305316675-la-imagen-del-mundo-cs-lewis.pdf

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LA I MA G E N DEL MUNDO INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA MEDIEVAL Y REN AC EN TI ST A

C. S. Li

w is

La imagen del mundo Introducción a la literatura medieval y renacentista T r a d u c c ió n de ("a rlo s M a n z a n o

Ediciones Península Barcelona

La edición original ele esta obra íue publicada en 1964 por Press Syndicate of the University of Cam bridge, con el título ih c Discar dad Ima&c. © 1964 by C am bridge University Press.

Q uedan rigurosam ente prohibidas, sin Ja autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier m edio o procedim iento, com prendidos la reprografía y el tratamiento inform ático, y la distribución de ejem plares de ella m ediante alquiler o préstam o públicos, así como la exportación e im portación de esos ejem plares para su distribución en venta fuera del ám bito de la Unión Europea.

Diseño de la cubierta: Lloren^ Marques. Ilustración de la cubierta: Miniatura del Codex miniat Deerelum Gratiani. Primera edición: octubre de 1997. O de la traducción: Carlos Manzano de Frutos, 1997. © de esta edición: Ediciones Península sa., Peu de la Creu 4, 08001-Barcelona, e-mail: edicions_62 @ bcn. servicoin.es internet: http://www.partal.com /Ed62 Impreso en Romanya/Valls s.u., Placa Vcrdaguer i Capdlad

Para Rogcr Lancelyn Grcen

CONTENIDO

P R E F A C I O .........................................................................................................................

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I. LA SITUACIÓN MEDIEVAL........................................................... II II. III.

SALVEDADES

MATERIALES SELEC C IO N A D O S: EL PERÍO D O CLÁSICO

A. B. C. D. IV.

.

27

El Somnium S c i p i o n i s .......................................... ........27 Lucano ............................................................................32 Estado, Claudiano y la Dama Natura . . . . 35 Apuleyo, De Deo Socratis ..........................................39

MATERIALES SELECCION AD OS: EL PERÍODO GERMINATIVO

A. B. C. D. V.

.........................................................................................................21

43

C a l c i d i o ........................................................................... 46 Macrobio ....................................................................... 54 S e u d o -D io n isio ....................................................... ....... 60 Boecio ........................................................................... 63

LO S C IELO S

............................................................................................. ......... 7 7

A. Las partes del universo ...................................... .......77 B. Sus m o v im ie n to s ..........................................................84 C. Sus habitantes ....................................................... .......92 VI.

LO S « L O N G A E V I » .................................................................................. .........9 9

V IL LA TIERRA Y SUS HABITANTES.......................................... ...... m A. La Tierra ...................................................................... m B. Los a n im a le s ........................................................... ...... 116 C. El alma humana ......................................................... 120

I). E. E G. El. L VIII.

El alma raciona! ...................................... . . . km Las almas sensible v vegetativa . .............................i j -1 El alma \ el c u e r p o ......................................................i v El cuerpo humano ..................................................... i M El pasado humano .............................................. ...... i ^ Las siete artes liberales ........................................ 1.44

LA I NFLUKMCI A 1)1.1, \H ) i ) I L ( ) .

.......................................... ........1 5 ^

l .PÍl.í K . O ......................................................................................................................... ........ 167 ÍN D I C E O N O M Á S T I C O Y A N A L ÍT K O

¡

i

.................................................................

PREFA C IO

Este libro se basa en un curso de conferencias pronunciadas en O xford en diferentes ocasiones. Algunos de quienes asistieron a ellas han expresado el deseo de que su substancia reciba una forma más permanente. N o voy a alardear de que contenga muchas cosas que un lector no habría podido descubrir por sí mismo, si, cada vez que hubiera encontrado un pasaje de difícil comprensión en los libros antiguos, hubiese recurrido a los comentarios, a los manuales, a las enciclope­ dias y a otras ayudas por el estilo. Pensé que valía la pena pronunciar las conferencias y escribir el libro porque ese método de averigua­ ción me parece— y así parece también a otros— bastante insatisfacto­ rio. Entre otras razones, porque acudim os a las ayudas solamente cuando los pasajes difíciles lo son de forma manifiesta. Pero existen pasajes traicioneros que no nos remiten a las notas. Parecen fáciles, pero no lo son. Además, frecuentes investigaciones ad hoc perjudi­ can, por desgracia, la capacidad de asimilación de la lectura, de forma que las personas sensibles pueden llegar a considerar la erudi­ ción algo funesto que siempre lleva fuera de la literatura propiamente dicha. Mi esperanza radicaba en que, si el lector dispusiera previa­ mente de un utillaje (muy incompleto, desde luego) que no le resul­ tase difícil de dominar y que lo acompañara a lo largo de la lectura, dicho utillaje podría ayudarlo a entrar en la literatura. El hecho de mirar constantemente un mapa, cuando aparece una bella vista, per­ turba la «adecuada pasividad» con que se debe disfrutar el paisaje. En cambio, el de consultar un m apa antes de ponerse en camino carece de esa consecuencia negativa. En realidad, nos llevará hasta muchas vistas, entre ellas algunas que nunca habríamos encontrado por nuestra cuenta. Ya sé que hay quienes prefieren no profundizar la impresión, por accidental que sea, que una obra antigua produce en la mente que la considera con sensibilidad y concepciones exclusivamente moder-

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ñas; como también existen viajeros ingleses que llevan su resuelto nacionalismo por toda Europa, solamente se relacionan con otros turistas ingleses, disfrutan de lo que ven exclusivamente por su «p in ­ toresquism o» y no desean comprender lo que esas formas de vida, esas iglesias, esos viñedos significan para los nativos: merecido tienen su castigo. N o tengo nada que discutir con quienes enfocan el pasado con esa mentalidad. Espero que no me busquen pendencia, pues he es­ crito para los otros.

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C A P Í T U L O P R I M ER O

LA SIT U A C IÓ N M ED IEVA L

The likeness of unlike things. MU EC ASTER

El hombre medieval compartía muchas ignorancias con el primitivo y muchas de sus creencias pueden sugerir a un antropólogo paralelis­ mos con las de éste. Pero, en general, no había llegado a dichas creen­ cias por el mismo camino que el primitivo. Se considera que las creencias de los hombres primitivos son la reacción espontánea de un grupo humano frente a su ambiente, reac­ ción que es obra de la imaginación principalmente. Constituyen ejemplos de lo que algunos autores llaman pensamiento prelógico. Van íntimamente unidas a la vida comunitaria del grupo. Lo que nosotros denominaríamos operaciones políticas, militares y agrícolas no son fáciles de distinguir de las rituales; los ritos y las creencias se engendran y apoyan mutuamente. El pensamiento medieval más característico no surgió de esa forma. A veces, cuando una comunidad es relativamente homogénea y conoce relativamente pocas perturbaciones durante un largo pe­ ríodo de tiempo, un sistema de creencias de ese tipo puede prolon­ garse (con cierta evolución, naturalmente) mucho tiempo después de que la cultura material haya progresado hasta rebasar el nivel del pri­ mitivismo. Entonces puede convertirse en algo más ético, más filosó­ fico, más científico incluso; pero seguirá existiendo una continuidad ininterrumpida entre esto último y sus comienzos primitivos. Al parecer, algo así ocurrió en E gipto.1 También de eso difiere la histo­ ria del pensamiento medieval. Podem os mostrar la singularidad de la E dad Media mediante dos ejemplos. Entre 1160 y 1207 un sacerdote inglés llamado Lazamon escribió un poema titulado The Brut.2 En él (v. 15.775 y ss.) nos dice que en el aire habitan muchos seres, unos buenos y otros malos, que vivirán 1. Véase Befare Philosophy, J . A. Wilson, et al. (1949). 2 . Ed. F. M adden, 3 vols. (1847).

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en él hasta el fin del mundo. I .a substancia do esa creencia no diiiere de otras que podríam os encontrar en el mundo primitivo. Un rasgo característico de la reacción primitiva e s el de poblar la naturaleza, especialmente sus partes menos accesibles, con espíritus, unos favo­ rables y otros hostiles. Pero Lazamon no escribía aquello porque compartiese reacción comunitaria v espontanea alguna del grupo social en que vivía. La historia real de ese pasaje es muy diferente. Su autor tomó su relación de los demonios aéreos del poeta normando Wace (c. 1155). Wace la tomo de la Historia Re<¿un/ Pritanniae de Geoffrey de Mommouth 'antes de 1139). Geoffrey la tomó de De Dco Socratis de Apuleyo, obra del siglo II. Apuleyo reprodujo la pneumatología de Platón, quien, para apoyar la ética y el m ono­ teísmo, había m odificado la mitología recibida de sus antepasados. Sí nos remontamos en el tiempo a través de muchas generaciones de antepasados, al final podemos encontrar, o por lo menos conjeturar, una época en que dicha mitología estaba apareciendo de la forma que suponem os primitiva. Pero el poeta inglés no sabía nada de eso. Estaba más alejado de ello que nosotros, ( 'reía en aquellos demonios porque había leído cosas sobre ellos en un libro, de igual forma que muchos de nosotros creemos en el sistema solar o en las descripcio­ nes que del hombre primitivo hacen los antropólogos. La desapari­ ción del analfabetismo y el contacto con otras culturas contribuyen a la eliminación de las creencias primitivas; precisamente esos tactores eran los que habían producido la creencia de Lazamon. Quizá mi segundo ejemplo sea más interesante. En la obra del siglo XI V Pélerinage de l’Honane de Guillaume Deguileville, la N atu ­ raleza (personificada), dirigiéndose a un personaje llamado Gracedieu, dice que la frontera entre sus dominios es la órbita de la Luna.' Sería fácil suponer que esa afirmación procede directamente de la mitopoética primitiva, que divide el cielo en una región alta, poblada por los espíritus superiores, y otra baja, poblada por los espíritus inferiores. La Luna sería una linde espectacular entre ellos. Pero, en realidad, los orígenes de dicho pasaje tienen muy poco que ver con la religión primitiva ni con la civilizada siquiera. Al llamar al numen superior G rácedieu, el poeta ha intercalado en la obra un elemento cristiano, pero se trata de una simple «c ap a» sobre una tela que no es cristiana, sino aristotélica. Aristóteles, por estar interesado tanto en la biología como en la astronomía, se vio ante un contraste evidente. El mundo en que los hombres habitamos se caracteriza por el cambio incesante mediante 3. En la traducción de Eydgate <E.E.T.S. ed. E |. I'urnivall, 1899), 3 4H y ss.

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el nacimiento, el crecimiento, la procreación, la decadencia y la muerte. Y dentro de dicho mundo los métodos experimentales que se habían conseguido en su tiempo solamente descubrían una uni­ form idad imperfecta. Los fenomenos se producían de la misma forma, pero no perfecta o invariablemente, sino «en conjunto» o «en su mayor parte».4 Pero el mundo estudiado por la astronomía pare­ cía completamente diferente. Todavía no se había observado ninguna nova? Por lo que podía apreciar, los cuerpos celestes eran perm a­ nentes; ni nacían ni morían. Y cuanto más se los estudiaba, más (per­ fectamente) regulares parecían sus movimientos. Así, pues, el uni­ verso estaba, aparentemente, dividido en dos regiones. A la región más baja, la del cambio y la irregularidad, la llamó «naturaleza» (cpúaiq). A la más alta la llamó «cielo » (oí)pavó<;). Así pudo hablar de «la naturaleza y el cielo» como de dos cosas diferentes.6 Pero un fenómeno en constante cambio, el tiempo, revelaba claramente que el dominio de la inconstante naturaleza se extendía cierto trecho por encima de la superficie de la Tierra. El «cielo» debía empezar más arriba. Parecía lógico suponer que regiones que diferían en cualquier detalle observable estuviesen también compuestas de materias dife­ rentes. La naturaleza se componía de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire. Por tanto, el aire (y con el aire la naturaleza y con ésta la inestabilidad) debía acabar antes de que empezara el cielo. Por encima del aire, ya en el cielo, había una substancia diferente a la que llamó éter. De m odo que «el éter contiene a los cuerpos divi­ nos, pero justo por debajo de la naturaleza divina y etérea se encuen­ tra lo mutable, perecedero y condenado a morir». Mediante la pala­ bra «divina» Aristóteles introduce un elemento religioso y la colocación de la frontera fundamental (la que separa el cielo de la naturaleza, el éter del aire) en la órbita de la Luna es un detalle menor. Pero el concepto de dicha frontera parece responder a una necesidad más científica que religiosa. Esa es, en última instancia, la fuente del pasaje de la obra de Deguileville. Lo que ambos ejemplos ilustran es el carácter absolutamente libresco o erudito de la cultura medieval. Cuando decimos que la Edad Media es la época de la autoridad, solemos referirnos a la auto­ 4. De C/í77. Aniw alium, 778a; Polit., 1255b. 5. Según una tradición, H iparco (fl. 150 a.C.) detectó una (véase Plinio, liist. Ndf., lí, xxiv). La gran nova en C asiopea de noviembre de 1572 fue un acontecimiento de la mayor im portancia para la historia del pensam iento (véase F. R. Johnson, Astronofuical Yhoaghl ni Rcnaissancc h ugland, Baltimore, 1937, pág. 154 i. (T M chifísia;, 1072b. O . Dante. Parad/so, XXV'111.42. 7. De Mundo. 392a. Q ue este ensayo sea obra de Aristóteles o simplemente de la escuela aristotélica carece de im portancia para ei objeto de este libro.

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ridad de la Iglesia. Pero fue la época no solo de la autoridad de esta ultima, sino también de las autoridades. Si consideramos su cultura como la respuesta al medio, los elementos de éste a que respondió con mayor intensidad fueron los manuscritos, lo d o escritor, a poco que pueda, se basa en un escritor antiguo, sigue a un auctour, prefe­ rentemente latino. Esa es una de las características que diferencian aquel período histórico casi tanto del mundo primitivo como de la civilización moderna. Los miembros de una comunidad primitiva absorben su cultura, en parte inconscientemente, mediante la parti­ cipación en el modelo inmemorial de comportamiento, y en parte mediante la tradición oral conservada por los más viejos de la tribu. En nuestra sociedad la mayoría del conocimiento depende, en última instancia, de la observación. Pero la Edad Media dependía predom i­ nantemente de los libros. Aunque el número de las personas que sabían leer era muy inferior al de ahora, la lectura era en cierto modo un ingrediente más importante de la cultura en conjunto. N o obstante, hay que hacer una salvedad a esta afirmación. La Edad Media tenía raíces en el norte y oeste «bárb aro s», además de en la tradición grecorrom ana que le llegó principalmente por los libros. H e colocado la palabra «b árb aro s» entre comillas, porque, de lo contrario, podría prestarse a confusiones. Podría sugerir una dife­ rencia en raza, artes y capacidad natural mucho mayor de la que real­ mente existió en la antigüedad incluso entre los ciudadanos romanos y los que presionaban contra las fronteras del imperio. Mucho antes de que aquel imperio se derrum bara, la ciudadanía había dejado de tener relación alguna con la raza. A lo largo de su historia, sus veci­ nos germánicos y (más aún) celtas, aunque en un tiempo habían resultado conquistados o habían sido aliados, no oponían resistencia, al parecer, a la asimilación de su civilización ni encontraban dificul­ tad para ello. Se los podía vestir con togas y enviarlos a clases de retó­ rica casi al instante. En nada se parecían a hotentotes tocados con som breros hongos y fingiéndose europeos. La asimilación era real y en muchos casos permanente. Al cabo de unas pocas generaciones podían empezar a producir poetas, juristas, generales romanos. Su diferencia respecto de los miembros más antiguos del mundo greco­ rromano no era mayor que la— de cráneo, facciones, complexión o inteligencia— existente entre estos últimos. La contribución de los bárbaros (así entendidos) a la Edad Media recibirá una valoración diferente según el punto de vista desde el que los estudiemos. Por lo que se refiere al derecho, las costumbres y la configuración general de la sociedad, los elementos barbaros pueden ser los más importantes. Lo mismo podem os decir, en cierto sentido,

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de un arte en particular en algunos países. N ada puede ser más esen­ cial en una literatura que la lengua que emplea. Una lengua tiene su propia personalidad; supone un punto de vista, revela una actividad mental y tiene una resonancia que no son exactam ente los mismos que los de cualquier otra. N o sólo el vocabulario— heaven nunca puede significar exactam ente lo mismo que cielo— , sino también la propia configuración sintáctica es sui generis. A eso se debe que la deuda de la literatura medieval (y moderna) de los países germ á­ nicos, incluida Inglaterra, con su origen bárbaro sea omnipresente. En otros países, donde las lenguas celtas y las de los invasores ger­ mánicos resultaron casi totalmente anuladas por el latín, la situación es muy distinta. En la literatura inglesa de la E d ad M edia, pese a las innegables influencias francesas y latinas, el tono y el ritmo de todas las frases y la impresión que causan son de origen bárbaro (en el sen­ tido que estam os dando a esta palabra). Q uienes ignoran la relación del inglés con el anglosajón, por considerarlo un «m ero hecho filo­ lógico» sin im portancia para la literatura, revelan una espantosa insensibilidad hacia lo que confiere su carácter específico a la litera­ tura. Para el estudioso de la cultura en sentido más estricto— es decir, del pensamiento, del sentimiento y de la im aginación— , los elemen­ tos bárbaros pueden ser menos importantes. Incluso para éste, en m odo alguno son despreciables sin duda. Residuos de paganism o no clásico sobreviven en el antiguo escandinavo, en el anglosajón, en el irlandés y en el galés; la mayoría de los especialistas los consideran un substrato de m uchos elementos de la literatura artúrica. L a p o e­ sía amatoria medieval puede tener alguna deuda para con las co s­ tum bres bárbaras. H asta época muy avanzada, las baladas pueden revelar fragm entos de folklore prehistórico (si es que no es eterno). Pero hemos de ver las cosas en proporción. Los antiguos textos escandinavos y celtas eran totalmente desconocidos fuera de una zona muy limitada y siguieron siéndolo hasta la época moderna. Los cam bios lingüísticos hicieron que, al cabo de poco, el anglosajón resultase ininteligible incluso en Inglaterra. Indudablem ente, en las lenguas vernáculas posteriores existen elementos procedentes del antiguo germánico y del antiguo celta. Pero, ¡qué difícil nos resulta encontrarlos! Por cada referencia a Wade o Weland, encontramos cincuenta a Héctor, Eneas, Alejandro o César. Por cada vestigio p ro­ bable de la religión celta extraído de un libro medieval, encontra­ mos decenas de referencias claras y enfáticas a Marte, Venus y Diana. La deuda que los poetas amatorios pueden tener para con los bárbaros es vaga y conjetural; su deuda para con los clásicos o

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incluso— como ahora descubrim os— para con los árabes es mucho más segura. Quizá se pueda afirmar que el legado bárbaro no es, en realidad, menor, sino simplemente menos ostensible y más oculto, e incluso que precisamente por eso es más influyente. Eso puede ser cierto en el caso de los romances y las baladas. Por tanto, hemos de pregun­ tarnos hasta qué punto, o, mejor, en qué sentido, son éstos prod uc­ tos medievales característicos. Indudablemente, destacaron más en la representación que de la E dad Media hicieron los siglos XVIII y X I X que en la realidad. H abía una razón poderosa para ello. Ariosto, Tasso y Spenser, los descendientes por línea directa de los narrado­ res medievales, siguieron siendo «literatura elegante» hasta la época de H urd y Warton. El gusto por esa clase de literatura siguió vivo durante la época «m etafísica» y neoclásica. A lo largo de ese período las baladas también se conservaron vivas, aunque muchas veces en forma un tanto degradada. Las niñeras las cantaban a los niños; a veces críticos eminentes las elogiaron. Así, el «renacim iento» m edie­ val del siglo XVI II revivió algo que no estaba del todo muerto. A lo largo de esa línea retrocedimos hasta la literatura medieval, siguiendo hasta su fuente una corriente que pasaba por delante de nuestra puerta. A consecuencia de ello, los romances y las baladas colorearon de forma algo exagerada la idea que se tenía de la E dad Media. Si exceptuam os a los eruditos, así sigue siendo en la actualidad. Cuando la iconografía popular— una ilustración, un chiste en la revista Punch— pretende resumir la idea de lo medieval, representa a un caballero andante con un fondo de castillos, damiselas afligidas y dragones quant. suff. Com o suele ocurrir, podem os justificar la impresión popular. En un sentido quizá merezcan los romances y las baladas que se los con­ sidere el producto característico o representativo de la E dad Media. Por su difusión y permanencia, han dem ostrado ser de las cosas más placenteras que aquélla nos dejó. Y, aunque en todas partes podem os encontrar composiciones más o menos parecidas, en cuanto a su efecto total son algo único e insustituible. Pero, si lo que queremos decir con el término «característico» es que el tipo de imaginación que encarnan era la ocupación principal, o incluso la más frecuente, de los hombres medievales, estaremos en un error. El carácter fan­ tástico de algunas baladas y el severo y lacónico patetismo de otras — el misterio, el sentido de lo infinito, la elusiva reticencia de los mejores romances— difieren del gusto medieval habitual. Están totalmente ausentes de algunas de las más importantes muestras de la literatura medieval: los H im nos, Chaucer, Villon. Dante puede 16

conducirnos a través de todas las regiones de los muertos sin provo­ carnos ni una sola vez el fnsson que nos produce The Wife o/U sher's Well o The Chapel Perilous. Parece como si los romances y ese tipo de baladas hubieran sido en la E dad Media, como han seguido siendo desde entonces, pasatiem pos, diversiones, cosas que sólo pu e­ den vivir en los márgenes de la mente, cosas cuyo propio encanto se debe a que no están situadas «en el centro» (posición que tal vez sobrevalorara Matthew Arnold). En lo que tenía de más característico, el hombre medieval no era un soñador ni un vagabundo. Era un organizador, un codificador, un constructor de sistemas. N ecesitaba «un lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio». Lo que le deleitaba era la distinción, la definición, la catalogación. Aunque estaba acaparado por actividades turbulen­ tas, igualmente lo estaba por la tendencia a formalizarlas. La guerra estaba formalizada (en teoría) por el arte de la heráldica y las reglas de caballería; la pasión sexual (en teoría), mediante un elaborado código del amor. La especulación filosófica sumamente elevada y ori­ ginal se comprimía dentro de un rígido m odelo dialéctico copiado de Aristóteles. Florecieron en particular estudios como el derecho y la teología moral, que exigen la ordenación de detalles muy diferentes. En las artes de la retórica se clasificaba todo posible rasgo de la escri­ tura de un poeta (incluso algunos que mejor habría sido que no hubiese usado). N ada gustaba más a los medievales— ni hacían mejor— que clasificar y ordenar. Supongo que de todas nuestras invenciones modernas la que habrían adm irado más habría sido el fichero. Esa tendencia interviene tanto en lo que a nosotros nos parecen sus pedanterías más tontas como en sus logros más sublimes. En estos últimos vemos la energía exultante, infatigable y tranquila de mentes apasionadam ente sistemáticas dedicadas a unificar enormes masas de material heterogéneo. Los ejemplos perfectos son la Summa de santo Tomás de Aquino y la Divina Commedia de Dante, tan uni­ ficadas y ordenadas como el Partenón o el Edipo rey, tan abarrotadas y variopintas como una estación terminal londinense en un día de fiesta. Pero existe una tercera obra que podem os— creo yo— colocar junto a las dos citadas. Se trata de la propia síntesis medieval, la orga­ nización total de su teología, ciencia e historia en un único modelo mental, complejo y armonioso, del Universo. La construcción de dicho modelo estaba condicionada por dos factores que ya he citado: el carácter esencialmente libresco de su cultura y su intensa afición a los sistemas.

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Los medievales eran librescos. En verdad, creían en los libros a pies juntillas. Les costaba mucho creer que algo que un antiguo auctour hubiese dicho fuera pura y simplemente falso. Y heredaron una colección de libros muy heterogénea: judíos, paganos, platónicos, aristotélicos, estoicos, cristianos primitivos, patrísticos. O — según una clasificación diferente— crónicas, poem as épicos, sermones, visiones, tratados filosóficos, sátiras. Evidentemente, sus auctours se contradicen. Incluso lo parece aún más si pasam os por alto la distin­ ción de géneros y extraemos la información imparcialmente de los poetas y de los filósofos, cosa que, de hecho, los medievales hacían con mucha frecuencia, a pesar ele que, en teoría, estaban en condi­ ciones de señalar que los poetas hablaban de cosas imaginarias. Si, en esas condiciones, se tiene también una gran renuencia a dejar de creer rotundamente cualquier cosa que figure en un libro, se dan una necesidad urgente y al tiempo una magnífica oportunidad para clasi­ ficar y ordenar. Hay que armonizar todas las contradicciones apa­ rentes. Hay que construir un m odelo que lo abarque todo sin con­ flicto y la única forma de conseguirlo será la de volverlo intrincado, la de procurar una unidad mediante una gran multiplicidad, perfec­ tamente ordenada. Creo que los medievales habrían em prendido esa tarea en cualquier caso. Pero adem ás los inducía a ello el hecho de que ya se hubiese iniciado y estuviera bastante avanzada. En las p o s­ trimerías de la antigüedad, muchos escritores— algunos de los cuales estudiarem os en un capítulo posterior— estaban reuniendo y arm o­ nizando— tal vez no del todo conscientemente— concepciones de orígenes muy diferentes: construyendo un modelo sincrético con ele­ mentos no sólo platónicos, aristotélicos y estoicos, sino también paganos y cristianos. La Edad Media adoptó y perfeccionó dicho modelo. Al hablar del m odelo perfeccionado como una obra digna de figurar junto a la Summa y la Commedia, quiero decir que puede dar una satisfacción intelectual semejante y por las mismas razones. Com o ellas, está hecho en gran escala, pero es limitado e inteligible. Lo que tiene de sublime no estriba en algo vago u obscuro. Com o trataré de mostrar más adelante, es algo más clásico que gótico. Existe armonía entre sus partes constitutivas, por ricas que éstas sean. Vemos cómo se engarzan unas con otras: en concordancia; no en una igualdad horizontal, sino en una escala jerárquica. Se podría suponer que esa belleza del modelo es más evidente sobre todo para nosotros que, al no aceptarlo como verdadero, podem os— o hemos de— considerarlo como si fuera una obra de arte. Pero creo que no es así. Creo que existen abundantes testimonios de que daba pro­ !8

tunda satisfacción a las épocas en que todavía creían en él. Espero convencer al lector no sólo de que dicho modelo del universo es una excelsa obra de arte medieval, sino también de que, en cierto sentido, es la obra central, aquella en la que la mayoría de las obras particu­ lares encajaban, a la que constantemente se referían, de la que obte­ nían gran parte de su fuerza.

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( AI Mil I ( ) II SA LV ED A D ES

No aspiro a grandezas ni a cosas demasiado elevadas para mí. SALMO c x x x í

Describir el universo imaginado que generalmente presuponen el arte y la literatura medievales no es lo mismo que escribir una histo­ ria general de la sociedad y la filosofía medievales. La Edad Media, como la mayoría de las épocas, estuvo llena de cambios y controversias. Las escuelas de pensamiento surgían, poríiaban y desaparecían. Mi descripción de lo que llamo el modelo medieval pasa por alto todo eso: incluso el gran cambio de una con­ cepción predominantemente platónica a otra predominantemente aristotélica y el conflicto directo entre nominalistas y realistas.1 La razón es que esos fenómenos, por importantes que sean para el his­ toriador de las ideas, apenas tuvieron repercusiones en el nivel lite­ rario. El modelo, por lo que respecta a los elementos que los poetas y artistas podían utilizar de él, permanecía estable. Además, el lector descubrirá que me tomo la libertad de ilustrar características del modelo que llamo «m edieval» por medio de auto­ res que escribieron después del final de la E dad Media: Spenser, Donne o Milton. Se debe a que en muchos aspectos el modelo anti­ guo seguía haciendo de substrato de su obra. N o se abandonó total y definitivamente hasta finales del siglo XVII. En todas las épocas, el modelo del universo que aceptan los gran­ des pensadores contribuye a lo que podem os llamar telón de íondo de las artes. Pero dicho telón de fondo es sumamente selectivo. Toma del modelo total sólo lo inteligible para el lego y lo que atrae de alguna forma a la imaginación y a los sentimientos. Así, nuestro p ro­ pio telón de fondo consta de muchos elementos procedentes de Freud y pocos de Einstein. El telón de fondo medieval abarca el orden y las influencias de los planetas, pero pocas cosas referentes a epiciclos y ruedas excéntricas. Tam poco responde siempre con rapi­ 1. K1 texto de Aristóteles en traducciones latinas (sólo, a su vez, de versiones ára­ bes) se em pezó a conocer en el siglo XII.

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dez a los grandes cambios habidos en el nivel cientílico y filosófico. Además, v aparte de las omisiones concretas que presente la ver sicSn que del modelo da el telón de londo. suele haber una diferencia de otro tipo. Podemos llamarla diferencia de posición. Los grandes maestros no se toman ningún modelo tan en serio como el resto de nosotros. Saben que, al fin y al cabo, sólo es un modelo, posible­ mente substituible. La tarea del filósofo natural consiste en edif icar teorías que «s a l­ ven las apariencias». La mayoría de nosotros encontram os por pri­ mera vez esa expresión en P araJisc Lost (VIII, 82) y en un princi­ pio quizá la mayoría de nosotros la entendiésem os mal. Se trata de una traducción de la expresión ggí^eiv id ipaivójieva, usada por primera vez, que yo sepa, por Sim plicio en su comentario a la obra De Cáelo de Aristóteles. Una teoría científ ica debe «salvar» o «p r e ­ servar» las apariencias, los fenómenos, de que trata, en el sentido de abarcarlos tocios, de apreciarlos correctamente. Así, por ejem ­ plo, los fenóm enos que estem os observando pueden ser puntos lum inosos en el cielo nocturno y manifestar tales o cuales m ovi­ mientos unos en relación con otros y con un observador situado en un punto determ inado, o en diversos puntos determ inados, de la superficie de la Tierra. La teoría astronóm ica será una hipótesis tal, que, si fuera cierta, los movimientos visibles desde el punto o los puntos de observación serían los que hubiésem os observado efecti­ vamente. En ese caso, la teoría habrá «ab a rc ad o » o «salv ad o » las apariencias. Pero, si no exigiésemos más que eso a una teoría, la ciencia sería imposible, pues una despierta facultad de invención podría idear muchísimas hipótesis diferentes que también salvarían los fenóm e­ nos. Así, pues, hemos tenido que complementar el criterio de salvar los fenómenos con otro cuya primera formulación clara quizá fuera la de Occam. Según ese segundo criterio, no hemos de aceptar (pro­ visionalmente) cualquier teoría que salve los fenómenos, sino la que lo haga con el menor número posible de conjeturas. Según eso, estas dos teorías— a) la de que todos los trozos de poca calidad que apa­ recen en la obra de Shakespeare fueron intercalaciones de los ad ap­ tadores, y tí) la de que Shakespeare los escribió cuando su inspira­ ción no estaba en su punto más alto— «salvarán» igualmente las apariencias. Pero ahora ya sabem os que existió una persona llamada Shakespeare y que la inspiración de los escritores no siempre está en su punto más alto. Así, pues, si la erudición aspira a alcanzar alguna vez el firme progreso de las ciencias, tenemos que aceptar (provisio­ nalmente) la segunda teoría. Si podem os explicar los trozos de mala

calidad sin suponer la existencia de un adaptador, debemos hacerlo. A los pensadores rigurosos de cualquier época ha de resultarles evidente que las teorías científicas, por obtenerse de la forma que he descrito, nunca son afirmaciones factuales. Al decir que resulta que las estrellas se mueven de tal o cual manera o que las substancias se han com portado de tal o cual manera en el laboratorio, hacemos afir­ maciones factuales. La teoría astronómica o química nunca puede ser provisional. Si una persona más ingeniosa concibe una hipótesis que «salve» los fenómenos observados con menos conjeturas todavía o, si descubrimos nuevos fenómenos que aquélla no pueda salvar en abso­ luto, habrá que abandonarla. Creo que esto lo admitirán todos los científicos serios actuales. Newton lo admitió, si, según tengo entendido, no escribió: «L a atrac­ ción varía de forma inversamente proporcional al cuadrado de la d is­ tancia», sino: «T odo parece indicar» que así es. Sin duda alguna, se admitió en la E dad Media. «E n astronom ía», dice Santo Tomás de Aquino, «se da una descripción de las ruedas excéntricas y de los epi­ ciclos basándose en que, si se supone su existencia [hac positione facta], se pueden salvar las apariencias perceptibles referentes a los movimientos celestes. Pero eso no es una prueba suficiente [sufficienter probans], pues, que sepamos al menos [forte], también se las podría salvar mediante alguna suposición diferente».2 La auténtica razón por la que Copérnico ni siquiera rizó las aguas y Galileo p ro­ vocó una tempestad puede muy bien ser la de que, mientras que el primero presentó una nueva suposición sobre los movimientos celes­ tes, el segundo insistió en considerar dicha suposición como un hecho. Si así fue, la auténtica revolución no consistió en una nueva teoría sobre los cielos, sino en «una nueva teoría sobre la naturaleza de la teoría».5 Así, pues, en su nivel más alto, se admitía el carácter provisional del modelo. L o que nos gustaría saber es hasta qué grado inferior de la escala intelectual llegaba esa opinión prudente. En nuestra época sería— creo yo— desacertado decir que la facilidad con que una teo­ ría científica adquiere la dignidad y rigidez factuales varía de forma inversamente proporcional a la educación científica de las personas. En conversaciones con auditorios completamente incultos, he visto a veces que creían cuestiones que los científicos auténticos considera­ rían sumamente especulativas con mayor firmeza que muchas cosas al alcance de nuestro conocimiento real; la imago popular del hom ­ 2 . 1.a X X X II, Art. I, ad sccundum. 3. A. O. Barfield, Saving the Appcaranccs (1957), p. 51.

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bre de las cavernas figuraba, para ellos, entre los hechos verdaderos y la vida de César o de Napoieon entre los rumores dudosos. Sin embargo, no debemos apresurarnos a suponer que la situa­ ción era exactamente igual en la Edad Media. Lntonces no existían los medios de comunicación de masas, que en nuestro tiempo han creado un cientiíismo popular, una caricatura de las ciencias autenti­ cas. Los ignorantes eran mas conscientes de su ignorancia que ahora. Y, sin em bargo, tengo la impresión de que, cuando los poetas usaban motivos del modelo medieval, no eran conscientes, como lo era santo Tomás de Aquino, de su modesta posición epistemológica. No quiero decir que se hubieran planteado la cuestión que él planteaba y que le hubiesen dado una respuesta dilerente. Ls más probable que nunca les pasase por las mientes. Debían de considerar que la res­ ponsabilidad de sus creencias cosmológicas, históricas o religiosas, correspondía a otros. A ellos les bastaba saber que seguían a buenos auctours, grandes letrados, «esos sabios antiguos». Es probable que el modelo luera menos importante para los gran­ des pensadores que para los poetas no sólo epistemológica, sino tam ­ bién emocionalmente. Creo que así debe ser en todas las épocas. Res­ puestas casi religiosas a la abstracción hipostática Vida se pueden encontrar en las obras de Shaw o de Wells o en un lilósolo enorm e­ mente poético como Bergson, no en los artículos y las conferencias de los biólogos. Dante o jean de Meung expresan el deleite que les produce el modelo medieval, pero no san Alberto ni santo T omás de Aquino. Sin duda se debe en parte a que la expresión de em ocio­ nes— sean cuales fueren— no es tarea de los tilósoíos. Pero sospechó que con eso no está todo dicho. No es nada anormal que los grandes pensadores no presten dem asiada atención a los modelos. Se ocupan de asuntos más difíciles y polémicos. Todo modelo es una construc­ ción basada en las respuestas dadas a las cuestiones planteadas. El experto se dedica a plantear nuevas cuestiones o a dar nuevas res­ puestas a las antiguas. Cuando se dedica a la primera tarea, el modelo antiguo y aceptado no le interesa; cuando se dedica a la segunda, está iniciando una operación que al tinal destruirá totalmente el antiguo modelo. Una clase particular de expertos, los grandes escritores espiritua­ les, ignoran el modelo casi completamente. Si nos disponem os a leer a Chaucer, debem os saber algo sobre el modelo, pero, cuando lee­ mos a san Bernardo o la Via de perfección o la Imitación, podem os prescindir de él. Eso se debe en parte a que los libros espirituales son enteramente prácticos, como los libros de medicina. Por lo general, un hom bre preocupado por el estado de su alma no encontrara

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dem asiada ayuda al pensar en las esteras o en la estructura del átomo. Pero en la Edad Media quizás interviniera otro íactor. Su cosmología v su religión no eran tan buenas compañeras como podría suponerse. Al principio puede que no lo advirtamos, pues la cosmología, con su lirme base teísta y su gustosa aceptación de lo sobrenatural, nos apa­ rece eminentemente religiosa. Y en un sentido lo es. Pero no em i­ nentemente cristiana. Los elementos paganos incrustados en ella suponían una concepción de Dios y del lugar del hombre en el uni­ verso que, aunque no estuviese en contradicción lógica con el cris­ tianismo, desentonaba sutilmente con él. N o había un «conflicto [directo] entre la religión y la ciencia» como el que se dio en el si­ glo X IX , pero había incom patibilidad de temperamentos. E xce p ­ tuando la obra de Dante, raras veces encontramos fundidos la con­ templación deleitada del modelo y el intenso sentimiento religioso de carácter específicamente cristiano. En el capítulo anterior he ejemplificado, sin proponérmelo, una diferencia entre la descripción del m odelo y la composición de una historia del pensamiento. En él he citado a Platón y a Aristóteles: pero la función que he habido de atribuirles era filosóficamente humillante, al convocar al primero para que testificase en una quere­ lla de dem onología y al segundo como testigo de una física desacre­ ditada. Naturalmente, no pretendía sugerir que su lugar real y per­ manente en la historia del pensamiento occidental descansase en esos cimientos. Pero en esta obra nos interesan menos como grandes pen­ sadores que como fuentes— fuentes indirectas, inconscientes y casi accidentales— del modelo. La historia del pensamiento en cuanto tal trataría principalmente de la influencia que los grandes expertos ejer­ cen unos sobre otros: la influencia, no de la física de Aristóteles, sino de su ética y su método dialéctico en los de santo Tomás de Aquino. Pero el modelo está basado en la coincidencia real o supuesta de cua­ lesquiera autores antiguos— buenos o malos, filósofos o poetas, entendidos correctamente o no— que, por la razón que fuese, resul­ taron estar a mano. Q uizás estas explicaciones disipen— u orienten en otro sentido— una duda que el lector avisado podría sentir en las primeras tomas de contacto, aquí y allá, con este libro. Puedo imaginar que ese recono­ cimiento preliminar le haga formular la pregunta: «Pero, ¿hasta qué grado inferior de la escala intelectual penetró ese modelo de usted? r'N o estará usted ofreciendo como telón de fondo de la literatura cosas que en realidad sólo conocían unos expertos?». Ahora vamos a ver— espero— que la pregunta de «hasta qué grado superior» tenía validez el modelo es al menos igualmente pertinente. 2 <S

Indudablemente, había un nivel por debajo de la influencia del modelo. Había poceros y taberneras que nunca habían oído hablar del Vrimum Mobile y no sabían que la Tierra era esférica, no porque pen­ sasen que era plana, sino porque eso era algo en lo que nunca pensa­ ban. N o obstante, en una compilación tan doméstica y sin arte como el South English Legendary aparecen elementos del modelo. Por otro lado, como he intentado indicar, había sin duda niveles, tanto inte­ lectuales como espirituales, que en cierto sentido estaban por encima de la influencia plena del modelo. Digo «en cierto sentido» porque, si no, esas metáforas de arriba y abajo podrían sugerir algo falso. Se podría suponer que creo que la ciencia y la filosofía son de alguna manera más valiosas intrínseca­ mente que la literatura y el arte. N o soy de esa opinión. El nivel inte­ lectual «m ás elevado» sólo lo es con arreglo a un criterio particular; con arreglo a otro criterio, el nivel poético es más elevado. En mi opi­ nión, las variaciones comparativas de calidades diferentes carecen de sentido.4 Un cirujano es mejor que un violinista operando y un violi­ nista mejor que un cirujano tocando el violín. Tam poco pretendo sugerir en m odo alguno que los poetas y artistas estén equivocados o sean estúpidos por omitir de su telón de fondo muchas cosas que los expertos consideran importantes. Un artista necesita saber algo de anatomía, pero no necesita continuar con el estudio de la fisiología ni mucho menos con el de la bioquímica. Y, si esas ciencias cambian más que la anatomía, su obra no reflejará ese progreso.

4. Cf. la m áxim a (citada en Aids to Kefleetion de Colcridge): heterogénea non comparan possunt.

C A P Í T U L O III

M ATE RIA LES SE L ECCIC )N A D O S : E L P E R ÍO D O C L Á SIC O

Oh vana gloria de Tumana posse com poco verde in su la cima dura. dan t i:

Antes de ocuparnos del propio modelo, es oportuno que demos una descripción al menos de algunas de las fuentes de las que se derivaba. Tratarlas todas sobrepasaría el objeto de este libro y me conduciría a regiones para las cuales se pueden encontrar guías mejores. Así, quizá no haya fuentes tan necesarias para un estudioso de la litera­ tura medieval como la Biblia, Virgilio y Ovidio, pero no voy a decir nada sobre ninguna de las tres. Muchos de mis lectores ya las cono­ cen y los que no tienen al menos conciencia de que necesitan cono­ cerlas. Asimismo, aunque tendré oportunidad de hablar mucho de la antigua astronomía, no voy a describir el Almagesto de Ptolomeo. Existe una edición disponible de dicho texto, con una traducción francesa,1y existen muchas historias de la ciencia. (En muchos casos, las afirmaciones circunstanciales sobre la astronomía precopernicana que encontramos en las obras de científicos modernos que no sean historiadores no son dignas de crédito.) Voy a centrarme en las fuen­ tes que son de acceso más difícil o peor conocidas, en general, por las personas cultas o que mejor ilustran el curioso proceso mediante el cual las asimiló el modelo. Las que me parecen más importantes per­ tenecen a los siglos III, IV y V d.C. y van a constituir el tema del capí­ tulo siguiente. Entretanto, voy a ocuparm e de algunas obras anterio­ res que la tradición «clásica» de nuestras escuelas ha contribuido a mantener en segundo plano.

A. EL «SO M N IU M SC IPIO N IS» 2

Com o todo el mundo sabe, la República de Platón acaba con una descripción de la otra vida, puesta en boca de un tal Er el Armenio, 1.

Mathcmütikcs Suntaxcos, texto griego y tracl. francesa de M. Ilalm a (París,

1913). 2. Cicerón, De República, De Legihus, texto v trad. de C. W. Keyes (Loeb Library, 1928).

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que* había regresado de entre los muertos. ( .liando Cicerón, hacia el año 50 a.C., escribió su propia Repiiblini, ara no ser menos, acabó con una visión similar. Escipión el Africano Mentar, uno de los inter­ locutores en el diálogo de Cicerón, relata en el sexto y último libro un sueño extraordinario. La mayor parte de1la República de Cicerón ha llegado hasta nosotros en condición fragmentaria. Por una razón que revelaremos más adelante, esta parte, el Sonnuuui Scipioms, se ha conservado intacta. Escipión comienza diciéndonos que durante la tarde que prece­ dió a su sueño había estado hablando sobre su abuelo (adoptivo), E scipión el Africano Mayor. Esa es sin duda— dice— la razón por la que se me apareció en mi sueño, pues nuestros sueños suelen nacer de los pensamientos que preceden al sueño (VI, X). Ese pequeño intento de dar verosimilitud a un sueño ficticio mediante la presen­ tación de causas psicológicas se imitó en la poesía de los sueños de la E d ad Media. Así, Chaucer en el proemio del Book of the Duchessc lee algo sobre amantes separados por la muerte antes de soñar con ellos; en el Parlement lee el propio Somniutti Scipionis y sugiere que ésa puede ser la razón por la que soñó con Escipión (106-8). El Africano Mayor lleva al Africano Menor a un cerro desde donde contempla Cartago: «desde un lugar elevado, brillante y res­ plandeciente, lleno de estrellas» (xi). De hecho, están en la esfera celestial más alta, el Stellatum. Esta descripción es el prototipo de muchas subidas al cielo de la literatura posterior: la de Dante, la de Chaucer (en H ous o f Fatue), la del espíritu de Troilo, la del amante de K m g s Quair. En una ocasión, Don Quijote y Sancho (II, xli) estu­ vieron convencidos de que estaban realizando la misma subida. Después de predecir la futura carrera política de su nieto (igual que Cacciaguida predice la de Dante en Parad ¿so, XV II), el Africano le explica que «todos los que han sido salvadores o paladines de su tierra natal o han acrecentado sus dominios tienen reservado un lugar en el Cielo» (xiii). Esto constituye un buen ejemplo del refrac­ tario material que hubo de afrontar el sincretismo posterior. Cicerón estaba fabricando un cielo para los hombres públicos, para los polí­ ticos y los generales. Ni los sabios paganos (como Pitágoras) ni los santos cristianos podían entrar en él. Aquello era completamente incom patible con algunas autoridades paganas y con todas las cris­ tianas. Pero, como veremos más adelante, en este caso se había logrado una interpretación armonizadora antes de que se iniciase la E d ad Media. El Escipión más joven, enardecido con aquella perspectiva, pre­ gunta entonces por qué no habría de correr a reunirse al instante con 28

aquella feliz compañía. «N o », responde el Mayor (xv), «a menos que ese Dios cuyo templo constituye la totalidad de este universo que estás contem plando te haya liberado de las cadenas del cuerpo, el camino hacia aquí no está abierto para ti. Pues los hombres han nacido sometidos a la ley de que deben ocupar [tuerentur] el globo que ves ahí abajo en medio del templo, llamado Tierra [...] En con­ secuencia, tú, Publio, y todos los hombres buenos, debéis conservar el alma entre las cadenas del cuerpo y no abandonar la vida humana hasta que os lo ordene Aquel que os dio el alma; si no, se considerará que no habéis cumplido el deber asignado por Dios al hom bre». Esa prohibición del suicidio es platónica. Creo que en este caso Cicerón sigue un pasaje del Fedón de Platón en el que Sócrates observa sobre el suicidio: «D icen que es ilícito» (61c), uno de los pocos actos incluso que son ilícitos en cualquier circunstancia (62a). Sigue una explicación. Tanto si aceptamos la doctrina que enseñan los misterios (la de que el cuerpo es una prisión que no debem os romper), como si no, de lo que no hay duda es de que nosotros, los hombres, som os propiedad (Kxf|jj.axa) de los dioses y la propiedad no puede disponer de sí misma (62b-c). Q ue esa prohibición forma parte de la ética cris­ tiana es algo indiscutible, pero ha habido muchas personas, no pre­ cisamente incultas, que no han sabido decirme cuándo o cómo llegó a serlo. El pasaje que estamos considerando puede haber ejercido alguna influencia. D esde luego, las referencias de escritores posterio­ res al suicidio o a la ilicitud de poner en riesgo la vida propia pare­ cen inspiradas por el parlamento del Africano, pues desarrollan la metáfora militar que va implícita en él. El Caballero de la Cruz Roja de Spenser responde a la tentación al suicidio por la Desesperación con las palabras: The souldier may not move from watchfull sted Ñor leave his stand5 untill his Captaine be. 1Ld soldado no debe moverse de su puesto de vigilancia ni abandonarlo hasta que su capitán se lo ordene.]

v la Desesperación, intentando dar la vuelta al argumento, replica: Me that poinst the Centonell his roome, Doth license him depart at sound of morning droome. (F Q., I, IX, 41.) lO uien señala al centinela su puesto le da permiso para abandonarlo al oír el loque de diana. I

v

i ’n ei s e n t id o d e l la tín s l d ti d. es d e c ir , p u e s to .

-9

De igual forma, Donne [Sat\re III, 29) reprueba el ciuelo con las siguientes palabras: O desperate coward. wilt thou seeme bold, and To thy foes and his (vvho made thee to stand Sentinell in his worlds garrison) thus veeld... [Oh, cobarde desesperado, ,*vas a parecer valiente v ceder así ante tus enem igos y los de quien te puso de centinela en la guarnición de su m undo...?!

Entonces Escipión advirtió que las estrellas eran globos que supera­ ban en tamaño a la Tierra. De hecho, la Tierra aparecía ahora tan pequeña en comparación, que el Imperio romano, que constituía poco más que un punto apenas en aquella minúscula superficie, le inspiró desprecio (xvi). Escritores posteriores tuvieron presente constantemente este pasaje. La insignificancia (a escala cósmica) de la Tierra llegó a ser un lugar común para el pensador medieval como para el moderno; form aba parte del repertorio de los moralistas, usado, como lo usa Cicerón (xix), para mortificar la ambición humana. En la literatura posterior vamos a encontrar (Uros detalles proce­ dentes del Somm um , aunque indudablemente no fue el único con­ ducto por el que se transmitieron todos ellos. En el apartado xviii tenemos la música de las esferas; en el xxvi, la doctrina del espíritu condenado a vagar por la Tierra. En el xvii (siempre que no se lo con­ sidere dem asiado insignificante) podem os ver que el Sol es la mente del mundo, mens mundi. O vidio (Met., IV, 228) lo convirtió en mundi aculas, el ojo del mundo. Plinio el Viejo il iist. Nal., II, iv) vol­ vió a Cicerón con un ligero cambio: niundi anunus. Bernardo Silves­ tre usó ambas fórmulas respetuosas: mens niitndi |...] mundanuscfiie oculus.A Milton, quien es de suponer que no hubiese leído a Ber­ nardo, pero sin duda había leído el Somninni y a Ovidio y probable­ mente a Plinio, hace lo mismo: «T ú, Sol, a la vez ojo y alma de este gran m undo» (P L., V, 171). Shellev, quien tal vez tuviera presente sólo a Milton, eleva la imagen del ojo a un nivel superior: «el ojo con el cual el universo / Se contempla a si mismo v se sabe divino» {Flymn of A polla, 31). Sin em bargo, más importante que curiosidades como éstas es el carácter general del texto citado, típico de muchos materiales que la E dad Media heredó de la antigüedad. Superlicialmente, parece nece­ 4.

18/6).

De Mundi Umvcrsitdlc. 11. Pr<>\ V, p. 44. ed. Barach \ Wrobel (Innsbm ck,

!

sitar unos pocos retoques para poder alinearlo con el cristianismo; fundamentalmente, supone una ética y una metafísica com pleta­ mente paganas. Com o hemos visto, hay un cielo, pero es para esta­ distas. Se exhorta a Escipión (xxiii) a que mire hacia arriba y d es­ precie el mundo, pero, más que nada, debe despreciar «la charla de la plebe» y lo que debe buscar en las alturas es el premio «a sus haza­ ñas» (rerum). Este será decus, fama o «gloria» en un sentido muy diferente al cristiano. El apartado más decepcionante es el xxiv, en el que se le exhorta a recordar que no él, sino sólo su cuerpo, es m or­ tal. Todo cristiano habría convenido en ello en cierto sentido. Pero casi inmediatamente después siguen estas palabras: «A sí, pues, has de comprender que eres un dios». Para Cicerón, eso es algo evidente; «entre los griegos», dice Von H ügel— y podría haber dicho «en todo el pensamiento clásico»— «quien dice inmortal dice dios. Elsas ideas son intercam biables».5 Si los hom bres pueden ir al cielo es porque proceden de él; su ascenso es un regreso (revertuntur; xxvi). Esa es la razón por la que el cuerpo es «cadenas»: llegamos a él como por una caída. N ada tiene que ver con nuestra naturaleza: «el hombre es su m ente» (xxiv). Todo eso pertenece a un orden de ideas com pleta­ mente diferente de las doctrinas cristianas de la creación, la caída, la redención y la resurrección del hombre. La actitud respecto del cuerpo que entraña iba a ser un legado inconveniente para la cris­ tiandad medieval. Cicerón transmitió también una doctrina que durante siglos puede haber puesto* trabas a la exploración geográfica. La Tierra es (por supuesto) esférica. Está dividida en cinco zonas, dos de las cua­ les, la ártica y la antártica, son inhabitables a causa del frío. Entre las dos zonas habitables y templadas se extiende la zona tórrida, inhabi­ table a causa del calor. Esa es la razón por la que los antípodas, los hombres que «colocan los pies en la dirección opuesta a la vuestra» [adversa vobis urgent vestigio) y viven en la zona templada m eridio­ nal, nada tienen que ver con nosotros. Nunca podem os entrar en contacto con ellos; entre ellos y nosotros media un cinturón de calor mortífero (xx). Contra esa teoría fue contra la que G eorge Best escribió su capítulo «Experiences and reasons of the Sphere, to proove all parts of the worlde habitable, and thereby to confute the position of the Hve zones» (A Truc Discourse, 1578). [«Experiencias y razones de la Esfera para demostrar que todas las partes del mundo son habi­ tables y de esa forma refutar la teoría de las cinco zonas».] ("orno todos sus sucesores, Cicerón considera la Luna como la 5.

Yjcrnal L(h\ i, iii.

3*

frontera entre las cosas eternas y las perecederas y también afirma la influencia de los planetas en nuestro destino: de forma bastante vaga e incompleta, pero también sin las salvedades que habría añadido un teólogo medieval (xvii). B. LUCIANO

Lucano vivió desde el año 34 hasta el 65 d.C. Séneca y Cjal lio (el que «no se interesaba en ninguna de esas cosas») fueron tíos suyos. Su poem a épico sobre la guerra civil, la Farsalia, quedó interrumpido por la muerte más miserable que imaginarse pueda para un hombre: conspiró contra Nerón, lo prendieron, confesó a cambio de una pro­ mesa de perdón, denunció (entre otros muchos) a su propia m adre y, a pesar de todo, lo ejecutaron. Creo que actualmente su poema está infravalorado; es sin duda una obra truculenta, pero no peor en ese sentido que las de Webster y Tourneur. Por lo que se refiere al estilo, Lucano es, como YoLing, «un epigramista lúgubre» y, como Séneca, un maestro del «coup de théátre verbal». Q ue yo sepa, en la Edad Media no se imitó ese estilo, pero se con­ sideró a Lucano con gran respeto. Dante lo cita en De Valgan Eloquentia, junto a Virgilio, O vidio y Estacio, como uno de los cuatro regulatipoetae (II, vi, 7). En el noble castillo del Lim bo se codea con Llomero, H oracio, Ovidio, Virgilio y el propio Dante/’ Chaucer, al enviar su Troilo al mundo, le ordena que bese las huellas de «V irgi­ lio, Ovidio, H om ero, Lucano y Estacio» (V, 1971). La figura más popular de Lucano fue A m idas, el pobre pescador que traslada a César desde Palestra hasta Italia. Lucano lo usa como pretexto para hacer el elogio de la pobreza. A m idas— dice— no se sintió intimidado lo más mínimo por el hecho de que César llamara a su puerta: ¿qué templos, qué baluartes podrían jactarse de una seguridad semejante? (V, 527 y ss.). Dante traduce ese pasaje con entusiasmo en el Convivía (IV, xiii, 12} y lo recuerda con mayor belleza en Paradiso, cuando hace decir a santo Tomás de Aquino que la novia de san Francisco había perm anecido mucho tiempo sin pre­ tendiente, pese a que aquel que asustó a todo el mundo la encontró tan tranquila en la casa de A m idas (XI, 67 y ss.). Dos de las grandes 6 . Inferno, IV, 88 . 7. Véase E. R. Curtius, Luropean Literal'are and the Latín Muidle /Igt'.v, trad. de W. R. Trask (Londres, 1953). Desgraciadam ente, hay que desconfiar de las traduccio­ nes cié las citas latinas que figuran en esta edición. [Hay traducción castellana de Margit Erenk Alatorre y Antonio Alatorre: Literatura europea y Edad Media latina, México: Fondo de Cultura Económ ica, 1955, 2 vols.l

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damas de Lucano, Julia (de la Farsalia, I, 111) y Marcia (11, 326), figu­ ran también en el Inferno (IV, 128) entre los paganos nobles y vir­ tuosos. Con frecuencia se ha considerado a Cornigha, que aparece citada junto a ellas, la madre de los G racos, pero me parece más pro­ bable que sea Cornelia, la esposa de Pompeyo, que figura en la obra de Lucano (V, 722 y ss.), como esposa ideal. Sin em bargo, esos préstam os no nos interesan mucho, excepto como testimonios de la popularidad de Lucano. O tros dos pasajes de la obra de Dante son más instructivos para nuestro propósito, p or­ que revelan las peculiaridades del tratamiento que en la Edad Media se dio a los textos antiguos. En su libro segundo (325 y ss.), Lucano cuenta que Marcia, casada primero con Catón y luego por orden suya con Hortensio, después de la muerte de éste vuelve a reunirse con su antiguo marido en la hora más sombría de él y de Roma y le pide— y obtiene— que se vuelvan a casar. Pero Dante lee todo alegóricamente." Para él, Marcia es la nobile anima. Com o virgen, representa la adolescenza\ como esposa de Catón, la gioventute. Los hijos que dio a Catón son las virtudes propias de ese período de la vida. Su matrimonio con H ortensio es la senettude y los hijos que tuvo con él las virtudes de la vejez. La muerte de Hortensio y su viudedad representan la transi­ ción hacia la vejez extrema (senio). Su vuelta con Catón nos muestra al alma noble volviéndose hacia Dios. «Y » , añade Dante, «¿q u é hom ­ bre terrenal era más digno de representar [significare] a Dios que Catón? Con toda seguridad, ninguno». Ese asom broso alto concepto del antiguo suicida ayuda a explicar su posición posterior como por­ tero del Purgatorio en la Commedia. Además, en el mismo Convivio (111, v, 12), Dante afirma la exis­ tencia de los antípodas y con toda naturalidad cita a san Alberto M agno— la m ejor autoridad científica entonces disponible— en apoyo de su opinión. Pero lo interesante es que, no contento con eso, también cita a Lucano. Durante la marcha por el desierto en la Far­ salia, IX, uno de los soldados, lam entándose de que se hubiesen per­ dido en una región desconocida de la Tierra, había dicho: «Y quizá la propia Roma esté ahora bajo nuestros pies» (877). El poeta apa­ rece colocado al mismo nivel que el científico como autoridad para una afirmación puramente científica. Siempre que intentemos eva­ luar el efecto total que los textos antiguos causaban en los lectores medievales, debem os tener presente esa asom brosa incapacidad o indisposición para distinguir— en la práctica, aunque no siempre en 8.

Convivio, IV, xxviii, 13 y ss.

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teoría— libros de generos diíerentes. E sa costumbre, como muchas costumbres medievales, siguió viva hasta mucho después de que la E dad Media llegara a su fin. Burton es un responsable importante. Ilustra4 la fuerza fisiológica de la imaginación a partir de las Etiópicas de H eliodoro, como si ese relato fantástico fuese auténticamente his­ tórico y nos ofrece el mito de O rfeo como prueba de que los anima­ les pueden apreciar la música." En el largo pasaje en latín sobre las perversiones sexuales,'1 cita a Pigmalión y a Pasitae junto a ejemplos m odernos e históricos. Por tanto, es muy posible que la extensa rela­ ción que da Lucano de las aberraciones practicadas por la bruja E ricto12 ejerciesen una influencia más que literaria y más funesta tam ­ bién. Tal vez la tuvieran presente los tribunales contra la brujería. Pero, como el gran período de la caza de brujas es posterior a la E dad Media, no voy a investigar aquí esa posibilidad. Quizá la contribución más importante de Lucano al m odelo pro­ ceda del comienzo de su libro noveno, en el que el alma de Pompevo sube desde la pira funeraria hasta el cielo. Repite la ascensión de Escipión descrita en el Sueño de Cicerón y añade nuevos detalles. Pompeyo llega «donde el aire tenebroso se junta con las ruedas que sostienen las estrellas»,1' las esferas (5). Es decir, que ha llegado a la gran frontera entre el aire y el éter, entre la «naturaleza» y el «cielo» de Aristóteles, situada claramente en la órbita de la Luna, pues la región del aire es «la que media entre las regiones de la Tierra y los movimientos lu nares»54 y habitada por semulei Manes (7), los espíri­ tus de hombres buenos, que ahora son semidioses. Al parecer, habi­ tan la propia superficie del aire, casi dentro del propio éter, pues Lucano los describe como patientes aethens imi (8), «capaces de tole­ rar (quizá, respirar) la parte inferior del éter», como si éste se volviese más aéreo o el aire más etéreo en el punto de su encuentro. Allí, Pompeyo primero se llena, se embebe, de «luz verdadera»11 (11, 12) y ve «bajo qué vasta noche descansa lo que llamamos d ía »1 (13). 9. Pt. 1, 2 , M. 3, subs. 2 10. Pt. II, M. 2 , 6 , subs. 3. 11. Pt. 111,2, M. 1, subs. 2 . 12. F arsalia, VI, 507 y ss. 13. Qua niger astnfcris eonnectitur axihus acr. 14. Quodque patct térras ínter hmaeqitc mealus. 15. Se lumine vero Implevit. 16. Qiianta sub noctc laceret Nostra dies. Creo que esta frase puede significar bien: «¿Q u é obscuro es nuestro día terrestre en com paración con el éter», bien: «B ajo qué proiundo abism o de fenómenos nocturnos [astros, véase 11. 12, 13] se produce nuestro día terrestre». La primera posibilidad es mucho más probable; véase más ad e­ lante, p. 83.

Finalmente, nsiíque sui ludibna trunci (14): miró hacia abajo y vio las burlas que estaban haciendo a su cadáver, al que ofrecían un funeral lamentable y secreto. Le hicieron reír. En uno u otro autor volveremos a encontrar todos los detalles de ese episodio; para los ingleses, el pasaje, como es bien sabido, pre­ senta otro interés más concreto. En primer lugar, Boccaccio lo copió en su Teseida (XI, 1 y ss.) y lo usó para el espíritu de su Arcita. Fue volando hasta la concavidad de la octava esfera o stellatum, dejando atrás los lados convexos (conversi) de los (otros) elementi, que, en este caso, como ocurre muchas veces, no son elementos, sino esferas celestiales. Naturalmente, todas las esferas eran cóncavas a medida que subía hacia ellas desde abajo y convexas cuando las miraba desde arriba. La de las estrellas fijas, el stellatum, siguió siendo cóncava porque no llegó hasta ella ni la atravesó (en aquel punto ya había lle­ gado más lejos que Pompeyo). Com o Escipión, observa lo pequeña que es la Tierra; como Pompeyo, se ríe, pero no porque su funeral, como el de Pompeyo, sea furtivo: de lo que se ríe es del duelo. C hau­ cer pasó por alto este pasaje cuando usó la Teseida para su Km ght’s Tale, pero lo usó para el espíritu de Troilo (V, 1807 y ss.). Algunos han considerado la risa de Troilo resentida e irónica. A mí nunca me lo ha parecido y la ascendencia del pasaje, que acabam os de rastrear, lo hace— me parece— todavía menos probable. Yo creo que los tres espíritus— el de Pompeyo, el de Arcita y el de Troilo— se rieron por la misma razón, se rieron de la pequeñez de todo lo que les había parecido tan importante antes de morir, de igual forma que nos reí­ mos, al despertar, de las fruslerías o los disparates que tanto destaca­ ban en nuestros sueños.

C. ESTACIO, CL AUDI ANO Y LA DAMA «N A T U R A »

Com o hemos visto, en la Edad M edia equiparaban a Estacio, cuya Tebaida apareció en el noveno decenio del siglo I, con Virgilio, Hom ero y Lucano. Com o Lucano, se esforzaba por hacer frases alti­ sonantes, con menos éxito y también menos continuidad. Tenía un ingenio de más altos vuelos que el de Lucano, una seriedad más auténtica, más piedad y una imaginación más versátil; la Tebaida es un poem a menos tedioso y más extenso que la Farsalia. Los m edie­ vales estaban en lo cierto al aceptarlo como un excelente poem a «h is­ torial». En muchos sentidos les resultaba especialmente afín. Su Jú p i­ ter se parecía al Dios del m onoteísmo más que ninguna otra figura de la poesía pagana que conocían. Sus espíritus (y algunos de sus dioses)

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se parecían más a los diablos de su propia religión que ninguno de los otros espíritus paganos. Su profundo respeto por la virginidad — con la curiosa sugerencia incluso de que el acto sexual, aun legiti­ m ado por el matrimonio, es una culpa que necesita perdón (II, 233, 256)— agradaba a la disposición ascética de su teología. Por último, la viveza y la importancia de sus personificaciones (Virtus, Clementia, Pietas y Natura) en ciertos casos lo aproxim aban mucho a la poesía plenamente alegórica que les encantaba. Pero ya he hablado de esto en otro lugar17 y ahora voy a ocuparm e tan sólo de la Natura. El lector de la literatura medieval y renacentista se habrá encon­ trado muchas veces con esta dama o diosa. Recordará la Naturaleza velada y divina de Spenser (F. Q., Mutabihtie, vii); retrocediendo en el tiempo, encontrará a la Naturaleza, más cordial y, sin embargo, poco menos augusta, que aparece en el Parlement de Chaucer. E^n el Pélerinage de Deguileville le sorprenderá una Naturaleza más vigo­ rosa y turbulenta que las otras dos, una Naturaleza con no pocos ras­ gos de la Com adre de Bath, que pone los brazos en jarras y hace frente a un poder superior en defensa de sus legítimos derechos.18 Remontándose todavía más en el pasado, llegará a la Naturaleza que domina el Román de la Rose durante miles de versos (15.893-19.438), tan vivida como la de Deguileville, tan simpática como la de C hau­ cer, apenas menos divina que la de Spenser, pero mucho más deter­ minada, mucho más activa que todas ellas y entregada sin descanso a su lucha con la muerte: llora, se arrepiente, se lamenta, confiesa, recibe penitencia y absolución; tiene una belleza que el poeta no puede describir, pues D ios le infundió la fuente inagotable de toda belleza (16.232); constituye una imagen de energía y fertilidad, que en ciertos momentos (Jean de Meung no puede dejar de hacer digre­ siones) nos hace perder el aliento. Está solamente a un paso de la Natura tal como la presenta Alano, rígidamente vestida de retórica, fantasía y simbolismo, defendiendo una vez más la causa de la vida o de la procreación en su planetas (contra los sodomitas) y de ésta a un paso también de las dos figuras de Physis y Natura, protagonistas de esa obra más sobria, el De Mundi Umversitate de Bernardo. Para todo esto el estudioso imaginará con razón un origen clásico. Cuando acuda a los autores antiguos que la E dad Media conoció, encontrará lo que está buscando. Pero no representa gran cosa. El desarrollo medieval de las sugerencias hechas por la antigüedad es com pleta­ mente desproporcionado en cantidad y todavía más en vitalidad. 17. The Allegory of Lo ve, pp. 49 v ss.; «D an te’s Statius». Médium Aevum, XXV, 3. 18. En la versión de Lydgate. 3344 v ss.

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No encontrará nada en el Tuneo de Platón (donde podía esperar encontrarlo). Los pasajes en que Marco Aurelio se dirige a Physis como a una diosa resultarán inútiles, pues no se conocían en la E dad Media. El material pertinente se reduce a lo que aportan Estacio y C laudiano.11’ Estacio raras veces cita a N atura, pero los pasajes en que lo hace son impresionantes. En el X I, 465 y ss., aparece como prin­ ceps y creatrix, creo, de todas las cosas, indudablemente de esa pasión misma (Fictas) que se rebela contra ella. En el XII, 645, es clux de quienes riñen una guerra santa contra las cosas monstruosas e «inn a­ turales». En Claudiano obtenemos un poco más. Es el demiurgo que redujo el caos primitivo al cosmos (De Raptu Proserpinae, I, 249); ordenó a los dioses que se sometiesen a Júpiter (De Sexto Consulatu Honoru angustí, 198 y ss.); cosa más memorable: está sentada, ya entrada en años y, aun así, hermosa, ante la caverna de Aevum en De Consulatu Stilichonis (II, 424 y ss.). La razón por la que los antiguos atribuyeron tan poca im portan­ cia a la naturaleza y los medievales tanta puede resultar más fácil de entender después de echar un vistazo a su historia. La naturaleza puede ser la más antigua de las cosas, pero Natura es la más joven de las deidades. La mitología más antigua la desco­ noce en realidad. Me parece imposible que una figura de ese tipo pueda surgir en una era auténticamente mitopoética; lo que llama­ mos «adoración de la naturaleza» nunca ha tenido nada que ver con lo que llamamos «N aturaleza». La «m ad re» Naturaleza es una m etá­ fora consciente. La «m adre» Tierra es a veces algo completamente diferente. Se puede— de hecho, se debe— intuirla como una unidad. El matrimonio entre el padre Cielo (o Dyaus) y la madre Tierra es algo que se impone a la imaginación. El está arriba, ella yace debajo de él. El actúa sobre ella (proyecta su resplandor y, cosa aún más importante, deja caer la lluvia sobre ella, dentro de ella): como con­ secuencia, de ella surgen las mieses, igual que los terneros salen de las vacas o los niños de las mujeres. En una palabra, él engendra, ella da a luz. Podemos verlo suceder. Eso es mitopoética genuina. Pero, mientras la mente trabaja en ese nivel, ¿qué es, en nombre del Cielo, la Naturaleza? ¿D ónde está? ¿Quién la ha visto? ¿Q ué hace? Fueron los filósofos presocráticos de Grecia los que inventaron la naturaleza. En primer lugar, se les ocurrió la idea (mucho más anti­ gua de lo que el velo de familiaridad inmemorial nos permite C O m ­

19. Pasajes que podem os citar de Cicerón, Calcidio y sin duda muchos otros autores muestran tan sólo una personificación momentánea (metafórica, no alegórica! de Ncitunr. la que cualquier nombre abstracto im portante puede experimentar.

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prender por lo general) de que se podría abarcar con un nombre la gran variedad de fenómenos que nos rodean y hablar de ella como de un objeto individual. Pensadores posteriores adoptaron el nombre y la connotación de unidad que (como todo nombre) encerraba. Pero a veces la usaron para referirse a algo inferior al todo; de ahí que la naturaleza de Aristóteles solamente abarque lo que está situado por debajo de la Luna. De aquella forma, el concepto de naturaleza hizo posible inesperadamente una clara concepción de lo sobrenatural (el D ios de Aristóteles es lo más sobrenatural que imaginarse pueda). Se podía personificar el objeto (en caso de que lo sea) llamado «natura­ leza». Y se podía tratar esa personificación como un simple motivo histórico o bien se podía aceptar en serio como una diosa. Esa es la razón por la que la diosa tardó tanto en aparecer, mucho después de que la mentalidad m itopoética real hubiese desaparecido. La diosa Naturaleza no puede aparecer hasta que no se disponga del concepto «naturaleza» y no se puede disponer del concepto hasta que no se haya em pezado a hacer abstracciones. Pero, mientras el concepto lo abarque todo, la diosa (que perso­ nifica el concepto) tiene que ser por fuerza una deidad inactiva y estéril, pues el todo no es un tema del que se pueda decir gran cosa de interés. Toda la vitalidad religiosa y poética de la diosa depende de que se la convierta en algo inferior al todo. Si en algunos casos es objeto de un auténtico sentimiento religioso en la obra de Marco Aurelio, es porque este autor la com para o confronta con los indivi­ duos mortales: con su yo rebelde y obstinado. Si en la obra de E sta­ cio tiene momentos de vida poética, es porque dicho autor la opone a algo mejor (Pietas) o algo peor (lo innatural, como el incesto o el fratricidio) que ella. D esde luego, se pueden hacer reparos filosóficos a esa oposición a la diosa Naturaleza de cosas que el concepto natu­ raleza debe incluir por fuerza. Podem os dejar que los estoicos y otros panteístas salgan de ese enredo como mejor puedan. La cuestión es que los poetas medievales no estaban atrapados en él en modo alguno. D esde el principio creían que la naturaleza no lo era todo. Era fruto de una creación. N o era la más excelsa criatura de Dios y mucho menos Su única criatura. Tenía reservado un lugar por debajo de la Luna. Se le habían asignado unos deberes, en su calidad de vicaria de Dios en ese sector. Sus propios súbditos leales, incitados por ángeles rebeldes, podían desobedecerla y volverse «innaturales». H abía cosas por encima y por debajo de ella. Precisamente esa limi­ tación y subordinación de la Naturaleza es lo que le abre el camino para su triunfal carrera poética. Al abandonar la insulsa aspiración a serlo todo, se convierte en alguien. Y, sin em bargo, siguió siendo



siempre una personificación para los medievales. Al parecer, un ser figurativo de ese tipo es más poderoso que una deidad en la que real­ mente se crea, la cual, al ser todas las cosas, no es casi nada. Antes de abandonar a Estacio, no puedo dejar de añadir un párrafo (e invito a pasarlo por alto a quienes no sientan curiosidad) sobre una mera curiosidad. En el cuarto libro de la Tebaida alude a una deidad que no nombra: «la soberana del mundo triple» (516). Al mismo poder anónimo se refiere probablem ente Lucano en la Farsaha (VI, 744), en el pasaje en que la bruja, al conjurar a un espíritu renuente a que vuelva a su cadáver, le amenaza con Aquel quo numquam térra vocato Non concussa tremit, qui Gorgona cernit apertam.2'1 Lactancio, en su comentario a la Tebaida, dice que Estacio «se refie­ re a 5rj|ii0Dpyóv, el dios cuyo nombre está prohibido conocer». Aho­ ra está la cosa clara: el demiurgo (obrero, arquitecto) es el Creador del Timeo. Pero hay dos variantes en los manuscritos: una es demogorgona\ la otra, demogorgon. A partir de esta última corrupción, épocas posteriores desarrollaron una deidad completamente nueva, Dem ogorgon, que iba a gozar de una ilustre carrera literaria en la Genealogía de los dioses de Boccaccio, en Spenser, en Milton y en Shelley. E sa ha sido quizá la única vez que un error de copista ha conocido la apoteosis.

D. A PU LEY O , « D E D EO SO CR A TIS»

A Apuleyo, nacido en Num idia hacia 125 d.C., se suele recordarlo (y merecidamente) en la actualidad por su curiosa novela, La metamor­ fosis o E l asno de oro. Sin em bargo, para un medievalista, su ensayo Sobre el dios de Sócrates es más importante. Sus fuentes son dos pasajes de Platón. El primero figura en la Apología (3 lc-d) y en él Sócrates explica por qué se abstuvo de inter­ venir en la vida política. «L a razón», dice, «ya me habéis oído citarla muchas veces. Algo divino y demoníaco [Geíóv n Kai 5ai|aóviov] me sucede [...] H a sido así desde que era niño. Surge una voz que, siem ­ pre que la oigo, me prohíbe algo que estoy a punto de hacer, pero nunca ordena».21 2 0 . «A l oír pronunciar su nombre, la Tierra, que es la única que se atreve a ver al descubierto la cara de la G orgona, nunca dejó de tem blar». 21. Ci. Ledro, 242b-c.

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«D io s» y «dem onio», tal como aparecen en este caso representa dos en sus adjetivos «divino» y «dem oniaco», [Hieden ser sinónimos, como lo son en muchos casos— creo yo— para otros escritores grie­ gos tanto de prosa como de poesía. Pero, en el segundo pasaje [buti­ quete, 202e-203e), Platón hace una clara distinción entre ellos, que iba a ejercer influencia durante siglos. En este otro caso, los dem o­ nios son criaturas de una naturaleza intermedia entre los dioses y los hombres, como «los espíritus m edios» de Milton: «entre los géneros angélico y hum ano».22 Por mediación de esos intermediarios— y de ellos exclusivamente— es como nosotros, los mortales, nos relaciona­ mos con los dioses. Pues 0eó^ av9pcímv|/ otj ¡aíyvuTai; tal como A pu­ leyo lo traduce, nullus ¿leus miscetur hominibus, ningún dios se rela­ ciona con los hombres. La voz que hablaba a Sócrates era la de un demonio, no la de un dios. Sobre estos «espíritus interm edios» o demonios tiene mucho que decirnos Apuleyo. Naturalmente, habitan la región intermedia entre la Tierra y el éter, es decir, el aire, que se extiende hacia arriba hasta la órbita de la Luna. De hecho, todo está dispuesto de m odo «que cada parte de la naturaleza tenga sus animales apropiados». A pri­ mera vista— reconoce— podríam os suponer que las aves constituyen los «anim ales apropiados» para el aire. Pero en m odo alguno lo son: no suben por encima de las montañas más altas. La ratio exige que haya una especie nativa y genuina para el aire, como los dioses lo son para el éter y los hombres para la Tierra. Me resultaría muy difícil escoger palabra actual alguna como traducción correcta de ratio en este contexto. «R azón», «m étodo», «p rop ied ad » y «proporción» podrían aspirar a ello. Los cuerpos de los demonios, que normalmente no nos resultan visibles, tienen menor consistencia que las nubes. Precisamente por­ que tienen cuerpos los llama animales: evidentemente, no quiere decir que sean bestias. Son animales racionales (aéreos), como noso­ tros somos animales racionales (terrestres) y los dioses propiam ente dichos son animales racionales (etéreos). La idea de que incluso los espíritus creados más excelsos— los dioses en el sentido de seres dife­ rentes de D ios— eran, a su m odo, seres corpóreos, de que tenían algún tipo de «vehículo» material, se remonta a Platón. Este había llam ado a los dioses verdaderos, las estrellas deificadas, ^(oa, anim a­ les.23 La escolástica, al considerar a los ángeles— que es como se llama en lenguaje cristiano a los dioses o criaturas etéreas— espíritus des­ 2 2 . Paradise L o sí, III. 461. 23. lim e o , 38e.

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m alos o puros, resultaba revolucionaria. Los platónicos florentinos recurrieron a la concepción más antigua. Los dem onios son seres intermedios entre nosotros y los dioses no sólo local y materialmente, sino también cualitativamente. Com o los dioses im pasibles, son inmortales: como los hombres mortales, son pasibles (xiii). Algunos de ellos, antes de llegar a ser dem onios, vivieron en cuerpos terrestres, fueron, de hecho, hombres. Por eso vio Pom peyo semidei M anes, espíritus semidioses, en su región aérea. Pero eso no es aplicable a todos los demonios. Algunos, como el Sueño y el Amor, nunca fueron humanos. A cada ser humano se le asigna un dem onio individual (o genius, traducción latina habitual de daernon) de esa clase como su «testigo y guar­ dián» para toda su vida (xvi). H abríam os de dem orarnos dem asiado para seguir los pasos por los que el genius de un hombre, de ser un servidor invisible, personal y externo, pasó a ser su yo auténtico, después su tem peram ento y, por último (entre los rom ánticos), sus dotes literarias o artísticas. Entender ese proceso totalmente equ i­ valdría a com prender ese gran movimiento de interiorización y los consiguientes engrandecimiento del hom bre y desvitalización del universo en que ha consistido en gran m edida la historia psicológica de O ccidente.24 Aparte de sus contribuciones directas al modelo, esta obrita tiene un doble valor para quienes se inicien en los estudios medievales. En primer lugar, ilustra el tipo de conducto por el que ciertos fragmentos de las obras de Platón— con frecuencia muy marginales y poco importantes en el conjunto de su obra— llegaron, como mediante goteo, hasta la E d ad Media. Los medievales disponían tan sólo de una versión latina incompleta de un solo diálogo de Platón, el Timeo. Por sí solo, tal vez no habría bastado para producir un «período platónico». Pero también recibieron— de forma indirecta, por mediación de autores como Apuleyo y los que trataremos en el próxim o capítulo— un platonismo difuso, mezclado, inextricable­ mente con elementos neoplatónicos. Estos, junto con los Platonici que leyó San Agustín2^ (traductores latinos del neoplatonism o), cons­ tituyeron la atmósfera intelectual en que creció la nueva cultura cris­ tiana. Por tanto, el «platonism o» de las primeras épocas fue algo muy diferente del renacentista o del decimonónico. En segundo lugar, Apuleyo nos presenta dos principios— a no ser

24. Véase otro sentido, muy diferente, de genius, en mi Allcgory o f Lo ve, Apén­ dice I. 25. Confesiones, VII, ix.

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que sean, en realidad, el mismo principio— que volveremos a encon­ trar una y otra vez, a medida que avancemos. Uno es el que llamo principio de la tríada. La afirmación más clara al respecto en la obra de Platón procede del Timeo: «E s im po­ sible que dos cosas solas se junten sin una tercera. H a de haber cierto vínculo entre ellas para unirlas» (3 lb -c). Ese principio no aparece formulado, sino implícito, en la afirmación del Banquete de que dios no se relaciona con el hombre. Sólo se pueden encontrar de íorma indirecta; ha de haber algún hilo, algún medio, algún introductor, algún puente— una tercera cosa de algún tipo— entre ellos. Los demonios son los que llenan ese vacío. Vamos a ver al propio Platón y a los medievales poniendo en práctica, incansables, dicho princi­ pio, tendiendo puentes, como si dijéramos, «terceras cosas»: entre la razón y los instintos, el alma y el cuerpo, el rey y el pueblo. El otro es el principio de plenitud. Si entre el éter y la Tierra hay un cinturón de aire, la propia ratio— considera Apuleyo— exige que esté habitado. Hay que aprovechar el universo totalmente. N ada debe desperdiciarse.26

26. Sobre esto, véase A. (). Lovejoy, ¡h e ( ',rcai ('.hain of Benig (H arvard, 1957).

CA PÍTU LO IV

M A TE R IA LE S S E L E C C IO N A D O S: E L P E R ÍO D O G E R M IN A T IV O

And oute of olde feldes as men seith Cometh at this newe corn. CHAUCER

Todos los textos que hemos exam inado hasta ahora pertenecen por entero al mundo antiguo, a la antigüedad pagana. Ahora vamos a ocuparnos del período de transición, cuyo comienzo podría coinci­ dir, muy aproxim adam ente, con el nacimiento de Plotino en el año 205 y su final con la primera referencia fechable a Seudo-Dionisio en el 533. Aquélla fue la época que forjó la mentalidad característica de la E dad Media. También presenció la última resistencia del paga­ nismo y el triunfo final de la Iglesia. Fechas fundamentales de esa his­ toria son: 324, cuando Constantino instó a sus súbditos a que abra­ zasen el cristianismo; 331-3, reinado de Juliano y su intento de renacimiento pagano; 384, cuando Sím aco el Viejo pidió en vano que se restituyese el altar de la Victoria al Senado; y 390, año en que Teodosio prohibió todos los cultos paganos. En una guerra prolongada, las tropas de am bos bandos pueden imitar mutuamente sus m étodos y coger sus mutuas epidem ias; en ocasiones pueden incluso confraternizar. Así fue en aquel período. El conflicto entre la religión antigua y la nueva fue muchas veces enconado y am bas partes estuvieron dispuestas a usar la violencia, cuando se atrevían. Pero, al mismo tiempo, su influencia mutua fue muy grande. Durante aquellos siglos muchos elementos de origen pagano pasaron a form ar parte de los cimientos inamovibles del modelo. Característico de aquella época es que una de las obras que voy a citar haya provocado dudas sobre si su autor era pagano o cris­ tiano. Si obtenem os nuestra información exclusivamente a partir de las historias política o eclesiástica, podem os confundir fácilmente el carácter preciso e incluso, en ciertos sentidos, las dimensiones del abism o que separaba a las religiones y más aún, si la obtenemos de fuentes populares. L as personas cultas de am bos lados habían recibido la misma educación, habían leído a los mismos poetas y habían aprendido la misma retórica. Com o se reveló hace sesenta

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y tantos años,1en ciertos casos las relaciones entre ellas íueron am is­ tosas. H e leído una novela en la que se representa a todos los paganos de aquella época como sensualistas despreocupados y a todos los cristianos como ascetas salvajes. Se trata de un error grave. En algu­ nos aspectos, había más parecido entre ellos que el que hay entre cada uno de ellos y el hombre moderno. Los dirigentes de ambos lados eran monoteístas y ambos admitían casi una inHnidad de seres sobrenaturales entre Dios y el hombre. Ambos eran muy intelectua­ les, pero también (según nuestros criterios) muy supersticiosos. Los últimos paladines del paganism o no eran el tipo de hombre que Swinburne, o un «hum anista» moderno, habrían deseado que fue­ sen. N o eran extrovertidos incontinentes que retrocediesen horrori­ zados o llenos de desprecio ante un mundo «que se había vuelto gris» con el aliento del «pálido galileo». Si deseaban recuperar «el laurel, las palmas y el himno triunfal», era por razones más serias y religiosas. Si ansiaban ver «los pechos de la ninfa en el matorral», su anhelo no era como el de un sátiro; se parecía más al de un espiritista. Un talante ascético, místico y de renuncia al mundo caracterizaba entonces a los paganos más eminentes no menos que a sus oponen­ tes cristianos. Era el espíritu de la época. En ambos lados, los hom­ bres estaban alejándose de las virtudes cínicas y los placeres sensua­ les para buscar una purificación interior y un fin sobrenatural. Al hombre moderno a quien desagraden los Santos Padres le habrían desagradado igualmente los filósofos paganos, y por razones simila­ res. Am bos lo habrían turbado con historias de visiones, éxtasis y apariciones. Le habría resultado difícil escoger entre las manifesta­ ciones más bajas y violentas de ambas religiones. A un ojo (y una nariz) modernos, Juliano, con sus largas uñas v su poblada barba, le habría parecido muy semejante a un sucio monje procedente del desierto egipcio. Lía de resultar evidente que en una época conflictiva tal vez los autores cuya lealtad ha sido puesta en duda la presentarán de iorma ambigua por prudencia. Esa es siempre una hipótesis posible, pero no necesaria. En una época en que había— o, al menos, parecía haber— tanto terreno común, un autor podía escribir sinceramente muchas cosas aceptables para muchos lectores cristianos y paganos a un tiempo, siempre que su obra no fuese teológica de forma explí­ cita. N o siempre se captaban las connotaciones religiosas más rem o­ 1.

S. Dill, Román Soeietx ;¡¡ / \

cliP. i.

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L/.v/ ('cntm x of the Western lím p ire ( 1K9 X),

tas de las posiciones filosóficas. Por eso, lo que podríam os conside­ rar la diferencia entre una obra inequívocamente cristiana y una posi­ ble obra pagana pueda ser en realidad la diferencia entre una tesis presentada, por decirlo así, a la facultad de Filosofía y otra presen­ tada a la de Teología. E sa me parece la mejor explicación para el abism o que separa la De Consolatione de Boecio de las obras doctri­ nales que se le atribuyen (justificadamente, supongo). En su nivel más alto, se puede identificar la resistencia pagana casi con la escuela neoplatónica. Los grandes nombres de ésta son Plotino (205-70), Porfirio (233-¿304?), Yám blico (muerto en el año 330) y Proclo (muerto en el 485). E l primero fue un genio de la m áxima altura, pero Porfirio— y aun éste muchas veces indirecta­ mente— fue quien ejerció mayor influencia en Occidente. Toda aque­ lla escuela, aunque en parte fuese un desarrollo espontáneo del genio griego, me parece también una réplica deliberada al desafío del cris­ tianismo y, en ese sentido, deudora de él. Con ella los últimos paga­ nos estaban separándose cuidadosam ente del politeísmo popular y diciendo en realidad: «Tam bién nosotros tenemos una explicación del universo en su totalidad. También nosotros tenemos una teología sistemática. Tenemos, no menos que vosotros, una norma de vida: tenemos santos, milagros, devociones y la esperanza de llegar a la unión con el Altísim o». Sin embargo, nuestro estudio no se interesa por las repercusiones de poca duración que la nueva religión tuvo en la antigua, sino por el efecto duradero que la antigua produjo en la nueva. La última ola del paganism o, el platonismo, que había reunido muchos elementos procedentes de olas anteriores, aristotélicos, platónicos, estoicos y tantos otros, penetró profundam ente tierra adentro y formó lagos de agua salada que quizá nunca llegaran a secarse. N o todos los cristia­ nos de todas las épocas los han detectado siempre ni han adm itido su existencia y entre quienes lo han hecho ha habido siempre dos acti­ tudes. H abía entonces— y sigue habiendo— una «izquierda» cris­ tiana, deseosa de descubrir y proscribir todo elemento pagano, pero también una «derech a» cristiana que, como san Agustín, podía ver la doctrina de la Trinidad prefigurada en los Platonici2 o que podía afir­ mar triunfalmente, como Justiniano el Mártir: «C ualesquiera afirm a­ ciones correctas que hayan hecho los hombres nos pertenecen a nosotros los cristian os»/

2. 3.

Confesiones, VII, ix. A pología, II, xiii.

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A. CALCIDIO

La obra de Calcidio es una traducción incompleta del Timeo de Pla­ tón, que se detiene al final del apartado 53b (es decir, a la mitad apro­ ximadamente) y un commentarius mucho más extenso.4 En modo alguno es lo que nosotros llamaríamos un comentario, pues pasa por alto muchas dificultades y se extiende con profusión a propósito de cuestiones sobre las que Platón tenía poco o nada que decir. Está dedicado a un O sio u H osio, al que se ha identificado, no con toda seguridad, con un obispo de Córdoba que asistió al conci­ lio de Nicea (325). Aun cuando la identificación fuese correcta, no nos permitiría fechar la obra con dem asiada aproximación, pues san Isidoro nos dice que el citado obispo vivió más de cien años. Se ha puesto en duda la religión de Calcidio. A favor de su cris­ tianismo observamos: 1) La dedicatoria a O sio (suponiendo que fuese realmente el obispo). 2) Llam a a la descripción bíblica de la creación de Adán «la ense­ ñanza de una secta más sagrada» [sectae sanctions\? 3) Después de hacer un rápido repaso de una supuesta doctrina astrológica en la obra de H om ero, cita la estrella de la Natividad como algo testificado por una «historia más sagrada y venerable».6 4) Se califica a sí mismo de fruto de las verdades de «la ley divina» hasta la que guió a Platón «el impulso [instinctus\ de la verdad m ism a».7 Por otro lado: 1) Cuando sigue el Antiguo Testamento, en lugar de llamarlo «las Sagradas Escrituras», suele decir simplemente que sigue a los H ebraei.8 2) Com o testigos de los beneficios que nosotros, los mortales, hemos recibido de los demonios buenos cita a «todo s los griegos, latinos y bárbaros» (cunda Graecia, omne Latium , omnisque Barba­ ria).9 Esto contrasta profundamente con la idea de san Agustín de que todos los demonios del paganismo eran malos: «dem on ios» en el sentido posterior de la palabra.10 4. P lato m s T im acus in terprete (c h a la d lo , ed. / . Wr obe l (L i p siae, 1876).

5. 6. 7. 8. 9. 10.

O p. cit., LV, p. 122. C X X V I, p. 191. C L X X V I, p. 225. C X X X II, p. 195; C C C . p. *2S>. C X X X II, p. 195.

DeCivitate, VIII, 14- X. 32.

3) En un lugar, cita la inspiración divina de M oisés como algo dudoso (ut ferunt).l! 4) Cita a H om ero, a H esiodo y a Em pédocles como si no fueran menos dignos de crédito que los autores de las Sagradas Escrituras. 5) Califica a la Providencia de Nous (Mente), ser que ocupa el segundo lugar después del summus deusyel cual la perfecciona, como perfecciona todas las demás cosas.12 Se parece mucho más a la Trini­ dad neoplatónica que a la cristiana. 6) Exam ina por extenso la cuestión de si silva (la materia) es congénitamente m ala,1' sin citar una vez siquiera la doctrina cristiana de que Dios creó todas las cosas y afirmó que eran muy buenas. 7) Rechaza enteramente la cosmología antropocéntrica del G én e­ sis, según la cual los cuerpos celestes fueron creados «para dar luz a la Tierra». Sostiene que sería absurdo suponer que las cosas «b en d i­ tas y eternas» situadas por encima de la Luna estén al servicio de las cosas perecederas situadas por debajo.'4 Los dos últimos apartados son menos reveladores de lo que en un principio podríam os suponer. Aunque los cristianos estaban lógica­ mente obligados a admitir la bondad de la materia, no aprobaban esa doctrina con entusiasmo; en aquella época, y hasta siglos después, resultaba difícil conciliaria con el lenguaje de algunos escritores espi­ rituales. Y creo que durante toda la E dad M edia persistió una diso­ nancia entre los elementos de su religión que tendían a una concep­ ción antropocéntrica y los del modelo que atribuían al hom bre el carácter de criatura marginal, casi secundaria, como veremos. Por lo demás, creo que Calcidio es un cristiano que escribe filo­ sóficamente. Las que aceptaba como cuestiones de fe quedaban excluidas, como tales, de su tesis. Por esa razón, los autores bíblicos podían aparecer en su obra como autores eminentes que tener en cuenta como cualesquiera otros autores eminentes, pero no se los debía considerar los «oráculos de D ios». E so habría sido contrario a las reglas de su arte: podía ser un purista metodológico, como vere­ mos más adelante. Estoy convencido de que no debió de advertir la profunda discrepancia entre su Trinidad neoplatónica y la doctrina plenamente cristiana. Al traducir tantos elementos del Timeo y transmitirlos así a los siglos en que poco más se sabía de Platón, Calcidio fijó lo que el nombre de Platón iba a representar durante toda la E d ad Media. En 11. 12. 13. 14.

Calcidio, C C L X X V 1 , p. 306. C L X X V 1, p. 226. C C L X X X V III-C C X C V IU , pp. 319-27. LX X V 1, p. 144.

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el Tuneo no encontramos nada del misticismo erótico del Banquete o del Feclro y casi nada relativo a la política Y. aunque aparecen cita­ das sus Ideas (o Form as), no se ve el auténtico lugar que ocupan en la teoría del conocimiento de Platón. Para Calcidio se convirtieron en «id eas» casi en el sentido m oderno, pensamientos en la mente de D ios." Así, resultó que, para la Edad Media, Platón no lúe el lógico ni el filósofo del amor ni el autor de la República. Fue (después de Moisés) el gran cosmólogo monoteísta, el filósofo de la creación y, por esa razón y paradójicamente, el filósofo de aquella naturaleza que el Platón real tanto había despreciado. En esa medida Calcidio proporcionó inconscientemente un correctivo al contemptus nmndi inherente tanto al neoplatonism o como al cristianismo primitivo. Posteriormente iba a resultar fructífero. Tan trascendental como su elección del Tuneo fue el tratamiento que le dio. Su principio expreso de interpretación hace que un autor esté más expuesto a que se lo desfigure cuanto más se lo venere. S o s­ tiene que en los pasajes difíciles debem os atribuir siempre a Platón cualquier sentido que parezca «el más digno de la sabiduría de una autoridad tan gran d e»,10 lo que inevitablemente significa que se lee­ rán en él todas las ideas dominantes de la época del comentador. Platón dijo claramente (42b) que las almas de los hombres malos podían reencarnarse como mujeres y, si así no mejoraban, finalmente como animales. Pero no debem os suponer, dice Calcidio, que se haya de interpretar literalmente. Quería decir simplemente que, en esta vida, al abandonarnos a las pasiones, nos vamos volviendo cada vez más como animales.1' En el Timeo (40d-41a), Platón, después de haber descrito cómo creó Dios a los dioses— no los mitológicos, sino aquellos en los que creía realmente: las estrellas vivas— se pregunta qué se debe decir del panteón popular. En primer lugar, los degrada del rango de dioses al de demonios. D espués, con palabras casi con toda seguridad iróni­ cas, se niega a decir nada más sobre ellos. Se trata, dice, de «una tarea que supera mis capacidades. H em os de aceptar lo que sobre ellos dijeron nuestros antepasados, quienes, según su propio relato, eran en realidad descendientes. ¡H abían de estar bien inform ados sobre sus progenitores! ¿Y quién podría dejar de creer en los hijos de los dioses?». Calcidio toma todo eso au pied de la lettre. Al decirnos que creamos a nuestros antecesores, Platón nos está recordando que la 15 CCCIV , p. 333. 16. C C C II, p. 330. 17. C X C V III, p. 240.

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crcdulitas debe preceder a la instrucción. Y, si se niega a hablar más de la naturaleza de los demonios, no es, según Calcidio, porque piense que ese tema no sea una materia filosófica. La que aduce como razón auténtica para ello revela la disposición a la pedantería metodológica que le he atribuido. En este caso Platón escribe — dice— como filósofo de la naturaleza y habría sido inconvemens, («im propio»), decir algo más sobre los demonios. La demonología pertenece a una disciplina más eminente llamada epoptica (epoptes era quien había recibido la iniciación en los m isterios).18 Una referencia muy breve a los sueños en el original (45e) da lugar a siete capítulos sobre ellos en el comentario. Tienen interés por dos razones. En primer lugar figura en ellos una traducción del apartado 57 le de la República y de esa forma transmiten, siglos antes de Freud, la doctrina de Platón, precedente de la freudiana, del sueño como expresión de un deseo inhibido.19 Banquo la conocía.20 En segundo lugar, arrojan luz sobre un pasaje de Chaucer. Calcidio enumera los tipos de sueños y su lista no coincide exactamente con la más conocida clasificación de Macrobio. N o obstante, incluye la reve latió, tipo docum entado en la Hebraica philosophia2] Recuérdese que Chaucer, en Hous o f Fame, aunque en otros casos reproduce la clasificación de M acrobio, añade un tipo más, la revelacioun. N o hay duda de que procedía, aunque quizás indirectamente, de Calcidio. En la obra de Calcidio la astronomía todavía no había adquirido su forma plenamente medieval. Com o todos los demás autores, declara que la Tierra es infinitamente pequeña a escala cósmica,22 pero el orden de los planetas no era aún indiscutible.23 Tam poco esta­ ban fijados todavía sus nombres definitivamente. D a (con lo que coincide con el De Mundo aristotélico) el de Phaenon a Saturno, el de Phaeton a Júpiter, el de Pyrois a Marte, el de Stilbon a Mercurio y el de Lucifer o Hesperus a Venus. Sostiene también que «los diferen­ tes y múltiples movimientos de los planetas son la auténtica causa (auctontatem dedit)24 de todos los efectos que ahora se producen». Todo lo que se padece (cunctae passionesF en este mundo mutable situado por debajo de la Luna tiene su origen en ellos. Pero tiene la precaución de añadir que esa influencia ejercida en nosotros en 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25.

C X X V U ,p . 191. C C L III, p. 285. M a c b e t h A \ ,\ , l . CCLV I, p. 289. LTX, p. 127. LXXI11, p. 141. L X X V , p. 143. LX X V 1, p. 144.

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m odo alguno constituye el objetivo a que deben su existencia. Es un simple subproducto. Siguen el curso apropiado a su beatitud y nues­ tros asuntos contingentes imitan esa bienaventuranza de la forma imperfecta que les es propia. Así, para Calcidio, el universo geocén­ trico no es antropocéntrico lo más mínimo. Si, aun así, preguntam os por qué ocupa la Tierra un lugar central, la respuesta que nos da es muy sorprendente. Está situada así para que la danza celeste pueda disponer de un centro en torno al cual girar: de hecho, como una com odidad estética para los seres celestes. Quizá porque su universo está ya habitado tan bien y de forma tan radiante sea por lo que C al­ cidio, aunque cita la doctrina pitagórica (que poblaba la Luna y otros planetas con seres mortales), no siente interés por ella.2. N ada parecerá más extraño a un hombre m oderno que la sene de capítulos que Calcidio titula «Sobre la utilidad de la vista y del oído». Para él, el primer valor de la vista no es su «valor para la supervi­ vencia». L o importante es que la vista engendra la filosofía. Pues «ningún hombre buscaría a Dios ni aspiraría a la piedad, a no ser que primero hubiera visto el cíelo y las estrellas».27 Dios dio ojos a los hom bres para que pudiesen observar «los movimientos giratorios de la mente y la providencia en el cielo» y después, con los movimien­ tos de sus propias almas, intentaran imitar lo más fielmente posible esa sabiduría, serenidad y paz,2" Esto es Platón puro (del Timeo 47b), aunque no precisamente el Platón que solemos estudiar con mayor frecuencia en una universidad moderna. De forma similar, el oído existe principalmente para la música. Las operaciones originales del alma están en relación con los ritmos y los modos. Pero esa relación desaparece en el alma de la mayoría de los hombres por su unión con el cuerpo y, por esa razón, las almas de la mayoría de los hombres están descom pasadas. El remedio para eso es la música: «no esa clase que deleita al vulgo... sino la música divina que nunca se aleja del entendimiento y de la razón»."' Aunque Calcidio había ideado una explicación para la aversión que sentía Platón por el tema de los demonios, no siguió su ejemplo. Su descripción de ellos difiere en algunos aspectos de la dada por Apuleyo. Rechaza la creencia pitagórica o em pedocleana de que los muertos se vuelven dem onios;’" para él, todos los demonios constitu­ yen una especie distinta y da el nombre de demonios tanto a las cria­ 26. 27. 28. 29. 30.

CC, p. 241. C C L X IV , p. 296. C C LX V , p. 296. C C L X V II, p. 298. C X X X V I, d . 198.

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turas etéreas como a las aéreas, las primeras de las cuales son las que «los hebreos llaman ángeles».31 Pero coincide absolutamente con Apuleyo al afirmar el principio de plenitud y el de la tríada. El éter y el aire, como la Tierra, deben estar habitados «para que ninguna región permanezca vacía»,52 «para que la perfección del universo no cojee por ningún la d o ».H Y, puesto que existen criaturas estelares, celestes, inmortales y divinas y también criaturas perecederas, terres­ tres, mortales y temporales, «es inevitable que entre ellas exista algo intermedio, que conecte los extremos, como vemos en la arm on ía»/4 N o tenemos por qué dudar que la voz que enunciaba las prohibicio­ nes a Sócrates procedía de Dios, pero podem os estar igualmente seguros de que no era la voz de Dios mismo. Entre el Dios pu ra­ mente inteligible y el Sócrates corpóreo y terrestre no podía haber conciliario inmediata. Dios le hablaba mediante algún «m edio», por mediación de algún ser interm ediario.35 Puede parecer que nos en­ contramos ante un mundo completamente extraño al cristiano, pero encontraremos afirmaciones semejantes a ésta de Calcidio en autores cuyo cristianismo nunca se ha puesto en duda. H asta aquí Calcidio se mueve en un terreno común a Apuleyo. D espués, pasa a otra aplicación de la tríada. Se puede ver la tríada cósmica no sólo como una armonía, sino también como una com u­ nidad política, una tríada de soberano, poder ejecutivo y súbditos; los poderes estelares dan órdenes, los seres angélicos las cumplen y los terrestres las obedecen.36 Más adelante, siguiendo el Timeo y la República (441d-442d), encuentra el mismo modelo triádico repetido en el estado ideal y en el individuo humano. En su ciudad im agina­ ria, Platón asignó las partes más altas a los gobernantes filósofos, que daban las órdenes. Tras ellos venía la casta de los guerreros, que las cumplía. Por último, la gente del común obedecía. Así ocurre en todos los hombres. La parte racional vive en la ciudadela del cuerpo (capitolium), es decir, en la cabeza. En el campamento o cuarteles (castra) del pecho, como un guerrero, tiene su puesto la «energía que se parece a la cólera», la que hace que un hombre sea animoso. Las pasiones, que corresponden a los hom bres comunes, se localizan en el abdomen, por debajo de las dos anteriores.3' 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37.

C X X X II, p. 195. C X X X , p. 193. C X X X V II, p. 199. C X X X I, p. 194. CCLV, p. 288. C X X X II, p. 269. lbicl.

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Com o veremos, la concepción triádica de la salud psicológica refleja la idea que tenían tanto los griegos como los medievales de la educación adecuada para un hombre libre o caballero. N o se puede dejar que la razón y las pasiones queden enfrentadas a través de un no m arís land. Un sentimiento aprendido de honor o caballería ha de constituir el «interm edio» que las una y complete al hombre civili­ zado. Pero igualmente im portante es por sus connotaciones cósm i­ cas. Estas últimas las desarrolló, siglos después, Alano de Lille en el magnífico pasaje en que com para el conjunto de las cosas a una ciu­ dad. En el castillo central, en el Em píreo, está el em perador sentado en un trono. En los cielos inferiores vive la caballería angélica. N o so ­ tros, los de la Tierra, estamos «fuera de la muralla de la ciu dad ».38 ¿Cóm o— nos preguntam os— puede el Em píreo ser el centro, cuando está no sólo dentro, sino también fuera, de la circunferencia del con­ junto del universo? Porque, como iba a decir Dante con mayor cla­ ridad que nadie, el orden espacial es el opuesto del espiritual y el cos­ mos material refleja como un espejo y, por tanto, invierte la realidad, de forma que lo que en realidad es el borde a nosotros nos parece el eje. Alano añadió la exquisita pincelada que niega a los de nuestra especie hasta la trágica dignidad de desterrados, al convertirnos en meros habitantes de las afueras. En los demás aspectos, reproduce la concepción de Calcidio. N osotros contemplam os «el espectáculo de la danza celeste» desde sus afueras.39 N uestro mayor privilegio con­ siste en imitarlo en la m edida de nuestras posibilidades. El modelo medieval es, si se nos permite usar esta palabra, antropoperiférico. Som os criaturas marginales. Calcidio transmitió algo más que el Timeo. Cita textos, relativa­ mente extensos, de Gritón, de Epinom is, de Las leyes, de Parménides, de Fedón, de Pedro, de la República, del Sofista y de Pee tetes. C ono­ cía a Aristóteles, pero sentía poco del respeto que posteriormente se le profesó. Aristóteles había pasado por alto todas excepto una de las clases de sueños «con su habitual descuido desdeñoso» (more quodam suo [...] fastidiosa incuria).40 N o obstante, lo cita y comenta con mayor respeto, al sostener que la materia, aun no siendo congénitamente mala, por ser la potencialidad de todos los cuerpos particula­ res, está condenada a la privación (axápr|ovq, carentia)AX de la forma 38. 39. 40. 41.

De Planctu Naturae, Prosa, III, 108, y ss. en Wriüht, Anglo-Latin Satm cal Poets. Calcidio, LXV, p. 132. C C L , p. 284. C C L X X X V I, pp. 316 y ss. O*. Aristóteles, Física, 192a.

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(aunque lógicamente sea distinta de ella). Esa es la razón por la que la materia anhela su perfeccionamiento o embellecimiento (illustratio), de igual forma que la hembra desea al macho.42 La influencia de Calcidio produjo sus resultados más ricos en los poetas latinos del siglo XII relacionados con la escuela de Chartres, que, a su vez, contribuyeron a inspirar a jean de Meung y a Chaucer. Podemos considerar la dama N atura, procedente de Estacio y C lau­ diano, y la cosmogonía de Calcidio parientes del De Mundi Umversitdte de Bernardo Silvestre. Su femenina Novs (voñq, Providentia), extrañamente presentada en el lugar en que esperaríamos encontrar a la Segunda Persona de la Trinidad cristiana, revela su abolengo de forma inconfundible y quizá no deba tanto su género a arquetipo jungiano alguno cuanto al género de Providentia en latín. También en Calcidio encontramos la probable explicación del misterioso jardín llamado GranusionC en el que las Urania y Natura de Bernardo entran al descender a la Tierra. Calcidio había distinguido no sólo el éter del aire, sino también un aire superior de otro inferior, y este último, el que los hom bres pueden respirar, es una substancia húmeda, umecta substantia, «qu e los griegos llaman hygran usian».44 Bernardo no sabía griego y el (para él incomprensible) hygran li­ sian, quizá dentro de un texto corrom pido, se convirtió en el nombre propio Granusion. En el sucesor de Bernardo, Alano de Lille, encon­ tramos una conexión igualmente estrecha. En su Anticlaudiano nos dice que el alma va fijada al cuerpo gumphis subtilibus, «p or medio de grapas dim inutas».4' Podem os sonreír ante la rareza (casi «m etafí­ sica») de esa imagen, que, en caso de ser intencionada, sería total­ mente característica de Alano. En realidad sigue exactamente a C al­ cidio,4íl quien sigue fielmente a Platón,4' y tal vez ni siquiera supiese claramente lo que era una gumphus. Estas menudencias son dignas de mención tan sólo como ejemplos de la fidelidad con que siguieron a Calcidio sus discípulos, los poetas de Chartres. Su importancia radica en el vigor, el entusiasmo y la vivacidad de su respuesta y en el papel que desempeñaron a la hora de recomendar determinadas imá­ genes y actitudes a los autores vernáculos.

42. 43. 44. 45. 46. 47.

( /alciclio, p. 317. II, ix, p. 52. Calcidio, C X X 1X , p. 193. ’W right, op. cit., VII, ii, 4, p. 384. C C III, p. 243. Ti meo, 43 a.

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B. MACROBIO

M acrobio vivió a finales del siglo IV y principios del V. También su religión se ha puesto en duda, pero no parece haber razones sólidas para suponer que no fuese el paganismo. N o obstante, perteneció a un círculo en el que cristianos y paganos podían mezclarse con liber­ tad. El cristiano Albino y el gran paladín pagano, Símaco el Viejo, figuraban entre sus amigos. De sus dos obras, la Saturnalia, dialo­ gada, extensa, culta, refinada y llena de divagaciones, no nos interesa. L o que nos interesa es su comentario sobre el Somnium Scipionis Este, y el texto que lo acompañaba, salvó esa parte de la República de Cicerón para nosotros. Se han conservado casi cincuenta m anuscri­ tos; fue una obra de inmensa fama e influencia duradera. Al tratar de geografía, M acrobio repite la doctrina de Cicerón de las cinco zonas. Llay razones para suponer que la zona templada meridional está habitada, como la nuestra, «pero nunca hemos tenido, ni tendremos, la posibilidad de descubrir por quién». M acro­ bio todavía considera necesario (para la E dad Media no lo habría sido) disipar una mala interpretación infantil de lo que llamamos gra­ vedad. N o hay peligro de que los habitantes del hemisferio m eridio­ nal caigan en el cielo inferior; tanto en su caso como en el nuestro la superficie de la Tierra está «a b ajo » (II, v). El océano ocupa la mayor parte de la zona tórrida; dos grandes brazos procedentes de él por el Este y dos por el O este fluyen hacia el N orte y hacia el Sur hasta los polos. A consecuencia del encuentro de sus corrientes se producen las mareas. De m odo que la tierra firme está dividida en cuatro gran­ des zonas. Una de ellas es sin duda la gran porción de tierra firme de E uropa, Asia y Africa (II, ix). Una versión gráfica simplificada de esa distribución sobrevive en los «m apas circulares» posteriores. Igual que estamos incomunicados, en el sentido del espacio, respecto de los antípodas, casi lo estamos en el del tiempo, respecto del pasado. Con frecuencia, la raza humana ha quedado casi destruida por gran­ des catástrofes mundiales; casi, porque siempre ha quedado un resi­ duo. Egipto nunca ha resultado destruido; a ello se debe que los ana­ les egipcios se remonten a una antigüedad desconocida en todos los demás sitios (II, x). Esa idea procede del Tuneo de Platón (2 la-23b), que, a su vez, pudo sugerir la deliciosa historia que cuenta H erodoto (II, 143): H ecateo el historiador, al visitar la Tebas egipcia, se jactó de que descendía de un dios de la decimosexta generación, lo que lo hacía remontarse a un período anterior a cualquier testimonio 48. Trad. de W. H. Stahl, Macrohius: ()n the Drcam o f Scipio (Colum bia, 1952).

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griego. Entonces, los sacerdotes lo condujeron a un gran salón donde estaban colocadas las estatuas de quienes habían ejercido el sacerdo­ cio hereditario y siguieron la línea hacia atrás, de hijo a padre, de hijo a padre; cuando habían llegado a la 145 generación, todavía no habían visto ningún dios o semidiós siquiera. E so refleja la auténtica diferencia entre la historia griega y la egipcia. Así, aunque en la mayoría de las partes de la Tierra la civilización es siempre relativamente reciente, el universo ha existido siempre (II, x). Aunque M acrobio describe su formación en términos que su po­ nen la idea de tiempo, debem os considerarlo un simple recurso expositivo. Lo más puro y diáfano (liquidissimún?) se alzó hasta el lugar más alto y recibió el nombre de éter. L o menos puro y pesado se convirtió en el aire y se hundió hasta el segundo nivel. Lo que aún conservaba cierta fluidez, pero también suficiente densidad (corpulentum) como para ofrecer resistencia al tacto, se acumuló en la corriente de agua. Por último, del desorden total de la materia se separó todo lo irrecuperable (vastum), se purificó de los (demás) ele­ mentos (ex defaecatis abrasum elementis) y cayó y se asentó en el punto más bajo, sumido en un frío envolvente e inacabable (I, X X II). En realidad, la Tierra constituye los «deshechos de la creación», el basurero cósmico. Este pasaje puede aclarar también uno de Milton. En Paradise Lost, VII, el H ijo acaba de señalar la zona esférica del universo con Su com pás de oro (225), cuando el espíritu de Dios downward purg’d The black tartareous coid infernal dregs. (237) [Lanzó hacia abajo las escorias negras, tartáricas, frías e infernales para d epu ­ rarlo.]

La interpretación que da Verity es la de que Dios los expulsó de la zona esférica, con lo que los precipitó «hacia abajo», en el Caos, que en la obra de Milton, para ciertos fines, consta de un arriba y un abajo absolutos. Pero «hacia abajo» podría perfectamente significar hacia el centro de la esfera cósmica, y en ese caso dregs («escorias, desperdicios») coincidiría exactamente con la concepción de M acro­ bio. A un lector m oderno lo que dice M acrobio a propósito de los sueños (I, III) puede no parecerle un punto importante de su comen­ tario; la Edad Media no debió de tener la misma opinión, pues es indudable que a esa sección debe su autor el título de Ornicensis u Onocresius, de que va seguido su nombre en algunos m anuscri­ tos, junto con la aclaración quasi somniorum ludex o somniorum

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interprcs: am bas palabras serian transliteraciones deiorm adas ele óveipoKpíxriq. Su esquema deriva de la Oneirocritica de Artemidoro (siglo I d.C.). Según él, existen cinco clases de sueños, tres verídi­ cos y dos que carecen de «presagio» Knihil dwinationis). Los ve­ rídicos son los siguientes: 1) Somnium (óvetpoq). Este nos revela verdades ocultas en forma alegórica. Un ejemplo sería el sueño del faraón sobre las vacas gor­ das y flacas. Todos los poemas alegóricos de la E dad Media son ejemplos de somnia. Los psicólogos modernos consideran que casi todos los sueños son somnia, y somnium es el dreem de Hous ofF am c (I, 9) de Chaucer. 2) Visio (ópajaa). Este es una pre-visión literal y directa del futuro. L a obra de Dunne Expe rimen t with Time trata principalmente de visiones. Este tipo aparece como avisioun en la obra de Chaucer (1,7). 3) Oraculum (xpTUiaxiaiaóq). En éste se aparece uno de los padres del que sueña o «alguna persona seria y venerable» y declara abier­ tamente el futuro o da consejo. Los oraeles de Chaucer pertenecen a este tipo de sueños (op. cit., I, II). Los que carecen de utilidad son: 1) Insomnium (évt)7iviov). L o único que hace éste es repetir las preocupaciones sobre el trabajo: the cárter dremeth hoto his cartes goon («el carretero sueña con la marcha de sus carros»), como dice Chaucer (Parlement, 102). 2) Visum (cpávxaajaa). Este se produce cuando, sin estar todavía completamente dormidos y creyéndonos todavía despiertos, vemos fantasm as que se abalanzan hacia nosotros o que revolotean de un lado para otro. En esta clase va incluida Epialtes o la pesadilla. El fantom de Chaucer es indudablemente un visum (Hous o /F am e , I, II) y su sweven probablem ente sea un insomnium, E so es más probable que la otra posible ecuación (dreem por visum y sweven por som­ nium), en vista del desprecio con que Dame Partelote habla de swevenes en B 4111-13; era una muchacha bien educada, sabía física y conocía los Dísticos de Dionisio Catón. Un sueño puede combinar las características de más de una clase. El sueño de Escipión es un oraculum, en la medida en que en él apa­ rece una persona venerable para predecir y aconsejar; una visio, por­ que revela verdades auténticas sobre las regiones celestiales; un som­ nium, porque su significado más profundo, su altitudo, permanece oculto. Ahora hemos de tratar de dicha altitudo. Com o hemos visto, Cicerón imaginó un cielo para estadistas. N o se ocupa de esferas superiores a la de la vida pública y las virtudes 56

que requiere. Macrobio aporta a la lectura de Cicerón un punto de vista completamente diferente: el de la teología mística y ascética del neoplatonismo, que renuncia al mundo. Para él, el centro de interés estriba en la purgación del alma individual, el ascenso «del solitario hacia el Solitario», y nada podía ser más ajeno a la mentalidad de Cicerón. Encontram os muy pronto ese cambio de atmósfera espiritual en su comentario. Se podía atacar el somnium fingido de Cicerón, como se había atacado la visión de Er por parte de Platón, basándose en que ninguna clase de literatura imaginaria es apropiada para un filó­ sofo. M acrobio responde distinguiendo dos tipos de figmentum\ 1) aquel en que todo es fingido, como en una comedia de Menandro. Ningún filósofo usaría éste. 2) Aquel en que la mente del lector se ve estimulada a observar alguna forma (o apariencia) de virtudes (o poderes): ad quandam virtutum speciem. Este puede subdividirse en 2A) y 2B). En 2A) la historia completa es inventada, como en las fábulas de E sopo; pero en 2B) «el argumento está basado en una ver­ dad unánime, pero se expone dicha verdad mediante invenciones». Ejem plos son las historias sobre los dioses que figuran en H esiodo u O rfeo (que naturalmente M acrobio interpretó alegóricamente). En este caso el conocimiento de las cosas sagradas aparece oculto bajo «un pío velo de invenciones». Este último es el único que admite la filosofía. Pero nótese bien: ni siquiera admite todos sus temas. Así, trata del alma o de los seres aéreos o etéreos o de «los otros dioses». Pero el permiso para inventar no pasa de ahí. La filosofía nunca usa­ ría este método, al hablar «de Dios, la primera y más sublime de las cosas, que los griegos llaman xáya0óv (lo Bueno) y 7tp(bxov aíxtov (la Causa Primera), o de la Mente, que los griegos llaman voiíq y que es el fruto y cortejo del Altísimo, donde habitan las formas arquetípicas de las cosas que reciben el nombre de Id eas» (I, ii). Vemos en este texto un abismo entre los seres divinos y todas las demás simples criaturas (por eminentes que sean), trascendencia absoluta, que el paganismo anterior, y en particular el paganism o romano, nunca había imaginado. En ese sistema la palabra dioses no es simplemente el plural de D ios; existe una diferencia de género, incluso de incon­ mensurabilidad, entre ellas, como la que también existe entre la «sacralidad» de las «cosas sagradas» {sacra) representadas en O rfeo o H esiodo y esa Santidad que M acrobio, aunque no use la palabra, siente de forma tan patente, cuando piensa en la Causa Primera. En su caso el paganism o se vuelve religioso en sentido pleno: tanto la mitología como la filosofía han quedado transm utadas en teología. Naturalmente, el Dios y la Mente citados en el párrafo anterior

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son los dos primeros miembros i ¿o personas? ¿o momentos?) de esa Trinidad neoplatónica que es a un tiempo tan parecida y tan dife­ rente de la cristiana. D ios de se Mentem creavit, creó la Mente a par­ tir de Sí Mismo. N o sería acertado para un cristiano atribuir a crcavit un sentido que pudiera oponerse a «engendró». Las palabras «a partir de Sí M ism o» se oponen a la distinción de Nicea («engendrado no creado») y creare en latín se usa libremente para referirse a la pro­ creación sexual. Esa Mens es la Noys de Bernardo Silvestre. Tan pronto como M acrobio empieza a describir la M ens, revela una pro­ funda diferencia entre el neoplatonism o y el cristianismo. «E n la m edida en que la Mens contempla a su padre, preserva la apariencia íntegra de su autor, pero, cuando se vuelve a mirar las cosas que qu e­ dan tras ella, crea a partir de sí misma el A nim a, el Alm a» (I, xiv). La Segunda Persona de la Trinidad cristiana es el Creador, la sabiduría providente y la voluntad creativa del Padre en acción. La idea de que dejó de estar tan unido al Padre o se separó de El, al crear, repugna­ ría a la teología cristiana. Por otra parte, en el caso de la Mens la crea­ ción es casi una especie de flaqueza. Al crear, pierde parte de su semejanza con Dios, desciende a la creación exclusivamente porque aparta la mirada de su origen y mira hacia atrás. El próxim o paso es el mismo. Mientras Anima mantiene fija su atención en la M ens, adquiere la naturaleza de ésta, pero, gradualmente, a medida que su contemplación se retira, desciende (degenerat), a pesar de ser incor­ pórea, hasta la creación de los cuerpos. Así nace la Naturaleza. D e esa forma, desde el principio mismo, donde el cristianismo ve crea­ ción el neoplatonismo ve, si no exactamente una caída, por lo menos una serie de descensos, disminuciones, casi flaquezas. El universo pasa, como si dijéramos, a existir en los momentos (pues sólo pod e­ mos hablar con lenguaje temporal) en que la Mente no está «sir ­ viendo» perfectamente a Dios ni el Alma a la Mente. N o obstante, no debem os exagerar este aspecto. Aun en esas condiciones, la gloria (fulgor) de Dios ilumina el mundo entero «d e igual forma que un ros­ tro ocupa muchos espejos colocados en la forma apropiada». Dante usa esa misma imagen en Para diso, X X IX , 144-5. Supongo que todo esto habría interesado muy poco a Cicerón; lo que es cierto es que M acrobio, sumido en tales pensamientos, no podía satisfacerse con una ética y una escatología centradas en la vida cívica. En este caso se produce, pues, uno de esos sorprendentes tours de forcé a que se ve conducido el sincretismo por su determ i­ nación a encontrar en todos los textos antiguos lo que su época acep­ taba como saber. Cicerón, al explicar su cielo para estadistas, había dicho: «N ad a— al menos nada de lo que ocurre en la Tierra [quod

quidcm in terris fía t]— es más agradable a Dios que esas reuniones y comunidades de hombres unidos por la ley que llamamos repúbli­ cas» (Somnium, xiii). N o estoy seguro de lo que podría querer decir Cicerón con esa salvedad entre guiones; probablem ente quisiera dis­ tinguir los asuntos terrenales de los movimientos de los cuerpos celestes, que sin duda Dios debía de tener en más alto precio. Pero M acrobio (I, viii) considera ese paréntesis la forma en que Cicerón daba cabida a todo un sistema ético que probablemente el propio Cicerón habría desechado enérgicamente: un sistema religioso, no secular; individual, no social; interesado en la vida interior, no en la exterior. Acepta la clásica división en cuatro virtudes: prudencia, templanza, fortaleza y justicia. Pero añade que todas ellas existen en cuatro niveles diferentes y en cada nivel sus nombres tienen signifi­ cados diferentes. En el nivel más bajo, o político, significan lo que sería de esperar según nuestro punto de vista. El siguiente nivel es el del purgatorio. En él, la prudencia significa «contem plar los asun­ tos divinos con desprecio del m undo y todo lo que contiene»; la templanza, «renunciar, hasta donde lo permita la naturaleza, a todas las cosas que el cuerpo requiere»; y la justicia, aceptar la práctica de todas las virtudes como único camino para el bien. En ese nivel, la fortaleza no es tan fácil de comprender. Prescribe «qu e el alma no se sienta aterrada, cuando, conducida por la filosofía, se retire en cierto sentido del cuerpo, y que no se estremezca en lo alto del ascenso perfecto». Esto está basado en el Fedón, 81a-d. En el tercer nivel, que es el de las almas ya purificadas, la prudencia ya no signi­ fica preferir las cosas divinas, sino no tener en cuenta lo más mínimo otra alguna. L a templanza no significa negar, sino olvidar entera­ mente los deseos terrenales. La fortaleza no significa conquistar las pasiones, sino ignorar su existencia misma; y la justicia, «estar tan vinculado a esa Mente excelsa y divina, que guardem os un pacto inviolable con ella al imitarla». Q ueda el cuarto nivel. Dentro de la propia Mens o (votíq) habitan las cuatro virtudes arquetípicas (virtutes exemplares), las form as trascendentales, de las cuales las cuatro situadas en los niveles inferiores son som bras. Al parecer, Cicerón escribió las cinco palabras quod quidem in terris fiat para dar cabida a todo eso. Com o Cicerón, M acrobio cree que el alma puede regresar al cielo, porque procede de él,49 que el cuerpo es la tumba del alma,50 4 C). I, ix. 50. II, xii. Este es, en cierto modo, un antiguo juego de palabras griego entre cto)|uu y of)¡aa.

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que el alma es el hombre, 1y que cualquier estrella concreta es mavor que la Tierra."2 N o obstante, a diferencia de la mayoría de las autori­ dades, niega que las estrellas produzcan acontecimientos terrestres, aunque, gracias a sus posiciones relativas, pueden permitirnos pre­ decirlos. (.. sl .t 'IX >-DI()NISK) En la E dad M edia se atribuyeron cuatro libros [Las jerarquías celes­ tiales, Las jerarquías eclesiásticas, Los nombres divinos y la Teología mística) a aquel Dionisio que se convirtió al escuchar la alocución de san Pablo el Areópago. ' En el siglo XVI se impugnó esa atribución. Se cree que el auténtico autor vivió en Siria y debió de escribir algo antes del año 553, cuando sus obras fueron citadas en el concilio de Constantinopla. La traducción al latín se debe a Juan Escoto Erígena, quien murió hacia el año 870. Se suelen considerar sus obras el conducto principal por el que la tradición occidental entró en contacto con cierto tipo de teología. Se trata de la «teología negativa» de quienes interpretan en sentido más estricto y subrayan con mayor firmeza que otros el carácter incom ­ prensible de Dios. Tenía ya poderosas raíces en el propio Platón, como vemos en la República (509b) y en la Segunda Epístola (3 12e313a)i4 y constituye un aspecto central de la obra de Plotino. El ejem ­ plo más representativo en inglés es The Cloud oí Vnknowing. Es posi­ ble que algunos teólogos protestantes alemanes de nuestra época y algunos existencialistas teístas presenten una remota afinidad con ella. Pero eso, a pesar de ser lo más importante de la obra de SendoDionisio, no es lo que nos interesa. Su contribución al modelo fue su angelología, razón por la cual podem os limitar nuestra atención a sus Jera rquías celestiales.' N uestro autor difiere de todas las autoridades anteriores y de algunas posteriores al declarar que los ángeles son mentes {mentes) puras, no encarnadas. Sin lugar a dudas, en el arte aparecen repre­ sentados como corpóreos pro capta nostro. como una concesión a nuestra capacidad (i). Y ese simbolism o— añade— no los degrada, «pu es incluso la materia, por proceder de la Belleza auténtica, pre­ 51. 52. 53. 54. 55.

II, xii. I, xvi. Actos, xvii, 34. N o se ha podido dilucidar con seguridad q u iei es su auto!'. Sancti Dionysii... opera onnaa . studio Petri Pansclii. . Lntetiae Parisiormu

(MDCXV). 6o

senta en la configuración de todas sus partes algunos vestigios de belleza y dignidad» (ii). Podem os considerar esta afirmación, en un libro que llegó a tener tan gran autoridad, como prueba de que las personas cultas de la E dad Media nunca creyeron que los hombres alados que representan a los ángeles en la pintura y la escultura fue­ sen otra cosa que símbolos. La disposición por Seudo-Dionisio de las criaturas angélicas en lo que Spenser llama sus «triplicidades trinas» en tres «jerarquías», cada una de ellas com puesta de tres especies, fue la que finalmente aceptó la Iglesia.56 La primera jerarquía consta de tres clases: serafines, querubines y tronos. Estas son las criaturas más próxim as a Dios. Están frente a El áinéacoQ, nullius interiectu, sin nada por medio, rodeándolo con su incesante danza. N uestro autor asocia los nom bres de serafines y tro­ nos con las ideas de calor o ardor, característica bien conocida de los poetas. D e ahí que el somnour de Chaucer tuviese una fyr-reed cherubinnes face («cara de querubín roja como el fuego»)57 y que no fuese sólo por razones rítmicas por lo que Pope escribió: «el arreba­ tado serafín que adora y arde».58 L a segunda jerarquía se compone de los K'upióxrixeq o dom ina­ ciones, los é^o\)aíat (Potestates, Potentates o potestades) y los bvvá(í8k; o «virtudes». Esto último no significa excelencias morales, sino más que nada «eficacias», como cuando hablamos de las «virtudes» de un anillo mágico o de una planta medicinal. L a actividad de ambas jerarquías está dirigida hacia Dios; se m an­ tienen, por decirlo así, con sus rostros dirigidos a él y dándonos la espalda a nosotros. En la jerarquía tercera e inferior encontramos, por fin, criaturas que tienen relación con los hombres. Consta de los principados (o principalidades o príncipes), los arcángeles y los ánge­ les. De forma que la palabra ángel es al mismo tiempo un nombre genérico para las nueve clases que componen las tres jerarquías y un nombre específico para la inferior. L os principados son los guardianes y patronos de las naciones, por lo que la teología llama a Miguel «Príncipe de los Ju d ío s» (ix). La fuente en las Escrituras es Daniel, xii, I. Si Dryden hubiese escrito su Artúriada, ahora se conocerían mejor esas criaturas, pues pensaba usarlas como sus «m áquinas».59 Son los «ángeles presidentes de todas 56. 57. 58. 59.

Véase Dante, Paradiso, X X V III, 133-5. Cantcrbury Pales, Prólogo, 624. Essay on M an, I, 278. Original... of Sátiro, ed. W. P. Ker, vol. II, pp. 34 y ss.

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las provincias»10 de Milton y los «guardianes provinciales»’1 de Thomas Browne. Las dos clases restantes, arcángeles y angeles, son los «ángeles» de la tradición popular, los que «se aparecen» a los seres humanos. Son, de hecho, los únicos seres sobrenaturales que lo hacen, pues Seudo-Dionisio está tan seguro como Platón o Apuleyo de que Dios se relaciona con el hombre exclusivamente mediante un «interm e­ diario» y lee su propia filosofía en las Escrituras con tanta libertad como Calcidio había leído la suya en el Yimeo. N o puede negar que en el Antiguo Testamento parecen producirse teofanías, apariciones directas de Dios en persona a los patriarcas y a los profetas. Pero está completamente convencido de que nunca ocurren. En realidad, esas visiones se producían por la mediación de seres celestiales, pero crea­ dos, «com o si el orden de la ley divina exigiese que fuesen las criatu­ ras de orden superior las que trasladaran hacia Dios a las de orden inferior» (iv). Una de sus concepciones fundamentales es la de que el orden de la ley divina así lo prescribe. Su Dios no hace directamente nada que puedan hacer los intermediarios; prefiere tal vez la cadena más larga de intermediarios; ya se trate de transferencia o de delega­ ción, el principio universal es un descenso perfectamente graduado de poder y bondad. El esplendor divino (illustratio) nos llega fil­ trado, como si dijéramos, a través de las jerarquías. E so explica por qué un mensaje de tal importancia cósmica como la Anunciación, aun dirigido a una persona tan eminente como María, lo llevó un ser angélico y aun un mero arcángel, miembro de la penúltima clase inferior: «los primeros en conocer el divino m iste­ rio fueron los ángeles y después nos llegó la gracia de conocerlo por mediación de ellos» (iv). Respecto de este punto, Santo Tomás de Aquino citó, siglos después, a Seudo-Dionisio y lo confirmó. Se hizo así (por varias razones, pero entre ellas) «para que, incluso en el caso de un asunto tan importante \in hoc etiamj, el sistema [o regla, ordinatio] por el cual las cosas divinas llegan hasta nosotros por m edia­ ción de los ángeles no quedara alterado».'12 Mediante un tour de forcé comparable al que M acrobio realizó, cuando convirtió a Cicerón en un perfecto neoplatónico, nuestro autor encuentra confirmado su principio en Isaías, vi, 3. En él apa­ recen los serafines gritándose unos a otros: «Santo, Santo, Santo». ¿Por qué unos a otros en lugar de al Señor? Evidentemente, porque 60. P arad ise R e g a in c d , 1, 447. 61. I 'rn ñ a n a L V. 62. Su m m a Pheologica, IIIa, Qua e s t . X X X , art. 2.

cada ángel está transmitiendo incesantemente su conocimiento de Dios a los ángeles de rango inmediatamente contiguo al suyo. N atu­ ralmente, se trata de un conocimiento transformador, no puramente especulativo. C ada uno fabrica para sus compañeros (collegas) «im á­ genes de Dios, espejos brillantes» (iii). En la obra de Seudo-Dionisio el universo en su conjunto se con­ vierte en una fuga cuyo «tem a» es la tríada (agente-intermediariopaciente). La creación angélica total es una mediación entre Dios y el hom bre y en dos sentidos. Se trata de un intermediario dinámico, como ejecutivo de Dios. Pero también es un intermediario en el sen­ tido en que lo es una lente, pues las jerarquías celestiales se nos reve­ lan para que la jerarquía eclesiástica de la Tierra imite, lo más fiel­ mente posible, «su servicio y oficio divinos» (i). Y no hay duda de que la segunda jerarquía es intermediaria entre la primera y la tercera y en cada jerarquía la clase central es intermediaria y cada ángel indi­ vidual, como cada hom bre individual, tiene facultades de gobierno, de mediación y de obediencia. El espíritu de ese sistema, si bien no todos sus detalles, está muy presente en el modelo medieval. Y, si el lector suspende su incredu­ lidad y ejerce su imaginación sobre él, aunque sólo sea por unos momentos, creo que comprenderá el vasto reajuste que supone una lectura penetrante de los poetas antiguos. Verá toda su visión del uni­ verso invertida. En el pensamiento m oderno, es decir, evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde en la ob s­ curidad; en el que estamos estudiando ocupa el pie de una escalera cuya cima resulta invisible con la luz. También entenderá que algo más que el genio individual (que intervino, por supuesto) contribuyó a dar a los ángeles de Dante su incom parable majestad. Milton fra­ casó en el mismo intento. Se le interpuso el clasicismo. Sus ángeles tienen dem asiada anatomía y dem asiadas arm aduras, son demasiado parecidos a los dioses de H om ero y Virgilio y (por esa razón precisa­ mente) muchísimo menos parecidos a los dioses del paganismo en su más alto desarrollo religioso. D espués de Milton, se produjo una degradación total y, al final, llegamos a los ángeles del arte del si­ glo X IX con su carácter puramente consolador y, por tanto, femenino y acuoso. D . BO ECIO

D espués de Plotino, Boecio (480-524) es el autor más importante del período germinativo y su De Consolatione Philosophiae fue durante siglos uno de los libros más influyentes escritos en latín en cualquier

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época. Se tradujo al antiguo alto alemán, al italiano, al español y al griego; al francés lo tradujo (can de Meung: al ingles, Allred, C hau­ cer, Isabel I y otros. Hasta hace unos doscientos años, creo que habría sido difícil encontrar a hombre culto alguno en cualquier país europeo que no lo amase. Aficionarse a él equivale a naturalizarse en la Edad Media. Boecio, erudito y aristócrata, fue un ministro de Teodorico el O strogodo, el primer rey bárbaro de Italia y arriano de religión, aun­ que no persiguió a los cristianos. Com o siempre, la palabra « b á r­ baro» puede dar lugar a confusiones. Aunque Teodorico era analfa­ beto, había pasado su juventud en la alta sociedad bizantina. En ciertos aspectos fue mejor gobernante que muchos em peradores romanos. Su reinado en Italia no fue una pura y simple m onstruosi­ dad, como habría sido en la Inglaterra del siglo X I X el gobierno de Cheka o de Dingaan, por ejemplo. Era mas que nada como si un comandante (papista) de las montañas (que hubiera conseguido un poco de educación y gusto por el clarete en el ejército francés) hubiese reinado sobre la Inglaterra protestante a medias y a medias católica de Johnson y Lord Chesterfield. Sin embargo, no es de extrañar que la aristocracia romana pronto em pezase a intrigar en connivencia con el Em perador de Oriente con la esperanza de librarse de aquel extranjero. A Boecio lo consideraron, justificada­ mente o no, sospechoso. Lo encarcelaron en Pavía. Al poco tiempo, retorcieron cuerdas alrededor de su cabeza hasta sacarle los ojos y lo remataron con una porra. Ahora bien, Boecio era sin duda cristiano e incluso teólogo; sus demás obras llevan títulos como De Tnmlate y De Fide Catholica. Pero la «filosofía» a la que recurrió en busca de «consuelo» a la hora de encararse con la muerte contiene pocos elementos explícitamente cristianos e incluso se puede discutir su compatibilidad con la doc­ trina cristiana. Esa paradoja ha inspirado muchas hipótesis, (.lomo las siguientes: 1) Q ue su cristianismo era superficial y se desvaneció al verse puesto a prueba, por lo que hubo de recurrir a la ayuda que pudiera ofrecerle el neoplatonismo. 2) Q ue su cristianismo era sólido como una roca y su neoplato­ nismo un simple juego con el que se distrajo en su calabozo, de igual forma que otros prisioneros en casos semejantes han amaestrado una araña o una rata. 3) Q ue, en realidad, los ensayos teológicos no fueron obra del mismo hombre. Ninguna de esas teorías me parece necesaria. 64

Aunque no hay duda de que escribió De Consolatione después de su caída en desgracia, estando exiliado y quizá detenido, no creo que lo escribiese en un calabozo ni en la espera diaria del verdugo. Cierto es que en una ocasión habla del terror ^ en otra se califica a sí mismo de condenado a «m uerte y proscripción»64 y en otra Philosophia lo acusa de «tem er el garrote y el hach a»/’"5Pero el tono general del libro no concuerda con esos accesos momentáneos. N o es la obra de un preso que espera la muerte, sino la de un noble y estadista que se lamenta de su caída en desgracia: de verse exiliado,w' perjudicado económicamente/" separado de su hermosa biblioteca/’8 despojado de sus dignidades oficiales, de que se vitupere su nombre escandalo­ sam ente/’9 Ese no es el lenguaje de los condenados a muerte. Y algu­ nos de los «consuelos» que Philosophia le da serían burlas cóm ica­ mente crueles para un hombre en esa situación, como cuando le recuerda que el lugar que para él es exilio para otros es h ogar,0 o que muchos considerarían riqueza incluso esos restos de su propiedad que él ha conseguido salvar. 1 El consuelo que Boecio busca no lo provoca la muerte, sino la ruina. Puede ser que, cuando escribió el libro, supiera que su vida corría algún peligro. N o creo que hubiese perdido las esperanzas. De hecho, al principio se queja de que la muerte olvida cruelmente a los desventurados que morirían gus­ tosos. Si hubiésem os preguntado a Boecio por qué contenía su libro consuelos filosóficos en lugar de religiosos, no me cabe la menor duda de que habría respondido: «¿A caso no habéis leído el título? Mi obra es filosófica, no religiosa, porque he escogido como tema los consuelos de la filosofía, no los de la religión. Igualmente podríais preguntar por qué un libro sobre aritmética no utiliza las operacio­ nes geom étricas». Aristóteles había dejado grabada en todos sus seguidores la distinción entre las disciplinas y la conveniencia de seguir en cada una de ellas su m étodo ap ro p iad o /’ La hemos visto

63. I Met. I, 5; p. 128 en el texto de Stewart y Rand con la trad. de I. P. (Loeb Library), 1908. 64. I Pros. IV, p. 152. 65. II Pros. V, p. 2 0 2 . 6 6 . I Pros. III, p. 1 38. 67. II Pros. I, p. 172. 6 8 . I Pros. IV, p. 154. 69. Ibid. 70. II Pros. IV, p. 192. 71. Ibid. 72. I Met. I, 15, p. 128. 73. Cf. Etica a Nicómaco, 1094b, cap. 3.

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puesta en práctica en la obra de Calcidio y la argumentación de Boe­ cio dirige nuestra atención hacia ella. Elogia a Philosophia por haber usado «pruebas innatas y familiares», no «razones deducidas del exterior». 4 Es decir, que se elogia a sí mismo por haber llegado a conclusiones aceptables para el cristianismo a partir de pruebas puramente filosóficas, como exigían las reglas de la disciplina. Por otro lado, cuando aquélla saca a relucir las doctrinas del Infierno y del Purgatorio, el autor la obliga a detenerse: «pues no es misión nuestra ahora examinar esas cuestiones». Pero, ¿por qué— podem os preguntarnos—-se impuso un autor cristiano esa limitación? En parte porque conocía sus capacidades más auténticas. Pero podem os aducir otro motivo, probablemente menos consciente. Es imposible que en aquel momento tuviese más vividamente presente la distinción entre cristiano y pagano que la existente entre romano y bárbaro, sobre todo porque el bárbaro era al mismo tiempo un hereje. La Cristiandad y aquel pasado pagano por el que sentía una lealtad tan profunda estaban unidos en su con­ cepción por su común contraste con Teodorico y sus gigantescos caballeros, rubios, bebedores de cerveza v fanfarrones. N o era el momento de insistir en lo que lo pudiera separar de Virgilio, Séneca, Platón y los antiguos héroes republicanos. Habría perdido la mitad de su satisfacción, si hubiese escogido un tema que lo hubiera obli­ gado a señalar aquello en que los grandes maestros antiguos se habían equivocado; prefirió un tema que le permitía sentir lo cerca que habían estado de la verdad, recordarlos como «nosotros», no «ellos». Como consecuencia de ello, pocos son los pasajes específica­ mente cristianos del libro. Cita explícitamente a los mártires.'” En oposición a la concepción platónica de que lo divino y lo humano sólo pueden entrar en contacto por mediación de un tertium quid, la oración es un commcrcium directo entre Dios y el hombre. Cuando Philosophia, al referirse a la Providencia, usa las palabras «fuerte y dulcem ente», procedentes del Libro de la Sabiduría de Salomón, Boecio responde: «M e encanta tu argumento, pero mucho más el lenguaje que usas». s Pero más frecuentes son las afirmaciones de Boecio que Platón o los neoplatónicos habrían confirmado. El hom ­ bre, gracias a su razón, es un animal divino; 1 el alma procede del 74. 75. 76. 77. 78. 79.

III Pros . X II, p. 292. V Pros. IV, p. 328. II Pros. IV, p. 194. V Pros. III, p . 380. III Pros X II, p. 290. II Pros. V, p. 200.

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ciclo"' y su ascenso hasta él es un regreso."1 En su descripción de la creación,'2 Boecio está más próxim o al Timen que a las Escrituras. Aparte de sus contribuciones al modelo, De Consolatione ejerció cierta influencia formal. Pertenece al género llamado sátira menipea, en la que secciones en prosa alternan con otras (más cortas) en verso. Después de Boecio, la continuaron Bernardo y Alano e incluso la Arcadia de Sannazaro. (Muchas veces me ha asom brado que no se haya resucitado. Me parece que un Landor, un Ncwman o un Arnold habrían sacado buen provecho de ella.) La presentación de Philosophia, en el libro I, como una mujer a un tiempo joven y vieja,8' está tomada de la Natura de Claudiano en De C.onsalato Stihchonis. Reaparecería en la Natura del poema fran­ cés que Lydgate tradujo por Reason and Sen suality (verso 334). Entre otras cosas, le dice que nosotros— los filósofos— debemos anticipar­ nos a la calumnia, pues nuestro objetivo expreso (máxime proposi­ ta m) es desagradar a la canalla.84 Esa jactancia altanera, ese panache filosófico, que va más allá de la indiferencia, llega hasta el insulto y, de hecho, lo provoca, es de origen cínico. El Cristo de Milton está contagiado de ella, cuando en Paradise Regained (III, 54) califica el rebaño de la gente vulgar de personas «cuyo desprecio era elogio no pequeño». Pero el pobre Boecio no estaba todavía en condiciones de asimilar una melodía tan alta; estaba tan sordo para ella como un burro para un arpa, imagen que Chaucer se apropió en Trollas, I, 1730. Ahora todo el mundo lo calumniaba, a pesar de que, en reali­ dad, su conducta en el cargo había sido de una pureza sin tacha. Añade con insistencia casi cómica— en este caso Boecio autor desen­ mascara despiadadam ente a Boecio hombre— que su virtud había sido tanto más admirable cuanto que la había practicado sin pensar lo más mínimo en que lo admirasen. Pues— añade— la virtud queda em pañada cuando se ostenta con el propósito de conseguir buena reputación.8" Esta modesta máxima contrasta rotundamente con los ideales de la Edad de las Tinieblas y del Renacimiento. Roldán no se avergüenza de desear los, igual que Beowulfo desea dom o los héroes de la tra­ gedia francesa desean la gloire. Se examinó con frecuencia a finales de la Edad Media. Alano la conoció, pero la aprobaba sólo hasta 80. 81. 82. 83. 84. 85.

111 Me•/. VI, p. 249. III Prc>s. X I I , p. 288. III Met. IX, p. 264. I Pros. I, p. 130. I Pros. III, p. 140. I Pros. IV, p. 150.

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cierto punto. El hombre bueno no debe aspirar a la tama, pero recha­ zarla completamente sería prueba de austeridad exagerada (Anticlaudiano, VII, iv, 26). Por otro lado, Gower la aplica con todo su rigor, incluso a las hazañas caballerescas: In armes lith non avantanee To him that thenkth his ñame avance And he renomed of his dede. {('. oh fessio A///cuitis\ I, 2 6 5 1 .) [lin cuestiones de armas de nada servirá la jactancia a quien este deseoso de engrandecer su nombre y realizar ha/añas famosas. (O . \ bx C.Lu/hinlis, V, 17).]

Después Boecio pide apasionadam ente una explicación para el con­ traste entre la regularidad con que Dios gobierna el resto de la natu­ raleza y la irregularidad que tolera en los asuntos hum anos.s< Este pasó a ser un tema central de la «lam entación» de la Naturaleza en la obra de Alano y de su «confesión» en la de Jean de Meung. Poste­ riormente, todavía Milton recordaba— y sin duda esperaba que lo advirtiéramos— este texto de Boecio en uno de los coros de Sanison (667 y ss.). A algunos lectores m odernos esa idea les parecerá menos remota si la emparentan con la concepción existencialista de que el hombre es una passion mutile y desmerecí' mucho en comparación con el mundo irracional e incluso el inorgánico. Con el libro II entramos en esa gran apología de la Fortuna que tan firmemente dejó grabada su tigura en la imaginación de las épo­ cas posteriores. Podem os esperar que en todas las épocas haya comentarios sobre la buena y la mala suerte y su evidente falta de correspondencia con el mérito o el demerito; pero las alusiones medievales a la Fortuna y a su rueda son excepcionales por su fre­ cuencia y seriedad. La grandeza que dicha imagen adquiere en el Inferno (VII, 73 v ss.) nos recuerda que el hecho de que un locus cottimunis llegue a ser lo que llamamos un lugar común depende entera­ mente del genio individual. Y eso, como miles de pasajes inleriores, forma parte del legado de Boecio. N adie que hubiese leído lo que dice sobre Fortuna podría olvidarla en mucho tiempo. Su obra, estoica y cristiana a la vez a ese respecto y en total armonía con el Libro de Job y con ciertas máximas dominicales," es una de las defen­ sas más vigorosas que jamás se hayan hecho contra la concepción, común a los paganos y cristianos vulgares, que «consuela a los hom ­ 86 . 87.

Boecio, 1 Met. V, pp. 154 v ss. Lucas xiii. 4; Juan ix. H .

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bres crueles», al interpretar las variaciones de la suerte humana como premios o castigos divinos o, por lo menos, al desear que lo sean. Es un enemigo duro de pelar; está latente en lo que se ha llamado «la interpretación liberal de la historia» y domina la filosofía histórica de Carlyle. En todos los puntos de este examen encontramos «antiguos ami­ gos», es decir, imágenes y frases que eran ya muy antiguas, cuando nos familiarizamos con ellas por primera vez. Así, esta frase del libro IE «L a desgracia más profunda es la de haber sido feliz alguna vez».sx N os vienen a la memoria al instante el nessun maggior dolare de Dante (Inferno, V, 121) y «la pena, corona de penas» de Tennyson. «N ad a es desgracia, a no ser que así lo con­ siderem os».v' Recordam os la frase de Chaucer: no man is ivreched, huí him self ii wene («ningún hombre es desgraciado, si no se lo pro­ pone»), de la Ballade o f Fortune y la de Hamlet: «N ad a es bueno o malo, sino que el pensamiento lo hace serlo». N os dice que no pode­ mos perder los bienes externos, porque nunca los tuvimos. La belleza de los cam pos o de las gemas es un bien real, pero es suyo, no nuestro; la belleza de los vestidos es o bien de éstos (la riqueza de la tela) o bien producto de la destreza del sastre: nada hará que sea nuestra.'0 La idea volvería a aparecer inesperadamente en Joseph Andrewes (III, 6). Poco después, leemos los elogios a la prior actas?' la inocencia primigenia descrita por los estoicos. En este punto los lectores de Milton advertirán la pretiosa pericula que pasó a ser la «preciosa ruina» de este último autor. De esa prior actas proceden la «edad pasad a» de la balada de Chaucer y la «edad antigua» citada por O rsino (Tivelfth Night, II, iv, 46). Se nos dice que nada seduce tanto a quienes tienen ciertas dotes naturales, pero no se han perfec­ cionado en la virtud, como el deseo de fama. Es una máxima proce­ dente del Agrícola de Tácito; posteriormente iba a florecer en el verso de Milton sobre «la última flaqueza de la mente noble». Philosophia pasa a mortificar dicho deseo, como el Africano había hecho en el Somnium, al señalar cuán vana es toda fama terre­ nal, pues hay que reconocer que nuestro globo, a escala cósmica, representa un punto matemático: puncti habere ratumem. Pero B oe­ cio profundiza ese argumento trillado al insistir en la diversidad de las normas morales aun en esta zona minúscula.42 Lo que en una 88. 89. 90. 91. 92.

II II II II II

Pros. IV, p. 188. Pros. IV, p. 192. Pros. V, pp. 198- 200. M ct.M . Pros. VI I , p. 212.

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n a c i ó n es t a m a en o t r a p u e d e se r in fa m ia .

Y, en c u a l q u i e r c a s o , ¡ q u é

p o c o d u r a n las r e p u t a c i o n e s ! L o s l i b ro s so n m o r t a l e s , igual q u e su s a u t o r e s . N a d i e s a b e d ó n d e ya c en los h u e s o s d e F a b r i c i o / ' ( L n co n si d e r a c i ó n p a r a co n s u s l e c t o r e s in gl es es , A l fr e d t u v o la feliz o c u r r e n ­ cia d e s u b s t i t u i r es t a fr as e p o r « l o s h u e s o s d e W e l a n d » . )

La adversidad tiene la virtud de abrirnos los ojos al mostrarnos cuáles de nuestros amigos son sinceros y cuales falsos. " Combinemos esto con la afirmación de Vincent de Beauvais de que «la hiel de la hiena hace recuperar la vista» [Speeitlum \atn n ilc. X IX , 62) v tendre­ mos la clave del verso críptico de Chaucer: //v e ucJcth nat the gal! oj noon hyene («N o necesitas la hiel de ninguna hiena») (hortuue, 35). En el libro III: todos los hombres saben que el bien auténtico es la felicidad y todos los hombres la buscan, pero la mayoría por cam i­ nos errados, como un borracho que sabe que tiene una casa, pero no puede encontrar el camino que lleva a ella. Chaucer reproduce ese símil en el Knight’s ílile (A 1261 y ss.). Aun así, incluso los caminos errados, como la riqueza o la gloria, muestran que los hombres vislumbran parte de la verdad, pues el auténtico bien es glorioso como la fama v autosuficiente como la riqueza. La inclinación natura! es tan fuerte, que forcejeamos en dirección de nuestro lugar natal, como el pájaro enjaulado lucha por regresar al bosque. Chaucer tomó esta imagen para su Squire's Ilile (F 261 v ss.). Una de las imágenes falsas del bien es la nobleza. Pero la nobleza no es otra cosa que la fama (y ya hemos desacreditado ésta) corres­ pondiente a la virtud de nuestros antepasados, que era un bien de ellos, no nuestro.' Esta doctrina tuvo una progenie numerosa en la Edad M edia y llegó a ser un tema popular para las discusiones esco­ lares. Es la que subvace a la caiizone de Dante a comienzos del C.onv iv K , IV, y a otro texto de De Monarehia (II, 3). El Román de la Rose (18.165 y ss.) llega más lejos que Boecio y se atreve a equiparar la gentilesse con la virtud. La versión inglesa desarrolla todavía más el ori­ ginal francés en este punto (2185-202). Vhe Wtfe oj Bath reproduce la idea de Boecio con mayor exactitud (D. 1154). Cxower, como el Rom án, identifica la nobleza con la «virtud al servicio del valor» (IV, 2261 y ss.). No podem os por menos de sonreír cuando un autor (nada ignorante en otras cuestiones) enc ientra en este pasaje una 93. 94. 9 5.

96. 97

Ibid. p . 214. 11 M et. VII , p. 2 1 S . II Pros. VIII, p. 2 20 . III Pros. II, p. 2 30. III Pros. VI, p. 248.

prueba de que Gow er expresa los sentimientos de la burguesía, que en su época estaba (como de costumbre) «em pezando a adquirir importancia». Entonces la argumentación salta a la afirmación de que el bien completo y perfecto, del que por lo general perseguim os tan sólo fragmentos o som bras, es Dios. Durante su demostración— aunque ni los cristianos ni los platónicos necesitaban una nueva dem ostra­ ción— Boecio deja caer, como un axioma, la afirmación de que todas las cosas perfectas son anteriores a todas las imperfectas. s Era un principio común a casi todos los pensadores antiguos y medievales, excepto los epicúreos.w Ya he puesto de relieve la diferencia radical que esto supone entre su pensamiento y los conceptos desarrollistas o evolucionistas de nuestra época, diferencia que quizá no deje de afectar a zona o nivel alguno de la conciencia.’1’" Aquellos que alguna vez se han alzado a contemplar «el adm ira­ ble círculo de la sencillez divina» han de procurar no volver a mirar los objetos m undanos.101 El autor da fuerza al precepto mediante la historia de O rfeo y las fatales consecuencias de que mirase hacia atrás para ver a Eurídice; su relato de dicha historia fue tan influyente como el de Virgilio. También tiene una gran importancia estructural en De Consolatione, pues el propio Boecio, cuando Philosophia lo visitó en el libro I, estaba entregado precisamente a ese tipo de retrospección. También alcanzó su punto más alto como poeta en los famosos versos sobre el mismo tema: O rp h eu s Eurydicen suam Vidit, perdidit, occ idit.102

Del libro IV: Boecio se queja de que la doctrina de la divina Provi­ dencia, más que resolver, agrava el problema real: ¿por qué se ve intervenir tan poco a la justicia— indudablemente, la «justicia poé­ tica»— en el desarrollo de los acontecimientos? Philosophia da dos respuestas. 1) Todo es justicia. Los buenos siempre reciben su premio y los malos su castigo, por el simple hecho de ser lo que son. El poder y las acciones perversos son el castigo al deseo perverso,10' y será infi­ 98. III Pros. X , p. 268. 99. Véase Lucrecio, V. 100. Véase más arriba, p. 63. 101. III Pros. X II, p. 292. 102. III Met. X II, 296. ((M e o vio, perdió, mató a su Eurídice sólo con mirar hacia atrás.) 103. IV Pros. IV, pp. 322, 324.

7*

nito por ser el alma inmortal tcomo afirma la filosofía con la misma firmeza que la teología). Este pasaje se inspira en el infierno de Vir­ gilio, cuyos habitantes ansí omncs innnaue nejas ausoque potiti\ «todo s grandes maldades intentaron y de lo mal osado allá gozaron» íEneida, VI, 624). Y, a su vez, inspiró a Milton, quien dice de los paganos justos que «consideraban que la deportación eterna a un infierno local [...] no era un castigo tan propio de Dios como casti­ gar el pecado con el pecado» (Doctrine and Discipline, II, 3). Y, sin em bargo, resulta muy extraño, sostiene Boecio, ver a los malos medrar y a los virtuosos padecer. ¡Pues, claro!, responde Philoso­ phia, todo es extraño hasta que se conoce su causa. 14Com párese con el Squire's Tale (F 258). 2) Lo que «en la ciudadela de la sencillez divina» es la Providen­ cia, cuando se ve desde abajo, reflejado en la multiplicidad del tiempo y el espacio, es el Destino. 11 V así como, en el caso de una rueda, cuanto más nos acercamos al centro menos movimiento nota­ mos, así también cuanto más se acerca un ser finito a la participación en la (inmóvil) Naturaleza divina, tanto menos sujeto se ve al Destino, que es una simple imagen móvil de la eterna Providencia. La Provi­ dencia es enteramente buena. Decimos que los malos medran y los inocentes sufren, pero no sabem os quienes son los malos y quiénes los inocentes y mucho menos lo que necesitan. Toda clase de suertes, vistas desde el centro, son buenas y curativas. La suerte que llamamos «m ala» ejercita a los hombres buenos y refrena a los malos, si así la aceptan. De forma que, con sólo que estemos cerca del eje, con que participemos más en la Providencia y suframos menos el Destino, «estará en nuestras manos hacer de nuestra fortuna lo que guste m os».111' O , según la versión que da Spenser de este pasaje, «todo el mundo puede por sí mismo dar fortuna a su vida» [T. Q., VI, ix, 30). Sin embargo, el fruto mas noble de este pasaje no se expresó en palabras. En la iglesia de Santa María del Popolo de Roma la cúpula situada encima de la tumba de Chigi nos presenta la imagen boeciana completa de la rueda y el eje, del Destino y la Providencia. En la cir­ cunferencia exterior aparecen representados los planetas, los dispen­ sadores del destino. En un círculo más pequeño, dentro y por encima de ellos, figuran las inteligencias que los mueven. En el centro, con las manos alzadas para orientar, se encuentra el Motor Inmóvil."' 104. IV Pros. V y Met. V, pp. 3 34 8 . 105. IV Pros. VI, p. 380. 106. IV Pros. VII, p. 360. 107. J. Seznec, The Snrviva! o j /he Pagan C¡ods, tracl. de 13. I. Sessions (Nueva York, 1953), p. 80.

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En el quinto y último libro la argumentación es más densa y muchas generaciones posteriores no pudieron extraer de ella muchos frutos por separado. Pero no por ello resultó menos influyente. Constituye la base de todos los planteamientos posteriores del pro­ blema de la libertad. La conclusión del libro anterior nos ha dejado ante una nueva dificultad. Si, como indica su doctrina de la Providencia, Dios ve todas las cosas que son, fueron y serán, uno mentís in ictu,'°8 en un solo pensamiento y, por tanto, conoce de antemano mis acciones, ¿cóm o puedo ser libre de actuar en forma diferente a como El las ha previsto? Philosophia no elude la pregunta de Boecio mediante el subterfugio que Milton se ve obligado a utilizar en Paradise Lost (III, 117), según el cual, aunque D ios conoce de antemano, Su conoci­ miento anticipado no es la causa de mis actos. Pues la pregunta no era la de si la presciencia divina requería el acto, sino la de si éste había de ser necesario. ¿Puede, entonces, haber conocimiento anticipado de lo indeter­ minado? En cierto sentido, sí. El carácter del conocimiento no depende de la naturaleza del objeto conocido, sino de la facultad que conoce. Así, en nosotros mismos la sensación, la imaginación y la ratio, cada cual a su manera, «conocen» al hombre. La sensación lo conoce como forma corporal; la imaginación, como forma sin m ate­ ria; la ratio, como concepto, género. Ninguna de dichas facultades por sí misma hace la menor alusión a la forma de conocimiento de que goza la que le es superior.109 Pero, por encima de la ratio o razón, hay una facultad superior, la intelligentia o entendimiento.110 (Mucho después, Coleridge invirtió esta tesis al considerar superior a la razón e inferior al entendimiento. Dejo para una sección posterior el exa­ men más por extenso de la terminología medieval.) Y la razón no puede concebir que el futuro pueda conocerse excepto, si acaso, como tendría que conocerlo ella, es decir, como determinado. Pero incluso nosotros podem os simplemente saltar al nivel de la inteligen­ cia y tener una vislumbre del conocimiento que no entraña determinismo. La eternidad es algo muy distinto de la perpetuidad, de la mera continuación inacabable en el tiempo. La perpetuidad es sim ple­ mente el alcance de una serie inacabable de momentos, cada uno de los cuales se pierde tan pronto como se lo alcanza. La eternidad es el 108. V Met. II, p. 372. 109.

V Pros. V, p. 394.

110. Ibid.

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goce efectivo e intemporal cié la vida infinita.11' El tiempo, incluso el tiempo eterno, es sólo una imagen, casi una parodia, de esa plenitud, un intento vano de compensar la transitoriedad de sus «presentes» mediante su multiplicación infinita. Por eso la Lucrecia del poem a de Shakespeare lo llama «tú, perenne lacayo de la eternidad» [Rape, 967). Y Dios es eterno, no perpetuo. H ablando estrictamente, nunca prevé, sólo ve. Nuestro «fu turo» es sólo una zona, y una zona espe­ cial solamente para nosotros, de Su infinito ahora. Ve (no es que recuerde) nuestros actos de ayer porque ayer está todavía «ahí», para El; ve (no es que prevea) nuestros actos de mañana, porque El ya está en el día de mañana. Así como un espectador humano, por el hecho de ver mi acto presente, en m odo alguno no quebranta su libertad, así tam poco dejo de ser libre lo más mínimo para actuar como pre­ fiera en el futuro por el hecho de que Dios me vea actuar en dicho futuro (Su presente).112 H e condensado tan despiadadam ente una argumentación de tan extrema importancia, tanto histórica como intrínseca, que el lector prudente deberá consultar el original. N o puedo por menos de pen­ sar que con ella Boecio expuso una concepción platónica con mayor brillantez que Platón en ocasión alguna. La obra acaba con esas palabras de Philosophia; no se vuelve a hablar de Boecio ni de su situación, como tam poco de Christopher Sly al final de La doma de la bravia. Lo considero un logro artístico calculado y consumado. Tenemos la sensación de haber visto que­ mar un montón de materiales tan completamente, que no quedan ni cenizas ni humo ni llama siquiera, tan sólo una vibración de ardor invisible. G ibbon ha expresado, con la belleza de estilo que le es propia, su desprecio por la importancia de esa «filosofía» para someter los sen­ timientos del corazón humano. Pero nadie ha dicho que fuera a someter los de G ibbon. Parece ser que hizo algo por Boecio. Lo que es históricamente seguro es que durante más de mil años muchas mentes nada despreciables la consideraron nutricia. Antes de concluir este capítulo, conviene citar a dos autores p o s­ teriores en el tiempo y muy inferiores en categoría. A diferencia de los que acabo de describir, no hicieron aportaciones al modelo, pero a veces aportan el testimonio más accesible de lo que fue. Am bos fue­ ron enciclopedistas. San Isidoro, obispo de Sevilla desde el año 600 hasta el 636, escri­ 111. V Pros. VI, p. 400. 112. Ibid., pp. 402-10.

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bió las Etimologías. Como indica el título, su tema aparente era el lenguaje, pero la frontera entre la explicación del significado de las palabras y la descripción de las cosas resulta fácil de cruzar. Apenas se esfuerza por mantenerse en el lado lingüístico, por lo que su libro constituye una enciclopedia. Es una obra de inteligencia muy m edio­ cre, pero muchas veces nos ofrece fragmentos de información que no podem os encontrar fácilmente en autores mejores. También presen­ ta la enorme ventaja de estar accesible en una buena edición m oderna.1" Desgraciadam ente, no podem os decir lo mismo de Vincent de Beauvais (ob. 1264). Su extenso Speculum M ajus está dividido en el Speculum N atúrale, el Speculum Doctrínale y el Speculum Historíale. Podríam os suponer que el «espejo doctrinal» tratase de teología. En realidad, trata de moral, arte y oficios.

113. Eci. de W. M. Lindsay, 2 vols. (1910).

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CAPÍTU LO V

L O S C IE L O S

Man, walke out at large of thi prisoun. H O í.C IT .V I.

A. LAS PARTES D EL UNIVERSO

El concepto fundamental de la ciencia moderna es, o era hasta hace muy poco, el de las «leyes» naturales y se consideraba que todo fenó­ meno «obedecía», al producirse, a dichas leyes. En la ciencia medie­ val el concepto fundamental era el de ciertas afinidades, oposiciones y contraposiciones inherentes a la propia materia. Todo tenía su lugar apropiado, su domicilio, la región que le convenía y, de no verse refre­ nado por la fuerza, se movía hacia ella como guiado por un instinto:1 Every kindly thing that is Hath a kindly stede ther he May best in hit conserved be; Unto which place every thing Through his kindly enclyning Moveth for to come to. (Chaucer, Hous ofFame, II, 730 y ss.) [Todas las cosas naturales que existen tienen un lugar idóneo en el que pueden conservarse mejor; por m edio de su inclinación natural, tienden a llegar a él.J

Así, mientras que para nosotros la caída de cualquier cuerpo ejem ­ plifica la «ley» de la gravedad, para los medievales ilustraba la «incli­ nación natural» de los cuerpos terrestres hacia su «lugar idóneo», la Tierra, el centro del M undus, pues To that centre drawe Desireth every worldes thing. (Gower, Confessio, VII, 234.) [Todas las cosas del m undo desean llegar a ese centro.]

1.

Cf. Dante, Paradiso, I, 109 y ss.

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Ese era el lenguaje usual en la Edad Media v en épocas posteriores. The see desyreth naturely to folwen («E l mar desea, por inclinación natural, seguir a») la Luna, dice Chaucer (Trankhn's Tale, F 1052). «E l hierro», dice Bacon, «se siente atraído de forma especial por el im án» (Advancement): Inmediatamente se plantea la cuestión de si los pensadores medievales creían que lo que ahora llamamos objetos inanimados eran sensibles y estaban motivados. En general, la respuesta es que no, sin lugar a dudas. Digo «en general» porque atribuían vida e incluso inteligencia a una clase privilegiada de objetos (los astros), que nosotros consideram os inorgánicos. Pero, que yo sepa, nadie antes de Campanella (1568-1639) sostuvo la existencia de un pansiquismo completamente desarrollado, la doctrina de la sensibilidad universal, y nunca consiguió muchos adeptos. Según la concepción medieval general, había cuatro grados de realidad terrestre: mera existencia (como en las piedras); existencia con crecimiento (como en los vegetales); existencia, crecimiento y sensaciones (como en los animales) y todas ellas unidas a la razón (como en los hom bres)/ Por definición, las piedras no podían, literalmente, porfiar ni desear. Si hubiéramos podido preguntar al científico medieval: «¿P or qué dais la impresión de creerlo?», habría podido responder (pues siempre era un dialéctico) con la pregunta: «Pero, ¿acaso entendéis vosotros vuestras afirmaciones sobre leyes y obediencia en sentido más literal que las nuestras sobre inclinación natural? ¿Acaso creéis de verdad que una piedra que cae es consciente de una orden p ro­ mulgada por algún legislador y siente una obligación moral o pru ­ dencial a obedecerla? Conque habríamos de admitir que am bas for­ mas de expresar los hechos son metafóricas. Lo curioso es que la nuestra es la más antropom órfica de las dos. Decir que en cierto modo los cuerpos inanimados tienen un instinto que los guía es colo­ carlos a una distancia de nosotros no menor que la de las palomas; decir que en cierto modo «obedecen leyes» es tratarlos como hom ­ bres e incluso como ciudadanos. Pero, aunque ninguna de esas dos afirmaciones puede entenderse literalmente, de ello no se sigue que no haya diferencia entre el uso de una u otra. En el nivel imaginativo y emocional, existe una gran diferencia entre que, como los medievales, proyectemos en el uni­ verso nuestros esfuerzos y deseos y que, como los m odernos, lo que proyectemos sea nuestro sistema policíaco y nuestras normas de trá­ 2. 3.

P. 156 de la edición de liveryman. Gregory, M oralia, VI, 16; Gow er, Conjessio, Prólogo, 945 y ss.



fico. El lenguaje antiguo sugiere constantemente una continuidad en cierto m odo entre los acontecimientos puramente físicos y nuestras aspiraciones más espirituales. Si el alma procede (en el sentido que sea) del cielo, nuestro anhelo de beatitud es por sí mismo un ejemplo de «inclinación natural» hacia el «lugar idóneo». A eso se debe que en The K in gs Quair figuren estos versos (est. 173): () wery gost ay flickering to and fro That never art in quiet ñor in rest Til thou com to that place that thou com fro Which is thy first and very proper nest.4 [Oh, diablo de ojo, siem pre revoloteando de aquí para allá y nunca quieto hasta que llegas al lugar de que procedes, que es tu primer y propio nido.]

Fundamentalmente, las propiedades de afinidad y oposición en la materia son los «cuatro contrarios». En un lugar Chaucer enumera seis: «caliente, frío, pesado, ligero, húmedo y seco» (Parlement, 379), pero la lista habitual da cuatro: «caliente, frío, húmedo y seco» como en Paradise Lost, II, 898. En el Caos de Milton los encontramos así, en estado puro, porque el Caos no es el universo, sino sólo su m ate­ ria prima. En el M undus que D ios creó a partir de dicha materia prima sólo los encontramos combinados. Se combinan para formar los cuatro elementos. La unión de lo caliente y lo seco se convierte en fuego; la de lo caliente y lo húmedo, en aire; la de lo frío y lo húmedo, en agua; y la de lo frío y lo seco, en tierra. (Como veremos más ade­ lante, sus combinaciones en el cuerpo humano dan resultados dife­ rentes.)5 H ay también un quinto elemento o «quintaesencia», el éter, pero éste sólo se encuentra por encima de la Luna y nosotros los mortales no podem os conocerlo por experiencia. En el mundo situado por debajo de la Luna— la naturaleza en sentido estricto— los cuatro elementos se han distribuido en sus «lugares idóneos». La tierra, el más pesado, se ha concentrado en el centro. En ella está situada el agua, más ligera; por encima de ésta, el aire, más ligero todavía. El fuego, el más ligero de todos, cuando estaba libre, subió hasta la circunferencia de la naturaleza y consti­ tuye una esfera inmediatamente debajo de la órbita de la Luna. Por eso la titana de Spenser, en su ascenso, pasa primero por la «región 4. El pasaje del Troilus de Chaucer (IV, 302) no es, en el sentido más simple, la «fu en te» de éste. Chaucer dio a la idea un tratamiento erótico, pero el rey Jac o b o le devolvió toda su seriedad. A m bos poetas sabían claramente lo que estaban haciendo. 5. Véase más abajo, p. 133.

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del aire» y despues por «el lu ego» antes de llegar al «circulo de la Lu na» (F. Q., V il, vi, 7, 8) y en Donne el alma de Llizabeth Drury viaja desde el aire hasta la Luna tan de prisa, que no sabe si pasó por la esfera del fuego o no 1Sccond Annivcrsary, 1S>1-4), C uando Don Q uijote y Sancho creyeron que habían llegado a ese punto en su ascenso imaginario, el caballero tenía mucho miedo a que se que­ masen (II, xli). La razón por la que las llamas siempre se mueven hacia arriba es la de que el luego que las forma busca su «lugar idó­ neo». Pero las llamas son fuego im puro y a su impureza se debe exclusivamente que sean visibles. El «lu ego elemental» que forma una estera justamente por debajo de la Luna es fuego puro, sin m ez­ cla; por eso es invisible y completam ente transparente. Eue ese «e le­ mento de fuego» el que la «nueva filosofía apagó com pletam ente». A eso se debió en parte que Donne hiciese pasar a Elizabeth Drury dem asiado de prisa como para poder resolver esa incóm oda cues­ tión. Actualmente se conoce tan bien, en general, la arquitectura del universo ptolemaico, que voy a tratarlo en la forma más breve posi­ ble. La Tierra, que es esférica y ocupa el centro, está rodeada por una serie de globos huecos y transparentes, uno encima de otro, y, natu­ ralmente, cada uno de ellos mayor que el que está por debajo. Esas son las «esferas», «cielos» o (a veces) «elem entos». En cada una de las primeras siete esferas hay un gran cuerpo luminoso fijo. E m pe­ zando por la Tierra, el orden es la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno: los «siete planetas». Más allá de la esfera de Saturno está el Stellatum , al que pertenecen todas esas estrellas que todavía llamamos «fijas», porque sus posiciones unas en relación con las otras, a diferencia de las de los planetas, son invariables. Más allá del Stellatum hay una esfera llamada Primer M otor o Pnmum Mobile. Com o no contiene ningún cuerpo luminoso, esta última pasa desapercibida a nuestros sentidos; su existencia se infirió para expli­ car los movimientos de todas las demás. Y, más allá del Pnmum Mobile, ¿qué? La primera respuesta a esa pregunta ineludible la había dado Aristóteles. «F u era del cielo no hay ni espacio ni vacío ni tiempo. Por eso lo que quiera que allí haya se caracteriza por no ocupar espacio m verse afectado por el tiempo».'1 El mejor paganismo se caracteriza por su timidez, por su voz queda. En cambio, una vez adaptada por el cristianismo, esa d oc­ trina habla en voz alta y alborozada. Lo que en un sentido está «fuera del cielo» constituyó entonces, en otro sentido, el Cielo mismo, 6.

De Cáelo, 279a.

8o

caclum ipsum, y colmado por Dios, como dice Bernardo. De modo que, cuando Dante pasa la última frontera, le dicen: «H em os pasado del cuerpo mayor [del maggior corpa] a ese Cielo que es luz pura, luz intelectual, colmada de am or» (Paradtso, X X X , 38). En otras pala­ bras, como veremos con mayor claridad más adelante, en esa frontera la concepción espacial deja de funcionar completamente. En el sen­ tido espacial ordinario, no puede haber «fin » para un espacio tridi­ mensional. El fin del espacio es el fin de la espacialidad. La luz que hay más allá del universo material es luz intelectual. Ni siquiera en la actualidad se entienden en general las dim ensio­ nes del universo medieval tan bien como su estructura; en este siglo, un científico eminente ha contribuido a propalar el error.8 El lector de este libro ha de saber ya que la Tierra era, a escala cósmica, un punto, que no tenía magnitud apreciable. Las estrellas, como había enseñado el Somnium Scipionis, eran mayores que ella. En el siglo VI, san Isidoro sabía que el Sol es mayor y la Luna menor que la Tierra (Etim ologías, III, xlvii-xlviii); M aimónides, en el X II, sostiene que cualquier estrella es noventa veces mayor; Roger Bacon, en el XIII, dice simplemente que la estrella más pequeña es «m ayor» que ella.9 En cuanto a los cálculos de la distancia, contamos, por fortuna, con el testimonio de una obra completamente popular. El South English Legendary. mejor que ninguna obra culta para testimoniar el modelo, tal como existía en la imaginación de la gente común. En ella se nos dice que, si un hombre pudiese viajar hacia arriba a la velocidad de forty mile and yet som del mo («cuarenta millas y algo m ás») por día, en 8000 años seguiría sin haber alcanzado el Stellatum («the highest heven that ye alday seeth» [«el cielo más alto que veis todos los d ía s»]).10 Por sí mismos, esos hechos son curiosidades de poco interés. Adquieren valor solamente en la m edida en que nos permiten pene­ trar más profundam ente en la conciencia de nuestros antepasados al comprender cómo debió de afectar aquel universo a quienes creían en él. L a receta para esa comprensión no es el estudio de los libros. Hay que salir al campo una noche estrellada y caminar durante media hora intentando ver el cielo desde el punto de vista de la anti­ gua cosmología. Hay que recordar que en ese caso existen un arriba y un abajo absolutos. La Tierra es realmente el centro, el lugar más

7. De M un d i Umversitate, II Pros. VII, p. 48. 8 . J. B. S. H aldane, P o sstble W orlds (1930), p. 7. 9. Lo vejo y, o p. cit., p. 100.

10. Ed. de C. D ’Evelyn, A. J. Mili (E.E.T .S., 1956), vol. II, p. 418.

bajo realmente; el movimiento hacia ella desde cualquier dirección es un movimiento hacia abajo. Desde el punto de vista moderno, loca­ lizamos las estrellas a gran distancia. Ahora hemos de substituir la distancia por esa forma suya especialísima (v mucho menos ab s­ tracta) que llamamos altura; la altura que nuestros músculos y ner vios sienten inmediatamente. El modelo medieval es vertiginoso. Y el hecho de que la altura de las estrellas en la astronomía medieval sea muy pequeña en comparación con su distancia en la moderna no ha de tener a fin de cuentas la importancia que podíam os creer en un principio. Para el pensamiento y la imaginación, diez millones de millas y mil millones son prácticamente lo mismo. Am bas cifras se pueden concebir (es decir, que con las dos podem os hacer sumas) y ninguna de las dos se puede imaginar y cuanta mayor imaginación tengamos, mejor lo sabremos. La diferencia realmente importante radica en que el universo medieval, aunque inimaginablemente grande, era finito sin am bigüedad. Y una consecuencia inesperada de ello es hacer que la pequeñez de la Tierra se sintiese de forma más vivida. En nuestro universo, es sin duda pequeña, pero también lo son las galaxias, todo, ¿y qué im porta? Pero en el de los medievales había un término de comparación absoluto. La esfera más lejana, el maggior corpo de Dante, es pura y simplemente el mayor objeto exis­ tente. De esa forma, la palabra «pequeña», aplicada a la Tierra, adquiere un significado muchísimo más absoluto. Además, por ser el universo medieval finito, tiene una forma, la forma esférica perfecta, que contiene en su interior una variedad ordenada. A eso se debe que mirar el cielo en una noche estrellada con ojos m odernos sea como mirar el mar que se desvanece en la niebla o mirar a nuestro alrededor en un bosque impracticable: árboles por todos lados y sin horizonte. Mirar hacia arriba en el soberbio universo medieval es mucho más como mirar un gran edificio. El «espacio» de la astrono­ mía m oderna puede inspirar terror o asom bro o vago ensueño; las esferas de los antiguos nos presentan un objeto en el que la mente puede descansar, abrum ador por sus dimensiones, pero satisfactorio por su armonía. En ese sentido es en el que nuestro universo es romántico y el suyo era clásico. E sa es la explicación de que, cuando la poesía medieval nos lleva al cielo— cosa que hace con tanta frecuencia— , esté tan absoluta­ mente ausente de ella la sensación de encontrarse ante algo enm ara­ ñado, intrincado y absolutam ente extraño, ante forma alguna de agorafobia. Dante, cuyo tema podríam os haber esperado que le invi­ tase a hacerlo, nunca habla de él en estos términos. En ese sentido, el más m odesto escritor de ciencia-ficción m oderno puede satisfa­ 82

cernos más que él. El terror de Pascal ante le silence éternel de ces espaces infinis nunca le pasó por la cabeza. E s como un hombre al que conducen a través de una catedral inmensa, no como alguien perdido en un mar sin costas. Supongo que el sentimiento m oderno apareció con Bruno. Entró en la poesía inglesa con Milton, cuando ve la Luna «cabalgan d o» Like one that had bin led astray Through the Heav’ns wide pathless way. [Com o alguien que se hubiese extraviado por los inmensos e im practicables caminos del cielo.]

Posteriormente, en Paradise Lost, inventó un procedimiento de lo más ingenioso para conservar las antiguas glorias del universo creado y finito, al tiempo que expresaba la nueva concepción del espacio. Encerró su cosm os en un envoltorio esférico dentro del cual todo podía ser luz y orden, y lo colgó del suelo del cielo. Fuera de él estaba el C aos, el «abism o infinito» (II, 405), la «noche no esencial» (438), en la que «se pierden la longitud, la anchura y la altura, el tiempo y el espacio» (891-2). Quizá fuese el primer escritor que usó el nombre de espacio en un sentido enteramente moderno: «el espacio puede producir nuevos m undos» (I, 650). N o obstante, hemos de reconocer que, mientras que se recalca­ ban las consecuencias morales y emocionales de las dimensiones cós­ micas, a veces se ignoraban las consecuencias visuales. Dante en Paradiso (X X V II, 81-3) mira hacia abajo desde la esfera de las estre­ llas fijas y ve el hemisferio septentrional que se extiende desde Cádiz hasta Asia. Pero, con arreglo al modelo, difícilmente podía verse toda la Tierra desde aquella altitud y decir que se ven marcas en su super­ ficie resulta ridículo. Chaucer en Hous o f Pame está inimaginable­ mente más abajo que Dante, pues se encuentra todavía en el aire, por debajo de la Luna. Pero, aun así, resulta sumamente im probable que hubiese podido distinguir barcos y ni siquiera, si bien unethes («con dificultad»), bestes («anim ales») (II, 846-903). La im posibilidad, en las condiciones supuestas, de ese tipo de experiencias visuales es evidente para nosotros, porque nos hemos criado desde la infancia bajo la influencia de representaciones que aspiraban al máximo de ensueño y observaban estrictamente las leyes de la perspectiva. Estarem os en un error si suponem os que el mero sentido común, sin semejante instrucción, permitiría a los hombres ver una escena imaginaria o incluso ver el mundo en que viven, tal

como lo vemos hoy.! El arre medieval era deficiente en la aplicación de la perspectiva y la poesía siguió su ejemplo. Para Chaucer, la natu­ raleza es siempre primer plano; nunca representa un paisaje. Ni los poetas ni los artistas sentían demasiado interés por el ilusionismo estricto de épocas posteriores. El tamaño relativo de los objetos en las artes visuales estaba determinado más por el interés con que el artista deseaba recalcarlos que por sus tamaños en el mundo real o por la distancia. El artista medieval nos muestra cualquier detalle que quiera hacernos ver tanto si es visible como si no. Creo que Dante estaba en perfectas condiciones de saber que no habría podido ver Asia y Cádiz desde el Stellatum v, aun así, incluirlos. Siglos después, Milton hace que Rafael mire desde la puerta del cielo, es decir, desde un punto exterior a todo el universo sideral— «distancia imposible de expresar en cifras» (VIII, 1 13)— v vea no sólo la Fierra, no sólo los continentes sobre la Tierra, no solo el Edén, sino también cedros (V, 257-261). De la imaginación medieval e incluso de la isabelina en general (aunque no precisamente de la de Dante) podem os decir que, incluso al tratar objetos en primer plano, es vivida en lo que se refiere al color y a la acción, pero raras veces usa la escala coherentemente. Vemos gigantes y enanos, pero nunca llegamos a descubrir su tamaño exacto. Gullwer fue una gran novedad.1'

B. SUS M OVIM IENTOS

Elasta aquí la representación del universo es estática; ahora debem os ponerla en movimiento. Toda clase de poder, movimiento y eficacia desciende de Dios al Pnmum Mobile y lo hace girar; más adelante estudiaremos el tipo exacto de causalidad que interviene. La rotación del Pnmum Mobile causa la del Stellatum , que, a su vez, causa la de la esfera de Saturno y así sucesivamente hasta la última esfera en movimiento, la de la Luna. Pero existe otra complicación. EJ Pnmum Mobile se mueve de Este a Oeste, completando su círculo cada veinticuatro horas. Las esferas inferiores (por «inclinación natural») dan una vuelta más lenta de O este a Este, que tarda 36.000 años en completarse. Pero el impulso diario del Pnmum Mobile las f uerza diariamente hacia atrás, con su estela o corriente, por decirlo así, de forma que su movi­ 11. Véase E. H. G om brich, Art ana lllusioh ( 1960). 12. Véase más abajo, pp. 92-95.

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miento real es hacia el Oeste, pero con velocidad retrasada por su resistencia a moverse en la dirección opuesta. De ahí la explicación de Chaucer: O lirste moeving cruel firmament With thy diurnal sweigh that crowdest ay And hurlest al from Est til Occident That naturelly wolde holde another way. (Canterbury Tales, B 295 y ss.) [Oh, primer motor, firmamento cruel, que im pulsas a los astros con tu oscilación diurna y arrojas de Oriente a O ccidente a todos los que por inclinación natural seguirían (Uro camino.]

El lector comprenderá sin duda que no se trataba de una fantasía arbitraria, sino de otra «herram ienta» simplemente, como la hipóte­ sis de Copérnico; una construcción intelectual ideada para ajustarse a los fenómenos observados. Recientemente se nos ha recordado1' hasta qué punto intervinieron las matemáticas, muy buenas matemá­ ticas, en la construcción del modelo. Además del movimiento, las esferas transmitían (a la Tierra) lo que se llamaban influencias, la materia que estudia la astrología. La astrologia no es específicamente medieval. La Edad Media la heredó de la antigüedad y la legó al Renacimiento. La afirmación de que la Iglesia medieval miraba con malos ojos dicha disciplina muchas veces se entiende en un sentido que desfigura la realidad. Los teólogos ortodo­ xos podían aceptar la teoría de que los planetas afectaran a los aconte­ cimientos y a la psicología y, mucho más, a las plantas y los minerales. La iglesia no combatía esa idea. Combatía tres de sus derivaciones. 1) La práctica, lucrativa y políticamente indeseable, de las pre­ dicciones basadas en la astrología. 2) El determinismo astrológico. L a doctrina de las influencias podía llevarse hasta el extremo de negar el libre albedrío. Contra ese determinismo, como en épocas posteriores contra otras formas de deter­ minismo, la teología tuvo que hacer un alegato. Santo Tomás de Aquino trata esa cuestión con toda claridad.14 N o niega la influencia de las esferas en el aspecto físico. Los cuerpos celestes afectan a los cuerpos terrestres, incluidos los de los hombres. Y, al afectar a nues­ tro cuerpo, pueden afectar, aunque no necesariamente, a nuestra razón y a nuestra voluntad. Pueden, porque indudablemente nues­ tras facultades superiores reciben algo (accipiunt) de las inferiores. N o necesariamente, porque cualquier alteración de nuestra capaci­ 13. P a n ne c o ck , W istory o f A stro n o m y (1961). 14. S u m m a , Ia, C X V , Árt. 4.

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dad imaginativa provocada de esa forma no produce una necesidad, sino una propensión a actuar de esta o de aquella form a." Se puede resistir dicha propensión; por eso el hombre justo puede vencer a las estrellas. Pero la mayoría de las veces no encontrará resistencia, pues la mayoría de los hombres no son justos; a eso se debe que, igual que las predicciones actuariales, las predicciones astrológicas sobre el comportamiento de gran cantidad de hombres resulten cumplirse con frecuencia. 3) Las actitudes que supusieran o fomentaran en apariencia la adoración de los planetas: al fin y al cabo, habían sido los más resis­ tentes de todos los dioses paganos. San Alberto M agno da reglas sobre el uso legítimo e ilegítimo de las imágenes planetarias en la agricultura. Se puede enterrar en el campo un plato con el símbolo o jeroglífico de un planeta, pero no se pueden usar, al mismo tiempo, invocaciones o «sufum igaciones» (Speculum Astronomiae, X). A pesar de aquella cuidadosa vigilancia contra la planetolatría, los planetas siguieron recibiendo sus nombres divinos y todas sus repre­ sentaciones en el arte y la poesía proceden de los poetas paganos, pero no— hasta época posterior— de los escultores paganos. Los an­ tiguos habían descrito a M arte completamente arm ado y en su carro; así, pues, los artistas medievales, al plasmar aquella imagen en términos contem poráneos, lo representaron como un caballero con armadura plateada sentado en un carro de cam pesinos,10 lo que tal vez inspirara a Chrétien la historia que figura en su Lancelot. A veces, los lectores modernos discuten sobre si, cuando un poeta medieval menciona a Júpiter o a Venus, se refiere al planeta o a la deidad. N o es seguro que esa pregunta tenga respuesta. D esde luego, nunca debem os suponer sin pruebas especiales que esos personajes sean en la obra de Gow er o de Chaucer las figuras meramente mitológicas que son en la de Shelley o de Keats. Son planetas, además de dioses. N o es que el poeta cristiano creyese en el dios porque creía en el pla­ neta, sino que las tres cosas— el planeta visible en el cielo, la fuente de influencia y el dios— actuaban generalmente como una unidad en su mente. N o he encontrado pruebas de que ese estado de cosas inquietase lo más mínimo a los teólogos. Los lectores que ya conozcan las características de los siete pla­ netas pueden saltarse la siguiente lista: Saturno. Su influencia en la tierra produce plomo; en los hom ­ bres, el carácter melancólico; en la historia, acontecimientos desas 15. Cf. Dante, Purgatorio. X V II, 13-17. 16. Véase J. Seznec, The Survival o f the Pagan ( ,ods, op. cit., p. 191.

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trosos. En Dante su esfera es el cielo ele los contemplativos. Está relacionado con la enferm edad y la vejez. N uestra representación tradicional del padre Tiem po con la guadaña procede de representa­ ciones anteriores de Saturno. Una buena descripción de sus activi­ dades— accidentes fatales, peste, traiciones y mala suerte en gene­ ral— figura en The Knight's Tale (A 2.463 y ss.). E s el más terrible de los siete y a veces recibe el nom bre de «D esgracia m áxim a», Infor­ tuna Major. Júpiter, el Rey, produce en la tierra— cosa bastante decepcio­ nante— estaño; este metal brillante excitaba la imaginación de forma diferente antes de que apareciese la industria conservera. El carácter que produce en los hombres podría expresarse ahora muy im perfec­ tamente mediante la palabra «jovial» y no resulta fácil de compren­ der; ya no es uno de nuestros arquetipos, como el carácter saturnino. Podemos decir que es regio, pero hemos de pensar en un rey en paz, sentado en el trono, ocioso, sereno. El carácter jovial es alegre, fes­ tivo y, sin em bargo, sobrio, tranquilo, magnánimo. Cuando este pla­ neta domina, podem os esperar días tranquilos y prosperidad. En Dante los príncipes buenos y justos van a su esfera, cuando mueren. Es el mejor planeta y recibe el nombre de «Fortuna m áxim a», For­ tuna M ajor. Marte produce hierro. D a a los hombres el temperamento m ar­ cial, «gran intrepidez», como dice la Com adre de Bath (D 612). Pero es un planeta malo, Infortuna Minor. Produce las guerras. En Dante, su esfera es el cielo de los mártires; en parte por la razón evidente, pero en parte, sospecho, a causa de una relación filológica errónea entre martyr y Martem. El Sol es el punto en que la coincidencia entre lo mítico y lo astro­ lógico casi desaparece. En el sentido mítico, Júpiter es el Rey, pero el Sol produce el metal más noble, el oro, y es el ojo y la mente de todo el universo. H ace buenos y generosos a los hom bres y su esfera es el cielo de los teólogos y filósofos. Aunque no es más metalúrgico que otros planetas, sus operaciones metalúrgicas aparecen citadas con mayor frecuencia que las de los demás. En la obra de Donne Allophanes and Idios leemos que las tierras que el Sol podría convertir en oro pueden estar dem asiado lejos de la superficie para que sus rayos surtan efecto (61). El Mammón de Spenser saca su tesoro al exterior para «solearlo». Si ya hubiera sido oro, no habría tenido motivo para hacerlo. Todavía es gris; lo pone al sol para que se convierta en oro.!/ El Sol produce acontecimientos venturosos. 17. F. Q., versículo hasta II, vii.

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En cuanto a efectos beneficos, tan solo Júpiter supera a Venus; ésta es la Fortuna Mtnor. Su metal es el cobre. La relación no aparece clara hasta que observamos que en tiempos Chipre íue famosa por sus minas de cobre, que el cobre es cyprum, el metal de Chipre, y que Venus, o Afrodita, que recibía una adoración especial en dicha isla, era KÚTtpu;, la Dama de Chipre. En los mortales produce belleza e inclinación amorosa; en la historia, acontecimientos venturosos. Dante hace que su esfera sea el cielo, no— como podría esperarse de un poeta menos sutil— de los caritativos, sino de aquellos que en esta vida amaron desm esuradamente y se han arrepentido. Allí es donde encuentra a Cunizza, cuatro veces esposa y dos amante, y a Rahab la ramera (Paradiso, IX). Están volando rapida e incesantemente (VIII, 19-27), lo que los hace semejantes, dentro de su diversidad, a los impenitentes y tem pestuosos amantes del Inferno, V. Mercurio produce el mercurio. Dante ofrece su esfera a los hom ­ bres de acción caritativos. Por otro lado, san Isidoro dice que este planeta recibe el nombre de Mercurio porque es el protector de los comerciantes (mercibus praeest).ls Gow er dice que el hombre nacido bajo el signo de Mercurio será «estu dioso» e «interesado por la lite­ ratura», bot yit w ith somdel besinesse his hert is set upon richesse.

(Confessio, VII, 765.) [Pero, aun su coraz ón a spi ra a la riqueza me dia nt e los n ego cio s.]

La Com adre de Bath lo relaciona en particular con los clérigos (D 706). En De Nuptiis de Marciano Capella es el novio de Philologia, que es la erudición o la literatura más que lo que nosotros llamamos «filología».19 Y estoy bastante seguro de que «las palabras cié M ercu­ rio» contrapuestas a «las canciones de A polo» al final de Love’s Labou rs Lost constituyen un ejemplo de estilo «ag u d o » o retórico. Es difícil ver la unidad en todas esas características. «G ran agudeza» o «vivacidad» es la mejor forma en que puedo expresarla. Pero es mejor meter simplemente un poco de mercurio en una salsera y jugar con él durante unos minutos. Eso es lo que significa «m ercurial». A la altura de la Luna, cruzamos en nuestro descenso la gran frontera que tantas veces he tenido ocasión de citar; entre el éter y el aire, entre el «cielo» y la «naturaleza», entre la región de los dioses (o 18. Vé as e S an Agust ín, De ( \i v ítate , V i l, \:v. 19. D e n u p tm M ercuru et P h ilo lo g ia e , ed. de K Evs se n h ard t (L ipsia e, 1866).

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ángeles) y la de los demonios, entre la región de la necesidad y la de la contingencia, entre lo incorruptible y lo corruptible. A menos que retengamos firmemente en la mente esa «gran divisoria», cualquier pasaje de Donne o de Drayton o de cualquier autor que hable de «supralunar» o «sublunar» perderá su fuerza original. C onsiderare­ mos la expresión «bajo la Lu n a» como vago sinónimo— semejante a nuestro «bajo el Sol»— de «p o r todas partes», cuando en realidad está usada con precisión. Cuando Gow er dice: We that dwelle under the Mone Stand in this world upon a weer. (Confessio, Prol. 142.) [El destino de quienes vivimos bajo la Luna es incierto.]

quiere decir exactamente lo que dice. Si viviésemos por encima de la Luna no sufriríamos weer («duda, in certidum bre»). Cuando la N atu ­ raleza de Chaucer dice Ech thing in my cure is Under the Moone that mai wane and waxe. (Canterbury Tales, C 22.) [D e mí depende todo lo que está situado por debajo de la Luna, creciente o m en­ guante.]

está distinguiendo su región mutable del mundo supralunar en el que nada crece o decrece. Cuando Chaucer dice «Fortune may non ángel d ere» en el M onk’s Tale (B 3191) está recordando que los ángeles viven en la región etérea donde no hay contingencia y, por tanto, tampoco suerte, ni buena ni mala. Su metal es la plata. En los hom bres produce vagabundeo y en dos sentidos. Puede hacer que sean viajeros, de forma que, como dice Gower, el hombre nacido bajo el signo de la Luna seche manye lemdes strange («buscará tierras extrañas») (VII, 747). En ese sentido los ingleses y alemanes están muy influidos por ella (ibid., 751-4). Pero también puede producir «extravío» del juicio, sobre todo esa locura periódica que en un principio recibía el nombre de lunacy («lunatism o»), por la que el paciente, como dice Lengland (C, x, 107) está mad as the mone sit, more other lasse («loco cuando se pone la luna más o m enos»). Esas son las «lunas peligrosas, inseguras» del W inters Tale (II, ii, 30), de ahí (y por otras razones) que lunes sea casi con toda seguridad la lectura correcta en Hamlet (III, iii, 7) en lugar 89

de la incomprensible, browes, de la edición en cuarto y de la métri­ camente incorrecta, lu n aaes, de la edición en folio. Dante asigna la esfera cié la Luna a quienes han entrado en la vida conventual y la han abandonado por razones buenas o excusables. Nótese que, mientras que no encontramos dificultades para com ­ prender el carácter de Saturno o de Venus, Júpiter o Mercurio casi se nos escapan. La verdad que se desprende de eso es que se deben captar los caracteres planetarios mediante una intuición más que construirlos a partir de conceptos; necesitamos conocerlos, no saber cosas sobre ellos, connaitrc, no savoir. A veces sobreviven las antiguas intuiciones; cuando no, vacilamos. Cam bios de punto de vista que han dejado casi intacto el carácter de Venus, casi han aniquilado a ] úpiter. De acuerdo con el principio de transferencia o mediación, las influencias no se ejercen sobre nosotros directamente, sino que pri­ mero modifican el aire. Com o dice Donne en The Extasíe: «L a influencia del cielo no se ejerce sobre el hombre / sino que primero invade el aire». Originalmente, una peste la causan maléficas con­ junciones de los planetas, como cuando Kinde herde tho Conscience and cam out oí the planetes And sente forth his forayers, tevers and fluxes. {Piers Plowmatu c. XXIII, 80.) [Procedente de los planetas y envía sus azotes, fiebres y flujos.]

Pero la mala influencia se ejerce por estar literalmente «en el aire». Por eso, cuando un doctor medieval no podía atribuir el estado del paciente a una causa determinada, la atribuía a «esta influencia que está presente en el aire». Si era un doctor italiano, diría sin duda questa influenza. La profesión ha conservado esa útil palabra desde entonces. Siempre debem os recordar que constelación en el lenguaje m edie­ val raras veces significa, como para nosotros, una disposición perm a­ nente de los astros. Generalmente, significa una situación pasajera de sus posiciones relativas. El artista que había construido el caballo de bronce en el Squires Tale, wayted many a constelacioun (F 129). D ebem os traducir esa frase por «estaba a la expectativa más de una conjunción». L a palabra influencia en su sentido moderno— el sentido en que este estudio me ha obligado tantas veces a usarla— es la abstracción más imprecisa que proporciona el corpus completo de nuestra len­ 90

gua. D ebem os procurar no atribuir ese sentido de la palabra— que ha perdido su frescura original— al uso que de ella hacían los poetas antiguos, según el cual todavía era una metáfora del todo consciente debida a la astrología. Cuando su autor dice de las damas de L A lle ­ gro que «d e sus brillantes ojos / llovía influencia», está com parándo­ las con los planetas. Cuando Adán dice a Eva I from the influence of thy lookes receave Access in every vertue. (.Paradise Lost, IX, 309) ILa influencia de tus m iradas me da acceso a todas las virtudes.]

está diciendo mucho más de lo que un lector moderno podría su po­ ner. E stá considerándose a sí mismo como una Tierra y a ella como un Jú piter o una Venus. Faltan por añadir otros dos rasgos a nuestra descripción. N ada está más grabado en las concepciones cósmicas de un hom ­ bre moderno que la idea de que los cuerpos celestes se mueven en un vacío tan negro como el betún y tan frío como los muertos. N o era así en el modelo medieval. Ya en el pasaje citado de Lucano hemos visto que (de acuerdo con la interpretación más probable) el espíritu que está ascendiendo pasa a una región en comparación con la cual nuestro día terrestre es una mera clase de noche y en ningún texto de la literatura medieval he encontrado indicación alguna de que, si pudiésem os penetrar en el mundo supralunar, nos encontraríamos en un abism o de obscuridad.20 Pues su sistema era, en cierto sentido, más heliocéntrico que el nuestro. El Sol iluminaba la totalidad del universo. Según dice san Isidoro, ninguna estrella tiene luz propia, sino sólo, como la Luna, la que recibe del Sol. Así lo confirma Dante en el Convivio (II, xiii, 15). Y, como no tenían— creo yo— idea de la intervención del aire en la transformación de la luz física en esa región coloreada y circunstante que llamamos día, hemos de repre­ sentar iluminadas las infinitas millas cúbicas que ocupan la vasta con­ cavidad. La noche es simplemente el cono de som bra producido por nuestra Tierra. Según Dante (Paradiso, IX , 118), se extiende hasta la esfera de Venus. Com o el Sol se mueve y la Tierra permanece inm ó­ vil, hemos de representarnos esa franja negra y larga girando perpe­ tuamente como una manecilla de un reloj; por eso la llama Milton «el baldaquín circular de la extensa obscuridad de la noche» (Paradise 2 0 . Véase más arriba, p. 34. Cf. también Plinio, Historia N atural, II, vii.

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1

L ost, III, 556). Más allá de ella no hay noche; sólo «dichosas regiones que se encuentran donde el día nunca cierra los ojos» (Com us. 978). Cuando miramos hacia el cielo nocturno, no miramos a la obscuri­ dad, sino a través de ella. Y, en segundo lugar, igual que ese vasto (aunque linito) espacio no es obscuro, tam poco está en silencio. Si nuestros oídos estuviesen abiertos, percibiríamos, como lo expresa Henryson, cverv planet in his pr oper sphere In moving ma kan d harmonv and sound. {P ab le s, 1659) [C ada planeta en su propia estera, creando armonía y música al moverse. 1

tal como Dante (Paradiso, I, 78) y Troilo (V, 1812) la oyeron. Si el lector tiene a bien repetir el experimento, antes propuesto, de dar un paseo nocturno teniendo presente la astronomía medieval, sentirá fácilmente el efecto de esos dos últimos detalles. El «silencio» que espantó a Pascal era, según el modelo medieval, completamente ilusorio y el cielo parece negro solamente porque lo estamos viendo a través del obscuro cristal de nuestra propia sombra. H em os de im a­ ginarnos mirando (hacia) un mundo iluminado, caldeado y resonante de música. Podríam os añadir mucho más todavía. Pero omito los signos, los epiciclos y la eclíptica. Contribuyen menos al efecto emocional (que es lo que me interesa principalmente) y resultan prácticamente im po­ sibles de explicar sin diagramas.

C. SUS H ABITANTES

Com o hemos dicho, Dios hace girar el Pnmum Mobile. Un teísta moderno difícilmente haría la pregunta: «¿C ó m o ?». Pero esa pre­ gunta se había form ulado y respondido mucho antes de la E dad Media y la respuesta se incorporó al modelo medieval. Para A ristó­ teles era evidente que la mayoría de las cosas que se mueven lo hacen porque otro objeto las impulsa. Una mano, en movimiento a su vez, mueve una espada; un viento, en movimiento a su vez, mueve un barco. Pero otra característica fundamental de su pensamiento era la de que no puede existir una serie infinita. En consecuencia no pod e­ mos seguir explicando un movimiento por otro ad infimtum. En última instancia ha de haber algo que, estando inmóvil, inicie el movimiento de todas las demás cosas. Identifica ese Primer M otor 92

con el Dios absolutamente trascendente e inmaterial que «no ocupa lugar ni se ve afectado por el tiem po».21 Pero no hemos de imaginarlo moviendo las cosas mediante acción positiva alguna, pues eso equi­ valdría a atribuirle algún tipo de movimiento y en ese caso no habría­ mos llegado a un M otor completamente inmóvil. Entonces, ¿cómo mueve las cosas? Aristóteles responde: Kivet (óq ápcójaevov, «L as mueve en la medida en que recibe am or».22 Es decir, que mueve las demás cosas como un objeto de deseo mueve a quienes lo desean.2’ El Primum Mobile es movido por su amor a Dios y, al tiempo, com u­ nica el movimiento al resto del universo. Sería fácil comentar más por extenso la antítesis entre esa teolo­ gía y la característica del judaism o (en sus mejores momentos) y del cristianismo. Am bas pueden hablar de «am or de D ios». Pero en una éste significa el sediento y anhelante amor de las criaturas hacia El; en la otra, Su providente amor por aquéllas, hasta las cuales des­ ciende. No obstante, no se debe considerar una contradicción esa antítesis. Un universo real podría dar cabida al «am or de D ios» en am bos sentidos. Aristóteles describe el orden natural que muestra perpetuamente el mundo incorrupto y supralunar. San Juan («A quí está el amor, no el que nosotros ofrecemos a Dios, sino el que El nos da») describe el orden de la G racia que entra en juego aquí en la Tie­ rra porque los hombres han caído. N ótese que, cuando Dante pone fin a la Commedia con «el amor que mueve el Sol y los demás astros», se refiere al amor en el sentido aristotélico. Pero, aunque no haya contradicción, la antítesis explica perfecta­ mente por qué es tan poco evidente el modelo medieval en los escri­ tores espirituales y por qué es tan diferente la atmósfera de su obra de la de Jean de Meung o incluso de la del propio Dante. Los libros espirituales se proponen fines completamente prácticos, van dirigi­ dos a quienes piden orientación. Sólo el orden de la G racia es perti­ nente. Una vez admitido que el amor de Dios mueve las esferas, un moderno puede aún preguntar por qué había de adoptar ese movi­ miento la forma de la rotación. Creo que para cualquier antiguo o medieval la respuesta habría sido evidente. El amor procura partici­ par en su objeto, volverse lo más semejante posible a su objeto. Pero los seres creados y finitos nunca pueden compartir totalmente la u bi­ cuidad inmóvil de Dios, de igual forma que el tiempo, por mucho 2 1 . Véase más arriba, p. 80. 2 2 . Metafísica, 1072b. 23. I Juan iv. 10.

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que multiplique sus presentes transitorios nunca puede alcanzar el tolum simul de la eternidad. Id mayor acercamiento a la ubicuidad divina y perfecta que pueden alcanzar las esteras es el movimiento mas rápido y regular posible, en la forma rnás perfecta, que es la cir­ cular. Cada esfera la alcanza en grado menor que la estera situada por encima de ella y por esa razón tiene una marcha más lenta. Todo eso entraña que cada esfera, o algo que se encuentre en ella, es un ser consciente e inteligente, movido por «el amor intelectual» de Dios. Y así es. Esas excelsas criaturas reciben el nombre de inte­ ligencias. La relación existente entre la inteligencia de una esfera y la propia esfera como objeto físico se concebía de formas diversas. La concepción más antigua era la de que la inteligencia está «en » la estera, igual que el alma está «en » el cuerpo, con lo que los planetas son, como habría admitido Platón, animales celestes, cuerpos animados o mentes encarnadas. Por eso Donne, al hablar de nuestros cuerpos, dice: «N osotros somos las inteligencias;24 ellos, las esferas». Posteriorm ente, los escolásticos pensaron de forma diferente. «D eclaram os, junto con los autores sagrados», dice san Alberto M agno,2" «que los cielos carecen de alma y no son animales, si enten­ demos la palabra alma en su sentido estricto. Pero, si deseam os con­ ciliar la concepción de los científicos [philosophos\ con la de los auto­ res sagrados, podem os decir que existen ciertas inteligencias en las esferas [...] y reciben el nombre de almas de las esferas [...] pero no mantienen con las esferas la relación que justifica que llamemos al alma [humana] entelequia del cuerpo. Hemos hablado de acuerdo con los científicos, que sólo contradicen a los autores sagrados en el nom bre». Santo Tomás de Aquino sigue a san Alberto.26 «E ntre quie­ nes sostienen que son animales y quienes lo niegan, poca o ninguna diferencia encontramos en cuanto a lo substancial, sólo en cuanto al lenguaje \in vocc tantum \». N o obstante, las inteligencias planetarias constituyen una parte muy pequeña de la población que habita, como su «lugar idóneo», la vasta región etérea entre la Luna y el Primum Mobile. Ya hemos d es­ crito la jerarquía de sus especies. Durante todo este tiempo estamos describiendo el universo que se extiende en sentido espacial; la dignidad, el poder y la velocidad van disminuyendo progresivamente a medida que descendem os desde su circunferencia hacia su centro, la Tierra. Pero ya he indi­

24. The Extasíe, 51. 25. Summa de Cnaturis Ia, Tract. III, Q uaest. X V I. Art. 2 . 26. Ia, L X X , Art. 3.

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cado que el universo inteligible lo invierte todo; en él la Tierra es el borde, el margen exterior donde el ser se desvanece en el límite de la nada. Unos versos asom brosos de Paradiso (X X V III, 25 y ss.) nos dejan esa imagen grabada en la mente para siempre. En ellos Dante ve a Dios como un punto de luz. Siete anillos de luz concéntricos giran en torno a dicho punto, y el más pequeño y más cercano a él es el que tiene el movimiento más rápido. Este es la inteligencia del Pri­ mú m M obile, superior al resto en amor y conocimiento. De forma que, cuando nuestras mentes están suficientemente libres de los sen­ tidos, el universo resulta estar vuelto del revés. Sin embargo, Dante no dice más— aunque sí con fuerza incomparablemente mayor— de lo que dice Alano, cuando nos coloca a nosotros y nuestra Tierra «fuera de la muralla de la ciudad». Podem os perfectamente preguntar cómo es que, en ese mundo supralunar que no ha conocido la caída, pueden existir fenómenos como los de los planetas «m alos» o «m aléficos». Pero son malos tan sólo en relación con nosotros. En su vertiente psicológica, esa res­ puesta está implícita en la distribución que hace Dante de las almas bienaventuradas en sus diferentes planetas después de la muerte. El temperamento derivado de cada planeta puede recibir un uso bueno o malo. Si hemos nacido bajo el signo de Saturno, estamos en condi­ ciones de llegar a ser ora melancólicos y malcontentos ora grandes contemplativos; bajo el de Marte, Atilas o mártires. Aun el mal uso de la psicología impuesta por nuestros astros puede conducir, mediante el arrepentimiento, a su tipo apropiado de beatitud; como en el caso de la Cunizza de Dante. De igual forma se puede hacer frente sin duda a los otros efectos malos de los «infortunios»: las pla­ gas y desastres. La culpa no corresponde a la influencia, sino a la naturaleza terrestre que la recibe. En una Tierra que ha conocido la caída, la justicia divina permite que nosotros y nuestros Tierra y aire respondam os así, de forma catastrófica, a influencias que en sí m is­ mas son buenas. Las «m alas» influencias son aquellas de las que nuestro mundo corrom pido ya no puede hacer buen uso; el paciente malo hace que los efectos del agente sean malos. La descripción más completa que he encontrado de esto figura en un libro proscrito de la última época; pero no proscrito, supongo, a ese respecto. Se trata del Cantica Tria de Franciscus G eorgius Venetus (ob. 1540).2/ Si todas las cosas de aquí abajo tuvieran una disposición adecuada para con los cielos, todas las influencias, como enseñó Trismegisto, serían extraordinariamente buenas (optimos). Cuando van seguidas de un 27. Parisiis, 1543.

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efecto malo, debem os atribuirlo a la mala disposición del sujeto (in disposito suhjccto). 's Pero ya es hora de que descendam os por debajo de la Luna, que pasem os del éter al aire. Este último, como ya sabe el lector, es el «lugar idóneo» de los seres aéreos, los demonios. En la obra de Lazamon, que sigue a Apuleyo, esas criaturas pueden ser buenas o malas. Lo mismo siguen siendo para Bernardo, quien divide el aire en dos regiones, y coloca en la parte superior y más tranquila a los demonios buenos y a los malos en la inferior y más turbulenta."'Pero, a medida que fue avanzando la Edad Media, fue ganando terreno la opinión de que todos los demonios eran igualmente malos, que eran, de hecho, ángeles caídos o «diablos». Alano adopta esa opinión, cuando en el Anticlaudiano (IV, v) habla de los «ciudadanos aéreos», para los cua­ les el aire es una prisión; Chaucer recordó ese pasaje.’" Santo Tomás de Aquino equipara claramente a los demonios con los diablos.” El paisaje paulino en la Epístola a los Efesios (ii, 2) sobre «el príncipe de los poderes del aire» probablemente tenía mucho que ver con esto y también con la asociación popular entre brujería y mal tiempo. De ahí que el Satán de Milton en Paradise Regained llame al aire «n u es­ tra última conquista» (1, 46). Pero, como veremos, quedaban pen­ dientes muchas dudas sobre los demonios y el neoplatonismo rena­ centista resucitó la antigua concepción, mientras que los cazadores de brujas renacentistas se fueron sintiendo cada vez más seguros de la nueva. El «espíritu servidor» de Comus recibe el nombre de «dem on io» en el manuscrito del Trinity College. Todo esto bastaría con respecto a los demonios, si estuviéramos del todo seguros de que estaban confinados en el aire y nunca apa­ reciesen identificados con criaturas que llevan un nombre diferente. Volveré a tratar de ellos en el próxim o capítulo. N o confío mucho en lograr convencer al lector para que dé un tercer paseo experimental a la luz de las estrellas. Pero quizá, sin darlo, pueda ahora mejorar su representación de aquel universo anti­ guo añadiendo los retoques finales que esta sección ha indicado. Cualesquiera que sean los otros sentimientos que un m oderno expe­ rimente cuando mira la noche estrellada, lo que es seguro es que tiene la sensación de estar mirando hacia afuera, como quien mira desde el salón de la entrada hacia el obscuro Atlántico o desde el atrio iluminado hacia páram os obscuros y solitarios. Pero, si aceptá­ 28. 29. 30. 31.

C an tic i Prtm i, tomo III, cap. 8 . Op. a t II, Pros. VII, pp. 49-50. H o u s o f F am e II, 929. Ia, LXIV, i, et p assim .

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ramos el modelo medieval, tendríamos la sensación de mirar hacia dentro. La Tierra está «fuera de la muralla de la ciudad». Cuando el Sol está arriba, nos deslumbra y no podem os ver lo que hay en el interior. La obscuridad, nuestra propia obscuridad, retira el velo y vislumbramos por un instante las excelsas magnificencias que hay dentro: la vasta concavidad iluminada, llena de música y vida. Y, al mirar dentro de ella, no vemos, como el Lucifer de Meredith, «el ejército de la ley inalterable», sino más que nada la algazara del amor insaciable. Estam os mirando la actividad de criaturas cuya experien­ cia sólo se puede comparar imperfectamente con la de quien está bebiendo y su sed está deleitándose sin haberse saciado todavía. Pues ejercen siempre sin impedimento su facultad más elevada en el objeto más noble; sin saciarse, dado que nunca pueden llegar a hacer completamente suya la perfección de El y, aun así, sin sentirse frus­ tradas en ningún momento, puesto que cada instante se aproximan a El en la mayor m edida que les está permitido. N o hemos de adm i­ rarnos de que un cuadro antiguo represente la inteligencia del Pnmum Mobile como una muchacha bailando y jugando con su esfera, como si ésta fuera una pelota.52 Entonces, tras haber dejado de lado la teología o ateología en que creamos, dirijamos nuestra mente hacia arriba, pasando un cielo tras otro, hasta llegar a Aquel que es el auténtico centro— para nuestros sentidos, la circunferencia— de todo, la presa que todos esos cazadores incansables persiguen, la vela en torno a la cual se mueven, sin quemarse, todas esas polillas. Esa imagen es exclusivamente religiosa. Pero, ¿es concretamente cristiana? Existe sin duda una diferencia patente entre este modelo, en el que Dios es mucho menos el amante que el amado y el hombre es una criatura marginal, y la imagen cristiana en la que los elemen­ tos fundamentales son la caída del hombre y la encarnación de Dios en hombre para redimir a los hombres. Com o he indicado antes, puede que no haya una contradicción lógica absoluta. Podem os decir que el Buen Pastor va a buscar la oveja extraviada porque se ha per­ dido, no porque fuera la más hermosa del rebaño. Podría haber sido la menos hermosa. Pero, como mínimo, queda una profunda discor­ dancia de esferas. Esa es la razón por la que esta cosmología desem ­ peña un papel tan poco importante en los autores espirituales y no va unida a un profundo ardor religioso en ninguno de los escritores que conozco, salvo el propio Dante. Otra indicación de la divergencia es la siguiente. Podríam os pensar que un universo tan repleto de ra­ diantes criaturas sobrehum anas fuese un peligro para el monoteísmo. 32. Seznec, o p. cit., p. 139.

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Y, sin em bargo, en la Edad Media el peligro para el monoteísmo no procedió de un culto a los ángeles, sino del culto a los santos. En general, cuando los hombres rezaban, no pensaban en las jerarquías e inteligencias. Creo que no había oposición, sino disociación, entre su vida religiosa y todo aquello. Con respecto a un punto podríam os haber esperado una contradicción. ¿H a de perecer el día postrero todo ese admirable universo perfecto y sin pecado, situado por todas partes más allá de la Luna? Parece que no. Cuando las Escrituras dicen que las estrellas caerán (Mateo, xxiv, 29), podem os interpre­ tarlo «m etafóricam ente»; puede significar que los tiranos v magnates resultarán humillados. O puede que las estrellas que caigan sean sim ­ plemente meteoritos. Y san Pedro (II Pedro, íii, 3 y ss.) dice única­ mente que el universo será destruido por el fuego, como en tiempos lo fue por el agua. Pero nadie piensa que el diluvio llegase hasta las regiones supralunares: entonces ninguna de ellas necesita el fuego.” Dante exime a los cielos más altos de la catástrofe final; en Paradiso, VII, nos dice que todo lo que fluye inmediatamente de Dios, senza mezzo distilla (67), nunca tendrá fin. El mundo sublunar no fue crea­ do inmediatamente; sus elementos fueron obra de agentes semidioses. Al hombre lo creó Dios directamente; de ahí su inmortalidad; también a los ángeles y, al parecer, no sólo a ellos, sino también el paese sincero/nel qual tu sei (1 30), «esa región inmaculada en que te encuentras». Si lo interpretamos literalmente, el mundo supralunar no será destruido; sólo los (cuatro) elementos situados por debajo de la Luna perecerán «con ardiente calor». Raras veces ha encontrado la imaginación humana un objeto ordenado de forma tan sublime como el cosmos medieval. Si tiene algún defecto estético, quizá sea, para nosotros que hemos conocido el romanticismo, el de estar dem asiado ordenado. A pesar de todos sus vastos espacios, al final puede hacernos sentir cierta claustrofo­ bia. ¿N o hay vaguedad alguna en ningún lugar? ¿N i caminos por descubrir? ¿N i crepúsculo? ¿D e verdad no podem os salir nunca al exterior? Es posible que el próxim o capítulo nos dé cierta sensación de alivio.

33. San Agustín, De Cw itate, X X , xviii, xxiv. Santo lo m a s de Aquino, IIIa, S u p le­ mento, Q uaest. L X X IV , art. 4.

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C A P Í T U L O VI

L O S «L O N G A E V I» There is something sinister about putting a leprechaun in the workhouse. The only solid comfort is that he certainlv will not work.

<:\ü l s t f ; r t ( )n

{Leprechaun: duende del Folklore irlandés con la figura de un viejecito que puede revelar a quien lo atrape el lugar donde esta enterrada una olla de oro. (N. del t.,)]

He colocado a los Longaevi o longevos en un capítulo aparte porque su lugar de residencia es dudoso: entre el aire y la Tierra. Otra cues­ tión es la de si son lo bastante importantes para justificar esa dis­ posición. En cierto sentido, si se me permite el oxímoron, su im por­ tancia radica en su insignificancia. Son criaturas marginales, fugi­ tivas. Q uizá sean las únicas criaturas a las que el modelo medieval no asigna, por decirlo así, una posición oficial. En ello estriba su valor imaginativo. Suavizan la clásica severidad del plan total. In­ troducen una grata sugerencia de desvarío e incertidumbre en un universo que corre peligro de ser dem asiado claro, dem asiado lu­ minoso. He tom ado su nombre, Longaevi, de Marciano Capella, quien cita «com unidades de Longaevi danzarines que rondan por bosques, claros y alamedas, por lagos, manantiales y arroyos; cuyos nombres son panes, faunos... sátiros, silvanos, ninfas...».1 Bernardo Silvestre, sin usar la palabra Longaevi, describe criaturas semejantes— «silva­ nos, panes y nereidas»— de las que dice que tienen «vida más larga» (que la nuestra), aunque no son inmortales. Son inocentes— «de con­ ducta intachable»— y sus cuerpos de una pureza elemental.2 O tra posibilidad habría sido la de llamarlos duendes. Pero esta palabra, desgastada por pantomimas y malos libros infantiles con peores ilustraciones, habría sido peligrosa como título de un capí­ tulo. Podría incitarnos a atribuir al tema los rasgos del concepto moderno y vulgar de duende y a interpretar los textos antiguos a la luz de él. Naturalmente, el m étodo adecuado es el opuesto; debemos acudir sin prejuicios a los textos y enterarnos de lo que significaba la palabra duende para nuestros antepasados. 1. De nuptiis Mercurii et Philologiae, ed. de F. Eyssenhardt (Lipsiae, 1866), II, 167, p. 45. 2 . O p. cit., II Pros. VII, p. 50.

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Un buen comienzo es la información que proporcionan tres p asa­ jes de la obra de Milton: 1)

N o evil thing that vvalks by night

In tog or tire, by lake or moorish ten, Blue meagre Hag or stubborn unlaid ghost— No goblin or swart Facry of the mine. (C'om us, 432 v ss.) [Ningún ser maligno que deam bula de noche, en la niebla o el luego, en ios lagos o los pantanos, bruja lívida y Haca o Fantasma que vaga sin cesar, ningún trasgo u obscuro D uende de las profundidades. 1

2)

Like that Pigmean Race Beyond the ludían Mount, or Faery Flves, Whose midnight Reveis, by a Forest side Or Fountain some belated Peasant sees... (Paradisc Los/, I, 780 y ss.) [Com o esa raza de pigm eos, mas alia del monte indio, o duendes, cuyas noctur­ nas algazaras, cerca de los bosques o manantiales, son observadas por algún cam ­ pesino sorprendido por la noche. ]

3)

And Ladies of th'/ iespendes, that secm'd Fairer than teign'd ot oíd, or tabl'd since Of Fairy Damsels met in Forest wide By Knights ot Logres, or ot Lyoncs— {Paradisc Rcganicd, II, 357 y ss.) [Y señoras de las H espérides, que parecían mas herm osas de lo que jamás pudo describirse, de bellas jóvenes con las que se encontraban en los bosques remotos los caballeros cié Logres o de Lyon.]

Milton vivió en una época dem asiado tardía como para documentar las creencias medievales. Para nosotros, el valor de estos textos suyos radica en que nos revelan la complejidad de la tradición que la Edad Media había legado a él y a su público. Probablemente Milton nunca relacionó conscientemente esos tres textos que hemos citado. Cada uno de ellos está al servicio de un fin poético diferente. Con cada uno de ellos aspira a obtener una respuesta diferente de sus lectores ante la palabra duende. Los lectores estaban igualmente condicionados con respecto a las tres respuestas y era de esperar que dieran la que correspondía en cada caso. O tro testimonio, anterior y quizá más sorprendente, de esta complejidad es el de que en la misma isla y en el mismo siglo Spenser pudiese hacer un cum plido a Isabel I, al iden­ tificarla con la Faerie Queen («reina de los duendes»), y que en 1576 roo

se pudiese quemar a una mujer en Edim burgo por «tener tratos» con los duendes y con la Que en o f Elfam e? En Comus el «duende negro» aparece clasificado entre los seres horrorosos. Ese es uno de los hilos de la tradición. Beow ulf coloca a los duendes (ylfe, 111) junto a enanos y gigantes como enemigos de Dios. En la balada de Isabel and the Elf-Kmght, el caballe­ ro duende es como un Barba Azul. En la obra de Gower, el calum ­ niador de Constance dice que ésta es «d e la raza de los duen­ des», porque ha dado a luz a un m onstruo (Confessio, II, 964 y ss.). El Catholicon Anglicum de 1483 da lamia y eumenis («furia») co­ mo correspondencias latinas de duende\ la Vulgaria de Horm an da stñx y lamia. Sentimos la tentación de preguntar: ¿por qué no nympha?». Pero ninfa no habría m ejorado la situación. También podía ser un nombre terrorífico para nuestros antepasados. «¿Q u ié ­ nes son esos duendes dem oníacos que me ponen los pelos de punta?», grita Corsites en el Endymion de Lyly (IV, iii): «¡B ru jas! ¡Fuera de aquí! ¡N in fas!». Drayton en Mortimer to Queen Isabel habla de «la desgreñada y espantosa ninfa del m ar» (77). Athanasius Kircher dice a una aparición: «¡A y! Temo que seas uno de esos demonios a los que los antiguos llamaban ninfas», y recibe la garan­ tía: «N o soy ni Lilith ni lam ia».4 Reginald Scott cita a los duendes (y a las ninfas) entre los fantasmas que se usan para asustar a los niños: «L a s doncellas de nuestras m adres nos han aterrorizado tan­ to con demonios, espíritus, brujas, duendes, elfos, hechiceras, tras­ gos, sátiros, panes, faunos, silenos, tritones, centauros, enanos, gigan­ tes, ninfas, íncubos, Robin el Bueno, el hombre del saco, el dragón que echa fuego, el Coco, Tom Thom be, Tom el saltimbanqui y otros fantasmas por el estilo».5 E sa idea siniestra de los duendes fue ganando terreno— me parece— en el siglo XVI y a comienzos del XV II, época preocupada por las brujas de forma desmesurada. H olinshed no encontró en Boecio, pero añadió a éste, la idea de que las tres mujeres que tientan a Macbeth podrían ser «ninfas o duendes». Tam poco ha desaparecido del todo ese temor hasta ahora, excepto allí donde ya no existe la creen­ cia en los duendes. Yo mismo he pernoctado en un lugar solitario de Irlanda por el que, según decían, rondaban tanto un espíritu como la (eufemísticamente llamada) «buena gente». Pero me dieron a enten3. M. W. Latham , The Elizahethan Fairies (Colum bia, 1940), p. 16. M uchos de los datos que figuran en este capítulo proceden de este libro. 4. Iter Fixtaticum II qui et Mundi Subterranei Prodromos dicitur (Romae, Typis M ascardi, M D C LV II), II, i. 5. Discoucne o f Witchcraft (1584), V il, XV.

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der que eran los duendes mas que el espíritu quienes inducían a mis vecinos a evitarlo por la noche. La lista de fantasmas que da Reginald Scott plantea una cuestión en la que vale la pena que nos detengamos brevemente. Algunos estudios folclóricos se ocupan casi exclusivamente de la genealogía de las creencias, de la degeneración de los dioses en duendes. Se trata de una investigación perfectamente legítima y del mayor interés. Pero la lista de Scott muestra que, cuando nos preguntam os por el bagaje que contenían las mentes de nuestros antepasados y por los sentimientos que abrigaban al respecto— siempre con vistas a enten­ der mejor lo que escribieron— , la cuestión de los orígenes no es muy pertinente. Puede que conociesen las fuentes de los fantasmas que obsesionaban su imaginación y puede que no. En algunos casos no cabe la menor duda. G iraldus Cambrensis sabía que en un tiempo Morgan había visto una diosa celta, dea quaedam phantastica, como dice en el Speculum Ecclesiae (II, ix), cosa que también sabía— quizás a través de este último— el autor de G awain (2.452). Y cualquier contemporáneo de Scott debía de saber que sus sátiros, panes y fau­ nos eran clásicos, mientras que su «Tom Thom be» y «el trasgo» no lo eran. Pero, evidentemente, las consecuencias son las m is­ mas: todos ellos afectaban a la mentalidad de igual forma. Y, si todos ellos se conocían por m ediación de «las doncellas de nu es­ tras m adres», era natural que así fuese. Entonces la pregunta apro­ piada sería la de por qué nos afectan de forma tan diferente. Pues supongo aun hoy, que la mayoría de nosotros, puede entender que un hombre temiese a las brujas o a los «espíritus», mientras que la mayoría de nosotros imagina que el encuentro con una ninfa o un tri­ tón, en caso de que fuese posible, sería delicioso. Todavía hoy las figuras autóctonas no son tan completamente inofensivas como las clásicas. Creo que la razón es que las figuras clásicas están más aleja­ das— sin lugar en el tiempo y quizás en otros sentidos también— hasta de nuestras creencias a medias y, por esa razón, hasta de nues­ tros temores imaginarios. Si a Wordsworth le pareció atractiva la idea de ver a Proteo emerger del mar, se debía en parte a que sabía per­ fectamente que nunca ocurriría. Menos seguro se habría sentido de no ver nunca a un espíritu; en consecuencia, habría sentido menos deseo de ver uno. El segundo pasaje de Milton nos presenta una concepción dife­ rente de los duendes. N os resulta más familiar, porque Shakespeare, Drayton y William Browne la usaron literariamente; de su uso pro­ ceden los diminutos duendes (casi del tamaño de insectos) de la con vención moderna y degradada, con sus antenas y delgadas alas. Mil102

ton compara sus Faery Elves con la «raza pigm ea». Igualmente, en la balada de The Wee Wee Man: When we carne to the stair foot Ladies were dancing ¡imp and sma. [('.liando [legamos al pie de la escalera, había unas dam as graciosas y esbeltas b a i­ lando.]

Richard Bovet en su Pandemónium (1684) dice que los duendes «tie­ nen aspecto de hombres y mujeres de estatura generalmente aproxi­ mada a la más pequeña de un hom bre». Burton cita «lugares de Ale­ mania donde suelen llevar pequeñas capas de unos dos pies de largo»/' Una criada que tuvimos en mi casa, cuando yo era niño, y que los había visto cerca de Dundrum en County Down, los descri­ bía como del «tam año de niños» (sin especificar la edad). Pero, después de haber dicho «m ás pequeños que hom bres», no podem os definir con mayor precisión el tamaño de dichos duendes. Solemnes discusiones sobre si eran simplemente enanos o liliputien­ ses, o incluso del tamaño de los insectos, están fuera de lugar aquí y por una razón a la que ya hemos aludido/ Com o dije entonces, la imaginación visual de los escritores medievales y anteriores nunca trabajó a escala por mucho tiempo. En realidad, no puedo pensar en ningún libro anterior a Gulliver que lo intentase seriamente. ¿Cuáles eran los tamaños relativos de Thor y los gigantes en el E dda en prosa? N o hay respuesta. En el capítulo XLV el guante de un gigante les parece a los tres dioses un gran salón y su pulgar, una habitación lateral que dos de ellos usan como dormitorio. E so supondría que un dios era a un gigante lo que una mosquita a un hombre. Pero, en el capítulo siguiente precisamente, Thor está cenando con los gigantes y puede empinar el cuerno que le ofrecen, aunque por alguna razón especial no pueda beber de él. N o hemos de esperar que, en una época en que se podían escribir tales cosas, se nos dé una descripción coherente de la estatura de los duendes. Y siguió pudiéndose escri­ bir así durante siglos. Incluso en pasajes cuyo contenido principal consiste en reducir las cosas de acuerdo con una escala prevalece la confusión más absoluta. Drayton en Nimphidia hace que Oberón sea lo suficientemente grande como para cazar una avispa con sus brazos en el verso 201 y tan pequeño como para cabalgar sobre una hormi­ ga en el verso 242; igual habría podido hacerlo un elefante y cabalgar 6. 7.

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Pt. 1, 2 , M. 1, subs. 2 . Véase más arriba, p. 84.

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un foxterrier. N o pretendo sugerir que una obra tan artificial pudiera constituir en caso alguno un testimonio lie! de las creencias popula­ res. La cuestión es, sobre todo, que ninguna obra escrita en una época en que se aceptaban tales incoherencias [ H i e d e aportar ese tes timonio y es probable que la creencia popular fuese tan absoluta­ mente vaga e incoherente como la literatura. El pequeño tamaño (sin especificar) de esos duendes es menos importante que otros de sus rasgos. Los Faery tir e s de Milton «están alegres y bailan absortos» (I, 786). El campesino se ha topado con ellos por casualidad. N o tienen nada que ver con él ni él con ellos. Los del tipo anterior, los Swarl Faery oj the Mine, podrían salirte al paso intencionadamente y, entonces, sus intenciones serían sin duda siniestras; los de este tipo, no. Aparecen— muchas veces sin que se nos indique que sean más pequeños que el hombre— en lugares donde no sería de esperar que mortal alguno pudiese verlos: And ofte in forme ot womman in moni deorne weie. Me sicht of hom gret companie bothe hoppe and pleie.' [A menudo, bajo aspecto de mujeres, en muchos caminos recónditos, se les ve en gran número saltando y jugando a la vez.]

En el cuento de la Com adre de Bath vuelve a aparecer la danza y se desvanece ante la proxim idad de un espectador humano (D 991 y ss.). Spenser se apropió el motivo e hizo que sus gracias bailarinas se desvanecieran, cuando Calidore interrumpe su algazara (F. Q., VI, x). Thom son habla de ese tipo de desapariciones en The Castle o f Indolence (I, xxx). N o hace falta insistir en la diferencia entre estos duendes y los citados en Comus o en la Diseouene de Reginald Scott. Es cierto que incluso los del segundo tipo pueden ser ligeramente inquietantes; el corazón del campesino de Milton late «con alegría y miedo a la vez». La visión sobrecoge por su carácter excepcional. Pero no hay horror ni aversión por parte de los hombres. Son esas criaturas las que huyen del hombre, no el hombre de ellas, y el mortal que las observa (sólo a condición de permanecer oculto, a su vez) tiene la sensación de haber cometido como una trasgresión. Su deleite consiste en ver casualmente— en una vislumbre momentánea— una alegría y delica­ deza para las cuales nuestra vida laboriosa carece pura y simplemente de sentido. Ese tipo es el que hicieron suyo Drayton y Shakespeare (muy tor8.

South Engtish Lcgcndury, ed. cit., vol. 11, p 410.

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peínente el primero, con gran brillantez el segundo) y se convirtió en un recurso cómico que, desde el principio, había perdido casi todo el sabor de la creencia popular. D esde Shakespeare, m odificados (me parece) por los silfos de Pope, van descendiendo cada vez con menor vitalidad y mayor trivialidad hasta llegar a los duendes que, según se supone— erróneamente, como indica mi experiencia— , han de gus­ tar a los niños. Con las «h ad as» del tercer pasaje de Milton nos encontramos ante un tipo de duendes que es más importante para el lector de lite­ ratura medieval y menos familiar a la imaginación moderna. Y requiere la respuesta más difícil de nuestra parte. A las hadas se las «encuentra en pleno bosque». Encontrar es la palabra importante. N o se trata de un encuentro accidental. Han lle­ gado hasta nosotros y sus intenciones suelen ser (aunque no siempre) amorosas. Son las fées de las narraciones francesas, las fays de las inglesas, las fate de las italianas. La amante de Launfal, la dama que secuestró a Thom as the Rymer, los duendes de Orfeo, Barcilak de Gawain (que recibe el nombre de alvish man en el verso 681) perte­ necen a ese tipo. Morgan le Fay de Malory está humanizada; su equi­ valente italiana, Fata M organa, es una duende enteramente. Merlín— que es sólo a medias humano por la sangre y nunca aparece practicando la magia como un arte— casi pertenece a este tipo. Sue­ len ser por lo menos de estatura humana normal. La excepción es O berón de Huon o f Bordeaux, que es enano, pero por su belleza, seriedad y carácter casi divino debem os clasificarlo entre los— llamé­ moslos así— duendes superiores. Dichos duendes superiores ostentan una combinación de carac­ terísticas que nos resultan difíciles de asimilar. Por una parte, siempre que encontramos una descripción de ellos, nos sorprende su esplendor, sólido, brillante y profundam ente material. Podem os empezar con un duende no real, sino que sim ple­ mente parecía, por su aspecto, proceder de fain e («reino de los duen­ des»). Se trata del joven donjuán de Gow er (V, 7.073). Lleva su rizado pelo bien peinado y coronado con una guirnalda de hojas verdes; en una palabra, va «muy acicalado». Pero los duendes superiores p ro ­ piamente dichos lo están mucho más. Donde un moderno esperaría lo misterioso y tenebroso, encuentra el esplendor de la riqueza y el lujo. El rey duende de Sir Orfeo llega con más de cien caballeros y damas m ontados en caballos blancos. Su corona se compone de una sola gema enorme y tan brillante como el Sol (142-52). Cuando lo seguimosyRasta su país, no encontramos en éste cosa tenebrosa o irreal alguna; encontramos un castillo que resplandece como el cris­ 105

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tal, cien torres, un foso, arbotantes de oro, ricas esculturas (355 y ss.). En Thomas the Rymer el duende lleva seda verde y una capa de ter­ ciopelo y las crines de su caballo tintinean con cincuenta y nueve campanillas de plata. En imivain aparecen descritos con prolijidad casi repelente los costosos trajes y pertrechos de Barcilak (151-220). El duende de Sir Launfal ha vestido a todas sus doncellas con las Inde sandel («sandalias de la India»), terciopelo verde bordado en oro y guirnaldas que llevan sesenta piedras preciosas cada una (232-9). Su tienda es de estilo sarraceno, las borlas de sus montantes son de cris­ tal y toda ella está coronada por un águila de oro, tan adornada con esmaltes y rubíes que ni Alejandro ni Arturo poseyeron nada tan pre­ cioso (266-76). Podem os suponer cierta vulgaridad imaginativa en todo eso: como si ser un duende superior equivaliese a ser un millonario. Evi­ dentemente, no mejoramos la situación al recordar que con frecuen­ cia se describían el cielo y los santos en términos muy parecidos. N o hay duda de que es naif\ pero la acusación de vulgaridad quizá cons­ tituya un error. En el mundo moderno, el lujo y el esplendor material no necesitan ir unidos a otra cosa que al dinero, y además en la mayo­ ría de los casos son muy feos. Pero lo que el hombre medieval veía en las cortes reales y feudales, e imaginaba superado en faene («el país de los duendes») y mucho más en el cielo, no lo era. La arqui­ tectura, las armas, las coronas, los vestidos, los caballos y la música eran bellos casi sin excepción. Todos ellos eran sim bólicos o signifi­ cativos: de la santidad, de la autoridad, del valor, de la nobleza o, en el peor de los casos, del poder. Iban acom pañados— cosa que no ocu ­ rre con el lujo m oderno— de gracia y cortesía. Por tanto, se los podía admirar ingenuamente sin que ello degradase al admirador. Así que ésa es una de las características de los duendes superio­ res. Pero, pese a ese esplendor material, que se nos muestra a plena luz y con un detallismo casi fotográfico, pueden ser tan escurridizos como esos Faery Elves que se vislumbran por un instante bailando «en un rincón del bosque o junto a una fuente». O rfeo espera al rey de los duendes con una guardia de cien caballeros, pero de nada sirve. Raptan a su mujer y nadie puede ver cómo: with fairi forth ynome («raptada por los gnom os») y man ivist never wher she was bicorne («nadie supo nunca qué fue de ella») (193-4). Antes de que volvamos a ver a los duendes en su propio país, se han transform ado en «un silbido y un griterío tenues» oídos en la lejanía de los bosques. Launfal solamente puede encontrarse con su amante en secreto, en derne stede\ allí se le aparece, pero nadie la verá llegar (353 y ss.). Pero, cuando ya está allí, es de carne y hueso palpables. Los 106

duendes superiores son seres vitales, enérgicos, testarudos y apasio­ nados. El hada de Launfal está tum bada en su rica tienda, desnuda de cintura para arriba, blanca como un lirio, roja como una rosa. Sus primeras palabras son para requerirlo de amores. Sigue una comida excelente y después a la cama (289-348). El hada de Thomas the Ryper se muestra, dentro de la brevedad que permite una balada, como una criatura agitada y juguetona, a lady gay come out to hunt in her follee. Barcilak es el mejor de todos por su mezcla de ferocidad y cordialidad, su dominio absoluto de todas las situaciones, su im pul­ siva alegría. D os descripciones de duendes— una anterior a la otra— están más próxim as a los duendes superiores de la Edad M edia que nada de lo que nuestras imaginaciones pudieran crear. A nosotros la expresión duende alborotador nos parecería un oxímoron. Pero Robert Kirk en su Secret Commonwealth (1691) llama a algunos de ellos «bravos como hombres intrépidos y furiosos». Y un antiguo poeta irlandés los describe como tumultuosos batallones de enemi­ gos que devastan toda tierra que atacan, grandes asesinos, ruidosos en la taberna, cantarines.9 Podem os imaginar al rey duende de Sir Orfeo o a Barcilak sintiéndose como en familia con ellos. Si hemos de llamar a los duendes superiores «espíritus» en sen­ tido alguno, debem os tener presente constantemente el aviso de Blake de que «un espíritu y una visión no son, como la filosofía m oderna supone, una neblina o nada; están organizados y articula­ dos minuciosamente y mejor que todo lo que pueda producir la natu­ raleza mortal y perecedera».10 Y, si los llamamos «sobrenaturales», debem os saber con claridad qué querem os decir. En cierto sentido, su vida es más natural— más sana, más despreocupada, menos inhi­ bida, más orgullosa y libre en su apasionamiento— que la nuestra. N o están sujetos a la perpetua esclavización de los animales a la comida, la defensa y la procreación ni tam poco a las responsabilidades, ver­ güenzas, escrúpulos y melancolía del hombre. Quizá tam poco a la muerte, pero de eso hablaremos más adelante. Esos son, descritos brevemente, los tres tipos de duendes o Lon­ gaevi que encontramos en nuestra literatura antigua. N o sé cuántos creerían en ellos ni hasta qué punto ni con qué intensidad. Pero había creencia suficiente como para producir teorías opuestas sobre la naturaleza, intentos— que nunca consiguieron su objetivo— de sr encajar incluso a aquellos vagabundos sin ley dentro del lodelo medieval. 9. Véase L. Abercrom bie, Romanticism (1926), p. 53. 10. Descriptivo Catalogue, IV.

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I

V oy a ci ta r c u a t r o .

1) Q ue eran una tercera especie racional distinta de los ángeles y de los hombres. Se la podía concebir de diversas formas. Los «silva­ nos, panes y nereidas» de Bernardo, que viven más tiempo que noso­ tros pero no para siempre, son claramente una especie racional (y terrestre) distinta de la nuestra y, a pesar de sus nombres clásicos, se podrían identificar con los duendes. Por eso Douglas en su lineados glosa la expresión Fauni Nywphaeque de Virgilio (VIII, 314) con el verso Quhilk fair folkis or iban elvis cleping ice. La fata de Boiardo, que explica que, como todos los de su especie, no puede morir hasta el día del juicio final," supone la misma concepción. O tra posible concepción podía encontrar la tercera especie buscada entre los espí­ ritus que, con arreglo al principio de plenitud, existían en todo ele­ mento:12 los «espíritus de todo elemento» de Faustas (151), los «tetrarcas del fuego, del aire, del agua y de la tierra» de Paradisc Regained (IV, 201). El Ariel de Shakespeare, figura incom parable­ mente más seria que ninguna de las del Dream, sería un tetrarca del aire. N o obstante, la descripción mas precisa de los espíritus que viven en los elementos revelaría que sólo se identificaba estricta­ mente con los duendes una de sus clases. Paracelso enum era:1, a) Nymphae o Undinae, del agua, que son de la estatura de los hom ­ bres, y hablan, b) Sylphi o Silvestres, del aire: son mayores que los hom ­ bres y no hablan, c) Gnomi o Pygmaeu de la tierra: de unos dos palmos de alto y extraordinariamente taciturnos, d) Salamandrae o Vulcani, del fuego. Las ninfas u ondinas son claramente de la raza de los duendes. Los gnomos están más próximos a los enanos de márchen. Paracelso sería un autor demasiado moderno para mi objetivo, si no hubiese razón para suponer que utilizaba— al menos en parte— folklore muy anterior. En el siglo XIV, la familia de Lusignan se jactó de contar con un espíritu del agua entre sus antepasadas.14 Posteriormente vemos aparecer la teoría de una tercera especie racional sin intentos de iden­ tificarla. El Discourse concerning Devils and Spirits, añadido en 1665 a la Discouerie de Scott, dice que «su naturaleza es intermedia entre el cielo y el infierno... reinan en un tercer reino y no han de esperar nunca ni juicio ni sentencia». Por último, Kirk en su Secret Commonwealth los identifica con esos seres aéreos que ya he tenido tantas oca­ siones de citar: «d e naturaleza intermedia entre el hombre y el ángel, como se pensaba antiguamente que eran los demonios». 11. Orlando ¡nnam orato, II, xxvi, 15. 12. Ficino, Theologia Platónica de ¡nnnortahtatc, IV, i. 13. De Nymphis, etc., 1, 2, 3, 6 . 14. S. Runciman, History oj the ('rusades (' 954), vol. II, p. 424.

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2) Q ue son ángeles, pero una clase especial de ángeles, que, como diríamos nosotros, han resultado «degrad ado s». Esa opinión aparece desarrollada con cierta extensión en el South English Legendary.^ Cuando Lucifer se rebeló, a él y a sus seguidores los expulsaron al Infierno. Pero había también ángeles que somdel unth him hulde: compañeros de viaje que no se adhirieron efectivamente a la rebe­ lión. A ésos se los desterró en los niveles inferiores y más turbulentos de la región aérea. Permanecen en ella hasta el día del juicio, después del cual van al Infierno. Y, en tercer lugar, había lo que podríam os llamar, supongo, un grupo de centro: ángeles que sólo eran somdel in misthought, casi culpables de rebelión, pero no del todo. A ésos se los desterró: a unos en los niveles superiores y más tranquilos del aire; a otros, en diferentes lugares de la Tierra, entre otros el Paraíso Terrenal. Tanto el segundo como el tercer grupo comunican a veces con los hombres en sueños. M uchos de aquellos a los que los hom ­ bres han visto bailando y a los que han dado el nombre de eluene regresarán al cielo el día del juicio. 3) Q ue son los muertos o alguna clase especial de muertos. Al íinal del siglo X II, Walter Map en su De nugis Curialium cuenta en dos ocasiones la siguiente historia.16 En su tiempo había una familia llamada «los hijos de la m uerta» (filii mortuae). Un caballero bretón había enterrado a su esposa, que estaba muerta y bien muerta: re vera mortuam. Posteriormente, al pasar de noche por un valle solitario, la vio viva entre un gran grupo de damas. Se asustó y se preguntó qué estarían haciendo «los duendes» (a fa tis), pero se la arrebató y se la llevó. Vivió feliz con él durante varios años y tuvo hijos. De igual forma, en la historia de Rosiphelee de Gower, el grupo de damas, que son en todos los sentidos exactamente como los duendes superiores, resultan ser mujeres m uertas.1' Boccaccio cuenta la misma historia y Dryden la tomó de él en su Theodore and Honoria. Recuérdese que en Tbomas the Rymer el duende lleva a Thomas hasta un lugar donde el camino se divide en tres, que conducen, respectivamente, al Cielo, al Infierno y a fair Elfland («la dulce tierra de los duendes»). A lgu­ nos de los que lleguen a esta última irán finalmente al infierno, pues el demonio tiene derecho al diez por ciento de ellos cada siete años. En Orfeo el poeta parece no poder decidirse sobre si el lugar donde ""tos duendes han llevado a Dam e H eurodis es o no la tierra de los muertos. Al principio todo parece muy claro. Está llena de personas 15. Vol. II, pp. 408-10. 16. II, xiii; IV, viii. 17. IV, 1245 y ss.

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a las que se supuso muertas, pero no era así (389-90). Podemos ima­ ginarlo: algunos de los que pensamos que han muerto están sim ple­ mente «con los duendes». Pero poco después resulta estar llena de personas que habían muerto de verdad: los decapitados, los estran­ gulados, los ahogados, las que murieron en el parto (391-400). Más adelante vuelve a citar a aquellos que los duendes se llevaron mien­ tras dormían (401-4). Sin duda se creía que había identidad o estrecha relación entre los duendes y los muertos, pues las brujas confesaban ver a los muertos entre los duendes." Naturalmente, las respuestas dadas a preguntas capciosas bajo tortura no nos dicen nada sobre las creencias del acu­ sado, pero son buenos testimonios de las creencias de los acusadores. 4) Que son ángeles caídos; en otras palabras, demonios. Esa pasó a ser la opinión casi oficial después de la subida al trono de Jaco b o I. «E sa clase de demonios que rondan por la 7'ierra», dice (Daemonologie, III, i), «se puede dividir en cuatro tipos diferentes [...] el cuarto es ese tipo de espíritus vulgarmente llamados duendes». Burton incluye entre los demonios terrestres: «los lares, los genios, los fau­ nos, los sátiros, las ninfas de los bosques, los diablos, los duendes, Robin el Bueno, los otros, etc .».11 Esa idea, estrechamente relacionada con la posterior fobia rena­ centista hacia las brujas, explica en gran medida la degradación de los duendes, desde su vitalidad medieval hasta las ridiculeces de Drayton o William Browne. Un olor a cementerio o a azufre llegó a acompañar a todas las referencias a ellos, que, evidentemente, no eran humorísticas. Shakespeare pudo haber tenido razones prácticas, además de poéticas, para hacer que Oberón nos asegure que sus compañeros y él eran «espíritus diferentes» de los que tenían que esfumarse al amanecer (Dream, III, ii, 388). Podríamos haber espe­ rado que la ciencia hubiese desterrado a los duendes, pero creo que lo que los desterró, en realidad, fue un ensombrecimiento de la superstición. Así fueron los esfuerzos para encontrar un hueco en que pudie­ ran encajar los duendes. N o se llegó a un acuerdo. Mientras los duen­ des siguieron existiendo, por poco que fuera, siguieron siendo escu­ rridizos.

18. Latham , op. cit., p. 46. 19. Pt. I, s. 2, M. I, subs. 2.

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CA PÍTU LO VII

LA TIERRA Y SU S H A B IT A N T E S

In tenui labor. VIRGILIO

A. LA TIERRA

Ya hemos visto que todo lo que hay por debajo de la Luna es m uta­ ble y contingente. También hemos visto que cada una de las esferas celestes está guiada por una inteligencia. Com o la Tierra no se mueve v, por tanto, no necesita guía, en general no se sintió la necesidad de asignarle una inteligencia. Q ue yo sepa, a Dante correspondió la bri­ llante ocurrencia de que la Tierra tiene una inteligencia que no es otra que la Fortuna. D esde luego, la Fortuna no guía a la Tierra por una órbita; cumple la función de inteligencia de la forma apropiada para un globo inmóvil. Dios, dice Dante, que dio guías a los cielos «para que cada parte comunique su esplendor a las demás, con lo que se reparten la luz equitativamente, estableció también un minis­ tro y guía general para los esplendores humanos, que ha de transfe­ rir de vez en cuando esos beneficios ilusorios de una nación o linaje a otro de un m odo que ningún juicio humano puede prever. Esa es la razón por la que un pueblo domina mientras otro se debilita». A causa de ello las lenguas humanas la denostan mucho, «pero es bien­ aventurada y nunca las oye. Está feliz entre las demás criaturas pri­ mordiales, da vueltas a su esfera y se complace en su beatitu d».1 Generalmente, la Fortuna tiene una rueda; al convertirla en una ^esfera, Dante recalca el nuevo rango que le ha concedido. Todo eso constituye el fruto maduro de la doctrina de Boecio. Q ue la contingencia reine en el mundo que ha conocido la caída y está situado por debajo de la Luna no es un hecho contingente. Com o los esplendores humanos son ilusorios, es lógico que circulen. Hay que agitar constantemente el agua de la alberca para que no se corrompa. El ángel que la agita se complace en esa acción de igual forma que las esferas celestes se complacen en la suya. 1. Inferno, VII, 73-96.

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La concepción de que el ascenso y la caída de los imperios no dependen del mérito ni de «tendencia» alguna en la evolución total de la humanidad, sino simplemente de la implacable e irresistible jus­ ticia de la Fortuna, con todas sus vueltas, no murió con la Ldad Media. «Todos no pueden ser felices a la vez», dice Thomas Browne, «pues, dado que la gloria de un Estado depende de las ruinas de otro, sus grandezas conocen m udanzas y vicisitudes». ( Alando hablemos de la concepción medieval de la historia, tendremos que volver a tratar esta cuestión. Desde el punto de vista tísico, la Tierra es un globo; todos los autores de la Alta Edad Media coinciden al respecto. A comienzos de la E dad de «las Tinieblas», como también en el siglo X IX , podem os encontrar quienes creían que la Tierra era plana. Lecky, cuyo objetivo requería de algún modo que denigrase el pasado, exhumó a Cosm as Indicopleustes, del siglo VI, quien creía que la Tierra era un paralelogramo plano.’ Pero, tal como muestra el propio Lecky, la intención de Cosm as era en parte la de refutar, supuestamente en pro de la reli­ gión, una concepción contraria y prevalente que creía en los antípo­ das. San Isidoro atribuye a la Fierra la forma de una rueda (XIV, ii, l). Y Snorre Sturlason la consideraba «el disco del m undo» o hanisknngla, primera palabra— a la que debe el título— de su gran saga. Pero Snorre escribía desde el enclave escandinavo, que era casi una cultura aparte, rica en genio autóctono, pero a medias incomunicada de la herencia mediterránea que el resto de Europa disfrutaba. Los medievales comprendieron perfectamente lo que significaba que la Tierra fuera redonda. Lo que nosotros llamamos gravedad — para los medievales, «inclinación natural»— era algo conocido de forma general. Vincent de Beauvois lo revela al preguntarse qué pasaría si existiese un agujero perforado a través del globo de la Tie­ rra, de forma que hubiese paso libre de un cielo a otro, y alguien tirase una piedra en su interior. Responde que ésta quedaría inmovi­ lizada en el centro.4 Según tengo entendido, la temperatura y el impulso producirían otro resultado, en realidad, pero Vincent está absolutamente en lo cierto en principio. Mandeville en su Voiage and Travaile enseña la misma verdad de forma más ingeniosa: «en cual­ quier parte de la Tierra en que los hombres habiten, tanto arriba como abajo, les parece a los que en ella habitan que están más en lo cierto que ningún otro pueblo. E igual que a nosotros nos parece que

2. 3. 4.

Re ligio, I, xvi i. Rise of Rationalism in ta ro p é (1887). Speculum Natura le. V il, vi i.

I I 2

v e !.

I, pp. 268 y ss.

están debajo de nosotros, a ellos les parece que nosotros estamos debajo de ellos» (X X ). La presentación más brillante es la de Dante, en un pasaje que muestra la intensa capacidad de comprensión que en la imaginación medieval coexistía con sus deficiencias en cuestio­ nes de escala. En el Inferno, X X X IV , los dos viajeros encuentran al peludo y gigantesco Lucifer en el centro absoluto de la Tierra, incrustado en hielo hasta la cintura. Para continuar su viaje, deben deslizarse por sus lados— hay mucho pelo donde agarrarse— y estre­ charse a través del agujero que hay en el suelo, para llegar hasta sus pies. Pero descubren que, aunque para llegar a la cintura tienen que bajar, para llegar hasta sus pies tienen que subir. Com o Virgilio dice a Dante, han pasado el punto hacia el que se mueven todos los obje­ tos pesados (70-111). Constituye el primer «efecto de ciencia-ficción» de la historia de la literatura. La idea errónea de que los medievales creían que la Tierra era plana ha estado generalizada hasta época reciente. Puede haberse debido a dos razones. Una es la de que los mapas medievales, como el gran mappemounde del siglo XIII que se conserva en la catedral de H ereford, representan la Tierra como un círculo, que es como la representarían quienes la consideraran un disco. Pero, ¿qué harían, si, aun sabiendo que era un globo y deseando representarla en dos dimensiones, no dominaran todavía el difícil arte de la proyección, que es de época posterior? Afortunadamente, no necesitamos res­ ponder a esa pregunta. N o hay razón para suponer que el mappe­ mounde representa toda la superficie de la Tierra. La teoría de las cuatro zonas afirmaba que la región ecuatorial era dem asiado calu­ rosa para poder habitarla.^ El otro hemisferio de la Tierra era com ­ pletamente inaccesible para los habitantes de éste. Se podía escribir ciencia-ficción con respecto a él, pero no hacer geografía. N o se podía pensar en incluirlo en un mapa. El mappemounde representa el hemisferio en que vivimos. La segunda razón del error podría ser la de que en la literatura medieval encontremos referencias al fin del mundo. Muchas veces son tan vagas como otras similares pertenecientes a nuestra época. Pero pueden ser más precisas, como cuando, en un pasaje geográ­ fico, Gow er dice: Fro that into the worldes ende Estward, Asie it is.

(VII, 568-9.) [A partir de allí hasta el fin del m undo, yendo hacia el este, se encuentra Asia.] 5.

Véase más arriba, p. 31.

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Pero la misma explicación puede darse a este caso y al del mapa de Hereford. El «m u n d o» del hombre, el único que puede interesarnos alguna vez, puede acabar donde nuestro hemisferio acaba. Un vistazo al mappemounde de H ereford indica que los ingle­ ses del siglo XIII eran casi totalmente ignorantes en cuestiones de geografía. Pero es im posible que fuesen tan ignorantes como pare­ ce ser el cartógrafo. Por una razón: las propias islas británicas son una de las partes de dicho m apa que presentan errores más ridícu­ los. Decenas, quizá centenares, de quienes lo mirasen, cuando fue­ ra nuevo, debían de saber por lo menos que Escocia e Inglaterra no eran dos islas diferentes; los escoceses habían cruzado la fronte­ ra suficientes veces como para permitir una fantasía de ese tipo. Y, en segundo lugar, el hombre medieval en m odo alguno era un animal estático. Reyes, ejércitos, prelados, diplom áticos, com ercian­ tes y clérigos vagabundos estaban viajando constantemente. G racias a la popularidad de los peregrinajes, incluso las mujeres— y mujeres de la burguesía— se trasladaban a lugares muy lejanos, como atesti­ guan la Com adre de Bath y Margery Kempe. D ebió de estar b as­ tante difundido un conocimiento geográfico práctico. Pero no en forma de m apas, supongo, y ni siquiera de imágenes visuales sem e­ jantes a los mapas. D ebió de tratarse de la cuestión de los vientos que eran de esperar, de los mojones que había que encontrar, de los cabos que había que doblar, del camino que se debía tomar en una encrucijada. D udo que el autor del mappemounde se hubiese preo­ cupado lo más mínimo al enterarse de que más de un capitán de barco analfabeto tenía suficientes conocimientos para refutar su m apa en doce puntos. D udo que el capitán de un barco hubiese intentado usar su conocimiento superior para un fin semejante. Un mapa de todo el hemisferio a tan pequeña escala no podía estar d es­ tinado a un uso práctico. El cartógrafo deseaba fabricar una rica joya que encarnara el noble arte de la cosm ografía, con el Paraíso Terrenal señalado en forma de isla en el extremo oriental (en éste como en otros m apas medievales el Este está arriba) y Jerusalén situada, como Dios manda, en el centro. Los propios navegantes debieron de contemplarlo adm irados y deleitados. N o iban a guiarse por él. Con todo, gran parte de la geografía medieval es puramente fantástica. Mandeville es un ejemplo extremo, pero otros autores más serios se preocuparon también de determinar la localización del Paraíso. La tradición que lo sitúa en Extrem o Oriente pare­ ce proceder de una narración judía sobre Alejandro, escrita antes del año 500 y latinizada en el siglo XII con el título de Iter ad Paradi-

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y///;/." En ella pueden basarse el mappemounde, Gower (VII, 570) y también Mandeville, quien lo sitúa más allá de la tierra del Preste Juan, más allá de Taprobane (Ceilán), más allá del País de las Tinie­ blas (xxxiii). Una concepción posterior lo sitúa en Abisinia; como dice Richard Edén, «en el lado oriental de Africa, por debajo del mar Rojo, vive el grande y poderoso em perador y rey cristiano Preste Juan [...] en esa región hay muchas montañas extraordinariamente altas sobre las cuales dicen que está el Paraíso Terrenal».7 A veces el rumor referente a un lugar secreto y delicioso en dichas montañas adopta otra forma. Peter Heylin, en su Cosmography (1652), dice: «E l monte de Amara tiene la altura de un día de viaje; en su cima hay treinta y cuatro palacios en los que están encerrados perm anente­ mente los hijos pequeños del em perador». Milton, cuya imaginación absorbía como una esponja, combinó ambas tradiciones en su «M onte Am ara», «donde los reyes abisinios guardan a sus hijos [...] c onsiderado por algunos como el auténtico Paraíso» (R L, IV, 280 y ss.). Johnson usa Amara al referirse al Valle Feliz en Rasselas. Si, como supongo, también sugirió el «m onte A bora» a Coleridge, los escritores ingleses han prestado una atención excepcional a esa m on­ taña remota. Sin em bargo, junto a esas historias, el conocimiento geográfico de los medievales se extendía más al Este de lo que solemos recordar. Las Cruzadas, los viajes comerciales y los peregrinajes— que en algu­ nas épocas fueron una industria muy bien organ izada— habían abierto el Levante. Los misioneros franciscanos habían visitado al Gran Kan en 1246 y en 1254, esta última vez en Karakorum. Nicolo v M affeo Polo llegaron a la corte de Kublai, en Pekín, en 1266; su más famoso sobrino Marco vivió mucho tiempo en esa ciudad y regresó en 1291. Pero el establecimiento de la dinastía Ming en 1368 puso fin a esos contactos. La gran obra de M arco Polo, Viajes (1295), es fácil de conseguir y debería estar en la biblioteca de todo el mundo. En un punto tiene una relación interesante con nuestra literatura. Marco describe el desierto del G obi como un lugar tan frecuentado por espíritus malig­ nos que los viajeros que se queden rezagados «hasta que se haya per­ dido de vista la caravana» oyen voces conocidas que los llaman por sus nombres. Pero, si hacen caso de la llamada, se perderán y pere­ cerán (I, xxxvi). Esa idea pasó también a la obra de Milton y se con­ virtió en esas 6. 7.

Véase G . Cary, The M edieval Alexander (1956). Brie/e Deseription o f A fnke in Hakluyt.

ii5

airy tongues that syHable men s ñames O n Sands and Shores and desert wildernesses. U 'ot?/us, 2 0 8 -9 .) [...] lenguas aéreas que pronuncian los nom bres de las personas por las arenas, las playas y los desiertos.]

Recientemente se ha hecho un intento interesante de mostrar que la leyenda de san Brendan revela cierto conocimiento de las islas del Atlántico e incluso de América." Pero no vamos a exponer los argu­ mentos en pro de esa teoría, ya que, aun cuando dicho conocimiento hubiese existido, no tuvo influencia general en la mentalidad medie­ val. Unos exploradores navegaron hacia el Oeste para llegar a la rica Cathav. Si hubieran sabido que en medio había un continente enorme, probablemente no se habrían hecho a la mar.

B. I ( )S ANIMALES

En comparación con la teología, la astronomía o la arquitectura de la Edad Media, su zoología nos sorprende por su infantilismo, por lo menos la que con mayor frecuencia aparece en los libros. Pues, así como había una geografía práctica que nada tenia que ver con el mappemounde, así también existía una zoología práctica que nada tenía que ver con los bestiarios. El porcentaje de la población que tenía muchos conocimientos sobre animales debió de ser mucho mayor en la Inglaterra medieval que en la moderna. N o podía ser de otro m odo en una sociedad en la que todos los que podían eran caba­ lleros, cazadores y halconeros y todos los demás eran tramperos, pes­ cadores, vaqueros, pastores, porqueros, criadores de gansos, gallinas y abejas. Una vez, un buen medievalista
G . Ashe, Land to the West ( 1962).

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El mérito de haber inventado dichas fantasías, o el oprobio de haber creído en ellas por primera vez, no corresponde a los m edie­ vales. Generalm ente lo que hacen es transmitir lo que recibieron de los antiguos. En realidad, Aristóteles había puesto los cimientos de una zoología auténticamente científica; si lo hubiesen conocido a él en primer lugar y lo hubieran seguido fielmente, puede que no hubiesen existido bestiarios. Pero no fue así. A partir de H erodoto, la literatura clásica está repleta de cuentos sobre cuadrúpedos y aves extraños; cuentos dem asiado fascinantes y, por tanto, difíciles de rechazar. La obra de Eliano (siglo II a.C.) y de Plinio el Viejo son auténticas colecciones de ese tipo de materiales. También intervino la incapacidad medieval para distinguir entre escritores de géne­ ros absolutamente diferentes. La intención de Fedro (siglo I d.C.) fue simplemente la de escribir fábulas esópicas. Pero su dragón (IV, X X )— criatura nacida bajo el signo de astros maléficos, dis iratis natus, y condenada a im pedir que otros se apoderen de un te­ soro del que él no puede disfrutar— parece ser el antecesor de to­ dos esos dragones que consideram os tan germánicos, cuando los encontramos en obras anglosajonas o escandinavas antiguas. Esa imagen resultó ser un arquetipo tan influyente que engendró la creencia e incluso cuando se produjo su desaparición los hombres no estuvieron dispuestos a renunciar a ella. En dos mil años la hu­ m anidad occidental no se ha cansado de ella ni la ha mejorado. El dragón de Beowulfo y el de Wagner son sin lugar a dudas el m is­ mo que el de Fedro. (Según tengo entendido, el dragón chino es di­ ferente.) Evidentemente, muchos intermediarios, no todos identificables ahora, contribuyeron a la transmisión de ese saber a la E dad Media. San Isidoro es uno de los más fáciles de consultar. Además, en su obra podem os ver en funcionamiento el proceso por el cual se desa­ rrolló la seudozoología. Los capítulos que dedica al caballo resultan especialmente instructivos. «L o s caballos pueden olfatear la batalla; el sonido de la trompeta los incita a entrar en la pelea» (XII, i, 43). En este texto un pasaje intensamente lírico del Libro de Jo b (xxxix, 19-25) se ha convertido en una teoría de historia natural. Pero puede que no esté completa­ mente alejado de la observación. Probablemente los caballos de b a ­ talla, en particular los garañones, se comporten de esa forma. Subi­ mos otro escalón cuando san Isidoro nos dice que la víbora (aspis), para protegerse contra los encantadores de serpientes, se tumba, apoya un oído contra el suelo y enrosca su cola para obstruir el otro (XII, iv, 12), lo que constituye claramente una prosaica conversión

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en seudociencia de la metáfora referente a la víbora que «se tapa los oídos» del Salmo lviii, 4-5. «L o s caballos derraman lagrimas a la muerte de sus am os» (XII, i, 43). Considero que la primera fuente es la ¡liada, XV II, 426 y ss., filtrada hasta san Isidoro por mediación de la Eneida, XI, 90. «E sa es la razón» (ese rasgo humano de los caballos) «p or la que en los centauros la naturaleza del caballo y del hombre están m ez­ cladas» (ibid.). En este caso vemos un tímido intento de racionaliza­ ción. D espués, en el capítulo XII, i, 44-60, entramos en una cuestión muy diferente. Todo este largo pasaje trata de las características de un buen caballo, tanto en figura como en color, de las razas y las crianzas y cosas por el estilo. Me da la impresión de que algunas de ellas las aprendió de verdad en el establo, como si en este caso los palafreneros y tratantes hubieran substituido a los auctores literarios. Cuando los auctores entran en escena, san Isidoro no hace nin­ guna distinción entre ellos. La Biblia, Cicerón, H oracio, Ovidio, Marcial, Plinio, Juvenal y Lucano (este último principalmente al tra­ tar de las serpientes) tienen, todos ellos, el mismo tipo de autoridad para él. Aun así, su credibilidad tiene límites. Niega que las com a­ drejas conciban por la boca y las osas por las orejas y califica de fabulosus la hidra de muchas cabezas (ibid., iv, 23). Una de las características más notables de san Isidoro es que no extrae consecuencias morales de sus animales ni les da interpretacio­ nes alegóricas. Dice que el pelícano revive a sus crías con ayuda de su propia sangre (XII, vii, 26), pero no hace un paralelismc entre eso y la muerte de Cristo que da vida, como el que posteriorm m tc iba a producir el tremendo Pie Pelicane. N os dice, basándose en «autores que han escrito sobre la naturaleza de los animales» (XII, ii, 13), pero sin nombrarlos, que el unicornio es un animal dem asiado fuerte para que cazador alguno pueda cobrarlo, pero, si colocamos una virgen delante de él, pierde toda su ferocidad, reclina la cabeza en el regazo de ésta y se duerme. Entonces podem os matarlo. Resulta difícil creer que un cristiano pueda pensar por mucho tiempo en ese mito exqui­ sito sin ver en él una alegoría de la Encarnación y la Crucifixión. Y, sin embargo, san Isidoro no hace la menor sugerencia al respecto. E sa interpretación que san Isidoro omite se convirtió en el inte­ rés principal de los seudozoólogos de la Edad Media. El ejemplo mejor recordado es el autor a quien Chaucer llama Physiologus en el N un’s P nest’s Tale (B 4459); en realidad, se trata de Teobaldo, quien fue obispo de Monte Cassino desde 1022 hasta 1035 y escribió Phy­ siologus de Naturis X II Ammalium. Pero no fue el primero, e indu­ 118

dablemente tam poco el mejor, de su género. L os poem as sobre ani­ males del Exeter Book son anteriores. Las partes más antiguas del Phoenix son paráfrasis del de Lactancio; se cree que la moralitas que el poeta anglosajón añadió está basada en san Am brosio y Beda; la Pantera y la Ballena, en un Physiologus más antiguo escrito en latín.9 Desde el punto de vista literario, son mucho mejores que la obra de Teobaldo. Así, tanto el autor anglosajón como Teobaldo convierten la ballena en una especie de demonio. Los navegantes, dice Teo­ baldo, la confunden con un promontorio, desembarcan en ella y encienden un fuego. Lógicamente, la ballena se sumerge y se ahogan. Según el anglosajón, lo que ocurre es que los marinos la confunden, de forma más verosímil, con una isla, y se sumerge, no porque sienta el fuego, sino por maldad. Imagina vividamente el alivio de los hom ­ bres sacudidos por la tem pestad al desembarcar: «cuando el bruto, diestro en artimañas, se da cuenta de que los viajeros están total­ mente instalados y han colocado su tienda, contentos del buen tiempo, se sumerge de repente en la mar salada» (19-27). Resulta bastante sorprendente encontrar la sirena, erróneamente identificada con la nereida, entre los animales de Teobaldo. Creo que esa forma de clasificar criaturas que podían pertenecer al grupo de los Longaevi no era corriente en la E dad Media. La he encontrado, en época muy posterior, en Athanasius Kircher, quien sostiene que esas formas casi— o a m edias— humanas son simples brutos (rationis expertia), cuyo parecido con el hombre no es más significativo que el de Mandrake. « O » , añade con feliz ignorancia de la biología poste­ rior, «qu e el del m on o».10 Más extraño todavía es que Teobaldo ignorase las dos criaturas que hubiéram os considerado más apropiadas para su objeto: el pelíc ano y el fénix. Pero es algo muy propio de la naturaleza de su obra. O carecía de imaginación o tenía una imaginación cuyo alcance se nos escapa. N o puedo soportar el aburrimiento de repasar todos sus artículos uno por uno.11 Todo lo que dice está mejor expuesto en los bestiarios vernáculos. E sas historias de animales, como las de los duendes, nos hacen preguntarnos hasta qué punto se creería en ellas. En una época acientífica, las personas sedentarias han de creer casi todo lo que se les cuente sobre lugares extranjeros, pero, ¿quién pudo haber creído, y cómo, lo que los bestiarios contaban sobre águilas, zorros, o cier­ 9. Véase G . P. K rapp, Exeter Book (1936), p. XXXV. 10. M undi Subterranei Prodomos, III, i. 11. Son: León, Aguila, Serpiente, H orm iga, Zorro, Ciervo, Araña, Ballena, Sirena, Elefante, Tórtola, Pantera.

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vos? Solamente podem os conjeturar la respuesta. Me inclino a pen­ sar que la ausencia de incredulidad, expresa e inequívocamente so s­ tenida, era más común que una convicción firme y positiva. A la mayoría de quienes contribuyeron, de palabra o por escrito, a m an­ tener en circulación la seudo/oología no les interesaban en realidad las cuestiones factuales; de igual forma que hoy el orador político que me exhorta a no ocultar la cabeza como un avestruz no esta pen­ sando— ni quiere que yo piense— en los avestruces. Lo que importa es la moralitas. hlay que «conocer» esos «hechos» para leer a los poe­ tas, o participar en conversaciones finas. Por eso, como dijo Bacon, «una vez que se afianza una falsedad [ ...] a causa del acostumbramiento de la opinión a los símiles y adornos retóricos, nunca se la refuta».12 Pues, para la mayoría de los hombres, como lo expresa Browne en Vulgar Errors, «un ejemplo de retórica es argumento lógico suficiente; un apólogo de Esopo. superior a un silogismo en Barbara; las parábolas, superiores a las teorías; y los proverbios, más eficaces que las dem ostraciones» (I, iii). En la Edad Media, y de hecho posteriormente también, hemos de añadir otro motivo para la credulidad. Si, como el platonismo enseñaba, el mundo visible está basado en un modelo invisible— cosa de la que ni siquiera Browne habría disentido— , si todas las cosas naturales situadas por debajo de la Luna se derivan de cosas situadas por encima, la suposición de que se hubiera infundido a la naturaleza y conducta de los animales un sentido analógico y moral no sería un a pnon descabellado. A nosotros una relación de la conducta animal que sugiriesd una m ora­ leja dem asiado evidente nos parecería improbable. A e lp s, no. Sus premisas eran diferentes.

C. EL ALMA HUMANA

El hombre es un animal racional y, por tanto, un ser mixto, en parte emparentado con los ángeles, que son racionales, pero— según la concepción escolástica posterior— no animales, y en parte con las bestias, que son animales, pero no racionales. Esto nos revela uno de los sentidos en que se puede decir que es un «m undo en pequeño» o microcosmos. Todas las formas de ser del universo en su totalidad concurren en él; es una encrucijada del ser. Como dice san G regorio Magno (540-640): «P or tener el hombre en común con las piedras la existencia [esse], con los árboles la vida y con los ángeles el entendi­ 12. Advancemcnt, L Lvervman, p. 70.

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miento [discernere], recibe correctamente el nombre del m u ndo».1' Alano,14Jean de M eung" y G ow er1*’ reproducen casi literalmente ese texto. El alma racional, que da al hombre su posición peculiar, no es el único tipo de alma. Existen también un alma sensible y un alma vege­ tal. Las virtudes del alma vegetal son la nutrición, el crecimiento y la propagación. Se da sólo en las plantas. El alma sensible, que encon­ tramos en los animales, tiene esos poderes y, además, sensibilidad. De esa forma, abarca y supera al alma vegetal, con lo que se puede decir que un animal tiene dos niveles de alma, sensible y vegetal, o un alma doble o incluso— aunque de forma engañosa— dos almas. De igual forma, el alma racional incluye la vegetal y la sensible y d is­ pone, adem ás, de razón. Com o dice Trevisa (1398), traduciendo la obra del siglo XIII De Proprietatibus Rerum de Bartolomé de Inglate­ rra, existen «tres tipos de almas [...] vegetabilis, que da vida pero no sensibilidad; sensibihs, que da vida y sensibilidad, pero no razón; racionalis, que da vida, sensibilidad y razón». A veces los poetas se permiten la libertad de decir que el hom bre no tiene un alma con tres vertientes, sino tres almas. Donne, al afirmar que el alma vegetal por la que crece, el alma sensible por la que ve y el alma racional por la que entiende, están igualmente deleitadas con la amada, dice: all my souls bee E m p arad is’d in you (in W hom alone I understand, and grow, and see).

(A Valediction of my ñame, 25.) [Todas mis almas están arrobadas ante ti (la Unica por la que entiendo, crezco y veo).]

Pero en este caso se trata de un simple tropo. Donne sabe que sólo tiene un alma, que, por ser racional, incluye la sensible y la vegetal. A veces el alma racional recibe simplemente el nombre de «razón » y el alma sensible el de «sensibilidad» simplemente. Ese es el sentido que tienen dichas palabras, cuando el párroco de Chaucer dice: «D ios debe tener dominio sobre la razón, la razón sobre la sen­ sibilidad y la sensibilidad sobre el cuerpo del hom bre» (I, 262). Las tres clases de almas son inmateriales. El alma— la «vida», como diríamos nosotros— de un árbol o de una planta no es una 17 rel="nofollow">. 14. 15. 16.

Mora lia, VI, 16. Migne, C C X , 222d. Román de la Rose, 19.043 y ss. Prólogo, 945.

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parte de ellos que se pueda encontrar por disección; tam poco el alma racional es una «p arte» del hombre en ese sentido. Y todas las almas, como cualquier otra substancia, son obra de Dios. Lo que distingue al alma racional es que en cada caso es obra de un acto inmediato de Dios, mientras que la mayoría de las demás cosas llegan a existir mediante desarrollos y transmutaciones que se producen dentro del orden creado total.1' Indudablem ente, la fuente es Génesis, ii, 7, pero también Platón había separado la creación del hombre de la creación en general.1'' Muchas veces los poetas consideran el hecho de que el alma se dirija hacia Dios como un regreso y, por tanto, como un ejemplo más de la «inclinación natural». De ahí la expresión de Chaucer Repeireth hoom from worldly vanitee («regresa al hogar abandonando la vani­ dad del m undo») en Troilus, V, 1837, o los versos de Deguileville: To H im o í verray ryht certcyn Th ou m ust resorte and tourne ageyn As by m oeving natural. (P ilg rim a g e , trad. de Lydgate, 12.262 y ss.). [H acia El debes regresar \ volver de nuevo com o por inclinación natural.]

Pasajes como ésos quizá no reflejen otra cosa que la doctrina de la creación especial e inmediata del hombre por Dios, peip es difícil decirlo con seguridad. En la época escolástica se rechazó firmemente la doctrina de la preexistencia (en algún mundo mejor que éste). La «inconveniencia» que suponía el hecho de afirmar que el alma racio­ nal no empieza a existir hasta que lo hace el cuerpo y al mismo tiempo sostener que sigue existiendo después de la muerte del cuerpo se palió recordando que la muerte— una de las «d o s cosas que nunca se crearon»— 11no intervino en la creación original. N o es propio del alma abandonar el cuerpo; más que nada es el cuerpo (desnaturalizado por la caída) quien se separa del alma. Pero en el período embrionario y en los primeros años de la Edad Media la creen­ cia platónica de que hemos vivido antes de encarnarnos en la Tierra estaba todavía en el ambiente. Calcidio preservó lo que Platón dice sobre esa cuestión en el Fedro, 245a. También preservó los apartados 35a y 4 Id del Timeo. Puede que esos difíciles pasajes no supongan realmente la preexistencia del alma individual, pero no era difícil 17. Sobre todo ese tema, véase santo Tomás de Aquino 1.a, X C , art. 2 , 3. 18. Timeo, 41c y ss. 19. Donne, Lítame, 10-11.

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pensar que así fuese. Orígenes sostuvo que todas esas almas que ahora dan vida a cuerpos humanos fueron creadas al mismo tiempo que los ángeles y existieron durante mucho tiempo antes de su naci­ miento terrenal. Incluso san Agustín, en un pasaje citado por santo Tomás de Aquino,20 abriga la opinión, sujeta a revisión, de que el alma de Adán existía ya cuando su cuerpo «dorm ía [todavía] en sus cau sas».21 Bernardo Silvestre parece suponer la doctrina completa de Platón— aunque no sé con qué seriedad filosófica— , cuando Noys ve en el cielo innumerables almas llorando porque pronto van a tener que bajar de ese splendor a estas tinieblas.22 La recuperación del corpus platónico en el Renacimiento y el renacer del platonismo dieron nueva vida a esa doctrina. Ficino y después Henry M oore se la tomaron completamente en serio. Se puede poner en duda que Spenser en el Hymne ofBeautie (197 y ss.) o en el Jardín de Adonis (F Q .y III, vi, 33) creyese en ella más que poéticamente a medias. Thom as Browne, sin aventurarse a opinar sobre la doctrina, conservaba gustoso su sabor: «aunque no parece sino un tipo imaginario de existencia ser antes de que seam os», haber preexistido eternamente en la presciencia divina «es algo más que una ficción» (Christian Moráis). El Retreate de Vaughan e incluso la Ode de Wordsworth se han interpretado de formas diversas. Flasta el siglo X IX y la aparición de la teosofía no recobró la idea de la pre­ existencia— entonces considerada ya como la «sabiduría del E ste»— un punto de apoyo en Europa.

D. EL ALMA RACIONAL

H em os observado que el término ángeles unas veces abarca a todos los seres etéreos y otras se limita a la inferior de sus nueve especies. De igual forma la palabra razón unas veces significa alma racional y otras veces se refiere a la inferior de las dos facultades que ejerce el alma racional. Estas son intellectus y ratio. Intellectus es la superior, de forma que, si la llamamos «entendi­ miento», la distinción de Coleridge que coloca a la «razón» por encima del «entendim iento» invierte el orden tradicional. Recuér­ dese que Boccaccio distingue intelligentia de ratio\ la primera de ellas la disfrutan los ángeles en su perfección. Intellectus es la parte del 2 0 . Véase santo Tom ás de Aquino, loe. cit., art. 4. 2 1 . 1.a, X C , art. 4. 2 2 . O p. cit., II Pros, iii, p. 37.

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hombre que más se aproxim a a la intelligentia angélica; de hecho, es obumbrata intelligentia («inteligencia anublada») o una som bra de inteligencia. Santo Tomás de Aquino describe así su relación con la razón: «E l intelecto Untelligere] es la comprensión simple [es decir, indivisible, no compuesta] de una verdad inteligible, mientras que razonar \_ratiocinan] es la progresión hacia una verdad inteligible pasando de un aspecto entendido [intellecto] a otro. Así, pues, la diferencia entre ellas es como la diferencia entre el descanso y el movimiento o entre la posesión y la adquisición» (Ia, L X X IX , art. 8). G ozam os del intellectus cuando «vem os simplemente» una verdad evidente; ejercemos la ratio cuando avanzamos paso a paso para dem ostrar una verdad que no sea evidente. Una vida cognoscitiva en que se pudieran «ver» simplemente todas las verdades sería la vida de una intelligentia, de un ángel. Una vida de ratio absoluta, en que nada se «viera» simplemente y todo hubiese de probarse, sería con toda probabilidad imposible, pues si nada es evidente, nada se puede probar. El hombre pasa su vida mental conectando laboriosamente esos frecuentes, pero m omentáneos, destellos de intelligentia que constituyen el intellectus. Cuando se usa la ratio con esa precisión y se distingue del intcllectus, me parece que corresponde en gran medida a aquello a lo que hoy nos referimos con la palabra «razón», es deiir, tal como Johnson la define, «la facultad mediante la cual el hombre deduce una p ro ­ posición de otra o avanza desde las prem isas hasta la conclusión». Pero, después de haberla definido así, da como primer ejemplo éste de H ooker: «L a razón es la directora de la voluntad del hombre, al descubrir en la acción el bien». Puede parecer que hay una sorpren­ dente contradicción entre el ejemplo v la definición. Indudable­ mente, si A es bueno por sí mismo, podem os descubrir mediante el razonamiento que, puesto que B es el medio de llegar a A, B será una acción buena. Pero, ¿mediante qué clase de deducción y a partir de qué tipo de prem isas podríam os llegar a la proposición: «A es bueno por sí m ism o»? H em os de aceptarla a partir de otra fuente, antes de que comience el razonamiento, fuente que se ha identificado de dife­ rentes form as con la «conciencia» (concebida como la voz de Dios), con cierto «sen tid o» o «discernim iento» moral, con una sensibilidad («un buen corazón»), con las normas del grupo social al que perte­ necemos, con el superyó. Y, sin embargo, casi todos los moralistas anteriores al siglo XVIII consideraron la razón como el origen de la moralidad. Se habló de que el conflicto moral era el que existía entre pasión y razón, no el que había entre pasión y «conciencia» o «d eb er» o «b on d ad ». P rós­

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pero, al perdonar a sus enemigos, declara que toma esa decisión, no por caridad o piedad, sino aconsejado por «su facultad más noble: la razón» (Tempest, V, i, 26). La explicación es que casi todos ellos cre­ ían que las máximas morales fundamentales se captaban intelectual­ mente. Si hubieran usado la estricta distinción medieval, habrían considerado la moralidad como un asunto de la ratio, no del inte­ llectus. N o obstante, incluso en la E d ad M edia esa distinción sólo la usaron los filósofos y no influyó en el lenguaje popular o poético. En ese nivel razón significa alma racional. Por tanto, la razón formulaba los imperativos morales, aunque en la terminología más estricta no había duda de que el razonamiento sobre las cuestiones morales reci­ bía todas sus premisas del intelecto, de igual forma que la geometría es un asunto de la razón, a pesar de basarse en axiomas a los que no podem os llegar por el razonamiento. Johnson, en el pasaje citado de su Dictionary, resulta confuso por una vez. Cuando escribió su obra, la antigua concepción ética estaba decayendo rápidamente y, en consecuencia, se estaba produciendo un rápido cambio en el significado de la palabra razón. El siglo XVIII conoció una rebelión contra la doctrina de que los juicios morales sean total o primordial o incluso mínimamente racionales. H asta Butler, en sus Sermons (1726) asignó a la «reflexión o conciencia» la función que en un tiempo había correspondido a la razón. O tros atri­ buyeron la función normativa a un «sentim iento» o «discernimiento m oral». En la obra de Fielding el origen de la buena conducta es el sentimiento bueno y las pretensiones de la razón de que se reconozca como obra suya aparecen ridiculizadas en la persona del señor Square. L a obra de Mackenzie, Men ofFeeling (1771), continúa ese proceso. Wordsworth compara favorablemente «el corazón» con «la cabeza». En ciertas obras narrativas del siglo X IX un sistema particu­ lar de sentimientos, los afectos domésticos, parece no sólo inspirar, sino también constituir la moralidad. La consecuencia lingüística de dicho proceso fue la reducción del significado de la palabra razón. De denotar (en todos los contextos, salvo los más filosóficos) el alma racional en su totalidad, que abarca el intellectus y la ratio, pasó a sig­ nificar simplemente «la facultad por la cual el hombre deduce una proposición a partir de otra». E se cambio se había iniciado en la época de Johnson. Sin darse cuenta, este autor define la palabra en su sentido más m oderno y limitado e inmediatamente después la ejemplifica en el sentido antiguo y más amplio. L a creencia en que reconocer un deber era percibir una verdad — no porque el sujeto tuviese buen corazón, sino porque era un ser intelectual— tenía raíces en la antigüedad. Platón preservó la idea 125

socrática de que la moralidad cía una cuestión de conocimiento; los hombres malos lo eran porque no conocían el bien. Aristóteles, a pesar de que atacó dicha concepción y atribuyó una función im por­ tante a la formación y a la habituación, siguió considerando la «recta razón» (opOóí; A,óyoc) como una condición esencial de la buena con­ ducta. Los estoicos creían en una ley natural a la que todos los hom­ bres, en virtud de su racionalidad, estaban sometidos v lo sabían. San Pablo desempeñó un papel curioso en esa historia. Su afirmación en la Epístola a los Romanos (ii, 14 y ss.) de que existe una ley «escrita en los corazones», incluso de los gentiles que no conocen la «ley», es totalmente conforme a la concepción estoica y así se iba a entender durante siglos. Tampoco, durante los mismos siglos, iba a tener la palabra corazón resonancias puramente sentimentales. La traducción más aproxim ada de la palabra hebrea que San Pablo representa por K ap5ía sería la de «m ente» y en latín el hombre corda tus no es el que tiene sentimientos, sino el que tiene juicio. Pero, posteriormente, cuando hubo menos gente que pensaba en latín y estaba em pezando a ponerse de moda la nueva ética de los Sentimientos, pudo haber parecido que aquel uso paulino de la p ilab ra corazón apoyaba la novedad. I La importancia de todo esto para nuestro objetivo es que, si sólo tenemos presente la definición de razón corno «la facultad por la que el hombre deduce una proposición a partir de otra», daremos una interpretación en parte equivocada a las referencias que a ella hacen los poetas antiguos. Uno de los pasajes más conmovedores de la parte correspondiente a Guillaum e de Lorris en el Romanee de la Rosa (5813 y ss.) es aquel en que la Razón, la hermosa Razón, dama graciosa, diosa humilde, se digna suplicar al amante como su amada intelectual y celestial, rival de su amor terrenal, cosa que carecería de emoción, si la Razón fuese solamente tal como Johnson la concebía. N o se puede convertir una máquina calculadora en una diosa. Pero Raison la bele no es «tan fría». Ni siquiera es la personificación del D eber que aparece en la obra de Wordsworth; ni siquiera— aunque ésta se aproxim a m ás— la personificación de la virtud que figura en la oda de Aristóteles, «por cuya belleza virginal los hom bres están dispuestos a m orir» «(oa<; 7iépi, 7tap0éve, jaop^aq). Es la intelligentia obumbrata, la som bra de la naturaleza angélica en el hombre. Así también en el caso del poema Lucrece, de Shakespeare, necesitamos saber enteramente quién es la «princesa mancillada» (719-28): la Razón de Tarquino, soberana legítima de su alma, ahora deshonrada. M uchas referencias a la Razón de Paradise Lost requieren el mismo comentario. Es cierto que todavía en nuestro uso moderno de «razo­ 1 26

nable» sobrevive el sentido antiguo, pues, cuando nos quejamos de que una persona egoísta no sea razonable, no la acusam os de haber cometido un non sequitur. Pero es dem asiado insípido y torpe como para recordar gran parte de la antigua asociación.

E. EAS ALMAS SE N SIB L E Y VEGETATIVA

El alma sensible tiene diez sentidos o juicios, de los cuales cinco son «externos» y cinco «internos». Los sentidos o juicios externos son los que hoy llamamos los cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto. A veces, los cinco internos reciben el nombre de juicios simplemente y los cinco externos el de sentidos simplemente, como en estos ver­ sos de Shakespeare: But my íive wits ñor my íive senses can D issu ad e one foolish heart from loving thee.

(Sonetos, C X L I.) [Pero ni mis cinco juicios ni mis cinco sentidos pueden disuadir a mi loco cora­ zón de que te ame.]

Los juicios internos son la memoria, la apreciación, la imaginación, la fantasía y el juicio común (o sentido común). La memoria no requiere comentario. La apreciación o (Vis) Aestimativa abarca gran parte de lo que ahora denota la palabra instinto. San Alberto el Magno, a quien sigo en todo este pasaje, nos dice en su De Anima que la apreciación es la que capacita a una vaca para encontrar a su ternero de entre una manada de ellos o enseña a un animal a escapar de su enemigo natu­ ral. La apreciación detecta el significado práctico, biológico de las cosas, sus intentiones (II, iv). Chaucer se refiere a ella, aunque no use el nombre, cuando dice: naturelly a beast desyreth flee From his contraríe if he may it see, T h ough he never erts had seyn it with his ye.

(Nuris Pnest’s Tale, B 4469.) [ Por naturaleza, un animal desea escapar de su contrario, si llega a verlo, aunque nunca antes que lo haya percibido con sus propios ojos.]

La distinción entre fantasía e imaginación— (vis) phantastica y (vis) imaginativa— no es tan sencilla. La fantasía es la más noble de las 127

dos; a este respecto C olendge invirtió la terminología una vez más. Q ue vo sepa, ningún autor medieval menciona ninguna de las dos facultades citadas como característica de los poetas. Si hubieran sido aficionados a hablar de los poetas desde ese punto de vista— nor­ malmente hablan de su lenguaje o de su cultura— , creo que habrían usado invención en los casos en que nosotros usamos imaginación. Según san Alberto, lo único que hace la imaginación es retener lo percibido y la fantasía lo trata componenda et dividendo: separando y uniendo. N o entiendo por qué los boni imaginativi han de ser, como él dice, buenos en matemáticas. ¿Q uerría decir que el papel era dem asiado precioso como para desperdiciarlo representando figuras toscas y que había que hacer geometría, en la medida de lo posible, con figuras retenidas ante los ojos de \á mente? Pero lo dudo; siem ­ pre existía la posibilidad de utilizar la arena. La descripción psicológica de la fantasía y la imaginación no abarca en ningún caso el uso popular de dichos términos en la len­ gua vulgar. San Alberto nos informa de que la gente vulgar dice cogitaíivci por p han tas tica, o sea, que dicen estar «pensando» en algo, cuando en realidad están manejando imágenes mentales, compo­ nenda et dividendo. Si hubiera sabido inglés, probablem ente le habría interesado saber que en dicha lengua la palabra imagination (o imaginatyf que, como elipsis de vía imaginativa, muchas veces signiiicaba lo mismo) había corrido una suerte casi opuesta. Pues en inglés imagination significaba no sólo la retención de las cosas perci­ bidas, sino también «tener presente» o «pensar en» o «tener en cuenta» en el sentido más amplio y menos estricto. El personaje Ym aginatyf de Langland, después de haber explicado que él es la vis imaginativa, sigue diciendo:

!

|

idel was I nevere, And many times have m oeved thee to think on thin ende. (P icrs P lo w m a n , B X II, I.) [N unca he estado ocioso v con frecuencia te he hecho pensar en tu fin.]

Tanto si el fin del que sueña es su muerte como si es su destino en el otro mundo, lo que es seguro es que no es algo que hubiera perci­ bido y que pudiese retener. Ymaginatyf quiere decir: «Te he recor­ dado muchas veces que has de morir». Lo mismo ocurre con el Berners de Froissart: «E l rey Pedro, al verse rodeado de sus enemigos, ivas in great imagination» (1, 242), es decir, tenía mucho en qué pen­ sar. Chaucer dice de Arveragus, cuando vuelve a su hogar para reu­ nirse con su mujer: 128

Ll-..

N othing list him to bcen im aginatyt lí any wight has spoke, whil he w as oute, To hire of love.

(Franklin's Tale, F 1094.) I N o parece que se le ocurriese preguntarse si, mientras estuvo ausente, algún indi­ viduo la había requerido de amores.]

No cabe duda de que la actividad de que se abstuvo Arveragus, como aquella a la que el rey Pedro se vio forzado, iría acompañada en gran m edida por lo que nosotros llamamos imaginación. Pero no creo que ninguno de los dos escritores se refiera a eso en particular. Chaucer quiere decir que Arveragus no era de esos a quienes se les «ocurren ideas». N o hay cjue confundir el sentido (o juicio) común, como término de la psicología medieval, con communis sensus (la opinión común de la humanidad) o con «sentido com ún», en la acepción de perspica­ cia o racionalidad elemental, uso muy posterior. San Alberto le atri­ buye dos funciones: a) «Juzga la acción de un sentido, de forma que, cuando vemos, sabem os que estamos viendo»; b) reúne los datos proporcionados por los sentidos, o facultades externas, con lo que podem os decir que una naranja es dulce o más dulce que otra. Siglos después, Burton dice que «ese sentido común es el juez o m oderador de los demás, por el cual apreciamos todas las diferencias de los obje­ tos, pues no por mi ojo sé que veo, ni por mi oído que oigo, sino por mi sentido com ún».2^ El sentido común es el que convierte meras sensaciones en conciencia coherente de mí mismo como sujeto en un mundo de objetos. Es algo muy próxim o a lo que algunos llaman apercepción y a lo que Coleridge llama imaginación primaria. La difi­ cultad de llegar a ser consciente de él se debe a que nunca nos falta excepto en estados que, precisamente por eso, no se pueden recor­ dar completamente. Uno de ellos es la anestesia parcial, cuando nuestros sentidos funcionan sin que estemos completamente cons­ cientes. Sidney describre otro en la Arcadia, cuando dice que dos caballeros en el ardor de la batalla podían ignorar sus heridas, «pues la cólera y el valor impedían que el sentido común enviase mensaje alguno de su situación a la mente» (1590, III, 18). N o hay necesidad de dedicar un apartado al alma vegetativa. Es la responsable de todos los procesos inconscientes e involuntarios de nuestro organismo: del crecimiento, la secreción, la nutrición y la reproducción. Por lo que se refiere a las dos últimas, eso no significa 23. Pt. 1, i, M 2 , subs. 7.

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que el comer o las relaciones sexuales sean inconscientes o involun­ tarios. Lo que pertenece al alma vegetativa son los procesos incons­ cientes e involuntarios que desencadenan esos actos.

I . i:i. ALMA Y LI. CLI.KPí )

Ninguno de los modelos hasta ahora ideados ha conseguido crear una unidad satisfactoria entre nuestra experiencia efectiva de sensación, pensamiento o emoción y descripción alguna íde las conocidas) de los procesos corporales que, según se cree, entrañan. Por ejemplo, expe­ rimentamos una cadena de razonamiento; los pensamientos que «tra­ tan de» o «se refieren a» algo ^ t i n t o de sí mismos, van engarzados mediante la relación lógica de fundamentos y consecuencias. La fisio­ logía reduce eso a una secuencia de fenómenos cerebrales. Pero no se puede decir en sentido inteligible alguno que los fenómenos físicos, como tales, «traten de» o «se refieran a» algo, y deben engarzarse, no como fundamentos y consecuencias, sino como causas y efectos, rela­ ción que tiene tan poco que ver con el encadenamiento lógico, que tanto la secuencia de los pensamientos de un loco como la de los de un hombre racional la ejemplifican perfectamente. El abismo entre esos dos puntos de vista es tan abrupto, que se han adoptado reme­ dios desesperados. Los idealistas del tipo de Berkeley han negado los procesos físicos; los behavioristas extremos, los mentales. E se problema eterno se le planteó al pensador medieval en dos formas. 1) ¿Cóm o puede el alma, concebida como substancia inmaterial, actuar sobre la materia? Evidentemente, no puede actuar como lo hace un cuerpo sobre otro. Se puede discutir si esta forma de expo­ ner Ja cuestión difiere fundamentalmente de la forma en que la be expresado en el párrafo anterior 2) «N o se puede ir de un extremo a otro sin pasar por un punto m edio».24 Esa es la antigua máxima procedente del Timeo (3 lb-c), que tanto multiplicó las tríadas en las obras de Apuleyo, Calcidio, Seudo-Dionisio y Alano. Ese principio profundamente arraigado probablem ente habría instado a los medievales a colocar algo entre el alma y el cuerpo, aun cuando la cuestión filosófica no nos presen­ tara en todas las épocas el escollo que he indicado. Y dicho principio hacía inevitable de antemano que su m étodo de salvar el escollo fuese el de habilitar un tertium quid. 24. Bright (véase J. Winny, The h'nune o f Order, 1957, p. 57 h

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Ese tcrtium quid, ese fantasma encargado de realizar la unión i ntre el alma y el cuerpo, recibió el nombre de espíritu o (más a menudo) los espíritus. Hay que entender que esa acepción no abarca en absoluto el sentido que nos permite calificar de «espíritus» a los angeles, a los demonios o a los espectros. Pasar de una acepción a otra sería hacer un mero juego de palabras. Se suponía que los espíritus eran justo lo suficientemente m ate­ riales para actuar sobre el cuerpo, pero tan tenues, que podían ser influidos por el alma puramente inmaterial. Iban a ser similares, por decirlo toscamente, al éter de la física del siglo X IX , que, por lo poco que llegué saber de él, iba a ser y no ser material. Esta doctrina de los e spíritus me parece el rasgo menos estimable del modelo medieval. Si el tertium quid es materia (¿qué tienen que ver con él la densidad y la rareza?), ambos extremos del puente se hallan en un lado del abismo; si no, am bos se hallan en el otro. Así, pues, los «espíritus» son los «sutiles gumphus»2\ necesarios, según Platón y Alano, para mantener unidos el cuerpo y el alma, o, como dice Donne, «el nudo sutil que nos hace hom bres».26 Se ele­ van— todavía hablam os de levantar el espíritu— de la sangre como una exhalación; en el lenguaje de Milton, «com o suaves brisas de ríos puros» (Paradise Lost, IV, 804). Bartolomé de Inglaterra, en De Propnetatibus (siglo XIIl), traducido al inglés por Trevisa, da la siguiente descripción de ellos. De la sangre, que hierve en el hígado, surge un vapor. Este, después de haberse «purificado», se convierte en espí­ ritu natural, que pone en movimiento la sangre y la «envía a todas las extrem idades». Al entrar en la cabeza, dicho espíritu natural vuelve a refinarse una vez m ás— se «purifica m ás»— y se convierte así en espíritu vital, que «produce en las arterias las pulsaciones de la vida». Parte de él entra en el cerebro, donde vuelve a refinarse todavía más y se convierte en espíritu animal. Una parte de éste se distribuye p o r los «m iem bros de la sensibilidad» (los órganos de las sensaciones), otra parte permanece en las «cavidades» del cerebro para servir de vehículo a las facultades internas; al fluir desde la nuca hasta la médula espinal, produce el movimiento voluntario (III, xxii). Ese espíritu animal es el órgano inmediato del alma racional mediante el cual actúa ésta exclusivamente, cuando se ha encarnado. «P odem os no creer», añade Bartolomé, «que dicho espíritu sea el alma racional del hombre, sino más que nada, como dice Austin, su conducto e ins­ trumento apropiado, pues gracias a dicho espíritu el alma se une al 25. Véase más arriba, p. 53. 26. Extasíe, 61.

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cuerpo». O tras descripciones substituyeron la tríada de Bartolomé (espíritu natural, vital y animal) por la de espíritu vital, animal e inte­ lectual/' Pero, sea cual fuere la clasificación, los «espíritus» siempre tienen la misma función. Com o dice Timothv Bright en su Treatise o f Melancholy (1586), son «un auténtico nudo de amor que junta el cielo y la tierra: verdaderamente, una naturaleza más divina que el cielo unida a un vulgar puñado de tierra», de forma que el alma «no está encadenada al cuerpo, como algunos filósofos han interpretado, sino abrochada a ella mediante ese precioso botón del espíritu».2" L os «espíritus» nos permiten también explicar la locura sin vernos obligados a decir— cosa que habría parecido una contradicción de términos— que la propia alma racional pueda perder su racionali­ dad. Com o dice Bartolomé en el mismo lugar, cuando los «espíritus» están debilitados, la «arm onía» entre el cuerpo y el alma se descom ­ pone, con lo que todo el «funcionamiento [del alma racional] en el cuerpo se paraliza, como vemos en los espantados, los locos y los enfurecidos». Al dejar de funcionar el espíritu apropiado, el alma racional queda desconectada del cuerpo material. Intellectuales spintus, los «espíritus» intelectuales, pueden con­ vertirse, por elipsis, en «intelectuales» e incluso, es de suponer que por confusión, en «intelectos». De ahí que Johnson hable en R am ­ bler, 95, de que los «intelectos» de un hom bre estén «pertu rbad os» o que Lam b escriba: «tu miedo a los intelectos de Hartley está justi­ ficad o».29 H em os visto en Bartolom é que los «espíritus» pueden localizarse en diferentes partes del cuerpo. Por eso no es descabellado decir que, gracias a ellos, se pueden localizar algunas de las funciones que el alma desempeña. En el pasaje que ya he citado asigna el sentido común y «la capacidad imaginativa» a la «cavidad delantera» o fron­ tal de la cabeza, el entendimiento a la «cavidad m edia» y la memoria a la trasera. Los lectores de Faene Queene recordarán que Spenser, aunque omite el sentido común, sitúa igualmente la imaginación (Phantastes) en el frente, la razón en el medio y la memoria en el fondo (II, ix, 44 y ss.). A esa «cavid ad» central es a la que se refiere Lady M acbeth cuando habla del receipt o f reason («receptáculo de la razón») (I, vii, 66).

27. Cf. Paradise L o st, V, 483 y ss. 28. Winny, op. cit., pp. 57-8. 29. A Southey, 8 de agosto de 1815.

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G. EL CUERPO HUMANO

El cuerpo humano nos ofrece otro sentido en el que podem os llamar m icrocosm os al hombre, pues, como el mundo, está compuesto de los cuatro contrarios. Recuérdese que en el mundo grande éstos se combinan para formar los elementos: fuego, aire, agua y tierra. Pero en nuestros cuerpos se combinan para formar los humores. Caliente y húmedo forman sangre; caliente y seco, bilis; frío y húmedo, flema; írío y seco, melancolía. N o obstante, el lenguaje popular no siempre observa la distinción entre los humores compuestos de contrarios exteriores a nosotros y los elementos com puestos de contrarios den­ tro de nosotros. Cuando Marlowe dice en Tamburlaine (869): «L a naturaleza que nos formó a partir de cuatro elementos», o Shakespeare habla de que los «elem entos» están perfectamente combinados en Bruto (Julius Caesar, V, v, 73), están usando el término «elem entos» para referirse a los humores o a los contrarios. La proporción en que están combinados los humores difiere de un hombre a otro y constituye su complexio o temperamentum, su combinación o mezcla. E so explica el hecho curioso de que en el inglés moderno to lose one’s temper («perder la paciencia o la calm a») y to show one’s temper («dar señales de irritación») sean expresiones sinónimas. Si uno tiene un buen temperamentum, puede perderlo momentáneamente cuando se irrita. Si lo tiene malo, puede «m ostrarlo» cuando la irritación le haga perder el control. Por la misma razón, un hom bre que se irrita con frecuencia tiene mal tem­ peramentum o es ill-tempered («irritable»). E sas expresiones hicieron creer a los hablantes descuidados que temper significaba sim ple­ mente irritación y al final este último sentido pasó a ser el más corriente. Pero el antiguo uso está tan vivo todavía, por lo que flying «into» a temper («saltar, estallar de irritación») y being put «out of» temper («perder el control a causa de la irritación») coexisten como sinónimos. Aunque quizá la proporción de los humores nunca sea exacstamente la misma en dos individuos, se pueden agrupar, evidente­ mente, los temperamentos en cuatro tipos principales según el humor que predom ine en ellos. Uno de los síntomas del tem pera­ mento de un hom bre es el color de la tez; es decir su complexión en inglés moderno. Pero no creo que la palabra tuviese nunca ese sen­ tido en el inglés de la Alta E d ad Media. L a palabra que usaban para lo que en inglés moderno se llama complexión era rode\ como en este ejemplo del M illers tale: «his rodé was reed, his eyen greye as goos» («su tez era rojiza; sus ojos, grisáceos como ocas») (A 3.317). i 33

El temperamento en que predomina la sangre es el sanguíneo. Es el mejor de los cuatro, pues la sangre tiene una «afinidad especial con la naturaleza» (Squire's Ialc\ F 353). Sir Thomas Elyot en su Castle of Health (1534) enumera como señales del hombre sanguíneo: «rostro pálido y encendido [...] duerme mucho [...1 sueña con hechos san­ grientos o cosas agradables [...] se irrita fácilmente». Creo que no se trata tanto de sueños sobre luchas y heridas, cuanto sobre colores rojo sangre. Las cosas «agradab les» son las que nosotros llamamos «divertidas». El enfado del hombre sanguíneo salta con facilidad, pero es de corta duración; es un poco cascarrabias, pero no adusto ni vengativo. El Franklin de Chaucer, caso paradigmático de ese tem­ peramento, podía echar una buena reprimenda a su cocinera, pero era evidente que tenía buen corazón /0 La Beatrice de Shakespeare — también ella podía tener «cortas irritaciones»— era probablemente sanguínea. Un manuscrito del siglo XV simboliza ese temperamento por medio de un hombre y una mujer, lujosamente vestidos, que tocan instrumentos de cuerda en un lugar lleno de flo re s/1 El hombre colérico es alto y delgado. El gobernador de Chaucer era «un hombre colérico y delgado» y sus piernas eran «muy largas [...] y muy finas» (A 587 y ss.). Com o el sanguíneo, se irrita fácil­ mente; de forma que Chantecleer, que sufre de «un exceso [...] de encendida cólera» (B 5.117-18), es capaz de enzarzarse en peleas hasta con hombres pacíficos: I hem de/ye, I love hem nevere a del (B 4.348). Pero, a diferencia del sanguíneo, el colérico es vengativo. El gobernador da un escarmiento al molinero por su relato y los cam ­ pesinos de su hacienda lo temían como a la muerte (A 605). Los colé­ ricos sueñan con truenos y con cosas resplandecientes y peligrosas, como flechas y fuego, cosa que sabe Peretelote (B 4.120). El mismo manuscrito que he citado antes muestra, como símbolo del tem pera­ mento colérico, a un hombre que tiene agarrada por los cabellos a una mujer y está azotándola con una cachiporra. Actualmente las madres de niños coléricos dicen que son «enorm em ente tensos». Los síntomas del temperamento «m elancólico» que cita Elyot son: «delgado [...] mucho insomnio (duerme con dificultad) [...] tiene pesadillas [...] de opiniones intransigentes [...] sus enfados son duraderos y torturadores». Ham let se diagnostica a sí mismo como melancólico (II, ii, 54.640), cita sus pesadillas (ibid., 264) y constituye un ejemplo exagerado de «enfados largos y torturadores».'2 También 30. A 351. 31. Brit. Mus. A dd. 17.987. 32. D e forma enigmática, indudablemente. Pero apoyan la atmósfera m elan­ cólica.

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puede ser delgado; cuando, en V, ii, 298, utiliza la palabra fat («gru eso» y también «grasiento»), probablem ente quiera decir «em p apado en sudor mugriento». Creo que hoy calificaríamos al melancólico de neurótico. Me refiero al melancólico de la E dad Media. El sentido de la palabra melancolía estaba cambiando en el siglo XVI y em pezó a significar muchas veces simplemente «triste» o bien «reflexivo, pensativo, introvertido». Así, en el poem a ante­ puesto a la Anatomy de Burton, «m elancolía» parece ser sim ple­ mente el ensueño, vivido continuamente en solitario, con todos sus dolores, pero también con todos sus goces, de quien sueña despierto con el cumplimiento tanto de sus temores como de sus deseos. En el cuadro de Durero, Malencolia, parece ser la vida retirada, estudiosa y meditativa. Q uizá sea el flemático el peor de los temperamentos. Elyot da como síntoma de él: «gordura... color pálido... sueño superfluo (es decir, en exceso)... sueños sobre agua o peces... lentitud... torpeza para aprender... poco valor». El m uchacho o la muchacha flem áti­ cos, gordos, pálidos, perezosos, torpes, son la desesperación de sus padres y m aestros; para los dem ás, son el hazmerreír o pasan desa­ percibidos. El ejemplo paradigm ático es la primera esposa de M il­ ton, si, como sospecham os, su m arido pensaba en ella cuando, en Doctrine and Discipline, com padecía al hombre que «se encuentra fuertemente vinculado [...] con una imagen de tierra y flem a» (I, 5). Mary Bennet, el personaje de O rgullo y prejuicio, debía de ser fle­ mática. Com o en el caso de los planetas, los temperamentos deben acep­ tarse con imaginación, no aprenderse simplemente como conceptos. N o corresponden exactamente a ninguna clasificación psicológica de las que nos han enseñado a hacer. Pero la mayoría de las personas que conocemos (excepto nosotros mismos) pueden constituir con bastante aproximación ejemplos de uno u otro. Además de ese predominio permanente de algún humor en cada individuo, existe también una variación rítmica diaria que da a cada uno de los cuatro un predom inio temporal en cada uno de nosotros. La sangre predomina desde medianoche hasta las seis de la mañana; la bilis, desde esta última hora hasta el m ediodía; la melan­ colía, desde el mediodía hasta las seis de la tarde; después la flema, hasta la medianoche. (Recuérdese que todo esto se aplicaba a gente que se levantaba de la cama y se acostaba mucho antes que nosotros.) El sueño, en el Squire’s Tale, avisó a la gente para que se acostase a la hora oportuna «pu es la sangre estaba en su dom inio» (F 347). El tér­ mino técnico dominio podía abarcar en brom a otras cosas, como 135

cuando el administrador dice, refiriéndose al cocinero, que «la bebida tiene dominio sobre ese hom bre» (H 57). Esa pequeña ocu­ rrencia graciosa pasa inadvertida con frecuencia a los lectores modernos.

i !. l l p a n a d o i h m \ \ ( )

A veces se ha dicho que el cristianismo heredo del judaismo una

nueva concepción de la Historia y que la impuso al mundo occiden­ tal. Los especialistas nos dicen que para los griegos el proceso histó­ rico era un flujo sin significado o una reiteración cíclica. El signifi­ cado había que buscarlo, no en el mundo del devenir, sino en el del ser, no en la Historia, sino en la Metafísica, en las Matemáticas y en la Teología. Por eso los historiadores griegos escribían sobre aconte­ cimientos pasados— la guerra con los persas o la del Peloponeso o las vidas de grandes hom bres— que tenían unidad en sí mismos y raras veces sentían curiosidad por seguir las huellas del desarrollo de un pueblo o un estado desde sus orígenes. En una palabra, para ellos la H istoria no era un relato con argumento. Por otro lado, los hebreos veían todo su pasado como una revelación de los fines de Yahvé. Al tomar el relevo, el cristianismo convirtió la historia del mundo en su totalidad en un solo relato de significado trascendental con su trama bien definida y basada en la Creación, la Caída, la Redención y el Juicio. En ese sentido, la differentia de la historiografía cristiana ha de radicar en lo que llamo historicismo: la creencia en que, mediante el estudio del pasado, podem os aprender una verdad no sólo histórica, sino también metahistórica o trascendental. Cuando Novalis llamaba a la historia «evangelio», cuando Hegel veía en ella la manifestación progresiva del espíritu absoluto, cuando Carlyle la calificaba de «libro de las revelaciones», eran historicistas. El O ceanus de Keats habla como un historicista cuando afirma descubrir una eternal law That first in beauty should be first in might. [Ley eterna según la cual lo mas bello ha J e ser lo mas poderoso.]

En realidad, los mejores historiadores medievales, como los mejores historiadores de otras épocas, raras veces fueron historicistas. La antítesis indicada entre las concepciones pagana y cristiana de 1 36

la historia es sin duda exagerada. N o todos los paganos eran griegos. Los dioses escandinavos, a diferencia de los olímpicos, se ven envuel­ tos continuamente en un proceso temporal trágico y trágicamente significativo. La teología eddaica, no menos que la hebrea, convierte la historia cósmica en un relato con trama, un relato irreversible que avanza hacia la muerte al redoble de presagios y profecías. Los romanos fueron historicistas no menos inveterados que los judíos. El tema de la mayoría de los historiadores y de toda la épica anterior a Virgilio es el de cómo nació Roma y cómo llegó a ser tan grande. Lo que Virgilio expone en forma mítica es precisamente metahistoria. Todo el proceso terrenal, los fata Jovis, va encaminado a producir el inmortal y consagrado Imperio de Roma. También existe un historicismo cristiano: por ejemplo, en De Civitate Dei de San Agustín, en la Historia contra los paganos de Orosio o en De Monarchia de Dante. Pero las dos primeras obras fueron escritas para responder, y la tercera para bautizar, un historicismo pagano que ya existía. El historicismo elemental que ve decisiones divinas en todos los desastres— los vencidos siempre merecen serlo— o el más elemental todavía que sostiene que todo va a acabar en ruinas, y que así ha sido siempre, no es infrecuente. El sermo ad Anglas de Wulfstan constituye un ejemplo de am bos tipos. Algunos historiadores alemanes del siglo XII son historicistas más puros. El ejemplo extremo es Joaquim de Flora (ob. 1202). Pero no era histo­ riador; más que nada, como se dijo, «un aficionado a tratar sobre el futu ro»;55 la verdad es que en aquella época fue cuando los histori­ cistas radicales más se sintieron como en su casa. Pero los cronistas que más han contribuido a nuestro conocimiento de la historia medieval, o que han resultado más interesantes en cualquier época, no pertenecían a ese tipo. L os cristianos tienen por fuerza que considerar en última instan­ cia cualquier tipo de historia como un relato con argumento divino. Pero no todos los historiógrafos cristianos consideran que deben tenerlo en cuenta. Pues, tal como los hombres la conocen, es un argumento total, como la elevación y caída de Arturo en la obra de Malory o los amores de Ruggero y Bradam ente en la de Ariosto. Com o ellos, está adornada con gran cantidad de relatos secundarios, cada uno de los cuales tiene, a su vez, un comienzo, un centro y un final, pero en conjunto no desarrollan tendencia particular alguna del mundo descrito. Tienen sentido por sí solas. N o es necesario— y quizá tam poco se pueda— relacionarlas con la historia teológica cen­ 33. F. Heer, The Medieval World, trad. de J . Sandheim er (1961).

tral de la especie humana. E)e hecho, la concepción medieval de la Fortuna contribuye a disuadir los intentos de concebir una «filosofía de la historia». Si la mayoría de los acontecimientos suceden porque la Fortuna hace girar su rueda, «com placiéndose en su beatitud», y dando a cada uno su baza, el suelo se hunde bajo los pies de un H egel, un Carlyle, un Spengler, un marxista e incluso un Macaulay. Com o dijo W. P. Ker, «el interés de la H istoria era dem asiado grande y variado para que se rigiera por las fórmulas de O rosio; general­ mente los cronistas encuentran sus propios puntos de vista y en muchos casos no son, por fortuna, los del p red icad or».14 L os historiadores medievales, aun después de que hayamos dese­ chado a los historicistas radicales, forman un conjunto variopinto. Algunos de ellos— Matthew Paris, por ejemplo, y quizá Snorre— emplean una metodología científica y adoptan una actitud crítica para con sus fuentes. Pero, por esa razón, no son especialmente importantes para nuestro objetivo. Lo que nos interesa es la descrip­ ción del pasado y la actitud para con él, propias de los autores lite­ rarios y de su auditorio. Lo que perseguim os es el pasado imaginado como parte del modelo medieval. John Barbour (ob. 1395), al comienzo de su Bruce, señala las razones auténticas para estudiar la historia. Los relatos dan placer, aun en el caso de que sean falsos. Pero en ese caso los relatos verda­ deros y bien contados (said on gud m aner) han de dar el doble de pla­ cer: placer del carpying, el propio hecho de narrar, y placer de ente­ rarse de lo que ocurrió realmente (the thing rycht as it wes). Y, en tercer lugar, solamente es correcto recoger los hechos de grandes hombres, pues merecen fama: suld weill have prys (I, 1-36). Así, pues, la historiografía tiene tres funciones: solazar nuestra imaginación, satisfacer nuestra curiosidad y saldar una deuda que tenemos con nuestros antepasados. La crónica de san Luis, obra de Joinville, por ser la biografía de un santo, se centra en la tercera función— está escrita «en honor de aquel santo verdadero»— , pero también cum ­ ple las otras dos. Froissart (I, Prol.) concibe su obra con un espíritu muy parecido al de Barbour. Escribe para que «aventuras y hechos de armas honorables y nobles [...] queden recogidos de forma seña­ lada y se recuerden perennemente». Y ese testimonio proporcionará «pasatiem po» y «placer». Añade un detalle omitido por Barbour: el de que también dará «ejem plo». Con ello no se refiere a las «leccio­ nes de la historia» que se pueden extraer del éxito o fracaso de las formas de gobernar o de la estrategia anteriores. Quiere decir que, al >4. The Dark A ges (1923), p. 41.

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leer relatos de hechos valerosos, «los audaces dispondrán de ejem­ plos que los alienten». Conviene observar que el planteamiento que encontramos en dichos historiadores en nada difiere de la de autores cuyos temas consideramos completamente legendarios. El autor del libro del siglo XIV sobre Troya, la Geste Hystoriale, comienza de forma muy pare­ cida a como lo hace Barbour. Escribe para dejar constancia de las aventuras de antepasados ilustres que ahora casi «están olvidadas». Confía en que «las historias antiguas de hom bres bravos, que ocupa­ ban lugares preeminentes puedan ser un solas» («solaz») para quie­ nes las aprenden en autores que conocieron el hecho de primera mano (wistit in dede). A continuación enumera sus fuentes y explica por qué no es digno de crédito H om ero. Lydgate dice en su Troy Book (1412) que los grandes conquerouris habrían perdido su fama en esta época, si auctours dignos de crédito, cuyas obras utiliza, no hubieran preservado para nosotros the verrie trewe com («el autén­ tico grano») de los hechos separado de la paja de la ficción, F o r in her hand they hilde for a staf The trouthe only. (P rólogo, 152.) [Pues el único báculo que sostenían en la mano era la verdad.]

No podían ser aduladores, pues escribieron después de la muerte de los héroes a los que celebraban y nadie adula a los muertos (184 y ss.). Recuérdese que incluso Caxton, aunque nos deja en libertad para dudar de algunos hechos de la M orte, afirma que en una discu­ sión se convenció de la historicidad de Arturo. Y su insistencia en el valor «ejem plar» del libro podría figurar, como hemos visto, en la primera página de cualquier crónica. Estam os familiarizados con los difíciles artificios casi factuales que en época más sofisticada usan algunos autores para dar verosi­ militud a relatos que son, como todo el mundo sabe, imaginarios: las complicadas falsedades de D efoe o Swift, la políglota sarta de docu­ mentos del comienzo de S h e * Pero no puedo creer que los autores medievales utilizasen ese procedimiento. Las propias palabras story («relato») y history («historia») todavía no habían dejado de ser sinó­ nimas. H asta los cronistas isabelinos comienzan la historia de Ingla­ terra con Brut y sus troyanos. * lomón.

Se refiere a E lla, novela de H. Rider H aggard, el autor de L as minas del rey Sa­

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i

De ello se desprende que no se puede aplicar la distinción entre historia y relato imaginario, con su claridad moderna, a los libros medievales ni al espíritu con que se leían. N o hay ninguna necesidad de suponer que los contemporáneos de Chaucer se creyeran la histo­ ria de Troya o de Tebas como nosotros nos creemos las guerras napo­ leónicas, pero tam poco dejaban de creerlas como hacemos nosotros con una novela. Dos pasajes, uno del padre de la historia y otro de Milton, que fue quizás el último historiador en el sentido antiguo, aclaran, me parece, esta cuestión. «E s mi deber», dice H erodoto, «recoger lo que se ha dicho, pero no siempre creerlo. Esto es aplicable a todo mi libro» (VII, 152). Ahora bien, Milton, en su H/story of BritainC dice (la cur­ siva es mía): «Ele decidido no omitir lo que ha recibido la aprobación de muchos. Tanto si es cierto como si es falso, atribúyase al crédito de aquellos a quienes debo seguir; en la medida en que dista de ser im posible y absurdo, atestiguado como está por escritores antiguos como procedentes de libros más antiguos, no lo rechazo como terna adecuado y propio de la historia». Tanto H erodoto como Milton rechazaron toda posible responsa­ bilidad fundamental: si los auctores hubiesen mentido, que a ellos se achacase. Es cierto que se podía expurgar lo «im posible y absurdo». Pero esta última expresión no se refiere a lo que resultase absurdo después de volver a considerar toda la documentación, como si el autor fuese el primer explorador, como si todavía no existiese nin­ guna «historia» establecida. Se refiere a lo absurdo prima facie de acuerdo con las normas de su época. Chaucer podía perfectamente haber creído todos los milagros que figuran en la historia de Constance, obra de Nicholas Trivet; lo que le sorprendió y le pareció absurdo fue que un hombre sensible como Alia hubiese cometido un faux pas como el de enviar a un niño de mensajero para el em pera­ dor. Así, pues, lo corrigió (B 1086-92). Pero las palabras que he puesto en cursiva son las que resultan en verdad esclarecedoras. Lejos de haber dejado de cumplir con su deber al transmitir la «h is­ toria» existente (con expurgaciones menores), en lugar de haber rea­ lizado una «historia» propia fundada, nueva y mejor, el historiador ha hecho lo que un historiador debe hacer. Pues precisamente ése es el «tem a auténtico y propio de la historia». Esa es la misión de la his­ toria. El com prador medieval de un manuscrito que aseguraba ex po­ ner la historia británica o troyana no deseaba conocer las opiniones de determinado clérigo sobre el pasado, que se opusiesen presun35. Obras en prosa (Bohn), vol. V, p. 168.

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tuosamente a lo que «ha recibido aprobación de m uchos». De esa forma, pronto habría tantas versiones de la historia como cronistas. D eseaba (derecho que Milton le reconocía) el modelo establecido del pasado, retocado aquí y allá, pero substancialmente el mismo. Eso era lo útil: para las conversaciones, para los poetas, para los ensamples («ejem plos»). Me inclino a pensar que la mayoría de quienes leían obras «h is­ toriales» sobre Troya, Alejandro, Arturo o Carlom agno, creían que su contenido era casi en su totalidad verdadero, pero mucho más seguro estoy de que no creían que fuese falso. De lo que estoy abso­ lutamente convencido es de que la cuestión de creer o no creer no era la más importante para ellos. N o era asunto suyo y es dudoso que lo fuese de alguien. Su tarea era la de aprender la historia. Si se hubiese puesto en duda su veracidad, habrían considerado que el deber de refutación correspondía íntegramente al crítico. H asta que llegase ese momento (y raras veces llegaba), la historia gozaba, por la fuerza de la costumbre inveterada, de una posición en la imaginación que no se podía distinguir— o, en cualquier caso, no se distinguía— de la del hecho. Todo el mundo «sab ía»— de igual forma que noso­ tros «sabem o s» que los avestruces esconden la cabeza en la tierra— que en el pasado había habido nueve hombres ilustres: tres paganos (Héctor, Alejandro y Julio César), tres judíos (Josué, David y Ju d as M acabeo) y tres cristianos (Arturo, Carlom agno y G odofredo de Bouillon). Todo el mundo «sab ía» que descendía de los troyanos, de igual forma que todos nosotros «sabem os» que Alfred dejó quemar las tortas* y que Nelson se colocó el telescopio delante de su ojo ciego. Así como los espacios situados por encima de los hombres estaban llenos de demonios, ángeles, influencias e inteligencias, así también los siglos que habían quedado atrás estaban llenos de figu­ ras luminosas y coronadas, con las hazañas de H éctor y de Roldán, con las glorias de Carlom agno, Arturo, Príamo y Salomón. H em os de tener presente constantemente que los textos que ahora hemos de llamar históricos diferían por el punto de vista y la estructura narrativa de los que debem os llamar literarios mucho menos de lo que una «historia» moderna difiere de una novela moderna. Los historiadores medievales apenas trataban las cuestio­ nes impersonales. Las condiciones sociales y económicas y las carac­ terísticas nacionales aparecen sólo accidentalmente o cuando son necesarias para explicar algo que figura en el relato. Las crónicas, * Leyenda relativa a Alfred (849-89), rey de Wessex que fue regañado, sin haber sido reconocido, por una campesina, al dejar que se quemaran las tortas de ésta.

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como las leyendas, tratan de individuos: de su valor o villanía, de sus dichos memorables, de su buena o mala suerte. De ahí que a un moderno las de la Epoca de* las Tinieblas le parezcan sospechosa­ mente épicas y las de la Alta Edad Media sospechosamente fantásti­ cas. Quizá la sospecha no este siempre justiticada. Los elementos épi­ cos o fantásticos, como los de la historia económica y social, se dan en el mundo real en todas las épocas y los historiadores, aun cuando traten de acontecimientos contemporáneos, recogerán aquellos ele­ mentos que la inclinación habitual de su imaginación les haya con­ dicionado a advertir. Quizás edades pasadas o futuras podrían ad ­ mirarse del predominio de lo impersonal en algunas historias m oder­ nas, podrían preguntarse incluso: «P ero r;es que no había hombres en aquella época?». H asta los giros expresivos pueden ser idénticos en la crónica y en la literatura. Or dit le coate («dice así la historia») encontramos en Froissart (I, iv). Todas las narraciones medievales sobre el pasado carecen en la misma medida del sentido de la época. Para nosotros el pasado es, antes que nada, una «representación con trajes de época». Desde nuestros primeros libros ilustrados aprendem os la diferencia en ves­ tidos, armas, muebles y arquitectura. N o podem os recordar en nues­ tras vidas conocimiento histórico alguno anterior a ése. Esta caracte­ rización superficial (y a veces inexacta) de épocas diferentes contribuye mucho más de lo que sospecham os a nuestra posterior y más sutil discriminación entre ellas. N os resulta difícil intentar pen­ sar con las mentalidades de hombres para los cuales no existía. Y en la E dad Media, y durante mucho tiempo después, no existió. Se sabía que Adán había ido desnudo hasta que cayó. Aparte de eso, repre­ sentaban todo el pasado desde el punto de vista de su propia época. Lo mismo hicieron, de hecho, los isabelinos. Lo mismo hizo Milton: nunca dudó que capón and white broth («capón y caldo blanco») habrían sido tan familiares para Cristo y sus discípulos como para él m ism o/6 Es dudoso que el sentido de época sea más antiguo que las novelas históricas de Walter Scott. Apenas está presente en la obra de G ibbon. Con su Otranto, que ahora no engañaría a los niños de escuela, Walpole podía aspirar con fundamento a engañar al público de 1765. En una época en que se ignoraban las diferencias más evi­ dentes y superficiales entre un siglo (o milenio) y otro, ni siquiera se imaginaban, lógicamente, las diferencias, más profundas, de tem pe­ ramento y clima mental. Los autores pueden afirmar saber que las cosas en la época de Arturo o de Héctor no eran exactamente igua36. Smectymnuus, Obras en prosa (Bohn), vol. III, p. 127.

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les que en su tiempo, pero sus descripciones contradicen esa afirma­ ción. Chaucer, en un destello de asom brosa perspicacia, reconoce que en la antigua Troya el lenguaje y las normas del galanteo podían haber sido diferentes de los de su época (Troilus, II, 22 y ss.). Pero se trata de un simple destello momentáneo. Los modales, las luchas, los oficios religiosos, las propias regulaciones de tráfico de sus troyanos son los del siglo XI V . Aquella feliz ignorancia fue la que dio al graba­ dor o al poeta medieval su capacidad para infundir vida tan palpi­ tante a cualquier tema «historial» de que se hiciese cargo. También sirvió para excluir el historicismo. Para nosotros, las zonas del p a­ sado se distinguen cualitativamente. Por tanto, los anacronismos no son simples errores; ofenden como la disonancia en música o los sabores inadecuados de un plato. Pero, cuando san Isidoro, en el umbral de la Edad Media, divide toda la historia en seis aetates (V, xxxix), éstas nada tienen de cualitativo. N o son fases en una evolu­ ción o actos de un drama, son simples y cómodos bloques cronoló­ gicos. N o le tienta hacer elucubración alguna sobre el futuro. D es­ pués de haber recorrido la sexta aetas hasta su época, acaba con la afirmación de que sólo Dios conoce el resto de esta aetas. Com o ya he dicho, lo más próxim o a una «filosofía de la historia» ampliamente difundida en la Edad M edia es la frecuente afirmación de que las cosas fueron mejores en tiempos que en la actualidad. Com o leemos en el sermón de Wulfstan: «E l mundo se apresura [is on ofste] [...] y corre hacia su fin [...] así, por los pecados de los hom ­ bres, ha de em peorar día tras día». H acía muchísimo tiempo, dijo Gower, que el mundo había perdido «to da su riqueza» (Prólogo, 95). El amor no es ahora como era en la época de Arturo, dijo Chrétien en los primeros versos de Yvain. Malory estaba de acuerdo (XV III, 25). Y, sin embargo, no me parece que la lectura tanto de la crónica como del relato literario nos dé una impresión de melancolía. La insistencia suele recaer en el esplendor pasado más que en la deca­ dencia que le siguió. El hom bre medieval y el del siglo X IX coincidían en reconocer que la suya no era una época muy admirable; no podía compararse (decía uno) con la gloria que había existido, con la glo­ ria que todavía había de venir (decía el otro). Lo extraño es que al parecer la primera concepción engendró en conjunto un talante más alegre. Tanto histórica como cósmicamente, el hombre medieval estaba al pie de una escalera; al mirar hacia arriba, se deleitaba. Tanto la mirada retrospectiva como la que dirigía hacia arriba lo regocija­ ban con un espectáculo majestuoso y la humildad se veía recom pen­ sada con los deleites de la admiración. Y, gracias a su deficiencia en cuanto a sentido de la época, aquel repleto y grandioso pasado era

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más inmediato para él que el obscuro y bestial pasado para un Lecky o un Wells. Difería del presente sólo por ser mejor. Héctor era como cualquier caballero, solo que más bravo. Los santos observaban desde arriba la vida espiritual de cada uno; los reves, los sabios y los soldados, su vida secular; los grandes amantes del pasado, sus amo res, que consolaban, alentaban e instruían. En todas las épocas había amigos, antepasados, protectores. Cada cual tenía su lugar, por m o­ desto que fuese, en un gran linaje; no había razones para sentirse ni orgulloso ni abandonado.

I. LAS SI!.TI AKTI'.S LIBKRALLS

Asignar a un plan de estudios un lugar en el modelo del univer­ so puede parecer absurdo al principio y lo sería, si los medievales lo hubieran considerado como nosotros consideraríamos hov los «tem as» de un sílabo. Pero éste estaba considerado inmutable;'' el número siete es divino; por una costumbre muy antigua, las artes liberales habían adquirido una posición semejante a la de la propia naturaleza. Las artes, no menos que las virtudes y los vicios, estaban personificadas. La gramática todavía estaba sentada, con su abedul, mirando desde arriba los claustros del Magdalene College. Dante, en el Convivio, introduce con el mayor cuidado las artes en el armazón cósmico. La retórica, por ejemplo, corresponde a Venus; entre otras razones, porque es «la más atractiva de todas las disciplinas», soavissima di tutte le altre scienzc. La aritmética es como el Sol, pues así como éste da luz a todos los demás astros, así también aquélla ilu­ mina las demás ciencias v, de igual forma que la luz del Sol deslum ­ bra nuestros ojos, la infinitud de los números confunde nuestra inte­ ligencia. Y cosas semejantes dice de las demás (ÍI, xiii). Todo el mundo sabe que las artes eran la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética, la música, la geometría y la astronomía. Y casi todo el mundo ha visto alguna vez el pareado: Gram loquitur, L)ia verba docet, Rhet verba colorat, Mus canit, Ar numerat, Geo ponderat, Ast colit astra. Las tres primeras constituyen el Trwium, o triple camino; las cuatro últimas, el Quadnvium. 37. La práctica efectiva ele la educación medieval y su historia son una cuestión diferente. Una buena introducción ot recen los capítulos que tratan ese tema en Evolution o f Medieval Thought ( 1% 2 ), de O. Knowles.

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«L a gramática habla», como dice el pareado; o, tal como la define san Isidoro, «la gramática es la habilidad para hablar» (I, i). E s decir, que nos enseña latín. Pero, no debem os pensar que aprender gram á­ tica correspondía simplemente a lo que ahora llamaríamos recibir una educación «clásica» o incluso llegar a ser un «hum anista» en el sentido renacentista. El latín era todavía el esperanto vivo del mundo occidental y todavía se escribían grandes obras en esa lengua. Era la lengua par excellence, de forma que la propia palabra «latín»— laeden en anglosajón y leden en inglés de la Alta Edad M edia— acabaron por significar lengua. Canace, en el Squires Tale, gracias a su anillo mágico u n derstood wel everything That any foul may in his ledene seyn. (F 435.) [Entendía perfectamente lo que cualquier necio pudiera decir en su lengua.]

Petrarca usa en el mismo sentido la palabra italiana latino. Un intér­ prete era un latíner, palabra de la que procede el nombre Latimer. Pero, mientras que la gramática estaba así reducida a una sola lengua, en otro sentido abarcaba mucho más que el dominio que hoy consi­ dera propio. Así había sido durante siglos. Quintiliano sugiere que lite­ ratura es la traducción exacta del griego grammatike (II, i), y literatura, aunque no significaba «literatura», abarcaba mucho más que el apren­ dizaje de la lectura y la escritura. Abarcaba tocio lo que se necesita para «com poner» un libro «de acuerdo con los cánones»: sintaxis, etimolo­ gía, prosodia y la explicación de las alusiones. San Isidoro considera incluso la historia como una sección de la gramática (I, xli-xliv). Habría calificado este libro que estoy escribiendo de libro de gram á­ tica. Quizá nuestro equivalente más aproximado sea erudición. En el uso popular grammatica o grammana tenía el vago sentido de cultura en general, y, como la cultura es a la vez un objeto de respeto y de des­ confianza para las masas, la gramática en la forma grammary pasó a sig­ nificar magia. Así, en la balada de King Estmere: «M i madre era una mujer del Oeste versada en grammarye». Y de grammary, mediante un cambio de sonido corriente, procede glamour («hechizo»), palabra c uyas asociaciones con gramática e incluso con magia han eliminado en la actualidad los especialistas en cuestiones de belleza. La invención de dicho arte se atribuyó tradicionalmente a Carmente o Carmentis, la hija del rey Evander.*8 Las auténticas autori­ dades eran Donato (siglo IV) y Prisciano (siglos V y VI). El manosea38. San Isidoro, I, iv; Gower, IV, 2637.

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do manuscrito de Donato era el donat o donct, que por una fácil transferencia pasó a significar la «cartilla» o los «rudim entos» de cualquier materia. Covertvse dice en Picrs Plowmam «ich drow me among drapers my donet to lerne» («Entre los pañeros tuve que aprender los rudimentos del oficio».) En el pareado antes citado la Dialéctica «enseña palabras», afir­ mación hermética. Lo que realmente significa es que, después de haber aprendido a hablar en la Gramática, debemos aprender a hablar con sentido, a argumentar, a aprobar y desaprobar. La base medieval de esa arte fue al principio un \ Isagoge o introducción a Aristóteles escrita por Porfirio v traducida al latín por Boecio. Por su contenido era una simple obra sobre lógica. Pero cualquiera que haya intentado enseñar lógica sabe lo difícil que es, sobre todo con un alumno inteligente, evitar que se planteen cuestiones que nos obli­ guen a entrar en la metafísica. El pequeño tratado de Porfirio también las plantea y, de acuerdo con su limitado propósito, las deja sin resol­ ver. Esa limitación m etodológica se contundió con una posición de duda, que después se atribuyo, no a Porfirio, sino a Boecio. De ahí los versos: Assidet Boethius stupens de hac lite, Audiens quid hic et hic asserat perite, Et quid cui iaveat non disccTnit rite; Non praesumit solvere litern definite. [Junto a ellos esta sentado Boecio, perdido en vacilaciones, oyendo a am bos lados afirmaciones cultas, sin saber de parte de quien ponerse en ese debate. Por eso no pone término al pleito. ]

tiernos de hacer dos aclaraciones, que pueden ser útiles para algunos y confío en que los demás me las perdonen. 1) «D ialéctica», en el m oderno sentido marxista de origen hegeliano, no tiene nada que ver con el sentido en que aquí la usamos. D ebe dejarse de lado completamente, cuando hablamos de dialéctica antigua o medieval. En este caso significa simplemente el arte del debate. N ada tiene que ver con la dinámica de la historia. 2) La dialéctica se ocupa de las demostraciones. En la Edad Media había tres clases de demostraciones: por la razón, por la auto­ ridad y por la experiencia. Una verdad geométrica se establece por la razón; una verdad histórica, por la autoridad, por los auctores. G ra ­ cias a la experiencia descubrimos que las ostras nos sientan bien o mal. Pero, a veces, las palabras que el inglés de la Edad M edia usa para expresar esa tricotomía pueden inducirnos a error. Muchas veces son suficientemente claras, como cuando la Com adre de Bath dice: 146

E xperience, though noun auctoritee W ere in this w orld, were right ynough to me To speke oí wo that is in m arriage. I Aunque no hubiese autoridad sobre ese tema en este mundo, la experiencia me bastaría para hablar de la pena que encierra el matrimonio.]

Pero, desgraciadamente, la palabra experiencia no siempre se usa para referirse al tercer tipo de prueba. Hay dos variantes. Aprender gracias a la experiencia puede ser sentir o, de forma todavía más equívoca, el conocimiento por la experiencia puede ser preve (es decir, prueba). Así, Chaucer inicia su Legend ofPhillis diciendo que la máxima «la fruta mala procede de un árbol m alo» se puede apren­ der no sólo por la autoridad, sino también by preve, es decir, empíri­ camente. En Hous o f Tame, el águila dice que el poeta puede «sen ­ tir» la teoría del sonido que acaba de enunciar (826). El verso del k m gh t’s Tale, «N e who most felingly speketh of love» («Q uien con más sentimiento habla de am or») (A 2203), da una impresión muy moderna. Pero «hablar con sentimiento» quizá signifique hablar con conocimiento de primera mano. Sin duda era de esperar que quienes lo hiciesen pudieran también hablar «con gran sentimiento» en el sentido en que nosotros usam os la expresión; pero dudo que felingly pudiese significar «con em oción» en inglés de la Alta E dad Media. Todo lo que ahora llamaríamos crítica pertenecía a la Gram ática o a la Retórica. El gramático explicaba el metro y las alusiones de un poeta; el retórico se ocupaba de la estructura y del estilo. Ninguno de los dos tenía nada que decir sobre el punto de vista o la sensibilidad individual, la majestuosidad o la m ordacidad, el sentimiento o el humor, que la estructura y el estilo engloban. Eso explica que los elo­ gios a los poetas se basen casi siempre en motivos puramente estilís­ ticos. Virgilio es para Dante el poeta que le enseñó su bello stilo (inferno, I, 86). En el Clerk’s Prologue Petrarca es para Chaucer el hombre que iluminó toda Italia con su rethoryke swete («dulce retó­ rica») (E 31). Chaucer en el Book ofThebes es para Lydgate «la flor y nata» de los poetas británicos por la excelencia de su retórica y de su elocuencia» (Prólogo, 40). Todos los sucesores medievales de Chaucer dicen lo mismo de él. Sería imposible descubrir gracias a esas alabanzas que describiera jamás personaje lleno de vida alguno o que contase jamás un cuento divertido alguno. Los antiguos maestros de Retórica dirigían sus preceptos a los oradores en una época en que la capacidad de hablar en público era indispensable para todo hombre público— incluso para un general en el cam po de batalla— y para cualquier hombre privado que se i 47

Pero la más importante de todas las morac es la diversio o digresión. Casi todos nosotros, cuando empezamos a leer poesía medieval por primera vez, tuvimos la impresión de que los poetas no eran capaces de ceñirse al tema central. Puede incluso que pensásem os que deri­ vaban con la corriente mental. El nuevo interés por la retórica m edie­ val— grata novedad en el medievalismo del siglo XX— acaba con esa idea. Para bien o para mal, la tendencia a las digresiones de los escri­ tores m edievales era producto del arte, no de la naturaleza. La segunda parte del Román de la Rose se apoya en las digresiones en la misma m edida, no de la misma forma, que Tnstram Shandy. Se ha afirmado incluso que la técnica peculiar de los narradores y de sus continuadores renacentistas, el entrecruzamiento de los relatos que sin cesar se mezclan e interrumpen mutuamente, puede ser sim ple­ mente otra aplicación del principio de digresión y proceder de la retórica.42 Esa teoría que, por mi parte, no acepto totalmente, tiene en cual­ quier caso el mérito de volver a colocar en su propio contexto las digresiones recomendadas por Geoffrey. Se puede considerar como expresión del mismo impulso que vemos intervenir en muchas m ues­ tras de la arquitectura y la decoración medievales. Podem os llamarlo gusto por lo laberíntico: la tendencia a ofrecer a la mente o al ojo algo que no se puede asimilar de una ojeada, algo que al principio parece improvisado, aunque todo responda a un plan. C ada cosa conduce a otra, pero por senderos muy intrincados. En cualquier punto surge la pregunta: «¿C óm o hemos llegado aquí?», pero siempre hay una respuesta. El profesor Gunn ha contribuido mucho a facilitarnos la recuperación del gusto mediante el cual se podía disfrutar una estructura literaria de ese tipo; dicho gusto permitía advertir que el tema principal, al proliferar con tantas digresiones que, a su vez, pro­ ducían otras secundarias, m ostraba la fuerza ramificada de un árbol fuerte, glorioso y abundante.41 Las otras morae son apostropha y descriptio, que no requieren comentario. Sobre ornatus, adorno estilístico, Geoffrey da un consejo im por­ tante: «N o dejes que una palabra permanezca siempre en su posición natural» (noli semper concedere verbo ln proprio residere loco). Se basa en la práctica de autores como Apuleyo; en una lengua con declinaciones como el latín prácticamente no hay límite para las posi­ bles dislocaciones del orden de las palabras. Y, sin em bargo, Chau42. Véase Vinaver, Works o f Malory, vol. 1, pp. xlviii y ss. 43. The Mirror o fL o v e (Lubbock, Texas, 1952).

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cer puede llevarla muy lejos en inglés y con tal habilidad, que no siempre lo advertimos: The double sorwe of Troilus to tellen That was the King Priamus’ soné of Troye, In loving how his aventures fellen Fro wo to wele and after out of ioye, My purpose is... (Troilus, I, I y ss.). [La doble pena contar de Troilo del rey Príamo hijo que fue y cómo en amores sus aventuras pasaron de la pena al gozo y después al pesar me propongo...]

Pasa con bastante facilidad, pero en ningún período de la historia del inglés se habría podido usar una frase así en la conversación. Tam­ poco fue Chaucer el último poeta que practicó ese elegante desor­ den. Podem os extraer dos enseñanzas: 1) que el orden de las palabras en la poesía de la Alta E dad M edia no puede ser testimonio de la lengua hablada; y 2) que cuando una particularidad del orden nos parezca una concesión decepcionante a las necesidades métricas, puede que no siempre lo sea. Además del problema de cómo comenzar una composición, exis­ tía el de cómo acabarla. M ateo de Vendóme, en su Ars Versificatoria (finales del siglo XIl),44 indica cinco procedim ientos.45 Uno es per epilogum, es decir, per recapitulationem sententiae, resumiendo la «sentencia» o conclusión moral del conjunto. Así acaba Chaucer en los cuentos del Molinero, del Capataz y del M é­ dico. O tro es el de pedir a alguien que corrija la obra, como Chaucer pide a Gow er al final de Troilus (V, 1856). El tercero es per veniae petitionem, pidiendo indulgencia por las deficiencias. Gow er usa ese método en la Confessio (VIII, 3062, E a versión) y Flawes en el Tastime ofPleasure (5796). El cuarto consiste en una jactancia, per ostensionem gloriae. El precedente clásico en el exegi monumentum. Pocos poetas medieva­ les fueron— si es que alguno lo fue— suficientemente audaces para seguirlo. Por último, se podía acabar con la alabanza a Dios. En Troilus (V, 1863), Chaucer combina este procedim iento con el segundo. 44. Véase Faral, op. cit. 45. IV, xlix.

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En el Phisicien s Tale vemos en pleno funcionamiento los princi­ pios retóricos. Aquí tenemos el análisis: 1-4 Relato. 5-29 Descnptio interrumpida por Prosopopca de la N atura­ leza. 30-71 Descrtplio resumida. 72-92 Aposlropha a las ayas 93-104 Apostropha a los padres. 105-239 Relato. 240-244 Exemplum de la hija de Jehá. 245-276 Relato. 277-286 Ein per recapitula tiottem sententiae. La proporción es de diez versos de amplificación por cada dieciséis versos de narración. El M an ap le’s Tale es igualmente retórico; en el Pardoner's Tale la digresión está usada de una forma que resulta a los modernos más fácil de disfrutar. Podem os despachar someramente las artes del quadrivium. Sobre la Astronomía ya hemos hablado en el capítulo anterior. Sobre el vasto y atractivo tema de la música medieval el lector debe consultar guías más competentes que la mía y la Geometría, como es natural, influye poco en la literatura.4'1N o obstante, vale la pena recordar que durante la Edad Media la Aritmética adquirió una nueva e inapre­ ciable herramienta: los llam ados números «árabes». En realidad, el sistema es de origen indio y data del siglo V, pero llegó a Occidente por mediación de la obra del matemático del siglo IX Ben Musa, conocido por Al-Khowarazmi. Tuvo como consecuencia un curioso torbellino de errores y leyendas. «Al-Khow arazm i» (el hom bre de Khawarazm) sugirió un nombre abstracto, algorism , posteriormente augrim, que significa cálculo. De ahí «las figuras de augnm » en el Ancrene Wisse. Después, para explicar la palabra algorism, se inventó un matemático Algus, por lo que el Román de la Rose habla de Algus, E uclidees, Tholom ees (16373)

Pero en el verso 12.994 Algus se ha convertido en Argus, forma en la que pasó al Book o f the Dtichess: «A rgus, el ilustre matem ático». 46. Véase Neie Oxford l lisia n <>! Ah/sn\ vol>. II y III; (i. Reese, Mnsie ni the M iddle Ages (Nueva York, 1940) y Xíi/sie di the Renaissanee (Nueva York, 1954); ( ’,. Parrish, The Notatiofi of M edieval Musie (1957); F. L. I larrison, Musie m M edieval Bn¡ain (1958).

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CAPÍTU LO VIII

LA IN F L U E N C IA D E L M O D E L O

At sight o f all this W orld beh eld so faire. M IL T O N

N adie que haya leído las más excelsas muestras de la poesía m edie­ val v renacentista habrá dejado de advertir la cantidad de conoci­ mientos sólidos— de ciencia, filosofía e historia— que contienen. En algunos casos, como en la Divina Commedia o en el Dreme de Lyndsay o en los Cantos a la Mutabilidad de Spenser, el tema elegido per­ mite e invita a tratar dichas materias. En otros casos, éstas van uni­ das a un tema que, para nuestros cánones, parece que podría perfectamente haber prescindido de ellas; por ejemplo, la forma en que el carácter y la influencia de los planetas interviene en el Knight’s Tale o en el Testament o f Cresseid. También pueden parecem os «cogidas por los pelos» en pasajes en que estoy seguro de que al autor medieval le habrían parecido totalmente pertinentes. Cuando el autor de Cawain comienza con la caída de Troya, no está sim ple­ mente recargando su obra. Está obedeciendo al principio de «un lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio», haciendo que Gaxvain, gracias a Arturo, Arturo gracias a Brut y Brut gracias a Troya enca­ jen en el modelo «historial» total. Sin embargo, el procedimiento más corriente es el de la digresión. Digresiones como las que encon­ tramos en el Román de la Rose sobre la Fortuna (4837-5070), sobre el libre albedrío (17.101-778), sobre la nobleza auténtica (18.589896), (18.598-896), sobre la función y las limitaciones de la N atura­ leza (15.891-16.974), sobre la inmortalidad de los dioses o los ánge­ les, que no es original (19.063-112). En ciertos casos los lectores pueden no coincidir respecto de hasta qué punto constituye una digresión un pasaje sobre cosmología o metafísica. Puede que se con­ sidere oportuna la extensa dramatización (en forma cristianizada) de la distinción aristotélica entre la naturaleza y la región situada por encima de ella, que ocupa los versos 3344 a 3396 (en la versión de Lydgate) del Pelennage de Deguileville. Y algunos consideran que el pasaje de Troilus, V, que trata del libre albedrío no es una digresión. La forma más simple en que se expresa esa tendencia es el catá­

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logo. En la obra de Bernardo vemos catálogos de jerarquías, estrellas, montañas, animales, ríos, bosques, vegetales, peces y aves (I Metr. III); en Flous o f Fame, de músicos (III, 1201 y ss.); en el Frankliris Tale, de mujeres virtuosas (F 1367 y ss.); en el K in gs Q uair, de ani­ males (est. 155-7); en el Temple o f Glas, de amantes famosos (55 y ss.); en el Trial o f the Fox, de Henryson, de animales (Fahles, 881 y ss.); en Court of Sapience, de piedras (953 y ss.), peces (1198 y ss.), flores (1282 y ss.), árboles (1374 y ss.), aves y cuadrúpedos (1387 y ss.). En Falice o f Honour, de Douglas, figuran catálogos de sabios, amantes, musas, montañas, ríos y «hom bres y mujeres nobles de his­ torias bíblicas y paganas». El plan completo de los Trionfi de Petrarca parece ideado con el fin de admitir la mayor cantidad posi­ ble de catálogos. Al principio nos parece pedante, pero ésta no puede ser de nin­ guna manera la explicación auténtica. Gran parte del saber, aunque no todo, era dem asiado común para que un autor pudiera destacarse con su descripción. Henryson podía esperar, y con razón, que lo admirasen por haber descrito las características de los planetas de forma tan brillante, pero no por haber dado pruebas de conocerlos. L a misma objeción se puede hacer contra la opinión que adopté, cuando, hace años, hice mi primer estudio de la literatura medieval. Pensé que, en una época en que los libros eran escasos y el apetito intelectual enorme, cualquier tipo de conocimiento habría recibido buena acogida en cualquier contexto. Pero eso no explica por qué presentaron los autores tan de buena gana un saber que la mayoría de sus lectores debían ya de poseer. Tenemos la impresión de que los medievales, como los hohbits del profesor Tolkien, disfrutaban con libros que les contaban cosas que ya conocían. Puede haber otra explicación basada en la Retórica. E sta reco­ m endaba las morae: demoras o prolijidad. ¿Intercalarían quizá todo aquel saber e «historia» simplemente longius ut sit opus, «p ara que la obra sea más larga»? Pero quizás esta opinión pase por alto que la Retórica explica las características formales, no materiales. E s decir, puede aconsejar a los autores que hagan digresiones, no precisar lo que deben contar en ellas. Puede aprobar los «lugares comunes», pero no puede determinar qué es lo que merece la calificación de «lugar común». D e la lectura del texto del doctor Curtius sobre el locus amoenus, esa deliciosa escena en cuyo cultivo se ejercitaron tan­ tos poetas, un lector no avisado podría sacar una impresión falsa (que, naturalmente, no atribuyo al propio doctor C urtius).1 Podría 1.

European Literature and The Latín Middle

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pp. 195 y ss.

pensar que a la Retórica se debía no sólo el tratamiento de dicho «lugar común», sino también la popularidad que lo hizo ser común. Pero la Retórica no era un sistema tan cerrado. Era la naturaleza— el movimiento de la luz y la sombra, los árboles, las corrientes de agua y la brisa que caracterizan a aquélla, y su efecto en los nervios y los sentimientos humanos— la que hacía que el locus fuese amoenus y, por esa razón exclusivamente, communis. De igual forma, si todos los catálogos y digresiones contienen determinado tipo de materiales, ha de deberse a que gustaban a los escritores y a sus lectores. Las digre­ siones no tienen que tratar necesariamente de las grandes caracterís­ ticas permanentes del universo, a menos que así se desee. En general, los extensos símiles de Hom ero o los «episod ios» de Thomson no lo hacen. La mayoría de las veces son «estam pas». Tam poco se podía ampliar fácilmente la explicación retórica para que abarcase las artes plásticas, en las cuales encontramos el mismo fenómeno. Estas vuelven a expresar una y otra vez las creencias exis­ tentes sobre el universo. Ya he citado la cúpula situada encima de la tumba de Chigi, que vuelve a formular de forma magnífica la doc­ trina boeciana de la providencia y el destino.2 N o es un ejemplo ais­ lado. En el palacio del Dux los planetas miran hacia abajo desde los capiteles, cada uno de ellos rodeado de sus «hijos», los mortales que muestran su influencia/ En Florencia volvemos a encontrarlos, curiosamente disfrazados por influencia de la iconografía sarracena, en Santa María del Fiore y también en Santa María Novella,4 for­ mando parejas, al estilo del Convivio, con las siete artes liberales.' El Salone (Palazzo della Ragione) de Padua es una muestra, pertene­ ciente a otra arte, muy paralela a los Cantos a la Mutabilidad de Spenser.*’ Los planetas, sus hijos, los signos del Zodíaco, los Apóstoles y los trabajos de los hombres aparecen colocados en sus meses corres­ pondientes. Y así como en el Testament o f Cresseid los planetas no están sim ­ plemente presentes, sino inmersos en la trama, así también en los edi­ ficios el material cosm ológico va incluido a veces en lo que podem os llamar la trama de un edificio. Al principio podríam os suponer que las constelaciones pintadas en la cúpula situada encima del altar de la antigua sacristía de San Lorenzo de Florencia eran meros elemen­ tos decorativos, pero están en las posiciones correctas correspon­ 2. 3. 4. 5. 6.

Véase más arriba, p. 72. Seznec, op. cit., fig. 21. Ibid., fig. 63. Ibid., fig. 22. Ibid., p. 73.

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dientes al 9 de julio de 1422, lecha en que se consagró el altar.' En el palacio Farnesina están dispuestos de forma que coincidan con el día de nacimiento de Chigi, para quien se hizo la obra." Y, al parecer, el Salone de Padua está diseñado de forma que, a la salida del Sol, sus* rayos caigan sobre el signo en el que entonces se encuentre. El desaparecido arte de los misterios teatrales gustaba de exponer temas semejantes. Y recientemente se ha dem ostrado que muchas pinturas renacentistas, que en un tiempo se consideraron sim ple­ mente fantásticas, están cargadas, y casi abarrotadas, de cuestiones filosóficas. ’ Como al comienzo de este libro, volvemos a ver un paralelismo sor­ prendente, pero engañoso, entre el comportamiento medieval y el pri­ mitivo. Todos esos esfuerzos para reproducir en el nivel de la Tierra las grandes operaciones de la naturaleza recuerdan mucho a los intentos por parte del hombre primitivo de dirigir o provocar dichas operacio­ nes mediante su imitación: provocar la lluvia haciendo ruido parecido al de una tormenta con un palo y un tam-tam.11 Pero la credulidad medieval y renacentista iba en la dirección opuesta. Los hombres se inclinaban mucho menos a pensar que podían dirigir las fuerzas supra lunares que a pensar que estas últimas los dirigían a ellos. El peligro auténtico era el determinismo astrológico, no la magia imitativa. Creo que la explicación mas sencilla es la más válida. Los poetas y demás artistas describían aquellos fenómenos porque vivían con la mente puesta en ellos. Otras épocas no han tenido un modelo acep­ tado tan universalmente, tan imaginable y tan satisfactorio para la imaginación como el suyo. Marco Aurelio deseaba que los hombres amasen el universo como un hombre puede amar su ciudad.11 Estov convencido de que algo así era posible en la época que estamos estu­ diando. Al menos, bastante parecido. Creo que el deleite que el uni­ verso producía a los medievales y renacentistas era más espontáneo y estético y menos consciente y resignado que cualquiera de los senti­ dos que el em perador romano diese a su afirmación. Era un «am or a la naturaleza», aunque no en el sentido de Wordsworth. En consecuencia, no consideraban que la función exclusiva de las artes fuese la de reproducir o comentar la vida humana que los rodea 7. Se/nec, op. cit., p. 77 8 . Ibid., p. 79. 9. Véase E. Wind, Pagan Mxstcrics in the Rc'iaissancc (1958). 10. «L a mayoría de los relojes eran, más que cronóm etros, representaciones de la estructura del universo».
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ba. Los trabajos de los hombres aparecen en el escudo de Aquiles con sentido propio. En los Cantos a la Mutabilidad o en el Salone aparecen no sólo con sentido propio, sino también por su relación con los meses y, por tanto, con el Zodíaco y, por tanto, con la totali­ dad del orden natural. Eso no significa en absoluto que Eiomero fuera indiferente y el artista posterior fuese didáctico. Significa que, mientras que Hom ero se recreaba en los detalles, el artista posterior se recreaba también con aquella gran estructura imaginaria que les concedía todo el lugar que merecían. Cualquier hecho e historia p ar­ ticular adquiría mayor interés y daba mayor placer, si, por estar ade­ cuadamente insertado en él, recordaba al modelo como totalidad. Si estoy en lo cierto, en aquella época el hombre de genio se encontraba en una situación muy diferente de la de su moderno suce­ sor. Hoy dicho hombre se siente muchas veces, quizá habitualmente, confrontado con una realidad cuyo significado no puede conocer o con una realidad que carece de significado o incluso con una realidad tal, que la propia pregunta de si tiene significado carece de sentido. A él le corresponde, gracias a su sensibilidad, descubrir un significado o, a partir de su subjetividad, atribuir un significado— o al menos una íorma— a lo que en sí carece de uno y de otra. Pero el modelo del uni­ verso de nuestros antepasados tenía un significado establecido. Y en dos sentidos: como «form a significante» (pues es un plan admirable) y como manifestación de la sabiduría y bondad que lo crearon. No había necesidad alguna de infundirle belleza o vida. Dicho de la forma más enfática: no era asunto suyo. De por sí era perfecto. La única dificultad estribaba en responder adecuadamente. Todo eso, en caso de que se acepte, quizá sea suficiente para explicar algunas características de la literatura medieval. Puede explicar, por ejemplo, tanto su defecto más típico como su virtud más característica. El defecto es, como sabem os, la tediosidad: una tediosidad completa, abierta y prolongada, hasta el punto de que el autor ni siquiera parece intentar interesarnos. El South English Legendary o el Ormulum o pasajes de Hoccleve constituyen buenos ejemplos. Com prendem os que la creencia en un mundo con signifi­ cado establecido contribuye a ello. El escritor considera todo tan interesante por sí mismo, que no necesita infundirle atractivo alguno. El relato, por mal contado que esté, no dejará de merecer que se lo cuente; las verdades, por mal expuestas que estén, no dejarán de merecer que se expongan. El autor confía en que el tema hará por él casi todo lo que es tarea suya. También fuera de la literatura vemos funcionar esa mentalidad. En el nivel intelectual más bajo, lo más fácil es que los lectores que consideran cualquier tema com pleta­

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mente absorbente piensen que cualquier referencia a él, sea cual fuere su calidad, ha ele tener algún valor. En ese nivel las personas piadosas parecen pensar que la cita de cualquier texto de las Escri­ turas o de cualquier verso de un himno o incluso cualquier sonido producido por un armonio constituven un sermón edificante o una apología convincente. En el mismo nivel, personas menos piadosas, torpes payasos, parecen pensar que han logrado un efecto volup­ tuoso o cómico— no estoy seguro de cuál es el que persiguen— por haber escrito con tiza una sola palabra indecente en una pared. Igual mente, la presencia de un modelo cuyo significado ya está «d a d o » constituye igualmente una pura y simple bendición. Y, sin embargo, creo que también tiene alguna relación con la vir­ tud característica de la obra medieval de calidad. Para sentirlo basta con pasar de la poesía narrativa de Chapman o Keats, por ejemplo, a los mejores trozos de María de Eraneia o de Gower. Lo que sor­ prende es la ausencia de artificio. En los ejemplos isabelinos o románticos sentimos que el poeta ha trabajado enormemente; en el medieval, al principio apenas advertimos que el autor sea un poeta. La escritura es tan cristalina y fácil, que parece como si la historia se contase sola. Podríamos pensar que cualquiera podría hacer lo mismo, aunque sólo hasta el momento que lo intentásemos. Pero, en realidad, ninguna historia se cuenta sola. Hay un arte en funciona­ miento. Pero es el arte de escritores que, no menos que los autores medievales de poca calidad, tienen una confianza absoluta en el valor intrínseco del tema que tratan. El relato se justifica por sí solo; en el caso de Chapman o de Keats sentimos que valoran su relato sólo como pretexto para su tratamiento profuso y profundamente indivi­ dual. La misma diferencia sentimos al pasar de la Arcadia de Sidney a la Marte de Malory o de la descripción de una batalla en la obra de Drayton a una en la de Lazamon. N o pretendo sugerir una preferen­ cia, pues ambas formas de escribir pueden ser buenas; lo único que hago es subrayar una diferencia. Esa actitud va acompañada del tipo de imaginación característico de la Edad M e d ia .N o es una imaginación transform adora como la de Wordsworth o penetrante como la de Shakespeare. Es una im agi­ nación aprehensiva. Macaulay observó en Dante el carácter extraor­ dinariamente factual de las descripciones; los detalles, las com para­ ciones, que tienen por objeto garantizar— sea cual fuere el costo en dignidad— que vemos exactamente lo que él vio. Ahora bien, esa 12. Véase también E. Auerbaeh, Mimesis (Berna, 1946), tracl. ele W. Trask, Princeton, 1957. [May traducción castellana (México; Fondo de Cultura Económica, 1950).]

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característica de Dante es típicamente medieval. H asta llegar a tiem ­ pos bastante modernos ninguna época ha superado a la E dad M edia en la presentación transparente de los detalles, en el uso del «prim er plano». Me refiero a detalles como la conducta del perrito en el Book o f the Duchess o «S o stant Custance and looketh hire aboute» («Custance estuvo mirando detenidamente a su alrededor»), o, refirién­ dose también a Custance: «ever she prayeth hire child to hold his pees» («pedía constantemente a su hijo que guardara silencio»), o, cuando Arcite y Palamon se encontraron para luchar: «T ho chaungen gan the colour in hir fase» («aunque iban perdiendo el color de la cara»), o la renuencia de las damas de honor a tocar los vestidos de Griselda. Pero en m odo alguno es exclusivo de Chaucer. Me refiero a ejemplos como el de que el joven Arturo empalidezca y enrojezca alternativamente en la obra de Lazam on o el de que Merlín se retuerza como una serpiente en su trance profético o el de que Jon ás en Patience entre en la boca de la ballena como «una mota en la puerta de un m onasterio»; y todos los detalles prácticos y económ i­ cos e incluso la inconfundible tos de Guenever en la obra de Malory o el de que los panaderos del país de los duendes se quiten la pasta de los dedos en Huon o el de que el ratón de Henryson, al sentirse impotente, corra para arriba y para abajo por la orilla del río dando «grititos lastim eros». En Kynd Kittok vemos incluso al T odopode­ roso «riéndose hasta desternillarse» de la vieja tabernera. En la actualidad ese tipo de vivacidad form a parte del bagaje de cualquier novelista; constituye un procedimiento de nuestra retórica que muchas veces se usa con tal exceso, que, más que revelar la acción, la oculta. Pero los medievales no tenían m odelos en quien imitarlo y había de pasar mucho tiempo hasta que tuviesen muchos sucesores.13 13. Al principio el lector puede argüir que la característica que estoy descri­ biendo es propia de todos los buenos escritores imaginativos de cualquier época. No lo creo. En la obra de Racine nunca aparecen hechos en primer plano, nada dirigido a nuestros sentidos. Virgilio se apoya principalmente en la atmósfera, el sonido y las asociaciones. En Paradisc Lost (como requiere su tema) el arte estriba menos en hacer­ nos imaginar cosas concretas que en hacernos creer que hemos imaginado lo inimagi­ nable. Si los medievales hubiesen conocido a Homero, su obra les habría sido de gran ayuda. Dos detalles de ésta— el miedo del niño hacia el casco de plumas y la sonrisa llorosa de Andrómaca {¡liada, V I, 466-84)— son muy de su estilo. Pero, en general, el arte de Homero difiere del de aquéllos. Las descripciones detalladas de trabajos— la botadura de un barco, la preparación de una comida— producen un efecto completa­ mente diferente, por estar formalizadas y repetirse constantemente. N o sentimos el momento concreto, sino la norma inmutable de la vida. Homero nos presenta a sus personajes casi exclusivamente mediante el procedimiento de hacer que hablen. Aun así, las fórmulas épicas hacen que su lenguaje resulte distante; son canciones, no par­ lamentos. En el momento en que ha reconocido a su señor, Euriclea le promete un

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Dos circunstancias negativas lo propiciaron: su libertad respecto de las normas seudoclásicas del decoro como respecto del sentido de la época. Pero la causa eficiente fue sin lugar a dudas su iervorosa consideración para con el tema que tratan y la confianza que ponen en él. No intentan mejorarlo ni transformarlo. Están completamente poseídos por él. Sus ojos y oídos están fijos en el, por lo que— quizá sin apenas darse cuenta de lo mucho que inventan— ven y oyen cómo debió de ser el acontecimiento. Piemos de admitir que en algunos de sus escritos hay muchos adornos e incluso lo que podem os considerar afectación, sobre todo cuando escriben en latín. Pero es superficial y no necesariamente en sentido peyorativo. La actitud básica del autor carece de artificio y efectismo. Colorea y da brillo a su obra para hacer los honores a un tema que, en su opinión y según el consenso general, los merece. N unca hace lo que Donne, cuando com puso un poema (muy bueno) a partir de la tesis— que en la forma seca de la prosa es puro delirio— de que la muerte de Elizabeth Drury fue una catástrofe más o menos cósmica. Un poeta medieval, errónea pero comprensiblemente, lo habría considerado una bobaela. Cuando Dunbar da un brillo exa­ gerado a su poesía lo hace para celebrar la Nativ idad o, por lo menos, una boda real. Se pone vestiduras ceremoniales porque está partici­ pando en ellas. N o está «presum iendo». Cuando, en tradiciones diferentes, encontramos poesía sin cali­ dad, pero que tiene mayores pretensiones con respecto a sí misma y a su autor, podem os decir que «calamos su falsedad». Podem os detectar los ripios a través del estuco. Pero en muchos casos las mejo­ res obras medievales deben su gloria precisamente al hecho de que podem os ver a través de ellas; son pura transparencia. Todavía hemos de observar otra característica curiosa. Muchos de esos «prim eros planos» tan vividos son añadidos originales a obras que, en conjunto, no lo son. Sorprende la frecuencia con que se produce ese fenómeno. Sentimos la tentación de decir que la acti­ vidad típica del autor medieval casi consistía en retocar cosas que ya existían, como Chaucer retocó a Boccaccio y Malory narraciones informe confidencial sobre el comportamiento de los criados durante su ausencia (Odisea, X IX , 495-8). En ese texto ha quedado establecido para siempre el tipo de la «vieja criada de la familia». Leemos sus pensamientos, pero no oímos su voz. No como oímos la vacilante repetición de Lancelot: «Y, por tanto, señora, llegué tarde a esa bús­ queda» (Malory, X V III, 2), o las respuestas monosilábicas al águila de Chaucer {Hous of [ :amt\ III, 864, 888, 9 13). En realidad, podemos poner en duda que los méritos característicos de los cuatro grandes poetas que he citado (Hacine, Virgilio, Milton, Homero) sean siquiera compatibles con la vivacidad medieval. Un solo tipo de obra no puede tener todas las virtudes.

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francesas en prosa que, a su vez, habían retocado narraciones en verso anteriores, como Lazam on rehízo la obra de Wace, que rehízo la de Geoffrey, quien, a su vez, rehízo nadie sabe qué. N o podem os por menos de preguntarnos cómo podían ser aquellos hombres tan originales, que no había predecesor que utilizasen al que no infun­ diesen nueva vida, y tan poco originales, que raras veces hiciesen algo absolutamente nuevo. En su caso, el predecesor suele ser más que una «fuente», en el sentido en que una narración italiana puede ser la fuente de una obra dramática de Shakespeare. Este último toma algunos puntos de la trama de la novela y abandona el resto a su merecido olvido. Con ellos construye una nueva obra cuyo fin, atmósfera y lenguaje nada tienen verdaderamente en común con la obra original. El Troilus de Chaucer guarda una relación muy dife­ rente con el Tilos trato. Si un artista hiciese alteraciones en un cuadro de otro que abar­ casen una tercera parte, aproxim adam ente, de la tela, nos engañaría­ mos al intentar calcular mediante simples mediciones la contribución de cada pintor al efecto total. Pues el efecto producido por la masa y el color en los nuevos retoques quedaría modificado enteramente por las zonas del original que quedasen y la masa y el color de estas últi­ mas quedarían m odificados de forma similar por los nuevos reto­ ques. Tendríamos que calcular el resultado total en términos quím i­ cos, no aritméticos. Eso es lo que ocurre cuando Chaucer rehace a Boccaccio. Ningún verso, por muy fielmente que esté traducido, ten­ drá el mismo efecto que tenía en italiano, después de que Chaucer haya hecho sus añadidos. Ningún verso de éstos depende en abso­ luto, por lo que se refiere a su efecto, de los versos traducidos que lo preceden y siguen. El problema, tal como ahora lo vemos, no se puede atribuir a un autor individual. Mucho menos todavía la lla­ mada «ob ra de Malory». Consecuencia de ello es el hecho de que, al estudiar la literatura medieval, en m uchos casos debam os abandonar la unidad obraautor, fundamental para la crítica moderna. Si se me permite una comparación que ya he utilizado en otros lugares, se deben consi­ derar algunos libros más que nada como esas catedrales en las que se combina el trabajo de muchas épocas diferentes y produce un efecto total, verdaderamente adm irable, pero nunca previsto ni p re­ tendido por ninguno de sus sucesivos constructores. M uchas gene­ raciones, cada una con su mentalidad y estilo propios, han contri­ buido a la elaboración de la historia de Arturo. Constituye un error considerar a Malory como un autor en nuestro sentido m oderno y colocar todas las obras anteriores en la categoría de «fuentes». 161

Dicho autor es pura y simplemente el último constructor, que hizo unas dem oliciones aquí y añadió algunos detalles allá. Unas y otras no son suficientes para que se le pueda atribuir la obra como se atri­ buye Vanity Fair a Thackerav. Ese tipo de trabajo habría resultado imposible a hom bres que hubiesen tenido una concepción de la propiedad literaria mínima­ mente parecida a la nuestra. Pero habría sido igualmente imposible, si su concepción de la literatura no hubiese diferido de la nuestra en un sentido más profundo. Lejos de fingir originalidad, como haría un plagiario m oderno, pueden incluso llegar a esconderla. A veces afir­ man que toman algo de un auctour, precisamente cuando se separan de él. N o puede tratarse de una broma. ¿Q ué tiene eso de divertido? ¿Y quién, salvo un erudito, podría apreciarla, si lo fuera? Ese com ­ portamiento se parece más al del historiador que tergiversa la docu ­ mentación porque se siente seguro de que los hechos tuvieron que producirse de determinada forma. Están deseosos de convencer a los demás, y quizá también a sí mismos en parte, de que no están «inven­ tando simplemente». Pues su objetivo no es el de expresarse a sí m is­ mos ni el de «crear»; es el de transmitir el tema «historial» con dig­ nidad, dignidad que no se debe a su genio o capacidad poética, sino al tema mismo. D udo que hubieran entendido nuestra exigencia de originalidad o que hubiesen valorado más, por ser originales, las obras de su época que lo fueron. Si hubiésem os preguntado a Lazam on o a Chaucer: «¿P o r qué no componéis una historia propia absoluta­ mente nueva?», creo que podían haber respondido (más o menos): «¿A caso hemos caído tan bajo?». ¿A quién se le ocurriría contar algo que fuese producto de su mente, cuando el mundo rebosa con tan­ tos hechos nobles, ejemplos edificantes, tragedias lastimosas, aventu­ ras extrañas y chistes divertidos, que nunca se han relatado todo lo dignamente que merecen? La originalidad que nosotros considera­ rnos señal de riqueza a ellos les habría parecido confesión de p o ­ breza. ¿A quién se le va a ocurrir crear en solitario, como Robinson Crusoe, habiendo como hay abundancia por todas partes de que d is­ poner gratuitamente? Existen pocos artistas modernos que crean en la existencia de dicha abundancia. Ellos son los alquimistas que deben convertir el metal vulgar en oro. Se trata de una diferencia fundamental. Y lo paradójico es que precisamente esa renuncia a la originali­ dad es la que revela la auténtica originalidad que poseen. Cuanto más lervorosa y concentrada se vuelve la atención que presta Chaucer al Füostrato, o Malory al «libro francés», más reales se les aparecen las 162

escenas y los personajes. Pronto esa realidad les obliga a ver y a oír y, por tanto, a poner por escrito, primero un poco más, y después mucho más, de lo que su libro les ha contado efectivamente. De forma que cuantas más cosas añaden a su auctour, más en deuda están para con él. Si se hubiesen sentido menos arrobados ante lo que leían, lo habrían reproducido con mayor fidelidad. A nosotros nos parecería «descarado», una libertad im perdonable, a medias traducir y a medias volver a escribir la obra de otra persona. Pero Chaucer y Malory ni pensaban en los derechos de su auctour. Sólo se ocupa­ ban— en eso estribaba precisamente el éxito del auctour, que los impelía a ello— de Troilo o Lancelot. Com o va hemos visto, no parece que advirtiesen que tanto las cosas que su auctour escribía como las que ellos le añadían eran im a­ ginarias.14 Los historiadores, desde H erodoto hasta Milton, hacían responsables de la veracidad a sus fuentes; recíprocamente, los auto­ res de historias troyanas hablaban como si fueran historiadores que hubiesen com probado sus afirmaciones. Ni siquiera Chaucer elogia a H om ero por sus feymnge («invenciones»), pero lo censura por mentir, como partidario que era de los griegos (Hous o f Fame, III, 1477-9), y lo coloca en la misma categoría que a Josefo (1430-81). N o creo que Chaucer y Lazamon, por ejemplo, tuvieran exactamente la misma actitud hacia el material que trataban. Pero dudo que ninguno de los dos se sintiese, como el novelista moderno, «creativo» o pen­ sara que su fuente lo había sido. Y creo que la mayoría de los lecto­ res, tanto entonces como ahora, apenas podían concebir la actividad inventiva.n Se dice que la gente señalaba a Dante por la calle, no como el autor de la Commedia, sino como el hombre que había estado en el Infierno. Incluso hoy hay quienes creen (entre ellos algu­ nos críticos) que toda novela e incluso todo poem a lírico son auto­ biográficos. Una persona que carece de inventiva no la atribuye fácil­ mente a los demás. Q uizás en la E dad M edia quienes la tenían no la atribuían fácilmente a sí mismos. El hecho más sorprendente de Hous o f Fame es que los poetas (junto con un historiador) están presentes, no porque sean famosos, sino para apoyar la fama de sus temas. En dicha Flous, Josefo «b ar upon his shuldres hye» («llevaba en alto sobre sus hom bros») la fama del pueblo judío (III, 1435-6); H om ero, junto con muchos colegas como Dares y G uido, la de Troya (1455-80); Virgilio, la de Eneas 14. Véase más arriba, pp. 139-42. 15. Una excepción importante es el rey que consideraba lygisogur skem tilagastar (las sagas mentirosas, las más divertidas de todas) (véase Sturlunga Saga, ed. de O. Brown, 1952, p. 19).

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<1485). En realidad los medievales sabían perfectamente (sobre todo Dante) que los poetas no sólo daban tama, sino que también la gana­ ban. Pero en última instancia la que importaba era la que daban: la lama de Eneas, no la de Virgilio. El hecho de que hoy se recuerde al rey Eduardo exclusivamente porque sirvió de motivo para ¡jydJcis quizá les habría parecido a ellos una extraña inversión. Si Milton hubiese sido un poeta afortunado, de acuerdo con sus cánones, ahora lo recordaríamos por «cargar con» la tama del rey Eduardo. C uando Pope volvió a escribir la Hous of ¡a m e en su Yemple of Y ame altero tranquilamente ese pasaje. Los poetas figuran en su tem ­ plo porque han ganado tama. Entre la época de Chaucer y la suya las artes habían tomado conciencia de lo que ahora consideram os su posición auténtica. Desde su época hasta ahora han ido volviéndose todavía más conscientes de ello. Casi barruntamos el día en que puede que no tengan conciencia de mucho más. De ahí que, con las debidas precauciones, debam os considerar cierta humildad como la característica más general del arte medieval: del arte, no de los artistas. El amor propio puede darse en cualquier prolesión y en cualquier época. Un cocinero, un dentista o un eru­ dito pueden estar orgullosos— hasta la arrogancia incluso— de su destreza, pero reconocen que ésta es un medio para un fin que la supera y la posición de la destreza depende enteramente de la digni­ dad o necesidad de dicho fin. Creo que así ocurría entonces con todas las artes. La literatura existe para enseñar lo útil, para hacer los honores a lo que los merezca, para apreciar lo deleitoso. Las cosas útiles, honorables y deleitosas son superiores a la literatura: ésta debe su razón de ser a aquéllas; su propio uso, honor o exquisitez proce­ den de ellas. En ese sentido el arte es humilde, aun cuando los artis­ tas sean orgullosos; orgullosos de su pericia para cultivar el arte, pero sin las atribuciones que reclamaban para el arte mismo los artistas del Renacimiento avanzado y del Romanticismo. Tal vez no todos habrían aceptado del todo la afirmación de que la poesía es ínfima ínter omnes doctrinas: Pero esta no provoco el huracán de protestas que provocaría hoy. En ese gran cambio algo se ha ganado v algo se ha perdido. Lo considero parte del gran proceso de interiorización por el que genius, de ser un demonio servidor, ha pasado a ser una propiedad de la mente.!" Constantemente, siglo tras siglo, elemento tras elemento va Ib. De Vulgan aloquen tía, I, xvn; Purgatorio, X X L S5. 17. Santo Tomás ele Aquino, i.', 1. Art. 9. 18. Véase más arriba, p. 41.

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siendo trasladado del lado del objeto al del sujeto. Y ahora algunas formas extremas de eonductismo descartan el propio sujeto por con­ siderarlo meramente subjetivo; sólo pensam os que pensamos. D e s­ pués de haberse tragado todo lo demás, el sujeto acaba tragándose a sí mismo. Y adonde vayamos «desde ahí» es una pregunta tenebrosa.

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viese involucrado en un pleito. Por tanto, la retórica no era tanto la más atractiva (soavissima) cuanto la más práctica de las artes. En la Edad M edia pasó a ser literaria. Sus preceptos iban dirigidos tanto a los poetas como a los abogados. N o había antítesis, ni distinción siquiera, entre retórica y poesía. Creo que todos los retóricos se diri­ gían siempre a alumnos que iban a utilizar el latín, pero su obra influyó también en la práctica vernácula. El apostrofe de Chaucer a «G aufred, querido maestro ilustrísim o» en el N uris Priest’s Tale (B 4537) ha conservado viva la memo­ ria de Geoffrey de Vinsauf, quien «floreció» hacia el año 1200 y escribió la Nova Poetria, obra cuyo valor radica en su extraordinaria ingenuidad.54 Divide el ordo (que algunos llaman dispositio) en dos tipos: natu­ ral y artificial.40 El natural sigue el consejo del Rey de Corazones al empezar por el principio.''' El artificial es de tres clases. Se puede empezar por el final (como en el Edipo rey o en una obra de Ibsen), por el medio (como Virgilio y Spenser) o con una Scntentia o Exemplum. Chaucer comienza con una sententia o máxima en el Parlement, en Hous o f Fame, en el Prologue to the Le gen d , en Le gen d o f Phillis y en Prioress’s Tale. N o puedo recordar caso alguno en que empiece con un Exem plum, pero todo el mundo sabe lo frecuentes que son en su obra. L os versos 1367 a 1456 del Frankliris Tale cons­ tituyen una serie de ellos y Troilo tiene buenas razones para decir a Pandarus: What knowe 1 of the Quene Niobee? Lat be thyne olde ensaumples I thee preye. (I, 759.) Qué sé yo de la reina Niobe? Déjate de ejemplos antiguos, te lo ruego.]

En este caso Geoffrey aborda un problema real, con el que todos nos hemos enfrentado, aunque pocos de nosotros lo plantearíamos de forma tan clara. El orden natural no siempre sirve. Y el plan de empezar con una Sententia o con algo parecido es como un espíritu insepulto. «S e pasea» por ese inevitable párrafo con que los escola­ res comienzan sus redacciones, de acuerdo, al parecer, con lo que se les enseña. L o que dice sobre la amplificatio es casi desconcertante.41 Llam a, con toda franqueza, a los diferentes métodos de «am plificar» la obra 39. Faral, Les Arts Poótiques du X l l e et X IIIe siccles. 40. II, 100 y ss. 4 1. III, A 220 y ss. * Cf. Alicia en el País de las M aravillas, cap. X II.

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morae («dem oras»), como si el arte de la literatura consistiese en aprender a decir mucho, cuando no se tiene gran cosa que decir. So s­ pecho que ésa era su opinión. Pero eso no quiere decir que las morae que recomienda sean todas necesariamente malas, sino que no entiende— yo también confieso no entenderla completamente— su función real. Un tipo de mora es la expolitio. Su fórmula es: «D isfrácese la misma cosa con una diversidad de formas; que sea diferente sin dejar de ser la misma»: multiplice forma Dissimuletur idem; varius sis et tamen idem. Parece horrible. Pero no lo es en los Salmos ni en Cut is the branch that might have grown full straight And burned is Apollos laurel bough. [Cortada está la rama que podría haber crecido derecha y quem ado el ramo de laurel de Apolo.]

Está menos logrado en When clouds are seen wise men put on their cloaks; When great leaves fall then winter is at hand; When the sun sets who does not look for night? Untimely storms make men expect a dearth. (.Richard III, II, iii, 32 y ss.) [Cuando se ven nubes, los hom bres prudentes se ponen capas; cuando caen gran­ des hojas, el invierno está al caer; cuando se pone el sol, ¿quién no aguarda la noche? L as torm entas prem aturas anuncian a los hom bres la escasez.]

O tra es circumlocutio. «P ara alargar la obra, no llames las cosas por su nom bre» (Longius ut sit opus ne ponas nomina rerum). Así, Dante llama al amanecer «la concubina del antiguo Titón», la concubina di Titone antico, en el Purgatorio (IX, 1), o Chaucer, al comienzo de Troilus, III, en lugar de «O h, Venus», escribe: O blisful light of which the bemes clere Adorneth ot the thridde hevene faire, O sonnes lief, O Joves daugther dere, Pleasaunce of love, O goodly debonaire... [Oh, dichosa luz cuyos claros rayos ornan el tercer cielo; oh, estim ado sol; oh, querida hija de Júpiter, satisfacción de amor; oh, muy gentil...]

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E P ÍL O G O

The best in this kind are but shadows. SHAKESPEARE

N o he hecho ningún intento serio de ocultar que el antiguo m ode­ lo me complace como creo que complacía a nuestros antepasados. Pocas construcciones de la imaginación me parecen haber com bi­ nado esplendor, sobriedad y coherencia en tan alto grado. Es posible que algunos lectores hayan estado sintiendo la necesidad imperiosa de recordarme que tenía un defecto grave: no era verdadero. Estoy de acuerdo. N o era verdadero. Pero me gustaría acabar diciendo que esa acusación ya no puede tener para nosotros exacta­ mente el mismo peso que habría tenido en el siglo X IX . En dicho siglo, los hom bres afirm aban— y siguen afirm ando hoy— saber mucho más sobre el universo real que los medievales y confiaban— y siguen confiando— en descubrir en el futuro otras verdades sobre él. Pero el significado de las palabras «sab er» y «verd ad » en este con­ texto han em pezado a experimentar cierto cambio. El siglo X IX seguía creyendo que, mediante inferencias a partir de su experiencia sensorial (mejorada con instrumentos), los hombres podían «conocer» la realidad física esencial, de forma más o menos parecida a como— mediante m apas, fotografías y libros de viajes— puede un hombre «conocer» un país que no haya visitado y que en am bos casos la «verdad » sería como una reproducción mental del objeto estudiado. Los filósofos podían hacer comentarios inquietan­ tes sobre esa concepción, pero los científicos y los demás hom bres no les prestaron dem asiada atención. Ya entonces el idioma que muchos de los científicos utilizaban era el de las matemáticas. Pero no creo que nadie dudase que había una realidad concreta a la que las matemáticas se aplicaban perfecta­ mente, una realidad que se podía distinguir de las matemáticas como una pila de manzanas se distingue de la operación de contarlas. D esde luego, se sabía que en ciertos aspectos no se la podía imaginar, que tanto las cantidades y distancias dem asiado grandes como las dem asiado pequeñas no se podían ver. Pero, aparte de eso, tenían 167

confianza en que la imaginación y la comprensión corrientes podrían entenderla. Con lo cual las matemáticas iban a proporcionar un conocimiento que no sena puramente matemático. La H umanidad estaba en una posición semejante a la de quien adquiere conoci­ mientos sobre un país extranjero sin visitarlo. Aprende lo referente a las montañas estudiando detenidamente las líneas que indican los contornos. Pero su conocimiento no es un conocimiento de líneas de contornos. El auténtico conocimiento lo habrá adquirido, cuando estas últimas le permitan decir: «E sa sería, una subida fácil», «E se es un precipicio peligroso», «A no sería visible desde B», «E so s b o s­ ques y corrientes han de formar un valle placentero». Al pasar de las líneas de contornos a esas conclusiones estará (en caso de que sepa interpretar un mapa) acercándose más a la realidad. Otra cosa muy distinta seria si alguien le dijese (y él lo creyera): «P ero son precisamente las lineas de contornos en sí mismas las que constituyen la realidad más completa que puedes llegar a conocer. Al pasar de ellas a esas otras afirmaciones, en lugar de aproxim arnos más a la realidad, lo que haces es alejarnos de ella. Todas esas ideas referentes a las rocas, desniveles y vistas “ reales” son simplemente una metáfora o una parábola; un pis allcr, permisible como concesión a las limitaciones de quienes no pueden entender las líneas de co n ­ tornos, pero engañoso, si se toma al pie de la letra». Y, si no me equivoco, eso es precisamente lo que ha ocurrido en relación con las ciencias físicas. Ahora las matemáticas representan lo más cerca que podemos llegar a estar de la realidad. Cualquier cosa imaginable, incluso cualquier cosa que se pueda manipular mediante concepciones corrientes (es decir, no matemáticas) es una mera ana­ logía, una concesión a nuestras limitaciones. Sin parábolas la física moderna no dice nada a las multitudes. Aun entre ellos, cuando inten­ tan formular en palabras sus descubrimientos, los científicos em pie­ zan a hablar de construir «m odelos». De ellos he tomado esa palabra. Pero esos «m odelos» no son, como en el caso de los modelos de bar­ cos, reproducciones en pequeña escala de la realidad. En algunos casos ilustran tal o cual aspecto de ella mediante una analogía. En otros, no ilustran, sino que sugieren simplemente, como las afirma­ ciones de los místicos. Una expresión como «la curvatura del espacio» es estrictamente comparable a la antigua definición de Dios como «un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en nin­ guna». Ambas consiguen sugerir; cada una de ellas lo hace presen­ tando algo que, al nivel de nuestro pensamiento corriente, es absurdo. Al aceptar la «curvatura del espacio», no «conocem os» ni disfrutamos «la verdad» en la forma en que en un tiempo se consideró posible. 1 68

Por tanto, sería sutilmente engañoso decir: «L o s medievales pen­ saban que el universo era de esa manera, pero nosotros sabem os que es de esta otra». Parte de lo que ahora sabemos es que no podem os «saber [en el sentido antiguo de esta palabra] cómo es el universo» y que ningún modelo que podam os construir nos permitirá saber, de acuerdo una vez más con dicho sentido antiguo, «cóm o» es. Además, esa afirmación sugeriría que el antiguo modelo cedió simplemente bajo la presión de fenómenos recién descubiertos, de igual forma que la original teoría de un detective sobre un crimen tendría que rendirse ante el descubrimiento de que su primer sospe­ choso tuviera un alibi irrebatible. Y así ocurrió, desde luego, con muchos detalles particulares del antiguo modelo, como ocurre dia­ riamente con hipótesis particulares en un laboratorio moderno. La exploración refutó la creencia de que los trópicos fueran dem asiado calurosos para ser habitables; la primera nova refutó la creencia de que el mundo supralunar fuese inmutable. Pero el cambio de modelo en conjunto no era un asunto tan sencillo. Las diferencias más espectaculares entre el modelo medieval y el nuestro se refieren a la astronomía y a la biología. En ambas esferas el nuevo modelo se apoya en una gran abundancia de datos em píri­ cos. Pero si dijéramos que la única causa de la alteración fue la irrup­ ción de nuevos hechos, tergiversaríamos el proceso histórico. El telescopio no «refutó», en sentido estricto alguno, la antigua astronomía. Si queremos, podem os adaptar a un esquema geocén­ trico la superficie cubierta de cráteres de la Luna o los satélites de Júpiter. Incluso las enormes, y enormemente diferentes, distancias de las estrellas se pueden adaptar, si estamos dispuestos a atribuir a su «esfera», el stellatum, un espesor enorme. Para poder mantener el antiguo esquema a la altura de las observaciones, se le habían apli­ cado muchos remiendos, «con las palabras céntrico y excéntrico garrapateadas encima». N o sé hasta qué punto habría podido m an­ tenerse mediante infinitos remiendos incluso hasta hoy. Pero la mente humana no seguirá soportando complicaciones cada vez mayores, después de haber visto que determinada concepción más simple puede «salvar las apariencias». Ni los prejuicios teológicos ni los intereses creados pueden mantener permanentemente la vigencia de un modelo cuyo carácter profundamente antieconómico resulte evidente. La nueva astronomía triunfó, no porque la causa de la anti­ gua estuviese perdida sin esperanza, sino porque la nueva era una herramienta mejor; una vez comprendido eso, el innato convenci­ miento de los hombres de que la propia naturaleza es economizadora hizo el resto. Cuando nuestro modelo resulte abandonado, a su vez, 169

mente grande. Se tratará de autenticas pruebas. Pero la naturaleza nos ofrece la mayoría de sus pruebas como respuesta a las preguntas que le formulamos. En este caso, como en el de los tribunales, el carácter de las pruebas depende de la forma del interrogatorio y un buen interrogador puede hacer maravillas. Es cierto que no conse­ guirá sonsacar falsedades a un testigo honrado. Pero, en relación con la verdad total, la estructura del interrogatorio es como la chapa de estarcir. Determina el porcentaje de la verdad que aparecerá v el modelo que sugerirá.

ÍN D IC E O N O M Á ST IC O Y A N A L ÍT IC O

\bercrombie, L. 107 n. \bisinia, 1 1 5 \bora, 11 5 \dan, 12 3, 142 Vgustín, san, en los platónicos, 45-46; el último luego, 98 n.; preexistencia de Adán, 12 3; citado, 46, 88 n., 1 3 1 , 137 aire, llega hasta la luna, 13, 88, 95; fron­ tera con el éter, 42; sus animales, 40 \kenside, 170 Mano de Lille, De Planctu N aturae, 36; coloca al hombre en posición subur­ bana, 52; A nticlaudianus, 53; sobre la tama, 68; degrada los demonios en diablos, 96; citado, 68, 12 1, 130 Alberto Magno, sobre las imágenes pla­ netarias, 86; sobre la relación de la inteligencia con su estera, 94-95; sobre los juicios, 12 7-128 ; citado, 24, 33 \lbino, 54 Alejandro, 114 , 141 Ufred, 64, 70, 141 \ 1gn s, 152 Vbkhowarazmi, 152 \lma, en Trinidad neoplatónica, 58 1 luzagesto, 2 1 ,2 1 n. \ma ra, 11 5 \mbrosio, san, 119 \miclas, v. Lucano 1 ncrene Wisse, 152 \ngeles, o dioses, 40; criaturas etéreas, 50 -51, 89; pinturas de, meramente simbólicas, 6 1; especies de, etc., 6163; degradados, 107-108 \niuid en la trinidad neoplatónica, 58 Animales, etéreos v aéreos, 40, 93; terres­ tres, 1 16 -120 Antípodas, v. Tierra intropoperilérico, universo, 47, 50, 52, 55, 94 Anunciación, la, por qué la hizo un ángel, 62

Apuleyo, sobre los demonios, 12, 39-40; la tríada y la plenitud, 42; influencias en el estilo, 150; citado, 62, 96, 130 Aquino, santo Tomás de, sobre las hipó­ tesis, 23; la Anunciación, 62; influen­ cias planetarias, 85; relación de una inteligencia con su esfera, 94; todos los demonios son diablos, 96; el fuego postrero no destruirá el mundo supra­ lunar, 98 n.; el alma humana, 12 2 -12 3 ; poesía, 164 n.; citado, 17, 25 Areópago, 60 Argus, v. Algus Ariosto, 16, 137 Aristóteles, sobre la imperfecta regulari­ dad de la naturaleza, 13 ; la naturaleza y el cielo, 13 , 34, 37; censurado por Calcidio, 52; lo supercelestial, 81-82; el Primer Motor, 92; sobre «la razón verdadera», 126; su Oda a la virtud, 126; citado, 1 7 ,2 5 , 153 aritmética, 144, 152 Arnold, Matthew, 17, 67 Artemidoro, 56 Artes liberales, 144, 152, 155 Arturo, 139, 14 1 Ashe, G ., 116 n. astrología, 85, 90 íiagrmi, 152 Bacon, brancis, 78, 120 Bacon, Roger, 81 baladas, 16 -17 Barbour, John, 138 Bartield, Owen, 23 n. Bartolomé de Inglaterra, sobre el alma, 12 1; sobre el espíritu, 1 3 1 ; sobre la locura, 13 1- 13 2 Beda, 1 19 Ben Musa, 152 Beowulfo, 67, 10 1, 11 7 Bergson, 24, 170

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berkelevanos. 130 Bernardo. san, 24 Bernardo Silvestre, sobre el S o ’ . 3(); «Physis» y «Natura». 3'. 99; la preexistencia, 122; catalogado, 154 Berncrs, lord, 128 Best, ( ¡eorge. 31 Biblia, la, 27, 1 18 Blake, 107 Boccaccio, 35, 39, 160 Boecio, De ('onsoldtionc Philosaphun, 63-75; versión de la l\dgogc, !4(>; citado, 155 Bovet, Richard, 103 Boyardo, 108 Biendan,san, 116 Bright, Timothy, 130 n., 132 Brown, ()., 163 n. Browne, Thomas, 62, 11 2 , 120, 123 Browne, William, 102, 1 10 Bruno, Giordano, 83 Brut, 1 1 , 139 Burton, su indiferencia para con los géneros literarios, 34; sobre los duen­ des, 103; sentido común, 129; concep­ ción de la melancolía, 135 Butler, Joseph, 125 Cacciaguida, 28 Calcidio, religión de, 46-48; influencia en las concepciones medievales de P la ­ tón, 47; tratamiento de, 48-49. 52; sobre la astronomía, 48; sobre la vista y el oído, 50 -51; tríadas, 51 52; lo antropoperiférico, 52-53; sobre Aris tóteles, 52; influencia en la escuela de Chartres, 53; citado, 37 n., 122, 130 Campanella, 78 Carey, G ., 1 15 n. Carlomagno, 141 Carlyle, A. J., 116 Carlyle, Thomas, 138 Carmente, 145 catástrofes globales, 54 Catholicon Anglicum, 101 Catón, Dionisio, 56 Catón de Útica, 33 Caxton, 139 Cervantes, 28, 80 Chaka, 64 Chapman, George, 158 Chardin, de, 170, Chartres, escuela de, 5 3; v. también Alano, Bernardo Silvestre Chaucer, sobre los sueños, 28, 49, 56; la

ascensión al cielo, 28, SS; Lucano \ Lstacio, ^2; !a naturaleza, 36. S9; cara del uuerubm, 6 1; deudas con Boecio, 6/, 6^ /0, 79-80; sobre ¡a «inclinación natural», 77 ,-9, 122; astronomía, 85 S6. S9; música de las esteras, e>2: duendes, 104; el alma racional v sensi ble, 1 2 1; los juicios. 127 129; tempera men i os, 13 3 135: actitud ante la histo­ ria. 13 9 -14 0 , 143, 163. sobre las pruebas, 146 147: retorica, 14’/\ 14815 1; catálogos, 154; mimesis, 159; y Boccaccio, 16 0 -16 1; citado, 16 .5 3 ,6 4 , 84, 89, 15 3, 1(,2 ( Testertield, lord, 64 Chigi, 72, 155, 156 Chretien ele Troves, 86, 143 C iceror.. su Sonmiuw Scipionis, 27-32, 59; citado, 37 n.. 54, 56, 59, 118 cínicos, los, 67 Claudiano, sobre la naturaleza, 37; citado, 5 3, 67 ( .oleridge, inversor de términos, 7 3, 12 3, 127; la imaginación primaria, 129; citado, 26 conduc’ istas, I 30 n. contrarios, los, 79, 13 1 ( ’-opérmeo, 23, 85 Córdoba, 46 Cosmas Indicopleustes, 11 2 i'.ourt o f Sdpicncc, 154 cristianismo, su relativa coincidencia con el modelo, 25, 93, 97 -98 ( bruzadas, 1 1 5 ( airtius L. R., 32 n. 1 54 Dante, >obre la naturaleza v el cielo, 13 n.; intensidad y límites de su imagina­ ción, 16, 82, 8 3-84, 1 13, 158: sobre los poetas, 32, 163; tratamiento de Lucano, 32; sus ángeles, 63; sobre la Lortuna. 69, 8 1; la nobleza, 70; lo supe-celestial, S I: influencias, 85; Venus. 88; astronomía, 92; música de las esteras, 92; inv ierte el universo, 95; sobre el ultimo luego, 98; las siete artes, 144-145; citado, 17, 18, 24, 28, 36 n. 82, 83, 90, 95, 97, 137, 147, 149, 153 Dares, !63 David, el rey, 14 1 De loe, 13 9 ,'16 2 Deguileville, v. Pélcrindge demiurgo (= demiurgus, crtépr|Gic;), 37 Demogorgon, 39 D ém onos, en Lazamon, 1 1 ; distinción platónica respecto de los dioses, 39, 42; en Apuleyo, 40-41; en Calcidio,

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50; en Bernardo, 96; en Milton, 96; identificados con los duendes, 108; citados, 89 D ialéctica, 145-147 D iderot, 170 Dill, S., 44 dim ensiones del modelo, 30, 81-82 Dingaan, 64 D ionisio (en los Hechos), 60 D ionisio Catón, v. Catón Dionisio, el autor, v. Seudo-D ionisio «D o n a t», 146 Donne, deuda con S. Scipioms, 30; sobre el elem ento de fuego, 78-80; sobre el Sol y el oro, 87; sobre la influencia y el aire, 90; inteligencia y esfera, 94; triple alma, 130; vínculo (gum phus) entre alma y cuerpo, 130; citado, 21, 87, 160 D ouglas, G avin, 108, 154 dragones, 117 Drayton, su «d esgreñ ada y espantosa ninfa del m ar», 101; sus violaciones de escala, 103; citado, 89, 104, 110 Dryden, 109 D uendes, las tres concepciones, 99-100; duendes terribles, 101-102; duendes miniaturas, 102-104; duendes su perio­ res, 105-107; intentos de darles ca­ bida, 107-110 Dunbar, 160 D undrum , 103 Dunne, J. W., 56 Durero, 135 Edda, la prosa, 103 Edén, Richard, 115 Edico, historicismo, 136 Edipo Rey , 17, 148 Eduardo, Rey, 164 Egipto, 44, 56 elem entos, (1) = a io i^ e ta , 13, 55, 79-80; (2) = esferas, 35 Elfam e, Reina de , 101 Eliano, 117 Elyot, Thom as, sobre los tem peram en­ tos, 134-136 Em pédocles, 47, 50 epicúreos, 71 Er (en P Latón), 27, 57 Ericto, 34 escala, d efectu osa en la im aginación medieval, 84-85 Escoto, Joh n Eriugena, 60 E so po (fabulas de), 57, 117 espacio, la palabra, 83 espíritus, 131-132 Estacio, forma, 32; Tebaida, 35-39; y D em ogorgon, 39

Éter, razones para postularlo, 13; su frontera con el aire, 42; sus animales, 40; Q uinto Elem ento o Quintaesencia, 79; en el siglo X IX , 131 eternidad, 74, 94 eumenis, co rrespo n den cia latina de duende, 101 Exeter book, 119 existencialism o, 68 Faral, 148 Farnesina, Palacio, 156

fate, v. duendes Fedro, 117 fénix, el, 119 Ficino, 123 Fielding, 69, 125 filn mortuae, 109 Fin, del m undo, sólo en el cam po su b lu ­ nar, 97-98 Florencia, 155 Fortuna en Boecio, 68-69; en Dante, 69, 111; hostil al historicismo, 138-139 Fortuna Major, 87 Fortuna Minor, 88 Freud, 21, 49 Froissart, 138, 142 fuego, elemento de, 79-80 G alileo, 23 G allio, 32

Gawain and the green Kmght, 102, 105, 116,153 G énesis, 47 genius, 41, 164 G eoffrey de M onm outh, 12, 161 G eoffrey de Vinsauf, 148, 150 Geste Hystonale ofTroy, 139 G ib b son, 74, 1 4 2 ’ G iraldus Cam brensis, 102 glamour («hechizo»), 145 G o b i, desierto, 115 G o d o fred o de Bouillon, 141 G oethe, 170 G om brich, E. H ., 84 n. Gower, sobre la fama, 68; la nobleza, 70; «inclinación natural», 77; grados del ser, 78 n., 121; M ercurio, 88; lo su b lu ­ nar, 89; Luna, 89; «du en de», 101, 105, 109; fin del mundo, 113; decadencia, 143; Carmente, 145 n.; citado, 86, 151, 158 G ram ática, 144-146 Grammary, 145 Granusion , 53-54 Gregory, 78 n., 120 G uid o delle Colonne, 163 G uillaum e de Lorris, 126

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( ¡ullivcr, 84, 103 gumphi, 5 3, 13 1 (jtinn, A. M. E, 150 1 laldane, 1. B. S., 81 n. I larrison, E L. S., 152 n Hawes, 151 1 lecatao, 54 1 lector, 14 1, 142, 144 Hegel, 136, 138, 146 heimskringla, ei mundo, 1 12 Heliodoro, 34 Henryson, sobre la música de las esteras. 92; catálogo en, 154; sobre los plane­ tas, 154; citado, 159 Herder, 170 Herodoto, su concepción del deber ante la historia, 139-140; citado, 54, 117 , 163 Hesiodo, 47, 57 Heylin, Peter, 11 5 Hipparco, 13 n. historicismo, 69, 13 6 -139 Hoccleve, 157 Holinshed, 10 1 Homero, ¿la verdadera fuente de los caballos llorosos de san Isidoro?, 117 ; su escudo comparado con Spenser v el Salone, 157; Mimesis en, !59; en Hous o f lam e, 163; citado, 32, 47, 6 3, 139, 155 Horacio, 118 , 15 1 humores, 13 3 -13 6 Hnon o f Bordcaux, 105, 159 Ibsen, 148 Imitación, la, 24 influencias, v. Aire y planetas Infortuna M ajor, 87 Infortuna Minor, 87 inteligencia, distinto de razón, 7 3, 12 3 inteligencias, 94, 97 interiorización, 4 1, 157, 164 Isabel and the Elf-Knight, 101 Isabel I, 64, 10 1 Isidoro, san, 74; sobre astronomía, 8 1; sobre los animales, 11 8 - 1 19 ; sobre la historia, 143, 145 Jacob o I (de Escocia), 79 Jacobo I (de Inglaterra), 110 Jean de Meung, sobre la naturaleza, 36, 68; los grados del ser, 1 2 1; citado, 24, 5 3 ,6 4 ,9 3 Jerusalén, 114 Joaquim de Flora, 137 J o b , 11 7 John, v. Escoto

lohnson, E R., 1 3 n. Johnson, Dr., su valle feliz, 1 15; sobre la razón, 12^, 12o; intelectos, 13 2; citado, 64 loinville, 1 "38 Josefo, 163 Josha, 141 Juan, san, Judas Macabeo, 141 juicio, !27; interior, 12 7-129 Julia, 3 3 ! ul iano. el Apostata, 44 Julio Cesa r, 141 J ung, 5 3 )ustiniano mártir, 45 Juvenal, 1 18 Kan, el Grande, 1 1 5 kant, 170 karakorum, 1 1 5 keats, 86, 1 36, 1 58, 170 kempe. Margerv, 1 14 ker, XXa. P , 138 ' kircher, Atanasio, 10 1, 119 kirk. Roben, 107, 108 krapp, ( i. P, 1 ! 9 n. kublai, 1 1 5 Lactancio, 1 1*-' lamia, trad. de duende, 101 Landor, 67 Eangland, sobre la locura, 89; los plane­ tas. 89; sobre la vis im aginativa, 128; d o n a , 146 Latham, M. XX'., 101 n., 110 Latimer, 145 Latino, 145 l.aunlal. Sir, 105, 106 Eazamon, sobre los demonios, 1 1 , 12; mimesis, 158; citado, 16 1, 162, 163 Leckv, 1 12 le den, 145 Leibniz 170 Eilith, 101 l.ongaei i , 9 9 -110 Lovejov A. ()., 42 n.. 8 1, 170 n. Lucano. 32 35; sobre el Innombrable, 39; citado 9 1, 118 Lucrecio, 7 1 Luna, la gran frontera. 13, 34. 40, 79-80, 83; carácter de. 90 Lvdgate traductor de Deguilville, 12; de Razón y Sensualidad, 67; sobre cues­ tiones históricas, 139; sobre Chaucer, 147; catalogo, 1 5 3 Macaulay, 138, 158 Macbeth, 101

l7 6

Mackenzie, 125 Macrobio, 49, 54-60 Maimónides, 81 Malory, 1 37, 143, 150 n., 158, 160, 16 1,

162 Mandeville, 11 2 Map, Walter, 109 m app aao u n dc, 1 13 Marcia, esposa de Catón, 3 3 Marcial, 118 Marciano Capella, 88, 99 Marco Aurelio, 37-38, 156 Marta de Francia, 158 Marlowe, sobre los espíritus elementales, 108; empleo impreciso de «elemen­ tos», 1 33; «expolitio», 149 marxistas, 137, 146 Mary Bennet, en Jane Austen, 135 Mateo de Vendóme, 15 1 Mateo, san, 98 matrimonio, «culpa» del, en Estacio, 36 Maupertuis, 170 Men andró, 57 Meredith, 97 Merlin, 105 metales, v. planetas Miguel, 61 Milton, sobre «salvar las apariencias», 14; el Sol, 30; la 'Fierra, 55; principa­ dos, 6 1; ángeles, 63; deudas con B oe­ cio, 68, 69, 72; sobre los contrarios, 79; construye la mejor de ambas astro­ nomías, 84; «influencias», 90; «balda­ quín circular» (de la noche), 9 1; aire, reino de los demonios, 96; sobre los duendes, 99-100, 10 2, 104, 1 1 5 ; ¿deuda con Marco Polo?, 11 5 ; sobre los espíritus, 1 3 1 ; actitud ante la H is­ toria, 139 -140, 14 1; falta de mimesis, 160 n.; citado, 2 1 , 39, 73, 102, 12 3, 135, 163 Ming, dinastía, 11 5 misterios, 29, 49 More, 1 lenry, 123 Morgan le Eay, 102, 105 muertos, los, como demonios aéreos, 3435, 40; como duendes, 10 9 -110 Música, 50, 152 n.; de las esferas, 92 Naturaleza, (jmaiq, distinta del cielo (oúpavóq), 13 , 13 n., 88; personifica­ da, 36-38, 53; citada, 2 5 “ , 67 N el son, 14 1 neo-platonistas, v. platonistas Newman, 67 Nicea, Concilio de, 46 nimias, 10 1, v. también L]ndinae Nous, o Noys (votiq) en Calcidio, 47;

como Mens en Macrobio, 58-59; en Bernardo, 53, 58, 123 Novae, 13, 13 n., 172 Novalis, 136 Novs, v. Nous Occam, 22 Oneirocritica, de Artemidoro, 56 Onocresius, 55 Orfeo, Sir, 34, 57. 7 1 , 105-106, 109 Orígenes, 123 Ormulum, 157 Orn icen sis , 55 Orosio, 137 Osio, 46 Otranto, castillo de, 142 oupavóq, v. Naturaleza Ovidio, 27, 30, 32, 1 18 Pablo, san, 60, 96, 126 País de las Tinieblas, el, 11 5 Pallazo della Ragione, 155 Pannecock, A., 85 pantera, la, 11 9 Papa Alejandro, nota Paracelso, 108 Paraíso Terrenal, 1 1 5 - 1 1 6 Paris, Matthew, 138 Parrish, C., 152 Pascal, 83 Pasifae, 34 Paticnce, 159 Pavía, 64 Pedro, san, 98 Pelennage de l'llom m e, Naturaleza y Grácedieu, 12, 15 3; citado, 122 Petrarca, 145, 147, 154 Physiologus, 11 8 Piers Plawfnan, v. Langland Pitágoras, 28, 50 planetas, 49, 8 1, 85, 86-90 Platón, su relación con la mitología, 12 ; R epública, 27; el suicidio, 29; Tim eo, 37, 39, 4 1, 46, 53, 13 0 ; ( y o ^ o i) , 54 (geología catastrófica), 40, 94 (ani­ males celestiales); Sócrates y su voz, 40; Tríada, 42, 50; reencarnación, 48; sueños, 49; función espiritual de la astronomía, 50; terror del alma por el camino filosófico, 59; teolo­ gía negativa, 60; pre-existen cia, 12 2 - 12 3 ; citado, 25, 37, 48, 49-53, 62, 66 platónicos, (1) antiguos, 45; su monote­ ísmo, 58; su trinidad, 58; (2) florenti­ nos, 4 1, 96 plenitud, 42, 5 1 Plinio el Viejo, 13 n., 1 1 7 - 1 1 8

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Plotino, 43, 45 Polo, Maffeo, 11 5 Polo, Marco, 1 1 5 Polo, Nicolo, 1 1 5 Pompeya, 34-35 Porfirio, 45, 146 Prester Juan, 1 1 5 preve, 147 Príamo, 14 1 Primer Motor, 92-93 Pnmum Mobile , 26, 80, 84-85. 92; pin­ tura del, 96-97 Prisciano, 145 Proclo, 45 Ptolomeo, 27, 27 n. Punch, 16 Quadrivium, 144, 152 quintaesencia, v. Eter Quintiliano, 145 Racine, 159 n. Razón, distinta de la inteligencia, 7 3, 12 3; en sentido lato significa alma racional, 1 2 1 ; función moral del alma racional, 12 5; pérdida de su signifi­ cado, 12 5; en el Román de la Rose v en Shakespeare, 126 Rcason and Sensuahty, 67 Reese, G „ 152 n. Renacimiento, 123 Retórica, 144, 14 7 -15 2 Rey Eduardo, 164 Rey Estmere, 145 Rey de Corazones, 148 rodéy 13 3 Roldan, 67 Román de la Rose, sobre la naturaleza, 36; gentileza, 70; razón, 126; uso de la digresión, 150, 153 romances, 16, 150 Runciman, S., 108 Sabiduría, libro de la, 66

Salamandrae, o Vulcani, 108 Salmos, 11 8 , 149 salvando las apariencias, 22 san Lorenzo, 155 Sannazaro, 67 Santa María del Fiore, 155 Santa Maria Novella, 155 Sai ira Menippea, 67 Saturnalia de Macrobio, 54 Saving the App caranees, de Bariield, 2 3 Schelling, 170 Scot, Reginald, 10 1, 104, 108 Zri|j.a-oa3)Lia, 59 n. Séneca, 32, 66

sensualidad, como sinónimo de alma sensible, 12 1 Seudo-Dionisio, trabajos, 60; teología negativa, 60; jerarquías celestiales, 6063; sobre el simbolismo, 6 1; niega a Theophanies, 62; tríadas, 62-63; ci­ tado. 130 Seznec, J „ 72 n„ 86 n„ 97 n., 155 n„ 156 n. Shakespeare, sobre los sueños, 49; el prior aetas, 69; lunes, 89; hadas, 110 ; razón, 125, 126, 132; juicios, 127; ele­ mentos, 13 3; expolitio, 149; citado, 74, 102, 104, 133, 161 Shaw, G . B., 24 Shelley, 30, 39, 86 Sidney, 129 Silvestres o Sylphi, 108 Simaco, 43, 54 Simplicius, 22 Snorre Sturlason, 11 2 , 138 Sócrates, 39 Sol, 30, 8 1, 87 Somnium Scipiom s, v. Cicerón y M acro­ bio South Tnglish Legcndary, 26, 8 1, 104. 109, 157 Spengler, 138 Spenser, sobre el suicidio, 29; fortuna, 72; elemento de fuego, 79; Sol y oro, 87; duendes, 104, preexistencia, 123; localización del juicio, 132; citado, 16, 2 1 , 39, 148, 15 3, 155 Stahl, W. 1L , 54 n. stellatum , 28, 35, 80, 8 1, 84, 169 Sturlunga Saga, 163 n. sueños, en Calcidio, 49; en Macrobio, 55 57 suicidio, 29-30 supercelestial, lo, 80-81 Swift, v ( lulhver Swmburne, 44 Sylphi, v. Silvestres Iaprobane, 115 Tasso, 16 le b a s, 140 temperamento, 133 temperamentos, v. Humores le n n yso n ,69 Teobaldo, 1 19 Teodorico, 64, 66 Ieodosio, 43 teología negativa, 60 teosofía, 123 Thackeiav, 162 Thomas the Rxmer, 105, 106, 107, 109, Thomson, 104, 155 Tierra, por qué es central, 49-50; v en

i7 8

qué sentido no lo es, 52, 95; posos del universo, 55; tamaño de la, 30, 69, 8 1; forma, 31, 3 3,5 4 , 1 1 2 - 1 1 3 Tinieblas, País de las, 1 15 idurneur, 32 Tragedia francesa, 67, 160 n. 1 revisa, 12, 13 1 Triada, la, principio tic, medios entre los dioses v los hombres, 40; entre dos cosas cualesquiera que se juntan, 42; en Calcidio, 5 1; entre la razón y el ape­ tite), 5 1; entre Dios y el hombre, 62; la Anunciación, 62; entre ángel y ángel, 62-63; abandonada por Boecio, 66-67; entre el alma y el cuerpo, 130 Trinidades, las, platónicas y cristianas, 4 7 ,5 3 ,5 8 ir islam Shandw 150 Trivat, Nicolás, 140 Trivium, 144 troyanos, 139, 14 1, 153 Undinae, 108 Urania, 53 V au g h a n ,123 Venetus, Franciscas Georgius, 95 Vía de perfección, 24 Villon, 16 Vicente de Beauvois, obras, 75; sobre la hiel de la hiena, 70; sobre la «inclina­ ción natural» (gravitación), 11 2

Vinaver, 150 Virgilio, actitud de Dante ante. 32, 147; ausoque potiti, 72; l aun i nymphacque, 108; historicismo de, 137; carencia de mimesis, 158 n.; / lous o f Fam e, 163; citado, 27, 63, 66, 7 1 , 148 virtudes, cuatro niveles, en Macrobio, 59 virtus, v. ángeles Von 1 lügel, 3 1 Vulcani, v. Salamandrae Vulgaria, de Horman, 101 Wace, 12, 16 1 Wagner, 11 7 , 170 Walpole, 142 Webster, 32 Wee Wee Man, The, 103 Weland, 15, 70 Wells, H. G ., 24 White, L. Jr., 156 Wilson, [.A ., 11 Wind, E „ 156 Winny, 130 n., 1 32 n. Wordsworth, 102, 123, 125, 126, 156, 158 W7ulístan, 137, 143 Yámblico, 45 ylfe, 101 Young, 32

1 79

una «imagen del mundo» caracterís­ tica, que quedaría descartada en

. despue^ trueno lik ratura ipij'-,

épocas posteriores. Sin conocer el

medieval y renacentista en la uní' t :

modelo mental en que se fundamen­

sidad de Cambridge (1954-196 >1

taba aquella cultura no es posible

Publicó cerca de cuarenta ob *

comprender cabalmente sus mani­

entre ias que destacan cuentos para

festaciones literarias, y el lector

niños, ensayos y ficciones de inspira

puede verse fácilmente inducido a

ción cristiana, algunos textos auto­

interpretaciones erróneas. En su últi­

biográficos y ensayos académicos,

ma obra, el gran erudito C. S. Lewis

como el presente The discarded image

se propuso ofrecer una visión conci­

(aparecido postumamente en 1964).

sa y comprensiva de esta «imagen del mundo», de sus fuentes y sus consecuencias. El resultado fue el presente ensayo, que constituye hoy todavía una óptima introducción a la literatura de la Edad Media y del Renacimiento.

Historia/Ciencia/Socíedad 788483 070666

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