve para contarlo», Revista de Occidente, núm. 280, Madrid, 2004, pp. 27 y ss. 13 J. GIL, Mitos y utopías del descubrimiento, 1, Colón y su tiempo, Madrid, 1989, pp. 50, 206 y ss. 14 J. GIL, Mitos y utopías del descubrimiento, 2, El Pacífico, Madrid, 1989, pp. 153, 268 y ss. y 275. 15 A. MANGUEL y G. GUADALUPI, Breve guía de lugares imaginarios, Madrid, 2000, pp. 129-130. 16 D. WEBER, The Spanish Frontier in North America, New Haven, 1992, p. 49. 17 F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes de la conquista, Madrid, 1979, p. 134. 18 F. MORALES PADRÓN, «Descubrimiento y toma de posesión», Anuario de Estudios Americanos, vol. XII, Sevilla, 1955, pp. 333-336; G. GUARDA, «Tres reflexiones en torno a la fundación de la ciudad indiana», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 91 y ss. 19 F. MORALES PADRÓN, Teoría y leyes..., op. cit., pp. 135-136. 20 P. SEED, Ceremonies of Possesion in Europe’s Conquest of the New World, 1492-1640, Cambridge, 1995, pp. 71 y ss.; U. BITTERLI, Cultures in Conflict. Encounters between European and Non-European Cultures, 1492-1800, Stanford, 1989, pp. 72 y ss. 21 Su participación quedó recogida en las «Ordenanzas reglamentando que en cada expedición de descubrimiento y conquista se lleven intérpretes», Granada, 17 de diciembre de 1526, en F. DE SOLANO (ed.), Documentos sobre política lingüística en Hispanoamérica, 1492-1800, Madrid, 1992, p. 16. 22 Texto completo en L. PEREÑA, La idea de justicia en la conquista de América, Madrid, 1992, pp. 237-239. 23 J. LYNCH, «Armas y hombres en la conquista de América», América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, 2001, pp. 29 y ss. 24 C. COLÓN, Los cuatro viajes. Testamento, edición de C. VARELA, Madrid, 2000, pp. 155-156. 25 C. VARELA, «La Isabela. Vida y ocaso de una ciudad efímera», Revista de Indias, vol. XLVII, núm. 181, Madrid, 1987, p. 737. 26 Instrucción al comendador Nicolás de Ovando sobre el modo de concentrar a la población indígena dispersa, en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, pp. 24-25. 27 J. E. HARDOY, Cartografía urbana colonial de América Latina y el Caribe, Buenos Aires, 1991, p. 41. 28 Citado en J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades hispanoamericanas, Madrid, 1992, p. 139.

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Notas

29 R. CASSA, «Cuantificaciones sociodemográficas de la ciudad de Santo Domingo en el siglo XVI», Revista de Indias, vol. LVI, núm. 208, Madrid, 1996, pp. 643 y 654. 30 A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic...», op. cit., pp. 210 y ss. 31 La Tierra Firme incluía la costa comprendida entre la desembocadura del Orinoco y el istmo panameño. 32 A. GERBI, La naturaleza de las Indias nuevas. De Cristóbal Colón a Gonzalo Fernández de Oviedo, México, 1992, p. 39. Los taínos contaban con poblados concentrados que tenían, según señaló Pedro Mártir de Anglería, desde 50 hasta 1.000 casas, pero existían agrupaciones de no más de cinco. 33 J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 146. 34 A. ALTOLAGUIRRE, Vasco Núñez de Balboa, Madrid, 1914, p. 39. 35 A. CASTILLERO CALVO, «The City in the Hispanic...», op. cit., pp. 215 y ss. 36 J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 177. 37 A. R. VALERO DE GARCÍA LASCURAIN, «Los indios en Tenochtitlan. La ciudad imperial mexica», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLVII, Sevilla, 1990, pp. 39-40. 38 J. L. DE ROJAS, «Cuantificaciones referentes a la ciudad de Tenochtitlan en 1519», Historia mexicana, vol. XXXVI, México, 1986, p. 217. 39 M. LEÓN-PORTILLA (intr.), Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, México, 1992, p. 133. 40 J. ALCINA FRANCH, «El pasado prehispánico y el impacto colonizador», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, p. 212. 41 J. E. HARDOY, Ciudades precolombinas, Buenos Aires, 1964, p. 187. 42 F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, Política de poblamiento de España en América (la fundación de ciudades), Madrid, 1984, pp. 99-100. 43 D. ANGULO ÍÑIGUEZ, «Terremotos y traslados de la ciudad de Guatemala», en I. MATEO GÓMEZ (coord.), Diego Angulo Íñiguez, historiador del arte, Madrid, 2001, pp. 224-225. 44 J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, Madrid, 1992, p. 54. 45 J. E. HARDOY, «El diseño urbano de las ciudades prehispánicas», en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. I, Madrid, 1987, pp. 164-165. 46 J. E. HARDOY, Ciudades precolombinas, op. cit., pp. 435 y ss. 47 M. A. DURÁN HERRERO, Fundaciones de ciudades en el Perú durante el siglo XVI, Sevilla, 1978, p. 75. 48 J. SALVADOR LARA, Quito, Madrid, 1992, p. 69. 49 E. TROCONIS DE VERACOECHEA, Caracas, Madrid, 1992, pp. 51-52. 50 A. DE RAMÓN, Santiago de Chile (1541-1991). Historia de una sociedad urbana, Madrid, 1992, p. 32. 51 C. LÁZARO ÁVILA, Las fronteras de América y los «Flandes indianos», Madrid, 1997, pp. 13. y ss. 52 F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, Política de poblamiento..., op. cit., p. 14. 53 M. GUTMAN y J. E. HARDOY, Buenos Aires. Historia urbana del área metropolitana, Madrid, 1992, p. 27.

CAPÍTULO II 1 G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, «Raíces peninsulares y asentamiento indiano: los hombres de las fronteras», en F. DE SOLANO (coord.), Proceso histórico al conquistador, Madrid, 1988, pp. 39 y ss. 2 A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 41. 3 F. FERNÁNDEZ-ARMESTO, Las Américas, Barcelona, 2004, p. 73.

Notas

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4 J. M. OTS CAPDEQUÍ, El Estado español en las Indias, México, 1975, pp. 15 y ss.; G. HERNÁNDEZ PEÑALOSA, El derecho en Indias y su metrópoli, Bogotá, 1969, p. 170; J. P. GREENE, Negotiated Authorities. Essays in Colonial Political and Constitucional History, Charlottesville, 1994, p. 13. 5 J. H. ELLIOTT, El Viejo Mundo..., op. cit., p. 106. 6 G. GUARDA, «Tres reflexiones en torno a la fundación de la ciudad indiana», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 94. 7 G. KUBLER, «Foreword», en D. P. CROUCH, D. J. GARR y A. I. MUNDIGO, Spanish City Planning in North America, Cambridge, 1982, p. XII; L. BENEVOLO y S. ROMANO, La città europea fuori D’Europa, Milán, 1998, p. 81. 8 F. DE SOLANO, «El conquistador hispano: señas de identidad», en F. DE SOLANO (coord.), Proceso histórico al conquistador, Madrid, 1988, pp. 23-24. 9 Sobre la fidelidad al rey y su obligación de otorgar recompensas, F. TOMÁS Y VALIENTE, «Las ideas políticas del conquistador Hernán Cortés», en F. DE SOLANO (coord.), Proceso histórico al conquistador, Madrid, 1988, pp. 165-181. 10 Citado en A. DE RAMÓN, «Rol de lo urbano en la consolidación de la conquista: los casos de Lima, Potosí y Santiago de Chile», Revista de Indias, vol. LV, núm. 204, Madrid, 1995, p. 392. 11 Libro IV, Título VII, Ley XX, Recopilción de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 93. 12 A. GERBI, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900, México, 1982, pp. 66 y ss. 13 G. GUARDA, «Tres reflexiones...», op. cit., p. 100; F. DE SOLANO, «Significado y alcances de las nuevas ordenanzas de descubrimiento y población de 1573», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 60 y ss.; J. M. MORALES FOLGUERA, La construcción de la utopía. El proyecto de Felipe II (1556-1598) para Hispanoamérica, Madrid, 2001, pp. 25 y ss. 14 D. DE ENCINAS, Cedulario indiano, vol. IV, Madrid, 1945, pp. 232-246; Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, pp. 79-93. 15 En el contexto de la monarquía hispánica existía una distinción entre «reinos de herencia» y «reinos de conquista», de la que podía derivar una diferencia constitucional en detrimento de estos últimos; agradezco a R. Valladares esta puntualización; «Nuevas ordenanzas de descubrimiento, población y pacificación de las Indias» (1573), en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, p. 199. 16 Artículo 112 de «Nuevas ordenanzas de descubrimiento...», op. cit., p. 211. 17 Artículo 93 de «Nuevas ordenanzas de descubrimiento...», op. cit., p. 208. La condición de vecino, inicialmente referida a españoles con casa poblada, pronto incluyó a indios, negros libres y morenos, que también recibieron solares y labores; F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, «La condición de vecino», Estudios sobre las instituciones locales hispanoamericanas, Caracas, 1981, pp. 112 y ss. El número de vecinos permite calcular la población blanca de una ciudad junto a sus agregados, multiplicándolo por seis, aunque se trata de una cuestión sometida a un permanente debate historiográfico; J. E. HARDOY y C. ARANOVICH, «Escalas y funciones urbanas de la América española hacia 1600. Un ensayo metodológico», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 362-364. 18 En 1529 el cabildo de Guatemala dio seis meses a los vecinos que tenían solares para que los cercaran y poblaran, amenazándolos con su pérdida en caso contrario. También prohibieron que los perros, cerdos, yeguas y caballos estuvieran sueltos por las calles, pues se metían en el mercado y la iglesia, «que es cosa de mal ejemplo, y especialmente para los naturales de la tierra que lo ven», «Acuerdos del cabildo de Guatemala, 20 de agosto de 1529», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, pp. 92-3.

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Notas

19 G. KUBLER, «Foreword», op. cit., p. XII; G. R. CRUZ, Let There be Towns. Spanish Municipal Origins in the American Southwest, 1610-1810, Texas College Station, 1988, p. 19. 20 En la muestra aparecen según un modelo clásico y de plaza central, 42; clásicos con plaza excéntrica junto a una costa o río, 6; clásicos con plaza excéntrica sin elemento de atracción particular, 8; regulares con plaza central, 11; regulares con plaza excéntrica, 20; regulares con dos plazas central y excéntrica, 3; regulares con dos plazas excéntricas, 6; regulares alargados, 3; irregulares, 10; lineales, 5, y sin un esquema definido, 20; J. E. HARDOY, «La forma de las ciudades coloniales en la América española», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 329. 21 J. L. GARCÍA FERNÁNDEZ, «Trazas urbanas hispanoamericanas y sus antecedentes», en La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 215 y ss.; I. A. LEONARD, Books of the Brave. Being an Account of Books and of Men in the Spanish Conquest and Settlement of the Sixteenth century New World, Berkeley, 1992, pp. 91 y ss. 22 J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 367, recogiendo un planteamiento de R. Martínez Lemoine. 23 R. M. MORSE, «Introducción a la Historia Urbana...», op. cit., pp. 44-47. 24 A. BONET CORREA, El urbanismo en España e Hispanoamérica, Madrid, 1991, pp. 176 y ss. 25 A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial en Panamá. Historia de un sueño, Panamá, 1994, p. 200. 26 M. ROJAS MIX, La plaza mayor..., op. cit., pp. 66 y ss. 27 F. DE SOLANO, «Rasgos y singularidades de la plaza mayor», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, p. 190. 28 A. ALEDO TUR, «El significado cultural de la plaza hispanoamericana. El ejemplo de la plaza mayor de Mérida», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 40. 29 Libro IV, Título VIII, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 94. 30 Título de ciudad al pueblo de Cumaná de la provincia de Nueva Andalucía, San Lorenzo, 3 de julio de 1591, en S. R. CORTÉS (comp.), Antología documental de Venezuela, Caracas, 1971, p. 112. 31 G. PORRAS TROCONIS, Cartagena Hispánica, 1533 a 1810, Bogotá, 1954, pp. 76-78. 32 R. FIGUEIRA, «Del barro al ladrillo», en J. L. ROMERO y L. ROMERO (dirs.), Buenos Aires, Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, p. 113. 33 J. LOCKHART, Of Things of the Indies. Essays Old and New in Early Latin American Colonial History, Stanford, 1999, p. 122. 34 A. DE RAMON, «Rol de lo urbano en la consolidación...», op. cit., p. 409. 35 Libro IV, Título VII, Ley II, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 91. 36 G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, «Vecinos, magnates, cabildos y cabildantes en la América española», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 229 y ss. 37 El cabildo abierto es «la junta que se hace en alguna villa o lugar a son de campaña tañida, para que entren todos los que quisieren del pueblo, por haberse de tratar alguna cosa de importancia o de que pueda resultar algún gravamen que comprenda a todos, lo cual se ejecuta a fin de que ninguno pueda reclamar después», citado en C. BAYLE, Los cabildos seculares en la América española, Madrid, 1952, p. 433. Se convocaba por el procurador, gobernador, alcalde ordinario, corregidor, alférez real o el cabildo en pleno para tratar los más diversos asuntos, tributos, corridas de toros, inundaciones, servicios de los indios, unión de armas o provisión de trigo. En Santiago de Chile hubo seis en el siglo XVI, 59 en el XVII, cinco en el XVIII y uno en el XIX; participó «todo el pueblo y común», algunos vecinos o ciertas corporaciones. Sus acuerdos debían ser legalizados, H. ARANGUIZ DONOSO, «Estudio institucional de los cabildos abiertos

Notas

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de Santiago de Chile (1541-1810)», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 217 y ss. El cabildo abierto casi desapareció de Castilla en los siglos XV y XVI, como consecuencia de la aristocratización de las ciudades. Excepcionalmente se convocaron algunos, I. A. A. THOMPSON, «El concejo abierto de Alfaro en 1602: la lucha por la democracia municipal en la Castilla seiscentista», Berceo, núm. 100, Logroño, 1981, pp. 307 y ss. 38 R. KONETZKE, América Latina, II, La época colonial, Madrid, 1979, p. 129. 39 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., pp. 112-113. 40 Ibid., p. 105. 41 C. H. HARING, El imperio hispánico en América, Buenos Aires, 1966, pp. 170 y ss.; F. TOMÁS Y VALIENTE, La venta de oficios en Indias (1492-1606), Madrid, 1972, pp. 61 y ss. 42 Libro IV, Título IX, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 96. 43 «Puede decirse que durante todo el XVI el cabildo de Quito estuvo dominado en exclusiva [por encomenderos], desde la fundación de la villa hasta prácticamente 1597: la calidad de benemérito y de conquistador, esencial para la consecución de la encomienda, será la tónica dominante también para los cargos concejiles en toda la centuria», J. ORTIZ DE LA TABLA, Los encomenderos de Quito, 1534-1660. Origen y evolución de una elite colonial, Sevilla, 1993, p. 130. 44 J. F. DE LA PEÑA, Oligarquía y propiedad en Nueva España (1550-1624), México, 1983, p. 149. 45 P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas (período de la colonia), Caracas, 1968, p. 37. 46 P. GERHARD, Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821, México, 1986, p. 14. 47 Libro V, Título II, Ley I, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, pp. 144-146, enumera los gobiernos, corregimientos y alcaldías mayores de provisión real en las Indias. Eran corregimientos en la audiencia de Lima, los de Cuzco y su montaña, Cajamarca, Santiago de Miraflores, Arica, Collaguas, Ica, Arequipa, Guamanga, Piura, Paita y Castro Virreina; en la de Santafé, los de Mariquita y Tunja; en la de Charcas, los de Potosí, Oruro y La Paz; en la de Quito, los de Zamora, Loja, Guayaquil y Quito; en la de México, los de Veracruz, México y Zacatecas, y numerosas alcaldías mayores equivalentes. 48 Libro V, Título II, Ley III, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 146. 49 G. LOHMANN VILLENA, «El corregidor de Lima (estudio histórico-jurídico)», Anuario de Estudios Americanos, vol. IX, Sevilla, 1952, pp. 131-132. 50 Estas regulaban todos los aspectos de la vida municipal, desde el paso del santísimo sacramento a la limpieza de las pesas de las carnicerías, «Ordenanzas municipales de Guayaquil» (1590), en Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1492-1600, t. I, Madrid, 1995, pp. 253-268. 51 Libro IV, Título X, Ley XII, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 99. 52 P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., pp. 72-75. 53 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 173. 54 Libro V, Título VII, Ley X, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 161. 55 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 208. 56 J. A. GARCÍA, La ciudad indiana, Buenos Aires, 1998, p. 125. 57 J. C. SUPPER, Food, Conquest and Colonization in Sixteenth century Spanish America, Alburquerque, 1988, pp. 87-88.

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Notas

58 Libro IV, Título XI, Ley II, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 101. 59 Libro IV, Título XI, Ley V, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 101. 60 P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., p. 59. 61 R. ARCHILA, «La medicina y la higiene en la ciudad», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 657. 62 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 544. 63 Ibid., p. 548. 64 Ibid., p. 552. 65 «Contribución del cabildo de Quito a la adquisición de un reloj público, Quito, 13 de enero de 1612», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 35-36. 66 C. GÓMEZ y J. MARCHENA, «Los señores de la guerra en la conquista», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLII, Sevilla, 1985, pp. 200 y ss. 67 J. LOCKHART, Los de Cajamarca. Un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú, t. I, Lima, 1986, p. 71. 68 Libro IV, Título VIII, Ley V, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 94. 69 En Castilla, el monarca convocaba a Cortes villa, reino y ciudades, como en las muy tumultuosas celebradas en 1632, J. E. GELABERT, Castilla convulsa (1631-1652), Madrid, 2001, pp. 67 y ss. 70 G. LOHMANN VILLENA, «Las cortes en Indias», Anuario de Historia del Derecho Español, t. XVIII, Madrid, 1947, pp. 655 y ss. 71 W. HARRIS, The Growth of Latin American Cities, Athens, 1971, p. 13; P. SINGER, «Campo y ciudad en el contexto histórico iberoamericano», en J. E. HARDOY y R. P. SCHAEDEL (comps.), Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la Historia, Buenos Aires, 1975, pp. 203 y ss. 72 E. VAN YOUNG, «Material Life», en L. S. HOBERMAN y S. M. SOCOLOW (eds.), The Countryside in Colonial Latin America, Alburquerque, 1996, p. 66; M. A. MARTIN LOU y E. MUSCAR BENASAYAG, Proceso de urbanización en América del Sur, Madrid, 1992, p. 123. 73 P. VIVES, «Ciudad y territorio en la América colonial», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 222-223; P. PÉREZ HERRERO, Comercio y mercados en América Latina colonial, Madrid, 1992, pp. 99 y ss. 74 E. J. A. MAEDER y R. GUTIÉRREZ, Atlas histórico y urbano del nordeste argentino. Pueblos de indios y misiones jesuíticas, Resistencia, 1994, pp. 12-14. 75 F. DE SOLANO, «El pueblo de indios. Política de concentración de la población indígena: objetivos, proceso, problemas y resultados», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, p. 333; ÍD., «Urbanización y municipalización de la población indígena», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 355 y ss. 76 J. R. LODARES MARRODÁN, El paraíso políglota: historias de lenguas en la España moderna contadas sin prejuicios, Madrid, 2000, pp. 55 y ss. 77 Quiroga fundó en 1531 a dos leguas de México el hospital de Santafé, donde atendió a indios enfermos y desamparados, y poco después estableció otro hospital en Tzintzuntzan, junto a Pátzcuaro. Tras acceder a la sede michoacana, fundó el hospital de San Nicolás de Tolentino y prosiguió con su experimento evangelizador de los hospitales, que constaban de una casa común para enfermos y principales y de casas particulares para los congregados en familias, así llamadas porque en ellas vivían sus miembros. Tenían un terreno anexo para huerta o jardín, estancias de campo y lugares para siembras y ganaderías. El hospital tenía forma de cuadrado en uno de cuyos frentes estaba la enfermería de contagiosos y en los otros el resto de los enfermos. Los naturales trabajaban comunalmente durante seis horas y del beneficio se pagaban los gastos del hospital,

Notas

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la comunidad y las escuelas; el resto se repartía entre los congregados. También aprendían diversos oficios. 78 C. GIBSON, «Rotation of Alcaldes in the Indian Cabildo of Mexico City», Hispanic American Historical Review, vol. 33, núm. 2, Duke, 1953, p. 213. 79 L. SOUSA y K. TERRACIANO, «The “Original Conquest” of Oaxaca: Nahua and Mixtec Accounts of the Spanish Conquest», Ethnohistory, vol. 50, núm. 2, Duke, 2003, p. 384; J. BUSTAMANTE, «Los vencidos: nuevas formas de identidad y acción en una sociedad colonial», en S. BERNABEU (coord.), El paraíso occidental. Norma y diversidad en el México virreinal, Madrid, 1998, pp. 29-33. 80 R. S. HASKETT, «Indian Town Government in Colonial Cuernavaca: Persistence, Adaptation and Change», Hispanic American Historical Review, vol. 67, núm. 2, Duke, 1987, p. 210. 81 «Mandamiento del virrey de Nueva España Antonio de Mendoza concediendo licencia al indio Baltasar, de Tepeaca, para hacer una población en el valle de Tozocongo, México, 17 de mayo de 1542», en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, p. 137. 82 T. HERZOG, «La política espacial y las tácticas de conquista: las “Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias” y su legado (siglos XVI-XVII)», en J. R. GUTIÉRREZ, E. MARTÍNEZ RUIZ y J. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (coords.), Felipe II y el oficio de rey: la fragua de un imperio, Madrid, 2001, p. 296. 83 Libro VI, Título III, Ley XV, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 200; M. MORNER, Region & State in Latin America’s Past, Baltimore, 1993, pp. 20 y ss. 84 P. BORGES MORÁN, Misión y civilización en América, Madrid, 1987, pp. 156-158. 85 J. LOCKHART, «Españoles entre indios: Toluca a fines del siglo XVI», Revista de Indias, vols. XXXIII-XXIV, núm. 131-138, Madrid, 1973-1974, p. 487. 86 F. DE SOLANO, «Autoridades municipales indígenas de Yucatán (1657-1677)», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 395-423. 87 C. BERNAND y S. GRUZINSKI, Historia del Nuevo Mundo. Los mestizajes (1550-1640), t. II, México, 1999. 88 C. ROMERO ROMERO, «Fundaciones españolas en América: una sucesión cronológica», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 275-293. 89 R. GUTÍERREZ, «Distribución espacial de la ciudad: los barrios hispanocoloniales», en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. I, Madrid, 1987, p. 316. 90 F. DE SOLANO, «Ciudades y pueblos de indios antes de 1573», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, pp. 53-57. 91 C. BERNAND, Negros esclavos y libres en las ciudades hispanoamericanas, Madrid, 2001, p. 50; C. GIBSON, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, México, 1981, p. 389. 92 J. LOCKHART, El mundo hispanoperuano, 1532-1560, México, 1982, pp. 234-235; M. A. DURAN HERRERO, «Lima en 1613. Aspectos urbanos», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLIX, Sevilla, 1992, p. 183. 93 A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., p. 87. 94 F. DOMÍNGUEZ COMPAÑY, La vida en las pequeñas ciudades hispanoamericanas de la conquista, 1494-1549, Madrid, 1978, p. 83; M. GÓNGORA, «Urban Social Stratification in Colonial Chile», Hispanic American Historical Review, vol. 55, núm. 3, Duke, 1975, pp. 427 y ss. 95 M. GÓNGORA, «Sondeos en la antroponimia colonial de Santiago de Chile», Anuario de Estudios Americanos, vol. XXIV, Sevilla, 1967, p. 1326. 96 A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 70.

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Notas

97 B. DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Madrid, 1984, p. 103. 98 José Moreno Villa acuñó este término en 1942, M. CABAÑAS BRAVO, «México me va creciendo. El exilio de José Moreno Villa», en M. AZNAR SOLER (ed.), El exilio literario español de 1939, vol. I, Barcelona, 1998, p. 223. 99 C. BERNAND y S. GRUZINSKI, Historia del Nuevo Mundo..., op. cit., p. 260. 100 E. MARCO DORTA, «Iglesias renacentistas en las riberas del Lago Titicaca», Anuario de Estudios Americanos, vol. II, Sevilla, 1945, p. 707. 101 A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 134-135. 102 Ibid., p. 70. 103 F. B. PYKE, «Algunos aspectos de la ejecución de las leyes municipales en la América española durante la época de los Austrias», Revista de Indias, vol. XVIII, núm. 72, Madrid, 1958, pp. 208-209. 104 V. CORTÉS ALONSO, «Tunja y sus vecinos», Revista de Indias, vol. XXV, núm. 99-100, Madrid, 1965, p. 160. 105 J. M. MORALES FOLGUERA, Tunja. Atenas del Renacimiento en la Nueva Granada, Málaga, 1998, pp. 135 y ss. 106 «Españoles: baquianos y bisoños, criollos y peninsulares», en G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1986, p. 194.

CAPÍTULO III 1 J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670, México, 1980, pp. 91-92. 2 Metrópoli era para los griegos la ciudad madre de otras y para los romanos la capital de una provincia. S. DE COVARRUBIAS la definió como «ciudad principal de la cual han salido muchas poblaciones circunvecinas dependientes de ella», Tesoro de la lengua castellana, Madrid, 1611, p. 548 Para el Diccionario de la lengua castellana, t. IV, Madrid, 1734, es «ciudad principal que tiene dominio o señorío sobre las otras». E. DE TERREROS PANDO señaló que era la iglesia principal o sede, por ello metropolitana, de una ciudad arzobispal, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, t. II, Madrid, 1787, p. 580. 3 B. BRAVO LIRA, «Régimen virreinal. Constantes y variantes de la constitución política en Iberoamérica (siglos XVI al XXI)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, pp. 398 y ss. 4 I. RODRÍGUEZ MOYA, La mirada del virrey. Iconografía del poder en la Nueva España, Castellón, 2003, pp. 94 y ss.; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social. Nueva España en el tránsito del siglo XV al XVII, México, 1999, p. 42. 5 G. GASPARINI, América, barroco y arquitectura, Caracas, 1972, p. 167. 6 P. MARZAHL, «Creoles and Government: the Cabildo of Popayán», Hispanic American Historical Review, vol. 54, núm. 4, Duke, 1974, p. 638; J. L. ROMERO, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, 1976, pp. 73 y ss.; F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, 2002, pp. 37 y ss. 7 I. CRUZ DE AMENÁBAR, «Una periferia de nieves y soles invertidos: notas sobre Santiago, fiesta y paisaje», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 122. 8 C. BERNAND, Negros esclavos..., op. cit., pp. 68 y ss. Entre los santos negros destacaron, por la difusión de su culto, San Benito, San Antonio de Noto, San Elesbán, Santa Ifigenia y San Martín de Porres. También se extendieron entre ellos diversas advocaciones de la virgen, B. VINCENT, «Le culte des saints noirs dans le monde ibérique», en D. GONZÁLEZ CRUZ (ed.), Ritos y ceremonias en el mundo hispano durante la Edad Moderna, Huelva, 2002, pp. 121 y ss.

Notas 9

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E. VILA, Santos de América, Bilbao, 1968, pp. 43 y ss. Lima tenía una nutrida población de hábito y gran número de conventos grandes femeninos, pero la auténtica ciudad conventual americana era Quito, que en 1650, con aproximadamente 25.000 habitantes, tenía la catedral, cinco iglesias parroquiales (y tres más extramuros), cuatro conventos de monjas, cinco conventos de frailes y dos recolecciones (conventos de retiro), L. MARTÍN, Daughters of the Conquistadores. Women of the Viceroyalty of Peru, Alburquerque, 1983, pp. 174 y ss. 11 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., pp. 735 y ss. 12 E. B. NÚÑEZ, La ciudad de los techos rojos, Caracas, 1988, pp. 52-53; Actas del cabildo colonial de Guayaquil, 1650-1657, t. III, Guayaquil, 1973, pp. 80-81. 13 G. LOHMANN VILLENA, «Las comedias del Corpus Christi en Lima en 1635 y 1636», Revista de Indias, vol. X, núm. 42, Madrid, 1950, pp. 865-868. 14 C. F. DUARTE, «Las fiestas de Corpus Christi en la Caracas Hispánica (Tarasca, Gigantes y Diablitos)», Boletín de la Academia Nacional de la Historia, vol. 70, núm. 279, Caracas, 1987, pp. 675 y ss. 15 R. MÚJICA PINILLA, «Identidades alegóricas: lecturas iconográficas del barroco al neoclásico», El barroco peruano, Lima, 2003, p. 310. 16 F. IWASAKI CAUTI, «Toros y sociedad en Lima colonial», Anuario de Estudios Americanos, vol. XLIX, Sevilla, 1992, pp. 318 y ss. 17 Libro III, Título XV, Ley LVI, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 69. 18 A. OSSORIO, «The King in Lima: Simulacra, Ritual and Rule in Seventeenth Century Peru», Hispanic American Historical Review, núm. 84-3, Duke, 2004, pp. 460-461. 19 S. MACCORMACK, «El gobierno de la república cristiana», El barroco peruano, Lima, 2003, pp. 217 y ss. 20 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 684. 21 R. RAMOS SOSA, «La fiesta barroca en ciudad de México y Lima», Historia, vol. 30, Santiago, 1997, p. 279. 22 A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., p. 270. 23 Agradezco a R. Valladares esta puntualización; Carta del cabildo al Consejo de Indias indicando la imposibilidad de contener los gastos en el recibimiento del virrey, conde de Monterrey, Lima, 8 de mayo de 1606. Se mandó que no pasaran de 4.000 ducados, J. ORTIZ DE LA TABLA, M. J. MEJÍAS y A. RIVERA GARRIDO (eds.), Cartas de cabildos hispanoamericanos. Audiencia de Lima, t. I, Sevilla, 1999, p. 35. 24 D. RIPODAS ARDANAZ, «Las ciudades indianas», Atlas de Buenos Aires, t. I, 1981, p. 16. 25 G. KUBLER, «El urbanismo colonial iberoamericano, 1600-1820», en F. DE SOLANO (ed.), Historia y futuro de la ciudad iberoamericana, Madrid, 1986, p. 30. 26 Citado en J. BARRIENTOS GRANDON, «El Cursus de la jurisdicción letrada en las Indias (siglos XVI-XVII)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, p. 633. 27 C. G. MOTA, Um Americano intranquilo. Homenagem a Richard Morse, Río de Janeiro, 1992, p. 19; S. GRUZINSKI, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation, París, 2004, pp. 71 y ss. 28 J. BARRIENTOS GRANDON, «El Cursus de la jurisdicción letrada...», op. cit., pp. 639 y ss. 29 J. H. ELLIOTT, El conde-duque de Olivares. El político en una época de decadencia, Barcelona, 1991, pp. 161 y ss., y 279 y ss. 30 Citado en B. LAVALLE, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, Lima, 1993, pp. 19-20; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social..., op. cit., pp. 197 y ss. 10

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Notas

31 Sobre su actuación y personalidad, R. ÁLVAREZ, «El cuestionario de 1577. La “Instrucción y memoria de las relaciones que se han de hacer para la descripción de las Indias de 1577”», en F. DE SOLANO (ed.), Cuestionarios para la formación de las Relaciones Geográficas de Indias, siglos XVI-XIX, Madrid, 1988, pp. XCV y ss. 32 G. BAUDOT, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II, México, 1983, pp. 312-313; M. A. PASTOR, Crisis y recomposición social..., op. cit., pp. 207 y ss. 33 S. QUESADA, La idea de ciudad en la cultura hispana de la edad moderna, Barcelona, 1992, p. 93. 34 F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco..., op. cit., pp. 123-124. 35 D. RIPODAS ARDANAZ, «Presencia de América en la España del XVII», en D. RAMOS (coord.), La formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700). Historia de España Menéndez Pidal, t. XXVII, Madrid, 1999, p. 802; H. BRIOSO SANTOS, América en la prosa literaria española de los siglos XVI y XVII, Huelva, 1999, pp. 105 y ss.; sobre la identificación de riqueza y comercio indiano, B. CÁRCELES DE GEA, «Las Indias y el concepto de riqueza en España en el siglo XVII», en C. MARTÍNEZ SHAW y J. M. OLIVA MELGAR (eds.), El sistema atlántico español (siglos XVII-XIX), Madrid, 2005, pp. 76 y ss. 36 F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Barroco..., op. cit., pp. 37-38. 37 A. GERBI, La naturaleza..., op. cit., pp. 226 y ss. 38 M. D. SZUCHMAN, «The City as Vision. The Development of Urban Culture in Latin America», en J. M. GILBERT y M. D. SZUCHMAN (eds.), I Saw a City Invincible. Urban Portraits of Latin America, Wilmington, 1996, p. 24; A. RAMA, La ciudad letrada, Hanover, Ediciones el Norte, 1984, pp. 25 y ss. 39 I. A. A. THOMPSON, «Castilla, España y la monarquía: la comunidad política, de la patria natural a la patria nacional», en R. L. KAGAN y G. PARKER (eds.), España, Europa y el mundo atlántico: homenaje a John H. Elliott, Madrid, 2001, pp. 211-213. 40 Existieron dos catedrales en México. La antigua, de tres naves techadas de madera, fue construida de 1524 a 1532 por el arquitecto Juan de Sepúlveda. En 1585 fue reconstruida y en 1626 derribada. Del templo actual, que se pensó fuera más grande que la enorme catedral de Sevilla, aunque luego se optó como modelo por la más razonable catedral nueva de Salamanca, se puso la primera piedra en 1573. Claudio de Arciniega y Juan Miguel de Agüero fueron los autores del proyecto, que se terminó de realizar en 1667, año también de su consagración. La fachada, que empezó a ejecutar José Damián Ortiz tras ganar un concurso en 1786, fue concluida por Manuel Tolsá. Las obras concluyeron en 1813, M. TOUSSAINT, Catedral de México, México, 1948, pp. 2-3. 41 Citado en A. LORENTE MEDINA, «México: “Primavera inmortal” y “emporio” de toda la América», en J. DE NAVASCUES (ed.), De Arcadia a Babel. Naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana, Madrid, 2002, p. 77; Tiánguez significa mercado. 42 La expresión es de Alfonso Reyes, S. GRUZINSKI, La ciudad de México: una historia, México, 2004, pp. 200 y ss.; R. XIRAU, «Bernardo de Balbuena, alabanza de la poesía», Estudios. Filosofía-Historia-Letras, México, 1987, http://www.hemerodigital.unam.mx/ ANUIES/itam/estudio/estudio10/sec4.html. 43 A. DE LEÓN PINELO, Epítome de la Biblioteca oriental y occidental, náutica y geográfica, edición y estudio introductorio de H. CAPEL, t. I, Barcelona, 1982, p. XXIV; G. LOHMANN VILLENA, «La Historia de Lima de Antonio de Léon Pinelo», Revista de Indias, vol. XII, núm. 50, Madrid, 1952, pp. 766 y ss.; A. A. ROIG, «La “inversión de la filosofía de la historia” en el pensamiento latinoamericano», Revista de Filosofía y de Teoría Política, núm. 26-27, La Plata, 1986, pp. 170 y ss. 44 CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, Buenos Aires, 1997, p. 286. 45 D. RIPODAS ARDANAZ, «Las ciudades indianas», op. cit., pp. 19-20. 46 En la Nueva España se otorgaron durante la primera mitad del siglo XVII los títulos de conde de Santiago de Calimaya (1616), conde del valle de Orizaba y conde de Moctezuma de Fultengo (1627), y en Perú se dieron el condado de Villamar y

Notas

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el marquesado de la conquista (1631). En la segunda mitad se otorgaron 16 más en Nueva España, 34 en Perú, 3 en Chile, 3 en Venezuela, 2 en Nueva Granada y 1 en El Plata, J. F. DE LA PEÑA, Oligarquía y propiedad en Nueva España, op. cit., pp. 181 y ss.; ÍD., «La institución del mayorazgo: su repercusión en el Virreinato de la Nueva España», en R. L. KAGAN y G. PARKER (eds.), España, Europa y el mundo atlántico..., op. cit., pp. 408 y ss.; D. RAMOS, «Nobleza americana del XVII y órdenes militares», en D. RAMOS (coord.), La formación de las sociedades iberoamericanas (1568-1700). Historia de España Menéndez Pidal, t. XXVII, Madrid, 1999, pp. 462-463. Hubo un total de 569 americanos caballeros de Santiago, 198 de Calatrava, 98 de Alcántara, 33 de Montesa, 209 de Carlos III y 7 de Malta, G. LOHMANN VILLENA, Los americanos en las órdenes nobiliarias, t. I, Madrid, 1993, p. VI; G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos castellanos de Indias, Madrid, 1999, p. 143. 47 J. ZAPATA Y SANDOVAL, De iustitia distributiva et acceptione personarum ei opossita disceptatio, edición de C. A. BACIERO, A. M. BARRERO, J. M. GARCÍA AÑOVEROS y J. M. SOTO, Madrid, 2004, pp. 22 y ss. 48 J. H. ELLIOTT, El conde-duque de Olivares..., op. cit., p. 426. 49 C. ÁLVAREZ DE TOLEDO, Politics and Reform in Spain and Viceregal Mexico. The Life and Thought of Juan de Palafox, 1600-1659, Oxford, 2004, pp. 82-83; A. RUBIAL GARCÍA, La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados de Nueva España, México, 1999, pp. 217 y ss. 50 Citado en J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política..., op. cit., pp. 96-97. 51 D. CISNEROS, Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México, estudio preliminar de J. L. PESET, Madrid, 1992, pp. 111 y ss. 52 El gran cronista de la Bogotá decimonónica relató este episodio: «Después de la fuga de los españoles en el año de 1819, reinó por algún tiempo el desgobierno en el país [...] circunstancia que supieron aprovechar algunos en beneficio propio, entre estos un patriota de apellido Millán, que se permitió construir una casa en el entonces sitio conocido con el nombre de “El Cárcamo” [...] Inútiles fueron las requisitorias de Acebedo para que Millán demoliese el inmueble estorboso, visto lo cual se le fijó al vecino refractario un plazo perentorio con la amenaza de proceder de hecho en caso de que no atendiera las órdenes del gobernador. Acostumbrado Millán a la indolencia santafereña, no prestó atención a la exigencias de la autoridad, en la persuasión de que “perro que ladra no muerde”. Aún dormía tranquilamente Millán en su confortable lecho, después de escanciar la suculenta taza de chocolate por vía de desayuno, cuando cumplido y no obedecido el plazo fatal, llamó a la sirvienta para que le explicara la causa de cierto ruido extraño que oía encima del edificio. Señor —le informó la cuitada sirvienta—, una cuadrilla de presidiarios y soldados están echando al suelo las tejas de la casa. Confundido Millán con las nuevas que le daba la sirvienta, salió a medio vestir con el objeto de averiguar la verdad de lo que sucedía [...] el ofendido creyó que del asunto saldría bien librado, puesto que la casa la destruían por orden de la autoridad», J. M. CÓRDOVEZ MOURE, Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá, 1978, p. 32. 53 Citado en J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política..., op. cit., p. 271. 54 A este respecto, es determinante la reflexión sobre la existencia de un poder justo y no tiránico: «La constitución indiana no es una construcción legal o doctrinal más o menos feliz, sino una trama de instituciones [entre ellas las urbanas] arraigadas en ideales políticos compartidos por la población, como buen o mal gobierno y leyes justas e injustas», B. BRAVO LIRA, «Régimen virreinal. Constantes y variantes de la constitución política en Iberoamérica (siglos XVI al XXI)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, p. 401. 55 Luis E. Valcárcel y Warren L. Cook sugirieron que Guamán Poma fue la fuente de Salinas y Córdoba a causa de las similaridades textuales en varios puntos, R. ADORNO,

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Notas

Guamán Poma y su crónica ilustrada del Perú colonial: un siglo de investigaciones hacia una nueva era de lectura, Copenhage, 2001, http://www.kb.dk/elib/mss/poma/presentation/ index.htm; F. GUAMÁN POMA DE AYALA, El primer nueva corónica y buen gobierno, 1615-1616, edición de R. ADORNO , facsimilar y anotada, Copenhage, 2004, http://www.kb.dk/elib/mss/poma/index.htm. 56 Citado en B. LAVALLE, Las promesas ambiguas..., op. cit., p. 118. 57 Ibid., p. 114. 58 F. ESTEVE BARBA, Historiografía indiana, Madrid, 1992, p. 559. 59 P. PERALTA Y BARNUEVO, Lima fundada o conquista del Perú, poema heroico en que se decanta toda la historia del descubrimiento y sujeción de sus provincias por D. Francisco Pizarro, marqués de los Atabillos, ínclito y primer gobernador de este vasto imperio y se contiene la serie de los reyes, la historia de los virreyes y arzobispos que ha tenido la memoria de los santos y varones ilustres que la ciudad y reino han producido, Lima, 1732; F. ESTEVE BARBA, Historiografía indiana..., op. cit., pp. 566-567; D. BRADING, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, 1991, p. 370. 60 A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 202 y ss. 61 L. WECKMANN, La herencia medieval de Brasil, México, 1993, p. 158. 62 J. G. SIMÔES (junior), «Os paradigmas urbanísticos da colonizaçao portuguesa e espanhola na América», A cidade Iberoamericana: O espaço urbano brasileiro e Hispano-americano en perspectiva comparada, Sao Paulo, 2001, p. 25; S. BUARQUE DE HOLANDA, Raízes do Brasil, Sao Paulo, 2003, p. 110. 63 F. RODRÍGUEZ DE LA FLOR, «Planeta católico», El barroco peruano, Lima, 2003, p. 19. 64 J. MOGROVEJO DE LA CERDA, Memorias de la gran ciudad del Cusco, 1690, edición de M. C. MARTÍN RUBIO, Cusco, 1983, pp. 24 y ss. 65 B. LAVALLE, Las promesas ambiguas..., op. cit., p. 117. 66 Citado en B. PASTOR BODMER, The Armature of Conquest...,op. cit., p. 275. 67 B. LAVALLE, Las promesas ambiguas...,op. cit., p. 118. 68 G. LOHMANN VILLENA, «Los regidores del cabildo de Lima desde 1535 hasta 1635 (estudio de un grupo de dominio)», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 204. 69 M. L. PAZOS PAZOS, El ayuntamiento de México en el siglo XVII: continuidad institucional y cambio social, Sevilla, 1999, p. 321. 70 P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., pp. 71-72. 71 C. BAYLE, Los cabildos seculares..., op. cit., p. 119. 72 P. GANSTER, «La familia Gómez de Cervantes. Linaje y sociedad en el México colonial», Historia mexicana, vol. 31, núm. 2, México, 1981, pp. 202-203. 73 M. DÍAZ, «La referencia a la obra arquitectónica en la prosa y la poesía de la Nueva España, siglo XVII», Anuario de Estudios Americanos, vol. XXXVIII, Sevilla, 1981, pp. 417 y ss. 74 C. A. GONZÁLEZ SÁNCHEZ, Los mundos del libro. Medios de difusión de la cultura occidental en las Indias de los siglos XVI y XVII, Sevilla, 1999, p. 127. 75 A. LIRA y L. MURO, «El siglo de la integración», Historia general de México, t. II, México, 1976, pp. 179-180. 76 «Aplaude la ciencia astronómica del padre Eusebio Francisco Kino, de la Compañía de Jesús», en sor Juana Inés DE LA CRUZ, Lírica, Barcelona, 1983, p. 335. 77 A. PAGDEN, Spanish Imperialism and the Political Imagination. Studies in European and Spanish-American Social and Political Theory, 1513-1830, New Haven, 1990, pp. 91-97. 78 J. SALA CATALÁ, Ciencia y técnica en la metropolización de América, Aranjuez, 1994, p. 41. 79 Ibid., p. 109.

Notas

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80 El costo del desagüe fue tan elevado que acabó por doblar prácticamente al de la catedral: de 1607 a 1789 se gastaron 5.399.869 pesos y en la catedral, de 1536 a 1813, un total de 3.191.313 pesos, L. S. HOBERMAN, «Technological Change in a Traditional Society: The Case of the “Desagüe” in Colonial Mexico», Technology and Culture, vol. 21, núm. 3, Detroit, 1980, p. 392. 81 Entre los asesores de Cadereyta destacó el arquitecto, matemático, geógrafo, relojero y astrónomo carmelita fray Andrés de San Miguel, constructor de monasterios, acueductos y puentes y autor del primer tratado de arquitectura escrito en la Nueva España. En el siglo XVIII resultó determinante el informe realizado en 1774, a petición del Consulado, por el criollo Joaquín Velázquez de León, Documentos relativos a la desecación del valle de México, en A. M. CALAVERA (comp.), Madrid, 1991, pp. 113 y ss. El gran canal del desagüe, iniciado por Maximiliano en 1867, fue culminado en 1900, bajo el porfiriato. Al fin, no hubo una obra absolutamente efectiva, pues la desecación del valle y la pérdida de agua por los asentamientos residenciales y los usos industriales jugaron un papel determinante en la prevención de las inundaciones. 82 R. L. KAGAN, Imágenes urbanas del mundo hispánico, 1493-1780, Madrid, 1998, pp. 148 y ss., y 239 y ss.; R. BOYER, «La ciudad de México en 1628: la visión de Juan Gómez de Trasmonte», Historia mexicana, vol. XXIX, núm. 3, México, 1980, pp. 448 y ss. 83 Citado en F. DE SOLANO, «Rasgos y singularidades...», op. cit., p. 187. 84 En 1651 se colocó en el centro de la plaza mayor una fuente de bronce diseñada por el arquitecto y escultor Pedro de Noguera, E. MARCO DORTA, «La plaza mayor de Lima en 1680», Actas del XXXVI Congreso Internacional de Americanistas, vol. 4, Sevilla, 1966, p. 601. 85 J. SALA CATALÁ, «El agua en la problemática científica de las primeras metrópolis coloniales hispanoamericanas», Revista de Indias, vol. XLIX, núm. 186, Madrid, 1989, p. 276. 86 R. L. KAGAN, Imágenes urbanas..., op. cit., p. 270. 87 Desde 1618 existían proyectos de fortificar la metrópoli, G. LOHMANN VILLENA, «Las defensas militares de Lima y Callao hasta 1746», Anuario de Estudios Americanos, vol. 20, 1963, pp. 154 y ss. 88 J. SALA CATALÁ, Ciencia y técnica..., op. cit., p. 278. 89 M. A. DURÁN MONTERO, Lima en el siglo XVII, Sevilla, 1994, pp. 87-88. 90 J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, op. cit., pp. 125-127.

CAPÍTULO IV 1

J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op cit., pp. 150 y ss. L. NAVARRO GARCÍA, «El reformismo borbónico: proyectos y realidades», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, p. 499; L. SÁNCHEZ AGESTA, El pensamiento político del despotismo ilustrado, Sevilla, 1979, pp. 71 y ss.; A. KUETHE e I. BLAISDELL, «French Influence and the Origins of the Bourbon Colonial Reorganization», Hispanic American Historical Review, núm. 71-3, Duke, 1991, pp. 579 y ss. 3 P. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Palabras e ideas: el léxico de la ilustración temprana en España (1680-1760), Madrid, 1992, p. 676. 4 J. CAMPILLO Y COSSÍO, Nuevo sistema de gobierno económico para América, Oviedo, 1993, p. 73. 5 B. WARD, Proyecto económico, Madrid, 1982, p. 253. La obra estaba terminada en 1762 y se editó por iniciativa de Campomanes en 1779. 2

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Notas

6 Informes sobre el establecimiento de intendentes en Nueva España, Dictámenes sobre el proyecto de una nueva administración pública, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1986, p. 310. 7 Ibid., p. 308. 8 Ibid., p. 307. 9 Ibid., p. 309. 10 J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., pp. 261 y ss. 11 Se les sumaron Luisiana en 1768, Campeche y Yucatán en 1770, Caracas en 1772 y Santa Marta en 1776; dos años después el Reglamento de libre comercio se aplicó en los puertos peninsulares citados, Palma de Mallorca, Los Alfaques de Tortosa, Almería y Santa Cruz de Tenerife y numerosos puertos americanos, los nueve mayores de La Habana, Cartagena, Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso, Concepción, Arica, El Callao y Guayaquil, y los menores de Puerto Rico, Santo Domingo, Montecristo, Santiago de Cuba, Trinidad, Margarita, Campeche, Santo Tomás de Castilla, Omoa, Riohacha, Portobelo, Chagres y Santa Marta. En 1789 su vigencia se extendió a Nueva España y Venezuela, C. MARTÍNEZ SHAW, «El despotismo ilustrado en España y las Indias», en V. MÍNGUEZ y M. CHUST (eds.), El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, Madrid, 2004, pp. 144 y ss. 12 J. LYNCH, «El estado colonial en Hispanoamérica», América Latina, entre colonia y nación, Barcelona, 2001, pp. 81 y ss. 13 José de Gálvez tenía 917 títulos en su biblioteca, de los cuales sólo noventa trataban de Indias. Al regresar de Nueva España trajo siete obras, pues fue indiferente a la producción bibliográfica novohispana, F. DE SOLANO, «Reformismo y cultura intelectual. La biblioteca privada de José de Gálvez, ministro de Indias», Quinto Centenario, núm. 2, Madrid, 1981, p. 34. 14 Esta fórmula «servía el mismo objetivo de preservar a la vez la apariencia de lealtad del súbdito y la imagen del rey», J. H. ELLIOTT, «Rey y patria en el mundo hispánico», en V. MÍNGUEZ y M. CHUST (eds.), El imperio sublevado..., op. cit., p. 23. 15 A. GERBI, La naturaleza..., op. cit., pp. 55 y ss. 16 «Yo pienso que estas razones utilitarias —seguridad pública, conveniencia de que se pudiera reconocer a los delincuentes— no eran más que apariencia: la justificación “objetiva” de otras razones más hondas, estéticas y “estilísticas”: los hombres del gobierno de Carlos III sin duda sentían malestar ante aquellos hombres tan de otro tiempo, tan distintos de lo que se usaba en otras partes, tan arcaicos. Yo creo que la aversión a la capa larga y al chambergo era una manifestación epidérmica de la sensibilidad europeísta y actualísima de aquellos hombres que sentían la pasión de sus dos verdaderas patrias: Europa, el siglo XVIII», J. MARÍAS, La España posible en tiempos de Carlos III, Madrid, 1988, pp. 172-173. 17 Para el clásico Diccionario de Covarrubias, novedad es «cosa nueva y no acostumbrada, y suele ser peligrosa por traer consigo mudanza de uso antiguo», P. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Palabras e ideas..., op. cit., p. 621; J. ANDRÉS-GALLEGO, El motín de Esquilache, América y Europa, Madrid, 2003, pp. 81 y ss. 18 E. MARTIRE, «La militarización de la monarquía borbónica (¿una monarquía militar?)», en F. BARRIOS (coord.), El gobierno de un mundo. Virreinatos y audiencias en la América Hispánica, Cuenca, 2004, pp. 476 y ss. 19 F. DE SOLANO, Antonio de Ulloa y la Nueva España, México, 1987, pp. LXXVI y ss. 20 Este fue el caso de José Solano y Bote, comisario de la expedición de límites al Orinoco (1754-1761), capitán general de Venezuela y Santo Domingo, y atento reorganizador de Caracas, nombrado marqués del socorro tras su labor como jefe de la escuadra que auxilió la plaza de Pensacola, en Florida, durante la Guerra de Independencia norteamericana, G. A. FRANCO RUBIO, «Reformismo institucional y elites administrativas en la España del siglo XVIII: nuevos oficios, nueva burocracia. La Secretaría de Estado

Notas

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y del Despacho de Marina (1721-1808)», en J. L. CASTELLANO, J. P. DEDIEU y M. V. LÓPEZ-CORDÓN (eds.), La pluma, la mitra y la espada. Estudios de Historia institucional en la Edad Moderna, Madrid, 2000, pp. 122 y ss. 21 J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., p. 119. 22 G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos castellanos..., op. cit., pp. 154 y ss.; M. LUCENA GIRALDO, «La constitución atlántica de España y sus Indias», Revista de Occidente, vol. 281, 2004, pp. 41-44. 23 A. LEVAGGI, Diplomacia hispano-indígena en las fronteras de América: historia de los tratados entre la monarquía española y las comunidades aborígenes, Madrid, 2002, pp. 119 y ss.; sobre la expulsión de la Compañía de Jesús, T. EGIDO (coord.), J. BURRIEZA SÁNCHEZ y M. REVUELTA GONZÁLEZ, Los jesuitas en España y en el mundo hispánico, Madrid, 2004, pp. 256 y ss. 24 F. DE REQUENA, Ilustrados y bárbaros. Diario de la exploración de límites al Amazonas (1782), edición de M. LUCENA GIRALDO, Madrid, 1991, p. 34. 25 G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Ensayos sobre los reinos castellanos..., op. cit., p. 146; J. LYNCH, «Spain’s Imperial Memory», en M. LUCENA GIRALDO (coord.), Las tinieblas de la memoria. Una revisión de los imperios en la Edad Moderna. Debate y perspectivas, Cuadernos de Historia y Ciencias Sociales, núm. 2, Madrid, 2000, pp. 64 y ss. 26 R. MORSE, El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo, México, 1982, p. 90. 27 F. FERNÁNDEZ CHRISTLIEB, Europa y el urbanismo neoclásico en la ciudad de México. Antecedentes y esplendores, México, 2000, p. 71. 28 J. D. RILEY, «Public Works and Local Elites: The Politics of Taxation in Tlaxcala, 1780-1810», The Americas, vol. 58, núm. 3, Washington, 2002, pp. 356 y 389 y ss. 29 «Las “repúblicas locales” adquirieron relevancia y valor como centros de ejercicio de una actividad ciudadana en la monarquía. Su identidad política se reconocía en unas ordenanzas municipales que se entendían como constitución local. Así se descubrió un medio, el municipal, en el cual la virtud era socialmente practicable “y no acaparada por el príncipe”», J. M. PORTILLO VALDÉS, Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Madrid, 2000, p. 57. 30 C. H. HARING, El imperio hispánico..., op. cit., p. 182. 31 Véase, por ejemplo, «que un oidor por turno revea las cuentas que el cabildo tomare» de propios, pósitos, obras públicas y fiestas como el Corpus Christi, Libro IV, Título IX, Ley XXVI, Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), t. II, Madrid, 1973, p. 98. 32 O. CORNBLITT, Power and Violence in the Colonial City. Oruro from the Minning Renaissance to the Rebellion of Tupac Amaru (1740-1782), Cambridge, 1995, p. 27. 33 J. M. OTS CAPDEQUI, Las instituciones del Nuevo Reino de Granada al tiempo de la independencia, Madrid, 1958, pp. 136-138. 34 «By the beginning of the eighteenth century the heroic age of the cabildos was a thing of distant memory in all parts of the Spanish empire», J. LYNCH, Spanish Colonial Administration, 1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty of the Río de la Plata, Londres, 1958, p. 202. 35 R. J. SHAFER, The Economic Societies in the Spanish World (1763-1821), Syracuse, 1958, pp. 253 y ss. 36 J. LYNCH, «La capital de la colonia», en J. L. ROMERO y L. ROMERO (dirs.), Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, p. 55. 37 Mientras en el consulado había representadas nueve familias tituladas criollas y once que no lo eran, en el cabildo hubo 16 regidores perpetuos, 19 regidores honorarios y 12 alcaldes ordinarios pertenecientes a familias de la elite virreinal entre 1780 y 1810, J. E. KICZA, «The Great Families of Mexico: Elite Maintenance and Business Practice

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Notas

in Late Colonial Mexico City», Hispanic American Historical Review, vol. 62, núm. 3, Duke, 1982, pp. 441 y 451. 38 Representación de la ciudad de México al rey, por José González Castañeda, 2 de mayo de 1771, impresa en Madrid en 1786. Los criollos ante la nueva política, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1986, p. 318. 39 La referencia data de 1776; citado en F. DE SOLANO, Antonio de Ulloa..., op. cit., p. LXXIX. Otros cabildos, como los de Córdoba, Salta o Asunción, manifestaron, en cambio, su conformidad con el celo de sus intendentes respectivos en 1786 (Sobremonte), 1789 (Mestre) y 1798 (Ribera), J. LYNCH, Spanish Colonial Administration, pp. 226 y ss. 40 «Mi soberana voluntad es [...] igualar enteramente la condición de todos mis vasallos de la Nueva España», Ordenanza de Nueva España (1786), G. MORAZZANI DE PÉREZ ENCISO, Las ordenanzas de intendentes de Indias (cuadro para su estudio), Caracas, 1972, p. 66. Un caso interesante de conflicto de preeminencias y competencias fue el de Querétaro, el único corregimiento novohispano que escapó al régimen de subdelegaciones de la intendencia, R. SERRERA CONTRERAS, «La ciudad de Santiago de Querétaro a fines del siglo XVIII: apuntes para su historia urbana», Anuario de Estudios Americanos, vol. XXX, 1973, pp. 512 y ss. 41 G. MORAZZANI DE PÉREZ ENCISO, La Intendencia en España y en América, Caracas, 1966, p. 161; J. VEGA JANINO, «Las reformas borbónicas y la ciudad americana», La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden, Madrid, 1989, pp. 242 y ss.; «Ordenanzas de intendentes: alcances de sus objetivos y obligaciones en materia urbana» (Madrid, 1786), en F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 256-267. 42 Citado en J. A. GARCÍA, La ciudad indiana, op. cit., p. 280. 43 A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Cartagena de Indias en 1777: un análisis demográfico», Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. XXXIV, núm. 45, Bogotá, 1997, p. 29. 44 M. LUCENA GIRALDO, «Las Nuevas Poblaciones de Cartagena de Indias, 1774-1794», Revista de Indias, vol. 199, Madrid, 1993, p. 768. 45 M. F. MARTÍNEZ CASTILLO, Apuntamientos para una historia colonial de Tegucigalpa y su alcaldía mayor, Tegucigalpa, 1982, pp. 146-147. 46 La América española tenía hacia 1700 alrededor de 10.300.000 habitantes, de los cuales 700.000 eran españoles, 9.000.000 indios, 500.000 negros, 40.000 mestizos y 60.000 mulatos. En 1800 la población llegaba a 16.910.000 habitantes, con 3.276.000 españoles, 7.530.000 indios, 776.000 negros y 5.328.000 mestizos y mulatos. El aumento de la población en el siglo XVIII fue del 69 por 100, se estabilizó el número de indígenas y creció mucho el de mestizos, mulatos y castas, así como el de negros esclavos, J. R. FISHER, «Iberoamérica colonial», Historia de Iberoamérica, t. II, Historia Moderna, Madrid, 1990, pp. 619-621. 47 N. SÁNCHEZ ALBORNOZ, La población de América Latina, desde los tiempos precolombinos al año 2025, Madrid, 1994, pp. 140 y ss.; J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición en las ciudades americanas de la ilustración, Madrid, 1992, pp. 72-73; J. E. KICZA, Empresarios coloniales. Familias y negocios en la ciudad de México durante los Borbones, México, 1986, p. 16; R. M. MORSE (comp.), The Urban Development of Latin America, Stanford, 1971, pp. 9 y ss.; análisis regionales de N. LAKS, M. L. CONNIFF, E. FRIEDEL, M. F. JIMÉNEZ, R. M. MORSE, J. WIBEL, J. DE LA CRUZ, C. F. HERBOLD y J. GALEY. 48 La España peninsular debía tener en 1800 unos 11 millones de habitantes; Nueva España en torno a 6.500.000, las Antillas un millón, el resto de América Central 900.000, el Perú 1.300.000, Nueva Granada 1.800.000 y El Plata unos 200.000. Como hemos indicado, la población aproximada de la América española era de 16.910.000 habitantes, D. S. REHER, «Ciudades, procesos de urbanización y sistemas urbanos en la península

Notas

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ibérica», Atlas histórico de las ciudades europeas, I, Península ibérica, Barcelona, 1994, pp. 1-29. 49 En el virreinato novohispano, por ejemplo, estaba poblado el centro y el sureste, pero el resto se encontraba casi deshabitado; México, Puebla, Oaxaca, Yucatán, Guadalajara y Valladolid concentraban en 1742 cinco sextos del total de población y, con independencia de los avances de la frontera poblada en el norte, esta distribución no se alteró de modo significativo. Un caso paradigmático de regionalización, E. VAN YOUNG, La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII. La economía rural de la región de Guadalajara, 1675-1820, México, 1989, pp. 25 y ss. 50 Sólo México tenía a fines del siglo XVIII una distribución no armónica del sistema de ciudades, con primacía clara de la capital sobre las demás. Durante el XIX Cuba, Chile y Argentina siguieron sus pasos y en el XX se presentó tal fenómeno en Perú, Venezuela y Colombia, R. M. MORSE, «El desarrollo de los sistemas urbanos en las Américas durante el siglo XIX», en J. E. HARDOY y R. P. SCHAEDEL (comps.), Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la Historia, Buenos Aires, 1975, pp. 266 y ss.; W. P. MCGREEVEY, «A Statistical Analysis of Primacy and Lognormality in the Size Distribution of Latin American cities, 1750-1960», en R. M. MORSE (comp.), The Urban Development of Latin America, Stanford, 1971, p. 122. 51 J. MARCHENA FERNÁNDEZ, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, Madrid, 1992, pp. 91 y ss.; C. BERNAND, Negros esclavos..., op. cit., pp. 162 y ss. 52 La sesión del cabildo de Caracas de 6 de octubre de 1788 se ocupó del rumor que corría por la ciudad de que el rey iba a permitir a los pardos libres tomar sagradas órdenes y contraer matrimonio con blancos del estado llano, de lo que infería graves peligros. En 1796 pidió en una furibunda representación al rey la suspensión de la cédula de «gracias al sacar», pero en 1801 el monarca la ratificó y mantuvo los privilegios concedidos a los pardos; Real cédula de dispensa de la calidad de pardo a Julián Valenzuela, de Antioquia, Madrid, 5 de julio de 1796; Real cédula de dispensa de la calidad de pardo a Pedro Antonio de Ayarza, de Portobelo, Aranjuez, 16 de marzo de 1797; una real cédula de 21 de junio de 1793 autorizó a los pardos que ejercían la medicina con real aprobación a concurrir a la enseñanza de la anatomía, R. KONETZKE, Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810, vol. III, t. 2, Madrid, 1962, pp. 719-720, 754 y 757-758; P. M. ARCAYA, El cabildo de Caracas..., op. cit., p. 110; Real cédula de dispensa de la calidad de pardo a Diego Mejías Bejarano, de Venezuela, Madrid, 7 de abril de 1805; Desintegración de la sociedad de castas, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO (ed.), Textos y documentos de la América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1986, p. 308. 53 E. VAN YOUNG, La ciudad y el campo..., op. cit., pp. 15 y 55 y ss. 54 Ciudad Real, fundada en la banda sur del Orinoco en 1759, fue poblada en primer término con voluntarios, pero cuando su número no fue suficiente se pidió a los gobernadores vecinos de la Guayana que despacharan vagos y delincuentes, en el caso de la Nueva Granada sin graves delitos de sangre, los hombres entre dieciocho y treinta y cinco años y las mujeres entre quince y treinta. A ellos se sumaron extranjeros, indios de Margarita y esclavos escapados de las plantaciones del Esequibo holandés, M. LUCENA GIRALDO, «Gentes de infame condición. Sociedad y familia en Ciudad Real del Orinoco (1759-1772)», Revista Complutense de Historia de América, vol. 24, Madrid, 1998, pp. 182-183. 55 F. DE SOLANO, «Ciudad y geoestrategia española en América durante el siglo XVIII», La América española de la época de las luces, Madrid, 1988, pp. 41-42. 56 C. ESTEVA FABREGAT, «Población y mestizaje en las ciudades de Iberoamérica: siglo XVIII», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, p. 557.

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Notas

57 O. B. FAULK, «El presidio: ¿fuerte o farsa?», en D. WEBER (comp.), El México perdido. Ensayos sobre el antiguo norte de México, 1540-1821, México, 1976, p. 56. De acuerdo con las peculiaridades regionales, ya que como era lógico en una región ganadera había propensión al poblamiento disperso, las villas poseían una plaza mayor, con cabildo e iglesia. En Nuevo México los ranchos, que reunían la población española, si estaban en agrupación eran llamados «poblaciones», pero si el fin era defensivo se denominaban «plazas»; solían tener murallas defensivas, torreones y parapetos. Este término y el de «placita» se empleaban también para designar a los pueblos y villas. El «lugar» era la agrupación muy pequeña de población. Los ranchos, dispersos en el campo si no había riesgo de ataques indígenas, solían constar de una o varias edificaciones junto a granjas y huertos. Si eran grandes se llamaban haciendas y podían estar fortificadas; si un rancho humilde mostraba una estructura defensiva se llamaba «casa-corral», M. SIMMONS, «Settlement Patterns and Village Plans in Colonial New Mexico», en J. D. GARR (ed.), Spanish Borderland Sourcebooks. Hispanic Urban Planning in North America, Nueva York, 1991, pp. 43-44. 58 A. LEVAGGI, Diplomacia hispano-indígena..., op. cit., pp. 127 y ss.; S. VILLALOBOS, «Tres siglos y medio de vida fronteriza chilena», en F. DE SOLANO y S. BERNABEU (coords.), Estudios (nuevos y viejos) sobre la frontera, Madrid, 1991, pp. 337 y ss. 59 Se consideraron parte de la jurisdicción de las Provincias Internas novohispanas, establecidas por el visitador José de Gálvez en 1776 con «fines utilitarios» y de dominio territorial, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Nuevo León, Coahuila, California, Nayarit, Culiacán, Sonora, Texas y Nuevo Santander, que quedaron bajo el gobierno militar y político del comandante general. En 1793 las Californias, Nuevo León y Nuevo Santander se separaron y se colocaron bajo gobernantes militares directamente sujetos al virrey. Las Provincias Internas incluían entonces Sonora, Sinaloa, Nuevo México, Nueva Vizcaya, Coahuila y Texas. En 1804 las dificultades para su administración exigieron que la Comandancia fuera dividida en Provincias Internas de Oriente y Occidente. Las Californias, Nuevo León y el Sur de Nuevo Santander pasaron a depender del virrey. Chihuahua fue la capital de las Provincias de Oriente y Arizpe de las Provincias de Occidente, M. HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, La última expansión española en América, Madrid, 1957, pp. 71-72; M. C. VELÁZQUEZ, «La Comandancia General de las Provincias Internas», Historia mexicana, núm. 106, México, 1977, pp. 164 y ss.; M. LUCENA GIRALDO, «El Reformismo de Frontera», en A. GUIMERÁ (ed.), El Reformismo Borbónico. Una visión interdisciplinar, Madrid, 1996, pp. 268 y ss. 60 Una lista de 358 fundaciones en todo el continente entre 1700 y 1810 en C. ROMERO ROMERO, «Fundaciones españolas en América...», op. cit., pp. 275-293. 61 E. FLORESCANO e I. GIL SÁNCHEZ, «La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico, 1750-1808», Historia general de México, t. II, México, 1976, p. 239. 62 J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., pp. 279-280. 63 O. B. FAULK, «El presidio...», op. cit., p. 67; sobre sus características y planimetría, J. E. HARDOY, Cartografía urbana colonial..., op. cit., pp. 245 y ss. 64 P. M. CUELLAR VALDÉS, Historia de la ciudad de Saltillo, Saltillo, 1975, p. 26; J. EARLY, Presidio, Mission and Pueblo. Spanish Architecture and Urbanism in the United States, Dallas, 2004, pp. 138-139. 65 A. VIDAURRETA, «Evolución urbana de Texas durante el siglo XVIII», en F. DE SOLANO (coord.), Estudios sobre la ciudad iberoamericana, Madrid, 1983, pp. 610 y ss. 66 G. R. CRUZ, Let There be Towns..., op. cit., pp. 165-170. 67 G. R. CRUZ, Let There be Towns..., op. cit., pp. 105 y ss.; D. J. GARR, «Villa de Branciforte: Innovation and Adaptation on the Frontier», en D. J. GARR (ed.), Spanish Borderland Sourcebooks. Hispanic Urban Planning in North America, Nueva York, 1991, pp. 309 y ss.

Notas

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68 J. F. BANNON, The Spanish Borderlands Frontier, 1513-1821, Nueva York, 1970, pp. 157 y ss.; D. WEBER, The Spanish Frontier..., op. cit., pp. 242 y ss. 69 Como se puede observar en el caso de San Juan Bautista (actual Santa Lucía), el procedimiento fundacional era idéntico al del siglo XVI, pues consistió en la delimitación de un gran solar de unas 800 por 500 varas, en el cual se marcaron 35 solares para manzanas de unas 100 varas de lado con una plaza central y otros para la iglesia y otras instituciones. A menos de 100 varas se señalaron chacras para 50 vecinos, con una superficie aproximada de 50 por 400 varas, J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., pp. 288-289. 70 Citado en J. AGUILERA ROJAS, Fundación de ciudades..., op. cit., p. 275. 71 F. DE SOLANO, «La ciudad hispanoamericana durante el siglo XVIII», Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, 1990, p. 56. 72 E. AMODIO, «Vicios privados y públicas virtudes. Itinerarios del eros ilustrado en los campos de lo público y de lo privado», Lo público y lo privado. Redefinición de los ámbitos del estado y de la sociedad, Caracas, 1996, p. 198. 73 Citado en J. MONNET, «¿Poesía o urbanismo? Utopías urbanas y crónicas de la ciudad de México (siglos XVI a XX)», Historia mexicana, vol. XXXIX, núm. 3, México, 1990, p. 741. 74 E. SÁNCHEZ DE TAGLE, «La remodelación urbana de la ciudad de México en el siglo XVIII: una crítica de los supuestos», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 15; F. FERNÁNDEZ CHRISTLIEB, Europa y el urbanismo neoclásico en la ciudad de México..., op. cit., pp. 72 y ss. 75 Citado en J. MONNET, «¿Poesía o urbanismo?...», op. cit., pp. 742-743. 76 El hallazgo fue objeto de la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, publicada en 1792; S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 116. 77 Bando comunicando la creación del servicio público de coches, México, 6 de agosto de 1793; Bando del virrey anunciando las penas que se aplicarían a los que destruyeran el alumbrado de la ciudad de México, México, 7 de abril de 1790; Órdenes para que exista vigilancia militar en los paseos de la ciudad de México, se impida la entrada de mendigos y malvestidos, y se regule el tráfico rodado por la alameda y el paseo nuevo de Bucareli, México, agosto de 1791, F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 275-289. 78 Los establecimientos de venta de pulque, «bebida alcohólica, blanca y espesa, del altiplano de México, que se obtiene haciendo fermentar el aguamiel o jugo extraído del maguey con el acocote», según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, tenían nombres tan pintorescos como El monstruo, Los camarones, El gallo, El fraile, El piojo y La milagrosa. En el siglo XIX, durante el porfiriato, existieron Los sabios sin estudio, El triunfo de la onda fría, Yo viajo al más allá, Me siento un campeón de box, La eterna vieja guerra, Las groserías de San Cristóbal, Las batallas de la noche corrían por el mundo, Los misterios del comercio, El mercado de la carne, La dama de la noche, La muchacha de los muchos besos, Mi único amor, El vaso del olvido, Mi güero, Queremos saber qué pasa, Me quieres aún pequeña, Reír, nada más que reír, y El paraíso de mis sueños, W. B. TAYLOR, Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas, México, 1987, p. 107. 79 En el primer caso, los hombres llevarían calzones blancos de manta, camisa de puntiví, calzones de paño azul, chupa de paño, capatón o mancelles (en lugar de la frazada) de paño de la tierra, sombrero, medias y zapatos; las mujeres, enaguas blancas de manta, armador o monillo sin mangas de bramante (hilo gordo o cordel muy delgado hecho de cáñamo), paño de rebozo, medias y zapatos. La mayor parte de los operarios eran indios y castas, pero también había españoles. El 94 por 100 trabajaba a destajo y el resto a jornal fijo y sueldo, M. A. ROS, «La Real Fábrica de Puros y Cigarros: organización del trabajo y estructura urbana», en A. MORENO TOSCANO (coord.), Ciudad de México: ensayo de construcción de una historia, México, 1978, p. 49; N. F. MARTIN,

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Notas

«La desnudez en la Nueva España del siglo XVIII», Anuario de Estudios Americanos, vol. XXIX, Sevilla, 1972, p. 273. 80 Citado en S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., pp. 111-112. 81 M. E. RODRÍGUEZ GARCÍA, «El criollismo limeño y la idea de nación en el Perú tardocolonial», Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, monográficos, núm. 9, Sevilla, 2002, ttp://www.us.es/ araucaria/nro9/monogr94.htm. 82 J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, op. cit., p. 148. 83 Sobre el estatuto y estilo de vida de este grupo, S. SOCOLOW, Los mercaderes del Buenos Aires virreinal: familia y comercio, Buenos Aires, 1991, pp. 190 y ss. 84 C. BERNAND, Historia de Buenos Aires, Buenos Aires, 1999, pp. 77-79. 85 Citado en C. LEAL, El discurso de la fidelidad. Construcción social del espacio como símbolo del poder regio (Venezuela, siglo XVIII), Caracas, 1990, p. 72. 86 S. P. RODRÍGUEZ ÁVILA, «Prácticas de policía: apuntes para una arqueología de la educación en Santafé colonial», Memoria y sociedad, vol. 8, núm. 17, Bogotá, 2004, p. 35. 87 Las epidemias más devastadoras fueron las de viruela y sarampión. En México hubo fiebres en 1714, matlazáhuatl grave (probablemente tifus) entre 1736 y 1739, tifus y viruela en 1761-1764, sarampión en 1768-1769, matlazáhuatl en 1772-1773, sarampión y viruela en 1779-1780, peste en 1780 y viruela en 1797-1798; en Bogotá hubo viruela en 1756, 1781 y 1801-1803, y sarampión en 1729; en Quito hubo sarampión entre 1728 y 1729, viruelas y peste de Japón en 1759-1760, disentería en 1780-1783 y sarampión en 1785-1786. En Chile la viruela era recurrente, P. GERHARD, Geografía histórica de la Nueva España..., op. cit., p. 23; N. D. COOK y W. G. LOVELL, «Unraveling the Web of Disease», en N. D. COOK y W. G. LOVELL (eds.), «Secret Judgments of God». Old World Disease in Colonial Spanish America, Norman, 1992, pp. 216 y ss. 88 C. BLÁZQUEZ DOMÍNGUEZ, «Comerciantes y desarrollo urbano: la ciudad y puerto de Veracruz en el siglo XVIII», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 33. 89 D. RIPODAS ARDANAZ, «Los servicios urbanos en Indias durante el siglo XVIII», Temas de Historia argentina y americana, núm. 2, Buenos Aires, 2003, p. 207. 90 J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 52. 91 En 1790 los españoles europeos apenas suponían en México capital el 2,24 por 100 de la población y en 1805 el 2,25 por 100. En 1802, había 67.500 blancos. En 1811, de 15 barrios de los que existe información censal, 11 estaban habitados sólo por indios. En Caracas, en 1810 los blancos eran un 31,8 por 100, los indios un 1,96 por 100, los pardos un 36,10 por 100, los negros libres un 8,41 por 100 y los esclavos un 21,63 por 100, para un total de 31.721 habitantes. En Panamá había en 1794 un total de 7831 habitantes, de los cuales eran esclavos 1.676, negros libres 5.112, blancos 862 e indios 63. En Cartagena había en 1777 un total de 10.470 habitantes. De los 5.001 sobre los cuales hay información étnica, 309 son blancos, 2.875 mestizos, mulatos y pardos libres, 1.720 esclavos, 15 indígenas y 82 eclesiásticos. Una muestra de población de 95 ciudades elaborada a partir de los datos de la obra de D. DE ALSEDO Y HERRERA, Diccionario Geográfico-Histórico de las Indias Occidentales o América, Madrid, 1789, con un total de 1.038.318 habitantes, muestra que eran indios 58,5 por 100, españoles 26,8 por 100, mestizos 7,26 por 100, mulatos 7,04 por 100 y negros 0,4 por 100, C. ESTEVA FABREGAT, «Población y mestizaje...», op. cit., p. 578; J. E. KICZA, Empresarios coloniales..., op. cit., p. 17; G. BRUN, «Las razas y la familia en la ciudad de México en 1811», en A. MORENO TOSCANO (coord.), Ciudad de México: ensayo de construcción de una historia, México, 1978, p. 116; M. LUCENA SALMORAL, Vísperas de la independencia. Caracas, Madrid, 1986, p. 27; A. CASTILLERO CALVO, Los negros y mulatos libres en la Historia Social panameña, Panamá, 1969, p. 16; A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Cartagena de Indias en 1777...», op. cit., p. 44.

Notas

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92 En 1778 vivían en La Habana 40.737 habitantes intramuros y 4.434 extramuros, pero en 1817 eran 44.319 y 39.279; en 1846 ascendían a 37.560 y 92.434, C. VENEGAS FORNIAS, «La Habana, patrimonio de las Antillas», Tiempos de América, núm. 5-6, Castellón, 2000, p. 57. 93 S. D. MARKMAN, «The Gridiron Town Plan and the Caste System in Colonial Central America», en R. P. SCHAEDEL, J. E. HARDOY y N. S. KINTZER, Urbanization in the Americas from Its Beginnings to the Present, Houston, 1978, pp. 484 y ss.; A. CASTILLERO CALVO, La vivienda colonial..., op. cit., pp. 204 y 314 y ss.; G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, «Lima y Buenos Aires. Repercusiones económicas y políticas de la creación del Virreinato del Río de la Plata», Anuario de Estudios Americanos, vol. 3, 1946, pp. 126 y ss. 94 M. A. ROSAL, «Negros y pardos propietarios de bienes raíces y de esclavos en el Buenos Aires de fines del período hispánico», Anuario de Estudios Americanos, vol. LVIII, núm. 2, Sevilla, 2001, p. 510. 95 A. MEISEL y M. AGUILERA ROJAS, «Cartagena de Indias en 1777...», op. cit., p. 54. 96 Reglamento de los alcaldes de barrio de la ciudad de México, por Baltasar Ladrón de Guevara, México, 6 de noviembre de 1782, F. DE SOLANO (ed.), Normas y leyes de la ciudad hispanoamericana, 1601-1821, t. II, Madrid, 1996, pp. 226-227. 97 A. MORENO TOSCANO, «Un ensayo de historia urbana», en A. MORENO TOSCANO (coord.), Ciudad de México: ensayo de construcción de una historia, México, 1978, p. 18. 98 En el primer cuartel había 644 casas con 171 ranchos; en el segundo, 483 con 324 ranchos; en el tercero, 406 con 99, y en el cuarto, 636 con 149, A. DE RAMON, Santiago de Chile..., op. cit., p. 116. 99 A. MORENO CEBRIÁN, «Cuarteles, barrios y calles de Lima a finales del siglo XVIII», Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellshaft Lateinamerikas, núm. 18, Colonia, 1981, pp. 102 y 143. 100 Entre 1721 y 1768 estuvieron destinados en América 131 ingenieros militares, entre 1769 y 1800 lo fueron 183 y entre 1800 y 1808 hubo 61. Estuvieron en todas las regiones y además de trabajar en fortificaciones se dedicaron a toda clase de obras civiles, como puentes, caminos, canales, puertos y faros, H. CAPEL, Geografía y matemáticas en la España del siglo XVIII, Barcelona, 1982, pp. 294 y ss.; H. CAPEL, J. E. SÁNCHEZ y O. MONCADA, De Palas a Minerva. La formación científica y la actividad espacial de los ingenieros militares en el siglo XVIII, Barcelona, 1988, pp. 322 y ss. 101 J. MARCHENA, «La ciudad y el nuevo ejército», en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. III-1, Madrid, 1992, p. 77. 102 C. I. ARCHER, El ejército en el México borbónico, 1760-1810, México, 1983, pp. 24 y ss. 103 Estas constituyeron un éxito en Cuba, Puerto Rico, Venezuela o Perú, mientras que en Nueva España o Nueva Granada encontraron ciertas resistencias. No obstante, sólo en Nueva España hubo 58.200 hombres en regimientos radicados por todo el territorio, J. MARCHENA FERNÁNDEZ, Ejército y milicias..., op. cit., pp. 190 y ss.; J. C. GARAVAGLIA y J. MARCHENA, América Latina desde los orígenes a la independencia, II, La sociedad colonial ibérica en el siglo XVIII, Barcelona, 2005, p. 314. 104 Entre 1770 y 1779 de los oficiales veteranos eran peninsulares el 54,8 por 100 y criollos el 39,7 por 100, mientras en la tropa veterana eran peninsulares en torno al 16 por 100 y americanos el 84 por 100. Hubo una progresiva americanización de la oficialidad, pues entre 1800 y 1810 de los oficiales veteranos eran peninsulares el 36,4 por 100 y americanos el 60 por 100, mientras en la tropa veterana entre 1780 y 1800 eran peninsulares el 16 por 100, americanos el 81 por 100 y extranjeros un 3 por 100, J. MARCHENA, «La ciudad y el nuevo ejército», op. cit., pp. 88-89. 105 J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., pp. 152-166; J. O. MONCADA MAYA, «EL cuartel como vivienda colectiva en España y sus posesiones

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Notas

durante el siglo XVIII», Scripta Nova, vol. VII, núm. 146 (007), Barcelona, 2003, http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-146(007).htm. 106 La ciudadela era una fortaleza desprendida de la plaza principal, aunque no del todo fuera de ella, con más de seis u ocho baluartes; con tres o cuatro se denominaba fuerte. La batería era una pequeña fortaleza en la que se podían colocar piezas de artillería. El baluarte era la parte principal de una fortaleza y podía ser lleno, vacío, unido, separado, doble, cortado y plano, según la disposición de flancos y planos y caras y su disposición frente al enemigo. El revellín era una obra que cubría los flancos de la fortificación, con forma de ángulo saliente agudo, con flancos y doble o cortado; sobre la Escuela de Fortificación hispanoamericana, J. M. ZAPATERO, Historia de las fortificaciones de Cartagena de Indias, Madrid, 1979, pp. 21-22 y ss. 107 J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 82. 108 I. RODRÍGUEZ MOYA, La mirada del virrey..., op. cit., p. 79. 109 CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, op. cit., p. 269. 110 S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 135. 111 La vivienda tenía varios espacios integrados en una unidad; las había bajas o altas, según el piso donde se ubicaban; podían tener sala, estudio, antesala, recámaras, comedor, asistencia, cuarto de mozos, cocina, despensa, azotehuela y bodega. Otras se distinguían simplemente como principales, más modestas, con sala, recámaras, cocina y azotehuela. A pesar de la variedad de dimensiones y disposiciones que presentaban, lo que diferenciaba las viviendas de las casas es que estas compartían el edificio con otros tipos de residencia. El entresuelo se ubicaba en los descansos de las escaleras de inmuebles altos; tenían varias piezas con ventanas hacia los patios. La accesoría, con portal propio a la calle, estaba ubicada en la planta baja de los edificios junto al zaguán o portón de entrada. Solía constar de un solo espacio cuadrangular, aunque las había con una división al fondo para crear una recámara o una trastienda o con un segundo nivel formado por un medio piso de madera que era utilizado como recámara. El cuarto se ubicaba indistintamente en plantas bajas o altas. Consistía generalmente en un solo espacio, en el que habitaba toda la familia. Ocasionalmente tenían una cocina, G. DE LA TORRE VILLALPANDO, «La vivienda de la ciudad de México desde la perspectiva de los padrones», Scripta Nova, vol. VII, núm. 146 (008), Barcelona, 2003, http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-146(008).htm. 112 CONCOLORCORVO, El lazarillo de ciegos caminantes, op. cit., p. 38. 113 M. SALAS, «Representación al ministro de hacienda Diego Gardoqui sobre el estado de la agricultura, industria y comercio del reino de Chile», Escritos de Don Manuel de Salas y documentos relativos a él y su familia, t. I, Santiago, 1910, p. 171. 114 A. GIL NOVALES, «Ilustración, reformismo y revolución de las ideas», en F. DE SOLANO (dir.) y M. L. CERRILLO (coord.), Historia urbana de Iberoamérica, t. III-1, Madrid, 1992, pp. 38-43. 115 J. TORIBIO MEDINA, Historia de la imprenta en los antiguos dominios españoles de América y Oceanía, t. II, Santiago de Chile, 1958, pp. 327 y ss. 116 J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 98. 117 D. RIPODAS ARDANAZ, «La vida urbana en su faz pública», Nueva historia de la nación argentina. Periodo español (1600-1810), t. 3, Buenos Aires, 1999, pp. 127-128. 118 J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., pp. 99 y ss. 119 M. LUCENA SALMORAL, «La ciudad de Quito hacia 1800», Revista de Indias, vol. L, núm. 188, 1990, p. 164. 120 J. M. SALVADOR, Efímeras efemérides. Fiestas cívicas y arte efímero en la Venezuela de los siglos XVII-XIX, Caracas, 2001, p. 102. 121 C. LEAL, El discurso de la fidelidad..., op. cit., pp. 131 y ss.

Notas

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122 G. WEINBERG, «Tradicionalismo y renovación», en J. L. ROMERO y L. ROME(dirs.), Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, t. I, Buenos Aires, 2000, pp. 102-104; A. DE RAMÓN, Santiago de Chile..., op. cit., p. 123; J. GUNTHER DOERING y G. LOHMANN VILLENA, Lima, op. cit., p. 136. 123 J. P. VIQUEIRA ALBAN, ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México en el siglo de las luces, México, 1987, p. 70. 124 S. GRUZINSKI, La ciudad de México..., op. cit., p. 123. 125 M. C. SCARDAVILLE, «A Day in the Life of a Court Scribe in Bourbon Mexico City», Journal of Social History, vol. 36.4, 2003, p. 979. 126 Citado en J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., pp. 130-132.

RO

EPÍLOGO 1 Diferentes visiones del personaje en D. HILT, The Troubled Trinity. Godoy and the Spanish Monarchs, Alabama, 1987, pp. 35 y ss.; C. SECO SERRANO, Godoy, el hombre y el político, Madrid, 1978, pp. 102 y ss.; E. LA PARRA, Manuel Godoy. La aventura del poder, Barcelona, 2002, pp. 147 y ss. 2 Durante la Guerra de la Convención (1793-1795) tropas procedentes de Nueva España, Cuba, Puerto Rico y Venezuela atacaron el Saint Domingue francés, donde la rebelión de los esclavos causaba graves estragos, pero mediante la Paz de Basilea de 1795 España cedió a Francia su parte de la isla. Desde entonces, los súbditos americanos de la monarquía se convirtieron en rehenes de la política internacional de Godoy. Es interesante recordar que, por contraste, tras la Paz de París de 1763 España perdió la Florida, pero la Real Armada organizó un convoy que trasladó a Cuba a los indígenas que habían servido la causa de Carlos III y querían permanecer en jurisdicción española. Aunque se abandonaba un territorio por una derrota militar, se respetaba la vinculación constitucional que unía al rey y sus súbditos, G. CÉSPEDES DEL CASTILLO, América Hispánica (1492-1898), Barcelona, 1983, pp. 424-425. 3 Citado en J. MARCHENA y M. C. GÓMEZ PÉREZ, La vida de guarnición..., op. cit., p. 9. 4 J. R. FISHER, El comercio entre España e Hispanoamérica (1797-1820), Madrid, 1993, pp. 45 y ss. 5 M. LUCENA GIRALDO, «Trafalgar y la libertad del Nuevo Mundo», en A. GUIMERÁ, A. RAMOS y G. BUTRÓN (coords.), Trafalgar y el mundo atlántico, Madrid, 2004, pp. 340 y ss. 6 M. PICÓN SALAS, Francisco de Miranda, Caracas, 1966, p. 92. 7 B. LOZIER ALMAZÁN, Liniers y su tiempo, Buenos Aires, 1990, p. 77. 8 L. H. DESTEFANI, «La destacada carrera naval del jefe de escuadra don Santiago Liniers», Boletín del Centro Naval, vol. LXXXI, núm. 657, Buenos Aires, 1963, p. 15. 9 J. ÁLVAREZ JUNCO, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, 2001, pp. 120-129; M. ARTOLA, La España de Fernando VII, Madrid, 1999, pp. 41 y ss.; M. MORENO ALONSO, La generación española de 1808, Madrid, 1989, pp. 101 y ss. El término «Guerra de Independencia» solo se generalizó en la década de 1840. Según una célebre opinión de Marx, el levantamiento español fue «nacional, dinástico, reaccionario, supersticioso y fanático». 10 E. V. YOUNG, The Other Rebellion. Popular Violence, Ideology and the Mexican Struggle for Independence, 1810-1821, Stanford, 2001, pp. 1 y ss. 11 D. RAMOS, «Wagram y sus consecuencias, como determinantes del clima público de la revolución de 19 de abril de 1810 en Caracas», Revista de Indias, vol. 21, núm. 85-86, 1961, p. 453. 12 J. L. ROMERO, Latinoamérica..., op. cit., p. 169.

Anexo Algunas medidas de longitud y superficie

Manuel Lucena Algunas medidasGiraldo de longitud y superficie

Caballería de tierra: Rectángulo de 1.104 varas de largo por 552 de ancho; en México, 7.956 metros cuadrados; en Costa Rica, 2.521; en Cuba, 4.202; en Guatemala, 1.266; en Honduras y Puerto Rico, 4.908. Caballería urbana: Solar para casa de 100 pies de ancho y 200 de largo. Celemín: Paralelogramo de 537 metros cuadrados. Estadal: Cuatro varas. Estancia de ganado mayor: Cuadrado de 5.000 varas de largo por 5.000 varas de ancho. Estancia de ganado menor: Cuadrado de 3.333 varas de largo por 3.333 varas de ancho. Fanega: Rectángulo de 576 estadales cuadrados; en México, 5.663 metros cuadrados. Huebra: Superficie que se ara en un día. Labor: Paralelogramo de 7,22 metros cuadrados. Legua: De acuerdo con la Nueva recopilación correspondía a 5.572,6 metros, pero las variedades conceptuales y regionales eran muy grandes. La legua común valía 5.565, la de camino 6.620 y la marina 5.555; también se definió como la distancia recorrida a caballo en una hora. Peonía: Solar de 100 pies de largo por 50 de ancho. Pie: 16 dedos: 0,278 cm. Sitio: Paralelogramo de 1.755 metros cuadrados. Solar para casa, molino o venta: Cuadrado de 50 varas de largo por 50 varas de ancho.

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Manuel Lucena Giraldo

Suerte de tierra: Un cuarto de caballería. Tarea: Paralelogramo de 69 metros cuadrados en Cuba. Vara castellana: 3 pies o 4 palmos: 0,835 mm. Vara mexicana: 0,848 mm.

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Índice onomástico

Índice onomástico

Agüero, Diego de, 95 Aguirre, Fray Miguel de, 117 Aguirre, Lope de, 32, 62 Ahuitzotl, 121 Alcazaba, Simón de, 33 Alfinger, Ambrosio, 56 Alfonso X, 64 Almagro, Diego de, 52-53 Alva Ixtilxóchitl, Fernando de, 46 Alvarado, Jorge de, 49 Alvarado, Pedro de, 49, 53 Alvarez Chanca, Diego, 41 Álvarez de Toledo y Figueroa, Francisco, conde de Oropesa y virrey del Perú, 65 Alzate, José Antonio de, 166 Amat y Junyent, Manuel, 170 Ampudia, José, 167 Angulo Íñiguez, Diego, 21 Ansoátegui, Cayetano, 167 Anzules, Pedro de, 56 Apolo, 127, 163 Arana, Diego de, 38 Aranda, conde de, 131 Arévalo, Antonio de, 148 Arias, Alonso, 123 Armindes, Fernando de, 84 Arregui, Lázaro de, 111 Arzáns de Orsúa, Bartolomé, 116 Atahualpa, 53

Aurousseau, Marcel, 16 Ayanque, Simón de, 171 Aycinena, Miguel de, 144 Ayolas, Juan de, 57 Balbuena, Bernardo de, 107-108, 125 Baltasar, Indio, 88 Bartolache, José Ignacio, 166 Basadre, Jorge, 21 Basauri, Simón, 83 Bastidas, Rodrigo de, 45 Belalcázar, Sebastián de, 52-54, 84 Belgrano, Manuel, 177 Benegas, Agustín, 137 Beresford, William, 176-177 Bolívar, Simón, 180 Bonet Correa, Antonio, 22 Boot, Adrián, 123-124 Borges, Jorge Luis, 15 Braganza, Bárbara de, 131 Brambila, Antonio de, 97 Brunhes, Jean, 17 Buffon, conde de, 133 Cabello, Francisco Antonio, 166 Cabrera Infante, Guillermo, 16 Cabrera, Jerónimo Luis de, 58 Calancha, fray Antonio de la, 106 Calderón de la Barca, Pedro, 154 Calleja, Félix María, 179

230

Índice onomástico

Campillo, José del, 130 Cañas y Merino, José Francisco, 76 Cañete, marqués de, 86, 98 Capel, Horacio, 23 Cárdenas, Luis de, 82 Carlos I, 62 Carlos II, 101 Carlos III, 98, 154, 168-169 Carlos IV, 169, 173, 178 Carlos V, 54, 85, 87, 130 Carondelet, barón de, 154, 162, 168 Carrillo, Fernando, 124 Cartaphilus, Joseph, 15 Castells, Manuel, 19 Castera, Ignacio, 151 Castillero, Alfredo, 21, 23, 26 Castro, Ramón de, 174 Castros, linaje de Guayaquil, 118 Ceballos, Pedro de, virrey del Río de la Plata, 138 Cervantes de Salazar, Francisco, 106 Cervantes, Miguel de, 75, 105 César, Francisco, 33 Chávez, Francisco de, 71 Chávez, Nuflo de, 58 Childe, Gordon, 18 Cieza de León, Pedro, 50 Cisneros, Diego, 110-111 Clerck «L’Hermite», Jacobo, 126 Coatlicue, 151 Cobo, Bernabé, 111, 113 Colón, Bartolomé, 39 Colón, Cristóbal, 11, 32, 38-39, 44 Colón, Diego, 40, 64 Coma, Guillem, 38 Concolorcorvo, 108, 163, 165 Contreras, Tirano, 168 Cortés, Hernán, 11, 34, 37, 43, 45-48, 63, 65, 74, 78, 84, 92, 121 Cortés, Martín, 102 Coulanges, Fustel de, 16 Covarrubias, Sebastián de, 16 Croix, marqués de, 132 Cruillas, marqués de, 159 Cruz, Sor Juana Inés de la, 120 Cueva, Juan de la, 108

Cueva Enríquez y Saavedra, Baltasar de la, conde de Castellar y virrey del Perú, 127 Cumeta, Martín, 83 Cuneo, Michele, 38 Dávila, Pedrarias, 43, 64 De Paw, Cornelius, 133 De Salas, Manuel, 165 Deffontaines, Pierre, 17 Díaz de Armendáriz, Lope, marqués de Cadereyta y virrey de Nueva España, 124-125 Díaz de Guzmán, Ruy, 33 Díaz de Solís, Juan, 36 Díaz del Castillo, Bernal, 47, 92 Dickinson, Robert E., 18 Domínguez Company, Francisco, 23 Don Felipe, infante, 108 Dorantes de Carranza, Baltasar, 106 Dörries, Hans, 16 Drake, Francis, 126, 168 Durango de Espinosa, Pedro, 120 Elcano, Juan Sebastián, 57 Emparan, Vicente de, 179 Encinas, Diego de, 65 Ercilla, Alonso de, 116-117 Escalona, Juan José de, 174 Escobedo, Rodrigo de, 38 Escobedo, Jorge de, visitador del Perú, 158 Espinosa, Mariano, 171 Estebanillo, 34 Eximenis, Franciscano, 68 Ezpeleta Galdeano, José de, virrey de Nueva Granada, 154 Fajardo, Francisco, 55 Federmann, Nicolás de, 54, 85 Felipe II, 58, 65, 86, 101-102, 104, 111, 130 Felipe IV, 86, 99 Fernández de Córdoba, Diego, marqués de Guadalcázar, virrey de Nueva España, 97, 124 Fernández de Enciso, Martín, 44

Índice onomástico

Fernández de la Torre, obispo, 58 Fernández de Oviedo, Gonzalo de, 31, 40 Fernández de Serpa, Diego, 85 Fernando VI, 131 Fernando VII, 178-179 Flecher, Pedro, 120 Franco, Alonso, 111 Fuentes y Guzmán, Francisco, 140 Gage, Thomas, 108, 119 Galve, conde de, 120-121 Gálvez, Bernardo de, 171 Gálvez, José de, 132-133, 136, 138 Garay, Francisco de, 42 Garay, Juan de, 58-59, 70 García Bravo, Alonso, 43-44, 47 García de Castro, Lope, gobernador del Perú, 77, 103 García de Paredes, Diego, 55 García, Diego, 83 García, Esteban, 111 García, Juan A., 21 Gasca, Pedro de la, 52, 73, 83 Gasparini, Graziano, 22 Gelves, marqués de los, 124 George, Pierre, 17 Gerhard, Peter, 22 Gil Ramírez Dávalos, 53 Gil y Lemos, Francisco, 153 Godoy, Manuel, 173, 178 Gómez de Trasmonte, Juan, 125 Gómez, José, 152 Gonzaga, Luisa, 163 González de Serpa, Diego, 44 González, Manuel, 154 González, Ruy, 121 Grijalba, Juan de, 45 Grimaldi, marqués de, 131 Guadalupe, virgen de, 99, 124, 179 Guamán Poma de Ayala, Felipe, 112-113 Guarda, Gabriel, 22 Gudiel, Francisco, 121-122 Güemes y Horcasitas, Juan Francisco de, primer conde de Revillagigedo y virrey de Nueva España, 170

231

Güemes Pacheco y Horcasitas, Juan Vicente, segundo conde de Revillagigedo y virrey de Nueva España, 151-152 Guillelmi, Juan, 169 Gutiérrez, Alonso, 83 Gutiérrez, Pero, 38 Gutiérrez, Ramón, 23 Guzmán, José, barón de la Atalaya, 144 Hardoy, Jorge Enrique, 22 Henares, Diego de, 55 Heredia, Alonso de, 54 Heredia, Pedro de, 45, 84 Hernández de Córdoba, Francisco, 44-45 Hernández Galeas, Cristóbal, 120 Hidalgo, Miguel, 179 Humboldt, Alejandro de, 163 Hume, David, 133 Hurtado de Mendoza y Luna, Juan Manuel, marqués de Montesclaros, virrey del Perú, 86, 91, 122, 126 Hurtado de Mendoza, García, marqués de Cañete, virrey del Perú, 86, 98 Hurtado, Sebastián, 170 Iturrigaray, José de, virrey de Nueva España, 178 Jaral del Berrío, marqués de, 164 Jiménez de Quesada, Gonzalo, 45, 54, 84 Kubler, George, 22 La Gasca, Pedro de, 73, 83 Las Casas, Bartolomé de, 39 Lautaro, 61 Lavardén, Manuel José de, 170 «Leandro», bergantín, 175 «Leda», fragata, 176 León Pinelo, Antonio de, 107 Lévi-Strauss, Claude, 20 Licurgo, 123

232

Índice onomástico

Liniers, Santiago, 176-178 Lockhart, James, 22 López de Gómara, Francisco, 63 López de Velasco, Juan, 52, 90, 104 López, Vicente, 48 Losada, Diego de, 55 Luis I, 108

Narváez, Pánfilo de, 63 Neptuno, 127, 163 Nicuesa, Diego de, 41 Niza, fray Marcos de, 34 Nolasco, fray Pedro, 119 Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, 34, 57 Núñez de Balboa, Vasco, 36, 41, 44 Núñez del Prado, Juan, 58

Maldonado, Juan de, 55 Manso de Velasco, José, 149 Marani, 171 Marco Dorta, Enrique, 22 María Vázquez, José, 163 Marín, Luis, 47 Marroquín, Francisco, 103 Martín Pérez, Alonso, 448 Martin, Heinrich o Enrique, 122 Martín, Pedro, 81 Martín de Pueyrredón, Juan, 176 Martínez de Irala, Domingo, 57-58 Martínez, Enrico, 122-124 Maunier, René, 16 Meléndez, Juan, 107 Mendoza, Antonio de, conde de Tendilla y virrey de Nueva España, 34, 75 Mendoza, Gonzalo de, 58 Mendoza, Pedro de, 57 Mercadillo, Alonso de, 53 Miranda, Francisco de, 175 Miranda, Lucía, 170 Moctezuma I, 121 Moctezuma II, 121 Mogrovejo de la Cerda, Juan, 99, 115, 127 Molina, Tirso de, 104 Montejo, Francisco de, 48 Montesdoca, Francisco, 83 Moreno Toscano, Alejandra, 23 Moro, Tomás, 64 Morse, Richard M., 21-22 Mota y Escobar, Alonso de la, 110 Motolinía, fray Toribio de Benavente, 92 Mumford, Lewis, 17 Múzquiz, Miguel de, 131

Ocaña, fray Diego de, 94 O’Dally, ingeniero militar, 155 Ogden, Samuel G., 175 O’Higgins, Ambrosio, 144, 150, 153 Ojeda, Alonso de, 41 Olid, Cristóbal de, 48 Olivares, conde-duque de, 103, 109 Oñate, Cristóbal de, 49 Orozco, Francisco de, 47 Ortega y Gasset, José, 102 Ortiz de Rozas, Domingo, 144 Ortiz de Vergara, Francisco, 58 Ortiz de Zárate, Domingo, 149 Ovalle, Alonso de, 117 Ovando, Juan de, 64 Ovando, Nicolás de, 39-41, 63-64 Oviedo y Baños, José, 117 Pacheco y Ossorio, Rodrigo, marqués de Cerralbo y virrey de Nueva España, 124 Padilla, Juan, 118 Padre Gómez, jesuita, 97-98 Palafox, Juan de, 109, 112 Palomino, 149 Paula y Sanz, Francisco de, 153 Peralta y Barnuevo, Pedro, 114 Pérez de Angulo, gobernador, 73 Pérez de la Serna, arzobispo, 97 Pérez de Oliva, Hernán, 31 Pizarro, Francisco, 50-52, 62, 70-71, 84, 114 Pizarro, Hernando, 56 Polo, Marco, 32 Ponce de León, Juan, 34, 41-42 Ponte, Nicolás de, 76 Popham, Home, 176-177 Posada, Toribio de, 137

Índice onomástico

Quiroga, Vasco de, 48, 87 Rama, Ángel, 22 Ramón Coninck, Juan, 127 Ratzel, Friedrich, 16 Requena, Francisco de, 135 Reyes católicos, 35, 68, 130 Richthofen, Ferdinand von, 16 Robledo, Jorge, 54 Rodríguez Arias, Juan, 118 Rodríguez, Manuel del Socorro, 166 Romero, José Luis, 22 Rueda, Lope de, 52 Ruiz de Alarcón, Juan, 123 Ruiz Huidobro, Pascual, 177 Rumiñahui, 52 Saavedra, Francisco de, 174 Sabatini, Francisco, 149 Sáenz, Juan de, 163 Salazar Bondy, Sebastián, 180 Salazar, Eugenio de, 102 Salazar, Juan de, 57 Salinas y Córdoba, fray Buenaventura de, 112-113 Salomón, 32 Salvatierra, conde de, 112 San Andrés, 168 San Atanasio, 168 San Cristóbal, 168 San Francisco, 53 San Francisco Solano, 99 San Ignacio, 100 San Jorge, 168 San Juan de Piedras Albas, marqués de, 131 San Lorenzo, 168 San Marcial, 168 San Marcos, 168 San Martín de Porres, 99 San Miguel, 168 San Pablo, 47, 168 Sandoval, Gonzalo de, 47 Santa Bárbara, 168 Santa Cruz y Espejo, Francisco de, 166 Santa Cruz, Joaquín de, 144

233

Santa Rosa de Lima, 100 Santa Úrsula, 70 Santiago de Calimaya, condes de, 164 Santiago, patrón de España, 168 Santo Cristo del Buen Viaje, 168 Santo Domingo, 53 Santo Tomás de Aquino, 40, 64 Santo Toribio de Mogrovejo, 99-100, 127 Sarmiento de Gamboa, Pedro, 33 Selva Alegre, marqués de, 178 Serra, fray Junípero, 147 Sigüenza y Góngora, Carlos, 120 Simmel, Georg, 17 Siripo, 170 Sjoberg, 20 Sobremonte, Rafael de, virrey del Río de la Plata, 176-177 Solano, Francisco de, 23-24, 27, 99, 147 Solórzano Pereira, Juan de, 109 Sombart, Werner, 17 Sonthonax, Leger-Félicité, 173 Sorre, Max, 18 Terán, Fernando de, 24 Toesca, Joaquín, 149 Tolsá, Manuel, 151 Torre, Antonio de la, 140 Torres, Melchor de, 83 Toschi, Umberto, 18 Tula Cerbín, Alonso de, 33 Tupac Amaru, 133 Ulloa, Antonio de, 138 Ulloa, Francisco de, 34 Unánue, Hipólito, 166 Urrutia, José de, 149 Valdés, Rodrigo de, 107 Valdivia, Pedro de, 56, 71 Vázquez, José María, 163 Vázquez de Coronado, Francisco, 34-35 Vázquez de Espinosa, Antonio, 109, 119 Vega, Garcilaso de la, 103

234

Índice onomástico

Vega, Lope de, 104 Vega, Pedro de, 83 Velasco, Luis de, «el viejo», virrey de Nueva España, 74, 119, 121 Velasco, Luis de, «el joven», conde de Santiago, marqués de Salinas y virrey de Perú y Nueva España, 112 Velázquez, Diego, 41, 45, 64 Venus, 163 Vernon, Edward, 127 Vértiz y Salcedo, Juan José de, virrey del Río de la Plata, 138, 153, 167, 170 Vieyra, Juan de, 150 Villalobos, Arias de, 107-108 Villalpando, Cristóbal de, 125

Villegas y Hurtado de Mendoza, Michaela, Perricholi, 170 Vitrubio, 64, 68, 123 Voltaire, 133, 170 Ward, Bernardo, 130 Webb, Walter P., 30 Weber, Max, 17 Welser, banqueros, 54 Whitelocke, 178 Wirth, Louis, 17 Yáñez Pinzón, Vicente, 42 Zaire, 170 Zapata, Juan de, 109 Zumárraga, Fray Juan de, 65, 104, 119

Índice toponímico

Índice toponímico

Acla, 41, 44 África, 31 Alcalá del Río, 54 Alicante, 132 Alto Paraná, 57-58 Alto Perú, 52, 57-58, 146 Amazonas, río, 53 Amazonía, 135 América del norte, 67 América Hispánica, 12-13, 21, 23, 26, 29-32, 37-40, 47, 63, 68, 79, 85-87, 90, 94, 98, 104-105, 107, 109-111, 114-115, 117, 131-132, 134, 138, 143, 152, 155, 158-160, 166, 173-176, 178 Andalucía, 12, 63, 85, 179 Andes, 55-56, 117 Angostura, 148 Anserma, 54 Antequera, 43, 47 Antillas, 37, 45, 58 Aragón, 37 Araucanía, 149 Araya, 44 Archidona, 54 Arequipa, 52, 83-84, 91, 114, 141-142 Argel, 102 Arizona, 147 Asia, 31-32, 102

Asunción, 44, 57-58, 85, 90, 100, 142, 148 Atacama, 56 Atlántico, 12, 24, 29, 36, 43, 48, 51, 57, 63, 134, 159, 178 Atoyac, 47 Atrato, 44 Austria, 101, 179 Ávila, 54-55 Azores, 29 Azúa, 40-41 Baeza, 54 Bailén, 179 Banda Oriental, 176 Bañados de Quilmes, 176 Baracoa, 41, 68 Barataria, 146 Barbones, 128 Barcelona (España), 11, 132, 142 Barquisimeto, 55, 142 Barragán, 176, 178 Batoví, 148 Bayamo, 42 Benim, 29 Biafra, 93 Bilbao, 142 Bogotá, 25, 45, 54, 82, 84-85, 90, 115, 141, 154-155, 160, 166 Bonao, 40

236

Índice toponímico

Branciforte, 147 Brasil, 57, 115, 126, 148 Brooklyn, 175 Bruselas, 44 Buenaventura, 40, 112, 147 Buenos Aires, 15, 23, 25, 58, 69-70, 75, 79, 83, 108, 115, 141-143, 153-155, 157-158, 161, 164, 166-167, 170, 173, 175-178 Burgos, 85 Cabo Tiburón, 41 Cabo Verde, 29 Cáceres, 54 Cádiz, 44, 86, 132, 142, 178-179 Cali, 54, 142 California, 24, 147 Callao, 52, 126, 128, 153, 160 Cambrai, 164 Campeche, 48, 68, 162 Cana, 148 Canadá, 143 Canal de las Bahamas, 48 Canarias, 29, 35, 102, 169 Caparra, 42 Caracas, 55, 74, 76-77, 79-80, 82, 85, 90, 100, 117-118, 141-143, 154, 158, 160, 162, 165-166, 169, 173-175, 178-179 Caribe, 30, 37, 44, 48, 63, 143, 147, 173 Carmen de Patagones, 149 Carolina, 148 Carora, 55, 90 Cartagena (España), 132 Cartagena de Indias, 22, 24-25, 45, 54, 68, 70, 91, 102, 115, 140, 142, 148, 154-155, 157, 160, 162, 166, 173-175 Cartago, 50, 54 Castilla, 37, 61-62, 74, 85-86, 101, 109-110, 120 Castilla del Oro, 43 Cataluña, 160 Catamarca, 142 Celaya, 160

Centroamérica, 43 Cercado, 50, 90-91, 127 Cerro Gordo, 147 Chaco, 57 Chagre, 162 Chalco, 123 Chapultepec, 122 Charcas, 52-56, 90 Chepigana, 148 Chiapas, 47, 166 Chihuahua, 147 Chile, 56, 99, 117, 135, 144-145, 149, 161 Chillán, 149 Chiloé, 161-162 China , 164 Chiquitos, 58, 146 Cholula, 46, 48 Chuquiabo, 73 Chuquisaca, 106, 108 Ciénaga, 148 Cipango, 32 Ciudad Bolívar, 24 Ciudad Imperial, 57 Ciudad Real (Paraguay), 58 Ciudad Real (Venezuela), 148 Coatzacoalcos, 47 Cocharcas, 128 Comayagua, 24, 50 Concepción (Chile), 57, 142, 149, 161-162 Concepción (Panamá), 43, 148 Concepción de la Vega, 39 Conlara, 32 Córdoba (España), 31 Córdoba (Argentina), 58, 142, 155 Córdoba (México), 160 Coro, 44, 55, 175 Costa Rica, 44, 94 Cuba, 41, 45, 72, 132, 142, 144, 146-147, 160, 166 Cubagua, 44, 73 Cuenca, 53, 90-91, 108 Cuernavaca, 88 Cumaná, 44, 70, 160, 174

Índice toponímico

Cuzco, 33, 50-51, 53, 56, 69, 78, 81-83, 86, 90, 108, 115, 137, 141-142, 155, 168 Danlí, 141 Darién, 41, 44, 148 Dolores, 146, 179 Dulce, río, 58, 66 Durango, 90, 147 Egipto, 68 El Banco, 148 El Callao, 52, 126, 160 El Paso, 147 El Plata, 161 El Real, 148 El Reducto, 148 El Tocuyo, 55 Esmeraldas, 148 España, 11, 26, 29, 33, 39, 46, 57, 75, 85, 95, 98, 105, 113, 130-131, 135, 142, 168, 175, 179 Esperanza, 39 Estados Unidos, 24, 48, 67 Europa, 13, 30-31, 40-41, 61, 79, 98, 102, 104, 111, 125, 138 Extremadura, 12, 34, 63 Flandes, 56, 102 Florencia, 40 Florida, 34, 48, 58, 63, 132, 140, 144-146, 148, 168 Francia, 146, 175, 179 Fuerte del Príncipe, 148 Fuerte Navidad, 38 Funchal, 29 Galveston, 146 Gerona, 142 Getsemaní, 45, 157 Gijón, 132 Goa, 115 Golfo de México, 121 Gracias a Dios, 50 Gran Bretaña, 131, 160, 174-175 Gran Canaria, 169 Gran Cañón, 35

237

Granada (España), 12, 46, 68, 111 Granada (Nicaragua), 44, 50 Guadalajara, 49, 84, 90, 136, 141, 158 Guadalquivir, río, 31 Guadalupe, santuario, 119, 122 Guadalupe, puerta de (Lima), 128 Guairá, 57 Guanajuato, 48, 90, 132, 141-142, 160 Guancacho, 52 Guatemala, 49, 53, 76-77, 82, 88, 90, 101-103, 105, 140, 144, 147, 155-156, 166-167 Guayana, 144, 146, 160, 175 Guayaquil, 53, 84, 90-91, 100, 118, 161 Guayangareo, 48 Guinea, 103 Haití, 173, 175 Hawi Kuk, 34 Holanda, 164 Honduras, 144, 148 Huamanga, 52, 91, 142 Huatanay, 51 Huehuetlán, 50 Huehuetoca, 121-122 Ibagué, 54 Ibarra, 83 Iberia, 146 Ibioca, 148 India, 32 Indias, 22, 24, 31, 35, 38-39, 42-43, 45, 48, 61-62, 64-65, 70, 73, 75, 80, 86, 91, 95, 98, 101-105, 109, 113, 117, 119, 123-124, 127, 130-132, 137, 140, 144, 149, 159, 174 Inglaterra, 127 Isabela, 38-39 Isabela la Nueva, 39 Isla de Léon, 179 Isla Española (véase La Española) Isla Margarita, 44 Islas Canarias, 35, 169 Italia, 40

238

Índice toponímico

Jalatlaco, 47 Jamaica, 41-42 Janos, 147 Jaruco, 144 Jauja, 52 Jerez de la Frontera, 11 Jerusalén, 32, 108, 112, 114, 117, 129 Jocotenango, 148 Juan Simón, puerta de (Lima), 128 Julines, 147 Kansas, 35 Kingston, 42 La Coruña, 132, 142 La Española, isla, 11, 32, 38, 40-41, 43, 45, 63, 69, 85, 102 La Guaira, 55, 160, 162 La Habana, 24-25, 42, 48, 73, 79, 82, 90, 132, 141-143, 155, 159, 162, 166-168, 174-175, 178 La Paz, 52, 73, 75, 82, 90, 132, 173-174 La Plata, 56, 78 La Sal, 32 La Serena, 56, 91 La Vela, 175 La Villeta, 148 Lago Titicaca, 93 Lambaré, 148 Laredo, 146 Las Palmas, 29 Las Piedras, 148 Leiva, 54 León (España), 37, 101, 142 León (Nicaragua), 44, 50, 91 León de Huánuco (Perú), 52, 87 Lima, 22, 25, 50-53, 58, 68-70, 74-78, 80-84, 86, 90-91, 94-95, 98-102, 106-108, 111, 113-114, 119, 125-126, 128, 141-142, 153-154, 156, 158, 162, 164-166, 168, 170, 172, 180 Linares, 150 Linlín, 32 Llopeu, 150 Loja, 53

Londres, 26 Los Ángeles, 147 Los Reyes, 57 Los Teques, 55 Luanda, 29, 115 Luisiana, 143, 146 Luján, 83 Lyon, 164 Madeira, 29 Madrid, 23, 26, 102, 107, 131, 133, 142 Magallanes, 33, 57-58, 63 Magdalena, 45, 52, 54 Maicampan, 148 Mainas, 146 Maipo, 150 Málaga, 132, 142 Malambo, 91 Malvinas, 138, 149 Mandinga, 148 Manila, 132, 156 Mapocho, 71, 158 Maracaibo, 55, 141-142, 160, 175 Maravillas, 128 Margarita, 100, 132, 160 Mariel, 146 Marinilla, 137 Mariquita, 54 Martinete, 128 Matanzas, 142 Medellín, 142 Melilla, 42 Melo, 148 Mendoza, 34, 57-58, 75, 91, 142, 170 Mérida (Venezuela), 55, 87 Mérida (México), 48, 69, 90, 142, 166 México, 30, 35, 37, 48 México (ciudad), 23, 25, 33-34, 44-45, 47, 51, 65, 69, 75, 77, 81-85, 89-93, 97-100, 102, 106-108, 110-111, 114-115, 117, 119-121, 123-126, 138, 141-142, 150-151, 154, 156-158, 160, 164, 166, 168, 170-171, 178 Michoacán, 48, 87

Índice toponímico

Milán, 164 Mobila, 162 Moche, 52 Mojos, 146 Mompós, 54, 166 Monclova, 147 Monserrate, 128 Monte Ávila, 55 Montería, 148 Monterrey, 142, 147 Montevideo, 148, 161-163, 176-178 Morelia [véase Valladolid, (México)] Mosquitia, 148 Natá, 43-44 Nogales, 146 Nombre de Dios, 43-44, 73 Nombre de Jesús, 33 Nueva Andalucía, 85 Nueva Asunción, 58 Nueva Cádiz de Cubagua, 44 Nueva Castilla, 86 Nueva España, 47, 75, 78, 85, 87-88, 106, 108, 110, 124, 132, 136, 144-145, 151, 159, 166, 175 Nueva Galicia, 34, 49, 111 Nueva Gálvez, 146 Nueva Granada, 54-55, 75, 137, 140, 145, 148, 166 Nueva Orleans, 162 Nueva Toledo, 56 Nueva Vizcaya, 147 Nueva York, 175 Nuevitas, 146 Nuevo México, 24, 34, 146-147 Nuevo Mundo, 12-13, 21, 24, 30-31, 38, 64, 86, 98, 105, 108-110, 112, 130, 132-133, 145, 163, 166, 173, 175, 180 Ñembucai, 148 Oaxaca, 47, 90, 97, 160 Ocaña, 54, 94, 179 Occidente, 24, 32, 107 Ofir, 32 Olinda, 115 Ontiveros, 57

239

Orinoco, 148 Osorno, 33, 68, 144, 150 Ouro Preto, 115 Ozama, 39 Pachacamilla, 91 Pacífico, 34, 36, 43, 50, 52, 56, 126, 146-148 Pamplona, 54 Panamá, 43-44, 73, 90-91, 93, 101, 127, 142, 155-156, 162, 168 Pánuco, 48, 72 Paraguay, 57, 87, 148 Paraguay, río, 57-58, 148 Paraná, 33, 57-58 Parián, 156 Parral, 147 Paseo del Prado, 154 Pasto, 53-54, 87, 91 Patagonia, 33, 149 Pátzcuaro, 48, 132 Penonomé, 43 Perú, 21, 33, 43, 62, 65, 75, 77, 84, 86-87, 95, 103, 105-106, 108, 112-114, 116, 142, 153, 166 Pichincha, 53 Pinar del Río, 146 Pilar Ñeembucó, 148 Piura, 51-52, 137 Ponce, 24 Popayán, 54, 154, 160 Portobelo, 24-25, 43, 127, 137 Portugal, 102 Potosí, 24, 51, 57-58, 68-69, 71, 76, 90-91, 100, 108, 116, 160 Potresillo, 148 Provincias Internas de Nueva España, 144-145, 147 Provincias Unidas (Países Bajos), 126 Puebla, 45, 48, 68, 72, 87, 90, 110, 141-142, 149, 160 Puerto Caballos, 50 Puerto Cabello, 148, 162 Puerto Deseado, 149 Puerto Príncipe, 42, 142 Puerto Rico, 41-42, 45, 79, 90, 132, 155, 160, 162, 166, 168, 174

240

Índice toponímico

Puerto Soledad, 149 Puntarenas, 44 Querétaro, 141, 154, 158, 160 Quito, 24, 52-53, 75, 77-78, 80, 82-84, 90, 94, 114-115, 141, 154, 158, 160, 166, 168, 178 Rancagua, 149 Real Corona, 148 Real de Catorce, 147 Realejo, 50 Reinosa, 146 Remedios, 43 Rey Don Felipe, 33 Rímac, 50, 126 Río de Janeiro, 164 Río de la Plata, 32-33, 57, 85, 132, 138, 142, 148, 157, 161, 166, 176-177 Riohacha, 162 Robledo, 147 Roma, 103, 107-108 Rosario Cuarepotí, 148-149 Sabana de la Mar, 146 Sacramento, 148 Salamanca, 63 Saltillo, 147 Salvaleón del Higüey, 41 Salvatierra de la Sabana, 40-41 San Agustín de la Emboscada, 148 San Agustín, 162 San Agustín, río, 55 San Agustín (Estados Unidos) , 58, 67, 168 San Antonio, 44, 53, 146 San Antonio de Padua, 147 San Blas, 148 San Carlos, 147-148 San Carlos de Río Negro, 148 San Cristóbal, 55, 122, 162, 168 San Cristóbal Ecatepec, 122 San Diego, 147 San Felipe Borbón, 148 San Felipe de Puerto Plata, 146 San Fernando de Atabapo, 148

San Fernando de las Barrancas, 146 San Fernando Maldonado, 148 San Francisco, 48, 54 San Francisco Solano, 99, 147 San Gabriel, 147-148 San Jerónimo, 148 San José, 149, 162-163 San José de Guadalupe, 147 San Juan, 42, 58, 174 San Juan Bautista, 148 San Juan Capistrano, 147 San Juan de Dios, 49 San Juan de la Frontera de Chachapoyas, 52 San Juan de la Maguana, 41 San Juan de Puerto Rico, 45, 90, 155, 162, 168, 174 San Juan Moyotla, 47 San Lázaro, 91, 121, 162 San Luis de la Paz, 132 San Luis de las Carretas, 147 San Luis Obispo, 147 San Luis Potosí, 132, 136, 155, 160 San Luis Rey, 147 San Marcos de Apalaches, 48, 50, 99, 127, 146, 168 San Miguel, 58, 144 San Pablo Zoquipan, 47 San Pedro, 148 San Pedro Sula, 50 San Rafael, 148 San Salvador, 147 San Sebastián, 142 San Sebastián Atzacualco, 47 Sancti Spíritu, 33, 42 Santa Ana de Cuenca, 53 Santa Bárbara, 147, 168 Santa Bárbara de Samaná, 146 Santa Catalina, 43, 119, 128 Santa Clara, 51, 147 Santa Cruz de la Sierra, 58, 91 Santa Cruz de Tenerife, 29, 38 Santa Cruz de Triana, 149 Santa María Cuepopan, 47 Santa María de la Verapaz, 40 Santa María la Antigua del Darién, 41, 44

Índice toponímico

Santa Marta, 45, 54, 78 Santa Rosa, 147-148 Santafé (Estados Unidos), 161 Santafé de Bogotá, 43, 45, 54, 58-59, 67-68, 84, 90, 115, 141, 146, 154-155, 160, 166 Santafé (Argentina), 83 Santafé (España), 12 Santander, 132 Santiago de Chile, 56, 61, 69, 71, 77, 79, 81-83, 90, 92, 139, 141-142, 145, 154, 158, 161-162, 170, 178 Santiago de Cuba, 41, 142, 166 Santiago de la Vega, 42 Santiago de las Montañas, 53 Santiago del Estero, 58, 101 Santiago Tlatelolco, 124 Santisteban del Puerto, 48 Santo Domingo, 39-40, 43, 53-54, 70, 72, 82, 85, 90, 104, 118-119, 132, 144, 146, 160, 162, 173 Santo Tomás, 39, 43 Saõ Jorge da Mina, 29 Sao Vicente, 29 Segovia, 65 Segura de la Frontera, 46 Senegal, 29 Sevilla, 63, 81, 115, 119, 132, 142, 178-179 Sevilla del Oro, 42, 53 Sierra Gorda, 146 Sierra Leona, 93 Sierra Madre Occidental, 146 Sinaloa, 34, 147 Sincelejo, 148 Sombrerete, 147 Sonora, 147 Sonsón, 148 Sonsonate, 50, 91 Soto de la Marina, 146 Spanishtown, 42 Staten Island, 175 Tacuba, 122, 124, 170 Tacubaya, 124 Talca, 142

241

Talcahuano, 149 Tamalameque, 54 Tampa, 34 Tampico, 72 Tarma, 160 Tegucigalpa, 50, 141 Tenochtitlan, 25, 30, 46-47, 69, 106 Tepeaca, 88 Terrenate, 147 Texas, 146-147 T’Ho, 69 Tierra Firme, 41, 44-45, 63 Tlatelolco, 47, 104, 124 Tlaxcala, 46, 136, 159-160 Toledo, 63, 111 Tolú, 54 Toluca, 89, 160 Tozocongo, 88 Trapananda, 32 Trinidad, 42, 132, 142, 154 Trujillo (Guatemala), 50, 148 Trujillo (Perú), 50, 52, 83, 126, 142 Trujillo (Venezuela), 55 Tubac, 147 Tucapel, 149 Tucumán, 33, 57-58, 77, 82, 87, 142 Tula, 121 Tunja, 54, 55, 91, 95, 114 Tuxtepec, 47 Ultramar, 30 Valdivia, 57, 91, 117, 161-162, 168 Valencia, 142 Valencia (Venezuela), 55, 142 Valladolid (España), 63, 142 Valladolid [Morelia (México)], 48, 93, 132, 160 Valparaíso, 142, 161 Valsaín, 65 Vélez, 54 Venezuela, 44, 54-55, 58, 73, 83, 117-118, 132, 142, 145, 148, 174-175 Veracruz, 11, 43, 45-46, 48, 90, 92, 124, 142, 146-147, 154-155, 158-160, 162, 166, 174-175

242

Verapaz, 40-41 Villa Diego, 42 Villanueva de Yáquimo, 40 Villarica, 57 Volador, 47, 124, 151 Wagram, 179

Índice toponímico

Yaguachi, 53 Yaviza, 148 Yucatán, 45, 48, 69, 89, 142, 144 Zacatecas, 48, 90, 110, 142 Zacatula, 49 Zaragoza, 54 Zaruma, 53

Índice temático

Índice temático

Agua, 122, 126, 154 Alameda, 77, 81, 119, 122, 126, 135, 151-155, 162, 165 Alcalde de barrio, 77, 157-158 Alcalde ordinario, 72, 75-77, 84, 118, 139, 157 Alcantarillado, 152, 155 Alférez real, 77-78, 84, 101 Alguacil mayor, 74, 77, 118, 159 Almotacén, 78, 83-84, 125 Alumbrado, 151, 153, 155 Antiguo Régimen, 64, 130 Antiguo Testamento, 129 Apaches, 145, 147 Araucanos, 117, 145 Audiencia, 12, 25, 48, 50, 53, 55-56, 69, 73, 75-76, 78-79, 84, 91, 94, 97-98, 108, 113, 117-118, 122, 146, 149, 154, 157, 171, 176-178 Austrias (monarquía de los), 61-62, 89, 133, 135, 173 Aztecas, 13, 30, 37-38, 43, 46-47, 51, 106, 120, 123, 151 Baquiano, 41 Barroco, 25, 98-99, 110, 114-115, 133, 159, 163 Cabildo, 11, 25, 35, 38, 40, 45, 47, 49, 51, 53, 56, 58, 63, 66-85, 88,

91-92, 94-95, 98, 100, 102, 108, 117, 120-122, 124-125, 134, 136-140, 154-155, 161, 163, 168-169, 176-179 Cabildo eclesiástico, 122, 127 Cabildo indígena, 89 Capitulación, 63, 72, 178 Carnaval, 102, 167-168, 170 Carrera de Indias, 42-43, 48, 91 Casa de Contratación, 81 Chichimecas, 93, 146 Chiriguanos, 145 Cimarrón, 87, 140 Cirujano, 84, 92, 158 Ciudad perdida de los césares, 32 Civitas, 19, 135-136 Colegio, 51, 84, 104, 106 Colonización, 21, 24, 29-30, 57, 61, 86, 106, 115, 145-146 Comercio Libre, 132, 143, 157, 175 Compañía de Jesús, 51, 97, 117 Comunicaciones, 18-19, 46, 52, 57, 86-87 Conquistador, 11-12, 24, 29-31, 35-37, 41-42, 44, 47, 52-53, 55-56, 59, 61-62, 68-69, 71-75, 77, 80, 84-86, 89-90, 95, 100, 105-106, 108, 112, 118, 136, 139, 156, 160, 163, 170

244

Índice temático

Consejo de Indias, 62, 64, 75, 86, 103, 123-124, 127, 131 Consulado, 122, 125, 137, 154, 166 Corpus Christi, 100, 168 Corregimiento, 75, 117, 140 Corte, 11, 79-80, 85, 102, 108-109, 111, 113, 132-133, 175 Cortes, 85-86 Cortes de Cádiz, 86 Criollismo, 13, 98, 104-106, 108, 117 Cronista de la ciudad, 82 Cuadrícula, 22-23, 53, 55, 68 Cuartel, 135, 149, 152, 156-158, 161-162, 171 Depositario general, 74, 81, 139 Desagüe de México, 125 Descubrimiento de América, 23, 29, 32 Diputado de la alhóndiga, 82 Eclesiastés, 98 Empedrado, 130, 150-151, 153, 155 Encomendero, 74, 80-81, 89, 91-92, 95, 108, 122, 163 Encomienda, 50, 57, 62, 71, 75, 108 Esclavitud (esclavos), 37, 41, 45, 65, 77, 83-84, 90-91, 93, 103, 119, 140, 143, 154-155, 157, 164-165, 170, 172-173 Escuelas, 24, 41, 83, 102, 153-154, 158, 166, 171, 180 Examinador de caballos, 83 Expósito, 92, 153, 167, 170 Fiel ejecutor, 66, 74, 78-79, 84, 118 Fiesta, 13, 25-26, 67, 77-78, 98-102, 112, 116, 119, 129, 153, 167-170 Fortificación, 114, 123, 126-128, 162, 176 Grito de Dolores, 179 Guadalupe, virgen de, 99, 124, 179 Guarda mayor, 83 Guerra de Independencia española, 178 Guerra de los Siete Años, 132, 159

Hinterland, 22, 87 Hospitales, 40, 45, 49, 51, 54, 58, 67, 70-71, 82, 87, 97, 106, 120, 139, 152-153 Incas, 13, 30, 33, 50-51, 114 Independencia, 13, 22, 26, 65, 69, 73-74, 86, 134-135, 138, 142-144, 173 Ingeniero militar, 135, 155 Intendencia, 131-132, 138, 141 Intérprete, 36, 84, 93, 125 Invasión británica del Plata, 175, 177 Jesuitas, 51, 84, 97-98, 100, 103, 120, 132, 135, 145, 167-168 Juez de naturales, 81 Junta Central, 178 Junta de Poblaciones, 149 Ladino, 91, 93, 140, 147, 156 Leyes de Indias, 73, 101, 137 (véase también Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias) Limpieza, 53, 104, 138, 151, 153-155 Maestro, 23, 27, 82-83, 93-94, 105, 122-123, 125, 139, 158 Mayas, 13, 69 Médico, 82, 91-92, 110, 139, 158 Mercado, 17, 25, 46, 51, 53, 55, 69, 79, 82, 84, 139, 143, 151 Ministerio de Indias, 132 Misión, 117, 145-147 Motín de Esquilache, 133 Murallas, 11, 20, 32, 42, 51-52, 56, 71, 114, 126-127, 153, 156, 162 Nuevas poblaciones de Cartagena, 148 Obraje, 63, 157 Obrero mayor, 83 Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias (1573), 24, 38, 64-67, 88, 90, 144, 147 Ordenanzas de intendentes, 139, 141

Índice temático

Plaza mayor, 169, 177 Población, 16, 18, 20, 22, 24-25, 30, 38, 40-41, 46, 48, 52, 63, 65-67, 88-89, 91, 100, 114, 117, 135, 141-144, 155, 157-158, 160, 173-174, 176 Polis, 19, 107, 135-136 Pregonero, 35, 66, 72, 83 Presidio, 140, 144-148 Procesiones, 26, 100, 116, 167-168 Proclamación, 101, 105, 134, 173 Procurador, 66, 72, 74, 79-80, 83, 125 Protector de indios, 81 Provincias Internas, 144-145, 147 Pueblo de indios, 73 Pulpería, 76, 79, 139, 152, 155

245

Tapadas, 153 Tarascos, 93, 146 Teatro, 104, 149, 152, 154, 169-170, 176 Tenedores de bienes de difuntos, 81 Tequitqui, 93 Tlatoani, 88, 121 Tlaxcaltecas, 46, 146 Tocagües, 145 Toma de posesión, 35-36 Toros, 77, 99-101, 152-153, 167-170 Trafalgar, 175 Traspaís (ver hinterland) Tratado de Madrid de 1750, 131 Tratado preliminar de San Ildefonso de 1777, 148

Quijote, 119 Real Academia de San Carlos, 151 Real Armada, 159, 174 Real de minas, 144 Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias (1681), 65, 88 Reformismo, 130-131, 133, 135, 145 Regidor, 66, 72-76, 78-82, 88, 95, 101, 117-118, 121-122, 136, 138-140, 169, 174 Requerimiento, 36-37 Santa Inquisición, 124, 168 Siete ciudades de Cíbola, 34 Sociedades de Amigos del País, 137, 166

Unión de las Coronas ibéricas (1580-1640), 115 Universidad, 26, 40, 47, 50, 56, 74, 82, 99, 108-109, 127, 143 Urbanismo, 25, 68, 76, 147, 150 Urbs, 19, 119, 135 Vara de justicia, 81-82 Venta de oficios, 74, 137 Verdugo, 83-84 Yaquis, 145 Zuni, 34

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