Aaron Rodriguez Serrano - Un Fantasma Recorre La Pantalla

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E S T U D I O S

Y

E N S A Y O S

LIBROS DEL GENIO MALIGNO

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Aarón Rodríguez Serrano

Un fantasma recorre la pantalla Cine y Sujeto postmoderno

© Aarón Rodríguez Serrano © de las imágenes, sus autores © Asociación Cultural Cancro, San Juan de los Reyes 89, 18010 Granada www.elgeniomaligno.eu Cuidado de la colección Judit Bembibre Serrano Diseño original de la colección Manticora Graphics www.manticora.es Maquetación SOU diseño gráfico [email protected] ISBN: 978-84-937819-4-1 Depósito legal Impresión Publidisa San Florencio, 2 41018 Sevilla

Un fantasma recorre la pantalla Cine y Sujeto postmoderno

¿Por qué nos gusta mirar a los otros? Para reconocernos, ya sea en la semejanza o en la diferencia, encontrando así un sentido a nuestra vida. ¿Qué buscará Hamlet? El sentido a su propia existencia, aunque sea a partir de un drama. La necesidad de actuar, de ser y de estar vivo entre los muertos. Entre aquellos muertos que ya están muertos y aquellos muertos que aún están vivos. Ésta es la cuestión. Elegir si queremos vivir y por lo tanto producir cambios, o simplemente morir en vida (Álex Rigola, European House)

Agradecimientos

A Judit Bembibre y a Lorenzo Higueras por la oportunidad ofrecida y por el cariño con el que han recibido los textos. A Juan Carlos Sierra, a Alfonso Adiego y a Marc Torres por su amistad incondicional y por no permitir nunca que me tome demasiado en serio. A Berta González de Prada y a Eduardo Martins de Abreu por estar siempre cerca. A Jose Fco. Rodríguez y a Maria Pilar Serrano por hacer posible cada uno de los textos que hemos ido hilando en los últimos años. A Sara Esteve, por todos estos años.

CAPÍTULO 0

Fantasma y Texto

Introducción al reino del fantasma (Entre Mulholland drive y Hamlet) En el interior de Mulholland drive (David Lynch, 2001) se encontraban algunos de los momentos más sobrecogedores del cine de los últimos años. En uno de ellos, dos mujeres acudían a un extraño teatro situado en Los Ángeles. Se sometían, para decirlo con la mayor claridad posible, a una representación, a una puesta en escena. Y sin embargo, desde que el príncipe Hamlet orquestó con toda precisión una falsa ficción para hacer confesar al asesino de su padre en el interior de la obra shakesperiana, ya sabemos que no hay nada gratuito en esos juegos meta-representativos, en esas “ficciones dentro de las ficciones”. Como el propio Slavoj Zizek afirmó en una ocasión: “Lo triste de los creadores es que debemos inventar una ficción para explicar lo que realmente somos”1. Podríamos pensar que la línea que atraviesa dos obras en apariencia tan distintas como Hamlet y Mulholland drive es demasiado compleja como para pretender aprehenderla en un simple párrafo. Sin embargo, ambas mantienen ciertas similitudes (ciertos ecos) que reaparecerán constantemente en este mismo estudio. En primer lugar, son dos obras fundamen1

Frase citada en su imprescindible documental The pervert´s guide to cinema (2006).

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tales para entender la sociedad que las genera, dos textos capaces de señalar con una impresionante precisión las (hipotéticas, soñadas, fingidas o reales) psicosis personales de sus protagonistas, pero también las psicosis que se intuyen bajo su contexto. En segundo lugar, son dos obras en las que la representación siempre se utiliza para enunciar un cierto saber que late en su interior y que tiene mucho que ver con la experiencia humana en términos universales. Sobre lo que (con permiso de la filosofía) podríamos llamar “el problema del hombre”. En tercer lugar, son dos obras en las que hay una inquietante figura que penetra todo el relato: la presencia de un fantasma. A lo que podríamos añadir: una presencia constante en el Occidente de las últimas centurias. Una figura a la que se ha recurrido con inquietante reincidencia en casi todos los textos fundacionales del siglo XX. Un siglo que, como tendremos ocasión de comprobar, ha sido una experta y precisa fábrica de fantasmas que, a su vez, han desembocado en esa cómoda (en tanto domesticada) etiqueta que los expertos denominan “la crisis del sujeto”. Crisis —en una acepción que nada tiene que ver con el cambio etimológico original, sino con el hundimiento, la catástrofe, el carnaval y la orgía— que en el momento de redactar estas líneas se extiende alarmantemente a los cimientos del gran relato contemporáneo (el capitalista) y que, por otra parte, estaba ya enunciada con total precisión en el personaje de Hamlet. Pero leamos algunos textos concretos en los que se manifiesta esa presencia espectral a la que pretendemos hacer referencia. El tan manido Manifiesto del Partido Comunista comenzaba con la célebre máxima: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo” (Marx y Engels, 2001, 21). Definición que el propio Adolf Hitler suscribió unos años después en su obra magna del delirio al considerar en varias ocasiones al “fantasma marxista” (Hitler, 2003, 35 y 287), para después aplicar la misma calificación a la Sociedad de Naciones (p. 390) y a la Triple Alianza 14

(p. 180). En una de las innumerables y sintomáticas contradicciones que pueblan el Mein Kampf no duda en calificar al propio nacionalsocialismo como “un fantasma amenazador que debería poner freno al desarrollo natural [del marxismo en Alemania]” (p. 312)2. Pero no son los únicos fantasmas de los que cabe hablar aquí. Entre las apariciones que pueblan los rincones del siglo XX se encuentran también los propios difuntos conjurados por los cinematógrafos —desde los trucajes de Meliés hasta las casas encantadas de la saga Paranormal Activity—, los muertos que deciden hablar por primera vez en las psicofonías recogidas por Friedrich Jürgenson en 1959, los espíritus que protagonizan la tesis doctoral de un todavía jovencísimo Carl G. Jung en 1902… Los fantasmas retornan asimismo en la lectura del unheimlich freudiano, esperan ocultos bajo el sótano de la casa de Norman Bates en la apasionante Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) o se encarnan en esos terroríficos cuerpos, imposibles de someter a cualquier tipo de lógica que se aparecían en los barracones de Auschwitz-Birkenau. En los mentideros del psicoanálisis se forjó un fantasma lacaniano que incluso tenía una inscripción, una fórmula que arañaba todas las noches en los cabeceros de nuestras camas: $ <> a. De hecho, se puede afirmar que el siglo XX termina con una extraña visión de pesadilla: la de dos edificios que desaparecen en cuestión de minutos del horizonte de la ciudad de Nueva York. En resumen, para hilar toda esta inquietante colección de fantasmas, bien le podríamos saquear una segunda cita a Zizek cuando afirmó: 2 Uno de los principales problemas al que debemos enfrentarnos a la hora de trabajar con el Mein Kampf (y su valor como texto en el que lo histórico y lo psicótico se encuentran es, a todas luces, innegable) es la total ausencia de ediciones no traducidas y distribuidas por adeptos de la doctrina. Poniendo en tela de juicio la veracidad del contenido, y ante la ausencia de fuentes más fiables, hemos decidido manejar la edición on-line chilena y cotejarla con otras traducciones españolas. En cualquier caso, y precisamente por la falta de fiabilidad que le otorgamos, hemos decidido no incluirla en la bibliografía ofrecida al final del trabajo.

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Si hay un fenómeno que merezca denominarse “fantasma fundamental de la cultura de masas contemporáneas” es ese fantasma del retorno del muerto vivo: el fantasma de una persona que no quiere estar muerta y retorna amenazante una y otra vez (…) El retorno de los muertos es signo de la perturbación del rito simbólico, del proceso de simbolización; los muertos retornan para cobrar alguna deuda simbólica impagada (2000, 47-48).

El siglo pasado fue, por tanto, un tiempo dominado por la presencia del fantasma. O incluso, si pretendemos llegar al centro mismo de nuestra primera hipótesis: el siglo XX es el momento privilegiado en el que el sujeto se encuentra definitivamente con el fantasma. Del mismo modo que Hamlet, queremos decir. O incluso, si se nos permite, de un modo mucho más íntimo y más dramático que el del propio Hamlet. Y es que una de las lecciones más claras del texto shakesperiano bien podría ser la siguiente: no hay nada tan traumático para el sujeto como tener que enfrentarse a un fantasma. O dicho de otra manera, un sujeto no puede ser el mismo después de escuchar la voluntad del fantasma, su llamada, su mandato. Hamlet no puede evitar llenarse las manos de sangre después de escuchar la misión delegada por su difunto padre. Millares de jóvenes alemanes no pudieron evitar llenarse las manos de sangre después de seguir el mandato homicida de ese padre fantasmal que les llevó al umbral mismo de la locura nazi. No en vano cuando Leni Riefenstahl decidió escuchar también esa misma voz fantasmal escogió un título impagable: El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935). Norman Bates, por su parte, tampoco pudo evitar acuchillar a Marion en la ducha después de escuchar la voz de su madre inválida3. 3 Y debemos, por supuesto, volver a recordar el dato histórico: el propio Alfred Hitchcock fue uno de los encargados del montaje de las imágenes rodadas por los aliados tras la liberación de los campos de concentración y de exterminio. No nos cabe la menor

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Hoy, por supuesto, seguimos manteniendo un contacto íntimo y perverso con nuestros propios fantasmas y con sus voluntades. El cine, sin lugar a duda, tiene mucho que decir en todo esto. Después de todo, sería interesante preguntarse por qué los turistas de todo el mundo se graban con sus pequeñas cámaras digitales en los territorios más queridos para el fantasma: las cámaras de gas, la zona cero, el S21 del Camboya, o en el límite, las pequeñas habitaciones plagadas de recuerdos en las que recitan sus intimidades al ojo incrédulo de la webcam.

La voluntad del fantasma Y es que, como ya afirmó Jesús González Requena, precisamente al hilo de ciertas imágenes extraídas de Mulholland drive: Pues los fantasmas son esas entidades, sin carne ni hueso, desde luego, y si ustedes quieren, imaginarias, que protagonizan los delirios del psicótico. Y bien: no por ser imaginarias dejan de existir: constituyen, por el contrario, para el psicótico, el contenido de vivencias mucho más intensas que las generadas por esas cosas normales que forman parte de lo que llamamos la realidad. Como tales, los fantasmas son cosas materiales: poseen la materialidad de los procesos psíquicos —y neuronales— que los hacen posibles (2005, 32).

El siglo XX es un signo que se construye en torno a la imagen (fotográfica o audiovisual), que necesita de la imagen para explicarse y, sobre todo, para explicar la íntima relación protagonizada entre el sujeto occidental y el fantasma. Pongamos un ejemplo concreto: duda de que su papel como “asesor” en la realización del documental Memory of the camps (1945) tuvo mucho que ver a la hora de dar cuenta de su capacidad para poner en pie algunas de las propuestas más inquietantes de la historia del cine.

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La fotografía elegida, sin ser una de las “grandes imágenes” constitutivas del pasado siglo es, quizá, uno de los testimonios más terroríficos de la presencia de ese “fantasma amenazador” que proclamaba el propio Hitler en su libro-confesión, ése al que Leni Riefenstahl cantó cinematográficamente. Se trata de una de las pocas que pudieron ser “robadas” por los sonderkommando de Auschwitz II durante el proceso de exterminio4. Contamos con todas las herramientas interdisciplinares para leer la instantánea: es posible delimitar su composición fotoquímica, realizar su contextualización histórica, establecer una serie de características estéticas (angulación, problemas de enfoque, una macabra descripción de la “puesta en escena”…) y, sin embargo, llegaremos a ese punto en el que las preguntas planteadas acabarán por deshilvanarse entre nuestros dedos. No hay manual ni teoría estética capaz de hacerse cargo hasta las heces de la imagen. O, si queremos formular nuestra idea todavía con mayor precisión: no hay respuesta que pueda acotarse mediante las relaciones causales, de producción, o de discurso sustentado sobre el método científico. Pero regresemos durante un segundo a la imagen propuesta en sí misma. Después de las lecturas de Arendt o de Bauman (1999 y 1997, respec4 Todas las características históricas de la fotografía, así como una impagable reflexión sobre la lectura del material audiovisual holocáustico puede encontrarse en Didi-Huberman (2004).

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tivamente) nos parece en verdad difícil seguir hablando de excepción histórica, de paréntesis inexplicable o de momento de “enajenación transitoria” (como si tal cosa fuera posible). Cada vez parece más evidente aquello que se encuentra señalado con absoluta precisión en la cita de González Requena que traíamos a colación hace un momento: la eficacia simbólica del fantasma del siglo XX, además de ser una de las consecuencias inherentes al proyecto de la modernidad, fue lo suficientemente convincente como para generar casos como el del lamentable Batallón 101 nazi, o a una distancia no muy alejada, las grandes fiestas de la crueldad estalinistas. Y sobre esto nos gustaría llamar la atención: sobre la decidida voluntad, el decidido mandato de esa presencia fantasmática en nuestras sociedades contemporáneas, hábilmente disfrazado de discurso productivo, pragmático, eficaz. Porque la voluntad de una aparición es siempre indiscutible, y está destinada a un único fin: la restitución de una pérdida, la venganza, la supremacía de unos sobre otros, como si se tratara de un extraño carnaval entre víctimas y verdugos. De lo contrario no podríamos explicar las incontables propuestas cinematográficas (de claro sabor romántico) en los que el espectro de turno no dejaba de hostigar a los moradores del caserón, casita o ciudad encantada de turno hasta que tenía lugar el cumplimiento de tal voluntad. Los fantasmas, borrachos de sus deudas simbólicas impagadas, siempre exigen algo: un sacrificio, una víctima, el cumplimiento de una promesa. Recordemos también que el propio fantasma nazi se manifestó en torno a la restitución de la tierra y el honor perdidos tras el tratado de Versalles, o que el fantasma comunista exigía una redistribución de la riqueza y un derrocamiento del orden dominante en nombre de los grandes olvidados de la Historia. Y ambos, por supuesto, se erigían como fantasmas únicos (los dueños de ese gran caserón lleno de gatos negros y rincones en som19

bra en el que se estaba convirtiendo Europa), señalando las normas que deberían regir la vida de sus Hamlet particulares… y de todos aquéllos que quedaban excluidos de su particular saber.

The ring (I): el mandato audiovisual Una de las películas más impactantes del final del siglo XX fue la revolucionaria The ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998), una nueva interpretación de las historias tradicionales de fantasmas. La aparición de esta cinta representa para toda una naciente generación de cinéfilos una experiencia cinematográfica del horror muy cercana a la que en la década de los sesenta había propuesto Psicosis, la que en los setenta aportó El exorcista (The exorcist, William Peter Blatty, 1973) o la que en los ochenta revolucionó la Serie B con las producciones de la New Line Cinema. The ring, en su esencia más pura, supuso un impacto frontal contra las convenciones clásicas del género que, a lo largo de todos los noventa y bajo el cómodo auspicio de la figura de Wes Craven5, había ofrecido a legiones de adolescentes una apología del serial-killer enmascarado que se paseaba por los institutos de una Norteamérica todavía triunfal derrochando imaginación y casquería. Su distribución no tuvo nada que ver con las sonadas campañas de, por ejemplo, la Dimension Films, sino que se fundamentó en un contagioso boca-a-boca cinéfilo que hizo que en 5 Uno de los grandes logros de Craven ha sido, sin duda, su capacidad universal para sintonizar con el público adolescente de varias generaciones mediante sus acercamientos al horror. Entre su palmarés se encuentra no sólo la paternidad de Freddy Krueger (reverso irónico de los melodramas psicoanalíticos del cine norteamericano al estilo de ciertos Hitchcock y Lang), sino también el remake gore de El manantial de la doncella (Jungfrukallan, Ingmar Bergman, 1960) en La última casa a la izquierda (The last house on the left, 1972) o, muy especialmente, la reinvención del cine acné con la saga Scream (1996). Volveremos a estos títulos en el Capítulo 5.

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cuestión de meses las modestas ediciones occidentales se agotaran en las tiendas y comenzaran a proliferar ensayos sobre la cinta6. The ring sintonizó de manera casi inmediata con el Occidente de finales de siglo. Tenía todos los elementos capaces de seducir al público: un toque de exotismo asiático, una concepción estética casi desconocida para el gran público heredada de una intensísima y fascinante tradición de terror oriental, una trama en la que no se hacía ningún esfuerzo por ocultar las heridas ya evidentes de la sociedad capitalista del momento (la ausencia del padre, la pérdida de la identidad, la creencia ciega en lo audiovisual), un cierto equilibrio entre la cultura popular y algunos elementos de la alta cultura… y, por supuesto, un fantasma. Ahora bien, el indudable éxito de la cinta en esta parte del mundo no puede achacarse únicamente a estos factores. De hecho, Hollywood corrió a realizar la inevitable “occidentalización” de turno mediante el remake (Gore Verbinski, 2002), con su correspondiente colección de secuelas, plagios más o menos evidentes, imitaciones baratas con salida directa en videoclubs y subproductos varios. La “fábrica de sueños” por excelencia supo ver un nuevo filón económico sustentado en un público potencial que ya se había reconocido en la película asiática seminal. O, mejor aún, que ya se había reconocido en ese fantasma (Sadako, la pavorosa niña morena con el pelo largo que tantísimas veces ha sido reutilizada en el cine de terror contemporáneo)7 portador de un nuevo tipo de horror, el horror de nuestra década, el del final de siglo. 6 Probablemente el trabajo más exhaustivo en nuestro idioma sobre la cinta sea el de Julio Ángel Olivares (2005). 7 Cuál sería nuestra sorpresa al descubrir, en un reciente visionado, que la construcción estética de Sadako ya estaba presente en otro de los fantasmas más terroríficos del séptimo arte: la madre del protagonista en El espejo (Zerkalo, Andrei Tarkovski, 1975). Invitamos al lector interesado a revisitar la primera secuencia onírica de la cinta rusa: aquélla en la que el referido protagonista parece descubrir a sus padres en una suerte de escena primigenia freudiana.

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Sin embargo, la relación entre el cine de terror y la sociedad que se reconoce en sus fantasmas no tiene nada de gratuita. Ya lo demostró el propio Siegfried Kracauer en uno de los libros fundamentales de la teoría del cine, De Caligari a Hitler (1985) —volvemos de nuevo a pasar por delante del portón de Auschwitz—, y lo confirmó Peter Biskind en su clarísima lectura de El exorcista, en la que afirmaba: El exorcista daba la espalda al marco terapéutico liberal de la posguerra (…) anticipa la vecina revolución maniquea de la derecha, se adelanta a Reagan y sus parloteos sobre el ateo Imperio del Mal. Satán es el padre malo que se instala en la casa de la divorciada MacNeil en lugar del padre-marido ausente. Las familias que rezan juntas y permanecen unidas no tienen encuentros obscenos con el diablo (2004, 287).

Y si tal como Kracauer o Biskind (entre otros muchos) proponen, el cine de terror (o mejor aún, los fantasmas que lo pueblan) son representaciones narrativas del inconsciente represor de su sociedad… ¿de qué habla exactamente The ring? ¿Cuál es el inmenso potencial que hizo que la década comprendida entre 1998 y 20088 se llenara de niñas asesinas que regresan del más allá para obligarnos a cumplir su voluntad fantasmal? La cuestión puede presentarse con más claridad si somos capaces de leer lo que separa The ring de otras historias de fantasmas en apariencia similares. En primer lugar, es ciertamente llamativa la subversión en la estructura narrativa sobre lo que la propia leyenda urbana “tradicional” había propuesto en las últimas décadas: la inmensa mayoría de los relatos que 8 Durante el pasado 2008 todavía se siguieron estrenando en las pantallas películas de terror en las que se hace absolutamente patente la huella de The ring. Valgan como ejemplo otros dos remakes tan discutibles como The eye 2008 (David Moreau y Xavier Palud, 2008) o Llamada perdida (One missed call, Eric Valette, 2008).

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hablan sobre almas en pena terminan cuando el fantasma de turno puede descansar en paz al haber zanjado sus asuntos terrenales. El happy ending (o algo siniestramente parecido) acontece cuando los restos del difunto son sepultados en tierra santa, el verdadero asesino es puesto al descubierto o, en resumidas cuentas, cuando el relato de su sufrimiento es sacado a la luz. O lo que es lo mismo: cuando se cumple el mandato fantasmal9. En The ring, al menos durante gran parte de la cinta, se cumple casi ejemplarmente la narración habitual del género: descubrimiento de la amenaza, proceso de investigación, choque entre el mundo personal y el mundo del horror, acercamiento al pasado y, por supuesto, hallazgo del cadáver de la pequeña Sadako en el fondo de un pozo. Sin embargo, y de manera en apariencia incomprensible, el metraje sigue adelante. La película continúa. El relato no se cierra en el mandato clásico del fantasma. Y no lo hace tal vez porque el hecho de dar santa sepultura a un cadáver sigue siendo el cumplimiento de un ritual muy anterior a la modernidad, propio de las civilizaciones que todavía estaban abiertas al misterio religioso o a la creencia en lo sagrado. En The ring, y quizá por primera vez en la historia de dicho género, el fantasma no se conforma con ser arropado por el manto de ese “más allá utópico” que acompañaba las empalagosas lecturas de obras como Ghost (Jerry Zucker, 1990) o El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007) sino que las atraviesa para caer en un cinismo fascinante, en una desesperación mucho más cercana a la lectura existencialista que al happy end de Hollywood. 9 Siempre queda la opción, por supuesto, de que un rápido y excitante anticlímax presente una aparición del monstruo durante los últimos dos o tres minutos de metraje. El caso de The ring es sustancialmente distinto a estas “últimas apariciones” porque el anticlímax no funciona sólo como un guiño de guión dedicado a garantizar la secuela, sino que antes bien, ofrece una importante información narrativa: los protagonistas habían errado en comprender la voluntad del fantasma desde el primer minuto.

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En esta ocasión, el fantasma (al que no le interesa lo más mínimo su trayecto mítico hacia una paz eterna de la que nada parece saber) tiene un mandato mucho más contundente: quiere que su video (su representación) sea transmitida. O dicho en los términos propios del análisis textual que practicamos: quiere erigirse como protagonista de un perpetuo espectáculo audiovisual sobre el horror en su forma más postmoderna. El horror audiovisual.

The ring (II): análisis textual para un fantasma postmoderno Y parecería que, después de todo, ciertos aspectos de The ring no están tan lejos de los hábitos de consumo de imágenes de la nueva generación de espectadores. O al menos eso es lo que se podría deducir de un microanálisis detenido de la famosa “cinta maldita” que el fantasma postmoderno quiere que todo el mundo contemple. Este VHS destartalado es un intensísimo operador textual: desata el relato, se convierte en un objeto básico del Destinador, resulta la pieza clave para dar pie a la investigación de los protagonistas y, por supuesto, acaba resolviendo la trama mediante la aclaración del mandato/infección viral. Es, siguiendo la lógica interna de la narración, una cadena de imágenes difusamente simbólicas cuya transmisión, de manera literal, supone lo único capaz de salvar la vida. Sin embargo, la lectura de la cinta no se puede agotar en la simple referencia a las pistas del Enigma Sadako, sino que tiene validez en sí misma como un texto independiente que recoge el mandato de un fantasma. Porque, repitámoslo una vez más, lo que el fantasma quiere no es ser descubierto para encontrar la paz, sino erigirse como protagonista de ese texto audiovisual. Y, recordemos también, estamos probablemente hablando del fantasma cinematográfico más relevante de la última 24

década del siglo XX, el que mejor ha aprehendido los miedos de la sociedad que lo ha encumbrado10. El contenido textual de la cinta de Sadako se puede descomponer en nueve planos en los que, a su vez, se aplican varias estrategias de montaje evidente: imágenes que marchan hacia atrás, fotogramas que se repiten (las intrincadas caligrafías japonesas), sumas de elementos independientes (las rimas visuales hombre sin rostro + mar y pupila vacía + Sadako)…, es decir, se trata de una representación construida con total mimo, con total precisión por el propio fantasma. Los mismos protagonistas de la ficción se encuentran una y otra vez, como si de desesperados analistas fílmicos se tratara, observando las secuencias del horror en busca de una pista que aclare lo acontecido. Ahora bien, quizá lo más inquietante de toda esa representación es la ausencia total de relato narrativo. O mejor dicho, la imposibilidad que tienen los protagonistas de transitar de alguna manera ese contacto con lo real —en su forma más pura: rugosidad, materialidad, texturalidad— que propone el texto maldito. Porque, después de todo, lo que la cinta prohibida está ofreciendo (y de ahí la inquietante sensación de desasosiego que despierta) no es otra cosa que un itinerario por el horror, un collage de formatos y de sugerencias que remiten directamente al texto audiovisual inicial de las vanguardias, aquél en el que la 10 Y estamos seguros por completo de que una de las grandes ventajas de la “cinta maldita” original japonesa frente a sus remakes y a sus clones asiáticos y hollywoodienses es precisamente la textura del horror, de lo innombrable, de la suciedad de la imagen misma que no tiene nada que ver con la lectura occidental, con descaro limpia y organizada, como si Samara (el fantasma “americanizado”) fuera un espectro perfectamente conocedor de la narración audiovisual de los grandes estudios. Lo terrorífico de la cinta de Ringu es así su referencia directa a lo real, su suciedad, sus muescas, su precariedad de grabación casera y tomada a salto de mata sobre lo real mismo. Sin duda es eso lo que hace que su contemplación siga resultando inquietante visionado tras visionado.

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violación de las normas del relato al amparo de los cánones surrealistas o dadaístas provocaba el efecto irónico, la carcajada radical, la denuncia de la burguesía. Varias décadas después, y atravesado por el horror de los frutos históricos podridos de la modernidad, el fantasma postmoderno llega hasta nosotros con esa misma cadena de imágenes descontextualizadas, impactantes, con el regocijo de desprenderse de las leyes del relato. Con la salvedad, por supuesto, de que en nuestra mentalidad de espectadores de final del XX ya no hay espacio posible para la ironía o el épater les bourgeois. Así que fijemos, de momento, esta primera idea: los protagonistas de The ring son incapaces de simbolizar el horror que se encierra en las imágenes conjuradas por el fantasma. Retornaremos en breve a esta misma idea.

The ring (III): sintonizando el horror Pero hay otro elemento absolutamente apasionante en el desenlace de la película. La resolución a una de las preguntas que sobrevuela por la cabeza del espectador, formulada con exquisita precisión por Nakata y envuelta entre las sombras del relato: ¿cómo mata Sadako? ¿Cómo conjura el horror suficiente para convertir a sus víctimas en cadáveres en los que se invoca la cifra exacta de la desesperación? Porque, sin duda alguna, podemos estar de acuerdo en que los cadáveres de The ring son los perfectos herederos de esa angustia contemporánea que el arte comenzó a perfilar también bajo el paraguas mismo de las vanguardias:

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Sin embargo, casi hasta los últimos minutos de metraje no sabremos nada de la articulación de tal horror capaz de convertir a seres humanos en esos títeres, esos miriñaques de la locura11. La lógica interna del relato (incluso en su consciente ruptura con las claves del género) resulta ser inquebrantable: el fantasma que se transmite encerrado en una cinta VHS sólo puede manifestarse en su total densidad siniestra al escapar, literalmente, del mayor pozo de horror cotidiano que nos ha suministrado la segunda mitad del siglo XX: el televisor.

11 Esta misma idea volverá a aparecer con más claridad en la secuela japonesa de la cinta, Ringu 2 (Hideo Nakata, 1999), cuando gran parte del nuevo misterio gire en torno a las instituciones psiquiátricas y de la superviviente demente de la primera parte.

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The ring llega así a su cénit narrativo invirtiendo la estructura con la que el tándem Steven Spielberg/Tobe Hooper construyó la magnífica Poltergeist (1982). Si en los ochenta el televisor era un elemento siniestro que fagocitaba a los miembros de la familia, en los noventa se confirma de nuevo como fatal máquina de muerte. Y, señalémoslo claramente: si en los ochenta el cabeza de familia se arrojaba contra los monstruos para salvar a su prole, en los noventa el fantasma (femenino) de Sadako no tiene el menor problema para penetrar en el humilde apartamento del padre divorciado y obligarle a contemplar las huellas de su propio horror. Después de todo, no debemos olvidar que Sadako porta en su interior la amenaza latente de una época. Su elocuente ausencia de rostro es mucho más terrorífica que las representaciones de la ideología conservadora que se sugerían bajo los semblantes desfigurados de Reagan (la niña de El exorcista, en este caso) o Freddy Krueger12. Un rostro que, por cierto, sólo atinamos a contemplar apenas unos segundos en los que comprendemos que la muerte tiene lugar por el efecto de su mirada.

12 Después de todo, Krueger no era sino la irónica simbolización de todas las figuras paternas norteamericanas en plena década de los ochenta. Su aparición no pudo ser más oportuna: llegó con la resaca del llamado “Nuevo Hollywood” y con uno de los momentos políticos más estrictos en Occidente, en pleno fin de fiesta de la utopía de los setenta. Los adolescentes que acudían en masa a contemplar las masacres de Freddy no veían sino la verdad escondida tras las (poco convincentes) promesas de concordia y progreso que enarbolaban todos los líderes mediáticos. No deja de ser curioso que la primera parte de la saga se estrenara apenas unos meses después de que Lyotard publicara su célebre La condición posmoderna (1987).

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Y, como si de una referencia hitchcockiana se tratase, la mirada se convierte de nuevo en elemento fagocitador, en canal del crimen, en articulación del horror. La mirada llena de deseo de Norman Bates atisbando el cuerpo de Marion preparándose para tomar una ducha. La mirada de Scotty al contemplar cómo Madeleine surge de entre los muertos en una habitación de Hotel de San Francisco. Y resuena, aunque con un nuevo componente fantasmático, lo que ya sabíamos: que no hay nada más peligroso que ser objeto de la mirada del Otro, que nada es más terrorífico que pertenecer a ese Otro que, al mirarnos, nos hace también partícipes de su dolor y de su mandato sobre el que sólo podemos ser objetos. Ya no puedo ser yo, en tanto que el Otro me limita con su propia mirada. Por cierto, ¿ésta no es, acaso, la propia naturaleza de lo cinematográfico? ¿No se trata de disfrutar mirando? O incluso, siguiendo la famosa norma del Modo de Representación Institucional que prohibía hacerlo directamente a cámara para proteger el “espejismo de realidad”, ¿no es excitante mirar sin límite alguno, contemplar todo lo que se encuentre a nuestro alcance aunque sea a costa de los propios márgenes del relato? ¿No deseamos mirar el cuerpo desnudo, la penetración en primer plano, la eyaculación, pero también la mutilación, la herida, el desgarro, el miembro amputado? ¿No se trata de uno de los más sintomáticos excesos-de-goce lacanianos en nuestro Occidente contemporáneo? ¿Y no hay siempre una cierta frustración (que entraña, por cierto, una Ley) cuando una elipsis nos impide contemplar lo que ocurre tras el beso, tras el fundido a negro? Sin embargo, Sadako escapa del televisor para mirar. Y al hacerlo, se convierte automáticamente en el fantasma cinematográfico por excelencia de finales del siglo XX. Pero queremos llamar la atención sobre otros dos detalles. El primero de ellos, como ya hemos esbozado, tiene lugar en el momento en el que un 29

elemento fantasmal (la sombra de dos edificios que desaparecen) cierra el siglo XX. El segundo tiene lugar apenas un año después, cuando se estrena el remake norteamericano de The ring en todo el mundo y, de manera sorprendente, la actriz que se encarga de dar cuerpo a la protagonista que se enfrenta al fantasma de Sadako no es otra que Naomi Watts. Y Watts, como sabemos, era una completa desconocida hasta que, justo el año anterior conmocionó a crítica y público con una excepcional interpretación en, precisamente, Mulholland drive.

Zona cero/Texto cero Así pues, recordemos brevemente los dos detalles que hacen de The ring una obra única: unos protagonistas que son incapaces de leer un texto (o cinta de video maldita) que se ha emitido para comunicar la dimensión más brutal y siniestra de lo real y un fantasma que escapa del televisor para mirar. Dos elementos que, como el lector ya habrá podido suponer, se encuentran también en el último acontecimiento de la historia del siglo XX: la caída de las Torres Gemelas en Nueva York. Después de todo, el espectador de 2001 estaba acostumbrado a que desde la televisión se le asegurara una y otra vez que estaba tomando parte activa en la historia. Las retransmisiones deportivas suelen hablar de “jugadores históricos” o de “goles históricos” (de hecho, esa gran hipérbole que es la narración deportiva también sufrió su particular agotamiento y entonces buscó nuevos adjetivos como galácticos, mucho más del gusto postmoderno). Las teleseries reconstruyen sin el menor pudor ese espejismo llamado “memoria colectiva”, o se basan en la no menos manida etiqueta “memoria histórica”. Todos los años, a finales de diciembre, las cadenas tienden a programar intensos especiales de reciclaje de imágenes con el afán de demostrar no sólo cuánto ha contribuido la cadena de turno al tratamien30

to de la información, sino también qué es lo que el año finiquitado va a aportar a la historia: nacimientos, muertes, manifestaciones, romances, rupturas, eventos deportivos y catástrofes naturales. El espectador de televisión del año 2001 anterior al mes de septiembre podía pensarse asimismo como un contemplador de la historia, un protagonista pasivo de la noticia al calor de la sala de estar. Gracias a los líderes de opinión (segregados políticamente según la cadena de turno), dicho espectador de televisión de 2001 podía pensar incluso que entendía la Historia, que entendía los procesos de cambio, los maremotos ideológicos y otras particularidades, casi siempre iluminadas bajo el haz preconcebido de sus propias ideas. Más aún, acercándonos al límite mismo de la sociedad de aquel momento, el espectador anónimo había tenido una cierta experiencia mediada de lo real en algunos espacios televisivos en los que de pronto se filtraba alguna hendidura, algún cadáver, algún rostro tan desencajado como los de las víctimas de The ring por el hambre, la guerra, la enfermedad o la catástrofe del momento. Ahora bien, este espectador de televisor de 2001 tuvo que enfrentarse en cuestión de segundos con toda la naturaleza trágica de la historia, con la responsabilidad y el horror que se escondía tras el avance del ángel de Walter Benjamin. Si los monolitos de la famosa 2001 (Stanley Kubrick, 1968) encerraban el espejismo del progreso y la modernidad llevados casi hasta el paroxismo nietzscheano, la caída de esos dos enormes monolitos capitalistas que coronaban Wall Street también nos llevó a un nuevo saber histórico. El saber de un contacto con lo real retransmitido en directo por casi todos los canales del mundo. El saber de nuestra propia vulnerabilidad y de la volatilidad de ese nuevo orden mundial que, por enésima vez en la denostada historia, afirmaba erigirse como panacea para los males de la humanidad. 31

De la misma manera que el agujero de sentido de las vanguardias acabó por resonar en Auschwitz, este reciente agujero que ya se había perfilado en The ring se abrió en el interior de la ciudad más poderosa del mundo convirtiendo el epicentro mismo del relato capitalista en el territorio del fantasma. En la cinta de Nakata se encontraba la precisa premonición de lo que Occidente ya sabía, del contenido de sus pesadillas más íntimas: la de que un fantasma cuyo mandato resultara indescifrable invadiera nuestros salones para clavarnos la mirada. La de que no pudiéramos simbolizar de ninguna manera el horror contenido en un texto indescifrable, en un texto cero. Las imágenes que los satélites retransmitieron en directo componían una cadena textual de significantes (la gente saltando de los edificios, la columna de humo, los comentarios atónitos de unos periodistas perdidos, el segundo avión impactando en tiempo real contra la otra torre…) absolutamente imposibles de simbolizar. Sin ningún género de dudas, la naturaleza siniestra de la televisión se estaba revelando ante nosotros: ahora sí que éramos auténticos protagonistas de la historia gracias al efecto de la gran pantalla. Ahora sí que estábamos accediendo al saber de la noticia. Pero, al igual que ocurría con la visita final de Sadako, no podíamos imaginar que lo que la acción del fantasma iba a conseguir (gracias, sin duda, a la mediación del aparato televisivo) era clavarnos una mirada tan horrible. Y es que la lectura del texto televisivo del 11S es, por necesidad, una herida que se proyecta sobre el espectador/lector: Sólo con ver ese coloso en llamas, en todas las redacciones informativas del mundo entero llegamos a la misma conclusión (…) A partir de ese momento lo único válido era el directo, mantener nuestros ojos pegados a esa torre y tratar de recabar información acerca de lo que realmente estaba ocurriendo. Cuando en todo el planeta

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pudimos observar en directo el impacto del segundo avión contra la otra torre, apenas fuimos conscientes de que el reloj de nuestra existencia se había puesto a cero (AA. VV., 2002, 109-110).

La idea de que el 11S actuó como un “despertar de Occidente” se ha convertido en una especie de lugar común durante los últimos años. Y, en cierto sentido, a lo largo de las siguientes páginas suscribiremos, en cierta medida, esta misma idea. Despertar, pero no a una “madurez existencial” por la cual el mundo occidental estaría más preparado para enfrentarse a los retos de la postmodernidad. Tampoco a una “madurez antropológica” según la cual el llamado “primer mundo” se mostraría mucho más receptivo ante las demandas de ese Otro en vías de desarrollo para evitar ser salpicado por la desesperación de sus habitantes. Mucho menos a una “madurez política” ante la cual nos veríamos más capacitados para leer la realidad social y participar activamente con mayor coherencia en la formación de nuestras propias sociedades. Acontecimientos tan frustrantes como el renacimiento de la extrema derecha en ciertas partes del planeta (¿alguna vez realmente se disipó?), la reválida política de George W. Bush o la marketiniana ascensión a los altares de Obama en plena crisis económica nos hacen ser poco optimistas al respecto. Entonces, ¿a qué despertar podemos hacer referencia al pensar el 11S? Siguiendo nuestra propia línea discursiva nos parece evidente: despertar a la presencia del fantasma. Despertar frente a la mirada del fantasma.

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CAPÍTULO 1

Misterio y Texto

De alguna forma lamento no haber estado en París durante los días en que estalló la Revolución. Quizás eso habría sido una oportunidad de ver, por fin, una representación interesante (…) Pero cuando la muerte, cuando centenares, miles de muertes se convierten en una actuación, eso puede ser interesante… durante un rato (Tomaz Pandur)

El fantasma que dormita en el interior del cinematógrafo Quizá nadie entendió mejor el verdadero significado del aparato cinematográfico que uno de los más célebres pioneros del precine, el belga Étienne-Gaspard Robert (1763-1837), creador de las llamadas fantasmagorías13. De hecho, su más celebrado invento no recibe otro nombre que el de fantoscope, una variación sobre la linterna mágica que registró alrededor de 1799. La obra de Robert sigue constituyendo un foco constante de fascinación precisamente por la claridad con la que supo proyectar su intuición hacia el futuro, vislumbrar las grandes posibilidades siniestras de ese nuevo arte 13 Para una lectura brillante y novedosa sobre los orígenes del cinematógrafo debemos remitir necesariamente a la consulta del último libro de Luis Martín Arias (2009).

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que se valía de la imagen en movimiento. Y lo que es más importante, no hay que olvidar que Robert vivió de primera mano la Revolución Francesa en el mismo París, posicionado en el centro mismo de una nueva brecha histórica que seguiría resonando hasta la caída de las Torres Gemelas. Dos aleteos violentos del ángel de Benjamin. Así pues, Robert leyó su tiempo y comprendió que podía utilizar la linterna mágica como si de una falsa tabla Oui-ja se tratase. La suya fue, por decirlo con total precisión, una constante representación en busca del fantasma, un brutal estremecimiento dirigido contra un público todavía inocente que con toda probabilidad se sentiría desbordado ante la colección de apariciones, sonidos extraños, espectros en movimiento y otros trucos técnicos que el artista desarrolló durante varios años a nivel internacional. Desde su base de operaciones en el Convent des Capucines, Robert comprendió, ante todo, la importancia de la representación siniestra. Sobre la imagen de Sadako saliendo del televisor se puede superponer, sin duda, la imagen de los esqueletos de Robert saliendo de esa primitiva linterna mágica motorizada. Si ambas estrategias son capaces de seducir (por la vía más cercana a la puramente sexual: la del horror) al espectador mediante el paso de los siglos es porque, en cierta medida, están señalando con total claridad uno de los problemas fundamentales de la existencia humana. La del misterio.

El fantasma guiando al pueblo Y es que, después de todo, y como no se ha cesado de repetir desde la mayoría de las disciplinas, el proyecto de la modernidad no ha agotado la necesidad que el ser humano guarda en su interior de encontrarse con el fantasma, sea cual sea la forma que éste tome. La primera década del presente siglo está siendo especialmente relevante para mostrar la contra36

dicción de la sociedad occidental postmoderna: mientras con una carcajada afirmamos haber desterrado esa idea de Dios (Padre) a la anécdota histórica —de hecho, hemos banalizado tanto el problema que mientras redacto estas líneas su existencia se discute frente a la opinión pública en la publicidad de los autobuses—, desde otra perspectiva corremos a aferrarnos con toda nuestra fuerza a los sustitutivos que la sociedad del espectáculo nos ofrece. No decimos nada nuevo: El abuso llevado a cabo por muchas formas de religión unido al carpetazo según el cual se pretendía liquidar de una vez el misterio que la realidad comporta, conducen a que ésta se nos pueble de “misterios”, los cuales quizá no hacen sino satisfacer, y a la vez ocultar, preguntas más importantes con las que deberíamos enfrentarnos (…) Una sociedad que, por más racionalista que se proclame, se entrega cada vez más vorazmente, de forma poco racional y razonable, al consumo masivo de toda clase de supercherías (Gómez y Muguerza, 2007, 319).

Dicho de otra manera: si nuestra existencia ya se ha podido declarar libre de las cadenas del mandato judeocristiano original en aras de esa ciencia soñada por el positivismo que (casi) todo cuantifica y (casi) todo es capaz de racionalizar, ¿para qué demonios seguimos conjurando al fantasma?, ¿por qué seguimos corriendo a su encuentro, buscando la mediación del misterio? Todavía nos parece pronto para responder. Intentemos formular la pregunta desde otro punto de vista: ¿por qué los espectadores franceses que habían vivido la propia Revolución se lanzaban gozosamente sobrecogidos a la contemplación de los espectros que Robert conjuraba en su fantoscope? ¿Por qué corrían allí pensando que quizá contactarían con sus difuntos? Y, sin embargo, como ya hemos visto en el capítulo anterior, la historia es una constante engendradora de 37

fantasmas. Sobre todo si pensamos que el concepto mismo de misterio ya implica que hay algo en el orden racional/cronológico de los acontecimientos que se nos escapa, que no podemos aprehender ni resumir desde nuestra mirada humana. Vale la pena recordar que la misma Revolución Francesa engendró su propio fantasma. Uno que, por cierto, fue seguido con absoluta fidelidad a pesar de ser subjetivo, inclasificable y utópico. Una presencia que, según Delacroix, era capaz de guiar al pueblo:

La Liberté guidant le peuple; Delacroix, Eugène, 1830

Detengámonos un momento para leer el texto pictórico: la obra de Delacroix es rica en contenidos y deja un cierto espacio razonable para la duda. Este cuadro podría ser, quizá, la representación misma de la modernidad, de su violento y excitante mensaje. Los pechos descubiertos de la Libertad amamantarán, sin duda, a esos mismos seguidores que enarbolan sus armas en un tributo fálico hacia su nueva diosa. Tras ellos vemos la negación de la Ley Patriarcal perfectamente señalada en una especie de Notre-Dame brumoso que asoma en la parte derecha del cuadro. Notre-Dame apoca38

líptico, en llamas, impresionante operador textual de esa voluntad revolucionaria que llevó a los más radicales no sólo a descabezar alegremente a sus opresores (la ejecución como fiesta, como representación y como símbolo de unión popular), sino a intentar borrar con furia todo vestigio de la religión —no exclusivamente cristiana, por supuesto— de la vida cotidiana. Recordemos, por ejemplo, cómo cambiaron el nombre a los meses del año al detectar en su origen a los dioses o a los gobernadores patriarcales de la antigua Roma. Jano, Marte, Afrodita, Julio César o Augusto eran demasiado anticuados para la nueva fiesta de la Revolución. En su lugar, y en estricto culto a esa nueva Madre Tierra de pechos descubiertos se intentó fijar el tiempo en torno a dos ejes de rabiosa actualidad: los ciclos de la naturaleza y del trabajo. De tal manera y por poner un ejemplo, el otoño fue rápidamente dividido en Vendémiaire, Brumaire y Frimaire. Sin embargo, los lectores del cuadro de Delacroix suelen prestar poca atención a un hecho evidente: el incómodo e inestable suelo sobre el que la Libertad (y recordemos que el propio Luis Buñuel tituló a una de sus películas con total precisión El fantasma de la libertad [Le fantôme de la liberté, 1974]) conduce al pueblo. Porque es evidente que si la Libertad guía al pueblo, es porque éste debe ir hacia algún lugar. Hacia algún destino que, probablemente, coincida punto por punto con el proyecto de la Modernidad. ¿Quiénes son, por tanto, esos mismos cadáveres que asfaltan, de manera literal, el camino por el que la Libertad (o su fantasma) se empeña en conducir a sus arrebolados seguidores? Una vez más, debemos detenernos ante la sombra de los totalitarismos que afloraron en el siglo XX y que convirtieron el número de víctimas de la Revolución Francesa en una simple curiosidad histórica. El fantasma de la Libertad, que lo sabe casi todo del goce (contémplese, por cierto, los rostros en éxtasis de sus seguidores), nada parece saber de las montañas de cadáveres desnudos y humillados sobre los que el Pueblo ha de caminar. Problema agravado porque, como 39

sugeríamos hace un momento, la libertad es un concepto peligrosamente subjetivo, exquisito caldo de cultivo para exigir cualquier cosa en su fantasmal nombre. Y si no, baste con recordar dos ejemplos incontestables. El primero de ellos es el famoso España una, grande y libre que con tanta fruición se utilizó en la dictadura franquista. El segundo de ellos es esa inscripción que los alemanes colocaron en la puerta de entrada del campo Auschwitz I: Arbeit macht frei, esto es, El trabajo os hará libres. Así pues, apenas un par de años después de la (no tan metafórica) marcha que Delacroix representó con tanta precisión en su cuadro (y en la que ya resuena todo el horror del siglo XX), Robert se empeñó en poner su fantoscope al servicio de esos mismos cadáveres que asfaltaban los pasos racionales del proyecto de la modernidad. La alta sociedad del momento se (re)conoció en sus propias pesadillas, dejó fluir su ansia de creer en lo flagrantemente irracional. Pero, ¿por qué?

La elocuencia del cadáver En una de las secuencias más brillantes de El séptimo sello (Det Sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957), el caballero Block y su escudero Jöns se detienen en el camino para preguntar por la dirección de la posada a un peculiar peregrino que parece descansar frente al mar. Su respuesta, tildada por el propio Jöns como “sobradamente elocuente”, es la siguiente:

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En alguna medida, y como el propio Bergman señala en otro momento de la cinta (“una calavera resulta mucho más interesante que una doncella desnuda”), el encuentro con lo real siempre es de una elocuencia demoledora. Frente a esta mirada de cuencas abiertas, la existencia de lo fantasmal tiene que implicar, cuanto menos, una cierta esperanza de cara a la irrebatible verdad encerrada en ese cuerpo que se pudre ante las costas suecas. Y lo que es más: la existencia de lo fantasmal entraña en sí la existencia de ese misterio del que hemos venido hablando hasta ahora, lo que podríamos delimitar como el contacto (siempre velado y generalmente mediado) con un plano de la realidad que no es el nuestro, que es superior al nuestro y que, por eso mismo, nos garantiza la existencia de una ley y, al mismo tiempo, de una trascendencia. El contacto con el misterio (máxime cuando nos encontramos ante una superchería evidente) requiere siempre de la representación, de esa presencia que supo construir Robert al conjurar a sus fantasmas precinematográficos junto a los ataúdes y a las calaveras reales, con luces tenues y tras inquietantes e interminables monólogos de feria sobre la vida y la muerte. E incluso, si somos capaces de enfrentarnos con cierta honestidad con el corazón de la problemática misma, descubriremos (y esto es algo a lo que volveremos una y otra vez) que lo único que nos queda ante la elocuente mirada del cadáver es la posibilidad de la representación. La posibilidad de formar parte del misterio mediante un acto representado. Mediante un acto simbólico. Es una constante que comienza en Grecia y llega hasta los mismísimos escombros de la Zona Cero y sus particulares planes de reconstrucción, sus actos de luto, sus conciertos de recuerdo. Después de todo, ¿no fue el ataque de las Torres Gemelas otra particular interpretación de la Libertad guiando al pueblo? Lo hemos dicho antes: la libertad, como todos los fantasmas en general, son inquietantemen41

te subjetivos. Donde unos han leído el grito desesperado de un pueblo oprimido por la barbarie imperialista norteamericana, otros han leído un atentado criminal realizado en nombre de una religión bárbara contra nuestros valores occidentales. Lo que nadie se ha atrevido todavía a leer ha sido el texto audiovisual de los cadáveres sepultados bajo los escombros, los cadáveres aplastados de los que se lanzaron por las ventanas. Y no nos cabe la menor duda de que ese texto (si no hubiera sido convenientemente censurado por las televisiones y los gobiernos en pro de la cordura general en un arranque paternalista y políticamente correcto) hubiera sido todavía más elocuente que la mirada del cadáver de El séptimo sello o que la mirada de la propia Sadako. Y es que los cadáveres (volvemos al texto de Delacroix) son un excelente camino de doble sentido para que se cimenten todo tipo de libertades guiando a la Patria de turno, con el corolario de los aullidos del ángel benjaminiano de fondo. No estaríamos tan lejos de la propia concepción marxista de la historia, si no fuera porque la noción misma de representación que manejamos es incompatible con las intenciones didácticas del panfleto o del arte entendido como una herramienta pseudopoética para guiar al Pueblo en su encuentro con la verdad (de la Historia, de su propia existencia) bajo el cortinaje político de turno. La representación, en tanto nos permite acercarnos al misterio, no puede ser simplemente un ejercicio/llamada hacia la compasión del espectador. O al menos, no después de contemplar las imágenes rodadas en los campos de exterminio a principios de siglo. La idea de que lo audiovisual está emplazado a influir positivamente en el devenir de la historia (presente en autores de la talla de Bazin o de MacLuhan) ha quedado tan obsoleta como el proyecto mismo de la Modernidad. Incluso, podríamos pensar, es tan obscena como pretender que el ángel de Benjamin va a hacer una parada en el camino para combatir su angustia histórica viendo vídeos en el Youtube. 42

Devenir, ley y libertad Con lo que si retornamos al principio del capítulo quizá podríamos responder, aunque sea de manera parcial: el Pueblo dejó de seguir a ese Fantasma/Libertad para acabar retornando al Fantasma/Representación porque, después de todo, la realización de la utopía de la modernidad consistió principalmente en desimbolizar de forma radical los cadáveres cobrados. Dicho con otras palabras: para la lógica y para la razón, el cadáver en proceso de descomposición no es más que materia inerte, herida, desgarro, desesperación. Ésa es la naturaleza intolerable de lo real, su propia textura, su propio tacto. Nada puede construirse al calor del cuerpo consumido salvo contradictio in terminis que se hizo evidente ya en los primeros cuerpos guillotinados y que volvería en el momento en el que el marxismo dio carta blanca a la violencia para la hipotética emancipación del proletariado. Emanciparse en tanto colectividad, emanciparse para la colectividad, de tal manera que al final el individuo es para el Estado (otro de los grandes fantasmas del siglo XX). O incluso, para el fantasma que domina el Estado. Pero en el otro miembro de la ecuación lo que encontramos es un emanciparse para el Consumo, lo que no deja de ser un desprecio manifiesto por el individuo. De hecho, no hay nada que se desprecie a sí mismo con tanta precisión como el sujeto capitalista que, por un lado, afirma ser un hijo de su propia moral y de su propia libertad (ese protagonista central de la Declaración de los Derechos Humanos, el sujeto neoliberal) y, por otro lado, fija su proceso de devenir en torno a los movimientos sociales/ culturales descafeinados que le conforman. Esta escisión (a la que tendremos tiempo de volver con más calma) ya estaba prefijada en el momento en que los gozosos protagonistas del cuadro de Delacroix pensaron que podrían depositar su plena confianza en los pasos soldadescos de su propio fantasma. Sin embargo, Freud nos avisó a 43

lo largo de toda su obra de la importancia de la Ley para establecerse en tanto algo, lo que sea. Sin una Ley somos incapaces de introducirnos en el plano del lenguaje, somos incapaces de experimentar el placer de transgredirla o de recorrer sus fronteras, de desnudarla para gozar del cuerpo mismo de nuestra libertad individual. Sin una ley no podemos entender un concepto como el de devenir (literalmente y según la Real Academia de la Lengua: llegar a ser) porque necesitamos de un orden, de un progreso (en un sentido que nada tiene que ver con el de la modernidad) y de un esfuerzo constante que nos permita ir traspasando los umbrales de ese inmenso laberinto que Kafka ideó para Joseph K en su visionario El proceso. Un laberinto exclusivo para nosotros. Y queremos hacer una severa afirmación que clarifique nuestro discurso y prevenga contra interpretaciones erróneas: la Ley no puede llegar desde el ámbito de la política por la sencilla razón de que nos encontraríamos de nuevo con el ansia histórica de figuras psicóticas que encumbró a monstruos de la talla de Hitler o de Mao a los púlpitos de las naciones. De lo que aquí se trata, por supuesto, no es de hablar sobre las virtudes del “orden único” en oposición a los excesos de la “libertad” distendida que lleva a la perdición por la vía del pecado, ni muchísimo menos. El Fantasma/Libertad se ha construido durante demasiados años al calor de ese ars política tan cacareada y agotada. Seguir creyendo en las virtudes ciegas del capitalismo tal y como lo entendemos hoy en día resulta una apuesta que a veces se nos antoja comparable a la de los que confían en la lectura de las cartas del tarot, los chamanes o el poder de la droga de turno para mejorar las circunstancias orteguianas personales del sujeto. Durante los últimos años, la política sólo ha servido para mostrarnos una interpretación de la Ley aceptada por una mayoría como un mal menor (nadie, ya sea de izquierdas o derechas, parece a gusto con sus gobernantes, la 44

oposición o el sistema legislativo que le ha tocado en suerte), mientras su alianza con las corporaciones de turno ha permitido el surgimiento de un sistema existencial en Occidente cuyas catastróficas consecuencias ya empezamos a intuir bajo los faldones de esa madre esquizofrénica que está resultando ser la sociedad de consumo. El devenir, precisamente hoy en un completo proceso de cambio de las universidades y en plena crisis económica, resulta un concepto más vacío e insatisfactorio que nunca. Y lo es porque los viejos tópicos del biopic, del bigger than life y del selfmade-man ya se han rasgado por las costuras. Leamos de forma literal: self-made-man. Quizá sea el gran espejismo occidental, inseparable e íntimamente comunicado con el sueño americano. Es la canción de los humildes trabajadores que un buen día supieron encontrar su recompensa gracias a la Idea Brillante del momento trepando por los márgenes de los rascacielos sin más ayuda que su propio talento. La fábula del hombre hecho a sí mismo es, de hecho, la gallina de los huevos de oro del espectáculo televisivo de principios de siglo. Pensemos, si no, en todos los concursos (textualmente, los espectáculos de realidad) en los que el pobre participante surge de la nada (el barrio obrero, la peluquería, el restaurante) para acabar convertido en fetiche de la gloria, en ídolo, en mito. El problema del hombre hecho a sí mismo es que no hay idea más absurda que la de un hombre hecho a sí mismo. Hablando con propiedad, queremos decir. No hay idea más absurda que la de la generación espontánea, precisamente si (como estamos viendo) todos los Fantasmas son especialistas en caminar sobre cadáveres. Devenir económico, en efecto, pero… ¿hacia dónde? ¿No será acaso que la Nueva Libertad que guía al pueblo (la Libertad del Libre Comercio, fábrica de muertes en los países subdesarrollados) ha iniciado un particular viaje hacia ninguna parte? Y, una vez más, llegamos al centro de la cuestión: el self-made-man no sabe absolutamente nada del misterio, ni de otro goce que no sea el de la propia ascensión. Pero de nuevo: ¿hacia dónde? 45

Lo que usualmente no es visible, a saber, que nadie tiene la menor idea de por qué es preciso ascender a cualquier precio ni de cuál es el sentido de esa elevación incesante e implacable (…) La lógica empresarial, simbolizada por el rascacielos, es la elevación misma, lo único que parece tener sentido (aunque nadie sepa cuál es) y, por el contrario, cualquier detención en esa marcha ascendente, por breve que sea, cualquier declive o cualquier vacilación respecto de la vertical enhiesta es vista como una horrible tacha de insensatez que desmerece y amenaza la indiscutible finalidad de la empresa (Pardo, 2008, 51-52).

Una representación poco convincente De hecho, quizá sea un buen momento para replantearse (al hilo mismo del fantoscope) por qué el ámbito político se ha ido acartonando hasta convertirse en una disciplina puesta en el punto de mira de la duda. Por qué, precisamente ahora, aceptamos figuras políticas (a escala mundial) de tan escaso sabor narrativo, de tan precaria novedad en su relato. Ciertamente, el programa electoral del político de turno no es, desde nuestra perspectiva, otra cosa que un operador textual que intenta vertebrar como causa y consecuencia simultánea su propia historia. Incluso el tirano, del signo que sea, hace suyo el Relato Supremo en nombre de Dios o de la Revolución (o incluso de ambos)14 equiparando su presencia con la del héroe estudiado por Otto Rank o por Joseph Campbell. 14 El propio Hugo Chávez, al encontrar un apoyo mayoritario a su última enmienda a la Constitución, afirmó que estaría en el poder “hasta que Dios y el pueblo quieran”, según el diario El mundo (16 de Febrero de 2009). Como se puede ver, el Presidente venezolano no se conformó con tomar parte en el relato revolucionario, sino que hizo suya la faraónica idea del Líder derivado de Dios.

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De hecho, lo ocurrido en Estados Unidos tras la caída de las Torres Gemelas no ha sido sino un intento desesperado (y un tanto caótico) de volver, al precio que fuera, a creer en el relato de la Gran Democracia, ese escenario global en el que una figura paternalista/Estado es capaz de cuidar de sus díscolos hijos inquietos. Lo que, como ya veremos, no tiene tanto que ver con John Ford como parece defender un cierto sector de los historiadores. El problema, por supuesto, es que la idea de la que bebe el líder político contemporáneo está escindida entre la conciencia de “ser Padre” (y no se nos escapa cuántos homicidas históricos han utilizado la coletilla “Padre del pueblo”) y la de “ser-para-el-pueblo”, terreno de batalla ya perdido por el mismísimo Kant y sepultado no sólo por Hegel sino por el horror absoluto del siglo XX. Después de todo, el Padre en Occidente no se ha manifestado únicamente en los gulags, sino también en ese supuesto “mal menor” que redujo Hiroshima a una isla fantasmal. El problema, por llegar al fondo de la cuestión, es que el relato político se afirma a sí mismo como algo apto para mantenerse precisamente en mitad de la crisis mundial de los grandes relatos de Lyotard, con la empecinada insistencia de los náufragos que, incapaces de buscar una solución a su propia vida, se ponen a bailar el charlestón en la cubierta del barco que se hunde. No es una mera cuestión de escepticismo —ojalá lo fuera— sino una suerte de macabra ruleta rusa en la que los arquetipos sociales se van pasando el relevo mientras las llamadas de socorro del planeta son cómodamente desoídas. Incluso algunos de ellos (véase el ejemplo del Al Gore reconvertido en pontífice del nuevo new age liberal capaz de acabar con el cambio climático y con el hambre en el mundo en menos de una década) hacen de sí mismos prototipos vivos de esos Grandes Relatos (nuevos self-made-man) que nada parecen saber del fantasma ni del horror salvo al trasluz de las buenas intenciones. 47

Así, la estructura cíclica entre “Padre Redentor” e “Hijo Responsable” se va perpetuando bajo la piel de serpiente de todas las dualidades del momento: demócratas/republicanos, liberales/socialistas, memoria histórica de derechas/memoria histórica de izquierdas, todo ello sazonado con grandes dosis de horror y de prime time, porque la representación política (todo hay que decirlo) cambió sin el menor pudor la esperanza por el cadáver. O lo que es lo mismo, cuando el proyecto de la emancipación de la humanidad resultó ya ser imposible a todas luces (una bufonada utópica de los optimistas de turno), la política descubrió que nada animaba más a ondear una bandera que un cuerpo en descomposición. Lo que no hace sino confirmar lo que ya sabíamos: que la representación, para enfrentarse al horror, tiene que fundamentarse en el horror mismo. Se retroalimenta en una suerte de círculo vicioso. No resulta gratuito que en la antigua Grecia sacrificaran un macho cabrío antes de comenzar las tragedias teatrales. Tampoco, por supuesto, que el templo sagrado se construya en torno a la figura de un hombre/Dios crucificado y sorprendido en un momento de máxima agonía. La representación requiere del horror para cimentarse, lo que hace que hasta en una pieza tan gazmoña y pavisosa como Sonrisas y lágrimas (The sound of music, Robert Wise, 1965) sean los mismísimos nazis los que pongan en jaque el alegre corifeo de personajes tan adorables que rozan la esquizofrenia. Algo muy similar a lo que ocurría en, pongamos por caso, la (no menos esquizofrénica) idea de poner en marcha un musical sobre la vida y martirio de Anna Frank. La relación entre el horror, la representación y la política es un macabro juego de tocador en el que el desnudo del cuerpo (ausente, descompuesto, mutilado) excita la libido del poder. La “identidad del Pueblo” (y cada vez nos resulta más difícil creer en que tal cosa pueda existir) se construye siempre mejor al calor de un cadáver que al calor de una 48

promesa para el futuro. Hasta en un líder mundial de la talla de Barack Obama se puede intuir la presencia del (espectacular) fantasma de JFK, como si en un (postmoderno) movimiento de retorno hacia el pasado fuera posible que Estados Unidos regresara a ese punto 0 en el que, tras tropezar en Vietnam, perdió la posibilidad de guiar al Pueblo Mundial. O lo que es lo mismo, el momento en el que el cine (gracias precisamente a John Ford) conjuró a un fantasma nuevo del que hablaremos en el próximo capítulo. En relación con esta idea, la política se nos antoja ya un pasatiempo del sujeto postmoderno, un baile de salón conocido en el que, como sugería Müller, víctimas y verdugos, vencedores y vencidos, intercambian sus papeles y sus trajes sin el menor pudor en el campo de batalla. Bajo nuestro punto de vista, la representación política se desmigaja en una crisis de lo simbólico donde ni el antiguo placer de la oratoria se puede recuperar de los escombros de un discurso de sobra conocido. La problemática inmediata, al menos en Occidente (y no tan separada de las grandes catástrofes mundiales) es, para nosotros, bien distinta y se encuentra resumida en la relación que se establece entre el concepto de misterio y ese horror en el que se fundamenta, como hemos visto, toda representación.

La experiencia sobre el horror Uno de los rasgos de la referida política post-11S a nivel mundial (aunque bien es cierto que ya se encontraba definida en ciertos acontecimientos previos) fue, precisamente, la urgencia de retornar con toda celeridad al proteccionismo narrativo del Cine Clásico, salpicando por el camino la concepción misma de la imagen audiovisual. La idea (esbozada por la decisión de los “distribuidores oficiales de información” de EE. UU.) de que 49

el público debería ser resguardado a cualquier precio del potencial dramático de ciertas imágenes no sólo contribuyó a toda una serie de símiles manidos y a todas luces insuficientes sobre la catástrofe (después de todo, había que poner algo en el lugar del horror para simbolizar lo ocurrido), sino a un pistoletazo de salida en el que, como si se tratara de una nueva encarnación fantasmal del Código Hays, el sujeto postmoderno tuviera que ser defendido del horror y de la violencia a toda costa. En cierto modo, es como si las grandes corporaciones15 de la imagen hubieran decidido hacer suya la bandera que Claude Lanzmann había ondeado muchos años antes para disponer que la expresión audiovisual tenía unos márgenes morales delimitables y que nuestra experiencia del horror podía ser mediada, controlada y suficientemente dosificada para acceder a un saber determinado sin casi hacernos daño, anteponiendo la hipotética información a la experiencia (in)moral. O lo que es lo mismo: la vieja confrontación entre la imagen que sugiere y la imagen que muestra. Resulta obvio, por ejemplo, que la imagen de los cuerpos arrojándose por los ventanales de las Torres Gemelas es lo bastante clarificadora para tener un cierto conocimiento sobre el horror manifestado. Es razonablemente elocuente (para utilizar la terminología bergmaniana) como para acercarse de forma cautelosa al saber de lo vivido en la Zona Cero. Sin embargo, de pronto la voz tutora del pensamiento occidental (esto es, los líderes estadounidenses) corrió a cerrar bajo llave toda una serie de representaciones 15 Y sin embargo, no olvidamos que los verdaderos distribuidores de representaciones que se enfrentan al horror no son otros que los propios usuarios de las redes sociales de intercambio audiovisual que recogen y comparten simulacros afiladísimos del encuentro con lo real. Pensemos, por ejemplo, en el teléfono móvil que registró aquello que la elipsis televisiva había decidido omitir: el cuerpo bamboleante y agónico de Saddam Hussein en el momento en el que la trampilla cedió bajo la mano del verdugo. Obviamente, la función patriarcal de las corporaciones informativas no tiene nada que hacer frente a la decidida voluntad del hombre de mirar a toda costa.

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derivadas consideradas, a priori, como non gratae. Así, de pronto, terroristas, torres gemelas (¡hasta pistolas!) fueron literalmente amputadas de las producciones cinematográficas posteriores. Casos tan vergonzosos como el reestreno dulcificado y políticamente correcto de E.T. (Steven Spielberg, 1982)16 o como el replanteamiento del final de Spiderman (Sam Raimi, 2002) nos hicieron comprender que un nuevo viento enfurecido soplaba contra la creatividad cinematográfica. O lo que es lo mismo, que Occidente debía seguir colocando el horror en el cómodo cajón de las galas benéficas, las muestras internacionales de solidaridad y los amables compases de la piedad (de)mostrada por los líderes políticos en prime-time. Pero ya hemos dicho, por un lado, que la representación política es, por necesidad, insuficiente e incompleta. Y, por otro lado, resulta sorprendente que en plena avalancha de buenas intenciones, piedad, paternalismo para un pueblo que no debía ver nada (a riesgo de su propia cordura, suponemos), EE. UU. decidiera embarcarse en dos guerras con resultados ya conocidos por todos. Dos guerras que, por cierto, han resultado por completo insuficientes en términos de representación. De otra manera: hay algo innegociable entre la relación del horror con la sociedad que se construye en torno a su experiencia. Ese “algo innegociable” es, probablemente, la hipnótica sensación de que todos los hechos que invaden los periódicos y las salas de estar tienen un cierto sentido, una cierta lógica, una meta a la que se dirigen con claridad. Durante el próximo capítulo nos plantearemos en concreto esa relación que vertebra 16 Después de todo, no debería extrañarnos gran cosa que el propio Steven Spielberg sintiera una “necesidad moral” de dulcificar los aspectos más siniestros de E.T. No olvidemos que a él compete una de las más melosas y discutidas representaciones del horror holocáustico en La lista de Schindler (Schindler´s list, 1993).

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los textos con la ilusión de sentido que desprenden, la manera en la que se relacionaban con el espectador antes de la crisis evidente de los relatos en la postmodernidad.

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CAPÍTULO 2

Sentido y Texto

Entre la representación y el misterio El proyecto de la modernidad, como ya hemos señalado varias veces, se confió en gran medida a la tranquilidad de una sociedad autónoma, independiente, capaz de afianzarse en los distintos significados que el término progreso fue adoptando en las constantes propuestas intelectuales y políticas. No en vano, el revulsivo romántico se aferró con todas sus fuerzas a la idea de la representación como conexión (precisamente fantasmal) con esa vertiente de la naturaleza humana que se negaba a ser aprehendida bajo los criterios de la nueva razón moderna. Así, por supuesto, los paisajes exóticos de la literatura byroniana o los demonios que poblaban los cuadros de Henry Fuseli (alguno se encontraba, sin la menor sorpresa, colgado en el despacho de Sigmund Freud), por no hablar de la propia semilla de los ismos que llegarían con su imparable presencia ya entrado el caótico siglo XX. De igual manera que las fantasmagorías surgieron del interior mismo de la Revolución Francesa, los fantasmas del romanticismo brotaron del corazón del proyecto de la modernidad. Sin embargo, la idea sobre la que nos gustaría llamar la atención ahora se dirige a cómo esa misma lucha se ha seguido manteniendo en el interior de lo cinematográfico. En cierto sentido, el propio eje inicial tejido entre los Lumière, las grabaciones de 53

Edison y los cortometrajes espectrales de Meliés ya mostraba las distintas caras del poliedro fílmico, de tal modo que —de manera todavía un poco rústica, pero fascinantemente intuitiva— estaba configurada la problemática básica sobre la que se ha edificado la reflexión entre la imagen audiovisual, el espectador y el misterio de la existencia. Así, por ejemplo, ya se daban distintas visiones sobre los mecanismos del poder, la fascinación encerrada en la contemplación del cuerpo deseable o del cuerpo que muere, el gusto por los elementos siniestros y otras muchas características que han sido convenientemente estudiadas en el trabajo citado de Luis Martín Arias y sobre los que no queremos volver a reincidir. Al hilo de la propia evolución del arte cinematográfico, nos gustaría hacer notar que esa misma tensión entre el progreso (entendido desde la posición del choque dialéctico marxista o desde las buenas intenciones del neoliberalismo —por no hablar de las figuras patriarcales épicas del Cine Clásico de Hollywood—) y el romanticismo (presente también en los ideales románticos y subversivos de gran parte de la modernidad) se mantendrá durante todo el transcurso de la postmodernidad que llevamos vivido. Sin embargo, antes de analizar con profundidad las relaciones entre la sociedad postmoderna y el misterio inherente a la representación nos gustaría hacer un alto en el camino para reflexionar sobre la aparente necesidad de sentido en la concepción cinematográfica.

Sentido y cinematografía El cine, quizá también por sus propios orígenes, se ha desplegado durante toda su historia mayoritariamente como un arte del sentido. De hecho, se nos antoja que la propia historia de la distribución cinematográfica ha crea54

do una serie de etiquetas/guetos en los que relegar de forma cómoda todas las piezas audiovisuales que no encajen con cierta claridad en los modelos narrativos más o menos clásicos (con su correspondiente y popular espejismo de sentido cronológico), de tal manera que durante años se ha hablado de “cine experimental”, “cine de vanguardia” o “cine de arte y ensayo” sin que en ningún momento se supiera qué significaba tal cosa, qué territorio fílmico acotaba y cuáles eran los rasgos específicos de su naturaleza. Pero empecemos por clarificar uno de los aspectos del problema: ¿en qué consistiría en concreto el sentido al que hacemos referencia? No queremos reducirlo simplemente a las leyes narrativas de la estructura aristotélica o a las normas que configuran la verosimilitud de la diégesis de un filme. Sería absurdo afirmar que obras tan distintas (y postmodernas) como 21 gramos (21 grams, Alejandro González Iñárritu, 2003) o La vida de Brian (Life of Brian, Terry Jones, 1979) carecen de sentido debido a sus evidentes piruetas narrativas. Antes bien, nuestra idea del sentido está casi derivada de las propias leyes del método científico o de su aplicación psicológica inmediata mediante los paradigmas del conductismo. Es decir: a la relación causa-efecto (piedra de toque y máximo exponente del sentido científico aparente de nuestro mundo, pero no de nuestra experiencia íntima) y a la unión de un estímulo A con una respuesta B. La aplicación de ambas ideas a la construcción cinematográfica no es nada ajeno a la sociedad occidental contemporánea. De hecho, no hay más que acercarse a cualquier multisala para comprobar como la totalidad de las películas exhibidas (de manera más o menos elaborada u original) se reflejan en una morfología relativamente cercana a la de Propp (2000) en la que toda la representación se fundamenta en una serie de conexiones causa-efecto que, destiladas en su mínima expresión, acaban coincidiendo con las tramas fundamentales estudiadas por Balló y Pérez (1997) y se agotan en la repetición sobre lo expuesto. 55

Dicho de manera todavía más cruda: el cine sigue anclado en su origen literario y nos parece harto improbable que ni toda la buena fe de los exhibidores independientes del mundo, las salas aparentemente contraculturales o los vídeo-artistas de las nuevas generaciones vayan a cambiarlo. Y no creemos que sea el momento de repetir los argumentos que distintas facciones críticas enfrentadas año tras año han venido enarbolando contra las diversas posibilidades narrativas/no-narrativas: alineación, control capitalista, “magia del cine”, aceptación popular, la milagrosa faz de John Ford proyectándose en los cines de su adolescencia o el exquisito juego audiovisual de Stan Brakhage. Nuestra intuición (y no necesitamos señalar los datos de taquilla como posible argumento de autoridad) es que, como norma general, el público acude a ver con mayor fruición precisamente aquellas películas en las que se hace más llamativa la ilusión de sentido. Y, lo que es mucho más clarificador: que parece mostrar un sólido rechazo frente a las propuestas que carecen de él, que lo difuminan o lo diluyen. Lo que, en términos teóricos (y aun a riesgo de caer en cierta simplificación de la cuestión), viene a mostrarnos que los espectadores siguen sin estar predispuestos a someterse a los llamados “elementos distanciadores” de corte brechtiano. O, al menos, siempre que no hayan sido fagocitados previamente por el modo de representación del momento. De lo contrario no se explicaría por qué no funcionan bien (siempre hablando en términos de cultura popular, lo que no deja de ser ciertamente peligroso) los personajes fríos y desdibujados, las tramas mínimas, las enunciaciones en las que la presencia de un hipotético yo autoral se ha hipertrofiado hasta convertirse en el fundamento último de la representación. Un primer motivo, por supuesto, es que un cierto número de propuestas cinematográficas “independientes” o “vanguardistas” son lo suficientemente exigentes (y, por lo tanto, agra56

decidas) como para hacer que los prerrequisitos que el espectador de la ficción debe cumplir para disfrutar con plenitud del texto sean, en el mejor de los casos, elevados17. Un segundo motivo, aun a riesgo de caer en los tópicos de costumbre, es que las obras minoritarias siempre han sufrido una evidente desventaja en términos de distribución y de accesibilidad (cada vez más discutible gracias al rápido aumento de las redes de intercambio P2P, las revistas especializadas y los portales de Internet que se dedican exclusivamente a la difusión de cinematografías específicas) que hubiera podido impedir el acceso del “gran público“ a las propuestas más alejadas al concepto de sentido. Un tercer motivo, en general mucho más obviado por políticamente incorrecto en las discusiones mediáticas sobre el (francamente mejorable) estado de las cinematografías limítrofes, es la existencia de una hipotética “utopía intelectual” donde un público preparado para enfrentarse con los grandes problemas de la existencia encontraría en el cine un bálsamo, un ágora, un ángel custodio. Un cuarto motivo, mucho más sangrante (y también obviado) fue puesto de manifiesto por el propio Jean-Luc Godard, en especial durante su andadura maoísta a bordo del Grupo Dziga Vertov. Señalado ya desde Una película como las otras (Un film comme les autres, 1968), en la obra del Godard post-68 aparecerá de manera constante la preocupación de que la llamada “sociedad del bienestar” no es precisamente el mejor lugar para que el individuo pueda desarrollar sus inquietudes intelectuales, subyugado bajo una férrea rueda de molino compuesta en lo fundamental por jornadas de tra17 No vamos a entrar en el eterno debate entre la supuesta “altura artística” de ciertas piezas audiovisuales, incapaces de ser degustadas por paladares no entrenados y de una hueca resonancia intelectual. Por suerte o por desgracia, el tiempo se convierte en un implacable juez de las propuestas “artísticas” o “de vanguardia” y, pese al manifiesto riesgo de caer en las inevitables excepciones (los “genios olvidados”), las obras de autores tan exigentes como Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard o Carl Th. Dreyer siguen manteniendo hoy una vigencia indubitable.

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bajo opresivas que no dejarían espacio para que el obrero, agotado mental y espiritualmente tras su sometimiento a la maquinaria capitalista, pudiera disfrutar de un arte de cierta altura. O al menos, en el decir de Godard, de un arte revolucionario y didáctico. La profecía de los Dziga Vertov se ha cumplido, al menos en parte. O, mejor dicho, ha encarado un matiz siniestro y un tanto descorazonador al contemplar cómo el “gran público” ha decidido invertir su “tiempo de ocio cultural” en representaciones que nada tienen que ver con la pregunta sobre el misterio. La problemática, como se puede apreciar, es mucho más compleja de lo que nos gustaría. Nos conformamos, por ahora, con señalar que en todo este caótico terreno de juego la voluntad del llamado “gran público” se sigue posicionando junto a las propuestas cinematográficas en las que el sentido se manifiesta como algo evidente y fuera de toda duda. Incluso por momentos podría parecer que algunas de las grandes majors de Hollywood se han ido planteando desde nuevas ópticas el problema sobre el sentido (y, al mismo tiempo, la siempre tangencial problemática del realismo en la representación cinematográfica) mediante una especie de alianza con el llamado cine indie. Pensemos en propuestas como las de Warner Independent Pictures o Miramax tras las que el estallido de unos fuegos artificiales formales o la carcasa postmoderna de turno, lo que queda en el fondo no es sino la misma trama fundacional, la misma morfología de Propp, el mismo A luego B del conductismo18. 18 Obviamente, sabemos que cometemos un error de base al colocar todas las producciones amparadas por Miramax, WIP o Zootrope en el mismo saco. Intentar organizar nombres tan distintos como Van Sant, Tarantino, Clooney, Minghella o Pollack en tal saco no conduce a ninguna conclusión que no esté más o menos aberrada. Nos conformamos, en cualquier caso, con citar el último estudio de Peter Biskind (2006) o nuestras anteriores reflexiones al respecto (Rodríguez Serrano, 2008, 62-72).

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Por nuestra parte, resultaría absurdo intentar evaluar a estas alturas cómo influye el sentido en el interior del espectador. En cierto modo, cada escuela metodológica acaba creando su propia colección de adjetivos. Al final, resulta casi imposible saber si esa ilusión de coherencia y control es un elemento opiáceo, alienador, liberador, mágico, nostálgico, personal, colectivo, socialmente necesario, fundacional, irrisorio, engañoso… Simplemente parece que tras más de cien años de historia, el cine ha creado una especie de pacto con el espectador popular en el que parece articularse con mayor claridad cuanto mayor es esa ilusión, ese placebo. Pero, ¿a qué nos referimos exactamente como ilusión del sentido cinematográfico?

La ilusión del sentido cinematográfico (I) El cine, curiosamente, fue una de las artes que con mayor facilidad hizo suyos los postulados del distanciamiento de Bertolt Brecht a los que nos referíamos hace apenas algunas páginas. La idea mediante la cual el espectador podía posicionarse desde una hipotética perspectiva fuera del texto (o, si se prefiere, frente al texto) para acceder mediante un pensamiento critico a la verdad escondida en su interior se convirtió en uno de los pilares sobre los que edificar la personalidad del autor. De tal manera, poco a poco se fueron delimitando con total precisión dos bandos enfrentados en el campo de batalla: de un lado, los grandes estudios (máquinas de hacer dinero y, a decir de sus detractores, de ofrecer mensajes protofascistas y patriarcales a una audiencia drogada por su poderoso espejismo) y, del otro, los enfant terrible que flirteaban con el pensamiento de la izquierda y que acabaron propiciando algunos de los mejores momentos de la 59

historia del cine. No hay que olvidar que el propio Orson Welles era amigo íntimo de Bertolt Brecht, ni que entre ambos se estableció una relación creativa de la que el cine clásico no saldría ileso19. El nombre de Brecht se irá filtrando desde antes del comienzo de la modernidad cinematográfica como un revulsivo contra ese “espejismo de verosimilitud” del cine clásico que Nöel Burch (1995) bautizó como Modo de Representación Institucional. Así, nos resulta imposible entender las novedades formales introducidas por Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard o Theo Angelopoulos si no es al calor (no necesariamente ideológico) de la teoría brechtiana. Lo que nosotros hemos venido llamando ilusión de sentido no está muy lejos de aquella problemática a la que el dramaturgo alemán quiso enfrentarse con su renovación escénica. En cualquier caso, nos gustaría establecer algunos matices que puedan clarificar la cuestión. Por una parte, nos parece francamente dudoso que las técnicas propuestas por Bertolt Brecht acabaran propiciando esa “reflexión activa” a la que aspiraba el autor, esa hipotética “frialdad narrativa” que haría que el receptor del texto pudiera ejercer una labor de comprensión más compleja y profunda. O, al menos, en lo que a su representación cinematográfica se refiere. Quizá incluso, en algunos ejemplos concretos, la aplicación de las teorías brechtianas podía hacer que la ilusión de sentido se intensificara radicalmente hasta volver casi imposible la reflexión “in situ” sobre el texto. Pongamos un botón de muestra que clarifique el problema de la adopción de las teorías brechtianas por el cine de la modernidad. Pensemos en la primera secuencia de Annie Hall (Woody Allen, 1977). 19 Sobre la relación entre Orson Welles y Bertolt Brecht se recomienda encarecidamente la consulta de Leaming (1986).

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Encuadrado sobre un fondo más o menos neutro, un desconocido se dirige a nosotros. La ruptura del Modo de Representación Institucional no podía ser más violenta. En primer lugar, está mirando directamente al objetivo de la cámara, reconoce nuestra presencia, rompe cualquier “posición privilegiada y secreta” desde la que nos asomáramos a la ficción. La suya es una actitud violenta porque, a priori, no nos permitiría recostarnos en el cómodo sillón del desinterés, nos (re)conoce como parte fundamental de la ficción cinematográfica. Ahora bien, ese hombrecillo que, literalmente, nos avasalla con la fuerza de su discurso, nos está haciendo partícipes directos e inesquivables de su tragedia. Porque, no lo olvidemos, Annie Hall (como tantas obras de Woody Allen) es una inmensa tragedia en la que nos descubrimos riendo a carcajadas. De tal manera que el discurso cinematográfico adopta una fórmula muy distinta a la del relato clásico20 convirtiéndose así en algo por completo diferente. En una confidencia. O, incluso por momentos, 20 Y, sin duda, Annie Hall también puede descomponerse hasta alcanzar los elementos del relato clásico. La fórmula del boy meets girl sazonada con una precisa curva de transformación de los personajes tras su paso por los umbrales de turno no se le escapa a un Woody Allen que conoce con total precisión los mecanismos de la narrativa.

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en una confesión. El propio Allen lo pondrá de manifiesto cuando, al final de la cinta, realice un apasionante juego de espejos entre la historia real de Alvy Singer y lo que el propio Alvy Singer reconstruye en una obra teatral. La confesión queda traicionada, dada la vuelta, subvertida. Y, no nos cabe la menor duda: en la modernidad cinematográfica, tras el paso de Brecht, los parámetros comunicativos de la confesión no son los mismos que los del relato clásico de Hollywood, por no hablar de los del panfleto revolucionario brechtiano. Woody Allen hace suya la idea de la ruptura del espejismo para literalmente arrastrarnos hasta el interior de su Palabra, bloqueando así cualquier incertidumbre sobre lo que el propio Allen/Alvy Singer tuviera que decir21. Dicho de otra manera: la estrategia brechtiana nos obliga a tomar una decisión radical. O creemos en lo que ese hombrecillo afirma (en cuyo caso nos negamos, a priori, a sospechar de su testimonio y nos mostramos más proclives a la hora de empatizar con los desastres amorosos del protagonista) o desconfiamos de todo aquello que nos transmite (con lo que lo mejor, sin duda, sería salir del cine y negarse a tomar parte en una representación levantada por una Palabra de la cual desconfiamos). Obviamente, nada de esto ocurría en el cine clásico, en el que la presencia de ese “enunciador oculto” nos permitía también permanecer como “espectadores ocultos”. A la luz de la teoría brechtiana, esta opción desaparece pero, de todos modos, el público continúa acudiendo a las salas. Y sin embargo, la estrategia utilizada por Allen para abrir la que sin duda es una de sus mejores películas no debería sorprendernos si pensamos que 21 Sólo recordamos un comienzo en el que la confesión resultara una herramienta más brutal, y se encuentra precisamente en una cinta que señala con absoluta precisión la vampírica naturaleza del séptimo arte: El crepúsculo de los dioses/Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). En esa ocasión, era la palabra de un muerto el único elemento que hilaba toda la estructura narrativa.

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unos cuantos años antes ya se había puesto de manifiesto la problemática del sentido encerrado en las palabras. Ya que, después de todo, lo que vertebra tanto Annie Hall como tantas otras películas de la modernidad no es sino nuestra capacidad para creer en la Palabra/Enunciación de un Personaje/Autor. Ésa es una de las claves fundamentales de la representación cinematográfica: es la que nos permite, empero, acceder a su saber. Sin embargo, si queremos entender cómo llegamos a nuestro complejo momento postmoderno, todavía debemos remontarnos atrás en el tiempo para señalar cual fue la primera elegía absoluta de ese “sentido tutor” que dominaba el cine clásico. Nos referimos a la (asfixiantemente) manierista El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

La ilusión del sentido cinematográfico (II): la tumba del hombre que mató a Liberty Valance Hay una cierta intuición en El hombre que mató a Liberty Valance que tiene mucho que ver con los fantasmas de los que hablábamos en el primer capítulo del libro. En primer lugar, se puede considerar una especie de “obra emblemática” del western (nos cuidaremos mucho de utilizar el adjetivo clásico) en tanto ha conformado el imaginario colectivo de todos los seguidores del género precisamente por su carácter único. Se trata, pues, de una cinta sin par que surge en uno de los momentos privilegiados del siglo XX. El suyo es el terreno en el que una ideología (el capitalismo patriarcal norteamericano) y ciertos valores asociados con el americanway-of-life estaban comenzando a vislumbrar la pendiente por la que se deslizaban. Momento limítrofe, ya que Estados Unidos iniciaba el fin de la época dorada de los cincuenta (cuya principal preocupación consistió en la lucha contra aquel otro fantasma que recorría Europa a golpe de Se63

rie B y de discurso de sentido único: el comunismo) para divisar que bajo el magma de la felicidad-USA se agitaba ya un terremoto social. El hombre que mató a Liberty Valance nace, por lo tanto, en ese instante en el que la duda sobre el proyecto inmaculado de toda una nación hegemónica comienza a ponerse en tela de juicio. Y, en consecuencia, arrastra en su interior ciertos rasgos anómalos que el analista fílmico no puede dejar de lado. Pensemos, por ejemplo, en esa flagrante contradicción que supone presentarnos a un James Stewart ya envejecido en la piel de un inocente estudiante recién licenciado. Pensemos, también, en el empecinado uso del blanco y negro que (motivos de producción aparte) John Ford decidió adoptar para la cinta. Pensemos asimismo en su extraña estructura compuesta por distintos flashbacks y en su juego sobre la percepción del hecho “objetivo” (suponiendo que podamos hablar de tal cosa) mucho más cercana a las propuestas de la modernidad. Y, sobre todo, pensemos en la constante presencia de la muerte en el interior del relato. En general, se ha venido utilizado el término western crepuscular de manera ligeramente confusa para referirse a distintos enfoques del género. Hemos de confesar que en algunas ocasiones la etiqueta de marras se nos antoja un tanto eufemística, en especial cuando se aplica a esas propuestas en las que la presencia de la muerte no se cierra sólo en torno al ciclo de la venganza, al del figurante que cae del tejado para desaparecer sin más en el olvido o al del villano de turno tiroteado frente a la puerta del Saloon. O, si se prefiere (y para hablar con absoluta propiedad), la fórmula western crepuscular se utiliza para designar a aquellas películas en las que la presencia de lo real no puede ser fácilmente atravesada por el símbolo, esto es, en las que no podemos extraer de su interior una catarsis frente a lo real tan clara e intensa como nos gustaría. El adjetivo crepuscular, al margen de tener un sospechoso toque empacadamente poético, señala con cierta claridad a la presencia de la muerte en64

contrando un cómodo espacio para dominar la ficción. Y, en una segunda acepción, también sugiere la idea de un cambio de ciclo, del final de una época o de un concepto. En cualquier caso, la definición de marras es lo suficientemente hábil y tranquilizadora como para no obligarnos a contemplar cara a cara la verdad elocuente de los cadáveres de turno sobre los que se articula22. Así, Liberty Valance es una propuesta que podría ser señalada de crepuscular si admitiéramos su doble dimensión: en tanto espacio privilegiado de lo tanático y en tanto cierre más o menos oficial del cine clásico. Aunque todavía se respalde bajo la ilusión de sentido, John Ford es lo suficientemente hábil como para abrir con total precisión las hendiduras necesarias para notar la presencia inquietante del fantasma que ya llega, el fantasma que surge del cuerpo regio de los Estados Unidos que guían a Occidente y que portan los Valores Absolutos para acabar manifestándose con completa virulencia en los horrores de Vietnam. Después de todo, el manierismo cinematográfico, además de lo que ya se ha explicado al respecto (la representación de la representación, la crisis de los protagonistas que recorren los ejes del relato clásico, la mirada que traspasa el umbral de lo prohibido…), es también un espacio privilegiado para la presencia de lo fantasmal. Y resulta lógico, puesto que precisamente lo fantasmal es aquello que irrumpe donde antes había un sentido, una vida, una narración que se desplegaba. Aparece claro, por ejemplo, que los espectros convocados güija mediante responden a ese hueco dejado 22 No deja de ser irónico que justamente la película que con menos acierto ha tratado la figura del vampiro en los últimos tiempos se haya titulado Crepúsculo (Twilight, Catherine Hardwicke, 2008). No por primera vez en la historia del cine (y no nos referimos a la propuesta de Coppola) se ha intentado dulcificar hasta el absurdo la idea de la presencia de mal, convirtiendo un elemento por completo satánico en una especie de ídolo descafeinado para adolescentes. Una vez más, nos encontramos con nuevos intentos desesperados de la postmodernidad por mantenernos en la esfera infantil ante la presencia del horror.

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por la angustia que nos regala siempre el cadáver, la tumba, la duda ante el sentido del binomio vida/muerte. El fantasma de los totalitarismos del siglo XX surge como distintas respuestas al vacío dejado tras el sentido del relato judeocristiano en Occidente. Los fantasmas de la locura que tan acertadamente señala el psicoanálisis, emergen por necesidad en el espacio en el que debería haber estado presente una lógica sobre la que pronunciar la Ley y la Prohibición. Queda claro, por lo tanto, que en el espacio en el que el relato del cine clásico establecía su sentido, surge de manera paulatina una presencia fantasmal que, a nuestro juicio, ya se encuentra presente en Liberty Valance. Después de todo, el suyo es un relato que se articula alrededor de una tumba, entre carruajes polvorientos de otros tiempos, pronunciado por un hombre que desciende lentamente hacia el saber que le regala, a manos llenas, esa tumba de su amigo:

En efecto, el rasgo inquietantemente alarmante de Liberty Valance es la manera en la que casi todo el relato se articula en ese espacio en el que las palabras sólo pueden ser pronunciadas para intentar (con desesperación) simbolizar una ausencia. De igual manera que en los funerales tradicionales los familiares y los amigos intercambian anécdotas más o menos magnificadoras del ausente (como si pudieran realizar un mapa narrativo en la memoria común para explicarse hasta qué punto es grande o pequeña la hendidura en lo real del ataúd), Liberty Valance tiene en su interior toda 66

la angustiosa belleza de esas elegías improvisadas, humildes. Podríamos pensar que, en el fondo, no se trata sino de la misma estrategia narrativa que hemos señalado con ocasión de la primera escena de Annie Hall y que, después de todo, consiste en realizar un acto de fe (o de confianza) en la palabra de Woody Allen/James Stewart. Sin embargo, lo que está en juego en la obra de John Ford es algo mucho más acuciante que una simple historia sentimental: la suya es una búsqueda de sentido ante lo que ya no puede simbolizarse de ninguna manera. Y no nos referimos sólo al elocuente cuerpo inerte de Tom Doniphon (John Wayne) en su insultantemente modesto ataúd. Nos referimos también a la brecha abierta en el interior del sistema de valores estadounidense, listo para arrojarse a las marismas existenciales de los años setenta y ochenta. En otras palabras: listo para arrojarse febrilmente a la crisis del sujeto y a la crisis de los grandes relatos que nos trajo la postmodernidad. Y es que, como bien se ha señalado al intentar comparar la obra de John Ford con la mismísima Mulholland drive: En las películas de Lynch, como en las grandes películas de John Ford, los hombres están solos ante un destino que, irremisiblemente, les pertenece y que es fruto de sus decisiones. Lo que, precisamente, hace imposible después encontrar el consuelo que les exima de la culpa agobiante (Ujaldón, 2005,48).

Con lo que, en definitiva, hemos llegado a uno de los puntos clave que necesitamos desentrañar para comprender al espectador postmoderno: la relación entre la culpa, el duelo y el texto.

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CAPÍTULO 3

El territorio del interior

Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración (Sigmund Freud, El malestar de la cultura)

Así pues, recogiendo alguno de los cabos que hemos ido soltando durante las páginas anteriores, nos encontramos con una concepción del sujeto que ha prescindido de la noción de misterio y que tiene entre sus principales aficiones compatibilizar su existencia con toda una serie de ideologías y de figuras fantasmales, arrodillarse en los altares de la ciencia y acomodarse en los vericuetos de la sociedad de consumo. No parece, de entrada, un panorama alentador. El sujeto que pende del hilo de su propia existencia consumidora sobre el nudo abismo de la postmodernidad fagocita televisión en cantidades inquietantes y acelera en dirección contraria por la cuesta del progreso, salpicada de metodologías activas y reformas universitarias que pretenden colocar “al alumno en el centro” mediante la destrucción de las llamadas clases magistrales. En cierto sentido, resulta razonable (al menos, dentro de la in-coherencia psicótica de tal postmodernidad) que bajo la lógica aplastante del orden occidental contemporáneo, cualquier Palabra articulada para mantener la vieja estructura mentoralumno23 (esto es, no nos engañemos, padre-hijo) deba ser mirada bajo la sos23 La existencia, sin embargo, nos muestra su cara más irónica cuando sale a la pizarra el enésimo anglicismo de marras: el mentoring, que viene a ser un esquizoide cruce de psicólogo, confesor y asesor financiero. Nada que ver con el Mentor mítico de Campbell ni con el Destinador de Propp.

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pecha recelosa de todo lo que pertenece al viejo sabor premoderno. Y, por si esto fuera poco, el encuentro con el Otro se ha convertido de manera progresiva en un acto dificultoso, una reformulación de códigos políticamente correctos en los que el único lazo capaz de mantener dos miradas juntas es (salvo honrosas excepciones) el poderoso lazo del capital, sustento último de todo el engranaje social despojado de cualquier símbolo que no cotice en el IBEX 35. Durante las siguientes páginas intentaremos sugerir las conexiones que podrían pender entre una Historia en la que las huellas del cansancio se hacen cada vez más evidentes y los complejos vericuetos del yo postmoderno.

Contextualización no sistemática para nuevos sujetos A principios de los noventa, las deudas pendientes de pago se habían ido acumulando progresivamente sobre el escritorio de Occidente. La resaca del nazismo, la esquizoide naturaleza de los bloques comunista/capitalista, el auge y caída de las buenas intenciones de la generación del 68 y el flower power desembocaron en la glorificación definitiva del Capital. Mientras el speedball iba alimentando las venas de un pensamiento de corte conservador apadrinado por la administración bicéfala Reagan/ Thatcher, los cadáveres exquisitos de la época iban emitiendo sus cantos de cisne o practicando un cinismo de guardarropía y cuero punk. Las alarmas fueron saltando de manera constante, como el rumor que precede a la tormenta, incluso en aquellas propuestas que parecían todavía cercanas al sueño de crecimiento y emancipación del sujeto. No olvidemos que Easy Rider, buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hooper, 1969) terminaba con un brutal descenso a los infiernos punteado por los cuerpos yacentes de los nuevos mártires/moteros de la libertad en una carretera anónima. Años después aquel famoso y lapidario “La hemos 70

cagado” (“We blew it”) que el Capitán America pronunciaba en la película de Hopper seguiría retumbando por los sótanos de la creación artística en su imparable descenso hacia la crisis del sujeto. Así, por ejemplo, en 1979 llegó a las tiendas el doble álbum de Pink Floyd The wall, uno de los intentos más apasionantes por parte de la cultura popular de aprehender conceptos como el aislamiento, la crisis de los valores o la pérdida de la personalidad en el interior del sistema capitalista. Del mismo modo, en 1985 un enfurecido estudiante estadounidense llamado Bret Easton Ellis publicó la novela Menos que cero, que arrasó en las librerías gracias a su explosiva reflexión sobre las brutales consecuencias de la era Reagan en los adolescentes acomodados de Norteamérica. Desde luego, las letanías de paz y concordia propuestas por Dylan y Lennon se habían quedado enquistadas en las manchas de sangre de la casa de Sharon Tate o en la cascada de cadáveres gloriosos de dicha cultura popular que fueron flotando, como si de un brutal naufragio estético se tratara, engordando a su paso la idea de que la era de Acuario iba a tomarse su tiempo en llegar. Lo que parece evidente es que, como apuntábamos al comienzo del epígrafe, a principios de los años noventa ya estaban sentadas las bases para la explosión total de lo que podíamos señalar de la siguiente manera: Cuando empiezan a perturbarse los sistemas de comunicación, el sujeto llega a situaciones de aislamiento progresivo y de desintegración, donde es posible observar un fenómeno patológico colectivo descrito por Durkheim (la anomia) y que tiene las características tanto en el plano individual como en el social, de una desintegración, fragmentación y división. Enfrentamos así a una sociedad escindida constituida por individuos escindidos (Encarnación y Rodríguez, 2004, 6).

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Anomia y generación MTV El problema se encontraba no tanto en la generación que había alcanzado su pequeño momento de gloria en las luchas estudiantiles de Occidente durante los años sesenta o setenta, los franceses del 68, los alumnos antifranquistas o los hippies que cambiaron gradualmente el consumo de cannabinoides por el pánico a la crisis económica y de recursos que ya se dejaba entrever, como si de un violento huevo de la serpiente se tratara, en las maniobras cada vez más convulsas del universo Wall Street. La vieja cantinela de la desazón política no tardó mucho en filtrarse en las películas de Godard o de Antonioni, conocedores de que el sistema ideológico que tanto habían propuesto agonizaba bajo la cómoda realidad de la sociedad burguesa. El problema, por supuesto, residía en la nueva generación que nacía a principios de los años ochenta, relevando a los pioneros de la así llamada Generación X en su particular búsqueda de sentido. Al margen de cualquier posibilidad ideológica, dicha nueva generación que llegó con los tratados sobre la postmodernidad de Lyotard o de Bauman debajo del brazo descubrió muy pronto la tranquilidad de formar parte del Occidente menos bélico de la historia: el de las buenas intenciones y del progreso controlado, el que había resistido a la tentación del comunismo y de su posterior interpretación homicida. Era un universo todavía Pre-11S. Aquel Occidente en el que la MTV comenzaba a explorar nuevas posibilidades estéticas también resultó ser especialmente brillante a la hora de esconder los cadáveres debajo de la alfombra, desprovistos de cualquier potencial sentido (esto es, de cualquier potencial saber). Mientras los excesos de los sesenta/setenta habían dejado ya nobles esquizoides e inquietantes ausentes (pensemos en Syd Barret), las recientes plagas generacionales o burguesas (el virus del SIDA y el consumo de heroína, sobre todo) 72

eran privadas de cualquier simbolización, de cualquier lectura viable que dotara de sentido o dignidad al cadáver. Ni siquiera la leyenda de los outsider y de la atracción tanática del circuito underground (representada en nuestro país por la Movida de turno) eran andamios bastante fuertes como para justificar la presencia o el sentido de los nuevos retoños del primer mundo postmoderno. Sin embargo, algo no funcionó con toda precisión en ese nuevo “Occidente utópico” ya liberado de los fantasmas del oscurantismo religioso y de la violencia de las revoluciones. Esta generación que estaba siendo educada con precisas técnicas de formación y motivación, con la constante presencia de equipos psicológicos en los centros docentes y bajo el tranquilizador calor de una cierta libertad al margen de todo rito no vinculado con la idea de progreso o de producción (ese llegar lejos al que hacíamos referencia hace un par de capítulos) no mostró signos de mejoría ni de ser capaz de escapar a sus propios fantasmas, fantasmas ya del consumo pop manifestados en el aumento de las enfermedades mentales en general, en particular de los casos de anorexia y bulimia nerviosas (Chinchilla, 2003) o de los diagnósticos de esquizofrenia24 y en el descenso de la edad de aparición de trastornos como la depresión y la ansiedad. Dicho en otras palabras: toda la maquinaria de la sociedad de consumo y del bienestar no ha podido evitar que las huellas en el tejido de la realidad hayan seguido multiplicándose de manera imparable. Y no lo ha hecho, precisamente, porque pese a convencer(nos) de que todo lo que nos rodeaba era goce, no se ha ofrecido ningún tipo de posibilidad simbólica de 24 Sobre la evolución de las enfermedades mentales durante los últimos años recomendamos encarecidamente el visionado de 1% Esquizofrenia (Hernández, Ione; 2006). Pese a que no coincidamos con todos los postulados expuestos por la autora en su documental, creemos que es un intento por completo certero de enfrentarse a la complejidad de la enfermedad desde una disciplina poliédrica y responsable.

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construir al sujeto sobre el cementerio de los Grandes Relatos. Posibilidad simbólica eficaz, posibilidad que nos construya con su eficacia, o lo que es lo mismo, con la eficacia de su mandato. Recordemos: El símbolo (…) señala hacia allí donde eso, lo sagrado, es decir, el goce —y el riesgo— nos aguarda. Y reclama, para ello, respeto: porque eso es peligroso, no se debe llegar a ello de cualquier manera; porque allí los signos tiemblan y se tambalean, porque allí puede descomponerse la identidad del sujeto, es necesario que todo un orden simbólico prefigure el acceso. De eso es de lo que se trata en el rito. En él, siempre, se rememora —y a la vez, se realiza— el mito: la historia de un héroe que accedió a la experiencia de lo sagrado (González Requena, 2005b, 230).

Sin embargo, si como ya hemos visto, el sujeto nacido bajo el signo de la MTV ha sido expulsado de cualquier realidad mítica que le vincule como sagrado… ¿cómo podrá acceder al goce? Esto es, ¿cómo podrá construirse como sujeto?

Más ejemplares que la Biblia La revista literaria escocesa Rebel Inc. saludó a la primera edición en tapa dura de la novela Trainspotting con una lapidaria afirmación que se ha venido repitiendo de modo constante en casi todas las ediciones impresas como gancho comercial: “Éste es el mejor libro jamás escrito por un hombre o por una mujer… merece vender más ejemplares que la Biblia”25. Lo que podría considerarse una boutade o un elegante movimiento de marketing pactado quizá debería ser leído de forma literal, al pie 25

La frase en cuestión se cita en la edición española (Welsh, 1999).

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de la letra. Esto es: si Trainspotting merece vender “más ejemplares que la Biblia” es, sin duda, porque “merece ocupar el lugar de la Palabra”, o lo que es lo mismo, “merece ocupar el lugar de lo sagrado”. Y lo merece, precisamente, porque su naturaleza y su relación con el misterio es tan profunda que pareciera que no ha podido ser escrito “por un hombre o por una mujer”. La cuestión hubiera podido permanecer ahí de no ser porque, como bien es sabido, Trainspotting se rebeló como uno de los grandes fenómenos de masas de los años noventa, convirtiéndose poco después en una sobresaliente película. Señalemos con Javier Hernández: La visualización delirante, poco realista, sirve para retratar una juventud nihilista, que ha perdido los valores y se refugia en un superfluo consumismo. Las drogas y otras vías evasivas, así como el refugio para quienes vislumbran un horizonte sin ideales, heredero del eslogan punk de No future (2008, 84).

Y no debería sorprendernos que Trainspotting se manifestara pronto como todo un acontecimiento precisamente porque su propia actualización del No future era, en efecto, aquello que se había colocado en el lugar de lo Sagrado. En ninguna otra película hasta la fecha se había enunciado con tanta claridad ese salto que el sujeto postmoderno había realizado hacia el vacío ante la imposibilidad de valorizar el goce. Esto es: ante su propia escisión. Quizá una lectura minuciosa de la superficie del texto nos pueda ofrecer una serie de claves que clarifiquen por qué la experiencia propuesta en el interior de la cinta es de una violencia absoluta, por qué se ha convertido en uno de los referentes fundamentales en la imagen audiovisual de principios de siglo. 75

Trainspotting (I): el goce y el apocalipsis En el inicio mismo de la cinta, tras el crédito de la productora, una imagen es insertada por corte. Durante apenas medio segundo podemos contemplar lo que pareciera la típica estampa de la sociedad de consumo. Bajo un cielo grisáceo, los viandantes se confunden en una hora punta inagotable: miran escaparates, cargan con sus bolsas…, al fondo del encuadre, dos viejos chapiteles premodernos (bien podrían ser los símbolos de ese sistema anquilosado y despreciado por la modernidad, el Notre Dame en llamas que, en la misma posición, observaba a la Libertad guiando al pueblo) dominan ese paisaje interminable. Es nuestro paisaje, después de todo, ese territorio de no-agresión (en apariencia) en el que conviven las demandas del capital con la existencia de los ciudadanos. Y sin embargo, de pronto, algo violenta la imagen:

Desde la parte superior del encuadre (literalmente, caído del cielo), una presencia trastoca esa aparente calma occidental. Y lo hace con tanta violencia que no sólo consigue que toda la imagen se desenfoque por completo (esto es, que los personajes que compran y conviven al calor de la sociedad de consumo se difuminen) sino que además marca las propias normas de la representación. Con la brutal entrada de esos pies que corren en escena todo el mecanismo fílmico parece ponerse en marcha y dispararse: comienza a sonar la música, el montaje se sucede en una mon76

taña rusa de planos cortos y cerrados, la voz en off (literalmente, la Palabra del protagonista) decide articularse y recita el que ya se ha convertido en uno de los mantras absolutos de finales del siglo XX: Escoge una vida. Escoge un trabajo. Escoge una tele grande que te cagas. Escoge lavadoras, coches, reproductores de CDs y abridores eléctricos. Escoge una buena salud, colesterol bajo y seguros dentales. Escoge hipotecas de interés variable. Escoge un piso de soltero. Escoge a tus amigos. Escoge ropa deportiva y maletas a juego. Escoge pagar a plazos un tresillo en una amplia gama de putos tejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en un sofá a ver concursos que aplastan el espíritu mientras te llenas la boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo meándote en un asilo miserable no siendo más que una carga para los niñatos egoístas que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida. Pero, ¿por qué iba yo a querer hacer algo así?

Como ya dijimos al hilo de lo expuesto por Javier Hernández, Trainspotting hace suyo el discurso del No future. Ahora bien, nos gustaría llevar esta idea todavía más lejos: la verdadera fuerza de la película no se agota en esta mera posibilidad. De lo que aquí se trata es de poner de manifiesto la posibilidad de un Apocalipsis festivo y voluntariamente aceptado por Occidente. O lo que es lo mismo, de uno de esos “bordes de la desintegración” que según Freud invadían de forma constante la historia de las sociedades. Después de todo, la brillante puesta en escena de Danny Boyle no hace sino arropar la idea misma de la autodestrucción, de la imposible existencia del sujeto una vez dada la espalda al goce. Dicho de otra manera: la absoluta certeza de que todos los placebos generados por Occidente durante las últimas décadas del XX para cerrar los ojos ante la carencia 77

de lo sagrado y del misterio (colesterol bajo, maletas a juego con la ropa deportiva, espectáculos televisivos…) no suponen, en esencia, nada por lo que merezca la pena vivir. Nada por lo que parezca interesante elegir la vida. Antes bien, la supervivencia del sujeto acaba siendo una carga para su propia especie, un receptáculo de sabiduría vacía que a nadie importa porque el egoísmo de las nuevas generaciones no dejará resquicio a cualquier saber que podamos legarles26. El discurso apocalíptico que abre Trainspotting, esto es, la Palabra pronunciada por Rents (Ewan McGregor) y que debería “vender más ejemplares que la Biblia” fue con rapidez encumbrado como uno de los textos (un signo) del pensamiento popular de la Generación MTV. Convertida en un fetiche de la postmodernidad, fue a toda velocidad impresa en posters, en carteles, en camisetas. Algo, un sabor terrorífico y desesperado, hace que sea repetido de manera constante, fotocopiado, utilizado como nick en las redes sociales y como huella de la voluntad de no-existencia del sujeto. Es decir, no se limitó a reflejar lo que ya llevaba unos cuantos años flotando (desde antes incluso de la caída del Muro de Berlín), sino que se preparó para profetizar al sujeto del futuro, a aquél que ya no sabría nada del goce, precisamente porque no sabría nada de lo sagrado. De hecho, si continuamos leyendo de manera literal el discurso de Rents nos encontraremos con que prosigue todavía unas líneas más allá de lo que los posters y las camisetas de la Generación MTV están dispuestas a enunciar: 26 Y nos resulta obligado, en este punto, volver a hacer un llamamiento sobre el desesperante estado de la Universidad y de su incomprensible voluntad de demoler a toda costa un sistema de aprendizaje basado en la figura del profesor que lega un saber para colocar en su lugar un aprendizaje basado en competencias y unido a la profesión. Nos parece obvio que instalar “al alumno en el centro” aniquila de raíz la posibilidad de que el maestro tenga alguna autoridad o que la disciplina impartida tenga alguna validez por sí misma. Lo que está en el centro debería ser (o eso suponemos) el saber.

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La gente cree que es sólo miseria, desesperación, muerte y toda esa mierda que no hay que ignorar. Pero lo que olvidan es el placer que supone. De lo contrario, no lo haríamos. Después de todo, no somos gilipollas. Bueno, al menos no tan gilipollas. Coge el mejor orgasmo que hayas tenido, multiplícalo por mil y ni siquiera andarás cerca. MUJER [después de recibir un chute]: Este polvo es la leche. Y supera a la mejor polla del mundo.

Podríamos pensar que, en efecto, lo que el inicio de Trainspotting propone no es más que una ácida visión del mundo contemporáneo o, en cierto sentido, una justificación de una hipotética “ética yonqui”. Incluso, si nos obcecáramos en leer en términos únicamente narrativos el texto de Rents, podríamos pensar que funciona y ha sido recordado porque se trata de una potentísima caracterización de un personaje, de una diégesis. Sin embargo esta posibilidad nos resulta incompleta. De hecho, creemos que el mensaje ha sido perpetuado y difundido precisamente aunque se trate de una potentísima caracterización de un personaje. Esto es: que tan sólo una irrisoria parte de los espectadores que han contemplado la cinta ha consumido opiáceos, y que de éstos, todavía ha sido más irrisoria la cantidad de espectadores (de transmisores o de apóstoles de esta Palabra de Rents) que en realidad ha sufrido una adicción seria. Luego, si pese al evidente saber e impacto social del monólogo inicial de Trainspotting no se han multiplicado los adictos a la heroína es porque quizá no hace referencia alguna a la droga. Sino a otra cosa bien cercana pero mucho más universal, mucho más comprensible para el público popular adolescente del momento: el vértigo, la abolición de cualquier saber sobre el goce, la imposibilidad de la articulación 79

del propio deseo. Después de todo, es obvio que, ante la ausencia de lo sagrado, puedes “coger el mejor orgasmo que hayas tenido, multiplicarlo por mil y ni siquiera andar cerca”. Pero eso no implica que puedas “escoger la vida”. Más aún, Trainspotting comienza con una carrera vertiginosa, una de las secuencias más espectaculares de los noventa y sin embargo en extremo pobre en términos discursivos aparentes: dos yonquis que escapan de la policía tras robar en una tienda. Evidentemente, lo que la construye como única es el impagable sabor que esconde tras las imágenes: el sabor del vacío. De hecho, nos gustaría llamar la atención sobre su cierre. Rents, en su frenética carrera, es arrollado por un coche. Mas, al levantarse ileso, sólo es capaz de realizar un doble gesto:

Tras mirar a cámara lleno de sorpresa (después de todo, todavía no está muerto) comienza a reírse de forma espasmódica. Y lo hace porque, de alguna manera, ha podido acceder a un cierto contacto con lo real en mitad de su carrera vertiginosa27. En plena epopeya autodestructiva ha 27 Y debemos recordar que el propio Lacan, en algunos momentos, pareció señalar una cierta naturaleza bufonesca de lo real, algo así como una sonrisa macabra que esperaba atravesada en lo real mismo. Obviamente, lo que las drogas duras ofrecen a Renton es, en alguna medida, la experiencia de la psicosis total: rememoremos la famosa escena en la que, en plena sobredosis, una alfombra parece inundar la pantalla hasta fundirse con el encuadre. Sin embargo, el choque físico con el coche que provoca su ataque de risa es una experiencia bien distinta, una muerte cotidiana y hasta absurda para todo un “poeta nihilista”.

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conocido tangencialmente algo del horror, tiene una cierta experiencia sobre el vacío imposible de simbolizar hacia el que se encamina no sólo por su consumo de drogas duras, sino por la imposibilidad de constituirse como sujeto. En esto se encuentra la diferencia radical con casi todas las demás películas sobre el consumo de drogas duras: Trainspotting habla con entera claridad de una serie de personajes que deciden autodestruirse no por su condición social o por melodramáticas situaciones familiares o personales. Simplemente lo hacen porque es su única manera de acceder a un cierto goce, porque la heroína es el único placebo lo bastante fuerte como para mantenerles atados a la existencia misma. Lo hacen, en resumidas cuentas, porque Occidente ha fracasado en su labor de ofrecerles algún motivo sólido que les lleve a escoger la vida.

Trainspotting (II): el goce frustrado Si vas a decirle a la gente la verdad, hazles reír. De lo contrario, te matarán (Georges B. Shaw)

En cierto sentido, podría afirmarse que Trainspotting llegó tarde a los grandes fastos del cine transgresor. En 1996 ya se había contemplado casi todo en la gran pantalla. Después de un texto tan extremo como Saló o las 120 jornadas de Sodoma (Salo o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975), pocas eran las perversiones capaces de quedarse fuera del universo fílmico. Su principal diferencia con las cult movies de los sesenta y los setenta con las que ha sido constantemente comparada se encuentra más en el concepto de la autodestrucción como fiesta o celebración que en la propia voluntad científica, antropológica o filosófica sobre la naturaleza del sujeto. 81

De hecho, Trainspotting tiene mucho más de celebración nietzscheana ante la fragilidad (aparente) de los valores que otras películas como La naranja mecánica (A clockwork orange, Stanley Kubrick, 1971) o Quadrophenia (Franc Roddam, 1979) en las que los peculiares hábitos de la tribu urbana adolescente de turno se convertían en propuestas de cierto empaque y seriedad, en odas generacionales por el enésimo cambio en confrontación con un universo burgués ya anquilosado. Las andanzas de Rents están narradas de forma jocosa, como si de un hilarante carrusel psicótico se tratase. Las inmensas dosis de humor negro remiten de modo constante a ese perfecto movimiento ya señalado en el inicio de la cinta en el que el protagonista, tras ser atropellado, comienza a reírse espasmódicamente. Sin embargo, no es necesario volver a recordar las reflexiones sobre el chiste propuestas por Freud para intuir que esa constante concatenación de divertidos fracasos que tanto entretienen al espectador está ocultando una verdad ciertamente inquietante. La verdad de la ausencia absoluta de toda Ley capaz de regir la conducta (y por lo tanto, el crecimiento) de los sujetos que habitan el deprimente universo cinematográfico. La imposibilidad de acceder al goce en el universo de Trainspotting queda magistralmente acotada en uno de los momentos centrales de la cinta: la secuencia de escenas en la que tres de los miembros del grupo de amigos (Spud, Tommy y Rents) intentan mantener relaciones sexuales con sus respectivas parejas. En primer lugar, y como ya señaló Murray Smith en su excelente estudio sobre la película, Trainspotting es una cinta en la que se intuyen perfectamente los problemas de la masculinidad contemporánea: La película fue un campo de batalla para distintos postulados sociales, culturales y estéticos, incluyendo los problemas para afron-

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tar la madurez, los problemas sexuales masculinos y las obsesiones futbolísticas o musicales. A principios de los noventa se propuso una nueva lectura sobre la masculinidad en oposición a la visión de la década anterior, el “Hombre nuevo” y sensible de los ochenta (2002, 11).

El triángulo de los tres personajes que pretenden acceder al goce coincide con la eterna lucha del interior propuesta por Freud. Tommy refleja esa voz patriarcal y autoritaria del Super-yo28 reciclada ahora en los mantras de la sociedad de consumo: deporte, vida sana, una cierta metrosexualidad donde lo masculino se recicla en una especie de continua búsqueda de aceptación. Tommy podría ser el padre cariñoso y comprensivo del grupo, la figura que los demás padres desearían como modelo a seguir para sus propios hijos. En oposición a Tommy, Spud (Ewen Bremner) es el Ello y su desaforada búsqueda del deseo, su demanda orgiástica y disparatada de placer inmediato a toda costa, su exceso brutal en todo lo referente a la satisfacción aparente. No en vano recibe los atributos del bufón clásico, del donaire literario interpretado al trasluz de la heroína. Las suyas son, en efecto, las mayores payasadas de la cinta (recordemos momentos como la entrevista de trabajo bajo los efectos del speed o las pantomimas delante del espejo en el vagón de tren), posibilitando la imagen de un yonqui preso de su propia ingenuidad, incapaz de po28 Otra posible encarnación del Super-yo en el interior de Trainspotting se encuentra sugerida en esa figura claramente psicótica que es Francis Begbie (Robert Carlyle), cuyas continuas demandas de orden y concierto intentan imponer una Ley en el desquiciado universo yonqui de los protagonistas. Sin embargo, su carácter extremo e inestable le convierten en una caricatura violenta de las figuras patriarcales. Esto queda reflejado con mayor precisión en la novela original de Welsh, en la que Begbie propina tremendas palizas a su mujer embarazada, compaginando varios episodios de amor/odio hacia el hijo que lleva en sus entrañas.

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ner orden en tal deseo. Entre los dos polos, Rents como protagonista absoluto de la cinta29 constantemente oscilante entre la salvación y la caída, la aceptación de las normas de la sociedad del bienestar o el nihilismo de la droga. Pues bien, entre esas tres posibilidades se pone en juego la masculinidad en Trainspotting con circunstancias relativamente distintas. En esta escena casi nuclear30, los tres personajes asumen la consecución de sus encuentros sexuales, planificados en paralelo: Tommy lleva ya varios años en una relación estable, Spud está a punto de consumar un (no demasiado prometedor) noviazgo con una de las chicas del grupo y Rents ha conseguido lo que parece una mera aventura esporádica nocturna. Las tres historias convergen mediante un montaje paralelo, mostrando aspectos más divertidamente deplorables con cada corte de edición. Lo que podría haber sido una noche memorable acaba fracasando de manera estrepitosa. Ni siquiera Rents, que consigue terminar el acto sexual con resultados en apariencia aceptables, escapará de la catástrofe. Cuando, tras el orgasmo, su voz en off nos informe: “¡No me sentía tan bien desde que Archie Gemmill marcó aquel gol contra Holanda en 1978!”, Boyle estará señalando con inaudita claridad a las conexiones entre el goce y sus sustitutivos en la sociedad de consumo. 29 En oposición a la novela de Welsh, nos resulta en verdad difícil compartir las teorías que señalan a Trainspotting como una cinta coral. Si bien es cierto que los personajes son lo suficientemente atractivos y carismáticos como para protagonizar algunos sectores aislados de la cinta, lo cierto es que Rents no deja de ser el hilo conductor que vertebra la historia y que permite al espectador acceder a su experiencia. Sin él, todos los demás caracteres se desmoronarían como un castillo de naipes. 30 Y, ciertamente, hay algo de nuclear en el aspecto narrativo puro de la escena. Para Tommy supone su paso decisivo en el descenso hacia el infierno. Para Rents, el encuentro con Alice, su torpe pareja adolescente cuya presencia queda de modo constante difuminada en la cinta.

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Nos gustaría llamar la atención sobre este detalle: Trainspotting escapa constantemente de la idea de enfrentarse con lo real que podría haber encerrado en el encuentro sexual. Si al principio de la cinta se afirmaba que la heroína era mejor que cualquier orgasmo, en el momento de la consecución de éste, la enunciación lo desplaza de manera radical hacia el espectáculo futbolístico31. Parecería, de hecho, que hay una cierta voluntad por parte de la enunciación de huir, a cualquier precio, de encararse con el acto sexual, de preguntarse qué cosa podría ser el sexo, sin comparaciones postmodernas ni citas intertextuales. Por otra parte, el cierre de la secuencia de escenas no podría ser más clarificador sobre el horror que se convoca allí donde se frustra el goce. Spud, despertando tras la borrachera en la casa de su novia, descubre que ha sido incapaz de contener su esfínter durante la noche. Literalmente, ha descargado su estómago sobre la cama de su novia, retornando a ese estado infantil (relacionado con la culpa y quizá con el propio Edipo) en el que el niño todavía no ha aprendido a controlar los impulsos32. El significante poderosísimo que atraviesa el sentido de lo ocurrido es tan terrorífico que resulta hilarante: el hombre ha evacuado allí donde se tendría que haber producido el goce, esto es, el encuentro con lo sagrado. Sin embargo, la película va mucho más lejos y propone una nueva vuelta de tuerca al mostrarnos como Spud, al intentar llevar las sábanas a su casa para lavarlas, es interceptado por la madre de la familia e invitado a 31 Impresión subrayada mediante el montaje en el momento en que se hace chocar (literalmente) el rostro de Rents tras llegar al orgasmo con las imágenes de archivo pertenecientes al partido de fútbol en cuestión. 32 Curiosamente, una de las primeras piezas de David Lynch también versaba sobre el absurdo y la culpa que poseen al niño que moja la cama y es castigado por sus padres. Se trata de la excelente The Grandmother (1970), una de las más inquietantes y hermosas propuestas cortas del director.

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compartir el desayuno matutino. Las consecuencias, tras un frenético tira y afloja, son predecibles:

La mierda de Spud, literalmente, es proyectada sobre la clásica familia occidental. El espectador no puede evitar estallar en carcajadas al asistir a la violación última del tal sistema occidental: el goce imposible, los excrementos cubriendo a los que intentan aferrarse al viejo orden de la Modernidad. No se trata sino de una de las imágenes ya configuradas por los surrealistas presentada para el jolgorio de un Occidente que, como decíamos hace un momento, encuentra en su propia descomposición una actividad hilarante.

La fábula del perro de los suburbios Trainspotting comenzaba, queda dicho, con la imagen de un yonqui occidental corriendo desesperadamente delante de la policía. El suyo era un discurso apocalíptico que hablaba de cómo el mundo se cuarteaba de modo irremediable, de cómo el sujeto postmoderno no había encontrado en definitiva ningún asidero que le hiciera escoger la vida. Entre su estreno en 1996 y el año 2008 ocurrieron una serie de acontecimientos ciertamente importantes, algunos de los cuales ya han pasado por estas páginas: los nuevos fantasmas del Occidente Post-11S, el auge de los 86

sistemas de comunicación P2P, la entrada de Internet en los hogares, la aprobación del Plan de Bolonia, la introducción de la moneda única en los mercados, el estreno de una nueva hornada de series (encabezada por la cadena HBO) que pronto fueron jaleadas como las nuevas maravillas audiovisuales y narrativas de principios del siglo XXI… En el año 2008, otra carrera frenética firmada (de nuevo) por Danny Boyle llegó a las pantallas de todo el mundo. En esta ocasión, los yonquis existencialistas habían sido suplantados por un corifeo de niños indios que desafiaban a la policía durante los primeros minutos de Slumdog Millionaire. La estructura básica parecía ser la misma: una serie de personajes eran presentados a toda velocidad a través de un ejercicio de atletismo urbano contado mediante un montaje furioso. Los detalles, sin embargo, eran sorprendentemente diferentes: el panorama grisáceo de la vieja Europa se había convertido por arte de magia en un Mumbay multicolor lleno de vida en el que los parias de la India mudaban su propia miseria en espectáculo, en tormenta cromática, en videoclip para los ojos ansiosos de Occidente. La carrera de los protagonistas no acababa en la cárcel y en la autodestrucción, sino entre los brazos protectores de una figura materna. Nada sabremos, por cierto, del padre de los perros de los suburbios. En cierto sentido, la gran celebración que Occidente prodigó a Slumdog millionaire resulta inquietantemente sospechosa en comparación con la negación habitual de los mercados audiovisuales contemporáneos a distribuir obras de cinematografías emergentes o del tercer mundo, convirtiendo el gran grueso de las producciones no norteamericanas en curiosidades de filmoteca, joyas para cinéfilos y carne de festivales. Y sin embargo, una cinta tan exótica en apariencia como la de Boyle fue encumbrada con rapidez como la gran triunfadora de los premios más netamente occidentales (los Oscar) en un movimiento que resulta del todo incomprensible en la lógica económica y artística de los USA. 87

No obstante, y retornando una vez más a Freud, es precisamente en las contradicciones donde se hace más relevante la verdad encerrada en el interior de la conducta. En este caso, del texto. Los jóvenes díscolos que habían negado su futuro post-punk en Trainspotting asistían encantados para aplaudir la amable fábula occidental mientras pagaban sus pisos, acudían a sus trabajos, compraban sus lavadoras, abridores eléctricos, televisores grandes que te cagas, buena salud, seguros dentales y colesterol bajo. La tentación de la autodestrucción había sido también fagocitada por el mecanismo del capitalismo liberal. Ciertamente, un sector de la crítica especializada no tardó en llamar la atención sobre la inmensa brecha que se abría entre el discurso que pretendía ofrecer Slumdog millionaire (el cuento de hadas que denuncia, de una manera optimista y constructiva algunas de las injusticias sociales de la India, chiste sobre Amnistía Internacional incluido) y su verdadero reverso ideológico: Un film que, lejos de proponer una visión novedosa del otro (en sintonía con los tiempos que corren), preferirá recrearse en todos y cada uno de los tópicos sobre la pobreza y la violencia que desde antiguo vienen condicionando la mirada que Occidente dirige sobre la periferia (…) los personajes son meros fantoches de los que se sirve a su antojo cuando necesita provocar algún tipo de emoción en el espectador (Aranzubia Cob, 2009, 35).

Sin pretender negar en ningún momento las más que notables capacidades de Boyle como constructor de universos pop y su habilidad para filtrar ciertos estilemas al margen del género escogido (aquello que se viene llamando la “cinematografía líquida” y en la que entrarían otros insignes “denunciantes del occidente culto” como Winterbottom), la lectura detenida de Slumdog millionaire sólo puede realizarse entre una creciente 88

sensación de desconfianza que desemboca en el horror. De lo contrario, no podemos explicarnos escenas como en la que el protagonista, al ser preguntado por su amada sobre las posibilidades de escapar en busca de esa “vida mejor”, termina respondiendo: “Viviremos de amor”. Una vez más, el fantasma de lo políticamente correcto y de la asepsia vergonzosa de Occidente acaba brillando al trasluz de las últimas cifras ofrecidas por el IFPRI33: en 2008, mientras se rodaba Slumdog Millionaire, la India era el país con más hambrunas del mundo, con una cantidad aproximada de 200 millones de personas en “situaciones comparables a las vividas en Etiopía o Chad”. Al margen de las vertiginosas cifras, la última cinta de Boyle resulta escandalosa precisamente por la inmunda limpia de conciencia sobre la responsabilidad del Primer Mundo en la pobreza y la miseria de sus antiguas colonias, convertidas en la ficción en un inmenso plató turístico (Taj Mahal incluido) donde el oscarizado director flirtea sin detenerse en ningún momento (¿cómo hacerlo?) en temas apenas nombrados como la prostitución o la esclavitud infantil, la opresión de las grandes corporaciones sobre los parias del país, las relaciones entre extremismo religioso y el crimen organizado… por no hablar de la inquietante elipsis realizada sobre los eternos conflictos entre India y Pakistán. De lo que se trata es de mostrar ese Otro domesticado por el mito universal del Amor Romántico, convertido en una enorme atracción turística y visual en la que el montaje esquizofrénico convierte en espectáculo lo que en Trainspotting era expresión misma del vacío, de la nausea, de la autodestrucción.

33 Instituto para la Investigación para la Política Internacional de Alimentos. Remitimos al lector interesado al teletipo ofrecido por la BBC en su edición española: http:// news.bbc.co.uk/hi/spanish/international/newsid_7670000/7670786.stm

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CAPÍTULO 4

El enemigo del exterior

El dolor, cuando irrumpe de forma imprevista, provoca una rotura que se reviste como de crónico desasosiego. Para recuperar el lugar hay que acceder a la rotura, no esperar a que se pase el desasosiego (Lola Cobaleda)

Si algo podemos sacar en claro de la catastrófica lectura apenas esbozada de Slumdog millionaire es que las relaciones establecidas entre la Historia, el Otro y el sujeto postmoderno son particularmente complejas. Por un lado, se suele decir que la postmodernidad, incapaz de apurar hasta los posos el cáliz amargo del fin de la historia, busca con desesperación una especie de “nostalgia histórica” sobre la que poder proyectarse. Por otro lado, la Historia se convierte en una especie de pulpa pop entristecida en la que caben guerrilleros épicos de cómic, soldados troyanos con look de pasarela y cadáveres exquisitamente resucitados. Los herederos de los Hijos de la medianoche de Salman Rushdie comen de amor, juegan al 50x15 y terminan sus andanzas románticas en un histérico baile final. Entre el horror y la nostalgia se han ido tendiendo puentes cada vez más quebradizos. Algo así puede extraerse de la lectura de obras como las de David Lynch y su particular relación esquizofrénica de amor/odio con ecos de los “felices 50”. Recordemos, por ejemplo, la violencia de Dennis Hopper al entonar su particular versión del In dreams de Roy Orbison mientras amenazaba de muerte a un incrédulo Kyle MacLachlan: 91

No seas un buen vecino con ella… o te tendré que mandar una carta de amor. Directamente desde mi corazón, gilipollas. ¿Sabes lo que es una carta de amor? Es una bala de mi jodida pistola. Si recibes una carta de amor mía, entonces estás jodido para siempre. ¿Lo entiendes capullo? [Canta] En sueños… camino contigo… en sueños hablo contigo… En sueños, eres mía… constantemente…34

La idea del choque de elementos textuales es fascinantemente postmoderna: por un lado, Hopper se ha transmutado en el Candy Colored Clown de la canción35, personaje en el que estallan ahora difusas connotaciones homosexuales en las que el deseo se articula en esa pistola/falo capaz de disparar las más contundentes “cartas de amor”. Por otro lado, la representación de que toda esa caterva de caracteres siniestros (prostitutas pasadas de kilos y de años, insólitos travestis y mafiosos de poca monta) parezca obtener un extraño goce del texto original de Roy Orbison contrasta con el público objetivo primero de la canción. Una serie de reflexiones se desprenden de esta secuencia: o bien los chicos que se enamoraron en los 50 al son del tema de Orbison no supieron/pudieron llegar a los ochenta con su amor y sus personalidades intactas, o bien la presencia de lo siniestro es lo único que el paso del tiempo respeta en los textos que conforman una generación determinada. O, lo más probable, que nos encontremos ante la suma de ambas opciones. 34 Traducción directa del original. En el doblaje se pierden algunos matices que hacen referencia al primitivo texto de Roy Orbison y que resultan fundamentales para comprender la idea que pretendemos sugerir: la presencia de elementos siniestros en la historia reciente que el propio Lynch “resucita” y fija para el espectador. 35 La letra original habla de un “Payaso de caramelo al que llaman el Hombre de la arena” que trepa por las ventanas de la gente para ayudarles a dormir con placidez y a soñar tiernas visiones románticas y almibaradas típicas de los felices 50. La posible lectura siniestra del texto primitivo no se le escapó a David Lynch, que consiguió destilar salvajemente todas las connotaciones funestas del mito seminal del hombre de la arena hoffmanniano para convertirlo en una especie de psycho-killer postmoderno.

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Algo similar ocurre con la más reciente Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008), en la que una mala estrategia temporal bloquea de entrada cualquier posible conexión entre los personajes y el espectador. De hecho, resulta llamativo que un director como Mendes, cuyas particulares disecciones de la familia postmoderna (American Beauty, 1999) o de las miserias del ejército norteamericano (Jarheads, 2005) eran capaces de ahondar con apasionante precisión en las heridas del mundo contemporáneo, decidiera dar un paso atrás evidente con su particular “tragedia de matrimonios en los años cincuenta”. Por mucho que la película sea fácilmente interpretable en términos actuales (el protagonista resulta ser un pionero de la industria de los ordenadores, algo así como un precedente del animal tecnológico y económico de hoy), no se nos escapa que la idea de desplazar el contexto deviene en verdad sospechosa. De la misma manera que en Boyle el desplazamiento resultaba obsceno o en Lynch el desplazamiento resulta siniestro, en Mendes su desesperada maniobra para alejarnos “hacia atrás” en la crisis del sujeto resulta aséptica y frustrada. Así, la cantidad de elementos pintorescos que saturan el relato (las canciones de la época, una modesta pero eficaz dirección artística…) lo convierten en una postalita amarga, en una curiosidad poco interesante en la que se muestra, por enésima vez, que Hollywood llega casi siempre tarde a su cita con el fantasma. De hecho, lo que Mendes propone en su Revolutionary road no parece sino un conjunto de los tópicos que el cine de autor europeo manejó en sus “películas de matrimonios” de los años sesenta y setenta: abortos, incomunicación, infidelidad… Todo estaba ya en los mejores Antonioni o Bergman. Sin embargo, para poder orientar nuestra lectura del siguiente capítulo nos gustaría detenernos precisamente en esta imagen que rescatamos del ejemplo anterior: 93

En la relación de esa extraña dualidad Hopper/MacLachlan, los teóricos han creído vislumbrar, a su vez, una dúplice conexión: por un lado, la del Doppelgänger, el doble que espera al otro lado del espejo (Navarro, 2006, 26), y por el otro, la de la relación paterno-filial siniestra en el que la transmisión del saber se confunde con el ansia de destrucción y el complejo de Edipo (Lacalle, 1998, 101). Es obvio que ambas ideas son compatibles en la posible lectura del texto, y nos gustaría proponer una tercera vía que, a su vez, entronca a la perfección con las anteriores: la posibilidad de que entre los dos personajes se realice lo que Lacan llamaba el “deseo total del Otro”, cabalmente acotado por Slavoj Zizek al nombrarlo como el “deseo por el otro, deseo de ser deseado por el otro y, especialmente, deseo de lo que el otro desea” (2009, 109). La relación entre Hopper y MacLachlan no se puede acotar en un simple barrido sádico/histérico, sino que requiere de ese tercer elemento que es la Madre/Objeto de deseo representada por Isabella Rossellini, y en torno al que estalla toda la pasión y la intensidad del relato. Ahora bien, esa triple posición del deseo lacaniano va a señalar también el gran problema de la relación Padre/Hijo en la postmodernidad, la incapacidad de poner paz en esa dolorosa escisión entre el deseo y el lugar que el Otro ocupa en torno a los límites de mi propio deseo. A lo largo del presente capítulo intentaremos reflexionar sobre todas estas posibilidades.

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El coach que entregó la rama dorada Durante las páginas precedentes hemos puesto de manifiesto la urticaria que las relaciones paterno-filiales parecen levantar en la estructura postmoderna. Por poner algún ejemplo especialmente sangrante, el teólogo Juan Antonio Pagola llega a afirmar en su estudio sobre Jesús que el Dios cristiano es una figura en esencia maternal, y que era necesaria la caída del patriarcado para poder entender las nuevas relaciones entre Jesús, las mujeres y los niños (2007, 211-233)36. Del mismo modo, las últimas reformas en las leyes de educación, en su imparable naufragio hacia el pragmatismo empresarial, intentan borrar de golpe y plumazo todo aquello que pudiera apuntar a la adquisición de un cierto saber magistral para facilitar técnicas de aprendizaje conductistas o basadas en las competencias. En todo este marasmo de fuegos cruzados entre hijos díscolos y padres consternados arbitrado por las fluctuaciones caóticas de la bolsa mundial, surge de pronto la llamada “crisis de las humanidades”, etiqueta que pretende reducir al estudio del pensamiento a una simple estrategia para aplicar en los departamentos de Recursos Humanos de las empresas37. De tal manera, y con escalofriante rapidez, la sociedad contemporánea ha asumido que ciertas disciplinas han entrado en una caída libre sin precedentes y que deben acabar colocadas, como si de una curiosidad histórica

36 Es lamentable que los grandes méritos intelectuales del discurso de Pagola se agoten en el momento en el que pretende ofrecer una visión de Jesús como una puesta al día de los valores políticamente correctos, señalando de manera constante la cercanía de su mensaje con todos los tópicos que Occidente maneja en los últimos años para construir su particular “Piedad Liberal por el Otro”. 37 Véase el delirante artículo El mercado acude a las humanidades tras el debate sobre su cierre, publicado en el suplemento Campus de El Mundo el miércoles 25 de marzo de 2009.

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se tratara, en las vitrinas de un museo del saber38. Algunas, sin embargo (la filosofía o la psicología, sin ir más lejos) parecen más preparadas para formar a los nuevos hombres y mujeres del sistema económico capitalista global, quizá porque intentan acercarse a la cuestión humana. Quizá porque, hablando claramente, puedan ser utilizadas desde la lógica del mercado: esto es, para maximizar beneficios. Para producir valor. Desde este punto de vista, resulta obvio que el cultivo de la inmensa mayoría de las filologías, de las historias o de otras disciplinas “humanas” tenga una utilidad nula y una aplicación práctica irrisoria para la empresa. Por lo que, por otra parte, no debería sorprendernos que ya se entonen sus misas de réquiem antes incluso de haberse realizado la autopsia. Algo muy similar ocurre en el sistema de Bibliotecas Públicas con su constante aplicación de criterios de autoevaluación (la hipotética búsqueda de la excelencia) basados por objetivos mucho más cercanos a la lógica empresarial que a la humanística: número de préstamos, efectividad del espacio, fondos a disposición del usuario… Acotando los márgenes de la cuestión, el problema en su más pura esencia no es sino un problema relacionado con el saber. Con el acceso, la gestión 38 Por supuesto, todas las referencias hacia la “crisis de las humanidades” han venido sazonadas en la prensa por ese corolario por completo aberrado que señala un descenso de las matriculaciones en campos como las filologías, la historia o las humanidades en sí mismas. En general, este tipo de informaciones tienden a obviar el relevante detalle de que el descenso de matriculados en las universidades españolas baja radicalmente en casi todas las titulaciones debido a las características de la pirámide de población de los alumnos potenciales. En cualquier caso, se trataría de un argumento erróneo incluso si tomáramos como único dato valorable dicho número de matriculados en una disciplina determinada. Nunca viene mal recordar que quizá la lógica de la Universidad no tenga que ser la lógica de la Empresa, esto es, la vieja cantinela pragmática de que sólo lo que maximiza beneficios es útil, y por lo tanto, bueno.

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y los recursos colocados a disposición de un determinado saber. Y aunque todavía tengamos los ecos de las reflexiones de Lyotard sorprendentemente cerca, nos negamos a dar por zanjada dicha cuestión en meros términos pragmáticos. O lo que es lo mismo: el problema reside en establecer sobre qué trataban esas cartas de amor que los padres mandaban a los hijos antes de la brutal lectura de David Lynch, cuál era su contenido, su saber (o su experiencia) previos a que la nueva lógica del capitalismo desembocara en nuestras casas, en nuestras Universidades.

Un saber contra el fantasma Con independencia de los usos más o menos empresariales con los que podamos relacionar nuestra idea de la filosofía, la psicología o incluso la teoría del texto, la postmodernidad todavía no se ha decidido a explicar con claridad el por qué de su negación de la figura del Padre. Por una parte, resulta evidente al trasluz de los excesos históricos recientes que la negación del Padre podría ser un revulsivo contra la colección de padres tiránicos y totalitarios que nos regaló el siglo XX. Por otra parte, ciertas interpretaciones radicales (y no tan radicales) de la teoría de género/sexo parecen señalar los valores masculinos tradicionales como sinónimos casi inmediatos de machismo, explotación, desigualdad e intolerancia. Siguiendo este argumento, habría llegado el momento de poner freno a una lógica patriarcal (y se suele olvidar que no hay patriarcado sin una mujer que le otorgue exactamente la mitad de su sentido) modificando el viento de la Historia. Por último, la idea del Padre sigue vinculada a un sistema religioso único cuyos cadáveres y flagrantes errores históricos (y otros no tan lejanos en el tiempo) se han convertido también en monstruos del imaginario colectivo. 97

Después de todo, la pregunta que flota de manera constante en cualquier debate y que resulta violenta sin ambages una vez despojada de todo ornamento políticamente correcto será: ¿qué es aquello que caracteriza al Padre, aquello que es condición de su existencia, su cifra específica, lo que le conforma? Y es violenta porque, en definitiva, la figura del Padre no tiene un asidero puramente biológico que pueda sustentarle: resulta claro que un macho puede abandonar a una hembra nada más fecundarla sin que ello interfiera, al menos de forma demostrable, en el proceso de nacimiento de la cría. También es violenta porque, casi al mismo tiempo que de la “crisis de las humanidades” se ha empezado a hablar de la “crisis de la masculinidad”, y por un proceso parejo en su totalidad: porque no está claro su valor, su figura, su rol en la nueva lógica postmoderna. Así pues, incluso el más cínico tendría dificultades para negar que el hombre, aun cuando fuera posible despojarle de todo papel simbólico o social, sería necesario para la supervivencia misma de la especie. El Padre, mientras, ha quedado relegado a un segundo plano precisamente por la crisis de los valores (judeocristianos en origen, pero también literarios y cinematográficos) que lo conforman. Y si ya nos resulta arduo (por no decir imposible) seguir sustentando los espejismos de los Grandes Relatos, cuánto más complicado no resulta seguir aferrándose a la presencia posible del Padre en tanto requiere de aquéllos para manifestarse. Nos encontramos, pues, en un auténtico callejón sin salida. El Padre, de una manera inexorable, ha empezado a aceptar también su propia vocación como fantasma, como un ente ausente en el que se manifiesta una huella de ese saber perdido e iniciático con el que debería instruir y formar a sus descendientes. Dicho de otra manera (y retornando a la fábula antropológica clásica), es como si el sacerdote del bosque de Nemi hubiera decidido llevarse la rama dorada a otra parte, dejando a las legio98

nes de sucesores sin ningún tipo de saber al que acceder, sin ninguna Ley que les guiara en su búsqueda del Objeto de deseo. La situación es lo suficientemente compleja como para no quedarse en la pura superficie de la idea. Del mismo modo, nos parece del todo injustificable acabar concluyendo (una vez más) que ese mismo saber del que debería ser portavoz específico el padre simbólico pueda ser asumido con total naturalidad por la madre. Si somos capaces de escapar del Sentido Tutor dominante, y por poco que confiemos en que las intuiciones freudianas sobre el Edipo estén ligeramente bien orientadas, algo resultará evidente en la particular organización que configura al individuo, su relato. Y esto es, que las figuras del Destinador, el Objeto de Deseo y el Creador de la Ley no pueden ser las mismas, a riesgo de caer en una representación histérica del yo. De hecho, la inmensa mayoría de la narrativa cinematográfica no deja de ser un violento corpus sobre las relaciones con el Padre, sobre su lugar y su interacción entre éste y el sujeto. Lo que el Padre le otorga a su hijo, con toda probabilidad, no es más (ni menos) que un auténtico saber contra el fantasma, una iniciación en los misterios de la lucha contra el horror y una cobertura lo suficientemente fuerte como para poder soportar la presencia intolerable de lo real. Nos cuesta creer que sea su mero iniciador en el lenguaje (tarea que cumple junto con la madre y que según ciertas interpretaciones recientes podría ser el foco de la violencia misma39), sino que, de manera principal, le permite reordenar su deseo en el triángulo edípico, le hace comprender con su presencia que hay una carencia a la que no puede acceder y que será, muchos años después, la cifra correcta desde la que podrá construir su deseo. Ése es, después de todo, el papel del Padre, el de hacer donante a su hijo de un saber simbólico apropiado. El gesto de Edipo, de hecho, 39

Y volvemos a remitir, una vez más, a los estudios recientes de Slavoj Zizek al respecto.

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es el gesto definitivo del contacto con el horror: arrancarse los ojos. Ojos que han visto a un fantasma intolerable y que, precisamente por eso, deben ser seccionados, castigados en un movimiento fetichista. Sólo el Padre puede evitar ese “arrancarse los ojos”, en tanto sólo la Madre puede configurar el Deseo del sujeto. El Padre, en definitiva, nos obliga a mirar al Otro desde una posición que no sea simplemente la del “Deseo Total” lacaniano. Nos obliga a separar mirada y deseo. Ahora bien, si ya hemos dicho que durante los últimos años la figura patriarcal está convirtiéndose a su vez en un fantasma en sí mismo, ¿quién será capaz de otorgar ese saber? ¿Cómo podrá el sujeto transitar sin ninguna ayuda el eje del deseo? ¿Cómo escapar de esas nuevas cartas de amor postmodernas que el violento Hopper prometía a su falso hijo en Terciopelo azul?

Apocalipsis now: lo que sabemos del horror Una de las películas más apasionantes de la década de los setenta fue, sin duda, Apocalipsis Now (Apocalypse Now, Francis Ford Coppola, 1979). La particular reinterpretación del texto de Joseph Conrad se enfrentó, cara a cara, con las fisuras que se hacían cada vez más evidentes en el viejo mito de la Rama Dorada. De hecho, un lector atento apreciará un ejemplar del libro de Sir James Frazer entre las posesiones del desquiciado Coronel Kurtz. En cierto sentido, la lectura de los textos de Conrad/Coppola acaba focalizando su mirada en el interior del Otro, en el espacio en el que el Otro nos somete a su horror y nos enfrenta con nuestra voluntad última de fagocitarlo, de devorarlo, de aniquilarlo con todas nuestras fuerzas hasta 100

que lo convirtamos en algo igual a lo que somos. Es decir, hasta que deje de ser Otro para acabar siendo igual a mí, o directamente, no-siendo40. Ese eje narrativo trenzado entre las colonias del Congo y las selvas de Vietnam es un espacio simbólico situado en el mapa más allá de las fronteras de Occidente. Es ese espacio en el que se articulan las deudas que la comodidad de Occidente tiene que pagar para ser quién es, para articularse en-oposición-a. Una de las grandes críticas que se le puede realizar a Apocalypsis Now41 es la poca precisión con la que se enfrenta a la figura concreta del Otro. Esto es, con esa idea de que las fuerzas del Vietcong/los habitantes de las colonias apenas son bocetadas sobre el terreno fílmico, acaban siendo sombras exiliadas que se pierden en la espesura de la selva como amenazas sin rostro y sin nombre, sin historia. La razón de ocurra todo esto podría resultar en verdad escandalosa desde la óptica de lo políticamente correcto, pero no deja de ser certera: a Apocalipsis now no le interesa en absoluto la hagiografía de la víctima, o del enemigo, o el conocimiento de los motivos que llevaron al Otro a convertirse en Otro. Lo que opinen los vietnamitas que contemplen la cinta (o lo que opinen los supervivientes de las masacres en Líbano, en el caso de Vals con Bashir) es absolutamente intrascendente porque, después de todo, lo que se pretende es hablar de nosotros, de nuestro dolor y de nuestra experiencia del Horror. Lo que podría parecer una postura egoísta no deja de ser una interesante declaración de intenciones cinematográfica: nunca podemos entender (y 40 Nos permitimos el lujo de recordar las palabras que el historiador Raul Hilberg ofreció a Claude Lanzmann con respecto a la experiencia del pueblo judío en Shoah (1985): si el exterminio pudo tener lugar fue, después de todo, porque las posibilidades de que el Otro fuera realmente Otro se fueron recortando hasta que, en definitiva, la única opción posible era su desaparición total y absoluta. 41 Crítica que se repetirá de manera por completo incomprensible en algunas de las lecturas ciertamente malintencionadas que se han realizado sobre la cinta que analizaremos en el siguiente epígrafe, Vals con Bashir (Vals Im Bashir, Ari Folman, 2008).

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por lo tanto, nunca podremos mostrar) la experiencia que el Otro siente del Horror, precisamente porque nosotros mismos estamos en el centro exacto de nuestra propia experiencia. Estamos saturados por el efecto que el horror convoca en nuestro interior, nuestra ansia absoluta de acaparar todo el deseo del Otro, contra el Otro, en el lugar del Otro. Es la llamada misma de la inhumanidad, la conducta tribal y agresiva que sólo puede ser mediada desde fuera del lenguaje, en relación con lo simbólico. Ése es el error que se suele cometer cuando (cada vez que se habla de terrorismo, de malos tratos o del tan manido bullying escolar) la voz se empeña en intentar unificar a la fuente del horror con el receptor del mismo o con la experiencia concreta con la cual se articula el acto inhumano42. Después de todo, Lacan ya nos avisó de las diferencias entre las distintas voces que emitimos en el cuerpo del relato: no es lo mismo ser “sujeto de lo enunciado” que “sujeto de la enunciación”. No es lo mismo construir mi identidad en el interior del discurso (algo fundamental en todas y cada una de las películas que componen el llamado género bélico) que la voz que utilizo para narrar la historia. Escisión que puede solucionarse planteando la cinta como un díptico de voces (lo que no deja de tener una cierta perspectiva psicótica, como de representación dividida y en lucha constante) o dejando que el Otro exprese su personal experiencia del horror en sus propias manifestaciones fílmicas43. 42 Los ejemplos de este tipo de decisiones narrativas no sólo aparecen en las representaciones cinematográficas. Cada vez es más frecuente encontrarlos en telediarios, anuncios pagados por el Ministerio de turno, contra-anuncios de la oposición y demás propuestas propagandísticas. Recordemos, por poner un caso lamentablemente cercano, la muy discutible Tiro en la cabeza (Jaime Rosales, 2008), con su particular intento de trocar objetividad documental, huellas autorales y cierta unidad entre la víctima y el verdugo. En concreto, la experiencia del Horror ofrecida por el director es insuficiente en tanto no cabe que la experiencia de un asesino pueda ser contada igual que la experiencia de su víctima, con la misma importancia, o simplemente, con los mismos recursos audiovisuales. 43 Resulta interesante, en este contexto, el díptico propuesto por el director Clint Eastwood en las cintas Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006) y Cartas desde Iwo-Jima (Letters from Iwo Jima, 2006). Su lectura sobre la II Guerra Mundial in-

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De hecho, la lectura textual de Apocalipsis now puede comenzar con la precisión necesaria para entender cuál es la fuente del horror. El arranque de la película será considerado, no sin razón, como uno de los momentos más brillantes del cine bélico. Y si, de hecho, se suele referenciar como uno de los mejores arranques de la historia del cine es, sin duda, porque cifra con total claridad cuál es la fuente del Horror mismo, cuál es la experiencia que llevará al sujeto a ese punto de no retorno que resultará ser la presencia de Kurtz, el corazón de las tinieblas.

La suma de códigos es evidente. El protagonista es un hombre que ya ha accedido a un cierto contacto con lo real. Su experiencia en Vietnam le ha llevado más allá de lo que su estructura mental es capaz de simbolizar hasta convertirle en un paria de la Historia, un sujeto que no puede llenar sus actos de sentido precisamente porque el ideal que le movía (una cierta creencia en el sistema norteamericano capitalista, en los valores tradicionales defendidos frente a las hordas comunistas del Vietcong) ha quedado sepultado ante la elocuencia de los cadáveres. La famosa imagen de las palmeras siendo arrasadas en una esquizoide caricia de napalm es la tenta hablar sobre ambos bandos con cierta coherencia, teniendo de fondo el marco de Iwo-Jima. La idea de generar dos textos autónomos pero compatibles muestra un enorme respeto hacia el Otro, por mucho que nos siga pareciendo imposible llegar a hacer una narración coherente sobre su experiencia. Antes bien, Cartas desde Iwo Jima se puede leer como una magnífica representación de lo que la lógica estadounidense piensa que sufrió el Otro Asiático, pero no de su sufrimiento “en sí”, por mucho que el guión original corriera a cargo de Iris Yamashita.

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representación exacta del proyecto de Occidente, o ciertamente, el de la globalización llevada al extremo: imposición de mi Historia, imposición de mi industria, imposición de lo que soy Yo en negación con el Otro invadido44. La postal turística (las palmeras, el cielo azul) es literalmente invadida a cámara lenta por el elemento amenazador. El Otro ha dejado de ser un mecanismo a nuestro servicio (el que nos cede sus playas, su riqueza, su exotismo para reafirmarnos en la propia personalidad) para pasar a ser una amenaza manifiesta a nuestra afirmación. A nuestro “Yo soy”. Por eso tiene que ser domesticado, exterminado a ritmo de Wagner, como cientos de Otros fueron exterminados antes que él. De hecho, la selección del tema The end de los Doors (no en vano vinculado ya por siempre al trauma de Vietnam) señala la idea de la desintegración, del Apocalipsis, del final de la Historia: This is the end, my only friend, the end / Of our elaborate plans, the end / Of everything that stands, the end / No safety or surprise, the end / I´ll never look into your eyes again45. La idea de esa desintegración que acecha al sujeto es lo suficientemente potente como para merecer entrar, sin la menor duda, en la Historia del Cine. En concreto porque aprehende con total claridad la tentación que se esconde cada vez que intuimos la presencia de lo real a este lado del tejido de la realidad: aquella idea de que todo pueda desintegrarse, de que nuestro yo eclosione en una paz perpetua en la que no quepan ni man44 Se volverá a repetir el juego narrativo con la referencia al Séptimo de Caballería y esos pseudo-cowboy postmodernos que realizan surf allí donde mejor rompen las olas: en el territorio del terror. Pero no debemos equivocarnos ni retornar de nuevo al tópico del engendro norteamericano fagocitando el mundo del Otro: la demolición de los Budas por parte de los talibanes fanáticos responde exactamente a la misma estructura delirante de negación del Otro mediante la violencia. 45 Este el fin, mi único amigo, el fin / De nuestros planes elaborados, el fin / De todo lo que resiste, el fin / Sin refugio o sin sorpresas, el fin / No volveré a mirar a tus ojos.

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datos ni deseos. Una asepsia absoluta. Un extraño paraíso del thanatos en el que no tengamos que justificar nuestro goce ni nuestra problemática relación con lo sagrado. Un extraño territorio en el que “nunca vuelva a mirarte a los ojos”. Quizá, incluso como en el propio Edipo, porque hayan sido arrancados, seccionados, brutalmente convertidos en nada. Edipo que aparece de forma por completo inquietante en la misma canción de los Doors y que resuena en todo el aparato ficcional de Apocalipsis now: The killer awoke before dawn, he put his boots on / He took a face from the ancient galery / And he walked on down the hall (…) And he came to a door… and he looked inside / Father, yes son, I want to kill you / Mother… I want to… fuck you46. La idea que flota en el prólogo de la cinta se manifiesta de manera constante: ya no hay espacio para los dioses ni para los hombres en tal universo completo de desintegración (tal universo sometido definitivamente a la presencia total de lo real), una vez que se ha traspasado la frontera misma de Occidente, su imposible reflejo. Esa idea se expone con definitiva claridad en ese montaje sincopado y asfixiante en el que las cabezas de los antiguos dioses se funden con los planos de los helicópteros atacando la jungla, el rostro del protagonista por completo alienado, ese inquietante ventilador en el que rima todo el horror de la guerra…

46 El asesino se despertó antes del alba, se puso las botas / Escogió un rostro de la antigua galería / y atravesó un recibidor (…) Llegó hasta una puerta y miró en el interior / Padre, dime hijo, quiero matarte / Madre… quiero… follarte.

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Después de todo, ¿qué es lo que hace que Benjamin L. Willard (un Martin Sheen en auténtico estado de gracia) acuda a la búsqueda ansiosa del Coronel Kurtz? No se trata, por supuesto, de la voz del sistema patriarcal norteamericano, de su “misión” en términos estrictos. De hecho, y como bien sabemos desde el inicio, esa misión es confidencial y nunca ha existido para la opinión pública. No hay medallas ni gestos heroicos en su consecución. Coppola subraya esta ironía al mostrarnos la corrupción de los jerifaltes del ejército disfrutando de costosos (y exóticos: lo mejor del Otro) bocados, decidiendo sobre la vida y la muerte al margen de la verdad escondida al final del río. Ahora bien, tenemos ciertamente la impresión de que lo que Willard necesita no es volver al corazón de Vietnam (o del Congo) arropado por la tranquilidad de someterse a una autoridad responsable. Obedeciendo una ley. Frente a esto, nos atrevemos a afirmar que lo que Willard en verdad necesita a toda costa es otro padre simbólico, otra figura que le ofrezca su Palabra, su Rama Dorada, su Ley. Necesita ser constituido en tanto sujeto por una fuerte autoridad que le ayude a enfrentarse con el universo de lo real, una voz que sea capaz de llegar más allá que el simple discurso capitalista de las buenas intenciones. Ése es el verdadero motivo de que lea una y otra vez, de manera compulsiva, el expediente de Kurtz, sus declaraciones, su extraño mensaje catatónico y nietzscheano. Necesita del misterio, esto es, de un estado casi homicida (un estado antropológicamente confuso) en el que pueda asestar los golpes criminales contra su propio padre para poder retomar su trono, sus prohibiciones, su código. Ése es el gran sabor que invade todo el metraje de Apocalipsis now, lo que la convierte en una cinta única invocada de forma permanente en innumerables producciones que hacían referencia a la crisis del sujeto, de la masculinidad47. 47 De hecho, no deja de ser curioso que sea precisamente Apocalipsis now la cinta que contemplan emocionados los soldados de la ya citada Jarheads, jaleando como guerreros insaciables las “hazañas” del ejército norteamericano. Del mismo modo, el propio Danny

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Vals con Bashir (I): una introducción a la memoria Durante los últimos años, un tema fundamental se ha ido abriendo paso en el panorama cinematográfico europeo: el problema de la memoria. La relación existente entre la memoria colectiva, la memoria individual, los traumas de la historia reciente y su representación fílmica. Resulta curioso que una cinta tan inmensamente rica como Apocalipsis now se estrenara con las heridas de Vietnam todavía abiertas, apenas cuatro años después de la retirada definitiva de las tropas estadounidenses. Podría pensarse que la reinterpretación del texto de Conrad fue un intento desesperado de reactualizar una serie de materiales míticos y literarios para ofrecer una catarsis brutal a un pueblo que acababa de descubrir su propio horror. En el centro de Europa, aunque generalmente tendamos a olvidarlo, todavía tenemos bien despierto el fantasma de Auschwitz-Birkenau, lo que por el momento podemos acotar como el territorio del horror por excelencia. Si bien contamos con ejemplos tan apasionantes como La pasajera (Pasazerka, Andrezj Munk, 1963) o Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alan Resnais, 1955), esos fantasmas del Holocausto están muy lejos de ser exorcizados en los tiempos del mercado común y la moneda única. De hecho, las nuevas corrientes que se intuyen bajo el magma de la ultraderecha europea laten cada año con más fuerza, acaparando más presencia mediática y configurando una realidad que nada tiene de fantástica. Volveremos a esta idea al final de nuestro trabajo. El cine europeo, a juzgar por la altísima calidad de ciertas propuestas, está dispuesto a enfrentarse cara a cara con la problemática del recuerdo, del acto mismo de volver la mirada hacia el pasado. La cuestión se ramifica y Boyle la ha declarado su película favorita, fascinación que se puede apreciar en la infravalorada La playa (The beach, 2000).

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no se enquista tan sólo en aquello que se ha venido llamando la memoria histórica y que reclaman para sí propios y extraños, izquierdas y derechas, ideologías e iluminaciones. El problema no es simplemente luchar contra las fuerzas del olvido, sino ante todo, cómo y por qué recordar. En ese sentido resultan fascinantes obras como La cuestión humana (La question humaine, Nicolas Klotz, 2007), Las horas del verano (L´heure d´eté, Olivier Assayas, 2008), Good bye, Lenin! (Wolfgang Becker, 2003) y un larguísimo etcétera en el que nuevas generaciones de directores se enfrentan, como decíamos, cara a cara con la historia europea reciente, con las heridas apenas entrevistas todavía de las dictaduras socialistas, con el acto catártico de intentar simbolizar, de alguna manera, un hipotético “trauma europeo” que se niega a desaparecer bajo las cómodas promesas del utilitarismo empresarial. Dicho claramente: comenzamos a pensar en cómo enfrentarnos con los propios fantasmas que invaden el sueño de la vieja Europa. En este mismo contexto resulta especialmente fascinante una cinta como Vals con Bashir, con toda probabilidad uno de los primeros intentos serios por parte de Occidente de acercarse, mediante una representación, a la problemática que surge en nuestra dolorosa relación con el Otro Islámico. O de hacerlo, mejor dicho, desde un Yo absoluto que supone que la propuesta esté lo suficientemente cerca del cine-ensayo y (de forma paradójica al mismo tiempo) del realismo mágico como para pensar en que el trabajo de Ari Folman es capaz de ofrecernos algo inédito hasta ahora: el valor de una confesión cinematográfica casi total sobre una experiencia del Horror. Una confesión que nada tiene que ver con los tópicos del cine bélico (propagandístico o de denuncia, tanto da) sino que se plantea su propia naturaleza como pieza fílmica que intenta dar cuenta sobre el horror y sobre la memoria desde una perspectiva lo más honesta posible. 108

Para contextualizar el debate en otros términos, Vals con Bashir se enfrenta con la escuela lanzmanniana de la que ya hablaremos, y según la cual la representación de ciertos temas históricos (el Holocausto, en concreto) es del todo imposible. Para Folman, por el contrario, la representación audiovisual es el puente que permite que toda una generación, en un doloroso y catártico viaje memorístico, sea capaz de volver hasta 1982, a las matanzas cometidas en los barrios de Sabra y Chatila por parte de los falangistas cristianos seguidores de Bashir. La primera pregunta a la que nos deberíamos enfrentar es lo suficientemente incómoda y difícil de descifrar como para llamar nuestra atención: ¿por qué en concreto Israel decide regresar hacia las matanzas que Otro perpetró contra el Otro palestino? ¿No hubiera sido mucho más catártico y propagandístico justificar de manera cinematográfica, al estilo norteamericano, la gesta bélica de turno? Las connotaciones en el caso del Líbano son especialmente sangrantes ya que, si decidiéramos jugar al entretenimiento vacío de la responsabilidad, el asesino último (el que aprieta el gatillo y descerraja el tiro) es un hombre libanés, no un israelí. Podría parecer un mecanismo cobarde de no ser porque en esencia lo que denuncia Vals con Bashir es que el propio pueblo de Israel es incapaz de recordar su culpa, su responsabilidad. Es incapaz de recordar su propia mirada. Los adolescentes que ayer dispararon bengalas al cielo para facilitar la matanza a las hordas de fanáticos religiosos hoy en día dan clases de artes marciales en gimnasios, toman cerveza en complejos turísticos o dirigen películas. Pero tienen serios problemas para descifrar el enigma de su propia personalidad, su reflejo. Saben que guardan un fantasma en su interior, un fantasma que ni siquiera puede ser calmado por definiciones como “identidad nacional” o “Pueblo elegido”. Después de todo, ellos no tenían nada que ganar ni que perder en el Líbano. Su guerra ha sido lo bastante absurda como esas jugadas ajedrecísticas en las que uno descuida una pieza que ni siquiera interesa al oponente. 109

Así pues, lo que Folman pretende que comprendamos es que su guerra, la guerra de la que se decide a hablar en primera persona es un conflicto tan absurdo como brutal: una situación existencial que no puede justificarse desde ninguna posición ideológica pero que, sin embargo, se va extendiendo en la memoria del que la ha vivido como una mancha de sangre.

Vals con Bashir (II): identidades desdibujadas Del mismo modo, las críticas según las cuales Vals con Bashir es una película egoísta por su hipotético olvido del Otro encuentran en concreto en esa idea su mayor retrato del horror. Debemos repetirlo una vez más: resulta imposible hablar del Otro coherentemente, valientemente. No hay más que ver los torpes ejemplos que la cinematografía americana nos ofrece de manera constante cuando bajo el cómodo paraguas de las buddy movies nos presenta edificantes lecciones de moral multicultural: el contundente policía asiático forma una gran pareja con el divertido policía negro. El chico malo del instituto acabará enamorándose de la chica rara a la que todos desprecian. El elegante ejecutivo de Wall Street encontrará los verdaderos valores de la vida al enamorarse de la elegante pero humilde granjera europea. Frustraciones narrativas e históricas para volver siempre al punto de partida: cuando se intenta hablar en nombre del Otro, se le acaba convirtiendo en arquetipo y, por lo tanto, se le desprecia, se le vulgariza. Los asiáticos comen arroz con palillos. Los negros escuchan rap y, cuando se ponen tiernos, citan a Luther King. Las chicas raras sólo pueden conseguir el goce gracias al hábil héroe norteamericano. Hablar desde la boca del Otro nunca es sinónimo de ser tolerante o multicultural: es sinónimo de ser egoísta y pretencioso. Algo semejante ocurre cuando, pongamos por caso, trajeados directivos de las grandes corporaciones afirman preocuparse por el destino del tercer mundo o de las minorías étnicas de turno. Sólo el Otro conoce su propio dolor, y por lo tanto, su propio amor y su propia 110

violencia, esto es, se conoce a sí mismo. Es bastante probable que si Israel intentara dar lecciones morales al mundo sobre el sufrimiento del pueblo palestino acabara cayendo en una irreparable contradicción, en una befa al estilo de comedias racistas de la talla de Zohan, licencia para peinar (You don´t mess with the Zohan, Dennis Dugan, 2008) o en un pseudo-thriller descafeinado del gusto popular como Munich (Steven Spielberg, 2005). Así pues, el problema con el que Folman decide enfrentarse tiene una doble dimensión: por un lado, qué clase de ser humano puedo considerarme tras haber participado (aunque fuera de manera secundaria) en las matanzas de Sabra y Chatila, y por otro lado, qué clase de ser humano puedo considerarme tras haberme olvidado de cualquier detalle sobre mi participación en las mismas. No se trata simplemente de fomentar el discurso de las víctimas contra el olvido o el discurso de la limpia de conciencia general para evitar “que se repitan en el futuro” (habitual excusa que señala que no somos aptos para entender el pasado), sino del horror que produce haber sido capaz de desterrar cualquier responsabilidad personal en un hecho de dimensiones catastróficas desde el punto de vista humano. El interior de la cuestión está ya escrito en las escenas que abren la cinta. Como si fuera una réplica de Trainspotting o una mirada macabra sobre el inicio de Slumdog millionaire, Vals con Bashir comienza también con una frenética carrera que rompe el ritmo cotidiano de la gran ciudad. Sin embargo, en esta ocasión, son una camada de perros desquiciados, rabiosos, los que cortan las calles sembrando el pánico y el pavor.

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En su delirante carrera, los perros se ven constantemente reflejados en las superficies de la calle: los espejos, los charcos de lluvia, el suelo húmedo de las aceras. Son extraños psicopompos que surgen desde el infierno de esa ciudad apocalíptica para acabar reclamando el cuerpo de un hombre que se parapeta en un extraño y aséptico edificio. La escena, como sabremos pronto, se trata del sueño recurrente que sufre un amigo del protagonista. No hace falta ser un experto en psicoanálisis para comprender rápidamente que la manada de perros que circulan por la ciudad son los portadores del aullido inquietante de lo reprimido. De aquello que el inconsciente no puede contener durante más tiempo y tiene que articularse, tiene que exigir su elaboración por parte del sujeto. Como bien señala Freud: El sueño no actúa nunca con nada que no sea digno de ocupar también nuestro pensamiento despierto. Las pequeñeces que no llegan a atraer nuestro interés durante el día son también impotentes para perseguirnos en nuestro sueño (1999, 34-35). Y, a juzgar por la potencia del símbolo con el que el inconsciente decide articular su mensaje brutal, su necesidad de recordar, no hay nada de pequeño en su firme decreto. En un clásico mecanismo de desplazamiento, el sueño “resucita” a la veintena de perros que el personaje tuvo que matar en el Líbano ya que “era incapaz de matar a un hombre”. De una manera similar, las víctimas de las matanzas en Sabra y Chatila reaparecen del inconsciente colectivo para exigir su particular resurrección en la conciencia israelí. El mecanismo de culpa es el mismo: el cuerpo que aloja la bala disparada no puede descansar bajo la cómoda paz del olvido48. 48 De hecho, no deja de ser clarificador que las mujeres que lloran desesperadas en la visión fantasmal de Folman realicen exactamente el mismo movimiento que los perros rabiosos que exigen justicia en el sueño que abre la cinta. Aparecen desde detrás de una esquina para avanzar hacia la cámara en actitud incontrolable. Más adelante analizaremos las consecuencias narrativas de esta decisión.

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El prólogo onírico de Vals con Bashir no deja lugar a la duda: en los rincones de la memoria colectiva hay demasiadas bestias que no pueden descansar en paz y que llegarán, con su horrendo y soberano mensaje, a romper la falsa quietud de ese mundo artificial que se ha construido al calor de los cadáveres. Tras este punto de partida, los problemas planteados son múltiples. En primer lugar, Folman se atreve a pronunciar un Yo cinematográfico como si siguiera una técnica puramente diarística. Vals con Bashir no es tanto una historia sobre la guerra como sobre la problemática de pensar esa misma guerra. En segundo lugar, durante la inmensa parte del metraje flirtea entre los elementos documentales que podrían remitir a las técnicas empleadas por Lanzmann en su particular acercamiento al Holocausto (entrevistas diegéticas y extradiegéticas, testigos presenciales o expertos que opinan sobre el tema…) para después realizar un salto en el vacío e incorporar a la ficción todo tipo de elementos narrativos, fantásticos, de un poder sexual o violento absolutamente desgarrador. El mecanismo de la enunciación juguetea de manera permanente con la idea de la psicosis en una espiral que recuerda a la mixtura de materiales y técnicas tan queridas por los realizadores postmodernos. En ciertos momentos, la pasta de sensaciones y pensamientos que van configurando la memoria de los protagonistas y sus asfixiantes intentos por poner orden en lo ocurrido en el Líbano parece componerse de elementos sobre todo oníricos, lo bastante truculentos como para pertenecer a ese juego del inconsciente que se empeña en seguir protegiendo sus dolorosos secretos a toda costa. El problema, por supuesto, es que la fuente del sufrimiento es tan horrenda que sobre las cicatrices del mensaje del inconsciente se puede leer con toda claridad el cadáver descompuesto que late en su interior. Ése es, después de todo, el fantasma que han conjurado los perros infernales que cruzan la ciudad. Resulta fascinante, en este sentido, la escena en la 113

que el protagonista recuerda su llegada al aeropuerto principal de Líbano, apenas unas horas antes del comienzo de la masacre. Durante toda la primera parte de esa escena, el joven Felman pasea entre los símbolos del capitalismo con los que nos podemos identificar fácilmente: anuncios, carteles de salidas y llegadas, luces de neón…

Se trata, en fin, del tranquilizador panorama de Occidente, el mismo que el soldado contempla en su propia ciudad tras interminables jornadas de asesinato y locura en el terreno de combate. Es ese espacio en el que la construcción de la identidad personal está completamente asegurado: las ciudades que anuncian los carteles (París, Nueva York, Chicago…) son los destinos predilectos para los viajeros del primer mundo, las coordenadas típicas a las que uno debe dirigirse en busca del romanticismo, o de la vanguardia, o de la elegancia del momento… El Duty Free, elocuentemente adornado con varios diamantes pintados en sus puertas, nos ofrece ese pequeño paraíso en el que incluso se nos permite burlar al sistema a base de sisarle unos céntimos en cuestión de evasión de impuestos en tabaco o en productos de lujo. Los anuncios nos prometen los rostros femeninos desencajados de goce y glamour, hermosísimas mujeres listas para el deseo. Tal es, sin la menor duda, el territorio en el que nos podemos mover con absoluta tranquilidad, el que nos brinda una respuesta a nuestra propia identidad mediante el consumo, mediante el espectáculo. La escena, sin embargo, no tarda en romperse cuando el protagonista, al asomarse a uno de los ventanales del aeropuerto, contempla un avión 114

destrozado. El sueño Occidental queda anulado, puesto al descubierto en lo que realmente es: artificio.

Éste es, después de todo, el penúltimo peldaño que el protagonista debe descender en su acercamiento al centro del infierno (los campos de refugiados en los que se perpetra la masacre), su aceptación de la vulgaridad absoluta de los elementos de consumo que le sustentan como sujeto. La idea de que toda esa panoplia de goce y adquisición tiene poco que hacer frente al peso evidente del horror (los gritos de los soldados, los helicópteros que cruzan la imagen a gran velocidad), frente a esa desgarradora posibilidad que ofrece lo real y que se filtra, con total claridad, en las hendiduras del sistema económico. Después de todo, lo que redondea el círculo de Vals con Bashir es su implacable pero absolutamente lógica explicación (nunca justificación) de las masacres cometidas en Sabra y Chatila. Lo que lleva a los falangistas a entrar en los campos de refugiados es su brutal ansia de venganza por la muerte de su líder religioso e ideológico (“la novia a la que hay que vengar”, como lo llama de forma irónica uno de los antiguos soldados), esto es, por aquél que media en su conexión fanática con el misterio49. 49 En cierto sentido, se pueden encontrar paralelismos con el mismo sistema de captación y formación del sistema nazi, cuyos ideales básicos (del culto a las figuras del guerrero hasta los ritos de iniciación o la camaradería entre iguales) no dejaban de ser puestas al día de las antiguas religiones germánicas. La propia idea del “Reich de los mil años” junto a la verborrea arcano-cabalística-nacionalista de Hitler configuraban un cóctel mortífero cuya eficacia quedó lamentablemente probada.

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Por aquél que, en definitiva, en el lugar en el que el goce cobra sentido, los conecta con lo sagrado. La figura de los Duty Free arrasados es, de hecho, una de las mejores confirmaciones de la problemática actual en Occidente: el patetismo y la mediocridad manifiesta del sistema ideológico que controla los flujos sociales, económicos, culturales y, en fin, existenciales.

Rotura En cierto sentido, cuando Ari Folman decidió utilizar la animación como el soporte principal para Vals con Bashir, supo que se arriesgaba a arrostrar una serie de factores que parecían no compaginar demasiado bien con el tema tratado. En primer lugar, hablar de las fallas de la memoria desde una técnica que desdice voluntariamente la precisión de “fijar el instante” que puede tener la imagen real y sus consecuencias éticas y estéticas (volvemos a Lanzmann) encierra, quizá, una contradicción. En segundo lugar, y por desgracia, una cierta parte del público sigue manteniendo la apreciación de que la animación es una técnica específicamente infantil, una anécdota al margen de la verdadera Historia del cine. Como bien señaló Pilar Yébenes: Combatir el prejuicio establecido que limita el dibujo animado a un tipo de público eminentemente infantil no resulta tarea fácil, y si a eso añadimos la incomprensión y desconfianza por parte de los productores, la difusión y realización de las obras animadas para adultos conduce cada vez más al vacío (2002, 137).

Por último, una de las grandes bazas del cine de animación es, sin duda, su capacidad para deslizarse más allá de los límites de la representación 116

“realista”, consiguiendo infinidad de nuevos espectros que se alejan de la verosimilitud para lanzarse a lo imposible. Sin embargo, una película que intenta acercarse también a las técnicas documentales puede sufrir un cierto efecto de distanciamiento debido a los impresionantes saltos en el vacío sueño/realidad, ficción/documental, crónica histórica/mundo onírico que Folman realiza continuamente. No obstante, nada parece tan sobrecogedor como cuando, en los últimos instantes de la cinta, Folman rompe con todo su propio modo de representación y, tras someternos a la angustiada mirada del protagonista de la cinta, produce una brutal maniobra de corte al saltar a las imágenes documentales grabadas por la prensa el día después de la matanza.

La violencia conseguida por el director es una de las más extremas que jamás hemos podido contemplar en la pantalla. Su violación total de las normas de la representación sacuden todo el sistema de códigos cinematográficos fijados en las grandes producciones hollywoodienses para lanzarse desesperadamente a la experiencia encerrada en el interior de la imagen, una experiencia que ya resulta del todo inalcanzable para el espectador y que, sin embargo, le golpea con todo su poder. La fisura que se establece entre los dos ejes espacio-temporales en ese plano-contraplano imposible propuesto por Folman es uno de los grandes prodigios del cinematógrafo entendido desde su vertiente artística: nos cobija, nos sacude, nos ofrece una inquietante intuición del horror que late en el interior de la Historia. 117

Pero analicemos detenidamente la estrategia que maneja el director. El choque de ambas figuras queda sustentado, en primer lugar, por su situación pareja en el plano. El soldado israelí y la mujer palestina se mantienen en un extraño eje temporal, se convierten en un reflejo el uno del otro en un espejo imposible. Por otra parte, el universo del primero es por completo artificial: saturado de un violento color amarillo, con una perspectiva estilizada que bebe de la tradición pictórica renacentista y, al mismo tiempo, con una definición del sujeto que parece extraída de un cómic para adolescentes. Frente a él, la mujer palestina llora desesperada en unas imágenes grabadas por equipos internacionales y que serán distribuidas como lo que vulgarmente se ha denominado “el rostro de la tragedia”, o lo que es lo mismo, el rasgo humano al que el noticiario se aferra para no sucumbir a la tentación de mostrar los cadáveres cercenados50. Sin embargo, hay una tercera presencia que está obligada a comparecer, como figura asfixiante, entre esas dos imágenes que chocan de una manera tan brutal. Se trata del propio espectador, convidado por la representación a permanecer sofocado entre esa mirada a cámara que realiza el personaje de animación y ese gesto desesperado que realiza la mujer. Como bien sabemos desde el cine de la modernidad, la mirada directa a cámara (y su consiguiente violación del Modo de Representación Institucional) no es sino una poderosísima manera de desmontar 50 En el caso concreto de las imágenes propuestas en Vals con Bashir, y en un movimiento que parece contradecir toda la lógica de lo políticamente correcto, Felman es capaz de llegar al contacto con lo siniestro al mostrarnos, sin el menor pudor y en cámara lenta, los cadáveres de los niños palestinos enterrados entre los escombros. Evidentemente, la decisión del director puede rozar la representación morbosa o entrar de lleno en la polémica sobre la fascinación que la violencia produce en aquél que la contempla. Pero, aun a riesgo de realizar una defensa demasiado apasionada, también queremos señalar que nada resulta más impactante que la contemplación de las imágenes reales después de su (siempre más tranquilizadora) simbolización en el código de la animación. Sería, en cualquier caso, un intenso y fructífero debate sobre el que esperamos volver en futuros trabajos.

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toda la tramoya, de desbaratar el espejismo, de interpelar radicalmente al que contempla la ficción. En contraste con la actitud del soldado (que mira a cámara de frente a esas mujeres que se acercan hacia él de manera desesperada, pero también haciendo coincidir su propia mirada con la del espectador), mucho más cercana a los códigos de la representación televisiva, la mujer palestina en ningún momento parece percatarse de la presencia de la cámara que la está grabando. Cruza la pantalla de un lado para otro hasta desaparecer en un fuera de campo inimaginable, grotesco, como quien acude desesperanzado a su cita con lo real. Las dos son actitudes irreconciliables, opuestas, dramáticas. Entre ambas, en absoluta tensión, un espectador que debe enfrentarse, con toda su brutalidad, al inmenso abismo que se abre entre esos dos modos de representación, dos sujetos, dos imágenes creadas con veinticinco años de diferencia. Y eso, después de todo, es lo que el cine europeo pretende al lanzarse desesperadamente en busca del territorio de la memoria.

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CAPÍTULO 5

Espacio, Horror y Goce

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había llegado como un ladrón en la noche. Y, uno tras otro, fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cual encontró la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los candelabros se extinguieron. Y de todo se adueñó la tiniebla, la corrupción y la muerte roja (Edgar Allan Poe)

Durante los primeros meses de 2009, la sociedad occidental recibió (sin demasiada sorpresa, aunque con cierta inquietud) la noticia de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había decidido tomar una serie de medidas históricas gracias a un nuevo virus mortal cuyo foco parecía proceder de México. La flamante pandemia, denominada Gripe A o Gripe Porcina, no tardó demasiado en escapar de sus marcos geográficos iniciales para hacerse notar en todos los continentes. De hecho, en el momento de redactar estas líneas, seguía ascendiendo vertiginosamente el número de afectados y de muertos en todo el planeta. Si traemos a colación un hecho tan reciente es por el inmenso interés que suscitó en nosotros el modo por el cual el virus de la Gripe A se introdujo en España, sin duda uno de los casos más explicativos de la extraña relación que el sujeto está manteniendo con el fantasma en los principios del Siglo XXI. Cuando las cadenas de televisión sacaron a la 121

luz los datos correspondientes a los portadores del virus, resultó que la práctica totalidad de ellos eran estudiantes universitarios que habían contraído la gripe en uno de esos llamativos complejos turísticos que garantizan la alienación tropical y absoluta durante varios días, un espacio preparado para el goce capitalista. Podría resultar sorprendente que nadie se haya tomado hasta ahora la molestia de leer la verdadera naturaleza de este tipo de heterotopías. En mitad de un espacio para el horror (países con graves problemas internos en todas las esferas de la vida política y social), grandes corporaciones turísticas generan pequeños micromundos completamente aislados del exterior para que estresados miembros de la sociedad del bienestar acudan a descargar sus tensiones y sus rutinas en contextos artificiales. Llama la atención en concreto que uno de los primeros consejos que se ofrecen a los turistas sea la inquietante recomendación de no atravesar los límites de los complejos turísticos, de no transgredir las fronteras de lo virtual, de no acercarse a ese Otro armado y en pie de guerra que malvive al otro lado del espejismo. Así, los falsos paraísos tropicales ofrecen una especie de sublimación nauseabunda e hipertrofiada del goce donde lo más importante reside precisamente en olvidarse de las propias responsabilidades de ser sujeto, de su rol productivo en las normas del capital, de los tabús sociales y sexuales de sus países de origen. El ciudadano que pasea por el territorio del horror con una pulsera que le garantiza la barra libre y la playa de aguas cristalinas es un apátrida, un exiliado de sus obligaciones que no tiene más leyes para su conducta que las de su personal apetencia y su flexibilidad moral. Así cuando, por poner un ejemplo, una empresa decide premiar a sus subordinados con un viaje de estas características, lo único que le está ofreciendo es la posibilidad de desmemoriarse durante siete o diez días de su misma naturaleza mayormente productiva para regalarle un goce 122

artificial a manos llenas, la promesa de un placer efímero pero absoluto. Veinticuatro horas al día con actividades lúdicas programadas, juegos de empresa, objetos de deseo e incluso, en la mayoría de los casos, un breve pero pintoresco contacto con el horror cuando el Otro-domesticado, a cambio de una módica propina, relate las escalofriantes historias de lo que pasa en el exterior, a apenas cien metros de la puerta del recinto. Goce y piedad para alimentar las ansias grupales de la empresa capitalista. Ahora bien, regresemos por un momento al caso concreto de los jóvenes portadores de la Gripe A. Al margen de que los mecanismos de contagio, al menos de momento, no estén lo bastante delimitados, nos gustaría llamar la atención sobre su propio rol como portadores. No deja de resultar irónico (y un tanto ridículo) que el lugar de contagio de la gran Pandemia de nuestros días (repetimos, capaz de hacer saltar las alarmas de la OMS) sea precisamente el espacio máximo del goce, el espacio al que los alumnos universitarios acuden para celebrar el cumplimiento de un rito de paso en sus estudios. El hecho de que las imágenes recogidas por los chicos durante sus vacaciones fueran emitidas por las televisiones nos permite comprender hasta qué punto resulta obscena la relación que la muerte ha establecido con el goce capitalista. Asomándonos a su textura de imágenes imperfectas (grabadas por cámaras de bajo formato, quizá incluso de algún teléfono móvil) se aprecia la desgarradora presencia de lo real, la estupidez misma de los símbolos del placer contemporáneo. En las palmeras que brotaban coquetamente sobre los mojitos y los daiquiris, las pieles bronceadas y el seductor (o como gustan de decir: latino) carácter del hilo musical se abre la brecha violenta, la escisión, la experiencia del horror. O dicho de otra manera: ¿cómo manejar la brecha neurótica, el punctum que se plantea entre las imágenes del complejo turístico y las declaraciones de la OMS que llamaban a la solidaridad entre países para evitar 123

efectos devastadores en las zonas más desprotegidas del Tercer Mundo? Y, por cierto, ¿de qué están desprotegidas esas zonas? ¿Del goce occidental y sus mecanismos de construcción social? Pero, aunque sea una opción políticamente incorrecta, dejemos por un momento también al Otro-tercermundista fuera de nuestra reflexión. Centrémonos en el hecho mismo de que una nueva amenaza ha llegado hacia nosotros, de manera inquietantemente similar al virus del SIDA, envuelta bajo el disfraz exquisito del goce. Resulta imposible no pensar en los invitados que Poe hacía bailar en su soberbio juego de salones en La máscara de la muerte roja. Del mismo modo, resulta imposible no recordar el cadáver bergmaniano, víctima de otra pandemia paralela, en la escena de El séptimo sello que ya trajimos a colación. Lo que ya sabíamos vuelve hacia nosotros con la furia renovada del horror. Después de todo, de la misma manera que en el próximo capítulo trazaremos un brutal paralelismo entre Disneylandia y Auschwitz, también podemos comenzar ahora sugiriendo otra línea virtual y salvaje: Guantánamo-Punta Cana. De lo que se trata es de pensar en cómo habitamos el espacio, cómo lo acotamos para sumergirnos en el horror o en el goce, cómo lo convertimos en una superficie para nuestras propias neurosis.

Espacios fílmicos para el horror (I): contextualización Ciertas épocas resultan ser especialmente dolorosas en lo que a opresión ideológica y presencia del horror (en un hipotético inconsciente colectivo) se refiere. Como ya hemos dicho, una de las consecuencias predecibles de la caída de las Torres Gemelas fue la puesta en jaque del lúdico juego postmoderno al que teóricos como Lipotevsky venían saludando de manera frívola. Del mismo modo, la idea de que el 124

fantasma conjurado en la Zona Cero iba a convertirse en una jauría mundial no tardó en confirmarse como una realidad política evidente. El retorno (cíclico) a una política de corte conservadora a nivel internacional no se hizo esperar y se dio por sentado que las normas de tal juego mundial tenían que acomodarse al vértigo de los tiempos. Con todo lo que ello implica. El cine, por supuesto, no tardó en amoldarse a la situación. Uno de los rasgos más apasionantes fue la apreciación de cómo, en cuestión de años, el género de terror aumentó en el número de propuestas y en la calidad de las mismas, de manera paralela a lo ocurrido en la Alemania anterior al nazismo o en la Norteamérica post-Vietnam51. Resultaba chocante, por ejemplo, como de pronto se realizó un esfuerzo brutal para reactualizar, a modo de remakes, los grandes clásicos del género que alumbraron la pesadilla que le esperaba a la generación del Flower Power. Así, de manera inmediata surgieron las nuevas interpretaciones de La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974 y Marcus Nispel, 2003), Las colinas tienen ojos (Hills have eyes, Wes Craven, 1977 y Alexandre Aja, 2006), La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976 y John Moore, 2006) o La última casa a la derecha (Last house on the left, Wes Craven, 1972 y Dennis Iliadis, 2009). Las primeras obras de directores citados como Wes Craven o Tobe Hopper volvían a aparecer con aires renovados, retomando con menor efectividad (aunque con igual interés) la idea del sadismo inherente a la sociedad capitalista y a sus estrategias sobre el goce. 51 Ya hemos hablado de los trabajos teóricos de Siegfried Kracauer, pero no está de más recordar un libro como Hollywood from Vietnam to Reagan… and beyond (Wood, 2003), y muy concretamente, su célebre capítulo The american nightmare: Horror in the 70s (pp. 63-84), en el que el autor sentó varios precedentes a la hora de relacionar las presiones ideológicas de las sociedades conservadoras con el cine de terror que se genera en las mismas.

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En cierto sentido, si la crítica internacional tenía motivos para esperar las primeras películas “sobre las Torres Gemelas” o las primeras películas “sobre la Guerra de Irak“, quizá lo más llamativo era que, al igual que había ocurrido en la Alemania de los 20 o en los EE. UU. de los 70, el cine de terror estaba sintonizando con la angustia latente, adentrándose en un territorio que sólo podía tomar la forma del género. Así, aunque no tardaron mucho en aparecer propuestas como la creación colectiva 11 de Septiembre (11´09´01 - September 11, AA. VV., 2002) o como el díptico United 93 (Paul Greengrass, 2006) - World Trade Center (Oliver Stone, 2006), la auténtica manifestación del horror iba conduciéndose por canales paralelos: Se podría afirmar que el verdadero tema que domina el cine de terror es la lucha por el descubrimiento de todas las fuerzas reprimidas de la sociedad, así como de aquellos que la oprimen, dramatizar sus heridas, como si de una pesadilla se tratase (…) De hecho, el final feliz (en el caso de que exista) no puede ser interpretado sino como el retorno de las fuerzas represoras (…) Resulta fácil, por lo tanto, definir las películas de terror: son nuestras pesadillas colectivas (Wood, 2003, 68-70).

La caída de las Torres generó un desgarro en el propio género que todavía hoy no ha terminado de manifestarse. Durante gran parte de los noventa, las películas de terror más relevantes se habían adecuado a la fórmula puesta de moda por la Dimension Films gracias a la orquestación de Wes Craven y de su postmoderna trilogía Scream. Toda la colección de acné movies derivadas de aquella bufonada metacinematográfica acabó por configurar una pasta fílmica de segundas y terceras partes que se limitaban a hacer desfilar una galería de asesinatos más o menos retorcidos sobre una cuadrilla de adolescentes de clase media-alta. En cierto sentido, Scream volvió a poner de moda las propias cintas que pretendía parodiar. 126

Ahora bien, después de la caída de las Torres Gemelas, el género realizó un viraje hacia una seriedad nada impostada que se traducía, entre otros muchos factores, en la propia concepción del espacio habitado por los personajes o en la propia relación de la maldad con la locura. Uno de los grandes avances del tándem Craven/Hopper fue la incidencia sobre la absoluta inhumanidad de los asesinos en serie protagonistas de sus ficciones. Inhumanidad casi desapasionada en el caso del famoso Leatherface de La matanza de Texas (su tratamiento de la víctima es mecánico y no tiene una cantinela de antihéroe melodramático) o directamente “excusable” en el caso de los padres de La última casa a la derecha (después de todo, lo único que hacen es vengar a su hija). Su retorno en la América Post-11S se entronca también con el, en apariencia, exceso de humanidad del asesino de la saga Saw (James Wan, 2004), el delicado sadismo lúdico de los asesinos de Funny Games (Michael Haneke, 2007) o la búsqueda capitalista del goce supremo en los gerifaltes de Hostel (Eli Roth, 2005). El género del terror manifestaba nuestra nueva herida (la del interior del sujeto que se construía al margen del proyecto de la modernidad y a la sombra del fantasma del 11S) con una inédita seriedad y madurez.

Espacios fílmicos para el horror (II): lo (in)habitable Una de las grandes preguntas que subyacen en el género de terror (en la que, sin duda, la herencia del romanticismo tiene mucho que decir) sigue siendo: ¿cómo es posible habitar en ciertos espacios? O lo que es lo mismo, ¿cómo compaginar la presencia del goce y del horror en unas coordenadas concretas? Por ejemplo: la idea del espacio familiar subvertida hasta la náusea en la famosa cena de La matanza de Texas original. El espacio en el que se habita es siempre un espejismo, una fantasía de una debilidad descorazonadora. Una heterotopía foucaultiana llevada a 127

sus últimas consecuencias. Y lo es, en esencia, porque hablamos de aquel espacio en el que se construye la identidad, en el que el sujeto se elige y decide lo que de radicalmente personal y original incorpora a su existencia. Debería ser un espacio para la construcción de esa máscara que se agazapa tras el término persona. Ahora bien, uno de los grandes errores de la sociedad del bienestar es el espejismo por el cual los portadores de la subjetividad son, precisamente, las marcas de consumo. El llamado branding, por el que los valores del sujeto corresponden a los de las marcas de confianza que consume, acaba cristalizando en una frustración y en una sensación de psicosis difícil de aprehender. Si bien es cierto que dichas marcas ofrecen una relativa idea de pertenencia a una determinada esfera social, una ilusión de confianza en ser-lo-poseído, no es menos cierto que el progresivo borrado de las huellas personales en el proceso de consumo (no hablemos ya del proceso de producción) acaba por desembocar en un vacío insostenible. Lo realmente enfermizo es pensar en la colección de espacios-para-habitar fabricados en cadena con idéntica disposición en interminables urbanizaciones situadas más allá de las ciudades. De ahí la importancia del espacio al que se escapa (aquél deshabitado del cine de terror) como un espacio del encuentro con lo exótico. Saberme diferente con respecto al Otro, saberme piadoso con respecto al Otro, o displicente, o sexuado. Pero saberme en tanto yo, en tanto el Otro no habla mi idioma y (en el caso de los destinos turísticos a los que hacíamos referencia al principio) no usa mi reproductor de música, no lleva mis zapatillas. No puede hacerlo, porque es el Otro. Mi chalet adosado es distinto del espacio del Otro. Ese espacio se corresponde con el thanatos, con el coche que recorre la carretera abandonada, con la casa situada en la alejada colina, con ese es128

pacio no normalizado y salvaje en el que el vértigo y el goce se confunden con la sangre derramada y el instinto de supervivencia. No es extraño, por otra parte, que la relación entre el erotismo y el terror sea una constante, del mismo modo que todos los paraísos exóticos se ofrecen arropados por veladas fantasías en los catálogos que pueblan las agencias de viajes. El monstruo que espera en el espacio inhabitable no es más que el hombre occidental liberado de las ataduras de su moralidad consumiendo al Otro y a sus manjares exóticos. Después de todo, lo que se pretende es de dar rienda suelta al goce hasta la náusea, apurar las heces de la subversión para poder justificar el dinero y las ilusiones invertidas en el trayecto (lo que podríamos llamar, para clarificar la cuestión de una vez por todas, “amortizar la barra libre”). ¿Acaso no es Leatherface o, en su defecto, los hombres de negocios que pagan por torturar y violar a adolescentes en Hostel una versión extrema de la dictadura del goce? ¿No se trata de la puesta en imágenes de lo que comentamos con respecto al deseo en Lacan: fagocitar al Otro? Lo que el género de terror ofrece, después de todo, es la posibilidad directa de empatizar con el asesino, de situarnos en su celebración delirante del goce, de hacer un exquisito itinerario por nuestra fantasía de posesión y destrucción total. Nadie lo comprendió como Hitchcock cuando en Psicosis (1966), después de contemplar el brutal asesinato en la ducha, sentimos miedo ante la idea de que no pueda ocultar el coche de la víctima. No se trata tanto de la humanización del monstruo (la estrategia de Shelley en Frankenstein) como de clarificar nuestra propia naturaleza monstruosa. De ahí que, en cierto sentido, la existencia de ese espacio inhabitable nos conduzca hacia un apocalipsis que parece atravesar el género del terror. De hecho, al comienzo del libro ya tuvimos ocasión de hablar sobre las teorías de Freud que se encaraban con la necesaria relación que parece existir entre la cultura y el sentimiento apocalíptico. A nadie se le escapa que la cinematografía occidental posterior a los años 129

cuarenta ha sido especialmente rica en propuestas que utilizaban el final de los tiempos como marco espacial. El flirteo con la idea de la autodestrucción se encuentra prácticamente en todas las grandes culturas del mundo, en las grandes religiones, en los ciclos heroicos. Sin embargo, nos es dado a observar que, en esencia, hasta que no estallaron por completo los ideales de la modernidad, Occidente no tuvo que pararse a pensar con seriedad en la posibilidad real de ser exterminado en su totalidad. Por un lado, porque el concepto del héroeque-salva-el-mundo tan querido a cierto cine de entretenimiento resulta un tanto estúpido si no sabemos a ciencia cierta por qué lo está salvando o qué resulta interesante mantener del universo en cuestión. Nada más ridículo que la última interpretación cinematográfica del mito de Superman (Superman returns, Bryan Singer, 2006), en la que una casi modélica familia norteamericana acaba por salvar al gran héroe de morir en el último momento. No menos ridícula resulta el trasfondo de una cinta como Hancock (Peter Berg, 2008), en la que pareciera que la creación de héroes es algo así como una estrategia más en el peligroso mundo de la responsabilidad social corporativa. Mas ninguna de las grandes forjas heroicas de las últimas décadas profundiza con seriedad en la necesidad de la labor del salvador, en los jugosos frutos de su acción mesiánica. Como ya sabemos gracias a ficciones postmodernas de la talla de Sin City o The spirit (Frank Miller, 2008), lo que el héroe le ofrece al mundo no es un mensaje de progreso y supervivencia, sino una simple prórroga en su inmenso cenagal de oscuridad y miseria. Lo realmente interesante resulta ser, por el contrario, la facilidad y la admirable precisión con la que se conecta el mensaje apocalíptico con los mecanismos de la sociedad del bienestar, en especial mediante las estrategias de represión que dominan el cine de terror. Es algo que ya intuíamos desde la magnífica Los pájaros (The birds, Alfred Hitchcock, 1963) y que 130

volverá a aparecer en obras más o menos deudoras de la cinta original como ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976) o la sucesión de ficciones de temática zombi/alienígena en las que el intruso destructor de turno decide que el ser humano ya ha agotado sus posibilidades existenciales. De ahí que al hablar de esta constante presencia del apocalipsis en el cine de la postmodernidad, podamos afirmar: Y así también, en ellas, la fascinación del caos cobra la forma de un cese inmediato de la historia. El Apocalipsis, la conciencia de la proximidad del abismo, aparece, en suma, como una posibilidad inmediata, pero esta vez desligado de toda esperanza de redención externa. Apocalipsis, entonces, sin Dios y sin juicio final. Pues éste es uno de los datos más notables de nuestra postmodernidad: que Dios —casi todos los dicen— ha muerto y sin embargo lo diabólico, es decir, la fuente del horror, mantiene su plena vigencia. O dicho todavía de otra manera: ya sólo creemos en —ya sólo poseemos la certeza de— la posibilidad de horror (González Requena, 2008, 15).

Hostel: apocalipsis contenidos para nuevas generaciones Espacios habitables para el horror En 2005, apenas cuatro años después de la caída de las Torres Gemelas y cuatro años antes de que la Gripe A comenzara a expandirse por Europa, llegó a las salas la película Hostel, dirigida por un entonces casi desconocido Eli Roth. Su planteamiento era lo suficientemente jugoso como para proponer un lavado de cara al cine acné de terror tradicional: tres estudiantes norteamericanos desembocan en una Europa dominada por el goce y, atrapados en una telaraña de fantasías 131

sexuales, acaban siendo víctimas de una organización secreta en la que los empresarios más influyentes del mundo pagan auténticas fortunas por violar y torturar hasta la muerte a ingenuos turistas. Como se podrá apreciar a raíz de la lectura pormenorizada que pretendemos acometer en las siguientes páginas, Hostel resume casi a la perfección las principales líneas de reflexión que hemos ido desarrollando a lo largo del libro. En primer lugar, porque hay una cierta presencia que domina la enunciación y que nos introduce en el universo con total precisión. En riguroso blanco sobre negro, con una sobriedad inusual en el cine de terror, un genérico anuncia, simplemente: “Quentin Tarantino presents”. Y, por cierto, la figura de Quentin Tarantino es constantemente sacada a colación como paradigma de director postmoderno, de enfant terrible capaz de reinterpretar toda la pulpa fílmica del siglo XX (el sexploitation, el blaxploitaton o las películas de Kung-fu) ganando por el camino el respeto de crítica y público. Sin embargo, en el caso de Hostel hay que leer el genérico de manera literal. Quentin Tarantino ofrece su firma (esto es, su identidad) como garante absoluto de la validez de lo mostrado en el texto. La estrategia original, como ya sabemos, se la debemos a Alfred Hitchcock, primer director en alzarse a sí mismo como conjurador principal de la ficción (y de sus fantasmas) mediante la fórmula “Alfred Hitchcock presenta…” que más tarde serviría también como título para su serie de televisión. Pero en este caso Tarantino presenta la ficción más bien como un fiador de Roth, un mentor que se ha atrevido a cogerle de la mano (como anteriormente ya hizo David Lynch) para propiciar su salto a la fama. Su nombre aparece incluso antes del espacio destinado al capital (las firmas de las productoras) y desde un negro absoluto en el que sólo podemos escuchar ciertos sonidos metálicos que remiten a los instrumentos de tortura. 132

Así que, ciertamente, lo que Tarantino está presentando es un espectáculo que surge de la oscuridad para adentrarse en el territorio del sadismo. La primera sorpresa es que lo que nos encontramos, sin embargo, cuando el montaje funde desde el negro a las primeras imágenes audiovisuales, es un proceso de lavado. El lavado del espacio correspondiente al horror:

Hostel comienza precisamente cuando (y donde) todo parece haber terminado ya. En lugar de la estrategia tópica del cine de terror que inicia presentando el primer asesinato del monstruo de turno, aquí la narración se articula desde ese espacio en el que la tortura, el asesinato y la violación han quedado sepultados y, en su lugar, se realiza una actividad tan cotidiana como limpiar. Limpiar las paredes, los utensilios, la sangre reseca en el suelo. El proceso es extraño e inquietante en concreto por lo que tiene de familiar: después de todo, cualquier espacio habitable es un espacio limpio, sin mácula, ejemplar. Y eso es, en esencia, lo que merecen tanto los verdugos como las víctimas de este juego sádico: un espacio purísimo en el que la actividad homicida no se vea ensombrecida por molestos competidores anteriores. La manera en la que los responsables de la enunciación se van incorporando a esa colección de texturas desagradables (sus nombres se superponen sobre la materia tanática) retumba con un significado profundo: ellos son los que sustentan ese espacio delirante, los que dotarán de sentido mediante la cadena narrativa a toda la colección de horrores que se irá 133

desplegando frente al espectador. La enunciación está en ese territorio en el que lo espectacular se relaciona con la más profunda voluntad de desintegración, un espacio en el que nada puede ser pronunciado porque la Ley es tan caprichosa como férrea: la Ley del más puro (y psicótico) deseo.

Radiografía de la Vieja Europa Durante las primeras secuencias de la cinta, Eli Roth (apadrinado por esa figura en la sombra-genérico en negro que resulta ser Tarantino) se recreará en la construcción de un universo absolutamente apocalíptico, desintegrado. La oposición es lo bastante reconocible como aplicable: los tres niños/turistas que desembocan en la Vieja Europa para dar rienda suelta a su deseo. Un deseo que, por supuesto, no puede articularse en su continente original (Estados Unidos), en el que se sienten presos bajo la férrea dictadura de las costumbres. No es de extrañar que Roth levante una fantasmal ciudad de Ámsterdam para ejemplificar esa idea de goce desmesurado y radical al que tienden los turistas. Apenas dos conceptos parecen vertebrar el viaje iniciático de los tres personajes masculinos (dedicaremos más adelante alguna anotación a la figura de las tres mujeres en Hostel II) estadounidenses: el sexo y las drogas. Para ellos, Europa no es más que ese paraíso que, curiosamente, los europeos de su misma edad parecen proyectar sobre los paraísos artificiales sudamericanos de los que hablábamos al principio del capítulo. La mirada de los EE. UU. sobre el viejo continente queda clarificada en uno de los primeros diálogos de la cinta: -

¿Hemos venido a Europa sólo para fumar hierba?

-

¡Oye! Yo he venido desde Islandia. ¿Y qué pasa?

-

Eso ya lo hacemos en la Universidad. ¿Por qué no vamos a algún museo?

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- Tienes razón, deberíamos visitar algún museo. ¿Qué tal el del Cannabis?

Ciertamente, el conocimiento de la Europa histórica tiene poco interés en el reino del goce. El museo, símbolo aquí de la herencia existencial y artística (de la que, como ya sabemos, EE. UU. carece en gran medida), no puede ofrecer ninguna experiencia interesante a las nuevas generaciones. El suyo es un saber polvoriento, enciclopédico, totalmente inútil para los cachorros de la sociedad de consumo. Lo importante es la satisfacción inmediata, la localización de nuevas fuentes de placer y el disfrute de las mismas. Deben sucederse los espacios en los que los chicos intenten acceder a esa supuesta “experiencia del goce” que habían venido a buscar a Europa: discotecas, prostíbulos, coffee-shops52… todas las atracciones son pocas, y sin embargo, no parecen ser suficientes para la inmensa hambre de acontecimientos de los turistas. La solución aparece, como no podía ser de otra manera, de modo virtual e inalcanzable.

52 No deja de ser exquisitamente irónico que el único museo que los turistas recorren en su búsqueda del goce sea el llamado “Museo de la tortura”, una inquietante exposición en la que se introducen ciertas referencias al particular infierno que acabará por fagocitar a los protagonistas. Del mismo modo, la fábrica del horror será llamada en otro momento de la cinta “la feria del arte” o “la exposición”. Volveremos a la idea de museo como una manera controlada de acceder a ese horror a lo largo del siguiente capítulo.

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Un desconocido les ofrece lo que parece ser el paraíso definitivo. Pero la suya no es una oferta cualquiera. De manera similar a la que las antiguas viejas de los relatos maravillosos conjuraban las visiones sobre sus calderos, una cámara digital encierra todas las promesas del imaginario masculino: mujeres extremas, cuerpos listos para el placer, celebración orgiástica del exceso. Y es, por cierto, un código que (ahora sí) los jóvenes turistas pueden comprender: es su propio lenguaje, la fantasía pornográfica del siglo XXI, el placer construido desde el interior del píxel. En otras palabras: la experiencia virtualizada. Es indudable que esos mismos cuerpos ofrecen a los turistas un llamamiento mucho más atractivo que el de los museos (seducción sobre el pasado) o incluso que el de los propios prostíbulos (satisfacción en el presente). El suyo es el único placer del que realmente parece saber algo Occidente: el placer del futuro, el que se acerca, el que resultará (al menos, durante un rato) definitivo. Y es, por cierto, una atracción turística tan particular que resulta harto difícil negarse. El extraño guía los informa: “Les encantan los norteamericanos, en cuanto les digáis que sois norteamericanos se volverán locas, querrán follaros”. O lo que es lo mismo: el Otro espera impaciente ser fagocitado, ser colonizado, ser aniquilado por la potencia fálica de los dueños del capital. La trampa, por supuesto, no hubiera podido estar mejor hilada.

Sobre el espacio de la tortura La primera vez que Hostel nos permite acceder con cierta seriedad al espacio del horror (esto es, a las habitaciones en las que los magnates concretan sus fantasías homicidas y sexuales sobre los cuerpos de los 136

jóvenes turistas) se encuentra un poco antes de la mitad exacta de la cinta. Hasta ese momento, apenas habíamos visto un par de escenas sesgadas (los créditos de inicio y el descubrimiento de la cabeza cortada del primer viajero), pero Roth se había cuidado mucho de sugerir antes que mostrar. La manera en la que se despliega la narración no deja de ser interesante. Ciertamente, el encuadre tiene dos particularidades: se trata de un plano subjetivo, pero también, se trata de un plano en apariencia amputado, incompleto:

Mediante el uso de la cámara en mano no tardamos mucho en comprender que Roth nos ha lanzado en el interior mismo de la víctima. Hemos sido obligados a someternos, desde su propia mirada, a la sensación de descubrimiento que hasta allí nos había convocado: cuchillos, taladros y, por último, esa figura inquietante que se acerca hacia nosotros con un extraño atuendo que recuerda tanto a los carniceros como a los doctores. La laceración del plano no es más que una asfixiante capucha. Experimentamos, por tanto, una controlada angustia masoquista, la sensación de haber retrocedido a un espacio imposible en el que la pesadilla de la modernidad se concretara con toda su crudeza. Porque precisamente ese extraño Padre/médico que se acerca a nosotros desde el espacio rasgado es el ejemplo extremo de tal pesadilla moderna: estamos sometidos a su Ley, articulada por ese insólito y carnavalesco disfraz que le señala 137

como médico, preciso doctor homicida que ha llegado hasta allí no para cuidar de nuestra salud, sino para satisfacer su propio goce. Esta misma idea se confirmará cuando, en uno de los siguientes planos, podamos contemplar todavía con más claridad esa otra parte del decorado que nos había sido negada anteriormente.

De forma definitiva, la enunciación nos otorga ya el espacio concreto en el que se realiza el horror. Se trata de una fábrica, del sótano desvencijado de un complejo industrial ruinoso en el que la materia humana (la carne, la sangre) comparece indefensa contra el grisáceo amasijo de tuberías oxidadas, canales de ventilación… La imagen del médico demente que procede a consumar el horror en el interior del complejo de producción es lo suficientemente brillante como para intuir hasta qué punto Roth no está realizando una cruel bufonada de los supuestos mecanismos de progreso. En cierto sentido, el concepto de que los asesinos sean los supuestos grandes hombres (los garantes del sistema) hace que retornemos por medio de una serie de conexiones (sexuales y sociales) a dos ideas que ya hemos ido señalando a lo largo del libro. La primera, por supuesto, es que la sociedad del bienestar nos lleva a una búsqueda imposible del goce que sólo puede desembocar en la locura o en el horror. La segunda, ya expuesta por Slavoj Zizek, es que la verdadera violencia del mundo contemporáneo no surge tanto de los 138

actos irracionales u homicidas “en sí mismos”, como de las condiciones económicas y sociales que propician unas consecuencias existenciales intolerables. De ahí su siguiente afirmación, en la que se puede insertar, sin ningún miedo, la escena analizada de Hostel: Hoy día las figuras ejemplares del mal no son consumidores normales que contaminan el medio ambiente y viven en un mundo violento de vínculos sociales en desintegración, sino aquellos que, completamente implicados en la creación de las condiciones de tal devastación y contaminación universal, compran un salvoconducto para huir de las consecuencias de su propia actividad, viviendo en urbanizaciones cercadas, alimentándose de productos macrobióticos… (2009, 40-41).

Roth, por otra parte, mantiene un equilibrio grotesco entre las teorías que se han ocupado de la relación entre poder y violencia (principalmente a raíz de los estudios sobre el Holocausto), permitiendo entre torturador y víctima un intercambio tanto físico como simbólico. La idea de ese extraño uniforme frente a la desnudez del turista, así como sus particulares cetros de mando (el bisturí, la taladradora…) conforman una atractiva llamada a la fascinación sádica del espectador. De igual manera, la primorosa disposición con la que se encuentran apilados los artefactos de tortura parece sugerir un cierto orden: orden demente, como el que propone todo totalitarismo al pretender un mundo mejor pavimentado en la violencia extrema. Y, por cierto, orden que se renueva en el momento en el que verdugo toma la palabra para explicar, con su particular lógica, el por qué del castigo: ¿Sabes? Siempre quise ser cirujano, pero nunca conseguí que me aprobaran. ¿Adivinas por qué? (…) Así que me dediqué a los ne-

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gocios. Pero los negocios son aburridos. Compras cosas, las vendes, ganas dinero, te lo gastas… ¿Qué clase de vida era ésa? Un cirujano sostiene la esencia misma de la vida en las manos. Tiene una relación con ella. Forma parte de ella.

Con lo que, de forma obvia, llegamos al centro de la cuestión. Lo que antes aparecía de manera implícita (la relación entre la violencia, el goce y el capital) se concreta ahora de manera evidente. Como evidente nos resulta que el flujo de consumo es, por pura necesidad, aburrido. El flujo de consumo no sabe nada de lo que llena una existencia (“la esencia misma de la vida”) precisamente porque remite de modo constante al próximo objeto capaz de dotar de sentido. La relación del negociante (casi podemos intuir una irónica conexión marxista) con el objeto que le es devuelto por su esfuerzo está condenada a ser inútil, alienante… aburrida. Ya que, ¿cuál es el soporte del consumo sino la diversión? ¿Acaso no se remite una y otra vez al mismo concepto en la publicidad, en la prensa, en los folletos de las guías turísticas? ¿No es la diversión (una vez más, la “industria del ocio”) el motor sobre el que se apoya la inmensa cantidad de actos cotidianos que no tienen que ver con la producción pura y dura? Y, teniendo en cuenta que el torturador ha pagado honradamente su cuota por poder ejercer de cirujano, ¿qué tiene el proyecto de la modernidad en su contra? ¿No se le puede considerar un mero intruso, un diletante? Y tampoco deja de ser interesante, ciertamente, el propio cierre de la escena. El torturador, tras cortar los tendones de los pies a su víctima, le quita las cadenas, abre la puerta de la celda y le invita a salir. El mecanismo es una burla estúpida, tan bufonesca como el uniforme del criminal o su pretensión de ser un auténtico cirujano. Pero, por otra parte, recuerda de forma inquietante a los bancos que presumen de realizar una intensa 140

labor social en sus spots publicitarios mientras continúan su inmensa y opresiva labor de presión económica sobre la sociedad.

Cierta desintegración Una de las corazas habituales tras las que determinados géneros parecen protegerse es la de su aparente frivolidad. Así, ejercer una lectura en clave ideológica sobre aquellos textos en los que el horror se disfraza de elemento festivo (algo así como: ¿para qué vamos a invertir el tiempo en leer tales propuestas?) otorga una cierta asepsia que acaba salpicando incluso al propio análisis. Parece que no se puede decir mucho de una obra tan aparentemente banal y pueril como Hostel. Sin embargo, si ahondamos en la compleja relación víctima/verdugo que propone Roth, en seguida veremos que en su propuesta cinematográfica, por debajo de las esperpénticas cargas de sexo y violencia, late una mirada muy distinta. Por otra parte, las cifras de recaudación de Hostel hablan con voz propia53. No cabe la menor duda de que la legión de espectadores que acudieron a las salas de todo el mundo buscaban la versión domesticada y dulcificada de ese escape contra el aburrimiento hacia el que apuntaba el verdugo. La fascinación ejercida por el cuerpo lacerado o por la herida abierta es tan antigua como el propio cine. La sensación realmente poderosa de Hostel (que será explorada con mayor profundidad en su interesante secuela, Hostel II) es esa difusa línea que separa la capacidad para empatizar tanto con la víctima como con el verdugo. Ambas posiciones son atractivas por igual. El verdugo, porque además de poseer el control aleatorio (y ciertamente lúdico) para fagocitar al Otro-Objeto de consumo, posee todos los rasgos que la sociedad capitalista parece esperar del sujeto. La víctima, porque después de todo, es el lugar clá53

Al respecto, puede consultarse http://www.imdb.com/title/tt0450278/business

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sico que la inmensa mayoría de propuestas cinematográficas destinan al espectador y ya hay incluso una cierta tendencia a colocarse melodramáticamente en el rol del sufriente. Aun cintas en apariencia tan extremas como I spit on your grave (Meir Zarchi, 1978) o sus herederas postmodernas como Kill Bill acaban basándose en la entronización de una víctima, en general sedienta del binomio sangre/justicia. De ahí que el itinerario narrativo de Hostel termine, precisamente, en un espacio lleno de significado: el cuarto de baño de una estación de trenes.

Allí, en ese cubículo de heces en mitad de un espacio de tránsito, es donde el aburrido hombre de negocios encuentra su final. Podría parecer que la toma aérea que le retrata con la cabeza sumergida en el baño sugiere incluso la mirada de una entidad superior desahuciada, un lugar que antes ocupaba el Padre pero que ahora ha quedado brutalmente desgajado de sentido. La suya es una mirada ciega, porque su ley nada puede sustentar ya en el universo de Hostel. Su sabiduría se hacina en museos olvidados, su ciencia está compuesta por hombres dementes, su industria está formada por asesinos. Hostel, como tantas otras películas de terror, hace suyo un panorama tremendamente pesimista. Al igual que tantas otras películas rodadas durante la postmodernidad, el suyo es un final donde la represión no puede ser reinstaurada porque en un momento determinado del ca142

mino se perdió la lógica de su propia reinstauración. Esa toma aérea sobre el cadáver del negociante nos ofrece la cifra exacta de la condición humana en la postmodernidad, su tragedia íntima. Después de todo, el comerciante muere decapitado mientras se mira en un espejo. Esto es, de manera irónica y leído literalmente, el verdugo pierde su propia cabeza al contemplar su interior.

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CAPÍTULO 6

Fantasma, Auschwitz y Texto

Pero hablar aquí de delegación no tiene sentido alguno: los hundidos no tienen nada que decir ni instrucciones ni memorias que transmitir (…) Quien asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar. Y eso altera de manera definitiva el valor del testimonio, obliga a buscar su sentido en una zona imprevista (Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz)

El problema de la habitabilidad de ciertos espacios en el cine contemporáneo, del que nos ocupábamos en el capítulo anterior, comienza precisamente por la extraña sensación que parece rodear al sujeto y según la cual las posibilidades de construir(-se) en torno a unas coordenadas determinadas resultan más y más complejas. Era obvio que, siguiendo esta línea de pensamiento, tarde o temprano deberíamos detenernos (idea con la que hemos flirteado en la práctica totalidad de los capítulos) en el interior de Auschwitz para buscar respuestas a la situación del sujeto a principios del siglo XXI. No es de extrañar que una de las grandes preguntas que la filosofía ha tenido que afrontar durante las últimas décadas haya sido, en esencia, la relación que podría establecerse entre el objeto nombrado y el lenguaje que intenta nombrarlo. De hecho, si no fuera por la obscena modificación en el lenguaje ejercida por el III Reich nunca hubiéramos estado en condiciones de comprender los límites de nuestro propio sistema de co145

municación. En su lugar, y al hilo de lo planteado en una cinta como La cuestión humana, lo verdaderamente sorprendente es que sigamos siendo capaces de utilizar ciertos términos después de la experiencia del horror vivida durante el siglo XX. El problema de la dimensión espacio-temporal de Auschwitz (y de sus consecuencias cinematográficas, de las que intentaremos ocuparnos en breve) es mucho más complejo de lo que parece. El hecho de colocar la idea de “Auschwitz” en unas coordenadas temporales determinadas parece servir a propios y extraños, generalmente arropados por una ideología más o menos velada y con unos intereses políticos más o menos inmediatos. De tal manera, cuando se afirma que un conflicto concreto de nuestros días (Gaza, las propias matanzas de Líbano de las que hablábamos en el capítulo anterior, el sitio de Sarajevo…) es “el Auschwitz de nuestros días” no sólo se intenta actualizar a toda costa el paradigma del campo de exterminio como lugar para el horror, sino que además se confirma la radical actualidad de la inhumanidad. El problema, por supuesto, es hasta qué punto se puede conservar la especificidad del campo en el momento en el que diluimos su nombre en una etiqueta global54. Del mismo modo, colocar a Auschwitz como algo exclusivo del pasado (algo que tiene tanto valor como las piezas de los museos que despreciaban los turistas de Hostel) o como un punto que nos espera en el futuro (la repetición minuciosa de la aplicación de técnicas industriales en el exterminio sistemático de ciertos segmentos poblacionales o, en el peor de los casos, la justificación política para la concesión de subvenciones o de acciones militares) acaba por deformar lo que podríamos encontrar en el interior del campo, su radical verdad o su radical contacto con lo real. 54 Remitimos al lector interesado a la consulta de Reyes Mate, 2003, 51-79. Su profunda búsqueda sobre las posibilidades de encontrar lo “específico del Holocausto” siguen suponiendo un referente en lo que a buen hacer teórico y honestidad investigadora se refiere.

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Durante las siguientes páginas intentaremos, en la medida de lo posible, acercarnos al término “Auschwitz” como un operador textual inabarcable, inconjugable. Nuestra búsqueda de la sombra que Auschwitz puede estar proyectando sobre el cine contemporáneo nos llevará a analizar con detenimiento algunas de las propuestas recientes directamente vinculadas con el Exterminio, pero sobre todo, creemos que es fundamental buscar sus sombras en aquéllas que a priori no tendrían una conexión evidente o de “reconstrucción histórica”. Nos gustaría empezar, en cualquier caso, proponiendo una serie de reflexiones sobre la aproximación al campo de exterminio como propio objeto de estudio.

A propósito del negacionismo Junto a los que manipulan o los que intentan representar lo que podríamos llamar el “artefacto-Auschwitz”55 (que es, después de todo, de lo que queremos hablar aquí), surge un cierto segmento teórico que, en lugar de colocar la idea “Auschwitz” en ese eje temporal pasado-presente-futuro, prefiere optar por su radical desgajamiento de la Historia y situarla fuera de la esfera científica. La negación del Objeto-Auschwitz es uno de los mecanismos más sorprendentes (y al mismo tiempo, más justificables) de la particular crisis de la historia en el siglo XX. Y, en efecto, hemos utilizado la palabra “justificable” con respecto al negacionismo porque nos parece una conducta absolutamente coherente con 55 Al hablar de “artefacto-Auschwitz” nos referiremos a su total precisión como inmensa máquina de exterminar de manera aleatoria e industrial a distintos colectivos étnicos y políticos. Es ese carácter puramente industrial lo que Bauman puso al descubierto en su memorable ensayo Modernidad y Holocausto (1993) y, sin duda, una de las perspectivas menos tratadas por el cine. Como ya veremos, esto tiene una lógica aplastante, ya que el relato cinematográfico se caracteriza precisamente por ser aquello que se articula en contra de la producción mecánica, aquello que exige su especificidad.

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la crisis total del método científico o con la imposibilidad de encontrar una única verdad sobre la que pudiéramos levantar cualquier teoría objetiva. Después de retos como el Principio de Incertidumbre de Heisenberg o como las radicales novedades de la física cuántica, ¿cómo podríamos enfrentarnos cara a cara con Auschwitz?, ¿con qué herramientas, desde qué posición religiosa, científica o ideológica que nos permita adentrarnos en su verdad? Recordemos, una vez más, que una gran parte de la llamada “solución final” fue preparada, optimizada y puesta en marcha por algunos de los más brillantes científicos alemanes. Las particulares sugerencias para mejorar las técnicas y los números del exterminio son, sin lugar a dudas, la prueba manifiesta de que la ciencia europea estaba a punto de deslizarse hacia un territorio desconocido. Desde esta perspectiva, no es de extrañar que una minúscula parte de la comunidad académica opte por negar el exterminio en general, y la existencia de Auschwitz (o de las cámaras de gas) en concreto. Asumir tal existencia equivale, en primer lugar, a afrontar las mismas limitaciones del discurso personal, las evidentes dificultades para poder acotar moralmente la propia disciplina. De hecho, en nuestro campo de estudio específico (la teoría del cine), las distintas posiciones enfrentadas tienen serios problemas para encontrar puntos de apoyo minúsculos sobre los que levantar su discurso. Algo similar ocurre incluso entre los historiadores del exterminio, como se puede apreciar en las amargas disputas entre dos expertos como Christopher R. Browning y Daniel Johan Goldhagen, cuyos enfrentamientos sobre el Batallón 101 y los asesinatos masivos en Polonia siguen sin solución aparente. Frente a esto, la negación es un triste mecanismo de autodefensa, una de esas estrategias desesperadas en las que la dimensión del problema se antoja tan monstruosa que pone de manifiesto nuestra propia limitación humana para acotarlo. Y, por supuesto, deberíamos estar de acuerdo en 148

que todo sería mucho más tranquilizador para Occidente si Auschwitz/el Holocausto no hubiera tenido lugar. Hubiéramos podido, por ejemplo, mantener ese espejismo que parece separarnos del Otro Africano (las masacres en Ruanda) o del Otro Asiático (Camboya, China), para acabar concluyendo que nuestra cultura y nuestra historia nos ha permitido escapar del horror del siglo XX56. Bien es cierto que durante las últimas décadas las teorías negacionistas se han ido nutriendo de sus propios lugares comunes y de sus propias estrategias metodológicas. Así, se repiten constantemente argumentos clásicos como la famosa inscripción original del campo Auschwitz-Birkenau que afirmaba que en su interior habían muerto seis millones de judíos (en lugar del millón y medio que se baraja en la actualidad como cifra aproximada), determinado testimonio que se contradice con cierto papel oficial, las reconstrucciones en los campos durante la época comunista… Esos matices históricos, a nuestro entender, no demuestran tanto que Auschwitz no existió como que Europa no supo qué hacer con Auschwitz una vez que sus puertas se abrieron a la mirada mundial. ¿Cómo contabilizar los cadáveres? ¿Cómo realizar la cronología del campo? ¿Cómo recompensar a las víctimas? El problema, por supuesto, es que la propia naturaleza del campo nos niega la posibilidad de realizar cualquier lectura en tono cuantitativo: por ejemplo, intentar contabilizar el número de muertos es una necesidad lógica del ser humano para poder aplicar una característica racional a 56 Obviamente, la gran complicación surge cuando el “artefacto-Auschwitz” se convierte en un símbolo de todos los horrores cometidos en nombre de los totalitarismos en Europa durante el siglo XX: el terror estalinista, las masacres perpetradas por ambos bandos durante la Guerra Civil, las persecuciones y el recorte de libertades de los países socialistas o fascistas, la guerra de Bosnia… Con lo que retornamos, una vez más, al problema de la “especificidad” del Auschwitz y somos incapaces de separar la idea de Europa con la de nuestro horror reciente.

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algo que no puede ser sometido a ese orden. De tal modo, si decimos “un millón y medio de muertos” o “dos toneladas de pelo cortado” empleamos un criterio racional con un material que se encuentra más allá de las posibilidades del racionalismo. Ese tipo de estrategias han desembocado en aberraciones como la comparación con las víctimas de los campos de Stalin o de la China de Mao, como si la puesta en común de los datos del fascismo y del comunismo pudiera darle una cierta razón a unos o a otros. Y, por cierto, tampoco podemos realizar una lectura cualitativa de la situación. ¿Quién ha matado “mejor”? ¿Era el sistema nazi tan asombrosamente preciso y eficaz, tan indiscutiblemente moderno que nos lleve a la admiración o al espanto? En otras palabras: tenemos la certeza de que el estudioso de Auschwitz se encuentra completamente desnudo y vacío frente al umbral del campo. Construye con sus propias herramientas y sus conclusiones son siempre personales, etéreas, mucho más cercanas al enfrentamiento consigo mismo que a lo que hubiera podido haber de verdad en el interior de las cámaras. De ahí surge la vieja idea de que Auschwitz es por necesidad lo inefable, lo inexplicable. Sin embargo, nos vemos obligados a volver a Reyes Mate: Decimos que Auschwitz es incomprensible porque no queremos ver a la barbarie como una posibilidad latente de nuestra cultura. La incomprensibilidad sería la vergüenza que nos da reconocer que aquella barbarie forma parte de nuestra vida, bajo la forma de posibilidad (2003, 60).

Y, ciertamente, pensar en Auschwitz sólo puede significar acabar enfrentándose de manera desesperada con el propio sistema metodológico para acercarse, en la medida de lo (im)posible, al umbral más extremo de la humanidad. 150

Representación/no Representación Si, tal y cómo creemos, la aprehension del “artefacto-Auschwitz” por parte de las disciplinas del saber contemporáneo es una misión fallida de antemano, pocas esperanzas podemos poner en los resultados de nuestro propio esfuerzo. La generación de imágenes sobre Auschwitz (o sobre el fascismo en general) engorda cada año tanto en términos filmográficos como bibliográficos. Aquéllas de archivo rodadas por las tropas aliadas en la liberación de los campos vuelven hacia nosotros tocando de modo tangencial los mecanismos de la ficción57 o convirtiéndose en el centro mismo de la representación narrativa. Sin embargo (y al hilo de lo propuesto por Arnheim sobre el concepto de centro en las artes visuales), la verdadera diferencia entre las propuestas cinematográficas que pretenden hablar sobre el Exterminio es, precisamente, su éxito a la hora de vaciar de significado ese centro para dejarnos frente a un horror fantasmático que se relacione, aunque sea de una manera parcial y fracasada, con la misma imposibilidad de pensar los campos58. Detengámonos un momento en esta idea. Si estamos dispuestos a asumir la especificidad absoluta del Exterminio en el devenir histórico, nos resulta lógico que tengamos que buscar a toda costa una manera 57 Nos referimos a esas propuestas en las que el personaje de turno justifica sus conductas en torno a la relación de su pasado con el Holocausto o con el horror nazi, o en paralelo, las que acaban señalando de una manera más o menos velada al exterminio del pueblo judío como un resorte narrativo histórico sin mayor relevancia que la de añadir un cierto color exótico a lo narrado. 58 Nos diferenciamos de Arnheim/González Requena no tanto en la concepción del centro del texto como lugar espacial físico en el que se encontrarían algunas de las claves para acceder al sentido del mismo, sino más bien como un lugar imaginario en el que estaría encerrado ese mismo sentido y al que sólo se puede acceder por la experiencia de haber transitado la obra. No se trata tanto de una secuencia, de una acción aprehendida en un fotograma o incluso de un encuadre, como de la destilación última de la experiencia encerrada en el interior del texto.

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concreta de hablar sobre él. Y, del mismo modo, si estamos dispuestos a asumir que todo intento para llegar al corazón (imposible) de Auschwitz sólo puede surgir desde un Yo subjetivo que se lanza contra el horror, la creación de audiovisuales sobre los campos tiene que partir también, en la medida de lo posible, de ese Yo. Así, y sin querer volver a entrar ahora en las viejas disputas sobre la autoría de los textos fílmicos, consideramos obvio que detrás de cada acercamiento al Exterminio debería haber un Yo lo suficientemente valiente como para forzar el lenguaje audiovisual desde su reflexión y su voluntad. De entrada, y por poner un ejemplo, utilizar un sistema como el Modo de Representación Institucional (y su imposible búsqueda del borrado de las huellas en la escritura fílmica) nos parece una pobre decisión para hablar sobre el Exterminio. Lo que proponemos, por tanto, no es la negación de cualquier representación del Exterminio o del uso de los materiales de archivo ofrecida y aplicada por Lanzmann y otros tantos teóricos de la imagen holocáustica. Del mismo modo, tampoco compartimos el argumento políticamente correcto que propone el cine comercial (y sus estrategias narrativas) como la mejor manera de acercar al horror de lo ocurrido al espectador contemporáneo. En primer lugar, porque eso supondría aceptar que un sujeto que accede a ver una cinta como El niño del pijama a rayas (The boy in the striped pijamas, Mark Herman, 2008) ha tenido una experiencia razonablemente cercana al Exterminio, por muy grandes que sean las incongruencias históricas. En segundo lugar, porque no terminamos de comprender qué interés personal (además de la pura emoción masoquista) podría tener para el público medio someterse a una ficción melodramática en un contexto capitalista de puro ocio (unos minicines que proyectan una comedia romántica en la sala contigua, una película descargada de Internet e interrumpida por otras acciones cotidianas…) relacionada con el asesinato masivo en las cá152

maras de gas. En tercer lugar, porque ha quedado más que demostrado que el conocimiento del horror no impide de ninguna de las maneras que éste se pueda volver a repetir. Sería interesante estar al tanto, por ejemplo, de cuántos de los participantes en la guerra de Bosnia tenían noticia (de manera más o menos directa) de las imágenes recogidas durante la liberación de los campos. Sin embargo, nos negamos a admitir esto como la definición de un callejón sin salida. Nuestra propuesta para la creación de imágenes sobre el Exterminio se organiza tanto en torno a la subjetividad como a la búsqueda de un pensamiento concreto (fílmico) sobre lo ocurrido en los campos. Por mucho que sepamos que nuestra manera de mostrar siempre sea incompleta y parcial, por mucho que nos encontremos ante una tarea imposible, eso no exime al creador de reflexiones artísticas sobre el Extermino de evitar a toda costa la pereza intelectual y de plantearse el valor de cada decisión estética y narrativa. Incluyendo, por supuesto (y en breve tendremos ocasión de hablar sobre este tema), la famosa idea de la cámara de gas como punto cero de la cinematografía en el que resulta completamente aberrante introducir aquella otra cámara que registre la (re)presentación de lo ocurrido.

Recuperar Auschwitz Uno de los grandes problemas a la hora de intentar estudiar la imagen holocáustica con cierta seriedad es la presencia innegable del presente sobre la mirada que se proyecta en torno al pasado. Dicho con claridad: cada cinta generada alrededor del Exterminio es susceptible de ser leída en términos más o menos conformistas/propagandísticos con el estado de Israel y sus actividades militares. El latido que conecta Auschwitz con Israel complica profundamente tanto 153

la generación de dichas imágenes del Holocausto como su lectura. Tal como mostró el excelente documental Difamación (Hashmatsa, Yoav Shamir, 2009), no podemos olvidar que una gran parte de los intereses de Israel en el planteamiento de su estrategia internacional es mantener viva la memoria de lo ocurrido en Auschwitz para configurar su propia identidad. Sin embargo, acabar concluyendo (como parece ocurrir cada vez que ciertos medios de comunicación se pronuncian sobre el tema) que hablar del Exterminio o realizar un esfuerzo por representarlo es justificar las opciones militares de Israel nos asemeja una aberración teórica que nada tiene que ver con la realidad. Primero, porque los campos (y muy especialmente Auschwitz-Birkenau) no pueden ser considerados propiedades únicas del pueblo judío, arrojando así a los demás colectivos asesinados a un secundario papel de comparsas de la muerte. En segundo lugar, porque la herida provocada por el Exterminio no incide tan sólo en la identidad judía (o, si intentamos ser todavía más concretos, en los habitantes de Israel) sino en todo el devenir del pensamiento existencial en Occidente. Aunque el dolor de la ausencia y el proceso de duelo (esto es: el familiar asesinado, el nombre borrado salvajemente del árbol familiar…) pertenezca de modo legítimo a los supervivientes judíos, el verdadero horror de lo ocurrido interpela de manera profunda e inesquivable a todos los hombres. Como ya hemos visto, intentar aplicar un criterio cuantitativo/cualitativo a las víctimas sería caer en una aberración típica de todos los demás conflictos bélicos: concluir que mi dolor (o, lo que es lo mismo, mi justificación para la venganza física o política) es mayor por el número de muertos que acarreo a la espalda nos remite a un sistema existencial que nos conduciría irremediablemente a la extinción o a una vida marcada por el sufrimiento. Si ésa es la lectura que ciertos miembros del estado 154

de Israel deciden hacer de lo ocurrido, no podemos sino mostrarnos en desacuerdo y poner en evidencia lo absurdo del cálculo. Ahora bien, lo que resulta fundamental (en especial en la actualidad) es comprender que lo ocurrido en los campos no concierne únicamente a los judíos o a los supervivientes. Si cada vez que se intenta realizar una reflexión sobre el horror nazi se acaba concluyendo que hay oscuros intereses políticos (o secretas afinidades emocionales o políticas) lo más probable es que se activen unos mecanismos de censura que terminen por limitar de forma drástica tanto los estudios teóricos sobre lo ocurrido como la creación y distribución de materiales audiovisuales sobre la catástrofe. Caer en ese error redundaría en una dictadura del silencio que finalizaría por darle la razón tanto a los propios censores como, en última instancia, a los verdugos que propiciaron el horror. Por cierto, también significaría acabar dando la razón tangencial a los negacionistas a los que hace apenas un par de páginas hacíamos referencia. Después de todo, poco importa que el Exterminio haya tenido (o no) lugar si termina convertido en una curiosidad museística, en un capítulo en los libros de historia de las escuelas (en el mejor de los casos) o en una nota a pie de página en los manuales de turno. Si la historia no se mantiene prudentemente viva, aunque sea de un modo simple para interpelarnos con una cierta duda razonable, para convertirse en otro fantasma que nos espolee y nos impida dormir por las noches, entonces no tiene sentido darle la menor importancia a cualquier acontecimiento vivido. Por grande o pequeño que sea. Y, como ya hemos señalado anteriormente, ése es el primer paso para abrir las puertas a los mecanismos brutales del consumo, de la productividad o 155

la eficacia. Procesos que fueron, en esencia, los mismos que cimentaron el perímetro de Auschwitz-Birkenau.

Auschwitz-Disneylandia Un problema derivado de la propia identidad de los campos sobre el que todavía no se ha incidido demasiado en los estudios holocáusticos (y en esto recuperamos algunas de las ideas propuestas en el capítulo anterior) es la conservación en sí del espacio en el que se debe articular el ejercicio de la memoria. Si, como ya hemos comentado, la pésima conservación y análisis que tuvieron lugar durante los años de gobiernos comunistas en la zona dotaron de peligrosísimos argumentos a los negacionistas, el tratamiento simbólico que se ofrece a los espacios del horror en la actualidad también es digno de ser sometido a crítica. El primero de ellos es el referente a un mero orden lingüístico: la idea de que existe algo llamado “Auschwitz-Museum”. Una de nuestras sorpresas al interpelar a varios habitantes del pequeño pueblo de Osweiçim es que todos ellos, sin excepción, se aferraban al mantra: “Non Auschwitz: Auschwitz-Museum”. Como mecanismo de autodefensa resulta, desde luego, ser absolutamente sincero y clarificador. Un museo, siguiendo a la Real Academia Española, es el “lugar en el que se guardan colecciones de objetos artísticos, científicos o de otro tipo, y en general de valor cultural, convenientemente colocados para ser examinados”. Mucho más interesante todavía es la tercera definición: “lugar donde se exhiben objetos o curiosidades que pueden atraer el interés del público, con fines turísticos”59. En verdad, un museo convencional suele ser también un modes59

Consultada su edición digital en www.rae.es (Mayo-2009).

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to contenedor del horror, en tanto el horror forma parte fundamental de la propia existencia humana. Así, las constantes representaciones de cadáveres, actos antropofágicos o mutilaciones que pueblan las paredes de las pinacotecas del mundo renuevan nuestra íntima relación entre la estética y lo siniestro. El caso de Auschwitz, por supuesto, es diametralmente opuesto. Como en tantas otras cosas, el hecho de convertir el “artefacto-Auschwitz” en una institución museística al uso encierra una serie de contradicciones salvables con dificultad. Si la experiencia de cada visitante en el interior del campo debería ser por necesidad única (y, si se nos permite la expresión, dolorosamente íntima), resulta de manera violenta incompatible con la realidad del espacio mismo. Así, su inclusión en los paquetes de los tour-operadores de todo el mundo o en las rutas turísticas de Cracovia le ofrece un componente obsceno que apenas puede justificarse. Del mismo modo, la extraña industria de consumo que se ha ido levantando en las lindes del campo añade un elemento de aberración que resume con gran precisión no sólo la base misma de la sociedad del espectáculo sino de la banalización del mal. Así, tiendas de perritos calientes, restaurantes y bares de copas que venden calendarios y todo tipo de mercancías del recuerdo se suman a los pequeños comercios colocados en el interior del recinto con su surtido de carteles, DVD, libretos y guías en distintos idiomas60… La realidad del espacio Auschwitz corre el peligro de convertirse en el reverso exacto de la Disneylandia capitalista. En su gemelo siniestro, su Döpplerganger. El espacio lúdico de las ciudades artificiales que 60 Sobre la introducción de elementos típicos de la sociedad de consumo en el contexto de los campos, recomendamos de manera encarecida la consulta de la obra del fotógrafo James Friedman, muy especialmente su serie 12 Nazi Concentration Camps. Del mismo modo, remitimos al lector interesado a la lectura que Dora Apel realizó sobre su obra (2002, 109-132).

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Disney pone a disposición de toda la familia (con sus particulares tiendas de merchandising y sus hoteles estratégicamente situados en la zona periférica) supone una experiencia única, artificial, algo así como una extraña magnificación del goce infantil al servicio de la multinacional, otra heterotopía. Su famoso castillo acaba erigiéndose en un símbolo de ciertos valores (unidad, felicidad, integración y auto-superación) a los que esas familias ansiosas de su confirmación concurren en un chocante peregrinaje. En el otro lado oscurecido del espejo, Auschwitz acoge en su interior también a propios y extraños que acuden para generar(-se) una experiencia artificial en sí misma de la vida en los campos. Detengámonos un segundo en esta idea. Las visitas guiadas por el interior del “Auschwitz-Museum” responden a un patrón mayoritariamente histórico. Acompañados por el guía (una especie de respetuoso Virgilio), los visitantes atraviesan el Arbeit macht frei en un itinerario controlado a la perfección en el que los valores en apariencia objetivos son el hilo conductor: en el espacio X tenía lugar el acontecimiento Y. Se puede contemplar el documento original, las toneladas de pelo cortado, las maletas o las zapatillas. Un autobús contratado traslada a tales visitantes a Auschwitz-Birkenau para que examinen la inmensa explanada de la muerte y las ruinas de los crematorios. La mecánica de la visita guiada guarda un extraño orden artificial: el guía (el que conoce, el que es dueño del saber) conecta con el pasado a un grupo de personas más o menos conocidas entre sí, generando esa inconsciente pero sólida sensación de grupo, ese espejismo de protección que me hace ser uno más entre los que descienden hacia el horror. En cierta medida, el turista que desemboca en Auschwitz ha tenido ya experiencias similares al recorrer de manera paralela otros lugares históricos. En cualquier otro “espacio museístico” se organizan pequeños grupos donde se remarca la conexión entre el espacio X y el acontecimiento Y. 158

Esta interpretación de la experiencia vivida en el interior de los campos resulta, por lo tanto, incompleta y tristemente mediada. Al menos, en el caso de los visitantes que deciden acabar allí su periplo y volver a los cómodos hoteles de Osweiçimin o de Cracovia. Si, como defendíamos en los epígrafes anteriores, esa experiencia sobre el Exterminio sólo puede ser personal y subjetiva, los placebos espectaculares son del todo incapaces de aprehender la verdad del horror. Si, por poner un ejemplo, la guía del grupo nos señala el lugar exacto en el que la orquesta del campo interpretaba sus valses a la llegada de los presos, no tenemos por qué desconfiar de su palabra o de que, en efecto, si nos encontráramos en un atardecer de 1943 allí podríamos descubrir un grupo de hombres obligados a interpretar, pongamos por caso, una pieza de Strauss. Sin embargo, nada podemos intuir en esta conexión causal de lo que realmente significó el brutal contraste de las piezas burguesas marcando el paso de unos seres humanos en el umbral de la propia existencia. A toda velocidad seremos arrastrados a la siguiente parada del viaje, en el que se nos mostrará, pongamos por caso, una escudilla o un símbolo identificatorio de los presos, o una maqueta de las cámaras de gas, o una fotografía de las selecciones que tenían lugar en las rampas. Siguiendo esta línea de acción, al final de la visita guiada el turista puede salir (más o menos impactado, más o menos interpelado) con la sensación de tener en su interior un cierto mapa de coordenadas cronológico/espaciales sobre lo ocurrido en ese lugar. Tras un módico esfuerzo, y como ocurre después de cada encuentro controlado con lo siniestro, todas las piezas existenciales vuelven a su lugar, el pasado vuelve al pasado y lo cotidiano se impone, generando una nueva categoría mental que coloca a Auschwitz en un lugar más o menos privilegiado del álbum de viajes de turno. 159

Así, mientras Disneylandia se erige como la absoluta experiencia virtual de felicidad turística, Auschwitz se convierte en la absoluta experiencia virtual del horror turístico, el engranaje obligatorio de la limpia de conciencia en Occidente. Como ya hemos visto, el tercer polo de esta macabra ecuación salpica los catálogos de las agencias de viajes al sugerir los exóticos paraísos (no menos virtuales) en los que la felicidad/horror se torna en goce absoluto, en paraíso sexual para el hambriento e incomprendido falo capitalista de las sociedades del bienestar. Dicho esto, la experiencia de Auschwitz a nuestro entender debe ser (al igual que sus representaciones fílmicas) un viaje íntimo que nada tenga que ver con macabros itinerarios/trenes de la bruja. Una de las grandes sorpresas de la distribución del espacio-Auschwitz es, precisamente, la importancia que en su interior se ha dedicado a las representaciones artísticas posteriores a la tragedia. Allí coexisten no tan sólo las pruebas físicas inmediatas de la catástrofe (el pelo cortado, la sala de juicios, el alambre de espinos…) sino también una intensa colección de propuestas plásticas o de instalaciones que pretenden generar una determinada vivencia en el turista. Y, podríamos decir, bajo cuya reflexión uno puede dejar de ser turista (en el sentido más peyorativo de la palabra) para empezar a convertirse en visitante. Y no se trata tanto de la clásica filosofía del museo habitual (nos parece obvio que el interés de Auschwitz no es la calidad estética de esas pinturas o esas instalaciones recogidas en su interior) como de la obligación de arrojarse en aquello que es insoslayablemente inefable. La experiencia artística nos demuestra que siempre hay un territorio brutal más allá del binomio Lugar X-Experiencia Y. Y lo es, en verdad, porque sólo puede articularse en torno a las experiencias personales, lo vivido, el particular acervo de cada uno de los que se someten, ahora sí, al “artefacto-Auschwitz”.

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EPÍLOGO

Y quiero escribirte un cuento lleno de ventajas. La primera ventaja es que cuando el cuento llega al final no se acaba, sino que se cae por un agujero… y el cuento reaparece en mitad del cuento. Ésta es la segunda ventaja, y la más grande: que desde aquí se le puede cambiar el rumbo… si tu me dejas… si me das tiempo (Julio Médem, Lucía y el sexo)

1. Hemos querido acabar precisamente aquí, en el umbral mismo de la Historia, acodados en la perspectiva imposible de Auschwitz. Quizá porque, como sugería el protagonista de Lucía y el sexo, algunos cuentos deben reaparecer de manera obligatoria en mitad de sí mismos, con la necesidad absoluta de variar su rumbo. Hay algunos límites importantes en los márgenes de este trabajo. El más relevante, quizá, es la experiencia misma del espectador que transita los textos propuestos, una vivencia subjetiva que sólo puede tenerse en íntimo contacto con la película y que, después de todo, es lo que justifica no sólo el análisis fílmico sino, siendo sinceros, el análisis textual en tanto disciplina. Queremos encontrar nuestras propias pisadas en el interior del texto y, sin embargo, apenas podemos señalar un retazo incompleto de la emoción vivida, una aplicación más o menos sistemática de una serie de teorías socioculturales para acabar escondiendo lo que realmente hemos venido a pronunciar: esto es, que un texto nos ha construido. O lo que es lo mismo, que nos ha salvado la vida. 161

Dicho en otras palabras y de manera ya absolutamente desnuda: que ciertos textos, por la precisión con la que atraviesan lo real, son por necesidad sagrados. Uno de los grandes errores del capitalismo moderno es su manifiesta imposibilidad de valorar aquello que de espiritual podría haber en los relatos. Algunas campañas publicitarias, por poner un ejemplo, son capaces de recubrirse hábilmente del armazón de la poesía e intentar trascender, hablarnos de la poderosa experiencia de conducir un vehículo o de la imparable potencia sexual de un perfume. Y no deja de ser cierto que durante los veinte o treinta segundos efímeros de un spot estamos presos en su modo de representación, transitamos sus códigos e incluso podemos llegar a emocionarnos por su fuerza expresiva. Sin embargo, de pronto, toda la capacidad de la enunciación se deshace como un castillo de arena en el momento en el que el elemento corporativo invade lo representado, arrasa sus márgenes y se instaura en el centro del texto. Porque en el centro del texto, y esto nos parece obvio, sólo puede residir el encuentro entre el espectador y el saber oculto, el espacio estético/narrativo del que no podremos escapar siendo los mismos. Después de todo, en la paciente radiografía del sujeto en crisis que venimos proponiendo a lo largo de estas páginas hemos dado de lado un dato que nos parece fundamental: la constante voluntad de tal sujeto de no someterse a la tentación de sus propios vacíos, de no arrojarse a la tranquilizadora posibilidad de la desintegración, la de seguir clavando sus pies en la superficie textual porque, quizá, comprende que aquélla es la única superficie que puede mantenerle. Así, por ejemplo, la desgarradora voluntad de un artista como Cai Guo-Quiang, que pese a trabajar en los umbrales mismos de la destrucción y la descomposición, tituló a su última exposición simple y llanamente Quiero 162

creer61. Poderosísima articulación situada en el centro mismo del espacio quebrado, dos palabras de las que el Capitalismo nada puede entender, porque en su lugar ha colocado el mantra Quiero consumir. De hecho, durante los años noventa, la propia ficción televisiva se revolvió contra esa aparente dictadura de la razón y del goce con la creación de dos personajes absolutamente apocalípticos en los que ya latía la incredulidad postmoderna: el agente Dale Cooper de Twin Peaks y el agente Fox Mulder de Expediente X. Ambos pertenecían a un eje de la Ley en crisis (un FBI compuesto por travestis, asesinos, conspiradores, psicóticos…) y eran expulsados de su interior porque su voluntad de creer le resultaba intolerable al sistema. El sujeto postmoderno, sin embargo, sigue empeñado en un acto en apariencia tan estúpido como la creencia. Incluso en un proyecto tan difícilmente sostenible como Slumdog millionaire, el sujeto es capaz de llenar con su fuerza de voluntad las inverosimilitudes de su narrativa, congelar su sentido tutor y acceder a un itinerario existencial en el que lo único que cuenta es el encuentro con las luces y las sombras del texto. Aun en un proyecto tan doloroso como Vals con Bashir somos capaces de sostener la mirada del horror en su punctum (la idea es de Iban Silban) y aceptar el descenso a unos infiernos frente a los que, por fortuna, todavía no somos indiferentes. Todo texto, en cierta medida, apela a nuestra responsabilidad. Algunos de ellos (los específicamente publicitarios o panfletarios) convierten esa responsabilidad en una acción dirigida y limitada ( = compre el objeto 61 La exposición se pudo contemplar en el Museo Guggenheim de Bilbao del 17 de Marzo al 6 de Septiembre de 2009. Una de las mejores obras expuestas era Patio de la recaudación de la renta de Bilbao, y constaba de una serie de varios replicados de esculturas de la China de Mao modeladas con una arcilla mal tratada, de tal manera que el tiempo iba agrietando y erosionando paulatinamente todo el conjunto.

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X, consuma el bien Y). Nosotros hemos intentado hacer un análisis de algunos textos en los que la llamada de esa responsabilidad se desvinculaba de una interpretación única y se convertía en algo ineludible. Y no hace falta, ni muchísimo menos, retornar al cine social de realizadores como Costa-Gavras o incluso a las propuestas más radicalmente políticas de Jean-Luc Godard. Quizá nadie lo enunció mejor que Orson Welles al hacer arder el trineo de nuestra niñez al mismo tiempo que en la práctica se inauguraba la cámara de gas de Auschwitz I. Las dos imágenes, atravesadas como si se tratara de un truco de montaje de Einsestein, nos dan buena cuenta de lo ocurrido durante los últimos setenta años. Y, en verdad, esa responsabilidad que parece emanar del contacto con ciertos textos (y, nos gustaría añadir: textos por necesidad inmortales) es el sustento de una Ley que se opone radicalmente a la lógica del consumo, pero también a la lógica de las ideologías que han atravesado el siglo XX (o lo que es lo mismo, de las leyes que han expulsado de su interior a aquéllos que han querido creer). Se trata, de forma ineludible, de una llamada paralela a la de Guo-Quiang, de la necesidad completa de un símbolo que traspase lo real, que medie nuestro acceso al goce, que no nos deje en la soledad de la materia misma. De un nuevo texto. De una nueva película.

2. En cierto sentido, nuestra teoría sobre el texto tiene un innegable componente pesimista de aislamiento puro. Casi nada puede decirse de aquello que me une a dicho texto, de la experiencia a la que he sido conjurado en su interior. Sin embargo, y de igual manera que ocurría con lo que hemos llamado artefacto-Auschwitz, no podemos negarnos ante la responsabilidad de comparecer frente a lo inefable, clarificar la lectura, buscar las trazas entre nuestra construcción como sujetos y los efectos que se 164

aprecian en la sociedad que los recibe. Frente a la entronización paulatina de fantasmas, la recuperación de aquello que nos pertenece: el relato, la búsqueda. El sendero mismo por el que transitamos en la exploración de respuestas que no se agotan en la adquisición de un bien. El sujeto de la postmodernidad debe enfrentarse a un nuevo problema sobre el que apenas se está empezando a hacer hincapié ahora mismo62, un problema al que nos hemos aproximado de modo tangencial en varios momentos pero que no hemos tenido la ocasión de desarrollar con profundidad (y éste sería, quizá, el segundo límite): la constante conversión en mercadería de las identidades y los sentimientos de los habitantes hasta ahora razonablemente anónimos. Dicho de otra manera: en la constante conversión en espectáculo y ofrecimiento para el intercambio de aquello que uno pudiera ser. Ya no se trata tanto de que ciertos sujetos aireen sus miserias en prime time transformándose a sí mismos en mercadería barata. Ahora bien, la nueva incursión de las identidades 2.0 y de las redes sociales parece invitar a la permanente construcción de imágenes fantasmáticas, narraciones rasgadas en las que el Yo-Virtual no puede coincidir de ninguna manera con el Yo que intenta enunciar su propia historia. Además de esa domesticada escisión de la personalidad, lo verdaderamente relevante es, por un lado, la introducción de códigos siniestros, y por otro, la imposibilidad de establecer un lazo comprometido con el Otro. Lo que, después de todo, responde de manera aplastantemente lógica con la propia estructura del capitalismo: ese Quiero consumir no tarda mucho en convertirse en Quiero consumir Otro(s). Y, a ser posible, Otros inmersos en el sistema de representación estético de moda, Otro cuyo deseo yo 62

Se recomienda, al respecto, la consulta de Walzer, 2009.

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pueda ocupar de manera cómoda o bajo cuyas demandas yo pueda tolerar (al menos, durante un rato) la tentación de la desintegración. Sin embargo, el capitalismo nos ha cebado también con un hambre brutal de novedad y de insatisfacción. Queda claro a estas alturas que resulta cada vez más complicado poder encontrar un territorio en el que algo mío pueda ser ofrecido al Otro con unas mínimas garantías de persistencia y de compromiso. El reciclaje existencial (emocional, laboral, estético) ha levantado una cifra de cuerpos como espejismos en el que las pulsiones se vuelven intercambiables y el goce retorna hacia nosotros convertido en una punzante hidra. Forma parte de la demanda de la ley del capital. Las redes sociales, si han permitido algo (al menos, en el momento de escribir estas líneas) no ha sido sino la constante presencia de la imagen fantasmática que cada sujeto puede construirse, actualizada a diario y engordada de modo perpetuo por supuestas novedades. Nuevas fotografías, nuevas descripciones (siempre positivas o, en el polo opuesto, trágicamente patéticas) de uno mismo, nuevas promesas de primicias o de goce en esa brutal obligación de estar disponible para la mirada del Otro, de convertirse en objeto de su mirada, de su deseo, y por ende, de su violencia. El problema no surge ya tanto de la asunción de roles sociales o de la proyección en ciertos marcos imaginarios. Antes bien, la misma inmediatez de la red nos obliga a construir una narrativa casi acabada para poder demostrar de cara a la galería la perfección de una vida lo suficientemente digna como para ser compartida on-line a tiempo real. Y, sin embargo, al decir “la perfección de una vida” nos encontramos con que lo que se ofrece en estos foros es, en la inmensa mayoría de los casos, la prueba audiovisual (el video de la fiesta colgado en Youtube, la fotografía en pose sensual) de ser capaces de acceder al goce. De vivir en un estado de goce permanente. Esto es, de psicosis. 166

3. Y, ciertamente, aquí debe terminar nuestra investigación. Si, contra todo pronóstico, decidimos colocar la reflexión sobre Auschwitz en el último capítulo (antes de utilizar su figura fantasmal como prólogo) es en concreto porque la suya sigue siendo la interpelación definitiva a Occidente para que no subestime los efectos del goce obsceno. Cuando los negacionistas refutan el Exterminio no hacen sino intentar robarnos lo único que puede permitirnos entender el horror que llevamos dentro, el aullido inacabable del ángel de Benjamin. La naturaleza moderna de Auschwitz no es incompatible con la sociedad del espectáculo o con el sujeto postmoderno post-11S. Antes bien, la propia intuición señala que lo que pretendió ser reprimido en el corazón de Europa puede volver hacia nosotros si no procuramos por todos los medios hacer nuestra la consigna Quiero creer. Y ésta, por incómoda que sea, sigue siendo nuestra verdadera responsabilidad. Dejarnos caer en el agujero que espera al final del cuento. Pronunciar una Palabra allí donde es necesario levantar un orden (pero también, una esperanza) contra la tentación de la desintegración. (Madrid, 2008 Castellón, 2009)

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Bibliografía

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Índice

CAPÍTULO 0, Fantasma y Texto, 13 Introducción al reino del fantasma (Entre Mulholland drive y Hamlet), 13 La voluntad del fantasma, 17 The ring (I): el mandato audiovisual, 20 The ring (II): análisis textual para un fantasma postmoderno, 24 The ring (III): sintonizando el horror, 26 Zona cero/Texto cero, 30 CAPÍTULO 1, Misterio y Texto, 35 El fantasma que dormita en el interior del cinematógrafo, 35 El fantasma guiando al pueblo, 36 La elocuencia del cadáver, 40 Devenir, ley y libertad, 43 Una representación poco convincente, 46 La experiencia sobre el horror, 49 CAPÍTULO 2, Sentido y Texto, 53 Entre la representación y el misterio, 53 Sentido y cinematografía, 54 La ilusión del sentido cinematográfico (I), 59 La ilusión del sentido cinematográfico (II): la tumba del hombre que mató a Liberty Valance, 63

CAPÍTULO 3, El territorio del interior, 69 Contextualización no sistemática para nuevos sujetos, 70 Anomia y generación MTV, 72 Más ejemplares que la Biblia, 74 Trainspotting (I): el goce y el apocalipsis, 76 Trainspotting (II): el goce frustrado, 81 La fábula del perro de los suburbios, 86 CAPÍTULO 4, El enemigo del exterior, 91 El coach que entregó la rama dorada, 95 Un saber contra el fantasma, 97 Apocalipsis now: lo que sabemos del horror, 100 Vals con Bashir (I): una introducción a la memoria, 107 Vals con Bashir (II): identidades desdibujadas, 110 Rotura, 116 CAPÍTULO 5, Espacio, Horror y Goce, 121 Espacios fílmicos para el horror (I): contextualización, 124 Espacios fílmicos para el horror (II): lo (in)habitable, 127 Hostel: apocalipsis contenidos para nuevas generaciones, 131 CAPÍTULO 6, Fantasma, Auschwitz y Texto, 145 A propósito del negacionismo, 147 Representación/no Representación, 151 Recuperar Auschwitz, 153 Auschwitz-Disneylandia, 156 EPÍLOGO, 161 Bibliografía, 168

Libros del Genio Maligno Marga Blanco Samos. Ojo avizor. Prosa. Lorenzo Higueras Cortés. Nexos. Poesía. Judit Bembibre Serrano. Completas. Poesía. Lola Cobaleda. Bifurcaciones. Prosa. Rafael Bellón Barrios. La maldición de Adán. Prosa. Constantin Sorin Catrinescu. Entender la religiosidad cristiana en el Este de Europa. Estudios y ensayos. Hilario J. Rodríguez. Emotion pictures. Prosa. Judit Bembibre Serrano y Lorenzo Higueras Cortés. Los normales: el psicópata, el sumiso y el educable. Estudios y ensayos. Miguel Cobaleda. La guerra de los 300. Prosa. José María López Sánchez. Érase una vez. Poesía. Ana Bocanegra Briasco. De dioses y de perros. Poesía. Juan Varo Zafra. Tres años de cine (2006-2008). Prosa. Antonio Fernández Montoya. La casa sumergida. Poesía. Roberto Martín Bardera. Rastrojos de niñez. Eras de olvido. Poesía. Javier Cortijo. El típico pívot senegalés. Poesía. Aarón Rodríguez Serrano. Un fantasma recorre la pantalla. Estudios y ensayos. Lorenzo Higueras Cortés. Epígonos. Poesía. Antonio Cano Ortiz. El secreto y la revelación. Poesía. José Abad. Ficcionario. Prosa. Juan Carlos Abril (coord.). Gramáticas del fragmento. Estudios de poesía española para el siglo XXI. Estudios y ensayos. Lorenzo Higueras Cortés. Poemas de la muerte. Poesía. Mirko Lampis. Ausencia mi nombre confunda. Poesía. Pablo Valdivia. La velocidad de la niebla. Poesía. Lorenzo Higueras Cortés. Procesión de las vírgenes. Poesía. José María López Sánchez. Las diversas infancias. Poesía.

Miguel Cobaleda. Cantar con el rayo y la memoria. Teatro. Lorenzo Higueras Cortés. Pasión de Altisidora. Poesía.

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