Carmen Nestares

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Metetelo en la cabeza CARMEN NESTARES Foto portada: © Getty Images © Carmen Nestares, 2008 © de esta edición: Odisea Editorial, 2012 Palma 13, local izq. - 28004 Madrid Tel.: 91 523 21 54 www.odiseaeditorial.com e-mail: [email protected] Odisea Editorial también en e-book: www.odiseaeditorial.com Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares de los copyrights, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. ISBN: 9788415294443 Impreso en España/Printed in Spain 1

La casa estaba fría porque era demasiado grande como para abastecerse con el calor que desprendía el aparato de aire acondicionado, tecnología Inverter, que habían instalado meses atrás, cuando descubrieron que aquella casa de la costa no estaba preparada para el invierno. Y allí, en una esquina del salón, en el lugar en el que habían colocado el ordenador de sobremesa, Inmaculada estaba tiritando, pero permanecía en el asiento, sorprendida al descubrir que Alicia había cambiado la contraseña de acceso a la factura de su teléfono móvil. Mientras su aliento cálido se hacía visible al chocar contra el aire frío de la estancia, seguía probando contraseñas sin plantearse si lo que hacía estaba bien, si era adecuado invadir la intimidad de su novia. Sólo podía pensar en algún pretexto válido con el que preguntarle a Alicia el motivo por el que había cambiado su contraseña, sin despertar su cólera. No era la primera vez que Alicia mentía con el consentimiento de Inma. Porque de cara a los demás la vida de Alicia era una mentira. Mentía cuando decía que trabajaba porque no soportaba que todos supieran que era su novia quien la mantenía; mentía cuando decía a sus familiares que Inma era tan sólo una amiga con quien compartía piso, porque siempre pensó —y con razón—, que a sus padres les escandalizaría tener una hija lesbiana; y ahora mentía cuando decía que salía a trabajar algunos fines de semana para adiestrar perros en haciendas andaluzas que siempre carecían de cobertura telefónica. Vivían en un chalet, propiedad de los padres de Inma, en un pueblo costero de Cádiz. Era un lugar tranquilo, tal vez demasiado para Inmaculada, enamorada de Madrid, su ciudad natal. En cambio, Alicia disfrutaba de la calma y el aislamiento, que le eran más familiares puesto que creció en una provincia de Buenos Aires y Madrid siempre le resultó atosigante. Poca gente sabía por qué se fueron de Madrid. Todo se remontaba a la primavera de cuatro años atrás. 2

1 A Inmaculada le cedieron sus padres una casa en Madrid cuando tenía veintidós años. Fue iniciativa de su madre porque la convivencia entre Inma y su padre era una guerra constante e insalvable. La madre de Inma temía que llegara un momento en que la falta de entendimiento entre ambos levantara un muro infranqueable, perdiendo así la unión paterno-filial. El asesor de la familia se encargó de proporcionarle un sueldo lo suficientemente alto como para sufragar

los gastos y lo suficientemente bajo como para no tener que hacer la declaración a Hacienda. Inmaculada estudiaba publicidad y tenía veintitrés años cuando conoció a Alicia, cinco años mayor que ella. Tras pocos meses de noviazgo, decidieron vivir juntas y Alicia se mudó a la casa de Inmaculada. Sólo habían transcurrido dos años de convivencia cuando llegó aquella primavera que cambiaría la vida de Inmaculada y determinaría su final. Los padres de Inmaculada viajaban constantemente y, con el pretexto de regar las plantas de interior, la pareja acudía algunas noches a la casa de los padres de Inma para jugar al billar y tomar unas copas sentadas frente a las vistas de postal que se oteaban desde el ático. En una de aquellas noches se retrasaron más de lo habitual y a pesar de que el reloj marcaba las dos de la madrugada, las calles de aquella zona céntrica de Madrid estaban muy transitadas por jóvenes, porque era viernes, un viernes caluroso que invitaba a los madrileños a acudir en masa a las terrazas de la capital. Su demora era el resultado de una discusión, cuando Alicia encontró el armario repleto de ropa revuelta y sin colgar. —¡No pienso andar detrás de ti todo el tiempo para que esté la casa arreglada! —le gritaba mientras lanzaba la ropa al suelo—. Y me da igual que hayas sido una pija de mierda que no supiera ni hacer la cama, pero te he dicho miles de veces que estoy harta de hacerlo todo y que no lo valores. ¡Eres una inútil! —Mi amor, no te enfades. Tú tampoco has hecho nada hoy. 3

—¡Que no! —gritó enfurecida mientras le miraba desafiante—. ¡Eres una hija de puta desagradecida!, ¿cómo puedes decirme eso?, ¿es que te piensas que se ha limpiado sola la cocina?, ¿que los suelos relucen porque tú los pisas? Esto no lo soporto, encima, ¡encima! No tienes vergüenza y debería dejarte para que te dieras cuenta de todo lo que hago. —Lo siento. Tienes razón, tienes razón. Te prometo que voy a esforzarme en hacer mejor las cosas. —Más te vale, porque estoy harta de tu falta de consideración. —Podemos plantearnos poner una chica... —¡Cómo puedes tener tanto morro! —ladró Alicia, cada vez más enfurecida —, ¿te crees que esa es la solución? Lo que yo quiero es que cambies. Con tu salida me demuestras que no tienes ninguna intención. Inma decidió no decir nada más porque cualquier palabra suya, cualquier iniciativa o planteamiento de debate constituía un incentivo que alimentaba los gritos de su novia. Se limitó a recoger la ropa que estaba esparcida por el suelo mientras Alicia se seguía quejando. —¿O a ti te parece normal? —preguntó con el dedo índice levantado. Inma no contestó. Se preguntaba si no consideraría que ya era bastante el sometimiento que manifestaba su humillación cuando toleraba sus gritos mientras se agachaba para recoger del suelo la ropa que Alicia había tirado. No. Además quería que contestara a aquella pregunta déspota. —¿Es que no piensas contestar?, ¿te parece normal?, ¡dime! Se propuso seguir en silencio para tratar de concederse aquella pequeña dosis de dignidad. —¡Me tienes harta! —prosiguió Alicia, dispuesta a ganar todas las batallas—. ¡Y encima tienes la cara de no contestar!, ¡di!, ¿te parece normal?, ¡vamos!, ¡contesta!, ¿o es que eres tan inútil que ya ni puedes responder a una pregunta sencilla? ¿Te parece normal? —No, joder, no. ¡Soy un puto desastre! 4

—Pues a ver si cambias, bonita, porque como sigas así me largo. Inmaculada estaba colgando en una percha unos pantalones de Alicia, con la inquietud de la

impotencia que genera la humillación. Su gesto era de derrota y en su interior sentía sacudidas de ansiedad que impedían distinguir los azotes marcados por el miedo a un nuevo enfrentamiento de aquellos otros provocados por la indignación. Cuando alcanzaba ese estado de nerviosismo sentía que su cerebro se cerraba como un candado, quedando expuesta a la deriva de los acontecimientos, sin criterio, sin iniciativa. Sólo cabía en sus pensamientos la urgencia por calmar esa tempestad que Alicia había levantado y el temor a provocar que otra nueva ola se adentrara en su playa, lamiendo los cachitos de identidad que aún conservaba y añadiendo además el nefasto resultado del abandono. Contempló los pantalones. Eran de traje. No podía pensar. No podía recordar la forma en que Alicia le mostró reiteradamente cómo doblar aquella prenda, de manera que quedara el pliegue de las piernas intacto. Afortunadamente, Alicia salió de la estancia dando un portazo y ofreciéndole a Inma la oportunidad de doblar los pantalones del modo en que le pareciera más conveniente. Sabía que, muy probablemente, eso supondría otra discusión pero, con un poco de suerte, tan sólo despertaría un leve reproche, un ligero gruñido de insatisfacción. Tras cumplir la orden, los ojos de Inmaculada, que seguían cargados de ansiedad, buscaban a Alicia con el propósito de calmarla. Pero la ansiedad es enemiga del raciocinio y a pesar de que la experiencia mostraba que, inexorablemente, los resultados eran más favorables cuando Inma respetaba con silencio los minutos que proseguían al desatar de la ira de su novia, jamás podía contener su impaciencia por recuperar la paz. —Mi amor, no soporto que estemos mal. Sólo quiero hacerte feliz. —Pues no lo parece. Eso tienes que pensarlo antes y ahora quiero estar sola. Siempre atravesaban el mismo proceso. Y al ver Inma la decepción en el rostro de Alicia, al ver su gesto amargo y apagado, su mirada hueca, su entrecejo fruncido y la ausencia de todas las sonrisas que era incapaz de generarle, se cernía sobre ella la culpa por no remediar aquellos enfados. Si encontrara la forma de ser 5

más disciplinada, si pudiera inculcarse el orden que colmara las necesidades de su novia, si pudiera ser menos despistada y si pudiera retener todos los detalles que eran de su agrado, facilitaría la convivencia y no tendrían motivos de disputas. —Lo siento, mi vida. Alicia yacía en el sofá, mirando la televisión, mientras su novia la contemplaba con los ojos llenos de lágrimas. —Anda, no llores... Te perdono si me traes una coca-cola. Al llegar a la cocina y abrir un cajón Inma observó que todos los vasos pequeños, los únicos que Alicia empleaba para beber porque decía no soportar vasos más grandes, estaban sucios, dentro del lavavajillas. Por pereza cogió uno del armario y sirvió en él el líquido marrón. Cuando entró en el salón, con el vaso en la mano, la reacción de Alicia fue instantánea. —¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gustan esos vasos? —Mi amor, es que están sucios. —Pues los limpias. Parece mentira que después de tres años viviendo juntas todavía no me conozcas. —Si lo sé. Es que no pierdo la esperanza de que algún día dejes de tener todas estas manías y no repares en el tamaño del vaso, en la forma de la cuchara o en el estado impoluto de cada habitación. —Pues si no te gusta, ya sabes lo que tienes que hacer. Aunque serás tú la que llore si lo dejamos. —Pero si me gustas, mi vida. Te acepto como seas. Sólo que a veces eres un poco coñazo.

Cuando terminó la película que ambas vieron, tumbadas juntas en el sillón, fue cuando se dispusieron a ir a la casa de los padres de Inma. Cuando Inma empujó la puerta blindada, haciéndola girar, sonó el pitido que advertía que estaba conectada la alarma. Dejó la puerta abierta y se adentró 6

apresurada para teclear la clave. Como no habían cenado se dirigió a la nevera para empezar a preparar una cena ligera. —¿Qué te apetece? —preguntó y, al no obtener respuesta, observó que su novia aún no había entrado. Cerró la nevera y salió al pasillo, encontrándose allí con Alicia, de espaldas a ella, de frente a la parte interior de la puerta principal. Su dedo inspeccionaba un trozo de papel celofán adherido a la madera, del que colgaba un papel tamaño folio. —¿Qué haces? —preguntó Inma aturdida. —Nada. Acércate y mira esto. Había trozos de periódico pegados al papel, letras recortadas que juntas formaban una frase: «claro, clarito: con hechos». En un rápido proceso mental hasta conseguir asimilar el significado de aquella nota, Inma recordó cómo un par de semanas atrás sus padres recibieron un sobre anónimo que nadie tomó muy en serio. Se trataba de una advertencia con letras impresas: «Todo bajo nuestra mirada: familia, casa, hijos. ¿Cuánto vale la seguridad?». Aquellas palabras iban acompañadas por un recorte de periódico en el que aparecían tres encapuchados con rifles de asalto. Nada más recibirlo, los padres acudieron a la policía y allí les notificaron que no era alarmante, que podía tratarse simplemente de alguien que tuviera el antojo de molestarles. Pero en esta ocasión el autor o autores de la carta habían conseguido entrar en la casa sin forzar la cerradura, habían burlado la alarma y habían pegado en la puerta, por dentro, un papel, para hacer constancia de que iban en serio, de que había motivos para asustarse. —¿Para qué has tocado el celo? —preguntó Inma con la voz entrecortada —. Ahora estarán tus huellas. —No sé, quería inspeccionarlo. —Bueno, no te preocupes. Eres mi novia. Avisaremos de que lo has tocado para que descarten tu huella. 7

De pronto un latigazo de temor accionó las piernas de Inma, que empezaron a temblar, al ritmo de sus manos. —Alicia, ¿y si siguen aquí? —le susurró. —No lo sé. Pero no te preocupes, que yo te defiendo. ¿O prefieres que nos vayamos? Inma lo dudó y, cuando ya estaba a punto de ponerse en marcha hacia la puerta, evocó la estampa del viejo revólver que guardaba su madre, como recuerdo de su tío. —Quédate aquí —dijo Inma—, que voy a por la pistola. —¿Tenéis un arma? —preguntó Alicia entusiasmada, devota como era de las armas de fuego. La casa tenía cinco habitaciones, cinco baños, la cocina y una gran terraza. Todo estaba a oscuras mientras Inma se adentraba por los pasillos. «Mejor así — pensó—, porque ellos no conocen tan bien como yo esta casa». Las piernas le seguían temblando y tenía que esforzarse por evitar que sonaran sus pisadas a costa de sus movimientos entorpecidos por el miedo. Cuando llegó hasta la cómoda que estaba buscando, abrió con dificultad y cuidado el último cajón. Complicada tarea considerando el temblor de sus manos. Y allí estaba el revólver que fuera parte activa y criminal de la guerra civil. Al sostener el arma se disiparon parte de sus temblores, que fueron sustituidos por abundante sudor que brotaba de las palmas de sus

manos. Habitación por habitación fue inspeccionando cada recoveco de la casa, revólver en mano, tal y como había visto hacer en las películas. Cuando vio su estampa en el espejo de uno de los baños le sobrevino una sensación ambivalente: por un lado, el pavor de hacerse consciente del peligro que entrañaba aquella situación; por otra parte, el poder que otorgaba la imagen del revólver en sus manos y un cierto orgullo por sentirse la valerosa protagonista dispuesta a atrapar a los malhechores, salvaguardando así la tranquilidad de toda su familia. 8

En un tramo del pasillo se topó con Alicia. —¿Qué haces con la pistola? —¿Tú qué crees?, pues comprobar si están aquí. —¿Ya has buscado por todas las habitaciones? —Me queda sólo la que está junto a la entrada. —Pues no te preocupes, que allí no hay nadie. Ya he mirado yo. —¿Y has entrado desarmada? Mi amor, te dije que me esperases en el pasillo. —Cielo, es que yo no soy tan miedosa. Recuerda que estuve en el ejército y que sé defenderme sin necesidad de un arma. Podría matar a alguien con un sólo golpe certero. Inma sacó su teléfono del bolsillo y llamó a su madre para relatarle lo sucedido. Después habló con su padre, quien le sugirió que se marcharan a casa y que se reuniera con su hermano, a la mañana siguiente, para ir con él a la comisaría. —Nosotros saldremos mañana, así que hasta la tarde no podremos estar en Madrid —dijo el padre de Inma, con la voz sosegada. Desde que salieron de la casa, Inma no soltaba la mano de su novia. La sangre fría de Alicia siempre favoreció que Inma se sintiera protegida estando a su lado. Confiaba ciegamente en su capacidad para resolver cualquier situación de una forma instintiva y apoyada por todas aquellas técnicas de defensa que había adquirido en el ejército. Aquel era uno de los aspectos que más admiraba de su novia y se sentía orgullosa, segura y fuerte caminando con ella de la mano porque tenía la sensación de que juntas eran invencibles. Y del mismo modo que tenía la certeza de que ante cualquier delincuente que hiciera peligrar su integridad física, Alicia estaría capacitada para defenderla, Inma sabía que ella misma también se lanzaría con instinto animal hacia cualquiera que amenazara a su novia, aun a costa de perder su propia vida. —¿Tienes miedo, mi amor? —preguntó Alicia cuando estaban en la cama, a punto de dormirse. 9

—Un poco. Además de por nosotras, por mi familia. ¿Y tú? —Yo no. Quédate tranquila, bonita, que seguro que no pasa nada. La comisaría parecía un local comercial en plenas rebajas de verano y los policías entraban y salían con paso acelerado para evitar ser víctimas de las preguntas de los que allí esperaban su turno. Después de mucha espera, un uniformado pronunció desde la entrada el nombre del hermano de Inma: Antonio Azcárate. Les enviaron directamente a la brigada número dos, encargada de amenazas por bandas presumiblemente organizadas. —Además del envío postal que nos trajo su padre hace unas semanas, y del papel colgado en la puerta ¿han recibido algún otro aviso? —No —respondió Inma. —Y dicen que el mensaje del texto es «claro, clarito...» —el policía levantó la vista del papel en el que Inma trascribió las palabras que figuraban en aquella advertencia y se quedó pensativo durante unos instantes

—. ¿Tenéis algún familiar que se apellide Claro o Clarito? Antonio contuvo una carcajada y fingió una tos inminente para esconder tras ella los bufidos de su risa. Una voz reclamó la atención del audaz policía que les estaba tomando declaración. —Como esta sea la seguridad que tenemos, vamos de cráneo —susurró Inma. Los hermanos acudieron al piso de sus padres para esperar allí a la policía científica, que tomó huellas de la parte exterior de la puerta de entrada, de la cerradura y de la parte interior, alrededor del celofán del que pendía la amenaza. —¿Nos pondrán escolta? —preguntó Inma a uno de los policías, mientras se disponían a entrar en el ascensor. —No. Eso tiene que ser una iniciativa privada. 10

Y privada fue la iniciativa de los padres. Dos días después ya contaban con guardaespaldas. Quizá no en un sentido convencional, puesto que el equipo de escoltas había acordado unas horas de trabajo, al estilo de funcionarios, con entrada al domicilio a celar a las tal de la mañana y salida ocho horas más tarde. ¿Y si los delincuentes operaban en el transcurso de su descanso? Aquella era una pregunta que mejor quedaba sin contestar. Lo importante era que la familia se sentía asegurada: un escolta para el hijo, otro para la hija y otro para el matrimonio. La luz se desplegaba sobre todo el espacio que ofrecía el comedor de los padres de Inma y toda la familia, padres e hijos, estaba sentada a la mesa. —Lo que me parece raro —observó Antonio rompiendo el silencio— es que se hayan fijado en nosotros. Tenemos dinero, pero no tanto como para que una banda nos localice. Quiero decir, que no sale la empresa en los diarios de economía ni en ningún otro lugar público. —Ha tenido que ser alguien con llave y que se supiera la alarma. O tal vez exista alguna forma de burlar una alarma —dijo Inma. —La policía dice que sí hay manera de burlarla —repuso el padre—, en cuyo caso sería un acto muy profesional. —Pues no parece que sean muy profesionales en vista del collage, tipo película de sobremesa, que dejaron en la puerta —observó Antonio. Marcela, la nueva asistenta, entró en la sala para retirar los platos. —¿Ella lo sabe? —preguntó Antonio con una voz apenas perceptible, cuando Marcela salió de la estancia. —No —respondió la madre—. Este asunto no debe saberlo nadie. Sobretodo tenlo en cuenta tú, Inma —se giró y miró a su hija con seriedad —, que eres muy dada a contar todo a todo el mundo. —¿Quién más tiene llaves de esta casa?, aparte de nosotros, claro — preguntó Inma. 11

—Pues sólo la asistenta anterior, si es que hizo copias. —De eso quería hablar —interrumpió Antonio—. ¿Qué ha sido de María? Me llama la atención que se despidiera precisamente un mes antes de todo esto. ¿Dio algún motivo? —Es porque estaba a punto de venir su marido de Bolivia y quería irse interna a un chalet de Majadahonda, porque allí necesitaban un matrimonio. —Eso puede habérselo inventado para tener una coartada —intervino Inma, algo entusiasmada por poder emplear términos policíacos que estaban dentro de contexto. —Pues tiene toda la pinta de que haya sido ella —aseguró Antonio. —Bueno, no queda más remedio que dejarlo en manos de la policía — concluyó el padre, antes de retirarse. Al llegar a casa, junto a su guardaespaldas, Inma se encontró a Alicia en el sofá, mirando una

película. En aquel momento reparó en que no era capaz de contextualizar a su novia en ningún otro lugar que no fuera frente al televisor, durmiendo o limpiando la casa. Temía que fuera víctima de alguna depresión porque desde hacía un tiempo no veía alegría alguna en su cara, ni ilusiones, ni muestras de afecto. Inma no saludó tan cariñosamente como solía hacerlo, puesto que su madre le pidió insistentemente que no revelara su homosexualidad ni siquiera a Óscar, el guardaespaldas. Con que también ante él fingían ser compañeras de piso. A Alicia no parecía molestarle aquella incongruencia que nacía del prejuicio de la madre de Inma sino que, por el contrario, se mostraba más comprensiva que su novia puesto que, secretamente, le avergonzaba su tendencia sexual. Cuando terminó la película, Alicia se fue a la habitación de invitados porque en ella se suponía, de cara al escolta, que dormía cada noche y porque en ella se encontraba el ordenador de sobremesa. Mientras Inma seguía a su novia con la 12

mirada pensó que se le había pasado desapercibida otra de las actividades que Alicia realizaba con frecuencia: navegar por Internet. Se sacudió la cabeza. ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado siendo, como era, una de las muchas cosas que más le gustaban de ella? Le atraía de su novia que absorbiera información de todo tipo, que se interesara por las cosas más extravagantes y que investigara por la red para aprender más sobre asuntos insólitos. Esa faceta tan despierta de Alicia era, tal vez, lo que más le seducía. Inma aprovechó que su novia había salido del salón para conectar la videoconsola y competir contra su guardaespaldas con un juego de carreras. Se estaba despertando entre ellos cierta compenetración y a Alicia le empezó a parecer que las miradas que Óscar le dirigía transgredían su relación profesional. —Es que le das demasiadas confianzas —le dijo Alicia cuando Óscar se marchó. —¿Estás celosa? —No, mi amor. Me parece divertido. Tras varias semanas, los delincuentes no habían dado nuevas señales y la familia se mostraba más relajada. Uno de aquellos sábados, Inma jugaba con Óscar, sumergidos en el televisor, con los mandos en la mano, mientras Alicia se duchaba. —Flaquita —dijo Alicia, asomándose a la puerta del salón—, ya llegamos tarde. Inma se disculpó con Óscar, soltó el mando y fue a su cuarto para terminar de arreglarse. Iban a asistir a la fiesta de cumpleaños de Mario, un amigo de Alicia. Mientras estaba en su dormitorio, recibió una llamada de su madre. —Cariño, ¿te ha dado Antonio los cuatrocientos euros para cambiar la cerradura de mi casa? —Sí, esta mañana. ¿Qué tal por Cádiz? 13

—Muy bien. No te olvides de que el martes irá el cerrajero. Por un instante olvidó dónde había guardado el dinero, pero enseguida recordó que Alicia le había sugerido meterlo en una pequeña caja metálica, dentro de uno de los armarios de su cuarto. —Mira que es caro, ¿eh? —se quejó su madre. —Ya, mamá, pero es que son cerraduras de seguridad y no sé qué historias más que me ha dicho el hombre que me enviaste hace unos días. Mira, aquí tengo el presupuesto —dijo Inma, mientras abría un cajón de su mesita de noche y extraía un papel—: trescientos veinte euros. —Y, ¿no podías haber puesto tú el dinero? —¡Qué va!, pero si andamos pilladísimas este mes...

—Hija mía, no sé qué haces con el dinero. No pagas hipoteca, ni alquiler, ni suministros... ¿Me quieres decir en qué lo gastáis? —Bueno, mamá, tengo que irme. Un besito. Nunca sabía cómo esquivar esas preguntas. Mil euros tampoco era tanto dinero para dos. Bastaba con salir a comer fuera un par de veces por semana, ir al cine y comprar comida para que todo el sueldo volara antes de llegar a fin de mes. Aunque también era cierto que no tenía un control riguroso de su economía y que en absoluto le asistían pretensiones de ahorro. Ella, como titular, y su novia, como autorizada, tiraban para vivir de una cuenta bancaria que irremediable estaba en números rojos los últimos días de cada mes. Óscar las acompañó hasta el garaje y fue con ellas en el asiento de copiloto hasta cruzar un par de calles. —¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó Inma. —No, gracias. Déjame en la siguiente calle, que hay una estación de metro. 14

Inma no quiso insistir porque supuso que era una formulación paradójica que incomodaría al chico el pretender dejar en la puerta de casa a su guardaespaldas. En la casa de Mario comprobaron cómo José, su novio, había llenado las paredes de globos y mensajes de felicitación. Se trataba de un pequeño estudio con una magnífica terraza. Mario las recibió con una generosa sonrisa y abrazó a Alicia efusivamente porque siempre se había sentido atraído por la belleza y el temple de su amiga. Estando con ella menguaba a tiempos de su infancia y volvía a sentirse niño, un niño dependiente y respetuoso; un niño generoso sólo con ella, atento sólo hacia ella y todo un abanico de facetas que no mostraba ante los demás porque esa autoridad sólo se la despertaba ella. A Inma le desconcertaba tanta intimidad por parte de Mario puesto que, cuando les escuchaba, era testigo de que Alicia era simple receptora, que jamás se involucraba en temas propios. En opinión de Inma, Alicia era para Mario una madre y una terapeuta. Tras la segunda copa, Inma estaba tentada de servirse otra más y todo bajo la mirada acusadora de su novia, que semanas atrás había lanzado otra amenaza, otro chantaje: si se volvía a emborrachar, Alicia se iría para siempre. —Mi amor, creo que será mejor que nos vayamos —propuso Inma. A Alicia no le agradaban las reuniones sociales y atendió a la solicitud de su novia despidiéndose rápidamente de los invitados. Eran las dos de la madrugada cuando llegaron a su casa. Su edificio era de reciente construcción y tenía vigilancia las veinticuatro horas. Se trataba de un bajo con dos habitaciones, dos baños y una amplia terraza de cincuenta metros cuadrados que colindaba con espacios comunes de la urbanización, controlados por cámaras de seguridad que se conectaban a la garita del vigilante. Al entrar en el garaje coincidieron con el ministro de economía, que vivía en el tercero de aquel mismo edificio, y un despliegue de escoltas se hizo con la puerta de acceso al subterráneo. 15

—¡Qué coñazo lo del ministro este! —exclamó Alicia mientras esperaban en la puerta del garaje. —No te quejes, que gracias a él tenemos un coche con escoltas camuflados las veinticuatro horas junto al edificio. Es una seguridad adicional que no pagamos. Inma entró en su casa sin sueño, con la actividad que inyectan las primeras copas de alcohol, por lo que se fue directamente a la habitación de invitados para escribir un e-mail a su mejor amiga, Cristina, que vivía en París.

Estaba entretenida, redactando con fluidez un resumen de las últimas semanas cuando, minutos después, se asomó Alicia a la habitación. —Mi amor, no quiero que te asustes —dijo con naturalidad y con una sonrisa dibujada en los labios. —Pues si no quieres que me asuste no digas que no quieres que me asuste... —Han entrado en casa. Inma se levantó de un salto con los ojos muy abiertos y una expresión de pánico. —¿Cómo lo sabes?, ¿qué ha pasado? —Tranquila, mi vida, tranquila, que no pasa nada. Dame la mano. Alicia la condujo hasta el baño principal. Unos trazos de carmín componían un extraño dibujo en el espejo: una cruz y unas letras griegas en cada cuadrante. —¿Se han llevado algo? —preguntó Inma. —Falta el dinero que habíamos dejado en la cajita negra del armario. Se asomaron al salón y comprobaron que el dinero era lo único que faltaba. —No puedo entenderlo, ¿pero por dónde han entrado? —preguntó Inma con la cara desencajada—. La cerradura no está forzada. —Tal vez por la terraza —respondió Alicia mientras se dirigía hacia la habitación. Levantó la persiana y se encontraron con que las puertas de aluminio que daban acceso al exterior estaban abiertas de par en par. 16

Inma salió a la terraza y reparó en que la llave de la cerradura que bloqueaba las dos puertas metálicas estaba echada, porque sobresalía el pestillo de una de las puertas. Alicia se acercó y tras un rápido vistazo obtuvo una conclusión razonable. —Han podido abrirlo igual que si fuera un libro porque nos olvidamos de trabar cada una de las puertas al suelo. Fíjate en los pestillos de cada marco: están levantados. —¿Serán los mismos que han entrado en la casa de mis padres? —No lo sé, mi amor, pero, ¿recuerdas que hace dos meses tu madre nos envió a María para que nos limpiara la casa? Ella sabe dónde vivimos. —¿Y crees que fue ella quien levantó los pestillos y que están abiertos desde entonces? —Puede ser, porque limpió los cristales de las puertas correderas de cristal, mientras tenía abiertas las puertas metálicas de la misma forma en que están abiertas ahora. Inma llamó a su madre y le informó de lo sucedido. Llamó después a su guardaespaldas y fueron los tres juntos a una comisaría para denunciar los hechos. Al igual que ocurrió en la anterior ocasión, la policía científica apareció a la mañana siguiente y trataron de encontrar alguna huella en las proximidades de la caja metálica negra, en las puertas, en el interior del armario y, mientras, Inma observaba su trabajo como si, una vez más, se tratara de una novela de Agatha Christie. Minutos más tarde, los funcionarios le pidieron que les mostrara el recinto comunitario para encontrar algún vestigio que indicara el lugar por el que pudo colarse el o los delincuentes, burlando las cámaras de seguridad. Todas las terrazas de los bajos de la urbanización colindaban con un pasillo que se adentraba hacia la piscina. Bastaba un poco de agilidad como para poder saltar la valla que separaba las superficies comunes de las privadas. Inma condujo a los dos policías hasta la piscina, mientras ellos observaban cada tramo que recorrían. Finalmente llegaron a la separación de cristal opaco que separaba la 17

urbanización de la calle. Uno de los agentes se acercó a un punto concreto del cristal y avisó a su compañero. —Esta mancha podría ser una huella —comentó—, aunque no es lo suficientemente evidente

como para que podamos analizarla. —Desde luego que no. Aunque comprobemos que es una mancha de goma, de poco va a servirnos. Hablemos con el vigilante para ver qué nos cuenta sobre las grabaciones de las cámaras. Y usted, señorita, puede marcharse ya. Gracias por su colaboración. Días después la policía detuvo a María cuando estaba entrando en una boca de metro. La interrogaron y ella respondió servicialmente, preocupada por si la echaban del país, puesto que no estaba en situación legal dentro de la Comunidad Europea. Interrogaron a los propietarios del chalet para quienes trabajaba. Interrogaron a su novio, también boliviano. Y, tras seguir sus pasos durante una semana, concluyeron que no tenían motivos para su detención. No obstante, la familia de Inma seguía pensando que había sido ella quien organizó la trama de amenazas. Todos lo pensaban, excepto la madre de Inma que, por simple intuición, sospechaba que María nada tuvo que ver en aquel asunto delictivo. Pero, ¿quién fue, sino María? Entre todos empezaron a elucubrar el desarrollo de la historia teniendo en cuenta a Ismael, un amigo electricista del padre de Inma, que quedó insatisfecho cuando lo despidieron de la empresa por beber demasiado, porque cuando pensaban en enemigos de la familia era la única persona que se les podía venir a la mente. —Pudo entrar desde la azotea del edificio y descolgarse con una cuerda hasta la ventana de la cocina —arguyó Antonio—, porque esa es la única zona de la casa que queda fuera del ángulo de la alarma. De ese modo se explicaría por qué no estaba forzada la cerradura y por qué no sonó la alarma. —Pero eso es un poco como la película Misión Imposible —observó Inma contrariada porque le apasionaba más la trama de suspense que la de acción. 18

—Bueno, pero piensa que Ismael antes de ser electricista fue bombero y para un bombero esa hazaña es el pan de cada día. Y por más que le daban vueltas, no sacaban nada en claro. La policía cesó la investigación tras un mes sin noticias y, poco a poco, el tema dejó de ser el único motivo de conversación. Pero los guardaespaldas seguían con su trabajo, lo cual suponía una pequeña fortuna para la economía de la familia. 19

El inicio del otoño fue más frío de lo habitual. Madrid volvía a ponerse en marcha tras las vacaciones e Inma notaba, cada vez que se alejaba de su propio desasosiego, que Alicia se mostraba melancólica e insatisfecha. Tenía tan asumida la falta de comunicación que se abría entre las dos como un abismo, que ya ni tan siquiera iniciaba un diálogo encaminado a descubrir las causas de la frustración de su novia. Sospechaba que se debería a la ausencia de sus familiares porque no conseguía acostumbrarse a la capital y daba muestras de tener siempre presente cómo se hacían las cosas en su país, ensalzando sus costumbres en detrimento de España. Esperaba que Alicia no le planteara nunca que fueran a vivir a Buenos Aires porque de sobra sabía que todo lo tenían más fácil donde estaban. Y, egoístamente, desde luego que también a ella le asustaba perder sus raíces. —En esta época empieza el calor en mi país —comentó Alicia mientras veían un programa de televisión—. No soporto el frío. —Ya lo sé, mi amor. Pero piensa que en junio empiezas a disfrutar del calor, mientras allí se congelan. Además, ya llevas ocho años aquí y hasta has perdido tu acento. ¿Cómo es que no te acostumbras? —Para ti es fácil hablar así, porque nunca has tenido que salir de tu patria. —Tienes razón, mi vida, perdóname por lanzar un comentario tan frívolo. Vamos a tratar de ahorrar para así poder viajar en Navidades con los tuyos.

—¿Qué mosca te ha picado? Tú nunca me apoyas en esto... Tenía razón. Cuando las dos empezaron a salir juntas, Inma observó desde el principio que Alicia mentía a sus familiares cuando les decía que tenía negocios en España. Era camarera de un bar de Chueca y ganaba el dinero suficiente para alquilar una habitación por el centro y para satisfacer sus primeras necesidades. Y, no obstante, tenía que ideárselas cada mes, a costa de no comprarse una camiseta que llevaba semanas deseándola, o de salir con sus 20

2 amigos sólo un par de veces al mes, para así enviar algo de dinero a su familia, de forma que sufragara su engaño. Al principio, Inma se imaginó que su familia estaría en situación paupérrima, pero poco después fue descubriendo que vivían, aunque sin lujos, sin necesidades, por lo que estalló en cólera, presa de la indignación, pues le costaba entender que llamaran constantemente para pedir a Alicia que les girara el dinero de un sofá, la cuota de la escuela de sus sobrinas o cualquier otro asunto económico que se les metiera entre ceja y ceja. Los primeros meses fue incapaz de hacerle saber a Alicia lo que pensaba, pero cuando Alicia se instaló en su casa tuvo menos reparos en manifestar su contrariedad cada vez que buscaban juntas un Western Union para girar dinero a Argentina. Al poco tiempo, Alicia perdió su trabajo en el bar y mantenerse las dos únicamente con el sueldo de Inma se hacía muy difícil. Alicia dejó de pedirle a Inma que le acompañara a enviar dinero, pero Inma sospechaba que lo haría igualmente, aunque de forma más dilatada en el tiempo. De aquella manera se instauró su primer tema intratable. Así empezaron los secretos y la falta de entendimiento. Las mentiras tal vez arrancaron en el Western Union de Gran Vía. —Cielo, vayamos de vacaciones. Mis padres tienen vacía una casa en el Puerto de Santa María. Con lo que a ti te gusta el mar, seguro que lo disfrutas y así desconectamos unos días —le propuso Inma a Alicia una noche, después de que Óscar terminara su vigilancia. El chalet no estaba muy lejos del mar. Tenía tres habitaciones, tres baños y un salón inmenso. Ambas quedaron fascinadas por el lugar, acostumbradas a vivir en espacios no más grandes de sesenta metros cuadrados. La primera noche, tras cenar en el jardín de la casa, Alicia se quedó plácidamente dormida en una de las tumbonas. Inma terminó de recoger la mesa y después de meter los platos en el lavavajillas, se acercó a su novia con la intención de despertarla para ir juntas a la cama, pero al contemplar sus facciones relajadas por el sueño, se detuvo enternecida. Se arrodilló con suavidad, 21

procurando que no le crujieran los huesos, porque no quería despertarla, porque sabía que Alicia se burlaba de aquellas manifestaciones de amor, porque siempre le asfixiaba su embelesamiento. Pero Inma no podía evitar que se le escapara en ciertas ocasiones su adoración por aquellos trazos de piel y hueso. Mientras la contemplaba, borracha de sus rasgos, no podía comprender cómo había quienes decían que les parecía que Alicia tenía los ojos demasiado hundidos y la cara demasiado grande. Sus labios, carnosos, se entreabrían en un gesto que a Inma le parecía siempre sensual. Deseaba besarla, no podía resistirse a aquellos labios. Y estaba a punto de acercarse cuando Alicia abrió sus ojos, unos ojos que Inma siempre decía que eran de gata. —Vaya, me he quedado dormida.

—Sí, cielo. Es que se está aquí muy bien. —Me encanta este lugar. —Pues he estado pensando que tal vez nos venga bien trasladarnos aquí una temporada. Alicia se incorporó con suavidad, sorprendida ante la propuesta de su novia. —¿Cuándo has pensado en esta idea? —Ahora mismo, al verte dormida aquí. Tener a Óscar supone un dineral para mis padres, yo puedo seguir estudiando aquí y, por otro lado, a ti nunca te gustó Madrid. —Bueno, mi amor. Lo hablamos mañana. Ahora vamos a la cama. La playa más cercana, a pesar de tratarse del mes de septiembre, estaba desierta aquella mañana. Se sentaron en la arena, sin toalla y con la ropa puesta. Inma estaba pendiente de Alicia, observaba su gesto tranquilo mientras el viento azotaba su melena, con los ojos cerrados y la cara llena de paz. Hacía mucho tiempo que no transmitía aquella serenidad, tal vez desde las primeras semanas, 22

antes de perder su trabajo y antes de vivir junto a Inma. Dejó pasar mucho tiempo cuando se decidió a romper aquel maravilloso silencio. —Mi amor, entonces, ¿te gustaría vivir aquí? Alicia se giró y, abriendo un ojo con esfuerzo, deslumbrada por el sol, sonrió con dulzura. —¿Y a ti?, ¿crees que podrías vivir lejos de tu querido Madrid? —Contigo podría vivir en cualquier sitio. —Ya, mi amor, pero las cosas no son así. Y te lo digo por experiencia. Inma cogió una pequeña rama y trazó garabatos en la arena. Le costaba discernir qué quería hacer ella misma. Lo ignoraba y le frustraba no saberlo. —Cielo, no puedo saber si me arrepentiré o no, si estaré mejor o peor. Sólo sé que te veo bien aquí y que, si las cosas se tuercen, siempre podemos volver a Madrid. A su regreso a Madrid Inma le expuso a sus padres la intención de mudarse a la playa. Parecía razonable y lo era, teniendo en cuenta que su marcha supondría un ahorro importante para la economía familiar, puesto que allí prescindiría de la seguridad del guardaespaldas. En pocos días ya tenían todo dispuesto e Inma, amante de las reuniones sociales, había organizado una fiesta de despedida. La casa se empezó a llenar a las diez de la noche. Mario y José fueron los primeros en llegar y lo hicieron junto a Jesús, compañero de las correrías de Alicia en Buenos Aires, que había cruzado el Atlántico, semanas atrás, siguiendo la estela de su más admirada amiga. —Ahora que llego a Madrid, resulta que tú te vas —dijo Jesús nada más entrar a la casa. —Siempre puedes venirte con nosotras. 23

A Inma se le torció el gesto porque no conseguía simpatizar con aquel hombre de costumbres excéntricas y dudosa educación. Lo que había sido una invitación comprometida, semejante individuo llegaba a tomárselo al pie de la letra. Minutos después aparecieron Clara y Paloma, una pareja que conoció Inma en una fiesta meses atrás. Desde aquel día Paloma avasallaba a Inma con mensajes pretenciosos, en los que relataba, casi desesperadamente, su pasado y las emociones que acompañaban a cada reseña significativa, con una intención imperativa de encontrar a alguien que sintiera tanta compasión por su supuesto sufrimiento, que estuviera dispuesto a rescatarla. Bajo ese mar de alusiones, vía e-mail, autocompasivas y autocomplacientes, Inma quedó ahogada, asfixiada, pero apenada por la mezquindad de aquella pobre mujer. De modo que siempre que se acordaba, la llamaba para salir a dar una vuelta con su

pareja, para ir al cine o para asistir a alguna fiesta. Paulatinamente, cuando Paloma se percató del desinterés de Inma, fue cambiando de rumbo y su acercamiento se desplazó hacia Alicia. Ambas congeniaron precipitadamente y, aunque siempre era mayor el interés que manifestaba Paloma por verse, Alicia trataba de complacerla en aquel intercambio de mensajes y llamadas. Clara, al percatarse del exceso de intimidad que existía entre las dos amigas, llamó la atención de su novia y, por tanto, las llamadas se dilataron y la relación entre ambas perdió aquella intensidad de sus inicios, convirtiéndose en una amistad más relajada. La siguiente en llegar fue Susana, una muy buena amiga de Inma, que aparecía de la mano de otra mujer, reciente adquisición de Susana, que cada semana presentaba a un nuevo ligue. Y tras ellas, el resto de invitados, casi simultáneamente, se desplegó por el salón. Inma pasó la noche contemplando la botella de güisqui. Tenía un límite establecido por Alicia: dos copas. Y buscaba el momento adecuado para empezar con la primera, para disfrutarla ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Desde hacía algún tiempo, Inma encontraba dificultades para relacionarse con los demás. Sentía cierto sopor ante las conversaciones triviales de los amigos de su novia y la proximidad de cualquiera que no perteneciera ya de antemano a su 24

círculo más estrecho de amistades, le hacía sentir incómoda. Y, no obstante, insistía en dar fiestas siempre que tenía ocasión, porque le gratificaba ver su casa llena de invitados. Y, ¡qué demonios!, porque era una fabulosa excusa para servirse un par de copas y buscar una evasión. Aún sin saber de qué escapaba, buscaba un pretexto para huir constantemente y con más vehemencia en aquellos meses que se había levantado una restricción al sosiego de andar con el alma drogada y las neuronas sedadas. Expresa prohibición de su novia a quien, en cierto modo, contemplaba como si fuera su carcelera. Y asumía sus pautas con agrado, resignada, obediente, como la más fiel víctima de un síndrome: el de Estocolmo. —¿No bebes? —le preguntó José, cuando se acercó a la mesa para servirse su tercera copa. —No. Ya sabes. No puedo. —¿Cuántos bonos tienes? —Dos. José se acercó más a Inma. —Pero nadie ha hablado de la proporción de alcohol que debe contener cada copa, ¿no? —le susurró mientras volcaba generosamente el güisqui de una botella sobre los hielos de un vaso de tubo—. Ten, tu primera copa. —Si prácticamente es todo alcohol. No sé si seré capaz de beberme esto. —No te preocupes. Después la vas rellenando con más limón. Y eso hizo, aunque fue tal la cantidad de alcohol por vaso que con tan sólo dos de sus copas, a última hora de la fiesta, ya se le cruzaban los ojos y hablaba disparatadamente, dando muestras evidentes de su estado ebrio. —Y dime una cosa, Paloma —dijo, sentándose en el sofá, haciéndose un pequeño hueco entre Paloma y Susana, que conversaban animadamente—: ¿por qué vistes siempre de negro? 25

Paloma la miró con desdén y volvió la cara hacia Susana, como si aquella pregunta jamás hubiera existido; como si la propia Inma no existiera y fuera un ente inidentificable que se había interpuesto entre las dos. —Lamento la interrupción —se disculpó Inma mientras se levantaba del asiento—, corre mucha hostilidad por estos lares —y trató de separarse del sofá cuando sintió la mano de Susana en su muñeca, que la atrajo de vuelta hacia el asiento. —¿Qué decías, reina? —Nada, lo que pasa es que realmente no sé a qué atiende esa moda siniestra. Quiero decir,

que de pura ignorancia, y dejo bien claro que mi pregunta no va cargada con ápice alguno de sarcasmo, no sé qué se reivindica con esos atuendos. Tal vez sea algo llanamente estético... —Déjalo, Inma —interrumpió Paloma—, es algo que tú no entenderías. Inma no quería pelear. No tenía ganas de enzarzarse en una discusión acalorada con alguien que no significaba gran cosa en su vida. Tal vez estando sobria hubiera decidido defenderse con un buen ataque, utilizando para ello una respuesta ingeniosa, pero estaba demasiado perjudicada por el alcohol y aún no había alcanzado un grado de borrachera tan alarmante como para no detectar sus propias limitaciones en aquella situación. Muy oportunamente se escuchó su nombre, pronunciado por la voz de José y, con esa disculpa, se levantó. Cuando alcanzó la otra esquina del salón se encontró con los ojos de José clavados en uno de los amigos de Alicia. —Mira lo que está haciendo este gilipollas —le susurró. Jesús, aquel hombre de piel morena, reía junto a otro de los invitados de Alicia, mientras sostenía en alto una copa. Brindaron y, tras dar un sorbo, Jesús volcó el vaso, dejando caer líquido al suelo de parqué. Inmediatamente, Inma buscó a Alicia con la mirada y comprobó que su novia acababa de ver lo sucedido. Inmaculada estaba roja por la ira y tuvo que abstenerse de hacer algún 26

comentario porque sería reprobado por su novia. Así sucedía siempre que ella trataba de reivindicar su espacio ante algún amigo de Alicia. —Vamos, entiéndelo, que va borracho —sintió el aliento de Alicia en su nuca. —Estoy aturdida por su falta de respeto. Me gustaría que le dijeras algo. —Pues con la borrachera que llevas tú, no sé cómo no lo comprendes. —Yo jamás derramaría intencionadamente alcohol en la casa de nadie. De nuevo, Jesús levantó el vaso, brindó con el otro invitado, dio un trago y dejó caer otra cantidad generosa de líquido al suelo. —¿Qué coño estás haciendo? —inquirió Inma, sin poder contener por más tiempo su rabia. —Estoy brindando con la Madre Tierra. No seas estrecha de mente. —Pues vete a brindar a la puta terraza y no seas tú estrecho de compostura. Alicia dio un respingo y sostuvo a Inma por el brazo. —Es que hay que estar a favor de la Tierra, que es la que nos da los alimentos y todos estos lujos que veo en tu casa —insistió, sin dejar de sonreír, instantes antes de volver a dejar caer el contenido de su vaso sobre el suelo del salón. Antes de que Inma pudiera volver a protestar por el evidente desafío, Alicia se adelantó. —Ya basta, Jesús, hombre. Deja de beber tú y deja de darle de beber a tu Madre Tierra — dijo con una sonrisa. Pero a Inma no le convencía que empleara un tono cariñoso tras su provocación. —Si no quieres salirte a la terraza, brindas en la calle. ¿O vas a pagar tú el encerado de la madera? —Déjalo ya, Inma, que no va a hacerlo más. Cuando se fueron todos los invitados, empezaron a recoger los vasos y botellas vacíos que estaban repartidos por las repisas y las mesas del salón. 27

—No me gusta que tu amigo me provoque. Es injusto. Y sobre todo teniendo en cuenta que estamos en nuestra casa. Estoy muy indignada. —Espero que no me vengas ahora con tus rollos, que estoy muy cansada. Y, además, estás borracha y no te soporto.

—Pero eso no tiene nada que ver. Es que no tiene educación, joder. Me ha fastidiado la noche y tú te quedas impertérrita, como si no fuera contigo, como si tuviera yo la estúpida manía de que no tiren bebidas al parqué de nuestra casa. —Ya le dije que no lo tirara más. —Pero se lo dices bromeando. Y no siento que defiendas mis intereses, mi respeto, mi intimidad y nuestra casa. —Paso de ti. Hoy mejor me voy a dormir al sofá porque me das asco —¿Por qué?, ¿pero por qué arremetes contra mí? ¿Te doy asco? —Sí, me das asco cuando bebes. Te rechazo en este estado. Y no entiendo por qué sigues bebiendo cuando sabes que no te soporto así. —He bebido sólo dos copas. —Pues tal vez deberías plantearte beber una o ninguna. Y ahora olvídame, que quiero dormir tranquila —dijo mientras cogía del armario un juego de sábanas. La ansiedad se hizo con el esqueleto de Inma y, aunque instantáneamente había decidido dejarla marchar al sofá sin poner resistencia, rápidamente se abalanzó hacia la puerta, dispuesta a convencer a su novia de que durmieran juntas. —Mi amor, es que no creo que merezca la pena que discutamos y yo no voy tan borracha. Creo que es bueno que hablemos las cosas. Me gustaría que me entendieras. —No. No te puedo entender. Yo no soy como tú. Yo entiendo a la gente y no discuto con ella. Tú eres como todo el mundo. Eres como mi madre, que siempre ha reprobado mis amistades. Y no lo voy a permitir. Métetelo en la cabeza. 28

—Pero si yo no repruebo tus amistades, sólo exijo que a mí no me perjudiquen. Si no quieres defenderme, al menos deja que yo misma lo haga sin que después sufra tus enfados. Si no te pones de mi lado, al menos no te pongas en mi contra. —¡Eres una hija de puta! Yo no me pongo del lado de nadie, ¿te enteras? —No me insultes, por favor, no me llames «hija de puta». —Hija de puta. Es mi forma de hablar y si no te gusta, te largas. —Yo nunca te insulto. —Me importa una mierda lo que tú hagas. Yo soy así y se acabó. —Pues podías intentar remediarlo. Es que me impacta mucho. —¡Mira!, como sigas jodiéndome, me largo a la calle. No te soporto. Vete con tus lloriqueos a la cama y déjame dormir en paz. —Es que no consigo asimilar estas discusiones. Se vuelven desproporcionadas, ¿no te das cuenta? —Te juro que me largo como no te vayas ahora mismo del salón — exclamó Alicia mientras se levantaba del sofá. —Está bien, está bien —la detuvo Inma, sosteniendo sus brazos con las manos —. No te vayas, que ya me voy yo a la habitación. En la cama le faltaba el aire. Era causa directa de la ansiedad. No podía dormir porque le pesaba estar viva, respirando en aquel preciso instante mientras su novia yacía en el sofá. No soportaba sus desencuentros porque no atendían a razones, porque Alicia se desquiciaba y no había forma de entablar un diálogo que culminase en pactos de entendimiento y de convivencia. Y sentía culpa, una culpa que se instalaba como un pedrusco en la boca de su estómago. Le atormentaba la culpa de haber bebido, de estar borracha, de dar asco a la persona a la que más amaba. De pronto todo lo demás era insignificante: no le importaban los desafíos de Paloma ni los de Jesús; no le importaba el maltrato verbal de su novia... De pronto

sólo quería estar bien, sólo quería ser absuelta del castigo y liberarse de la sensación de culpa. Necesitaba urgentemente el perdón de su novia 29

porque ya nada más tenía cabida en sus pensamientos. De modo que la ansiedad movió sus articulaciones y la condujo de nuevo al salón. —Perdóname, mi vida —imploró al bulto que hacía el cuerpo de Alicia bajo las sábanas. Pero su novia no respondió y tras permanecer varios segundos de pie, se fue frustrada a la cama. A la mañana siguiente, tal y como era costumbre, Alicia actuaba como si no hubieran vivido una dramática discusión horas antes. En la cara de Inma se dibujaba una sonrisa siempre que a Alicia le nacía el impulso de darle la mano mientras miraban una película. Albergaba el deseo de que en la playa no existieran aquellas batallas. Tal vez les esperaba una nueva vida, una vida mucho mejor. Inma se levantó del sofá para abrir el flamante y blanco portátil que Alicia le había regalado meses atrás, poco después de la boda de su hermano. Aquella fue la única época en la que Inma veía a Alicia salir varias veces por semana para trabajar como adiestradora canina. Estaba orgullosa de su novia cada vez que regresaba de El club. —¿Cómo te ha ido hoy? —preguntaba Inma cuando Alicia volvía a casa. —Muy bien. Dicen en El club que soy la mejor adiestradora. Todos están encantados conmigo y quieren que sea yo quien adiestre a diez perros para el próximo concurso. Coincidió que en aquel año se casó el hermano de Inma. Y tras el evento, los recién casados partieron a algún país exótico. En la casa que los padres tenían en Madrid, la habitación de Inma, por ser la más grande y acogedora, pasó a ser la habitación del hermano y, tras la boda, aquella suite se convirtió en una sala poco personal, receptora de todos aquellos muebles que sobraban y que habían estado acumulando polvo en el trastero. Por tal motivo, cada vez que Inma iba allí, acompañada siempre por Alicia, trataba de encerrarse algunas horas en su cuarto, con el pretexto de dormir o de leer en su 30

cama un rato, mientras su novia dormía la siesta. Regaba las plantas, ya que sus padres se alojaban en Madrid muy pocos meses al año, y ponía alguna película en el salón, cómo si jamás se hubiera ido de su refugio y aún dispusiera de su espacio tal y como lo dejó al marcharse. El hermano de Inma dejó los regalos de la boda en uno de los cajones de la habitación en cuestión: unos sobres con talones y una cartera con cuatro mil euros. Fueron semanas muy agradables para Inma. Alicia se mostraba tranquila y entusiasta con su trabajo. —Este mes tengo siete caniches y debo adiestrarlos en tres semanas. En El club confían mucho en mi trabajo y van a pagarme setecientos euros por mes y por perro. —¿Y te llevará mucho trabajo? —Un par de horas, varios días a la semana. —Mi amor, estoy muy orgullosa de ti. Siempre me admira lo mucho que vales. Según su ánimo, marchaba a trabajar o bien por las tardes o bien por las mañanas. —¿No tienes un horario establecido? —le preguntó Inma una tarde, mientras Alicia se vestía con su ropa deportiva. —Claro que no. Los perros están en El club hasta que termine el trabajo, así que puedo ir cuando quiera. Es lo bueno de ser mi propia jefa. Veinte días después de la boda regresaron los novios y los padres de Inma, junto a María, la

asistenta interna, adelantaron su vuelta a Madrid para estar presentes en el día de cumpleaños de su hija. Para cuando Inma llegó a la casa de sus padres, se encontró a todos en el salón, visionando la cinta de vídeo que traían los recién casados, como testimonio de su viaje por países exóticos. María, la 31

asistenta interna, estaba ultimando los detalles de limpieza porque se había tomado la tarde libre. —Bueno, para el vídeo y después continuamos viéndolo, que tenemos hora en el restaurante —dijo el padre de Inmaculada—. Vamos a celebrar el cumpleaños de tu hermana. María, que en aquellos momentos recogía un cenicero del salón, puso cara de sorpresa y se acercó a la madre de Inmaculada para decirle algo en voz baja. —Bueno, pero no tardes, que vamos mal de tiempo. María fue hasta su habitación con el paso apresurado e, instantes después, se aproximó hasta la puerta principal y salió de la casa. —¿Qué pasa? —preguntó Inmaculada. —Que no sabía que es hoy tu cumpleaños y quiere comprarte algún detalle. —Pues llegamos tarde. Ya se lo dará —inquirió el padre de Inmaculada. —Es que ha insistido mucho. Pocos minutos después, María apareció con un regalo. Se trataba de un muñeco de peluche. Inmaculada la abrazó, enternecida por su gesto. —No era necesario que te tomaras la molestia de salir precipitadamente. Muchas gracias. Tras la comida, Inma se fue a su casa, dispuesta a pasar todos los minutos posibles de aquel día señalado junto a su novia. Le esperaba su regalo y estaba entusiasmada. Alicia había llenado la casa de velas y al fondo del salón había una caja envuelta en un papel rojo chillón, que se encontraba rodeada por flores de todos los colores y tamaños. Inma se giró hacia su novia y la abrazó con fuerza. —¡Qué detallista eres, mi amor! Ya no me importa si quiera lo que esté envuelto. Esta estampa tan bella es mi regalo. —De eso nada. Ve y ábrelo que va a encantarte. Más vale, después de lo que me ha costado. 32

Al desenvolverlo, Inma se encontró con un ordenador portátil blanco. —Pero..., mi amor, esto costará una fortuna... —Lo sé, pero te hacía falta. Además, ayer me pagaron parte del dinero del adiestramiento y quería que todo fuera para ti, mi amor. Jamás he pagado tantos billetes juntos tan complacida como esta mañana. Mientras tanto, a unos quilómetros de distancia, Antonio, el hermano de Inma, iba a la casa de sus padres para recoger cosas de su habitación. Fue entonces cuando descubrió que su cartera no estaba en el cajón. —La habrás perdido en tu viaje. Te la habrás llevado y no lo recuerdas —le dijo su madre. —Imposible, mamá. Esta cartera la dejé aquí, junto a los cheques y los sobres. Entre los dos llegaron a la convicción de que algo tenía de sospechoso el repentino interés de María por salir de la casa. —Seguro que el regalo para Inma fue su pretexto. Tal vez quiso bajar para tirar la cartera en alguna papelera, por si registrábamos su habitación — elucubró Antonio. —Deberías bajar e inspeccionar las papeleras de la zona —observó la madre y su hijo atendió su consejo y salió a la calle para, minutos más tarde, regresar sin éxito. Las sospechas recaían sobre María por ser la única persona, ajena a la familia, que transitaba libremente por las habitaciones del hogar. Por ello, Antonio y su mujer dirigían gestos hostiles a

la asistenta cada vez que ésta se acercaba para servir algún plato. —No comprendo por qué no la despides, mamá —declaraba Antonio—. Hay indicios para pensar que nos está robando y tú sigues con ella tan contenta. —Aquí no se ha probado nada —se defendía su madre—. Esta chica parece muy maja y muy honesta. 33

—Tú verás lo que haces. Por mi parte, tendré cuidado de no dejar en tu casa nada de valor. Meses después María recibió una llamada de su novio: como no podía soportar las distancias que los separaba, se vendría a España, por lo que tendría que buscarse otro empleo como externa o encontrar algún chalet que necesitara un matrimonio. La última vez que la familia volvió a ver a María fue cuando ésta acudió para limpiar la casa de Inma. La llamaron por petición expresa de la policía, como estrategia para poder seguirla a la salida del domicilio y detenerla después, junto a la boca de un metro. 34

Caminando por el Puerto de Santa María llamó la atención de Inmaculada una tienda de animales que tenía expuesto en la vitrina un bonito cachorro blanco. —¿De qué raza es este perrito, mi amor? —preguntó Inma. —Es mestizo. El cachorro, al ver a Alicia, extendió su pata y clavó en ella sus ojos juguetones. —¿Lo quieres? —le preguntó Alicia. —¡Ay!, no sé. Es tan bonito y da tanta pena... El pobrecito, aquí encerrado en este espacio y con este calor... —Piénsalo. Es para toda la vida. El suelo de la jaula de cristal estaba repleto de papeles de periódico empapados en pis y excrementos del animal. —Comprémoslo —dijo Inma. —¿No quieres pensarlo? —No, no. Comprémoslo. Se llevaron el perro a casa y Alicia parecía satisfecha. —Echaba en falta tener animales —comentó Alicia mientras peinaba a la recién llegada—. Ya sabes que en mi casa de Argentina teníamos cuatro perritos, seis pájaros y un tití. Era un mono adorable. Algún día compraremos uno y verás lo divertido que es vivir con un monito en casa. —Lo de tener un mono jamás me lo había planteado, pero sí quería tener un collie barbudo, como aquel que me regalaron en mi adolescencia. Es la raza canina más inteligente y, además, mi perrita era preciosa. 35

3 —Pues yo te lo regalo, mi vida. —No, cielo. Ahora tenemos a esta perrita, que también es adorable. Gata, la perra blanca, resultó ser un animal hiperactivo que llenaba de alegría las veinticuatro horas que la pareja tenía desocupadas. A pesar de que una de sus dueñas era adiestradora, el animal no conseguía aprender cuál era el sitio en el que debía dar rienda suelta a sus necesidades. Gata aún era una cachorrita cuando se les planteó la posibilidad de quedarse con la perra de una conocida de Alicia, que pretendía dejarla en la perrera municipal. Inma siempre sintió debilidad por los ojos de Bizca y, al enterarse de las intenciones de la amiga de Alicia, no dudó en ofrecerse para cuidar del animal. Alicia consintió de buen agrado y viajaron a Madrid para

recoger al nuevo miembro de la familia. Al tener dos perras Inma pudo descubrir que sus ladridos no atendían a un régimen ordinal del doble, sino que respondía a un efecto sinérgico, puesto que los ladridos de la una estimulaban los de la otra y viceversa. Como resultado se encontraron con que un «guau» constante se convertía en el ruido de fondo de todas las horas de sus días. Desde que se instalaron en la casa de la playa dormían más de once horas diarias e Inma se levantaba aturdida y somnolienta, incapaz de moverse con agilidad. Había perdido la vitalidad y cualquier actividad física o mental le suponía un esfuerzo desmesurado. Una de aquellas mañanas en las que Inma despertaba con las articulaciones agarrotadas y la mente anquilosada, Alicia le pidió que se vistiera porque iba a darle una sorpresa. 36

Recorrieron más de cincuenta quilómetros y en aquel trayecto Inma no cesaba en su empeño por descubrir el destino de su viaje. Pero Alicia no quería revelar el regalo hasta que no lo tuvieran ante sus ojos. Llegaron hasta un pueblo del interior y Alicia aparcó junto a una casa de campo. Hacía frío allí e Inma, instintivamente, se agarró al brazo de su novia para sentir su calor. —No te agarres así, que pareces una vieja y, además, nos puede ver alguien — espetó Alicia, mientras se deshacía de las manos de Inma. Inma, molesta, se acurrucó en su abrigo. En realidad estaba enojada consigo misma por seguir siendo cariñosa con Alicia sabiendo que siempre, cuando estaban fuera de su casa, ella respondía con desaires. Alicia llamó al timbre de la puerta y abrió una señora de avanzada edad, con una amplia sonrisa de bienvenida. —¿Eres tú la chiquita que llamó ayer? Alicia asintió con la cabeza y la señora las invitó a entrar. Junto a la puerta, una camada de perros revoloteaba alrededor de su madre. —¡Aquí está la sorpresa! —exclamó Alicia—. Un pastor catalán. No he conseguido un collie barbudo, pero esta raza se le asemeja. No podía ser cierto. ¿Cómo era posible que Alicia tuviera la intención de comprar otro perro? Inma estaba consternada: por un lado, el buen propósito de su novia; por otra parte, la insensatez de hacerse cargo de un perro más. Pesó más lo primero y se sintió incapaz de rechazar el regalo. —¿Cuál vas a quedarte? —preguntó la anciana. En aquel mismo instante, uno de los cachorros se acercó a Inma con determinación y se tumbó sobre sus pies. —Este. Si es perra, porque no quiero que se cruce con las que ya tenemos. Alicia levantó al animal y examinó su sexo. —Sí, es una perrita. 37

Regresaron a casa con el animal sobre las rodillas de Inma. —Mi amor —dijo Inma en tono conciliador—, creo que ya somos demasiados en casa. —Pues yo quiero un chihuahua. —¿Estás loca? —¡Qué cara! Yo te regalo el perro que te gusta y, ¿a mí quién me regala el mío? —No, cielo, si yo te doy lo que tú quieras, pero más adelante. Ahora ya somos demasiados pares de ojos dentro de una casa. Los cachorros crecieron y la casa ya no parecía tan grande. El sofá se había convertido en el arca de Noé, las micciones y defecaciones se hacían presentes de forma cíclica en el suelo de

cualquier parte de la casa y la cantinela de ladridos se arrancaba cada vez que los animales intuían la presencia de cualquier movimiento en las proximidades del chalet. Alicia, a pesar de todo, mantenía la casa impoluta. Tenía apilados varios detergentes con aroma a fresas silvestres y varias veces al día pasaba la fregona. Era infrecuente que Inma se encontrara con algún líquido sospechoso antes de que lo hiciera Alicia y, cuando ese milagro sucedía, pasaba la fregona a pesar de no satisfacer el grado de exigencia de su novia. —Te he dicho miles de veces que chupes bien el pis antes de volver a restregar la fregona por el suelo. Así lo único que consigues es esparcirlo. Es que eres una inútil y para hacerlo así, es mejor que no lo hagas. Inma reconocía sus propias limitaciones y aceptaba el reproche porque asumía no ser muy hábil para las labores domésticas o, al menos, no tan pulcra como Alicia. Pero su nivel de exigencia le atolondraba y desmotivaba, dando como resultado una actitud perezosa, al tiempo que atemorizada. La contraposición de ambas emociones recogidas en el mismo instante bloqueaba su cerebro y le hacía sentir incapacitada. Así, con el tiempo, dejó de agarrar la fregona y le propuso a Alicia ocuparse ella de la cocina y de la colada. 38

Pero las manías de Alicia iban en aumento y, como si de un brote de sarampión se tratara, se multiplicaban con el paso de los días. El aspirador y la fregona se habían convertido en una extensión de sus brazos y aún cuando estaba sentada en el retrete aprovechaba para limpiar con el papel higiénico el metal que sostenía la escobilla del baño. Y entre limpieza y limpieza, la televisión era una constante. Sólo se oía ruido dentro de aquella casa: el ruido de los gritos de Alicia, el ruido de los ladridos de las perras y el ruido de la televisión. Así, cuando se asomaba la noche, la agitación de Inma alcanzaba cotas máximas. Se turbaban sus sentidos y acababa convertida en un manojo de ansiedad y nervios. El mismo ruido que escuchaba por el día, se colaba por sus poros y sentía cómo colonizaba cada víscera, cada vena, cada parte de su cuerpo para quedar reducida a una masa estrepitosa de vértigo y angustia. Nunca supo enfrentarse a un dolor tan abstracto y siempre fue fiel ejecutora de diversos mecanismos de evasión. Y en aquella época su mente le pedía dosis de alcohol. Alcohol como estandarte frente a una vida frustrada. —Tengo ansiedad. Voy a servirme una copa —decía casi cada noche después de recoger los platos de la cena. Alicia torcía el gesto y dejaba escapar intencionadamente su desagrado. Pero cedía siempre y cuando no sobrepasara aquella primera y única dosis. Por las mañanas, ya curada su ansiedad, a Inma le despertaba la presencia de su novia, cada vez que Alicia le llevaba el café y lo ponía sobre su mesita de noche. El café de la mañana. Ningún momento más feliz en los días de Inma como aquellos minutos en los que, con la mente somnolienta, veía aparecer a su novia para ofrecerle el único gesto de amor que aún conservaba. Y mientras, sentada en la cama, daba tranquilos tragos de café, alternados por las caladas de humo del primer cigarro. Y reparaba entonces que eran aquellos sus únicos instantes de auténtica serenidad. Una ausencia completa de la ansiedad que le sobrevenía en cuanto ponía los pies sobre sus baldosas color arena y observaba cómo Alicia se desplegaba por todos los rincones del chalet, abarcando disciplinadamente todo el listado de tareas domésticas que tenía asumidas. En semejante proceso de limpieza 39

era cuando Inma redescubría cada mañana que no se asomaba a la cara de Alicia gesto alguno de ternura cuando, por accidente, se cruzaban sus miradas. Y, no obstante, le angustiaba tanto la ausencia de Alicia que se sentía incapaz de salir a realizar cualquier acción en solitario. Había perdido la iniciativa y la individualidad y así los días transcurrían bajo el

sometimiento de su propia dependencia. Luchaba, consciente del problema, por saber si detrás de aquella necesidad insana quedaba amor. Y su prueba más fehaciente era aquel embelesamiento que se apoderaba de sus vías perceptivas cada vez que la observaba, cuando comía, cuando dormía, cuando caminaba o cuando Alicia hacía cualquier cosa mientras creía que Inma no la estaba viendo. Así pasaron dos años y cada nuevo día era el calco del anterior. El maltrato psicológico de Alicia hacia Inma era otra de las constantes que surgía de forma cíclica y caprichosa, como reflejo de su ánimo. Otro componente más de la rutina establecida y ambas habían adoptado y asumido cada cual su propio rol como algo inevitable. Una mañana de invierno a Inma le despertó el ruido de la cerradura de la puerta. Al levantarse y llegar a la entrada se encontró con Alicia, que sostenía un pequeño bulto peludo entre sus brazos. —¿Qué haces con ese perrito?—preguntó Inma consternada. Alicia articuló una respuesta que parecía tener estudiada. —Es para mi mamá. Me pidió que le llevara un yorkshire cuando fuera a Buenos Aires. —Pero, ¿cuándo vas a ir a Buenos Aires? —Dentro de un par de meses. —¿Y por qué no te has esperado a comprarlo pocos días antes de irte? —Porque este me lo regalaban, pero tenía que ser ahora. —¿Quién? 40

—Unos clientes de El club. El club. Desde que llegaron a Cádiz Alicia argumentó que El club le debía dinero por el último trabajo y que, por tanto, había decidido no aceptar más proyectos. El cachorro, Freud, se adaptó en pocos días a su nuevo hogar. —Me has hecho una envolvente —dijo Inma una mañana mientras cogía la mano de su novia —. Nunca compraste al perro pensando en tu madre porque sabías que me encariñaría y que después sería incapaz de verlo marchar. —Tienes razón. Pero, ¿a qué no te arrepientes? —No. Siento por él algo muy especial. —Yo también. 41

Era verano cuando Paloma anunció sus intenciones de ir a visitarlas junto a su hijo, Andrés, un adolescente con problemas de autoestima. Debido a las ausencias y despropósitos de la madre en cuestiones de su educación, Andrés había desarrollado el poder de odiarla y, por tal circunstancia, buscaba la forma de destruirla con sus ideales. Encontró el medio cuando se identificó como neonazi. Se abstuvo de declararle a su madre sus pretensiones racistas y homófobas y ella, ajena a la vida interior de su único descendiente, tampoco estaba interesada en averiguarlas. Era una madre que se arrepentía de serlo y, como consecuencia, su hijo era un skinhead descerebrado. Cuando Paloma llegó, abrazó a Alicia con fuerza, mientras que a Inma la saludó con cierta rigidez. Andrés, ataviado con atuendos de invierno, mostrando un complejo referente al cuerpo que estaba desarrollando, saludó con frialdad, erecto pero cabizbajo, como un coronel que saluda acomplejado. A partir de aquella visita Inma se disponía a preparar comidas vegetarianas del agrado de Paloma. Era su único aliciente para hacerle sentir bien acogida, para darle todos los honores, puesto que se sentía incapaz de manifestar hacia ella cierta empatía. No era de su agrado y no quería demostrarlo, por lo que buscaba siempre algún pretexto que la mantuviera ocupada. Tortilla campera, ensalada césar, pimientos fritos y un oído paciente para escuchar sus

aventuras con una novia que compartía su vida durante los últimos dos años. —Me doy cuenta de que Clara no os cae muy bien —dijo Paloma después de saborear el primer trago de su cuarta cerveza—. Y yo lo entiendo, puesto que estoy a punto de dejarla. —¿Por qué? —preguntó Inma. —Porque no es capaz de satisfacerme. —Pues Susana siempre está glosando tus excelencias —mencionó Inmaculada. 42

4 —¿De veras? —Sí. Piensa que eres muy guapa. Y como aquella que no se estima, como aquella que se tiene por lo que acaba siendo: una persona marginada y poco considerada por el resto, acabó sucumbiendo al interés de una mujer sólo por el hecho de saberse deseada. —Pues cuando vuelvas a hablar con Susana, dale mi teléfono. Tras su visita, Paloma regresó a Madrid con la obsesiva intención de acostarse con Susana. A la propia Inmaculada le sorprendía que una mujer tan atractiva e inteligente como su amiga Susana pudiera interesarse por alguien tan vulgar. Lo que no le sorprendió fue que Paloma, después de tres polvos, declarase estar completamente enamorada. Desde la primera noche nacieron las demandas de amor incondicional y eterno. Y Susana, que no estaba entregada a semejante compromiso, insistía en la idea de que Paloma conservara su relación aparentemente marital y prosiguiera con la excitación del adulterio. Pero Paloma ya se había convertido en ventosa y quería toda la ventana para ella. —Dejaré a Clara —decía tras correrse en una cama de hotel. —No —insistía Susana—, porque lo que tienes con ella es serio y conmigo sólo obtienes sexo. —Pero es que de ti quiero todo. —Pero es que sexo es lo único que puedo darte. —Cambiarás de idea cuando lo deje con mi novia. —No, cari, porque es tu novia lo que nos mantiene atadas. —Eso piensas ahora, pero ya verás lo que sientes por mí cuando me libere. Imposible convencer a Paloma. Imposible decirle que no estaba enamorada. Imposible hacerle escuchar algo que no entraba en sus planes. La ventana era el objetivo del plástico cóncavo dispuesto a adherirse con obcecación. Un «quiéreme» suplicante que no escuchaba su pareja. 43

Lo dejó con Clara muy a pesar de las advertencias de Susana. Y a partir de aquel instante todo fue en declive y las llamadas desconsoladas de Paloma a Alicia fueron en aumento. Y las llamadas divertidas de Susana a Inma crecieron también como la pólvora. Una desesperada y la otra asfixiada. Pero de vez en cuando tenían sexo. Y para cuando, un año más tarde, Paloma anunció otra visita con su hijo skinhead, Inma temía las conversaciones interminables acerca de Susana. Y en el reflejo de los ojos de Paloma, Inmaculada podría verse como un sobre de correos sobre el que escribiría la invitada para hacer llegar el mensaje a Susana. Pero Inma no estaba dispuesta a convertirse en la confidente de Paloma, puesto que ella jamás había manifestado el menor interés por el criterio de Inmaculada. Paloma despreciaba a Inma sólo porque disponía de una casa sin pagar una hipoteca, la despreciaba por vivir sin trabajar, por tener una novia a la que ella misma admiraba, por conducir un coche sin habérselo ganado con su esfuerzo y, en general, una vida que envidiaba secretamente. Inma

representaba todo aquello que Paloma detestaba por puro antagonismo. —Me voy unos días a verte, guapa —le anunció Susana a Inmaculada una tarde de verano. —Pero, ¿sabes que también viene Paloma? —Sí, pero ella va dentro de diez días y yo, si te parece bien, pensaba salir mañana. —¡Claro!, no tienes ni que preguntar. Susana era una mujer alta y de cuerpo atlético. De cara bonita y mirada sincera. Cuando Inmaculada la observó mientras le abría la puerta, se encontró con una mujer radiante, más hermosa que nunca debido a su corte de pelo. 44

—¡Estás preciosa! —exclamó Inma al verla. Durante la tarde se preguntaba Inma si tanto cambio podía deberse a un simple paso por la peluquería, pero fue descubriendo, mientras hablaba con Susana, que era el derroche de templanza y seguridad de Susana lo que desnudaba tanta belleza. Sentadas a la mesa, durante la cena, las tres conversaban animadamente, mientras los animales revoloteaban por una casa que, durante aquellas horas, recuperaba la alegría. Con Susana había un pretexto para romper el silencio e Inma contemplaba los gestos de su novia. Le atrapaba el deseo cuando la veía sonreír y opinar con soltura. Ya en la habitación, Alicia se desvistió mientras Inma no dejaba de observarla. Se metió en la cama tras encender el televisor y su novia la abrazó con los brazos y las piernas. —No me imagino vivir sin ti, mi amor —susurró Inma—. Me hace feliz ser tu familia. Paloma viajó sin su hijo porque supo que iba a coincidir dos días con Susana y no quería que el niño entorpeciera un posible reencuentro romántico. Iba dispuesta a tratar de seducir a su amada, agotando así sus últimos cartuchos. Pero Susana tomó la decisión de quedarse un par de días más con la única intención de hablar con Paloma y tratar de darle al asunto un final amistoso. Muy al contrario de lo que le sucedió al ver a Susana, Inma se encontró en el recibidor de su casa con una mujer de mirada insulsa y aspecto vulgar. Sentía que era uno de esos rostros que no decían nada y que no llegaban a ser desagradables a la vista a cuenta de una melena abundante y hermosa, que justificaban el único atractivo que Susana pudiera ver cuando se movía entre las sábanas. Sus ojos, anhelantes, buscaban al entrar la presencia del objeto de su obsesión a través de toda la estancia. —Se ha ido a la playa —informó Inma. 45

—Y, ¿cómo está? —Muy bien. —¿Y Alicia? —En la ducha. La tensión que respiraban ambas al encontrarse a solas siempre se hacía evidente. En consecuencia, Inma desplegaba arrolladoramente todo su repertorio de buena anfitriona, ayudando con la maleta y ofreciendo algo de beber. —Acomódate, que voy a preparar la comida porque vendrás cansada y hambrienta por el viaje. Mientras Inma cocinaba llegaba a sus oídos una apenas perceptible voz de Paloma desde la terraza. Inma supuso que estaría hablando con Alicia. Imaginaba que estaría desahogando su desamor y trataba de recrear la cara de Alicia, sus gestos, la mirada solícita que dirigía siempre a sus amistades. Alicia regalaba su escucha y sus consejos, pero de su vida no revelaba nada. Atraía así a personas solitarias que, de pura inseguridad, no se cansaban de hablar de ellos mismos. ¿Acaso no se sorprendían de que Alicia jamás hubiera acudido a ellos con algún lamento o alguna alegría que compartir?

Era aquel el motivo principal por el que Inma desconfiaba de todos ellos. Se escuchó el ruido de la cerradura cuando Susana regresó. En aquel preciso instante Inma estaba poniendo los salvamanteles sobre la mesa de la terraza. —¿Ha llegado ya? —preguntó Susana en un susurro apenas perceptible. —Sí, hace poco más de una hora. —Y, ¿dónde está? —Se ha ido con Alicia a dar una vuelta. 46

Minutos después estaban las cuatro sentadas a la mesa de la terraza. Susana no paraba de sacar temas intrascendentes, y Paloma no cesaba en su empeño por mostrar un gesto abatido por la frustración y la desesperanza. Tras los postres Paloma se levantó de su asiento y manifestó su interés por aquello que se veía tras la barandilla de la terraza. Era evidente que demandaba de aquel modo la atención de Susana emulando alguna escena de telenovela. Su larga y rizada melena tomaba vida con las pequeñas embestidas del viento. Alicia e Inma rápidamente comprendieron que eran partes sobrantes del atrezo y buscaron una disculpa para dejarlas a solas. Una hora más tarde, Inma y Alicia comprobaron que sus invitadas se habían encerrado en la habitación. La puerta de la habitación de invitados se abrió a la hora de la cena. El semblante de Paloma se mostraba bien distinto, pues lucía una radiante sonrisa que delataba varias horas de buen sexo. Pero Susana buscó una excusa y se fue a la mañana siguiente, con lo que, tras su partida, la cara de Paloma volvió a ser la mismísima que trajo a su llegada. Y con su mirada de mártir buscaba constantemente el cobijo en los ojos de Alicia. Inma se sintió como una extraña durante aquella semana cuando, cada vez que se acercaba al par de amigas, cesaban los murmullos de Paloma, quien lanzaba una mirada impertinente, molesta por la interrupción. «Menuda gilipollas», salía Inma de la estancia protestando para sus adentros. Cuando una de las mañanas Alicia le anunció que habían decidido pasar el día en una playa nudista, Inma declinó la invitación. —¿Estás segura de que no quieres venir? —preguntó Alicia mientras sostenía el picaporte de la puerta principal, con la toalla en el hombro y un cesto con bocadillos y loción solar. Y, sin esperar si quiera la respuesta, se marcharon, dejando que el aire absorbiera su propuesta. Inma se sentó en el sofá con un libro, dispuesta a disfrutar de todo un día de calma, sin sentir que estorbaba en el salón de su propia casa. 47

Paloma se fue a Madrid y la rutina volvió tras su partida. Una rutina adorada y esperada por Inma; una rutina detestable y cansina para Alicia. Los maltratos eran más frecuentes porque ya no había día en el que Alicia no profiriese algún insulto que apocara el ánimo de Inma, cada vez más replegado. Y siempre bien acompañado por una retahíla de gritos y amenazas de abandono. —¡Me tienes harta! —anunciaba Alicia cuando se iniciaba cualquier discusión que marcaba su disconformidad ante cualquier actitud de su novia —. ¡Métetelo en la cabeza! «Perdón», pensaba Inmaculada y decía en voz alta: —Perdón, perdón, perdón por lo que sea, sólo perdóname y no discutamos y no me grites y no te vayas. Estaba aprendiendo a canalizar su carácter, a establecer los límites del respeto para toda

frontera que colindara con los de afuera, pero no con ella, con Alicia no, con Alicia era un perro que enseñaba la tripa en señal de sumisión cada vez que escuchaba un gruñido o una simple advertencia. Pero sus disculpas reforzaban el juego y Alicia palpaba su propio poder y quería saborearlo a través de mayores dosis de ansiedad en la mente debilitada hasta la anulación de su novia. Por lo que salía de casa dando un portazo y dejando su móvil sobre la mesa. Por algún motivo, Inma siempre temía que no volviera a aparecer, aunque el episodio se hubiera repetido hasta la saciedad, porque cada vez que Alicia se ausentaba sentía como certero su abandono y el vértigo de su pérdida. La impotencia de no contactar con ella, la incertidumbre, el dolor, el vacío... y la culpa. La culpa era el lastre que bloqueaba su pensamiento. Alicia le castigaba para alimentar así su dominancia y su ego, e Inma se amedrentaba y se empequeñecía un poco más. Depositaba, junto a las cenizas de todos los cigarros que apagaba por la histeria, más cachitos de ilusión y de identidad y aplacaba su ardor sobre el cenicero. 48

—Te amo —le decía a Alicia cuando la veía entrar. Y eran aquellas las únicas palabras que se oían hasta que pasaba la noche, porque Alicia no quería hablar. Simplemente se dormía a su lado de la cama, consciente de que de aquella forma proseguía el castigo para Inma. Y más allá de una estrategia conductista, su despotismo era el reflejo de su desprecio. Tras varios meses, Susana se enamoró de una mujer y dejó a Paloma definitivamente. El contacto entre Alicia y Paloma se hizo más manifiesto, lo cual era del agrado de Inma, que siempre deseo que Alicia fuera capaz de encontrar un entorno acogedor fuera de las fronteras de su país. —Voy a confesarte algo muy absurdo que no debes contar a nadie porque se supone que es un secreto —le dijo un día Alicia en tono conciliador—. Tú sabes que a Paloma le entusiasma el hecho de mostrarse desnuda en las playas porque se siente bien con su cuerpo. Y mira que tripa le sobra un rato. Pero ella no parece ser consciente y ha decidido enviarme una foto desnuda. —¿Sí? —Sí. Porque es un testimonio del día que pasamos juntas en la playa nudista, ¿recuerdas? —Sí. —Pues mira —dijo sacando de un sobre una de las fotos. «No está tan mal —pensó Inma—. Un poco fea, pero buenas tetas». —Está horrible. —Ya, pero a ella le gusta exhibirse. —¡Qué rara es! ¿Conservarás la foto? —Claro. A mí me da igual, pero imagínate que viene y me la pide para verse. —Ya. Hay que ver lo vanidosa que es la gente. 49

Cuando Inma se enteró de que su madre iba a vender su coche, un coche que a Alicia siempre le había fascinado, le propuso a su madre un intercambio: el coche que un par de años atrás Inmaculada le regaló a Alicia, a cambio del de su madre. La madre de Inmaculada estuvo conforme y ofreció el vehículo que había pertenecido a Alicia a una agencia para que se ocupara de su venta. La diferencia de precio entre los dos vehículos era notable, pero la madre de Inma no aceptó el dinero de su hija. En el mismo mes, y a pesar de que Inma disponía de un todoterreno, su padre le regaló un descapotable.

—Siempre me gustó el coche de tu madre, pero lo cierto es que es muy lento y gasta mucho. Me arrepiento de haberme desprendido del deportivo que me regalaste —dijo Alicia varias semanas después. —Pues podemos venderlo y te quedas con mi todoterreno y así no tenemos que mantener tres coches. —Pero qué morro tienes. Claro, tú estás encantada con tu descapotable y a mí que me zurzan. —No, cielo, yo quiero que tengas el coche que te guste, pero podemos tomar esa medida de forma provisional. Además, mi descapotable es como si fuera tuyo. En un principio la idea de la venta del coche no cayó en gracia, pero por alguna razón, meses después, Alicia se propuso buscar con premura algún comprador. Lo propuso en una agencia y días después recibió la llamada de un interesado. Cuando fueron a la agencia se encontraron con una mujer dispuesta a pagar nueve mil euros. 50

—De eso nada —susurró Inma—. Este coche vale más de diez mil. —Ni se te ocurra estropear la venta —advirtió Alicia—. ¿Tienes alguna idea de lo difícil que es vender este modelo? Inma no comprendía por qué su novia se exaltaba tanto cuando fue precisamente ella quien propuso su venta. ¿Cuál era la urgencia? —Podemos esperar un poco y ver qué pasa. —¡Joder!, no sé por qué cedí e intercambié mi coche... —¡Pero si este cuesta el doble! —Ya, pero el otro era mío y podía hacer con él lo que me diera la gana. —Y este es tuyo también, mi amor. —Sería mío si estuviera a mi nombre. —Está bien. Lo malvendemos si es lo que tú quieres. No opino porque sea tuyo o mío, opino por sentido común. —¿Qué insinúas? Yo sé mucho más que tú sobre coches. Y me estás haciendo pasar vergüenza, porque esta gente está esperando nuestra decisión. —Vamos, vamos a firmar. La agencia les entregó nueve mil euros en efectivo y al día siguiente lo ingresaron en la cuenta corriente de Inma, en la que Alicia figuraba como autorizada. Pero en menos de tres meses volvían a estar en números rojos. Oportunamente, como regalo de la venta de una propiedad, los padres de Inma dieron cuatro mil euros a cada uno de sus hijos. En aquella ocasión la pequeña fortuna se evaporó en menos de cuarenta días. «¿En qué gastamos tanto? —se preguntaba Inma constantemente—. Si casi no salimos, si hace años que no vamos de compras, si sólo nos damos pequeños caprichos muy de vez en cuando...». Decidió llevar la contabilidad de su economía a través de una hoja de cálculo y anotaba cualquier gasto que surgiera y cualquier ingreso extraordinario. 51

Uno de los gastos de aquellos meses fue la adquisición de otro perro: un yorkshire enano. «De perdidos al río» —pensó Inma cuando Alicia le comentó que uno de sus clientes, que se dedicaba a la cría y venta de animales, tenía un pequeño yorkshire cuya vida peligraba al estar rodeado por más de veinte pastores alemanes en una casa. Le llamaron Coco y se convirtió en el ojito derecho de Alicia en pocas semanas. 52

En agosto Paloma volvió a anunciar su interés por visitar a Alicia. —¿Cuántos días piensa

quedarse? —preguntó Inma. —Creo que diez. Viene con su hijo. —La cosa mejora por momentos. —No seas irónica. Yo aguanto a tus amiguitos. Además, piensa que a mí también me da pereza. —Bueno, mi vida, no te preocupes porque verás que te lo pasarás bien. Paloma y su hijo de diecisiete años llegaron a la hora señalada. —Lo que más me molesta de ella es que se deje querer hasta el punto de no plantearse coger un autobús para ahorrarte ciento veinte quilómetros de trayecto —dijo Inma antes de que Alicia saliera en busca de los invitados. Paloma entró en la casa con un gesto resplandeciente. Saludó a Inma con una sonrisa y se sentó junto a ella. Durante la primera hora de conversación Paloma comentó ilusionada que tenía novia desde hacía unos meses. Sacó de su mochila una foto y glosó los problemas que sacudían su relación durante las últimas semanas. El punto de partida del tema de la media hora restante se inició cuando Paloma abordó un asunto inmobiliario. La economía y su ausencia era algo que siempre le tenía preocupada y, por tal razón, sus amigos la consideraban algo tacaña. —Si vendo mi casa de Madrid y me traslado a Murcia con mi novia, podría comprar una casa allí a pagar entre las dos, por lo que con el dinero que me sobrara de la venta de mi casa, tal vez podría invertir en algo. —Pero, ¿por qué te vas a Murcia? 53

5 —Porque a ella van a trasladarla por trabajo. Ese es uno de los problemas que tenemos, porque yo no lo veo del todo claro. El día transcurrió con cordialidad por parte de Paloma y aquella circunstancia, insospechada, cambió las expectativas de Inma que se mostraba ilusionada y alegre por la llegada de la amiga de su novia. Con mucho esmero, Inma preparó para la cena comida vegetariana, en honor a Paloma y los cuatro mantuvieron una conversación animada y agradable. —Mañana nos vamos a Chiclana —le dijo Alicia a Inma cuando estaban ya en la cama—. Entenderé que no te apetezca venir con nosotros. —Bueno, no sé... —Vamos a caminar durante todo el día y sé que todo eso te da pereza y más aún con estos acompañantes. —Sí, creo que mejor me quedaré en casa. ¿De verdad que no te importa, mi vida? —Claro que no. Regresaron a casa tarde y todo transcurrió con normalidad. Por la noche, al acostarse junto a Alicia, Inma vio en la cara de su novia una belleza añadida. Un aura, el resplandor de unos ojos más atentos y alegres. —Estás preciosa esta noche, mi amor. Alicia sonrió con cierto desdén o tal vez con vergüenza porque nunca le gustaron aquel tipo de halagos. —Me gusta que lo estés pasando bien con Paloma. Adoro verte así. El ladrido de uno de los perros despertó a Inma. Somnolienta, reparó en que no estaba Alicia en su lado de la cama. Miró el reloj y al comprobar que eran las 54

once de la mañana decidió levantarse. En la cocina se encontró con Paloma, que se estaba preparando un bocadillo. —¿Y Alicia? —preguntó Inma. —Ha salido un momento para comprar algo. De golpe volvió a sentir Inma el ambiente tenso. El silencio que mediaba entre las dos por alguna razón era incómodo, como lo fue siempre. En un intento por superar aquel desencuentro, Inma lanzó una pregunta que pretendía ser cómplice. —¿Qué tal con tu novia? Pero Paloma no respondió. Inma se planteó, desconcertada, que tal vez no le había escuchado, por lo que repitió la pregunta. —¿Te va bien con tu novia? Paloma sonrió y miró hacia la ventana. —¡Qué calor hace!, ¿no? La impertinencia de Paloma dejó a Inma aturdida. No supo contestar y tampoco quería hacerlo puesto que sabía que si lanzaba cualquier comentario desagradable, Paloma mostraría su actitud ofendida y tensa ante Alicia, buscando su coalición. Inma se mantuvo calladita y prosiguió friendo las patatas. Alicia apareció justo cuando Paloma estaba saliendo de la cocina. Había ido con Andrés al supermercado y regresaban con algunas bolsas. —¿Qué estás cocinando? —preguntó Alicia. —Una tortilla paisana, que a ti te encanta. —¿No te he dicho que no comemos aquí? —Pues no. —¡Ah!, lo siento, pensé que lo había hecho. Es que hemos pensado ir al centro del pueblo para dar una vuelta —Alicia se acercó más a Inma y bajó el tono de su 55

voz antes de proseguir hablando—. Es que Paloma está discutiendo estos días con su novia y necesita hablar y salir a tomar aire. De todas formas, si quieres venir, ya sabes que yo siempre estoy encantada. Inma se sintió excluida y molesta. —No, gracias. Ve para que se desahogue contigo. Pero no pienso quedarme a cargo de su hijo. —Tranquila, que no pensaba pedírtelo. Además, a él tampoco le apetece quedarse a tu lado. —Pues bien que les gusta chupar de una casa que también es mía... —Estúpida —susurró Alicia—, más vale que no incomodes a mis invitados. Los tres regresaron sonrientes al atardecer. —¿Qué tal el paseo, mi amor? —preguntó Inma cuando se encontró con Alicia en su habitación. —Un poco aburrido. ¿Y tú? —Bien. Pero te he echado de menos. Tenía muchas ganas de verte. —Pues hemos pensado en ir ahora a una tienda de discos. ¿Te quieres venir? —Claro. Con tal de estar contigo en estos momentos cualquier plan me apetece. Mientras permanecían sentados los cuatro en el interior del coche sonó el teléfono de Paloma. —No, no pienso adelantar el viaje —susurraba a su interlocutora con un tono malhumorado desde la parte trasera del vehículo—. Estoy aquí con mi amiga... Claro... Pues lo siento... Que no, que no me voy mañana... Inma trató de escuchar, pero Alicia procuraba mantener una conversación sobre cualquier asunto trivial. 56

—Pues te aguantas. Te he dicho que me quedo —proseguía Paloma con su discusión telefónica.

Inma seguía haciendo esfuerzos por tejer el argumento de cada palabra, pero Alicia no cesaba en su empeño por interpretar monólogos que ensordecían las palabras de su amiga. Una vez dentro del centro comercial todos pasaron a la tienda de música, libros y películas. Inma disfrutaba siempre que entraba en aquel local y se perdía por los pasillos, entusiasmada con sus búsquedas de artículos. Minutos después, se tropezó con Paloma, que la estaba buscando. —Oye, ¿podrías decirme qué música le gusta a Alicia? Es que me apetece hacerle un regalo y no sé cuál comprar. Inma le dio una orientación sobre los gustos musicales de su novia y fue en su busca para entretenerla mientras Paloma le compraba su sorpresa. Regresaron a casa y la voz de Paloma sonó desde la habitación de Inma. —¡Alicia!, ¿puedes venir un momento? Inma supuso que le estaría dando el regalo y le molestó que buscara intimidad para tener lo que ella había considerado un simple detalle de agradecimiento por la hospitalidad de su amiga. Desde aquel momento empezó a verlas muy unidas, extremadamente unidas. Y afloró su primer brote de celos. Los celos. Dejaría de vivir con Alicia a cambio de su nuevo compañero, aquellos celos que le atormentarían durante meses hasta el punto de consumirla y llegar a desear en infinidad de ocasiones que la internaran en un psiquiátrico. 57

Quedaba un día de suplicio antes de que Paloma regresara a Madrid. Inma había salido a comprar al supermercado y al regresar se encontró con que Paloma estaba en el jardín de la urbanización, fuera de la casa, con el móvil en la oreja y con cara disgustada mientras discutía con su interlocutor en un tono muy bajo. Al verla, Inma saludó con un movimiento de cabeza, pero Paloma, sin devolver el saludo, le dio la espalda y se alejó de aquella parte del jardín. —No hay motivo para ser tan maleducada y descortés conmigo —le dijo Inma a su novia cuando se la encontró limpiando los excrementos que los animales habían dejado a lo largo de toda la terraza y parte de la habitación. —No empieces con lo mismo de siempre. Ya cansas. —Pero tengo razón. Y tú haces que me trague mis protestas ante ella y ante todos tus amigos. No sé hasta dónde me puedo controlar o hasta dónde es bueno que lo haga. —No quiero enfadarme. Sólo te diré que cuando se ha puesto a hablar con su novia a mí tampoco me ha hecho caso. No diría nada. Asumiría otra pequeña derrota ante Alicia, ante Paloma y, sobretodo, ante ella misma. Cuando Paloma entró en la casa, Alicia seguía limpiando e Inmaculada se encontraba en el sofá, junto a Andrés. La invitada se puso delante del televisor, miró a Inma y anunció con una sonrisa: —Nos vamos al bingo, Alicia y yo. Sin tener si quiera que pensarlo, Inma dio su réplica: —Yo también voy. ¿Cuándo salimos? Paloma miró hacia la habitación de la pareja, de donde procedía el sonido de una aspiradora y, sin volver la mirada hacia Inma, guardó silencio y se adentró por el pasillo hacia aquel cuarto. Inma ya no soportaba la idea de pasar tiempo con Paloma, pero tampoco estaba por la labor de dejarlas marchar, conservando aquella intimidad tan 58

estrecha que comenzaba a resultarle sospechosa y excluyente. Insultante. Desafiante. Pasaron las horas y comenzó a anochecer y durante aquel tiempo el encuentro entre el par de amigas había sido escaso. Alicia se personó en el salón, tras su sórdida labor de limpieza.

—Se está haciendo tarde. ¿No queríais ir al bingo? —No, flaquita, hemos pensado que no vamos a gastar. Nunca tenemos suerte con los cartones y ya me tiene frustrada ese dichoso juego. —Pues a mí me apetece salir y hacer algo. —Ahora nos vamos Paloma y yo a pasear por la zona un ratito. Paloma salió en aquel momento del baño. Se había arreglado de manera exagerada. El pelo, su abundante y rizada melena, se dejaba caer haciendo de su apocada cara una imagen con cierto atractivo y su vestido, negro y escotado, hacía relucir lo único bonito de su cuerpo: su abundante pecho, que aprisionado dentro de un sujetador que lo levantaba y escotaba, esbozaba una imagen erótica y apetecible. Con los zapatos de plataforma conseguía estilizar su barriga incipiente y caída y con las lentillas de domingo prescindió de las gafas para tratar de sumar belleza, sin darse cuenta de que quedaban al descubierto un par de ojos pequeños y hundidos. —Pues voy yo también, que no me apetece nada quedarme en casa. —Mejor quédate, flaquita, que vamos sólo a dar una vuelta y caminar para hablar de su novia. Venimos en un ratito y nos vamos todos juntos a alguna parte o jugamos a las cartas. —Está bien. ¿Me compras tabaco? —Claro. Se fueron a las once de la noche. Durante la primera media hora Inma no padeció síntoma alguno de ansiedad. Escuchaba las palabras de Andrés, que proclamaba abiertamente su ideología 59

neonazi, buscando el entendimiento de una lesbiana. Curiosa estampa se gestaba entre el minihitler y la niñera impuesta y mal pagada. A medianoche sonó la música de un cubo porta bolígrafos con función de alarma que Alicia, adicta a la compra en locales chinos, había adquirido semanas atrás. Hasta ese día, jamás había reparado en que la melodía era la del cumpleaños feliz. Por algún motivo le inquietó sobremanera. Entre la conversación desconcertante que fomentaba el niño, la falta de nicotina y el paso de los minutos, Inma sintió como su pierna iniciaba un baile rítmico, cada vez más frenético. Buscó su móvil y llamó a Alicia, pero la melodía que provocaba su llamada inició sus notas desde la mesilla de noche de su habitación. Cuando probó con el número de Paloma descubrió que también ella se había dejado el teléfono en la casa. ¿Habría sido premeditado? Dieron las dos de la mañana cuando Inma tuvo el impulso de levantarse y anunciarle al chico que se irían al puerto para tomar una copa en algún bar. En primer lugar, era su idea de calmar así su ansiedad; en segundo lugar, era su forma de encontrar el modo de revelarse, de demostrar, cuando ellas llegaran, que no habían conseguido humillarla hasta el punto de mantenerla encerrada en casa, a cargo de un aprendiz de cabeza rapada, y que salía a disfrutar de la fruta prohibida por Alicia: un cubata. La noche estaba despejada y el tráfico de gente por el puerto era abundante. Entró en el primer bar. Necesitaba un antídoto, algo rápido que acabara con aquella sensación de impotencia. —Cuando estás con tus amigos, tú bebes, ¿no? —le preguntó al chico. —Claro. Pero no se lo digas a mi madre. —¿Qué quieres? —Ginebra con limón. Pidió al camarero y, al recibir el güisqui, dio un largo trago. —Yo que tú estaría celosa —dijo el chico, con una sonrisa postiza que jamás abandonaba su

cara. 60

Sonó su teléfono móvil. Era Alicia. —Pero, ¿dónde estáis? Su voz reflejaba un ánimo encendido por el buen humor. Y podía ver su sonrisa porque hasta ese punto conocía su respiración según las muecas de su cara. —Hemos salido. —¿Venís ya? —En un rato. Inma terminó su copa y antes de que el chico acabara con la suya, se levantó, pagó la cuenta y se fueron hacia la casa. Se las encontró en el sofá, una amplia rinconera de color rojo chillón en la que se podían tumbar tres personas. Pero ellas se encontraban la una pegada a la otra. Sentadas, mirando hacia el frente. En ambos rostros se dibujaban espléndidas sonrisas. —¿Por qué coño decís que vais a dar una vuelta y regresáis a las tres de la madrugada? — inquirió Inma nada más cerrar la puerta principal. —Uuuy, qué miedo —se burló Alicia, ante el enfado de su novia—. Tú sales con tus amiguitos y yo no te digo nada. —No se trata de eso, porque mis planes nunca son excluyentes y porque yo no obligo a nadie a que haga el puto papel de niñera. Y, ¿por qué te has dejado el teléfono, Alicia? —Se me ha olvidado —respondió, aun con la sonrisa en sus labios. —¿Y tú, Paloma?, es tu hijo, ¿no? Podías haberte llevado el móvil. —También se me olvidó —dijo, con otra de las sonrisas del amplio abanico de sonrisas que albergaban entre las dos aquella noche. Esta era desafiante. —¿Y mi tabaco? —Uy, lo siento, no me he acordado —dijo Alicia. —No te preocupes, que ya lo he comprado yo. Me voy a la cama. 61

En su habitación su mente repetía constantemente en el recuerdo la imagen que acababa de presenciar. No pensaba ni deducía, sólo sentía la humillación de aquellos gestos ante su enfado. Pero, ¿por qué?, ¿por qué eran tan dañinas?, ¿estaría ella comportándose de un modo asfixiante? Hacía muchos años que había perdido la iniciativa para plantearse ante cualquier asunto relacionado con su novia si sus razonamientos eran válidos, si eran o no justos. Por inercia, ella misma se cuestionaba su percepción sobre las cosas y, por defecto, acababa rechazando sus propias intuiciones porque generaban dolor siempre que entraban en conflicto con el parecer de Alicia. Pero en aquella ocasión era muy intensa la sensación de desagrado. Dio vueltas en la cama y en cualquier postura el dolor se hacía insoportable. Dentro de aquella cárcel en la que no podía pensar ni defenderse, dentro de aquella cueva en la que su identidad quedaba diluida por los intereses de su carcelera, era un simple pegote de ansiedad que se autodestruía al permitir que los demás lo hicieran. Sentía que la culpa era propia, que no podía culpar a nadie más que a ella. Alicia tardó algo más de una hora en ir a la cama. Se puso el pijama y se tumbó, dándole la espalda. —¿No vas a decir nada? —preguntó Inma. —¿Qué quieres que diga? Estoy cansada y tengo ganas de dormirme. —Explícame sólo a qué se debe la actitud que habéis tenido. —¡No hay nada que explicar! —Esa tía es una gilipollas y tú una desconsiderada.

—¿Quieres que me vaya de la cama? —No, tan sólo quiero que hablemos. —¡Pues yo no quiero!, y como vuelvas a insultar a alguno de mis amigos no me ves más el pelo, ¿te enteras? —¿Y que ella me insulte no te ofende? —Ella no te ha insultado. 62

—Lleva insultándome toda la semana, con sus gestos, con sus desprecios... —¡Cállate!, ¡me tienes harta! Aquella vez Inma calló no sólo por el miedo a que Alicia acabara abandonando la habitación, sino por la humillación añadida que supondría que Paloma escuchara los gritos. Se la imaginaba sonriendo en aquel instante desde su cama, con el oído atento a las palabras que procedían de su cuarto. A la mañana siguiente, al levantarse, se encontró a todos en el salón. Ya tenían dispuestas las maletas junto a la puerta. —Buenos días —saludó Inma mirando exclusivamente a su novia. Paloma se fue hacia el baño e Inma entró en la cocina. —Bueno, voy a llevarles. Al salir de la cocina, Inma tropezó con Paloma. —En fin, ya nos veremos, Inma —dijo Paloma. Inmaculada tenía frente a ella a su novia, que la miró con un gesto de amenaza. Conocía su mirada y sabía qué era lo que le estaban gritando sus ojos: «despídete bien o atente a las consecuencias». —Cuídate —dijo Inma y acercó su cara para darle dos besos. Con el chico también se mostró distante, aunque educada. Deseaba no tener que volver a mantener contacto con ninguno de los dos. Los tres dejaron la casa, pero el veneno se espaciaba a lo largo de todas las habitaciones como si fuera un gas que podía respirarse en cada rincón. Desde que Alicia regresó de la estación, no paró de recibir mensajes al móvil. Hasta aquella fecha tenían la costumbre de comentar entre ellas quién era el remitente sólo por la necesidad de compartir las noticias que recibían sobre 63

amigos que conocían las dos. En sus días aburridos de mutua soledad era un acontecimiento recibir información sobre terceros más o menos comunes. Pero en aquella ocasión Alicia omitió comentario alguno. —¿Quién es? —preguntó Inma. —Paloma, que nos da las gracias. Respondió ante el primer mensaje. Pero del resto no pronunció palabra alguna, sino que, tras recibirlos, se concentraba frente a su teléfono antes de dar una respuesta a su remitente. Estaban durmiendo cuando sonó la melodía del móvil de Alicia. Inma miró el reloj y comprobó que eran las dos de la madrugada. Alicia se levantó de la cama y salió de la habitación. Inma dedujo que si se hubiera tratado de algún familiar, Alicia habría permanecido entre las sábanas. «Es Paloma» — pensó. —¿Ha pasado algo malo? —preguntó Inma cuando Alicia regresó a la cama. —No. —Y, ¿quién era? —Paloma, que acaba de pelearse con su novia y estaba llorando. Discutieron nuevamente debido a las quejas de Inma, por considerar una falta de respeto que llamara de madrugada. Alicia, obcecada en la defensa de su amiga, se ofendía en

representación de Paloma. Durante el día siguiente Alicia se mostraba ausente. Fría con Inma pero alegre en sus actos. Varias las veces Inmaculada se encontró a su novia tumbada sobre la cama, con el teléfono en la oreja, sonriendo a su interlocutor. —Era Paloma, ¿no? —Sí. —Pues parece tu novia. —¿Por? 64

—Pues porque me recuerdas al anuncio de la primera colonia Chispas, precisamente al fotograma del primer amor. —¿Qué es eso? —Olvídalo. Tú no estabas en España en aquellos años. —Menuda tontería es esa. Ella tiene novia. —Ya. Y también tú. A última hora de la tarde Inma fue a la estación de autobuses para recoger a su amigo José. Pocos meses atrás José rompió su relación con Mario y, desde entonces, Alicia no escondía su mala opinión sobre José. Se mostraba indiferente ante él cada vez que se cruzaban e Inma, aunque se disgustaba, no tenía la potestad para inquirir queja alguna porque, cuando lo intentaba, Alicia replicaba con algún argumento sin derecho a réplica por determinante y por absurdo. El «sí, señor» de la relación, el pan de cada día. Aprovechando que el hermano de Inma había decidido pasar con su mujer el fin de semana en la casa en la que vivían los padres durante su estancia en Cádiz, habían previsto entre todos organizar una timba y, a pesar de que a Alicia no le entusiasmaba jugar a las cartas, se vio obligada a asistir. Se inició el juego en la terraza de los padres de Inma. Al entrar, Alicia se mostró fría, lo cual no era de extrañar pues aquel era su proceder habitual ante los contactos que Inma aportaba a la pareja. Pero sí sorprendieron sus varias ausencias cada vez que sonaba su teléfono. —Es Paloma —informó Inma al grupo—. Están hablando constantemente, tanto que parecen novias. Inma tenía una forma de hablar que nadie tomaba en serio, puesto que ella misma parodiaba las situaciones desagradables, siempre en ausencia de Alicia, puesto que casi todas las desgracias de su vida estaban referidas a ella. Les contó la escena de la noche anterior como si se tratara de un chiste y al reparar en que 65

todos ellos se asombraron, reforzó su indignación y se sirvió un cubata bien cargado, porque aquella era la máxima reivindicación de sus derechos, de su rebeldía, puesto que el diálogo con Alicia era toda una utopía. Antes de que regresara Alicia a la terraza le dio tiempo a terminarse su copa, así que aprovechó para servirse otra. Se sentaron a jugar y una hora más tarde Inma comenzó a mostrar síntomas de su embriaguez. Pero Alicia no parecía indignada y tampoco dijo nada cuando todos se levantaron para rellenarse sus copas, incluida Inma. Todos se reían de las torpes ocurrencias que dificultosamente articulaba Inma, pero Alicia permanecía en silencio, con gesto malhumorado. —Voy a ponerme un bocadillo —anunció Inma al ver la cara de su novia, con la intención de meter algo en el estómago que absorbiera el alcohol y su efecto—. Cuando regresó de la cocina e intentó tomar asiento, perdió el equilibrio y se cayó al suelo. De nuevo todos volvieron a reír hasta que Alicia se incorporó enfurecida. —¡Levántate!, que estás montando el espectáculo. Inma se incorporó sin dejar de sonreír y, al tomar posesión de su sitio, agarró el bocadillo y dio

una dentellada con tan mala suerte que el jamón cayó al suelo. Todos volvieron a reír, expectantes, deseosos por presenciar nuevos desbaratares procedentes de la borrachera de Inma. Pocos minutos después dieron la partida por finalizada. —Podríamos salir a dar una vuelta, que todavía es pronto —propuso José. —Yo no tengo ganas, id vosotros —repuso Alicia. —¿No te importa, mi amor? —No, claro que no, vete y pásalo bien con tu amigo. Regresaron al amanecer y, sin mediar palabra, Inma se desvistió y se metió en la cama. Le extrañó que no hubiera protestas por parte de Alicia, pero lo agradeció puesto que se hubiera evidenciado su borrachera. 66

Y al día siguiente tampoco tuvieron lugar las quejas. Inma se mostraba más servicial que de costumbre en respuesta a la extremada frialdad de su novia. —¿Te pasa algo? —preguntaba Inma con desmesurada preocupación. —No es el momento de que hablemos de ello. 67

Alicia esperó a que José se marchara, dos días más tarde, para mantener con Inma la conversación que ella tanto temía y esperaba. —Lo que hiciste aquella noche terminó de decepcionarme. Estoy muy desilusionada contigo y en estos días he decidido separarme. Si quieres que sigamos juntas, la única forma será viviendo por separado. Debido a su dependencia emocional y a que aquella conversación no era la que esperaba — puesto que esperaba más bien una sesión de castigo, gritos, insultos y, tiempo más tarde, la callada reconciliación—, sus palabras le asestaron tal sacudida que Inma quedó muda, mientras, sin proponérselo, las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara. —No llores, porque si no puedes soportarlo, entonces lo dejamos y ya está. Inma seguía sin habla y no había reparado si quiera en que tenía la cara empapada. Se restregó los ojos con la manga de su camiseta e hizo un esfuerzo desmesurado por ser capaz de mantener aquella conversación con calma. —Está bien. Si es lo que deseas... Alicia le abrazó y aquel acto hizo que el llanto de Inma fuera más copioso. —Piensa que así volveremos a tener un noviazgo —prosiguió Alicia—. Y lo más bonito de las relaciones es la época de novios, ¿no crees? —Para mí es bonito todo lo que vivo a tu lado. No sé disfrutar las cosas si no las comparto contigo. —Pues piensa que podremos seguir compartiéndolo todo, aunque vivamos en casas distintas, y así no habrá enfados por la limpieza ni por tus despistes ni por mis manías. Es que estoy cansada, Inma, y creo que es la única posibilidad de que sigamos juntas. —¿Dónde vamos a vivir? 68

6 —Ahora me voy una semana a Madrid y después lo pensaremos. —¿A Madrid? —Sí, necesito estar con mis amigos. Me iré un par de días a casa de Mario, otros días iré a casa de Paloma y otros días a casa de Marta. Marta era la portera del estudio que Alicia alquilaba cuando se conocieron. Se trataba de una mujer adulta poco cultivada, sufrida y confiada. A Inma le parecía, a pesar de que no tenían

muchas cosas en común, que era la única persona digna de trato dentro del entorno de Alicia, porque cuando no tenía papeles legales de residencia, Marta hizo la vista gorda, confió en la palabra de la argentina y dio buenas referencias sobre ella a la propietaria. Alicia, muy agradecida, siempre tuvo a Marta en consideración y sintió en ella el apoyo maternal que había dejado a un océano de distancia. —Paloma. Últimamente está muy dentro de nuestras vidas. —Es que hace dos días tuvo un accidente de coche. —¿Y eso? —Iba con su novia. Lo estaba dejando con ella porque no le gustaba el trato que le daba a su hijo. —Pero si Paloma nunca tiene en consideración a su hijo. —Eso es lo que tú crees. Y, además, yo estoy aconsejándole que cambie esa faceta. En aquel preciso momento Inma recordó una conversación que mantuvieron años atrás, poco después de trasladarse a la casa de la playa. Estaban hablando sobre sus amistades e Inma relataba todas las decepciones que padeció en su vida a ese respecto. —Yo no quiero a mis amigos —sentenció Alicia. —¿A qué te refieres? —preguntó Inma. —Pues que no despiertan en mí sentimiento alguno. —Ni siquiera Eva, la amiga que tienes en Buenos Aires desde hace tantos años. 69

—No. Prefiero que estén bien a que estén mal, pero lo cierto es que no puedo sentir lo que ellos me demuestran. —Entonces, ¿por qué mantienes su contacto? —Por ellos. Porque les hago falta. Y a mí no me importa siempre y cuando no me molesten. Además, me gusta ser tan importante en sus vidas y ellos quedan muy satisfechos porque se consideran los elegidos. Inma se inquietó recordando aquella conversación. ¿Por qué necesitaba ver a sus amigos si no los quería, si ella jamás pedía consejos, si era incapaz de sentir nostalgia? Gracias a la culpa de Inma, Alicia tenía vía libre para salir de casa sin ser cuestionada. Durante los días sucesivos Inma no podía tener otra cosa en la mente que no fuera el arrepentimiento por haber bebido tanto aquel día mientras jugaba a las cartas. Mientras observaba cómo Alicia hacía la maleta, Inma no pudo reprimir las lágrimas, que derramaba en silencio por miedo a que Alicia volviera a acusar su debilidad. —Bueno, flaquita, me voy ya —dijo desde la puerta. No te olvides de que Gata está con antibiótico y trata de no tener la casa hecha un desastre o te acabará comiendo la mierda. Cuando Alicia salió, Inma entró en la habitación en la que dormían todas las perras y fregó el suelo; después pasó el aspirador, la fregona y la bayeta por cada rincón de la casa y no paró hasta verlo todo tal y como Alicia solía dejarlo. Por la noche llamó su novia. 70

—Ya estoy en Madrid. Voy a subir a casa de Paloma y voy a tirarme en plancha en el sofá porque estoy agotada. Poco después Inma marcó el número de Alicia y se encontró con una voz distante. Más de lo habitual. —Tan sólo te llamo porque quiero despedirme cariñosamente de ti hasta mañana. Alicia bajó el tono de su voz. —Estamos viendo una película los tres. —¿Y eso te impide ser cariñosa conmigo? —Espera —Inma oyó unos pasos y después volvió a escuchar la voz de su novia—. Mi amor,

descansa y mañana hablamos. —¿Dónde estás? —En la habitación de Paloma. —¿Y qué haces en su habitación? —No empieces con tonterías, que ya te he dicho que estamos viendo una película. —No dormirás con ella en su cama, ¿verdad? —No, dormiré en el sofá. Al día siguiente Alicia seguía en casa de Paloma, y al siguiente, y al siguiente. Y allí pasó toda la semana. —¿No decías que irías también a la casa de otros amigos? —le preguntó Inma varios días antes de que Alicia regresara. —Es que a Paloma y a su hijo le hacía tanta ilusión tenerme con ellos que me he visto incapaz de decepcionarlos. 71

Inmaculada tenía la esperanza de que Alicia cambiara de planes cuando se encontrara la casa más limpia de lo que ella misma la había dejado, pero nada más entrar manifestó su voluntad de buscar un piso en alquiler. —Bueno, Alicia, había pensado que ya que vamos a pagar a alguien, prefiero que alquilemos un ático que tiene mi madre cerca de aquí y así el dinero no se lo llevará un extraño. Ahora está vacío y se trata de una urbanización de lujo. Tiene sólo una habitación, pero la terraza es enorme. Inmaculada le contó a su madre que una amiga suya quería trasladarse al Puerto de Santa María y que estaría interesada en alquilar su ático. Al tratarse de una amiga, su madre rebajó el precio y pidió setecientos cincuenta euros. —¿Estás segura de que es buena idea que te vayas? —le replanteó Inma a su novia—, piensa que si pago ese dinero, nos quedarán sólo doscientos cincuenta euros para vivir. —Aceptaré trabajos de El Club y en cuanto pueda, yo misma me haré cargo de esos pagos. De nuevo El Club. ¿Volvería a trabajar con ellos después de asegurar que le habían timado? Antes de que Alicia hiciera posesión de su nuevo hogar, Inma tuvo que marchar a Madrid a la espera del nacimiento de su primer sobrino. — Cuando vuelva solucionaremos lo del ático y pagaremos el alquiler. De todas formas, ahora estarás sola en casa y no te molestaré. —Pero es que no soporto esta casa. —Pues es la nuestra. —Ya no es mi casa. ¿No puedes arreglar el tema del piso antes de marcharte? —No. Mi madre ahora está en Madrid y no tengo las llaves. 72

A pesar de lo mucho que le costaba siempre despegarse de su novia, cuando Inma llegaba a Madrid y se rodeaba de los suyos, sentía cómo una parte de ella se hacía más fuerte, algo más fuerte, lo suficientemente fuerte como para no querer volver y encontrarse con su propia dependencia y con el tormento de no sentir paz junto a la persona que amaba. La desesperación y esa pequeña porción de energía le llevaron a tramar una estrategia: tal vez, si actuaba y fingía ante sí misma para convencerse de que la posible ruptura con Alicia no le afectaría, podría, a la larga, encontrarse con que ese sentimiento se replegaba en el alma hasta el punto de convertirse en cierto. Y jugando a fingir se permitió ver a sus amigos y disfrutar de las horas que pasaba con ellos. —¿Cómo llevas lo de Alicia? —le preguntaban. —Muy bien. Tal vez esté liada con Paloma y posiblemente lo dejemos. Pero la vida sigue.

Todos se asombraban al ser conocedores de la extremada dependencia emocional que padecía su amiga. Se alegraban, y más aún considerando que la mayoría sospechaba que Paloma se había convertido para Alicia en más que una amiga. El sobrino de Inma tardó en nacer más de lo previsto y ya habían pasado diez días desde que Inma llegó a Madrid, cuando Alicia le anunció que Paloma y su hijo irían a verla el fin de semana. Viajarían en avión y fue la propia Alicia quien compró los billetes a través de una página web, con la cuenta bancaria de Inma. El billete de Paloma y el de su hijo. —¿Vas a invitarles? —No, claro que no, pero es que ellos no tienen Internet en casa, así que lo paso a nuestra cuenta y cuando llegue Paloma, me dará el dinero. 73

Inma había empezado a detectar las mentiras de Alicia por la sintaxis de sus frases y por el tono en el que articulaba las palabras. Pero, después de todo, no le molestaba en exceso que madre e hijo, aquella familia que Inma tanto detestaba, viajaran a su casa por cortesía de su cuenta bancaria porque, después de todo, a Inma siempre le satisfizo la idea de que Alicia usara su dinero como propio. Era la mentira lo que estuvo a punto de sacudir su ánimo. Pero no lo permitiría durante aquellos días en los que había decidido que nada podría perturbarle. —Me alegro —aseguró Inma—. Así no estarás tan sola. ¿Quién hablaba por ella cuando decía aquellas palabras que sentía como sinceras?, ¿estaría dando resultado su estrategia? Pero el último día, precisamente antes de tomar el tren, sintió la urgencia por llegar, por ver a Alicia, por encontrar huellas que delataran su relación con Paloma. Llegó a Cádiz un día después de que Paloma y su hijo se hubieran marchado. Alicia tardó más de una hora en personarse en la estación y su recibimiento fue frío. Inma ya no esperaba que fuera de otra manera. No pronunciaron ni una sola palabra en todo el trayecto y al entrar en su casa, Inma vio tendido un juego de sábanas en la terraza. Asoció ideas rápidamente y entró en la habitación de invitados para comprobar que el juego de sábanas de la otra cama estaba sobre el colchón. —¿Por qué has puesto a lavar un solo juego de sábanas? —preguntó Inma, escondiendo su rabia. —Las del hijo de Paloma. Es que ella dice que es muy limpia y que no mancha. —¿Acaso ha dormido contigo?, ¿en nuestra cama? —¡No digas tonterías!, ¡qué ganas tengo de marcharme! Si empiezas con ese asunto me voy a dormir al coche. 74

Alicia se movía como una autómata por la casa. Y cada vez que Inma trataba de darle la mano cuando estaban sentadas sobre el sofá mirando el televisor, Alicia extendía sus dedos y aprovechaba cualquier pretexto para despegarse. —Pero, ¿tú me amas todavía? —preguntaba Inmaculada cuando se encontraba con gestos semejantes. —Sabes que sí, pero necesito estar lejos porque si sigo aquí, acabaré odiándote. Cuando su madre llegó a Cádiz y le entregó a su hija las llaves del ático, ésta lo estaba deseando para ver si realmente la distancia le devolvía a su novia la ilusión por estar juntas. Sus amigos insistían en que Alicia tenía un romance con Paloma, pero aquellas sugerencias se transformaban en veneno que se inyectaban en sus venas con el único fin de mortificarla, porque no era capaz de asimilar la traición a no ser que alguien le mostrara unas fotos que delataran aquello que a todos les parecía evidente. A todos menos a Cristina, su gran amiga, la persona a la que Inma más admiraba.

—No creo que estén liadas —decía Cristina—. Lo que pasa es que necesitáis espacio porque os pasáis el día juntas. En parte es culpa tuya, porque te estás comportando de manera asfixiante y cuanto más te acercas, más la alejas. El parecer de Cristina le tranquilizaba. Por cariño, siempre eran muy críticas la una con la otra. No obstante, su calma duraba tan sólo unas horas y después le asaltaban al recuerdo las mismas imágenes que tanto le hacían sospechar. —Me voy a Madrid—anunció Alicia una mañana. 75

—¿Otra vez? No han pasado ni dos semanas desde tu último viaje. Y nuestra economía no está para tirar cohetes. —¿Te preocupa el dinero? Si es eso lo que te importa, no te preocupes más, que me busco yo solita la vida. —Sabes que no, mi amor, pero ¿para qué vuelves? —He quedado con unos compañeros de El Club. —¿Qué compañeros son esos? —Pues unos que viven en Andalucía. Con quien mejor me llevo es con una que se llama igual que tú y que, al igual que tú, se muerde las uñas. Pero ella está gorda. —¿Y el resto? —Pues son dos chicas más y dos chicos. Uno de ellos está enamorado de mí. He quedado con todos este fin de semana en Madrid. Inma quería creer que aquellos compañeros existían, que no se trataba de una burda mentira de última hora para disfrazar su necesidad de ver a Paloma. Pues de qué le serviría no creerlo si le faltaban las pruebas que delataran su inexistencia. Varios días atrás Inma había acompañado a Alicia a un taller de chapa y pintura para reparar algunos golpes y arañazos que mostraba el todoterreno, por tanto, Alicia se hizo con el coche de su novia para poder viajar a Madrid. El motor del deportivo rugió. Era lo único que abatía el brutal silencio que había sucedido al cierre del portón de madera que daba a la calle cuando Alicia salió con su maleta. Y aquel silencio, aquella agonía acallada, ensordecida por el despotismo con el que su novia estaba actuando, se alargaría varios días. De pronto, el programa que estaba viendo con Alicia antes de que ésta marchara, dejó de tener sentido; la hora de comer, que se aproximaba por los dictados de su rutina, era un momento sin funciones, otro hueco, otro vacío de aquel día; las demandas de los perros, a través de sus ladridos, eran peticiones 76

desproporcionadas que asfixiaban la capacidad de reacción de Inma; el sol que se filtraba por los amplios ventanales del salón eran bocanadas de fuego que quemaban sus retinas. Y cuando estaba a punto de sumergirse en una profunda depresión, en la más hostil de las frustraciones, la ansiedad salió al rescate de su alma atormentada. Con el corazón agitado y la energía que inyectaba su desesperación, se levantó de un salto e inició sus labores de limpieza de una casa que ya estaba limpia. No podía contener tanta alteración y cualquier actividad resultaba insuficiente. Tenía ganas de llorar, una necesidad acumulada durante muchas semanas que no satisfacía por incapacidad. Cuando la casa estuvo resplandeciente y después de bañar a cada uno de sus animales, peinarlos y secarlos, llamó a Alicia. Consciente de cada minuto que había pasado desde que ella marchó, según sus cálculos, su novia ya debía de estar entrando en la capital. —¿Qué tal el viaje? —Tranquilo. Estoy a diez kilómetros de Madrid. —Ya te echo de menos. Mi vida... —Dime.

—¿Me sigues amando? —Claro. Pero no preguntes tonterías de ese tipo. Me molesta porque esas cosas se dicen espontáneamente. —Pero ya nunca me lo dices y yo necesito saberlo. Saber la verdad. No quiero conducir tu respuesta, no quiero obligarte a amar. Sólo quiero salir de mis dudas. —Las dudas que dices son las que has creado tú con tus despropósitos. Y este es un bache que debo de superar porque me has hecho perder la ilusión. Así que, mientras tanto, te pido que no preguntes y que no me agobies. No puedes depender tanto de mí todo el tiempo. —Perdona. Supongo que llevas razón. ¿Qué harás esta noche? 77

—Tenemos una fiesta en Miraflores. —¿Dónde dormirás? —En la casa de una de mis compañeras. Sonó la melodía del cumpleaños feliz a medianoche. Algo rugió en su interior y aquellas notas inocentes desataron su inquietud. Se había prometido a sí misma no llamar a Alicia para no agobiarla, pero le fue insostenible retener el impulso de marcar su número. La frustración y la inseguridad se hicieron dueñas de su mente inestabilizada cuando su novia no atendía a la llamada. Sin pensarlo, se fue a la cocina para buscar algún antídoto a su impotencia y del armario asió una botella de güisqui y se sirvió un generoso cubata que, muy lejos de calmarla, aceleró su impaciencia y su intranquilidad. Llamó de nuevo para comprobar que Alicia seguía sin atender. Y, en respuesta, volvió a servirse otra copa. La ansiedad corría ladera abajo como un alud que iba alimentándose de todo lo que encontraba a su paso. Imparable, el irraciocinio se estaba haciendo con el cuerpecillo de Inma y su mente estaba dando vueltas en el vértice de un precipicio de desesperación. Tras su tercera copa llamó y saltó directamente el contestador. Su novia había apagado el teléfono. Se debatía entre los celos y la preocupación. Celos porque una parte de ella, la mayor parte y la más reprimida, pensaba que aquellas amistades eran un invento; preocupación porque el acceso a Miraflores consistía en una carretera antigua en la que se sucedían curvas muy pronunciadas y traicioneras para quien llevara un cóctel de más y no conociera bien el trayecto. Se revivía así el temor que le atormentaba alguna de sus noches cuando le explicaba a Alicia que si algún día le sucedía algo jamás le avisarían porque ningún papel le unía a ella. Los dos motivos, igualmente poderos, movilizaron su cuerpo hacia la acción. Pero no tenía coche. Su coche se lo llevó Alicia. Se vistió, rellenó los cuencos de agua de sus perros y salió de casa completamente borracha, con la idea de ir a la estación de autobuses. 78

Caminó más de cinco quilómetros hasta llegar a la estación. Estaba amaneciendo y durante el recorrido había ido recuperando su sobriedad. No fue capaz de pensar durante la hora y media que duró el paseo, sino que trataba de descargar su ansiedad a cada paso, agradeciendo el agotamiento, porque mermaba su histeria. Al llegar a la estación y detenerse ante la taquilla comprendió que era absurdo el viaje. Aunque el servicio de transporte ya estaba operativo, decidió volver andando para hacer más tiempo, porque no quería llegar, porque no quería meter la llave en la cerradura y aprisionarse tras los barrotes de su casa. Pero cuando llegó, a pesar de la animadversión que le causaba el amplio sofá rojo de su salón por los recuerdos que evocaba, se quedó allí dormida y, desde entonces, supo que sin Alicia no podría volver a yacer en una cama. —¡Me has llamado cuatro veces!, ¿se puede saber qué coño querías? — le despertó la voz de Alicia, reproducida en su teléfono. —¿Por qué no respondías anoche?

—Porque estaba en una fiesta y no había cobertura. —Pero si daba señal. —Eso es cosa de... el modelo de móvil que tengo. Está apagado pero da señal. Es una opción de este teléfono. Aquel móvil fue un regalo que Inma le hizo meses atrás. Y lo detestaba porque proyectaba en el aparato todo el dolor y el odio que debiera dirigir a una persona, a su novia. Cada vez que sonaba su melodía de llamada o el aviso de algún mensaje, sentía cómo se instalaba una piedra en la boca de su estómago, al igual que le sucedía cada medianoche, cuando sonaba el cumpleaños feliz. —¿Has dormido bien? —No, no he dormido. Por la mañana desayuné churros con todo el grupo. Y anoche, después de la fiesta, estuvimos en una bolera y... y todos están encantados conmigo. Lo estoy pasando muy bien. Jaime, uno de ellos, el que está enamorado de mí, siempre intenta seducirme. 79

—¿Y surte algún efecto? —Bueno, anoche nos enrollamos... Una punzada de dolor asestó el cuerpo de Inma. Fue algo físico. ¿Dónde estaba la sangre? Aquella piedra de su estómago se había ensanchado y sentía como seguro que había desgarrado su esófago. —Pero fue una tontería —prosiguió Alicia—, porque ya sabes que no me gustan los hombres, así que no te sientas mal, que eso no son cuernos. Después de todo, Inma nunca dio importancia a aquel relato puesto que tenía la secreta certeza de que aquellos amigos eran producto de la capacidad de inventiva de Alicia. Pero aquella sospecha, si lo analizaba, suponía un dolor mayor, puesto que con el beso inventado del tal Jaime estaría, tal vez, disfrazando un beso real de Paloma. Curioso lavado de conciencia. Alicia volvió tres días después. Llegó a casa por la tarde y, tras un frío saludo, se metió en la cama. Al desvestirse, Inma reparó en los moretones que presentaba en uno de sus gemelos. Cuatro marcas. Cuatro dedos. —¿Y eso? —preguntó Inma señalando los cardenales. —Los perros de El Club, que son muy bestias. Mañana me iré a la otra casa y ahora voy a dormir, que estoy agotada por el viaje. Inma comprobó que realmente estaba agotada pues tardó menos de diez minutos en caer en un profundo sueño. Al contemplarla mientras dormía sintió nostalgia. El sueño disculpaba su falta de entrega y sus gestos recobraban la dulzura de antaño. Sonó un pitido que advertía la recepción de un mensaje. El mismo sonido que, en un reflejo puramente conductista, tensaba el estómago de Inma. Era el teléfono de Alicia que, excepcionalmente, había dejado por descuido en la mesa de la entrada. Inma, decidida, se levantó de la cama sin hacer ruido y fue hasta el salón en busca del aparato. Quiso sentarse antes de manipular los botones y al mirar la pantalla se encontró con aquello que esperaba. El remitente: Paloma. El mensaje: 80

«No sé cómo voy a aguantar tanto tiempo sin escribirte. Mi dirección es calle Candilejas, 2, 1oB. ¿Qué me regalarás?». Tras un profundo suspiro, un temblor asestó el cuerpo de Inma, que tuvo que leer con dificultad, puesto que la mano le temblaba mientras sostenía con ella el teléfono. La piedra de su estómago se agrandó hasta tal punto que tuvo que reprimir una arcada. Las palpitaciones de su corazón, veloces y severas, eran lo único que podía escuchar y se concentró en ellas

para evitar el vómito, pero no fue capaz y, con torpeza, debido a que sus piernas flaqueaban, entró en un baño y vomitó. Vomitó su inocencia. Aun le temblaba el cuerpo cuando entró en su habitación. Zarandeó sin brusquedad el brazo de Alicia para despertarla y cuando ésta abrió los ojos le mostró su teléfono. —Ya no hace falta que sigas mintiendo. Alicia fingió mantener aún la conciencia perdida en el sueño. Abrió y cerró los ojos bruscamente, para así ganar algo de tiempo. Y, tras aquella torpe evasiva, empleó otra a través de un gesto de extrañeza, un gesto que Inma le había visto utilizar cada vez que mentía a alguien que no era ella. —¿Voy a tener que aguantar tus tonterías nada más llegar a casa? ¡Son pajaritos que tienes en tu puta cabeza! —dijo tras leer el mensaje. No había un «te quiero», un «gracias por el placer que me diste anoche», ni nada que supusiera una alusión explícita a una relación. Aquello era todo cuanto Alicia necesitaba comprobar antes de lanzar sus gritos y ofensas—. ¡Me voy, que me tienes harta, puta de mierda! —No te vas tú, te echo yo —dijo Inma con serenidad, luchando por combatir su bajada de tensión, aprovechando el vendaval de un momento de lucidez que pretendía conservar el sentido de su dignidad. Alicia se vistió y cogió de la mesilla las llaves de la casa que su novia estaba alquilando para ella. 81

—Me iré a Buenos Aires porque estoy harta de estar aquí. Ya nada me retiene —dijo Alicia en el umbral de la puerta. —Paloma puede ser un buen motivo para quedarte. Alicia se abalanzó hacia Inma. —¡Hija de puta! —le gritó y le asestó un empujón que impulsó su cuerpo contra una de las paredes. —Vete, por favor —insistió Inma y Alicia se fue dando un portazo. Durante toda la tarde la mente de Inma se ausentó del cuerpo. Se veía a sí misma como si estuviera en un estado catatónico. No podía moverse y se limitaba a dirigir su mirada hacia el televisor, sin ser capaz de ver algo. Por la noche fue recuperando su ansiedad, medio a través del cual podía dar un paso hacia sí misma, con un sentimiento de dolor abstracto. Pero desde aquel día se vería mermada su capacidad de llanto y, a cambio, cada noche del resto de su vida tendría a la ansiedad por compañera inseparable. Sonó el teléfono y se encontró con la voz de Alicia. —Ya no me verás nunca más. —¿Y para qué me llamas? —Para advertirte. —¿Qué quieres de mí?, ¿qué esperabas? —Que fueras mi amiga. —Yo no puedo ser tu amiga. Y tú ya no me amas. Pero si necesitas dinero, te voy a ayudar igualmente a que salgas adelante. —No es por dinero y sí te amo, pero he perdido la ilusión. 82

Y Paloma. Paloma nada. Alicia insistía una vez tras otra, con vehemencia y convicción, que la fantasía de Inma le estaba jugando una mala pasada. Que nadie se interponía entre las dos, que Paloma no era de su agrado, que le parecía fea y vulgar, que no entendía cómo había llegado a infravalorarla hasta el punto de pensar que podría excitarse con una mujer como aquella.

—Si te pusiera los cuernos sería con una chica atractiva. Inma quiso creerla. No tenía otra elección. Ni valor, ni defensa, ni independencia emocional. Nunca existió para ella la posibilidad de un engaño porque creció con Alicia sobre los cimientos ingenuos de un amor confiado y se había vaciado hasta el punto de no encontrar nada en su interior si no contaba con la fe en su amada. Dolía tanto la confirmación de todas sus sospechas que se acogía a cualquier negación para evadir la responsabilidad de asumir una derrota tan desproporcionada para su mente cautivada y enferma de dependencia. Estaba atrapada, inválida, desarmada. Y así fue como aceptó seguir sometida y enganchada al sufrimiento. Tenía un pretexto: luchar para recuperar la ilusión de Alicia. Paloma sería una palabra impronunciable, porque cada vez que articulaba la sucesión de las letras padecía salvajes arcadas que le conducían hasta el baño para vomitar el nombre de aquella mujer. Y también era innombrable porque a partir de aquella noche Alicia gritaba cuando Inma aludía con sus preguntas cualquier asunto referente a aquella misma sucesión de letras. Desde entonces, desde aquel primer ataque de ansiedad, fue incapaz de comer regularmente, puesto que su aparato digestivo rechazaba el alimento a cuenta de aquella especie de piedra que contraía su estómago de manera permanente. Si comía, lo vomitaba, pero, en cualquier caso, nunca tenía ganas. Igualmente, entre el pago de la fianza y el alquiler de la casa de su madre, no tenía dinero para comida. Su cuerpo, débil y cada vez más delgado, empezaba a asemejarse a su estado mental. A partir de aquella noche Alicia no volvería a vivir junto a Inmaculada. 83

Una mañana Inma se acercó al ático por petición de Alicia. Se había citado con el empleado de la constructora porque había goteras en el baño y consideraba que Inmaculada era contundente en las negociaciones. En aquel aspecto Inma creía que su novia no había madurado lo suficiente, porque no podía reivindicar sus intereses y dejar a un lado, a pesar de las circunstancias, su papel de seductora y complaciente ante los extraños. Mientras Inma le mostraba al representante de la constructora las imperfecciones que había provocado la gotera, sonó el teléfono de Alicia que, inmediatamente, salió a la terraza. Inma, con la certeza de que se trataría de Paloma, se acercó con rabia a Alicia. —Podrías venir para mostrar conformidad o disconformidad respecto a las propuestas de este caballero, ¿no crees? Tras su gesto de contrariedad, Alicia dejó correr por su boca una frase para su interlocutora, que despertaría aún más sospechas en la mente quebradiza de su novia. —Es que ha venido Inma para tratar el tema de las goteras, que ya sabes que yo soy un desastre para estas cosas. —¿Por qué tienes que dar explicaciones? —¡Señora! —demandó la voz del empleado. Inma solucionó el asunto de la gotera y esperó en el salón a que Alicia regresara. —Era ella, ¿verdad? —preguntó cuando Alicia se sentó en el sofá. —Sí, ¿por? —¿Tan importante era que te ausentas cuando se trata de resolver un asunto que te incumbe a ti? 84

7 —Estaba llorando. No podía colgar. —Ah, ¿sí?, ¿por qué lloraba? —Porque ha encontrado un diario de su hijo y ha descubierto que se relaciona con skinheads.

—Y tú eres su otra mamá. —No me vengas con gilipolleces y sácate los pajaritos de la cabeza. Es mi amiga, ¿te enteras? Y ahora vete de mi casa, que estaba muy tranquila. Una de cal y otra de arena. Planes de futuro y testimonios de hastío. Y cuanto mayor era el temor de Inma de que Alicia amara a otra persona, mayor era su necesidad de desmentirlo con pruebas. Alicia e Inma se veían con frecuencia, varias horas al día, para sentarse frente al televisor y, ante la falta de ternura de su novia y la ausencia de momentos íntimos entre las dos, Inma sentía cómo se expandía la ansiedad en su interior, cómo hacía metástasis el tumor de sus celos. —Me voy a Madrid a otra reunión con mis compañeros de El Club. —Yo también quiero ir a Madrid. —¿Y las perras? Tienes que quedarte para cuidarlas. —Buscaremos una asistenta para el fin de semana. —Como quieras, pero allí estaré con mis amigos y no podré verte. Además, ¿de dónde piensas sacar el dinero para pagar a la asistenta? Si sólo tenemos setenta euros cada una para todo el mes. —Se lo pediré a mis padres cuando esté allí y le pagaré a mi vuelta. Al día siguiente Inma encontró una asistenta, la misma que limpiaba la casa de una de las amigas de su madre. 85

El viernes por la tarde emprendieron el viaje a Madrid en el todoterreno y, durante el trayecto, Inma comprobó que Alicia tenía la melodía de su móvil insonorizada. El teléfono de Alicia se había convertido en parte de su piel, en una prolongación de su cuerpo que, estando con su novia, jamás soltaba. Pero la vibración del teléfono, aún estando en el bolsillo de Alicia, llegó a los oídos de Inma, a pesar de que Alicia fingiera no percatarse del aviso. —¿Qué necesitas de mí para que pueda hacerte feliz? —preguntó Inma. —Ya lo sabes. Que seas una persona normal, que no tengas pájaros en la cabeza, que seas madura. Siempre soñé con tener a mi lado una mujer que me cuidara y tú eres tan despistada y tan controladora que impides que me sienta orgullosa de ti. —¿Crees que esta distancia nos ayudará? —Supongo que sí. Supongo que necesito echarte de menos y comprobar que realmente cambias. Con el tiempo recuperaré la ilusión. Siempre me pasa lo mismo. Tras poco más de cien quilómetros de trayecto, el motor del coche empezó a emitir unos sonidos estridentes y alarmantes. Era gris el humo que salía por el tubo de escape y la velocidad disminuyó bruscamente. —¡Mierda! —se quejó Alicia. Alicia se desvió en la siguiente salida y entraron en un pueblo de Sevilla. En una de las rotondas de aquella localidad, el coche se paró y comprobaron el nombre de la calle y del pueblo en el que se encontraban antes de llamar al seguro y solicitar una grúa. —Con un poco de suerte, lo tendrán reparado mañana —dijo Inma—. Así podríamos pasar la noche en un hotel de aquí. Parece un pueblo bonito y seguro que es barato. —Ni en broma. He quedado en Madrid y pienso irme hoy como sea. Tomaré un autobús. —¿Tanta es tu urgencia? 86

—¡No me molestes con tus dobles sentidos! —Pero si sólo tiene un sentido mi pregunta. —¡Me tienes harta! —salió del coche y se puso a caminar.

«Va a llamar por teléfono para avisar a su amante de su situación» — pensó Inma. Quince minutos más tarde, cuando Alicia apareció y entró en el coche, Inma no pudo reprimir la frase que le daba vueltas de manera incesante. —¿Ya has dado el parte? —¡Joder!, ¡no puedo más contigo! ¡Quiero dejarlo! Una parte de Inma se sintió aliviada al escuchar aquellas palabras que meses atrás le suponían la peor de sus pesadillas. No quería discutir, no quería rogar, no quería otra cosa que no fuera dejarse llevar por lo inevitable, por lo previsible, por aquello que sabía que tenía que pasar tarde o temprano. —Como quieras —se sorprendió a sí misma al articular aquella respuesta. Esperaron en silencio la llegada de la grúa y más de una hora después se trasladaron con el mismo silencio, sentadas en la cabina del conductor, hasta el taller más cercano. —Esto tiene muy mala pinta —dijo el mecánico—. Parece que se han roto las correas del motor y las piezas para este modelo de coche tardan en llegar al menos una semana. Eran las ocho de la noche cuando el seguro les informó de que tenían a su nombre dos billetes de autobús con vuelta a su domicilio. Enviarían un taxi hasta el taller, que les desplazaría gratuitamente hasta la terminal de autobuses. —¿Te irás a Madrid? —preguntó Inma mientras esperaban la llegada del taxi. —No. Ya es demasiado tarde. —¿Realmente quieres que lo dejemos? —No. Pero no quiero hablar más. Estoy muy estresada. 87

Durante las tres horas que duró el trayecto en autobús, ninguna de las dos pronunció palabra. Sus miradas no llegaron a cruzarse e Inma pensó, mientras contemplaba con disimilo las bellas manos de Alicia, que ocasionalmente se movían buscando una postura confortable, que empezaban a convertirse en dos extrañas, en dos pasajeras sin nada más en común que el origen de sus viajes. Al llegar a la terminal de autobuses del Puerto de Santa María, le pidieron a un taxista que las llevara hasta la dirección del ático, porque habían dejado el coche de Inma en el garaje de la urbanización de Alicia. —Hoy quiero dormir sola —anunció Alicia. —No te preocupes, que cojo mi coche y me marcho. Inmaculada iba a despedirse con la intención de bajar al garaje, cuando recordó que el mando a distancia que activaba la apertura de la puerta estaba en el salpicadero del todoterreno. —No pasa nada —resolvió Alicia—. Seguro que el vigilante tiene un mando. Caminaron hasta la garita del guarda de la urbanización para descubrir que aquel hombre no tenía mando ni llaves de sitio alguno. —Podemos bajar y esperar a que entre o salga algún vecino —propuso Alicia. —Es tarde y estoy cansada. Y no creo que a estas horas haya mucho movimiento de coches; y más aún considerando que son pocos los que han quedado aquí después del verano. ¿Tanto te molesta que duerma contigo? Inma lo tuvo claro: Alicia quería estar sola para poder llamar y, con tono empalagoso, manifestar su tristeza por el viaje frustrado. Al entrar en el baño sorprendió a Alicia escribiendo un mensaje. Lo hacía ya con sobrada maestría por lo deprisa que tecleaba y frunció el ceño al encontrarse con Inma a través del espejo. —¿Me estás espiando? —No. Tranquila. 88

Ya en la cama el teléfono se iluminó. Permanecía insonorizado para que no se delatara la respuesta de Paloma. Por primera vez Inma se planteó algo que hasta la fecha jamás había tenido en cuenta: era ella misma quien pagaba las facturas de los mensajes y llamadas que emitía Alicia. Tardó mucho en dormir a cuenta de la indignación y de algo que empezaba a ser habitual: la humillación y los celos. 89

Inma vivía sobre el vértigo de su soledad, aunque casi todos los días Alicia le concedía unas horas para ir al cine o para cenar. Para poder comprar comida, Alicia usaba la tarjeta de El Corte Inglés de Inmaculada, con su consentimiento, al igual que con esa misma tarjeta llenaba el depósito de gasolina, puesto que seguía estando autorizada. —No podemos seguir así —declaró Inma, mientras compraban cosas elementales en el supermercado de los grandes almacenes—. Esta factura llegará a la cuenta a fin de mes y la situación se irá agravando. No nos podemos permitir tener dos casas sólo con mi sueldo. —No te preocupes por eso. Para fin de mes habré conseguido algún trabajo más de adiestramiento y pagaremos todo lo que usemos ahora. Inma no confiaba en ello, pero no estaba a la altura como para cuestionarle algo a Alicia pues cualquier réplica incitaba su ira, cada vez más frecuente. Y aún estando en aquella situación económica tan precaria, Inma descubrió que su novia se había comprometido a pagar la puesta de largo de su ahijada, la hija de su primo, que cumplía quince años. Lo supo accidentalmente, cuando recibió una llamada desde Buenos Aires de Adriana, la madre de la niña en cuestión, una mujer a la que Inma siempre tuvo mucha simpatía. Adriana llamaba preocupada porque no recibía noticias de Alicia y la fiesta estaba prevista para aquel mes. Cuando Inma le preguntó a Alicia sus verdaderas intenciones respecto al compromiso que había adquirido, ella tenía clara su respuesta: estaba a la espera de recibir dinero por sus trabajos y así podría comprar dos billetes de avión y pagar la fiesta. Preguntar «cuándo» era toda una osadía, al tiempo que suponía una idiotez, puesto que Inma tenía por seguro que la respuesta de Alicia no sería 90

8 precisa y, ni mucho menos, sincera. Con mucha habilidad Alicia había conseguido convertir su trato en despotismo, una constante censura a la información que Inma podía tener sobre el transcurso de su futuro y de su propia economía. E Inma aceptaba su anulación con el alma resignada de los sometidos, de los vencidos frente a alguien que creen más fuerte. En ese pulso de poder, cedió desde el principio por una idea equivocada e inmadura, como si ofreciera con ello una dádiva de amor. Porque con Alicia nunca tuvo la necesidad de reivindicar orgullo alguno. Y para cuando quiso darse cuenta, lo que tenía arrancado del alma era su autoestima. El dinero era, después de todo, lo que menos le importaba a Inma en un momento en el que el único pensamiento que ocupaba su cabeza era la supervivencia de su cordura. Su capacidad de suspicacia estaba mermada por la ansiedad, pero aún así fue capaz de elucubrar un plan desesperado, un pretexto para viajar a Madrid cuando se acercaba el fin de semana, ya que había detectado que cada quince días, los viernes, Alicia organizaba algún viaje con sus nuevos supuestos compañeros. Comprobó que había acertado cuando Alicia manifestó su descontento. —Pero es que yo iba a salir también de viaje.

—¿Con tus compañeros? —Sí. Pensaba quedarme en Cádiz en casa de mi amiga Inma. —¿No vive en Madrid? —No. Vive en Cádiz con su madre. ¿Es importante que vayas a Madrid?, ¿no puedes ir otro día? Porque alguien tiene que cuidar a los perros. 91

—No creo que pase nada porque anules alguna vez tus reuniones con los nuevos amiguitos. Se conocían demasiado y Alicia tuvo claro que Inma, con su frase y con su tono, estaba cuestionando la existencia de aquellos inéditos compañeros. Por algún motivo, dejó pasar su atrevimiento. —Está bien. Anularé mis planes y cuidaré yo a los perros. Inma experimentó una ligera satisfacción al ratificar que había sido capaz de frustrar los planes de su novia. Era una pequeña victoria que anotaba en su haber. Aunque le sobrevino la inquietud cuando se planteó que si no había sido Mahoma el que acudía a la montaña, podría ser la montaña quien se arrimara a Mahoma: otro posible viaje de Paloma en avión, con todos los gastos pagados. Al entrar en la casa que sus padres tenían en Madrid volvió a ratificar que aquel era su refugio y milagrosamente, al traspasar el umbral de la puerta y sentir el abrazo de su madre, se disolvía de nuevo el consabido vértigo que le había hecho derramar tantas lágrimas durante el trayecto en tren. Se aflojaba el nudo de su estómago y oxigenaba sus pulmones con el aire sano del que siempre fue su hogar, encontrando con ello pequeñas dosis del equilibrio que tanto necesitaba. Quería sustentarse en algo estable y sería capaz de afrontar la traición de su novia si la información era del todo fiable, del todo incuestionable y segura. Había pensado en repetidas ocasiones en contratar a un detective y había llegado a ponerse en contacto con una agencia de Cádiz para conocer sus tarifas. Pero no tenía dinero y, sobretodo, sospechaba que ni siquiera sería capaz de interpretar unas fotos que reflejaran la imagen de Paloma y Alicia entrando en su portal. Únicamente podría convencerle la confesión de Alicia o encontrárselas desnudas y haciendo el amor. Aprovechando su viaje a Madrid, decidió citarse con Marta. Se encontró con ella en una cafetería del centro. 92

—Estás más delgada y tienes mala cara —observó Marta. —Es que no me encuentro muy bien. Por eso he quedado contigo. Sé que Alicia es tu amiga, pero a fin de cuentas yo también la quiero, así que eso nos sitúa en el mismo lado. Además, tú conoces su versión, que ni siquiera a mí me cuenta de forma clara. No quiero involucrarte, sólo quiero que, si puedes, me orientes para saber qué necesita Alicia y qué puedo hacer para recuperar su ilusión. —Dale su tiempo. A mí me dice que está agobiada. —Pero no puedo dejar de asfixiarme yo pensando que, tal vez, mientras pretende conservarme, sitúe a Paloma por delante. Había pronunciado las palabras mágicas que abrían las puertas de sus náuseas. Hizo un esfuerzo por controlar sus nervios, que afloraron instantáneamente. —Pues no debes obsesionarte con esa idea, Inma. Te juro que a mí me ha dicho que no tiene nada con ella. —¿Y aquel día?, ¿aquel día que me dejaron a cargo de su hijo y tardaron tanto en volver...? —Aquello fue sólo un beso. La cara de Inma se descompuso. Empalideció y sintió cómo se iba haciendo presa de otro

ataque de ansiedad. Marta, al observar el gesto de su interlocutora, se precipitó a hablar, tratando de arreglar el efecto que habían producido sus palabras. —Bueno... un beso inocente... un pico en los labios... algo sin trascendencia. Ella me dijo que te lo había contado. —No. Y no quiero traicionarte, pero no podré evitar hacerle saber que me lo has dicho. —Lo entiendo. Pero no está con Paloma, te lo puedo asegurar porque Alicia me lo cuenta todo y, de ser así, yo lo sabría a ciencia cierta. 93

Cuando se despidieron, Inma tenía la sensación de estar emocionalmente anestesiada. No obstante, sacó el móvil de su bolso y llamó a Alicia. Cuando ésta se enteró de que acababa de citarse con Marta, enfureció y reivindicó su derecho a la intimidad y a la propiedad de sus amigos. Los gritos le pasaron desapercibidos a Inma en aquella ocasión y pudo traspasar su cerco hostil para decirle lo único que tenía en su cabeza. —Ya sé que besaste a Paloma aquella noche —(arcada). Al otro lado de la línea se hizo un silencio que a Inma le pareció denso y eterno. Escuchó la respiración agitada de su novia que, súbitamente, se convirtió en los jadeos de un llanto rabioso. —¡Eso es mentira! —¿Para qué iba a mentirme Marta? —Lo ha malinterpretado todo. ¡Y no puedo más!, ya hasta le tengo manía a Paloma. ¡Me quiero ir a Buenos Aires! Inma, conmovida por el llanto de Alicia, que no era en absoluto habitual, se dejó calar por su desesperación y trató de darle consuelo. —No te preocupes, amor, que si lo necesitas, pues nos vamos y así nos relajamos un poco. —¡Es que no puedo más con esto! —No llores, por favor, tranquilízate. Nos vamos y ya está. En cuanto vuelva compramos los billetes. Buenos Aires era como un trozo de madera en mitad del océano, un lugar en el que sostenerse para sobrevivir de su naufragio. Buenos Aires era lejos. Buenos Aires era la ausencia de Paloma y de su sufrimiento. Cuando Inma regresó de Madrid planeó junto a su novia el viaje a Sudamérica. Alicia le insistió en que pidiera al personal de su banco una tarjeta Visa. 94

—Es que me asusta mucho tener crédito en esta situación —replicaba Inma. —Pues necesitamos la Visa para poder alquilar un coche porque con nuestra tarjeta de débito no podremos. Y Alicia se lo repetía cada día hasta que, finalmente, se acercó a su banco y solicitó la Visa, con el correspondiente duplicado a nombre de Alicia. Para el pago de los billetes de avión Alicia también había encontrado una solución. —Usaremos la tarjeta de El Corte Inglés y pagaremos el viaje a crédito y a plazos a través de la agencia del propio centro comercial. Y cuando regresemos aceptaré un par de trabajos de adiestramiento y con lo que me paguen podremos anular lo adeudado. Pero aún quedaba por resolver un problema. ¿Cómo pagarían la fiesta de cumpleaños de la ahijada?, ¿cómo pagarían su estancia en aquel país? —Podríamos pedir un crédito —propuso Alicia. —Pero en el banco tal vez tarden más de veinte días. No nos dará tiempo. Y no creo que sea buena idea. Aunque, por otra parte, Inma estaba ansiosa por huir de su país. Era su salvoconducto hacia

un país que restara sus motivos de locura. Una necesidad. Una razón de supervivencia. Cedió, por tanto, a la idea propuesta por Alicia de pedir un crédito con ánimo de usura, por parte de una de aquellas compañías que ofertan con rapidez un dinero a devolver, en pequeñas cuotas durante diez años, a cuenta de los intereses que reclaman en la letra pequeña. Le daban seis mil euros y debía nueve mil a la firma del contrato. 95

El avión ofreció un maravilloso paisaje de la enorme ciudad argentina. Una vista aérea nocturna con agua, montaña y luces. La inmensidad de una ciudad venida a menos. Inma se acercó a Alicia para asomarse a la ventanilla. Sus mejillas se rozaron y en aquel instante en el que a Inma le pareció un contacto accidental fue cuando volvió a reparar en la distancia física que se había abierto entre ellas. Respiró sobre su oreja y sintió su olor. Quería fundirse en ella, abrazarla y recordarle que llevaba puesta la misma colonia que usó el día en que se conocieron. Pero le lastimaba la certeza respecto a su fría reacción, a la sequedad de sus palabras. Prefería guardarse el amor para ella. En el aeropuerto Ezeiza se encontraron con la familia de Alicia al completo: sus padres, su hermano, su cuñada y sus dos sobrinas. El recibimiento fue entrañable a ojos de Inma, que le dolía asistir al reencuentro de una familia desenraizada por las circunstancias. Los abrazos suponían punzadas en el corazón de una persona que lo había tenido todo hecho. Amó a Alicia en aquellos momentos por su dolor, por su soledad en un país extraño. Amó a Alicia por su nostalgia. Amó a Alicia por ser pobre. Y amó a Alicia porque siempre la había amado. La localidad, a las afueras de Buenos Aires, era un lugar humilde, pero acogedor. Las casas se dispersaban por todo el barrio que, acalorado en pleno mes de noviembre, transitaba las calles a pecho descubierto. Inma pensó en los «descamisados» de Evita Perón y sintió algo agradable que alejaba su espíritu de las recatadas normas de conducta con las que había crecido en su tierra. 96

9 A falta de dinero, el hermano de Alicia había hecho del piso superior de la casa de sus padres su hogar. Era algo habitual en aquellos lares. Y las niñas correteaban por el patio que comunicaba las dos viviendas. Al entrar, un loro pronunció el nombre de la cuñada de Alicia. Inma se sonrió, atrapada por el encanto de lo exótico. Debido a los prejuicios religiosos de la madre de Alicia, Inma asumía que en aquella familia todos la trataran como una simple amiga porque su novia jamás había confesado su tendencia sexual. Y, como amiga, dormiría en la habitación de Alicia, en camas separadas. Alicia llegó tan agotada que, nada más tenderse en su cama, encontró el sueño. En cambio, Inma sabía que se encontraba atada al insomnio y a la zozobra. La falta de descanso y de alimento estaba haciendo de su cuerpo un enraizado de huesos, pellejo y ojeras. Durante su primera noche decidió que tendría que cambiarse el color del pelo para sentirse menos fea. Cuando la luz de la mañana penetró en la habitación, la pequeña habitación de paredes desconchadas en la que había crecido su amada, Inma se desperezó con ganas de ver pasar el día. Un día de inmersión en el entorno de Alicia, dentro de su familia y de las costumbres con las que ella se había criado. Un atisbo de felicidad iluminó el espíritu dentelleado de aquella mujer herida. Y se levantó como si nunca hubiera existido el desamor ni el engaño. Dispuesta a empaparse de la vida de Alicia. —Vamos a conocer a Adriana —propuso Inma ilusionada cuando observó que su novia remoloneaba entre sus sábanas.

Sentía el deseo, desde que fue consciente de su partida, de ver el rostro y el cuerpo de la mujer que tanta simpatía le despertaba. La mujer de su primo. La madre de la ahijada de Alicia. Una amiga en un país extraño. Una aliada por intuición. Un alma gemela desperdigada en un lugar tan ajeno, tan lejano. 97

Inma estaba nerviosa cuando se encontró ante la puerta de la familia de Adriana. Después de haber hablado tantas veces con ella por teléfono, temía decepcionarla y ansiaba descubrir qué rostro se escondía tras aquella voz tan calmada. Y, curiosamente, cuando Adriana abrió la puerta, descubrió a una mujer casi idéntica a lo que ella misma imaginaba. Le dio un abrazo efusivo y muy sincero. Necesitado, incluso, en aquellos momentos de soledad, porque Adriana era su reflejo: una persona engañada a costa de su ingenuidad. En la cabeza de Inma no cabía el concepto de que el marido de Adriana dañara a una mujer, a ojos de ella misma, tan valiente, tan entregada, tan atractiva e inteligente. Y desde aquella tarde, las visitas de Inma a la casa de Adriana eran constantes, tanto que Alicia le reprochaba que no pasara más tiempo con sus padres y sus sobrinas. Una tarde Alicia propuso a Inmaculada la idea de tomar café en el centro de su localidad y buscar una joyería para comprar sendos anillos de compromiso. La idea ilusionó a Inma, que tomó la iniciativa como un propósito de amor y de estabilidad a su regreso a España. El calor era implacable y, mientras caminaban hacia el centro, con los cuerpos sudados, marchaban en silencio, fingiendo que todo entre ellas estaba bien, que la propuesta acallaba las sospechas. Por inercia, por fragilidad, por costumbre, por aprendizaje o por cualquier otra causa que hubiera generado el entramado de su relación, las motivaciones y el estado de ánimo de Inmacula era el resultado directo de las intenciones y de la hábil manipulación de Alicia. Por tanto, su humor era voluble a cuenta de lo postizo, debido a que sus ganas no procedían de dentro, de la reflexión, de sus entrañas, sino que se hurgaba desde fuera, a través de los hilos que manejaba su titiritera. Inmersa en el mecanismo elaborado de una relación que tan sólo se hizo posible cuando asumió su rol, Inma creía sentirse entusiasmada como si aquel fuera el más real de los sentimientos. 98

Se sentaron a la mesa de una de las cafeterías más emblemáticas de la localidad y, mientras Inma relataba su impresión sobre el lugar y las gentes, sobre el ambiente sofisticado de los locales de hostelería, en contraste con la situación caótica y resignada de su país, una llamada al móvil de Alicia interrumpió su eufórico discurso. —No. Ahora hay moros en la costa—los labios de Alicia le hablaron al micrófono del teléfono. En el cuerpo de Inma volvieron a removerse sus constantes temores. ¿Cómo podía tener Alicia tan poca sutileza?, ¿moros en la costa? Podría al menos haber ideado un dialecto secreto de amantes. Repentinamente, todo el entusiasmo de Inmaculada se esparció, demostrando cuan frágiles eran sus emociones. La realidad no podía esconderse durante mucho tiempo. —¿Todavía sigues en el curro? —preguntó Alicia e Inma observó que en su cara se reflejaba su ya habituado gesto de «situación comprometida». Una voz en el interior de Inma, aquella voz a la que jamás podía escuchar porque el dolor se lo impedía, estaba gritando que era Paloma quien hablaba desde el otro lado de la línea—. No te preocupes, que queda Semana Santa. ¿Semana Santa?, ¿para qué?, ¿tenía algún viaje prometido a su amante?, ¿trataba de

compensarla por el viaje que en aquel momento estaba realizando con su novia, con su ex novia o con lo que fuera que Paloma pensara que era Inma para Alicia? Mientras Alicia proseguía conversando, Inma, impulsiva, se levantó de su asiento para dar a conocer su certeza: «es Paloma». El gesto de Alicia procuró manifestar su desconcierto y hablándole con los ojos, replicó: «estás loca». Pero no colgó a su interlocutor o interlocutora y prosiguió charlando, sin perder su sonrisa. En un gesto arrebatado de actividad, Inma le pidió a uno de los camareros que les cobrara. Pagó y ambas salieron de la cafetería, pero Alicia aún mantenía su comunicación telefónica. Ya en la calle, se separó ligeramente de Inma para despedirse, posiblemente, con más intimidad. 99

—Era ella, ¿verdad? —preguntó Inma cuando Alicia se guardó el teléfono en el bolsillo. —Pero, ¿por qué dices tantas tonterías?, ¿hasta cuándo vas a estar molestándome? Y Alicia le explicó que era una amiga de Buenos Aires, prostituta, que se dedicaba a viajar en autobuses en busca de clientes. Que se la encontró en la iglesia el domingo, cuando acompañó a su madre. —¿Cómo pueden creer en Dios las prostitutas? —preguntó Inma con un tono sarcástico. Alicia, airada, dio media vuelta. —¡Se acabó! —¿Lo nuestro?, ¿por qué? Inma vio cómo Alicia caminaba calle abajo, hacia un horizonte que desconocía. Sin pensar, movida por la inercia de su dependencia, de su culpa y de su desesperación, la siguió. Entre otras cosas, porque no sabía volver a casa. —Pero al menos razóname por qué me dejas ahora. Alicia continuó caminando sin replicar. Sus zancadas eran inalcanzables e Inma corría tras ella para no perderla de vista entre la gente. —No me dejes aquí. ¡No tengo a dónde ir! Pero Alicia siguió andando durante varios minutos hasta darse la vuelta bruscamente, con la certeza de que encontraría la figura de Inmaculada. —¡No me sigas! Déjame en paz. Voy a casa de una amiga y no quiero volver a verte. —Y, ¿a dónde voy? —Haz lo que quieras. Vete con Adriana o vete a casa. Todavía queda algo de dinero del crédito, así que puedes usarlo para comprar un billete de avión. —No creo que quede suficiente. 100

—Pues no lo sé, y tampoco me importa. Alicia caminó e Inma se quedó inmóvil, observando cómo su novia se marchaba con el paso decidido y sin girar la cabeza. No pudo llorar, pero sintió cómo las lágrimas, desobedientes, salían de sus lagrimales. Miró a su alrededor. Era una calle a miles de quilómetros de su casa. Se sentó en la acera, desplomada, sin energía, sin esperanza. No tenía a dónde ir y no sabía ir a ninguna parte. Sacó, en aquella acera argentina, su bandera blanca. Pasaron los minutos, pero ella estaba ausente, indigente, sumergida en algún lugar recóndito de su decepción. El dolor se había hecho con todas sus palpitaciones y sentía cómo la calle se convertía en un río que arrastraba su estancia a la deriva. Ya no le importaba dónde y cómo acabar. Sólo quería estar sin estar. Allí callada. En la quietud de un lugar anónimo. Sin más gritos. Sin más torturas por el desamor. —¡Vamos! —ordenó Alicia. Inma levantó la mirada y se encontró con la figura de la mujer a la que amó durante tantos años. —¡Te perdono!, pero que sea la última vez que me atosigas con el mismo asunto de siempre.

Y espero que ahora hayas experimentado la misma soledad, estando lejos de tu gente, que he vivido por tu culpa tantas veces. Acató la orden por pura necesidad. No encontraba fuerzas para salir de aquella situación por iniciativa propia. Desde aquel momento su anulación era radical. Alicia había conseguido hacer bien aquello que Inma cuestionaba que hiciera con los perros: había adiestrado a su pareja. De toda la situación le quedó la pena. ¿Cómo no se dio cuenta aquellas «tantas veces» de que su novia estaba sola y requería su apoyo? Cuando llegaron a la casa de los padres de Alicia, no volvieron a hablar palabra alguna sobre el incidente. Y cuando se fueron a la habitación, Alicia 101

encendió el televisor y le advirtió a Inmaculada que no quería tratar el asunto, que era mejor dejarlo pasar. Pero Inma no pudo pegar ojo en toda la noche. Casi no quedaba dinero del crédito que habían pedido porque, a pesar de que decidieron entre todos los interesados que la fiesta de quince cumpleaños de la ahijada de Alicia se pospusiera, gran parte del capital sirvió para vivir aquellos días a base de excesos. Tal vez no quedara dinero suficiente para comprar otro billete de avión. A las siete todavía no había amanecido en Buenos Aires, pero Inma necesitaba huir a alguna parte, caminar y agotarse físicamente para dejar de pensar. Se vistió en silencio mientras Alicia seguía durmiendo y salió de la casa sin hacer ruido. Las calles estaban desiertas y, mientras caminaba hacia el centro de la localidad, sentía sus pasos, se sentía, por primera vez en mucho tiempo, a sí misma. Y cedió la ansiedad para cernirse sobre ella la tristeza. Cuando llegó al centró entró en un locutorio dispuesta a escupir el dolor mediante un teclado y buscar el consuelo de alguien familiar que le hiciera sentir que no estaba tan sola, ni siquiera en un país tan extraño. Pensó en Cristina y escribió durante horas. Y junto a sus palabras, de sus dedos brotaron carámbanos y el corazón le quedó seco. Se secó en el centro de la plaza de una localidad porteña, al amanecer, durante aquella mañana de verano, porque en aquel instante, mientras escribía, supo que jamás podría volver a ser feliz junto a la persona que amaba. Cuando regresó a la casa de los padres de Alicia lo hizo con desgana. Le hubiera gustado desaparecer, meter su alma en un congelador y sacarlo cuando el corazón ya estuviera sano. Y gracias a su desgana pudo pasar el día sin buscar amor en la mirada de Alicia. Seguía anestesiada durante el desayuno, durante la comida y durante la merienda, pero al caer la noche, en el momento en que la luz del sol se confundía con la luz que desprendían las farolas de las calles bonaerenses, la ansiedad hacía su presencia habitual, retomando el mando de un alma marchita para cargar sobre ella más daño, procurando reencontrar su autoestima en la victoria frente a Paloma. Y fue la ansiedad quien se alió con la 102

intuición para sugerirle que Alicia estaba comunicándose con Paloma, que había salido con un pretexto poco fiable para entrar en algún locutorio y marcar el número de Madrid. No sabría dónde buscar, así que salió de la casa para pasear por el barrio, para agotarse, para no pensar. Y en su caminata se encontró con Alicia, que sostenía el móvil mientras hablaba con alguien. Alicia, al ver a Inma, se separó e Inma, en lugar de seguirla, se sentó sobre la acera de la calle. ¿Le confesaría todo en aquella ocasión?, ¿qué excusa urdiría al colgar a su interlocutora? —¿Has venido a espiarme? —preguntó Alicia, como era previsible, cuando se acercó a Inma. —He salido a dar una vuelta. —Estaba hablando con la amante de mi primo, por si te lo estás preguntando.

La amante de su primo. En aquella familia todos se movían por deslealtad y engaños. Y con una cara despejada sería Alicia capaz de entrar aquella misma noche a la casa de su primo y mirar a Adriana a los ojos, sintiendo nada. —¿Para qué? Para citarse con ella y conocer al hijo secreto de su primo. Una traición que a Adriana le llevaba atormentando durante más de un año. —No llevo bien este tipo de situación —intervino Inma—, y no te juzgo, que será por mi inmadurez, pero prefiero que no me cuentes estas cosas, que después no soy capaz de sentirme enteramente limpia ante Adriana. Inma pudo controlar la ansiedad que le afloraba por las noches durante el resto de estancia que permanecieron en Buenos Aires. Y cuando ya era capaz de no esperar nada de Alicia, ésta orquestaba un plan de seducción para volver a retener al insecto en su tela de araña. Y prometía las alianzas, verbalizaba su ilusión por superar «el bache» y narraba sus proyectos de futuro en común, manteniendo así incandescente un atisbo de esperanza en la mente de Inmaculada. El fuego se propagaba por su alma de modo inmediato si Alicia se esforzaba un poco. Aun 103

quedaban brasas por arder y Alicia tenía la astucia suficiente como para conservar localizado el escoldo antes de que el dolor de Inma lo convirtiera todo en cenizas. Por tanto, a su vuelta a España, Inma regresó al escenario y la apertura del telón se inició nada más pisar el aeropuerto de Cádiz. Al igual que aquellos que dan tregua con su abstinencia al consumo de alguna droga, para después caer, aún más debilitados, en las fauces de la adicción, Inma se encontró con que la ansiedad le aguardaba en su propio país, aún más sedienta, más brutal y autodestructiva. ¿Hasta cuándo? ¿De dónde salía aquella energía renovada y potenciada? ¿Cuándo caducaría el sufrimiento? Se aferraba a las palabras de Alicia: «todo saldrá bien y volveremos pronto a estar como antes». Pero, ¿cuándo? Inma entendía la ansiedad como si fuera una ecuación: frustración elevada al número de promesas y multiplicada por el número de traiciones. 104

10 —Te creo si me dices que este es un bache que nada tiene que ver con terceras personas — dijo Inma justo antes de despedirse, bajo el umbral de la puerta de Alicia—, por eso no creo que te cueste dejar de ver a Paloma — (náuseas)—. Tómatelo como mi único capricho en esta situación. —¡Desde luego que se trata de una decisión caprichosa e injusta y no puedo condicionarme por tus celos de loca! —Es una cuestión casi de supervivencia, Alicia. Te lo pido porque estoy perdiendo la cordura. Con eso me basta para respetar el tiempo que me pides. —Está bien. Pero vendrá este fin de semana. Quedaré con ella y se lo diré a la cara. A ella y a su hijo. Inma, sorprendida, se marchó sin añadir algo más. Esperaba una escena humillante y sólo pretendía dejar latente, una vez más, su voluntad. Que Alicia estuviera conforme, que su novia cediera era algo que escapaba de su rutina. Así pues, tras pensarlo durante horas, decidió que le daría un voto de confianza. Atravesaría el calvario otro fin de semana a cambio de la ruptura definitiva de su dolor. Aquel viernes de noviembre Inma sentía cómo la arena golpeaba sus mejillas mientras

caminaba por la orilla de una de las playas de Cádiz. El viento era molesto y el frío húmedo traspasaba su ropa y atería sus articulaciones. Salió de casa huyendo de su teléfono. Fuera, lejos de su vida y de su espacio, podía dejar sentada a la ansiedad en su sofá rojo y recuperar pequeños fragmentos de sí misma. 105

Al regresar a casa comprobó que Alicia no había llamado. Apagó el teléfono y evitó durante toda la noche la tentación de encenderlo. Quería cumplir su parte del trato: su voto de confianza. A la mañana siguiente le despertó el sonido del timbre de la puerta. —No pensé que vinieras a verme este fin de semana —dijo Inma al ver a Alicia. —¿Qué crees?, ¿que porque tenga invitados voy a dejar de hacer mi vida? Y tú eres mi vida. —¿Se lo has dicho ya? —No. He sido incapaz. Pero se lo diré esta tarde. ¿Sabes?, desde ayer tengo ganas de hacer algo. Alicia se dirigió al salón y extrajo de la estantería un disco que introdujo en el equipo musical. Empezó a sonar la balada que habían adoptado como canción simbólica de su unión. —Tenía ganas de que bailáramos nuestra canción. Ven, mi vida, baila conmigo. Inma se deshizo en sus brazos y apoyó su barbilla en el hombro de Alicia. Sintió por un instante que aquel cuerpo volvía a ser su refugio. —Si te vas a poner a llorar me marcho —anunció Alicia. —No. Perdóname. Es que de pronto me ha parecido estar viviendo otro momento. —Bueno, de todas formas ya tengo que irme. La canción no había terminado cuando Alicia se despegó del cuerpo de Inma. Regresó a la estantería para coger sus dos raquetas de pádel. —¿Te importa si me las llevo? 106

Inma hizo un gesto con la cabeza, mostrando su aceptación. Estaba anonadada. Con aquel baile Alicia había pagado el alquiler de sus raquetas. Pero, ¿cómo podía pensar aquello?, ¿cómo podía rebajar a su novia a semejante concepto? Quizá Alicia tuviera razón y todo fuera fruto de su imaginación, de una locura transitoria, de unos celos infundados y vulgares. Pensar de aquella manera equivalía a arrebatar del carácter de Alicia cualquier ápice de sensibilidad para con ella y, en cierto modo, era un paso hacia su deshumanización. Pensar así era asumir que los pasos que acercaban a Alicia estaban marcados por la manipulación y por unos mezquinos intereses. Enterró lo sucedido y se concentró en la idea de que aquella misma tarde Alicia hablaría con Paloma y rompería sus lazos, cuales fueran, devolviendo paz a la mente confundida de Inmaculada. Inma se mantuvo el resto del fin de semana en su sofá. Programó en su cadena musical la repetición de las mismas diez canciones y se dejó absorber por aquellas melodías para pensar en nada. Pero la noche del domingo volvió a accionar su espíritu y descolgó el teléfono para llamar a Alicia. —¿Se lo has dicho ya? —Lo intenté ayer, pero se puso a llorar y sentí lástima. —¿Volverás a verla? —No. Pero seguiré hablando con ella por teléfono. —¿Y qué pasa con el pacto que teníamos? —Lo he intentado, pero me cuesta dejar de hablar a una amiga sin motivos. —¿Sin motivos? Alicia, te juro que lo intento con todas mis fuerzas, pero es difícil creer que no

te la estás follando. —¿Cómo te atreves a hablarme así? —Porque estoy cansada. 107

—¿Cansada?, pues lárgate de mi vida. —Dime la verdad. Sólo te pido eso, porque necesito que me lo digas para poder marcharme. —¿La verdad? La verdad te asustaría, porque estás muy lejos de saber todo aquello que realmente me está pasando. Inma, instantes atrás tan abatida, repentinamente sintió cómo un gancho se incrustaba en su pecho, levantando nuevamente sus pies del suelo. —¿A qué te refieres? —preguntó alarmada. —Imagínate por un momento que estoy atravesando una situación dramática y sólo procuro apoyarme en mis amistades para que me den fuerza. —Esa fuerza también puedo dártela yo. En cambio me apartas. —Es que no te das cuenta de nada. Imagínate entonces que te aparto con alguna intención. Que te aparto para que no seas testigo de algo terrible. —Nada me puede hacer sufrir más. —Sufrirías más si supieras que tengo un tumor. De nuevo Inma recuperó su capacidad de llanto. Las lágrimas salían a borbotones por arrepentimiento. ¿Realmente había estado tan ciega como para no darse cuenta de que su novia se estaba muriendo? En esa noria en la que se había convertido su mente, era el turno de la desesperación. —¿Tienes un tumor?, ¿desde cuándo? —No voy a hablar de ello. Sólo quiero que entiendas que puedes arrepentirte. Eres como todo el mundo y eso no me gusta. —Perdona... Al colgar, su culpa dinamitó los edificios de autosuficiencia que había empezado a levantar aquel fin de semana. La ansiedad volvió a presidir la junta de sus emociones y quedó derruida su iniciativa de evasión. 108

No obstante, una voz interior le sugirió que la enfermedad de Alicia podría tratarse de una nueva artimaña, esta vez sádica hasta el extremo, para esconder sus traiciones. Como todas las demás cosas, Inma no podría comprobar si su tumor era real, pero lo mantendría en la recámara de sucesos probables. Y no obstante, al sacudir la cabeza, fue algo que nunca creyó. Tenían previsto volver a viajar a Buenos Aires para fin de año. Inma esperaba con impaciencia la llegada de esa fecha para volver a escapar de sus problemas. —¿Has conseguido aquel trabajo de adiestramiento por el que te pagarían tanto dinero? — preguntó Inma cuando, una tarde, sentadas frente al televisor, surgió el tema del viaje. —No. Han vuelto a engañarme los jefes de El Club. —El banco ha devuelto varias domiciliaciones. Entre otras cosas, está sin pagar la última mensualidad del crédito privado. Por otra parte, en tu último viaje a Madrid gastaste todo el crédito mensual de la Visa. —Yo no gasté el crédito de la Visa. —Si entras en la página del banco podrás comprobar que aquel fin de semana que dijiste que pasarías en Despeñaperros en una casa de Marta, figura una extracción bancaria por la totalidad del crédito mensual que nos concede la Visa. —No sé... —Lo curioso es que esa extracción se realizó en Madrid.

—Bueno, sí, ahora lo recuerdo, pero es que acompañé a Marta hasta Madrid porque tenía que ver a uno de sus hijos. ¿Acaso estás siendo irónica?, ¿acaso te importa el dinero? —No, que va, sólo trato de comentarte nuestra situación económica. No obstante, pienso que podrías haber dejado algo en la cuenta por consideración hacia mí, sobretodo sabiendo como sabes que en estas semanas no puedo ni comprar tabaco. 109

—Si te molesta me lo dices y no vuelvo a tocar tus cosas. —No, no pretendo que dejes de considerar lo mío como nuestro. A fin de cuentas, seguimos siendo una familia. Pero, ¿cómo vamos a viajar? Además, piensa que nos gastamos el dinero del anterior crédito y ni siquiera entonces pagamos la fiesta de tu ahijada. Alicia volvía a tener todo bajo control. Una respuesta rápida y, según su criterio, inteligente: otro crédito. —¿Otro crédito? —preguntó Inma desconcertada. —No es tan mala idea. Con esa cantidad podremos pagar el atraso del pago del crédito anterior, podremos pagar la fiesta y nos sobrará lo suficiente para salir adelante hasta que yo consiga algo. Y en cuanto lo consiga, cancelamos las dos deudas. Sabes que cuando llegué a España pude salir adelante y siempre me has elogiado por ello. Pues del mismo modo lo haré a nuestra vuelta. O es eso o no nos vamos a Buenos Aires. Inma se encontraba desorientada. Por un lado, su imperiosa necesidad de volver a huir de España; por otra parte, su insolvencia impedía afrontar los pagos atrasados. Había perdido su capacidad de decisión y aquella circunstancia banal le estaba superando porque no le quedaba ni el más mínimo recoveco en su cerebro para enfrentarse a un dilema de índole material. Alicia llamaba todos los días para saber si había resuelto ya la situación, es decir, si le habían concedido los siete mil euros. Y para cuando su banco accedió, Alicia se encargó de comprar los billetes a plazos, mediante su tarjeta de El Corte Inglés, lo cual supuso una discusión moderada entre la pareja, puesto que Inma pretendía pagar el vuelo con el dinero del préstamo. Se irían el día treinta y uno de diciembre y regresarían el dos de febrero. Aún quedaba un mes por delante y, entre medias, el cumpleaños de Inma: el quince de diciembre. 110

Cuando la entidad bancaria ingresó en la cuenta de Inmaculada Azcárate el préstamo, ésta fue a casa de su novia para desvelarle una sorpresa. —Para celebrar que nos han concedido el crédito, he pensado que en el puente de diciembre podríamos irnos a Ibiza. Sé que no es la mejor fecha para viajar a las Baleares, pero sabes que tengo ganas desde hace tiempo de conocer esas playas. Alicia permaneció en silencio. —Bueno, di algo. A mí me hace ilusión y creo que necesitamos un viaje romántico. —Verás, es que para esos días me ha salido un trabajo en Arcos de la Frontera. —Pues recházalo. —No puedo porque ya me he comprometido y piensa que son doscientos euros que no nos vienen nada mal en estas circunstancias. —No me importa perderlos. —Pero es que a mí me quita prestigio si rompo el compromiso. —Pues no me quiero quedar en casa durante el puente. —Alguien tiene que cuidar de los perros. —¿No te das cuenta que estoy sola aquí? Tú entras y sales cada fin de semana alterno, pero yo llevo meses encerrada y sin ver a nadie. A veces pienso que estoy volviéndome loca cuando un poco de lucidez permite que me observe ante el espejo. Me han salido diez canas y diez son los quilos que he perdido. Me siento vieja, me siento fea porque en casa me enveneno.

Constantemente me falta el oxígeno y padezco ataques de ansiedad casi todas las noches. Me asusta quedarme encerrada en aquellas paredes, preguntándome dónde estarás. —Pero ya te lo he dicho. Estaré en Arcos de la Frontera. En una finca, adiestrando dos perros, trabajando para un matrimonio de ancianos. En cuanto a 111

eso de que estás sola, yo también estoy sola en España y tú al menos cuentas con tu familia. —Ya. Está bien. Hasta mañana. Inma se marchó cabizbaja. No podía discutir. No servía para nada. Y asumió el nuevo trabajo de Alicia como cierto porque la experiencia le indicaba que dudar le hacía aún más daño. Al llegar a casa, encendió su ordenador y trató de abrir la cuenta de correo de Alicia. Con las palmas de las manos empapadas en sudor y roto su sentido de la moral y del respeto, tecleó la clave, pero un mensaje anunció que aquella secuencia de letras no era la adecuada. «Tal vez se deba al frío de la estancia» — pensó al observar cómo su aliento cálido emitía una imagen al mezclarse con el aire frío del salón. Volvió a teclear, pero no dio resultado y procuró, entonces, acceder al registro de llamadas de la cuenta del teléfono móvil de Alicia, pero tampoco le sirvió la clave que usaba Alicia meses atrás. Era evidente que su novia había previsto aquella reacción. Estaba a punto de apagar el ordenador cuando se le ocurrió revisar el historial de Internet, para comprobar cuáles habían sido las últimas webs visitadas. Y se encontró con la página de una agencia de viajes y con un número de reserva para un vuelo a Canarias justamente el día en que daba inicio el puente de diciembre. Un viaje para dos, con hotel y pensión completa. Otro ataque de ansiedad se hizo con su cuerpo. El temblor de sus manos anunció la tormenta que acechaba sobre ella y, experta en aquellas lides, se retiró al baño para padecer en él la sucesión de síntomas restantes: las arritmias, el vómito, la roca atrancada en el esófago, los mareos, el dolor de estómago y una repentina bajada de tensión. Quedó tan agotada cuando concluyó la embestida psicológica que nada más recostarse en el sofá cayó en un profundo sueño. Y en aquella fantasía favorecida por su inconsciente, fue capaz de abandonar a Alicia. ¿Por qué no podía hacerlo cuando estaba despierta? 112

Durante la tarde del día posterior, Alicia tocó el timbre de la puerta. La luz del sol iluminaba el rostro de Alicia, un rostro sonriente y despreocupado. «Impostora —pensó Inma—, invéntate cualquier excusa que me convenza y me arranque esta sensación». —Pensé que irías a Arcos de la Frontera durante el puente de diciembre; ha sido una sorpresa comprobar que en realidad tienes pensado irte a Gran Canaria —espetó Inmaculada con la mayor naturalidad de la que fue capaz de interpretar. La cara de Alicia se arrugó e Inma pensó que casi se hacían visibles los destellos de pensamiento que cruzaban su cabeza. Aquel gesto era el anuncio de una discusión acalorada. —¿Has estado espiándome? Si lo has hecho, lo has hecho mal porque estás equivocada. —Toma otra salida, porque ya he visto la factura en Internet. Te estás confiando mucho. Otro silencio necesario para encontrar una excusa. —Pues entérate bien y descubrirás que anulé ese viaje. Era una sorpresa que te tenía preparada, pero después salió el trabajo y tuve que anularlo. «¡Diana! Te has ganado el peluche de la feria». Inma no se lo creía, pero era incuestionable. ¿Cómo demostrar sus intenciones?, ¿cómo asegurar que no era ella la invitada a aquel viaje? Inma se fue a la ducha para evadir con ello el consabido ciclo de discusiones y gritos. Y cuando salió del baño se encontró con que Alicia ya se había marchado. Entró en Internet y comprobó que su novia había borrado todo el historial de páginas webs. Bastaron dos días sin hablarse para dejar correr el tema de Gran Canaria. Y, días antes de

que tuviera lugar el puente de diciembre, Alicia anunció que en la finca de sus clientes no había cobertura. Aunque no creyera ni una sola palabra, Inma seguía atada a su propósito de confianza, puesto que toda ambigüedad 113

resultaba ser veneno que se filtraba por sus venas y provocaba sus ataques de ansiedad. Llamó a la asistenta que había atendido a los perros durante su estancia en Buenos Aires y tomó la decisión de marcharse a Madrid para no mortificarse durante aquellas fechas. Al pisar el andén de la estación de Madrid le sobrevino el frío de la ciudad y aquella sensación le producía nostalgia. En aquellas horas en las que contemplaba sus calles desde el asiento trasero de un taxi, deseó estar sola y liberada de toda atadura emocional, de toda competición obsesiva que le condujera al esfuerzo por recuperar su autoestima a través de un amor ensuciado. Pero sabía que no tenía el control de su vida, que estaba flotando sobre la realidad y que, por alguna razón, era incapaz de apearse. En cierto modo le empezaban a aburrir las normas del juego de Alicia que despertaban en ella reacciones tan reincidentes, tan dramáticas, tan previsibles. Susana, al conocer los pormenores que relataba Inma respecto a su situación de pareja, insistió en quedarse su teléfono móvil. De aquella forma consiguió alejar la ansiedad y tomarse el puente como una fase de descanso. Pero el lunes recuperó su aparato y, al encenderlo, escuchó un mensaje de Alicia: «El lunes iré a buscarte a Madrid y pasaremos, si quieres, unos días juntas». —¿Dónde estás? —preguntó Inma tras marcar el número de Alicia. —En Madrid. —Se oye ruido de gente. —Estoy con mis compañeros de trabajo. —¿Vas a venir a buscarme a la casa de mis padres? —Sí. Esta tarde. A partir de las seis. ¿Por qué has apagado el móvil? —¿Te importa? 114

—Claro. Es que te llamé el jueves para decirte que no aceptaría el trabajo para así poder estar contigo durante el puente. Estaba dispuesta a viajar a Madrid para buscarte, pero mis intenciones se frustraron por tu imprudencia. Con sus palabras aún podía inocular el virus del arrepentimiento e Inmaculada pasó el resto del día maldiciéndose por haberse desprendido de su teléfono. Para cuando Alicia apareció en la casa de sus padres, Inma estaba deshecha. —¿Y tus padres? —preguntó a través del portero automático. —De viaje. ¿Subes? —Claro. Alicia subió y se encontró con una Inma que nuevamente estaba pendiente y arrepentida, lo cual pareció frustrarle. —No sé para qué he venido —dijo cuando se acomodó en el sofá del salón. —¿Por qué dices eso? —Porque contigo no puedo ser yo misma. —Pensé que querías quedarte conmigo unos días en Madrid. —No. Me marcho a mi casa. —¿Quieres que vaya yo también? —Haz lo que te apetezca. —Yo quiero estar contigo. —Pues sígueme esta misma noche, porque no soporto estar en la casa de tus padres. —Como quieras. —Toma —dijo Alicia y le extendió dos billetes de cien euros—. Este es el dinero que me han

dado por mi trabajo. —¿Y por qué me los das? Quédatelos tú. Son tuyos. —Para que los administres. 115

Hicieron el recorrido hasta el Puerto de Santa María y llegaron de madrugada, cada una a su casa. Y se despidieron como si los actos de Alicia fueran incuestionables, como si las sospechas nunca surgieran en la cabeza de Inma. Había comprado su derecho al silencio por el módico valor de doscientos euros. En las vísperas del cumpleaños de Inma plantearon las posibilidades de celebración: un restaurante italiano, francés, oriental... Todos los años había sido una fecha señalada que Alicia trataba con suma trascendencia y, con desproporcionada atención, manifestaba su interés de adoración desde las doce de la madrugada que daba paso al día que recordaba el aniversario del nacimiento de su novia. El catorce de diciembre, a partir de las once de la noche, Inma estuvo pendiente de su teléfono. Tenía la certeza de que sonaría cuando el reloj dibujara en su pantalla las doce y el catorce se tornara en quince. Pero a medianoche el teléfono permaneció mudo y lo único que sonó fue el cumpleaños feliz que entonaba la caja que Alicia compró en un establecimiento oriental. A la una de la madrugada, cuando Inma daba por perdida la llamada de felicitación, llamó su novia. —¡Felicidades! —gritó Alicia. —Gracias. —Es que me he quedado dormida. —Me lo imaginaba. No te preocupes, mi amor. A mediodía Alicia pasó a recoger a Inma y la llevó a un restaurante nuevo. En cuanto al regalo, Alicia dijo que lo había encargado porque se trataba de un objeto, según ella, muy especial y exclusivo, por lo que estaba a expensas de que la empresa avisara para ir a buscar el obsequio. Después de comer, cada una se fue a 116

su casa. De aquel modo pasó Inma el cumpleaños más triste de sus treinta años. Desde aquel día detestaría la fecha que recordaba el día de su nacimiento. 117

11 A fin de mes Alicia anunció que Paloma iría a Cádiz, junto a su hijo, para pasar con Alicia las Navidades. —Pero si nos vamos a Buenos Aires el treinta y uno —argulló Inma. —Es que el mismo día de nuestra partida yo me he ofrecido para llevarles a Madrid. No te olvides de que nuestro avión sale desde la capital. —¿Es que no quieres pasar las Navidades conmigo? —No seas hipócrita, Inma. Tú no crees en esas cosas. —Paloma tampoco —(arcada) —Ya, pero su hijo se lo toma como una fecha especial y quieren compartir eso conmigo, lo cual me halaga. ¿Tienes algo que decir? —Pues que en tal caso, me iré a Madrid, para darle el gusto a mis padres. Pero creo que ya es hora de que elijas entre una de las dos. —¿Cómo? —Que empieza a ser evidente que debes decidirte entre Paloma o yo. —No sé de qué me hablas, pero no elijo a ninguna y me quedo con las dos. —A mí no me satisface. —¡Pues entonces a la mierda tú y Paloma! Veo que sigues con esos pájaros en tu cabeza y

realmente te despistas de la situación que atravesamos. —No me importa lo que digas. Sólo sé que no puedo seguir manteniendo esta farsa. —¡Entonces me largo para siempre! El portazo era un reclamo para Inma, que no concebía aún la discordia que generaban los asuntos no tratados. Salió, sin pensar, tras su novia y se la encontró 118

en el aparcamiento, tratando de arrancar el coche. Inma sabía que Alicia marcharía y que, tras su partida, marcaría la mente de Inma con la impotencia. Y cada vez le asustaba más sufrir el consabido calvario porque iba disminuyendo su energía y ya apenas contaba con fuerza para enfrentarse a su propia angustia. La desesperación plantó a Inmaculada frente al vehículo, bloqueándole la salida. —No quiero que te vayas sin que tratemos bien el tema. —¡Déjame! —Sólo quiero que hablemos. —¡Vete! —gritó Alicia claramente alterada. —¡No! Alicia extendió su brazo hacia el salpicadero y cuando localizó su cartera, la abrió, para extraer de ella una cuchilla de afeitar. —¿Qué haces? —preguntó Inma. Instantáneamente, el miedo le acarició la nuca. Alicia asió la cuchilla con su mano derecha y se la incrustó en la muñeca izquierda. Hasta que Inma procesó la imagen, pasaron varios segundos, varios cortes. —¿Qué coño estás haciendo? —gritó Inma. —O te marchas o sigo. La cuchilla reflejaba la luz de una farola cuando Alicia la expuso frente a los ojos de Inma. Una cuchilla bañada en sangre. Inma contemplaba atónita el espectáculo. No podía moverse ni articular palabra. —Sal de mi camino o sigo cortándome —insistió Alicia. Inma miraba incrédula al interior del vehículo. Y, como si estuviera ausente de su cuerpo, observó cómo Alicia volvía a incrustarse el filo de la cuchilla en su brazo izquierdo, haciendo brotar gotas de sangre que corrían a lo largo del brazo de su novia. 119

—¡Está bien! —concluyó Inma, con la cara llena de lágrimas—. Me voy, pero no sigas lastimándote. El coche se alejó precipitadamente e Inma se quedó rígida en mitad del asfalto, siguiendo al coche con la mirada, pero cuando fue capaz de reaccionar, corrió hacia la casa y llamó a Alicia. —Estoy en la carretera, dirección a Cádiz —dijo su novia. —Pues párate en la siguiente gasolinera para que podamos charlar con calma. Alicia cedió e Inma se presentó en el lugar indicado en pocos minutos. Le costaba dirigir el volante porque su cuerpo temblaba y las lágrimas emborronaban su visión de la carretera. Cuando llegó a la gasolinera, aparcó y, tras localizar el todoterreno, camino hacia él y se sentó en el asiento de copiloto. —No pasa nada, Alicia. Me iré a Madrid el veinticinco de diciembre y tú podrás pasar esas fechas con tus amigos. Sólo quiero que no te hagas daño. —Es que no puedo más con esto. —No te preocupes, mi amor, que nada es tan terrible como para autolesionarte. Estoy contigo. Te respeto y confío en ti. Pero, por favor, no te hagas eso. Si vuelves a hacértelo, me lo haré yo para que entiendas lo que duele presenciar el dolor de la persona que más quieres. Todos los adornos navideños empezaban a plagar las calles de El Puerto de Santa María. La

visita era inminente. Una nueva estocada en el espíritu de Inma, que asumía el golpe con resignación. Preparó su maleta y se citó con la mujer que siempre atendía a sus animales. Pero iría con Freud, uno de los yorkshire, su perro más querido, porque con él y con el otro yorkshire, Coco, viajarían a Buenos Aires. —Pasaré a recogerte a las cuatro, para llevarte a la estación —dijo Alicia a través del teléfono. —Vale. ¿También vendrá el hijo? 120

—Claro. Ya te lo dije. Es Navidad y no va a dejar a su hijo solo, ¿no crees? —Pues no me extrañaría, teniendo en cuenta lo que Susana me ha contado. —¿Qué es lo que te ha contado esa estúpida? —Que mandaba a su hijo a casa de los abuelos cada vez que se citaban para follar. —Pues ya no se va a casa de sus abuelos —¿era un desafío?, ¿lo decía porque lo había presenciado?, ¿era un golpe intencionado?, ¿estaba defendiendo el honor de su amante a costa de otra dentellada al amor propio de su novia?, ¿era arrogancia?, ¿presunción? Otro banderillazo con una salida muy cobarde y muy sencilla:— lo sé porque ella me lo ha contado. Aquel era otro índice que le hizo comprender que se estaba fraguando en su alma una capacidad de inmunidad contra las emociones, de tal forma que ni siquiera era necesario que la ansiedad saliera de su retaguardia para solventar el drama. Las pequeñas heridas ya no sangraban. Las Navidades pasaron muy lentamente para Inma, que procuraba entretenerse en cualquier recado familiar o jugar a las cartas con su madre. Evitó llamar a Alicia porque había aprendido que, tras sus infructuosas llamadas, la ansiedad se acrecentaba. Parte de ella se había convertido en vegetal, demostrándose que vivía mejor cuando no esperaba algo de los demás y, mucho menos, de Alicia. El día treinta y uno de diciembre Alicia llamó de madrugada. Se encontraba camino a Madrid, conduciendo junto a Paloma y a su hijo. Llegaría en un par de horas a la capital y pasaría a recogerla a casa de sus padres para ir desde allí al aeropuerto. Durante aquel tiempo Inma no hizo otra cosa que imaginarse la manera en que las dos hablarían durante el viaje en el interior de un coche que antaño 121

tuviera tantos buenos recuerdos para ella; se imaginaba sus manos, unidas sobre la pierna de Paloma, con los dedos entrelazados; imaginaba también su despedida en el portal de Paloma, una despedida efusiva tras pedirle a Andrés que fuera subiendo las maletas a casa. Y, tras el acaloramiento que les despertaría un apasionado beso, tal vez Paloma le invitara a entrar en el edificio para descargar su deseo en un polvo rápido y excitante sobre las escaleras. A las seis de la mañana Alicia aparcó en una de las plazas de garaje que pertenecía a los padres de Inmaculada y, al encontrarse con su novia, saludó con frialdad, con un suave contacto de sus labios. Pidieron un taxi para ir hasta el aeropuerto y a las pocas horas ya estaban sobrevolando Madrid. Inma sabía que no había sido buena idea aquel viaje y se dio cuenta en el mismo instante en que saludó a Alicia. Aquellos ojos de quien se hacía pasar por su novia constituían la mirada de una extraña que lanzaba saetas de indiferencia cada vez que se encontraba con su cara. —Ya tengo tu regalo —anunció Alicia tras un par de horas de vuelo. Sacó de su bolsa de mano una caja y la colocó sobre las piernas de su novia. Se trataba de una videocámara digital. —Me ilusiona mucho, mi amor —dijo Inma al ver el aparato—, pero no tenías que haber

gastado en este momento. Sabes que me hace feliz cualquier detalle que venga de tu parte. —No te preocupes, porque la voy a pagar a plazos con nuestra tarjeta de El Corte Inglés. «¡Fabuloso! —pensó Inma— otro crédito era justamente lo que menos podía preocuparme». El avión aterrizó en el aeropuerto Ezeiza de Buenos Aires a las cinco de la tarde, hora local. 122

Buscaron, junto a su padre, la empresa de alquiler de coches que habían contratado. Un caballero salió de la ventanilla de la compañía con una libreta y un bolígrafo cuando encontró en su listado de clientes el nombre de Inmaculada. Tras leer el contrato, Inma firmó y, todos juntos, salieron al estacionamiento del aeropuerto en busca de su pequeño turismo. Desde los asientos traseros, a través del espejo retrovisor, a Inmaculada se le contagiaba el entusiasmo que encontraba en el rostro de su novia porque sabía que le ilusionaba disponer de un coche para llevar a sus sobrinas al zoo, al cine o a cualquier otro lugar de interés infantil. Aquellas pequeñas criaturas eran las únicas razones que despertaban verdadera ternura en el corazón de Alicia e Inmaculada disfrutaba al encontrar en su novia algún sentimiento tan real que no se mostrara envuelto en una capa de mentiras. El ambiente en el barrio de Alicia era festivo y la gente deambulaba por las calles con serpentinas y litronas. A Inma le resultaba exótico experimentar un fin de año con calor, con tanto calor como hacía aquel verano en Buenos Aires. Tras la cena, salió toda la familia a la puerta de la casa para tirar cohetes e Inmaculada disfrutaba la celebración con tanto entusiasmo como el que mostraban las sobrinas de Alicia, porque para ella todo aquello era una novedad. Hacía mucho tiempo que no sonreía y las bengalas que sostuvo durante unos minutos supusieron un respiro en su naufragio, aunque tan breve como la luz que desprendían aquellos palos de alambre. A partir de la mañana siguiente, Alicia e Inma se dispusieron a ayudar con los preparativos de la fiesta de quince cumpleaños de la ahijada de Alicia. Todo consistió en recoger vajilla, manteles y elementos decorativos para trasladarlos a un pequeño polideportivo que Adriana había alquilado con la ayuda de la pareja. Y el día de la celebración Alicia salió pronto de casa porque debía acompañar a su ahijada a la sesión fotográfica. Inma, aburrida, pasó las horas dibujando trazos en un cuaderno, leyendo una novela y caminando por las proximidades del barrio. 123

Cuando llegó la hora de arreglarse, al abrir el armario para sacar su maleta, se encontró con la bolsa de viaje de Alicia y, sobre ella, su teléfono móvil. Tembló al sostenerlo y, sin esperanza alguna, tecleó la contraseña para encender el aparato, segura de que su novia también habría cambiado aquella clave. Pero la pantalla del teléfono se iluminó y el pequeño procesador se puso en marcha. Inma tuvo que sentarse para no sentir el temblor de sus piernas. Estaba a punto de inspeccionar los datos que guardaba Alicia como una alhaja, sus llamadas, sus mensajes y todo aquello que custodiaba como una leona. Lo primero en abrir fue la bandeja de entrada de sus mensajes y se encontró con un mensaje, un único mensaje que, por descuido y falta de tiempo, Alicia no había borrado aún: «Buen viaje, mi argentina del alma. Te espero con los brazos y el corazón abiertos». Para sorpresa de Inmaculada, a pesar del inevitable disgusto y la acostumbrada ansiedad, aquellas palabras de Paloma no supusieron ninguna sorpresa. Por el contrario, la bandeja que contenía los elementos enviados estaba vacía. En cuanto al registro de llamadas, Alicia no había sido lo suficientemente prudente como para borrarlo e Inma pudo comprobar que desde hacía más de cuatro meses, intercambiaba varias llamadas al día con Paloma, más de treinta minutos diarios. Lo que más le dolió a Inma fue descubrir que justamente antes de la medianoche, el día de su cumpleaños, Alicia realizó una

llamada a Paloma hasta las doce y cincuenta y ocho, instante en el cual, tras colgar, llamó a Inma. No se había dormido, tal y como aseguró, sino que, aun siendo consciente, con la indiferencia del desamor, agotó su afán de diálogo con la persona que verdaderamente le ilusionaba, para llamar al término de su cuestión prioritaria. Terminó de vestirse y, mientras caminaba hacia la casa de Adriana, sentía el temblor de sus piernas. ¿Cuántas pruebas más de desamor necesitaba? —Quedamos en que manejés vos el auto de mi marido para que vayamos juntas a la fiesta — dijo Adriana, visiblemente nerviosa por los preparativos —. Él irá con Alicia en el auto que alquilasteis. 124

El coche en cuestión era un vehículo fabricado en el año setenta y dos. Inma puso sus zapatos de tacón sobre los pedales y trató de arrancar, sin éxito, el motor castigado del viejo automóvil. Adriana se sentó al volante para poder arrancar, haciendo uso de pequeños trucos que le veía hacer a su marido cada mañana. A Inma le seguían temblando las piernas cuando volvió a sentarse al volante. La marcha atrás era un proyecto en exceso complicado por la dureza que mostraba la caja de cambios. Estaba a punto de tirar la toalla cuando el coche se precipitó hacia atrás bruscamente y, a pesar de que Inma pudo ver el vehículo que estaba aparcado a unos metros, en la otra acera de la calle, cuando quiso pisar el freno comprobó que para acatar la orden, la maquinaria requería una presión contundente, nada apropiada para unas piernas de mujer temblorosa con zapatos de tacón porque aquel coche requería un traje de astronauta. El golpe fue inevitable. En cuestión de segundos toda la calle se plagó de vecinos dispuestos a husmear e Inma salió del vehículo consternada. Le dolía la cabeza y el temblor de sus piernas se hizo más descontrolado. Pero tenía que mantener la entereza, hacerlo por Adriana, porque tan nerviosa e ilusionada como estaba, lo último que le vendría bien sería un problema añadido a un acontecimiento que los argentinos daban tanta importancia: la fiesta de quince cumpleaños. Alicia estaba preciosa. Entró, acompañando a su ahijada, al ritmo de una música que hacía el acto de presencia más solemne. A ojos de Inma, por su educación, aquello le parecía una horterada, pero todos los argentinos de la sala observaban emocionados como la niña, radiante, caminaba por un pasillo hasta llegar a la mesa presidencial, en la que le esperaban sus padres. Inma contemplaba a Alicia con disimulo, redescubriendo en silencio la belleza del rostro y del cuerpo de la persona que más había amado. Tenía memorizado cada rincón de aquella piel suave. Le bastaba acariciarla para disfrutar, no necesitaba el sexo para expresar su adoración. Y allí estaba, haciendo el amor con su novia a través de su mirada, desnudándola con los ojos, irremediablemente enamorada de la persona más cruel, incrustada en los vértices de una relación insana. 125

El dinero del crédito que habían solicitado fue diluyéndose rápidamente tras la ceremonia e Inma volvía a preocuparse por la situación y temía que lo restante se desviara hacia las arcas de la familia de Alicia, siempre dispuesta a tomar tajada. —Ya que estamos aquí y yo conozco Sudamérica tan poco, me gustaría que hiciéramos un viaje juntas a alguna parte. —Pero es que yo tengo que estar con mi familia. —Te hablo sólo de un par de días. Pero el mes fue transcurriendo y Alicia no tenía la intención de un viaje romántico. Y aunque Inma no quería darse cuenta, hubiera resultado artificial e incómodo dadas las circunstancias que estaban atravesando. Por otro lado, unos días antes de que llegara la fecha de vuelta a

Madrid, en el cajero de un banco pudieron comprobar que ya no les quedaba saldo y que de lo único que podrían disponer sería de doscientos euros, a crédito, por cortesía de la Visa. —Voy a acompañar a mi madre al centro para ver unos fusibles, ¿te vienes? — preguntó Alicia el día anterior a la fecha de su vuelta. Era una tarde despejada y el sol, a base de insistir, había conseguido levantar un poco el ánimo de Inma, que quería disfrutar del último día de calor que tendría en mucho tiempo. Tras varios minutos de caminata, alcanzaron la ferretería que la madre de Alicia frecuentaba. El tendero sacó del interior del local una caja de fusibles, tras escuchar la petición de su clienta. —Son cien pesos —dijo mientras lo envolvía en un trozo de papel. Alicia se metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Su madre, que no había hecho ni el intento de hurgar dentro de su bolso, contempló cómo su hija extendía la tarjeta de crédito. —No puedo creer que hayas pagado tú con nuestra tarjeta, si sabes que no tenemos dinero — observó Inma cuando se encontró a solas con Alicia. 126

—¿Me estás hablando en serio?, ¿tanto te importa el dinero? ¡se trata de cien miserables pesos! —Pero es que no tenemos ni un miserable euro. —Siempre has sido igual de incomprensiva con mi familia... Tras aquellas palabras mágicas, la culpa, la disculpa, el arrepentimiento. Respuesta animal al condicionamiento, al embrujo del maltrato y del chantaje emocional. Una mente inmadura, cautivada por la insana dependencia, por la inmadurez, porque el dolor engancha. Entraron en la casa y ambas se dirigieron a la habitación en la que dormían. —Mira, Inma, necesito un tiempo sin verte. Sé que esa sería la única manera para volver a ti. Los ojos de Alicia se clavaron en el rostro de Inma por primera vez en mucho tiempo. Para Inma, la petición de Alicia suponía un respiro a su tortura. —Está bien. —Será cuestión de un par de meses. Sólo dos meses para aclararme, porque necesito añorarte. Y sé que de este modo volveré a buscarte. —Te escribiré mientras tanto. —Perfecto. Y el dos de abril nos citaremos en tu casa. Iré a buscarte y todo saldrá bien. —De acuerdo. Te esperaré. Pero tan sólo te pido una cosa. Ya sabes cuál es. —Que no vea a Paloma, supongo. —Sí. Yo cumpliré mi parte, no te llamaré y seré capaz de esperarte conservando la ilusión intacta, pero quiero que tú cumplas tu parte de este trato. —De acuerdo. —¿Accedes esta vez tan fácilmente? —Bueno, lo cierto es que siempre me has parecido un poco bruja, muy posesiva y absorbente. Pero cumpliré tu capricho. 127

—Me asusta España. Me quedaría aquí muchos meses más. —Cuando todo se arregle entre nosotras, podríamos alquilar una casa aquí y venir con más frecuencia. Me haría muy feliz estar cerca de mi familia. —Si yo no estuviera contigo, ¿volverías a Argentina? —No. Sería incapaz de volver con las manos vacías. Todos se piensan que en España llevo una vida ejemplar y se sienten orgullosos. No soportaría que pensaran que me fui y fracasé. Cuando vuelva, tendré el dinero suficiente como para poner aquí un negocio y vivir bien. Inma guardó silencio, dando por zanjada la conversación y, mientras, Alicia se levantó de su cama, abrió el armario y comenzó a doblar ropa para hacer la maleta. Mientras Inma la

observaba se preguntaba cómo su novia era capaz de llevar aquella doble vida. Los padres de Alicia creían que su hija era propietaria de una residencia canina, que poseía algunos bienes inmuebles y que no les daba dinero, en aquella ocasión, porque lo tenía todo invertido. La madre, que no perdía la oportunidad de pedir, con la intención de comprar cosas necesarias, atosigaba a su hija a base de chantaje emocional; por otro lado, el hermano de Alicia, utilizaba a sus hijas para emplear el mismo tipo de chantaje que su madre: «¿No dices que quieres tanto a tus sobrinas?, pues paga». Alicia sorteaba las demandas económicas con excusas muy pensadas, pero vivía sometida al estrés de una situación que ella misma había creado. A cambio, adquiría el poder de ser la firme balaustrada que sostenía a su familia porque todos acudían a ella. Todos la necesitaban. Pero nadie conocía a Alicia. Sólo se podía contemplar su escaparate de mentiras y era muy ducha en inventiva, pues llevaba toda una vida practicando. 128

12 El día dos de febrero aterrizó el avión en Barajas a las once de la mañana. Inma había pasado todo el viaje sintiendo la agonía de ver llegar aquel mismo momento, el momento en que tendría que despedirse de Alicia. Llegaron en taxi hasta la casa de los padres de Inma y sacaron el todoterreno del garaje. —En este tiempo yo me quedaré a Coco y tú a Freud, ¿te parece bien? — sugirió Alicia, al volante del vehículo. —Claro. Sabes que adoro a Freud y Coco no puede vivir sin ti — respondió Inma, al otro lado de la ventanilla. —Cuídate mucho, mi amor. Inma, que hasta entonces había conseguido mantenerse con los ojos secos, rompió a llorar cuando escuchó aquellas palabras de cariño y despedida. —Tú también. Te voy a echar tanto en falta... —Y yo. Pero piensa que el sacrificio merece la pena porque así volveremos a estar bien. —Vete ya. No hablemos más. Inma sostuvo a Freud en brazos y se dio la vuelta, tirando de la maleta, para no ver cómo se alejaba el coche. Dos meses no tendrían por qué ser una eternidad si ocupaba su tiempo en tareas entretenidas. Se secó las lágrimas en el ascensor, besó la cabecita del perro y sintió el repentino convencimiento de que la espera sería soportable. Su padre abrió la puerta y, al verlo, Inma se sintió reconfortada. Agradecía que sus padres tuvieran un talante tan diferente al que mostraban los padres de Alicia. Se sentía afortunada y, por tal motivo, abrazó con mucha fuerza el cuerpo de su padre. 129

—¿Y mamá? —Está con una amiga. Pero se va a llevar un disgusto terrible cuando te vea así como estás, tan delgada. ¿Es que no comes?, ¿estás enferma? —Estoy bien. Pasó el día sentada sobre el sofá del salón, disfrutando de la presencia de su padre y procurando no pensar en Alicia. Pero, al anochecer, su conocida ansiedad inició su bombardeo. La otra Inma, la resistencia, aprovechaba la noche para reivindicar su verdadera opinión respecto a Alicia, porque aquella Inma no confiaba en absoluto en las palabras de su novia. Alicia había dejado claro que aquella noche dormiría en la casa de Marta y que al día siguiente partiría hacia Cádiz, para hacerse cargo de los animales. Eran tantas las veces que había utilizado a Marta o a cualquiera de sus amigos como pretexto, que a Inma, a aquella Inma nocturna, le costaba aceptar que esta vez fuera cierto. ¿Otro voto de confianza? Sería lo

más correcto porque, después de todo, no sería sano amar si no confiaba en su amada. A Inmaculada le pareció que Alicia fue sincera y vehemente al prometer que dejaría de ver a Paloma. ¿Por qué no creerla esta vez? Inma cogió las llaves del coche de su padre y, tras despedirse de él, salió de la casa. Era medianoche cuando el coche del padre de Inma se adentraba en la calle en la que se localizaba el edificio de la casa de Paloma. Estaba tan nerviosa que tuvo que estacionar unos instantes en doble fila antes de proseguir la marcha. Deseaba que no estuviera aparcado el todoterreno que conducía Alicia en las proximidades de la vivienda y lo suplicó para sus adentros. Si no lo encontraba, tenía el propósito de respetar la ausencia de Alicia con serenidad y dejar crecer la ilusión por el reencuentro. Si lo encontraba allí, deseaba que un rayo la fulminara para no tener que vivir la brutal decepción que supondría la prueba. 130

Volvió a arrancar el motor y pisó el acelerador suavemente, a una lenta marcha. Acababa de dejar el edificio de Paloma atrás y no había rastro del coche. Su corazón comenzó a hincharse de esperanza. Flamante, el todoterreno, recién lavado, destacaba, por su altura, de entre todos los demás vehículos estacionados en la misma fila de la calle, unos metros más adelante. Ciertamente, como si de un rayo se tratara, el cuerpo de Inma quedó paralizado y tardó unos segundos en poder reaccionar y tomar conciencia de todo aquello que implicaba semejante acontecimiento. Algo se incrustó dentro de ella y arrancó de cuajo toda su inocencia. De pronto supo que había envejecido muchos años. De pronto supo que no volvería a ser nunca la misma persona que había sido hasta aquel momento. No podía contener tanto dolor. Se le escapaba por los poros de su piel, a través de su sudor; por la garganta, a través de sus gemidos; por los ojos, a través de su llanto. Y no obstante, quedaba aún demasiado sufrimiento dentro, más grande que su cuerpo. Y así, sintió como si el alma se deformara, tomando los contornos y el tamaño de su herida, cambiándola para siempre. Marcó el número de Adriana y descargó toda su desolación en alguien que ya había vivido el engaño. Y, aunque se sintió comprendida, nada podría servirle de consuelo. Se fue a casa de Susana y bebió hasta emborracharse. Antes de caer inconsciente, envió un mensaje al móvil de Alicia para hacerle saber que no tendría por qué seguir mintiendo porque había visto el coche en el único lugar en el que no debía estacionar. Un mensaje despertó a Inma a las once de la mañana: «No quería decírtelo así, pero es que me queda poco de vida y necesito estar con la gente que me hace sentir bien. Sentada, junto a Paloma, me di cuenta de que quería ir a buscarte en cuanto amaneciera, pero ahora que compruebo que sigues siendo la misma de siempre, no me asisten las ganas. Sé feliz y aléjate de los míos. Iré dentro de un rato para devolverte las tarjetas». A aquellas horas tenía el control mental la Inma matinal, aquella que se quedaba con la esperanza y la ligera credulidad de que ciertamente Alicia tenía 131

pensado, mientras cenaba inocentemente con su amiga, ir a buscar a su novia para empezar de nuevo. Por tanto, Inma volvió a anularse, a anestesiarse, a cegarse y a dejar correr por sus venas la culpa que siempre mantenían su mente dopada y su cuerpo lleno de veneno. Inma observó desde la calle cómo Alicia estacionaba en doble fila frente al portal de sus padres. Iba acompañada por Mario, que tenía sobre sus piernas a Coco, quien miraba, atento, el paisaje que ofrecía la ventanilla. El perro, al reconocer a Inma, extendió sus patas, recogió sus orejas y brincó sobre las rodillas de Mario. Inma corrió hacia el coche para sostener a

Coco en brazos y llenar su cuerpecito peludo de besos. Alicia salió del coche y se alejó unos metros para preservar la intimidad de la conversación que mantendría con Inma. Cuando Inmaculada la alcanzó, sin mediar palabra, Alicia le extendió todas las tarjetas que titularizaba como autorizada. —¿Cómo saldrás adelante? —preguntó Inma. —Eso ya no es asunto tuyo. —Me preocupa. No puedo evitarlo. ¿Te ayudará Mario? —No. Yo nunca pido ayuda. Él viene porque ha decidido trasladarse a Cádiz conmigo. Compartiremos piso. —Me alegra saber que no estarás sola. ¿Qué es eso del tumor? Por favor, dime si es cierto. —¡No pienso hablar de ello! Ya te arrepentirás. Ahora tengo que irme. Alicia dio media vuelta e Inma se giró, dispuesta a caminar, como lo hiciera el día anterior, aquel dos de febrero, sin mirar atrás, pero la voz de Alicia interrumpió su paso. —¡Inma! 132

Inma se giró. Tal vez Alicia había sentido la urgencia, ante la despedida, de decirle apasionadamente que no podría vivir sin ella, que todo había sido un malentendido, que nunca había dejado de amarla. Alicia se aproximó al cuerpo de Inma y, cuando la tuvo de frente, dio a conocer el motivo de su reclamo. —¿Podrías dejarme tan sólo la tarjeta de El Corte Inglés? Consternada y movida por la preocupación que le suscitaba una persona que desde aquel instante era indigente, la persona que más amaba, metió su mano en el bolso y sacó la tarjeta que minutos atrás Alicia le había entregado. —Es sólo para echar gasolina hasta llegar a Cádiz —argulló Alicia mientras recogía el plástico —. En cuanto al coche, ya te lo pagaré cuando encuentre algún trabajo. Inma se sacudió la cabeza para poder reaccionar cuando el todoterreno desapareció de su campo de visión. La desesperación por el desarraigo surgió aquella misma noche. Sus padres habían salido de viaje y la casa se mostraba gigantesca para una persona que se sentía tan pequeña. Salió con la idea de huirse y entrar en un bar cualquiera después de caminar durante varias horas. Entró y buscó un rincón para beber y escribir. Escribió sobre unas servilletas y se dejó llenar por su dolor. Al día siguiente repitió el procedimiento: caminó por las calles de Madrid hasta llegar al centro de la capital. Le bastaba con sentir que existía la gente, que no estaba sola, que en el mundo era simplemente una más, y su dolor, un dolor cualquiera. Del mismo modo que la noche anterior, se sentó a la mesa de un bar y escribió durante horas. Temía que fueran así todos los días que le quedaban por vivir. No podría salir de aquel bucle porque sentía que se repetiría, día tras día, aquel desasosiego. Dos días y ya sentía haber padecido una condena eterna. ¿Soportaría otro día como aquel?, ¿la tortura de ver pasar otra noche sin la esperanza de volver a ver a Alicia? 133

La noche siguiente, la Inma nocturna supo que no le quedaban fuerzas suficientes como para soportar otra noche como las anteriores. Bebió, tendida en el sofá, hasta emborracharse y una fuerza interior se fue haciendo más y más grande a cada trago: la idea de suicidarse. Sentía aquel dolor como si lo tuviera incrustado de manera permanente y, por tanto, era incapaz de concebir la vida de semejante manera. Intoxicada por la desesperación, acudió al botiquín familiar y sacó un blíster de pastillas. Instantáneamente superó su miedo a la muerte y las fue tragando sin pensar en lo que hacía. Las consecuencias no le quedaban del todo claras,

porque lo único que pretendía aquella noche era silenciar el ruido de su sufrimiento. No era capaz de trascender ninguna idea que superara a aquella necesidad. No era capaz de asimilar que, si llevaba a cabo su plan, dejaría de respirar para siempre. Cuando vio vacío el blíster de pastillas tomó ligera consciencia de su partida y, asustada, marcó el número de teléfono de Cristina. Después de despedirse de una de las personas que más quería, llamó a Alicia y poco recordaría de aquella conversación porque, de golpe, perdió la consciencia y su mente, tal y como deseaba, desconectó. A las cuatro de la tarde le despertó una voz. El dolor de estómago era insoportable y una arcada le obligó a incorporarse precipitadamente y echar sobre el suelo de parqué un líquido blanquecino —en aquella ocasión el motivo no fue la palabra «Paloma»—. Tras la descarga química, se encontró con su hermano a los pies de su cama. —Mira que eres burra —dijo. —¿Por? —No te hagas la tonta. Me ha llamado Cristina y me ha contado el numerito que montaste anoche. Me dijo que llegara tarde porque, tras consultar a un médico de guardia, averiguó que las pastillas que tomaste no podrían, en ningún caso, acabar con tu vida. Pero sí advirtió que tendrías un terrible dolor de estómago. 134

—No puedes ni imaginártelo. —Vístete, que nos vamos a mi casa. Pasó el día semiconsciente. No se sentía cómoda habiendo llamado la atención de su hermano, pero se sintió reconfortada y segura entre las sábanas de la habitación de invitados. —Después de todo, no has fracasado tanto en tu empeño, porque pareces una muerta. Estás como un esqueleto —dijo su hermano, antes de desearle las buenas noches—. Tienes que dejarte de tonterías y salir adelante. Si quieres, ahora que no están papá y mamá, vente aquí a comer todos los días. Sé que a veces da pereza cocinar para uno mismo. Estaba cansada. Los ansiolíticos habían mermado sus capacidades mentales y yacía sobre la cama con el espíritu resignado y la tristeza contenida mediante la relajación. Había tocado fondo y ahora, por fin, podría levantarse y empezar a vivir. En los días sucesivos no se despegaba del teléfono y, aun con la esperanza de ver reflejado en la pantalla el nombre de Alicia, se citaba con José para salir cada noche en busca de otros cuerpos, en un vano intento de amainar su resentimiento. Su vida era gris, porque de su cuerpo se había desprendido todo atisbo de pasión, de ilusiones. Pero podía recuperarse. Lo supo cuando, tras varias semanas, reparó en que cada día era menos oscuro que el anterior. Aun no había vuelto a sonreír, de aquello hacía muchos años, pero sentía que podría llegar a hacerlo, que bastarían unos meses para escuchar su propia risa y para poder recordar a Alicia sin que su imagen doliera tanto. 135

13 Estaba cenando cuando sonó la melodía de su teléfono y se encontró con el nombre de Alicia reflejado en la pantalla. —Sólo te diré una cosa —gruñó Alicia—: ¡Te echo de menos! Antes de que Inma pudiera responder, Alicia cortó la comunicación. Bastaron aquellas palabras para que desandara todos los pasos que había dado en el último mes. Así, cuando en la siguiente llamada de Alicia, ésta reclamó su presencia, Inma no dudó en tomar el primer tren, camino a Cádiz. Antes del viaje, pidió cita en la peluquería, se maquilló y seleccionó cuidadosamente la ropa que se pondría aquel día.

La casa de Cádiz estaba más limpia y reluciente que cuando se marchó. Se notaba el paso diario de Alicia, su marca distintiva de limpieza, el olor a lejía por las habitaciones y los perros, impolutos, mostraban su flamante pelo recién lavado. El sofá rojo, desafiante, llenaba la cabeza de Inma de recuerdos desagradables y, aunque evitaba el pensamiento, la sensación permanecía. Se fue al baño y se miró al espejo. Era la primera vez que veía su reflejo desde hacía muchos meses. Observó que su delgadez afeaba su cara. Parecía una politoxicómana a cuenta de su palidez y de sus ojeras. Revolvió su melena y trató de esconder tras ella su rostro. La ropa era femenina. Sabía que a Alicia le gustaba verla con tacones y falda, pero Inma sólo vestía de aquel modo cuando tenía levantada la autoestima, por lo que había enterrado aquel tipo de ropa en el armario durante los últimos años. Escuchó el motor inconfundible del todoterreno. No quería asomarse a la ventana pues sabía que la estampa del coche le trasladaría al día dos de febrero. Escuchó los pasos de Alicia, acercándose hasta el portal y, cuando sonó el timbre de la puerta, tragó saliva, se sacudió la cabeza y abrió. 136

—Vaya zapatos tan horribles. Parecen de vieja —confesó Alicia al verla. Alicia atravesó el umbral de la puerta y acercó sus labios a los de Inma para besarla. El cuerpo de Inma tembló cuando sintió el contacto de Alicia. —Supongo que lo habrás pasado de maravilla por Madrid. Seguro que en Chueca habrás encontrado a muchas mujeres. Inma se mantuvo en silencio. No quería entrar en aquel juego de celos ni darle el gusto a Alicia de justificar así su engaño con Paloma. —Quien calla otorga —sentenció Alicia y su sonrisa se endureció cuando dio unos pasos hasta Inma y le abrió la boca con su lengua. Fue tan impetuosa que el cuerpo de Inmaculada cedió hacia atrás mientras Alicia la embestía, mientras la besaba, buscando con su mano la vagina de Inma. Se separó bruscamente y se dio la vuelta—. Bueno, me tengo que ir ya, que Mario me espera para hacer unos recados. Tras salir de su trance, Inma agarró el teléfono y llamó a Cristina para relatarle, tal y como hacía siempre, las novedades: —Estaba celosa, Cristina. Es el único gesto de pasión que me ha mostrado en mucho tiempo. —Lo que está es gilipollas. Y no puede ser que te conformes con migajas. No entiendo para qué has vuelto, con lo bien que estabas en Madrid. —Es que la quiero. —No. Eso no puede ser amor. Y, además, no eres feliz, ¿es que no te das cuenta? Alicia parecía ilusionada con su nuevo hogar que, de algún modo, estaba pagando por su propia cuenta. Habían decidido pasar el día en Granada y era Alicia quien llevaba el volante. El cielo estaba despejado y aquella claridad ofrecía coloridos paisajes que se desplegaban a ambos lados de la carretera. 137

—¿Tienes hambre? —preguntó Inmaculada cuando miró su reloj y vio que eran las tres de la tarde. Alicia no respondió e Inmaculada giró la cabeza hacia su novia para comprobar si explicaba su ausencia de comunicación verbal algún gesto con los hombros. Pero Alicia seguía mirando al frente, con los ojos serenos y los labios sellados. —Si te cuesta tanto articular un monosílabo, al menos puedes mover la cabeza en señal de negación o de asentimiento.

No era la primera vez que Alicia rehusaba responder a cualquier trivialidad e Inmaculada, acostumbrada, en lugar de ofenderse por su falta de consideración, se sonreía ante su rareza. —Mira que eres excéntrica —apreciaba Inmaculada. —Es que no tengo nada que decir. —¿Qué tal un sí o un no? Ni que te hubiera preguntado cuál es el impacto que han tenido en genética los experimentos realizados con la mosca del vinagre. Durante el trayecto Inmaculada observaba que las manías obsesivas de Alicia eran más frecuentes. Tocaba con más asiduidad el centro de la esfera de su reloj de pulsera y, mientras conducía, dirigía una de sus manos al centro del volante. Ya habían dejado atrás la ciudad de Málaga cuando divisaron un cementerio junto a la carretera. —¡Mira! —exclamó Alicia—, aquel debe de ser el cementerio de Casa Bermejas. —¿Cómo lo sabes? —Porque es conocido y hasta lo han restaurado. ¿Paramos aquí y le echamos un vistazo? 138

A Alicia le fascinaban los cementerios y aunque Inma le preguntaba ocasionalmente cuáles eran las razones de su apasionamiento, jamás era concreta cuando daba sus respuestas. Se trataba, según el criterio de Inmaculada, de otra excentricidad más, otro aspecto que hacía de Alicia, su Alicia, un ser más genuino. Por tal razón no se sorprendió cuando, un par de años atrás, Alicia se ilusionó temporalmente con la idea de estudiar un curso para trabajar como maquilladora forense. Habían aparcado y estaban caminando por las calles de aquel viejo cementerio. Tras haber visto la lápida de un niño, Inmaculada paseaba junto a Alicia mirando al suelo porque le aterrorizaba el mármol, las flores, las fotos de las lápidas, las cruces y todo símbolo que representara la muerte. —¿Cómo consigues dinero? —preguntó Inma cuando Alicia se paró frente a una columna de nichos. —Me lo envía mi padre. Va a ayudarme hasta que encuentre algún trabajo. —Pero si tus padres tienen poco dinero. Además, el euro le saldrá carísimo. —Tiene guardados unos ahorros que no conoce nadie más que yo. Y tal vez me gire dinero para poner un negocio. Había pensado en un quiosquito de playa o en el traspaso de alguna cafetería. —Pues sí que tiene dinero guardado. ¿Y nosotras? —Inmaculada cambió de tema porque no creía ni una palabra sobre el lugar de procedencia del capital que le permitía a Alicia pagar su hospedaje. —¿Qué pasa con nosotras? —Que necesito estabilidad. Después de casi ocho años juntas, me cuesta ver cómo te separas. El otro día hasta le escuché a Mario decir que estabais pensando comprar juntos una casa. —No hagas caso a Mario, que se hace muchas ilusiones. Él vive en su mundo y, además, nosotras ya no somos ni siquiera novias. —¿No?, ¿y para qué coño he venido hasta aquí? 139

—Porque aquí tienes tus responsabilidades, ¿o pretendes que me ocupe yo de todos los perros? Además, todo llega y, cuando sea el momento, volveremos a estar juntas. —¿Acaso le guardas fidelidad a Paloma? —¡Ya empiezas!, ¡métete en la cabeza que jamás me he acostado con Paloma! —¿No la ves más?

—¡No!, ¡te dije que aquel día fui a su casa para despedirme de ella! —Pensé que era por lo del tumor —Inma se permitió emplear la ironía, aun a costa de la tormenta que le sacudiría tras sus palabras. —¡Nos vamos!, ¡has estropeado el día que quería darte! —¿Por qué? Alicia emprendió un paso firme y acelerado hacia el coche e Inma sabía que aquella tarde no vería las calles Granada. Era mejor no resistirse y callarse durante el recorrido de vuelta para así ahorrarse los gritos y los insultos que, con toda seguridad, proferiría Alicia. Los portazos, los gritos, los insultos, las amenazas y las expulsiones nocturnas se convirtieron en costumbre. Alicia tenía que volver a domar el carácter irónico de Inma, acallar sus reproches y silenciar sus recuerdos. Pero los chillidos habían perdido parte de su eficacia porque Inma, al ver a Alicia, al ver su sofá rojo, al ver el todoterreno, no podía hacer otra cosa que revivir lo acontecido en los meses anteriores y se permitía sentir cada vez más presente su rabia. Habían pasado tres semanas desde que Inma regresó a Cádiz y, desde aquel día, Alicia y ella se veían a diario. Ocasionalmente, Alicia le ofrecía a Inma algún gesto romántico, que le hacía mantener la fe y las esperanzas respecto a su futuro en común. Pero, del mismo modo, los gritos y humillaciones eran constantes. Alicia cada vez se mostraba más agresiva porque Inma era cada vez más 140

irreverente. Sólo cuando Alicia le besaba o le dirigía algunas palabras amables, Inma era capaz de olvidar su dolor y disponerse para darle a su ex novia otra oportunidad, otro voto de confianza. Vivían igual que un matrimonio, con la salvedad de que cada una disponía de su propia casa: dormían juntas cada noche, mantenían relaciones sexuales esporádicamente, iban al cine varias veces por semana, no había comunicación entre ellas y los gestos de ternura por parte de Alicia eran inexistentes. Es decir, no había diferencia alguna respecto a sus dos últimos años de relación. Paradójicamente, la inestabilidad que levantaba el maltrato de Alicia, ofrecía una situación conocida y, por tanto, estable. Además, Inma volvía a dormir sobre colchones y, con ello, recuperaba una postura reconfortante. Pero Inmaculada no encontraba amor en la mirada de Alicia, no encontraba ilusión en sus ojos cuando la miraba. Sólo promesas. Sólo palabras que confundían su percepción. ¿Estaba acaso tan resentida que era incapaz de reparar en el cariño que Alicia le brindaba? La culpa de Inma había sido siempre, sin duda, el mejor aliado de las intenciones de Alicia. E Inma se repetía constantemente las palabras que Cristina había pronunciado: «No eres feliz». Trataba de verse alegre, trataba de sonreír sin sentir que su gesto estaba forzado y procuraba, con todo su ímpetu, recuperar la confianza en Alicia para no permitir que le carcomieran los recuerdos como prueba de su falsedad. —Mañana me voy a Madrid —informó Alicia cuando salían de una sala de cine. Inma tardó en responder y, cuando lo hizo, dijo lo primero que pasó por su cabeza. —Esa es la frase del año. Todo un éxito de ventas. —¿Te vas a poner irónica? Avísame para así no ir a tu casa a dormir. 141

—Imagino que irás a casa de Marta o a una finca de los padres de alguno de tus amigos de El Club. —Sí, iré a casa de Marta y pasaré allí la semana. —Pensar que vayas a ver a Paloma —(arcada)— es pensar mal, claro. Para sorpresa de Inma, Alicia no respondió con un grito.

—Te dije que ya no la veo desde aquel día. Y, si así te quedas tranquila, podrás llamar a casa de Marta para localizarme allí cada noche. «Confianza, otro voto de confianza» —pensó Inma, porque sabía que no podría vivir prisionera de su desconfianza. Volvió a recordar las palabras de Cristina: «No eres feliz». —Pásalo bien. —Voy para acompañar a Mario porque aún le quedan algunos trámites por hacer y algunos muebles que traer del trastero de un amigo. —Y dime, ¿te ha gustado la película? Inma llamó las primeras noches al teléfono de la casa de Marta y atendía Alicia, en una especie de arresto domiciliario. Pero al tercer día Alicia pidió un permiso de excarcelación, advirtiendo a Inma que aquella noche saldría a cenar con una amiga que había conocido por Internet y que, tras la cena, irían a tomar unas copas por Chueca. «Confianza. Otro voto de confianza. No eres feliz». Inma le deseó que disfrutara la noche. Alicia regresó a Cádiz junto a Mario y junto a un par de sillas corrientes y una cafetera vieja. Inma pensó que con el dinero de la gasolina podrían haber sustituido aquellos objetos por otros mejores. «Será por valor 142

sentimental». A mediados de abril la madre de Inma cumplía años. Quería regalarle algo especial, gastarse el dinero en un amor real y no desperdiciarlo en proyectos desesperados. Y aunque a su madre le sobrara todo lo material, buscaba en su gasto una forma de demostrarse que empleaba de forma correcta lo poco que tenía cada mes, tras pagar las cuotas de los créditos. Ahora que no afrontaba el alquiler de Alicia, podría permitirse un buen regalo. Y mientras buscaba en unos grandes almacenes algún objeto del agrado de su madre, recordó que Paloma cumplía años en marzo. Salió precipitadamente del centro comercial y se dirigió a su casa. Encendió el ordenador y abrió su agenda para comprobar que el cumpleaños de Paloma acontecía el quince de marzo, precisamente el día en que Alicia anunció que saldría a cenar con su amiga de Internet. «Confianza. Otro voto de confianza. No eres feliz». Trató de relajarse. Podría ser una pura coincidencia. Asoció ideas. Tampoco hacía falta ser muy lista: «Si vas a un cumpleaños, acudes con regalo; más aún si se trata de una amante; más aún si se trata de Alicia, que seduce al entorno a través de sus ofrendas materiales». Sin dudarlo, entró en Internet, buscando la página de su banco. Anotó su contraseña y vio reflejados los últimos gastos del mes, pero no encontró algo que delatara a Alicia. Respiró aliviada. El siguiente paso consistió en buscar la página de El Corte Inglés. Tecleó su contraseña y obtuvo el detalle de los gastos que figuraban a su nombre: dos créditos por la compra de dos vuelos a Buenos Aires para dos pasajeros (doscientos ochenta euros mensuales durante un año), un crédito por «electrodomésticos» (cuarenta y nueve euros mensuales durante un año) y un cuarto crédito en concepto de «electrónica» (sesenta y dos euros mensuales durante un año). 143

Inma veía venir otro de sus ataques. Se sonrió porque le resultaba divertido comprobar cómo era capaz de conocer el preludio y el proceso. Se sonrió porque, en el fondo, Alicia jamás pudo engañarla. Y se sonrió porque en aquel momento fue consciente de que no era Alicia quien la agredía, sino ella misma, al negarse todo aquello que conocía, tapándolo a favor de un amor destructivo. Llamó a la empresa y solicitó información detallada. Así pudo averiguar que el concepto «electrónica» se refería a la cámara digital que Alicia le había regalado por su

cumpleaños. En cambio, el concepto «electrodomésticos» era un lavavajillas y, además, pudieron informarle de la dirección de entrega, la misma dirección en la que el dos de febrero había visto aparcado su todoterreno, la dirección de Paloma. ¿Y la fecha de entrega? Se lo dijeron sin que tuviera que preguntar: el quince de marzo. Después de tantas decepciones no hacía falta hurgar en sus sentimientos para conocer la reacción. Se entregó, sin resistencia, al ataque de ansiedad y esperó, consciente de cada paso, su proceso: temblor de manos, piedra en el estómago, arritmias, mareos y vómitos. Lo que más temía llegaba al final: la sensación de que estaba muriendo y la certeza de que no había hospital que operase su enfermedad. Tras la sensación de muerte inminente, buscaba protagonismo justificando su ansiedad y sus demandas de pastillas, alcohol o cualquier pretexto evasivo que pudiera despegar sus pies del suelo. Se dejó arrastrar aún sabiendo que todo aquello era predecible, que se trataba de más de lo mismo. Se dejó destruir por una mente atormentada, que en lugar de estar desconsolada debiera encontrarse aburrida. Y enrabietada, antes de que el alcohol y las pastillas nublaran toda capacidad de sinapsis, pidió por fax, telefónicamente, salvando el obstáculo del cambio de contraseña, el registro de llamadas realizado por el número de móvil que tenía a su nombre en los últimos tres meses. Paloma (arcada), Paloma (arcada), Paloma (arcada)... el número de Paloma estaba por todas partes. La lista era un monopolio. Y la afluencia de llamadas 144

concluía el cuatro de abril. Después de aquel día, a las once de la noche, no volvía a registrarse su teléfono. Ni en mensajes ni en llamadas. Una pequeña parcela de su amor propio suspiró: al menos había conseguido que, después de todo, su relación fracasara. La inmensa parcela que abastecía el resto de su amor propio quedó dinamitada por la humillación. ¿Cómo era posible que Alicia comprara un lavavajillas a su amante con la cuenta de su novia? Tan humillante y vulgar resultaba que empezó a reírse a carcajadas y secó de golpe sus risotadas porque pensó que quizá estaba volviéndose loca. Había una sola cosa a favor: la ruptura de contacto con Paloma (arcada). Algo intrascendente para una mente sana y objetiva. Algo sobradamente trascendente para una mente obcecada en reafirmar su amor propio en una batalla insana, ajena e impuesta por la desnaturalización. La parte en contra era la misma de siempre, aquella que, a base de flotar hacia la superficie, había perdido su gravedad y su valor: la mentira. Borracha, acudió a la casa de Alicia. Y, sin miedos, sin temor a las represalias, escupió todo aquello que pensaba, todo aquello que nunca antes había podido decirle porque ya nada le importaba, porque solamente pretendía librarse de aquel dolor. Pero jamás podría recordar la discusión porque estaba demasiado embriagada. Su consciencia despertó tras su sueño, entre las sábanas de Alicia. Cuando abrió los ojos, ella estaba despierta. Se acercó al cuerpo de Inma y la abrazó. Por primera vez en mucho tiempo había lágrimas en la cara de Alicia. —Perdóname. Quiero ser tu novia. Quiero ser tu vida —dijo Alicia mientras sostenía el cuerpo de Inma en un fuerte abrazo. Cuando trató de girar la cabeza, la resaca detuvo el impulso de Inma, que se llevó una mano a sus sienes y permaneció estática. —Me he acostado con dos mujeres, pero nunca con Paloma —explicó Alicia. 145

A Inma ya poco le importaba descubrir la verdad. De nuevo, las palabras de Cristina se hicieron con toda capacidad de pensamiento: «No eres feliz». —No importa ya. Sólo quiero que seamos felices —pronunció Inma antes de volver a quedarse

dormida. Lo acontecido a propósito del cumpleaños de Paloma entró en la lista de temas tabúes. El lavavajillas era un asunto zanjado después de que Alicia explicara que le había hecho aquel favor a Paloma, puesto que ella no tenía posibilidad de pagar a plazos, pero que, cada mes, le transferiría el dinero de la cuota a la cuenta de Alicia. Desde luego, Inma no creía una sola palabra, pero al menos agradecía la mínima decencia de haber pasado las cuotas a una cuenta bancaria a nombre de Alicia y no a la suya propia. De modo que la relación entre Alicia e Inma volvió a adquirir los matices acostumbrados, esta vez con la etiqueta de noviazgo. Pero nada había cambiado. Los ojos de Alicia seguían mostrando las mismas carencias. —Debes dejarlo —insistía Cristina—, porque está claro que ya no te quiere. —Y, ¿por qué va a empeñarse en seguir a tu lado una persona que ha dejado de amarte? —Por comodidad. —Pero si ya no le pago nada. Y menos aún después de enterarme de la jugada del lavavajillas. —Por la comodidad de que tú sí la quieres. —Pero si mi exceso de amor le agobia. Eso es una desventaja. Lo que pasa es que está mal de la cabeza. —Eso sin duda. Está fatal. Pero, aunque te quiera, no lo hace de forma sana. Y tú no estás bien. Serías más feliz sola o con otra persona a tu lado, ¿cuándo te darás cuenta? —Cristina, no puedo vivir sin Alicia. Para mí eso es incuestionable. 146

Los padres de Inma, para celebrar la venta de otros terrenos, obsequiaron a sus hijos con otro regalo: el dinero suficiente para que Inma pudiera cancelar los créditos bancarios que tenía pendientes. Su situación económica volvía a restablecerse, pero no le devolvió a Alicia su tarjeta como autorizada, ni le ofreció una ayuda mensual para afrontar sus gastos. El lavavajillas fue la razón fundamental del cambio de actitud de Inmaculada. —¡Qué rara estás respecto al dinero! —le reprochó Alicia una mañana. Pero Inma no dijo nada. «Rara tú, que aún con la soga al cuello le compras a tu amante un regalo, a plazos, con una tarjeta de la que soy titular. No te atrevas a hablarme de dinero nunca más». Aquella Inma nocturna que siempre había estado acallada, pujaba por salir a la superficie y enfrentarse a Alicia. ¿Cuántos estruendos más debían sonar para que despertara? Estruendosa fue, desde luego, la noticia que le dio Alicia pocos días después. —En junio viene mi madre a verme. 147

14 Inma, aunque siempre había sido correcta con Berta, la madre de Alicia, jamás tuvo una opinión favorable porque consideraba que la vida de aquella mujer estaba plagada de incoherencias, en un intento por esconder en lo divino sus aspiraciones más viles y terrenales. En cierto modo, Inma estaba resentida por el daño psicológico que aquella mujer había causado en su hija. Las prohibiciones que nacían de su fanatismo católico y cristiano, las represiones, los castigos... Inma tenía la sensación de que para aquella mujer piadosa sus hijos habían sido un estorbo porque le mortificaba el recuerdo de la fornicación y del pecado a una mujer que decía sentir la vocación de monja, de casta, de virgen hasta el día en que su divino se la llevara por delante, se la llevara hacia arriba, hacia la gloria, admirado ante el comportamiento de una santa, una buena alumna que jamás faltaba a clase. Y aquellos niños, sus hijos, crecieron encerrados en el templo de su madre, rodeados por iconos eclesiásticos, cuyas figuras se izaban sobre un altar, justo en el centro del comedor de su casa. Berta siempre había pensado que su hija era absolutamente normal. Le disfrazaba de

monaguillo cada domingo y contemplaba cómo asistía a su amado párroco con devoción y sentido de la autoridad, del orden, del compromiso para con su dios, el dios de Berta. Era una cría normal porque rezaba cada noche, porque ordenaba su habitación, porque se iba pronto a la cama y porque, en general, hacía todo como dios mandaba. Pero Alicia tenía su propia idea del mundo cada vez que se encerraba en su cuarto, en su verdadero altar. Allí podía descargar sus miedos y tener una vida a expensas del dios de su madre. A los ocho años, Alicia padecía contracciones nerviosas involuntarias por todo el cuerpo. En su casa juzgaban el asunto como un problema estético, así que bastaron unas pastillas prescritas por su médico de cabecera, haciendo caso omiso 148

al desajuste emocional que revelaban aquellos tics nerviosos. Porque su hija era absolutamente normal. Normal completamente. Alicia se hinchaba de orgullo cuando observaba que en el colegio la temían los demás niños. Y se hinchaban de orgullo sus familiares cuando se enteraban de que semejante actitud agresiva y autoritaria se calcificaba cuando tenía que proteger a su hermano mayor de alguna trifulca. Aceptaba con el mismo orgullo los castigos de los profesores que, lejos de amedrentar aquella mente infantil, acercaban su imagen a su sueño de convertirse en una pequeña heroína incomprendida y mártir. La misma pretensión que llenaba los sueños de su propia madre. El orgullo... la joya de su corona, de su alma implacable. Y al llegar a casa, con el cuerpo magullado y el uniforme sucio y arrugado, se sentaba junto a su hermano en el patio de la entrada y jugaban a tostar hormigas con un mechero para después tragárselas. Para cuando Berta empezó a plantearse que su niña no era normal del todo, Alicia ya había intentado matarse en varias ocasiones. La culpa: la adolescencia; la solución: Dios. Mandó a su hija a unas acampadas cristianas para que a través de unas doctrinas plagadas de ideas de pecado, pecadores, castigos y redentores anónimos pudiera ilustrarse el camino a la salvación. Y sí, encontró un camino y volvió contenta, ilusionada, enamorada. En aquella excursión católica comprendió que era lesbiana y lo asumió, por fin, gracias a Dios y a una guapa compañera de acampada. Con prisas por huir de la casa de torturas, Alicia se alistó en el ejército. Su idea de salvadora se dibujaba en la otra cara de la moneda que sostenía su madre, porque su medio serían las armas y no los hábitos. Armas y hábitos: la combinación más letal que reza la historia. Y Berta, más orgullosa por el dinero que Alicia le hacía llegar cada mes que por el trabajo que desempeñaba, empleaba las ayudas de su hija en sofás de cuero y abrigos de visón. ¿Qué diría san Francisco respecto a la matanza de animales? Desde aquel primer sueldo, Alicia paladeó con agradecimiento las solicitudes económicas de su madre. Su orgullo y satisfacción. Porque después de vivir tantos 149

años la desaprobación y los castigos, había encontrado el medio para ganarse palabras cariñosas y sosegadas. Cuanto más dinero ofrecía, compraba más respeto y se ganaba la libertad para vivir a su manera, sin explicaciones, sin que nadie cuestionara si pecaba o dejaba de pecar. Alicia compraba su bula para poder comer carne cuando le viniera en gana. Ciertamente, era incuestionable que Berta tuviera vocación eclesiástica. —Me alegra mucho que venga tu madre —respondió Inma. —Pues a mí me angustia la idea. —¿Por qué? —Porque ahora estamos fatal de dinero.

Nada trastornaba tanto la mente de Alicia como los asuntos que se referían a su madre y a la santa combinación dinero y madre. Se manifestaba en su cara, en sus ojos angustiados, en su musculatura, contraída por los nervios porque de nuevo volvían sus tics. Y a Inma le embargaba la lástima, la rabia, el resentimiento hacia Berta y la compasión hacia su novia. —No te preocupes por eso. Yo puedo ayudarte con lo que quede de sueldo. Podremos llevarla a conocer la catedral de Santiago y todos aquellos lugares que le interesen. —Pero me pedirá dinero cuando se vaya. —¿Ella no sabe que tu padre te está ayudando? —No. No estaría conforme. Es un secreto entre él y yo. —Pues ya es hora de que digas alguna vez que no. Porque, aunque lo tuviéramos, Alicia, aunque nos saliera el dinero por la boca y no supiéramos dónde meter tanto, deberías no dárselo, porque te juro que no puede ser sana esa relación. El día uno de junio Alicia e Inma fueron juntas a Madrid para recoger a Berta. 150

—Mi madre, con tal de que no haga un viaje tan largo en coche, sería capaz de venirse andando —espetó Inma, airada ante la comodidad de Berta, que ni tan siquiera había manifestado la intención de coger un tren en Madrid con destino a Cádiz. —Me importa una mierda lo que haga tu madre porque tu madre es una puta bruja y, además, no tienes por qué venir, así que no me jodas o te dejo en la primera estación por la que pasemos. —Yo tampoco pienso coger un tren, cielo. Ya había anochecido y Alicia seguía al volante. Inmaculada sacaba temas de conversación de manera incesante, pensaba en voz alta con ligereza puesto que siempre había considerado que una de las mayores virtudes de su novia era que sabía escuchar, a pesar de nunca tuviera alguna apreciación que ofrecerle, algún parecer o consejo sobre sus planteamientos, sobre todas aquellas ideas o inquietudes que únicamente incumbían a Inmaculada. En aquella ocasión le manifestaba su interés por hacer algo que mantuviera su mente ocupada. Le hablaba de su relación, cada vez más distante con su círculo de amigos y conocidos, le hablaba de su familia, de su sobrino y de todos aquellos asuntos en los que se permitía pensar cuando la ausencia o las agresiones de Alicia no agitaban su mente, anulando cualquier capacidad cognitiva. —Ya te he dicho miles de veces que te prohíbo trabajar en cualquier cosa. Y, además, no paras de hablar —bromeó Alicia. Inmaculada se disculpó y consideró que el comentario de su novia estaba justificado, porque Inma sentía la urgencia por compartir todo con Alicia, porque tenía la sensación de que las cosas que le ocurrían carecían de sentido hasta que no se las contaba. —Perdona, soy una pesada... —No, mi amor, no te preocupes, que a mí no me molesta, aunque cuando planteas tus opiniones parece que las impones y, además, usas una palabrería un 151

poco cursi y pedante y, tal vez, eso haga que la gente esté asustada cada vez que inicia contigo cualquier conversación. —¿Asustada? —Claro, porque temerán que les sueltes algún rollo del que no puedan zafar. —Pero si sólo pretendo comunicarme contigo. Como tú nunca me hablas de tus emociones, trato de dejar las mías claras. —Mira al frente —propuso Alicia. Estaban prácticamente solas en la autovía nacional. La luna, escondida tras alguna nube, no

ofrecía reflejo alguno de luz. Inma miró hacia el frente para observar los tramos de asfalto que iluminaban los faros de su coche. No había nada en especial. —¿Qué quieres que vea? —Fíjate ahora, detrás de esta curva. Alicia activó las luces largas e Inma pudo comprobar que tenían por delante un extenso tramo en línea recta. —No entiendo nada —pronunció Inmaculada sin dejar de mirar hacia delante. De golpe, dejó de ver o, más bien, lo vio todo negro porque frente a ella se plasmaba la oscuridad más absoluta mientras escuchaba el rugir del motor, que seguía en la misma marcha—. ¿Qué pasa?, ¡vamos a matarnos!, ¡se han fundido las luces! La relajación que mostraba la cara de Alicia inquietó más a Inmaculada. —¡Pisa el freno! Segundos después, Alicia volvió a activar los faros e Inma quedó consternada durante unos instantes, hasta lograr comprender que aquella acción había sido intencionada. —¿Has visto qué divertido? —preguntó Alicia. 152

Inmaculada, aún empalidecida por el susto, trató de contenerse para no reaccionar de una forma negativa o decepcionante que pudiera quebrar las ilusiones de Alicia. —Bueno, un poco peligroso, la verdad. —Pero si venía una recta. Estos segundos siempre me inyectan vida. Por defecto, Inmaculada procuraba encontrar el lado romántico de cada hazaña y, ciertamente, respetar el derroche de adrenalina de Alicia favorecía un componente añadido porque con ello ofrecía otra prueba más de confianza al dejar, literalmente, su vida en manos de Alicia. Inmaculada no reparaba en que se estaba encontrando frente a otra de las cualidades de Alicia: su capacidad para convertir cualquier transgresión temeraria en un impulso de originalidad capaz de seducir a todas sus ratas de Hamelin, a todos aquellos que habían caído en su embrujo y que eran incapaces de cuestionar sus acciones. Inma celebraba sus ocurrencias porque, después de todo, iluminaba su espíritu comprobar que existían ciertas motivaciones que dibujaban los gestos de Alicia con unos trazos que parecía traducirse en emoción. Llegaron a Barajas minutos antes de que aterrizara el avión de Berta. Al verla salir por la puerta, una mujer envejecida, cargada con maletas, con problemas en las articulaciones y los movimientos torpes, Inmaculada sintió lástima. Miró el rostro de su novia y descubrió que más que transmitir ilusión, desprendía nerviosismo. Inma acudió al encuentro de Berta y, mientras ésta saludaba a su hija, se hizo cargo del carro que sostenía las maletas. Alicia e Inma estaban agotadas, pero tenían que reemprender el viaje de vuelta. Inma trataba de ser cordial y cariñosa con Berta, aun a costa de que en ocasiones Berta la tratara como a una pecadora, una lesbiana que andaba detrás de su hija, con la intención de corromperla e intoxicarla con valores degradantes. 153

En cualquier caso, tras su paso por Buenos Aires, Inma se sentía agradecida debido al hospedaje. Mientras estaba en su casa, nunca le hicieron sentir mal y le dieron un trato atento y amable. Por tal razón, no le costaba esfuerzo ser agradable con Berta, a pesar de sus diferencias. Debido a que Mario se encontraba en Roma de vacaciones, junto a un amante italiano, Alicia podía disponer de la casa a sus anchas y había acondicionado la habitación de su compañero de piso como sala provisional para la estancia de su novia cada vez que ésta quisiera

quedarse a dormir. Berta dormiría en la habitación de Alicia. —¿Cuánto tiempo se quedará tu madre? —preguntó Inma mientras Berta se duchaba. —Dos meses. Había temido hacer antes la pregunta porque ya sospechaba que su estancia sería prolongada. Eran del tipo de familias acostumbradas a amortizar el dinero del billete de avión a base de tiempo en el lugar de destino. —Pero pasará el último mes en Italia, viendo a parte de su familia. Las primeras cuatro semanas se hicieron llevaderas para Inma. Dormía todas las noches en la habitación de Mario y mantenía buenas relaciones con Berta. Salían las tres a pasear por la playa o a ver centros comerciales, la debilidad de Berta, que tenía en mente la idea de deslumbrar a todas las compañeras que acudían a su casa para rezar el rosario con ropa de calidad, de origen europeo. Entre Ave María y Padre Nuestro, revelaría a las demás la composición de su camisa y la marca de su falda. —No puedo entenderlo. Nosotras estamos deseando ir a Buenos Aires para comprar ropa, porque allí sale baratísima y, en cambio, tu madre quiere 154

gastarse aquí una fortuna. Un euro vale muchos pesos... —Déjala. Es su dinero. Pero Inma no tenía tan claro que las compras las realizara ella. Seguramente, pensaba, Alicia pagaría muchas veces los caprichos de su madre. Sobre todo cuando iban solas a El Corte Inglés, porque Inma estaba convencida de que en aquellas escapadas Alicia echaba mano de su «tarjeta mágica». Berta tuvo que comprarse otro par de maletas para ir almacenando todo aquello que compraba. Tenía la agonía por llevarse todo lo que estuviera al alcance de su vista: desde un carrito de la compra que Alicia no usaba, hasta el teléfono fijo que tenía su hija en casa o la báscula que le hizo comprar a Alicia para conocer el peso de sus maletas, asegurándose de no tener que pagar una multa por el exceso de equipaje. La báscula delató muchos quilos sobrantes, pero Berta seguía acumulando compras, convencida de que Alicia se ofrecería para pagar la multa de la compañía aérea. Aquella vileza era lo que enfermaba a Inma, que se esforzaba por contenerse cada vez que se encontraba con detalles de índole semejante. Y para cuando Berta quiso viajar a Italia, Alicia se ocupó de buscar un billete por petición de su madre. Inma, que contemplaba la explotación y el apuro de Alicia, su incapacidad para afrontar tantos gastos, quiso tomar partido. —Del billete me ocupo yo —anunció Inma mientras cenaban las tres frente al televisor—. Quiero con ello agradecerte tu hospedaje en Buenos Aires. Es un detalle en respuesta a lo atentos que fuisteis conmigo mientras estuve allí —no obstante, Inma era consciente de que Alicia, durante su estancia en Buenos Aires, pagaba a su madre cien euros semanales en concepto de los gastos extra que suponía la estancia de las dos. Berta sonrió y siguió comiendo. Seguro que a sus ojos Inma había dejado de ser tan pecadora, a pesar de su homosexualidad. Un billete de avión a cambio de otra bula eclesiástica. Pero Inma lo que pagaba era el desahogo de su novia y la 155

ausencia de sus retomados tics nerviosos. Alicia buscó el vuelo e Inma pagó con su tarjeta. Berta regresó de Italia cargada con otra maleta más. En el aeropuerto se la encontraron visiblemente enfadada y Alicia, más nerviosa que de costumbre, se mostraba sumisa ante los desaires de su madre. ¿Sería por aquel motivo por el que Alicia sólo sabía querer a través de los pulsos, del dominio y el despotismo? Y cuanto más se sometía Alicia, más implacable era su madre, tanto más enmudecía y endurecía su gesto descortés. Ni Alicia ni Inma acertaban a

comprender la razón de su rabieta. Mario regresó de su viaje a la mañana siguiente, llegada que Inma agregó a su lista de acontecimientos desagradables. Se sentaron los cuatro a la mesa para comer y, ya en los postres, Berta dio a conocer la causa de su enojo, justamente cuando Mario preguntó por su vuelo —impulso milagroso teniendo en cuenta lo egocéntrico y egoísta que era el amigo de Alicia; Inma estaba segura de que, tras su pregunta, desconectaría de la situación y viajaría mentalmente al recuerdo de las noches vividas con su amante italiano—. —El vuelo ha sido catastrófico y agotador porque mi hija, que tanto me quiere, me buscó un trayecto con escala. Así que, maletas para arriba y maletas para abajo, vengo machacada. —¡Mamá!, ¡los vuelos directos eran demasiado caros! —explotó Alicia. —Todo depende de cuánto quieras pagar por la comodidad de tu madre. Inma se levantó para ir al baño. Sabía que si permanecía allí no podría contenerse. La indignación se le subió a la cabeza y al mirarse al espejo comprobó que la ira le había enrojecido sus mejillas. Respiró hondo varias veces y regresó al comedor como si nunca hubiera presenciado aquella situación. 156

Tal y como Alicia había previsto, Berta le pidió tres mil euros días antes de su fecha de salida. Alicia se mostraba desolada y Berta no escondía su gesto de enfado. —Es que me está probando —dijo Alicia, mientras caminaba junto a Inma sobre la arena de la playa—. Quiere comprobar que sea cierto que tenga dinero. Podrías ayudarme. —¿Cómo? —Hablando con ella. Le he dicho que tengo una plaza de garaje en Madrid y que ahora no la puedo vender, que no es buen momento. Y ella insiste en que la venda para llevarse el dinero a Buenos Aires. —No comprendo nada. —Yo tampoco. Ella es así. Siempre me está asfixiando. —Y ¿por qué te dejas? Dile que no tienes y ya está. Una madre no puede quererte menos por eso. —Creo que la mejor opción es que le hables. Tú eres muy inteligente y ella admira esa cualidad tuya. Cuando hablas de economía eres muy vehemente. Y te ve sincera, así que te creerá si le dices que todo lo que me he inventado es cierto. —Pero es que no estoy de acuerdo. Así no arreglas nada, así sólo alimentas todo ese rollo insano que os traéis las dos. Y, además, se me nota mucho cuando miento. Volvieron a casa y se encontraron con el gesto amargado de Berta. Sin levantar la vista ni saludar, mantuvo la mirada en el televisor. Alicia se fue directamente al baño e Inma se imaginó que tendría colitis, porque siempre se descomponía cuando estaba demasiado nerviosa. Enfurecida, Inma decidió que no le importaría mentir a una mujer como Berta. —Berta, ¿podemos hablar unos minutos? Alicia salió del baño e Inma le guiñó un ojo sin que su madre se diera cuenta. 157

—Alicia, he pensado que esta noche cocinaré yo y necesito champiñones y beicon para hacer una salsa carbonara. ¿Te importaría ir al supermercado? Cuando Alicia salió de casa, Inma respiró hondo antes de acercarse al sofá en el que Berta se encontraba. —Alicia me ha contado superficialmente el problema que tenéis y no es que quiera meterme en asuntos que no son míos, pero os aprecio demasiado y me duele que no lleguéis a un entendimiento. Inmediatamente, Berta adoptó un gesto de mártir y clavó su mirada en un punto indeterminado

de la estancia. —Es que yo creo que mi hija me miente, que no tiene ni un garaje, ni una empresa, ni nada de nada. —En cualquier caso, mi humilde opinión es que no sirve de nada presionarla ni pedirle dinero. —¿Yo?, ¡válgame Dios!, pero si no le pido nada. Pero, si tanto tiene, ¿por qué le cuesta tanto esfuerzo darme tres mil euros? Decime, ¿es cierto eso del garaje? —Sí, tiene un garaje en Madrid y ahora es mal momento para venderlo. —¿Y la empresa que tiene con vos? —También. —¿Y no deja plata? —Sí, pero es plena época de inversión. Ahora no se puede sacar nada. Además, ya sabes cómo son los negocios. Las cosas pueden no salir bien y eso es muy estresante. Por eso pienso que no le favorece sentir más presiones, porque debes de tener en cuenta que la vida en España es mucho más cara que en Buenos Aires. —Pero, si yo no lo la presiono... —Ya, ya lo sé. Se nota que eres una mujer inteligente y generosa, que comprende los problemas de su hija y que sabe lo duro que es empezar de cero en un país extranjero. 158

Inma se permitió la ironía porque asumía que la sinapsis era todo un acontecimiento en el cerebro de Berta y que sería incapaz de detectarla. —Claro, claro, yo la entiendo. Sonó la cerradura de la puerta y así dieron por finalizada la conversación. Berta recibió a su hija con una sonrisa y Alicia, con la mirada, agradeció a Inma su mediación. Semanas después, a finales de agosto, tras retrasar un mes más su vuelta, Alicia, Inma y Berta pusieron rumbo a Madrid. Un rumbo lento por el excesivo peso que ejercían sobre el motor las cinco maletas. Tal y como había imaginado, tras facturar las maletas, Inma acompañó a Alicia para pagar el exceso de equipaje de su madre. Una cantidad de dinero desorbitada. Y, a pesar de todo, Inma se apenó cuando vio marchar a Berta. Aunque mucho más poderosa era su sensación de alivio. Nada le apetecía más que llegar a Cádiz y dormir abrazada al cuerpo de Alicia. 159

15 Las dentelladas de Berta a la economía de su hija la dejaron malparada, pues no veía forma de afrontar el pago del alquiler y había dejado a deber el último mes, buscándose una disculpa, un viaje al extranjero. Y, a la llegada de septiembre, la deuda se acumulaba y el propietario insistía asustado, porque los pretextos habían dejado de ser creíbles debido a la reincidencia. Mario, ajeno al conocimiento de los impagos, entregaba a Alicia puntualmente su proporción de alquiler. Pero también su dinero, por arte de magia, Alicia lo había hecho desaparecer y tuvo que confesárselo a su novia cuando se sintió arrinconada. —Es que, con la presencia de tu madre, mi cuenta también se ha quedado seca —aducía Inmaculada. Inma tenía claro que no le ayudaría en aquel momento. La relación de su madre, sus excesos, su abuso, debía tener sus consecuencias y aquella sería la única forma de que Alicia pudiera madurar. No buscaba, por prepotencia, aleccionarla, sino que era contraria a participar de ello, a alimentar el mundo de fantasía que Alicia se había creado de cara al resto de la humanidad. Como salida, Alicia buscó otro apartamento y convenció a Mario con el debido argumento: el

nuevo piso estaba muy próximo a su lugar de trabajo. Mario, halagado por la consideración de Alicia, accedió instantáneamente. Y, para cuando consiguieron la nueva vivienda, Alicia reunió el dinero suficiente para pagar los atrasos al anterior propietario y poder afrontar su parte de los dos meses adelantados, más el mes de fianza, que pedía el nuevo casero. ¿Cómo podía asumir tanto gasto? El padre de Alicia debía de poseer una fortuna debajo del colchón. El otoño pasó igual de desapasionado que el resto de estaciones de aquel año. 160

Cuando Inmaculada despertó en la cama de Alicia, se vistió y salió hacia su casa para atender a los otros dos perros. No tenía más responsabilidades que aquella y no contaba con más gente que Alicia en el Puerto de Santa María. Por otro lado, se sentía incapaz de concentrarse en cualquier tarea, puesto que tenía el pensamiento abotargado, amarrado a la inercia de su rutina y del miedo. Por tanto, tras salir a pasear con los perros y llenar sus cuencos de bebida y de comida, volvió a subirse al coche para regresar a la casa de Alicia. —No entiendo por qué no vivimos juntas —dijo Inmaculada mientras comían en el salón de Alicia. —Porque no soporto tu desorden. —Pero es que necesito sentirme estable contigo, saber que existe un futuro. Además, a fin de cuentas, pasamos todo el día juntas. —Así estamos bien. Todo llega. —Pero, dime, ¿me amas? —Te he dicho mil veces que no me gusta que me hagas esa pregunta tan estúpida. Esas cosas se dicen cuando salen. —Pero es que a ti nunca te sale ni que sí ni lo contrario. —Pues, ¿tú qué crees? Claro que te amo. —Y, ¿por qué no lo siento? —Porque tú no te enteras de nada. Pasaron la tarde sentadas frente al televisor. A su apatía y falta de vitalidad habitual, aquel día se añadía al cuerpo de Inmaculada un creciente dolor de cabeza que había empezado durante la mañana como un simple pitido impertinente cada vez que giraba los ojos en alguna dirección. —¿Tienes algo para el dolor de cabeza? —preguntó Inmaculada. 161

—Busca en la estantería. La estantería en cuestión estaba formada por cinco estantes que rebosaban todo tipo de objetos. Inmaculada había reparado en que Alicia mostraba un extra de malhumor aquella tarde, unos puntos más elevados en el «malhumorómetro» con el que Inma calibraba la calidad de sus momentos y de su propia salud mental. Sabía que en aquellas horas era carne de maltrato si no actuaba con tiento y preguntar en cuál de los estantes estaban las pastillas era un motivo que despertaría algún reproche del tipo «nunca encuentras nada porque eres una inútil». Por otro lado, si tardaba demasiado en localizar los analgésicos, suscitaría alguna burla humillante referida, precisamente, a su inutilidad. Se concentró tanto como pudo para analizar minuciosamente el recorrido visual de cada estante y llamó su atención una nueva caja blanca y cuadrada de cartón. Metió la mano y palpó un objeto áspero y duro, de superficie irregular. Al sacarlo de la caja se encontró con la estructura ósea de un maxilar inferior. —¿Qué coño es esto? —preguntó Inmaculada mientras devolvía súbitamente el objeto a la caja y se restregaba los dedos en la tela de su camiseta. —Una mandíbula. —¿Humana? —Claro.

Inmaculada esperaba que Alicia relatara los motivos que explicaran qué hacía la mandíbula de un muerto en una caja blanca de su salón, pero su novia mantenía la vista en el televisor, entregada a la trama de la película. —Pero, ¿qué hace aquí esto?, ¿de dónde la has sacado? —De un cementerio. —¿Has profanado una tumba? —No, no hizo falta porque estaba en un osario. Mario me acompañó. Inmaculada procuró comprender, a través de sus preguntas, qué sentido tenía para Alicia conservar aquel resto humano, pero las respuestas de su novia eran evasivas. De algún modo, debido a la naturalidad con la que Alicia trataba sus 162

intereses y motivaciones, Inmaculada lo acababa interpretando como otra simple excentricidad, algo digno de elogio, otro detalle esclarecedor de una personalidad exclusiva, sólida y vehemente. Tras la perorata de Alicia quedaba claro que tener una mandíbula en casa era lo más normal y cándido de este mundo. Bastaba con que Alicia clavara en los ojos de Inmaculada su penetrante mirada para que todo acontecimiento fuera comprensible desde la hipnosis permanente que creaba su influjo. —Y, ¿se puede saber qué haces curioseando? —preguntó Alicia y no tuvo que decir más para que Inmaculada tuviera la certeza de que aquella noche acabarían mal las cosas. Horas más tarde, Inmaculada se encontraba arrancando el motor de su coche, después de que Alicia la expulsara de su casa. Debido a que cíclicamente se repetía la misma situación, la ansiedad que padecía Inmaculada se iba suavizando puesto que, por pura habituación, sabía que cuando llamara a la mañana siguiente, Alicia actuaría como si nada hubiera pasado la noche anterior. 163

16 —No me trago lo de su padre —dijo Cristina al teléfono. —Pues de algún lado sacará el dinero —respondió Inmaculada. —No sé, pero seguro que no es de su padre. Y, ¿por qué no busca trabajo? —Lo busca. De vez en cuando envía algún currículo. —Pues no lo busca bien. —De todas formas, no se le va de la cabeza la idea de poner algún negocio. —Sí, claro. Es Antoñita la fantástica. Y, al final, no importa lo del trabajo para decirte lo de siempre: que sigo sin verte feliz y que, además, tampoco creo que lo sea ella. Mario seguía interesado en comprar un piso. Se hacía cada vez más evidente para Inma que era un proyecto que ambos hablaban con asiduidad y que ambos tenían como seguro. Que Alicia alimentara la idea de Mario le sugería que no tenía pensado reunirse con ella ni a largo plazo, pero, por otro lado, restaba importancia al asunto, consciente de que la falta de solvencia de Alicia era incompatible con la compra de un inmueble. No se paraba a pensar que, de todas formas, a ella misma le aterraba la idea de volver a vivir bajo la tiranía de su carcelera. Su iniciativa se movía únicamente por su necesidad de seguridad, ya que vivía deshojando margaritas porque no sabía si su novia realmente le amaba. Con la llegada del invierno, las amenazas de ruptura se aceleraron. Aunque, en diciembre, el día del cumpleaños de Inma, Alicia recuperó el dulce vocabulario que empleaba durante los primeros años de relación. Colmó a su novia de regalos y, en cada envoltura, firmó con bellos deseos y palabras de amor. No obstante, durante la cena, Inma tuvo una insólita sensación:

sentía que cenaba junto a una 164

extraña y que todo aquel ritual era una farsa, un camelo, porque la mirada de su novia seguía siendo impenetrable. Durante las fiestas de Navidad tuvo el mismo sentimiento. Y también cada noche, cuando se iban juntas a la cama y Alicia ponía alguna película antes de dormir. Coincidiendo con el nuevo año, Inma, sin darse cuenta, empezó a despegarse de Alicia. Una tarde se sorprendió leyendo en su casa y, desde entonces, no paró de leer, retomando una costumbre que había perdido tras conocer a su novia. Otra tarde salió de casa, sin avisar a Alicia, y fue al centro comercial para comprarse un par de películas. Gastarse el dinero en ella misma era algo que dejó de hacer muchos años atrás. Con el mismo empuje autónomo, acudió a una ONG y se propuso como voluntaria. Empezó a armar su propia identidad y cada iniciativa se revelaba como un esfuerzo por romper los lazos de su dependencia emocional. Desde que vivió la traición de Paloma, las noches de Inma eran campos de batalla, recuerdos vestidos de guerra y atrincherados en su almohada. Siempre tenía pesadillas y, al girarse y observar la cara de Alicia, el amor hacia aquel rostro amainaba el rencor por el pasado; pero al darle la espalda a Alicia, de nuevo le asaltaban las imágenes que constantemente le hacían tanto daño. La dicotomía se mostraba cada vez más insalvable y la noción de infelicidad era más clara en la mente de Inmaculada. Debido a su crónica desconfianza, cuando una mañana de principios de febrero quiso remarcar el número de Alicia y se encontró con que el teléfono por cable de su casa mostraba en su pantalla un número desconocido, no dudó en llamar para averiguar quién atendería al otro lado de la línea. 165

—Credieasy, buenas tardes —dijo la voz de una mujer. —Disculpe, es que tengo una llamada a este número. —Veamos, ¿cuál es su nombre? —Inmaculada Azcárate. —Sí, buenas tardes, señora Azcárate. Habló conmigo ayer en relación al impago de este mes. ¿En qué puedo ayudarle? El corazón de Inma comenzó a bombear aceleradamente. —¿Impago? —Sí. La cuota de su crédito. —¿Crédito? —Sí, aquel que solicitó y que avaló su marido. —¿Mi marido? —Sí, su marido, Mario Gómez. —¡Yo no estoy casada! —¿Cómo dice? —Que no les he solicitado crédito alguno. —Mire, señora Azcárate, tengo aquí su ficha y su firma, yo... —¿Cuándo se supone que pedí el crédito? —interrumpió Inma. —En septiembre del año pasado. —¿Cuánto dinero? —Seis mil euros. —¿Necesitaba aval? —No lo sé, pero este señor figura como avalista del préstamo. 166

Inma guardó silencio. Necesitaba digerir toda la información. Desde el inicio de la conversación ya tuvo claro que Alicia había falsificado su identidad. —¿Señora? —No estoy casada.

—Perdone. Emplearé el doña, pues. Quiero que sepa, doña Inmaculada, que nuestra empresa dispone de un departamento jurídico al que puede acudir para plantearles su situación. —No. No, gracias. —Piénselo. Nuestro departamento jurídico estaría encantado de poder ayudarle. Inma quedó consternada, incapaz de pensar con claridad durante el resto de la mañana. Sabía lo que había sucedido, pero era incapaz de digerirlo con tanta rapidez. No confiaba en Alicia, pero aquel delito traspasaba los límites de lo que para Inma era imaginable. Por la tarde fue capaz de reaccionar y abrió el cajón donde guardaba su documentación. Allí encontró el sobre que le envió su asesor con su contrato de trabajo y las tres últimas nóminas. A Alicia le habría bastado con fotocopiar los documentos y cambiar las fechas. Anteriormente, Inma le había visto utilizar una cuchilla para erosionar el papel y levantar la tinta. Se lo había puesto demasiado fácil. Le llegaba clara a su mente la imagen de Alicia, entrando en una sucursal de la empresa; la luz diáfana de una mañana radiante que justificaría sus grandes gafas de sol y su pañuelo sobre la cabeza, para tapar su identidad verdadera. Ahora que lo pensaba con detenimiento recordaba que nunca observaron la foto de su carnet en las dos anteriores ocasiones en las que ella misma solicitó un préstamo. Habría ido con el documento original, puesto que siempre lo tenía a mano, y con las nóminas y el contrato, que habría extendido sobre la mesa de alguna empleada de la compañía. Durante el trámite, al sostener un bolígrafo para imitar la firma de su novia, habría mostrado un gesto impertérrito, la misma 167

expresión que manifestaba cuando no gritaba a Inmaculada, ni el más leve asomo de debilidad, ni miedo, ni vergüenza. Buscó a través de Internet el nombre y número de compañías de crédito y llamó, una por una, a todas ellas. —Buenas tardes, quería saber cuántas cuotas me quedan por pagar — decía y el interlocutor le preguntaba sus datos personales para buscar su nombre en la base de datos. —Lo siento, señora Azcárate, pero aquí no figura ningún crédito a su nombre. Siguió probando hasta dar con una empresa que localizó sus datos en su archivo. El corazón volvió a sacudir su cuerpo. —Sí, aquí está. —¿Cuándo hice la solicitud? —preguntó Inma. —En febrero. Hace un año. —¿De cuánto? —Pues si no lo sabe usted... —dijo la mujer que atendió, algo desconfiada. —Es que he perdido la documentación. —Pues solicitó seis mil euros. La cantidad máxima que concedemos. —¿Tengo algún impago o está todo en orden? —Déjeme ver... Uy, pero señora, si aquí pone que no se le concedió el préstamo. —¿Por qué aparezco entonces en su base de datos? —Pues aparece como candidata. ¿Sigue interesada en su solicitud? —¡No!, y bórreme de esa lista. Y no me concedan jamás un préstamo. —¿Cómo dice? —Nada, nada, buenas tardes. 168

Desde febrero Alicia estaba tramando aquel delito. En febrero, mientras Inma tragaba un blíster de pastillas, desolada por la traición de Alicia y por su ausencia, su ex novia trataba de estafarla. Se preguntaba si la llamada de Alicia, si su «te echo de menos», tuvo lugar el mismo día en que aquella empresa denegó la concesión del préstamo.

No estaba enfadada, sino asustada. ¿Cómo enfrentarse a Alicia?, ¿cómo obtener la verdad?, ¿hasta dónde podrían llegar sus traiciones? La infidelidad podría ser algo previsible, algo esperado por lo común, pero el delito... El delito estaba reservado sólo para unos pocos. Así, a media tarde, cuando Alicia llamó a la puerta de su casa, Inma abrió con una sonrisa en el semblante. —Siéntate, mi amor —le invitó en tono condescendiente—. Hay algo sobre lo que quiero que hablemos. La cara de Alicia se tensó. Tal vez su lista de despropósitos fuera tan amplia que se impacientara por conocer aquella falta en la que había sido descubierta. —Dime, dime, ¿qué pasa? —Resulta que ha llamado una compañía de préstamos reclamando el impago de la última cuota. Yo le he dicho que era imposible, que nunca les había llamado y, ni mucho menos, firmado un contrato. —Será un error —aseveró Alicia. —Eso pienso yo. Porque tú no has pedido crédito alguno, ¿verdad? —¡Pues claro que no!, ¡qué tonterías dices! —Lo imaginaba. Pero estaba esperándote para que me lo confirmaras y así poder volver a llamar a esa empresa y denunciarles por fraude. Alicia tardó en reaccionar. —No, deja que yo me ocupe. —¿Por qué? Sabes que a mí se me da mejor el diálogo. Además, es a mí a quien están implicando. 169

—Tienes razón. Pero creo que es mejor que ni les llames. Tal vez graben tu voz y hagan un montaje de tus palabras para después probar que tú sí has solicitado ese dinero. —Eso es demasiado retorcido y, además, nada pueden hacer si no he firmado un contrato. Inma se giró en busca del teléfono y, algo asustada por la imprevisible reacción de Alicia, volvió a marcar el número de aquella empresa. Por suerte no atendió su llamada la misma mujer con la que había estado hablando unas horas atrás. —Es imposible que tengan un contrato a mi nombre porque yo no he firmado nada. Alicia se levantó precipitadamente y se acercó a Inma en actitud agresiva. —¡Cuelga! —¿Y dice que avala Mario Gómez? —¡Cuelga o me meterás en un lío! Inma cortó la comunicación y esperó a que Alicia confesara. —Pedí ese crédito para afrontar todo el desastre que me generó la llegada de mi madre. Al decirlo rompió a llorar. —¿Cómo lo hiciste?, ¿qué tiene que ver Mario en todo esto? —No voy a hablar más. Me marcho y me alejaré de tu vida para dejar de ser una carga. Pagaré ese crédito y no volverás a saber nada de mí. No te mereces todo lo malo que te he hecho. Lo que sabes y lo que no sabes. Nada más salir Alicia por la puerta, la ansiedad ocupó toda la casa. Era una especie de ente que abarcaba todo el aire que respiraba. Sacó una botella de ron y bebió sin parar hasta caer inconsciente. El sonido del teléfono le despertó a la mañana siguiente. 170

—Me llamaste ayer, pero estaba de viaje —dijo la voz de Cristina—, ¿pasa algo? Al incorporarse, se le echó encima una arcada. —Voy a vom... —dijo Inma antes de soltar un líquido transparente, que salió disparado a alta

velocidad. —¿Qué te pasa? Pareces la niña del exorcista —observó Cristina. Y tras contarle lo sucedido, a Cristina también se le rompieron los esquemas. —¿Te das cuenta de lo que me estás contando? Esto ya es demasiado grave, Inma, y me preocupa mucho. —Lo sé. Voy a dejarlo. Tengo que dejarlo. No la llamaré más. —No creo que seas capaz, sinceramente, pero espero que estés en guardia. Inma llamó aquella misma tarde al teléfono de Alicia. Después de darle vueltas, llegó a disculparla porque sabía que Alicia estaba trastornada. Desde hacía tiempo se había empeñado, como razón añadida a su dependencia emocional, en ayudarla a encontrar un equilibrio mental. Concretamente, temía que volviera a autolesionarse con una cuchilla. La relación entre ellas volvió a etiquetarse con la palabra «noviazgo». Aunque era la primera vez que Inma no estaba realmente convencida de querer pasar el resto de su vida junto a Alicia. —Accedo a que volvamos a estar juntas —dijo Alicia cuando se fueron a la cama, justamente antes de poner una película—, pero esta será la última vez. Si volvemos a enfadarnos, te pido que seas tú quien lo deje y se marche. —Pero, mi amor, es imposible no enfadarse. Y no quiero que me asusten las discrepancias. —Ya estás con tu palabrería pedante... 171

—Bueno, me refiero a que no es bueno estar acojonada cada vez que me sueltes algún grito de la hostia, porque entonces no podré replicar, emmm, responderte. Mientras lo decía, Inma se daba cuenta que así habían transcurrido las cosas durante todos los años que duró su relación. Lo que Alicia pretendía era volver a tenerla completamente domada. A la mañana siguiente un instalador de televisión digital llamó a la puerta. Aquel día Mario no trabajaba, así que Alicia había pensado compartirlo con él. Cuando el técnico terminó su trabajo, los tres salieron de casa para dar una vuelta por la playa y tomar unas tapas en algún chiringuito. —¿Tienes encima las llaves? —preguntó Mario a Alicia antes de cerrar la puerta. —Sí. —Entonces dejo las mías en casa. Mario había monopolizado la conversación y no paraba de resaltar lo malvados y envidiosos que eran sus compañeros de trabajo y lo poco que su jefe valoraba sus aptitudes. Todos aquellos que pertenecían al círculo de amistades de Alicia la trataban con admiración. La tenían por una mujer intachable, hermosa, firme y generosa. Sus consejos eran dogmas y su compañía, un honor. Asumían una especie de privilegio por ser elegidos. No existían entre ellos tensiones ni malentendidos porque primaba el respeto hacia las normas y el carácter de Alicia. Y una de las cosas que admiraba Inma de su novia era, precisamente, su capacidad seductora. Inma observaba cómo Mario miraba a Alicia mientras relataba sus anécdotas, sediento de su comprensión, reconfortado en su escucha. Parecía que sus problemas dejaban de ser inconvenientes cuando se los contaba. Y, al finalizar el monólogo, Alicia intervenía con las palabras adecuadas, una clave de letras que activaba la sonrisa y el bienestar de Mario. 172

Si Alicia no era capaz de querer, ¿cómo podía entender tan bien a la gente?, ¿cómo podía despertar en los demás aquella entrega de amor desmesurada? Cada uno marchó a su casa. Inma tenía ganas de llegar porque había notado en el

comportamiento de Freud algo extraño aquella mañana. En realidad se mostraba afectado desde que la pareja lo intercambiaba por Coco cada tres días. Freud se acercó a la puerta y pegó saltitos al ver entrar a Inma. Tras el saludo, el perro se acurrucó en el sofá. Igual que sucedía con las personas, todos sus animales manifestaban un amor exacerbado hacia Alicia, una devoción, una dependencia absoluta. Todos menos Freud, que parecía querer a las dos en la misma medida. —Creo que tú también necesitas estabilidad —le dijo Inma. Sonó el timbre del teléfono. Era Alicia. —Nos han robado. Habían desaparecido quinientos euros que Mario guardaba en el cajón de los calzoncillos. —¿Por qué tenía tanto dinero en efectivo? —Lo sacó ayer del cajero para pagar el alquiler. Pensaba llevárselo yo mañana a la casera, junto a mi parte. —¿Qué más se han llevado? —No lo sé. —¿El otro móvil que no usas?, ¿el reproductor de música que te regalé? —Puede que el teléfono, porque no lo encuentro. Pero el reproductor está. —¿Han forzado la puerta? No. La puerta no estaba forzada y, entre los dos, elaboraron la teoría de que habría sido el instalador. —Pero si estuvimos delante de él toda la mañana. Además, en ningún momento entró en la habitación de Mario. 173

Pero Mario había cometido la imprudencia de dejar su juego de llaves sobre la mesa, junto al televisor. Estaba claro: el instalador, antes de irse, agarró las llaves y, mientras estaban los tres en la playa, acudió a la casa fácilmente, entró en la habitación de Mario, abrió el cajón de sus calzoncillos, cogió los quinientos euros, dejó las llaves en el mismo lugar donde las había encontrado y se marchó sin pena y con gloria. —Me da mucha lástima Mario —dijo Alicia—. Y me siento algo culpable por no haberme citado con la casera hoy porque le habría dado el dinero y el ladrón no hubiera tenido tanta suerte. —No es tu responsabilidad, Alicia. —Tal vez deba reponérselo. —Ni se te ocurra. Además, ¿quién te repone a ti tu teléfono? —Tienes razón. Para cuando Inma llegó con Freud a la hora de cenar, la teoría del instalador era firme e incuestionable. Los dos parecían seguros, pero a Inma no le convencía en absoluto. Demasiada puntería. Le vino a la cabeza el robo que ella misma vivió en su casa, cuando entraron por el patio y se llevaron el dinero que guardaba en la caja negra para pagar el cambio de cerradura de la puerta de sus padres. También en aquella ocasión tuvieron la misma suerte como para entrar el único día en el que había dinero en la casa. Mientras cenaban Inma recordó que, al salir los tres de la casa, al llegar al coche, Alicia volvió a entrar porque decía haber olvidado llenar el cuenco de agua de los perros. —Afortunadamente, he encontrado el teléfono. Olvidé que lo había guardado en una bolsa. Está claro que a aquel hombre le interesaba sólo el dinero — informó Alicia mientras se servía vino en su copa. Inma se sentía culpable por todo aquello que empezaba a deducir. Pero las piezas encajaban. De nuevo, al contemplar la cara de Alicia, se encontró con el 174

rostro de una extraña. Alicia se mostraba más atenta de lo habitual. ¿Acaso era capaz de intuir las sospechas de Inma? Ciertamente, Alicia conocía bien a Inma y siempre interpretaba sus gestos acertadamente, descifrando su pensamiento y su estado de ánimo con sólo mirarle a los ojos. —Estás rara —declaró Alicia cuando ambas se metieron en la cama. —Que va. Ya sabes que este no es mi mejor año. Sólo es eso. —Pero estás distinta a otros días. Tienes un gesto en la cara que desconocía. —Es que estoy nerviosa. Mañana voy en ambulancia para atender accidentes. Ya sabes que hace unas semanas hice el curso de primeros auxilios y no sé si tengo la entereza suficiente como para ayudar en situaciones extremas. Por primera vez en mucho tiempo, Alicia durmió abrazada al cuerpo de su novia. Al día siguiente, en el interior de la ambulancia, Inma había desechado las ideas sobre Alicia que le asaltaron durante la noche anterior. Cuando abordaba el asunto se sentía indigna por pensar cosas terribles sobre la persona que amaba. Conocía a Alicia y aquello era imposible. Imposible. Tal vez tejía aquellas ideas promovida por algún mecanismo inconsciente que le hiciera pagar a Alicia por todo el dolor que acarreó su infidelidad. Determinó que debía rechazar cualquier hipótesis, puesto que estaba perdiendo su contacto con la realidad y con la objetividad, que pensaba mal como fruto de su resentimiento. 175

17 Los padres de Inma viajaron a Cádiz y se instalaron en su casa de la playa con la intención de quedarse una larga temporada. Inma fue a verles con ilusión. Nunca antes se había percatado con tanta claridad del apoyo emocional que suponía su madre. Comió con ellos y durante aquellas horas pudo desprenderse del confuso mundo interior que le venía atormentando durante la última semana. Allí estaba segura. Su madre, como si Inma le hubiera ofrecido un regalo, lucía una sonrisa después de comprobar que su hija había recuperado su peso habitual. —Estás mucho mejor, cariño —le dijo mientras comían. Por algún motivo, Inma tuvo la necesidad de confesar que ya no vivía con Alicia y que fue su novia quien alquiló su ático durante aquellos meses. Contrariamente a lo que sospechaba Inmaculada, su madre fue condescendiente y comprendió que su mentira tenía una intención sana y considerada. —¿Por qué me lo dices ahora? —Porque necesito recuperar la transparencia de mi vida. Y, sin proponérselo, empezó a contar todo lo vivido: los motivos de su delgadez, Paloma, los viajes a Buenos Aires... Todo menos los delitos conocidos y sus sospechas respecto a delitos sin resolver. Su madre rompió a llorar, compadecida por todo el sufrimiento que su hija había atravesado durante el último año. —¿Estás bien en aquella casa tan grande? —No. Está llena de malos recuerdos y es fría. —Pues trasládate al ático. Es ideal para ti sola. Y deja a esa sinvergüenza. 176

—No, mamá. No voy a dejarla. Pero no te preocupes por mí, porque ahora estoy tranquila. Esta misma tarde me trasladaré al ático y poco a poco iré mudando mis cosas. Creo que me sentará bien cambiar de aires. Por la tarde, recogió a los tres animales que tenía a su cargo y se marchó con las cosas más

básicas para pasar allí la primera noche. Al entrar pudo imaginarse la presencia de Paloma y de su hijo. Cuando salió a la terraza y oteó la pista de pádel para el uso de la urbanización, sintió una punzada en el estómago. Le dolía que aquellas personas hubieran disfrutado de sus cosas, de sus mismas vistas, de su tumbona, de su sofá y, sobretodo, de su nueva cama. Había sido tan estúpida al pagarle a Alicia el alquiler de la casa de su madre que, consideraba, ahora se tenía merecida la humillación cuando fuera a acostarse en el mismo colchón, cada vez que se sentará en el sofá o abriera la nevera para comer algo. Por mantener la coherencia, ya que había aceptado y favorecido las circunstancias pasadas, trató de hacerse fuerte y procuró que el filtro de su mirada percibiera aquel nuevo hogar como un lugar sin historia. Asombrosamente, su propósito le resultó más sencillo de lo que había esperado. En unos días se había hecho con su nuevo piso y todos los recuerdos nacían con ella. Limpió la casa y desalojó fantasmas. Desde hacía unos días, Inma evitaba ir a la casa de Alicia. Se aburría allí, sobre todo cuando llegaba Mario del trabajo. Además, la mirada de Alicia no era del todo impenetrable, pues dejaba escapar su apatía. Inma se tumbaba junto a ella en uno de los sofás para ver los programas insulsos que escogía Mario, pero aun con los cuerpos pegados, ya ni siquiera sentía su piel porque todo empezaba a resultarle ajeno, distante. Y del sofá a la cama. Las únicas voces que se oían eran las que salían del altavoz de la pantalla del televisor. Las noches de guerra se fueron convirtiendo en noches tediosas. «¿Por qué sigues a mi lado?», preguntaba Inma a Alicia con la mente, cuando la observaba mientras se extendía por la cara una crema hidratante. Así, con una cinta recogiéndole el cabello, redescubría Inma lo bella 177

que era su novia. Sus manos, su nariz, sus ojos, sus labios. Todo lo que pertenecía a Alicia suscitaba su deseo. Al despertar reparó en que Alicia no estaba a su lado de la cama. Creía haber escuchado algo cuando aún estaba dormida. Cuando fue recuperando la consciencia tuvo claro que aquellas palabras acontecieron como reales unos minutos atrás. Recordaba que había dicho algo sobre algún recado, tal vez algo sobre Correos y sobre una respuesta comercial. Se levantó somnolienta. Hacía ya muchos meses que Alicia no le llevaba el café a la cama y últimamente Inma, inexorablemente, manchaba la encimera con granos molidos de café o se le derramaba la leche cada vez que la sacaba del microondas, porque sus movimientos eran muy torpes cuando recién se levantaba. Quiso echar mano de su cajetilla de tabaco pero recordó que la noche anterior se había fumado el último cigarro. Pensó que si se tomaba el café sin su acompañamiento de nicotina y alquitrán, el síndrome de abstinencia sería inaguantable, así que se encaminó hacia la habitación y empezó a vestirse. Al ponerse la chaqueta descubrió que su cartera no estaba en el bolsillo. Hurgó en el interior de cada uno de los dos bolsillos que tenía su chaqueta y lo hizo repetidamente. Desde el primer instante supo que Alicia se había llevado su cartera pero, ¿para qué? En el caso de que hubiera salido con su documento para volver a falsificar su identidad, esperaba que aún no fuera demasiado tarde. Respiró varias veces y llamó a Alicia. —Hola mi amor, ¿dónde estás? —He salido para hacer unos recados. Siempre era evasiva en sus respuestas y tildaba de «cosas» a todo aquel asunto que saliera a resolver. —Estoy muy nerviosa porque me ha desaparecido la cartera. —Te la habrás dejado en casa.

No sería la primera vez. 178

Alicia siempre había jugado la baza de la personalidad despistada de Inma. —No. Anoche, al venir, la llevaba conmigo. —Estará por ahí. Espérate, que voy a casa y te ayudo a buscarla, que tú no ves un perro ni aunque te muerda. —Entonces date prisa, que quiero salir a comprar tabaco. ¿Cuánto tardarás? —Unos minutos. Realmente tardó poco en regresar. —¿Has buscado bien? —No, te he hecho caso y he esperado a que tú vinieras. Alicia caminó hacia su habitación mientras Inma esperaba en el sofá. Ya sabía lo que pasaría, sabía que aparecería Alicia en el pasillo diciendo lo que dijo unos segundos después: —Mira, tonta, estaba en el bolsillo de tu chaqueta. Seguro que has metido la mano, pero no has buscado bien. Inma cogió su cartera y salió de casa con el pretexto de ir a comer a la casa de sus padres. Condujo hasta su banco y comprobó que no había sacado dinero. Por otro lado, los veinte euros que tenía en la cartera estaban intactos y toda su documentación se disponía en los mismos dispensadores en los que ella la había ordenado. Al llegar a su casa, abrió el cajón en el que guardaba el contrato laboral y los comprobantes de sus nóminas, así como el resto de datos bancarios. Rompió el sobre en trozos diminutos, los guardó en una bolsa y salió con el coche para tirarlos en un contenedor lejano a su domicilio. Y al regresar a casa, mientras se veía a sí misma esconder su talonario en el interior de su guitarra, supo que no podía seguir adelante su relación con Alicia porque, si realmente se trataba de una delincuente psicópata que reincidía en sus delitos, jamás podría estar tranquila y acabaría arrastrándola a la perdición; y si sus sospechas eran desacertadas y Alicia había cometido una única imprudencia, 179

la propia Alicia no merecía tener una novia que pensara cosas terribles cada vez que notara algo extraño. Aquella noche Alicia fue a recoger a Inma a su casa para ir juntas a los multicines de un centro comercial. Se trataba de una película de terror psicológico que retrataba la crueldad de un grupo de sádicos. Al terminar la proyección, fueron las primeras en salir de la sala. La puerta daba a un pasillo iluminado por un potente plafón y cada uno de los extremos finalizaba con sendas puertas. Por alguna razón, giraron a la derecha. Inma abrió la puerta y se encontraron con unas escaleras. Siguieron caminando y escucharon el ruido de la puerta al cerrarse. Ambas se miraron. —Espero que pueda abrirse desde fuera —observó Alicia mientras se volvía para comprobarlo —. Inma, no te asustes, pero la puerta no se abre. Cuando bajaron las escaleras pudieron comprobar que se encontraban en una especie de sala de máquinas. Los rudimentarios acabados de la sala sugerían que no era un lugar habilitado para el público del centro comercial. Igualmente, la estancia estaba radiantemente iluminada e Inma pensó que era idónea para rodar una película snuff. Estando, como estaba, sugestionada por la trama que acababa de ver en pantalla, se le ocurrieron decenas de argumentos para tener miedo. Pero se sentía extrañamente tranquila respecto a las posibles amenazas externas porque lo que le asustó, lo que realmente erizó sus cabellos, fue ser consciente de que a quien temía era a la persona que caminaba a su lado. Movida por una fuerza desconocida, una voz que abanderaba la supervivencia le sugirió que agarrara una piedra y que estuviera alerta.

Atravesaron la sala de máquinas y llegaron hasta un camino asfaltado. Pronto dedujeron que se trataba de la parte posterior del centro comercial. A Inma se le ocurrió llamar a su madre para hacer constancia del lugar en el que se encontraba. Lo contaba de forma que sonara divertido y nada preocupante. —Llámame cuando llegues al coche —dijo su madre. 180

Escuchó el ruido de un motor y corrió esperanzada porque necesitaba ver a alguien, ver gente a su alrededor y no quedarse allí, a solas con Alicia. En los laterales del camino se levantaban unas vallas de acero lo suficientemente altas como para desechar la idea de treparlas. —No te preocupes, mi amor —dijo Alicia—, que seguro que hay una salida. Efectivamente, poco antes de alcanzar el final de aquel camino asfaltado, encontraron un acceso peatonal que conducía al estacionamiento del centro comercial. Inma no habló más durante el resto de la noche. No podía dejar de arrepentirse por haber temido a Alicia. «¿Cómo podía pensar que supusiera una amenaza a su integridad física?» Se sentía retorcida y cruel, avergonzada por sus pensamientos. Nunca antes había vivido una sensación similar en relación a un ser próximo a ella y, menos aún, en relación a un ser querido. Era una persona confiada y en absoluto paranoica. Y, de pronto, aquella noche, mientras yacía en la cama de Alicia, se le agolparon ciertos recuerdos enterrados porque siempre carecieron de importancia, porque nunca supusieron pruebas. Se le vino clara la imagen de Alicia, sosteniendo con su dedo el papel celofán del que pendía la amenaza que encontraron en el interior de la puerta de acceso a la casa de sus padres; vio en su mente el aspa trazado con carmín en el espejo de su baño; imaginó a su hermano saliendo de la casa de sus padres para buscar su cartera por todas las papeleras del barrio; escuchó la voz de la empleada de la compañía de créditos; y, finalmente, se imaginó a Alicia entrando en su casa y abriendo el cajón de Mario. Todo parecía claro y, sin embargo, nunca se había planteado si quiera la posibilidad. Ni ella, ni sus padres, ni su hermano, porque no había alguien en este mundo que considerara a Alicia capaz de algo semejante. ¿Sería posible? No existía prueba alguna y nadie deseaba más que Inma la inocencia de Alicia. ¿Por qué no podía entonces eliminar sus recuerdos?, ¿por qué le asediaban constantemente aquella noche? No podía dormir por temor a que Alicia, de algún modo, intuyera todo lo que estaba recordando. 181

Era una mañana de finales de marzo. Inma despertó de una pesadilla y se encontró sola en la cama de Alicia. Escuchó el tintineo de trastos de cocina y llegaba a la habitación un olor muy agradable. —Ya era hora, dormilona, son las dos de la tarde —le saludó Alicia al verla. —¿Qué haces?, huele muy bien. —Un plato que parece muy interesante. Lo he sacado de un libro de recetas. ¿Te quedas a comer? —Claro, mi amor. La mente de Inma había amanecido despejada. Lejos quedaban aquellos nubarrones de sospechas y podía contemplar a su novia limpiamente. Por algún motivo era incapaz de procesar aquel asunto espeluznante, del mismo modo que un año atrás se negaba a aceptar que le estuviera siendo infiel con Paloma. Todo parecía demasiado evidente y demasiado cruel como para ser real. Después de comer se fueron al sofá. Alicia se tumbó, dispuesta a ver una película, e Inma se sentó a sus pies para proseguir con la lectura de una novela. Así permanecieron el resto de la tarde y estaba anocheciendo cuando Inma cerró el libro y se ofreció para hacer la cena. Al ver el rostro de Alicia, al ver su gesto apagado, amargado, insatisfecho, Inma pudo ver en

su cara su reflejo. Recordó las palabras de Cristina, que siempre aseguraba que dejarlo era bueno para las dos porque ambas se mostraban mustias. —Alicia, tú no eres feliz conmigo —aseguró. No supo de dónde le vino la fuerza, pero se sintió aliviada al decirlo—. Tal vez deberíamos dejarlo y así darnos una oportunidad. Alicia se incorporó. —¿Eso quieres? —No es lo que quiero yo. Yo no quiero. Sabes que te amo, que no puedo evitar quererte, pero no puedo vivir así, viendo tu gesto melancólico, sintiendo la inestabilidad y el miedo a discutir y ser clara. No nos hacemos felices. Dijiste que te dejara cuando volviéramos a discutir, pero es que no quiero esperar a ello, no 182

quiero pasar por otro drama, por la ansiedad, por la angustia del desentendimiento. Alicia comenzó a llorar e Inma, al verla, al observar las lágrimas rodando por su cara, al comprobar que en algo le seguía afectando su presencia, lloró con ella. —Podemos ser amigas —acertó a decir Alicia, mientras encendía el ordenador y escondía su mirada en un juego. —Claro. Ojalá sea capaz de que verte no me afecte. —Sabes que te amo y que te amaré toda mi vida. —Todavía no comprendo por qué el amor no es suficiente. —Porque somos muy distintas. Ahora podemos, al menos, acabar bien y empezar algo nuevo y diferente. Nos intercambiaremos a Coco y a Freud, como hacíamos hasta ahora. Y supervisaré a tu nueva novia, para que te trate bien. Inma desbocó su llanto. Le parecía irreal aquella conversación. Su amor por Alicia tenía vocación de eternidad y jamás se había planteado la vida sin ella del modo en que lo estaba haciendo en aquel instante. —Es mejor que no sigamos mortificándonos —dijo Inma entre sollozos —, así que no hablemos ahora de otras novias. —Quédate a dormir —le invitó Alicia. —No sé... —¿Por qué no?, a fin de cuentas, espero que te quedes a dormir muchos días conmigo. Mi cama es también tu cama. —Vale, ¿por qué no? Se fueron a la cama sin cenar y Alicia se comportó con Inma más amable de lo que había sido en los últimos años. En cierto modo, pensó Inma, se mostraba liberada y hasta era capaz de sonreír y bromear. Inma se sonreía al escucharla porque sabía que, sin ella, Alicia podría ser mejor persona. 183

Inma se despertó más temprano de lo habitual. Miró a Alicia, que aún dormía. Freud, igual que hacía cada mañana, se acercó a Inma y le lamió la cara para dar los buenos días. Coco se apuntó a la fiesta y salió de entre los brazos inmóviles de Alicia para besar a Inmaculada. Estaba intranquila pero convencida de que había tomado la salida adecuada. Mientras hervía el agua de la cafetera, llamó a Cristina. —Anoche lo dejé con Alicia. —¿Tú? —preguntó Cristina asombrada. —Sí. —¿Cómo estás? —No lo sé todavía. Pero estoy segura porque creo que ella lo estaba deseando. Tenías razón, estábamos empecinadas en un amor que nos hacía infelices. —Pero, ¿qué te pasa?, ¿eres tú la que habla?

—Sí. No sé, he sentido como si en mi cerebro se moviera una clavija. Es algo muy extraño. De pronto siento que soy otra persona. —¿Dónde estás? —En su casa. —¿Y qué haces allí? —Hemos quedado como amigas. De buen rollo. —Pero es que así no conseguirás olvidarla. —Sí, mujer, que las cosas ya están habladas. Y somos lo suficientemente maduras como para afrontar esta situación. Por la tarde Inma lloraba en su habitación con el propósito de volver con Alicia. Pero, antes de dejarse llevar por el irraciocinio, decidió irse a la casa de sus padres. Cogió a Freud y se metió en su coche. Necesitaba moverse, entretenerse, agotarse. Cada minuto era importante. 184

—Hoy me quedo a dormir —le anunció a su madre. —¿Y eso? —No sé, que me apetece estar aquí. La asistenta preparó la cama de invitados e Inma, antes de media noche, ya estaba entre aquellas sábanas con olor a suavizante. Todo era acogedor en su casa. Y así pasó el primer día sin ver a Alicia, entretenida en la novedad de ser bien recibida, de estar en un lugar seguro y apacible. Llamó a Alicia y le deseó las buenas noches. Pero durante el anochecer del día posterior, la ansiedad volvió a pedir audiencia. Echaba en falta el rostro de Alicia, su presencia, su forma de levantarse del sofá, la imagen de sus manos mientras cocinaba, su olor, su aire despreocupado. Tenía que existir alguna solución que no quebrantara su amor por ella. Más aún considerando que Alicia, por su parte, también decía amarla. Guiada por un impulso, marcó su número. —He estado pensando en estas horas que podemos seguir luchando. —Inma... —Es que no me resigno. ¿Por qué sufrir? Si las dos nos queremos, ¿por qué separarnos? —Porque no estábamos bien. —Pues podrías apuntarte a una terapia, siempre te lo digo. Podrías hacerlo por las dos. —Sabes que no creo en esas cosas. —Pero eso es como decir que no crees que la Tierra sea redonda. —No quiero y ya está. —Sería una forma de gastar otro cartucho. Después podríamos decir que lo probamos todo para salvar nuestro amor. 185

—Voy a colgar. —Está bien. Sólo te pido que lo pienses. —No tengo nada que pensar. —Entonces, ¿estás segura de que hemos hecho bien al dejarlo? —Sí. Desde aquel momento Inma se propuso respetar la voluntad de Alicia. Tomaba las pequeñas tareas como sucesos trascendentales y salía de casa bajo cualquier pretexto para hacer recados. Cuando Alicia llamaba a su número, Inma atendía con el tono de una amiga y se citaba con ella para comer e intercambiar los animales. Pero, al verla, regresaba a casa con una sensación de derrota y un sentimiento de ansiedad galopante. Fueron pasando los días y, con ellos, el convencimiento de Inma y la aceptación de su ruptura como algo inevitable. Así fue como, tras un par de semanas, consiguió desprenderse de su dependencia emocional. Seguía citándose con Alicia, pero cada vez procuraba que las visitas

fueran más breves. Y, cuando Alicia se percató, trataba de seducirla con miradas y propuestas picantes. —Cielo, es que me esperan para cenar —dijo Inma en una de aquellas ocasiones. —Podrías quedarte y dormir esta noche en nuestra cama. —No. Lo siento. Se me hace tarde. —¿A ti no te trae recuerdos nuestro colchón? —De esos a los que te refieres... No muchos, la verdad. —Pues yo hoy no he pensado en otra cosa. «Cómo es la vida —pensaba Inma—, hace unas semanas yo hubiera muerto por escuchar esas palabras». —Bonita, de veras, es que me tengo que marchar, pero nos veremos mañana. 186

Y Alicia se quedaba atónita, observando cómo Inmaculada se marchaba de su casa. 187

18 Y llegó el día en el que Inma supo valorar su tranquilidad. Poco a poco había ido retomando las riendas de su vida y sabía que Alicia constituía una amenaza. Por otro lado, sus hipótesis sobre aquellos asuntos delictivos que salpicaban su pasado común, se hacían cada vez más sólidas y probables. —Mamá, hace unas semanas lo dejé con Alicia. Lo dijo mientras tomaban café en la terraza. Lo dijo porque sabía que, de aquel modo, sería más complicado dar marcha atrás. Y lo dijo porque era su madre y siempre le gratificaba acudir a ella. Decidió cambiar las cerraduras de su casa. Lo hizo con el mismo impulso con el que destrozó los papeles del asesor y escondió su talonario. No tenía nada planeado, pero aquella iniciativa, por alguna razón, le hacía sentir más segura. Y siguió citándose con Alicia varias veces por semana. Y siguió intercambiando a Coco por Freud y a Freud por Coco, hasta que supo que allí, en El Puerto de Santa María, no encontraría la felicidad. Amaba a Alicia y el cinturón de su dependencia al recuerdo de aquel amor, se ajustaba cada vez que la veía. Si bien se habían desecho de la etiqueta «noviazgo», seguían compartiendo las mismas cosas que acostumbraban a hacer durante el último año. Inma necesitaba distanciarse unos días para pensar sobre ello y decidió marcharse a Madrid e instalarse en la casa que sus padres tenían en la capital Estaba adquiriendo una capacidad reflexiva que no conocía en ella y lo aprovechó para desgranar con objetividad las posibles consecuencias que surgirían al 188

prolongar su contacto con Alicia. Necesitaba curarse las heridas y la presencia de su ex novia le robaba todo el oxigeno necesario para su cicatrización. Al segundo día de su estancia en Madrid tuvo la necesidad de salir de casa y ver a toda a aquella gente que había descuidado durante los últimos años. Pensó en José. Hacía mucho tiempo que no contactaba con él y tenía ganas de explicarle su situación y retomar la conexión que siempre le unió a él. Se citaron en una cafetería del centro y al ver a su amigo entrar en el bar, se encontró con que estaba cambiado. Tal vez él pensara lo mismo al verla a ella Y al mirarle a los ojos, al saludarle, al sentarse a su lado y empezar a hablar fue cuando descubrió que se había recuperado a sí misma, que no se sentía amedrentada, ni absorbida, ni apocada. Que podía ser, con toda naturalidad, ella misma. Que no agachaba la cabeza ni escurría su mirada. Su identidad, anteriormente extirpada, se integró en el cuerpo de Inma y, al paladear, al sentir que

podía relacionarse con facilidad, sin miedos, sin tener ausente el pensamiento y el corazón, se le llenó el alma de dicha. Le contó a José el desenlace de su historia con Alicia, sus maltratos, sus chantajes, su infidelidad y todas las sospechas que había tejido en los últimos meses. —Hace unas semanas me encontré a Mario —intervino José—. Vino para pasar unos días y me gustó verle porque le quise en su día. Y ya sabes cómo es él, tan bocazas que se le escapó algo. —¿Qué? —Que Alicia tuvo un noviazgo con Paloma durante aquellos meses en los que tú tenías tus sospechas. Hizo una alusión al tema y, al darse cuenta de su metedura de pata, me pidió que no te lo dijera. Por fin tenía Inma la confirmación de sus sospechas. Los latidos de su corazón se dispararon. Pero era alivio lo que sentía, más que dolor. Aquella revelación ya no cambiaba las reglas del juego, pero le emocionó poder encontrar, por fin, las cartas dispuestas boca arriba sobre el tapete. Había estado al borde de la locura 189

porque durante aquellos meses era consciente de cómo se le iba desprendiendo la cordura. Estuvo tantas semanas siguiendo las pistas, exasperada, incapaz de encontrar una prueba fulminante... y ahora, con una sola frase, todo estaba resuelto. Justamente cuando no le hacía falta, cuando ya no le importaba. —Y, puestos a sacar verdades —prosiguió José—, siempre he tenido una espinita dentro respecto a Alicia que no he podido contaros ni a ti ni a Mario porque ambos la adorabais, porque os tenía cegados a los dos. José contó que una noche, al salir de trabajar, fue hasta la casa de Inma, cuando aún vivía con Alicia en Madrid. Había quedado allí con Mario, porque ambas parejas se veían con frecuencia: —He dejado los quinientos euros que me han pagado esta semana en el primer cajón de la entrada —le informó José a su novio. Se unió al grupo y se sentó en el sofá. —¿Jugamos a algo los cuatro? —propuso Inma. Alicia se levantó. —Voy a comprar helado. A José le extrañó, puesto que era medianoche y, por lo poco que conocía a Alicia, sabía que no era una persona aficionada al dulce. —Te acompaño, mi amor —se ofreció Inma, pero Alicia rechazó su idea, aduciendo que alguien tendría que estar con los invitados. —Iré yo —propuso José, pero Alicia se precipitó hacia la puerta. —No, no te molestes. Vuelvo enseguida. Pasó más de media hora cuando Alicia reapareció. Y lo que más llamó la atención de José no fue su tardanza, sino que no traía con ella caja alguna de helados. Alicia se sentó e Inma sacó del armario un juego de mesa. A la mañana siguiente José descubrió que sus quinientos euros habían desaparecido del cajón. 190

—¿Quién tiene llaves de tu casa? —le preguntó a Mario. —Alicia y mi hermano. Cuando Mario llamó a Alicia, ésta le dijo que las llaves se las había devuelto en alguna ocasión que Mario no conseguía recordar. —Por eso —concluyó José mientras hablaba con Inma a la mesa de aquella cafetería—,

siempre supe que fue Alicia quien se llevó el dinero. —Pues yo siempre pensé que fue el hermano de Mario. Y Mario siempre pensó que tú te habías inventado su desaparición. —¿Para qué inventármelo si nunca le pedí dinero? Además, lo más curioso de todo es que en el cajón inferior había otros seiscientos euros, que permanecieron intactos. Quien fue a la casa tenía justamente la información que di cuando me escuchasteis. Como en las novelas de Agatha Christie, esas que tanto te gustan, sólo podía tratarse de uno de los que estábamos en aquel salón y la única persona que salió fue Alicia, con el pretexto de comprar helados... Helados que nunca trajo. —¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Inma. —¡Cualquiera te decía algo malo sobre Alicia! Al igual que Mario, la tenías por diosa. No me hubierais creído y, tal vez, con tal de abanderar su dignidad, habríais arremetido en mi contra y se habría roto nuestra amistad y mi noviazgo. Alicia tenía organizada una especie de secta y ella era la líder. Por eso nunca le gusté, porque jamás consiguió que me uniera a sus filas. Los pensamientos de Inma deambulaban alborotados por su cabeza. «¿Con quién había estado durante tantos años?». Alicia tenía que estar muy enferma. Algo tenía que justificar sus mentiras, sus delitos, sus enredos en una época en la que vivía con todos los gastos pagados. 191

A Inma, sobretodo, le embargaba la pena. Pero también estaba asustada. No podía ver a Alicia, no podía dejarse intoxicar por los restos de su amor y de su dependencia. No le guardaba rencor, pero tenía que abrir distancias. Regresó a Cádiz taciturna. Estaba segura de que no querría volver con Alicia aunque ésta se lo propusiera. Aquella certeza era algo nuevo para ella e inyectaba en sus venas una dosis de madurez. Después de todo, había crecido mucho sin darse cuenta. Y aquello era algo que, directa o indirectamente, le debía a Alicia. Porque le había hecho fuerte, mucho más entera de lo que jamás pensó llegar a estar, con o sin ella. Llamó a la puerta de Alicia y, al encontrarla, volvió a sentir el mismo vértigo en el estómago que siempre le producía su mirada. La quería. Por su olor, por química, por lo que fuera, pero siempre supo que la amaba. —Te agradecería que me dieras un tiempo —dijo Inma mientras se sentaba en el sofá. —¿Un tiempo para qué? —Para oxigenarme. Tal vez me vaya a Madrid. —No puedes hacer eso. ¿O es que piensas renunciar a Freud?, ¿y qué pasa con las otras dos perras que están a tu cargo? —Siempre has dicho que querías llevártelas, que estarían mejor contigo porque eres más disciplinada y porque las cuidas mejor que yo. —¿Y Freud? —Freud se vendría conmigo y tú te quedarías a Coco. —¡Ni lo sueñes! Tú podrás despegarte de los animales, pero yo no puedo. Si te vas a Madrid, Freud se queda. —Pero si sólo te pido un tiempo. —Pues pasa aquí tu tiempo. No tenemos por qué vernos. Tú traes a Freud tres días a la semana y te llevas a Coco en su ausencia. 192

Recogió a Freud y se fue a la casa de sus padres. Desde que rompió su relación con Alicia había sido incapaz de dormir en su ático. Tras ver a Alicia, una parte de Inma, la diurna, quería permanecer en Cádiz porque, a fin de cuentas, pensaba que Alicia estaba desamparada en un país extranjero.

Y porque, en realidad, le costaba su ausencia. A la mañana siguiente le despertó el sonido de su teléfono móvil. Se trataba de un mensaje de texto de Alicia: «Este viernes irá Mario a tu casa para recoger a Freud, así no tendrás que verme. Mándale un mensaje para hacerle saber la hora que te viene bien. Besos». Según se acercaba el día señalado, tanto más convencida estaba Inma de que tenía que retomar la decisión de ausentarse por completo de la vida de Alicia. Así, cuando llegó el viernes, Inma no había respondido al mensaje. A última hora le llegaron noticias de su ex novia: «Veo que hoy no te venía bien quedar. Te doy una semana más, pero no abuses de mi paciencia». Era la primera vez que las amenazas de Alicia no surtían efecto en Inma. Pocos días después llamó Alicia. El teléfono de Inma vibraba sobre el salpicadero de su coche. Se encontraba conduciendo, de camino a su casa, para dar de comer a sus animales. —Sólo te llamo para saber qué piensas hacer respecto al perro. —Pensaba escribirte cuando tuviera una respuesta. —¿Cómo estás? —Bien. No es fácil, pero estoy bien. ¿Tú? —Algo peor que tú. Creo que has vuelto distinta a partir de tu viaje a Madrid. —Alicia, yo... no puedo verte. No puedo olvidar todo lo que pasó. Me pasaría el resto de la vida lanzándote reproches con la mirada. —¿Qué reproches? 193

—Tus traiciones. —¿Ya estás con lo de siempre? ¡No estuve con Paloma, joder! No sé a quién te has encontrado en Madrid, pero te miente y vas a arrepentirte. Métetelo en la cabeza. —Ya no importa. Sé que tuvisteis una relación y te pido que no me lo niegues más porque me duele que me mientas innecesariamente. Además, ¿qué quieres que te diga?, si te portaste así conmigo y encima no te la follabas es más hiriente. Aquella traición trasciende el sexo y al menos con sexo puedo entenderlo mejor. —Estás resentida y actuar con rencor nunca conduce a nada bueno. Y, a propósito —Alicia bajó el tono de su voz y prosiguió hablando, pero más pausadamente—, hablando de conducir..., siempre me ha reventado una de tus malas costumbres. —¿Cuál de ellas? —Hablar por teléfono mientras conduces —respondió e inmediatamente cortó la comunicación. Inma, asustada, miró los coches que pasaban a su alrededor pero no se encontró con ningún todoterreno. Estaba segura de que no se escuchaba el ruido de su motor, ni la música de la radio, ni nada que pudiera delatar a su interlocutor que se encontraba en el interior de su coche. Cuando llamó a Cristina, lo contó entre risas, porque no estaba familiarizada con frases sacadas de un guión de película de terror adolescente. Pero era inevitable que se sintiera intimidada. ¿Desde cuándo la estaba siguiendo?, ¿la seguiría todos los días?, ¿con qué intención? Al día siguiente se sintió un poco más fuerte que el día anterior. Aquella sensación la tenía cada mañana, desde que regresó de su viaje a Madrid. Cada vez tenía la mente más despejada. Pasó el día leyendo, sentada junto a Freud y a sus padres, en el sofá del salón. Y a medianoche, cuando se estaba metiendo en la cama, le llegó un nuevo mensaje 194

de Alicia al teléfono: «¿Recuerdas aquella playa a la que íbamos con el coche para cenar hamburguesas mientras mirábamos al mar? Pues ahora estoy aquí, pensando en ti. Te esperaré una hora. Si no vienes, respetaré tu decisión y no volveré a molestarte». Algo se removió en el cuerpo de Inma. No iría para así no correr el riesgo de recaer. Pero, además, no iría porque secretamente le asustaba encontrarse con Alicia en un lugar oscuro y sin testigos. 195

19 —He decido irme a Madrid otra semana —les anunció a sus padres mientras desayunaba—. Os dejaré a Freud en casa, si os parece bien. Y, si no os importa, me haríais un enorme favor si vais un par de veces al día para atender a las otras dos perras. —Claro, hija —dijo su padre. Se iría a la mañana siguiente, por lo que debía acercarse a su casa para recoger ropa más abrigada. Por algún motivo, le asustaba ir sola, pero no quería alertar a sus padres pidiéndoles que le acompañaran. En cualquier caso, suponía que su miedo era una reacción pueril y nada objetiva sobre la situación que atravesaba con Alicia. Jamás había padecido una agresión física por su parte, por lo que no había lugar a temores injustificados. A pesar de que iba a su casa varias veces cada día para dar de comer a las dos perras y sacarlas a dar una vuelta por el barrio, aquel día, aquel día en particular, tras recibir el mensaje de Alicia la noche anterior, no pudo reprimir cierto presentimiento —aún a sabiendas de que jamás conseguía intuir algo, que las cosas siempre le daban de bruces sin que hubiera sido capaz de detectar señales claras—. Estaba anocheciendo cuando aparcó en su plaza de garaje. Llevaba una pequeña maleta para guardar en ella las cosas que le harían falta en Madrid y el ruido de las ruedas al girar sobre el pavimento del aparcamiento le suscitó la misma aprensión que había sentido durante la mañana. Aquella sensación que había conocido cada vez que, tras ver el papel que prendía de una tira de celofán en la puerta de sus padres, salía sola a la calle o escuchaba algún ruido peculiar mientras se encontraba en ausencia de su guardaespaldas. Escuchó un portazo que procedía del coche de algún vecino y se giró súbitamente, encontrándose con la silueta de un hombre anónimo al volante de su vehículo. 196

Siguió caminando hasta alcanzar los ascensores y entró, ya más relajada, convencida de que era el estrepitoso ruido que causaba el contacto de las ruedas, lo que originaba su estrés. Al abrirse la puerta en el último piso salió despreocupada y giró hacia la izquierda, en dirección a la puerta de su casa. Dio tan solo unos pasos y escuchó su voz. —Inma... Alicia estaba sentada en el último escalón, apoyada sobre la barandilla, con las manos sobre sus rodillas. Llevaba una ropa que le favorecía y el cabello, recién lavado, le caía sobre la cara de forma que embellecía sus facciones. Tenía una expresión abatida, aunque, a juicio de Inma, dejaba escapar una desesperación controlada, lo cual le asustó, puesto que ignoraba qué consecuencias podría desatar contrariar la voluntad de Alicia, ya que una circunstancia tal no había tenido lugar antes, en todos los años que llevaban juntas. Inma se acercó a ella y Alicia se levantó, encontrándose con los ojos de su ex novia, que se esforzaba por esconder su temor, un temor, tal vez injustificado, por su integridad física. —Llevo siete horas aquí sentada. Alicia se acercó tanto al cuerpo de Inma, que ésta podía sentir el calor de su aliento en la cara.

—Anoche no viniste y es que necesito que me mires a los ojos y me digas que ya no me amas. Con todo el aplomo del que fue capaz, Inma miró a los ojos de la persona que amaba y se metió las manos en los bolsillos para que Alicia no detectara sus temblores. —Has sido muy especial en mi vida, pero... —¡No sigas, por favor! No hace falta que hables más porque duele demasiado. Alicia corrió, escaleras abajo y, desde la lejanía, añadió: —Espero que estos días me envíes un mensaje para saber cuándo quieres que venga Mario a por Freud esta semana. 197

No quiso darle vueltas. No pensó más en la visita de Alicia. Pero desde aquella tarde, cada día, cada noche, cada vez que se aproximara al portal de su casa, la que fuera, y metiera su mano en el bolso para coger las llaves, miraría a su alrededor para asegurarse de que Alicia no estuviera esperándola. Tomó el tren aquella misma noche y, mientras se alejaba de la estación de Cádiz, Inma estaba entregada a la lectura de una novela, tan absorbida por la historia que tenía entre manos que ni siquiera reparó en que la marcha hacia un destino lejano a la presencia de Alicia no le causaba el vértigo acostumbrado. Se sentía una persona más dentro del vagón y no un alma desarraigada de su centro de alimentación, del candor de su vida, del motor de su ilusión y su fuerza para tomar cada aliento. Y así el viaje se le hizo breve. Llegó a la casa de sus padres y se detuvo junto a una de las ventanas, por primera vez en muchos años, para contemplar el paisaje de Madrid. Se sentó en el sofá y escuchó el silencio. Todo había sido ruido en la última época de su vida por los gritos, las órdenes y un televisor que no daba tregua. Un golpe seco le despertó y se incorporó sobresaltada. Era el viento, que tumbó una de las macetas de las plantas del ático. Se había quedado dormida en el sofá, junto a la ventana. Nunca se daba cuenta de su agotamiento. Arrastrada por una ola de frivolidad, se veía obligada a sacudirse constantemente la cabeza. Alicia constituía un telón de fondo en su pensamiento durante toda la semana, pero dejaba de ser la protagonista. Ahora la protagonista era ella, la propia Inma, que estaba inmersa en la promesa de una nueva vida, con la emoción de aquello que estaba por estrenar. Pero el día anterior a su vuelta a Cádiz, después de la medianoche sonó su teléfono móvil. Sabía que se trataba de Alicia y no quería responder. No debía hacerlo. No se encontraba fuerte. Pero Alicia volvió a insistir varias veces. A aquellas horas no podría tratarse de un asunto cordial, sino que Inma esperaba encontrarse con un tono desesperado y amenazante. 198

Finalmente, Alicia optó por enviar un mensaje de texto: «Estoy bajo la casa de tus padres. O me dices cuándo me darás a Freud o subiré para preguntártelo a la cara. Y me importa una mierda que estés con tus viejos». Sin pensar, asustada, Inma marcó el número de Alicia. —No subas, que Freud no está allí, ni yo tampoco. —Pues me iré a tu casa y no pararé de llamar hasta que se agoten las pilas del timbre de la puerta. «Como en el tango de Gardel» —pensó Inma. —Tampoco estoy en mi casa. —Iré a comprobarlo. Y si no estás allí, volveré a la casa de tus padres. Sólo quiero que me digas cuándo me darás a Freud. Está en tu mano que no moleste. ¿Por qué evades tu responsabilidad? —No es una responsabilidad. Son daños colaterales. Y respétame alguna vez. Te he pedido tiempo.

—¿Es que no sabes que podría quitarte a Freud cuando me diera la gana? Está a mi nombre, ¿recuerdas? —¿Vas a demandarme? —No. Pero podría ir y partirte la cara, para después llevarme a mi perro. Inma sabía que en aquel estado de nervios era capaz de cumplir sus amenazas. De pronto sintió una angustia que nacía de la impotencia por encontrase a más de setecientos quilómetros de allí. Sabía que sus padres habían salido a cenar y que, por tanto, si Alicia llamaba a la puerta y le aseguraba a la asistenta ser una amiga de Inma, ésta le abriría y, en tal caso, no tendría dificultad alguna para llevarse al perro. —No. Cálmate. Te dejaré ver a Freud. Ahora tienes que relajarte. —¡No!, ¿dónde estás? Era urgente que hablara con sus padres, que avisaran a la asistenta de que, bajo ninguna circunstancia, le abriera la puerta a alguien. 199

—No estoy en Cádiz. —Espero, por tu bien, que no te hayas ido a Madrid con Freud —dijo Alicia antes de cortar la comunicación. Alicia aprovechó para llamar a su padre y ponerle al tanto de la situación. Aún estaba relatando lo sucedido cuando volvió a llamar Alicia. —Estoy en tu casa y, si es necesario, echaré la puerta abajo, porque ya veo que has cambiado la cerradura. ¡Lo tenías todo planeado! —No es cierto. Además, no te serviría de nada entrar porque la casa está vacía. —Pues volveré a la casa de tus padres. —A ver, Alicia, cálmate. ¿Qué quieres? —¡Qué vuelvas! —al gritar esas palabras Alicia rompió a llorar y se aceleró su nerviosismo—. Quiero que vengas y que empecemos de cero, que me dejes demostrarte que he cambiado, que quiero vivir contigo, tener un hijo y todo lo que tú quieras. Lo que me pidas, pero ven. Inma escuchó asombrada sus palabras y su cambio de actitud. Jamás había presenciado tanta humildad en el tono de Alicia y se compadeció al comprobar cómo la desesperación le estaba arrebatando el único poder del que jamás se había desprendido ante nadie: su orgullo. Quiso llenarle de besos la cara, secar sus lágrimas con la piel de sus mejillas y poder susurrarle al oído que la amaba, que quería velar por su felicidad el resto de sus vidas. Pero no dijo lo que deseaba, sino sólo le pidió que se tranquilizara, que ya no podría ser, que ahora tendría que salir adelante y que evitara albergar la esperanza de volver a estar juntas porque esa idea sólo le causaría más desasosiego. Dijo todo aquello amarrando su corazón a la cabeza. Y cada palabra dentelleaba un trocito de su espíritu pero, al mismo tiempo, fortalecía el respeto hacia sí misma. —Pues si no puedo tenerte a ti, quiero a mi perro —replicó Alicia. —Freud no es sólo tuyo. —Escúchame bien: voy a matarte. 200

Por algún motivo que a Inma le pasaba desapercibido, no le sorprendió su amenaza, ni siquiera tuvo miedo, porque no quiso concederle más poder para así evitar que volviera a anular sus intenciones. No volvería a sentirse fea por sus palabras, ni inútil, ni aburrida, ni vulgar, ni, tampoco, asustada. —No podrás vivir tranquila —prosiguió Alicia—. Tendrás que caminar siempre mirando a tus espaldas porque dedicaré mi vida a seguirte la pista hasta encontrarte. Ya no me queda otra cosa que hacer. —No vas a encontrarme.

La voz de Inma, impertérrita, pareció desconcertar y enfurecer más a Alicia. —¡Dame al perro! —Quiero tiempo. Respétame. —¿Cuánto tiempo? —No lo sé. Un mes o el resto de la vida. No lo sé. Pero no puedo verte. No quiero verte y no quiero someterme a esa pantomima del intercambio de animales, que hace que, de alguna manera, siga atada a ti. —¡Hija de puta!, puedo ir a buscarte, partirte la cara y llevarme a mi perro. —Esta conversación empieza a adquirir tonos sórdidos que no nos conducen a ninguna parte. Creo que es mejor que nos despidamos porque no voy a consentirte ni un solo insulto más. —Pues no pienso colgar hasta que no me des una fecha. Dime cuándo me darás a Freud. —¿No te das cuenta de lo pueril que resulta? ¿Cómo voy a citarte?, ¿cómo voy a saber qué día tendré reorganizados mis sentimientos? —Pues yo te lo digo: voy a darte otros dos meses. El quince de julio, ni un día después. Dime que estás conforme y cuelgo. 201

Inma no estaba conforme en absoluto, pero sabía que Alicia no se atendría a razones. Tal vez, con el paso de los meses, Alicia podría sosegarse y ver las cosas sin tanto apasionamiento. —Está bien. Cuídate, Alicia. Inma tenía dos meses para desaparecer. No creía que su ex novia fuera capaz de matarla, pero tampoco quería sentarse sobre una silla conocida para comprobarlo. Viajó a Cádiz en el primer tren de la mañana. Ya no estaría tranquila si no tenía a Freud a su cargo. De pronto tuvo claro que debía actuar con aplomo y que cualquier decisión, aunque dolorosa, debía llevarse a cabo lo más rápidamente posible. Y lo primero que debía hacer era buscar un lugar para las otras dos perras. Encerradas en un piso de Madrid serían infelices, pero también asumía su incapacidad como para entregarlas a manos de nuevos propietarios. Alicia había declarado, días antes de que su relación se complicara, que en unos meses se mudaría, junto a Mario, a una casa de campo y que, cuando lo hiciera, se llevaría a las dos perras para que tuvieran más espacio. Pensó en la posibilidad de pedirle a Alicia que adelantara su intención de llevárselas, pero eso acabaría delatando su marcha a otra casa, a otra ciudad. Por tanto, decidió buscar una residencia para animales y, cuando ya estuviera segura en una vivienda anónima, avisaría a Alicia para que fuera a buscarlas. Al llegar a la casa de sus padres, Freud lanzó aullidos de alegría e Inma se arrodilló para sentir el alivio de su tacto. Estaba en casa. Estaba con él y lo tenía seguro y protegido. A él podría darle la estabilidad que tanto esperaban. Por la tarde encontró una residencia canina a través de Internet. Fue a visitarla y comprobó que se trataba de un hotel de lujo para animales, con cuidadores personales y zonas ajardinadas. Con Alicia estarían bien y, mientras, allí vivirían un mes de vacaciones. Por tanto, al día siguiente, cuando llevó a las dos perras y las dejó y sintió que se clavaban sus miradas inocentes e indefensas mientras ella daba media vuelta para pagar el hospedaje, a pesar de que una honda sensación de culpa le sacudiera todo el cuerpo, sabía que no sólo era la mejor opción para 202

ella, sino también para las perras. Y, en el caso de que Alicia no fuera a buscarlas, encontraría un lugar para tenerlas consigo. —No os estoy abandonando —se dijo en el coche, antes de arrancar—. Vosotras nunca estaréis desatendidas. Tras varias semanas ultimando cosas en Cádiz, cargó su coche de maletas. Ya estaba preparada para despedirse del lugar en el que había vivido durante cuatro años. Y lo hacía con

ganas por marchar y por romper aquel nexo de unión con un pasado que tanto le atormentaba. Con Freud en el asiento de copiloto, se despidió de sus padres y puso rumbo a su nueva vida. 203

20 Se alojó en la casa de sus padres y, al despertar, salió para comprar la prensa en busca de pisos en alquiler. Llenó su agenda de citas con agencias inmobiliarias y se sorprendió ilusionada con la idea de empezar, de volver a vivir en una casa sin recuerdos, de estar en Madrid y tener otra oportunidad de ser feliz. Encontró un piso en el centro de la ciudad y, con ayuda de sus padres, una semana antes del quince de julio, estaba ya instalada en su nuevo hogar. Nada le relacionaba con aquella vivienda y, al descargar allí sus maletas, se despojó del miedo. Aquella fue la primera noche que dejó de lado el sofá y pudo dormir sola en una cama. que consideró suya. El catorce de julio Inma encendió su ordenador y escribió una carta para Alicia en la que explicaba que no tenía la intención de dejarle al perro ni de dejarse ver ella en mucho tiempo. Trató de ser cordial y se despidió con sus mejores deseos. Se sentía agotada cuando terminó de escribir porque dirigirse a Alicia le debilitaba, le devolvía a aquellos años. La respuesta de Alicia no se hizo esperar. Aquella misma noche encontró Inma la réplica en la pantalla de su ordenador: «Acepto que te tomes un tiempo más. Pero si en estos meses no obtengo una respuesta sé que llorarás mucho. Aunque me lleve tiempo, sé que llorarás. Y yo lo lamentaré porque te amo». 204

21 Había amanecido en Madrid y las nubes ennegrecidas presagiaban una mañana de tormenta. Inmaculada se había despertado temprano y tenía pensado dedicar el día a colgar cuadros, colocar estanterías y usar el taladro para sostener la librería que había comprado el día anterior. Mientras tomaba su primer café sonó el timbre de la puerta. Se trataba de la empresa que se había encargado de la mudanza y traían las pertenencias que había dejado en su casa de Cádiz. Cuando los hombres se marcharon, Inmaculada empezó a desempaquetar cajas. Freud, que aún se sentía extraño en su nuevo hogar, contemplaba con apatía desde el recibidor la labor que realizaba su dueña. Entre los libros encontró una edición de El silencio de los corderos que jamás había visto. Pensó que tal vez Alicia se la dejó olvidada en la casa, cuando estuvo de alquiler. De ser así, la tendría guardada entre todas aquellas cosas que escondía celosamente como sus trofeos personales, aquellos que depositaba siempre en un cajón y cerraba bajo llave. Al abrirlo, encontró una dedicatoria: «Sé que no te gusta leer, pero la película ya la tenés y me consta que Hannibal te dejó fascinada. Espero otra cita. Tomá nota de mi teléfono del laburo: 44387656. Claudio». Ojeó el libro y no encontró ninguna otra anotación. ¿Quién era Claudio? Devolvió el libro a su caja y agujereó la pared con el taladro para incrustar después los tacos que sostendrían las estanterías y la librería. El reloj marcaba las seis de la tarde cuando Inma sostenía el último tablón y estaba a punto de colocarlo, pero, en lugar de ello, lo apoyó en la pared y buscó con la mirada su teléfono inalámbrico. Marcó el número que vio anotado en la primera página de la novela, añadiendo los prefijos que precedían a aquellas cifras. —Hola, al habla Cristina Fenetici, ¿en qué puedo ayudar? —Buenos días, quería hablar con Claudio.

205

—¿Claudio?, ¿Claudio Estiliano? —Sí... —Ahorita no está acá. ¿Quién lo llama? Inmaculada dejó su número, con los prefijos convenientes, y un nombre falso antes de proseguir con su tarea. Estaba colgando el último cuadro cuando sonó su teléfono. —Le habla Claudio Estiliano, ¿en qué puedo ayudarle, señorita Frena? —Puede llamarme Belén. —De acuerdo, Belén. —Verá, yo... llamo de parte de Alicia. Al otro lado de la línea se escuchó un silencio incómodo, un silencio que a Inmaculada le pareció eterno. —Vos me estás boludeando. —No. De verás que no. —¿Y qué querés?, ¿me querés decir dónde está esa hija de las mil putas? Me la pasé buscándola varios años. Inma permaneció callada. —Está en España, ¿no?, por eso me llama una gallega. Es por eso que no la encontré. ¡La concha de la lora!, decile a esa desgraciada que acá la espero a que pague su deuda. —No se ponga así, tranquilícese. —¿Tranquilizarme decís? ¡Soy su marido!, así que me chupa un huevo y me enojo lo que me viene en gana. A Inmaculada se le escapó una carcajada. ¿Marido? Ciertamente no le sorprendía excesivamente aquel descubrimiento, aunque era inevitable que le dejara algo desconcertada. 206

—Decile a esa trola que para engañar a otro boludo tendrá que conseguir el divorcio y no pienso dárselo hasta que me devuelva toda la plata que me estafó. Decile que después de su robo no conseguí levantar el negocio. Claudio Estiliano cortó la comunicación. Inma se levantó del sofá y reinició la tarea de desempaquetado. Empezó colocando los libros en la librería y, al terminar, se dedicó a ordenar las películas en las estanterías. Acabó el trabajo a medianoche y, antes de acostarse en el sofá, puso una película: El silencio de los corderos. Tendió una manta sobre su cuerpo y Freud corrió desde el recibidor para acurrucarse bajo una lana que se hacía apetecible en el invierno de Madrid. Y abrazando el cuerpo peludo de su perro, Inmaculada rompió en un llanto estrepitoso, consciente de que no lloraba por haber sido víctima de otro engaño, que no lloraba por el matrimonio de Alicia, sino porque aquella era la prueba fehaciente de que durante aquellos ocho años jamás hubo amor. Tras aquella revelación Inmaculada había cortado definitivamente los hilos que favorecían la manipulación de Alicia y, por tal motivo, cuando, una vez al mes, recibía un mensaje de su ex novia en el que entremezclaba amenazas con propósitos de enmienda, ya era capaz de borrarlo sin que despertara su culpa o su compasión. 207

22 Pasó casi un año y la presencia de Alicia en el recuerdo de Inma cada vez estaba más diluida. Pensaba en ella cada día y sentía, incluso, la nostalgia de su ausencia, pero, al mismo tiempo, estaba empezando a disfrutar de sí misma. A través de José y de Susana empezaba a conocer gente que entraba en su vida y ella se entusiasmaba al comprobar que de nuevo tenía

la mirada transparente y el corazón limpio. Podía mirar a los ojos de sus interlocutores y mostrarse sin el muro de todos aquellos complejos que albergó durante su relación, porque siempre se sintió atrapada en una foto en movimiento, como si su alma no pudiera encajar dentro de su cuerpo. Ya no era una extraña y dejaba verse con el orgullo de ser ella misma. Salía casi a diario con amigos muy dispares pero cuidadosamente escogidos, que hacían de su vida un lugar en el que siempre podía mostrar su más sincera sonrisa. Porque había vuelto a reír a carcajadas y a compartir su felicidad con las personas queridas. Por otra parte, volvía a subirse a sus tacones porque renacía en ella el interés por arreglarse, por cuidarse y mostrar en su superficie toda la energía positiva que cargaba en su interior. Era otra mujer: la Inma nocturna que había estado acallada y escondida. Y con el sosiego que inyectaba su amor propio, con la paz de su recién estrenada madurez y su recuperado buen humor, fue despojándose de sus malas intuiciones. Corría el mes de febrero. Otro dos de febrero. Sus padres estaban en Madrid desde las Navidades y esperaban, como cada sábado, la llegada de su hija para almorzar juntos. Inma dejó a Freud en casa porque la última vez que lo llevó, éste había orinado en todas las cortinas de su madre. Al sentarse a la mesa observó que, como venía sucediendo en los últimos siete meses, el ambiente estaba libre de tensiones. Su madre, contenta al ver a su hija sonriente y con el peso restablecido, 208

se mostraba afable y cariñosa; por el mismo motivo, su padre se enzarzaba en la tarea de idear bromas cargadas de ironía para despertar las carcajadas de su hija. Al terminar de comer, sus padres se acomodaron en sendos sofás y ella subió a la terraza. Se cubrió con una manta y se sentó en una de las tumbonas. El cielo, despejado, mostraba un sol radiante que acabó por enrojecer sus mejillas. Una paloma aleteó sobre el ático hasta que decidió aterrizar en una de las baldosas y, al observarla, Inma se sonrió y dijo una palabra en voz alta: «Paloma». Recordó cuando no podía mencionar el nombre de aquella ave ni para cantarle a su sobrino una canción que tenía al animal como protagonista. Hacía casi un año que nadie perturbaba su paz interior porque había definido bien los límites al respeto y era capaz de querer más generosamente. La gente que le rodeaba valoraba sus virtudes y la quería también por sus defectos; y ella respondía a través de su sinceridad, sin esperar algo pero recibiendo, agradecida, la ilusión y la fe en las personas y en las relaciones humanas. Y allí, sentada en la tumbona, mientras observaba como la paloma levantaba de nuevo el vuelo, se hizo consciente de lo feliz y completa que se encontraba en aquel momento de su vida. Cuando bajó al salón se encontró con que sus padres dormían profundamente. Besó a su padre en la frente y, cuando se acercó a su madre para besarla, ésta entreabrió los ojos. —Cariño, te quiero —dijo, antes de volver a dormirse. Inma se fue y al entrar en el coche lloró. Lloró de alegría y después siguió llorando un rato más porque lloraba. Había recuperado el llanto y la capacidad para suspirar mientras corrían por su cara enrojecida las lágrimas, para dar hipidos y poder, al fin, desahogarse. Se sonó los mocos entre risas, divertida al pensar que era la única vez en su vida que se sentía agradecida por sus mucosidades y arrancó el motor, radiante, dispuesta a tararear todas las canciones que emitieran por la radio de camino a casa. Estaba anocheciendo cuando llegó a su calle y no se percató del coche que se mantuvo durante todo el trayecto a unos prudentes metros de distancia. Siempre había sido despistada y aquella era otra de las malas costumbres que le había 209

reprochado Alicia constantemente. Aparcó cerca del portal y, por alguna razón, por un preludio de catástrofe, fue la primera vez que no miraba a sus espaldas. Entró en el ascensor silbando

la última melodía que había sonado en el interior de su coche y sintió, como cada día que salía, la urgencia por entrar en casa y saludar a Freud. Introdujo la llave en la cerradura y, al abrir, se arrodilló para recibir a su perro. Se encontró con los grititos con los que él siempre festejaba su llegada, pero en un segundo comprendió todo lo que estaba por venir, justamente cuando Freud pasó de largo, moviendo su pequeño rabo para saludar a quien estaba tras ella. No tuvo que girarse para saber que se trataba de Alicia. «No me importa morir, porque ya no tengo miedo», pensó un instante antes de que un impacto terminara con su vida. 210

La madre de Inma se despertó agitada. Era demasiado temprano y, aunque procuró recuperar el sueño, lo dejó por imposible y se levantó para prepararse un café. A mediodía llamó al teléfono de su hija por primera vez en aquel día. Era habitual que Inma se acostara tarde, por lo que no se alarmó y esperó hasta la hora de comer. Igualmente, una zozobra le recorría el cuerpo y aquella ansiedad abstracta a cada minuto tomaba más forma y se traducía en la imperiosa necesidad por hablar con su hija, que tampoco respondió a la hora de comer. Angustiada, cogió del escritorio una copia de las llaves de Inma, bajó hasta el coche y se puso en camino. Llamó al telefonillo varias veces y, frente al silencio, se tomó la libertad de utilizar las copias de las llaves y entró en el portal. Cuando estuvo frente a la puerta de la casa de Inma, introdujo su llave y se precipitó hacia el interior de la vivienda gritando el nombre de su hija. La cama estaba hecha y no había rastro de Inma. Freud contemplaba impasible desde un rincón cómo la mujer estaba temblando cuando se sentó en el sofá y sacó de su bolso el teléfono para remarcar el número, que volvía a dar señal los tonos suficientes hasta que saltaba el contestador. Acto seguido, inspeccionó la casa en busca de pistas que revelaran el paradero de su hija y se movía con suma rapidez hasta que se quedó pasmada frente a la cara interior de la puerta principal. Un trozo de papel pendía de una tira de celofán. «Otro hecho: tenemos a su hija». 211

23 24 Alicia escuchó el timbre y abrió la puerta con naturalidad cuando encontró la imagen de dos hombres trajeados a través de la mirilla de su puerta. —Somos inspectores de policía y estamos investigando la desaparición de Inmaculada Azcárate —le informó uno de ellos. Alicia les hizo pasar, tras mostrarse consternada y abatida por el suceso. Respondió con amabilidad a todas sus preguntas sobre el tipo de relación que había mantenido con la desaparecida y los motivos de su ruptura. —Pero hace ya muchos meses que no sabía nada de su vida. —¿Dónde estuvo el día dos de febrero? —En casa, con mi amigo Mario. Él libraba y pasamos el día viendo películas. Cenamos tarde y nos fuimos a dormir. Mario corroboró su coartada y la policía regresó a Madrid. Pero desde un principio la madre de Inma sospechó que Alicia estaba involucrada en la desaparición de su hija y su idea se reforzaba cada vez que hablaba con Cristina. Pero, ¿cómo demostrarlo? —Señora —decía el superior encargado del caso, cada vez que la madre de Inma se personaba en la comisaría—, no se puede detener a alguien por intuición y la policía científica no ha encontrado pruebas. Ya pedirán el rescate y entonces encontraremos alguna pista. Además, si es por intuición, yo estoy absolutamente convencido de que esa chica no ha tenido

nada que ver. —Tal vez no haya sido ella —señaló Cristina—, porque estoy convencida de que se habría llevado a Freud. 212

Pasaron los meses, pero nadie pidió el rescate. La madre de Inma se dedicaba a Freud como si pudiera hacerle llegar todo su amor a su hija a través del perro. Por eso, cuando una tarde Freud tosió reiteradamente, no dudó en salir en busca de un veterinario con el perro en brazos. Se trataba de un simple resfriado, pero el veterinario aprovechó para hacer una revisión. Le abrió la boca e inspeccionó sus dientes. —¿Conoce la fecha de nacimiento del perro? —No. —¿Y aproximadamente? —No sabría decirle. Sacó de un armario una máquina, que deslizó sobre el cuello del animal. —No tiene chip. ¿Tiene la cartilla del animal? —No. El perro es de mi hija y en su casa no he encontrado ninguna cartilla. —¿Lo ponemos a nombre de usted? —No. A nombre de mi hija. Vendrá ella a la próxima cita. —¿Sabe si tiene al día las vacunas? —Seguro que sí. Ella lo cuida mucho. —Pues tráiganmelo dentro de ocho meses e iniciaremos el ciclo de vacunación, ya que no le consta la fecha de su última dosis. Sin saberlo, el veterinario tenía una información que a la madre de Inma le hubiera resultado, cuanto menos, reveladora, puesto que al inspeccionar los dientes del perro había estimado su edad. Pero el licenciado daría por supuesto que sus propietarios sabrían sobradamente que Freud, el Freud de la ficha que acababa de introducir en su base de datos, era un yorkshire de poco menos de un año. Aquella información habría contrastado con la certeza de que Freud, el verdadero Freud, el perro que convivió con Inma, había llegado a su vida tres años 213

atrás. Y a base de deducciones, tal vez alguien podría haber llegado a comprender que la noche en que Inma desapareció se llevaron a su perro y dejaron, a cambio, un perro de apariencia casi idéntica, con diferencias sólo perceptibles por la propia Inma. Y tal vez entenderían que el perro respondía al mismo nombre y conocía las mismas palabras que su antecesor porque así se lo hubieron enseñado durante meses de adiestramiento. El veterinario le recetó unas pastillas para la tos y se despidió de aquella mujer que, le pareció, tenía la mirada y el alma perdidas en algún lugar que no era, precisamente, su clínica. Al salir a la acera el perro impostor olisqueó el tronco de un árbol y levantó la pata para soltar unas gotitas de pis. —Vamos a casa, Freud, mi amor —propuso la madre de Inma. A unos setecientos quilómetros un perro idéntico caminaba sobre la arena de la playa de El Puerto de Santa María, atado a la correa que sostenía una mujer. —Vamos a casa, Freud, mi amor —propuso Alicia. 214

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