Con Maria

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Como experto director de Ejercicios, a cuya difusión ha dedicado gran parte de su ministerio sacerdotal, el padre Mendizábal ha logrado en este libro entretejer magistralmente, dentro del esquema ignaciano, los aspectos fundamentales y las nuevas aportaciones de la encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo 11, con intuiciones propias, de gran solidez teológica, expuestas con sencillez y profundidad. La lectura y aplicación de los contenidos tan vitalmente expuestos en sus páginas logrará revitalizar la vida cristiana en la indispensable dimensión mariana que ha de tener. Crecerá así la relación filial con María, haciendo más sólida la devoción a ella y más eficaz su influjo materno.

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BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

Con María

LUIS MARÍA MENDIZABAL, S.J.

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CON MARIA Meditaciones de Ejercicios Espirituales

BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS MADRID • 2014

ÍNDICE GENERAL

Págs. Introducción .......... .................. ....... ............... .. .

© Luis María Mendizábal

© 2014, Biblioteca de Autores Cristianos Añastro, l. 28033 Madrid www.bac-editorial.com Depósito legal: M-10992-2014 ISBN: 978-84-220-1724-0 Preimpresión: BAC . . Impresión: CLM Artes Gráficas, Eduardo Marcom, 3, Fuenlabrada (Madnd) Impreso en España. Printed in Spain Ilustración de cubierta: Virgen rezando ( 1640-1650), de Il Sassoferrato (National Galery, Londres) Diseño: BAC

ro Cualquier forma de reproducción, distribución, comuni?ación pública o transfonnación de esta obra solo puede ser realizada con la autonzac10n de sus titulares, salvo exc~p­ ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprograficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragraento de esta obra (www.conhcencJa. com; 91 702 19 70193 272 04 47).

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l. a Meditación: María: plenitud de gracia .......

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2.a Meditación: La pureza de María ................

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Homilía 1.a: Misericordia de Dios y corazón cristiano....................................................... 3.a Meditación: María en el misterio de Cristo

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vivo ............................................................. .

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4. 3 Meditación: El pecado y la misericordia desde María ................................................ . 5 .a Meditación: La Anunciación ....................... . 6. 3 Meditación: La Encarnación ...................... . Homilía 2.a: El mandamiento nuevo del amor .. . 7.a Meditación: Las dudas de san José ............ . 8.a Meditación: El Nacimiento ......................... . 9. 3 Meditación: La Presentación ...................... . 1o.a Meditación: La huida a Egipto y la pérdida en el Templo ................................................ . Homilía 3. 3 : Mirada deje ................................. . 11.a Meditación: Las bodas de Caná ............... . 12.a Meditación: Mira a tu Hijo ....................... . 13.a Meditación: María en la vida de la Iglesia y en nuestra vida ........................................ . Homilía final: María Reina y Madre ................ .

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INTRODUCCIÓN

Vamos a comenzar una pequeña introducción a los Ejercicios, a los que estamos ya acostumbrados la mayor parte, y que este año vamos a encauzar por la línea del Año Mariano. No se trata de hacer un curso de mariología, pero voy a tener ante los ojos la encíclica del papa Juan Pablo JI, Redemptoris Mater, no para hacer una exposición parte por parte, haciendo de cada una de ellas una especie de lección, sino para tenerla presente en una meditación de la vida de la Virgen, es decir, del misterio de Cristo a la luz de María. Iremos recogiendo algunos misterios y sobre ellos iremos desentrañando lo que Juan Pablo II en su encíclica nos enseñó, hacia donde nos quiso orientar. Hay aspectos fundamentales muy importantes, puesto que él da la razón de por qué se proclamó Año Mariano el año 2000. Es muy interesante un aspecto que quiere subrayar, a saber: así como Pío XII proclamó Año Mariano el año 1954 por ser centenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción y quiso que fuera al mismo tiempo una celebración de la entonces reciente proclamación dogmática de la Asunción -dos misterios marianos: Inmaculada Concepción y Asunción-, así Juan Pablo II tuvo interés sobre todo en subrayar en el adviento del año 2000, la presencia ejemplar y activa de la Virgen en la historia de cada uno de nosotros y del mundo (cf. RM 48). Es una visión más dinámica, en cierta manera. Y me parece importante, porque nuestra misma vida hay dos maneras de entenderla:

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Podemos hablar de la santidad a la que estamos llamados, ¡importantísima! Pero así como la Inmaculada y la Asunción vienen a indicamos la santidad de la Virgen, la elevación de María, y la Redemptoris Mater recalca, evidentemente, presupuesta esa santidad y esa elevación, su colaboración a la obra salvadora de Cristo, también nosotros tenemos que considerar esta vertiente, no solo fijamos en que tenemos que ser santos, cristianos «a carta cabal», sino mirar también nuestra colaboración a la salvación del mundo. Primero lo que recibimos de Cristo y de la Virgen; pero no es puramente pasivo, es un empeño de colaboración. El Concilio dedicó un capítulo entero de la Constitución sobre la Iglesia a la Virgen y presentó su mariología, llamémosla con este nombre, como: «María en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia». Destacó que la Virgen es para nosotros «modelo-tipo» de fe, esperanza y caridad, y nos precede en el itinerario de la fe. Un tema que Juan Pablo II desarrolla ampliamente en su encíclica, lo toma de estas palabras del Concilio: «María precede al Pueblo de Dios en el itinerario de la fe». María es tipo de la Iglesia. María es redimida excelsamente, santísima, la santísima Virgen; pero así siendo santísima, siendo redimida es colaboradora de la Redención. Este es el matiz que vamos a tratar de ver. A veces nos puede parecer que el tema de la santidad es casi un tema de estética, y no lo es ciertamente. Es el tema de la obra de Cristo en nosotros, pero inseparable de nuestra inmersión en la ayuda de la salvación de los demás. El principio que debe estar muy dentro: «todo redimido por Cristo tiene que ser redentor con Cristo», es lo que aprendemos en María y de lo que María es

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tipo para nosotros. Nos enseña las condiciones de esa redención plena y de esa colaboración a la redención con los demás. Como introducción voy a presentar dos puntos: el comienzo y el final de la encíclica de Juan Pablo II, en cuanto nos orienta en este camino y nos da unas ciertas pautas. Después volveremos nuestra atención directamente sobre la figura de María, para ir viendo en Ella los rasgos que nos ayuden a proceder en el itinerario de nuestra fe, de nuestra santidad y de nuestra colaboración a la redención. El final de la encíclica Redemptoris Mater da la razón del Año Mariano, y en ese sentido, para nosotros puede ser muy útil para ver también la razón de ser de esa marianidad de nuestros Ejercicios. Iremos tocando los puntos vitales que son inevitables: veremos que es Madre de los pecadores, Madre de la misericordia, veremos en Ella el ejemplo del seguimiento total de Cristo. Lo iremos viendo, pero con ese matiz mariano. Y al explicar esto, Juan Pablo II viene a dar esta idea en los números finales: «La Iglesia tiene con la Madre de Dios un vínculo» (RM 47), está muy unida. Cuando decimos Iglesia es la Iglesia en su misterio, no solo en su organización o en sus prácticas, en su misterio. Y cuando hablamos de misterio se entiende siempre cada uno de los fieles, en el que se realiza el misterio de la Iglesia. Pues bien, «la Iglesia está vinculada con la Madre de Dios con un vínculo que abraza el pasado, el presente y el futuro». ¿En qué sentido? Adelantamos esto: porque en el origen de la Iglesia está la Virgen. La Virgen es la primera, el primer miembro perfecto de la Iglesia. En el pasado, en el origen mismo de la

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Iglesia, la encontramos en cuanto que interviene en la Encarnación, en cuanto que colabora con Cristo y en el misterio de Cristo hasta la oblación de la cruz, y en cuanto que ora con los apóstoles esperando el don de Pentecostés. Por lo tanto, está vinculada en el pasado, y en el pasado de la historia de la misma Iglesia: la Iglesia se ha distinguido siempre por una veneración de la Virgen y, la Virgen ha actuado en la Iglesia. En el presente, porque la Virgen es formadora del corazón de los fieles, actúa continuamente. No solo es un modelo al que miran los fieles ahora, sino todavía interviene, actúa en nuestra vida. Y en el futuro, porque la Iglesia mira a María gloriosa en el cielo como ya obtenida su situación final, como seguridad y esperanza: vemos que nos espera. Por eso, miramos también hacia el futuro de la Iglesia: la Iglesia tiende hacia Ella. Ya iremos matizando estos aspectos y desarrollándolos en nuestras meditaciones. «Y la Iglesia venera a la Madre de Dios -dice Juan Pablo II-, como Madre espiritual de la humanidad», como Madre espiritual de cada uno de nosotros. Veremos en Ella los cuidados de su corazón materno, que se vislumbra y se diseña en los mismos pasajes del Nuevo Testamento, pero que después aparece en la historia de la Iglesia. Recordemos sus intervenciones en Lourdes, Fátima, etc., donde muestra su solicitud materna como Madre espiritual de los hombres, preocupada por su salvación. Y abogada de la gracia. Es medianera, abogada que interviene e intercede por nosotros, para que se nos conceda la gracia. Este vínculo de la Virgen y la Iglesia es fundamental para que lo vivamos. No es desviarnos o separarnos del misterio de Cristo, en ningún caso es aislarnos, sino que la vemos inserta siempre en

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el misterio de Cristo, ejerciendo una función que nos lleva más plenamente a Cristo. Este vínculo o relación con la Iglesia, esta presencia real, verdadera y activa de María en la Iglesia, dice Juan Pablo II, esta realidad es la que le ha movido a proclamar el Año Mariano. No se trata de florituras, de cuestiones simplemente de cultura especializada, sino de algo vital. María está presente en nuestra vida en el misterio de Cristo, y esto lo debemos cuidar. Y el Año Mariano viene a esto. «Deseo destacar, -dice Juan Pablo II- la especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia». Lo veremos en los ejemplos del evangelio y también en la doctrina de la Iglesia sobre la verdad de su presencia en la Iglesia y en nuestra vida, en nuestra persona. Es la dimensión fundamental que brota de la mariología del Concilio, que el Sínodo extraordinario del año 85 recomendaba cordialmente: ¡que se viva la doctrina del Concilio! El objetivo de este Año Mariano es promover una nueva y profunda lectura de cuanto el Vaticano II dijo sobre María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Este va a ser también nuestro objetivo en los Ejercicios: promover esa profunda y nueva lectura de la enseñanza del Concilio que Juan Pablo II hace más cercana en la encíclica, que tiene continuamente el fondo de la doctrina conciliar. No se trata solo de una doctrina, que serían clases, sino de vida de fe con su tinte mariano, que es parte del misterio de Cristo y parte esencial en el plan divino. Es la espiritualidad mariana tradicional y conciliar. «Esa espiritualidad mariana y su correspondiente devoción -lo que llamamos devoción a la Virgen, bien entendida como espiritualidad mariana, llevada desde

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el fondo del ser, vivida cordialmente-, tiene su fuente en la experiencia histórica de las personas y comunidades cristianas que viven en los diversos pueblos de la tierra». Y hace mención a san Luis M.a Grignion de Monfort, este santo que tiene el famoso Tratado de la verdadera devoción a la Virgen, que se ha extendido mucho recientemente y al que Juan Pablo II tuvo especial devoción, quizás porque le marcó en su adolescencia y juventud. Lo llevaba en el bolsillo cuando trabajaba de albañil, y le marcó en su totus tuus, que el santo destaca en sus escritos. Entonces menciona lo que significa «la consagración a Cristo por medio de María como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso bautismal». Y cita también a san Alfonso M.a de Ligorío con su libro sobre Las glorias de Maria. Son formas experienciales. Todo esto tenemos que recogerlo -no puede ser de una manera extensa-, y tenerlo presente para poderlo aplicar. No solo hablaremos -«la Virgen en su misterio aparece así»-, sino que tendremos que tocar el tema de cómo vivir esa espiritualidad, cómo interviene la Virgen en mi vida, qué requiere de mí esa intervención de María y cómo mi vida se debe sellar con ese carácter mariano que debe tener.

tiempo fijado por Dios desde la eternidad para enviar a su Hijo; es la Encamación del Verbo; es el momento en que el Espíritu Santo plasma en el seno virginal la naturaleza humana de Cristo; es el tiempo mismo redimido, se convierte ya en tiempo de salvación. Y finalmente -a esto le da mucha importancia-, es el comienzo misterioso del camino de la Iglesia (cf. RM 1). La plenitud de los tiempos es el tiempo eclesial, el inicio del caminar de la Iglesia, porque en María se da el principio de la Iglesia. María es miembro de la Iglesia. En Ella la Iglesia es perfecta y en Ella comienza ya la proyección de la gracia salvadora de la Pascua. Y Juan Pablo II muestra unidos indisolublemente a Cristo y a María, al que es Cabeza de la Iglesia y a la que al dar su fiat prefigura la condición de esposa y madre de la Iglesia. Esa plenitud de los tiempos comienza con el misterio de la Encamación y la Iglesia es el signo de esa plenitud. Ahora bien, esta Iglesia ha iniciado su peregrinación en fe hacia la eternidad desde Pentecostés. En medio de los pueblos está la Virgen caminando. Es su itinerario de fe, su peregrinación en la fe. María, presente en la esfera orante de los discípulos en el comienzo del tiempo de la Iglesia, le precede constantemente en ese camino a través de la historia. Su proceso de fe ha sido anticipado en el itinerario de fe de la Virgen, y ahora la Iglesia sigue ese itinerario. Queremos fijamos en Ella para saber caminar en la fe, como la Virgen que nos precede. Pero no solo precede en ese itinerario de fe, sino que coopera sin cesar como esclava del Señor en la obra de salvación de Cristo. Por eso quiso Juan Pablo II que comenzase en Pentecostés. Esa fiesta tiene una razón de ser: celebra el comienzo del caminar de la Iglesia con María, que está ahí, en el comienzo de ese

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Juan Pablo II explica por qué el Año Mariano comienza el día de Pentecostés y tetmina el 15 de agosto, e indica su valor ecuménico, de unión de las iglesias. La razón de su comienzo el 7 de junio, día de Pentecostés es porque en la Virgen, «con la Encamación del Verbo en Ella, la historia de la humanidad entra en la plenitud de los tiempos». Esto lo explica en la primera parte de la encíclica, en toda la riqueza de su significación. Esa plenitud de los tiempos respecto de las promesas, es el

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itinerario de la Iglesia, y le acompaña en su caminar. Y nosotros nos dirigimos así hacia Ella. El Año Mariano, por tanto ·-y para nosotros también los Ejercicios marianos-, son una llamada a rememorar la especial y materna cooperación de María en la obra de Cristo en el pasado, a recordar que María ha actuado, ha cooperado con una de una manera esencial. Y no solo recordar, sino preparar cara al futuro los caminos de esa cooperación -ahora que estamos en el segundo milenio-, aprender a realizar esa cooperación y contar con ella, y a ver cómo la Virgen va a continuar, y disponemos a ella. Preparar esa cooperación.

arrancando con la Virgen cada mañana, acompañándonos Ella con su acción materna, cooperando para introducimos en el misterio de Cristo; y mirando hacia Ella como término del día para recogemos bajo su manto, que nos espera como signo de seguridad y de consuelo.

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El Año Mariano termina el 15 de agosto. También expresa Juan Pablo II por qué ha escogido esa fecha. Podía haber dicho: un año a partir de Pentecostés hasta el Pentecostés siguiente. La razón es «para hacer resaltar el signo grandioso en el cielo» del Apocalipsis: «Una señal en el cielo: una Mujer con doce estrellas y la luna a sus pies» (Ap 12,1 ), que es la glorificación de la Virgen. Es el signo al cual miramos. Es el futuro, hacia ahí vamos. «Conforme a la exhortación del Concilio, tenemos que mirar a María como signo de esperanza segura y de consuelo para el Pueblo de Dios peregrinante» (RM 50). Por lo tanto, está en el origen, nos acompaña activamente en ese itinerario de fe con una presencia viva, ejemplar, y está ahí como signo de seguridad hacia el que nosotros miramos. Y por eso, hacia el 15 de agosto, ¡vamos hacia allá! Es lo que tanto le gusta a la Iglesia: el itinerario de la vida hecho litúrgicamente. Es como toda la vida vivida en un año. Y en último término, toda la vida vivida cada día. Todo el proceso,

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Todo esto, nos dice Juan Pablo II, tiene una nota ecuménica. ¿Por qué? Primero, porque es un elemento de unión, sobre todo con los ortodoxos. Este Papa se caracterizó en su visión eclesial por una atención muy marcada hacia los ortodoxos. En este sentido, tal vez, ha cambiado el ritmo. Es interesante esta observación. El movimiento ecuménico, que a raíz del Concilio se desarrolló mucho, quizás en los condicionamientos humanos, debe mucho a la figura de los insignes ecumenistas de aquel momento que pusieron todo lo mejor que tenían en esta causa. Y quien marcó muchísimo ese carácter ecuménico fue el cardenal Agustín Bea, rector del Instituto Bíblico y hombre de gran confianza de Pío XII, creado cardenal por Juan XXXIII. Este hombre realmente competente, de mucho celo, encauzó ese movimiento ecuménico. Pero, él era alemán y tuvo primariamente presente el mundo protestante, luterano, etc., y se caracterizó con una preeminencia de esta vertiente. Obtuvo pocos frutos porque es muy difícil esta tarea, ya que el movimiento protestante no tiene lo que podríamos llamar interlocutor válido. No hay una persona que de alguna manera represente la corriente protestante y sea cabeza de ella, con quien se pueda establecer un diálogo; sino hay tantos cuantos pensadores, tantos cuantos teólogos. El papa Juan Pablo II viene del ambiente eslavo y tiene muy presente la iglesia oriental, la iglesia orto-

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doxa, a la que hace continuas referencias. Hablaba a veces de «los dos pulmones de la Iglesia de Europa», la iglesia de oriente y la de occidente. Él desde el principio marcó esta dimensión hacia el oriente, hacia los ortodoxos, y ha dado pasos de gigante en este camino. La visita del patriarca Dimitrios a Roma fue un hecho muy notable, después de aquellos contactos con Atenágoras que ya había habido con Pablo VI, pero con este de manera más marcada. Y cuando habla del ecumenismo, de ordinario subraya más, porque ve una posibilidad más real, la línea de oriente, que se caracteriza por una devoción a la Virgen muy superior a la nuestra, como línea mayoritaria. Los orientales veneran a «la toda Santa» con un culto extremo, con una gran veneración. Entonces Juan Pablo II indica que esto tiene una nota ecuménica: nos sentimos más íntimamente ligados, nos sentimos hermanos y hermanas cuando veneramos a la Madre de Cristo. Esta línea marianapPuede ayudar a que se superen los obstáculos hacia una unión. Y como Juan Pablo II era muy inclinado a los recuerdos, centenarios, etc., por su gran persuasión de que los pueblos tienen que enraizarse en su pasado, en su tradición -«Europa tiene que ser Europa si respeta sus raíces cristianas»; llamaba también «las raíces cristianas de Europa», con una mirada continua hacia esas raíces-, y este año 2000 era precisamente el milenario de la conversión de san Vladimiro, el gran príncipe de Kiev, que tuvo tanto influjo en el territorio que entonces era la Rus, Juan Pablo Il animaba a esta celebración. Fue una coincidencia con el Año Mariano, y de ahí que deseara una unión de plegarias con católicos y ortodoxos, con ese renovado sentimiento de gozo por su de-

voción a María: «Nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas ante la Madre de Cristo».

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Ya que Juan Pablo II nos indica en su encíclica Redemptoris Mater el sentido de esta visión cristiana mariológica, vamos a procurar nosotros en los Ejercicios atender a esta riqueza, a esta presencia activa y materna de la Virgen en nuestra vida, animarnos a ello no aislados solamente en la historia de las almas, en el camino de fe personal, sino también en el itinerario de la comunidad, de los pueblos, de nuestra Iglesia en España, etc. Recunid a Ella de manera especial con un texto que redacta en la conclusión y con el que quiero terminar. Recoge como oración final de la encíclica, el famoso saludo a la Madre del Redentor: «Madre del Redentor, que eres puerta abierta del cielo, Estrella del mar, tú que concebiste con admiración de la naturaleza al Hijo de Dios, ayuda al pueblo que cae, cadenti, pero que se esfuerza por levantarse» (RM 51). Primero resalta la admiración de que la Virgen haya llevado en su seno al Hijo de Dios, que haya engendrado a su Creador. Esto va a ser para nosotros la unión al misterio de Cristo. Y después explica lo que es la naturaleza de nuestra vida. Tenemos que acercarnos como somos. Y ¿qué somos nosotros? Un pueblo, personas que caen. Es decir, estamos, o caídos y tratamos de levantarnos, o en posibilidad de caer, como en el borde, cadenti. Es el pueblo que cae, que es frágil, pero que se esfuerza por levantarse. Ahí tenemos que pedir ayuda a la Virgen para cada uno de nosotros. Somos así, seres frágiles que por mucho que tratemos y nos esforcemos por evitarlo, cada uno siente en sí su fragilidad, y siente en sí caídas, y siente en sí casi admiración de no caer de nuevo; y quiere es-

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forzarse. Y la Virgen tiene que venir en ayuda nuestra, como verdadera Madre, en esa actividad suya de colaboración en la obra de Cristo, para introducirnos, para disponernos, para llevarnos a la intimidad del Señor y a la fuerza de Cristo. A la Virgen pues, le vamos a pedir una gracia especial y una ayuda en estos días, en este tiempo de meditación, de recogimiento, en el cual queremos fijar nuestra mirada en Ella, en su vinculación al misterio de Cristo, en su vinculación al misterio de nuestra vida, esperando que sea de veras para nosotros la Estrella de la mañana y la Estrella del mar que nos guíe con seguridad y serenidad hacia el Corazón de Dios.

CON MARÍA

l.a MEDITACIÓN

MARÍA: PLENITUD DE GRACIA

Hacíamos una introducción a los Ejercicios, tomábamos el tema de la Virgen siguiendo las orientaciones del Año Mariano, y nos fijábamos, como decía Juan Pablo II que era su intención, sobre todo en la presencia ejemplar y activa de la Virgen. Quiere decir que hemos de tomar conciencia de que nuestra devoción mariana no es simplemente sentimental, si no se funda de verdad en una realidad dogmática, en una realidad que es vida, y que tiene que tener esa doble característica que se realiza en cada uno de los misterios que celebramos de la Virgen: en cualquiera de ellos podemos ver un aspecto ejemplar para nosotros, porque María es tipo de la Iglesia, y tipo excelente al que podemos acercarnos, y un camino hacia Cristo por su misma realidad personal. Por lo tanto, tenemos que ver siempre en esos misterios cómo podemos realizarlos en algún grado en nuestra vida. Junto a eso, tenemos que contar con su cercanía, con su ayuda, con la colaboración de su corazón materno y de su intercesión poderosa en nuestra vida. Recientemente la Virgen se ha mostrado más próxima a nosotros de muchas maneras en la vida de la Iglesia. Importantes por su resonancia, podemos recordar las intervenciones de Lourdes y de Fátima. Siempre llama la atención en ellas la actitud de María que lleva hacia Cristo. Sea en Lourdes, sea en Fátima, María conduce a la adoración, a la celebración eucarística. Lourdes es hoy uno de los lugares más grandes de ado-

l.a MEDITACIÓN

MARÍA: PLENITUD DE GRACIA

Hacíamos una introducción a los Ejercicios, tomábamos el tema de la Virgen siguiendo las orientaciones del Año Mariano, y nos fijábamos, como decía Juan Pablo II que era su intención, sobre todo en la presencia ejemplar y activa de la Virgen. Quiere decir que hemos de tomar conciencia de que nuestra devoción mariana no es simplemente sentimental, si no se funda de verdad en una realidad dogmática, en una realidad que es vida, y que tiene que tener esa doble característica que se realiza en cada uno de los misterios que celebramos de la Virgen: en cualquiera de ellos podemos ver un aspecto ejemplar para nosotros, porque María es tipo de la Iglesia, y tipo excelente al que podemos acercarnos, y un camino hacia Cristo por su misma realidad personal. Por lo tanto, tenemos que ver siempre en esos misterios cómo podemos realizarlos en algún grado en nuestra vida. Junto a eso, tenemos que contar con su cercanía, con su ayuda, con la colaboración de su corazón materno y de su intercesión poderosa en nuestra vida. Recientemente la Virgen se ha mostrado más próxima a nosotros de muchas maneras en la vida de la Iglesia. Importantes por su resonancia, podemos recordar las intervenciones de Lourdes y de Fátima. Siempre llama la atención en ellas la actitud de María que lleva hacia Cristo. Sea en Lourdes, sea en Fátima, María conduce a la adoración, a la celebración eucarística. Lourdes es hoy uno de los lugares más grandes de ado-

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Con María

ración eucarística. Lo mismo que Fátima. Ella siempre lleva a construir una iglesia donde se venere a su Hijo. Es siempre camino hacia, lleva a Jesús. La figura de María que lleva en sus brazos al Niño, a quien encuentran los magos -«a Jesús con María, su Madre»-, es algo que se mantiene siempre. Pero en esos fenómenos es bueno reflexionar en que no son hechos extraordinarios, sino parte de la actuación de su función de madre. María es Madre, esto es verdad. Es Madre de la Iglesia como comunidad, como Pueblo de Dios; es Madre de los Pastores; es Madre de cada uno de nosotros e interviene en nuestra vida. Es su función, su misión. Esa intervención podrá tener características en algunos casos extraordinarias, pero son matices en último término accidentales. Lo fundamental es que nos sigue, nos ayuda y nos alienta en nuestro caminar; está presente, acompaña a la Iglesia en su peregrinación con corazón materno. Por eso, nuestra devoción hacia Ella no puede reducirse a unas prácticas exteriores. Debe ser una verdadera «devoción» en el sentido teológico de la palabra: entrega amorosa, actuación de nuestra relación personal verdadera para con Ella. ¡Es vivir lo que somos! Así como el amor que tenemos a nuestra madre, a nuestro padre, no es algo sentimental, puramente imaginativo, sino que es acoger vitalmente la relación que tenemos con ellos y, por lo tanto, tenerlos como verdaderos padres, igual aquí. Con Dios tenemos relación de hijos, somos hijos de Dios y somos hijos de María. María es Madre. Tenemos que vivir esa relación personal, distinguiendo la actitud cordial habitual, la actitud estable, permanente para con Ella, de lo que pueden ser actos explícitos de culto o veneración. Lo estable es esa actitud de corazón: «¡Es mi Madre!». Como aquella ex-

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presión tan genuina y espontánea de san Estanislao de Kostka, cuando a sus dieciocho años le preguntaban: «¿Quieres mucho a la Virgen?», y él contesta: «¡Cómo no la voy a querer, si es mi Madre!». Pero esto dicho de veras, porque la vida de fe no es montaje, es aceptar la realidad y vivirla, simplemente. El Concilio enseñaba, en la Constitución sobre la Iglesia, cuál es el verdadero culto de los santos, defendiendo ese culto esa veneración porque son hermanos nuestros, son amigos de Jesús. Pero ponía en guardia sobre lo que debe ser un culto auténtico a los santos. Y explicando lo que era ese verdadero culto decía que no consiste tanto en la multiplicidad de actos exteriores: una novena que se hace, una oración que se le dirige o una procesión en que se le lleva -«no tanto», no es que diga que no hay nada de eso-, cuanto en la intensidad de nuestro amor activo. Es nuestro amor a ellos, amor verdadero, activo, por el que buscamos «en la conversación, el ejemplo; en la comunión, la familiaridad; y en la intercesión, la ayuda» (LG 7). Toda la vida cristiana es una comunión. Nosotros, en este orden visible en el que nos movemos tenemos que estrechar esa comunión y vivirla. Uno de nuestros fallos puede ser nuestra falta de comunión. Eso es error, es defecto. Entonces, nos ayudamos unos a otros. Nos hace bien el encontramos aquí reunidos, el participar de unos ideales comunes, el conversar unos con otros, el alentamos. Quizás, desgraciadamente, lo hacemos poco. Deberíamos alentamos más, ayudamos más. Estoy seguro de que las familias irían mejor si tuvieran verdaderos lazos en comunión de ideales, no simplemente de diversión o de meras vinculaciones cultura-

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les, sino de aliento de ideales. Estamos hechos para una vida de comunión. Pues bien, con los santos tenemos que mantener también lazos de comunión. Son verdaderos los lazos con los santos. Ellos no dan la espalda a la realidad de nuestra vida, sino que se interesan por nosotros y desean también que nosotros establezcamos contacto con ellos, comunión. Esto es a lo que se refiere el Concilio cuando dice que «busquemos con la conversación, el ejemplo». Solemos usar este dicho: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Sabemos muy bien que la persona con la que tratamos nos influye en la conversación: si tenemos una persona amiga ejemplar nos levanta, nos eleva también a nosotros. Con los santos es igual, hay que conocerlos. No se trata de figuras pasadas que se perdieron en la vida y quedaron como simples recuerdos históricos, sino que son seres que están, que viven, que existen, con los que podemos entablar un contacto interpersonal. Esta es la verdadera devoción a los santos, la familiaridad con ellos. «Enriquece copiosamente el culto debido a Dios», dice el Concilio. Ahí tenemos pues, todo un campo abierto: variedad de devociones, variedad de vínculos con cada santo. Esta es la vida y esta es la realidad de nuestra «comunión de los santos». Ahora, todo esto tenemos que aplicarlo a la Virgen y a nuestra vida. Esta realidad se realiza en Ella en grado sumo: la conversación con la Virgen pone en nosotros el ejemplo de María, nos eleva, nos levanta. En la medida que la conversación es verdadera, su ejemplo es más íntimo, más eficaz para nosotros. Lo mismo, en la comunión con Ella adquirimos una familiaridad, nos

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sentimos cercanos de corazón con la Virgen. Y su intercesión es especialísima, ejercita con nosotros una ayuda materna. Pero respecto de María tenemos que decir lo mismo: no basta multiplicar algunos actos exteriores o prácticas de devoción, es necesario atender a esa devoción del corazón, a esa relación con Ella, relación de vida que afecta al sentido de nuestra existencia, que luego se manifestará en las prácticas. Es verdad; el afecto que puedo tener a mi madre se expresará en el obsequio que le puedo hacer el día de su fiesta, de su cumpleaños, o en cualquier otra oportunidad que pueda encontrar favorable. Y no será muy verdadero ese afecto si no encuentra esas ocasiones donde se exprese en prácticas. Pero es verdad que por mucho que yo haga una práctica y el día de su santo le mande un regalo, si no vivo filialmente con ella, es escaso lo que hago como hijo y no corresponde a lo que debe ser el corazón filial. En toda la vida cristiana siempre tenemos que atender al corazón: el corazón filial para con María, como corazón filial hacia el Padre, cada uno en su grado, en el orden querido por el Señor. Por eso es tan importante conocer a María y su puesto en el misterio de Cristo y de la Iglesia, en el misterio de nuestra vida, de la vida eclesial, de la de cada uno, su relación con nosotros, su función en nuestra historia. Porque si la Virgen no tuviera nada que ver con nosotros ni tuviera ninguna relación vital, sería materia de pura curiosidad. Yo puedo hacer una investigación sobre su figura, la gracia que tiene, etc. Pero me dejaría muy lejos. No, esto hay que hacerlo como con un ser vivo y amante junto a nosotros: yo la conozco, y conociéndola la admiro, vivo su intimidad; y Ella está

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cerca, presente y me ayuda. Es lo que nosotros queremos hacer en estos días. «En el caso de la Virgen, se trata de aquella que, después de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros» (LG 54). Esta es la posición de María. Es miembro de la Iglesia, es verdad. ¿Es Madre? Sí, es verdad. Pero, ¿cómo si es miembro de la Iglesia es Madre? Sí, es lo que sucede con una entidad como el Cuerpo Místico de Cristo: cada uno de nosotros es hijo de la Iglesia, ha sido engendrado y formado por la Iglesia; y cada uno de nosotros es madre de la Iglesia porque cada uno tiene que colaborar al aumento de esa Iglesia y a la generación de nuevos hijos de la Iglesia, y eso no es obstáculo. Pues bien, María es miembro de la Iglesia. Pero hay un momento en que toda la Iglesia es solo María: es el momento de la Anunciación, el momento de la Encamación del Verbo. María es sola Ella toda la Iglesia, y Ella de esta manera engendra la Iglesia. Es miembro insigne de la Iglesia. María es la Iglesia ideal, «la santa e inmaculada». Como dice san Pablo en la Carta a los Efesios: «Jesucristo amó a la Iglesia y dio su vida por ella, para hacerla santa e inmaculada» (cf. Ef5,25-27). Pues bien, en María es la Iglesia «santa e inmaculada», lo es ya. Es anticipación de lo que será la Iglesia toda al final de los tiempos. María es un miembro perfecto. Y esta Virgen ocupa en la Iglesia el lugar más alto, pero, interesante, a la vez el más próximo a nosotros. Es bueno que reflexionemos sobre algo importante en nuestra vida: una de las cosas que nos puede hacer daño es establecer una especie de separación de nuestra santidad, nuestra entrega a Dios y nuestra cercanía a los hombres. Por ejemplo, ahora nos retiramos, vamos

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a estar estos días reflexionando, y puede uno tener la impresión de que me desentiendo de lo demás. Después haré un esfuerzo para acercarme más. Se hacen muchas veces en nuestra imaginación como dos magnitudes que en cierta manera se contraponen. El Concilio, hablando de la Virgen, propone un principio que tiene una aplicación mucho más universal: «cuanto más cercano a Dios, más próximo estoy a los hombres». Este principio es importante. Es cierto que si no estamos cerca de los hombres es porque estamos lejos de Dios. Y cierto que quien está identificado con Dios, está muy cerca de los hombres. ¿Por qué esto? Primero, porque en el misterio de Cristo se revela el misterio del hombre. Nosotros somos soberbios. El hombre tiende a ser soberbio y autosuficiente. El gran pecado nuestro está en la autosuficiencia, y una autosuficiencia que sabemos que es insensata. ¡Lo sabemos!, pero queremos mantenerla. Porque ningún hombre ignora que él no puede nada, que él pasa, que va a ser absorbido por la muerte, que está lleno de deficiencias, no lo puede ignorar. Y sin embargo pretende una permanencia, incluso en la memoria del tiempo, pero por sus fuerzas. Y le molesta el recurrir a Dios como salvador suyo. Quiere ser él su propio salvador. Ahora bien, cuando se coloca en esta actitud establece inmediatamente una especie • de muro respecto de los demás, porque se tiene uno que i levantar apoyándose en los demás como sea. Y viene todo el desorden de la dimensión horizontal de nuestra vida que queda malherida por nuestra falta de dimensión vertical: soy yo el que me impongo. Y el hombre para el hombre pierde su carácter de dignidad, por mucho que lo anuncie con palabras. Al hombre anciano, al enfermo, no se le reconoce dignidad, como no se reco-

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noce dignidad al niño que no ha nacido. ¿De qué viene esto? De la visión egoísta del mundo. El hombre, al afirmarse así, se distancia de los otros; únicamente los manejará como elemento útil, pero nada más porque no reconoce en nadie, en ningún otro, una dignidad semejante a la suya; él es más que todos. Entonces ¿qué sucede? Que el misterio y la dignidad del hombre se encuentra en la revelación de Dios, en eso tan impresionante que significa el amor y la elección que Dios ha hecho de él. Pero no del hombre abstracto, ¡de ese hombre con el que yo me encuentro!, ha sido elegido por Dios desde toda la eternidad, es objeto de un amor infinito. Ese hombre que está enfermo es como una cosa santa. Y esto vale en todas las aplicaciones. El mismo padre de familia que tiene un niño pequeño, fácilmente hace de él una especie de juguete con el que se entretiene, se encuentra a gusto y está bien. Ese niño es hijo de Dios, tiene una dignidad que merece un respeto sumo. Nada hay más cercano al hombre que Dios, nadie está tan cerca del hombre, nadie ama tanto al hombre, ¡nadie! Por lo tanto, cuanto más sintoniza con Dios y se identifica con Él y se eleva a Dios, más cerca se encuentra del hombre. Esa es la paradoja de la verdadera cercanía de Dios y donde se nota que es verdadera. Porque hay algunas representaciones de Dios que no acercan al hombre, porque no es verdadero acercamiento a Dios, sino una construcción del hombre que, en cierta manera, construye un ídolo, algo suyo, que es, en ·el fondo, una proyección de sí mismo; entonces no se acerca al prójimo. Pero cuanto más alto es el hombre y más cercano a Dios, más cerca está del hombre. Nadie , como el que sintoniza con el Corazón de Dios.

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Y María es la más alta de las criaturas y por eso es la más cercana a cada hombre, porque es la que más participa del Corazón de Dios. Así es nuestra Madre y así tenemos que entrar en Ella. Este principio, como digo, es importantísimo. Vamos a procurar ir viendo la función de María y su tipología; las dos cosas: cómo es la Virgen, su inserción en el misterio de Cristo, y qué significa esto para nosotros, qué nos enseña, qué aplicación tiene junto a la cercanía que Ella tiene en nuestra vida. Podemos partir del primer pasaje del evangelio que nos habla de la Virgen que es, en el evangelio de san Lucas, el pasaje de la Anunciación, donde aparece una lección grande: la Virgen en su absoluta humildad, pobreza y sencillez social. Los exegetas y teólogos creen que los dos primeros capítulos de san Lucas tienen como fuente los relatos de la Virgen y es muy probable que sea así. Llama la atención la humildad y la sencillez de María, esas virtudes tan profundas y tan esencialmente cristianas. Porque cuando habla de otros personajes los presenta según la riqueza de su generación, de su dinastía. Por ejemplo, cuando presenta al sacerdote Zacarías: de qué tribu era, de qué ciudad, cuál era su timbre de gloria humana; incluso de san José lo dice. De sí misma no dice nada. La impresión que produce ese texto de san Lucas es de gran sencillez, es una especie de innominación: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel, a un pueblo de Galilea llamado Nazaret». El pueblo que no aparece en la Sagrada Escritura, es la primera vez que aparece. No tiene ninguna carga de tradición, de nobleza, no tiene nada de eso. «A un pueblecito de Galilea llamado Nazaret, a una virgen, a una joven virgen

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que estaba desposada con un joven, José, de la casa de David -este sí, de la casa de David-, y el nombre de la virgen era María, Miriam». Y no dice más de Ella. ¿Cuál es la lección importante? La mayor riqueza de los misterios de Dios se ha vivido en un ambiente exteriormente insignificante. Estos grandes misterios de la Virgen, la realidad de lo que va a ser María, so' cialmente pasa desapercibido. Es algo que nos cuesta i muchísimo. Quizás nosotros ponemos siempre como ilusión hacer notar nuestro paso por donde vamos, y casi, cuando no ha quedado esa huella que hubiéramos deseado, nos consideramos fracasados. Y sin embargo, la grandeza de los misterios y de la obra de salvación se realiza casi en el anonimato, pasa desapercibido. ; Pero María está ahí. Juan Pablo II lo hace observar en el prólogo al hablar de la preparación del milenio con unas frases muy bellas, cuando dice cómo se adelanta María. María es la que aparece antes de la llegada de Jesús. Y la presenta de esa manera, como diciendo: era desconocida para los que tenía alrededor, era conocida para Dios. Tenemos que aprender a amar. No quiere decir reducimos a esto, cada uno tiene su misión que tiene que cumplir. Pero una de las grandes tentaciones del hombre es cifrarlo todo en hacer cosas visibles. Es un hecho que hay menos viudos que viudas, y he oído dar esta , explicación: que la mujer está más acostumbrada, por lo menos hasta ahora, a no ser tan protagonista; en cam, bio el hombre, si deja de ser protagonista se muere, porque acaba por no ver razón de ser de su existencia. Por eso se habla de que hay que educar al ocio, etc. No hay que ir por ese camino, sino hacer entender dónde están los verdaderos valores. Cuando el camino que el Señor

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nos marca es el de la acción, hay que trabajar con toda la resonancia que necesite la obra que uno hace; pero saber que el sentido de la vida no se reduce a eso. Tenemos que aprender que la profundidad de los misterios se vive muchas veces en lo imperceptible de la vida. Este es el caso de la Virgen. María está ahí como Estrella de la mañana, esperando. Está llegando el momento y, sin embargo, no lo notan los que están alrededor. Pero sí lo nota el Señor. A los ojos de Dios es el momento grande. Así lo dice Juan Pablo II en este pasaje: «María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación. Es un hecho que mientras se acercaba definitivamente la plenitud de los tiempos, o sea, el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre, ya existía en la tierra. Este preceder suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia del Adviento [... ]. Su presencia en medio de Israel -tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos-, resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida hija de Sión al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón pues, al término del segundo milenio, nosotros los cristianos, que sabemos cómo el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la historia» (RM 3). Sin embargo, muchas veces pasa también desapercibida. El hecho es ese, es así. Esto es el comienzo, es lo· primero que se nos presenta de María: es una suma dis- , creción, un ambiente que pasa desapercibido donde se encuentra. Pero los ojos del Señor se fijan en Ella,

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como le dirá el ángel: «Has encontrado gracia a los ojos de Dios». Esto es un fenómeno que se repite, que impresiona, por ejemplo, en el anciano Simeón. Es un an. ciano que pasa desapercibido, que quizá tendría esas · <~orobillas» que tiene un anciano con sus achaques, · sus rarecillas las tendría también. Pero nos cuesta comprender que, incluso en las rarezas que puede haber en una edad humana, puede darse la plenitud del Espíritu Santo. Nos impresionan demasiado ciertos factores. En el caso de Simeón se nos dirá que «estaba lleno del Es. píritu Santo», que el Espíritu le hablaba, le consolaba, que le prometió que vería al Mesías, y le conducía también. Junto con esos aspectos humanos está la acción de Dios, la acción del Espíritu Santo. Así, pues, encontramos a la Virgen. Y a esta Virgen se le dirige un mensaje cuya palabra clave es: «Alégrate, Dios te salve». «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres». Esta es María. Sea el Concilio, sea Juan Pablo II en su encíclica, toman como punto de partida lo que es María. Se refieren los dos a la Carta a los Gálatas, donde se recalca que la predestinación de María está unida a la predestinación de Cristo, y se dice desde el comienzo: «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva» (Gál4,4-5). Quiere decimos: cuando Dios pensó en Jesús, pensó en su Madre. María entra en el decreto mismo de la redención; en el mismo decreto por el que un hombre va a ser Redentor, Hijo de Dios, aparece la Virgen, unida desde el comienzo. Así aparece de hecho a lo largo de la historia y de la preparación,

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puesto que en el mismo Génesis, en el anuncio de la redención se hace mención a que «pondré enemistades entre ti y la mujer». Ahí aparece «la mujer». Y en el tex- · to de los Gálatas dice: «nacido de mujer», de nuevo la figura de la mujer, la mujer, esa concreta. A lo largo de las predicciones de Isaías también está siempre vinculada la Encamación a la Madre del Mesías, del Hijo de Dios. María está unida así para siempre, para toda la obra de Jesús, hasta el final, en que aparecerá en el Apocalipsis de nuevo «la mujer». Ahora bien, el texto más completo para indicamos el sentido profundo de la función de María, su vinculación a Cristo, al Salvador, es el de la Carta a los Gálatas. La Carta a los Efesios -también citada por Juan Pablo II-, en su capítulo primero, presenta un pasaje delicioso que nos puede iluminar sobre el sentido de ese «llena de gracia», porque está unido «llena de gracia» con «bendita entre las mujeres», con las bendiciones. La «llena de gracia» significa que tiene plenitud de la gracia que brota de la Trinidad, del amor trinitario, y que se le transmite al hombre. ¡Esa es la gracia!, ese es el don divino: comunicación del mismo Dios amando. Ahora, Dios ama, y ama a cada uno de nosotros y le ama como es. No solo, diríamos, dirige su amor hacia esta persona, sino que le pone dentro una riqueza de dones que llamamos plenitud de gracia. La plenitud de gracia se puede entender: la elección y predestinación de Dios para ser Madre. Y puede entenderse toda la riqueza que en consecuencia de esa predestinación pone en Ella para que pueda cumplir esa misión. Porque es Madre se le han dado las riquezas interiores necesarias para que sea Madre; viviéndolo en

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una apariencia exterior absolutamente sencilla y humilde, pero la riqueza está dentro. Este tema, «la plenitud de gracia como amor», nos ayuda también a nosotros, porque el texto de la Carta a los Efesios es más general. Hay que aplicárselo a la Virgen, pero habla de nuestra elección en Cristo, habla de nosotros. Todos hemos sido elegidos en Cristo, somos objeto de ese amor, de esa predilección, y todos somos hijos. También María es hija del Padre, pero evidentemente su relación de maternidad es única, su plenitud de gracia es única. Por eso se llama «bendita entre las mujeres». En Ella tienen una riqueza especial las bendiciones que nos han venido a nosotros por Cristo, de las que habla la Carta a los Efesios. En esta carta dice san Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3s). Las palabras de bendición se llaman también palabras de acción de gracias y también de confesión. En el fondo son sinónimas. Decir: bendito sea Dios, es decir: gracias a Dios, o también significa: alabado sea Dios. Confesión, bendición y acción de gracias son sinónimas. Es como una elevación hacia Dios agradeciéndole: «¡Bendito sea Dios!». «Padre de nuestro Señor Jesucristo» es la designación. Es Yahvé, el Padre a quien Jesús se dirige con esa palabra: «Abbá». «Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos, en Cristo». La fuente de todo nuestro enriquecimiento es nuestra unión con Cristo, es el habemos visto el Padre en Cristo. Y dice: «nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo». Esta visión, que es la visión de fe, es la que nos muestra nuestra dignidad, lo que somos, ¡que se nos borra! Nos coge tanto la corriente de lo que nos envuelve

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alrededor, que nos hace olvidar esto, personalmente y respecto de los demás. Pero la palabra de la Carta a los Efesios es profunda: «nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo». Y también: «nos ha bendecido en Cristo». ¿Qué significa ese «nos ha bendecido»? La bendición de Dios es el amor que nos tiene. Nos ha amado, somos objeto de ese amor. Quisiera expresarlo de esta manera porque me parece que no es salir de la realidad. Uno nota la vida y hablamos así: ¡qué vida hay alrededor de nosotros! La vida no está en la vegetación, la vida no es una energía. La vida es un amor, y la vida es personal, comunicación de una realidad personal que es Dios. La vida no es la física porque, ¿qué sería la vida si fuera simplemente vibraciones? Eso no es la vida. ¡La vida es Dios!, es la fuente trinitaria. El amor del Padre y del Hijo que comunican ese amor, que dan el Espíritu que lo vivifica todo, es la vida. ¿Qué quiere decir cuando nosotros al levantamos por la mañana decimos: «volvemos a la vida»? ¡El amor!, que estamos en la corriente del amor, es Dios. Su amor personal nos sostiene, se nos comunica, está manteniendo todo lo que tenemos a nuestro alrededor, es la vida. Lo que llamamos vida es amor, es el amor del Señor. Todos hemos sido objeto de ese amor. San Pablo lo pone en esa forma universal: «nos ha bendecido con toda clase de bendiciones en Cristo; nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo». Este es un misterio que teológicamente se explicará de diversas maneras, pero hay una verdad que es esta: Dios nunca ha sido Dios sin pensarme y amarme a mí. No ha habido ni un momento de Dios en que Él no me haya amado, conociéndome, y amándome, es verdad. En este sentido

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yo soy eterno. No es que empezó a pensar en mí en el tiempo. No, me amó desde la eternidad: «Con caridad perpetua te amé» (Jer 31,3). Por eso dice: «antes de la fundación del mundo me eligió». La bendición consiste en esa elección: me amó y me eligió, antes de la fundación del mundo. ¿Para qué me eligió? «Para que seamos santos e inmaculados en su presencia en el amor». ¿Para qué me 'ha creado? Para que viva en la plenitud de la vida, en su •amor «santo e inmaculado». ¿Por qué? Porque la falta de santidad y la mancha son negación del amor, y eso no puede permanecer en su presencia. Nos ha elegido para ser «santos e inmaculados en su presencia», es la entrega. Es el amor que da la vida, que se entrega en su presencia en el amor. «Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos, por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad», para que llegado el tiempo nosotros tuviéramos la filiación en Cristo, «para alabanza, para esplendor de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado». Estamos en la fuente del amor. El Amado es Jesucristo, su Hijo. Ahí es donde nos ha introducido. Esa es la gloria de su gracia con la que Él nos ha elegido, nos ha agraciado en el Amado. Nos ha metido en esa relación del Padre con el Hijo. Y «en Él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia». Este pasaje vale de todos nosotros, pero tiene una fuerza especial en el caso de la Virgen. Así como en Gálatas hay una mención especial de la mujer, también aquí tenemos que hablar de algo semejante: tiene un lugar particular la mujer, que es la Madre de aquel al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación. Por

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eso desde el Génesis aparece la mujer. Es verdad, y se anuncia que todos seremos redimidos y que se aplastará la cabeza de la serpiente; pero se anuncia y destaca el papel de la mujer que estará ahí. Por eso aparece «llena de gracia» y «bendita entre todos». «Bendita más que todas las mujeres», bendita más que todos los hombres porque en Ella concurre la plenitud de la bendición de Dios. Esa es la «llena de gracia», la «bendita entre todas las mujeres», en quien se realiza en cierto sentido «toda la gloria de su gracia», en María. Y Ella tiene una bendición singular entre todas las bendiciones en Cristo y es amada eternamente en ese Amado de una manera única. Ha sido amada como nadie y es la que concentra esa «gloria de su gracia». Pero es interesante, la presentación de la Virgen en esa plenitud de su gracia se refiere a la lucha con la serpiente. En esa lucha María está con un papel central. Y en medio de esa lucha se muestra también en la Iglesia en el Apocalipsis, cuando aparece la mujer en medio, objeto del odio, de la enemistad del dragón que trata de apoderarse de Ella, de vencerla. María aparece siempre con una particular riqueza de gracia. ¿De dónde le viene esta gracia? Simplemente de su elección para Madre del Hijo de Dios. Ahora bien, todo lo que es relación personal es perpetua: María es definitivamente Madre de Jesús y tiene con Él una relación . única, que no tiene ninguna otra criatura. Es la Madre .. ¿Qué nos quiere decir esto?, pues tenemos que aplicárnoslo, como decíamos antes. Es Madre y va a hacer fun- • ción de madre con Cristo y con nosotros. También tiene algo de ejemplaridad. ¿Cuál sería la lección que quisiera que nos aplicáramos nosotros? La aplicación sería esta: todo lo que es relación personal con Cristo es eterno. Po-

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demos hablar de todos los redimidos, objeto de ese amor de Dios, elegidos en Él, pero no hay masa, sino cada uno de nosotros ha sido elegido, ha sido amado. Por lo tanto, es necesario que nos sintamos bajo ese amor, bajo esa elección de Dios que es verdadera: yo he sido elegido antes de todos los tiempos y he sido agraciado en el Amado. El amor del Padre al Hijo se ha extendido a mí personalmente, y esa relación de amor es eterna. Las cosas que son meramente funcionales pasan. El que yo sea sacerdote para consagrar el Cuerpo y Sangre de Cristo pasa. Una vez que estemos en la Visión ya no hay lugar para el Sacramento. Pero lo que no pasa es mi relación ¡personal con Cristo, eso es eterno. Mi intimidad con Él, con lo que yo soy, es lo que a mí me sella. En medio del mundo en el que nos encontramos, la vida se nos va de entre las manos, es un hecho. Trabajamos, es verdad, pero son cosas que pasan, se superan, viene otra detrás, ¡esto es así!, se nos escapa de entre los dedos. A medida que uno va viviendo, va comprendiendo cada vez más, a fuerza de desengaños de la vida, lo frágil que es. Eso lo entiende uno tan bien. Suele ser así: al principio uno es más idealista, cree que va a transformarlo todo. Después va viendo, no solo la desilusión de los demás sino la propia, uno se va como desinflando. Esto es duro, cuando uno va comprendiendo que, en el fondo, yo no intereso a nadie, que aun las personas queridas nos van arrinconando más o menos. Al principio parece que uno arrebata, arranca, pero luego va decreciendo. Y es importante considerarlo, porque la verdadera vida no debería decrecer nunca. Nosotros tenemos un cuerpo con unas energías, unas fuerzas que se van desgastando, pero la vida no

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se desgasta. No podré tener ciertas formas, ciertas energías, ciertas actividades. Pero mi vida, en lo que es verdadera vida no decrece, en lo que es verdadera posesión no mengua. San Pablo lo expresa de esa manera: «Mientras se desmorona nuestra tienda terrena, vamos creciendo de claridad en claridad» (2 Cor 5,1), ese es el contraste. Y es verdad que a lo mejor no soy capaz ni puedo conectar bien las ideas, todo eso es verdad. Pero lo que es vida en mí, mi persona no se ha degradado, va creciendo de claridad en claridad. Pero es verdad que esto es muy duro. Comprende uno perfectamente que, de hecho, no le importa a nadie. Mientras pueden •. tener utilidad de mí se me acercan; cuando ya ven que yo no puedo ser útil, pues no intereso a nadie. Esto es durísimo, pero es verdad. Nos consideran simplemente como un número, como algo que toleran en cierta manera, es así. Ahora, ¿qué nos enseña este misterio de María, pre- • destinada así, «llena de gracia» porque es «bendita entre las mujeres»? Que ante Dios somos importantes. Esta es la gran cosa, no es un consuelo imaginativo, sino es , la verdad. Y es una verdad tan grande, tan consolado- ' ra, que yo para Dios soy importante, que Él no pasa de largo. Aun cuando yo esté casi avergonzado de mi, vida, Él no la desprecia. Dios no me desprecia nunca. , Esto es grande, esta es la verdadera dignidad humana. ! Pero solo la conocemos en este misterio que se nos ilumina en el misterio de María: María predestinada, María llamada a ser Madre, María que pasa desapercibida en el ambiente donde se encuentra y, sin embargo, es objeto de esa mirada y de las bendiciones de Dios, las bendiciones celestiales en Cristo Jesús. Para Dios pues, somos importantes. Es aprender el sentido de mi vida.

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Igual que la Virgen fue predestinada, escogida para una relación concreta con Cristo, que es su maternidad, y fue predestinada, no escogida, entre las que ya iban a existir, pensada para eso; igual has sido tú escogido por Cristo para una relación personal con Él, no sustituible por otro, no indiferente. Es tu vinculación como persona con Él la que te constituye en persona. Siempre lo que somos aparece por nuestra relación con Cristo. Cuando Jesús pregunta a Simón Pedro: «¿Quién soy yo para ti?, dice: -Tú eres el Cristo. -Pues Yo te digo que tú eres Pedro» (cf. Mt 16,1518). Tú eres Pedro por lo que has captado de mí, por la luz que el Padre te ha dado, eso es lo que te hace ser lo que eres. Pues bien, aquí es igual: nuestra relación con Cristo nos marca en la dignidad de lo que somos porque hemos sido elegidos para eso. Jesucristo siempre habla con sumo respeto. Él nos ha enseñado que Dios es Padre, nuestro Padre, en esa llamada que decíamos en la Carta a los Efesios: «nos ha elegido en la persona de Cristo para ser sus hijos». Es la llamada, para que le llamemos Padre de verdad, seamos hijos. María lo llama. En esto nos podemos sentir hermanos de la Virgen pues también Ella se dirige al mismo Padre diciéndole: «Padre». Y nosotros también: ¡Padre! Y Jesús nos enseña a llamarle «Abbá» con infinito respeto y amor: ¡Abbá! «Porque somos hijos ha enviado al Espíritu para que digamos: ¡Abbá, Padre!». Este ha sido el plan de Dios. Jesucristo enseña a los discípulos a que ellos también se lo digan y le llamen «Padre», y ellos lo hacen con ese sumo respeto. Para eso tenemos el espíritu filial que Cristo nos ha comunicado: «La caridad de Dios se ha difundido en nuestros cora-

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zones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Al estar vinculados a Él, por la infusión del Espíritu, pone en nosotros un corazón de hijos que nos mueve a dirigirnos a Él confiadamente y decirle: «Padre». Decirle Padre es reconocer: «bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo», que nos ha permitido llamarle Padre por Jesucristo. Este es el punto importante y fundamental, inicial para nosotros: contemplando a la Virgen y viéndola llena de gracia, reflexionar sobre el plan de Dios, el plan de su gracia sobre nosotros. Y en ese espíritu, unidos a : la Virgen, dirigirnos a Él llamándole con ese término: • ¡Abbá, Padre! Y si yo sé que cada uno de los que tengo • alrededor son hijos también del mismo Padre, que le ; llaman conmigo: ¡Abbá!, eso me llevará a una cercanía. de amor, a situarme en mi vida desde el fondo del corazón en la actitud de quien ha recibido las bendiciones de Dios y de quien junto a María, proclama esas misericordias del Señor.

2.a MEDITACIÓN

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Vamos adelante con nuestra contemplación mariana, en la que revisaremos toda nuestra vida a la luz del ejemplo de la Virgen, contando con su ayuda. Hablábamos de la plenitud de gracia, primer tema que el papa Juan Pablo II propone en su encíclica Redemptoris Mater, y con el que nos encontramos en la primera escena de la Anunciación. No se alarga demasiado en el aspecto de la Inmaculada Concepción porque, como ha dicho, se celebró ya ampliamente. Él quiere referirse más a su presencia ejemplar y activa. Pero podemos hacer alguna reflexión sobre la pureza de la Virgen como preparación previa para la contemplación de ese momento de la Anunciación, dentro de lo que ha de ser la aplicación a nosotros. Hablábamos de cuál es el sentido de nuestra vida y lo poníamos en esa relación personal con Cristo, inserto en el plan de Dios: «hemos sido elegidos en Él» y «hemos sido llenos de bendiciones en Él». En el caso de! María, la clave de todo es su relación personal con Cristo. Ahora bien, ese es un punto de partida para ver tam- i bién nuestra vida, nuestra in:filíacióri~ la necesidad de un · corazón filial para con el Padre, la persuasión de que no soy un simple número para Dios sino que soy importante para Él. Me ha pensado y amado desde toda la eternidad en Cristo, quiere que yo le llame «Abbá, Padre», pero no solo por una fórmula, sino que sea por mi disposición interior, la de hijo ante el Padre: ¡Abbá, Padre! . 1

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Si volvemos nuestra mirada hacia la Virgen, vemos que su relación personal con Cristo lleva consigo el cumplimiento de una misión: la misión de su maternidad, la misión de su colaboración a la redención con Cristo. Pero quiero marcar una cosa: esa misión está empapada por el sentido de esa relación personal. Esto me parece importante para entender la aplicación a nosotros y a nuestra vida cristiana. No es simplemente una proyección hacia fuera, el cumplimiento de su misión es su respuesta íntima en esa relación personal con el Padre y con Cristo. La respuesta de María siempre es una entrega. No es simplemente un «hacer», sino una entrega. Lo veremos, por ejemplo, en la Anunciación cuando se le comunica: este es el proyecto de Dios, ¿das tu consentimiento? Respuesta de María no es: «Sí, colaboro», sino: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Pero el «hágase en mí» es como conclusión, término del ser esclava del Señor, de su entrega. «He aquí la esclava del Señor». Es lo que Juan Pablo II llamará «la entrega como obediencia de fe». De esta manera María es modelo de nuestra misión y del sentido de nuestra vida. No hay dos frentes: la relación con Dios y nuestra proyección social, política o económica, sino que esta proyección es fruto de nuestra filiación, tiene que estar impregnada de esa filiación. Esta unión es fundamental, si no tendremos siempre la · impresión de una especie de artificialidad en nuestra vida. El trato con Dios se queda reducido a un cierto campo: bueno, trato con Dios, como una veneración y culto hacia Dios; y luego, la vida política, económica, social, la vida familiar la llevamos a nuestra manera. ¡No puede ser así! Toda mi vida es expresión, es una unidad. La vida cristiana es unidad, no dualidad. Cuan-

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do yo pregunto: ¿qué tal tu vida cristiana?, no me refiero a la oración o a la lectura espiritual o al examen de conciencia, sino a cómo vives tu vida como hijo de Dios. Vivir tu vida como hijo de Dios es vivir la vida real a la luz de esa relación con Dios que nos coge todo el ser, todo lo que somos. Nos fijamos para ello en María, en cómo se dispone o la dispone el Señor al cumplimiento de esa misión, para luego aplicarlo a nuestra preparación, cómo nos tenemos que preparar nosotros. No es que inventemos, lo deducimos de esa postura de María en el momento de la Anunciación: «He aquí la esclava del Señor», es . la preparación de disposición total. Si yo no entregara todo mi ser al Señor, podría disponer de lo que no entrego. Pero si entrego todo mi ser, todo tiene que brotar de la entrega total. En María esto no es solo palabra. María se siente servidora del Señor, evidentemente en amor; es hija, indudablemente, pero hija que sirve, que ayuda, que colabora, que está disponible para los planes del Padre, y así es modelo para nosotros. En María hay una preparación a lo largo de toda su vida escondida para nosotros. Solo vemos el momento de la Anunciación a sus diecisiete, dieciocho años, pero ha sido todo un proceso de preparación en el que podemos humildemente investigar, acercarnos para aprender. Partimos de nosotros: nos encontramos en medio del mundo, en las circunstancias concretas de la vida de cada uno, en un ambiente, en una familia, en unas empresas, en unos problemas, en un mundo concreto. Ese mundo, cualquiera que sea donde nos encontramos, tenemos que mirarlo siempre con ojos abiertos, tenemos que andar siempre con una mirada abierta. No se trata,

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como cristianos, de desentendemos de ese mundo, no podríamos hacerlo en ningún caso. Yo puedo quizás, si el Señor me llama, retirarme incluso a una. soledad a la cartuja, pero nunca desentendiéndome del mundo, no puedo. «No puedes desentenderte de tu hermano», ya no sería postura cristiana. Y si el Señor no me llama a retirarme del mundo, tengo que ocuparme de él donde Él me coloque. Esto hemos de tomarlo siempre como misión y como postura. La famosa Carta a Diogneto, de autor desconocido, citada en el Concilio en la Constitución Lumen gentium, recalca: «Los cristianos viven en medio del mundo pagano, del imperio romano, donde se encuentran en medio de aquella cultura y se acomodan del todo y en todo a la manera de ser de los demás, a las costumbres y usos, siempre que no sean opuestos a la gracia de Dios, a la voluntad de Dios, siempre que no sean pecaminosos». Esto es obvio, no es una novedad. Por lo tanto, recalca: los cristianos se mezclan con vosotros en todo, mientras no sea pecado. No tienen, pues, un modo de vestir especial propio de los cristianos; no tienen un modo de comer propio de los cristianos. Mientras no toque una cuestión de pecado, se acomodan. Y así, son griegos o romanos como los demás. Ahora, añade: «El cristiano está en el mundo como el alma en el cuerpo» para elevarlo. Es como una actitud. En el momento reciente se ha repetido y lo ha repetido el papa Juan Pablo II después de Pablo VI, que la misión es crear una «civilización del amor». Entendiendo siempre por amor el amor cristiano, el amor que Cristo nos ha traído. Formar la civilización del amor es «el alma en el cuerpo», es el fermento que tiene que afectar a la masa entera. Este es nuestro deber. Con esto

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venimos a lo que ha de ser tan fundamental en nuestra vida: lo importante es la calidad de nuestra vida y. no las actividades que realicemos, que pueden ser muy! variadas, sino la manera de actuar, el corazón con que las vivimos, las disposiciones con que nos movemos en medio de ese ambiente, de esa cultura, de esas circunstancias. Esto es lo específicamente cristiano, personalísimamente cristiano, que hemos de vivir con fidelidad al Señor. «Como el alma en el cuerpo», la calidad. «Por sus frutos los conoceréis», dice el Señor. En la Carta a los Gálatas, san Pablo, contraponiendo las obras de la carne y el fruto del Espíritu, las obras las propone en plural, «las obras»; el fruto lo pone en singular, no son los frutos del Espíritu sino «el fruto del Espíritu». La diferencia no es el ser obras distintas, sino su calidad, la calidad de la actuación del hombre. «Las obras de la carne -enumera- son: los adulterios, crímenes, luchas, enemistades, hechos malos, malvados. En cambio, el fruto del Espíritu: la cordialidad, bondad, benignidad, mansedumbre, paciencia» (Gál 5,23). Eso es el fruto del Espíritu, que se refiere a esa calidad de la vida en la que nosotros tenemos que insistir mucho. La. calidad de la vida: «Donde no hay amor, pon amor y encontrarás amor». El hacer lo que hacemos poniendo ahí nuestra entrega, este viene a ser el punto clave que tenemos que aprender: el amor que da la vida. Y al decir que da la vida, no me refiero al martirio de un momento sino, en cualquier acto, en cualquier servicio, en cualquier actividad profesional da la vida con amor. Amor que da la vida, que se da a sí mismo en amor. Esto es lo que constituye la calidad cristiana de la vida y es lo que fundamentaría una civilización que, sean cuales fueren las culturas -tanto se habla de inculturación-.

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Mientras no sean opuestas a la voluntad de Dios pueden ser muy diversas, pero habrá una cosa.común: el amor que da la vida. Ahí está lo característicamente cristiano. Porque si es verdad que existe el problema y la exigencia de una inculturación, existe también la necesidad de una cristianización de la cultura, una cristianización de las costumbres. La cristianización es esa calidad que acompaña, que sabe eliminar lo que se opone a la voluntad de Dios y vive lo que no se opone a ella según las costumbres del lugar, pero con esta profundidad interior, fruto de la presencia del Espíritu Santo. «El cristiano está en el mundo como el alma en el cuerpo, para levantarlo y vivificado». La imagen es esa: el alma está en todas partes, en todas las culturas, en todos los ambientes, infundiendo una calidad de vida, una elevación. De esta manera tenemos que estar nosotros en medio del mundo, tenemos que tener respecto de ese mundo una simpatía cordial, por lo que debemos tener el amor con que Dios ama a ese mundo, a las personas, a cada uno de los pecadores; un amor que entrega a su Hijo, el amor con que el Padre se entrega a sí mismo entregando a su Hijo. Pues bien, tenemos un gran ejemplo en María. A María la vemos en esa sencillez, suma sencillez tal como está en el relato de san Lucas. La vida de María desde el punto de vista humano es sencillísima, escondida en la monotonía de una vida doméstica en el trabajo. Y sin embargo, es la Madre y Socia del Redentor, la colaboradora número uno de la redención. Esto es lo que no aprendemos: que no se mide por las dimensiones sociológicas del comportamiento que uno tiene, sino por 1otras dimensiones interiores. Porque tiene una calidad

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extraordinaria, todo lo vive en su relación íntima, personal, con el Padre y con Cristo. En el escondimiento de su vida, Ella tiene ese diálogo de la Anunciación, de resonancia universal, pero que pasa desapercibido. Es ; un diálogo íntimo, vivido en el secreto de una vida que a los ojos de los demás no ha sufrido ningún cambio. Ha pasado totalmente desapercibida. Lo mismo sucede con nosotros: nuestro diálogo íntimo con Cristo tiene resonancia universal, tiene resonancia en la vida de enseñanza, de familia, de trabajo, tiene resonancia cuando esa vida es fruto de ese diálogo íntimo. No debemos disociarlos nunca: saber vivir el diálogo íntimo con Cristo en medio de nuestra vida, en el centro de nuestra vida, y vive uno así. He ahí pues, el ejemplo de María, que es la actuación de una relación interpersonal en la misión que realiza, hecha con toda sencillez. La sencillez, esa dote tan importante. Nosotros también miramos al mundo con una actitud participada de María, como la vemos a Ella, uniéndonos a Ella. Lo que a María le daba esto era su pureza, que arranca desde su Inmaculada Concepción. Vamos a tratar de decir algo sobre la pureza de María, hasta el momento de la Anunciación. Partimos de la Inmaculada Concepción. Este dogma fue definido por el papa Pío IX, está contenido en la Iglesia, indudablemente, pero hay que fijarse bien dónde estaba el punto que necesitaba de una aclaración o definición dogmática. Era conocido y aceptado por todo el mundo que la Virgen había sido «toda Santa». La definición no se dirige directamente a definir que María no pecó en su vida y no tuvo sombra de pecado. Estaba ya aceptado, no entraba en el campo de las discusiones. El problema estaba en si, dado el misterio y el dogma de que María tenía que ser redimida porque

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Cristo es el Redentor único de todos, eso se podía defender admitiendo, por otra parte, la Inmaculada Concepción. Ese era el punto difícil. Por eso los mismos que no aceptaban o les parecía que no se podía aceptar la Inmaculada Concepción, estaban de acuerdo en que el tiempo en que María estuvo con pecado original era el mínimo, centésimas de segundo, pero lo suficiente para poder decir: «se le ha redimido del pecado». Pero, ¿cómo se le va a redimir si no ha estado en el pecado? El problema verdadero en el caso de la Virgen por parte de la teología era este: por un lado, salvar que María es la toda Santa; por otro, salvar que María es redimida. Venían ahí ya los distintos puntos de vista: para que sea redimida parece que tenía que haber estado de algún modo en el pecado, porque solo entonces habría sido redimida; y en todo caso sería lo mínimo. La respuesta, que fue valiente y muy bella, particularmente de la escuela franciscana, consistió en la propugnación de lo que llamarnos «la redención preventiva». Diríamos que hay más misericordia de Dios en evitar que uno caiga en el barro que en limpiarlo después de haber caído. Este fue el chispazo, la iluminación, la respuesta teológica: María es eximida del pecado original en previsión de los méritos de Cristo. Es redimida de manera más perfecta, es la rnej or, la más plenamente redimida, porque ha sido redimida impidiendo que caiga en el pecado original, que hubiera sido el camino normal. Entonces, aquí viene la definición de la Inmaculada Concepción. En esa definición, en esa verdad de la Inmaculada Concepción, naturalmente lo que destaca es que María está más unida a Cristo que a Adán. Podríamos decirlo así: María está más en la línea de la redención que de la

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creación. Dicho de otra manera, con términos que quizás nos iluminen un poco para entender lo que es esta reali- • dad: María no es una mujer posible que Dios ha escogido para hacerla Madre. Esa podría ser nuestra manera de pensar, son medios humanos de pensamiento: imaginemos todas las mujeres del mundo, Dios las ve y escoge a una de ellas para que sea Madre de Jesús; es una descendiente de Adán que escoge para ser Madre de Jesús. Pero· si no hubiese sido escogida, tendría su razón de existir • porque era una de las que se veía corno posibles. Otra postura que defienden muchos Padres es: María no está escogida entre las que iban a existir, sino que su razón de existir es su maternidad. Cuando Dios pensó en Cristo, concibió en su mente a la Virgen, en la línea de la redención. Por lo tanto, es más Madre de Cristo que hija de Adán. Es claro que no puede ser Ma- . dre de Cristo sin ser miembro de la humanidad; pero en cierta manera, esto es posterior. Es más estrecha su vinculación a Cristo que su vinculación a Adán. Ha sido más pensada en relación a Cristo que en relación a Adán. Entonces, al ser introducida entre la descendencia de Adán, es preservada del pecado original. Dicho en términos para nosotros vitales: a María nunca la ha' tenido el Señor, ni en su mente ni en su proyecto, separada de su Corazón, ¡nunca! La ha tenido siempre en su intimidad. Ahora bien, esto significa que la ha preserva- • do, puesto que esto no ha sido por sus méritos personales, sino por los méritos de Cristo, por la redención de Cristo. Y en este sentido es redimida, pensada así, pero corno fruto de la redención de Cristo. Para nosotros lo que importa es que María desde el primer instante está llena de gracia. Esa plenitud de

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gracia que se anuncia en el momento de la Encamación, se refiere al momento mismo de su concepción. Y María llena de gracia significa que Dios se complace en Ella inmensamente, desde el principio, que Dios la ¡mira con amor. El término de la gracia a nosotros nos resulta dificil. Juan Pablo II, en la Redemptoris Mater, cuando habla de la gracia y de la plenitud de gracia, dice estas palabras: «En el lenguaje de la Biblia, gracia significa un don especial, que según el Nuevo Testamento tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor» (RM 8), eso es la gracia. La gracia es algo que es participación de Dios, que viene de Dios a nosotros. Fácilmente lo imaginamos demasiado cosificado: «se le da la gracia». Los teólogos suelen discutir dónde y cómo hay que considerar esa gracia: que hay ,algo creado sí, pero si es algo que se le da al hombre y en fuerza de lo cual se une a Dios, o si es una unión con el alma, que al unirse produce algo dentro del alma misma pero que fundamentalmente es la unión con Dios. Quizás hoy predomina este segundo aspecto. ¿En qué consiste esa gracia? Podríamos expresarlo de esta manera: si nosotros tuviéramos un artista de tal fuerza, creador, que solo mirando un lienzo, y mirándolo así con atención, grabara en él lo que lleva dentro, pero no solo lo grabara así sino lo grabara vitalmente, esto nos daría una imagen de lo que es la gracia. La gracia es una mirada de amor de Dios al alma, un beso de Dios al alma que, dándose le da su imagen, le pone su imagen viva. Esto es lo que llamamos la gracia santificante. Evidentemente, siempre es el amor personal de Dios a esa persona. No es algo hecho en serie, no es una simple fábrica de gracia, sino es amor personal.

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Y ese amor es el que pone dentro una imagen viva que irradia. Es como si el sol refleja en un espejo e irradia. O sea, que Dios, amando, pone en el centro del corazón su imagen viva, ser vivo dentro, y ese ser se convierte en centro de vida, en irradiación de obras. Las obras arrancan de ese corazón. Por eso dice el Señor: «del corazón brotan las obras, lo bueno sale de dentro», de dentro salen las acciones buenas. Y el comportamiento de la vida misma entonces se configura a esa imagen de Dios que está en el centro del corazón. Esto sucede en María desde el primer instante de su concepción; está así, refleja el rostro de Dios que le ama, y le ama con una plenitud de amor. Eso lleva consigo un don pleno del Espíritu Santo. María está llena del Espíritu Santo desde el momento de su concepción; Esto le da una pureza. Y esa pureza lleva consigo otra nota: se acepta, se admite en la Virgen la superación de toda concupiscencia. Por eso es «la Purísima», así la llamamos. Cuando veneramos a la Virgen como «la Purísima» no nos referimos a un hecho biológico, como una especie de curiosidad. Nos referimos a que la vida. de María lleva ese esplendor de la mirada de Dios en su corazón. Es un esplendor que destella en todo su com-' portamiento. María es luminosa en su comportamiento porque no hay en Ella egoísmo, como consecuencia de' la inmaculada concepción en su vida. Ahora bien, la superación del egoísmo es superación de la concupiscencia. La concupiscencia es algo que to-, dos sentimos dentro. No se nos quita, queda a pesar de· que se nos da la gracia por el Bautismo, por los Sacramentos. La podríamos definir como «la morbosidad de nuestro egoísmo». Tenemos dentro algo morboso. A veces hacemos obras buenas, pero parece que van como •

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¡impregnadas de egoísmo; hay algo, una recurva sobre ~nosotros mismos. Es el aspecto de la concupiscencia. Hay dentro un deseo, una búsqueda de sí mismo, un apropiarse, que no siempre es pecado ni mucho menos, pero que empaña en cierta manera la limpidez de nuestra acción, de nuestra proyección. En María no hay nada ! de eso. María es la Purísima. Es la pureza de la Virgen. Voy a fijarme un poco en esa pureza de María, la Madre inmaculada. Es una cosa sorprendente en Ella, que destaca en toda su vida, en todos los rasgos que aparecen en el evangelio. Cuando nosotros hablamos de pureza, la pureza, «la Purísima», muchas veces nos fijamos sobre todo en la pureza carnal, en todo lo que se refiere al sexto mandamiento, a la sexualidad, a la venereidad, etc. Y en María realmente hay una plena limpidez en este campo. Es «la Virgen»; así la llamamos. Como nos recordaba Juan Pablo II en su discurso del Pilar: «La Iglesia española destaca por la veneración de la virginidad de María», «la Virgen». La defensa que hizo san Ildefonso de la virginidad de María ha marcado nuestra espiritualidad de tal manera que, quizás, es el único país donde se la llama así. Se ha llevado también a América, pero entre los europeos, italianos o franceses, por ejemplo, sorprende mucho el que nosotros hablemos siempre de «la Virgen». Para nosotros es normal. Eso no existe en Italia; a lo más tendríamos que decir «la santísima Virgen» o alguna cosa así. Lo que se usa más es la Señora, «la Madonna», pero no «la Virgen». Nosotros cuando vamos allá, como estamos acostumbrados, traducimos literalmente y al hablar de la Virgen decimos: «la Vergine», y les sorprende porque no es el uso. Y en francés igual: «Nótre Dame», Nuestra

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Señora. Pero ¿«la Virgen»? ... Juan Pablo II recordaba en el Pilar cómo había marcado en España en la devoción a Nuestra Señora ese carácter de la virginidad. Es verdad, la Virgen es purísima en este campo, sabemos que en Ella no hay concupiscencia. Pero no es solo esa pureza. Hay gente que tiene pureza carnal, se puede decir que son realmente ejemplares, íntegros, pero tienen una serie de mecanismos de defensa, de compromisos, unas actitudes psicológicas de reserva. Ahí falta pureza. La pureza debemos entenderla más profundamente. Se decía de aquellos de Port Royal, que eran «puros como vírgenes y soberbios como demonios», ahí falta pureza. Hay una limpidez en locarnal, pero falta algo, hay unas actitudes psicológicas de defensa, de reserva. La pureza pues, no es solo la materialidad en el campo sexual, es mucho más. La pureza cristiana, a imagen de María, se refiere también a la generosidad del amor, a un amor que no sea nido de egoísmo sino oblativo, un amor que sabe darse y que no se rebusca a sí mismo en el darse. Ahí hay una limpidez. Es la pureza, es transparencia. Nosotros nunca llegaremos a esa transparencia plena sin un don especialísimo del Señor, porque eso lo lleva nuestra misma condición creatural humana. Pero sí podremos advertir que a medida que vamos madurando -y aquí es donde suele notarse el verdadero progreso cristiano espiritual-, se va haciendo más límpido el corazón, más transparente. Esto lo advertimos en los santos: se nota en ellos una sencillez, una generosidad, una transparencia, una pureza, que no se rebusca a sí mismo en el darse. Pero, entretanto, nos encontraremos con ese pequeño empañarse nuestra vida y nuestro corazón, que no nos tiene que desalentar, pero nunca debemos hacer paces sino

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esforzamos siempre más, porque ahí es donde iremos creciendo en la transparencia del corazón. En María encontramos esa oblatividad, esa generosidad. María no tiene ningún complejo de ese tipo de reservas, ¡no tiene nada de eso! María nunca aparece . retraída. Mira con simpatía la realidad tomando la postura que a Ella le toca. Esto es lo propio de la pureza · del corazón: mirar la realidad con la mirada de Dios, como Dios la mira en la creación. Nos dice el texto del Génesis: «vio Dios que todo era bueno». Esa mirada límpida, «era bueno». Nosotros en nuestra mirada ponemos el corazón: cuando el corazón no es bueno, la mirada no ve todo bueno; y cuando el corazón es bueno ve todo bueno, tiene una tendencia hacia eso. No es que no reconozca los errores que haya, pero no pone esa especie de malicia, sino que tiene esta bondad. ¡Lo que es pecado no puede llamarlo bueno! Pero, fuera de lo que es pecado, mira todo con cordialidad, con simpatía, con amor. En esto hemos de crecer siempre: evitar el replegamos, el amargamos, evitar una disposición de crítica previa de todo, una postura negativa respecto del mundo. Necesitamos limpieza de corazón para poder mirar con amor y simpatía a todos. ¡Hay que empezar por dentro! N o es que uno pueda pretender actuar hacia los demás, tenemos que hacerlo en nosotros. La raíz de muchas de nuestras miradas amargas somos nosotros, es el corazón que nosotros tenemos amargo. De hecho, la pureza del corazón de la Virgen no puede comprenderse del todo sino en contraste con lo que caracteriza la mayoría de los sentimientos humanos, entonces se comprende mucho más en Ella. Y lo que caracteriza esos sentimientos humanos es la excesiva car-

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nalidad, la mezcla de posesividad, de concupiscencia, por un lado, con el don de sí y el idealismo por otro. Hay esa mezcla, y ahí se entiende. María era espontáneamente dócil a Dios por su Inmaculada Concepción y vuelta hacia Él por toda la riqueza de amor que el Espíritu Santo ponía en Ella. Miraba a los otros, se refería a todas las cosas con sentimientos humanos de ternura, de compasión, no turbados por el veneno de la concupiscencia. No podemos imaginar a la Virgen como separada de la tierra, de la vida de los hombres, tenía preocupación real. Recordemos las bodas de Caná: «No tienen vino», le llega al alma, le llega todo lo que Ella va viendo. Sus posturas, en la Presentación del templo con el anciano Simeón, y en la huida a Egipto, no aparece ningún gesto que no sea esta mirada generosa. La Virgen era libre, se sentía libre. Se le ve así, llena de amor, irradiando sin temor a su alrededor, con alegría, a causa de Dios que ama y bendice las alegrías y las obras de la vida. Ella participa de eso, se le nota transparente. En su cántico del magnificat se ve una limpidez, una elevación. Era su personalidad espiritual la que expresaba y hacía amar su apariencia corporal, se hace atractiva. No se buscaba a sí misma en lo que amaba, los sentimientos de María eran sin mezcla de egoísmo. Cuando es Dios lo que el corazón busca, entonces la pureza se vuelve divina, y tal es la de María. No se encierra en ese tesoro con espíritu de posesividad. Ese espíritu de posesividad que amenaza al corazón paterno y materno, en Ella estaba superado. En Ella no existía ese afán, por ejemplo, de poseer a los propios hijos. Desde el principio sabe que recibe al Salvador ' para darlo al mundo, y lo abre al mundo y lo entreg;a desde la Presentación en el templo. Y aunque unida a El•

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mucho más de lo que una madre puede estar unida a su hijo y una esposa a su esposo; no lo mira como propiedad s,uya sino como entregado a todos, y a Ella misma con El. Esto es lo que aparece en Ella muy claramente: es una elevación continua, un profundizar cada vez más, una superación de lo visible y solo humano hacia lo más misterioso. Y Cristo le ayudará en este camino. Uno de los aspectos que veremos en Ella será cómo su maternidad espiritual se realiza a través de una, podemos llamar, purificación del corazón: cuando Jesús le haga sentir la cumbre de su amor en el ofrecimiento del Calvario, y entonces es cuando la proclamará Ma. dre nuestra. En María encontramos esa pureza de corazón. Todo esto nos enseña una lección muy difícil: la de la limpidez de nuestro corazón -tenemos que trabajar en ella-, es la de nuestra disposición interior. Vamos a hacer esta reflexión sobre lo que es el sentido de las disposiciones que hemos de procurar para vivirlo en su profundidad. Aquí hay un campo inmenso. Y no digamos que son finuras, yo creo que es la exigencia cristiana. El cristianismo es religión de corazón, no es religión de simples observancias. El cristianismo no es el cumplimiento de un conjunto de leyes o preceptos, que los hay y hay que observarlos, pero no se reduce a eso, sino el cristianismo es de corazón. El cristianismo es vivir de veras con Cristo vivo y dejarse transfmmar el corazón a semejanza del Corazón de Dios. Tiene que estar aquí nuestra atención, no abaratar lo que es nuestra vida cristiana. Tenemos que mirar también nosotros a este mundo con esa mirada cordial, con esa mirada con la que Dios

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mira a las personas como personas, no como cosas. Todo lo que sea este esfuerzo de acoger a quien se acerque a nosotros con mirada cordial, es mucho, y es difícil, pero es algo que tenemos que hacer. Tenemos que aprender a estimar y querer a cada uno, viéndolo en su realidad personal con un movimiento de simpatía previa, de acercamiento cordial. Nosotros defendemos nuestro egoísmo, de tal manera que sabemos las caras que tenemos que poner a cada uno. Pero en el fondo es porque ya los distribuimos y no los consideramos en su dignidad de hijos de Dios, sino en otras relaciones con nosotros. Entonces no somos tan acogedores. Solo la realización de esta misión, de que Cristo en nosotros les acoja, esa mirada, es lo que más haría transparentar en nosotros al Señor. En María, esa calidad espiritual de su vida es lo que hacía que Ella acercara los hombres a Dios. Diríamos que en su apariencia corporal misma se manifiesta y se expresa una personalidad espiritual que arrastra y eleva. Esta es la unidad. No ensombrece con desviaciones o con pasionalidades, sino levanta. Dice santo Tomás que «María era de tal pureza, que infundía pureza». Tenemos que pedirlo mucho al Señor, ser de tal riqueza de espíritu que infundamos espíritu, de tal delicadeza y generosidad de amor que infundamos generosidad de amor a quienes están con nosotros. No es una teatralidad. Lo de María es en la sencillez de la vida cotidiana, ¡que es donde más cuesta! En los otros momentos ya se pone uno «en trance». Pero mantener esa transparencia, esa limpidez en la convivencia real, ahí tenemos un campo precioso, el campo que nos enseña el proceso de maduración de María hasta el momento de la Anunciación. Nos sucede igual con otras cosas. Tenemos que pedir mucho esto: no se trata tanto de hablar de pureza,

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cuanto de infundir pureza. Hay gente que habla mucho de pureza pero no la infunde. Y hay gente que quizás no habla de pureza, pero infunde pureza. Los santos son así: infunden amor de Dios, infunden espíritu, infunden elevación. Son gracias que tenemos que pedir. Quiero notar una cosa: todo esto que voy diciendo, que es importante, según el ejemplo y la colaboración de María, formadora de nuestro corazón, son gracias que no podemos obtener a fuerza de puños. Porque uno dice: bueno, y ¿cómo hago yo eso? ¡Mire, no se obtiene a fuerza de puños! Es verdad que tenemos que colaborar y tenemos que poner esfuerzo, colaboración nece; saria, pero es don del Señor. El corazón así es obra del Espíritu Santo. La pureza de María es don de Dios, la inmaculada concepción es don de Dios. Notemos siempre que lo más grande de nosotros es el don de Dios, más que lo que nosotros hacemos. Lo que nosotros hacemos es objeto de nuestra vanagloria, pero no nos levantará mucho. El don de Dios, el que Él se dé a nosotros, es lo que nos eleva. Tenemos que pedirlo pues, acompañándolo con nuestro esfuerzo de oración y de colaboración, pedir esa calidad personal para poder transmitir bondad, corazón generoso, y transmitirlo por la presencia del Señor en nosotros. Es lo que tenemos que aprender de la Virgen. Es fundamental que en nuestra vida sintamos la dependencia de Dios en cualquier actividad, es esencial: que estamos bajo Él, que le servimos, que ante Dios no · hay servicios especializados y solo por horas, sino que es toda nuestra vida esa transparencia y servicio de Dios, sin alejarnos del mundo, pero comprendiendo perfectamente que el sentido de nuestra vida en todo momento

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es una misión que tenemos que cumplir y no una pura construcción nuestra según nuestros criterios. Aquí suele estar la raíz de nuestros fracasos y desalientos. De ordinario suelen venir de que las cosas no nos salen como nosotros las habíamos proyectado. Ahí está la clave: yo había propuesto que esto ... ahí suelen venir los grandes disgustos. No digo nada de un partido de fútbol, cuando sale al revés de lo que uno había proyectado. Pero incluso los planes que me había hecho para esta tarde o lamanera, cómo me iba a salir una negociación, lo tenía todo ordenado así. ¿No se hace? Se hunde uno. Porque nos aferramos a lo que hemos proyectado y ponemos nuestra felicidad en su realización. Cuando cualquier cosa ajena a nuestra voluntad, dependiente o independiente de ella, nos la echa por tierra, nos sentimos fracasados porque no ha salido. ¡Todo el desaliento del fracaso! En cambio, si tenemos esta visión clara, que la metamos muy dentro: que tu vida es una misión recibida de , Cristo. La vida de familia tómala como misión recibida de Cristo, que Él te confía para que colabores con Él, como María colaboraba a la obra de la redención, la que sea: la educación, el trato, la santificación de aquellas personas con las que vivimos. Y si tu camino, como lo es, es el camino de la construcción de la ciudad terrestre, tienes que construirla, es un deber; pero construirla como misión recibida del Señor, en docilidad a Él. El Concilio habla de este punto en la Constitución sobre la Iglesia y dice una cosa que es clave cristiana importante y quizás descuidada, dice así: «No se puede entender ni la vida de la Iglesia ni nuestra vida si no es mirando al cielo». Decíamos de la Virgen que aparece al final de los tiempos como Estrella a la que miramos. Di-

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ríamos también: sin mirar a la Virgen, sin mirar al cielo no se puede entender, porque nosotros y la Iglesia estamos ordenados a la bienaventuranza celeste. Para entendemos tenemos que miramos en esta proyección. Nosotros vamos «hacia», es verdad. La vida de cada uno es ininteligible sin la proyección hacia la bienaventuranza que nos espera. Es como si yo le digo a una persona: mira, esos esfuerzos que tú haces están ordenados a tal puesto que tienes seguro y que vas a conseguir. No es que me desfigura, es que sé que está ordenado, sé que va hacia eso. Pues bien, estamos ordenados hacia la bienaventuranza, bienaventuranza que sabemos que vamos a conseguir por la gracia de Dios. Esto nos da serenidad, nos da confianza y nos da firmeza, y hace que tengamos la mirada dirigida hacia ese premio final. Y al mismo tiempo esa realidad de alguna manera se hace presente en nosotros. Esto es lo que da un tono único al comportamiento del cristiano, porque vive de la verdad. A algunos, cuando oyen esta proposición, les da miedo y dicen: pero ¡esto nos desencarnará de la tierra! Si usted nos pone así, que tenemos que mirar al cielo ... Mire, hay que ser realistas, hay que actuar aquí; eso nos desencarna de la tierra. ¿Qué pasa aquí? Que a fuerza de repetírnoslo o quizás de falsa inteligencia de nuestra parte, se ha filtrado, se ha contagiado una concepción de que «la religión es el opio del pueblo»; y por lo tanto, si hablamos del cielo no conseguiremos las mejoras necesarias sobre la tierra. Es una grave equivocación, no es verdad. Es una deformación, pero a la gente le impresiona: ¡no hablemos del cielo! ¿Cuánto hablamos hoy del cielo?, ¡si no nos atrevemos casi!, no sea que nos digan: usted está desencarnado. Pero si vamos hacia el cielo, ¡si esto no tiene vuelta de hoja! Estamos

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orientados hacia el cielo. ¡Nos espera nuestro Padre, es verdad! Entonces, ¿eso le quita vigor a su vida sobre la tierra? No. Conviene que hablemos del cielo, conviene que hablemos de la esperanza de la bienaventuranza eterna. Eso nos dará seguridad, confianza, pero no nos arranca de nuestra obligación sobre la tierra. ¡Qué nos va a arrancar! ¿Por qué? Porque tú tienes una misión sobre la tierra, la misión la tienes que cumplir aquí. Lo que hemos dicho de disposición del corazón, de misión que cumplir en esa unión con Dios se refiere a una misión que tengo que cumplir sobre la tierra. Yo no puedo decir simplemente: lo más importante que tú tienes es salvarte, con que te salves ya está todo hecho. No señor, porque yo no he sido puesto sobre la tierra solo para salvarme; para eso el Señor me hubiese puesto en el momento de la muerte y yo tomaría una decisión en ese momento. Cada uno de nosotros tiene una misión que cumplir ¡sobre la tierra! Fijémonos en el caso de Jesús: «El Verbo se hace carne», ¿para qué? «Para ser glorificado». ¡No! Se ha hecho carne para redimimos con su vida sobre la tierra y con su muerte, y así ser glorificado, entrar en la gloria. «El Hijo del hombre tenía que padecer todo esto y así entrar en la gloria». Pero vino para esto, como Él mismo dice cuando llega el momento de la oscuridad: «Pase este cáliz, pero, ¡si he venido para esto!». Para esto he venido, para dar mi vida, para entregarla, para redimir al mundo. Esto nos sucede también a nosotros: tú no has venido a la tierra· solamente para salvarte, sino para cumplir una misión en ella, en esta sociedad humana, para colaborar a la redención de esta sociedad. Y redención entendámosla siempre no simplemente como la salvación al final, que todo el mundo al final muera en gracia, sino para establecer

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una humanidad regida por una civilización del amor. En esto tenemos que trabajar todos, y si no, no somos fieles. De ninguna manera nos arranca del cumplimiento de nuestro deber. Precisamente cumpliendo la misión nos preparamos para esa bienaventuranza, pero a través del cumplimiento de esa misión. Esta es la visión de nuestra vida, que hemos de aprender de la Virgen. Es verdad que aun las fuerzas jóvenes que nosotros tenemos en la juventud de hoy, es una misión. Y a la juventud le impresiona cuando se le dice de verdad: mira, tú has recibido un corazón joven para amar a Cristo, para amar a Dios, para amar a los hermanos. Si ese corazón joven tú no lo empleas para esa finalidad, aun cuando al final te salves, será eternamente verdad que lo mejor de tu vida no fue para lo que se te dio, no fue para Cristo. Eso será eternamente verdad ¡y no tiene remedio! Si lo mejor de mi vida no se lo di a Cristo, será eternamente verdad que nunca fue para Cristo. Yo le daré después, yo volveré a Él, de acuerdo. ¡Siempre estamos a tiempo! Y siempre, lo que tenemos en ese momento es lo que Él nos ofrece y la misión que Él en ese momento nos encarga. Y la misión puede ser glorificar la misericordia de Dios, y yo la puedo cumplir. Pero, mi misión también era aquella que no cumplí. Por eso, tenemos que habituamos a una visión muy empeñativa, comprometida, saber: yo estoy aquí no por suerte, para una misión, y una misión que tengo que cumplir en esa relación personal con Cristo, con un corazón así, en la pureza de corazón, con una calidad de vida con la que tengo que vivir. La misión no es la materialidad de unas cosas, sino una consagración del mundo que se vive a través de ese corazón identificado con Dios.

HoMILÍA

l.a

MISERICORDIA DE DIOS Y CORAZÓN CRISTIANO

Vamos a hacer algunas reflexiones sobre estas lecturas que nos pueden ser útiles en nuestro esfuerzo de recogimiento y de renovación de estos días, y vamos a procurar aprovechar su contenido, que nos lleve a un examen de conciencia o a una revisión de nuestras posturas espirituales. Nos acercamos al sacrificio eucarístico. Es el momento de la oblación de Cristo al Padre y de nuestra oblación con Cristo al Padre. Cuando se ofrece una víctima no es solo el acto de ofrecer «algo», sino ese ofrecer algo es signo y símbolo de nuestro propio ofrecimiento: queriéndome ofrecer, ofrezco de lo que tengo. En el caso eucarístico, evidentemente, lo que ofrecemos es mucho más grande, nos asociamos al ofrecimiento de Cristo porque Él se ha unido a nosotros, se ha solidarizado con nosotros, se ha ofrecido a sí mismo por nosotros y es necesario que nos sumemos a ese ofrecimiento y sumemos nuestro ofrecimiento al de ÉL Es la gran ofrenda del altar. Pues bien, en orden a este ofrecimiento, en orden a esta Eucaristía que queremos vivir, y vivir no como un rito simplemente sino como el gran misterio del amor redentor de Jesucristo y de nuestro amor a Él, reflexionemos sobre la primera lectura de Ezequiel. ¿Dónde está el punto que nos puede sacudir en esta lectura?

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Dice así: «Si el malvado se convierte vivirá y no morirá» (Ez 18,21 s), primera cuestión. Y explica por qué: «No se le tendrán en cuenta los delitos, por la justicia que hizo, por la santidad que tiene vivirá». Razón: «Yo no quiero la muerte del malvado, sino que se convierta y viva». Es el Corazón misericordioso de Dios. Tenemos que alejar de nosotros toda representación de un Dios que se complace en atormentar, de un Dios que se complace en condenar y castigar. Ese no es Dios. Para nosotros es clarísimo después de la redención de Cristo: la voluntad de Dios es salvadora, ciertamente salvadora. Podemos decir más; en un sentido verdadero podemos decir que no es Dios el que condena, como dice Él mismo: «El Hijo del Hombre no ha venido a condenar sino a salvar» (Jn 3,17). Ha venido a salvar. Quien no acepta la salvación se pierde. Pero nunca debemos presentar a Dios como complaciéndose en castigar a su enemigo. Dios es amor de verdad. Es amor exigente, es justo, es verdad. Pero estos dos términos nos crean una cierta confusión a nosotros, y muchas veces al decir <~usto» parece que estamos considerando severo. Es un Padre justo. ¡Es un Padre! Cuando habla de estos dos términos, del amor y de la justicia en la encíclica Dives in misericordia, el papa Juan Pablo II repite: «El amor es anterior a la justicia y más grande» (n.4). Quiere decir esto: no se trata de un pleito entre dos personas que no tienen relación entre sí, sino del Padre con el hijo. Se trata del amor del Padre, que es previo. Es el Padre del hijo pródigo que marcha, y es el Padre que quiere que el hijo se salve y que cuida para que el hijo se salve. Por eso el papa Pablo VI, cuando habla de la verdad del infierno en El Credo del Pueblo de Dios, y habla

H. l.

Misericordia de Dios y corazón cristiano

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del castigo y de la pena eterna, lo expone con esta expresión tan hermosa: «La Iglesia cree que serán eternamente arrojados al fuego del infierno quienes hasta el fin rechacen la misericordia de Dios». La misericordia de Dios es como una continua invitación, es un continuo llamar al corazón: ¡que acoja la salvación!, ¡que acoja el perdón de Dios!, ¡que mire la sangre de Cristo!, ¡que no se pierda esa sangre de Cristo! Si hasta el fin la rechaza y la pisotea, es el hombre el que se niega la salvación. Entre los israelitas había ciertas interpretaciones o visiones, como que la misericordia con el malvado era injusta. Decían: aunque el malvado se haya arrepentido, tendrá que pagarlo; al malvado había que castigarlo. El Señor dice: no, «si el malvado se arrepiente y hace obras buenas y guarda mis preceptos y practica el derecho, será hijo de la vida», recibirá la vida. En cambio, al revés: «Si el justo cambia de camino y se aparta de su justicia y comete maldad, no se tendrá en cuenta la justicia que hizo». Quiere decir: mientras él esté en esa actitud no se le tendrá consideración porque fue justo, sino que por la iniquidad que perpetró morirá. Quiere indicar: cada uno como es. Y aquí es donde viene al encuentro de ciertos comentarios que se hacían entre ellos: ¡no es justo el proceder del Señor! «Escuchad, ¿es injusto mi proceder?, ¿no es vuestro proceder el que es injusto?». Y lo vuelve a repetir: «Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. En cambio, el malvado si se convierte, ciertamente vivirá y no morirá». No hay como condiciones previas. También en otra ocasión les volverá a decir: no es que los hijos pagan los pecados de los padres, sino cada hombre es querido por Dios y

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buscado por Dios. No son una masa que unos pagan por otros, sino que Dios busca a cada uno de nosotros. Tenemos que sentimos muy empeñados en este gran drama del amor y misericordia de Dios. Es nuestra propia vida la que tenemos que poner en su presencia y empeñamos en transformarla. Y tener una confianza suma: no es obstáculo la vida pasada, no es obstáculo las debilidades, no es obstáculo los pecados, para que ahora seamos santos. Recordar la doctrina del Concilio: «Todo fiel, sea cual fuere su estado, circunstancia y condición, está llamado y aun obligado a la santidad». Hemos de tener ánimo y confianza. Y ahí está el recurso a la Madre de la misericordia. Vamos a la segunda lectura, se refiere al cristianismo. Es parte del Sermón de la montaña. Jesús está exponiendo la nueva ley, la ley del Nuevo Testamento, la que Él ha venido a traer. Y se puede decir que es una ley del corazón. Su característica es que es ley del corazón. Comienza por la proclamación de las Bienaventuranzas, y en esas Bienaventuranzas lo que se proclama es el corazón bueno del Nuevo Testamento. Y una vez ha hecho esa proclamación va recorriendo, haciendo caer en la cuenta de que realmente esa santidad del corazón bueno, santidad que no es una mera observancia exterior de unos preceptos, sino la transformación interior de un corazón según el Corazón de Dios, es más exigente que la santidad de los escribas y fariseos, como lo es de veras la santidad del corazón. Por eso dice Jesús a los discípulos: «Si no sois mejores que los escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20s). «Si no sois mejores» no quiere decir «si no sois más observantes», porque lo eran sumamente los escribas y fariseos,

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sino quiere decir: si no tenéis una santidad más alta, si no tenéis una santidad desde dentro del corazón, no estáis en el reino de los cielos. ¡Esa santidad del corazón, esa bondad de la que hablábamos, esa pureza! El reino de los cielos se caracteriza por la transformación en el orden de la gracia, y la gracia es la que nos da un corazón nuevo y una mente nueva, para vivir una vida nueva. Esto nos lo repite también a nosotros: tenemos que aceptar la doctrina del Señor, su mensaje. Y no solo su mensaje, sino el don de su Espíritu con el que Él nos transforma interiormente. El Señor lo pone en concreto, va poniendo varios ejemplos. Aquí solamente aparece el primero, el aspecto de la relación con los demás y les hace ver el contraste. Ellos eran muy fieles en lo que estaba preceptuado: si se había dicho «nomatarás», lo que estaba prohibido era el matar, «y el que mata será procesado». Esa era la ley. «Yo os digo: el que esté peleado con su hermano», va al corazón. Pero notemos esto: cuando se habla del corazón, se habla del corazón en cuanto el hombre es responsable de él naturalmente, no en cuanto broten sentimientos. Tenemos que distinguir muy bien eso. Es posible que yo pueda tener sentimiento de enemistad o me venga un sentimiento de odio o de amargura, eso no es mío si no lo hago mío. Pero hacerlo mío en el corazón, aunque no lo diga con palabras. Cuando mi corazón es un corazón que está podrido, cuando es un corazón que está lleno de odio, de enemistad, cuando quiero mal a esa persona y le quiero mal deliberadamente desde dentro, yo ya no soy fiel a la ley del Nuevo Testamento, aun cuando no le haya hecho daño, pero el corazón no es cristiano. Esto es lo que Jesús recalca: tenéis que ser más exigentes.

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Me da pena que nuestro cristianismo muchas veces está demasiado adocenado. Curiosamente, primero lo reducimos a observancias, y luego decimos que como cristianos tenemos que superar las observancias. ¡Pero las superamos eliminándolas! Eso sí que no tiene sentido. Porque si todavía la superación fuese porque no necesito esas normas porque soy más exigente desde dentro del corazón y no me tiene usted que decir que vaya los domingos a Misa, porque voy todos los días, ¡pase! Pero no, primero el corazón no se toca, y luego se quitan las observancias porque el cristianismo tiene que ser un cristianismo sin tantos legalismos. Entonces resulta que ahí no hay ningún cristianismo. Tenemos que cultivar mucho el corazón cristiano, vivir con corazón cristiano. A esto nos exhorta el Señor. Luego, más en concreto habla de las palabras: «Si llama a su hermano imbécil -que tampoco es hacerle un daño físico, pero es una injuria- o renegado, merece la gehenna». Y viene una observación: hay que cuidar mucho cada ofrecimiento nuestro de la Eucaristía, «cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar», cuando nos acercamos a la Eucaristía conscientes de que no vamos a un mero rito sino a poner la ofrenda sobre el altar, y la ofrenda es Cristo y la ofrenda es mi corazón, la ofrenda es mi vida. «Te ofrecemos estos dones ... », «que seamos aceptados por ti, Señor». Y ves que ese corazón está podrido, «porque tu hermano tiene quejas contra ti». No digo que tenga quejas simplemente, quiero decir que en ti existe una animadversión con tu hermano. Tu hermano tiene quejas fundadas contra ti y tú tienes con tu hermano también una falta de relación de amistad y de amor, entonces existe una actitud que no corresponde al corazón bueno del Nuevo Testamen-

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to, y esto de manera consentida, porque es tu postura. Entonces el ofrecimiento se hace mentiroso porque no corresponde a la entrega del corazón. Y, por tanto, primero arregla eso. Puede ser que no tenga yo la posibilidad de arreglarlo, pero yo primero pongo el corazón en su sitio: con la gracia de Dios yo rechazo lo que pueda ser corrupción de mi corazón, y entonces ofrezco. Pero no puedo mantener un corazón que está corrompido interiormente por la presencia de lo que deshace la caridad. Esto hay que cuidarlo en todo, ser diligente. Hay que cuidar que las relaciones con los demás sean según el Espíritu de Cristo. Todo esto puede llevamos a una revisión de nuestra vida. Hablábamos en la última meditación de la pureza, entendida no en un sentido simplemente sexual o venéreo, sino la pureza como transparencia, como generosidad del amor que no se recurva sobre sí mismo. Esa pureza incluye, evidentemente, la caridad, incluye la eliminación de lo que son las sombras del odio, del egoísmo o de la amargura. Así tenemos que acercamos al Señor. Y la Virgen será siempre nuestra Madre en la formación de ese corazón. Su ejemplo y su presencia activa en nuestra vida es la que puede disponemos, uniendo nuestra oración a la suya, para que nos prepare el corazón para una ofrenda digna del sacrificio de Cristo y de nuestro sacrificio con Él.

3.a MEDITACIÓN MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO VIVO

Seguimos con la mirada fija en María, que es para nosotros como la Estrella de la mañana y la Estrella del mar. Estrella de la mañana que precede la aparición de Jesús, y que en los caminos del Espíritu también suele preceder esa manifestación del Señor. Estrella del mar, como punto de referencia continuamente hacia el cual miramos porque es para nosotros, para la Iglesia, para el Pueblo de Dios, como el signo visible de la elección de Dios y de la permanencia de esa elección. Hablábamos de la misión de María y de su comportamiento siempre desde su relación personal, desde su vinculación al misterio de Cristo. Al fin y al cabo, el fundamento de todo lo que se le ha dado, de la plenitud de gracia, es su misión de ser Madre de Cristo. Tiene una relación única con Jesús, es su Madre. Es la única que le puede llamar: «Hijo mío» a Jesús. Y a quien Él se dirige con esa palabra: «Madre mía». De ahí viene todo el resto, de ahí vienen sus privilegios, sus dones, su preparación. Porque la realización de esa misión presupone toda una riqueza, presupone esos dones de Dios, la dádiva del Señor. Si se puede decir que la bendición suprema es su elección, luego esa elección es causa de que se le enriquezca de dones. Algo semejante nos sucede a nosotros: cada uno de nosotros está elegido en Cristo para una misión y recibe los dones, la riqueza necesaria para el cumplimiento de esa misión. Tenemos que tener una gran confianza,

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el Señor sabe lo que quiere de nosotros y no nos pide nada sobre nuestras fuerzas. Si nos pide alguna misión o algún sacrificio nos prepara. Podemos estar absolutamente confiados en esa preparación del Señor, que no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas. Nos movemos pues, en un campo en que deberíamos esponjar el corazón en la confianza y, lejos de tentamos a nosotros mismos, más bien abandonamos confiadamente en la seguridad del amor del Señor. La vinculación de María con Cristo en el orden real, objetivo -y todavía estamos en los pasos previos-, la vinculación al misterio de Cristo tiene en Ella una repercusión, lo mismo que en nosotros. Es lo que llamamos las relaciones interpersonales, que son verdaderas relaciones interpersonales, no son imaginación, no son ficción. Desgraciadamente, a veces nuestra vida de oración adolece de una cierta artificialidad. Un compañero mío que murió tenía escrito: «En la vida se puede bromear, pero no se puede bromear cou la vida, porque lo más serio que existe es la vida. Y hay muchos que bromean con la vida y esto es intolerable». Y en una de sus últimas notas antes de morir decía: «Yo quiero ofrecer mi vida por los que bromean con la vida». Estas palabras, que me impresionaron en ese compañero mío de otro tiempo, las aplico a otras cosas de la vida espiritual. Me da a veces la impresión de que bromeamos con las cosas de Dios. Es decir, no sé hasta qué punto tomamos en serio, por ejemplo, la oración, o si es para nosotros una fórmula, algo que recitamos. Pero, ¿que sea encuentro, relación interpersonal con Cristo?, que Él me acoge, que yo me encuentro con Él aquí como me encuentro con un amigo en una

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visita que hago, igual, yo me encuentro con Cristo. Y hasta qué punto esa oración mía es de verdad o una especie de artificialidad, un «como si» ... Decía: esa vinculación lleva unas relaciones interpersonales verdaderas, en María y en nosotros. Desde el fondo de la fisonomía espiritual de María, la raíz de su modo de proceder espiritual es su amor a Jesucristo. Entraríamos así en un misterio maravilloso: el misterio de la intimidad entre María y Jesús, una intimidad vivida en la fe ciertamente, pero una intimidad de intercomunicación que, sí es verdad, tenía el velo de la oscuridad de la fe, pero tenía también la viveza de la intercomunicación personal. ¡Quién podría describir aquellos coloquios! Conocemos, y nos podría quizás servir de punto de referencia, los coloquios de san Agustín con su madre poco antes de su muerte, cuando él, ya convertido, vuelto a Dios y con deseos de hacerse sacerdote, está hablando con ella de lo que será la visión de Dios, la vida eterna, allí apoyados en la ventana mirando hacia el horizonte de Ostia Tiberina, y nos describe él cómo reaccionaba su madre. ¿Esto no sucedió entre María y Jesús? ¿María no fue la discípula de Jesús de tantas maneras? No solo cuando Jesús predicaba, sino en el mismo Nazaret, quizás no con una revelación formal de lo que anunciará después en su vida pública. Pero, ¿cómo podía no contagiarle su intimidad con el Padre, su vida de oración, su visión de la realidad, su deseo de la salvación de las almas? Todo esto era intercomunicación: María-Jesús. Es el misterio de la intimidad entre María y Jesús. No era la simple intimidad de una madre con su hijo, sino en su Hijo, Ella ve al Hijo de Dios. Y por lo tanto en ese misterio, que será también el misterio de la Encama-

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ción para nosotros, se cumple lo que Jesús nos dirá: «El que me ve a mí, ve al Padre». Esto se realiza en toda la vida espiritual cuando, entrando en Cristo, percibimos en Él, sentimos, creemos, como que tocamos una realidad muy superior a la que los sentidos pueden captar en la figura de Jesús, de ese Jesús que camina por nuestras tierras de este mundo, por las tierras de Palestina. Y así nosotros en Cristo realizamos nuestra unión con el Padre. «El que me ve a mí, ve al Padre. ¿No crees que el Padre está en mí y Yo en el Padre?» (Jn 14,9-10). Ese es el misterio de la Virgen, misterio que Ella no nos ha querido descubrir y que ha vivido con una extraordinaria sencillez dentro de la oscuridad de la fe, a la que haremos referencia y será para nosotros modelo de ese peregrinar en el misterio de la fe. Ese misterio lo vive María, y vive arrancando de esa intersubjetividad de los dos todo el misterio de la caridad comunicada por Cristo a los hombres. Cuando María escucha aquella palabra: «Amaos unos a otros como Yo os he amado» (cf. Jn 13,34), es la única que ha penetrado en la profundidad de esta palabra del Señor, porque Ella estaba en el misterio. Ella comprendía el amor del Padre que entregaba a su Hijo, Ella había estado en el centro de esas vivencias, de ese misterio de la Encamación de amor. Y cuando Jesús dice, y llega a los oídos de la Virgen esa palabra: «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis» (cf. Mt 18,5), le llega también a lo más profundo de su ser. «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis». La raíz de su vida de intimidad, de su misión cumplida en esta dependencia, está en el amor a Jesucristo, y en Cristo al Padre, ese amor a Cristo del cual Ella va a quedar constituida custodia perpetua. Es una frase

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de san Beda el Venerable. Este monje británico tiene un comentario tan hermoso sobre la Virgen, dice: «María es bienaventurada por haber sido Madre físicamente del Salvador, pero más bienaventurada todavía por haber sido constituida custodia perpetua del amor de Jesucristo». Esa es la función de la Virgen, dice bellamente san Beda. Su función es guardar en los corazones de los hombres el amor de Jesucristo como Madre cuidadosa, es decir, encender los corazones de los fieles en el amor de Jesucristo, hacer que sea amado. Pues bien, el misterio de su amor a Cristo, del que Ella va a quedar constituida custodia perpetua, va a ser también el que va a desarrollar en nosotros: custodia de nuestro amor a Jesucristo. Ahí estamos tocando en el núcleo de nuestro ser cristianos. Así como san Pablo insiste en los creyentes, y «el justo vive de la fe», e insiste en lo que es creer, la obediencia de la fe; san Juan por su parte, más que del creyente suele hablar del que ama: «para los que aman al Señor», «¿me amas tú más que estos?», haciendo entender que el amar a Jesucristo es la actitud estable, fundamental del cristiano. Cristiano es «el que ama a Jesucristo», el que vive en el amor de Jesucristo. Y así María es Madre nuestra poniendo en nosotros ese amor, suscitándolo, encendiéndolo cada vez más, sosteniéndolo, manteniendo ese amor del cual Ella es modelo supremo y maestra; ejemplar y al mismo tiempo es educadora de ese gran amor a Jesucristo. Así pues, esta relación entre María y Jesús nos lleva a reflexionar en este momento en el misterio de nuestro amor a Jesucristo, que tiene que ser el fondo de nuestra misión: ese gran misterio del amor mutuo, que Él me ama y yo le amo, ese amamos, ese recibir en noso-

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tros la caridad del Padre, porque hemos sido elegidos en el Hijo amado. Hemos sido elegidos en ese amor con el que el Padre se dirige a su Hijo amado, ese es el amor que se extiende a nosotros. Decíamos que la misión es una relación que hay que vivir en dependencia y en diálogo interior. Vamos a hablar de ese diálogo interior con el Padre en Cristo. Es lo que se sintetiza en la imagen del Corazón de Cristo. ¿Qué queremos destacar en esa imagen? El amor deJesucristo, pero no un amor sensiblero. Queremos recalcar primero que Dios es amor, queremos recalcar que Jesucristo tiene Corazón, y que nuestra relación con Él no puede detenerse en la exterioridad sino tiene que llegar a ver en Él el Corazón, que es lo constitutivo del hombre. El hombre a veces confunde los elementos. Una de las crisis de la vida de amor del matrimonio está en que no se ha llegado al corazón. Es decir, hay un paso en toda vida humana, y también en toda vida cristiana, que consiste en pasar de la sensibilidad al ca-' !razón. Quizás uno de los pasos más difíciles que hay que dar con una cierta oscuridad, con una cierta aridez, con una cierta dificultad, un desierto. Pero es necesario porque hay en nosotros como capas diversas. Hay una exterioridad fría, diríamos; es la persona despreocupada. Hay una zona que podríamos llamar de sensibilidad, más o menos aguda que es muy mudable, muchas veces un terreno pasional, pero es sensibilidad. Y hay una postura fundamental, central, esencial para la madurez del ser humano, que es el corazón. El corazón no es puramente la razonabilidad. El hombre que no tuviera más que inteligencia y voluntad no sería hombre. El hombre necesita un corazón, si no, no es el hombre. Pero nece: sita un corazón en el centro de su ser, no en la superficie

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de su sensibilidad. Muy frecuentemente se fomenta la sensiblería o la sensibilidad, pero no se fomenta la adhesión desde el corazón. Toda verdadera adhesión desde el corazón es respetuosa, es de entrega servicial cordialmente vivida. Y este paso de la sensibilidad a ese corazón interior es difícil. En la misma vida cristiana hay mucha gente que tiene sensiblería religiosa, pero poca que tenga corazón de entrega religiosa a Dios. Corazón, es decir, hay que llegar hasta el fondo del ser. En Cristo lo que se nos muestra, y tenemos que llegar a Él, es su actitud. San Pablo repite hablando del cristiano: «El cristiano no se justifica y no se santifica por las obras, sino por la fe». Cuando él habla así de la fe no se refiere solo al acto de creer, sino a la entrega de sí mismo en amor creyente. Quiere decimos esto: Jesucristo no nos salva por sus obras: por su Pasión, por su muerte como tal, por el hecho de sufrir, sino por el corazón con el que sufre, por el corazón con el que da la vida. Esto es lo que significa el Corazón de Cristo. Por eso nosotros nos dirigimos a Cristo, evidentemente no con una intención de artificialidad, sino con la intención de que nunca nos quedemos en los rasgos exteriores o en las obras que hace, sino que atendamos siempre a la actitud de corazón con que las vive. Y esto es lo que nos presenta el Corazón del Señor. Al mirarlo así, al contemplarlo así sabemos que se trata del Jesucristo del evangelio, de Jesucristo el de Galilea, el de Nazaret, el del Calvario, pero queremos recalcar al mismo tiempo una cosa: ese Cristo es Jesucristo resucitado vivo, de Corazón palpitante ¡ahora!, que es cercano a nosotros, que nos estima, que nos quiere, que nos sigue, que establece con nosotros unas verdaderas relaciones de amor. Jesucristo resucitado está vivo. Dicho de otra

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manera, el cristianismo no es una serie de observancias con el fondo de un recuerdo de un Cristo que pasó, sino es una vida verdadera con Cristo vivo, de corazón a corazón. Y es lo que la Virgen vivió, de corazón a corazón. Y la Virgen vive en la etapa actual, el Concilio lo recalca, asociada al Cristo glorioso Rey, que conduce el gobierno del universo. Está asociada de corazón a corazón. Asociada no quiere decir simplemente inscrita, sino que está en sintonía, solidarizada, en unión que ! solo se realiza por la unión del corazón. Notemos bien, la verdadera unión de persona a persona solo se realiza 1en la unión del corazón, porque es por el centro de la persona misma. Esta verdad es la clave de la vida cristiana, es la que tenemos que vivir nosotros. Por eso vivimos en el amor de Cristo. San Pablo lo dice en la Carta a los Gálatas: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gál 2,20). ¡Vivo ahora en la fe del Hijo de Dios que me amó! Es decir, ese Corazón de Cristo nos indica la calidad de su amor. Quiere indicamos que dio su vida amándonos, por eso vemos en Él los signos de la Pasión. Quiere expresamos que el amor que late en Él -que evidentemente no tiene de suyo, ni mucho menos, todos esos signos vitalmente, pero queda simbolizado en ellos-, es el amor redentor de Jesucristo, el amor misericordioso con que me ama. Ver así a Jesucristo resucitado vivo de Corazón palpitante que ama al mundo, que sigue amando a los hombres de hoy, es presentar el Jesucristo del Nuevo Testamento. Así tenemos que vivirlo. Es lo que anuncian los apóstoles. Lo vemos descrito, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles: presenta a san Pablo arrestado y presentado por el gobernador romano Fes-

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to ante el rey Agripa. Lo cuenta así: «Vino a Cesarea el rey Agripa, uno de los descendientes de Herodes, y fueron a saludar al gobernador romano, que se llamaba Pesto; y cuando se vieron los dos, Pesto le contó al rey Agripa lo que le había sucedido con un prisionero que tenía -era Pablo-, y le dice así: Hay aquí un hombre que mi antecesor Félix me dejó en la cárcel prisionero. Estando yo en Jerusalén, los sumos sacerdotes y los ancianos de los judíos presentaron contra él una acusación, pidiendo sentencia condenatoria contra él. Yo les respondí que no es costumbre de los romanos entregar a un hombre a la muerte sin que el acusado tenga ante sí a los acusadores y se le dé la posibilidad de defenderse de la acusación». Como diciendo: yo no hago así, no me pliego a eso; que me vengáis a acusar a este hombre y que yo lo condene sin más, no, señor. Hay que presentar acusaciones y hay que dejarle la posibilidad de defenderse. «Ellos vinieron aquí juntamente conmigo y enseguida, me senté en el tribunal al día siguiente, y mandé que trajeran al hombre. Los acusadores comparecieron ante él y empezaron a acusarle. Pero no presentaron ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba». Pedían la pena de muerte y empezaron a acusarle. Yo no veía materia, no veía una acusación digna de una condenación así. «Solamente tenían entre sí unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que está vivo» (cf. Hch 25,13-19). ¡Qué curioso es esto!, ¡qué bonito es este pasaje como testimonio de la predicación de Pablo! La discusión no era de grandes problemas, no se le acusaba de crímenes. Simplemente eran cuestiones de la observancia de la religión judía y sobre todo, el punto central era

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este: «un tal Jesús, ya muerto», dice Festo. Constaba en mis archivos que había sido ajusticiado, constaba el testimonio del centurión que dio fe de su muerte, estaba muerto. «Del que Pablo afirma que está vivo». Esta es la verdadera visión cristiana: Jesús, muerto por nosotros, está vivo. Y consiguientemente, el ser cristiano es vivir con Cristo vivo. Él nos acompaña, Él está junto a nosotros, Él es el que rige nuestra vida. Esto es impresionante. Y de hecho, dice el mismo Festo: «Yo estaba perplejo ante estas acusaciones». ¡Y no era para menos!, que este señor diga: ¡que está vivo, que está vivo! ¡Pues señor, si murió! Estaba perplejo. Esta es la verdad del cristianismo, es así: Cristo vive, Cristo está vivo. Y la gran clave para toda nuestra vida es considerar y tratar con Jesucristo corno persona viva. Así tenernos que tratar con Él ¡porque lo es! No es corno si fuera, sino corno persona viva que es, ¡que es! Y estarnos llamados a esa intimidad con Cristo. Uno podría decir: bien, estarnos llamados a esa intimidad con Cristo, ¿por qué entonces no se me manifiesta el Señor? La respuesta me parece bastante clara: no por falta de deseos de parte del Señor, pero Él no hace milagros, requiere una preparación del corazón, oficio que realiza por el instrumento de la Iglesia. No basta el solo hecho de darle a uno los sacramentos, el Bautismo. Eso es mecanizados excesivamente. Los sacramentos nos dan la gracia, pero hay que educar la gracia, hay que introducir al trato vital con Cristo. Ese proceso, ese introducir es el que vernos, por ejemplo, en un desarrollo a la manera de los escritos de santa Teresa. En ella vernos un ejemplo de cómo va adentrándose en el trato personal con Cristo. Y es sorprendente, es admirable ver cómo realmente en los san-

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tos se da esa comunicación, ese abrirse al Señor y el Señor que se les abre a ellos. Y los santos no son una excepción. Estarnos habituándonos ahora a santos que han convivido con nosotros, que han vivido en circunstancias muy semejantes a las nuestras. Yo estoy bien seguro de que el Señor tiene deseos, que nosotros no entendernos quizás, de comunicarse con nosotros. Lo desea, pero no nos prepararnos. Muchas veces no tenernos ni tiempo, porque en el fondo tampoco nos interesa demasiado, hay cosas que nos interesan más. Y entonces, ni cuidarnos la preparación ascética, ni cui- 1 darnos el recogimiento de los sentidos, ni cuidarnos la ' atención interior del corazón. No nos da tiempo porque tenernos otras cosas que hacer y, «no estoy yo para oír esas cosas». Pero es verdad, es Cristo vivo que quiere vivir con nosotros. ¿De dónde deduzco esto? Pues de las mismas palabras del Señor: «Si alguno me ama, mi Padre le amará y Yo le amaré, y vendremos a él y haremos nuestramorada en él». En otro lugar: «Si alguno me ama, Yo me manifestaré a él». Es claro que con esto no quiere decir que todos han de tener visiones o cosas semejantes, que no son importantes. Pero es verdad que el Señor se comunica con nosotros de manera para nosotros indudable, no con sonido de palabras, sino que habla en el fondo del corazón, sin que yo pueda dudar de lo que me dice lo he entendido; entiendo, y no son palabras. Las palabras son un modo de comunicarse de nuestra naturaleza corruptible, son un recurso. Se dan a través de las ondas, de los medios materiales en que nos movernos. Pero hay muchas maneras de comunicarse que no es la palabra: el contacto de corazón a corazón de dos personas que están cerca, la mirada ...

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La oración es un dejarse mirar por Dios. La postu. ra de oración es abrir nuestras posibilidades, nuestros sentidos interiores espirituales al Señor para poder establecer con Él esa verdadera comunicación en la que interiormente me hace sentir lo que Él quiere. Al fin y al cabo, la palabra es como un sobre, como un correo con el que yo envío el contenido personal que quiero dar a esa persona. Sobre todo en lo que se refiere a la palabra verdadera que es palabra de intercomunicación de amor. Yo no solo digo la cosa, sino me expreso en esto que digo. El sonido llega a través del oído a la persona que me escucha, y esa persona deja el sonido, se queda con el contenido. El sonido ha pasado. Si yo pudiera pasar el contenido sin usar ese sobre obtendría el mismo efecto. El Señor lo hace de mil maneras: comunica el contenido sin necesidad de ese sobre con el que yo lo transmito y tengo que dejar a un lado después. Pero una cosa es necesaria para ello: que el corazón se abra a la palabra de Dios, que se cumpla aquel deseo de SaJ lomón, cuando al Señor que le preguntaba qué deseaba ,para su reino, contestaba: «Señor, un corazón que escu.che». Nos falta el corazón que escuche. Estamos endurecidos, no escuchamos. Hay que ponerse en onda en una receptividad, en una postura de quien se da. ¿Por qué no nos ponemos en onda? Porque eso supone que yo me abro, me entrego. Es una postura muy bonita de la Virgen que ns recuerda Juan Pablo II cuando habla de las bendiciones que Ella recibe. Dice así: «María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional; e igualmente es amada en este Amado eternamente, en este Hijo consustancial al Padre en el que se concentra toda la gloria de la gracia. A la vez, Ella está y sigue abierta

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perfectamente a este don de lo alto». ¡Estar abiertos! Pero no hablo de unas aperturas de carácter psicológico, estoy hablando de la apertura interior del corazón limpio, del corazón libre, del corazón que está dispuesto. Hay una postura de ofrenda de sí, de oblación, abierto a este don de lo alto. Como enseña el Concilio: «María sobresale entre los humildes y pobres del Señor que de Él esperan con confianza la salvación». Los pobres y humildes que tienen los ojos en las manos de su Señor, esperan de Él la salvación. Nosotros no tenemos tiempo porque la salvación la queremos sacar de nuestro esfuerzo, de nuestros proyectos, de nuestros planes, y no nos queda tiempo para esperar pobres y humildes. Aquí está la clave: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y alaba al Padre: «porque has escondido estas cosas a los que se las dan de sabios y de entendidos, y las has revelado a los humildes». Esos pobres y humildes de los que habla Juan Pablo II, con cita del Concilio: «María sobresale entre esos mansos y humildes que están abiertos al Señor para recibir el don de Dios». Pues bien, es verdad, toda nuestra vida tiene que estar abierta al Señor, y la Virgen es modelo. El Apocalipsis es el libro de la teología de la historia: refiere en una dimensión de carácter descriptivoapocalíptico lo que es la lucha de la vida y la victoria de Cristo en la vida humana a través del combate que hay que realizar, donde tiene un lugar eminente la oración. Punto clave es la oración de los santos que desencadenan la solución de la victoria definitiva. Pues bien, en · el Apocalipsis destaca desde el comienzo que el Señor se presenta y es «el que es, el que era y el que viene»

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(Ap 4,8). Ese es Cristo, que abarca toda la historia: el que era, es ahora y viene, porque está siempre viniendo. Por eso se pide una postura de recepción, de querer recibirle. Está viniendo a nosotros. Nuestra vida cristiana es una continua venida de Cristo, de Cristo con su Corazón. «El que nos ama», el que continuamente viene a · nosotros, es «el testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra». Así lo describe: «el que está vivo y nos ama, nos ha lavado los pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1,5-6). Este es Jesucristo. Y todo el Apocalipsis desarrolla la victoria de ese Cristo que es el testigo de lo que pasa, el que está en relación personal con cada uno, el que vela por las iglesias concretas, que Él está custodiando, siguiendo la conducta de cada una, corrigiéndola. Así es como Cristo sigue la vida de cada uno de nosotros. ¡Cristo resucitado vive! San Pablo también vuelve tantas veces sobre esta idea: «vivís para Cristo», «sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor». Pero no para un Cristo que ya no existe, sino para un Cristo que está vivo, para un Cristo que está presente. Por ejemplo, cuando en los Hechos de los Apóstoles, Pedro y Juan van al templo, se encuentran allí con un tullido y él les pide limosna, Pedro le dice: «Míranos, no tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo Nazareno echa a andar» (Hch 3,4-6). «En nombre de Jesucristo Nazareno», ¡no es la invocación de un muerto! Quiere decir: en la fuerza de Cristo que vive, camina. Tendríamos aquí una fuerza enorme, «en nombre de Jesucristo». El lema de Pablo VI en su escudo pontificio era in

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nomine Domini, «en el nombre del Señor». «En el nombre de Jesucristo vivo», esto lo deberíamos tener dentro. A esto nos lleva María, a esta realización de nuestra relación personal con Él, a esa fuerza que yo recibo de Cristo. Y la misma vida de la Iglesia no es más que la vida de Cristo en nosotros. Y podríamos hacer verdaderas maravillas en el apostolado, en la familia, en el trato con las almas, de manera prodigiosa, porque Cristo está en nosotros. Fijaos en una palabra que Jesús dice: «Si creéis en mí, haréis las obras que Yo hago y mayores, porque Yo voy al Padre» (Jn 14,12). Las obras no son precisamente los milagros. Los milagros los llama san Juan «signos»; obras, son obras de salvación. Jesucristo quiere indicamos que cuando Él haya realizado la redención, «vosotros, si creéis en mí», creer en Él es creer en su persona, no creer solo las palabras que ha dicho, sino creer que Él es lo que es, que Él es la revelación del amor del Padre, que Él es el Hijo ofrecido por el Padre que ha dado su vida por nosotros. «Si creéis en mí haréis las obras que Yo hago y mayores». ¡Mayores!, esto · es verdad. No quiere decirse que todo cristiano si cree en Cristo tenga que hacer milagros; no digo eso, pero que tiene una eficacia de redención, más de la que Cristo realizaba en su vida pública cuando todavía no estaba consumada la redención y no existía aún la comunicación del don del Espíritu a su instrumento, que es la Iglesia. «Cuando estéis llenos del Espíritu de vida, entonces lo comprenderéis interiormente». «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí». Hacia esto tenemos que tender nosotros. Vida cristiana es vida de amistad con Cristo, de intimidad con Cristo, de apoyamos en la fuerza de Cristo, de contar

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con Él como consolador íntimo, como amigo personal que está siempre con nosotros. Y cuando vivimos así . las cosas nos salen desde dentro, que es lo importante. Hay un pasaje de san Juan que ha admitido varias interpretaciones, dice así: «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán torrentes de agua viva» (Jn 7,3 739). En los textos anteriores era frecuente que se leyera de esta manera y se puntuara así. Desde hace unos años, el P. Hugo Rahner, hermano del teólogo Karl, patrólogo y especialista en cuestiones de Historia de la Iglesia, sugirió y se impuso que se puntuara de esta otra manera: «Si alguno tiene sed, que venga a mí; y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, de su seno brotarán torrentes de agua viva». Él da sus razones para ello y a muchos les ha parecido razonable. Con todo, otros no lo admiten sino se atienen a como estaba antes. Las dos puntuaciones tienen sentido dentro de lo que es la doctrina de la Iglesia y la interpretación de san Juan. . Pero la clásica, como podríamos llamar, acen\túa este aspecto: «Si alguno tiene sed, que venga a mí beba». Beber de Cristo, eso queda igual, «venga a mí y beba». Beber quiere decir metérselo dentro, quiere decir que el agua y sangre que brota del costado de Cristo me penetre dentro, que el don del Espíritu me pase, entre dentro. No es un lavarse desde fuera. «Que beba», que se le meta dentro. Beber la palabra de Jesús, beber la vida de Jesús, beber la sangre de Jesús, beber el don del Espíritu. «Quien tenga sed, que venga a mí y beba». Ahora añade, y leo como antes: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán torrentes de agua viva». Del seno del que cree en mí brotarán to-

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rrentes de agua viva, puede entenderse perfectamente. Porque hay una cosa que para los que tenemos que predicar, enseñar, es un reto continuo: yo puedo hablaros citando textos. Entonces, lo que yo os doy es lo que recojo: san Juan Crisóstomo dice esto, tal otro dice esto ... y muchas veces hablamos así. En las cosas que son de teología o de espiritualidad, uno más bien hace de colector de ideas que transmite. Pero cuando uno cree en Cristo, «de su seno brotan torrentes de agua viva», nacen como desde dentro. Y es una cosa tan grande que salgan desde el corazón los torrentes de agua viva, ¡desde dentro! No estoy transmitiendo un artículo, no estoy resumiendo un discurso, estoy hablando desde el corazón. Si uno cree en Cristo «de su seno brotan to- • rrentes de agua viva». Necesitamos mucho que, llenos: de la fe en Cristo, esa fe que es fe amante, que cree en el amor de Jesucristo, en el amor personal que Él le dirige, acepta ese amor, vive en ese amor, bebe -«el que tenga sed, que venga a mí y beba»-, salgan desde dentro los torrentes, porque todo lo que nos sale desde dentro tiene una eficacia, una fuerza excepcional. Es lo que le sucede a María. Las palabras de la Virgen no son citas de uno u otro texto, le salen del corazón, «de su senol brotan torrentes de agua viva». Es lo que dice Jesús mismo: «Mis palabras no son mías sino del Padre que me ha enviado». Él lo dice desde dentro de su Corazón, pero al mismo tiempo son del Padre. Y por eso dice: «Entonces conoceréis que Yo estoy en vosotros y vosotros en mí y Yo en el Padre», cuando estéis llenos del Espíritu Santo, llenos de este amor, llenos de esta caridad. Es lo que el Corazón de Cristo nos trae, lo que nos presenta: poner dentro de nosotros el Corazón del mismo Cristo como fuente inte-

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rior, porque quiere que vivamos en su amistad. Tenemos :que pedirlo mucho. Es la Virgen la que funda y consolida esta amistad con Cristo. Hay que acudir mucho a Ella :para que nos enseñe a amar a Cristo como Ella le amaba. Para nosotros es difícil entenderlo, porque nos cuesta mucho creer en el amor personal de Jesucristo. A veces es una manera como de torearlo, con una cierta elegancia: pues sí, Dios es bueno, Dios cuida de nosotros. Pero se refugia uno en la universalidad de la Iglesia, de los cristianos. Y es verdad que Cristo ama a la Iglesia y ama a su pueblo, pero ¡te ama a ti personalmente! Este aspecto es el que nos cuesta aceptar, porque no tenemos idea de lo grande que es el amor del Señor y lo verdadero que es ese amor. Nos cuesta aceptar que el hombre es objeto de ese amor porque no amamos demasiado al hombre ni lo estimamos. Y nos cuesta aceptar que nos ame a nosotros porque tenemos una idea muy pobre de nosotros mismos, y en el fondo la rehuimos. Muchas de esas posturas que podríamos llamar un tanto secularizantes, que «pasan» de lo espiritual, de lo religioso, de lo cristiano, en el fondo es timidez, es no tener el valor de afrontar la grandeza del amor de Dios, y se le da la espalda. No acaba uno de creer que Dios pueda amarme a mí. Porque nos da miedo incluso que nos conozcan como somos, y por eso lo rehuimos también. Y se nos va la vida casi en una especie de carnaval de disfraz, de disimular lo que somos y simular lo que no somos, porque tenemos miedo de que si nos conocen como somos, no nos quiera nadie. Entonces, ante un Dios, ante un Cristo que me conoce como soy y como yo mismo no me quiero ver, nos da miedo. ¿Cómo me puede amar Cristo? ¡Sería demasiado gran-

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de que Cristo me amara! Pues bien, aquí estamos en el punto fundamental de lo que hemos hablado, de esa relación de amor. Dice san Juan: «Nosotros hemos creído en el amor». ¡Creído!, ¡fe! Hemos creído que Cristo nos ama. Hace falta una luz extraordinaria, fuerte, para creer que Cristo me ama. Y sin embargo es tan clave y tan fundamental. La verdad es esta, y yo no puedo decir otra cosa sino que es así, y que cada uno le siga. En la vida cristiana nos pasa que muchas veces no acabamos de vivirla del todo porque vivimos de escuchar más que de vivir. Creo que lo he contado alguna vez porque me impresionó. Dos monjes del desierto, de la zona de Gaza y alrededores, se preguntaba uno a otro: ¿por qué vienen tantos a nuestra vida monástica y luego se marchan tantos? Es algo curioso, pasa como en las vocaciones al seminario: vienen muchos, pero se van muchos, ¿a qué se debe eso?, ¿cómo son tantos los que abandonan? Y la explicación la daba muy bonitamente el otro monje: pues yo creo que pasa esto: cuando un perro sigue una liebre o una pieza, ladra; entonces todos los perros que le oyen se van detrás. Empieza a correr y todos los perros detrás corriendo. Pero ¿qué pasa? Que poco a poco se van cansando y se van retirando. Solo quedan los que han visto la pieza. Esto pasa mucho. Es decir, yo sigo a Cristo pero no porque lo veo, sino porque me han dicho. Y es buen camino, ¡pero me han dicho para que yo le vea! La relación de vida cristiana no se funda simplemente en que «me han dicho». Ese es el punto de partida, pero tengo que vivir la fe. Es cuando uno lo ve y vive ese amor, como una santa Teresa. Ya no dice simplemente: «Me han dicho que Jesucristo es así». Ese ha sido un punto de partida y yo he creído y voy detrás.

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Hay un pasaje en el evangelio de san Juan, el de la samaritana, cuando la mujer de Samaría experimenta a Cristo, Él le dice lo que ella es y se queda asombrada; después le habla de lo que han de ser los verdaderos adoradores. Deja el cántaro y se va a llamar a sus compañeros, compatriotas de Samaría y les empieza a decir: «¡Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que yo he hecho!, ¿no será el Mesías?». Y la gente enseguida se va. Es lo del perro que viene ladrando y que se unen todos y se van. Entonces se lo llevan allá y lo tienen tres días. «Y al cabo de tres días, le decían a la mujer: ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros hemos visto y creemos que este es -le llaman- el Rey de Israel». ¡Hemos visto que este es!, ya no creemos por tu palabra. Este suele ser el proceso: yo he visto, no puedo menos de anunciar, no puedo menos de «ladran>, y al «ladrar» le digo: mira que es así, que este Cristo es una cosa fantástica, maravillosa. Pero, no para que te quedes así porque te cansas, sino para que tú mismo veas y creas que ese es Jesucristo. Pues bien, me parece fundamental en nuestra vida. Y tiene que ser a través de esa preparación, de ese ejercicio, de la superación de nuestro obstáculo, de una cierta barrera. Rehuimos pasar de lo humanamente razonable y controlable. Y sin embargo, se necesita una generosidad de nuestra parte, una búsqueda del Señor, una vida sacramental, una vida de oración. Tenemos que ir desarrollando progresivamente ese contacto personal con Jesucristo, para que podamos también decir nosotros que ese Corazón no es simplemente que nos han dicho, sino que hemos gustado. «Venid y gustad cuán bueno es el Señor».

4.a MEDITACIÓN EL PECADO Y LA MISERICORDIA DESDE MARÍA

Exponíamos la relación personal íntima de María con Jesús, y reflejábamos sobre nuestra vida esa misma luz, intentando ver nuestra vida como relación personal con Cristo resucitado vivo, en la amistad íntima con Él a la cual nos invita. Esa amistad que debe ser el núcleo de la vida cristiana. San Pedro, cuando explica lo que es su mensaje, se refiere a los fieles y dice de ellos: «Vosotros creéis en Cristo, a quien sin haber visto amáis» (1 Pe 1,8). Esa es la definición: es un amar, un presente estable de continuidad, que significa la actitud predominante que constituye a uno discípulo de Cristo. Podríamos decir así: vosotros, sin verle, vivís en su amor. Y esto es para él un punto de sorpresa. Pablo había visto corporalmente a Jesús, había estado en su escuela, lo amaba, se le había mostrado resucitado. Pero los fieles no le habían visto así, sin embargo, vivían en su amor. «A quien vosotros, sin haber visto amáis», vivís en su amor. Esta debe ser la actitud. Naturalmente esa amistad, como verdadera que es, tiene las características de toda relación interpersonal y hay que cuidarla como tal. Debemos hacer un esfuerzo personalísimo, como indicábamos, continuo: tratar con Jesucristo como persona viva, tratarle así porque lo es. Y tratarle así, sea en la vida personal, sea en nuestro contacto con los demás en la formación, en la educa-

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ción, en la ayuda de los otros. «Jesucristo en la Eucaristía -decía el papa Pablo VI- verdaderamente vive y actúa», ahí en el sagrario. Y por lo tanto, llevar a las almas no solo a actuar, a rezar delante de la Eucaristía, sino a recibir. Y tratarlo así como persona viva, que cuando me acerco a Él se alegra de mi presencia como se alegra un amigo de la visita de su amigo. Es vital, es evidente que se alegra, con unos matices que nosotros no podremos captar nunca del todo por el aspecto que tiene la resurrección del Señor y su gloria. Pero es verdad que Él se alegra de que nosotros nos pongamos bajo su alcance, que vayamos a Él. Desarrollar todo esto debe ser el cuidado constante de un cristiano, vivir esta relación personal con Cristo. Y la Virgen, decíamos, es la que nos introduce. La Virgen es maestra, tiene como oficio ser custodia perpetua del amor deJesucristo. Ahora bien, lo que llamamos relaciones interpersonales tienen ciertas características que debemos tener también presentes. Porque cuando se trata de esta verdad, de esta realidad verdadera que es nuestra vida con Cristo, se nos puede quizás ocurrir objetar: ¿cómo sé yo que es auténtico? Es el problema. Vendríamos a decir: pero, ¿eso no es un montaje o una imaginación?, ¿cómo sé yo que mi relación con Cristo es verdadera? Porque Él ciertamente me ama, eso digo yo, pero ¿cómo sé que el momento de la oración se desarrolla de verdad y no es una construcción subjetiva? Sobre todo en ciertos ambientes o con ciertas personas que son más exigentes desde el punto de vista de la racionalidad, si nos urgen, ¿cómo podemos dar razón de que se trata de una realidad verdadera? Un profesor o un científi-

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co que nos dice: esas cosas yo no las admito, hay que actuar demostrando las cosas; ahí puede haber campo para muchas imaginaciones o subjetivismos. ¿Cómo me defiendo yo de esto? Pues muy mal, me defiendo muy mal, porque el campo de las relaciones interpersonales escapa a los controles demostrativos de la ciencia y de la razón. Tenemos que distinguir claramente entre lo que es «raciocinio» y lo que es «razonable». La vida humana y las relaciones interpersonales humanas son razonables, pero no son fruto de un raciocinio ni se pueden someter a un raciocinio. El hombre se desharía, quedaría destruido como hombre si se redujera a raciocinios, si no admitiera más que lo que él demuestra y raciocina. Sin embargo, todo lo demás es razonable. Explico esto un poco porque me parece importante, ya que tocamos el punto de la fe y de las relaciones ínterpersonales de la fe. En el orden humano, la mayor parte de las cosas no son demostrables en lo que son humanas, son razonables. Que yo crea en el amor de mi madre es razonable, no es demostrable ni por ciencia ni por demostración física. No es demostrable, ¿por qué? Porque llegamos a un campo en que no hay control de ello. Si un señor es muy exigente y dice que no admite más que lo que demuestra, nada más, y yo le encuentro a él de paseo con su novia y muy entusiasmado, dispuesto a casarse, y le digo: pero ¿usted acepta el amor de su novia?, ¿usted puede demostrarme que ese amor es verdadero y que existe? Y no puede demostrarlo, ni hay máquina ni aparato ni demostración física posible de eso; no hay. Y sin embargo este hombre es razonable al ir por ese camino, porque hay unos valores que no es posible someter a una demostración, pero son razonables. No es

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posible someter a una demostración por una razón muy sencilla: porque lo que es estrictamente humano como tal -no de lo que es compuesto humano y está en el reino de lo material-, no está sometido a medidas. El hombre domina lo inferior a él, pero no domina lo que es de su nivel o superior a él. Entonces se comprende que en todo lo que es el reino físico se demuestre, se mida, se domine. Pero apenas entramos en lo que es humano, sobre todo en el campo del amor que es lo más alto del hombre, la entrega inteligente de sí mismo, nos encontramos con que escapa a lo que puede ser una demostración, una prueba, un raciocinio puro, porque es vital, es personal y no se puede reducir. Lo mismo decimos de cómo escoge un marido a su mujer, ¡es vital!, no es fruto de unas medidas. En un concurso de belleza podrá recurrirse a medidas, pero lo que es relación de amor personal no es fruto ni resultado de un marketing. Es vital, es encuentro, es humano, va por otro lado. Es importante comprender esto porque nuestro mundo de la fe es mundo de relaciones interpersonales, en el que no existen esas demostraciones. ~o que es el amor a Jesucristo, la mutua relación con El, todo esto entra en lo que son relaciones interpersonales, y por lo tanto, no caen bajo lo demostrable de una manera que podríamos llamar científica. Y por eso también en ese campo, en el orden humano mismo nos encontramos con la misma dificultad de la imposibilidad de demostrar, y sin embargo, son verdaderas las relaciones. Este señor que tiene esas relaciones con esta joven no sería razonable si dudara de la autenticidad de ese amor después de suficientes manifestaciones, conocimiento, etc. Es perfectamente razonable, tiene una verdadera certeza de ese amor. Y un matrimonio que han vivido

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muchos años juntos y que han vivido con verdadera mutua entrega, están seguros de ese amor. Y es verdad, es una certeza, pero no es la misma certeza que la de una demostración física; no porque sea menor, sino es de otro tipo. La vida cristiana es relación interpersonal de amor que Él ha querido establecer con nosotros, como la ha establecido con María, su Madre, escogiéndola para esa relación interpersonal específica que es la relación de maternidad con Él. Y así ha vivido esa maternidad en la verdad. Porque vivir la maternidad no es lo mismo que la mera generación biológica. Eso sería demostrable. Me refiero a la maternidad como aportación de relación interpersonal, de verdadero amor materno, de verdadero contacto de amor en la profundidad de su unión. En este campo de las relaciones interpersonales, de la amistad, de esa comunión de amor por la gracia, por esa mirada de amor que decíamos, que mirando graba su imagen, y esa imagen vitalmente se irradia en nosotros como el sol en un espejo, que despide esos rayos arrancando del espejo. En esas relaciones interpersonales existe lo que llamamos la ofensa. La palabra ofensa es un término difícil de explicar, y con mucha facilidad se plantean cuestiones: ¿qué es? Y se pide y se exige: dígame usted, ¿qué añade la ofensa?, ¿qué hace la ofensa?, ¿es que constituye algún mal en esa persona? Es muy difícil porque nos movemos en el campo de las relaciones interpersonales. Así como es muy difícil explicar en qué consiste el aliento que se da a una persona, qué le doy yo con eso. Es algo muy real, que todos conocemos y sabemos, pero muy difícil de explicar, porque nunca se puede confundir la ofensa con lo

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que puede ser el daño de esa persona. Puede ser que no le haga daño, pero le ofende. Es difícil de matizar, nos movemos en ese campo. Todo lo que llamamos «el reino del pecado» se mueve en lo que es la ofensa de Dios, la ofensa al amor que Dios nos tiene a nosotros. Ofender no es lo mismo que molestar. A Dios no le molestamos con nuestro comportamiento, pero le podemos ofender. ¿Cuál es la diferencia? Cuando un muchacho, por ejemplo, está jugando y su padre está en la siesta, tira el balón contra la ventana donde está su padre, rompe el cristal y le despierta, le ha molesta~o, no le ha ofendido. No ha sido ofensa, porque ha s1do enteramente casual, no ha pretendido nada ni ha pensado en ello. Ahí no puedo hablar de una ofensa. Pero le ha molestado y quizás le castigue. Pero tampoco es razonable en castigarle, simplemente es la reacción de una molestia. Dios nunca reacciona porque le han molestado. Lo que llamamos santidad de justicia de Dios no es nunca reacción de Dios molesto. La ofensa va por otro capítulo, por otra línea. Sería bueno que dedicáramos tiempo a pensar y reflexionar un poco sobre estas realidades, porque nos ayudaría a nuestra vida de relación con el Señor. Las relaciones interpersonales son susceptibles de lo que llamamos ofensa. Quiere decirse: esa relación puede romperse y constituir eso que se denomina ofensa de la otra persona. La ofensa, en el sentido más estricto presupone la existencia, o al menos la propuesta de relaciones interpersonales. Donde no hay ni propuesta de relaciones interpersonales no hay ofensa. Aquí está otra de las realidades, que es el misterio del pecado. Este misterio viene a insertarse en las relacio-

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nes interpersonales del hombre con Dios, del hombre con Cristo. Y así entendemos mejor lo que es el pecado: ruptura de la relación de amor con Dios. Es acción del hombre que rompe esa relación, que se niega al amor, se cierra; del hombre que se hace impenetrable a ese amor y de hecho «se marcha de casa», según la parábola del hijo pródigo, y eso ofende al Padre, por el modo de comportarse el hijo. La Virgen no ha conocido el pecado por experiencia de pecadora, Ella no ha tenido pecado. Pero conoce más que nadie lo que es el pecado y nos puede ayudar mucho; porque quizás nos falta el caer en la cuenta, el conocimiento de lo que es. Al comienzo de la Eucaristía solemos decir: «Antes de celebrar los sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados», es el primer paso. La primera gracia que Dios concede no es el perdón, sino el reconocer su pecado, y como consecuencia de ese reconocimiento viene el perdón, la gracia. Porque es una condición previa. Dios no perdona, diría más, ni puede perdonar, si el hombre no reconoce su pecado. Quizás se podría plantear la cuestión de si el hombre perdiera la memoria del mal que ha hecho, le • podría perdonar. Probablemente sí. Pero conociendo lo: que ha sucedido y no reconociendo su pecado, no hay posibilidad de perdón. Me parece importante que pidamos luz para enten-. der lo que es reconocer nuestro pecado. Reconocer no' es simplemente confesar que uno ha hecho una cosa. A veces en el lenguaje de judicatura, etc., ha reconocido que hizo eso, ha confesado, es «convicto y confeso». Pero, en el sentido teológico quiere decir, no solo afirmar que uno ha hecho una cosa, sino caer en la cuenta

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de la gravedad que ha hecho. Si una persona ha cometido un crimen, un parricidio, y dice: lo he hecho ¿y qué tiene de malo? Sí, es verdad que lo hice, pero eso no ... , no es reconocer. Reconocer el pecado es como quedar' se asombrado de la monstruosidad que uno ha hecho. 'valorar el pecado, es reconocer. Es lo que hace el profeta David cuando, a instancias de N atán, cae en la cuenta de la monstruosidad que ha hecho, por el ejemplo que él le pone de aquel hombre que teniendo tantos rebaños, había ido al vecino a quitarle la única oveja que tenía, matarla y presentarla a su huésped. Viendo así el hecho tan monstruoso, no puede menos de decir: «Quien ha cometido tal cosa es reo de muerte». Y le dice Natán: «Ese hombre eres tú». Entonces reconoce: «He pecado contra Dios» (cf. 2 Sam 12,1s). No dice simplemente: yo he hecho este acto, sino ¡he pecado contra Dios!, yo he procedido de manera monstruosa contra Él. Ese reconocimiento es necesario. Porque, si solamente con decir: «Yo he hecho esto y pido perdón, que no se me castigue», se le perdonase, significaría que uno no da importancia al mal. Porque si se le perdona sin reconocer que ha sido una monstruosidad lo que ha hecho, vendría a significar que, por lo mismo que se le castiga, se le puede perdonar. Y estamos en el mismo campo de una valoración falsa, de una intrascendencia de las cosas. Por eso, muchas veces lo que nos falta a nosotros es, más que confesar lo que hemos hecho, reconocer lo mal que nos hemos portado. Es un gran don de Dios. La Virgen entiende la gravedad del pecado como ',nadie. Precisamente porque no tiene experiencia personal, comprende lo que es la ofensa de Dios. Como sin duda ninguna, la madre del hijo pródigo comprendería

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más que nadie la monstruosidad cometida por su hijo para con su padre, cómo se ha portado; porque ama a su esposo, conoce la bondad que tiene, lo que merece ser amado, y ve cómo se comporta con él, cómo lo desprecia, y le llega al alma. La Virgen nos puede introducir en el reconocimiento del pecado. Es una de sus grandes acciones en las almas. Ella es la gran ayuda para la conversión. Esos grandes santuarios, como el santuario de Lourdes o el de Fátima, el de Pompeya en Nápoles, etc., son lugares de grandes conversiones porque son lugares donde, a la luz de María y contemplándola, por la gracia de Ella y su intercesión, cae uno en la cuenta de lo disparatado de su vida, con una condición que es fundamental para que sea saludable, que es: lleno de confianza en el perdón. Porque ver la monstruosidad vertiginosa del pecado sin esperanza le hundiría en la desesperación. Pero, precisamente se mezclan esas dos cosas: la mirada a la Virgen, su cercanía materna, el Niño que tiene en sus brazos; la comprensión de María al pie de la cruz, su dolor, el recuerdo de todo lo que Ella ha hecho por el pecador, por nosotros, todo eso lleva a una atracción · que hace entender la gravedad de lo que uno ha hecho, confiando al mismo tiempo en el perdón y en la misericordia y refugiándose en la misericordia. Esto lo podemos pedir a María para nuestra vida, sería excelente. Son pues, dos cosas distintas: la experiencia personal de pecado y el conocimiento de lo que es el pecado, y el reconocimiento del pecado. María, socia del Redentor en esa obra de redención y salvación del pecado,. de ese pueblo que cae y trabaja por levantarse, tiene un . conocimiento más profundo, más preciso, más vital de 1 lo que es la ofensa que se comete contra el Señor. Y es

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, que, el ser pecador lleva consigo tales mezclas de amor ·propio, tal mezcla de ceguera de la propia afectividad, que en el asunto de materia del pecado se embrolla y acaba por no tener visión limpia de la gravedad del pecado por los intereses personales que uno mismo tiene. Y por eso, con mucha facilidad tendería hacia el desaliento o la desesperanza y no se atreve a afrontar esa :realidad. En el fondo es una cobardía, huye de mirar cara a cara su pecado. Pero no es solo eso, hay otro aspecto interesante sobre la acción de la Virgen en nuestro pecado. Es laMadre de los pecadores. «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», es nuestro recurso a María, la Madre de la misericordia y Esperanza de los pecadores. San Ignacio en los Ejercicios introduce la presencia de María por primera vez en la repetición, después de hacer dos meditaciones de los pecados y haber llevado al ejercitante al encuentro del Calvario, de Cristo redentor que muere por él, y llevarle a caer en la cuenta de lo que debe a Cristo. Al repetir, dice que se haga un triple coloquio pidiendo primero a la Virgen, luego a Jesús y luego al Padre. A la Virgen, «que le dé reconocimiento de su pecado». Segundo, «reconocimiento del desorden de su vida», de su modo de comportarse, para echar fuera el desorden. Y tercero, «reconocimiento de la mundanidad que se mezcla en su vida». Son tres aspectos: pecado, desorden, mundanidad, para purificar. ¿Qué significa esa gracia que pedimos a Dios, y que hoy podemos pedirle a la Virgen para nuestra vida? El origen de la introducción de la figura de María en los Ejercicios se debe a la propia experiencia de san

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Ignacio. Leemos en su vida que él tuvo una juventud un tanto desgarrada, «soldado desgarrado y vano», y era muy frágil en materia de sexualidad y en otros campos de honor, de vanidad, etc. Ahora, lo que leemos en el momento de su conversión o de su entrega a Dios, en la convalecencia de su herida recibida en Pamplona, en aquella estancia de Loyola, es que recibió la visita de la Virgen: «Una noche se le mostró la Señora. Y dice él mismo en su Autobiografia, que aunque no se atreve él a afirmar que fuese verdad esa aparición, por los efectos que produjo en él para siempre, definitivos, se inclina a creer que sí, que fue verdadero». Es la Virgen la que, a manera de Enfermera viene a curar a Ignacio, pero más enfermedad moral que física, y viene a quitarle las reliquias de toda su carnalidad anterior, de tal manera que ya en adelante no tuvo el menor consentimiento en cosas de carne. Esto es un milagro en él. Analicemos esto: el pecado puede entrar en nosotros y podemos arrepentimos. Pero una vida de pecado, sobre todo en ciertas materias como es el aspecto de la carnalidad, aunque uno se arrepienta deja dentro del alma muchas imágenes, reliquias, como pegajosidad, que es lo que empaña el corazón en esa materia. De tal manera que luego hay una especie de herida, de cicatriz dolorosa en esa materia. Esto es muy frecuente, estos pecados, sobre todo en el campo de la carne dejan huella, y dejan dentro del alma esa como suciedad, algo así pegajoso. La Virgen, según los Padres, es Ella Virgen y regeneradora de virginidad. Muchas veces el mal de esas experiencias está en la huella que dejan: la debilitación, los recuerdos que en determinados momentos pueden volver y molestar. Queda ahí algo que es estorbo. La

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vida de pecado en ese campo y en otros, deja una especie de secuela, de reliquias dentro de nosotros que crean un peso interior, una falta de transparencia, que no se van simplemente con el arrepentimiento y la absolución. Y es una gracia especial de la Virgen en el caso de san Ignacio, que le devolvió a la limpidez anterior, restauró en él la limpidez de la mente y de la carne. Es el don que él recibió. Entonces Ignacio quiere que el ejercitante al llegar a este momento, en cierta manera renueve su experiencia de la acción beneficiosa de la Virgen. Y le lleva a que pida, que la Virgen sepa, que actúe; no digo siempre de manera milagrosa ni momentánea ni instantánea, pero que Ella se ponga en acción para limpiar el corazón, para limpiar la mente, para renovar interiormente, para alejar esas consecuencias del pecado que dejan dentro una vivencia más fuerte de la . . concupiscencia. Podemos ver esta función de María. Ella, la toda Santa, la que no conoció ningún pecado, ni mortal ni venial, la que siempre fue fiel, es colaboradora de la redención, colaboradora de la santificación y purificación. A Ella justamente podemos pedir esas dos gracias: el reconocimiento del pecado y la restauración de la inocencia, de la limpidez interior del corazón. Decía antes que nos cuesta porque se nos mezclan tantos intereses cuando llegamos al campo del pecado, tantos intereses de nuestro amor propio, de nuestros egoísmos, que acabamos por no tener la visión limpia de la gravedad del pecado y lo desenfocamos. Por eso a veces no lo llegamos a reconocer. Se admite en muchos ambientes que ciertas actitudes de culpabilidad morbosa se deben a que no se reconoce el pecado. Quizás no

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hay nada más liberador que el reconocimiento del pecado en la confianza. Frecuentemente, hay personas que parece que llevan un cadáver en el corazón, a la vista de los propios pecados pasados, de las experiencias de su vida que les pesa, del que no consiguen nunca liberarse del todo por muchos esfuerzos que hacen, porque se les ha quedado dentro. Es un peso que les impide volar. En cierta manera, tienen la impresión de una frustración irremediable. Hay mucha gente joven, por ejemplo, que está en una situación interior inquieta, agitada, que aparentemente pasan de todo. Pero en realidad llevan dentro una especie de tormento que no acaban de formular, pero quizá si se lo sugerimos, lo reconocen como expresión de su estado interior. Vendría a ser esta idea: si yo pudiese hoy todavía salvar mi pureza, mi inocencia, mi virginidad, me esforzaría con toda el alma por conservarla; pero una vez que la he perdido, ¿para qué?, total, si ya la he perdido ya no tiene remedio ... Es el caso de muchos jóvenes aparentemente despreocupados; en realidad llevan un cadáver en el corazón. Pero lo mismo puede pasar en otros ambientes. Tenemos que tener presente que la mayor parte de los que se pierden, se pierden por desesperanza, en el ambiente religioso, sacerdotal, matrimonial, juvenil, en todos. Hay gente que ha pasado experiencias muy dolorosas y difíciles en el matrimonio y han tenido caídas, quizás son interiores nada más, y tienen la impresión de que su vida matrimonial se ha frustrado para siempre, que ya no puede ser un buen marido, una buena mujer; ya no puede pretender nada después de los fallos que ha cometido, y se desanima. Tenemos el mismo caso: si yo hoy pudiera recomenzar mi matrimonio me esforza-

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ría con toda el alma, pero ya que lo he estropeado todo, ¿para qué esforzarme? Son deformaciones contagiadas de egoísmo, de ceguera, de visión centrada en uno mismo. Por eso decía que la mayor parte de los que se pierden, se pierden porque en la línea por la que van piensan que ya no pueden ser buenos, no pueden ser conformes al ideal que se habían propuesto. Es una visión del pecado materialmente considerada y muy desde el propio yo, que es lo que a muchos les hiere en particular, y tratan de superarlo con la ayuda de los demás, de la sociedad, etc. Es la visión del pecado como deshonor, como fracaso personal, sin referencia a Dios, sino como algo que hay que ver si se puede subsanar y se conseguir que la opinión popular de la sociedad no le condene, pues parece que se rehace, que queda uno mejor. Tenemos que superar esta visión. No podemos quedarnos en una visión egocéntrica, porque una visión así no es la del corazón de la Virgen, Ella no lo ve así. Lo más grave del pecado no es precisamente lo que yo llamo «mi deshonor, lo que he estropeado de mi vida», que muchas veces no es para tanto, sino «Dios ofendido». Ahí es donde tenemos que tener luz, ¡Dios ofendido! Lo grave del pecado es la amistad rota con Dios, el amor de Dios que uno desprecia, que pasa uno por encima de él. No digo que lo desprecie formalmente, pero desvalora, margina, lo deja de lado. Gran parte de las caídas en el pecado es más bien por eso, no por un desprecio formal. Hay que tenerlo muy presente porque, sin embargo, es verdadera ofensa de Dios aunque uno no lo pretenda como ofensa. En los casos que tenemos en la Escritura, y que Juan Pablo II recoge en esa exhortación tan hermosa sobre la

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Reconciliación y Penitencia, en los dos grandes ejemplos del Génesis, el pecado de Adán y Eva y el de la Torre de Babel, se hace notar que la tentación va a desfigurar el amor de Dios, pretende marginar a Dios. Si analizamos ese diálogo de la tentación del paraíso, que merece nuestra consideración porque es como el «tipo de la tentación», vemos que es la gran mentira del «padre de la mentira» que es el demonio. Y la gran mentira que pretende alienar al hombre de Dios, es alienante de verdad; es presentar a Dios como valor que aliena al hombre. Ese es el pecado. La tendencia del pecado, de las tentaciones de todo tipo, es presentar a Dios enemigo de la felicidad del hombre. Nuestra lucha, en el fondo, está ahí, en el aspecto social y personal. En todo lo que llamamos hoy legislación atea, etc., en el fondo lo que está en juego es: nos hemos librado de Dios, ya por . fin hemos alejado ese fantasma de Dios, ¡era el estorbo · de la felicidad del hombre! «Dios, estorbo de la felicidad del hombre», es como 1 presenta el demonio la tentación a Eva, cuando le pre- : gunta: «¿Por qué Dios no os deja comer de los frutos del paraíso?» (cf. Gén 3,ls). La presentación es esa: pero Dios, ¿es que quiere atormentaros?, ¿por qué no os deja comer, una cosa que tenéis pleno derecho?, ¿por qué os limita en eso?, ¡porque tenéis derecho! Y cuando tímidamente Eva le dice: «Podemos comer de todos, solo de este nos ha dicho que no», viene lo siguiente: «¿Y por qué de eso no?». Dios cruel, Dios enemigo de la felicidad del hombre. Este es para nosotros el punto del pecado. Fijaos que nosotros vamos al pecado porque pensamos que está ahí la felicidad y que la prohibición de Dios nos estorba, y pasamos por encima. Hacemos que predomine esa visión de Dios cruel. Y cuando Eva le dice: «Nos

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ha dicho que sí comemos de este fruto moriremos», el demonio contesta: «¡Mentira!», Dios mentiroso, Dios os está engañando. ¡Nada de eso!, ¿qué vais a morir? Sabe bien que seréis como Él y es lo que Él no quiere. Dios es envidioso del bien del hombre. Esta es la tentación continua: ver a Dios como envidioso, porque empieza a conocer algunas de las cosas que Él ha hecho, se cree que Dios le estorba, que Dios es obstáculo para él. Tenemos que meditarlo mucho porque realmente está ahí la clave, es nuestra postura ante Dios: el hombre quiere ser feliz por sí mismo y cree que no necesita de Dios. En ese caso salta por encima de las normas que Dios le da porque cree haber encontrado el camino de la verdadera felicidad. En la torre de Babel lo que se pretende es hacer una torre que sea memoria para todas las generaciones futu. ras, sin contar con Dios; de nuevo, marginando a Dios. Marginar a Dios de la vida del hombre es alienar al hombre porque es engañarse pensando que uno no debe depender de Dios y creerse que no es contingente, se absolutiza a sí mismo. Y es tan contradictorio con lo que es él, que es una mentira ontológica el querer hacer al hombre absoluto. No lo puede ser, el hombre es contingente. Pues bien, esto nos puede dar luz para reconocer nuestra soberbia. Sí, es soberbia, es altanería, insolencia respecto de Dios. Y Dios aguanta y Dios ama. Esta es la gran imagen del padre del hijo pródigo: Dios no cierra la puerta de la casa cuando se va el hijo, Dios le espera. Es el padre que espera al hijo y le espera con los brazos abiertos. Él es el que sufre de la ausencia del hijo, el Corazón del Padre, y lo espera y lo sigue. Y aun

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cuando en la parábola del hijo pródigo parece todo muy sencillo y el hijo vuelve a la casa del padre, en realidad es un aspecto el que quiere recoger ahí, pero tenemos que poner como camino medio la otra parábola del pastor que va a buscar la oveja perdida. Es el Padre el que i sale a buscarle, a través de la Encamación, de la Pasión y Muerte, a través de la entrega del propio Hijo para que vuelva. Este es el gran drama de la Redención. Tenemos que pedir al Señor esta luz: reconocimien- • to de nuestro pecado. ¡Nos cuesta tanto reconocer! La postura cristiana respecto del pecado no es una postura que podríamos llamar de severidad de Dios, de angustiosidad. Es la postura de la verdad. Reconocer la gravedad, reconocer el amor vulnerado de Dios, reconocer que eso ha sido una puñalada a Dios, no porque le he molestado con lo que he hecho sino por el amor que me tiene. Y es lo que explica cómo el pecado llega al Corazón de Dios. Si algo aparece en esa parábola del hijo pródigo es la gravedad del pecado, cómo llega al Corazón del Padre. El Señor quiere manifestamos la gra- i vedad del pecado como ruptura de relaciones y como desprecio. Porque cuando llega el momento en que el joven anhela la libertad y el desenfreno, se presenta a su padre y le dice: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponda» (Le 15,12s), y su padre les distribuye la herencia. Al padre le llega al alma por esa postura insolente de exigencia. Es verdad que no exige nada más que lo justo, es decir, no pide cosas injustas, pide la parte que le toca de la herencia. Pero es que, no solo se ofende con la injusticia, hay otras cosas que son ofensa aunque no sean injusticia. Pero el padre le da, y al poco tiempo se marcha. Ahí está la gravedad del pecado, porque esa postura es como decirle al padre, como

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· disposición suya del corazón: «Padre, por mí te puedes morir; no quiero enterarme ni de si vives, me voy». ' «Y se fue a una tierra lejana». Es la postura del corazón. Nosotros, en el fondo, muchas veces decimos: por mí, si Dios no existe me da igual. Es evidente que no tiene razón de ser ni explicación tal postura, puesto que sin Dios no habría nada. Pero mi valoración es eso que decimos: eliminar a Dios, quitarlo. Ese quitar a Dios no es solo palabras, en el fondo quiero quitarle, que no exista, no contar con Él. ¡Es una cosa tan mons1 truosa en sí! Y como Él nos ama y quiere hacemos felices y se propone derramar sobre nosotros los torrentes de su amor, esa negativa nuestra le llega al alma porque nos ama. Esa es la explicación de por qué el pecado llega al Corazón de Dios. En todo el Antiguo y Nuevo Testamento aparece siempre Dios herido por el pecado del hombre, pero no de esa manera como si le molestara; lo repite muchas veces, incluso por el profeta Jeremías: «Pero, ¿creéis vol sotros que me hacéis daño a mí cuando no me ofrecéis sacrificios?», como si eso fuese para mí un daño. No me molesta, vosotros sois los que os hacéis daño a vosotros mismos. Pero no quiere decir que no le llegue al alma, porque les ama; que amándoles tanto, ese amor no sea correspondido, esa es la gravedad del pecado. Por eso tenemos que tener la serenidad de reconocer el pecado. ¡1

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Estamos en un mundo que quiere eliminar el sentido del pecado como ofensa de Dios, ciertamente, no lo admite, no lo acepta; y se insiste en que todo el mundo es bueno, que nadie peca, todo el mundo tiene buena voluntad. Esto no puede damos nunca la paz. Es una tendencia que pretende tranquilizar diciendo que nadie

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peca. Y aun cuando uno sabe lo que es su propia vida, le quieren convencer de que no peca, de que es bueno, y no puede ser nunca camino de verdad. Jesús repite esa palabra: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Hemos de tenerlo muy claro, nunca nos hará libres el engaño ni la mentira. El único camino es la verdad, y la verdad es que somos pecadores. «Ruega por nosotros, pecadores». Cuando lo aceptemos así iremos por el camino bueno, cuando no solo digamos «somos pecadores», sino cuando comprendamos cuán pecadores somos. Reconocerlo envueltos en la misericordia; reconocerlo como bajo el manto de la Virgen, que nos acoge con su manto de misericordia, nos sigue llamando hijos, nos considera hijos. Ella misma nos busca, nos presenta a Jesús, nos obtiene el perdón del Señor, porque ha hecho crecer en nosotros el reconocimiento de nuestro pecado. Es la postura que nos enseña san Juan en su primera Carta. Ahí explica y habla de lo que es el pecado, dice: «Si alguno dice que no tiene pecado miente y la verdad de Dios no está en él. Pero si caminamos en la luz, bueno y justo es Él para perdonar nuestros pecados. La sangre de Jesucristo nos los perdona». Aquí hay algo sorprendente: diciendo que «caminamos en la luz», dice «la sangre de Jesús nos perdona los pecados». ¿Cómo nos perdona los pecados si vamos por el camino de la luz? La gran lección del Nuevo Testamento es esta: no se pierde el camino de la luz por el hecho de pecar siempre que se reconozca el pecado. Porque si yo reconozco que he hecho mal, estoy en la luz; la luz es la que me hace reconocerlo. Y al reconocer el pecado recurro a la sangre de Cristo y me perdona, porque recurro a la misericordia del Señor. Pero si no reconoz-

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co mi pecado, entonces estoy en la mentira: «Si alguno dice que no tiene pecado, miente. Si reconocernos nuestro pecado, bueno y justo es Él para perdonamos nuestros pecados». La postura cristiana es pobre y humilde, abierta a la misericordia de Dios, que sabe recibir misericordia tras misericordia y gracia tras gracia, está humildemente abierto a esa misericordia. Y tan serena es esta postura, que san Juan tiene miedo de que le entiendan mal, e inmediatamente añade: «Hijos míos, os digo esto para que no pequéis». No lo tornéis a broma, ¡para que no pequéis! Esforzaos por no pecar. Os digo esto para que seáis fieles a Dios. «Pero si alguno peca, tenernos un abogado ante el Padre, Jesucristo el Justo; no solo es expiación de nuestros pecados, sino del mundo entero».

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La Virgen ha de conseguimos esta gracia, la gracia de la verdad que nos libera. Que no busquemos nuestra justificación en una aparente inocencia que no tenernos. El Señor en el evangelio nunca acentúa o mitiga la gravedad y seriedad del pecado, sino la misericordia de Dios. Este ha de ser nuestro camino: recurrir a la misericordia del Señor, sentir la fuerza del perdón de Dios. Y entonces, reconociendo el pecado refugiamos, con eso que leemos en el salmo 50, que es tan precioso, el salmo del Miserere, donde dice: «Señor, ten piedad de mí; por tus entrañas de misericordia perdona mi pecado, porque yo reconozco mi pecado». Es admirable ese argumento. Uno diría: Señor, si yo reconozco mi pecado me castigarás. Pues no, «perdona, porque reconozco mi pecado», porque tengo conciencia de lo mal que he procedido, y no huyo de ti sino quiero refugiarme en tu misericordia, de la mano de la Madre de la misericordia.

5.a MEDITACIÓN LA ANUNCIACIÓN

Vamos a seguir con el modelo de María que iniciábamos para vivir nuestra vida cristiana. Hablábamos de nuestra relación personal con Cristo, lo que lleva consigo el aspecto de la amistad, en la que tiene lugar la posibilidad de la ofensa; y del sentido del pecado en esa relación, que es proporcional a la amistad que se establece. La vida cristiana es vivir esta realidad, que se llama la Nueva Alianza, una Alianza Nueva de amistad que Dios establece con su pueblo y con cada uno de nosotros. Es vivir la autenticidad de esa relación personal con Cristo, no tiene otras complicaciones; las otras las montamos nosotros. Lo que el Señor quiere de nosotros es una vida a su servicio, vivida en su amor lealmente. Tenemos que vivir en medio de las circunstancias en que el Señor nos ha colocado, ha dispuesto en nuestra vida, por itinerarios para nosotros muchas veces inescrutables, donde las cosas se nos han ido complicando y nos hallamos quizás en situaciones que nunca habíamos soñado. Pero ahí estamos. Entonces se trata de vivir esta relación personal donde Él ha dispuesto. Vivir de veras con el Señor, simplemente. Nosotros somos los que multiplicamos observancias y desenfocamos las cosas. Tenemos una cierta tendencia a establecer, por ejemplo un programa de vida. Hay gente que es en eso muy cuadriculada: se pone un pro-

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grama, una norma, y está muy feliz porque ha cumplido la norma. Pero notemos que eso puede marginamos de la relación con Dios porque el programa lo construyo yo, lo vivo yo y ya está. Es como una tarea propuesta y realizada más que una vida vivida con Jesucristo, vivir con Dios, y esto no sería exacto, no sería lo cristiano. Si reducimos el cristianismo solo a unas prácticas le hemos quitado el alma. Ha resultado un cristianismo puramente regular, exterior. El cristianismo es vivir con Cristo. Claro está que tiene sus obligaciones, es verdad, pero hemos de estar muy atentos al sentido de lo que vivimos, y el sentido es vital. Es como una vida de familia; es claro que tiene que haber unas ciertas observancias y unas pautas; y en una vida matrimonial tiene que haber también un orden y un cierto programa, pero todo ello está impregnado del amor matrimonial que los une, de la vida llevada en común, de la unión de los corazones. Eso es también la vida cristiana, es vivir con Cristo, siempre con Él. Así como dice san Pablo: «seremos felices y estaremos siempre con el Señor», pero empezamos a estarlo desde ahora, estamos siempre con Cristo. Jesús lo repite: «Mirad que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). Y «si alguno me ama, mi Padre le amará y Yo le amaré, y vendremos a él y haremos nuestra morada en él». Hacer la morada en Él no es en un momento de adoración o de contacto sino tener la morada, vivir con Él, estar dentro de Él. E~ nuestro ideal. Con esto tocamos el elemento más vital del cristianismo. El cristianismo es vida. Lo vemos también en el ·ejemplo de María. ¿Qué ha hecho la Virgen? Ha vivido . con Cristo, esa es su aportación y su misión. Ha vivi-

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do su misión muy sencillamente, muy lealmente con Él. Cada día ha cuidado de Él, ha conversado con Él, le ha servido, le ha ayudado. Jesucristo quiere esto de nosotros.

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Quiero añadir una nota: el Señor no es minucioso, . no es agobiante, y en toda su manifestación del Nuevo Testamento y de la Nueva Alianza no infunde temor. Lo que destaca en la misma Anunciación es: «no temas». Es una de las características importantes en la que suele notarse la acción de Dios en nosotros. Tenemos que prestar atención continuamente a esa vivencia con Dios en nuestra vida. En cualquier circunstancia a lo largo del día, en cualquier decisión, saber detenemos un poco para escuchar en receptividad, para sentir el criterio y la invitación de Dios sobre lo que se nos presenta. Una de las grandes ciencias de nuestra vida es distinguir en nosotros lo que viene de Dios, de lo que son tendencias o temores nuestros. Muchas veces, si Dios me pide esto ... , hay personas un tanto angustiosas que apenas hay algo que les gusta, se preguntan enseguida: ¿será que Dios me pide que lo sacrifique?, ¿será que Dios me pide que renuncie a ello?, como teniendo continuamente temor de tener algo grato. No está bien, no es bueno, no es sano eso. A veces es una expresión del propio yo, del temor que uno fonnula de esa manera. Está uno a gusto y enseguida se le ocurre: ¡mira que si tengo que renunciar! Ya vive inquieto pensando en que Dios puede pedírselo, y eso no es sano. Así como no es sano vivir la vida pensando todo el tiempo en la muerte: mira que tengo que morirme, a lo mejor dentro de poco me muero ... , eso no es bueno y Dios no lo quiere. Dios nos ha dado la vida para vivirla con Él, no para pensar en

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la muerte; y nos moriremos cuando llegue el momento ofreciendo esa vida que sabemos es temporal. Tampoco quiere que estemos siempre pensando en que tenemos ·. que perder el gozo que tenemos. Cuando Dios invita, su invitación tiene una característica: ensancha el corazón. ¡Dios no agobia nunca! Cuando invita a algo, abre el corazón, pone un anhelo. Puede ser que yo note que me cuesta, pero por otro lado hay un empuje, un ensanchamiento, el corazón se dilata. Y cuando uno conoce este lenguaje y esta experiencia, percibe cómo las almas, aun sin saberlo, lo describen. Me ha llamado la atención por ejemplo, Juan Pablo II en su encíclica hablando de la Virgen, una y otra vez la presenta con esta característica del corazón abierto; por ejemplo dice así: «María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado en el centro mismo de aquellos inescrutables caminos y de los insondables designios de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino» (RM 14). Esta palabra «corazón abierto», es como la indicación de la acción de Dios. Dios ensan. cha el corazón. Dios no es minucioso, no es agobiante. Cuando interviene, ensancha el ser desde el fondo, lo dilata, lo abre al amor. Solo el amor abre, solo el amor ensancha de verdad el fundamento de nuestro ser. Nosotros somos los minuciosos a veces, Él es leal. Y cuando ve en nosotros lealtad y nobleza, Él se porta como caballero. Debemos decir así: Jesucristo es un caballero siempre y se porta como caballero. El Señor •no tolera la doblez en nuestra vida, esa especie de que.•rer estar en comunión con Él y seguir el camino de las tinieblas y del mundo. Esa duplicidad, esa ambigüedad 1

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no la tolera, la doblez la aborrece. Él dice: «Que tu ojo sea sencillo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo será luminoso». Vivir de verdad nuestra fe, a eso tenemos que tender. Es lo que vemos en la Virgen, una viven-: cia de fe. En efecto, la fe no es un montaje. Es vivir la realidad en su sentido verdadero y profundo, tal como existe a la luz de Dios. Ahora, la realidad es que tenemos que vivir de fe, no solamente hacer actos de fe. María es «la que vive de fe», en la obediencia de fe y a la luz de la fe: ha vivido siempre así. San Pablo repetirá también: «MI justo vive de la fe», no solo hace actos de fe. No se trata de creer en Jesucristo teóricamente sino, si creo que Jesucristo es mi todo, mi salvación, que yo experimente la salvación de Cristo, que viva de la fe. Vivir la fe y vivir las gracias que me vienen de la fe, es lo fundamental para nosotros. Es la visión de toda la realidad a la luz de esa experiencia de fe, dándole el lugar que le corresponde. Y eso es ser cristiano, el cristiano vive de la fe. Por lo tanto, es vivir con Cristo a la luz de la fe. No. solo creer, sino realizar vitalmente lo que uno cree por i la fe. Y para esto, uno de los puntos importantes es la oración. Por eso nos recogemos también. Orar es entrar en contacto con Dios: «Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención al interior y estarse amando al Amado». O como dice santa Teresa: «No es pensar mucho, sino amar mucho, y estarse largamente tratando de amistad con quien sabemos nos ama». Es vivir esta vida. Y es importante porque el mundo sensible nos absorbe y necesitamos sintonizar con Dios, sintonizar con la realidad verdadera. Eso es orar. Ese estar con el Señor es muy importante para

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nosotros. A veces no lo hacemos porque nos aburrimos: yo voy allí a la capilla delante del sagrario y no sé qué pensar o qué decir, se me acaba ... N o se trata de ir a decir cosas, a hablar mucho. Juan Pablo II usa una expresión hablando a los religiosos y religiosas que me parece muy feliz: «Tenéis que tener largos ratos delante del Señor en el sagrario para reparar, para amar y para dejaros aman>. Necesitamos dejamos amar. Tenemos prisa, somos muy activos, parece que la iniciativa viene de : nosotr~s, que somos nosotros la salvación de todo, y no nos dejamos amar. Dejarse amar. Hace falta más amor .para dejarse amar, que para amar. ' Una persona de gran relación con la gente y de gran don de gentes, preguntándole cuál era su secreto por el que era tan querido de todos, me dijo algo que mellamó la atención, parece una tontería y sin embargo es m~y profundo: «Yo creo que el secreto está en que me dejo querer». Es verdad, es difícil dejamos querer. Nos molesta en cierta manera que nos quieran. Lo que él quería decirme con esto es: yo procuro evitar aquello que al otro le sería dificultoso para quererme. Es decir, no s?y arisco, porque entonces no me dejo querer; condesciendo, sé aceptar lo que me ofrecen; sé no poner obstáculo a que me quieran, con mis disposiciones contrarias, etc. Pues bien, la oración tiene mucho de ~se dejarse querer por el Señor, ir allí para estar con • El, esos baños de Eucaristía, sabiendo que Jesucristo vive y actúa sobre nosotros. Así nos iremos entonando en la vida de fe. En este ambiente de oración, dilatándonos a la dim_ensión de Dios, vamos a entrar en el ejemplo de la VIrgen, en la escena del pasaje precioso de la Anuncia-

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ción. Es como una meditación en voz alta sobre aspectos del evangelio que nos pueden ayudar a todos. Cuando el Señor nos da una vocación -es lo que aquí se aprende-, nos da la gracia para cumplirla. Cuando da a uno la vocación de la enfermedad, que es la más cierta, la enfermedad crónica, incurable, es vocación indudable, siempre da la gracia para vivirla. No permite que seamos tentados más de lo que podemos. Más aún, la misión de cada uno viene a resultar como la maduración connatural de las gracias con que Dios nos ha enriquecido, que en el fondo, se ordenan a esa misión. Por lo tanto no es algo violento normalmente. Hay un proceso de preparación. El Señor madura a la persona, y en su madurar, es lo que sucede en todo desarrollo de la naturaleza. La maduración del niño le lleva espontáneamente a su estado de adultez, a la misión que va a cumplir. Tiene sus cualidades, se le va preparando para todo, se le va instruyendo y llega así, paso por paso como connatural hasta la profesión que tiene que ejercitar y al desarrollo de esa profesión. Es así, la misión que Dios nos da lleva consigo la gracia para cumplirla. No son dos cosas separadas, la misión y la riqueza espiritual de uno, están unidos. En el caso de María, está destinada a ser Madre de Cristo, Madre del Hijo de Dios. Esa finalidad de lamaternidad divina es la que condiciona las gracias que Ella recibe. Porque Dios no hace milagros: tú vas a hacer tal cosa; eres igual hasta ese momento, y en ese momento te pido un salto espiritual grande, y al otro no se lo pido, y la preparación era la misma para los dos. Dios no hace así las cosas, prepara al sujeto para el salto que

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tiene que dar. De tal manera que en su vida ese salto es tan natural como el otro mucho menor en quien ha recibido menos gracias y ha sido preparado para ese salto menor. María tiene que ser Madre de Cristo y ha de serlo de manera plenamente consciente humano-divina, pero plenamente humana, no como un milagro simplemente. Ella va a ser digna Madre y plenamente Madre. Lo repite la liturgia: «que preparaste el corazón de la Virgen para que fuera digna Madre del Hijo de Dios» (cf. Oración colecta del Inmaculado Corazón de María). Todos los privilegios que recibe no son como caprichos de parte de Dios sino preparación de su misión, a la que Ella va conespondiendo y de esta manera disponiéndose. Porque la maternidad en María no va a ser algo que Ella padece simplemente, como si fuese asunto de la. boratorio, sino una actuación suya humana. La Virgen va a actuar humanamente en la maternidad y de manera digna, con el amor que conesponde a esa maternidad ' que va a actuar. Y así el Señor la prepara. El Señor ha querido la colaboración de María en su función de maternidad plena. Es lo obvio. No podríamos concebir: el Señor podía haber hecho nacer a su Hijo de una deficiente. No es la manera de actuar de Dios, hay una preparación. «No, es que el milagro lo podía haber hecho igual». Hay una intervención necesaria de Dios para obtener un fin, pero con una preparación digna de lo que se va a obtener, aunque sea de manera milagrosa en su momento final por una intervención única de Dios. La maternidad humana debe ser siempre consciente, en un acto de entrega y de amor. Es la maternidad humana perfecta. Lo veremos en el momento de la Anun-

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ciación. Si una mujer, por ejemplo, concibiera en estado de embriaguez, no sería una maternidad humana perfecta. La maternidad humana plena es cuando se concibe el hijo en acto deliberado de amor, entonces es madre de verdad. Esto es muy importante, incluso para la concepción misma de lo que es la línea cristiana del matrimonio, del verdadero amor cristiano. María es Madre así en la plenitud de su maternidad humana. Por eso se le pedirá su consentimiento, como dice el Concilio y Juan Pablo II nos recuerda: «Dios quiso para la maternidad pedir previamente el consentimiento de María». No es solo el consentimiento, sino su actuación materna de verdadera Madre de ese Hijo de Dios que iba a nacer. Por eso las riquezas espirituales de María, todas: su fe, su amor, su humildad, su virginidad, no son elementos accidentales, como adornos, sino integrativos de su maternidad. Su maternidad es de fe, de amor, de humildad. Es Madre de Dios precisamente en cuanto en- ' riquecida con esa fe, con esa entrega, con esa caridad virginal, ofreciéndose así a Dios. Es lo que la constituye Madre en el sentido humano pleno. Diríamos que el Señor, a esa jovencita la ha preparado con la abundancia de sus dones, y con la respuesta de Ella a esos dones que Dios le iba dando. Porque al ser María Inmaculada, Ella ha ido respondiendo y el Señor se le ha ido comunicando. Ahora bien, al decir: «María es impecable, va respondiendo», algunos dicen: ¡ah!, pero no es imitable para nosotros, porque María era impecable, era inma- , culada, no tenía la concupiscencia. Es verdad, María no · podía pecar, pero ¡atención!, que no entendemos quizás bien lo que se entiende por «no poder pecan>. Puede dar la impresión como que no tuviera libertad, que a María

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no le costaran las cosas, como si se le diera todo hecho y no es verdad. La impecabilidad de María es porque' Ella ha sido preservada por la continuidad de la gracia con la que Dios la invita y Ella responde. Pero no como algo físico que está ahí, por lo que no puede pecar. No es ese el sentido. Ella se siente frágil. En todos los relatos que vamos a ir recorriendo, María aparece con una per•sonalidad estupenda, con una serenidad, con una lim; pidez, con una sencillez admirable, humilde, la esclava ; del Señor. María va respondiendo plenamente en cada uno de los pasos que el Señor le va comunicando, pero tenemos ese dato de la consciente fragilidad de María. Esa humildad parece reflejarlo igualmente. La luz de fe del conocimiento de Dios que Ella recibía, le daba . un sentido muy claro de la fragilidad de la naturaleza ·. creada, y esa fragilidad la percibía en sí misma, como • naturaleza creada. María se debía sentir muy frágil, sabía que la fortaleza le venía de Dios. Y confiando plenamente en esa fuerza de Dios, crecía. . En nosotros pasa algo parecido, tenemos que ir res·pondiendo al plan de Dios. No conocemos sus caminos inescrutables, pero nos los va marcando y nosotros vamos respondiendo. Y a medida que crece en nosotros la gracia, crece el conocimiento de nuestra fragilidad. Nos ¡ sentimos más frágiles; casi nos asombramos de que nos mantengamos en el camino de Dios. No es una pura broma lo que decía san Felipe Neri, cuando saliendo de ··.casa le decía al portero: «Si esta noche no vengo, que ··me busquen en alguna casa mala, que a lo mejor me ¡¡he ido para allá». O cuando le decía al Señor: «Señor, tenle de la mano a Felipe, que si no Felipe se hará musulmán». No es pura broma, es el sentimiento de fragilidad. Todo lo temo de mi fragilidad, todo lo espero de

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tu fidelidad, todo lo espero de tu bondad, de tu fortaleza. Así es María. De ahí le viene ese tono de humilde sencillez. María es humilde, es la Inmaculada. Y cuanto más santa es una persona, menos se cree a sí misma y 1 menos se apoya en sí misma. Uno de los procesos que va a realizar Jesús para madurar a Simón Pedro será darle la experiencia de su fragilidad cuando en la noche de la Pasión reniegue del Señor. Eso será aprovechado por Jesús como el último retoque en la formación de su discípulo predilecto. Y más adelante, cuando le pregunte si le ama más que estos, ya no se atreverá él a asegurarlo, sino se confiará al Corazón del Señor y le dirá: «Tú sabes todo, Tú sabes . que te quiero», pero no me fío nada de mí. Y aun cuan- • do Él le dice: «Extenderás tus manos y otro te atará» · y le confirma en que dará su vida por Cristo, él no se fía de sí mismo, se sabe muy frágil; pero confía en esa fuerza que el Señor le ha prometido y le ha garantizado. ¡Pero la garantía no le da a uno autosuficiencia! Estas son las disposiciones espirituales importantes. No es que yo sé que puedo y aguanto. No, no lo sé, me siento frágil; cuento con la ayuda del Señor. Así vive María, porque el Señor está con Ella. Así va respondiendo María, y así tenemos que aprender nosotros a confiar en el Señor. Cuando llegue el momento, toda decisión nuestra no nos tiene que hacer temblar; cada paso es preparado por Dios.

Vamos ahora al momento de la Anunciación. El pasaje de san Lucas es precioso. Voy a dar algunas pistas respecto a este momento. Empieza el anuncio de la Encarnación. Hay de interesante que san Lucas comienza el evangelio con dos cuadros que están relacionados:

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la anunciación a Zacarías de Juan Bautista y la Anunciación a la Virgen del Nacimiento de Jesús. Hay una semejanza: un anuncio de que tendrán un hijo, que será grande; pero hay unas desemejanzas importantes, que llaman la atención. Estos dos capítulos están llenos de semitismos. Es' crito en griego por san Lucas, se ve en el fondo, como :uno que dominara una lengua, y que cuando hablara en · otra, lo hiciera con los giros de la nativa. Aquí pasa algo parecido, el griego está escrito con los giros semitas. Esa fuente de san Lucas, en parte al menos, es la misma Virgen, la que ha contado esto, directa o indirectamente, pero es Ella. Y una de las cosas que destaca es la humildad de María: María aparece, porque desaparece. Llama la atención en primer lugar, la postura de María: está en una postura de escondimiento, en un pueblecillo insignificante, Nazaret. Se puede plantear: ¿por qué está allí? Es curiosa la convergencia de datos que hay ahí. Hay que leer entre líneas y conocer un poco el ambiente del momento. María aparece como una figura de linaje sacerdotal, emparentada con el templo. Fijémonos solo en este detalle: después de la Anunciación va a visitar a su tía, aunque se suele llamar «la prima», prima es pariente, que está como en un barrio de Jerusalén, Ain Karim, cuyo esposo es sacerdote que está de tumo en el servicio del templo. Es un poco extraño en las costumbres de entonces: Ella ir a ver a su tía a Jerusalén. Es ambiente sacerdotal. Los sacerdotes tomaban esposa de linaje sacerdotal. Otro detalle: según la tradición, la casa de santa Ana donde nació la Virgen está en Jerusalén. Y uno dice: pero ¡qué extraño!, Ella aparece en Nazaret en el evangelio y la casa donde nació está en Jerusalén ... Tenemos: Jeru-

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salén, Ain Karim, su tía emparentada con el sacerdote, cerca del templo. La impresión que uno recibe del relato del anciano Simeón, cuando se encuentra con la Virgen en la Presentación, es que Simeón la conoce. Se acerca con la sencillez con la que se acerca uno a una persona conocida y la bendice. Son detalles: la casa del nacimiento de la Virgen, el templo, el sacerdote, la cercanía ... Y Ella está en N azaret. ¿Qué explicación puede tener? No la tenemos. Es leer entre líneas y unir cabos. A mí me sonríe la idea· de que María estaba en Nazaret, por su propósito del virginidad, por la acción de la gracia. Porque la virginidad era desconocida. Ahora se han descubierto en los esenios y con los escritos de Qurnrán, que había israelitas que practicaban el celibato. Puede ser que en ese ambiente hubiese algún ejemplo. Pero creo que las cosas van por otro lado, no son causantes unas de otras. Lo que sí era cierto es que la virginidad y el propósito de virginidad en el ambiente sacerdotal era difamante, porque el no tener hijos era como un signo de esterilidad y de falta de bendición de Dios, o de maldición, si queremos. Por lo tanto, el propósito de virginidad de María no era tolerable en el ambiente sacerdotal. Entonces, quizás tenemos aquí la explicación de que María, en fuerza de su propósito de virginidad tiene que desterrarse, se va a Nazaret y allí se pierde. Está allí en una casa modesta, pero con una vida interior inmensa, profunda. Y está en un pueblecito que no tiene ninguna resonancia y no aparece nunca mencionado en toda la Sagrada Escritura, Nazaret. Y allí conoce a José; también un joven, su familia es originaria de Belén. El está también allí, y se establece esa relación entre María y José. Tenemos que verlos así. 1

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María ha ido desarrollando su vida envuelta por el amor de Dios que le penetra interiormente, siempre en una visión de fe. En esa fe que todavía es la fe de Abrahán, la esperanza en el Mesías que ha de venir, pero actuada ya, aunque no sea re:flejamente, por la presencia del Espíritu Santo en Ella, que la dilata cada vez más en el amor, y al que Ella responde con una entrega total. Se va entregando, va viviendo esa entrega, con una ley que podríamos llamar de la gratuidad. No tiene títulos para ello, no es de una familia que podía gloriarse de tener en su descendencia al Mesías. No hay nada de eso en Ella, es como una familia sin antecedentes. Así como de otras sí se dice: «era hija de tal señor», de María no se dice nada de eso. Tiene mucho parecido con Melquisedec, que aparece como sin generación. La Iglesia después ha venerado a sus padres, Joaquín y Ana, pero en el texto bíblico no aparecen. Es como una jovencita sin raíces, sencilla, ahí en Nazaret. Va desarrollándose su vida, se encuentra con José. De él nos dirá que es de la casa de David. Entonces María, que no podría ser comprendida en el ambiente sacerdotal del templo, empieza a relacionarse con José. Si el evangelio nos dice que «estaba desposada con él», probablemente ya casada, y no nos dice más, es claro que tuvieron que tratar. se los dos, que María encontró en José comprensión, él la entendió. Y es claro que conversaron de las cosas de Dios, de los deseos, de las ilusiones interiores. Y María se sintió comprendida por aquel joven de poca cultura, de poca preparación humana, pero leal, fiel, justo. Ella fue modelando su corazón en aquella conversación, dándole ese temple de justicia, hasta que convinieron en una convivencia virginal. José, con la misión de ayudar a la Virgen en la realización de sus ideales, de encu-

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brir su virginidad, de ser de esta manera su compañero en su itinerario de respuesta al amor de Dios. Eso es lo que ahí se iba madurando, en una ley de escondimiento, podríamos llamar, que caracteriza todo este primer pasaje; una ley de gratuidad, es don de Dios; una ley de interioridad, en medio de un ambiente . exteriormente común, una riqueza de interioridad; y de : una universalidad que va a aparecer enseguida. No es! en el templo, es en un pueblecito de Galilea, de la Ga-1 lilea de los gentiles, allí se va a realizar todo esto. Pues/ bien, María está ahí. El contraste entre los dos anuncios es muy grande. La anunciación de Zacarías se realiza en el templo, diríamos en la cumbre de la acción litúrgica del templo, y la anunciación se hace a un sacerdote a quien ha tocado de tumo ofrecer el incienso. Es como la cumbre de su propio sacerdocio, ya que se echaba a suertes quién era el que tenía que llevar la ofrenda e incensar, pero no se admitía que le tocara al mismo hasta que no hubiesen pasado todos los demás. Con lo cual, prácticamente le tocaba a uno una vez en la vida, dado el número de sacerdotes que existían. Y le tocó a Zacarías, quizás la única vez en su vida, la cumbre de su sacerdocio. Y en el templo precisamente, junto al «sancta sanctorum», en el momento de la incensación, cuando había un silencio en toda la multitud porque se estaba ofreciendo el incienso a Dios, en ese momento tiene lugar la anunciación, con una gran solemnidad, en el lugar de la adoración de Dios. En cambio, en el caso de la Virgen es en un pueblecito. El ángel de Dios va allí. No es en el lugar del templo, va a aquel pueblecito. Es una indicación de la

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nueva época que se abre, Dios que baja al mundo, del nuevo Templo del que hablará Jesús a la samaritana: «ya no aquí ni en el templo de Garizín, sino en todo lugar», en Cristo. Cristo va a ser el Templo. Es la venida · de Dios al hombre. Y María va a ser en ese momento ese templo. Es una nueva economía, una Nueva Alianza. Y el ángel viene a una joven de la que no se nos dice nada. Pero fijémonos cómo recalca esto: «En tiempo de Herodes había un sacerdote de nombre Zacarías, de la clase de Abía, que tenía una mujer», se dice de dónde provenía, cuál era su genealogía, y de ella también: «descendiente de Aarón, llamada Isabel». «Ambos eran justos ante Dios, guardaban irreprochablemente todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos porque Isabel era estéril y los dos de avanzada edad. Y estando él de servicio en el turno de su clase, le tocó en suerte conforme al uso litúrgico entrar en el santuario a ofrecer el incienso». El otro cuadro dice: «Al sexto mes, el ángel Gabriel -es el mismo ángel- fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una jovencita», una virgen. N o insistamos en este momento en la fuerza de esa palabra «virgen», como se la damos nosotros, que de hecho es. Pero ahí significa: «a una jovencita, desposada con un varón llamado José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María». No dice de la casa de Aarón, de tal familia ... Y no dice: ambos eran justos, eran santos. Nada de eso. Se ve ahí el rasgo de la humildad de María que cuenta: en todos los demás ve • valores, ve virtudes, comportamientos admirables, y de Ella no hace caso. No cuenta más que el hecho; no sabemos más, ni de dónde venía ni de qué familia o tribu,

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nada. Quiere recalcar esa gratuidad del don de Dios; no . es fruto de méritos del hombre como algo merecido que se esperaba, es la gracia de Dios. Ahí va a tener lugar ese diálogo, como coronación de toda la preparación hecha por la gracia del Espíritu Santo en Ella desde el momento de su concepción. «El ángel entrando junto a Ella». Hay un detalle importante, realmente hay que destacarlo: la actitud del ángel Gabriel que viene a María da la impresión de ser una actitud muy distinta. La fórmula que se usa: «entrando el ángel a Ella», es distinta de cuando «se le dio a ver a Zacarías un ángel del Señor, en pie a la derecha del altar del incienso». En el caso de la Virgen la impresión es del mensajero que viene a su Señora: «entrando donde Ella». Es el ángel que viene como a su Señora. No es un ser superior a Ella sino como un servidor. Indica también que cuando Zacarías lo vio, «al verlo se turbó y se llenó de miedo». De María no dice que al ver al ángel se turbó. La palabra del ángel producirá en Ella un sentimiento de interrogación y una cierta inquietud; la palabra, no la visión, ni dice que lo vio siquiera. La entrada en Ella es a través de una palabra que Ella escucha; es discreta, hecha con esa suavidad como del servicio prestado. La palabra del Señor a Ella es: «Salve, llena de gracia». Aquí hay una cuestión que en castellano hemos traducido: «Dios te salve, María, llena de gracia»; en el latín dice: «Ave Maria, gratia plena»; en francés dicen: «Je vous salue, Marie», que es como: «Buenos días, María, yo te saludo». Es la eterna discusión sobre el significado de ese <~aire». Se ha dado muchas veces como consabido que se trata de un simple saludo, de

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un «buenos días», «ave», saludo. Pero, con razón, se ha creado una reacción en contra, de decir que no es verdad, que este <~aire» no se usa de hecho como saludo. En muchos pasajes lo que se usa es «paz», «la paz contigo». Es saludo: paz contigo. Pero <~aire», «alégrate», no se usa como saludo, es muy raro. En los pasajes bíblicos siempre se usa el «alégrate» como indicación del saludo que se hace a Israel o a Sión por la venida del Mesías. Cuando el profeta anuncia lo que está profetizado de la entrada de Jesús en Jerusalén: «¡Alégrate, hija de Sión!, mira que tu esposo, tu Rey viene a ti», ahí aparece ese «alégrate». Por lo tanto, parece que habría que poner la fuerza del «alégrate», es «alegría, llena de gracia». ¿Por qué? No porque lo pretenda el evangelista, es el anuncio mesiánico del gozo. La salvación es alegría, es gozo, es amor gozoso. ¡Alégrate!, «alégrate, llena de gracia». Ayer hablábamos de la significación de ese «llena de gracia», en la que Juan Pablo II insistía. «Llena de gracia, bendita entre las mujeres», con las bendiciones de Dios, porque es la misma palabra que usa la Carta a los Efesios cuando dice: <
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tiene un sentido mucho más fuerte porque abre una presencia nueva del Señor en el mundo. «El Señor contigo». Hay una alianza que se está viviendo entre María y Jesús, entre María y el Padre, una alianza que tiene un carácter totalmente nuevo, en la manera como Dios se le está dando y la está preparando para que se realice una presencia nueva, el Emmanuel, el Dios contigo, el Dios-con-nosotros. «El Señor contigo». Y parece que no dijo más. El «bendita entre las mujeres» es de Isabel. «Ave, llena de gracia, el Señor contigo». «Alégrate, el Señor contigo». Ante estas palabras, María se turba. ¿Cuál es el sentido de esa turbación? No el simple temor de la visión o encogimiento del corazón, sino se pone a pensar con serenidad. Pero, se pone a pensar ¿por qué? Le coge de sorpresa. Ella nunca se había comparado con nadie. Le parecía que lo que hacía -palpaba su fragilidad-, no era más que lo que tenía que hacer, y vivía ese amor llena de gracia. Y ante esto, por qué ese saludo de alegría, por qué ese saludo tan cordial. El ángel le tranquiliza: «No temas, María». Le llama ya por su nombre: «María». Ese «no temas», que quiere ser ser¿hante, lo usa Jesús muchas veces: «No temáis». Es una invitación a la confianza. Caracteriza la nueva Alianza, la nueva época, que no es de temor. La presencia y la acción de Dios no debe causarte temor. «No temas», confía, no tengas miedo, tranquilízate, «porque has hallado gracia a los ojos de Dios». Dios se complace, te mira con amor. No es que ha hallado gracia previamente, como si esa gracia fuera de Ella, sino Dios la ha llenado de gracia y ha encontrado acogida ante Él. Dios la mira con amor. Dios te ama, te

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acompaña con su protección y con su cariño. No temas, eres objeto del amor de Dios. Entonces le anuncia: «Vas a concebir y dar a luz un Hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, llamado Hijo del Altísimo y el Señor le dará el trono de David su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». Es un anuncio que tiene todas las resonancias de las esperanzas mesiánicas del pueblo. No podemos entender a la Virgen sino bien impregnada de la lectura de la Escritura, en la práctica fiel de la asistencia a la sinagoga, a la enseñanza de los profetas de la ley; en un ambiente que estaba todo lleno de esperanza mesiánica. Y la esperanza mesiánica era triunfal. Por lo tanto, lo que aquí se le dice es de unas resonancias reales: «Será hijo de David, ocupará el trono de su padre, su reino no tendrá fin, reinará en la casa de Jacob por los siglos». Y eso se le propone a María. María realmente destaca entre los pobres y sencillos que esperan el reino. Su misma virginidad le ponía en una situación de pobreza, en una renuncia a su descendencia, en actitud de pobre que está apoyada solo en Dios. Pero vibraba con toda esa esperanza, a la que había renunciado en el momento en que aceptaba la virginidad. Porque la ilusión de toda joven israelita era tener en su descendencia al Mesías. Y Ella al abrazar la virginidad renunciaba a ello; entraba entre esos pobres de Yahvé, pobres de Dios. María escucha lo que se le anuncia y lo entiende. Tenemos que tener muy claro que estos pasajes y estos diálogos del evangelio no son tomados taquigráficamente. A veces lo interpretamos así: «estas fueron las palabras, ahora interprételas usted». No es que así fueron las palabras, lo que el ángel le dice y Ella entiende.

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Y como decimos, no dice que Ella vio al ángel, sino el ángel se le comunica. Es una manifestación delicada, fina, interior, para dar a entender lo que le decía. Y le dice esto que luego el evangelista expresa en unas palabras con una gran resonancia del Antiguo Testamento. Pero evidentemente María entiende. Cuando Dios envía un mensaje para pedir consentimiento, hace entender el mensaje que comunica. Ahí está la acción de Dios, por eso pide consentimiento. Porque si me pide consentimiento para algo que yo no entiendo, sería a lo más engañarme. Dios es muy leal, Dios es un caballero. Por lo tanto, Ella entiende: se trata del Mesías, descendiente de David. María lo sabe. Ante esto, ¿cuál es la respuesta de María? Es de una serenidad estupenda, admirable, serena. Zacarías se turba ante la visión y como que pierde la sensatez; duda de lo que le dice el ángel, le parece imposible. En María no hay ninguna señal de duda, lo entiende; pero es responsable en su respuesta. No es una objeción, sino una pregunta de los caminos. Es decir, no de los caminos que Dios se reserva en su itinerario futuro, que quedan inescrutables, sino de su comportamiento, de su misión. La respuesta de María es simplemente esta: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?». No es admiración o duda como diciendo: ¿qué va a ser esto?, ¿cómo es posible que suceda así si no conozco varón? La pregunta es: ¿por qué camino?, ¿de qué manera? ¿Cómo va a ser esto, pues el camino de la generación carnal está excluido?, «no conozco varón». Aquí es donde aparece el propósito de virginidad de María: «yo no conozco varón». Es absurdo decir «no. conozco varón, pero lo conocerá». Pues, sería tonta

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para decir: ¿cómo va a ser esto? Pues engendrando un hijo. ¡Mira que sería luminosa la pregunta! No has tenido todavía contacto con tu marido, lo tendrás, ya está. Eso a nadie se le ocurre. Ninguno en el Antiguo Testamento al que se le haya anunciado un hijo, como a Ana en el libro de Samuel: vas a tener un hijo, dice: ¿cómo va a ser esto, si hasta ahora no lo he tenido? No tendría sentido. María quiere decir: cómo va a ser esto no lo dudo, pregunto solamente cuál debe ser mi comportamiento, por qué camino se va a realizar. ¿Qué tengo yo que hacer, pues está excluida la generación carnal?, «yo no conozco varón». Esta postura en María no es de autosuficiencia. Ella ha abrazado la virginidad en su sentido pleno no por soberbia o por decisión suya personal, caprichosa o arbitraria, sino por fidelidad al amor de Dios en Ella. No puede dudar de que Dios la quiere así y eso le da una firmeza total. En ningún caso está dispuesta a renunciar a la maternidad con tal de conservar su virginidad, no va por ahí. Ella está segura de que Dios la quiere Virgen; le anuncia que va a ser Madre y pregunta: ¿y esto?, ¿cómo tengo que hacer?, ¿cómo se une esto?, ¿qué camino ... ? Es lo que Ella pregunta: «¿Cómo va a ser esto?». Es un preguntar por el camino a seguir, «pues yo no conozco varón». Y viene la respuesta del ángel: precisamente porque eres Virgen, vas a ser Madre. No va a ser por comercio carnal, sino que «el Espíritu Santo vendrá sobre ti, la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo que nacerá de ti será Santo, Hijo de Dios». Es la indicación de que realmente es a través de su virginidad el camino de la maternidad. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti», y serás Madre del Hijo de Dios. No simple-

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mente de un descendiente de David, de un mesías-rey terreno-, sino serás Madre del Hijo de Dios. Admirando esas virtudes, esas actitudes de la Virgen: su sencillez, su prontitud, su disposición, podemos pedirle una apertura grande de corazón para cumplir nuestra misión, la que sea. Porque a veces nos cerramos a los caminos de Dios, nos cerramos en nuestros proyectos personales. Nos parece más seguro el camino que nosotros trazamos, y entonces no cumplimos la misión. Nos da miedo a veces el cumplimiento de la misión del Señor.

6.a MEDITACIÓN LA ENCARNACIÓN

Estábamos meditando la Anunciación y el diálogo de María con el ángel, en este comienzo de una nueva relación de Dios con la humanidad. Y llamaba la atención en ese encuentro, que el trato de la Virgen y del ángel se hace de una manera discreta, sencilla, humilde, con esa ley de la interioridad que es el valor profundo, íntimo. Más que las circunstancias exteriores notables en las que se realiza en contraposición, el diálogo de Zacarías. Hablábamos del anuncio que se le hacía de la maternidad del Mesías y de la respuesta de la Virgen. Poniendo de relieve su actitud, llamémosla así, no hablemos de voto, suele plantearse la cuestión de si María tenía voto de virginidad. Esa for- · mulación es equivocada, no existía entonces. Yo hablo más bien de actitud, propósito en cuanto es una disposición firme y definitiva, como es la actitud de virginidad. Vamos a contemplar esta actitud, quizás nos puede ayudar para entender en el momento presente a la Madre-Virgen, porque también la Iglesia tiene esa actitud de Virgen Madre, esa actitud de amor, propia de la virginidad. Si nos fijamos en el proceso de santidad de María, veremos en Ella un desarrollo progresivo de su amor a Dios. Dios la envuelve desde el momento de su concepción con una predilección que nosotros no podemos ni siquiera imaginar, cómo mira Dios a aquella criatura

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en la que ha puesto sus dones más preciosos y la hace objeto de su amor. Y corno la ha hecho inmaculada, sin esa recurva del egoísmo y de la concupiscencia, María responde al amor con el que el Señor la inunda con una entrega total, ilimitada. Se da a sí misma al Señor. Hasta qué punto es consciente de que ese amor que Ella tiene viene de una acción del Espíritu Santo, no es esencial, no es necesario. Nosotros podernos estar movidos por el Espíritu del Señor sin saberlo. Concretamente en el evangelio hay un caso en el que aparece, cuando Jesús pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy Yo?», le contestan: «unos que Juan Bautista», etc. Él les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?», Simón Pedro contesta: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dice: «Dichoso tú, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 15s). Simón Pedro se quedaría asombrado: pero ¡cómo!, ¿que me ha revelado el Padre que está en el cielo?, ¡no tengo ni noción de que el Padre me haya revelado a mí eso! Y sin embargo, era la luz del Padre. Hay que distinguir muy bien lo que es ser movido por Dios, de lo que es tener conciencia de ser movido por Dios. Muy frecuentemente, si somos fieles a la luz de la fe, con la cual actuamos, somos movidos por el Espíritu, aun cuando no lo sintamos refiejarnente. María es movida por ese amor de Dios. ¿Hasta qué punto era consciente refiejarnente de que eso era un amor de predilección por parte de Dios? Ella lo hacía como lo más natural del mundo. Ella percibía ese amor, caía en la cuenta de que era objeto de amor, que Dios la amaba, y respondía sin recurva de egoísmo, con una en-

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trega total, absoluta de sí misma. Aquí tenernos la raíz de la virginidad. El concepto de virginidad se ha desarrollado mucho en la vida cristiana, pero no siempre se entiende en su sentido cristiano de verdad. La virginidad en sentido! cristiano no es el pudor ni es la continencia. No es 10: mismo la continencia de una persona a la manera de nd sé qué ejercicio ascético brahmán, que dice que es ca~ paz de contenerse, de renunciar. La virginidad no es, una renuncia, la virginidad es un tesoro. ¿Cómo lo ex-1 plicaríarnos? De esta manera quizás se podía entender:' la virginidad es semejante a lo que Jesús habla en una de sus parábolas, del hombre que «encontró un tesoro en el campo, y por la alegría de haber encontrado ese tesoro, lo cubrió otra vez, lo escondió de nuevo y fue y vendió todo lo que tenía para comprar aquel campo y hacerse con el dinero» (Mt 13,44). A este gesto no le llamaríamos nunca «una renuncia». Este hombre no ha •· renunciado a sus bienes, sino ha adquirido un tesoro, para lo cual ha vendido los bienes. ¡Eso es una inversión, no una renuncia! La virginidad no es una renuncia. A veces se define así: «la renuncia o la negación de los placeres de la carne». No es estrictamente, no está bien definido. Es verdad que lleva consigo esa renuncia, pero no simplemente. De hecho, se está más cerca, al hablar de «renuncia a la sociedad conyugal», corno hace el Concilio en alguno de sus documentos. Es más acertado, porque ya se comprende que se trata de renunciar no simplemente a un placer, sino a la sociedad conyugal de amor. Pero en todo caso, siempre que se plantee la virginidad . corno renuncia no se ha llegado a su aspecto cristiano. ·

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! La virginidad es un tesoro que uno ha encontrado. ¿Y el tesoro cuál es? Es un amor, un amor a Cristo, un amor í a Dios, que lleva consigo la renuncia de la sociedad ~onyugal, por su carácter, por su calidad. La virginidad tiene su raíz no en la parte física del hombre sino en el corazón, y brotando del corazón, se extiende al ser entero. Pero es cuestión del corazón. En una frase que creo feliz, el cardenal de Turín ,' Ballestrero, decía: «Solo ama así a Dios el que es ama~ 1 do así por Dios». Ahí está la clave, la virginidad es una forma de amor. Lo podríamos expresar de esta manera: Dios, de tal manera envuelve el corazón humano en algunas ocasiones, que le hace entender en su mismo amor, que lo quiere solo para Él y le urge a que ponga lo indivisible del corazón en solo Dios. Cuando se da este amor, cuando Dios ama así, en ese amor con el que ama al hombre hay una llamada a la virginidad. Por eso, la virginidad no es un sacrificio, es un amor, que lleva consigo un sacrificio. Pero, así como en el orden del amor humano el matrimonio no es una renuncia aunque lleve consigo la renuncia a otros afectos, sino es' un amor que se establece y que lleva consigo el corazón entero; y lleva consigo en consecuencia, el renunciar a otros afectos que han brotado o pueden brotar. De una manera parecida, hay una forma de amar de Dios que no es el simple amor de caridad, sino Dios ama de tal maner,a que suscita en el corazón esa entrega indivisible a El. Entrega de lo indivisible del corazón. . Este _es el caso de la Virgen. María es amada así por DIOs. DIOs la mira con un amor, con una predilección, que pone en Ella una tendencia al don indivisible de su cor~zón a Él. Ama tanto a Dios, de tal manera, que pone en Ello indivisible del corazón.

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Cuando existe este amor y esta tendencia creada por la presencia de ese amor, tenemos una llamada a la virginidad que, consiguientemente, lleva el ser ente-' ro. Tiene una consecuencia en la totalidad del ser humano, que es lógica. Por eso repetía: la virginidad no' es el simple pudor. El simple pudor puede ser una ti-' midez o una reserva. Tampoco es la mera integridad física. Una persona puede ser íntegra físicamente por¡ vanidad, por soberbia o por puro dominio de sí, y eso: no es la virginidad cristiana. La virginidad cristiana es¡ amor y lleva consigo el ser entero. Cuando el corazón; se pone en solo Dios, lleva consigo la entrega del ser\ entero a Dios. En el orden antropológico humano querido por Dios, la actuación de las fuerzas sexuales solo es legítima como signo e instrumento de la entrega de lo in- ; divisible del corazón. Ese es el plan divino. La actuación sexual-venérea, la unión camal es actuación, signo e instrumento de la entrega de lo indivisible del cora-, zón. Lo lleva consigo y es perfectamente ordenado. No es nada indigno, ni mucho menos. Es algo querido por 1 · Dios, dignísimo del amor humano. Pero, ¿qué pasa? Cuando el corazón se pone en solo Dios por esa llamada interior de amor, lleva consigo el sacrificio de la actuación de las fuerzas sexuales, ló- · gicamente. Y entonces, la integridad física se convierte en signo corporal de la virginidad del corazón. Es lo que constituye la virginidad en el sentido pleno, la totalidad: es el corazón puesto en Dios, expresado en un cuerpo que se mantiene continente no por una mera fuerza de voluntad, sino como exigencia de la entrega de lo indivisible del corazón. Esta es la virginidad en el sentido cristiano. Entonces se comprende su grandeza y

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se comprende que diga la Iglesia: «La santa virginidad, como tal, es más digna, más santa que el santo matrimonio». ¿Por qué? Porque esa vinculación de amor supone esa forma de amor y esa llamada a la totalidad del ser entero ofrecido como holocausto de amor a Dios, por la fuerza del amor que Él ha puesto en el corazón. Es lo que sucede en la Virgen, lo hemos de considerar en Ella. María ama así al Señor, le ama con todas sus fuerzas, le ama de tal manera, con una entrega tan total, que ni siquiera reflexiona en si ama a Dios. Cuando nos ponemos a problematizar una cosa, quitamos fuerza a la cosa misma. Una madre no reflexiona en si ama a su hijo, ¡le ama! Si empezase a reflexionar y a darle muchas vueltas perdería fuerza su amor. Y cuando mejor va un matrimonio es cuando no reflexiona en la filosofía del amor, sino que ama simplemente y se entrega a sí mismo en amor. Así es María, se entrega a sí en amor. Ahora viene un hecho bien curioso: Dios, que prepara a María para ser su Madre, le da el instinto de ser virgen. Es sorprendente, y sin embargo es maravilloso, es verdad. Entramos en el misterio de la generación, de la maternidad y del amor. Vamos a verlo así en la Virgen, veremos su respuesta y su entrega de amor, expresada precisamente en su aceptación. María ama a Dios, se entrega a Él plenamente. Esa entrega suya de amor se convierte en una oración, como es siempre la entrega de amor. Y la oración, por la sintonía con Dios, es el deseo de la salvación del mundo. Y Dios, que la ha preparado de esta manera para que Ella sea la que esté «en el centro de los caminos inescrutables de Dios, en el punto culminante de la historia», le hace vivir este momento en la sencillez más total, en

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esa pobreza donde Ella se encuentra, en aquel pueblecito perdido de Galilea. Y ahí vive este momento de tanta trascendencia para la historia de la humanidad. Ella se entrega a Dios, Dios viene a Ella y, por medio del ángel le saluda y le pide su consentimiento. Pero no un mero consentimiento de voluntad, le pide su colaboración de maternidad. Hay que tener esto muy presente, la acción de María no es simplemente decir «SÍ», y luego Dios actúa en Ella como un médico podría actuar en su cuerpo, en una acción de laboratorio. Su colaboración es la de una madre en la generación del hijo. Es una madre¡ que amando, engendra. ¡Es Madre! Tenemos que ver; en este diálogo su consentimiento, que no es una pura pasividad. Es una colaboración que Ella está dispuesta a prestar, y presta, y que Ella va a realizar. Así venimos a ese momento, cuando María contesta: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?». María es Virgen no por elección suya o por capricho, sino por ese amor de Dios que la envuelve, y está dispuesta a ser Virgen. Y el ángel le contesta lo que acabamos de indicar: no será obra de varón, será precisamente porque eres Virgen. Ahí tiene su origen tu maternidad. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». «El poder del Altísimo» es un repetir lo mismo porque el poder ya solía significar la divinidad, pero ha añadido san Lucas del Altísimo como aclaración. Precisamente en el juicio ante el sanedrín, Jesús responde: «Desde ahora veréis al Hijo del hombre venir a la diestra del poder sobre las nubes del cielo». No dice «del poder del Altísimo». «A la diestra del poder» se entiende a la diestra de Dios. Por eso «el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder te cubrirá

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con su sombra», el Altísimo te cubrirá con su sombra. «Por eso, el Niño que nacerá será Santo y llamado Hijo de Dios». Aquí viene la indicación del camino. En su grado, lo vamos a aplicar a cada uno de nosotros. Pero veamos la acción del Espíritu en María. Se puede preguntar: ¿cómo es que el Espíritu Santo vendrá sobre ti, si María está llena del Espíritu? ¿Qué quiere decir? La venida del Espíritu no supone que no exista el Espíritu. Sabemos bien que, por ejemplo, en la Ordenación sacerdotal se imponen las manos y se da el Espíritu Santo; lo mismo en la Consagración episcopal viene el Espíritu sobre quien ya lo tiene, puesto que vive en gracia de Dios. La venida del Espíritu Santo viene como ayuda, como asistencia para una misión concreta que se le confía a la persona; entonces se le imponen las manos. El mismo Jesús, Hijo de Dios, después del Bautismo en el Jordán ve cómo viene el Espíritu Santo en forma de paloma y se posa sobre Él. María, por lo tanto, está llena del Espíritu Santo, y sin embargo se le anuncia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti». ¿Quiere decir que Dios actuará milagrosamente? No solo, es mucho más matizado. El Espíritu Santo viene sobre la Virgen, la acción es directamente sobre Ella. «Vendrá sobre ti», ¿para qué? Para darle amor materno digno de la generación del Hijo de Dios. Diríamos que el amor que Ella tiene a Dios es el amor de esposa, el amor virginal. El Espíritu Santo ha formado en Ella ese corazón virginal de entrega a Dios. i Ahora Ella va a engendrar amando, pero amando como corresponde al Hijo de Dios. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» para que ames con amor materno y engendres maternamente al Hijo de Dios. Para eso recibirás el Espíritu Santo, recibirás una asistencia especial de Dios,

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un amor especial, amor materno. Diríamos que en ese momento forma en Ella el corazón materno generador, que engendra maternamente al Hijo de Dios. Esto nos introduce en el misterio interior que vive María, sin duda, en el momento de la Encarnación. Es la altura espiritual de unión con Dios con la que María ama en este momento engendrando al Hijo de Dios, que es fruto de ese Espíritu Santo. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Te cubrirá, como cubría el Arca de la Alianza con la gloria de Dios. Serás como el Arca de la Alianza. Y por eso, «el fruto será Hijo de Dios, será Santo», tu Hijo será el Hijo de Dios. Esta es la proposición que María entiende. De nuevo, aquí no se trata de una frase como misteriosa, dicha así y tomada taquigráficamente. A veces algunos exegetas creen que ellos la entienden hoy mejor de lo que lo entendió la Virgen entonces: porque tomada esta frase ... No, esta frase es expresión de lo que Ella captó, y no la entendemos nosotros mejor que la Virgen asistida por el Espíritu Santo. María entiende que es invitada y llamada a ser Madre del Hijo de Dios. ¿Hasta qué punto llega su conocimiento del Hijo de Dios? Es conocimiento en fe. Es conocimiento lleno, al mismo tiempo, de la nube de la oscuridad, pero profundo, verdadero, que se irá iluminando indudablemente, porque estamos en el campo de la luz de la fe. Pero ya entonces es suficientemente captado por Ella como para saber que va a ser Madre del verdadero Hijo de Dios. Es algo así como nosotros entendemos cuando se nos explica el· misterio de la Eucaristía y aceptamos esa presencia. No captamos todo, ¡ni mucho menos!, pero sí lo suficiente. Sabemos lo que veneramos: el misterio de la presen-

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' cia real, eucarística de Cristo, Dios y Hombre verdadero. María capta también: va a ser Madre del Hijo de Dios. Cuando Dios pide el consentimiento, hace entender para qué lo pide, para que sea verdadero consentimiento. Y María entiende. Y en ese momento grandioso de la Virgen, llevada a esta madurez de amor, a esta relación tan única y personal con Dios, ante esta propuesta por parte de Dios que se le está comunicando, donde ya se le ha expresado el misterio del Verbo hecho carne -por lo tanto, se encuentra ya en el campo de la revelación de la Nueva Alianza, del Verbo que baja a la humanidad de una forma definitivamente nueva-, María tiene que responder. Hasta este momento es la gracia de Dios que viene sobre Ella, el amor de Dios que la inunda, la invitación de Dios que se le ofrece y se le quiere entregar. Y en ese momento queda pidiendo la respuesta de la Virgen, que Dios respeta. María lo piensa serenamente, no se toma días para hacerlo. Es admirable, en una decisión de tal trascendencia, Ella cae en la cuenta. Y en este momento, la salvación del mundo depende tanto del sí de la Virgen, como de la voluntad del Padre. Porque cuando Dios pide consentimiento, lo pide de verdad; si uno no se lo da, no se hace. Dios no juega, no bromea. Estima al hombre y tiene tal respeto de su libertad, de su dignidad dada por Él, que sin su consentimiento no actúa en el mundo. Dios le pide su consentimiento en el orden de la salvación. Y la respuesta que da María es su entrega de amor. En el Concilio y en la encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II se destaca que la respuesta de la Virgen contiene dos aspectos: una entrega de sí misma y un sí

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de colaboración al plan que se le propone. La respuesta de la Virgen es su obediencia de fe. «La obediencia de fe es la respuesta del hombre a Dios que se le comunica, que se le revela». Porque en el mensaje, Dios no solo le hace una afirmación para que Ella crea que es verdadera, sino, en el fondo es una declaración de amor que pide ser acogido. Por lo tanto, la respuesta es acoger al Dios que se le revela, y al Dios que se le revela en su condescendencia de Encarnación, y de Encarnación precisamente en Ella. No es solo creer que eso , puede suceder, sino prestarse a que suceda ofreciéndose a sí misma al plan de Dios, colaborando a ese plan de Dios. A la palabra de Dios que se nos dirige, tiene que responder el hombre con la entrega total e irrevocable de sí mismo, dice el Concilio. Esta es la respuesta que se llama la fe. Es la fe en sentido pleno. No es solo la afirmación de una proposición, sino la entrega de sí al aceptar lo que Dios le revela en la palabra que le dirige. Esto sucede en el momento de la Anunciación. María, ante esta propuesta, dice simplemente: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra», o «Dios haga en mí según tu palabra». Es notable esto, es una gran lección de la Virgen: la obediencia y la entrega , de sí misma en fe. La respuesta obvia humanamente sería: el Señor me propone este plan y yo le digo: «Señor, hágase en mí según tu palabra; Señor, yo doy mi consentimiento, juego, colaboro», sería la respuesta lógica. Pero como María sabe que en esa propuesta que Dios le hace hay una entrega de Dios mismo a Ella, al mismo tiempo lo comprende y se entrega. Es lo que sucede en la fe: cuando yo creo en el Verbo, en el Hijo de Dios que está en la cruz, lo que creo se en el amor de Dios que se me ha entrega-

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do en Cristo. Creo no solo un principio, un artículo; creo en Dios que me ama, en el amor de Dios, en la entrega de Dios a mí. Y entonces, si creo tengo que aceptar esa entrega de Dios a mí; si no, no creo. Y consiguientemente, aceptar la entrega es dejarle paso a través de mi entrega a Él, entregarme a Él como respuesta de amor. Esto hace la Virgen en este momento. Ella entiende el amor de Dios, entiende el amor de un Dios que se le da en amor, que no solo le pide una colaboración exterior, se trata de la colaboración de una entrega de sí misma. Y su respuesta: «He aquí la esclava del Señor», es la proclamación de la posesión de María por parte de Dios. «Soy tuya, soy tuya», y renueva su entrega. Es el amor que se entrega, el amor que se goza de ser pose:sión del amado. Algo que se nos ha olvidado a noso1tros, que me parecería importante de reflexionar y que vamos a aplicar a nuestra vida. Por lo tanto, consagración a Cristo, consagración a Dios: «He aquí la esclava del Señor». Evidentemente, esa esclavitud no es una esclavitud despótica, es de amor, pero es posesión de la .persona. «He aquí la esclava del Señor», soy tu esclava. \No soy mía, soy tuya, como diciendo, «haz de lo que es 1 tuyo, lo que Tú quieras». Y ese hacer es: yo colaboro a ! ello, pongo toda mi vida según esa voluntad tuya. Y consiguientemente, porque «he aquí la esclava del Señor», añade: «Hágase en mí según tu palabra». Puedes hacer conmigo y a través de mí, lo que Tú quieres, «según tu palabra». «Haz en mí según tu palabra». Nos indica un camino que hemos de seguir siempre: María, en todo lo que es colaboración a Dios siguiendo su voluntad, renueva su entrega en cada momento de su itinerario de fe, que se le va manifestando. Cuando se le diga, por ejemplo, que tiene que ir a Belén para el

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Nacimiento de Jesús, María dirá: «He aquí la esclava del Señor», ¡vamos allá! Es importante este renovar: «He aquí la esclava del Señor», voy allá. Siempre se entrega. Y en ese momento, «el Verbo se hace carne». Esa entrega de obediencia será la constante de María, la obediencia en fe será todo su itinerario. Pero esto pasa también en nosotros, y quiero recalcarlo en dos aspectos para nuestra vida: en el aspecto personal y en la vida familiar. En el aspecto personal, Juan Pablo II repite en la Redemptoris Mater, y lo decíamos desde el principio de los Ejercicios, que tenemos que ver en María una Madre educadora, formadora, y un ejemplo. Ante este misterio de la Anunciación, con toda esta riqueza que le acompaña, tenemos que aprender, primero, una estima de la virginidad, una fidelidad a la llamada de amor que el Señor puede hacemos, que es progresiva, y donde no pocas veces el Señor va insistiendo, purificando, elevando nuestra relación de amor con ÉL Se trata de una fidelidad a esa acción progresiva de su amor dirigido a nosotros. Viniendo al diálogo de la Anunciación, tiene también una repercusión en nuestra vida: nuestro diálogo interior con Dios tiene una repercusión en la sociedad, en los demás, aunque se viva en el escondimiento, en el templo, ese lugar donde se manifiesta la gloria de Dios y la presencia eucarística. Pero, como en el caso de Galilea, también puede realizarse en el ambiente de familia donde yo me encuentro, es lugar de diálogo. El Señor viene a nosotros en todas paties, y tenemos que saber hacer de nuestro corazón el lugar de encuentro con Dios, el templo en el que Él viene a visitamos. Tra-

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tar de mantener la escucha, el corazón siempre abierto al Señor, mientras damos un sí a lo que Él nos propone. En todas partes puede mantenerse ese diálogo. Pero en cualquier cosa que el Señor nos vaya pidiendo, a través de inspiraciones interiores, de sus normas, de sus pre. ceptos, de sus mandamientos, de las circunstancias en las que nos coloca o permite que nos encontremos, que vayamos más allá del mero cumplimiento de lo que nos pide y nos habituemos a renovar nuestra entrega. En el Apostolado de la Oración enseñamos el ofrecimiento diario de sí mismo en la fuerza del Espíritu Santo: «Me consagro a tu Corazón y me entrego contigo al Padre, en tu santo sacrificio del altar». Esto refleja lo que es el cristiano. Como dice el Concilio: «El cristiano por el Bautismo ha hecho ofrenda de sí mismo a Dios, gracias a su función sacerdotal y al sacerdocio común» (LO 10). Y esa entrega de sí la vive en el cumplimiento de las voluntades concretas de Dios, pero hay una entrega de sí. Es muy importante el renovar esa entrega nuestra, propia del Bautismo, en todo cumplimiento de la voluntad de Dios. Por ejemplo, digo: hoy es domingo, hay que ir a Misa, pues vamos a Misa. No es solo eso. «Señor, soy tuyo, voy a Misa». Voy a dar una limosna a una persona, no solo doy la limosna; «Señor, soy tuyo, yo sé que te agrada, hago esto que Tú quieres». Renovar la entrega, es decir: «He aquí la esclava del Señor». Mantener esa postura es importante, y se descuida mucho. Hay una cosa que me llama la atención: el Sábado Santo se renueva el compromiso del Bautismo, es una renovación litúrgica. Llega el momento de renovar y se renuevan los compromisos del Bautismo: ¿Crees

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en Jesucristo? ¿Renuncias a satanás?, ¿prometes esto? Prometo ... Pero no se renueva la entrega del Bautismo. Sería muy bueno renovar el ser posesión de Dios, el «he aquí la esclava del Señor», otra vez, ~e entrego. como expresión de la entrega, el compromiso. Es decir, habituamos a que en toda obra que hagamos ¡nos entreguemos!, renovemos nuestra entrega. Eso es vivir en amor, el amor se da a sí mismo. Esto respecto a nuestra vida personal. Pero ¿me permitís que lo diga también respecto a la vida del matrimonio? Me llama la atención que cada vez más el matrimonio deja de tener el sentido de entrega, de ser posesión del otro, para ser una especie de contrato de convivencia, en ciertas maneras de actuar, pero no pasa de ahí. Nos falta entrega, en nuestro amor nos falta entrega. Queremos hacer cosas, colaborar, consentir, coincidir, planear, pero escapándonos del «dejar de ser nuestros». Ahí hay un fondo que no corresponde a lo que es de verdad el amor cristiano. Es verdad que eso no significa arbitrariedad. Pero hay una dimensión de entrega, que en la Virgen aparece respecto del ~eñ~r.e~ el momento de la Encamación como fruto de lo mdivisible del corazón puesto en Él; y que se está perdiendo, como se pierde en el aspecto n;ismo de la entrega religiosa a Dios: que se trabaja por El, pero no se entrega uno.

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Pues bien, esto nos puede hacer reflexionar, fijamos en María y aprender de Ella ese amor que se consagra. Que nos renueve interiormente en la fuerza de un am~r que sea capaz de darse porque ama, en amor. ~ consiguientemente se conforme con la voluntad de Dws, con la voluntad de la persona amada, a la que ama venerando, a la que ama sirviendo, a la que ama dando su vida

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en amor. Es lo que el cristianismo ha traído y lo que nos enseña. No se trata de abuso, de arbitrariedades. Se trata de una dimensión interior: el amor que se entrega y que sabe dar la vida.

2.a EL MANDAMIENTO NUEVO DEL AMOR HoMILÍA

Vamos a hablar de esa oblación de la Virgen a Dios, que aparece en el misterio de la Anunciación, como base de su consentimiento. El consentimiento es expresión de la entrega. Este concepto de entrega es para nosotros fundamental como cristianos. El cristiano es el que se ha entregado a Dios, porque ha aceptado y creído en el amor con el que Dios se le entrega. El vivir esto es dificil porque aquí está la clave del amor y de la caridad. La caridad verdadera que nos trae Cristo es la de la entrega: el amor que da la vida. Y por eso se establece una Alianza nueva; a ella se hace referencia en la lectura del evangelio que acabamos de leer. La primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio, dice cómo «Dios manda que cumplas estos mandatos con todo el corazón, con toda el alma» (Dt 26,16-19). Se habla de unos preceptos; hay que cumplirlos. Pero enseguida añade: «Hoy te has comprometido a aceptar lo que el Señor te propone». En realidad, la alianza del Antiguo Testamento no fue única, sino una alianza continuada: primero, ya desde el Génesis, después de la salida del paraíso, hay un pacto de Dios con el hombre. Después del diluvio nos recuerda cómo Noé hizo también un pacto con Dios. A través de los Patriarcas ... , hasta llegar al gran pacto de la cumbre del Sinaí. A este se refiere el Deuteronomio. En ese pacto se repite siempre lo que era el contenido fundamental:

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«Te has compromet~do a aceptar lo que el Señor te propone». ¿Qué es? «El será tu Dios, tú serás su pueblo. Tú irás por sus caminos, guardarás sus mandatos y escucharás su voz. Serás el pueblo santo del Señor». La alianza es muy sencilla. Todo lo que es de Dios es muy sencillo. No podemos quejarnos de que es complicado seguir a Dios, ¡no es nada complicado! Es difícil precisamente porque es muy sencillo, pero muy comprometedor. Es simplemente esto: «Yo seré tu Dios y tú serás , mi pueblo. Yo estaré contigo, tú respetarás mi habitación. Yo te daré mi ley, tú cumplirás mi ley». Ya está, ese es el pacto. Este pacto, en la Nueva Alianza se realiza con unas características nuevas que comienzan ya con la Virgen. La relación es nueva, Dios es nuestro Señor de una manera nueva. A través del amor que nos ha revelado en Cristo, nosotros vemos ya al Padre como Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha buscado, que nos ha redimido, que ha entregado a su Hijo por nosotros. Ese es el Señor, ese es el que busca nuestra entrega de amor y nosotros aceptamos tenerlo como Señor y ser suyos. Eso que decíamos de la consagración, ser suyo. Y esta entrega es la que tenemos que renovar continuamente: queremos ser suyos, somos de Él. Esto hemos de vivirlo en la Eucaristía, donde se renueva esa Alianza. En la Eucaristía celebramos la Nueva Alianza de Dios. Consecuencia de esa Nueva Alianza es, consigui~ntemente, el seguir la nueva ley. La nueva ley que El propone, el nuevo mandamiento es el mandamiento del amor nuevo: «Amaos unos a otros como Yo os he amado». En el evangelio veíamos exig~ncias de este amor. Amar como Él nos ha amado sigmfica dos cosas: una, semejanza, tomando como ejem-

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plo el modo, «como Yo os he amado». Pero además, el como del evangelio suele significar participación. «Amar como Yo os he amado», participando del amor con que Yo os he amado. Él nos da su amor para que amemos con ese amor. Nuestro amor como cristianos es, por otra parte, humano. Es decir, no se trata de esa falsa inteligencia que tenemos a veces y que aplicamos muchísimo de decir: mira, yo te amo porque soy cristiano o como cristiano, que vendría a ser como decirle: no hay quien te aguante porque eres realmente insoportable. Te amo solo porque Dios lo quiere, por amor de Dios. Eso no es amar. Amar quiere decir amar. Esa fórmula que he dicho es injuriosa a la persona, es decirle: tú no eres digno de ser amado. Te amo solo por amor de Dios. No, no le amo, invoco que soy correcto con esa persona, digo «por amor de Dios» a lo más, pero eso no es amar, si , yo lo trato de esa manera. Amar lleva siempre consigo estima, respeto, servicialidad. Este es el gran misterio, que Dios nos pide que amemos hasta a nuestros enemigos. Evidentemente, no podrá ser con amor de complacencia, no podrá ser con un amor de correspondencia porque él no quiere mi amor y rechaza mi amor, ese es el enemigo. Pero a quien ha sido enemigo y se arrepiente de haberlo sido, yo no puedo guardarle una especie de resentimiento. Y a quien es ahora enemigo, yo no puedo desearle el mal o la muerte o la condenación, sino lo que le deseo es la conversión, lo cual es bueno. Yo tengo que amar al enemigo. Esto es lo que dice el Señor: «Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo, aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen» (Mt 5,43-48). Hay un para-

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lelismo, por lo tanto, una referencia como de interpretación, amad al menos en esto: «rezad por los que os persiguen», «amad a vuestros enemigos». Realmente en esto se nota la presencia de ese gran amor de Dios. Para explicamos Jesús por qué tenemos que hacer esto, dice que hemos de hacerlo «para ser hijos de vuestro Padre que está en el cielo». En efecto, hemos meditado la Encamación. Lo que ahí llama la atención es que Dios se hace hombre para salvar a su enemigo. Nosotros somos enemigos de Dios, el hombre abon-ece a Dios, el hombre injuria a Dios, rechaza a Dios. ¿Cuál es la respuesta de Dios? Lo voy a salvar. ¿Y cómo lo voy a salvar? Entregando a mi propio Hijo. Como dice san Pablo: «Si cuando éramos enemigos entregó a su propio Hijo por nosotros, ¿cómo no va a damos con su Hijo todas las cosas ahora que no somos ya sus enemigos?» (Rom 5,8-10; 8,32). Esto es lo que nos abre un horizonte de confianza. El Señor me ha amado primero, me ha amado cuando yo era su enemigo. Y ahora lo que Él quiere es que yo ame también a quien es quizás mi enemigo, que le ame, que esté dispuesto incluso a dar mi vida para que él vuelva, para que él se convierta. Evidentemente, yo no puedo perdonar a nadie que no reconoce lo que ha hecho. Yo . estaré dispuesto, estaré con los brazos abie1ios, estaré pronto, pero perdonar no puedo, porque Dios mismo no . perdona a quien no reconoce su pecado, eso es verdad. ¡ Pero otra cosa es que yo suscite en mí sentimientos de odio, eso ya no es cristiano. Nunca es cristiano un amor . que termina en odio de alguien. Al contrario, tenemos i que desan-ollar en nosotros el verdadero amor. Todo esto requiere siempre la entrega de nosotros mismos, de nuevo, la superación del egoísmo. Si he-

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mos de vivir esta Alianza, que tiene de hecho toda esa trascendencia para nuestra dimensión humana, que no se puede quedar solo en teorías, esto lo hemos de cuidar l en nuestro corazón. · Vamos a la Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento de la caridad y del amor, el sacramento de la obl,ación de Cristo, el sacramento de nuestra entrega con El. En este momento eucarístico, bajo la mirada de la Virgen, la Virgen de la Eucaristía, la «toda Santa», tenemos que pedirle al Señor que viniendo a nosotros, nos infunda ese amor de entrega. La Eucaristía es el sacramento que nos da el amor de entrega, porque en sí lo que viene a nosotros es el Cristo que nos dice: «Toma y come, esto es mi Cuerpo entregado por ti». Es el Cuerpo entregado, que no es solo dado así de manera afectuosa, sino ·. ofrecido en la cruz, «el cuerpo entregado por ti». Y con-· siguientemente me dirá: «Haz esto en memoria ~ía». • Él me abraza, Él me infunde su Espíritu Santo, El me da ese amor, para que luego yo viva de ese amor. Entonces se establece, por otra parte, la alianza de amor con Cristo, con nuestra entrega a Él, que se irradia en la caridad fraterna, según las exigencias del amor.

7.a MEDITACIÓN LAS DUDAS DE SAN JOSÉ

Juan Pablo II cuando habla de la Encarnación, hace notar la sintonía de la postura de la Virgen con la postura de Jesús al entrar en este mundo, la sintonía de los dos corazones; y esa sintonía nos enseña que se trata de una actitud fundamental. La Carta a los Hebreos dice: «Jesús, al entrar en este mundo dijo: No has querido holocaustos ni sacrificios por el pecado, pero me has dado un cuerpo. Aquí vengo para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,5-9). En la Virgen, la frase correspondiente es: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». En los dos hay una oblación en orden al cumplimiento de la voluntad de Dios. Desde el primer instante, la Madre y el Hijo están unidos en oblación y en docilidad a lavoluntad del Padre. Sabemos que esa voluntad fundamentalmente, aun cuando puede referirse a detalles concretos, es la voluntad de la redención: «Vengo a cumplir tu voluntad». La voluntad del Padre es que el mundo sea salvo. Y la voluntad de la Virgen: «Hágase en mí según tu palabra», es la voluntad de la Encarnación, el comienzo de esta nueva etapa de la redención. María y Jesús están en una entrega a disposición de la voluntad de Dios, que luego renovarán, y nos marcan a nosotros el camino. Jesús enseñará continuamente esta entrega a la voluntad del Padre, y la Virgen en las bodas de Caná . repetirá también: «Haced todo lo que Él os diga». Es · pues, una enseñanza que procede de una actitud.

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Pensado, reflexionado y asimilado en lo posible este misterio de la Encamación, vamos a ver otro aspecto también importante para nuestra vida: «las dudas de san José». Uno de los puntos difíciles de nuestra vida es hacernos a los caminos inesperados e inescrutables de Dios. Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Mater hace referencia más de una vez a que los caminos de Dios son inescrutables, son impensados para nosotros, y esto muy frecuentemente nos desarticula todo. No sabemos por dónde va el Señor, nos gustaría llevarle por nuestros caminos. Ahora bien, ya desde el Antiguo Testamento, Dios repetía a través de los profetas: «Mis caminos no son vuestros caminos». Muchos problemas espirituales, angustias, turbaciones, en personas que quieren sinceramente seguir · al Señor, vienen de que solemos pensar: si yo fuera bien espiritualmente, debería proceder así y así y así; si yo tuviera una verdadera oración no me pasaría esto o esto. Eso lo sacamos de nuestra cabeza, porque no es verdad. Puede ser que yo esté muy unido a Dios y pueda sufrir tentaciones muy fuertes. Y no se puede decir: · si yo estuviera unido a Dios no me atraerían estas co1 sas. Por eso digo que construimos nuestros caminos. En cambio, es importante plegarse a los caminos de Dios, :!captarlos pronto y conformarse a ellos. · Una de las lecciones en el itinerario de fe de la Virgen es precisamente que la intervención más grande de Dios en el mundo, como es la Encamación, a través de una preparación de la más excelsa de las criaturas y de la más querida de Dios, como es la Virgen, no produce un camino sereno y libre de dificultades. La intervención de la Encamación no ilumina los pasos posteriores ni declara 1



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previamente lo que va a suceder. María ciertamente en el momento de la Anunciación entendió sustancialmente la voluntad de Dios sobre Ella, lo que se le pedía. Pero, indudablemente también, esa comprensión debió estar matizada y coloreada por la imagen que el pueblo de Israel en general se había formado del Mesías. Esto es muy claro, al decir: «Será Hijo del Altísimo, ocupará el trono de David, su padre, reinará para siempre en la casa de Jacob», tiene unas resonancias triunfales, que sin duda en la Virgen las tuvo también. Dios no nos quita muchas cosas que nosotros añadimos. Pero es importante que nuestra adhesión no sea a elementos connotados por nosotros, sino al fondo de la voluntad del que nos habla. Voy a poner un ejemplo, porque esto suele repetirse en muchas de las determinaciones humanas: viene el momento del matrimonio, se da un sí al matrimonio y a la persona con la que se casa; pero muchas veces lleva una connotación de una vía de felicidad, de bienestar, de comodidad, de inteligencia «muy de primavera», muy bella, es inevitable. Pero el sí que se da no debe estar condicionado por ese contorno, sino por la sustancia a la que uno da su sí. Luego llega la vida real que va desmochando, quitando ciertos matices y colores, y es necesario que entonces se reavive la afirmación sustancial, el sí central, y se renueve esa entrega aceptando el camino que precisamente rompe muchas de las ilusiones que rodeaban al punto central. Esto es lo que quiero indicar: el sí nunca es total, es decir, es un sí a lo sustancial, no condicionado por esos márgenes, por esas connotaciones. Incluso en el orden de la redención, el Señor parece proceder de esta misma manera. A María le pide su consentimiento para la colaboración a la redención. Ella entiende quizás un Mesías «que ocupará el trono de Da-

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vid», se siente Madre del Mesías real, pero no está condicionada por eso. De hecho, el Señor no declara todos • los pasos posteriores, habrá tiempo para ello. Y ahí es donde comienza el itinerario de la fe, que irá rompiendo algunos de esos adornos que quizás María había imaginado en ese momento. La intervención de Dios no aclara todo, no resuelve todo, no es un «Deus est machina». Simplemente pide de nosotros una colaboración hacia unos caminos que siguen siendo inescrutables. Es el ejemplo de la fe de Abrahán, cuando se le pide: «Sal de tu tierra, de tu parentela, y vete a la tierra que Yo te mostrar~» (Gén 12,1), pero no se le explica ni se le determina, sino «¡sal!». Ahora, no quiere decir que nosotros hemos de salir y hemos de movemos de una forma incierta. Quiere decir que cada paso que demos debe ser conforme a Dios, pero sin exigir que se inos declare de antemano el paso siguiente. Hay que sa,ber seguir el itinerario de la fe. Y sin duda ninguna, si mantenemos la apertura del corazón y nuestro sí a los planes de Dios, confiándonos a Él que nos conoce, seremos bienaventurados y se nos podrá aplicar también a nosotros la bienaventuranza de la Virgen: «Dichosa la que ha creído», la que se ha fiado de Dios. Como dice el mismo Jesús a Marta, la de Betania: «¿No te he di. choque si te fías verás la gloria de Dios?». Es saberse 1 plegar a los caminos de Dios, ahí está. Nosotros somos rígidos, nos falta flexibilidad, nos aficionamos a los caminos, a los elementos accidentales de los caminos; y no siempre somos capaces de mantener el corazón abierto a las voluntades del Señor, dando el sí al Señor. Podemos notar que la intervención única de la Encamación no ilumina los pasos posteriores ni declara lo

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que han de hacer. Porque les podía haber dicho: en este momento vais a pasar algún apuro, no os preocupéis; dile a José ... o, Yo me muestro a José y le diré que te reciba, que no hay problema ninguno. No lo hace. Quizá nosotros imaginaríamos así: si es intervención de Dios tiene que haber declarado eso. Y no, en muchas cosas yo sé que el Señor quiere esto, pero no sé más por el momento, y no me pongo en movimiento o no detengo mi movimiento hasta saber. ¡Tengo que seguir! El cumplimiento de la voluntad de Dios es una garantía de nueva iluminación de Dios. Pero, no he de pretender que me ilumine previamente, sino saber fiarme y seguir lo que el Señor me va mostrando. Pero no solo no declara, sino que la intervención de la Encamación les sumerge en la tempestad de las dudas, y es intervención de Dios, y no se lo ha resuelto. Nosotros pensaríamos otra cosa.¿Veis cómo son misteriosos los caminos de Dios? Es más, no mejora su situación social. También esto es importante: no servimos de los valores religiosos o de fe como instrumento de mejora social. No mejoran. Ellos estaban en una vida más bien estrecha, de trabajo, y siguen igual. Se va a realizar el designio de Dios: María será Madre de Jesús, pero sin salir de su situación social, no la mejora. Ni les conduce tampoco a unas condiciones espirituales que imaginaríamos ideales para esperar el Nacimiento. A María no le lleva a una soledad, no le libra de ninguna preocupación sino, al contrario, le hace ir a servir a su pariente Isabel, la pone en camino, como vamos a ver. ¡Caminos de Dios! Tenemos que aprenderlo. Caminos de Dios, según esa expresión de la Iglesia: «Por tus caminos llévanos a donde vamos. Por tus caminos, no por los míos».

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Seríamos muy felices si siguiéramos los caminos del Señor, ¡muy felices! Nadie desea tanto nuestra felicidad como Dios, y nadie conoce mejor los caminos de nuestra felicidad que Dios. Pero como decíamos en el caso del pecado, queremos «corregir la plana a Dios» y hacer lo que Él ha prohibido porque lo consideramos estorbo de nuestra felicidad. En su grado, nos pasa en este nivel de los caminos de Dios: nos fiamos más de lo que pensamos nosotros y del camino que trazamos, que de aceptar los caminos de Dios. Qué hermoso es el espíritu que, apenas el Señor tuerce el camino, da su sí y dice esa frase tan hermosa, ojalá la podáis repetir muchas veces: «Señor, mejor así, ¡gracias!». Yo había planeado esto para esta tarde, se me ha estropeado: «¡Señor, mejor así, gracias!». Vamos a ver pues, este misterio, a continuar así con María, y vamos a detenemos en este episodio para aprender las virtudes que María y José ejercitan en este momento. Ya está ahí la figura de José, hemos de tenerla muy presente, que es estupenda. José es el hombre justo. Precisamente en este episodio el evangelista lo llama «varón justo». San Mateo dice de él: «siendo hombre justo» no quería publicar la situación de su esposa. ¿Cuál es el sentido del misterio de las dudas de san José? En este pasaje, María, desde luego, no figura apenas; es la que se deja conducir. Es ejemplar cómo aparece en ese momento Ella misma como problema, serena. Y después, en el cántico del magnifica! se muestra ya como la gran profetisa, «la gran proclamadora de su fe», como la llama Juan Pablo II, que precede a la Iglesia en esa proclamación que es el magnifica!. José, en cambio, es

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el protagonista que sufre enormemente en este momento. ¿Por qué sufre? Fijémonos en él, en su figura. Hay dos interpretaciones sobre este episodio: una clásica, la que hemos oído muchas veces, y otra más actualizada. Se han presentado frecuentemente las dudas de san José como si se refirieran al origen del Niño, cuya existencia había empezado a percibir en el seno de su esposa. Voy a exponer lo que realmente es más probable. Ante todo creo, con muchos Padres, que María estaba ya casada con José, no solo prometida. Desde luego, los planes de Dios, como dice san Jerónimo, eran proveer a la misma fama de María. Indudablemente tenemos que pensar lo que significaría en un pueblo pequeño como es N azaret, que María sin estar casada tuviera un hijo. «Bien, pero podía decier que había concebido virginalmente». Sí, pero eso es muy difícil de explicar también. Previendo esto, piensan algunos que María y José estarían ya casados, no solo prometidos. Esto lo entiendo por la figura extraordinaria de María y de José, por esa inteligencia de los dos, José se aviene a ser el protector de la virginidad de María, en ese plan de ayuda espiritual, social. El matrimonio viene a ser un modo de proteger esa virginidad de María, que no tenía entonces como razón de ser resultar un signo visible, en cuanto virginidad, sino que era el plan de Dios que es así, y se realiza, pero con esa discreción. Y estando así en un matrimonio virginal, tiene lugar el momento de la Anunciación. A veces se ha dicho: María calla, no dice nada a José; pero quizá es poco comprensible, por lo menos no tenemos argumento para pensar así. Más bien podemos pensar que Ma-

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ría, con la confianza que tiene en José y la seguridad de su inteligencia, refiere lo que ha visto. Así la madre de Gedeón, Manu, cuando vio al ángel enseguida fue a contarlo a su marido: «he visto al ángel del Señor y me ha dicho que vamos a tener un niño, etc.». Lo cuenta, parece que entra dentro de lo que es la relación de confianza y de comprensión que reina entre los dos. María probablemente, después de esa Anunciación se lo refiere a José, y José cree. , Esta es la línea que hoy va predominando como ''interpretación. Ninguna de ellas está definida. Pero la que pone la duda de José en el origen del Niño, como si, sin que Ella hubiese dicho nada, él hubiese caído en la cuenta y se hubiese puesto a cavilar sobre el origen, y no queriendo pensar mal y no sabiendo qué hacer, «siendo justo decide por fin mandarla escondidamente» (Mt 1, 18s), me resulta difícil de entender. ¿Sabéis por qué? Porque no acabo de entender que José sea justo haciendo eso. Porque si de verdad su problema viene del interrogante sobre el origen del Niño: «Y José, su marido, siendo justo, no queriendo difamada, atormentado por esto, decidió enviarla en secreto», dice el texto. Ahora, yo no entiendo: si él creía que era inocente, ¡¿cómo la deja?, ¿es justo eso? Y si él dudaba de verdad, ¿es justo dejarla simplemente? No acabo de entender, la verdad, me crea problema desde ahí. Bien, yo lo acepto, muchos lo han interpretado así y no lo critico, es posible, es una manera correcta de explicarlo. De esta otra manera me satisface más, me parece más honda, más según el estilo bíblico: José, su marido, se entera. ¿Por qué se entera? ¡Porque Ella misma se lo cuenta! Cuando dice: «Estando desposada María, antes de que convivieran se encontró encinta por virtud

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del Espíritu Santo», no es que José descubrió que estaba encinta, sino sucedió el hecho de la Anunciación, sin haber tenido ningún contacto camal entre los dos. María se lo refiere, José lo cree. Y ahora, ¿dónde están entonces las dudas de José, si él sabe que es del Espíritu Santo? La duda de José, con toda probabilidad es «porque era justo». Ahora sí. ¿Qué significa el ser justo? Justo es el hombre conforme a Dios, el hombre recto, honrado, fiel, con la santidad que brota desde el fondo del corazón. José es justo, con la justicia del Nuevo Testamento, con la justicia del corazón recto, del corazón ilimitadamente bueno. José, hombre justo, fiel a Dios, santo, cuando conoce este hecho, porque es justo tiene una duda tremenda: ¿yo qué: «pinto» aquí?, ¿cuál es mi papel?, ¡estoy fuera de mi' puesto!, todo esto me sobrepasa, ¡yo no soy digno! Esta es la duda del hombre justo: yo no soy digno, yo debo desaparecer de aquí, esto hay que arreglarlo de alguna manera. Y no sabe cómo. Es lo propio de los justos ante la intervención de Dios, cuando Dios mismo no les introduce positivamente en su misterio. Recordemos algunos pasajes: cuando Moisés ve la zarza que arde sin consumirse, se acerca y Dios le dice: «Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es santo» (Éx 3,5), es el respeto ante la intervención de Dios. Tenemos que pensar que el hombre justo que es José intuye, ve que esa intervención de Dios es superior a todas las del Antiguo Testamento. No hay intervención ninguna que se pueda equiparar a la Encamación del Verbo, ni cuando baja Dios en el Sinaí ni cuando está en el arca la gloria de Dios. Y José lo percibe: yo soy indigno, ¿qué hago yo? Ante toda manifestación de Dios, la posición del hombre justo es de respeto, de no in-

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troducirse donde no es llamado. Esta actitud es buena. Quizás la hemos perdido en nuestro sentimiento religioso, hemos perdido el respeto a la presencia eucarística, al modo de tratar la Eucaristía. Y es bueno que nos examinemos de ese respeto de hombre justo, que no . quiere decir que esté con una especie de miedo de Dios, • sino de respeto y tratar las cosas de Dios con respeto. Pues bien, esto era común. Eran así los santos en el Antiguo Testamento. Y José siente de esta manera. Para ellos ha sido una intervención de Dios que ha roto los planes de aquel matrimonio virginal. Se habían predeterminado un camino a seguir, y he aquí que interviene Dios, deshace esos proyectos, los supera. Los deshace superando. Va a ser aquello mismo, pero mucho más elevado. Y José, cuando ve que Dios ha intervenido y se encuentra con que Dios se ha hecho Hombre en el seno de María, como postura suya siente: yo debo retirarme, no soy digno; yo no puedo tratar al Hijo del Altísimo; yo no soy digno de tener en mi casa a la Madre del Señor. Esta va a ser la palabra de Isabel, la pariente, cuando vaya la Virgen, al llegar Ella dirá: «¿De dónde a mí que venga a mi casa la Madre de mi Señor?» (Le 1,43). Esto lo dice Isabel por inspiración y luz del Espíritu Santo. José lo ha conocido también, por indicación de María y luz del Espíritu Santo, y se cree indigno de recibirla en su casa, él no es sacerdote. Quiere decir que el Señor ha intervenido con planes superiores, ha roto los planes trazados por él, y él se va a retirar. Naturalmente la situación era sumamente complicada, porque era exponer públicamente a María y eso era torturador. Para él la cosa era clara: yo no soy digno, me retiro y dejo a María sola, y María tendrá el Hijo ...

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y ¿qué? Es exponerla a la fama pública. Eso no quiere hacerlo, y le tortura: ¿qué diría la gente? ¿Qué hacer? Esta es la duda angustiosa de José, no por ignorancia del misterio, sino por respeto a él y por ignorancia de su papel respecto del misterio. Y ¡él es tan enormemente respetuoso! Es hombre justo, hombre santo. Es lo que nos enseña en este momento el comportamiento de la Virgen y de san José, lo tenemos que aprender: el respeto de los planes de Dios, no introducimos donde no somos llamados, esperando siempre un signo que por lo menos dé unidad al relato y una cierta explicación. Probablemente, de esta situación arrancó el que María fuese a casa de su pariente Isabel. Es una construcción, no hay que poner demasiado acento como si fuese la explicación única, pero ayuda, es como saber leer entre líneas. En efecto, dice: «quiso enviarla secretamente», hacerla desaparecer un poco. Es la solución que él ve. ¿Cómo discurren aquí José y María? Creo que la manera como actúan es pidiendo mucha luz al Señor, que no ha dicho nada más. Dios es muy escaso en palabras. Cuando se leen algunas revelaciones y manifestaciones, uno dice: ¡aquí Dios habla demasiado! No es su costumbre. Dios habla poco, es más bien escaso de palabras. Él dice la gran palabra sustancial de su amor, pero no es charlatán, no prodiga las palabras, da lo justo y después ayuda, asiste. En este caso Él ha dicho la palabra justa, no ha explicado más. Y ellos, probablemente confrontando ejemplos de la Escritura, intervenciones de Dios en ella, comportamientos de los hombres santos, van tratando de ver qué es lo más conveniente hacer. Y rumiando y pensando, José encuentra esta solución, recordando quizás el ejemplo del arca, como se lee en el libro de

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Samuel (2 Sam 6,1s). Cuando el arca había sido recuperada por Israel y David quería llevarla a Jerusalén; la iban llevando con gran solemnidad y, porque tocaron el carro donde iba, contra lo que estaba mandado, simplemente porque los bueyes se habían turbado y la habían puesto en peligro de caer, queriéndola sujetar, murieron, como indicación de ese respeto al arca. Ellos conocían perfectamente lo que requiere el arca del Señor. Entonces, recordando toda aquella escena se acuerdan sin duda, de que cuando David vio lo que había sucedido a quienes habían tocado el arca, temió introducirla en su palacio y mandó que fuese a casa del sacerdote Obededón. Allí estuvo tres meses, curiosamente los mismos que María en casa de su pariente Isabel. Y .cuando David vio que había llenado de bendiciones a la casa de Obededón, se animó a introducir el arca en Jerusalén. Pues bien, estas son lecciones que ellos debieron leer para ver cuál debía ser su comportamiento. Y María, que ya lleva en su seno al Hijo de Dios, que es lo admirable, está disponible, esperando lo que decidan de Ella; sufriendo, porque los dos están sufriendo, pero abandonados confiadamente a la providencia del Señor. Es impresionante esa postura de pobreza de la Virgen, de humildad, de sencillez, esperando. Tenemos que aprender a recurrir en los momentos d de angustia de nuestra vida, a la palabra de Dios. Muchas veces nos encontraremos con oscuridades y no sa.. bremos cómo proceder, no son casos excepcionales. Es . ; normal en la vida humana y cristiana que surjan mo1 mentos de incertidumbre, de dudas, de modos de comportarse, en el proceso mismo de la vida de amor. Una de las deformaciones de hoy es pensar que el amor no • tiene oscuridades, o que, desde el momento en que en

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una vida de matrimonio o de familia surgen problemas, signifique de alguna manera disminución del amor. No es verdad. Las circunstancias adversas, dudosas, son más bien ocasiones de consolidación del amor, que hay que superar con la fuerza del amor para forjar más plenamente la unión de amor. Pero hay que saberlas llevar y ahí es donde hay que acudir mucho a la oración. Muchas veces lo que falla es que en esos momentos se abandonan los resortes, cuando es el momento en que hay que hacer más recurso a ellos: resorte de la oración, de la Eucaristía, la comunión, resorte de la búsqueda de la voluntad de Dios, resorte del sacrificio, de la austeridad, de la búsqueda mutua de ese camino de unión. Esos caminos se van a presentar. Entonces, lo que • Dios pide de nosotros es acentuar nuestro abandono y nuestra disponibilidad interior, sea cual sea la deci- . sión que hemos de tomar; y servirnos de las lecciones de la Escritura, de los ejemplos del Evangelio, de la\ práctica de la Iglesia, de las normas que han seguido quienes nos han precedido en los caminos del Señor, de las palabras de la Virgen, de los ejemplos de María, para tratar de tantear una solución que sea del agrado del Señor. Esto es lo que hace José: viendo esos casos de la Escritura, ese comportamiento de David con el arca, iluminado también por el Espíritu Santo de manera más o menos refleja y consciente, «decidió enviarla ocultamente». Probablemente fue José el que aconsejó a la Virgen que ocultamente desapareciera como solución, es decir, que fuera a casa de su pariente Isabel, de la que le había hablado el ángel. El ángel le había dicho: «Mira que tu pariente Isabel está en el mes sexto». Entonces, uniendo esto, el pensamiento era: si el ángel ha-

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bía hablado de Isabel sería por alguna razón. Y por lo tanto ahí se abría una puerta: Zacarías era sacerdote, sabría cómo tratar al arca del Señor, él estaba habituado al culto del templo, allí le tratarían dignamente, y Dios abriría otros caminos. La solución inmediata es esta: resolver algo que les tortura por si trasciende. Entonces, que vaya a casa de su pariente, a casa de Zacarías, sacerdote, y así lo hacen. En medio de aquella angustia enorme de los dos, María sale a visitar a su pariente Isabel, a casa de Zacarías, se va. Lo cuenta el mismo san Lucas: «En aquellos días se levantó María y se fue deprisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá». Se suele señalar como lugar donde vivían Ain Karim, el pueblecito que está cerca de Jerusalén. Podemos pensar cuál es la situación interior de la Virgen en este momento. Cómo se le ha complicado la vida por la intervención de Dios, siguiendo dócilmente la voluntad del Señor. ¡Cómo ha resultado Ella en este momento un problema! Sin haberlo pretendido mínimamente, es como un estorbo. Eso que nosotros tanto tememos, que se nos complique la vida. Y el Señor no interviene, calla. ¡Los silencios de Dios en nuestra vida! Silencios que a veces se nos hacen insoportables: uno busca, llora, pide, y Dios calla, calla. El silencio de Dios. Así nos deja muchas veces el Señor. Interviene en un determinado momento, luego desaparece, para que seamos fieles a aquel momento de luz en que se ha manifestado, aun cuando después, se ha vuelto a oscurecer todo. Pero, que seamos fieles a ese momento. Él nos dio la luz, ahora hay que seguirla. Tenemos que aprender a no detenernos nunca. Nuestra vida no puede

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adocenarse, tenemos que seguir adelante. No es que ya hemos llegado a una cumbre y ahora no nos queda más que descender. «Si nuestro cuerpo se desmorona, nuestro espíritu tiene que crecer de claridad en claridad». Tenemos que caminar siempre sin detenernos, con la luz que hemos recibido, ¡aunque sea tanteando! Pero no quedarnos nunca con los brazos cruzados, sino seguir adelante según la luz recibida. De María se nos dice: «Se levantó y se fue deprisa por los montes». Deprisa indica un caminar rápido. Verla así caminar. No sabe lo que le espera en casa de su prima, porque para Ella todo es desconocido: ¿qué será?, ¿cómo la recibirán?, ¿lo entenderán?, ¿no lo entenderán? Va incierta, no tiene casa fija en este momento. Va por los montes, indicándonos cómo hemos de pasar por el mundo, corriendo, deprisa, ir a lo que vamos. Es lo que nos cuesta tanto. Muchas veces somos lentos para ir a nuestro deber y prontos para ir a lo que nos divierte o nos entretiene. Ella va a su deber, pasa por el mundo casi sin caer en la cuenta. La frase tan bonita de san Agustín: «Amemos, corramos», ¡amemos corriendo!, que la vida es breve y tenemos poco tiempo, y hay que amar mucho y hay que coiTer. «Amemos, coiTamos», que el tiempo es breve. María va deprisa a casa de su pariente Isabel. María en este momento es la imagen de lo que ha· de ser nuestra vida cristiana: lleva en su seno al Hijo i de Dios y, movida por esa presencia camina corriendo 1 a servir, va a ayudar, aunque sea hacia una región desconocida, pero siempre en postura de un amor que se entrega a servir. Ella anticipadamente ya poseída por el Espíritu del Señor, a quien lleva dentro, puede decir la palabra de Jesús: «Yo no he venido a ser servido,

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sino a servir y a dar mi vida» (Mt 20,28). Ella va a servir corriendo. Así tenemos que caminar en los brazos de Dios, llevando dentro de nosotros la presencia de Cristo. Y caminar así a través del mundo, a donde el Señor quiera llevamos. Caminar llevando a Cristo, llevarlo siempre, acercándonos a todos siendo portadores de Cristo. «Entró en casa de Zacarías y felicitó a Isabel». Es delicioso el pasaje de Lucas. Son detalles de la Virgen. Llega y es Ella la que se adelanta a felicitarla. Tenemos que hacemos presentes a esta realidad: Isabel es pariente, la conoce. María es jovencita, diecisiete, dieciocho años; Isabel es ya mayor, anciana. A nosotros nos cuesta reconocer a Dios en lo que conocemos. La dificultad más fuerte de la fe está en lo que palpamos. Estoy seguro de que cualquiera de nosotros cree en la posibilidad de un milagro, Dios lo puede hacer. Lo que nos cuesta es creer que «este enfermo» se puede curar, porque es lo que conocemos: conocemos vitalmente cuál es su estado, cómo está el cáncer que le devora, y nos parece muy dificil. Le pasa a Marta, cuando le pregunta Jesús: «Yo soy la Resurrección y la Vida, ¿crees tú? -Sí, creo». Y cuando llega a la tumba Jesús dice: «Quitad la piedra», y ella contesta: «Señor, ¡que lleva cuatro días!, ¡que huele mal!» (Jn 11,25-26.39). Ya es la realidad concreta. Nos pasa en todo: creemos en teoría, nos cuesta en el momento concreto. Y cuando esa realidad concreta es la nuestra, aún nos cuesta más. ¿Creer que Dios puede cambianne?, me cuesta mucho creerlo porque me conozco. En el fondo esa fe nuestra no es fuerte porque es muy teórica, no se apoya en una confianza plena, sino sobre la realidad concreta.

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Lo mismo que nos pasa en la fe, nos pasa de la acción de Dios. Pensemos lo que tenía que ser para Isabel, aquella mujer ya anciana, pensar que su sobrina es la Madre del Mesías: ¡si la ha visto jugar!. .. Es impresionante. Es lo que nos pasa a nosotros: cuando vemos que ha actuado Dios en un hombre y se dice: es un santo, le llevan al honor de los altares. ¡Pero si yo le veía jugar! Pero, ¿Dios ha hecho realmente esas maravillas en esa persona? N os cuesta. Y por eso en la misma ciudad de Nazaret dice Jesús: «Nadie es profeta en su tierra». Esa es la dificultad: como se le ve, creer en la acción de Dios en esa persona nos cuesta especialmente. Este encuentro de María con su tía Isabel es tan precioso. Llega María y se adelanta a felicitar a su tía Isabel porque ya espera próximamente un niño. Y habría que oír a la Virgen, en su delicadeza, porque no viene a contar lo de Ella, viene allá de esa manera escondida, y se adelanta. Habría que oír los argumentos, las frases con las que pediría que le perdonaran su servicialidad. Es lo propio de un alma servicial, casi pide perdón de venir a servir, que le perdonara el que viniera a ayudar a aquella pariente suya que tenía necesidad en aquellos momentos. Son los detalles de la Virgen: llega a la casa, se apresura, «se adelanta, le felicita», sin esperar a que Isabel le felicite a Ella, y encontraría esas razones para excusar la prontitud con la que venía a servir. Pero cuando felicitó a Isabel, esta sintió en su interior el efecto de la palabra de María: «El niño que llevaba saltó de gozo en su seno». Notó, notó que eran saltos de alegría. «E Isabel quedó llena del Espíritu Santo». Es maravillosa la acción de la Virgen, como anticipación de la que continuamente visita a su Iglesia y ac-

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túa llevando a Cristo, es portadora de Cristo. Es imagen de lo que ha de ser el apostolado del cristiano, el verdadero apostolado de la Iglesia: comunicación de Cristo a través de nuestra palabra. Porque llevamos a Cristo, al hablar transmitimos a Cristo. María va llena de Cristo. No ha intentado ni se ha propuesto comunicar el Espíritu Santo, simplemente ha hecho lo que era razonable, lo que el Espíritu interiormente le movía en la caridad y en el amor. Ha hablado con una palabra que arranca de la presencia del Señor en su seno. María viene a servir, y desde que lleva a Jesús en su seno es más servicial que antes, porque lleva al que ha venido «no a ser servido, sino a servir». La Virgen, llena de gozo porque lleva dentro de sí al Salvador, lo va a proclamar. Y al expresar las palabras de felicitación, esas palabras están impregnadas de la presencia y de la alegría de Cristo en su corazón. Y solo felicitando a Isabel es instrumento de comunicación del Espíritu Santo. Así sucede muchas veces en nuestra vida. Para comunicar a Cristo no siempre hace falta que uno pronuncie palabras de comunicación del Señor. A veces son los gestos, es la delicadeza de trato, el saludo cordial, pero lleva algo que transmite la riqueza interior. Nuestro apostolado es eficaz en la medida en que estamos llenos de Cristo y así somos portadores del Espíritu Santo. «Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó, diciendo con gran gozo: Bendita tú entre las mujeres». ¡Bendita tú!, decirle eso a una sobrina suya jovencita. Recalca el evangelio de san Lucas que lo dijo bajo la inspiración, «llena del Espíritu Santo». Con una luz interior intuye lo que allí sucede. Ha sido iluminada y dice: «Bendita tú entre las mujeres», con todas esas

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bendiciones de que hablábamos, de la Carta a los Efesios. En ti se realizan las bendiciones en Cristo de una manera especial. Es la totalidad de la gloria de su gracia la que reside en ti. «Y bendito el fruto de tu seno», es la primera bendición a Cristo que nos consta en la Escritura, a Cristo1 ya en la nueva economía. «Bendito el fruto de tu seno». Es la alegría que la Iglesia mantendrá siempre y la que nosotros renovamos en el rezo del Avemaría: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús». Y sigue repitiéndose de generación en generación, alegrándose, alabando, dando gracias, bendiciendo a María y al fruto de su seno. La considera dichosa. Y viene la proclamación de su indignidad, que corresponde a aquella indignidad que sentía José: «¿De dónde a mí que venga a mi casa la Madre de mi Señor?». Se siente indigna de tenerla en casa. Recordemos cuando dirá el centurión: «No soy digno de que entres en mi casa, pero di una palabra». Es ese sentimiento: «¿de dónde a mí?», y es mayor que Ella. Pero es el misterio de la acción de Dios en el hombre. «¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» Y se lo explica: «Apenas llegó a mis oídos tu saludo, tu felicitación, saltó de gozo el niño en mi seno». Ha comprendido el significado de una presencia superior. «Feliz, le dice entonces, dichosa tú, que has creído que se realizaría lo que el Señor te anunciaba». Es la clave de toda la bienaventuranza de María: «Feliz la que ha creído». Si de una parte, María es bendita porque ha recibido toda esa cantidad de dones de Dios, a esa plenitud de gracia responde Ella con la fe y la entrega: «He aquí la esclava del Señor». «Dichosa la que has creído». Esa bienaventuranza proclamada por Isabel se

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refiere primariamente a haber creído a la palabra del ángel, palabra de Dios, palabra de anunciación. Pero se extiende también a toda la vida de la Virgen, que es una continua obediencia de fe. Y esa bienaventuranza tiene que extenderse a todos nosotros: dichoso el que se fía de Dios, el que cree en el Señor. Ella ha creído. Esa fe de Maria es comparable a la fe de Abrahán: así como Abrahán es el comienzo de la fe, el comienzo de la alianza del Antiguo Testamento, la fe de María es el comienzo de la Nueva Alianza. Porque es una fe en la revelación nueva de Dios en Jesucristo. Ella ha creído que era posible ser Madre del Hijo de Dios, que es más fuerte que la fe de Abrahán. Es más difícil creer en ser Madre del Hijo de Dios virginalmente, que en tener una descendencia numerosa, aunque fuese ya mayor de edad. Y María ha creído: «Dichosa por haber creído». A este saludo de Isabel, María responde con toda sencillez. Ha dicho que Isabel fue llena del Espíritu Santo, que entonces profetizó; cuando Ella responde no dice más que: «Y María dijo: Glorifica mi alma al Señon>, el magnifica!. No dice: y María fue llena del Espíritu Santo. Ella es la fuente, lo refiere, y en lo que toca a sus intervenciones no «carga las tintas» de alabanzas, de plenitud de Espíritu, sino «y María dijo», y canta el magnifica t. Juan Pablo II se refiere a este cántico y dice que es el que canta la Virgen en el itinerario de la Iglesia: «El cántico que, salido de la fe profunda de María en la Visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos». Y realmente la Iglesia pone en la, bios de sus sacerdotes, de sus religiosos en las Vísperas de cada día el cántico del magnifica!. Juan Pablo II lo

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llama «la expresión de fe de la Virgen». El responder con el magnificar a la palabra que Dios le ha dirigido es anunciar solemnemente, es su expresión de fe. ¿Cuál es esa expresión de fe? Reconocer la revelación y la acción de Dios en Ella: «Mi alma proclama la grandeza del Señor». ¿Qué grandeza? La concreta, la de la Encamación. Y «se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». Le había dicho el ángel: «Alégrate, llena de gracia», y Ella dice: «Mi espíritu se alegra, salta de gozo». Es admirable ver así a la Virgen, en ese momento en que su futuro es incierto, no sabe dónde irá a parar, pero ¡tiene una alegría que no se la quita nadie! Y la alegría es «en Dios, mi Salvador», «en Dios, mi Jesús» en el texto original. «Mi Jesús», porque es suyo, lo lleva dentro, es su propio Hijo. «Mi espíritu se alegra», ¿por qué? «Porque mirando la bajeza de su esclava», proclamación de nuevo de su ser de esclava, de su entrega de posesión de Dios. Mirando la fragilidad, la humillación de su esclava, «desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». Como suele suceder cuando una orquesta tiene una actuación brillante y le aplauden, que el director pasa la ovación a los intérpretes, como diciendo: es a ellos. Cuando a María le dice Isabel: «Dichosa tú, que has creído», Ella lo pasa a Dios: «Mi alma engrandece al Señor», a Él la gloria. «Él ha hecho obras grandes por mí, a través de mí, en mí. Su nombre es Santo, y su misericordia -que se ha desbordado de una manera nueva- llega a sus fieles de generación en generación», es inagotable. La misericordia de Dios da paso a la nueva generación, y esta proclamará eternamente la misericordia del Señor. «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación».

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¿Cuál es, diríamos, la táctica de Dios en esta grandeza de su manifestación? Aquí viene el principio que Juan Pablo II llama de la verdadera liberación cristiana, el amor preferencial por los pobres, dice: «El sentido cristiano de la libertad y de la liberación es la opción en favor de los pobres». Aquí es donde aparece ese sentido cristiano de la libertad y de la liberación: «Él hace proezas con su brazo, hace prodigios. Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su Misericordia, corno lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».

8.a MEDITACIÓN EL NACIMIENTO

N os hemos detenido en el magnificat. «María se quedó tres meses en casa de su pariente Isabel, y a los tres meses volvió», nos dice san Lucas. ¿Por qué vuelve a los tres meses? No se nos da la razón. Coincide de hecho con el tiempo que el arca estuvo en casa del sacerdote Obededón. En cierta manera es un poco sorprendente porque, haciendo los cálculos, es el mes sexto cuando Ella va, a los tres meses vuelve. Quizás después del momento del nacimiento es cuando más necesidad de ayuda tiene la madre. Por lo tanto sorprende un poco que vuelva en ese momento, sin quedarse más tiempo. Según la hipótesis que manejábamos con su probabilidad relativa, podríamos pensar que vuelve porque José la ha llamado, porque ha salido ya de sus dudas terribles. Le atormentaba esta duda interior, que procedía de su conciencia de hombre justo: que no podía introducirse en un templo santo, corno era ya su esposa, no la podía tener en su casa: «¿Quién soy yo para que esté en mi · casa la Madre de mi Señor?». Y sale de dudas porque se le muestra el ángel y le anuncia. Y en esta hipótesis con la que estarnos jugando, de que las dudas no son sobre el origen del Niño sino sobre su función y su misión, la interpretación de las palabras del ángel, que creo que es correcta y corresponde al valor de los textos de san Mateo, tal corno están en su original, sería esta: cuando estaba dando vueltas a estos pensamientos y atorrnen-

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tado por ellos, pensando en ello, «un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo ... ». Es curioso cómo todas las manifestaciones de san José son en sueños. ¿Qué significado puede tener esto, que hay que creer en sueños? No, pero me atrevería a decir que yo tomo en serio algunos sueños; algunos, no todos. Creo que Dios se comunica muchas veces, como se comunica a través de inspiraciones que pueden venir. La misma estructura del sueño nos hace entender cómo la inspiración y la luz de Dios no viene como fruto de nuestro pensar, sino como intervención de Dios en nuestra psicología. Por eso en la misma oración, a veces la inspiración de Dios viene a manera de sueño, viene como una luz de tipos diversos, o intelectual o imaginativo, que se presenta a nosotros. Pero cuando el sueño es muy coherente, tiene una cierta luminosidad de realidad, con una fijación en la mente, acompañado de unas actitudes de esponjamiento del corazón, de consuelo interior, etc., por mi parte yo los tomo en serio. Es decir, considero que pueden ser caminos por los que el Señor nos quiere comunicar algo o nos ilumina de alguna manera; no que sean definitivos, ni que uno ponga la mano sobre el fuego, pero sí como algo que puede dar luz a nuestra vida. De hecho, en José tenemos que se le muestra en sueño, las veces que aparece en el evangelio. Aquí dice: «Un ángel del Señor se le apareció en sueño y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir contigo a María» (Mt 1,20s). En vez de «recibir contigo» pongamos: «no temas tener contigo a María, tu mujer», que él había enviado secretamente. «Pues, aunque lo que Ella ha concebido es del Espíritu Santo -como tú sabes es verdad es Hijo de Dios-, dará a luz un Hijo al que 'tú pondrás' el nombre de Jesús». Es decir, se le confía la misión

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querida por Dios para él: tú tienes que ponerle el nombre, aun cuando es del Espíritu Santo y es verdad, por lo tanto te impone ese respeto y es legítimo; pero tú estás llamado por Dios para ser el custodio de la Virgen y el padre de ese Niño. «Tú le pondrás por nombre Jesús», tú eres el que legítimamente le tienes que poner el nombre. Y el nombre será «Jesús-Salvador, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados», es el nombre de Jesús. Esto es decirle a José que, contra cuanto él podía imaginar o esperar, Dios lo quería como custodio del Mesías Salvador, ¡cosa que le viene a él tan grande! Sin embargo, José no objeta, no empieza a decir: «¡ah, es que yo no valgo para eso!, es que yo no soy capaz; pero ¡eso es una misión que me sobrepasa!, ¿cómo lo haré yo?». No hay nada de eso en José. Es una figura prodigiosa de serenidad, silencio. No conocemos de él ni una palabra. En ese sentido, bromeando un poco, digo a veces que es más que la Virgen. N o que queramos compararlos, pero hay un matiz que es muy de José y es muy bello. Tenemos que aprender en la vida espiritual cristiana a realizar la voluntad de Dios e ir superando las dificultades «a lo tonto», es decir, sin darles importancia. ¿Que sucede una cosa que es gravísima? Mire, desmonte eso, vamos a lo tonto. Hay que resolver esto, vamos a tratar de resolverlo. Ese «a lo tonto» es precioso. José es como el que va realizando todo a lo tonto. Se ha presentado esta dificultad, a él le ha sobrecogido, es hombre justo: «esto no me toca». Le dicen: sí, tú tienes que ser el que le ponga el nombre de Jesús. ¡Punto en boca! No objeta, no dialoga siquiera. Muy bien. No empieza a proponer obstáculos, ¡nada! Fijaos la diferencia: le dice el ángel a la Virgen: «el que va a nacer será Santo, Hijo de Dios», y Ella contes-

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ta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Muy bien, ¡maravilloso!, es verdad. Indica la estructura de entrega y de cumplimiento de la voluntad de Dios. Le dice a José: «Tú le pondrás el nombre de Jesús», y él no dice: he aquí el servidor de Dios, así haré como tú dices. ¡No dice ni palabra! Lo hace, nada más. Callando, lo hace. Le ha dicho: «Haz esto», pues lo hace. Esto es lo que leemos: «José, habiendo despertado del sueño hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, recibió a su mujer, y Ella dio a luz un Hijo, sin que la hubiera conocido, al que puso por nombre Jesús». ¡Sencillamente! Lo mismo le sucederá más adelante: «José, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto. Él al punto se levantó, tomó al Niño y a su Madre y huyó a Egipto», sin decir ni pío, nada, allá va. Hombre · callado, hombre sacrificado, bueno hasta la médula de los huesos, ese es José. No pone dificultades. Tenemos que aprender a desdramatizar. Yo puedo presentar una cuestión si se presenta algún problema, .no sé si Dios lo quiere, pues pregunto: ¿qué voy a ha. ~er? Haré lo que pueda. El Señor me lo confía, pues El cuidará de lo suyo. Es la postura estupenda de José. ¡Somos poca cosa!, es verdad. Es desmontar eso, es · aceptar desdramatizando. Confiando en el Señor pondré lo que esté de mi parte. Así nos confía a veces tantas personas que son mucho mejores que nosotros, las pone en nuestras manos. Así pone en vuestras manos a vuestros hijos, etc. Y ante eso, no se an-egla la cosa con decir: ¡pero cómo voy a hacer esto! No, sino, bueno, el Señor me confía esto, pondré todo lo que yo pueda y lo demás lo hará el Señor. Era la actitud tan bonita del hermano Gárate. Cuando el P. Boeto, luego cardenal, visitando Deusto, le veía tan sereno, le llamó tanto la

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atención que le llamó aparte y le dijo: oiga, le veo tan sereno en un puesto de tanta agitación, ¿qué hace usted para estar tan sereno? Y él contestó: muy sencillo, yo hago lo que puedo; lo demás lo hace Dios, que lo puede todo. Lo que puedo, ya está. Esta es la gran figura de; José en este misterio de las dudas de san José. Pero vamos a seguir adelante y hacer una reflexión sobre el Nacimiento de Jesús, sobre la Virgen en Belén, en el Nacimiento. Vamos a fijamos en Ella, lo mismo que en José, en la preparación, en el Nacimiento y en la adoración. Nos servirá como introducción a nuestra adoración eucarística, porque de una manera verdadera se puede decir que la Virgen en Belén es modelo de adoración eucarística. Lo explicaremos enseguida. Vamos a este misterio del Nacimiento. En el evangelio no solo se nos revela el misterio de Cristo en sus diversas formas, aspectos y escenas, sino también se nos enseña la manera de preparamos a la asimilación del misterio, a la participación en él. Así en el caso del Nacimiento, en María y José nos enseña cómo preparamos al encuentro con Jesucristo, al encuentro con el misterio del Verbo hecho carne que se nos presenta para que lo adoremos. La vida espiritual es como u~ nacimiento continuo del Señor en nosotros, y ese nacimiento requiere de nuestra parte una preparación, en el itinerario de la fe, esperanza y caridad. No olvidemos que de hecho, el Concilio nos repite que «la Virgen es modelo ejemplar de la Iglesia en la fe, esperanza y caridad; de la Iglesia que, como María, es Madre y Virgen», es así. María y José en ese período practican una serie de virtudes que vamos a tratar de describir. Fundamentalmente destaca sobre todas el abandono a la providen-

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cía de Dios, una virtud importante, que no significa un abandono descuidado, sino una confianza en la providencia d~ Dio~, y una confianza segura porque sabe que esa providencia es una providencia amorosa del Dios todopoderoso; providencia amorosa que exige de nuestra parte una entrega a ella con garantía y seguridad. Si consideramos con sentido realista la situación en que se encuentran María y José, la veremos como una situ~ci~n ~ifícil, porque estaban en Nazaret, en un pueblo msigmficante que no se menciona en la Biblia, y se.~cerca,ba el momento del Nacimiento del Niño, y el Nmo tema que nacer en Belén, y no había ninguna razón para que estuviera en Belén. Se acerca el tiempo. Juan Pablo II habla mucho de que en el proceso de la vida de la Virgen, en el inicio mismo, se nota en Ella una fatiga del corazón. Ahí sí se nota algo, se lee entre ;línea~ la fatiga del corazón de la Virgen, que es callada, que sigue, que es fiel. Pero la fe es dura también. Y para • :Ella tenía que ser una prueba de fe saber que es el Mesías que debía nacer en Belén, y que están en Nazaret y se acerca el momento del Nacimiento. ¿Cómo interpretar esto? Es como una aporía. Es el momento del abandono en la providencia. Ellos no tienen motivo ninguno para cambiar de lugar, de vivienda. ¿A qué van a ir a Belén?, ¿y cómo?, ¿con qué excusa? No tiene sentido el ir solo porque está anunciado esto, nada más que para que se cumpla la Escritura. Eso se cumplirá de hecho, pero no porque uno provoque el cumplimiento de una manera artificial. Entonces María y José se abandonan a la providencia, y se preparan lo mejor que pueden a ese Nacimiento ya próximo del Señor. Prepararían, pues, lo que podían preparar dado su nivel económico '

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lo mejor que podían preparar para suavizar la entrada en el mundo del Hijo de Dios. Y cuando estaban así, confiando y preparando lo que ellos podían, aparece el decreto del emperador romano: que las familias tenían que ir a inscribirse en el lugar de origen de la familia. Luego, José con María tenía que ir a inscribirse a Belén. ¡Qué caminos de Dios! ¡Cuándo aprenderemos esta confianza! Confianza que, repito, no es abandonarse, dejarse. No es descuidarse, sino actuar confiando, y poniendo de su parte lo que uno puede, confiando en que se realizarán los planes de Dios. Llega un decreto del emperador pagano dando esa orden que les hacía ir a Belén a los dos. ¡Qué poco les debió costar a María y a José ver en ese decreto el dedo de Dios! ¡Qué poco les debió costar!, dicen: ¡Mira por dónde tenemos que ir a Belén! Si uno considerase esa realidad del decreto con ojos humanos, con criterios y razonamientos humanos, ¡habría que oír las críticas que se hicieron de ese decreto, la molestia de la gente, las murmuraciones! María y José ven el dedo de Dios. ¿Por qué ven el dedo de Dios? Jesús dice en las Bienaventuranzas: «Bienaventurados' los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Los, limpios de corazón quiere decir los que no tienen el corazón egoístamente sucio. Los limpios de corazón, los transparentes de corazón. «Porque ellos verán a • Dios», no solo a la muerte, cuando llegue el momento de la bienaventuranza eterna, sino que, los que tienen ! el corazón limpio ven a Dios en todas las cosas. Pero hace falta tener un corazón muy limpio para ver a Dios. Cuando el corazón se embrolla, se ciega y no ve más que los manejos de los hombres, no ve más que los caminos humanos. Deja de ver la huella de Dios, deja de

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ver la presencia de Dios. Hace falta mantener el cora:zón limpio. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» en el detalle de cada día. María y José, limpios de corazón, ven en ese decreto el dedo de Dios, no les costó mucho. Nuestras dificultades de ver no suelen venir de ordinario de las cosas, sino del corazón. Ahí está la raíz: tenemos intereses creados, planes hechos; no encajan las cosas que resultan con los planes que teníamos. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Hace falta corazón puro, humildad verdadera, por la cual, la madurez nos llevará a asumir la responsabilidad que nos toca, porque está uno dispuesto, porque está limpio. Así les prepara Dios a María y José para este misterio, en este abandono a la providencia y en esta obediencia al decreto del emperador. Aun en vuestra vida -es verdad que la vida de un seglar es distinta-, hace falta tener espíritu de obediencia. Hace falta obedien1 cia para seguir las indicaciones de Dios, y para saber aceptar las señales de los caminos de Dios y obedecer a esos caminos. En ese caso, obediencia a los decretos legítimos. El cristiano tiene que obedecer a las leyes válidas y legítimas, y no pensar que cuando se las pueda «torear», las salta porque eso no va con él. No es verdad, el cristiano tiene que obedecer. En este caso, la obediencia de María y de José es una obediencia costo, sa, en circunstancias difíciles tienen que hacer un largo camino. Es pues, la obediencia sincera, no esclavitud humana, pero obediencia verdadera. Y al obedecer -tenemos: abandono, obediencia-, renuncian a lo poco que podían tener en Nazaret. Renuncian yendo hacia lo desconocido, eso que nos molesta tanto. Nos gusta asentamos. Y muchas veces al asentar-

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nos, ya renunciamos a cualquier proyecto de Dios. Nos hemos asentado, ya no estoy yo para moverme, ¡déjese! Ellos renuncian a su quietud, al bienestar relativo que tenían allá, renuncian a las pequeñas cosas que habían preparado, renuncian para ir a donde Dios les marca el. camino. Siempre esa postura como la de Abrahán: «Dej~ tu casa y vete al lugar que Yo te mostraré». Esa movili-! 1 dad de servicio: allá voy, donde el Señor quiera. Tenemos unas disposiciones, son estas tres que hemos marcado: dentro del abandono a la voluntad de Dios, la obediencia y la renuncia. Son disposiciones fundamentales. Nos cuesta mucho. Encontramos razones para no renunciar. Nos cuesta tanto, nos apegamos a lo que nos agrada de tal manera, que con la excusa de que lo hemos buscado por Dios, de que no es pecado, de que lo pensamos una vez, de que ya lo hemos consultado, etc., nos parece que Dios mismo no nos puede hacer renunciar a lo que hemos emprendido por servicio del Señor. Nos agarramos a ello. Es necesario tener una gran libertad del corazón. No sabemos los caminos que han de conducimos al encuentro progresivo con Jesucristo. San Juan el Bautista, cuando predicaba la preparación de los caminos del Señor, decía: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad en el desierto los caminos del Señor, enderezad en la soledad sus sendas» (Mt 3,3). Y el Señor suele llevar a esto, de una manera o de otra. Como que nos lleva al desierto, nos despoja de cosas quizás donde habíamos puesto mucho cariño, mucho egoísmo, mucho interés, y nos quita, a veces casi a la fuerza. Nos cuesta, pero de hecho son delicadezas de Dios, pero hay que entenderlas. Es la preparación que Él hace para dársenos a nosotros.

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Tengamos esto muy claro: obediencia, renuncia, abandono a la voluntad de Dios. «Por tus caminos liévanos a donde vamos». ¿Y por qué los prepara así? Para llevarles a la pobreza absoluta de Belén. Les hace trabajar «para nacer en suma pobreza», dice san Ignacio, «y después de todos los trabajos de su vida, para morir en cruz». Este sí que es un contraste con la mentalidad puramente mundana: en el mundo se trabaja para enriquecerse, para tener descanso, para tener una jubilación brillante. Jesús hace trabajar para nacer en suma pobreza. ¡Trabajar!, realmente muchas veces hay que trabajar para ser pobres. Dos palabras sobre esta pobreza: Jesucristo no quiere que todos los hombres sean pobres. Jesucristo quiere que los pobres desaparezcan. Y todo el esfuerzo de la humanidad, de la Iglesia, tiende a elevar la vida de los pobres, y es legítimo, es justo. Hemos de cooperar a esa voluntad y ese esfuerzo de que dominemos la tierra y de que no haya pobres de necesidad. Si hay tanto pobre de necesidad es por nuestro egoísmo, indudablemente. Hay cosas que son incomprensibles. Nos escudamos ¡siempre con que no nos tocan directamente a nosotros, ''pero hay cosas que claman al cielo: hay gente que mue:re de hambre, mientras los alimentos se echan al mar 1para que no baje el precio. Hay unas manipulaciones, que Dios tiene que juzgar indudablemente. Eso no puede ser, no es esa la voluntad de Dios. No es voluntad de Dios que haya tanta hambre en la tierra. Es fruto de la desobediencia de los hombres a la voluntad de Dios, que Dios no castiga quitando la vida y no remedia actuando milagrosamente, porque el hombre es responsable del mundo y tiene que hacer él el mundo: «dominad

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la tierra». Pero el hombre responderá ante Dios de su i egoísmo. Por lo tanto, es verdad, es voluntad de Dios que no haya pobres de necesidad. Esta es la misión cristiana, trabajar por este ideal. Ayudamos, cumplimos la voluntad del Señor cuando tratamos de superar la pobreza, cuando tratamos de elevar a una dignidad humana el nivel de la vida. Esto hay que decirlo claramente. Aun así, dado el pecado del hombre habrá pobreza y habrá siempre campo para asistir y ayudar a esa pobreza. Jesucristo, en su medida, siempre ayudaba a los necesitados. Pero, en la Iglesia siempre habrá una llamada del Señor a una pobreza voluntaria. Esto es otra cuestión, habrá siempre. La pobreza voluntaria no es en sí misma la mera ausencia de bienes, sino un amor a Cristo, que le tiene a Él como único tesoro, y es una necesidad. Así i como la virginidad, decíamos, es un amor a Cristo que lleva intrínsecamente la polarización de lo indivisible del corazón en el Señor, y la renuncia a la sociedad conyugal; hay un amor a Cristo que lleva a la renuncia de la riqueza, de los bienes de este mundo, y que se contenta con tener con qué comer y vestir, como dice san Pablo. Pero no es para unirse a los pobres, ¡aunque no hubiese pobres! Así como la virginidad no es una condición del apóstol para predicar a los solterones, no es por eso por lo que uno abraza el celibato; así también la pobreza o la condición por la que yo quiero vivir en pobreza es por tener a Jesucristo como único tesoro, y consiguien- 1 temente, corresponde a una especie de necesidad inte- . rior de pasar con lo mínimo, de no querer más, no tener\ su morada en este mundo. Ahora bien, nos quiere recalcar limpiamente el Se-1 ñor que para entrar en el reino de los cielos no hay que:

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ser rico ni esperar a serlo. Él nos muestra con su misma · vida, que por amor a nosotros ha querido que sea pobre, como diciendo que su tesoro es el Padre y su tesoro somos nosotros. Como dirá san Pablo: «No busco vuestras cosas sino a vosotros». El Señor nos está mostrando aquí el valor de esa pobreza voluntaria, y ha querido preparar también a María y a José. Les despoja de lo poco que tenían y les hace que le lleven a Belén, donde va a nacer en suma pobreza.

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Llegan a Belén en ese caminar pobre. Y «en Belén no hay lugar para ellos». La preparación del corazón de la Virgen y de san José llega a su momento culminante. Diríamos que, desde una consideración humana, todo les está saliendo al revés. Solía decir san Alonso Rodríguez, el portero de Montesión en Mallorca: «Bienaventurado aquel a quien todo le sale al revés». Es una bienaventuranza que no nos gusta, ciertamente, y que causa dolor aun físicamente. Pero se puede entender bien. En este momento a María y a José todo les sale al revés. Llegan a Belén, llaman a una puerta, no les reciben; llaman a otra, no les reciben. No hay sitio para ellos, se encuentran los dos en la calle, extraños en aquella ciudad, desamparados, sin saber dónde ir. ¡Es lo supremo de la humillación!, es comprender y sentir que nadie se interesa por ellos y que a nadie le importan nada. La humillación nos cuesta tanto a nosotros, eso que decimos, el ser tratados de manera indigna de hombres. María y José se sienten así. Sobre el abandono en la providencia, sobre la obediencia, sobre la renuncia, la humillación, y se encuentran sin salida. La actitud en que se encuentran es: ¿a dónde vamos?, ¿qué \hacemos? Todo cerrado. Es ver todas las puertas cerra-

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das ante ellos. Y ahí están, como abandonados de Dios, y son los más queridos por Dios. Esto hay que tenerlo muy presente. Hay que comprender que nuestras humillaciones, muchas veces imaginarias, pero eso que nos parece de haber quedado a la vergüenza pública, no es señal de que Dios nos ama menos, sino que muchas veces son los caminos que nos traza el Señor en su amor, . los caminos inescrutables. Si miramos el corazón de la Virgen, tenía que ser para Ella una fatiga del corazón: pensar que ese Hijo es el Mesías, «el que ocupará el trono de David su padre, el que reinará en la casa de Jacob para siempre», y ¡qué caminos! ¡Qué prueba de fe para Ella!, ¡qué oscuridad de su fe! En la vida podemos pasar momentos muy oscuros. Si el Señor nos quiere, nos llevará muchas veces por esos caminos. Y esos caminos de fe son muy oscuros .. Pero no olvidemos una cosa: tratemos de mantener la fidelidad al Señor en cada paso y tengamos presente que lo más oscuro de la noche está a pocos minutos de la aurora. Y es así, la aurora está quizás cerca, hay que aguantar, aun cuando no se vea nada, hay que soportar y, adelante. Esa tendencia tiene que haber en nosotros si queremos llegar al éxtasis, al encuentro del Nacimiento. Es un camino duro, camino de fe, camino de oscuridad, pero ¡estamos cerca! Tenemos que vivir en esa · actitud de desprendimiento. Tienen que retirarse a una gruta donde se recogen los animales, una gruta desapacible, como un voladizo de roca donde el ganado se protege de la lluvia. Al llegar a ese lugar, la Virgen debió sentir profundamente lo terrible de aquella situación y el plan de Dios. Y al

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entrar debió pensar y exclamar: «¡Oh pobreza, pobreza!, ¡ahora lo entiendo todo! Esto es lo que venía buscando mi Hijo con tanto hacerme abandonar, renunciar, humillarme. Me ha quitado todo, me ha dejado solo Jesús». Para la Virgen es el único tesoro. Le ha quitado todo lo demás, le ha dejado solo Jesús. Esta suele ser la disposición última para el éxtasis del Nacimiento: tener a Jesucristo como único tesoro delcorazón. Parece que me quita todo, y son los caminos de Dios, por donde nos lleva a su encuentro, al éxtasis del Nacimiento, al goce de la adoración y del abrazo de Cristo encamado. Y ahí, en ese silencio y en esa pobreza, nace el Hijo de Dios, nace de verdad. La Virgen lo da a luz, eso está claro en el texto del evangelio; milagrosamente en cuanto no viola su virginidad, en cuanto que esa virginidad queda íntegra, y en ese sentido «como un rayo de sol sale por un cristal sin romperlo ni mancharlo». Pero no imaginemos que el Nacimiento es de esa manera que, de repente lo encuentra en sus brazos. La Virgen da a luz a su Hijo de verdad, mantenida milagrosamente su virginidad. Y dice el texto: «Lo recoge», lo mira. La mirada de la Virgen se fija para siempre en Jesús. Ya nunca dejará de mirarle, sus ojos se han fijado en Él. «Lo envuelve en pañales y lo coloca en el pesebre». Si prestamos atención a esos rasgos, que estamos acostumbrados a leer en el evangelio, si reflexionamos un poco veremos que estos detalles no se nos dicen de ningún nacimiento de ningún personaje. Se dirá que nació en tal sitio, pero estos detalles no se refieren así. Revelan toda la delicadeza, todo el amor de la Virgen, toda la impresión que · le causa ese misterio del Verbo de Dios hecho carne, i,

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que Ella tiene en sus manos temblorosas, que envuelve en pañales y coloca en el pesebre. Reflexionemos en esta palabra: «lo coloca en el pesebre». ¿Por qué lo dice así?, ¿simplemente como una anécdota, como un detalle sin trascendencia? Podía haber dicho: lo puso allí en el suelo. «Lo puso en un pesebre». Yo tengo para mí, no tengo unas demostraciones, tengo para mí que indica algo muy hermoso, una cosa muy bella en María, y es esta: ese colocarlo sobre el pesebre es ofrecerlo, como el sacerdote coloca sobre los corporales la Hostia consagrada, apenas consagrada, la deja sobre el corporal. María lo deja sobre el pesebre, como entregándolo, ofreciéndolo. Así como Jesús no ha existido ni un momento de su vida sin ofrecerse, la Virgen no ha tenido ni un momento a Jesús sin ofrecerlo. Lo ha ofrecido, lo coloca ahí, lo entrega. Y entregándolo, lo adora. Aquí está la Virgen, modelo de nuestra adoración eucarística. Arrodillada ante su Hijo y su Dios, lo adora, y lo adora como un volcán de amor. · Adora a la Palabra hecha carne, al Verbo hecho carne, como no lo habían adorado los ángeles desde toda la eternidad, con ese fuego de amor. Lo adora, adora a la Palabra que no habla. Este es el gran misterio de Belén: el misterio del Verbo infante, del Verbo que no habla. Quiere decir que ese Niño no habla y es Palabra. No habla porque se entrega sin hablar, al contrario de nosotros, que hablamos sin entregamos. Él se entrega sin hablar. Su palabra es su amor que se entrega. Y si es infante, y si es silencio, no es por falta de contenido, sino porque tiene toda la revelación, todo el contenido. Como en una sola palabra de una sola sílaba, que sería un silencio, eso es la Palabra. En el fondo, parece que no cae en la cuenta de

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nada de lo que pasa alrededor, está ahí como insensible. En realidad, es el centro de todo lo que está pasando: Él es el que mueve a los pastores que van a venir; Él es el que enciende el corazón de su Madre, el de san José que le está cuidando. Él lo mueve todo. Como dice la Iglesia, refiriéndose al anciano Simeón que tiene en sus brazos al Niño, en esa frase tan bonita: «El anciano llevaba en los brazos al Niño, pero el Niño era el que regía al anciano». Pues bien, eso mismo sucede: Él es el centro de todo, pero es la Palabra que no habla, la Palabra que tiene dentro toda la revelación; pero toda la revelación en una sola palabra de una sola sílaba, que es el silencio, el Verbo que no habla. A lo largo de su vida irá desgranando el contenido de esa revelación, irá pronunciando las palabras de esa Palabra, manifestando esos misterios, como desgranándolos. Y al final de su vida, después de haber revelado la plenitud de su revelación en la cruz, será glorificado, y de nuevo recogerá todo en una sola palabra de una sola sílaba, que es la Eucaristía. La Eucaristía es la Palabra que no habla. Toda la revelación de Cristo, toda la vida de Jesús está ahí, pero hecha Palabra que no habla. Por eso, creo que la Virgen nunca revivió tanto el misterio de su adoración en ¡Belén como cuando adoraba la Eucaristía consagrada •por Juan el Evangelista y tenía en sus manos la Hostia consagrada, que era la Palabra hecha carne, la Palabra infante. Podemos ver de hecho en Ella el modelo de nuestra adoración eucarística y pedirle a la Virgen que nos enseñe a adorar como Ella adoraba al Verbo infante, al Verbo que está en el pesebre sin hablar. Podemos pen[sar que su adoración altísima, con su amor de madre ac-

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tuado, con la altura que corresponde a ese corazón materno, que es mucho más de lo que describe san Juan de la Cruz en las altas elevaciones del Cántico espiritual o de la Llama de amor viva, hemos de pensar que María se entrega adorando. La adoración lleva a una entrega, adorar es un darse. Y podemos pensar que la Virgen en ese momento haría su entrega al Señor. Sabemos que se entregó, «se consagró a Cristo y a su obra». Y Ella diría, sin duda, en ese momento: «Hijo mío, mis ojos para mirarte, mis manos para cuidarte, mis labios para besarte, mi corazón para amarte». Y ahí se sumergiría en una entrega de adoración y de amor. Tenemos que mirar a María cómo adora, cómo ama, cómo se entrega, mientras el mismo Niño se entrega también, renueva esa entrega al entrar en este mundo: «No has querido holocaustos ni sacrificios; me has dado un cuerpo. Vengo, ¡oh Padre!, para cumplir tuvoluntad». Y eso mismo tenemos que hacer nosotros en la adoración eucarística. En ella Cristo se sigue entregando de la misma manera. Y en ella tenemos que adorarle entregándonos, como María se entregaba, diciéndole también nosotros que queremos ser suyos de verdad, y queremos adorarle y amarle, y acoger como María, con espíritu de fe, con entrega sincera, su revelación de amor, su obra de amor, su obra de redención. Así vemos el modelo de María para nosotros, según las exigencias del Señor sobre cada uno de nosotros. Pero modelo que nos ha de llevar a esa generosidad de

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entrega, aprendiendo y siguiendo los caminos del Señor, caminos inescrutables que no son los nuestros; y acercándonos al misterio de Cristo, donde María nos enseña a adorarle. Y si quizás por un ímpetu de nuestro . corazón comenzáramos a hablar y a decir cosas, quizás la Virgen nos diría con una palabra eficaz suya: «¡Ca• lla, calla!, aprende a adorar en silencio, no lo despiertes; aprende a adorar, aprende a entregarte sin palabras, • superando tantas palabras que se pronuncian sin entre• garse». Que de veras para nosotros este momento de hoy, de la adoración que hagamos, sea un momento verdadero en nuestra vida, de aceptación del amor que Dios nos ofrece y de entrega, reparando al mismo tiempo al Amor que no es amado.

9. a MEDITACIÓN

LA PRESENTACIÓN

En la tercera parte de la Carta Juan Pablo II, habla del corazón materno de María. Es la insistencia en María corredentora con Cristo, María medianera de todas las gracias. Hacia ahí va la orientación de la Iglesia. Puede ser interesante para nosotros notar que cuando Pío XII el año 50 definió la Asunción de María el ' objetivo hacia donde tendía la teología, marcado ya de antemano, era la mediación de María. Hacia eso iba, diríamos, la atención y la intención. Se quería ver la realidad de esa mediación, y se trataba de preparar la proclamación dogmática de la mediación universal de María. Y la dificultad mayor no estuvo en el hecho de la mediación universal, sino en caracterizar en qué consiste esa mediación. Y en vista de que no se aclaraba del todo ni se podía iluminar suficientemente, se optó por la Asunción, que es camino de ese proceso, porque la Asunción viene a indicar la coronación de la Virgen como Reina Madre que está participando del gobierno de su Hijo; pero no se proclamó ni se definió la mediación universal. La dificultad, pues, estaba en el carácter de esa mediación. ¿Por qué? Se hacía notar que en el Apocalipsis aparecen todos los santos como mediadores: los santos interceden ante el trono de Dios, y Dios escucha la oración de los santos e interviene en la historia, movido por ella. Y esa mediación es universal. Venía a decirse: si todos los santos tienen una mediación universal, ¿qué es lo específico de la mediación de María?

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Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris Mater muestra por dónde va ahora esa aclaración y viene a decir: ia mediación de María es una mediación materna universal, de corazón de madre y actuación materna. Y es el título de la tercera parte de la encíclica, que en el fondo viene a preparar el camino para la definición de la mediación. El título de esta tercera parte no es mediación universal, sino «mediación materna». María como Madre de Cristo y de la Iglesia, tiene una función y una actividad que se caracteriza por su calidad materna: actúa como madre, con intervención de ·madre. Esto vamos a verlo en el ejemplo de las escenas diversas del evangelio, muy especialmente en la mediación de María en las bodas de Caná. Ahí aparece ejemplarmente. Los estudiosos de la Virgen y de la teología mariana suelen distinguir los dogmas marianos. Son cuatro fundamentalmente: el dogma de la Maternidad, el dogma de la Virginidad, la Inmaculada Concepción y la Asunción de María. Pero con razón insisten últimamente en que hay otro dogma mariano, en el que ha insistido el Concilio: «María, nueva Eva»; dicho de otra manera, ahí entra en juego María medianera, María Madre de los vivientes, María colaboradora de la Redención, corredentora con Cristo. Ese es el dogma que, de hecho, está en toda la tradición de la Iglesia. La contraposición Eva-María, Eva-Nueva Eva, está ya en los Padres a partir de san Justino, y es la que da como la raíz a todo lo demás. María ha sido asociada por el decreto divino a la Encamación del Verbo, al misterio de la Redención, y J no para un momento en el que diera su sí en la Encama\ ción, sino, como indica el Concilio «se asoció a toda la

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obra de Cristo». María está asociada a Cristo a lo largo . de toda su vida, culminando en la asociación suprema · en la cruz, donde unida a Él, ofrece Cristo al Padre y se ofrece a sí misma con Cristo al Padre con corazón materno. Entra en el título de un capítulo de la encíclica de Juan Pablo II: «Ahí tienes a tu Madre», «la Madre», «el corazón de Madre». Nueva Eva, es el dogma fundamental de la Virgen. Nueva Eva, asociada plenamente a la Redención, con . una asociación eficaz con la que contribuye a la salvación del mundo. Esa asociación eficaz, total, no para ciertas gracias ocasionales sino para la obra de la salvación, se realiza en la época terrestre y en la etapa ce- : leste. También en el cielo María está asociada a Cristo i Rey Redentor y lleva adelante también Ella, con corazón materno, la ayuda a la Iglesia que camina sobre la tierra. Esta es la visión. 1

La presentación de este punto así, tan clara en el Concilio, es en sí misma opuesta a la concepción de los protestantes, en concreto. Ellos ven en María y en la presentación que la Iglesia hace de Ella, colaboradora de la redención, el prototipo de lo que va a ser la colaboración de cada uno de nosotros en su grado. La visión sobrenatural del hombre en la Iglesia no es la del puro receptor de dones de Dios, sino la del que, por don de Dios es llamado a colaborar, con el don de Dios y con la gracia de Dios, en la obra de la redención. El argumento por el que se oponen los protestantes, y están contagiados de esa misma mentalidad no pocos católicos, es este: Jesucristo es el único Mediador. Si Jesucristo es, y esto lo dice san Pablo escribiendo a Timoteo, «el Mediador único entre Dios y los hombres,

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el Hombre Cristo-Jesús», quiere decir que no hay más mediadores, arguyen. ¿Cómo responden a esta cuestión, sea el Concilio, sea Juan Pablo II? Ambos aclaran el sentido de la palabra de san Pablo. Lo que hace el Apóstol no es excluir mediaciones ulteriores, sino recalcar que toda mediación, si existe, se funda y pasa por la mediación de Cristo. Cuando decimos Cristo, es el Hombre Cristo-Jesús, Hijo de Dios, el único Mediador. Por lo tanto, si yo voy a afirmar claramente, porque lo vemos así en los pasajes evangélicos y en la enseñanza de la Iglesia: «María es medianera, es colaboradora a la redención», esa mediación de la Virgen no se sobreañade a la mediación de Cristo, no se pone al lado de su mediación: hay quien va a Dios por Cristo y hay quien va a Dios por María; o de otra manera, la mediación de Cristo no es suficiente, María viene a completar lo que falta a la mediación de Cristo. Serían presentaciones falsas, iría contra la enseñanza de Pablo y contra la fe de la Iglesia. Toda me. diación participa de la mediación de Cristo. Por eso se • inclina Juan Pablo II por la fórmula (no es la única): «mediadora para con el Mediador». Es la que nos lleva a Cristo, y en Cristo se realiza la mediación al Padre. Es una forma, es fórmula de san Bernardo: «mediadora al Mediador», y Juan Pablo II la asume. Pero sea cual sea la explicación, la mediación de María no añade valor a la mediación de Cristo, sino que participa de ella. Después él insiste en cómo de hecho, en los momentos en que aparece María. Aparece siempre como pmiadora de Cristo y conductora a Cristo. Aparece así • en las bodas de Caná, en que envía a los servidores a Jesús, preparándoles para su encuentro; aparece así en . la cruz, donde recibe de Cristo esa misión y lleva hacia

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Cristo; y aparece así también en sus manifestaciones de Lourdes o Fátima, donde Ella se muestra orante. No es Ella la mediadora, Ella orante, conduce a Cristo. Lleva a las almas a la Eucaristía, a la comunión. Siempre su mediación es así. Pero querida por Cristo, porque nos ha hecho así, quiere que tengamos ayuda unos de otros y que mantengamos siempre esa conexión. La mediación hay que entenderla de esta manera: es verdadera su función, su actividad, su colaboración; pero no quita nada a la mediación de Cristo, al contrario, la potencia, la recibe de Él, de su mediación. Cristo' es el Redentor, Ella es redimida por Él y constituida colaboradora de la redención de Cristo. A María lo que le sucede, para nosotros es ejemplar, porque en nosotros tiene que darse, en su grado: redimidos por Cristo, somos constituidos colaboradores de la redención de Cristo y tenemos que cuidar esa cola-/ boración. Tenemos que procurar irradiar a Cristo, trans- i mitir a Cristo, comunicar a Cristo. Estamos llamados ai unimos a Él para ser portadores de Él, como es María. María nos trae a Cristo, en sus brazos lleva a Cristo yl nos lo deja, nos lo presenta y nos pone en unión con) ÉL Es decir, Cristo y el Padre quieren que los unos nos• salvemos por los otros y nos ayudemos unos a otros. Es lo que es la humanidad, no somos seres aislados. Cada uno de nosotros tiene que sentirse también responsable de la salvación de los demás. Este sentimiento tiene que entrar muy dentro, tenemos que aprenderlo de María. A María la vemos portadora de Cristo, pero pronta a darlo siempre a los demás. Cuando decimos que nos tenemos que sentir así, responsables de la salvación de los demás, entendamos no de todos en general, que puede ser un escollo para noso-

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tros. Nadie está excluido de nuestro influJ·o es verdad ' ' pero tenemos que hacer el bien a quienes encontramos en nuestro camino. Hay que crear dentro este sentimiento, esta actitud de un corazón redentor que esté siempre pronto, que mire con amor a quienquiera que se acerca a nosotros. Hay que cuidarlo, es la actitud de María. María aparece en todos los pasajes evangélicos con una actitud de aprendizaje, de escucha. Cuando llegan los pastores, cuentan allá en Belén lo que han visto, y María aparece escuchando, «conservando esas palabras en su corazón» y acogiendo a los que vienen. Esta es postura nuestra. Aquí va a estar para nosotros la dificultad, el egoísmo. Porque a veces sí, en determinados momentos nos ponemos «a tiro», y tenemos que acoger, sobre todo si tenemos que tener relaciones públicas o si estamos metidos en una oficina se requiere que haya una acogida porque si no lo despiden ... Pero termina eso y ya decimos: ahora para mí, y me desintereso. El estar siempre en actitud de acoger, de ayudar, de hacer bien siempre a todos, es una superación del egoísmo. Para ello no se requiere que uno tenga austeridades ni mortificaciones especiales. Hay una mortificación radical, costosa. Nos gusta replegamos, ordenar a los demás para nosotros y desinteresarnos de los de•. más. No puede el hombre desinteresarse de su hermano, ¡de ninguno! Y hermano es aquel con quien nosotros nos encontramos. Aquí tenemos un horizonte abierto inmenso, como el de María, que aparece así en todas las escenas evangélicas, como la que no es para sí. Es hermoso verla. Es la que cree, la que vive de fe, pero vive de fe en una entrega de sí misma: en Belén, donde aparece en la adoración de los pastores; con los Magos, que encuentran a

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Jesús en los brazos de María, «con María, su Madre, y le adoran». Ella no lo retira, no dice: ¿a qué viene esta gente, a molestamos?, sino que sa:be que está puesta para acoger a los hombres, para llevarlos a la salvación. Pues bien, nosotros lo tenemos que hacer, no solo en esos momentos profesionales, sino siempre, en casa, 1 en la propia familia. También ahí hay ese peligro de que 1 uno se aísle, no quiera que le molesten: yo quiero estar · así, a lo mío. Hace falta que los miembros de la fami- i lia encuentren acogida, que no seamos hoscos. Porque tenemos que ayudar a su salvación. Y acostumbramos a verlos no simplemente en un momento de servicio, sino en la luz de Dios, como parte de nuestra aportación de salvación, de nuestra ayuda de salvación. De ahí, la acogida cordial, que es muy difícil, es verdad. Es muy difícil porque «no siempre está el horno para bollos», y no está uno con ganas de acoger ni de interesarse por los demás. Sin embargo, debemos hacerlo. Aquí está la clave, aquí están las disposiciones fundamentales. Uno podrá aprender técnicas, podrá aprender matices. Pero debe poner desde dentro la raíz profunda de lo que es una actitud de colaboración, de servicialidad y de entrega, y esto, con todos los que encontremos en nuestro cammo. Hay una fuente de sacrificio real, verdadero, continuo, no buscado como sacrificio, sino como condición de nuestro amor, como condición de nuestra colaboración. Tenemos que hacer el bien a quienes encontramos en nuestro camino. De modo que tenemos que estar pensando en el bien que podemos hacer, no solo en el momento de la oración, sino en cualquier momento de la vida, que debe ser universalísimo y debe tener un deseo de la llegada del reino de Cristo a la humanidad, a

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todos. En el día de hoy yo puedo contribuir a la venida del reino de Cristo en todas las personas con las que me encuentre. Entonces, ¡tengo una ilusión! La promoción del reino de Cristo no es para mí una especie de oficio profesional para las horas de trabajo, sino es la obsesión de mi vida: promover ese reino de Cristo, construir esa civilización del amor. A veces la preocupación por gente muy lejana, por problemas de unas dimensiones que nos superan, nos llevan a descuidamos de las soluciones que estarían en nuestra mano y que son las que tenemos que aplicar. Debemos evitar ese espejismo. Estamos para salvar al mundo en la medida de nuestro campo de acción, en . la medida en que nos encontramos con ese mundo. Lo que yo debo cuidar siempre es el mundo de contacto, el mundo donde llego de hecho por contacto vital, eficaz, de vida. Ahí es donde tengo que saber actuar. Y de esta manera remedio el mal del mundo y llevo la salvación a ese mundo, pero según el grado en que el Señor me coloca en él. Hay quien tiene grandes posibilidades y de hecho tiene contactos eficaces con una amplitud mayor; pero otros, en lo que es su ambiente en el que viven. Y no olvidemos nunca que nuestro primer campo de acción y salvación es el de nuestra familia, siempre. Ahí hay que hacer el mayor bien posible, es donde uno tiene que agudizar el esfuerzo de caridad y de bondad. No hay que considerarlo como algo sabido, que se descuida porque es lo que uno ya frecuenta y donde uno no tiene que hacer esfuerzos especiales y puede mostrarse en la aspereza del propio carácter. No es verdad. Hay que poner amor en todo lo que es el mundo en el que el Señor nos ha colocado y colaborar con Cristo, realizando toda esa tarea en dependencia de Él. Que nuestra

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mediación tampoco es independiente, sino es actuación de la mediación de Cristo: Cristo actúa en nosotros y por nosotros. Vamos a fijamos, dentro de esta visión de María, colaboradora a la redención, y de este campo que nos señala a nosotros, cómo se desarrolla el proceso de la Virgen. Veíamos en Ella la aceptación de su misión a través de su entrega: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Esa aceptación, esa respuesta en fe pone en Ella, en su revelación de Encamación, una obediencia de fe. Ahí está la fuerza de esa respuesta de María: es una entrega como esclava al plan redentor de Dios, a Dios que se muestra en la revelación de Cristo. Y ante ese anuncio y esa revelación, María se entrega: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Cuando María dio su sí, un sí verdadero, un sí en\ el que no hay no, como dice san Pablo, un sí total que · no se contradice a sí mismo, María no conoce en deta- · lle cuál es el camino de Dios, pero su totalidad es verdadera. Da el sí desde el fondo del corazón, da el sí al proyecto de Dios, y camina adelante en lo que podemos llamar su característica de fidelidad al Señor. Ahí viene la gran palabra, fidelidad al Señor. Una misión que será dura, como será quizás también la nuestra, en nuestro grado, es verdad. Nunca imaginemos que nuestra misión tiene que ser sin obstáculos, sin limitaciones, sin titubeos, sin incertidumbres. Todo eso vendrá. Pero la palabra de orden ha de ser esa: fidelidad al Señor. Vamos a ver cómo continúa María. Decíamos que tenía una pureza inmaculada y recalcábamos que no era solo en sentido camal, sino en sentido de libertad del

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corazón, libertad del egoísmo. Era pura, transparente, ¡ libre de todos esos condicionamientos. Decíamos que ' el espíritu de posesión amenaza continuamente el sentimiento de maternidad y del amor humano que se de. forma, que se vuelve egoísta. En María no había nada i de eso. María está unidísima a Jesús. Desde el principio sabe que Jesús no es para Ella, es para redención del mundo. Ella ha dado el sí cierto, pero en el cual no estaban incluidos y esclarecidos todos los aspectos de lo que sería su trayectoria. Pero había dado su sí. Nosotros también hemos de tenerlo claro. En la aceptación de nuestra misión y de nuestra vocación, en la aceptación de la familia, del matrimonio, del hijo que yo amando he engendrado, doy un sí confiado al Señor ' y un sí a lo que todavía no sabemos qué será en concre1 to. Pero al que de antemano he dicho sí. ¿Es razonable dar ese sí? Es razonable. ¿No es una aventura? Lo es. Toda entrega de amor es una aventura. Pero se apoya en el amor mismo, en el Señor, que me conduce por ese camino. Y como yo conozco el amor y la providencia de Dios, me fío de ella. Tengo que tomar mis medidas, tengo que mantener mi fidelidad, pero Él me sostendrá, y de ahí viene la fuerza de mi sí. María lo da de esta manera; nosotros lo damos también así, lo debemos dar. Por eso es conveniente renovar continuamente ese sí, en las circunstancias en las que nos vamos a encontrar, en los problemas que vayan surgiendo ... Sabemos que hay muchos obstáculos que pueden insidiar nuestro camino en el amor matrimonial. Todo eso no lo tenía yo presente explícitamente en el momento de mi sí, pero no lo excluía. Mi sí no lo daba por esos detalles, sino que lo daba por la sustancia de mi entrega, de mi aceptación.

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Muchas veces se suele argüir de esta manera: si yo hubiese sabido esto, si hubiese conocido estos detalles, yo no hubiera dado ese sí que me empeñara definitivamente; porque en ese momento me impresionan. Lo peor que nos puede pasar en nuestro itinerario es poner de nuevo en duda nuestra línea aceptada una vez. Cuando uno empieza a poner en duda la línea aceptada una vez, ha empezado a flaquear ya su fidelidad. Es necesario cerrar el paso a toda duda. Hay que madurar la propia decisión, es verdad. Pero no madurar de una manera que nos lleve a seguridad absoluta, que no existe sobre la tierra. Una decisión tomada seriamente, hasta llegar a la seguridad moral del camino que Dios quiere; una vez tomado ese camino, hasta la muerte. Esto es fundamental. Lo demás es debilitar nuestra entrega. Desde el momento en que yo acepto, siquiera aunque sea en sueño, la posibilidad de cambiar esa dirección, se me debilita la fuerza para ser fiel a ella. No hay que ponerlo nunca en duda. Tomo sobre mí todas sus consecuencias. María nos da ejemplo de esto. María es fiel, es la Virgen fiel. En el momento de la Anunciación el Señor no le reveló todos los detalles de lo que sería su colaboración con Cristo. Se le invitó a asociarse íntimamente a la persona de Cristo y a su obra redentora. Ella dio su sí consciente y nunca se arrepintió de ello, ¡nunca! Juan Pablo II nos habla de «la oscuridad de la fe», de «la fa- : tiga del corazón» que se advierte en María. Debió pasar momentos terribles. No tenemos ningún signo para pensar que Ella hubiera entendido que su Hijo iba a morir en una cruz. Se le dijo de una manera un poco brillante: «Ocupará el trono de David, la casa de David su padre», era un Mesías Rey. Y debió pasar momentos

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muy oscuros: la huida a Egipto, cuando tiene que marchar escapando, por la persecución de Herodes; cuando lo ve crecer y que pasan los años, y tiene veinte, veinti;cinco años, y no se ve en Él nada que se parezca a una · descendencia de David, a una ocupación del trono de su padre; no tiene ningún gesto, nada, en una vida modesta de trabajo de carpintero ... ¡Cuántas oscuridades debió pasar María! Es el itinerario oscuro de la fe. Pero Ella nada excluía de su sí. ¡Todo lo que debía llevar consigo el ser madre en sentido pleno del Hijo de Dios, lo abrazaba! Y así lo abrazó, esta fue su decisión. Y así tenemos que hacer también nosotros. Acostumbraos a renovar continuamente vuestra entrega y aceptación de los planes de Dios, cada día. El ofrecimiento de la santa Misa que hacemos cada día, renovarlo de verdad, con todo lo que puede traemos. Y no echar la culpa a los demás, y no creer que las cosas cambian modificando las circunstancias, como tantas veces sucede. Cuántas veces hay que repetir eso. Cree uno que no le va bien aquí por las circunstancias, por lo que tiene alrededor; voy a pasar a otra situación. Y allí le vuelve a pasar lo mismo, porque «no se trata de cambiar de caballo, sino de caballero». Lo que hay que hacer es cambiar el corazón. El caballo no tiene la culpa, sino el caballero. Tenemos que ser nosotros los que nos entreguemos, y no pensar en reconquistar otra vez lo que una vez hemos entregado. Hay que jugarse todo. · Esto hay que aprender de María, el itinerario de la obediencia de fe, sin admitir siquiera la posibilidad de un cambio, de otro camino. ¡Está jugado todo! Es mi camino, ¡eso está hecho! ¡Finne, firme! Quiere decir que el Señor te llevará por ese camino si sabes dar tu sí al Señor. Pero si te rebelas, entonces vas a ser infeliz en

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cualquier camino que tomes. Y cambiarás de camino y . te volverá a pasar lo mismo. Pues bien, María humildemente va recibiendo a través de los signos, de las señales, de las circunstancias, el camino, la orientación. Y la acepta con una fidelidad constantemente actualizada. Es lo que sucede en el momento de la Presentación, que es el momento de ofrecer a Jesús en el templo. Es uno de los misterios en que se detiene de manera especial Juan Pablo II y lo llama «la segunda anunciación». Fijémonos un poco en ese misterio. Lo voy a exponer muy rápidamente, brevemente, para que acojamos esa lección: «Pasados los cuarenta días de la purificación de la Virgen, llevan al Niño al templo para presentarlo al Señor» (Le 2,22s). Es un gesto que supone el cumplimiento de todas las profecías, el comienzo del Nuevo Testamento. San Lucas, que lo cuenta, indica que es la plenitud de los tiempos: es el nuevo Templo con la nueva oblación de Jesús al Padre. El hecho es que María y José, obedientes a la ley, lo llevan para presentarlo. El gesto de la presentación es el gesto de la entrega, que lo realizan todas las madres, pero que María realiza de verdad. Es su característica. Para hacer las cosas auténticamente no hay que hacer cosas raras. Lo que importa es hacer de veras lo que hacemos: orar de veras, expresar de veras. María sigue el rito que usan todas las mujeres, pero su ofrecimiento tiene un valor inmenso porque lo hace de verdad y lo entrega de verdad con esa fónnula. Y ahí está María levantando a su Niño en sus brazos, ese Niño que parece que no cae en la cuenta de lo que pasa, diciendo al Padre: «¿si lo quieres?». Y Ella sabe que lo

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quiere, que lo acepta. Es el verdadero Isaac, y Ella lo ofrece de verdad: ¡si lo quieres!. .. El sacerdote que lo toma de los brazos de la Virgen hace una ceremonia, quizás sin apenas prestarle atención, porque es la fórmula. Le ha tocado hacer esa ceremonia y está quizás inquieto, como nos pasa a veces, dando prisa: que vayan aprisa, que no hay tiempo que perder, que vienen en fila todas aquellas mujeres. Él lo toma, lo ofrece, lo levanta y lo devuelve otra vez, sin caer en la cuenta de que por sus manos ha pasado el Hijo de Dios. ¡Esto pasa tantas veces en nuestra vida! Seríamos santos si hacemos lo que hacemos de veras y verdaderamente altos de espíritu, elevados espiritualmente, solo con proceder en verdad: que voy a pedir la bendición, pedirla de veras; que adoro al Señor en la Eucaristía, adorarlo de veras; que me ofrezco al Padre, ofrecerme de veras; que ofrezco Cristo al Padre, ofrecerlo de veras; que me dirijo a María, dirigirme de verdad a Ella. Es hacer lo que hacemos de veras. Mirad que se nos pasa la vida en una especie de ficción, en una especie de carrera de vértigo en la que no hacemos de verdad las cosas. ¡Cumplimos!, cumplimos, pero no hacemos de verdad. Cumplimos con lo que dicen que hay que hacer, pero no hacemos de veras. Muchas veces ni saludamos de verdad a la gente, ni le deseamos de verdad lo que le deseamos en las fórmulas que empleamos. Ahí tenemos una fuente inmensa. María lo dice de verdad, lo entrega de verdad, lo ofrece de verdad, y Jesús se ofrece. Este gesto de María levantando el Niño al Padre y ofreciéndolo, es como una anticipación de la Eucaristía, del gesto de la Iglesia elevando la Hostia al Padre. María está como sosteniendo los brazos de la Iglesia, que está ofreciendo Jesús al Padre.

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Y eso que ellos realizan en silencio, movidos interiormente por el Espíritu, en cumplimiento de una ley pero cumplida desde el Espíritu y por la fuerza del Espíritu, lo mantienen continuamente. Y realmente esa presentación de Jesús al Padre se convierte para el alma espiritual en la ocupación continua de su vida, es su diálogo interior. El don que recibe del Padre lo devuelve al Padre: «Señor, te ofrezco tu Hijo y me ofrezco con Él, por manos de María, para la salvación del mundo». Esa es nuestra oblación, lo que es el meollo del ser cristiano: ofrecer Cristo al Padre, ofrecerse con Cristo al Padre, por María, para la salvación del mundo. Hecho este ofrecimiento, que es como una renovación litúrgica del ofrecimiento inicial de la Encarnación, en el «he aquí la esclava del Señor», vuelven por el atrio del templo y se encuentran con el anciano Simeón. Ahí tenemos otra figura preciosa. No se nos dice de él más que «un hombre llamado Simeón, lleno del Espíritu Santo». La Iglesia lo ha presentado siempre como anciano, representante del mundo ya envejecido. De hecho nos dice el texto de san Lucas: «estaba lleno del Espíritu Santo» y el Espíritu conversaba con él. Este aspecto quisiera desarrollarlo siempre en conversación con personas de una cierta edad, que fácilmente se consideran marginadas e inútiles. Esto no es verdad. Esa edad es especialmente apta para la acción de Dios. Yo he notado en personas en edad de jubilación o prácticamente jubilados, aun cuando no sean de una edad muy avanzada, que suelen decir: he tenninado mi misión en el mundo. No es verdad. El Señor en su providencia suele cuidar de irnos quitando del vértigo del mundo para prepararnos a una mayor intimidad

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con Él. Muchas veces el Espíritu llena esos corazones cuando saben aceptar esa misión. Es un camino que hay que aceptar también, no simplemente con una resignación sino con una pregunta al Señor: «¿qué quieres en este momento de mí?». Y el Señor muchas veces llama a grandes confidencias a esas almas, y en poco tiempo se advierten grandes progresos, porque el Señor les ha liberado de muchos obstáculos que se oponían a su entrega ilimitada al Señor. Es el momento favorable. Ha ido preparando el camino con muchas alternancias, pero ahora parece que se despeja el camino y el Señor está dispuesto a derramarse sobre ese corazón. Recuerdo en una ciudad, un hombre jubilado que había trabajado en los tranvías, y vivía muy lejos de la residencia de la Seguridad Social, a la cual una vez había ido a visitar a un enfermo. Se perdió, fue a parar a una capilla, la encontró sola, con una lámpara encendida, se puso allí de rodillas, y él contaba: yo fui allí y le hablaba al Señor ¡y Él me contestaba! No me contestaba así..., pero me contestaba dentro. Estuve un largo rato muy a gusto. Y desde entonces, todos los días desde el extremo de la ciudad cojo el tranvía, que me resulta gratis como jubilado, y me voy allí y me paso un largo rato por la tarde: yo le hablo y Él me habla, y allí estamos los dos. Y me va muy bien, y en mi casa estamos muy bien, porque yo le cuento a Él todo lo que me pasa en casa. Esto es realidad en una persona muy sencilla, pero que había encontrado en ese momento al Señor y que sabía explotar lo que era la conversación con el Señor. Esto, en su grado, nos puede pasar. Al anciano Simeón le pasaba: el Espíritu le habló, le hizo entender que no moriría sin haber visto al Mesías,

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y él vivía en la esperanza de que encontraría al Mesías antes de morir, y vivía así en esa tensión hacia el Señor. Y cuando estaba así, el Espíritu en un determinado momento le movió -saber acoger las mociones interiores que dilatan el corazón-, le movió a ir al templo. Y fue en el momento en que María y José llevaban a Jesús. ¡Qué bonito este encuentro! ¿Cómo pudo conocer ese anciano que ese Niño era el Mesías esperado? Da la impresión de que Simeón conocía a la Virgen. Quizás lo vio reflejado en el rostro de su Madre. La vio, la conoció y tuvo luz interior para reconocer al Mesías. Lo difícil es reconocer la presencia del Señor. El que había estado recibiendo la oblación de los niños, quizás no le reconoció. El reconocer supone una preparación. Es la obra que ha hecho el Espíritu Santo en el corazón del anciano para prepararlo a reconocer. Porque estaba lleno del Espíritu Santo, era dócil al Espíritu, estaba preparado. Pero no es que le dio unas luces especiales; le dio interiormente un instinto, le dio una capacidad de reconocer. Y lo reconoció en los signos exteriores que muchos otros vieron, pero que no descifraron. Y él lo reconoció, aunque se presentara muy distinto de lo que habían descrito los profetas de la entrada del Mesías en su templo. Él no tenía una visión mundana del Mesías. Tenía un corazón puro, preparado; en medio de las pequeñas rarezas que podía tener por su edad, en medio de los achaques, que no dejaría por eso de tenerlos, pero estaba lleno del Espíritu Santo. Y reconociéndole, bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes enviar a tu siervo en paz», ¡ya está, ya puedo morir! «Porque mis ojos han visto al Salvador». Y esto le hace presentarlo como luz de todas las gentes y gloria de Israel.

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Y María se lo deja en brazos. Es un gesto tan bonito: María da a Jesús. Nunca imaginemos a la Virgen egoísta, como si Ella tratase como émula, casi con competencia de Jesús. No, en absoluto. María tiene como función dar a Jesús. El fruto de su vientre lo quiere dar. Y parece, cómo lo diríamos con todo respeto, como que es \ una «manirrota»: a todo el que encuentra le da a Jesús. Parece que se le va de las manos. Quiere dar a Jesús. Es como el gesto de la comunión: después de haberlo presentado al Padre, lo da, lo comunica a los hombres. «Es •feliz el amigo del esposo -como dirá san Juan-, que oye la voz del esposo» (Jn 3,29). Se alegra porque él no es la esposa, es amigo del esposo. Así María se alegra de darlo y lo entrega. Entonces Simeón le anuncia a María el camino y le dice: «Este es luz de las gentes, gloria de Israel». Correspondía a lo que Ella había visto: «Ocupará la casa de David, su padre». Ella escucha en silencio, admirada de lo que decían del Niño, no porque no supiera que es Hijo de Dios, sino de cómo le han podido conocer como tal, porque no hay rasgos que lo estén delatando, no es distinto de los otros niños. Es la oscuridad de la fe en la que Ella vive. Sin embargo el anciano, iluminado por el Espíritu, canta a Dios y agradece a Dios por esa «gloria de Israel, luz de las gentes», luz de todos los pueblos. El anciano bendijo a María y a José, y les dice: «Este Niño está puesto para ruina y resurrección de muchos y será signo de contradicción». Matiza lo que María había oído en la Anunciación, a lo que había dado su sí. Ahora le está indicando ya que su camino será un camino de contradicción, un camino de sufrimiento, de obstáculos, de oscuridades. «Está puesto como signo

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de contradicción», va a lucharse, va a haber una batalla en torno a Él, como se lucha por una bandera. Y en el centro de esa batalla estará Cristo y estará María: «Y a ti misma una espada te atravesará el corazón». En el fondo viene a decir: la misma espada que atravesará a tu Hijo, atravesará tu corazón, la misma suerte. El signo de contradicción del Hijo será la espada que atraviese el corazón de su Madre. «Una espada atravesará tu corazón». Le anuncia; por eso Juan Pablo II lo llama la segunda anunciación, el camino doloroso de lo que va a ser ese Mesías, que va a salvar a Israel a través del dolor, a través del sufrimiento. Y María acepta calladamente; sin palabras, oye y lo acoge en su corazón, admirando cómo el Señor se manifiesta a quienes parecía que no tendrían ninguna noticia del misterio de Cristo. Y sin embargo, ese es enviado también como anunciador. Es interesante, Dios envía a los que aclaran el camino. En el caso de la Anunciación se nos dice expresamente: «Un ángel fue enviado por Dios». En el Prólogo del evangelio de san Juan se nos dice: «Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan» (Jn 1,6), el Bautista, para preparar el camino. Simeón es enviado por Dios también: el Espíritu Santo que le llenaba, le envió, le movió para que iluminase a María, para que iluminase sobre lo que era el misterio de aquel Niño y el misterio del camino de la redención. María lo acoge y renueva su entrega. En Ella podemos ver la misma disposición, aunque no nos la describe el evangelio, pero aparece suficientemente: se admira de todas estas palabras, las recoge en su corazón, y consiguientemente renueva su «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Ese camino de

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dolor, de sufrimiento, que todavía es incierto, que no sabe Ella en qué términos se formulará concretamente es un camino que Ella acoge ya por su misma fideli-' dad al Señor, de quien se siente de verdad la esclava de amor y la colaboradora de su obra de redención.

1Ü.a MEDITACIÓN

LA HUIDA A EGIPTO Y LA PÉRDIDA EN EL TEMPLO

El cumplimiento de la misión de María, como decíamos, lleva las vicisitudes de la oscuridad y de los encantos. María con Jesús, sin duda, tiene momentos deliciosos, en el mismo Nacimiento de Jesús; como los tiene también en su adoración, en su encuentro con ÉL Pero también hay momentos de gran oscuridad, la oscuridad de la fe, de la que María será para nosotros ejemplo, porque también nuestro camino está lleno de luces y de sombras. El Señor conduce a María por ese itinerario de fe que le debía hacer muchas veces preguntarse cómo eran los caminos del Señor, cuáles eran los planes de Dios sobre Ella. Encontramos en el evangelio como puntos cruciales de esa vida de fe de María: el momento de la huida a Egipto; el momento en que el Niño se queda en el templo, momento crucial de esa oscuridad de fe; el momento de las bodas de Caná en cierta manera; y el momento, sobre todo, de la cruz, cuando ve morir a su Hijo y se encuentra con una terminación tan contraria a lo que podía ser la visión del Mesías Rey triunfador. ¡Vida de fe! La vida de fe que Juan Pablo II recalca, es vida heroica de seguimiento de Cristo. La Virgen tuvo, sin duda, luces interiores notables, porque su vida interior es como la vida interior alta de una persona que ha llegado a la cumbre de su desarrollo espiritual. Dice san Juan de la Cruz:

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«¡Oh lámparas de fuego a cuyos resplandores, las profundas cavernas del sentido que estaba oscuro y ciego, con extraños primores calor y luz dan junto a su querido!» (Llama de amor viva, can. 3). Se refiere, sin duda, a esas luces e iluminaciones interiores de extraños primores que vive un alma, lo cual no quiere decir cosas raras. Quiere decir delicadeza de caridad, delicadeza de penetración, delicadeza de servicio y encanto interior, que no son cosas extraordinarias a la manera espectacular humana, sino finura interior. María tenía una finura interior extraordinaria. Por lo tanto, tuvo luces interiores notables. Tenía sin duda la riqueza de la caridad, los dones interiores de la docilidad. Ahora, esos dones interiores no excluían los momentos de angustia. Tenemos que comprender esto, algo tan propio de nuestra vida, que es la alternancia en nosotros de luz y oscuridad, de momentos de encanto espiritual y de angustia o de oscuridad y tiniebla. En María tampoco excluyeron esos momentos, que son los que tienen que damos firmeza en el seguimiento de nuestra propia vocación, en cualquier estado de nuestra vida. Todos estamos expuestos a depresiones, a momentos negros; quizás momentos en los que damos pasos en falso, puede ser. Eso no significa que hemos perdido el camino, sino hay que distinguir en el camino del Señor: la renuncia del camino y las caídas en el camino. Pondríamos esta imagen: yo puedo seguir corriendo a Cristo que va delante. Y cuando voy corriendo me tropiezo y me caigo ' y me embarro, y sigo corriendo; y vuelvo a tropezar, y

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sigo corriendo. Yo no he dejado de correr, ¡sigo corriendo! Otra cosa sería si yendo corriendo, de repente digo: dejo el camino, me vuelvo. Eso es dejar el camino, es volverse. Lo otro es caerse caminando, caerse en el camino, siguiendo el camino. Pues bien, esto nos puede pasar, todos lo hemos de tener. Vemos esos momentos de oscuridad de María que nos alienta, en la Purísima, en la Inmaculada, en la toda Santa. Hay momentos en que aparece así: «Ella no entendía esta palabra», «Ella rumiaba estas palabras confrontándolas en su corazón», viendo cómo encajaban unas con otras. Se le nota esa fatiga del corazón en el camino de la fe. ¿Cuándo se da en nosotros el verdadero momen- ¡ to de oscuridad? Cuando nos parece que el punto en que nos encontramos no es camino de amor, que este momento no está en la línea del amor. Ahí está. Si tuviéramos luz suficiente para reconocer en el momento presente un signo del amor, ya no estaríamos en oscuridad. La oscuridad viene de que, en el conjunto de las circunstancias, se nos hace cuestionable o problemático el que allí pueda afinnarse la presencia del amor. Ahora bien, como nosotros imaginamos que al ser Dios lo que es debe actuar según nuestros caminos, cuando de hecho son distintos de lo que hemos imaginado, se presenta el momento de la oscuridad. Es la, ley general. Nosotros le reconocemos a Dios los atributos de bondad, de poder, de cuidado sobre nosotros, y pensamos que esos atributos ha de manejarlos según1 lo que hemos concebido que debería hacer, y aquí está! la fuente de nuestra oscuridad. N o caemos en la cuenta 1 de que Dios, que es infinitamente superior a nosotros,

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tiene caminos que «no son nuestros caminos». Por eso repetíamos en la meditación del Nacimiento: «Por tus caminos llévanos a donde vamos, porque tus caminos no son mis caminos». Y por eso nos decía también el Concilio hablando de la santidad, que «aceptando todo de la mano del Padre celeste, manifestemos en todo el amor que Dios tiene al mundo» (LG 41). Es lo que nosotros debemos aceptar. «Tened confianza, dice Jesús, el Padre sabe que necesitáis de todo esto» (Mt 6,32). San Pablo decía en una de sus Cartas, que había momentos en los que él tenía hastío de la vida, hasta tal punto que «tenía ganas de morirme», y así estaba lleno de amargura. Y en otra ocasión dice: «Llevo un dolor constante en el corazón» (Rom 9,2), como una espina dentro. Son momentos oscuros. Y sin embargo, entonces gritaba: «Sé de quién me he fiado y estoy seguro» (2 Tim 1,12). Es la confianza que brota de la certeza de que Jesucristo vela por él en cada momento. Es el cumplimiento de la exhortación de Jesús: ¡tened confianza! Jesús, antes de la Pasión, en el momento en que va a instituir la Eucaristía, narra san Juan: «Sabiendo que todo lo había puesto el Padre en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía» (Jn 13,3). Sabiendo esto es la ' seguridad que El tiene: puesto todo en mis manos,' ven. go de Dios, vuelvo a Dios. Y en la misma oscuridad de la Pasión repetirá: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no ! lo voy a beber?» (Jn 18,11 ). Es la seguridad que tiene : que guiar nuestra misión: la seguridad de que es el cáliz que me da el Padre, que es el Padre, el Padre a quien me dirijo con esa palabra llena de afecto y de cariño. El Señor sabe mi fragilidad, sabe mi naturaleza, no me pri; va de su luz necesaria en esos momentos. Pero no ima-

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ginemos necesario lo que nosotros creemos necesario. Una cosa es lo que yo juzgo que es necesario para mí, y otra, lo que realmente es necesario. Dios no nos priva de lo que realmente necesitamos, aunque a nosotros nos parece que nos vendrían bien otras cosas. Así nos suele guiar el Señor en nuestra vida, a través de consolaciones y desolaciones, de momentos de fervor y de aridez; momentos en los que nos hace sentir sus dones, y momentos de oscuridad de la fe. Es normal. Como existe el día y la noche, existe en la vida espiritual esta alter-. nancia de fervor y sequedad, fervor y aridez. Tenemos que contar con ellos. Esto lo vemos en María, esa vida de fe, esa confianza en cada momento, de la que brota en Ella una paz que redunda de las páginas del evangelio de la Infancia. Se dicen cosas duras, hay experiencias costosas, y sin embargo, parece que sobrenada un sentimiento de paz que rebosa del corazón materno de la Virgen. Esta paz no arranca en mí, que tengo que imitarle, de la seguridad de que yo le amo a Él, que muchas veces no lo sé, que muchas veces se me oscurece, sino de la seguridad de que Él me ama a mí: «confío en tu amor para conmigo». «Confío en tu amor para conmigo», incluso en mi pecado, incluso en mi flojedad, yo sé que vela por mí. ¡Tantas veces he experimentado cómo vela por mí! Así podríamos considerar esto, y voy a tratar de hacerlo rápidamente en esas dos escenas: la huida a Egip-; to y el Niño que se queda en el templo. En ellas vamos a ver el dolor de la Virgen, el significado de cómo aparece su corazón materno. La huida a Egipto es para María una prueba de fe, sin duda ninguna. Ella sabe que Jesús es el Hijo de

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Dios, se lo ha anunciado el ángel. Esta huida a Egipto habría que colocarla, tal como la cuenta san Mateo, después de pasados ya algunos meses: los cuarenta días de la Presentación en el templo y después, estando en Belén, surge esta persecución de Herodes. María ya en, ese contacto con Jesús, está viviendo como al unísono con el velo del misterio. Vive con el misterio de Jesús, en el misterio de Jesús. Pero al mismo tiempo, sus ojos ven a un niño como los demás, normal. Actúa a través del velo de la fe pero en la cercanía del misterio. Sabe que es el Hijo de Dios. Al Nacimiento y al Niño le acompañan ciertas manifestaciones que Ella recibe. María todo eso lo escucha, lo refiere a ese Niño, lo ve iluminado por esas sucesivas manifestaciones de lo que es. Ella sabía que es Hijo de Dios, pero esa fe suya se va iluminando con los datos que le aportan; por ejemplo, los pastores cuentan lo que han visto, lo que los ángeles les han dicho; con los datos que le ha aportado el anciano Simeón y que Ella ha escuchado con sorpresa y admiración. «Cuando llegaron los magos, encontraron al Niño con su Madre» (Mt 2,11 ), momento de alegría, de gozo. También ellos cuentan que han visto su signo en Oriente y han venido con dones a adorarle. Ella se asombraría también, porque Dios manifestaba a su Hijo, le daba a conocer, glorificaba a su Hijo. Cuando estaban en medio de este gozo, en medio de este esplendor y bienestar, de repente, el ángel habla a José en sueños y le dice: «José, hijo de David, levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto, porque buscan al Niño para matarle, y estate allí hasta que yo te diga». En medio del ambiente de felicidad, de repente una orden, una señal. E inmediatamente José

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cumple al pie de la letra, en esa fidelidad obediente: «Levantándose la misma noche, tomó al Niño y a su Madre y huyó a Egipto». Esto desde un punto de vista humano es sorprendente. Cómo no se le iba a ocurrir a María: ¿es que el Padre no puede proteger a su Hijo?, ¿qué caminos son estos?, ¿no sería más fácil proceder de otra manera?, ¿no puede esconderlo de otra manera?, ¿es que tiene que sufrir la humillación de una huida, de pasar por un emigrante escapado que huye de su país a un lugar desconocido, sin saber dónde asentarse? ¡Vamos a lo desconocido! ¿Así trata Dios a su Hijo? Nosotros nos sorprendemos enseguida, nos sacude nuestra fe: ¡parece que a su Hijo debe tratarle de otra manera! Es lo que nos pasa también: dice que soy su hijo, que Dios es mi Padre y, ¡mira qué enfermedad ha permitido que me venga! Pero, cómo es mi Padre y mira este problema familiar, mira este hijo mío que yo tanto quería, y resulta que lo encuentro ahora hundido en el vicio ... ¿no tenía Dios otros caminos? Es lo que nosotros pensamos. María participa de la suerte de Jesús, y porque Él es perseguido, Ella también camina como perseguida, se une a Él en unión íntima. Llama la atención en este pasaje el contraste entre Herodes, a quien no falta nada más que Dios (tiene todo, pero le falta Dios), y María y José, a quienes falta todo menos Dios. Santa Teresa dirá: «Quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta». Ese es el contraste: María y José tienen a Dios, Herodes no tiene a Dios. María y José tienen paz, Herodes está sin paz, no es feliz. La felicidad no se la pueden dar los bienes de la tierra. Esa es una felicidad muy parcial, no la felicidad de la persona. La felicidad la da «la paz que el mundo

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no puede dar». «Üs doy mi paz, no la que da el mundo». Así nos pasará siempre, ese suele ser el contraste en nuestra vida: a veces parece que no nos falta nada, solo nos falta Dios y no hay paz. Y otras veces tenemos a Dios y entonces tenemos la paz, la confianza y el amor. Dios no recurre a un milagro, no suele salvar a los suyos por medios milagrosos, de ordinario. Los milagros suelen tener otra finalidad salvífica. El Señor respeta la autonomía de lo creado. Cuando interviene no es por puro capricho de su omnipotencia, sino como expresiones de su amor que quieren damos signos de lo que Él es, de la vida eterna comunicada a nosotros. Son manifestaciones del amor personal de Dios. Por eso no lo hace arbitrariamente, lo hace cuando conviene según la voluntad del Padre. Ante esto no hace milagros, no hace invisible aJesús. Podía haberlo hecho en el momento en que venían los soldados. Toma una intervención que respeta la acción humana y pone ya de relieve el sufrimiento y la cruz como camino del Salvador y de la salvación. Ya lo había dicho el anciano Simeón: «Será signo de contradicción», será perseguido, será combatido. Comienza esa espada que atraviesa el corazón de la Madre. Lo que es persecución de Jesús es espada en el corazón de la Madre, que Ella ofrece y une al ofrecimiento de Jesús. De hecho, nos parece indigno de Dios el huir, el ver al Hijo de Dios huyendo y María huyendo con Él. De todas maneras, obedecen al punto, enseguida. A María y José les queda el consuelo de llevar consigo a Jesús. Se le dice a José: «Toma al Niño y a su Madre». Y quizás tuvieron que dejar aquellos dones que habían traído los magos. Toma al Niño y a su Madre, son los verdaderos tesoros que hay que salvar.

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«Mándame lo que Tú quieras, dame trabajo o quietud, que donde quiera que vaya esperándome estás Tú, en la Hostia y en la Cruz». Y así salen de camino, camino difícil, camino duro, pasan momentos de temor, cumpliendo la voluntad de Dios. En Egipto se dedican a una vida de trabajo, una vida que sin duda es también de buen ejemplo. Van de manera indeterminada, no saben hasta cuándo. Es como el Señor deja a los suyos: «hasta que Yo te diga». Serán meses, semanas ... , hasta que Yo te diga. Y allá están. Así los lleva el Señor, son sus caminos. Son los caminos mejores para crecer en el amor porque son los caminos del abandono en el Señor. Y no los aprovechamos muchas veces. Los caminos mejores, en eso que humanamente es incertidumbre, porque es el camino del abandono y de la confianza, del crecimiento en el amor. Cuando nos abandonamos en Él, como no tenemos que vivir más que cada día, somos felices esperando la voluntad del Señor. Lo tenemos todo calculado cuando son planes nuestros, es razonable que lo hagamos. Pero que lo hagamos entonces manteniendo siempre la apertura al Señor. Esto es lo que debe mantenerse: la apertura hacia Dios. Si por el hecho de que tengo las cosas calculadas me cierro en mí mismo y pierdo la dimensión de dependencia de Dios, dejo de tener una actitud cristiana. Se trata de mantener la dimensión abierta a Dios en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales y familiares. Esto es lo que siempre debe mantenerse. Cuando el Señor nos arranca de todo, muy

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bien, queda esa apertura y queda entonces ese confiado estar mirando al Señor, esperándolo todo de Él. Pero lo normal es que, aun cuando tengamos que tener toda esta ocupación y toda esta tendencia horizontal de trabajo, como debe ser nuestra inserción en el mundo real donde el Señor nos ha colocado, que eso no nos cierre el corazón respecto de Dios. María vive su vida de fe, y la vive sin duda como una vida de reparación. Esto es un aspecto también muy propio de la vida cristiana. Si alguno vive al unísono del corazón de su hijo, María, viviendo con Él, participando de sus sentimientos, vive psicológicamente lo que significan esas situaciones dolorosas por las que pasa, sufre al ver a su Hijo perseguido. ¡Cómo no va a sufrir! Y al sufrir, al ver cómo el amor de su Hijo no es amado, cómo el amor de su Hijo no es comprendido, Ella lo comprende, Ella lo ama, y lo ama por los que no le aman, lo ama con un sentido de reparación. María ama tanto a su Hijo que abrazándole, abraza en Él a su Dios; identificada con Él, siente como hecho a sí misma la persecución hecha a su Hijo. Y viéndolo tan pequeño y ya perseguido a muerte, ama a su Hijo y repara por todo el odio de Herodes, y le ama más precisamente porque lo ve perseguido de esa manera. Este es el sentido de la reparación, sentido verdadero. No es ninguna cosa de vinculaciones extrañas, no es más que la reacción de un corazón amante ante la realidad de ¡ Cristo perseguido. Así hemos de procurar vivir nuestra i vida en ese amor, en esa relación personal. Junto a esos momentos, tenemos que reconocer en la Virgen los momentos deliciosos de la vida de fami-

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lia de Nazaret, también vividos en la oscuridad de la fe, de ese tiempo largo que el evangelio divide en dos partes. Es interesante esto, cuando ya el ángel le dice a José: «Puedes volver de nuevo», vuelve, y vuelve gozosamente. Pero el ángel le manda volver a Nazaret, no a Belén como pensaba José. Él es el hombre prudente, que ya había establecido una casita a la familia allí en Belén, y cuando piensa en la vuelta otra vez, piensa en Belén naturalmente. El ángel le disuade indicándole que reinaba el sucesor de Herodes, que era tan cruel como su padre, y le dice: «Vete a Nazaret», donde habían estado ellos antes. Vuelve allá, a aquella región de Galilea, y allí viven. Unas palabras sobre esta estancia en Nazaret. La vida de Nazaret en cada una de sus etapas está precedida por una oblación litúrgica. La primera es la Presentación en el templo. Terminada la Presentación en el templo dice: luego fueron a Nazaret, estaban en Nazaret y «el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él» (Le 2,40). La segunda vez, después de que Jesús se queda en el templo, cuando lo encuentran de nuevo, «Jesús se volvió con ellos a Nazaret y les estaba sometido» (Le 2,51-52), cosa que no decía antes. «Y la Virgen conservaba estas palabras en su corazón. Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia». Pero ya no dice aquí «el Niño» sino «Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia». Hay unas variantes interesantes. Son dos etapas, diríamos, en su contextura iguales, en su vivencia interior distintas. Llaman la atención esas diferencias: En el primero no se dice que les estaba sometido, se dice: «El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia». En la segunda etapa se recalca «les estaba sometido», y se dice: «Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia».

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¿Cómo podemos explicar esto como lección para nosotros? El comienzo de la vida oculta en Nazaret es su Presentación en el templo en las manos de María: «Sus padres lo presentaron en el templo». Es su entrega, la oblación de la entrada en este mundo renovada como litúrgicamente por el ofrecimiento de sus padres. Y comienza la vida escondida, encuadrada por ese ofrecimiento, manteniendo la actitud interna suya de ofrecimiento. Y crece integralmente, no solo en edad, no solo en tamaño, sino en sabiduría y encanto, «sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres». La segunda etapa: hay otra oblación en el templo, pero no se hace en este caso por manos de María. María va a tener otra postura distinta, se va a sumar a la oblación, en una especie de anticipación del Calvario. Tiene mucha semejanza, de hecho, esa subida al templo. Y tendrá la semejanza, incluso, de los tres días que Jesús estará en el sepulcro, sin su Madre; aquí son tres días en i los que también María sufre de, la ausencia de Jesús. La · •diferencia está en que aquí es El el que se ofrece, ya es . adulto. María se une a su ofrecimiento cuando le dice: «¿Por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos con dolor». Hay un dolor asociado al ofrecimiento de Cristo. Terminado ese ofrecimiento que va a dar sentido a la segunda parte de su vida, Jesús, que había dicho que debe estar en las cosas del Padre, vuelve a Nazaret; lo cual quiere decir que el estar en Nazaret es «las cosas del Padre», es la casa del Padre. El Padre lo quiere así, \y por eso, porque lo quiere así, comienza por decir: «les \estaba sujeto». Porque el niño no tiene que ponerse en )estado de sujeción, lo está porque es niño. Aquí es el i adulto que se pone en estado de sujeción, que acepta el

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vivir sometido a sus padres. Por eso no dice «el Niño», sino «Jesús crecía». No es el Niño ya, es Jesús. Es Jesús que se ha ofrecido al Padre en su permanencia en el templo. Es Jesús que se somete a sus padres libremen-. te, después de haber mostrado su emancipación. Y ese : Jesús sigue «creciendo en edad, sabiduría y gracia», en una vida de trabajo, de obediencia, de escondimiento, de caridad y de familia. Son las dos etapas. En esa etapa, María sin duda gozó mucho, pero también sufrió la oscuridad de la fe. María va viendo cada vez más el encanto de Jesús, se le va revelando. María es ese pobre a quien se revela el reino de los cielos como a nadie. Había aceptado con fe el momento de la Encamación, ahora se le iba expresando cada vez más, conforme va creciendo. Va manifestando su bondad, su sabiduría, su prudencia, su encanto. Se le va revelando. Y Ella lo va viendo como Hijo de Dios, que es su Hijo. María era testigo de ese crecimiento. Y si Jesús estaba escondido, María estaba escondida con Él y vivía en el escondimiento ese misterio en la fe. Eso le llenaba de satisfacción. Pero voy a detenerme en el gran dolor de la pérdida de Jesús en el templo. Para María, el único tesoro que Ella tenía era Jesús. Vivía en una vida de familiaridad con Él, de amor, una vida ideal, ejemplar, de la familia cristiana. Es claro que son personalidades extraordinariamente equilibradas y . extraordinariamente altas, elevadas: María, José y Jesús. • Pero nos dan ejemplo. Nos dan ejemplo de lo que debe ser el ideal nuestro, sobre todo en lo que podríamos llamar la entrega de cada uno a los demás. En esa vida de familia que ellos viven, el fundamento de una vida de fa- ,

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milia así es, siempre, la abnegación de sí mismo. Es lo que Jesús anunciará y predicará. Esto hay que entenderlo bien. A veces se piensa que la vida religiosa o la vida ' sacerdotal es vida de abnegación de sí mismo, y la vida de familia se concibe como con menos abnegación, como una vida de disfrute. Creo que es un gravísimo error, no puede haber vida cristiana sin abnegación. La verdadera vida familiar cristiana, lo mismo que la vida cristiana simplemente tal, se funda en la abnegación. Porque la abnegación es la cara o el reverso, si queremos, de la caridad, del amor, el amor que da la vida. Es el aspecto del dar la vida, del amor. De manera que es el amor que da la vida, es la abnegación. Y esto habría que enseñarlo muy pronto a los hijos y también a los que van al matrimonio, en las conferencias prematrimoniales, que no deberían ser simplemente de ilustración de ciertas dimensiones de la familia y nada más, sino de iluminación sobre la base de esa vida de familia que es la abnegación cristiana. ¿Qué quiere decir abnegación? No tomar el egoísmo como norma de vida. Eso es la abnegación. Es negar el yo como determinante de nuestras decisiones y : de nuestra conducta. Y esto lo tiene que vivir el matrimonio, y si no, no podrá durar mucho. Así, pues, no se · casa uno para satisfacer su egoísmo. Entonces se comprende que el matrimonio cristiano es una vocación ' y se comprende que es un camino de santidad de verdad. Se abraza el matrimonio para amar superando el egoísmo. Y esto lo vemos muy claramente en el ejemplo de la familia de Nazaret. ¿Cómo se expresa esto? Se expresa de esta forma 1 ' forma que luego Jesús predicará muchas veces, a saber: ¡«YO no estoy para ser servido sino para servir». Esto es costoso, es la abnegación, es el amor que da la vida. Yo

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no estoy en la familia para ser servido: trabajo por ahí y, luego llego a casa y que me sirvan! No estoy para ser. servido sino para servir, para hacer feliz al otro, para hacer felices a los demás. Esto es lo que en la familia' de Nazaret está claro, y es lo que María con José y Jesús viven. Cada uno de ellos sabe que no son los otros los que le sirven, sino cada uno está al servicio de los demás. María repite: «He aquí la esclava del Señor». Jesús dice: «Yo he venido, no a ser servido, sino a servir». Y José es el que sirve a todos. Pues bien, viviendo ellos así, llega el momento duro en el que Jesús se queda en el templo. Decíamos, Jesús es el tesoro de la Virgen, no tiene más que a Jesús. Llegan los doce años, Jesús sube con ellos a Jerusalén a hacer la visita de la pascua al templo. A María por el camino se le irían los ojos detrás de su Hijo, viéndolo ya mayor, crecido en edad, sabiduría y gracia, centro de la atención, del cariño de sus compañeros. Y caminan así hacia Jerusalén. Llegan allá y, ¿qué hace Jesús en esos días? Lo que hacían todos los israelitas: primero, visitar el templo, subir al templo a adorar a Dios. Sube Jesús a ese lu-! gar escogido por Dios y adora al Padre en espíritu y en! verdad. Adoración. En esa adoración Jesús se entrega por nosotros. Si nos acercáramos a los labios de Jesús' '· quizás escucharíamos nuestro nombre, porque Jesús re-: petía su ofrenda. La ofrenda que dijo al entrar en este mundo, la vuelve a repetir ahora: «Eterno Señor, yd hago mi oblación. Yo vengo aquí, me has dado un cuerpo, vengo para cumplir tu voluntad. Yo lo quiero, lo deseo y es mi determinación deliberada entregarme así' por ti», personalmente por mí. · 1

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¿Qué más hace Jesús? Asiste a los sacrificios. Se sacrifica el cordero pascual que llevan por familias, y ve cómo el sacerdote den-ama la sangre del cordero. Él se volvería pálido. Le preguntamos: ¿qué te pasa? Y nos dice: me impresiona, es que es imagen de lo que van a hacer conmigo, ese cordero soy Yo. Así voy a morir Yo también y a den-amar toda mi sangre por ti. Y renueva su ofrenda, la ofrenda de dar su vida por mí. Se entrega por mí. Participa después en las lecciones de Escritura que daban los maestros en las aulas diversas que había en las edificaciones del templo. Y hace su via crucis. Esa es su ocupación. Está viviendo la pascua, anticipadamente la que será la Pascua definitiva. Pasan los días de la celebración, y terminada la fiesta, hay un sacrificio que Jesús ofrece porque se lo pide el Padre: el quedarse sin que lo supieran sus padres. ¡Caminos misteriosos de Dios! Nosotros somos muy fáciles en repetir el cuarto mandamiento, «honrar a sus padres». ¡Y es verdad!, y desgraciadamente, a veces, no se cumple demasiado. Pero, muy a la manera nuestra, nos parecería imposible que Dios pidiera a uno este : sacrificio sin contar con sus padres. Porque aquí lo que ' le pide Dios, en el fondo, es el dolor de su corazón al ver las lágrimas de su Madre, por mí, por mí. Es lo que es misterioso. Nosotros fácilmente establecemos las normas de Dios: Dios no puede pedir... Y cuántos padres ponen obstáculos a la vocación de un hijo diciendo: «Dios no puede pedir eso, eso es sacrificio para nosotros», en esa posesividad que habíamos dicho. Y no entienden que Dios pueda pedir a un padre el sacrificio de su hijo. Jesús sabe que esa es la voluntad del Padre y llega el momento, y Él se queda cuando sus padres se marchan.

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Se queda. Si lo vemos con realismo, quizá los ve marchar, pero no se presenta porque es voluntad del Padre. Prevé el dolor de su Madre ¡y le duele!, porque la quie- · re mucho a su Madre, la quiere mucho. Es lo que más quiere Jesús, su Madre. Pero, es la voluntad del Padre. Él dirá: «Quien no deje a su padre, a su madre, por mí, no es digno de mí». Se marchan confiados. Nunca les había jugado una mala partida, era de absoluta confianza. Estaban seguros de su docilidad, de que Él venía con ellos. Y hacen la primera jornada, unos cuarenta kilómetros de camino hasta el primer descanso, en el primer albergue. Y cuando se encuentran los dos, se pregunta uno a otro: -Pero ¿no venía contigo Jesús? -Pues no, ¿no venía contigo? -No. -Pues vendrá entre los parientes. Examinan, miran, nadie lo ha visto. El dolor de la Virgen esta noche debió ser tremendo. ¡Tener que estar allí esperando esa noche, con ansia de volver enseguida: a Jerusalén! ¡Cuántas imaginaciones tendría la Virgen!l Creen los teólogos que debió sufrir más que en laPasión, porque en la Pasión veía lo que estaba sucediendo., Aquí imaginaba y no sabía, y podía imaginar las co) sas peores y más dramáticas. La Virgen sufre tremen-\, damente. ¡:, Y esa noche en Jerusalén, Jesús quizás en las calles o en el atrio del templo, tumbado en el suelo, no duerme de dolor, por el dolor de su Madre, porque la ama, la ama y su Madre ha caído en la cuenta de que Él no está. Caminos oscuros de la fe, ya anticipación del dolor de la cruz. Ya está ahí «el signo de contradicción», el camino misterioso: ¿y es este el Mesías?, ¿es este el que va a ocupar el trono de David, su padre? ¿Me lo habrá quitado Dios porque yo no era digna de ello? Todo

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eso se preguntaría la Virgen. ¡Oscuridad tremenda de su dolor de madre, de su corazón de madre tan unida a Jesús! A la mañana siguiente, vuelta a Jerusalén, otra vez los cuarenta kilómetros regresando. Llegan al anochecer. Y esa noche están en Jerusalén, María y José por un lado, y Jesús por otro. Y Jesús no va a su encuentro. 11 1 ¡Esto es impresionante, cuando uno medita los caminos del Señor. ¡No es falta de amor, fijémonos bien! A Él le duele, no duerme pensando, pero es el sacrificio. Como le dolerá también ver sufrir a su Madre al pie de la cruz, pero no le quita esa cruz. Es el camino de asociación: «una espada atravesará tu corazón». Y María recordaría: esta es la espada de que hablaba Simeón, ya está, es el dolor, el camino doloroso de asociación a mi Hijo. Y a la mañana siguiente Jesús, con la normalidad de siempre: la adoración al Padre, la visita a las lecciones de Escritura. Y estando allá, viene su Madre: «Lo encontraron en el templo, en medio de los doctores», dice expresamente san Lucas. No es escuchando a los doctores, atendiendo a las lecciones de los doctores. Lo habían puesto entre ellos. «En medio de los doctores, preguntando y respondiendo», haciendo sus preguntas, respondiendo a las que le hacían. Es como un momento del resplandor de la sabiduría de Cristo. Pero, con qué serenidad, mientras tiene ese dolor en su corazón, el dolor de su Madre. Y ahí está respondiendo, con admiración de la gente, que debía preguntar: ¿quién será , este?, ¿de quién será hijo? Y he aquí que se presenta su \Madre, se abre paso, diría: ¡es mi Hijo!, ¡es mi Hijo! La \verían, y se alegrarían de verla, la felicitarían por tener }m hijo así: «Dichosa madre que tiene tal Hijo». Como J

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dirá más adelante aquella mujer: «Dichosos los pechos que te amamantaron y el vientre que te llevó». María muestra una serenidad espléndida en este momento de oscuridad, y le dice: «Hijo». La primera y única vez que en labios de María se pronuncia esa pala- 1 bra: «¡Hijo!». En las bodas de Caná no le llamará Hijo, aquí sí, porque se le conmueven las entrañas de madre. «¡Hijo!». Como llamó tambiénAbrahán a su hijo Isaac,, cuando en el camino de la montaña le pregunta dónde está la víctima, y él le responde: «Hijo mío», ¡hijo!, con sus entrañas de padre que se habían conmovido. También aquí es: ¡Hijo!, ¡Hijo! Y le dice una palabra que es una pregunta, que no es pregunta, en el fondo, es simplemente una ponderación: «¿Por qué?, ¿cómo es que , te has portado así con nosotros?», ¿por qué? Jesús clamará en la cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «¿Por qué nos has dejado así?, ¿por qué te has comportado así con nosotros?». Quizás no le pide razones, no le pide explicaciones. Es más bien la ponderación: pero, ¿cómo?, pero ¿por qué esto, Señor?, ¿por qué esto? «Mira que tu padre y yo, rotos de dolor, te estábamos buscando». Es la indicación de cómo nuestra vida debe ser una búsqueda de Cristo continua, con dolor, con deseo. «Te buscábamos con dolor». Pero junto al dolor profundo de la Virgen en esa oscuridad de fe, en ese paso tan negro, anticipación del paso del Calvario, Jesús muestra también un dominio absoluto del corazón; no una falta de amor, no una frialdad, sino dominio de su propio dolor, y le contesta con otra pregunta de admiración: «¿Por qué me buscabais?», pero ¿cómo es que me buscabais? «¿No sabíais que Yo debo estar en las cosas de mi Padre?». Aquí está el gran misterio de Jesús. Es como un fogo-

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nazo del misterio de Jesús ya en plena adolescencia, en plena emancipación. Cuando María le dice: «tu padre y yo te buscábamos», Jesús contesta: «¿no sabíais que debo estar en las cosas de mi Padre?». Lo que predomina es la voluntad del Padre, las cosas del Padre, la obra del Padre. Esto está por encima de todo y no hay nada que objetar. «Pero ellos no entendieron esta palabra», ahí tenemos una expresión sorprendente para nosotros. «No entendieron esta palabra», ¿qué quiere decir? No entendieron todo este comportamiento. No es que no co. nacieran que fuese el Hijo de Dios o que no entendieran esta palabra «de mi Padre». Lo que no entendieron es todo lo que allí había pasado, porque era algo incom1 prensible. No lo entendieron. Y entonces «se vuelven ·a Nazaret y María rumiaba estas cosas en su corazón». Es impresionante, María aparece progresivamente más separada de Jesús, como si hubiese una separación progresiva. Primero es la separación del Nacimiento mismo, del seno de su Madre. Luego, aparece aquí una cierta separación: «¿Por qué me buscabais? ... las cosas de mi Padre». En las bodas de Caná le dirá: «Mujer, ¿qué tienes que ver conmigo?». Cuando una mujer le diga: «Dichoso el vientre que te llevó», Jesús contestará: «Dichoso más bien el que cumple la voluntad de mi Padre» (Le 11,27-28). Hay pues, como una separación progresiva. ¿Es una verdadera separación? No, es un progreso de María en la fe y en la unión con Jesús. ¿Cómo lo podríamos explicar? De esta manera, según algo que nos explica san Juan de la Cruz: el alma que va subiendo espiritualmente, cuando llega a ciertos niveles suele tener unas luces especiales sobre Cristo en su unión hipostática, en su filiación divina y en el misterio

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de su unión con los hombres. Esto es lo que aquí sucede. Dice san Juan de la Cruz que en ocasiones, las gracias que Dios concede son de tal profundidad y de tal calidad, que la persona no las entiende, es decir, con frase todavía más alambicada: «entiende que no entiende». El alma entiende que no entiende. No es un juego de palabras. Quiere decir que hay comunicaciones de Dios que el alma capta pero sin entender conceptualmente, sin poderlo reducir a conceptos. Así nos pasa a veces, que entiendo que queda mucho por entender, ¡pero entiendo eso! Entreveo que ahí hay un mundo. Entender que queda por entender es un gran don de Dios, porque es una inteligencia de eso que queda por entender, pero que uno ha captado, por eso sabe que no entiende. Así lo expresa san Juan de la Cruz cuando dice: «Y todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo» (Cántico espiritual, canc. 7). Lo que me dicen los santos me entusiasma, me llaga, pero me deja muriendo ese no sé qué que quedan balbuciendo. Eso que veo, entiendo que no entiendo, eso que quedan ahí sin decir del todo, pero dice de alguna manera. Pues bien, esto es la gracia que Dios comunica, y esa gracia suele ser de comunicación de esos dones. ¿Qué sucede, en realidad, en ese encuentro del templo? Que Jesús revela a su Madre su misterio de filia-, ción, que Ella conoce por la Encamación pero que Él•

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. ahora se lo hace como tangible, visible. Él le dice: «las cosas de mi Padre». Más allá de la Virgen y de José, «mi Padre». Es el verdadero Hijo de Dios. Y eso es como un fogonazo que María entiende sin entender del todo. Entonces le pasa lo que en esas circunstancias, que el alma queda como sobrecogida, no entiende, y rumia para ir asimilando ese fogonazo de luz. Es lo que hace María, «conserva estas cosas en su corazón». Y no puede menos de proyectar sobre ese Niño que ve luego en la vida escondida de Nazaret, esa luz del templo. Está escuchando esa palabra: «Estoy en las cosas de mi Padre». Y lo ve así, unido al Padre en su filiación divina y ve que es su propio hijo, que su hijo es el Hijo de Dios. Y esto lo vive, le hace mirarlo con esa cercanía al misterio del Hijo, bajo el velo de la fe, que volverá otra vez a hacerse monótono: ver que está trabajando y sudando ... Pero no puede menos de verle como el Hijo de Dios que está en las cosas del Padre. Quiere decir que se ha hecho más estrecha la unión de María con su Hijo. Así va creciendo en el itinerario de la fe, a través de las luces y de las oscuridades de ese camino.

HOMILÍA

3.a

MIRADA DE FE

Hacíamos las reflexiones últimas sobre los caminos de nuestra vida trazados por el Señor, sobre el itinerario de la fe, y recordábamos que son caminos que contrastan con nuestro modo de pensar. Se suele decir de la fe que es oscura, se la representa con frecuencia con los ojos vendados. Pero esa! imagen de la fe con los ojos vendados no me satisface, la encuentro desafortunada, porque no se trata de ce-: gar los ojos. Lo propio de la fe es una agudeza visualJ no un tener los ojos tapados. La fe nos hace penetrar en la realidad más allá de lo que captan los sentidos. Lo que hay que poner es una mirada de fe, mirada penetrante, no oscuridad. No es ceguera. La fe por sí misma no es oscura, la fe es luminosa. Todo lo que nos dice la revelación del amor de Dios que se revela en Cristo; toda esta visión de este Cristo transfigurado, de ese Cristo que conversa con Moisés y Elías, que quiere decir la culminación de la ley, del Pentateuco, Moisés y los Profetas; todo lo que es el anuncio de la venida del Mesías, todo converge en Cristo y ese Cristo es luminoso. Es el Hijo del Padre, el que el Padre nos presenta diciendo: «Este es mi Hijo, el amado, escuchadle» (Me 9, 1-9). Y ese Cristo que da su vida por nosotros; la Eucaristía, alimento de vida, y la confianza en el amor que nos envuelve; como dice san Pablo: «Si no ha perdonado a su propio Hijo, lo ha entregado por nosotros, ¿cómo no nos va a dar todo con Él?»,

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todo esto es luminoso. La vida de fe es una vida de luz, de claridad. ¿Cuándo se vuelve oscura esa vida de fe? Cuando la miramos con la mirada de la razón pura, con unos ojos que no transparentan, que no penetran, sino se quedan simplemente en el nivel de lo sensible. Entonces se me oscurece, claro está, me resulta todo oscuro. Como hemos dicho, cuando quiero comprender los caminos del Señor con la concepción de mis caminos, entonces se me oscurece. Cuando decimos: Dios es Padre, Dios es bueno, eso es consolador. Pero ¿si Dios es bueno, . cómo permite el sufrimiento de esta criatura? Ya se me ha oscurecido, porque estoy aplicando el criterio de la bondad como yo lo entiendo, a mi manera, como yo haría según mi modo humano de pensar, sin tener toda la riqueza de providencia, conocimiento y amor de Dios en mí. Pues bien, esta es la realidad, a la luz de la fe es luminosa. Hay oscuridad cuando perdiendo esa dimensión interior, nos acercamos con nuestra razón humana. Y la verdad es así: en nuestra vida hay momentos de luz, momentos de oscuridad, hay caminos luminosos y caminos tenebrosos. Tenemos que tener una confianza absoluta en el misterio de Cristo que nos muestra el gran amor que Dios nos tiene, que no ha ahorrado al propio Hijo. En las dos primeras lecturas se nos presenta. La primera hablará del sacrificio de Abrahán. Abrahán está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. Y al final de esa pmeba que lleva de forma tan valiente, dispuesto a mostrar su amor a Dios a través del sacrificio del propio hijo, cuando está dispuesto a sacrificarlo el ángel le detiene y le dice: «No alargues la mano contra tu hijo

H.3.

Mirada deje

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ni le hagas nada, ahora sé que temes a Dios». ¡Claro que Dios lo sabía!, pero en esto se ha manifestado que temes a Dios. No porque Dios no lo viera. Se te ha manifestado, tú mismo has tenido una pmeba. «Ahora sé que temes a Dios porque no has ahorrado a tu hijo», tu único hijo, por amor a ese Dios; le has preferido por encima de tu único hijo y de toda la descendencia prometida a ti de ese único hijo. Dios ha quedado por encima, tu confianza en Dios ha saltado por encima. Él ha creído por encima de toda desesperanza moral, ha esperado sobre todo motivo de desesperanza. Y entonces la palabra que le dice es: «Sé que temes a Dios», y añade: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor, por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré». «Por no haberte reservado», es decir, por no haberte agarrado a ese hijo único. Es lo que Dios a veces nos pide a nosotros, que no nos agarremos, que no nos ahorremos. Abrahán no ha ahorrado a su propio hijo, y es imagen de la ofrenda que el Padre hace de Cristo. En efecto, en la lectura del apóstol san Pablo a los Romanos hemos oído esta palabra: «el que no ahorró a su propio Hijo». Dios es el verdadero Abrahán que de tal manera nos ama a nosotros, que no ha ahorrado a su propio Hijo. Por eso es modelo para nosotros. Tenemos que comprender hasta qué punto el Señor nos ama y nos busca. Este es el fondo de nuestra fe: creer en el amor del Padre que se nos revela en la entrega de su Hijo. Y «el que no ahorró a su propio Hijo», el verdadero Abrahán que sacrificó, a Él no se le ahorró, sino que murió en la cmz, «que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo por Él?». Ahí está todo, si Él ha entregado a su Hijo, en Él nos dará todo. Por

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eso tenemos una seguridad absoluta, que es la seguri, dad de la fe. Y entonces yo puedo abandonarme a esa providencia del Señor y contar con ella. Y ese amor de Dios me ungirá y me apretará siempre en medio de esos momentos de oscuridad, pero también tendré mis momentos de luz. ¿Cuáles son los momentos de luz? Aquellos en los que se me hace sensible el misterio del amor de Dios, del amor de Cristo. Es lo que sucede en el monte de la Transfiguración. La escena de la Transfiguración sucede después de que Jesús había anunciado su muerte, después de que Él había anunciado cómo daría su vida: sería entregado en manos de los judíos ... Y al poco tiempo, a la semana Jesús subió al monte. Es como un retiro. Lleva consigo a los tres predilectos, va a la soledad a hacer oración. Y allí, estando haciendo oración «se transfiguró delante de ellos», es decir, puso su interior, lo que debe captar nuestra fe, a la vista de su sensibilidad. Es darle una visibilidad. Cristo es visibilidad del Padre, y Cristo dando su vida en el Calvario es visibilidad del amor de Dios que entrega a su Hijo. Ahí, como que se ,abre el interior de Jesús, se hace visible la gloria que El tiene dentro. «Se transfiguró: su rostro se volvió luminoso, sus vestidos de un blanco deslumbrador», que no puede hacerse con los medios terrestres, «y se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús». Lucas nos dice: «conversando sobre su muerte», sobre el ténnino de su vida sobre la cruz. La conversación es la cruz, en lo que es la presentación de un Mesías que es convergencia de Moisés y Elías. El Mesías que va a venir es el Mesías predicho por Moisés y los profetas.

H.3.

Mirada

Esto nos gusta, es un momento de luz, es un momento de transfiguración, de consuelo, de paz, como debe ser nuestra oración. Nosotros vamos a la oración, en ella muchas veces el Señor nos hace sentir algo de su presencia y se está bien, se está a gusto. La oración es entonces nuestro descanso. Y de ahí viene la expresión de Simón Pedro: «Maestro, qué bien se está aquí». Cuando el Señor nos consuela se está bien y uno se querría quedar en esa tonalidad de la vida, querría que toda la vida fuera luminosa. Y para eso Pedro estaba dispuesto a hacer tres tiendas. Tenemos como un afán i de retener la visión gozosa del misterio de Cristo, el momento luminoso de nuestra vida. Quererlo retener es imposible, dice santa Teresa: «Así como nosotros no podemos detener el curso del sol, aunque desearíamos, sino que vuelve a ocultarse y vuelven las tinieblas; de la misma manera no podemos detener el consuelo de Dios», no, supera nuestras fuerzas. Entonces dice el evangelio: «Estaba asustado y no ;: sabía lo que decía». Era una insensatez lo que estaba diciendo. Si el Señor se muestra en momentos luminosos es para esforzamos en el camino del seguimiento de Cristo crucificado, reafinnamos en la visión de la cruz y alentamos a ella. Ese es el objetivo. No debemos quedamos en el momento luminoso. La iluminación de la señal de dirección en una carretera no es para quedarse allí a la luz, sino para enfocar la carretera y meterse, aunque sea por el camino oscuro de una carretera llena , de curvas y de dificultades. Y por eso «se formó una nube». La nube es imagen del Espíritu Santo, la nube que envuelve la gloria de Dios. «Se formó una nube que los cubrió». San Lucas dice: «Ellos sintieron temor al entrar en la nube».

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En la oración entrarnos en la atmósfera divina. Entraron en ella y salió una voz, la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado». ¡Esta es la luz de la fe: «este es mi Hijo amado»! Así corno Jesús había dicho a la Virgen: «debo estar en las cosas de mi Padre», ahora es corno repetir esa palabra en los oídos de la Virgen: «este es mi Hijo amado». «Estoy en las cosas de mi Padre», «es mi Hijo amado», ahí está el fondo de la filiación divina de Cristo y de la obra de Cristo y de nuestra filiación divina. «Este es mi Hijo amado», es el que el Padre ofrece. Es lo que le había dicho a Abrahán: «Torna a tu hijo único -único indica lo mismo que amado-, a tu hijo el amado, al que quieres, a Isaac, y ofrécernelo». «Este es mi Hijo amado, este es el Isaac que Yo ofrezco, escuchadle», atended lo que Él dice, obedecedle, seguid las palabras que Él pronuncia. Es el mensaje que nos quiere comunicar en el momento de luz, en el momento de fe luminosa. Y el Señor nos repite: «Este es mi Hijo, haz caso de lo que Él te dice ' síguele, escúchale». Y de pronto, «al mirar alrededor no vieron a nadie más que a solo Jesús». Cuando pasa el momento de la luminosidad, vuelve uno a la realidad cruda de la vida de cada día. Se encuentra uno con el sagrario de siempre, con el Jesús de siempre, no el Jesús que le llenaba de gozo con esa visión, con esa transfiguración. y vuelve uno a la realidad pero enriquecido interiormente. Con fuerza interior para seguir el itinerario de la fe . ' para Ir corno María siguiendo a Jesús con fidelidad hasta llegar a la cumbre en el ofrecimiento del Calvario ' ese ofrecimiento que renovarnos en este momento.

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Mirada deje

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Que el Señor quiera, por intercesión de la Virgen, rnostrársenos transfigurado. Es personal, el Señor lo hace con cada uno de nosotros. Que al acercamos a la Eucaristía, a la Montaña Santa, al acercamos a ese Hijo amado, el Señor nos haga sentir dentro de nuestro corazón esa misma palabra: «Este es mi Hijo amado», síguele, escúchale, conforma tu vida según sus orientaciOnes.

ll.a MEDITACIÓN

LAS BODAS DE CANA

Vamos a reflexionar sobre el misterio de las bodas de Caná, porque en ese misterio ve Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis, la imagen, la presentación de la mediación materna de María, corazón materno de María. De esta manera vamos a ver en Ella cómo nos representa, cómo se interesa por nosotros. Primero vamos a fijamos en una idea interesante en el Nuevo Testamento, en la Carta a los Romanos concretamente se habla de un sentimiento que se expresa como gemido: «el gemido». En ese pasaje se habla de tres grados de gemidos. En efecto, hablando de la situación del mundo en una visión impresionante, dice san Pablo: «Nosotros gemimos en nuestro interior» (Rom 8,22s). Pero no solo nosotros gemimos, sino dice él que «la creación entera». ¿Qué es el gemido? El gemido es como una impresión fuerte interior, que tiende a expresarse, que se expresaría en un grito, pero como que viene bloqueado, casi diríamos, como que no tiene fuerza de expresarse en toda su violencia y queda en un gemido. Pues bien, dice así: «La creación entera está aguardando en anhelante espera la revelación de los hijos de Dios, ya que sabemos que la creación fue sometida a la vanidad no por su voluntad, sino por el que la sometió. Sabemos efectivamente que toda la creación gime», aquí está el gemido, está gimiendo. «Gime y está en dolores de parto hasta el momento presente». Hay un gemido de

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la creación. La creación está anhelando. La ve san Pablo como si gritara, como si deseara violentamente. Y ese desear se queda en un gemido; un gemido como el que oye una enfermera en un hospital, de un enfermo que no puede gritar pero tiene ese ay lastimero. Pues bien, «la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente; y no solo ella, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo». Es una descripción bonita: la creación entera la ve toda ordenada hacia Dios, que tiende hacia Dios, y la siente como violentada por el hombre y deseando llegar al cumplimiento de su objetivo. Gime la creación entera, como anhelando una vida nueva. Son los dolores de parto de una creación nueva, de una vida nueva. «Y nosotros también gemimos, aunque tenemos en nosotros las primicias del Espíritu», aunque hemos sido ya salvados, pero hay en nosotros un malestar. Y el malestar viene del anhelo, la necesidad de la redención del cuerpo. ¿Qué quiere decir la redención del cuerpo?, ¿es que hay una división: el alma ha sido salvada y el cuerpo no? No es eso, sino siente el cuerpo como carnalidad, como peso. Y ese cuerpo con sus egoísmos, con su carnalidad, con su sensualidad, etc., le impide que viva la vida corporal como vida. Es peso de la vida, o sea, hay un gemido. Juan Pablo II habla mucho del sentido esponsalicio del cuerpo, del sentido del cuerpo como expresión de la persona, etc. Y es verdad, pero hace falta una ; gran purificación para que el cuerpo en nosotros realice esta misión que tiene; y entretanto nos pesa la carnalidad. Por eso dice san Pablo que nosotros gemimos cuando tenemos ya las primicias del Espíritu y porque las tenemos. Porque esas primicias del Espíritu nos impulsan

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a una utilización del cuerpo, diríamos, de forma espiri- ' tualizada, para que realmente sea instrumento de ese Espíritu; pero hay un peso. Y lo que esperamos nosotros es la adopción filial, total, la redención de nuestro cuerpo. Gemido pues, de la creación, gemido nuestro. Pero hay otro más en este pasaje, continúa: «porque en la esperanza fuimos salvados». Es decir, hemos sido salvados, pero no plenamente todavía, en esperanza. La redención no es total en nosotros, tiene que llevamos a la superación de la carnalidad, a la superación del ser entero. «La esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve cómo puede esperarlo; porque si esperamos lo que no vemos, en paciencia lo aguardamos». Y añade: «
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dos del pueblo oprimido. Es el discurso de Esteban que cuenta cómo fue liberado el pueblo de Israel de Egipto, dice así: «El Señor le dijo a Moisés: Quítate el calzado de tus pies porque el lugar en que estás es tierra santa. He visto bien la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído sus gemidos y he bajado a librarlo. Y ahora ven que te envíe a Egipto» (Hch 7,33-34). Corresponde esta palabra del texto con el del libro del Éxodo en el que se cita, no se llaman gemidos, sino grito, «el grito de mi pueblo». Pero diríamos, es un grito expresado en la esclavitud. Están dominados por el pueblo egipcio y ese grito es sofocado por la violencia, por la falta de libertad. Y en los Hechos de los Apóstoles, en este relato se transforma en gemidos. Es el gemido de un pueblo esclavizado, de un pueblo que ha perdido la libertad, que está oprimido y clama a Dios desde esa situación, pidiendo su libertad, como implorando su ayuda con gemidos. Si unimos estos aspectos que hemos visto, Carta a los Romanos y Hechos de los Apóstoles, podemos encontrar el gemido acompañado por la presencia del Espíritu y de su impulso; el gemido de la creación, de nosotros mismos que nos sentimos esclavizados por las pasiones, por las dificultades, e imploramos la liberación. Y Dios escucha ese gemido. Vamos a ver otra escena, que es el paso famoso de la mujer cananea. ¿A qué viene esto?, ¿por qué vamos a verlo? Porque son pasajes que presentan muy gráficamente una situación de intercesión, que luego aplicaremos al corazón de la Virgen. Hay un pueblo sin libertad, esclavizado, que gime; una naturaleza nuestra que gime. ¿María qué va a hacer? María va a recoger

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el gemido del pueblo, esta es su función. Vamos a este pasaje de la cananea, y después veremos cómo María es la verdadera cananea que intercede por nosotros, la veremos así en el misterio de las bodas de Caná. «Al marchar de allí Jesús se fue a los confines de Tiro y de Sidón. Entró en una casa y no quería que se supiera, pero no pudo pasar inadvertido. En cuanto una mujer, cuya hijita tenía un espíritu inmundo oyó hablar de Jesús, fue y se postró a sus pies. Esta mujer era pagana, siro-fenicia de nación, y suplicaba a Jesús que lanzase de su hija al demonio» (Me 7,24s). San Mateo, refiriendo este mismo hecho nos formula la patria de esta mujer de esta manera: «He aquí que una mujer cananea, siro-fenicia, salió de aquellos contornos y se puso a gritar -los gemidos de esta mujer-: Ten piedad de mí, Señor, hijo de David, mi hija está atormentada por un demonio» (Mt 15,2ls). Notemos algunos particulares que a nosotros se nos pasan desapercibidos, naturalmente. Se dice de esa mujer que es cananea. Los cananeos eran el pueblo enemigo de Israel. Por lo tanto, quiere indicar una nación pagana, hostil. Jesús se encuentra en este momento en esa zona gentil, diríamos de la oscuridad. Y por otro lado habla de Tiro y Sidón, que son ciudades que eran emporios de comercio, de riqueza. Si no dijera esto, se perdería en la masa de un pueblo gentil. Pero además se añade que es un pueblo lleno de desmTollo económico, pero gentil. De ahí surge esta mujer cananea. Y la característica de esta mujer es que se pone ante el Señor, se arrodilla ante Él, le va a presentar al Señor una necesidad, y grita. ¿Cuál es esa necesidad? «Mi hija está atormentada por un demonio». La característica que presenta la mu-

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jer es una solidaridad con su hija, «mi hija». Ella está como absorbida por su hija. ¿Qué podemos pensar de la madre? Ella estaba avergonzada de su hija, ella estaba bloqueada, estaba totalmente absorbida la hija, como sucede cuando hay una persona así en casa. ¿Qué hacía el demonio con la niña? Tenemos ejemplos semejantes: la suele echar por tierra, la maltrata, es cruel. Y esa hija muchas veces es dura con su madre también, y quizás la ataca, le pega. Y la madre disimula, y la madre aguanta, y está así. Esta es la figura de esta mujer: una mujer que tiene una hija endemoniada que la bloquea, que la ocupa enteramente, que la tiene totalmente ensimismada en ella. Y esta mujer es impertérrita, es valiente. Precisamente por su situación se lanza a Jesús, a pesar de que Jesús no es de la región, es israelita, judío. Pero ella se lanza, le pide, y le pide con una enorme tenacidad. Es otra de las características: es constante, tenaz, insistente. Y le presenta la necesidad, como siendo ella expresión de los gemidos de su hija: «Mi hija es atormentada por el demonio». Entonces, esta mujer se queda clavada a los pies del Señor, de rodillas. Jesús no le escucha: «Él le respondió: Deja que se sacien primero los hijos, que no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos». Ella, con esta palabra se sentiría herida, porque es despectiva, «¡los perrillos!». Pero le contestó: «Hazlo, Señor, también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos». Jesús le dijo entonces: «Vete, por tus palabras ya ha salido de tu hija el demonio». ¡Por las palabras de la madre! Hay pues, como una identificación de las dos. La hija no lo ha podido pedir, no se le ha podido ocurrir el ir donde Jesús. Ha sido ella porque está identificada

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con su hija, porque la suerte de su hija le toca a ella, porque ella está marcada por su hija. Y es valiente, y el amor que le tiene y la esperanza de su salvación le lleva a esa postura audaz, y obtiene de Jesús. Jesús le dice entonces: «Vete, por tus palabras ya ha salido de tu hija el demonio. Ella marchó a su casa y encontró a la niña echada en la cama y que el demonio se había ido». Vuelve la paz, vuelve la serenidad. Porque el tener así a una hija en casa, de esta manera agresiva, violenta, que se hace daño a sí y hace daño a quienquiera que se le acerque, hace que para disimular, su madre se cierre en casa con su hija y evite que salga cualquier signo, cualquier grito. Pero ahora se encuentra con que todo está en orden. Ella puede actuar ya, se puede comunicar con los demás, ya puede dejar pasar a la gente a su casa. ¡Su hija se ha curado!, y ella se ha curado también. Se encuentra liberada cuando su hija se encuentra curada. Este es el paso muy hermoso, que nos introduce en María: María es la Madre que se ensimisma en nuestra miseria, que nos defiende, que nos protege; a la que muchas veces nosotros herimos con nuestra postura de egoísmo. Pero Ella nos protege, nos cuida e intercede ante el Señor, presenta nuestros gemidos. Así como se nos dice: «ha llegado el gemido del pueblo hasta mí», María es, diríamos, la expresión de ese gemido, y lo es con su corazón materno. Con este fondo podemos entender esa mediación materna de María. Para eso vamos al pasaje de las bodas de Caná. Ese capítulo de san Juan está introducido 1 por una frase de mucha riqueza: «Tres días después». El tercer día es la plenitud del tiempo, tercer día, la Resu- •

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rrección. Dentro del primer capítulo de san Juan se han contado cuatro días; este es el capítulo segundo, y empieza ahí: «Tres días después» se celebra el momento de las bodas de Caná. Viene a significar, si lo vemos en comparación con los siete días de la creación, el día de la creación del hombre, la semana de la nueva creación. Pues bien, «a los tres días -introduce así san Juan- hubo una boda en Caná de Galilea, en la cual ' la Madre de Jesús». La figura de María en se hallaba estas bodas tiene un lugar indudablemente central, porque se nos dice: «Hubo una boda, y la Madre de Jesús • estaba allí». Diríamos que casi es, en cierta manera más central que la presencia de Jesús, porque la presencia de Jesús se introduce así: «La Madre de Jesús estaba allí; fue invitado también Jesús con sus discípulos», la impresión que da es que María está más por título propio. Sabemos que Jesús es el personaje principal, pero llama la atención esa estructura del paso en san Juan. San Juan sabemos que utiliza los signos. Los milagros en san Juan son denominados signos. No tiene el carácter de disminución del milagro, ni mucho menos, se trata de verdaderos milagros. Pero quiere recalcar que no son milagros hechos como por prestidigitación, no son milagros hechos como simple manifestación del poder de Dios: yo puedo hacer eso y entonces siembro milagros por ahí. No, son signos. Son milagros que pretenden significar. Y él, en muchos de los pasos destaca que eso es un misterio. Los milagros son signo y otros hechos que no son milagros, pero están llenos de significación. Son misterios que tienen una significación más profunda que la mera realidad que se percibe con los sentidos. Por ejemplo, para él tiene significación la pes-

ca en el lago de Tiberíades. No es un milagro en sentido estricto, pero sí es misterio, tiene un sentido, una significación. En cambio, otros son verdaderos milagros. De hecho, el milagro de las bodas de Caná lo llamará él: «Este fue el primer signo que hizo Jesús», el protosigno. Signo quiere decir algo que tiene como finalidad manifestar la gloria de Dios. Y al manifestar la gloria de Dios y ser percibida, produce fe en los discípulos. Así que juegan esos tres términos: signo, gloria, fe. Dice: «Este ~e el primer signo y manifestó su gloria, y creyeron en El sus discípulos». Para el evangelista san Juan, Jesús crucificado es signo, ,en Él se revela la gloria, y • contemplándole se cree en EL Signo, gloria, fe. En todo el evangelio de san Juan hay que tener esa mirada penetrante y estar seguros de que el evangelista al relatar hechos, y hechos verdaderos, ve en ellos un sentido más profundo: el sentido de la revelación de Cristo, el sentido del mensaje evangélico. Concretamente en las bodas de Caná, el sentido de ' este pasaje es la redención y lo que significa es: las bodas de la humanidad y la Divinidad, la reconciliación, la Nueva Alianza de Dios y el hombre por la sangre de Cristo en el Calvario. Entenderemos mejor el misterio de las bodas de Caná si ponemos como telón de fondo el Calvario. Es lo que se está realizando en el Calvario,\ la redención. San Juan ha querido recoger en este hecho los as- ' pectos diversos de la obra de la redención; no solo de la obra de la redención que suele llamarse objetiva: la redención realizada en el Calvario por Jesús en la etapa de su vida mortal; sino la obra de la redención en la Iglesia y la asociación plena de María a la obra de la redención. Por eso aparecerán: la Virgen, Jesús, los discí-,

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pulos, los novios, los ministros, que representan y están significando a los ministros de la Iglesia, a los apóstoles, a los colaboradores de la obra de la redención. Todo eso pues, tenemos que tenerlo como fondo. Hay una obra que realizar, una salvación de una humanidad que gime, de una naturaleza nuestra que gime, con un Espíritu que con gemidos inexplicables pide esa redención. Y ahí va a intervenir ahora el hecho de la redención, significado en este episodio de las bodas de Caná. «Hubo pues, una boda en Caná de Galilea». Cuando se habla de la boda, se habla de un hecho real, histórico: se casaban dos en Caná de Galilea, que está a unos ocho kilómetros de Nazaret. «Y estaba allí la Madre de Jesús». Podemos deducir de esto que Jesús no elimina los gozos humanos ni mucho menos, no nos arranca del nivel humano, de las alegrías humanas. Lo que quiere es ser invitado a ellas, y esto hemos de procurarlo. María está allí invitada, y Jesús es invitado también con sus discípulos. Las alegrías humanas son buenas y auténticas cuando soportan la presencia de Cristo y de la Virgen. Por eso es buen ejercicio el invitar a Jesús y a María a nuestras alegrías, que estén presentes, que sean 1 patentes a sus ojos, a su mirada, a su presencia. Pero sucede una cosa: las alegrías humanas, con el ejercicio se deterioran. Así como hay una ley de la degradación de la energía, hay una ley de la degradación del gozo humano. Cuando es puramente humano hay una exultación de alegría y luego se va desgastando y se va perdiendo, se rebaja. ¡Tantos matrimonios que han languidecido! Hay tanto placer, deseos de placer en una juventud hastiada luego del placer. Se degrada, se i

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pierde. Lo podemos ver significado en ese vino que se acaba, el vino de la alegría humana se acaba. «Había unas bodas en Caná de Galilea. Estaba la Madre de Jesús». Ese estaba nos está recordando una expresión que usará el mismo san Juan en la cruz: «Estaba crucificado y estaba junto a la cruz su Madre» (Jn 19,25). Estaba Jesús con sus discípulos y empieza a faltar el vino». Si nos hacemos presentes a ese misterio, a ese momento, veremos que ese faltar el vino no hay que entenderlo como que de repente se acaba, no se acaba de repente. Tendríamos quizás que formularlo de esta manera: empezó a escasear el vino, escaseaba. Y eso se advierte en la manera de proceder de los servidores, de los que están escanciando el vino, que quieren aprovechar, que no acaban de surtir con nuevo vino a todos ... Esta es la postura y es la situación. Vemos un signo, una realidad, una creación que gime, un pueblo representado por esos que están invitados y por los novios que desean, que en el fondo tienen una necesidad. En esto, le dice la Madre de Jesús a este: «No tienen vino». Aquí está el corazón de la cananea, el corazón materno de la Virgen. Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Mater insiste mucho en que María al lado de Jesús va afinando su caridad, su amor de madre. María tiene un sentido, como lo tiene una madre para escuchar el gemido del hijo aun cuando esté durmiendo. María es así, aparece como resonancia del gemido, de , la necesidad del pueblo, está ensimismada en ella. Esa i es su postura en las bodas de Caná, y en la Iglesia y en la vida de cada uno de nosotros, está al tanto. Es una actitud preciosa. María aparece, no como quien está recogida, retirada, como quien está ahí con los ojos bajos. i

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No, Ella tiene, como decía santa Teresita, «el golpe de ojo». Ella decía que cuando estaba jugando con las demás niñas se sentía que no se identificaba con nadie; se retiraba bajo un árbol y entonces tenía una visión total, un golpe de ojo, así, una ojeada. Pues María es así. Estaría allí, tendría su ocupación. De ordinario las mujeres no se sentaban a la mesa, servían. Pero está atenta, no se le escapa nada. Tiene la penetración del corazón materno, con su sensibilidad especial. Y advierte que allí falla, que algo empieza a faltar. Y cae pronto en la cuenta: ¡ha empezado a faltar el vino! Entonces, con esa intuición femenina, que no es un análisis de los hechos sino una captación de corazón, no es Ella la que lo va a remediar, sino que acude a quien puede remediarlo. E inmediatamente, sin que nadie le pida nada, va donde Jesús y le dice: «No tienen vino», nada más. Aquí está el primer aspecto de la intervención de María, de su corazón materno. En todo momento durante su vida sobre la tierra, como se ve en este milagro y en la vida de la Iglesia, una de las vertientes de su mediación consiste en presentar a Jesús, que lo puede remediar, las necesidades de su pueblo, el gemido de su pueblo, que en su corazón se ha hecho petición. Essu función continua con nosotros.

Ahora, vamos a analizar un poco por qué interviene María así, cuál es el sentido de la petición de la Virgen. La petición de María es dignísima, es simplemente de , presentación. No le dice lo que tiene que hacer, únicamente le pone delante: «No tienen vino», nada más. Lo demás lo confía al Corazón del Hijo, que Ella conoce muy bien. Y además, tiene esa intuición de corazón , materno de que su Hijo lo va a remediar, está segura de

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ello. ¿Por qué entonces actúa así? Tengamos esto presente porque en su grado, cada uno de nosotros tiene que ser también intercesor de su pueblo. Esto lo llevamos todos. Es lo que en el Apostolado de la Oración queremos suscitar en todos los corazones: la conciencia de que cada uno de nosotros tiene que asumir los pecados de los suyos, las almas de los suyos, las necesidades de los suyos. Porque no es que solo es Ella colaboradora. Todos los que hemos sido redimidos somos asumidos como colaboradores. Por eso tenemos ' que aprenderlo de la Virgen. María pues, interviene. ¿Para qué? No para informar a Jesús de algo que Él no sepa. La oración no es para informar a Dios de lo que Él no sabe. Estamos seguros de que el Señor lo sabe, Él lo ha dicho: «Vuestro Padre sabe que necesitáis todo eso». No es esa la razón. Tampoco es para mover a que haga algo que Jesús no quiere hacer, como si el Señor no estuviera decidido a hacer y le cambiáramos la voluntad. A veces se desprestigia la oración por estos capítulos, y el argumento es capcioso y falso. La verdad es que Dios quiere remediar muchas necesidades, pero no lo hace si no hay petición, si no hay colaboración del hombre. Quiere hacer, pero contando con la colaboración del hombre. Y la primera colaboración es la petición, el reconocimiento de la necesidad que hay de la acción de Dios y la súplica de esa acción. Luego habrá otra colaboración, que será la petición de actuar con la gracia de Dios. Pero ya la primera es colaboración esencial. Entonces, nosotros no rezamos para que Dios cambie su voluntad, sino para que se cumpla la voluntad de Dios: «hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo». Y eso todos y, en la intercesión de todos.

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· Pero es muy cierto que Dios no concederá gracias si la Virgen, Madre nuestra, solidaria con nosotros, sin que esa cananea -pongamos ahí el nombre de la mujer-, se postre ante Él pidiendo por su hija, con la cual está identificada de tal manera que la enfermedad de su hija la marca a Ella misma en su corazón. Entonces concederá. Esto es muy grande y muy importante. Juan Pablo II lo recalca en la encíclica mencionada. Pero además, estoy persuadido de que la insistencia actual en el desarrollo de la doctrina de la salvación va por la persuasión y la predicación de que Dios no concede nada si no se pide por intercesión de María; y que Dios lo quiere así porque quiere glorificar a su Madre. Notad que estas cosas no se suplen. Muchas veces decimos: «bueno, pues Dios suplirá», como si el pedir fuese algo de lujo. Yo · estoy seguro de que no obtenemos muchas cosas porque no pedimos, y porque no pedimos de verdad por María. Por eso hay que aprender este camino, que es camino importante. María, pues, interviene, no para informar, no para cambiar la voluntad. ¿Por qué interviene? Por su fun' ción de madre, por su corazón de madre. Dada su ensimismación en sus hijos, lo que son necesidades de sus hijos, se convierten en el corazón de la madre en deseo y oración. Esa es la intervención materna. Y esto lo hace por su oficio de madre. Y Jesús quiere que lo haga, ¡quiere! Es la condición para su misma intervención.

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A esta intervención de María, Jesús responde: «¿Qué tienes que ver conmigo, mujer? No ha llegado aún mi hora». Es palabra indudablemente enigmática y misteriosa. No hay que quitarle nada. Pero hay que añadir, al mismo tiempo, que la Virgen lo entendió, y

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lo entendió como algo positivo, como indicación de su 1 voluntad de realizar el milagro, puesto que a continuación da por supuesto que va a intervenir. Por lo tanto, · Ella entendió correctamente como concesión ofrecida por Jesús. Pero en realidad la palabra es dura: «¿Qué tienes que ver conmigo, mujer? No ha llegado aún mi . hora». Para su inteligencia nos ayudarán dos cosas: Primera, que las bodas de Caná se trata de un signo de la redención. Y «la hora» se llama al momento de la redención. «No ha llegado aún la hora»; llegará la hora, el momento de la cruz. En este sentido, no ha llegado la hora de la realidad de la redención. Pero, no hay dificultad en admitir que Jesús hace esa intervención por intercesión de la Virgen ahora. Y la Virgen entiende que la va a hacer, pero a manera de signo de lo que será la redención después. Hay una segunda cosa que hay que tener presente: . Jesús quiere recalcar que su obra de redención, todo su ministerio no se mueve en el nivel de los lazos de carne · y sangre, es decir, que Él no actúa simplemente por vo- · luntad de su Madre. Él tiene sumo interés en que aparezca claro que la acción de redención y de salvación se realiza solo por la hora del Padre, por la voluntad del Padre, por el tiempo marcado por el Padre, y no por · influjos de carne y sangre. Y esto lo proclama: «¿Qué· tienes que ver conmigo, mujer?, no ha llegado aún mi hora». Pero hay que decir claramente que la intervención de María no era de carne y sangre, esto es verdad. La intervención era en la fuerza de su maternidad espiritual, la cual el Señor había ido preparando en su corazón. Lo que pasa es que ante la gente que allí había, lo que aparecía a sus ojos era la relación de carne y san-

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gre. Si, por lo tanto, Jesús no proclamara su libertad respecto a esos condicionamientos, y sí, en cambio, su unión a los lazos de una maternidad espiritual, vinculada a la voluntad del Padre, en cumplimiento de la voluntad del Padre, se podía entender equivocadamente su intervención, como si hubiera sido simplemente hecha por lazos de carne y sangre. Entonces proclama: «¿Qué tienes que ver conmigo, mujer?, no ha llegado aún mi hora». Es su postura pública clara. Si el Señor se hubiese dejado llevar en ese momento, digo si no hubiese aclarado esto y hubiese procedido simplemente porque le pedía su Madre, se podía interpretar que siempre en la vida de la Iglesia podría haber un influjo de carne y sangre de los parientes de los ministros de Cristo. Y esto debe estar muy limpio. La acción en la Iglesia no debe estar condicionada por la carne y sangre, sino por la voluntad del Padre. Es un ministerio sagrado que es glorificación del Padre. Jesús pues, aclara. No es que se niegue a hacer lo · que se le pide, porque la intervención de María es de su maternidad espiritual, no es de sus lazos de carne y sangre. Si María es Madre, si María interviene en esta obra es por voluntad del Padre, porque es la hora del Padre. María lo entiende, y antes de retirarse, gozosa de haber podido aparecer así, por su apariencia exterior como reprendida por Jesús; gozosa también porque cumple su misión y se mantiene en la postura de una Madre humilde, que no quiere aparecer en todo ni ser , Ella el instrumento de todo; antes de desaparecer, prepara. Es la segunda parte de su función materna, prepara el corazón de los servidores a la docilidad a Cristo. Esta es su segunda vetiiente como corazón mediador:

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siente la necesidad del pueblo y prepara los corazones a la docilidad a Cristo. Y por eso Ella, intuyendo lo que va a suceder, antes de retirarse se dirige a los servidores, les vendría a decir así: estáis pasándolo mal, falta vino, ¿verdad?, ¿escasea? Pues mirad, ¿veis aquel que está allí? Id a Él y «haced todo lo que Él os diga». Esta es la función de la Virgen, «mediadora al Mediador», lleva las almas a Cristo: «
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a medias a ver si llega algo más... ¡Que no llega, que esto se está acabando! El mayordomo que está rigiendo todo aquel escenario les urge a que llenen los vasos, que están muy lentos. Y ellos no quieren decir la verdad. La situación está muy tensa. Y María les dice: estáis mal, lo pasáis mal, id a aquel, «haced todo lo que Él os diga», todo, por absurdo que os parezca, ¡todo, todo! Ellos se acercan y le dirían: Señor, aquella mujer que va por allá, nos ha dicho que vengamos. Es que no llega el vino, está escaseando mucho, ¿qué hacemos? Y Jesús les dice: «¿Veis aquellas tinajas?, en que cabían unos quinientos litros; llenadlas de agua». ¿Veis la importancia de la preparación del corazón de la Virgen? Nosotros diríamos hoy fácilmente que es una orden sin sentido. ¿A qué viene eso, si lo que falta es vino?, ¿que me digan que llene las tinajas de agua? ¡Si agua tenemos toda la que queremos!, ¡si no está ahí el problema!, ¡esta persona no ha entendido! Y sin embargo, con qué eficacia se lo dijo María, que ellos «las llenaron hasta el borde». ¡Si sería un espectáculo verles! Por un ·lado el mayordomo gritando: ¡llenad esto! Y unos están corriendo ... Y ellos venga a llenar de agua, venga a llenar de agua las tinajas, y dale y dale. «Las llenaron ·hasta arriba». Terminan y se vuelven otra vez: ya están llenas, ¿ahora qué? Puedieron decir: «Ahora, sacad de esas tinajas y llevádselas a aquel energúmeno que está gritando, al mayordomo que está de mal genio, llevádselo para que lo pruebe». Eso ya es objeción de conciencia, obedecer en esas condiciones. «Pero, ¡si nos va a tirar con tinaja y todo! Pero ¡si hemos metido agua!, ¡si el señor ese pide vino!». «Llevádselo al mayordomo». Y ellos se lo llevaron. Y él gustó el agua convertida en

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vino riquísimo; tanto, que se enfadó con los novios y les gritó: «Pero, ¿qué es esto? Todo el mundo pone pri-. mero el vino bueno, y cuando ya no distinguen un vino de otro, entonces saca el vino peor. Pero tú has guardado el vino mejor para el fin», porque no sabía de dónde 1 había venido el vino. «Los que habían visto el signo sí · que lo sabían», los servidores sí que sabían lo que había pasado, pero él no. Aquí todo está lleno de significación y de misterio. ¿Qué quiere decimos esto? En primer lugar, que! esa agua transformada en vino significa los bienes 1 de la redención, y particularmente el corazón bueno de la redención, la nueva creación, el corazón gozoso. El corazón sereno, lleno de alegría, es el «vino bueno». El Señor no crea de la nada ese vino nuevo, sino que transforma la naturaleza en gracia, transforma el corazón egoísta en corazón generoso. Y esto es lo que es el milagro, verdadero milagro, más difícil que esa transformación del agua en vino. Pero eso es lo que es sig- : nificado por el milagro: la transformación del corazón egoísta en corazón lleno de amor y de caridad, con lo que lleva eso de gusto, de sabor, de riqueza, de alegría, · de energía, de ser germen de una civilización del amor. Esa transformación no la hace el Señor por puro milagro, sino con el ministerio de los servidores del reino. Pero tienen que ser servidores dóciles a Cristo y que crean en Él. Y la función de María es preparar esos corazones dóciles a Cristo, que crean en Él, que estén : dispuestos a hacer todo lo que Él diga, ¡todo! Aunque humanamente parezca imposible. Nuestra acción disminuye y es poco eficaz por falta de fe, porque no nos dejamos modelar por María, porque no creemos en la fuerza de la gracia. Si tuviéramos fe, «todo es posible

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al que cree». Pero esa fe es don de Dios. Tenemos que colaborar, pedir, tenemos que ser consecuentes y seguir .la moción del Señor. Que la Virgen vaya educándonos 1 en esa docilidad. Ahora bien, cuando uno se encuentra con un corazón así se queda sorprendido. Resulta tan grato encontrar un hombre de corazón ilimitadamente bueno. Quien no ha intervenido y no le conocía antes, cree que nació así. Entonces viene el asombro del mayordomo que dice: «has guardado el vino mejor para el fin». Pero el que ha intervenido sabe que este corazón tan lleno de bondad, de amor, tan ilimitadamente bueno, era un corazón egoísta, agua que se ha transformado en vino. ¡Era agua!, el que interviene sí que lo sabe. Y este es el . gran signo de Cristo y la gran gloria de Dios: la hilera ·interminable de hombres transformados por Él, por la fuerza de su Espíritu, por la fuerza de la redención, y que se han hecho buenos, ilimitadamente buenos. El mayordomo, ante este sabor delicioso, como tiene realmente el corazón bueno, fruto de la redención, dice esa expresión que significa, sin duda, una especie de ley: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y deja el malo para el fin». ¿Qué expresa esto? La ley de ¡la degradación de la energía que hemos dicho, la degrai dación del gozo, de la alegría puramente humana. Es, \todo el mundo pone primero gran entusiasmo, luego se acaba. Una fiesta empieza con una gran ilusión, luego ;declina y acaba. «En cambio, tú has dejado el vino mejor para el 1 fin». Esta es la ley del Nuevo Testamento, de la Alianza ¡1Nueva: en Cristo, en las cosas de Dios, lo que hemos gustado de Él es lo peor; Él guarda siempre lo mejor , \ para más adelante, siempre. Es una ley contraria, es la 1

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ley del crecimiento. Lo que yo he gustado del Señor es lo menos, Él guarda mucho más que me quiere dar. La paz que yo he gustado es insignificante al lado de la que Él quiere darme, de la que Él quiere que sea el gozo de mi corazón; pero tengo que seguir ese camino. «Tú guardas el vino mejor para el fin». Y María es la medianera. Es la artífice discreta, la medianera llena de humildad, de sencillez, que se goza en esta progresión de nuestro amor, en esta progresión de los dones de Dios, que nos acompaña en todos ellos, y que en todos ellos continúa realizando esa misión de intervenir por nosotros; la intercesora continua con corazón de madre y la que va modelando nuestro corazón está interviniendo constantemente a lo largo de la Iglesia, preparando nuestros corazones para la sumisión, la docilidad y la unión con Jesucristo. Es verdaderamente nuestra medianera de corazón materno.

12.a MEDITACIÓN MIRA A TU HIJO

Veíamos en el milagro de las bodas de Caná la figura de María como mediadora materna. Juan Pablo II hace referencia a Ella y hace ver cómo esa función la mantiene en la vida de la Iglesia y en la vida de cada cristiano. Ella está interviniendo constantemente, está pidiendo para nosotros la caridad que nos falta, coopera continuamente. Y dice así: «Con materno amor coopera a la generación y educación de los hijos e hijas de la Madre Iglesia». Es verdad, es una relación que existe en nuestra vida. María está con nosotros, intercede por nosotros, es medianera, con una mediación participada del Mediador. La culminación de esa maternidad de María se realiza en la cruz. Vamos a tratar de meditar esta tarde en esa culminación, en la palabra de Jesús en la cruz, que no es una mera palabra sino la proclamación de la maternidad de María. El proceso para ello lo presenta Juan Pablo II -y es una línea realmente interesante, personal, original en él-, a través de una serie de escenas de la vida de Jesús, donde muestra un nivel superior de maternidad. Viene a decir que el proceso es un continuo madurar su corazón materno. En contacto con Jesús va creciendo en Ella la caridad y la sensibilidad de madre de los hombres; acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, María crece en su maternidad. Y lo expone de esta manera: hay unos pasajes en que, cuando proclama aquella mujer la bienaventuranza de María diciendo: «Dichoso

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el seno que te llevó y los pechos que te criaron, Jesús contesta: Dichoso más bien el que escucha la palabra de Dios y la pone por obra» (Le 11,27). Las palabras de la mujer eran una alabanza de María, que brota de admiración por lo que ve en Jesús. Probablemente María no era conocida personalmente por esta mujer, y a través de aquellas palabras le han hecho salir de su escondí; miento, dice Juan Pablo II. La ha sacado fuera, porque estaba escondida, no era conocida. Y pasa por la mente de las personas que le escuchan, el evangelio de la Infancia de Jesús, porque Ella es la que te dio a luz, es la que te ha engendrado, es la que te ha alimentado. Y •es verdad que el evangelio en que María está presente como la Madre que concibe a Jesús en su seno, le da a ' luz, le amamanta maternalmente, a esto le llama Juan · Pablo II «la madre nodriza». A Ella se refiere aquella mujer en ese grito suyo. Gracias a esa maternidad de María, Jesús es verdadero Hijo del hombre. Por esa maternidad de María es carne, como lo es todo hombre. «El Verbo se hizo carne», es carne y sangre de María. Ahora bien, la respuesta de Jesús: «Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan», quiere quitar la atención de la maternidad entendida solo como vínculo de la carne, para orientarla a un vínculo del espíritu, que se fonna en el escuchar y en . el observar la palabra de Dios. O sea, que hay en Jesús una elevación. Notemos, no negación de lo uno, sino atención a lo más perfecto. La palabra de Jesús es: «Dichoso más bien ... ». No que no sea dichosa la Madre por ser madre camal, por haber dado carne y sangre al Hijo de Dios; pero «dichoso más bien». Sin negar lo uno, indica la elevación que tiene de hecho esa Madre de Jesús. No es quitarle a Ella esa gloria, sino más bien

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señalar que es mucho más bienaventurada que por eso. Hay un nivel. Lo mismo en otra ocasión, cuando le anuncian aJesús: «Mira que tu Madre y tus hermanos están ahí fuera y te esperan, Jesús responde: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» · (Le 8,20s). De nuevo tenemos aquí el mismo esquema: está en la línea de lo que Jesús respondió a María y José a los doce años: «Tengo que estar en las cosas de mi Padre». En esa misma línea, Jesús está ahí ocupado en las cosas del Padre. Estas bienaventuranzas: «Dichoso el que escucha la palabra de Dios», «mi madre y mi hermana es el que hace la voluntad del Padre», se refieren más que a nadie, a la Virgen. Es bienaventuranza de María, porque María es Madre carnalmente de Jesús porque escucha la palabra de Dios y la pone por obra. Eso se une. Su maternidad está impregnada de esta dimensión de bienaventuranza. Y es lo que la mujer sencilla no tenía pre-. sente, y Jesús quiere recalcar: hay una maternidad de: María que impregna su maternidad física, que le hace que sea maternidad plena. Como decíamos hablando de la Anunciación, concibe con la fe y obediencia antes de concebir en su carne al Hijo de Dios, porque lo ama, porque acoge la Palabra, porque es dócil a esa Palabra de Dios, porque se entrega en una entrega virginal en obediencia de fe a la Palabra de Dios. Ahí estamos viendo la dimensión más rica de la maternidad de María. De· nuevo digo, no exclusivamente, sino otra dimensión, y por cierto, es una dimensión más alta. En efecto, María por medio de la fe se ha convertido en la Madre del Hijo de Dios, del Hijo que le ha sido dado por el Padre. Y en la misma fe descubre y acoge

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la otra dimensión de la maternidad, explicada por Jesús y revelada por Él durante su misión mesiánica. Esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el : momento de la concepción y nacimiento de Jesús, porque desde entonces era «la que ha creído». «Dichosa tú que has creído» (Le 1,45), es lo que le dice su parien•te Isabel. Es la que ha creído. Su maternidad está im•pregnada de esta fe. Es una maternidad plena, nueva, que es la que va a aparecer en la palabra de Jesús en la cruz: «Ahí tienes a tu Madre», Madre con esa maternidad nueva. Hemos visto en el momento de las bodas de Caná la comprensión mutua que se da entre Jesús y María, la íntima unión espiritual entre los dos. «En ese hecho -dice Juan Pablo II-, se delinea con bastante claridad la nueva dimensión de la maternidad de María». Aparece en esa vinculación a Cristo, un significado que no está exclusivamente en las palabras de Jesús, pero que está ahí. María se pone en medio, se hace mediadora, no como una persona extraña sino en su papel de madre. Esto es lo propio de María en las bodas de Caná: se introduce ahí no como desde fuera, no, ¡es la Madre! Dijo al Hijo: «No tienen vino», intercede por los hombres. Hay un desarrollo de la maternidad, y la culminación de esta se da en la palabra de Jesús en la cruz. Tenemos que admitir ese progreso de maternidad nueva en María. Está desde el principio, pero a medida que Ella crece en el itinerario de la fe, asimila esa nueva maternidad de una manera más plena, hasta el final. Antes de entrar en la explicación de la palabra de Jesús en la cruz, voy a hacer una referencia al sacer-

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dacio de Jesús, que nos va a servir para hacer una aplicación a la Virgen. En la Carta a los Hebreos, la carta que nos habla del sacerdocio de Cristo, hay una serie de afirmaciones sumamente profundas, que en cierta manera nos suelen sacudir y nos resultan novedades que nos dan una especie de latigazos interiores, que a veces queremos superar no aceptándolas del todo, diciendo que son maneras de hablar o cosas así. En realidad hay unas expresiones muy claras, impresionantes, dice así: «En los días de su vida mortal, habiendo presentado con violento clamor y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su piedad. Aunque era Hijo, aprendió por lo quepadeció la obediencia, y hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen; proclamado por Dios sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Heb 5,7-10). Esta es la gran frase. De modo que Jesucristo se presenta aquí: «En los días de su carne, ofreció preces y súplicas con clamor fuerte, con lágrimas. Fue escuchado por su reverencia». Y ahora viene lo curioso: «Y aunque era Hijo, aprendió por lo que padeció la obediencia y, hecho perfecto ... ». Es muy claro en la Carta a los Hebreos: Jesús obtiene, podríamos decir, la perfección de su sacerdocio por la Pasión. Es perfeccionado en su sacerdocio, hecho perfecto. La palabra «hecho perfecto» tiene un doble significado en el lenguaje ritual del Levítico: «consagrar sumo sacerdote» y «hacer perfecto», y los dos tienen lugar aquí. La idea viene a ser esta: Jesucristo es Sacerdote,, pero es consagrado sumo Sacerdote al morir en la! cruz. La inmolación de la cruz es más bien el sacrifi-.

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cio consacratorio. Había un sacrificio de consagración del sacerdote. Y ahora es cuando Jesús es plenamente Sacerdote ante el Padre. Es el sumo Sacerdote se!gún el orden de Melquisedec. Ahora está ante el Padre intercediendo por nosotros, ha entrado en el santuario. Pero ese proceso le ha hecho perfecto. ¿En qué le ha hecho perfecto? La Carta a los Hebreos pone dos cualidades del corazón sacerdotal: la misericordia y la obediencia. La obediencia en relación con Dios, 1sacerdote fiel, sacerdote obediente; y la misericordia · respecto de aquellos por los que ofrece, por los que es , sacerdote. Y hace notar que es asumido uno, no que no tenga ninguna relación con aquellos por los que . tiene que ofrecer el sacrificio, sino un sacerdote que pueda compadecer con nosotros. El concepto de fidelidad y obediencia es una característica del corazón ·que lo relaciona con Dios. El concepto de misericor.dia es un sentimiento de solidaridad, una compasión de los hombres, que sea sensible a sus males, a sus necesidades. Entonces viene a decir: la Pasión perfeccionó la obediencia y la misericordia de Cristo. Por eso indi! ca: «de lo que padeció, aprendió la obediencia». Quiere decir, la obediencia de Cristo se consuma cuando da la vida por obediencia. Es la obediencia suprema, es la perfección de la obediencia. El corazón obediente ha llegado a su grado supremo. Y la misericordia, porque por lo que padeció comprendió nuestras miserias, nuestros sufrimientos, nuestra debilidad, nuestro pecado, nuestras fatigas, nuestro dolor. «Tenemos un pontífice que sabe compadecerse de nuestras miserias, puesto que ha sido hecho semejante a nosotros en todo menos en el pecado».

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Tenemos esta idea en la Carta a los Hebreos: la Pasión perfeccionó a Cristo como Sacerdote, lo llevó a la cumbre, y entonces es consagrado sumo Sacerdote. Es una idea muy hermosa que podría expresar grá~­ camente: yo voy a leer la vida de Cristo y veo en El una obediencia estupenda al Padre: «hago la voluntad del Padre», «lo que agrada al Padre lo hago siempre» (Jn 8,29). Muy bien. Veo la misericordia: cómo s~ cm~­ padecía de las multitudes que estaban como oveJaS sm pastor, cómo cuando llega a la tumba de Lá.zaro llora, llora porque tiene esa compasión. Y digo: SI Jesús era así de obediente, si Jesús era así de compasivo, en el cielo lo es más todavía, porque aprendió por la Pasión la obediencia y la misericordia. Y ahora es más compasivo, y ahora es más fiel, más obediente, más unido al Padre. Ha llevado hasta la cumbre su obediencia y su misericordia por la Pasión. Con esto entendemos la frase de la Carta a los Hebreos: «Hecho perfecto, se convirtió en c~usa de salvación eterna para los que le obedecen a El, pues fue proclamado por Dios sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec». Así, «hecho perfecto es proclamado». No dice: es constituido, «es proclamado sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec». Pues bien, hay una gran analogía entre el sacerdocio ¡ y la maternidad. La maternidad tiene también un doble aspecto, que podemos llamar de obediencia, en cuanto que el amor virginal de María es escucha de lapalabra y obediencia. Es lo que podemos llamar din:en-' sión virginal de la maternidad. Y luego, la maternidad: como generación: en ese amor virginal y en esa entrega¡ y obediencia virginal engendra, y engendra con la ca-

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ridad misericordiosa hacia los hijos, hacia el hijo que engendra, hacia los hermanos del Hijo. Es una semejanza. Diríamos que así como hay una obediencia y misericordia, en el corazón materno hay una dimensión de amor virginal-esponsalicio y de amor materno, una correspondencia. Entonces, podemos decir esto en analogía: como Je• sús en su sacerdocio fue hecho perfecto como Sacerdote, María es hecha perfecta en su corazón materno : y es proclamada Madre en la cruz. En una correspondencia a lo que dice «es proclamado Sacerdote», María es proclamada Madre y es proclamada Reina. Reina y Madre como resultado de la Pasión, en su asociación a la Pasión d~Cristo. Esto es lo que nosotros escuchamos en la palabra de Jesús en la cruz. ¡Es proclamada ·Madre, porque es perfeccionada como Madre! Llega el momento cumbre de su maternidad, un momento cumbre que ha sido preparado por todo ese proceso. Al lado de Jesús, Ella ha ido creciendo en su caridad materna ' ha ido creciendo en su unión, en su asociación a Cristo; y ha ido creciendo también en su amor a los hombres a ' los redimidos por su Hijo, que serán sus hijos. Y de esta manera llega a la cumbre. Así podemos entender ese momento culminante que es la palabra de Jesús en la cruz, llegamos así hasta . ese momento supremo. Con una maternidad que va a durar para siempre, como el sacerdocio de Cristo dura para siempre, se mantiene y se actúa hasta el fin de los tiempos, y la maternidad de María también. Como dice el Concilio: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia hasta la consumación de todos los elegidos» (LG 62). Y tiene con nosotros un amor, como el que tiene una madre que ha pasado do-

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lores de parto por su hijo. Ella ha pasado ese momento de la muerte de Jesús en la Pasión, que Jesús asemeja a la mujer que sufre dolores de parto, que llora en este momento de su hora, pero que luego se alegra porque ha dado al mundo un hombre más. Vamos a ese pasaje cumbre del evangelio: «Junto a la cruz -dice san Juan-, estaba su Madre, y estaba de pie, y la hermana de su Madre, María la mujer de Cleofás y María Magdalena. Jesús viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dice a la Madre: Mujer, ahí tienes a tu Hijo; luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre lo suyo». De este momento dice Juan Pablo II: «Si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente». Es lo que llamaríamos proclamada. «Emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor». Emerge, podemos decir, de la maduración definitiva del sacerdocio de Cristo por el misterio pascual, la maduración definitiva de la maternidad de María. «La Madre de Cristo es• entregada a cada uno y a todos los hombres como Madre». Es entregada, veremos esto. · «Este hombre junto a la cruz es Juan, pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María Madre de Cristo, Madre de los hombres. Esta nueva maternidad de María es fruto del nuevo amor que maduró en Ella definitivamente junto a la cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo». Es el momento supremo, ahí culmina sumaternidad para con los hombres. Su maternidad, diríamos, desde el punto de vista subjetivo, porque se reali-

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za desde el punto de vista objetivo. Es donde se cumple su maternidad. Vamos a detenemos en estas palabras de la cruz. Primero, tenemos que decir que María «está de pie». Estaban Ella y esas mujeres que la acompañaban, pero pongamos la atención en María, porque es la que tie1 ne aquí un puesto central. Se dice de Ella que «estaba de pie junto a la cruz». Ahora bien, ese estar de pie es postura sacerdotal del que ofrece. En la Carta a los Hebreos se dice expresamente: «Los sacerdotes estaban cada día de pie ofreciendo» (Heb 1O, 11 ). «María estaba de pie». No simplemente estaba ahí arrodillada o cohibida o caída. «Estaba de pie junto a la cruz», es postura sacerdotal. Jesucristo está ofreciendo su sacrificio y María junto a Él. En María no hay un mínimo signo de pretensión o voluntad de que Cristo baje de la cruz. Se podían oír gritos que decían: «¡Baja de la cruz y creeremos en ti!». La postura de María es de aceptación, de ofrecimiento, está ahí asociada a la Pasión. Si podemos ponderar justamente viendo en estéreo la cruz, veremos no solo que Jesús está ahí colgado, sino que el Padre lo ofrece, el Padre lo entrega a la muerte. El Padre nos ha entregado a su Hijo, eso se está viendo. Pero estamos viendo también y lo debemos ver, ¡que la Madre entrega a su Hijo! María está entregando a su Hijo. En este momento culminante, María no solo está resignada ·sino ofrece a Jesús, no lo quiere retener; con una unión inmensa, con una unión profundísima de amor, pero lo está ofreciendo. Este es el momento, así está. Y ahí es donde hay un paso en el texto griego progresivo, en el que primero se dice que estaba «su Ma-

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dre» y luego dice: «Y dijo a la Madre: Ahí tienes a tu, hijo». «A la Madre» con artículo, no «Su Madre». Luego aquí hay un paso: «su Madre», «la Madre», «ahí tienes a tu Madre», es como un paso de propiedad. Palabras trascendentales que tienen un sentido no privado, como si fuera un asunto privado de Cristo. Se ha podido interpretar así y se ha podido decir cuando se llega a este momento: eso era que Jesús estaba preocupado porque quedaba su Madre, y para que no quedara sola, le confía simplemente a Juan que la cuide. No, no es asunto privado. ¿Por qué? Pues porque en este momento san Juan recoge textos de carácter mesiánico, todos los que él va recogiendo en estas escenas. Y este texto ocupa un lugar central, es el punto central de los cinco pasajes mesiánicos de Juan. Añadamos a esto otra razón: porque más que encomendar María al cuidado de Juan, encomienda a Juan al cuidado de María. Se dirige a Ella primero y le dice: «Mujer, es tu hijo, ahí tienes a tu hijo», más que el contrario. Tercero: en primer lugar estaban presentes las· mujeres, «su hermana, María de Cleofás, María Magdalena». Le encomendaría normalmente a alguna de sus. hermanas. Probablemente estaba allí presente la madre. de Juan. Y es bien extraño que estando allí la madre de Juan, le diga a él: «Ahí tienes a tu Madre», de la Virgen, como cuidando él personalmente de Ella. Tiene un sen-' tido mesiánico, y tenemos que leerla en el sentido que Juan Pablo II recoge. Orígenes fue un hombre que retrasó siempre el comentario del evangelio de san Juan porque no tenía la paz suficiente que, según él, debía tener para comentarlo. Pasaba persecuciones, problemas, y decía: para

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comentar el evangelio de Juan hace falta una serenidad absoluta. Y en el Prólogo dice estas palabras tan bonitas: «Digamos audazmente que las primicias de todas las Escrituras son el evangelio; y las primicias de los evangelios, el evangelio escrito por Juan, cuyo sentido nadie puede percibir si no ha descansado sobre el pecho de Jesús, como Juan, o si no ha recibido de Jesús a María como Madre suya». Y por eso añade: «Jesús dice a su Madre que Juan muestre que es Jesús, por lapa,labra misma de Jesús; porque si no hay ningún hijo de María sino Jesús, y Jesús dice a su Madre: "Ahí tienes a tu Hijo" y no le dice: "Ahí tienes a 'otro hijo tuyo'", es lo mismo que decirle: Ahí tienes a Jesús, al que engendraste. Y quien es perfecto ya no vive él, sino vive en él · Cristo. Y si vive en él Cristo, se dice de él a María: Ahí tienes a tu hijo Jesús, ahí tienes a tu hijo Cristo». Es una exposición preciosa. Hay que descansar en el Corazón de Cristo para entender el evangelio de san Juan, o hay que recibir de Cristo a María como Madre, de manera que Jesús nos muestre como a Él mismo: «Ahí tienes a tu hijo», es decir «ahí tienes a tu Jesús». Es pues, una palabra mesiánica. Ante todo se trata de «la hora» de Jesús. En las bodas de Caná Él había dicho: «no ha llegado aún mi hora». Ahora es «la hora». Y en esa hora de Jesús en que Él está redimiendo al mundo en el momento culminante -toda su vida es redentora pero la cruz es la cumbre, la plenitud de esa redención, hacia lo que se ordena todo-, y en ese momento es cuando Jesús, en las palabras que pronuncia está manifestando los matices diversos de la redención: es perdón de los pecados, es creación nueva, es filiación, etc. Ahí vemos los matices diversos de esa redención.

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Entonces, en ese momento en que María está ofreciendo Cristo al Padre, se está ofreciendo con Cristo al Padre. Como dice Juan Pablo II, es cuando madura definitivamente el nuevo amor de la Virgen por medio de su participación en el amor redentor del Hijo. María está participando en el amor redentor del Hijo, está identificada, compenetrada con Él, ofreciendo la vida de Jesús y la suya con Él, entregándose a sí misma. La espada de dolor que atraviesa a Cristo, atraviesa también su Corazón, está viviendo unida. O como lo expresa Juan Pablo II, el Señor acoge la oblación de los dos corazones, los dos corazones están unidos. Y después que ha pedido el perdón: «Perdónales porque no saben lo que hacen»; después de que ha prometido: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso»; ahora le dice: «Mujer, mira a tu hijo». Esto es el testamento de. la cruz, en términos de Juan Pablo II. Es la palabra del testamento de Cristo, es el testamento que Él deja. Indudablemente hay aquí un pandán del Génesis: la mujer en aquella lucha de la serpiente. Es el momento culminante de esa lucha, momento central. Y María está ahí, no solo porque ha dado a luz un Hijo, el cual luego vence a la serpiente en una lucha, sino porque Ella está asociada como nueva Eva a ese Adán que va a formar la creación nueva, y va a estar como Madre de los vivientes en el acto redentor. Jesús entonces, que está ya ofreciendo, que está realizando la redención del mundo, ve a la Virgen y a Juan. Juan como discípulo representa en este lugar la Iglesia; es la humanidad que contempla con fe a Cristo redentor. Y María, Madre de la Iglesia, está ahí al pie de la cruz. Es momento culminante para Jesús porque está terminando su obra, dejando sobre la tiena la Iglesia

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que ha de continuar su labor, ha de ser instrumento de Cristo glorioso para llevar a término la redención. Y en ese momento, Jesús dice a su Madre, a «laMadre»: «Mujer, mira a tu hijo». Hay que sacarle todo el jugo que tiene a esta palabra, porque a veces se dice: «Mira, he ahí a tu hijo», y se suele entender fácilmente como que se le encomienda a Ella. Ahora, encomendar a una persona como hijo no es que es madre, sino suele tener el carácter de que le acoge, lo toma como hijo. «He ahí a tu hijo, tómalo como hijo». Pero no es ese el sentido de la palabra, ni mucho menos. Es una palabra de una enorme fuerza. En el evangelio de san Juan, la palabra griega que está aquí y que traduce el latín «ecce», es «idoú», mira. Es una invitación a mirar, «mira». Y esa invitación a mirar es invitación a hacerlo con fe, a mirar más allá de lo que captan los sentidos. Entonces Jesús le viene a decir en ese momento: «Mujer, mira a tu hijo», que es de una fuerza muy grande. No es: mira, considéralo como hijo, sino «mira a tu hijo». Cuando Juan el Bautista ve pasar a Jesús cerca del Jordán y él se encuentra con dos de sus discípulos y les dice: «Mira el cordero de Dios», no les dice: mirad, consideradlo como el cordero de Dios, tomadlo como cordero de Dios, sino les está diciendo: mirad con mirada penetrante, que ese es el cordero de Dios. «Mira el cordero de Dios que quita, llevando sobre sí, el pecado del mundo». Pues bien, creo que tenemos que entender de la 1misma manera, Jesús en este momento le dice aMaría: «Mujer, mira a tu hijo». ¡Es tu hijo!, «mira». Viene a indicarle la penetración en fe de la fuerza generadora de la redención. Está naciendo una nueva huma-

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nidad y María es Madre de esa nueva humanidad, la está engendrando con Cristo, asociada a Cristo como Madre de la nueva creación. Mira, tu hijo, es Juan, Juan que representa a todos y a cada uno de los miembros de la Iglesia. Juan es el signo de la Iglesia. Está naciendo la Iglesia y María es Madre de la Iglesia, es así. «¡Mira a tu hijo!» Es ese amor materno de María, amor generador que, como Cristo Sacerdote está redimiendo al mundo, María Madre está engendrando con Cristo Sacerdote a ese mundo nuevo, a esa humanidad nueva. «Mira a tu hijo». Y luego le dice a Juan, al discípulo amado, representante de la humanidad nueva: «Mira a tu Madre». Lo mismo, no le dice: tómala como Madre tuya, sino «mira a tu Madre». Esa humanidad que nace tiene que levantar su mirada hacia la Madre que la engendra, que es la Virgen. Es Cristo el verdadero Mediador y Redentor. Pero María es asociada de verdad, por voluntad de Dios, colaborando a esa redención, colaborando a esa generación de la humanidad nueva. «Mira a tu Madre». Y nosotros tenemos que oír esa palabra dirigida a cada uno de nosotros: «Mira a tu Madre», ¡mira! ¡Es verdad, es mi Madre! «Y desde ese momento el discípulo la recibió entre lo suyo». ¿Qué significa «la recibió entre lo suyo»? Juan Pablo II se alarga en esta explicación, y viene a concluir lo que ya en la exégesis actual se asume. Se traduce a veces: «la recibió en su casa». Juan no tenía su casa, lo había dejado todo; por lo tanto, no podía recibirla en su casa. El sentido es este: desde aquella hora, dice el evangelista. Desde la hora de la cruz, desde la hora de la redención, «la hora», el discípulo de Cristo -es todo dis-

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cípulo, cada discípulo, el discípulo como representante de la Iglesia-, recibe a María entre lo suyo. Quiere decir, entre los elementos que le constituyen discípulo. Dicho de otra manera, ya no puede ser discípulo de Cristo sin ser hijo de María. El ser hijo de la Virgen es constitutivo del ser discípulo de Cristo. El discípulo recibe a María entre lo suyo, lo que le constituye a él discípulo, con los sentimientos de hijo, con la actitud de hijo hacia María, con la confianza filial a Ella. Y María acompañará siempre al discípulo, que tiene ya como elemento constitutivo suyo la actitud filial hacia Ella. Creciendo cada vez más en su misericordia de madre, en su amor materno, llega el momento culminante en que Ella misma madurada por la Pasión, por su compasión con Cristo, es proclamada Madre de la humanidad nueva, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros. Quiero terminar con una referencia a la maternidad personal sobre cada uno de nosotros. La maternidad de (María en el momento de la cruz tiene una diferencia : respecto al sacerdocio de Cristo y a la generación de Cristo, a saber: Cristo en el momento de la cruz me conoce y muere por mí. Eso tengo que afirmarlo con san Pablo, el cual dice claramente: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí». Y Jesús no se entrega a la muerte por mí si no meconoce; de lo contrario, no se entrega por mí. Es pues, conocimiento personal de cada uno de nosotros. Lo dice también en la parábola o en la imagen del buen Pastor: «El buen pastor conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, da su vida por ellas». María, en cambio, en este momento no me conoce a mí, no tiene conocimiento de lo que yo soy. María es

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Madre de cada uno de nosotros y en cierta manera llega a nosotros en ese momento, en cuanto que se une a la intención redentora de Jesús. Y uniéndose a lo que Jesús conoce y Jesús ve, ofrece también Ella su sufrimiento y la Pasión de Jesús por mí, pero no conociéndome a mí,, sino a través del Corazón del Señor que me conoce. Pero hay un segundo paso: la actuación en la historia de su maternidad respecto de mí. Entonces tenemos que decir: María, que sabe que es Madre mía, me acoge personalmente a mí. Así como en el Bautismo nosotros somos engendrados hijos de Dios, también en ese momento somos engendrados por María, hijos de María. Tenemos que admitir en el Bautismo una presencia de!.' la Virgen, porque no podemos ser hijos de Dios sin ser hijos de María, por lo que hemos dicho: «ahí tienes a tu hijo». María, deliberada y conscientemente, ha aplicado a mí concretamente su maternidad de la cruz, y ha sido por un acto libre. Su maternidad se actúa así, y por eso yo se lo tengo que agradecer. Así como yo agradezco a mi madre que me haya querido tener como hijo, porque hay tantas madres que rechazan al hijo; pues de una manera parecida, más todavía, tengo que agradecer a la Virgen que me haya querido como hijo. Y yo tengo que acogerla también, lo mismo que Juan, como Madre, ¡porque es mi Madre!, y siendo mi Madre tengo que acogerla. Por eso, «desde aquella hora el discípulo la acogió entre lo suyo». También yo tengo que acoger a María entre lo que me constituye discípulo de Cristo. Según la palabra de Pablo VI 1 en uno de sus discursos en Cerdeña, decía así: «No podemos ser cristianos sin ser marianos», no podemos ser cristianos sin ser hijos de María. Es imposible, es constitutivo de nuestro ser cristiano.

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Así tenemos que recibir nosotros este testamento de Jesús. Todo esto es un proceso, no es algo exterior, es la obra de maternidad de María, es su asociación, a través de una preparación por parte del Señor, de esa nueva maternidad. No es la mera maternidad carnal. Es esta nueva maternidad en la fidelidad de la fe, en el ardor de la caridad, en el amor materno, en el cual le va madurando el Señor hasta la cumbre del Calvario. Y entonces, dirigir nuestra mirada hacia María, confiando en Ella como mediadora nuestra, y sintiéndonos íntimamente verdaderos hijos que la aman como verdadera Madre.

13.a MEDITACIÓN MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y EN NUESTRA VIDA

Hemos ido viendo la figura de María, su itinerario de la fe hasta la culminación de la proclamación de su maternidad en san Juan. Hay un proceso que podríamos llamar de perfeccionamiento de su corazón materno. Y en el momento de la cruz, por la Pasión también María es hecha perfecta Madre y es proclamada Madre nuestra desde la cruz por el Señor. Aquí va a empezar la segunda etapa de la maternidad de María. Así como en Jesús comienza la actuación de su sacerdocio pleno por la resurrección y por la glorificación a la diestra del Padre, también comienza esta etapa de la maternidad de María, la que podemos llamar etapa eclesial. A ella vamos a dedicar esta meditación: «María en la vida de la Iglesia y en nuestra vida». Juan Pablo II termina la primera parte de la encíclica Redemptoris Mater, como paso a la segunda, haciendo ver que la persona de María une la Encarnación del Verbo y el nacimiento de la Iglesia: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. Hemos visto, María interviene en la Encarnación del Verbo, luego continúa, tiene su itinerario de fe. Es «bienaventurada porque ha creído». Pero no es solo un momento, sino va creciendo en esa fe y va realizando su itinerario. El itinerario de fe de María en un determinado momento se sobrepone y se une al itinerario de fe de la Iglesia, y el puente se

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el puente se realiza en Pentecostés. En la Resurrección de Jesús y en Pentecostés María, en la cumbre de su itinerario de fe, se une a la Iglesia y sostiene el itinerario de fe de la Iglesia. Y la idea de Juan Pablo II en el fondo -reconozco que no siempre es fácil-, viene a decir esto: La acción materna de María estará siempre interviniendo, matizando, marcando la fe de la Iglesia en su itinerario hasta el fin de los tiempos. Juan Pablo II de detiene en el cenáculo, en ese momento de Pentecostés y en las consecuencias que derivan de ese momento, dice así: «La que está presente en el misterio de Cristo corno Madre en la Anunciación y a lo largo de la vida de Jesús, por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo se hace presente en el misterio de la Iglesia». También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna. La Madre de Cristo corno tal tiene una presencia materna en la Iglesia, corno indican las palabras de la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». «Ahí tienes a tu Madre». Vamos a fijarnos en ese momento histórico y luego la veremos en acción.

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En el momento histórico del cenáculo, la Iglesia ha comenzado una peregrinación de fe, porque está constituida por los hombres que han creído en Cristo, han mirado a Jesús, han reconocido en Él la revelación del Padre y han acogido el amor que el Padre les ofrece en la cruz de Cristo. Por eso es «la congregación de todos los creyentes que miran -mirada de fe- a Jesús corno , autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz» (LG 9). Son palabras del Concilio Vaticano II al hablar de lo que es la Iglesia. Ese caminar de la Iglesia es semejante al de la antigua alianza, cuando el pueblo caminaba a través del

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desierto. (Se ha hablado muchas veces de una espiritualidad del éxodo). De una manera parecida, la Iglesia en camino va a través de los pueblos, del desierto del mundo. Ese camino tiene también un carácter exterior: hay una Iglesia que a lo largo de la historia aparece en medio de la humanidad y en medio de los pueblos caminando. Debe extenderse por toda la tierra, y por eso el camino de la Iglesia entra de hecho en la historia humana rebasando el límite de los tiempos y de los lugares. Va caminando. Sin embargo, el carácter esencial del camino de la Iglesia es interior. Se trata de peregrinación en la fe, no solo de unos hechos, de una huella que se ve a lo largo de la historia. Es un peregrinar en la fe, es un madurar en la fe, es un acercarse a la unión con el Señor por la fuerza de Cristo resucitado. Peregrinación en el Espíritu Santo que es Consolador de la Iglesia. Y en este camino María está presente. O sea que, la , Iglesia se va a desarrollar, va a crecer, va a extenderse. Pero no olvidemos, el crecimiento de la Iglesia es in- • terior. Es un camino de fe, el que lleva la Iglesia. María está presente porque es «dichosa por haber creído», porque es la primera creyente, y su fe está influyendo en la fe de la Iglesia. Este es el argumento de Juan Pablo II, su presentación: Es la que avanzaba en la peregrinación de la fe, participando corno ningún otro del misterio de Cristo. Por eso María, que entró en la inti-• rnidad del misterio de Cristo, entra en la historia de la salvación y refleja en sí las grandes exigencias de la fe .. En Ella se han realizado las grandes exigencias porque Ella es el modelo cumbre, es miembro supremo de la Iglesia, el más eximio, y en Ella se ha agudizado lo que es la revelación de Dios y lo que es la respuesta de

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fe del hombre. Por eso para la Iglesia es como un modelo supremo. Está junto a ella, y no solo como una referencia exterior a la que dirigir la mirada, sino como una presencia que continuamente está alentando su actitud de fe, su actitud de vida interior. «Entre todos los creyentes María es, dice, como · •un espejo donde se reflejan las maravillas de Dios». :«Como un espejo» uno mira, y en María está como palpando las maravillas de Dios y eso le alienta. Entonces su fe se robustece gracias al itinerario de fe de la Vir. gen. El itinerario de fe de la Virgen está sosteniendo la fe de la Iglesia, está cerca, está ahí junto a ella. La Iglesia se hace plenamente consciente de esas maravillas de Dios el día de Pentecostés, cuando quedaron los apóstoles llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas. Desde ese momento empieza la peregrinación de la Iglesia, que ha reconocido las maravillas de Dios y las canta con la fuerza del Espíritu Santo. Y ahí está presente María, implorando el don del Espíritu Santo sobre la Iglesia. Ahí es donde se sobrepone la fe de la Iglesia a la fe de María. Es el momento puente, que María vive vitalmente, realizando en Ella su itinerario de fe. Y ahí es donde María actúa. Es personal -quizás podemos decir, original en Juan Pablo II- el desarrollo de algo que aparece en toda la tradición y en el mismo evangelio: el hecho de que María está presente en Pentecostés y el establecer esa relación entre Pentecostés y la Anunciación. En efecto, por la Anunciación, María, que ha recibido el Espíritu Santo, se ha convertido en la esposa fiel del Espíritu, acogiendo al Verbo de Dios y prestando su homenaje de entrega

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total ~ es~ palabra de Dios y abandonándose a ella por la obed1encm de la fe. Es la respuesta de María: «He aquí la esclava del Señor». Ahora bien, ese camino de la fe es más largo que el de los que están allí en el momento de Pentecostés. María llega ahí después de un itinerario más largo. Por eso María les precede, marcha delante de ellos en el itinerario de la fe. El momento de Pentecostés ha sido, · preparado pues, además de la cruz, por el momento de la ~nunciación de Nazaret. Desde entonces les ha precedido. En la cruz estaba Juan, pero María venía desde mucho. más atrás, y Pentecostés se ha preparado desde' el comienzo, desde la Anunciación. ' ~Qui~nes estaban en el cenáculo? Estaban los que hab1an s1do llamados por Jesús y habían sido constitui~os. apóstoles. Les había enviado el Señor, les había ya 1~d1cado que tenían que ir por toda la tierra para ser testigos; habían recibido la misión de Cristo, que es la que entonces les congrega para que den testimonio. María no recibió esa misión apostólica. No está ahí por ese título. Ella no se encontraba entre los que Jesús enviaba a predicar el evangelio por todo el mundo cuando les confirió esta misión. Entonces, ¿a título de qué estaba? Cuando los apóstoles se preparaban para recibir la venida del Espíritu de la Verdad, «en medio de ellos María -dice el texto-, perseveraba en la oración como Madre de Jesús». La Madre de Jesús estaba con ellos persevera~a en la oración. Ellos están a título de apóstoles enviados al mundo; María está con el título de «Madre de Jesús». Y al decir Madre de Jesús tenemos que ~nte~der ya ahora, Jesús crucificado y resucitado, el m1~teno de Jesús. Aquel grupo, cuando habla y mira : a Jesus lo ve como Autor de la salvación; y cuando ha-

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bla de la Madre de Jesús era consciente de que Jesús, el Autor de la salvación, era Hijo de María. Ella, como Madre era, desde el momento de la Concepción y del Nacimiento de Jesús, testigo singular del misterio de Jesús. Ellos son portadores, testigos de Jesús; y está con ellos un testigo especialísimo, único, de ese que es el Autor de la salvación. Y María está rezando, orando con ellos, como ese testigo único, especial. Y aquí viene una observación muy profunda, dice así: «La Iglesia desde el principio mira a María a través de Jesús». Ve a María como la Madre de Jesús, la con: sidera Madre del Autor de su salvación. «Pero al mismo tiempo mira a Jesús a través de María, porque mira aJesús a través del testigo privilegiado que es María». Aquí hay una idea que, evidentemente, Juan Pablo II no desarrolla, pero que está en su corazón, sin duda alguna. Es la que promovió particularmente san Maximiliano Kolbe con su «Milicia de la Inmaculada». Juan Pablo II conoció a san Maximiliano, tuvo contacto con esa Milicia y en él se advierten rasgos de su espiritualidad. Él desarrollaba mucho esta idea, que es sólida y que Juan Pablo II la presenta con toda la riqueza de una enseñanza porque es sólida, no porque es capricho de uno. La idea de Maximiliano Kolbe, a la que él llevaba a sus fieles, lera esta: «Amar a Jesús con el Corazón de la Virgen y · .r·amar a María con el Corazón de Jesús». Esa era su idea ·y es la que aquí aparece: «La Iglesia desde el principio mira a María a la luz de Jesús y mira a Jesús a la luz del corazón de la Virgen, de ese testigo privilegiado que ha tenido una fe excelsa, que ha sido bienaventurado porque ha creído». Pero esa fe no es una especie de afirma. ción de sequedad. Ha vivido la fe, y por tanto, ha tenido

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un conocimiento único porque Ella es de los pobres a quienes se ha revelado el misterio de Cristo. María está ahí en el grupo de aquellos que constituyen, diríamos, «el cuerpo expedicionario» de la Iglesia, que van a recibir el Espíritu Santo. Y está entre ellos rezando, como testigo privilegiado del misterio de Jesús, no como quien es enviada a anunciar como ellos, con una misión apostólica. Y consiguientemente, dice Juan Pablo II, fue para la Iglesia de entonces y de siempre, un testigo singular de los años de la Infancia de Jesús y de la vida oculta en Nazaret, cuando «conservaba cuidadosamente todas esas cosas en su corazón». Y es de Ella el testimonio y a Ella debemos el conocimiento de esos misterios de la Infancia. Evidentemente no son parte del «kerigma», del anuncio o mensaje lanzado a la multitud. A la multitud se le presenta el misterio de Cristo muerto y resucitado por nosotros. Pero nos lleva y nos introduce por los misterios de la Infancia, al conocimiento contemplativo de la penetración más profunda del misterio de Cristo. Los misterios de la Infancia no son como la punta de lanza de la predicación, sino como la sustancia de la vida contemplativa, de la penetración silenciosa en el misterio de Cristo y en las riquezas del Corazón del Señor.

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Esa conexión que Juan Pablo II establece: el itine- • rario de fe de la Iglesia encuadra en el itinerario de fe • de María, y María está en ese «puente» en el momento de Pentecostés. María ha sido la primera en creer. En la Iglesia de entonces y de siempre, María es la que sobre todo es «dichosa porque ha creído». Así está asistien- . do a la Iglesia. María había recibido esa palabra, creyó, tuvo las pruebas de la fe, como indicábamos en las me-

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ditaciones pasadas. Llega el momento culminante del Calvario, de la cruz, y María aguanta. Y en la Resurrección se revela ya Jesús como el triunfador de la muerte, como el Señor «cuyo reino no tendrá fin», como se le había anunciado en el momento de la Encamación. Pero el camino fue muy distinto del que podía imaginar, fue a través de la contradicción que le había manifestado el anciano Simeón. Y ahora vemos a María: «la Iglesia perseveraba siempre constante en la oración junto a Ella», estaba con los primeros, en los primeros momentos después de Pentecostés. En aquellos primeros pasos que daba la Iglesia, Ella está ahí siempre como testigo excepcional del misterio de Cristo. La Madre de Jesús está con la Iglesia, y eso pasará siempre: «perseveraba constante en la oración junto a María», y al mismo tiempo, la contemplaba a la luz del Verbo hecho Hombre. Contemplaba a Cristo junto a María, y contemplaba a María a la luz del Verbo hecho hombre. ' Es lo que sucederá siempre en la Iglesia: nosotros estaremos orando con María, Ella se presentará siempre orante. Fijémonos en las manifestaciones a las que voy a hacer referencia enseguida, cómo María aparece con las manos juntas orando, en Lourdes y en Fátima; y nos une a su oración, oramos junto a Ella. Pero la contemplamos también en su gloria de Madre del Verbo hecho Hombre. Siempre volvemos a esa idea: «ver a Jesús desde el Corazón de la Virgen, ver a María desde el Corazón de Cristo». María está unida indisolublemente al misterio de Cristo. Se puede decir -Juan Pablo II lo afirma así-, que esta fe de María, que señala el comienzo de la Nueva

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Alianza. de Dios, precede al testimonio apostólico de la Iglesi~. ~1 de~ir precede no es en sentido temporal o cro~ologico, smo que condiciona, está influyendo en el testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia como patrimonio de la revelación d~ Dios. Po~ eso .podemos decir que todos los que reciben el testlmomo apostólico participan de esa herencia, participan en cierto sentido de la fe de María. Esta es un~ i.dea nad~ sup~rficial, muy profunda. Nosotros, al reci?Ir el testlmomo de los apóstoles, lo recibimos c.omo _Impregnado de la fe de María que está en el testimomo apostólico, toda la Iglesia participa así de la fe de María. El magnificat, cuando dice: «me felicitarán todas la.s generaciones», parece indicar que todas las gener~cwnes perpetuarán por su vida, la felicitación de su ~anente Isabel que ha dicho: «Dichosa tú, la que has creido». «T~d~s las generaciones me felicitarán» porque han participado de mi fe. Es verdad que a medida que se penetra en el conocimi~nto de Cristo, se entra en María, siempre.; No olvidemos que la primera definición de Éfeso del la maternidad divina de María, era porque se esta-i ba pro~ndizando en el misterio de Cristo; y al querer\ p~ofun~Izar. y expresar el misterio de Cristo, se expreso el misteno de la Maternidad divina de María. Al deci:: si e~ un hombre que es elevado a la dignidad de H~JO o SI desde el primer instante era Hijo de Dios, era Dws, se proponía lógicamente el que María era Madre ~e Dios, no Madre de un hombre que es Dios luego, smo es Madre de Dios. Y ahí vino la proclamación ~e la «theótocos», de la Madre de Dios, del Concilio de' Efeso. ~e p~netra en el misterio de la Virgen entrando · en el misteno de Cristo.

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«María está siempre presente en la misión y en la obra de la Iglesia, que introduce en el mundo el reino de su Hijo». Tenemos que perseverar en oración con María, la Madre. Ella está presente. Y ahí es donde hay que vivir todo el camino de la Iglesia. Juan Pablo II aquí nos pone en plano inclinado para que me refiera de manera especial a algunas de las manifestaciones recientes de la Virgen. Hace notar que realmente la Virgen está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en el mundo el reino de su Hijo, y dice que esta presencia de María tiene muchos medios de expresión y un gran radio de acción, como lo ha tenido a lo largo de toda la historia. «Por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio también de las tradiciones de las familias cristianas o iglesias domésticas, de las comunidades panoquiales y misioneras, los institutos religiosos que se dedican a propagar la devoción a la Virgen en medio del pueblo cristiano; por medio de la fuerza atractiva de los grandes santuarios, que son como puntos de apoyo de la actuación de esa presencia. Los grandes santuarios marianos en los que no solo los individuos o los grupos locales sino a veces naciones enteras buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es «bienaventurada porque ha creído». O sea que, es la primera entre los creyentes, y por eso es Madre del Emmanuel. Este es el mensaje de la tien·a de Palestina, de tantos templos que en Roma y en el mundo entero, la fe cristiana ha levantado a la Virgen». Juan Pablo II ha expresado la técnica interior teológica del proceso de la presencia y de la fe de María en el testimonio apostólico. Y esto se mantiene vivo de todas estas maneras, por todo este resurgir, y al mismo tiempo es instrumento para que se mantenga vivo.

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Y aquí habla: «Este es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima, y de otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tiena natal, Jasna Gora. Se puede hablar de una geografía de la piedad mariana que abarca todos esos lugares». Hay pues, una presencia constante. La forma como se habla de esa actuación de María en la Iglesia indica que Ella está continuamente asistiendo a la Iglesia y a los fieles con su mediación materna: cuida de sus hijos sobre la tiena, colabora a su formación, a su educación, a la maduración de su fe. Voy a fijarme, ya que Juan Pablo II dice ahí: «Guadalupe, Lourdes y Fátima», en las características de cómo suele ser esta intervención de María. Es una manera realista, práctica, de aplicar esta doctrina. La Iglesia suele examinar los hechos, pero no cabe duda que en ocasiones ha dado una aprobación, al menos implícita, en cuanto consiente y deja coner lo que allí se está realizando. En otras ocasiones Juan Pablo II ha tomado una postura aún más positiva, que en cierto modo subraya, apoya la fe en esas apariciones. Nunca esas apariciones entran en el contenido de la fe pública de la Iglesia. El contenido de la fe está cenado con el último de los apóstoles. Por lo tanto, nunca propondrá una de estas cosas como objeto de fe católica. Ahora, no son objeto de fe católica, es verdad. Pero son objeto de consecuencias de la fe católica. Se suele argüir: ¿es de fe que Jesucristo está presente en esa custodia?, ¿en ese sagrario? Pues no, no es de fe, porque no es de fe que eso fuera pan verdadero; no es de fe que el sacerdote estuviera válidamente ordenado. Esto es claro. Cuando se llega ya a la concreción no puedo afirmar que eso

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es de fe católica. Pero es de fe el misterio de la Eucaristía, y las otras cosas son parte de la certeza de nuestra vida. La verdadera certeza de que ese era un sacerdote, de que fue ordenado válidamente, de que el pan era verdadero, que tuvo intención de consagrar, todo esto son partes. A veces puede decirse: -Mire, pues es que eso no es de fe. -¡Hombre, no es de fe!, hay que entender lo que quiere usted decir, entendámonos bien. Lo mismo digo aquí: que la Virgen está con nosotros, que la Virgen es la que sostiene la fe de la Iglesia y ayuda, todo eso está bien, ¡es sólido!, está contenido en el depósito de la fe. Ahora, en este caso concreto, tiene uno la garantía suficiente para decir que aquí se aplica, es en el espíritu de fe que esto es. Pero no es el hecho en sí mismo contenido de fe católica. Pues bien, la Iglesia, analizando los hechos, en algunos de ellos ha dado su visto bueno, indicando que no hay nada en ellos que demuestre una repugnancia con la fe o una irracionabilidad de creerlos o de aceptarlos. Cuando después la Iglesia misma venera, por ejemplo, a la Virgen de Lourdes, Juan Pablo II va allí a ese santuario, cuando va a Fátima y se an·odilla ante la Virgen, es algo más que una simple aprobación. No es un solo permitir que exista, sino que hay una cierta toma de posición del Vicario de Cristo que presupone e implica un juicio sobre tales hechos, por lo que va a venerar a la Virgen en ese templo, con lo cual acepta también el contenido. Claro que acepta el contenido, y Juan Pablo II era muy claro en ello, porque es conforme al evangelio y porque de esta manera nos anima a que aceptemos el contenido de ese mensaje evangélico que tiene un vigor especial de urgencia. Como cuando el Señor me mueve interiormente a convertirme o a

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amar a Jesucristo y yo sigo esa moción interior, la sigo porque es conforme al evangelio, no simplemente porque es una moción. A veces filosofamos demasiado con las cosas y las desvirtuamos. En realidad es esto lo que pasa: hay una urgencia, y lo que me urge es el principio evangélico. Entonces, es lo mismo que si hubiese leído el evangelio. No, no es lo mismo, porque aquí ha habido una acción que me ha hecho sentir profundamente esa moción evangélica, que es verdadera moción evangélica. Y me la ha hecho sentir con los signos de lo que es una acción que viene de Dios, porque viene con impulso, con dilatación del corazón, con aliento interior, con sentido de gozo, de generosidad y de entrega. De entre esos santuarios marianos, indudablemente destacan Guadalupe, Lourdes, Fátima. Todos sabemos que siempre es la misma Virgen, no vamos a reñir por los títulos. Pero ¿qué queremos decir cuando veneramos a la Virgen de Guadalupe, a la Virgen de Lourdes, a la Virgen de Fátima? No solo que veneramos a la Virgen y reconocemos su teología y el fundamento de su veneración porque, evidentemente, todos sabemos que la Virgen de los Desamparados y de los Dolores es la misma Virgen. Pero en cada una de esas advocaciones se presenta María subrayando cierto matiz de su riqueza teológica y cierto matiz de la repercusión de esa riqueza en nuestra vida. Cuando la Virgen nos dice en Fátima: «Yo soy la Virgen del Rosario», o en Lourdes: «Yo soy la Inmaculada Concepción», quiere decimos que nos urge precisamente subrayando el valor de ese Rosario, por ejemplo, y su trascendencia para la obra de la redención y en el misterio de Cristo. Y eso es lo que

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va vinculado a la veneración de ese título de María, su insistencia. ¡Es la Virgen!, la misma Virgen, pero insistiendo en este matiz. Así como Juan Pablo II nos ha dicho que en esta encíclica no quiere insistir tanto en los privilegios de santidad de María, cuanto en su presencia y acción en la Iglesia, de manera parecida pasa con esos títulos: no son negación, no son ignorancia, quieren subrayar cierto matiz, cierto aspecto. Es muy curioso que los dos grandes hechos marianos de estos dos últimos siglos, Lourdes y Fátima, se refieren precisamente al Rosario. La Virgen de Lourdes indudablemente es la Virgen del Rosario; la Inmaculada Concepción aparece con el rosario y enseña a rezar el Rosario. La Virgen de Fátima es la Virgen de la Paz, pero con el rosario también. ¿Qué hay que decir de estos fenómenos? Primero, que no son extraordinarios; simplemente. En cierto modo sí, pero no en la sustancialidad del mensaje. Teológicamente se puede discutir ampliamente si esos hechos implican una presencia real de la Virgen o no, o si únicamente se ha servido de ciertos signos para transmitir un mensaje. Habrá quienes defiendan una cosa o defiendan otra. Cualquiera de las dos cosas es aceptable. En el fondo, lo importante es el mensaje que nos transmite por una intervención particular del corazón de la Virgen, y esto es indudable. Cómo se realiza esa intervención de María, es otra cuestión; si lo ha hecho a través de algo semejante a una televisión, eso me interesa menos. Hay un contacto verdadero, una acción personal de María es lo indudable. En cuanto al contenido, ¿qué significa para nosotros? Es la actuación de lo que el Concilio dice al ha-

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blar de la Virgen en la Iglesia. Después de decir que contribuyó a la salvación y a la redención a lo largo de la vida sobre la tierra, dice que María ejercita sobre nosotros una verdadera maternidad espiritual. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia. Y añade: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar, desde el momento del asentimiento que prestó en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos 1 : los elegidos» (LG 8). María es pues, Madre y ejercita esa maternidad desde el momento de la Anunciación hasta la consumación perpetua de los elegidos, hasta el fin de los tiempos, sin cesar. Y dice textualmente: «Pues asunta a los cielos no ha dejado esa misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna». Así es María. Es muy importante caer en la cuelfta y esto lo podemos afirmar de la vida de cada uno de.nosotros: también nosotros tendremos que actuar nuestra colaboración hasta el fin de los tiempos. No creamos que ahora tenemos un corto período en el mundo, luego nos desinteresamos de él. No, también nosotros como miembros de la Iglesia ejercitaremos esa comunión con los fieles hasta el fin de los tiempos. ¡Siempre trabajaremos todos, nuestro empeño cristiano es para siempre! Lo que vamos haciendo ahora, con el mismo amor lo haremos el cielo, con una diferencia: que aquí podemos sufrir y allí no podemos sufrir; aquí podemos prestar una colaboración dolorosa, y allí nuestra colaboración no será dolorosa sino de intercesión, de ayuda. María no ha dejado esa misión salvadora, sino continúa con su múltiple intercesión obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Quiere esto decir que tene-

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mos que sentirnos siempre muy cerca de la Virgen, en nuestra vida de santificación y en nuestra vida de apostolado. Es Cristo resucitado el que lleva toda esta obra, pero la Virgen le asiste, la Virgen es instrumento suyo, Í pero es en una colaboración de su corazón materno con este matiz especial, que nos llevará a nosotros también a una gran eficacia de santidad y de apostolado si recurrimos a María. María tiene respecto de nosotros amor materno porque es verdadera Madre nuestra. Con ese amor materno cuida de los hermanos de su Hijo sobre la tierra, esto es lo singular de María: su amor materno hacia Cristo y hacia nosotros. Como explica Juan Pablo II, María, en ese amor materno que Ella tiene, nos quiere llevar a Jesús y quiere que Jesús sea conocido y amado. «Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo», este es el hecho, haya o no una aparición, eso es secundario. Haya o no un signo extraordinario, la Virgen cuida con amor materno de nosotros, de los que estamos peregrinando en peligros y ansiedades sobre la tierra. Es lo que veíamos en el momento de las bodas de Caná, María conoce, y es lo que destaca en todas esas apariciones. Fijémonos en el mensaje del Tepeyac, de la Virgen de Guadalupe. Es bueno encuadrarlo un poco temporalmente. Es el tiempo de los estudios de san Ignacio en París. En ese período, todavía no hacía cuarenta años del descubrimiento de América, México no se había convertido aún, y tiene lugar esa manifestación de María, que es preciosa. Merece la pena de leerse no solo por los prodigios que han descubie1io los de la Nasa, con esas investigaciones hechas, no con objetivos in-

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teresados sino con pura elaboración científica. Uno de ellos es el colorido, la pintura, el tinte de la Virgen de Guadalupe, inexplicable científicamente y está ahí, y se lo dejan analizar a quien quiera. Lo que es bonito como en todas las cosas es el mensaje, es delicioso: aquel pobre indiecito que está escapándose tímido; que una vez se encuentra a la Virgen y lo pasa mal, y luego, a la siguiente vez quiere evitar el encontrarse con la Señora y la Virgen le sale al encuentro por el otro camino por donde él iba. ¡Es delicioso! Mensaje de la Virgen del Tepeyac: los días 9, 10 y 12 de diciembre de 1531, la santísima Virgen se dignó aparecer al venturoso Juan Dieguito, y le dice primero: «Sábete, hijo mío querido», es el aspecto cordial materno. «Hijo mío, muy querido, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios. Deseo vivamente que se me levante aquí un templo para mostrarme en él y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa». ¡Esa es la Madre! Hace falta una colaboración: quiero, pido esto, porque quiero ser eso. Ahora, lo puede hacer sin un templo ... ¡Si yo no puedo poner condiciones! Los santuarios no son construcción puramente humana. Esto hay que repetirlo mucho. Dios siempre ha escogido momentos, lugares, porque Él lo quiere así. Teóricamente podríamos decir: ¿por qué tengo que ir yo a ese sitio?, lo mismo d,a aquí. Pero no es ese el camino, no es ese el método. El quiere dar a ciertos lugares o a la veneración de ciertas imágenes una eficacia espiritual. Quiere desarrollar en esa aportación del hombre una abundancia de misericordia por parte suya. Por eso el lugar de un santuario no es arbitrario. Yo puedo construir un templo donde me parezca. El santuario no es un simple templo, el santuario es un lugar de gracias, yo

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no lo puedo señalar. Entonces se nota que, si hay que hacer parroquias, se calcula y se hacen. Pero, «¡vamos a hacer aquí un santuario de gracias!». Eso no lo puedo hacer yo, suele venir designado de arriba a abajo: quiero que aquí se me haga un santuario, donde yo quiero derramar gracias. Así es aquí, es una llamada a una conciencia de la maternidad de María, donde Ella aparece como laMadre que cuida de sus hijos y pide un cierto esfuerzo humano de actualización de esa verdad de la maternidad de María. Por eso es bonito. «Deseo vivamente que se me levante aquí un templo para mostrar en él y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa. Pues yo soy vuestra piadosa Madre». Esto es puro evangelio. «Aquí, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen, oiré sus lamentos y remediaré todas sus miserias, penas y dolores; tú eres mi embajador, muy digno de confianza». ¡Qué cosas escoge la Virgen! «Tú eres mi embajador, muy digno de confianza». La Virgen se fía de nosotros, nos hace mensajeros. Y uno si se mira a sí mismo no se ve preparado para eso, que es lo que a él le pasaba: ¿y yo qué hago? ¡El pobre tímido indiecito!: ¿a dónde voy yo y qué hago yo con todo esto ahora? «¡Tú eres mi embajador!» La Virgen nos puede escoger así, y cada uno de nosotros, como decía Juan Pablo II, es portador, es transmisor de esa fe de la Iglesia impregnada de la fe de María. «Tú eres mi embajador muy digno de confianza. Ve al obispo de México (le diría el indiecito: ¿y cómo voy yo allá?), y le dirás cuanto has visto y admirado, lo mucho que deseo que aquí me edifique mi templo». Y otra

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vez le dice: «Heme aquí, yo soy tu Madre. No se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad -de su tío Juan Bernardino-, ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?» .. Esto es lo que hay que suscitar, es lo evangélico pero como hecho sensible, comunicación vital: «pues ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?». ¿No era esa la res-· puesta de san Estanislao de Kostka?, cuando le decían: -¿Quieres mucho a la Virgen? -¡No la voy a querer, si es mi Madre! Pero, ¡¿no es mi Madre?! Es esta convicción. Y vienen luego las rosas del Tepeyac: «Sube a la cumbre del cerrito, hallarás diferentes flores, tráelas a mi presencia». ¡Es tan materna la Virgen! Tenemos que tratar con Ella como verdadera Madre y verdaderos hijos. Y una Madre que es bondad, que es confianza, que es ... -«¿no soy yo tu Madre?-. Y al desplegar el manto con las rosas delante del obispo, se dibujó en la tilma de Juan Diego y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen María, Madre de Dios». Ese es el caso de Guadalupe, y ahí está esa maravilla: «yo soy vuestra piadosa Madre». ¿Qué diríamos de la Virgen de Lo urdes o de la Virgen de Fátima? En la Virgen de Lourdes se notan unas ciertas características que más o menos se repiten. Se nota en esta aparición: primero, un ruido sin que se movieran las hojas de los árboles, es una llamada de atención, como una voz. Segundo, ve a una Señora, i Ella enseña a orar a la vidente. Es lo primero que hace la Virgen: enseña a orar. Y ¿cómo le enseña a orar? No por imposición: «reza», sino por imitación. Es muy importante la fuerza del ejemplo, hay que aprenderlo para siempre: los padres enseñan a los hijos sobre todo por:

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la fuerza del ejemplo, no solo de un ejemplo que se hace forzado, no como algo parcial de su vida, sino del ejemplo de la vida convencida y vivida serenamente. María se pone a rezar, y por imitación ella reza también con la Virgen hasta que termina el Rosario. La Virgen se pone en actitud de oración junto a nosotros, junto a la Iglesia, Ella se dirige a su Hijo. Es orante. Ella no ' es la cumbre, no es Dios, y ora. Es María intercesora. Tercero, le pide asiduidad, cosa que suele hacer siempre la Virgen: «Ven aquí tales días sucesivos». Yo siempre, cuando hablo de esto y lo reflexiono y lo trato de trasponer a las dimensiones, no de características extraordinarias pero sí de las características vitales : de nuestra vida, suelo decir esto, frente a la pregunta: ¿pero cómo le dice la Virgen que venga tantos días sucesivos?, ¿es que no le podía haber dicho la primera vez lo que tenía que decirle? Esa es nuestra manera, nosotros pensamos como que todo está en decir. Y en la vida de fe todo es una maduración de fe, no es un saber las cosas y decirlas. Es evidente que es a través de un cultivo espiritual como yo capto las cosas; pero no solo las capto, las asimilo, y esto requiere una asiduidad. Esa asiduidad hace que la vida entera esté marcada por la constancia, porque está ahí en el fondo manteniendo esa vida. Hablando de esto, tanto de Lourdes como de Fátima, donde la Virgen les dice: «Venid los trece de . cada mes», yo suelo responder: les impone que hagan retiros mensuales. Eso es lo que les pide la Virgen, un retiro mensual: «Üs espero el día trece, venid acá». Y ¡claro!, como se trata de un encuentro con la Virgen, ellos lo apuntan y ese día no se lo saltan; no empiezan a decir: pues no podemos ir, como ahora tenemos que cuidar el rebaño este ... No, para ellos es una cosa im-

M 13.

María en la vida de la Iglesia y en la nuestra

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portante: es el encuentro con la Virgen, el encuentro mensual. Es de una enorme importancia en nuestra vida esa asiduidad de renovar el encuentro. Y a través de la asiduidad, que es nuestra colaboración, se va realizando la maduración y nos va iluminando, introduciendo poco a poco. Entonces les pide la capilla, lo mismo que pidió el templo allí en Guadalupe. Lleva a Jesús Eucaristía, siempre: «una iglesia donde sea venerado mi Hijo», donde sea venerada la Eucaristía. Luego le muestra un agua, el agua, que es símbolo de la purificación, y le pide que beba del agua y se purifique. Desde el principio no le dice: tienes que beber o purificarte ... Llega su momento, en el que debe hacerlo, le pide que haga penitencia por los pecadores. Oración, maduración, Cristo Eucaristía, colaboración a la redención a través de la purificación y penitencia. Y por fin le dice: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Pero no le muestra una Inmaculada Concepción estática, sino le manifiesta el Corazón inmaculado materno de María, es la pura caridad, el puro amor, el puro cuidado materno. Este es el comportamiento de la Virgen con nosotros. Pues bien, que nosotros sepamos acudir a Ella. Que como fruto de estos Ejercicios, se renueve en nosotros la convicción de ese lugar de María en el misterio de Cristo, en el misterio de la Iglesia y en nuestra vida.

HoMILíA FINAL

MARÍA, REINA Y MADRE

Reflexionaremos sobre estas lecturas y vamos a hacerlo refugiándonos en el manto de la Virgen, a la que solemos saludar con las palabras de la Salve que en el siglo IX formuló el obispo de Santiago de Compostela: «Salve, Reina y Madre de Misericordia». «Reina y Madre». Jesús es glorificado, es constituido Rey, y María también es elevada al cielo y constituida Reina de cielos y tierra. El año 54 el papa Pío XII establecía la fiesta de María Reina. Al final del Concilio, el papa Pablo VI la proclamaba Madre de la Iglesia. Tenemos los dos títulos: Reina y Madre, no es que se le haga, es proclamada. Es proclamada la fiesta, es proclamado y reconocido el título de una realidad que existe. En el fondo es una explicitación de una convicción de la Iglesia. Podría parecer que el título de Reina era más acomodado al momento de Pío XII y el título de Madre fuera una especie de acomodación a un estilo en el que no se recalca tanto el carácter de la realeza, pero no es así. El título de Reina y Madre es perpetuo en María. Como Cristo es Rey y Cristo es Señor, María lo es también. ¡Reina y Madre!, estos dos títulos no se oponen. Es Reina de misericordia como Jesús es Rey de amor y es Madre de misericordia. Es verdadera Reina y verdadera Madre. Puede ser que sea para nosotros interesante, curioso el establecer la conexión entre los dos títulos de Reina y Madre, porque existe una conexión.

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Con María

En los estudios que se han hecho sobre las costumbres de los pueblos orientales y del pueblo israelita, se ha destacado que en la tradición davídica, en la corte no existía un título oficial de reina-esposa, pero sí existía el título oficial de reina-madre. La madre tenía un título especial, que es el título que podríamos traducir como «la gran señora». Y la gran señora, que era el título reconocido, el título oficial, era la madre del rey. Es interesante este matiz. María es la Reina, Madre de Cristo, Madre nuestra por ser Madre de Cristo. Y podríamos decir, tiene ese título, es la gran Señora. En el libro de los Reyes tenemos una confirmación de esto que, desde un punto de vista totalmente profano, sin referencia ninguna y sin ningún afán apologético, está expresado en los estudios sobre las costumbres orientales. Aparece David todavía como rey, anciano ya, y se acerca a él Betsabé, la esposa del rey, para pedirle un favor. La reina-esposa se postra ante el rey y el rey le hace levantar, y Betsabé le pide el favor. En el capítulo segundo aparece de nuevo Betsabé, pero esta vez el rey es Salomón, el hijo de Betsabé. Él está sentado en el trono y se acerca la reina-madre. Entonces es el rey Salomón el que se levanta y se postra ante ella. Se sienta en el trono y manda poner un trono a su derecha y hace sentar en ese trono a su madre, a la reina-madre, a la gran señora, y ella comienza a hablar en favor de Ananías. Le escucha, acoge su petición. Podríamos ver en esto una imagen humana que nos acerca un poco a la inteligencia y a la comprensión de lo que es María, Reina y Madre. María tiene ese título, diríamos, de gran Señora, tiene ese título de Madre del Rey y tiene con Él, no un título de gobierno de la Iglesia, sino esa cercanía y esa fuerza de intercesión. Y Ma-

Homilía final.

María Reina y Madre

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ría como Reina, como Madre, lleva las preocupaciones y las propone a Jesús. Lo entendemos así, de esta manera: es la Mujer que intercede por el pueblo, que lleva en su corazón esas necesidades del pueblo y se presenta a Jesús, que le hace sentar a su derecha. Entonces Ella intercede en favor de todas las necesidades del pueblo. Estos aspectos pueden ser para nosotros interesantes para ver eso que hemos reflexionado en la última meditación, esa presencia y acción continuada de María en la Iglesia y en la vida de cada uno de nosotros. Es siempre María, «Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra». Y al verla así, cerca de Jesús, con su corazón materno, tengamos presente¡ que cuando hablamos del corazón materno de la Vir-j gen hablamos de un corazón resucitado. Los dos únicos corazones que hoy palpitan vivos en el cielo -de los que nos consta a nosotros al menos-, son el Corazón de Cristo y el corazón materno de María. Tenemos que saber acercamos, contar con él. Es el Corazón de la Reina-Madre, y Reina-Madre no precisamente por una especie de edad avanzada. No, es la Reina siempre joven, pero es la Reina-Madre, es la Reina que ocupa el Corazón del Rey, el Corazón del Hijo. Que es esposa sí, , pero en su maternidad. Hemos ido viendo a lo largo de estos días cómo María está asociada al misterio de Cristo, cómo es la Nueva Eva. En ese sentido es la compañera de la redención, pero compañera en una maternidad que sintoniza cada vez más profundamente con el Corazón del Hijo, y que unida a Él hace la oblación de la vida, de la inmolación de Jesús en la cruz que Ella ofrece también. Y luego, es glorificada con Él después de ser establecida Madre de

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Con María

la Iglesia, sin perder nunca su solicitud materna por los hermanos de su Hijo, a los cuales constantemente, de una manera llena de cariño y amor, sostiene en el itinerario de su fe. Y la hemos visto en esas expresiones con las que ha querido manifestarse también recientemente, a lo largo de la historia. Tenemos que sentirla siempre cercana, tenemos que abrirnos confiadamente con ese amor y confianza con la que tantos hijos suyos se han dirigido a Ella y han formulado esas oraciones, como la del «Acordaos», como , la del «Üh Señora mía», en las cuales se trata de man•tener de nuestra parte una consagración de todo nuestro ,ser a la Virgen. «Üh Señora mía, oh Madre mía, yo me ofrezco del todo a Vos», es nuestra respuesta de confianza. Es la esclavitud mariana que enseñaba san Luis M.a Grignion de Montfort, es la entrega que le corresponde a Ella, a su carácter de Reina y Madre. Es mi Madre, es mi Reina, entonces yo me profeso servidor, esclavo de amor, 'hijo entregado a Ella. Esa devoción de la esclavitud mariana, de la consagración, son aspectos, expresiones diversas de una misma realidad que atTanca desde los tiempos de san , Ildefonso y que se ha ido expresando a lo largo de la ' historia, en torno a las diversas devociones, pero que coinciden todas ellas en un corazón enamorado de María, que quiere hacer a Ella la entrega de todo su ser, de ·todo su actuar, de todo su corazón, para que por manos •de María se realice nuestra entrega a Cristo y en Él al Padre.

SE TERMINÓ DE IMPRIMIR ESTE VOLUMEN DE <>, DE LA BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, EL DÍA 21 DE ABRIL DE 2014, FESTIVIDAD DE SAN ANSELMO, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA, EN LOS TALLERES DE LA IMPRENTA CLM ARTES GRÁFICAS. FUENLABRADA (MADRID)

LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

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