Creer En Tiempos De Pandemia - Jose Maria R Olaizola

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SAL TERRAE Colección «EL POZO DE SIQUÉN»

428

José María Rodríguez Olaizola, SJ CON LA COLABORACIÓN DE

Pablo Guerrero, SJ; Daniel Villanueva, SJ; José Ramón Busto, SJ; Seve Lázaro, SJ, y Antonio España, SJ

LA PALABRA DESENCADENADA Creer en tiempos de pandemia

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográf icos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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© Editorial Sal Terrae, 2020 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 447 0358 [email protected] gcloyola.com Imprimatur: Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 22-05-2020 Diseño de cubierta: Félix Cuadrado Basas (Sinclair) Imagen de cubierta: © Pablo Martín Ibáñez ISBN: 978-84-293-2981-0

Índice Presentación Agradecimientos Prólogo. Templos cerrados. Iglesia abierta PRIMERA PARTE. CUARESMA Y CUARENTENA 15 de marzo. La samaritana en tiempos del coronavirus Como un torrente 16 de marzo. Lepras de hoy Nadie está solo 17 de marzo. Tenemos tanto que perdonar… Perdón 18 de marzo. ¿Qué es dar plenitud a la ley? La ley 19 de marzo. San José Solo sé cómo se llama 20 de marzo. El amor en los tiempos del coronavirus Amor es… 21 de marzo. Fariseos y publicanos de hoy Publicano 22 de marzo. Buscadores de luz en tiempos de ceguera

El Dios de la fe 23 de marzo. La esperanza en tiempos turbulentos Solo tú 24 de marzo. ¿Testigos o víctimas del coronavirus? El sanador 25 de marzo. Fiesta de la Anunciación María 26 de marzo. Dejar atrás los ídolos para volverse al Dios verdadero Un signo 27 de marzo. Dios no nos ha engañado Al morir mi amigo 28 de marzo. Nadie ha hablado como Jesús Y cuando al fin volvamos a abrazarnos 29 de marzo. Que la vida me estalle en las manos Lázaro 30 de marzo. ¿Es posible el perdón en estas circunstancias? Reconciliación 31 de marzo. Lo que descubrimos al mirar a la cruz No te rindas 1 de abril. Libertad y verdad Jesús 2 de abril. La alianza, un concepto para hoy Tiempo de alianzas 3 de abril. Al otro lado de la muerte hay un encuentro Danos tu corazón 4 de abril. La comunidad plural en un mundo de sectarismos De puentes y abismos

SEGUNDA PARTE. SEMANA SANTA. PASIÓN DE CRISTO Y PASIONES HUMANAS 5 de abril. Domingo de Ramos. Cara y cruz ¿Seré yo? 6 de abril. Lunes Santo. Cuatro maneras de estar en Betania Ansias de vivir 7 de abril. Zaqueo. Oración penitencial Examen en la esperanza 7 de abril. Martes Santo. Las negaciones de Pedro Despiértame 8 de abril. Miércoles Santo. La pasión de Judas 30 9 de abril. Jueves Santo. La respuesta de Jesús: amar y servir hasta el final Pan 10 de abril. Viernes Santo. Contemplar la cruz que nos hace humanos Tarde de Viernes Santo 11 de abril. Vigilia pascual. Una fe que nos abre a la esperanza Resucitar 12 de abril. Resurrección Sin mortaja TERCERA PARTE. NO BUSQUÉIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE 13 de abril. En estado de búsqueda Para resucitar con vos 14 de abril. Me llamas por mi nombre, y todo cambia Mi nombre en tus labios 15 de abril. El Resucitado es un compañero de viaje que nos abre los ojos

Envíanos locos 16 de abril. La paz, la caricia y la mesa compartida. Gestos de la comunidad Hoy la resurrección 17 de abril. Examinar la vida a la luz de la muerte y en la espera de la resurrección Echa las redes 18 de abril. Lugares donde aparece el Resucitado Futuro tan presente 19 de abril. Tomás y la duda Consejos al Tomás que todos llevamos dentro 20 de abril. ¿En qué consiste nacer de nuevo? Hay que nacer de nuevo 21 de abril. Unidad, solidaridad y testimonio, tres dimensiones de la comunidad Nadie ni nada 22 de abril. Luz y tiniebla Mentiras 23 de abril. Jesús, testigo de Dios Aplicando sentidos 24 de abril. Equipaje vital: cinco panes y dos peces Balance 25 de abril. Preguntas para hoy y conciencia del mundo Volvernos pequeños 26 de abril. El ciclo de Emaús Quédate 27 de abril. A Dios lo amamos amando al prójimo Compartid 28 de abril. Dar la vida

Testigo 29 de abril. Hambre de Dios Hambre 30 de abril. Pan vivo El banquete 1 de mayo. Nacemos con ojos, pero no con mirada Guíame, Señor 2 de mayo. Seguir a Jesús no es seguir una idea Señor, ¿a quién iremos? 3 de mayo. Puertas cerradas y puertas abiertas ¿Por qué no yo? 4 de mayo. Fiesta de san José María Rubio Adora y espera 5 de mayo. Buenas noticias Revelación 6 de mayo. El «secreto» de los jesuitas Porque sé que nací para salvarme… 7 de mayo. Enviados. La hora de tomar el relevo Y tengo amor a lo concreto 8 de mayo. Encuentros con el Resucitado: experiencia personal, comunidad y sufrimiento Líbranos, Señor, de la tristeza 9 de mayo. Aprender, orar, luchar y encontrarse. Cuatro modos de mostrar a Dios Habla la Vida 10 de mayo. Camino, verdad y vida Mi equipaje 11 de mayo. Abandonad los ídolos Bendice mis manos

12 de mayo. El conflicto y la paz verdadera La batalla nuestra de cada día 13 de mayo. Permanecer Elogio del sarmiento a la cepa 14 de mayo. El rostro amigo de Dios Necesidades 15 de mayo. El mundo en que vivimos, una creación herida Semillas 16 de mayo. Vivir abiertos al Espíritu que todo lo renueva Danos tu Espíritu 17 de mayo. ¿En qué consiste vivir? Fronteras 24 de mayo. Haced contagioso el sueño de Jesús Esperanza 31 de mayo. Entre Babel y Pentecostés. No tengáis miedo Resistencia APÉNDICE. EN LA PARROQUIA VIRTUAL… Colaboran Homilías por autor Poemas por autor La música

Presentación

Si hace un año me hubieran dicho que durante muchas semanas estaría coordinando una celebración de la eucaristía retransmitida por Internet, sin asistentes presenciales, llegando a miles de personas dispersas por muchos lugares, y en medio de una pandemia global que cada día dejaba miles de muertos, me habría resultado difícil imaginarlo. Y, sin embargo, así ha sido. Desde mediados de marzo hasta bien entrado mayo. Más de dos meses de celebraciones diarias. Una experiencia que ha tenido tres características. Por una parte, la creación de una comunidad en la dispersión. Prácticamente desde el primer momento se fue juntando en torno a esta celebración un grupo muy fiel de personas, que parecieron encontrar en este espacio del día una forma de ir poniendo sentido y una lectura creyente para todo lo que nos estaba ocurriendo. En una época de incertidumbre y miedo, cobraban nuevo sentido las palabras de Jesús invitando a la valentía, o la llamada a la esperanza. En un tiempo de muchas muertes nos tocó celebrar el misterio pascual con su sorprendente mensaje de vida, muerte y resurrección. Viendo algunos de los comentarios y oraciones del chat que acompaña a las celebraciones se advertía la catolicidad (como universalidad) de una manera muy tangible. Paradójicamente estábamos siendo verdadera Iglesia universal en esta inesperada cercanía que saltaba las distancias. Lo segundo que hay que destacar es la novedad. Probablemente ninguno nos habíamos visto en una situación ni siquiera parecida. Unos, encerrados en sus casas, haciendo, por un rato, de sus lugares habituales de vida y descanso una pequeña capilla. Nosotros en un templo vacío, celebrando la eucaristía casi en soledad, pero sabiendo que la comunidad

estaba al otro lado de una cámara. La novedad, al tiempo, se convertía en oportunidad. Oportunidad para pensar en lo esencial y redescubrir –incluso por añoranza– el sentido y significado de la comunión en nuestras vidas. Oportunidad de escuchar algunos textos familiares como por vez primera. Oportunidad para compartir homilías pensadas y aterrizadas en el contexto que nos toca vivir –lo que permitía una lectura creyente de la actualidad–. Y oportunidad, en más de un caso, para desentumecer una fe que llevaba tiempo atascada en la rutina, la distancia o la indiferencia. De todo eso ha habido. Lo tercero, el paso de espectadores a protagonistas. Desde el primer momento pensamos que era muy importante evitar que quienes participaban en estas eucaristías se sintieran espectadores. Era importante que se supieran protagonistas de una fe y una historia que es la suya. La tentación de ser solo espectadores de una celebración es real incluso cuando se asiste en persona. Pero lo es más cuando se participa a través de los mismos terminales que nos sirven a diario para ver series, películas, consultar información o movernos por las redes sociales. Desde ahí fueron surgiendo, a medida que íbamos estableciendo una nueva rutina, distintos momentos en los que intentábamos hacer que quienes asistían a la eucaristía lo volvieran más personal. O bien dejando espacio para sus propias peticiones, o encontrando una forma de enviarse mensajes de paz, o –quizás lo más necesario en esta época– trayendo a la plegaria común los nombres de sus seres queridos difuntos. Este libro nace de esas semanas de celebración desde el confinamiento. Muchas personas mostraron interés en poder tener un espacio al que volver para orar, reflexionar y profundizar en lo mucho oído en estas semanas. Mucha gente preguntaba dónde podría encontrar una recopilación de las homilías y los poemas/oraciones que vamos proponiendo cada día. Y, aunque es verdad que ese material está disperso en Internet, en el propio canal de YouTube de Jesuitas España y en redes y páginas web, también es verdad que poder compartirlo dándole contexto, modo y orden, probablemente sea el mejor camino para que esto no se quede en un vago recuerdo bonito de una experiencia puntual; sino que más bien podamos, unos y otros, volver a ello para profundizar y recordar lo mucho que, durante estos meses de confinamiento, nos hizo creer.

¿Por qué hablar de la Palabra desencadenada? Lo primero, porque aquí lo importante no son nuestras palabras (las de quienes predicamos o colaboramos de unas u otras formas en el libro). Esas son palabras segundas, que están al servicio de la Palabra, que es Dios, y se revela en Jesucristo y su Buena Noticia. Esa Palabra es libre, no tiene confines –ni confinamientos– y está viva. No es una palabra atrapada en piedra o encerrada en celdas. No la detiene una pandemia ni la silencia el miedo. No hay cadenas que la puedan retener. Al mismo tiempo, hablar de desencadenar permite, jugando con las palabras, percibir la relación entre la causa y el efecto. Hay situaciones que desencadenan (es decir, provocan) otras. El coronavirus ha provocado, sin duda, una sacudida brutal en nuestras sociedades. Nos ha roto seguridades, nos ha hecho mirarnos en un espejo al que no estamos acostumbrados. Hemos visto nuestro ritmo de vida bajo el prisma de una nueva rutina. Hemos tenido que repensar si lo que hasta ayer era innegociable en nuestras vidas no resulta hoy prescindible y superfluo. Y eso quizás ha provocado que muchos escuchemos con oídos distintos una Palabra que, de alguna manera, podía haber caído para nosotros en la prisión de las cosas ya sabidas. Una llamada que ya no nos apelaba porque estaba teñida de rutina o hábito. Un envío al que nunca encontrábamos tiempo para responder. Todo eso saltó por los aires hace unas semanas. Y la novedad nos obligó a escuchar y acoger la Palabra como por vez primera. Descubriendo que sigue plantando su tienda entre nosotros. La estructura del libro que tienes entre las manos es sencilla. Por una parte, hay un relato. El relato de cómo surgió esta iniciativa. Una reflexión sobre su conveniencia, y también sobre las polémicas eclesiales en medio de las cuales nosotros optamos por este tipo de celebración. Y una propuesta de sentido, vinculándolo con los tiempos que nos tocaba vivir (Cuaresma, Semana Santa, Pascua). Pero es también un relato más íntimo, de la parte que no se ve. La necesidad de aprender sobre la marcha, el ir solucionando problemas técnicos para los que no estábamos preparados, algunas anécdotas, la dificultad añadida de tener a la mayoría del equipo de baja por el COVID-19 durante algunas semanas. Todo eso es parte de la pequeña historia de nuestra gran comunidad virtual.

Por otra parte, ofrecemos, de cada día, la homilía y el poema elegido, junto con una referencia a las lecturas de esa jornada. Hemos mantenido el tono coloquial. Las homilías son casi transcripciones y en ese sentido mantienen muchos de los giros de la conversación. También hay estilos diferentes, reflejando a los distintos celebrantes. Desde el principio pensábamos en cómo equilibrar continuidad y diversidad, cómo intentar hacer del tiempo que tuviéramos (ni imaginaba cuando comenzamos que se fuera a alargar más de dos meses) ocasión para una reflexión creyente y con sentido ante lo que estábamos viviendo y, al tiempo, para compartir distintas miradas y voces que enriqueciesen dicha reflexión. La eucaristía diaria de las 8 de la tarde en San Francisco de Borja es la que yo celebro normalmente cuando estoy en Madrid. Y fue muy natural, por horario y continuidad, comenzar con esas retransmisiones (aunque pronto las pasásemos a las 8,05, para que la gente pudiera sumarse a los aplausos que a las 8 de la tarde la sociedad dedicaba a quienes trabajan en el mundo de la sanidad). Desde pronto vimos que un camino podría ser el de que yo diera la continuidad, algo así como el hilo conductor, a este tiempo, siendo quien celebrase con regularidad, a la vez que ir incorporando en algunas jornadas a distintos compañeros jesuitas. La diversidad de voces, estilos, y maneras de expresarse es una riqueza cuando se muestra la misma pasión por Jesús y su evangelio. De cada día publicamos, en los capítulos que componen el libro, una referencia al tiempo litúrgico y a las lecturas de ese día, así como la homilía y el poema elegido. Cuando no hay mención explícita del celebrante, es que ese día fui yo. Pero iremos especificando los días en que presidió y predicó alguno de los compañeros jesuitas que compartieron estas retransmisiones. Antonio España es el provincial de España de la Compañía de Jesús. Pablo Guerrero es responsable de familia de la Compañía de Jesús en España. José Ramón Busto es párroco de la parroquia San Francisco de Borja en Madrid. Daniel Villanueva es responsable de cooperación internacional de la provincia. Seve Lázaro es director de la Casa San Ignacio en el barrio de la Ventilla en Madrid. Cada uno, con su perspectiva y su sensibilidad, contribuye a crear un tapiz colorido, lleno de matices. En cuanto a los poemas-oraciones que se leen al final, los hay de distintos autores, y algunos también son míos. En los míos no lo

indicaremos, para no repetir demasiado. Pero por supuesto, sí señalaré el nombre de sus autores en los casos restantes. El libro tiene un prólogo y tres partes que se corresponden con las tres grandes etapas de este confinamiento. La Cuaresma, la Semana Santa y el tiempo de Pascua (o la parte de este tiempo pascual que nos ha tocado vivir en fase cero). Esperamos, de verdad, que se pueda convertir en memoria de estas semanas tan especiales. Y en invitación para no perder algo de lo mucho que, unos y otros, hemos podido descubrir en medio de esta pandemia: el valor de una fe viva, la importancia de reordenar las prioridades, la conciencia de que la Iglesia sabe adaptarse para seguir llevando el pan, la paz y la palabra allá donde esté. A todos, muchas gracias por habernos acompañado en el camino. Y un fuerte abrazo. José María R. Olaizola, SJ Madrid, 31 de mayo de 2020

Agradecimientos

Es imposible no agradecer tanto bien recibido. Detrás de esta experiencia de la misa de las 8,05 de la tarde hay muchas presencias. La comunidad de jesuitas de Maldonado (Madrid) ha apoyado, por activa y por pasiva, esta experiencia. Varios de los miembros de la comunidad se implicaron en la celebración y las retransmisiones. Gracias a Andy Liberato, lector carismático a quien tanto se echó de menos las semanas que faltó. Y a Nacho Cervera que se ofreció para suplirle cuando más necesidad teníamos. Gracias a Pablo Guerrero, José Ramón Busto y Dani Villanueva, por una presencia y disponibilidad generosa y humilde «para lo que haga falta». Y a quienes vinieron alguna vez a apoyar desde fuera. Seve Lázaro, primero testigo desde su enfermedad y luego desde su presencia. Y Antonio España, provincial de los jesuitas, que en varios momentos significativos acompañó y presidió las celebraciones. Gracias a Margarita Gutiérrez-Bolívar, lectora de los primeros días, hasta que la exigencia de mayor confinamiento nos obligó a evitar cualquier contacto exterior. En la parte técnica tenemos mucho que agradecer a Pablo Martín Ibáñez y Jesús Deacosta, que han estado siempre pendientes (ya sea viniendo cuando fue necesario o desde la distancia) para que las retransmisiones funcionasen y han ayudado a solucionar más de una situación complicada con paciencia, buen humor y generosidad. Y gracias también a Isidro Martín, que, sobre todo al principio, nos ayudó hasta que conseguimos un sonido aceptable (que no nos fue fácil). Gracias a todos los músicos que, con sus canciones, ayudan a orar. A quienes prestasteis vuestras voces para organizar cantos, grabados en ocasiones contrarreloj, de las maneras más domésticas, pero siempre al

servicio de las celebraciones. A Miguel Poza, cuyo lavatorio en imágenes para el Jueves Santo es una imagen perfecta del encuentro entre evangelio y tiempo presente. Gracias a Enric Puiggròs, infatigable dinamizador del enorme proyecto pastoral que ha sido, durante el tiempo de estado de alarma, #encasaconDios y del que estas retransmisiones formaron parte. Y a todos los que, en tantos proyectos concretos, contribuyeron a esta gran aventura de compartir la fe en medio del confinamiento. Gracias a quienes confiasteis en este equipo, compartiendo la eucaristía cada día, para ir formando esta enorme comunidad. Gracias por todos los mensajes de aliento, de ánimo y de gratitud que dan sentido a este tiempo. Y gracias, sobre todo y principalmente, a Dios, por encender el fuego que nos hace arder de entusiasmo y evangelio.

Prólogo Templos cerrados. Iglesia abierta

Nos costó mucho, como sociedad, tomar conciencia de la gravedad de la crisis. Al principio oíamos hablar de Wuhan. No nos hacíamos idea de la dimensión de esta ciudad (11 millones de habitantes) o de lo que implicaba cerrar una provincia entera en China. Quizás nos estaba pasando un poco como con el cuento de Pedro y el lobo. Hemos oído hablar del SARS, de la gripe aviar, del ébola… Y sí, sabemos que son graves, sabemos que sus efectos han sido devastadores en algunas regiones, sabemos que hay que tener cuidado. Pero, no nos engañemos, lo veíamos como algo lejano y no había esa sensación de alarma que ahora parece evidente. Nos parecía una exageración que se suspendiese el Mobile en Barcelona. Mirábamos con cierta curiosidad si veíamos a algún asiático con mascarilla por nuestras calles, pero, en realidad, pensando que exageraba. Cuando la pandemia llegó a Italia seguimos viéndolo lejano – pese a tenerlo al lado–. Parecía imposible que algo así pudiera pasar aquí. Al principio nos parecía alarmismo, pensábamos que era política. Pero de golpe le vimos los dientes al lobo. Las cifras, los datos, las comunicaciones del personal sanitario, las noticias sobre casos extendiéndose, el estado de alarma… Todo ello llegó como sin avisar (aunque llevábamos meses oyendo campanas). La semana del 9 de marzo fue clave. De golpe la negación de los días anteriores se había convertido en pánico. La falta de medidas daba paso a la exigencia de rigor. Aún no lo sabíamos, pero estábamos a punto de quedar confinados entre las paredes de nuestras viviendas (y todavía pasaría alguna semana más hasta entrar

en una fase aún más dura en la que se suspendiese toda actividad no esencial). En ese contexto surgió la polémica sobre la conveniencia de restringir el culto público. ¿Habría que suspender las celebraciones abiertas a la gente? ¿Podían ser las iglesias un foco de contagio? Como ocurre con casi todo en este país y en esta Iglesia, la pregunta dio paso a la polémica. Por una parte, estaban quienes defendían la continuidad del culto como un derecho –y un deber de los pastores–. Por otra, quienes pedían prudencia y que la Iglesia diera un paso adelante en la defensa de la salud pública, especialmente consciente de que muchos de los asistentes a las celebraciones litúrgicas son población de riesgo. Yo me contaba entre estos últimos. Me parecía que argumentar que Dios nos va a proteger es jugar un poco con una imagen de Dios que no me convence. Y que argumentar que se podía celebrar, manteniendo todas las medidas de seguridad, era voluntarismo difícil de justificar cuando ni siquiera teníamos claro las condiciones del contagio. El 13 de marzo publiqué un artículo «¿Ir o no ir a misa ahora?» en el que tomaba postura sobre lo que pensaba que debíamos hacer –al menos en la diócesis de Madrid–. «No me refiero aquí en este post a la posibilidad de seguir las celebraciones en streaming, etc., que me parece estupendo, sino a si debemos seguir asistiendo a la eucaristía en el templo en estas semanas de crisis. Esto no es una cuestión de virtud, de mayor o menor confianza en Dios, o de cumplimiento. En algunos países europeos y en algunas diócesis españolas ya se ha tomado la decisión de suprimir la celebración de las eucaristías abiertas a la participación del público. En otras, como acaba de hacerse público en Madrid, se exime a las personas del precepto dominical para que no se sientan obligadas a ir (dejando a su sensibilidad, determinación o conciencia el hacerlo). Y en otras, aún no se sabe –aunque dado el ritmo de las noticias esto va a ir cambiando probablemente en días, o en horas–. Me gustaría compartir una reflexión a propósito de esto. Valoro mucho, en mi vida y en la vida de fe de las personas, la participación en la eucaristía, que para mí es esencial. Ahora bien, ¿conviene suprimir? ¿Mantener? Como digo, voy a dar mi opinión personal. Personalmente, en este punto, creo que serían mejores las decisiones generales, claras y, en este caso, restrictivas, en vez de dejar la alternativa a la decisión personal. ¿Por qué? Si se toma una decisión general (como, por ejemplo, ha ocurrido en Italia al suprimir la celebración pública de las eucaristías hasta el 3 de abril), se evita poner el peso y la responsabilidad de la decisión en cada persona, cada párroco, o cada vicaría. Y, ¿por qué creo que sería mejor eso? Porque en este punto la formación, la sensibilidad y hasta los escrúpulos llevarán a muchas personas a la conclusión de que, si hay celebración, pese a no ser obligatorio, deben ir. El problema, recordémoslo, tiene que ver con las posibilidades de transmisión del coronavirus. Se está prohibiendo en la sociedad todo tipo de aglomeración

y pidiendo todo tipo de control de aforos. Entonces, ¿qué hacemos con las misas? ¿Ponemos en las puertas gente a contar asistentes y a partir de cierto número decimos que no? Es más, si en unas parroquias deciden cerrar y en otras no (dada la invitación a que en cada caso se valore lo que hay que hacer), ¿no es eso precisamente provocar que se pueda producir mayor concentración de personas allá donde se mantenga el culto? Habrá quien diga, con toda fe, y con sincera fe, que Dios protegerá. Pero, ¿no es eso querer forzar la mano al propio Dios? ¿Y si resulta que no? ¿Y si te contagias en el templo? ¿Y si llevas el germen a casa? ¿Y si como consecuencia sufre alguien cercano? Ahora es el momento de preocuparnos no solo por nosotros, sino por todos. Y hacer todos los esfuerzos que podamos por evitar la propagación de este virus. Bueno, creo que es momento de intentar mantener la serenidad. Y de no perder la calma. De rezar unos por otros, y especialmente por los enfermos y por el personal sanitario que lleva semanas de muchísima tensión. Respecto a la eucaristía, en mi parroquia se van a mantener mientras desde la diócesis no se diga lo contrario. Y yo personalmente, pese a mi desazón, seguiré celebrando en público con regularidad, porque creo que esto no es un ámbito para «sálvese quien pueda» y me siento en el deber de obedecer. Pero también, no lo niego, con la sensación de que estamos fallando. Y ojalá sea yo el equivocado».

Esto es lo que defendía entonces (y en lo que me reafirmo, después de todo este tiempo). Es verdad que hay otras sensibilidades que respeto y otros argumentos que comprendo, aunque no comparto. Pero también creo que el verdadero liderazgo es el de quienes, en situaciones de crisis y donde no es posible conciliar todas las sensibilidades y puntos de vista, saben tomar decisiones sin pretender contentar a todos. Con criterio, y con motivo. El día 14, afortunadamente, se decidió desde la diócesis de Madrid –y la mayoría de diócesis en España– el cierre de las parroquias y templos para el culto. Se invitaba a las personas a buscar una vivencia diferente. Y se animaba a los párrocos y agentes de pastoral a buscar formas de seguir acompañando y atendiendo a las personas, pero con la preocupación por el bien común y la salud pública como criterio claro de decisión y discernimiento. Aunque durante el tiempo que ha durado el confinamiento ha habido, por una parte, excepciones, y, por otra, polémicas por parte de quienes veían en este cierre una concesión al miedo, o una falta de confianza en Dios, y algunos obispos han tenido que sufrir ataques duros e injustos, creo que la mayoría de los fieles comparten la decisión tomada, sus motivos y su necesidad. Restringir la vida de la Iglesia a la vida del templo es, de algún modo, ponerle demasiados límites al Espíritu, que sopla dónde y cómo quiere. La Iglesia no se ha cerrado, aunque se hayan

cerrado los templos. Al revés, ha estado si cabe más activa, más en la intemperie, más presente en formas nuevas y en su forma de siempre (el servicio). Su labor social se ha multiplicado en estas semanas. Y su capacidad para acompañar espiritualmente la vida de quienes buscan respuestas, también ha encontrado nuevos caminos. Fue en ese primer momento cuando, en el contexto de una reflexión y trabajo de equipo de un grupo de jesuitas, esa misma tarde-noche del sábado 14, y pensando en cómo acompañar esta etapa que comenzaba, propusimos utilizar el hashtag #encasaconDios y toda una serie de iniciativas que intentaríamos ir trabajando y cuidando desde distintas redes sociales. Desde el acompañamiento de personas solas (noestassolo.es) o un acompañamiento más especializado para los sanitarios –que en ese momento empezaban a sufrir una presión terrible ante la saturación de las UCI y la necesidad de tomar decisiones que no se deberían exigir a nadie– hasta encuentros virtuales por Instagram (desde el perfil @serjesuita). Artículos de reflexión, oraciones especiales en la aplicación Rezandovoy, podcasts para residencias de ancianos, programas concretos de ayuda en instituciones más vulnerables… En ese grupo surgió la decisión de retransmitir la eucaristía online, y pareció claro que el lugar para hacerlo era nuestra iglesia de Maldonado, la parroquia San Francisco de Borja, aprovechando el canal de YouTube de Jesuitas España como medio principal de difusión. Había poco margen, pues al día siguiente (15 de marzo) era domingo, y por eso mismo convenía empezar. Fue ese mismo domingo cuando nos juntamos quienes podíamos echar una mano para ver cómo se podía retransmitir. Gracias a Dios, teníamos gente con distintos conocimientos. Se sugirió un programa de streaming, empezamos a ver de qué medios disponíamos para retransmitir. Es verdad que íbamos a tener que aprender mucho (de hecho, en esa primera eucaristía, la del 15 de marzo, nos falló la transmisión y no fuimos capaces de compartirla a través de YouTube, solo por Facebook – quizás era un aviso de algunas que otras dificultades técnicas y «atragantones» que vendrían–). Pero lo más importante no era la tecnología (eso solo es un medio que ayuda). Lo más importante era ver si podríamos ayudar a vivir la eucaristía durante un tiempo incierto que se nos abría, y si la gente, en sus casas, se podría sentir de verdad participando del pan, la paz, y la palabra.

Primera parte CUARESMA Y CUARENTENA

El confinamiento litúrgico comenzó a mediados de marzo. Justo cuando comenzábamos la tercera semana de Cuaresma. Tuvimos que diseñar cierta logística rápida. El primer día, justo cuando íbamos a arrancar, nos encontramos con que no conseguíamos retransmitir en directo por YouTube, por lo que tuvimos que redirigir a quienes estaban esperando para participar en la eucaristía a que la siguieran a través de Facebook. Esa es la razón por la que esa primera eucaristía es la única que no se ha conservado en el canal. Teníamos que aprender a toda velocidad. Los primeros días pasábamos más tiempo haciendo pruebas de sonido que otra cosa, y pese a ello en el chat había bastantes comentarios de queja: «¡Suban el sonido!», «¡No se oye!». Algunas veces, es verdad que se oía poco. En otras ocasiones, aunque se oía mejor, creo que había tanto problema en la emisión como en la recepción. La verdad, no éramos técnicos de sonido y nos habíamos visto enclaustrados sin posibilidad siquiera de mejorar el equipo del que disponíamos. Con todo, poco a poco fuimos ajustando y afinando. Eso sí, nos llevaría semanas. Justo hasta la víspera del Domingo de Ramos, en que finalmente conseguimos retransmitir sin ningún ruido de fondo. El confinamiento se fue haciendo más estricto. Al principio venían dos personas para ayudar. Uno, Pablo, en la parte técnica de la retransmisión, y Margarita para encargarse de las lecturas. Pero a medida que la sociedad iba tomando conciencia de la dimensión de la pandemia –y su especial virulencia en Madrid– y que se iba paralizando la vida en la ciudad,

tuvimos que optar por hacerlo todo únicamente las personas que vivíamos en Maldonado –mientras fuera posible–. La ayuda técnica (imprescindible, en cualquier caso) siguió desde la distancia, como tantas otras cosas en esta época virtual. Desde el principio pensamos que el lavatorio de manos del sacerdote tras el ofertorio tenía que ser un momento especialmente visible. Porque el lavarse las manos se ha convertido, en este tiempo, en un signo de compromiso, de protección y de preocupación recíproca (no es solo no contagiarse, sino contribuir a no contagiar a otros). Durante estas semanas, ese momento del lavatorio nos recuerda especialmente el contexto en el que nos toca celebrar. En cuanto al contenido de estas semanas. En el contexto de la cuarentena y el confinamiento, palabras como ayuno, encerrarse en lo escondido, la importancia de la oración, o la limosna cobraban un nuevo sentido. Quizás parte de la buena acogida que tuvo este espacio de encuentro se debió a la necesidad de hacer una lectura creyente de lo que estaba ocurriendo y, al mismo tiempo, al paralelismo entre el camino cuaresmal interior (que parecía muy adecuado para la conversión, la introspección y una cierta austeridad vital) y el parón exterior al que de golpe nos habíamos visto abocados. Esa es la línea de las eucaristías de estas tres primeras semanas.

15 de marzo La samaritana en tiempos del coronavirus Tercer domingo de Cuaresma

Ex 17,3-7. Estaré yo allí, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo. Sal 94. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. No endurezcáis vuestro corazón. Rom 5,1-2.5-8. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Jn 4,5-42. El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed.

Esta imagen de la sed y del agua viva, en el diálogo entre Jesús y la samaritana, se vuelve muy significativa hoy. Tengo un compañero que, en otro contexto muy distinto, pero hablando de sed y hambre, decía, nosotros casi siempre tenemos apetito, pero hambre muy pocas veces. Nos pasamos la vida detrás de anhelos que prometen saciarnos. Son apetitos que nos van llenando, pero sin colmarnos. Que quizás nos sacian por un rato, pero luego pueden volver a dejarnos vacíos. No sabemos qué puede colmar esa sed que tenemos. Quizás este momento en el que nos toca frenar –motivado por la pandemia y los cambios que provoca– nos va a ayudar a caer en la cuenta de las dimensiones de la vida que son verdaderamente esenciales para cada uno de nosotros. Estos días, de golpe, nos damos cuenta de la cantidad de cosas que hasta ayer dábamos por sentado y que quizás daban respuesta a nuestra sed, pero que, inesperadamente, se han caído (y nos descubrimos de nuevo necesitados de sanación).

El ocio habitual (reducido, quizás, a ocupar el tiempo a través de una pantalla). Las rutinas, la facilidad y la libertad para movernos. La convivencia, sociabilidad, el poder salir y tomar una caña con los amigos. Todo eso nos llenaba hasta hace poco. Paradójicamente, hasta nuestra manera habitual de celebrar la eucaristía, se ve ahora limitada por la dificultad para estar juntos. Y esa dificultad nos genera preocupaciones. La seguridad de la salud (cuando se nos instala el miedo a un virus que no vemos), y en consecuencia también el miedo al prójimo. El miedo a que enferme la gente que amamos (y la conciencia, que viene a primer plano una vez más, de nuestra finitud y contingencia). Todo esto se nos vuelve inquietud. Pero al tiempo también se nos puede volver un recordatorio. Entramos en este desierto para recuperar lo esencial. Estamos en este momento en el que nos toca preguntarnos por el agua viva, esa que da plenitud y nos sacia. Para reconducir la mirada. Para dejarnos llenar por lo que de verdad importa. ¿Qué nos puede saciar? El amor. Mirad, estos son días para dedicar un poco más de tiempo a pensar en nuestros seres queridos. Para darnos cuenta de que a veces nos damos tan por sentados unos a otros que no tenemos tiempo para cuidarnos, llamarnos, desearnos el bien, preguntarnos más a fondo, cómo estás, o decirnos que nos queremos. Y ahora que incluso no podemos viajar para vernos, nos damos cuenta de lo importante que es la gente a la que amamos y que nos ama. Ahora conversamos de otro modo. El servicio. Es muy emocionante y especial el empezar a ver cómo tanta gente empieza a ofrecer sus talentos, su tiempo, sus capacidades. Sin racanear, sin medida, sin egoísmo. Es momento en el que surge una pregunta que vuelve una y otra vez: «¿Cómo puedo ayudar?». Y de golpe descubrimos que cuidar unos de otros también sacia, y colma, y llena. La fragilidad. Estamos tan acostumbrados a relacionarnos desde nuestras fortalezas, que ¿por qué no bajar la guardia por un momento y compartir que estamos aterrados, que nos preocupa el futuro, que no sabemos lo que va a pasar, que nos reconocemos vulnerables, limitados y

que el vernos mortales nos invita a repensar nuestras prioridades? Es también momento para que, quien enferma, aprenda a dejarse cuidar, porque también eso es necesario e importante. La fraternidad. Mirad, no es solo que el problema sean los cercanos. También hay tanta gente lejana sufriendo a diario lo que a nosotros nos resultan recortes coyunturales, que quizás este sería un momento para pensar en cómo estamos construyendo nuestro mundo y nuestras sociedades. Quizás ahora podemos comprender con más hondura las vidas de las personas heridas. Si una pandemia no entiende de fronteras, tampoco el amor, la pasión, la solidaridad debería entender de fronteras, porque somos una gran familia humana. Y, por último, la fe. Los creyentes necesitamos a Dios. Y a veces podemos vivirlo desde la inercia. Por ejemplo, estamos tan acostumbrados a tener acceso casi a la carta a la celebración de la eucaristía que ahora, cuando nos toca vivirlo a distancia, descubrimos la experiencia cotidiana de tantas personas. Y de golpe comprendemos que Dios no es una eventualidad más en nuestras vidas. Creo que este es un momento para orar desde nuestra verdad desnuda. Para compartir nuestras grandes preguntas. La conciencia de nuestra finitud. Nuestra necesidad de una Palabra que dé sentido. La limitación. Una manera de entender la felicidad que vaya mucho más allá de la cara amable de la vida. Quizás hoy es el momento para sentarnos junto al Señor, en el pozo, dejar de hablar de nuestras pequeñas charcas muertas que a menudo no son más que espejos en los que nos miramos nosotros mismos y pedirle, que nos descubra, en verdad, donde está el agua viva, la del amor, el servicio, la fragilidad, la fraternidad, y una fe viva.

COMO UN TORRENTE Sumérgeme en la fuente de agua viva, como el niño que se zambulle en el mar, por vez primera, sin intuir la vida que sus aguas envuelven. Regado por tu verso creceré hasta ser árbol cargado de frutos que han de alimentar mil bocas hambrientas Bañado en tu luz seré luna llena incendiando brumas, coloreando sombras, atravesando tinieblas. Como un torrente, a mi paso iré anegando, con tu agua, montañas y valles, y la tierra sedienta se saciará de Ti. Qué suerte ser cauces de Vida en vez de charcas de nada… si alguna vez Tú te haces manantial de nuestros sueños.

16 de marzo Lepras de hoy Lunes de la tercera semana de Cuaresma

2 Re 5,1-5a. Naamán se bañó en el Jordán siete veces conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio. Sal 41. Mi alma tiene sed del Dios vivo: ¿Cuándo veré el rostro de Dios? Lc 4,24-30. Ningún profeta es aceptado en su pueblo.

Las lecturas de hoy nos ponen delante de una enfermedad tan llena de significado en la historia de la Biblia como es la lepra. Podríamos decir que esta enfermedad, el coronavirus, se nos ha vuelto una forma de lepra, ¿verdad? Pero cuidado con paralelismos precipitados o reduccionistas. Porque no solo debe preocuparnos el virus, que, por supuesto, a quien afecte, ojalá recupere la salud, ojalá la ayuda inestimable del personal sanitario le ayude a recobrarse, y el cariño de los suyos, y también nuestra oración de unos por otros. Pero pensaba yo hoy en algunas otras lepras que pueden asomar, y que quizás están emergiendo al hilo de esta crisis, de las que podemos pedir al Señor que nos limpie y para las que necesitamos bañarnos. Como Naamán es invitado a bañarse siete veces en el río, dejadme hablar de siete lepras cotidianas contemporáneas que están emergiendo y de las que necesitamos ser curados. 1) El egoísmo. Así como ayer hablaba de la generosidad de muchos, no hay que negar que también sorprende, estremece y asusta –aunque

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sabemos que es muy humano– ver a alguna gente intentando sacar tajada, hasta de esto que está ocurriendo, o acumulando recursos de primera necesidad, o acaparando lo que quizás ahora se necesita más repartido, o preocupándose solo de lo suyo. La frialdad. Ayer hablaba de mucha gente que en estos días se plantea, «¿cómo puedo ayudar?» Pero también te encuentras con mucha gente a la que la preocupación por ayudar no se le pasa por la cabeza, y cuya única pregunta es «¿qué hago yo ahora mientras tanto?». Gente que solo piensa «ojalá a mí no me toque». La indiferencia hacia nuestro prójimo es otra enfermedad, otra forma de lepra. El desenfoque tiene que ver con mirar en la dirección equivocada. Hay un tiempo para cada cosa –dice el Eclesiastés–; y habrá un tiempo para buscar responsables, para pensar si se ha hecho bien, para criticar, pero quizás no ahora. Este es el tiempo para empujar todos en dirección de parar la expansión, y para no caer en la miopía existencial. La burla. El humor es muy necesario y muy valioso. Pero hay que tener cuidado. Hoy he leído el tuit de algún personaje público que, desde la eterna rivalidad territorial que nos golpea aquí en España, se burlaba, parecía celebrar que esto ocurriera en otras regiones. Y jugaba con las muertes en Madrid, bromeando con la frase «De Madrid al cielo». De verdad, ¿a este grado de inhumanidad hemos llegado? La impaciencia puede ser otra lepra. La convivencia acaba de empezar, y parece que esta convivencia estrecha va a durar. Ahora puede que nos haga sufrir, que el confinamiento nos haga tener más roces, que nos haga estar más tensos, más exaltados, más agitados (porque, además, en casa a veces es donde como hay confianza, somos más brutos –y terminamos diciéndonos las cosas con mucha más dureza–). La impaciencia nos puede asaltar en este tiempo. El activismo. Se nos está invitando a parar. Hoy leía una reflexión de una amiga que hablaba de que no caigamos en tener que llenar todo nuestro tiempo por miedo al silencio. Es tiempo de frenar, y ya está.

7) La religión mágica. Señor, sálvanos tú de esto, como con una especie de vacuna espiritual. Intervén mágicamente para parar todo esto. Eso sería incorrecto. Claro que hay que volverse a Dios ahora, pero con mucha más profundidad. Frente a todo esto, lo que nos toca son unos «baños» diferentes en ese río. Quisiera convertir esto en oración. Hoy quisiera que juntos nos zambullamos en ese río de agua viva, que nos bañemos en el mar de Dios. Y que nos dejemos ir sanando de las lepras que nos pueden afectar a todos. Que el egoísmo se convierta en generosidad y alteridad. Que la frialdad se convierta en preocupación y verdadero interés por el prójimo. Que aprendamos a dirigir la mirada hacia lo importante, que es ahora el bien común y la situación de los más débiles de nuestra sociedad. Que nos respetemos profundamente más allá de las diferencias cotidianas. Que nos cuidemos más en las relaciones. Ahora que no nos podemos acariciar con las manos, acariciémonos con las palabras, con los gestos, con los silencios, con la actitud. Que demos un tiempo y un momento al silencio tan necesario en nuestra vida. Y que, en nuestra fe, aprendamos la verdadera oración, que es: en tus manos, Señor, ponemos nuestra vida, en la sombra y en la tormenta, sabiendo que tú vas con nosotros.

NADIE ESTÁ SOLO Nadie está solo, aunque a ratos lo temes y te sientes herido, o se te rompe la entraña. Si se te pierde la risa, y se te callan los versos. Aunque te duela la historia y te amenace el presente, se te atraviesen los miedos o se oscurezca el futuro… Es verdad que sí, que hay días grises, en que el silencio atormenta, y oprime. Hay momentos en que la distancia es nostalgia y es ausencia. Hay abrazos extraviados esperando un encuentro. Hay miedos que anuncian naufragios y derrotas que parecen finales. Pero nadie está solo, aunque a veces lo parezca. Su Palabra no se marcha y Su Espíritu nos une, fluye, infatigable, entre nosotros. Despertando el Amor dormido, vistiéndose de servicio,

llamándonos prójimos, llamándonos amigos y trenzando, en nuestros días, inesperados afectos que se convierten en hogar. Aunque hoy nos llueva dentro.

17 de marzo Tenemos tanto que perdonar… Martes de la tercera semana de Cuaresma

Dn 3,25.34-33. Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde. Sal 24. Recuerda, Señor, tu ternura. Mt 18,21-35. ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Hasta setenta veces siete.

Hay algo muy bonito en la parábola que propone hoy Jesús. Y además algo que nos puede ilustrar mucho hoy. La parábola que acabamos de escuchar puede ilustrar mucho nuestra situación presente. A mí me gusta hablar de laberintos. Un laberinto es un lugar donde andamos perdidos, con cierta sensación de estrechura, un lugar agobiante, lleno de estrecheces, recovecos, donde andas un poco perdido, sin encontrar la salida. Estos días de mayor encierro también tienen algo de laberinto. El laberinto es un lugar de agobio, de incertidumbre, de malestar. No sabemos qué va a pasar con la salud, y en segundo término con el futuro, el trabajo, la economía, la vida… Creo que uno de los grandes peligros de nuestro mundo es el laberinto de los espejos. En el que solo te ves tú. Solo ves tu propia situación, tu necesidad, tu interés, tu vida. Si cada uno nos vemos solo a nosotros mismos (lo que yo quiero, lo que yo necesito, lo que a mí me gusta, lo que a mí me molesta, lo que a mí me preocupa, lo que a mí me enfada, lo que a mí me hiere, lo que a mí me gustaría). Si todos vivimos solo en clave de yo, la convivencia estos días va a ser terrible y puede convertirse en un infierno, en una competición de egos. Porque estamos muchos compartiendo vida.

El ejemplo de la parábola es muy real. Al hombre que vive viendo solo espejos, le ocurre lo de este deudor (que a uno le pide perdón y al otro le exige respuesta). Porque de ti necesito que me perdones, y es lo que te exijo; y de ti necesito que me pagues. Cuando solo importa el yo te vuelves ciego al otro. Sin embargo, nosotros hoy necesitamos conjugar mucho más la segunda persona. Y esto va a ser especialmente importante estos días. Tenemos que escuchar nuestros miedos, nuestras heridas, nuestros cansancios, pero también los de los que viven con nosotros. Tenemos que comprender que no todos reaccionamos de la misma forma. Que a lo mejor uno es más tranquilo y otro más nervioso. Cuidar los espacios comunes, tantas cosas… Seguro que ya en estos pocos días han surgido roces, preocupaciones, problemas. Por eso os invito hoy a pensar en las personas con quienes os toca compartir espacio. Y dedicar un rato a pensar en segunda persona. Ojalá sepamos romper los espejos para abrirnos al otro. Cómo puedo ayudar. Cómo puedo hacerte la vida más fácil. Cómo puedo cuidarte. Cómo puedo acompañarte. Cómo puedo conocerte. Esto, hoy, es una oportunidad. Incluso si estáis solos. En realidad, hay muchos ámbitos en los que nos cuidamos más a distancia: lo virtual, las conversaciones a distancia, hasta la oración unos por otros. Y no quiero dejar pasar la ocasión para hacer una reflexión sobre el perdón. Porque va a ser necesario en esta etapa. Todos nos vamos a equivocar. A menudo. Todos. ¿Va a haber tensiones? Sí. ¿Palabras mal dichas? Sí. ¿Va a haber enfados? ¿Discusiones? Lo normal es que haya. Es posible incluso que quienes estáis compartiendo esta eucaristía estéis en este momento enfadados unos con otros. No pasa nada. Perdonar no es buscar razones ni poner condiciones. Es algo mucho mayor. Es aceptar los pies de barro. Es aprender que no nos necesitamos invulnerables. Nadie es perfecto, así que vamos a intentar mirar con ternura la limitación de los otros. Las manías, los complejos, las inseguridades. Estos días tenemos que reírnos juntos mucho más. Tenemos que tomarnos el pelo. Y tenemos que aceptarnos. Y sí, si nos equivocamos, tenemos que aprender a perdonar y a pedir perdón. Y hacerlo de verdad, y con cariño. Este es tiempo para ser enormemente delicados.

Creo que llevamos décadas en una sociedad crispada, entregados a la exigencia, y donde la palabra perdón, y mucho más la posibilidad de reconciliación, ha desaparecido del horizonte y discurso público. Esta es una oportunidad para aprender a aceptarnos frágiles, a cuidarnos, y a perdonarnos. No siete veces, sino setenta veces siete, toda la vida, porque así nos ama Dios.

PERDÓN Seguiremos caminando, más allá de fracasos y golpes. Seguiremos amando, venciendo a soledades y deserciones. Seguirá la historia, la memoria poblada y la espera impaciente de lo que ha de llegar. Uniremos los pedazos dispersos, los fragmentos de sueños, estrecharemos brazos heridos. Setenta veces siete alzaremos los ojos y retomaremos la ruta. Con otros, igual de frágiles, igual de fuertes, igual de humanos, haremos surcos en la tierra fértil para seguir sembrando un evangelio de carne y hueso regado con los anhelos más hondos, y crecerá, imparable, la vida.

18 de marzo ¿Qué es dar plenitud a la ley? Miércoles de la tercera semana de Cuaresma

Dt 4,1.5-9. Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño. Sal 147. Glorifica al Señor, Jerusalén. Mt 5,17-19. No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar plenitud.

Ojalá esta palabra que hemos escuchado hoy se convierta en palabra para nuestras vidas. La relación de Jesús con la ley no terminamos de entenderla. Porque por una parte parece muy libre, y le acusan incluso de saltársela, y luego nos encontramos con afirmaciones como esta de hoy, en que dice que ha venido a dar cumplimiento a la ley. ¿Cómo entender esta afirmación? ¿Qué es dar plenitud a la ley? No es poner el listón aún más alto. Si interpretamos la ley en clave de cumplimiento perfecto y escrupuloso de un montón de normas, estamos todos más que perdidos. Porque, mirémonos cada uno un poco por dentro y por fuera, ¿quién es capaz de vivir todo esto con claridad y perfección? Creo, más bien, que dar plenitud es colocarla en su lugar y darle hondura y sentido. En realidad, dar plenitud a la ley quizás es ponerla en su justa perspectiva, porque es necesaria e importa. Porque no se trata de la cantidad de pequeñas o grandes normas que hay que cumplir. Se trata, sobre todo, de poder tener como un manto, un cuadro mayor, que le dé sentido a todo. Ese manto es el amor. Ese va a ser, una y otra vez, el resumen de la ley para Jesús. El amor que aprendemos en Dios. Pero, ¿qué es lo que aporta la idea de «Ley»?

Creo que aporta tres elementos bien importantes dentro del amor. Aporta, primero la conciencia del valor de los límites. Los límites no son algo malo, sino que a veces son las coordenadas en las que poder desplegar la actividad. La conciencia de que tenemos límites y que tenemos que darnos límites no es algo malo. Al contrario. Hay que aprender a vivir con límites, porque la realidad es así (y el sueño de la omnipotencia es muy tramposo). Ahora mismo la realidad nos ha puesto unos límites que hace ocho días ni imaginábamos. Pero no hay que asustarse. Lo que hay que aprender es a ser creativos dentro de nuestros límites. La realidad nos pone límites. El primero, la vida. Y en la fe, también los hay –por ejemplo, el prójimo, sus derechos, sus posibilidades–. Cuando decimos, por ejemplo, que alguien se extralimita estamos mostrando que necesitamos los límites (la ley). Segundo, la ley tiene que ver con una comprensión del mundo. No se trata de absolutizar la letra de cada precepto, sino el espíritu de la ley (porque lo que tiene es un objetivo, una meta, una imagen del mundo). Pero la ley no es una suma de preceptos, sino un gran corpus al servicio de la justicia, cuyo objetivo es el bien y la plenitud del ser humano, su vida integral, su hondura, su dignidad, su crecimiento, su comprensión de una verdadera libertad, su capacidad para elegir el bien (si tuviéramos que enmarcarlo con una palabra, el amor). Por eso, el ser humano va a estar antes que la ley, o la persona antes que el sábado. Tercero, ¿la ley está al principio o está al final del camino? En realidad, es todo un proceso. Nadie sabe cómo tiene que vivir desde el principio. Dar plenitud a la ley es convertirla en oportunidad de crecimiento, en escuela y camino. En el camino vamos encontrando y aprendiendo a lidiar con los límites. Nos equivocamos. Nos hacemos heridas, hacemos heridas a otros, perdonamos… Vamos descubriendo cada vez más en qué consisten esos límites de la vida. La ley del amor es el horizonte hacia el que caminamos. Y la ley (el amor), aterrizado luego en opciones concretas que siempre ponen en el centro la creación, el prójimo, la vida y el valor y dignidad de la persona, se va aprendiendo. De alguna manera eso se aplica en todas las circunstancias de la vida. Ahora a nosotros nos toca encontrar nuestra manera concreta de aprender a vivir en unos límites nuevos. El confinamiento, la falta de libertad de movimientos, los aceptamos porque los vemos necesarios, por nosotros y

por otros. Nos toca también poner en el amor la referencia de la cantidad de pequeñas y grandes normas que nos vamos a tener que ir dando en la vida diaria. Seguro que estos días surgen pequeñas normas cotidianas en la vida común. No por cumplir, sino por cuidarnos. Y es, también, un aprendizaje, un camino en el que ya sabemos que no nacimos aprendidos. Ojalá volvamos a la normalidad. Pero que el camino sea escuela y vayamos aprendiendo. Señor, ayúdanos a vivir en plenitud. Que no es hacerlo todo perfecto, sino intentar hacerlo todo a tu modo.

LA LEY La ley, sí, pero ¿qué ley? No la del puro que observa, desde una barrera de cumplimientos, a los equivocados, los perdidos, los transgresores. No la de quien agarra la piedra y lapida al culpable en nombre de un Dios cruel. No la de la virtud jactanciosa, o el discurso hipócrita. No la de la brizna en el ojo ajeno, ni la del ego desmesurado. No la que esclaviza y no libera. No la de credos impuestos. ¿La que se cumple por miedo? ¡No! La del amor. Solo esa. Que se conmueve, arde, celebra y lucha. Que tiende los brazos. Que entiende las caídas, que aspira a todo desde el saberse poco. La de la entraña estremecida ante el misterio del prójimo. La del sollozo compasivo que no renuncia a la esperanza. La que sostiene la vida sin conformarse con menos. La de la risa sincera. La de vaciarse hasta la última gota.

Y vivir. Y morir. Y resucitar. Esa ley.

19 de marzo San José

2 Sm 7,4-5a.12-14a.16. Tu casa y tu reino durarán siempre en mi presencia. Sal 88. Su linaje será perpetuo. Rom 4,13.16-18. Apoyado en la esperanza, Abrahán creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones. Mt 1,16.18-21.24a. Se le apareció en sueños un ángel del Señor.

Presidió Pablo Guerrero, SJ Buenas tardes. Me llamo Pablo y pertenezco a la comunidad de jesuitas de Maldonado. Lo primero, antes de que en el chat empiece la gente a preguntarse, Jose Mari está perfectamente, es más lo estoy viendo enfrente de mí detrás de las cámaras[1]. Hoy celebramos la fiesta de san José. ¡Quien no tiene en su familia a alguien llamado José, María José, Josefina, Josefa…! Es el Día del Padre y es también un día en el que recordamos de manera especial a los que se están preparando para ser sacerdotes. Aunque por las circunstancias en las que nos encontramos la celebración oficial del Día del Seminario se ha cambiado de fecha, esto no significa que hoy y siempre no debamos de tener presentes a quienes se preparan para servirnos como sacerdotes. Desde la acción de gracias por quienes celebran su santo, por nuestros padres y por los seminaristas, le pedimos perdón al Señor por aquello que hay en nuestra vida que es pecado. Hay pocas personas de las que se diga tan poco en el evangelio. De san José solo se dice que era justo y era bueno, nada más y nada menos. Estoy

seguro que a todos nos gustaría que se pudiera decir de nosotros que fuimos personas buenas, buenas personas. Cuando pensamos en el misterio de la Encarnación, en la infancia de Jesús, hay una figura clave en la historia de la salvación, la figura de María, la madre del Señor. Casi podría decirse que se ha eclipsado cualquier otra figura en la infancia de Jesús. Una de estas figuras a la que no hemos hecho justicia es la de san José. La imaginería popular nos lo ha representado casi como un anciano que siempre está en segundo plano; si me entienden la expresión a veces nos lo han presentado como un «padre de relleno». Sin embargo, José, el esposo de María, era justo y bueno. José es la persona que en el designio de Dios va a acompañar la ternura de María. Les invito a que hagamos juntos un poco de teología-ficción y nos imaginemos el papel que cada uno jugó en la educación del niño y joven Jesús. María, como toda madre hebrea, le contará a su hijo la historia de las grandes mujeres de Israel. Le hablará de Judith y cómo Dios se fija en la debilidad; le hablará de la reina Esther y de cómo Dios acompaña a su pueblo en los momentos difíciles; le hablará de Ruth y de cómo Dios es fiel con los pequeños. María, como toda madre hebrea, contará a su hijo las grandes narraciones de Israel. Le hablará de David y Goliat y le explicará cómo las apariencias engañan y que Dios no mira la superficie, sino que mira el corazón. En María, Jesús descubrirá que Dios es un Dios de ternura apasionada por su pueblo, un Dios apasionado por los últimos, por los pequeños, por los sencillos, por los que sufren. Pero no solo María educó a Jesús. José, como todo padre hebreo enseñará a su hijo la oración del Shema Israel que todo hebreo varón reza en la pascua judía. «Escucha Israel, Yahvé, solo Yahvé, es tu Dios, el que sacó a tus antepasados de Egipto, el que dio a tus padres la libertad, el que se acordó del grito de los esclavos de los egipcios». José le hablará a su hijo de un Dios que «ha escuchado el grito de su pueblo». José le descubrirá a Jesús que Dios está comprometido con la historia y especialmente con la historia de los que están siendo oprimidos. José llevará a su hijo a la sinogoga. Le ayudará a descubrir que su pueblo es un pueblo con historia. Y esa historia es una historia de salvación. Con José, el joven Jesús escuchará la Torá, la ley de Israel;

juntos escucharán el Génesis, el canto a un Dios que nos da su vida, que nos crea. Juntos escucharán el Éxodo, la historia de la liberación de Israel, la llamada a ser liberados y a liberar. Jesús, en la sinagoga, al lado de su padre, escuchará el mensaje de los profetas, el mensaje de la ternura de Dios que nos lleva grabados en la palma de sus manos, de la ternura de Dios que nos cuida como una madre cuida a su hijo. Juntos escucharán las palabras del profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo dice el Señor, habladle al corazón de Jerusalén». Juntos escucharán las palabras del profeta Ezequiel: «Pasaré junto a tí, haré una alianza y esa alianza será eterna». Sabéis que el Día del Padre tiene mucho de comercial, de negocio, de grandes almacenes; aunque puede que este año, en las circunstancias que nos toca vivir, hayamos vivido este día de una manera nueva. ¡Quién sabe! Puede que hasta mejor y más auténtica. En cristiano, recordar a nuestros padres en el día que recordamos al padre de Jesús significa descubrir en nuestros padres la misma labor que tuvo san José: acompañar la ternura de una madre, descubrir a su hijo la historia de su pueblo y animar a su hijo a sentirse liberado y llamado a liberar a otros. Yo admiro mucho a las personas que son padres y que, a la vez, como san José, son hombres buenos. Y los hay y, gracias a Dios, muchos. Creo que no es fácil ser padre, y menos aún ser un buen padre. Por eso hoy, en la Iglesia, es un día para dar gracias por todos esos hombres buenos que son buenos padres. Dar gracias por esos varones que son capaces de acompañar con su ternura la ternura de una mujer. Dar gracias por esos varones que, como esposos y padres, creen en la igualdad, en el respeto y en la solidaridad. Dar gracias por esos varones que descubren que sus hijos son un misterio, que son parte suya, pero que no son de su propiedad. Hoy es un día para dar gracias por esos varones que se creen de verdad que, como padres, necesitan construir un buen nido para sus hijos pero, a la vez, necesitan también enseñarles a volar. Necesitamos de personas, padres y madres, que sigan dando a sus hijos dos grandes regalos: raíces y alas. No es fácil ser padre, no es fácil ser madre. Pero estoy convencido de que merece la pena. Estamos recorriendo un camino juntos. Es curioso cómo la cuarentena puede unirnos más. Estas semanas muchos padres y muchas madres estareis aún más cerca físicamente de vuestros hijos. Puede que alguno de

vosotros no podáis estar cerca de vuestros padres y que estéis separados por cientos o miles de kilómetros. Sin duda más de uno de vosotros tendrá a sus padres enfermos. Otros, como yo, sabemos que nuestros padres ya están, para siempre, en manos de Dios; ya están «en casa». A todos os invito a dar gracias a Dios por vuestros padres.

[1] Más de una vez habrá en algún momento de alguna homilía alusiones personales. La situación de incertidumbre, el cariño expresado por tantas personas hacia el equipo que preparaba la liturgia, el miedo a los contagios –especialmente cuando estábamos en los días más duros de contagios y muertes– todo ello se tenía que transparentar en algunos momentos.

SOLO SÉ CÓMO SE LLAMA Que si nació hoy, que si nació ayer, que si nació aquí, que si nació allá. Que si murió a los 33, que si murió a los 36, que cuántos clavos, que cuántos panes y pescados. Que si eran reyes, que si eran magos. Que si tenía hermanos, que si no tenía. Que dónde está, que cuándo vuelve. Yo lo único que sé es que… A mí me tomó de la mano cuando más lo necesitaba. Me enseñó a sonreír y agradecer por las pequeñas cosas. Me enseñó a llorar con fuerzas y dejar ir. Me enseñó a despertarme saludando al sol y a acostarme con la cabeza tranquila. A caminar muy lento y muy descalza. Me enseñó a abrazar a todos y a abrazarme a mí. Me enseñó mucho, me enseñó todo. Me enseñó a quererme con ganas. A querer a quien tengo al lado y a darle la mano. Me enseñó que siempre me está hablando en lo cotidiano, en lo sencillo, a manera de mensajes y que para escucharlo tengo que tener abierto el corazón. Me enseñó que un gracias o un perdón lo pueden cambiar todo. Me enseñó que la fuerza más grande es el amor y que lo contrario al amor es el miedo. Me enseñó cuánto me ama a través de 1000 detalles. Me enseñó que los milagros sí existen. Me enseñó que si yo no perdono soy yo quien se queda prisionera; y que para perdonar, primero tengo que perdonarme. Me enseñó que no siempre se recibe bien por bien, pero que actúe bien a pesar de todo. Me enseñó a confiar en mí y a levantar la voz frente a la injusticia.

Me enseñó a buscarlo dentro y no afuera. Me deja que me aleje, sin enojarse. Que salga a conocer la vida. A equivocarme y aprender. Y me sigue cuidando y esperando. Hasta me dejó aprender de otros maestros sin ponerse celoso; porque es de necios no escuchar a todo el que habla de amor. Me enseñó que solo estoy aquí por un tiempo, y solo ocupo un lugar pequeño. Y me pidió que sea feliz y viva en paz, que me esfuerce cada día en ser mejor y en compartir su luz conociendo mi sombra. Que disfrute, que ría, que valore, y que Él siempre va a estar en mí… Que, aunque dude y tenga miedo, confíe, ya que esa es la fe, confiar en Él a pesar de mí… Se llama Jesús… Gabriela Mistral

20 de marzo El amor en los tiempos del coronavirus Viernes de la tercera semana de Cuaresma

Os 14,2-10. Curaré su deslealtad, los amaré generosamente, porque mi ira se apartó de ellos. Sal 80. Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz. Mc 12,28b-34. ¿Qué mandamiento es el primero de todos?

Como se nos recuerda hoy a través de esa invitación a volver al Señor, también nosotros nos podemos extraviar en muchas batallas y guerras absurdas en la vida. Pero siempre estamos a tiempo de volvernos a Dios. Y ese regreso hoy parece claro. Si tuviéramos que describir en qué consiste ese volverse a Dios, hoy Jesús lo deja muy claro. Es volverse al amor. A Dios y al prójimo. Pero, ¿a qué llamamos amor? Porque de amor hablamos mucho, lo citamos, lo cantamos, lo mencionamos, lo escribimos, hacemos grafitis, lo tuiteamos. Pero, ¿qué entendemos por amor, o qué es el amor que aprendemos a descubrir en Dios? Porque hay versiones muy reducidas y reduccionistas del amor, que resulta insuficientes. Como que el amor fuera solo el sentimiento bonito de a veces. El amor romántico, por ejemplo, es una parte del amor, pero no todo. ¿El amor propio? Es amor. Siempre que no sea narcisismo o egoísmo. Pero si implica no amar al prójimo, no basta. Tampoco es amor como ese sentimiento de afabilidad, de estar bien… No parece suficiente. Y luego hay cosas que llamamos amor que ni siquiera lo son. Si cuando alguien dice a otra persona «te quiero» lo que está diciendo en realidad es «me haces feliz», tampoco eso es. Y, sin embargo, el verdadero

amor, sin negar lo que pueda haber de verdad en todos esos otros amores, es el amor que es capaz de dar el paso de decir: «Quiero que tú seas feliz. Quiero que tú estés bien. Quiero que tu vida sea plena». Así es como ama Dios. Estos días parece que, por un rato, casi todos hemos aparcado muchas batallas absurdas para centrarnos en lo importante, que es cuidarnos unos a otros. Se ha despertado mucho amor que no es que no estuviera, pero quizás estaba dormido o demasiado instalado en la rutina. Está habiendo trabajo y esfuerzo. Está habiendo enfermedad y flaqueza. Está habiendo miedo, mucho miedo. Está habiendo seguramente enfados y cansancios, pero también esfuerzos en la convivencia. Rutinas. Aburrimiento. Duelo. Y mucho de ello tiene que ver con el amor. Me gustaría hablar de varios rostros de ese amor renovado ahora. De golpe nos hemos dado cuenta de que todos nuestros seres queridos están expuestos a esa amenaza vírica. Y el darnos cuenta de eso, tal vez se convierte en ocasión para recordar lo que nos importamos, que nuestro tiempo es limitado y que tenemos que querernos. Y esa preocupación es amor. El primer rostro del amor es la preocupación. Ojalá no dejemos de preocuparnos y de ocuparnos unos de otros. Estos días está habiendo mucho sufrimiento. Hay personas que están lejos de sus familiares, enfermos o sanos. Y también, desgraciadamente, que fallecen. Y por distintos motivos –todos hemos escuchado (o vivido) historias tremendas– esa distancia ahora es un dolor tremendo. Pero, mirad, ese dolor es precisamente porque el amor verdadero acepta ser vulnerable. Y ese dolor es amor. Porque amar es darle la posibilidad a alguien de que su vida nos duela. Así que, así como muchas veces tenemos motivos para la fiesta y la celebración, no tengáis miedo si ahora sufrimos, lloramos, solos o juntos. Porque ese llanto es nuestra manera de amarnos ahora también. Y lo tercero. El amor se ha desplegado en muchas formas concretas de servicio. Es bonito ir viendo cómo estos días pasan a un primer plano de un modo especial, los más débiles, los más pobres. Hay mucha gente en los márgenes de estos días. Incluso hay márgenes más allá de los márgenes. No son solo los enfermos, que también. Y sus familias, que

también. Son las personas de las que ahora aún nos acordamos menos. En fronteras, más cerradas todavía. Leía ayer una acertadísima reflexión sobre las mujeres víctimas de la trata y de la explotación sexual que están ahora aún más desprotegidas ante los proxenetas. Aquellos que si antes se encontraban fronteras cerradas ahora se encuentran ya muros inexpugnables. ¿Qué está pasando con las víctimas de la violencia doméstica encerradas con sus abusadores? Las posibles nuevas adicciones de estos momentos. En medio de todo ello, tantas y tantas personas, preguntándose, ¿cómo puedo servir? Esa es la pregunta necesaria ahora. No es solo cómo organizar ahora la vida. La verdadera pregunta es: ¿cómo puedo contribuir a cuidar a quienes hoy necesitan ser cuidados? Estemos en las calles o en nuestras casas, esa pregunta no debería faltarnos. Poniendo cada uno nuestros talentos al servicio de ese proyecto común. Amor no es calcular cuánto puedo ayudar, sino preguntarme a quién, y darlo todo.

AMOR ES… Amar la gracia delicada del cisne azul y de la rosa rosa; amar la luz del alba y la de las estrellas que se abren y la de las sonrisas que se alargan… Amar la plenitud del árbol, amar la música del agua y la dulzura de la fruta, y la dulzura de las almas dulces…, amar lo amable, no es amor: Amor es ponerse de almohada para el cansancio de cada día; es ponerse de sol vivo en el ansia de la semilla ciega que perdió el rumbo de la luz, aprisionada por su tierra, vencida por su misma tierra… Amor es desenredar marañas de caminos en la tiniebla: ¡Amor es ser camino y ser escala! Amor es este amar lo que nos duele, lo que nos sangra por dentro. Es entrarse en la entraña de la noche y adivinarle la estrella en germen… ¡La esperanza de la estrella!… Amor es amar desde la raíz negra. Amor es perdonar; y lo que es más que perdonar, es comprender… Amor es apretarse a la cruz, y clavarse a la cruz, y morir y resucitar ¡Amor es resucitar! Dulce María Loynaz

21 de marzo Fariseos y publicanos de hoy Sábado de la tercera semana de Cuaresma

Os 6,1-6. Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará. Sal 50. Quiero misericordia, y no sacrificios. Lc 18,9-14. Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.

Mucho ánimo para todos y un cálido saludo para quienes estáis sufriendo el duelo y tantas situaciones complejas. Un saludo de ánimo también para quienes de distintos modos os desvivís porque otros vivan. Ojalá la palabra de hoy sea caricia, al traducirse para nosotros. A veces me gusta definir la vida como baile, porque creo que bailamos con la vida, la soledad, el tiempo… Otras veces pienso en la vida como batalla. Incluso pienso que a veces es algo de las dos cosas. Bailan y batallan dentro de nosotros algunos polos opuestos: Humildad y orgullo, bien y mal, generosidad y egoísmo, ambición y heridas, alegría y tristeza… Quizás, entre esas polaridades que llevamos dentro, una de las luchas más fuertes sea la que hay entre el fariseo y el publicano que nos habitan. Creo que dentro de cada uno pelean ambos. Los tres pilares de la actitud del fariseo son: Yo me lo merezco. Es decir, una cierta conciencia de fortaleza, basada en la sensación de que uno se ha ganado la gracia. El fariseo en su fortaleza pisa fuerte y dice: «Aquí estoy yo».

Como yo me lo he ganado, y yo lo merezco, entonces Dios me lo debe. El fariseo se instala en la exigencia. Por último, como yo me lo merezco, entonces los demás son rivales o puntos de comparación. Y ahí la actitud es el juicio. Aquí tenemos las tres actitudes del fariseo: fortaleza, exigencia, y juicio. Todos podemos tener un fariseo dentro. Y ojo, porque es muy propio del fariseo pensar que fariseos son los demás. Los tres pilares de la actitud del publicano son: Yo necesito (a Dios y al prójimo). Una conciencia de la fragilidad humilde. El publicano sabe que necesita a Dios y al prójimo. En segundo lugar, la conciencia de que Dios no abandona. Por eso es capaz de orar: «Ten compasión de mí». Dios no abandona, no porque yo lo merezca o lo haya conquistado, sino porque él es así. Consecuencia de ello, es la gratitud. Por último, los otros no son peores ni mejores que yo. Son compañeros del camino, hombres y mujeres con quienes comparto la vida. Y en ese sentido la misericordia es la capacidad de que el corazón lata acompasado con otros corazones. Las tres actitudes del publicano, por tanto, son: fragilidad humilde, gratitud y misericordia. Si algo nos está enseñando esta pandemia es a darle espacio y cancha dentro de cada uno de nosotros al publicano. De golpe nos hemos descubierto débiles, vulnerables, tan inseguros… Pero eso no es malo, más bien es humano. Quizás se nos está cayendo el orgullo en que llevamos décadas instalados. Quizás llevábamos demasiado tiempo, en lo personal, en lo social, en lo eclesial, en lo político, con duelos farisaicos y alzando muros cada vez más altos entre nosotros. Y ahora, de golpe, en medio de la desnudez de este momento, nos reconocemos mucho más frágiles, y emerge el publicano que estaba ahí dentro, necesitando ayuda. Y de golpe descubrimos, en lo personal, y en lo colectivo:







Que no somos autosuficientes (porque somos tan frágiles, y tan limitados, y tan contingentes). De golpe tenemos que aprender a pedir ayuda, y a rompernos a ratos, y a saber que nos necesitamos. Y se va trenzando una red de necesidades recíprocas. Y, sí, también necesitamos a Dios, para que acoja el llanto de unos, la lucha de otros, el cansancio de tantos, las lágrimas de todos. Nos hemos descubierto débiles, como el publicano. Lo segundo, quizás este momento de ayuno sobrevenido, donde nos estamos privando de tantas cosas que hasta ayer parecían esenciales, se vuelve la oportunidad para el agradecimiento, para volver a valorar lo mucho que, en nuestra vida, es privilegio y es bendición. Porque hay muchas cosas que volverán. Volverán los paseos, las charlas, los encuentros. Volverán los abrazos, la cercanía, los días sin miedo. Volverá esa primavera existencial (como hoy, al menos aquí en España, arranca la primavera de nuevo). Volveremos a juntarnos en persona aquí, alrededor de la mesa fraterna. Volverá el baile, y la risa y las bromas, y la salud. Pero quizás volverá de un modo distinto, como un nuevo regalo. Recordando lo mucho que vale. Tal vez hoy, en familia, sea una buena ocasión para dar gracias por tantas cosas que hasta hace unos días eran habituales y pasaban inadvertidas, pero hoy se vuelven especiales. Eso sí, desde la conciencia, también, de que en muchos lugares del mundo y en muchas historias la vida es siempre esta intemperie nuestra de ahora. Que lo que hoy nosotros percibimos como ausencia, en otras vidas es ausencia constante. Y que lo que hoy a nosotros nos sorprende por su escasez, en otras vidas lo es siempre. Ojalá nuestra gratitud sea una gratitud consciente de la necesidad de devolver y compartir. Lo tercero, el encuentro. Mirad, ahora es tiempo de encontrarnos y reconocernos. No es momento para reproches, para cargarnos más unos a otros, para herirnos o zaherirnos. Es tiempo –como decía ayer– para el amor. El fariseo juzga. El publicano comprende. El fariseo exige. El publicano acoge. El fariseo compite. El publicano comparte. El fariseo divide. El publicano une.

Quizás este sea el momento de mirarnos un poco más, como por vez primera, despojados de las capas de seguridad y fortaleza, de autosuficiencia y juicio. Para comprender que somos parte de una gran familia humana muy frágil, compartiendo camino y deseando vivir en paz y con dignidad. Y encontrar nuevos caminos para vivir desde la concordia de quien comparte la fragilidad porque comparte el abrazo de amor de un Padre que a todos nos quiere como somos.

PUBLICANO Pensaba que podía todo, que yo me bastaba, que siempre acertaba, que en cada momento vivía a tu modo y así me salvaba. Rezaba con gesto obediente en primera fila, y una retahíla de méritos huecos era solo el eco de un yo prepotente. Creía que solo mi forma de seguir tus pasos era la acertada. Miraba a los otros con distancia fría porque no cumplían tu ley y tus normas. Me veía distinto, y te agradecía ser mejor que ellos. Hasta que un buen día tropecé en el barro, caí de mi altura, me sentí pequeño descubrí que aquello que pensaba logros era calderilla. Descubrí la celda, donde estaba aislado de tantos hermanos por falsos galones. Me supe encerrado en el laberinto de la altanería.

Me supe tan frágil… y al mirar adentro tú estabas conmigo. Y al mirar afuera, comprendí a mi hermano. Supe que sus lágrimas, sus luchas, y errores, sus caídas, y anhelos, eran también míos. Ese día mi oración cambió. Ten compasión, Señor, que soy un pecador.

22 de marzo Buscadores de luz en tiempos de ceguera Cuarto domingo de Cuaresma

1 Sm 16,1b.6-7.10-13a. En aquel momento, invadió a David el Espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante. Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta. Ef 5,8-14. Caminad como hijos de la luz. Jn 9,1.6-9.13-17.34-38. Me puse barro en los ojos, me lavé, y veo.

Presidió Antonio España, SJ Queridos amigos y amigas: Saludo a todas las personas que nos están viendo desde sus casas, en este momento tan crítico e inesperado. Mi saludo especial va para los que están sufriendo la enfermedad directamente o en sus familiares y amigos. También en todas las personas que contribuyen a la sanación por medio de sus cuidados profesionales, de la atención en los transportes, en la producción general, en los servicios básicos, en la seguridad de nuestras calles, en las instituciones del Estado de las autonomías… Gracias a todos de corazón y desde aquí nuestras oraciones con nombres y apellidos que, en cada casa, podéis pronunciar en silencio. Como cristianos, alzamos la mirada más allá hacia donde nos cuesta mirar. Buscamos la esperanza que nace de la fe. El anhelo por una humanidad plena e íntegra. ¿Qué nos puede estar diciendo Dios en esta situación? ¿A qué nos invita en este domingo de Cuaresma? Levantamos

los ojos para tratar de ver, pero hay que reconocer que somos ciegos, que nuestra mirada es muchas veces pasiva y que nos falta luz. Ceguera. José Saramago publicó en 1995 el Ensayo sobre la ceguera. La trama de esta ficción es una pandemia («el mal blanco») que lleva a la ceguera a todo el mundo excepto a la protagonista, la esposa del médico. Sé que es una distopía, una humanidad sin nombres, una visión negativa del futuro, que puede relacionarse con lo que vivimos hoy y cargarnos de pesimismo. Pero no voy por ahí. Saramago dice: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven». Este tiempo de reclusión forzada por el bien de todos, por tratar de salir adelante como sociedades, es tiempo de salir de nuestras cegueras personales y sociales. Es un momento para tratar de ver en profundidad. Hay algo que he experimentado estos días en mi comunidad y en las calles que me rodean: un gran silencio y una sensación de soledad (pero no de incomunicación). Thomas Merton decía en Pensamientos en soledad: «Aquel que está solo y es consciente de lo que la soledad significa, se encuentra a sí mismo simplemente en el suelo de la vida. Esa persona está en el “Amor” (…). No se sorprende de ello y puede vivir con esta desconcertante y nada atrayente realidad, que no tiene explicación (…) desaparecemos en el Amor». Ese silencio en sana soledad nos puede ayudar a ver mejor, a darnos cuenta de las personas con las que vivimos (y que ahora podemos recorrer con la mirada), el lugar donde estamos, las personas que no están con nosotros pero que tenemos presentes por teléfono, por WhatsApp… Podemos ver y podemos darnos cuenta mejor de quienes son y sus nombres. Mirada activa. Precisamente es eso lo que hace Jesús. En el texto de Juan todo comienza porque Jesús «vio a un hombre ciego de nacimiento». Jesús se fija en una persona que pasa desapercibida, que formaba parte de la escena de cada día en Jerusalén. Me gusta precisamente porque Jesús se da cuenta de la profundidad que hay en cada día. Quizás, podemos en estos momentos de crisis detenernos en mirar más profundamente. No se trata

de miradas esquivas, sino miradas profundas, que contemplan y que aceptan lo que la otra persona es. Como no había coronavirus, Jesús obra un signo «haciendo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”». Como siempre en Jesús, la acción de mirar, de hacer presente a una persona en sus necesidades, le lleva a actuar para que pueda comenzar a ver. No sabemos su procedencia ni su historia, es un ser humano más en los márgenes de la vida. Justamente, la mirada le lleva a actuar, aunque otros lo rechacen: sean sus familiares, sean sus vecinos, sean los fariseos… Y esto son complicaciones: es bueno no ser ciego, pero es un problema cambiar de no-ver a ver. Nos sentimos inseguros, nos socavan nuestras certidumbres, nos hacen temblar y cambiar rutinas. ¿Qué novedad me trae Jesús con una curación inesperada? ¿En qué me puede curar Jesús en medio del confinamiento? ¿Curarme de obsesiones, de rabias, de penas…? No sé. Pero Jesús quiere nuestra curación y siempre podrá surgir lo nuevo e inesperado. Luz. «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Jesús nos sitúa ante una luz que nos puede ayudar a vivir, a reconocer contornos en las personas y las cosas, a distinguir ideas y falsedades, a dejar que resplandezca el bien y no el egoísmo. A los creyentes o aprendices de creyentes, nos llega la luz de Dios, aunque muchas veces no sepamos del todo definirla plenamente. La luz de Jesús atraviesa sociedades enteras y pide de nosotros proteger y mantener esa luz. La segunda lectura nos insiste en pedir esa luz, en buscar esa luz y en ser esa luz: «Antes erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz». La luz no consiste, solamente, en tener las ideas bien organizadas. Se trata de bondad-justicia-verdad. Un periodista hace unos días decía: «Éramos felices y no lo sabíamos» (Íñigo Domínguez, El País). A lo mejor, vivíamos en un sueño de las sociedades occidentales («el mal blanco» de Saramago) que estaban resguardadas de todo y que temían la llegada de otras mentalidades, otros pueblos, otros ritmos y otros virus. Ahora podemos decir que podemos ser felices con lo que vivimos hoy, con lo que sufrimos hoy, con lo que padecemos hoy, solo si tratamos de ser luz,

es decir, bondad-justicia-verdad para otros. Tal como hacen tantas personas que sirven a la sociedad en medio del estado de alarma. ¿Qué podemos aportar nosotras y nosotros? Seguir un ritmo saludable, habitar espacios pequeños, atender a los débiles, buscar la verdad de lo sucedido, acostumbrarnos al silencio profundo, impedir que los más vulnerables empeoren. Esa es una llamada que podemos hacer sin salir de casa. Ser luz lleva a la esperanza: Jesús es luz, el buen pastor que me lleva a verdes praderas, que me conduce a fuentes tranquilas (Sal 22), que nos invita a vivir de forma plena, aunque distinta a lo que teníamos antes. Esta luz nos llama a una fe vivida y viviente, que provoca esperanza, que supera la ceguera para que miremos por nosotros mismos junto a Dios y Jesús, que mira de forma nueva y que da luz al mundo y vida al mundo.

EL DIOS DE LA FE En medio de la sombra y de la herida me preguntan si creo en Ti. Y digo: que tengo todo, cuando estoy contigo, el sol, la luz, la paz, el bien, la vida. Sin Ti, el sol es luz descolorida. Sin Ti, la paz es un cruel castigo. Sin Ti, no hay bien ni corazón amigo. Sin Ti, la vida es muerte repetida. Contigo el sol es luz enamorada y contigo la paz es paz florida. Contigo el bien es casa reposada y contigo la vida es sangre ardida. Pues si me faltas Tú, no tengo nada: ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida. José Luis Martín Descalzo

23 de marzo La esperanza en tiempos turbulentos Lunes de la cuarta semana de Cuaresma

Is 65,17-21. Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva. Sal 19. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado. Jn 4,43-54. Anda, tu hijo vive.

Es bonito y al tiempo extraño escuchar unas lecturas tan cargadas de esperanza cuando miramos alrededor –al menos aquí en Madrid– y abunda el miedo, la preocupación. Quizás hoy podemos entender con mucha más claridad, como por primera vez, el sentido de la esperanza. Yo, como otros muchos, creo que soy alguien que ha vivido en un contexto mucho más seguro, y nunca me he visto envuelto en algo así. Como tantos, hemos tenido momentos buenos y malos, crisis personales, crisis colectivas, quizás situaciones duras. Pero esta sensación de que la sociedad se tambalea, esto hace que las palabras de Isaías llenas de esperanza para un pueblo devastado resulten desconcertantes, pero también ilusionantes. El contexto de la pandemia (para muchos que hemos vivido toda la vida en un mundo de seguridades), puede recordarnos aquel contexto del pueblo atormentado por un presente devastado. Un presente, aquel, de opresión y cautiverio, de sensación de derrota y abandono. Un presente, el nuestro, de miedo al presente y al futuro, de incertidumbre, de preocupación, tristeza, y duelo. (Y, como os he dicho ya otros días, no deberíamos olvidar, además, que esa es precisamente la situación vital de muchos millones de personas en nuestro mundo durante toda su vida).

En medio de estas situaciones de catástrofe, en tiempos de Jesús, y en los nuestros, también hay agoreros. Los hay («esto no acaba ni de empezar. Detrás de esto viene la ruina. Ya verás cuantos muertos nos esperan. Y la crisis. Y China. Y…»). También cabe una lectura religiosa. Quizás si esto hubiera ocurrido en la antigüedad, los creyentes hubiesen pensado en la pandemia como un castigo de un Dios tiránico y en consecuencia hubieran esperado que automáticamente la borrase con un gesto de las manos o que ya fuera el nuevo diluvio… Yo no sé en qué Dios cree quien dice que la pandemia es un castigo de Dios a este mundo. ¿De verdad Dios hace sufrir a los inocentes? ¿Entonces, cuando se le pase el enfado borrará el coronavirus de un plumazo? A mí, perdonadme, pero me cuesta creer en esto. Jesús aparece como el profeta de la esperanza, no estimado en su patria, pero sin embargo realmente sanador. Jesús nos llama, también hoy, a la esperanza. Y, ¿sabéis? Creo que hay que mirar alrededor y empezar a ver destellos que invitan a creer en esa esperanza. Quizás tenemos que descubrir bien cuál es esa esperanza, o cual es esa manera de sanar de Dios. Que no es el automatismo de la sanación inmediata de la enfermedad, sino algo distinto. Sanarnos como sociedad, como mundo, como familia humana. Hoy sabemos que Dios no provoca el sufrimiento de los inocentes a su capricho. La vida es limitada, es vulnerable y es frágil. Y esto es una enfermedad, con muchos rostros. Pero hay esperanza, y señales para la esperanza. •

Porque sigue habiendo gente que, en medio de una crisis como esta, multiplica sus esfuerzos por ayudar, acariciar, acompañar. Lo de que haya caceroladas para protestar nos resulta más familiar, y hasta hace poco los aplausos eran solo para los triunfadores –en las galas de premios, en las competiciones deportivas…–, pero no nos son tan habituales los aplausos a la generosidad. De golpe se nos han abierto los ojos, y descubrimos la entrega de tantos. Nos hemos dado cuenta de que la bondad es necesaria en este mundo y además es digna de reconocimiento y aplauso.







Hay gente buscando una vacuna, una solución. Y así ha ido avanzando la vida. Gracias a la ciencia, que es una de las herramientas, de los talentos, que Dios ha puesto en nuestras manos. El ser humano, dotado del talento creador que Dios ha puesto en nosotros, ya encontró en otras épocas soluciones para pandemias y enfermedades. Gracias a Dios, hay muchas personas utilizando sus talentos para el bien. Como lo es también la imaginación de quienes ahora encuentran caminos para mantener la alegría o la resistencia, la creatividad de tantas iniciativas… El valor de nuestros talentos. Quizás, solo quizás también, estemos volviendo a la fe profunda, la que da sentido a la vida, la que va mucho más allá de polémicas estériles y se pregunta por el lugar de Dios, el amor, el sufrimiento, el sentido de la vida, la soledad y los encuentros, la muerte, la esperanza más allá de la muerte. Quizás haya una esperanza para una fe reconquistada. Por último, esto nos pueda servir para enderezar el rumbo como sociedades. Para comprender a dónde estábamos yendo. Para recuperar lo esencial. Para descubrir los destellos de un bien posible e intuir que el mundo que salga de esta crisis puede ser mejor. Recuerdo aquí una cita de Etty Hillesum, que pasó los dos últimos años de su vida en Westerbork, antes de ser enviada a Auscwhitz. En un contexto de absoluto horror ella dejó escrito en El corazón de los barracones: «Lo que quiero decir es que sí, la miseria es grande y aun así me ocurre a menudo por las noches, cuando el día se va apagando dentro de mí, hondamente, que camino con ágiles zancadas a lo largo de la alambrada y siento subir de mi corazón una fascinación –no lo puedo evitar; proviene de una fuerza elemental–. Esta vida es maravillosa y grande, tenemos que construir un mundo nuevo después de la guerra. Y a cada infamia, a cada crueldad, hay que oponerle una buena dosis de amor y buena fe, que primero habremos de hallar dentro de nosotros mismos. Tenemos derecho a sufrir, pero no a sucumbir al sufrimiento. Y si sobrevivimos a esta época ilesos de cuerpo y alma, de alma sobre todo, sin resentimientos, sin amarguras, entonces ganaremos el derecho a tener voz cuando pase la guerra. Tal vez soy una mujer demasiado ambiciosa: me gustaría tener una palabra que enunciar».

Quizás esa ambición sea la que necesitamos todos nosotros. Aprender a ser eco de tantas palabras de esperanza de quien se ha negado a sucumbir al desaliento.

SOLO TÚ Porque nuestros proyectos se desmoronan y fracasan y el éxito no nos llena como ansiamos. Porque el amor más grande deja huecos de soledad, porque nuestras miradas no rompen barreras, porque queriendo amar nos herimos, porque chocamos continuamente con nuestra fragilidad, porque nuestras utopías son de cartón y nuestros sueños se evaporan al despertar. Porque nuestra salud descubre mentiras de omnipotencia y la muerte es una pregunta que no sabemos responder. Porque el dolor es un amargo compañero y la tristeza una sombra en la oscuridad. Porque esta sed no encuentra fuente y nos engañamos con tragos de sal. Al fin, en la raíz, en lo hondo, solo quedas Tú. Solo tu Sueño me deja abrir los ojos, solo tu Mirada acaricia mi ser, solo tu Amor me deja sereno, solo en Ti mi debilidad descansa y solo ante Ti la muerte se rinde. Solo Tú, mi roca y mi descanso. Javi Montes, SJ

24 de marzo ¿Testigos o víctimas del coronavirus? Martes de la cuarta semana de Cuaresma

Ez 47,1-9.12. No se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes. Sal 45. El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob. Jn 5,1-16. Levántate, toma tu camilla y echa a andar.

Acabamos de escuchar el relato de una sanación. Y ciertamente creo que hoy necesitamos oír relatos de sanaciones. Y ya no solo por fuera, sino por dentro. Hoy la homilía no es mía, sino de un compañero jesuita. El padre Seve Lázaro, también jesuita, más o menos de mi edad, vive aquí en Madrid, en el barrio de la Ventilla, y está convaleciente, recuperándose del coronavirus. Y escribía a la vuelta del hospital, donde ha pasado unos días con una neumonía muy fuerte. Su relato es también una enseñanza para nosotros, sobre si vamos a ser víctimas o testigos. Esto es lo que escribe: «Me piden que escriba unas letras sobre cómo estoy viviendo este tiempo de aislamiento. El haber sido tocado por esto del coronavirus y haber visto sus garras, primero en casa y luego en el hospital, sin hacerme sentir diferente a nadie, me convierte un poco en víctima y otro poco en testigo, como muchos otros. Creo que el aprendizaje está en ir del primero al segundo. Víctima, como tanta y tanta gente que a mi alrededor lo padece y lo sufre. Con esa incertidumbre de ver los síntomas aparecer y darme cuenta de que nada me calma, de que nada alivian esos remedios de paracetamol,

ibuprofeno, nolotil, y tantos otros calmantes. ¡Qué desesperación llegué a sentir con esa maldita fiebre que no se me iba! Víctima, porque me sentí esquizofrénicamente desinformado de lo que realmente me pasaba. Pues los números oficiales de teléfono a los que llamaba nunca me cogían, o los médicos me lo negaban todo en los pasos previos al ingreso, quédate en casa, me decían, será una gripe, será un cuadro viral, bueno, te vamos a hacer unas pruebas y te vuelves a casa… Cuando por otro lado, los medios me inundaban de información con los síntomas y día a día en mi domicilio comprobaba que eran los que yo tenía. ¡Llegué a no entender nada! Víctima también de verme de repente marcado y señalado, como alguien al que hay que aislar inmediatamente y del que hay que prevenirse, del que hay que avisar urgentemente que lo tengo, para que todos aquellos con los que estuve en contacto se pusieran rápidamente en cuarentena. Lo que me hizo ver el rostro más amargo de esta pandemia: estoy contagiado y condenado a estar solo, apartado. Todavía resuena en mi cabeza el grito de una enfermera diciéndole a otra que se disponía a entrar en mi habitación: “¡En la 325 no entres por nada del mundo!”. Cuántas habitaciones y domicilios tienen esa marca y se les habla y mete la comida desde la puerta, o se les llama por teléfono una miserable vez al día desde los centros médicos, para poco a poco dejarles morir, como a Pepi, la sacristana de nuestra parroquia. Pero esta vivencia de víctima, que tal vez es la primera, tiene que ir dejando paso a otra, la de testigo, y esta, al menos en mi caso, está siendo la vivencia más profunda y más fecunda, en lo que puedo alcanzar a ver. Testigo de ver cómo la debilidad me roza, se instala en mi vida o me llega a invadir: es muy duro vivirse ahí, durante minutos, horas, días que se hacen eternos. Pero a la vez es muy fecundo, porque toco el humus y la tierra de eso que soy realmente, un ser terrenal, finito, fragmentado… Muy lejos de ese endiosamiento y centro en el que me gusta vivir, y por el que me afano cada día desde mi pericia personal o profesional. Qué bueno que este dichoso virus esté haciéndonos sentir débiles a todos: a los especialistas, a los políticos, a los profesionales de la salud, a los familiares y, cómo no, a los enfermos. Qué oportunidad está siendo para

aprender a adorar y dar gracias por el misterio de fragilidad y vulnerabilidad que envuelve esta aventura de mi vida. Testigo de ver cómo tantas y tantas personas desde diferentes puestos hacen todo lo que pueden. Se cuenta que Van Eyck y algunos otros pintores flamencos firmaban sus cuadros con una misma frase que decía: “como mejor puedo”. Y esa es la firma que todos estamos poniendo en esta cuarentena. Me gustaría estar mejor de lo que muchas veces me descubro, vivir mejor este difícil momento, sentirme más útil desde lo que voy haciendo o querría hacer. Todos estamos lejos o muy por debajo de eso por lo que tanto se nos mide en las empresas y trabajos: nuestro rendimiento profesional. Pero, ¿quién nos ha metido eso en la cabeza? Lo que la vida me pide en esta y en cualquier otra circunstancia es que haga “como mejor pueda”. Y me ha sido y es tan hermoso verlo en los cuidados de la gente de la comunidad en la que vivo, y que tan cariñosamente me atienden en el aislamiento; como en Raúl, el médico que durante esos cinco días que estuve en casa me llamaba por la mañana, por la tarde y por la noche; como en todo el equipo del hospital de Asisa en Moncloa donde estuve ingresado cinco días; como en toda esa corriente de mensajes de ánimo y oración que he recibido y recibo por el teléfono; como en la sociedad entera que lo único que puede hacer es quedarse en casa y aplaudir agradecidamente todos los días a las 8 de la tarde. Qué gran aprendizaje este de sentirnos todos más torpes, menos eficaces, haciendo solo “como mejor podemos”. Testigo, finalmente, de lo incondicional. No tengo dudas de que esta pandemia me está obligando en todos estos días a mirar de frente a ese acontecimiento al que siempre intento esquivar: la muerte. Lo veo en las cifras que cada día se van multiplicando y que ya no son cifras, sino rostros e historias de personas que quiero, cercanas a la familia, al barrio en el que vivo, al trabajo, a la parroquia de la que formo parte, a todos los ámbitos de la sociedad. En mis días de hospitalización, las cuatro noches me despertaban los gritos del paciente de la habitación de al lado, al cual con oxígeno y todo le venían ataques de tos que intentaban ahogarle. Y yo al lado rezaba. Mi madre, que también me llamaba cada día dos veces, el martes 17 me contaba cómo el domingo 15, cuando les puse por el WhatsApp familiar que me llevaban al hospital, le dijo a mi hermano con el que vive que la acompañara a la iglesia a rezar. Yo, sin dejarle terminar,

le pregunté: “¿No le habrás pedido a Dios que me cure sí o sí?”. Y ella, con su fe de 84 largos años, me dijo: “No, hijo, ¿cómo se te ocurre que voy a pedirle eso a Dios, si no somos nada? Solo le dije que te curaras si conviene. Y lo que luego le supliqué todo el tiempo es que donde tú fueras, que me llevara allí, contigo. Que solo junto a ti querría estar, fuera donde fuera”. En esa hora, solo acerté a llorar. Pero estos días volviendo a ella, siento que ahí empezó mi mejoría. Allí, dentro de mí, donde hasta entonces solo existían el virus y la soledad que le acompañaba, de repente sentí que más adentro incluso, y saltándose todos los protocolos, se había metido el amor incondicional de mi madre. Qué bueno, que esta pandemia nos esté poniendo cerca de lo incondicional de la vida que es la muerte, pero que es también el amor. Y que cuando acertamos a expresarlo, como mi madre conmigo, estoy seguro de que se revelará más fuerte y entrará más adentro que el mismo virus, hasta arrancarnos de él. Así que no dejemos de gastar en teléfono para gritar a todos los que se sienten solos y enfermos que no lo están, que hay algo más fuerte que es el amor que les tenemos». (Seve Lázaro, SJ)

EL SANADOR Andábamos sedientos, agitados por batallas de esas que te gastan por dentro. Éramos los tibios, los desalmados, los insensibles. Llevábamos puñales en los pliegues de la vida, para conquistar, por la fuerza, cada parcela de nuestra historia. Conjugábamos la queja con la insidia, sospechando unos de otros. Ocultábamos las heridas para no mostrar debilidad. Alguien, un día, habló de ti. Prometías paz, sanación, encuentro. La promesa despertó anhelos. Queríamos creerlo. Salimos a buscarte. Al encontrarte, deshiciste los nudos que nos retorcían. Destapaste las trampas. Sembraste optimismo, gratitud, misericordia. Y ahora somos nosotros los portadores de un fuego que ha de encender

otros fuegos, para iluminar, el mundo con tu evangelio.

25 de marzo Fiesta de la Anunciación

Isaías 7,10-14; 8,10b. Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, porque con nosotros está Dios. Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Heb 10,4-10. Entonces yo dije: He aquí que vengo –pues está escribo en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad. Lc 1,26-38. He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Presidió José Ramón Busto, SJ El 25 de diciembre celebramos el nacimiento del Hijo Dios en Belén. Hoy, 25 de marzo, nueve meses antes, recordamos que el nacimiento del Señor fue anunciado a la Virgen María, su madre, por medio del arcángel Gabriel, para pedirle su consentimiento, que una vez otorgado hizo posible que comenzara a formarse la humanidad del Hijo de Dios en su seno. Tres aspectos podemos contemplar en esta eucaristía a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado. Primero el designio salvífico de Dios sobre la humanidad. Dios nos ha creado para que seamos sus hijos en una vida eterna y feliz junto a él. El pecado de los hombres frustró ese designio que Dios ha recuperado enviando a su Hijo para otorgarnos gratuitamente el don de su salvación. Segundo, hemos de contemplar la figura del Hijo de Dios, que siempre cumple la voluntad del Padre, como nos dice la lectura de la carta a los Hebreos. La ha cumplido desde toda la eternidad, la cumplió durante su vida terrenal y la sigue cumpliendo hoy de modo glorioso en el cielo. Finalmente, podemos contemplar la figura de María que colabora con la disponibilidad de su persona al designio

salvífico de Dios: «Hágase en mí, según tu palabra». Porque el designio salvífico de Dios solo puede hacerse realidad con la colaboración del hombre. Como dijo S. Agustín, «Dios que te hizo sin ti, no te justifica sin ti» (Sermón, 169). La Virgen María ofrece con su disponibilidad la colaboración humana para hacer eficaz la salvación divina. En este día en que la carne del Hijo de Dios comienza a formarse en el seno de la Virgen María la Iglesia celebra también la Jornada en favor de la vida. Toda nuestra sociedad se halla en estos momentos comprometida en una lucha en favor de la vida. Sanitarios y autoridades, trabajadores y fuerzas de seguridad del estado, familiares y amigos, todos los ciudadanos estamos tratando de proteger nuestras propias vidas y las vidas de los demás. De esta pandemia y de las decisiones acertadas o desacertadas que ahora estamos tomando habremos de sacar muchas enseñanzas cuando nos pongamos a reflexionar sobre ello una vez que pase el peligro. Me atrevo a sugerir una de esas enseñanzas. No estaría de más que, cuando la amenaza haya pasado, continuáramos con un compromiso en favor de la vida semejante al que tenemos ahora. Ese compromiso a favor de la vida lo hemos de tener especialmente en las situaciones en que la vida humana se encuentra especialmente amenazada. Es decir, en su comienzo y en su final. Que la Virgen María, que durante nueve meses esperó con amor e ilusión el nacimiento de su Hijo, conceda a nuestra sociedad la gracia de esperar con amor e ilusión semejantes a los suyos el nacimiento de todos los niños concebidos y también de cuidar con la dedicación que ahora se está poniendo de manifiesto la vida de las personas ancianas cuando se vea amenazada por la vejez o la enfermedad.

MARÍA Niña con el mundo en el alma. Sutil, discreta, oyente, capaz de correr riesgos. Chiquilla de la espera, que afronta la batalla y vence al miedo. Señora del Magníficat, que canta la grandeza velada en lo pequeño. Y ya muy pronto, Madre. Hogar de las primeras enseñanzas, discípula del hijo hecho Maestro. Valiente en la tormenta, con él crucificada abriéndote al Misterio. Refugio de los pobres que muestran, indefensos, su desconsuelo cuando duele la vida, cuando falta el sustento. Aún hoy sigues hablando, atravesando el tiempo mostrándonos la senda que torna cada «Hágase» en un nuevo comienzo.

26 de marzo Dejar atrás los ídolos para volverse al Dios verdadero Jueves de la cuarta semana de Cuaresma

Ex 32,7-14. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: «Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto». Sal 105. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo. Jn 5,31-47. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?

Quizás las palabras de Jesús hoy son duras. En un tiempo en el que estamos necesitando caricias más que palabras duras. Pero también creo que necesitamos hacer una lectura creyente de lo que está ocurriendo estos días. Y creo que ese contraste que se nos ofrece hoy entre los ídolos y Dios es algo a lo que tenemos que atrevernos a mirar. Nosotros somos muy de hacernos ídolos. La misma palabra está muy metida (y con sentido mucho más positivo que el que vemos aquí) en el lenguaje común. Hablamos de ídolos de masas. Ídolos del deporte. Ídolos de la música, del teatro. Ídolo de la juventud… Alguien idolatrado. Y quizás no solo son personas. También idolatramos valores, bienes, etc. ¿Qué es lo que ocurre con el ídolo? Y ¿cuál es el sentido que Jesús denuncia? El ídolo es estéril, te va atrapando, y todo lo vuelve infecundo. Se agota en sí mismo y al tiempo no permite crecer al otro. Es como en esas películas fantásticas donde hay un personaje eternamente joven o

eternamente hermoso, pero que consigue eso a base de robar la juventud o la belleza de otros. El ídolo es así. En nuestra vida idolatramos algunas cosas –o personas– que nos pueden dejar muy vacíos, nos pueden encerrar en muchas esterilidades hasta que lo ocupan todo. Podemos idolatrar algunas dimensiones de la vida que no es que no valgan, pero hay que darles su valor justo y en el tiempo justo, sin absolutizarlas: la juventud; la seguridad; la belleza; el poder; el éxito…, se convierten en ídolos cuando –como a aquel becerro de oro– se les termina rindiendo pleitesía, y en lugar de hacernos más libres terminan volviendo nuestras vidas estériles. Os pongo algunos ejemplos. El culto a la juventud lleva a mucha gente a temer el paso del tiempo (y a pretender embarcarse en carreras contra ello). ¿Qué más da si cada uno tenemos una historia y una vida? Si lo nuestro es ser joven cuando se es joven y adulto cuando se es adulto, como parte de nuestra historia. La búsqueda de la seguridad absoluta impide a mucha gente arriesgar. Y el riesgo es necesario en momentos de la vida. Ahora lo estamos viendo. La obsesión por una forma de belleza estereotipada nos hace ciegos a la diversidad. El poder como ídolo termina llevando a cruzar muchas líneas rojas (la de la decencia la primera); y a veces las consecuencias pueden ser devastadoras, como hemos visto una y otra vez. Las ideologías… Cabría tanto que decir sobre ellas. Todo lo juzga uno en clave de propios y ajenos. Todo lo aceptas en los tuyos y todo lo atacas en los otros. Todo eso pueden ser valores o cuestiones apreciables en algunos momentos y situaciones de la vida, pero no lo son cuando los convertimos en absolutos, porque se convierten en prisión. Se convierten en una losa que impide llegar hasta donde está lo que de verdad importa. ¿Y qué es eso que de verdad importa? Dios, y la manera en que Dios nos ayuda a comprender nuestro propio lugar en el mundo. Que es el amor. Dios no nos quiere estériles, sino fecundos. En los momentos buenos y en los malos. En la tranquilidad, y en la pandemia. Dios es para nosotros fuente de vida. Nos hace crecer. Dios es la fuente y, luego, hay en la vida muchos testigos –a los que tampoco se puede idolatrar–. Nos puede pasar a

cualquiera, que corremos el riesgo de idolatrarnos a nosotros mismos, pensando que yo soy la buena noticia. Pero no. Los testigos lo son porque con su vida apuntan a Dios, al Dios que es amor. Como ese Juan Bautista, que da testimonio de la verdad. Acordaos cuando Jesús reprende a los discípulos por quedarse extasiados mirando a Juan en vez de mirar en la dirección a la que su vida apunta. Una pregunta recurrente es qué va a pasar cuando todo esto acabe. ¿Habremos aprendido algo? ¿Volveremos a cometer los mismos errores? ¿Terminaremos igual que estábamos? Yo os confieso que oscilo, por días, entre la esperanza y el escepticismo. Este es el momento para intentar llegar al final de esta etapa un poco más sabios. Tenemos una oportunidad para preguntarnos por los ídolos que nos han ido cegando, en los años y en las décadas pasadas, en lo personal y lo social, y tal vez volvernos más lúcidos en el futuro. Quizás ahora aún no tengamos la respuesta, pero, ¿no deberíamos intentar encontrarla? ¿No es este un momento para preguntarnos por lo que de verdad importa? ¿No es este un tiempo para buscar el amor verdadero? ¿No es este un tiempo para abrir los ojos y descubrir que quizás hemos estado atrapados en algunas prisiones, acaso sin saberlo? Quizás sea esta una inesperada y trágica ocasión para recuperar la fe, para recuperar la vista y para recuperar la libertad.

UN SIGNO ¿Qué más signo, Señor, nos hace falta? Los pobres, en su hambre, señalan el amor como camino. Los niños, en sus juegos, eligen lo sencillo como escuela. Los profetas, gritando, reclaman tu verdad y tu justicia. Las víctimas de guerras aspiran a la paz como horizonte. Los presos de un espejo envuelven en sonrisas la tristeza. Los ídolos de barro sepultan bajo fango la belleza. Los que se hacen preguntas intuyen tu palabra en el silencio. Los muertos, en su sueño, piden la eternidad como respuesta. ¿Qué más signo, Señor, necesitamos, para volver el tiempo sementera, para apostar la vida al evangelio, para buscar la tierra prometida, para elegir tu senda?

27 de marzo Dios no nos ha engañado Viernes de la cuarta semana de Cuaresma Misa de Difuntos

Este fue el primer viernes que optamos por celebrar la eucaristía en memoria de los difuntos. No dejaban de llegarnos nombres y peticiones para ofrecer la eucaristía en memoria y acción de gracias por tantos que iban muriendo en esas trágicas semanas. Todo agravado con la sensación terrible de no poder despedirlos. No había funerales. Los entierros eran con solo tres personas, rápidos, casi con sensación de clandestinidad, en medio de ese tiempo terrible. Por eso quisimos hacer de este momento, los viernes, una memoria, una oración, una acción de gracias y una puerta abierta a la esperanza. Is 25,6-10. En aquel día preparará el Señor un festín de manjares suculentos, enjugará las lágrimas de todos los rostros. Sal 116. Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos. Jn 11,17-27. Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá.

Nos encontramos en un momento difícil. Hasta el duelo, en este momento, se vuelve extraño. Estamos acostumbrados, en mundos de seguridad y bienestar como los nuestros, a que la muerte va llegando, casi siempre, despacio, de un modo ordenado. Con tiempo. Que es un final esperado, y nos da tiempo a prepararnos, a despedirnos y llorarnos. Y, sin embargo, esto de ahora se vuelve extraño, porque son muchas muertes, y porque todas –sin importar la edad– parecen prematuras, porque todos tenemos la

sensación de que ese virus no debería estar ahí. Porque quizás esperábamos que la muerte llegase de otro modo, que llegase con tiempo para prepararnos, para despedirnos y para llorarnos. Nada de todo esto se está pudiendo hacer con normalidad. Y hay muchos sentimientos entremezclados en nosotros ahora… El dolor (por supuesto), vivido de diferentes maneras, pero dolor. Quizás el temor también, porque esto sigue, y tenemos familias enteras asustadas, preocupadas, sin saber lo que viene Las preguntas, a veces transformadas en culpa tramposa, ¿pude hacer más? ¿Tenía que haber protegido a los míos? O esa sensación de no saber si murieron solos. Se agradece tanto a quienes trabajan en los hospitales el intento que están haciendo para transmitir a los parientes la certidumbre de que los suyos no murieron solos. O incluso el dolor por no poder decir adiós aún (cuando todavía no tienes ni los restos de los tuyos, cuando no has podido hacer un funeral, cuando ahora ni siquiera podéis llorar juntos). Quizás también, desde la fe, la duda. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué? Me gustaría compartir cuatro reflexiones sobre esto que nos está ocurriendo. Lo primero. Dios no nos ha engañado. Siempre supimos que la muerte estaba ahí. Desde el primer día. Y siempre supimos que puede llegarnos en cualquier momento, de maneras impredecibles, inesperadas, hasta injustas para nuestros estándares. Dios no nos lo ha ocultado. Nunca nos prometió que la eternidad fuera esto de aquí abajo. Quizás al revés, nos ha dado uno de los regalos más preciados que se puede tener, que es la conciencia de nuestra finitud. Porque la muerte da perspectiva y nos enseña mucho sobre la vida. Nos enseña que nuestros días son limitados. Que nuestro tiempo es finito. Que hay que valorar lo que de verdad tiene valor y no muchos aspectos superfluos de la vida. Nos recuerda que, mientras estamos aquí, tenemos que reír más, compartir más, cuidarnos todo lo que podamos… Nos evita el sueño de la omnipotencia. Nos despierta preguntas. Así que no, Dios no nos ha engañado. Siempre supimos que la vida era esto. Lo segundo, la muerte duele (porque hay amor); así que no tengáis ningún miedo de llorar, y de llorar lo que haga falta. Porque el amor es una historia, y lo que estamos celebrando son historias de amor. En ellas hay momentos de pasión, de júbilo, de grandes memorias, y también espacios

de pérdida y de duelo. Lo vivido con aquellos que hemos perdido nadie nos lo puede arrebatar, aunque ahora hasta el mismo recuerdo duela. Pero ese recuerdo es parte del equipaje que nadie te puede quitar. ¿Lo he perdido todo? No hemos perdido el amor, solo se ha transformado. Y aunque ahora, hasta mirar una foto puede hacer que te derrumbes, llegará el día en el que sonrías al mirarla, evocando todo lo bueno que esas vidas dejaron en tu vida. El duelo hay que hacerlo y cada uno necesitará su ritmo y su tiempo. Pero llegará un momento en que el dolor no es que haya desaparecido, sino que habrá cicatrizado, y la memoria estará teñida de gratitud. Tercero. El apoyo recíproco. Ahora toca cuidarse, acompañarse, quererse, formar comunidad. Quizás este es el momento en que nuestra propia fragilidad desnuda y compartida puede ayudarnos en este sentido. Como amigo y madre ante la cruz, a quienes podemos evocar convertidos en refugio y apoyo. Y si no puede ser en persona, a distancia. Y también os invito a pedir a Dios, consuelo, fuerza, coraje, resistencia, lo que cada uno pueda necesitar. A veces hasta a enfadaros con él y preguntarle: ¿Por qué? Pues a veces esa es la única oración posible. Dios está al otro lado de nuestra oración y rezamos desde donde estamos, también desde la incomprensión. Así que no tengáis miedo de abrirle el corazón, incluso si es un corazón herido. Por último, me gustaría hablar de la esperanza. Desde la fe creemos que la vida –como el amor– no acaba, sino que se transforma. En el corazón de cada vida hay un anhelo de trascendencia, un deseo de eternidad. La fe es la convicción íntima y esperanzada de que la vida también se transforma. La vida es un regalo que un día recibimos y es un regalo que ahora devolvemos, poniéndolo en las manos del mismo Dios creador. La esperanza es sentir que Dios ya los ha acogido, que ya tiene en su abrazo a los nuestros, que forman parte de esa otra Vida, con mayúsculas, que empezó en Jesús, que ya no termina y en la que un día nos encontraremos todos. Esa vida que llamamos Resurrección.

AL MORIR MI AMIGO Al morir mi amigo algo de mí que ya era él se fue. Algo de mí resucitó en él. Algo de él que todavía es yo se quedó. Algo de él espera en mí resurrección. El tiempo al andar parece devorar todo el amor. Pero cuanto más aleja en el pasado mi recuerdo, más me acerca al encuentro sin distancia del futuro. Aunque en mí cada día tiene su poda, su espera y su cosecha, para él ya toda la historia se cumplió, yo llegué con él, y allí estoy. Gracias, Señor.

Benjamín González Buelta, SJ

28 de marzo Nadie ha hablado como Jesús Sábado de la cuarta semana de Cuaresma

Jr 11,18-20. El Señor me instruyó, y comprendí. Sal 7. Señor, Dios mío, a ti me acojo. Jn 7,40-53. Jamás ha hablado nadie como este hombre.

Presidió Dani Villanueva, SJ «Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Qué suerte haber podido oír a Jesús hablar en directo. Siempre he tenido esa devoción, esa pregunta, ¿cómo debía de hablar Jesús, para que tantas personas se arremolinaran a su alrededor, encontrando ahí respuesta a su sed, a sus búsquedas, a sus inquietudes? ¿Cómo haría arder sus corazones para crear semejante dinámica de seguimiento? ¿De qué modo hablaría de Dios? ¿Cuánta esperanza contenida en aquella gente que encontraba descanso en esas palabras? Sin duda era cobijo, descanso, alivio, encuentro, esperanza, ilusión… «Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Que ganas de escuchar algo así en estos días. Creo que, como humanidad, al menos en nuestro tiempo, nunca habíamos vivido nada igual. Podríamos decir que hemos tenido crisis y catástrofes, pero ninguna de la porosidad y el alcance de la actual, que no entiende de fronteras, credos, nacionalidades, ideologías o razas. A medida que se va expandiendo esta ola de muerte, se van cerrando ciudades, sociedades y naciones enteras y nos vamos quedando encerrados, recluidos en nuestras casas (los que las tenemos), esperando que este

enemigo invisible sea vencido, confiando en una mezcla de servicios públicos, sanitarios, ONG, empresas, políticos y científicos trabajando a contrarreloj. «Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Esta situación existencial, de encierro, de derrota y de miedo, es lo más cerca que hemos estado nunca del contexto en el que el Pueblo de Israel escribe, formula y expresa su experiencia de Dios. Por eso es consolador, al menos, leer a los profetas, como Jeremías, en este tiempo, pues entendemos más –si cabe– el vocabulario, las expresiones, las angustias y las búsquedas que se plasman en la escritura y el diálogo de los profetas con su pueblo en un intento de esperanzar sufrimientos, recordando una y otra vez, la promesa de Dios con su pueblo. «Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Ese era el papel de los profetas: insistir, una y otra vez, que tras el sinsentido vendrá una explicación, que tras el sufrimiento y la derrota vendrá una nueva época, tras la destrucción y el exilio, vendrá un nuevo día, un cielo nuevo y una tierra nueva… ¿No suenan hoy, estas palabras, de una manera increíblemente novedosa, distinta y cargada de significado para nosotros, en medio de esta situación? Así, esta mañana, al rezar este evangelio, os confieso que la moción que me surge es: «Ojalá Señor sepamos escuchar tu voz, en medio de todo este ruido». Como esa gente en el evangelio, que a pesar de todo lo que les decían supieron entender dónde y a través de quién hablaba Dios. Si algo me queda claro en el evangelio y en la experiencia del Pueblo de Israel es que el dolor, el sufrimiento, no son obstáculo para reconocer a Jesús y su promesa. Que el llanto, el desconsuelo, el miedo, no son obstáculo para reconocer a Jesús y su consuelo. Todo lo contrario, quizá la vulnerabilidad nos despierta búsquedas, deseos, esperanzas, que son puertas hacia lo trascendente. La debilidad y el dolor –lo hemos dicho muchas veces estos días– nos desmontan espejismos de seguridades y omnipotencias que nos permiten volver a lo esencial. Pensadlo, creo que es importantísimo que en este punto de dificultad en el que estamos, en medio del dolor, del llanto, de la soledad, del miedo, nos hagamos conscientes de que, probablemente, nunca hemos estado tan cerca de Dios. Y que quizá más que nunca, ahora, podamos profundizar en

su evangelio, avanzar en nuestra experiencia personal con él y renovar la promesa, dicha hoy a cada uno y cada una, hoy, de nuevo. Parece fácil, ¿verdad? El peligro es que ante la experiencia de vulnerabilidad la tentación es encerrarnos. Como la primera reacción de los discípulos ante la muerte de Jesús. ¿No os pasa a vosotros? Yo admito que mi primera reacción ante esta situación es la de la desafección –da igual lo que haga, yo no puedo cambiar nada–, o la de la indiferencia ante los otros –solo me importa mi gente (llamo todos los días a ver cómo están mis padres y mi hermana y me preocupa mi comunidad, y el resto son como números)– y sin duda la del provincianismo –solo me implico en aquello que me afecta directamente (solo miro las estadísticas de Madrid, que es lo que me toca, o las de Asturias, que es donde están mis padres)–. No sé vosotros, pero yo pido mucho al Señor que me saque de este aislamiento. No del confinamiento físico, que ya saldremos cuando nos digan, pero sí de esta tendencia –entendible, pero peligrosa– de reducir mi mundo a mi propia experiencia y afecto, pues me daría miedo entonces perderme aquello nuevo que está siendo dicho en el fondo de esta crisis, aquella voz que quizá esté hablando y pueda despertar mis esperanzas más hondas, que pueda re-ilusionar mi corazón dolorido, que responda a esta ansiedad que no me deja. No quiero perderme esa voz. Y, si soy sincero, esa voz hoy me pregunta: • • •

¿Dónde está tu esperanza, Dani? ¿A quién esperas? ¿Dónde está puesta tu mirada, tu corazón? ¿A qué llamas vida plena? ¿Dónde encontrarás descanso? Y también me pregunta: ¿Quién es tu gente, de los que cuidas? ¿Quiénes te afectan, con quiénes te involucras? ¿Y por qué con esos otros no? ¿Dónde termina tu sentido de familia? Y también me provoca diciendo: ¿Cuál es tu tierra? ¿Hasta dónde llega tu sentido de pertenencia, la realidad de la que te sientes responsable? ¿Y por qué más allá de esa frontera, ya no?

No tengo respuesta, pero intuyo que en estas preguntas –en cómo las respondamos– nos jugamos cómo vamos a reconstruir esta humanidad herida. Creo firmemente que el encuentro con Jesús nos transforma para siempre nuestras expectativas sobre la realidad y nuestro sentido de

pertenencia, ayudándonos a ir ampliando nuestro particular ángulo existencial hacia el horizonte amplio y esperanzados de la gran familia humana y nuestra casa común. Ojalá seamos capaces de abarcar esta experiencia de vulnerabilidad radical, este nuevo miedo que muchos de nosotros estamos viviendo, y que sea un comienzo de reconstrucción espiritual. Hace años lo decía nuestro querido Arrupe: «Tan cerca de nosotros no había estado el Señor acaso nunca, porque nunca nos habíamos sentido tan inseguros». Ojalá, que al final de este encierro, podamos decir con el convencimiento del que ha tenido experiencia personal: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Ayer lo decía el papa Francisco «El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar».

Y CUANDO AL FIN VOLVAMOS A ABRAZARNOS Y cuando al fin volvamos a abrazarnos propongo, hermanos, no volver los unos a los otros ni con los mismos ojos ni con los mismos brazos. Tras la riada vuelve el río al cauce, a ser el mismo río, sin memoria de los ahogados y su cuerpo roto. Y después del incendio vuelve el bosque a ser el mismo bosque, sin recuerdo del llanto de los árboles quemados ni reconocimiento del mantillo que desde el dolor nutre las raíces. Pero tú y yo tenemos almas, mentes. El hombre que regresa del desierto jamás vuelve a mirar un vaso de agua del mismo modo; quien vivió la hambruna nunca más sostendrá de igual manera un puñado de trigo entre sus dedos. Cuando por fin podamos abrazarnos no volvamos los unos a los otros con la misma mirada, el mismo verbo, el mismo corazón, los mismos brazos. Al volver a abrazarnos, la mañana plena de besos, lágrimas, caricias, que sean nuestros brazos brazos nuevos, más sabios, más clementes, más humanos.

Gonzalo Sánchez-Terán

29 de marzo Que la vida me estalle en las manos Quinto domingo de Cuaresma

Ez 37,12-14. Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros pueblo mío. Sal 129. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Rom 8,8-11. Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Jn 11,3-7.17.20-27.33b-45. Quitad la losa.

Me vais a perdonar que empiece hoy con una historia personal. Yo entré a la Compañía de Jesús muy joven, con apenas 18 años, y al poco de hacer los votos, tras el noviciado, con 20 años, fui destinado a estudiar a Salamanca. Allí coincidí con un compañero del cual inmediatamente me hice muy amigo. Fue una de estas amistades que surgen al instante, alguien con quien enganchas de inmediato, y poquito a poco fuimos teniendo una relación muy cordial, una amistad de esas que se pueden contar con los dedos de una mano a lo largo de una vida. Éramos compañeros de mus, que une mucho, jugábamos al frontón, por las noches, cada noche, salíamos al frío de Salamanca y hablábamos de la vida, la vocación, los sueños de cada uno. Isidro escribía poemas preciosos, aunque era de algún modo reservado sobre ello. No los compartía mucho, no porque no quisiera, sino porque sentía que no valían. Al cabo de un año le destinaron a Madrid. Y ya en Madrid le detectaron una leucemia, y en 7 meses falleció. Y es verdad que para mí –y para muchos que tenía cerca– fue devastador.

Un compañero de su comunidad de Madrid empezó a recopilar sus escritos, que estaban dispersos en notas, cuadernos personales, algunas cartas –entonces todavía escribíamos cartas–. Y a los pocos meses teníamos un pequeño libro con esa memoria convertida en palabra. Y, leyéndolo, me encontré con algo que me gustaría compartir hoy. Mi amigo se llamaba Isidro. Lo que había escrito, siendo ya un jesuita joven, teniendo que luchar las luchas que forman parte de todas las vidas, era esto: Respétate, Isidro, sé tú. No te dejes marginar, ni rechazar. Asúmete como eres, y acéptate. Cree en tu autoridad. Piensa por ti mismo, haz por ti, decide por ti. ¡Vive por ti mismo! Siéntete, trabaja por sentirte para Dios, que te quiere, mucho. Déjate ver, déjate hablar, déjate ser. Libérate de tus prejuicios, de tus normas, de tus leyes, y de las de otros. Sal de tu cuna, de tu caverna, de tu nido, y proyecta tu vida. Y sonríe. Cree en el cariño de los otros, inmenso. Atiende… y cuando tengas que gritar… ¡grita! No te defiendas, pero ¡muéstrate! Háblate. ¿Por qué te empeñas en verte tan pequeño cuando no sabes complacer al otro? Ya está bien de dormir muerto y cuando me despierte, que la vida me estalle en las manos… Isidro Cuervo, SJ

A lo largo de estos casi veinte años, esta oración –y especialmente estos cuatro versos finales– me ha acompañado muchas veces. Y se ha convertido en un mantra, una referencia, y un grito de aliento, condensado en esa última estrofa: «Ya está bien de dormir muerto, y cuando me despierte que la vida me estalle en las manos». Dormir muerto. Es una buena imagen. Hay momentos, etapas en la vida, en las que uno va sucumbiendo a estas pequeñas muertes que te encierran detrás de losas, te atan a sudarios que no te dejan moverte, te envuelven en la oscuridad donde parece que no hay nada más. Y te vives un poco a medio gas, a media vida, a medias ganas. Hay historias que te matan un poco por dentro (y quizás por fuera). Nos puede pasar a todos algunas veces. Cuando faltan los motivos. Cuando hay conflictos con otros que no sabes cómo resolver. Cuando se instala dentro de nosotros alguno de los venenos que echan raíz y nos muerden por dentro: el rencor, la envidia, la ira, el miedo… Cuando le fallas a alguien y cuesta aceptarlo. Cuando te fallan a ti, y cuesta perdonarlo. A veces ocurre. Y entonces como que te quedas atrapado, en sepulcros cotidianos. Y no es que sea una vivencia tan solo subjetiva, que solo tiene que ver con lo que pasa por dentro. Es evidente que las situaciones de fuera impactan. Fijaos el contexto actual. Como para no estar bloqueados, heridos, inseguros… Cuántas personas hay en este momento devastadas. Nos toca lidiar con todo tipo de dificultades. Desde la más dura –que es la muerte o la enfermedad cercana– hasta otros grandes problemas sociales y personales que se van generando, consecuencia de la parálisis social, del encierro, de la dificultad o del miedo al futuro. Y, sin embargo, y por eso mismo, es importante comprender los dos elementos que nos enseña Jesús en este relato de Lázaro. Lo primero es que hay que quitar las losas. Y para eso nos ayudamos unos a otros. Y lo segundo, hay un «sal afuera», que hoy casi se convierte en profecía. Llegará un día en que ese «sal afuera» sea literal. Saldremos de nuevo a la calle, a llenar terrazas, parques, calles, medios de transporte, lugares de encuentro. Volveremos a salir afuera y a tocarnos, a abrazarnos. Pero hay un «sal afuera» que también es importante ahora. No nos dejemos sumir en nuestros pozos –que pueden serlo ahora–. Irán apareciendo. La soledad de unos, el excesivo contacto de otros, la dificultad de la convivencia, el miedo al futuro, al no saber qué va a pasar. El dolor ante la enfermedad,

cuando ya es sobrevenida… Todo eso se puede ir convirtiendo en losas que nos hacen morir un poco. No dejemos que las losas tapen la luz y la vida de fuera. Porque hay que seguir. Y es que esto es la vida. Es importante ser conscientes de que nuestro tiempo es para dar vida a borbotones, en las buenas y en las malas, vivir con hondura, con pasión, con autenticidad, para amar sin rencor, el tiempo, mucho o poco, que nos toque vivir. Os invito estos días a hacer tres aprendizajes. Primero, aprendamos a escuchar ese grito. «Sal afuera». En el ánimo de otros. En el aliento de los nuestros. En el cariño de quien cuida de nosotros. Segundo, ayudemos a quitar las losas de otros. Pero para eso hay que estar atentos, para detectar y comprender esas losas. Porque oye, a veces quien está sumido en la oscuridad, por sí solo, no puede. Cada uno tendremos que encontrar la manera de ayudar. Tal vez nosotros no podremos devolver la vida, pero podemos quitar la losa, y ese es un primer paso. Por último. Aprendamos, también, a decir (a nosotros mismos, y a otros), «sal afuera». Y lo haremos cada vez que demos cancha a la reconciliación sobre el rencor. A la esperanza sobre la rendición. Al servicio sobre el egoísmo. Cuando trabajemos por la paz. Al perdonar. Al creer en la gente, y al seguir confiando en el Dios de la esperanza. Al bendecir, con nuestras palabras y nuestras obras… En todos esos momentos estaremos diciendo, a nosotros mismos y a otros, «sal afuera». Podemos estar encerrados, pero llevamos dentro de cada uno de nosotros un torrente de vida. Somos templos vivos de un Espíritu que bulle con efervescencia, vitalidad, alegría, pasión y fuego en nosotros. Y aunque a veces sea una pequeña brasa, se volverá a convertir en hogueras. Confiad, confiemos, no dejemos que las losas nos quiten la esperanza y escuchemos, una y otra vez, ese grito que no solo es llamada, es también promesa: saldrás afuera.

LÁZARO Hay un silencio opresivo, doloroso, vacío, congelado. Nada se mueve. La vida ha huido, precipitada en su deserción, dejando demasiado por decir. En la losa yace, inerte, un cuerpo derrotado. Se lamenta, en una quietud ya eterna. Me venció el tiempo, la fragilidad, mi poca fe. Me paralizó no ver que el mundo era otra cosa. Me mató el peso de un ego insaciable. Me desangré por la herida de los sueños incumplidos. Entonces, de repente, una voz. Sal afuera. Calor. ¿Qué es esto que siento? ¿Será posible la esperanza? Sal afuera. Y sabe, en este silencio

ahora habitado, que le aguarda la Vida, que unos brazos abiertos le esperan, para bailar, juntos, sobre los restos de su derrota. Dios mismo, de nuevo en su horizonte. Hoy puedes empezar de nuevo.

30 de marzo ¿Es posible el perdón en estas circunstancias? Lunes de la quinta semana de Cuaresma

Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente. Sal 23. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo. Jn 8,1-11. El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

Se contraponen hoy para nosotros dos situaciones muy parecidas, con desenlaces muy diferentes. Hay un cambio de mentalidad muy interesante entre el Antiguo Testamento de la ley y el Nuevo Testamento de la misericordia. Hemos asistido a dos juicios, con dos situaciones muy parecidas, en un caso la de Susana, en el otro la adúltera traída ante Jesús. Son dos historias que presentan dos maneras muy distintas de entender la justicia y las relaciones. A nosotros se nos puede ir muy rápido la imaginación a comparar a Susana con la adúltera. Pero no es así. A quien hay que comparar es a la adúltera con esos dos ancianos, esos dos viejos que han hecho el mal. En la primera historia, Susana se salva porque es honesta, porque no ha transgredido la ley. Y sus agresores, que se han saltado la ley, perecen por ello. Y así se restaura el orden de un mundo regido por el cumplimiento. Un mundo que queda dividido entre los buenos que cumplen y los malos que no cumplen, los tachables y los intachables, los virtuosos y los perversos. Fijaos, en esa historia en realidad no hay cambio ni conversión

ni encuentro. Los malos perecen y pagan y los buenos se salvan. Final ¿feliz? Hay justicia, eso sí. Al menos una manera de entender la justicia. En el segundo relato vemos un avance en la concepción de la justicia. Esa justicia antigua que premia al bueno y castiga al malo no basta. Con ella, ninguno pasaríamos el listón. Se nos dice que la mujer es adúltera, y vamos a imaginar que lo es y que entre la muchedumbre quizás está un marido herido, y toda esa caterva de hombres furiosos queriendo aplicar la ley. Si aplicásemos la lógica del Antiguo Testamento, entonces terminaría apedreada. Fin de la historia. ¿Justo? De acuerdo con esa ley vigente, sí. Y de acuerdo con muchas mentalidades de ahora, me temo que también. Sin embargo, en la actitud de Jesús hay un cambio radical que parte de una triple constatación: •





Primero. Las personas pueden equivocarse, y hasta obrar mal. Todos lo hacemos. Es más, a veces no es porque te equivocas. Obras mal sabiendo que lo haces. Esa es la experiencia del pecado, de la que no nos libramos ninguno. Todos necesitamos misericordia. Segundo. Las personas pueden cambiar, hay esperanza, la posibilidad de retomar el camino después de haber caído y hasta hecho daño. Es más, podemos querer cambiar, al reconocer lo que hemos hecho mal. Quizás dicho reconocimiento sea fundamental. Cuando Jesús dice a la mujer vete y no peques más, en el fondo, lo que le está preguntando es, ¿estás dispuesta a cambiar? Tercera enseñanza de Jesús. El perdón es necesario más allá de la justicia. Va a haber situaciones en las cuales el perdón es el único camino. El perdón, por otra parte, no se puede exigir. Solo se ofrece, se regala –o en todo caso se pide–. Es más, hay gente que, aun queriendo, no puede perdonar, porque le duele demasiado lo vivido. Solo que el perdón libera del odio. Y ahí tenemos, en Jesús, al maestro privilegiado que nos demuestra que, si la última palabra la tiene la justicia, medida por la ley, no hay demasiado esperanza. Y, sin embargo, en poco más de una semana veremos a este mismo Jesús en la cruz pidiendo «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». ¿Por qué? Porque cree, porque sabe, que la gente puede cambiar. Quizás el perdón es el único camino para no acabar destrozándonos.

También hoy, aquí y ahora, en nuestro momento, en nuestro contexto y en nuestra vida, vamos a necesitar zambullirnos en esta lógica de la misericordia. Esas tres experiencias nos vuelven mucho más humanos. Porque cuando nos relacionamos desde la exigencia de perfección, cuando pensamos que la gente no puede cambiar y cuando consideramos que el único camino es el castigo, convertimos la sociedad en una selva. Estoy seguro de que ahora mismo hay mucha gente –tal vez compartiendo esta eucaristía– que alberga sentimientos complejos: de ira, de rabia, de enfado. Que a medida que pasan los días se oyen más. Buscando culpables –y desgraciadamente también chivos expiatorios–. Como cristianos ahora tenemos un reto. Mirar al Señor de la misericordia y pedirle que nos haga misericordiosos. Reconocer que probablemente hay mucho mal y mucho pecado que ha llevado a la situación en la que nos encontramos. Reconocer también que podemos cambiar (escuchando aquel «vete y no peques más»). Es verdad que va a hacer falta mucha asunción de responsabilidades, va a hacer falta mucha autocrítica en unos y otros para no convertir el COVID-19 en una herramienta para los enfrentamientos de siempre. Los muertos merecen justicia. Pero nuestra justicia ha de estar atravesada por la misericordia y tenemos que mostrar esa posibilidad. No es fácil. Son tiempos estos muy complejos. Hay mucho dolor, mucha rabia, y mucho odio (a veces contenido, y a veces explícito). No nos podemos exigir nada y menos exigírselo a quienes en este momento sangran por heridas bien dolorosas, porque cada situación y cada historia es única. Pero, cuando esto acabe, va a ser necesaria la justicia, va a ser necesaria la verdad y va a ser necesario el perdón. Ojalá Dios nos ayude, a cada uno, a encontrar su lógica y su verdad en este camino.

RECONCILIACIÓN La sangre del justo y la del malvado pasan por tu mismo corazón. La espalda del que golpea y la que recibe el latigazo son parte de tu mismo cuerpo. En tus lágrimas lloran el dolor del bueno y la confusión de su agresor. Tu misma ternura abraza el rostro de tu madre María y el del soldado que te clava. En tu corazón no hay excluidos, en tu cuerpo todos cabemos, en tus lágrimas todos lloramos, en tu ternura todos existimos. ¡Déjame entrar contigo, Señor, en tu misterio, y vivir en el hogar de tu pasión donde reconcilias lo imposible! Benjamín González Buelta, SJ

31 de marzo Lo que descubrimos al mirar a la cruz Martes de la quinta semana de Cuaresma

Nm 21,4-9. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida. Sal 101. Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti. Jn 8,21-30. Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que «Yo soy», y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado.

Presidió Pablo Guerrero, SJ Las lecturas de hoy nos hablan de dirigir nuestra mirada. A esta semana, antiguamente la llamábamos la semana de pasión. Pues bien, en este «martes de pasión» la Iglesia nos invita a dirigir nuestra mirada: ¿hacia dónde? Pues hacia la cruz, pero nos invita a mirar a la cruz con ojos cristianos. Pues de eso vamos a hablar. Vamos a hablar de la cruz, sin olvidarnos de que hablar de la cruz es hablar de amor. A veces da la impresión de que, cuando contemplamos la cruz, solo prestamos atención al dolor, al sufrimiento, y solo nos fijamos en las torturas que padeció Jesús, como si esto fuera lo importante de ese día; como si la vida anterior de Jesús fuera una mera anécdota, un añadido, algo que tiene poco o nada que ver con lo que ocurre en la Pascua del Señor. Y, sin embargo, la muerte del Señor, la muerte de Jesús, no puede entenderse sin lo que hizo y lo que dijo hasta entonces. Porque la cruz revela con todas sus fuerzas que Jesús trató de vivir «como Dios manda»; la cruz revela cómo vivió Cristo; el modo de morir revela el modo de

vivir. Seguro que habéis oído muchas veces que una prueba de amor es ser capaz de dar la vida por otra persona, ser capaz de morir por otra persona; pero también es una prueba de amor el ser capaz de vivir por otra persona. De desvivirse por otra persona. Decía Lord Byron que es más fácil dar la vida por la persona que amas que pasar toda la vida con la persona que amas. Y si algo estamos presenciando en estos tiempos son pruebas de amor. Cuántas personas se están desviviendo por nosotros, y de tantas maneras diversas. Cuánto amor hay a nuestro alrededor, en mitad de la situación tan tremenda que nos toca vivir… No es solo importante tener motivos por los que dar la vida, sino que también es muy importante tener motivos por los que VIVIR. El mensaje de la cruz se puede resumir de muchas maneras, pero, sobre todo, es una invitación a vivir entregando la vida. En el día de hoy, a mí me gustaría fijarme en tres realidades, tres realidades que son explicadas con toda su fuerza y toda su expresión en la cruz a la que hoy somos invitados a mirar: Primera realidad que se nos explica en la cruz: cómo y quién es Dios. Dios no es el ausente, Dios es el presente, aunque aparentemente no esté. Nuestro Dios, el Dios de Jesús, está enamorado de nosotros. Y como cualquier enamorado no puede sino querer estar con nosotros. En la cruz, Dios no nos da ninguna explicación sobre el dolor; en la cruz no suprime el dolor. Pero en la cruz, como nosotros hacemos con nuestros seres queridos, Dios nos consuela, Dios nos acompaña, Dios nos acaricia, Dios nos coge de la mano, Dios nos cuida… En la cruz, Dios no nos explica el dolor porque no se puede explicar el dolor, la enfermedad, los sinsentidos, nuestras disminuciones, no se pueden explicar, al menos de una manera convincente. Dios no nos quita el dolor; Dios nos consuela. Dios no le quita el dolor al Hijo. El Padre no baja al Hijo de la cruz, pero el Hijo, en la cruz, no estaba solo, como todos los crucificados de este mundo no están solos en la cruz, aunque aparentemente la respuesta de Dios sea el abandono, el silencio… ¡Así es Dios! Dios da sentido, no explicando las cosas, sino llenándolas. Dios está en cada cama de hospital, en cada profesional, en cada persona que sufre, en cada persona a la que le dan de alta, en cada policía que nos cuida, en cada persona que limpia, en cada camionero que

nos trae lo necesario para seguir adelante, en cada familiar que deja a su ser querido a las puertas de urgencias y tiene que irse llorando. Dios está en nuestras cruces, pero no enviándonoslas; Dios no quiere que el ser humano sufra, no caigamos en esa blasfemia. ¡La gloria de Dios es que el ser humano viva! Dios está en nuestras cruces sirviendo, consolando sosteniendo, amando… Dios es Padre, Madre, amigo, hermano, sanitario, limpiador, buen vecino… Segunda realidad: la cruz nos revela quiénes somos cada uno de nosotros. La cruz también nos recuerda los dolores que este mundo padece; nuestros dolores. La cruz me muestra a mí, muestra al ser humano desfigurado: ecce homo, he aquí al hombre. La cruz revela el sufrimiento del inocente. La cruz nos enfrenta a la seriedad de nuestras acciones. La cruz nos revela que no hay nada que hagamos que no tenga repercusión social; que mis decisiones tienen consecuencias; que no da lo mismo hacer el bien que hacer el mal, que no da lo mismo ser buen ciudadano que no serlo… Los resultados son diferentes. La cruz nos revela que estamos llamados a trabajar para que en este mundo no haya ni cruces ni crucificados. La cruz nos revela que estamos llamados a ser colaboradores de Dios a ser, como el padre, madre, amigo, hermano… Tercera realidad: la cruz me muestra cuál es el fondo de mi vida, qué es lo importante en mi vida, cuáles son los cimientos de una vida auténticamente humana. Quedamos retratados. En la cruz, aunque parezca un contrasentido, Cristo nos está mostrando el secreto de la vida bien vivida; de la vida buena, de la VIDA. Y el mensaje, no es que haya que sufrir «con resignación», como si Dios nos enviara los dolores para probarnos, para ver de qué estamos hechos. ¿Cómo puede haber todavía alguien que se llame cristiano y que piense que el coronavirus es un castigo de Dios? El secreto de la vida, la importancia, el cimiento que se nos revela en la cruz es el amor. Es ese amor que abre los brazos y que se entrega: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu», porque todo lo demás nos lo había entregado ya a nosotros. Incluso Cristo resucitado también nos va a entregar su Espíritu; hasta eso. En la cruz se nos revela que Cristo no nos ha dado cosas: se ha dado él. En la cruz se nos revela que lo importante de la vida no es dar cosas; lo

importante de nuestra vida es dar-nos, entregarnos. Ese es el fondo de nuestra vida: «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos». El secreto de la vida es el amor; el sentido de la vida es el amor. El secreto de la cruz, el sentido de la cruz, es el amor. Nuestra dignidad, las personas que queremos ser, el tipo de personas que estamos llamados a ser para siempre, es gente que se da, que no se reserva nada, que «quiere ser todo para todos», que «quiere ser todo para los demás». En la cruz se nos revela que lo importante de nuestra vida solo puede consistir en entregarla. O, como decía Teresita de Lisieux, vivir es desvivirse. Son tres realidades que, entre otras muchas, nos revela la cruz. Pues bien, en este «martes de pasión» la Iglesia nos invita a dirigir nuestra mirada hacia la cruz. Si me dejan barrer para casa, termino con un texto de los Ejercicios de Ignacio de Loyola: Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio; cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se offresciere [Ej 53].

En este momento en mi vida, en mi familia, con mis seres queridos, en mi comunidad, por mi país, viendo a la gente a mi alrededor, pregúntate: qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo, qué debo hacer por Cristo…

NO TE RINDAS No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, liberar el lastre, retomar el vuelo. No te rindas, que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo. No te rindas; por favor, no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el Sol se esconda y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños, porque la vida es tuya y tuyo también el deseo. Porque existe el vino y el amor, es cierto, porque no hay heridas que no cure el tiempo, abrir las puertas, quitar los cerrojos, abandonar las murallas que te protegieron. Vivir la vida y aceptar el reto, recuperar la risa, ensayar el canto, bajar la guardia y extender las manos, desplegar las alas e intentar de nuevo, celebrar la vida y retomar los cielos. No te rindas; por favor, no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda,

aunque el Sol se ponga y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás solo, porque Dios te ha dicho: Hijo, yo te quiero. Adaptación de un poema atribuido erróneamente a Mario Benedetti

1 de abril Libertad y verdad Miércoles de la quinta semana de Cuaresma

Dn 3,14-20.91-92.95. Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Salmo (Dn 3). A ti gloria y alabanza por los siglos. Jn 8,31-42. Si el Hijos os hace libres, seréis realmente libres.

Las palabras de Jesús nos invitan a zambullirnos en una promesa y una conquista que hoy cobra mucho sentido. La conquista de la libertad. Me gustaría poder hablar un momento sobre la libertad, que en el fondo es una conquista que se va haciendo toda la vida. Libertad no es poder hacer lo que uno quiere, cuando uno quiere, como uno quiere. Eso es fantasía, y no existe. Libertad tampoco es no tener límites, que para bien o para mal, todos tenemos. No están mal. Son las coordenadas en las que aprender a movernos. Entonces libertad es, más bien, la capacidad de ensanchar los límites, o bien por fuera, o bien por dentro, y todo ello para poder elegir el bien y abrazar la verdad. En ese sentido, tampoco diría que somos libres o no lo somos. Sino que podemos ir conquistando parcelas de libertad. Es decir, ojalá vayamos creciendo y ganando en libertad a lo largo de toda la vida. Estos días utilizamos algunas palabras que la mayoría nunca imaginamos tener que usar en presente y en primera persona. Estar encerrado, confinado, cuarentena… Vamos padeciendo restricciones (hasta

donde sabemos, necesarias, pero restricciones). Y uno puede sentirse por ello mismo más vulnerable, más atado, menos libre. ¿Hemos perdido libertad? Yo diría que no. Como he dicho, la libertad profunda es la capacidad para elegir el bien y abrazar la verdad dentro de los límites que tenemos. Y es cierto que hay mucha gente que no puede elegir. Nosotros nos preguntamos estos días, cuánto tiempo más estaremos así. ¿Dos semanas? ¿Un mes? Dentro de lo dramático que puede ser, para la mayoría que no viva de cerca una agonía, enfermedad, o pérdida –que es un escenario distinto–, si el único problema es el encierro durante uno o dos meses, quizás podríamos pensar en la gente que –en otras situaciones– al preguntarse, «¿Cuándo acabará esto?» tiene que responderse: nunca… Es cierto que estos días tenemos muchas restricciones de movimientos. Pero somos libres. Y quizás, más que nunca, precisamente estos días podemos intentar conquistar la libertad por varios caminos. Libertad es ensanchar las paredes de dentro. Viéndonos en un espacio con límites bien definidos, somos capaces de ensancharlos por varios caminos. Es tiempo para cultivar la imaginación, la creatividad, el ingenio… Estos días está siendo bien emocionante ver la aparición de iniciativas de todo tipo. Y todo lo que ni siquiera vemos. Formas de poner luz en estas sombras, esperanza para quien anda alicaído. Hace unos años, la película La vida es bella emocionó por ser un canto a la libertad de quien se niega a sucumbir al desaliento. Y aquel hombre que, encerrado en un campo de concentración, consigue proteger igualmente la inocencia de su hijo, se convierte en metáfora para nosotros. El hijo vivía en la fantasía. Pero el padre no. Y al final ese padre vencía. No se trata de la evasión, sino de la libertad. No del autoengaño, sino de la resistencia. No de la locura, sino de la alegría verdadera. Libertad es la búsqueda de la verdad personal. Vivimos tan deprisa y acelerados, con reglas sociales y rutinas instaladas, que este cambio de ahora podría ayudar a que aflore lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Tal vez es momento de preguntarnos qué descubrimos de nosotros mismos en estas circunstancias. Y seguramente descubriremos fortalezas que no imaginábamos. Y otras veces nos veremos débiles. Tenemos que darnos permiso para mirarnos con ternura. También en esos días en que uno llega a decir: «Hoy no me aguanto ni yo». La verdad de uno mismo ha de ser

humilde, ha de ser consciente de límites y capacidades. Y ha de ser muy, muy honesta. Es la búsqueda de la verdad social. Pese a que todo venga filtrado por la pandemia y el coronavirus. Quizás estamos descubriendo una nueva perspectiva. Podemos entender mejor a quienes viven situaciones de dificultad o encierro. Si esto se convierte tan solo en una forma más de ignorarnos o no entendernos sería una pena. Y, lo segundo, podemos quitarnos por una vez las gafas de la ideología y los prejuicios. Ayer, una famosa periodista publicaba un tuit en tono dramático, en el que venía a decir: por favor, Iglesia, haced algo que sois los únicos que no estáis haciendo nada. La conferencia episcopal le contestaba con un tuit en el que la remitía a la página de la propia conferencia, donde hay algo de lo mucho que entidades de Iglesia están haciendo. La respuesta de la periodista, entonces venía a ser: «bueno, no me refiero a eso, me refiero a la institución». Pero es que la institución es todo esto. Miles y miles de personas, familias, diócesis, familias religiosas, seminarios, Cáritas, haciendo y aportando lo que pueden. Yo no digo que tengamos que ponernos medallas, ni más ni menos que otros. Porque en este momento muchas personas están dando lo mejor de lo que pueden. Pero sí creo que este es un momento en que las personas podemos intentar quitarnos los prejuicios y mirar a la realidad intentando entenderla. Tenemos también la posibilidad de conquistar la libertad en nuestro conocimiento de Dios. Esto nos tiene que plantear problemas, preguntas y búsquedas. Es una oportunidad. Quizás llevábamos demasiado tiempo perdidos y perdiendo la energía en debates que no conducen a ninguna parte. No es momento para reproducirlos porque no aportan nada. Es momento para entender y descubrir la misericordia, al Señor crucificado, este Jesús que habla como nadie habló. ¿Qué Dios se nos está revelando en este lado de la historia? Un Dios que está con nosotros y especialmente con los más frágiles, los más vulnerables, de parte del amor; en cada lágrima, en cada herida; en cada esfuerzo; en cada esperanza; en cada sonrisa; en cada momento en el cual alguien es capaz de vencer el egoísmo y ofrecer un brazo tendido ahora. Por último. Conquistar la libertad es aceptar los límites que no podemos cambiar. Dos de ellos se nos han presentado con claridad. El de la muerte y el del tiempo. No podemos conquistar ni una ni otro. Al final

llegará de una manera u otra. Tenemos una vida. Quizás vivíamos de espaldas a esas dos realidades. Libertad no es vencer en esas batallas, que nadie vence. Lo que venga después, Dios nos lo tiene preparado. Libertad, es, comprendiendo que la vida es esto, hacer de nuestro tiempo un tiempo fecundo para abrazar la verdad del Dios de la misericordia. Ojalá podamos hacer real lo que Jesús propone en el evangelio. Abrazar la verdad y que la verdad nos haga libres. Quizás nunca podremos decir que somos libres del todo, pero al menos podremos decir que estamos en camino.

JESÚS ¡Señor Jesús! Mi Fuerza y mi Fracaso eres Tú. Mi Herencia y mi Pobreza. Tú, mi Justicia, Jesús. Mi Guerra y mi Paz. ¡Mi libre Libertad! Mi Muerte y Vida, Tú, Palabra de mis gritos, Silencio de mi espera, Testigo de mis sueños. ¡Cruz de mi cruz! Causa de mi Amargura, Perdón de mi egoísmo, Crimen de mi proceso, Juez de mi pobre llanto, Razón de mi esperanza, ¡Tú! Mi Tierra Prometida eres Tú… La Pascua de mi Pascua. ¡Nuestra Gloria por siempre Señor Jesús! Pedro Casaldáliga

2 de abril La alianza, un concepto para hoy Jueves de la quinta semana de Cuaresma

Gn 17,3-9. Esta es mi alianza contigo: serás padre de muchedumbre de pueblos. Sal 104. El Señor se acuerda de su alianza eternamente. Jn 8,51-59. Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre.

Estos días se están tomando tantas decisiones por nosotros que valoramos más, si cabe, nuestra autonomía. Y estamos deseando recuperar parcelas de esta autonomía ahora más limitada. Las lecturas hoy nos ayudan a reflexionar sobre un término bien importante cuando llega el momento de decidir qué hacer con esa autonomía, o con esa libertad que hablábamos ayer: la alianza. Una alianza no es una imposición ni una orden ni una obligación. Una alianza es un compromiso adquirido libremente, y puede darse por muchos motivos, desde las más puntuales, estratégicas (por ejemplo, políticas o económicas), a otras más profundas, hondas y personales que tienen que ver con lo más esencial, como el amor. Porque, mirad, hay un tipo de pactos (o contratos o acuerdos) que son duraderos, que afectan algún aspecto concreto de la vida, que cuando dices sí te estás comprometiendo del todo, sin puertas abiertas a la espalda y con un elemento de incertidumbre, de riesgo, de apuesta. Hay pocas alianzas así en la vida, que lo engloben todo. Quizás un ejemplo radical lo tenemos en el matrimonio (y por eso el anillo se llama alianza, por lo mucho que quiere expresar). En una alianza así pones toda la vida en juego.

La que hoy contemplamos entre Dios y Abrán y la que Jesús pone como ejemplo es de este tipo. Es una alianza que lo afecta todo, necesariamente, y tiene varios elementos… Y nos plantea una pregunta, ¿qué tipo de alianza estás tú dispuesto a tener con Dios? En la alianza hay dos partes. Lo que Dios promete, y lo que pide. •



La promesa de Dios. ¿Qué nos ha prometido? Sin contrapartida. Sabiendo que su parte la va a poner al margen de lo que nosotros hagamos. Su promesa es querernos. Yo te voy a querer, dice Dios, no tienes que conquistar mi afecto, que ganar mi aprecio. Eres precioso para mí, yo te amo (como dice Isaías). También promete estar con nosotros en el camino todos los días hasta el fin del mundo. Sin imponerse, sin invadir, sin incordiar. Yo estaré, nos dice. Si me necesitas, estaré. Si me llamas, estaré. Si me buscas, responderé. Si me pides, te daré, aunque a lo mejor no de la manera que tú esperas. Pero estaré. Cuenta con ello. También nos ha prometido darle sentido a la vida. Hay muchos sentidos posibles. Aunque quizás estos días estamos descubriendo que muchas cosas que pensábamos que llenaban de sentido la vida no son tan estables ni las promesas eran tan definitivas ni le dan el mismo sentido a nuestros días en la época de tormenta. Pero el evangelio sí le da sentido a la vida, la promesa de Dios da sentido a la vida. Un sentido que es dirección, finalidad y saber para qué, y eso es respuesta para los días radiantes, pero también para las noches de tormenta. Y eso no es poco en este mundo. No nos ha prometido que la vida vaya a ser un camino de rosas, sino que el que vaya con él, que camine con él, le seguirá en la pena y la gloria. Compartirá su camino, su vida, su mesa, y su comunidad. Su promesa es que vendrá cruz, vendrán dificultades, vendrán tormentas, pero al final la última palabra la tiene la vida. Esta es su parte de la promesa. Esta es la alianza que nos propone Dios. ¿Qué nos pide, por nuestra parte? ¿Qué nos propone? Guardar su palabra. Como dice en el evangelio de hoy. Pero guardar su palabra no es memorizar unas reglas o una serie de versículos y saberlos. La palabra es Jesús, una palabra viva. Y guardar su palabra no es ponerla bajo llave en un sitio intocable. Guardar su palabra es

acogerla, abrazarla, vivirla, hacerla carne, encarnarla. Eso es seguirle. Y entonces, solo entonces, ver. ¿Qué nos toca a nosotros? En este prolegómeno de la alianza que es la vida, nos tocan cuatro pasos. Escuchar su buena noticia. Escuchar lo que promete. Escuchar esa palabra que vuelve a nuestra vida en las circunstancias de cada día. Escuchar el evangelio desde el mundo en que nos toca vivir. Escuchar cómo suenan hoy las bienaventuranzas o la invitación a la conversión o la llamada a vivir aquí y ahora la parábola del buen samaritano o tantas otras palabras que siguen siendo válidas hoy. Segundo, nos toca aceptar (y ahí entra nuestra libertad de la que hablábamos ayer). Se requiere de nosotros un «sí», un «hágase». Dios no nos quiere imponer su alianza. Lo que nos quiere regalar nos lo ofrece gratuitamente. Pero lo que nos viene a decir también es: si tú quieres vivir esto, tienes que empeñarte, elegirlo, decidirlo tú. Dios no lo va a imponer. En el fondo hay algo bien sorprendente. La escucha nueva también nos puede llevar a decir un «sí» o un «hágase» nuevo, aquí y ahora, hoy. Tal vez en nuestra vida algunos momentos en que hemos dicho sí han pasado un poco desapercibidos, con un poco de rutina. Tal vez algo así nos haya podido ocurrir con la confirmación u otros espacios de alianza. Sin embargo, hoy es momento de recordarlo, y al recordarlo, decirme, ¿estoy yo dispuesto, o dispuesta, a decir sí al Señor, a su evangelio, en este mundo, en esta vida? Si estoy dispuesto, la tercera llamada es a ser consecuente. Porque decir sí implica actuar y obrar en consecuencia. A esto lo llamamos conversión. En el fondo todos estamos invitados a convertirnos, que es crecer, cambiar a mejor, mejorar en aquello que podemos mejorar, abandonar aquellas lógicas que no son las del evangelio. Probablemente hay muchas cuestiones que se tienen que estar replanteando en nuestras vidas, en nuestros hábitos, en nuestra manera de relacionarnos, en las prioridades que hemos ido poniendo en nuestra historia. Hoy en día miramos al mundo y ya no puede ser el mundo de ayer. Hay una invitación a ser consecuentes si escuchamos el evangelio.

Por último, y entonces, al seguir sus pasos, ver. Y al ver llenarnos de una alegría diferente, una alegría como la que podemos tener incluso ahora, que no es ni ñoña ni fácil ni simple. Una alegría que es capaz de reír en los momentos de júbilo y de llorar por tantas cosas que tienen que ver con el amor, con la vida, con nuestra historia y con el evangelio.

TIEMPO DE ALIANZAS Hagamos un pacto: Tú tenme paciencia, que yo tendré valor, y entonaremos un canto como nunca se ha oído. Tú pones la fortaleza, yo la debilidad. Y envueltos en tu abrazo, nos lanzaremos a buscar la justicia. Tú pones el horizonte, yo la pasión. Y hombro con hombro, hacia ese destino orientaremos la vida. Hagamos un pacto: Tú pones la Verdad, yo la inquietud. Tu verdad y mi inquietud se enlazarán en la búsqueda más eterna. Tú pones la Palabra, y yo el balbuceo. Y entre escuchas, eco y silencios daremos voz al misterio.

Tú pones la ternura, yo, cinco panes y dos peces. Se saciará el hambre de tantos, y aún sobrarán doce cestos. Tú pones la misericordia, yo algunos aciertos, y bastantes tropiezos. Y en la escuela del perdón brotará la sabiduría. Hagamos un pacto: tú quédate a mi lado, y yo bailaré contigo.

3 de abril Al otro lado de la muerte hay un encuentro Viernes de la quinta semana de Cuaresma (viernes de Dolores) Eucaristía en memoria de los difuntos

Jr 20,10-13. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del pobre de las manos de la gente perversa. Sal 17. En el peligro invoqué al Señor y Él me escuchó. Jn 10,31-42. Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras.

Presidió Pablo Guerrero, SJ A todos nos convoca nuestra fe, pero hoy, de un modo especial, nos convoca también el cariño hacia personas muy queridas que han fallecido. Que estos minutos que compartimos sean recuerdo agradecido por su vida y abrazo cariñoso de unos a otros. Estamos aquí para dar gracias por sus vidas. Por las vidas de personas que nos han sostenido, nos han acompañado, nos han reunido, nos han cuidado, pero, sobre todo, que nos han querido. Y damos gracias ante el Señor, el mismo que ya se ha encontrado para siempre con nuestros seres queridos y que ha hecho que estén ahora más vivos que nunca, porque han dejado atrás ya todo dolor, toda enfermedad, toda preocupación… Esta es la fe de la Iglesia. Las vidas de nuestros familiares y amigos fallecidos ya están sembradas para siempre en el corazón de Dios. Ya están en las mejores manos. Ya están en casa.

Sin duda, estos días han fallecido no solo seres queridos y conocidos, también han fallecido personas que han vivido y han estado solas. Sabemos que Dios hoy es su compañía, su amigo, su verdadero amigo, su consuelo y su paz. Tengamos presentes, de manera especial, a las personas que están solas. Hoy celebramos cristianamente la muerte de muchas personas, es decir, celebramos su Vida; hoy damos gracias por la vida que pudimos compartir con ellos y, a la vez, damos gracias por ese encuentro único, irrepetible, que habrán tenido con Dios. Damos gracias por esos abrazos que ya han recibido y que les habrán curado de todo. Es curioso cómo, todavía, demasiadas personas se imaginan que lo que nos espera al final de nuestra vida es un juez con un código debajo del brazo (o con un catecismo), para ver qué hemos hecho bien y qué hemos hecho mal y para ver qué castigo hay que aplicar. ¡Qué ganas, casi morbosas, tienen algunos de que Dios sea un castigador! ¡Con qué mezquino corazón proyectamos a veces en Dios nuestra dificultad para perdonar! Dios no es un castigador, nosotros a veces lo somos. Dios no es un juez implacable, nosotros a veces lo somos. ¡Cuando entenderemos que Dios no nos quiere porque seamos buenos, nos quiere porque él es bueno! Dios nos quiere como somos, aunque nos sueña mejores y nos llama e invita a ser cada día más humanos, más buena gente, más solidarios, más libres, más respetuosos, más hermanos. Pero es llamativo las imágenes de Dios que aún tienen muchas personas. Sin embargo, ese encuentro final va a ser con el Dios que se nos revela en Cristo: un Padre, una Madre, el mejor de los padres y la mejor de las madres. Con quien nos vamos a encontrar es con quien deja a las noventa y nueve ovejas y se va a buscar a la oveja perdida y, no sé si han caído en la cuenta, en la parábola de la oveja perdida no se nos dice ni lo lejos que se marchó la oveja perdida ni cuantos días tardó el Buen Pastor en encontrarla… Y ¿saben por qué no lo dice el evangelio? Porque Jesús sabía que su Padre va a ir a buscar al extraviado a dónde haga falta y dedicando todo el tiempo del mundo. Ese encuentro final va a ser con el padre del hijo pródigo que, viéndole venir de lejos, se fue corriendo a abrazarle… Y ¿recuerdan las palabras de ese padre a sus criados? «Traed un vestido»: los animales van desnudos, al

pedir un vestido para su hijo el padre le reconoce como un ser humano. «Traed unas sandalias»: los esclavos iban descalzos, al pedir unas sandalias para su hijo, el padre le reconoce como un ser libre. Finalmente, «Traed un anillo»: el anillo es señal de familia, el padre reconoce que el hijo es de su familia, que sigue siendo su hijo al que ama. Con este Dios, con este Padre, se han encontrado nuestros seres queridos. Y en ese encuentro se habrán reconocido, ya para siempre, como verdaderamente humanos, como completamente libres, como auténticamente hijos. Nos vamos a encontrar cara a cara con quien nos ha creado y con quien nos ha sostenido y defendido día a día por amor. Esa ha sido la persona con la que ya se han encontrado las personas que hoy recordamos. Nuestros familiares, amigos, todas las personas que hoy recordamos, probablemente, como nosotros, creían que Dios era bueno. Ahora ya no lo creen, ahora lo saben. Ahora saben que Dios es bueno. Todos estamos en camino, y en ese camino Dios mismo nos va poniendo personas que son auténticos regalos en nuestra vida. Recordad a las personas que nos han sido mirada de Dios, caricia de Dios, abrazo de Dios. Todos ellos, ahora ya pueden decir en absoluta verdad: «El Señor es mi luz y mi salvación», «El Señor es mi pastor», «De oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos». Que el ejemplo de nuestros seres queridos nos sirva a todos para estar más cerca de Dios. Que su recuerdo nos ayude a todos a querer estar más cerca de Dios y de la humanidad. Que su recuerdo nos haga personas mejores. Por el modo en que ellos vivieron, viven ahora la vida de Dios. Por el modo en que nosotros vivamos, ellos permanecerán vivos en nosotros.

DANOS TU CORAZÓN Que el Señor nos acompañe al partir de este lugar. Que vaya delante de nosotros para iluminar el camino. Que camine a nuestro lado para ser siempre nuestro amigo. Que vaya detrás de nosotros para protegernos de cualquier daño. Que sus brazos cariñosos estén debajo de nosotros para sostenernos cuando el camino sea duro y estemos cansados. Que esté con nosotros para cuidar a todos los que amamos. Que viva en nuestro corazón para darnos su alegría y su paz. Padre bueno: Danos un corazón de POBRE; capaz de amar, para abrirse y entregarse. Danos un corazón PACIENTE; capaz de amar, viviendo esperanzados. Danos un corazón PACÍFICO; capaz de amar, sembrando la paz en el mundo. Danos un corazón JUSTO; capaz de amar la justicia. Danos un corazón MISERICORDIOSO; capaz de amar, comprendiendo y perdonando. Danos un corazón SENSIBLE; capaz de amar, llorando sin desalientos. Danos un corazón PURO; capaz de amar, descubriendo a Dios en el ser humano. Danos un corazón FUERTE; capaz de amar, siendo fiel hasta la muerte. Danos tu corazón. Anónimo

4 de abril La comunidad plural en un mundo de sectarismos Sábado de la quinta semana de Cuaresma

Ez 37,21-28. Los haré una sola nación en mi tierra. Salmo (Jr 31). El Señor nos guardará como un pastor a su rebaño. Jn 11,45-57. Aquel día decidieron darle muerte.

Llegamos hoy al final de nuestra Cuaresma. Desde mañana, Domingo de Ramos, entraremos en la Semana Santa y en la vivencia de la Pasión del Señor. Hemos ido acercándonos lentamente a Jerusalén y hemos ido haciendo un camino que nos ha ido mostrando muchas dimensiones de la vida personal y colectiva. Hoy, en este trampolín o en esta antesala de la Pasión, se nos plantea el motivo último que lleva a que la verdad de Jesús sea inaceptable por muchos de sus contemporáneos. Existe una tentación –existía en tiempos de Jesús, existió después y sigue existiendo hoy– muy universal, que es la de refugiarse en entornos que uno siente como más seguros, porque son entornos de afines. Entornos humanos. Básicamente, la gran tentación es rodearme de gente que piensa como yo, opina como yo, actúa como yo, comparte mi misma visión sobre el mundo, mis expectativas, mis creencias… Esta búsqueda de homogeneidad y afinidad puede afectar a lo relacional, puede afectar a lo eclesial, a la política… Y tiene algunas consecuencias que yo diría que no son muy buenas:

1) Creer que tienes toda la perspectiva y por tanto toda la verdad (el mundo es tal y como yo lo veo). 2) Ir sustituyendo la pluralidad, la variedad y la diversidad tan buena y necesaria en toda comunidad, por la homogeneidad (todos cortados por el mismo patrón, todos como yo). Clavaditos unos a otros, y quien se mueva no sale en la foto. 3) Dar el paso, consecuencia de todo lo anterior, de convertir al «otro» –que ve las cosas de modo distinto– en el enemigo. Es peligroso y con él hay que acabar. A lo largo de los últimos días la lectura nos ha ido ayudando a ver algunas dimensiones muy claras del seguimiento de Jesús: la alianza, la escucha, la libertad, el perdón… Hoy, en la antesala de la Pasión, lo que está en juego es cómo entender la comunidad. Dios, dice el profeta, no quiere la división, sino la unión de su pueblo en una gran familia. Y probablemente la visión de la unidad que va a traer Jesús es lo que le va a traer hasta Jerusalén. El pueblo de Israel había estado dividido en el pasado. La división le había traído muchas penalidades. Por eso ahora lo consideraban una amenaza y por nada estaban dispuestos a romperse otra vez. La Ley y el Templo, grandes instituciones de la religiosidad judía, eran los pilares de la unidad. Les daban cohesión entre ellos y unidad frente a los demás, frente al enemigo (los romanos, por ejemplo). Jesús, de golpe, anuncia una unidad muy distinta, porque no se construye por oposición a otros. Es una unidad en la que todos caben. Dios ama a todos. En ella cabe el que cumple y el que no, el puro y el impuro, el fariseo y la prostituta. También hoy. ¿Quién cabe? Esto no significa que todo valga. Porque Jesús de hecho es muy libre y muy crítico con todo aquello que se aleje del proyecto de Dios. Pero es la suya una crítica muy poco convencional. Una crítica muy necesaria, que nunca va contra las personas, sino contra determinadas acciones. Esto muchos, en tiempo de Jesús, no lo entendían. Si Dios es un Dios de todos – parecen pensar– ¿qué nos queda a nosotros para sentirnos pueblo elegido? Conviene que muera. Esto hemos escuchado hoy. La comunidad de Jesús no es la comunidad de los que piensan igual. Lo curioso es que, trayéndolo al presente, esto

sigue siendo profético y transgresor. Nosotros también tenemos la tentación de rodearnos de gente que piensa como nosotros, de rodearnos de gente similar y de exigir la homogeneidad en nombre de una mal entendida fidelidad que evita algo que es una riqueza, la diversidad. Porque la diversidad es fuente de vida. Nos complementamos. A veces hasta en la contradicción hay semilla de seguir avanzando y encontrándonos. El reto es no convertir la diversidad o la diferencia en enemistad. No atrincherarnos en una mentalidad de secta, yo con los míos y contra el resto. Hay cuatro ámbitos de la vida en que esta mentalidad sectaria es un peligro. Lo era en tiempos de Jesús, y lo es hoy. Primero, en las relaciones personales. Uno puede refugiarse en núcleos muy estrechos, porque es donde te sientes seguro. Es un peligro, si ante determinadas diferencias, etiquetas, etc., siempre estás con la muralla puesta. Como sociedad, también podemos ser sectarios (cada uno en su secta, la que sea). Como Iglesia tenemos esa misma tentación, que es la de pensar que solo existe una manera de ser Iglesia, que es la propia. Y en ella se contiene toda la verdad, y cualquiera que piense distinto es (y aquí entra cualquier etiqueta). Incluso como humanidad podemos caer en lo mismo. Todo esto no es solo una reflexión piadosa para pasar la tarde del sábado, pensando que sería bonito estar más unidos –para a continuación poner una canción sobre la amistad o el amor en Spotify antes de pasar a otra cosa–. Con esto nos estamos jugando mucho. Con nuestra manera de entender y aceptar la diferencia está en juego ahora mismo, por ejemplo, el futuro de Europa; nuestro futuro como sociedad (si somos capaces de dejar de jugar al juego de los enfoques sectarios de la vida). Avergüenza un poco cuando estos días lees análisis de lo que está pasando en todo el mundo y uno de los análisis dice que España es el único país donde la beligerancia en vez de disminuir aumenta (y no sirve pensar que esto es culpa de «ellos» –siempre, los otros–). Quizás seamos todos los que tenemos que dejar de pensar en clave alineada y aunque tendrá que haber muchos momentos para la crítica, centrémonos en lo esencial. ¿Qué es lo esencial? Las víctimas de una

pandemia que está llevándose por delante muchas vidas, las víctimas de una pandemia que va a generar unas situaciones brutales de precariedad, las víctimas de una pandemia que pone en juego muchos puestos de trabajo y perjudica a muchos, también a muchos que están tirando de otros. Dejémonos de discursos maniqueos y de miradas polarizadas a la vida. Empecemos a empujar juntos, que es mucho lo que nos estamos jugando. También como Iglesia nos estamos jugando mucho. Una Iglesia que solo entienda la diversidad como problema es una Iglesia condenada a ser una secta. Aquí cabemos todos, pero si empezamos a plantear que quien piensa distinto a mí es un hereje o un fundamentalista o un… Quizás tenemos que hacer el esfuerzo por escuchar este mensaje: Dios es el Dios de todos. Y si cualquiera de nosotros es capaz de abrir su vida a quienes son diferentes, tal vez se tendrá que dejar sorprender y tocar y hasta herir por muchas realidades para las que no estamos preparados. ¿Es verdad que esto puede enriquecer mucho la vida? Sí. ¿Es verdad que la puede complicar? También. Y, si no, que se lo digan al Señor, cuya Pasión contemplaremos esta semana. Que por defender que Dios ama a todos por igual, sin barreras, sin exclusiones, sin estigmas ni etiquetas, terminó crucificado.

DE PUENTES Y ABISMOS Porque hay tanto abismo, hacen falta puentes que acorten distancias y salven barreras. Los hay de palabras, tendidos sobre torrentes furiosos de insultos y ofensas. Los hay de miradas, que al encontrarse rompen muros invisibles de soledad y rechazo. Los hay de anhelos que, sin saberlo, nos conectan con quienes amamos. Los hay virtuales que frente a distancia y tiempo permiten aquí y ahora. Los hay de caricias y gestos serenos, que apagan miedos. Somos nosotros, a Tu manera, esos puentes. Solo que, demasiado a menudo, nos ponemos en modo levadizo y elegimos la lejanía. Pero hacen falta puentes, porque hay tanto abismo.

Segunda parte SEMANA SANTA PASIÓN DE CRISTO Y PASIONES HUMANAS

La Cuaresma –o la parte de la Cuaresma que había sido tiempo de confinamiento– tuvo un profundo sentido y permitió establecer muchos paralelismos entre el camino hacia Jerusalén y el camino interior que nos tocaba hacer. La Semana Santa se convertía para nosotros en un reto. En esta semana se concentran algunas de las celebraciones más profundas y más hermosas de la liturgia. ¿Cómo conseguir mantener su hondura y su sentido, sabiendo que tocaba celebrar también a distancia? ¿Cómo mantener el clima de silencio, de oración y de devoción cuando la gente estaría celebrando desde su habitación, la sala de estar o tantos espacios donde las distracciones son mucho mayores? Más aún, ¿cómo conseguir que las personas se sintieran participantes, y no espectadores? ¿Y cómo ayudar a que se viviera no como un sucedáneo o una alternativa resignada para las vivencias de Semana Santa que para tantas personas son muy especiales en sus vidas y su fe? La verdad es que la Semana Santa se convirtió en una oportunidad de transmitir con delicadeza y cuidado el sentido de la Pasión. Con ese deseo, fuimos imaginando las celebraciones, pensando en símbolos o formas de participación. O haciendo de la necesidad virtud, y pensando en las posibilidades que la tecnología nos daba para contar las cosas de otra

manera. Así, surgió la posibilidad de implicar a las personas invitándoles a estar presentes de otro modo. Y la procesión de Ramos se vio sustituida por un precioso montaje con fotos hechas en las casas, con palmas manufacturadas y muchas personas que, de golpe, sentían estar en la capilla, aun encontrándose a cientos de kilómetros de distancia. Esto se multiplicaría con la procesión de velas de la vigilia pascual, donde la respuesta fue tan masiva y desbordante que solo pudimos poner una pequeña porción de las fotos que recibimos. Vaya desde aquí, una vez más, nuestra gratitud a tantos y nuestra disculpa por no haber podido poner todo. Las imágenes permitirían también sustituir el lavatorio de los pies, tan central en la liturgia del Jueves Santo, por un lavatorio muy real, en el que el servicio se veía plasmado en los rostros y gestos de tantas personas trabajando por el bien común y al servicio de los más vulnerables en la pandemia. Limpiadores, fuerzas de seguridad, personal sanitario, capellanes… Todos ellos iban convirtiéndose en reflejo de la invitación de Jesús a ceñirse la toalla a la cintura y ponerse a servir. La invitación evangélica: «Haced vosotros lo mismo», tenía en estos hombres y mujeres de hoy una respuesta concreta y real. O las calles vacías de lugares significativos del mundo entero, que se convertían en escenario de la angustia del Huerto en la Hora Santa. La lectura de la Pasión el Viernes Santo la acompañamos con imágenes de la imaginería procesional más bella. Y de golpe estaban aunados la religiosidad popular, las procesiones pendientes y la Palabra que seguía contando nuestra historia. La historia de la creación, leída en la vigilia pascual, se veía multiplicada con imágenes reales de este mundo hermoso tan lleno de posibilidades. Junto a las eucaristías y los oficios del Triduo Pascual, una celebración de la reconciliación y la hora santa en la noche del Jueves Santo fueron momentos para el encuentro. La idea de fondo, tender un puente desde la Pasión de Jesús a nuestras pasiones cotidianas, nuestras historias de vida, muerte y resurrección, nuestras encrucijadas… Cada uno de nosotros elige en qué lado de la Pasión va a ponerse. Y lo que intentamos, estos días fue recordar la importancia de hacerlo de manera consciente y lúcida.

5 de abril Domingo de Ramos. Cara y cruz

Is 50,4-7. Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Sal 21. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Flp 2,6-11. Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Pasión según san Mateo (Mt 26,14–27,66). Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.

El Domingo de Ramos es un día que, de algún modo, es como el pórtico de la Pasión y una especie de pregón. Ese pregón en el que se contiene todo. Desde la alegría en la memoria de esa entrada triunfal de Jesús en Jerusalén que hemos celebrado al principio de la misa, para acabar contemplando al crucificado. Este contraste nos invita a celebrar la cara y la cruz de la vida. Es verdad que el próximo domingo, si Dios quiere, estaremos celebrando con júbilo la resurrección. Nuestra memoria de fe, cada eucaristía, cada ciclo litúrgico, es hacer este recorrido entre vida, muerte y resurrección. Un recorrido en el que nos asomamos a lo más fecundo, gozoso y alegre, pero también a lo más difícil y lo más árido. ¿No es sorprendente el contraste entre el «Hosannah» de la muchedumbre enardecida hoy y el «Crucifícalo» que pedirán en unos días? Quizás porque es fácil sumarse al entusiasmo de los momentos buenos, pero no es tan fácil seguir cuando la vida se pone cuesta arriba. Estamos invitados entonces a contemplar la vida en todas sus aristas y vértices. La alegría, el júbilo, el éxito, el sentido… Sí; pero también la dificultad, la soledad, el fracaso… La cara y la cruz. La cruz y la resurrección.

La Semana Santa es una invitación a contemplar, pero también a saber de qué lado queremos estar. Es evidente que a todos nos atrae lo que parece ir bien, la aceptación, la acogida, la alegría, el que las cosas salgan bien, la diversión, las certezas… En cosas cotidianas y también en lo profundo. Buscamos la fe sólida. Buscamos seguridad. Buscamos respuestas. Eso es fácil de comprender. La trampa es cerrar los ojos o escapar a lo que también la vida tiene de dificultad, de cruz, de renuncia. No es que haya que perseguirla o buscarla masoquistamente. Es que todo eso viene. ¿Qué podemos decir, a la luz del tiempo que nos toca vivir? Y ahí tenemos el reto. Aprender a vivir a fondo es, de alguna manera, aprender a abrazar la cara y la cruz de la vida. Aprender a estar con él en el hosannah, pero aprender a seguir con él también al pie de la cruz. Quizás estos días estamos siendo más conscientes de los límites. Estos días las circunstancias nos han venido a recordar que la vida no es solo la cara brillante. Porque como nos descuidemos, nos podemos sumar a una sociedad donde se valora mucho el triunfo sin historia, cuando la historia, toda historia, es una historia con éxitos y fracasos. Y el triunfo es solo un momento de una historia en la que habrá de todo. También nos puede gustar a todos el amor en lo eufórico, lo sublime, lo especial, pero mucho menos en la rutina. Y, sin embargo, el amor, todo amor, tiene días de vino y rosas, pero tiene también momentos grises, espinas, conflicto, dificultad. También estamos acostumbrados a valorar una belleza sin heridas ni cicatrices. Y, por último, estamos acostumbrados a la fe de lo bonito, de lo emotivo. No a la fe que se pone cuesta arriba a veces. La fe es dar la vida, tan sencillo y tan complejo como esto. La realidad es que hay cara y cruz en muchas realidades. El amor implica mucha alegría, pero también buenas dosis de incertidumbre e inseguridad. El compromiso con los otros, cuando es compromiso auténtico, implica arriesgar por ellos y con ellos. Las decisiones que tomamos implican perseguir aquello que quieres cuando el viento te viene por la espalda, pero también cuando te da de cara. Seguir a Jesús es echarte al camino con las renuncias que esto implica. Lo que vamos a celebrar esta semana es todo, lo bueno y lo malo, la luz y la sombra. Es verdad que en el horizonte está la resurrección. Pero no podemos llegar a

ella sin pasar por la cena, por Getsemaní y por la Pasión. Del mismo modo que en la vida no podemos llegar a la plenitud sin abrazar la cara y la cruz. Quizás lo que nos toca decidir estos días, en nuestra contemplación, en nuestras celebraciones y oficios, es de qué lado vamos a estar. Si vamos a estar del lado de quienes abandonan o del de quienes siguen. Si vamos a estar del lado de quienes huyen o de quienes arriesgan, aunque estén muertos de miedo. Si vamos a estar del lado del Cireneo que ayuda a cargar con la cruz o vamos a estar del lado de quienes, encerrados en sus comodidades, dentro de la ciudad, ni se dan cuenta de lo que está ocurriendo. Ojalá esta semana nos conduzca hacia la Pascua y ojalá lleguemos de verdad a contemplar el triunfo, el amor, la belleza y la fe. Pero la resurrección será un triunfo con historia. Será el amor que ha sido capaz de atravesar la vida y la muerte. Será la belleza con cicatrices. Y será la fe que se ha arriesgado a salir a la intemperie y ha vencido a la tormenta.

¿SERÉ YO? ¿Seré yo, Maestro, quien afirme o quien niegue? ¿Seré quien te venda por treinta monedas o seguiré a tu lado con las manos vacías? ¿Pasaré alegremente del «hosannah» al «crucifícalo», o mi voz cantará tu evangelio? ¿Seré de los que tiran la piedra o de los que tocan la herida? ¿Seré levita, indiferente al herido del camino, o samaritano conmovido por su dolor? ¿Seré espectador o testigo? ¿Me lavaré las manos para no implicarme, o me las ensuciaré en el contacto con el mundo? ¿Seré quien se rasga las vestiduras

y señala culpables, o un buscador humilde de la verdad?

6 de abril Lunes Santo. Cuatro maneras de estar en Betania

Is 42,1-7. Mirad a mi siervo a quien sostengo, mi elegido, en quien me complazo. Sal 26. El Señor es mi luz y mi salvación. Jn 12,1-11. ¿Por qué no has vendido este perfume por trescientos denarios para dárselo a los pobres?

Presidió José Ramón Busto, SJ Estamos en Semana Santa. La semana que media entre el domingo de Ramos, en el que meditamos la pasión y muerte de nuestro Señor, y el domingo de Pascua, en el que celebraremos su resurrección. Durante esta semana la liturgia nos invita a reflexionar sobre algunos de los hechos y las circunstancias que tuvieron lugar alrededor de su muerte. Una de esas circunstancias es la unción en Betania. Cuatro grupos de personajes aparecen en este evangelio que acabo de leer. Por un lado, la familia amiga de Jesús que le muestra su cariño acogiéndolo y ofreciéndole una cena. Destaca entre ellos María que realiza un gesto inusitado mostrando un amor desbordado por Jesús. Le unge los pies con un perfume costoso cuyo valor equivalía aproximadamente al salario de un obrero durante un año. Cuando amamos, todo nos parece poco para la persona amada. Otro personaje es Judas, retratado aquí por el evangelista como un egoísta que solo piensa en sí mismo y critica la acción de la mujer no porque le importen los pobres, sino porque hubiera aprovechado la ocasión

para sisar algo si el precio del perfume hubiera acabado en la bolsa de todos, que él administraba. Aparecen también los curiosos descomprometidos que han ido a ver a Lázaro y representan la superficialidad de quienes solo buscan novedades y entretenimiento. Finalmente están los sumos sacerdotes que ya habían decidido matar a Jesús (Jn 11,53) y ahora deciden eliminar también a Lázaro, que nos representa a todos los cristianos a quienes Jesús ha salvado de la muerte. La aventura vital de Jesús es un trasunto de nuestra propia vida. Jesús entregó su vida en la cruz, como la había ido entregando a lo largo de toda su existencia mientras cumplía la misión que el Padre le había encomendado, y la recobró en la resurrección, en una existencia nueva gloriosa y feliz para sentarse a la derecha del Padre. Este misterio pascual de Jesús es también nuestro misterio pascual. Pues nuestra aventura vital consiste, como la de Jesús, en desarrollar nuestra existencia entregando la vida en el servicio hasta confiarla a las manos de Dios en nuestra muerte para recobrarla en la vida eterna, en la que Jesús nos ha precedido como nuestro hermano mayor. En estos momentos la pandemia del COVID-19 está poniendo de relieve de un modo patente que nuestra existencia es misterio pascual, es decir, misterio de entrega de la vida hasta la muerte para recobrarla en la resurrección. Misterio es una palabra griega que significa lo que está encerrado. Lo encerrado no se aprecia a primera vista, sino que es necesario profundizar, penetrar en ello para ver lo que está oculto y comprender su sentido. Lo que está encerrado en el misterio pascual es el amor, el amor de Dios que nos atrae a la vida eterna y feliz junto a él, una vez cumplida nuestra existencia terrera, que ha sido el tiempo de nuestra preparación para la vida eterna, y nuestro propio amor que nos lleva a entregar la vida. Los personajes que aparecen en el relato de la unción en Betania los podemos ver hoy también entre nosotros. Vamos a dejar de lado a los egoístas como Judas, que aprovechan la ocasión para timar, hackear o extorsionar a los más débiles o menos avispados; también a los descomprometidos como los visitantes curiosos, que solo se preocupan de sí mismos, o quienes, como los sumos sacerdotes, en lugar de esforzarse

en favor de la vida conspiran para quitar de en medio a los que les estorban. Vamos a fijarnos solo en los que, como María de Betania, con amor desbordado entregan lo que tienen y pueden. Así, los profesionales de la sanidad, los que atienden a familiares, amigos o vecinos enfermos en sus casas y todos los que con su esfuerzo y su competencia están trabajando para vencer la pandemia, a veces, incluso con riesgo de su vida. En la historia de la Iglesia no es la primera vez que algunos de sus mejores hijos han entregado la vida sirviendo a los que lo necesitaban. Podemos recordar al joven jesuita san Luis Gonzaga, que murió, víctima de la peste que asoló Roma en 1591, a sus 23 años, no porque se contagiara, sino de agotamiento por haber atendido hasta el extremo a los enfermos. Entregar la vida como Jesús es la mejor y yo diría incluso que la verdadera manera de celebrar la Semana Santa. Este año no se van a sacar los pasos en las procesiones y las celebraciones litúrgicas van a tener lugar sin que la comunidad cristiana pueda reunirse, pero lo que sí vamos a poder hacer es entregar nuestro tiempo en favor de los que tenemos cerca y nos necesitan.

ANSIAS DE VIVIR ¡No sé qué hacer, Señor, con estas ansias de vida, que me van devorando cada día! Si pretendo frenarlas, ya no vivo. Si las dejo correr, ¿dónde me llevan? Tú eres la vida. Yo solo un hilo de tu fuente. Manar, correr, verterme… Sin mirar dónde, cómo y a quiénes, derramarme. Y a los pies de mi hermano, de cualquiera, estrellar mi alabastro y dejar que la casa se empape toda del perfume barato, que te traigo. ¿Eso es vivir? Pues eso ansío. El morir a mi muerte, el no acabarme con algo tuyo, por dar, entre mis dedos. Y, cuando haya partido, continuaré, manando de tu fuente, lo aprendido: muero, siempre que vivo;

vivo, siempre que muero. Ignacio Iglesias, SJ

7 de abril Zaqueo. Oración penitencial

El Martes Santo, además de la eucaristía, tuvimos una oración penitencial. Un rato para invitar a poner la vida en manos del Señor de la misericordia. Incorporamos en este apartado su reflexión al hilo del evangelio de Zaqueo, así como el examen de conciencia que se propuso. Lc 19,1-10. Zaqueo, hoy ha llegado la salvación a esta casa.

Presidió Pablo Guerrero, SJ Acabamos de escuchar el relato de Zaqueo. ¿Veis lo que ha hecho Jesús con Zaqueo? Pues es lo que hace con nosotros cada día. Lo que Jesús nos ofrece día a día, minuto a minuto. Os invito a repasar despacio el texto evangélico e intentar ver lo que ocurre, escuchar lo que dicen, «como si presente te hallases». • • • •

un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico tenía curiosidad por ver a Jesús; pero a causa del gentío, no podía porque era bajo de estatura. se subió a un árbol para verlo, Jesús llegó donde estaba, le vio y le dijo: «Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa». muy contento recibió en su casa a Jesús. murmuraban sobre Jesús porque entra a hospedarse en casa de un pecador.

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Palabras de Zaqueo: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la daré a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más». Palabras de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán. Porque este Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo perdido».

En el icono de Zaqueo descubrimos cómo, si nos dejamos, Jesús puede cambiar nuestra vida. No tengas duda que Dios está queriendo decirte: «hoy ha llegado la salvación a esta casa». Déjate mirar por Jesús como Zaqueo y escúchale decir «quiero hospedarme en tu casa». Recibe al Señor con alegría como Zaqueo lo recibió en su casa. Deja que el encuentro con Jesús te conmueva y te convierta. Deja que crezca en ti la conciencia profunda de que eres una criatura amada y un pecador salvado. Y, si aceptas un consejo de alguien que, como veis, ya peina muchas canas, pedidle al Señor que os ayude a perdonaros a vosotros mismos. Porque muchas veces el tema no es ya que no sintamos el perdón de Dios, el problema radica en que no nos perdonamos a nosotros mismos, por muchos motivos posibles, por perfeccionismos, por narcisismos, por una errónea imagen de Dios… Cada uno sabemos de qué pie cojeamos. Hoy, de manera especial, cuando te acerques a tu pecado no olvides las palabras de Pablo de Tarso: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro». Al acercarnos al Señor desde nuestro pecado, te invito a que recuerdes la letra de una conocida canción: «no hay montaña lo suficientemente alta, no hay valle lo suficientemente profundo, no hay rio lo suficientemente ancho que me pueda apartar de ti». Así es nuestro Dios.

Examen en la esperanza Tomemos ahora unos momentos para dejarnos mirar por Dios, con esa mirada sanadora, cariñosa, de Padre, que mira el corazón y no las apariencias; un Padre que se deja conmover por la humildad y la verdad de sus hijos. Un Padre que conoce el tesoro que llevamos dentro y el barro del que estamos hechos. Que nos está diciendo, allí en lo íntimo de cada uno: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa». Vamos a rezar despacio la oración que Jesús nos enseñó. Al terminar de rezarla dejaremos que sus palabras nos ayuden a mirar nuestro interior y a examinar nuestra conciencia. PADRE NUESTRO… ¿Experimento a Dios como Padre querido y cercano? ¿Pongo en él mi total confianza? ¿Oriento todo mi ser hacia él, que nos ama, comprende y perdona? ¿Vivo en el temor o en la confianza? ¿Trato a los demás como hermanos, hijos del mismo Padre? SANTIFICADO SEA TU NOMBRE… ¿Deseo vivir de tal manera que los demás alaben y glorifiquen a Dios por mis obras de justicia y santidad? ¿Respeto el nombre de Dios, acepto su presencia misteriosa en todas las personas? ¿Le hago sitio en mi vida, en mi pensar, sentir y actuar? ¿Es mi vida transparencia de Dios? VENGA A NOSOTROS TU REINO… ¿Estoy dispuesto hacer realidad el sueño de Dios en mi vida? ¿Trabajo por el Reino de Dios? Siguiendo a Jesús también yo estoy llamado a realizar gestos liberadores, creadores de vida que puedan ser recibidos como Buena Noticia. Los gestos pueden ser diversos: ¿Ofrezco esperanza a quienes no tienen nada que esperar? ¿Acojo a quienes no tienen sitio ni nadie les mira? ¿Defiendo a quienes no pueden defenderse? ¿Hago justicia a quienes son tratados injustamente? ¿Pago un salario justo? ¿Soy honesto en mi trabajo? ¿Recuerdo a quienes son

olvidados y marginados? ¿Soy manos de ternura en los tiempos duros que nos toca vivir? ¿Amo, deseo y hago la paz? HÁGASE TU VOLUNTAD… ¿Estoy abierto al querer de Dios o me pongo a la defensiva? ¿Soy libre en el discernimiento para buscar y aceptar la voluntad de Dios? ¿Llamo «voluntad de Dios» a cosas que no lo son? ¿Confundo la «voluntad de Dios» con «hacer mi voluntad»? DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA… ¿Sé agradecer el alimento que recibo y todas las posibilidades que el Señor me ofrece cada día? ¿Estoy dispuesto a reducir mis exigencias para poder compartir con los demás el pan material y el pan de la cultura, de mi tiempo, de mi cariño y cercanía? ¿Ayudo lo que puedo a las personas que, a mi alrededor o en lugares lejanos del mundo, están pasando necesidad? PERDONA NUESTRAS OFENSAS… ¿Estoy convencido de que Dios es Padre y Madre, de que es un Dios de perdón? ¿Me siento pecador y necesitado del perdón gratuito de Dios? ¿Me cuesta perdonar generosamente como Dios me perdona? Digo que no tengo nada ni a nadie a quien perdonar y, sin embargo, ¿juzgo? ¿Critico? ¿Dejo de lado a la persona que, de alguna manera, me ha contrariado o molestado? ¿«Saco la lengua a pasear»? NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN… ¿Qué tendencias contradictorias siento en mi interior? ¿Me mantengo vigilante y despierto o me dejo ir «justificándome» en mi psicología y mi modo de ser? ¿Acudo confiado a Dios para pedir su protección bondadosa frente al mal que me acecha de formas distintas? LÍBRANOS DEL MAL…

¿Considero como mal solo aquello que amenaza mi vida, mi salud, mi seguridad, mi bienestar? Solo hay una manera de luchar contra el mal y es hacer el bien: ¿es esa mi actitud? ¿Pienso bien de los demás? Tengo tantas cosas de qué acusarme, Señor, que llego a pensar que no merezco tu perdón. Perdona este pensamiento, Señor, pues tú lo perdonas todo y nos perdonas siempre. ¡Perdóname, Señor, y hazme descubrir que tengo futuro porque tú me amas, como solo una Madre, como solo un Padre, pueden amar!

7 de abril Martes Santo. Las negaciones de Pedro

Is 49,1-6. El Señor me llamó desde el vientre materno, de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. Sal 70. Mi boca contará tu salvación, Señor. Jn 13,21-33.36-38. No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces.

Me gusta decir que la Pasión es, por supuesto, la pasión de Jesús, pero es también la historia de muchas otras pasiones, las de los distintos personajes que participan en este camino. Historias que van en paralelo. Este final del evangelio, sabiendo lo que sabemos que viene después, impresiona más. Todos sabemos que Pedro es uno de los grandes amigos de Jesús. Y creemos que sus palabras: «Daría mi vida por ti», son ciertas, las dice de corazón. Por eso sus negaciones se convierten en mucha más provocación para nosotros que la traición de Judas (de la que hablaremos mañana). Porque nos enfrentan con nuestra propia fragilidad. Probablemente todos diríamos a Jesús que queremos seguirle y aprender su evangelio. Y quizás en un momento de temeridad, con nuestra pobre verdad –a veces más frágil de lo que creemos– nos atreveríamos a decir: «Yo daría mi vida por ti». Tal vez también nosotros tendríamos que escuchar un «¿Estás seguro? ¿De verdad crees en eso que dices? Yo te aseguro que antes de que cante el gallo me negarás tres veces». En realidad, la noche trágica de Pedro en la Pasión será esa noche del jueves al viernes, en la que no solo va a tener las tres negaciones en la casa de Caifás, sino que verá tres maneras de darle la espalda a Jesús.

Primero, se dormirá en el huerto de Getsemaní. Cuando Jesús pide a sus amigos más cercanos que velen con él. Podría decirles: «Yo que normalmente no os pido que estéis, hoy os lo pido». Y sin embargo se duermen. Quizás porque no le dan demasiada importancia al momento. Seguro que en una mirada retrospectiva exclamará aquello de «¡Ay! Si hubiera sabido…». A veces nos falta atención para saber. Segundo, este Pedro que afirma seguirle hasta el final, no le sigue en la paz, sino que elige el camino de la violencia cuando vienen a arrestarle. Y no mata al criado de Caifás porque Jesús lo frena. Tercero, las negaciones en casa de Caifás, que también son comprensibles. ¿Es que Pedro se ha echado para atrás, ha cambiado de opinión, ha descubierto que Jesús no es el Mesías? Nada de eso. Pedro sigue creyendo en Jesús. Pero tiene miedo. Tiene miedo de lo que le pueda ocurrir si lo reconoce, si lo confiesa. Y es comprensible. La conducta de Pedro se convierte en un espejo que nos enseña también las actitudes que nosotros podemos tener en nuestra manera de abrazar el evangelio, de seguir a Jesús, de vivir la fe y de estar en el mundo. En primer lugar, podemos dormirnos. Dormirse es confundir el evangelio con ensoñaciones. Perder pie en la realidad para andar evadidos. Podemos vivir una espiritualidad hecha de ilusiones. Confundir lo esencial con lo accesorio. Quizás esta pandemia ha venido a zarandearnos también a nosotros de algunas de esas ensoñaciones, para ayudarnos a recordar y espabilarnos para darnos cuenta del valor del tiempo, de la gente, de la vida. Y demasiadas veces andamos dormidos, perdidos, divagando, olvidando lo esencial, que es que Jesús nos necesita, hoy, aquí y ahora, para trabajar por su Reino, para compartir la Buena Noticia, para que su palabra se convierta en palabra de misericordia, de justicia, de esperanza. Nos necesita y a veces nos dormimos. Hay aquí una llamada a despertar. Elegir otras lógicas. Es fácil ser cristianos de boquilla, pero a la hora de la verdad, cuesta. ¿Serlo todo el tiempo? ¿Serlo en momentos en que se hace muy duro? ¿Serlo cuando se nos llama a perdonar? ¿Cuándo se nos pide poner la otra mejilla? ¡Ponla tú! –decimos–. Nosotros nos vemos tentados de defendernos. Decimos que hay que ser bueno, pero no tonto (y así ¿justificamos el no ser buenos?). Yo no me imagino a Jesús diciendo eso. Cuesta elegir el evangelio sobre otras buenas noticias. Cuesta la paz

sobre la violencia, el perdón sobre el rencor, la misericordia sobre el rechazo, la acogida universal sobre la acogida a unos pocos. Hay aquí una llamada radical a la coherencia. La negación. ¿Sabéis? Pedro no va a negar a Jesús por que se desdiga o se arrepienta. Sigue creyendo en él. Pero le pasa algo muy humano. Tiene miedo. El miedo es compañero del camino. El problema es darle al miedo el poder para paralizarnos. Y el miedo puede asomar también en nuestro seguimiento de Jesús. Nos da miedo que nos pida demasiado. Nos da miedo salir a la intemperie. Nos da miedo la cruz. Nos da miedo ser señalados por seguirle. Nos da miedo abrir demasiado la puerta y que el prójimo no solo asome, sino que nos invada la vida. Nos da miedo este amor que puede doler. Un miedo que puede llevar a negarlo. Hay aquí una llamada a afirmar, con nuestras palabras y nuestra vida, el evangelio Pero, ¿sabéis una cosa? Creo que hay una doble esperanza en Pedro. A pesar de fallarle, a pesar de dormirse, a pesar de elegir mal y a pesar de negarle, Pedro lleva dentro la llama de una pasión profunda por Jesús. Hay esperanza para Pedro. Porque va a confiar en que no son sus propias fuerzas, sino la misericordia del Señor la que puede devolverle la esperanza y el camino. Tal vez ahora no le siga, pero como anuncia Jesús en el evangelio, le seguirá más tarde. Quizás nosotros tengamos que descubrir cual es nuestro momento de afrontar un cambio. Y tal vez el tiempo presente invita a la reflexión, a la conversión, a una mirada más honesta y auténtica a nuestra vida, al prójimo y a Dios. Y quizás en medio de todo lo que está ocurriendo nos está llegando una llamada: a no dormirnos y despertar; a elegir el evangelio; y a tener valor para vivirlo.

DESPIÉRTAME Antes de que cante el gallo te fallaré mil veces, y acaso sin saberlo. Confundiré seguir con soñar, y así, en fantasías sin sentido, olvidaré la dirección que me señalas. Me distraeré en peleas sin causa, defendiendo trincheras que a nadie importa tomar. Perderé el tiempo en laberintos absurdos, mientras tú esperas fuera. Me dormiré, distraído por canciones, mientras tu voz, clamando en mil gargantas, no consigue abrirse paso hasta mi ruido controlado. Buscaré atajos para evitar la dureza. Tal vez te niegue. Pero tú sabes que no es rechazo, es solo miedo. Miedo a perder. Miedo a sufrir. Miedo a arriesgar. Miedo a vivir. Despiértame, y que, al abrir los ojos,

tu gesto me muestre el camino.

8 de abril Miércoles Santo. La pasión de Judas

Is 50,4-9a. Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Sal 68. Señor, que me escuche tu gran bondad el día de tu favor. Mt 26,14-25. Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?». Ellos se ajustaron con él en treinta monedas.

Las lecturas de esta semana nos van proponiendo distintas aproximaciones a la última cena. Esa cena que mañana celebraremos en el día del amor fraterno, centrando entonces la mirada en el Jesús que se entrega. La Pasión se hace también historia en otros personajes. Si ayer veíamos el drama de Pedro, hoy nos toca mirar a Judas. También ahí necesitamos hacer justicia para no caer demasiado rápido en una mirada maniquea, que identifique muy rápido los personajes y los etiquete como buenos y malos, como si esto fuera una película de Disney o una de estas grandes sagas literarias y cinematográficas donde los buenos son muy buenos y los malos muy malos. Muchas de estas sagas juegan con la idea de la bondad y la maldad puras. Así, en los últimos años hemos visto a Voldemort y Harry Potter, o a Sauron y Frodo, en ese tipo de relatos fantásticos donde no hay matices, solo héroes y villanos. En la Pasión sería fácil crear el bando de los villanos, en el que pondríamos a Caifás, Herodes, Pilato y a este Judas tan maldito. Sin embargo, creo que hace falta otra lectura. La Pasión nos muestra ambigüedad en muchos personajes. Sería más fácil pensar que los malvados son malvados que quieren hacer el mal. Pero es más provocador

intentar comprender que cada uno de ellos tiene sus motivos, aunque sean motivos equivocados, y hasta creen estar haciendo lo que deben. Caifás que cree estar haciendo lo bueno para su pueblo, quizás sea un cínico, pero quizás también cree de verdad que está haciendo el bien. Pedro que niega a su amigo. Pilatos que intentará salvarle, pero al final se deja convencer por miedo a las consecuencias. ¿Qué decir de Judas? Judas es también amigo de Jesús. Por lo menos lo es hasta cierto momento, en que se va viendo defraudado. Judas se va desencantando, porque Jesús no es lo que esperaba y no hace lo que Judas quiere. Porque Judas esperaba que Jesús fuera rey a la manera de ese rey poderoso que derriba enemigos. Esto no es lo que esperaba, no respondes a mis expectativas, esto no es lo que yo entendí… ¿Por qué vende Judas a Jesús? ¿Por dinero? Si ese fuera el caso, entonces ¿por qué arroja las monedas y termina ahorcándose? Bueno, podría ser que le venda por dinero y luego se arrepienta. Pero vamos a intentar recorrer otro camino. Judas quiere a Jesús. Lo valora, lo aprecia, lo necesita. Pero le pasa algo demasiado frecuente. No quiero a Jesús como es. Me has fallado porque no haces lo que yo quiero. Ahí tenemos algo muy contemporáneo. El deseo de que el mundo se amolde a uno mismo. Hasta Jesús se debería a amoldar a los deseos de ese Judas expectante. Pero no es así. Jesús nos pide algo, invita una y otra vez a abrirnos al Reino, a su novedad, y dejarnos fascinar por eso. Lo que no podemos pretender es tener un Jesús a medida. Tal vez también nosotros, hoy, en las 30 monedas de Judas, vemos pequeñas negaciones y traiciones a Jesús. Es difícil vivir el estilo de vida de Jesús y es muy fácil acomodarse. El estilo de vida de Jesús, con lo que tiene de intemperie, de inseguridad, de renuncia, de apuesta, de amor desnudo, es difícil. Es difícil también vivir la vocación. Yo he acompañado a mucha gente en procesos vocacionales y demasiado a menudo ves que la gente está deseando decirle a Dios lo que tiene que pedirnos. Cuantos procesos vocacionales se cortan por eso, porque la gente en el fondo lo quiere todo.

Y si hay algo claro es que no se puede tener todo en la vida. Estos tiempos precisamente nos lo están recordando. Y quizás es una lección necesaria. Es difícil, por último, amar a su manera. Porque amar todos lo queremos. Pero amar a la manera de Dios es mucho más complejo. El suyo es un amor generoso, radical, incondicional, primero, fiel, que no negocia ni lleva cuentas. Es un amor capaz de salir de uno mismo para abrirse al encuentro de otro. Es un amor ¡capaz de amar a los enemigos! (Señor, no nos lo pones fácil). Todos querríamos, como Judas, que a veces Dios se adaptase un poco. Pero, aunque los dos –Pedro y Judas– lo niegan –o le fallan o lo traicionan– la diferencia es que al darse cuenta Pedro será capaz de volver a mirar a Jesús y acordarse de la misericordia. Se acuerda de que Jesús ha pasado por el mundo tocando las vidas de gente que ha metido la pata tanto o más que el propio Pedro y Jesús una y otra vez les ha dicho: «Hay esperanza». En cambio, Judas no es capaz de dar ya ese paso. Se queda cerrado, vuelto sobre sí mismo y sobre su propia traición. Y aquí me gustaría señalar cómo, al descubrir nuestra limitación, podemos reaccionar de maneras diferentes… 1) Siempre es culpa de alguien más (de Jesús, de los discípulos, del gobierno, de la oposición, de los que viven conmigo, de…). La atribución de culpas a los otros tiene un elemento muy tramposo. Y es que nunca hay espacio para la autocrítica y la responsabilidad. Y eso, por ejemplo, en estos tiempos de pandemia, debería ser inexcusable. 2) Otra manera equivocada de afrontar la fragilidad es refugiarse en propósitos que nacen del voluntarismo. A partir de hoy, todo va a ser perfecto –te dices–, esto no va a volver a pasar, voy a ser ejemplar… Y al final acabamos domesticando la piedra con la que tropezamos de tantas veces como caemos. El cambio es posible, pero lleva tiempo. 3) Hay quien, ante la percepción de su propia debilidad, no puede con ello. Quizás el ejemplo paradigmático sea el de Judas, que, incapaz de aceptar lo que ha hecho, termina suicidándose. Hay gente que es incapaz de convivir con una imagen débil de sí misma.

4) Pero nos queda un camino posible, que es el de mirar y confiar en el Jesús de la misericordia… Lo que hará Pedro. Ninguno somos perfecto, ni falta que hace. Lo que estamos es en el camino de aprender a amar a su manera, de aprender a vivir con su lógica, anunciar su buena noticia. Al final, Judas es para nosotros el que nos recuerda que hay caminos que solo conducen a callejones sin salida. Que hay vidas que se quedan tan solo en una pálida versión de lo que podrían haber sido. Que hay gente que, pudiendo cantar, se queda en silencio. Pudiendo volar, se encadena al suelo. Pudiendo caminar con Jesús, a veces nos quedamos encerrados en la celda de las vidas grises. Pero aún estamos a tiempo. De quedarnos a la cena con él. De sentarnos a compartir su pan, su paz y su palabra. De sentir que nos invita tal y como somos, confiando en nuestra fragilidad para poder ser su reflejo. Aún estamos a tiempo de compartir su camino.

30 30 monedas de plata; 30 sacos de razones; 30 gestos de egoísmo; 30 reflejos vacíos. 30 miradas hirientes; 30 silencios cómplices; 30 perdones negados; 30 ofensas gratuitas. 30 piedras arrojadas; 30 mentiras; 30 desprecios; 30 objeciones. 30 golpes injustos; 30 veces fallar al amigo; 30 decepciones; 30 promesas incumplidas. Eterna incomprensión de tu evangelio, de tu Reino. Y una pregunta, necesaria, para no caer en la ceguera de quien no quiere ver… ¿Soy yo, Maestro?

9 de abril Jueves Santo. La respuesta de Jesús: amar y servir hasta el final

Ex 12,1-8.11-14. Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta al Señor, ley perpetua para todas las generaciones. Sal 115. El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo. 1 Cor 11,23- 26. Haced esto en memoria mía. Jn 13,1-15. Habiendo amado a los suyos, que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo.

Hoy es un día muy especial. La memoria y celebración de la Cena del Señor, que la Iglesia nos propone al comienzo del triduo, en estas circunstancias extrañas, a distancia, tendiendo puentes desde la vida de Jesús a lo que nos está ocurriendo. Hacer memoria de una cena festiva en un día como hoy no solo es necesario, sino muy importante. Necesitamos recordarlo más si cabe en momentos complejos. Si cada uno de nosotros echamos la vista atrás y miramos a algunos momentos de nuestra historia, hay instantes en que te ves como al borde de un abismo. Y te preguntas ¿Qué habrá si caigo? Da vértigo. Tener que cruzar una puerta sin saber qué hay al otro lado. Tener que saltar desde un lugar alto, sin saber calcular muy bien la caída ¿Alguna vez nos hemos sentido así? Probablemente Jesús en este tiempo es lo que va sintiendo. Presión, la acusación de quien no comprende su mensaje, rechazo, amenazas que oye «hay que acabar con él», miedo, irritabilidad de los discípulos, ¿cierta sensación de soledad?

Todo esto forma parte del «hoy» de Jesús, en esta tarde del Jueves Santo. Sabiendo Jesús que había llegado el momento. En ese tiempo de decisiones, vértigo, riesgo y peligro, las opciones más fáciles, frecuentes y comprensibles son: Huir, abandonar la ciudad, esperar a un momento favorable, mejor irse hasta que se calmen los ánimos. La línea que separa la prudencia del temor es tenue. Muchas veces justificaremos las huidas como sensatez, nos decimos que no es el momento. Luchar es también una opción. Si vienen a por mí, me encontrarán, me defenderé, plantaré cara. ¿Cuántas veces no nos vemos diciendo esto mismo y siendo combativos? ¿Cuántas veces no oímos –o decimos– eso de que si nos atacan a la Iglesia vamos a plantar cara, y queremos luchar? Y nos descubrimos tentados de acudir a la violencia, aplicar el ojo por ojo, diente por diente… Morir matando. Que no parece algo muy cristiano. En tercer lugar, también podemos tener la tentación de negar todo lo dicho hasta ahora, cambiar el tono, suavizar el mensaje. A ver cómo lo cuento de modo que no sea tan hiriente. Pero Jesús no hace nada de esto, sino que va a hacer algo muy diferente. Dos pasos muy distintos. Junta a sus amigos para celebrar una cena. Sí, la cena de la pascua judía, pero con una trascendencia bien especial. Junta a sus amigos. Les va a hablar de amistad, de amor, les va a abrir su corazón. Celebrar la vida, el amor y la amistad. Celebrar como en las grandes ocasiones. Celebrar como intentamos celebrar tantas cosas con tanta gente a la que queremos. Eso es amar. Hoy cobra especial fuerza esta memoria de una fiesta donde se celebra la amistad y el amor. Precisamente porque no podemos, nos damos cuenta de lo importante que es, de lo esencial que es, de lo imprescindible que es en la vida tener gente a la que poder llamar hogar. Ahora que nos falta, ahora que nos echamos de menos y nos vemos solo a través de una pantalla, pasa a primer plano la importancia de la comensalidad, de juntarnos, de esos banquetes que forman parte de la vida como símbolo del amor. Eso es lo que hace Jesús. Una fiesta. Antes de ponernos dramáticos, veamos esa dimensión. La Pasión empezó con una fiesta. Cantan, hablan, ríen, brindan, discuten también, y al final van a salir cantando himnos

hacia el Monte de los Olivos. Jesús no solo no se rinde, sino que recuerda lo importante. Y lo importante es amar. Lo segundo que Jesús hace. Se levanta, se ciñe una toalla y comienza a lavar los pies de los discípulos. Ese gesto tiene la fuerza de una imagen poderosa. El contenido de un rey que elige servir. Jesús no busca lo mejor para él en este momento. Vuelve a recordar, con un gesto, lo que ha sido su enseñanza constante. Yo estoy aquí como el que sirve. Y ahí tenemos la doble enseñanza de Jesús, en el momento más trascendental de su vida: Amar y Servir. Esas son las respuestas de Jesús ante las encrucijadas de la vida, en coherencia radical con lo que ha ido haciendo en todo su camino. En un mundo como el nuestro es una enseñanza muy necesaria, porque nos habla del amor verdadero, y de un servicio que le da la vuelta a categorías que tenemos, y al darles la vuelta se convierte en una muy buena noticia, si somos capaces de acogerla. Ese servicio: •





Nace de la mirada que ve lo que las cosas pueden llegar a ser. Servir es cuidar, ayudar, apoyar, desde la libertad, querer… Jesús sabe que sus discípulos llegarán a poder hacer lo mismo. Tal vez ahora aún no están preparados. Pero Jesús sabe que podrán. Es capaz de ver las posibilidades, y cree en las personas. También en nosotros. Es un acto de una lógica invertida. En nuestro mundo sirves más cuanto más bajo estás. Cuanto más poder tienes más gente te sirve. Cuanto más mandas más te obedecen. Y de golpe nos encontramos, otra vez, con la lógica de Dios, que nos recuerda que la altura solo sirve para agacharse, y, con más perspectiva, ver mejor lo que puedes hacer por otros. Cuantos más talentos, más capacidad de ponerlos a rendir. Cuanta más bendición ha habido en nuestra vida, más llamada a compartir. Cuanto más hemos recibido, más estamos llamados a sembrar. Eso es el servicio, la lógica profunda que Jesús nos enseña. Es un acto que nos libera del cálculo, la exigencia o la negociación y nos adentra en la de la gratuidad, que es mucho más liberadora. Nosotros estamos acostumbrados a que todo tiene un precio, para todo hay un quid pro quo. Jesús lo transforma. Sirviendo igual al



amigo más querido, que sabe que va a estar al pie de la cruz, y a ese otro amigo que sabe que le está vendiendo por treinta monedas de plata. Pero a ambos sirve igual. Porque si amáis solo a vuestros amigos, ¿qué bien es este? El amor que propone Jesús es una puerta abierta a la libertad más profunda. No tenemos por qué ser esclavos de lo que otros piensen de nosotros para amarnos. Tantas veces nos vivimos presionados por lo que otros piensan, viven, exigen, mandan. Por último, el servicio nos abre a la vida en segunda persona. En un mundo muy egocentrado, de golpe la mirada se descentra y se abre a los otros. Pone un «tú» delante. El gesto de Jesús nos descentra y nos invita a abrirnos a los otros. Es la actitud de quien acoge, de quien da la bienvenida, de quien prepara la mesa para que otros se alimenten. Es más, de quien, de alguna manera, se da, se parte, y se comparte.

¿Estamos nosotros a la altura? No lo sabemos, pero de alguna manera estamos invitados a participar en la cena. ¿Somos capaces de beber el cáliz que él beberá? Supongo que todos decimos, en parte, quisiera, y en parte, me veo tan incapaz… Pero ahora de lo que se trata es de aceptar su invitación. De aceptar que, con nuestros pies de barro, él nos invita a sentarnos a su mesa; de dejar que sea él quien nos enseñe el camino del servicio; y de fiarnos de esa llamada que para nosotros hoy es, a la vez, profecía y horizonte: Podréis hacer esto, como yo lo hago. Y cuantas veces lo hagáis, lo estaréis haciendo en memoria mía.

PAN Pan para saciar el hambre de todos. Amasado despacio, cocido en el horno de la verdad hiriente, del amor auténtico, del gesto delicado. Pan partido, multiplicado al romperse, llegando a más manos, a más bocas, a más pueblos, a más historias. Pan bueno, vida para quien yace en las cunetas, y para quien dormita ahíto de otros manjares, si acaso tu aroma despierta en él la nostalgia de lo cierto. Pan cercano, en la casa que acoge a quien quiera compartir un relato, un proyecto,

una promesa. Pan vivo, cuerpo de Dios, alianza inmortal, que no falte en todas las mesas.

10 de abril Viernes Santo. Contemplar la cruz que nos hace humanos

Is 52,13-53,12. Él soportó nuestro sufrimiento y aguantó nuestros dolores. Sal 30. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Heb 4,14-16; 5,7-9. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. Pasión según san Juan (Jn 18,1–19,42). Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.

Presidió Dani Villanueva, SJ Estaréis conmigo en que nunca antes habíamos vivido un contexto que ayudase tanto a acercarnos al Viernes Santo como el actual. 1. Ante esta pandemia, todos somos víctimas. De una manera u otra estamos viviendo dolor y miedo. Esta celebración es, en el fondo, una oportunidad para reposar y acoger desde el corazón, a los ojos de Dios, y en comunión con tantas personas, lo que estamos viviendo como humanidad. 2. Y no podemos decir que sea sorpresa, pues este sufrimiento es viejo compañero de la humanidad: restricción de movimientos, incertidumbre sobre el futuro, muerte de familiares, falta de acceso a servicios básicos, inseguridad incluso física, la pérdida de trabajos, etc., llevan mucho tiempo entre nosotros.

3. La novedad es la escala, lo abrumador del alcance y lo que ello dice de nuestra aparente seguridad en el sistema. Nunca habíamos estado tan inseguros (Arrupe). Es como si de golpe, nuestras vidas se hubieran dado de bruces con la fragilidad y con la muerte. La humanidad se ha parado y se duele, desorientada y confusa. 4. Por eso es un tiempo excepcional para hacerse las preguntas de fondo, reflexionar sobre el sentido último de la vida, sobre dónde está lo importante, ¿qué merece la pena? O, mejor dicho, ¿qué merece la vida? Nadie está hoy ajeno a estas preguntas. Probablemente lo que nos diferencie es lo que hacemos con ellas. Desde este hondón existencial en el que estamos todos, obligados por las circunstancias, nos acercamos a celebrar el Viernes Santo que no es celebrar la muerte de Jesús y su agonía, esto sería masoquismo. Celebrar el Viernes Santo es celebrar que en la muerte de Jesús y su agonía se desvela, se revela, se muestra, se nos dice, el Dios cristiano. •





Se trata de un Dios que se revela en la historia, se encarna, se manifiesta en los acontecimientos, es Dios-con-nosotros. Un Dios para quién nada de lo humano es ajeno. Os decía esta mañana en la motivación del día, con palabras de Toño García, que Dios está en la realidad: «la realidad no es atea». Dios está ya ahí habitando y operando hasta en las realidades oscuras, dolientes, en las que no nos gusta mirar… Ya está Dios ahí incluso antes de que hagamos la pregunta por su existencia. Y se trata de un Dios que tiene una opción por los más pequeños, algo que nos cuesta mucho entender. Es Dios de todos –por supuesto–, pero que tiene una preferencia, que se revela y habita con especial densidad en la vulnerabilidad, en lo enfermo, lo excluido, lo pequeño, lo sufriente, y hasta en la muerte. Es un Dios que no quiere el sufrimiento, que no quiere esta pandemia. Nada más lejos del Dios de Jesús, principalmente amor y misericordia. Jesús nos enseñó a superar visiones arcaicas de Dios que no es momento de despertar. Nada más lejos de nuestro Dios que el odio y el castigo.



Y precisamente es un Dios, que, por ser todo lo anterior, no quiere el sufrimiento, pero tampoco lo evita –pues en él están sus preferidos–; no quiere la pandemia, sino que la habita –pues esperanzándonos saldremos–. Es un Dios-todo-amor, que por ello es un Dios-todoentrega. Que en esa cruz nos grita su palabra más alta y más clara sobre el misterio del sufrimiento. Palabra que solo se entiende desde la lógica del trigo, de la muerte que da fruto, de la entrega total que nos hace fecundos. Lógica del amor.

Es la lógica que nos llama a enfrentarnos a lo más hondo de nuestro ser hombres y ser mujeres. Esa lógica que nos habla de que el sentido de nuestra vida nace de la debilidad y no del poder, de la derrota y el fracaso y no de la fuerza o la violencia, del servicio y de la entrega y no de la dominación. Esa lógica que vamos aprendiendo con los años, que nos dice que el dolor, el sufrimiento e incluso la muerte, por mucho que nos asusten y los evitemos, no son el criterio de nuestra vida. Por eso la cruz también nos libera: porque tras contemplar la cruz, Dios nos invita a colocar en medio de nuestra vida su sueño sobre cada uno y cada una, la voluntad del Padre, que es el horizonte más auténtico y pleno al que puede aspirar el ser humano. Al contemplar la cruz perdemos el miedo y podemos buscar así la VIDA en mayúsculas sin ningún tipo de pudor, puesto que vamos comprendiendo que el sufrimiento y el dolor son compañeros de camino, pero no tienen la última palabra. Aún recuerdo en el año 89 el impacto que me generó saber de la muerte de 6 jesuitas y 2 mujeres en el Salvador. Yo pensaba que eso de los mártires era algo del pasado, de la historia. Para mí fue muy chocante descubrir que en mi propio tiempo había gente dando la vida por la justicia que brota del evangelio. Entender con 16 años que entre todas las cosas que uno puede hacer con su vida también está el darla, que había cosas más valiosas y más importantes que la propia vida, cambió para siempre mi forma de concebir lo que es mi propia vocación y las posibilidades de la vida. Ahí está el comienzo de mi búsqueda, que años después termina con mi entrada a la Compañía. Más tarde, ya siendo jesuita, descubriría que en mis 46 años de vida (desde el año 1973) han sido no solo los mártires del Salvador, sino 57

compañeros jesuitas los que han dado su vida –literalmente– a raíz su seguimiento de Jesús y su evangelio. Algunos los conocéis, seguro: Rutilio Grande (El Salvador), Lluis Espinal (Bolivia), Vicente Cañas (Amazonía brasileña), Frans Van Der Lugt (Siria, 2014), por nombrar a algunos. Son 57 compañeros, que igual que cualquiera de nosotros hoy, también celebraron Semanas Santas, hicieron ejercicios y en su día rezaron junto al crucificado y pidieron luz ante el misterio del sufrimiento, y que –al igual que hacemos nosotros hoy– fueron configurando su vida a ejemplo de este Cristo y terminaron compartiendo la suerte de Jesús, y se solidarizaron con los últimos de este mundo en su fracaso, y en su muerte. La sangre de estos mártires es hoy semilla de nuestra esperanza, es testimonio vivo y concreto de que en esa cruz se nos revela el camino al a la vida plena. Lluis Espinal lo decía «Somos antorchas que tienen sentido cuando se queman; solo entonces seremos luz». Lo importante, la vida, solo puede estar en entregarla. Pensad cuanta gente tenemos hoy en nuestras ciudades, ahora mismo, personas que se están sosteniendo, sanando, cuidando, acompañando… Poniendo en riesgo su salud, su seguridad e incluso su vida, por motivos que consideran más importantes. Y, sobre todo, daros cuenta de cómo su entrega alimenta nuestra esperanza, saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace creer de nuevo en que es posible un renacer conjunto. Pensad conmigo ¿qué hay en esa entrega que nos conmueve, nos fascina y que aviva lo mejor y más trascendente de nuestra humanidad compartida? Hoy no es día de explicaciones, sino de profunda contemplación y reposo en el misterio del Dolor, en el que todos estamos desconcertados. Miremos a este hombre humillado, abatido y fracasado y dejémonos sobrecoger por ese Amor que sustenta este misterio. Ojalá nuestros sufrimientos se sustenten también en este Amor, que nuestras muertes lleven en sí la semilla de la esperanza, como la de Jesús y la de tantos mártires de nuestra historia. Lo decía preciosamente Carlos Domínguez ayer: «No nos salva el dolor, no nos salva el sufrimiento, no nos salva la cruz, sino el amor que es capaz de llegar hasta la cruz. No nos salva la cruz, nos salva el crucificado, nos salva el amor». Hoy tenemos una tremenda oportunidad de llegar a Dios a través de nuestra vulnerabilidad y nuestras muertes. Nunca hemos tenido tanta necesidad de estar acompañados.

Os invito a que, desde nuestra fragilidad, confusión e inquietud, miremos a esa cruz, y recemos con las palabras de Unamuno: «Dinos, “Yo soy”, para que en paz vivamos, no en soledad terrible sino en Tus manos». Quizá hoy, la respuesta solo sea el silencio. Pero no apartemos la mirada porque en esa cruz está el camino que nos hace plenamente humanos, plenamente hijos de Dios, plenamente fecundos y hondamente felices.

TARDE DE VIERNES SANTO Tu vida se veía destruida, pero tú alcanzabas la plenitud. Aparecías clavado como un esclavo, pero llegabas a toda la libertad. Habías sido reducido al silencio, pero eras la palabra más grande del amor. La muerte exhibía su victoria, pero la derrotabas para todos. El reino parecía desangrarse contigo, pero lo edificabas con entrega absoluta. Creían los jefes que te habían quitado todo, pero tú te entregabas para la vida de todos. Morías como un abandonado por el Padre, pero él te acogía en un abrazo sin distancias. Desaparecías para siempre en el sepulcro, pero estrenabas una presencia universal. ¿No es solo apariencia de fracaso la muerte del que se entrega a tu designio? ¿No somos más radicalmente libres, cuando nos abandonamos en tu proyecto? ¿No está más cerca nuestra plenitud, cuando vamos siendo despojados en tu misterio?

¿No es la alegría tu última palabra, en medio de las cruces de los justos? Benjamín González Buelta, SJ

11 de abril Vigilia Pascual. Una fe que nos abre a la esperanza

Gn 1,1–2,2: Y vio Dios que era bueno. Sal 103: Envía, Señor, tu Espíritu y repuebla la faz de la tierra. Ex 13,15–15,1. Aquel día salvó el Señor a Israel de las manos de Egipto. Interleccional (Ex 15). Cantaré al Señor, sublime es su victoria. Rom 6,3-11. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Lc 24,1-12. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.

Presidió José Ramón Busto, SJ Esta noche celebramos la verdad central de nuestra fe y de nuestra esperanza, la resurrección de Jesús de Nazaret, nuestro Señor. Os invito a vivir la celebración con una alegría semejante a la que embargó a las mujeres que fueron al sepulcro, al despuntar la mañana del domingo, y a la que llenó el corazón de los primeros discípulos, cuando a lo largo del día se les apareció el Señor vivo, vencedor de la muerte, a quien habían visto padecer, unas horas antes, la injusticia de los hombres y el aparente abandono de Dios. Los hombres sabemos que hemos de morir; lo vemos continuamente en otras personas cercanas y queridas. Estas últimas semanas lo hemos percibido de modo patente y especialmente doloroso. Incluso hemos tenido miedo de que la epidemia nos alcanzara a nosotros mismos o a algunos de nuestros familiares y amigos. Hemos visto la muerte no solo lejana, como la solemos ver habitualmente, sino de cerca y amenazadora,

como una dimensión de la injusticia y desigualdad que tantas veces reina sobre el mundo –¿por qué unos sí y otros no?– e incluso nos hemos rebelado contra Dios, preguntándonos por qué Dios, si es amor y todopoderoso, lo permite. La fe en el Señor resucitado nos abre a la esperanza de que, aunque hemos de morir, la muerte no es la última palabra que Dios dirige a nuestra existencia humana. Pues nuestro Dios es un Dios de vida y su palabra es una palabra que nos da vida y salvación. Por eso esta celebración no puede ser para nosotros un mero recuerdo del testimonio de los primeros discípulos, ni solo una proclamación de la verdad de nuestra fe de que el Señor ha resucitado. Es necesario que algo de la experiencia de aquellas mujeres y de aquellos discípulos de la primera hora sea también experiencia que vivamos cada uno de nosotros. Esa experiencia ha de provocar también en nosotros una transformación semejante a la que experimentaron Pedro, las mujeres y los primeros discípulos. Porque al encontrarse con el Señor resucitado su vida cambió. El encuentro con el Señor resucitado esta noche, en su Espíritu, ha de cambiar también nuestras vidas. Ante todo, hemos de adorar a Dios en su misterio. No entendemos a Dios. Sabemos por la fe que Dios es misericordioso y nos ama, pero no lo hace a nuestra manera, sino a la suya. Los discípulos habían esperado que Dios Padre librara a su Hijo de la muerte, quizá el mismo Jesús lo pensó también en algún momento. Y Dios lo libró de la muerte, pero no lo hizo como los discípulos, e incluso el mismo Jesús quizá, habían esperado, sino que lo hizo de un modo distinto, es decir, después de haber pasado por ella. En esta noche la fe en la resurrección de Jesús nos lleva a poner nuestra confianza en Dios, por encima de nuestros deseos y nuestras expectativas pues nuestros caminos no son los caminos de Dios ni nuestros pensamientos coinciden con los suyos (cf. Is 55,8-9). Por otra parte, cuando los discípulos vieron al Señor resucitado, se sintieron perdonados por él de su defección del viernes y de todas las defecciones de su vida. Vieron al Señor vivo tras la muerte, que no les tomaba en cuenta lo miedosos que habían sido, las negaciones de Pedro y la infidelidad que los discípulos habían tenido con Jesús, al huir y abandonarle. Al sentir el perdón del Señor resucitado sintieron, en la

hondura de ese perdón, el perdón de Dios ofrecido en la muerte de Jesús a toda la humanidad. A los discípulos se les cambió también la idea que tenían de Dios. Ellos habían oído a Jesús hablarles de Dios como Padre y, ahora, al ver la gloria de Dios en el rostro del crucificado cayeron en la cuenta, no solo de que Dios era como Jesús les había dicho, sino de que Dios era como Jesús había sido. Habían convivido con Jesús, Jesús era su amigo, como les había dicho en la última cena. Pero cuando se encontraron con él, vivo en la vida de Dios, cayeron en la cuenta de que en Jesús Dios era también su amigo. Dios era su Padre, que los amaba a ellos como amaba a su Hijo Jesús. Entonces cayeron en la cuenta de que, si Dios era su Padre, todos ellos y todos los demás hombres eran hermanos. Sintieron que no podían creer en Dios como Padre sin creer al mismo tiempo en la fraternidad universal. Porque son términos correlativos. Todos los hombres somos hermanos precisamente porque tenemos todos el mismo Padre. Al saberse hijos del mismo Padre y hermanos de todos los hombres su vida también se transformó. A partir de entonces vivirían amando a todos los demás como hermanos. Ya no podrían tener nunca enemigos, ni siquiera adversarios. Solo podían tener hermanos. Esto que habían descubierto al encontrarse con el Señor resucitado era preciso darlo a conocer. Desde ahora tenían que vivir de una manera nueva. Su nueva forma de vivir, a partir de ese momento, era anunciar por todas partes, hasta los confines de la tierra, que Dios los amaba como Padre y que todos los hombres eran hermanos. En consecuencia, abandonaron las redes definitivamente, dejaron de ser pescadores de peces y comenzaron a ser pescadores de hombres. Empezaron a predicar la buena noticia del evangelio. La buena noticia de que Dios era como Jesús les había enseñado, de que Dios los había perdonado sin condiciones y de que Dios estaba en Jesús. Lo que habían visto y vivido con Jesús era la forma de ser de Dios. Y por eso, a pesar de haberse dispersado el Viernes Santo, volvieron a reunirse. Se habían dispersado y habían huido porque se habían quedado sin ilusión y habían perdido, en el fondo, la fe y la confianza en el mensaje de Jesús. Encontrarse con Jesús, vivo tras la muerte, les hizo renacer la fe, la confianza y la esperanza y se unieron para formar comunidad.

Si esta noche, durante esta eucaristía, hemos abierto nuestro corazón a adorar el misterio del amor de Dios, aunque muchas veces no lo comprendamos; si nos hemos sentido perdonados por Dios con la única condición de volvernos a él y de intentar vivir como Jesús vivió; si hemos crecido en amor y cercanía hacia todos los hombres al saber que Dios es nuestro Padre y Padre de todos; si esta noche, en esta eucaristía, han surgido en nuestro espíritu deseos de testimoniar ante los demás lo que vivimos en la fe, habremos tenido un encuentro con el Señor resucitado en el Espíritu, como tantas veces ocurrió a la primitiva comunidad. Porque habremos reconocido al Señor, como los primeros discípulos, al partir el pan.

RESUCITAR Resucitar, no es una piel envejecida que se estira en el quirófano, sino una presencia que ilumina cada arruga con su historia, no es un golpe en el alma que se anestesia con drogas, sino una caricia que sana la memoria y la carne, no es un desencuentro entablillado para salvar apariencias, sino un abrazo infinito que teje las diferencias, no es un robo a los pobres legalizado con indultos, sino un fuego que separa la justicia de la escoria, no es el oasis final para olvidar pesadillas, sino un vino añejado en las bodegas del camino. Porque todo lo que nos golpea a ti también te hiere, y al abrirse en ti a la vida también en nosotros resucita. Benjamín González Buelta, SJ

12 de abril Resurrección

Hch 10,34a.37-43. Dios lo resucitó al tercer día. Sal 117. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Col 3,1-4. Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba. Jn 20,1-9. Hasta entonces no había entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Presidió Antonio España, SJ ¡Feliz Pascua para todos en este confinamiento! Cada año, celebramos este punto de esperanza para la historia: la muerte, la injusticia, la traición, la soledad, el abandono, la violencia…, no es el final. A esto nos apegamos cada año los cristianos: aunque el paisaje actual y futuro sea sombrío, aunque nuestros políticos aquí y en el mundo no se pongan de acuerdo, aunque quede un trecho por delante de pérdidas humanas: la palabra definitiva no está en ello. Está escondida en Dios. Me imagino la situación de cada hogar en el que estamos celebrando la eucaristía: grande o pequeño, personas desperdigados por la sala de estar, o solos junto a la tele o a la tableta, en un sillón tranquilo… Tratando de no distraerse ante un ambiente tan doméstico y tan de cada día. Los más pequeños tratarán de descifrar lo que dice el sacerdote y no sé si lo llegaremos a hacer bien del todo para ellos. Ahí, en nuestras vidas, es donde ocurre el Misterio que se nos invita a vivir, oculto en Dios. Recordamos a tantas personas que ya no están con nosotros, que han partido a la casa del Padre: padres, madres, hermanos o hermanas,

familiares, amigos o amigas, gente del vecindario, compañeros, miembros de nuestras comunidades respectivas… Es un ambiente de quiebra del corazón, de pérdida, de vulnerabilidad y de sepulcro vacío. Cara a cara al Misterio humano y trascendente. El mensaje de Jesús puede hoy ocupar un lugar, reservado en nuestro corazón, sepultado en Dios. Parece que Dios juega al escondite. Sabemos a quién buscamos. «Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret». ¿Qué le distinguía a Jesús? Hacer el bien, curar a los oprimidos por el demonio, vivir la cercanía de Dios («Dios estaba con él»). Las bienaventuranzas, las parábolas, los diálogos profundos, el perdón, la confianza, el futuro de la humanidad en el Reino. Todo eso parece que ha desaparecido en Dios. Va María Magdalena al sepulcro y no lo encuentra. Una búsqueda que comenzó cuando se encontró a Jesús, todavía continúa. Su corazón le decía que no era suficiente con haberle seguido, con haberle escuchado, con haberle acompañado hasta la cruz… Había que continuar en el sepulcro donde todo parece que se termina, se agota y se pudre. «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». La verdad es que no lo sabemos y, por eso, necesitamos iniciar un itinerario de rastreo. María Magdalena va a la comunidad. ¿Dónde está nuestra comunidad? La familia, los amigos, las personas cercanas… Los grupos donde se comparte fe y misión. ¿Dónde está Jesús? Quizás, tendríamos que mirarnos más unos a otros por dentro, quizás tendríamos que escucharnos un poco más por dentro, quizás nos queda por encontrar que los otros buscan lo mismo: Jesús, aquel ya nos sorprendió alguna vez por darnos un modo de vivir para otras personas, una felicidad que consiste en dejar lo mío, un corazón amasado por la realidad. Pedro y el otro discípulo van a la tumba y se abren un poco más. Acostumbrados a lo que pasa siempre, nunca sabremos qué pasaría si la historia fuera de otra manera. Ellos se abren al vacío de quien ha sido derribado y roto. Ellos se abren a un Misterio mayor que no llegamos a poner plenamente con palabras. Ese vacío y ese silencio nos van aproximando a la lentitud de Dios, a la marcha de Dios, a la acción de Dios.

Comunidad, silencio y misión: todo ello nos lleva a pedir esa experiencia de Jesús resucitado. Acercarnos a la persona que ha agujereado la tierra para llegar al cielo. La persona que es Señor, por haberse dejado traspasar por los hombres. Esa experiencia desde la comunidad y el silencio nos lleva a la misión: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios». Ayer el papa nos recordaba que hay mucho por hacer, desde los más pequeños a los más grandes, de los jóvenes a los ancianos: «Hoy conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza». Y continuaba: «Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario». Termino: «Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». Con la muerte y el dolor, con la enfermedad y la angustia, también se abre la cara oculta del Misterio: comunidad, silencio y misión en esperanza. Nuestra vida, también hoy, escondida en Dios. ¡Feliz Pascua de Resurrección!

SIN MORTAJA Quien diga que Dios ha muerto que salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Ya no es su sitio el desierto, ni en la montaña se esconde; decid, si os preguntan dónde, que Dios está sin mortaja en donde un hombre trabaja y un corazón le responde. José Luis Blanco Vega, SJ

Tercera parte NO BUSQUÉIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE

Así llegamos al tiempo pascual. La Semana Santa fue intensa, y para muchas personas una vivencia muy distinta del triduo y de los oficios. Distinto no significa en este caso ni mejor ni peor. Pero muchos de los ecos que íbamos recibiendo señalaban que muchas personas estaban haciendo un camino interior precioso. Un camino profundo que tenía mucho de redescubrimiento, o de despertar de algo que estaba adormilado. Empezábamos a recibir el mensaje de muchas personas que decían que habían redescubierto la eucaristía diaria –o que la descubrían por primera vez–. Era emocionante, y al tiempo un reto, pensar en cómo mantener ese camino. Si la Cuaresma había sido un tiempo en el que el paralelismo con lo que nos tocaba vivir era más evidente, en cambio la Pascua tenía cierto sabor a contradicción. Se supone que la Pascua es el tiempo de la alegría, del júbilo, de salir a la luz. Pero ahí seguíamos, nosotros –y todos– encerrados entre cuatro paredes. Curiosamente, esto nos permitió empezar a proponer un camino pascual mucho más ajustado a la experiencia descrita en los evangelios. Porque la resurrección no es algo que se descubra en un día. Los relatos de las apariciones hablan de intuición y distancia, de miedo y valor, de inseguridad a la hora de reconocer al Resucitado, de una transformación progresiva, en la que la duda da paso a la certeza y la huida se transforma

en compromiso firme. Quizás era una oportunidad el tener tiempo para hacer ese camino con más calma que en otras ocasiones, cuando abril y mayo invitan ya al desahogo y las largas tardes al aire libre. Ahora seguíamos encerrados. La Pascua fue también tiempo para ir experimentando algo que no intuíamos antes que pudiera llegar a ser tan intenso. En verdad se estaba forjando una comunidad virtual, pero de alguna manera unida en torno a estas celebraciones. Una comunidad en la que participaban personas de muchas latitudes. Recibíamos ecos de todos los puntos de España, pero también de casi todos los países de habla hispana. Qué experiencia eclesial tan gozosa y profunda. La conciencia de cómo se iba gestando una comunidad tuvo un momento muy bonito –dentro de la dificultad– cuando la mayor parte del equipo que estaba colaborando en las retransmisiones dio positivo en una prueba del coronavirus. Andy, lector fiel desde el primer día, y Dani y Pablo, que presidían periódicamente alguna de las celebraciones, tuvieron que aislarse. Desde ese momento las muestras de cariño, la oración, la preocupación por ellos se haría presente en mensajes, en oraciones y en palabras de aliento y de cariño. Pablo Martín –que había llevado la parte técnica hasta que se decretó el cierre total– tuvo que empezar a venir de nuevo para apoyar las retransmisiones. Es verdad que teníamos un poco más de precariedad, pero el ánimo no fallaba. Y está bien aprovechar también para sacar alguna lección de lo virtual. El mundo de las retransmisiones online es muy interesante también. Hemos tenido en ocasiones dificultades y días críticos. Algún día llegó a ser épico, como el 27 de abril, tercer lunes de Pascua, en que nos falló a la hora crítica todo nuestro sistema de retransmisión. Tras varios intentos fallidos, terminamos retransmitiendo la eucaristía con un solo móvil, tratando de no perder demasiada calidad. Daría para un estudio el ver los comentarios en el chat. La respuesta ha sido abrumadoramente positiva, de apoyo, de aprecio y de gratitud. Al tiempo, uno percibe también cómo hay personas que a la mínima dificultad reaccionan con una queja, como asumiendo que lo que es don se ha convertido en derecho. Te intriga esa manera de reaccionar. También hemos tenido nuestras dosis de gente que entra a provocar, de personas que se asoman a la eucaristía y al chat solo para decir que no soportan la eucaristía online o que no creen en Dios. Y tú te preguntas si no tendrán

nada mejor que hacer. También es curiosa la dinámica de likes y dislikes. Había días que en cuanto comenzaba la retransmisión ya había dos manos con el dedo hacia abajo. Antes siquiera de que empezara la música. Y, de nuevo, te preguntabas cómo funcionará el secreto regocijo de quien se dedica a descalificar. Con todo, sobre todo hubo apoyo, cariño y ánimo para seguir. Porque también es verdad que se iba haciendo largo el confinamiento para todos.

13 de abril En estado de búsqueda Lunes de la octava de Pascua

Hch 2,14.22-33. A Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros sabéis, a este, entregado conforme el plan que Dios tenía establecido y provisto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte. Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Mt 28,8-15. No temáis, id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán.

El recorrido que se hace hoy desde el evangelio a la primera lectura es casi como un anuncio de lo que va a ocurrir en la Pascua. Desde esa primera noticia de la resurrección en el evangelio, cuando aún pesa más el miedo que la consciencia de lo que ha ocurrido, hasta la valentía y seguridad que advertiremos en el relato de Pentecostés tal y como aparece en los Hechos de los Apóstoles, cuando llenos de valentía y olvidadas sus resistencias anteriores, se atreven, con Pedro a la cabeza, a salir a la plaza pública, hablar con valentía y defender lo que antes han negado, la verdad de Jesús y su evangelio. ¿Qué ocurre en todo este tiempo? Lo que ha ocurrido es la Pascua. Un proceso, un paso, que podemos describir de muchas maneras. Del miedo a la valentía. Del ocultamiento al hablar en la plaza pública. De la tristeza –que han sentido y es posible que aún la sientan un poco por lo que no terminan de entender– a la alegría profunda. Y de la duda a la confianza. Me gustaría invitaros a que en las

próximas semanas podamos hacer este camino, o parte de él, al menos, juntos. La Pascua es un proceso largo. Y es un proceso que, curiosamente, nos puede resultar difícil de vivir, por dos razones. Una se da año tras año, y otra es más particular de este momento. La que se da año tras año es que pareciera que la Cuaresma es fácil de vivir porque caminas hacia la Semana Santa, y entonces es un tiempo que va ganando en intensidad hasta que llegas a la vivencia de la Pasión, tan central, tan intensa, tan llena de verdad, de reto, de encrucijadas, que la vives con mucha hondura. Sin embargo, en la Pascua, puede ocurrir que nos vamos alejando de la intensidad. Cualquier que haya ido a pascuas juveniles lo sabe. Llegas «como una moto», entusiasmado, incendiado de vida y evangelio, te vas a comer el mundo, Dios lo es todo… Pero luego llega la vida normal, la primavera (al menos aquí en España); los días son más largos, se va difuminando la intensidad, y a veces como que lo que va siendo fuerte queda a la espalda en lugar de en el horizonte. Es una pena, porque si este tiempo es para algo es para dar un paso adelante (que eso es la Pascua). Digo que, además de este motivo que se da año tras año, hay otro motivo que tiene que ver con el momento puntual que nos toca vivir. En el contexto del coronavirus era fácil identificar Cuaresma y cuarentena. El ayuno de lo que hemos tenido que dejar. La experiencia de la limosna que identificamos con el cuidado de unos con otros. Parece que en ese contexto las actitudes eran más fáciles de identificar. Sin embargo, llegas hoy a la Pascua, y la primera invitación es a la alegría. Y te cuesta eso. No sé si es fácil ponerse en modo alegría, o si se puede cambiar de la incertidumbre a la certidumbre, de la duda a la certeza, del miedo a la valentía, y de la tristeza o la preocupación a la alegría tan fácilmente. Es más, me imagino que para tantas personas que estáis viviendo en primera persona y desde muy cerca los duelos, esto necesita su tiempo. No cambia uno a la alegría solo porque ayer celebrásemos el Domingo de Resurrección, cuando a veces hay mucho que llorar todavía. Los duelos necesitan su tiempo. Pues bien, creo que tenemos la oportunidad de vivir una verdadera Pascua. De convertir de verdad este tiempo en un tiempo tranquilo para dar ese paso que los discípulos llegaron a dar –y no sabemos si les llevó cinco minutos, cincuenta días o cincuenta años–. Para ellos es un tiempo en el que fueron descubriendo la resurrección, que les fue ganando,

reconquistando y devolviendo de un modo distinto a la causa del evangelio. En este sentido, lo que me gustaría hoy es anticipar tres de los elementos que ya se nos anuncian aquí, y que van a estar muy presentes en toda la Pascua. El primero es la alegría. La alegría no es un sentimiento que cambia por decreto, con la fecha del calendario. No es que ahora toque sonrisa, y antes lamento. No. La alegría profunda, evangélica, es la que es capaz de mantenerse en los días buenos y en los difíciles. Es una alegría que llamamos sentido. Y es saber de verdad que merece la pena aquello por lo que apuestas. Es la alegría de amar, sabiendo que a veces amar te llevará a las cimas del júbilo y la dicha, pero otras veces te hará atravesar momentos de pérdida y de dificultad. Pero, ¿quién preferiría no amar? Entonces, la primera invitación es a descubrir esta alegría verdadera. Que no creamos que la alegría es simplemente llenar las redes de memes con comentarios fáciles sobre sonrisas, cantos y júbilo impuesto. La alegría que estamos llamados a vivir es mucho más profunda. Si uno, en este momento, dice: «Yo no estoy para fiestas», yo le diría que ni falta que hace. Porque hay que estar en el momento que toca vivir. La alegría profunda necesita memoria de todo lo bueno vivido, y esperanza en lo bueno por vivir, aunque el presente pueda ser complicado. En el tiempo de Pascua veremos a los discípulos muchas veces en situaciones sombrías. De pena, tristeza, no entender, añoranza, duda… Porque ha resucitado, pero ellos aún no lo han descubierto. Esto me lleva a la segunda actitud. Creo que la Pascua es una búsqueda. Y eso define muy bien al cristiano de hoy en día. Somos buscadores de Dios, buscadores de respuestas, buscadores del Resucitado. Es bonito darse cuenta de que la Pascua va a estar llena de esas búsquedas –no siempre conscientes–. La resurrección son apariciones, destellos, intuiciones del que está vivo y nos sale al encuentro en el camino. Pero ni le puedes aferrar ni lo puedes retener. Lo que hace hoy Jesús en el evangelio es enviar a los discípulos a buscarle: «Que vayan a Galilea y allí me verán». Quizás esa puede ser una actitud bien bonita para nosotros, convertida en pregunta desde hoy: ¿Dónde está el Resucitado? ¿Dónde está en nuestras vidas? ¿Dónde está en nuestro mundo? ¿Dónde está en esta situación que nos toca atravesar ahora? ¿Dónde está en nuestra sociedad, en nuestras familias, en nuestras

historias? ¿Dónde está en nuestra oración? ¿Dónde está en nuestra manera de celebrar? ¿Dónde está en la palabra que volvemos a escuchar con oídos nuevos? ¿Dónde está en lo que sentimos, en lo que pensamos, en lo que creemos, en lo que lloramos, en lo que amamos, reímos, celebramos? ¿Dónde? No importa si no tenéis las respuestas ahora. Ninguno las tenemos. Solo alguna respuesta alguna vez. Y luego, a seguir buscando, que es de lo que se trata. Lo tercero. Si hay que mirar en alguna dirección, la Pascua nos invita a mirar hacia los testigos del Resucitado. La buena noticia se la van transmitiendo unos a otros, empezando por esta Magdalena, la primera. La primera testigo del Resucitado, que va a llevar la buena noticia a los discípulos, que la reciben con una mezcla de perplejidad, escepticismo y esperanza. Pero si consigue moverlos es porque es una testigo creíble. Y tras ellos habrá otros. Y así se va transmitiendo la buena noticia, y así, de unos a otros, en una cadena que llega hasta hoy. Si creemos es porque ha habido gente que nos ha hablado de Dios de una manera creíble. O gente cuya vida era testimonio creíble del evangelio de Jesús resucitado. Así que, esos tres elementos: la alegría verdadera, la búsqueda de respuestas y el mirar dónde están los verdaderos testigos que nos hablan del Dios creíble, esa es nuestra Pascua. No se trata entonces de que estemos ahora ya en modo Pentecostés, ya llegará. De lo que se trata ahora es de que podamos decirnos: a pesar de la cruz, a pesar de la tormenta, a pesar de las heridas, a pesar de los golpes; o más allá de todo ello, sigue, pujante, la Vida.

PARA RESUCITAR CON VOS Ilumina nuestras sombras para llevar tu luz. Ilumina nuestras sonrisas para abrazar tus resurrecciones. Ilumina nuestras impotencias para fortalecernos en tu amor. Ilumina nuestro andar, hoy quedándonos en nuestros hogares, para crecer en la entrega. Ilumina nuestras palabras para no tener miedo a tus silencios. Ilumina nuestras lágrimas para seguir sembrando. Ilumina nuestros errores para aprender de vos. Ilumina nuestra oración para no ser sordos a tu llamada. Ilumina nuestro latir para no perder el ritmo del Reino. Ilumina nuestras necesidades para animarnos a vivir más allá de ellas. Ilumina nuestro amor para que sea incondicional y hasta el extremo como el tuyo. Ilumina nuestro soñar para despertar contigo. Ilumina nuestra música para cantar con los demás. Ilumina nuestras heridas para regarlas desde tu manantial. Ilumina nuestros carismas y nuestras espiritualidades, para que sean plenitud de vida. ilumina nuestras distancias para construir nuevas cercanías. Ilumina nuestra eucaristía, para hacerla en memoria tuya. Ilumina nuestra paz, que es la tuya, para resucitar contigo. Marcos Alemán, SJ

14 de abril Me llamas por mi nombre, y todo cambia Martes de la octava de Pascua

Hch 2,36-41. Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Sal 32. La misericordia del Señor llena la tierra. Jn 20,11-18. Mujer, ¿por qué lloras?

Decía ayer que vamos a intentar irnos acercando a los testigos de la resurrección en esta Pascua, a ver qué podemos aprender de ellos, de los distintos procesos de descubrimiento que van a hacer. Esta María que llora junto al sepulcro hace un recorrido que va de la pérdida al reencuentro. La vemos, en un primer momento, encerrada en su dolor, en la ausencia, en la pérdida. Cuando encuentra a Jesús, en el primer momento es incapaz de salir de esa misma sensación (ella sigue con su drama; se lo han llevado, lo han puesto en algún sitio, quiero ir a llorarlo…). En el caso de María hay un momento muy especial, dentro de lo dramático. Es el momento en que escucha su nombre pronunciado por el Resucitado. Y al escucharlo comprende que quien le habla lo hace desde un amor que va más allá de la muerte. El Dios vivo pronuncia nuestro nombre con ternura, con hondura, y con verdad. Y, ¿quién no aspira a escuchar alguna vez su nombre así dicho? Porque, si somos sinceros, demasiadas veces vivimos con miedo a los otros, a lo que digan, a cómo hablen de nosotros, a que opinen, a cómo interpreten, miedo a si su juicio es demasiado duro; o incluso miedo a que

sea un juicio demasiado verdadero con los baremos con que a veces nos medimos. Muchas veces interpretamos miradas, silencios, palabras, y todo nos lleva a sentir estar siendo evaluados: ¿Qué pensarán de mí? ¿Qué dirán? ¿Qué opinarán? Incluso tenemos miedo de Dios, pensando que también Dios nos esté juzgando, exigiendo, amenazando, y tenemos miedo de no estar a la altura, de defraudarlo siempre. A veces hablamos «mal» de otros, y cuando lo hacemos sus nombres se dicen con dureza. Sin embargo, alguna vez en la vida podemos tener la experiencia de que alguien nos quiere tal y como somos. Alguien que me quiere pronuncia mi nombre, y en la manera en que lo dice hay toda una declaración de amor, de aceptación, de encuentro. Es tener la experiencia de que alguien que nos conoce está ahí para nosotros. De que alguien nos mira y ve lo que somos, y lo cuida, y lo quiere, y lo acoge. Justo eso es lo que experimenta María en el encuentro con el Resucitado. El Resucitado es capaz de vernos y mirarnos con ternura radical. Y es capaz de vernos y pronunciar nuestro nombre de una manera única, distinta, como solo lo pronuncia quien te ama incondicionalmente. Hay cuatro elementos en la mirada del Resucitado, que nos juzga con mucha mayor acogida de la que nosotros mismos nos juzgamos. 1) Conocimiento. Dios me llama conociéndome. Tal y como soy. Luces y sombras. Aciertos y errores. Luchas, desvelos, talentos y límites. Capacidades. Posibilidades… Lo que me enorgullece y lo que me asusta… Lo que no tengo miedo de mostrar y lo que me parece que forma parte de mis brumas. Todo eso Dios lo conoce, mejor que yo mismo. 2) Perspectiva. Dios no solo me conoce tal y como soy ahora, sino que conoce mi historia, y además ve mi futuro, ve las posibilidades que hay en mí. A veces uno se pregunta: «¿Dónde voy a ir yo?». Y la realidad es que Dios mira, y donde ve que puedo ir es bueno. Ve, de cada uno, las posibilidades y capacidades, con mucha más amplitud de la que yo puedo tener. Al llamarme por mi nombre, Dios me da perspectiva, porque me da un horizonte.

3) Aceptación, acogida, amor… No es solo que Dios me conozca, sino que lo que está diciendo es, yo te amo (recordemos aquellas palabras de Isaías: no tengas miedo, que yo te he elegido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío y yo te quiero). ¿Quién no necesita alguna vez oír su nombre, dicho con amor? Con ese amor que no exige, no pone condiciones, no escatima, no negocia y no hay que ganárselo, sino que viene a decirnos: «Yo creo en ti». Y eso nos hace sanar de muchas heridas. 4) Y todo eso desemboca en misión. Dios, porque me conoce, porque ve mi historia con perspectiva, y porque me ama, por todo eso que ve, me da una misión. Como a María. Jesús no le dice a María: «Quédate aquí, adorándome». La envía, la manda a donde están los discípulos. Le pide que vaya a anunciar lo que ha visto. Dios, en cada uno de nosotros, al decir nuestro nombre también nos está dando una misión. Hay algo que está por hacer en este mundo. Hay una buena noticia que hay que llevar. Y hay una alegría verdadera que está por comunicar. Y cada uno de nosotros estamos llamados ser quienes la transparenten. Ojalá dejemos que Dios nos llame por nuestro nombre. Porque esa es una de las primeras maneras de aparecer el Resucitado. Ojalá seamos capaces de sentarnos e intuir que Dios, como quiera que murmure, que hable, que susurre, susurra nuestro nombre con infinita ternura, con infinita confianza. Y, salvando la distancia, nos sigue enviando, hoy, a este mundo, porque cuenta con cada uno de nosotros. Tal y como somos. Magdalena, con sus tristezas. Pedro, con sus heridas. Tomás, con sus dudas. Y tú, y yo, con nuestras sombras.

MI NOMBRE EN TUS LABIOS Escuché de ti mi nombre como nunca antes. No había en tu voz reproche ni condiciones. Mi nombre, en tus labios, era canto de amor, era caricia, y pacto. Con solo una palabra, estabas contando mi historia. Era el relato de una vida, que narrada por ti se convertía en oportunidad. Descubrí que comprendías los torbellinos de siempre, las heridas de antaño, las derrotas de a veces, los anhelos de ahora, y aún sin saber del todo en qué creía yo, tú creías en mí, más que yo mismo. Así, mi nombre en tus labios rompió los diques que atenazaban la esperanza.

15 de abril El Resucitado es un compañero de viaje que nos abre los ojos Miércoles de la octava de Pascua

Hch 3,1-10. No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda. Sal 104. Que se alegren los que buscan al Señor. Lc 24,13-35. ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las escrituras?

Presidió Pablo Guerrero, SJ La muerte de Jesús dejó en los apóstoles dolor, miedo y desesperanza. Son sentimientos, sensaciones vitales que es más que posible que aniden en nuestros corazones. La sensación de soledad, de desconcierto, de preguntas sin respuesta que tuvieron los discípulos, puede que también lo estemos viviendo ahora. Se nos han muerto seres queridos, hay personas muy importantes en nuestra vida que están enfermos, que están yendo a trabajar en situaciones de riesgo. Podemos sentir, y de hecho lo hacemos, dolor, miedo y desesperanza. Puede que muchos de nosotros estemos hoy volviendo a Emaús como los protagonistas de la historia que acabamos de leer. Los de Emaús ven lo que ha pasado y regresan a donde estaban; regresan derrotados al lugar en el que estaban antes de conocer a Jesús. «Nos ilusionó, pero nos falló, estábamos equivocados. ¡Cómo iba a ser verdad lo que decía Jesús!».

Decía Florencio Segura que estos dos que se van han puesto su «detrás» delante, han renunciado a sus sueños, a escuchar su corazón. También nosotros somos discípulos de Emaús cuando pensamos que «fue bonito mientras duró», en vez de pronunciar la auténtica frase cristiana: «es hermoso porque dura». Así somos nosotros; esperábamos que iba a salvar a Israel… Ya teníamos nuestro esquema, nuestra imagen de lo que es la vida verdadera, de lo que es ser humano, de lo que es ser católico… Ya lo teníamos todo bien calculado. Y resulta que hoy recordamos cómo en mitad de ese éxodo, de esa huida, el Señor se aparece, se hace presente y, empezando por Moisés y continuando por los profetas, les explicó todo lo que se decía sobre él en la Escritura. Permite que Jesús sea tu compañero de viaje, que te indique cómo ha formado y forma parte de tu historia. El Señor siempre ha estado ahí, en tu vida, incluso cuando no lo ves. Desde Cristo resucitado, desde la experiencia de la resurrección, se nos permite leer nuestra historia como historia de salvación. Dios siempre ha estado ahí; no nos ha dejado solos nunca. Y, si dejamos que Jesús sea nuestro compañero de camino, es más que posible que nos ocurra como a estos dos discípulos, que «se les (nos) abren los ojos y le reconocen (reconocemos)» y desde ese reconocimiento vuelven a la comunidad, para anunciar que Jesús ha resucitado. Uno de los posos que dejaba la muerte del Señor en los que le seguían, era la desesperanza. Correlativamente, Cristo resucitado, en su oficio de consolar, el poso que va a dejar en el corazón de esos hombres y de esas mujeres, va a ser la esperanza. Porque eso es el pasaje de Emaús, un canto de esperanza. Imagínate en esa historia. Solo uno de los discípulos aparece por su nombre, Cleofás, tú puedes ser ese discípulo anónimo… Permitidme una digresión, solo un experimento para ver cómo todos, también los curas (no creáis) damos ya por sabido el evangelio y no dejamos que nos sorprenda del todo. ¿Cuántos os imagináis la escena de Emaús como el encuentro de Jesús con dos hombres que iban de camino? En ningún momento se dice que fueran dos hombres. El cardenal Carlo María Martini, recogiendo una antigua tradición de las iglesias orientales, nos recuerda el nombre de las tres mujeres que acompañaban a Jesús en su

ministerio. Ellas eran María la Magdalena, María la de Santiago y María… la de Cleofás. Los dos de Emaús ¿no podrían haber sido María y su esposo Cleofás? En no pocas ocasiones damos por conocidas las lecturas y ya tenemos fijadas nuestras imágenes mentales. Pero, gracias a Dios, las Escrituras siguen siendo capaces de sorprendernos. Suelo decir que la Biblia no es machista, pero sí pueden ser machistas los ojos y los corazones de algunos de los que la lean. Pero volvamos a dónde lo habíamos dejado. Imagínate en esa historia. Solo uno de los discípulos aparece por su nombre, Cleofás, tú puedes ser ese discípulo anónimo… Pon tu nombre ahí, porque en ese discípulo o discípula de la cual no se recuerda el nombre, ahí estás tú; tú eres esa persona. Y esta es una verdad «teologal», no simplemente una consideración piadosa. Jesús aparece en mitad de nuestra vida para acompañarnos, consolarnos y señalarnos el camino hacia la comunidad, hacia nuestros hermanos. Y como los de Emaús, es momento de preguntarte: ¿qué esperanzas necesitas reconstruir en tu vida? ¿A qué fidelidades, deseos, sueños, necesitas mostrar atención? En los discípulos de Emaús vemos lo que produce en el creyente la presencia de Jesús resucitado. Y sabemos que nos va a pasar lo mismo. ¿Qué ha hecho Jesús con estos dos discípulos? Porque es lo que está deseando hacer con nosotros si nos dejamos: de dos personas que huían (cobardes), Jesús hace dos testigos; de dos escépticos, dos creyentes; de dos decepcionados, dos personas esperanzadas; de dos individuos separados del grupo (y mirándose al ombligo), Cristo resucitado hace comunidad, hace Pueblo de Dios. Deja que Jesús te acompañe en tu camino a Emaús… Escúchale y mírale partir el pan… También te digo que, si lo haces, estás perdido, porque ya nada va a ser igual en tu vida, porque tendrás la experiencia profunda que hizo a Carlos de Foucauld pronunciar una frase que todos estamos llamados a pronunciar con verdad algún día: «Desde el momento en que entendí, cómo era Dios para mí, supe que ya solo podía vivir para él».

ENVÍANOS LOCOS ¡Oh, Dios! Envíanos locos, de los que se comprometen a fondo, de los que se olvidan de sí mismos, de los que aman con algo más que con palabras, de los que entregan su vida de verdad y hasta el fin. Danos locos, chiflados, apasionados, hombres capaces de dar el salto hacia la inseguridad, hacia la incertidumbre sorprendente de la pobreza; danos locos, que acepten diluirse en la masa sin pretensiones de erigirse un escabel, que no utilicen su superioridad en su provecho. Danos locos, locos del presente, enamorados de una forma de vida sencilla, liberadores eficientes del proletariado, amantes de la paz, puros de conciencia, resueltos a nunca traicionar, capaces de aceptar cualquier tarea, de acudir donde sea, libres y obedientes, espontáneos y tenaces, dulces y fuertes.

Danos locos, Señor, danos locos. Louis Joseph Lebret

16 de abril La paz, la caricia y la mesa compartida. Gestos de la comunidad Jueves de la octava de Pascua

Hch, 11-26. Matasteis al autor de la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Sal 8. Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Lc 24,35-48. Se presentó en medio de ellos y les dice: Paz a vosotros.

«Vosotros sois testigos de esto». Creo que es una afirmación recurrente, en este tiempo de Pascua, en esta primera semana, en la contemplación que vamos haciendo de las apariciones a los primeros discípulos. Nos encontramos a Pedro hoy en el pórtico de Salomón, y hablando con una autoridad que verdaderamente sorprende de esa escritura que ha comprendido al fin y dando un mensaje claro: es Dios quien sana. Nosotros solo actuamos en su nombre. Una y otra vez seguimos contemplando los frutos de la resurrección. Vamos viendo estos días el contraste entre los personajes que al principio de la Pascua buscan, y están atormentados, encogidos, atribulados, hasta aterrorizados se llega a decir en el evangelio en algún momento. Pero se van convirtiendo. Lo vimos en las mujeres, primeras testigos de la resurrección que salen corriendo del sepulcro a anunciar que vive. Lo hemos visto en María, que al escuchar su nombre pronunciado con un amor diferente al que podía haber imaginado hasta ese momento, descubre que la mirada del Resucitado es la mirada de un Dios que ve nuestra verdad y nos invita a convertir esa verdad en el testimonio profundo de

vivir enraizados en Dios. Lo veíamos ayer en los de Emaús, el contraste entre el camino de ida, entristecidos y sin entender nada, y el camino de vuelta, cuando por fin han comprendido al Señor que se pone en medio de ellos y que hace que arda su corazón. Lo vemos hoy en Pedro, al que intuimos en el relato de Lucas como uno de esos hombres aterrorizados y llenos de miedo y que, sin embargo, en el pórtico de Salomón habla ya con convicción, elocuencia y profecía. Es bien bonito el comprender que la experiencia de la resurrección es que Dios nos da fuerzas para salir a anunciar su buena noticia. Es recordar lo que él nos enseñó, y creer que era verdad. Estamos llamados a eso mismo. Este tiempo que nos toca vivir es especialmente pascual, porque estamos como esos discípulos de los primeros momentos de la Pascua. Encerrados, preocupados, asustados… Es verdad que no por la falta de fe, pero sí por el mundo que nos rodea; sin saber cómo nos hemos ido viendo envueltos en esta situación. Estamos como aves enjauladas que no pueden volar, deseando salir a la luz, a la primavera. Pero hay una pregunta necesaria. Salir, ¿para qué? ¿Y cuándo? Estamos llamados a llevar palabras y gestos que hablen del Dios vivo que se convierte en vínculo de unión entre nosotros, del Dios que sana, del Dios que salva. De algún modo, el relato de hoy, ese mensaje, gestos y palabras de Jesús a los discípulos, nos habla de la invitación a formar comunidad, por tres caminos, que eran válidos entonces y los siguen siendo ahora. Tres caminos que ojalá seamos capaces de hacer reales ahora. 1) El camino de la paz. Pueden parecer palabras bonitas. Pero la realidad es que vivimos en un contexto donde es tan fácil quebrar la paz, la concordia, los vínculos… A veces estremece ver cómo hemos tardado muy poco en pasar de ir todos a una a vencer al virus para volver al mundo de trincheras. Vemos la hostilidad de nuevo, los bloques de siempre, y es agotador. En este mundo de camorristas, mamporreros, polemistas, diálogos de sordos, descalificaciones, cobra más sentido que nunca la invitación a ser hombres y mujeres de paz, llamados a decir una palabra de concordia y encuentro, capaces de trenzar redes donde tengan cabida

todas las debilidades, las historias, las heridas… Porque eso es ser comunidad. 2) El tacto. Jesús los invita a tocarle. Estos días echamos mucho de menos el contacto. Estamos lejos, hay que evitarse. Ya no solo no nos tocamos, sino evitamos tocar donde otros han tocado. Quizás por eso nos damos más cuenta de la importancia del tacto. El lenguaje lo recoge. Nos tratamos con tacto. Jesús toca. Su toque es caricia, sanación, acogida…, demostrando que no hay nadie intocable. Nosotros tenemos en nuestro mundo dos tipos de intocables. Por una parte, los parias, que son intocables por miedo, por rechazo, por impuros, por contagiosos… Por otra parte, también son intocables quienes son inalcanzables (sería el extremo contrario). El que marca distancia. Frente a ello, hay algo muy bonito. Necesitamos que nuestras vidas se toquen. Ya sea físicamente, ya metafóricamente. 3) La mesa compartida. Jesús aparece e invita a los discípulos a reconocerse y a reconocerle en la mesa compartida. Hoy lo podemos entender muy bien. Porque estamos lejos de nuestros seres queridos. Porque no podemos juntarnos a comer, a celebrar… Nos falta la comensalidad, que es un lugar de encuentro. La paz, el tacto y la comensalidad son tres dimensiones de la vida y de las relaciones que nos están hablando de la experiencia de comunidad. El creyente en Jesús resucitado genera y se siente parte de una comunidad. Una comunidad que es todo el mundo al que hay que anunciar el evangelio. Una comunidad llamada a crecer, que es familia, es parroquia, es comunidad religiosa, grupo… En definitiva, el mundo en que vivimos. Ojalá cuando salgamos de este confinamiento, hayamos tenido la oportunidad de, gracias a la distancia, valorar la cercanía; gracias al no poder tocarnos, comprender mejor las caricias; gracias al no vernos en persona, comprender que cuando tengamos esa oportunidad tenemos que dedicarnos tiempo, sin darnos por sentado. Que generar comunidad es darnos cuenta de lo mucho que nos necesitamos unos a otros. Ese mismo Pedro al que ahora vemos sanando a otros ha sido sanado por Jesús. Esta es la dinámica de la comunidad. Una mano extendida para sanar y otra mano extendida para pedir ayuda. Y así todos, cuidar unos de

otros y construir juntos una sociedad un poco mejor. Encontrarnos, teniendo como referencia común a ese Señor de la vida que nos dice: Paz a vosotros. Aquí están mis manos. Sentaos y comed conmigo.

HOY LA RESURRECCIÓN Hoy un rayo, un grito y un canto atraviesan las vidas. Rumores de esperanza acunan los sueños, ya tranquilos, de quienes dejaron atrás la hora del miedo. Brillan los ojos que han intuido un Rostro familiar, presente en semblantes cercanos, en guiños cómplices, en gestos amigos. Hoy las cargas pesan menos y las ilusiones pueden más. Una buena noticia se propaga, y anuncia la paz en la tormenta, la palabra en el vacío, el pan en cada mesa. Vuelve la alegría después de la pena. Hoy, un hoy eterno de resurrección y fiesta, el Amor ha vencido.

17 de abril Examinar la vida a la luz de la muerte y en la espera de la resurrección Viernes de la octava de Pascua

Hch 4,1-12. Él es la piedra que desechasteis vosotros, y que se ha convertido en piedra angular. Sal 117. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Jn 21,1-14. Aquel discípulo a quien Jesús amaba dice a Pedro: «es el Señor».

Querer hacer memoria de los difuntos en este tiempo de Pascua, cuando nos acompañan relatos de las apariciones del Resucitado tiene un sentido muy claro. No hablamos de la muerte, sino de la vida, eterna, resucitada, para siempre. Hoy queremos traer a la eucaristía muchas vidas, la memoria de muchas personas que forman parte de nuestra historia, de nuestra vida, de nuestro pasado, y, desde la fe, también de nuestro futuro. Creo que, al menos aquí y ahora, abstrayéndonos de lo global, del contexto, tenemos que decir que no son cifras ni números en una estadística; no son curvas de evolución de una pandemia; no son datos. Son personas a las que hemos amado y que nos han amado. Son padres y madres, abuelos hijos, hermanos, amigos… O personas a las que queremos y que ahora están sufriendo por la muerte de seres queridos cercanos. No son rostros anónimos, sino rostros concretos. Sus fotos están en nuestras casas en nuestros álbumes y están presentes en nuestras vidas. Son compañeros de congregación, de comunidad, de trabajo. Son gentes con las que hemos compartido partes muy importantes del trayecto. ¡No son cifras!

Necesitamos un momento para reflexionar y para leer la presencia de Dios en cada una de estas vidas. Me voy a apoyar para eso en una propuesta que san Ignacio hace para cada día, pero que se puede hacer también para la vida en su conjunto, y es el examen ignaciano. Un examen de nuestra historia. La palabra puede engañar, porque nosotros inmediatamente asociamos un examen con una evaluación, una prueba. Si te examinan, parece que hay que demostrar si estuviste a la altura, si lo has hecho bien, si rendiste lo suficiente. Examinar la vida desde la fe no es esto. No es preguntarse si uno estuvo a la altura (quizás porque ninguno lo estaríamos). Examinar la vida desde la fe es tratar de hacer una lectura creyente de nuestra historia. Es una mirada contemplativa para descubrir dónde y cómo ha estado Dios. Dónde le hemos dejado estar y dónde puede seguir estando. (Como esos discípulos que descubren que ese extraño es el mismo Señor resucitado, y al darse cuenta experimentan los sentimientos más hondos: alegría, esperanza, confianza…). El primer paso, y el más importante, es agradecer. Agradecer la vida de quien se va. No su muerte, sino su vida. La memoria es gratitud por tanto compartido. Porque si ahora les lloramos es por todo lo bueno que han aportado a nuestra historia. Ahora seguramente es la nuestra una memoria un poco herida por el vacío que puede quedar, por la tristeza, por acostumbrarse a la nueva situación. Pero eso no debería hacernos ciegos a la gratitud. Sus historias no son sus muertes, sino sus vidas compartidas con nosotros. Por eso podemos agradecer el amor que nos ha unido, la alegría, tantos buenos momentos que ya nadie nos puede arrebatar. Porque, aunque no los vivamos, son parte de nuestra memoria, nuestro equipaje, de lo que somos. Nos construyen. Los recuerdos nadie nos los puede quitar. Y siguen vivos en nosotros. Creo que los primeros momentos de un duelo –y estos lo son para muchas personas– pesa mucho más el dolor. Pero el tiempo ayuda a poner perspectiva. Y la mirada, que ahora está herida y tal vez solo puede llorar, rescatará la gratitud. A nadie lo podemos poseer en nuestra vida. Nos pasa como a esta María a la que contemplábamos hace unos días queriendo aferrar al Resucitado, que le decía: «Déjame, que tengo que irme». No podemos aferrar a nadie. Pero sí tenemos claro que lo que vivimos juntos forma parte de una historia que nadie puede arrebatarnos. Por lo tanto, agradecer tanta bendición que Dios pone en

nuestras vidas a través de tantas personas cuyos caminos se cruzan con los nuestros. Lo segundo, aprender desde la fragilidad. Ante la muerte surgirán memorias más complejas. Seguro que hay también en la vida –y en la vida compartida– algunos momentos complejos. No hay que mitificar a las personas. Ninguno es perfecto. No lo éramos en la vida, y nos morimos como somos. Tenemos bastantes limitaciones cada uno. Pero no es la perfección lo que nos une, sino la disposición a querernos tal y como somos. Creo que hay un planteamiento equivocado, que es el pensar en la cantidad de cosas que quedan por hacer. Siempre quedarán cosas por hacer en la vida con los otros. Pero la muerte acaba un poco con las asignaturas pendientes. Da paso a que las palabras que no dijimos ya estén en el abrazo con Dios. La vida eterna es vida plena. Este es el momento de perdonar las heridas, y de pedir perdón por lo que hayamos podido hacer mal. Desde la confianza en el Dios misericordia que ya acoge a quienes se nos han ido. Un tercer momento es el de pedirle a Dios desde donde estamos. En el duelo no hay recetas. Hay situaciones y vivencias distintas. Hay gente recia como rocas –al menos por fuera, aunque por dentro esté devastada–. Hay gente que se rompe, y tiene todo el derecho. No hay caminos únicos. Cada uno le hablaremos a Dios desde donde estamos. Uno pedirá más fe, otro tendrá una fe incombustible y pedirá paciencia, esperanza, tranquilidad, acostumbrarse, ánimo para seguir tirando de otros… Lo que se tercie. Pero sea lo que sea, pedirlo como Jesús en el Huerto: Señor, esto es lo que te pido, pero hágase tu voluntad. Por último, examinar la vida es mirar la presencia de Dios hecha bendición, y aprender para seguir caminando. Porque la vida sigue y no queda otra que continuar. Hay que seguir cuidando y caminando. Hay que seguir, porque nosotros seguimos. Es, quizás, momento para replantear algunas cosas. El mañana cambia ante las ausencias y ante algunas pérdidas. Seguro que el mañana es diferente para cada uno de nosotros. Ante la muerte hay propósitos que tienen que pasar a primer plano. Hay que darles un tiempo. Parte del proceso que tenemos que hacer es el de valorar más lo importante y menos lo prescindible. Cuidarnos unos a otros y dedicarnos tiempo, un tiempo que ahora somos conscientes de que no lo tenemos

garantizado. Saber acompañar a quien ahora anda más herido. Creo que la muerte también nos ayuda a aceptar que la vida no es un camino de rosas. Me gusta citar un verso de Emily Dickinson, que dice: «Saber llevar nuestra porción de noche». También eso nos toca. Por último, siendo conscientes de lo limitado de nuestro tiempo, hacerlo fecundo. Por lo tanto, estos son los cuatro pasos: agradecer, reconocer la fragilidad, pedir a Dios lo que necesitemos, y hacernos propósitos. Y una vez hecho todo esto, poner la vida –también la de quienes se han ido– en manos de Dios. Desde la confianza en que en esas manos ya está. Ya se ha convertido en abrazo, en acogida, en encuentro para siempre. Así los dejamos en sus manos, desde la confianza en que la muerte es otro paso, otra puerta, otra manera de estar en el tiempo y en la eternidad. Y que, quienes quedamos aquí, la mejor manera que tenemos de honrar a quienes ya se han ido es aprender a vivir cada día con la plenitud a la que estamos llamados.

ECHA LAS REDES Desde que Tú te fuiste no hemos pescado nada. Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida, y entre sus mallas solo pescamos el vacío. Vamos quemando horas y el alma sigue seca. Nos hemos vuelto estériles lo mismo que una tierra cubierta de cemento. ¿Estaremos ya muertos? ¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído? ¿Quién recuerda la última vez que amamos? Y una tarde Tú vuelves y nos dices: «Echa la red a tu derecha, atrévete de nuevo a confiar, abre tu alma, saca del viejo cofre las nuevas ilusiones, dale cuerda al corazón, levántate y camina». Y lo hacemos solo por darte gusto. Y, de repente, nuestras redes rebosan alegría,

nos resucita el gozo y es tanto el peso de amor que recogemos que la red se nos rompe cargada de ciento cincuenta esperanzas. ¡Ah, Tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla, camina sobre el agua de nuestra indiferencia, devuélvenos, Señor, a tu alegría! José Luis Martín Descalzo

18 de abril Lugares donde aparece el Resucitado Sábado de la octava de Pascua

Hch 4,13-21. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y hemos oído. Sal 117. Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste. Mc 16,9-15. Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación.

Presidió Pablo Guerrero, SJ Hace una semana, estábamos preparándonos para celebrar la vigilia pascual. Hace siete días teníamos el corazón, teníamos la mente, teníamos lo que somos, dispuesto para recibir la Buena Noticia (el eu-angelion), para recibir el Evangelio que consiste, ni más ni menos, en que Jesús ha vencido a la muerte. Porque la respuesta del Padre a la muerte del Siervo es la resurrección del Hijo. Y esto es algo tan importante que la Iglesia nos ofrece un tiempo de cincuenta días para que vayamos profundizando, para que vayamos cayendo en la cuenta de lo que significa esa victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo, en que nos toca vivir la victoria de Cristo, la celebramos, la recordamos (es decir, la volvemos a pasar por el corazón) en momentos de dolor, en momentos de dudas, en momentos de incertidumbre. El evangelio de hoy parece que nos propone una especie de resumen de aquellas primeras apariciones de Jesús a sus primeros discípulos.

La repetición es algo muy ignaciano. Los que hayáis hecho ejercicios espirituales, sin duda sabéis lo que es la oración de repetición: volver allá donde hemos encontrado desolación, dificultad, sequedad…; y también, volver allí donde he experimentado consolación, paz… Hoy la Iglesia, en este sábado de la octava de Pascua nos invita a volver a pasar por nuestro corazón los grandes relatos de las apariciones de Jesús resucitado. Podemos correr un riesgo, el de pensar que los relatos de las apariciones son algo que sucedió y ya está, «¡fue bonito mientras duró!». Sin embargo, los relatos de la resurrección están escritos, por así decirlo, «en clave». Porque no solo nos relatan lo que paso, lo que ocurrió, sino que también nos dicen lo que ocurre. Y, lo que es más importante, cada uno de los relatos de las apariciones de Jesús resucitado nos señala situaciones, lugares, actitudes, dónde podemos seguir encontrando hoy a Cristo resucitado. Recordemos los cuatro grandes relatos de apariciones que hemos contemplado los pasados martes, miércoles, jueves y viernes de esta octava de Pascua. El martes recordamos la aparición a María Magdalena. Cómo lo que sus ojos no perciben, lo perciben sus oídos. María descubre que es Jesús al escuchar una palabra, su nombre pronunciado por Jesús. La palabra le muestra a Jesús. Eso ocurrió, pero eso continúa ocurriendo, porque Cristo sigue presente en su Palabra, y en su Palabra podemos seguir encontrando hoy a Jesús resucitado. No es malo, todo lo contrario, es muy bueno, que, de vez en cuando, recemos con la Biblia, leamos la Biblia, con atención especial a los evangelios, porque en su Palabra podemos sentir presente a Cristo resucitado. El miércoles, contemplábamos a los dos discípulos de Emaús, que volvían derrotados, que volvían desesperanzados y cómo descubren al Maestro, cuando lo invitan a su casa y Jesús parte el pan ante ellos. El texto nos narra algo que ocurrió, pero también nos señala dónde podemos encontrar hoy a Cristo resucitado. Lo podemos encontrar en la fracción del pan, en la celebración de la eucaristía. Lo encontramos en su Palabra, lo encontramos en la eucaristía.

El jueves de la octava de Pascua, escuchábamos el tercero de los grandes relatos de apariciones de Jesús. El Señor de la vida se hace presente en mitad de aquella comunidad que estaba reunida, con miedo, con ansiedad, también con cobardía. No solo se hizo presente entonces el Resucitado, también ahora está en medio de nosotros. A Cristo también le podemos encontrar presente en la comunidad, en la Koinonía. Y no pensemos que le vamos a encontrar tan solo en la comunidad que celebra con alegría, en la comunidad de afortunados por la vida, en la comunidad de quienes son siempre felices y la vida les sonríe. También Jesús resucitado está presente en ese grupo que se reúne lleno de dolor, o en ese grupo atenazado por el miedo, o en ese grupo donde se puede palpar la tristeza… Y, finalmente, ayer viernes, la Iglesia no ponía frente a un cuarto relato de apariciones. Pedro invita a sus compañeros a salir a pescar. Y es en mitad de esa pesca cuando aparece Jesús. Ocurre lo mismo que con los otros tres relatos: no es tan solo lo que ocurrió entonces, el evangelista nos está diciendo también dónde podemos encontrar, dónde está presente Cristo resucitado. Y está presente en nuestro trabajo, en nuestro esfuerzo, está presente en nuestro compromiso, en nuestra capacidad de salir de nosotros mismos y darnos a los demás. Esto es lo que la Iglesia nos invita a celebrar en la octava de Pascua. Celebrar que Cristo vive, ¡verdaderamente vive! Y celebramos y recordamos lo que ocurrió, pero, al mismo tiempo, damos gracias porque Cristo sigue estando presente en su Palabra, en la eucaristía, en la comunidad y en el trabajo, en nuestro compromiso diario. Que el Señor de la vida, que el Señor de la historia nos ayude a reconocerle mejor cada día. Que nos ayude a entender, a leer su Palabra y a leerla con los ojos del corazón. Que el Señor nos ayude a celebrar la eucaristía, el don del Pan partido, repartido y compartido. Una eucaristía, como diría Pierre Teilhard de Chardin, que sea una auténtica Misa sobre el mundo; una eucaristía que abarque toda la realidad, toda la Tierra. Que el Señor resucitado nos siga convocando y le podamos seguir encontrando en la comunidad, donde, como el mismo nos dijo, está presente: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Y, finalmente, que el Señor Jesús nos ayude a encontrarle en

los trabajos, nos ayude a encontrarle en nuestros esfuerzos, en nuestros afanes… Que el Señor de la vida, que el Señor de la historia, nos siga invitando, se nos siga apareciendo y nos siga recordando dónde podemos encontrarle. ¡Qué así sea!

FUTURO TAN PRESENTE Ya no te preguntaré más cuándo llegará tu día sino por dónde atraviesas el presente, por qué existe el malvado sino de qué manera lo salvas ahora, cuándo sanará mi herida sino cómo la curas en este instante, cuándo acabarán las guerras sino dónde construyes la justicia, cuándo seremos numerosos sino dónde está hoy la cueva de Belén, cuándo acabará la opresión sino cómo pasar por las grietas del sistema, cuándo te revelarás, sino dónde te escondes. ¡Porque tu futuro es ahora, es este instante universal donde todo lo creado da un paso dentro de tu misterio compartido! Benjamín González Buelta, SJ

19 de abril Tomás y la duda Segundo domingo de Pascua

Hch 2,42-47. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común. Sal 117. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. 1 Pe 1,3-9. Bendito sea Dios, Padre de nuestro señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva. Jn 20,19-31. ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto.

Ha pasado ya una semana de Pascua, y es bien bonito nuestro itinerario, acompañando el proceso, o la Pascua de esos primeros discípulos, que van pasando de la sombra a la luz por distintos caminos. El descubrimiento de que te llaman por tu nombre; compartir la mesa; echar la red a la derecha y descubrir que el mismo Señor vuelve de un modo diferente a donde estuvo antes. Hemos visto en la mayoría de los discípulos el paso del miedo a la valentía. De estar asustados, a estar en medio de la plaza. De estar escondidos a salir a la luz. O incluso una comprensión nueva (de estar derrotados a comprender al fin las escrituras y las promesas). El caso de Tomás, con quien compartimos el camino de hoy, es distinto. Tomás es alguien que duda. Pero, de nuevo, yo creo que no debemos caer en una mirada simple que critique a Tomás. Y lo llame escéptico, como si nosotros no tuviéramos dudas alguna vez. Porque en realidad, ¿quién no lleva a un Tomás dentro? Quién no se pregunta algunas veces: ¿Señor, de verdad has resucitado? ¿Estás ahí? ¿Por qué no nos lo pones más claro? ¿Cómo nos explicamos lo

que ocurre? Ahora mismo estamos en una situación en la que, depende de la concepción que tengamos de Dios, pueden surgir preguntas. La duda está ahí. Es más, la duda es muy humana. Yo entré jesuita muy joven. Durante años pensé que lo que más ayudaba a la gente era pensar que uno lo tenía todo claro. Y, en ocasiones, hablando en grupos juveniles, etc., creía que tenía que mostrar una fe sin fisuras, como empeñado en demostrar absoluta convicción. Pero con el tiempo descubrí que eso no ayuda. Eso solo hace que, en el mejor de los casos, alguien termine diciéndote, qué suerte tú, que lo tienes todo claro. Con los años, ¿qué vas ganando? Un poco de autoconocimiento y de honestidad. Y te vas dando cuenta de que no lo tienes todo claro y de que la duda es parte de tu fe. No es que a veces tengas fe y a veces dudes. Es que la duda es parte del propio camino de la fe. Con el tiempo lo que he descubierto es que ayuda mucho más compartir que en las propias convicciones, en la propia vocación, en la propia entrega, vida, y seguimiento de Jesús, no es que tengas certidumbre al cien por cien, sino que hay un punto de arriesgar. ¿Qué aporta la duda? ¿Qué le aporta al propio Tomás? Y después de él a tantas mujeres y hombres como nosotros, que nos hemos visto abocados a la noche oscura de la fe. •



Aporta humildad. La de no pensarse que somos poseedores de la verdad sin fisuras, portadores de certezas inamovibles y, al final, revestidos de superioridad moral, convirtiendo la verdad en arma arrojadiza. Porque sí, la verdad es Jesucristo, pero ¿quién comprende del todo el misterio de Cristo, lo que implica hoy, aquí y ahora? Claro que hay muchas preguntas. Y necesitamos la humildad de no pretenderse en posesión de una verdad que te haga mirar a los otros por encima del hombro. Aporta hondura, porque la duda te lleva a buscar respuestas, no te conformas con dos líneas y un eslogan. Tampoco te conformas con un «siempre ha sido así». La duda suscita preguntas, y estas llevan a encontrar algunas respuestas que van ayudando a avanzar. Gracias a tantas personas que han dudado, la Iglesia ha ido entendiendo, desplegando y formando una tradición que va permitiendo al





evangelio desplegarse en diálogo con la cultura y con la historia. Gracias a la duda de muchos. Aporta libertad. Porque como esperes a tener todas las seguridades, certidumbres o certezas, nunca darás un paso y jamás arriesgarás, jamás te echarás al camino tras sus huellas. El ser capaz de decir: «Creo, pero ayuda mi poca fe», hace que no exijas a Dios más pruebas, más signos, más demostraciones. ¿Qué más necesitamos que el testimonio de tantos que van delante mostrándonos el camino? Las dudas pueden estar ahí, pero que no nos paralicen. Eso es la libertad. Aporta encuentro. Quien piensa que vive en el castillo de las certezas absolutas solo se relacionará con la gente que entra dentro de esa misma manera de ver la realidad. O se relacionará con otros a la defensiva, intentando vencer. Pero hay mucha más posibilidad de encuentro cuando entiendes que los otros también tienen mucho que enseñarte. Hay posibilidad de encuentro porque no tenemos el cien por cien de las respuestas.

Aceptando esto. Aceptando que la duda es parte del camino. Y aceptando que Tomás no es que sea discípulo a pesar de sus dudas, sino que es, sencillamente, un discípulo que duda, como tantos de nosotros, se le plantea una encrucijada. La encrucijada de Tomás se nos va a plantear a todos en algún momento. Y es, ¿qué hacer con la duda? Tomás va a tener que elegir entre uno de estos dos caminos. •



Ver para creer. Tomás en un cierto momento va a esperar a ver para creer. Ver al Resucitado para creer que ha resucitado. (Algo que, de distintas maneras, muchos podemos exigir hoy, cuando decimos eso de «si no lo veo no lo creo»). Pruebas, signos, evidencias… (y tenemos la respuesta de Jesús, ¿qué más signos queréis?). Solo hay que cambiar la manera de mirar. Hay otro camino mucho más arriesgado, valiente, audaz y libre. Jesús va a proponer a Tomás (y a nosotros) un camino diferente para lidiar con la duda. «Cree y verás». Da el salto al vacío de la fe. Creer para ver. Cuentan de un compañero que un día en que surgió

una conversación sobre estos temas de la duda, de golpe lanzó un sorprendente y nostálgico «Mira tú que si Dios no existe…». En ese momento todos hicieron silencio, un poco abrumados por el abismo de esa afirmación. Al instante, quien había lanzado la primera afirmación sonrió, y dijo, «Recemos un padrenuestro para que exista». Y es que, ¿quién no tiene alguna vez ese punto de duda? Hace unos años en un debate entre Richard Dawkins (máximo representante del ateísmo radical) y el arzobispo de Canterbury, figura clave de la Iglesia anglicana, llegaron al punto de la duda. El arzobispo reconoció dudar, lo que aprovechó Dawkins para atacarlo. Sin embargo, el arzobispo se volvió a él y le dijo: «¿Me puede decir, al cien por cien, que está convencido de que no existe Dios?». Dawkins se quedó callado, sonrió y respondió: «Al noventa y nueve». Lo cual, en el fondo, es reconocer ese resquicio para la duda presente en nuestros caminos. Pero hay la posibilidad de arriesgarse a creer, y entonces ver. Es decir, arriésgate. Arriésgate a pensar que el amor es posible y verás que es posible. Aprenderás a descubrirlo alrededor. Arriésgate a creer que merece la pena dar la vida por el evangelio y verás que no solo enriquece la vida, sino que la hace profundamente fecunda y recibes el ciento por uno. Arriésgate a creer que el perdón nos hace libres y nos ayuda a sanar y verás cómo en la vida muchas de las historias que te toca vivir son sanadas por el perdón, y verás la profunda libertad de quien vence al odio y al rencor. Arriésgate a creer que Dios está contigo y verás que estaba, incluso cuando no lo percibías. Es la opción no por la certeza, sino por la confianza. Tener fe es confiar. Incluso cuando dudas, confiar. No tengas miedo de dudar. Pero, aun así, arriesga. En todo caso preocúpate si las dudas te paralizan. Porque tal vez, si eliges el camino de ver para creer, y solo te fías de lo que ves, te dejarás engañar mucho más fácilmente, porque no todo lo que vemos es real, hay mucha apariencia y mucha fachada. Si eliges el camino de creer para ver podrás llegar a la hondura de la realidad, podrás ver el espíritu y no solo la forma. Ojalá todos nos atrevamos a arriesgar, a confiar, a elegir la fe, y entonces, el día más inesperado, cuando no nos demos cuenta, nos encontraremos con que aquellas dudas que pesaban tanto ahora pesan mucho menos, y lo que brota

es un corazón agradecido, capaz de reconocerle, y de decir: «Señor mío y Dios mío».

CONSEJOS AL TOMÁS QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO Tocar para ver. Ver para creer. Enrocarte en la sospecha, en garantías y cautelas. Pensar mal, y acertar. ¿De verdad quieres ese camino? Tú, de la gente, piensa bien, y acertarás, aunque te equivoques. Tú elige creer para ver. Creer en el amor, que es posible, aunque a veces se haga el escurridizo. Creer en el vecino, que es persona, y siente, come, ríe y pelea, como tú, con sus razones y sus errores. Creer en el futuro, que será mejor cuanto mejor lo hagamos. Creer en la humanidad, capaz de grandes desatinos, pero también de enormes logros. Creer en la belleza, individual, única, que se sale de los cánones y se encuentra en cada persona. Creer en las heridas de Dios, nacidas de su pasión por nosotros. Entonces verás, con el corazón desbocado

por la sorpresa y el júbilo, al Señor nuestro y Dios nuestro que se planta en medio, cuando menos te lo esperas.

20 de abril ¿En qué consiste nacer de nuevo? Lunes de la segunda semana de Pascua

Hch 4,23-31. Pedro y Juan, puestos en libertad, volvieron a los suyos y les contaron lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos. Sal 2. Dichosos los que se refugian en ti, Señor. Jn 3,1-8. Tenéis que nacer de nuevo.

Nacer de nuevo. Qué imagen tan bonita. Porque, por una parte, nacer nacemos una vez, como morir moriremos una vez. Pero esa expresión, en el contexto del diálogo entre Jesús y Nicodemo, inmediatamente evoca varias cosas. Nacer de nuevo evoca cambio –una transformación, un giro de timón– y evoca comienzo, el principio de algo. Creo que son dos elementos necesarios en la vida y en la fe. El cambio es parte de la vida. Hay momentos en que el cambio es necesario y, a veces, hasta algún cambio radical. Cambiar puede ser reorientar el rumbo. Dejar de hacer lo que estabas haciendo y empezar algo distinto. Todos hemos cambiado a veces en la vida y comenzado de nuevo, trabajos, relaciones, etapas. Dejas a la espalda un camino y empiezas algo distinto. Hay otro sentido del cambio que es el de crecer. Hay aspectos en los que crecemos y en ese sentido cambiamos. Cuando le decimos a alguien «qué cambiado estás», es la misma persona, pero en algún sentido ha crecido, puede ser físico, puede ser de carácter… Además de cambio, nacer de nuevo evoca también novedad. Una etapa nueva que comienza.

Si hablamos de nacer de nuevo, desde el contexto de la fe, inmediatamente resuenan para nosotros los sacramentos de la iniciación cristiana. Suponen, en un momento de la vida, entrar a formar parte de la comunidad, acoger una vivencia explícita de la fe. Para nosotros, los sacramentos de la iniciación cristiana son ese momento de «nacer de nuevo, en agua y Espíritu». Pero la realidad es que, por los tiempos que corren, esto no es fácil. Es posible que en la historia de la Iglesia haya habido momentos en que estos sacramentos de la iniciación cristiana se hacían de manera consciente y adulta, tras un largo catecumenado personal. Pero hoy, en nuestro contexto, al menos el contexto de España desde donde hablo, los sacramentos de la iniciación pasan sin mucha huella por quien los recibe. El bautismo, porque se da en los primeros días o semanas de la vida –y son padres o padrinos quienes son conscientes–. Incluso la confirmación, en muchos casos, no pilla con una madurez que te haga demasiado consciente de a qué estás diciendo que sí. Más cuando, en las últimas décadas y por algunas opciones pastorales, se viene adelantando la edad de confirmación. Un «sí» maduro a veces no nos llega con los sacramentos de la iniciación. Pero hay momentos en la vida en que puede llegar. Hay momentos en la vida en los que descubres que el evangelio no es una serie de relatos, parábolas que todos conocemos, pero contado para niños. El evangelio de niños es para los niños, y está muy bien. Pero el evangelio va ganando hondura, carga existencial y vital, trascendencia, llamada, provocación, profecía. Sería una pena si lo dejamos en una lectura infantil de la realidad. Hay momentos en la vida en que toca replantearse la fe. Toca decirse, ¿de verdad quiero abrazar este evangelio? Pueden ser momentos en los que tienes una crisis existencial, vital, de fe. Puede ser que, tras una época de lejanía, de distancia, tras haber sentido que la fe infantil ya no te llegaba, pero no haber buscado nada más, por el motivo que sea, empiezas a buscar. Intuyes que el evangelio tiene detrás una verdad que nunca has vivido con hondura, con pasión, con radicalidad. Descubres que cabe en tu vida una relación profunda con Dios a la que se te llama y que nunca has vivido de manera consciente. Creo que hay momentos en cada vida y cada historia en los que tenemos la oportunidad de dar el salto de confianza a la fe adulta (recordemos a Tomás).

La situación que nos está tocando atravesar. Esta pandemia del COVID-19. Tantas situaciones novedosas podrían suponer, en nuestras vidas, un nacer de nuevo. Si cuando salgamos del confinamiento todo sigue igual para nosotros, nuestras relaciones, nuestros valores, nuestras rutinas, o nuestra fe, tal vez tendremos que preguntarnos si la vida está pasando por nosotros o si solo somos espectadores distantes. Al menos en tres áreas de la vida personal y de su dimensión religiosa quizás se nos está llamando a nacer de nuevo. •



En concreto, la vivencia de la comunidad (el valor de estar juntos). La fe no es una historia íntima y exclusiva entre Dios y yo. Es una experiencia de amor compasivo y samaritano, de tejer vínculos. Incluso esta manera tan especial que estamos teniendo de celebrar en la distancia, unidos a gente muy diversa, todos sorprendentemente unidos. Nacer de nuevo será volver a ponerle nombre a los vínculos (de familia, de amistad, de solidaridad). También al sentirnos parte de una comunidad mucho mayor que un grupo de amigos. Y a la verdadera compasión (padecer con otros). Ojalá la soledad de ahora nos haga más capaces de abrirnos al encuentro. Y entonces estaremos naciendo de nuevo. La fe. Hay momentos –como ahora– que nos piden una lectura creyente de las circunstancias. Nuestra práctica religiosa también ha de hacerse preguntas en este momento. Qué celebro. Qué añoro. Qué he descubierto que ya no es rutina. Ojalá nuestra práctica religiosa, cuando volvamos a la normalidad, esté llena de sentido, de significado y de vida. Ojalá nuestra escucha sea activa, hambrienta de sentido. Y ojalá tengamos tiempo, a la luz de esta situación, para hacernos algunas preguntas necesarias: ¿Dónde está Dios en medio de este sufrimiento? Hay un modo de responder, y es que Dios está del lado de los que sufren ¿Quién es mi prójimo? Ahora que tantos, de tantos modos, estamos golpeados por las consecuencias de esta pandemia, podemos unirnos al sufrimiento de otros que a veces nos resulta distante, lejano, del que solo somos espectadores y no prójimos. ¿A qué quiero dedicar mi tiempo? Eso es la vocación a la que estamos llamados ¿En qué consiste el amor verdadero? Intentar empezar a responder a estas preguntas de una manera distinta y



atravesada por lo que nos está ocurriendo es nacer de nuevo. Buscar respuestas en Dios y su evangelio es nacer de nuevo. Buscar respuestas compartidas en comunidad es nacer de nuevo. Nacer de nuevo es replantearse el uso del tiempo. Todos tenemos un tiempo limitado. Ahora somos muy conscientes de ello. Todos tenemos una historia. Solo una, que es la que vamos forjando, escribiendo y construyendo con nuestros pasos y decisiones. Nuestras historias serán reflejo de la historia de la salvación en la medida en que sean reflejo del Dios del amor. Cuántas de nuestras historias han sido, hasta ahora, historias de eficacia, de prisa, han sido carreras vertiginosas por vivirlo todo. Y miramos al presente y descubrimos que aspiramos a algo diferente.

Saldremos de esto. Antes o después. Ojalá antes. Y ojalá salgamos transformados, convertidos, cambiados, verdaderos discípulos de este evangelio, que vivido de una manera adulta es buena noticia para nosotros y para el mundo.

HAY QUE NACER DE NUEVO Nací una vez, a la luz, a la vida, al ruido, a los olores, al calor y al frío, a los abrazos, al hambre, a los sabores, a la saciedad, al gusto, a la música, a la ternura, a los encuentros. Después, pequeñas muertes fueron matando sueños, anhelos, inocencia y pasión. Si tú tiras de mí, naceré de nuevo, al reino y al evangelio, al amor y la esperanza, a la voz de los profetas, a una misión. Cada vez que muera, volveré a nacer. La verdad se irá curtiendo en mil duelos.

El espíritu irá renovando mi yo gastado. El agua viva lavará cada herida vieja. Hasta esa muerte final, que será antesala de un último nacimiento, a la Luz, a la Vida, y al Amor. Y esta vez ya para siempre.

21 de abril Unidad, solidaridad y testimonio, tres dimensiones de la comunidad Martes de la segunda semana de Pascua

Hch 4,32-37. El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía, pues todo lo poseían en común. Sal 92. El Señor reina, vestido de majestad. Jn 3,5a.7b-15. Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Presidió José Ramón Busto, SJ El evangelista Lucas, autor también del libro de los Hechos, nos presenta en la primera lectura una foto fija de la primitiva comunidad en la que subraya dos aspectos: la unión de los ánimos «todos pensaban y sentían lo mismo» y la solidaridad en la caridad, lo que los llevaba a compartir los bienes. La comunidad cristiana ha nacido de la resurrección del Señor. Lucas presenta en su libro varias instantáneas de la primitiva comunidad parecidas a esta, aunque probablemente un poco idealizadas, que nos dan a entender cuál es el ideal de la comunidad cristiana: vivir unidos en la fe y solidarios y caritativos con los necesitados. Nos dice también que los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. La palabra testimonio conecta esta primera lectura con el pasaje evangélico de hoy, que forma parte del diálogo de Jesús con Nicodemo relatado en el evangelio de Juan. Nicodemo es un magistrado, por lo que representa al pueblo judío, pero

que no llega a creer, como la mayor parte del pueblo judío no creyó en Jesús. Por eso el evangelio no dice que Nicodemo llegara a la fe, aunque tras la muerte de Jesús contribuyera a darle sepultura junto con José de Arimatea. Jesús invita a Nicodemo a renacer de nuevo del agua y del Espíritu. El pueblo judío creía en Dios creador y salvador, pero Jesús invita a Nicodemo a creer en su persona y acoger su mensaje. He aquí el nuevo nacimiento. Pues Jesús ofrece al pueblo judío una nueva idea de Dios, que estaba ya recogida parcialmente en el Antiguo Testamento, pero que Jesús lleva a una radicalidad que la convierte en novedosa. En el Antiguo Testamento se dice que Dios es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, que no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas (cf. Sal 103,8-10), es decir, que el Antiguo Testamento proclama la misericordia de Dios. Esa misericordia de Dios ha llegado a su punto culminante al entregar a su Hijo en nuestro favor. Jesús le dice a Nicodemo que, si no entiende las cosas de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? A mi modo de ver las cosas de la tierra se refieren al reconocimiento de los beneficios salvíficos que Dios ha hecho al pueblo de Israel a lo largo de la historia, pero las cosas del cielo se refieren a la salvación que Dios ha hecho de toda la humanidad gracias a la entrega cruenta y generosa de Jesús. Creer que para llegar a la resurrección es preciso entregar la vida pasando por la muerte corresponde al designio salvífico de Dios. A los hombres no se nos hubiera ocurrido. Nosotros hubiéramos pensado que la salvación solo podía venir del triunfo. Pero Dios piensa que la salvación puede nacer de la cruz si la cruz está llena de amor. Jesús elevado en la cruz es la salvación, como la serpiente de bronce que elevó Moisés en el desierto sanaba a los antiguos israelitas con solo mirarla. Mirar con los ojos de la fe al Señor elevado sobre la cruz nos da la salvación y nos lleva a configurar nuestra actuación con la suya, imitando su modo de pasar por el mundo que consistió en hacer el bien. Encontrarnos con el Señor muerto y resucitado nos hace renacer de nuevo cada día, en cada circunstancia. Un nuevo nacimiento que nos lleva a vivir de una manera nueva, que se caracteriza por la unión de los ánimos en la fe y la solidaridad con los necesitados.

Este es el testimonio que Jesús primero y los cristianos con él damos en nuestra existencia. Fijémonos que esta palabra de Jesús está en plural en el evangelio: de lo que sabemos hablamos, de lo que hemos visto damos testimonio. El evangelista ha puesto en boca de Jesús el testimonio que él dio primero y que los cristianos continuamos dando a lo largo de la historia con él.

NADIE NI NADA Nadie estuvo más solo que tus manos perdidas entre el hierro y la madera; mas cuando el pan se convirtió en hoguera nadie estuvo más lleno que tus manos. Nadie estuvo más muerto que tus manos cuando, llorando, las besó María; mas cuando el vino ensangrentado ardía nadie estuvo más vivo que tus manos. Nadie estuvo más ciego que mis ojos cuando creí mi corazón perdido en un ancho desierto sin hermanos. Nadie estaba más ciego que mis ojos. Grité, Señor, por qué te has ido. Y Tú estabas latiendo entre mis manos. José Luis Martín Descalzo

22 de abril Luz y tiniebla Miércoles de la segunda semana de Pascua

Hch 5,17-26. En aquellos días, el sumo sacerdote y todos los suyos, que integran la secta de los saduceos, en un arrebato de celo, prendieron a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública. Pero, por la noche, el ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó fuera. Sal 33. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. Jn 3,16-21. El que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

He tenido la oportunidad de hacer bastantes veces el camino de Santiago. Ahora, en tiempo de confinamiento, uno evoca hasta con cierta nostalgia ese estar al cielo abierto, caminando, con un horizonte amplio… Una experiencia que tienes, cuando peregrinas, es lo que ocurre si, por algún motivo, sales muy temprano, y la primera hora vas prácticamente a oscuras. Ese primer tramo que haces en la noche puede ser un poco más incómodo. Vas a oscuras. No ves el camino. Y vas entumecido, preocupado por no ver las señales. Cuando lentamente empieza a amanecer, van ocurriendo al tiempo tres cosas con la llegada de la luz: •



Descubres la belleza de lo que está alrededor. Lo que estabas perdiéndote, sobre todo en jornadas en que a primera hora hay una subida y de golpe se te desvela un paisaje que te rodeaba y que no estabas percibiendo. Puedes ver más lejos. Cuando vas con una pequeña linterna ves lo que dé de sí el halo de luz de la linterna. Pero cuando la luz del sol



lo cubre todo, te da mucha más perspectiva. Tienes más claro el camino (y eso te da seguridad). Ya no es tan fácil que dejes de ver las flechas.

La belleza, la perspectiva, y el sentido (¡qué tres dimensiones tan necesarias en la vida!). Son las tres dimensiones que nos aporta la luz. Hoy el evangelio nos habla de descubrir la luz y no quedarnos en la tiniebla. Bueno, creo que, en la vida, aun intentando no caer en una mirada maniquea a la realidad (porque hay matices), sí podemos entender que en nuestro horizonte personal, social, vital, comunitario, hay un reto desde la fe: elegir aquellas dinámicas en que la luz (de Jesús) lo ilumina todo, nos da perspectiva, nos ayuda a entender la belleza y nos ofrece un horizonte de largo tiempo y ancho espacio. Creo que muchas realidades de nuestra vida, nuestro mundo y el momento presente que nos toca vivir, se pueden entender en esta clave de lucha entre la luz y la tiniebla. Seguramente todos podríamos hacer un balance de luces y sombras que asoman en lo personal, en lo social, en lo colectivo, en lo comunitario… Luz, desde la fe, es lo que nos acerca al sueño de Dios para nuestra vida. Tiniebla lo que nos aleja. Y he querido hacer una pequeña enumeración de alguna de las luces y sombras que voy descubriendo. En mí, en otros (cercanos o lejanos) y en el mundo del que formo parte. Con el deseo de que elijamos y nos dejemos abrazar por la luz. LUZ es la actitud de servicio de mucha gente que va mucho más allá de una profesión, una tarea o un sueldo; se convierte en vivencia de una vocación y hace de la atención al prójimo una seña de identidad. TINIEBLA es la ceguera y el egoísmo de quien, en este momento, solo se preocupa de lo suyo (especialmente cuando hay muchas historias, vidas y situaciones tan golpeadas). Hay que ser capaces de mirar afuera. Pero el egocentrismo de mirar solo por uno mismo está ahí también. LUZ es el sentido del humor, para plantar cara a los problemas sin renunciar a reír, o a sonreír si uno puede animar a otros. Y la actitud de quien hasta para criticar –y hay mucho que criticar sobre todo lo que está ocurriendo– lo hace sin añadir hostilidad, amargura, violencia o descalificaciones personales.

TINIEBLA es la falta de transparencia, que demasiadas veces se convierte en el último fallo, la última traición y el último abandono a las víctimas de esta pandemia. LUZ es la imaginación, la creatividad, las maneras de reinventarse al usar el tiempo, de encontrarnos en la distancia. TINIEBLA es ver en esto solo otra excusa para las polémicas de siempre (a favor o en contra de los de siempre, sean los que sean), sin ser capaces de entender y dar relevancia a lo excepcional de esto que nos está pasando. LUZ es la honestidad de quien pone primero, y delante, a las víctimas, y antepone eso a intereses particulares, estrategias o estadísticas. TINIEBLA es la corrupción de quien solo se pone delante a sí mismo, sus intereses y su conveniencia. LUZ es el amor que ha pasado a primer plano. Amor porque tenemos tiempo para pensar en la gente a la que queremos ver, en la familia, en los amigos. Amor incluso cuando es amor herido por la pérdida, pero de golpe, cuanto amor. LUZ es la comprensión del Dios-con-nosotros, ¿con quién Ahora con los enfermos, con los más frágiles, con los más heridos, con los más solos, con los que sirven, con los que aman, con los que buscan respuestas… Siempre y en todo caso del lado de los crucificados. TINIEBLA es la religión del miedo que quiere ver en la pandemia la acción de un Dios castigador y aprovecha para ajustar cuentas con un mundo que no le gusta. LUZ es el descubrimiento de que somos comunidad (también en la dispersión), y el sentirnos unidos tantos hombres y mujeres de muchos lugares, sensibilidades, situaciones –pensad en esta misma comunidad virtual de tantos miles de personas de diferentes edades y lugares, unidos en la misma fe–. TINIEBLA es la indiferencia hacia el prójimo. LUZ es, en fin, la lectura creyente que estamos pudiendo hacer cada uno de esto que está ocurriendo y que quizás implica redescubrir la fe, el amor, la vida, la muerte, el sentido de lo que hacemos, lo que entendamos por felicidad, y la esperanza.

Todo esto es muy genérico, pero luego en cada vida se aterriza y se convierte en algo real. A mí me gustaría compartir con vosotros algunas luces de estos últimos días. Muchos preguntáis, con cariño, con la mejor intención, con delicadeza, por nuestra comunidad[1]. Somos una comunidad de 19 personas. Hay 8 confinados por haber dado positivo, aunque casi todos asintomáticos. Lo que nos está ocurriendo está siendo una experiencia comunitaria preciosa y de mucha luz, que me gustaría compartir con vosotros. Yo tengo el privilegio de hacerlo desde aquí, pero estoy seguro de que si cualquiera de vosotros pudierais dar vuestros propios testimonios todos tendríais historias semejantes de luz que contar. Las palabras de ánimo y de aliento y de buen humor que se intercambian en nuestro grupo de WhatsApp. Cómo, a veces, la persona que más motivos podría tener para sentirse con miedo, por su perfil de riesgo, es la que tiene palabras más cálidas, más generosas, más atentas con los otros. La disposición de quienes estamos sanos para ayudar y cuidarse. No podéis imaginar la cantidad de propuestas de la gente de casa para ayudar, repartiendo comidas, tomando temperaturas o pulsaciones, acompañando, encargándose de las tareas que nos vamos repartiendo entre todos. Incluso quien, por salud, no puede hacer más, lo expresa con pena… La esperanza inquebrantable del que, ante el confinamiento, en lugar de añorar su ritmo habitual imparable, le da la vuelta a la situación y se alegra, y dice «qué bien que por fin tengo tiempo para escribir», sin perder el humor. La devoción con que alguno pide que se le lleve la comunión, ya que tenemos el privilegio de ser una comunidad religiosa donde está a su alcance. El servicio silencioso de tantos. Nuestra manera de ser comunidad de oración y encomendarnos allá donde vamos celebrando. En la debilidad nos reconocemos mucho más hermanos, mucho más amigos, mucho más creyentes. Yo os confieso una cosa. Llevo muchos años de jesuita, y he tenido muchas vivencias y muchas comunidades. Pero, quizás, nunca me he sentido tan orgulloso de ser jesuita, de la comunidad y de las vivencias compartidas, como en esta época. No solo mi comunidad, sino tantas personas que están desviviéndose unos por otros. Eso es luz. Ojalá nosotros, como dice san Juan, podamos preferir la luz a la tiniebla. Y al

dejarnos envolver por la luz de Dios, haremos entonces, gracias a él, que el mundo brille.

[1] Unos días antes había contado, en la eucaristía, que varios miembros de la comunidad habían dado positivo en las pruebas del COVID-19, entre ellos los que habitualmente estaban ayudando en la retransmisión.

MENTIRAS La paz sin tormenta la pasión sin Pasión la encarnación sin carne el amor sin historia la risa sin alma … mentiras. El desprecio en Tu Nombre, la virtud arrojadiza, la justicia inhumana, la palabra sin misericordia, la promesa sin lazo, la renuncia sin nostalgia … mentiras. El amor sin zozobra, la pregunta sin riesgo, la fe sin duda, la seguridad sin resquicios, lo que «siempre ha sido así» … más mentiras. Pero tu Verdad ilumina nuestras sombras, desmonta nuestros engaños y despierta la esperanza.

23 de abril Jesús, testigo de Dios Jueves de la segunda semana de Pascua

Hch 5, 7-33. Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Sal 33. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. Jn 3,31-36. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida.

Si algo tienen en común las dos lecturas que acabamos de escuchar es la referencia a los testigos creíbles. Jesús, testigo del Padre, y Pedro o los apóstoles, testigos de Jesucristo. En nuestra vida todos necesitamos testigos. Gente que se convierte en referencia para que podamos creer en algo que no hemos visto. Son gente de la que nos fiamos, y su testimonio a veces es crucial en algunas decisiones que tenemos que tomar. Para que un testigo sea válido ha de tener tres rasgos. • •



Uno, que sea creíble. No basta con ser creíble. Para nosotros ha de ser también veraz. Y quien dice veraz, dice coherente. Desgraciadamente estamos hartos de gente que nos miente con naturalidad y de la manera más convincente. Tampoco basta credibilidad y veracidad. Es también necesario que su mensaje nos importe. Que lo que cuente sea interesante, necesario o valioso para nosotros.

¿A quién seguir en la vida? Hay gente que parece que ya se lo sabe todo. Gente que parece que desde un punto de autosuficiencia enorme parece decir: «Yo es que conozco mi camino, yo es que no tengo nada que aprender, yo es que marco la medida de todas las cosas (esos diríamos que solo confían en sí mismos)». Es muy pobre, muy triste, e insuficiente. Todos hemos experimentado que hay momentos en que claro que vamos a necesitar a alguien más. Pero a veces la respuesta la buscamos en testigos bastante insuficientes. Hay mucho gurú por ahí, y no solo en la política, que se quiere convertir en maestro de vida (del veganismo, del deporte, del éxito empresarial, del coaching…). Cuánta gente ofreciendo dar respuestas. Queremos que sean creíbles y coherentes. Hace unos meses se produjo un escándalo en Instagram cuando «por error» una amiga subió la foto de una gurú del veganismo comiendo carne. Fue una decepción para sus seguidores por la incoherencia manifiesta. Luego, hay algo que no es seguimiento, sino seguidismo. Esto, por ejemplo, se da mucho en la política. Es el seguir a alguien y convertir dicho seguimiento en ceguera. No importa la coherencia, no importa la credibilidad y no importa la veracidad. Solo importa si es de «los míos» o de «los otros». Al final, cuando hacemos seguidismo, no buscamos testigos fiables, no exigimos coherencia, hay un doble rasero por el que la gente acepta en unos lo que critica en otros, y con el mismo entusiasmo. Yo os confieso que estoy bastante desengañado de los líderes de nuestro mundo. (y creo que necesitamos hoy líderes que de verdad sean creíbles, coherentes y que muestren un horizonte y tengan un discurso que merezca la pena, sin tratarnos como necios). Pero nosotros, cristianos, tenemos a Jesús como el testigo de la verdad. Jesús, que da testimonio del Padre. Es a quien seguimos. Su vida para nosotros es testimonio, apunta hacia el Padre, y nos muestra un horizonte deseable y posible. Nos habla de un cielo que empieza aquí. Y su Espíritu en nosotros, si le dejamos, nos convertirá también a nosotros en testigos creíbles. ¿De qué es testigo Jesús para nosotros? 1) De que Dios está con nosotros. En Jesús Dios quiso expresar que no es un Dios distante, lejano, ajeno. Que no es un Dios que haya

abandonado a sus hijos. No estamos solos. Hay un Dios que acompaña nuestra historia y nuestros pasos, que sostiene nuestra vida, que cuando lo sentimos, está, y cuando no lo sentimos, también. Que en nuestros días radiantes brilla con nosotros y en nuestras noches oscuras nos sostiene y alivia las heridas. Que nos ofrece dirección y camino. Que es Espíritu vivo en cada ser humano, un Espíritu que se da sin límite y con abundancia. 2) Jesús es testigo de que el amor verdadero es posible. Cuando digo esto del «amor verdadero», me tengo que recordar que yo soy de la generación marcada por La princesa prometida, aquella búsqueda del amor verdadero, para no caer en una visión demasiado edulcorada. Porque, con los años, he comprendido que el amor verdadero es mucho más que aquel amor romántico allí descrito, que tal vez era verdadero, pero muy limitado. El amor verdadero es el que mostró Jesús, el Hijo amado, el testigo de una forma de acoger a las personas. Es estar ahí para el prójimo. Y convertir en prójimo a todo aquel que pueda necesitarme. Es desear el bien del otro. Es donarse en el servicio cotidiano y concreto. Es el amor capaz de perdonar y, al hacerlo, vuelve a abrir la puerta a la esperanza. Es la lógica diferente de un mundo donde los últimos son los primeros porque necesitan serlo. Es un amor preferencial a los más pobres, los más frágiles y los más débiles. No es que esa preferencia excluya a los demás, sino que cuida más de quien más necesita ser cuidado e invita a cuidar más de quien más lo necesita. Es un amor radical, que dura, que se compromete, que ni negocia ni calcula. Todo esto lo vimos en Jesús. Es un amor que es posible. Muchos de los que compartís esta eucaristía tenéis hijos y seguro que podríais darme lecciones de lo que es un amor radical, generoso, e incondicional, capaz de darse hasta el final y de querer lo mejor para los tuyos. 3) Jesús es testigo de un Espíritu que nos habita sin medida. Que se da a cada ser humano. Eso es una provocación. Jesús se relaciona con todo tipo de personas. A todos acoge. Eso no significa que tenga palabras fáciles para todos. Jesús habla con ternura y amabilidad para los que las necesitan. Pero a veces también es duro con quien ha de escuchar una verdad incómoda. Pero lo hace desde la

conciencia de que todos los seres humanos podemos ser habitados por el Espíritu. Eso es radicalmente transgresor. Yo imagino que, como la mayoría, soy mucho más cicatero en los juicios. Conmigo mismo y con los otros. Hay gente en la que me cuesta ver el Espíritu. De esta persona digo que es un caso perdido. De esta otra, noto que no me gusta. De aquella, que me cae mal. Y terminas tratando mejor o peor a las personas por afinidades. Pero no es ese el testimonio que da Jesús. Jesús es testigo de que Dios está con nosotros, de que el amor verdadero es posible en nuestras vidas, y de que cada uno de nosotros somos amables porque estamos habitados por el Espíritu. Afortunadamente, tenemos mucho que aprender y crecer (cada uno). A eso lo llamamos conversión. Y quizás lo aprenderemos dejando que Jesús nos cuente quién es Dios, cómo es el mundo y cómo nosotros mismos podemos llegar a ser. Ojalá, escuchándole y creyéndole, decidamos seguirle.

APLICANDO SENTIDOS Señor, déjame ir contigo solo quiero caminar detrás, pisar donde pisas mezclarme entre tus amigos. Recorrer esas aldeas que habitan los olvidados los que no recuerda nadie ver como los recuperas. Quiero escuchar tu palabra simple y preñada de Dios que aunque a muchos incomode a tanta gente nos sana. Quiero sentarme a tu mesa comer del pan compartido que con tus manos repartes a todos los que se acercan. Y un día tocar tu manto como esa pobre mujer suave, sin que tú lo notes arrancarte algún milagro. Esa que todos marginan se atreve a abrazar tus pies y derrama su perfume porque en ti se ve querida. Que de tanto ir junto a ti pueda conocerte más, tú seas mi único amor y te siga hasta morir. Javi Montes, SJ

24 de abril Equipaje vital: cinco panes y dos peces Viernes de la segunda semana de Pascua

Hch 5,34-42. Habiendo llamado a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Sal 26. Una cosa pido al Señor: habitar en su casa. Jn 6,1-15. Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces, pero ¿qué es eso para tantos?

Otro día, como venimos haciendo estos viernes, nos toca hacer una lectura creyente de la Palabra. Y hacerlo en el contexto que nos toca vivir, y en este intento de hacer una memoria agradecida de las vidas de nuestros difuntos. Empiezo recalcando algo que decía la semana pasada. No son cifras. No son estadísticas. No son curvas. No son números. Son vidas de personas, hombres y mujeres, a quienes hemos querido y queremos. Rara es la familia, comunidad o grupo de amigos donde la muerte no haya tocado cerca estos días. Decía el otro día que la mirada a las vidas que se nos han ido es como hacer un examen –es decir, una mirada creyente– a esas vidas, marcado por la gratitud, por la necesidad ya de reconciliar lo que ha podido quedar a medias, por la petición y la conciencia de que hay que seguir viviendo con la memoria de esas personas como un tesoro. Hoy me gustaría dar un paso más, y profundizar un poco en lo que la muerte nos enseña de la vida. Porque la muerte supone hacer balance de la vida de quienes se van, pero también nos invita a hacer un balance – aunque sea provisional– de las nuestras. Mirad, se me ocurría una interpretación un poco particular de este relato de la multiplicación de los

panes y los peces (también por el contexto de una eucaristía que quiere ser memoria de tantos difuntos); y es esta: que la vida es ir preparándonos para ofrecer, al final, cinco panes y dos peces. Ese es el equipaje que al final llevaremos. Desde la fe, la vida es ir definiendo ese equipaje vital, eso que llevamos. Lo que tienen en común esos panes y peces que ese muchacho ofrece es… • • •

que son valiosos (porque son necesarios). Porque hay hambre en ese contexto; que compartidos se multiplican. Cinco panes y dos peces que parecen poco para tantos, se multiplican al repartirse; que generan encuentro, fiesta y alegría. Podemos imaginar esa comida de la multitud, fraterna y alegre. Como una romería. Quizás ahora que estamos tan separados valoramos más ese ambiente de encuentro y fiesta.

Lloramos a nuestros seres queridos porque en su vida, de algún modo, han puesto sobre la mesa panes y peces, sus talentos, capacidades, su amor; su presencia para nosotros fue valiosa, porque se compartieron, se nos dieron, y al hacerlo fueron fecundos. Y por eso, agradecer su historia, aunque duela, es celebrar sus vidas. Por eso llorarlos es reconocer lo mucho que los amamos. Y por eso recordarlos es al tiempo afirmar que han dejado una huella importante en nosotros. Ellos ya están en el Padre. Ellos ya han hecho ese último viaje. Ellos han llegado a Dios y le han presentado sus panes y sus peces, que forman parte de ese banquete eterno, compartido por tantos, y al cual nos incorporaremos algún día. Pero creo que su partida es un toque de atención para nosotros. Porque se nos vuelve pregunta. Y tú, ¿qué quieres dejar cuando te vayas? ¿Qué quieres haber construido, llevado? Fijaos, pienso ahora que la muerte es un poco como el último viaje, la última mudanza. Cuando haces una mudanza es llamativa la cantidad de cosas que descubres que has ido incorporando a tu vida y que en realidad serían prescindibles. Que ya solo las mueves de un lugar a otro, pero en realidad libertad sería saber desprenderte de ellas. Hay muchas cosas que habría que ir dejando atrás. Pero, dicho eso,

también eres consciente, al hacer una mudanza, de que hay algunas cosas que sabes que estarán siempre ahí. Algunas fotografías (que hablan de vida); algunas cartas (que hablan de amor, de amistad, confidencias, dificultades); algunos libros; algunos objetos (a menudo vinculados a memorias y personas); la fe (tan batallada y buscada en nuestras historias); y los nombres de la gente cuya vida se entrelaza con la tuya de modo inextricable, nombres que sabes que siempre irán contigo porque no puedes entender tu vida sin esas otras vidas, con las que hay comunión y encuentro. Creo que la muerte, tan en primer plano, es un momento para hacer balance. Del equipaje que estamos armando, llevando, de lo prescindible que deberíamos dejar porque no aporta nada, ni al mundo ni a los otros ni a nosotros. De lo que podemos compartir porque es valioso, y al compartirlo hacerlo fecundo y convertirlo en fiesta. La muerte en el horizonte, en el presente la de nuestros seres queridos y en el horizonte la nuestra, pues todos pasaremos por ella, se tiene que volver una llamada. Todos moriremos un día –no sabemos si pronto o tarde–. Aprovechemos el tiempo (mucho o poco) que se nos ha dado para compartir nuestros panes y peces; nuestros talentos, nuestro afecto y compasión, una compasión que tiene que hacer del mundo un lugar más justo, más humano también para aquellos a quienes las circunstancias de la vida les ponen en situaciones verdaderamente inhumanas; nuestra alegría de vivir y nuestra determinación por dejar el mundo un poco mejor de lo que lo encontramos. Porque al final, la vida son dos días. Pero que sean dos días llenos de amor.

BALANCE Al final del camino cosecharemos amor, sembrado en desvelos, palabras, silencios y gestos. Compartiremos, en cena festiva la mesa en que un día dejamos unos panes y unos peces, y descubriremos a nuestro lado a quienes tanto hemos querido. Contemplaremos nuestra historia como la ve Dios. Él nos dirá quiénes fuimos. En su relato, verdad y misericordia bailarán entrelazadas, para mostrarnos luces y sombras. Volverá a arder el corazón como en tantos instantes en que fuimos suyos. Quizás duela un poco el bien que no hicimos.

La Vida, mayúscula, eterna, e invencible, acogerá la muerte en su abrazo. Al fin habremos llegado. A casa.

25 de abril Preguntas para hoy y conciencia del mundo Fiesta de san Marcos, evangelista

1 Pe 5,5b-14. Revestíos de la humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes. Sal 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Mc 16,15-20. Se apareció Jesús a los once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación».

Presidió Seve Lázaro, SJ Más que como víctima o testigo del coronavirus, que eso no deja de ser otra de las peripecias que la vida nos depara y de las que nadie puede sentirse a salvo, sí me gustaría ser testigo de la buena noticia que estamos celebrando en este tiempo pascual, de la resurrección de Jesús. Y en la que nos coloca esta festividad de san Marcos. Volviendo los discípulos allá a Galilea, donde empezó todo, el lugar de los sueños, el lugar de la relación con Jesús, el lugar del anuncio y del seguimiento de tanta y tanta gente. Es ahí donde me quiero situar. Porque qué buenas oportunidades abren tiempos intempestivos como estos que estamos viviendo para volver a hacernos las preguntas importantes de la vida, esas que tan olvidadas y aparcadas solemos tener cuando todo nos sonríe. Para ello tenemos que dejar que la prepotencia o los prejuicios dejen paso a ese silencio que es la antesala de la experiencia de fe.

A eso te quiero invitar. Ahí donde te encuentres ahora mismo, en el silencio de tu casa abre tu mísera y pequeña existencia ante este gran misterio de la vida que nos rodea… Así, como en cualquier otro momento de tu vida pudiste hacerlo sentado o arrodillado en cualquier banco de la iglesia. Y una vez en silencio, pide a Jesús la gracia, que es a la vez locura, de sentirte escuchado en esas preguntas o gritos que salgan de tu corazón. Vive esa gracia de sentir que todo eso que te susurra o conmueve en tu corazón es Dios quien lo está poniendo ya en ti… Y ábrete a él. Simplemente, ábrete por dentro y déjale ser dentro de ti. Remienda las heridas de tu alma a la luz de narraciones como la que hemos escuchado… Y siente que Dios está a tu lado, te quiere, confía en ti… Y te envía… Mira, a quien hace esta experiencia de Dios, Dios lo saca de sí y lo empuja hacia los demás. Lo pone a eso que decía san Ignacio: a amar y servir. Dice el papa Francisco, en Evangelii gaudium, que uno de los principios que puede servirnos para hacer frente a las tensiones sociales propias de toda convivencia es que la realidad siempre es superior a la idea. Creo que esto, aplicado a la realidad de una crisis como la que vivimos es muy importante, porque tenemos una tendencia muy grande a fabricarnos pompas imaginarias e instalarnos en ellas. Por eso creo que la pregunta que me gustaría hacerte hoy sería: ¿Hasta dónde llega tu conciencia de realidad de lo que está pasando en nuestro mundo? a. Tal vez solo a celebrar el hecho de no haber sido tocado por esta pesadilla del coronavirus o el miedo a cogerlo. Pues pregúntate como puedes ir un paso más allá… b. Y empieza a informarte bien de lo que está pasando. Ya sé que da pereza, pero es necesario en nuestro mundo estar bien informado de las cosas. Un gran teólogo del siglo pasado decía que todos los días teníamos que tener en una mano la Biblia, o Palabra de Dios, y en la otra el periódico. c. Quizás tu perímetro de contacto con la realidad solo llega a estar bien informado, haber leído bastantes artículos, estar enterado de las cifras de muertos diarios, de los ERTES que múltiples empresas han

hecho, etc. Pregúntate cuál es el siguiente paso, cómo puedes romper ese círculo e ir un poco más allá. d. Uniéndote por ejemplo a cualquiera de las muchas campañas e iniciativas solidarias que en tantos y tantos lugares se están poniendo en marcha. Y disponte para echar una mano, para ser voluntario, para colaborar económicamente con alguna de ellas. e. Yo esta semana he estado un par de días en el cementerio de la Almudena. Y os confieso que después de haber estado en el hospital con el virus, ha sido la experiencia de mayor realidad durante este tiempo de pandemia. Acercarme a esa dura realidad de la pérdida de seres queridos, de los que no nos hemos podido despedir, a los que no hemos podido dar la mano en el último suspiro, a los que no podemos enterrar acompañados de familia y amigos. Este es el lugar en el que se encuentran miles de personas. A ellas me quiero dirigir para terminar este breve reflexión y decirles que se sientan acompañadas por este buen Dios en el que creemos, en su dolor, que desechen la culpabilidad sentida por no haber podido estar en el último momento acompañando a su ser querido y que sientan que sus seres queridos, aun a falta de toda muestra de afecto por nuestra parte, están en buenas manos y habrán recibido todo el consuelo que no pudieron encontrar en este trágico final de su vida.

VOLVERNOS PEQUEÑOS Que la vida nos vuelva pequeños, frágiles, vulnerables. Que se lleve como agua del río nuestros secretos orgullos, nuestras grandes ambiciones. Que nos conmuevan, como de niños, las palabras y gestos de ternura, los sucesos y gritos del dolor Desandemos ya los pasos que nos llevaron equivocadamente a creernos reyes empinados sobre todos los valles y escenarios de este mundo. ¡Cuántos desengaños, traiciones y magulladuras en nuestro corazón! Vuélvenos, como en la infancia, la atención hacia la fantasía, hacia los secretos del universo, hacia las cosas anodinas. Y entre risas, juegos y silencios perder sin más nuestro tiempo, y ganar, al fin, nuestra vida. Seve Lázaro, SJ

26 de abril El ciclo de Emaús Tercer domingo de Pascua

Hch 2,14.22-33. Lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte. Sal 15. Señor, me enseñarás el camino de la vida. 1 Pe 1,17-21. Dios lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios. Lc 24,13-35. Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.

Del mismo modo que hay otros lugares cargados de significados en nuestro camino de fe (Belén, Nazaret, Jerusalén, Betania…), creo que Emaús refleja muy bien un ciclo que forma parte de todas nuestras vidas. Un ciclo por el que pasamos, no una vez, sino muchas. Es un recorrido que casi podemos hacer semana a semana, en la vida habitual. Alrededor de la mesa cargamos las pilas, compartimos, nos llenamos de buenos propósitos. Nos ilusiona el evangelio y su proyecto, intuimos que la vida puede ser mejor así, queremos seguirle, le decimos: «qué bien se está aquí», y nos lanzamos a vivirlo. Pero luego, en la vida diaria, hay veces en que este fuego se va apagando o convirtiendo en brasas y a veces en rescoldo. Momentos en que uno como que tiene muchas ganas, mucha fuerza, muchos motivos, y hay otras ocasiones en las que no parece encajar todo tan bien. La vida se te pone cuesta arriba y la fe, un poco, también. Y van brotando las historias cotidianas. Al menos tres tipos de heridas:







Las inseguridades y heridas personales, cada quién sabe cuáles son, que te muerden y te descolocan. No todos tenemos las mismas, pero todos tenemos alguna. Algún zarpazo que nos ha pegado la vida, los otros, o nosotros mismos. Los conflictos entre las personas, las incomprensiones, el egoísmo en acción –propio o ajeno– que no son fáciles de afrontar; la sensación de ver que esto del evangelio suena muy bien, pero luego uno no lo ve por ninguna parte en las relaciones humanas. Las estructuras inamovibles que hacen que uno pierda la fe en el mundo y en sus posibilidades. Incluso en lo eclesial nos ocurre. Y así, por el camino, se nos va apagando la ilusión, las fuerzas, las ganas.

Así que alguna vez te descubres como estos peregrinos, camino de Emaús: comentando la jugada, quejándote, tal vez con tristeza. Abatido. Casi rendido. Con ganas de tirar la toalla. Es que no hay forma, es que yo no puedo, es que los otros… Lamentando que las cosas no fueran como antes. Y esa tristeza se va convirtiendo en rendición o en conformismo o en aceptación de una vida que es menos de lo que un día soñaste que podría llegar a ser. Entonces uno va rindiendo la esperanza. Y, por el camino, Dios se nos apaga un poco. Y calla. Y acaso desaparece. Y abandonamos la fe como algo de otra época, de una juventud más idealista. O convertimos la nostalgia –de tiempos pasados– en exigencia. Y le exigimos a Dios que actúe como nosotros pensamos que actúa (sin pensar que Dios puede entrar en nuestra vida de tantas maneras…). Pero Dios nos va a seguir saliendo al camino de las maneras más insospechadas. Porque hay, en el camino, en todos los caminos, destellos de resurrección. Una palabra de aliento; una presencia acogedora; la letra de una canción; una palabra inesperada que nos toca dentro, un rato de oración, una foto en el Facebook de algo que me parece verdad (pero no termino de darme cuenta); un acto de compasión que nos recuerda a qué aspiramos los seres humanos; un instante de oración en que percibes algo más, y ese algo es Dios; una conversación con alguien; y acaso, algún domingo, aquí, alrededor de esta mesa común, uno vuelve a acordarse, al ser consciente de lo que aquí celebramos, del amor incondicional de un Dios que sigue creyendo en cada uno de nosotros. Y entonces el rescoldo

se vuelve llama de nuevo. Y entonces uno se carga de propósitos y de motivos. Y decide intentarlo de nuevo. Y volver a casa. Y contarlo, y compartir lo mejor que tienes con otros… Este tiempo de pandemia también puede tener algo de Emaús. ¿Hay motivos para el desaliento? Sin duda los hay. No solamente la tragedia del virus. Pero incluso desde la fe, hay discursos que evocan la decepción de Emaús. Por ejemplo, la pregunta que hay quien lanza: «¿Por qué Dios permite esto?», que tiene detrás una teología que comprende muy mal de qué lado está Dios en esta historia. O las batallas centradas en la forma y no en el fondo. Las descalificaciones. El peligro que tenemos de no abrazar la realidad en que nos estamos moviendo y quedarnos en un mundo de idealismos estériles. Todo eso hace que te vayas apagando. Sin embargo, al mismo tiempo, si prestamos atención, veremos que hay muchos espacios que son como esa mesa de Emaús. Muchos espacios donde se ve en acción el amor que se entrega, la vida fecunda, el pan partido y compartido. Fijaos, si no, en tantos motivos para la esperanza: el amor que ha pasado a primer plano; quizás hacía tiempo que no dedicábamos tanto espacio en la vida a caer en la cuenta de lo importantes que son las personas a las que amamos, y que nos aman; la fe, sorprendentemente reavivada en tantos casos, tras demasiada rutina e inercia, porque quizás la inercia y la distancia de una fe rendida se vuelve, en estas circunstancias, pregunta, búsqueda o palabra escuchada como por vez primera, y de nuevo arde el corazón; la conciencia de que Dios está en nuestras vidas; la generosidad convertida en entrega, de tantas personas que en este momento se preguntan cómo ayudar y se dan mucho más allá de lo exigible, poniendo en riesgo su salud y su vida; la conciencia del valor de tantas cosas que hasta ayer dábamos por sentadas, creíamos que siempre estarían ahí, y hoy redescubrimos desde el prisma del agradecimiento: la libertad, el simple hecho de pasear, la posibilidad de encontrarnos, la gratuidad de tantas vivencias… Estamos, como los de Emaús, redescubriendo tanto que en nuestra vida es don y llamada. El ciclo de Emaús no termina diciendo: «¡Ay! Qué contento estoy, que arde mi corazón». El ciclo de Emaús termina poniéndose en camino para ir a contar lo que uno ha visto. Y se es testigo con obras y con palabras. Contando lo que hay, pero también haciéndolo real en la propia vida. Tenemos que ser testigos creíbles del evangelio. De

nada sirve decir «creo en Dios» si luego desprecio al hermano. De nada sirve decir «creo al Dios del amor» si luego mis palabras son de odio, de juicio, de insensibilidad. De nada sirve decir «creo en el Dios que se da en el pan partido y compartido» si luego yo no me doy a su manera, hasta el final, dándolo todo. ¿Por qué digo que esto es un ciclo y no es de una vez para siempre? Porque creo que esto vuelve a empezar una y otra vez. ¿Creéis que los discípulos de Emaús fueron felices, comieron perdices y ya nunca más tuvieron dudas, preguntas y ausencias? ¡Venga, por favor, que el evangelio no lo escribió Disney! Si una de las cosas que el mismo evangelio nos dice es que cuando lo reconocieron ya no estaba. ¿Volverán a tener los de Emaús días malos, noches inquietas, jornadas de queja? Es posible que sí. ¿Volverán a tener momentos de nostalgia? Es posible que sí. Y otra vez les saldrá al camino el Señor. Lo que pasa es que cuanto más largo va siendo el camino y más se repite el ciclo, más profundas van siendo las respuestas, porque vamos avanzando a través de noches de búsqueda y de días radiantes, a través de distancias y de encuentros, y ojalá siempre haciendo real el evangelio. Para esto solo se nos pide una cosa: Mantener la puerta de casa abierta y ser capaces de decirle: «Quédate».

QUÉDATE A veces iré distraído, y a mi vera serás peregrino ignorado. Tú hazte notar. Puede que vaya sumido en fracasos, rumiando derrotas, lamentando golpes, arrastrando penas, sin ver el sol radiante, la vida que bulle, tu mano tendida. Tú toca mi hombro, e importúname. Acaso, perdido en palabras, no escuche tu voz desvelando lo escrito en el cielo, en la historia, en el acontecer de cada día. Tú grita. Quizás no te lo pida, no te abra la puerta, ni me dé cuenta del hambre que nos atenaza. Pero tú quédate. Tal vez, al conocerte,

te quiera retener en mi casa, a mi mesa, apresando el instante. Tú te irás, de nuevo, dejando en mi pecho el fuego de mil hogueras, y la alegría de un reencuentro.

27 de abril A Dios lo amamos amando al prójimo Lunes de la tercera semana de Pascua

Hch 6,8-15. Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Sal 118. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor. Jn 6,22-29. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre.

Presidió José Ramón Busto, SJ El Dios del pueblo de Israel es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero la relación de los cristianos con él no tiene lugar del mismo modo que la establecen los judíos. Por eso el cristianismo y el judaísmo son dos religiones distintas, aunque adoren al mismo Dios. La primera lectura nos habla de las discusiones entre los judíos de habla griega que vivían en Jerusalén con Estaban, uno de los siete recién elegidos para ocuparse de la actividad caritativa de la Iglesia, también judío de lengua griega, cuyo martirio leeremos en la eucaristía de mañana. Esteban, nombre griego que significa Coronado, es el primer mártir de la Iglesia, cuyo martirio tuvo lugar muy probablemente el año 33, tres años después de la muerte de Jesús. La relación del judaísmo con Dios se establecía mediante el culto del Templo de Jerusalén y el cumplimiento de la Ley de Moisés. Por eso en la primera lectura los judíos acusan a Esteban de blasfemar contra Moisés y contra Dios, que luego se concreta en «hablar contra el Templo y la Ley».

Es decir que Esteban mantiene que la Ley de Moisés y la presencia de Dios en el Templo de Jerusalén han perdido su virtualidad salvífica. A partir del año 70 en el que el Templo fue destruido por los romanos al mando del emperador Tito, hasta el día de hoy, la relación del judaísmo con Dios se establece únicamente por el cumplimiento de la Ley tal como es interpretada por el Talmud. Pero lo que une a los cristianos con Dios es la fe en Jesucristo. Esas han sido las últimas palabras del pasaje del evangelio de hoy. «La obra que Dios quiere es esta: que creáis en el que él ha enviado». La fe consiste en abrir nuestro corazón a Jesucristo, el enviado de Dios, para entregarle nuestras vidas a él y con él, por él y en él entregarlas a Dios Padre. En el evangelio de hoy, las gentes que seguían a Jesús, a las que él había dado de comer con la multiplicación de los panes, le buscan y le siguen a la otra orilla del lago porque buscan obtener algo de su poder. Y Jesús se lo echa en cara: «Me buscáis porque habéis comido pan hasta saciaros». La fe no es un medio para obtener beneficios de Dios o ventajas de ser creyentes, sino una entrega, un obsequio, como formulaba la definición clásica de la fe. La fe es el obsequio que hacemos a Dios de nuestra existencia. ¿Es esto demasiado exigente? Quizá nos lo parezca. Pero Dios nos lo ha dado ya todo. En esto consiste el amor, como dice la primera carta de Juan: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó primero. Por la fe nos abandonamos y nos entregamos al amor de Dios que nunca se deja ganar en generosidad. Como nos dice Jesús en el evangelio de Mateo: «Vuestro Padre celestial sabe qué os hace falta antes de que se lo pidáis» (Mt 6,8). El amor siempre desea ser correspondido. El amor que Dios nos tiene no es una excepción. Por eso Dios espera que correspondamos al amor que nos ha tenido primero con nuestro amor. Pero a Dios no le podemos hacer nada directamente. Nuestro amor a Dios se juega en el amor a los demás. Por eso la primera carta de Juan, tras decir que el amor consiste en que Dios nos amó primero, añade «por eso debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). La fe no se agota pues en un conocimiento intelectual ni en un mero sentimiento devoto. La fe se muestra operativa por la caridad como escribió san Pablo (Gal 5,6). Todo lo que hacemos a los demás se lo hacemos a Dios. Siendo verdad que a Dios no le podemos hacer nada

directamente, sin embargo, indirectamente le hacemos todo lo que hacemos a los demás y no solo a los demás, sino también todo lo que hacemos a la creación. Pues Dios en su Hijo Jesucristo ha asumido nuestra naturaleza humana y nuestra condición creatural, de modo que toda la humanidad y la creación entera son ya cuerpo de Cristo. Gracias a nuestra fe y a nuestra caridad Jesús nos podrá decir en el juicio final: «Venid benditos de mi Padre porque cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, me lo hicisteis a mí» (cf. Mt 25,40).

COMPARTID «Haced esto en memoria mía». Compartid el pan, el vino y la palabra. Cuando el fracaso parezca desmembrarlo todo, cada persona, cada grupo, como cuatro caballos al galope tirando del vencido hacia los cuatro puntos cardinales, cuando el hastío vaya plegando cada vida aislada sobre sí misma, contra su propio rincón, pegadas las espaldas contra muros enmohecidos, cuando el rodar de los días arrastrando confusión, estrépito y consignas, impida escuchar el susurro de la ternura y el pasar de la caricia, cuando la dicha te encuentre y quiera trancar tu puerta sobre ti mismo, como se cierra en secreto una caja fuerte, cuando estalle la fiesta común porque cayó una reja que apresaba la aurora, amanece más justicia, y la solidaridad crece, reuníos y escuchad, compartid el pan, compartid el vino, dejad brotar la dicha común y sustancial,

el futuro escondido en este recuerdo mío inagotablemente vivo. Benjamín González Buelta, SJ

28 de abril Dar la vida Martes de la tercera semana de Pascua

Hch 7,51–8,1a. Como un solo hombre, se abalanzaron sobre Esteban, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo. Sal 30. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Jn 6,30-35. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.

Hay relatos que la liturgia nos propone en distintos momentos durante el año. Este del martirio de Esteban que acabamos de escuchar, lo oímos en el año litúrgico dos veces. Curiosamente la primera es el día 26 de diciembre (justo después de Navidad, en el día de san Esteban), y la segunda hoy, en el tiempo de Pascua. Es curioso pensar en ese arco, desde el nacimiento a este tiempo en el que estamos celebrando la memoria de la resurrección. Es ese eterno baile de contrarios. Vida y muerte. Martirio y resurrección. Principio y final. Cara y cruz… Hay ahí una llamada. A dar la vida. Dar la vida no es morir. No es la manera en que exhalamos nuestro último aliento. Dar la vida es vivir. De una manera determinada. La vida no la das en el momento de espirar. Cuando Jesús dijo en la cruz «todo está cumplido», lo que estaba era terminando un camino. Pero un camino que había vivido cada día de su historia. Cuando Esteban es asesinado, no es más que el final de un tiempo en el que ha estado actuando –como veíamos ayer– lleno de gracia y poder, sabiduría y espíritu.

¿Qué es dar la vida? Es ser coherente con el evangelio. Una coherencia que muchas veces va a provocar incomprensión, reproches, ataques y muchas situaciones difíciles. Es elegir repartir, con la propia vida, el alimento que no perece: el pan, la paz y la palabra. Es servir. Al mundo y a la sociedad, a los más pobres, en defensa del Reino de Dios. Es decir, un mundo donde las relaciones humanas sean dignas. Donde la fe sea vivencia libre y motivo de hondura y sentido. Donde el amor sea nuestra lógica. Donde de verdad creamos en la misericordia y la hagamos creíble. Donde celebrar sea encontrarse, acoger y hacer presente a Dios donde dos o tres se reúnen en su nombre. ¿Cómo se da la vida? Depende de contextos. Hay lugares donde esa coherencia, ese testimonio, y esa fidelidad, implican persecución y muerte. Porque sí, he dicho que dar la vida no es morir. Pero a veces es vivir de tal manera que arriesgas (y hasta pierdes) la vida. Hoy, hay en nuestro mundo muchos cristianos perseguidos. Muchos millones de personas que, por creer, por celebrar, por defender la fe, se exponen a ser asesinados. Y desgraciadamente, muchos lo son. Egipto, Sudán, Níger, la India, Pakistán… En muchos contextos. Es una persecución enorme, silenciosa y a veces silenciada, cuando por distintas razones la prensa no se hace mucho eco de esta dimensión de la fe en nuestro mundo. Hay también lugares donde no es el mero hecho de ser cristiano, sino el de pelear por la justicia que nace de la fe, lo que pone en riesgo la vida. También hay hoy en día muchos hombres y mujeres perseguidos, y a veces asesinados, por defender la justicia que nace de la fe. Por ponerse de parte de los pobres en la defensa de los derechos humanos y de la dignidad de las personas. Pensemos, por ejemplo, en la cantidad de sacerdotes asesinados en México por su defensa de las comunidades y por negarse a dejar que en esas comunidades que tienen encomendadas los narcos actúen impunemente. La persecución a la Iglesia en Nicaragua o Venezuela por plantar cara a las violaciones de los derechos humanos y a la impunidad de un poder que actúa contra la población. La cantidad de agentes de pastoral asesinados en la Amazonia por defender los derechos de la población indígena y oponerse a la explotación indiscriminada de la tierra, del medio ambiente o de la creación. Así se nos recordaba en el reciente Sínodo, solo que esa dimensión quedaba invisibilizada tras algunas polémicas artificiales.

Podríamos poner muchos ejemplos. Muchos. Yo, en ocasiones, cuando veo los dramas que hacemos aquí por pequeñas contrariedades, no sé qué pensar, la verdad. En muchos de nuestros ámbitos tal vez el rechazo es más bien ignorancia, indiferencia o prejuicio. O es también rechazo basado en el desconocimiento. Pero cuidado con no ponernos demasiado alegremente la etiqueta de mártires, porque con eso estaremos tomando a la ligera las vidas entregadas de tanta gente que verdaderamente la da hasta el final, por defender su fe y la justicia que nace de la fe. ¿Qué nos toca a nosotros en contextos donde no hay esa persecución o amenaza de martirio? Nos sigue tocando dar la vida. Ser coherentes. Tomarnos en serio el evangelio. Y si nos quejamos, que sea en nombre de las verdaderas víctimas de nuestro mundo, de nuestras sociedades y de nuestra Iglesia. No se trata de quejarnos porque no nos tomen en serio, sino tomarnos nosotros en serio el evangelio. Tan en serio que nuestra historia se convierta en testimonio creíble del amor, en pelea por la justicia que nace de la fe, que también aquí hay que defenderla. Tenemos que convertir nuestras vidas en transparencia de Dios. Que quien nos vea intuya su lógica y su evangelio. Y eso incomodará, inquietará, descolocará. Pero probablemente también transmitirá pasión y verdad. Vivir a la manera de Dios. Creer en el que él ha enviado. Entonces sí. Si somos capaces de hacer esto, de trasladar la coherencia entre la palabra que escuchamos y la palabra que vivimos. Si nuestra vida es reflejo de ese pan bajado del cielo. Si nuestros gestos, nuestras palabras y nuestra ternura se convierten en alimento de tantas hambres cotidianas, concretas y reales en nuestro mundo; entonces sí comprenderemos lo que es dar la vida. Que no es morir, sino vivir el amor, todos los días.

TESTIGO Si te atacan, déjame ser testigo de la defensa. Quiero gritar al mundo nuestra amistad aunque demasiadas veces te he fallado. Intentaré, esta vez, soltar la piedra y escribir, en la arena palabras de amor, como Tú me enseñaste. Déjame mostrar el barro que tú vuelves tesoro si te dejo ser alfarero de mis días. Contaré las historias que aprendí de Ti. Expondré tu lógica que trastoca protocolos Y aunque mi palabra sea solo balbuceo, basta un eco de tu voz para despertar, en otros, nostalgias de infinito. Sé que Tú no necesitas mi defensa, pues tu evangelio ya venció. Soy yo, que necesito

ser más discípulo, aprendiendo, de Ti, a hacer de la vida hogar y fiesta. Que quien me escuche, Te oiga y quien me busque, Te halle. Que quien me encuentre Te abrace, Y quien me mire, Te vea.

29 de abril Hambre de Dios Miércoles de la tercera semana de Pascua

Hch 8,1-8. Los que habían sido dispersados iban de un lugar a otro anunciando la Buena Nueva de la Palabra. Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera. Jn 6,35-40. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás.

Hace años, haciendo el camino de Santiago, íbamos dos jesuitas con un grupo de estudiantes jóvenes. Iban quejándose porque no les gustaba la comida que había aquel día. Llevaban horas refunfuñando, protestando. Hasta que uno de ellos en un momento dijo algo así como: «Es que nosotros no hemos venido aquí a pasar hambre». Entonces, el jesuita que lideraba la marcha, que ya debía estar harto de la situación –con razón– se dio la vuelta y les gritó, indignado: «¡Vosotros! Vosotros en la vida nunca habéis pasado hambre. Como mucho apetito». Lo dijo de tal modo y con tal contundencia que allí se acabó toda la protesta. Siempre he recordado este contraste entre el hambre y el apetito. Es muy inspirador cuando lo aplicamos a la vida. Porque en realidad tenemos apetito de muchísimas cosas, dependiendo de momentos y situaciones. Pero hambre, verdadera hambre, de menos. Y esas realidades de las que tenemos hambre son las que verdaderamente convertimos en prioritarias, las que tiran de nosotros, las que son innegociables… El hambre vuelve, viene, invade, necesitas responder, no puedes alejarte mucho de ella.

Incluso ahora podemos pensar que tenemos ya hambre de desconfinamiento, pero yo me atrevo a decir que aún es solo apetito. Hambre de libertad quizás la tiene quien lleva años encarcelado. Nosotros tenemos muchas ganas de salir, de empezar la normalidad…, pero, ¿hambre? ¿Por qué digo esto? Porque quizás la pregunta a la que apunta Jesús es si tenemos apetito o hambre de Dios y de su evangelio. Hasta qué punto el evangelio en nuestra vida, la centralidad de Jesús en nuestra historia y la presencia del Espíritu dentro de nosotros es un apetito puntual o es un hambre que de verdad tira de nosotros en la vida. Hay distintos ámbitos donde nos podemos preguntar si nuestra fe es hambre o apetito de Dios. Se me ocurren tres grandes «hambres» en las que se materializa nuestra hambre del pan vivo. Por una parte, el hambre de justicia es evangélica. La bienaventuranza lo dice: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia». Más aún, hablamos de la justicia de Dios, que es siempre la protección de cada ser humano, pero con especial predilección y cuidado por los más débiles y frágiles, los indefensos, los que nada tienen. Pero la justicia de Dios va más allá de la de este mundo. La justicia de Dios tiene dos elementos necesarios: verdad (que nos hace libres) y misericordia (una mirada que a cada ser humano lo salva). Nosotros podemos confundir el hambre de justicia evangélica con un grito por una justicia mucho más revanchista, ideológica, teñida de odio. Entendedme, yo estoy igual de enfadado que muchos. Y con ganas de gritar airado, con frustración y enfado, por todo lo que no terminas de entender, por lo que crees que se podría hacer de otra manera, y claro que quiero justicia. Pero tengo que examinar dentro de mí cuando la justicia que pido es la que nace de la fe. Cuando es la que busca la verdad con todos sus matices y no una verdad sesgada, ideológica, que salva a unos y condena a otros, siempre en función de las mismas perspectivas, más cargada de agresividad que de misericordia. Claro que tenemos hambre de justicia. El mundo y sus víctimas lo necesitan. Por eso, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, que es hambre de Dios. En segundo lugar, hambre de Dios. ¿Qué es el hambre de Dios? Es hambre de trascendencia, de que el Espíritu de Dios nos habite. Es la necesidad de una mirada creyente a nuestro mundo para entender cómo la

realidad remite a Dios, nuestro principio y fundamento. Creo que reducir el hambre de Dios al hambre de participar en la eucaristía es de una pobreza enorme. No digo que no sea importante, pero el hambre de Dios es muchísimo más amplia. Se puede tener desde tu casa, cada uno de los días de tu vida, estando confinado… Es la pregunta por el sentido, la felicidad, el sufrimiento, la vida, la muerte, el Dios que nos sostiene, lo que puede ser la vida si nos entendemos como hijos amados de un Dios que a cada uno sostiene en la palma de su mano, hambre, en fin, de eternidad. Por último, hambre de amor. Tiene un verso muy bonito Dulce María Loynaz que dice algo así como «hambre de amor para esta sed de mundo». Del profundo. Del que describíamos hace unos días como amor verdadero. Del que tiene tiempo para el otro. Del que se da. Del que se parte y se comparte. Ese amor radical, primero, incondicional, generoso. No de cualquier cosita a la que llamamos amor. Creo que hoy se nos hace una invitación a mirarnos por dentro y ver de qué tenemos hambre en la vida, en nuestra historia, en nuestros días. Y a preguntarnos si tenemos hambre de evangelio, de fe y de Dios. Quizás al haber frenado estos días uno se puede dar cuenta de que, en lo personal, en lo comunitario y como sociedad, y a veces también como Iglesia, estábamos engañando el hambre con golosinas que nos tenían entretenidos, pero mal alimentados. Amores egoístas. Un mundo de mucha evasión. Entretenimiento o hiperocupación para no pensar. El exceso de experiencias y vivencias de consumo que van pasando, pero no dejan demasiada huella. El ruido que enmascara la necesidad que tenemos de un silencio habitado. Las espiritualidades sin contenido. De golpe, cuando todas esas golosinas han desaparecido, descubrimos al fin que detrás había un hambre mucho más profunda: del pan vivo, de la palabra llena de sentido, y de la paz construida entre todos.

HAMBRE El mundo entero está inquieto, como si un ruido de fondo impidiera el silencio necesario. Como si una larga sequía negara sus lágrimas a la tierra. Como una agenda vacía. Como una fiesta sin risas. Como un pájaro que choca con el cristal al buscar la luz, ciego al obstáculo contra el que se estrella una y otra vez. El mundo, agitado, no se atreve a frenar. Disfraza su congoja de burla, y enmascara el vacío con historias anodinas, con personajes planos, con relatos sin huella, con vidas en bucle. Si tan solo tomase un instante para escuchar el grito de dentro, el clamor que le brota en la entraña, la ausencia que habla de encuentro. Si tan solo pusiera nombre al hambre de Dios…

30 de abril Pan vivo Jueves de la tercera semana de Pascua

Hch 8,26-40. Felipe se puso a hablarle, y tomando pie de este pasaje, le anunció la Buena Nueva de Jesús. Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera. Jn 6,44-51. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.

La oportunidad que estamos teniendo de compartir día a día la liturgia nos permite hacer un recorrido que se va enriqueciendo. Ayer hablábamos del hambre. Y decíamos que quizás el hambre que nace de la fe es el hambre de Dios, el hambre de justicia y el hambre de amor. Hoy volvemos sobre esta cuestión y damos un paso más. Tenemos que preguntarnos, ¿con qué se sacia esa hambre? ¿Dónde podemos encontrar respuestas para estos anhelos profundos? ¿Dónde encontrar el pan vivo del que habla Jesús En la medida en que vemos a Jesús presentándose como pan de vida, promete saciar nuestra hambre de trascendencia, de plenitud y de sentido. ¿Dónde y cómo saciar esa hambre sin alimentarnos con sucedáneos o con pequeñas mentiras –también pequeñas mentiras religiosas– que engañan el hambre, pero nos siguen dejando un poco vacíos? Mirad, en primer lugar, en el participar de su mesa. O, dicho de un modo más amplio, en la práctica religiosa. Participamos de su vida y de la vida de la Iglesia. Entre nosotros hay muchos católicos practicantes, otros no practicantes. Hay quien es de cumplir y quien es de vida más intensa,

hay quien mantiene cierto vínculo a través de bodas, bautizos y comuniones. Pero debemos preguntarnos: Practicar, ¿por qué? A veces uno oye a personas que dicen que han abandonado la práctica religiosa porque ya no les aporta nada. Dándole la vuelta a esa afirmación, tal vez el confinamiento sea una oportunidad para repensar nuestra práctica. El tener que repensar nuestra forma de celebrar o el buscar una manera diferente de compartir la mesa del Señor está despertando algo nuevo en mucha gente – tal vez por la novedad, por el contexto, por la sorpresa de celebrar desde el propio hogar, o por la sed y el hambre de sentido del momento presente–. Y muchas personas expresan que este itinerario está siendo ocasión de renovar algo que estaba adormecido, aparcado o vivido con inercia. La realidad es que la práctica religiosa es importante, no por cumplir. No porque el rito en sí sea mágico. La práctica religiosa es importante porque es un camino para convertirnos no en espectadores, sino en protagonistas de la vida de Dios en nosotros. Cuando participamos de la eucaristía no lo hacemos como espectadores, sino como protagonistas. Personas que entendemos que nuestra vida está llamada a ser eso mismo de lo que estamos participando. Cuando escuchamos la Palabra no lo hacemos como quien oye llover, quien escucha una canción. No basta decir «Me gusta». No basta decir: «Padre, qué bonita la homilía». En el fondo hay una pregunta: Esta palabra que he escuchado; este evangelio que se me plantea –y que en la homilía tan solo se intenta traducir– ¿está hablando de la propuesta de Dios para mi vida? ¿De la llamada, del don de Dios para este mundo, y para mí? La práctica religiosa no es un paréntesis en medio de la vida, sino un puente entre la fe y la vida diaria. La práctica religiosa es una manera de alimentar de sentido mi vida diaria, para ayudarme a vivir en esa vida cotidiana lo que propone el evangelio. Por eso, de golpe, el paréntesis en la práctica religiosa habitual se vuelve pregunta y recordatorio. Y la pareja que tiene que posponer su matrimonio tiene ocasión de profundizar en el amor que quiere celebrar. No estamos bautizando. Pero podemos preguntarnos por qué es tan importante esta puerta de entrada en la Iglesia. No está habiendo confirmaciones. Y de golpe nos preguntamos a qué decimos que sí cuando damos ese paso. No estamos pudiendo participar de la manera habitual en la eucaristía. Y sin embargo tal vez nunca como ahora hemos pensado en

el sentido de juntarnos alrededor de la mesa compartir el pan, la paz y la palabra, y qué implica formar comunidad. Hay una oportunidad en esto que nos ha ocurrido. De golpe, nos hemos dado cuenta del sentido, hondura y posibilidades de la eucaristía. Como espacio de encuentro, de escucha, de comunión, como espacio en el que traemos y ponemos en el altar nuestras vidas, historias, heridas. Como lugar donde rezamos por nuestra gente, donde le confiamos a Dios nuestras preocupaciones. Y donde, al participar en la comunión de su cuerpo entregado por nosotros, también vamos comprendiendo que «hacer esto en memoria mía» no es solo repetir un ritual, sino hacer de la propia vida una eucaristía. En segundo lugar, el alimento de la fe es buscar una comprensión vital y honda de aquello en lo que creemos. Demasiadas veces nos hemos conformado con visiones insuficientes, infantiles, muy simples. Como que bastase con lo aprendido en la catequesis de pequeños. En otros ámbitos de la vida no nos conformamos con un conocimiento infantil para la vida adulta. Porque comprendemos que necesitamos algo más. Y, sin embargo, en cuestiones de fe en demasiadas ocasiones nos conformamos con un par de pinceladas muy simples. Porque la fe pone en jaque nuestras concepciones de la vida y la muerte, el amor, la felicidad, el sentido de la vida, nuestro uso del tiempo, la posibilidad y plausibilidad de un Dioscon-nosotros. Las preguntas sobre dónde está, cómo habla, qué quiere de nosotros… Todo eso es muy necesario. Cuando vemos el encuentro de Felipe con el etíope hay algo profundo. La búsqueda honesta e intelectual de respuestas. La fe es también un viaje intelectual. Un viaje en el que intentamos comprender. Necesitamos formarnos. A veces, por ejemplo, te encuentras con fundamentalismos bíblicos que cogen un versículo aislado y con ese versículo justifican todo. Y eso no es otra cosa que ignorancia y pensamiento infantil. ¿No debemos entender la Biblia de un modo adulto? La Verdad para nosotros es Jesucristo y la Biblia es Palabra de Dios en la medida que nos ayuda a entenderlo. O te encuentras con personas que se resignan a que sean otros los que sepan, por falta de tiempo, conciencia, o ganas. ¡Cuántas veces no hemos siquiera leído un libro sobre nuestra fe!

Todos necesitamos hacernos preguntas, beber de las palabras prestadas de otros que han ido buscando respuestas. No podemos conformarnos con dos simplezas –con perdón– que en cuanto alguien nos cuestiona no sabemos cómo responder. Alimentar la fe también es un alimento intelectual. Que no es pura razón desencarnada, pero sí pasa por la razón. Tenemos que entender quién es Dios, el Dios que nos revela Jesucristo. Y llegar a entender el misterio de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Ese es el segundo camino. Tercer camino, el amor en acción se convierte en alimento. El amor en acción desde la perspectiva de la fe se llama servicio. Hay aspectos de la vida en los que parece que lo que das se va gastando (una botella llena de líquido, pues se va vaciando a medida que lo viertes). Pero hay otros en los que cuanto más cultivas, más haces, más pones, de algún modo más tienes. Por ejemplo, el entrenamiento de un deportista. Cuanto más entrena, más fácil le resulta alcanzar determinados resultados. El servicio evangélico responde más a esta segunda lógica. No es que das hasta que te agotas, sino que cuanto más das, más tienes por dar. Cuanto más das, más creces. Porque en el propio proceso de abrirte a la necesidad del hermano descubres que vas creciendo por dentro. Y eso es alimento. Os propongo, de verdad, que alimentemos nuestra fe. En la vida, en nuestra práctica religiosa con sentido, en nuestra búsqueda de respuestas adultas, y en la disposición a servir, a tiempo y a destiempo, a quien pueda necesitarnos que es nuestro prójimo.

EL BANQUETE La mesa está llena. Se sirven manjares exquisitos: la paz, el pan, la palabra de amor de acogida de justicia de perdón Nadie queda fuera, que si no la fiesta no sería tal. Los comensales disfrutan del momento, y al dedicarse tiempo unos a otros, se reconocen, por vez primera, hermanos. La alegría se canta, los ojos se encuentran, las barreras bajan, las manos se estrechan, la fe se celebra… …y un Dios se desvive al poner la mesa.

1 de mayo Nacemos con ojos, pero no con mirada Viernes de la tercera semana de Pascua Memoria de difuntos Día del Trabajo

Hch 9,1-20. Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio. Jn 6,52-59. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida.

Presidió Antonio España, SJ Hoy celebramos el Día del Trabajo. Y la Iglesia celebra el día de san José Obrero. Día de recordar a tantos movimientos sociales que han luchado y luchan por la justicia. También hoy comienza el mes de María: aquella que aceptó a Dios y amó a Dios en su vida. Y hoy, como en estas eucaristías de los viernes, vamos a celebrarla por todas estas personas fallecidas, sobre todo a raíz de esta pandemia del coronavirus. Las cifras nos hablan de más de 25 000 muertos en España, más de 230 000 en el mundo. Si miramos a los jesuitas, han fallecido 40 en lo que va de año natural y 20 en el último mes. No son números, son personas queridas, cercanas y próximas: padres, madres, esposos, esposas, hijos e hijas, abuelos, abuelas, vecinos…, personas que amueblan nuestra alma. Estamos hechos de personas, no de cosas, de títulos o de prestigio. Son las personas que nos han amado las que nos acaban y nos configuran por dentro. Esas personas nos han hablado, escuchado, comprendido. Y son

personas que pasan a ocupar un lugar distinto ante nuestros ojos y también ante los ojos de Dios. San Agustín, en las Confesiones, decía de la muerte de un amigo suyo: «¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí» (Confesiones, L. IV, c. IV). Y es que, al pasar cerca de la muerte, todo se convierte, precisamente, en ocaso y en final. Junto con María y José, junto a todos los santos y santas que nos acompañan desde el Cielo, hay una invitación desde la fe: mirar a Dios en cada persona, presente y ausente. Mirar a Dios nos puede hacer ver los dones y, por tanto, agradecer el paso de Dios por todas esas personas que nos han acompañado (seguro que Dios puso a esa persona ahí –con su amor peculiar– para que nos demos cuenta de algo); imaginar a esa persona acompañada ya por Dios, sostenida por Dios, y quedarnos nosotros mirando a Dios, tratando de descubrir qué dones puso Dios para cada uno de nosotros a través de esa persona que ahora tenemos presente en nuestra oración. También mirar a Dios nos puede convertir hacia él, no hacia nosotros mismos. La primera lectura cuenta la conversión de Pablo (Hch 9,1-20): «una luz lo envolvió», vio a Cristo. Y Jesús le dijo: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Tenía los ojos abiertos, pero no veía. Como decía un jesuita, [José María] Fernández Martos, SJ: «nacemos con ojos, pero no con mirada». Convertirnos hacia Dios es cambiar la mirada. No podemos cerrar los ojos a la realidad, a la dureza enorme de esta enfermedad, a tanta desesperación. Pero puede haber una nueva mirada: tratar de ver un misterio que nos traspasa, tratar de ver que Dios no nos abandona, que hoy hay esperanza en Dios. Precisamente hoy viernes, celebrando aquel Viernes Santo de la Iglesia y del mundo, ¿cuál puede ser mi nueva mirada ante todo esto que sufrimos y ante la ausencia que vivimos? Y mirar a Dios puede aproximarnos a Jesús. Y, curiosamente, así nos aproximamos a Dios: con este Jesús. El evangelio dice hoy que Jesús nos da a comer su carne (Jn 6,52-59). Y quienes lo escuchaban, dudaban de ello. Porque comer su carne y beber su sangre es participar de su vida y de su muerte. Aprender a vivir como Jesús es, realmente, comer su pan. Por eso su pan es vida y muerte, como celebramos en la eucaristía, donde hacemos presente a todas las personas

queridas: porque han participado también de la muerte y resurrección de Jesús. Comer de su pan es vivir para siempre. Mesa que se abre más allá, como dice el mismo Jesús. Es un proceso de acercamiento a Jesús, de conversión personal y de reconocer todo lo recibido. Hoy miramos a tantos fallecidos en Jesús muerto y resucitado. Y a través de él participamos también de su muerte y resurrección. En un libro de Javier de la Torre, Pensar y sentir la muerte (2012), decía: «Esa esperanza y confianza, solo se encuentran en este mundo vinculadas al amor». «Todo lo consumado en el amor, no será nunca gesta de gusanos» (Ángel González). Porque «el amor es fuerte como la muerte», como decía el Cantar de los cantares. Y «amar a un ser es decirle: tú no morirás» (G. Marcel). Desde el amor y el cariño; desde el recuerdo y el respeto por tantas personas que han sufrido y a día de hoy sufren la ausencia, pidamos por ellos a Dios, junto con los santos que nos han precedido y por intercesión de María. Y, precisamente por empezar hoy el mes de María, os invito a rezar juntos un Avemaría.

GUÍAME, SEÑOR Guíame, Señor, mi luz, en las tinieblas que me rodean, ¡guíame hacia delante! La noche es oscura y estoy lejos de casa: ¡Guíame tú! ¡Dirige Tú mis pasos! No te pido ver claramente el horizonte lejano: me basta con avanzar un poco… No siempre he sido así, no siempre Te pedí que me guiases Tú. Me gustaba elegir yo mismo y organizar mi vida… pero ahora, ¡guíame Tú! Me gustaban las luces deslumbrantes y, despreciando todo temor, el orgullo guiaba mi voluntad: Señor, no recuerdes los años pasados… Durante mucho tiempo tu paciencia me ha esperado: sin duda, Tú me guiarás por desiertos y pantanos, por montes y torrentes hasta que la noche dé paso al amanecer y me sonría al alba el rostro de Dios: ¡tu Rostro, Señor! John Henry Newman

2 de mayo Seguir a Jesús no es seguir una idea Sábado de la tercera semana de Pascua

Hch 9,31-42. En aquellos días, la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo. Sal 115. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Jn 6,60-69. Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

Es bien bonito ir recorriendo, en una de las líneas que atraviesa estos meses, el itinerario de Pedro. Lo hemos visto entusiasta, frágil, tocando fondo, negando a Jesús, atormentado por la duda, la tormenta, la culpa… Y ahora, en la primera lectura, lo vemos, en ese relato de los Hechos, como un verdadero discípulo del maestro. Y lo vemos también en el evangelio, pronunciando una de las grandes expresiones de fe: Señor, ¿a quién iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna. Creo que ahí vemos, en Pedro, la verdadera grandeza del discípulo. Quizás su actitud muestra el corazón de la fe. Nuestra fe no es una idea, una teoría, una ética, una doctrina de vida o una filosofía. No es un humanismo. Ni una psicología. Nuestra religión no es sobre hacer. No es sobre pensar. No es sobre saber. Es sobre creer… Pedro no pregunta «¿a dónde iremos?» ni «¿a qué?». No pregunta, «¿cuándo?» ni «¿por qué?». No dice «¿en qué creeremos?». Dice, «¿a quién?». Porque nuestra religión, la fe cristiana, el seguimiento de Jesús,

es una relación personal con Jesucristo. No es extraer lecciones de su vida. Si solo fuera eso, sería insostenible, porque no tenemos suficiente fuerza para vivirlo. La fe es comprender el corazón de la revelación, que viene a ser (de un modo muy esquemático): creemos que existe Dios. Y Dios no es, sin más, un principio, un algo cósmico que está por ahí y de algún modo alienta. No. Creemos que existe un Dios personal, cuya mejor imagen es la de un Dios Padre, que ama lo que ha creado, que somos nosotros, que es el mundo. Todo el universo es, desde la fe, creación. Creemos que Dios, una vez creado el mundo, no lo ha dejado huérfano, sino que sigue presente, cuidándolo, cuidándonos. Pero al mismo tiempo respeta la libertad que nos ha dado. Y quiere ayudarnos a construir, con esa libertad, el sueño de lo que puede ser realmente la vida del ser humano y de la creación entera. Precisamente por eso eligió en Jesús la manera de comunicarse con nosotros respetando nuestra libertad. Dios, en Jesús, se hizo hombre, para decirnos que no se ha desentendido de nosotros, que nos sueña mejores, y que abraza nuestra debilidad; que sigue teniendo un proyecto para cada uno de nosotros. Esto genera contradicción en un mundo donde otras lógicas persiguen otros sueños u otras pesadillas. Por eso a Jesús lo mataron. Pero Dios lo resucitó. Y está vivo. Lo que pasa es que ahora estamos en el tiempo del Espíritu, y es el Espíritu de Jesús, el Espíritu de Dios, la manera en que Dios sigue relacionándose con nosotros. Pero sigue siendo un «quién». En el fondo la pregunta básica para cualquier cristiano es, ¿de verdad crees que Dios es un «Tú»? ¿De verdad crees que te ama, que cree en ti, que está contigo, te apoya y sostiene? La pregunta no es si lo sientes. Puede que alguna vez lo sientas. Otras veces lo sabes. Otras lo esperas y hasta lo deseas. La fe incluye una mezcla de todo eso. Pero creer es varias cosas al tiempo. Es confiar (en el sentido de fiarse). Confiar en la promesa, en lo que nos han dicho los testigos. En lo que dijo Jesús. Confiar y a veces saltar al vacío. Creer es también seguirle. En el sentido del discípulo, (¿a quién iremos? ¿A quién seguiremos? ¿De quién aprenderemos?). Ser cristiano es seguir a Jesús queriendo aprender de él para vivir a su modo de la mejor manera que cada uno podamos.

Falta un paso más. Ese paso es amarle, como respuesta, tal vez pobre, al amor que sabemos que nos tiene. Hay una pregunta clave que alguna vez tenemos que hacernos. ¿Tú sabes que Dios te ama? ¿Sabes que te ama tal y como eres? ¿Sabes que te ama más de lo que tú te quieres? ¿Sabes que te ama en tus luces y tus sombras? No a pesar de quién eres, sino tal y como eres. Esto es lo que experimentaron sus discípulos. Es lo que aprendieron en su vida con Jesús. Es lo que lleva a Pedro a exclamar: «Señor, ¿a quién iremos, si tú tienes palabras de vida eterna?», las palabras de un amor capaz de atravesar la muerte. La pregunta entonces es si nosotros estamos en disposición de plantear esas mismas cuestiones: Señor, ¿a quién iremos? O, ¿a quién estamos yendo? O, de una manera más aterrizada, ¿tú en tu vida, estás siguiendo a Jesús? No como una idea, una teoría, un manual o un código de conducta, sino, ¿estás teniendo de verdad una relación con Dios? Ante esta pregunta la reacción puede ser de escepticismo o perplejidad. Porque sí, son palabras bonitas, pero pueden quedar etéreas. ¿Dónde se vive esa relación? La respuesta es que hay muchos caminos. A Dios lo amas, y te dejas amar por él en el mundo, que lo transparenta: historias concretas, personas concretas, vidas concretas. Lo amas en la creación. Lo amas al descubrir que el amor es una de las dimensiones profundas de nuestra vida. Anda que no nos está importando, en este tiempo de confinamiento, el peso de las relaciones humanas; especialmente aquellas que son innegociables para nosotros. También lo amas en los pobres, como parte herida y crucificada de este mundo, reconociendo que en ellos Dios abrazó al mundo más herido, y desde ese mundo herido nos abrazó a todos. Lo amas dentro de ti, en ese Espíritu que habita en nosotros. Sin invadir, sin anular, sin imponerse. Pero muchas veces hay una presencia en nuestras soledades, una intensidad en nuestras fatigas, una vida en nuestras pequeñas muertes cotidianas, una Alegría que multiplica nuestras alegrías, un horizonte de trascendencia hacia el que a veces anhelamos ir. Ese es el Espíritu de Dios tirando de nosotros y mostrándonos que una vida más plena está a nuestro alcance.

Lo amamos, y nos ama, en su Palabra. ¿Por qué la centralidad de la Palabra en nuestra fe? Porque es Palabra viva, que se nos sigue diciendo hoy. No es el eco de una voz del pasado, sino una Palabra viva hoy. También hoy, aquí y ahora, nos pregunta: «¿Me amas?» o, como hace hoy con los discípulos: «¿También vosotros queréis marcharos?». Tendremos que aprender a responder. Por último, también lo amamos y nos ama en nuestra celebración. Algo bien bonito en este proceso de mantener viva nuestra necesidad de celebrar, también ahora, es pararnos y repensar bien qué significa ser comunidad, ser hijos del mismo Dios, qué significa el amor al que Dios nos invita. Si de verdad, como Pedro, llegamos a decir: «Señor, ¿a quién iremos si tú tienes palabras de vida eterna?», si es nuestra relación con Jesús lo que tira de nosotros, si es una historia de amor, de amistad, una relación personal y la escucha del Espíritu que está dentro de nosotros; entonces nuestra fe no estará construida sobre el odio, la crítica, el desprecio, el deber, la norma o la Ley, sino sobre el amor y el seguimiento de un Dios que, en Jesús, nos sigue diciendo a cada uno de nosotros que vayamos con él. A eso, a ese ir con él, que se materializa de manera diferente en cada vida, lo llamamos vocación. Este fin de semana se celebra la Jornada por las vocaciones consagradas y por las vocaciones nativas (en muchos países donde no había antaño tanta tradición de consagraciones). Consagrar la vida a Dios es una manera de vocación concreta, es dar una respuesta concreta a esa pregunta: «¿Quieres venir conmigo?». En el fondo, cada uno, en nuestra vida, tendremos que responder. La vocación es llamada. Nuestra respuesta pasa por saber si en lo esencial que elijo para mi vida, Jesús es quien le da sentido. Si da sentido al amor que vivo, a los votos con que me consagro, al ministerio que ejerzo, a la historia que construyo formando una familia… Dejemos que esa pregunta lo sea hoy personal y para cada uno de nosotros: ¿También tú quieres marcharte, o quieres venir conmigo, toda la vida?

SEÑOR, ¿A QUIÉN IREMOS? Un día decidimos subir a tu barca, confiarte el timón. Desde entonces navegamos por la vida y escuchamos sonidos diversos, el ruido del trueno que anuncia la tormenta, los cantos de sirena que prometen paraísos imposibles, el bramido de un mar poderoso que nos recuerda nuestra fragilidad, las conversaciones al atardecer con distintos compañeros de viaje, los nombres de lugares que aún no hemos visitado, y los de aquellos sitios a los que no volveremos. A veces nos sentimos tentados de abandonar el barco, de cambiar de ruta, de refugiarnos en la seguridad de la tierra firme. Pero, Señor, ¿a quién iremos… si solo tú puedes ayudarnos a poner proa hacia la tierra del amor y la justicia?

3 de mayo Puertas cerradas y puertas abiertas Cuarto domingo de Pascua

Hch 2,14a.36-41. Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta. 1 Pe 2,20-25. Andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas. Jn 10,1-10. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.

Este cuarto domingo de Pascua es el domingo que se viene a llamar del Buen Pastor. Porque así se presenta Jesús, enseñándonos cómo aprender a cuidar unos de otros. Hoy utiliza una imagen especialmente actual, como es esta imagen de la puerta. Creo que en este tiempo de confinamiento y encierro cobra especial significado hablar de puertas. Quizás porque llevamos un tiempo en el que estamos encerrados y se podría decir que es un tiempo de muchas puertas. Puertas que cuando se cierran nos protegen, y cuando se abren nos permiten acceder a algunos lugares (dos dimensiones, defensa y guía, que son dos de las funciones de ese Buen Pastor con el que Jesús se identifica). Cuando Jesús dice «Yo soy la puerta» está hablando de esos dos sentidos y está haciendo dos promesas: protegernos y guiarnos. ¿Para qué se cierran las puertas? Para protegernos. Fijaos en este tiempo. Las puertas cerradas, que ni nos permiten salir a un mundo donde podemos contagiar y/o contagiarnos; puertas cerradas que también nos defienden de que ese mundo entre, con todos sus peligros (en forma de

virus). Bueno, cuando pensamos en Jesús como puerta, se me ocurre pensar que esto tiene mucho que ver con nuestra necesidad de protección. ¿De qué necesitamos ser protegidos? ¿En qué sentido necesitamos que Jesús sea esa puerta cerrada que nos protege de los malos pastores o de las malas dinámicas que hay en nuestro mundo? Seguramente hay muchos peligros en este mundo, muchas amenazas, muchos riesgos. Cada uno tenemos que descubrir los nuestros, en relación con la vivencia de la fe. A mí se me ocurre enumerar unos pocos… •







La banalidad que impide la hondura. La banalidad es vivir atravesando la superficie sin zambullirse nunca en la hondura. Es verdad que en ocasiones puede ser hasta atractiva. ¿Para qué me voy a complicar la vida? En realidad, nos tenemos que complicar la vida, porque el mundo es complicado. También nuestra historia lo es. Nuestro camino es profundo y hay una llamada verdadera a la hondura. Pero mucha gente elige el camino de la banalidad, y quizás solo demasiado tarde se pregunta si la vida no hubiera podido ser otra cosa. Necesitamos que Jesús nos proteja de la agresividad, la intransigencia y la violencia, tan frecuentes hoy en día, que rompen la posibilidad de comunión y encuentro, y terminan poniéndonos por encima del otro. Jesús, una y otra vez, va a enviar a los suyos con un mensaje de paz. El insulto, el oprobio, el cinismo, la agresividad o la violencia no son nuestro camino. Necesitamos que Dios nos proteja de ello, porque la tentación está ahí. Necesitamos que Jesús nos proteja del egoísmo, tentación universal donde las haya. Convertirse uno en el centro del mundo. Yo soy yo, mis circunstancias y mis intereses, y ande yo caliente, ríase la gente. Mucha gente no vería problema en esa actitud. ¿Por qué no voy a preocuparme de lo mío? Sin embargo, un mundo de gente peleando cada uno solo por lo suyo es una selva. Necesitamos un espacio donde la generosidad que trascienda los intereses particulares rija las relaciones humanas. También necesitamos que Jesús nos proteja de algo tan contemporáneo como la incapacidad de renunciar. Querer vivirlo todo, probarlo todo, experimentarlo todo, probar todos los caminos,





no cerrarse ninguna puerta… Esto nos hace incapaces del compromiso –y de la vocación–. Cuando lo quieres vivir todo terminas no viviendo a fondo nada. Necesitamos que Jesús nos proteja de la religión del miedo, que nos hace esclavos. Miedo a Dios. Jesús mostró un rostro distinto de Dios: el Dios Abbá que ama con ternura. Hoy –día de la madre– diríamos también el Dios Madre. Por último, creo que Jesús nos tiene que proteger de nosotros mismos. A veces somos nuestro juez más implacable. Ni nos conocemos bien ni nos queremos bien ni confiamos en nuestros propios talentos –que no son nuestros, sino que Dios nos los ha dado–. A veces no vemos todas las posibilidades que Dios ha puesto en cada uno de nosotros. Y necesitamos a alguien, el Dios de Jesús, que nos dice: «Yo creo en ti».

Por lo tanto, Jesús es una puerta que necesita cerrarse a todas esas dinámicas que destruyen la vida. Pero, al mismo tiempo, es una puerta abierta que hay que atravesar, y nos conduce hacia un mundo mejor. Una puerta abierta facilita el acceso a algún sitio (un edificio, la calle). Estamos en un momento de desescalada, desconfinamiento o algo parecido, en el que lentamente se empiezan a abrir puertas. Con condiciones, con horarios, con ciertos límites (que por otra parte son parte de la vida). Es curioso, estos días, salir a la calle y verla un poco como con ojos nuevos. Atraviesas la puerta que has atravesado miles de veces, pero ahora como que ves de modo distinto lo que está fuera. No es el mundo habitual. No hay el tráfico de siempre. Está la gente con mascarillas. Estás preparado para la sorpresa. El mundo que espera fuera es distinto, y hay que aprender a conocerlo. Pues bien, Jesús es la puerta hacia la verdad de Dios. Y la verdad de nuestras propias vidas. Una verdad distinta. ¿A dónde nos conduce la puerta abierta que es Jesús, y su evangelio? •

Es, por una parte, la puerta de la esperanza hacia un futuro mejor (el mundo puede serlo). Estos días todos –yo el primero– estamos asustados, con miedo, vemos nubarrones en el horizonte desde todos los puntos de vista. Pero, desde el punto de vista evangélico, no







debemos perder la esperanza, la fe en el ser humano, en nuestra capacidad para encontrar caminos para construir una sociedad mejor, para abrirnos a la trascendencia y hacernos de verdad discípulos. Jesús es la puerta abierta al respeto, a la concordia, al encuentro en una sociedad de tantos desencuentros, de tantas banderas y trincheras, bandos y descalificaciones. Jesús invita a encontrarse, a compartir una misma mesa. Nos recuerda –lo mostró en su vida– que nadie está excluido. Todos necesitamos conversión, pero, con nuestros pies de barro, tenemos sitio. Jesús es la puerta abierta a un mundo libre de prejuicios. Todos tenemos prejuicios. ¿Cómo se acaba con ellos? Conociendo la realidad, que desmonta casi siempre muchas de nuestras etiquetas, y nos pone delante de historias, vidas y nombres. Ojalá nos reconozcamos todos como personas, hijos de Dios, hermanos. Ese es el camino al que nos llama Jesús. Por último, Jesús es la puerta abierta hacia la fe adulta, no hacia el miedo, sino hacia la fe en un Dios presente, revelado en Jesús, que sostiene nuestro camino al tiempo que nos invita a recorrerlo desde la libertad profunda. Ojalá sepamos zambullirnos en esa imagen de Dios, y no en visiones incompletas o en tristes sucedáneos.

Creo entonces que esta imagen se nos convierte hoy en una doble pregunta. Yo he contestado a esa pregunta con algunas generalizaciones. Pero, cada uno de nosotros, que estamos en distintos momentos de la vida y con diferentes perspectivas –porque contestaremos de distintos modos en distintos momentos de la vida– necesitamos responder: Primero, ¿de qué necesito que Dios me proteja, o me ayude a protegerme? Y segundo, ¿cómo tengo que atravesar la puerta que es Jesús y su evangelio, por dónde hacerlo, y en qué mundo me llama a habitar?

¿POR QUÉ NO YO? ¿Quién regará las posibilidades, si se seca la imaginación? ¿Quién anunciará el baile si perdemos las ganas de vivir? ¿Quién tocará la música que nadie compone? ¿Cuándo habrá tiempo para el amor verdadero? ¿Dónde habitará la justicia, si en nuestra tierra campa la fuerza? ¿Cómo escuchar a un Dios silenciado? ¿Quién reavivará tanta compasión adormecida? ¿Cuándo saldremos de la celda? La puerta está abierta Es hora de que los soñadores silencien a los falsos profetas. Hay que volver a danzar, trenzando a nuestro paso guirnaldas de verdad desnuda. Que el cantor se quite la mordaza y la prudencia, que ha de encontrar la forma de gritar la buena noticia a todos a cada uno.

Es la hora del buen pastor. Es tu hora.

4 de mayo Fiesta de san José María Rubio Adora y espera

Hch 2,28-38. Cuidad de vosotros mismos y de todo el rebaño, del que os constituyó pastores el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo. Sal 144. Bendeciré tu nombre para siempre, Dios y rey mío. Jn 14,23-29. El que me ama cumplirá mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.

Presidió Seve Lázaro, SJ El padre Rubio nació en Dalías, un pueblo de Almería, en 1864. Como al niño le gustaba estudiar, por sugerencia de un tío suyo canónigo, ingresó a los once años en el seminario de Almería y poco después pasó al de Granada. Para terminar ordenándose y ejerciendo en Madrid, primero como sacerdote diocesano y después como jesuita. Murió en Aranjuez, el 2 de mayo de 1929. Nos puede hacer bien el saber que por estas calles que nosotros pisamos pasó uno al que sus contemporáneos y la misma Iglesia considera santo, uno que fue plantando las bases de una ciudadanía responsable y una comunidad cristiana. Todos somos miembros de una cadena de antecesores gracias a los que hoy somos lo que somos. El Reino de Dios va creciendo poco a poco mediante pequeños brotes que apenas percibimos. Si pudiéramos diseccionar la vida del padre Rubio, y mirarle, metafóricamente, por dentro, tres serían las cosas que nos encontraríamos. En el centro de la vida del padre Rubio, como de la vida de muchos de sus santos, no está sino un fuego incombustible que un día se encendió y

ya no se apaga. Es el fuego de Dios. Madrugaba mucho por las mañanas y a la noche se quedaba hasta altas horas en oración para regresar cuando ya todos dormían. En esta relación con Jesús se iba fraguando una amistad con él y una cercanía a todos que es lo que la gente percibía. «No sé lo que tiene este señor, decía uno de sus colaboradores, pero sé que andamos irresistiblemente en torno suyo como imantados; tiene una humildad y una santidad que te fascina». Lo que más puede fascinar de nosotros es aquello que tengamos de Dios. ¿Qué es lo que tenemos de Dios, que tendríamos que multiplicar y hacer visibles? Porque eso que llamamos la santidad no es cosa de curas y monjas, sino de todo bautizado. Y todos somos imagen de Dios, todos tenemos algo de Dios. La semejanza la podemos perder por nuestra finitud, egoísmos u otras manifestaciones de nuestro pecado, pero la imagen no la perdemos nunca. Hemos sido creados a su imagen. Descubre qué es aquello precioso que tienes de Dios para darlo a los otros, porque eso es un don recibido, algo que no te puedes guardar. Y piensa que es algo muy distinto de tus cualidades, tiene que ver más con la calidad que con la cualidad. El padre Rubio sabía diferenciar esto cuando al final de su vida sintiendo el golpe fuerte de la angina de pecho, pidió que le llevaran primero a la capilla y después a la habitación, y allí se dedicó a romper los cuadernos de sus escritos, pidiendo al enfermero que lo cuidaba que terminara de hacer esa labor, porque todo eso que ahí estaba escrito: «¡Son misericordias de Dios y miserias mías!». Esta es nuestra vida, esa mezcla… En el horizonte de la vida del padre Rubio siempre estuvo el buscar y hacer la voluntad de Dios: hacer lo que Dios quiere, querer lo que Dios hace, era su lema. Y la voluntad de Dios se le manifestó muy pronto en dos direcciones: Una, que no aspiraría a grandes cargos y carreras, aunque una y otra vez sintió la invitación a ello. Se le propuso ser canónigo, llegó a ser doctor en Derecho Canónico, dio clases en el Seminario de Metafísica y Latín. Pero a pesar de todas esas cosas, él siempre tuvo claro que su cátedra única no sería la de los títulos, carreras o dignidades, sino la del púlpito para hablar a la gente de Dios y el confesionario para escuchar y aliviar con la misericordia de Dios sus miserias.

Dos, que su camino y la voluntad de Dios para su vida sería ser jesuita, primero de afición, que lo fue durante muchos años, y después de vocación. Y por más que se resistió su protector, acabó alcanzándolo. Pues bien, conseguir las dos le costó y mucho, porque la voluntad de don Joaquín Torres, su padrino y protector, siempre le estorbaba. Quería hacer de él un canónigo y después un doctor en Derecho Canónico y un profesor del Seminario… Y le impidió por todos los medios que entrara en los jesuitas, mientras él vivió. Todos tenemos un Joaquín Torres en nuestra vida, cuando de buscar la voluntad de Dios se trata, que nos estorba en ese camino de hacer lo que Dios quiere para nuestra vida: a veces es una persona cercana, a veces unos ideales grandiosos que tenemos, otras unas formas de vivir y unos valores que nos dispersan y diluyen eso que un día fue un sueño grande y que nos creímos de verdad: hacer lo que Dios quiere, lo que Dios sueña para nosotros. Que tengamos la firme voluntad del padre Rubio y no nos cansemos de buscar y hallar esa voluntad de Dios. En el quehacer cotidiano de la vida del padre Rubio siempre estuvo la gente, y entre la gente, siempre lo más pobres. Cuidar de los enfermos y los pobres, esa fue hasta su muerte la dedicación fundamental de su energía. Pronto empezó a reunir a grupos marginados. Visitaba un refugio de mendigos, convocaba a los traperos, que acudían con aquellos carros suyos tan típicos. A las empleadas de hogar les daba clases dominicales, a los golfos que andaban por las calles se acercaba hasta hacerlos amigos y poder orientarlos. A las Marías de los Sagrarios, aquella asociación que a tantas mujeres agrupaba, les decía: «El Cristo del sagrario es el mismo que el Cristo de los pobres». También tenía muchos colaboradores varones a los que iba implicando en su labor social y que le apoyaban con sus medios de transporte. «Pobres y sagrario, un único itinerario», repetía a los que querían limitarse a prácticas piadosas. Que en esta desescalada no nos olvidemos de los más pobres, que compensemos todas esas ganas que tenemos de volver a las iglesias con una voluntad determinada, como la del padre Rubio por socorrer a tanta y tanta gente que va a quedar en la cuneta, porque ahora empieza otra pandemia, que no es médica, que va a ser social. Que cada vez que miremos al sagrario recordemos como el padre Rubio que «el Cristo del sagrario es el mismo que el Cristo de los pobres».

Que el padre Rubio nos ayude a ello.

ADORA Y ESPERA «Adora… y espera. Si no sabes decir nada, no importa, ese silencio basta; aunque sientas el corazón seco, árido, incluso molestado de tentaciones; no temas, sigue adorando, que esa es la puerta por la que Dios puede entrar en tu vida; y si luego consientes aquello que Dios va despertando en ti, afectos de gratitud, de más inmolación, de mayor servicio y entrega… Toma todos estos afectos que el Espíritu Santo te da y preséntaselos también a Jesús. Esta es una práctica muy principal que hemos de tomar en nuestra vida creyente». Adaptación de un texto del padre Rubio.

5 de mayo Buenas noticias Martes de la cuarta semana de Pascua

Hch 11,19-26. Fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos fueron llamados cristianos. Sal 86. Alabad al Señor, todas las naciones. Jn 10,22-30. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí.

Escuchando a los discípulos que proclaman la Buena Noticia, uno se da cuenta de que lo hacen bien. Porque no se anuncian a sí mismos. Es evidente que lo que dicen apunta a Cristo. Tanto es así que los empiezan a llamar cristianos. Viendo también a quienes preguntan a Jesús y se encuentran con la respuesta un poco exasperada de este: «Os lo estoy diciendo, y no termináis de entenderlo, os lo estoy mostrando, y no termináis de verlo», me pregunto, ¿qué nos ocurre que no somos capaces de entender o acoger la buena noticia? Quizás que lo primero es ser conscientes de la necesidad que tenemos de ella. Lo vemos con un ejemplo. Cuando empezaron las noticias sobre el COVID-19 las escuchábamos con cierta curiosidad, pero distancia. Si el 6 de enero nos hubieran dicho que se había encontrado la vacuna, habríamos sacudido los hombros y pensado, pues qué bien para los chinos de Wuhan. En cambio, si nos lo dicen hoy, haríamos una fiesta, sería una gran alegría y daríamos a su descubridor los galardones que estuvieran en nuestra mano. Porque el 6 de enero era algo ajeno, lejano, pero ahora es algo nuestro. ¿Quién está preparado para escuchar y acoger la Buena Noticia? Quien es consciente de que la necesita.

Esto nos ocurre con el evangelio, con la Buena Noticia de Jesucristo. La Buena Noticia de Jesús es la salvación de Dios, universal, abierta a todos, que todos necesitamos. Una salvación que Dios nos ofrece gratuitamente. Que no nos impone, pero nos da. Para ser capaces de acogerla tenemos que necesitarla (o más exactamente, tenemos que ser conscientes de necesitarla). Voy a compartir cinco dimensiones de la vida en las que pienso que las circunstancias nos preparan más para recibir la Buena Noticia que nos trae Jesús. Primero, solo si somos conscientes de nuestros pies de barro estaremos capacitados para entender la universalidad de la salvación (de otro modo iremos dispensando carnets de merecedores). Esto no es una cuestión de méritos, sino de amor. Quien construye la lógica de la salvación como una carrera virtuosa de la cual van quedando eliminados los pecadores, se engaña. En esa hipotética carrera, el puro no necesitaría ser salvado, sino que se salva a sí mismo (o eso cree). Esta conciencia de la universalidad de la salvación es justo la consecuencia de eso. ¿Por qué los fariseos no acogen a Jesús y en cambio los publicanos, la prostituta, el recaudador sí? Porque estos últimos son conscientes de necesitar ser sanados, mientras los primeros se creen un dechado de virtudes. Quien va por la vida mirando con arrogancia y caminando dos palmos por encima de los demás al final cree que no necesita la misericordia y la buena noticia se le escapa. Segundo, la vulnerabilidad. El que se cree invulnerable tampoco necesita ser sanado de nada. Nuestro mundo nos urge a mostrar siempre fortaleza, no mostrar debilidad porque estás mucho más expuesto. Pero la verdad es que somos débiles. Somos frágiles. Todos. Confundimos en algún momento valor con fuerza, y parece que si muestras debilidad estás mucho más expuesto. Pero sí, a veces necesitamos decir, no puedo más, no llego, no tengo fuerza… Y nadie me necesita invulnerable. Jesús trae la fuerza que se realiza en la debilidad. En nuestra debilidad somos capaces de acoger su fortaleza. En nuestra propia fortaleza, en cambio, nos envolvemos en burbujas que nos aíslan. No nos necesitamos invulnerables, sino humanos. Y en nuestra debilidad capaces de acogernos unos a otros como Dios nos acoge. Eso es buena noticia.

Tercero, la valentía de pedir ayuda, frente a la autosuficiencia del «yo me basto». Cuidado con el apóstol que solo tiene una mano extendida para ofrecer ayuda, pero no extiende otra para pedirla. Que no necesitamos superhéroes. Quien va por la vida con complejo de todopoderoso se equivoca. Ese es el pecado original de querer ser igual a dioses. A veces pedir ayuda es abrirse a la buena noticia de que te la ofrezcan y te la den. Cuarto, la compasión. Cuando uno tiene un corazón de piedra, cerrado al prójimo. Cuando el otro no es tu problema. Cuando te refugias en una burbuja de justificaciones «no puedo ocuparme de todos» (que nadie te lo pide). En realidad, lo que Dios nos pide es: «Descubre que el prójimo es tu hermano». A eso lo llamamos compasión, que es la capacidad de que nuestro corazón sufra con el otro. El ejemplo primero sobre la enfermedad –que cuando se ve como algo ajeno y lejano, no te preocupa–. Cuando te importa, descubres la buena noticia de la fraternidad. Quinto, la conciencia de no ser libres. Creo que ninguno lo somos totalmente. Tenemos muchas ataduras, muchas pequeñas tentaciones que nos envuelven. Muchas dinámicas que nos atrapan en lógicas que no nos dejan vivir. La libertad no es una cuestión de todo o nada. Es una conquista que se va haciendo durante toda la vida. Más aún, es un don (para la libertad nos liberó Cristo). La libertad se alcanza saliendo de esas prisiones que nos encadenan a vidas raquíticas para abrirse a un mundo más amplio. Quizás una buena metáfora de esto sea el desconfinamiento. El paso de la vida encerrada a la calle y el horizonte amplio; de las puertas cerradas a las puertas abiertas; de la mirada a una pared a los paisajes; de no ver al prójimo a verlo caminando por las calles y pensar en sus vidas. La buena noticia de la libertad lo es porque nos sabemos esclavos. Así que hoy quisiera convertir estas llamadas en oración, y pedirle a Dios que nos ayude a abrir los ojos, los oídos y los brazos para acogerlo como Mesías. Que nuestros pies de barro nos hagan humildes. Que nuestras heridas nos hagan sensibles hacia el dolor de los otros. Que nuestra limitación nos haga valientes para pedir ayuda. Que la compasión nos enseñe a descubrir lo pequeño como espacio de salvación y de buena noticia.

Y que, desde el anhelo de libertad, acojamos su mano tendida, con la alianza que nos ofrece, eterna e inmortal.

REVELACIÓN Miré en el espejo, y descubrí una ausencia. No estabas conmigo. No estaban tus manos para mis heridas. No estaban tus gestos disipando miedos. No estaba tu fuego domando el invierno. Me lancé a buscarte, te echaba de menos. Pregunté a las calles si te habían visto. «No está aquí» dijeron. Pronuncié tu nombre, solo obtuve el eco de mi angustia y tu silencio. Entonces, de golpe, cuando más desvelos rompían mis noches, cuando la tormenta bramaba en mi cielo, comprendí que estabas. Tú eras esa hambre que me removía. Eras el anhelo

llamándome lejos. Eras la presencia tras de mis nostalgias, el deseo vivo de mesa y encuentro. Eras la mirada en ojos amigos. Eras la palabra garabateada con letra insegura en este cuaderno.

6 de mayo El «secreto» de los jesuitas Miércoles de la cuarta semana de Pascua

Hch 12,24–13,5. La palabra de Dios iba creciendo y se multiplicaba. Sal 66. Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Jn 12,44-50. El que me ve a mí, ve al que me ha enviado.

Presidió Pablo Guerrero, SJ Si recuerdan, en la lectura del libro de los Hechos que acabamos de escuchar, se nos habla de cómo la Iglesia de Antioquía, reunida en oración, envía a Pablo y a Bernabé a predicar la Buena Noticia del Evangelio. Para nosotros la Iglesia de Antioquia, uno de los patriarcados de la Iglesia de los primeros siglos, debería estar siempre en nuestro corazón, porque fue precisamente en aquella ciudad donde, por primera vez, se nos llamó cristianos. El nombre es muy importante, porque nos dice quiénes somos, a qué estamos llamados, cuál es nuestro horizonte. Y, en nuestro nombre, en el nombre de cristianos, tenemos, nuestra identidad, nuestra vocación, nuestra misión… Y lo que somos, lo que da sentido a nuestras vidas, lo que nos envía hacia el futuro no es ni más ni menos que Cristo muerto y resucitado. Ser cristiano, llevar ese nombre significa que hemos querido poner nuestra esperanza en Cristo, que nos ha seducido, de tal manera, que queremos ser como él, que queremos configurarnos con él, queremos seguirle y, lo que es aún más importante, queremos imitarle. Los jesuitas tenemos fama de no ser muy humildes, de no expresar nuestros sentimientos, de ser «técnicamente perfectos y no mostrar nuestra

debilidad, nuestra vulnerabilidad». De tener muchos secretos. Pues casi voy a revelaros cuál es el gran secreto de los jesuitas. Y es un secreto muy sencillo. Hasta el jesuita más desastre, más incoherente, más pecador, al menos una vez en su vida, sin duda muchas más, se ha emocionado e incluso llorado al rezar una parte de los Ejercicios que se llama las Tres Maneras de Humildad: «La 3 a es humildad perfectíssima, es a saber, quando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parescer más actualmente a Christo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Christo pobre que riqueza, oprobrios con Christo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Christo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo» [Ej 167].

Este es el «secreto de los jesuitas» (secreto que a veces nosotros mismos olvidamos). Queremos ir a la misión de la misma manera que el Padre envía al Hijo. Queremos identificarnos con Cristo: pobre, lleno de oprobios, estimado por vano y loco… Y lo queremos porque llevamos el nombre de Cristo. No es solo el secreto de los jesuitas, también es el centro de la espiritualidad ignaciana: seguir a Jesús, e imitándole. No solo contigo, también como tú. Hoy todos nosotros, como Pablo y Bernabé hace 2000 años somos convocados para anunciar al mundo que Jesús ha resucitado. Pero este anuncio estamos llamados a realizarlo no «a lo bruto», no como si pensáramos que nosotros somos los buenos, no despreciando a los que piensan de otra manera. El mismo Nuevo Testamento nos lo dice: «Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida; pero con ternura y respeto» (1 Pe 3,15). Esperanza, ternura y respeto. Y no puede ser de otra forma, porque los cristianos llevamos el nombre de Cristo, le llevamos a él mismo. Queremos configurarnos con él. Con esperanza, con ternura y con respeto. El tiempo de Pascua nos invita de una manera amable, pero clara, a dar razón de nuestra esperanza, a anunciar la Buena Noticia de que Cristo vive, de que Jesús está en medio de nosotros. El tiempo de Pascua nos invita de una manera amable, pero clara, a acariciar nuestra fe. Y también a preguntarnos no ya en qué creemos, que sin duda es importante, sino cómo creemos. Mirad, podemos creer de muchas maneras y no todas son cristianas: podemos creer

autoritariamente, acríticamente, ideológicamente, machistamente, racistamente, homófobamente… Podemos creer de manera narcisista, de manera fundamentalista, podemos creer de manera farisea… ¿Cómo crees? ¿Cómo el fariseo o como el publicano de la parábola? No sé si conocéis el trabajo de José Luis Cortés, alguien que es capaz de hacer poesía y profecía a través del comic religioso. Cuanto bien me hizo leer Un Señor como Dios manda, o Qué bueno que viniste, o El Señor de los amigos, Teresa la de Jesús, Francisco el buenagente. Sin duda, muchos de los que me escucháis conocéis su obra. En una de sus viñetas de hace muchos años se ve a una persona, de porte altivo, con escapulario y con una vela. Las palabras que se leían eran: «Su fe era como una roca: dura, fría y completamente estéril». Pues bien, tengamos cuidado en cómo creemos. Estamos llamados a que nuestra fe en Cristo resucitado sea tierna, cálida y vivificadora. Pablo y Bernabé llevarán el mensaje de Jesús a lo ancho del Mediterráneo. ¿Dónde lo vas a llevar tú? Con nuestra vida estamos llamados a anunciar el mensaje de Jesús. Estamos llamados a ser como Jesús. Y hoy le hemos escuchado en el evangelio decirnos: «no he venido para juzgar al mundo sino para salvar al mundo». ¿Cómo le puedes ayudar en esta misión? ¿De qué manera puedes ser caricia de Jesús, ternura de Jesús, justicia de Jesús, mirada de Jesús? Es lo único que merece la pena, ser como Jesús y anunciar el rostro de su Padre. Un Padre que, como leemos en el libro de Judith, es «el Dios de los humildes, el defensor de los pobres, el apoyo de los débiles, el refugio de los desvalidos, el salvador de los desesperados» (Jdt 9,11). A ese Dios anunciamos. Comenzaba la eucaristía citando a un obispo, Pedro Casaldaliga[1]. Quisiera terminar con las palabras de otro buen pastor, de monseñor Helder Cámara. Él nos dijo: «Tengan cuidado de cómo viven. Sus vidas pueden ser el único Evangelio que sus hermanos y hermanas leerán».

[1] Al comienzo de la eucaristía, Pablo evocó el conocido verso del sacerdote poeta: «Al f inal del camino me dirán, “¿Has vivido? ¿Has amado?”. Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres».

PORQUE SÉ QUE NACÍ PARA SALVARME… Porque sé que nací para salvarme y tengo que morir –es infalible–, porque dejar de verte y condenarme solo con otro dios será posible, por eso río, duermo, quiero holgarme, Señor, y tengo amor a lo visible. Y solo me pregunto en qué me encanto cuando huyo de la vida por ser santo. José Luis Blanco Vega, SJ

7 de mayo Enviados. La hora de tomar el relevo Jueves de la cuarta semana de Pascua

Hch 13,13-25. Pablo se puso en pie y, haciendo seña con la mano de que se callaran, dijo: «Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad». Sal 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Jn 13,16-20. El que recibe a quien yo envíe me recibe a mí; y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado.

La palabra de hoy gira en torno a la idea del enviado. Así aparece Pablo, y en el evangelio también Jesús recuerda a los discípulos que son sus enviados, llamados a anunciar y hacer transparente a Dios. Es bonita esta idea de que existen emisarios (enviados) de Dios. Fijaos cómo nosotros, cuando decimos de alguien «es que es un ángel» (sabiendo que ángeles son los emisarios de Dios), en el fondo lo que queremos decir es que su bondad remite a una Bondad mayor. Que es un testigo, un enviado. Ahí hay una llamada, una invitación y una pregunta, y es si nos sentimos enviados a este mundo. Claro, cuando uno lo piensa, inmediatamente surgen objeciones. Por una parte, es fácil pensar: yo no tengo la sensación de haber sido enviado, de tener una misión, de ningún tipo de mandato; bastante hago con vivir. Lo segundo, con la conciencia de la propia limitación, uno se puede sentir francamente indigno. ¿Cómo voy a anunciar yo a Dios, si ni siquiera me siento suficientemente coherente, justo? Estoy yo como para considerarme enviado de Dios…

A las dos objeciones me gustaría contestar con la imagen de una carrera de relevos. En la carrera de relevos la gente se va transmitiendo el testigo, unos a otros, se van pasando esa misión. Jesús envió a sus discípulos («Id al mundo entero, a proclamar el evangelio»). Ellos a otros, y así, una cadena que sigue hasta nosotros hoy. Podemos decir que no queremos, pero el testigo lo hemos recibido. Somos parte de una historia. Si hoy podemos sentir, saber o vivir que tenemos una palabra que escuchar, un evangelio que anunciar y un reino que construir, es porque otros nos lo han comunicado. En una cadena que se remonta a los primeros enviados. Segundo, a la segunda objeción hay que responder señalando que esto no es una cuestión de perfección, sino de disposición. La pregunta que Jesús nos hace no es si valemos para esto (porque todos valemos), sino si estamos dispuestos. Entendedme. Estar dispuesto no es ¿te apetece? ¿Te gustaría? Es mucho más. Es, ¿te atreverás a intentarlo? Y me atrevo hoy a convertir y traducir esa disposición en pregunta, sabiendo que quizás no es una pregunta que se conteste en un momento. Son preguntas que hemos de ir contestando, no en un momento, sino en toda nuestra vida. ¿Estás dispuesto, estás dispuesta a hacer espacio en tu vida a la Palabra, desde la escucha, desde la disposición a aprender (que eso es ser discípulo), y desde la consciencia de que esa palabra tiene mucho que enseñarte sobre ti, sobre el prójimo y sobre Dios? ¿Estás dispuesto a abrir tu vida al prójimo, sabiendo que prójimo es quien te puede necesitar en un momento determinado cuando tú estás en situación en la que de verdad puedes ayudar? ¿Vencerás la comodidad, la resistencia, la inercia, el miedo a ser invadido? ¿Le abrirás tus brazos, le darás tu tiempo, compartirás lo que tienes y lo que eres? ¿Estás dispuesto a ir tejiendo, con tu palabra, con tu vida y relaciones, espacios de comunidad? Comunidad a la manera de Dios, que es un espacio de diversidad, de vida compartida, de concordia, donde toca ir excluyendo la violencia, el odio, el rencor o el egoísmo, que son lógicas que solo terminan generando dolor y muerte. ¿Estás dispuesto a perdonar, o al menos intentarlo, cuando te hieran, cuando te fallen, cuando te ataquen, a la manera de Aquel que en una cruz habló con palabras de misericordia?

¿Estás dispuesto a hacer del amor a la manera de Dios tu lógica, tu horizonte y tu camino? ¿Estás dispuesto a contarle al mundo que tienes un fuego dentro, que ese fuego es Dios y que se convierte en calor, en luz y en motivo para la esperanza? ¿Estás dispuesto a defender la vida, y a trabajar para que toda vida sea digna, especialmente la de los más vulnerables, de los más débiles, de los más indefensos, porque la vida es un regalo precioso de Dios? ¿Estás dispuesto a aceptar la libertad profunda que te ofrece Dios, una libertad que no se deja encadenar por modas o ídolos, por ideologías o guerras vanas, por batallas absurdas, por riquezas o miedos? Tal vez asusta la grandeza de estos propósitos. Tal vez da miedo decir «sí» por lo que podría implicar. Tal vez, como decía antes, no nos sentimos dignos, preparados, capaces… Pero la verdad es que Dios nos ha hecho mucho más capaces de lo que pensamos, mucho más grandes de lo que vemos, mucho más fuertes de lo que imaginamos. Lo único que nos pide es ser lámparas que brillen con su luz. Para que el mundo vea.

Y TENGO AMOR A LO CONCRETO No basta un «habría que» para dar forma a los sueños. Pintar el amor en muros de piedra no garantiza vivirlo. Conformarse con listas de canciones tristes es jugar a los náufragos. La profecía no puede ser tan solo un eslogan de camiseta. No hay expertos en todo. De poco sirve un quizás cuando nos pides un «sí»; de nada, un «alguien lo hará» cuando tú esperas un «yo» Es la constante tensión que atraviesa nuestros días. sobrevolar, o zambullirnos Tú pones la encrucijada, y nos dejas la decisión. Vender aire o ser testigos del Reino.

8 de mayo Encuentros con el Resucitado: experiencia personal, comunidad y sufrimiento Viernes de la cuarta semana de Pascua

Hch 13,26-33. Os anunciamos la Buena Noticia de que la promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús. Sal 2. Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Jn 14,1-6. No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí.

Presidió Dani Villanueva, SJ «No se turbe vuestro corazón…». Sois conscientes de que llevamos así las 4 semanas del tiempo de Pascua, en el que el Resucitado una y otra vez nos está intentando animar con comienzos como este. Parece que en las apariciones su objetivo no es otro sino animarnos y convencernos de la buena noticia de la resurrección. Y os confieso que creo que, por naturaleza, somos pesimistas. Es como si nos costase más creer lo bueno, mientras que las noticias malas y los bulos entran en nosotros como Pedro por su casa. Tengo un compañero jesuita, buen amigo, que muchas veces, cuando nos vemos, lo que me dice es «qué tal va todo, mal, ¿verdad?». Siempre me sorprende ese pesimismo por defecto, creo que en tiempo de Pascua debemos de ser especialmente conscientes de este peligro. Tenemos que evitar esa especie de «realismo depresivo» que viene a decir que, a pesar de lo vivido en Semana Santa, en realidad, nada ha cambiado, todo vuelve a ser normal.

Habitualmente no discuto esto, porque siempre, siempre, en todas las vidas hay motivos para el desánimo. Os imaginareis que más aún en medio de esta crisis: • • • •

Vivimos rodeados de una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos desgasta y agota. Oímos constantemente noticias que anuncian y proyectan graves consecuencias económicas y sociales que están por venir y sumarse a la ya compleja situación que vivimos. Estamos desorientados por el dolor y luto de seres queridos. Estamos ya, al menos aquí en España, comenzando la semana número 9 de cuarentena, que ya no hay quien lo aguante.

Nuestro peligro en este tiempo de Pascua es que la realidad se imponga en nuestra vida de tal manera que creamos que las cosas no pueden cambiar, que la realidad se nos muestre tan descarnada que lleguemos a creer que es imposible que lo extraordinario pase. Podemos entrar en una dinámica tal que no nos convence ni el Resucitado. Creo que justo esta es la pedagogía de Dios en este tiempo de Pascua hasta Pentecostés. En el fondo es ir poco a poco entendiendo cómo vivir en este tiempo del Espíritu, aprendiendo a sintonizar y comprender dónde y cuándo nos está hablando el Resucitado. Y fijaos, porque es en medio de la situación que estamos viviendo cuando el Resucitado se aparece y nos dice: «Alegraos», «no tengáis miedo», «que no se turbe vuestro corazón». Siempre el Resucitado comienza con estas palabras, porque ahora su oficio es de consolar, su principal misión es transformar el duelo en alegría, tocar el corazón y despertar a su gente con la buena noticia, que no quiere decir que el dolor sea mentira o que el dolor no sea real, sino que él, Jesús, nos dice «estoy vivo, voy por delante, no estáis solos». Esta es la buena noticia y la razón de nuestra esperanza. Dicha para nosotros hoy. Nuestro confinamiento, nuestro dolor, nuestra ansiedad, nuestro miedo, no impiden en absoluto las dinámicas del Resucitado en nuestra vida. Lo llevamos escuchando en los Hechos y en los evangelios de estas últimas cuatro semanas. No importan nuestras puertas cerradas ni que esté atardeciendo ni que vayamos cabizbajos ni que el miedo mande… El

Resucitado siempre se abre paso, aparece en medio de ellos y transforma la comunidad. Las escrituras nos dan pistas interesantes en estas semanas sobre este paso de la comunidad confinada y desesperanzada a convertirse en los cimientos de una Iglesia evangelizadora de la que hoy somos consecuencia y parte. No sé si os suena de algo, comunidad confinada y desesperanzada, ahí es donde el Resucitado es un especialista. Y estos evangelios de Pascua nos han ido dando pistas para entender la experiencia del Resucitado. Es una experiencia personal. No vale que me la cuenten. He de experimentarla. He de tener mi propio momento de revelación, para poder explicarlo con mis propias palabras, no vale repetir lo que otros dicen. Se da en comunidad. El Señor se aparece la mayoría de las veces al grupo de discípulos, cuando están juntos. Cada uno tiene la experiencia del Resucitado a su manera, pero somos enviados como comunidad, como Iglesia. Nadie se salva solo. El sufrimiento. Las llagas es lo primero que muestra Jesús. La resurrección no ha eliminado las marcas del dolor. El sufrimiento y la debilidad son compatibles con la resurrección. «Lo que mata la vida es la tristeza, no el sufrimiento», dice Toño García. No hay que tener «supervidas» para resucitar. No es una noticia para los que les va bien, sino al revés, para los que portamos llagas. A los que estamos encerrados y atemorizados. A los que estamos decepcionados, a los pequeños, a los normales, a los del montón… El límite, la debilidad, es la herida, el espacio de comunión con el Resucitado. Así que… Qué lujo creer en un Dios que nos abre el futuro de esta manera, ¿verdad? Yo me preguntaba, si esto es así, ¿qué podemos hacer nosotros para estar más atentos al Resucitado? La fe es una gracia, no está en nuestra mano, pero sí que hay pistas, elementos que podemos trabajar para afinar nuestra atención y nuestra vida de forma que seamos más sensibles, más porosos, más armónicos con las frecuencias en las que opera el Resucitado. 1) La experiencia personal. Si sigo con mi fe de la primera comunión o del tiempo del colegio, si mi fe no ha crecido conmigo, si no tengo oración personal, no he personalizado mis creencias, no tengo una dimensión de relación con Cristo… Aquí tengo una línea de trabajo

enorme. La fe es una experiencia personal, una relación, insustituible por dogmas o tradiciones, estos son clave en nuestra Iglesia, pero son medios y ayudas para una relación con mi Dios, mi Creador y mi Señor. Sin experiencia personal de Dios, es bien difícil experimentar al Resucitado. «Cuando me llamas por mi nombre ninguna otra criatura vuelve hacia ti su rostro en todo el universo. Cuando te llamo por tu nombre no confundes mi acento con ninguna otra criatura de todo el universo». Benjamín González-Buelta 2) La comunidad. Si mi fe es exclusivamente mía y no la contrasto con nadie. Si soy de esos que dicen que creo en Dios, pero no en la Iglesia. Si no tengo comunidad donde vivir la fe, experimentar la fraternidad y poner en práctica el servicio. Aquí tengo otra línea de crecimiento importante. La fe se alimenta, crece, se celebra en comunidad; se contrasta, se enriquece, se madura en comunidad; no tiene sentido si no es vivida para otros, desde otros, junto con otros. Arrupe decía que «es imposible pensar un amor de Dios que no incluya el amor por el menor de los prójimos». 3) El sufrimiento. Si sigo pensando que la fe es solo un extra para los momentos de intimidad gozosa, si la oración es un refugio para la búsqueda de paz, si no he logrado aún mostrarme como soy, con mis luces y mis sombras, si no reconozco que dentro de mí hay muchas partes esperando la resurrección y no dejo al Resucitado entrar en mis heridas… Aquí tengo otra línea enorme para seguir preparándome. Amor es amar lo que nos duele, lo que nos sangra por dentro. Es entrar en la entraña de la noche y adivinar la esperanza de la estrella. Amor es abrazarse a la cruz, amor es resucitar. Dulce María Loynaz Así que estas son tres condiciones de posibilidad para estar más atentos al Resucitado: buscar una experiencia de Dios cada vez más

personal, una fe cada vez más compartida en comunidad (y vinculada a personas y relaciones), y una progresiva integración y aceptación de nuestras heridas y dolor como espacio encuentro sanador con Dios. Quizá tengan razón los pesimistas y es verdad que no ha cambiado nada, pero quizá a la vez esté empezando a cambiar todo. Si avanzamos en esta progresiva alineación con las frecuencias del Espíritu iremos descubriendo esas presencias esperanzadoras, ese efecto consolador de Dios, del que muchas veces oímos hablar a otros. Notaremos entonces como que es posible vivir con más esperanza, que estamos más en sintonía con Dios, más llenos de su presencia, capaces de ir más allá de donde llegaríamos solos. Que, aunque el pecado no desaparece y es una realidad en mi vida, no es la realidad definitiva. Y entonces nos sentiremos un poco más libres de las ataduras, un poco más ligeros ante lo de siempre, un poco más optimistas con las posibilidades de la vida. Os aseguro que cuando estamos en esta dinámica de consolación, el Señor hace verdaderos milagros con nuestra historia. Así que estemos atentos a su Espíritu. Porque abrazando al Resucitado, abrazamos la esperanza, y en ella se abre el futuro de toda la humanidad. Y creyendo en este Dios es fácil entender la buena nueva que supone escuchar «Yo soy el Camino, la Verdad y la vida». Y así, sí que es posible cruzarse con los amigos y decirnos, «¿Qué tal? Bien ¿verdad?».

LÍBRANOS, SEÑOR, DE LA TRISTEZA Líbranos, Señor, de la tristeza. Mana desde heridas viejas y desde nuevos golpes repentinos no bastante llorados en lo que tienen de despojo, ni bastante acogidos en lo que tienen de nueva libertad. Se infiltra astuta en la mirada y apaga el brillo de las realidades cotidianas. Va depositando en la coyuntura de los huesos su rigidez y su torpeza. Un aire inasible empapa de desazón indescifrable los recuerdos luminosos. Las certezas cálidas de ayer parecen arqueología ajena, esculturas sin nombre en plazas olvidadas. Como nube empujada por el viento con formas grotescas y cambiantes nos oculta el horizonte con su amenaza fantasmal. La tristeza se esconde bajo el deber cumplido y la respuesta esperada por la gente. Maquilla su rostro con arrugas de ayuno.

Se disfraza de sensatez que todo lo calcula bien. Va doblando las espaldas con el ancho escapulario de los «cofrades resignados», que han visto y saben todo, y ya no esperan nada nuevo que valga la pena celebrar. Al pasar las siluetas juveniles con sus risas de colores, va quedando un poso de nostalgia, de oportunidades nunca atrapadas en el puño ya sin fuerza. La tristeza nos deja en el alma un residuo de vida usada, de Dios de catecismo con las preguntas y respuestas ya sabidas de memoria, repetidas hasta el tedio. ¡Líbranos de la tristeza, Señor de la alegría! Benjamín González Buelta, SJ

9 de mayo Aprender, orar, luchar y encontrarse. Cuatro modos de mostrar a Dios Sábado de la cuarta semana de Pascua

Hch 13, 44-52. Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Jn 14,7-14. El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre.

«Muéstranos al Padre». Esta petición, propia de la búsqueda de Dios, es comprensible y es parte de la experiencia creyente. Cuando los discípulos piden a Jesús ver a Dios, Jesús les invita a fijarse en él y en sus obras (y les dice, si lo comprendéis, haréis estas mismas obras). Me gustaría hoy hacer este viaje hacia las obras en tres pasos. El primer paso es el propio Jesús. ¿Qué vemos en Jesús? Alguien que aprende (lo que es necesario). Jesús va creciendo a la vez que crece su misión. Es el maestro que aprende. No es un sabelotodo que todo lo tiene claro desde el principio. Es el que deja que el mundo lo interpele, lo inquiete y lo cuestione. Tenemos dos ejemplos: las imágenes con las que habla de Dios están tomadas del mundo alrededor y, así, las parábolas son el resultado de dejarse interpelar por el mundo que le rodea; y la manera en que el contacto con la gente le hace comprender que la buena noticia no es para unos pocos, un pueblo elegido, sino para todos.

Como aquella cananea que le ayuda a formular la universalidad de la buena noticia. Alguien que ora. Ese es un espacio donde alimenta su fe, su intimidad con Dios, y la profundidad. La oración es parte de su tiempo y de su vida. Tan necesaria como las obras. Es el espacio para la conciencia de estar sostenidos por Dios. El Dios que revela Jesús no es un Dios ausente, sino un Dios presente que se comunica con nosotros. La oración es un espacio para alimentar la fe y la intimidad con Dios. Alguien que lucha, y cuando es necesario, planta cara. Sí, Jesús no es un pánfilo al que le parezca que todo está bien. Tiene que pelear con otras lógicas y con otras maneras de entender la realidad. Sabe mantenerse firme, es severo cuando hace falta, y en ocasiones tiene esa resistencia propia de los profetas. Pero el tema clave no es la actitud. Si solo fuera eso cualquiera podría utilizar el episodio de los mercaderes del templo para justificar formas de agresividad que son injustificables. La clave es el por qué (y sobre todo por quién) luchar. Jesús lo hace por los desamados de este mundo. Para demostrarles, una y otra vez, que son dignos de ser amados. Y que cualquiera que les diga lo contrario se equivoca. Alguien capaz de ir trenzando encuentros. Jesús no revela un Dios solitario, sino el Dios de los encuentros, que genera comunidad. Pues bien. Es difícil imaginar a Jesús solo (otra cosa es que en momentos se retire a la soledad, pero básicamente lo vemos con otros). Jesús aglutina alrededor una comunidad. Y en esa comunidad hay diferencias, hay acogida. Hay sensibilidad. Hay variedad. Hay fragilidad, ternura, pluralidad, tensiones… La vida misma. Pero, por encima de todo eso, está el vínculo del amor. El segundo paso es ver a María. María es un buen ejemplo a la vez todas esas cosas. Quien se deja tocar por la encarnación reproduce esa misma lógica. En ella se hace realidad lo de «el que cree en mí hará las obras que yo hago». Es la discípula que aprende. Sabemos de ella que lo que va viviendo la desborda, pero guarda todas esas cosas en su corazón (tiempo, silencio y profundidad aparecen aquí como los tres elementos de ese ser discípula). Es la mujer que ora. La anunciación es quizás el primer momento de oración que nos cuentan los evangelios. En la oración su vida se refiere a

Alguien más. Es una mujer que lucha. Su resistencia queda plasmada en el Magnificat, quizás el himno más profético puesto en boca de un personaje evangélico que no sea Jesús. Probablemente el testimonio de María en medio de los discípulos mostró que creía profundamente en esa lógica del Dios que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, y por eso Lucas lo plasmó en ese canto puesto en sus labios. Por último, la veremos como fuerza aglutinadora de la acogida que genera comunidad. Su encuentro temprano con Isabel, su mirada atenta en Caná, su testimonio al pie de la cruz, hasta su presencia con los discípulos en ese tiempo del surgimiento de la Iglesia. Todo ello son ejemplos de esta capacidad de vivir el encuentro. El tercer paso nos toca darlo a cada uno de nosotros. Y nosotros, ¿qué? ¿Pueden nuestras obras ser reflejo de esa misma lógica? ¿Pueden ser reflejo del Dios que aprendemos a ver en Jesús? Quizás hay algún momento en la vida en que nuestras propias obras tienen que ayudarnos a ver si vamos por el buen camino. Si están siendo reflejo de que hemos empezado a vislumbrar a Jesús. Y ahí tenemos varios caminos para examinar nuestra propia vida, y si es reflejo del Dios que nos habita. Tal vez necesitamos examinar cómo andamos de: 1) La capacidad de aprender (pero no solo en temas de fe, sino en tantos temas). Dios nos ha creado ignorantes, pero capaces de aprender, de conocer, de entender. Pero aprender no es fácil, requiere tiempo, dedicación y voluntad. Desgraciadamente, vivimos en un mundo que aplaude a los ignorantes que se creen lumbreras. No tengo nada contra los ignorantes –yo lo soy en muchas cosas–. Pero es mucho mejor un ignorante que sabe que lo es y ambiciona respuestas. 2) Nuestra vida de oración es el recordatorio de la presencia de Dios en nuestras historias. Si algo ha podido tener de bueno este tiempo en medio de tanta tragedia es el ayudarnos a hacer un espacio de silencio y volvernos hacia Dios desde nuestras preguntas, heridas, búsquedas, o desde la gratitud por lo que hemos descubierto que teníamos.

3) ¿En qué consiste nuestra resistencia y nuestra lucha? Claro que tenemos que luchar. Pero ojo con confundir cualquier batallita con el evangelio. Decía antes que la clave no es la actitud, sino la causa. Hay mucha gente que lo único que ve de Jesús es la actitud de un momento sin contexto. La eterna tentación de los violentos –y los hay, también en la Iglesia, que se convierten en matones, en troles en las redes, en insultadores profesionales, gente que en lugar de construir comunión la destruye–, es justificar su violencia en la imagen del Jesús que expulsa a los mercaderes del templo. Pero la resistencia de Jesús es mucho más noble. Siempre salva a las personas. No confunde sus intereses con los del Reino. Y no equivoca las batallas por la vida y la dignidad de los seres humanos con batallas por sus propias obsesiones. No insulta. No descalifica. No odia. 4) La capacidad de vivir con otros y romper la burbuja del individualismo (personal o colectivo) en el que estábamos instalados para crear espacios de encuentro. Hoy quizás este es el mayor reto para los cristianos. Hoy, cuando nuestro mundo está crispado. Cuando la división es un arma de propaganda y de distracción masiva. Cuando el sectarismo hace que asistamos, también en esta pandemia, a episodios que harían sonrojar a cualquiera con un poco de decencia y a batallas políticas que son ya una ofensa a la memoria de más de 30 000 muertos, necesitamos convertirnos en muñidores de un nuevo tipo de sociedad, de comunidad, de familia humana. No podemos dejarnos atrapar en este juego del odio. Debemos dar el mensaje de una comunidad plural que pelea, a brazo partido, por la dignidad humana en todas sus circunstancias. Tenemos que ser libres para buscar la verdad, para plantar cara a los abusos y para aplaudir y apoyar los pasos humanos, más allá de trincheras y bloques ideológicos. Y os garantizo que no está fácil. Termino donde empezaba. No en nosotros, sino en Jesús. El que nos enseña, al aprender, que Dios es maestro. Al orar, que Dios es refugio. Y al luchar, que Dios es nuestra justicia. Y en su amor, nos presenta y nos invita a vivir con el Dios de los encuentros.

HABLA LA VIDA Habla la Vida, no en palabras ni versos, no en poemas ni cantos, no en susurro, no en grito. Habla, primero, al abrazar al herido y dar agua al sediento, al partirte un poco la espalda para cargar con los abatidos (¿quién, si no, tirará de ellos?). Habla la Vida, en el perdón sincero, en el respeto, en un amor de hermano, de amigo, de amante eterno en la mesa dispuesta para saciar al hambriento. Si la Vida calla, el poema, el grito, el canto… …es verbo hueco. Pero si cantan las obras, si recita el gesto, si grita la vida, eso es evangelio.

10 de mayo Camino, verdad y vida Quinto domingo de Pascua

Hch 6,1-7. Escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra. Sal 32. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. 1 Pe 2,4-9. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Jn 14,1-12. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí.

Entre las imágenes que Jesús toma de la vida para describir cómo se entiende, quizás una de las más atractivas es esta en la que se define como el camino, la verdad y la vida. ¿En qué sentido lo podemos interpretar así? ¿Qué significa decirle tú eres mi camino, tú mi verdad y tú mi vida? Empiezo hablando de la relación entre el camino y la vida. Una vez más me sale la memoria de tantas peregrinaciones. Creo que el camino es una buena metáfora de la vida. Varias veces he aludido a historias del camino de Santiago en estas semanas. Creo que el camino, la experiencia de peregrinar, tiene muchísima fuerza en nuestras historias precisamente por ese aprendizaje para la vida. Dejadme, antes de aplicarlo a Jesús, hacer algunos paralelismos. El camino tiene su comienzo y su fin. Pero no es únicamente salir o llegar lo importante. Lo importante es todo lo que hay entre medias. Lo que disfrutas de una peregrinación son todos los buenos momentos, pero también tienen sentido los malos. Todo lo que se va convirtiendo en memoria, historia y vida. Hay días mejores y

otros peores. Los disfrutas todos. El camino no está hecho solo de buenos momentos. Las personas, en el camino, somos un pozo de sorpresas. A veces te encuentras que quien te parecía más frágil camina sin ningún tipo de problema y quien parecía poco menos que se iba a comer el mundo se viene abajo porque una ampolla le parece un mundo. Y es que la fuerza y la debilidad, en el camino –como en la vida– tienen sus propias dinámicas, que no siempre son las más aparentes. En el camino –como en la vida– se puede pasar como peregrino o como turista. Lo deseable es estar como peregrino. El turista se disfraza de peregrino (y lleva todo el equipamiento exterior), pero ninguna de las actitudes que uno necesitaría por dentro. El peregrino, en cambio, sabe a dónde va, a qué, y con quién. El buen humor es fundamental –en el camino y en la vida–. Necesitas reírte y hacer reír a otros. Y, a veces, más aún cuando las cosas están peor. Hay días que solo puedes aguantar y esperar que pasen. Otros, en cambio, se te pasan volando. En el camino no vas solo. Vas con otros. A veces es el grupo con el que comienzas. También gente que vas encontrando, aunque hayas empezado por tu cuenta. Y, por un tiempo, la marcha coincide y te conviertes en compañero de camino. Pero, al tiempo, sabes que hay que respetar ritmos, tiempos y motivos. Por eso el buen peregrino acompaña, pero no invade. Comparte unos momentos, pero no los impone. Ayuda unos días y se deja ayudar otros. Hay algunas cosas que controlas y dependen de ti (el equipaje, los planes que haces, la información que puedes necesitar). Hay otras que no (el clima, o la geografía). En cuanto al equipaje, hay que llevar poco (cuanto menos mejor, eso sí, lo necesario). Cuanto más exceso llevas más pesado se hace. En el camino sale lo mejor y lo peor de las personas. Hay momentos y detalles de verdadera solidaridad en el camino, cuando ves a alguien que va peor –pero también los puede haber de puro egoísmo–. Y puedes ir mirando lo que te rodea y disfrutando de la vista, o puedes ir tan obsesionado con llegar que no te das cuenta de lo que tienes alrededor. Decir que Jesús es nuestro camino y nuestra vida tiene mucho de esto mismo. La fe, como el camino, es una relación que va creciendo. Cada día importa. A medida que avanzas, te va resultando más fácil lo que tal vez al

principio era tremendo (un puerto de montaña, una larga marcha…). En la fe también vas aprendiendo a caminar y lo que al principio te cuesta, no comprendes o te resulta extraño, luego te vas haciendo más recio y quizás lo integras de un modo mucho más normal. En la fe también tienes que aprender a prescindir del equipaje superfluo. Y tenemos mucho. Adornamos la fe con tantos envoltorios, que hay que tener cuidado de no absolutizar lo que no tenemos que absolutizar; no dogmatizar lo que no es dogma; no convertir en eterno lo que nace en un momento, un contexto o una cultura, pero ni estuvo desde el principio de la historia de la Iglesia ni prevemos que vaya a durar mucho más. En cambio, hay otro equipaje (creencias, verdades de fe) que son imprescindibles para caminar. En la fe también puedes tener días buenos y malos. De hecho, hay días en que aguantas solo pensando en la meta (que es la vida plena). Y puedes ser turista o peregrino. Eres turista cuando ni profundizas ni aterrizas ni comprendes. Eres peregrino cuando la fe te va transformando. Las actitudes del camino que nacen de la fe son las del amor, la capacidad de hacerse prójimo y la alegría profunda que llamamos sentido. Y, hablando de sentido, una palabra sobre la verdad. En el camino (de Santiago) hay flechas amarillas que te van indicando por dónde va la ruta. Te llevan, te guían, te ayudan. Si pierdes alguna, puede ser que termines extraviado, dando rodeos o metiéndote en sitios en los que querrías no estar. A veces también pasa que es más goloso dejar las flechas e ir por la carretera –incluso hay quien prefiere ir en coche–, pero no te das cuenta de que te pierdes el precioso paisaje reservado a quien acepta el camino con sus costes. Subir la montaña y ver el paisaje que se despliega alrededor es parte de la esencia del camino y los atajos o los caminos alternativos hacen que te lo pierdas. Con Jesús ocurre lo mismo. Él nos muestra el camino, la verdad que necesitamos. La fe tiene también sus indicadores, sus flechas amarillas. Diría tres: el evangelio. Una tradición viva que es el despliegue de la verdad de Jesús. La tradición no es algo muerto y cerrado, sino que sigue nutriéndose de preguntas, de búsquedas y del diálogo con la realidad. Y testigos, cuyas vidas apuntan a Jesús (cuya vida apunta al Padre). ¿Qué nos enseña Jesús? Jesús nos muestra una triple verdad: la verdad de Dios, porque nos ayuda a conocerlo (como decíamos ayer). Nos muestra la verdad del mundo, porque nos enseña a entender sus heridas y

nos enseña también, en el horizonte, lo que podría llegar a ser. No un análisis, sino una mirada creyente. Y nos muestra la verdad de nuestra propia vida. Que, curiosamente, vista por sus ojos, resulta mucho más atractiva, profunda, noble y llena de posibilidades de lo que nosotros mismos creemos en ocasiones. Hoy me decía alguien: «Últimamente en las homilías nos estáis poniendo el listón muy alto», como diciendo, «esto es muy exigente». Y lo que pensaba yo es que a veces no nos creemos capaces de vivir el evangelio. Pero Dios sí, Dios nos sabe capaces. Dios nos ve capaces de volar. Y, pudiendo volar, ¿quién querría quedarse en tierra?

MI EQUIPAJE Mi equipaje será ligero, para poder avanzar rápido. Tendré que dejar tras de mí la carga inútil: las dudas que paralizan y no me dejan moverme. Los temores que me impiden saltar al vacío contigo. Las cosas que me encadenan y me aseguran. Tendré que dejar tras de mí el espejo de mí mismo, el «yo» como únicas gafas, mi palabra ruidosa. Y llevaré todo aquello que no pesa: Muchos nombres con su historia, mil rostros en el recuerdo, la vida en el horizonte, proyectos para el camino. Valor si tú me lo das, amor que cura y no exige. Tú como guía y maestro, y una oración que te haga presente: «A ti, Señor, levanto mi alma, en ti confío, no me dejes. Enséñame tu camino. Mira mi esfuerzo. Perdona mis faltas. Ilumina mi vida, porque espero en ti».

11 de mayo Abandonad los ídolos Lunes de la quinta semana de Pascua

Hch 14,5-18. Os anunciamos esta Buena Noticia: que dejéis los ídolos vanos y os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que contienen. Sal 113b. No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Jn 14,21-26. El que me ama guardará mi palabra, y mi padre lo amará, y vendremos y haremos morada en él.

Presidió Pablo Guerrero, SJ «Os predicamos el Evangelio, para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo». Esta es la misión a la que los primeros cristianos fueron invitados. Predicar el evangelio de Jesús para dejar los dioses falsos, para invitar a la conversión al Dios vivo. Entonces, como ahora, es muy importante separar a los dioses falsos del Dios vivo. Separar los ídolos, los fetiches, del Dios que se revela en Cristo, del Dios Padre y Madre que nos aparece en Jesús. Si leemos el AT (el libro del Éxodo, muchos de los libros de los profetas) vemos que hay una tentación que recorre continuamente la historia del pueblo de Israel: la de adorar y dar culto a los dioses de los pueblos vecinos. Se trataba de dioses atractivos y cómodos, los vemos, los podemos manipular, comprar… «Ídolos de oro y plata, obra de manos de los hombres que tiene boca y no hablan, ojos y no ven». Las religiones idolátricas van a amenazar continuamente el culto a Yahvé.

Si recordáis cuando el pueblo se enfrenta a la prueba en el desierto, abandona al Dios que los había sacado de Egipto, que les había dado la libertad frente a la esclavitud; y este pueblo pide a sus líderes: «Haznos un dios que vaya delante de nosotros…» (Ex 32,1). «(…) fundieron un becerro y exclamaron: este es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto» (Ex 32, 4).

Idolatría entonces, idolatría ahora… Adorar algo hecho por mano de hombre. Somos incapaces de estar con la Vida y estamos con algo inerte (muerto) a quien llamamos Dios y a quién adoramos. La idolatría es muy peligrosa, porque los ídolos (así nos lo enseña la historia comparada de las religiones), más tarde o más temprano acaban exigiendo sacrificios humanos. Esos diosecillos, esos fetiches palpables, maleables, hechos a nuestra imagen y semejanza, a nuestra medida, siempre acaban exigiendo sacrificios humanos. Quizás hoy sea un buen día para preguntarnos: ¿a quién llamamos Dios?, ¿a quién adoramos? ¿Quién es Dios para mí, a quién llamo Dios en mi vida? ¿A qué Dios ofrezco sacrificios u holocaustos? ¿En qué Dios creo y contra qué ídolos combato? Sin duda al hablar de ídolos, de fetiches, de realidades a las que llamamos y consideramos Dios, más de uno ha pensado en cosas como el dinero, el afán de ser más que los demás, la vida fácil, las ideologías… Y es verdad; sin duda, podemos hacer que nuestro Dios sea el dinero o el placer o la comodidad, o mi YO. Todo eso es verdad. Pero yo os invitaría y me invitaría a repasar nuestras imágenes de Dios, porque quién sabe si se nos ha colado de rondón algún ídolo, algún fetiche, algún dios falso. Por si a alguien le ayuda, voy a señalar las cinco falsas imágenes de Dios que creo que más daño nos pueden hacer. Pueden ser algunos ídolos a los que podemos estar adorando sin saberlo: El dios sádico, que exige sangre, cosas que nos duelan. Un dios que nos hace sentir que la virtud es difícil y cuesta mucho sacrificio. Se presenta como un dios que nos entrega a su hijo para que lo matemos y, así, aplacar su ira (¿qué tipo de padre puede querer el sufrimiento de su hijo?). Adoramos a este ídolo cuando creemos que el dolor es bueno e incluso lo pedimos. Pero no debemos olvidar que el masoquismo es una

disfunción sexual, no una virtud cristiana. La actitud cristiana no es la de pedir a Dios sufrimientos. Debería, más bien, tomar esta forma: ¡Señor, que cuando llegue el sufrimiento (que llegará sin duda) no huya, ayúdame a vivirlo como tú lo hiciste, ayúdame a no bajarme de la cruz! Frente al dios sádico, confesamos que el Dios de Jesús es el Dios de la misericordia, el Dios de Jesús es el Dios del amor incondicional. El Padre de Jesús no es un sádico, es un Dios de vivos. El dios negociante, con el que se puede comerciar. Adoramos a este ídolo cuando prometemos una misa, un regalo, una donación, un sacrificio, etc., si me concede lo que le pido: una curación, un beneficio económico, un trabajo, una novia, etc. En el fondo es un dios manipulable, que «obedece» a las oraciones, a los ritos o a los conocimientos más o menos esotéricos. Y puede ser también, en el fondo, un dios personalista e intimista, dios de mi propiedad, al que manejo a mi gusto, hecho a mi imagen y semejanza («mi diosito»), que defiendo frente a la posibilidad de que me lo ataquen, y así tenga que cambiarlo. Con este tipo de ídolo podemos llegar a mantener la misma relación que Gollum tenía con el anillo de poder («mi tesoro»). Frente al dios negociante, confesamos que el Dios de Jesús es el Dios de la gratuidad. El Padre de Jesús no es un negociante, es todo gracia, es todo gratis. Nos quiere no porque seamos buenos, nos quiere porque él es bueno. El dios juez implacable, que está listo para juzgarnos y castigarnos, sobre todo en lo que respecta a todo aquello que tiene que ver con el sexto mandamiento y la sexualidad. Es el dios que mira solo a las categorías abstractas y a las normas, nunca a las personas concretas. Es el dios que nos «etiqueta» y para el que la ley es antes que el ser humano. Frente a ese dios juez, confesamos que el Dios de Jesús es el Dios del perdón, de la reconciliación, es el Dios que no se queda en la superficie, sino que mira al corazón, es un Dios que nos da un abrazo tan fuerte que es capaz de unir todas nuestras partes rotas. El Padre de Jesús no es un juez. Es Abbá. El dios placentero y «facilón» que es, en realidad, una proyección infantil de nuestras imágenes y miedos, que excluye el dolor y se lo ahorra a sus fieles devotísimos. Es un dios «creado» por nuestro principio del placer. Adoramos a este ídolo cuando prestamos oídos sordos a palabras de Jesús tales como: «niégate a ti mismo», «carga con tu cruz», «si el grano

de trigo no muere…». Un dios de la falsa conciliación y la falsa paz, un dios de paz sin justicia, de bienestar sin conflicto, de ideología sin compromiso, de religión sin sacrificio. Un dios que no quiere ver la realidad. Frente a este dios placentero y facilón, confesamos que el Dios de Jesús es el Dios del Reino, es decir, de un proyecto histórico suyo para con la humanidad, que implica paz, justicia, concordia, solidaridad, igualdad, respeto entre todas las personas, respeto con su creación… El Padre de Jesús no es cómodo ni facilón. Es un Dios apasionadamente comprometido con su creación. Y, finalmente, el dios «arbitrario», frente al cual no nos explicamos que no actúe para acabar con el mal en el mundo y en la historia humana. Un dios que ayuda a unos sí y a otros no; a unos los cura y a otros no; hace que a unos les toque la lotería y que otros pierdan al amor de su vida; ha querido que unos hayan nacido en un país pobre y otros en un país rico. ¡Qué mala suerte! Mucho ojo porque este diosecillo se nos ha colado de rondón. Un dios que entra en crisis frente al dolor y al mal en el mundo. ¡Cuántos ateos ha producido este dios! Si pensamos que Dios puede hacer todo, siempre y en cualquier momento, cuando le plazca, mucho me temo que, si un niño de África muere de hambre o una persona muere de cáncer o una persona padece el COVID-19, «ese dios es un malvado». Adoramos a este ídolo cuando olvidamos que Dios es todopoderoso en el amor; es todopoderoso porque nos quiere más allá de lo que podemos pensar, porque nos quiere tanto que nos da la libertad y respeta la creación. No olvidemos nunca que el poder de Dios se manifiesta plenamente en la cruz. Pero que nadie crea que el Padre de Jesús no hace nada ante el dolor, ante el pecado, ante la muerte. Ante el mal, ante el dolor, está actuando continuamente, sin descanso. Sabemos lo que Dios ha hecho, te ha hecho a ti, me ha hecho a mí. Confesamos que el Padre de Jesús es el Dios de la esperanza, que provoca en nosotros la capacidad de creer y de esperar, que hace posible, que colaboremos en la movilización de la historia. «Dios no cumple todos nuestros deseos sino todas sus promesas» (Dietrich Bonhoeffer).

Ante la cruz me invito y te invito a que te hagas dos preguntas: ¿en qué Dios crees? ¿Contra qué ídolos combates? Quizás así podamos decir con verdad, lo mismo que hemos oído hoy en boca de Pablo y Bernabé: «Os

predicamos el Evangelio, para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo».

BENDICE MIS MANOS Bendice mis manos Señor, bendice mis manos para que sean delicadas y sepan tomar sin jamás aprisionar, que sepan dar sin calcular y tengan la fuerza de bendecir y consolar. Señor, bendice mis ojos para que sepan ver la necesidad y no olviden nunca lo que a nadie deslumbra; que vean detrás de la superficie para que los demás se sientan felices por mi modo de mirarles. Señor, bendice mis oídos para que sepan oír tu voz y perciban muy claramente el grito de los afligidos; que sepan quedarse sordos al ruido inútil y la palabrería, pero no a las voces que llaman y piden que las oigan y comprendan aunque turben mi comodidad. Señor, bendice mi boca para que dé testimonio de Ti y no diga nada que hiera o destruya; que solo pronuncie palabras que alivian, que nunca traicione confidencias y secretos, que consiga despertar sonrisas.

Señor, bendice mi corazón para que sea templo vivo de tu Espíritu y sepa dar calor y refugio; que sea generoso en perdonar y comprender y aprenda a compartir dolor y alegría con un gran amor. Dios mío, que puedas disponer de mí con todo lo que soy, con todo lo que tengo. Sabine Naegeli

12 de mayo El conflicto y la paz verdadera Martes de la quinta semana de Pascua

Hch 14,19-28. Reunieron a la Iglesia, le contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Sal 144. Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado. Jn 14,27-31a. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo.

Las palabras de Jesús, sobre una paz que da el mundo, distinta a la que da Dios, invitan a preguntarse e intentar entender cuál es una y cual es otra. La paz es, de algún modo, el reverso del conflicto. Hay una triple fuente de conflicto en la vida. Con Dios (por muchos motivos, porque no entendemos, porque no te encontramos, porque no nos lo pones claro, porque a veces te necesitamos y pareces no responder, porque la duda muerde, o porque tu evangelio es exigente…). Con los otros (por distintos motivos, y cada quién sabe cuáles son sus conflictos). Con uno mismo. A menudo te enfadas contigo mismo. No te puedes, no te aguantas, y te peleas por dentro. ¿Cómo se conquista la paz según la da el mundo? Con Dios, o bien sucumbimos al temor, u optamos por la manipulación (amoldo a Dios a mis necesidades), o por volverle la espalda (todo lo que ayer nos recordaba Pablo sobre los ídolos encajaría de nuevo en esta mirada). En definitiva, distintos caminos para intentar vivir cómodamente con un Dios domesticado.

Con el prójimo, hay distintos caminos para conquistar la paz según el mundo. Uno podría ser la violencia y el dominio –ya que tenemos conflicto, yo voy a vencer–, utilizando mis recursos, elocuencia, capacidades, dureza, cinismo, poder… Lo que sea. La sumisión es justo lo inverso: todos conocemos gente que no es capaz de disentir y decir lo que piensa, no vaya a molestar; y tendrías ganas de pedirles que reaccionaran un poco. También cabe la distancia que pones con otros problemáticos, para no complicarte la vida (y a esa distancia a veces la disfrazamos de seguridad y en nombre de la seguridad estamos dispuestos a renunciar a muchas cosas). También hay manipulación en la relación con los otros. Por último, con uno mismo (esa es la más difícil), también hay caminos incompletos y no evangélicos para alcanzar ciertas dosis de paz. Ahí está la evasión: para no pensar o no afrontar las guerras de dentro, saltar de vivencia en vivencia, de diversión en diversión, probar todo sin echar raíz, porque quizás sea ese echar raíz lo que te exige crujirte un poco. También hay todo un mundo de psicologías del bienestar, autoestima, etc., que pueden ayudar, pero que hay que tener cuidado de que no se conviertan en una forma de pensamiento positivo que te vuelve un egoísta integral. ¿Cómo se luchan esas tres batallas a la manera de Dios? La actitud con Dios es la obediencia, dice Jesús. Entendamos bien. Obediencia nos suena mal y tiene muy mala prensa en la era de la autonomía. Pero en realidad obedecer significa saber escuchar. Es cierto, necesitamos escuchar a Dios. Darle espacio en nuestra vida a su palabra y a su voluntad. Escuchar es una actitud de búsqueda, interesada, de quien necesita de verdad ir encontrando respuestas…, que abrirán la puerta a nuevas preguntas. Entonces, quizás la actitud fundamental con Dios es la escucha de su palabra, la contemplación de su vida y el seguir sus huellas. Eso muchas veces conduce a una paz, como canta el poeta, armada. La actitud con el prójimo es la fraternidad. Somos hermanos y hermanas. Y eso pasa por querer bien (la benevolencia). Es más, implica contribuir a trabajar por ese bien. No solo te deseo el bien, sino que intento favorecer que lo alcances. Con palabras, talentos, recursos, actitudes… A veces ese querer el bien del prójimo implicará conflicto –con quien

defiende otras lógicas–. Ahora bien, el conflicto que nosotros estamos llamados a vivir con otros, en nombre de la fe, no es el que muchos defienden. No responde a la lógica del evangelio la actitud de los violentos, la actitud de los troles que se dedican en redes sociales a insultar, calumniar, humillar o descalificar, o la de los sobrados que van pisando fuerte y queriendo acabar con otros. No me imagino a Jesús queriendo acabar con nadie. Solo con el mal. La actitud de Jesús, una y otra vez, pasa por la defensa firme y humana de lo que considera justo. Y cuando eso implica conflicto, es desde la compasión, y la misericordia. En cuanto a uno mismo, los conflictos internos tienen tantas fuentes… La paz no es que no haya problemas. Estamos vivos. Lo contrario sería – como se dice coloquialmente– la paz de los cementerios. Esa, cuando llegue, ya veremos lo que es. Pero por el mero hecho de estar vivos pasaremos días buenos y malos, ilusiones y decepciones, tormentas y días de calma. Nos miraremos unos días con confianza y otros sin soportarnos a nosotros mismos. Pero, al final, la paz interior según la da Dios, creo que es tres cosas: 1) Tener la conciencia tranquila (saber que uno está actuando de manera coherente, consciente y evangélica en la vida). Saber que hay líneas rojas en la vida que no estás dispuesto a cruzar, peleando por vivir el evangelio, también cuando está difícil. 2) El amor a uno mismo (como al prójimo, dándole la vuelta a la expresión). Claro que necesitamos querernos. Como Dios nos ama. Pero eso no es ni una autoestima desmesurada ni lo que un buen amigo llamaba, en una expresión un poco cruel pero muy gráfica, los egos viscosos. Quererse a uno mismo es conocerse, aceptarse, pero saber también ver las propias posibilidades. Es reconocer, con ternura, los pies de barro. Y, en realidad, aprender a verse como nos ve Dios, que es con amor. 3) El sentir la propia vida como vocación o, dicho de otro modo, encontrar el propio lugar en el mundo. Permitidme evocar a Rose Castorini, personaje de la película Hechizo de Luna. Rose es una mujer mayor, casada con un hombre que la engaña, entrando en el otoño de la vida y que siente que su familia se tambalea. En un cierto momento se ve tentada a tener una aventura extramatrimonial.

Aunque lo tiene todo a favor para poder lanzarse, dice que no. El hombre que la corteja la acompaña a casa y le pregunta si puede subir para tomar una última copa. Ella declina la propuesta. Él pregunta: «¿Es que hay alguien en tu casa?». Ella responde: «No, creo que no habrá nadie en toda la noche». Él entonces la mira sorprendido, como sin entender entonces cuál es el problema. Y ella, con una sonrisa tranquila, le dice: «Yo sí sé quién soy». Eso es descubrir la propia vocación. Saber quiénes somos. Encontrar el propio lugar en el mundo. Ojalá podamos encontrar la paz a la manera de Dios. Escuchando su palabra, que para nosotros es llamada. Contemplando al prójimo, que para nosotros es hermano. Y mirándonos como Dios nos mira, ayudándonos a descubrir quiénes somos de verdad.

LA BATALLA NUESTRA DE CADA DÍA Es una guerra que dura una vida la que enfrenta, en mí, dos mundos. Entre el algo y el todo, entre el «por ahora», y el «para siempre», entre «yo» y «Tú»… La seguridad se enfrenta al riesgo, las garantías a la confianza, el ruido a un silencio no siempre poblado, las pequeñas miserias se oponen al Amor y el orgullo quiere pisar a la verdad. Dame, Señor, capacidad para luchar. Toca pelear cada día, hasta esa jornada última en que Tú vencerás por los dos. Dame fe para no rendir el evangelio, la bondad, el sacrificio o la cruz. Dame alegría para sobrellevar cada revés, cada caída, cada tormenta. Yo, por mi parte, aquí estoy, dispuesto a seguir remando con mis pocas fuerzas, con mis pobres brazos.

No sé si basta, pero hay que intentarlo.

13 de mayo Permanecer Miércoles de la quinta semana de Pascua. Fiesta de la Virgen de Fátima

Hch 15,1-6. Unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé. Sal 121. Vamos alegres a la casa del Señor. Jn 15,1-8. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y se realizará.

Presidió José Ramón Busto, SJ El argumento del libro de los Hechos consiste en narrar la historia de los acontecimientos que dieron como resultado que nosotros estemos aquí hoy reunidos, aunque sea virtualmente, para celebrar la cena del Señor. Dicho de otra manera, los acontecimientos que condujeron a que nosotros seamos cristianos. El pasaje que nos ha servido como primera lectura nos ha recordado el mayor problema que hubo de superar la primitiva comunidad cristiana. No se discutía que la salvación que Dios había realizado en Jesucristo era universal, que alcanzaba a todos los hombres. Lo que los primeros cristianos discutieron era si todos los hombres para alcanzar la salvación debían hacerse judíos o si la gratuidad de la salvación era tal que todos, sin hacerse judíos, es decir, sin pasar por la circuncisión y sin estar obligados al cumplimiento de la le ley de Moisés, podían acceder a la salvación. Hoy hemos escuchado el planteamiento del problema y mañana leeremos el

modo que la Iglesia primitiva tuvo de solucionarlo y la solución que dio[1]. Este es el mensaje central del relato de los Hechos, que ocupa por eso el centro físico del libro. Gracias a esa solución nosotros somos cristianos y estamos celebrando la cena del Señor. Como cristianos somos herederos de lo mejor de la experiencia espiritual del judaísmo sin habernos hecho judíos. Somos el nuevo pueblo de Dios anunciado por los profetas del Antiguo Testamento y partícipes de la nueva y eterna alianza anunciada ya por Jeremías (31,31-34). Precisamente del nuevo pueblo de Dios, nacido de la alianza nueva, nos ha hablado el pasaje del evangelio de Juan con la alegoría de la vid. Pues esta alegoría describe la Iglesia. Lo habitual en el evangelio de Juan es presentar la relación del discípulo, individualmente considerado, con el Señor. Pero en la segunda parte del discurso de la cena, que comienza precisamente con esta alegoría, nos habla de la comunidad de los discípulos en su conjunto, es decir, de la Iglesia. En la tradición bíblica la vid –y la viña– es imagen de Israel, como encontramos con frecuencia en los profetas (Is 5,1-7; 27, 2-4; Jr 2,21; 6,9; Ez 15,1-8; 17,1-10; 19,10-14). En este pasaje, Jesús se presenta a sí mismo como la vid verdadera, es decir, la vid en quien se revela y se realiza la verdad de la salvación. Pues el verdadero pueblo de Dios es Jesucristo, ya que únicamente él realizó en su existencia lo que el pueblo de Israel estaba llamado a ser. Solo él realizó la vocación a la que Dios llamó a Israel. Pero en Jesucristo se enraíza un nuevo pueblo de Dios, los que formamos parte de su Cuerpo, que es la Iglesia. En Jesucristo todos los hombres estamos llamados a realizar en nuestra existencia la vocación con la que Dios distinguió a Israel. En la alegoría Jesús nos compara a los sarmientos, ya que unidos a él recibimos la savia que nos da la vida y nos hace fecundos. En el pasaje aparece siete veces el verbo permanecer. Si estamos unidos a él por la fe, como los sarmientos a la vid, él permanece en nosotros y nosotros permanecemos en él. Por eso podemos dar fruto. Dios se había quejado por boca del profeta Isaías de que, a pesar de todo lo que Dios había hecho por su pueblo, este no había dado fruto: «¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho? ¿Por qué cuando yo esperaba que diera uvas dio agrazones?» (Is 5,4). Que demos fruto es la obra de Dios Padre. Por eso

dice Jesús que Dios es el labrador, que poda y prepara los sarmientos para que, unidos a la vid, sean capaces de dar frutos de justicia y caridad. Agradezcamos hoy lo que Dios ha hecho por nosotros llamándonos a formar parte de su Iglesia, injertándonos en la vid como sarmientos, haciéndonos miembros del Cuerpo de Cristo, podándonos a veces para que demos más fruto, vivificándonos por medio de su Espíritu; y pidámosle por intercesión de la Virgen María que continúe permaneciendo en nosotros para darnos la fuerza que nos haga capaces de permanecer unidos a él.

[1] Sería así si en la liturgia se leyera el relato del jueves de la quinta semana de Pascua. En realidad, al ser el 14 de mayo la f iesta de san Matías, apóstol, no serán esas las lecturas de la homilía de mañana.

ELOGIO DEL SARMIENTO A LA CEPA Como el Amor es la fuente de ternura y siembra, de besos sinceros, de promesas ciertas. Como la Justicia es fuente de miradas limpias, de normas humanas, de opciones honestas. Como la Paz es fuente de armas olvidadas, de muros caídos, de puertas abiertas. Como la Palabra es fuente de verdad desnuda, de la fe intuida, de memorias plenas. Como el Pan es fuente de estómagos llenos, de días de encuentro en mesa fraterna… Tú eres la vid, y nosotros los sarmientos, que han de florecer con frutos de amor y justicia, de paz y palabra, de pan

que saciará el hambre de todos.

14 de mayo El rostro amigo de Dios Fiesta de san Matías, apóstol

Hch 1,15-17.20-26. Repartieron a suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles. Sal 112. El Señor lo sentó con los príncipes de su pueblo. Jn 15,9-17. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

Es curioso cómo la definición que mejor cuadra a los apóstoles no es la de aprendices, seguidores, siervos, súbditos, trabajadores, nada parecido. Cuando Jesús quiere definir la relación que le une con ellos les dice: «No os llamo siervos. Os llamo amigos». No colegas, compañeros de farra, conocidos, vecinos, o socios…, sino amigos. Hoy vivimos en un mundo donde la palabra «amigos» puede perder su sentido fácilmente. Precisamente porque se llama amistad a cosas que no necesariamente lo son. Un «amigo de Facebook» puede ser alguien a quien ni siquiera conoces, pero por las razones que sean, de afinidad, curiosidad o intereses comunes, se establece un vínculo ligero que rápidamente puede desvanecerse (de hecho, con un clic). De muchas personas puedes decir algo así como «somos amigos», pero en realidad quiere decir que os conocéis, que tenéis conocidos comunes o que salís con la misma gente. Pero los verdaderos amigos, esos, en la vida, son menos. Y, sin embargo, hoy Jesús nos propone la amistad –esa amistad– como modelo en las relaciones y como mejor expresión de nuestra relación con él. Nos

propone que aprendamos de la amistad para tratarnos unos a otros. Aquí una confidencia personal. A mí de pequeño me parecía tan cursi aquella cancioncilla de catequesis que decía algo así como «Yo tengo un amigo que me ama, me ama, me ama. Yo tengo un amigo que me ama, su nombre es Jesús»; tanto es así que durante bastante tiempo me rechinó pensar en la amistad para definir a Dios. Prefería otras categorías. Solo después, ya en mi vida adulta, y comprendiendo la hondura, el valor y el significado profundo de la amistad verdadera, he aprendido a ver cómo se aplica ese término a la relación con Dios. ¿Qué es, en qué consiste, cómo identificar la amistad verdadera? Vaya por delante que no hay dos amistades iguales. Así que todas las generalizaciones son insuficientes. Pero, dicho eso: • •





Amigos son las personas con quienes, cuando estás, te sientes en casa. Suelo decir que el hogar no son las paredes, sino las personas. Pues amigos son la gente que es hogar al que volver. Es con quienes puedes mostrarte tal y como eres. No necesitas «gustarles», convencerles, cautivarles, porque, al revés, te conocen con tus luces y tus sombras, con tus valores y tus defectos, con tus capacidades y tus manías. Eso no significa que no te puedan reprochar nada. Al revés, precisamente porque te quieren, a veces son los amigos los únicos que se van a atrever a decirte: «¡Espabila!». Pero, al mismo tiempo, sabes que no te exigen que cambies como condición de su amistad. Los amigos están ahí para ti. Es la gente a la que piensas en llamar cuando necesitas hablar con alguien. Es la gente que a veces te llama para contarte qué tal va todo. Son relaciones que van más allá de lo práctico. En este tiempo y esta sociedad, en que demasiadas llamadas son productivas, prácticas, vinculadas al hacer o la eficiencia, hay un punto de gratuidad en estas relaciones. Puede que te comuniques a menudo o puede que menos, pero sabes que de veras se preocupan, que tu vida les importa. Cada amistad es una historia. Porque la amistad, como las buenas cosas de la vida, requiere tiempo. Va ganando memorias, pero también está abierta al futuro. Y no es una relación ni lineal ni bucólica. Hay momentos buenos y malos, baches, etapas complicadas, puedes fallar a tus amigos –o ellos a ti– y es posible



• •

que el perdón sea necesario, porque eso es la vida. Pero con los amigos sabes que, pase lo que pase, van a continuar ahí. Los amigos se alegran con las cosas buenas que te ocurren. Y se apenan con las cosas malas. Pero de verdad, se alegran y se apenan (no es un mero amago educado de empatizar). Vibran con lo que te ocurre. Porque te quieren. La amistad verdadera es una forma de amor. No es interés, no es simpatía, no es cariño (aunque pueda tener todo eso). Es una forma de amor como nos propone Jesús. La amistad es quizás la relación más gratuita que existe. Con los verdaderos amigos la relación no funciona a base de obligaciones, exigencias, dependencias… Puedes pasar tiempo sin hablar. Pero cuando retomas, están ahí como el día anterior. Dicho eso, también ocurre algo. Y es que hay que cuidarse unos a otros. Que no haya exigencia no significa que no haya necesidad. Claro que nos necesitamos.

¿Por qué cuento todo esto? Porque Dios, en Jesús, para nosotros, se define como amigo. Es una buena imagen. Con Jesús te puedes sentir en casa. Nos acepta como somos –eso ha mostrado una y mil veces en la gente con la que se ha ido encontrando–. Jesús no exige conversión como paso previo al encuentro. Él sale al encuentro y acoge. Y si invita al cambio es después, pero no como requisito para que exista una relación. Está ahí, trenzando con cada uno de nosotros una historia única –que pasa por distintos momentos–. Es un amigo que se alegra con nuestra alegría y sufre con nuestras tristezas. Un amigo incondicional y gratuito, que ofrece su amistad sin imponerla. Que da su amor sin exigir respuesta (pero claro que deseándola). Que yo responda o no lo haga no impide que Jesús tenga el brazo tendido para ofrecerme apoyarme en él. Permitidme compartir una reflexión, a modo de epílogo, sobre la amistad en estos tiempos del COVID-19. ¿Qué nos puede enseñar esta pandemia sobre la amistad? ¿O qué nos puede recordar? Hasta hace un par de meses dábamos por sentado que a los amigos los teníamos ahí. Que podías quedar con ellos. Ir al cine, charlar un rato, tomar algo, dar un paseo, hacer deporte, compartir actividades, lo que fuera. Incluso si estaban lejos, sabías que podrías desplazarte e ir a verlos

en algún momento. Tal vez no lo hacíamos mucho, porque sabíamos que podíamos. Pero ahora no podemos. Es verdad que lo sustituimos por encuentros por Zoom, chats, y emoticones en el WhatsApp, pero no es lo mismo. A lo mejor en esto se me nota ya la edad, y a algún millennial le basta una conversación virtual, pero yo diría que hay palabras que piden encuentros y hay gestos que piden presencias. Este tiempo de distancia forzada nos recuerda que no podemos dar por sentado que nos tenemos. El tiempo que tenemos con los nuestros es limitado. Dejamos pasar demasiadas oportunidades de vivir el amor aterrizado en historias concretas. Tenemos que cuidarnos. Porque hay demasiados «algún día» en nuestros horizontes. Estamos demasiado volcados en el trabajo, en la eficacia, o en un ocio que no implica encontrarse con otros. Es tiempo para recordar que uno de los mayores regalos que nos ha dado Dios es la amistad. Así que, hoy termino invitándoos a que penséis en los amigos. A que los cuidéis. A que en el momento de la paz de hoy les mandéis un fuerte abrazo, recordándoles que ahí estáis. Que, en una sociedad como la nuestra, demasiado dura, demasiado acelerada y en ocasiones demasiado fría, nos necesitamos.

NECESIDADES Necesitamos una dosis de ternura, un reencuentro sin reproche, una habitación en calma, y una canción de esperanza. Necesitamos un puñado de motivos, una palabra de aliento, una verdad que nos sane y un rincón donde sentirnos en casa. Necesitamos promesas sinceras, un silencio habitado, amigos que sepan dar abrazos y una puerta abierta. Necesitamos lugares comunes, conversaciones gratuitas, besos en las cicatrices, y el espejo de unos ojos benévolos. Necesitamos bailar, cada día, al ritmo de la Música callada.

15 de mayo El mundo en que vivimos, una creación herida Solemnidad de san Isidro Labrador

Sant 5,7-8.11.16-17. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes. Sal 1. Su gozo es la ley del Señor. Jn 15,1-7. Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.

Hoy, en esta fiesta de san Isidro Labrador, convergen tres elementos que me parecen muy significativos (y de algún modo complementarios) este año. Por una parte, celebramos el santo patrón de una ciudad y, como tantas ciudades, nos vemos encerrados por esta pandemia. Supongo que ni en los mejores pronósticos imaginábamos los madrileños –y todos los que aquí vivimos terminamos siéndolo un poco, por nacimiento o por adopción– que la Pradera de San Isidro este año iba a ser el salón de casa, que no habría verbena, chulapas, fiestas de barrio, chotis, ni ninguno de los tópicos asociados (y ya que estamos, tampoco habría puente de mayo, cines, teatro u otras celebraciones menos castizas, pero igualmente agradables). Hoy Madrid (como tantos lugares de nuestro mundo) está en otra batalla. Una batalla que no debería ser de unos contra otros, sino de todos contra una enfermedad. Desgraciadamente, la tentación de politizar todo nos puede hacer perder de vista lo importante: la lucha para trabajar, juntos, por el bien común; para frenar los efectos de una pandemia que ha golpeado esta ciudad de un modo implacable, durísimo, y que puede volver antes de haberse ido del todo; la necesidad de ser muy responsables

en nuestra manera de reaccionar y protegernos unos a otros, buscando el bien común; y la responsabilidad que tenemos para no abandonar a quienes lo han perdido todo (especialmente quienes han perdido a sus seres queridos –esto no tiene arreglo–, pero también a quienes van a tener que afrontar precariedad, inseguridad y un horizonte difícil). A medida que entremos en las fases del desconfinamiento lo importante no es solo qué podemos hacer, sino cómo hacerlo de tal manera que estemos cuidando unos de otros. En el fondo, este es un momento para ver si además de una ciudad podemos descubrirnos como comunidad. A los cristianos se nos tendría que notar ese ser comunidad. Por otra parte, san Isidro Labrador es también patrono del mundo agrícola. En el último año pareció que, durante un tiempo (desgraciadamente un breve intervalo y quizás más asociado a las campañas políticas que a nada más), se volvía un poco más la vista a la España vaciada, esa España del campo, donde especialmente las tareas de labranza han tenido tanta importancia. Sin embargo, ya pasó el eslogan, ya pasaron los hashtags, pero ahí sigue la realidad. Un desequilibrio en el que las ciudades van absorbiendo la población. Y una mirada caricaturizada al campo –y especialmente al mundo agrario–. Necesitamos aprender a conocer y valorar mejor el mundo del campo. Un compañero jesuita, Félix Revilla, que además de jesuita es un hombre de campo y muy sensibilizado, describía hace poco algunos retos que hemos de afrontar como sociedad en la relación con el mundo del campo. Y al hablar de los agricultores, describía su trabajo de una manera muy sugerente. Insistiendo, entre otros puntos, en: • • •

La conciencia de la labor cocreadora de la propia actividad agrícola. El campo es la parte de la parcela común que les ha sido encomendada. La mirada con otro ritmo y otra óptica a la realidad. El mundo del campo tiene otros ritmos, que deberían ser escuela para quienes vivimos acelerados por el vértigo de la vida urbana. Una visión de la labor agrícola capaz de salir de estereotipos y una mirada al campo y sus gentes que no se quede en tópicos ni visiones trasnochadas –que, por ejemplo, en el ámbito del humor se



convierten en estereotipos muy gastados sobre el mundo del campo–. Los retos, posibilidades y responsabilidad, tanto de la gente del campo como de las instituciones del estado, para promover una agricultura limpia, sostenible.

Esto se relaciona con el tercer punto que quiero mencionar. Tiene que ver con la interrelación entre ciudad y campo. Hace cinco años, el 24 de mayo de 2015, el papa Francisco publicó Laudato si’. En aquella carta encíclica sobre el cuidado de la casa común quiso dejar claro, desde el primer momento, que la preocupación por cómo nos relacionamos con el mundo que nos rodea no es esnobismo para gente que no tiene otras preocupaciones. Tiene que ver con la justicia, con la economía, con los pobres, con el futuro, y puede ser motivo de esperanza o de desolación, de sanación o destrucción, y puede abrirnos la puerta a un futuro mejor o, por el contrario, conducirnos a un callejón sin salida. A partir de mañana, el papa ha invitado a celebrar una semana de memoria de esta encíclica, releyéndola, recuperando su enseñanza, profundizando en la mirada al mundo que propone. Hay estudios que vinculan la velocidad de propagación de las pandemias con la destrucción de hábitats naturales, la disminución de la biodiversidad y la alteración de ecosistemas; desde la década de los 80 se han cuadruplicado los brotes infecciosos y con más posibilidades de convertirse en pandemia. Traigo estos tres elementos: la celebración de la gran ciudad como comunidad; la memoria de un mundo rural necesario, pero incomprendido y semiabandonado; y la constatación de que cabe una lectura creyente de nuestra relación con el medio-ambiente. Porque la figura del labrador, hoy personalizada en san Isidro, pero mucho más en ese Dios que es así descrito en el evangelio, se convierte, para nosotros, en llamada a cultivar una serie de actitudes básicas. El respeto (y la paciencia) ante la realidad. No podemos seguir a este ritmo. O arruinaremos el mundo, como se arruinan los campos. El cuidado de la naturaleza. El labrador –a la manera de Dios– no es descrito como alguien que, sacando rendimiento como sea, mata la vida. Es el viñador, el que la cuida. Nosotros nos relacionamos con la naturaleza

en términos de explotación, pero tenemos que recuperar la dimensión de cuidado y la búsqueda de armonía. Una mirada contemplativa a la realidad. Nuestras miradas son a menudo políticas, económicas, o sociológicas. Pero también nos hace falta una mirada contemplativa (y desde la fe diríamos también creyente). Hay una sabiduría en la mirada, que el papa Francisco describe así en Laudato si’: «Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo» (LS, 11).

La conciencia de nuestra interdependencia. Si esta pandemia pone algo de relieve es la tremenda densidad de la red humana. Una red global. No podemos seguir mirando a las cosas de lejos y decir, «no es mi problema». Todo es problema común. Todo esto, entonces, lo ponemos en las manos de Dios y sus testigos. San Isidro Labrador, ruega por nosotros.

SEMILLAS Todo se reduce a sembrar. Guerra o paz. Libertad o cadenas. Comunión o soledad. Sembramos, aun sin saberlo, en miradas, silencios, opiniones, gestos… Plantamos, a base de golpes o caricias, semillas que enraízan en otras tierras, y se riegan con el paso de los días, con memoria y nuevos encuentros. Lo sembrado germina, crece, se hace árbol, y sus frutos alimentan las ansias de otras gentes, el hambre de otras bocas, el latir de otros corazones. Cada fruto es distinto. Está el que aquieta y el que fustiga. Está el que sacia, o el que vacía, el que sosiega

y el que desquicia. Pero todo empezó con la pequeñez de la semilla que un día sembramos, aun sin saberlo.

16 de mayo Vivir abiertos al Espíritu que todo lo renueva Sábado de la quinta semana de Pascua

Hch 16,1-10. Las iglesias se robustecían en la fe y crecían en número de día en día. Sal 99. Aclama al Señor, tierra entera. Jn 15,18-21. Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes de vosotros.

Presidió Dani Villanueva, SJ Sabéis que trabajo en cooperación internacional y me paso el día visitando proyectos educativos en África, Latinoamérica y Asia. En estos viajes tengo el privilegio de celebrar eucaristías en zonas empobrecidas, remotas, campos de refugiados donde los jesuitas estamos promoviendo escuelas en las fronteras. Así, en muchas ocasiones me encuentro con comunidades cristianas jóvenes que no están tan asentadas como las nuestras, ni ahormadas por un peso de años o de una tradición ya parte de la cultura dominante. Os confieso que me fascina celebrar la fe en estos contextos, pues existe una pasión admirable, una irrupción de lo religioso en la vida, una fuerza envidiable y contagiosa. Es cierto que muchas veces me resulta hasta violento pues me piden constantemente bendiciones o tengo que levantar las manos y gesticular cuando invocamos al Espíritu y lo paso fatal –en España somos menos expresivos– pero en el fondo me dan envidia. Llevo tiempo dándole vueltas a lo que caracteriza dichas comunidades y por qué se da esta radical diferencia con algunas de las nuestras. Y leyendo Hechos en estos días, he ido encontrando muchas pistas.

La primera lectura nos muestra a los discípulos más vivos que nunca, aprendiendo a ser guiados, entendiendo nuevas formas de relacionarse con Jesús, su proyecto y la tarea de construir Reino. Pablo y Timoteo tienen una especie de conversación continua con el Espíritu que les lleva de un lado a otro incluso a lugares y personas en contra de la lógica judía –que había regido hasta ese momento su vida– y, sin embargo, ellos estaban «seguros de que Dios nos llamaba a predicarles el Evangelio». Y es que no sé si somos conscientes de que costó muchísimo a la primera Iglesia romper con la exclusividad judía y la autoimagen de pueblo elegido y, por lo tanto, único destinatario de la promesa del Reino. Es precisamente este Espíritu, el que Jesús promete, el que inaugura el cristianismo, movimiento espiritual de los seguidores de Jesús caracterizado por su apertura, su universalidad, su catolicidad. Vivían convencidos de que estaban comenzando algo nuevo, que suponía ir más allá, romper fronteras, incluir a lo excluido. Que exigía descubrir y escuchar de forma continua al Espíritu de Jesús, pues los llevaba constantemente más allá de donde ellos hubieran ido. Hay un precioso paralelismo en todo este tiempo de Pascua entre la irrupción del Espíritu y la progresiva apertura y salida de la comunidad. Por eso creo que lo que me llama la atención de estas comunidades jóvenes que voy encontrando en el terreno es su capacidad de apertura al Espíritu y, por lo tanto, de crear lo nuevo desde lo que Dios susurra. Creo que tiene que ver con la libertad del que tiene que recrear su particular forma de seguimiento porque lo que hay no vale ya o no es suficiente. Tiene que ver con la audacia del que se sabe en contacto con la fuente de verdad y por lo tanto no repite esquemas, sino que siente llamado a encarnarlos. En todas estas comunidades jóvenes hay una fuerte conciencia de novedad y de responsabilidad sobre lo que estamos construyendo hoy. No puedo evitar pensar que hay enormes paralelismos entre estas comunidades jóvenes y la primera Iglesia tras la muerte y resurrección de Jesús. Y creo también que hay un tremendo paralelismo con nuestro momento de desescalada progresiva en el que nos toca imaginar cómo volver a la vida ordinaria y reconstruir nuestro ser Iglesia en este nuevo contexto.

Quizá esta sea nuestra llamada hoy. Ante una situación sin precedentes. Ante un mundo en shock, aún anonadado con esta terrible pandemia y en previsión de lo que se viene, nuestra pregunta ha de ser –como los primeros discípulos– qué significa ahora seguir a Jesús y cómo vivir a la escucha del Espíritu de Dios. Pensad, ¿en qué sentido nuestra comunidad se caracteriza por su apertura y universalidad? ¿Cómo podemos reinventar el sentido de comunidad? ¿Qué hemos aprendido sobre el cuidado o la interdependencia? ¿Cómo podemos ser Iglesia-levadura en esta nueva mezcla? ¿Cuál es nuestro aporte en esta normalidad? ¿Qué va a significar a partir de ahora celebrar la vida, acompañar la muerte, valorar el cuidado, relacionarse con el distinto, entender la pluralidad, estar en comunión, aplaudir la entrega, encarnar el servicio…? ¿Hasta qué punto nos toca recrear todo esto? Tenemos una oportunidad preciosa de renovar nuestra forma de ser Iglesia a la luz del Espíritu en este nuevo escenario. No tengo ni idea a dónde nos llevará el Señor. Todo apunta a que viviendo desde este Espíritu no deberíamos tener miedo a salir de nuestra tierra, seguir a ese Buen Pastor del evangelio de hace dos semanas –ese Dios nómada que nos mueve a mejores praderas–. Creo que, siempre hablando en el plano espiritual, estamos llamados a la itinerancia, la movilidad, el desanquilosamiento… No quiere decir que tengamos que estar todos moviéndonos por el mundo sin parar –hay mucho de huida en eso–, sino que, probablemente, a nivel espiritual, estamos llamados, como los primeros cristianos, a la posibilidad de crearlo todo nuevo. Así que pensaba yo, ¿qué claves o herramientas podemos identificar para esta «vida itinerante en el Espíritu» que nos ayuden en el desconfinamiento? Y creo que podría resumirlo en tres habilidades: 1. La capacidad de interpretar los signos de los tiempos desde Dios. Estar en el mundo, no aislados, salir, aprender, leer, conectarse, descubrir, dialogar, abrir, inculturar, probar, mezclar, etc., en un mundo paradójicamente tan global y a la vez fragmentado, «necesitamos fortalecer la conciencia de que somos una sola familia humana» dice Francisco en la Laudato si’. Estamos llamados al mestizaje. El Espíritu siempre nos llama desde «fuera», desde más allá, donde no le esperábamos, en las fronteras, las heridas, los espacios de riesgo, donde se

nos mueve el piso, ahí es donde el Espíritu habla con mayor claridad y nos ayuda a entender lo que sucede e interpretar esos signos de los tiempos. Obviamente a la luz de la tradición y de nuestra historia, pero sin usarlas como barreras o defensas ante todo lo que pareciera distinto o nos despierte preguntas. 2. Capacidad de discernimiento. De elegir y optar a la escucha del Espíritu. Tenemos que lograr tener sensibilidad a lo trascendente, ser místicos. Decía Karl Rahner «el cristiano del futuro o es un “místico” o no será cristiano». La doctrina y la racionalidad no son suficientes, necesitamos una relación inmediata con Dios y con su Espíritu para intuir que en esa manifestación silenciosa de Dios está el misterio de mi propia existencia. Necesitamos conocimiento del lenguaje interior, hondura y formación espiritual, y comunidad para el contraste, acompañamiento y diálogo hondo para evitar engaños y confusión con otras voces. Permitidme que os pregunte: ¿hasta qué punto hemos desarrollado esta sensibilidad al espíritu para que realmente Dios pueda construir a través de nuestra vida? ¿Cuánto de atento estoy a mis movimientos interiores y lo que significan? En terminología de Emaús, ¿cuándo fue la última vez que me ardió el corazón?, y ¿qué hice con ello? Así es como el Señor va dirigiendo la historia en este tiempo del Espíritu. Ojalá sea este Espíritu el sostenedor de nuestras vidas y no otras identidades o fronteras camufladas muchas veces bajo lenguaje espiritual o religioso. Por eso necesitamos también el discernimiento. 3. Capacidad de vivir desde la esperanza. Dice Francisco en la Laudato si’: «La gente ya no parece creer en un futuro feliz». Tenemos un reto en cómo alimentar una fe optimista con la vida y con el ser humano, basada en la confianza (no en la sospecha), y en el convencimiento de que estamos hechos para este seguimiento, que esa promesa del Reino es la vida en plenitud que late en el fondo del deseo de toda persona. Dice Francisco: «El Creador no nos abandona, nunca dio marcha atrás en su proyecto de amor». «Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros». ¿Cómo poder cultivar esta visión del mundo que permita una fe que nos abre hacia el futuro? Dice Benjamín González Buelta en uno de sus poemas «lo más importante no es que yo tenga proyectos para ti, sino que tú me invitas a caminar contigo hacia el futuro».

Creo que con estas tres herramientas –capacidad de inculturación, capacidad de discernimiento y capacidad de esperanza– es posible vivir cada día como si fuera nuevo y salir al mundo a recrear nuestra Iglesia bajo el soplo del Espíritu. Ojalá podamos sentir algo de esta conciencia de novedad y de la responsabilidad que tenemos para con la Iglesia en este momento histórico de recreación colectiva. Hoy, más que nunca, es tiempo de recordarnos que seguimos a un Dios vivo. Escuchémosle. Que así sea.

DANOS TU ESPÍRITU Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, no puede brotar la vida. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, lo único posible es el miedo. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, aparecen los fantasmas. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, la rutina lo invade todo. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, no podemos reunirnos en tu nombre. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, se olvidan las cosas esenciales. Danos tu Espíritu, Señor. Donde no hay Espíritu, no puede haber esperanza. Anónimo

17 de mayo ¿En qué consiste vivir? Sexto domingo del tiempo de Pascua

Hch 8,5-8.14-17. La ciudad se llenó de alegría. Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera. 1 Pe 3,15-18. Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza. Jn 14,15-21. Vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo.

Permitidme citar tres películas. En La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) –y en todas las versiones posteriores–, una invasión extraterrestre va haciendo que los seres humanos sean suplantados por alienígenas. Hemos visto muchas películas parecidas. A menudo esas suplantaciones suponen que de la persona solo queda lo externo, pero interiormente están invadidas. También hemos visto infinidad de películas de zombis, ¿verdad? Muertos vivientes. En El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) unos jóvenes se ven confrontados por un profesor que los anima a no aplazar siempre, al futuro, las responsabilidades, retos y conflictos que en algún momento han de afrontar. En Matrix (Lilly y Lana Wachowski, 1999) la humanidad (casi en su totalidad) ha elegido la evasión a la realidad. Ante una realidad demasiado atroz, es mejor vivir soñando que el mundo es otra cosa. ¿Qué tienen en común esas tres películas? Que la vida que viven las personas es solo una sombra de lo que podría ser. O bien porque están muertos en vida. O bien porque se vive en la evasión, eligiendo mundos

ficticios. O bien porque da miedo afrontar los conflictos y las complejidades del presente. Cuando Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros me veréis y viviréis», ¿qué les está diciendo? Que vivir no es solo respirar, no es solo pasar por el mundo día tras día. Que vivir no es inercia, no es una suma de días desencadenados. No es tan solo alimentarse, vegetar, consumir. Y tampoco es seleccionar, de la vida, solo la parte conveniente. La vida tiene que ser algo más. Antes de intentar dar una respuesta a esta cuestión, dejadme formularlo como preguntas. Preguntas, estas u otras parecidas, que, ojalá, en este tiempo de encierro, hayamos tenido ocasión de hacernos o aún podamos plantearnos a la luz de este tiempo extraño. ¿Por qué y para qué –y más aún, para quién– vivo? ¿Qué es importante y qué es superfluo en mi vida? ¿Cómo gasto el tiempo? ¿A quién amo de verdad? ¿Qué lugar ocupan los otros en mi horizonte? Y, más aún, ¿quiénes son esos otros? Desde la conciencia de la finitud, de la muerte, de la limitación, ¿se ilumina algo mi vida? ¿De qué sociedad quiero formar parte? La vida con mayúscula, la vida en Cristo, la vida a su manera, tiene toda una serie de elementos que creo que se convierten para nosotros en escuela y llamada. 1) Las palabras y las obras han de ir unidas. Vivimos en una época en que las palabras lo aguantan todo. Pero pueden ser mentira, pueden ser fantasía, presunción o manipulación. Pueden ser una herramienta al servicio del propio ego. En Jesús palabra y vida se funden. Ojalá en nosotros también. Que no adulteremos las palabras. Que no juguemos con los pobres, con la justicia, con el amor. Que en nosotros hablen más las obras que las palabras. 2) La vida verdadera es una vida encarnada. Es decir, aterrizada en la realidad. Se puede vivir en una burbuja. Evadidos en mundos irreales. Engañados pensando que la vida es tan solo una versión cómoda. Rehuyendo los conflictos. Pero desde la fe, vivimos en un mundo complejo, amplio, y tenemos que conocerlo, sentirlo, amarlo

y aprender a trabajar en él para hacerlo mejor. El mundo no es solo el escenario de nuestra vida, sino también el proyecto de Dios, en el que tenemos un papel cada uno de nosotros. 3) La vida no es un puro juego hedonista para hacer lo que a uno le da la gana. Cuando hoy Jesús habla de mandamientos, ¿qué quiere decir? Es verdad que a nosotros mandamiento inmediatamente nos suena a prohibición, imposición y freno, y las tres cosas tienen muy mala prensa hoy en día. Pero entendámoslo más bien como proposición, horizonte y llamada. Una sociedad donde esas propuestas de Dios sean de verdad abrazadas por el ser humano, sería un lugar mejor. Una sociedad con aspiración ética, capaz de defender la vida, de respetar al prójimo, de ponerse límites para favorecer una convivencia cordial. Sí, dicho de otro modo. Vivir es no conformarse con una vida sin valores. Sino tener valores que sean humanos, que sean nobles (y desde la fe, que sean evangélicos). 4) Por último. El amor es el gran regalo de Dios a los seres humanos. Sí, es un regalo complicado. No es fácil. Hay muchos sucedáneos del amor, muchas propuestas que se parecen bastante, pero que en el fondo son formas de egoísmo cómodo o compartido. El amor es algo mucho más liberador. Es abrir la vida a otros. En las últimas semanas hemos podido hablar de fe, de compasión, de justicia, de amistad, de familia, de comunidad, de pérdida, de misión… Pues bien, el amor es lo que da verdad a todos esos conceptos. Un amor a Dios, al prójimo y a uno mismo, que nos muestra Jesús de una vez para siempre. Dejadme terminar con una cita que hacían en El club de los poetas muertos, sobre la vida bien vivida. Y que sea también un deseo para nosotros. Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia. Quería vivir a fondo, y extraer todo el meollo de la vida. Dejar de lado todo lo que no fuera vida. Para no descubrir, en el momento de mi muerte, que no había vivido.

FRONTERAS Donde acaba la seguridad y empieza el vértigo, allí, justo allí, tu mano tendida, invitándome a cruzar. Donde acaba el ruido y empieza la soledad, allí, justo allí, tu palabra, protegiéndome. Donde acaba el egoísmo y empieza la justicia, allí, justo allí, tu compasión, transformando la mirada. Donde acaba la nostalgia y empieza el futuro, allí, justo allí, la esperanza. Donde acaban las heridas y empiezan las cicatrices, allí, justo allí, la ternura que nos sana. Donde acaba la memoria y empieza el olvido, allí, justo allí, lo eterno, defendiéndonos de la ingratitud. Donde acaba la risa y empieza el llanto, allí, justo allí, la caricia. Y el llanto es de alivio. Donde acaba la fiesta y empieza la rutina, allí, justo allí, la música de dentro. Donde acaba la noche y empieza el día, allí, justo allí, tu amanecer. Donde acaba la fuerza y empieza la debilidad, allí, justo allí, un trozo de pan. Donde acaba la rabia y empieza la paz, allí, justo allí, tu abrazo.

24 de mayo Haced contagioso el sueño de Jesús La Ascensión del Señor

Hch 1,1-11. Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo. Sal 46. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Ef 1,17-23. El Padre de la gloria os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama. Mt 28,16-20. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final de los tiempos.

Presidió Pablo Guerrero, SJ En el tiempo de Pascua, la liturgia nos presenta, domingo a domingo, entre otras cosas, el retrato de la primera Iglesia. No en vano, en estos domingos la primera lectura siempre está extraída del libro de los Hechos de los apóstoles (el evangelio de la Iglesia). Pues bien, hoy que celebramos la Ascensión del Señor, también la liturgia nos hace referencia a la Iglesia, a la comunidad reunida (es decir convocada y fundada) en el anuncio del Señor resucitado. Y es que, hablar de Jesús resucitado es hablar de su pueblo, es hablar de cómo necesita ser la Iglesia para ser de Jesús. Hay relatos de los evangelios que nos llegan antes por los ojos que por el corazón o por la cabeza. Y los tenemos ya representados con una imaginería, bien propia o bien tomada del mundo del arte.

Lo admitamos o no, muchos de nosotros nos imaginamos la Ascensión como una especie de «despegue» desde la tierra hacia el cielo que, evidentemente, está «arriba» (frente al infierno que, evidentemente, «está abajo»). Si leemos los cuatro evangelios vemos que la descripción es muy diferente en unos y en otros; es más, en alguno de los evangelios no aparece el relato de la Ascensión. Si tuviéramos que hacer una línea cronológica, también, sin duda, muchos diríamos que Jesús resucita, 40 días después sube al cielo y 10 días después, a los cincuenta de la resurrección nos envía a su Espíritu. La Iglesia no celebra cosas distintas la vigilia de Pascua, el día de la Ascensión y la vigilia de Pentecostés. Podríamos decir que litúrgicamente son un solo día. Si se entiende la expresión, sería algo así como un domingo de Resurrección, un domingo de Pascua, que dura 50 días. Lo que ocurre aquel «primer día de la semana», la victoria de Jesús sobre la muerte, es algo tan grande que la Iglesia para celebrarlo nos invita a un tiempo litúrgico, el pascual, en el que destacan tres fiestas: Resurrección, Ascensión y Pentecostés. Los primeros discípulos se encuentran con algo completamente nuevo: cómo pasar del Jesús de antes de la cruz, con el que habían convivido, al que habían escuchado, al que habían visto (al que también habían malinterpretado, negado, dejado solo), al Jesús resucitado por Dios y Señor de la creación (Señor de la Vida y de la Historia). Nosotros es posible también que nos armemos un lío. ¡Anda que no se ha escrito sobre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe»! Este es un tema básico en la Cristología. Pero si algo tenemos que tener claro los cristianos es que «el Crucificado es el Resucitado». Hoy, como los cristianos que nos precedieron, somos invitados a entender lo que se nos comunica en la Resurrección del Señor: • • •

que Jesús está vivo para nunca más morir; está vivo en el ser de Dios; y eso es anuncio y promesa de que también nosotros estaremos, como Jesús, en la vida de Dios; que Dios es como Jesús dijo que era; como él nos reveló; que Cristo nos revela cual es el sentido de nuestra vida; nos ha salvado, y no solo nos ha mostrado cómo es Dios, también nos



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muestra qué ser humano podemos ser en nuestro camino hacia Dios; Jesús es el ser humano que Dios quiere que seamos; que es muy importante rezar a Cristo, qué duda cabe, pero es más importante imitarle; «ser como Jesús». En eso consiste ser cristiano, no en comulgar de esta o de aquella manera; no en poner pingando bajo capa de apologética cristiana a los que piensan de una manera diferente; no en ser más papista que el papa (aunque parece que los papistas de antes, ahora no son tan papistas). Perdonad el desahogo, pero estoy tan cansado de las personas que reparten carnés de cristianos… Y bajo eso, en más de una ocasión, lo que se está escondiendo es racismo, homofobia, machismo; que Dios nunca nos abandona, que siente pasión por sus hijos, que como dirían en Andalucía «pierde el sentío» por sus hijos, sobre todo por los más pobres; que Cristo resucitado reúne a la Iglesia. En el anuncio de Jesús resucitado y en la celebración de la eucaristía se funda la Iglesia, el grupo de personas que no somos perfectas, pero que queremos soñar el mismo sueño que Jesús; que esto no se ha terminado, que Jesús está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, que como Arrupe decía: «Cristo nos interpela desde toda la creación, desde todos los seres humanos, desde ellos nos ama y en ellos desea ser amado y servido».

Resurrección, Ascensión, Pentecostés. Viene el tiempo de la Iglesia, de los hombres, nuestro tiempo, el tiempo de hacer ascender la creación, el tiempo de resucitarla, el tiempo de confesar que el Espíritu de Jesús está por todas partes. El tiempo de poner el amor más en las obras que en las palabras. El tiempo de poner manos a la obra con Jesús que, con nuestra ayuda y nuestra vida, está empujando la creación entera hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. El tiempo de recordar para qué nos llama Jesús: para estar con él, para anunciar su palabra y para expulsar demonios. La Ascensión es una invitación de Dios a que nos dejemos de pamplinas: «haced el favor de dejar de estar ahí pasmados mirando al cielo»; «salid de vosotros mismos y predicad con vuestra vida mis palabras»; «haced contagioso el sueño de Jesús»; «que la gente cuando nos vea no piense ¡vaya, otra vez estos pesados intransigentes y meapilas!»;

«que lo que vea quien nos mire sea personas que se quieren, personas que aman el mundo, personas para las que nada humano nos es ajeno»; «que vean en nosotros que Dios está dando y dándose, que Dios habita en su creación, que Dios trabaja por nosotros en su creación, que está siempre con nosotros». Porque el Dios Padre-Madre que confiesa Jesucristo, no es un Dios muerto ni es el opio del pueblo ni es una proyección de nuestros traumas, ni es un invento de los curas… El Dios que confiesa Jesús está vivo, nos llama a compromisos concretos, nos ayuda a salir de nosotros mismos y de nuestras «cadaunadas», no es un invento de nadie. A lo largo del tiempo de Pascua se nos ha anunciado, por activa y por pasiva, que, al resucitar a su Hijo, el Padre nos muestra que Jesús tenía razón, que lo que él hacía y decía era verdad. Era verdad que los pobres, los que sufren, los que trabajan por la paz, los mansos, los limpios de corazón, los misericordiosos…, son bienaventurados. Era verdad que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos. Era verdad que Jesús es el camino, la verdad y la vida. Era verdad que los últimos serán los primeros. Era verdad que las prostitutas y los publicanos entrarán antes en el Reino de los cielos. Era verdad que estamos llamados a servir y no a ser servidos. Era verdad que Dios nos quiere entrañablemente, como solo un buen padre, una buena madre, pueden querer. Era verdad que el Reino de Dios está cerca. Era verdad que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Era verdad que si el grano de trigo no muere no da fruto. Y era verdad que Jesús es «Enmanuel: Dios con nosotros». Viví hace unos años en Rumanía, allí aprendí que el saludo pascual en las iglesias orientales es un diálogo en el que uno de los interlocutores aclama, «Cristo ha resucitado» y el otro le responde, «verdaderamente ha resucitado». Es proclamación, es asentimiento y es profesión de fe. Pero, ante todo, es alegría compartida tras haber contemplado la vida y la muerte de Jesús y haber recibido el regalo de la resurrección del Señor. Es la alegría de quien ha descubierto que la vida no termina, que lo que termina es la muerte. Es el júbilo que grita: «gracias Señor porque has

muerto, pero no estás muerto», el júbilo de quien vive, en primera persona, que Cristo resucitado viene con el oficio de consolar (como diría Ignacio de Loyola). Como les ocurrió a los apóstoles aquel primer día de la semana (ellos reciben la consolación y son enviados a consolar y a curar) nosotros recibimos la consolación y somos enviados a consolar y a curar. Y si lo hacemos, si llevamos consuelo y curación a nuestro alrededor, entonces podremos decir, con honestidad, que somos parte de la Iglesia del Señor; que nuestra vida se va acercando al sueño de Dios. Podremos decir, con honestidad, que hemos vivido la Pascua del Señor.

ESPERANZA Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo. Con el corazón lloroso y el destino bendecido nos sentiremos dichosos tan solo por estar vivos. Y le daremos un abrazo al primer desconocido y alabaremos la suerte de conservar un amigo. Y entonces recordaremos todo aquello que perdimos y de una vez aprenderemos todo lo que no aprendimos. Ya no tendremos envidia pues todos habrán sufrido. Ya no tendremos desidia. seremos más compasivos. Valdrá más lo que es de todos que lo jamás conseguido. Seremos más generosos y mucho más comprometidos. Entenderemos lo frágil que significa estar vivos. Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido. Extrañaremos al viejo que pedía un peso en el mercado, que no supimos su nombre

y siempre estuvo a tu lado. Y quizás el viejo pobre era tu Dios disfrazado. Nunca preguntaste el nombre porque estabas apurado. Y todo será un milagro, y todo será un legado, y se respetará la vida, la vida que hemos ganado. Cuando la tormenta pase te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, como nos habías soñado. Alexis Valdés

31 de mayo Entre Babel y Pentecostés. No tengáis miedo Pentecostés

Hch 2,1-11. Se llenaron todos de Espíritu Santo, y empezaron a hablar otras lenguas. Sal 103. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. 1 Cor 12,3b-7.12-13. Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor. Jn 20,19-23. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Contemplemos por un instante a los discípulos. Lo llevamos haciendo todas estas semanas de la Pascua. Lentamente hemos ido viendo cómo el Resucitado va plantando en ellos la semilla del valor. Fijaos en ese precioso recorrido que hemos ido haciendo, semana a semana, viendo cómo se vuelve a encender un fuego, una llama, en los corazones de los discípulos: María que oye su nombre, Pedro perdonado, Tomás acogido con sus dudas, los de Emaús, compartiendo la mesa. Pablo, que pasa de perseguidor a testigo. Todos, cada vez más libres, plantando cara a la persecución y al conflicto. Los discípulos han experimentado todo tipo de miedos (a la persecución, al fracaso, a haberle perdido y ahora quizás un poco a que todo se desvanezca). Sin embargo, el Resucitado primero, y ahora el Espíritu de una manera definitiva, les va a dar valor. Una valentía que los lleva a salir a la plaza pública para proclamar la buena noticia de Jesucristo. La mayoría de edad en la fe solo puede darse cuando uno decide plantar cara al miedo. ¿Cómo entender nosotros eso hoy?

Hay una experiencia muy universal que es la del miedo. Miedo que es mirar adelante y pensar que las cosas pueden salir mal. Y esto, en el tiempo que corre, lo podemos comprender más que bien. Antes teníamos algunos miedos (al futuro, al desconocido, a que las cosas salieran mal en nuestra vida…). Pero ocurre que, en los últimos meses, es como si esos fantasmas posibles se hubieran materializado mucho más. Como que hubieran tomado cuerpo para convertirse en monstruos cercanos y tangibles. Mirad, es normal que ahora tengamos miedos. Tenemos miedo al COVID-19. A sus efectos devastadores. Ya hemos visto lo que puede hacer en una sociedad. Un repunte no parece descartado –más bien muchos avisan en esa dirección–. Tenemos miedo no solo a sus consecuencias, en salud y en vidas (claro, ese es el mayor miedo, perder a quienes amamos). Pero también hay miedo al futuro (una preocupación que se cuela a diario en nuestras conversaciones: las consecuencias económicas, la precariedad, la pobreza, el rescate…). Miedo a un mundo que quizás sea muy distinto (y lo desconocido siempre tiene un punto de incierto que asusta). Miedo, también, a la conflictividad social (unos a otros, ¿es que no somos capaces de hacerlo mejor?). Miedo a aislarnos más en lugar de encontrarnos más. Tenemos, por delante, una tarea descomunal. Si queremos ser de verdad levadura en la masa. Si queremos contribuir a marcar una diferencia. Si queremos ayudar a gestar el mundo que salga de esta crisis global, no podemos conformarnos con permanecer encerrados en nuestros miedos. Tenemos que contribuir a sembrar en esta sociedad un mensaje de justicia, de esperanza y de comunión. Y aquí nos toca elegir entre dos lógicas: la de Babel y la de Pentecostés. La lógica de Babel tiene tres ingredientes principales: (1) el sueño imposible y temerario. «Hagamos una torre que llegue hasta Dios»; (2) la incomunicación, que lleva a no ser capaces de hacer las cosas juntos; (3) la división es consecuencia de lo anterior. Esa lógica de Babel es algo muy humano y se puede dar en muchos niveles en una sociedad: entre países, entre ciudades, entre grupos humanos divididos por la ideología y los colores políticos; incluso dentro de nuestra Iglesia. Frente a ello, la lógica de Pentecostés es todo lo contrario. Primero, vemos un sueño ambicioso, pero posible, que se gesta en lo pequeño. Esa comunidad minúscula que, sin embargo, no tiene miedo de dar un primer

paso, de salir a la plaza pública. Y es que, es verdad, el Reino se empieza a construir con el primer paso. Y aunque hoy pensemos que la Iglesia ya pinta poco, esto lo empezaron un puñado de hombres y mujeres sencillos, en una provincia lejana de un imperio para el que no contaban. Segundo, esa capacidad de comunicación (simbolizada en ese hablar y que todos entiendan en su idioma). Hay un idioma universal para el ser humano: todos nos estremecemos con el sufrimiento, tenemos entrañas de misericordia, aspiramos al amor, al bienestar, a la salud de cuerpo y alma de los nuestros; todos queremos la paz; es tanto lo que nos une… Quizás es momento de aprender a hablar de nuevo. Y a escucharnos. De comprender que todos tenemos algo que decir y que la diferencia no tiene por qué ser motivo de enemistad, porque es una forma de riqueza cuando se entiende bien (y ahí encajan las palabras de Pablo sobre los carismas). Por último, no podemos seguir dejando que las diferencias pongan abismos entre nosotros. Nos toca ser artífices de encuentro y comunión. No podemos seguir dejando que sembradores de cizaña nos conviertan en enemigos unos de otros. ¿Da miedo afrontar esta tarea? Sí. Pero Pentecostés ya fue una vez para siempre, y estamos en el tiempo del Espíritu. Escuchémoslo, susurrando en nuestro interior, y escuchemos una vez más, atravesando el tiempo, las palabras del amigo, el maestro, el Señor: «En el mundo pasaréis aflicción, pero tened valor: yo he vencido al mundo».

RESISTENCIA No te rindas, aunque a veces duela la vida. Aunque pesen los muros y el tiempo parezca tu enemigo. No te rindas, aunque las lágrimas surquen tu rostro y tu entraña demasiado a menudo. Aunque la distancia con los tuyos parezca insalvable. Aunque el amor sea, hoy, un anhelo difícil, y a menudo te muerdan el miedo, el dolor, la soledad, la tristeza y la memoria. No te rindas. Porque sigues siendo capaz de luchar, de reír, de esperar, de levantarte las veces que haga falta. Tus brazos aún han de dar muchos abrazos, y tus ojos verán paisajes increíbles. Acaso, cuando te miras al espejo, no reconoces lo hermoso, pero Dios sí. Dios te conoce, y porque te conoce sigue confiando en ti, sigue creyendo en ti, sabe que, como el ave herida, sanarán tus alas y levantarás el vuelo,

aunque ahora parezca imposible. No te rindas. Que hay quien te ama sin condiciones, y te llama a creerlo.

Apéndice EN LA PARROQUIA VIRTUAL…

Colaboran…

JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA (Oviedo, 1970) es jesuita desde 1988, y sacerdote desde 2001. Es escritor y sociólogo, y desde hace años intenta ofrecer una mirada a nuestra sociedad que conjugue la fe y la vida cotidiana. En la actualidad es secretario de comunicación de la Compañía de Jesús en España. Entre otros títulos, ha publicado: En tierra de nadie (2006), Ignacio de Loyola nunca solo (2006), La alegría, también de noche (2007), Contemplaciones de papel (2008), Hoy es Ahora: Gente sólida para tiempos líquidos (2011), La Pasión en contemplaciones de papel (2012), Los forjadores de historias (2014), El corazón del árbol solitario (2016), Bailar con la soledad (2018) y, recientemente, En tierra de todos (2020). ANTONIO JOSÉ ESPAÑA SÁNCHEZ (Madrid, 1966) es jesuita desde 1984, y sacerdote desde 1998. Estudió Historia en la Universidad Autónoma de Madrid, bachillerato de Teología en la Universidad Comillas y la licenciatura en Weston (Cambridge, EE.UU.) junto con un master de Educación en Harvard. Ha trabajado en diversos colegios en Madrid y Asturias como coordinador de tutorías, formación y director general hasta 2017. En ese año fue nombrado provincial de los jesuitas, servicio que desempeña hasta la actualidad. JOSÉ RAMÓN BUSTO SAIZ (Burgos, 1950) es jesuita desde 1968 y sacerdote desde 1978. Licenciado y doctor en Filosofía y Letras. Licenciado en Teología. En la actualidad es Profesor Ordinario de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia Comillas, director de la revista Sal Terrae y párroco en San Francisco de Borja (Madrid). Ha sido decano de la

Facultad de Teología (1986-89 y 1994-2002), director de la revista Estudios eclesiásticos (1999-2004) y rector de la Universidad P. Comillas (2002-2012). Entre sus libros, se cuentan Cristología para empezar (1991), La justicia es inmortal (1992), El edificio de las letras y el modo de usar de ellas (2012). PABLO GUERRERO RODRÍGUEZ, (Gijón, 1963) es jesuita desde 1981 y sacerdote desde 1994. Profesor de Teología Pastoral y Teología Moral en la Universidad Pontificia Comillas y director del Máster en Atención Pastoral a la Familia de la misma universidad. Trabaja en Pastoral Familiar y es psicólogo general sanitario y terapeuta familiar y de pareja. Colaborador habitual de la revista Sal Terrae y de Rezando voy. Ha publicado en esta misma editorial los libros: Mucho más que dos: Acercamiento pastoral a la pareja y la familia (2016) y Convertirse es ser atraído. Una propuesta para ocho días de ejercicios ignacianos (2019). DANIEL VILLANUEVA LORENZANA (Oviedo, 1973) es jesuita desde 1996 y sacerdote desde 2007. Licenciado en Teología Moral Social (Boston College), Ingeniero de Sistemas de Información (Universidad de Valladolid) y Máster en Administración de Empresas (Georgetown y ESADE). Ha trabajado con Fe y Alegría y el Servicio Jesuita a Refugiados y desde 2008 trabaja en Entreculturas. En la actualidad es el responsable del Área de Cooperación del Sector Social de la Compañía de Jesús en España y es el vicepresidente ejecutivo de Entreculturas y Alboan. Forma parte de cuerpos de gobierno internacionales como la Federación de Fe y Alegría, Red Javier o la Universidad de Georgetown. SEVERINO LÁZARO PÉREZ (Segovia, 1969) es jesuita desde 1994 y sacerdote desde 2004. Es licenciado en Filosofía y Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca y máster en planificación pastoral por la Universidad Javeriana de Bogotá. Dirige la Casa San Ignacio en Madrid. Acompaña dos fundaciones del sector social de la Compañía de Jesús en el barrio de La Ventilla y colabora en la Unidad Pastoral Padre Rubio. Es asistente nacional de las Comunidades de Vida Cristiana.

Homilías por autor

José María R. Olaizola 15 de marzo. La samaritana en tiempos del coronavirus Tercer domingo de Cuaresma 16 de marzo. Lepras de hoy Lunes de la tercera semana de Cuaresma 17 de marzo. Tenemos tanto que perdonar… Martes de la tercera semana de Cuaresma 18 de marzo. ¿Qué es dar plenitud a la ley? Miércoles de la tercera semana de Cuaresma 20 de marzo. El amor en los tiempos del coronavirus Viernes de la tercera semana de Cuaresma 21 de marzo. Fariseos y publicanos de hoy Sábado de la tercera semana de Cuaresma 22 de marzo. Buscadores de luz en tiempos de ceguera Cuarto domingo de Cuaresma 23 de marzo. La esperanza en tiempos turbulentos Lunes de la cuarta semana de Cuaresma 26 de marzo. Dejar atrás los ídolos para volverse al Dios verdadero Jueves de la cuarta semana de Cuaresma 27 de marzo. Dios no nos ha engañado Lecturas propias de la memoria de difuntos 29 de marzo. Que la vida me estalle en las manos

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Quinto domingo de Cuaresma de marzo. ¿Es posible el perdón en estas circunstancias? Lunes de la quinta semana de Cuaresma de abril. Libertad y verdad Miércoles de la quinta semana de Cuaresma de abril. La alianza, un concepto para hoy Jueves de la quinta semana de Cuaresma de abril. La comunidad plural en un mundo de sectarismos Sábado de la quinta semana de Cuaresma de abril. Cara y cruz Domingo de Ramos de abril. Las negaciones de Pedro Martes Santo de abril. La pasión de Judas Miércoles Santo de abril. La respuesta de Jesús: amar y servir hasta el final Oficios de Jueves Santo de abril. En estado de búsqueda Lunes de la octava de Pascua de abril. Me llamas por mi nombre, y todo cambia Martes de la octava de Pascua de abril. La paz, la caricia y la mesa compartida. Gestos de la comunidad Jueves de la octava de Pascua de abril. Examinar la vida a la luz de la muerte, y en la espera de la resurrección Viernes de la octava de Pascua de abril. Tomás y la duda Segundo domingo de Pascua de abril. ¿En qué consiste nacer de nuevo? Lunes de la segunda semana de Pascua de abril. Luz y tiniebla

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Miércoles de la segunda semana de Pascua de abril. Jesús, testigo de Dios Jueves de la segunda semana de Pascua de abril. Equipaje vital: cinco panes y dos peces Viernes de la segunda semana de Pascua de abril. El ciclo de Emaús Tercer domingo de Pascua de abril. Dar la vida Martes de la tercera semana de Pascua de abril. Hambre de Dios Miércoles de la tercera semana de Pascua de abril. Pan vivo Jueves de la tercera semana de Pascua de mayo. Seguir a Jesús no es seguir una idea Sábado de la tercera semana de Pascua de mayo. Puertas cerradas y puertas abiertas Cuarto domingo de Pascua de mayo. Buenas noticias Martes de la cuarta semana de Pascua de mayo. Enviados. La hora de tomar el relevo Jueves de la cuarta semana de Pascua de mayo. Aprender, orar, luchar y encontrarse. Cuatro modos de mostrar a Dios Sábado de la cuarta semana de Pascua de mayo. Camino, verdad y vida Quinto domingo de Pascua de mayo. El conflicto y la paz verdadera Martes de la quinta semana de Pascua de mayo. El rostro amigo de Dios San Matías, apóstol de mayo. El mundo en que vivimos, una creación herida San Isidro Labrador

17 de mayo. ¿En qué consiste vivir? Sexto domingo de Pascua 31 de mayo. Entre Babel y Pentecostés. No tengáis miedo Pentecostés Antonio España 22 de marzo. Buscadores de luz en tiempos de ceguera Cuarto domingo de Cuaresma 12 de abril. Resurrección Domingo de Resurrección 1 de mayo. Nacemos con ojos, pero no con mirada Viernes de la tercera semana de Pascua Pablo Guerrero 19 de marzo. San José 31 de marzo. Lo que descubrimos al mirar a la cruz Martes de la quinta semana de Cuaresma 3 de abril. Al otro lado de la muerte hay un encuentro Viernes de la quinta semana de Cuaresma 7 de abril. Zaqueo. Oración penitencial Martes Santo 15 de abril. El Resucitado es un compañero de viaje que nos abre los ojos Miércoles de la octava de Pascua 18 de abril. Lugares donde aparece el Resucitado Sábado de la octava de Pascua 6 de mayo. El «secreto» de los jesuitas Miércoles de la cuarta semana de Pascua 11 de mayo. Abandonad los ídolos Lunes de la quinta semana de Pascua 24 de mayo. Haced contagioso el sueño de Jesús

La Ascensión José Ramón Busto 25 de marzo. Fiesta de la Anunciación 6 de abril. Cuatro maneras de estar en Betania Lunes Santo 11 de abril. Una fe que nos abre a la esperanza Vigilia pascual 21 de abril. Unidad, solidaridad y testimonio, tres dimensiones de la comunidad Martes de la segunda semana de Pascua 27 de abril. A Dios lo amamos amando al prójimo Lunes de la tercera semana de Pascua 13 de mayo. Permanecer Miércoles de la quinta semana de Pascua Dani Villanueva 28 de marzo. Nadie ha hablado como Jesús Viernes de la cuarta semana de Cuaresma 10 de abril. Contemplar la cruz que nos hace humanos Oficios de Viernes Santo 8 de mayo. Encuentros con el Resucitado: experiencia personal, comunidad y sufrimiento Viernes de la cuarta semana de Pascua 16 de mayo. Vivir abiertos al Espíritu que todo lo renueva Sábado de la quinta semana de Pascua Seve Lázaro 24 de marzo. ¿Testigos o víctimas del coronavirus? Miércoles de la cuarta semana de Cuaresma

25 de abril. Preguntas para hoy y conciencia del mundo. San Marcos Evangelista 4 de mayo. Fiesta de san José María Rubio

Poemas por autor

Marcos ALEMÁN, SJ Para resucitar con vos (13 de abril) José Luis BLANCO VEGA, SJ Porque sé que nací para salvarme… (7 de mayo) Sin mortaja (12 de abril) Pere CASALDÁLIGA Jesús (1 de abril) Benjamín GONZÁLEZ BUELTA, SJ Al morir mi amigo (27 de marzo) Compartid (27 de abril) Futuro tan presente (18 de abril) Líbranos, Señor, de la tristeza (8 de mayo) Reconciliación (30 de marzo) Resucitar (11 de abril) Tarde de Viernes Santo (10 de abril) Pablo GUERRERO, SJ Examen en la esperanza (7 de abril) Ignacio IGLESIAS, SJ Ansias de vivir (6 de abril) Seve LÁZARO, SJ Volvernos pequeños (25 de abril) Louis Joseph LEBRET

Envíanos locos (15 de abril) Dulce María LOYNAZ Amor es… (20 de marzo) José Luis MARTÍN DESCALZO Echa las redes (17 de abril) El Dios de la fe (22 de marzo) Nadie ni nada (21 de abril) Gabriela MISTRAL Solo sé cómo se llama (19 de marzo) Javier MONTES, SJ Aplicando sentidos (23 de abril) Solo tú (23 de marzo) Sabine NAEGELI Bendice mis manos (11 de mayo) John Henry NEWMAN Guíame, Señor (1 de mayo) José María RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ 30 (8 de abril) Balance (24 de abril) Como un torrente (15 de marzo) Consejos al Tomás que todos llevamos dentro (19 de abril) De puentes y abismos (4 de abril) Despiértame (7 de abril) El banquete (30 de abril) El sanador (24 de marzo) Elogio del sarmiento a la cepa (13 de mayo) Fronteras (17 de mayo) Habla la Vida (9 de mayo) Hambre (29 de abril) Hay que nacer de nuevo (20 de abril) Hoy la resurrección (16 de abril) La batalla nuestra de cada día (12 de mayo)

La ley (18 de marzo) Lázaro (29 de marzo) María (25 de marzo) Mentiras (22 de abril) Mi equipaje (10 de mayo) Mi nombre en tus labios (14 de abril) Nadie está solo (16 de marzo) Necesidades (14 de mayo) Pan (9 de abril) Perdón (17 de marzo) ¿Por qué no yo? (3 de mayo) Publicano (21 de marzo) Quédate (26 de abril) Resistencia (31 de mayo) Revelación (5 de mayo) Semillas (15 de mayo) Señor, ¿a quién iremos? (2 de mayo) ¿Seré yo? (5 de abril) Testigo (28 de abril) Tiempo de alianzas (2 de abril) Un signo (26 de marzo) Y tengo amor a lo concreto (7 de mayo) José María RUBIO Adora y espera (4 de mayo) Gonzalo SÁNCHEZ-TERÁN Y cuando al fin volvamos a abrazarnos (28 de marzo) Alexis VALDÉS Esperanza (24 de mayo) (Sin autor conocido) Danos tu corazón (3 de abril) Danos tu Espíritu (16 de mayo) No te rindas (31 de marzo)

La música

Decía Santa Teresa que quien canta ora dos veces. Compartimos esa apreciación. Y por eso hemos querido utilizar también en las celebraciones la música de cantautores y grupos que hacen de sus canciones una forma de evangelizar. Gracias a todos ellos –y a tantos más– por poner sus talentos al servicio del Reino. Por su sensibilidad, el tiempo dedicado, y su generosidad para cantar la fe, la esperanza, y el amor. Gracias, entre otros, a Cristóbal Fones, SJ, Jesús Cabello, Maite López, Ain Karem, Ixcís, el movimiento de Schoenstatt, Nico Montero, Juan Ignacio Pacheco, Juan Susarte & Confía2, Enrique da Fonseca, Athenas, Martín Valverde, Pedro Pablo Celis, Santiago Benavides, Misión País, Luis Guitarra, Jesed, María José Bravo, Pablo Coloma, el Colegio Mayor José Kentenich, Fray Nacho, Emilia Arija, Amanecer, Brotes de Olivo y Tere Larraín. Hemos creado una playlist en Spotify recopilando la mayoría de las canciones que hemos puesto en algún momento en las celebraciones. Que sea también un recordatorio de este tiempo y este recorrido. La lista se llama «La Palabra desencadenada» https://spoti.fi/3bDlLyh También puedes acceder mediante el código QR

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