Cuello Duro, Elsa Bornemann.docx

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Cuello duro Elsa Bornemann

–¡A cuello!

aay!

–gritó

¡No puedo

mover

de repente

la

el

jirafa

Caledonia. Y era cierto: no podía moverlo ni para

un costado,

ni para

el otr o: ni

hacia adelante ni hacia atrás... Su larguí simo cuello parecía almidonado. Caledonia se puso a llorar. Sus lágrimas cayer

on sobr e una flor

.

Sobre la flor estaba sentada una abejita. –¡Llueve!

–exclamó

la

abejita.

Y

miró hacia arriba. Entonces vio a la jirafa. –¿Qué te pasa? ¿Por qué estás llorando? –¡Buaaa! ¡No puedo mover el cuello!

–Quedate tranquila. Iré a buscar a la doctora doña vaca. –Y la abejita salió volando hacia el consultorio de la vaca. Justo en ese momento, la vaca estaba durmiendo sobre la camilla. Al llegar al consultorio, la abejita se le paró en la oreja y –Bsss... Bsss... Bsss... –le contó lo que le pasaba a la jirafa. –¡Por fin una que se enferma! –dijo la vaca, desperezándose–. Enseguida voy a curarla. Entonces se puso su delantal y su gorrito blancos y se fue a la casa de la jirafa, caminando como una sonámbula sobre sus tacos altos. –Hay que darle masajes –aseguró más tarde, cuando vio a la jirafa–. Pero yo sola no puedo. Necesito ayuda.

Su cuello es muy largo. Entonces bostezó: –¡Muuuuuuuaaa! –y llamó al burrito. Justo en ese momento, el burrito estaba lavándose los dientes. Sin tragar el agua del buche debido al apuro, se subió en dos patas arriba de la vaca. ¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear! –Nosotros dos solos no podemos –dijo la vaca. Entonces, el burrito hizo gárgaras y así llamó al cordero.

Justo en ese momento, el cordero estaba mascando un chicle de pastito. Casi ahogado por salir corriendo, se subió en dos patas arriba del burrito. ¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear! –Nosotros tres solos no podemos –dijo la vaca. Entonces, el cordero tosió y así llamó al perro. Justo en ese momento, el perro estaba saboreando su cuarta copa de sidra. Bebiéndola rapidito, se subió en dos patas arriba del cordero. ¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear! –Nosotros cuatro solos no podemos –dijo la vaca. Entonces, al perro le dio hipo y así llamó a la gata. Justo en ese momento, la gata estaba oliendo un perfume de pimienta. Con la nariz llena de cosquillas, se subió en dos patas arriba del perro.

¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear! –Nosotros cinco solos no podemos –dijo la vaca. Entonces, la gata estornudó y así llamó a don conejo. Justo en ese momento, don conejo estaba jugando a los dados con su coneja y sus conejitos. Por eso se apareció con la familia entera: su esposa y los veinticuatro hijitos en fila. Y todos ellos se treparon ligerito, saltando de la vaca al burrito, del burrito al cordero, del cordero al perro y del perro a la gata. Después, don conejo se acomodó en dos

5

patas arriba de la gata. Y sobre don

conejo

se

acomodó

su

señora y más arriba -también uno encima

del otro- los veinticuatro

conejitos. –¡Ahora sí los masajes! –gritó la

vaca–.

¿Están

listos,

muchachos? –¡Sí, doctora! –contestaron los treinta

animalitos

al

mismo tiempo. –¡A la una... a las dos... a las tres! Y

todos

juntos

comenzaron

a

masajear el cuello de la jirafa Caledonia

al

compás de una zamba, porque la vaca

dijo

que la música también era un buen remedio para calmar dolores. Y así fue como -al rato- la jirafa pudo

mover

su

larguísimo cuello otra vez. –¡Gracias

amigos!

–les

dijo

contenta–.

Ya pueden bajarse todos. Pero no, señor. Ninguno se movió de

su

lugar.

¡Les

gustaba

mucho ser equilibristas! Y entonces -tal como estaban, uno encima del otro- la vaca los fue llevando a cada uno para su casa. Claro que los primeros que tuvieron que bajarse fueron los conejitos, para que los demás no perdieran el equilibrio...

Después se bajó la gata; más adelante el perro; luego el cordero y por último el burro. Y la doctora vaca volvió a su consultorio, caminando muy oronda sobre sus tacos altos. Pero ni bien llegó, se quitó los zapatos, el delantal y el gorrito blancos y se echó a dormir sobre la camilla.

¡Estaba cansadísima!

ELSABORNEMANN

Nació en

Buenos Aires en 1952. Es narradora, guionista y traductora. Entre los numerosos e importantes premios que recibió por sus libros y por su trayectoria, se destacan la Faja de Honor de la SADE por El espejo distraído, y el Premio Nacional de Literatura Infantil. Fue la primera escritora argentina que integró, en 1976, la Lista de Honor de IBBY por su libro Un elefante ocupa mucho espacio.

Bajo el sombrero de Juan Ema Wolf

Nadie en Sansemillas fabricaba los sombreros como Juan. Los más empinados, los más vivos, los más galantes sombreros salían de sus manos. Sombreros de copa, de medio queso, redondos, triangulares, de fieltro, para días nublados, para noches de luna, amarillos, violetas y hasta sombreros grises para saludar que, sin ser ninguna rareza, también los fabricaba Juan. Una vez entre otras fabricó un sombrero de jardín de ala muy ancha con una cinta verde alrededor de la copa. Le llevó un día largo terminarlo. Era tan grande que no cabía dentro de su casa. Lo llevó al jardín y se lo probó. Le quedaba muy bien. Era de su medida.

Un sombrero tan grande lo protegería del sol, del granizo, de las hojas que caen en otoño y otros accidentes. De pronto Juan estiró la mano y la sacó fuera del sombrero. –Llueve –comentó. Pero ahora ése era un detalle sin importancia. El perro de Juan, que había estado durmiendo entre los rosales, se acercó corriendo y le tironeó el pantalón con la mano. –Me quedo debajo de tu sombrero hasta que pase la lluvia –anunció. –Bueno... –dijo Juan–.Será cuestión de esperar un poco. Casi enseguida se acercó una vecina que llevaba una gansa atada de un piolín. –¡Qué tiempo loco! Menos mal que encontramos un techo para guarecernos – comentó la gansa. Y allí se quedaron las dos. Unos cazadores que la habían escuchado se acercaron con interés. –La lluvia nos apaga el fuego del campamento. Y un campamento sin fuego no es un campamento –argumentaron. Así fue como se quedaron cazadores, y las mujeres del pueblo. –¿Podemos quedarnos aquí? –preguntaban. –Pueden –les decía Juan. Y entonces ellos, ya con confianza, amontonaban jaulas, chicos, terneros y muebles bajo el ala del gran sombrero. La lluvia alcanzó por fin a los pueblos cercanos y pronto todo el país de Sansemillas golpeó a las puertas del sombrero buscando abrigo. Llegaron los paisanos de a pie y de a caballo, los empleados de correo, toda la flora, toda la fauna, y también los fabricantes de paraguas. Juan los recibía amablemente y se disculpaba porque no tenía muchas comodidades para ofrecerles. No hubo problemas entre los parroquianos del sombrero. Sólo un roce se produjo. Fue cuando un granjero reconoció en la capelina de una dama las plumas de una gallina de su propiedad. Devueltas vecina, gansa, fuego y perro, todos bajo el sombrero de Juan. La lluvia seguía, tranquila...Poco a poco se fueron arrimando los hombres las plumas a la legítima gallina, se hizo la paz. El embajador de un país vecino, sorprendido por la lluvia, pidió asilo bajo el sombrero. Detrás de él llegó el país mismo, y como era más bien tropical se vino cargado de bolsas de café, loros y caimanes que rasgaban las medias de las señoras. Pronto algunos países de los alrededores imitaron al de los loros y los caimanes. –¿Podemos quedarnos hasta que aclare? –preguntaban. Y Juan hacía un lugarcito para que entraran sus plazas, monumentos y museos. Como sin querer empezó a llegar gente de lugares tan lejanos que Juan ni siquiera había oído hablar de ellos. Traían osos blancos y animales de cuello fino, que

hicieron buenas migas con el perro primero de Juan. Gente de piel roja trajo sus canoas pensando en el diluvio y hombres de piel amarilla trajeron regaderas calculando que a la lluvia siempre sucede la sequía. Llegaron los capitanes con sus portaaviones, los batallones de soldados y los sabios, que siempre salen sin impermeable. Algún loco trajo también la arena de las playas y los acantilados, como si fuera necesario proteger todo eso de la lluvia. Un continente grande y otro formado de islas pequeñas se acercaron ronroneando. El último en correr bajo el sombrero trajo un lío de avenidas, vías férreas, paralelos y meridianos, todo confundido y hecho un ovillo. Por fin no entró nada más bajo el sombrero de Juan. No porque faltara espacio o buena voluntad sino porque ya no quedaba nada ni nadie por llegar. Juan se estiró mucho para sacar la mano fuera del sombrero. –Ya no llueve –dijo tranquilo–. Es hora de que cada uno vuelva a su lugar.

-------------------------------------Ema Wolf--------------------------------------------------Ema Wolf Nació en Carapachay, provincia de Buenos Aires en 1948. Es escritora e investigadora. Ha colaborado en numerosas publicaciones e integró el comité de redacción de la revista La Mancha. Obtuvo numerosos premios y distinciones, entre otros: el premio Banco del Libro (IBBY); fue finalista del Premio Casa de las Américas y obtuvo el Premio Fundación Konex de Literatura Infantil. Integró la Lista de Honor del Premio Hans Christian Andersen.

Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas. Es decir había que salvar a la Princesa. Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer? Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir: “Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569” —Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto? —Sí, señor, con el mismo. —Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa… —¿Qué le pasa? ¿Está triste? —Sí, más que triste. —¿Qué tendrá la Princesa? —La van a hacer al horno. —¿Al horno? —Sí, con papas. —¿Quién? —¿Quién qué? —¿Quién la va a cocinar? —El Ogro, ¿quién va a ser?

—Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que… —Escúcheme, Rubinatto. —Sí. —Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento. —¿Qué cuento? —En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa. —Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado… —¿Trabajo atrasado? —Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren… —¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo. —Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme en otro momento. —¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores… —Es cierto… —Van a pensar que usted es un cobarde, un… —Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago? —Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece? —¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso con ella. —No, de vendedor de manteles.

—¡De Príncipe! —¡Vendedor de manteles! —¡Príncipe o nada! —Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa. Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada. —Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no… —Y ahora la meto en la fuente y listo —dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa. En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva: —¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa? ¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo desprolijo. —¿Qué quiere? —le preguntó el Ogro desde la ventana. —Soy el Príncipe Atilio. —¿Y a mí qué me importa? —contestó el maleducado del Ogro. —Es que ando vendiendo manteles… —Manteles, ¿eh? —Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos. El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos? —Espere. Ya le abro —dijo por fin el Ogro. Atilio bajó del caballo. Acá viene la parte de las piñas. —Tomá. Agarrá el mantel —le dijo el Príncipe Atilio.

Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe cayera adentro. Era una pelea muy dura. El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo. El Ogro volvió contento a su casa. Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo. —Amada mía —le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa. —Amado mío —respondió la Princesa. —He venido a salvarte —le dijo el Príncipe. —¡Oh! ¡Qué valiente! —He venido por ti. —Has venido por mí. —Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte. —Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme. —Amada mía. —Amado mío. —¿Por qué no se apuran un poco, che? —se quejó el caballo—. Va a venir el Ogro y este cuento no se va a terminar nunca. Huyeron. Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro. Fin.

-------------------------------Ricardo Mariño-------------------Ricardo Mariño nació el 4 de agosto del año 1956 en la ciudad de Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Durante tres años, entre 1985 y 1988, dirigió la revista Mascaró. En 1985 comenzó también su carrera como escritor de libros para niños; principalmente se dedicó a escribir cuentos infantiles tales como Billiken, Genios y Humi, entre otras. Por su trabajo obtuvo varios premios, incluyendo un Premio Casa de las Américas en 1988 por Cuentos ridículos y un Premio Konex en 1994 por su trayectoria entre 1984 y 1994.

El zorro miraba desde lejos al tigre. Estaba tentado de acercarse pero… ¿se habría olvidado ya de las últimas malas jugadas? -Bah-pensó-, después de todo no fueron tan graves. No para olvidar una vieja amistad como la nuestra. Y ya se sabe que amigos como yo no se encuentran todos los días. Pero después pensó de nuevo y no se animó a acercarse. Así anduvo siete días, rondándolo de lejos, esperando una buena oportunidad. Al final se presentó. Esa tarde el tigre había tenido buena caza y se estaba dando un banquete de los grandes. Era justo lo que el zorro estaba esperando. Comenzó a pensar cuál sería la mejor manera de acercarse, si con zalamerías, si con indiferencia, si con sonrisas, si… Y entonces le brillaron los ojos de picardía.

¿Por qué iba a pedir un poco de comida si podía quedarse con todo? Todo era mejor que un poco, y además el poco estaba dudoso. -Mejor todo- se dijo-, y ya sé cómo. Comenzó a correr hacia donde estaba el tigre dando alaridos que espantaban: -¡Que vienen los doscientos perros! ¡Que vienen los doscientos perros! ¡Que ya se escuchan los ladridos! Pasó a los gritos cerca del tigre, poniendo cara de desesperado. -¡Dónde! ¡Dónde!-alcanzó apenas a gritar el tigre. -¡Por allá!- señaló el zorro sin dejar de correr- ¡Doscientos perros feroces! Y se perdió entre los matorrales. El tigre dio dos enormes saltos y corrió como no lo había nunca. No era broma enfrentarse con doscientos perros feroces. Corrió y corrió y cruzó ríos y pantanos y siguió corriendo. Hasta que no dio más, y se sentó, rendido. Paró una oreja para escuchar mejor. No se oía ningún ladrido. Paró las dos orejas. Tampoco. Respiró con alivio, había despistado a los doscientos perros. Y se durmió de cansancio. Mientras tanto el zorro, después de meterse en los matorrales, apenas dio tres pasos más y se quedó escondido espiando como disparaba el tigre. Cuando calculó que ya estaría a una buena distancia volvió para atrás, donde estaba toda la comida abandonada. -Ahora es la mía-se dijo-, me voy a dar un atracón gracias al trabajo del tigre y gracias a mis buenas ideas de zorro. Tengo comida para varios días. Y se dispuso a elegir el mejor bocado. En eso estaba cuando oyó un ruidito a sus espaldas. Dio un salto preparando uñas y dientes para defender su presa, pero no hacía falta. El que se acercaba era un zorro flaco y viejo, con cara de hambrientos. -Estos zorros son un peligro-pensó el zorro-. ¡Si los conoceré yo! Tengo que inventar algo para que no me coma lo que gané con mi sano esfuerzo. -Buenas tardes, compadre- saludó el zorro viejo. -¿Buenas? No tan buenas, amigo. -¿NO? ¿Se puede saber por qué? -Mucho trabajo y poca suerte. -Pero tener esa comida no es poca suerte. Y más en estas épocas. -Eso pensaba yo, ¡pero qué equivocado estaba! -Cuente, amigo, que cada vez entiendo menos. -Es que tengo que tirar toda esta comida. -¿Tirarla? ¡Cómo la va a tirar! -Ajjj….-dijo el zorro escupiendo-está envenenada. Por suerte me di cuenta apenas hice un bocado. -¡Pero amigo, tiene que ir rapidísimo hasta el río a enjuagarse la boca! Vaya y límpiese bien, que yo me quedo cuidando todo este veneno. Para seguir con su mentira el zorro se fue hacia el río, escupiendo para todos lados. Ya vería cómo se sacaba de encima a ese zorro viejo. Al rato, cuando volvió, apenas si quedaban unos huesos pelados. No tuvo más remedio que seguir la farsa. -¡Qué hizo amigo! ¡No me diga que se comió todo! -Y, sí…-dijo el zorro flaco-, yo me dije: entre morir de hambre y morir envenenado, prefiero una muerte rápida…y ahí nomás me lo comí.

Y dando la media vuelta se fue para el monte. Muerto de hambre, el zorro se quedó murmurando: -¡Que lo tiró! Siempre se aprende algo nuevo; a zorro, zorro y medio --------------------------------------------------Gustavo

Roldan---------------------------------------------------------

Gustavo Roldán nació el 16 de agosto de 1935, en Roque Sáenz Peña, provincia del Chaco. Algunas de sus obras son: El monte era una fiesta; Cada cual se divierte como puede; Sapo en Buenos Aires; La noche del elefante; Tiempo de mentirosos; Historia de Pajarito Remendado; El carnaval de los sapos; Dragón. Fue profesor de Literatura Hispanoamericana y Argentina. Dirige las colecciones "Libros del Malabarista" y "El pajarito remendado", de Ediciones Colihue. Entre los premios y distinciones que obtuvo figuran: Lista de Honor ALIJA 1987; Tercer Premio Nacional de Literatura 1992; Segundo Premio Nacional de Literatura 1995; Diploma al Mérito Konex 1994; Beca del Fondo Nacional de las Artes en 1995 para realizar la escritura de cuentos y leyendas de los indios tobas, matacos y guaraníes.

Los Reyes no se equivocan Graciela Cabal Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos. –Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez por todas a la basura. Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía la casa limpia, reluciente y olorosa a pino. Debía de ser por eso que la mamá de Julieta no podía ni oír hablar de perros. –Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era un perro. Un perro que le lamiera la mano y la esperara cuando ella volvía de la escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le habían traído lo que ella les pedía.

¿Y su mamá? ¿Qué diría su mamá del perro?, se preguntó Julieta y el corazón le hizo tiquitiqui toc toc. Pero enseguida pensó que su mamá no iba a tener más remedio que aguantarse, porque uno no puede andar despreciando los regalos de los Reyes. –¡Julieta! –dijo la mamá– Sacá la basura a la calle y vení a comer... A Julieta no le gustaba nada sacar la basura, pero hoy tenía que portarse muy bien porque era un día especial. Así que agarró la bolsa de la basura –con sus zapatillas adentro, claro– y, sin protestar, atravesó el pasillo y la dejó en la vereda, al lado del arbolito. Mientras hacía esfuerzos por dormirse, Julieta pensó que ella, a veces, no la entendía a su mamá. ¿No era, acaso, que los Reyes Magos, tan poderosos y tan ricos, se habían atravesado el mundo entero para ir a llevarle regalos a un pobrecito bebé que ni cuna tenía? ¿Y esos Reyes se iban a asustar de sus zapatillas gastadas? Pero bueno, mejor pensar en el perro, que a ella le encantaría blanco y medio petiso. Y Julieta se quedó dormida. A la mañana siguiente, Julieta se despertó tempranísimo. Allí, junto a sus zapatos brillantes, estaba el perro. –¿Viste, nena? –dijo la mamá–. ¡Un perro, como vos querías! Mirá: si le tirás de acá, mueve la cola y las orejas... ¿Estás contenta? No.Julieta no estaba contenta. El perrito que le habían traído los Reyes era más aburrido que la Pancha. Porque la Pancha, por lo menos, estaba viva, aunque a veces mucho no se le notara. Este perrito no le lamería la mano a Julieta, ni le robaría las galletitas, ni nada de nada.... ¿Es que los Reyes se habían equivocado? Pero cuando, al rato nomás, Julieta salió a comprar la leche, pensó que no, que los Reyes Magos nunca se equivocan: al lado del árbol, con una de sus zapatillas entre los dientes y la otra entre las patas, había un perrito blanco y medio petiso. El perrito la miró a Julieta y, sin soltar las zapatillas, le movió la cola. Entonces Julieta lo agarró en brazos y corrió a su casa gritando: –¡¡Mamaaaá!! ¡¡Mamaaaá!! ¡¡ Los reyes me pusieron uno de verdad en las zapa!! La mamá salió al pasillo y lo único que dijo fue:–¡Ay, mi Dios querido! Pero se ve que no se animó a despreciar un regalo hecho por los mismísimos Reyes, porque después de un rato de mirarla a la hija y al perrito, agregó por lo bajo: –Entren nomás, que este perrito necesita un baño de padre y señor mío... ------------------------------------Graciela Cabal----------------------------------------------------Graciela Cabal nació el 11 de noviembre de 1939, en Capital Federal. Algunas de sus obras son: Barbapedro; Carlitos Gardel; Tomasito y las palabras; Cuentos de miedo; de amor y de risa; Las Rositas; La pandilla del ángel; Historieta de amor; Mi amigo el Rey. Coordina talleres y como investigadora se dedicó a recopilar cuentos populares y tradiciones. Entre los premios y distinciones que obtuvo figuran: Segundo Premio en el Concurso Colihue de novela juvenil por Las Rositas, 1990; Faja de Honor ALIJA al mejor libro publicado en 1991 por Carlitos Gardel (con Delia Contarbio); Premio Lista de Honor de ALIJA , por Tomasito y las palabras 1995.

La abuela electrónica Silvia Schujer Mi abuela funciona a pilas. O con electricidad, depende. Depende de la energía que necesite para lo que haya que hacer. Si la tarea es cuidarme cuando mis padres salen de noche, la dejan enchufada. La sientan sobre la mecedora que está al lado de mi cama y le empalman un cable que llega hasta el teléfono por cualquier emergencia. Si en cambio va a prepararme una torta o hacerme la leche cuando vuelvo del colegio, le colocamos las pilas para que se mueva con toda libertad.

Mi abuela es igual a las otras. En serio. Sólo que está hecha con alta tecnología. Sin ir más lejos, tiene doble casetera y eso es bárbaro porque se le pueden pedir dos cosas al mismo tiempo. Y ella responde. Mi abuela es mía. Me la trajeron a casa apenas salió a la venta. Mis padres la pagaron con tarjeta de crédito a la mañana, y a la tarde ya estaba con nosotros. Es que mi familia es muy moderna. Modernísima. A tal punto mi mamá y mi papá están preocupados por andar a la moda que no guardan ni el más mínimo recuerdo. De un día para otro tiran lo que pasó a la basura. A lo mejor es por eso, ahora que lo pienso, que tengo tan mala memoria y no puedo acordarme entera ni siquiera la tabla del dos. Desde que la abuela está en casa, sin embargo, las cosas en la escuela no me van tan mal. Para empezar, ella tiene un dispositivo automático que todas las tardes se pone en marcha a la hora de hacer los deberes. Es así: se le prende una luz y se acciona una palanca. Abandona automáticamente lo que está haciendo y sus radares apuntan hacia donde estoy. Entonces me levanta por la cintura y me sienta junto a

ella frente al escritorio. Ahí empezamos a resolver las cuentas y los problemas de regla de tres. O a calcar un mapa con tinta china negra. Aunque nadie se lo pida, mi abuela lleva un registro exacto de mis útiles escolares. Por otro lado, le aprieto un botón de la espalda y el agujero de su nariz se convierte en sacapuntas. Le muevo un poco la oreja y las yemas de los dedos se vuelven gomas de tinta y lápiz. Tener una abuela como la mía me encanta. Sobre todo cuando está enchufada, porque así puede gastar toda la energía que se le dé la gana y no cuesta demasiado mantenerla, como dice mi papá, que además de moderno es un tacaño y sufre como un perro cada vez que a mi abuela hay que cambiarle las pilas. Casi todas las noches yo la enchufo un rato antes de irme a dormir. Así me cuenta un cuento. O lo hace aparecer en su pantalla para que yo lea mientras ella me acaricia la cabeza. Sabe millones. Basta colocarle el disquete correspondiente (porque también viene con disquetera) y en cuestión de segundos empieza con alguna historia. Como completamente automática, se apaga sola cuando me duermo. Cuando mi abuela me cuenta un cuento o me canta algunas canciones, yo me olvido de que es electrónica. Más que nunca parece una persona común y silvestre. Y es que además tiene una tecla de memoria que le permite escucharme. Yo puedo contarle cosas y, oprimiendo esa tecla, ella archiva toda la información: al final sabe de mí más que ninguno. Me gusta tener a mi abuela. Aunque salir a pasear con ella me traiga algunos inconvenientes: los que no son tan modernos como mi familia nos miran mucho en la calle. Y se ríen. O quieren tocarla para ver de qué material es. Ven algo raro en sus movimientos... o en su cara, no sé. Creo que las luces que tiene en los ojos no son cosa fácil de disimular. A mí me encanta tener esta abuela. Hace unos días, sin embargo, mi mamá dijo que quería cambiarla por un modelo más nuevo. Dice que salieron unas más chicas, menos aparatosas, con más funciones y a control remoto.

La idea no me gusta para nada. Porque, aunque es cierto que estoy bastante acostumbrado a los cambios, con esta abuela me siento muy bien. Las habrá mejor equipadas, ya sé. Pero yo quiero a la abuela que tengo. Y es que, aparte, cada vez me convenzo más de que ella también está acostumbrada a mí. A decir verdad, desde que en casa están pensando en cambiar a la abuela, yo estoy tramando un plan para retenerla. Sí. De a poquito la estoy entrenando para que pueda vivir por sus propios medios. Para que no deje que la compren y la vendan como si fuera una cosa, un mueble usado. Los otros días le desconecté la luz de los ojos y ahora le estoy enseñando a ver. Vamos bien. También le estoy enseñando a ser cariñosa sin el disquete. Ésa es la parte que me resulta más fácil; a lo mejor porque me quiere, aunque ella todavía no lo sepa. Pienso seguir trabajando. Mi objetivo es que aprenda a llorar. A llorar como loca. Y lo más pronto posible, así el día que se la quieran llevar como parte de pago para traer una nueva, el escándalo lo armamos juntos.

---------------------------------------Silvia Schujer--------------------------------------------------Silvia Schujer nació en Olivos, Argentina, el 28 de diciembre de 1956. Es Profesora de Literatura, Castellano y Latín. Entre 1988 y 1998 trabajó en la editorial Sudamericana,

dentro

del

departamento

de

Literatura

Infantil

y

Juvenil.

En 1978, inició su vinculación con distintas empresas discográficas de Buenos Aires y grabó un disco solista. Junto a su hijo, el compositor Mariano Fernández, realizó la producción de los soportes musicales que acompañaban los libros "Palabras para jugar con los más chicos", "Canciones de cuna para dormir cachorros" y "Pasen y vean Ha

– recibido

internacionales

canciones

numerosos en

premios

y

menciones,

reconocimiento

del tanto por

circo". nacionales sus

como obras.

Trabajó como codirectora del suplemento infantil del diario La Voz, y fue secretaria de redacción del periódico Mensajero y de la revista infantil: Cordones sueltos. Además realizó colaboraciones en otros medios gráficos como Crónica, Diario

Popular, Anteojito, Cosmik, Billiken, Humi y A-Z diez. Integró el Consejo de dirección de la revista La Mancha (de literatura infantil y juvenil) La Plapla

Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”. De pronto vio algo muy raro sobre el papel. –¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos. Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno. Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página. Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor. Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía: –¡Ay! Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres. Pegando la nariz al papel preguntó: –¿Quién es usted señorita? Y la letra caminadora contestó: –Soy una Plapla. –¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso? –¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo. –Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno. –Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla. –¿Y qué hago con la Plapla? –Mirarla.

–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después? –Después, nada. Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta. Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado: –¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla! La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco. Pero no. Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones. Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio. Ese día nadie estudió. Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla. Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario. Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere. Qué le vamos a hacer, así es la vida. Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no? -----------------------------------------María Elena Walsh--------------------------------------María Elena Walsh nació Ramos Mejía, 1 de febrero de 1930 y falleció el 10 de enero de 2011 fue una poetisa, escritora, cantautora, dramaturga y compositora argentina, considerada como «mito viviente, prócer cultural y blasón de casi todas las infancias». El escritor Leopoldo Brizuela ha puesto de relieve el valor de su creación diciendo que «lo escrito por María Elena configura la obra más importante de todos los tiempos en su género, comparable a la Alicia de Lewis Carroll o a Pinocho. Una obra que revolucionó la manera en que se entendía la relación entre poesía e infancia».

Marina y la lluvia Laura Devetach en Monigote en la arena; Colihue; Bs. As. Marina tenía unos ojos muy redondos y mil ganas de verlo todo. Se pasaba el día escuchando, oliendo, probando y frunciendo las cejas –eso la hacía pensar “más fuerte” y preguntando cosas:“¿Cómo fue la primera, primera, pero primera vaca?” ¿Quién puso el huevo del que nació la primera gallina? ¿Los pescados son picantes? ... ¿Dónde tienen el pico para picar? Además de preguntar, a Marina le gustaba investigar cosas. Ya sabía que el paraíso tiene gusto amarguísimo y que la flor de la verbena es dulce. Que las tortitas de barro se rajan cuando se meten al horno. Que si uno toma mucha miel con agua puede pasarse bastante tiempo en el baño. Pero Marina tenía un problema: la lluvia. Apenas se nublaba, apenas el viento traía un poco de olor a tierra mojada, apenas caían cuatro gotas, mamá decretaba: “Llueve”. Y se acababan todos los

planes que tuvieran que ver con asomar la nariz. Si pensaba ir al cine, “No, al cine no, porque llueve”. “Pero el cine tiene techo”, decía Marina. “Pero llueve”, decía mamá. “Nos ponemos el impermeable”. “No, con esta lluvia!”. Y mamá se quedaba mirando las gotas detrás de la ventana y entonces Marina sentía que no había en el mundo ni impermeable, ni botas, ni paraguas que a una la consolaran de la lluvia. Durante una de las tantas lluvias, Marina le dijo a mamá: “Yo no soy de azúcar, quiero salir a mojarme un poco”. ”No”, dijo mamá con tono de no-y-no. “No se sale cuando llueve”. “¿Pero qué pasa cuando llueve? ¿De qué es la lluvia?”, rezongó Marina. “No” repitió mamá. “Uno no sabe lo que puede pasar”. Y Marina empezó a imaginarse catástrofes bajo la lluvia: se veía derritiéndose. Empezaba por los pies y se iba quedando chiquita, chiquita como los bastones que siempre se gastan por abajo. No, mejor se herrumbraba y se ponía marrón y con gusto a hierro como la bici cuando quedó afuera. No, mejor, el agua le llevaba su pelo tan lindo y quedaba pelada como un huevo. O empezaba a cambiar de color, a cambiar de color, hasta quedarse transparente. Se podía mirar a través de ella como si fuera un vidrio. Después, se imaginó chapoteando con ella. Y le hacía barcos con una hoja de papel y se le mojaba y hacía otro y se le mojaba y hacía otro y otro doblando las hojas de diario. “Mamá, ¿Nunca te metiste en la zanja como Raúl y los chicos de enfrente?”. “No, Marina”, dijo mamá. “A mí no me dejaban. Cuando llueve, no se sale”. Un día llegó la tía Flora y con ella una lluvia de verano de esas que lo lavan todo y dejan las zanjas como para llenarlas de barcos. Y quiso hacer tortas fritas pero no encontraba la harina, y mamá no estaba. Todo fue perfecto. En un tris, con una gran bolsa de nailon como capa y la plata bien apretada para que no se pierda Marina corrió al almacén. Como una ráfaga trajo la harina y volvió a salir corriendo. Tía Flora tenía una extraña sonrisa de día de lluvia. Marina se hundió en la zanja hasta las rodillas. El barro del fondo se le metía entre los dedos de los pies y todo era raro y fresco, impresionante y divertido. La lluvia caía como un río sobre la cara de Marina. Se deslizaba por la espalda, se había metido en su boca y Marina le había encontrado un lejano gusto a estrellas. Eso le recordó que tenía hambre y un poco de frío y que en casa las tortas se doraban como soles. Pero antes de volver, hizo un cucurucho con un papelito de cigarrillos y lo llenó de lluvia. Entró a casa con paso lento, para no volcar el agua del cucurucho y en puntas de pie para no encastrar el piso. Tía Flora sacaba soles de la sartén y mamá estaba de regreso, preparaba el mate...y miraba a Marina de reojo. “Mamá...¡Mirá, Mirá! ¡La

lluvia es sólo agua!”, dijo Marina y le extendió el cucurucho. Mamá lo recibió como si fuera una flor, sin saber dónde ponerlo, porque... ¿Cuál es el lugar de los cucuruchos llenos de lluvia? De pronto, lo dejó sobre la mesa y dijo: “Vamos”. Sus zapatos quedaron junto al mate a medio cebar. Cuando la tía Flora se asomó, Marina y mamá chapoteaban en la zanja. Al frente Raúl y sus cinco hermanos hacían navegar ramitas. Había dejado de llover y todo el barrio se asomaba, chapoteaba, saludaba y esponjaba las plumas como los pájaros. “La lluvia es sólo agua”, dijo mamá riendo. “Sí”, dijo Marina. “Hay que publicarlo en todos los diarios”. -------------------------------------- María Laura Devetach---------------------------------------María Laura Devetach nació en Reconquista, provincia de Santa Fe, Argentina, 5 de octubre de 1936, es una escritora, poeta, narradora y docente argentina. Se dedica especialmente al público infantil. También ha escrito obras teatrales y libretos para radio y televisión. Licenciada en Letras Modernas, ha ejercido la docencia a nivel primario, medio, terciario y universitario. Ha sido, junto a escritores argentinos como María Elena Walsh, Graciela Montes, Ema Wolf, Ricardo Mariño o Elsa Bornemann, precursora de la literatura infantil como literatura en sí misma, más allá de ser material educativo.

Alfombras para volar. Beatriz Ferro En Cuatro Cuentos Cándidos; Ed. Estrada; Bs. As. Al ratón Ricachón no le faltaba nada, más bien le sobraban muchas cosas como alfombras, sillones y lámparas, a tal punto que ya no sabía dónde ponerlas. Un día decidió hacer con todo eso una feria americana: avisó a los vecinos y allá fueron todos, a curiosear. El ratón Ricachón mostró con orgullo sus alfombras: - Vienen de Persia – aseguró -,el antiguo país de las alfombras mágicas. No causó mayor impresión hasta que entró Cándida y escuchó las últimas palabras.- Alfombras.... ¿mágicas? El ratón aprovechó para darse importancia y mintió como loco: - Así es. Todas éstas que ves aquí suben como helicópteros y planean como planeadores. Cándida quedó fascinada. Ricachón le mostró una por una: la verde con dibujos de palmeras llegaba hasta el Caribe; la que tenía estrellas blancas y franjas rojas iba hasta Norteamérica; otra, llena de arabescos, no paraba hasta Arabia. Y todas costaban fortunas. - ¡Sale más caro que viajar en avión! - suspiró Cándida. - Pero es mucho más emocionante -afirmó el ratón. Y, para no perder una venta, agregó: - Por aquí tengo una más económica. Le mostró entonces una alfombrita medio descolorida: costaba una miseria aunque, claro, llegaba sólo hasta la laguna de la Garza Pescadora.

La ardilla, sin dudar un segundo, le entregó todos sus ahorros y se fue encantada con su compra. ¡No veía el momento de volar! Cuando llegó a un claro del bosque desenrolló la alfombra, se sentó encima y dijo: ¡Arriba! ... pero no pasó nada. Cándida probó entonces la cuenta regresiva, como con los cohetes: tres, dos, uno ... ¡cero! Menos que menos. Siguió pegada al suelo. Y tampoco sirvió tratar de animarla dándole palmaditas. A pesar de todo, convencida de que aquella alfombra era mágica, al ver a un zorrinito y a dos conejos que andaban por ahí, los invitó a sentarse con ella para dar un paseo por el aire. Allí estaban los cuatro, inmóviles, cuando se descolgaron del cielo la garza pescadora y sus hermanas. Intrigadas, preguntaron qué ocurría y la ardilla les explicó que estaban a punto de volar en alfombra. - ¡Qué bueno! - dijo la garza. Y, guiñando un ojo a sus hermanas, propuso:¿Podemos acompañarte? Cándida dijo que sí, cómo no. Entonces las garzas se acomodaron en los extremos de la alfombra, con disimulo enredaron los dedos en los flecos, aletea-ron, remontaron vuelo y ... - ¡Todo el mundo arriba! - ¡Volamos, volamos! - gritaron los pasajeros. Adiós suelo del bosque y techos de los árboles... - ¡Hola sol, hola nubes, hola cielo! No sólo fueron hasta la laguna. La alfombra, llevada por las garzas amigas, voló sobre campos, ríos y colinas, mejor que una súper ala delta. El maravilloso viaje terminó sobre el mullido suelo del bosque donde habían despegado, con los pasajeros dándose abrazos de alegría. La garza guiñó el otro ojo a sus hermanas y le dijo a Cándida: - ¡Ojalá nos invites cada vez que quieras usar tu alfombra mágica! La noticia del viaje entre las nubes corrió rápidamente y llegó a los oídos del propio Ricachón. “Entonces, ¿era mágica en serio? se desesperó. “¿Volaba y se la vendía a Cándida por una miseria? ¡Yo me muero!” Para colmo, al rato recibió la visita de la ardilla que fue a contarle cuánto había disfrutado con la alfombra. Ricachón la despidió murmurando palabras incomprensibles... Minutos después apareció la liebre; miró todo lo que estaba en venta y preguntó señalando las lámparas: - Por casualidad, ¿alguna de éstas es la lámpara de Aladino? El ratón dio un respingo: ¡a ver si, encima, tenía la famosa lámpara y la vendía por dos pesos con genio y todo! - La verdad, es la hora de cerrar- refunfuñó mientras ponía el candado -. Además, le aclaró que la feria americana se suspende hasta el año 2100. Cuando se quedó solo juntó todas las lámparas que tenía; buscó un trapo, se arremangó y empezó a frotarlas con alma y vida, esperando que en una de ésas se presentara el genio. Se cansó de sacar brillo. Lustra que lustra hasta la madrugada, al final se convenció de que allí no había ni la más mínima lámpara maravillosa.

Nunca supo que lo maravilloso de verdad son los amigos, o las garzas, que nos prestan sus alas cada vez que queremos levantar vuelo. ------------------------------------------------Beatriz Ferro----------------------------------------------Beatriz Ferro, prolífica productora de literatura infantil, nació en el barrio de Devoto de la ciudad de Buenos Aires y falleció en la misma ciudad el 12 de julio de 2012. Se ha destacado por sus aportes renovadores de la literatura infantil a través de más de 300 libros publicados en América y Europa. Recibió el premio Pregonero de Honor otorgado en 2001 por la Fundación El Libro y Fue candidata al Premio Hans Christian Andersen 2008. Además varios de sus libros fueron distinguidos por los Destacados de ALIJA.

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