El Espiritu Del Saint-martinismo.pdf

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El espíritu del Saint-Martinismo )ean-Marc Vivenza

Louis-Claude de Saint-Martin y la "Sociedad de los Independientes”

J e a n - M a r c V iv e n z a

EL ESPÍRITU DEL SAINT-MARTINISMO Louis-Claude de Saint-Martin y la “ Sociedad de los Independientes”

Editorial Manakel Madrid 2019

© Jean-Marc Vivenza, 2019 © Editorial Manakel, 2019 Ibáñez Marín, 11 -28019 MADRID Tel y Fax: 91 472 9071 [email protected] www. editorialdilema. com I.S.B.N. 978-84-9827-474-5 Depósito Legal: M-36218-2019 Diseño de la colección Manakel: María Pérez-Aguilera [email protected] Cubierta de este libro por: Carmen Gonzalo Reyes Maquetación: JM PG jmpg73 [email protected]

R e se rv ad o s to d o s lo s derechos. Q u e d a to talm en te p ro h ib id a la rep ro d u c­ ció n to tal o p arcial d e este libro p o r cu alq u ier p ro d ecim ien to electrón ico o m ecán ico, in cluso fo to co p ia, g rab ació n m ag n ética, óp tica, o in fo rm áti­ ca, o cu alq u ier siste m a d e alm ace n am ien to de in fo rm ac ió n o sistem a de recu p eració n , sin p e r m iso escrito d el editor.

PRÓLOGO

“Sin embargo, aunque la luz está hecha para todos los ojos, es aún más cierto que no todos los ojos están hechos para verla en todo su esplendor. (...) el pequeño número de hombres depositarios de las verdades que anuncio están comprometidos con la prudencia y la discreción por los votos más formales”. (De los Errores y la Verdad, Saint-Martin)

La obra que sigue a continuación ha sido posible gracias a la rea­ grupación de diversos artículos, discursos y extractos de quien hoy en día es uno de los más prolíficos autores y, con toda seguridad, representante más fiel de la obra del Filósofo Desconocido, el teósofo de Amboise, Louis-Claude de Saint-Martin (1.743-1.803). El trabajo de Jean-Marc Vivenza sobre los aspectos operativos de la “vía según lo interno” propuesta por Saint-Martin ha conseguido mostrar, a los Hombres de Deseo de hoy en día, algo más que un minucioso análisis

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doctrinal de sus enseñanzas (que ya de por sí es muy de agradecer, dada la complejidad de los escritos y la peculiaridad de la doctrina del Filósofo Desconocido, que en frecuentes ocasiones constituyen una barrera no siempre fácil de superar para aquellos neófitos que desean acercarse a esta tradición), despertando de nuevo la luminosa presencia del espíritu que inspiró su vida y su obra para ofrecer y promover un efectivo y activo ministerio del sacerdocio del Eterno que opere la venida del Reino de los Cielos en el corazón del hom­ bre, según la Ciencia espiritual de la Iglesia Interior que Cristo, el Reparador universal, mostró para adorar al Padre “en espíritu y en verdad” (Jn 4:23). Si bien mucho se ha hablado, y se sigue hablando, de la obra de Saint-Martin y de su “vía según lo interno” o “vía del corazón”, en el seno de la multitud de Órdenes Martinistas y círculos de Martinismo Libre que se han difundido por todo el mundo, no parece que esta vía sea practicada correctamente, ni incluso que llegue a ser bien comprendida pese a la buena voluntad de quienes se empeñan en reproducir los textos que fundamentan su práctica y le dan el sentido. Con frecuencia se pasa por ellos superficialmente muy lejos de alcanzar la “viva y vivificante raíz” del corazón donde “todos los frutos que tendremos que llevar, según nuestra especie, se producirán naturalmente en nosotros y fuera de nosotros” 12 , porque el propósito que realmente subyace en muchos buscadores, atraídos a veces por el exotismo de lo sobrenatural y el misterio de las iniciaciones según las formas, tiende a esas prácticas teúrgicas externas que precisamente fueron rechazadas por el Filósofo Desconocido tras una ascesis per­ sonal e incondicional y tras una colaboración estrecha con el Maestro Martines de Pasqually, concluyendo que “...todas las ciencias que nos ha legado Don Martines están llenas de incertidumbres y peligros... lo que tenemos es demasiado complicado y no puede ser sino inútil y peligroso, puesto que solo lo simple es seguro e indispensable...”1,

1 Carta a Kirchberger, 19 de junio de 1.797. 2 Carta de Salzac del templo Cohén de Versalles al hermano Disch de Metz tras una visita de Saint-Martin en marzo de 1.778.

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cayendo en la contradicción de pensar que la “ vía del corazón ” o “ teúrgia cardiaca ” propuesta por Saint-Martin es una especie de preludio preparatorio para ello; y en cierto modo algo parecido se pretendía en el sistema de los Caballeros Masones Élus Cohén del Universo, pero cubierto de ceremonias superfluas y ritos complejos que no conseguían una transformación profunda, esencial y duradera en el corazón del iniciado donde la vanidad y la iniquidad de este mundo caído seguían activas pese a los títulos y los grados, al igual que ya venía ocurriendo en otros sistemas masónicos. Otras veces simplemente se confunde y se adultera por la mezcla encontrada en las diversas corrientes Martinistas donde se presentan temas muy diversos sobre cábala, tarot, alquimia, astrología, etc., que se alejan radicalmente de la simplicidad desnuda y la mística silenciosa de la “ oración del corazón” propuesta por Saint-Martin, “donde no se necesita más llama que nuestro deseo, ni más luz que la de nuestra pureza”34 . Y a más quiere uno concebir y comprender esta vía por medios que le son extraños, más se aleja de ella. Es así, como bien concluye Jean-Marc Vivenza, que un examen serio y detallado del mensaje y el propósito que Saint-Martin trans­ mitió a sus íntimos, nos muestra de inmediato el abismo que separa radicalmente a las Órdenes y círculos Martinistas que reivindican la filiación espiritual del Filósofo Desconocido de su pensamiento y operatividad original, que podemos denominar, para no confundirlo, como la vía “saint-martinista” . Partiendo de este hecho fácilmente constatable, parece que, tal como apuntaba Robert Amadou en rela­ ción a las diversas Órdenes Martinistas, la tradición saint-martiniana junto a otras “ tradiciones (...) duermen en el seno de la Orden, no esperando sino un Príncipe cuyo amor vendrá a despertarlas”*. Y a esta labor se ha entregado en cuerpo y alma J.-M. Vivenza, bende­ cido y apoyado por los propios consejos del Padre Robert Amadou, no sólo para despertar el espíritu o la vía “saint-martinista” según el 3 Carta a Kirchberger, 19 de junio de 1.797. 4 Louis-Claude de Saint-Martin y el Martinismo. Introducción al estudio de la vida, la Orden y la doctrina del Filósofo Desconocido. Robert Amadou. Le Griffon d’Or, 1946.

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propósito inicial deseado y propuesto por el Filósofo Desconocido, consagrado al misterio del nacimiento del Verbo en el alma humana, sino para rescatarla y darle continuidad en una Sociedad recreada según los ideales recogidos en su obra El Cocodrilo como “Sociedad de los Independientes” , que no tiene “ ninguna especie de semejanza con ninguna de las sociedades conocidas”5, y de la cual Saint-Martin declara: “Esta Sociedad que os anuncio es la única en la tierra de la que se puede decir que es una imagen real de la sociedad divina, y de la cual os advierto que soy el fundador”6. Esta Sociedad de los Indepen­ dientes, lejos del mundanal ruido, está consagrada al “ lento proceso de purificación, regeneración y santificación” propuesto por Saint-Martin, “proceso esencial fundamentado sobre la plegaria interior, nutrida por la oración y sostenida por la humildad del corazón”78 . Esta es la Vía Silenciosa e Interna de los Hombres de Deseo, cuyo ideal encarnan algunos Solitarios y Servidores Incógnitos de Ieshuah, el Reparador, que operan misteriosamente. Estos Solitarios Iniciados u Hombres de Deseo no tienen otro lugar de reunión que “El Templo del Espíritu Santo, que está en todas partes”, y sus poderosos medios se fundamentan en “su oración, su total confianza en el principio supremo y la práctica de todas las virtudes”, operando “la vía simple” que desde el origen de los días Dios estableció como “trabajo primitivo y natural del hombre”*. El contenido recopilado en este libro es reducido en comparación a toda la obra actual editada ya por Vivenza en Francia, pero cree­ mos que es suficiente para ayudar a los Hombres de Deseo de habla hispana a orientarse e iniciarse adecuadamente en esta vía íntima de “oración silenciosa”. Soy consciente de que a veces hay citas que se reiteran, pero dada la importancia de las mismas creo que ayudará mejor a meditar y fijar el mensaje y las claves que recogen, pues siempre son de una importancia relevante. En su conjunto, no dudo de que constituye un manual teórico y práctico imprescindible para aquellos que desean adentrarse en el espíritu del “ Saint-Martinismo”, 5 El Cocodrilo, Canto 14. Saint-Martin. 6 ídem, Canto 91. 7 Fundamentos espirituales de la Sociedad de los Independientes (en esta obra). 8 Citas entrecomilladas cogidas de El Cocodrilo.

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y muy particularmente para los que ya operan activamente en la So­ ciedad de los Independientes. Madrid, 21 de julio de 2019, festividad de San Daniel profeta.

Diego Cerrato Presidente del G.E.I.M.M.E.

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LOUIS-CLAUDE DE SAINT-MARTIN, el «Filósofo Desconocido»

Saint-Martin vino a este mundo el 18 de enero de 1743, en Amboise. Bautizado el 19 de enero, muy pronto se vio privado desgraciadamente de su madre, que falleció cuando tenía apenas tres años. Sin embargo, a partir de los seis años gozará del tierno afecto y atentos cuidados de una madrastra de la que conservará a lo largo de toda su vida un emocionado recuerdo. En este pequeño ambiente burgués está muy presente la fe y condiciona todos los actos cotidianos. Así, la piedad familiar en la que baña su adolescencia y juventud, imprime en su alma una natural atracción hacia los misterios de la religión, sostenida por su misma predisposición personal y delicadeza de espíritu respecto a las cosas divinas. Dotado de una salud incierta, Saint-Martin nos confía en su Retrato histórico y filosófico (1789-1802) un curioso detalle a propósito de sus primeras estaciones en la vida: “Cuando era lactante, llegué a cambiar hasta siete veces de piel; no sé si será debido a estos accidentes que tenga tan poco de astral. Por otra parte, a esa edad mis digestiones eran muy malas; sin duda que todo ello me ha supuesto una constitución débil...” (Retrato, 16). 13

Evidentemente, la cifra siete no deja de tener una significación simbólica, pero de su frase nos quedaremos con que es a causa de este cambio sucesivo de piel, es decir, de envoltorio carnal externo, a lo que Saint-Martin atribuye su falta “de astral”, falta de la que no dejará de quejarse y lamentarse, de manera constante y repetida, a lo largo de su existencia. Débil en lo físico, de una gran sensibilidad de alma, dulce y reservado, teniendo cuerpo sólo “en proyecto”, estos son los rasgos íntimos que Saint-Martin hereda desde la cuna, y que le acompañarán durante su camino por esta tierra, camino que en numerosos aspectos le parecerá como un dominio extraño y hostil, como una región a la que no per­ tenecía y de la que convenía, si no huir, al menos alejarse en espíritu. Después de una infancia apacible entra en la Facultad de Derecho de París, en 1759, y lee a los filósofos de su tiempo con vivo interés, nutriéndose abundantemente de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), por el que guardará un verdadero interés, sintiéndose muy próximo del clima literario melancólico de Reflexiones de un paseante solitario. Recibido como abogado del rey en la sede presidencial de Tours, vivió a causa de su cargo profundos tormentos interiores, hasta el punto que, preso de una viva desesperación, llegará a decir un día: “Estuve tentado en dos ocasiones de quitarme la vida”. Ejerciendo su puesto con gran dificultad, muy pronto se dio cuenta que su oficio de abogado no le convenía del todo. La carrera jurídica le era extraña. Durante los seis meses que pasa en magistratura, del otoño de 1764 a abril de 1765, admite: “por más que asistía todos los alegatos, deliberaciones, votaciones y pronunciamientos del presidente, nunca supe quien ganaba o quién perdía un proceso, a excepción del día de mi recepción en que se dispuso una pequeña alegación, de la que había sido convenido con anterioridad que sería satisfecha” (Retrato, 207).

Había que buscar pues una solución alternativa que lo liberara de su cargo, y a ese efecto el duque de Choiseul, su protector, decidió 14

meterlo en el ejército, donde entregándole un despacho de oficial podría aprovechar el tiempo libre para dedicarlo a la lectura y a sus largas meditaciones solitarias. En realidad, incorporando a Saint-Martin en el regimiento de infantería de Foix, en julio de 1765, Choiseul no duda que se cons­ tituye en instrumento perfecto de la Providencia, pues es en el seno del cuerpo de oficiales que el joven de Amboise va a encontrar a aquél que le va a abrir las puertas de la vía iniciática, a la que aspira, sin saberlo, desde hace bastantes años. El regimiento, estacionado con guarnición en Burdeos, permitía vivir con cierta tranquilidad. Imaginamos que Saint-Martin encontró en esta nueva atmósfera una serenidad y una quietud apropiadas para favorecer su apetito de cosas espirituales. Si Choiseul fue el primero y el origen de esta plenitud, será un tal Grainville, primer capitán de granaderos, el que va a ofrecer a Saint-Martin la oportunidad de dirigirse hacia el tesoro y las altas verdades que le son destinadas. Saint-Martin se encuentra en aquel momento, más de lo que él mismo hubiera podido imaginar, en un tiempo crucial de su existencia. En efecto, siguiendo los consejos del capitán Grainville, Saint-Martin es recibido en masonería, y estudia maravillado las riquezas simbólicas de esta sociedad iniciática cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y su destino va a ser completamente modificado por su entrada en la “vía” iniciática, condicionando tanto su futuro como su forma de vida para el resto de sus días. Es recibido Aprendiz en una logia militar en agosto de 1765. Esta logia había sido fundada ese mismo año bajo el nombre de logia Josué, y en ella prosiguió su avance por los grados azules. Pero la iniciación verdadera y decisiva estaba por venir, y ésta va a cambiar profundamente el futuro espiritual de Saint-Martin. En efecto, Grainville, al igual que un cierto número de oficiales, están en estrecha relación en Burdeos con un maestro extraordinario que ejerce una considerable influencia sobre los discípulos de su es­ cuela. Este maestro, Martínez de Pasqually, nacido en Grenoble en 1727, cuyos orígenes indefinidos nos dejan suponer que fue portador de una cadena de transmisión judeocristiana de ascendencia marrana, 15

dispensaba tanto una doctrina original relativamente elaborada, como una práctica teúrgica invocatoria de naturaleza fundamental.

I. LOS ELEGIDOS COHEN Martínez de Pasqually había organizado una “ Orden”, pues se trataba realmente de esto, según las formas tradicionales al uso en la masonería, separando en tres clases distintas los diferentes grados de su sistema: clase del Porche, clase del Templo y clase del Santuario. Podríamos resumir la empresa de Martínez de Pasqually diciendo que se trataba, en su idea, de abrir un restablecimiento al culto primitivo, y para lograrlo, trabajar en ordenar a sacerdotes aptos para celebrar los ritos venerables del sacerdocio pre-noaquita. Imaginamos el carácter complejo de tal empresa, incluso en el medio masónico, pero supone­ mos igualmente la importante curiosidad que pudieron despertar tales teorías en los espíritus sensibilizados por su pertenencia a sociedades en las que estaban en boga los altos grados caballerescos y herméticos del iluminismo escocés. Diez grados constituían la Orden de Martínez de Pasqually, que éste titulaba como Orden de los Caballeros Masones Elegidos Cohén del Universo, y a la que se designaba también bajo el nombre de Orden de los Elegidos Cohén. Desde el mismo momento en que Saint-Martin es introducido en la Orden de los Elegidos Cohén, no dejará de ir más adelante en el descubrimiento de los misterios subiendo rápidamente las diversas etapas de su jerarquía específica, y muy pronto entrará en relación directa con Martínez de Pasqually. Así, a partir de 1768, Saint-Martin va a mantener una relación aún más estrecha con Martínez de Pasqually, relación que no dejará de crecer hasta que finalmente, en 1771, Saint-Martin se convertirá en secretario del Soberano Gran Maestro de la Orden de los Cohén, sucediendo al abad Fournié que había ocupado el cargo antes que él. Saint-Martin será sumamente útil a Martínez de Pasqually, que tenía gran necesidad de organizar su Orden, y debía entregarse a un importante trabajo de correspondencia y escritura, entre el que 16

destacaba, en particular, los cuadernos de instrucciones reclamados por los adeptos. Saint-Martin copia pues los rituales para los Templos, y entra en relación con los diversos jefes de las logias Cohén, entre ellas con la de Lyon y Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824), partici­ pando igualmente en dar forma a la obra que compone Martínez y que llevará por título “ Tratado de la reintegración de los seres en sus primeras propiedades, virtudes y poderes espirituales divinos”. Esta intensa actividad absorbe totalmente a Saint-Martin, y le propicia el poder ahondar sin ningún tipo de límite en la doctrina y prácticas teúrgicas enseñadas por Martínez de Pasqually a sus dis­ cípulos. Saint-Martin descubre los arcanos del trabajo operativo, los complejos rituales Cohén, el ejercicio de las invocaciones, conjuros, la utilización de los nombres sagrados. Poco a poco, Saint-Martin se familiariza con la teúrgia y asiste a su maestro en las prácticas rituales. Saint-Martin descubre y examina con seriedad los fundamentos de la doctrina, y se sumerge en un estudio riguroso de las tesis de Martínez de Pasqually. Es por otra parte en estas tesis que la reflexión de Saint-Martin va a encontrar un alimento esencial a su evolución espiritual, bebiendo a manos llenas de esta prodigiosa fuente. ¿Qué anuncia Martínez que sea hasta tal punto original, aportando notables luces sobre numerosos puntos oscuros de las cosas divinas, luces que marcarán de manera definitiva el pensamiento del teósofo de Amboise? Lo descubriremos examinando los escritos de Martínez de Pasqually, y en particular, accediendo a su célebre Tratado sobre la reintegración, que nos proporciona el resumen más completo y fiel de su doctrina. Por de pronto, de su lectura percibiremos que Martínez, filósofo religioso y profundo cabalista, insiste sobre la importancia de la “Caída”, sobre su carácter central y determinante en la historia de los hombres y del Universo. Esta historia hace a toda la humanidad solidaria de la común degradación, cuyos terribles efectos soporta do­ lorosamente de año en año y de generación en generación. El conjunto de la Creación, víctima de una reprobación, debe trabajar para liberarse de esta horrible determinación. La obra expiatoria debe extenderse imperiosamente al conjunto de seres vivientes, de manera que puedan volver a encontrar sus primeras propiedades, virtudes y poderes divinos. 17

Saint-Martin, cautivado por la ciencia de su maestro, se entrega en cuerpo y espíritu, tanto a su trabajo de asistencia en los rituales, como a su función de secretario privado cuando permanece cerca de él. Ordenado Réau+Croix el 17 de abril de 1772, Saint-Martin alcanza de este modo el más alto grado iniciático de la Orden de los Elegidos Cohén, y recibe la totalidad del depósito legado a sus discípulos por Martínez de Pasqually. Sin embargo, en mayo de 1772, en la necesidad imperiosa de ir a buscar una lejana herencia, Martínez se embarca para la isla de Santo Domingo y abandona Burdeos, dejando a su mujer y su hijo, así como a Saint-Martin y los miembros de la Orden definitivamente solos, puesto que no volverá jamás de su viaje, falleciendo dos años más tarde en Puerto Príncipe, enfermo y agotado, el martes 20 de septiembre de 1774.

II. LAS LECCIONES DE LYON Habiéndose quedado solo en Burdeos, no sabiendo qué hacer, Saint-Martin acepta la invitación propuesta por Willermoz de ir a enseñar a Lyon. Próximo al 10 de septiembre, Saint-Martin llega pues a la capital de las Galias y descubre, por vez primera, el rostro de Jean-Baptiste Willermoz, así como del resto de hermanos de la Orden. Willermoz ofrece una calurosa acogida a Saint-Martin y lo instala en su casa, la casa Bertrand, que él mismo ocupa con su familia en los Brotteaux. Aquí es donde vivirá Saint-Martin durante su estancia y donde se desarrollarán las lecciones a los Elegidos Cohén. Saint-Mar­ tin contará la manera en que se acomodaba y las condiciones de existencia en esta casa, relatando una “mordaz” anécdota ocurrida cuando trabajaba en su primera obra, a la que dará por nombre De los errores y la verdad: “Escribí primeramente una treintena de páginas que mostré al círculo que instruía en casa de Willermoz, y me animaron a continuar. Estuvo compuesta entre finales de 1773 y principios de 1774, en cuatro meses 18

de tiempo, y cerca del fuego de la cocina, al no haber en la habitación nada con que calentarme. Un día, incluso el pote de la sopa se derramó sobre mi pie ocasionándome una buena quemadura” {Retrato, 165).

Saint-Martin hace leer las primeras páginas de su manuscrito, a partir de enero de 1774, al auditorio, constituido por los hermanos de Lyon, recibiendo vivos ánimos a proseguir su trabajo. Tuvo la idea de firmar su obra con el nombre de “Filósofo Desconocido” , por no faltar a la necesaria e imperiosa discreción que debe rodear los trabajos de la Orden, lo que permitía también dar a entender que había sido escrito, no obstante, por un hermano instruido en los secretos iniciáticos ante los cuales deseaba observar una cierta reserva. Sobre la necesidad de esta reserva, que justificaría la utilización de un seudónimo puesto que exponía una doctrina que no era fruto de la reflexión de un hombre, sino que sacaba sus referencias de la Tra­ dición eterna, Saint-Martin se explica así en el “Prefacio” : “Sin embargo, aunque la luz está hecha para todos los ojos, es aún más cierto que no todos los ojos están hechos para verla en todo su esplendor. (...) el pequeño número de hombres depositarios de las verdades que anuncio están comprometidos con la prudencia y la discreción por los votos más formales” (De los Errores y la verdad, Edimburgo [Lyon], 1775, p. IV-V).

Por otra parte, es interesante señalar, que ya desde éste primer texto, aún y respetando perfectamente “la ortodoxia martinesista”, Saint-Martin se afianza sin embargo como poseedor, no solamente de un estilo original y singular, sino, además, de una doctrina es­ tructurada y bien establecida desde el punto de vista argumental. Si Saint-Martin, en su plan, se funda sobre la necesaria explicación previa de la naturaleza del hombre a fin de conducir más profundamente su razonamiento, es para, hábilmente, llevar a su lector a descubrir el lazo íntimo que liga nuestros conocimientos con el Principio superior que es su fuente. Insistiendo sobre el carácter caído y degradado del hombre actual, sin tampoco caer en el austero pesimismo de Joseph 19

de Maistre (1754-1821), Saint-Martin considera que subsiste en cada ser una auténtica capacidad para volver y reencontrar “la Unidad” primera. Es pues siempre posible realizar, según él, y evidentemente bajo ciertas condiciones, una saludable harmonía entre la naturaleza estropeada de la humanidad y la Divinidad en la medida en que, por el canal del espíritu, el hombre pueda recibir luces íntimamente -ce­ rrándose voluntariamente a los fenómenos exteriores- de un inefable conocimiento, por las que el Verbo divino se revela en el alma. Destacaremos, ya que esto pronto tendrá una cierta importancia, que en julio de 1774, o sea algún tiempo después de la llegada de Saint-Martin a casa de Willermoz, el barón von Weiler (1726-1775) visitator specialis del barón Karl Gottheld von Hund (1722-1776), eques ab Ense, Gran Maestro de la “Estricta Observancia Templa­ ría”, instala en Lyon el Directorio de la IIa Provincia de Auvernia de su Orden caballeresca, recibiendo a Jean-Baptiste Willermoz Caballero bajo el nombre de eques ab Eremo, seguido en ello por doce miembros de la logia “La Beneficencia”, de nuevo erigida al Oriente de Lyon. Al parecer, Saint-Martin se habría adherido al requerimiento previo que los hermanos dirigieron al barón von Weiler, a fin de que éste aceptara venir a constituir el Directorio de la “Estricta Observancia” en Lyon, pero, ausente en julio, no pudo ser recibido en la Orden por razón de su viaje a Italia. *

Saint-Martin, por esta época, nos aparece en Lyon en una fase de maduración espiritual, efectuando un trabajo interior gracias al cual examina el conjunto de ideas de las que está convencido, buscando, sin decir demasiado ni quedarse corto, presentar los fundamentos esenciales de la doctrina. Azorado por las ataduras de Willermoz con la Estricta Observancia, Saint-Martin no quiere verse arrastrado por la insistencia persuasiva de su amigo a comprometerse en una vía que no es la suya. Decidido a dejar Lyon, Saint-Martin desea respirar un aire que le sea más propicio. 20

III. RETORNO A PARÍS La partida de Lyon se corresponde, en Saint-Martin, con su verdadera introducción en ciertos salones del reino marcados por sus simpatías ante las tesis del iluminismo. La gente de mundo, en éste período, están paradójicamente influenciadas por los filósofos del siglo, pero apasionadas también por el ocultismo, la adivinación, la astrología y las atrayentes humaredas de los apartamentos en los que se reunían, más o menos secretamente, las logias masónicas. Saint-Martin va a encontrar rápidamente en la capital un medio propicio, favorablemente abierto a sus reflexiones y meditaciones, estando su reputación sensiblemente reforzada por la publicación de su primer libro, De los Errores y de la verdad, que le confiere, aunque naciente, una efectiva autoridad. Animado por éste primer éxito, Saint-Martin decide comprometerse en la realización de una segunda obra que será publicada bajo el título: Cuadro natural de las relaciones existentes entre Dios, el hombre y el universo. Mejor construido y mejor argumentado que De los Errores y de la verdad, amplía algunas de sus meditaciones aclarándolas con una luz más viva aún; el Cuadro natural es un completo tratado de ciencia iniciática. Construido según las enseñanzas de la doctrina martinesista, el libro nos conduce de la edad de oro, a la “Caída”, para luego ir a la Reintegración final, presentándonos, de manera muy precisa, el drama de la historia. Dividido en veintidós capítulos, cifra de evidente simbolismo, el texto lleva rastros de la frase puesta en exergo, extraída de De los Errores y de la verdad: “Explicar las cosas por el hombre, y no el hombre por las cosas”. Así, refiriéndose a la contemplación de las leyes que rigen el Universo, Saint-Martin nos descubre algunas profundas verdades al respecto: “El Universo es, por así decirlo, un Ser aparte; es extraño a la Divinidad, aunque no le sea desconocido, ni tampoco indiferente. En fin, no tiende a la esencia divina, aunque Dios se ocupa del cuidado de mantenerlo y gobernarlo. Así, no participa en absoluto de la per­ fección, que sabemos pertenece a la Divinidad; no forma unidad con ella; por consecuencia, no está comprendido en la simplicidad de leyes 21

esenciales y particulares a la Naturaleza divina. (...) En definitiva, ¿por qué todo se consume en la Creación, si no es porque todo tiende a la Unidad de la que todo ha salido?” (Cuadro natural, capít. II).

En marzo de 1778 Saint-Martin está en París; lo vemos en abril predicando a los hermanos del Templo Cohén de Versalles, deplorando que estos hermanos hayan sido iniciados únicamente por las formas, concluyendo: “Por esto mis inteligencias están un tanto alejadas de ellos...” Cada vez más, Saint-Martin se nos presenta como reacio a las ceremonias exteriores que le parecen manchadas de un carácter sospechoso y superficial. Ello le lleva a oponerse a las convicciones y al apego de los hermanos por la expresión ritualizada de la obra iniciática. Saint-Martin busca, efectivamente, comunicar intuitivamente sus “inteligencias”, y para lograrlo, tiende a apartarse del decoro ce­ remonial que se le hace, cada día que pasa, totalmente extraño. Entra en una fase espiritual, acentuada después de la muerte de su maestro, en la que la renuncia y la transparente simplicidad sustituyen a las formas y operaciones exteriores, las cuales se presentan a sus ojos como no esenciales. Su discurso es una invitación a entrar en la “obra depurada”, obra fundamentada sobre el recogimiento, el silencio, la meditación solitaria, la intimidad franca con Dios.

IV. LA FRANCMASONERÍA En este año de 1778, los hermanos lyoneses, bajo la dirección de Jean-Baptiste Willermoz, dan nacimiento a la Orden de los Caballe­ ros Bienhechores de la Ciudad Santa (C.B.C.S.), por una importante decisión tomada en el Convento de las Galias que “rectifica” profun­ damente, en Lyon, entre el 25 de noviembre y el 10 de diciembre, las estructuras, así como la perspectiva espiritual de la “Estricta Observancia Templaria”. Para alcanzar estos fines, es decir, para que pueda transmitirse un depósito iniciático que considera de mucho valor, Jean-Baptiste Willermoz pensará en introducir las enseñanzas 22

de Martínez de Pasqually —al menos en el plano doctrinal, puesto que en su aspecto teúrgico fueron rechazadas— en el seno de ésta Orden nuevamente edificada, y utilizando las formas de la masonería escocesa templaría, constituyendo lo que más adelante se conocerá más ampliamente bajo el nombre de Régimen Escocés Rectificado. Por estas fechas, Saint-Martin declara que continúa manteniéndose a distancia de los talleres, pero es sin embargo consciente de que es en estos Templos cerrados a los profanos9 donde se encuentran los espíritus más abiertos a la verdadera “Ciencia” . Por otra parte, pro­ pondrá sus servicios a Willermoz para releer la primera redacción ya efectuada de los rituales del Régimen Rectificado y para aportar las fraternales correcciones que eventualmente pudieran imponerse.

V. EL AGENTE DESCONOCIDO Y LA “S O C IE D A D D E L O S IN IC IA D O S " Señalemos que Saint-Martin volverá una vez más a Lyon, de julio de 1785 a enero de 1786, con ocasión de las “revelaciones” del “Agente Desconocido”, es decir, de la Sra. De Valliére, o más exactamente Marie-Louise Catherine de Monspey, canonesa de Miremont, res­ petable quincuagenaria, nacida el 10 de abril de 1733 que se decía agraciada por revelaciones del Cielo. 9 Esta es sin duda una de las razones que le llevarán a participar en la fundación, en 1780, en compañía de varios dignatarios masones, entre ellos Savalette de Langes, de la “Sociedad Filantrópica”, una de las primeras instituciones con vocación social de la francmasonería, que tenía por principal objeto animar a sus miembros al ejercicio de una benevolente caridad ante todos los hombres sin distinción de fortuna, religión o rango. En resumen, una sociedad compuesta por los hombres más abiertos a la búsqueda de la esencial verdad, tarea en la que se convirtió, a la vista de todos, en su más ardiente abogado. Señalemos, por otra parte, que será también admitido, el 4 de febrero de 1784, en la “Sociedad de la Harmonía” fundada por Franz Antón Mesmer (1734-1815), autor de la célebre obra Memorando sobre el descubrimiento del magnetismo animal (1779), y se apasionará por el uso espiritual y terapéutico de los fluidos, magnetizando regularmente por su parte, junto a la duquesa de Bourbon y Nicolás Bregase, y fre­ cuentando al hermano estrasburgués A.M. de Puységur que inducía a sus pacientes, en su casa de Buzancy, en sueños sonambúlicos.

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Después de un cierto número de peripecias generadas por este extraño asunto, sobre el que se nos haría demasiado extenso dete­ nernos, dubitativo ante el giro que tomaban los acontecimientos, pero sin embargo no decepcionado, Saint-Martin juzga no obstante oportuno alejarse, y en compañía de Basile Zinovief, iniciado ruso, vuelve a París el I o de enero de 1786.

VI. LONDRES Y ROMA Marcha a continuación a Inglaterra. La paradoja de su estancia de algunos meses sobre suelo inglés vendrá sobre todo por el hecho de que Saint-Martin encontrará, en las relaciones que estableció, muchos más iniciados rusos que insulares. Viviendo en casa de su amigo el príncipe Alexis Galitzin, mantiene contacto con el embajador de Rusia en Londres, el príncipe Repnin Voronzof. Todo este mundo, más o menos entregado a las ideas martinistas, se apasiona por las ciencias secretas, la mística y el esoterismo10. El 20 de julio de 1787, Saint-Martin está de vuelta en Francia para ir precipitadamente a la cabecera de su padre enfermo, que se restablecerá rápidamente. Arreglando algunos asuntos pendientes, parte en septiembre, esta vez para Italia, deteniéndose en Chambery donde es acogido por Joseph de Maistre, con el que comparte maravillosos momentos, cultivándose el uno al otro sobre asuntos elevados. Más tarde, el 23 de octubre, Saint-Martin llega a Roma para ir a San Pedro, y rezar sobre la tumba del apóstol que fundó la Santa Iglesia. “Mi turbación, escribe a Willermoz, no me ha impedido rogar a Dios por todos nuestros buenos amigos y por vos, mi querido hermano, en el templo de nuestro primer apóstol”. ,0 Le informan al respecto de que la corte de Rusia estaba tan entusiasmada por las doctrinas de los iluminados que la emperatriz Catalina IIa juzgó necesario hacer examinar De los Errores y de la verdad por Monseñor Platón, obispo de Moscú, quien, para sorpresa general, dio una opinión más bien favorable.

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Vil. LAS LUCES DE ESTRASBURGO A su vuelta, respondiendo a la invitación de la duquesa de Wutenberg, decide irse a Estrasburgo donde llega en junio de 1788. Un pequeño núcleo gozará de sus favores, en el seno del cual destaca el sobrino de Swendenborg, antiguo limosnero del rey de Suecia, que lo anima a escribir una nueva obra que será El Hombre de deseo, el libro sin duda más poético y lírico de Saint-Martin, que publicará en 1790. Escrito con una aparente soltura, de un verbo extremadamente vivo y cautivador, rico en imágenes evocadoras de rara belleza esti­ lística, este texto emblemático en el seno de la obra sanmartiniana contribuirá por otra parte y hasta nuestros días a la celebridad del Filósofo de Amboise, tanto por la influencia que ejercerá sobre Félicité de Lamennais (1782-1854), como sobre Víctor Hugo (1802-1885) o incluso sobre Honoré de Balzac (1799-1850); es en definitiva e innegablemente uno de los más representativos de su pensamiento profundo e íntimo, y también uno de los más accesibles para el lector profano. Ahora más que nunca, Saint-Martin vuelve en sus líneas sobre los temas mayores de la doctrina de la “Reintegración” enseñada por Martínez de Pasqually, pero en esta ocasión con una calidad de ilumi­ nación personal, un análisis original al que no había llegado nunca anteriormente en sus precedentes obras. El coro argumental sobre el que reposa todo el discurso de Saint-Martin se resume en una frase: “El hombre es un pensamiento de Dios”. Dios aguarda pues de nosotros una respuesta, un avance hacia su corazón, para que nosotros podamos encontrar la fuente de verdad. Saint-Martin profetiza: “Más el tiempo avanza en cumplimiento de su desorden, más el hombre deberá avanzar hacia su término de luz. éCómo podrá avanzar, el hombre, si no es dejándose penetrar por el espíritu de vida, y diri­ giéndose con ardor hacia él, como si estuviera poseído por un hambre devorador? No hay alegría comparable a la de caminar por los senderos de la sabiduría y la verdad” (El Hombre de deseo, 9). 25

Este caminar es una “vía” dulce e invisible: “Las obras de Dios se manifiestan sosegadamente, y su principio permanece invisible. Toma este modelo en su sabiduría, no la des a conocer sino por el dulzor de sus frutos; las vías dulces son vías es­ condidas (...). El Señor ha conducido a su pueblo por una vía oscura, a fin de que sus deseos se cumplan” (Ibíd. 10).

Invitando a un descubrimiento interior de Dios, Saint-Martin aconseja al hombre escrutar en su corazón más que en el mundo material si quiere ver a la Divinidad; ordena: “Apartad pues vuestros ojos de esta materia que os engaña. Como sea que ella existe por las divisiones y en las divisiones, acostumbra también a dividir vuestra vista” [Ibíd. 211).

Saint Martin sabe, más que cualquier otro, que el hombre no está en su lugar aquí abajo, “primitivamente no éramos carne, puesto que el Verbo se ha hecho carne para librarnos de la carne y de la sangre”. Es por lo que es importante descubrir que el alma es el único canal por el que puede pasar la Luz Divina: “¿Cuál es el pensamiento del espíritu del Señor? es el alma del hombre; es este ser inmortal, en que se reúnen todos los rayos divinos” (Ibíd. 155).

La tarea que aguarda a los “ hombres de deseo” que quieren vol­ ver al Principio es pues inmensa. Sin embargo, si saben recordar su primitivo origen, encontrarán un guía seguro que no los rechazará. Entonces, en una patética plegaria dirigida a Dios, el hombre implora que le sea concedido reunificarse con su esencia verdadera, con su auténtica naturaleza espiritual: “Si soy uno de tus pensamientos, dame, por la gloria de tu nombre, la fuerza para justificar mi origen. Si he dejado alterar los tesoros de mi esencia divina, si algunas ramas, por mi debilidad, se han desprendido de este gran árbol, ordénales renacer y ellas se levantarán con más 26

majestad todavía que cuando tú les diste por primera vez nacimiento” (Ibíd. 202).

Antes de que sobrevenga este renacimiento, Saint-Martin da a sus lectores un precioso consejo, pidiéndoles que se dejen llevar sobre las alas del espíritu: “Aguardad en paz y en silencio. Retiraos en la caverna de Elias, hasta que la gloria del Señor haya pasado”.

En cuanto a él, más que nunca decidido y determinado a recorrer los senderos de la verdad, Saint-Martin aspira a ver la Iglesia de los santos “formada por hijos de la sapiencia”, mantenerse “fija e inmu­ table en mitad de las revoluciones”. Confía, por otra parte, una santa misión a aquél que, habiendo recibido fielmente, según el espíritu, la unción sacerdotal, escuche sus exhortaciones: “Hombre de deseo, esfuérzate por llegar a la montaña de bendición, haz renacer en ti la palabra verdadera. (...) Todas las regiones regenera­ das en la palabra y en la luz, elevarán como tú su voz hasta los cielos; sólo existirá un único cántico que se hará oír para siempre, y que es este: ¡EL ETERNO, EL ETERNO, EL ETERNO, EL ETERNO, EL ETERNO, EL ETERNO, EL ETERNO!” (Ibíd. 300)

VIII. LÁZARO ¡LEVÁNTATE! Aunque “El Hombre de deseo” fuera publicado en 1790, Saint-Martin trabajaba ya antes en otro texto, texto al que dará por título: El Hom­ bre nuevo. Compuesto como una suerte de exhortación instructiva, Saint-Martin recuerda las ideas esenciales y sutiles que le son queridas, insistiendo sobre la naturaleza de la relación entre Dios y el hombre. Más que nunca, recuerda la necesidad para el hombre de abrirse a la llamada de Dios despojándose de todo lo que en él no sea fijo y eterno; purificándose de todo lo que pueda representar un obstáculo a la recepción de la eterna Palabra de la Divinidad. 27

Para lograr esto, Dios exige del hombre que se someta a una ver­ dadera disciplina curativa, de manera que se ponga en condiciones de extraerse del “torrente de iniquidad” en cuyo seno se ha sumergido por su propia culpa. “La verdad no pide nada mejor que hacer una alianza con el hombre; pero quiere que sea solamente con el hombre y sin ninguna mezcla de nada que no sea permanente y eterno, como ella” {El Hombre nuevo, 1).

Dios busca construir una nueva alianza con el hombre, pero con un hombre renovado, transformado, lavado y regenerado “por entero en la piscina de fuego, y en la sed de la u n i d a d Con un hombre deseoso de dar a luz, por efecto de una suerte de concepción espiritual inte­ rior, un ser restituido conforme a la imagen y semejanza divinas, con un ser que haya así reencontrado el estado que poseía originalmente antes de la Caída, habiendo previamente hecho beber a la tierra sus pecados, “es decir, toda su materia” que es su verdadero pecado. A fin de ayudar en esta obra, Dios, en su bondad, nos ha dado un poderoso socorro en la persona de Cristo, el “Reparador”, el maestro de vida y de verdad, el nuevo Adán que es el Único que puede pronunciar sobre nuestra triste degradación la palabra salvadora, la palabra de resurrección: “Si el hombre está muerto en todas sus facultades, no puede pro­ ducirse ni un solo movimiento de su ser sin que se pronuncie en él esa palabra que ya hemos mencionado: “Lázaro, ¡levántate!”. Y si el hombre quiere después aumentar su inteligencia, verá que no es sólo sobre él sobre quien el reparador profiere continuamente esta palabra, sino también sobre todo el universo y sobre todas las partes del uni­ verso, pues no hay en él nada que no esté sumido en las tinieblas de la muerte y que no tenga sufrimiento, según el pasaje de la epístola de San Pablo a los Romanos, 8, 19-23” {Ibíd. 15).

Saint-Martin no duda en hablar de la verdadera “ordenación” para aquél que haya recibido la bienaventurada resurrección por efecto del don divino. El nuevo Lázaro, habiendo atravesado la oscuridad de la muerte, es acogido en el seno del Eterno como un auténtico sacerdote: 28

“Entonces es, escribe Saint-Martin, cuando el hombre se da cuenta de que es, en espíritu y en verdad, el sacerdote del Señor. Entonces es cuando ha recibido el orden vivificante y puede transmitir esta orde­ nación sobre todos aquellos que se consagren al servicio de Dios, es decir, atar y desatar, purificar, absolver, sumir al enemigo en las tinieblas y hacer revivir la luz en las almas, pues la palabra ordenación viene del término ordinare, ordenar, que quiere decir volver a poner cada cosa en su sitio y en su lugar, y tal es la propiedad del verbo eterno que produce todo continuamente según peso, número y medida” (Ibíd. S 4).

Podemos evaluar, por estas últimas palabras, el tipo de misión, por no decir de misteriosa y sublime concepción, que debe cumplirse en el hombre nuevo, en este “Nuevo hombre” , que verá a Dios levantar en él su edificio, que verá al Dios sufriente hacer entrar en él “su carne, su sangre, su espíritu, su palabra, para introducir finalmente el Nombre poderoso que todo lo ha creado...” Entonces los beneficios de esta regeneración espiritual se extenderán a toda la vida sobre la tierra, y finalmente transfigurarán el universo entero, reconstruyendo así la ciudad sagrada en “Tierra Santa”, tierra que tiene su sede en el corazón del hombre, allí, en ese santuario invisible donde Dios desea ser honorado recibiendo el incienso y los perfumes. Nos será dado a entender, en fin, esta profunda y esencial verdad: “las maravillas de la Jerusalén celeste pueden volver a encontrarse también hoy día en el corazón del hombre nuevo, ya que han existido en él desde el origen” (Ibíd. 71).

IX. LA TEOSOFÍA DE JAKOB BÓHME Saint-Martin, que en su jerarquía interior clasificaba ciudades y se­ res de acuerdo a una escala establecida en relación a los grados de importancia que estos ocupaban respecto a su “gran labor”, situará Estrasburgo en el más alto rango del escalafón. La razón proviene, en gran parte, por su descubrimiento de los escritos de Jakob Bóhme, pero igualmente por dos personas que fueron sus guías en su estudio del teósofo germano. 29

Estas dos personas, por medio de las cuales se abrirá a una doctrina espiritual, no totalmente extraña para él, pero que no hubiera podido imaginar tan profunda de antemano, son en primer lugar Rodolphe Saltzmann (17491820), masón del Régimen Rectificado y Teósofo, así como una mujer, la señora Boecklin, que lo iniciarán en el estudio de las obras de Bóhme. Saint-Martin, que ve a Bóhme como a su segundo maestro, va a asumir su obra por varias razones, entre ellas, una primera y deter­ minante, por razón de que nunca nadie hasta entonces en la histo­ ria de la espiritualidad había expresado con tanta profundidad los íntimos misterios de la eternidad de Dios, y no había estudiado tan pertinentemente el enigma irresoluto del nacimiento y generación del mundo manifestado. Podemos imaginar sin dificultad lo que pudo seducir hasta tal punto a Saint-Martin de la doctrina de Jakob Bóhme. El estrecho lazo que une Dios al hombre había sido objeto de tal desarrollo, y aparecía con tanta crucial extensión en el teósofo alemán, que el Filósofo Desconocido creyó reconocer e incluso leer bajo palabras diferentes y fórmulas originales y sorprendentes sus propias intuiciones personales. Pronto el pensamiento de uno se convirtió en el pensamiento del otro; Saint-Martin se alimentaba con extraordinaria pasión de los escritos de Bóhme, sumergiéndose en ellos con alegría y entusiasmo indescriptibles. Con la lectura de los tratados del pensador alemán y dejándose llevar sobre las alas del espíritu, sentía en su corazón el soplo divino que él mismo había señalado hablando de esta experiencia y que le dejó las marcas de su beneficiosa acción. Desde entonces, rodeado de las obras de Bóhme, recibiendo la preciosa ayuda de Saltzman y su “queridísima B ”, se empeña en un trabajo de traducción particularmente arduo y singularmente delica­ do. Los libros de filosofía teutónica, siendo ya de por sí lo bastante complejos de leer en alemán, podemos imaginar la dificultad de la tarea a la que se va a consagrar Saint-Martin, llegando incluso hasta interrumpir por un tiempo su propia obra de escritura. Dotado de una rara energía, llegará, evidentemente al precio de considerables esfuerzos, a transcribir al francés los principales tratados de Bóhme, 30

ofreciendo por fin a los hombres de deseo la posibilidad de un acceso fiel y directo a las luces de la teosofía bohmiana. Saint-Martin escribe: “Resulta de todo esto que hay un excelente matrimonio a efectuar entre nuestra primera escuela y nuestro amigo Bóhme. Es en lo que estoy trabajando, y reconozco francamente que encuentro a los dos esposos tan compenetrados el uno al otro, que no conozco nada de más cumplido. Así que, tomemos de éste todo cuanto podamos; os ayudaré en ello tanto como pueda”.

En efecto, este “matrimonio” es, sin lugar a dudas, la obra por excelencia del teósofo de Amboise, a la que consagrará todos sus es­ fuerzos y energía espiritual, creyendo que esta unión es la única que puede ofrecer las luces de la verdadera iniciación. Sin embargo, un día de junio de 1791, cuando nuestro filósofo no pensaba otra cosa que continuar con sus investigaciones en la plácida ciudad alsaciana, le llega una carta de Touraine haciéndole saber el grave estado de salud de su padre, el cual precisaba de su presencia junto a su cabecera. Obedeciendo las exigencias de su deber filial, Saint-Martin se despide de su “amiga B.” y deja a disgusto Estrasburgo con las primeras luces de julio para dirigirse apresuradamente a Amboise.

X. LA REVOLUCIÓN Saint-Martin venía de pasar tres años en Estrasburgo —de junio de 1788 a julio de 1791— tiempo durante el cual Francia, entre 1788 y 1791, fue llevada, en sentido propio y figurado, por una común y temible hoja de fondo político singularmente “afilada”, acabando de asistir, en el espacio de algunos años, a acontecimientos que habían modificado profundamente la atmósfera general del país. En Amboise, lejos de la agitación de la capital, Saint-Martin asiste a su padre que poco a poco recupera la salud. La vida, en este lugar alejado, cerrado e indiferente a las cosas del espíritu, le resulta difícil; una reflexión de Saint-Martin nos ofrece por otra parte una imagen muy chocante, tanto de su condición existencial como de su estado de espíritu en 31

este período de su vida, puesto que dice verse como un Robinson Crusoe de la espiritualidad. De todos modos, alejado de la cosa política, preservándose in­ cluso de la misma ya que “desde siempre había estado convencido de lo ilusorio del espíritu del mundo”, Saint-Martin constatará que la Revolución, globalmente, lo había tratado como a un niño mimado11. Sin embargo, su juicio no será por ello menos severo respecto al “horroroso régimen al que Francia ha sido sometida bajo la tiránica férula de Robespierre”, constatando simplemente que, gracias a las lecciones de Bóhme, había: “podido entender p or qué la Revolución francesa había empezado por las lis; por razón de que los extrem os se tocan. Y es que un exceso de extravíos lleva a un exceso de perdición” (R etrato , 474).

La explicación de esta actitud viene por el hecho de que Saint-Mar­ tin, en su fuero interno, está íntimamente convencido de que la Revo­ lución es en realidad un ciego instrumento de la Providencia Divina, que responde a sobrenaturales e incomprensibles razones, y que debe ser contemplada como siendo efecto de una oscura voluntad superior, sirviendo los acontecimientos de “velo a sus obras”.

XI. LOS ÚLTIMOS AÑOS Algunos meses antes del 18 de enero de 1798, día de su cincuenta y cinco aniversario, Saint-Martin sabrá que su primer libro, De los Errores y de la verdad, más de veinte años después de su aparición, 11 El año 1793 vendrá a atemperar la quietud de Saint-Martin, por razón principal­ mente de un acontecimiento cuando menos impactante. En efecto, el 21 de enero, Luis XVI es ejecutado después de una parodia de proceso, y Saint-Martin se descon­ solará por la pérdida de aquél que lo había hecho, por mediación del príncipe de Montbarey, Caballero de San Luis. Hablará en su diario del “suplicio del Capeto”, tachando por prudencia el nombre del desafortunado “Luis” que antes había escrito, evocando la triste suerte del rey. En este mes de enero, Saint-Martin pierde también a su padre, quedándose solo en el mundo y no teniendo otra familia que a su hermana, convertida en marquesa de Estenduére.

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había sido condenado por la Inquisición española, bajo excusa de que la obra era considerada como: “atentatoria a la Divinidad y a la tranquilidad de los gobiernos” . Ciertamente, Francia, por su alejamiento de las cosas religiosas en este período tormentoso de su historia, no hizo gran caso a la sentencia, acogiéndola con perfecta indiferencia, pero Saint-Martin debió sentir personalmente un cierto despecho, comprometiéndole más todavía y con firmeza acrecentada en su “vía”, o más exactamente su “carrera” : “he experimentado en este período quincuagésimo quinto de m i vida, una profunda y vasta impresión sobre este nuevo paso que hago en la carrera; me parece entrar en una nueva y sublim e región que me separa absolutam ente de la que ocupa, em bauca y engaña sobre la tierra a un gran número de m is sem ejantes” .

Con justa razón, Saint-Martin tiene la nítida impresión de entrar en una nueva región que lo separa de sus semejantes, puesto que se aproximan, lentamente, los últimos años de su vida, haciendo pú­ blicos una serie de textos a los que da por título Del Espíritu de las cosas. Auténtico alegato contra el materialismo, en cada uno de sus numerosos capítulos, Del Espíritu de las cosas despliega una idéntica argumentación que se podría resumir en esto: no puede haber un deseo de verdad en nosotros sin que poseamos una efectiva analogía con ella. Pero esta analogía no sería suficiente, todavía es preciso que sea establecida una alianza, duraderamente, sin la cual sólo podríamos vivir en el sufrimiento y el sentimiento insoportable de la ruptura, de corte con el objeto de nuestro deseo, sabiendo “que en el verdadero orden de las cosas, el conocimiento y el disfrute del objeto conocido, deben marchar de común acuerdo”. Así, los mitos, los libros sagrados, las tradiciones, todo converge en un objetivo común que Saint-Martin se propone poner a la luz, descubriendo en cada pueblo, cada creen­ cia, una idéntica raíz, un parecido origen que sólo atestigua una cosa necesaria: la reunión del objeto a su fuente. Saint-Martin logra todavía poner a disposición del público fran­ cés, en el último trimestre del año 1800, su traducción de La Aurora naciente, lo que le inspirará esta reflexión: 33

“En el mes de brum ario12 año IX , he publicado mi traducción de La A urora naciente de Jak o b Béhme (sic). H e sentido a l realizarla sin interrupción, y p ara gusto propio, que esta obra sería bendecida por D ios y por los hombres, excepto por el torbellino de m ariposas de este m undo que no verán n a d a...” (Retrato, 1013).

Precisamente la situación del mundo, y más particularmente de Francia, cambiaba considerablemente en estos años. El furor revolu­ cionario se apaciguaba, ayudado por el golpe de Estado de los días 18 y 19 del brumario, año VIII (noviembre de 1799) del general Bonaparte que acababa poniendo fin al Directorio. El 15 de diciembre, el nuevo maestro de Francia declaraba solemnemente, queriendo con ello romper definitivamente con el espíritu de las barricadas: “La Revolución está terminada”. El orden público volvía poco a poco, aportando con él, para felicidad de la mayoría, una calma y una se­ renidad que se creían desaparecidas. En estos días, el alma melancólica de Saint-Martin le hace llevar sus pasos a visitar los difuntos; encuentra, en estos lugares de silencio y soledad, una esencial y saludable verdad que expresará en los magní­ ficos versos de El Cementerio de Amboise, poema que hizo aparecer en el año 1801: “Q uiero llevar m is pasos a l asilo de los m uertos. Allí, muriendo a la mentira, me hacen falta m enos esfuerzos p ara comprender su lenguaje y asir su pensamiento, porque los m uertos no tienen esta idea insensata, de que todo se apaga en el hombre. En ellos todo es vivo. Para ellos, sólo hay silen cio...” (El cem enterio de Am boise) *

Dios quiere rogar en nosotros, dirá aún en una ocasión Saint-Mar­ tin, porque “nosotros somos su oratorio”, “oratorio” vivo del que se 12 N.T.: Brumario: mes del calendario republicano francés que va del 23 de octubre al 21 de noviembre.

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va a emplear en definir la naturaleza en la última obra firmada por su pluma, sin duda su libro maestro, al que dará por título: El Mi­ nisterio del Hombre Espíritu. Si la obra lleva en exergo esta frase, de simbolismo metafísico evidente, extraída de El Espíritu de las cosas: “El hombre es la palabra de todos los enigmas”, es precisamente por razón de la responsabilidad espiritual de la que es portador cada ser humano, en definitiva, por el “Ministerio” extraordinario que le es confiado en su totalidad. La gran verdad escondida que nos revela Saint-Martin es la siguiente: “Si los hombres y la tierra están, desde el origen, en “su lecho de muerte”, a sí como la Creación universal, es necesario que el “Ministerio” pueda operarse en tres niveles diferentes, aunque complem entarios, de los que el primero consiste en la regeneración del hombre, el segundo en la regeneración del Universo, y después, que el hombre devuelva a l fin, acabando el gran ciclo de la historia, el reposo a la “Palabra E tern a” . {El M inisterio del Hom bre Espíritu)

Saint-Martin, que se lamenta por no lograr hacerse entender por los “hombres del torrente”, constata que sólo puede ofrecerles prin­ cipios, mientras que la masa se alimenta de opiniones y no aspira a otra cosa que a ser adormecida en ilusiones. Conjura pues a su lec­ tor a no dejar debilitar su celo, y llevar su mirada “más allá de esta tierra pasajera”. El hombre está continuamente rodeado de brumas, advierte el teósofo de Amboise, sus días terrestres son “este mar de vapores tenebrosos que le roban la luz de su sol...”, se impone pues, a todo buscador sincero, que desarrolle, por una conversión que le hará volver sus ojos hacia su interior, su esencia íntima, la única capaz de conducirle al “espiritualismo activo” . Desplegando ante nuestros ojos el misterio del primitivo origen, Saint-Martin no le oculta al hombre que está encargado de una sublime misión: hacer al Verbo presente en el centro del Universo. “E l hombre, desde la caída, dice, ha sido puesto de nuevo en la raíz viva que debe operar en él todas las vegetaciones espirituales de

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su principio. (...) el hombre ha nacido p ara ser el principal m inistro de la D ivinidad” . (El Ministerio del H om bre E spíritu )

Por “la Unidad” reencontrada, el alma podrá finalmente penetrar de nuevo en el santuario supremo que nunca debiera haber dejado, y así reintegrar su esencia primera levantando de su terrible degradación el conjunto del mundo creado. El libro de Saint-Martin El Ministerio del Hombre Espíritu apa­ recerá en 1802, sin encontrar un éxito significativo para un público que, aparentemente, parecía experimentar dificultades ante estas altas y exigentes meditaciones metafísicas. Durante el verano de 1803, Saint-Martin estará en Amboise. Antes de su partida comienza a sentir los primero síntomas que le señalan “la presencia de un enemigo físico que, por lo que parece, es el que me llevará”, constata con calmosa indiferencia. N o se aflige y rechaza compadecerse: “m i vida corporal y espiritual ha estado demasiado bien cuidada por la Providencia como para que tenga otra cosa que hacer que no sea darle gracias; y sólo le pido que me ayude a estar preparado” (Retrato , 1132).

Resulta evidente, de todas maneras, que interiormente se preparaba ya desde hacía largos años, con la secreta esperanza de sentir la última revelación cuando llegara el momento: “ la esperanza de la m uerte es el consuelo de m is días, tam bién quisiera que no se diga ja m á s: la otra vida, puesto que solo hay u n a ” (Ibíd. 109).

En realidad, la tarea de Saint-Martin en este mundo fue, según su propia declaración, la de conducir el espíritu del hombre hacia las “cosas sobrenaturales que le pertenecen por derecho, pero de las que ha perdido totalmente la idea”. Aquél que consideraba que no debería haber entrado nunca en el mundo (“este mundo es un mundo en el que nunca hubiera debido entrar”, escribió en algún momento), habiendo 36

logrado escapar milagrosamente al poder de lo elemental, durante su existencia aquí abajo, dejó esta tierra el 13 de octubre de 1803 por la noche, cuando estaba en Aunay, en casa de su amigo el senador Lenoir-Laroche. Llevado por una repentina crisis de apoplejía, tuvo aún tiempo de dar algunas preciosas opiniones a los amigos que se acercaron a su cabecera, llegados con urgencia para rodearlo con su consoladora presencia en sus últimos momentos. Se apagó en medio de ellos, animándolos con dulce persuasión, como relata M. Gence, a perseverar en su confianza en Dios; quizá les dijo estas magníficas palabras, que sin duda podemos calificar de beatitud sanmartiniana, dándoselas como último secreto de la iniciación verdadera: “Felices aquellos que logran dejar a D ios casarse consigo m ism o en e llo s...” *

En cuanto a nosotros, nos corresponderá ciertamente, asistiendo a este instante del nacimiento al Cielo del más sutil de los amigos de la verdad, conservar en la memoria lo que Saint-Martin, el Filósofo Desconocido, humilde y dulce de corazón, cuando se acababa su pere­ grinaje por el valle de Josaphat, juzgó necesario entregarnos con esta última instrucción escrita, que nos deja como la más pura enseñanza: “Hombre de deseo, aguarda en paz el fruto de tu plegaria, no tardarás en sentir el corazón de tu Dios penetrar en todas tus esencias, y llenarlas de sus dolores; y cuando te sientas crucificado por las propias angustias de este corazón divino, tú volverás en el tiempo, para cum plir según tu m edida y tu m isión, el verdadero m inisterio del H om bre E spíritu” .

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LOUIS-CLAUDE DE SAINT-MARTIN y la TEÚRGIA DE LOS ÉLUS COHEN

“ ...to d a s las ciencias que nos ha legado D on M artines están llenas de incertidum bres y peligros... lo que tenemos es dem asiado com plicado y no puede ser sino inútil y peligroso, puesto que solo lo sim ple es seguro e in d ispen sable...”

(Saint-M artin a los C ohén del Tem plo de Versalles, C arta de Salzac, m arzo de 1778)

La teúrgia es una ciencia que procede de un origen lejano, y si ha apa­ recido en las reflexiones de Saint-Martin (1743-1803), de Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824) y de muchos otros en el siglo x v i i i , es debido a que, como todos los émulos de Martines de Pasqually (+1774)13 que fueron iniciados por aquel que consideraban un maestro, estos espíritus 13 Personaje desconcertante que parece haber heredado, sin duda por transmi­ sión familiar pero sin que se haya podido corroborar con certeza, una enseñanza judeocristiana de la cual nadie, hasta la fecha, y debido a una casi total ausencia de documentos, ha podido demostrar realmente su naturaleza; Martines, por su

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estuvieron en contacto con los misterios de las prácticas operativas que se desarrollaron bajo los auspicios de la Orden de los Caballeros Masones Élus Cohén del Universo, Orden que agrupó a su alrededor numerosas personalidades relevantes del mundo del esoterismo de la época. Los Élus Cohén, como se conocen hoy en día, más allá de una ense­ ñanza doctrinal elaborada y desarrollada en el Tratado de la reintegración de los seres, se dedicaban en efecto a la práctica de la teúrgia, la cual era el elemento principal de su actividad iniciática durante los rituales que se celebraban en los templos de la Orden, así como en el oratorio de cada uno de sus miembros. Pero, ¿qué era esta famosa “teúrgia”, a la cual se le presta tanta atención, a pesar de desconocerse generalmente en qué consistía y de qué estaba formada y compuesta? Por otro lado, ¿por qué Saint-Martin se apartó de esta práctica, haciéndolo saber y escribiéndolo sin miramientos, habiendo sido el discípulo más cercano de Martines? He aquí dos cuestiones importantes que tienen consecuencias inmediatas en el camino iniciático de ambos, y de la conciencia que conviene tener de ello, pero que, extrañamente, son generalmente silenciadas o apartadas en beneficio de consideraciones que, a pesar de ser ciertamente interesantes, son sin embargo a veces periféricas con respecto a lo esencial.

I. LA TEÚRGIA DE MARTINES DE PASQUALLY La teúrgia, para responder a la primera de las dos interrogaciones, no nos presenta nada realmente novedoso u original en sus fuentes, si actuación en el siglo xvm conmovió a numerosos masones que frecuentaban las logias y los círculos versados en ciencias ocultas erigiendo una estructura iniciática que le convertirá, ante la mirada de la historia, en inmensamente conocido, es­ tructura conocida por el nombre de Orden de los Caballeros Masones Élus Cohén del Universo, que inicialmente había bautizado como Orden de los Élus Cohén de Josué. Si durante varios años empleó energía en abrir numerosos templos en Francia (Montpellier, Toulouse, Foix, Burdeos, Versalles, París, Lyon, etc.), donde se prac­ ticaron los complejos rituales Cohén, recordemos sobre todo la importancia de los elementos teóricos expuestos por Martines de Pasqually que además desempeñarán un papel significativo en el ámbito de la masonería willermoziana.

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examinamos el tema con un poco de cuidado. Aparecida muy pronto en la Historia, la teúrgia debe en realidad mucho a los neoplatónicos, en particular a Jámblico (siglo m) y luego a Proclus (siglo v), que unieron a sus especulaciones metafísicas prácticas mágicas cuyo objetivo era entrar en contacto con lo divino, tener de ello de alguna manera la “experiencia sensible”, enriqueciendo notablemente sus conocimientos de los dominios sutiles. Los ritos que se celebraban en la antigüedad, a través de invocaciones secretas, oraciones a los espíritus angélicos, fumigaciones odoríferas, trazado de círculos sobre los cuales estaba dispuesto, según un ceremonial estudiado y a menudo muy complejo, un elevado número de antorchas, tenían como finalidad provocar en los adeptos impresiones físicas, psíquicas o anímicas a las cuales se les daba un significado en el plano místico, interpretando los signos que surgían durante las ceremonias como manifestaciones de lo divino14. a) El método teúrgíco A este respecto, y en el fondo, si miramos las cosas un poco más de cerca con un mínimo de objetividad, aparece fácilmente tras analizarlo que la teúrgia de Martines no tiene entonces absolutamente nada de originalidad, al establecerse, desde el punto de la herencia, a partir de antiguos métodos mistéricos y responder a objetivos relativamente idénticos a los de las teúrgias antiguas, a saber: poner al hombre en relación con lo divino utilizando los intermediarios angélicos que se designaban, desde el punto de vista terminológico en los Élus Cohén, bajo el nombre de “espíritus celestes y supracelestes”, a fin de atraerse las bendiciones del “espíritu buen compañero” , y llegando, como los adeptos de los primeros siglos, hasta a operar conjuros hacia los espíritus tenebrosos que buscaban perder al hombre arrastrándolo hacia las regiones de la oscuridad y la muerte. ’4 Proclus, Commentaire sur les Oracles chaldaiques, en Oracles chalJaiques, trad. É. des Places, Les Belles Lettres, 1996. Ver igualmente: H. Lewy, Chaldcean Oracles and Theurgy. Mysticism, Magic, and Platonism in the Later Román Empire, Etudes Augustiniennes et Turnhout, 1978, & C. Van Liefferinge, La théurgie. Des Oracles chaldaiques á Proclus, Philologie classique, ULB, Bruxelles, 1997.

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Sin embargo, nos es necesario, si queremos realmente comprender la razón de la postura crítica de Saint-Martin hacia estas prácticas, saber algo más acerca de la teúrgia, a fin de captar convenientemente las controversias que entraña el problema. *

El iniciado en esta «ciencia» teúrgica, es decir, el Élu Cohén dis­ cípulo de Martines, convocaba en sus circunferencias a los ángeles del Eterno. Tenía que conocer sus nombres para operar con ellos un «culto cósmico» y, para ayudar a sus adeptos, aquel que se designaba como uno de los siete Soberanos de la Orden había redactado un di­ rectorio con los nombres y los jeroglíficos secretos de 2400 nombres angélicos, acompañando los nombres celestes de un gran número de precauciones referentes a los periodos juzgados favorables para el buen desarrollo de las «operaciones», y obligando así a sus discípulos a un escrupuloso respeto de los periodos equinocciales y de las fases lunares propicias a celebraciones de naturaleza casi litúrgica15. El Élu Cohén, que debía imperativamente ser católico para con­ formarse a la regla prescrita por Martines, y que había prestado juramento de «mantenerse fiel a la santa religión Católica, apostólica y romana», asistía a misa y comulgaba antes de cada una de las cere­ monias, eso sin contar con el riguroso cumplimiento de la Oración de las seis horas (las seis de la mañana, mediodía, las seis de la tarde y 15 Cf. G. Le Pape, Las escrituras mágicas, las fuentes del Registro de los 2400 nombres de ángeles y arcángeles de Martines de Pasqually, Arché/EDIDIT, 2006. El manuscrito del Registro de los 2400 nombres que se encuentra en el Fondo Prunelle de Liére (BM de Grenoble T4188) —procede de la pluma de Saint-Martin, el cual avisaba a Willermoz en 1771 de que le había enviado desde Burdeos la “Tabla alfa­ bética de los 2400 nombres”— es una clasificación por orden alfabético en 22 letras (salvo las letras J, W, X e Y), letras a las cuales se adjuntan cien nombres angélicos, o sea 2200 nombres completados con 270 nombres suplementarios. La lista está ordenada en una tabla donde en frente de los nombres angélicos estaban colocados caracteres y jeroglíficos, mostrando la conformidad de Martines con los métodos mágicos y teúrgicos tradicionales que distinguían jeroglíficos de caracteres a la vez que establecían para cada uno correspondencias planetarias, aunque el teúrgo bordelés se atreve a mostrar a veces bastante imaginación al elaborar inéditas interpretaciones que les son personales.

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medianoche), que no admitía ninguna derogación y era formalmente obligatorio16. Finalmente, para su purificación, en cada Luna nueva y los días siguientes a los periodos de trabajo, el Élu recitaba los siete Salmos de Penitencia, al igual que debía decir el Oficio del Espíritu Santo todos los jueves, pronunciar el Miserere frente a su Oriente, y el De profundis colocando la cara contra el suelo.

16 Esta obligatoria pertenencia a la Iglesia católica apostólica romana no era algo secundario para los Élus Cohens, incluso si las diversas capillas procedentes de las dos resurgencias “neo-Cohen” contemporáneas provenientes de Jean Bricaud (1881-1934) y de Georges Bogé de Lagréze (1882-1946), curiosamente, no le dieron ninguna importancia, cuando se trataba de un punto disciplinario que condicionaba la pertenencia misma a la Orden en tiempos de Martines. Esta profesión de catolicidad debía traducirse, concretamente, por la proclamación bajo juramento de la adhesión de cada émulo a Roma. En efecto, para ser admitido en la Orden, el postulante, tras la aceptación de su candidatura, era objeto de un riguroso examen sobre su religión como lo estipulan los Estatutos Generales: “Antes de la prueba, se leerá al candidato los cuatro primeros artículos del primer capítulo de estos Estatutos; se le avisará de que se le va a examinar acerca de todo su contenido, a exigir el juramento de contestar la verdad acerca de todos estos artículos y de acatarlos, así mismo de ser fiel a su rey [y] a la religión cristiana; que si no se encuentra en estado de contestar la verdad acerca de todo aquello, puede retirarse, que jamás se mencionará lo que ocurre entre él y nosotros, y en el mismo instante el examinador hará prestar juramento a todos los hermanos presentes de guardar el secreto. Si el candidato persiste, se le despojará de su espada, pondrá la rodilla izquierda en el suelo y la mano derecha sobre la Biblia; todos los hermanos le presentarán la punta de la espada. Así, prestará juramento sobre todos los artículos en detalle. Después de ello, se le informará del día de su recepción”. (Estatutos generales, Artículo IV, “Sufragios y encuestas de recepción y agregación”, 1767). Sabiendo por otro lado que durante la ceremonia de recepción al primer grado de Aprendiz el recipiendario debía pronunciar de nuevo bajo juramento: “Yo, N ..., prometo ser fiel a mi santa religión Católica, apostólica y romana, así como a mi rey y a mi patria, ante los cuales nunca tomaré las armas. Prometo ser fiel a mis Her­ manos, socorrerles con mi brazo, mi bolsa y mis consejos, tanto como me sea posible: Me comprometo con ellos, como se han comprometido conmigo”. (Cf. Recepción en grado de Aprendiz simbólico, Obligación - segundo tercio). Finalmente, para que este criterio religioso no pueda olvidarse, durante una de las ceremonias llamada de los “cuatro Banquetes de anual obligatoriedad de la Orden de los Cohén” (Trinidad, San Juan Bautista, San Juan Evangelista, Pascua), una vez al año con motivo de la fiesta de la trinidad: “ Todos los Hermanos de cada establecimiento asistirán a una misa que comenzará a las nueve y media para finalizar a las diez y media, y volverán todos al porche del templo”, después de lo cual se procedía al ritual de “Renovación de los compromisos”, en el cual cada uno debía declarar: “Yo (Nombre, Apellido y nombre de bautismo) prometo al G. A. del Universo estar de manera inviolable ligado a su santa ley, a sus preceptos, a sus mandamientos, a mi religión, a mi Rey, a mi patria y a mis hermanos”. (Cf. Manuscrito de Argel, BNF París, FM 41282). Robert Amadou podía entonces afirmar con todo derecho: « El culto primitivo (...) no impide la adhesión a la Iglesia católica romana, y no solamente el culto primitivo no lo impide

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Por encima de estas formas exigentes de aparente piedad17 no hay que olvidar que Martines había incluido sin embargo extractos muy largos de escritos positivamente relativos a la magia, directamente sacados de Cornelius Agrippa (1486-1535) y de su De Occulta pbilosophia, del Enchridion atribuido al papa León III, y sobre todo del Heptameron de Pedro de Abano (1250-1316), cuyos extractos completos, precisos hasta la coma y sin ningún cambio, figuran en los rituales Cohén18. b) Criterios teúrgicos Así, el teúrgo Cohén, como sus predecesores de los misterios antiguos y los kabalistas medievales19, se sometía a una rigurosa disciplina e

sino que además requiere esta adhesión. Martines de Pasqually exigía no solamente que sus adeptos, sus discípulos estuvieran bautizados, sino que además perteneciesen a la Iglesia católica romana. Cuando se presentaban candidatos protestantes, se les hacía renegar o bien se renegaba en su nombre”. (Conversación con Robert Amadou, France Culture, 4 de marzo de 2000). 17 Jéróme Rousse-Lacordaire, o.p., en un estudio muy interesante, actualizó el origen de las oraciones que los Elus Cohén utilizaban diariamente, señalando como fuentes el Horologium auxiliaris tutelaris Angelí y el Angel Conductor de Jacques Coret, obras populares de piedad angélica, mostrando también préstamos directos del Pequeño libro del cristiano en su práctica del servicio a Dios y a la Iglesia de Jemerías Drexel (1698) (Cf. La journée cbrétienne des Elus Cohén —El día cristiano de los Elus Cohén—, Renaissance Traditionnelle, n° 142- Abril 2005). 18El «De circulo et ejus compositione» por ejemplo, que está en la base del sistema de invocaciones de los Elus Cohén, es un extracto del Heptameron de Pedro de Abano, maestro en ciencia teúrgica y mágica de Henri-Corneille Agrippa de Nettesheim, obra en la cual se expone la manera de trazar los círculos y de conducir las operaciones. Acusado en varias ocasiones por el Tribunal de la Inquisición (1304-1315) de practicar magia ceremonial y nigromántica basada en la utilización de imágenes, amuletos y talismanes, podemos medir la influencia de Pedro de Abano sobre Martines, quien hizo él mismo un constante uso de filacterias, talismanes, círculos, exorcismos, bendiciones, conjuraciones, etc.. Preconizaba su uso a sus émulos, incluso llegó a establecer un trazado talismánico para cada día de la semana, y esto en perfecta conformidad con el manuscrito mágico de Pedro de Abano. 19Precisamente Robert Amadou escribe, incluso si las fuentes de teúrgia kabalística nos parecen en realidad hundir directamente sus raíces en la Merkabah y el inmenso corpus literario que fue designado bajo el nombre de Maassé Merkavah (la obra del Carro), esto en paralelo con la teorización de la teúrgia neoplatónica de Jámblico acerca de la cual todas las escuelas medievales de la kábala heredarán secretamente más adelante: «La teúrgia acerca a Martines a la kábala y sobre todo a las escuelas

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intervenía sobre el mundo espiritual, que no temía invocar y desper­ tar, y recibía, o no, según la buena voluntad de “La Cosa ”, signos, en diversos grados y con una fuerza igualmente diferente, traduciéndose por manifestaciones luminosas (“glifos”), auditivas o táctiles, que fueron bautizadas por los émulos del siglos xvm con el nombre de “pases” . Es importante sin embargo precisar que a pesar de lo que se tomó prestado de los métodos de los magos antiguos y medievales, el culto llamado “primitivo y cósmico” transmitido por Martines de Pasqually, de ahí su calidad y su interés, no era de naturaleza “mágica” , porque no aspiraba a la obtención de poderes, sino que era esencialmente, y debido a los cuatro tiempos que constituían el corazón de las operaciones litúrgicas diarias, un culto de expiación, de purificación, de reconciliación y de santificación, invocando a los espíritus que moran en lo invisible. El culto Cohén era por tanto temporal y espiritual, y pretendía suceder al culto que celebraba originalmente el primer Adán, y del cual fue desprovisto debido a su prevaricación, culto nuevo que la criatura tiene como deber ejecutar para obtener su reconciliación. Sin embargo, y en esto reside el problema, no se despierta sin riesgo a los dominios desconocidos, y los Cohén necesitaron siempre asegu­ rarse de la presencia a su lado de los buenos espíritus a través de un conjunto requerido de oraciones y de prácticas ascéticas y religiosas (ayuno, vigilia, asistencia regular a misa, régimen alimenticio, abstinen­ cia sexual, etc.), espíritus capaces de velar sobre su seguridad y la paz de las almas - a pesar de que la Orden, por su función iniciática y por la realidad de su transmisión, aseguraba entonces un marco protector apto para apartar los principales peligros inherentes a estas prácticas no desprovistas de importantes peligros, lo que evidentemente no es el caso hoy en día, habiendo desaparecido de la escena de la Historia kabalísticas y particularmente a las escuelas kabalísticas de España. Existen nume­ rosos textos en los cuales la teúrgia y la magia ocupan un lugar importante: El Sefer ha-Bahir, el Sefer del ángel Raziel, el Sefer ha-Razim, el Sefer ha-Meshir, la Clavicula Salomonis, o Sefer M afté’ah Chelomo, simples ejemplos. N o todos son de origen judío, algunos combinan elementos cristianos y árabes, a menudo con el helenismo en segundo plano» (R. Amadou, Introducción al Tratado de la Reintegración de los seres, Collection Martiniste, Diffusion Rosicrucienne, 1995, pp. 22-25).

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en 1781 los Élus Cohén en su forma original, y así como y sobre todo la Orden que enmarcaba y protegía tales prácticas, cuando el último sucesor de Martines, Sebastián de Las Casas, decidió el cierre de los últimos Templos todavía en activo y el fin de la Orden.

II. PRIMERAS IMPRESIONES DE SAINT-MARTIN FRENTE A LA TEÚRGIA DE MARTINES Si este fin de la Orden en 1781 podía eventualmente corresponder a una desaparición de la perspectiva Cohén, el interés constante susci­ tado por las prácticas que proponía obliga no obstante a cuestionarse acerca de las razones que condujeron a algunos de sus eminentes miembros a alejarse de las circunferencias Cohén. Es el caso de Saint-Martin, del cual nos planteamos saber por qué se apartó de la teúrgia de los Élus Cohén y criticó su práctica, cuan­ do mantuvo, a partir de 1768, una estrecha relación con Martines de Pasqually, relación que no dejó de acrecentarse hasta el punto de que Saint-Martin se convertirá, a la larga, es decir, en 1771, en el secretario del Soberano Gran Maestro de la Orden, sucediendo al abad Pierre Fournié (1738-1825), quien había ocupado este oficio antes que él. Saint-Martin descubrió los arcanos del trabajo operativo, los complejos rituales Cohén, el ejercicio de las invocaciones, de los conjuros, el uso de los nombres sagrados, y poco a poco se familiarizó con la teúrgia a la vez que asistía a su maestro durante las prácticas rituales; aprendió a trazar los círculos y supo muy rápidamente dis­ poner sabiamente las luminarias en el cuarto de operaciones a fin de poder efectuar los contactos con las potencias invisibles. Sin embargo, aunque Saint-Martin fue ordenado Réau+Croix el 17 de abril de 1772, alcanzando así el grado iniciático más alto de la Orden de los Élus Cohén, recibiendo para esta ocasión la totalidad del depósito legado a sus discípulos por Martines de Pasqually, rela­ ta que desde los primeros tiempos de su iniciación se extrañó de la pesadez de los preparativos y del complejo acompañamiento de las ceremonias, tal y como lo explica: 46

“ Cuando en los primeros tiempos de m i instrucción veía a l maestro P. [Pasqually] preparar todas las fórm ulas y trazar todos los em blem as y todos los signos empleados en sus procedimientos teúrgicos, le decía: Pero M aestro, ¡todo esto es necesario para orar a D io s!” (R etrato , 41).

Esta primera impresión, bajo la forma de una afirmación tan sim­ ple como evidente: “Pero Maestro, ¡todo esto es necesario para rezar a Dios!”, acabó incluso por imponerse como debiendo estar ligada a una actitud en conformidad con esta convicción respecto de la in­ utilidad de “fórmulas, emblemas y todos los signos empleados en los procedimientos teúrgicos”.

III. RECHAZO DE LA TEÚRGIA POR SAINT-MARTIN Saint-Martin, tras la partida de Pasqually para Santo Domingo en mayo de 1772, insistió a los hermanos del Templo Cohén de Versalles en varias ocasiones, y en particular durante su visita en marzo de 1778, sobre el hecho de que todo trabajo operativo obliga de manera imperativa a que la presencia de Dios en el alma purificada sea real, tal como es cierto que lo exigía Martines en su tiempo, antes de cada empresa invocatoria o “conjuratoria”. Sin embargo, se impondrá rápidamente a Saint-Martin la idea de que esta exigencia preliminar era en realidad no solo indispensable, sino incluso el “objeto” mismo, el “objeto” más elevado que el operante podía esperar disfrutar y “recibir” con sus prácticas. Desde enton­ ces, le parecerá inútil a Saint-Martin que el hombre se sobrecargue con un pesado aparato ritual cuando se puede, inmediatamente y sobrenaturalmente, debido a la nueva ley de gracia en vigor desde la venida del Divino Reparador, comulgar a las luces del Eterno en la paz serena de la pura interioridad. Como es reconocido, Saint-Martin no dudará en afirmar su pos­ tura con fuerza y vigor, con el riesgo a veces de chocar y sorprender a los adeptos que se acercaban a él para beneficiarse de su saber y de su ciencia. 47

Recordemos al respecto la sorpresa y el desconcierto del hermano Salzac del templo Cohén de Versalles, que atestiguó, en una carta destinada al hermano Disch de Metz tras la visita de Saint-Martin, habiendo este último reprochado vivamente a los hermanos, sin duda con cierta energía, el limitarse a una “iniciación por las formas” , invitándoles a disponerse y a abrirse a una comunión intuitiva con las “inteligencias” prodigadas por las bienaventuradas virtudes de la “obra depurada” : “ Parece, según este M.P.M. [Saint-M artin] — escribe el herm ano Salzac— , que estam os en el erro r y que tod as las cien cias que D on M artines nos legó están llenas de incertidumbres y peligros, porque nos confían a unas operaciones que exigen un as condiciones espirituales con las que nosotros no siem pre cum plim os. E l herm ano M allet ha contestado que en el espíritu de D on M artines, sus operaciones eran siempre la m itad p ara nuestra salvaguarda, o sea dos contra uno, para hablar com o nuestro m aestro, y que, por consiguiente, p or poco que hiciéram os para ocupar la quinta potencia que el adversario no puede ocupar, estáb am o s asegurad os de tener ventaja. Pero el M .P.M . de Saint-M artin se m antiene en esta últim a poten cia y desdeña el resto, lo que es lo m ism o que co lo car el carro delante de los caballos. Le hemos hecho observar que nada autorizaba sem ejantes cam bios o m ás bien supresiones, que siempre habíam os operado a s í incluso con D on M artines [...]. E l Sr. de S ain t-M artin no d a ninguna explicación ; se lim ita a decir que de todo ello tiene nociones espirituales de las cuales sa c a buenos fru tos, que lo que nosotros tenemos es d em asiad o com ­ p licad o y no puede ser sino in ú til y peligroso, y a que sólo lo sim ple es seguro e indispensable. Le enseñé dos cartas de D on M artines que le contradicen sobre ello, pero contestó que no era el pensam iento secreto de D .M . [ ...] .” 55-

En 1792, en una carta a su amigo Nicolas-Antoine Kirchberger (1738-1800), Saint-Martin volverá de una manera mucho más explícita y detallada sobre la pregunta que hizo a Martines relativa al método para acercarse a Dios, y reafirma una vez más su convicción respecto de sus reservas hacia la teúrgia y las vías externas “según las formas” : 48

“Por tanto, no m iro todo lo que atañ e a estas v ías exteriores sino com o preludios de n uestra obra, porque nuestro ser, siendo central, debe encontrar en el centro donde n ació tod as las ay u d as n ecesarias a su existencia. N o os oculto que cam iné an tañ o por esta vía fecunda y exterior que es aquella por donde me abrieron la puerta de la carrera; aquel que me conducía tenía virtudes m uy activas, y la m ayoría de los que le seguían conm igo sacaron confirm aciones que podían ser muy útiles a nuestra instrucción y a nuestro desarrollo; a pesar de ello, he sentido desde siem pre un a inclinación tan g ran d e h acia la v ía ín ti­ m a y secreta, que esta vía exterior n unca llegó a seducirm e, incluso en m i m ás g ran d e juven tud, porque es a la edad de los 23 añ os que me abrieron sobre aqu ella: p or eso, en m itad de cosas tan atrayentes p ara algunos, en m itad de m edios, fórm u las y preparativos de todo género a los cuales nos entregábam os, llegué varias veces a decir a nuestro m aestro: Pero m aestro, ¿es necesario todo esto para llegar a D ios ? Y prueba de [que] todo ello no era m ás que sustitución era que el m aestro con testaba: H a y que contentarse con lo que se tiene. Sin querer entonces despreciar las ay u d as que nos puede proporcionar todo lo que nos rodea, cada uno en su género, les exhorto solam ente a clasificar las potencias y las virtudes. C ada una tiene su sección, solo la virtud central se extiende en todo el imperio. E l aire puro, todas las buenas propiedades elementales son útiles a l cuerpo y lo mantienen en una situación ventajosa p ara las operaciones de nuestro espíritu, pero cuando nuestro espíritu ha adquirido, p or la gracia de arriba, sus propias m edidas, los elementos se convierten en sus sujetos, e incluso sus esclavos, de sim ples sirvientes que eran anteriorm ente. M irad lo que eran los ap óstoles”.

(C arta a Kirchberger, 12 de Ju lio de 1792)

IV. SUPERIORIDAD DE LA “VÍA SEGÚN LO INTERNO” PARA SAINT-MARTIN Podríamos sin duda poner en paralelo las amonestaciones de Saint-Martin hacia los hermanos de Versalles con los severos propósitos que mantendrá en Ecce Homo (1792), propósitos que parecen haber sido escritos a la atención de ciertos adeptos demasiado fascinados por las manifestaciones de lo externo, y que desgraciadamente se olvidaban 49

de las grandes verdades de la vida espiritual, verdades que se nos re­ cuerdan en este texto en términos impregnados de una gran lucidez: “Entre estas v ías secretas y peligrosas, en las cuales el p rin cipio de las tin ieblas aprovech a p a r a extrav iarn os — dice Saint-M artin— , podem os exim irnos de colocar todas estas extraordinarias m anifesta­ ciones que han inundado todos los siglos y que no nos llam arían tanto la atención si no hubiésemos perdido el verdadero carácter de nuestro ser y sobre todo si poseyésemos m ejor los anales espirituales de nuestra historia desde el origen de las cosas. En todos los tiempos la m ayoría de las vías han empezado a abrirse en la buena fe y sin ninguna especie de m alos propósitos p or parte de aquellos a quienes se daban a conocer. Pero a falta de encontrar, en estos hombres favorecidos, la prudencia de la serpiente con la inocencia de la palom a, han operado m ás bien el entusiasm o de la fa lta de experiencia que el sentim iento a la vez sublim e y profundo de la santa magnificencia de su D ios; y es entonces cuando el p rin cip io de las tin ieb las vino p a r a m ezclarse con estas vías y producir en ellas esta innum erable m idtitud de com binaciones diferentes y que tienden todas a oscurecer la sim p licid ad de la luz” .

La advertencia de Saint-Martin ante los riesgos corridos por los imprudentes se hace en esta parte de su discurso todavía más impe­ rativo, y ya no esconde que es el verdadero y principal objeto de sus temores: “En unas [es decir, la vías secretas y peligrosas], este principio de tinieblas no form a m ás que ligeras manchas, que son com o impercepti­ bles, y son absorbidas por la sobre abundancia de las claridades que las balancean; en otras, lleva suficiente infección como para que sobrepase el elemento puro. En otras finalm ente, establece tanto su dom inación que se convierte en el único je fe y el único ad m in istrad o r. [...] el principio de las tin ieblas ha venido p a r a m ezclarse con estas v ía s ...” (Ecce H om o, § 4)

Por otra parte, una vez más, en una carta destinada a su amigo Kirchberger, el 19 de junio de 1797, el Filósofo Desconocido volvió sobre el carácter particular de la iniciación que contemplaba como la única verdadera, la cual, para él, no relevaba más que de lo interno, 50

aquella que estaba despejada de los dolores dañinos que se vuelven a encontrar en las prácticas de una teúrgia pesada y a menudo torpe. No es para nada necesario sobrecargarse de formas de ritos complejos, conviene únicamente, declara el teósofo de Amboise, “hundirse cada vez más en las profundidades de nuestro ser” , refiriéndose a Jakob Bóhme que ya escribía en su tiempo: “Aquel que reza como es debido opera interiormente con Dios ” (J. Bóhme, Lib. Apologéticas, § 10).

V. LA ÚNICA INICIACIÓN QUE PREDICO... Saint-Martin deseaba visitar a Kirchberger para poder conocerle y hablar con él de viva voz acerca de algunos asuntos, y el Filósofo Desconocido le explicará entonces, de una manera extremadamente clara y precisa, la diferencia existente según él entre la vía externa y la auténtica iniciación, entre lo que fueron las enseñanzas de su primera escuela y las luces que se habían vuelto suyas cuando decía haber sobrepasado las limitaciones que le imponía el método de su primer maestro Martines. Escuchémosle atentamente porque cada palabra habla de oro, cada frase es un tesoro puro de ciencia espiritual: “La única iniciación que predico y que busco con todo el ardor de mi alma es aquella por la que podemos penetrar en el corazón de Dios, y hacer entrar el corazón de Dios en nosotros, para hacer un matrimonio indisoluble que nos haga el amigo, el hermano y la esposa de nuestro Divino Reparador. No hay otro medio para llegar a esta santa iniciación que el de sumergirse, cada vez más, hasta las profundidades de nuestro ser y de no retroceder hasta que no hayamos alcanzado a obtener la viva y vivificante raíz, porque entonces todos los frutos que tendremos que llevar, según nuestra especie, se produ­ cirán naturalmente en nosotros y fuera de nosotros, tal como vemos que ocurre para nuestros árboles terrestres, porque están adheridos a su raíz particular, de la que no dejan de bombear la savia. Este es el lenguaje con el que os he escrito en todas mis cartas y, seguramente, cuando esté en vuestra presencia, no podré comunicaros misterio más amplio y más propio que el que os avanzo. Y tal es la ventaja de esta 51

preciosa verdad, que se la puede hacer correr de un extremo al otro del mundo y hacerla resonar en todos los oídos, sin que los que pudiesen escucharla puedan obtener otro resultado que no fuera sacarle provecho, o dejarla ahí, sin embargo, sin excluir los desarrollos que podrían nacer en nuestras entrevistas y nuestras conversaciones, pero de los cuales estáis ya tan abundantemente provisto por nuestra correspondencia, y todavía más por los minuciosos tesoros de nuestro amigo B [Bóhme] que, en conciencia, no puedo creerle en la escasez, y que temeré todavía menos para usted en el futuro, si quisierais poner de relieve vuestros excelentes fundamentos. Es, con este mismo espíritu que os contestaré sobre los diferentes puntos que me invitáis a aclarar en mis nuevas empresas. La mayoría de estos puntos son relativos a estas iniciaciones por las cuales he pasado en mi primera escuela, y que he dejado desde hace tiempo para dedicarme a la única iniciación que sea realmente según mi corazón. Si he comentado estos puntos en mis antiguos escritos, fue en el ardor de esa juventud, y por el imperio que cogió sobre mí la costumbre diaria de verlos tratar y preconizar por mis maestros y mis compañeros. Pero hoy en día podré, menos que nunca, llevar a alguien lejos sobre este asunto, cuando yo me desvío de él cada vez más; además, no sería de casi ninguna utilidad para el público, el cual, en efecto, en simples escritos, no podría recibir sobre aquello suficientes luces, y además no tendría ningún guía para dirigirle: estos tipos de claridades deben pertenecer a aquellos que son llamados a usarlas por orden de Dios, y para la manifestación de su gloria y cuando son llamados de esta manera no hay que preocuparse acerca de su instrucción, porque reciben entonces sin ninguna dificultad y sin ninguna oscuridad mil veces más nociones, y nociones mil veces más seguras que las que un simple aficionado como yo pudiese darles sobre todas estas bases. Querer hablar de ello a otros, y sobre todo al público, es querer estimular en balde una vana curiosidad, y querer trabajar más bien por la gloria del escritor que por la utilidad del lector; ahora bien, si me equivoqué en este sentido en mis escritos, me equivocaría todavía más si quisiera persistir en caminar con este mismo pie: así mis nuevos escritos hablarán mucho de esta iniciación central, la cual, a través de nuestra unión con Dios, puede enseñarnos todo lo que debemos saber, y muy poco de la anatomía descriptiva de estos delicados pun­ tos sobre los cuales desearíais que llevara mis miradas, y los cuales no debemos tener en cuenta más que porque se encuentran incluidos en nuestra circunscripción y en nuestra administración. 52

Os diré que en las generaciones espirituales de todo género, este efecto os debe parecer natural y posible puesto que las imágenes que tienen relaciones con sus modelos deben siempre tender a acercarse a él. Es por esta vía que se dirigen todas las operaciones teúrgicas, o se emplean los nombres de los espíritus, sus signos, sus caracteres, todas las cosas que, pudiendo ser dadas por ellos, pueden tener relaciones con ellos; por ahí caminaban los sacrificios levíticos; por ahí, sobre todo, debe caminar la ley de nuestra iniciación central y divina, por la cual, presentándola a Dios tan pura como podamos, el alma que nos ha dado y que es su imagen, debem os a tra e r el m odelo sobre nosotros y fo r m a r a s í la un ión m ás sublim e que ja m á s h ay a p o d id o h acer ninguna teú rgia n i ninguna cerem onia m isteriosa que llenan todas las dem ás iniciaciones. En cuanto a su pregunta sobre el aspecto de

la luz o de la llama elemental para obtener las virtudes que le sirven de camino, debéis ver que entran absolutamente en lo teúrgico, y en lo teúrgico que em plea la n atu raleza elem ental, y com o tal, la creo inútil y extrañ a a nuestro verdadero teurgism o, donde no se necesita m ás llam a que nuestro deseo, n i m ás luz que la de n uestra pureza.

Esto no prohíbe sin embargo los conocimientos muy profundos que podéis encontrar en B. [Bóhme] acerca del fuego y sus correspondencias; hay tema para sacar provecho de vuestras especulaciones; los conoci­ mientos más activos sobre este punto deben nacer en las operaciones espirituales sobre los elementos; y con esto, no tengo más que añadir”. (C arta a Kirchberger, 19 de Ju n io de 1797)

VI. LA VERDADERA INICIACIÓN SEGÚN SAINT-MARTIN: “LA CIENCIA DEL HOMBRE” Siendo esta idea de primera importancia desde el punto de vista del análisis, el Filósofo Desconocido había percibido entonces con fuerza que la trágica situación en la cual se encuentra el hombre, abando­ nado en este mundo tenebroso al poder de las fuerzas negativas, exige un trabajo de total regeneración que no puede contentarse con los pobres instrumentos que le ofrecen una naturaleza caída y un espíritu prisionero e infestado por la corrupción. Es por tanto un camino muy diferente el que tiene que ser recorrido, lejos de 53

“objetos figurativos y alegóricos [de las] instituciones simbólicas (...) que dejamos de mirar en cuanto hemos descubierto su palabra... ” (El Hombre de Deseo, § 177). Saint-Martin comprenderá rápidamente, de ahí la razón de su reti­ rada y de la toma de distancia con las vías incompletas, y en particular la teúrgia de los Élus Cohén, que debido al carácter profundamente degradado del ser, ni las ceremonias, ni los ritos complejos, tienen el poder de modificar el corazón del hombre. Años, incluso a veces una vida entera recibiendo grados, ejecutan­ do sabias puestas en escena, celebrando ceremonias, aunque fueran de naturaleza iniciática superior, no producen ningún cambio en lo interno. No se consigue de ninguna manera desarraigar los vicios; las mismas imperfecciones, los mismos defectos y la pequeñez irrisoria triunfan siempre a pesar de los augustos títulos con los cuales se adornan los individuos, títulos que no consiguen esconder la pobre miseria espiritual de la criatura aunque alaban, más de lo conveniente, su risible vanidad. El espíritu del hombre, debido a la enfermedad que le afecta, exige otro remedio muy diferente, pide un tratamiento muy diferente de los recursos externos; necesita seguir una vía con exigencias más secretas y profundas que le obliga a alejarse cuanto antes de los categóricos callejones sin salida, de los senderos desviados donde en ningún momento se trata y purifica verdaderamente la negra constitución del alma. Es lo que Joseph de Maistre (1753-1821) designaba perti­ nentemente como “ciencia del hombre” , ciencia por excelencia que es el objeto efectivo de la iniciación y del cristianismo transcendente. Saint-Martin supo por tanto recordar que no les sirve de nada a los hombres, embriagados por títulos ilusorios y augustas funciones, alabar la virtud, elogiar el incomparable valor de la piedad y de los pensamientos rectos, cantar odas, la mayoría de las veces sin con­ ciencia, al Ser Eterno y Todo-Poderoso, practicar invocaciones o ex-conjuros, cuando les basta, concretamente y positivamente, ponerse de rodillas y orar. Qué les importa a las almas confesar su crimen, poner su cabeza entre las manos y, llorando, gritar con sinceridad hacia el Señor diciendo: 54

“D ios mío, sé muy bien que eres la vida, y que no soy digno de que te acerques a mí, que no soy m ás que m ancha, m iseria e iniquidad. Sé m uy bien que tu p alabra está viva, pero que las espesas tinieblas de m i m ateria impiden que la hagas oír a los oídos de m i alm a. N o obstante, haz descender en m í gran abundancia de esta palabra, a fin de que su peso pueda com pensar la m asa de la nada en la cual todo m i ser es absorbido, y que en el día de tu ju icio universal el peso y la abundancia de tu palabra puedan elevarme fuera del abism o y hacerme rem ontar hacia tu san ta m o ra d a ...” (El H om bre N uevo, § 1)

El hombre, en el estado en el cual se encuentra actualmente, debe humillarse, desnudar su corazón, reconocer su crimen, confesar su iniquidad y su debilidad, golpearse el pecho a la vez que desciende en sí mismo, y entender que “la fam ilia hum ana no tiene m ás recursos y salvación que en la súplica, y el recurso a la misericordia del Señor, m ás cuando las nuevas prevaricaciones de las generaciones sucesivas solo acrecientan los males y la m iseria del hom bre” (El H om bre N uevo, § 7).

Vil. LA ORACIÓN ACTIVA, O LA «TEÚRGIA CARDIACA» Así, la oración es considerada y contemplada por Saint-Martin de una manera muy diferente de como es habitualmente concebida por el común de los mortales, debe ser percibida bajo un original ángulo donde se revela, cuasi milagrosamente, en una dimensión raramente vista, convirtiéndose, por el efecto de una revelación inesperada, en una auténtica oración activa - una teúrgia “ cardiaca” , es decir, una teúrgia según lo interno desprovista de todo el aparato ceremonial tal y como se utilizaba por los Elus Cohén, aparato considerado por Saint-Martin como superfluo y demasiado material para llegar a lo esencial. Es así posible calificar más precisamente esta “oración activa” , siguiendo a Saint-Martin, designándola como una “oración viva” , una “ oración operante” porque es transformadora, oración que compromete y arrastra, hacia las orillas de la inmensidad, el 55

umbral de la Ciudad Santa donde se encuentra el Templo en el cual son celebrados los misterios del culto original. “Aprende [que tu] Ser intelectual es el verdadero templo; que las antorchas que deben alumbrarlo son las luces del pensamiento que lo rodean y le siguen a todas partes; que el sacrificador es tu confianza en la necesaria existencia del Principio del orden de vida, es esta persuasión ardiente y fecunda ante la cual la muerte y las tinieblas desaparecen; que los perfumes y las ofrendas son [tu] plegaria, [tu] deseo y tu altar para el reino de la unidad ex elusiva”. [Cuadro Natural, XVII)

La necesidad de la interioridad, de la vía puramente secreta, silen­ ciosa e invisible, se justifica para Saint-Martin en razón de la presente debilidad constitutiva de la criatura, de su completa desorganización y de su radical inversión, sumergiendo por ello a los seres en un medio infectado, una atmósfera viciada y corrompida, que acechan cada uno de nuestros pasos cuando nos alejamos de nuestra fuente y dejamos nuestro “centro”, que ponen en peligro nuestro espíritu cuando, por imprudencia y presunción, nos atrevemos a sobrepasar los límites de los dominios serenos protegidos por la apaciguadora sombra de la profunda paz del corazón. “Así, a penas el hombre da un paso fuera de su interior, estos frutos de las tinieblas le rodean y se combinan con su acción espi­ ritual, al igual que las miasmas putrefactas y corrosivas agarrarían e infestarían su aliento, en cuanto saliese de él, si respirase un aire corrompido. La Sabiduría suprema sabe tan bien cuál es el estado de nuestros abismos, que emplea los mayores cuidados para penetrar en ellos y hacernos llegar sus ayudas; desgraciadamente es demasia­ das veces obligada a replegarse sobre sí misma debido a la horrible corrupción con la cual impregnamos sus regalos (...) cuántos (...) peligros corre el hombre en cuanto sale de su centro y entra en las regiones exteriores”. (Ecce Homo, § 4) “No sólo no imitarás a esas naciones impías que han erigido altares en todos los lugares elevados, bajo árboles frondosos, y ofrecen en 56

ellos sacrificios al sol y a la luna y a toda la milicia del cielo, sino que derribarás todos esos lugares elevados, todos esos altares y todos esos ídolos que en ellos han sido venerados. No dejarás que quede ni el mínimo vestigio de ese culto impío, tal como te lo ha ordenado el Señor tu Dios, e irás al lugar que te haya indicado el Señor para inmolar tus víctimas (...) Evitarás, por tanto, con sumo cuidado, ir a hacer sacrificios al Señor en otros lugares de tu ser que no sean este Santo de los Santos, que es el único asilo sagrado que él ha podido reservar en los escombros del templo del hombre. (...) Evitarás con sumo cuidado preparar un altar a toda la región de los astros si no quieres que en el futuro tus huesos queden expuestos en el suelo a todas las estrellas del firmamento, como quedaron los huesos del rey Jeroboan”. (El Hombre Nuevo, § 27)

El hombre debe por tanto convencerse de que nada tiene que esperar de las regiones extrañas, debe, muy al contrario, trabajar, cavar en él mismo a fin de descubrir las valiosas y sepultadas luces que esperan desde la eternidad a ser sacadas a la luz y, finalmente, llevadas a la revelación. Los tesoros del hombre no se encuentran en lejanos horizontes inaccesibles, están a sus pies, o más exactamente en su corazón; permanecen pacientemente disimulados, irradian secretamente, borrados y olvidados, bajo el ruido permanente de la frenética agitación que lleva, en una inverosímil y estéril carrera, las energías hacia realidades no esenciales y periféricas. Saint-Martin insiste con fuerza sobre este punto: “Por causa de sus imprudencias, el hombre está eternamente inmerso en los abismos de la confusión, abismos tanto más funestos y obscuros que engendran continuos estados de oposición y hacen que el hombre, colocado así como en medio de potencias múltiples y terroríficas que le empujan y arrastran en todos los sentidos, sería verdaderamente un prodigio si consiguiese conservar en el corazón un soplo de vida y en su espíritu una chispa de luz (...) la verdadera obra del hombre ocurre lejos de todos estos movimientos exteriores”. (Ecce Homo, § 4)

La verdadera obra ocurre efectivamente lejos del exterior, porque es en lo interno, tras el segundo velo del Templo, que se desarrollan 57

los ritos sagrados, que tienen lugar el auténtico culto espiritual y la liturgia divina celebrados por el ejercicio constante de la oración y de la adoración. Franz von Baader (1765-1841), atento y admirador lector del Filósofo Desconocido, confirma que nadie más que Saint-Martin había insistido tanto sobre la necesidad de la prudencia, por no decir reserva, que convenía observar hacia los fenómenos sensibles si que­ remos acercarnos realmente a la auténtica espiritualidad, y menciona la actitud extremadamente crítica del Filósofo Desconocido hacia los Élus Cohén que se entregaban todavía a este tipo de experiencias, cuando el único remedio para el hombre de deseo es una conciencia iluminada por la oración: “Pensamos que es difícil ir más lejos que Saint-Martin cuando sospecha de los fenómenos sensibles, i Qué pretende ? Pretende que el único critérium de toda manifestación reside en una conciencia ilu­ minada por la oración. Es lo que llama la vía interna, o interior, vía a favor de la cual luchará más o menos abiertamente, desde 1777, en contra del ceremonial y de las fórmulas teúrgicas que seguían usando algunos Elus Cohén del norte del Loira, que se mantenían bajo la ad­ ministración del Tribunal Soberano de París bajo la dirección espiritual del gran Maestro R + C y Gran Soberano Caignet de Lestére, sucesor de Martines de Pasqually”202 . 1

Es lo que resume igualmente Robert Amadou (1924-2006): “L o u is-C lau d e de S ain t-M artin se dio cuen ta m uy pron to de que la teú rg ia cerem onial e ra un rem edio p a r a s a lir del p aso . Y se dio cuenta de ello ju sto después del m ism o M artin es de P asqu ally (...).

Dicho de otra manera, para Martines de Pasqually, la teúrgia ceremo­ nial es indispensable porque necesitamos intermediarios, necesitamos mediadores, necesitamos asistencia. Para Louis-Claude de Saint-Martin, un único mediador, un único intermediario, un único au x ilia d o r es necesario: nuestro Señor Je sú s C risto ” 1'.

20 F. Baader (von), Les enseignements secrets de Martines de Pasqually, précédés d ’une notice sur le Martinézisme et le Martinisme, Télétes, 1989, pp. LXV-LXVI. 21 R. Amadou, Louis-Claude de Saint-Martin, le Philosophe Inconnu, France Culture le 31/7/1986.

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VIII. CONCLUSIÓN Saint-Martin, en su reflexión, que se tradujo por escritos y actos a veces muy radicales, partió de una constatación que parece a simple vista inmediata, pero que sin embargo cuesta imponerse en las almas: desde el Gólgota y el final del culto mosaico las prescripciones anteriores de la ley son abolidas y otro principio se ha impuesto, creando por ello una situación absolutamente nueva para los hombres en su relación con la Divinidad, dándoles con una soberana libertad la posibilidad de acceder directamente al Santuario. Será sin duda útil precisar, antes de concluir, que el rechazo de Saint-Martin hacia las operaciones externas de los Elus Cohén, que conocía perfectamente por haberlas experimentados ampliamente en su juventud con su primer maestro en Burdeos, se explica así a través de tres razones principales: I o. La inutilidad de las prácticas externas cuando es el corazón el verdadero santuario del hombre, el que debe ser puri­ ficado, y en ello consiste la auténtica iniciación, puesto que es en este lugar donde se celebra ahora el culto de adoración al Eterno, escribiendo: “D esgraciado aqu el que no fu n d a su edificio espiritual sobre la sólida base de su corazón en perpetua purificación e inm olación por el fuego sagrado” (Retrato, 4 27). 2

2o. Los considerables riesgos asumidos por el teúrgo cuando, evocando ciertas potencias angélicas o espíritus interme­ diarios, lo hace sin haberse cuidado de tener un corazón rigurosamente limpio, animando e invocando, ciertamente de manera involuntaria pero sin embargo objetivamente, temibles fuerzas, oscuros elementos y potencias tenebrosas incontrolables, que no está de ninguna manera preparado para dominar y que ve a menudo volverse contra él con toda impotencia, con las previsibles consecuencias negativas 59

y los graves daños que se pueden suponer desde el punto de vista espiritual. 3o. Finalmente, y es sin duda el punto más importante, Saint-Martin tuvo una conciencia viva de lo que constituía la obra salvadora de Jesús Cristo sobre la Cruz, la cual representa de ahora en adelante y de manera irreversible un completo cambio de la economía reparadora y de las condiciones por las cuales el hombre debe acercarse a la Divinidad. En efecto, hoy en día el velo del Templo ya no está y todos tenemos acceso a través de la fe al Santuario del Cielo: “E l velo de tu tem plo se rasgará desde arriba basta abajo, porque este velo es la im agen de la iniquidad que separa tu alm a de la luz donde naciste; y com o si se dividiese en dos partes d e ja rá ante tu m i­ ra d a libre acceso a esta luz que an tañ o te era inaccesible, indicándote con suficiente claridad que la reunión de estas dos partes era lo que conform aba tu prisión y te m antenía en las tinieblas; nueva imagen de esta iniquidad que el Reparador no tem ió atravesar apareciendo en el Calvario en medio de dos ladrones, a fin de darte la fuerza y los medios para rom per en ti m ism o esta iniquidad” (El hombre nuevo, § 67).

Saint-Martin manifiesta una convicción única y central a través toda su obra y su vida, a saber que lo que ocurrió en Jerusalén so­ bre el monte del cráneo es un acto que ha transformado de manera definitiva la relación con Dios, y es desde entonces completamente impío, por no decir objetivamente sacrilego, reedificar nuevas barreras o reconstituir artificialmente el velo rasgado del templo, incluso bajo una forma simbólica en el seno de sistemas iniciáticos que separan y alejan a las criaturas —aunque regeneradas por el bautismo en la sangre del cordero y liberadas de la ley— del Santo Sanctorum al cual tienen libre acceso por el don de la gracia del Divino Reparador, el Mesías mwn\

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«Que todas las voces celebren al Reparador universal, el cordero sin mancha interior ni exterior, aquel cuya naturaleza está viva de la vida misma, aquel que ha abierto para nosotros los canales de las dos Alianzas, por las cuales solo nosotros podemos recobrar la explicación de nuestro ser» (El Hombre nuevo, § 51)

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LA SOCIEDAD DE LOS INDEPENDIENTES Y EL “ESPÍRITU” DEL “SAINT-MARTINISMO”

“Esposo de mi alma, tú por quien ella concibió el santo deseo de la Sabiduría, ven a ayudarme a dar a luz a este hijo bien amado que nunca podré querer lo bastante. Tan pronto como haya visto la luz, sumérgele en las aguas puras del bautismo de tu espíritu vivificante, para que sea inscrito en el libro de la vida, y que sea reconocido por siempre como uno de los fieles miembros de la Iglesia del Altísimo”. Louis-C laude de Saint-M artín, Plegaria N ° III.

¿Qué es el Martinismo, o más exactamente el “Saint-martinismo”, practicado en el seno de la “Sociedad de los Independientes” ? La pregunta, sin duda, bajo este título relativamente simple, podría causar cierta sorpresa si no examinamos por un momento, con atención, lo que nos revela en realidad como información interesante, y se abre como una perspectiva espiritual completamente original. 63

En primer lugar, y esto ni es insignificante ni es habitual desde el punto de vista de la costumbre en estos ámbitos relativamente cerra­ dos, nos indica de manera clara y directa que existe una práctica y, por lo tanto, almas que se “consagran” exclusivamente, y la palabra “consagración” no se usa aquí sin intención, a los trabajos realizados bajo los auspicios del Filósofo Desconocido, es decir, Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803), uno de los grandes pensadores del iluminismo cristiano en el siglo xvm. Por otra parte, esta pregunta deja más o menos implícito, cla­ ramente, que habría un Martinismo específico para la Sociedad de los Independientes, una forma particular de vivir este compromiso que le pertenecería por derecho propio, definido bajo el título de “Saint-martinismo”.

I. ANTECEDENTES HISTÓRICOS A la primera pregunta es fácil de responder, ya que hoy ya no es un secreto la existencia de una “Sociedad de los Independientes”, una estructura autónoma e independiente que funciona como “ Orden”, que posee una función muy precisa y que ocupa un lugar ciertamente discreto, pero sin embargo efectivo y fructífero en el seno del mundo iniciático. El segundo aspecto de la pregunta, que trata sobre una posible especificidad del “Saint-martinismo” propio de la Sociedad de los Independientes, nos pide que nos detengamos un poco más en el por qué utiliza elementos que no son tan obvios y que pueden, legítima­ mente, aparecer como oscuros, en tanto que toca temas sobre los cuales a menudo se coloca delicadamente un cierto velo de opacidad. Entonces, ¿cómo abordar nuestra exposición, a fin de proyectar una luz sensata y provechosa sobre los elementos que participan de la naturaleza misma de nuestras obras “Saint-martinistas” ? Antes de responder a estas preguntas, y en primer lugar, vamos a señalar muy rápidamente dónde se originó esta corriente. Históricamente nuestra “doctrina” tiene su origen en Martines de Pasqually (+1774), él es, en muchos sentidos, el padre fundador indiscutible 64

y el primer profeta. Taumaturgo y hombre de Dios, sus conocimientos estarán directamente en la base de los escritos y el pensamiento de Louis-Claude de Saint-Martin. Martines, personaje desconcertante, parece haber heredado, probablemente por transmisión familiar, una enseñanza judeocristiana de la que nadie, hasta el momento, por una ausencia casi total de documentos, podría realmente determinar su naturaleza. Sin embargo, por su actividad, y en pocos años, alterará la vida iniciática de muchos masones, erigiendo una estructura que lo hará famoso, conocida como “ Orden de los Caballeros Masones Élus Cohén del Universo”, que además bautizó inicialmente como “ Orden de los Élus Cohén de Josué”. Martines de Pasqually dejará una enseñanza, o más exactamente legará una doctrina ya firmemente establecida. Presentando caracte­ rísticas sorprendentes, posee sin embargo una coherencia admirable, ya que proporciona sobre muchos puntos complejos de la Historia universal una iluminación esencial, ofreciendo, a quien se toma la molestia de mirarlo por un momento, entrar en la inteligencia de las causas primeras y la comprensión de verdades que, para algunos, eran hasta entonces muy oscuras. La doctrina “Saint-martinista” , tal como Martines formuló sus primeros fundamentos, tiene un corpus teórico basado en un principio primero que se resume en esta simple declaración, que atraviesa todo el Tratado de la reintegración de los seres en su primera propiedad, virtud y potencia espiritual divina: el hombre no se encuentra actualmente en el estado que era el suyo primitivamente; víctima de una “Caída” de la que es responsable, vive desde entonces como un prisionero, un exiliado en el seno de un “mundo” y de un “cuerpo” que le son extraños. Esta doctrina, de la cual muchos elementos fueron expresados inicialmente en la Sagrada Escritura, evocada por los Apóstoles, y luego, a lo largo de los siglos, por algunos doctores de la Iglesia, será conservada piadosamente, recordada, pero también desarrollada, precisada, mejorada, y algunos puntos corregidos singularmente, o incluso a veces claramente rectificados, de una manera juiciosa y relevante, por dos de los discípulos más iluminados de Martines de Pasqually, a saber, Louis-Claude de Saint-Martin, ya mencionado, llamado el 65

“Filósofo Desconocido” , y Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824); este último trabajó para adaptar al simbolismo de la Masonería del Régimen Reformado y a las estructuras caballerescas de la Estricta Observancia Templaría las enseñanzas martinesistas. No dejemos de recordar, como tal, que el nombre “Martinista”, originalmente, antes de que Papus (1865-1916) y Agustín Chaboseau (1868-1946) popularizaran el término por la fundación de una Orden conocida bajo este nombre, entre 1887 y 1891, que gozará efectivamen­ te de una cierta expansión, proviene precisamente de los Masones del Régimen Escocés Rectificado establecidos en Rusia, designados de esta manera ya que eran en general —más allá de su calidad de hermanos adheridos a la Reforma de Lyon—, seguidores más o menos activos de las prácticas de Martines, pero sobre todo admiradores en­ tusiastas del pensamiento de Louis-Claude de Saint-Martin, y algunos incluso, como en el caso de Nicolai Novikof (1744-1818), discípulos directos e íntimos del Filósofo Desconocido.

II. ORIGINALIDAD DE SAINT-MARTIN De hecho, a lo largo de sus escritos y en su actitud, Saint-Martin había establecido un acercamiento personal a las tesis martinesistas, distinguiéndose de manera significativa, e insistiendo muy pronto, algo molesto por la complejidad de las prácticas de los Élus Cohén, sobre la importancia de la recepción silenciosa e íntima de la “Pala­ bra sagrada” , así como sobre el carácter superior del camino “según lo interno”, por tomar una de sus expresiones favoritas, declarando abierta y firmemente que era inútil enredarse en técnicas complejas, que era infructuoso demorarse laboriosamente con los elementales y los espíritus intermediarios, y que, por el contrario, convenía abrirse directamente, mediante una sincera purificación del corazón, a los misterios de la “generación del Verbo” en nosotros. Apartándose de prácticas que consideraba peligrosas y restrictivas22, Saint-Martin, quien 22 “Todas las ciencias que Don Martines nos legó están llenas de incertidumbres y peligros [...], lo que tenemos es demasiado complicado y no puede ser más que inútil

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sorprenderá por sus comentarios a algunos de los antiguos alumnos de Martines, abogará por lo que se debería llamar en consecuencia, no el “Martinismo” , para disipar muchos malentendidos, sino el “Saint-martinismo” , un retorno a la simplicidad evangélica, y será el ardiente profeta de una unión sustancial con lo Divino23, una unión en la cual es imperativo dominar el desapego, el silencio y el amor24.

III. LA VÍA INTERIOR SAINT-MARTINISTA El Filósofo Desconocido, de hecho, no dudará en defender y alentar la posibilidad de un trabajo “operativo” altamente espiritualizado, eliminando los engaños que nunca dejan de producir procesos dema­ siado dependientes de las manifestaciones fenoménicas. Pero, ¿qué estaba, en el fondo, en el origen de tal actitud, especial­ mente viniendo del secretario mismo de Martines, de quién había sido, en los últimos años antes de su muerte, el colaborador más cercano y ayudante privilegiado del maestro? y peligroso, ya que sólo lo simple es seguro e indispensable” (Saint-Martín a los Élus Cohén del Templo de Versalles, Carta de Salzac, marzo de 1778). 23 “Saint-Martín afirma que el único criterio para cualquier manifestación reside en una consciencia iluminada por la oración. Esto es lo que él llama la vía interna o interior...” (F. Baader (von), Las enseñanzas secretas de Martines de Pasqually, precedidas por una nota sobre el Martinesismo y el Martinismo, Télétes, 1989, pp. LXV -LXVI). 24 Robert Amadou, un excelente analista en estos delicados dominios, explicará en estos términos la posición de Saint-Martin: “Louis-Claude de Saint-Martin recha­ zará los ritos teúrgicos y los ritos masónicos, como inútiles y peligrosos. El Filósofo Desconocido piensa que tenemos algo más que no lamentaba Martines: tenemos lo interno que enseña todo y protege de todo, el corazón donde todo sucede entre Dios y el hombre, por la mediación única de Cristo y los esponsales de la Sabiduría. El encuentro con la cosa se vuelve místico. “Tendamos, exhorta Saint-Martin, más a la manifestación de los principios y agentes superiores que a la de los principios inferiores y elementarios. Desconfiemos entonces de lo sidérico, también llamado astral o celeste, y sobre todo de su rama activa. Cuando se abren todas las grandes puertas no se sabe quién entrará y si, contra toda probabilidad, se tomaran todas las precauciones; las formas teúrgicas, como todas las formas, corren peligro de desviar más que de sostener al hombre de deseo que posee todo en él, siempre que Dios esté presente, y, consecuentemente, haya limpiado y adornado la sala de celebración y haya pulido el espejo cuya pureza permite la asimilación del reflejo a lo reflejado” ”.

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El misterio, que ya en el siglo xvm intrigó y en ocasiones inquietó a los versados en estos dominios, prosigue aún en nuestros días y continúa alimentando legítimas reflexiones y numerosas preguntas de los “hombres de deseo”. En realidad, la necesidad de la interioridad, de la vía puramente secreta, silenciosa e invisible, está justificada por Saint-Martin a cau­ sa de la debilidad constitutiva de la criatura, de su desorganización completa y de su inversión radical, sumiendo de hecho a los seres en un entorno infectado, una atmósfera viciosa y corrompida, que acechan cada uno de nuestro pasos cuando nos alejamos de nuestra “Fuente”, que pone en peligro nuestro espíritu cuando, por imprudencia y presunción, nos atrevemos a traspasar los límites de los dominios serenos protegido por la suave sombra de la profunda paz del corazón: “ ...a p en a s el hom bre da un p aso fuera de su interior, estos frutos de las tinieblas lo envuelven y se com binan con su acción espiritual, com o su aliento sería prendido e infectado por miasmas pútridos y co­ rrosivos, tan pronto como saliera de él, si respirara un aire corrom pido. [...] cuánto [...] el hom bre corre peligro tan pronto com o abandona su centro y entra en las regiones exteriores” . (Ecce H om o, § 4).

El hombre debe entonces persuadirse de que no tiene nada que esperar de las “regiones extrañas”, sino que, por el contrario, tiene que trabajar, profundizar en él para descubrir las preciosas luces ocultas que le esperan para ser actualizadas y, finalmente, llevadas a la revelación. Los tesoros del hombre no están situados en lejanos horizontes inaccesibles, están a sus pies, o más exactamente en su “co­ razón” ; permanecen pacientemente disimulados, irradian secretamente, discretos y olvidados, bajo el ruido constante de la agitación frenética que conduce, en una carrera increíble y estéril, las energías hacia las realidades no esenciales y periféricas. Por eso Saint-Martin insistió con fuerza en este punto: “ ...p o r sus im prudencias universales, el hom bre está inm erso a perpetuidad en los abism os de la confusión, que devienen tanto m ás

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funestos y m ás oscuros cuando engendran sin cesar nuevas regiones opuestas unas a otras, y que hacen que el hom bre se encuentre situado com o en m edio de una horrible m ultitud de poderes que tiran de él y lo arrastran en todos los sentidos; sería verdaderam ente un prodigio que q u ed ara en su corazón un so p lo de vida, y en su espíritu una chispa de luz. [...] la verdadera obra del hom bre queda lejos de todos estos m ovim ientos exteriores” . (Ecce H om o, § 4).

IV. LA NECESARIA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN Así, “la verdadera obra” sucede efectivamente lejos del exterior y de los movimientos insensatos, pues es en lo interno, tras el segundo velo del Templo, donde se desarrollan los ritos sagrados, que tiene lugar el auténtico culto espiritual y la liturgia divina celebrados por el ejercicio constante de la oración y la adoración. Esta es la labor santa, la ocupación pura, la vocación primera de quien está destinado al servicio de los altares de la Divinidad. Nuestra oración se expresa interiormente por un canto puro, un bálsamo sublime, un incienso de buen olor; porque es la dulce conversación a la que el hombre debe consagrar sus días, y también “consagrar” su ser, porque eso es lo que Dios, en su amor insondable, aguarda y espera de sus hijos. Esta actitud, que pudo sorprender en un primer tiempo a los amigos de Saint-Martin, para la mayoría de adeptos instruidos en busca de iniciaciones a títulos prestigiosos, de curiosos o de letrados, gente de mundo en busca de conocimientos misteriosos, terminará lentamente por imponerse a los más sensibles y despiertos a las verdades piadosas, y parecerles como el único camino, seguro y elevado, dispensador de beneficios inefables y de numerosos frutos, a pesar de que muchos otros, desgraciadamente, no pudieron entender, no viendo cuál era el origen de esta actitud en el Filósofo Desconocido, de la cual fue defensor en sus obras, una actitud nueva y totalmente sorprendente, incluso chocante para ellos, acostumbrados a las fastuosas decoraciones de las recepciones masónicas para la gloria superficial de sus títulos y cargos, o todavía fascinados por las impresiones sensibles causadas por 69

ciertas prácticas extrañas e inusuales, enseñadas por algunos maestros famosos y célebres de los que el siglo de las Luces gustaba tanto. Si Martines de Pasqually insistió principalmente en la naturaleza abominable y tenebrosa del crimen de nuestro primer padre según la carne, Saint-Martin se inclina sobre ello con mayor atención, mos­ trando una capacidad excepcional de percepción hacia lo que son los diversos engranajes del alma humana, sobre el lamentable estado en el que se encuentran interiormente los hijos de Adán ahora, y ve­ rán no solamente la profunda degradación y decadencia que los ha golpeado, haciéndoles perder su estatus privilegiado ante al Creador, sino también reduciéndolos en todas sus facultades y particularmente en sus facultades intelectuales, condenándolos a una especie de quasi “muerte moral y espiritual”. Esta trágica situación que caracteriza a la humanidad actual, im­ presionó y afectó tanto a Saint-Martín, que consideró, no sin razón, como inútil y estéril cualquier acción que no presente como requisito previo absoluto una verdadera “purificación” —conocida en el lenguaje teológico bajo la designación de “muerte del viejo hombre”—, y esto antes de cualquier compromiso de establecer contacto o diálogo con el Cielo. El hombre se encuentra en tal estado de degradación, enfatizó Saint-Martin, que es necesario, y en primer lugar, que se reconozca como una miserable criatura desorientada y se humille profundamente ante el Señor, para poder esperar, tras pasar por las diferentes etapas del arrepentimiento regenerativo, dirigirse al Eterno. De todo ello se comprende lo que pudo llevar a Saint-Martin a afirmar: “La oración es la religión principal del hombre, porque es ella quien conecta nuestro corazón con nuestro espíritu...” (La Oración, en Obras postumas), porque la principal intuición que surgió en su pensamiento fue darse cuenta, en una especie de viva iluminación, de que el hombre, a pesar de todos sus esfuerzos, movilizando mil y una técnicas, desarrollando un complejo sistema hecho de ritos, invocaciones, gestos simbólicos, si no transforma radicalmente su corazón, en realidad se agita en vano y permanece, desafortunada­ mente, como dice el Apóstol Pablo, como un triste e inútil “címbalo que resuena” (I Corintios 12:1). 70

V. LA ALIANZA CON LA VERDAD Saint-Martín, quien se preguntaba al comienzo de su iniciación con Martines, si era necesario usar tantos medios para dirigirse al Eter­ no25, se convenció rápidamente de que la única “cosa”, indispensable y casi imperativa, para poder unirse a Dios, es presentarse ante él con un “corazón puro”, es decir, con un verdadero deseo y un alma humillada26. Estas son las únicas condiciones de una relación espiritual auténtica, de una apertura efectiva a lo divino, de una conversación íntima inefa­ ble, “de corazón a corazón”, con el Eterno. Lejos de las vanas preten­ siones humanas deseosas de alcanzar a Dios por vías inciertas y falsas, a menudo llenas de orgullo y vanidad, es necesario, por el contrario, preparar y disponer el único órgano que poseemos para “operar”, es decir, nuestro corazón, conforme a las exigencias de la verdad, porque: “L a verdad no requiere nada m ejor que hacer una alian za con el hom bre; pero ella quiere que sea solo con el hombre, y sin ninguna m ezcla de todo lo que no sea fijo y eterno com o e lla ”. (El H om bre nuevo, § 1).

Pues esta mezcla “no fija” es todo lo que proviene de la naturaleza prevaricadora, de las adhesiones de la carne, de la antigua seducción de 25 “Crnndo en los primeros días de mi instrucción vi al Maestro P. [Pasqually] preparar todas las fórmulas y trazar todos los emblemas y signos utilizados en sus procedimientos teúrgicos, le dije: Maestro, ¡cómo es necesario todo esto para orar al buen Dios!” (Mi Retrato histórico y filosófico, § 41). 26 He aquí en qué términos, en las Lecciones de Lyon, Jean-Baptiste Willermoz evoca esta purificación del corazón: “Nuestra acción debe ser la oración y los gemidos del corazón que deben impulsar el sentimiento de nuestros males, de nuestras priva­ ciones, de nuestras imperfecciones, de nuestros desórdenes y de nuestra debilidad; lo cual prueba que no estamos en nuestra ley de orden. Pero, al no poder orar siempre, debido a los cuidados requeridos por las necesidades de nuestro cuerpo, debemos al menos, incluso al entregarnos a estos cuidados temporales, tender a nuestro principio por nuestros deseos, y como estas son las impurezas y manchas que nos han separado de él, debemos luchar incesantemente para apartar y rechazar de nosotros todo lo que sentimos que es contrario a nuestra ley y para despojarnos de todo lo que nos conta­ mine. Es superando así todos los obstáculos que nos impiden cumplir nuestra ley, que recuperaremos el ejercicio y que el Espíritu se comunicará más íntimamente con nosotros para restituirnos en el uso de nuestras facultades”. (Lecciones de Lyon, n° 97, 8 de mayo de 1776, W).

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la serpiente, de las ilusiones del hombre viejo que sólo encuentra su reparación en la obra de santificación: “D ios quiere que se le sirva en espíritu, pero también quiere que se le sirva en verdad, [...] es el corazón del hombre el que debe ser santificado y elevado com o triunfo a los ojos de todas las naciones. E l corazón del hombre proviene del am or y de la verdad; sólo puede recuperar su rango ensanchándose hasta el am or y la verdad”. (El Hombre de deseo, § 199).

VI. LA SOCIEDAD DE LOS INDEPENDIENTES Así que cuando nos encontramos, casi dos siglos después del N a­ cimiento en el Cielo del teósofo de Amboise, observando honesta­ mente cuál era el estado de la situación del legado de Louis-Claude de Saint-Martin, se nos muestra con extrema evidencia la distancia que separa a la mayoría de los círculos que reivindican ser del Filósofo Desconocido de su pensamiento original, según la idea que todo el mundo debería perseguir en los diversos grados, metas y objetivos que se habían marcado, trabajando en temas muy diferentes, al menos, de las intenciones originales de este maestro que no dudó en definirse como “el amigo de Cristo” . Sin embargo, un examen serio de lo que Saint-Martin realmente quería para sus íntimos nos mostró de inmediato la brecha, por no decir el abismo, que hoy nos mantiene alejados radicalmente de la obra efectiva “Saint-martinista” . Es por eso que nos pareció imperativo, por exigencia de nuestros deberes como sinceros discípulos que quieren ser fieles y respetuosos al espíritu y las intenciones del Filósofo Desconocido, emprender una especie de restablecimiento del espíritu “Saint-martinista” , y constituir o, más exactamente, despertar, más allá pero también desde nuestras propias cualificaciones “Martinistas”, bendecidos y apoyados en esto por el valioso y benévolo consejo de nuestro fallecido Hermano Aristide Ahouandjinou (1926-2009) — “Aniel”27—, esta “Sociedad de 27 Aristide Ahouandjinou, iniciado en la Orden M artinista en Abidján en 1960, recibido Superior + Desconocido en 1962, luego Superior + Desconocido

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los Independientes”, Sociedad imaginada y esperada anteriormente por el propio Saint-Martin, para que pueda llevarse a cabo, lejos del ruido y del mundo, el lento proceso de purificación, regeneración, santificación y reconciliación, un proceso esencial basado en la oración interior, alimentado por la oración y sustentado por la humildad del corazón. Bajo los auspicios de esta “Sociedad de los Independientes” , “y de la profunda doctrina a la que se aplican sus diferentes miembros” (El Cocodrilo, Canto 15), se construyó de esta manera, respetando estric­ tamente los principios Saint-martinistas, no una “Orden Martinista” más entre las innumerables Órdenes que se declaran y se presentan como tales, sino la “Sociedad” deseada por el Filósofo Desconoci­ do, a saber, la reunión de los “Servidores + Desconocidos” , de esos “Independientes” que han acogido el mensaje del Evangelio y se consideran, simplemente, como pobres discípulos de Cristo Jesús, Nuestro Divino Maestro Reparador y Señor. Tal es la obra que se han fijado los miembros de esta “ Sociedad” concebida por Saint-Martin como una “Fraternidad del Bien”, una*SI + Iniciador (S + I + I o S + I IV) en 1963, Presidente del Grupo “Papus” n° 29 en Cové (Benin), elegirá “Aniel” como nomen —es decir, como nombre iniciático —, nombre angelical muy significativo, ya que es el ángel que desde el coro de los “Poderes” se encarna en nuestro mundo visible simbolizando el valor y la inspiración de origen divino para ayudar a estudiar las leyes del universo, y otorga a aquél que le invoca el conocimiento de los secretos de la naturaleza mientras le confiere una fuerza moral que se revela sobre todo en la acción, imponiéndose por su dignidad y una maestría de sí mismo y de las situaciones que despiertan un respeto inmediato. Como tal, e indiscutiblemente, es evidente que nuestro hermano Aristide, por su sa­ biduría, su prudencia, su docta ciencia, correspondió de manera sorprendente a las cualidades propias que eran las de su ángel tutelar, de quién portaba magníficamente el nombre, y que todos aquellos que tuvieron la felicidad de frecuentarle pueden testificar unánimemente. Después de un intenso y fructífero curso Martinista, fue consagrado solemnemente por Charles Pidoux — “Taleb”- (+2003), según los usos venerables, el 28 de febrero de 1973, Superior + Desconocido— Gran + Iniciador (S+I V o SI + GI), en la Orden Martinista de Philippe Encausse (1906-1984), hijo de Papus, último y más alto grado de esta vía interior hecha de silencio, humildad y oración. Fue nombrado por Philippe Encausse, el 18 de julio de 1976, como miembro de Honor dentro del Supremo Consejo Martinista; se instaló en esta misma ocasión, insigne distinción, como Gran Maestro del Martinismo para Africa Occidental, siendo miembro junto con Charles Pidoux del grupo “Aurora”, luego Vicepresidente de la Orden Martinista y Presidente del “World Felloship ofReligions” tras la desaparición de su fundador, el místico indio Sant Kirpal Singh (1894-1974).

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“Sociedad” cuasi “religiosa” , a saber la Sociedad de los Hermanos, silenciosa e invisible, que consagra sus trabajos a la celebración de los misterios del nacimiento del Verbo en el alma; círculo íntimo de los Siervos piadosos reunidos según el propio deseo del Filósofo Desconocido, y para responder a su voluntad inicial y primera, en la “Sociedad de los Independientes”, que no tiene “ninguna especie de semejanza con ninguna de las sociedades conocidas” (El Cocodrilo, Canto 14), y de la cual Saint-Martin declara: “E sta Sociedad que os anuncio es la única en la tierra de la que se puede decir que es una imagen real de la sociedad divina, y de la cual os advierto que soy el fu n d ad or”. (El C ocodrilo, C anto 91).

En una fórmula de la que él sin duda tenía el secreto, Louis-Claude de Saint-Martin presentó los medios para llevar a cabo el largo viaje hacia el “Santuario interior”, a fin de contemplar la incomparable Gloria del Eterno y postrarse en “espíritu” ante la infinidad de su Amor, fórmula que resume todo el programa del Saint-martinismo tal como lo practicamos: “Siempre tenemos el altar con nosotros que es nuestro corazón, el Sacrificador que es nuestra palabra y el sacrificio que es nuestro cuerpo”.

(Lecciones de Lyon, n ° 76, 25 de octubre de 1775, SM )28

28 Saint-Martin insistirá con detalle sobre cómo debemos proceder para cumplir nuestro culto sacrificial y explicará: “¿Cómo debemos ofrecer el sacrificio de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu para que pueda agradar al Señor? Es, primero, en lo que respecta a nuestro cuerpo, hacer que siempre reine sobre él nuestro ser espiritual, para hacerle seguir sus leyes de orden, evitando todos los excesos de los sentidos, para man­ tener nuestra sangre en un equilibrio perfecto y los elementos que constituyen nuestra forma en la armonía que produce la salud del cuerpo. En cuanto a nuestro espíritu, es reconocer incesantemente la omnipotencia del Eterno, su bondad, su sabiduría y su misericordia infinita; y nuestra nada, que no podemos sentir sin reconocer al mis­ mo tiempo la total dependencia que tenemos de él y el horror de estar separados. Es por el hábito de estos sentimientos y por la oración, o el continuo deseo del alma de acercarse a su principio, por la ofrenda continua de nuestra voluntad y nuestro libre albedrío y una resignación perfecta al cumplimiento de todos los decretos divinos, que podemos esperar hacer aceptable nuestro sacrificio como expiación por lo que debemos a la justicia divina”. (Lecciones de Lyon, N °. 78, 11 de noviembre de 1775, SM).

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Tal es, para Saint-Martín y aquellos que, reivindicando su pensa­ miento, se reúnen bajo el nombre de "S o c ie d a d d e los In d ep en d ien tes”, la obra auténtica, tal es el itinerario en el que estamos comprometidos, alejando de nosotros los caminos anchos y espaciosos que conducen a los precipicios y la pérdida, porque guardamos piadosamente en la memoria esta pertinente sentencia del Filósofo Desconocido: “ ¡Ay de aqu el que no fu n d a su edificio esp iritu al sobre la base só lid a de su corazón en perpetua purificación e inm olación p o r el fuego sag rad o !”

(Retrato, § 427) Se nos pide por tanto que nos apoderemos de nosotros mismos, nos abandonemos y nos sumerjamos con confianza en los brazos del Señor sin tratar de aferrarnos a las viejas ramas muertas, al mismo tiempo que nos es igualmente necesario, en un movimiento idéntico, someternos al misterio del “Amor Infinito” y entrar en la comunión pura del Cielo, siguiendo los preciosos consejos que nos da, más allá de la distancia de los siglos, Louis-Claude de Saint-Martin: “A lm a h um ana, únete a A quél que trajo a la tierra el pod er de p u rificar to d as las su b stan cias; únete a aqu él que, siendo D ios, se hace conocer solo a los sencillos y a los pequeños, y se deja ignorar por los sab io s”.

(El H om bre de deseo, § 201)

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FUNDAMENTOS ESPIRITUALES DE LA “SOCIEDAD DE LOS INDEPENDIENTES”

Podría parecer inútil en nuestra época señalar la extrema distancia que separa la mayor parte de Órdenes Martinistas del pensamiento original de Louis-Claude de Saint-Martin, habiéndose impuesto en la actualidad un género de idea sobre el Martinismo con fines y ob­ jetivos que se le han convertido en propios, y trabajando en asuntos, cuando menos, considerablemente alejados de las intenciones prime­ ras del Filósofo Desconocido. Ciertamente subsiste una tradicional referencia a Saint Martin en el espíritu de la mayoría de miembros de las diversas Órdenes, apoyada y reforzada por la evocación ritual ejecutada, por su figura de guía eminente y bienaventurado fundador, en el momento de encender los candelabros, pero ésta referencia está, desafortunadamente, desprovista la mayoría de veces de toda dimen­ sión “operativa” y consecuencia práctica, respondiendo, en la mayoría de casos, a una especie de reconocimiento sentimental respecto a un Maestro evidentemente venerado y a un Hermano Bien Amado, pero singularmente ignorado desde el punto de vista doctrinal, incluso, por desgracia, resueltamente abandonado y relegado en último plano en

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provecho de diversas “vías” poco o nada compatibles con las ideas y principios fundamentales del teósofo de Amboise. Ante esta constante, que habrá podido establecer cualquiera que haya frecuentado desde los más simples y oscuros cenáculos hasta los círculos más elevados de las múltiples estructuras Martinistas existentes, sin ánimo de juicio, y con toda la caridad fraternal sobre la sinceridad individual de aquellos que las componen, sinceridad que ni por un instante nos atreveremos a cuestionar, parece absolutamente vital y necesario, a dos siglos de distancia del nacimiento a los Cielos de nuestro Maestro, cuestionarse honestamente, a la vista de las distintas opciones, y preguntarse, con toda franqueza y rigor, sobre la autenticidad de los diferentes caminos seguidos. Dado que un examen serio de lo que verdaderamente deseaba Saint-Martin para sus íntimos, y lo que proponen los grupos actuales, nos demuestra inmediatamente la fosa, por no decir el abismo, que separa radicalmente la actividad de los Martinistas contemporáneos de la obra efectiva “sanmartiniana”. Es por lo que nos ha parecido primordial, por la exigencia de nuestros deberes en tanto que discípulos sinceros, fieles y respetuosos con el espíritu e intenciones del Filósofo Desconocido, emprender una suerte de restablecimiento del espíritu sanmartiniano y constituir, o quizá más exactamente despertar, además pero también a partir de nuestras propias cualificaciones Martinistas, bendecidos y apoyados en ello por los benevolentes y preciosos consejos de nuestro Her­ mano y Padre Robert Amadou, la “Sociedad de los Independientes” , Sociedad imaginada por el mismo Saint-Martin, de manera que pueda efectuarse, lejos del mundanal ruido, el lento proceso de purificación, regeneración y santificación, proceso esencial fundamentado sobre la plegaria interior, nutrida por la oración y sostenida por la humildad del corazón. Así, bajo los auspicios de esta “Sociedad de los Independientes”, “y la doctrina profunda a la que se aplican sus diferentes miembros” (El Cocodrilo, Canto 15), trabajaremos para que pueda edificarse, en el respeto a los principios sanmartinianos, no una “Orden” Martinista más entre las innumerables Órdenes que se declaran y presentan como tales (existen ya suficientes y no aspiramos a caer en el común error 78

creando una nueva “capillita” , añadiendo una dificultad más a las ya existentes), sino que pueda ver la luz finalmente esta “Sociedad” deseada por el Filósofo Desconocido, a saber, la reunión de los Ser­ vidores Desconocidos, de estos “Independientes” que han acogido el mensaje del Evangelio y se consideran, simplemente, como pobres Caballeros de Cristo Jesús, mwrr, Nuestro Divino Reparador y Señor.

I. LOUIS-CLAUDE DE SAINT-MARTIN, EL FILÓSOFO DESCONOCIDO Empecemos, como debe ser, por recordar de nuevo los rasgos más notables de Saint-Martin, y qué aportó de original y singular en el plano espiritual, hasta el punto de ser considerado por numerosos espíritus marcados por su obra y su ser, tras su corta estancia terrestre, como una fuente inagotable de conocimiento y sabiduría, un testimonio excepcional de la Palabra Divina en cuya escuela es posible todavía avanzar y progresar significativamente hacia la Verdad. El más puro, el más sutil, refinado, penetrante y poderoso genio espiritual del esoterismo cristiano, así nos parece, podríamos pro­ clamar a modo de primera e inmediata presentación, parafraseando a Joseph de Maistre29, para referirnos a aquél que se hizo conocer, si podemos expresarlo así, bajo el enigmático nombre de “Filósofo Desconocido” . Nacido en Amboise, el día 18 del mes de enero de 1743, Saint-Martin, dotado por naturaleza de una débil constitución 29 “Hace ya más de treinta años que tuve ocasión de convencerme, en una ciudad de Francia, de que cierta clase de iluminados tenían grados superiores desconocidos para los iniciados admitidos en sus asambleas ordinarias, y que tenían también un culto y unos sacerdotes a quienes llamaban con el nombre hebreo de cohén. No se sigue de aquí que deje de haber, y realmente hay, en sus obras cosas ver­ daderas, razonables e interesantes; pero se hallan desfiguradas por lo que se les ha añadido de falso y de peligroso, sobre todo a causa de su aversión a toda autoridad y jerarquía sacerdotal. Esta inquina es general en ellos, y jamás he encontrado una sola excepción entre los numerosos adeptos que he conocido. El más instruido, el más inteligente y el más elegante de los teósofos modernos, Saint-Martin, cuyas obras fueron el código de los hombres de quienes hablo, participó, no obstante, de esa misma inquina” (J. de Maistre, Les Soirées de Saint-Pétersbourg, XI velada, Editions de La Maisnie, 1980, pág. 247).

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y rara sensibilidad, pasó por esta existencia con los ojos del alma continuamente fijos sobre las realidades eternas, aspirando en cada aurora que el sol elevaba día tras día a poder muy pronto reunirse con la fuente inefable que se encuentra fuera de este mundo, iluminando con una soberana luz nuestra verdadera patria original. Poseyendo, de manera innegable, una personalidad de extrema sensibilidad, y habiendo experimentado desde su más tierna infancia, y no sin pade­ cimiento, los vivos ataques que constituían la triste atmósfera habitual que envolvía a los pobres seres perdidos y exiliados en las esferas de la materialidad. Saint-Martin, extremadamente sensitivo en diversos aspectos, sabrá más tarde traducir en sus numerosas obras, en una lengua bella y pura, las verdades esenciales necesarias a la instrucción de los espíritus en busca de la inefable paz del Cielo. La suerte que decidirá la orientación de Saint-Martin para el resto de su vida se le presenta al poco de incorporarse al regimiento de Infante­ ría de Foix, después de haber cursado estudios de derecho, a causa de un milagroso encuentro que tuvo, poco tiempo después de su entrada en la carrera militar, con Martines de Pasqually (1710-1774), que le permitió el acceso a un ámbito inesperado pero al que aspiraba desde hacía años, que le llenó de alegría y le confirió luces de una naturaleza excepcional. Los dos hombres, casi predestinados para entenderse y complementarse, entablaron muy buena relación, hasta el punto de que en 1771 Saint-Martin abandonará definitivamente su condición de oficial del ejército para dedicarse por entero al servicio de aquél que se había convertido en su maestro en diversos “propósitos”, feliz de poder por fin, según su expresión, consagrarse plenamente a su “gran ocupación”. Recibido rápidamente, por su natural predisposición, en todos los grados de la Orden de los Elegidos Cohén hasta su ordenación como Réau+Croix en abril de 1772, Saint-Martin, sorprendido y apenado por la precipitada partida de Martines a Santo Domingo el 5 de mayo de 1772, no tardará mucho en destacarse —desde su pri­ mera estancia en Lyon un año más tarde, acogido fraternalmente por Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824) por cuya invitación entregará las Instrucciones en el marco de las actividades del Templo Cohén entroncado en la Logia La Beneficencia— por la originalidad de su 80

pensamiento y sus opiniones, que contradirán en numerosos pun­ tos las actitudes y métodos de los iniciados “según las formas”. En efecto, el Filósofo Desconocido, insistiendo sobre la importancia de la recepción silenciosa e íntima de la Palabra, así como del carácter superior del camino seguido según lo interno, declarará abiertamente que resulta inútil embrollarse en pesadas técnicas y burdos artificios, y lo laborioso y vano de perder el tiempo con lo elemental y con espíritus intermediarios, mientras que lo que convenía, por el contrario, era abrirse paso directamente por una sincera purificación del corazón a los misterios de la generación del Verbo. Apartando pues las prácti­ cas que juzgaba peligrosas y apremiantes, Saint-Martin, cuya actitud se opondrá a los antiguos alumnos de Martines, propugnará en lo sucesivo un retorno a la simplicidad evangélica y se convertirá en ardiente profeta de una unión sustancial con el Divino Reparador, unión en la que debía dominar absolutamente la renuncia y el amor. Robert Amadou, fino analista en estos delicados ámbitos, explica en estos términos la posición de Saint-Martin: “Louis-Claude de Saint-Martin rechazó los ritos teúrgicos y los ma­ sónicos como inútiles y peligrosos. El Filósofo Desconocido cree, sabe, que nosotros tenemos más de lo que se lamentaba Martines: tenemos lo interno que lo enseña todo y protege de todo, el corazón, donde todo pasa entre Dios y el hombre, por la mediación única de Cristo y los desposorios de la sabiduría. El reencuentro con la cosa se hace místico. Atengámonos, aconseja Saint-Martin, más a la marcha de los prin­ cipios y de los agentes superiores que a la de los principios inferiores y elementales. Desconfiemos de lo sidéreo, llamado también astral o celeste y, sobre todo, de su rama activa. Cuando se abren las puertas de par en par, no se sabe quién va a entrar por ellas y, aunque se hayan tomado todas las precauciones hasta lo inverosímil, las formas teúrgicas, como todas las formas, correrían el riesgo de desviar, más que mantener, al hombre de deseo que tiene todo en sí mismo, ya que viene Dios y, por tanto, ha limpiado y engalanado la sala del festín, ha limpiado el espejo, cuya pureza permite la asimilación del reflejo en lo reflejado ”30. 30 R. Amadou, Introducción, en el Tratado sobre la reintegración, Colección Martinista, 1995.

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II. LA VÍA INTERIOR Como podemos ver, el Filósofo Desconocido no dudaba en defender la posibilidad de un trabajo operativo altamente espiritualizado, apar­ tando las trampas que nunca dejan de producirse en procedimientos demasiado dependientes de efectos fenoménicos. Pero, ¿qué es lo que había, en el fondo, en el origen de una tal actitud, tanto más viniendo del mismo secretario de Martines, de aquél que había sido, los últimos años antes de su partida para Santo Domingo, el más próximo colaborador y auxiliar privilegiado del maestro, aquél con quien había mantenido mayor contacto y compartido, estrechamente, su tiempo y su intimidad? El misterio, que ya en el siglo x v i i i intrigara e incluso turbara a aquellos versados en estos ámbitos, prosigue to­ davía en nuestros días y continúa alimentando legítimas reflexiones y numerosas preguntas de los “hombres de deseo”31.*lo 31 Saint Martin, en marzo de 1778, visitará a los hermanos del Templo Cohén de Versalles, y no les ocultará sus reservas respecto a las prácticas que juzgará en lo sucesivo inútiles, prefiriendo trabajar en la transformación interior, lejos de las formas y las ceremonias, en el silencio y la renunciación, los únicos capaces, según él, de disponer correctamente al corazón para las operaciones divinas que en él deben celebrarse. Sin embargo, no todos compartían la opinión del Filósofo Desconocido en estas cosas, como demuestra lo que declarará el hermano Salzac a un adepto de Metz, el hermano Disch: “Parece según este T.P.M. [Saint-Martin], escribe el hermano Salzac, que estamos en el error y que todas las ciencias que Don Martines nos ha legado están llenas de incertidumbres y peligros, porque ellas nos confían a operaciones que exigen condiciones espirituales que nosotros no siempre cumplimos. El hermano Mallet ha respondido que, en el espíritu de Don Martines, sus operaciones eran siempre a medias para nuestra salvaguarda, o sea, dos contra dos, por hablar como nuestro maestro, y que por consecuencia por poco que hiciéramos por com­ pletar la quinta potencia que el adversario no podía ocupar, nuestra ventaja estaba asegurada. Pero el T.P.M. de Saint-Martin se obceca en esta última potencia e ignora el resto de la explicación, con lo cual vuelve a poner el coche delante de los caballos. Le hemos hecho observar que nada autorizaba efectuar cambios parecidos o más bien supresiones, que siempre habíamos operado así con el mismo Don Martines [...] M. de Saint-Martin no da ninguna explicación; se limita a decir que hay por encima de esto nociones espirituales de las que saca buenos frutos, que lo que nosotros tenemos es demasiado complicado y que no puede ser más que inútil y peligroso, mientras que lo que él propone es simple, seguro e indispensable. Le he mostrado dos cartas de Don Martines que le contradicen sobre este asunto, pero responde que esto no estaba en el pensamiento secreto de D.M. [...]” Sobre éste último punto, poco conocido, nos parece necesario precisar que cuando Saint-Martin evoca el “pensamiento secreto” de Martines, hace referencia explícita a lo que sostenía el Soberano Gran Maestro de los Cohén en privado, y a algunos de sus discípulos, no dudando en decir que estos

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En realidad, la necesidad de la interiorización, de la vía puramente secreta, silenciosa e invisible, es justificada por Saint-Martin a causa de la debilidad constitutiva de la criatura, de su desorganización completa y su inversión radical, sumiendo por ello a los seres en un medio infecto, una atmósfera viciada y corrompida que acecha cada uno de nuestros pasos cuando nos alejamos de nuestra fuente, que pone en peligro nuestro espíritu cuando por imprudencia y presunción osamos atravesar los límites de estos serenos dominios protegidos por la sombra apaciguadora de la profunda paz del corazón:

procedimientos eran válidos y necesarios para naturalezas deficientes, pero que las verdaderas operaciones debían desarrollarse en el interno y que tal era la “vía secreta” por excelencia, el aspecto más sublime del modo de manifestación de la “Cosa”, o sea la Presencia del Verbo, su magnífico esplendor e incomparable bendición en el seno de las circunferencias no visibles del espíritu del menor, es decir, del hombre. Es por lo que, fiel de algún modo a la enseñanza secreta o “reservada” de Martines, sin duda alguna se podrían poner en paralelo las amonestaciones de Saint-Martin a los hermanos de Versalles, con las severas palabras dichas por el Filósofo Descono­ cido en Ecce Homo, que parecen haber sido escritas intencionadamente para ciertos adeptos demasiado fascinados por las manifestaciones de lo externo, olvidadizos desgraciadamente de las grandes verdades de la vida espiritual, verdades que nos son recordadas en este texto en términos impregnados de una gran lucidez, y que demuestran un perfecto conocimiento de la cuestión a propósito de las prácticas “peligrosas, en las que el príncipe de las tinieblas aprovecha para perdernos”. Saint-Martin nos explica pues, a fin de ponernos en guardia ante ciertos peli­ gros que amenazan a aquellos que se precipitan sin prudencia en vías inciertas: podemos pues eximirnos de situar todas estas extraordinarias manifestaciones, de las que todos los tiempos han estado inundadas, y que no nos sorprenderían tanto, si no hubiéramos perdido de vista el verdadero carácter de nuestro ser, y sobre todo si poseyéramos mejor los anales espirituales de nuestra historia desde el origen de las cosas. En todos los tiempos, la mayoría de estas vías han empezado a abrirse en la buena fe, y sin ninguna especie de malvado deseo por parte de aquellos a los que éstas se daban a conocer. Pero es preciso encontrar, en estos hombres favorecidos, la prudencia de la serpiente con la inocencia de la paloma; en estas vías ha operado más el entusiasmo de la inexperiencia que el sentimiento, a la vez sublime y profundo de la santa magnificencia de su Dios; y es entonces que el príncipe de las tinieblas ha venido para mezclarse en estas vías y producir esta innumerable multitud de combinaciones diferentes, tendentes todas a oscurecer la simplicidad de la luz”. La advertencia de Saint-Martin, ante los temibles riesgos incurridos por los imprudentes, se hace todavía en este instante de su discurso más imperativo, y ya no esconde cuál es el objeto verdadero y principal de sus temores: “En unas [hay que entender, las vías peligrosas], este principio de tinieblas solo forma pequeñas manchas, que son como imperceptibles, y son absorbidas por la superabundancia de claridades que las equilibran; en otras, aporta suficiente infección como para que sobrepase el elemento puro. En otras, finalmente, establece de tal modo su dominio que se convierte en su único jefe y administrador” (Ecce Homo, IV).

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“Apenas el hombre da un paso fuera de su interior, estos frutos de las tinieblas lo envuelven y se combinan con su acción espiritual, como su aliento sería prendido e infectado p or m iasm as pútridos y corrosivos, tan pron to com o saliera de él, si respirara un aire corrom pido. L a Sabiduría suprem a conoce tan bien cuál es el estado de nuestros abis­ mos, que emplea las mayores precauciones para abrirse paso y ap ortar sus socorros; aunque desgraciadam ente dem asiado a m enudo se ve obligada a replegarse p or la horrible corrupción con que impregnamos sus presentes (...) cuánto (...) el hombre corre peligro desde que sale de su centro y se adentra en regiones exteriores” (Ecce H o m o , IV).

El Hombre debe convencerse pues de que no hay nada que espe­ rar de las regiones exteriores, tiene, antes al contrario, que trabajar, ahondar en él, a fin de descubrir las preciosas luces escondidas que aguardan desde la eternidad ver el día, y finalmente llevarlas a la revelación. Los tesoros del hombre no están situados en lejanos horizontes inaccesibles, están a sus pies, o más exactamente en su corazón; permanecen pacientemente disimulados, brillan en secre­ to, borrados y olvidados, bajo el ruido permanente de la agitación frenética que lleva las energías, en una inverosímil y estéril carrera, hacia realidades no esenciales y periféricas. Saint-Martin insistirá sobre este punto con fuerza: “Por sus im prudencias, el hombre está sum ergido a perpetuidad en los abism os de la confusión, que se convierten en m ás funestos y oscuros, que engendran continuam ente nuevas regiones opuestas unas a otras y hacen que el hombre, situ ad o en m itad de una espan tosa m ultitud de poderes que lo arrastran y tiran de él en todas direcciones, sea verdaderamente un pródigo a l que le queda en su corazón un soplo de vida y en su espíritu un destello de luz. (...). L a verdadera obra del hombre p asa lejos de todos estos m ovim ientos exteriores” (Ibíd .).

La verdadera obra pasa efectivamente lejos del exterior ya que es en lo interno, detrás del segundo velo del Templo, que se desarrollan los ritos sagrados, que tiene lugar el auténtico culto espiritual y la liturgia divina celebradas por el ejercicio constante de la plegaria y la adoración. Esta es la santa labor, la pura ocupación, la vocación 84

primera de aquél que está destinado al servicio de los altares de la Divinidad. Nuestra plegaria es un canto puro, un sublime bálsamo, un oloroso incienso; es el dulce encuentro al que el hombre debe consagrar sus días, e igualmente “ consagrar” su ser, pues es lo que Dios, en su insondable amor, aguarda y espera de su Menor. Esta actitud, que puede sorprender en un primer tiempo a los amigos de Saint-Martin, a la mayor parte de adeptos instruidos en busca de iniciaciones, de títulos a cual más prestigioso, de curiosos o de letrados, gentes del mundo en busca de conocimientos misteriosos, terminará lentamente por imponerse a los más sensibles y despiertos a las piadosas verdades, y aparecérseles como el único camino, seguro y elevado, dispensador de inefables beneficios y numerosos frutos, incluso de muchos otros que no alcanzan a comprender, al no entender cuál era el origen de esta actitud en el Filósofo Desconocido, de la que este último se hacía abogado en sus principales obras, actitud nueva y de tal modo sorprendente e incluso chocante para ellos, habituados como están a las decoraciones de las recepciones masónicas, a la superficial gloria de títulos y cargos, o incluso fascinados por las impresiones sensibles que provocaban ciertas prácticas extrañas y poco comunes enseñadas por algunos maestros renombrados y célebres de los que el siglo de las luces era tan pródigo.

III. LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN Es por tanto relativamente fácil de comprender lo que pudo conducir a Saint-Martin a afirmar: “L a plegaria es la principal religión del hombre, porque es la que liga nuestro corazón a nuestro espíritu ... ”32, ya que la intuición mayor que se abrió paso en su pensamiento fue la de darse cuenta, en una suerte de viva iluminación, de que el hombre, a pesar de todos sus esfuerzos, movilizando mil y una técnicas, desa­ rrollando un complejo procedimiento hecho de ritos, invocaciones, 32 L.-C. de Saint-Martin, La Priere, en Oeuvres posthumes, Collection martiniste, 2001, pág. 51.

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gestos simbólicos, si no transforma radicalmente su corazón, se agita en realidad en vano y queda desgraciadamente en un triste e inútil “címbalo que retiñe” (I Cor, 13:1). Saint-Martin se preguntaba en los primeros tiempos de su iniciación Cohén si era necesario emplear tantos medios para dirigirse al Eterno: “Cuando en los primeros tiempos de mi instrucción veía al Maestro P. [Pasqually] preparar to­ das las fórmulas y trazar todos los emblemas y signos empleados en sus procedimientos teúrgicos, le decía: Maestro, écómo es menester todo esto para orar al buen Dios?” (Retrato, 41); en contrapartida se convencerá con bastante rapidez de que la única cosa, indispensable y casi imprescindible, para poder unirse a Dios, es la de presentarse ante él con un corazón puro, verdadero deseo y un alma humillada. Son las únicas condiciones de una relación espiritual auténtica, de una apertura efectiva a lo divino, de un inefable encuentro de corazón a corazón33. Lejos de las vanas pretensiones humanas deseosas de llegar a Dios por vías inciertas y falsas, la mayoría de veces repletas*lo 33 En 1792, en una carta a su amigo Kirchberger, Saint-Martin volverá de ma­ nera bien explícita y detallada sobre la pregunta que hizo a Martines referente al método para acercarse a Dios, y reafirmándose una vez más en su convicción a propósito del carácter superior de la vía interna; escribirá: “Contemplo pues todo lo que tiende a estas vías exteriores como preludios de nuestra obra, ya que nuestro ser, siendo central, debe encontrar en el centro donde ha nacido todos los socorros necesarios a su existencia. No os escondo que he marchado anteriormente por esta vía fecunda y exterior, que es por ella que me han abierto la puerta de la carrera; aquel que me conducía tenía virtudes muy activas, y la mayor parte de aquellos que lo seguían conmigo han sacado confirmaciones que podían ser muy útiles a nuestra instrucción y a nuestro desarrollo, pero a pesar de esto, yo me he sentido desde siempre inclinado por la vía íntima y secreta, ya que esta vía exterior no me sedujo tampoco antes, incluso en mi primera juventud, pues fue a la edad de 23 años que me abrí a esto. De igual modo, en medio de cosas tan atrayentes para otros, en mitad de los medios, de las fórmulas y preparativos de todo género a los que él nos libraba, en varias ocasiones dije a nuestro maestro: ¿Cómo, maestro, nos es preciso todo esto para orar al buen Dios?, y la prueba [de que] todo esto no era más que sustitución, es que el maestro respondía: es preciso contentarse con lo que uno tiene. Sin querer pues despreciar los socorros que todo lo que nos rodea puede procurarnos, cada uno en su género, os exhorto solamente a clasificar los poderes y las virtudes. Todas ellas tienen su territorio, pero sólo la virtud central se extiende por todo el imperio. El aire puro, todas las buenas propiedades elementales son útiles al cuerpo y lo tienen en situación ventajosa en las operaciones de nuestro espíritu, pero cuando nuestro espíritu ha adquirido, por la gracia de arriba, sus propias medidas, los elementos se convierten en sus súbditos, e incluso sus esclavos, en simples servidores que no eran antes. Ved si no lo que eran los apóstoles” (Carta a Kirchberger, 12 de julio de 1792).

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de orgullo y vanidad, es preciso, muy al contrario, preparar y dispo­ ner el único órgano que poseemos para “operar”, es decir, nuestro corazón, conformándolo a las exigencias de la verdad, pues: “L a verdad no pide nada mejor que hacer una alianza con el hombre; pero quiere que sea solam ente con el hombre, y sin ninguna mezcla de nada que no sea fijo y eterno com o e lla ” (El H om bre nuevo , § 1).

Ahora bien, esta mezcla “no fija” es todo lo que responde a la na­ turaleza pecadora de los apegos de la carne, de la antigua seducción de la serpiente, de las ilusiones del viejo hombre que solo encuentran su reparación en el trabajo de santificación: “D ios quiere que se le sirva en espíritu, pero quiere que se le sirva tam bién en verdad ( ...) es el corazón del hom bre lo que es preciso santificar, y llevar triunfalm ente ante los ojos de todas las naciones. E l corazón del hom bre procede del am o r y la verdad; y solo puede recobrar su rango tendiendo hacia el am o r y la verdad” (El Hom bre de deseo, § 199).

Si Martines insistió principalmente sobre la naturaleza del crimen de nuestro primer padre según la carne, y las terribles consecuencias punitivas que entrañó para las generaciones que le sucedieron sobre la tierra, Saint-Martin incidirá, por lo que a él respecta, con atención acrecentada y dando pruebas de una capacidad excepcional de per­ cepción ante lo que son los diversos mecanismos del alma humana, sobre el lamentable estado en que se encuentran interiormente en la actualidad los hijos de Adán, y constatará no solamente la profunda degradación y decadencia que los apresan habiéndoles hecho perder su estatus privilegiado ante el Creador, reduciéndolos, igualmente, en todas sus facultades y, en particular, condenándose a una suerte de casi “muerte moral” . Por naturaleza, el corazón del hombre es malo: “Engañoso es el corazón más que toda otra cosa e incurable” (Jer 17:9), lo que hará decir al Señor Jesús: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen pensamientos malos, fornicaciones, robos, muertes, adulterios, avaricias, maldades, engaño, crápula, 87

malignidad de ojos, maledicencia, soberbia, insensatez; todos estos males salen de dentro y contaminan al hombre” (Me 7:21-23). Esta situación trágica que caracteriza a la humanidad actual afectará de tal manera a Saint-Martin que considerará —no sin razón— como vana y estéril toda acción que no anteponga como paso previo una abso­ luta y verdadera “purificación”, antes de emprender todo contacto o diálogo con el Cielo. El hombre está en un estado tal de abyección que le es preciso, y en primer lugar, que se reconozca como miserable pecador y se humille profundamente ante el Señor, a fin de esperar poder atreverse, después de haber pasado por las diferentes etapas de arrepentimiento, a dirigirse al Eterno. Saint-Martin, sobre este punto, es sin duda aquél que verá con mayor agudeza la espantosa perversidad del alma humana, y sufrirá visiblemente, y con rara intensidad, ante el lamentable espectáculo que ofrecen los pobres desechos satisfechos de sí mismos, henchidos de innobles pretensiones que el mal y el vicio reparten con profusión en el seno de las repugnantes criaturas que somos. Su retrato no admite concesiones, y es uno de los que van más lejos en la descripción de la horrible decadencia en la que, con increíble inconsciencia y despreocupación, horrorosamente estamos estancados34:

34 Los lamentos de Saint-Martin, en una conmovida queja ante los vestigios de una naturaleza marchita y estropeada, son singularmente desgarradores, y nos llevan a una dolorosa tristeza. A este título, la descripción de las consecuencias, así como la transmisión del veneno liberado por las consecuencias del “pecado original” estable­ ciendo y determinando las bases de la condición humana, le hicieron escribir una de las páginas más conmovedoras de toda la Historia de la literatura espiritual, que creemos necesario reproducir, por su carácter excepcional, dado que su acento es de una patente e impresionante verdad que cada uno, si lo desea, podrá meditar y releer a su gusto: “i Cómo podríamos dejar de abrigar dentro de nosotros el espíritu de dolor o, mejor dicho, el dolor del espíritu, cuando consideramos el camino temporal y espiritual del hombre sobre la tierra? El hombre está concebido no sólo en el pecado, como decía David de sí mismo, sino que, además, está concebido por el pecado, en vista de las tenebrosas iniquidades de los que lo engendran. Esas iniquidades tenebrosas van a influir en él en lo corporal y en lo espiritual, hasta su nacimiento. Nace y empieza a recibir por dentro la leche contaminada con estas mismas iniquidades y, por fuera, mil tratos torpes que acaban deformando su cuerpo, incluso antes de que termine de formarse. Ideas depravadas, lenguas falsas y corrompidas asaltan todas sus facultades y las espían a su paso, para infectarlas tan pronto como él las manifieste por el menor de sus órganos. Viciado así en su cuerpo y en su espíritu, incluso antes de haber empezado a utili­ zarlos, va a entrar bajo la falsa administración de quienes le rodean en su primera edad,

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“N o s hemos dejado inm ovilizar vivos y en plenitud de facu ltades, escribe Saint-M artin, p o r las cad en as del enem igo. Y n otam o s que estas cadenas nos agobian y nos impiden hacer el mínim o movimiento (...) E l hombre, som etido a las leyes de su m ateria, está aprisionado y lim itado por sus cuatro costados; y p ara atarlo de esta m anera, ha sido necesario que se juntasen, form ando una especie de unidad, los poderes, las fuerzas y las facultades que él había dejado salir de s í mismo y había disem inado p or todas las regiones para producir el desorden de sus planes im píos y m entirosos: el enem igo sigue apoyán dose en las cadenas con que lo ha cargado y pretende con ello tratar com o su juguete y su víctim a a quien otras veces ha fingido que quería tratar com o su am igo” (El hombre N uevo, § 4).

IV. EL “HOMBRE NUEVO” Y LA OBRA DE SANTIFICACIÓN No comprenderemos en nada a Saint-Martin, y la vía sanmartiniana, si no valoramos, por efecto de una lamentable confusión, el carácter absolutamente específico y original de su actitud y al mismo tiempo que sembrarán con abundancia gérmenes envenenados en esta tierra ya envenenada de por sí y lo alabarán, si produce frutos parecidos, en este ambiente desordenado que se ha convertido en su elemento natural. La adolescencia y la juventud solo van a ser un desarrollo sucesivo de todos estos gérmenes. Un régimen físico, casi siempre contrario a la naturaleza, va a seguir im­ poniendo a contrapelo el principio de su vida. Un régimen moral que destruye toda moral va a seguir perjudicando aún más a su ser interior y desviándolo de su línea, hasta tal punto que ni siquiera creerá que hay para él una línea a seguir. Su espíritu rechazará doctrinas de todo tipo por sus contradicciones o porque no le sirven nada más que para inducirlo a error. Absorberán su tiempo actividades ilusorias y le ocul­ tarán en todo momento su verdadera ocupación. Así es como, en medio de una tormenta perpetua llega al final de su vida y allí, para acabar de poner el sello definitivo en el decreto que lo ha condenado a venir a este valle de lágrimas, se ve atormentado su cuerpo por los procedimientos de una medicina ignorante y su espíritu por torpes consejos, mientras que en esos momentos peligrosos, este espíritu solo pretende entrar en su camino y tal vez sienta en secreto todo el dolor ele verse apartado de él. Cuando se piensa que todos nosotros estamos compuestos por estos mismos ele­ mentos, dirigidos por estas mismas leyes, alimentados por estos mismos desórdenes y estos mismos errores, que todos estamos inmolados por los mismos tiranos y que, al mismo tiempo, inmolamos a nuestros semejantes con estas mismas armas enve­ nenadas; cuando, finalmente, se piensa que esta atmósfera nos rodea y se introduce en nosotros, nos da miedo respirar, nos da miedo mirar, nos da miedo movernos, nos da miedo sentir” (El Hombre nuevo, § 9).

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de su objetivo particular. El Filósofo Desconocido —siendo esta idea de primordial importancia desde el punto de vista del análisis— ha percibido que la trágica situación en la que se encuentra el hombre, abandonado en este mundo tenebroso en poder de las fuerzas negati­ vas, exige un trabajo de total regeneración que no puede contentarse con los pobres instrumentos que le ofrece una naturaleza caída y un espíritu prisionero e infecto por el pecado. Es pues absolutamente otro el camino que debe ser recorrido, lejos de los “objetos figurativos y alegóricos, [de las] instituciones simbólicas (...) que uno deja de con­ siderar desde que descubre la palabra... ” (El hombre de Deseo, § 177); es un trazado enteramente diferente el que debe efectuar el hombre perdido y caído, pues importa saber que, si “el padre ha santificado al hijo, el hijo ha santificado al espíritu, el espíritu ha santificado al hombre”, es por lo que: “El hombre debe santificar todo su ser”, y sublime destino al igual que original misión: “su ser debe san tificar los agentes del universo. L o s agentes del universo deben santificar toda la naturaleza; y de ah í la santificación extenderse h asta la iniquidad” (El H om bre de deseo, § 224).

Ahora bien, esta obra de santificación, vital y esencial, siendo por definición el deber imperativo de todo hombre que viene a este mundo, no está siendo realizada en absoluto por la gran mayoría de estructuras tradicionales que pretenden revelar al hombre los últimos misterios escondidos a la vista oscurecida de los profanos y, en particular, resulta casi totalmente extraña a la mayor parte de Ordenes Martinistas actuales que han perdido todo contacto con la verdadera enseñanza sanmartiniana, a menudo en provecho de estu­ dios y actividades enfocadas hacia la cábala, la astrología, el simbo­ lismo, la magia, el hermetismo o las artes adivinatorias. Saint-Martin comprenderá rápidamente —y ésta es la razón de su rechazo y su distanciamiento con las vías incompletas— por el carácter profunda­ mente degradado del ser, que ni el saber de los libros o la práctica en el ámbito de lo oculto, ni las ceremonias de imponente hieratismo, ni los ritos pomposos y majestuosos, tienen el poder de modificar 90

el corazón del hombre. Años, en ocasiones incluso una vida entera de inmersión en las ciencias secretas, en recibir grados, en ejecutar sabias puestas en escena, aunque sean éstas de naturaleza iniciática superior, no producen ningún cambio en lo interno. Los vicios no son en absoluto desarraigados, los defectos continúan siendo los mismos y la irrisoria pequeñez triunfa siempre a pesar de los augustos títulos y los conocimientos esotéricos con que se engalanan los individuos, títulos y conocimientos que apenas pueden esconder su pobre mi­ seria espiritual ni su risible vanidad. El espíritu del hombre, por la enfermedad con la que está infectado, exige otro remedio, reclama un tratamiento totalmente diferente; le es necesario emprender una vía de exigencia más secreta y profunda, de alejarse lo más rápido posible de estancamientos categóricos, de senderos desviados, en los que en ningún momento es tratada y purificada verdaderamente la negra constitución del alma. N o le es suficiente al hombre, confortablemente instalado en mullidos sofás, con alabar la virtud, con ponderar el incomparable valor de la piedad y el recto pensamiento, con cantar odas, la mayor parte de veces sin conciencia de ello, al Ser eterno y Todopoderoso; no, no es suficiente, hay que ponerse, concreta y positivamente, de rodillas y rezar. Importa confesar su crimen, poner la cabeza entre las manos, y llorando, clamar con sinceridad hacia el Señor diciendo: “Dios mío, yo sé muy bien que eres la vida y que no soy digno de que te acerques a mí, que no soy más que vergüenza, miseria e iniquidad. Sé muy bien que tienes la palabra viva; pero las espesas tinieblas de mi materia impiden que hagas que se oigan en los oídos de mi alma. Haz, sin embargo, que descienda en mí una gran abundancia de esta palabra, para que su peso pueda contrarrestar la masa de la nada en la que se absorbe todo mi ser y que, el día de tu juicio universal, este peso y esta abundancia de tu palabra puedan sacarme del abismo y hacer que me remonte hasta tu santa morada” (El Hombre nuevo, § 1).

Es preciso que el hombre se humille, que desnude su corazón, que reconozca su pecado, confiese su iniquidad y su debilidad, se golpee el pecho replegándose sobre sí mismo, y comprenda que "... la familia 91

humana no tiene más remedio ni salvación que la súplica y el recurso a la misericordia del Señor, mientras que las nuevas prevaricaciones de las generaciones sucesivas no hacen más que acrecentar los males y la miseria del hombre” (El Hombre nuevo, § 7).

He ahí, para Saint-Martin, y para aquellos que, asumiendo su pensamiento, se reúnen bajo el nombre de “Sociedad de los Inde­ pendientes”, cuál es la obra auténtica, cuál el itinerario riguroso y severo en que debemos comprometernos, apartando de nosotros las falsificaciones engañosas, las largas rutas que conducen a precipicios y a la perdición, ya que: “desgraciado aquél que no fundam enta su edificio espiritual sobre la base sólid a de su corazón en perpetua purificación e inm olación por el fuego sagrad o” (R etrato , 4 27).

Se nos pide entregarnos por entero, abandonarnos y lanzarnos con confianza en los brazos del Señor sin querer agarrarse todavía a las viejas ramas muertas, someternos al misterio del amor infinito y entrar en la pura comunión del Cielo, siguiendo en esto el precioso consejo que nos da el Filósofo Desconocido: “A lm a hum ana, únete a aquél que ha ap ortad o sobre la tierra el poder de purificar todas las substancias; únete a aquél que, siendo Dios, sólo se da a conocer a los sim ples y a los pequeños, y se deja ignorar por los sab io s” (El H om bre de deseo, § 201).

La obra de santificación, que contrariamente a lo que uno pueda imaginar no está reservada a aquellos que han pronunciado los votos religiosos, sino que concierne, muy al contrario, a todo verdadero hombre de deseo que aspire a entrar en unión con la Divinidad, no conoce otro método que la supresión de las obras del mundo, con­ siste en una puesta aparte por Dios, un dejar de lado indispensable para aquellos que saben establecer la “diferencia entre lo que es puro e impuro” (Ez 44:23); ella está plenamente destinada al hombre que ha comprendido el sentido de las palabras de las Escrituras: “iSed 92

santos, porque santo soy yo, Yahveb, Dios vuestro!” (Lev 19:2). Es por lo que, como precisará Saint-Martin: “E l prim er grad o de la cura que el hom bre debe operar sobre s í m ism o, es el de sep arar todos estos hum ores viciados y secun darios que se han acu m u lad o sobre él después de la ca íd a ; y estos h u m o­ res son aqu ello s que se han fijad o sobre la especie hum ana p o r las diversas desviacion es de la p osterid ad del prim er hom bre; aqu ello s que ten em o s de n u estros p ad res p o r la s fa ls a s in flu e n cias de las gen eracion es d ep rav ad as, en fin, aq u ello s que d ejam o s a cu m u la r sobre n osotros p o r nuestras negligencias y n uestras prevaricaciones d ia ria s” . (El M inisterio del H om bre Espíritu, I a parte, D e la naturaleza)

V. NUEVO NACIMIENTO Y REGENERACIÓN En efecto, “¿Qué sería la santificación del hombre nuevo, si ésta no se extendiese a todo su ser? Y, équé sería la santificación de todo su ser, si solo se extendiese a su propio círculo?” (El Hombre nuevo, § 64). El nuevo nacimiento, la regeneración del hombre nuevo, es una obra completa. Ejerce una influencia general, transforma radicalmente al individuo, no dejando subsistir en él las antiguas ataduras a los fru­ tos del pecado. Incluso si el hombre, por su naturaleza, permanece prisionero de su carne mortal y sus nefastas pasiones, él es, desde el preciso momento en que se compromete en el trabajo de regeneración, perfectamente lúcido ante el auténtico valor de las tendencias fétidas que subsisten en su seno: “M ientras no h ayam os echado de n osotros to d os estos diversos humores, no podrem os em pezar a cam inar en la línea de nuestra res­ tauración, que consiste particularm ente en atravesar la espesa región de tin ieblas en que la caíd a nos ha precipitado, y hacer renacer en nosotros el elixir n atural con que podrem os reanim ar el sentido del universo que está desvanecido” (El M inisterio del Hom bre Espíritu, I a

parte, De la naturaleza).

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Convencido de su abatimiento, y de las marcas de la insumisión que aparecen invariablemente a la menor ocasión, el hombre es constreñido a purificar y apartar de él los restos de las múltiples prevaricaciones sucesivas que reproducen, a cada instante, el acto horrible y criminal que Adán, bajo la influencia del adversario, osó cometer, y que rei­ teran todas las generaciones en cada una de sus culpables acciones o pensamientos perversos. Antes pues de comprometerse en la vía espi­ ritual, los principios de esta regeneración deben ejercerse totalmente, y cambiar al hombre degradado en hombre regenerado: “Se trata de ver si has purgado tu ser de todas las inmundicias secundarias que amasamos diariamente desde la caída, o al menos, si tienes el ardor de entregarte al precio que sea, y reanimar en ti esta vida apagada por el crimen primitivo, sin lo cual, no puedes ser ni servidor de Dios, ni consolador del universo. (...) Sondea en lo más profundo de ti sobre estas nuevas condiciones, y si no has echado de ti todos los frutos de tus desvíos secundarios, incluso si no has arrancado en ti la menor inclinación extraña a la obra, te lo repito formalmente, no vas a ir más lejos: la obra del hombre demanda hombres nuevos” (Ibíd., Ia parte).

Sin transformación previa, sin renovación del corazón, ninguna plegaria será pronunciada correctamente, ninguna acción justa es posible, las tinieblas sólo son disipadas por la regeneración espiri­ tual. Entonces, y solamente entonces, el Espíritu atravesará nuestro espíritu, y podremos empezar a escuchar las primeras palabras de Redención y, tímidamente, poder atrevernos desde nuestro lugar a proferir algunos agradecimientos y dirigir nuestra mirada hacia el Eterno. Nuestras sustancias carnales, activas hasta nuestro último aliento, y aguardando volver al polvo del que ellas provienen, verán surgir en nuestro corazón las sobrenaturales luces y manifestarse al fuego de la Verdad, con esplendor de incomparable claridad. Esta purificación es hasta tal punto importante y crucial que hay que haberla emprendido, y no puede haber sin ella para el hombre de posición verdadera y actitud justa, auténtica Redención. El arre­ pentimiento sincero, que conduce a la renovación del corazón, es la 94

imperativa condición, la indispensable introducción a todo avance en la vía. La obra de regeneración resulta a este precio, al precio de la increíble transformación adquirida, no sin un extraordinario movimiento de retorno completo, por un abandono esencial a la santa voluntad de Dios, no sin una total entrega del espíritu en ma­ nos de la Divinidad. Ciertamente, el cambio puede parecer radical, incluso incomprensible para el “hombre del torrente”, para el hombre viviendo todavía bajo la ley de la carne que no ha sido purificado e iluminado por la fuerza del Espíritu. Sin embargo, tenemos que reconocerlo, hay incontestablemente un antes y un después, un paso del hombre viejo al hombre nuevo, paso cuyo fruto, visible y evidente, es la emergencia luminosa en el ser, en cuestión de otro corazón, de un pensamiento no pecaminoso, de un puro deseo, y sobre todo, de una conciencia desobstruida que permite una visión nítida y desapegada de los tristes vestigios en los que habremos de residir hasta que el Cielo, para nuestra dicha, nos libre de nuestra prisión material, nos libere de los miserables harapos con que nos hemos cubierto desde el momento de nuestro nacimiento, y finalmen­ te nos limpie de esta siniestra y perversa orientación diabólica que contemplábamos antes como “más íntima a nosotros que nosotros mismos”, y que nos guio y dirigió con una fuerza ejemplar en cada segundo de nuestras pobres vidas. Si Saint-Martin insiste con tal vigor, con un excepcional ardor de convicción, sobre la regeneración, si para él representa tanto en el seno del quehacer espiritual, es porque, si lo meditamos un instante, nada, absolutamente nada de bueno puede salir de aquél que no haya sido renovado completamente; nada es contemplable, aceptable y recibible de aquél que no haya recibido la pura bendición de la soberana unción del corazón nuevo. De igual modo que nada de sincero viene de aquél que no ha atravesado las ciénagas del olvido, paralelamente, ningún acto, ningún pensamiento estará fundamentado en la verdad en aquél que no ha ido más allá del reino de las sombras y los fan­ tasmas, en aquél que no ha salido del ámbito de los espejismos, que no ha dejado definitivamente la comedia de las vanidades y el teatro grotesco de las ilusorias y vanas pretensiones. 95

A este título, el trabajo sanmartiniano es un trabajo según lo interno porque es allí, en el corazón, en este lugar preciso, que se juega la posibilidad misma de un devenir para el alma, es en este paraje mayor y único donde son selladas las condiciones de un eventual futuro de estrecha unión con lo divino para el hombre de deseo. No hay pues —que esto sea dicho solemnemente— otras posibilidades ofrecidas al buscador, otros caminos que autoricen una aproximación a los lugares santos: es desde el fondo del alma que debe elevarse el incienso de la plegaria, es desde este centro que se hacen oír los cánticos dirigidos al Rey de los cielos, es en este lugar que se celebran los inefables esponsales que verán, en un indescriptible misterio, a la querida esposa reposar definitivamente sobre el corazón compasivo del Señor y dormirse, en una paz profunda, por una eternidad de perpetuo amor.

VI. LA PLEGARIA COMO TEÚRGIA CARDIACA Comprenderemos fácilmente, después de lo que acabamos de ex­ poner, que no conviene actuar en el seno de la vía espiritual según lo interno como se haría en otros caminos mucho más anchos y singularmente frecuentados, en los que son utilizados, sin vergüenza aparente, medios pesados y burdos, frutos miserables de la ceguera de los hombres que imaginan, ingenuamente, conquistar el Cielo con la ayuda de sus ridiculas e irrisorias maniobras y apoyándose en conocimientos imperfectos y limitados. Saint-Martin, con inteligencia, nos recuerda que poseemos, muy al contrario, un itinerario mucho más seguro y simple para aproximarnos al Eterno, un vehículo ideal incomparablemente superior a todo otro y que no conoce ningún otro equivalente: la plegaria. La plegaria es la única ayuda que Dios ha dejado, en su bondad, a su criatura, a fin de que ésta haga uso de ella para llegar a su reconciliación, para que obtenga del Altísimo las gracias que tan­ to precisa, los consuelos que trágicamente le faltan y le entregan cruelmente al sufrimiento desde el desgraciado episodio de la Caí­ da. La plegaria es una palanca capaz de levantar todo el peso del 96

mundo caído y transponer la pesante materialidad cambiándola en un vibrante impulso de transfiguración. Ella es también un poder de vida y eternidad, actuando en los seres con una sorprendente eficacia, que en ocasiones sorprende enormemente, pero siempre cura y repara las consecuencias desastrosas heredadas por todos desde la cuna por el crimen de nuestro primer padre según la carne. La plegaria es pues soberana y esencial, sobrepasa, sin ningún gé­ nero de duda, los estériles procedimientos con los que nos rodeamos para paliar nuestras insuficiencias y a los que, mediocremente, nos aferramos lamentablemente. La plegaria es una escalera hacia el vasto Cielo, ella es “una escalera con la que elevarse hasta el cielo de los cielos”, como dirá pertinentemente Saint-Martin, la plegaria es ofrecida libremente a aquellos que desean comprometerse verdaderamente en la purificación del corazón y la celebración de la unidad35. Sin embargo, hay que añadir, a renglón seguido, que la plegaria posee muchas virtudes y cualidades que ponemos en evidencia, pero tampoco se trata —como bien dice Saint-Martin—, de formular cualquier tipo de plegaria. Al principio sólo sabemos presentar al Señor, como es fácil constatar, quejas y suspiros, sólo sabemos pronunciar algunos balbuceos desconsolados. Saint-Martin precisará pues al respecto: “Por eso es por lo que nuestras plegarias no son todavía m ás que gem idos, lam entos e invocaciones, en vez de ser contem placiones, m andam ientos, acciones de gracias, satisfacciones, com o debieron ser en un principio y com o serán a l fin al de todas las cosas para los que se dediquen a l m antenim iento de la ju sticia y a l a observación de las leyes del Señor” (El H om bre nuevo, § 7).

La plegaria es un poder, una fuerza, un incomparable instrumento de ascensión, de superación de lo creado e incluso de generación de 35 Para un desarrollo detallado concerniente al sentido y al valor de la plegaria en Saint-Martin, se puede consultar: - R. Amadou, Dix priéres, precedidas de Prier avec Saint-Martin, Cariscript, documents martinistes, 1987. - J.-M. Vivenza, Plegaria del corazón y oración interior en Louis-Claude de Saint-Martin, Tirada limitada, “Société des Indépendants”, junio de 2004.

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la luz invisible como lo expresa, con la ayuda de una bella imagen, el Filósofo Desconocido, cuando nos recuerda que estamos en la obligación de trabajar sin descanso en nuestra obra antes incluso de que el sol material ilumine las realidades de este mundo, de manera tal que pueda ocurrir en nosotros un resplandor de naturaleza sutil capaz de extenderse al conjunto de los oscuros vestigios de las cir­ cunferencias terrestres: “Levántate, hombre, todos los días antes del amanecer, para acelerar tu obra. Es una vergüenza para ti que tu incienso diario sólo levante su humo después de salir el sol. No es el alba de la luz la que debería invitar a tu plegaria para que venga a rendir homenaje al Dios de los seres y a pedir sus misericordias, sino que es tu plegaria la que debería llamar al alba de la luz y hacer que brille en tu obra, para que, acto seguido, pudieses verterla desde lo alto de este oriente celeste sobre las naciones dormidas en su inactividad y sacarlas de sus tinieblas” (Ibíd. $ 8).

De este modo, la plegaria es considerada y vista, desde el punto de vista sanmartiniano, de manera bien diferente en relación al modo que la concebimos habitualmente; es percibida bajo un ángulo original en el que ésta se revela, casi milagrosamente, en una dimensión raramente entrevista tornándose, por efecto de una revelación inesperada, en una auténtica teúrgia - una teúrgia cardiaca36. Es posible, igualmente, 36 Una vez más, en un correo destinado a su amigo Nicolas-Antoine Kirchberger, el 19 de junio de 1797, el Filósofo Desconocido insiste sobre el carácter particular de la iniciación que él contempla como siendo la única verdadera, aquella que, para él, sólo surge de lo interno, aquella que se ha desembarazado de las pesadeces nocivas que se encuentran en las prácticas de una teúrgia pesada y a menudo inhábil. N o es en absoluto necesario recargarse de formas y ritos complejos, conviene, declara ahora el teósofo de Amboise, únicamente “adentrarse más y más hasta las profundidades de nuestro ser”, refiriéndose a Jakob Bóhme que escribía ya en su tiempo: “Aquél que reza como debe ser opera interiormente con Dios” (J. Bohme, Lib. Apologeticus, § 10). Así, poco antes de encontrarse con Kirchberger, el Filósofo Desconocido le explica, de manera extremadamente clara y precisa, la diferencia existente entre la vía externa y la auténtica iniciación, entre lo que fueron las enseñanzas de su primera escuela, y las luces que son las suyas, ahora que sobrepasa las limitaciones que le imponía su iniciación primera. Merece la pena escucharle con atención, pues cada palabra habla de perlas, cada frase es un puro tesoro de ciencia espiritual. Reprodu­ cimos el texto en el Apéndice I.

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calificar más precisamente esta “teúrgia cardiaca” designándola bajo el nombre de “plegaria activa”, es decir, “plegaria viviente”, “plegaria operante” puesto que es conmovedora, plegaria que compromete y arrastra hacia las orillas de la inmensidad, al umbral de la ciudad santa donde se encuentra el Templo en que son celebrados los misterios del culto original. Esto explica por qué se nos dice: “nuestra plegaria podría transformarse al final en una invocación activa y perpetua y, en vez de decir esta plegaria, podríamos realizarla y llevarla a cabo en todo momento...” (Ibid., § 45),

ya que la plegaria puede, y debe, convertirse en la operación por excelencia del ser espiritual, es el arma y el escudo, la defensa y la espada del hombre santificado, ella lo conduce ante el divino es­ plendor del Padre, y ella realiza la gloria del Verbo en el interior de nuestro corazón. Saint-Martin, para adelantar este momento tan esperado, nos da fraternalmente un precioso consejo conforme a la enseñanza que caracteriza su doctrina y sus múltiples aspectos: “Trata, por tanto, de despojarte de todos estos impedimentos que te retienen en las tinieblas, vuelve, con tus trabajos y constantes plegarias a tu unidad espiritual, y a tu sencillez original. Oirás que se pronuncia dentro de ti esta palabra: santo, santo, santo...” (El Hombre nuevo, § 17).

La liturgia que se elevará entonces en el hombre en quien, para su felicidad, será pronunciado este canto de alabanza a la santidad del Eterno, cambiará la pobre criatura que anteriormente era en un elegido de las naciones, en un hijo querido del Padre beneficiario de los siete dones del Espíritu. Esto nos demuestra que si el nuevo hombre ha sido capaz de hacer de su plegaria una invocación activa, si ha logrado convertirla en una teúrgia según lo interno, será capaz y estará en estado de proclamar: “Invocaré a Dios en nombre del reparador, invocaré al reparador en nombre del cumplimiento de la ley, invocaré al cumplimiento de 99

la ley en nombre de la fe, invocaré a la fe en nombre de mis obras, y de la constancia de mis santas resoluciones” (El Hombre nuevo, § 49).

Proclamación magnífica que le valdrá una bendición infinita cuya influencia, inmensa y provechosa, repercutirá sobre la totalidad de sus esencias, y sobre el conjunto de las regiones visitadas por el poder de santidad de la Palabra.

Vil. LA UNCIÓN SACERDOTAL DEL HOMBRE ESPÍRITU Al nuevo hombre, como es normal, le costará trabajo al principio entrever lo que entrañan, como consecuencia directa, las operacio­ nes producidas por su plegaria activa. No percibirá tampoco —tan insensibles y sutiles son en ocasiones— las modificaciones significa­ tivas que empezarán, lentamente, transformado su ser y trabajándolo para hacerlo conforme a la voluntad de Dios. Pero entonces, incluso cuando nada lo deje suponer, “...cuando menos lo esperemos, llegará nuestra hora espiritual y hará que conozcamos, como por sorpresa, este delicioso estado del hombre nuevo. Entre los de esta clase se elige a los que están destinados a administrar las santificaciones del Señor” (El Hombre nuevo, § 20).

Esta última frase, lejos de ser anodina, es ante todo de un tras­ cendente alcance, puesto que no dice otra cosa, formalmente, que el nuevo hombre, después de haber pasado por los dolores del na­ cimiento, después de haber sido bendecido por Dios, es destinado a recibir una sublime unción de naturaleza sacerdotal que hará de él un sacerdote del Eterno. Ahora bien, la recepción de esta unción lleva un nombre particular, se la designa por una palabra precisa que sólo se evoca temblando: ordenación. En efecto, se trata en esta etapa fundamental del camino de ser “ordenado”, consagrado, sin ninguna mediación humana, en tanto que sacerdote del Santo Nombre. Saint-Martin nos lo desvelará, primeramente de manera 100

discreta bajo la forma de una conversación, de una revelación pri­ vada del más alto interés: “Tú me has hecho sentir que si no hay sacerdote para ordenar al hombre, es el Señor mismo quien lo ordenará y lo sanará” (El Hombre de deseo, 65).

Luego no dudará en explicitarnos enteramente el sentido y el valor de esta ordenación de un género inhabitual, que no se parece a nin­ guna transmisión clásica llevada a cabo por los hombres, cumpliendo los venerables, y a menudo inmemoriales, principios de la Tradición. En efecto, estamos aquí en el marco de una comunicación absolu­ tamente original, de naturaleza diferente a todas aquellas conocidas en modo humano, de una consagración no surgida de procedimien­ tos familiares. En realidad, si el ser ha modificado su relación con el mundo, si se ha alejado de las falsas luces de la engañosa apariencia, se convierte entonces en un extraño para sí mismo y para los otros dejando de depender de los métodos temporales, pero al contrario, bajo la influencia de una operación completa y propiamente Divina capaz de cambiarlo en todas sus facultades: “El hombre que, siendo el pensamiento del Dios de los seres, se ha observado hasta el punto de que ha sometido sus propias facultades a la dirección y al origen de todos los pensamientos, ya no tiene dudas en su conducta espiritual, aunque no se encuentre protegido en su conducta temporal, aunque la debilidad sigua arrastrándolo todavía a situaciones ajenas a su verdadero objetivo, pues, al buscar siempre este objetivo verdadero, debe esperar los socorros más eficaces, ya que, al tratar de seguirlo y alcanzarlo, sigue la voluntad Divina, que es la misma que lo empuja e invita a que se dedique a ello con ardor. Pero, ¿de dónde le viene esta manera de ser tan ventajosa y sana? Es que si llega a regenerarse en su pensamiento, lo hace pronto tam­ bién en su palabra, que es como la carne y la sangre del pensamiento y, cuando se ha regenerado en esta palabra, lo hace pronto también en la obra, que es la carne y la sangre de la palabra. (...) sino que en él se transforma todo en sustancias espirituales y angélicas, para llevarlo sobre sus alas a todos los lugares donde lo llama su deber... ” (El Hombre nuevo, § 4). 101

Cuando esta regeneración se cumple, cuando están profundamente cambiadas las antiguas fibras que mantenían atada a la criatura enferma y herida, cuando se eleva en ella el primer rayo de sol espiritual, es cuando finalmente aparece la incipiente aurora del eterno astro de la verdad: “Entonces es cuando el hombre se da cuenta que es, en espíritu y en verdad, el sacerdote del Señor. Entonces es cuando ha recibido el orden vivificante, y puede transm itir esta ordenación sobre todos aquellos que se consagren a l servicio de D ios, es decir, a ta r y desatar, purificar, absolver, sum ir a l enemigo en las tinieblas, y hacer revivir la luz en las alm as, pues la palabra ordenación viene del término ordinare ordenar, que quiere decir volver a poner cada cosa en su sitio y en su lugar, y tal es la propiedad del verbo eterno que produce todo continuam ente según peso, número y m edida” (Ibíd ., § 4).

Así, la ordenación recibida, sobrepasando toda medida humana, otorga el insigne privilegio de penetrar en el interior del santuario, ella hace posible el paso tras el segundo velo del Templo. El adepto puede entonces escuchar estas palabras sorprendentes que le son dichas secretamente: “...l a virtud que va unida a l arca santa hará que se te abran las puertas eternas, y que desciendan sobre ti chorros de esas influencias vivificantes de las que se llenan p ara siempre las m oradas de la luz” (Ibíd., § 16).

Ahora bien, la puesta en presencia del arca santa no es nun­ ca anodina, es un acto cuyo alcance a menudo no es totalmente comprendido en toda su dimensión, incluso entre los iniciados y seres instruidos en ciertas ciencias. Es por ello importante que sea claramente anunciado al elegido el sentido pleno de esta situación, en el seno de la cual ignora las consecuencias últimas de lo que está en vías de sobrevenirle. El arca, es cierto, hace casi palpable la presencia de Dios, da al Eterno un lugar aquí abajo que le está reservado, es un signo sagrado de su santa Gloria, el símbolo de la vida y de la luz. Pero, en primer 102

lugar, es el órgano por excelencia de las gracias, la fuente de toda santidad, el receptáculo de las bendiciones, y por encima de todo, el instrumento que preside la ordenación suprema efectuada según la libre voluntad del Altísimo; es el origen del verdadero sacerdocio de aquél que posee las virtudes purificadoras de la vía levítica, aquél a quien ha sido confiado el precioso ministerio de la Palabra, aquél que se ha beneficiado de la recepción sobrenatural de las unciones supremas. Saint-Martin nos explica por otra parte, muy claramente, cómo se desarrollará la silenciosa ceremonia de ordenación que verá el hombre nuevo, según un ritual no escrito dirigido y comunicado únicamente por los Ángeles del Cielo, convertirse en un sacerdote según las leyes de la Iglesia invisible, de “la Iglesia interior” : “E sta m ism a arca santa encargará a l gran sacerdote de la orden de Melquisedec que te ponga él m ism o los hábitos sacerdotales, después de bendecirlos, y te dé p or su propia m ano las ordenaciones santificantes, por m edio de las cuales podrás, en su nombre, derram ar consuelo en las a lm a s ...” (Ibíd ., § 16).

Es la esencia de la enseñanza interior del Señor Jesús37, el sentido oculto de la ordenación sacramental conferida directamente por las manos de Dios a los puros discípulos de Cristo, a los “ministros de las cosas santas”, pues: “el cristianism o es el com plem ento del sacerdocio de M elquisedec; es el alm a del Evangelio; es el que hace circular en este Evangelio todas las agu as vivas de las que las naciones tienen necesidad p ara ap agar su sed. (...) el cristianism o nos m uestra a D ios a l descubierto en el seno de nuestro ser, sin el socorro de las form as y las fórm ulas. (...) el cristianism o sólo puede estar com puesto de la raza san ta y sacerdotal que era la del hom bre prim itivo, o verdadera raza sac erd o tal” (El M inisterio del H om bre E spíritu , 3 a parte, D e la Palabra).

37 “Es no conocer nada de este reparador, dirá Saint-Martin, querer considerarlo solamente bajo sus colores exteriores y temporales, sin remontarse, por las progresiones de la inteligencia, hasta el centro divino al que pertenece” (El Ministerio del Hombre Espíritu, 2a parte, Del Hombre.)

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VIII. EL NACIMIENTO DE DIOS EN EL ALMA ¿Cuál es, sin embargo, el sentido de esta trastornadora ordenación sacerdotal que se efectúa sin ninguna mediación humana, cumpliéndose por el efecto de una gracia que sobrepasa nuestras débiles medidas temporales, ordenación, por un misterio que nos es inaccesible, directamente recibida de manos de Dios? ¿Cuál es su objeto propio, su objetivo, su vocación? ¿A qué razón superior obedece? Todas estas preguntas, lógicas y comprensibles, reciben por parte de Saint-Martin una única respuesta que se puede formular así: Dios nos confiere una unción, una ordenación, a fin de disponer nuestro corazón para convertirse en receptáculo de su divina generación. Dios quiere santificarnos, purificarnos, a fin de poder nacer en nosotros, desea surgir en el ser pasando por nuestro centro más íntimo: “ ...e l D ios único que ha elegido su santuario único en el corazón del hombre, y en este hijo querido del espíritu que todos debemos hacer nacer en n o so tro s...” (El H om bre nuevo, § 27).

Sí, Dios busca engendrarse en nosotros, pues —extraordinaria revelación— es solamente aquí, en nuestro pobre corazón, que puede nacer verdaderamente y en plenitud. El hombre es ahora, desde la Encarnación, la imagen del humilde establo, el símbolo del miserable pesebre que el Salvador escogió para que le acogiera cuando su venida a este mundo. La perspectiva sanmartiniana, en su fondo, en su esencia, se revela finalmente como una teofanía, una obra de generación de la presencia divina, pues Dios, el Verbo, es sustancialmente Dios en el hombre, Dios manifestado por el hombre, Dios pronunciando su Verbo en nosotros, es Emmanuel, el Elijo amado del Padre surgiendo de las profundidades del abismo insondable de nuestro ser. Si pensamos en ello, por el cumplimiento del nacimiento del Verbo en nosotros el Cielo deja de encontrarse a infinita distancia, cesa de estar disimulado detrás la inmensidad de mundos visibles, se despliega aquí mismo, en nuestro templo interior, en la cámara secreta, en nuestro íntimo; vive por y en nuestro corazón, es real en nuestra alma y esplendoroso en nuestro espíritu: 104

“Sí, hombre nuevo, ese es el verdadero templo en el que sólo podrás adorar al verdadero Dios del modo que él quiere que se haga (...). El corazón del hombre es el único puerto donde el barco, lanzado por el gran soberano a la mar de este mundo para transportar los viajeros a su patria, puede encontrar un asilo contra la agitación de las olas y un fondeadero sólido contra el ímpetu de los vientos” (El Hombre nuevo, § 27).

Entonces, en el segundo mismo en que se produce el Nacimiento del Verbo en el alma se produce una Luz inefable, una fuente desconocida, por la que “ recibimos en nosotros multiplicaciones de santificación, multiplicaciones de ordenación, multiplicaciones de consagración...” (El Hombre nuevo, § 3). Podemos entonces oír resonar en lo interno estas palabras espléndidas: “Oh amigo mío, vamos juntos a preparar altares al Señor. Ve delante a preparar todo lo necesario para celebrar dignamente las alabanzas de su gloria y su majestad. Sirve de órgano a mi obra, para anunciarla al pueblo, lo mismo que yo debo servir a la Divinidad para anunciar a todas las familias espirituales los movimientos de la gracia y las vibraciones de la luz. Y tú, Dios de mi vida, si algún día te complaces en elegirme para ser tu sacerdote, ¡hágase tu voluntad! Todas mis facultades son tuyas. Me prosternaré en mi indignidad al recibir el nombre de tu sacerdote y tu profeta” (El Hombre nuevo, § 3). *

He aquí lo que le sobrevendrá a aquél que habrá dejado a su alma ser Templo del Señor, a aquél que se haya hecho digno de ser visitado por la simiente Divina: tendrá que fecundar el germen de Dios, la Palabra inexpresada del Verbo, porque “Es necesario que esta obra santa se produzca en nosotros, para que podamos decir que estamos admitidos en la categoría de los sacrificadores del Eterno” (El Hombre nuevo, § 16).

Dando vida al Verbo de Dios, a ese Hijo recién nacido “anunciado en nosotros por el Ángel”, concebido en nosotros por el “ alúmbra­ lo s

miento y la operación del espíritu”, reconstruimos, concretamente, el arca santa, levantamos el Tabernáculo sagrado de la Divinidad, lo volvemos a situar en el centro del Templo de la Jerusalén reedificada “místicamente”, restablecemos espiritualmente sobre estas bases todas sus estructuras y partes, lo instalamos solemnemente, acompañados por la benevolente presencia del Ángel del Altísimo, en el centro del Templo secreto para siempre santificado del Eterno nuestro Dios. Tal es la obra a cumplir por los miembros de esta “Sociedad” pen­ sada por Saint-Martin como una Fraternidad del Bien, una Sociedad casi religiosa, a saber la Sociedad de los Hermanos, silenciosos e invisibles, consagrando sus trabajos a la celebración de los misterios del nacimiento del Verbo en el alma; círculo íntimo de los piadosos Servidores de nwrr>, reagrupados, según el deseo mismo del Filósofo Desconocido, y a fin de dar respuesta a su voluntad inicial y prime­ ra, en “Sociedad de los Independientes”, que no tiene “ningún tipo de semejanza con ninguna de las sociedades conocidas” (El Cocodrilo, Canto 14).

*

* ' 4-

“La Sociedad de los Independientes al completo tenía también los ojos puestos en los grandes acontecimientos que estaban ocurriendo; cada uno de los miembros de la sociedad resplandecía de exaltación al ver acele­ rarse así el reinado de un poder justo y el triunfo de la verdad. Se oyeron entre ellos cánticos sagrados entonados por adelantado, y nuevos anun­ cios proféticos sobre los éxitos aún mayores que debían seguir y coronar la buena causa”. (El Cocodrilo, C anto 62)

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PLEGARIA DEL CORAZÓN Y ORACIÓN INTERIOR EN SAINT-MARTIN

“La plegaria es una escalera con la que uno puede elevarse hasta el cielo de los cielos”.

(Pensamientos) “Mi tarea en este mundo ha sido la de conducir al espíritu del hombre por una vía natural hacia las cosas sobrenaturales que le pertenecen por derecho, pero de las que ha perdido totalmente la idea, sea por su degradación, sea por la falsa instrucción de sus maestros. Esta tarea es nueva, pero plagada de numerosos obstáculos; y es tan lenta que sólo será después de mi muerte que producirá los frutos apetecidos”.

(Retrato, 1135)

Decir que la plegaria representa una actividad esencial para Louis-Claude de Saint-Martin, es quedarse absolutamente corto en 107

tanto que el Filósofo Desconocido se nos aparece, de manera evidente, como el ejemplo mismo de un ser que ha fundado su existencia en el diálogo interior entre lo divino y el hombre, hasta tal punto que, en Saint-Martin, el compromiso franco con Dios fue lo único necesario de donde extrajo los recursos imprescindibles que le permitieron, a pesar de la debilidad de su naturaleza física, soportar el tiempo de tránsito en su peregrinaje terrestre. En efecto, durante su breve paso por este mundo, Saint-Martin supo recordarnos, con acierto, que el establecimiento de una íntima relación con el Verbo no es tan solo de naturaleza vital y fundamental, sino que además es un imperioso deber que debemos cumplir, a fin de que nuestra alma sea colmada y saciada por los dones y las luces del Cielo que le faltan por el esta­ do de confusión, de degradación y ruptura que, desgraciadamente, recibimos como triste herencia en nuestro nacimiento corporal por culpa de nuestros primeros padres. Auténtico guía espiritual, el Filósofo Desconocido nos invita a seguir sus pasos por la vía de la plegaria, convidándonos a caminar, a su lado, en profundizar en el conocimiento de Dios. Ya que, para nosotros se trata, no solamente de alimentarnos, en un primer momento, de las soberanas palabras y beneficiosos consejos de Saint-Martin, sino, sobre todo, y conviene insistir especialmente sobre este punto por su carácter eminentemente superior y central, en practicar a nuestra vez el santo ejercicio, en convertirnos, como nos pide encarecidamente Saint-Martin, en asiduos y fieles a la oración; en habituar el alma al divino encuentro. Conservemos así permanentemente en la memoria que la vía de la plegaria interior, como bien enseña nuestro bien amado maestro, es una vía secreta en la que reina el silencio y la luz. Ella es la “vía” por excelencia de volver a encontrarnos con el Señor; aquella, sobre todo, que nos hace “el hermano, la hermana y la madre” (Me 111:35) del Reparador. En realidad, la plegaria es pues, como bien afir­ ma Saint Martin en numerosas ocasiones y a justo título, el cual veía en ello su gran secreto, la sublime y efectiva operación que permite la eclosión, en nuestro interior, de la pura esencia indefinible, de la sutil “Presencia” que es el tesoro del espíritu, aquella que da lugar, en las abisales profundidades de nuestro corazón, para nuestra mayor 108

alegría e inexpresable transformación, al nacimiento del Verbo, de “Aquél” sin el que toda vida es vana - “La Luz verdadera que alumbra a toda la humanidad venía al mundo” (Jn 1:9).

I. LA NECESIDAD DE LA PLEGARIA SEGÚN LA TRADICIÓN Por la lectura de Saint-Martin podemos apercibirnos holgadamente, dado que él mismo se ocupa de volver sobre ello en sus diversos escritos, sobre el carácter imperativo del santo ejercicio que nos fue enseñado, desde el origen de todos los tiempos, por los Patriarcas, los Profetas, los justos y los piadosos, y hasta Jesucristo mismo que se nos muestra rogando al Padre ante nuestros ojos en numerosos pasajes de los evangelios, invitándonos directamente, como él, a dirigir nuestras apremiantes demandas a Dios38. Sabemos, efectivamente, que una de las formas principales de la plegaria es, precisamente, la plegaria petitoria39 a la que hace alusión Jesús, lo que no excluye, ni 38 Recordemos algunos pasajes emblemáticos, ciertamente muy conocidos pero que resulta útil citar una vez más: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; golpead, y se os abrirá. Pues todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que golpea le será abierto, kO quién es entre vosotros el hombre a quien su hijo le pida pan, y le dé una piedra? ¿O le pida un pez, y le entregue una serpiente? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar buenos dones a vuestros hijos, écuánto más dará buenas cosas a los que le piden vuestro Padre que está en los cielos?" (Mt VII:7-11). Igualmente, y en varias ocasiones en el evangelio de Juan: “Si permaneciereis en mí, y mis dichos permanecieren en vosotros, pedid lo que queráis y se os logrará” (Jn XV:7); “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os puse para que vosotros vayáis y produzcáis fruto, y el fruto vuestro permanezca, para que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo conceda.” (Jn XV: 16); “...En verdad, en verdad os digo: si algo pidiereis al Padre, os lo dará en nombre mío. Hasta ahora no habíais pedido nada en mi nombre: pedid y obtendréis, para que sea colmada vuestra alegría” (Jn XVI:23-24). 39 La plegaria petitoria ha sido objeto de frecuentes cuestionamientos y debates por parte de los doctores de la Iglesia que veían ciertas dificultades en el hecho de que sea posible, eventualmente, “influenciar” a Dios, casi desde “el exterior”, por la expresión de formulaciones sostenidas e insistentes. Ahora bien, parece que el asunto, desde un estricto punto de vista teológico, sufre de una premisa errónea puesto que se deja engañar sobre la naturaleza de la eternidad de Dios que no ignora, evidentemente, todas las acciones y pensamientos, pasados, actuales y futuros de los hombres, acciones y pensamientos que engloban la multitud de plegarias, súplicas y demandas expresadas en toda su diversidad a través de todas las épocas, en la que todo es en perpetuo y permanente sobrenaturalmente presente, y la condición temporal de

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mucho menos, la importancia de la plegaria de acción de gracias y la plegaria de alabanza, que ocupan un lugar significativo en las secre­ tas relaciones que las criaturas mantienen con Dios. Sea cual sea su forma, y según los consejos recibidos del Reparador, respondiendo por otra parte a su primer mandato: “...y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Me XII: 30), la plegaria es la actualización concretada de ese impulso inicial de amor, que realiza, desde aquí abajo, la divina relación que el alma busca mantener con su Principio, y que aspira justamente a compartir por la eternidad en el seno de la Divinidad. Nos es preciso pues, en nuestro pobre estado, rogar siempre y sin interrupción, “Oportet semper orare, et non deficere (para que oraran siempre, y no desmayaran)” (Le XVIII: 1), ya que, como bien nos fue indicado por Jesús, dado el carácter corruptible de nuestro ser: “Velad y orad para que no entréis en tentación; el espíritu es dili­ gente, pero la carne es flac a ” (M t X X V I:4 1 ).

El Apocalipsis nos enseña, confirmando el carácter superior de la oración, que los ángeles, en el cielo, se sitúan ante el Cordero, teniendo cada uno copas de oro plenas de perfumes, que son las plegarias de los santos: “Habentes singuli citharas et philas aureas plena odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum (Cada uno de ellos tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, las cuales son las oraciones de los santos)” (Ap V:8). Al respecto, en sus preciosos Comentarios sobre las santas Escrituras, Cornelius a Lapide nos precisa: “L a s plegarias, sobre todo las de las alm as fervientes, son com pa­ radas a un delicioso perfum e extendido. En efecto, la plegaria sube com o el incienso hacia los cielos, ella expande olorosos perfum es; com o el incienso m ata el m al olor, a s í la plegaria m ata el olor infecto del pecado, m ata los dem onios y calm a la cólera de D ios. E l incienso

estos mismos hombres, condición marcada por la contingencia y la finitud, lo que les autoriza perfectamente, y de pleno derecho, a formular requerimientos relacionados con su situación que soportan con pena, en las lágrimas y el sufrimiento.

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quema y hum ea el fuego; igualmente la plegaria se inflam a en el fuego de las tribulaciones. L o s perfum es se componen de arom as m olidos; a sí la plegaria debe partir de un corazón humilde y m ortificado. Amor­ tajam os los m uertos con arom as p ara preservarlos de la corrupción; igualm ente es preciso am o rtajar el alm a en la plegaria, para que no salga, y se conserve en la incorruptibilidad”40.

San Juan Crisóstomo (+407), por su parte, afirmará que la plegaria hace de nosotros templos de Jesucristo: “Oratio nos constituit templa Christi”41; para San Efraín (+373) “es la guardiana de la templanza, el sello de la virginidad, la guardiana de aquellos que dormitan, el consuelo de los afligidos, el recurso de aquellos que lloran, el buen fin de los moribundos, el tesoro incomparable de la vida”42. San Agustín (+430) por su parte dice: “ la fortaleza de las alm as piadosas, las delicias del ángel guardián, el suplicio del demonio, un servicio agradable a Dios, la gloria perfecta, la esperanza asegurada, la curación superior”43.

Coloquio divino, preludio de beatitudes eternas, ocupación con­ tinuada de los ángeles, la plegaria es verdaderamente la única arma de triunfo que el hombre posee, el milagroso remedo contra las tribulaciones, la corrección del alma, su verdadera fecundidad, su alegría y su júbilo, el medio para abrazar al Espíritu Santo en nuestros corazones. A menudo comparada con la benefactora escarcha que atempera los calores del verano y refresca los cuerpos, la plegaria, esta familiar reunión con Dios, reabsorbe el fuego devorador de la pasión que se apodera del espíritu. Respiración del alma, la plegaria obtiene la gracia, es la escala de Divinidad por la cual los hombres suben de la tierra hacia la santa colina de Sión, y por la que, a su vez, los ángeles descienden hasta nosotros para instruirnos y asistirnos en 40 Cornelius a Lapide, Comentarios sobre las santas Escrituras, traducción del abad Barbier, Julien Lanier, 1856, t. IV, págs. 138-139. 41 San Juan Crisóstomo, Lib. II de Orand. Dom. 42 San Efraín, Trac. De Orat 43 San Agustín, Ad Prob.

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nuestras obras. Cadena de oro que une el hombre a Dios, la plegaria es el fundamento de la fe; libera de las tinieblas44. Es por la plegaria que Josué consiguió detener el sol en mitad de su curso45 y verá Daniel cómo el ángel Gabriel le instruye cuando estuvo en plegaria sobre la santa montaña de Adonai46. San Juan Clímaco (hacia 575-650) nos enseña, con instructivo acento, que la plegaria, sabrosa unión del hombre con Dios, “es la conservación del m undo, la reconciliación con D ios, la m a ­ dre y la hija de las lágrim as, la remisión de los pecados, el sosiego, el oficio de los ángeles, el alim ento de todos los espíritus, la obra para la eternidad, la reconciliación de las gracias divinas, la perfección espiri­ tual, el alim ento del alm a, la luz del espíritu, el espejo de la perfección religiosa, la explicación de las profecías, el sello de la gloria eterna” ''7.

El santo tendrá incluso esta bella expresión, que de algún modo hace eco al Filósofo Desconocido: “ O rando enviam os hacia D ios el soplo del deseo (...) aspiram os a D io s ”48.

II. LA ORACIÓN EN TANTO QUE REVELADORA DE LA ALIANZA Lector atento de las Escrituras, las cuales abordaba en su original hebreo49, al igual que de los Padres griegos y latinos de la Iglesia, Saint-Martin no ignoraba pues que la plegaria poseía las cualidades 44 «Et eduxit eos de tenebris et umbra mortis, et vincula eorum disrupit» (Salmos CVII: 10-13). 45 “Detente, sol, sobre G abaón...” (Jos X:12). 46 “Aún estaba hablando, rogando y confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel, y presentaba mi súplica ante Yahveh, mi Dios, sobre la santa montaña de mi Dios, y todavía yo profería mi plegaria, cuando aquél hombre, Gabriel, que yo había visto en visión al comienzo, volando raudo, llegó a mí en el momento de la ofrenda de la tarde” (Daniel, IX, 20-21). 47 San Juan Clímaco, Grad. XXVIII. 48 Ibíd. 49 Llegado a Lyon, en julio de 1785, para hacerse recibir por Jean-Baptiste Willermoz en la “Sociedad de los Iniciados” o “Iniciación”, círculo secreto, que culminaba

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que acabamos de evocar, sabía pertinentemente que el “secreto del avance del hombre consiste en su plegaria”™, que ahí residía su tesoro y su vida, su fuente de luz; “la oración”, dirá, “es la respiración de nuestra alm a”5\ Insistiendo una vez más, queriendo hacernos probar las magníficas virtudes que se abren cuando el hombre se retira en sí mismo, aislándose del ruido, para establecer una dulce conversación con el Eterno, Saint-Martin escribe: “La verdadera oración es hija del amor. Es la sal de la ciencia; germina en el corazón del hombre, como si de su terreno natural se tratara. Transforma todos los infortunios en delicias; porque es hija del amor; porque hay que amar para rezar, y hay que ser sublime y virtuoso para amar”5 12. 5 0

Sublime y virtuoso, cualidades primeras del amor auténtico, atributos indispensables al hombre de plegaria, ya que esta sublimidad y esta virtud son los instrumentos por excelencia que permitirán preparar el alma para la recepción de las gracias del Altísimo que, por otra parte, es lo “Sublime” en tanto que tal: “lo sublime es Dios y todo lo que nos pone en relación con Él. Lo sublime es Dios, porque Dios es lo más grande y el más elevado de los seres”53.

Este carácter de sublimidad de la plegaria, nos es recordado por otra parte en términos extremadamente fuertes por Saint-Martin en un texto magnífico, texto que podemos considerar como un verdadero la logia la Beneficencia, círculo que aprovechaba de las revelaciones de un Agente Desconocido que no era otro que Marie-Louise Catherine de Monspey, canonesa de Miremont; Saint-Martin hizo preceder su llegada por el envío en diligencia de una caja, que llevaba la inscripción “A.A.”, comportando un conjunto de libros, entre los cuales había una Biblia hebraica que utilizaba regularmente para sus estudios e investigaciones tocantes a los misterios contenidos en las santas Escrituras, así como varios diccionarios de hebreo. 50 El hombre de deseo, Lyon, 1790, pág. 165. 51 Pensées titrées d’un manuscrit de Mr St. Martin, en Oeuvres posthumes, Tours, Létourmy, 1 8 0 7 ,1.1, pág. 213. 51 El hombre de deseo, op. cit, pág. 72. 53 Ibíd. págs. 243-244.

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pequeño tratado de vida interior, en el que alienta al lector a redoblar la energía en su práctica, haciéndole ver, desde una perspectiva nueva y original, los inestimables efectos de la actividad rogativa: “Si la n aturaleza es com o la iniciación de todas las verdades, la plegaria es com o su consum ación, porque las comprende en ella. iY por qué encierra en ella todas las religiones ? Porque em papa nuestra alm a de ese encanto sagrado, de esa m agia divina que es la vida secreta de todos los se re s...” 54

Más adelante, Saint-Martin nos precisa: “L a plegaria es una vegetación, ya que ella es el desarrollo laborioso, progresivo y continuado de todos los poderes y todas las propiedades divino-espirituales y naturales, tem porales, corporales, gloriosas del hombre, que han quedado reservadas y sepultadas p or el pecado” 55.

Nada hay de más necesario y esencial para el Filósofo Desconoci­ do como la plegaria. Como acabamos de descubrir por la lectura de estas líneas56, nos la presenta como la principal religión del hombre, ya que ella es la única que posee, según él, el extraordinario poder de religar dos de nuestros órganos, que para nuestra más terrible aflicción frecuentemente están totalmente disociados, alejados y se­ parados, y que son nuestro corazón y nuestro espíritu, los cuales, en favor de la superficial agitación mundana, se oponen en una lucha estéril y nefasta, o bien, peor aún, se ignoran en una indiferencia con pesadas consecuencias negativas desde el punto de vista espiritual. Saint-Martin nos permite pues alcanzar esa conciencia afinada y pu­ rificada, haciéndonos entrever que resulta de la mayor importancia 54La Oración, in Oeuvres posthumes, reedición Colección martinista, Le Temple du coeur, Difusión rosicrucienne, 2001, pág. 42. 55 Ibíd. pág. 48. 56 Para un desarrollo más profundo, tocante a la cuestión de la importancia de la plegaria en Saint-Martin, recomendamos la lectura del estudio de Robert Amadou: “Orar con Saint-Martin”, que fue publicado como introducción a las “Diez Oraciones” escritas por el Filósofo Desconocido (Dix Priéres, Cariscript, Documents martinistes, 1987 &c 1988), estudio que ofrece preciosas aclaraciones concernientes al lugar, la forma, así como el sentido de la plegaria en el teósofo de Amboise.

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reunir en nosotros corazón y espíritu, a fin de que puedan colaborar, uno y otro, en disponernos a la recepción de la gracia divina. Llega incluso a emplear una muy bella imagen evangélica, imagen que hace referencia a una promesa de Cristo, cuando el Señor nos indica que Él estará presente en medio de aquellos que se reúnan en su nombre, para dar una mayor fuerza evocadora a su instructivo discurso: “L a plegaria es la principal religión del hombre, porque ella liga nuestro corazón a nuestro espíritu; y es porque nuestro corazón y nuestro espíritu no se hallan ligados que com etem os tantas impruden­ cias, y que vivim os en m edio de tan tas tinieblas e ilusiones. Cuando, a l contrario, nuestro espíritu y nuestro corazón están ligados, D ios se une naturalm ente a nosotros, puesto que E l m ism o nos ha dicho que cuando dos de nosotros estem os reunidos en su nombre, E l es­ tará con nosotros, y entonces podrem os decir, com o el R eparador: “m i D ios, yo sé que m e satisfa céis siem pre. Todo lo que no salg a constantem ente de esta fuente, fo rm a p arte del rango de las obras separadas y m u ertas” ” 57.

Palabras superiores donde las haya, señalando con qué soberano vigor toda la pobre vanidad de las obras del espíritu no ligadas a esta fuente inefable, a este santo hogar de perfecta unión que nos preserva del orgullo, y nos evita, para la salvación de nuestra alma, agotarnos en una labor que solo conduce a nuestra propia glorificación. Bienhechora acción de la plegaria igualmente, que vuelve a dar vida, reaviva la débil luz que abrigamos en nuestro interior, despierta nuestras almas adormiladas por los sortilegios del enemigo, y sobre todo, y en primer lugar, realiza la eterna Alianza que Dios quiere celebrar con cada uno de nosotros en el silencio de los corazones repletos de su maravilloso amor: “L a plegaria vuelve a ligar nuestro corazón y nuestro espíritu a D ios, y cuando ha abierto en nosotros el hogar divino, nos sentam os junto a él reconfortados, anim ados y vivificados por todas las poten­ cias divinas; todas las bases de la alianza se posan en nosotros, todos 57 lbíd. pág. 51.

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los patriarcas, todos los profetas del Señor, todos los apóstoles hacen cada uno sus funciones en n osotros”5S.

Entonces se lleva a cabo la celebración de las nupcias proclamando “la armonía de la unidad”, la paz vuelta a encontrar y triunfante por el efecto de la benéfica bendición de la Santísima Trinidad.

III. PURIFICACIÓN SACRIFICA!. PREVIA Parece evidente que la llama convincente de Saint-Martin llega cla­ ramente a su lector; en efecto, su lenguaje y la profundidad de su luces son de tal edificante elevación, que no resulta sorprendente que un verdadero deseo de comprometerse en la vía del diálogo divino pueda aparecer en aquél que se muestra sensible a los argumentos del Filósofo Desconocido. Sin embargo, una cuestión surgirá lógicamente en el espíritu de aquél que sienta ésta apremiante atracción hacia la oración, pregunta que podíamos formular así: ¿de qué manera hemos de rezar? ¿Cómo dirigirnos a Dios? ¿En qué estado debemos encontrarnos para hablar con el Eterno? Saint-Martin nos responde inmediatamente en lo que concierne a éste último punto, que va por otra parte a condicionar los precedentes y permitir su realización: “H e dicho y escrito que nuestra plegaria debe ser una acción de gracias continuada, esto no nos sorprenderá en absoluto si reflexiona­ m os sobre nuestra situación en este m undo; en efecto, todos nosotros deberíam os com poner nuestra plegaria, o nuestra continua acción de gracias, de la lista de gracias preservadoras que recibimos. Para ello, será suficiente con que cad a un o se ocupe en enum erar los m ales que no sufre, las tribulaciones de las que está a salvo, las privaciones que se ha ahorrado. (...) si cada uno sigue esta vía, pronto sentirá la alegría, la paz, la consolación; y la m ano suprem a y m isericordiosa llegará incluso hasta preservarle de los m ales considerables que parecen 5 8

58 IbíáL

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inevitables a nuestra naturaleza, pero que, no obstante, nos ocurren por nuestra culpa y nuestras im prudencias”59.

Sin embargo, Saint-Martin no nos oculta que resulta bastante difícil llegar a este estado de consolación, “ hay que comprarlo al precio de los dolores del parto; es por ahí que nos queda el recuerdo del precio que nos ha costado, y que este tesoro se convierte así para nosotros en el precio del am or”60. Este es el estado al que debemos aspirar, el previo indispensable en persecución del comienzo de la plegaria. Podríamos decir que de ésta primera disposición va a depender toda posibilidad de progreso en la vía de la oración, ella va a condicionar la buena travesía de los niveles sucesivos de la plegaria. Así, estamos prevenidos de que nos será necesario aceptar una suerte de “ purgación” espiritual, de auténtica purificación, antes de presentarnos ante el trono del Altísimo, antes de penetrar en el San­ tuario donde el Eterno tiene su morada61. Dios quiere ciertamente hacer alianza con el hombre, pero quiere que esta alianza sea con el 59 Ibíd., págs. 51-52. 60 Ibíd. 61 El Compendio de Teología ascética y mística del Padre Tanquerey (1854-1932), que constituye una autoridad en materia de espiritualidad, retomando las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, reconoce la necesidad de una vía purgativa, antes que pueda desarrollarse primeramente la vía iluminativa, y luego la vía unitiva, que corona el encaminamiento del alma hacia Dios: “La perfección consiste esencialmente en la unión a Dios por la caridad. Pero Dios, siendo la santidad misma, solo podemos unirnos a él poseyendo la pureza de corazón, que comprende un doble elemento, la expiación del pasado y el desprendimiento del pecado y de sus ocasiones para el futuro. La purificación del alma es pues la primera tarea que se impone a los principiantes. Podríamos incluso añadir que el alma se unirá tanto más íntimamente a Dios en la medida que sea más pura y esté más desapegada del pecado. Ahora bien, hay una purificación más o menos perfecta según los motivos que la inspiren y los efectos que ella produzca. La purificación permanece imperfecta si está inspirada, sobre todo, por motivos de temor y esperanza, temor del infierno y esperanza del cielo y los bienes celestes. Sus resultados son incompletos: se renuncia sin duda al pecado mortal, que nos privaría del cielo, pero no se renuncia a las faltas veniales, incluso deliberadas, porque éstas no impiden nuestra salvación eterna. Hay pues una purificación más perfecta que, sin excluir el temor y la esperanza, tiene por motivo principal el amor a Dios, el deseo de complacerle, y por esta misma razón evitar todo lo que pueda ofenderle, incluso ligeramente. Es entonces que se verifica la palabra del Salvador a la mujer pecadora: “Por lo cual te digo que le han sido perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho: aquél a quien se perdona poco, ama poco” (Le VII:47). Es a esta segunda purificación que deben aspirar las buenas alm as” (Ad. Tanquery, Compendio de Teología ascética y mística, Société de S. Jean l’Évangeliste, Desclée & Cié. 1924, págs. 412-413).

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hombre despojado, desembarazado, limpio de mancha, desposeído de sus impurezas, liberado de su vieja corteza fétida y repulsiva. Desea que el hombre sea lavado y bañado en el agua que transforma, que haya cumplido el ritual de las abluciones preparatorias a la recepción de la gracia, como nos indica Saint-Martin, en términos relativamen­ te vivos en las primeras líneas de su libro que se titula, por razones evidentes, El Hombre Nuevo: “La verdad sólo pide establecer una alianza con el hombre; pero ella quiere que sea únicamente con el hombre, y sin ninguna otra mezcla de todo lo que no sea fijo y eterno como ella. Ella quiere que este hombre se lave y regenere perpetuamente y por entero en la piscina de fuego, y en la sed de la unidad; ella quiere que haga tragar cada día sus pecados a la tierra, es decir, que le haga tragar toda su materia, puesto que ahí está su verdadero pecado; ella quiere que el hombre tenga siempre su cuerpo dispuesto para la muerte y los dolores, su alma dispuesta para la actividad de todas las virtudes, y su espíritu a punto para coger todas las luces y hacerlas fructificar por la gloria de la fuente de donde ellas provienen”62. sí-

Como podemos constatar, las indicaciones de Saint-Martin son relativamente taxativas sobre esta cuestión, ya que lo que importa es que el hombre sepa lo que le abrirá las puertas detrás de las cuales se encuentra el camino que le permitirá su avance, el estrecho sendero de la ascensión espiritual. El hombre debe pues aprender: “por dónde debe empezar para llevar el desarrollo de su plegaria y el uso de sus facultades hasta la acción; si quiere que su edificio no esté fundamentado sobre la arena, debe pensar que la obra particular del hombre es una imitación de la obra general; que no obtendrá el fruto de sus obras si no empieza por repetir en él la inmolación del Cordero, porque la obra particular del hombre debe también parir, crear un mundo, es decir, una universal operación espiritual exenta 62El Hombre Nuevo, Biblioteca martinista, Diffusión rosicrucienne, 1992, pág. 7.

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de toda operación de voluntad humana, y que, por consecuencia, el Cordero debe ser también inmolado en él desde el comienzo de este mundo particular que debe ser para él una obra completa”63.

Hablando del gozo por venir que producirá la verdadera plegaria interior del hombre, cuando ésta haya logrado establecer la santa pre­ sencia de Dios en su corazón, Saint-Martin se hace más exigente y no vacila en indicar los rigores de la vía, precisando el precio que nos es pedido por ser admitidos a aproximarnos al Santuario de la Divinidad. No puede haber, llegados a este punto, ninguna concesión, ninguna debilidad, la regla es dura, incluso inflexible, pero esta disciplina es la condición preliminar indispensable a toda vía auténtica y verdadera del espíritu. Sin purificación no es posible penetrar en el seno del íntimo misterio, del todo inconcebible avanzar en el conocimiento de Dios. El espíritu del hombre tiene necesidad de purificación puesto que está manchado, está como marcado y permanentemente mancillado por las terribles consecuencias de la Caída que, desgraciadamente, ha sumer­ gido este universo en las tinieblas de una espesa y angustiosa noche de las que cada hombre lleva en sí mismo el triste e imborrable rastro64. Es por lo que la obra purificadora posee tal grado de importancia, tan

63 La Oración, op. cit., págs. 54-55. 64 Deberíamos inscribir cada palabra, cada frase del texto siguiente de Saint-Martin, por la extraordinaria verdad que encierra transmitiéndonos aclaraciones de inestimable valor sobre el tema de la degradación: “No podrás nunca conocer la plegaria de la penitencia, si no has recorrido el basto campo de la necesidad del primer hombre, el de naturaleza inmortal, espiritual, pensante y hablante, de tu horrible privación que te demuestra tan evidentemente un castigo, por consecuencia una justicia anterior a ti; no podrás nunca conocer la purificación viva y real, si no has pasado por esta penitencia; no podrás jamás conocer tu regeneración sino después de haber sufrido esta purificación o esta penitencia que, por tus llantos, te produce el Bautismo de agua que lava todas las manchas; no podrás nunca ejercer las obras y los dones del espíritu hasta que no hayas sido reinstalado en tus poderes por tu regeneración..." (La Oración, op. cit., pág. 49). Señalemos al respecto que este tema mayor de la de­ gradación tendrá una considerable influencia en el pensamiento de Joseph de Maistre (1753-1821), hasta el punto de inspirarle los pasajes más significativos y contundentes de su obra. No olvidemos que en 1787, Louis-Claude de Saint-Martin, pasando por Chambery para dirigirse a Italia, es acogido por Joseph de Maistre que era desde hacía varios años un vivo admirador de sus obras de las que decía que, ante su per­ fecta ortodoxia, podía comprometerse a suscribir todos sus puntos. Por otra parte Maistre, sin conocer todavía personalmente a Saint-Martin, había ya copiado de su

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necesario que generalmente uno no lo imagina; ella es por tanto la condición de nuestra reconciliación de la que sabemos que está situada en la base de toda empresa superior, que condiciona toda posibilidad de progresión, de toda realización65. Nos es preciso pues, sobre este punto, escuchar las fuertes e impresionantes palabras que Saint-Martin nos destina con gran atención, y tomar conciencia de la postura que las motiva, postura que, ciertamente, nos sobrepasa por ahora, pero que, sin embargo, nos interesa en el más alto grado si queremos, un día, poder gustar y comunicar las alegrías de la Alianza, que están bien lejos de ser accesibles al hombre si no acepta el sacrificio que previamente le está demandado: “Es preciso antes que las gane [las alegrías de la Alianza] por los sudores continuos de su sangre y su espíritu. Es preciso prime­ ramente que sufra por sus propios pecados; es preciso que oiga en él la voz temible de sus pecados, voz mil veces más espantosa que la de todos los males de la tierra; es preciso que sienta el horror de haber podido escandalizar al Ser santo y justo por excelencia, y que se acuerde de lo que dicen las Escrituras: desgraciado aquél que haya escandalizado al menor de sus pequeños. Por consecuencia ¡qué desgracia para aquel que haya escandalizado al más grande de todos! Es preciso que se haga circuncidar en todas las partes de su ser, y que sufra como los Siquenitas las consecuencias dolorosas de la operación durante varios días; es preciso que mesure la miseri­ cordiosa justicia de Dios ultrajada, pues a pesar de que la hayamos escandalizado hasta en su centro divino, no nos castiga, o quizá mejor solo busca corregirnos por las tribulaciones terrestres y las aflicciones corporales...”66. puño y letra tres discursos a los iniciados lioneses: “Las vías de la Sabiduría”, “Las leyes temporales de la justicia divina” y el “Tratado de las Bendiciones” -, Maistre nos indica, en su “Diario inédito”, con fecha 4 de diciembre de 1797: “he dedicado treinta horas y trece minutos a esta trascripción”. 65 “Lloremos, lloremos por nuestra situación aquí abajo; nada resistirá a nuestras lágrimas y a una plegaria sostenida y perseverante. Pero ante todo, olvidémonos de cualquier otra cosa, para sólo tener por meta nuestra obra, nuestra purificación, nuestra reconciliación, nuestra expiación y la adquisición de una sabiduría simple, humilde, propia a todo y siempre dispuesta a sacrificarse” (Pensamientos extraídos de un manuscrito de M. Saint-Martin, [164], en Oeuvres posthumes, op. cit. Pág. 149). 66 La Oración, op. cit. pág. 56.

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Saint-Martin añade estas líneas cargadas de sentido, concernientes al hombre que tendrá que aceptar “circuncidarse en espíritu” según una bella y sugestiva expresión que hace eco de los propósitos de San Pablo en su Epístola a los Romanos67, revelándole el papel exacto y la función que van a ejercer las pruebas purificadoras que tendrá que asumir: “Es preciso que haya así sentido el dolor que el Reparador ha so­ portado y soporta sin cesar por los pecados de los otros hombres; es preciso, que presentándose para entrar al servicio de este buen maes­ tro, se libre con celo y ardor a compartir sus fatigas y sufrimientos; es preciso que sienta que este maestro, incomprensible en su amor, está mil veces más afligido por los males terrestres y espirituales que los hombres se infligen entre ellos; es preciso que se aflija con él, que sufra por aliviarlo, si es posible, que perciba que este maestro divino es consolado en parte de sus sufrimientos por los triunfos que la eterna justicia no deja de lograr y que logra todos los días”6*.

Cuán justa es la observación de Saint-Martin cuando escribe, con visibles sollozos y legítima amargura: “el hombre del torrente no conoce estas útiles progresiones: su cuerpo toma demasiado del espíritu para que su espíritu pueda tomar cuerpo”69.

Por otra parte, no teme en afirmar, en las reflexiones que consti­ tuirán el conjunto designado bajo el nombre de Retrato histórico y filosófico70: “Desgraciado aquél que no funda su edificio espiritual sobre la base sólida de su corazón en perpetua purificación e inmolación por el fuego sagrado” (Retrato, 427). 67 “No es, en efecto, judío el que lo es en público, ni es circuncisión la que se manifiesta en la carne, sino el que es judío interiormente, y la circuncisión es cosa del corazón: no depende de reglas escritas sino del espíritu...” (Rom 11:28-29). 68 La Oración, págs. 56-57. 69 Ibíd. pág. 49. 70 Retrato histórico y filosófico (1789-1803), publicado íntegramente por vez primera, según el manuscrito original, con un prefacio, una introducción y notas críticas por Robert Amadou, Julliard, 1961.

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A este título, subrayamos aquí, no sabríamos cómo llamar suficien­ temente la atención a propósito de las indicaciones que nos confía Saint-Martin en los extractos que acabamos de citar, concernientes a la necesidad de una previa “ inmolación” del Cordero en nosotros, de una auténtica “ circuncisión” en espíritu, de una profunda purificación y reconciliación anterior a toda tentativa de plegaria, es decir, de tener verdaderamente apartado y rechazado sinceramente al hombre viejo corrompido, heredado por todos cuando nacemos, para obrar correc­ tamente, y sobre todo sin peligro, en este “mundo particular” del que sería un gran error subestimar el poder y los efectos desconocidos. Sin duda será provechoso precisar, en este aspecto, que la desconfianza, por no decir más, de Saint-Martin, respecto a operaciones externas que él conocía perfectamente por haberlas experimentado largamente y practicado en su juventud con su primer maestro en Burdeos, es debida, en gran parte, a los considerables riesgos a los que se expone el teúrgo cuando, al evocar ciertos poderes angélicos o espíritus intermediarios, se encuentra que lo hace sin haber velado por la rigurosa pureza de su corazón, pudiendo perfectamente animar y llamar —ciertamente de manera involuntaria pero sin embargo objetiva— a fuerzas temibles, a elementos oscuros y poderes tenebrosos incontrolables, ante los que no estaría en absoluto en situación de controlar y que vería volverse violentamente contra él, con las imprevisibles consecuencias y graves perjuicios que se pueden suponer desde un punto de vista espiritual. He aquí por qué Saint-Martin declaraba, con un sentido agudo de discernimiento sobre estas materias: “E l enemigo puede tom ar todas las form as; puede llegar a im itar h asta nuestras plegarias. E s lo íntimo quien aprende todo y preserva de to d o ”.

(Carta del 26 de enero de 1794) En razón de lo que acaba de ser enunciado, comprenderemos mejor sin duda por qué, para Saint-Martin, es evidentemente lo íntimo quien representa la vía purificada y purificante, la vía de prudencia y amor transformante, pues fundándose en el recogimiento, el silencio y la 122

entrega de corazón, el ser está en la seguridad y la paz cierta junto al espíritu de santidad71.

IV. LA VERDADERA “NADA” Así, cuando el trabajo preliminar ha sido, si no cumplido, al menos sensiblemente puesto en práctica y algo avanzado, ¿qué nos falta hacer entonces? ¿En qué consiste la segunda operación para el hombre de oración que aspira a proseguir su camino? Una corta indicación de 71 Saint-Martin sacará a la luz el hecho, en diferentes ocasiones y en particular cuando su visita en marzo de 1778 a los hermanos del Templo Cohén de Versalles, de que todo trabajo operativo obliga, de manera imperativa, a que sea real la presencia de Dios en el alma, como bien exigía, es cierto, Martines de Pasqually en su tiempo, antes de ser emprendida cualquier acción invocatoria o conjuratoria. Saint-Martin comprenderá rápidamente que esta exigencia preliminar es en realidad, no ya indispensable, sino de hecho “el objeto” mismo, “el objeto” más elevado que pueda esperar “encontrar” y “recibir” el operante en sus prácticas. Desde entonces, le parecerá inútil sobrecargarse con un pesado aparato ritualístico cuando se puede, inmediatamente y sobrenaturalmente, comunicar con las divinas luces del Eterno en la paz serena de la pura interioridad. Como sabemos, Saint-Martin no dudará en afirmar su convicción con fuerza y vigor, a riesgo, en ocasiones, de chocar y sorprender a los adeptos que se aproximaban a él para aprovechar su saber y su ciencia. Recordemos, al respecto, la sorpresa y turbación del hermano Salzac del Templo Cohén de Versalles, en una carta destinada al hermano Disch de Metz, después de la visita de Saint-Martin, en la que había reprochado vivamente a los Hermanos, con cierta energía sin duda, limitarse a una iniciación por las formas, invitándoles a disponerse y abrirse a una comunión intuitiva con las “inteligencias” prodigadas por las bienaventuradas virtudes de “la obra depurada” : “Parece según este M.P.M. [Saint-Martin], escribe el hermano Salzac, que estamos en el error y que todas las ciencias que Don Martines nos ha legado están llenas de incertidumbres y peligros, porque ellas nos confían a operaciones que exigen condiciones espirituales que nosotros no siempre cumplimos. El hermano Mallet ha respondido que, en el espíritu de Don Martines, sus operaciones eran siempre a medias para nuestra salvaguarda, o sea, dos contra dos, por hablar como nuestro maestro, y que por consecuencia, por poco que hiciéramos por completar la quinta potencia que el adversario no podía ocupar, nuestra ventaja estaba asegurada. Pero el M.P.M. de Saint-Martin se obceca en esta última potencia e ignora el resto de la explicación, con lo cual vuelve a poner el coche delante de los caballos. Le hemos hecho observar que nada autorizaba efectuar cambios parecidos o más bien supresiones, que siempre habíamos operado así con el mismo Don Martines [...] El M. de Saint-Martin no da ninguna explicación; se limita a decir que hay por encima de esto nociones espirituales de las que saca buenos frutos, que lo que nosotros tenemos es demasiado complicado y que solo puede ser inútil y peligroso, mientras que lo que él propone es simple, seguro e indispensable. Le he mostrado dos cartas de Don Martines que le contradicen sobre este asunto, pero responde que esto no estaba en el pensamiento secreto de D.M. [...]” .

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Saint-Martin tiene como propósito dejarnos entrever la insospechable tarea que nos espera. “Si el hombre está purificado, escribe, ¿qué es lo que no podrá hacer? Y si está purificado, ¿qué es lo que no hará? Comencemos pues siempre por purificarnos, y no dejemos nunca de pedir que se nos conceda sentir continuamente nuestra insuficiencia e indignidad” (Pensamientos, 32).

Después de ello pidamos la única cosa que legitima la actividad de orar, pidamos, quizá incluso algo ligeramente, pero cuya demanda es en realidad una santa y noble locura, que Dios mismo venga a establecerse en nuestro interior, que Dios venga a orar con nosotros. “(...) Deberíamos pedir que Dios y la plegaria rogasen en nosotros. Podría incluso añadir, precisa Saint-Martin, que puesto que Él nos dijo que cada cosa que pidamos al Padre en su nombre la obtendríamos, será menester que tengamos la ingeniosa fe de pedirlo a Él mismo en su nombre, a fin de que no pueda rechazar nuestra plegaria”72.

El objeto de nuestra plegaria, como nos enseña Saint-Martin en este instante, debe ser Dios mismo, nada menos que Dios, nada me­ nos que el Eterno, pues es cuanto necesitamos, nuestro único bien verdadero. Sólo Dios nos falta, es su ausencia lo que pesa cruelmente sobre nuestros corazones, lo que es el origen de este desierto árido, de estas regiones hostiles en que se han convertido nuestros corazones de pobres seres que somos. Saint-Martin, llegado a esta fase de su discurso, va incluso a emplear una imagen de una rara profundidad metafísica, puesto que nos invita a convertirnos en una “verdadera nada”, y esto para ordenar hacernos conformes a la voluntad de Dios. La expresión puede sorprender, aunque su uso lo podamos encontrar con bastante regularidad en los escritos místicos73, pero con todo, traduce perfectamente en el 72 La Oración, op. cit, pág. 57. 73 Es a San Agustín (354-430) a quien debemos, en los primeros siglos del cris­ tianismo, los elementos iniciales de una espiritualidad del aniquilamiento, que él

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Filósofo Desconocido el carácter propio de la obra que nos incumbe, expresa, a las mil maravillas, el estado al que debemos aspirar para permitirnos recibir a Dios en nosotros, para procurarle un lugar lim­ pio, para ofrecerle la totalidad del espacio de que disponemos, para recibirle por completo y enteramente, a fin de que pueda establecer su morada en nuestro interior y unirse a nosotros. He aquí lo que escribe Saint-Martin al respecto: mismo traducirá en su célebre fórmula: “Noverim Te, ...ut despiciam me”. Habrá no obstante que esperar a los renanos, muy nutridos por la teología de San Dionisio el Aeropagita, para asistir a un desarrollo significativo de este tema como nos muestra Tauler (+1361) cuando sostendrá que el hombre no tendrá “ningún otro ejercicio que considerar su nulidad, su nada... (que) conocerse a sí mismo... que tener una profunda humildad y atenerse a lo que tiene de propio, es decir, su nulidad... (a fin de) que la nulidad creada se hunda en la nulidad increada” (Sermones, Edit. Hugueny, t. II, pág. 237). El bienaventurado Jean Ruysbroeck (1293-1381), por su parte, hará alusión a “la unión perfecta, la unidad sin diferencia que comporta una suerte de aniquilamiento” (Le lime de la plus haute vérité, c. 12 T. II). Más tarde, San Juan de la Cruz (1543-1591), el doctor de la “noche activa de los sentidos y el espíritu” que se obtiene por la consideración de la “nada” de la criatura y del alma, opuesta a todo de Dios, hablará del pasaje en que “aniquilamos los poderes en cuanto a sus operaciones...” (Subida al Monte Carmelo, I, 3, CAPIT. 2). Santa Magdalena de Pazzi (1566-1607), carmelita de Florencia, beatificada en 1629 y luego canonizada por Alejandro VII, en 1699, que marcó profundamente la espiritualidad italiana del siglo xvn, es también un buen ejemplo de esta vía del aniquilamiento de la que dan testimonio estos escritos, y en particular los relatos que nos deja de sus sorprendentes visiones: “Desgraciada de ti alma mía, si no renuncias por completo a ti misma, pues, sin ésta renuncia, serás objeto de odio y de asco por el mismo infierno. Y si no te despojas de tu amor propio, serás la abominación, no solamente del Verbo, sino del Demonio... El Verbo se cumple en el aniquilamiento de su Esposa... ¡Oh!, cuán son de amargas las aguas en que me sumerjo, cuando considero los años de mi vida tan infelizmente empleados en ofenderos. Y por tanto debo sumergirme y Vos mismo me sumergiréis, a fin de hacerme conocer lo que soy. —El Verbo me ha echado al fondo del mar—. ¡Gracias, gracias, Señor!; mejor prefiero, sin ofenderos, estar sumergida en el fondo del Infierno” (Opere di S. María Magdalena de Pazzi dai manoscritti originali, 7 vol. Florencia, 1960-1966). En Francia, es Benito de Canfeld (15621610), capuchino inglés y principal teórico de la mística abstracta y esencial de la unión con Dios quien, en la exposición de su Regla de Perfección (1609), señalará la importancia del aniquilamiento voluntario: “Uno solo puede encontrar a Dios en él por la continua pérdida y aniquilamiento de uno mismo”. San Francisco de Sales (1567-1622) hará por su parte referencia a la necesidad de “aniquilarse y renunciar a uno mismo...” (Óeuvres, Edit. D’Annecy, T. 6, pág. 21), y evocará un grado en que la voluntad es “no solamente conforme y sujeta, sino absolutamente aniquilada en sí misma y convertida en la de Dios” (Traité de l’Amour de Dieu, I, 9, capít. 13). Después de su mandato, Santa Juana de Chantal (1572-1641), declarará: “Es preciso grabar en nuestros corazones este deseo de aniquilarnos en todo (...) es preciso aniquilarlo todo a imitación de la aniquilación del Hijo de D ios” (Oeuvres, Pión, t. II, 1875, pág. 167). Igualmente, en su Palacio del amor divino (1613), el Padre Laurent de París

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“Las Escrituras nos dicen que el Espíritu Santo ora sin cesar en nosotros con gemidos inefables. Si esto es así, no tenemos otra cosa que hacer que favorecer que Dios mismo ore así en nosotros, pues, si ora por todas partes en nosotros y en todas las facultades de su ser, seremos entonces nosotros la verdadera nada que debemos ser para consigo, y no dejaremos de oír continuamente las diversas y divinas plegarias que hará en nosotros y para nosotros, y solo sere­ mos el objeto, testimonios y signos vivos para instruir a las regiones externas”7*.

Vertiginosa perspectiva e increíble demanda que no dejan de turbar al ser, pero que sin embargo son las exigencias de una efectiva ple­ garia que se sitúa al nivel del deseo divino, que acepta subirse hasta el centro de la inmensa Caridad, que comunica con la sobre esencial plenitud de la Verdad. He aquí lo que significa convertirse en “Cordero”, que es el sentido preciso del sacrificio purificador que previamente es exigido a toda recepción del Espíritu de Verdad: “Tenemos todos un Cordero por maestro, y solo será cuando nos hayamos hecho corderos como él que nos reconocerá como sus discí­ pulos y sus hermanos”75. (hacia 1563-1631), capuchino, dedicará un largo capítulo a la nulidad del hombre, y estudiará con atención las “diversas suertes de aniquilamiento”, del mismo modo que el cardenal de Bérulle (1575-1629), en su Breve tratado de la abnegación interior, sostendrá: “Es el aniquilamiento en nosotros mismos lo que nos hace participar del Yerbo en la Encarnación” (Opuscule CXXXII, col. 1165, c 914). Finalmente, cómo no citar a la Sra. Guyón (1648-1717), que hizo del aniquilamiento y la anulación dos de los temas mayores de su doctrina del “puro amor”, mostrando que la anulación “es una forma de plegaria y de sacrificio” (Moyen Court, capít. X X ), y “el último grado de purificación pasiva del alma después de la muerte y la putrefacción” (Torrents, I a parte, capít. 8). Fenelón (1651-1715), el muy sutil arzobispo de Cambrai, que estará profundamente marcado por la influencia guyoniana, no dudará, por su parte, en afirmar en una de sus cartas de dirección espiritual: “Sed una verdadera nada en todo y por todo, y no hay más que añadir a esta pura nada. Es en la nada que no hay ninguna presa. No puede perder nada. La verdadera nada no resiste nunca y no hay un yo del que se ocupe. Sed pues nada, y nada más allá; y seréis todo sin soñar en serlo. Sufrid en paz; abandonaos; id como Abraham, sin saber dónde (...) sin reservas yo os conjuro” (Correspondencia, 1690). 74 La Oración, op. cit. Págs. 57-58. 75 Ecce homo, IX, Edit. Demeter, 1987, pág. 38.

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Este sacrificio superior nos hace, a nuestra vez, ser un nuevo cordero a imitación de aquél que vino bajo esta forma para liberar­ nos del pecado, aceptando convertirse en una “verdadera nada”, en “descrearse”, en aniquilarse76. Es consentir en extraerse de las cadenas materiales que nos clavan a la pesada prisión de la carne en la que lamentablemente estamos sumidos. Es no temer librarse en holocausto a fin de que sean rotas las determinaciones ante las que nos doblega­ mos y expiramos cada día, reteniéndonos encarcelados, obligados y amarrados en las insoportables garras temporales. Convertirse en “nada” es romper definitivamente con el errar es­ piritual, es combatir, con las armas celestes y la viva fe sobrenatural, el determinismo material que nos encierra por todas partes. La obra de “nada” es pues, muy al contrario de una obra de nada, una obra que tiende a la manifestación de la perfección del Amor.

V. EL “SUBLIME ABANDONO” La obra de plegaria, para Saint-Martin, como descubrimos, es pues previamente una vía de aniquilamiento, pues ella es en sí misma, en su sorprendente perspectiva, un camino al final del cual Dios mismo viene a orar en nosotros, haciéndonos pasar de la servi­ dumbre ante la muerte a las promesas de la resurrección. Aceptar convertirse en una “verdadera nada”, según expresión del Filósofo Desconocido, es permitir la eclosión divina, es asistir en sí mismo a la transformación de los elementos mortales en una sustancia de inmortalidad. 76 Recordemos al respecto que San Pablo evocará, en la Epístola a los Filipenses, hablando de la Encarnación de Jesucristo, un acto de “kenose” , palabra griega que significa “vaciarse”, despojarse. La Segunda Persona de la Trinidad, renunciando a su condición divina, es en efecto venida entre nosotros para tomar la condición de esclava, se ha deslizado bajo los rasgos de una misma e idéntica naturaleza corporal, y ha vivido, durante su existencia terrestre, entre nosotros como uno de nosotros. El apóstol Pablo escribe: “El cual, estando en forma de Dios, no consideró usurpación el ser igual a Dios, pero se despojó totalmente a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejanza de hombre; y hallado en su figura como hombre, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 11:6-8).

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“H e a q u í el verdadero abandono, nos revela Saint-M artin, he aq u í este estado en el que nuestro ser es continua y secretamente llevado de la m uerte a la vida, de las tinieblas a la luz, y si podem os decirlo, de la nada a l ser; p asaje que nos llena de adm iración, no solam ente por su dulzura, sino p or lo bien que esta obra queda en la m ano divina que la opera y que, felizmente para nosotros, nos es incomprensible, com o todas las generaciones en todas las clases lo son respecto a los seres que son sus agentes y sus ó rg a n o s...” 777 8

Incomprensible generación divina, cuya operación escapa incluso a Dios: “ no tem o incluso en adelantar, sostiene Saint-M artin, que D ios se arrebate perpetuam ente en su propia generación, sino que si él la comprendiera tendría un comienzo, puesto que su pensam iento sería anterior a esta generación... ” 7S.

Lo que se cumple en el corazón del hombre, por efecto de este aniquilamiento, responde pues a un orden tan absolutamente elevado que apenas se puede anunciar el misterio. Los frutos del abandono son de tal naturaleza, de una tal superabundante gracia, que el es­ píritu es súbitamente embargado por una turbación que se justifica holgadamente, pero que no se encuentra en situación de velarnos completamente el carácter extraordinario de lo que se desarrolla en lo interno. El sentido propio de la plegaria del corazón, para Saint-Martin, el fruto de la oración interior, está precisamente situado en el cumplimiento de esta casi “invasión” divina de la que somos objeto por la sorprendente llegada, a nuestro fondo, del Increado, de lo que sobrepasa todo entendimiento y toda razón, es decir, del Verbo eterno que viene a pronunciar su inestimable Palabra en el centro de nuestro centro, en este Santuario en el que sólo debe reinar el deseo de Dios. ¿Qué nos descubre Saint-Martin que sea tan penetrante y estupefactivo para probar, hasta tal punto, al hombre de deseo, y de algún modo hacerlo tambalear? Simplemente que cuando 77 La Oración, op. cit., pág. 58. 78 Ibíd.

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“tenemos la felicidad de llegar a este sublime abandono, el Dios que hemos obtenido por su nombre, según su promesa, este Dios que se ora a sí mismo en nosotros, de acuerdo a su fidelidad y su deseo universal, este Dios que no puede ya dejarnos, puesto que viene a poner su universalidad en nosotros, este Dios, digo, hace de nosotros el habitáculo de sus operaciones”19.

Qué alegría, qué inmensa felicidad resulta del “sublime abandono”7980, qué inconcebible maravilla que Dios consienta en habitar el corazón del hombre, en instalar su Templo, para que se celebre el verdadero culto de alabanza e invocación en el centro más íntimo y más cerrado

79 Ibíd., pág. 59. 80 Al igual que la noción de aniquilamiento, el tema del abandono ocupará un lugar central en el seno de la espiritualidad cristiana en la época clásica en Europa, espiritualidad que reinaba sobre los espíritus y se imponía ampliamente en tiempos de Saint-Martin. Viniendo del latín resignatio, que volvemos a encontrar en diversas ocasiones en la Imitación de Jesucristo de Tomás de Kempis (“devera resignatione sui ipsuis” ; “de pura et integra resignatione sui ad obtinendam cordis libertatem”, I. III, capít. 37), se le reconocen dos sentidos principales a la palabra abandono: un sentido pasivo y un sentido activo; sentido pasivo cuando es el alma la que real­ mente, o en apariencia, se abandona a Dios, y sentido activo cuando es la criatura la que se abandona a Dios. En los principales tratados de teología mística, hasta el siglo xviii, encontramos de manera equivalente “abandono” y “abandonamiento”, que poseen una y otra el mismo sentido. Así el Padre Bidet (1569-1639) habla de los “inefables abandonos de Jesucristo ”, y Bossuet (1627-1704), en su sermón del Viernes santo de 1660, evocará el “abandono de Jesucristo en la cruz”. La vía espi­ ritual, creen los doctores, en tanto que ésta hace encontrarse dos voluntades, la de Dios y la nuestra, consiste, puesto que la voluntad de Dios la lleva infinitamente en la obra de nuestra santificación, en dejar a esta voluntad divina dirigirnos. Nos es preciso pues “uniformarnos” a la voluntad de Dios, entregarse uno mismo a Dios con confianza y desapego, pues el abandono conduce con seguridad a la perfección del santo amor, permitiendo al alma expresar su propio amor de Dios. El Padre Jean de Berniéres (1602-1659), del que el Padre de Caussade (1675-1751), en su bello opúsculo sobre el Abandono a la Providencia divina (1740), volverá a tomar sus grandes principios, sostiene: “No puedo querer más ni en el cielo, ni en la tierra, por santo que pueda llegar a ser, mi voluntad me parece perdida en la de Dios: (...) sólo puedo querer lo que Dios quiere de mí, o mejor aún, dejar de querer por mí, dejándome en una gran pasividad” (Oeuvres spirituelles, 1670, pág. 264). La imagen del santo amor, Nuestro Señor Jesucristo, evidentemente, ofreciendo él mismo el perfecto ejemplo, verdadero modelo de abandono en cada una de las etapas de su vida terrestre, del pesebre, pasando por su infancia hasta los terribles dolores de su Pasión durante los cuales entregará su espíritu entre las manos del Padre. En varias ocasiones, en los evangelios, Jesús pronuncia palabras de abandono: “...pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Le XXII:42), “...pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt, XXVI, 39); por otra parte, le vemos recomendar el abandono

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de su criatura. Abandonarse es, pues, hacerse accesible, abierto y disponible a aquél que aspira a instalar su residencia en nosotros, es evacuar lo que obstruye y ocupa el espacio de este corazón vivo, verdadero Templo de la Divinidad, el Santuario de esenciales liturgias dirigidas hacia aquél que es el Santo, el Altísimo y el Todopoderoso Dios, el Eterno, cuyo Nombre sea bendito. Como Saint-Martin nos dice con razón: “Feliz el hom bre que la D ivin id ad se digna en escoger p ara hacer un tem plo en el que E lla venga a invocarse p o r su propio nom bre y ju rar en su propio nom bre que E lla velará sobre ese tem plo, y que lo em pleará p ara la ejecución y cum plim iento de todos sus d eseos ” 81.

a Dios en las cosas temporales (Mateo, VI, 25-34), (Lucas, XII, 22-31), y las pala­ bras del Padrenuestro son al respecto significativas: “Fiat voluntas tu a...” San Nilo (siglo iv), comentando el Padrenuestro, decía: “No pidáis que vuestra voluntad se cumpla; pues ella no es plenamente conforme a la voluntad de Dios; sino usad más bien en vuestra plegaria las palabras que habéis aprendido: “que sea hecha tu volun­ tad en mí”. Pues en todo, Dios busca vuestro bien y lo que es útil a vuestra alm a” (De oratione, capít. 31, PG 79, 1173B). Podemos leer con provecho, tocante a esta cuestión, una carta poco conocida de Kirchberger (1739-1799), el corresponsal bernés de Saint-Martin, carta destinada a Gertrude Sarasin que aporta magníficas aclaraciones sobre el cumplimiento y los frutos del necesario abandono: “De lo que se trata es de obtener de nuestras pasiones, [...] de nuestra imaginación, de nuestra propia voluntad, un perfecto silencio. Entonces, adentraos en vuestro propio corazón y echaos en brazos de vuestro bien amado Reparador con un abandono perfecto. Que él os conceda los favores o que os los suspenda, dejad esto a su sabiduría y voluntad; contemplad cómo no mereciendo sus favores los recibís, pedidle que sea vuestro guía y vuestro sostén. Esta voluntad se hará oír en el silencio en el fondo de vuestra alma por una vía dulce y casi imperceptible, acostumbraos a escucharla y a seguirla [...] Una oración permanente, un amor sincero por Dios y para los hombres [...] he ahí el camino que tarde o temprano os conducirá a buen puerto. Si seguís esta ruta pura y simplemente, estoy íntimamente convencido que llegará el día en que beberéis del agua viva, de esta agua que se convertirá en vosotros en fuente que manará hasta la vida eterna, y beberéis de ella con deleite. Me preguntaréis, équé puede ser esta bebida divina f Prometedme que ninguna mirada profana no verá nunca estas líneas, y entonces os diré: esta agua que únicamente puede apagar la sed de vuestra alma, es la humanidad santa, el cuerpo glorioso de Nuestro Señor, que no es solamente un espíritu sino una sustancia esencial bajo la envoltura angélica del Elemento puro, que puede ser visto, tocado y sentido (Le XXIV: 3 9). Esta sustancia tan sutil que puede atravesar los cuerpos más opacos, como los rayos del sol atraviesan un hielo transparente [...], puede unas veces mostrarse y otras hurtarse a vuestra vista (Le XXIV:31). Es esta sustancia que hace el verdadero alimento de la Fe. Nuestro Señor mismo nos revela este gran misterio (Jn V I:51)” (Carta de Kirchberger a Gertrude Sarasin, 17 de enero de 1795). 81 Ibíd., pág. 60.

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Ciertamente la responsabilidad es grande y la tarea difícil para aquél que vea a Dios descender hasta él, también, cuán superiores las gracias y frutos que acompañarán los efectos de su “sublime abando­ no”, sobre sus penas y sus dolores, cuanto más dulce sea el precio de su muy puro abandono sobre sus sufrimientos, aquél que vea a Dios venir a orar en él y dirigir, él mismo, el altar en que será celebrado su Nombre, altar en el que son, noche y día, quemados los aromas que celebran su grandeza y su santidad8283. “Deberá atenerse a trabajos penosos y a una gran esclavitud a las órdenes de su maestro, no oculta Saint-Martin; pero por más que esta fidelidad y exactitud sean indispensables, incluso en el orden humano, por cuantos dulzores y recompensas deba esperar aquél que la emplea, no estarán por encima de los servicios que le rendirá. Estos dulzores pueden extenderse hasta el punto de que el hombre no tenga necesidad de pedir a este Dios el venir a invocarle en él en su propio nombre; sino que este Dios de amor y de deseo venga de él mismo y sin esperar la súplica del hombre que no tiene entonces otras plegarias que hacer que plegarias de acción de gracias y júbilo. No tiene incluso necesidad de decirle, como en las Escri­ turas: ora sin cesar, pues él siempre permanece en él, y no puede morar sin orar y sin hacer brotar universalmente su eterno deseo; es decir, sin hacer llover sobre nosotros, y hacer correr en nosotros olas de mundos espirituales y de cantidades siempre innumerables de universos divinos”33.

82 Saint-Martin afirma que la puesta a disposición de nuestro corazón entre las manos de Dios, para que pueda venir a establecer en él su morada y orar, es la marca que prueba la verdadera fe, de la que éste “ desapropiarse” es signo de puro deseo: “Es entonces que sentirás lo que es la verdadera fe, que no es otra cosa que ver a Dios como propietario de la casa que tú le cedes por el pacto que juntos habéis hecho; que por consecuencia debes dejarle entera y plena libertad para usar a su gusto lo que compone esta casa; en fin, que esta verdadera fe con­ siste en que no haya un solo punto de ti mismo que te reserves y del que conserves la menor propiedad, puesto que es Dios mismo, su voluntad, su operación, su espíritu quien debe ocupar y llenar todos estos puntos que te constituyen, habida cuenta que han pasado a ser de su propiedad y ya no pueden ser de la tuya” (La Oración, op. cit. Pág. 63). 83 La Oración, op. cit. Pág. 60.

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VI. ORIGINALIDAD DE LA ORACIÓN INTERIOR SANMARTINIANA La oración para Saint-Martin consiste no tanto en rogar a Dios, como en dejar que Dios ore en nosotros. La verdadera originalidad de la ple­ garia sanmartiniana se sitúa en esta profunda y radical modificación de punto de vista, este “descentramiento” , que no dirige más su atención sobre lo que el hombre hace o no hace en su plegaria, sabiendo que la oración de recogimiento de los místicos participa más de la pasividad que de la acción, sino de lo que, precisamente, Dios hace en el corazón del hombre. A este título, podríamos decir, en lenguaje teológico, que la oración sanmartiniana es una oración infusa84, en la cual y por la cual es Dios mismo quien es el agente directo de la plegaria, el verdadero agente de la actividad oratoria. Esto nos es confirmado en numerosas ocasiones por Saint-Martin en sus escritos, y hace de ello, sin lugar a du­ das, la clave fundamental de lo que él entiende por la palabra “oración” : 84 En el seno de los grados de perfección, en la relación del alma con Dios, se distinguen varios niveles de oración que representan, en realidad, diferentes estados o etapas en la intimidad de la criatura con Dios. Generalmente se guarda la progre­ sión siguiente, que va de la meditación discursiva y razonada, a la oración afectiva u “oración del corazón”, primer estado de la vía contemplativa “adquirida” y no “infusa”, es decir, obtenida por sus propios esfuerzos, en el que el alma se dirige dulcemente e insensiblemente hacia una oración constituida por un mayor despojamiento y simplificación de los poderes y facultades, nombrándose precisamente por esto: “oración de la simplicidad”. Esta oración prepara y dispone favorablemente a la contemplación infusa a la cual el alma es conducida, cuando “complace a Dios”, bajo la influencia del Espíritu Santo. Se debe tener presente que la contemplación, u oración infusa, o pasiva, es puramente gratuita, ella es un don absoluto y entero, pues la criatura, por su estatuto ontológico, no se encuentra en medida de procurársela por sus esfuerzos personales. Podemos pues definir esta oración infusa como siendo una suerte de contemplación en la que la simplificación de los actos intelectuales y afectivos resulta de una gracia especial y particular, gracia de naturaleza operante, que nos capta y nos hace recibir un conjunto de luces que Dios opera en nosotros de manera inefable con nuestro consentimiento. Así pues, esta oración es dicha infusa, no porque proceda ella misma de virtudes infusas, puesto que la contemplación adquirida proviene también de ella, sino porque nos es totalmente imposible de producir estos actos, incluso con la gracia ordinaria. Sin embargo, resulta evidente que no es sólo Dios quien actúa en nosotros en este estado, lo hace con nuestro acuerdo, en el sentido de que recibimos libremente lo que nos da. Si nuestra alma, en la oración, bajo la influencia de la gracia operante de la que nos aprovechamos, es dicha pasiva, es porque la recibe de los dones divinos; pero, recibiéndolos, da su consentimiento. Esta oración infusa es dicha también sobrenatural, pues lo es a doble título, no solamente como los otros actos sobrenaturales, sino porque Dios opera en nosotros de una manera particular invisible e inefable.

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“La única oración que tendríamos que hacer sería la de trabajar continuamente en no impedir que ore en nosotros aquél que no puede dejar de orar por nosotros, ya sea en nosotros, ya sea fuera de nosotros. Pues es en nosotros que él prefiere orar, puesto que somos su oratorio, pero cuando no le dejamos el acceso libre, va a orar fuera de nosotros y se lleva su paz con él” (Retrato, 635).

Saint-Martin nos recuerda, por la forma que da a su oración interior, que el hombre, que en su origen fue colmado de dones maravillosos, entre ellos, y en primer lugar, el de poder participar de la vida misma de la Santísima Trinidad, ha perdido esta relación sobrenatural por su culpa, privándose de un bien esencial del que soporta, generación tras generación, la pesada herencia. No obstante, por la gracia de la Encarnación, Dios ha querido reparar los efectos del pecado original, volviendo a dar al hombre la posibilidad de una nueva participación de su vida. Es por esta Redención, por este verdadero rescate, que el hombre puede esperar volver a encontrar una vida divina, pues Dios solo ha querido venir sobre la tierra para volver a entrar en nuestras almas. Por el establo de Belén, Dios deseó nacer en nuestros corazones a fin de que volviéramos a ser lo que éramos, es decir, el Templo de Dios. Por esta expresión de “Templo de Dios”85, es preciso entender que nos contemplamos como tabernáculos de la Divinidad, lo que nos es recordado por San Pablo en sus Epístolas: “Quae domus sumus - Vos estis templum Dei (el templo de Dios es santo, el cual son ustedes)” (1 Cor 111:17). Acordémonos también de la frase de Jesús: 85 Esta idea de contemplar al alma del hombre como Templo de la Divinidad era tan natural, podríamos decir, para los primeros cristianos, que en la Epístola atribuida a San Bernabé (II siglo), que dará nacimiento a la Didaché, texto de base del cristianismo helenizado de los primeros siglos (los estudios recientes hacen de Bernabé un levita de Chipre, miembro del clero vinculado al servicio de la sinagoga, y es cierto que en su Epístola Jesús es celebrado en tanto que Josué hijo de Noun), se considera así la destrucción del Templo de Jerusalén: “El Templo ha sido destruido, no existe más. Veamos si no hay otro Templo de Dios. Antes que hubiéramos abrazado la fe, nuestro corazón se parecía verdaderamente a los templos elevados por la mano de los hombres, morada de corrupción y debilidad. (...) Pero he aquí que el Señor va a construirse otro templo digno de su magnificencia. Por la remisión de los pecados, nos hemos convertido en hombres nuevos, una creación absolutamente nueva. De suerte que Dios habita verdaderamente en nosotros, en el Templo de nuestro corazón... He aquí el Templo espiritual que es elevado al Señor”.

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“Si alguno m e am are, guardará m i doctrina, y m i Padre le am ará, y vendremos a él, y en él harem os m orad a” (Jn X IV :23).

En este aspecto, el testimonio de San Pedro es formal, nuestra re­ dención por el Cristo nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina: “ut per haec efficiamini divinae consortes naturae (participen de la naturaleza de la divinidad)” (2 Pe 1:4), pues es privilegio exclusivo e inalienable de Dios poder penetrar, por su sustancia, hasta el corazón del hombre, hasta la interioridad más íntima del ser. Sí, Dios vive en nosotros, escondido en la invisibilidad del corazón. El Verbo se hace carne para, con el Padre y el Espíritu, estar vivo en nosotros, en nuestra alma, y permitirnos vivir con él de la vida divina. “Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si realmente el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom VIII:9), dice justamente San Pablo. Nuestra alma es pues una auténtica morada celeste; según la expresión de Orígenes (siglo III): “Tú eres cielo, haz por el cielo”86, y para San Agustín: “Llevando a Dios del cielo somos cielo”87. El cielo está en el centro de nuestra alma, que es Templo de Dios88. *

Saint-Martin insistirá en numerosas ocasiones, en varios de sus textos, sobre este aspecto eminentemente “ cardiaco ” del misterio de la divina presencia de Dios en el hombre. Para él es la verdad más elevada pues, si lo meditamos seriamente por un instante, ¿qué puede haber superior a Dios? Incluso es preciso que evitemos hacer morir a Dios en nosotros por nuestras actitudes nefastas, nuestras inclinaciones culpables, la impureza de nuestro corazón y la oscu­ 86 In. Jer., hom. VIII. 87 In Salm. LXXXVIII. 88 Hablando del alma, San Bernardo (1090-1153) nos dice: “No hay que llamarla celeste solamente a causa de su origen; hay que llamarla cielo mismamente. No hay nada de sorprendente en que Dios habite el cielo de nuestra alma; para los cielos visibles que se complace en decir que lo sean; por el cielo de nuestra alma ha com­ batido y ha vertido su sangre, pugnavit ut acquiret, occubuit ut redimeret. También, después de este gran trabajo, gozando de su victoria, dice: tomaré ahí mi reposo, es ahí que habitaré” (Sermón XXVII in cántica, n° 9).

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ridad de nuestro espíritu. Ya que, sí, Dios es frágil; se puede, si uno no toma cuidado, herir gravemente su imagen y prohibir a nuestro ser la posibilidad de ser invadido y penetrado por la beneficiosa luz del Verbo. “Los desafortunados hombres (...) no cesan de hacer morir a Dios; es decir, de impedirle penetrar en ellos, y por ello mismo manifestarse fuera de ellos. Pues si nuestra felicidad consiste en conocer a Dios, la felicidad de Dios es la de ser conocido, y todo lo que se opone a esta felicidad es una muerte para él. Lloremos, lloremos sobre los pecados de los hombres y sobre los nuestros. Hagamos por sentir cuanto Dios nos ama, y para comprometerle en hacernos sentir cuanto nos ama, prometámosle que trabajaremos en manifestarle, y no nos demos tregua en nuestro empeño”S9.

La única actividad, la única obra del hombre, el sentido de su plega­ ria, es pues servir de revelador a Dios. La de hacernos tan próximos a él, unirnos tan completa e íntimamente a él, que estemos en situación de restaurar su imagen y volver a encontrar su semejanza, imagen y semejanza con las que, en los orígenes, estuvimos maravillosamente creados y formados (Génesis 1:26). “La principal plegaria que deberíamos hacer, y la principal obra en la que deberíamos trabajar, sería la de pedir a Dios la pasión exclusiva de buscarlo, de encontrarlo, de estar unidos a él y no permitirnos ni un solo movimiento que no derive de ésta pasión, puesto que esta vía nos llevará a ser verdaderamente imagen y semejanza de Dios; que en lo sucesivo no hagamos nada más, que no tengamos un solo pensamiento, ni una sola floración en nosotros, que no sea precedida y salga directamente de la santa palabra interior y divina, como nada existe en todos los universos de los espíritus y los mundos que no esté continuamente precedido de la eterna y universal palabra generadora y creadora de todas las cosas”8 90. 9

Saint-Martin, en una suerte de súplica implorante, se expresa así: 89 La Oración, op. cit., pág. 46. 90 Ibíd., págs. 46-47.

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“El amor se ha hecho hermano nuestro; digámosle: desciende a mi corazón...”9'

He aquí la vivificante “ ordenación” de la que nos habla el Filósofo Desconocido en el Hombre Nuevo, la que se realiza por este descenso en el corazón, que formalmente y sobrenaturalmente, instituye el ser de deseo “en espíritu y en verdad, sacerdote del Señor”9192, ordenación que explica el papel esencial y fundamental de la criatura en la obra divina. No hay ninguna duda de que el hombre, tabernáculo sagrado de la Santa Presencia, “nace para ser el principal ministro de la Divi­ nidad”, como nos es señalado en el Ministerio del Hombre-Espíritu, es por lo que precisamos arrodillarnos en nuestro centro para oír orar a aquél que debe, tras haber nacido en él, irradiar sobre nosotros su inconmensurable luz. Nuestra plegaria, nuestra oración, para Saint-Martin, debe ser instrumento de generación divina, los humildes útiles del quehacer divino, los fieles intermediarios de la acción del cielo. El “ sublime abandono”, del que hemos hablado precedentemente, encuentra precisamente su finalidad en la posibilidad que ofrece a la acción divina el efectuar en nosotros su obra específica, es decir, que el Verbo sea hecho carne y sangre por una transubstanciación de la que somos, por efecto de la íntima presencia de Dios, las especies vivientes; “La vida de Cristo se convierte en vuestra vida; y como esta vida de Cristo es una vida divina, vuestra vida, por el hecho de vuestra unión con Cristo, es en lo sucesivo una vida divina” (Ef 11:6).

Lo que nada menos viene a decir que la manifestación de Dios está condicionada, dependiendo de nuestra sumisión a la acción de Dios. Es lo que, por otra parte, nos permite comprender mejor las diferen­ tes, y en ocasiones vehementes llamadas dirigidas por Saint-Martin en sus obras, a fin de que nos hagamos dóciles al Espíritu del Señor, que su acción se desarrolle y expanda sin que nosotros opongamos 91 Ibíd., pág. 47. 92 El Hombre Nuevo, op. cit. 4, pág. 31.

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resistencia, que nos hagamos transparentes al hacer divino, que no subsistan rastros de nuestras turbaciones anteriores. Es necesario, para que el Espíritu nos transforme por su soplo, que nos dejemos con­ ducir con confianza, dejando solamente a Dios reinar como maestro en nuestro interior. La insistencia sobre el quehacer divino en nosotros es, por otra parte, hasta tal punto vital para Saint Martin, que nos desaconseja la utilización de imágenes para rezar, con tal de dejar libre enteramente nuestro espíritu a aquél que es incomparable más allá de todo, a fin de que los elementos, a menudo confusos y burdos de nuestra ima­ ginación, dejen lugar a aquél que es Principio y Fuente: “Hay un número infinito de personas que no pueden orar sin imagen y sin crucifijo. No saben que la única imagen que nos está permitida y útil a contemplar es la nuestra, como siendo los únicos que somos a imagen de Dios. No saben tampoco que no es ante los ojos, sino en el corazón, que deberíamos buscar tener el crucifijo, que incluso deberíamos buscar tener al crucificado, a fin de poder expulsar al crucificador”93.

Saint-Martin recuerda, al igual que ha mostrado frecuentemente en sus obras, “ cómo la plegaria del hombre interior está por encima de las plegarias de fórmulas”94, que es inútil recargarse con prácti­ cas verbales mecánicas no pensadas, no expresadas con el corazón. Que es mucho más superior, en nuestra oración, el sumergirnos en el silencio en comunión con la presencia del Eterno, que es mucho más importante estar a la escucha de aquél que habita en nosotros, de unir nuestros poderes para elevarnos hasta la contemplación de la resplandeciente santidad del Amor. No es la repetición lo que cuenta, el número de palabras, sino la profundidad con la que son pronuncia­ das; lo que importa es la pureza de intención, es la claridad del alma, tal es la verdadera naturaleza de la plegaria del corazón, la marcha de la palabra interna actuante portadora de numerosos frutos, entre 93Pensamientos sobre las Santas Escrituras, [694], in L’initiation, julio-agosto-sep­ tiembre 1965, págs. 175-176. 94 Ibíd., [310],

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los cuales, el principal y más extraordinario de ellos, es el de poder dar vida a aquél que es la Vida, conceder la luz a aquél que es la Luz, transmitir la verdad a aquél que, en esencia, es la Verdad.

La plegaria ininterrumpida sólo es posible en el fondo del alma, allí donde es oído el Nombre impronunciable, allí donde Dios ruega y nace secretamente95. En este pliegue invisible del ser que no alumbra

95 Las expresiones de “plegaria ininterrumpida” y “plegaria del corazón” nos hacen evidentemente evocar y pensar en la tradición del hesicasmo tan presente y central en el seno del cristianismo oriental, con la que Saint-Martin parece tener muchos puntos comunes, tradición que desde sus primeros orígenes en las ermitas cristianas de Alejandría y los Padres del desierto, entre los siglos iv y v, conoció un fecundo desarrollo en la Iglesia griega, del que da particularmente testimonio los escritos y la acción de San Gregorio Palamás (hacia 1296-1359), que fue, en primer lugar, monje en el Monte Athos y luego arzobispo de Tesalónica. La palabra hesicasmo, que a menudo se relaciona con la sola repetición continuada del nombre de Jesús, mientras que esta repetición es solamente un aspecto, viene del griego hesiquia que significa, en realidad, paz y silencio, tranquilidad, reposo y quietud. Si el método del hesicasmo se apoya de manera incontestable, en su comienzo, sobre la plegaria activa utilizando la repetición oral como una suerte de palanca espiritual purificadora que permitirá transformar el ser, llevando constantemente su espíritu a Dios, tiende sensi­ blemente, poco a poco, a interiorizarse para ser pronunciada mentalmente, luego, yendo más lejos aún en esta interiorización, pasar a ser formulada secretamente por el corazón mismo que hace de ello su única respiración y su vida. Esta silenciosa plegaria del corazón ininterrumpida, que surge entonces en el centro de nuestro centro, puede ser comparada a una auténtica transfiguración del alma, a imagen de Cristo sobre el Monte Thabor (Mateo, VII, 2), que ilumina directamente con su radiante resplandor a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. La unión de la gracia así realizada con la Santísima Trinidad, en esta profunda y secreta intimidad del corazón, será contemplada por los Padres orientales en sus últimos grados como una teosis, es decir, una verdadera “divinización” . En el seno de la escuela sinaítica, hacia el siglo VII, numerosos textos desarrollan los temas mayores de esta corriente, retomando las enseñanzas del monaquismo oriental que están reunidas en las Apophtegmes y las Vías de los Padres. Si Evagrio el Póntico (345-399) evoca la necesidad de liberarse de todo pensamiento, Juan Clímaco (hacia 575-650) pondrá por delante, sobre todo, el necesario carácter perpetuo de la hesiquia: “La hesiquia es la perpetua adoración en presencia de Dios” (Scala, 27 PG 88, H 12 c), mientras que Hesychus de Batos (siglo vm) hablará de un entero “cumplimiento de la impasibilidad” en Dios. Parece pues que la hesiquia es, para los Padres, al mismo tiempo la poseedora y la emanación de la oración, y que a su vez no tiene otro sentido ni objeto que la oración que practica y la plegaria que recibe de Dios. Juan Clímaco dirá magníficamente, resumiendo el sentido de esta vía eminentemente “cardiaca” de plegaria: “El hesicasta es aquel que tiene por ambición encerrar lo incorporal en una morada corporal”.

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ninguna luz material y que solo visita la esencia divina, cumpliéndose el milagro que sella el matrimonio de lo finito y lo infinito, de sustancia a sustancia, donde son celebrados los eternos misterios de la generación del Verbo. Saint-Martin, consciente del carácter incomparable de la obra que nos es dada a cumplir en tanto que hombres, nos transmite, como eminente maestro de plegaria cuya enseñanza no dejará de ilu­ minar las almas de deseo en la medida en que los corazones humanos pulsen su soplo sobre esta tierra, este precioso consejo: “Pedid pues sin cesar a este Dios que se crea a sí mismo en vosotros, en misericordia, en fortaleza, en amor, en caridad, en resignación, en confianza, en dulzura, finalmente en toda la naturaleza primitiva de nuestro ser, pues tal debería ser la manifestación y la actividad continua de nuestra divina sustancia”96.

Cabría llegar a pensar, sin embargo, que esta obra, obtenida por las virtudes de la plegaria interior, se cumple sólo a título personal, contemplando a la criatura en los límites de su estrecha individua­ lidad. Muy al contrario, ella abraza todas las partes del universo y se extiende ampliamente a todos los seres que la tierra haya podido contener, contenga hoy o pueda tener mañana; esta obra incluye a toda la creación, degradada y hundida por la Caída, y representa el trabajo por excelencia que fue originalmente confiado al hombre. Esta obra de generación es también una obra de regeneración, y por qué no decir la palabra, de “reintegración”. A este título, Saint-Martin, en forma de precioso mensaje, nos deja, entre otras, una bella plegaria, que no dejarán de retomar los verda­ deros hombres de deseo, que resume, en algunas frases espléndidas, todo el conocimiento que debe aportarnos la oración del corazón y toda la obra que ella tiene por misión realizar: “Magnífico Dios de mi vida, transforma todos los seres que compo­ nen el tiempo, que se conviertan en órganos de tus santos cánticos, y que digan todos juntos, y sin jamás interrumpirse ni un solo instante: 96 La Oración, op. cit. Pág. 48.

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magnífico Dios de mi vida, magnífico Dios de mi vida, magnífico Dios de mi vida, todo está en ti, y nada se conoce, se ama y es feliz más que por tu vida y en la vida. Solamente existe tu espíritu de vida que crea espíritus en nosotros, y que nos colma de estos seres inmortales y eternos. (...) eres tú quien creas en nosotros una abundante inmensidad de tus poderes perma­ nentes y la plenitud de tus espíritus”91.

“La verdad sólo pide establecer una alianza con el hombre; pero ella quiere que sea únicamente con el hombre, y sin ninguna otra mezcla de todo lo que no sea fijo y eterno como ella”. (El H om bre N uevo, 1)97

97 lbíd. Pág. 50.

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LA PRÁCTICA DE LA ORACIÓN INTERIOR

I. MÉTODO DE LA ORACIÓN INTERIOR «Cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom anos VIII, 26).

Saint-Martin, en pleno corazón del iluminismo iniciático en el siglo xvni°, como escribió y dio a conocer, incluso por hechos de distanciamiento categórico con las vías externas dependientes de las formas, se inscribió indudablemente en la tradición de la corriente contemplativa, la cual busca en la oración superar las estrechas limitaciones de la imaginación y las formulaciones verbales mecánicas. Esta tradición camina por “el desierto de la fe” y orienta su oración hacia el misterio inefable de la Divinidad, renunciando voluntariamente a los actos especiales a fin de que el alma, debiendo aniquilarse con todas sus facultades, pueda entrar en la simple contemplación de la santa e inefable Presencia98. 98 El Maestro Eckhart (1260-1328), Jean Tauler (1300-1361), Henri Suso (v. 1295-1366), Jan van Ruysbroek (1293-1381), comparten esta aproximación llamada

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1. ¿Cómo orar según Saint-Martin? La pregunta constantemente planteada, más allá de la comprensión de lo que representa este camino interno y su importancia en términos de avance espiritual para las almas que son llamadas a él, se relaciona con el método y la forma de proceder en esta práctica de oración interna, para que uno pueda realmente sumergirse en los misterios de la oración de silencio. Sabemos que el acceso a Dios, para el alma sincera y piadosa, atraída por el Cielo y sus regiones invisibles, se puede efectuar de inmediato, sin la ayuda de un aparatoso ritual o complejo ceremonial, y sin, por supuesto, en el marco del Saint-Martinismo, pasar por la invocación de los espíritus intermedios, con los múltiples peligros relacionados con estos dominios inciertos y a veces peligrosos", ante lo cual se preferirán los beneficios y las luces que provienen del centro desnudo, sobre el que no cesa de insistir el Filósofo Desconocido: “«o miro todo lo que atañe a estas vías exteriores sino como preludios de nuestra obra, porque nuestro ser, siendo central, debe encontrar en el centro donde nació todas las ayudas necesarias a su existencia. N o os oculto que caminé antaño por esta vía fecunda y exterior que es aquella por donde me abrieron la puerta de la carrera; aquel que me conducía tenía virtudes muy activas, y la mayoría de los que le seguían conmigo sacaron confirmaciones que podían ser muy útiles a nuestra instrucción * apofática o negativa, que proclama el perfecto desapego y alejamiento tanto de las imágenes como de la oración verbal. Ruysbroek subrayaba: “El mismo abismo no puede ser abrazado por nada si no es por la unidad esencial. Es en él donde deben reabsorberse las personas divinas y todo lo que vive en Dios, puesto que aquí sólo hay descanso en el abrazo fructífero del flujo del amor... Allí está el tenebroso silencio. (...) Los hombres iluminados, con un libre espíritu, son arrebatados más allá de la razón, hasta la visión desnuda y sin imágenes. Es allí donde la unidad divina llama eternamente y con una inteligencia desnuda y desprovista de imágenes. Superan todas las obras, todas las prácticas, por último todas las cosas, y alcanzan la cumbre del espíritu. Allí, su inteligencia desnuda es completamente penetrada por una eterna luz como el aire es penetrado por la luz del sol. La voluntad desnuda y arrebatada es transformada y penetrada por el amor sin fondo como el hierro por el fuego. Y la memoria desnuda y arrebatada se siente encerrada y establecida en un abismo sin formas”. (Las nupcias espirituales, 1335). 99 Cf. J.-M. Vivenza, Louis-Claude de Saint-Martin y los Angeles, De la teúrgia de los Elus Cohén a la doctrina angélica saint-martinista, Arma Artis, 2012.

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y a nuestro desarrollo; a pesar de ello, he sentido desde siempre una inclinación tan grande hacia la vía íntima y secreta, que esta vía exterior nunca llegó a seducirme, incluso en mi más grande juventud, porque es a la edad de los veintitrés años que me abrieron sobre aquella: por eso, en mitad de cosas tan atrayentes para algunos, en mitad de medios, fórmulas y preparativos de todo género a los cuales nos entregábamos, llegué varias veces a decir a nuestro maestro: Pero maestro, íes necesario todo esto para llegar a Dios? Yprueba de [que] todo ello no era más que sustitución era que el maestro contestaba: Hay que contentarse con lo que se tiene”100.

Saint-Martin, por lo tanto, se dirige al hombre que pregunta cómo orar, planteándole una pregunta que, en realidad, es similar a una respuesta: “Preguntáis cuál es la manera de orar. ¿Un paciente pregunta cómo debe manifestar sus dolencias?”

Y continúa sobre este tema: “Ordena siempre al mal que se aparte, como si estuvieses regenerado en tus poderes. Invoca siempre al bien, como si los favores supremos no te hubiesen abandonado. No mires más si eres impuro ni si eres débil. No vuelvas más la mirada atrás, y no te prescribas a otro plano que no sea la perseverancia. Puedes, por tu obstinación, recuperar lo que la bondad divina te había concedido por tu naturaleza. Di, pues, sin cesar: ordeno a la iniquidad que huya muy lejos de mí; ordeno a todos los socorros naturales y espirituales que se congreguen a mi alrededor. Suplico a todos los elegidos puros que me conduzcan y protejan. Me postro ante el único que puecle restablecer todos mis vínculos. Cada una de tus palabras genera un universo; cada una de tus palabras puede colocar legiones de seres vivos a tu alrededor, pues El no habla sin crear vida y la difunde en las almas que la procuran. ¡Ay! Podemos ungir al Señor con nuestra oración, así como aquella santa mujer le ungió con perfumes antes de su sepultura. Podemos hacer que la estancia en la tumba le sea menos amarga”. (El H om bre de D eseo, § 87) 100 Saint-Martin, Cartas a Nicolás Antoine Kirchberger, barón de Liebisdorf; publi­ cadas por MM. Schauer y Alp.Chuquet, in Correspondencia inédita de Louis-Claude de Saint-Martin, Dentu, 1862, p. 15.

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2. Proseguir la obra de oración Cuando hayamos apartado la iniquidad, aunque sea de manera imper­ fecta, cuando nos hayamos prosternado, cuando nuestra petición haya producido en nosotros sus efectos y nuestra estancia en la tumba, que representa este mundo material, se haya vuelto algo menos amarga en razón de la luz que pueda surgir débilmente en nuestro corazón, ¿cómo proseguir con nuestra obra de oración? Esta legítima pregunta es importante, incluso vital, en la medida en que Saint-Martin no para de alabar los méritos y el inmenso valor de la oración contemplativa101, invitándonos a unirnos a Dios gracias a ella, asegurándonos los consuelos que incluso pueden sacarnos del país de la esclavitud y de la servidumbre, lo cual no es desdeñable desde el punto de vista espiritual:

101 «La Nube del no-saber», escrito por un anónimo inglés en el siglo xvi que la investigación académica aún no ha podido identificar, nos lleva a las sutilezas del camino negativo, insistiendo en la superación necesaria y radical de las facultades analíticas y cognitivas. La unión con Dios, nos indica el anónimo inglés, se realiza en el seno mismo de la nube del no-saber en la que Moisés fue cubierto sobre el monte Sinaí (Exodo, XXIV, 15), y es importante para nosotros recordar que Dios le habla a sus elegidos desde esta nube que oculta su rostro (Exodo, XXXIII, 20). Abandonando el conocimiento sensible y la inteligencia discursiva, el espíritu, en busca de la Verdad, debe avanzar en una nube, un “no-saber”, lo que signi­ ficará para él la trascendencia absoluta de Dios con respecto al mudo concepto de la cognición mundana; pues Dios, si es Dios es lo Absoluto, y por lo tanto es inefable e incognoscible según piensa el autor siguiendo a Dionisio. Pero esta obra constituye un conmovedor alegato en favor de la contemplación mística, represen­ tando el anónimo autor el conocido ejemplo evangélico del episodio de la estancia de Jesús en la casa de Marta y María: «En el Evangelio de san Lucas leemos que nuestro Señor entró a casa de Marta, y mientras ella se puso inmediatamente a prepararle la comida, su hermana María no hizo otra cosa que estar sentada a sus pies. Estaba tan embelesada escuchándole que no prestaba atención a lo que hacía Marta. Ciertamente las tareas de Marta eran santas e importantes. (Son, en efecto, las obras del primer grado de la vida activa). Pero María no les daba importancia. Ni se daba cuenta tampoco del aspecto humano de nuestro Señor, de la belleza de su cuerpo mortal, o de la dulzura de su voz y conversación humanas, si bien esta podría haber sido una obra más santa y mejor. (Representa el segundo grado de la vida activa y el primero de la vida contemplativa). Pero se olvidó de todo esto y estaba totalmente absorta en la altísima sabiduría de Dios oculta en la oscuridad de su humanidad. María se volvió a Jesús con todo el amor de su corazón, inmóvil ante lo que veía u oía hablar y hacer en torno a ella. Se sentó en perfecta calma, con el amor gozoso y secreto de su corazón disparado, hacia esa nube del no-saber

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“Me uniré a Dios por la plegaria, como la raíz del árbol se une a la tierra. Uniré mis venas con las venas de esta tierra viva y viviré entonces su misma vida. Nada continuamente en la plegaria, como en un vasto océano, del cual no encuentras ni el fondo ni las orillas, y donde la inmensidad de las aguas te asegura en cada momento una marcha libre y sin inquietudes. Luego el Señor se apoderará del alma humana. Entrará en ella como un señor poderoso en sus posesiones. Luego ella saldrá de este país de esclavitud y de esta casa de servidumbre, donde no permanece un instante sin violar las leyes del Señor; de esta tierra de servidumbre, donde sólo se oyen lenguas extrañas y se olvida la lengua materna; de esta tierra donde también los venenos le son a veces necesarios para arrancarla de sus dolencias; de esta tierra donde vive de tal modo con el desorden, que sólo en él puede encontrar sus relaciones y su análogo”. {El Hombre de deseo, § 251).

3. La oración de «simple presencia» Indudablemente, Saint-Martin establece su vía de oración únicamente sobre la fe pura, es decir, sin hacer ninguna referencia a las imágenes, a temas de meditación, a ideas o pensamientos; con él entramos en lo que se denomina en los tratados de espiritualidad una “oración de simple presencia”, de “fe desnuda” , de “descanso en Dios”, caracte­ rizándose por la ausencia de razonamiento discursivo, dejando los entre ella y su Dios. Pues, como he dicho antes, nunca hubo ni habrá criatura tan pura o tan profundamente inmersa en la amorosa contemplación de Dios que no se acerque a él en esta vida a través de esta suave y maravillosa nube del no-saber. Y fue esta misma nube donde María dirigió el oculto anhelo de su amante corazón. ¿Por qué? Porque es la parte mejor y más santa de la vida contemplativa que es posible al hombre y no la hubiera cambiado por nada de esta tierra. Aun cuando Marta se quejara a Jesús, regañándole por no ordenarle que se levantase y la ayu­ dase en la tarea, María permanecía allí muy quieta e imperturbable, sin mostrar el más mínimo resentimiento contra Marta por su regaño. Pero esto en realidad no ha de sorprendernos, pues estaba totalmente absorta en otra actividad, totalmente desconocida para María, y no tenía tiempo de comunicárselo a su hermana o de defenderse, éNo ves, amigo mío, que todo este incidente relativo a Jesús y a las dos hermanas era una lección para las personas activas y contemplativas de la Iglesia de todos los tiempos? María representa la vida contemplativa, y todos los contem­ plativos deberían modelar sus vidas en la suya. Marta representa la vida activa, y todas las personas activas deberían tomarla como su guía». (La Nube del no-saber, trad. Arma Guerne, Éd. du Seuil, 1998, cap. XVII).

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objetos perceptibles, los símbolos, las fórmulas, los textos por recitar, las invocaciones, etc... En esto, Saint-Martin se inscribe en la con­ tinuidad de la mística especulativa, de la que es un representante de primer orden. Así, para desaconsejar expresamente el uso de imágenes para orar, escribe: “Hay un número infinito de personas que no pueden orar sin imagen y sin crucifijo. No saben que la única imagen que nos está permitida y útil a contemplar es la nuestra, como siendo los únicos que somos a imagen de Dios. No saben tampoco que no es ante los ojos, sino en el corazón, que deberíamos buscar tener el crucifijo, que incluso deberíamos buscar tener al crucificado, a fin de poder expulsar al crucificador1112”.

Saint-Martín recuerda también “ con qué frecuencia la oración del hombre interior está por encima de las oraciones con fórmulas” 1 103, 2 0 siendo pues inútil sobrecargarse de prácticas verbales mecánicas. La oración que propone Saint-Martin es pues una visión simple y amorosa de Dios, que libera al alma de su apego a los múltiples movimientos y agitaciones del espíritu, que nos mantiene en una prisión constituida por las escorias de la memoria, de la multitud de afecciones psíquicas y fantasías de la imaginación. El “ reposo en Dios” opera una liberación en el interior de aquel que se abandona a la oración, dejando en él el lugar libre para la efusión de la gracia divina. Además, no hay nada más verdadero, más concreto, para aquel que se haya acercado por un contacto, incluso leve con Dios, al misterio de la divina Presencia, que la vida interior del Espíritu en nosotros. San Pablo no se cansa de recordarlo: «¿N o sabéis que sois tem plos de D ios y que el Espíritu de D ios habita en vosotros?». (I C orintios, III-16). 102Pensamientos sobre la Escritura santa, [694], in L’Initiation, julio-agosto-sep­ tiembre 1965, pp. 175-176. 103 Ibíd., [310].

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4. Avanzar en la «Presencia de Dios» Todo esto está muy bien. Entendemos que se trata de ponerse en presencia de Dios, mantener el silencio, tener una mirada sencilla hacia la Divinidad, sin pronunciar palabras, sin movimientos, sin crear imágenes mentales. Sin embargo, surge entonces una nueva pregunta: ¿cómo proseguir después? ¿Cómo actuar para avanzar después de esta primera etapa en la que intentamos apartar, por breves instantes, las palabras y las imágenes, y donde somos asediados por ideas parásitas, pensamientos residuales ridículos, preocupaciones extrañas y contaminantes?

II. ¿CUÁL ES LA FORMA DE PROCEDER? «...entraba en la tienda de reunión para hablar con E l...» (Números VII, 89).

1. Unir el corazón al espíritu Antes de responder, una precisión importante puede ayudarnos a ver más claramente. Tenemos la certeza, y Saint-Martín así nos lo confirma, de que la oración nos une a Dios mientras conectamos nuestro corazón con nuestro espíritu: «La oración une nuestro espíritu y nuestro corazón a Dios, y cuan­ do abre en nosotros el hogar divino, sentimos que entramos en calor, nos sentimos animados y vivificados por todas las potencias divinas; todas las bases de la alianza se posan en nosotros, todos los patriarcas, todos los profetas del Señor, todos los apóstoles realizan cada uno sus funciones en nosotros104.”

Pero la idea esencial, la idea verdadera de Saint-Martin es esta: 104 La Oración, in Obras póstumas, reedición Colección Martinista, Le Temple du cceur, Diffusion rosicrucienne, 2001, p. 51.

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“...debiéramos pedir que Dios y la oración se orasen ellos mismos en nosotros. Habría podido añadir que, puesto que se nos ha dicho que cualquier cosa que pidamos al Padre en su nombre la obtendremos, faltaría tener la industriosa fe de pedirle a él mismo en su nombre, a fin de que no pueda rehusar nuestra plegaria105.”

Para ello una sola acción es necesaria, no hacer nada y dejar a Dios operar, abandónate y entonces: «Cuando tenemos la dicha de alcanzar este sublime abandono, el Dios que hemos obtenido por su nombre, según su promesa, este Dios que se ora a sí mismo en nosotros, según su fidelidad y su deseo universal, este Dios que ya no puede abandonarnos más, puesto que ha introducido su universalidad en nosotros, este Dios, digo, hace de nosotros su habitáculo de operaciones106.”

2. Dejar obrar a Dios por la «fe verdadera» La verdadera fe consiste precisamente en esto, en dejarse obrar en las manos de Dios; en reconocerlo dueño y señor de todo nuestro ser y no poner ningún obstáculo a este acto de abandono: “Entonces será cuando sientas lo que es la verdadera fe que no es otra cosa que mirar a Dios como el propietario de la casa que tú le has cedido para el pacto conjunto entre él y tú; por consiguiente, debes dejarle plena y entera libertad de usar a su conveniencia todo lo que compone esta mansión; por último, esta verdadera fe consiste en que no haya ni un sólo lugar de ti mismo del que reserves o donde conserves la más mínima propiedad, puesto que es Dios mismo, su voluntad, su operación, su espíritu quienes deben ocupar y completar todo el espacio que te constituye, advirtiendo que habiéndose convertido en su propiedad ya no puedes poseerla107.”

La única labor consiste pues, después de ponerse en presencia de 105 ídem, pág. 57. 106 ídem, pág. 59. 107 ídem, pág. 63.

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Dios y apartar las imágenes, los pensamientos y las palabras, en dejar que Él actúe: “La única oración que tendríamos que hacer sería la de trabajar continuamente en no impedir que ore en nosotros aquél que no puede dejar de orar por nosotros, ya sea en nosotros, ya sea fuera de nosotros. Pues es en nosotros que él prefiere orar, puesto que somos su oratorio, pero cuando no le dejamos el acceso libre, va a orar fuera de nosotros y se lleva su paz con él” (Retrato, 635).

3. La noche dei espíritu Y este “dejarse obrar por Dios” puede ser una ascesis cuya duración es infinitamente variable según las almas, desde un tiempo muy breve hasta varios meses, incluso años, o hasta una vida entera caminando en la noche oscura de la fe. Lo que San Juan de la Cruz (+1591) designaba bajo el nombre de “noche del espíritu”, o Frangois Malaval (1627-1719)108 como la “divina tiniebla” . 108 Frangoise Malaval nació en la «rué de Jérusalem» el 17 de diciembre de 1627 en Marsella, pero a los nueve meses, después de un “accidente” del que casi no se sabe nada, perdió definitivamente la vista instalándose en una larga noche que durará hasta su muerte el 15 de mayo de 1.719, a la edad de 92 años. Siendo muy piadoso, pronto se haría miembro de la Orden Tercera de los Dominicos, manteniendo lazos estrechos con los Feuillants (nombre que se daba a los monjes cistercienses de la abadía de Notre-Dame-des-Feuillants), Trinitarios y Servitas (Orden de los Siervos de María). Obtendrá por su fervor, de forma eventual, ser tonsurado, convirtién­ dose en clérigo, aunque no ejercerá durante su vida ningún ministerio particular. Al mismo tiempo estaba afiliado a numerosas cofradías como la de los Penitentes Negros, célebre y muy activa en las múltiples procesiones celebradas durante el año litúrgico, dedicada principalmente a la difusión del culto mariano de la Inmaculada Concepción. Frangoise Malaval permanece durante toda su vida recluido en su domicilio al norte de Marsella, moviéndose solo por razones imperativas, viviendo, literal y figurativamente, a la sombra del sol del mundo, buscando el olvido y el descanso en Dios. Solo sabemos que irá algunas veces a Notre Dame du Laus, en Dauphiné, para quedarse de 2 a 3 meses, acompañado de amigos cercanos, durante el calor del verano para saborear la frescura relajante de las montañas y, sobre todo, la presencia impecable y acogedora de María Inmaculada. El trato con las cosas di­ vinas es, incontestablemente, la actividad central en la vida de Frangoise Malaval, la substancial fuente de la que bebe cotidianamente y de la que recibe abundantemente mil gracias e inefables luces. Nutrido de los mejores autores místicos, se sumerge en la lectura de voluminosos tratados consagrados al ejercicio de la contemplación, profundizando en los diferentes grados de la vía contemplativa que se extienden

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En efecto, es absolutamente vano pretender proporcionarse uno mismo, por cualquier técnica mental o psicosomática, la experien­ cia de lo sobrenatural y la comunicación con Dios, cosa en la que consiste la contemplación. Uno solo se puede preparar para ello en la humildad y el abandono, guardándose de mantener al respecto deseos presuntuosos, con riesgos de generar ilusiones; mediante lo cual, Dios obrará en el alma cuando quiera y como quiera... No hay ninguna norma. Dios nos gratifica, o no, con sus dones, según le plazca; nuestra ascesis consiste en aceptar la libre decisión de Dios, en no ofrecerle obstáculos, ni buscar provocarle artificiosamente. Aquí nos situamos, muy concretamente, en el marco de una vía ascética y mística. Dios opera silenciosamente en el alma, disuelve la sustancia espiri­ tual y la absorbe en una profunda y absoluta oscuridad hasta el punto de que el alma se sienta fundir, se vea aniquilada en una muerte cruel del espíritu al ver directamente sus miserias. El alma va a sufrir entonces en esta noche oscura el horror de las tinieblas inquietantes, horribles y dolorosas que, atacando la íntima esencia del espíritu, parecerán tinieblas sustanciales. El alma siente el vacío de un ahorcado-, y sin embargo, esta limpieza de las cavernas del ser es necesaria. Es importante que el alma sea destruida, aniquilada, que su sustancia desaparezca. Cuanto más purificada así sea el alma en su sustancia y sus facul­ tades durante la noche del espíritu, más la absorbe la sustancia divina de una manera profunda, sutil y elevada en su divina luz.

desde la oración de simple mirada a la unión pasiva e infusa, pasando por los di­ versos estados de la oración de quietud o de fe desnuda. Como tal, la intimidad de las cosas de Dios, apoyada por la fuerza regular de su oración a la que se consagró será tan importante que se entregó a escribir, alentado y presionado por un círculo de amigos devotos, una serie de consejos, en forma de diálogos, sobre la práctica concreta de la contemplación, haciéndola más clara y comprensible para las almas con deseo de descubrir la realidad de Dios. Así fue publicada en 1.664 una obra que tenía por título “Práctica fácil para llegar a la contemplación”. Libro de considerable interés, puesto que aborda un tema de difícil acceso y comprensión, que recibirá una sorprendente acogida por una audiencia que desea ser instruida en asuntos complejos y con frecuencia velados para la mayoría, y por los que llevan tiempo suspirando por ser conducidos al umbral del divino palacio.

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4. El reposo en Dios El bienaventurado Frangois Malaval (1627-1719), un francés es­ piritual que vivió en Marsella y que recuerda ampliamente lo que Saint-Martin propone en su vía interior de la oración del cora­ zón109 —lo cual nos lleva a utilizar sus consejos en la práctica de la oración—, indicaba: “Ahora necesitará actuar de otra manera ” ; la expresión utilizada por Malaval es significativa de la transforma­ ción necesaria exigida a fin de entrar en el silencio interior, per­ mitiéndonos dejar la meditación para ir hacia la oración. Frangois Malaval indica claramente el medio diciéndonos que se trata ahora de pararse sólo en Dios, dejando en reposo, incluso en el olvido, el conjunto de las facultades del alma comúnmente utilizadas en la oración ordinaria. Actuar como si ya no tuviéramos memoria, ni entendimiento, ni voluntad; dejar allí los pensamientos, la ima­ ginación o los afectos. La finalidad única que se plantea Frangois Malaval es la siguiente: “Deseo enseñar la práctica de la contemplación que tiende al conocimiento y a la unión Icón] Dios mediante la fe, y explicar la naturaleza y las propiedades de una forma tan clara que sólo pido, a aquellos a cuyas manos llegue este escrito, un poco de razón y de sentido común para concebir estas enseñanzas, y un poco de buena voluntad para practicarlas si son fieles a su encanto110”. 109 La originalidad de Frangois Malaval, nativo de Marsella, ciego desde los nueve meses, en el marco de su doctrina espiritual, estriba en el hecho de que estuviera dotado, indudablemente, con un conocimiento real de la experiencia mística. Supo transmitir sutilmente el inmenso saber que le había proporcionado su contacto con las cosas divinas, enriquecido por un sentido extremadamente profundo de los misterios de la vida contemplativa. A este respecto, la sorprendente irradiación de su pensamiento en el siglo XVIIo , en el campo de la espiritualidad mística, sin duda se explica por su intimidad indudable con la Divinidad, intimidad que se desprende fácilmente de la lectura de sus textos. Malaval, quien se sumergió mucho antes en la práctica de la contemplación, conocía pues perfectamente los diferentes sende­ ros que tienen tantas rutas y caminos múltiples que el alma puede emprender para acercarse al Cielo. 1,0 La Práctica fácil de la Contemplación, in La Bella Tiniebla, Primer Diálogo, Charla III, texto establecido, presentado y anotado (según la edición de 1670) por Marie-Louise Gondal, éditions Jéróme Millón, 1993, pp. 45-46.

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III. LA PRÁCTICA DE LA CONTEMPLACIÓN INTERIOR QUE CONDUCE AL ALMA A LA UNIÓN CON DIOS «Acercaos a D ios y É l se acercará a vosotros.»

(Santiago IV, 8) 1. ¿Cómo proceder? Tras consentir proporcionar unos mínimos soportes para facilitarnos la puesta en presencia de Dios, como puede ser la repetición de unas cortas fórmulas elevadas de abandono añadidas al Pater, Malaval nos confiesa que llega un momento en que el recogimiento surge cuando uno se arrodilla por primera vez, en cuanto se cierran los ojos, sin utilizar ninguna ayuda externa ni imagen111. Entonces, incluso una corta oración como la “Vera Sánete Spiritus” será demasiado larga, y Malaval añade: “les costará hacer el signo de la cruz, al estar tan acogido por Dios y unido a él112” . Es por eso que, preparándose para la oración después de alejar­ se del mundo retirándose a su habitación para no ser molestado, arrodillado o sentado en su silla, o mejor aún, en una simple silla de madera, apartado del ruido, dejando de moverse y tendiendo lo más posible a la inmovilidad, la espalda recta para evitar la somnolencia, colocando sin esfuerzo las manos relajadas en la parte superior de las piernas, calmado, apaciguando y ralentizando su inspiración y expiración, conviene primero apartar los libros, silenciar su mente, calmar su agitación y, mientras disciplina sus sentidos, detener las fórmulas, cerrando los ojos y moviéndose lo menos posible. 111 Saint-Martin insiste sobre la necesidad del desapego de las imágenes: “Siembra tus deseos en el alma del hombre, en este lugar que es tu dominio y donde nadie puede cuestionarte, puesto que eres tú quien le ha dado su ser y su existencia. Siembra tus deseos, a fin de que las fuerzas de tu amor la arranquen por entero de los abismos que la retienen y que quisieran engullirla en ellos para siempre. Anula por mí la región de las imágenes; disipa estas barreras fantásticas que abren un inmenso intervalo y una espesa oscuridad entre tu viva luz y yo, y que me ensombrecen con sus tinieblas” . (Plegaria 1). 112 La Práctica fácil de la Contemplación, op. cit., p. 65.

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2. ¿Qué será necesario hacer a continuación? Nada, responde Malaval, nada, porque “ Todo está hecho”; feliz fórmula a la que sigue esta breve, pero, sin embargo, indicación fundamental: “Es necesario mantenerse en la presencia de Dios” 113. Y, de hecho, todo dependerá, precisamente, de nuestra capacidad para permanecer de esta manera en “ espera atenta de la Presencia” , esto minimizando los movimientos de la mente, sin detenerse en los pensamientos periféricos y contingentes que constantemente cruzan la conciencia y simplemente permanecer “así”, sin agregar nada a esta inmovilidad y distancia, en la suspensión de las facultades114. 3. ¿Es esto contemplar? Sí, en eso consiste exactamente todo el ejercicio de la contemplación, aprender a establecerse cada vez más intensamente en la “ presencia de Dios” , en el “no pensamiento115” , sabiendo que estamos plena­ mente en Dios, allá donde nos encontremos, y que ningún esfuerzo

1.3 ídem. 1.4 Madame Guyon (1648-1717), cuyo conocimiento del camino de oración es incuestionable, habla, con respecto a este sacrificio de las facultades, de un «estado esencial a la religión cristiana»: «Es un estado de sacrificio esencial a la religión cristia­ na, por el que el alma se deja destruir y aniquilar para rendir homenaje a la soberanía de Dios, como está escrito: «Solo Dios es grande, y solo es honrado por los humildes» (Si. 3, 21). Hay que dejar de ser, para que el Espíritu del Verbo sea en nosotros. Ahora bien, para que él venga, hay que cederle nuestra vida y morir a nosotros, para que sea él quien viva en nosotros». (El Modo breve y muy fácil de hacer oración, cap. XX). 1.5 El término «no-pensamiento», o más exactamente “«o pensar en nada”, se remonta principalmente a Francisco de Osuna (1492-1541), teólogo español de ten­ dencia escotista, que insiste, en su dirección espiritual a santa Teresa de Avila, sobre la necesidad de la “oración de recogimiento” para romper con lo creado, y pone el acento sobre la importancia, en esta oración, en deshacerse de toda operación, de toda representación mental, a fin de establecerse de forma duradera en el silencio interior. “No pensar en nada, dice Osuna, es pensar en todo” (El recogimiento místico, Tercer abecedario, tercer tratado XXI, cap. V). Pero sobre todo es F. Bernardino de Laredo (+1450), una de las mayores influencias de San Juan de la Cruz, formado en la escuela del [pseudo] Dionisio el Areopagita, Hugo de Balma, Richard de Saint-Victor y Harphius, quien teoriza más refinadamente sobre esta ascesis del “no-pensamiento”. En su célebre obra “Subida al monte Sion” (1.535), donde hace un elogio del no-saber, de la santa ignorancia, de la naditud del pensamiento, desarrolla una doctrina fundada

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es necesario para que esto suceda; somos nosotros, por el contrario, quienes no estamos presentes en su Presencia. Entendemos, por lo tanto, que para ir a la “Presencia de Dios”, no es la Divinidad lo que nos falta, lo que está ausente, somos nosotros los que estamos separados de ella. Por lo tanto, debemos regresar, mediante el ejercicio de la “simple presencia”, a la intimidad y cercanía de la fuente divina que está en nosotros. Aquí se haya la explicación de la simplicidad de la contemplación ya que, en esencia, Dios siempre está presente; siempre lo ha estado y siempre lo estará, mientras nosotros, en tanto que criaturas, nun­ ca dejamos de estar ausentes y ciegos116. A este respecto, la imagen utilizada por Malaval para hablar de la presencia constante de Dios, habiendo estado físicamente ciego desde su infancia, no carece de un interés muy particular: «Es un sol que brilla día y noche sobre nosotros y dentro de n oso­ tros. Y no nos dignam os abrir los ojos para m irarlo. Permanecemos en la oscuridad dentro de la luz117».

Luego agrega, resumiendo en una oración corta todo lo que es la práctica de la contemplación: en la ausencia de actividad mental durante la oración, método sin mezcla de conoci­ miento por el cual las operaciones discursivas se extinguen gradualmente en el alma, “Divina operación por la cual el alma es elevada hasta Dios sin la intermediación del pensamiento de ninguna cosa creada...” (Subida, Me p., cap. IX). E igualmente escribe: “Esta ausencia de pensamiento, está más allá del sueño y no puede ser explicada, pues es alcanzada por Dios, trascendiendo toda explicación. Este pensamiento de Nada es pensamiento de Todo, porque entonces pensamos, sin usar nuestra razón, en Aquel que es Todo por su maravillosa sublimidad.” (Subida, IIIo p., cap. IV). 1,6 «Tan pronto como [el alma] se pone con fe en presencia de Dios y se recoge, que permanezca un poco de esta manera en un silencio respetuoso. Si desde el comienzo, al hacer su acto de fe, siente un pequeño gusto por la presencia de Dios, que perma­ nezca allí sin preocuparse por el tema ni pasar a otro, y que mantenga esto que le es dado mientras dure. Si se va, que estimule su voluntad con algún afecto tierno. Y si desde el primer afecto se encuentra disfrutando de dulce paz, que permanezca. Hay que soplar suavemente el fuego y, tan pronto como está encendido, dejar de soplarlo, porque el que quisiera seguir soplando, lo apagaría. (...) Id por tanto a la oración, no para querer gozar de Dios, sino para estar en ella como él quiere. Esto hará que seáis iguales en las sequedades como en la abundancia y que no os extrañéis de los residuos de Dios ni de las sequedades.» (El Modo breve y muy fácil de hacer oración, cap. IV). 117 La Práctica fácil de la Contemplación, op.cit., p. 65.

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“Abrid los ojos con una fe viva de que Dios está en vosotros, y enseguida estaréis en su presencia. De modo que la contemplación no es otra cosa que una visión fija y amorosa de la presencia de Dios118”.

He aquí todo lo que conviene saber, todo lo que es vital comprender para practicar la contemplación, y esto a fin de entrar en la intimidad del corazón al corazón con Dios: “Hay que contentarse con decir que es entonces de gran importan­ cia hacer que cese la acción y el ejercicio para dejar que Dios actúe. «Manteneos en paz y reconoced que yo soy Dios» (Ps. 36, 11), nos dice el mismo David (...).Dos [clases de] personas se callan: unas porque no tener nada que decir, y otras por tener demasiado. Lo mismo ocurre en este grado. Uno se calla por exceso y no por defecto (...).El interior no es una plaza fuerte que se toma a cañonazos, sino por el amor. Así, siguiendo suavemente este pequeño tren tomado de esta manera, se llegará pronto a la oración infusa. Dios no pide nada extraordinario ni demasiado difícil. Al contrario, un método sencillo e infantil le agrada enormemente119”.

4. ¿Cómo actuar contra las distracciones? Cuando aparecen las distracciones —y solo pueden suceder por la naturaleza de nuestra mente enfermiza y constantemente agitada—, es importante no luchar contra ellas, sino observarlas sin juzgarlas y luego dejarlas marchar tranquilamente. Luchar contra ello es forta­ lecerlas, darles aún más poder y vigor; por lo tanto, la mejor actitud es no hacer nada, permanecer pasivo y mantener conciencia solo en la “Santa Presencia” , y nunca alejarse de ella, no dejarla de ninguna manera. Cuando sentimos que nuestra mente ha escapado, se la de­ vuelve suavemente a la oración sin esfuerzos inútiles que perturben la quietud del alma, sin discurso ni recitación, permaneciendo en silencio, pues: ns ídem. 1,9 El Modo breve y muy fácil de hacer oración, cap. XII.

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“mientras (más) aprietan [cuanto más esfuerzo hacen], menos les aprovecha, porque, cuanto más porfían de aquella manera, se hallan peor; porque más sacan al alma de la paz espiritual120”.

Por lo tanto, cuando aparezcan distracciones o tentaciones, de­ jemos que Dios se encargue de vencerlas, sin involucrarnos en una lucha vana y estéril, de la cual no saldríamos victoriosos, y que solo tendría como consecuencia hacer más virulentos los problemas, ata­ ques y adversidades: “En las distracciones o tentaciones, en lugar de luchar contra ellas directamente, lo que no haría sino aumentarlas y sacar al alma de su adhesión a Dios, que debe suponer toda su preocupación, debe sim­ plemente apartar su mirada y acercarse cada vez más a Dios. Como un niño pequeño que, al ver a un monstruo, no se divierte luchando contra él, ni siquiera mirándolo, sino que se hunde dulcemente en el seno de su madre donde se encuentra seguro. «Dios está en lugar de ella, ella no puede sucumbir; Dios la socorrerá desde el principio del día» (Ps. 46, 6). Actuando de otra manera, como somos débiles, pensando que atacamos a nuestros enemigos, nos encontramos heridos, si no totalmente derrotados. Pero si permanecemos en la simple presencia de Dios, nos encontramos de pronto fortalecidos. Esta era la conducta de David: «Tengo siempre, dice, presente al Señor y no sucumbiré; por eso se me alegra el corazón y mi carne descansará en la esperanza» (Ps. 16, 8-9). Y se dice también en el Exodo: «El Señor combatirá por vosotros y vosotros os mantendréis en paz» (Ps. 14, 14)i21”.

5. La Presencia constante de Dios No podemos insistir lo suficiente sobre la fuerza y la importancia de la práctica frecuente de la contemplación, en la medida en que, en esto, como en todas las cosas humanas, el hábito crea una familiari­ dad que, a menudo, tiende por naturaleza a permitir una intimidad beneficiosa. 120 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, Libro 2o, Cap. XII (En que se trata de las aprehensiones imaginarias naturales). 121 El Modo breve y muy fácil de hacer oración, cap. XIX.

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“[Así el] que va frecuentemente a la contemplación ya no va más por un recuerdo sino casi por un instinto que le empuja a su práctica ordinaria. Siente a Dios presente y, al mismo tiempo que procura apartar todos los demás pensamientos en los que podría estar ocupado, sabe que sólo los de Dios permanecen y están en el fondo del alma donde las nubes de las distracciones y de las ocupaciones los tenían cubiertos y les impedían mostrarse eficazmente. De ahí viene que a todas horas, en todos los lugares, en todas las compañías y en todas las ocasiones, el alma puede gozar de Dios en secreto, si ella se acostumbra a retirarse en el fondo de sí misma y no entregarse a las ocupaciones de afuera por la atención que no les puedes negar112”.

También tengamos esto en cuenta: “La contemplación es una oración que tiene el privilegio de ser perpetua y de poder realizarse en todas partes1 123” . 2

6. Hacer del alma un Templo donde la Divinidad se invoca Sucederá, mediante este santo ejercicio, un acto de mantenimiento, sin necesidad de reiterar nada, como podemos ver en la acción de caminar: “El contemplativo, por la simple resolución que él promueve de no salir de la presencia de Dios, se mantiene incesantemente en ella, haga lo que haga, y se dedique a lo se dedique durante el día. Porque ha contraído, con la gracia de su atracción y su práctica continua, un hábito tan fuerte de producir el acto suave y amoroso de la contempla­ ción, que lo produce casi insensiblemente en medio de sus ocupaciones y tareas, a veces con más intensidad, otras con más suavidad, según el poder que tenga para recogerse124”

Tu alma: 122 La Práctica fácil de la Contemplación, op. cit., p. 73. 123 ídem, Primer Diálogo, Charla III, p. 91. 124 ídem, pág. 93.

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“Siempre estará vacía cuando esté llena de todo lo que Dios es125” .

lo que nos lleva a concebir mejor ahora lo que Saint-Martín proclamó: «¡Feliz pues el hombre al que se digna elegir la Divinidad, para hacer un templo donde venga ella misma a invocarse por su propio nombre y jurar en su propio nombre que velará sobre este templo, empleándolo en la ejecución y en el cumplimiento de todos sus propósitos!1 126» 5 2

7. El santo abandono en Dios Por el “abandono en Dios” , el alma entra en la santa indiferencia liberándose de la ansiedad del pasado, del presente y del futuro127128, aprende la conducta pasiva basada en la confianza absoluta de las voluntades del cielo: “El abandono debe ser pues, tanto para lo exterior como para lo interior, un descanso total en las manos de Dios, olvidándose mucho de sí mismo y pensando solo en Dios. El corazón, de esta manera, permanece siempre libre, contento y desprendido. En la práctica, perder continuamente toda voluntad propia en la voluntad de Dios, renunciar a todas las inclinaciones particulares, por buenas que parezcan. Tan pronto como se las sienta nacer, colocarse en la indiferencia y querer solo lo que Dios ha querido desde toda la eternidad. Ser indiferente a todas las cosas, tanto las del cuerpo como las del alma, a los bienes temporales y eternos. Dejar el pasado en el olvido, el futuro a la providencia, y dar el presente a Dios. Contentarnos con el momento actual que nos aporta el orden eterno de Dios sobre nosotros, y que es para nosotros una declaración tan infalible de la voluntad de Dios como es común e inevitable para todos. No atribuir a la criatura nada de cuanto sucede, sino mirar todas las cosas en Dios y mirarlas como venidas infaliblemente de su mano excepto lo que viene de nuestro propio pecado. Dejaos por tanto conducir a Dios como a él le agrade, tanto en lo interior, como en lo exteriorl2S”. 125 ídem, pág. 95. 126 La Oración, op. cit, p. 60. 127 La Oración, op. cit, p. 60. 128 El Modo breve y muy fácil de hacer oración, cap. VI.

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8. Conviene dejarse llenar de la «efusión Divina» Tal es el objetivo final, misterioso y absolutamente vertiginoso que puede suceder: Dios, si lo decide, y cuando lo decida, y sólo Él, podrá venir algún día a orar en el alma y pronunciar en ella Él mismo su Santo Nombre. El alma que se dedica al camino de la oración interna debe perse­ verar en esta “espera atenta de Dios ”, permaneciendo en su oración con fidelidad: “El alma que ha llegado aquí ya no necesita otra preparación que el reposo. Porque es aquí donde la presencia de Dios durante el día, que es el fruto de la oración, comienza a ser infusa, es casi continua. El alma goza en su fondo de una felicidad inestimable. Descubre que Dios está más en ella que ella misma. Solo tiene que hacer una cosa para encontrarlo: sumergirse en ella misma. Tan pronto como cierra los ojos, se encuentra arrebatada y en oración. Está asombrada por tan gran bien, y se entabla dentro de ella una conversación que lo exterior no interrumpe. Se puede decir de esta forma de oración lo que se dice en la Sabiduría, que «todos los bienes llegan con ella» (Sab. 7, 11). Porque las virtudes fluyen agradablemente en esta alma que las practica de una manera tan fácil que parecen serle naturales. Tiene un germen de vida y de fecundidad que mantiene al alma en vigor para todo lo que es bueno, y [de] insensibilidad para todo lo que es malo. Que permanezca fiel por tanto en este estado y que se cuide mucho de buscar otra disposición, cualquiera que sea, que su simple descanso, sea por la confesión, la comunión, la acción o la oración. Lo único que hay que hacer es dejarse llenar por esta efusión divina129”.

129 ídem, cap. XIII.

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LA “ETERNA SOPHIA’5

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I. LA SABIDURÍA EN LA INTIMIDAD ORIGINAL DE DIOS La Sabiduría, Sophia o “eterna SOPHIA”, de la que Louis-Claude de Saint-Martin ha evocado la importancia espiritual muy a menudo en su obra, ocupa un lugar central en la economía de la Revelación judeocristiana, y, desde el más lejano origen, después de haber atravesado las tradiciones de Egipto y Mesopotamia, está íntimamente asociada a la actividad divina en los libros sapienciales de la Biblia, Proverbios y Eclesiastés. Desde los primeros momentos la vemos presente a los lados del Eterno, antes mismo de la aparición de los ángeles, impo­ niéndose en su papel esencial e invisible, figura mediadora donde las haya, casi hipóstasis, alma del mundo e imagen del Infinito reflejando el Ternario original, trabajando en el cumplimiento del proyecto divi­ no, así como nos lo expone, en el Libro de los Proverbios, Salomón, hijo de David, rey de Israel: “Yahveh me creó al principio de su proceder, con prioridad a sus obras, desde entonces; desde la eternidad fui constituida, desde el comienzo, antes de los orígenes de la tierra. Cuando aún no existían los océanos, fui dada a luz, cuando todavía no existían las fuentes, ricas en aguas. Antes que las montañas se hubiesen asentado, antes que los colla­ dos fui dada a luz, cuando aún no había hecho tierra ni campos, ni la masa de los átomos de polvo del orbe. Cuando preparaba los cielos, allí estaba yo, cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando sujetó las nubes en lo alto, cuando afianzó las fuentes del océano, cuando señaló su límite al mar para que las aguas no traspasaran su mandato, cuando trazó los cimientos de la tierra, junto a El estaba yo como artífice, y era sus delicias día a día, jugueteando ante El en todo instante, jugueteando en su globo terrestre y teniendo mis delicias en los hijos de Adán”130.

Penetrando toda realidad, habita en los corazones en tanto que puro reflejo de la Luz divina, es la santa auxiliar del Plan divino; por otra parte, podemos compararla sin dificultad con la Providencia que dirige la historia y confiere a los hombres la salvación de sus almas: no Proverbios (V111:22-31).

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“En ella, en efecto, hay un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sin mancha, claro, inocuo, amigo del bien, agudo, independiente, bienhechor, humanitario, firme, seguro, sin cuidados, que todo lo puede y todo lo observa, y que penetra por todos los espíritus inteligentes, puros y singularmente sutiles. La sabiduría es más movida que cualquier movimiento, y por su pureza atraviesa y avanza a través de todo, porque es hálito del poder de Dios, y efluvio puro de la gloria del Omnipotente; por ello nada contaminado se introduce en ella, pues es resplandor de la luz eterna y espejo sin mancha de la energía de Dios e imagen de su bondad. Siendo una sola lo puede todo, y permaneciendo en sí renueva todas las cosas, y por generaciones pasando a las almas santas prepara los amigos de Dios y los profetas. Nada, en efecto, ama Dios sino al que habita con la sabiduría, porque ella es más hermosa que el sol, supera a cualquier constelación de estrellas y comparada con la luz le sucede la noche, pero a la sabiduría no la vence la maldad. Se dilata poderosamente de confín a confín, y lo gobierna todo bien”131.

Prosiguiendo su obra de asistencia cerca de Dios, ella es, efecti­ vamente, “la obrera de todas las cosas”, dominando la creación y aplomando el universo con su benevolente protección; Dios actúa por ella, no lo olvidemos, como actúa por el poder de su Espíritu: “¿Quién conoció tu voluntad, si tú no le diste sabiduría y le enviaste tu Santo Espíritu desde las alturas?” (Sabiduría IX: 17). Parece pues, si queremos meditarlo un instante, que desde el punto de vista de 131 Sabiduría (VII:22-30 y VIII: 1).

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nuestra relación con Dios, ello sea perfectamente idéntico que obe­ decer a la Sabiduría, abrirse sinceramente a su influencia secreta, así como acoger con docilidad y humildad el Espíritu del Altísimo. II. LA SABIDURÍA Y EL VERBO DE DIOS Es, sin embargo, la Revelación del H ijo, por el misterio de su Encarnación en este mundo entre nosotros, lo que nos permitirá asistir a una verdadera identificación entre el Verbo y la Sabiduría. De esta identificación, los evangelistas nos dan amplio testimonio en numerosos pasajes en sus escritos. Por ejemplo, San Lucas nos señala, por medio de una frase relativamente extraña, que: “Y fue justificada la Sabiduría por todos sus hijos” {Le VII:35). Paralela­ mente, San Mateo nos indica que: “...y fue justificada la Sabiduría por sus obras” (Mt XI: 19). Sin embargo es San Pablo quien, con mayor claridad, nos declara que “Cristo es fuerza de Dios y Sabi­ duría de D ios” (1 Cor 1:24). Y es cierto, en este aspecto, que Jesús, por su sacrificio en la cruz, no nos hace simplemente capaces de la Sabiduría de Dios; El es, en sí mismo, en tanto que Verbo, la Sabiduría misma. A ese título, no es anodino que San Pablo, apóstol de los gentiles, hablando de la pre-existencia del Hijo cerca del Padre, en su Epístola a los Colosenses, utilice los mismos términos, idénticas expresiones que las que hemos ya descubierto en el Libro de Proverbios de Salomón: “Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fue creado todo en los cielos y sobre la tierra, las cosas visibles y las invisibles, ya tronos, ya señoríos, ya principados, ya potestades: todo es creado por él y para él; y él es antes que las cosas todas y todo subsiste en él; (-)

y él es el principio, primogénito de entre los muertos para que tenga en todo la primacía, porque Dios tuvo a bien que en él habitase toda la plenitud, y reconciliar por él todas las cosas consigo, 164

pacificándolas por la sangre de su cruz, tanto lo que está sobre la tierra como en los cielos”132.

El Verbo es, siempre según San Pablo, el “resplandor de la gloria de Dios” , más aún, “la efigie de la sustancia del Padre” , Sabiduría disimulada del Padre, que era en un principio con él, como lo recuerda San Juan en el Prólogo de su Evangelio (1:1-3), y que a pesar de este disimulo gobernaba el universo y enseñaba por los profetas: “el que siendo resplandor de su gloria e impresión de su substancia, llevándolo todo con la palabra de su poder, tras realizar la purificación de los pecados se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas; con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado” (Heb 1:3-4).

Un poco más tarde, San Agustín dirá que la Sabiduría, para la criatura, es la contemplación de la verdad, permitiéndole recibir la semejanza de Dios133; San Gregorio afirmará que es la única capaz de hacer nuestra alma pura ante Dios, y por esta pureza, unirnos con aquél que es puro, conformándonos así a la santidad del Santo de los Santos134. Teófilo de Antioquia, San Clemente de Alejandría, luego Ireneo de Lyon, identificarán a la vez el Hijo y el Espíritu Santo a la Sophia. Irineo escribe, por lo que le concierne, evocando al Padre: “Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y su Sabiduría”135;

y todavía: “Aquél que nos ha hecho y modelado, que ha insuflado en nosotros un soplo de vida y que nos alimenta por la creación, lo ha consolidado 132 Epístola de San Pablo a los Colosenses (1:15-20). 133 “Sapientia est contemplado veritatis, pacificans totum hominem, et suscipiens similitudinem” (Libro I de Sermones Domini in monté). 134 “Prima sapientia est vita laidabilis, et apud Deum pura mens, per quam puri puro jungutur, et sancti Sancto sociantur” (In Apolog.). 135 Ireneo de Lyon, Contra las herejías, II, 30, 9.

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todo por su Verbo y coordenado todo por su Sabiduría, Éste es el único y verdadero Dios”136.

San Bernardo, por su parte, subrayará que la Sabiduría es dispen­ sadora de la visión de las cosas humanas y divinas en su desnudez e íntegra verdad137; pero ciertamente es el maestro Eckhart, quien, retomando las intuiciones de algunos Padres de la Iglesia, establecerá un verdadero paralelismo entre la segunda Persona de la Trinidad y la Sabiduría, llevándolo a consideraciones metafísicas que unen el Poder del Padre a la Sabiduría y Verdad del Hijo, en el amor consumado del Espíritu, haciéndole decir: “Del poder divino brota la Sabiduría, y de ellos dos brota el amor, es decir, la hoguera; pues Sabiduría y verdad, poder y amor, y la hoguera, son la órbita del ser, es un ser super-eminente, límpido, sin naturaleza”138.

III. LA PRESENCIA DE SOPHIA EN LOS CABALISTAS CRISTIANOS DEL RENACIMIENTO A pesar del sesgo de una transmisión que incluía los aportes de la corriente del hermetismo helénico-platónico, pasando por los árabes del siglo xii —etapa en que se vieron florecer tratados139 alabando las 136 Ibíd., III, 24, 2. 137 “Sapiens est cui quaque res sapiunt prout sunt” (In Prov.). 138Sermón 31 , en Maestro Eckhart, Dieu au-delá de Dieu, Albín Michel, 1999, pág. 23. 139El curioso opúsculo “La aurora al levantarse”, atribuido a santo Tomás de Aquino (reeditado en 1982 por ediciones Arma Artis, con una traducción y presentación de Bernard Gorceix, de contenido alquímico evidente y espiritualidad sapiencial original, es el perfecto ejemplo de este tipo de textos que unen el Arte Real y la Sabiduría. Es singular, por otra parte, que éste título, “La aurora al levantarse”, sea exactamente el mismo que utiliza Jakob Bóhme para su primera obra: “Morgenróthe im Aufgang” (1612), que Saint-Martin traducirá, magníficamente, en francés por: “La Aurora naciente”. El mismo Bohme nos dice al respecto, que el título “es un misterio escon­ dido a los sabios de este mundo, misterio que experimentarán ellos mismos al cabo de poco tiempo. Por el contrario, éste será un conocimiento muy claro, y en absoluto un misterio para aquellos que lean este libro con simplicidad, en el deseo del Espíritu Santo y poniendo su esperanza en Dios” (J. Bohme, La Aurora naciente, traducción del Filósofo Desconocido, 1977, pág. 41).

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virtudes de la Sophia— no será hasta finales del siglo xiii que el interés por la Sabiduría toma un aspecto relativamente más importante que no había tenido hasta entonces. Sin embargo, es con el desarrollo de los estu­ dios en el sentido del esoterismo hebraico, principalmente a partir de los siglos xv y xvi en Italia, que se va a asistir verdaderamente en Europa a una considerable renovación de los conocimientos sapienciales, y a un ahondamiento extraordinario de los grandes temas principales de la divina ciencia de las cosas escondidas. Cosme de Medicis, a mitad del siglo xv, enviará agentes a través del mundo mediterráneo en busca de manuscritos, encontrando ciertas obras desconocidas de Platón, y verá incluso a un monje volver de Macedonia con los quince tratados del Corpus hermeticum. Cosme, entusiasmado por estos resultados, encargará a Marsilio Ficino (1433-1499), sacerdote y erudito, el constituir una “Academia” a fin de organizar estudios más profundos sobre los textos de Platón y efectuar las traducciones de las principales obras descubiertas. Ficino llevará a cabo su tarea con diligencia y librará una genealogía de Hermes Trimegistro, así como de un Libri di vita (1489), que es una suerte de un sacramentario ge­ neral consagrado a la práctica talismánica, la astrología y sobre todo la cábala, en el que evoca las correspondencias con el “alma del mundo” actuando en el plano teológico, cosmológico y antropológico. Estos primeros avances serán rápidamente seguidos por otras iniciativas, entre las cuales destacan varias personalidades, en particular, la de Giovanni Pico Della Mirándola (1463-1494) que se sumerge en la comprensión de la magia cabalística, o cábala práctica, que desvelará por vez primera los ritos y creencias de la mística judía, exponiendo la doctrina encantatoria de los Nombres Divinos y poderes angélicos, desvelando los procedimientos tradicionales de la cábala: notarikón (acróstico y abreviación de los nombres), guematría (correspondencia y evaluación numérica de las palabras), temurá (permutación de las letras)140. La influencia de estos trabajos será considerable y pronto se

140 Las especulaciones de Pico de la Mirandolla no tendrán otro objeto que el de afirmar la Divinidad del Cristo Jesús y demostrar la pura validez de la doctrina trinitaria: “Los tres nombres de Dios, escribe Pico, en cuatro cartas que se encuentran

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extenderá por Italia, después en España y en Francia, una corriente de esoterismo cristiano de la que Gilíes de Viterbe (1465-1532) y Johannes Reuchlin (1455-1522) serán sus principales representan­ tes. En Alemania es Henrich Cornelius Aggripa von Nettesheim (1486-1535) quien, abriéndose a las verdades del De verbo mirifico, publicará a su vez un Expostulatio super expositione sua in librum De verbo mirifico, alabando la convergencia de las doctrinas hebraicas con la de los Padres de la Iglesia. Encontraremos a continuación al abad Johannes Trithemius (1462-1516), que cultivaba una pasión por la cábala, siendo después Guillermo Postel (1510-1581) quien se sumergirá a su vez en los misterios del Dios infinito. En los escritos de estos cabalistas cristianos aparecerá de manera significativa la figura de la Sabiduría, Sophia, que ellos designan bajo el nombre hebraico de Chocbmah, o en ocasiones bajo su equivalente latino Sapientia, o sea, en castellano, “Sapiencia”. Si en sus escritos la Sophia es asimilada a la tercera persona de la Trinidad, es porque en el árbol sefirótico Chocbmah, la segunda Sefirot, conduce a la emanación de la tercera, es decir, Binah 141. En sus múltiples interrogaciones los cabalistas cristianos se preguntarán muy a menudo, retomando las preguntas planteadas por los doctores judíos, si no subsistirá, desde el origen de los tiempos, una suerte de intermediario entre Dios y su creación. “A este respecto, Elachna hizo profundas observaciones llenas de belleza; declaró que al principio de la creación del mundo fue Bet, en los misterios de los cabalistas deben ser atribuidas por una admirable proporción a las tres Personas de la Trinidad, el nombre de Ehie al Padre, el nombre de YHWH al Hijo, y Adonai al Espíritu Santo. Ningún cabalista hebreo puede negar que el nombre de Jesús, si lo interpretamos según los principios y manera de la cábala, signifique otra cosa que Dios Hijo de Dios y Sabiduría del Padre por la tercera persona de la divinidad que es el fuego del amor ardiente y unido a la naturaleza humana en la unidad de su agente” (en Histoire de l’ésotérisme et des Sciences ocultes, J-P., Corsetti, Larousse, 1992, pág. 200). 141 Guillermo Postel afirma: “El nombre de Jehová responde al Espíritu Santo más inclinado al mundo inferior, cuya propiedad es BINAH, que quiere decir inteligencia y ciencia práctica la cual procede de la Sapiencia y Poder. (...) pues la Chocbmah o Sapiencia es mucho más cosas generales y celestes...” (Interprétation du Candélabre deM oyse..., edición F. Secret, Nieuwkoop, 1996, pág. 365).

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que significa casa y que es el sello de la Sabiduría. En esta Sabiduría, como en una casa, todo existía por adelantado; a continuación, por Elohin, o sea, el Espíritu Santo, todo se desplegó en formas propias”142.

Poco a poco, la Sabiduría emerge pues y se impone como una no­ ción fundamental que no dejará de acrecentar su campo de influencia en el marco de los estudios dedicados a temas tocantes a los diversos problemas de la hermenéutica teológica y bíblica, inscribiendo du­ raderamente y de manera significativa, en el corazón de la reflexión espiritual europea en plena expansión, la alta y ancestral figura de la Sophia.

IV. LA SOPHIA EN JAKOB BÓHME Algunos años más tarde, en Alemania, Jakob Bóhme (1575-1624), que parece estar gratificado por una excepcional facultad de visión interior, de las luces más elevadas de la tradición de la cábala cris­ tiana, sobrepasándolas incluso por una ciencia inexplicada de rara profundidad, hará de la Sabiduría un auténtico don de Dios, ya que encarnará para él la presencia divina en la gracia, alimento del hom­ bre, que se convierte en su carne celeste143. La Sabiduría se revelará 142 G. Javary, Lláme du monde chez les kabbalistes chrétiens de la renaissance: de la Chekhina á l’Eglise, en Sophia oú l’áme du Monde, Dervy, 1983, pág. 135. 143 “En el pensamiento de Jakob Bóhme, pocas ideas han jugado un papel más importante; hay pocas concepciones que hayan ejercido una influencia más impor­ tante en la posteridad. No hay otra que sea más proteiforme. La sabiduría eterna de Bóhme es un ojo (Sex Puncta Theosophica, I, 11; Mysterium mágnum, I, 7) y al mismo tiempo, el espejo en el que Dios se refleja (De Incarnatione Verbi, II, cap. I, 11); el mundo de las ideas divinas (Cuestiones Theosophicae, qu. II, 10), la imagen eterna de Dios; la habitación, el cuerpo y el hábito de la Divinidad (Mysterium mágnum, I, 3); Ella es cada una de estas cosas y todas a la vez. Ella es, y es lo que funda la unidad de la concepción, el Objectum, el eterno de Dios en el que y por el que se refleja, se expresa y se revela. Ella sigue, por así decirlo, la evolución inma­ nente de Dios, transformándose con cada etapa alcanzada por ésta evolución; ella hace posible a Dios una evolución emanante: Ella es pues una condición necesaria de esta evolución y, al mismo tiempo, un intermediario entre Dios y la naturaleza (Clavis 19). Ella es también, por la naturaleza, la imagen ideal que ésta (o el Spiritus Mundi, el Amtmann, el Archeus) realiza o que tiende a realizar. Ella es su fin eterno, su Vorbild, su idea (Mysterium Mágnum, I, 7).

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entonces, bajo su pluma, en el abandono de la voluntad propia (la famosa GelafSenheit de los místicos renanos del siglo xiv que será recuperada con cierta insistencia por Martin Heidegger), una real entrega entera y completa del espíritu al servicio de lo Divino. “Sophia personifica la pureza primera, nos dice Pierre Deghaye, evocando el pensamiento de Bóhme. Esta pureza no es tampoco la vacuidad de la Nada. En un momento en que la corporeidad no existe todavía, ella prefigura la pureza de un cuerpo sublime que será el de Cristo. Sin embargo, es una pureza que es en sí misma el cuerpo de Dios. A este nivel, la Sabiduría ofrece la paradoja de un cuerpo sin materia. La virginidad de Sophia está en esta pureza primera que queda en lo absoluto, por bien que ella no sea solamente la Nada. La Virgen perfecta representa la pureza de un Dios que es a la vez Nada y Todo. Ella será el esplendor con el que Dios se revestirá como si fuera una vestimenta para ser conocido. Ella será la Gloria en la que Dios se manifestará. Sin embargo la Sabiduría no es solamente el cuerpo sublime gracias al que Dios aparece. Ella es también la voluntad que manda la manifestación divina desde su origen hasta su término. El cuerpo y la voluntad no son más que uno. La pureza de la Sabiduría no está solamente en su cuerpo inmaterial, está también en esta vo­ luntad. Ella está en la indeterminación absoluta que es su libertad”144.

Si Bóhme, en su discurso, distingue en Dios la “Deidad” que es el fondo del ser divino, que no es causa de nada, inaccesible, más allá de Dios mismo, de la “Divinidad” que, como un espejo, refleja la “Deidad” indistinta bajo la forma de la Santísima Trinidad, es porque él comprende que preside el origen de todo un Principio Infinito que Bóhme no explica muy bien la aparición de esta Sabiduría; evidentemente ella es coeterna a Dios puesto que sin ella Dios no sería Dios y no podría conocerse; ella es, dice, producida o expirada como el Hijo o el Espíritu (De Electione Gratiae, 1 ,12). La Sabiduría eterna no es sin embargo una cuarta persona de la Trinidad divina. Por otra parte, Bóhme la identifica en ocasiones con el Ungrund. Vemos muy bien porqué: ella es, en ella misma, tan indeterminada como éste; ella no tiene (no contiene) nada, no produce nada, no engendra nada; ella es una Nada, un simple espejo cuyo único papel es el de reflejar (Sex puncta Theosophica, I, 16). Ahora bien, (...) en el pensamiento de Bóhme la idea del espejo se aproxima a la del Absoluto indeterminado” (A. Kyoré, La philosophie de Jakob Bóhme, Vrin, 1979, págs. 344-345). 144 P. Deghaye, La Sagesse dans l’oeuvre de Jakob Óveme, en Sophia et l’áme du monde, Cahiers de l’hermétisme, Dervy, 1983, pág. 151.

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es el único fundamental, Principio inaccesible, verdadera “Tiniebla” a nuestros ojos. En su Mysterium Mágnum, una de sus obras más convincentes, Bohme nos explica que la Sabiduría, precisamente, es el verdadero vehículo de la revelación del Principio Infinito, ocupan­ do, en este aspecto, un lugar central en el interior del movimiento que induce al Principio en una suerte de paso que le conduce, poco a poco, de la invisibilidad a la visibilidad: “En comparación con la naturaleza, es el Uno, y al mismo tiempo, la Nada eterna; no tiene ni causa ni comienzo, ni lugar, y no posee nada fuera de sí mismo; es la voluntad de lo que es sin determinación, no es más que Uno en sí mismo, y no tiene necesidad de espacio ni sitio; se engendra en sí mismo de eternidad en eternidad; no hay nada que se le parezca, y no hay ningún lugar en particular donde resida: la eterna Sabiduría o inteligencia es su morada; es la voluntad de la Sabiduría, y la Sabiduría es su revelación”™5.

Por esta “revelación” primera y fundadora, situada en el origen de todo, efectuada por la virtud particular de la Sabiduría, el Principio, el Uno sin segundo, se moviliza y actualiza para aparecer y manifes­ tarse en tanto que Santísima y Muy Pura Trinidad, no diferente de este Origen inconcebible que se designa como “Absoluto” . De este “Absoluto”, que está al otro lado de toda realidad sensible o no sen­ sible, divina o humana, “Deidad” hasta tal punto silenciosa que es “inconcebible para sí misma”, emerge pues primeramente el Padre, que es la voluntad misma del “sin-fondo”, luego el Hijo que representa la voluntad prendada de sí misma, y finalmente el Espíritu Santo que realiza la unión de las dos formas de voluntad que Bohme bautiza como la “Nada Eterna” , la Palabra no emanada de la Trinidad. En el seno de esta Trinidad, el Hijo se envolverá en la Sophia a fin de poder incorporarse en el elemento puro, como nos lo enseña Saint-Martin un siglo más tarde en una carta del más alto interés doctrinal, después de haber sido tocado por las enseñanzas de Jakob Bohme, y a continuación se hará carne en el mundo manifestado para arrastrar, en virtud de145 145 J. Bohme, Mysterium Mágnum, I, 2.

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su sacrificio y como consecuencia, a las almas para elevarlas hasta su propia Divinidad. He aquí pues lo que escribe Saint-Martin en una carta a Kirchberger, sobre este asunto, ofreciéndonos concerniente a la Sabiduría luces absolutamente esenciales: “Vos no seréis de la opinión de Pordage146, cuando dice que ella [la Sabiduría] es la precursora de Jesucristo en el alma, puesto que sólo pueden venir juntos, visto que es en ella que se envuelve para incorporarse en el elemento puro, y hacerla descender en la región de los elementos mixtos y corruptibles o en el seno de María, para ir a continuación, a través de esta muerte que llevamos en nosotros, a elevar con él el alma humana purificada y regenerada en su vida divina. Pero seréis de la opinión de Pordage, cuando representa esta Sabiduría como no siendo un ángel, sino una virtud angélica, superior a todos los espíritus de los ángeles y los hombres. Así que no puedo contem­ plarla como el espíritu del Reparador del que habla San Pablo (Rom VIII:9), ya que este espíritu del Reparador es Dios, como el Reparador mismo; en fin, es la luz divina que ilumina todas las maravillas de la inmensidad divina, mientras que la Sabiduría solo es el vapor o el reflejo; ella deja pasar por ella todas estas maravillas y es propiamente la conservadora de todas las formas de los espíritus, como el aire es el conservador de todas las formas materiales; ella habita siempre con Dios, y cuando la poseemos, o quizá mejor cuando ella nos posee, Dios nos posee también, puesto que son inseparables en su unión, aunque distintas en su carácter”. {Correspondencia inédita de Louis-Claude de Saint.-Martin [...] y Kirchberger, barón de Liebisdorf [...], París, Dentu, 1862, pág. 36)

En referencia a esta reciprocidad relacional, que hace que, uni­ dos a la Sabiduría, estemos al mismo tiempo reunidos a Dios, no es inútil recordar que Saint-Martin, en su interés por Jakob Bohme, 146 Saint-Martin será durante toda su vida un atento lector de las obras de John Pordage (1608-1681), así como de las de Jane Leade (1623-1669), la célebre fundadora de la “Sociedad filadelfiana”, de William Law (1686-1761) el traductor inglés de Jakob Bohme, y de Emmanuel Swedenborg (1688-1772) del que evocará en varias ocasiones sus escritos, no sin algunos enjuiciamientos realmente bastante críticos, en El Hombre de deseo (1790).

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descubrió igualmente, por mediación de Kirchberger, los textos de Johann Georg Gichtel (1638-1710), visionario inflamado, amante de la Virgen Sophia a quien prometerá, en un matrimonio místico celebrado el día de Navidad de 1673, una fidelidad eterna, pronun­ ciando con esta ocasión un voto definitivo de renuncia a las mujeres terrestres147. Subrayemos que en una carta de fecha del 29 brumario año II (1794), destinada a Kirchberger, Saint-Martin declarará haber efectuado por su parte una idéntica unión con la Virgen Sophia. Le confiará igualmente, en otra ocasión, siempre en relación al misterio de la eclosión de la Sophia en nuestro interno, estas palabras de las que es fácil evaluar su inmenso valor, puesto que en ellas se trata del verdadero nacimiento, en nuestro centro íntimo y velado, no sola­ mente de la Sophia, sino también del Verbo y de su Santa Madre, la Virgen María148, que lleva en ella misma a la segunda Persona de la Trinidad, nacimiento que debe, sin embargo, y para lo que a nosotros concierne, operarse de manera totalmente espiritual: “En cuanto a la Sophia, no tengo ninguna duda que pueda nacer en nuestro centro. N o tengo ninguna duda que el Verbo divino pueda nacer tam bién por este medio, com o ha nacido en M aría. Pero todo esto sucederá espiritualm ente para nosotros, y si podem os sentirlo de esta m anera, sólo lo veremos intelectualm ente, lenguaje no extraño

147Notable por más de una razón, “johann Georg Gichtel desarrolla con extrema fidelidad el dogma de la Sabiduría divina, explica Bernard Gorceix, al que nombra “el misterio que le ha permitido progresar en el cristianismo”. A lo largo de sus car­ tas, desarrolla el papel de la Virgen eterna, en Adam, en María, en el Cristo, en la naturaleza creada. El teósofo de Amsterdam conoce todas las etapas de la meditación boehmiana. Plan, modelo preexistente antes de la creación, intermediaria entre Dios y la naturaleza, verdadero arquetipo, Sophia acaba y perfecciona la naturaleza eterna, a la que confiere un cuerpo, un hábito y una morada. Ella es la expresión imaginada, pero todavía no manifestada de Dios” (B. Gorceix, Flambée et agonie, mystiques du XVIIe siécle allemand, Ed. Présence, 1977, pág. 284). i4s Recordemos, concerniente a la Santa Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, esta bella reflexión de Jean-Jacques du Roy d’Hauterive, puesta de ma­ nifiesto por Saint-Martin el 5 de agosto de 1775, cuando la 58a lección destinada a los Elegidos Cohén de Lyon: “La Virgen es verdaderamente reina del cielo y de todos los espíritus: por ella podemos obtener, invocándola, a su hijo que no le niega nada; lo que fue anunciado por el milagro de las bodas de Caná hecho como respuesta a su súplica, y ella lo acompaña en todo su recorrido temporal de operación de reconci­ liación” (Les Leqons de Lyon aux Elus coens, edición completa publicada según los manuscritos originales, Robert Amadou, Dervy, 1999, pág. 273).

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para aquellos que están un tanto a favor de las manifestaciones. Todo lo que se presente físicamente, y en el exterior, no viene de nosotros, ni de nuestro propio centro, aunque nuestro propio centro se realce y regocije. Así el Verbo, la Sophia, María misma, que pueden manifes­ tarse al exterior, serán el Verbo, la Sophia y María, ya formados antes que nosotros, y buscando revivificarnos y animarnos en nuestra obra personal que es la de hacer estas cosas en nosotros, no ya por una ge­ neración en ser externo, como ello ha tenido lugar cuando la Mensch Werdung [creación del hombre], sino por el renacimiento íntimo de nosotros mismos que debe hacernos semejantes a todos estos seres por la santidad, por la pureza y por la luz”. ('Correspondencia inédita..., op. cit., pág. 91)

V. EL FILÓSOFO DESCONOCIDO Y LA SOPHIA El encuentro entre la figura de la Sabiduría y Saint-Martin149, incluso si ella parece, como podemos constatar, abrirse y expresarse con una cierta amplitud después que éste se haya sumergido en las obras de Jakob Bohme, y sobre todo imponerse como uno de los temas mayores en su correspondencia con Kirchberger150, barón de Liebisdorf, en el momento mismo en que se encuentra inmerso en la traducción de las obras del visionario alemán, esta relación, podríamos decir, se produce sin embargo muy pronto, creemos por nuestra parte, es decir, en los años que siguieron a su partida de Burdeos, lo que, por otro lado, nos conduce a pensar que en sus enseñanzas, Martínez de Pasqually sin duda desarrolló ciertas reflexiones a propósito de la Sophia, incluso aunque éste juzgara a sus discípulos, según nos cuenta Saint-Martin, 149 “La sabiduría es bajo la pluma de Saint-Martin, como ella era en su corazón, desde la infancia y para siempre. Ya que todo hombre es también una Sophia, en diversos grados” (R. Amadou, Introduction á L’Homme de decir, editions du Rocher, 1994, pág. 13). 150Señalemos que próximamente será publicada una edición, revisada, corregida y anotada por Robert Amadou, de la correspondencia habida entre Saint-Martin y Kirchberger bajo el título: SOPHIA ou les Mystéres Personnels de la Sagesse Divine, Dialogue de Louis-Claude de Saint-Martin avec son ami N.A. Kirchberger, Ediciones Arqa.

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todavía demasiado débiles para recibir tales verdades. Al hilo de esta hipótesis, es evidente, por ejemplo, que la afirmación repetida en Martínez de una ruptura, que tuvo lugar originalmente, con las terribles consecuencias que sabemos entrañó para la humanidad por un alejamiento desgarrador y una privación dolorosa respecto a su Creador, pone principalmente de manifiesto la imposibilidad en la que se encuentra el hombre, actualmente, para acceder al dominio de las generaciones espirituales a causa de esta falta imperdonable que ha cortado y le ha privado radicalmente de su lazo con esta divina Sophia que podemos contemplar como su auténtica “esposa espiritual” 151. La incontestable prueba de esta primera influencia determinante se encuentra en dos pasajes sacados del Cuadro natural de las relacio­ nes existentes entre Dios, el hombre y el universo (la obra fue escrita entre 1777 y 1778 aunque no fue publicada hasta 1782, por razón de múltiples dificultades que impidieron una salida más rápida), pasajes que nos muestran la Sabiduría en su actuar con respecto a la generación divina y su lugar en la perspectiva de reintegración que le incumbe al hombre realizar, en un período en el que Saint-Martin, muy probablemente, ignoraba aún la obra de Bóhme. Las siguientes líneas ponen en evidencia, de manera bastante directa, el papel que ejerce la Sabiduría desde el punto de vista de la imagen, viniendo de ella, recibida por el “Ser verdadero”, y subrayando su importancia determinante en nuestra relación con “la Unidad” . Presentada como siendo la única fuente de lo que, en la existencia, recibe el ser en 151 En un artículo titulado “Sophia, espejo de las formas”, que servía de intro­ ducción a la presentación de algunos textos, entre los más significativos del Filósofo Desconocido relativos a la Sabiduría, Nicole Jacques-Chaquin señalaba con toda razón: “Lugar de expansión de la imaginación divina, Sophia interviene con toda naturalidad en la emanación del más fiel espejo de Dios: el Adam primitivo. Ella es la tierra espiritual, el principio del cuerpo glorioso. Cuando la prevaricación del Ser perverso, ella sirve de prisión a Lucifer. Es por ella —y la filiación directa con la doctrina de Martínez de Pasqually resulta aquí particularmente evidente— que el primer hombre podía acceder al dominio de las generaciones espirituales, el de las imágenes verdaderas. Y es dejándose fascinar por las imágenes falsas producidas por el Enemigo, y por la Naturaleza, espejo secundario, que el Adam primitivo comete un verdadero “adulterio” que lo separa de su esposa espiritual Sophia, y se sitúa en la fuente de la degradación de la materia, obstáculo permanente, pero no infran­ queable, a su reunión” (N. Jacques-Chaquin, Sophia, miroir des formes et desterre des générations spirituelles, en Sophia ou l’áme du monde, Dervy, 1983, pág. 228).

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proporción de su verdad, se la descubre sobre todo como produ­ ciendo eternamente su acción en una suerte de continuada y fecunda generación que le permite nacer, por efecto de sus propias facultades intrínsecas, favoreciendo así la universal reproducción de su propia imagen en el seno del mundo, rodeando por todas partes a los seres vivos con su sutil y sensible presencia. Saint-Martin nos releva que: “la Sabiduría suprema, siendo la única fuente de todo lo que existe de cierto, si nada no puede ser que no venga de ella y que se tenga por ella, desde que un Ser verdadero existe, lo es necesariamente a su imagen: ahora bien, esta fuente universal, no suspendiendo jamás la acción por la cual se reproduce ella misma, no cesa por consecuencia jamás de reproducir universalmente sus propias imágenes, éDónde podría ir pues el hombre que no las encontrara y no le rodearan? ¿En qué exilio podría estar desterrado que no llevara alguna huella?” ('Cuadro natural, Edimbourg 1782, T. I, págs. 138-139)

Un poco más adelante, en el mismo Cuadro natural, Saint-Martin desarrolla sus intenciones inclinándose sobre el carácter superfluo de las “vías de la Sabiduría”, lo que obliga a la Santa SOPHIA a operar una perpetua transformación, con el fin de armonizarse con nuestras necesidades en función de las diversas situaciones en las que en oca­ siones nos encontramos. Observemos que los dones de la Sabiduría son, como debe ser y a pesar de su aspecto plural, constantemente referidos a “la Unidad” que preside su aparición y finaliza su acción: “Las vías de la Sabiduría son tan fecundas que ella se transforma a cada instante para proporcionarse a todas nuestras situaciones; y si por la plenitud de sus facultades, ella abarca todos los tiempos, todos los espacios, en cualquier posición que nos encontremos, no puede dejar nunca que se agote la fuente de sus dones; y por múltiples que estos sean, tienen todos la misma unidad por principio y fin”. [Ibíd. 1.1, pág. 182)

El segundo elemento que nos permite suponer que Saint-Martin no ignora, desde sus primeros años en la “senda”, el lugar fundamental 176

ocupado por la Sabiduría desde el punto de vista doctrinal, se sitúa en un corto texto que, a pesar de no comportar una fecha exacta, y habiendo sido objeto de una edición en 1807 por Nicolás Tournier en el seno de una recopilación reunida bajo el título de Obras postumas, hubiera podido ser escrito, probablemente, en el momento mismo, entre 1774 y 1776, en que se daban en Lyon las lecciones a los co­ hén lioneses pertenecientes al Templo que dirigía por aquél entonces Jean-Baptiste Willermoz (1719-1814). Estas líneas reflejan, como se puede constatar, un real conocimiento de los poderes de la Sabiduría y de su lugar fundamental en el seno de los equilibrios universales: “La eterna sabiduría divina, explica Saint-Martin, mantiene todas las producciones de la eterna inmensidad en sus formas, en sus leyes y en su viviente actividad; el aire opera el mismo efecto en todos los seres de la naturaleza; ya que sin él, todas las formas se disolverían. La plegaria tiene el mismo destino y el mismo empleo en relación al hombre; ella debe hacer descender su peso sobre todas las facultades que componen nuestra existencia, y mantenerlas en todo su juego, como el poder universal pesa sin cesar sobre todos los seres y los urge a manifestar la vida que tienen en ellos. Esta sabiduría eterna es el aire que Dios respira, ella es una en sus medidas: la que hace que la forma de Dios sea eterna, ella no tiene nada que combatir ni ningún trabajo a soportar, como esta sabiduría temporal de la que tenemos necesidad durante nuestro viaje en las regiones mixtas”. (Obras Postumas, Letourmy, 1807, t. II, págs. 406-407)

VI. LA PLEGARIA DEL HOMBRE NUEVO Está pues comprobado, como hemos podido constatar, que Saint-Martin no ha descubierto la figura de la Divina SOPHIA por la sola lectura de Jakob Bóhme, puesto que su primer maestro, Martínez de Pasqually, le había ya transmitido ampliamente las claves espirituales necesarias y suficientes, a fin de aproximarse a esta santa y misteriosa noción. Reconozcamos no obstante que Bóhme jugó un papel considerable en la profundización de los “gérmenes” sembrados primitivamente 177

por el extraordinario taumaturgo del que Saint-Martin fue el íntimo secretario, desde principios del año 1771 a mayo de 1772, fecha de su partida definitiva para la isla de Santo Domingo, dejando al Filósofo de Amboise en la soledad de su estancia en Burdeos. Sin embargo, con toda evidencia, tanto más avanzará Saint-Martin en el seno de las íntimas luces con las que el Cielo le gratificará, más le parecerá necesario recalcar constantemente, con dulce insistencia, el incansable recordatorio sobrenatural que recibimos discretamente, casi desde nuestro nacimiento, buscando incitarnos a emprender seriamente la obra de nuestra puesta en conformidad con la Divinidad que nos quiere plenamente en ella, que desea vernos enteramente disponibles a su gracia bienhechora. Ahora bien, esta puesta en conformidad exige por nuestra parte una intensa colaboración con las intenciones divinas, y nos obliga pues a una transformación efectiva de nuestro ser, gravemente degradado y marcado por el peso de la prevaricación, que debemos conducir con diligencia y solicitud, ya que lo que im­ porta, más que nada, es que podamos recobrar lo más pronto posible la imagen primitiva que poseíamos, y por la que sufrimos cruelmente por no conservar los rasgos originales. Y es cierto, como nos lo enseña Saint-Martin, que no es suficiente con ser capaz de descifrar, expresar y traducir las “maravillas” de la Sabiduría de la que descubrimos, en nosotros y fuera de nosotros, los trazos de su indecible presencia trascendente, conviene, sobre todo e imperativamente, acceder a las mismas e idénticas prerrogativas que ella, a fin de pasar de una semejanza figurada, muy alejada de nuestro primer modelo, a una imagen real y sincera que nos abrirá, finalmente, las puertas de la gloria compartida para comunicar a la vez la sobrenatural felicidad. Es en su obra que titulará El Hombre Nuevo, y que hará publicar bajo las prensas de la Imprenta del Círculo Social, el año IV de la Libertad, según la indicación circunstancial de la época, es decir en 1792, que Saint-Martin vuelve una vez más, algunos años después de haberlo hecho en sus dos primeros libros, que son respectivamente: De los errores y la verdad (1775) y el Cuadro natural (1782), sobre la importancia de la misión de la que somos portadores, misión con­ sistente en proceder a una verdadera obertura en nosotros mismos 178

para dejar lugar a la santa Palabra de Dios, lo que nos permitirá, si para la felicidad nuestra lo logramos, volver a encontrar nuestro lugar bendito cerca del Eterno: “¿Porqué, se pregunta Saint-Martin, Dios solicita de este modo al hombre por tantos medios y tan variados, tan repetidos, de modo tan sostenido y tan continuo i Es para que sea en todo la imagen y semejanza de esta eterna divinidad; ya que no es bastante para esta semejanza con que el hombre pueda leer en las maravillas de la sabiduría, no es bastante con que pueda tomarlas y expresarlas por sus obras; no es bastante con que su palabra pueda repetir en torno suyo las obras de esta divinidad suprema, es preciso que, como ella, pueda ejercer voluntariamente parecidos derechos, y por el privilegio sagrado de su santo carácter, a fin de que, compartiendo los poderes de su eterno principio, comparta también la gloria, y sea así la imagen real de este principio, en lugar de ser, como la naturaleza, solamente la imagen figurativa”. (El Hombre Nuevo, op. cit., pág. 125)

La Sabiduría, por “su soplo dulce”, nos instruye Saint-Martin, va a contribuir a elevar la plegaria del Nuevo hombre, a conducirlo con seguridad de manera que pueda apartar las artimañas del enemigo y avanzar por un camino armonioso que lo hará digno de recibir las salvadoras gratificaciones celestes: “Es pues el soplo dulce de esta sabiduría que desarrollará en el nuevo hombre su verdadera plegaria que es la acción natural de su ser; pues esta plegaria no debe tener otro objetivo que mantener en el hombre el orden, la seguridad, la mesura; ella debe hacer que el enemigo esté siempre alejado, que el corazón del hombre esté siempre saciado en la fuente de aguas vivas, y que su pensamiento sea como un hogar en el que las luces divinas se reúnen para reflejarse a continuación con mayor esplendor”. (Ibíd. pág. 286)

Paralelamente, y de manera complementaria al cumplimiento de esta plegaria que tiene que liberar al hombre de los peligros de que está rodeado, contribuyendo a la edificación de este hogar que vendrán a iluminar las luces divinas, la Sabiduría juega un papel esencial por su acción decisiva respecto a las “influencias vivas” que ella dirige y 179

orienta hacia el corazón del hombre, dándole la posibilidad de bañar su espíritu en las aguas apacibles de la estancia de Paz y armonía en que había estado situado en el origen de los tiempos, y de la que fue desgraciadamente separado por su culpa, separación que lo obliga a soportar ahora la dureza de un doloroso exilio. Saint-Martin nos recuerda a ese efecto: “(■■■) Aunque el hombre haya nacido para el espíritu, no puede sin embargo gozar de sus dulzores y de las luces del espíritu, en tanto que no comience por hacerse espíritu. He ahí porqué la sabiduría activa e invisible hace descender continuamente su peso sobre el hombre, a fin que reúna sus fuerzas y sus principios de vida espiritual. Por otra parte, esta sabiduría activa e invisible, no hace descender su peso sobre el hombre sin verter en su corazón algunas de las influencias vivas de las que ella es órgano y ministro, y entre las cuales hace eternamente su morada. Cuando ella ha preparado de esta manera al hombre, y el hombre no la ha contrariado en sus deseos, entonces ella transporta al espíritu del hombre a la morada de esta luz en la que él tomó su origen; y allí, el hombre se sacia a largos tragos con los dulzores que pertenecen a su existencia; se sacia sin turbación ni inquietud, como la sabiduría misma, porque, por los cuidados que ella le ha procurado, su corazón se ha hecho puro como ella, e independientemente de los movimientos tan inciertos de la frágil rueda de los tiempos; el superior y el inferior se encuentran para él en perfecta analogía, siente que la paz que descubre en estas regiones invisibles se encuentra igualmente en él mismo; no sabe si su interior está en este exterior divino, o si este exterior divino está en su interior; lo que siente es que todo esto le parece uno para él, es que todas estas cosas y él tienen el aspecto de no ser más que una sola y misma cosa”. (El Hombre Nuevo, op. cit. pág. 291)

Vil. LOS MISTERIOS DE LA ETERNA SOPHIA Evidentemente, y contando a partir de su estancia en Estrasburgo152, se descubre en su lectura, conforme pasan los años, una suerte de verdadera 152 Saint-Martin llegará a Estrasburgo en junio de 1788 y permanecerá en esta ciudad hasta junio de 1791, o sea, tres años enteros que dedicará, además de a la

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maduración de la idea de Sabiduría en las obras de Saint-Martin, y no es sorprendente que después de haber sido, como él lo fue, hasta ese punto entusiasmado por la obra de Jakob Bóhme, que aparezcan bajo su pluma, de manera cada vez más regular y precisa, los temas principales de las grandes verdades teosóficas expuestas por el genial, y sobrenaturalmente inspirado, zapatero de Górlitz153. Meditando, a la vez que traduciendo, los múltiples textos de este segundo maestro escritura de sus propias obras, casi exclusivamente al estudio y traducción de los textos de Jakob Bohme, ayudado en ello por su amigo y hermano del Régimen Escocés Rectificado Rodolphe Saltzmann (1749-1820), teósofo de alto nivel, fino germanista, nutrido por los mejores autores, así como por Charlotte de Boecklin, su “querida B.” según sus propios términos, que profesaba un verdadero culto al pensamiento del Philosophus teutonicus. 153 No olvidemos esta declaración de Saint-Martin, extraída de su Retrato his­ tórico y filosófico (1789-1803 [publicado íntegramente por primera vez, según el manuscrito original, con un prefacio, una introducción y notas críticas por Robert Amadou, Julliard, 1961], concerniente a su relación con las verdades superiores y aquellos, que en este mundo, lo han llevado hasta estas verdades, dándonos así, en algunas cortas frases, un perfecto resumen de su encaminamiento espiritual desde su juventud hasta una edad más avanzada: “Es a la obra de Abadie, titulada “el Arte de conocerse” , que debo mi desapego a las cosas de este mundo. Lo leí en mi infancia, en el colegio, con deleite, y me pareció que incluso entonces lo entendía, lo que tampoco debe sorprender infinitamente, puesto que es más bien una obra de sentimiento que de profundidad de reflexión. Es gracias a Bularmaqui, como he dicho en anteriores ocasiones, a quien debo mi gusto por las bases naturales de la razón y la justicia del hombre. Es a M[artinez] de Pfasqually] a quien debo mi entrada en las verdades superiores. Es a /[acobj Bjoehme] a quien debo los pasos más importantes que he hecho en estas verdades. (...)” (Retrato, 418). No se puede ser más claro sobre este asunto, mostrándonos claramente la íntima correspondencia y complementariedad que opera Saint-Martin entre los dos maestros que la Providencia pone en su camino; por otra parte, él mismo afirmará que los gérmenes de la verdad de los que habla, a saber los gérmenes del esencial y secreto conocimiento, los ha recibido, previamente, de Martínez quien le ha abierto las puertas de la “senda” en la que no ha dejado de profundizar en los arcanos: “La ciudad de Estrasburgo es la segunda, después de la de Burdeos, con la que tengo obligaciones inapreciables, porque es allí donde tuve conocimiento de preciosas verdades de las que ya me había procurado los gérmenes” (Retrato , 189). Decir finalmente, para dejar resuelta por completo esta cuestión y no volver sobre ella una vez más, que es imposible disociar, en aquel que fue verdaderamente el filósofo de “la Unidad”, aquellas que consideró siempre como las dos grandes luces de su propio Templo, a saber, su primera escuela teúrgica y Bohme, del que se sabe que selló en el silencio de su corazón los esponsales invisibles: “Hay un excelente matrimonio a efectuar entre nuestra primera escuela y nuestro amigo BjoehmeJ... Es en lo que estoy trabajando, y reconozco francamente que encuentro a los dos esposos tan compenetrados el uno al otro, que no conozco nada de más cumplido...” (Correspondencia inédita de Louis-Claude de Saint-Martin [...] y Kirchberger, barón de liebistorf [...], publicada por L. Schauer y A. Chuquet, Dentu, 1862).

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que lo inquieta y transporta muy a menudo hasta las cumbres más elevadas de la comprensión secreta de los grandes principios que presiden el mundo de aquí abajo y que participan del mundo de arriba, Saint-Martin ilumina su reflexión con una viva luz, de la que maravillosamente hace partícipe a su lector. Volviendo, una vez más, sobre la misión que vino a cumplir el Divino Reparador, el cual, re­ duciéndose al estado de la criatura, por el misterio, según expresión escogida por Saint-Martin, de su “homomificación”, se hizo carne para liberarnos de la prisión material en la que estamos voluntaria­ mente precipitados, nos revela que nuestro conocimiento debe llevar, más allá del carácter exterior y temporal de la Encarnación, hasta el Centro divino que es la Fuente misma a la que debemos prepararnos para poder reunirnos, ya que éste es el único destino que nos colma­ rá plena y definitivamente y nos curará totalmente de la convulsiva amargura de nuestro desamparo presente. Contemplando, no sin una penetrante percepción, los diversos estados que Nuestro Señor tuvo que atravesar para descender hasta nosotros, Saint-Martin nos describe, en algunas magníficas líneas, el extraordinario pasaje del “Principio del amor eterno” hacia el hombre inmaterial, pasaje cum­ plido por la virtud de la contemplación en el espejo de la SOPHIA, luego, revistiéndose del elemento puro, nos explica su incorporización en el elemento terrestre para hacerse carne gracias al concurso de una virgen. Puesto incomparable el de este divino Reparador, del que no siempre mesuramos la importancia como convendría, y que es necesario revelar y anunciar a fin de que nadie pueda ignorar las maravillas de la Nueva Alianza. Es por lo que Saint-Martin escribe en su última obra que será igual­ mente en la que quiere confiarnos los últimos y preciosos elementos de un saber soberano154: “Así, es no conocer nada de este reparador, si sólo lo consideramos bajo sus colores externos y temporales, sin remontarnos, por las pro154 Con una cierta lucidez, Saint-Martin nos dice, refiriéndose a la acogida dispen­ sada por parte del público a su obra el Ministerio del Hombre Espíritu: “Este [libro] aunque más claro que los otros está demasiado lejos de las ideas humanas como para

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gresiones de la inteligencia, hasta el centro divino al que pertenece. Saquemos pues de la diversidad de caracteres con los que está revestido, algunos medios para acomodar a nuestras débiles luces su homomificación espiritual que ha precedido con mucho a su homomificación corporal. Primeramente ha sido menester que siendo el principio eterno de amor tomara el carácter del hombre inmaterial que era su hijo; y para cumplir parecida obra, le ha bastado con contemplarse en el espejo de la eterna Virgen, o SOPHIA, en la que su pensamiento ha grabado eternamente el modelo de todos los seres. Después de haberse convertido en hombre inmaterial por el solo acto de la contemplación de su pensamiento en el espejo de la eterna Virgen o SOPHIA, ha sido preciso que se revistiera del elemento puro, que es este cuerpo glorioso engullido en nuestra materia desde el pecado. Después de ser revestido del elemento puro, ha tenido que con­ vertirse en principio de vida corporal, uniéndose al espíritu del gran mundo o del universo. Después de haberse convertido en principio de vida corporal, ha sido preciso que se convirtiera en elemento terrestre, uniéndose a la región elemental y de allí ha tenido que hacerse carne en el seno de una virgen terrestre, envolviéndose de la carne proveniente de la prevaricación del primer hombre, puesto que es de la carne, de los elementos y del espíritu del gran mundo que venía a liberarnos”. {ElMinisterio del Hombre Espíritu, Migneret, 1802, págs. 275-276)

Desvelándonos, en otro texto sacado del Espíritu de las cosas (1800)*155, los incomprensibles misterios de la Encarnación, incluso cuando nuestros ojos oscurecidos y nublados son incapaces de per­ cibir, y sobre todo comprender, los extraordinarios juegos que son que pueda tener éxito; al escribirlo, he sentido a menudo como si estuviera tocando en mi violín, valses y contradanzas en el cementerio de Montmartre, a donde hubiera hecho bien en llevar mi arco, los cadáveres que allí están no oirían ninguno de mis sonidos, y tampoco danzarían.” (Retrato, 1900). 155 Saint-Martin publicó esta obra a fin de financiar la edición de las traduc­ ciones de Bohme que había realizado. Humildemente, en una carta del 5 termidor (noviembre) año VIII destinada al yerno y la hija de su difunto amigo Kirchberger, tendrá estas sorprendentes palabras que testimonian, innegablemente, una gran y excepcional altitud de alma, no dudando en considerarse como un simple sirviente del Templo, de entre los más bajos: “No son instrucciones comparables a las de los

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activados desde el principio de los tiempos, Saint-Martin, con rara maestría, nos permite, más aún si cabe, aproximarnos muy de cerca a las grandes verdades de la historia divino humana. Aceptando llevar, una vez más, un poco más lejos su discurso, nos muestra los resortes desconocidos que sostuvieron secretamente la venida a este mundo de Jesucristo, y el extraordinario lazo sobrenatural que ata esta presencia al objetivo perseguido por la obra inteligente, viva y divina que debe guiarnos hasta nuestra esperada redención: “Es pues desde el momento mismo del pecado que, el corazón de Dios homomificado o Jesucristo, ha sido concebido en la imagen primitiva del hombre e incorporado con ella en su eterno amor, o en su eterna sabiduría siempre virgen, que no es la virgen humana. Su concepción temporal, su incorporización en el seno de María, su nacimiento terrestre y su muerte corporal, no son más que el complemento sensible de esta obra intelectual, viva y divina, aunque este complemento debió tener lugar para que la obra alcanzara su término, puesto que el hombre estaba infestado de toda la heterogeneidad de los elementos”. (L’Esprit des choses, ou coup d’oeil philosophique sur la nature des étres et sur l’objet de leer existente..., Laran, Debrai, Fayolle, año VIII, t. II, pág. 188-189)

La acción de la Sabiduría aparece pues como determinante en la obra salvadora hecha posible por el sacrificio de Jesús, y su papel es capital desde el punto de vista de nuestras capacidades de renacimiento transformador, renacimiento que representa la única salida al estado de corrupción en el que estamos sumidos aquí abajo156. Es preciso

grandes maestros, pero pueden preparar las vías y servir como introducción. Mi objeto principal es desobstruir los senderos de la verdad, ya que me veo como el barrendero del Templo”. Retomará por otra parte esta imagen en su Retrato, para mostrar la dificultad de la tarea que incumbe a aquel que está encargado de efectuar, como fue su caso, una auténtica labor de “barrido” espiritual: Como barrendero del templo de la verdad, no debo pues sorprenderme de haber tenido tanta gente en contra. Las basuras se defienden del barrido tanto como pueden” (Retrato, 1032). 156 “Todos nosotros somos viudos, nuestra tarea consiste en volvernos a casar, escribe Robert Amadou, parafraseando a Saint-Martin. Somos viudos de la sabiduría (manera de decir que somos viudos del Verbo). Después de haberla desposado, el hombre de

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aún que comprendamos según lo interno, lo que significa verdade­ ramente el divino sacrificio del Cordero, que es el sentido profundo de la muerte del Reparador sobre la madera de la Santa Cruz, que tenía por misión única y principal el liberarnos definitivamente del elemento carnal corruptible, de este cuerpo de materia, de este pobre “saco de piel” del que desgraciadamente estamos cargados y revestidos, para hacernos acceder, en virtud de la promesa, a la región superior que fue en su origen nuestro cuerpo primitivo, allí donde mora en su plenitud la eterna SOPHIA: “Sería esencial que la operación [de la cena] repitiera sin cesar a los fieles estas palabras del maestro: la carne y la sangre no sirven de nada, mis palabras son espíritu y vida, pues écuándo la letra de las otras palabras ha estado muerta de espíritu f Es preciso que en el operante, como en nosotros, la idea y la palabra de carne y de sangre sean abolidas, es decir, que es necesario que nos remontemos, como el reparador, a la región del elemento puro que fue nuestro cuerpo pri­ mitivo, y que encierra finalmente la eterna SOPHIA, las dos tinturas, el espíritu y la palabra. Es a este precio que las cosas que pasan en el Reino de Dios pueden pasar también en nosotros”. (El Ministerio del Hombre-espíritu, op. cit., págs. 283-284)

¡Ay!, para nuestra mayor tristeza, por el lamentable estado en que nos encontramos, lejos de aparecérsenos bajo el signo de la luz y la alegría, la Sabiduría está obligada, en la actualidad, a tomar prestada la máscara de duelo puesto que estamos separados de nuestro primitivo origen por una barrera infranqueable que sumerge al mundo en una situación de terrible confusión, en la que todo está invertido, trastocado, en la que el deseo engendra en sí al hombre nuevo. Y todo está relacionado con el hombre nuevo, con el hombre regenerado: la verdadera medicina, la verdadera poesía, la verdadera realeza, el verdadero sacerdocio. Cuanto decimos está lejos de las ciencias humanas, teología o ciencias del hombre. La sabiduría es, después de las dos formas inferiores de la tierra, y antes de la tierra divina, la del ternarium sanctum, en la que el hombre puede sembrar en espíri­ tu, que puede fecundar. (Los conocimientos de biología en tiempos de Saint-Martin le autorizan a saltar del registro animal al registro vegetal) El Cristo nace entonces en nosotros; renacemos, renacemos de arriba; nacemos, renacemos en Cristo”. (R. Amadou, Introducción al Hombre de deseo).

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poder de la materia triunfa por completo, oscureciendo el conjunto de la realidad existencial visible y golpeándola con una inquietante determi­ nación tenebrosa: “Es necesario desgraciadamente que la sabiduría, que por sí misma debió procurarnos antaño tantas alegrías, se cubra para nosotros aquí abajo con vestimentas de luto y de tristeza; es menester que pongamos hoy nuestra sabiduría a sufrir en lugar de alegrarnos, porque el crimen lo ha partido todo, y ha hecho que hayan dos sabidurías. La segunda o última de estas sabidurías no es la vida pero agrupa la vida en nosotros, y nos pone por ello en estado de recibir la vida o la sabiduría primitiva y fuente de toda alegría; también esta sublime sabiduría primitiva que lo mantiene todo y lo crea todo. He aquí porqué ella es siempre joven”. (El Ministerio del Hombre-Espíritu, op. cit., pág. 189)

Huérfanos en lo concerniente a nuestra fuente original, enfermos, por añadidura, por nuestra insoportable condición que nos clava a lo elemental más bajo, asistimos, casi impotentes, a los sufrimientos del universo que gime en la espera de su regeneración, esperando contra toda esperanza, por nuestra parte, un acto que lo libere de la sustancia nociva que lo carcome interiormente, que lo devora y lo atormenta, suplicando que se ponga fin a la determinación que limita y ata todos sus movimientos. La prisión infernal en la que hemos estado históricamente enca­ denados, es portadora, ardiente y violentamente, de una aspiración fundamental que le hace desear un hipotético retorno a su estado primero y original, llamándonos por ello en su angustia, a fin de que nos decidamos por nuestros esfuerzos renovados a devolverle su esposa amada, y que seamos finalmente valerosos en el único tra­ bajo que importa, es decir, aquel que restablecerá el orden primero lamentablemente roto por Adam. Este afligido estado, que sufrimos y recibimos todos desde nuestro nacimiento, es precisamente descrito por Saint-Martin en términos detallados y sobrecogedores: “El universo se halla postrado en su lecho de dolor, y nos corres­ ponde a nosotros, los hombres, el consolarle. El universo está postrado 186

en su lecho de dolor, porque, desde la caída, una sustancia extraña ha entrado en sus venas, y no cesa de incomodar y atormentar el principio de su vida; nos corresponde a nosotros llevarle palabras de consuelo que puedan animarlo a soportar sus males; nos corresponde a noso­ tros, digo yo, anunciarle la promesa de su liberación y la alianza que la eterna sabiduría acaba de hacer con él. Es un deber y es de justicia por nuestra parte, puesto que ha sido el jefe de nuestra familia [Adam] quien ha causado la primera tristeza al universo; podemos decir al universo que somos nosotros mismos los que lo hemos hecho viudo: ¿no aguarda acaso a cada instante de la duración de las cosas a que su esposa le sea devuelta? Sí, sol sagrado, somos nosotros la primera causa de tu inquietud y agitación. Tu ojo impaciente no deja de recorrer todas las regiones de la naturaleza; tú lo levantas cada día por cada hombre; tú lo levantas alegre, con la esperanza de que van a devolverte a esta esposa querida, o eterna SOPHIA, de la que estás privado; tú llenas tu curso diario pidiendo a toda la tierra, con palabras ardientes donde se peinan tus deseos devoradores. Pero por la noche duermes en la aflicción y las lágrimas, porque has buscado en vano a tu esposa; en vano se la has pedido al hombre; no te la ha devuelto, y te deja permanecer todavía en sitios estériles y moradas de prostitución”. {El Ministerio del Hombre-Espíritu, op. cit., págs. 55-56)

El secreto, que no solamente nos hace comprender la razón de una tal situación en la que somos a la vez las víctimas y, por herencia, los responsables directos, explicando por otra parte la estrecha relación que nos une a la eterna SOPHIA, nos lo libra Saint-Martin de manera muy clara y transparente, sin escondernos las lejanas causas, sin ve­ larnos las íntimas claves. Este secreto, que condiciona toda realidad terrestre, y explica lo que debe ser nuestra relación con el Cielo y el universo, se tiene en pocas palabras, pero cada una de ellas merece una pausada y atenta meditación, una reflexión vigilante y sostenida, pues es por ella, por esta comprensión meditada y espiritualmente “incorporada”, que depende la eventual posibilidad de nuestra Rein­ tegración, a fin de que, realizándose, podamos participar algún día, “Ad Majorem Dei Gloriam”, del desarrollo de los supereminentes misterios de la eterna SOPHIA: 187

“Dios, habiendo destinado al hombre para ser perfeccionador de la naturaleza, no le hubiera dado este destino sin darle la orden de cumplirlo; no le hubiera dado la orden de cumplirlo sin darle también los medios; no le hubiera dado los medios sin darle una ordenación; no le habría dado una ordenación sin darle una consagración; no le habría dado una consagración sin prometerle una glorificación, y no le hubiera prometido una glorificación sino porque debía servir de órgano y propagador de la admiración divina, tomando el lugar del enemigo cuyo trono estaba invertido y desarrollando los misterios de la eterna sabiduría”. {El Ministerio del Hombre-Espíritu, op. cit., pág. 47)

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LOS ÁNGELES

«¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?» (Ia Corintios VI:3) «Los ángeles esperan el reino del hombre, como el hombre espera el reino de Dios... » (Hombre de deseo, Canto 65)

Abordar la cuestión de la relación de Saint-Martin con los ángeles es una cuestión de lo más apasionante. En efecto, su lugar, su ministerio y su función dentro de la vía espiritual e iniciática son fundamentales. Sin embargo, este lugar y este papel, en realidad siguen siendo mal definidos e imprecisos. Podemos imaginar tener algunas ideas claras sobre el tema, pero en realidad los elementos efectivos que conciernen a los ángeles nos son profundamente desconocidos. Es por esto por lo que nos parece esencial emprender un examen atento del dominio angélico y, sobre todo, en lo que concierne a nuestra reflexión, tener claramente en mente lo que Saint-Martin pensaba con

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respecto a los espíritus celestes, con el fin de poder entrar en estos dominios sutiles instruidos verdaderamente, en vez de satisfacernos con nociones dispersas o confusas.

I. ¿QUIÉNES SON LOS ÁNGELES? El hombre, lo sabemos por las Santas Escrituras que hablan de ello frecuentemente, no es la única criatura dotada con un espíritu surgido de las manos de Dios, es por esto por lo que una multitud innombra­ ble de seres pueblan los cielos y tienen también una misión sobre la tierra. Estos seres, de naturaleza puramente espiritual, son los espíritus celestes que son nombrados como «ángeles». La palabra ángel significa «mensajero». Además, habiéndose servido Dios de ellos a menudo desde el comienzo de los tiempos, e incluso mucho antes157, san Pablo en su Epístola a los Hebreos nos decía que «...[los ángeles] son espíritus servidores enviados por Dios para asistir a los que han de heredar la salvación» (Hebreos 1:14). En los salmos está escrito: «Bendecid al Eterno, vosotros, sus ángeles poderosos en fuerza, quienes ejecutáis su palabra » (Salmos, CIII:20); revestidos de santidad, el Cristo los llama «los santos ángeles» (Lucas IX :26); inmortales, Jesús afirma sobre ellos: «no pueden morir» (Lucas X X :3 6 )158. 157 Las Santas Escrituras precisan que Dios es Creador de las cosas visibles e invi­ sibles : «Por EL han sido creadas todas las cosas, las cosas que están en los cielos y las cosas que están sobre la tierra, las visibles y las invisibles» (Col 1:16), y a este título lo fueron los ángeles, creados antes de que la tierra estuviera constituida: «iDónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra... cuando las estrellas de la mañana cantaban juntas y todos los hijos de Dios estallaban de alegría ?» (Job XXXVIII:4-7); señalando las cosas invisibles que residen en lo que se designa como «los cielos» que, más que un lugar situado sobre el plano geográfico, representa una «situación» sobrenatural, un estado inefable, un dominio de naturaleza inmaterial. 158 Las diferentes expresiones de las Santas Escrituras nos muestran que son muy numerosos delante del trono del Cordero de Dios: «su número era miríadas de miríadas y miles de miles» (Apocalipsis V :ll). San Mateo nos enseña que doce legiones de ángeles estaban a la disposición del Señor (Mateo XXVL53). Al final de los tiempos nos indica Jude: «el Señor aparecerá en medio de sus santas miríadas» (Jude 14).

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En tanto que espíritus, los ángeles son invisibles, no los vemos, mientras están alrededor nuestro nos acompañan, incluso velan por nosotros159. Sin embargo, cuando Dios decide confiarles un men­ saje, una palabra, una enseñanza o una revelación para el hombre, se revisten entonces para ello con un cuerpo, o más exactamente una apariencia «corporal», al mismo tiempo que son y permane­ cen como puros espíritus160. Comedle describió así al mensajero divino que lo visitó: «Un hombre se puso ante de mí con un vestido brillante» (Actas X , 30). Durante la Resurrección del Cristo, dos Ángeles (Juan X X : 12) estaban allí, parecidos a hombres con « ves­ timenta brillante de luz» (Lucas XXIV:4), y anunciaron a María de Magdala y a las demás mujeres que el Señor había resucitado de entre los muertos161. Varios pasajes de las Escrituras nos hablan de los Ángeles como distinguidos y diferenciados en diversas órdenes según una jerarquía precisa: los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potes­ 159 El célebre Juan Tauler (1300-1361) nos describe de la manera siguiente lo que son los ángeles: «No sé muy bien en qué términos se puede o se debe hablar de estos espíritus puros, puesto que no tienen ni manos, ni pies, ni cara, ni forma, ni materia; ahora bien, el espíritu y el pensamiento no pueden captar un ser que no tenga nada de todo esto; écómo se podría entonces hablar de lo que son? No podemos conocerlos, y no debe sorprendernos, ya que no nos conocemos a nosotros mismos. No conocemos el Espíritu que nos hace hombre, y del que recibimos todo lo que tenemos de bueno: icómo podríamos conocer pues a estos espíritus superiores cuya nobleza está muy por encima de todo lo que puede presentar el mundo entero?» (J. Tauler, Sermón n° 67, Ed. du Cerf, 1980). 160 Dos ángeles son especialmente nombrados en las Escrituras. Uno es Mijael o Miguel, quien es llamado el Arcángel o jefe de los ángeles (Jude 9). La significación gloriosa de su nombre es: «iQuién como Dios?» Se le presenta como defensor del pueblo judío. En Daniel es llamado uno de los primeros jefes y lucha contra el rey de Persia en favor de los Judíos (Daniel X : 13-21; XII: 1); en el Apocalipsis lo vemos a la cabeza de sus Angeles combatir en el cielo contra Satanás y sus Angeles tene­ brosos (Apocalipsis XII: 7). El segundo Angel cuyo nombre nos es dado es Gabriel, es decir: «hombre de Dios». Es a él a quien Dios envió a Zacarías para anunciarle el nacimiento de su hijo Juan, quien debía ser el «Precursor del Señor», y a María para decirle que sería la madre del Salvador (Lucas 1:19-26). También fue enviado a Daniel para revelarle que al cabo de un tiempo determinado el Mesías, el Cristo, aparecería (Daniel IX:21-25), y para darle a conocer el fin de un rey impío y persecutor que debe elevarse en el último día (Daniel VIII:16-25). 161 Los ángeles también han aparecido en llamas de fuego en el caso de Eliseo (II Reyes VI: 17), y es bajo esta apariencia como ejercerán en el juicio final: «El Señor Jesús será revelado desde el cielo con sus poderosos ángeles, en llamas de fuego, ejer­ ciendo la venganza contra los malvados» (IIa Tesalonicenses 1:7-8).

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tades (Col 1:16; Efesios III: 10)162. En Isaías vemos a los Serafines celebrando la santidad del Señor de los ejércitos (Isaías VI:2-3), y en varios pasajes trata de los Querubines que son los ejecutores de los juicios de Dios. Después de echar al hombre pecador del jardín del Edén, el Eterno colocó a los Querubines para guardar el camino del árbol de vida, a fin de que el hombre no se acercara (Génesis III:24)163.

162 La clasificación de los ángeles en nueve coros, según santo Tomás de Aquino (Suma Teológica la pars, q. 50 a 66), es la siguiente: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles, Angeles. 163 Jean-Marie Vernier, en su obra sobre los Angeles, describe así el orden de la sociedad angélica tal como lo establece Dionisio, comentado por santo Tomás de Aquino: « La sociedad angélica se divide en tres jerarquías: I o) la primera conoce en Dios mismo la «razón» de los seres, la segunda la conoce en las causas universales, la tercera en las causas particulares. A la primera le compete la consideración del fin, Dios siendo causa final de toda la creación; 2o) a la segunda la disposición universal de los agentes; 3o) a la tercera la ejecución de esta disposición. Pertenecen a la primera jerarquía los ángeles cuyos nombres son pronunciados con respecto a Dios, a la segunda aquéllos cuyos nombres designan el gobierno, a la tercera aquéllos cuyos nombres indican la ejecución. El fin puede ser con­ siderado de tres maneras: se le puede conocer, conocerlo perfectamente, fijar en él su intención. La primera jerarquía comprende pues: los Tronos que conocen a Dios, fin universal; los Querubines que conocen los secretos divinos; los Serafines unidos con Dios. Del mismo modo, el gobierno tiene tres aspectos: la definición de los actos por cumplir —la cual pertenece a las Dominaciones—, la posibilidad de cumplirlos —que compete a las Virtudes—, la manera de cumplirlos -función de las Potestades. Final­ mente, en la ejecución, algunos dirigen: los Principados; otros ejecutan: los Angeles; otros son intermediarios: los Arcángeles. Esta división, dijo santo Tomás, es conveniente, puesto que siempre el orden más elevado de una jerarquía inferior tiene alguna afinidad con el orden menos elevado de la jerarquía superior. En el capítulo LXXX del Libro III del Contra los Gentiles, santo Tomás, quien explica un poco diferente esta división de los ángeles, precisa, siguiendo una vez más a Dionisio, la significación de los nombres angélicos. Los Se­ rafines son denominados así porque arden en amor por Dios; los Querubines tienen la plenitud de la ciencia; los Tronos consideran los juicios divinos en sí mismos (el trono es el símbolo del poder judicial). Las Dominaciones mandan (el nombre de dominación indica esta primacía); las Virtudes son poderosas en la aplicación de los mandamientos divinos; las Potestades conservan el orden establecido en el universo y contienen a los Poderes contrarios. Los Principados velan sobre los reinos; los Ar­ cángeles mandan a los Angeles pero son inferiores a los Principados; los Angeles son enviados a los hombres» (Cf. J.-M. Vernier, Los Angeles en Santo Tomás de Aquino, Nuevas Ediciones Latinas, Colección Angelología III, 1986).

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II. PRIMER CONTACTO DE SAINT-MARTIN CON LA TEÚRGIA ANGÉLICA Si queremos comprender lo que une a Saint-Martin con los Ángeles, conviene dedicarse un instante a lo que el Filósofo Desconocido de­ signaba como «carrera», es decir, su recorrido iniciático. Sabemos que a partir de 1768 Saint-Martin va a mantener una relación estrecha con Martines de Pasqually en Burdeos, relación que no cesará de crecer, hasta tal punto que Saint-Martin se convertirá al final, es decir, en 1771, en el secretario del Soberano Gran Maestro de la Orden de los Élus Cohens, sucediendo al abad Fournié, quien había ocupado esta función antes que él. Saint-Martin será útil, más de lo que se puede imaginar, a Martines de Pasqually, que tenía ne­ cesidad de organizar su Orden y dedicarse a un importante trabajo de correspondencia y escritura, en particular de los cuadernos de ins­ trucción reclamados por los adeptos. Saint-Martin copiará los rituales para los Templos, se pondrá en contacto con los diversos jefes de los Templos Cohén, entre ellos, evidentemente en Lyon, con Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824). También participó en la elaboración de la obra que escribió Martines, la cual llevará por título «Tratado de la reintegración de los seres en su primera propiedad, virtud y potencia espiritual divina»164. Pero, en su «primera iniciación» con Martines de Pasqually, así lo designó él mismo, y es lo que nos interesa para nuestro propósito, Saint-Martin fue puesto en contacto con los Ángeles, sabiendo que las prácticas teúrgicas de su maestro estaban construidas, aunque no sin cierta originalidad, sobre un conocimiento relativamente desarrollado de los espíritus celestes. Poco a poco, Saint-Martin se irá familiarizando con la teúrgia, y asistirá regularmente a Pasqually durante las prácticas rituales. Aprendió a trazar los círculos y supo muy pronto disponer 164 Martines de Pasqually, Tratado de la reintegración de los seres creados en sus primitivas propiedades, virtudes y potencias espirituales divinas [versión original editada por primera vez, siguiendo la versión publicada en 1899, acompañada por el Cuadro universal precedido por una introducción y unos documentos inéditos, por Robert Amadou], Robert Dumas editor, 1974.

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sabiamente las luminarias en su cuarto de operaciones con el fin de que pudieran efectuarse los contactos con las potencias invisibles165. Rezaban e invocaban mucho a los nombres angélicos con Pasqually, que insistía en la necesidad de proceder intensamente con la obra mayor de reconciliación, y Saint-Martin, como perfecto y disciplinado émulo, concentraba sus esfuerzos con un fervor real, implicándose enormemente en los ritos, los cuales pronto dejarán de tener secretos para él166. Martines enseñaba que algunos de los seres emanados, es decir, los Ángeles, habiendo fallado originalmente en su misión por una revuelta culpable, el mundo material fue creado con el fin de aprisionar a esos espíritus rebeldes en unas cadenas limitantes. Al hombre, originalmente emanado y beneficiando de un estatus importante en el orden divino, le había sido confiada la misión de dirigir el Universo y contribuir, con la ayuda de los Ángeles fieles a Dios, a la reunificación general. Según esta enseñanza, el hombre debe mantener hoy, por este motivo, una relación privilegiada con los buenos Ángeles, los cuales son sus supereminentes ayudantes en el trabajo que le está reservado. El culto cohén celebrado por el hombre busca pues, en primer lugar, restablecer una relación con las potencias 165 Robert Amadou nos da los elementos siguientes referentes al culto celebra­ do por los Élus Cohén: «El culto de los Elus Cohén comprende diecisiete tipos de operaciones, llamadas a menudo cultos. Estos cultos son respectivamente dichos de expiación; de gracia particular y general; contra los demonios; de preservación y de conservación; contra la guerra; de oposición a los enemigos de la ley divina; para obtener el descenso del espíritu divino; de fortalecimiento de la fe y de la perseverancia en la virtud espiritual divina; para la fijación del espíritu conciliador divino con uno mismo; de la dedicatoria anual de todas las operaciones del Creador. Cada operación pone en acción gestos y palabras, perfumes y diseños, números, hieroglíficos y 2.400 nombres angélicos secretos. (...) el cohén es un sacerdote. La respuesta no depende del hombre solo, menos aún del gran soberano: depende de Dios, y los ángeles no tienen utilidad sino para dar, si Dios lo quiere, acceso a la Cosa» (R. Amadou, Elus Cohén, en Enciclopedia de la franc-masonería, 2000, p. 249). 166 a veces, durante las agotadoras sesiones, que requerían mucha energía, poniendo en peligro sus débiles fuerzas, le surgieron algunos problemas como lo cuenta él mismo: «En la iniciación que recibí y a la que debo a continuación todas las bendiciones que me colmaron, me pasó dejar caer al suelo el escudo, lo cual provocó el desconsuelo del maestro; también a mí, porque eso no me anunciaba en el porvenir mucho éxito. Pero comprendí entonces que era mi contextura la que quería que para las cosas de este mundo yo estuviese siempre a un lado, o por debajo, sin que eso pudiera hacer nada para mi avance y mis expectativas en otro orden de cosas. Era también un tipo de mi divino simple» (Retrato, 58).

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intermediarias, con los Ángeles, de modo que puedan emprender el trabajo de «Reintegración».

III. JUICIO CRÍTICO DE SAINT-MARTIN SOBRE EL CULTO ANGÉLICO En marzo de 1778, cuando Pasqually dejó su Orden y sus discípulos sin guía (pues había abandonado Burdeos en mayo de 1772 para ir a Puerto Príncipe, donde fallecería dos años más tarde, en septiembre de 1774), Saint-Martin viajó a París. Se le vio en abril de 1778 pre­ dicando a los hermanos del Templo Cohén de Versalles. El Templo contaba con un número poco importante de miembros, pero todos ellos muy activos en el trabajo operativo. Se encontraban entre ellos los hermanos Roger, Boisroger, Mallet, Gence, quien se convertirá en el biógrafo y apologista del Filósofo Desconocido, y Mouet. Saint-Martin, sorprendiendo a todos, lamen­ tará que estos hermanos hubiesen sido iniciados sólo por las formas. De ello concluirá: «mis inteligencias estaban un poco lejos de ellos; Mouet era uno de los que estaban más capacitados para captarlas». En efecto, cada vez más, Saint-Martin parecía como reacio a las ceremonias exteriores, las cuales le parecían manchadas con un as­ pecto sospechoso y superficial. No se cortó en decirlo, chocando con las convicciones y apegos de los hermanos a la expresión ritualística de la obra iniciática. Sin embargo, no todos los hermanos estaban maduros para com­ prender este sorprendente discurso del que Salzac declara su decepción a un adepto de Metz, el hermano Disch: «parece, según este M.P.M. [Saint-Martin], que estamos en el error y que todas las ciencias que Don Martines nos legó están llenas de incertidumbres y peligros, porque nos confían a unas operaciones que 195

exigen unas condiciones espirituales con las que nosotros no siempre cumplimos [...]■ El Sr. de Saint-Martin no da ninguna explicación; se limita a decir que de todo ello tiene nociones espirituales de las cuales saca buenos frutos, que lo que nosotros tenemos es demasiado com­ plicado y no puede ser sino inútil y peligroso, ya que sólo lo simple es seguro e indispensable. Le enseñé dos cartas de Don Martines que le contradicen sobre ello, pero contestó que no era el pensamiento secreto de D.M. [...]»167.

El pensamiento secreto de Pasqually versaba, en efecto, sobre la necesidad previa de todo trabajo operativo: una capacidad espiritual interior atestiguando una presencia íntima de Dios en el alma. Esta condición previa, para Saint-Martin, según él lo entendió, era tan esencial que se hará absolutamente suficiente. Saint-Martin buscaba comunicar intuitivamente sus «inteligencias», y para ello, tendía a apartar el decorado ceremonial que le resultó demasiado extraño con el paso del tiempo. Entraba en una fase 167 He aquí la carta del hermano Salzac: «Como no creyó deber confiarme lo que le llevó a su visión, tampoco al hermano Mallet que estaba presente, os agradecería nos instruyera sobre ello, siempre que no os enseñara nada. Parece, según este M. P. M. que estamos en el error y que todas las ciencias que Don Martines nos legó están llenas de incertidumbres y peligros, porque nos confían a operaciones espirituales con las que no siempre cumplimos. El hermano Mallet contestó que en la mente de Don Martines, sus operaciones eran siempre la mitad para salvaguardarnos, o sea, dos contra dos, para hablar como nuestro maestro, y por lo tanto, por poco que hicié­ ramos para cumplir la quinta potencia que el adversario pudiera ocupar, estaríamos asegurados de la ventaja. Pero el M. P. M. de Saint-Martin se limita a esta última potencia y descuida el resto, lo cual es como colocar al carro delante de los cuatro caballos. Le hicimos ver que nada permitiría jamás unos cambios parecidos o más bien supresiones; que siempre habíamos operado así con el mismo Don Martines, y por ahora sólo teníamos que alabarnos de sus instrucciones. Le ahorro el resto y las observaciones poco amables del hermano Mallet. El Sr Saint-Martin no da ninguna explicación; se limita a decir que de todo esto sólo tiene nociones espirituales de las que saca buenos frutos; que lo que tenemos es demasiado complicado y no puede ser sino inútil y peligroso, ya que sólo lo simple es seguro e indispensable. Le enseñé dos cartas de Don Martines que le contradicen en esto, pero respondió que no era el pensamiento secreto de D.M.; que la luz se haría en nosotros sin que necesitáramos de todo esto y nuestras buenas intenciones son las más seguras garantías de seguridad. ¿Qué objetar a esto, sino lo que siempre dijo el Gran Soberano?, lo cual nos probó por sus actos y lo que nos demuestran nuestros trabajos. Para concluir, le hicimos entender que estábamos poco determinados a seguir en su vía. Al cabo de cuatro horas, se fue descontento”. (Carta inédita de Salzac al hermano Frédéric Disch, de Metz, Antiguos archivos Villaréal. E. VI).

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espiritual, que se había acrecentado desde la muerte de su maestro, donde la depuración y la transparente simplicidad substituirían a las formas y las operaciones externas, las cuales se convirtieron, a su modo de ver, en no esenciales. Su discurso era una invitación a entrar en «la obra depurada», obra fundada en el recogimiento, el silencio, la meditación solitaria, la intimidad de corazón a corazón con Dios. Tal era la naturaleza de su nuevo apostolado, lo cual le hacía rechazar con fuerza el sometimiento a la relatividad de los fenómenos, la dominación de las potencias de los mundos inter­ mediarios, la sumisión a los espíritus aún presos de su condición. Según él, sólo la unión con Dios merecía nuestro esfuerzo. Esto era el único y auténtico objeto que debía ser digno del verdadero «hombre de deseo». Explicará este abandono de la vía externa a su amigo Kirchberger en estos términos: «No miro todo lo que atañe a estas vías externas sino como pre­ ludios de nuestra obra, puesto que nuestro ser, siendo central, debe encontrar en el centro donde ha nacido todos los auxilios necesarios a su existencia. No le oculto que he caminado antaño por esta vía fecunda y exterior, que es la vía por la cual me abrieron la puerta de la carrera; aquél que me guiaba tenía virtudes muy activas, y la mayoría de aquéllos que le seguían conmigo han sacado confirmacio­ nes que podían ser útiles a nuestra instrucción y nuestro desarrollo. Pese a ello, desde siempre sentí una inclinación tan grande hacia la vía íntima y secreta que esta vía exterior no me sedujo de otro modo, incluso en mi juventud más grande; puesto que es a la edad de veintitrés años cuando me abrieron todo sobre esto, en medio de cosas tan atractivas para otros, mediante medios, fórmulas y prepa­ rativos de todo género a los que nos dedicábamos. Me ocurrió varias veces decir a nuestro maestro: ¿Cómo, maestro, es necesario todo esto para el buen Dios? Y la prueba de que todo esto no eran sino sustituciones es que el maestro nos respondía: hay que contentarse con lo que se tiene»16*.1 8 6 168 Carta a Nicolás Antoine Kirchberger, barón de Liebisdorf, publicada por MM. Schauer y Alp. Chuquet, en Correspondencia inédita de Louis-Claude de Saint-Martin, París, Dentu, 1862, p. 15.

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IV. REVELACIÓN DE SAINT-MARTIN SOBRE EL MINISTERIO DE LOS ÁNGELES Sin embargo, en su análisis crítico, Saint-Martin, si no escatimaba re­ proches sobre una iniciación «según las formas» y dependiente de las ceremonias exteriores, conservaba un afecto real a la cuestión de los espíritus angélicos y dedicaba varios pasajes de sus obras a este tema. Uno de sus pensamientos más consoladores está relacionado directamente con la presencia a nuestro lado de nuestro «amigo fiel» dicho «espíritu buen compañero». En efecto, el ángel guar­ dián está asimilado al amigo fiel en Saint-Martin, el ángel buen compañero169, el ángel consejero, el confidente, el protector170 y el 169 «En cuanto a los ángeles, sabemos que son “todos espíritus cuya función es ser enviados en servicio, al provecho de aquéllos que deben obtener la herencia de la salvación” (Heb. 1:14). Es verdad, sobre todo de los ángeles guardianes especial­ mente apegados a cada uno de nosotros. Su caridad para con nosotros no es sino una manifestación de su dedicación a la causa divina y de su celo por el honor de Dios. Podemos contar con su ayuda poderosa en la lucha contra el mal y acudir a ellos para obtener por su intermediación, con la protección de nuestra vida temporal, las gracias que bajo forma de buenos pensamientos, de ímpetu hacia el bien, horror al mal, nos permitirán desbaratar las astucias y trampas del “maligno”, responder a las llamadas de Dios y prepararnos así a tomar, con alegría, nuestro sitio al lado de aquéllos que se hayan mostrado tan fraternales durante nuestro peregrinaje aquí abajo» (Joseph de Guibert s.j., Lecciones de teología espiritual, tomo I, Apostolado de la Oración, 1943). 170 El padre Jean Daniélou escribe lo siguiente concerniente al papel del ángel guardián: «Entre las funciones que los ángeles guardianes cumplen con aquéllos que les son confiados, las hay de las que ya hemos hablado y de las que volveremos a hablar. Tal es en particular el papel de “instructor”, por el cual son mensajeros al lado de las almas de buenas inspiraciones. Comienzan esta misión con los paganos que les son confiados para conducirlos a la fe. La prosiguen con los catecúmenos, luego con los neófitos. Y veremos que continúa a lo largo del ascenso espiritual hasta el umbral de la unión con Dios. Queríamos indicar aquí otras funciones que les son atribuidas por los Padres. Protegen al alma contra los trastornos exteriores e interiores. Están encargados de retomarla (al alma) y castigarla cuando se desvía del camino recto. La asisten en su oración y transmiten sus peticiones a Dios. Estas tres funciones están designadas por los Padres bajo tres títulos dados al ángel guardián: es el ángel de la paz (Crisóstomo), el ángel de la penitencia (Hermas) y el ángel de la oración (Tertuliano). Es interesante destacar algunas de las expresiones que designan al ángel guardián, los cuales nos ayudan a comprender su papel. Es llamado guardián o guardia (Eusebio, Co. salm., 47; P.G. XXIII, 428 C). Encontramos también los términos de encargados (Eusebio, Dem. Ev., IV, 6; P.G. XXII, 268 A) o vigilantes (Eusebio loe. cit.) (Basilio, Ep., 11, 238; P.G. XXXII, 889 B) (Greg. Naz., Or., XL1I, XXXVI, 492 B). Otra denominación es la de asistente (Basilio, Sp. Snct., 13, 29; P.G. XXXII, 120

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apoyo171, aquél al que debemos de estar atentos a la dulce presencia, garantía de la purificación de nuestro corazón. Pero si esta presencia a nuestro lado del espíritu buen compañero es un precioso viático, una ayuda compasiva, un guía importante, una A). Particularmente interesante es la de pastor. Su ángel guardián aparece a Hermas vestido de pastor (Vis., V, 4). Basilio conoce la expresión (P.G. XXIX, 656). Eusebio escribió, reagrupando estas fórmulas: “Por miedo a que los hombres pecadores estén sin gobierno y sin presidencia, como rebaños sin razón, Dios les ha dado encarga­ dos y vigilantes, los santos ángeles, a guisa de pastores. A todos encargó de su Hijo Primer-Nacido” (Dem. Ev., IV, 6; P.G. XXII, 268 A)». (J. Danielou, Los ángeles y su misión (cap. VII: El ángel guardián), coll. “Irenikon”, Chevetogne, 1951). 171 «Entre esos ángeles, los hay que están delegados para ocuparse de cada alma en particular: son los ángeles guardianes. La Iglesia, al instituir una fiesta en su honor, consagró la doctrina tradicional de los Padres, basada además en textos de las Santas Escrituras y apoyada en sólidas razones. Estas razones se eoctraen de nuestras relaciones con Dios: somos sus hijos, los miembros de Jesús-Cristo y los templos del Espíritu Santo. “Ahora bien, nos dice Olier (Pensamientos), porque somos sus hijos nos da como gobernantes a los príncipes de su corte, quienes están muy bien honrados por este car­ go, porque tenemos el honor de pertenecerle tan cerca. Porque somos sus miembros, quiere que esos mismos espíritus que le sirven estén siempre a nuestro lado para hacer por nosotros miles de buenos oficios. Y porque somos sus templos, y él mismo habita en nosotros, quiere que tengamos a ángeles que estén llenos de religión hacia él como están en nuestras iglesias; quiere que allí estén en homenaje perpetuo hacia su grandeza, sustituyendo lo que estemos obligados a hacer y gimiendo a menudo por las irreveren­ cias que cometemos contra él”. Quiere también, por eso, añade, religar estrechamente la Iglesia del cielo con la de la tierra: “Es por eso por lo que hace bajar a la tierra este cuerpo misterioso de los Ángeles, quienes, uniéndose a nosotros, y ligándonos a ellos, nos ponen de ese modo en su orden, para hacer un único cuerpo de la Iglesia del cielo y de la tierra”. Por nuestro ángel guardián estamos pues en comunicación permanente con el cielo y, para aprovecharlo mejor, solo podemos mejorarlo pensando a menudo en nuestro ángel guardián para expresarle nuestra veneración, nuestra confianza y nuestro amor: - a) nuestra veneración, saludándolo como uno de los que ven sin cesar la cara de Dios, quienes están cerca de nosotros como representantes de nuestro Padre celestial; pues no haremos nada que pueda disgustarle o entristecerle sino al contrario, nos esforzaremos en testimoniarle nuestro respeto imitando su fidelidad al servicio de Dios; lo cual es una manera delicada de demostrarle nuestro afecto; b) nuestra confianza, recordando el poder que posee para protegernos y la bondad que tiene para nosotros que hemos sido confiados a su cuidado por Dios mismo. Es sobre todo en las tentaciones del demonio cuando debemos invocarlo, ya que está acostumbrado a deshacer las astucias de este enemigo pérfido; como también en las ocasiones peligro­ sas, en las que su previsión y destreza pueden venir a ayudarnos tan oportunamente; en la cuestión de la vocación, en la que puede conocer mejor que nadie los designios de Dios por nosotros. Además, cuando tenemos algún asunto importante que tratar con el prójimo, conviene dirigirnos a los ángeles guardianes de nuestros hermanos para que los preparen en la misión que queremos cumplir con ellos; c) nuestro amor, al decirnos que siempre fue y sigue siendo para nosotros un excelente amigo, que nos ha hecho y siempre está dispuesto a hacernos excelentes favores; no es sino en el cielo donde conoceremos este alcance; pero podemos entrever por la fe, y esto nos basta para expresarle nuestro reconocimiento y nuestro afecto.

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verdad a menudo ignorada por los lectores de Saint-Martin, es verdad que sin embargo sólo ella nos da a comprender lo que constituye al mismo tiempo la originalidad del pensamiento del Filósofo Desco­ nocido así como la gran diferencia con la enseñanza de Pasqually. Es igualmente uno de los puntos menos comprendidos del pensa­ miento de Saint-Martin, puesto que echa por tierra, casi totalmente, en cierta medida, la concepción habitual que se tiene de la relación del hombre con los ángeles. En efecto, y he aquí un punto esencial, Saint-Martin nos revela que el ángel buen compañero, nuestro fiel guardián, depende enteramente de nosotros para poder sentir los efectos del sol eterno, para acceder a la vida divina de la que está alejado en razón de su ministerio con la humanidad. He aquí cómo Saint-Martin expresa esta verdad importante: «El amigo fiel que nos acompaña aquí abajo, en nuestra miseria, está como aprisionado con nosotros en la región elemental, y aunque goce de su vida espiritual, no puede disfrutar de la luz divina, de las alegrías divinas, de la vida divina sino por el corazón de este mismo hombre que fue elegido para ser el intermedio universal del bien y de mal. Esperamos de este amigo fiel todos los auxilios, todas las protec­ ciones, todos los consejos que necesitamos en nuestras tinieblas y todas las virtudes para sufrir el decreto de nuestra prueba en la que no tiene derecho para cambiar nada; pero a cambio está esperando de nosotros que por el fuego divino que debería abrasarnos, le hagamos sentir el calor y los efectos de este sol eterno del que se mantiene alejado por la pura y viva caridad que lo anima en favor de la desdichada humanidad».

(El Hombre Nuevo § 2). Y este alejamiento de los ángeles de la luz celeste, alejamiento consentido en razón de su ministerio al lado del hombre, explica una Es particularmente cuando la soledad nos pesa cuando podemos acordarnos de que nunca estamos solos, que tenemos a nuestro lado a un amigo dedicado y generoso, con quien podemos conversar familiarmente. No olvidemos, además, que honrar a este Ángel es honrar a Dios mismo, del que es el representante en la tierra, y unámonos a menudo a él para glorificarle mejor». (A. Tanquerey, Compendio de teología ascética y mística, Desclée, 1958, pp. 186 -187).

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cuestión a menudo ignorada por los lectores de las Santas Escrituras, principalmente el pasaje del apóstol Mateo en el que evoca la visión de los ángeles de los niños: «E s por eso que J.-C . dijo, en san M ateo 1 8 :1 0 : N o despreciéis a ninguno de estos pequeños, puesto que os digo que sus ángeles en los cielos ven continuam ente el rostro de m i padre que está en los cielos. Ven la cara de D ios, porque los niños que acom pañan tienen el cora­ zón puro, y es el corazón puro de estos niños lo que sirve de órgano a estos ángeles, ya que no están en el cielo donde está el padre. Pero recíprocamente el corazón del hombre no es puro sino cuando es fiel a la voz de su ángel; es decir, en otras palabras, cuando el hombre se ha vuelto niño, y hace de m odo que su ángel tenga la libertad de ver la cara de D ios. Por eso, hay un profundo sentido en estas p alabras de J.-C ., m ism o capítu lo, versículo 3 : si no os volvéis com o niños pequeños, no entraréis en el reino de los cielos. E l án gel es la sab id u ­ ría, el corazón del hom bre es el am o r; el án gel es el recipiente de la luz d ivin a, el corazón del hom bre es el órgan o y el m odificador. N o pueden p a s a r uno del otro y no pueden ser unidos sino en el nom bre del Señor, quien es a la vez el am o r y la sab id u ría, y quien los liga de este m odo en su unidad. Ningún m atrim onio es com parable a éste; y ningún adulterio com parable a aquél que altera tal m atrim onio; por eso se dice (Mateo, 18) que el hombre no separe lo que D ios ha unido».

(El Hombre Nuevo § 2). Entendemos mucho mejor, leyendo estas líneas, lo que encierra como sobrecogedora revelación la enseñanza de Saint-Martin a propósito de la relación que existe entre el ángel y el hombre. Para él, y esto se afirma muy claramente, hay una relación de interdependencia entre la purificación del corazón del hombre y la visión divina de su ángel.

V. IMPORTANCIA RECÍPROCA DEL BAUTIZO ANGÉLICO Saint-Martin, avanzando en sus explicaciones, nos proporciona pre­ ciosas luces relativas a la manera como recibimos el bautizo espiritual en este mundo. En efecto, la ley inmediata, ley inicial que determina 201

todas las demás en el marco de su camino hacia la luz, consiste en la recepción del bautizo de regeneración tomado interiormente de las manos del compañero fiel: «E s h ora de que el hom bre n uevo com ien ce su m isión . Se ha c u m p lid o su e d a d terrestre ; su e d a d ce le ste va a com en zar. L a prim era ley que va a sufrir a l entrar en esta ed ad celeste es el b a u ­ tizo corporal, y este bau tizo debe recibirlo de la m ano de su guía, con el fin de p o d er recibir despu és el b au tizo divin o de la m an o del Creador. E s n u estro co m p añ ero fie l qu ien e stá e n c arg a d o de o p e r a r so b re n o so tro s este b a u tiz o c o rp o ra l, porque su fu nción es defendernos, preservarnos, p u rificarn os de todo lo que hay de heterogéneo a nuestro alrededor, a fin de rom per la barrera que nos sep ara de nuestro único y un iversal principio de reacción que es la D ivin id ad ». (El H o m b re N u e v o § 3 1 ).

Sin embargo, hay que guardarse de identificar este bautismo con una imitación del bautismo corporal que, como su nombre indica, concierne a nuestra envoltura carnal. Se trata más bien de otra cosa: «Sin embargo, este bautizo que nom bram os a q u í corporal no cae en absoluto sobre la form a exterior del cuerpo, porque esta form a tie­ ne acciones de su orden para curarla y bautizarla según sus m edidas; e incluso si esta form a no fuera pura en sus elementos exteriores, el bautizo del que hablam os no podría tener lugar porque cae sobre los principios de la form a, y no podría llegar h asta esos principios si la form a exterior le ofreciera unos obstáculos por sus manchas. Al mismo tiempo, este bautizo se opera m ediante el agu a principio, que nuestro com pañero fiel puede usar p ara a ctu ar sobre nuestros principios; y esta propiedad del agua principio está indicada físicamente por el agua elemental que todo el mundo sabe es el principio de toda corporización m aterial». (El H om bre N uevo § 31).

Sin embargo, lo más significativo en este bautizo no viene del que no es del dominio corporal, sino de otra razón que Saint-Martin no duda en designar como siendo «humillante». ¿Por qué razón esta humillación, en un primer momento, sorprende legítimamente? 202

He aquí la explicación: «E s sin d ud a u n a vergüenza, y un a hum illación p a ra nosotros, tener que recibir este bau tizo co rp oral regenerador de la m an o de una criatura espiritual, cuyos m aestros y jueces estam os destin ados a ser algún d ía, y a que debem os ju z g a r a los ángeles, y [ser] la ju s ­ ticia m ism a ( I a Cor. 6 :3 ); pero tal es la consecuencia de la inmensa transposición que se ha hecho en el m om ento del pecado, y es aún una gracia infinitam ente grande que nos hace a q u í la m isericordia divina, perm itiendo que la m ano de la criatura espiritual pueda rom ­ per nuestras cadenas p ara colocarnos en situación de recibir la vida superior y creadora de la que estam os alejad os tan prodigiosam ente. Este ángel fiel e stá lleno de am o r h acia nosotros, desea, seguram ente con mucho ardor, o p e rar sobre n osotros e sta o b ra salv a d o ra , pero lo desea tam bién p o r su p rop io interés, porque, según lo que se d ijo anteriorm ente, sólo puede g o zar de la vid a d iv in a m ediante nuestro órgano. Sin embargo, com o todo su ser es hum ildad, está esperando en su dulce paciencia que los m om entos lleguen, que las m edidas estén a punto y, sobre todo, que la orden le sea d ada para cum plir con su obra; puesto que se entregó a la obediencia ofreciéndonos p or ello el prim er ejem plo de la m anera en que debem os p ortarn os con D ios».

(El Hombre Nuevo § 31). ¡Qué enorme declaración si lo pensamos seriamente por un instan­ te! El ángel fiel, que está lleno de amor hacia nosotros, desea operar sobre nosotros la obra salvadora, pero lo desea por su propio interés, «porque no puede disfrutar de la vida divina sino mediante nuestro órgano», es decir, nuestro corazón purificado. Por lo tanto, el ángel, los ángeles, solo pueden gozar de la vida divina por nosotros, por la intermediación del hombre, en verdad es una declaración completa­ mente sorprendente.

VI. NO COMPETE AL HOMBRE REZAR A LOS ÁNGELES De hecho, lo que empujaba a Saint-Martin realmente, quien más o menos convencerá además a Willermoz de alejarse de las invocacio­ nes angélicas, es que en realidad los ángeles, quienes son poderosos 203

auxilios en muchos asuntos, nos necesitan para el único objeto de la búsqueda iniciática, a saber, el conocimiento de Dios. En efecto, en lo que insistía Saint-Martin era en que no nos com­ pete a nosotros «rezar» a los ángeles para que nos hagan conocer a Dios, sino a ellos pedírnoslo porque tenemos que instruirlos, ya que el hombre solo, por el Hijo, puede hoy acercarse al Padre desde su naturaleza. Esto es lo que dice admirablemente Saint-Martin en un pasaje del Ministerio del Hombre-Espíritu: «Los ángeles no conocen a l Padre sino por el Hijo. N o lo conocen ni en s í m ism o, ni en la naturaleza, la cual, sobre todo desde la prim era alteración, está m ás cercana a l Padre que a l H ijo, por la concentración que sin tió; no pueden com prenderlo sino en el divino esplendor de su H ijo, el cual, a su vez, no tiene su imagen sino en el corazón del hombre, y en absoluto en la naturaleza. H e aq u í por qué el hombre que, en su origen en el universo estaba ligado principalm ente a l H ijo, o a la fuente del desarrollo universal, conocía a l Padre a la vez en el H ijo y en la naturaleza. H e a q u í por qué los ángeles buscan tanto la com pañía del hombre, dado que es él quien creen aún en estado de hacerles conocer a l Padre en la naturaleza». Y prosigu e: «E llos [los ángeles] están fundados en creerlo, porque es a nosotros a los que el Padre se ha hecho visible, y sus eternas m aravillas se han m ostrado bajo este fenóm eno tem poral que constituye la naturaleza perecedera. Oh, ¡cuán tas cosas profundas podríam os enseñar, incluso a los ángeles, si entráram os en nuestros derechos! N o habría que asom brarse por esta idea porque, según san Pablo (I a Cor. 6:3), debemos juzgar a los ángeles. Ahora bien, el poder de juzgarlos supone el poder de instruirlos». (El M inisterio del H om bre-Espíritu, 1802).

Vil. ES AL HOMBRE A QUIEN COMPETE DAR A CONOCER A DIOS A LOS ÁNGELESS i Si el hombre debe instruir a los ángeles, debe hacer accesible su corazón a la luz divina, abriéndolo a la obra purificadora y transformadora que permitirá que los espíritus angélicos puedan conocer al Padre. Y 204

eso se hace posible en razón de la superioridad de nuestro espíritu anímico sobre el de los ángeles172. Así pues, si los ángeles están en situación de darnos muchas con­ solaciones, a cambio están esperando con impaciencia ser instruidos por el hombre: «Sí, los ángeles pueden ser administradores, médicos, enderezar entuer­ tos, guerreros, jueces, gobernantes, protectores, etc.; pero sin nosotros, no pueden ser profundos en el conocimiento de las maravillas divinas de la naturaleza. Lo que se opone a ello, es no sólo porque no conocen al Padre sino en el esplendor del Hijo, y no encierran en su envoltura, como el primer hombre, esencias que estén tomadas en la raíz de esta naturaleza, sino también porque les cerramos en nosotros el ojo central, o el órgano divino por el cual tendrían el medio de considerar los tesoros del Padre en las profundidades de la naturaleza; y esta es la razón por la que los hombres de Dios podrían y deberían instruir a los ángeles, y desarrollar ante sus ojos las profundidades ocultas en la corporización de la naturaleza, y en todas las maravillas que encierra». (El Ministerio del Hombre-Espíritu).

VIII. EL ESPÍRITU DEL MINISTERIO DEL HOMBRE, O LA VERDADERA «RELIGIÓN» DEL HOMBRE Pues percibimos, por esas vivas luces proyectadas sobre la misión extraordinaria que incumbe sólo al hombre ejercer con los ángeles, en qué consiste el auténtico ministerio, el verdadero sacerdocio, la verdadera religión y, para decirlo claramente: el secreto real del cristianismo. 172 «Sí, el hombre, desde la caída, fue de nuevo puesto en la raíz viva que debe operar en él todas las vegetaciones espirituales de su principio. Es por ello que si se elevara hasta la fuente viva de la admiración, podría comunicar, por su sola existencia, los vivos testimonios. También es el único medio por el cual los planos divinos pueden cumplirse, porque el hombre ha nacido para ser el principal ministro de la Divinidad; puesto que hoy incluso el cuerpo material que llevamos es muy superior a la tierra. Nuestro espíritu animal es muy superior al espíritu del universo por su unión con nuestro espíritu anímico, que es nuestra verdadera alma; y nuestro espíritu anímico es muy superior a los ángeles. Pero el hombre abusaría de sí mismo si pretendiese avanzar en la obra del Hombre-Espíritu, sin haber reavivado en él esta savia santa que se ha hecho espesa y congelada por la universal alteración de las cosas». (El Ministerio del Hombre-Espíritu, 1802).

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Este secreto de todos los conocimientos, la culminación de todas las vías iniciáticas, el «término y descanso» de todas las religiones, en realidad el verdadero cristianismo que nos da por fin el sentido de las palabras de Saint-Martin: «El verdadero cristianismo es no solamente anterior al catolicismo, sino incluso al propio término “cristianismo”. El nombre de cristiano no figura ni una sola vez en el Evangelio, pero el espíritu que corresponde a este término queda muy claramente expresado, y consiste, según San Juan (1:12), en el poder de llegar a ser hijos de Dios; y el espíritu de los hijos de Dios o de los Apóstoles del Cristo y de los que han creído en él es (según San Marcos, XVI:20) que el Señor coopere con ellos y que confirme sus palabras con los milagros que las acompañen. Bajo este punto de vista, para encontrarse realmente en el seno del cristianismo es necesario estar unido en espíritu al Señor y haber consumado la completa alianza con él. En relación con esto, el verdadero genio del cristianismo sería menos el constituir una religión que el término y lugar de reposo de todas las religiones y todos los caminos laboriosos, a través de los cuales la fe de los hombres y la necesidad de purgarse de sus faltas les obliga a caminar diariamente»'73.

IX. CONCLUSIÓN: ((LOS ÁNGELES ESTÁN ESPERANDO EL REINO DEL HOMBRE» ¿En qué consiste pues esta auténtica religión, este santo ministerio del hombre-espíritu, a la vez cristianismo verdadero y término y reposo de todas las religiones? He aquí la respuesta:173 173 El texto de Saint-Martin sigue así: «De esta forma, existe algo muy destacable, que en los cuatro Evangelios, que descansan en el espíritu del verdadero cristianismo, la palabra religión no se menciona ni una sola vez y que, en los escritos de los após­ toles que completan el nuevo testamento, sólo se menciona cuatro veces: una en los Hechos (XXV1:5), en donde el autor se refiere a la religión judía; la segunda en los Colosenses (11:18), donde el autor se limita a condenar el culto o la religión de los ángeles; la tercera y cuarta figuran en la Epístola de Santiago (1:26 y 27), donde dice simplemente: 1) aquél que no reprime su lengua y libra su corazón a la seducción, no posee más que una religión vana, y 2) la religión pura y sin mácula consiste en visitar a los huérfanos y las viudas en sus aflicciones y guardarse de la corrupción del siglo; ejemplos a través de los cuales el cristianismo parece tender más hacia una sublimidad divina o hacia el lugar de reposo que a revestirse de los colores que acostumbramos a denominar religión». (El Ministerio del Hombre-Espíritu, 1802).

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«Ahora bien, este m inisterio consiste en llenarse de m aravillosas fuentes divinas, que se engendran ellas m ism as de toda la eternidad, con el fin de que sólo con el nombre de su m aestro, el hombre preci­ pite a todos sus enem igos a l abism o, a fin de que libere las diferentes partes de la naturaleza de las trabas que lo encierran y lo mantienen en la esclavitud, con el fin de que purgue la atm ósfera terrestre de todos los venenos que la infectan; a fin de que preserve el cuerpo de los hombres de todas las influencias corruptas que le persiguen, y de todas las enferm edades que les afligen; a fin de que preserve aún m ás sus a lm a s de todas las insinuaciones m align as que les alteran, y su espíritu de todas las imágenes tenebrosas que le obscurecen; a fin de que devuelvan el reposo a la palabra que las falsas palabras hum anas mantienen en el duelo y la tristeza; a fin de que satisfa g a los deseos de los ángeles que están esperando de él el d esarrollo de la s m arav illas de la n atu raleza; a fin de que, en un a p a la b ra , el universo se llene de nuevo de D ios com o la eternidad. H e a q u í lo que se podría llam ar la oración diaria del hombre o su breviario natural; verdad profunda, que la iglesia externa quizá creyó no deber enseñar, pero de la que con­ serva a l m enos la figura m etiendo el breviario de los sacerdotes entre sus deberes rigurosos; he aq u í el em pleo que el hombre puede esperar obtener cuando se eleve hacia su principio, y se atreve a solicitarlo salir de su propia contem plación p ara venir a l auxilio de la n atu ra­ leza, a l auxilio del hombre y a l auxilio de la p alab ra: tal es la época que el espíritu espera y p or la que suspira con gem idos inefables». (El M inisterio del H om bre-Espíritu).

¿Qué ocurriría si esta espera del espíritu se colmara algún día? Esto mismo: «Los ángeles de luz heredarán los descubrim ientos y verdades que habremos introducido en el comercio del pensam iento. L a m ujer pura heredará nuestras virtudes y nuestro respeto p or las leyes de la n atu­ raleza. E l espíritu heredará nuestro celo y nuestra entrega. E l Divino R eparador heredará nuestro am or». (El H om bre de deseo, canto 24) Si

Si los hombres y la tierra están, desde el origen, en «su lecho de muerte», así como la Creación universal, pues es necesario que el «ministerio» pueda operarse en tres niveles diferentes, aunque com­ plementarios, de los que el primero consiste en la regeneración del 207

hombre, el segundo en la regeneración del Universo, y después que el hombre devuelva por fin, cerrando el gran ciclo de la Historia, el reposo a la «Palabra Eterna». Ahora bien, si esta obra debe ser em­ prendida, obliga a que sea desvelado imperativamente en el corazón del hombre, no sin dolor a veces, el Verbo, el «Logos» que reside allí, puesto que allí está su secreta morada. Para ello, no es necesario en absoluto utilizar métodos periféricos, técnicas complejas; aquél que desea dar nacimiento al Verbo Divino en su interior no debe olvidar que está llevado, arrastrado, por un poderoso movimiento «...porque es la acción misma, por no decir la generación viva del orden divino, la que quiere pasar por [él]». «Me hiciste sentir, desde m i juventud, que la verdad le es n atural a l alm a del hombre, no la ilusión y la mentira. M e hiciste sentir, que los ángeles están esperando el reino del hombre, com o el hombre está esperando el reino de D ios. Me hiciste sentir que, aunque el hombre no haya conservado en su corazón la pureza y la valentía, los propios ángeles buscan aún su alianza. Me hiciste sentir que, si no hubiese ningún sacerdote para ordenar al hombre, es el señor m ism o quien lo ordenaría y lo curaría. ¡O h ! Cuan dulces son las curaciones operadas por la m ano del señor! N o quitan casi nada, sólo dan. Porque, superiores a las curaciones que se hacen por la m ano de los hombres, ellas operan con instrum entos que tienen en sí una fuente de vida y de principios creadores».

(El hombre de deseo, § 65)

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EL SACERDOCIO SEGÚN SAINT-MARTIN

La cuestión del sacerdocio es una de las más importantes y más so­ lemnes; concierne al culto que el hombre ha de rendir a Dios, pues el hombre, en efecto, como consecuencia del Divino Reparador, es sacer­ dote, profeta y rey, teniendo pues una función sacerdotal que cumplir174.

I. NATURALEZA DEL CULTO DIVINO El culto que incumbe al hombre celebrar primitivamente no ha cam­ biado desde el punto de vista de su perspectiva, pero sí en su forma; por la fuerza de los acontecimientos ha sido necesariamente modi­ ficado, en efecto: 174 Sacerdote viene del latín sacerdotum (sacer: sagrado - dotum: dote), función de aquellos que tienen el privilegio de lo sagrado pero también que experimentan esta relación con lo sagrado que se declina por la intercesión, es decir, la ofrenda de las oraciones a las que hace seguir los sacrificios de la antigua alianza o de la celebración eucarística hoy en día, y la mediación consiste en transmitir las enseñanzas, las pala­ bras y las bendiciones de Dios (dos términos en griego: leqog : sagrado, como en latín “p re sb u te r o s orden o sacerdocio de los sacerdotes que da en latín presbyteriutn).

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“L a prim era Religión del hombre perm anece invariable, él está, a pesar de su caída, sujeto a los mismos deberes; pero com o ha cam ­ biado de ambiente, ha sido necesario tam bién que cam bie de Ley para dirigirse en el ejercicio de su Religión. Ahora bien, este cam bio no es o tra co sa que el e sta r som etido a la n ecesidad de em plear m edios sensibles p a r a un culto que no debía conocerlos nunca. Sin em bargo, com o estos m edios se le presentan de fo rm a n atu ral, los encuentra fácilmente, pero necesita mucho más, ciertamente, p a ra hacerlos valer y servirse de ellos con éxito. En prim er lugar, no puede hacer nada sin reencontrar su A ltar; y este A ltar está siempre cubierto de L ám p aras que no se apagan nunca, y que han subsistido mucho tiem po com o el A ltar m ismo. En segundo lugar, el incienso siempre se m antiene con él, de form a que en todo m om ento puede librarse a los actos de su Religión” (De los errores y de la verdad).

Innegablemente no hay ningún camino más importante, otra vía, otra iniciación superior a aquella de celebrar sobre nuestro “Altar”, en la invisibilidad y el silencio del corazón, las alabanzas del Eterno, iluminándonos solamente con esta lámpara sagrada compuesta por siete espléndidas luces, y elevando lentamente hacia el Cielo nuestro incienso puro de agradecimiento, para la más grande gloria de Dios: “Bendito sea el D ios y Padre de nuestro Señor JesuC risto, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en C risto ...” (Efesios, 1:3).

Esta “ revelación” , esta enseñanza finalmente desvelada, co­ rresponde a lo que Saint-Martin denomina la “tercera época”, es decir, el tiempo donde la Verdad, por los favores que prodiga al hombre, “lo anima de la misma unidad, y le asegura de la misma inmortalidad” . El Filósofo Desconocido, como viene haciendo en sus obras, animado además por las palabras maravillosas del Señor, se expresa abiertamente con su discípulo y le da, o más exactamente le confía, el secreto que resume la totalidad de la iniciación saint-martiniana, afirmándole más allá de los tiempos, que en todo caso no cuenta desde el punto de vista de la eternidad, estas preciosas verdades: 210

“Aprende [que tu] Ser intelectual [es] el verdadero templo; que las luminarias que le deben iluminar son las luces del pensamiento que le rodean y le siguen en todas partes; que el sacrificador es la confianza en la existencia necesaria del Principio del orden de la vida; es esta persuasión ardiente y fecunda ante la que la muerte y las tinieblas desaparecen; que los perfumes y las ofrendas es [tu] oración, es [tu] deseo y [tu] altar para el reino de la exclusiva unidad’’'’ (La Tabla natural, XVII).

II. EL SACERDOCIO DE LA IGLESIA Y SAINT-MARTIN Se sabe del recelo, por no decir más, que manifiesta Saint-Martin en diversas ocasiones ante el sacerdocio transmitido por la Iglesia visible de Cristo, y la severidad de sus virulentas críticas respecto de un sacerdocio lejos de responder a las exigencias espirituales que de­ bería atender por derecho en tanto que ministros del Eterno, del cual deberían ser la manifestación más simbólica, siendo cierto su rechazo de aceptar la presencia de un sacerdote a su lado en el momento de abandonar esta tierra175. Sin embargo, las páginas más duras, y sin duda más celebres de Saint-Martin, fueron publicadas en 1802 en El Ministerio del Hom­ bre-Espíritu, manifestando una convicción establecida por mucho 175 Cf. Joseph de Maistre, Veladas de San Petesburgo, XIo conversación, 1821; E. Caro, Ensayo sobre la vida y la doctrina de Saint-Martin , Hachette, 1852, p. 71. En realidad es en primer lugar el Mercure de France quien anuncia la desaparición del teósofo de Amboise sobrevenida el 13 de Octubre de 1803, señalando que Saint-Mar­ tin no quiso un sacerdote (Mercure de France, 18 de marzo de 1809, n° 408, p. 499 ss.). Joseph de Maistre, siempre en sus Veladas de San Petesburgo, contrariado, señala que Saint-Martin no creía en la legitimidad del sacerdocio cristiano: hay que leer sobre todo el prefacio que [Saint-Martin] ha situado al principio de su traducción del libro de los Tres Principios, escrito en alemán por Jakob Bóhme: es por lo que después de haber justificado hasta un cierto punto las injurias vomitadas por este fanático contra los sacerdotes católicos, acusa a nuestro sacerdocio al completo de haber frustrado su destino” [en el prefacio de la traducción citada, Saint-Martin se expresa de la siguiente forma: “Es a este sacerdocio que debería incumbir la manifestación de todas las maravillas y de todas las luces de las que el corazón y el espíritu del hombre tendrían para sí una apremiante necesidad” (París, 1802, in-80, prefacio, p. 3)], es decir, en otros términos, que Dios no ha sabido establecer en su religión un sacerdocio tal como habría debido ser para completar sus vistas divinas”. (J. de Maistre, Veladas de San Petesburgo, XIo conversación).

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tiempo y que incluso debe, según toda probabilidad, haberse originado muy temprano, desde la época (entre los años 1768 y 1774) en que estudiaba y descubría nuevas luces, en Burdeos, al lado de su primer maestro Martines de Pasqually. Este último, no lo olvidemos, aunque exigía de sus discípulos una completa pertenencia y comunión con la Iglesia católica romana para poder ser admitidos en la Orden de los Caballeros Masones Élus Cohén del Universo, era igualmente muy crítico en sus juicios en materia religiosa, y no escatimaba en la virulencia de sus ataques a la consideración de los sacerdotes a los que juzgaba como ignorantes de los misterios de su propio sacerdocio.

III. LA CRÍTICA DE SAINT-MARTIN CONCIERNE A TODAS LAS IGLESIAS Se puede decir, para explicar la actitud de Saint-Martin, que descono­ cía la verdadera Iglesia que habría sido ante sus ojos, según esta tesis, solo un pálido reflejo, incluso una caricatura de la función debida a los ministros efectivos de JesuCristo176. Es evidente que el siglo xviii0 no fue sin duda, al menos por lo que se puede decir, el mejor periodo que conoció la iglesia católica en el curso de su historia, pero el argumento no nos parece que pueda ser aceptado en sus términos, pues si se le puede otorgar un eventual crédito para Martines, parece en cambio infundado el seguirlo según el teósofo de Amboise. En efecto, Saint-Martin, muy instruido en estos dominios, podría fácilmente hacer la distinción entre los defectos puntuales, tan pa­ tentes como eran, que se sucedían en su entorno, y el espíritu que 176 “El pensamiento religioso de Saint-Martin rechaza incluso las formas religio­ sas, señaladamente los sacramentos de la Iglesia, salvo privándolos de toda forma, incluso de la Iglesia. Pero ningún discípulo del teósofo de Amboise se creía obligado a rechazar la Iglesia y sus sacramentos. El aprenderá, al contrario, lo que Martines y Saint-Martin ignoraban, lo que es la Iglesia y lo que son los sacramentos”. Cf. R. Amadou, en la Introducción al Tratado sobre la reintegración de los seres, Colección martinista, 1995, p. 37.

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presidía la edificación de la venerable institución de la cual él mismo era miembro bautizado, conociendo perfectamente las riquezas de su iglesia, el inmenso aporte de su tesoro espiritual que se traduce por un desarrollo fecundo y excepcional de Ordenes religiosas produc­ toras de favores y de santidad, la larga e impresionante difusión de escritos místicos de un valor extremadamente elevado, la contribución incomparable a la inteligencia y profundización en la fe de textos magníficos redactados por doctores y teólogos entre los más sabios y esclarecidos y, sobre todo, la extraordinaria beatitud que el culto latino conservaba aún en estos años marcados por los decretos del Concilio de Trento, y todas las cualidades, las virtudes y la sublime pureza de la antigua liturgia gregoriana. Es por lo que no creemos que la cuestión suscitada por Saint-Martin, en lo referente a su rechazo crítico del sacerdocio cristiano tal como es profesado por los sacerdotes de su tiempo, no concierne solamente a la Iglesia católica, sino que hace referencia, en realidad, a todos los sacerdocios y sacramentos conferidos por la intermediación de las instituciones humanas, y por ello se entiende todas las iglesias, tanto la occidental como la oriental, incluida la antioquena.

IV. FORMA DEL NUEVO SACERDOCIO Tras la venida de Cristo, las ordenaciones de las antiguas religiones (paganas y judaica) quedan caducas, han sido invertidas por la luz de la Revelación, el orden antiguo es sobrepasado, el hombre ya no tiene necesidad de un intermediario para aproximarse al trono de la Divinidad, Jesús Cristo ha rasgado los velos (Mateo 27:51) que nos separaban del Santuario: “Porque se ha manifestado la grada salvadora de Dios a todos los hombres... ” (Tito, 2:11). Jesús, por su muerte, ha purificado a los hombres del pecado: “En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hebreos, 10:14). En consecuencia, la gran verdad, transformadora y magnífica, que Saint-Martin quiere expresar y proclamar a sus ínti­ mos, concierne a la entera consagración ministerial de cada cristiano 213

por Cristo, no es otra que la misma verdad de la Escritura tal como enseña Pablo: “Teniendo, pues, herm anos, p len a segu rid ad p a ra en trar en el san tuario en virtud de la sangre de Jesú s, p or este cam in o nuevo y vivo, in augurad o p o r él p ara n osotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y un gran sacerdote a l frente de la casa de D ios, acerquém onos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia m ala y lavados los cuerpos con agua p u ra” (H ebreos, 10 :1 9 -2 2 ).

La idea que puede perdurar un sacerdote calcada sobre el modelo de los cultos aún sumergidos en las tinieblas de la servidumbre antes del Cristo es absolutamente inaceptable para Saint-Martin, pues “E l cristianism o es la religión de la liberación y de la libertad ; (...) E l cristianism o es la instalación com pleta del alm a del hombre en el rango de m inistro y obrero del Señor; (...) E l cristianism o une sin cesar a l hombre a D ios, com o siendo, por su naturaleza, dos seres inseparables; (...) E l cristianism o es una activa y perpetua inm olación espiritual y divina, sea del alm a de Jesucristo, sea de la nuestra” 177 (El M inisterio del H om bre-Espíritu, Saint-M artin).

V. CONCLUSIÓN: LA RENOVACIÓN DEL CRISTIANISMO Saint-Martin aspira a una renovación del cristianismo que le conferirá una pureza no entrevista aún hasta entonces, él desea un avance capaz de hacernos acceder a una era donde sea finalmente vencedora “en espíritu y en verdad” la fe en Jesús Cristo: “ Creo — dirá— que estos son los sacerdotes que han retardado o perdido el cristianismo, que la Providencia que quiere hacer avanzar al cristianismo ha debido previamente apartar los sacerdotes, y que a sí se podrá de alguna form a asegurar que la era del cristianismo en espíritu y 177 Ver texto completo en el Boletín Informativo n° 7 del GEIMME, Junio de 2006. (N. del T.).

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en verdad solo comenzará después de la abolición del imperio sacerdotal; pues hasta la venida de Cristo, su tiempo solo estaba aún en el milenio de la infancia, y debía crecer lentamente a través de todos los humores corrosivos con los que su enemigo debía bu scar infectarlos. H oy ha adquirido una edad m ás avanzada, y esta edad, siendo una generación natural, debe dar a l cristianismo un vigor, una pureza, una vida, de la que no podía disfrutar hasta su nacim iento” (Retrato, 707).

Partidario pues desde todas las fibras de su ser del “ espíritu del verdadero cristianismo”, de la esencia del puro mensaje de Jesús-Cristo, Saint-Martin aspira a lo que se abre por completo y puede eclosionar la unión íntima del alma y del Eterno en el silencio absoluto del co­ razón; él no puede, de hecho, admitir que el discípulo de Jesús dele­ gue su acción en otro, y que este sea diferente a él, a quien este hijo querido ha redimido al precio de la preciosa sangre, y que presenta su ofrenda y su sacrificio al Redentor, pues cada bautizado, desde el advenimiento del Mesías, es sacerdote y profeta para ofrecer a Dios los sacrificios espirituales, a saber el fruto de los labios que bendicen su Nombre y cantan su infinita Gloria, puesto que, repitiendo las palabras del teósofo de Amboise: “E l cristianism o solo se com pone de la raza san ta, de la verdadera raza sacerdotal” .

Esta es la esencia de la enseñanza interior del Divino Reparador, el sentido oculto de la ordenación sacramental conferida directamente por las manos de Dios a los puros discípulos del Cristo, a los “mi­ nistros de las cosas santas” , pues “el cristianism o es el com plem ento del sacerdocio de M elquisedec; es el alm a del Evangelio; es el que hace circular en este Evangelio todas las aguas vivas de las que las naciones tienen necesidad para satisfacer su sed. (...) el cristian ism o nos m uestra a D ios a l descubierto en el seno de nuestro ser, sin el auxilio de las form as y de las fórm ulas. (...) el cristianismo solo puede estar com puesto de la raíz santa y sacerdotal que es el hom bre prim igenio, o de la verdadera raíz sacerd o tal” (El M inisterio del H om bre-Espíritu, 3a parte, “ D e la Palabra” ).

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LA DOCTRINA DE LA IGLESIA INTERIOR

«Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres » (Juan VIII, 32) «M i reino no es de este m undo ...» (Juan X V III, 36)

Incuestionablemente estamos —en el marco de la perspectiva iniciática que procede de las enseñanzas de Martines de Pasqually (+ 1774), de las que son herederos a la vez el Régimen Escocés Rectifica­ do y el San-Martinismo—, en presencia de una doctrina que hace de la ley de «restricción necesaria» la razón explicativa de la existencia de nuestro mundo terrestre, lo cual participa de una aproximación radicalmente diferente de la gratuidad de la Creación, tal y como enseña, y sostiene oficialmente, el dogma de la Iglesia visible, que insiste en este punto: Dios creó este mundo a partir «de la nada» {ex nihilo), y decidió edificar una Creación ordenada y buena, por efecto de una acción creadora absolutamente independiente de toda obligación exterior. 217

I. EL APRISIONAMIENTO DE ADÁN Y SU POSTERIDAD EN EL MUNDO DE «MATERIA APARENTE» La idea que se desprende de la expresión original empleada por Jean-Baptiste Willermoz en las Instrucciones destinadas a la clase no-ostensible del Régimen Rectificado, para explicar la «naturaleza absolutamente extraña a toda operación divina infinita» de este mundo de materia, un mundo «determinado por una causa opuesta a su unidad eterna», es la de «causa ocasional». Destacamos bien, por esta terminología singular, un carácter objetivamente «necesario» al mundo material, porque una «causa ocasional», como fuente y origen de la Creación, demuestra, con evidencia, que estamos muy lejos de un proyecto gratuito y libre, pero ante una decisión «ocasionada», es decir, una decisión tomada por una situación, una causa que no estaba prevista en absoluto, que sucedió rompiendo un orden divino anterior, y que se impuso, en este punto preciso, presidiendo toda la «doctrina de la reintegración». Esta doctrina va además tan lejos en la lógica de la «necesidad», que sin esta primera prevaricación de los espíritus rebeldes, que tuvo como conse­ cuencia, digámoslo una vez más, la constitución del mundo material para servir de prisión a esos espíritus rebeldes, el hombre no hubiera sido emanado jamás, sin lugar a dudas: «la orden de emanación de los menores espirituales no comenzó sino después de la prevaricación y la caída de los espíritus perversos» ('Tratado, 233).

Así, este mundo, el mundo material en el cual nos encontramos, fue concebido, pues, antes de la emanación de Adán, para servir de «prisión» a los espíritus rebeldes, cosa que Martines de Pasqually re­ cuerda en su Tratado, insistiendo en el hecho de que sin prevaricación jamás hubiera habido Creación alguna: «Sin esta primera prevaricación, no se hubiese producido ningún cambio en la creación espiritual y no hubiera habido ninguna eman­ cipación de los espíritus fuera de la inmensidad, no hubiera habido ninguna creación de límite divino, tanto supraceleste, como celeste 218

o terrestre, ni ningún espíritu enviado p a ra entrar en acción en las diferentes partes de la creación. N o puedes d udar de todo esto, ya que los espíritus menores ternarios no habrían dejado ja m á s el lugar que ocupaban en la inm ensidad divina p ara operar la form ación de un universo m aterial. Por consiguiente, Israel, los menores hom bres no habrían sido ja m á s poseedores de este lugar ni habrían sido em anados de su prim era m orada o, si hubiera agradado a l Creador em anarlos de su seno, ja m á s hubiesen recibido todas las acciones y las facultades poderosas con las que fueron revestidos, con preferencia sobre todo ser espiritual divino em anado antes que ellos» (Tratado, 237).

Como vemos, el poder de la ilusión de la realidad «aparente» es mucho más importante que el que se destaca habitualmente en las obras de espiritualidad, y es aquí, por excelencia, el lugar para decirlo con toda certeza: la situación de sumisión y servidumbre a las diferentes trampas de este mundo creado como consecuencia de la prevaricación de Adán, se extiende radicalmente al conjunto de los aspectos, incluso los más ínfimos e íntimos, que conforman la existencia de las criaturas, estando relacionados con las leyes de la vida animal grosera, con su séquito de apetitos instintivos, pasiones vulgares, codicia abyecta o, más aún, y sin duda mucho más terrible en sus consecuencias, relacionados con los vicios psíquicos y las des­ orientaciones afectivas que constituyen el sino, ampliamente compar­ tido, de la condición humana bajo todas las latitudes, civilizaciones y geografías de la superficie terrestre; porque nada, absolutamente nada —y menos aún, por la facultad imitadora del principio de las tinieblas que nos hace tomar por «divinas» instituciones tenebrosas (Ecce homo, § 6), las estructuras e instituciones religiosas, como las que, además, no escapan a la ley de la ilusión, es decir, las susodichas iniciáticas, que pretenden ser capaces de corregir nuestra situación caótica —, escapa de esta ley universal y general de invasión tenebrosa. Saint-Martin nos avisa, a propósito de las iniciaciones «según las formas», recordándonos muy justamente la advertencia del Divino Reparador a la Samaritana: 219

«H ay sign os con los cu ales p o d ríam o s m an ten er la g u a rd ia a l m enos contra sem ejantes tram pas: primero, es ver los elogios con los que los agentes de esas diversas m isiones abrum an a todos los que son llam ados y las veces que les prom eten que tendrán tan tas funciones brillantes que cumplir, cuando los verdaderos profetas fueron poco a la b a d o s p o r el espíritu que los em pleaba y que el R ep arad o r solo prom etió a sus apóstoles ofensas y suplicios. Segundo, es cuando esas m isiones extraordinarias se alejaban todavía m ás del carácter que nos presenta la m isión del Reparador, que es la única en la cu al pueden ser m oldeadas todas las verdaderas misiones. Ahora bien, las misiones m odernas se alejan del espíritu del R eparador cuando localizan en el plano terrenal la fuente de las gracias divinas que prom etió a las n a­ ciones y a las cuales no fijó ningún lugar, según las palabras que dijo a la Sam aritana, Ju an 4 :2 3 : “llega la hora en que, ni en este m onte ni en Jerusalén adoraréis a l Padre. Pero llega la hora (ya estam os en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán a l Padre en espíritu y en verdad, porque a s í quiere el Padre que sean los que le adoren ”. Se alejan del espíritu del Reparador, cuan do som eten sus agentes a pueriles reglas h um anas y m on acales que el R ep arad o r no in sti­ tuyó y que estan do sa c a d a s de los establecim ien tos convencionales o figu rativos, n os dejan el cam in o m ás libre sobre la opinión que q u e ram o s to m a r d e l p rin cip io o c u lto que d irige e sa s m isio n e s» (Ecce hom o, § 6 ) .

Un consejo del Filósofo Desconocido nos es además relativamente útil, a fin de permitirnos distinguir las regiones del triple mundo, natural, espiritual y divino, y saber cómo conformarnos a ello «en espíritu»: «Se reconocen generalmente tres m undos: el natural, el espiritual y el divino. L a lengua interna del m undo natural es la ferm entación; su lengua externa es la generación y la apariencia. L a lengua interna del espíritu es el deseo o el am or; su lengua externa son las virtudes y la luz. L a lengua de D ios es el m undo espiritual, externam ente, porque internam ente es el silencio» (Del espíritu de las cosas, «Len guas de los diferentes m undos»).

El mundo aparente, constituido por «necesidad» con el fin de en­ cerrar a Adán y su posteridad en una prisión de manera a obligarles 220

a sufrir, por su abyecta corrupción, un severo castigo178, representa pues la prueba constante de una pérdida categórica de nuestros dere­ chos primitivos, además el enemigo del género humano, trabajando para aumentar la dificultad, nos arrastra hacia el olvido de lo que fue nuestro verdadero origen: «L o propio del espíritu de las tinieblas es m antener a l hombre en la desconfianza de sus propios derechos; o si no puede impedir que adquie­ ra a veces el conocim iento, procura envolverlos con colores ilusorios que mantienen a l infeliz hombre siempre p or debajo de su verdadera medida y hace que continuam ente sacrifique la realidad a las imágenes y a las apariencias. A sí es com o ha conseguido en casi toda la tierra sustituir la ley p or las tradiciones, el espíritu p or la letra y las luces de la verdad, que han iluminado a los profetas, por las tenebrosas pasiones hum anas. E l hombre, a partir del crimen, se ha visto arrastrado en la pendiente de esta región terrenal y m uerta, que no pretende nada m ás que hundirse y hundir con ella a l hombre, cuando deje de acordarse de su ilustre origen. E l enemigo del hombre va aum entando día a día este peso, tan terrible de por sí, que hacía exclam ar a Salom ón: “un cuerpo corruptible agobia el alm a y esta tienda de tierra abrum a el espíritu lleno de preocupaciones ” (Sabiduría, 9 : 15)». (El H om bre N uevo, § 43)

Este mundo de materia aparente es de esta manera un simulacro de realidad, y es por una razón simple: su fuente procede de una causa «fuera de linaje», como la designa Saint-Martin, es decir, de una «causa ocasional», expresión que encontramos igualmente bajo la pluma de Jean-Baptiste Willermoz179, significando que la Creación material 178 Sobre el tema del carácter «necesario» de la creación impuesta al Eterno, que usó «la fuerza de la ley sobre su inmutabilidad creando este universo físico en apariencia de forma material, para ser el lugar fijo donde esos espíritus perversos tendrían que actuar y ejercer en privación toda su malicia» (Tratado, 6), eso en razón de la rebeldía de los espíritus rebeldes y de la traición de Adán, nos referiremos a: «La doctrina de la reintegración de los seres», La Pierre Philosophale, 2013, lera Parte., Cap. II., «El carácter “necesario” de la creación según Martines de Pasqually»; Cp. III, «Adán creado puro espíritu inmaterial, transmutado en una “forma de materia”»; y, principalmente, el Apéndice III: «Emanación y Creación en Martines». 179 En las Instrucciones secretas destinadas a la clase no-ostensible del Régimen Es­ cocés Rectificado, Jean-Baptiste Willermoz escribe, demostrando la identidad doctrinal con Martines de Pasqually y Saint-Martin sobre la Creación del mundo material: «Este

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responde a una «necesidad», que fue producida y construida a raíz de una decisión no querida previamente, una obligación imperiosa, por la situación que acaeció por la revuelta de los espíritus rebeldes, una obligación que fue impuesta al Eterno, es decir, una causa «ex­ traña» al orden divino y a sus planes iniciales, lo cual significa, desde el punto de vista teológico, que fue una consecuencia «necesaria», y no el fruto de una voluntad gratuita y libre: «N o tem am os pues decir, después de tod as esas reflexiones, que el m undo físico solo tiene, p ara nuestro pensam iento, la apariencia de un m undo y no es en absoluto la realidad; parece que es sólo la som bra y el siguiente de los m undos reales; parece que está a llí sólo para contrastar con ellos, sólo para resaltar los colores a nuestros ojos y p ara avisarnos de su existencia; es incluso com prim iéndonos com o logra ese efecto sobre nosotros, puesto que, p or s í mismo, es incapaz de transm itirnos una idea a la vez tan sim ple y tan profunda. Y, en verdad, es oprimiendo por todas partes nuestras facultades intelectua­ les com o lo hace, com o las concentra y las fuerza a reunir su fuego; y es de este fuego reunido de donde salta el destello que nos ayuda a leer en la m ism a luz la definición de un verdadero m undo. Pero, este m undo físico no tiene la voluntad fija del m undo divino, ni la volun­ ta d m óvil del m undo espiritual-regular, ni la volu n tad corrom pida del m undo espiritual-irregular; es im posible pues que haya surgido en la m ism a fuente que esos tres m undos y es necesario que haya otro

Templo, siendo de una naturaleza absolutamente extraña a toda operación infinita divina, el Gran Arquitecto del Universo no pudo concebirlo en su pensamiento, y ordenar la ejecución a sus agentes, sin estar determinado por una causa opuesta a su unidad eterna; y esta causa ocasional del universo seguro que el hombre la conoció, debió conocerla, y que, por muy oscura que parezca, puede volver a conocerla. Así este Templo y todas sus partes fueron ejecutadas y están mantenidas por agentes o causas segundas encargadas de manifestar ia gloria, la justicia y los decretos del Creador sobre todos los seres contrarios a su unidad. Esos agentes divinos, que por su naturaleza jamás debían ejercer su acción sino en el mismo centro de la Perfección y de la Eternidad, fueron, desde entonces, sometidos a una acción temporal por la revolución que las diversas épocas de prevaricaciones produjeron en la naturaleza espiritual, y perdieron por un tiempo la posesión perfecta de la unidad, que era su privilegio, sin dejar sin embargo de disfrutar de ella por su amor y por su voluntad. Este estado debe perdurar para ellos hasta que los tiempos de la justicia divina, estando cumplidos, aquellos seres culpables que hubiesen querido aprovechar la acción misma de esos agentes y los medios de reconciliación que les fueron concedidos estén unidos a la ley de la Unidad eterna» (Instrucción secreta de los Grandes Profesos, Fuente: Fondos Bernard de Turkheim).

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origen y este origen no le puede ser atribuido ni achacado, puesto que no tiene voluntad».

(Del espíritu de las cosas, «¿Qué es un mundo? ¿Es el universo un mundo?») II. LA AUSENCIA DE CONSISTENCIA ONTOLÓGICA DEL MUNDO MATERIAL El Filósofo Desconocido insiste en un aspecto singularmente interesante en su desarrollo que lleva sobre la naturaleza —que se podría consi­ derar fácilmente como una «contra-naturaleza», según la expresión muy bien elegida de Joseph de Maistre (1753-1821)— del mundo material, sea el de «la sombra» que representa la realidad aparente, una «sombra» de otros mundos que este universo surgido de una «causa ocasional» y puramente circunstancial representa, haciendo que desde el punto de vista ontológico, punto de vista que implica e integra evidentemente la totalidad del conjunto de los aspectos cosmológicos que caracterizan la realidad material que versa sobre la identidad intrínseca de los seres y de las cosas contenidas en los tres reinos: animal, vegetal y mineral, este mundo, concretamente, no existe, es una «nada activa», una pura «apariencia» de realidad desprovista de autenticidad y de verdad; el pensamiento del hombre lo engaña constantemente sobre este punto, haciéndole tomar por «cierto» lo que, fundamentalmente, no es más que una ilusión óptica y un objetivo engaño conceptual. El mundo, con todo lo que contiene, puede así ser considerado el fruto de un pensamiento erróneo, el resultado de un error, una especie de producción espectral y fantasmagórica que actúa fascinando el espíritu del hombre, a imagen de un sueño imaginario; el mundo material es de alguna manera una ficción «figurativa» a la que sólo fue conferido el ser para responder a una alteración, a una ruptura imprevista en el orden divino: «Al m ism o tiem po, com o este m undo físico solo es un m undo en aparien cia p o r nuestro pensam ien to y no es sin o la som bra de los

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demás mundos, no es posible que la causa de su existencia sea una causa directa. Hace falta que sea una causa fuera del linaje, una causa curva e indirecta, una causa ocasional y de circunstancias que no dependen en absoluto inmediatamente de la raíz de la verdad; más bien parece un auxilio, un recurso, un remedio, para recordar a la vida más de lo que parece ser la vida misma. Reuniendo pues el espíritu anterior a todo, podemos dar como respuesta a las dos preguntas arriba mencio­ nadas que no encontramos nada en el mundo físico que confirme la definición que hemos establecido del mundo; que este mundo físico, por consiguiente, no es un mundo; finalmente, que solo recibió la existencia para remediar una alteración; y he aquí la manera como uno podría lograr asegurarse la razón de las cosas, o conocer los por qué, si siguiera paso a paso los senderos que la luz natural nos haría descubrir en todos los pasos; mientras que ocupándose sólo de los cómo, tal como hacen las ciencias tenebrosas de los doctores, uno se aleja siempre de su término en vez de acercarse a él. Si este mundo físico no es un mundo, si recibió la existencia solo por una causa extra-linaje, y una causa extra-linaje solo puede ser una alteración, es fácil ver las numerosas y justas consecuencias que resultan de ello, tales como ver cómo aquí abajo sólo tenemos que tamizar a diario el mundo figurativo, para extraer los mundos reales-regulares y devolverles a cada uno su acción pura y regular: porque no nos desconsolaremos al concebir tamizando el mundo figurativo y tamizando al mismo tiempo el mundo espiritual-irregular, puesto que la irregularidad de éste y el extra-linaje del otro nos indican cuanta afinidad debe haber entre ellos» (Ibíd.).

El análisis de Saint-Martin, cuyo pensamiento no pensamos forzar apoyándonos, precisamente, en lo que declaraba: [aquellos que leerán] «los numerosos tesoros de la literatura india (...) [se] conmoverán por los vínculos que percibirán entre las opiniones orientales y las occidentales en los puntos más importantes (...) [y] encontrarán sobre todo similitudes destacables con todos los dogmas publicados desde hace unos siglos por los diversos espiritualistas de Europa, de los que no sospecharán el haber ido a aprender en la India. Mis escritos entonces les parecerán probablemente menos oscuros y menos repe­ lentes, puesto que descubrirán esos mismos dogmas expandidos en lugares tan distantes y en épocas tan alejadas las unas de las otras» (El 224

Ministerio del Hombre-Espíritu, Introducción, 1802), no sin coincidir con el filósofo George Berkeley (1685-1753) —y muy evidentemente los pensadores orientales, principalmente aquellos de las corrientes indias (desde los textos de los Vedas y los Upanishads, pasando por la extraordinaria riqueza teórica de los escritos del budismo tardío de los siglos o al iv de nuestra era, hasta la radicalidad conceptual del advaita vedánta shankariano), que insistieron particularmente, como sabemos, en el tema de «la ilusión» (maya) y de «la ignorancia» (avidyá), llegando al «error» (adhyása) haciendo que se tomara por real (mithyá), por el efecto de una «sobre imposición» (ávarana), lo que solo es «aparente» o irreal (vikshepa)—, por el cual todos los ob­ jetos percibidos por los sentidos son ideas o imágenes, la consciencia atribuyendo por el efecto de un trágico error una autonomía, una imaginaria objectividad a lo que no es sino una irrealidad formal, el mundo constituyendo sólo una ficción «Inmaterial», porque no subsiste, frente a este mundo figurativo, concretamente, ninguna sustancia, ningún substracto efectivo detrás del conjunto de nuestras impresiones sensibles. Saint-Martin propone pues una tarea «sublime» por cumplir para salvarnos de la ignorancia y de los «falsos maestros» y doctores ciegos que retrasan el despertar del alma: «entrar en la vía de la luz que nos es asignada por nuestro origen»: «A partir de entonces, una tarea inm ensa se abriría ante nosotros y nos enseñaría, si podem os entregarnos tranquilam ente a l descanso, hasta que lo hayam os conseguido; pero tam bién num erosos apoyos secundarían nuestros esfuerzos, porque por poco que el tamiz nos hubiese devuelto la sem illa pura o unos alim entos de los m undos regulares, pronto nos sustentarían lo bastante com o p ara darnos nuevas fuerzas y para ilum inarnos cada vez m ás sobre el m undo figurativo y sobre el m undo irregular que aplicaríam os de nuevo a nuestro tam iz. E sas luces no se podrían insinuar en nuestro ser íntimo sin expandir una luz tanto m ás am plia, que este m ism o ser, cuando busca reintegrarse en su realidad, se encuentra desde ese instante p or encim a del m undo figurativo y del mundo irregular y debe ver sucederse tantas claridades en su propio m undo que ve oscuridades y tinieblas sucederse en los otros dos. Si no pone lím ites a su cultura en este género vivificante y

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regenerador, épor qué los pondría en las cosechas que podría esperar ? Y a partir de entonces, si puede esperar encontrar en su propio m un­ do regular cosechas tan abundantes, ¿qué no podría pues esperar del m undo divino m ismo, si la lum inaria viniera a encenderse a su vez y a desvelarle sus riquezas? Pero, para alcan zar la m ajestuosa dignidad de esta sublim e tarea, haría falta extender el sentido de la palabra restau­ ración m ás a llá de lo que hacen com únm ente los m aestros. L a m ism a p alabra salvación, que ostentan tan fácilm ente en sus instrucciones religiosas, es una palabra oscura en la cual la obscuridad que encierra an ula tan frecuentemente la porción de luz que a llí se encuentra; si es necesario que nos preservemos o nos salvem os de los crímenes, a sí com o nos lo recomiendan con razón, haría falta tam bién enseñarnos a salvarnos de la ignorancia, después de exhortarnos a llenar nuestro corazón con todas las virtudes; y seguram ente deberíam os incluir al rango de nuestros derechos y de nuestros deberes m ás im portantes el devolver a nuestro pensam iento todas las claridades del que es capaz. Aunque fuese la porción de nuestro ser m ás ostensible, esos m aestros tom aron la precaución de encerrarlo con barreras en vez de ponerla en evidencia; en vez de m an ifestar p o r ellos m ism os to d as las ven­ tajas, buscaron representárnosla com o inaccesible, m ientras que la otra porción, a l estar m ás oculta, les fue fácil trazarnos los cam inos a su m erced y persuadirnos de que los conocen y los recorren. Por este medio, los m aestros retrasan a l hombre en vez de hacerle que avance; m antienen atrap ad a una m itad de s í m ism o en las tinieblas y la otra en una sabiduría tan precaria que le sería casi im posible decir lo que es de él entre sus m an os y si su ser p o r com pleto no es su víctim a. ¡Q u e entre, ese hom bre; que entre en el cam ino de la luz que le es asignada por su origen y sentirá pronto renacer todos los tesoros de su espíritu!; y tanto su corazón com o su pensam iento le harán conocer completamente, y sin los m onopolios de las ciencias doctorales, lo que el hombre fue, lo que es y lo que puede ser».

(Del espíritu de las cosas, «¿Q ué es un m undo? ¿El universo es un m undo ?»)

III. LA REGIÓN «APARENTE» Así, en esta región llamada, con razón, «aparente», es decir, a la vez falsa, engañosa e ilusoria al máximo, espacio abandonado a las fuerzas 226

del maligno180, donde evolucionamos en el sufrimiento rodeados por una multitud de fantasmas tan temibles los unos como los otros, rodeados, el tiempo de nuestro paso por este valle de lágrimas, de espectros sobrecogerdores que, bajo la forma de vínculos psíquicos infra-conscientes, supra-conscientes e inconscientes, aterrorizan y dominan las almas. Sufrimos la esclavitud por la cual es obligatorio que pasemos, precisamente, de «la apariencia» a la «realidad», que accedamos, por una transmutación operada en nuestra vida interior, en nuestro «centro», en la región del «elemento puro», allí donde reina la libertad del «Espíritu»: «Se había entregado a una región donde la apariencia lo arrastra sin cesar de ilusiones en ilusiones, y donde ejércitos de fan tasm as se suceden continuam ente ante él para quitarle la vista de la realidad. Por eso se había im puesto una ley terrible, la de trab ajar en entrar, a cualquier precio, en la región de su libertad, si no quería correr los riesgos de perm anecer en la región de su esclavitud, sin otra esperanza que las tinieblas, y sin otro apoyo que el poder ciego de un m aestro feroz y duro, que, a l no conocer el descanso, no puede dejar a ninguno de los que vienen a establecerse en sus m orad as y ponerse b ajo sus dom inaciones. H o y es necesario pues que el hom bre infeliz no deje de verter sudores de sangre p a ra tran sm u tar esta esp an to sa m orada en una m orad a de libertad y de alegría, donde su suerte no tenga las m ism as a la rm a s que causarle, ni la m ism a in quietud que pre­ sentarle, sino, a l contrario, donde an d a com o an tañ o en senderos sin lím ites, los cu ales le ofrecen a cad a p a so las perspectivas m ás con soladoras. E s necesario que tran sm ute su cuerpo de m uerte en un cuerpo de activid ad , de poten cia y de d om in ación sobre to d as las leyes inferiores p o r las cu ales este bajo m undo e stá con stituido y d o m in ad o; hace fa lta que tran sm ute to d as las ilusiones que per­ siguen a q u í a b a jo su corazón y su pensam ien to, en tan tas señales seguras e invariables, que sean a l m enos com o los indicios de esas verdades eternas de las cu ales h abía extraído la vida, y que ja m á s hubiera debido abandonar. En una p alab ra, si es él m ism o quien ha venido a form arse un destino y ponerse b ajo su yugo, es necesario que sea él m ism o quien retire su vida divin a de debajo del yugo de

180 «Todo el mundo está bajo el poder del espíritu maligno» (1 Juan V, 19).

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este destino, y se la arranque d olorosam en te p ara restablecerla en su libertad p rim itiva ».

(El Hombre Nuevo, § 41)

IV. EL SILENCIO Y EL ORDEN DE LAS COSAS APARENTES El orden de las cosas aparentes es en realidad un orden invertido, volcado, travestido, desordenado, y es por eso que el orden real es pues el exacto negativo del orden reinante aquí abajo, y no puede ser, especialmente en el marco de la esencia no sustancial del Ser increado, sino un «desorden que es un arreglo verdadero». A este título, la diferencia entre los dos órdenes de realidad, terrestre y celeste, es una ley invariable que imprime a toda forma existente una regla constante: la oposición entre el orden de la carne y el del Espíritu. Pero esos dos órdenes, y en eso reside una clave importante de comprensión respecto a la generación de la Divinidad, son en realidad tres, tres regiones o tres «mundos»: el mundo natural, el mundo espiritual y el mundo divino; el mundo natural posee un modo que le es propio, la generación y la apariencia, el mundo espiritual es el de la «Revelación», es decir, la lengua de Dios. Sin embargo este mundo, aunque transcendente, permanece todavía externo, de allí la forma tangible del culto y de las ceremonias que se celebran en su nombre. Ahora bien, en lo interno, «internamente», una ley diferente reina: «es el silencio»181, he aquí por qué es únicamente en el «silencio» donde se sitúa el mundo divino. El silencio del que se trata respecto al mundo divino, lo habremos entendido evidentemente, no es una simple cesación del lenguaje, no es una simple ausencia de ruido, es «Presencia fundadora» en la cual toma su origen el Ser que no es «Nada» de lo que es. Si esta «Pre­ sencia» es, no sólo «Presencia silenciosa», sino «silencio» ella misma («el Silencio»), es que su inefabilidad no es comunicable por ninguna palabra humana. No es nada de lo que es, y la expresión en modo 181 L.-C. de Saint-Martin, Del espíritu de las cosas, «Las Lenguas de los distintos mundos».

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negativo de su ser nos conduce hacia una «vacuidad». Además, toda afirmación formulada bajo el modo de la imposibilidad desemboca invariablemente en una negación no dialéctica, es decir, como mo­ mento de un proceso, pero ontológico, es decir, como fundamento primero. Sin embargo, esta vacuidad no debe ser interpretada como simple ausencia, o una carencia. Se origina en el Ser según la célebre fórmula escolástica: «Nihil enim habet actualitatem, nisim in quantum es»182 [“Nada posee actualidad sino en cuanto es”]. Ahora bien, si el silencio es, es en la diferencia, existe por contras­ te y en su alteridad constituyente para con lo que es no-silencio, el ruido del mundo. El lugar del silencio no es pues la «Nada» que no es ni ruido, ni no-ruido; el silencio delimita el camino de una subida a la evidencia, es recogimiento atento para dejar sitio a lo inefable, a lo incomunicable. Por sí mismo, no dice Nada, porque no hay, ha­ blando con propiedad, silencio expresable; el silencio, por esencia permanece pues mudo sobre sí mismo. Pero, sobre él, deja que se expresen libremente aquellos que pretenden hablar de él, sabiendo que cuando hablamos: «siempre debem os procurar reservar la parte de lo inefable, que es incluso la m ás esencial»1831 . 4 8

En su sencillez, es pobreza de medios, pero potencia el sentido. A este título, el silencio no está al alcance de ninguna experiencia conceptual, se da en la complejidad oscura del signo «invisible», o más exactamente «inaudible» e inaccesible de su presencia/ausencia. El silencio no es miembro de una relación: «el río del silencio une sus orillas (...) form ándolas»18* , y es a ese «silencio absoluto» al que H eidegger da el nombre de «G alassenh eit» (desapego) —término que coge del vocabulario del M aestro Eckhart— , un desapego en el cual ve la actitud que corresponde verdaderamente al decir silencioso. 182 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Ia q. 3-14. 183 R. Guénon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 1928. 184 M. Heidegger, Unterwegs zur Sprache, Pfullingen, 1954.

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Esta perspectiva carga al hombre con una responsabilidad, llevar de su lado al Ser en su esencia, es decir, más allá de los modos analí­ ticos de la razón, lo cual permite dar el «salto», franquear el límite y escuchar lo que no se dice ni se enuncia, oír la «voz silenciosa». Sin embargo, ello exige previamente la puesta en marcha de un estreme­ cimiento que introduce en la presencia pura, en efecto: «oír lo que no tiene voz requiere de un oído que cada uno de noso­ tros posee y del que nadie sabe hacer buen uso. Este oído no depende sólo de la oreja sino también de que el hombre pertenezca a lo que concuerda con (Zugehórigkeit) su ser. El hombre permanece sintoni­ zado con aquello de donde recibe su voz: la voz silenciosa del ser»™5.

Es de esta concordancia con el Ser de la que nos habla el místico persa Abu Yazid Al Bistáami (804-874), cuando nos dice que la ex­ periencia muda del silencio es: «una suspensión del alma que planea inmóvil en el intervalo entre el sujeto y el objeto igualmente aniquilados»™6.

Más adelante describe esta experiencia como «un arrobamiento en el vacío» (Ibíd .). En realidad, más allá de los términos utilizados, encontramos este movimiento de retorno ontológico que nos permite acceder desde el silencio a la nada no-relativa. La experiencia del silencio se presenta así como un don recibido en una escucha silenciosa: «el ser llega a su destino en tanto que él mismo, el ser, se entrega»™7.

Esa es «la escucha silenciosa», abierta en una «atención recogida a la voz del ser» (Ibid.). El silencio transciende, como la noche, toda figura, toda esencia. Es precisamente inefable y no puede ser probado18567 185 M. Heidegger, ¿Qué es la metafísica?, Gallimard, 1990. 186 L. Massignon, Ensayo sobre los orígenes del léxico técnico de la mística musulmana, Vrin, 1954. 187 M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, 1946.

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sino por una contemplación sin concepto, en la noche de toda forma, desplegándose en la «Presencia»-, el silencio bordea el abismo, la fuente, la tierra natal, el fondo (grund) original, aunque es necesario que se desgarre el velo que lo suele ocultar a nuestras miradas preocupadas por el mundo ruidoso de la realidad aparente. Por, y en el silencio, el ser puede ser transcendido, «únicamente por él mismo, únicamente por su Mismidad. El ser sería entonces el Unico que simplemente se supera, pero esta trans­ cendencia no va más allá, subiendo hacia otra cosa, sino que regresa a ella misma y a su propia verdad»m. Esta verdad transcendente e inefable del ser, que retorna a su propia verdad, lleva un nombre: «silencio».

V. EL MUNDO DIVINO Y EL SILENCIO Por la relación entre el mundo divino y el silencio, Saint-Martin in­ siste incansablemente, y de manera muy especial, en la importancia fundamental del silencio (e incluso de «la sombra», lo cual puede entenderse como el lugar de «retirada» y huida de la agitación del mundo) para el alma que desea entrar en la proximidad interior de la Verdad: «La sombra y el silencio son los asilos que la Verdad prefiere; y aquellos que la poseen, no pueden tomar demasiadas precauciones para conservarla en su pureza...» (De los errores y de la verdad).

Volverá muchas veces, en unos términos explícitos, sobre la re­ lación que une la «Sabiduría» y la «Verdad», dando una enseñanza «silenciosa»:18 188 M. Heidegger, Caminos que llevan a ninguna parte, Gallimard, 1991.

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«Sabiduría, sabiduría, únicamente tú sabes guiar al hombre, sin fatiga y sin peligro, por las apacibles gradaciones de la luz y de la Verdad. Has tomado el tiempo por tu órgano y mediador; él todo enseña, como tú, de un modo dulce, imperceptible, y manteniéndose continuamente en silencio; mientras que los hombres nada nos enseñan con la continua y excesiva abundancia de sus palabras» (El Hombre de deseo, § 15).

Su consejo es claro. Conviene abandonar los «medios mecánicos» y artificiosos si queremos entrar en «la obra divina», alejarse de las formas externas para dejarse por completo «actuar por el Espíritu» permitiéndole verter la unción santa, de manera que la Sabiduría que se ha «aniquilado» asimilándose a la «región del silencio y de la nada», vela que esas regiones no estén agitadas: «Dejad allí todos los medios mecánicos que los hombres más curiosos que sabios han recogido entre los restos de la ciencia. Esos hombres imprudentes pretendían transmitir el poder, y empleaban otra cosa que la raíz. El Señor sólo enseña a sus elegidos los medios que son necesarios a su obra. ¿Podrías alimentarte con un espíritu que no sería sino artificioso y de la obra de sus manos, como los ídolos? Dejad actuar dulcemente sobre vosotros a aquel que os busca; dejadlo unirse a vosotros por la analogía natural y la repetición de sus actos puros y benefactores. ¿Quién alcanzará la sublimidad de la obra del renacimiento del hombre? No lo comparemos en absoluto con la creación del universo. No lo comparemos siquiera con la emanación de todos los seres pensantes. Para obrar todas esas maravillas, le bastó que la sabiduría desarrollara sus potencias; y este desarrollo es la verdadera ley que le es propia. Para regenerar al hombre, fue necesario que las concentrara, fue necesario que se aniquilara y suspendiera, por así decir, ella misma. Hizo falta que se asimilara a la región del silencio y de la nada, con el fin de que la región del silencio y de la nada no fuese agitada ni deslumbrada por su presencia» (El Hombre de deseo, § 33).

El Espíritu no necesita sino una única cosa: el cese de nuestra acción, la tranquilidad de nuestra alma, nuestra total pasividad y la suspensión de todos nuestros movimientos, para que pueda, y él solo, realizar la obra divina: 232

«Hombre de iniquidad, suspende tus movimientos turbulentos e inquietos, y no huyas de la mano del espíritu que busca tomarte. El sólo te pide que te detengas, porque todos los movimientos que proceden de ti le son contrarios. ¿Dónde está el lugar de la acción del espíritu? ¿No está todo lleno de los movimientos del hombre? ¿Dónde está aquel que ha sido regenerado en los movimientos del espíritu? ¿Dónde está aquel que habrá atravesado y pulverizado todas las envolturas corrosivas que lo rodean? ¿No sería como el cordero abandonado en la selva, en medio de todos los animales carnívoros? Que el universo entero se convierta en un gran océano; que un barco sea lanzado en esta inmensa playa, y todas las tempestades reunidas vengan sin cesar a atormentar las olas: tal será el justo en medio de los hombres, tal será aquel que será rege­ nerado en los movimientos del espíritu» (El hombre de deseo, § 33).

La apertura de la «Puerta Santa», lo cual significa la puerta del Santuario, se adquiere por el reposo, el recogimiento, la paz y «el silencio del abandono en la calma de la noche»: «Señor, sin tu ley viviente solo conoceremos la sombra de Dios, solo una silueta que tendría su forma y no tendría los colores. Porque, si la envoltura no hubiera sido elevada por encima del lugar de su reintegra­ ción, las águilas no hubiesen abandonado este lugar para perseguirla, y la tierra no hubiese sido purificada. Señor, ¿cómo sin ti esas verdades simples y profundas llegarían hasta el corazón del hombre? El tumulto de sus pensamientos agita demasiado su ambiente: no puede escucharte sino en el reposo. Persíguelo en el silencio del abandono en la calma de la noche. Llámalo, como llamaste a Samuel. Apodérate de sus sentidos dulcemente, y sin que sus facultades puedan oponerse a tu aproximación. Transfórmalo en hombre de paz, en hombre de deseo, con el fin de que después puedas abrirle la puerta santa» (El Hombre de deseo, § 177).

Así se explica el hecho de que algunos, multiplicando los actos y las formas externas, imaginándose estar en la «vía de Dios», están muy aleja­ dos, mientras que otras almas, más retiradas, más recogidas y silenciosas, están participando, por la gracia, de las luces santas del Espíritu Divino: «¡Oh! ¡Cuántos hombres están en la vía sin saberlo! ¡Cuántos otros se creen en la vía, cuando están tan alejados! Esperad en paz y en silencio. Retiraos en la caverna de Elias, hasta que la gloria del 233

Señor pase. ¿Quién de vosotros sería digno de contemplarla? No es al hombre débil a quien la gloria del Señor le está prometida; antes de disfrutar de ello, es necesario que el pensamiento del hombre haya recobrado su altura» (El Hombre de deseo, § 202).

Este lugar de contemplación, donde el Espíritu Divino se engendra en el alma, exige estar protegido, alejado de las miradas profanas, mantenido a distancia de la agitación y del ruido, mantenido piado­ samente en la soledad y el perfecto silencio: «Hombre, he aquí donde el oráculo eligió su morada: rodéala con árboles frondosos y majestuosos; que sus cimas se reúnan y se doblen en cunas para ocultarlo a la vista del ojo del profano. Prepárate allí una entrada para ti solo: hombre afligido, hombre de deseo, ve solo, como el sumo sacerdote; y deja fuera todos los falsos deseos, todas las avaricias engañosas, toda esta vestimenta manchada. Ve sólo, es decir, con un único pensamiento; y que este pensamiento sea el de tu Dios. Que así separado del resto del universo entero, sólo quedéis Dios y tú como testigos de tu oración y de tus súplicas. Acércate al oráculo respetuosamente, espera en silencio, y como si estuvieran suspendidas todas tus facultades internas. No tardarás en escuchar su respuesta, aunque no oigas proferir palabras. Saldrás, radiante de gloria, de esta morada sagrada. Estarás obligado a velar tu rostro presentándote al pueblo, por miedo a que este no sea deslumbrado. Le informarás de los decretos de tu Dios, y estarás protegido contra las trampas y los falsos decretos de los príncipes de la mentira. Que tus pensamientos traten perpetuamente sobre este oráculo; es el único que el Señor desea que escuches, y te insta a huir de todos los demás. Colocó su templo y su oráculo en tu corazón, con el fin de que en todos los tiempos y en todos los lugares, ya sea andando, ya sea descansando, estuvieses en condiciones para entrar y consultarlo» (El Hombre de deseo, § 270).

Saint-Martin dirá, con razón, en consecuencia, en su «Retrato histórico y filosófico»189: 189 Una observación del Filósofo Desconocido, que se refiere a una anécdota con un eclesiástico, nos demuestra cuánto le gustaba cultivar el silencio: «La gente del torrente que solo conoce la conversación de lo externo, a veces se ha sentido

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«He notado que sólo había dos maneras de encontrar la verdad, una es el silencio absoluto, e incluso más exclusivo que el de los Pitagóricos, con tal de que el deseo interno siga encendido; la otra, hablar siempre de esta verdad, y hablar sólo de eso. Lo que hace que los hombres la encuentran tan pocas veces, y acaben por creer que ya no existe, es que hablan siempre, pero jamás hablan de ella» (Retrato, 453).

Por eso, todo lo que atañe a los dominios de la Verdad no participa en absoluto de los sentidos, sino de lo inefable: «Las más preciosas de las verdades que pueda conocer [el hombre], son de tal naturaleza que solo pueden ser expresadas por llantos y por el silencio, y la boca material del hombre no es digna de pronunciarlas, ni su oído corporal de escucharlas» (Ecce Homo, § 4).

Así hay, en efecto, un «fuego vivo» en el seno del alma, pero un «fuego» oculto y velado, que sólo opera en el silencio más absoluto: «Es aún más cierto que hay un fuego vivo que opera en el silencio y que siempre está oculto, como el de la naturaleza» (Ecce Homo, § 6).

Resulta de ello, de esta manera, que el Ser se da a nosotros en la interioridad y el silencio en la medida que sustrae, oculta y opacifica la «supraesencial Nada», y la oculta retirándose. Lo supraesencial solo se manifiesta retirándose, de allí la necesidad de mantener juntos y constantemente ligados esos dos elementos: manifestación y oculta­ ción; «dos» elementos que son en realidad «uno y el mismo», «dos que son un espejo», es decir «cuatro»: «manifestación y ocultación» (+) «Ser y No-Ser», y reconocer que es en esta paradójica dispensación ofendida por mi silencio. Particularmente uno de ellos, que por su estado eclesiástico estaba más metido que los demás en la ignorancia y en su oposición a la verdad, a menudo me reprochó que no hablara; primero, si ese hombre hubiese sido justo, hubiera visto que no debía quejarse de que estuviera mudo, puesto que la única cosa de la que puedo hablar un poco es de la verdad, y esta verdad le perjudica; segundo, si hubiese estado algo menos atrapado en las espinas de la tenebrosa nada de este mundo, hubiera visto que no me callaba sino para que la conversación no decayera, porque en cuanto aquellos que hablaban tanto no decían nada, hacía falta que hubiese alguien que no dijera nada para poder hablar» (Retrato, 493).

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cuaternaria, en forma de ausencia multiplicada sobre sí misma, donde descansa toda la historia metafísica de la Divinidad.

VI. LA DIVINIDAD SÓLO PUEDE APARECER EN LA LUZ DEL SER QUE ES UN VELO La divinidad solo puede aparecer en la luz del Ser, que es un velo, y darse por el silencio, que es un recogimiento190, en éste último se da siempre, pues está «predestinado» para toda «revelación», como revelador y como máscara, por el hecho de que solo se entrega ocul­ tándose; como tal, siempre —ya— se ha retirado en beneficio del único «elemento santo», cuya aparición permite, y respecto al cual no es nada positivamente, «nada de Nada» - pero, precisamente, para permitir su aparición, está condenado a ser el fundamento de la manifestación y, al mismo tiempo, su principio positivo de ocultación. Así, podemos decir que el conocimiento de la «fuente» nos está prohibido desde siempre, y que sólo puede estarlo permaneciéndonos inaccesible: «Sin embargo, no tendremos conocimientos mucho más amplios o, mejor dicho, no recibiremos la luz y todas las ayudas de la vida sin poder contemplar su fuente, y mucho menos sin poder apoderarnos de ella, lo mismo que el niño disfruta de todos los bienes que sus padres y sus guías le proporcionan sin que pueda darse cuenta de la manera como se le prodigan todos estos beneficios» (El Hombre Nuevo, § 10).

El nacimiento de la Divinidad interviene en una profunda oscuridad, en una «noche» silenciosa, que es la profunda noche del «espíritu», lejos de las imágenes; no es para nada el fruto de la imaginación, del poder «imaginativo», no es parecido a las falsas luces, ingenuas, 190 «Es sólo en la calma de nuestro cuerpo que a nuestro pensamiento le va bien; es sólo en la calma de lo elemental que lo superior actúa. Es sólo en la calma de nuestro pensamiento que nuestro corazón hace verdaderos progresos; es sólo en la calma de lo superior que lo divino se manifiesta» (L.-C. de Saint-Martin, El hombre de deseo, canto 59, 1790).

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del discurso religioso, mítico y consolador. Ocurre más allá del Dios «objetivado», prefabricado en la negación de los falsos conceptos, y en el cumplimiento de esta obra negativa, con razón ontológica. El Dios desconocido —que está por encima de Dios y de las «luces pre­ coces» que el hombre se forja como tantos ídolos falsos para ocupar su estéril panteón ilusorio—, engendra a su Hijo querido en el «Gran misterio» (Mysterium magnum), de una aproximación silenciosa y mistérica en la que consiste el «verdadero nacimiento»: «Desconfía pues, hombre, de luces precoces que llegan a ti sobre la naturaleza del ser que quiere gobernarte a tus espaldas. Es el Dios desconocido, quiere cernirse sobre ti, como el sol planea sobre las humildes plantas, y cuando te lleguen esos rayos brillantes que tienen tanto poder para deslumbrarnos, diles: me encantáis, me ilumináis cuando os veo, no sois mi Dios, sólo sois sus imágenes. Mi Dios está todavía por encima de vosotros, porque su acción debe ser eternamente una sorpresa y un milagro para mí, si no, no sería su hijo. Diles que quieres permanecer constante y exclusivamente en manos de este Dios desconocido quien se acerca a ti secretamente, y te levanta para hacerte navegar con seguridad por encima de los abismos, y llenarte por allí mismo de más alegrías y consolaciones que si todos los tesoros de los cielos estuviesen abiertos ante tu mirada. He aquí el verdadero renacimiento; éste es el hijo querido que acaba de nacer» (Ibíd.).

Importa pues desconfiar de nosotros, liberarse de las trampas múltiples y contundentes que son nuestras presuntas certezas, creen­ cias y «luces» sobre Dios, y las «verdades» inmediatas y primeras, porque nuestro «espíritu» es una noche sumergida en las tinieblas, un abismo perdido en el espectáculo miserable del insondable vacío de la materia, pero que puede convertirse una noche en luz si sabe callarse y mirarse como una «Nada»; doble lucidez santificante en un movimiento salvífico de doble negación del que sólo el silencio del recogimiento es el cumplimiento191.

191 «La intimidad que revela el silencio del recogimiento es también el último fondo de lo real (...) la metafísica no es, propiamente hablando, un discurso sobre el ser, sino más bien el discurso del ser en nosotros. Y el silencio es el acto de atención

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Vil. LA CONTEMPLACIÓN DE LA «NADA ETERNA» Así es como estamos limitados a «nacer en un establo y entre animales, [naciendo] en la humillación, donde antaño [existíamos] en abismos», y para nuestra vergüenza. Hoy son las criaturas y formas materiales («los animales»), las que van a tener que hacer por nosotros lo que nosotros tendríamos que hacer por ellas, porque ahora, los que éramos espíritus inmateriales, estamos limitados al dominio de las «formas», y es esta «forma la que nos preserva, cuando antes hubiéramos debido preservarnos de todas las formas». Triste situación, que animó a muchos espirituales a guiar a las almas por la vía del aniquilamiento y la negación de todas las cosas creadas, con el fin de permitirnos acceder a las regiones santas. Así, el alma nacida en Dios —lo cual es el «verdadero» nacimiento y, dicho esto con insistencia, el auténtico «bautismo sacramental» más allá de los modos terrenales de ceremonias formales—, está en situación de «estado infantil» por un tiempo cuya duración nadie conoce, y durante este tiempo de la infancia cuatro modos de ser van a operar en nosotros la generación Divina realizando el «tetralema místico» por el cual vamos a llevar hasta su crecimiento celeste al Hijo que nos fue dado por el Cielo: seremos hijo, padre, madre y servidores, o sea, por decirlo claramente: Alma, Dios, Virgen (o Sofía) y Ángel: «Este tiempo va a ser para tu hijo el tiempo más precioso de su vida, porque vas a ser a la vez tu hijo, tu padre, tu madre, todos los necesaria para escuchar lo que nos dice el ser presente al espíritu (...) El silencio es introducción a la metafísica, no por la renuncia al discurso, sino por el reconocimiento de una verdad primera y fundamental presente en el pensamiento y no producida por él. El acto de silencio es el acto por el cual el pensamiento asume esta presencia... la afirmación del ser, más allá de su formulación, es esencialmente una atención, es decir, la docilidad del espíritu a la luz que lo solicita (...) No habría misterio al térmi­ no del itinerario filosófico si el misterio ya no estuviera presente desde su punto de partida, con la misma certidumbre de que el ser es luz. El silencio es la expresión del éxtasis que provoca el consentimiento a esta verdad primera. Verdad primera, pero cuya certeza es a la vez el término de un largo camino y el presentimiento de una Plenitud que no puede ser sino deseada» (J. Rassam, El silencio como introducción a la metafísica, Publicaciones de la Universidad de Toulouse-Le Mirad, Universidad de Toulouse-Le Mirad, serie A, t. 44, 1980, pp. 63; 106; 143; 145-146).

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servidores que sean em pleaos p ara la m ás sublim e de las tareas. ¡Q ue este hijo recién nacido se vuelva pues para ti el objeto de tus cuidados m ás asid u os!» (Ibíd.).

Causa de todos los seres, pero también nada de lo que son, nada de lo que es, inconcebible y fuera de cualquier alcance, el Absoluto es efectivamente ese «Todo que es N ada»192, es la Nada eterna, sin fundamento. Es por eso que se dice de él «Nada». La contemplación de la «Nada eterna» conduce a la luz estable que es lo propio del conocimiento del “gnóstico” , según san Clemente de Alejandría (150-215), así como lo explica Fenelón en “El Gnóstico san Clemente” 193: “E s una luz estable. E s una estabilidad igual del espíritu; ja m á s uno puede ser sacado de ella. E s una virtud que no se puede perder; el gnóstico en este estado está en su disposición propia y natural; incluso tiene el ser m ism o de la bondad. E s siem pre inm utable en lo que la justicia requiere. L a aflicción no puede tam poco atorm entarlo, com o tam poco el fuego destruir un diam ante. Su contem plación es infusa y pasiva, porque atrae a l gnóstico com o el im án atrae el hierro, o com o el an cla a l barco; le obliga, le violenta, p ara ser bueno; ya no lo es por elección, sino por necesidad. L a m ism a sabiduría se contem pla en él; es en la voluntad del Señor donde conoce la volun tad del Señor, y p or el espíritu divino com o entra en las profundidades del espíritu. E stá inspirado, profetiza, pero profetiza p o r el puro am o r que hace

192 Ángelus Silesio, El Peregrino querúbico, (IV, § 38), op. cit., p. 205. 193 A Fenelón le gustará recordar en su texto, redactado para defenderse contra las acusaciones de las que fue objeto, el carácter no «innovador», como le reprocha­ ban, de la tradición de la mística abstracta, apoyándose en autores de los primeros siglos del cristianismo, entre los cuales san Clemente de Alejandría ocupa un lugar significativo. Habiendo adoptado las tesis de Madame Guyon, Fenelón fue invitado a participar a las «conversaciones de Issy», que ocurrieron de julio de 1694 a marzo de 1695, en las cuales estaban presentes Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704), abispo de Meaux, Louis-Antoine de Noailles (1651-1729), arzobispo de París, y Louis Tronson (1622-1700), superior general de la Compañía de Saint-Sulpice. Durante esas conversaciones Fenelón redactó durante el verano de 1694 un texto que titula «El Gnóstico san Clemente de Alejandría», no destinado a la publicación, y que además no será editado hasta varios siglos más tarde, en 1930, en la colección de los Estudios de Teología Histórica (Gabriel Beauchesne editor), por los cuidados del Padre Paul Dudon (1859-1941) s.j.

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del futuro presente; porque es la unción que le enseña todo; y lejos de poder ser enseñado, no puede ser ni oído ni comprendido...»194

De aquí en adelante una certeza no dejará ya al alma que quedará, en silencio, completa e íntimamente transformada por el «misterio secreto de la Iglesia interior»: «Soy el templo de Dios, y el tabernáculo de mi corazón es el Santo de los Santos, cuando él está vacío y puro [en la nada]»195.

Esta certeza del alma es antes que nada la certeza de que lo interno se vuelve «Santuario» cuando se ha instalado en la «Nada»; así pues, toda ontología, no puede ser sino una «ontología negativa»196. «...solo se aprende a conocer la palabra en el silencio de todo lo que es de este mundo...»

(El Ministerio del Hombre-Espíritu).

194 Fenelón, El Gnóstico San Clemente de Alejandría, publicado por P. Dudon, Beauchesne, 1930, Ch. XI: «El gnóstico es deificado», p. 255. 195 Ángelus Silesio, El Peregrino querúbico, Tercer libro, § 113, op. cit., p. 175. 196 «El alma que conoce no forma sino uno con el objeto conocido, su contem­ plación permanece en ella misma, y ella misma se vuelve perfectamente silenciosa» (Plotino, Enneadas III, 8, 6). Plotino (204-270) continúa: «El sabio debe esforzarse para escapar a la seducción mágica que las cosas sensibles ejercen sobre su alma, y volverse impasible. La contemplación libera al sabio del sortilegio. Recogiéndose, para contemplar, el alma se separa de la realidad sensible, como el alma universal, de la que debe imitar la armonía, alejándose de las cosas de aquí abajo» (Ibid., IV, 4 ,4 3 ; iy 3,12).

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LA IGLESIA INTERIOR SEGÚN EL FILOSOFO DESCONOCIDO Edificación mística de la Iglesia celeste en el corazón del hombre197

I. NATURALEZA DE LA IGLESIA INTERIOR La paradoja, en forma de milagro positivo, es que, pese a los conside­ rables errores acumulados y sucesivos de los ministros que han pre­ tendido representarla, la Iglesia subsiste inalterable, santa y luminosa. Ni los defectos de los seres pecadores, ni las debilidades y ultrajes de pastores indignos que han obrado para desfigurar a la esposa mística del Cristo, han podido mancharla. Esta subsistencia es uno de los más bellos misterios de la Revelación evangélica. Esta asamblea fue fundada por el Divino Reparador. Posee un carácter inalterable, sobrenatural, que —y este punto es esencial para Saint-Martin— en su naturaleza espiritual no está comprome­ tida con el mundo, en su ser interior tal y como le fue dado, y que 197 Extracto de “La Iglesia y el sacerdocio según Louis-Claude de Saint-Mar­ tin” , Jean-M arc Vivenza, Ed. La Pierre Philosophale, Hyéres, Francia, 2014, Segunda parte: La práctica del culto divino en el seno del Santuario del corazón, 4, pp. 181-227.

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debería haber conservado en toda su pureza desde el momento de su fundación: “Sí, está establecida esta Iglesia, pese a los daños que ha podido sufrir; sin ella no habría mediación alguna entre el amor supremo y los crímenes de la tierra; está establecida esta Iglesia y tanto las puertas del hombre como los portales del infierno no prevalecerán jamás contra ella; está establecida la Iglesia” (Ecce Homo, §8). Esta sentencia es tan cierta que Saint-Martin, demostrando que su amor por la auténtica Iglesia es absoluta y completamente inalterable, no dudó en sostener en una frase admirable: “cuando se considera la Iglesia en sus funciones, es bella y útil. Nunca debería salir de esos límites. Por este medio se convierte natu­ ralmente en una de las vías del espíritu” (Retrato, § 114).

No hay, por lo tanto, rechazo alguno de lo que representa la Igle­ sia, en su ser fundamental, en el pensamiento de Saint-Martin, sino acceso, apertura y devoción hacia una Iglesia de dimensión secreta y naturaleza celeste, la santa esposa del Cristo, la cual está unida, como cuerpo místico, con la misma Persona del divino Reparador, pero de manera íntima. Y, en Saint-Martin, por este misterio que tiene que desvelarse en el corazón del alma de deseo, existe una memoria llena de reverencia y una consciencia orante sobre lo que Jesús dijo a Pedro acerca de la Iglesia en el Evangelio: “Replicando Jesús le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo XVI: 18-19).

Jesús habla aquí de su Iglesia, por la que se entiende, sin lugar a dudas, la sociedad sobrenatural que funda hasta el final de los tiem­ 242

pos. La Iglesia forma el cuerpo Místico cuya cabeza es Cristo (Efesios, 1:22-23), y es mediante ella que “la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Efesios, 111:10-11). De la Iglesia, como esposa del Cristo, San Pablo nos revela: “...como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (JEfesios V:25-27).

San Juan decía: “este misterio es grande” , y seguramente, después de la Encarnación, la Pasión y la Resurrección de Jesucristo, nada es más grande que la formación de esta Iglesia, nueva Israel, morada permanente del Espíritu Santo, destinada a compartir la gloria de Cristo, estando unida con Él tan íntimamente como “Él mismo está unido al Padre” (Juan XVII:20-26). Es esta Iglesia de la que se dice, en los primeros tiempos del cristianismo: “Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaría; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hechos IX:31)198.

Sin embargo, Saint-Martin nos aclara que la Iglesia, en cuanto a lo que debería ser y hubiera debido permanecer como misterio, 198 La iglesia, como dirá Bossuet en una fórmula mágica, no es otra cosa que “Jesucristo expandido y comunicado” (Bossuet, carta IV “Sobre el misterio de la unidad de la Iglesia y las maravillas que encierra” ; in O.C., t. XI, 1836). San Agustín resumió previamente esta idea tan importante de la unidad entre Cristo y la Iglesia: “la Iglesia al completo, difundida por todas partes, es el cuerpo del que Cristo es la cabeza: los fieles son no sólo los vivos ahora, sino también los que estuvieron antes que nosotros y los que vendrán después hasta el final del mundo, los que forman juntos su cuerpo. Él es la cabeza, aquel que subió al cielo” (Ref Enorr. in P LXII; n° 2). Tocando un sublime misterio, la Iglesia es Cristo, no por la imagen, sino por la naturaleza común, por identidad del ser cuya propiedad es la atribución, en buena lógica metafísica escolástica: “el ser atribuido según la sustancia significa lo que es” (Sto. Tomás, De Potentia, q. 7a. 5 arg). Ahora bien, la esencia divina, por el mismo hecho de que se identifica con la actualidad desplegándose en su existencia para la

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sufre por las abominables humillaciones de las que es víctima. Está horriblemente triste por las degradaciones que sufre a lo largo de los siglos; está profundamente herida, internamente afectada, desfi­ gurada en su imagen verdadera por las terribles deformaciones que se vio obligada a aceptar en silencio, velando su cara ante tantas ignominiosas maldades sufridas desde hace siglos por la indiferencia general y la complicidad activa de aquellos que se autodesignaron Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, “es el Ser mismo subsistiendo y se ofrece a nosotros y nos proporciona la razón de su infinidad perfeccionándose” (Ref. 24 tesis tomistas, tesis XXIII, 1971). San Ireneo (siglo II), obispo de Lyon, tendrá esas sobrecogedoras palabras: “Allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia” (Adversus haereses, libro III, cap. 24, n I). Además, he aquí lo que Cathérine de Sienne (1347-1380), en una carta al bienaventurado Raymond de Capoue (+ 1399), escrita el 16 de febrero de 1380, pocos días antes de morir, pedía a Dios en una bella oración: “ Oh Dios eterno, recibe el sacrificio de mi vida por el cuerpo místico de la santa Iglesia. Sólo puedo darte lo que Tú mismo me diste. Toma mi corazón y exprímelo sobre la cara de la Esposa” . R.P. Humbert Clérissac, o.p. (1864-1915), en El Misterio de la Iglesia (1918), obra que esclarece con una extraordinaria profundidad la naturaleza misteriosa y mística de la Iglesia, explica que: “la vida de la Iglesia es la misma vida de Cristo; la vida del alma es la gracia santificante. El avituallamiento de esas dos ciudades se hace desde dentro y desde arriba. Vayamos pues a la Iglesia por razones eternas y divinas. Conozcamos y amemos la Iglesia en la idea en que Dios mismo la quiso, Dios la conoce, Dios la ama. Esa idea sólo pertenece a Dios; no es una deducción de nuestra razón, ni un postulado de nuestra naturaleza; es sobrenatural. Y aunque podamos probar su belleza y riqueza, no la penetraremos hasta el fondo, porque encierra un misterio. N o hay que buscar nada menos en el misterio de la Iglesia. Es un misterio ejemplar y tipo; es un misterio operante. La idea en la que Dios ve y ama la Iglesia, es su Hijo - “In Ipso benedicentur omnes gentes” [En él serán bendecidas todas las naciones]. Esta bendición va más allá de Abraham y Adán. La mirada eterna que fija la compasión del padre en el Hijo ve en él al jefe de un inmenso cuerpo y descansa también en la Iglesia que es ese cuerpo. Este lugar, la Iglesia, lo tiene en el pensamiento divino, primero porque participa más íntima y ampliamente con la Creación natural, a la perfección del Hijo en quien Dios se contempla. El Hijo es el pensamiento y la razón viviente de Dios, donde resplandece no precisamente la multitud dispersa de los ejemplares de seres, sino su orden, es decir, sus perfecciones y sus fines, todos armonizados según un deseo único: “ In Ipso constant” . ¿Y qué es lo que representa más que la Iglesia la perfección de este orden? El Hijo respira el amor que hace la unidad de las divinas Personas, “VERBUM SPIRANS AM OREM ” [“ el verbo de donde procede el Amor”]: y ¿qué es lo que más representa amor y más unidad que la Iglesia? Se arraiga pues, por así decirlo, en las grandes profundidades del ser divino. Antes de nacer del costado perforado del Señor en la Cruz, estaba eternamente concebida en el Verbo. El mismo interés de la Revelación que Dios quería hacernos de Su Verdad por su Verbo llamaba a la Iglesia y la ponía en primera línea en el plan divino. Todo el misterio de la Iglesia gime en la ecuación y convertibilidad de estos dos términos: el Cristo y la Iglesia. Este principio esclarece todos los

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como maestros, pastores o doctores, los cuales eran sus hijos y tenían como deber velar por ella. Sin embargo, no cabe duda de que, algún día, la Iglesia pida cuentas a los ministros infieles de los que es víctima por sus ultrajes inacep­ tables. Esta cuenta la pedirá ante el tribunal del Eterno: “ (...) pero es para testificar algún día contra aquellos de sus ministros que le han sido infieles, para servir de juicio y condena, cuando se queje ante el tribunal soberano de las injurias que le fueron hechas al cambiar sus hábitos de gloria por hábitos de duelo e indigencia; tal como ha defendido aquí abajo la causa del amor, el mismo amor defenderá a su vez la causa de esta Iglesia ante el juez eterno del que habrán provocado los temibles juicios, y pen­ sad cuán terribles serán esos juicios, ya que serán juicios del amor ultrajado y herido hasta en sus misericordias. Si estos juicios por venir os asustan, si por desgracia tenéis que haceros algunos de estos reproches de los que acabáis de ver su enumeración, volver lo antes posible a los senderos de vuestro sublime ministerio, y prevenid estas terribles justicias con las que están amenazados los apóstoles de la mentira, que tan a menudo se han sentado en la cátedra de la verdad. Es a ellos a quien se dirige David, salmo 93:20: ¿Podrá asociarse a ti un tribunal inicuo, que perpetre desastres bajo capa de ley ? Ellos acometen la vida del justo y la sangre inocente condenan. Es a ellos a quien se dirige Sofonías 3:3, hablando de los crímenes de Jerusalén: sus príncipes, en medio de ella, son leones rugientes; sus jueces son lobos nocturnos que no guardan nada para la mañana siguiente” {Ecce Homo, § 8). Nada puede justificar este distanciamiento de los principios divi­ nos que presidieron la fundación de la Iglesia. Nada puede disculpar

axiomas teológicos relacionados con la Iglesia. Por ejemplo: fuera de la Iglesia, no hay salvación - realmente no significa otra cosa que fuera de Cristo, no hay salvación. (..). La Iglesia es Jesucristo, pero Jesucristo expandido y comunicado. He aquí la unidad viva e intangible del Cuerpo místico de Cristo. He aquí la importancia capital de la Iglesia: ma jus ómnibus. Está unida con el Hijo con el mismo lazo que une al Hijo con el Padre, está tanto en la mano del Padre como en la mano del Hijo, su esposo. He aquí el misterio de Cristo en la iglesia y de la Iglesia en Cristo” (R.P. Humbert Clérissac, “El Misterio de la Iglesia”, editorial Georges Crés, 1918, p 15).

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el hecho de que la santa sociedad sagrada, unida hasta confundirse con el Divino Reparador199, haya sido maltratada tan brutalmente, su principio fundacional traicionado, sus leyes mancilladas, su mi­ sión tan escandalosamente olvidada y desfigurada en beneficio de objetivos falaces. Saint-Martin, al buscar hacernos entender cómo los ministros de la institución sagrada llegaron a expandir la iniquidad dentro del Santuario, declaró: “¿cómo esos ministros tramposos llegaron a esas injusticias? He aquí cómo. Empezaron por hacer la vista gorda sobre la santidad de nuestra propia naturaleza, la cual nos llamaba a ser signos y testigos del Dios de Paz en el universo. Más aún, hicieron la vista gorda sobre este decreto que abraza toda la familia humana en el humillante carácter del Ecce Homo. Y desde entonces, ya no percibieron el río del amor sobre el que su ministerio los establecía para saciar la sed de las naciones. Su oscurecida inteligencia ya no reconoció las confir­ maciones de las verdades que están escritas en todas las líneas de las sagradas Escrituras y al no poder explicar esas Santas Escrituras por la verdadera y única llave que les conviene, se esmeraron en explicarlas primero por la falsa llave de su ignorancia, luego por la de sus codicias, después por la de sus furores. Es entonces cuando se convirtieron en exterminadores de nuestras inteligencias según Isaías 5:20. Llamaron

199 Santo Tomás de Aquino escribió: “Toda la Iglesia es un único cuerpo místico... y Cristo es la Cabeza. Ahora bien, en la cabeza podemos considerar tres cosas: el lugar que ocupa, su perfección y su influencia; su lugar: es la parte más eminente del hombre...; su perfección: encierra todos los sentidos internos y externos...; su influencia: de ella proceden la fuerza y el movimiento de los demás miembros y el gobierno de su actividad. Esta triple preeminencia pertenece a Cristo de manera espiritual. Primero, por su cercanía a Dios, recibió una gracia que prima sobre la de cualquier otra criatura... puesto que todas las demás han recibido el don de la gracia como consecuencia de la gracia de Cristo, según el Apóstol a los Romanos (VIII:29). A aquellos que conoció previamente, Dios les ha predestinado a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que sea el primer nacido entre muchos hermanos. En segundo lugar, Cristo es superior en perfección, porque posee la plenitud de todas las gracias según lo que dice san Juan (Jn 1:14): ‘lleno de gracia y de verdad’. En tercer lugar, tiene el poder de influir y producir la gracia en todos los miembros de la Iglesia, según esta palabra de San Juan (Jn 1:16): ‘Todos hemos recibido de su plenitud’. Por lo tanto, es con razón que Cristo es llamado la Cabeza de la Iglesia” (Somme théologique, III, q.8.a.l).

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al mal bien y al bien mal, a las tinieblas luz, a la luz tinieblas; hicieron pasar por dulce lo que es amargo y por amargo lo que es dulce. Los mismos, quienes, según el profeta 5:18 (¡Ay, los que arrastran la culpa con coyundas de buey y el pecado como con bridas de novilla \), se sirven de la mentira como si fueran cuerdas para arrastrar una larga sucesión de iniquidades y arrastran con ellos el pecado igual que las riendas tiran del carro. Los mismos que según 3:12 son los saqueadores que despojaron al pueblo.... (A mi pueblo le oprime un mozalbete, y mujeres le dominan. Pueblo mío, tus regidores vacilan y tus derroteros confunden), que lo sedujeron diciéndole bienaventurado y cortan los caminos por donde debía pasar. Como dice jeremías, en vano querrán justificar su conducta y beneficiarse de la gracia del Señor, ya que ellos mismos enseñaron a los demás el mal que hicieron y se encontró en sus manos la sangre de las almas que asesinaron. Es decir, atacaron la verdad hasta en su santuario, el cual es el pensamiento del hombre y el verdadero crimen del que deben responder” (Ecce Homo, § 8).

a) La Iglesia interior o la comunidad de la luz Saint-Martin, quien se dio cuenta de que los ultrajes que había sufrido la Iglesia visible eran irreversibles y ya no permitían que el hombre pudiera reencontrar en ella los fundamentos originales de la santa institución divina constituida por el Divino Reparador, sostendrá que no percibe en las formas externas actuales las bendiciones iniciales recibidas en Jerusalén en Pentecostés; sostendrá que, ahora, la Palabra fundadora, como en el principio, sabiendo que el reino está en nosotros200, solo puede hacerse oír y encontrar un eco en el corazón del hombre, pro­ nunciando de nuevo la famosa frase del Señor a Pedro: “eres Pedro y sobre esta piedra ....”, gracia de elección capaz de edificar la verdadera Iglesia llamada con razón “Iglesia interior”, la cual nos es confiada con el fin de hacer de ella el Templo efectivo de la Divinidad. “Cuando el hombre ora con constancia, con fe, y busca purificarse en la sed activa de la penitencia, puede suceder que oiga en su interior 200 “Un día, los Fariseos le preguntaron cuándo llegaría el reino de Dios. Jesús les respondió: El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: ‘vedlo aquí o allá’, porque el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lucas, XVII: 20-21).

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lo que el reparador dijo a Cefás: eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y los portales del infierno no prevalecerán contra ella” {El Hombre Nuevo, §8).

Esta fundación de la Iglesia, hecha necesaria por la degradación manifiesta de la institución visible, se convirtió en una operación del Espíritu sobre un fundamento únicamente interior, puesto que lo externo, que ahora está mancillado, ya no puede ser el lugar de acogida de la revelación del misterio de la verdadera Iglesia: “Esta operación del espíritu en el hombre nos enseña que es la dignidad del alma humana, ya que Dios no teme tomarla por piedra angular de su templo: nos enseña cuanto debemos alimentarnos con dulces esperanzas; ya que esta elección nos pone a cubierto de los poderes del tiempo y, aún más, de los poderes de las tinieblas y los abismos-, por último, nos enseña lo que es la verdadera Iglesia y, por lo tanto, no hay en ningún sitio ninguna Iglesia donde no se sienta esta acción invisible” {El Hombre Nuevo, § 8).

Siendo evidente que tal afirmación no deja de sorprender, ¿por qué razón esta operación del espíritu representa hoy la verdadera Iglesia? La respuesta de Saint-Martin es esencial, ya que, esta fundación, en contra de todas las instituciones humanas, se realiza por la acción directa de la Palabra eterna en el corazón del hombre: “pero veamos por qué razón esta operación del espíritu constituye la verdadera Iglesia. Porque es la palabra eterna la que se graba a sí misma en la piedra angular que elige, como el Reparador grabó su propia palabra Divina en el alma de San Pedro, a quien hablaba cara a cara. Sin la impresión de esta Palabra divina en nuestra alma, la Iglesia no se levanta; lo mismo que vemos que, en el orden tempo­ ral, los edificios que se proponen construir los reyes sólo empiezan a elevarse cuando, según el uso, el nombre del fundador se inscribe en la piedra que se supone él mismo ha colocado. Desde este mo­ mento, nos vemos comprometidos a velar cuidadosamente sobre la construcción espiritual que nos es confiada; cuya construcción debe ser tanto más atractiva cuanto más encontremos en nosotros mismos sus materiales y, bajo la inspección y con la ayuda de Aquel 248

que nos ha hecho este anuncio, podemos volver a ser a la vez el arquitecto, el templo y el sacerdote por quien el fundador Divino será honrado. Debemos, como un artista meticuloso y agradecido, trazar sobre todas las partes de nuestro edificio el nombre de aquel que nos ha encomendado el trabajo, sin olvidar ni un sólo instante que el nombre sagrado, inscrito en la piedra angular, es también el que debe acompañar todos los crecimientos que la Iglesia va a experimentar en nosotros, marcar el decorado exterior e interior, regular las divisiones del templo, fijar sus horizontes y definir todos los detalles del culto que debe celebrarse dentro eternamente” (El Hombre Nuevo, § 8).

Para Saint-Martin, la Iglesia de hoy en día, la única que es digna de este nombre, es evidentemente la Iglesia interior, la iglesia celeste que está llamada a existir en el seno del “Reino de los cielos”, hacia el cual debemos avanzar, puesto que es nuestro “Reino, el reino del espíritu, el reino de Dios ” (El Hombre Nuevo, § 21). Es el reino celeste donde debe residir la Iglesia, Reino que hay que buscar: “ buscad primero su reino y su justicia, y el resto se os dará por añadidura” (Mateo, VI:33), un reino por recibir, puesto que fue dado al pequeño rebaño de las almas de deseo: “Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura. No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lucas, XII:31-32), un Reino que hay que aceptar por la fe: “los tiempos se han cumplido y el reino de Dios está cerca. Arrepentios y creed en la buena nueva” (Marcos, 1:15). De esta forma, la Iglesia interior forma la comunidad de las almas regeneradas en Cristo, la “comunidad de la luz” , según la expresión que Karl Von Echartshausen (1752-1803) emplea en La Nube sobre el Santuario: “esta comunidad de la luz fue llamada en todos los tiem­ pos la Iglesia invisible e interior o la comunidad más antigua”201; es esta Iglesia la que fue anunciada por Cristo; es esta asamblea la que está oculta y preservada en su corazón evidentemente, en la que se 201 K. Von Eckarthausen, La Nube sobre el Santuario o algo de lo que duda la Filosofía orgullosa de nuestro siglo, 1802.

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encuentran conservados la verdadera religión, la práctica del culto y los conocimientos misteriosos reservados a los elegidos del Eterno202. 202 Nadie mejor que Eckartshausen pudo describir la verdadera naturaleza de la Iglesia celeste que denomina “la iglesia interior”, compuesta por los elegidos del Señor, que nació inmediatamente tras la Caída y es depositaría de los misterios de la Revelación, celebrados “en espíritu y en verdad” : “Es necesario, queridos hermanos míos en el Señor, daros una idea pura de la Iglesia interior, de esta Comunidad luminosa de Dios que está dispersa en el mundo; pero que es gobernada por una verdad y está unida por un espíritu. Esta comunidad de la luz existe desde el primer día de la creación del mundo y durará hasta el último día de los tiempos. Es la sociedad de los elegidos que conocen la luz en las tinieblas, y la separan de lo que tiene en propiedad. Esta comunidad de la luz posee una Escuela en la que el mismo Espíritu de Sabiduría instruye a aquellos que tienen sed de luz; y todos los misterios de Dios y de la naturaleza están conservados en esta escuela por los hijos de la luz. El perfecto conocimiento de Dios, de la naturaleza y de la humanidad son los objetos de las enseñanzas de esta escuela. Es de ella de donde proceden todas las verdades en el mundo; ha sido la escuela de los profetas y de todos aquellos que buscan la sabiduría; y sólo en esta comunidad se encuentran la verdad y la explicación de los misterios. Es la comunidad más interior y posee miembros de diversos mundos; éstas son las ideas que se deben tener de ella. Desde siempre, lo exterior tenía por base un interior del que el exterior sólo era la expresión y el plan. Así es como, desde siempre, ha habido una asamblea interior, la sociedad de los elegidos, la sociedad de aquellos que tenían más capacidad por la luz y que la buscan; y esta sociedad es llamada el santuario interior o la Iglesia interior. Todo lo que la Iglesia exterior tiene en símbolos, ceremonias y ritos, es la letra cuyo espíritu y verdad están en la Iglesia interior. Así, la Iglesia interior es una sociedad cuyos miembros están dispersos por el mundo entero, pero que un espíritu de amor y verdad les une en el interior, y que desde siempre fue ocupada en construir el gran templo para la regeneración de la humanidad, porque el reino de Dios será manifestado. Esta sociedad reside en la comunión de aquellos que tienen más receptividad por la luz, o los elegidos. Estos elegidos están unidos por el espíritu y la verdad y su jefe es la misma Luz del Mundo: Jesucristo, el ungido de la luz, el mediador único de la especie humana, el Camino, la Verdad y la Vida; la luz primitiva, la sabiduría, el único médium por el cual los hombres pueden volver a Dios. La Iglesia interior nació justo después de la Caída del hombre, y recibió de Dios inmediatamente la revelación de los medios por los que la especie humana caída será reintegrada en su dignidad y liberada de su miseria. Recibió el depósito primitivo de todas las revelaciones y misterios; recibió la llave de la verdadera ciencia, tanto divina como natural. Pero, cuando los hombres se multiplicaron, la fragilidad del hombre y su debilidad hicieron necesaria una sociedad exterior que mantuvo oculta a la sociedad interior, y cubrió el espíritu y la verdad con la letra. Puesto que la colec­ tividad, la multitud, el pueblo, no eran capaces de comprender los grandes misterios internos, y el peligro hubiera sido demasiado grande para confiar lo más santo a los ineptos, se envolvió las verdades interiores en ceremonias externas y sensibles para que el hombre, mediante lo sensible y exterior que es el símbolo de lo interior, fuera poco a poco haciéndose capaz de acercarse más a las verdades internas del espíritu. Sin embargo, lo interior siempre fue confiado a aquel que, en su tiempo, tenía más receptividad por la luz, y éste únicamente era poseedor del depósito primitivo como sumo sacerdote en el santuario. Cuando se hizo necesario que las verdades internas fueran envueltas en ceremonias exteriores y simbólicas, por las debilidades de los 250

b) Edificación de la Iglesia interior en el corazón del hombre El Divino Reparador, unido con su obra, anunciaba la próxima venida del reino y velaba sobre él, protegía el acceso y reservaba a la esposa mística que es su Iglesia —por su amor especial— sus bendiciones que le eran concedidas; pero este Reino donde reside ya y volverá a vivir eternamente su Iglesia formada por los elegidos del Señor, semejantes a “soles”*203, está esencialmente por nacer en nosotros desde que las vías externas han sido degradadas: “el reino de los cielos y el corazón del hombre están unidos por una alianza que les hace inseparables” (El Hombre Nuevo, § 47).

Y cuando consagramos nuestros esfuerzos a construir el templo interior, como el arquitecto trazando los planos y las formas precisas de su Iglesia, si las fuerzas vienen a faltarnos, entonces nos correspon­ de llamar a aquel por quien el edificio espiritual está por construir: “En una palabra, la idea de este ser poderoso, en adelante, debe ser tan inseparable de nuestra obra como el pensamiento lo es de nuestras palabras, y de todas las obras que son su fruto. Cuando nos sentimos contrariados en nuestra empresa o nuestras fuerzas se mermen, tene­ mos el derecho de interpelar con sus propias palabras a aquel que nos dijo que quería edificar su iglesia en nosotros; tenemos el derecho de recordarle que su palabra no puede pasar en nosotros; como prometió (Isaías, 55:11), la palabra que sale de mi boca no volverá a mí sin frutos; sino que hará todo lo que quiero, y producirá el efecto para el cual la he enviado. Honramos a Dios al utilizar así los títulos que nos da, y lo único que nos pide es que hagamos de ellos un uso similar hombres que no eran capaces de soportar ver la luz, el culto exterior nació; pero seguía siendo el tipo y el símbolo de lo interior, es decir, el símbolo del verdadero homenaje rendido a Dios, en espíritu y en verdad” (K.von Eckartshausen, La Nube sobre el santuario, op. cit., “Segunda carta”). 203 Una indicación del Evangelio es interesante, tratándose del estado celeste luminoso de los elegidos que formarán parte de la Iglesia del Cielo, con un aspecto luminoso comparable al sol del que se habrán revestido: “Los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre” (Mateo XIII:43). Ahora bien, en el momento de la Transfiguración, el Apóstol Mateo nos dice: “el rostro de Cristo resplandece como el sol” (Mateo, XVII:2).

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y la prueba de que lo honramos, al actuar así es que no tardamos en recibir el premio de nuestra confianza, y pronto renacen la paz y la luz en nuestro ser cuando hemos empleado este medio” (El Hombre Nuevo, §8).

Desde la mañana, cuando sale lentamente el sol, el alma procurará construir su Templo, edificar los recintos para la oración volviendo su espíritu hacia el cielo que es la verdadera patria, puesto que el poder de edificación que hará del alma “una de esas doce perlas que deben algún día servir de puertas a la ciudad santa ” , no es otro que la capacidad diaria para entrar en sí mismo y trabajar sin descanso y con una firme determinación en permanecer y vivir intensamente en el interior: “hombre, levántate cada día antes del alba para acelerar tu obra. Es una vergüenza para ti que tu incienso diario arda solo después de la salida del sol. No era el alba de la luz la que antaño debía llamarte a la oración para que rindieras homenaje al Dios de los seres y solicitar sus misericordias, sino que es tu misma oración la que debía llamar al alba de la luz y hacer que brillara sobre tu obra, a fin de que pudieras, desde lo alto de este oriente celeste, verterla sobre las naciones dormidas en su inactividad y sacarlas de sus tinieblas. Solo por esta vigilancia es por la que tu edificio crecerá y tu alma podrá llegar a ser semejante a una de las doce perlas que deben servir algún día de portales a la ciudad santa” (El Hombre Nuevo, § 8). El alma, de esencia divina, ha sido emanada precisamente para obrar espiritualmente, y es importante no dejarla congelarse por la inacción, no esterilizar en ella, por la pereza y el sueño inútil, el trabajo que debe realizar; este trabajo, siendo su vida, su respiración y su felicidad, puesto que todo en ella, absolutamente todo, debe contribuir a la construcción de la Ciudad santa que no es otra que la Jerusalén Celeste, donde estaremos reunidos por la eternidad al final de los tiempos: “puesto que el alma del hombre fue creada para servir a la vez de receptáculo e intermediario de la luz; y del mismo modo que los 252

vasos transparentes y llenos de agua límpida nos transmiten la dulce y viva emanación de esos numerosos rayos reagrupados y preparados en su seno, del mismo modo nuestra alma debe abrazar los rayos del infinito que salen del centro de la ciudad santa, y unirlos a nuestras propias facultades que son finitas, a fin de que, al vivificarnos nosotros mismos por esta divina alianza y hechos resplandecientes por la cla­ ridad de sus rayos, podamos sacar esta luz de nosotros, concentrada, más templada y más apropiada a las necesidades de los pueblos que cuando actúa en su libre dispersión y en su vasta inmensidad; y tal será el empleo y el destino de los portales de la futura Jerusalén” (El Hombre Nuevo, § 8).

No se trata por lo tanto de desanimarse, malgastar el tiempo en vanos ejercicios externos totalmente carentes de interés, desviarse del camino recto y puro, puesto que el Divino Reparador provee sin cesar los dones necesarios en nosotros, incluso, insensiblemente, alimenta permanentemente en nuestro corazón las esencias necesarias para la vida del espíritu; aunque tendríamos que estar atentos a ello, sabiendo que lo esencial de la obra está hecho por el Creador, quien está esperando nuestra regeneración: “no te relajes, hombre de deseo, porque el mismo Dios de los seres no desdeña venir a establecer una alianza con tu alma, ni desdeña venir a realizar con ella esta divina y espiritual generación en la cual te aporta los principios de vida y quiere encargarte del cuidado de darles forma. Si quisieras observarte atentamente, notarías que todos esos principios divinos de la esencia eterna deliberan y actúan poderosamente en ti, cada uno según su virtud y su carácter; te darías cuenta de que te puedes unir a esas supremas potencias, hacerte uno con ellas, transformarte en la naturaleza activa de su agente y ver que todas tus facultades crecen y se avivan por divinas multiplicaciones; sentirías que esas divinas multiplicaciones se mantienen y se expanden diariamente en ti, porque la impresión que los principios de vida habrían transmitido a tu ser los atraerían cada vez más hasta que, finalmente, no harían otra cosa que atraerse ellos mismos en ti, ya que te habrían asimilado a ellos. Podrías entonces hacerte una idea de esas alegrías futuras cuyas premisas habrías probado ya; tendrías deliciosos presentimientos de que, gracias a los misericordiosos favores de aquel que te ha creado y quiere regenerarte, tu entrada en la vida está garantizada por él, y 253

puedes decir con una santa seguridad inspirada por él: “Mi alma no me fue entregada en vano; se dignó hacer que renazca para aplicarla a la obra activa que me correspondía por mi sublime emanación, y me promete además hacerme recoger los frutos del campo que él mismo quiso cultivar por mis manos”. Que este Dios de todo poder y todo consuelo sea por siempre honrado por los hombres, como debería ser, y como lo sería si fuera mejor conocido” {El Hombre Nuevo, §8).

II. ALUMBRAMIENTO DE LA IGLESIA INTERIOR El trabajo que debemos realizar no es en absoluto inaccesible, com­ plejo, imposible a la vista humana; dejando de lado las vías externas y sus ejercicios infructuosos, dejando de perder considerablemente el precioso tiempo, el cual nos es contado, en empresas carentes de sentido, simplemente nos basta con volvernos hacia lo interno, tomar muy en serio la misión que nos es confiada, acallando la agitación periférica de la que el tumulto es una fuente continua de desviaciones variadas, y desde nuestro desierto donde sentimos las amarguras del “espíritu de dolor” o mejor dicho “el dolor del espíritu”, confiados en los relatos de aquellos que ya han recorrido el camino nupcial hacia el invisible, tendremos en cada momento esta firme convicción ante los ojos del alma: el Divino Reparador, y ésta es la verdad del trabajo que realiza en nosotros, quiere fundar en nuestra alma, más exactamente, su Iglesia, y nos envía para ello a su ángel anunciador y a su Espíritu conceptor, a fin de alumbrarnos por su Santa Presencia: “Ya podemos apercibir los beneficios que se nos han prometido si seguimos manteniendo en nosotros el espíritu de dolor o más bien el dolor del espíritu, es decir, esta penetrante amargura oculta a la me­ dicina espiritual por donde debe empezar toda nuestra obra; puesto que no olvidemos que todavía estamos en el desierto y no divisamos la Tierra prometida salvo en los relatos e imágenes que nos ofrecen los fieles enviados que lo han recorrido; y si resulta ser un consuelo para nosotros tener que esperar una herencia tan magnífica, no perdamos de vista el único camino que puede llevarnos a ella. Digámonos sin cesar los unos a los otros: la medicina espiritual quiere devolvernos 254

la salud y la vida; el Dios universal quiere pasar por completo por nuestro ser con el fin de llegar hasta el amigo que lo acompaña; quie­ re pasar por allí con sufrimiento, antes de pasar en su gloria. Quiere romper las ataduras que nos encadenan en la caverna de los leones y animales feroces y venenosos. Quiere regenerar nuestra palabra por la impresión de su propia palabra y quiere fundar su Iglesia sobre nuestra alma, a fin de que los portales del infierno nunca prevalezcan contra ella. Quiere unirse con nosotros para realizar con nosotros una generación espiritual cuyos frutos sean tan numerosos como las estrellas del firmamento, y puedan, como ellas, hacer que brille su luz en el universo. Y todos esos beneficios que nos quiere proporcionar, los quiere realizar en nosotros por la anunciación de su ángel y por la santa concepción de su espíritu, ya que éste es la culminación de todos sus deseos y todas sus manifestaciones: loémoslo en la magnificencia de sus maravillas y en la abundancia de sus tesoros; pero entreguemos nuestros pensamientos al camino y sigamos nuestra senda, a fin de que esas santas meditaciones nos sirvan para suavizar las fatigas del viaje, y no para detenernos” (El Hombre Nuevo, § 8).

N o nos engañemos, la obra que está por cumplir no consiste en imaginar que vamos, por nuestras propias fuerzas, por nuestra voluntad y por nuestra decisión subjetiva, a edificar solos la Iglesia invisible; si nos es anunciada por el ángel del Señor, si debe alumbrar en nosotros, esto significa que nos basta únicamente con responder, como María, cuando recibamos la anunciación: “ ¡Hágase tu volun­ tad!” (Lucas, I:38)204. 204 El Padre Jean-Pierre de Caussade (1675-1751), cuya obra “El Abandono a la Providencia divina”, publicada con su nombre por el Padre Henri Ramiére en 1861, al que la posteridad confirió una celebridad muy merecida, es un conjunto de cartas procedentes de un medio cercano a Madame Guyon. El Padre de Caussade es también el autor de un Tratado sobre la Oración del corazón, que es un verdadero concentrado de la enseñanza de la oración interior, así como de las Cartas Espirituales, en las cuales insiste en la importancia de lo que llama “el sacramento del momento presente” : “ Oh, pan de los ángeles, maná celestial, perla evangélica, sacramento del momento presente, entregas de Dios bajo apariencias tan viles como el establo, el belén, el heno, la paja. Pero, ¿a quién las otorgas? ‘Esurientes repies bonis...’”. Considerando que “el profundo deseo de recogimiento es ya un recogimiento”, la convicción de Caussade, cuyo carácter fundamental entenderemos evidentemente para el tema que nos ocupa, está relacionada con esta certeza que fundamenta toda la espiritualidad de la oración del corazón liberada de los métodos y de los marcos religiosos: “Dios sigue hablando todavía hoy, como hablaba a nuestros padres, cuando no tenían ni

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La acción activa es, de esta forma, una acción de gracia, una acción de gracia del pensamiento de Dios que posee el ser, el movimiento, director, ni método”. El texto continúa así, en unos tonos que no hubiese rechazado Saint-Martin, mostrando además en qué el pensamiento del Filósofo Desconocido se inserta perfectamente dentro de la corriente mística especulativa, que no duda en adoptar fórmulas y posturas extra-sacramentales audaces: “La acción divina inunda el universo, penetra en todas las criaturas, sobrevive a ellas; por todas partes donde están, allí está ella; las adelanta; las acompaña, las sigue. Sólo hace falta dejarse llevar por sus ondas. Complaciera a Dios que los reyes y sus ministros, los príncipes de la Iglesia y del mundo, los sacerdotes, los burgueses, etc.., en una palabra todos los hombres, conocieran cuán fácil les sería llegar a una eminente santidad... He aquí una espiritualidad que santificó a los Patriarcas y a los Profetas antes de que hubiese tantas formas y tantos maestros... Si fuera posible, los sacerdotes solo serían necesarios para los sacramentos; pasaríamos de ellos por todo lo demás que encontraríamos en su mano en cada momento; las almas sencillas, que no se relajan en consultar sobre los medios para ir a Dios, estarían liberadas de las pesadas y peligrosas cargas que les imponen sin necesidad algunos de ellos que se complacen en dominarlos” (J.R de Caussade, Tratado sobre la Oración del corazón. Instrucciones espirituales, col. Christus, 49, 1981, pp 25-27). La gran idea de este texto es que “Dios habla todavía hoy como hablaba con nuestros padres, cuando no había ni Directores, ni métodos”, pero viene seguida por un ejemplo esencial con respecto a lo que nos enseña Saint-Martin a propósito del nacimiento en nosotros de la Iglesia interior por la gracia, y del estado de perfecto abandono en el cual debe encontrarse el alma, el cual se produce por la aceptación en nuestro interior de la voluntad divina: “tales eran los resortes ocultos de María, la más sencilla y más entregada de las criaturas. La respuesta que dio al ángel, cuando se contentó con decirle: “Fiat mihi secundum. Verbum tuum”, resumía toda la teología mística de sus antepasados. Todo se resumía en eso, como ahora al más puro y más sencillo abandono del alma a la voluntad de Dios, bajo cualquier forma que se presente. Esta alta y bella disposición que aca­ llaba todo en el fondo del alma de María, estalla admirablemente en esta palabra muy simple: Fiat mihi. Observad que concuerda perfectamente con la que nuestro Señor quiere que tengamos en la boca y en el corazón sin cesar: Fiat voluntas tua. Es cierto que lo que se exigía de María en este famoso momento era muy glorioso para ella; pero todo el estado de gloria no hubiese tenido ningún efecto sobre ella si la voluntad de Dios, la única capaz de tocarla, no hubiese fijado la mirada en ella” (Ibíd., p. 25 y siguientes). Caussade, en sus Instrucciones, no parará de volver una y otra vez sobre el estado de puro abandono, en conformidad con la actitud de María durante la Anunciación, demostrando así que todos los temores en este asunto no tienen fundamento. Dios dirigiéndose a nosotros y esperando de nosotros, como respuesta, nuestra sencillez y sinceridad, aceptando en cada momento “el estado presente” : “para los miedos del pasado, es la más visible y quizás más peligrosa de nuestras tentaciones. Os ordeno que rechacéis todos los retornos diabólicos... Pensad sólo en el momento presente para encerraros en la única voluntad de Dios; dejad todo lo demás a su Providencia y a su misericordia”. “La práctica de aceptar en cada momento el estado presente en que Dios nos pone, ella sola puede mantenernos en la paz del corazón... Además, esta práctica es muy sencilla, y es necesario que nos atengamos y apeguemos a ella, con una resignación total a todo lo que Dios quiera, incluso respecto a ello. Pensemos solo en aprovechar el momento presente, según el mandamiento de Dios, dejemos el

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el poder y la gloria. Es decir, que no debemos “ pensar” por nosotros mismos205, nos hace falta, al contrario, “dejarnos pensar”, instruir y fecundar por Dios: “De esta sublime verdad se deduce una verdad no menos sublime, a saber, que no estamos en nuestra ley si pensamos por nosotros mis­ mos, ya que para llenar el espíritu de nuestra verdadera naturaleza sólo debemos pensar a través de Dios, sin lo cual ya no podremos decir que somos el pensamiento del Dios de los seres, sino que nos declaramos el fruto de nuestro pensamiento; nos anunciamos como si no tuviéramos otra fuente que nosotros mismos, y como si hubiéra­ mos sido nuestro propio principio, de modo que desfigurando nuestra naturaleza destruimos al único del que la recibimos; lo cual es una ciega impiedad que quiere iluminar sobre el camino que han recorrido todas las prevaricaciones” (El Hombre Nuevo, § 3). pasado a su misericordia, el porvenir a su providencia”. “Actuad constantemente con esta simple sencillez, con buena fe y rectitud de corazón, sin mirar atrás, ni de lado, sino siempre de frente, en el único tiempo y momento presente, y os responderá a todo” (Ibíd., p. 31; 136; 257; 313). Como complemento a estas líneas sobre la espiritualidad del “puro abandono” preconizada por el Padre de Caussade, espiritualidad con evidente tono saint-martiniano, no nos resistimos a citar una anécdota contada en las Instrucciones, extraída del ejemplo dado por Santa Teresa de Ávila (1515-1582) en Mi Vida (XXX), de Doña Guillomar de Olloa, “Esta viuda que empleaba muchas horas en recitar unos Paters cuyos intervalos eran verdaderas contemplaciones sin que se diera cuenta” . El recuerdo de este ejemplo trae un eco de una precisión por parte de Caussade —a raíz de su afirmación de que la oración “menos perfecta” es la oración vocal recitada de forma mecánica durante las ceremonias o liturgias en las que el alma está ausente— demostrando que la práctica de la oración interior es más simple de lo que podemos imaginar, al no necesitar los conocimientos reservados a los sabios de la espiritualidad, y es accesible, incluso es más fácil de practicar “para las almas sencillas” : “podemos ver en ello también personas sencillas, que solo saben muy pocas oraciones vocales, incapaces además de cualquier otra instrucción, sino recitarlas lentamente, interrumpiéndolas en intervalos por la presencia de Dios, permaneciendo horas enteras en sus iglesias sin problema, sin malestar... Preguntadlas luego lo que han dicho a Dios. Os contestarán, con las lágrimas en los ojos, que no saben orar, que nunca han podido aprender a hacerlo. ¡Grandioso Dios! ¿Qué hacen pues tanto tiempo? Para mí, estoy convencido y me atrevo a decirlo, que hacen esta oración de fe, de simple presencia de Dios, esta oración de corazón y de sencillez que muchos de nuestros sabios no pueden siquiera entender y nunca comprenderán” (Op. cit, p. 287). 205 El alumbramiento de Dios en el alma, que ocurre en el recogimiento pasivo, es del dominio del “no pensamiento” ; no se consigue “por el trabajo del entendimiento, esforzándose en pensar en Dios dentro de uno mismo, ni por el de la imaginación representándole en uno mismo” (Santa Teresa de Ávila, Castillo del alma, 4a Mor., Cap. 3); sino por la acción directa de la gracia divina. Es por ello que Santa Teresa

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a) La espera de la Gracia o la vía del puro abandono “No estamos en nuestra ley si pensamos por nosotros mismos”, este punto en el que insiste Saint-Martin es extremadamente importante, puesto que aunque se pueda sentir la necesidad del nacimiento en nosotros, no significa que pueda ocurrir el alumbramiento sobrena­ tural del Santo Templo de manera natural sólo por pensarlo, como consecuencia de reflexiones mentales o del esfuerzo personal; aquí querer no es poder, especialmente en las regiones espirituales, y nada sería tan erróneo como esperar un resultado de la voluntad discursiva y prolija, o considerar eficaces, edificantes y creadoras las considera­ ciones racionales del intelecto, por el inmenso río de agua fangosa e infectada que nos constituye.*lo la llama “oración sobrenatural” : “La oración de la que hablo es un recogimiento interior que se nota en el alma, y en la cual se diría que lleva en sí otros sentidos, análogos a los exteriores. Parece que quiera separarse de la agitación de los sen­ tidos exteriores; incluso a veces los arrastra tras sí. Siente la necesidad de cerrar los ojos del cuerpo, hacer oídos sordos, la vista gorda, y dedicarse únicamente a lo que lo ocupa por completo; quiero decir, a esta conversación a solas con Dios. En este estado, los sentidos y los poderes no están bloqueados. Siguen siendo libres, pero para aplicarse a Dios” (Obras, T. II). San Pablo lo recordaba ya con fuerza: “El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede con insistencia por nosotros, con gemidos inefables” : ‘quid oremus sicut oportet, nescimus, sed ipse spiritus postulat pro nobis jemitibus inenarrabilibus’ (Romanos, VIII:26). En cuanto a Saint-Martin, en unas magníficas palabras a las que hay que estar atento, nos indica precisamente cómo debemos proceder para orar: “ ¡Bienaventurado aquel que se llene de valentía y confianza, y sus males e iniquidades pasadas no le retrasen en su obra! Me preguntáis cuál es la manera de orar. ¿Acaso un enfermo pregunta de qué manera debe expresar sus males? Siempre manda al mal que se aleje de él, como si estuviera regenerado en sus poderes. Invoca siempre el bien, como si los favores supremos no te hubiesen abandonado. Ya no mires si eres impuro o si eres débil. No mires atrás, y no te prescribas otros planes que el de la perseverancia. Puedes, por tu tenacidad, recobrar lo que la bondad divina te había concedido por tu naturaleza. Di pues sin cesar: mando a la iniquidad que huya lejos de mí; mando a todos los auxilios naturales y espirituales que se reagrupen alrededor mío. Suplico a todos los elegidos puros que me lleven y me protejan. Me prosterno delante del único que puede restablecer todas mis relaciones. Cada una de sus palabras alumbra un universo; cada una de sus palabras puede colocar legiones de seres vivos alrededor mío, porque no habla en absoluto sin alumbrar la vida y expandirla en las almas que la buscan. Por desgracia, no podemos ungir el Señor con nuestra oración, como esta santa mujer que lo ungió con sus perfumes antes de su sepultura. Pero podemos hacer de modo que la estancia en la tumba le sea menos amarga” (El Hombre de deseo, § 87).

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“¡Pero cuántos signos alterados, engañosos y abominables se han apoderado del hombre! ¡Cuántas fuerzas falsas piensan en él, piensan por él y le hacen pensar, a su pesar! ¡Cuántas fuerzas falsas actúan en él, actúan por él y le hacen actuar, a su pesar! Sin embargo, éste es el ser por el que debía pasar toda la Divinidad, del que debía ser, al mismo tiempo, el pensamiento, la palabra y la obra; éste es el ser que es la piedra angular sobre la cual el Señor ha dicho que quería edificar su iglesia; éste es el ser que, a imitación del Reparador, del que es hermano, podía decir: yo soy la luz del m undo (Juan 8:12). En vez de cumplir un destino tan noble, su espíritu, su corazón y su alma, todo su ser es continuamente el órgano y el esclavo de los signos extraños que dirigen todos los movimientos. Es como esos reyes que tienen todas sus facultades concentradas y doblegadas y ya solo sirven de juguete perpetuo a las opiniones de sus apasionados ministros” (El Hombre Nuevo, § 54).

Tratándose de la fundación y el alumbramiento de la Iglesia in­ terior, estamos aquí en el campo de la gracia pura, y en este campo conviene, sobre todo, dejarse actuar, permanecer a la espera de la iniciativa de la Divinidad, “esperar la gracia ”, o “esperar a Dios”206 f 6 Madame Guyon (1648-1717), que cogió esta sentencia de Santa Teresa de Avila, tenía su expresión viva en gran favor: “N o hacer nada y dejar hacer” . Saint-Martin, por su parte —quien tuvo esta reflexión: “ es necesario que se haga su voluntad, y no la mía” (El Libro rojo), “ Carnet de un joven élu cohén” , § 8— nos insta a nadar “continuamente en la oración como en un vasto océano” , del que no se puede conocer “ni el fondo, ni los límites, en el que la inmensidad de las aguas... proporciona en cada instante un camino libre y sin inquietudes” , y es entonces cuando, sin agitación estéril, sin esfuerzo tan inútil como vano, sin que siquiera nos preocupemos, “el Señor se apoderó del alma humana”, “ me uniré a Dios por la oración como la raíz de los árboles se une a la tierra. Anastomosaré mis venas con las venas de esta tierra viva, y viviré de ahora en adelante por la misma vida que ella. Nada continuamente en la oración como en un vasto océano, cuyo fondo ni bordes encuentras, y donde la inmensidad de las aguas te proporciona en cada instante un camino libre y sin inquietudes. Pronto el Señor se apoderó del alma humana. Entró en ella como un maestro poderoso en sus posesiones. Pronto saldrá de este país de esclavitud y de esta casa de servidumbre, donde sólo oye hablar lenguas extranjeras, y donde olvida su lengua materna; de esta tierra, donde incluso los venenos le son necesarios para arrancarlo de sus dolores; de esta tierra, donde vive tanto con el desorden, que sólo en el desorden puede encontrar su relación y su análogo” (El Hombre de deseo, § 251). A propósito de Madame Guyon, Saint-Martin declaraba a Kirchberger no haberla leído: “ Creo, como us­ ted, señor, que la Sabiduría divina se sirve de agentes y de virtudes para hacer oír su verbo en su interior; debemos recibir por lo tanto con cuidado todo lo que se

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según la expresión de algunas personas espirituales207. Esta espera, siendo precisamente en lo que consiste nuestra obra, es la parte de la labor que nos está reservada. De esta manera debemos aprender a practicar el “santo abandono ” por el cual nos dejamos “laborar” interiormente por el obrero divino, hasta que, desde el mismo co­ razón del abismo del no conocimiento, desde lo más profundo de la nada, del centro de esta verdadera nada, surja, cuando llegue el momento, y solamente en ese momento, elegido no por nosotros*7 dice en nosotros. Madame Guyon, de la que me habla usted, escribió bien esto, según dicen, puesto que no la he leído” (Saint-Martin, Carta a Kirchberger, 12 de julio de 1792). A lo que contestó Kirchberger, demostrando una gran cercanía entre el pensamiento de Saint-Martin y el de Madame Guyon: “Le he hablado de las obras de Madame Guyon, sin las cuales creo que no me hubiese sido posible comprender varios pasajes de “De los Errores y de la Verdad” , y del “ Cuadro natural” . Es más destacable en cuanto que usted no la ha leído. Es más, hay una conformidad perfecta entre la explicación importante del Cuadro de Elias, pág. 7 y 8, tomo II del “ Cuadro natural” , y varios pasajes de Madame Guyon. He aquí cómo se explica el Cuadro natural: ‘Cuando Elias estaba sobre la montaña, reconoció que el Dios del hombre no se encontraba ni en un viento violento, ni en el temblor de tierra, ni en el fuego grosero y devastador, sino en un viento suave y ligero que anunciaba la calma y la paz de las que la Sabiduría llena todos los lugares a los que se acerca; y, en efecto, es una señal de las más seguras para distinguir la verdad de la mentira’. Ahora bien, esto es el resumen de todo lo que madame Guyon dice de la instrucción de Elias. La misma conformidad existe en otros puntos esenciales entre madame Guyon y Jakob Bohme. La semejanza me llamó tanto más la atención en cuanto que moralmente estoy seguro de que mada­ me Guyon nunca supo ni una palabra de alemán, y que es imposible que nuestro amigo Bohme haya podido leer a madame Guyon, ya que ella nació unos veinte años después de nuestro filósofo teutónico. Hay personas para las que la lectura de las obras teosóficos sería un alimento demasiado fuerte, a las que se podría, si se presentara la ocasión, comunicar las obras de madame Guyon para hacer que amen el espíritu del cristianismo...” (Kirchberger, Carta a Saint-Martin, 25 de julio de 1792). La reflexión de Saint-Martin un mes más tarde, a raíz de esta carta de Kirchberger es edificante: “N o se sorprenda en absoluto, señor, por las similitudes que percibe entre mis ideas y las de madame G. [Guyon], igual que entre las suyas y las de nuestro amigo B. [Bohme], La verdad es sólo una, su lengua sólo una, y todos los que andan en esta carrera dicen todos lo mismo sin conocerse y sin verse, aunque unos dicen mucho más o menos cosas que los demás, según más o menos el camino que hayan recorrido. Tome por ejemplo nuestras Escrituras; uno ve por todas partes la misma idea y la misma doctrina a pesar de la diversidad del tiempo y de los lugares donde vivieron los escritores sagrados” (Saint-Martin, Carta a Kirchberger, 25 de agosto de 1792). 207 El tema de la “ espera de Dios” , que fue desarrollado principalmente en el siglo xvii por Alexander Paker (1628-1689), miembro de la “Sociedad de los ami­ gos” —movimiento fundado por George Fox (1624-1691), quien hizo de ello el mismo objeto de su práctica espiritual fundada en la atención a la “Luz Interior”,

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sino por el Cielo, el edificio de luz transformadora208. Debemos convencernos de que intentar conquistar la trascendencia por las habilidades humanas es apartarnos fatalmente de la gracia, puesto que la unión misteriosa es un don, no el fruto de vanos procedimientos. Es una iluminación inmediata, directa y trascendente. La orgullosa pretensión humana, por este mismo hecho, debe imperativamente renunciar a sus artificios por los cuales intenta alcanzar a Dios, si desea realmente probar los frutos de la unión209: “E s con la voz del Señor que [el alm a] visitará los cam pos de la nada, de las tinieblas y de la m entira, y después de destruir los falsos gérmenes de la palabra, hará revivir los cánticos que debía cantar toda la creación” (El Hom bre de Deseo, § 82).

y fue bautizado por sus detractores como “el temblor” durante las reuniones de espera silenciosa de Dios, de ahí el nombre de Quarkers (tembladores)—, quien declaró: “espera a Dios, como si nadie más estuviera presente sino el Señor”, se encuentra en numerosos lugares de la Escritura, en particular en Isaías: “mientras que a los que esperan en Yahveh él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Isaías XL:31). Encontramos igualmente este tema, cercano al de la “esperanza” en el Eterno y de su “escucha” en otros pasajes distintos: “Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anteriores «¡Samuel, Samuel!» Respondió Samuel: «¡Habla, que tu siervo escucha!»” (I Samuel, III: 10). “No hay confusión para el que espera en ti, confusión sólo para el que trai­ ciona sin motivo” (Salmos XXV:3). “ Calle toda carne delante del SEÑOR, porque El se ha levantado de su santa morada” (Zacarías 11:13). Referente a “la escucha interior” , señalemos este magnífico extracto del Maestro Eckhart (1260-1329): “ Quien ha de escuchar la eterna Sabiduría del Padre, tiene que hallarse adentro y estar en su casa y ser una sola cosa, luego podrá escuchar la eterna Sabiduría del Padre. Son tres las cosas que nos impiden escuchar la palabra eterna. La primera la corporalidad, la segunda la multiplicidad, la tercera la temporalidad. Si el hombre hubiera avanzado más allá de estas tres cosas, viviría en la eternidad y viviría en el espíritu, y viviría en la unidad y en el desierto, y allí escucharía la palabra eterna. [...] Lo mismo que escucha, es lo mismo que es escuchado en la Palabra eterna. Todo cuanto enseña el Padre eterno, es su esencia y su naturaleza y su entera divinidad; esto nos lo revela todo a la vez en su Hijo unigénito y nos enseña que somos el mismo hijo” (Maestro Eckhart, Tratados y Sermones, Traducción, introducción, notas e índice de Alain de Libera, GF-Flammarion, 3a edición, 1995, Sermón n° 12, pp. 295-296). 208 Ver sobre este tema esencial del alumbramiento interior: J.M . Vivenza: “La oración del corazón según Louis-Claude de Saint-Martin” , Cap. V: “El sublime abandono”, Arma Artis, 2007. 209 “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (I Co­ rintios, XIII: 12).

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Estamos pues, con lo que nos instruye Saint-Martin, en una autén­ tica y muy concreta “vía del abandono ” , en relación vertical directa, sin ninguna especie de mediación con lo Invisible21021: “ estoy plenam ente de acuerdo con usted sobre las disposiciones esenciales para avan zar en la vía, y com o dice usted m uy bien, éstas consisten en una aniquilación profunda ante el Ser de los seres, para quedarse sólo con su voluntad, entregándose a él en un abandono sin límites y una confianza tam bién sin lím ites; añadiré, suprim iendo en nosotros cualquier m ovim iento bueno del hombre y reduciéndonos (permíteme la com paración) a l estado de un cañón que está esperando que le prendan fuego a la m echa” . (,Saint-M artin , carta a Kirchberger, 12 de ju lio de 1 7 9 2 )2n

Además, Saint-Martin afirma que este abandono, que consiste en la entrega plena del corazón en manos de Dios esperando la acción divina para que venga a edificar su Templo, es la marca efectiva, la señal fehaciente de la verdadera fe, pero de una fe que avanza en la noche212, de una marcha oscura, puesto que el tiempo de espera, 210 La gracia es esencialmente gratuita, y no tenemos en absoluto derecho a ella, por nuestro estado corrompido: como dice San Agustín, “somos mendigos con res­ pecto a Dios, y debemos implorar de su misericordia lo que no podemos conseguir en justicia” . Además, es así como oraba Abraham, quien, en presencia de Dios, se miraba únicamente como miserable polvo y ceniza: “Loquar ad Dominum deum, cum sim pulvis y cinis” (Génesis XVIII: 27); de igual manera rezaba Daniel, cuando imploraba la liberación del pueblo judío, basándose, no evidentemente sobre los méritos, sino sobre la abundancia de la misericordia divina: “Ñeque enim in justificationibus nostris prosternimus preces ante faciem tuam, sed in miserationibus tuis multis” (Daniel IX:18); por último así es como rezaba el publicano que fue colmado: “Deus, propitius esto mihi peccatori” (Lucas XVIII: 13). 211 Sobre el abandono del alma a Dios, Kirchberger responderá a Saint-Martin: “nuestro espíritu adquiere sus propias medidas, a mi parecer, cuando ya no vivimos nuestra propia vida sino que el verbo Vive en nosotros en toda su plenitud, absorbe todas nuestras facultades, nuestro espíritu se pierde, por así decirlo, en el suyo. Es este el grado más elevado que el hombre puede alcanzar al que podemos llamar con­ sumación en unidad. Entonces, ya no somos los que actuamos, sino que es el Creador quien actúa por nosotros, quien manda a los elementos. Que este estado apostólico sea aún posible en nuestro tiempo, eso no lo dudo un solo instante; no sólo la razón sino también la experiencia nos lo demuestran” (Kirchberger, Carta a Saint-Martin, 25 de julio de 1792). 212 San Juan de la Cruz (1542-1591), el doctor de la “noche oscura” , explica con precisión el camino que debe emprender el alma en la noche del espíritu con el fin de ser transformada en Dios:

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si para algunas almas elegidas (evidentemente no en función de sus méritos, puesto que cada criatura es una auténtica nada ontológica de depravación, sino por razones sutiles que escapan a la razón humana), puede ser breve, incluso súbita e instantánea como una iluminación fulminante, es, en cambio, para otras almas, en razón de las necesi­ dades conocidas únicamente por lo Invisible, a veces relativamente largo y puede extenderse durante muchos años: “ es entonces cuando sentirás lo que es la verdadera fe, que no es otra cosa que ver a D ios com o propietario de la casa que le concedes por el pacto que él y tú hacéis; por consiguiente debes dejarle plena y entera libertad de usar a su voluntad todo lo que com pone esta casa; por último, que esta verdadera fe consiste en que no haya un solo lugar de ti m ism o que reservas y donde conservas la m ás pequeña propiedad, ya que el mismo Dios, su voluntad, su operación, su espíritu que deben ocupar y llenar todos esos lugares que te constituyen, ya no pueden ser tuyos, porque se han convertido en su propiedad” 213.

De esta forma, nos demos cuenta de ello o no, por nuestra unión con el Divino Reparador somos puestos constantemente bajo la “Digo pues que el alma, para haberse de guiar por la fe a este estado, no sólo ha de quedar a oscuras según aquella parte que tiene respecto a las criaturas y a lo temporal, que es la sensitiva e inferior de que hemos ya tratado, sino que también se ha de cegar y oscurecer según la parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la parte racional y superior, de que ahora vamos tratando. Porque, para venir un alma a llegar a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y transponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional; porque sobrenatural quiere decir que sube sobre lo natural; luego lo natural abajo queda. Porque, como quiera que esta transformación y unión es cosa que no puede caer en sentido y habilidad humana, ha de vaciarse de todo lo que puede caer en ella per­ fecta y voluntariamente, ahora sea de arriba, ahora de abajo, según el afecto, digo, y voluntad, en cuanto a lo que es de su parte; porque a Dios, ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere en el alma resignada, aniquilada y desnuda f Pero de todo se ha de vaciar como sea cosa que puede caer en su capacidad, de manera que, aunque más cosas sobrenaturales vaya teniendo, siempre se ha de quedar como desnuda de ellas y a oscuras, así como el ciego, arrimándose a cosas de las que entiende, gusta, siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe” (S. Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Lib II, cap IV). 213 Louis-Claude de Saint-Martin, La Oración, in Obras Postumas, reedición Collection Martiniste, El Templo del Corazón, Difusión rosacruz, 2001, p. 63.

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mirada silenciosa y atenta del Altísimo214. Y en el fondo de nosotros mismos, en el santo Abismo donde habita el Eterno, la gracia actúa, obra sin ruido, sin que lo sepamos, realiza su misión, ya que nuestro deseo de Dios ha desatascado las vías del alma de deseo215, sin que tan siquiera seamos conscientes de ello: “sentiría a l m ism o tiem po todo el prem io de esta revelación del Reparador, es decir, de la obra que vino a realizar para la liberación de nuestra palabra, ya que solo es por esta revelación del Reparador y por las virtudes de su obra p or los que podem os esperar todos lograr nuestra revelación particular, o el nacim iento del hombre n uevo...” (El H om bre Nuevo, § 21).

Nicolas-Antoine Kirchberger, en una correspondencia ya citada y evocada, que se extendió durante varios años con Saint-Martin, de 1792 a 1797, y en la cual fueron abordadas las preguntas centrales que tocan la vía espiritual que corresponde a cada uno resolver y después realizar en este mundo, resumió magníficamente la situación del alma puesta bajo los efectos de la acción reparadora: 2,4 “Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Colosenses 1:17). “Más todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (IIa Corintios 111:18); “Imagen”, es decir: “La imagen del Dios invisible” (imago Dei invisibilis- eikwn tou Qeou tou oratou) (Colosenses 1:15); “la figura de su sustancia” (figura sustaciae ejus —carakthr ths uosptasews— i.e. de la sustancia de Dios Padre) (Hebreos 1:3). La idea de la identidad entre imagen y sustancia se desarrolló notablemente con el Maestro Eckhart, en La mística renana “El intelecto del alma es lo más elevado que el alma tiene. Cuando se fija en Dios, es guiado por el Espíritu Santo por la Imagen (a) y se une a ella. Y con la Imagen y el Espíritu Santo, es guiado e introducido en el Fondo (El Seno del Padre)” (Maestro Eckhart, in La mística renana, Seuil, 1994, pp. 268-269). Del mismo modo en San Juan de la Cruz “El Espíritu Santo, por su forma de aspirar según esta aspiración divina, eleva muy alto al alma y la informa a fin de que aspire a Dios la misma aspiración del amor que el Padre aspira al Hijo y el Hijo al Padre, que es el mismo Santo Espíritu, el cual aspira en ella la susodicha transformación” (Cántico espiritual, str, X X X IX , v. I). “Está dando a Dios al mismo Dios en Dios” (Llama de Amor viva, str. II, v 6). 215 “Sin nuestros deseos no podemos conseguir nada; pero nuestros deseos deben centrarse exclusivamente en nuestra unión con Dios, y en el cumplimiento de su vo­ luntad. Luego, cuando crea conveniente servirse de nosotros o concedernos algún favor, no está limitado en cuanto a los medios. De esta forma, sólo debemos preocuparnos por esos medios” (Saint-Martin, Carta a Kirchberger, 28 de noviembre de 1795).

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“no depende del querer ni del corazón de la criatura conocer las pro­ fundidades de la Divinidad. E l alm a ignora el centro de D ios y cómo la sustancia divina es alumbrada. L a manera como Dios quiere revelarse al hombre depende de la voluntad divina; y si D ios se m anifiesta ¿en qué medida el alm a contribuye a ello? Sólo tiene el deseo de ser regenerada; dirige su atención hacia Dios, en quien vive, y con quien la luz divina se vuelve resplandeciente, luz que cam bia el primer principio severo, el origen del movimiento del alm a en la alegría triunfante”216. No se trata, por lo tanto, de obstaculizar la acción divina por pro­ cedimientos materiales de los que se espera ingenuamente conseguir resultados, imaginándose más sabio o más eficaz espiritualmente que el Espíritu de Dios. La gracia ni es un encargo, ni una exigencia tam­ poco. De ningún modo puede ser encerrada en un sistema, sometida a procesos, sojuzgada a prácticas de ninguna especie —incluidas las sacramentales— puesto que en ella todo es absolutamente contrario a esta idea humana, tan alejada de su naturaleza, de que uno puede conseguir los dones del Cielo por la voluntad, por métodos, recur­ sos, recetas o prácticas; ya no puede ser cuestión, en este campo, de quedarse con una “iniciación por las formas” (Retrato, § 307). Es por ello que la infinita gracia concedida por Dios nos es comple­ tamente incomprensible, nos supera y se mofa de las estratagemas de la naturaleza humana. Es un enigma y lo seguirá siendo por siempre, porque hace entrar al hombre en la intimidad del Dios infinito en el 216 N. A. Kirchberger de Liebisdorf, carta a Louis-Claude de Saint-Martin, n° 114,1797, in Correspondencia inédita de Louis-Claude de Saint-Martin, el Filósofo Desconocido, y Kirchberger, barón de Liebistorf, Miembro del Consejo Soberano de la República de Berna, del 22 de mayo de 1792 al 7 de noviembre de 1797, según la edición de L. Schauer y A. Chuquet, París, E. Dentu, 1862. Es en el palacio de la duquesa de Bourbon donde Saint-Martin conoció al Barón de Kirchberger de Liebis­ dorf (1739-1798), miembro del Consejo soberano de Berna, con una mente curiosa e iluminada, llena de teosofía y doctrinas del iluminismo, además admirador sincero de los escritos del Filósofo Desconocido. Entablaron inmediatamente una amistad y tuvieron desde entonces una importante correspondencia, de la que la primera carta de Kirchberger, fechada el 28 de mayo de 1792, nos da un testimonio significativo: “ Creo que he adivinado lo que usted entiende por ‘Causa activa e inteligente’, y entendido el sentido de la palabra ‘Virtudes’. La primera es la verdad por excelencia, pero es el conocimiento físico, conocimiento que no está sujeto a ninguna ilusión, lo cual me parece el gran nudo de la obra ‘De los Errores y de la Verdad’. (...) ¿Cómo llegar con certeza a este conocimiento físico de la Causa activa e inteligente?”

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seno del cual todo es un don gratuito, pura caridad y Sabiduría que nos cambia por completo. Hay, pues, un misterio profundo e inase­ quible en el don de la gracia, un don bajo la forma de tesoro divino: “Alma del hombre, no le corresponde en absoluto al hombre re­ tratar las delicias que te pueden abrazar cuando después de establecer por la gracia superior una medida justa, fuerte, duradera y resistente a toda prueba en tu ser exterior, que es como la frontera del estado, sientas que descienden en ti las aguas divinas, esas delicias divinas, esas luces divinas, esas virtudes divinas que te dan a la vez la vida y el sentimiento de la vida que te aportan, y la santa confianza de que estás participando de su inmortalidad” (El Hombre Nuevo, § 33).

Además, en esta gracia nadie puede pretender controlar la ley. Escapa a todos los intentos de dominación y sometimiento. Es libre y se entrega, como Dios, cuando “se une con el fondo del alma”217 en la caridad total; y es en este punto en el que insiste San Agustín: en el estado de la naturaleza caída e impura en la que está puesta la descendencia de Adán, no se puede conseguir nada por méritos ima­ ginarios. La situación actual de la criatura es la de un cadáver, está inmersa en una decadencia, en un estado de completa corrupción218, y es por ello que la primacía de la caridad distingue enteramente el Evangelio de la antigua Ley. 217 Blaise Pascal, Pensamientos, frag. [690], 1670. 2,8 Cornelio Jansen (1585-1638), Jansenius, consideraba justamente a San Agus­ tín como “el que más ha penetrado en los repliegues más ocultos del corazón del hombre, y en los movimientos más secretos y más imperceptibles de las pasiones” (Cornelius Jansenius, Discurso de la reforma del hombre interior, 1642). De la idea de la corrupción radical del hombre, Juan Calvino (1509-1564) hizo de ella uno de los temas importantes de su teología: “la dominación del pecado es completa hasta tal punto que los hombres son empujados a cometer el mal (...). Desde que el pe­ cado ha ocasionado su caída, el hombre es corrompido en su naturaleza y sometido al pecado. La distancia entre Dios y el hombre es infinita mientras la criatura está radicalmente corrompida desde el pecado original: la imagen de Dios es destruida en ella. El hombre vive bajo el reino de la ley de Dios, signo de una decadencia de la que no puede salir por sí mismo. Sólo le queda alabar a Dios y arrepentirse, es decir, el reconocimiento de su nada y dependencia de Dios. Somos pobres pecadores, concebidos y nacidos en la iniquidad y la corrupción, proclives al mal, incapaces de todo bien, y en nuestra depravación, transgredimos los santos mandamientos de Dios sin cesar y sin fin” (Institución de la religión cristiana, Ginebra, 1541).

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Saint-Martin, habiendo entendido que el estado terrible de descom­ posición en el que se encuentra la criatura desde la Caída219 insistirá, Anotemos que, del mismo modo, Pascal, gran lector de San Agustín, también estaba convencido del estado de corrupción ontológica de la criatura, y afirmaba: “El corazón del hombre está vacío y lleno de basura” (Pensamientos, frag. [171]), o más aún: “nada le es tan insoportable al hombre que estar en pleno reposo [...] Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incontinente, sacará del fondo de su alma el aburrimiento, la negrura, la tristeza, el pesar, el despecho, la desesperación” (Ibíd., frag. [515]). Pero Saint-Martin, quien con evidencia se inscribe en la perspectiva de esta corriente agustiniana, tampoco se queda corto sobre la cuestión de la miseria del hombre y las lágrimas de sus oraciones. Entre muchos otros escritos comparables, merece figurar en la antología de las más desgarradoras imploraciones que los seres espirituales dirigen a Dios: “Señor, ¡cómo puedo atreverme a contemplarme un solo instante sin estremecerme de horror por mi miseria! Habito en medio de mis propias iniquidades que son fruto de mis abusos de todo género, y que se han convertido en mi vestimenta; abuso de todas mis leyes, abuso de mi alma, abuso de mi espíritu, abusé y abuso diariamente de todas las gracias que tu amor no cesa diariamente de verter sobre tu ingrata e infiel criatura. Es a ti a quien todo le debo ofrecer y sacrificar, y nada debo ofrecer al tiempo que está ante tus ojos, como los ídolos, sin vida ni inteligencia, y sin embargo no ceso de ofrecerlo todo al tiempo, y nada a ti; y por ello me precipito por anticipado en el horrible abis­ mo de la confusión que sólo se ocupa del culto de los ídolos, donde tu nombre no se conoce. Hago como los insensatos y los ignorantes del siglo que emplean todos sus esfuerzos para aniquilar las temibles decisiones de la justicia, y hacer de manera que esta tierra de prueba que habitamos no sea a sus ojos una tierra de angustia, trabajo y dolor. Dios de paz, Dios de verdad, si la confesión de mis culpas no es suficiente para que me las perdones, acuérdate de aquel que ha querido cargar con ellas y lavarlas en la sangre de su cuerpo, de su espíritu y de su amor; él las ha disipado y borrado, desde que se ha dignado acercar su palabra. Como el fuego consume todas las substancias materiales e impuras, y como este fuego, que es su imagen, vuelve hacia ti con su inal­ terable pureza, sin conservar ninguna huella de las manchas de la tierra. Es solamente en él y por él que puede hacerse la obra de mi purificación y renacimiento; es por él que tú quieres operar nuestra curación y salvación, para que empleando los ojos de su amor que todo lo purifica, no veas en el hombre nada de informe, y sólo veas esta chispa divina que a ti se asemeja y que tu santo ardor atrae perpetuamente a ella como una propiedad de tu divino origen. N o, Señor, tú sólo puedes contemplar lo que es verdadero y puro como tú; el mal es inaccesible a tu vista suprema. He ahí por qué el hombre malvado es como el ser del que tú no te acuerdas, y tus ojos no saben ver, puesto que ya no tiene relación contigo; y sin embargo es ahí en este abismo de horror donde no temo tener mi morada. No hay otra alternativa posible para el hombre; si no está perpetuamente sumergido en el abismo de tu misericordia, está en el abismo del pecado y la miseria que lo inunda; pero también, apenas aparta su corazón y su mirada de este abismo de iniquidad, vuelve a encontrar este océano de misericordia en el que haces nacer a todas tus criaturas. Es por lo que me prosternaré ante ti en mi vergüenza y en el sentimiento de mi oprobio; el fuego de mi dolor desecará en mí el abismo de mi iniquidad, y entonces ya sólo existirá para mí el reino eterno de tu misericordia” (Plegaria n° 4). 219 “Está claro que desde la caída no tenemos nada, y por lo tanto es necesario que todo nos sea dado; después, hemos abusado de todo y seguimos abusando todos

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en forma de oración, sobre la necesidad imperativa para el hombre de liberar su voluntad personal a fin de que pueda ejercer plenamente la acción de la gracia divina, en un tono extremadamente desgarrador: “quita mi voluntad, Señor, quítame mi voluntad; puesto que si en un solo instante puedo suspender mi voluntad ante ti, los torrentes de tu vida y de tu luz entrarán en mí con ímpetu, como si ya no tuvieran obstáculo alguno que les parara. Ven a ayudarme a romper mis funestas barreras que me separan de ti; ármate contra mí, a fin de que en mí nada resista a tu poder, y triunfes en mí sobre todos tus enemigos y todos los míos, triunfando sobre mi voluntad. ¡Oh, principio eterno de toda alegría y toda verdad!, icuándo estaré renovado hasta el punto de no apercibirme a mí mismo sino en el permanente amor de tu voluntad exclusiva y vivificante? éCuándo las privaciones de todo tipo me parecerán un beneficio y una ventaja, en el sentido de que me preservan de todas las esclavitudes y me dejan más medios para unirme a la libertad de tu espíritu y de tu sabiduría? (...). Apresúrate, Dios de consuelo, Dios poderoso; apresúrate para hacer descender en mi corazón uno de esos puros movimientos divinos para establecer en mí el reino de tu eternidad, y para resistir constante y umversalmen­ te a todas las voluntades ajenas que vengan a unirse para combatir en mi alma, en mi espíritu y en mi cuerpo. Es entonces, cuando me abandone a mi Dios en la dulce efusión de mi fe, que haré públicas sus maravillas. Los hombres no somos dignos de tus maravillas, ni de contemplar la dulzura de tu sabiduría y la profundidad de tus consejos. Pero, éacaso soy digno yo mismo de pronunciar nombres tan bellos, vil insecto como soy, cuando solo merezco las venganzas de la justicia y la ira? Señor, Señor, ¡haz que descanse en mí la estrella de Jacob, y la santa luz se establecerá en mi pensamiento como tu voluntad pura en mi corazón!” (Plegaria n° V).

Y para aquellos que se imaginaban lejos de la meta, atormentados por el aspecto, a sus ojos inasequible, del encuentro de unión con la divinidad por la gracia a la que nos invita el Filósofo Desconocido, unión vital para el alma de deseo y de la que desarrolla las etapas, las los días, creyéndonos grandes doctores, sobre todo, en nuestras tenebrosas academias; porque nuestra cualidad eminente es la de abusadores; y desde Adán, no hemos hecho otra cosa ” (Saint-Martin, Carta de Kirchberger, el 11 de julio de 1796).

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modalidades y los frutos esenciales y espiritualmente fundamentales a través de largos progresos en sus distintas obras, los siguientes sabios consejos, prodigados por Saint-Martin precisamente en respuesta a la inquietud de un hombre que se consideraba alejado y se juzgaba incapaz, según él, de alcanzar las regiones superiores del Invisible, son para conservar preciosamente: “Sus disposiciones morales me parecen perfectamente buenas. Sin embargo, no se atormente usted si piensa que está alejado de la meta que he presentado en mis libros. No tengo miedo de mostrar esta meta en toda su extensión, hasta donde me lo permitan mis medios, porque sé que los hombres me rebatirán siempre, bien por sus falsas instrucciones, bien por su negligencia. Pero el hombre de verdad, humilde discípulo de Cristo, se conforma con imitar a su divino maestro en la práctica de todas las virtudes evangélicas y en la sumisión y resignación en medio de las tribulaciones de esta vida; sobre todo, en la confianza y el amor de esta fuente divina de la que hemos caído y hacia la cual debemos volver a subir. Solo se ocupa de estar preparado, dejando a su soberano el cuidado de llamarlo cuando le plaza y para lo que le plazca. Para con este soberano, sólo somos responsables de lo que nos encarga. Ahora bien, manda a todos la piedad, la fe, la caridad: he aquí a lo que estamos todos comprometidos. Si algún día juzga necesario contar con nosotros entre sus servidores, estaremos obligados a con­ formarnos entonces con todo lo que exija de nosotros; hasta entonces, sólo responderemos de los deberes generales que obligan a todos los hombres y en especial al hombre de deseo...”220.

Si hiciera falta una confirmación de esta posible regeneración realizada desde este momento, no en un estado que sucederá después de la muerte, sino en cada hora de nuestra vida presente, los escritos de Saint-Martin a Kirchberger son un testimonio elocuente: “Seguid la comparación de San Pablo, Ia a los Corintios, cap 15, sobre la vegetación espiritual y corporal, y veréis claramente la verdad de esta palabra del Salvador: “Nadie puede ver el reino de Dios a no 220 Saint-Martin, carta a Louis-Gabriel Lanjuinais, 11 de septiembre de 1803, in L’Initiation, octubre-diciembre de 1961, p. 173.

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ser que nazca de nuevo”. Ev. de Juan, 111:3. Añadid sólo que este rena­ cimiento del que habla el Salvador puede hacerse en vida, donde San Pablo hablaba sólo de la resurrección final. En esta obra es en la que debemos trabajar todos, y es laboriosa. También está llena de consuelos por los auxilios que recibimos cuando nos decidimos valientemente a realizarla. Independientemente del gran jardinero que siembra en nosotros, hay otros que la riegan, que talan el árbol y facilitan su crecimiento, siempre bajo la atenta vigilancia de esta divina sabidu­ ría, la cual sólo tiende a adornar sus jardines, como todos los demás labradores, pero que sólo puede adornarlos con nosotros porque somos sus bellas flores. Entiendo que es en la naturaleza de esos jardineros en la que se centra su pregunta y su duda de saberlos discernir; pero no olvidemos la dulce vía de las progresiones. Empecemos por sacar provecho de los pequeños movimientos de virtud, de fe, de oraciones y de acciones que se nos dan; éstos nos atraerán otros que llevarán también su luz consigo, y así sucesivamente hasta completar la medida especial de cada persona, y veremos que la única razón por la que los hombres tienen obstáculos e inquietudes es que se saltan siempre las épocas de su vegetación; mientras que si se ocuparan muy prudente y decididamente de la época y del grado en que se encuentran, el camino les parecería natural, fácil, y verían por sí mismo nacer la repuesta a sus preguntas” (Saint-Martin, carta a Kirchberger, 8 de junio de 1792).

b) El divino nacimiento obtenido únicamente por el efecto de la gracia El nacimiento se realiza de manera comparable a la creación de una realidad celeste, en cuanto Dios emite el pensamiento: “De esta sublime verdad que el hombre es un pensamiento del Dios de los seres, se deduce una amplia luz sobre nuestra ley y nuestro destino; a saber, que la causa final de nuestra existencia no puede estar concentrada en nosotros, sino que se relaciona con la fuente que nos engendra como pensamiento, que nos separa de ella para que obre­ mos fuera aquello que su unidad indivisa no le permite realizar por sí misma; pero, de lo que debe ser el término y la finalidad, como todos estamos aquí abajo, el objetivo y el término de nuestros pensamientos que alumbramos, los cuales son tanto órganos como instrumentos que empleamos para cooperar con la realización de nuestros planos cuyo 270

objeto somos nosotros perpetuamente; es por ello que este pensamiento del Dios de los seres, este “nosotros”, debe ser la vía por donde debe pasar la Divinidad por completo, igual que nos introducimos diaria­ mente en nuestros pensamientos para llevarlos a alcanzar la meta y el fin del que son la expresión y para que lo que está vacío en nosotros quede lleno en nosotros, puesto que tal es el deseo secreto y general del hombre y, por consiguiente, tal es el de la Divinidad de la que el hombre es la imagen” (El Hombre Nuevo, § 3).

Los pensamientos de Dios son pensamientos creativos, pensamien­ tos de alumbramiento, pensamientos fecundos, y esto sin olvidar que Dios “piensa” alumbrando su imagen, y que el reflejo, el receptáculo de la imagen de Dios, es el hombre, un hombre que ve multiplicarse en él las santificaciones, las ordenaciones y las consagraciones cuando el pensamiento de Dios es plenamente recibido en su espíritu: “Esta operación se realiza mediante leyes de multiplicación espiritual por parte de la Divinidad en el hombre, cuando le abre su vida por com­ pleto: entonces Dios desarrolla en nosotros todos los productos espirituales y divinos en relación con sus planes, como vemos que, por lo que está relacionado con los nuestros, llevamos constantemente nuestras fuerzas y potencias en nuestro pensamiento ya producido para que pueda alcanzar su perfecta realización. Pero con la diferencia de que los planes divinos que nos unen a la misma unidad nos abren sus fuentes inagotables cuando quieren asociarnos a ellos; y como son vivos por sí mismos, obran en nosotros una sucesión de actos vivos que son como multiplicaciones de luces, multiplicaciones de virtudes, multiplicaciones de alegría que van creciendo siempre; es más que una lluvia de oro que cae sobre nosotros; es más que una lluvia de fuego, es una lluvia de espíritus, de todo rango y todas las propiedades; puesto que es una verdad ya conocida que Dios nunca piensa sin alumbrar su imagen; ahora bien, sólo hay un espíritu que pueda ser la imagen de Dios; es por aquí como recibimos en nosotros las multiplicaciones de santificación, multiplicaciones de ordenaciones, multiplicaciones de consagraciones, y podemos expandirlas a nuestra vez, de manera activa, sobre los objetos que están fuera de nosotros y sobre las personas que se nos acercan” (El Hombre Nuevo, § 3).

Cada ser, cada alma es revelada por la presencia de la imagen di­ vina de la que es portadora, una imagen que manifiesta la unión del 271

alma con Dios, pero no sólo ésta, sino también la acción de la gracia que nos convierte en hijos de Dios por el efecto de una adopción sobrenatural221, puesto que la acción de la gracia concede auxilios importantes al alma permitiéndonos eliminar todas las incertidumbres, puesto que estamos guiados por la voluntad de la Divinidad: “ H o m b re que, co m o p en sam ien to del D io s de los seres, se ha observado hasta el punto de que ha som etido sus propias facultades

221 Según Santo Tomás, “Dios naturalmente está en las criaturas de tres maneras diferentes: por su poder, en el sentido de que todas las criaturas están sometidas a su reino; por su presencia, en el sentido de que lo ve todo, hasta en los pensamientos más secretos de nuestra alma, “omnia nuda et aperta sunt oculis ejus” ; por su esencia, ya que actúa por todas partes y por todas partes es la plenitud del ser y la causa primera de todo lo real en las criaturas, les comunica sin cesar no sólo el movimiento y la vida, sino también el mismo ser” (Act. XVII, 28). Pero su presencia en nosotros por la gracia es de un orden muy superior y más íntimo. No es sólo la presencia del Creador y del Conservador la que sostiene los seres que ha creado, sino que es la presencia de la Muy Santa y Muy adorable Trinidad tal y como nos la revela la fe: el padre desciende en nosotros y sigue engendrando su Verbo, con él recibimos al Hijo, perfectamente igual que el Padre, su imagen viva y sustancial, que no cesa de amar infinitamente a su Padre, como es amado a su vez; de este mutuo amor nace el Espíritu Santo, persona igual al Padre y al Hijo, unión mutua entre ambos, y sin embargo distinto tanto del uno como del otro. ¡Cuántas maravillas se renuevan en un alma en estado de gracia! Lo que ca­ racteriza esta presencia es que Dios está no sólo en nosotros, sino que se da a nosotros para que podamos gozar de él. Según el lenguaje de los Libros santos podemos decir que, por la gracia, Dios se da a nosotros como padre, como amigo, como colaborador, como santifícador, y así es verdaderamente el mismo principio de nuestra vida interior, su causa eficiente y ejemplar. En el orden de la naturaleza, Dios está en nosotros como el creador y soberano maestro, y solo somos sus servidores, su propiedad, su cosa. Pero, en el orden de la gracia, se entrega a nosotros como Padre, y nosotros somos sus hijos adoptivos; maravilloso privilegio que es la base de nuestra vida sobrenatural. Es lo que repite constantemente San Pablo y San Juan: “Non enim accepistis spiritum servitutis iterum in timore, sed accepistis spiritum adoptionis filiorum, in quo clamamus Abba (Pater). Ipse enim Spiritus testimonium reddit spiritui nostro quod sumus filii Dei” (Rom, VII, 15-16). Dios nos adopta como sus hijos, y eso de manera mucho más perfecta que los hombres lo hacen con la adopción legal. Sin duda pueden transmitir a sus hijos adoptivos su nombre y sus bienes, pero no así su sangre y su vida. “La adopción legal, dijo con razón el cardenal Mercier (la Vida interior, ed. 1909, p. 405), es una ficción. El niño adoptado es considerado por sus padres adoptivos como si fuera su hijo y recibe de ellos la herencia a la que hubiera tenido derecho el fruto de su unión; la sociedad reconoce esta ficción y sanciona sus efectos; sin embargo, el objeto de la ficción no se transforma en realidad... La gracia de la adopción divina no es una ficción... es una realidad. Dios concede a los que tienen fe en su Verbo la filiación divina, dijo San Juan: “Dedit eis potestatem filios Dei fieri, qui credunt in nomine ejus” (Joan, I, 12). Esta filiación no es nominativa, es efectiva: “Ut filii Dei nominemur et simus” . Entramos en posesión de la naturaleza divina, “divinae cosortes naturae” (Tanquerey, Compendiun de teología ascética y mística, Libro I, I, Io, 92-93 A).

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a la dirección y a la fuente de todos los pensamientos, ya no tiene dudas en su conducta temporal, si la debilidad lo sigue arrastrando todavía a situaciones ajenas a su verdadero objetivo debe esperar los auxilios más eficaces, ya que, al tratar de seguirlo y alcanzarlo, sigue la voluntad Divina, la cual es la misma que lo empuja e invita a que se dedique a ello con ardor” (El Hombre Nuevo, § 4).

La anunciación del ángel, seguida por la concepción del Espíritu Santo, suceden cuando el hombre, que debe “servir de órgano y de canal para toda la Divinidad, si quiere que su ángel disfrute de la paz y las felicidades Divinas'”, sabe que su vida no tiene sentido sino cuando la perspectiva de la regeneración se convierte en su único objetivo, su única estrella de luz, a fin de que sean trazados en él “los planos del templo” : “La sabiduría no nos descubre este gran combate hasta el último momento, para que, estando preparados de antemano por las dulzuras que se nos han prometido por el Dios benefactor, y por los medios que nos han ofrecido por el Dios que sufre, podamos lanzarnos valientemente al campo de batalla y congratularnos con la victoria; pues con esta victoria es con lo único con que se trazan en nosotros los planos del templo y las diferentes moradas que tiene, entre las que se encuentra una por donde el Santo de los Santos se comunica con nosotros, como se comunicaba antaño con el Sumo Sacerdote en el templo deJerusalén; sólo entonces es cuando se confirma en nosotros la anunciación y la parte del ángel, y la concepción por la operación del Espíritu santo, de la que podemos esperar un feliz alumbramiento Divino si cumpli­ mos con todas los requisitos de los que ya hemos hablado sobre este asunto, los cuales nos son impuestos a la vez por la sabiduría y por la necesidad de nuestra propia regeneración” (El Hombre Nuevo, § 7).

III. LA NATURALEZA CELESTIAL DE LA IGLESIA La Iglesia, desde el punto de vista sobrenatural, no es pues una ins­ titución mundana y temporal, un sistema religioso. Representa la “unidad”, la unión íntima de todos aquellos que han establecido una unión directa con lo invisible, la comunión de aquellos que han 273

realizado la unión entre Dios y su alma, conforme a la petición del Reparador: “Q ue todos sean uno. Com o tú, Padre, en m í y yo en ti, que ellos tam bién sean uno en nosotros, para que el m undo crea que Tú me has enviado” (Juan, X V II:2 1 ).

Éste es además el sentido de esta observación de Saint-Martin, a veces incomprendida y de la que pocos perciben que se refiere a la vida de la familia divina, e incluso toca directamente la pregunta de la asamblea celeste formada por los elegidos del Eterno: “L a unidad no se encuentra en las asociaciones, sino que se encuentra únicamente en nuestra unión individual con Dios. Sólo después de que se haya realizado ésta, es cuando nos encontram os com o herm anos (los) unos en (los) otros” (Retrato, § 1137).

La historia de la Iglesia visible, según Saint-Martin, no es otra cosa que la historia, no de la Institución fundada en Pentecostés, sino de la corrupción del hombre, que sabe que la Iglesia, desde los primeros siglos, se convirtió en un sistema que abandonó lo que Dios había establecido por el hecho de que cuanto más los hombres construían marcos estructurales coercitivos para el espíritu, más se intentaba encerrar las verdades evangélicas en definiciones dogmáticas, más se corrompía la idea de lo que es la verdadera Iglesia, y finalmente se iba perdiendo poco a poco, inexorablemente222.

222 Si pudiéramos dudar aún, a pesar de las vigorosas quejas expuestas ya (ref. infra: 3. Razones de la distancia de Saint-Martin con la Iglesia visible y su sacerdocio, Cap IV “El sacerdocio humano ha mancillado la vía de la gracia”), de la aplastante responsabilidad de los falsos maestros —a los que pertenecen, y en buen lugar, los sacerdotes— en el extravío general y alejamiento de las almas del “punto central” dispensador de luz al precipitar a las multitudes en las tinieblas de la confusión, esas líneas no menos intransigentes de Saint-Martin, anunciando un arrepentimiento que colocará a los clérigos bajo un poder donde sentirán dolorosamente la vergüenza y la desesperación, serían de la naturaleza de recordarnos las severas advertencias dadas ya: “¡Hay de vosotros, instructores humanos, ¡cuánto os arrepentiréis algún día de haber engañado a las almas llevándolas por vías inseguras, imaginarias e ilu­ sorias que les habrán proporcionado una calma engañosa, proporcionándoles alegrías

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Es por ello que la Iglesia real está en permanente alumbramiento, y su difícil condición es subsistir milagrosamente en medio de la corrupción y de las falsas representaciones de su ser, en virtud del Espíritu de vida que la anima. Y este alumbramiento, que cuenta con un proceso de generación según lo interno, que pasa por la unión del alma con Dios, es “la iniciación centrar a la que deben consagrarse enteramente las almas de deseo: “ (...) es por allí, sobre todo, por donde debe caminar la ley de nuestra iniciación central divina, por la cual, presentándose a Dios tan pura como sea posible, al alma que nos ha dado, que es su ima­ gen, debemos atraer el modelo a nosotros y formar de esa manera la más sublime unión que jamás haya podido hacer ninguna teúrgia, como tampoco ninguna ceremonia misteriosa que cargan las demás iniciaciones”. (iSaint-M artin, carta a Kirchberger, 19 de junio de 1797)

Saint-Martin se benefició del poderoso presentimiento visionario de lo que es la Iglesia celeste: “veré a la Iglesia de los santos formada externas y comunicándoles las sombras de verdades que les habrán impedido trabajar por la renovación del centro de su ser! Todas vuestras asociaciones emblemáticas no les habrán comunicado en absoluto la vida, puesto que ellas mismas no la tienen. Vuestras asociaciones prácticas les habrán sido todavía más funestas, si no es el espíritu el que les haya convocado, reunido, constituido y santificado con sus lágrimas y las oraciones de su dolor; éy dónde están estas asociaciones que nos serían saludables? Sí, instructores ciegos, ignorantes o que presumís demasiado de sus fuerzas y de sus luces, os arrepentiréis algún día de haber abusado de las almas. No era suficiente que, como efecto del crimen primitivo, estuviesen bajo el dominio del septenario temporal que las distrae y las desvía continuamente de la sencillez de su trayectoria, sino que además las habréis atraído hacia el exterior por todas vuestras imágenes y símbolos, y hasta es posible que acabéis separándolas completamente, alejándolas completamente de este punto central e invisible que es el único lugar de encuentro que tenemos aquí abajo en nuestras tinieblas. Porque el alma mal dirigida encuentra aún más obstáculos, y se aísla más de este septenario temporal: es lo que hace que por nuestra fuerza y por nuestra impaciente potencia, haga­ mos nosotros mismos nuestra existencia cien veces más desgraciada que la de las bestias. Entonces vosotros mismos permaneceréis bajo el dominio de este septenario temporal, hasta que las almas que hayáis extraviado puedan recobrar su propio centro particular, a fin de que luego puedan recobrar su centro general: y os estremeceréis de vergüenza y de desesperación, mientras que, si hubieseis tenido más confianza en el espíritu, hubieseis reconocido que no necesitaba de vuestros medios ficticios y desviados para expandirse; y que si hubieseis ido de buena fe, hubieseis dicho que hacía falta comenzar por buscar vosotros mismos tener el espíritu, antes de intentar guiar a los demás a un espíritu que vosotros mismos no teníais” (El Hombre Nuevo, § 7).

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por los hijos de la sapiencia. La veré fija e inmutable en medio de sus innumerables revoluciones”, llegó a decir, y esta dimensión celeste permite a la Iglesia del Cielo, contrariamente a la de la tierra223, atravesar las incertidumbres de la Historia conservando intacta e inalterada su esencia. Se mantiene “fija e inmutable”, ahora intacta en su naturaleza: “Me dejaré llevar sobre las alas del espíritu, y me hará recorrer todos los senderos de la verdad; veré con qué sabiduría Dios ha dispuesto los planos de los mundos, y con qué inteligencia se ocupa del progreso de los seres. Es él quien alegra nuestra mirada con los frutos de sus obras y con la magnificencia de sus obras. Es él quien coloca a los ángeles para velar por los pueblos; y cuando se cumplen los tiempos de estos ángeles, los pueblos que vigilaban caen en la decadencia. Es él quien deja a veces a los pueblos enfrentados con el ángel de las tinieblas, y por eso mismo vuelca sus consejos para mantenerlos en el temor y la 223 La segunda epístola de Pablo a Timoteo anunciaba la ruina de la Iglesia terres­ tre: “Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas” (2a Timoteo IV:3-4). Es esta ruina, caracterizada por el rechazo de la santa doctrina, de la que se hace eco Saint-Martin: “Pastores de las almas, que habéis extraviado a vuestras ovejas en vez de llevarlas a los pastos; pastores de las almas, que las habéis hecho devorar por el león feroz, o las habéis transformado vosotros mismos en lobos carnívoros; sabios de la tierra, que habéis sido demasiado sensibles a la atracción de la falsa luz; ricos del mundo que habéis desviado la mirada del pobre y os habéis estremecido tanto por miedo a pareceros a él; porque no sabéis dar la limosna sin orgullo, no sabríais recibirla sin humillación: venid aquí a aprender vuestro destino; porque los gérmenes corrompidos que habéis sembrado en vosotros han penetrado hasta la tierra virgen; ésta es la razón por la que sus frutos son tan amargos. El anciano es poseído por el espíritu y llevado a los lugares subterráneos. Una sala inmensa se ofrece a su vista; está magníficamente adornada. Unos ministros de la iglesia, grandes personalidades, un grupo importante de hombres y mujeres están sentados alrededor y están vestidos con ropa cubierta de oro y piedras preciosas. - iQué estáis haciendo así colocados e inmóviles...? No responderán nunca. - éQué estáis haciendo así colocados e inmóviles...? Menean la cabeza con un aspecto triste y no responden. - éQué estáis haciendo a sí colocados e inmóviles...? No contestan; pero con un movimiento común, todos abren su ropa y dejan ver sus cuerpos roídos por los gusanos y las úlceras. El horror de este espectáculo asusta al viejo; el olor infecto de sus llagas lo sofoca; el espíritu lo deja bañado por las lágrimas y le ordena que advierta a aquellos de sus hermanos que están todavía en la casa de su Padre” (El Hombre de Deseo, § 83).

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justicia. Los pueblos triunfan, los pueblos se vanaglorian, los pueblos sucumben; y es él el que los mueve a su voluntad, porque todo en el universo está en sus manos, en un globo que gira en el sentido que le place. Veré la iglesia de los santos formada por los hijos de la sapiencia. La veré fija e inmutable en medio de sus innumerables revoluciones. Camina en medio de los pueblos, sigue el curso de su ambiente. Sin embargo no conoce ni sus variaciones ni sus caídas. Viaja con ellos, pero sin coaccionar su libertad; es este don sagrado el que Dios había concedido al hombre como un poder posible, pero no como un poder determinado, porque sólo debe existir el Poder de Dios. ¡Este es el don sagrado del que el hombre ha extraído todos los males, cuando podía hacer que produzca todos los frutos de la vida y de la luz!” (El Hombre de Deseo, § 236).

El templo de Dios está formado por las almas en las que mora el Espíritu de Dios (Ia Corintios 111:16), lo cual demuestra que la Iglesia, “en este mundo”, pero no “del mundo”, es concretamente el “habitáculo” del Espíritu de Dios. “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo junta­ mente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Efesios, 11:19-22).

No existe jefe en esta Iglesia, sino el Divino Reparador en el Cielo, quien es la “Cabeza de la Iglesia o de la Asamblea”, quien es su cuerpo: “que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo” (Efesios 1:20-23).

El Cristo, desde el Cielo donde permanece, es la cabeza de la Iglesia: 277

“Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación: porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Princi­ pados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Colosenses 1:15-20).

IV. LA IGLESIA CELESTE: UN MISTERIO OCULTO EN LA ETERNIDAD En el Evangelio, el Divino Reparador reveló su intención de fundar una “Asamblea”, esta “Asamblea” o Iglesia no aparecerá visiblemente hasta que Cristo resucitara de entre los muertos y fuera glorificado a la derecha de Dios. El Apóstol Pablo subraya que la Iglesia no fue revelada antes de los tiempos para las generaciones anteriores; la Iglesia estaba “ oculta en Dios” : “A aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, la él la gloria por los siglos de los siglos! Amén” {Romanos XVI:25-27).

La Iglesia “ oculta en Dios”, es también designada como un “ mis­ terio oculto en toda la eternidad” : “si es que conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió en orden a vosotros: cómo me fue comunicado por una revelación el conocimiento del Misterio, tal como brevemente acabo de exponeros. Según esto, leyéndolo podéis entender mi conocimiento del Misterio de Cristo; Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer 278

a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios” (Efesios, 111:3-12).

Después de estar oculto desde el comienzo de las generaciones, “el misterio oculto desde siempre y a todas las generaciones es ahora desvelado a sus santos”. Sale a la luz pues y es proclamado, viendo acercarse a él a muchas almas224: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro, con­ forme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria” (Colosenses 1:24-27).

Pero, del mismo modo que la misión confiada a los discípulos de los primeros siglos fue anunciar la Iglesia, revelar el misterio que estaba oculto en Dios, disimulado desde el comienzo de las generaciones, ahora se trata, para el hombre nuevo, desde una perspectiva hecha interna, únicamente interior y especial, de descender en su interior y expandir la verdad de la Asamblea e irradiar esta realidad: 224 “Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espí­ ritu, compartían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar” (Hechos 11:46-47).

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“Este es el momento en que el hombre nuevo, igual que los discípulos del Reparador, va a ir a predicar a los pueblos y ciudades de Israel qué es el hombre. Este es el momento en que, en nombre del espíritu, podrá seguir la huella de los doce discípulos, desarrollando en sí los dones que destacaron en los doce enviados por el Reparador. Ofrecerá en sí mismo un reflejo de esta decisión, en razón del poder secreto y de la operación continua, aunque invisible, de una antigua ley que estableció primitivamente doce canales para comunicar la luz, el orden y la medida entre las naciones; esta ley a la que fueron fieles todos los dispensadores de las leyes divinas, y que fue observada en todos los tiempos, incluso por los simples sectarios de las ciencias elementales que han consagrado doce signos en las regiones del firmamento material. (...) El Espíritu que envía así al hombre nuevo en su propia tierra le avisará que le envía como un cordero en medio de lobos, y le recomendará que sea prudente como la serpiente, y cándido como la paloma. Le avisará de todas las resistencias que encontrará por parte de los hombres, es decir, de las naciones impías e incrédulas que habitan en el reino de este hombre nuevo” (El Hombre Nuevo, § 40).

a) El corazón del hombre es la piedra angular de la Iglesia interior Históricamente se nos presenta la Asamblea en los “Hechos de los Apóstoles”, después en las “ Epístolas de Pablo”. Pero éste se dirige a la Asamblea en siete lugares distintos, a saber: Romanos, Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses y Tesalonicenses-, por último en el “Libro del Apocalipsis”, siete asambleas distintas son evocadas, que no corresponden a una organización humana sino a una institución divina que forman el conjunto de las siete como un único candela­ bro para el Altísimo. Estas siete asambleas representan igualmente las siete fuentes activas de vida, las siete potencias sacramentales225 sobre las cuales es edificado el edificio sacerdotal en el hombre, y que dan testimonio de la sabiduría de Dios226. Son las siete columnas producidas por la piedra angular donde se establece la Iglesia interior: 225 “El hombre es depositario de siete potencias sacramentales que son los canales de la vida del espíritu” (El Hombre Nuevo, § 57). 226 “Los principados y las potencias que están en los cielos conocen por la Iglesia la Sabiduría de Dios” (El Hombre de Deseo, § 43).

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“la razón por la que el hombre nuevo, al unirse con la fuente de vida, es depositario de tesoros tan grandes y pueda manifestar en sí mismo tan grandes y saludables multiplicaciones es que esta fuente de vida le hace descubrir, en el fondo de su ser, siete fuentes activas que, al poner en común sus diversas fuerzas, desarrollan unas con otras sus propiedades particulares de una manera que ya no se puede interrumpir, y que hace que estas fuentes sean inagotables, ya que es la fuente de la vida la que las anima y las mantiene. Son como tantas bases sacramentales que llevamos todos con nosotros, y sobre las que debe construirse el edificio sacerdotal al que el hombre estuvo desti­ nado por su naturaleza primera, según los planes de su origen. Estas son las siete columnas levantadas por esta piedra innata en nosotros, y sobre la cual el Reparador dijo que quería construir su Iglesia” (El Hombre Nuevo, § 46).

Es pues en el corazón del hombre donde debe existir y vivir en adelante la Asamblea de Dios, una Asamblea que no se corresponde con ninguna organización humana, ni con ningún sistema religioso procedente de sistemas religiosos de las instituciones formadas y moldeadas por los hombres desde el advenimiento del cristianismo. Es una Iglesia edificada por el Espíritu, que tiene por único Soberano al divino Reparador, una Iglesia constituida para adorar al Eterno y estar en comunión con Él; y esta secreta Asamblea de Dios, esta Iglesia interior permanece en el corazón del hombre de deseo: “El mundo no la conoce” (Juan XIV: 17). Saint-Martin declara: “Mi reino no es de este mundo. Esta verdad evangélica, a mi parecer no se refiere sólo a las únicas codicias humanas, por las que me he preocupado más bien poco, sino también a las codicias espirituales inferiores donde he visto a gente precipitarse como si fuera un torrente y estaban muy por debajo del puesto que me atraía. Incluso me atrevo a creer que este puesto era el verdadero significado del pasaje evangélico arriba citado, ya que veo sin cesar que San Pablo y todos los profetas no le dan otra explicación, iCómo hubiera podido pararme en todas las revoluciones espirituales que he visto pasar en mis tiempos, que me hablaban, como todo ser espiritual, de aquel cuyo reino no es de este mundo, pero no me llevaban a este reino, y también efectivamente se contentaban casi siempre con su representación; diciendo que este 281

reino no era de este mundo, se establecían en este mundo por todas las especulaciones estrechas, por sus fenómenos inferiores, plegando sin cesar el espíritu de las Escrituras sobre los eventos temporales, mientras que él [el reino], como los cedros del Líbano, solo tiende a levantar la cabeza hasta el cielo de los cielos” (Retrato, § 29, “Mi reino no es de este mundo”).

De esta manera, esta Iglesia interior no tiene a ningún Pontífice, a ningún Sumo Sacerdote nombrado por una asociación religiosa mundana, a ningún Soberano humano. Su único Maestro está en el Cielo. Es él quien ha depositado en el alma la piedra angular esencial sobre la que están construidas todas las diferentes partes invisibles del Templo de Dios, Templo donde es honrado el santo Nombre del Eterno: “no busquemos otro jefe. ¿Acaso no fue él quien llamó al alma del hombre y le dijo: sobre esta piedra construiré mi iglesia? Sin embargo, nuestra alma abraza y penetra todo nuestro ser, como el Espíritu del Señor abraza y penetra todo el universo; así cada porción de nosotros, cada una de nuestras facultades, cada uno de nuestros pensamientos, cada uno de nuestros movimientos puede pues transformarse en tantas iglesias donde el Nombre del Señor sea perpetuamente honrado; es por ello que el nombre del Señor será alabado de Oriente a Occidente, de Norte a Sur, y en toda la superficie de la tierra” (El Hombre Nuevo, § 12).

b) Las cuatro “operaciones” fundadoras dei Templo interior La alabanza al Nombre del Señor en las distintas iglesias procedentes de la única Iglesia interior, es una función sagrada reservada al mi­ nisterio del alma que debe santificar las cuatro regiones del Templo interior y forma parte del sacerdocio místico227. Pero en lo que hay que insistir en este momento, y en lo que insiste mucho Saint-Martin, 227 “Esas serán las funciones del recién nacido, al que el espíritu acaba de alumbrar; porque su ministerio se expandirá en el cuaternario; así como el hombre tendrá que dedicarse a las funciones Divinas en el ángulo de Oriente, a las funciones espirituales en el ángulo del Norte, a las funciones del orden mixto en el ángulo de Occidente, y

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es en que nuestro nacimiento procede de la Divinidad y la forma de nuestra Iglesia del espíritu. Estos alumbramientos no están exentos de inevitables sufrimientos, pero conducen a alegrías superiores absolutamente incomparables, ya que conducen al “ Centro único y universal “Pero, digámoslo una vez más, es en las más huecas profundidades del alma humana donde el arquitecto debe venir a colocar los cimientos de la Iglesia; y es necesario que lo cimente con la carne, la sangre y la vida de nuestro verbo y de todo nuestro ser. He aquí el trabajo más duro de la regeneración; es el que se lleva sobre esta íntima sustancia de nosotros mismos. En medio de los suplicios que nuestro cuerpo puede sufrir, en nuestra alma podemos sufrir suplicios más grandes aún. Porque si estuviésemos decididos a hacer que penetrase nuestro espíritu vivo en todas las subdivisiones y zonas de nuestro ser, para llevarles la vida y el renacimiento, no tendríamos en cuenta para nada los males ordinarios a los que nos exponen nuestra naturaleza y nuestra vida temporal y no habría ya ningún dolor que pudiese compararse con el nuestro; pero, al mismo tiempo ¿dónde estarían las alegrías que podrían finalmente compararse con las nuestras? Conoceríamos con ello, en poco tiempo, toda nuestra historia. Nos enteraríamos de que nacemos en la Divinidad, que tomamos forma en el espíritu, que rectificamos la apariencia y que separamos la iniquidad y estas cuatro grandes operaciones se realizan por la impresión de la fuerza, del amor y de la santidad sobre nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestra frente, todo ello bajo el aspecto del gran nombre central que planea por encima de nosotros, para vivificarnos, como vivifica a todos los seres cuyo centro único y universal es él por siempre” (El Hombre Nuevo, § 12).

V. LA IGLESIA SEGÚN EL ESPÍRITU El alma regenerada, resucitada por el Nombre Sagrado en el seno de la que la Iglesia invisible ha sido edificada, va a establecer su morada a las funciones de la justicia, del combate y del juicio en el ángulo del Sur. Después, volverá sobre sus pasos para purificar y santificar nuevamente las regiones y dar a conocer sus triunfos y volver a rendir homenaje al universal triunfador, sin el cual no habría ningún conquistador” (El Hombre Nuevo, § 12).

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permanente en el Este Divino, es decir, el corazón del templo, lugar reservado para la estancia de la Santa Presencia: “iCuál es este alma que parece tan contenta y llena de alegría? Es un alma que Dios acaba de visitar y a la que acaba de dejar las pruebas preciosas de su amor y de su riqueza. ¿Ves cómo rebosa de delicias y abundancia? Es porque se ha mantenido con ella fiel a la promesa que ha hecho de atender a quienes lo invocasen. Además, después de recibir estas riquezas, el alma va a imponer la justicia entre sus prevaricadores, va a restablecer el orden y la medida sobre la tierra, va a afiliarse a todas las sociedades espirituales que la reconozcan como uno de sus miembros, va a morar para siempre en el Este Divino, su primera patria, porque el Señor ha pronunciado sobre ella la palabra creadora que ha desarrollado a la vez todas las propiedades, todos los dones, todos los atributos de los que ella es el ensamblaje y el agente. Ha pasado por encima de ella su ojo vivificante y ella se ha visto regenerada en todo su ser, lo mismo que toda la naturaleza se regenera ante las miradas vivificantes del sol” (El Hombre Nuevo, § 14).

Esta alma, que ha sido visitada por Dios, puede entonces decir con alegría: “Dios vive en mí, Dios va a vivir en mi penitencia, Dios va a vivir en mi humildad, va a vivir en mi valor, va a vivir en mi caridad, va a vivir en mi inteligencia, va a vivir en mi amor, va a vivir en todas mis virtudes, porque ha prometido que sería uno con nosotros tantas veces como lo invoquemos en el nombre del que él nos ha enviado para que nos sirva de señal y testimonio entre él y nosotros. Esta señal o este testimonio es eterno como el que nos lo ha enviado. Asimilémonos a esta señal y a este testimonio y participaremos de su divina y santa seguridad y estaremos como él tan llenos de vida que quedarán lejos de nosotros la segunda y la primera muerte y nos serán completamente ajenas” (El Hombre Nuevo, § 14).

Conviene pues únicamente, para que pueda vivir e irradiar la Iglesia interior en nuestro interior, desobstruir las vías del espíritu para dejar completamente sitio a su acción, permitir al poder del Verbo cumplir con su obra y expandir su luz benéfica: 284

“Es el interior o el centro el que es el principio de todo (...). Si nuestro corazón está en Dios, si es divinizado realmente por el amor, la fe y el ardor de la oración, ninguna ilusión nos sorprenderá. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra de nosotros? (...) ya no hay iniciación sino la de Dios y de su Verbo eterno que está en nosotros, y que debe manifestarlo todo en nosotros y por nosotros, según su voluntad” (Saint-Martin, Carta a Kirchberger, 6 de marzo de 1793). a) Dejar sitio al Espíritu para iluminar el corazón del hombre De esta forma se impone como única regla central para esta Iglesia situada en el corazón del hombre esta expresión tan estrechamente ligada a la vía propuesta por el Filósofo Desconocido: “dejad sitio al Espíritu”. Dejar sitio al Espíritu para permitirle que ilumine las profundidades del hombre, iluminar su edificio, expandir las santas bendiciones en el Templo interior para que, apoyándose en las siete columnas religadas con el Cielo, esté capacitado para hacer circular en nosotros toda la savia espiritual trascendente, y nutrir el conjunto de nuestros altares particulares sobre los que brillan las leyes de la Divinidad: “Dejad sitio al Espíritu”. “Mira cómo se apresura por pasar entre la multitud; es que tiene que realizar una obra tan importante, y tiene tanto esmero en no perder ni un solo instante. Además, tiene una distancia tan grande por recorrer que teme no llegar hasta el final antes de que el tiempo que le es dado para esta obra expire. Debe ir al lugar de su morada hasta en las profundidades del hombre. Sólo acude a este lugar para depositar la palabra santa, desde donde el hombre verá crecer en él a la vez las siete virtudes, que serán las siete columnas de este edificio fundado sobre una roca viva, y que debe convertirse en la Iglesia eter­ na de nuestro Dios, éCómo podría derribarse esta Iglesia? Sus siete columnas descansan en la santidad, y se elevan hasta en la morada del Altísimo; allí, sacan continuamente la savia divina, la vuelven a traer hasta los santos cimientos del templo. ¿Cómo esta Iglesia podría ser derrumbada? Sus siete columnas están íntimamente ligadas a la base y a su cumbre, todo a la vez. La base, las columnas, la cumbre del edificio, todo es uno: es imposible que se mueva todo el conjunto y 285

que alguna fuerza pueda separar jamás la mínima parte” (El Hombre Nuevo, § 19).

El Espíritu trae las palabras vivas, generando la vida que dará una duración eterna al Templo, lo cual significa claramente que la construcción no está sometida a una limitación temporal, aunque las esencias que definen la arquitectura interior y la “simiente repro­ ductora”228 estén colocadas sobre una base humana, pero religadas a la Divinidad, haciendo casi imperceptible el “círculo del tiempo “Dejad sitio al Espíritu; viene a traer a la base del templo todos los medios para elevar su edificio, y mantenerlo intacto a pesar de los celos de los Samaritanos, hará que el templo se atraiga el respeto y la admiración de todos los pueblos, éCómo esta admiración podría ocu­ rrir, cómo este edificio podría ser tan majestuoso, si el mismo eterno arquitecto no hubiese proporcionado los planos y trazado las distintas partes, y si no lo engendrara continuamente desde su propia fuente? Es por ello que su espíritu viene a aportar hasta nuestro centro más interior las palabras vivas que se activan mutuamente por sus diversas potencias y propiedades, y hacen salir de sí mismas esta luz, y esta vida que aseguran una eterna duración a este Templo que han construido con sus propias manos” (El Hombre Nuevo, § 19).

b) La consagración del Templo De esta manera, cuando el plan ha sido trazado y las proporciones definidas, hay que pasar de la arquitectura a la consagración del templo, meditando estas palabras divinas: “Soy el hijo del Señor”, palabras 228 “Como base del edificio, contémplate pues con exultación y alegría; esmérate sin parar en penetrarte con el óleo de alegría que las siete columnas no dejan de hacer llegar hasta ti; todos los frutos que producirás expandirán la vida, la fuerza, la santidad. Es necesario que produzcas todos estos frutos sin parar, porque las siete columnas te traen sin parar la savia reproductiva, y sin parar el supremo autor de los seres distribuye esta savia siempre nueva a estas siete columnas encargadas de transmitírtela. No es para el cultivo terrestre donde el círculo de los tiempos debe girar muchas veces sobre las semillas de la tierra, antes de que pueda recompensar los cuidados del labrador; hace falta que este círculo de los tiempos se haga imperceptible para ti y que en todo momento demuestres tu fertilidad, porque en todo momento tu región está amenazada por la penuria” (El Hombre Nuevo, § 19).

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restauradoras de los tres dones santos primitivos: “la consagración del cuerpo, la distribución de lo incorporal y la exclamación” , pero que igualmente darán acceso al cuarto don: la superioridad, una superio­ ridad que toca al eminente valor del templo interior con respecto a todos los edificios visibles construidos por las instituciones religiosas; todo ello desarrollándose en el silencio y el retiro229. “Decid dentro de vosotros mismos: ‘soy el hijo del Señor'. Decidlo hasta que esta palabra salga del fondo de vuestro ser: y sentiréis las tinieblas desvanecerse a vuestro alrededor. No preguntéis cuales eran esos inmensos poderes de los que todas las tradiciones anuncian que el hombre es depositario: había nacido para manifestar el nombre del Señor, porque era el hijo del Señor. ¿Por qué ha perdido este sublime puesto? Es porque no ha dicho en su corazón: soy el hijo del Señor. Es porque ha dejado de fijar esta fuente de movimiento. Sécate las lágrimas, desgraciado mortal, elimina tus temores. Un hombre ha venido desde arriba; ha venido a decir por ti: soy el hijo del Señor. Por esta palabra sus adversarios fueron vencidos, tembló el abismo, el Oriente terrestre retomó su lugar para servir de escalera y guía a la posteridad humana. Repite esta palabra con él, repite tras él; pero repítela sin parar, porque es posible que se te presente sin parar nuevas enfermedades que curar y nuevos peligros que repeler. ¿No tenías tres dones primitivos: la conservación de lo corporal, la distribución de lo incorporal y la exclamación? Aquel que dijo por ti: soy el hijo del Señor, ha venido a traerte los tres para llevarte al cuarto, que es la superioridad. ¿Cuándo me será permitido pararme? La menor de mis negligencias ¿no debe ser contada como un homicidio? No es en vano que me es dado decir hoy, todavía mejor que en el origen: soy el hijo 229 “ Son estos tiempos silenciosos y gobernados por la prudencia y el retiro los que predisponen al hombre a cumplir con su misión algún día con éxito, para la gloria de su señor, para el beneficio de sus propios hermanos y para el avance del Reino del Señor, llenándose de esta manera cada día con las fuerzas necesarias para ir a atacar a los enemigos de la verdad y hundirlos en sus tenebrosos precipicios. De esta forma, San Lucas nos enseña que el Reparador, esperando la hora de la consumación, se pasaba los días en oración y en los desiertos; también Moisés, a quien debemos ver como uno de los precursores del Divino Reparador, se pasaba los días en los desiertos de Madián hasta el momento en que recibió el mandato del Señor para ir a liberar a sus hermanos y pedir al Faraón que dejara ir al pueblo de Dios en libertad, con el fin de que pudiera ofrecer sus sacrificios al Eterno” (El Hombre Nuevo, § 19).

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del Señor. Y no estaré en absoluto preparado si en cada instante de mi existencia no estoy ocupado en meditar y pronunciar esta sublime palabra” (El Hombre de Deseo, § 233).

c) La recepción al rango sacerdotal La palabra sagrada proferida, la palabra sublime reveladora de nues­ tra verdadera naturaleza, de nuestro estado divino, habiendo sido pronunciada ya en el templo por Aquel que vino “de lo alto ” a decir en nuestro lugar la palabra determinante, es desde entonces cuando el Reparador va a concedernos “un rango entre sus sacerdotes” y va a declararnos solemnemente de la “raza sacerdotal” . Pero, ¿qué nos quedará por hacer después, después de beneficiarnos, en la noche del espíritu, mientras el Templo es edificado y consagrado, y eso a pesar de nuestra inmensa miseria y terrible indignidad, de estas recepciones que nos instituyen como “ sacerdotes” de la “raza sacerdotal” 1 Pues bien, Saint-Martin nos lo explica claramente, y nos indica bajo la forma de precepto: “Revístete con el efod [túnica sacerdotal hebrea] y la tiara. Com­ parece ante la Asamblea lleno de la majestad del Señor” (El Hombre de Deseo, § 245).

Revestirse con el efod y la tiara, he aquí algo completamente im­ presionante, pero ¿qué representan exactamente esos adornos? ¿Qué significa esta sorprendente recomendación que nos hace el Filósofo Desconocido? Este precepto consiste simplemente, en el seno de nuestro Templo particular, en envolvernos con la túnica de los sacerdotes del Templo de Jerusalén, porque el efod es la vestimenta que adorna el pecho del Sumo Sacerdote: “piedras de ónice y piedras de engaste para el efod y el pectoral” (Éxodo XXV: 7); “Harás las vestiduras siguientes: un pectoral, un efod, un manto, una túnica bordada, una tiara y una faja. Harán, pues, a tu hermano Aarón y a sus hijos, vestiduras sagradas para que ejerzan mi sacerdocio” (Éxodo XX V IIL4); “Bordarán el efod de oro, púrpura violeta y escarlata, carmesí y lino fino torzal” 288

(Éxodo, XXVIII: 6). Igual que al ponerse la tiara, o sea, lo que lleva el Soberano Sacrificador, la tiara tenía la característica de una lámina de oro atada por un cordón delante, y en ella estaban grabadas las palabras: “Santidad al Eterno “Harás, además, una lámina de oro puro y en ella grabarás como se graban los sellos: ‘Consagrado a Yabveh’. La sujetarás con un cordón de púrpura violeta, de modo que esté fija sobre la tiara; estará en la parte delantera de la tiara. Quedará sobre la frente de Aarón; pues Aarón cargará con las faltas cometidas por los israelitas en las cosas sagradas; es decir, al ofrecer toda clase de santas ofrendas. La tendrá siempre sobre su frente, para que hallen favor delante de Yabveh. Te­ jerás la túnica con lino fino; harás también la tiara de lino fino, y la faja con brocado” (Éxodo, XXVIII:36-39).

He aquí lo que escribe Saint-Martin al respecto: “¡Qué se dilate tu corazón! Buscas a Dios, Él te busca todavía más, y siempre fue el primero en buscarte. Rézale. Ten fe en el éxito de tu oración. Aunque fueras débil para orar malamente, éacaso no tendrías al amor rogando por ti? Se te darán a conocer todos los beneficios del amor. El hombre ingrato los olvida; el hombre decepcionado los desdeña; pasan de largo y los dejan tras de sí. Tú has recibido un rayo de este fuego que se va a expandir y te traerá nuevos rasgos de este amor y un nuevo calor cuatro o diez veces más activo. Hombre, levántate. Te llama, te otorga rango entre sus sacerdotes; te declara de la raza sacerdotal. Revístete con el efod y la tiara. Comparece ante la Asamblea, lleno de la majestad del Señor. Se enterarán todos que eres el ministro de su santidad, y que la voluntad del Señor es que su santidad recobre la plenitud de su dominio. Toca todos los instrumentos de música; están preparados para devolverte los sonidos. A todo lo que te acerques en la naturaleza se animará en tu mano y manifestará la gloria del señor. Son las lágrimas las que les devolverán las palabras. Has usurpado su poder y lo has ocultado en ti como un bien robado. Hace falta que salga de ti por la vía del dolor, ya que ha entrado por la vía de la injusticia. El universo por completo reclama ante ti su deuda, no te demores más tiempo en devolverle su retribución. Ahoga a todos los prevaricadores en el diluvio de las lágrimas; sólo sobre este mar es donde hoy puede navegar el Arca Santa. Sólo por esta senda es donde 289

se conservará la familia del justo, y que la ley de la verdad vendrá a reanimar toda la tierra” {El Hombre de Deseo, § 245).

Queda por saber qué hacer con este sacerdocio, conocer los prin­ cipios, instruirse de la práctica del culto divino del que es detentor, estar capacitado para comprender los misterios, instruirse de la forma como se puede ejercer este ministerio provisto de la majestad del Señor, de modo que se realicen los ritos de este sacerdocio según lo interno, con la evidencia de una naturaleza tan diferente, tan alejada y radicalmente diferente de la que el conjunto de las instituciones religiosas profesan en el cristianismo —todas las denominaciones eclesiales—, iglesias, capillas o sistemas constituidos y organizados que poseen unas clases sacerdotales ostensibles confundidas. Y este conocimiento representa precisamente la ciencia espiritual verdadera de la Iglesia interior a fin de que se desarrolle sobre el altar situado en el Santuario del corazón la divina liturgia “en espíritu y en verdad”, sabiendo según la indicación evangélica: “Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores ver­ daderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren” (Juan IV:23).

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LA VIDA SECRETA DE DIOS EN EL ALMA

Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803), habiendo pasado por las experiencias teúrgicas operativas con su primer maestro Martines de Pasqually (+1774), y habiéndose apartado muy pronto de esas prácticas «externas», que juzgaba limitadas, torpes, inútiles y sometidas a las formas, se reveló como un auténtico maestro de lo que llama la «vía según lo interno», cuyo método, objetivamente, se muestra finalmente muy cerca del desapego de los fenómenos, propio de ciertas vías de la mística contemplativa. Sabemos que el Filósofo Desconocido se nutrió de escritos de autores que insistían en la importancia de la «Presencia eterna», tal como Jean-Pierre de Caussade (1675-1751), místico que animaba a la oración de quietud y conducía hacia el abandono en la vida espiritual, lo cual hizo que le acusaran de quietismo230, y aquellos 230 En su libro más célebre, «El Abandono en la divina Providencia» —que además no fue directamente escrito por él, puesto que el texto, sin duda, fue escrito en la primera mitad del siglo xvm, siendo leído y copiado en el entorno de Madame Guyon, y luego introducido en las Visitandines de Nancy del que nuestro autor llegó a ser el padre espiritual—, Caussade escribió: «El momento presente es pues como un desierto donde el alma simple no ve más que a Dios únicamente, del que goza, estando ocupada

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que pregonaban el «no-pensar» para establecerse «en Dios». En eso consiste toda la práctica de la contemplación, que busca aprender, precisamente, a establecerse cada vez más intensamente en la «Pre­ sencia de Dios», en y por el «no-pensamiento»231. I. LA ENCARNACIÓN ES EL DEPÓSITO DE UN «GERMEN» EN EL INTERIOR DEL HOMBRE «La Encarnación», cuyo lugar y rol son, por supuesto, fundamentales en el cristianismo —para abordar la cuestión del «Cristo»—, representa, no sólo por lo que Él quiere de ella; todo el resto es dejado, olvidado, abandonado a la Providencia. Esta alma, como un instrumento, no recibe ni opera sino cuando la ope­ ración íntima de Dios la ocupa pasivamente en sí misma o la aplica en lo exterior [...] ¡Hay que liberarse de todo lo que uno siente y de lo que uno hace para caminar en esta vía donde uno no subsiste sino en Dios y en el deber presente! Todas las miradas que van más allá deben ser eliminadas, hay que limitarse al momento presente sin pensar en el que lo ha precedido ni en el que lo seguirá [...] En el abandono, la única regla es el momento presente; el alma dentro es ligera como una pluma, fluida como el agua, simple como el niño; se mueve dentro como una bola para recibir y seguir todas las impresiones de la gracia. Esas almas no tienen más consistencia ni rigidez que un metal fundido; como éste coge todas las formas del molde por donde le hacen pasar, esas almas se amoldan y se ajustan muy fácilmente a todas las formas que Dios quiere darles; en una palabra, su disposición se parece a la del aire que se presta a cualquier soplo y que se adapta a todo». (J.-E de Caussade, El Abandono en la divina Providencia, 1861). 231 El término «no-pensamiento», o más exactamente «no pensar en nada» (no pensar nada), se encuentra principalmente en Francisco de Osuna (1492-1542), teólogo español de tendencia escotista, quien insistió, en su dirección espiritual al lado de santa Teresa de Avila, en la necesidad de «la oración de recogimiento» con el fin de desapegarse de lo creado, y puso el acento sobre la importancia, en esta oración, de vaciarse de toda operación, de toda representación mental con el fin de establecerse de forma duradera en el silencio interior. «No pensar nada, decía Osuna, es pensarlo todo» (El recogimiento místico, Tercer abecedario, tr. XXI, ch. VI.). Pero, es sobre todo el H. Bernardino de Laredo (+1540), una de las influencias mayores de san Juan de la Cruz, formado en la escuela de Dionisio el Areopagita, de Hugues de Balma, de Richard de San-Victor y de Harphius, quien teorizó más finamente esta ascesis del «no-pensamiento». En su célebre obra «La Subida del Monte-Sion» (1535), donde elogia el no-saber, la santa ignorancia, la nada del pensamiento, desarrolla una doctrina fundada en la ausencia de actividad mental durante la oración, método sin mezcla de conocimiento por el que se va apagando poco a poco en el alma las operaciones discursivas, «Divina operación por la cual el alma es elevada a Dios sin la mediación del pensamiento de ninguna cosa creada (...)» (La Subida, IIIa p., c. IX.). Escribió igualmente: «Esta ausencia de pensamiento es más que el sueño y no puede de ninguna manera ser explicada, porque Dios, al que alcanza, trasciende toda explicación. Este pensamiento de Nada, es pensamiento de Todo, puesto que entonces pensamos, sin servirnos de nuestra razón, desde Aquel que lo es Todo por su maravillosa sublimidad» (La Subida, IIIa p., c IV).

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únicamente la veneración de la humanidad de una persona histórica llamada Jesús, quien se convirtió, como sabemos, en el objeto principal del culto cristiano, sino un «médium», es decir, un «intermediario», una reproducción, una especie de auténtica «imitación» de lo que ocurre para cada uno de los seres en el plano de la eternidad y de lo que ocurrió en el curso de su manifestación, un médium eterno y primitivo que depende del «Logos» sin el cual «no habría nada manifestado», nada que pudiéramos conocer y que se nos pudiera revelar de la Verdad, nada que pudiera ser llevado a la existencia, colocado y ordenado en «el ser» en el seno del mundo creado: «El principio de esta marcha oculta se basa en la generación divina misma, donde el médium eterno sirve por siempre de paso a la infinita inmensidad de las esencias universales. Es en este paso donde esas esencias universales se impregnan respectivamente, con el fin de que, después de esta impregnación, se manifiesten, en su vivo ardor, con todas sus cuali­ dades individuales, y con aquellas que se comunicaron unas y otras por su estancia en este médium, o en este lugar de paso. Ahora bien, sin este médium, sin este lugar de paso, no habría nada manifestado, nada que pudiéramos comprender; así, todos los médiums de la naturaleza actual, todos aquellos de la naturaleza espiritual, no son sino imágenes de este médium eterno y primitivo; no hacen sino repetirnos la ley, y he aquí cómo todo lo que está en el tiempo es la demostración, el comentador y el continuador de la eternidad. Porque la eternidad, o lo que es, debe mirarse como el fondo de todas las cosas. Los seres no son sino como los marcos, los vasos, o las envolturas activas donde esta esencia viva y verdadera viene a encerrarse para manifestarse a través de ellos232».

La Encarnación, que es, en efecto, un acto único —no históricamente sino cada vez que la Verdad abre su brecha en el alma—, representa por este mismo hecho una germinación, el depósito de un «germen» en el interior del hombre. Saint-Martin escribe: «El alma del hombre es la tierra donde se siembra este germen, y donde, por consiguiente, todos los frutos deben manifestarse. Se232 L.-C. de Saint-Martin, El Ministerio del Hombre-Espíritu, V' Parte., «De la naturaleza», 1802.

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guid la comparación de san Pablo, Ia a los Corintios, c. 15, sobre la vegetación espiritual y corporal, y veréis claramente la verdad de esta palabra del Salvador: “Nadie puede ver el reino de Dios si no nace de nuevo” (Juan 111:3). Añadid sólo que este renacimiento del que habla el Salvador puede hacerse mientras estemos vivos, mientras que san Pablo hablaba sólo de la resurrección final. Esta obra es en la que deberíamos trabajar todos, y aunque es laboriosa, también está llena de consolación por los auxilios que recibimos cuando estamos determinados y somos valientes al emprenderla. Independientemente del gran jardinero que siembra en nosotros, otros numerosos la riegan, talan el árbol y facilitan el crecimiento, siempre bajo la mirada de esta divina sabiduría que no tiende sino a adornar sus jardines, como todos los demás jardineros, pero que puede adornar sólo los nuestros porque somos sus flores más bellas. Entiendo muy bien que es sobre la naturaleza de esos jardineros que lleva su pregunta y su incertidumbre el saber discernirlos; pero, no olvidemos la vía dulce de progresiones. Comencemos por sacar provecho de los pequeños movimientos de virtud, de fe, de oraciones y de obra que se nos dan; éstos nos atraerán otros que llevarán también su luz consigo mismo, y así sucesivamente hasta completar la medida particular de cada individuo, y veremos que la única razón por la cual los hombres están molestos e inquietos, es que siempre pasen por encima de las épocas de su vegetación; mientras que si se ocuparan muy prudente y decididamente por la época y por el grado donde se encuentran, la marcha les parecería natural, fácil, y verían por sí mismos nacer la respuesta al mismo tiempo que sus preguntas2™».

II. EL ESPÍRITU DEL HOMBRE ES UN LUGAR DE «ENGENDRAMIENTO» El espíritu del hombre, como «médium», es pues un lugar de paso, o más exactamente de «engendramiento», un germen y una savia por las cuales las regiones divinas y la Divinidad misma atraviesan la barrera de las tinieblas materiales asimilables al «no-ser», con el fin de que, por esta entrada —por, y en el «no-ser»—, surjan en el ser,23 233 L.-C. de Saint-Martin, Carta a Kirhcberger, 8 de junio de 1792.

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y es en este lugar negativo, aunque de un modo paradójico, puesto que lo visible depende de la noche y la noche de la luz invisible, y en ningún otro, donde se efectúa la generación del Verbo en una especie de vertiginoso y desconcertante modo de aniquilamiento cuyo riesgo es grande, por la posibilidad real de la pérdida radical, a raíz de una decisión de «kénosis» [vaciamiento] consentida234, «de aniquilamiento», acto supremo de despojo radical, que hace que acontezca la «Presencia» cuyo origen oculto da testimonio de su eterna e invisible fuente. Así, lo que nos desvela el misterio de la Cruz, símbolo de ani­ quilamiento por excelencia, si cabe, es que en realidad «Dios» está en proceso de creación en el alma, en proceso de engendramiento, creándose en nosotros para estar unido con el alma en la cual nace. Y en este misterio, Dios nos engendra como a su Hijo —es decir como «Cristo»—, y más aún, así como lo expresa magníficamente el Maestro Eckhart, nos engendra como «ser» en la identidad de su naturaleza, «como Yo, y yo como nosotros, y nosotros como su ser y su naturaleza»: «El Padre engendra a su Hijo sin cesar, y yo digo más aún: Me en­ gendra a mí como su hijo y como el mismo Hijo. Digo más todavía: Me engendra no sólo como su hijo; me engendra a mí como [si yo fuera] Él, y así como [si fuera] yo, y a mí como su ser y su naturaleza. En el manantial más íntimo broto yo del Espíritu Santo; allí hay una sola vida y un solo ser y una sola obra. Todo cuanto obra Dios es uno; por eso me engendra como hijo suyo sin ninguna diferencia. Mi padre carnal no es mi padre propiamente dicho, sino [que lo es] solamente con un pequeño pedacito de su naturaleza y yo estoy separado de él; él puede estar muerto y yo [puedo] vivir. Por eso, el Padre celestial es de veras mi Padre, porque soy su hijo y tengo de Él todo cuanto poseo, y soy el mismo hijo y no otro. Como el Padre no hace sino una sola obra, por eso hace de mí su hijo unigénito, sin ninguna diferencia235». 234 “ ...Jesucristo, quien siendo a la imagen de Dios no consideró el aferrarse a ella, siendo que es igual a Dios, sino que despojándose a sí mismo, tomó la semejanza ele un siervo, y fue semejante a los hombres, y hallándose en la semejanza de hombre, se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz...” (Filipenses 11:6-8). 235 Maestro Eckhart, Sermón 6, «Iusti vivent in aeternum».

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Lo que nos enseña la Encarnación, en el plano metafísico, es la posibilidad de una transformación entera y completa del ser, para que llegue a la verdadera Realidad, y se convierta en «Dios» por engendramiento, o más exactamente, que deje que Dios sea nuestro ser y nosotros su ser en una perfecta identidad, entendiendo lo que es la «Realización», y que nazca a un nuevo orden de cosas. Este na­ cimiento, o más exactamente este «renacimiento / engendramiento», no necesita esperar ya ninguna supuesta «Parusía», en un hipotético futuro, puesto que todo, absolutamente todo, es completo y perfecto en «el eterno presente» del alma en la cual ha nacido el Verbo.

III. «EN CRISTO» SOLO HAY UN TIEMPO ÚNICO DE ETERNIDAD, SOLO HAY UN MUNDO DESDE SIEMPRE Eso es lo que vino a enseñar Cristo, de allí su carácter radical e infinitamente más profundo y más último desde el punto de vista metafísico comparando con el judaismo y el islam; «antes de que Abraham fuera, Yo soy» (Juan VIII:58), «el Padre y yo somos Uno» (Juan XVII:21), haciendo saltar las barreras entre el alma y la di­ vinidad, rompiendo las fronteras entre lo increado y lo creado. En «Cristo», es decir, en el divino engendramiento de Dios en el alma, sólo existe pues un tiempo único de eternidad, no hay más que un único mundo desde siempre, no hay más que una sola y única dimensión en todas las partes del espacio creado visible e invisible, y este tiempo, este mundo y esta dimensión son de naturaleza es­ piritual, no material. Lo que nos revela Cristo es que no hay tiempo, no hay otro lugar, todo está aquí en plenitud, la única diferencia es que la mayoría vive en el cielo sin saberlo, y que sólo unos pocos espíritus, considerablemente poco numerosos, los seres «Realizados», tienen consciencia de ello236. 236 Saint-Martin escribe con gran pertinencia respecto al mundo «único»: «La única diferencia que existe entre los hombres, es que unos están en el otro mundo sabiéndolo, y los demás están allí sin saberlo: ahora bien, he aquí, a ese respecto, una escala progresiva. Dios está en el otro mundo sabiéndolo, y no puede dejar de creerlo

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Este mundo no es material, no es más que Espíritu, porque si solo hay un único Creador que es Espíritu Divino, por consiguiente, no puede haber creado un mundo material. Si Dios no lo creó, no ha sido hecho. Así, si Dios no ha creado un cuerpo material, no hay cuerpo material, no hay materia, sino que todo es Espíritu. Es lo que afirma el obispo y teólogo George Berkeley (1685-1753), en su rechazo de considerar la materia como una existencia real al decir: «Todo el coro de los cielos y los objetos que llenan la tierra —en una palabra, todos estos cuerpos que componen la poderosa estruc­ tura del mundo —no tienen ninguna existencia sin un Espíritu. El mundo exterior es en realidad el Espíritu mismo. La multiplicidad de los objetos exteriores es ‘pura representación’, ‘sólo ideas’, del mismo modo que en un espejismo no hay agua real y sin embargo la noción de un objeto es creada. La más alta intuición se alcanza cuando cualquier cosa aparece como pura alucinación (...) El mun­ do es semejante a un sueño. El sueño es simplemente la presencia de ideas; los objetos correspondientes no están allí realmente. Del mismo modo que se percibe la falta de objetividad en las imágenes del sueño una vez que uno está despierto, del mismo modo la falta de objetividad en las percepciones de la vida despierta es percibida por aquellos que han sido despertados por el conocimiento de la verdadera realidad237».

ni dejar de saberlo, puesto que él mismo, siendo el Espíritu universal, es imposible que haya para él, entre este otro mundo y él, alguna separación [...] El hombre, aunque esté en este mundo terrestre, siempre está en ese otro mundo que lo es todo; pero solo a veces siente su dulce influencia, otras veces no la siente...» (El Ministerio del Hombre-Espíritu, 1802). Jakob Bóhme, por su parte, afirma: «no hay que pensar, respecto a los santos ángeles, que se encuentran todos más allá de las estrellas, fuera de este mundo, sino igualmente en el lugar de este mundo, aunque no exista lugar en la eternidad, pues el lugar de este mundo y el lugar fuera de este mundo son para ellos una única y misma cosa» (J. Bohme, Mysterium magnum, VIII, 16). «Para Dios no hay nada cerca y no hay nada lejos, un mundo está en el otro y todos no son sino un único mundo; pero uno es espiritual, el otro corporal, del mismo modo que el cuerpo y el alma están el uno en el otro, del mismo modo que el tiempo y la eternidad no son sino una única cosa [...] el Verbo eternamente hablando reina por todas partes...» (Ibíd., II, 10). 237 G. Berkeley, Los Principios del conocimiento humano, Traducción por Charles Renouvier, Armand Collin, 1920, pp. 22-37.

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IV. EL CIELO ESTÁ EN TI Y BUSCAR A DIOS EN OTRO SITIO ES PERDERLO PARA SIEMPRE Tenemos que cumplir pues nuestro destino en el eterno presente que es Dios, puesto que Dios es «el Eterno presente». Una consecuencia se deriva de esta extraordinaria revelación: «Dios es un instante eterno. Si Dios es un instante eterno, ¿qué impide que, ya ahora mismo, sea en mí todo en iodo?238», consecuencia que va acompañada igualmente de una soberana lección en forma de rigurosa disciplina, que además es el mismo método sobre el cual debemos, imperativamente, apoyarnos, sentencia que debemos a Ángelus Silesius (1624-1677): «El cielo está en ti. Detente, ¿hacia dónde corres? ¡El cielo está en ti! Si buscas a Dios en otro sitio, lo perderás para siempre239».

Es por eso que estamos comprometidos en una travesía, en un «despojo», porque el alma debe entrar con una mirada desnuda, apartando todas las imágenes, los conceptos, las ideas, centrándose de forma estrecha y permanente en la contemplación del «Uno» puro, divino engendrado que nos engendra de toda eternidad en tanto que «sí mismo»: «Si el alma contempla a Dios en tanto que es Dios, o en tanto que es Imagen o en tanto que es trinitario, es que hay en ella una carencia. Pero, cuando se apartan todas las imágenes del alma y se contempla sólo al único Uno, el ser desnudo del alma descansando pasivamente en sí mismo encuentra al Ser desnudo, sin forma, de la unidad divina, que es el ser supraesencial240».

Así, la forma como se contempla a Dios es radicalmente transfor­ mada, sólo subsiste el «Uno-puro» en el que queda descartada toda dualidad, un «Uno-puro» en el seno del cual conviene «abismarse»: 238 Ángelus Silesius, El Peregrino querúbico, Primer libro, § 133. 239 Ibíd. (I, § 82). 240 Maestro Eckhart, Predigt 83, trad. Ancelet-Hustache, in, Sermons, III, Seuil, 1979, p. 151.

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«Debes amarlo en tanto que es un no-Dios, un no-Intelecto, una no-Persona, una No-Imagen. Más aún, en tanto que es un «Uno-puro», claro, límpido, separado de toda dualidad. Y en este «Uno» debemos eternamente abismamos: de algo (iht) a la nada (niht)241».

V. LA NO-DIFERENCIA ONTOLÓGICA La no-diferencia ontológica de la que habla el maestro Eckhart —lo que le valió, hay que recordarlo, las condenas de la Iglesia242-, que sobreviene al alma por la gracia de la «in-habitación»243 según la terminología escolástica, que se puede traducir sin dificultad por «Presencia meta-ontológica» —o «aniquilamiento de la diferencia ontológica»—, que transformó al alma teniendo como efecto anular totalmente la diferencia entre la criatura y Dios, «Dios y yo somos Uno244»: «En la medida en que el hombre renuncia a sí mismo por el amor de Dios y está unido a Dios, es más Dios que criatura. Cuando el hombre se libere completamente de sí mismo por el amor de Dios, cuando ya no pertenezca a nadie sino a Dios únicamente y ya no vive más por nada sino solo por Dios, es verdaderamente, por la gracia, lo que Dios es por naturaleza, y Dios mismo no ve más diferencias entre él y este hombre. He dicho: «por la gracia». Porque Dios es y este hombre también es; pero, del mismo modo que Dios es bueno por naturaleza, este hombre es bueno por la gracia, porque la vida y el ser de Dios están completamente en él. Es por eso que Dios llamó «bueno» a un

241Ibíd., p. 154. 242En 1329, o sea, un año después de la muerte de Eckhart, quien no pudo llegar a Aviñón para ser juzgado, la bula In agro dominico (1329), del papa Juan XXII, condenó diecisiete artículos extraídos de los escritos y sermones como siendo posi­ tivamente «heréticos», y denunció once como «sospechosos de herejía». 243 «La gracia de la Encarnación es en vista de la gracia de In-habitación» (Ibíd. § 177). [Sobre el término “in-habitación” añadimos otra cita de Eckhart: “Por eso dice Pablo: «Dios mora en una luz a la cual no hay acceso». El es una in-habitación (inhangen) en su propia esencia pura en la cual no hay nada adherido. Lo que posee «accidente» (zuoval) debe desaparecer. El es un puro estar-en-sí-mismo donde no hay ni esto ni aquello; pues lo que hay en Dios, es Dios”. -Sermón III, Nunc scio vere, quia misit dominus angelum suum. Nota del Traductor.] 244Maestro Eckhart, Sermón 6, «Justi vivent in aeternum».

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tal hombre, y es esto lo que Nuestro-Señor entendía cuando dijo: «¡Buen servidor!»; porque este servidor no es bueno ante Dios sino por la Bondad por la cual Dios mismo es bueno245».

Esta convicción, que versa sobre la eliminación de la diferencia ontológica en «Dios y yo somos Uno», es una de las más sorprendentes para un discurso teológico clásico, que se queda en la distinción entre «ser creado» y «Ser increado». Sin embargo, es una de las más funda­ mentales que importa integrar con el fin de acceder a la dimensión efectiva a la cual conduce la vía transformadora interna, la cual es, además, objeto de una insistencia marcada en Eckhart: «El primer fruto de la Encarnación de Cristo, Hijo de Dios, es que el hombre sea por gracia de adopción lo que él es por naturaleza, se­ gún lo que dice aquí Juan I, 12: “Les dio el poder de volver a ser hijos de Dios”, y 2 Co. III, 18: “que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos”246».

Añade igualmente sobre el mismo tema: «Hay que destacar que, así como dijo más arriba [§ 106], el primer fruto de la Encarnación del Verbo, que es el Hijo de Dios por naturaleza, es que seamos hijos de Dios por adopción. Porque sería de poco valor para mí que el Verbo se hubiese hecho carne para el hombre en Cristo —suponiendo que estuviera separado de mí —si no se hubiera hecho también carne en mí personalmente, con el fin de que yo también sea hijo de Dios247».

VI. DESDE SIEMPRE Y POR SIEMPRE ESTAMOS UNIDOS EN DIOS Si somos en el alma, verdaderos y auténticos «Hijos», configurados y generados como Cristo que «Es» de toda eternidad, «Dios» idéntico a 245 Eckhart, Predigten, Traktate, Sprüche, § 66, in Meister Eckharts mystische Schriften, Berlin 1903. 246 Eckhart, Comentario del Prólogo del Evangelio según Juan, § 106, in Obra latina de Maestro Eckhart, 6, p. 208-209. 247 Cf., Comm. Jn, § 117, OLME 6, p. 231.

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«Dios», entonces desde siempre y por siempre estamos unidos en Dios, sobre todo y antes que nada somos de la misma naturaleza que «Dios», somos increados como «Dios» es increado, somos sin comienzo y sin fin, sin origen y sin final, puesto que nuestro «fondo» es exactamente el de «Dios» — «Así como es verdad que el Padre en su naturaleza simple engendra a su Hijo en forma natural, también es verdad que lo engendra en lo más entrañable del espíritu y esto es el mundo interior. Ahí el fondo de Dios es mi fondo, y mi fondo el de Dios248»—, subsistimos en la plenitud permanente de la eternidad infinita, porque fuera de «Él» nada existe. El Espíritu no tiene existencia separada, en realidad solo tiene una única e idéntica naturaleza con Dios. «Pues nada es nada, si no es en un eterno reposo sin movimiento; allí no hay ni tinieblas, ni luz, ni vida, ni muerte». (Jakob Bohm e, D e la triple vida del hom bre, I, 3 6 )249.

VI. LA CUESTIÓN DE LA ({REALIZACIÓN» Y DEL «DESPERTAR» La confusión relativa a la cuestión de la «Realización», en un ambiente metafísico cristiano, tiene por principal origen una incomprensión de lo que significa el «no-tiempo» en el cual nos encontramos realmente instalados en Dios, y lo que representa el «no-advenimiento» de una iluminación, o de un «Despertar», que sería un fenómeno nuevo en el ser. Porque si, desde siempre y por siempre, nada nos separa de nuestra verdadera naturaleza increada idéntica a la divinidad —«Dios y yo somos Uno»—, entonces no hay, hablando con propie­ dad, acontecimiento que suceda en un periodo donde algo hubiera faltado; puesto que jamás nada nos ha faltado, absolutamente nada en ningún momento de nuestra existencia, sabiendo que hemos sido 248 Maestre Eckhart, sermón Vb. 249J. Bohme, De la triple vida del hombre, según el misterio de los tres principios de la manifestación divina, «Escrito según una iluminación divina por Jakob Boh­ me, dicho de otra manera el Filósofo teutónico, en el año 1620», Traducción de Louis-Claude de Saint-Martin, Migneret, 1809.

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y somos eterna y plenamente creados y generados en Dios, así que, allí donde nos encontramos, ningún esfuerzo es necesario pues para hacer que «acontezca» esta identidad de naturaleza, somos nosotros, bien al contrario, los que no hemos sido y no estamos presentes en la Presencia y se comprende pues, que si se trata simplemente de hacerse presente a la «Presencia», no es la Divinidad la que nos falta, la que está ausente, sino nosotros los que estamos alejados de ella. En este punto, estamos pues en la visión compartida por san Juan de la Cruz (+1591): «El alma se vuelve Dios por una participación de su naturaleza y de sus atributos150», como para el maestro Eckhart, del que se pueden citar decenas de pasajes que van todos en el mismo sentido de una unión sin distinción entre el alma y Dios: «El Padre engendra a su Hijo en el conocimiento eterno, y exacta­ mente de la misma manera el Padre engendra a su Hijo en el alma como en su propia naturaleza y lo engendra para que pertenezca al alma, y su ser depende de que —gústele o no —engendre a su Hijo en el alma2 251»; 0 5 «Ella no sólo está con El y El con ella como iguales, sino que se halla dentro de ella, y el Padre engendra a su Hijo dentro del alma de la misma manera que lo engendra en la eternidad, y no de otro modo2522 »; «Dios 3 5 se halla más cerca del alma de lo que ella se encuentra con respecto a sí misma. La proximidad de Dios y el alma no conoce, por cierto, diferencia [entre ambos]. El mismo conocimiento en el cual Dios se conoce a sí mismo, es el conocimiento de cualquier espíritu desasido y no [es] otro. El alma toma su ser inmediatamente de Dios; por ello Dios está más cerca del alma que se halla ella con respecto a sí misma; por ende, Dios se encuentra en el fondo del alma con su entera divinidad.255».

Vil. EL CONOCIMIENTO AUTÉNTICO DE DIOS POR LA «CONNATURALIDAD» DE SUSTANCIA A SUSTANCIA La verdad profunda e íntima de esa «unión sin distinción» sobre la cual no dejó de insistir Eckhart, Saint-Martin —nutrido por su 250 San Juan de la Cruz, Llama de amor Viva, 3. 251 Maestro Eckhart, Sermón 4, op. cit., p. 136. 252 Ibíd., Sermón 6, p. 149. 253 Ibíd., Sermón 10, p. 168.

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extraordinaria pasión por los escritos de Bóhme, buceando en ellos con una alegría y un entusiasmo indescriptibles y dejándose llevar por las alas del Espíritu—, la sintió en su corazón leyendo los tratados del pensador alemán, percibiendo en los escritos del pensador silesiano el soplo divino del que ya había señalado, al hablar de su experiencia, las marcas de su benevolente acción: «El Señor penetrará en tu pensamiento; expandirá en tu corazón un calor vivo, semejante al que gustabas en tu infancia» (El Hombre de deseo, 240).

Saint-Martin se percató de que Jakob Bóhme había llegado a des­ cribir perfectamente lo que a él le había parecido siempre evidente, es decir, que solo puede haber conocimiento auténtico de Dios en la invisible unión, mediante la íntima «connaturalidad» de sustancia a sustancia entre el alma y la Divinidad, unión accesible únicamente desde la pura percepción del corazón. Desde siempre, Saint-Martin sabe que es necesario para «el hom­ bre de deseo», después de acallar la estéril agitación que lo domina, sumergirse en su interior, «penetrar por la oración » para alcanzar las regiones iluminadas: «La gran cosa no debe hacerse sino en el reposo y el aniquilamiento de todo nuestro ser, cada acción exterior a la que nos dedicamos es en detrimento de esta acción viva que debe nacer y existir continuamente en todos nuestros centros» (Retrato, 455).

A esta «acción viva», a la cual estuvo tan fiel y ampliamente apega­ do a lo largo de su vida, Saint-Martin le da una especie de recorrido director refiriendo una decisión tomada en sus primeros años: «Cuando en mi juventud se me ocurrió tirar los libros y decir: existe un Dios, tengo un alma, no necesito nada más para ser sabio, no comprendí [en aquel momento] todo el sentido de esta gran inte­ ligencia; fue el germen de todo mi destino espiritual, y siento más que nunca que Dios sólo quiere ser mi maestro, mi apoyo, mi amigo y todos mis recursos» (Retrato, 522). 303

No parará pues de repetirlo, y esto fue de considerable impor­ tancia para quien consideraba que le fue necesario «caminar en este mundo como en una cuerda tensa y elevada por encima de la tierra», con la única regla « irrefutable de la alta y verdadera instrucción» que se resume en estas pocas palabras: «Dios quiere que seamos para él, como él quiere ser para nosotros».

Dios quiere orar en nosotros, dirá aún más en otra ocasión Saint-Martin, porque «somos su oratorio», «oratorio» viviente cuya naturaleza va a emplearse en definir en la última obra firmada de su pluma, sin duda su libro maestro, al que dará como título: El Minis­ terio del Hombre-Espíritu. Si la obra lleva en el epígrafe esta frase, de simbolismo metafísico evidente, extraída de El espíritu de las cosas-. «El Hombre es la clave de todos los enigmas», es precisamente por la responsabilidad espi­ ritual de la que es portador cada ser humano, por decirlo de alguna manera, el «Ministerio» extraordinario que le es confiado a título completo y plenario. Si los hombres y la tierra están, desde el origen, sobre su «lecho de muerte», así como la Creación universal, es necesario que el «Ministerio» pueda operarse en tres niveles diferentes, aunque complementarios, de los que el primero consiste en la regeneración del hombre, el segundo en la regeneración del Universo, después, que el hombre devuelva al final, para culminar el gran ciclo de la historia, el reposo a la «Palabra Eterna».

VIH. LA REVELACIÓN DEL VERBO EN EL CORAZÓN DEL HOMBRE Ahora bien, si esta obra debe ser emprendida, obliga a que sea impe­ rativamente revelado en el corazón del hombre, no sin dolor a veces, el Verbo, el «Logos» que reside dentro, porque allí está su secreta mo­ rada. No es necesario, para ello, utilizar métodos periféricos, técnicas complejas; el que desee dar a luz al Verbo Divino en su interior, no debe olvidar que es llevado, arrastrado, por un poderoso movimiento, 304

«...puesto que es la misma acción, por no decir la generación viva del orden divino que quiere pasar por [él].» Saint-Martin, quien se lamenta de no conseguir hacerse escuchar por los «hombres del torrente», constata que solo tiene principios que ofrecer, mientras que la masa se nutre de opiniones y solo aspira a ser adormecida por ilusiones. Invita pues a su lector a que no deje desfallecer su celo y ponga la mirada «más allá de esta tierra transitoria». El hombre está continuamente rodeado de nieblas, avisa el teósofo de Amboise, sus días terrestres son «este mar de vapores tenebrosos que le ocultan la luz de su sol...». Se impone pues, a todo buscador sincero, que desarrolle, por una conversión que le hará girar la mirada hacia su interior, su esencia íntima únicamente capaz de llevarle al «esplritualismo activo». Constatando que todas las pruebas externas de Dios, muy defec­ tuosas por los límites del orden natural, solo tuvieron como resultado conducir a los pueblos al ateísmo, aconseja a su lector que se abra a la dimensión de la eternidad, no por vanas demostraciones materiales, sino por las luces transcendentes del mundo del Espíritu. En realidad, afirma Saint-Martin, «nunca salimos del otro-mundo, o del mundo del Espíritu », no existe más que una única diferencia entre los hombres, «unos están en el otro mundo sabiéndolo, los de­ más están allí sin saberlo». En consecuencia, llamando a su lector a desarrollar las potencias espirituales de su alma, le pide que concurra a la revelación majestuosa de la eterna «Unidad», con el fin de que sean ampliamente abiertas las regiones de la Divinidad. Desplegando ante nuestros ojos el misterio de su primitivo origen, Saint-Martin no oculta al hombre que está encargado de una sublime misión: restituir la presencia del Verbo en el centro del Universo. «El hombre, después de la caída, dijo, fue colocado de nuevo en la raíz viva que debe operar en él todas las vegetaciones espirituales de su principio. (..) el hombre ha nacido para ser el principal ministro de la Divinidad». (El Ministerio del Hombre-Espíritu)

Por «la Unidad» reencontrada, el alma podrá por fin penetrar de nuevo en el Santuario supremo que nunca debió abandonar, y reintegrar así su esencia primitiva restableciendo de su terrible degradación al 305

conjunto del mundo creado, o, más exactamente, por el ejercicio del «recogimiento místico», transformarlo «en Espíritu y en Verdad» en la generación viva del orden divino. Anexo: «Unión del alma con Dios» El alma está claramente unida a Dios por el amor, por un vínculo indefectible, pero es Dios únicamente quien opera, por la gracia, la expansión en el corazón de la criatura. Y, a este respecto, Fenelón sostiene que debemos amar a Dios liberándonos del amor a nosotros mismos, un amor engañoso y perverso del que necesitamos defender­ nos y sacrificarlo: «Le debemos un sacrificio a Dios de todos nosotros, sin excepción254», lo cual es exactamente el enfoque recordado por Pascal, quien mira el amor-propio como comparable al pecado de los ángeles caídos, haciendo del «puro amor» feneloniano una especie de prolongamiento en modo quietista de la posición de Jansénius, quien trabajaba en hacer que se pueda «sustraer la caridad a las condiciones psicológicas que hacen de toda codicia una especie de amor-propio2552 ». 6 5 Este último declaró: «es una forma muy inferior de ser moral el serlo sólo por la esperanza de la recompensa divina, o por temor al cas­ tigo156», que es la postura exacta de los teóricos del puro amor que consideran que el amor verdadero de Dios no puede ser sino un amor desinteresado, pudiendo llegar hasta el sacrificio de la Salvación si éste fuera, por imposible que parezca, la voluntad de Dios. Y este sacrificio no es la indolencia pasiva, es un acto interior de compromiso extraordinariamente poderoso sobre el plano ascético y místico, cuyo rigor nos hace coincidir, por no decir completar, la actitud quietista y jansenita: «La originalidad de Fenelón y de los teóricos del puro amor es tanto más grande, en cuanto que sostienen que debemos amar a Dios por encima de 254 Fenelón, Opúsculos espirituales, Pléiade, 1.1, XLVII, p. 765. 255J. Laporte, La doctrina de Port-Royal, t. II; 1: Las verdades de la gracia, P.U.F., 1923, p. 69. 256 Ibid., p. 449.

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todas las cosas, más allá de nuestro deseo de beatitud y nuestro miedo a las penas infernales, y volvernos pues, en este sentido, “indiferentes a nuestra salvación”. ¡Estamos aquí, evidentemente, a mucha distancia de la culpable pasividad tan enérgicamente denunciada! Es legítimo, mucho más, si se requiere aspirar a la salvación, pero lo que está en juego es la naturaleza del amor. El amor sin mezcla (en el sentido quí­ mico) hace abstracción de lo que los espíritus del Renacimiento llamaban la “filautía” [el amor propio]: es fundamentalmente desinteresado. Según Fenelón, no se puede amar a Dios como “perfecto” sin amarlo como “beatífico”, pero, sin embargo, uno debe amarlo esencialmente por sí mismo, independientemente del motivo de la salvación257».

257 D. Leduc-Fayette, Fenelón y el amor de Dios, P.U.F., 1996, pp. 48-49.

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ANEXO I Carta de Saint-Martin a Kirchberger, 19 de junio de 1797

“L a amistad que nos une, querido hermano, podría volverse un motivo poderoso para llevarme hasta usted, si la luz que nos guía se dignase aprobar este viaje; las razones filosóficas que usted desea considere, no me parecen tan perentorias actualmente como pudie­ ron haber sido en el pasado. Los conocimientos, que anteriormente podían transmitirse por cartas, daban soporte a instituciones, que luego reposaban sobre usos y ceremonias misteriosas, cuyo mérito radicaba más en el parecer y la costumbre que en una verdadera importancia, y que, luego también, reposaban sobre prácticas ocultas y operaciones espirituales, de las que hubiera sido peligroso transmitir sus procedimientos al vulgo, o a hombres ignorantes y malintencionados; en contrapartida, el objeto que nos ocupa, no apoyándose en parecidas bases, no se encuentra expuesto a pare­ cidos peligros. La única iniciación que recomiendo y que busco con todo el ardor de mi alma, es aquella por la que podemos entrar en el corazón de Dios, y hacer entrar al corazón de Dios en nosotros, para hacer un

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matrimonio indisoluble, que nos haga el amigo, el hermano y el esposo de nuestro divino Reparador. No hay otro medio para llegar a esta santa iniciación que el de sumergirse, cada vez más, hasta las profundidades de nuestro ser y no retroceder hasta que no hayamos alcanzado a obtener la viva y vivificante raíz, porque entonces todos los frutos que tendremos que llevar, según nuestra especie, se producirán naturalmente en nosotros y fuera de nosotros, tal como vemos que ocurre para nuestros árboles terrestres, porque están adheridos a su raíz particular, de la que no dejan de bombear la savia. Este es el lenguaje que he mantenido en todas mis cartas; y segura­ mente, cuando esté en vuestra presencia, tampoco tendré otro misterio más vasto y más apropiado que comunicaros. Y tal es la ventaja de esta preciosa verdad, que uno puede hacerla correr de un extremo al otro del mundo, y hacerla resonar en todos los oídos, sin que aquellos que la escuchen puedan hacer otra cosa que ponerla en práctica o dejarla allí, no obstante, sin excluir por ello los desarrollos que pudieran nacer en nuestras entrevistas y conversaciones, pero de los que creo estáis ya lo bastante provisto por nuestra correspondencia, y más aún por los minuciosos tesoros de nuestro amigo B... [Bóhme] de los que, en con­ ciencia, no puedo creeros escaso, y de los que no temería por vos en el futuro, si queréis aprovechar vuestros excelentes fundamentos. Es en éste mismo espíritu que os responderé sobre los diferentes puntos que me instáis aclare de mis nuevas empresas. La mayor parte de puntos tienen que ver precisamente con estas iniciaciones por las que ya he pasado en mi primera escuela, y que dejé desde hace tiempo para entregarme a la única iniciación que verdaderamente es según mi corazón. Si acaso he hablado de esos puntos en mis antiguos escritos, ha sido en el ardor de aquella juventud, y por el ascendiente que sobre mí había tomado la costumbre diaria de verlos tratar y preconizar por mis maestros y compañeros. No podría, y ahora menos que nunca, inducir a nadie a tomar parte de este asunto, viendo cómo me alejo del mismo a diario; por otro lado, sería de poca utilidad para el público, el cual, en efecto, en 310

simples escritos no podría recibir sobre este asunto luces suficientes, y al que por otra parte tampoco habría ningún guía para dirigirle. Esta suerte de luces deben pertenecer a aquellos que son llamados a hacer uso de ellas por orden de Dios, y por la manifestación de su gloria, y cuando son llamados de esta manera no hay que inquietarse sobre su instrucción, ya que la reciben entonces sin dificultad ni oscuridad alguna, y con mil veces más de nociones y mil veces más seguras que las que un simple aficionado como yo pudiera dar sobre estas bases. Querer hablar de otra cosa, y sobre todo al público, es querer sin provecho alguno estimular una vana curiosidad, y querer trabajar más bien por la gloria del escritor que para la utilidad del lector; ahora bien, si he tenido errores de este género en mis escritos, más los tendría si persistiera en continuar en esta misma línea. Así, mis nuevos escritos hablarán mucho de esta iniciación central, que por nuestra unión con Dios puede enseñarnos todo lo que debemos saber, y muy poco de la autonomía descriptiva de estos delicados puntos sobre los que usted quisiera que llevara mi atención, y a los que hay que hacer caso sólo en la medida que estos se encuentran comprendidos en nuestra circunscripción y en nuestra administración. No me priva esto, mi querido hermano, de que en esta misma carta pueda mencionarle todo lo posible sobre la totalidad de los puntos que me haya enumerado en la suya, por tanto procederé en ese orden.

1. Sobre los medios para una inmediata unión de nuestras voluntades con Dios. Diré que esta unión es una obra que puede ser cumplida solo por la resolución firme y constante de aquellos que lo desean; que no existe ningún otro medio para ello que el perseverante uso de una voluntad pura, au­ xiliada por la obra y práctica de cada virtud, fertilizada por la plegaria para que la gracia divina venga a socorrernos en nuestra debilidad, conduciéndonos finalmente hacia nuestra regeneración. Esta voluntad es la verdadera propiedad del hombre; y Dios mismo pareciera respetar esto, ya que cuando Él vino a traernos buenas nuevas, lo que a lo sumo hizo 311

fue, mediante sus ángeles, deseamos una buena voluntad; entonces vemos que su propiedad es, para no seguir adelante bajo amenazas y promesas, el dejárselas al hombre para que haga uso de ellas como guste. Consecuentemente, sabrá observar usted que lo que pudiese decir públicamente sobre este enunciado, infaliblemente no recibiría mayor crédito que lo que la palabra divina misma recibe. 2. Sobre la sensibilidad de nuestro mundo. Precisamente este es uno de los puntos sobre los que hablé bajo el impulso de mi juventud, y por este mismo motivo no quisiera seguir adelante sin primero examinarlo con mayor profundidad dentro de mí mismo, aunque, ante todo, exento de órdenes. Pero, mediante las aperturas con las que nuestro amigo B ... [Bóhme] nos revistió dentro del contexto de la naturaleza particularmente universal, pienso que usted obtendría una mayor satisfacción sobre ello si emprende la tarea de leerlo con mayor atención. 3. Sobre el culto. Debo decir que el culto que concierne a las clases aludidas, es en realidad la orden ceremonial confiada por Dios a sus grandes elegidos en las distintas épocas, cuando hubo manifestado su sabiduría y sus socorros sobre la tierra. Esto concierne a aquellos que Él eligió para tal propósito; el resto recibe los frutos. Eran las distintas instrucciones espirituales y divinas recibidas por Enoc, Noé, Moisés, Elias, y tantos otros que fueron encargados con misiones generales. En cuanto al común de los hombres, al igual que nosotros, solo es encargado de su propia restauración; y eso es suficiente para mantenernos ocupados: comencemos por ser fieles en las pequeñas cosas; sólo Dios sabrá juzgar si considera propicio confiarnos cosas mayores. 4. Sobre la unión del modelo con la copia. Os diré que en las generaciones espirituales de todo género, este efecto debe pareceros natural y posible, pues el hecho de que las imá­ genes tengan relación con sus modelos debe estar siempre presente. Es por esta vía que caminan todas las operaciones 312

teúrgicas, en las que se emplean nombres de espíritus, sus signos, sus caracteres, en fin, toda cosa que pudiendo ser dada por ellos pueda tener relación con ellos; es por ahí que van los sacrificios levíticos; es por ahí, sobre todo, que debe ir también la ley de nuestra iniciación central y divina, por la que, presentándola a Dios, tan pura como podamos, el alma que nos ha dado, y que es su imagen, debemos atraer el modelo sobre nosotros y formar por ello la más sublime unión que jam ás haya podido hacer ninguna teúrgia ni ninguna ceremonia misteriosa de las que todas las otras iniciaciones están llenas. En cuanto a vuestra pregunta sobre el aspecto de la luz o de la llama elemental para obtener las virtudes que le sirven de guía, debe usted ver que esta pregunta entra absolutamen­ te en la teúrgia, y en la teúrgia que emplea la naturaleza elemental, y como tal, la creo inútil y extraña a nuestro verdadero teurgismo, en el que no hace falta otra llama que nuestro deseo, ni otra luz que la de nuestra pureza. Sin embargo, esto no prohíbe los conocimientos muy profundos que usted pueda extraer de B... [Bóhme] sobre el fuego y sus correspondencias; allá cada cual con sus especulaciones; los conocimientos más activos sobre este punto deben nacer en las operaciones espirituales sobre los elementos; y sobre este asunto, no tengo nada más que añadir. 5. Sobre la depravación o la debilidad de nuestra voluntad. Usted da más importancia a este pasaje que yo. Se encuentra por completo respondido en el punto 1 más arriba; ya que si una voluntad constante, pura y fuerte debe, con el favor de Dios, obtener todas las cosas, una voluntad contraria deberá privarnos de todas ellas. Entonces no puedo indicar de otra manera cuáles actos de la voluntad son necesarios para descorrer el velo. Solo se trata de que, en el ejercicio de nuestra voluntad, debemos aprender a perfeccionar y a brindarle virtuosidad a nuestra voluntad; y sea dicho, de paso, a todas nuestras facultades, tal como cada día 313

puede ser visto en aquello que se relaciona exclusivamente con nuestras artes, nuestras ciencias vulgares, e incluso en nuestras acciones placenteras. No creo que sea prudente aún enviar mi dirección al amigo D. y os agradezco vuestra reserva. He leído el pasaje de Isaías que él me indica, XTV, 29. Este contiene una verdad fundamental, verificada en cada época en donde la justicia divina se ha manifestado por las manos de las naciones empleadas para su venganza: esta verdad está presente y podrá ser todavía verificada en nuestra revolución, así como lo será siempre en eventos similares; motivo por el cual sería un error el aplicarla a una circunstancia en particular, observando que las abraza a todas. Adiós, etc.

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ANEXO II LA ORACIÓN Obras Postumas (1.807) Louis-Claude de Saint-Martin

Si la naturaleza es como la iniciación de todas las religiones, la oración sería como la consumación, puesto que las contiene a todas.
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muerte proporcionar este carácter; no es para nosotros sino una de las floraciones de la admiración, mostrándose como la cima de ese edificio de la generación que debemos construir durante todo el curso de nuestra existencia. Pero ¿cuándo alcanza la oración ese término sublime? Cuando conseguimos que las plegarias oren en nosotros y por nosotros, y no en esas oraciones que nos vemos obligados a sostener por todas partes, exponiéndolas a través de fórmulas o actitudes pueriles y escrupulo­ sas; es cuando sentimos que Dios sólo habita en sus obras, como lo hacen todos los seres, y que sus obras son espíritu y vida, no podemos esperar que habite en nosotros hasta que nos hayamos convertido en espíritu y en vida; es decir, hasta que cada una de nuestras facultades se convierta en una de las obras de Dios. Desgraciadamente, los hombres se hayan lejos de ser suficientemente felices para poder elevarse a la altura de esa inefable religión de la oración, elevándose apenas a la altura de la religión de la inteligencia, librados de tal forma a lo sensible, por no decir a lo material, que sin la religión de los hechos o de los prodigios les es casi imposible tener acceso a su alma y revelar en ellos el principio de la vida-, por ello es necesario, por su bien, comenzar a tratarlos como enemigos [a los prodigios] antes de pensar en tratarlos como hermanos. No obstante, será el cuerpo de estos hermanos el que debe realizar la obra. ¿Dónde se encuentran aquéllos que no piden más milagros, como les fue reprochado a los Judíos, pero que no se limitan como los gentiles a buscar la sabiduría del espíritu, sino que se sumergen en ese abismo inmenso de la oración, para probar efectivamente que todo lo que no tiende a esta viviente y activa religión no es más que un fantasma? ¿Dónde están aquéllos que reconocen cuánto el gusto por lo insólito absorbe y oculta para nosotros las maravillas que po­ dríamos encontrar en la oración? ¿Dónde se encuentran aquéllos que toman la firme resolución de morar en el templo del Señor hasta que sientan que el templo del Señor viene a morar en ellos? La eterna sabiduría divina mantiene todas las producciones de la eterna inmensidad en sus formas, en sus leyes y en su viviente actividad: el aire opera el mismo efecto sobre todos los seres de la 316

naturaleza, pues sin él se disolverían todas las formas; la oración tiene el mismo destino y empleo en relación con el hombre; ella debe hacer descender su peso sobre todas las facultades que componen nuestra existencia y mantenerlas en todo su juego; como el poder universal pesa sin cesar sobre todos los seres y les presiona para manifestar la vida que tienen en ellos. Esta sabiduría eterna es el aire que Dios respira; es una en sus medidas, es lo que hace que la forma de Dios sea eterna; no tiene nada que combatir ni ningún trabajo que soportar, como esa sabi­ duría temporal de la que hemos necesitado durante nuestro viaje en las regiones mixtas. He ahí el modelo de nuestra oración que nada obtiene, si no adquiere ese carácter de unidad activa que la lleva por encima del tiempo y la toma como el canal natural de las maravillas de la eternidad; pues es ella la que presionando sobre todos nuestros canales espirituales los depura de toda su corrupción y les sitúa en un estado de recibir todos los tesoros que deben transmitirnos. Cuando decimos en el Pater, santificado sea tu nombre, no hacemos más que invocar el cumplimiento de esta Ley. El alma es el nombre de Dios; ahora bien, si conseguimos que el nombre de Dios sea santificado en nosotros, desde ese mismo instante el canal de las maravillas de la eternidad obra por nosotros, y dichas maravillas pueden expandirse no sólo sobre nosotros, sino también sobre la inmensidad que nos rodea. Porque es en nosotros, unidos con todos los elegidos de Dios, todos los Patriarcas de Dios, todos los Apóstoles de Dios, que podemos decir Padre nuestro en el sentido más sublime, porque por ello somos sus hermanos, participando en todas sus obras. Esas maravillas ya no se detienen una vez abierto el acceso en nosotros, ya que entonces somos iniciados en el movimiento divino y ese movimiento no se interrumpe jamás, porque es hijo del deseo, y el deseo es la raíz de la eternidad. Ahora bien, este movimiento divino en nosotros no se encuentra más que en el reposo absoluto de nuestro ser y por el cese de todas las tempestades que sufrimos en la región del tiempo. ¡Oh!, ¡cuán grande, temible y magnífico sería un hombre que no fuese el resumen del pecado! No habría fuerzas, luces y virtudes que no se encontrasen en él. Pero qué dolor para el hombre sentir 317

que no puede esperar rezar tranquilo y en plena libertad hasta que el universo entero sea disuelto; sentir que todo lo que le rodea, todo lo que se le aproxima, todo lo que le constituye en este momento es un obstáculo para la plegaria. También que el hombre se examine, antes de proferir la plegaria del Centurión: una palabra tuya bastará, etc [Mt 8:8]. Porque ¡desgra­ ciado ese hombre si se pronuncia esa palabra antes que haya podido entenderla!, no se pronunciaría más que para asustarlo y perderla. ¿Quién está en estado de escuchar y entender reteniendo en su oído la palabra del Señor? He aquí lo que debe ser la palabra del Señor para aquél en quien la plegaria ha tomado posesión. Esta palabra la encuentra por todas partes: la encuentra a todas horas, porque como no existe el tiempo para el espíritu, no existe tampoco lugar para el espíritu. ¿No son proporcionales el tiempo y el espacio? Tierra, detente; cielos, suspended vuestra voz, y tú, príncipe de las tinieblas, aléjate y precipítate en tus abismos. Pues un hombre va a orar, y va a orar hasta que sienta que ha llegado a esa región donde el hombre está perpetuamente atormentado por la persecución y la inoportunidad de la oración y la palabra. Sólo deberíamos dirigir a Dios plegarias de agradecimiento y no pedirle nunca nada: puesto que da siempre y da sólo lo que es siempre perfecto y bueno para nosotros. Nos da abundantes delicias y favores, incluso cuando sentimos por nuestras manchas merecer sólo castigos y esperar sólo suplicios. Los desgraciados hombres lo saben y no cesan de hacer morir a Dios; es decir, impedirle penetrar en ellos, y por consiguiente, ma­ nifestarse fuera de ellos. Puesto que si nuestra felicidad es conocer a Dios, la felicidad de Dios es ser conocido por nosotros, y todo lo que se opone a eso es una muerte para él. Lloremos, lloremos sobre los pecados de los hombres y sobre los nuestros propios. Actuemos para poder sentir cuánto Dios nos ama, y para invitarle a hacernos sentir cuánto nos ama, prometiéndole que trabajaremos para manifes­ tarlo, y no nos demos un momento de reposo en que no le hayamos ofrecido la palabra. 318

Lleguemos en nuestra penitencia y en el sentimiento de nuestra ingratitud para con él hasta entregarnos, sin pesar e incluso con pla­ cer, a los sufrimientos, peligros y temores de todo género; es decir, sometámonos con gusto a los castigos y penas que tenemos justamente merecidos. Castígame, Señor, porque entonces estarás cerca de mí. Ya que la principal oración que debemos hacer y la principal obra en que debemos trabajar será pedir a Dios la pasión exclusiva de buscarle, encontrarle, estar unidos a él, y no permitirnos un movimiento que no derive de dicha pasión, ya que esta vía nos obligará a ser verdade­ ramente la imagen y semejanza de Dios, en el que no haremos nada más, no tendremos un sólo pensamiento más, ninguna floración en nosotros que no sea precedida y no salga directamente de la santa palabra interior y divina, como no existe nada en todos los universos de los espíritus y de los mundos que no sea continuamente precedido de la eterna y universal palabra generatriz y creadora de todas las cosas. El amor se hace nuestro hermano; digámosle: desciende a mi corazón como un médico hábil y experto, y pronúnciate sobre el tratamiento que conviene a mis heridas; a cualquier amargura, cual­ quier dolor que acaezca, me someteré con alegría, ya que es el único medio que tengo de recobrar la salud. Estaré tranquilo en tus manos, puesto que me precederás en mi suplicio; estaré tranquilo entre tus manos, porque me amas; estaré tranquilo en tus manos, porque eres poderoso, y todos los males, todos los peligros y todos los enemigos se destruirán para mí ante tu sola presencia. Pero no es suficiente con pedir a Dios que descienda hasta noso­ tros; no habremos hecho nada si no permanece, y ésta es la mayor desgracia de la que son normalmente víctimas los hombres: porque Dios desciende con frecuencia en ellos; pero frecuentemente le dejan salir de nuevo, o más bien ellos mismos le hacen salir, pareciendo, por así decirlo, no darse cuenta. Hombres, reavivad vuestras esperanzas, acordaos de que Dios se ha hecho un órgano en vuestro sitio (como se ve en la 7a religión o en las tradiciones); recordad a Dios su propia palabra por la que ha dicho que se hace órgano en vuestro sitio: decidle que sus palabras no pueden pasar e importunadle hasta que sintáis que realmente se 319

ha hecho órgano para vosotros en todas vuestras facultades; es en­ tonces cuando vuestras alegrías, vuestra paz y vuestro triunfo estarán asegurados; y dirás: ¡feliz aquél que persevera hasta el final! Sin embargo, antes de aplicar este paso al fin universal de las cosas, no debéis aplicarlo en un principio más que al fin de cada una de vuestras propias obras espirituales-particulares que nunca debéis abandonar y que debéis llevar por vuestra perseverancia hacia ese fin, o a ese divino resultado que sólo puede compensaros por vuestros trabajos y os resarcirá de vuestras penas al céntuplo. Pedid por lo tanto, sin cesar, a este Dios que se crea él mismo en vosotros en misericordia, en fuerza, en amor, en caridad, en resigna­ ción, en confianza, en dulzura, en fin, en toda la naturaleza primi­ tiva de nuestro ser: puesto que tal debe de ser la manifestación y la actividad continua de nuestra substancia divina; pedidle todos esos favores ahora, desead ser atormentado como él de impaciencia por la justicia, de esa impaciencia con la que alimenta el alma del profeta y hace que su alma sea un mar agitado y grueso, que no puede tener ningún reposo. ¿Cómo no iba a ser atormentada el alma del profeta con la im­ paciencia de la justicia? Él siente que lo real, lo santo y lo verdadero son, que son ahora, que son siempre, y que, no obstante, se encuentra retenido como un esclavo y como un ser con el que se juega en medio de lo falso, de lo aparente y de lo ilusorio. Pero he aquí las diversas progresiones del hombre según los diver­ sos grados en que se encuentra emplazado, sea por su falta, sea por orden. El hombre que ama el pecado teme todo y le repugnan todos los sufrimientos; el hombre que odia el pecado no teme ninguno de estos sufrimientos; el hombre que hace penitencia por sus pecados los soporta con resignación e incluso con alegría; el hombre que hace penitencia por los pecados de los otros y por el gran crimen desea estos mismos sufrimientos con ardor y ellos son su consuelo; el hombre del torrente no conoce esas útiles progresiones: son cuerpo que toma demasiado del espíritu para que su espíritu pueda tomar de su cuerpo. La oración es una vegetación, porque no es sino el desarrollo la­ borioso, progresivo y continuo de todas las potencias y de todas las 320

propiedades divinas-espirituales y naturales, temporales, corporales, gloriosas del hombre, que han estado escondidas y enterradas por el pecado. N o podrás jamás conocer la oración de la penitencia si no has recorrido el vasto camino de la necesidad del primer hombre, el de la naturaleza inmortal, espiritual, pensante y parlante, de tu horrible privación que te demuestra la evidencia de un castigo, como conse­ cuencia de una falta, y por consiguiente una justicia anterior a ti; jamás podrás conocer tu purificación viva y real hasta que hayas pasado por dicha penitencia; jamás podrás conocer tu regeneración hasta después de haber sufrido esa viva purificación o esta penitencia que, por tus lágrimas, te produce el Bautismo de agua que lava todas tus manchas; nunca podrás ejercer las obras y dones del espíritu hasta que no hayas sido reinstalado en tus potencias por tu regeneración; nunca podrás enseñar con seguridad y útilmente por escrito lo que no hayas enseñado por los diálogos y los discursos; jamás podrás aprovechar la lectura de las buenas obras hasta que tú mismo no hayas enseñado por el diálogo y los discursos; jamás podrás encontrar reposo para tu espíritu hasta que no te colmes de la lectura de las buenas obras. Esto te indica cuál es la inmensidad del dominio de la oración, y al mismo tiempo cuál es la grandeza del trabajo que te impone; porque en este campo no existe un solo grado que no cuente con tu actividad para rendirte su fruto, a fin de que no olvides que eres un extracto vivo de una fuente viva, y que su imagen toda debe nacer de ti, para que te sume o te reste. Dios es un rey que siempre entra en su reino y que jamás sale de él. Es para el alma humana como un esposo tierno y atento que vela con cuidado continuo para evitar a su esposa querida no solamente los males y peligros, sino también la más mínima fatiga. Magnifico Dios de mi vida, transforma todos los seres que com­ ponen el tiempo; que se conviertan en las luces de tu templo eterno, que se conviertan en órganos de tus santos cánticos, y que digan todos juntos, sin interrumpir un sólo instante: magnifico Dios de mi vida, magnifico Dios de mi vida, magnifico Dios de mi vida, todo está en ti, tú estás en todo, y nada se conoce, ni se ama, ni es feliz más que por tu vida y en tu vida. Sólo existe tu espíritu de vida que crea los 321

espíritus en nosotros, llenándonos de sus seres inmortales y eternos. La Ley de Moisés sólo era un reflejo de tu espíritu, por lo que única­ mente creaba en nosotros potencias pasajeras: eres tú quien crea en nosotros una abundante inmensidad de tus potencias permanentes y la plenitud de tus espíritus. La oración es la principal religión del hombre porque es la que une nuestro corazón a nuestro espíritu; y esto ocurre porque nues­ tro corazón y nuestro espíritu no están ligados al cometer tantas imprudencias, viviendo en medio de tantas tinieblas e ilusiones. Cuando, al contrario, se unen nuestro espíritu y nuestro corazón, Dios se une naturalmente a nosotros, puesto que nos ha dicho que cuando nos reunamos en su nombre, estará entre nosotros, y en­ tonces podremos decir, como el Reparador: Dios mío, sé que me complaces siempre. Todo lo que no sale constantemente de esa fuente se encuentra en el rango de las obras separadas y muertas; incluso las obras del espíritu que pueden operarse a través de esa fuente en nosotros, como siendo su órgano, no nos parecen comparables a dicha unión; mas el medio de preservarse del orgullo en esta clase de obras es el de tener nuestros ojos permanentemente vueltos hacia dicha fuente, porque entonces sentiremos que sólo trabajamos para su glorificación, así como cuando ponemos las obras del espíritu en las vías y en las intenciones externas sentimos que trabajamos para nuestra propia glorificación. La oración une nuestro espíritu y nuestro corazón a Dios, y cuando abre en nosotros el hogar divino, sentimos que entramos en calor, nos sentimos animados y vivificados por todas las potencias divinas; todas las bases de la alianza se posan en nosotros, todos los patriarcas, todos los profetas del Señor, todos los apóstoles realizan cada uno sus funciones en nosotros; realizan estas funciones en nosotros porque el Espíritu Santo las realiza en ellos mismos, y todas estas diversas funciones se operan en nosotros en una unión deliciosa y en una ar­ monía que nos hace sentir la santa fraternidad de todos los Elegidos de Dios, y su celo ardiente y mutuo de avanzar en nosotros la obra de Dios; nos presentan esta santa armonía porque ellos mismos son dirigidos e influenciados por la armonía de la unidad, etc. 322

He dicho y escrito que nuestra oración sólo debería ser una con­ tinua acción de gracias; esto no debiera de sorprendernos si reflexio­ namos sobre nuestra situación en este mundo: todos deberíamos, en efecto, componer nuestra plegaria, o nuestra continua acción de gracias, de la lista de gracias preservativas que recibimos. Cada uno debería ocuparse de la enumeración de los males que no sufre, de las tribulaciones de las que se ha salvado y de las privaciones que se ha evitado. Cada uno podría extender infinitamente el salmo 43258: puesto que no son ya las misericordias que recibieron nuestros padres las que podríamos contar como lo hace el canto judío, sino que son las misericordias que nos han sido y que nos son concedidas a diario a nosotros mismos. Si cada uno sigue esta vía, sentirá pronto la alegría, la paz, el consuelo; y la mano suprema y misericordiosa le alcanzará para protegerle incluso de los males considerables que parecen in­ evitables a nuestra naturaleza, pero que, sin embargo, nos llegan con frecuencia debido a nuestras faltas e imprudencias. Pero para llegar a este punto de sublimidad donde nos puede conducir la oración, es necesario obtenerlo al precio de los dolores del alumbramiento; es por ello que el recuerdo nos separa del precio que nos ha costado y que este tesoro trae para nosotros el precio del amor. Aprendamos también ahora el gran secreto de que Dios nos ob­ serva a veces en nuestro trabajo y en los dolores de nuestra oración, como una madre observa a su hijo cuando se encuentra en combate con las pueriles angustias propias de su edad y con los pequeños simulacros de peligros a los que le expone para formarle y hacerle desarrollar sus propias fuerzas. Dios, como esta madre, sabe bien que su amor coronará nuestros esfuerzos, incluso se complace en su amor hacia nosotros al vernos agitar así ante el temor de disminuir ante nuestros ojos el valor de dicho tesoro que es nuestro único 258 “Hazme justicia, oh Dios, y defiende mi causa contra una nación impía; líbrame del hombre engañoso e injusto. Ya que tú eres el Dios de mi fortaleza, ¿por qué me has rechazado? ¿Por qué ando sombrío por la opresión del enemigo? Envía tu luz y tu verdad; que ellas me guíen, que me lleven a tu santo monte, y a tus moradas. En­ tonces llegaré al altar de Dios, a Dios, mi supremo gozo; y al son de la lira te alabaré, oh Dios, Dios mío. ¿Por qué te abates, alma mía, y por qué te turbas dentro de mí í Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez. ¡El es la salvación de mi ser, y mi Dios!”

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bien; ve que le ganamos por nuestros sudores, aunque se encuentre bien determinado al acuerdo, y esta victoria sobre nuestro corazón es una dulce conquista en la que se regocija del avance en secreto; es así cómo en medio de nuestra propia libertad no somos más que los órganos y la ejecución de sus divinos propósitos, cuyos móviles primitivos permanecen siempre ocultos en sus manos, o más bien en su corazón; y al mismo tiempo percibimos con sorpresa, y cuando menos lo esperamos, cuán dulces son sus planes y sus medios plenos de sabiduría siempre nueva y maravillosa. Puesto que a través de su divina industria nos libra de males aparentes para conducirnos al temor y a la oración de súplica, librándonos continuamente de males reales para inducirnos al amor y a la plegaria de acción de gracias. Las ventajas de estos hilos del amor, o de este fuego vivo y animado que debe acabar por abrasarnos, son innumerables; y la principal de dichas ventajas es la de preservarnos de los golpes del enemigo de todo género: porque cuando el fuego del amor es encendido en todo nuestro ser, el enemigo, por más que golpee, no golpea sobre nosotros, sólo golpea sobre la cólera que está como apartada de nosotros, es decir, que se golpea a sí mismo y se infringe a sí mismo su propio castigo. Este fuego del amor detiene de tal forma los poderes del enemigo que los magos del Faraón no tuvieron ya fuerzas para imitar los pro­ digios de Moisés, después de que tras la petición del rey de Egipto, rogó por el cese de la plaga de ranas (que era la 3a). Ciertamente, ¡qué te puede resistir, hombre, si has tenido el gozo de orar, hasta sentir tu fuego de amor o tu santa eternidad moverse en ti! No olvides que no sólo debes ser una operación de Dios, sino que esta operación de Dios debe de ser continua y en todo instante ¡Oh Dios!, ¡haz pues que en cada acto de mis deseos deje pasar un poco de ti en el mundo! No tenemos otra ocupación que ser, por así decir, los anunciadores de Dios en el mundo, y que los hombres lo prueben en todas las cir­ cunstancias de su vida; es decir, que prueben sin cesar, sin inventar nada: ya que cuando cuenten de los hechos del espíritu, no tendrán para nada la certeza de los hechos que cuenten; y cuando comprendan verdades interesantes, su inteligencia no estará para nada en la precisión de las verdades que comprendan; aunque realicen acciones buenas, 324

humanas, generosas, su acción no participará para nada de la santidad y equidad de la ley eterna que ordena semejantes acciones. De esta forma, la memoria del hombre no es más que la anunciadora de la evidencia de los hechos; su inteligencia sólo es la anunciadora de la justicia y de la ley que está bajo él. No obstante, cuanto más emplee sus facultades en este comercio, más lo aumenta, y al mismo tiempo, más amplia su propia existencia; se ve también que cuando más pone de lo suyo en este comercio, más es digno de nuestro reconocimiento y de las recompensas de la justicia universal, ya que con ello aumenta nuestras propias riquezas y la gloria de su maestro, manifestando las maravillas divinas. En efecto, en el orden común, el hombre inteligente es superior al hombre que cuenta [narra], y el hombre que actúa es superior al uno y al otro; puesto que, al igual que el principio de las cosas sería como nulo para nosotros si no se hubiese transformado en obras, igualmente el hombre no será un ser completo si no lleva el desarrollo y el uso de sus facultades hasta la acción. Se nos dice en el Apocalipsis 13: 8 y 9: “La bestia será adorada por todos los que habiten la tierra, y cuyos nombres no están en el libro de vida del cordero que ha sido inmolado desde los comienzos del mundo. Que el que tenga oídos entienda”. Es aquí donde el hombre aprende por dónde debe comenzar para conducir el desarrollo de su plegaria y el uso de sus facultades hasta la acción; si ve que su edificio no está fundado sobre arena, debe reflexionar que la obra particular del hombre es una imitación de la obra general; de esta forma no obtendrá el objeto de sus obras si no comienza por repetir en él la inmolación del cordero, porque la obra particular del hombre debe también crearle un mundo, es decir, una operación universal espiritual emancipada de toda operación terrestre de voluntad humana, y por consiguiente el cordero debe ser inmo­ lado también en él desde el comienzo de este mundo particular que debe ser para él una obra completa; pero como ninguna inmolación particular puede hacerse en él si no es a través de su unión con la inmolación del cordero universal, aprende de esta forma el único medio que tiene de inscribirse a la vez en su propio libro de la vida y en el libro de la vida por excelencia, es decir, en qué condiciones 325

puede preservarse de la adoración de la bestia, pues todo lo que no está en estos dos libros de vida está en la bestia. He aquí, creo yo, con qué oído debe entenderse dicho pasaje. Nuestro cuerpo animal no es la bestia, aunque se encuentre unido a ella; por ello debemos prometernos no acordar nada con este animal tan cercano a la bestia antes de obtener y sentir en todo momento sobre nosotros mismos el alimento del espíritu. ¡Dios supremo! Sólo tú puedes servirte de orar en ti mismo, reen­ contrándote a ti mismo en nuestra oración, con la que puedes grati­ ficarte y estar contento. Pero también, es cuando te reencuentras a ti mismo en nosotros que podemos creernos regenerados y pronunciar con emoción y alegre confianza: Consummatum est. Pero estas alegrías están aún bien lejos de ser permitidas al hombre; éste tiene primero que ganarlas a través de los sudores continuos de su sangre y de su espíritu. En un principio es necesario que sufra por sus propios pecados; es necesario que escuche en sí mismo la voz te­ mible de sus pecados, voz mil veces más espantosa que la de todos los males de la tierra; es necesario que sienta el horror de haber podido escandalizar al Ser santo y justo por excelencia, y que recuerde lo que dice la Escritura: Desgraciado aquél que haya escandalizado al menor de sus pequeños. Por consiguiente, ¡qué desgracia para aquél que ha escandalizado al mayor de todos! Debe hacerse circuncidar en todas las partes de su ser, y sufrir como los Siquenitas259 las consecuencias dolorosas de la operación durante varios días; es preciso que medie la misericordiosa justicia de este Dios ultrajado que, a pesar de que le hayamos escandalizado hasta su propio centro divino, no nos cas­ tiga, o más bien no busca corregirnos más que por las tribulaciones terrestres y las aflicciones corporales, cosas todas que no deberíamos mirar como aflicciones, pues la privación de todo lo que dura en el tiempo, e incluso la misma muerte, son tan inevitables, que es en to­ das estas cosas que la sabiduría piensa cuando nos recomienda hacer penitencia; no menos importante es la cuestión de las aflicciones humanas que una aparente injusticia pudiera atraer sobre nosotros: 259 Habitantes de Siquén, Gén. 34 (N. del T.).

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pues cuando las aflicciones nos llegan, y estaríamos tentados de decir que no las merecemos, pensemos que Dios podría decirnos: cuando me habéis herido en mi amor por vuestra indiferencia, en mi verdad por vuestras mentiras, en mi santidad por vuestras deshonras, ¿he merecido yo todos esos ultrajes? Y no obstante los he sufrido y los sufro todos los días; sucede que, cuando haya sufrido así el dolor por sus propios pecados, se abre a los dolores que el reparador ha soportado y soporta sin cesar por los pecados de los demás hombres; hay que presentarse para entrar al servicio de este buen maestro, que se libra con celo y ardor a repartir sus fatigas y sufrimientos; hay que sentir que este maestro incomprensible en su amor está mil veces más afligido por los males terrestres y espirituales que los hombres lo es­ tán entre ellos, hasta un punto en que ellos jamás podrían estarlo; es necesario que el [hombre] se aflija con él, que sufra para aliviarle, si es posible, que se dé cuenta de que este maestro divino es consolado en parte de sus sufrimientos por los triunfos que la eterna justicia no puede dejar de conseguir y que efectivamente consigue todos los días; pero la verdadera forma de servir a este buen maestro sería tra­ bajar para consolarle en su amor, buscando abrirle los corazones de aquéllos que ha deseado llamar sus hermanos, pues sólo tiene sed de almas, y es en esta sed que debemos trabajar sin cesar en llenarnos, si deseamos convertirnos en sus hermanos y colaboradores. Hay que sentir que todas las abominaciones, errores e ilusiones a las que los hombres se han librado, se libran y seguirán librándose hasta el fin de los tiempos, son como espinas y puñales que desgarran el corazón de este buen maestro, y entrar a su servicio es el tratamiento que él espera y el pan cotidiano que debe comer. Pues no puede abrir los ojos sobre ningún objeto de la naturaleza, sobre ningún hombre, y aún menos sobre ninguna mujer, sin que encuentre un sujeto de dolor y aflicción espiritual donde el corazón de nuestro maestro esté ator­ mentado desde el comienzo de los siglos: tal es la vida del verdadero discípulo de este verdadero maestro, y tal es la verdadera oración. Ya comenté antes que debiéramos pedir que Dios y la oración se orasen ellos mismos en nosotros. Habría podido añadir que, puesto que se nos ha dicho que cualquier cosa que pidamos al Padre en su 327

nombre la obtendremos, faltaría tener la industriosa fe de pedirle a él mismo en su nombre, a fin de que no pueda rehusarse a nuestra plegaria. La Escritura nos dice que el Espíritu Santo ruega sin cesar en nosotros por gemidos inefables. Si es así, no tendremos otra cosa que hacer que no impedir al mismo Dios orarse así en nosotros: pues, si se ora tanto en nosotros como en todas las facultades de su ser, seríamos entonces la verdadera nada que debemos ser en rela­ ción a él, y no haremos sino entender continuamente las diversas y divinas plegarias que haría en nosotros y para nosotros, siendo sólo el objeto, el testigo y los signos vivientes para instruir las regiones externas. Ahí está el verdadero abandono: ahí está ese estado donde nuestro ser está continua y secretamente transportado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, y si se osa decir, de la nada al ser; pasaje que nos colma de admiración, no solamente por su dulzura, sino más bien porque esta obra queda en las manos divinas que la opera, y que afortunadamente para nosotros nos resulta incompren­ sible, como todas las generaciones en todas las clases lo son a los seres que en ellas son los agentes y los órganos; sí, la felicidad de dicha ignorancia en nosotros es tal que si fuera posible ofrecernos el conocimiento y la clave de nuestra generación divina, sería un gran error no rechazarla. Pues si este ser es todo, ¿dónde podría ir para corromperse? ¡Dónde podría ir que no se encontrara a sí mismo, es decir, que no encontrara la verdad y la perfección! En cuanto a su propia generación eterna y divina, no creemos que alcance nunca a conocerla en realidad efectiva, más allá de algunas sublimes ideas que los profundizadores de la sabiduría nos puedan regalar. Pues existe una magia universal sobre todas las generaciones, todas lo sienten y no se comprende. No temo incluso avanzar que Dios se maravilla per­ petuamente en su propia generación, pero que si él la comprendiera, tendría un comienzo, ya que su pensamiento sería anterior a dicha generación; por último, si el ser conociera su propia generación, no habría más magia, y sin magia, poseeríamos la ciencia en la verdad, pero ya no tendríamos más placer. Cuando tenemos la dicha de alcanzar este sublime abandono, el Dios que hemos obtenido por su nombre, según su promesa, este 328

Dios que se ora a sí mismo en nosotros, según su fidelidad y su deseo universal, este Dios que ya no puede abandonarnos más, puesto que ha introducido su universalidad en nosotros, este Dios, digo, hace de nosotros su habitáculo de operaciones. Así, con este Dios, no tenemos ya manchas que temer, puesto que él es la pureza que lleva a todas partes y a la que nada puede manchar; no tenemos que temer más los ataques del enemigo, ni demoniaco, ni astral, ni terrestre, ya que él es la fuerza y el poder, y todas las potencias fracasan ante él; no existen ya más inquietudes a tener ni por nuestra marcha, ni por nuestros discursos, ni por nuestras necesidades, porque él se transforma a sí mismo en todas estas cosas y posee la plenitud de todos los medios para bastarse: lo que nos muestra la fuerza y la verdad de las palabras que dijo a sus apóstoles en su recomendación de no preocuparse por los cuidados de su vida, etc., como hacen los paganos. En efecto, si tenemos la dicha de llamar a nuestro Dios por su propio nombre, él viene a establecerse en nosotros, y no tardará en operar algún prodigio que asegurará un tanto más nuestra felici­ dad: pues si vemos que en Isaías, Jeremías, Amos y otros profetas, jura por su nombre, por su derecho, por su alma, romper la fuerza del pan, derribar las ciudades culpables y no acordarse más de los pueblos criminales: ¿cuánto más estará dispuesto al jurar por su nombre, por su derecho, por su alma, no abandonarnos, no se­ pararse de nosotros, ya que no podría hacerlo sin separarse de él mismo? ¿Cuánto más estaría deseoso de jurar todas estas cosas en su nombre por su amor, que jurar lo contrario en su nombre por su cólera? Ahora bien, si nos ha sido acordado semejante favor, debiera de constituir nuestra esperanza y nuestra seguridad, puesto que Dios no toma su palabra en vano, no podría con toda seguridad tomar en vano su propia palabra, por lo que todas sus promesas no pueden carecer de efecto y todas sus misericordiosas bendiciones nos seguirán y acompañarán siempre. Recordemos que dio su pa­ labra al reparador y que jamás podrá olvidarla; recordemos que ha dicho que siempre que se reúnan dos o más en su nombre, estará en medio de nosotros. Ahora bien, no sólo podemos unir nuestro corazón y nuestro espíritu en su nombre, sino también todas nuestras 329

facultades, nuestra fe, nuestra justicia, nuestro amor, nuestra piedad, nuestra devoción, etc. ¡Feliz pues el hombre al que se digna elegir la Divinidad, para hacer un templo donde venga ella misma a invocarse por su propio nombre y jurar en su propio nombre que velará sobre este templo, empleándolo en la ejecución y en el cumplimiento de todos sus propósitos! Debe esperar trabajos penosos y una gran servidumbre a las órdenes de su maestro, pero además de que esta fidelidad y esta exactitud son indis­ pensables, incluso en el orden humano, cuántas dulzuras y recompensas debe esperar de esta entrega, ¡no serán menos los servicios que él le devolverá! Esta dulzura puede ampliarse al punto en que el hombre ya no tendrá más necesidad de pedir a este Dios para que venga a invocarse en él en su propio nombre; pero este Dios de amor y de deseo vendrá él mismo sin siquiera esperar la súplica del hombre que entonces ya no tendrá otras oraciones que las de acción de gracias y de júbilo. No tendrá ya necesidad de decirle, como la Escritura: ora sin descanso, pues siempre permanece en él, y no puede permanecer sin orar y sin hacer surgir universalmente su eterno deseo; es decir, sin hacer llover sobre nosotros y hacer fluir en nosotros raudales de mundos espirituales y de multitud de innombrables universos divinos. Porque si ha dicho que deseaba ser servido en espíritu y en verdad, y que era a estos servidores a quienes amaba, no debemos sino estar seguros que se servirá él mismo en nosotros en espíritu y en verdad, ya que no puede dejar de ser fiel a su propia ley, fundamentada no solamente sobre su invariable exactitud, sino además sobre lo que no puede dejar de asumir en sí mismo y de hacer consigo mismo en espíritu y en verdad, en conformidad a su propio amor. Pero esta plegaria que él hace en nosotros es dolorosa, como la que nosotros mismos hacemos, puesto que se trata de un renacimiento; ¿no sentimos dolores físicos en aquéllos miembros que nos han sido amputados? Asimismo debemos sentir en lo espiritual cuando la acción se desarrolla en nosotros llegando a aquéllos miembros espirituales a los que el pecado ha hecho sufrir la amputación. Y bien, ¡el reparador debe sufrir de semejantes dolores y aún mucho más considerables cuando busca introducirse en nosotros! Pues somos como miembros 330

de ese gran Ser que nuestras manchas han suprimido de él, y como él busca introducirse universalmente en todos sus miembros se debe percibir cuál es la extensión de la obra dolorosa que realiza en nosotros, ya que él mismo viene a convertirse en fruto de su propia penitencia; pero también debemos ver cuáles son nuestras esperanzas cuando él mismo viene a hacer penitencia en nosotros, ya que le debe resultar imposible resistir y no rendirse a su propia penitencia. Hombre, tú has visto que el reparador desea venir a hacer peniten­ cia en nosotros; tú ves que busca reproducir de nuevo todos nuestros miembros, a pesar de los vivos dolores que esta obra le ocasiona; tú ves que viene a convertirse en el fruto de su propia penitencia. Estos inefables e incomparables favores no son suficientes para que le pidas, cuando te haya curado, la gracia de entrar para cualquier cosa en su aflicción, relativa a las manchas y a las tinieblas de los demás hombres. Sólo hay que entrar así en su aflicción y participar de los dolores que la humanidad ciega y extraviada le hace sufrir; ello hace que el juicio de la especie humana entre igualmente en nosotros haciéndonos sentir todo el entendimiento y todo el horror. Igualmente, hace que percibamos allí como la ejecución por lo general, como percibimos para el individuo nuestra penitencia particular, y los dolores que nuestro ser espiritual soporta para regenerar aquéllos de nuestros miembros amputados. Esto es lo que constituye el verdadero estado profético. Pero esta obra es tan importante que debes guardarte del deseo antes que tus substancias sean lo suficientemente puras y fuertes para soportarla: con más razón esta precaución es indispensable antes de que pidas al gran Ser que se ore a sí mismo en ti: pues sólo puede tener simpatía entre seres análogos. Mas también, desde que veles constante y diligentemente sobre ti, está seguro de que este gran Ser no tardará en venir y se convocará a sí mismo en ti por la plegaria: este será el signo de tu regeneración. Pues esta regeneración no puede tener lugar hasta que el curso progresivo de todas las elecciones y todos los puntos de todas las alianzas se hayan cumplido en nosotros, puesto que sólo entones la palabra eterna del Padre realiza su libre operación en nosotros y se hace entender a nuestro espíritu con toda la dulzura que ella engendra. 331

Entonces será cuando sientas lo que es la verdadera fe que no es otra cosa que mirar a Dios como el propietario de la casa que tú le has cedido para el pacto conjunto entre él y tú; por consiguiente, debes dejarle plena y entera libertad de usar a su conveniencia todo lo que compone esta mansión; por último, esta verdadera fe consiste en que no haya ni un sólo lugar de ti mismo del que reserves o donde conserves la más mínima propiedad, puesto que es Dios mismo, su voluntad, su operación, su espíritu quienes deben ocupar y comple­ tar todo el espacio que te constituye, atendiendo que habiéndose convertido en su propiedad ya no puedes poseerla. Procura sobre todo sentir que no puedes nada, si no procedes, es decir, si no estás continuamente engendrado de Dios, pues Dios sólo puede vivir y operar en su propio deseo; he aquí porqué el hombre no es nada en tanto que no es universalmente la floración o la explicación activa del deseo de Dios; he aquí porqué también cuando es justo el mismo Dios no se le resiste, porque sólo es justo cuando Dios habita en él y le justifica. Pero para alcanzar este alto término hay que pasar anteriormente por el empleo determinado de todas las potencias de nuestra voluntad. Porque se siente tan bien en la obra que nuestra voluntad es una potencia que se prueba físicamente, comprobándose que queremos cuando la ley es vinculada al juego de los sentidos que ella se traza. Así, deberíamos orar siempre, o absorber el tiempo en nuestra plegaria, si deseamos restablecer nuestras analogías con Aquél que es sin tiempo; así deberíamos adherirnos inseparablemente y sin interrupción a este nombre profundo que quiere estar ligado inseparablemente a todo, puesto que sin esta fuente no puede haber nada regular participando de la luz; así debemos hacer esfuerzos constantes y perpetuos para que este nombre radical no se separe de nosotros un sólo instante, puesto que nada en nuestras obras espirituales, sociales, intelectuales, morales, naturales, corporales, puede ser legitimado y garantizado por nuestros propios reproches, en tanto que todas estas obras son el efecto positivo y el resultado mismo de este gran nombre. Pero una maravilla que no hay que decir muy alto es que el hombre ora siempre, aunque no lo sepa; y las plegarias que realiza 332

conscientemente no son el producto de las que ignora: sólo son el fluir de ese río eterno que se engendra en él: sólo tienen por objeto vivificar todos sus miembros, todos sus senderos y a través de él todas las regiones, a fin de que la vida esté por todas partes. No obstante, si a esta plegaria secreta y desconocida no añade sus plegarias activas y voluntarias, esta oración secreta no le sirve de nada, y su propia paz o la paz que engendra se repliega sobre sí misma.

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ANEXO III DIEZ PLEGARIAS DE LOUIS-CLAUDE DE SAINT-MARTIN (Obras Postumas -1807)

Las “Diez Plegarias” fueron publicadas por primera vez por Nicolás Tournyer (+1840), que las integra en las Obras Postumas editadas cuatro años después de la muerte de Saint-Martin (cf. Louis-Claude de Saint-Martin, Obras Postumas, Tours, Letourmy, 1.807). Repro­ ducimos aquí el texto integral de esta primera edición. Estas Oracio­ nes han sido objeto de una nueva edición precedida de un texto de presentación de Robert Amadou (1924-2006), intitulado: “Orar con Saint-Martin” , Carisprit, 1.987. Estas Diez Plegarias de Saint-Martin constituyen un precioso texto para la espiritualidad saint-martiniana por el valor de su contenido. Ciertamente estas “Plegarias” ofrecen la posibilidad al alma de deseo de aproximarse a las regiones celestes, de situarse en las disposiciones de espíritu necesarias y aptas para favorecer la oración de recogimien­ to e introducirse en la práctica de la “Santa Presencia” . Ellas son, y deben ser, pues, en razón de las magníficas elevaciones que contienen, una fuente constante de meditación que será muy provechosa para avanzar en el camino de la unión con el Cielo.

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Solo podemos, por tanto, aconsejar su lectura regular, pues ello puede de forma muy beneficiosa preparar el corazón para retornar sobre sí mismo y examinar el estado en que se halla su criatura, recordando las purificaciones indispensables que son paso obliga­ torio y preámbulo ineludible a fin de avanzar hacia las regiones del Espíritu.

PLEGARIA I Fuente eterna de todo lo que es, tú que envías a los prevaricadores el espíritu de error y tinieblas que los separan de tu amor. Envía a aquél que te busca un espíritu de verdad que lo acerque a ti para siempre. Que el fuego de ese espíritu consuma en mí hasta los menores restos del hombre viejo, y que después de haberlos consumido, haga renacer de este montón de cenizas un nuevo hombre, seguro de que tu mano sagrada ya no desdeñará más verter la unción santa. Que sea al término de los largos trabajos de la penitencia, y que tu vida universalmente una, transforme todo mi ser en la unidad de tu imagen, mi corazón en la unidad de tu amor, mi acción en una unidad de obras de justicia, y mi pensamiento en una unidad de luz. Tú sólo impones al hombre grandes sacrificios para que busque en ti todas sus riquezas y todos sus gozos, y sólo lo fuerzas a buscar en ti todos estos tesoros porque sabes que son los únicos que pueden hacerle feliz, y que tú eres el único que los posee, los engendra y los crea. Sí, Dios de mi vida, es sólo en ti que puedo encontrar la existencia y el sentimiento de mi ser. También has dicho que es en el corazón del hombre donde únicamente podrás encontrar reposo; no interrumpas ni un instante tu acción sobre mí, para que yo pueda vivir, y al mismo tiempo para que tu nombre pueda ser conocido por las naciones; tus profetas nos han enseñado que los muertos no pueden alabarte; no permitas pues que la muerte se me aproxime, ya que ardo por hacer tu alabanza inmortal, ardo en deseos de que el sol eterno de la ver­ dad no pueda reprochar al corazón del hombre el haber aportado la 336

menor sombra y causado la más mínima interrupción en la plenitud de tu esplendor. Dios de mi vida, ¡oh tú! que con sólo pronunciarlo todo se opera, devuelve a mi ser lo que le habías dado en su origen, y yo manifestaré tu nombre a las naciones, y ellas volverán a aprender que únicamente tú eres su Dios y la vida esencial, así como el móvil y el movimiento de todos los seres. Siembra tus deseos en el alma del hombre, en este lugar que es tu dominio y donde nadie puede cuestionarte, puesto que eres tú quien le ha dado su ser y su exis­ tencia. Siembra tus deseos, a fin de que las fuerzas de tu amor la arranquen por entero de los abismos que la retienen y que quisie­ ran engullirla en ellos para siempre. Anula por mí la región de las imágenes; disipa estas barreras fantásticas que abren un inmenso intervalo y una espesa oscuridad entre tu viva luz y yo, y que me ensombrecen con sus tinieblas. Acércame al carácter sagrado y al sello divino del que eres depo­ sitario, y transmíteme hasta el fondo de mi alma el fuego que en ti arde, para que contigo arda, y que mi alma sienta lo que significa tu inefable vida y las inagotables delicias de tu eterna existencia. Demasiado débil para poder soportar el peso de tu nombre, dejo a tus cuidados levantar por entero el edificio, y que pongas tú mismo los primeros fundamentos en el centro de ésta alma que me has dado para ser como el candelabro que lleva la luz a las naciones, para que éstas no permanezcan en las tinieblas. ¡Que todas las gracias te sean dadas, Dios de la paz y del amor! ¡Que te sean dadas por lo mucho que te acuerdas de mí, y porque no quieres dejar mi alma languidecer en la necesidad! Tus enemigos habrían dicho que eres un padre que olvida a sus hijos, y que no puede liberarlos.

PLEGARIA II Iré hacia ti, Dios de mi ser; iré hacia ti, manchado como estoy; me presentaré ante ti con confianza. Me presentaré en nombre de tu 337

eterna existencia, en nombre de mi vida, en nombre de tu santa alianza con el hombre; y esta triple ofrenda será para ti un holocausto de agradable perfume sobre el que tu espíritu hará descender su fuego divino para consumirlo y volver enseguida hacia tu santa morada, cargado y repleto de los deseos de un alma indigente que sólo suspira por ti. Señor, Señor, ¿cuándo oiré pronunciar en el fondo de mi alma esta palabra consoladora y viva con la que llamas al hombre por su nombre, para anunciarle que está inscrito en la santa milicia, y que quieres admitirlo entre el rango de tus servidores? Por el poder de esta santa palabra, pronto me encontraré rodeado por los monumentos eternos de tu fuerza y tu amor, junto a los que marcharé intrépidamente contra tus enemigos, y ellos palidecerán ante las temibles tormentas que saldrán de tu palabra victoriosa. ¡Ay, Señor!, ¿puede el hombre de miseria y de tinieblas abrigar tales deseos y concebir tan soberbias esperanzas? En lugar de pretender golpear al enemigo, ¿no es mejor que piense en evitar sus golpes? En lugar de aparecer, como antaño, cubierto de armas gloriosas, ¿acaso no se encuentra reducido como objeto de oprobio a verter lágrimas de vergüenza e ignominia en las pro­ fundidades de su retiro, no atreviéndose ni a mostrarse a la luz del día? En lugar de estos cantos de triunfo que anteriormente seguían y acompañaban sus conquistas, ¿no se halla condenado a hacerse entender por sus suspiros y sollozos? Al menos, Señor, concédeme una gracia, y es que siempre que sondees mi corazón no lo encuentres vacío de tus alabanzas y tu amor; siento, y no quiero nunca dejar de sentir, que no hay bastante tiempo para alabarte; y para que esta obra santa sea cumplida de manera que sea digna de ti, es preciso que todo mi ser esté tomado y mudo por tu eternidad. Permíteme pues, ¡oh Dios de toda vida y de todo amor!, permite a mi alma fortalecer su debilidad en tu poder; permítele formar contigo una santa alianza que me haga invencible a los ojos de mis enemigos, y que me ligue de tal manera a ti por los votos de mi corazón y del tuyo, que siempre me encuentres tan ardoroso y presto a tu servicio y para tu gloria, como tú lo estás para mi liberación y felicidad. 338

PLEGARIA III Esposo de mi alma, tú, que para ella has concebido el santo deseo de la sabiduría, ven a ayudarme a dar a luz a este hijo bien amado que nunca podré querer lo bastante. Tan pronto como haya visto la luz, sumérgele en las aguas puras del bautismo de tu espíritu vivificante, a fin de que sea inscrito en el libro de la vida, y que sea reconocido para siempre entre el número de los fieles miembros de la Iglesia de lo más Alto. A la espera de que sus débiles pies tengan la fuerza suficiente para sostenerle, tómalo en tus brazos como la madre más tierna, y presérvalo de todo daño. Esposo de mi alma, tú que eres imposible de conocer si no es desde la humildad, hago ofrenda a tu poder, y proclamo que no quiero confiar entre otras manos que las tuyas a este hijo de amor que me has dado. Sostenlo cuando empiece a dar sus primeros pasos. Cuando tenga suficiente edad para entenderlo, instrúyelo sobre el honor que debe a su padre, para que goce de largo tiempo sobre la tierra; inspírale el respeto y el amor por el poder y las virtudes de aquél que le ha dado el ser. Esposo de mi alma, inspírame a mí primero para nutrir conti­ nuamente a este hijo querido con la leche espiritual que tú mismo formas en mi seno; que no deje de contemplar en mi hijo la imagen de su padre, y en su padre la imagen de mi hijo, y de todos aquellos que puedas engendrar en mí en el curso ininterrumpido de toda la eternidad. Esposo de mi alma, tú que eres imposible de conocer si no es desde la santidad, sirve a la vez de mentor y de modelo a este hijo de tu espíritu, a fin de que en todo tiempo y en todo lugar, sus obras y su ejemplo anuncien y manifiesten su origen celeste; pondrás tú mismo sobre su cabeza la corona de la gloria, y él será para los pueblos un monumento eterno de la majestad de tu nombre. Esposo de mi alma, tales son las delicias que preparas para aquellos que te aman y buscan unirse a ti. Que perezca para siempre aquél que quiera hacerme preferir a otro esposo. Esposo de mi alma, tómame por tu hijo; que él y yo seamos uno a tus ojos, y vierte abundantemente 339

sobre uno y otra las gracias que sólo podemos recibir de tu amor. Ya no puedo vivir más, si no concedes que la voz de mi hijo y la mía se unan para cantarte eternamente alabanzas, y para que nuestros cán­ ticos sean como ríos inagotables constantemente engendrados por el sentimiento de tus maravillas y de tu inefable poder.

PLEGARIA IV Señor, ¿cómo puedo atreverme a contemplarme ni un instante sin es­ tremecerme de horror por mi miseria? Habito en medio de mis propias iniquidades que son fruto de mis abusos de todo género, y que se han convertido en mi vestimenta; abuso de todas mis leyes, abuso de mi alma, abuso de mi espíritu, abuso y abuso diariamente de todas las gracias que tu amor no cesa diariamente de verter sobre tu ingrata e infiel criatura. Es a ti a quien todo le debo ofrecer y sacrificar, y nada debo ofrecer al tiempo que está ante tus ojos, como los ídolos, sin vida ni inteligencia, y sin embargo no ceso de ofrecerlo todo al tiempo, y nada a ti; y por ello me precipito por anticipado en el horrible abismo de la confusión que sólo se ocupa del culto de los ídolos, donde tu nombre no se conoce. Hago como los insensatos y los ignorantes del siglo que emplean todos sus esfuerzos para aniquilar las temibles decisiones de la justicia, y hacer de manera que esta tierra de prueba que habitamos no sea a sus ojos una tierra de angustia, trabajo y dolor. Dios de paz, Dios de verdad, si la confesión de mis culpas no es suficiente para que me las perdones, acuérdate de aquél que ha querido cargar con ellas y lavarlas en la sangre de su cuerpo, de su espíritu y de su amor; él las ha disipado y borrado, desde que se ha dignado acercar su palabra. Como el fuego consume todas las substancias materiales e impuras, y como este fuego que es su imagen, vuelve hacia ti con su inalterable pureza, sin conservar ninguna huella de las manchas de la tierra. Es solamente en él y por él que puede hacerse la obra de mi pu­ rificación y renacimiento; es por él que tú quieres operar nuestra 340

curación y salvación, para que empleando los ojos de su amor, que todo lo purifica, no vuelvas a ver en el hombre algo informe, y sólo veas esta chispa divina que a ti se asemeja y que tu santo ardor atrae perpetuamente hacia ella como una propiedad de tu divino origen. N o, Señor, tú sólo puedes contemplar lo que es verdadero y puro como tú; el mal es inaccesible a tu vista suprema. He ahí porqué el hombre malvado es como el ser del que ya no te acuerdas, y tus ojos no saben fijar, puesto que ya no tiene relación contigo; y sin embargo es ahí, en ese abismo de horror, donde no temo tener mi morada. No hay otra alternativa posible para el hombre; si no está perpetuamente sumergido en el abismo de tu misericordia, está en el abismo del pecado y la miseria que lo inunda; pero también, apenas aparta su corazón y su mirada de este abismo de iniquidad, vuelve a encontrar este océano de misericordia en el que haces nacer todas tus criaturas. Es por lo que me prosternaré ante ti en mi vergüenza y en el sentimiento de mi oprobio; el fuego de mi dolor desecará en mí el abismo de mi iniquidad, y entonces ya sólo existirá para mí el reino eterno de tu misericordia.

PLEGARIA V Quítame mi voluntad, Señor, quítame mi voluntad; ya que si pudiera interrumpir mi voluntad ante ti, Señor, aunque fuera un solo instante, el torrente de tu vida y tu luz entraría en mí con impetuosidad, porque ya no tendría ningún obstáculo que se lo impidiera. Ven a ayudarme a romper estas funestas barreras que me separan de ti; ármate contra mí, para que nada en mí se resista a tu poder, y que tú triunfes en mí sobre todos tus enemigos y los míos, triunfando sobre mi voluntad. ¡Oh principio eterno de toda alegría y de toda verdad!, ¿cuándo estaré renovado hasta el punto de ya no sentirme yo mismo sino en la permanente afección de tu voluntad exclusiva y vivificante? ¿Cuándo será que las privaciones de todo género me parecerán un provecho y una ventaja, por cuanto ellas me preservan de todas las esclavitudes, 341

y me dejan más medios para ligarme a la libertad de tu espíritu y tu sabiduría? ¿Cuándo será que los males me parezcan un favor de tu parte, que los perciba como una ocasión para alcanzar una victoria, y recibir de tu mano las coronas de gloria que distribuyes a todos aquellos que combaten en tu nombre? ¿Cuándo será que todos los atractivos y alegrías de esta vida, me parezcan simples trampas que el enemigo no deja de dirigirnos para establecer en nuestros corazo­ nes un Dios de falsedad y seducción, en lugar del Dios de la paz y la verdad que debiera siempre reinar? Finalmente, ¿cuándo será que el santo celo de tu amor y el ardor de mi unión contigo me dominarán hasta entregar con placer mi vida, mi bienestar y todas las afecciones extrañas a este objetivo exclusivo de la existencia del hombre que es tu criatura, y que tú has querido incluso ayudarlo con tu ejemplo, entregándote por entero a él? No, Señor, aquél que no se sienta llevado por esta santa devoción no es digno de ti, y no ha dado todavía el primer paso en la carrera. El conocimiento de tu voluntad y el cuidado del fiel servidor de no apartarse nunca de ella ni un solo momento, he ahí el único y verda­ dero lugar de reposo para el alma del hombre; abordarlo, es sentirse al instante colmado de delicias, como si todo su ser estuviera renovado y revivificado en todas sus facultades, por las fuentes de tu propia vida; separarse de tu voluntad, es verse arrojado al instante a todos los horrores de la incertidumbre, los peligros y la muerte. Date prisa, Dios del consuelo, Dios del poder; date prisa en hacer descender en mi corazón uno de estos puros movimientos divinos para establecer en mí el reino de tu eternidad, y para resistir cons­ tante y universalmente a todas las voluntades extrañas que puedan reunirse para combatir en mi alma, en mi espíritu y en mi cuerpo. Es entonces que me abandonaré a mi Dios en la dulce efusión de mi fe, y que proclamaré sus maravillas. ¡Los hombres no son dignos de tus maravillas, ni de contemplar el dulzor de tu sabiduría y la profundidad de tus consejos! Pues incluso yo mismo, ¿acaso soy digno de pronunciar tan bellos nombres, vil insecto que soy, y merecedor de las venganzas de la justicia y la cóle­ ra? Señor, Señor, haz reposar sobre mí, aunque sólo sea un instante, 342

la estrella de Jacob, y la santa luz se establecerá en mi pensamiento, como también tu voluntad pura en mi corazón.

PLEGARIA VI Escucha, alma mía, escucha, y consuélate en tu desamparo; hay un Dios todopoderoso que se encarga de curar todas tus heridas. Es el único, sí, el único que tiene este supremo poder, y sólo lo ejerce con aquellos que le reconocen como a su único poseedor y celoso admi­ nistrador. No vayas a él con disimulos como la mujer de Jeroboam, a la que el profeta Alda abruma de reproches; ves mejor con la humil­ dad y la confianza que debe darte el sentimiento de tus espantosos males, y con el poder universal de aquél que no quiere la muerte del pecador, puesto que él mismo ha creado las almas. Deja al tiempo cumplir su ley sobre ti, en todo aquello que al tiempo le corresponda; no aceleres su obra con tus desórdenes; no la retardes con tus falsos deseos y vanas especulaciones que son bagaje del insensato. Ocupado, por el contrario, únicamente en tu curación interior y tu liberación espiritual, reúne cuidadosamente las pocas fuerzas que el paso del tiempo desarrolle en ti; sírvete de estos secretos movimientos de la vida para acercarte cada día un poco más a aquél que quisiera ya poseerte en su seno, y hacerte compartir con él la dulce libertad de un ser que goza plenamente del uso de todas sus facultades, sin jamás conocer ningún obstáculo. En los momentos en que estos dichosos impulsos se apoderen de ti, levántate de tu lecho de dolor, y di a este Dios de misericordia y todopoderoso: ¿hasta cuándo Señor, dejaréis languidecer en la escla­ vitud y el oprobio a esta antigua imagen de vos mismo que los siglos habrán podido sepultar bajo sus escombros, pero nunca han podido borrar? Ella osó ignoraros en aquellos tiempos en que habitaba en el esplendor de vuestra gloria; y vos, vos tuvisteis suficiente con posar sobre ella el ojo de vuestra eternidad; y desde ese instante ella se encuentra inmersa en las tinieblas, como en un abismo. Después de esta lamentable caída, se convirtió en la mofa diaria de sus enemigos; 343

éstos, no se contentan con cubrirla con sus burlas, además la infestan con sus venenos, y la cargan de cadenas para que no pueda defenderse, y así tener mayor facilidad para poder dirigir sobre ella sus dardos emponzoñados. Señor, Señor, esta larga y humillante prueba ¿no es de por sí suficiente para que el hombre reconozca tu justicia y rinda homenaje a tu poder? Este amasijo infecto de desdén y menosprecio por parte de tu enemigo, ¿no ha permanecido lo bastante sobre esta imagen de ti mismo como para que abra los ojos y se convenza de sus vanas ilusiones? ¿No temes que esas substancias corrosivas terminen por borrar por entero tu huella, y la hagan absolutamente irreconocible? Los enemigos de tu luz y tu sabiduría no tardarían en confundir ésta, mi larga cadena de oprobios, con tu eternidad misma; llegarían a creer que su reino de horror y desorden es la única y real morada de la verdad; creerían haberlo traído sobre ti y haberse apoderado de tu reino. No permitas pues, ¡oh Dios diligente y cuidadoso!, que tu ima­ gen sea profanada por más tiempo. Tu propia gloria me afecta aún más que mi propia felicidad que está fundamentada sobre tu misma gloria. Levántate de tu trono inmortal, de ese trono donde reposa tu sabiduría, y que resplandece con las maravillas de tu poder; entra, aunque sea un solo instante, en la viña santa que has plantado por toda la eternidad; toma un solo grano de este racimo vivificante que ella no ha dejado de producir; exprímelo con tu mano divina, y haz verter sobre mis labios el jugo sagrado y único regenerador capaz de reparar mis fuerzas; humedecerá mi reseca lengua; descenderá hasta el fondo de mi corazón; llevará la alegría a mi vida; penetrará todos mis miembros; los hará sanos y robustos, y pareceré vivo, ágil y vigo­ roso, como lo era el primer día cuando salí de tus manos. Es entonces que tus enemigos, decepcionados en sus esperanzas, enrojecerán de vergüenza, y temblarán de espanto y de rabia al ver que sus esfuerzos contra ti han sido vanos, y que mi sublime destino habrá alcanzado su cumplimiento, a pesar de sus audaces y obstinadas argucias. Escu­ cha pues, oh alma mía, escucha y consuélate en la desgracia: hay un Dios todopoderoso que quiere encargarse de curar todas tus heridas. 344

PLEGARIA Vil Acabo de presentarme a las puertas del templo de mi Dios, y no de­ jaré este humilde puesto de indigente hasta que el padre de mi vida me haya dado mi pan de cada día. He aquí este pan de cada día; lo he recibido, lo he gustado, y quiero anunciar su dulzor a las razas futuras. El eterno Dios de los seres; he ahí el título sagrado que ha tomado para darse a conocer a las naciones visibles e invisibles; aquél que se ha hecho carne; el espíritu de aquél en cuyo nombre todo debe doblar la rodilla en el cielo, sobre la tierra y en los infiernos: estos son los cuatro elementos inmortales que componen este pan de cada día. Se multiplica sin cesar como la inmensidad de seres que de él se nutren, y por grande que sea el número de éstos, no podrán nunca disminuir su abundancia, ni encontrarse en la escasez; este pan de cada día ha desarrollado en mí los gérmenes eternos de mi vida y ha hecho incluso pasar a mi sangre la savia sagrada de mis raíces originales y divinas. Los cuatro elementos que la componen han hecho desaparecer del caos de mi corazón las tinieblas y la confusión; han restablecido una viva y santa luz, en lugar de la fría oscuridad que lo envolvía; su fuerza creadora me ha transformado en un nuevo ser, y me he con­ vertido en depositario y administrador de sus santos caracteres y sus signos vivificantes. Entonces, para manifestar la gloria de aquél que ha elegido al hombre como a su ángel y ministro, me he presentado a todas las regiones; he considerado y pasado revista a todas las obras salidas de sus manos, y he distribuido sobre cada una de ellas estos caracteres que él había impreso en mí para que fueran transmitidos a todas sus criaturas, y para confirmarles las propiedades y el poder del nombre que habían recibido. No he limitado mi ministerio a sólo actuar así sobre las obras re­ gulares de la eterna sabiduría; me he aproximado a todo lo que era deforme, y he dejado caer sobre estos frutos del desorden los signos de justicia y venganza vinculados a los secretos poderes de mi elección. Aquellos de estos frutos que he podido arrancar a la corrupción, los he ofrecido en holocausto al Dios supremo, y he compuesto mis 345

perfumes de las más puras alabanzas de mi espíritu y mi corazón, a fin de que todo respire reconocimiento de que sólo a este Dios supremo le son debidos todos los homenajes, toda la gloria y todos los honores, siendo la única fuente de todo poder y de toda justicia; y le he dicho en el acto de traspaso de mi amor: ¡Dichoso el hombre, puesto que has tenido a bien elegirlo para hacer de él la sede de tu autoridad, y el ministro de tu gloria en el universo! ¡Dichoso el hombre, puesto que has permitido que sienta, en lo más profundo de tu esencia, la penetrante actividad de tu vida divina! ¡Dichoso el hombre, puesto que has permitido que ose ofrecerte un sacrificio de reconocimiento extraído del sentimiento inefable de todas las virtudes de tu santa universalidad! Y a vosotras, ¿acaso no os ha tratado así, fuerzas terrestres, fuerzas del universo?; os ha hecho simples agentes de sus leyes y las fuerzas operantes del cumplimiento de sus designios; así mismo no hay un ser en la naturaleza, no hay un ser entre vosotras que no lo asista en su obra, y que no coopere en la ejecución de sus planes. ¿Acaso no se ha dado a conocer a vosotras como el Dios de la paz y del amor?; y a pesar que os ha dado la existencia, todavía estáis demasiado agitadas por las consecuencias de la rebelión, ya que él recomendó al hombre que os sometiera y dominara. Mucho más aún, fuerzas perversas y corrompidas, os ha tratado con los mismos favores con que haya podido colmar al hombre. No habéis sabido conservar aquellos que os concedió por vuestro origen; habéis tenido la imprudencia de creer que podía haber para vosotras mayor suerte, un privilegio más glorioso que el de ser objeto de su ternura, y desde entonces, no habéis merecido otra cosa que ser ob­ jeto de su venganza. Es sólo al hombre a quien confía los tesoros de su sabiduría; es en este ser, según su corazón, en quien ha puesto todo su afecto y todos sus poderes. Al formarle le ha dicho: “Infunde en todo el universo el orden y la armonía cuyos principios te be permitido extraer de mi propia fuente; él sólo puede conocerme por la regularidad de mis obras y la firmeza de mis leyes; él no puede 346

ser iniciado en los misterios de mi santuario; en él sólo hay la medida de mis poderes, a ti te corresponde ejercerlos en todos los ámbitos, puesto que solo por los actos de mis poderes podrán saber que hay un Dios. Para mis enemigos, lanza sobre ellos todos los rayos de mi cólera, ellos están aún más lejos de mi que las fuerzas de la naturaleza, y la santidad de mi gloria sólo me permite manifestarme a ellos por el peso de mi justicia. Únicamente tú, hombre, únicamente tú reunirás de ahora en adelante los dones de mis poderes y mi justicia, el de poder hacer sentir las vivas delicias de mi amor, y hacerlas compartir a aquellos que se hayan hecho dignos de ellas. Es por esto que sólo a ti te he hecho a mi imagen y semejanza; ya que el ser que no ame, no podrá ser a mi imagen. Es desde este trono sagrado en el que te he situado, como un segundo Dios, que veré verter sobre todo lo que ha salido de mis manos los diversos atributos de mi ser, y tú me serás querido por encima de toda otra producción; puesto que te he elegido para ser mi órgano universal, no habrá nada de mí que no conozcas”.

Soberano autor de mi espíritu, de mi alma y de mi corazón, ben­ dito seas para siempre en todas las regiones y por todos los siglos, por haber permitido que el hombre, esta ingrata y criminal criatura, pueda recobrar verdades tan sublimes. El hombre se hizo indigno de ellas por su crimen, y si el recuerdo empeñado de tu antigua y santa alianza no hubiera comprometido tu amor a devolvérselas, éstas per­ manecerían eternamente perdidas para él. Alabanzas y bendiciones sean dadas a aquél que formó al hombre a su imagen y semejanza, y que, a pesar de todos los esfuerzos y triunfos de los infiernos, ha sabido rehabilitarlo en su esplendor, en la sabiduría y en la felicidad de su origen. Amén.

PLEGARIA VIII Unámonos, hombres de paz, hombres de deseo; unámonos para con­ templar en un santo temblor la amplitud de misericordias de nuestro Dios, y digámosle unidos que todos los pensamientos de los hombres, todos sus deseos más puros, todas sus acciones más regulares, todas 347

juntas no podrían ni aproximarse al menor acto de su amor. ¿Cómo podríamos, pues, expresar este amor, cuando éste no se limita a actos particulares y de un momento de duración, sino que desarrolla a la vez todos sus tesoros, y ello de una manera constante, universal e imperturbable? ¡Sí, Dios de la verdad y caridad inagotables, así es como actúas diariamente con el hombre! ¿Qué soy yo? Un vil montón de repug­ nante inmundicia que solo esparce en mí y en torno a mí la infección. Pues bien, es en mitad de esta infección que tu mano infatigable se sumerge sin cesar para escoger lo poco que aún queda en mí de estos elementos preciosos y sagrados de los que formas tu existencia. Al igual que aquella mujer cuidadosa que en el Evangelio consume su luz para encontrar la dracma que había perdido, tú no dejas de tener tus lámparas encendidas, y desciendes continuamente hasta el suelo, esperando siempre volver a encontrar entre la polvareda aquel oro puro que se escapó de tus manos. Hombres de paz, ¿cómo no vamos a contemplar en medio de un santo estremecimiento la amplitud de la misericordia de Dios? Somos mil veces más culpables ante él que estos malhechores, según la justicia humana, que son conducidos a través de las ciudades y en las plazas públicas, cubiertos de todos los signos de la infamia, y a los que se fuerza a confesar abiertamente sus crímenes al pie de los templos y de todos los poderes que han despreciado. Deberíamos, como ellos, y con mil veces más justicia que ellos, ser arrastrados ignominiosamente a los pies de todos los poderes de la naturaleza y el espíritu; debería­ mos ser llevados como criminales ante todas las regiones del universo, visibles e invisibles, y recibir en su presencia los terribles y vergonzosos castigos que merecen con justicia nuestras espantosas prevaricaciones; pero en lugar de encontrar jueces temibles, armados con la venganza, ¿qué encontramos? Un rey venerable cuyos ojos anuncian la clemencia, y cuya boca no deja de pronunciar el perdón para todos aquellos que solo quieren cegarse hasta el punto de creerse inocentes. Lejos de querer que continuemos llevando por más tiempo las ves­ timentas del oprobio, ordena a tus servidores devolvernos nuestras primeras ropas, ponernos un anillo en el dedo y calzar nuestros pies, y 348

para determinarte a que nos colmes de parecidos favores, basta con que, a semejanza de nuevos hijos pródigos, reconozcamos que no podemos encontrar en casa extraña la misma felicidad que en casa de nuestro padre. Hombres de paz, ¡cómo no vamos a contemplar en medio de un santo estremecimiento la amplitud de la misericordia de Dios! Y, ¿cómo no vamos a concebir por una santa resolución el permanecer para siempre fieles a tus leyes y a los bienhechores consejos de tu sabiduría? No, yo solo puedo amarte a ti, Dios incomprensible en tu indulgencia y en tu amor; no quiero amar a otro que a ti, porque tú me has perdonado; no quiero encontrar otro lugar de reposo que el seno y el corazón de mi Dios. Lo abraza todo con su poder, y cualquier movimiento que yo haga encuentra siempre un apoyo, un socorro y consuelo, porque su fuente divina vierte por todo y a la vez todos sus bienes. Él mismo se lanza en el corazón del hombre, pero no se lanza una sola vez, sino continuamente y por actos reiterados. Es por ello que engendra y multiplica en nosotros su propia vida, porque cada uno de estos actos divinos establece en nosotros rayos puros y extractos de su propia esencia, sobre los que gusta reposar, y devienen en nosotros los órganos de sus generaciones eternas. Desde este hogar sagrado, envía a todas las facultades de nuestro ser parecidas emanaciones que, a su vez, repitiendo sin cesar su acción en todo lo que nos compone, multiplican así continuamente nuestra actividad espiritual, nuestras virtudes y nuestras luces. He ahí porqué es tan útil elevarle un templo en nuestro corazón. ¡Oh hombres de paz!, ¡oh hombres de deseo!, unámonos para contemplar en un santo estremecimiento la amplitud del amor, la misericordia y los poderes de nuestro Dios.

PLEGARIA IX Señor, ¿cómo nos será posible aquí abajo cantar los cánticos de la Ciudad Santa? ¿Es desde el centro del torrente de nuestras lágrimas que podremos hacer oír los cantos de alegría y júbilo? 349

Si abro la boca para formar los primeros sonidos, los sollozos los ahogan y solo puedo dejar escapar suspiros y quejidos de dolor; e incluso a menudo estos sollozos se asfixian en mi seno, o bien ningún oído caritativo está cerca de mí para escucharlos y aportarme consuelo. Me siento abrumado por la amplitud y duración de mis sufrimien­ tos, y el crimen no cesa de presentarse ante mí para anunciarme que en un instante la muerte aparecerá y helará todo mi ser con su frío emponzoñado; ya se apodera de todos mis miembros, y llega el mo­ mento de quedar desamparado como el cadáver que acaba de expirar, y que los servidores abandonan a la putrefacción. Sin embargo, Señor, puesto que tú eres la fuente universal de todo lo que existe, eres también la fuente de la esperanza; y si este rayo de fuego todavía no se ha apagado en mi corazón, aún te tengo, todavía estoy ligado a tu vida divina por esta inmortal esperanza que fluye continuamente de tu trono. Me atrevo pues a implorarte desde el seno de mis abismos; me atrevo a llamar en mi socorro a tu mano bienhechora para que se digne ocuparse de mi curación. ¿Cómo se operan las curaciones del Señor? Por la dócil sumisión a los sabios consejos de este médico divino. Es preciso que tome, con reconocimiento y ardiente deseo, el bre­ baje amargo que su mano me presenta; es preciso que mi voluntad concurra con la que lo anima hacia mí; es preciso que lo prolongado del tratamiento y los sufrimientos no me hagan rechazar el bien que quiere hacerme este supremo autor de todo bien; él se convence del sentimiento de mis dolores, yo no tengo otra cosa que hacer que convencerme del sentimiento de su caritativo interés por mí. Es por ello que la copa de salvación me será provechosa; es en­ tonces que mi lengua retomará su fuerza, y que cantaré los cánticos de la Ciudad Santa. Señor, ¿cuál será mi primer cántico? Será por entero en honor y gloria de aquél que me habrá devuelto la salud y habrá operado mi liberación. Le cantaré este cántico desde que salga hasta que se ponga el sol; lo cantaré por toda la tierra, no solamente para celebrar el poder y el amor de mi liberador, sino para comunicar a todas las almas de deseo y a toda la familia humana el medio certero y eficaz de recobrar para siempre la salud y la vida. 350

Les enseñaré que por ello el espíritu de sabiduría y verdad reposará sobre su corazón, y los dirigirá en todos los caminos. Amén.

PLEGARIA X ¿Tendrás la fuerza suficiente, ¡oh alma mía!, para contemplar la enorme deuda que el hombre culpable ha contraído con la divinidad? Pues, si has tenido fuerzas para librarte al crimen, podrás también tenerlas para considerar todo el horror que has producido. Evalúa pues con el pensamiento el campo del Señor, acuérdate que el hom­ bre debería haber sido su cultivador; trata de hacerte una idea de la inmensidad de frutos que deberían haberse producido gracias a tu cuidado; piensa que todas las criaturas que están bajo la capa del cielo esperaban de tu esmerada cultura su subsistencia y su sustento; piensa que los campos del Señor esperaban de ti su ornamento y su aderezo; piensa que el Señor mismo esperaba de tu vigilancia y tu fidelidad la gloria y la alabanza que deberían haber ocasionado el cumplimiento de sus designios; piensa en que todas estas cosas deberían haber sido operadas por ti sin interrupción alguna. Tú has caído, has dejado al enemigo enseñorearse de ti y corromper tus vías. Desde ese instante, has sido estéril a la tierra del Señor; tú has sumido el corazón de Dios en la tristeza. Desde ese mismo instante, has secado, por así decirlo, la fuente de la sabiduría, y arrasado la cosecha en este bajo mundo; y después de esta fatal época detienes diariamente todas las producciones del Señor; contempla ahora la enormidad de la deuda; contempla la imposibilidad en que te encuentras para satisfacerla, y estremécete hasta los últimos repliegues de tu ser. Debes los frutos de cada año, contando desde el momento de tu infidelidad; debes el diezmo de todas las horas transcurridas desde aquella hora fatal; debes todo lo que estos mismos frutos y este mismo diezmo hubieran producido en aquellas manos donde deberías haberlo depositado; debes todos los frutos que tú has impedido crecer hasta el fin de los siglos. ¿Cuál es pues el ser que hubiera podido saldar esta 351

deuda ante la justicia eterna, ante esta justicia cuyos derechos no se pueden abolir y cuyos planes no pueden faltar llegar a su término y a su cumplimiento? Es aquí, Dios supremo, cuando se manifiestan los torrentes de tu misericordia y la abundancia inextinguible de tus eternos tesoros; aquí, tu corazón divino se abre sobre tu desdichada criatura, y no solamente has pagado sus deudas, sino que ella se ha encontrado lo suficientemente rica como para ir en socorro del indigente. Has mandado a tu verbo para que viniera a cultivar el campo del hombre. Este verbo sagrado, cuya alma es el amor, ha descendido sobre este campo tocado por la esterilidad. Ha consumido por el fuego de su palabra todas las malas hierbas y la cizaña que se habían sembrado; el verbo ha sembrado en su lugar el germen del árbol de la vida; ha abierto los canales de saludables fuentes, y las aguas vivas han venido para bañarlo; ha devuelto la fuerza a los animales de la tierra y la agili­ dad a los pájaros del cielo; ha devuelto la luz a las antorchas celestes, el sonido y la voz a todos los espíritus que habitan la esfera del hombre; ha devuelto al alma del hombre este amor del cual el verbo mismo es la fuente y el hogar, y que ha dirigido su santo y admirable sacrificio. Sí, Dios eterno de toda alabanza y toda gracia, sólo hay un ser poderoso, como tu divino hijo, que pudiera así reparar nuestros desórdenes y satisfacer nuestra deuda ante tu justicia. Sólo el ser creador pudo pagar por nosotros lo que por entero habíamos disipado, pues hizo falta para esto que se hiciera una nueva creación. Fuerzas universales, si os sentís tan bien dispuestas a cantar estas alabanzas, por haber sido restablecidas en vuestros derechos, y por haberos devuelto vuestra actividad, ¿qué acción de gracia no le deberé yo, por haberse hecho fiador de todas mis deudas hacia él, hacia vosotras, respecto a todos mis hermanos, y por haberlas pagado? Es dicho de la mujer penitente que por lo mucho que había amado, mucho le fue perdonado. Al hombre, al que todo ha devuelto, al que todo ha pagado por él, no ya antes que lo hubiera empezado a amar, sino cuando estaba inmerso en los horrores de la ingratitud y como helado por entero, ha empezado por perdonárnoslo todo. 352

Cada movimiento de nuestro Dios debe ser un movimiento univer­ sal, y que se haga sentir en todas las regiones de todos los universos. Que a ejemplo de este Dios supremo, el amor opere un movimiento universal en todo nuestro ser, y abrace a la vez todas las facultades que nos componen. Amén.

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ANEXO IV MODO BREVE Y MUY FÁCIL DE HACER ORACIÓN (Extractos) Madame Guyon

Jean-Marie Guyon, más conocida como Madame Guyon, nació el 13 de abril de 1.648 en Montarguis (Francia) y murió el 9 de junio de 1.717 en Blois. Ha sido reconocida como una de las personalidades místicas más elevadas del siglo xvn°, dejando escritos, redactados a veces en condiciones muy difíciles, de un extraordinario valor para las almas apasionadas por las verdades celestes. Es por ello que no dejaremos de insistir en que la lectura de las obras de Madame Guyon constituye un gran tesoro capaz de conducir a los más altos grados de la unión divina. Madame Guyon sufrió, al principio de su trayectoria, la influencia del padre Frangois La Combe (1640-1715), religioso barnabita muy marcado por la espiritualidad de Marie de l’Incarnation Bon (16361680), superiora de las ursulinas de Saint-Marcellin en Dauphiné, que enseñaba a sus hijas una práctica fundada sobre el estado de abandono y de total desasimiento en Dios, publicando un “Análisis de la oración mental” en 1.686, y después, en este mismo año, su “ Carta de un servidor conteniendo una breve instrucción para tender con seguridad

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a la perfección cristiana” . La Combe, en sus escritos, se destaca por su insistencia concerniente al necesario desapego del alma en los estados de oración, dejando obrar a Dios en el alma, consistiendo la perfección, según él, en “ un acto de contemplación puro totalmente desnudo de toda forma, imagen o tipo sensible o insensible” , tema que será retomado bajo la pluma de Madame Guyon. No obstante, será en medio de la problemática conocida como “quietismo”, periodo donde en Roma Miguel de Molinos (1628-1696), tras haber publicado la “ Guía espiritual” (1675), fue condenado por motivo de sus tesis sobre la oración juzgadas heréticas260, que Madame Guyon destaca en Francia —tras permanecer en Thonon, a orillas del lago Léman, donde compuso sus primeros escritos: “Ríos espiri­ tuales” (1682), y “Modo breve y muy fácil para la oración” (1685), después, en Turin y en Verceil, se vincula con el entorno quietista italiano—, donde, en Grenoble, publica su “Modo breve y muy fácil para la oración”, destinado a los cristianos que quieren profundizar en la práctica de la contemplación. Invitamos a leer con mucha atención los extractos aquí propuestos del “Modo breve y muy fácil para la oración”, puesto que los consejos prodigados por Madame Guyon podrán resultar muy útiles para la práctica de la oración interior y, sobre todo, servir de mucha com­ prensión sobre la forma en que conviene proceder para penetrar en el “Sancta sanctorum”.

260 Miguel de Molinos, sacerdote español, miembro de la Cofradía de las Escuelas de Cristo, influenciado por la espiritualidad española en cuyo seno podemos desta­ car a personalidades como Francisco de Osuna y su “Abecedario espiritual” (1538), Bernardino de Laredo y su “Subida al Monte Sion” (1535), Tomás de Jesús, Gregorio López, Juan Falconi de la Orden de la Merced y su célebre “Cartilla segunda para leer en Cristo” (1656), escribe la “Guía espiritual” (1675) que puede ser considerada como un resumen perfecto de diversas posiciones místicas de una corriente original que predica la vía de pasividad y del perfecto abandono.

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MODO BREVE Y M UY FÁCIL DE HACER ORACIÓN Extractos

[...]

XII. LA ORACIÓN DE SIMPLE PRESENCIA DE DIOS 1. El alma fiel en ejercitarse, como se ha dicho, en el afecto y en el amor de Dios, se sorprende totalmente cuando siente poco a poco que él se apodera totalmente de ella. Su presencia le resulta tan fácil que no podría dejar de gozarla. Se le da por infusión tanto como por la oración. El alma siente que la paz se apodera poco a poco de ella. El 357

silencio es la base de toda su oración. Y Dios le da un amor infuso que es el comienzo de una felicidad inefable. ¡Oh, si me fuera permitido continuar por los grados infinitos que siguen! Pero hay que detenerse aquí puesto que hablamos para los principiantes, esperando que Dios ponga al día lo que pueda servir para todos los estados. 2. Hay que contentarse con decir que es entonces de gran im­ portancia hacer que cese la acción y el ejercicio para dejar que Dios actúe. «Manteneos en paz y reconoced que yo soy Dios» (Sal. 36,11), nos dice el mismo David. Pero la criatura siente tanto amor por lo que hace que cree no hacer nada si no siente, conoce y es consciente de lo que hace. No ve que la velocidad de su carrera es la que le impide ver sus pasos, y que la acción de Dios que se hace más abundante, absorbe la de la criatura como el sol, a medida que se eleva, absorbe poco a poco la luz de las estrellas, que se distinguían muy bien antes de que él apareciese. No es la falta de luz la que hace que no se distingan ya las estrellas, sino el exceso de luz. Lo mismo ocurre aquí. La criatura no distingue ya su operación, porque una luz fuerte y general absorbe todas sus pequeñas luces distintas y las hace extinguirse, debido a que su exceso supera a todas. 3. De suerte que los que acusan de ociosidad a esta oración se equivocan mucho. Y es por falta de experiencia por lo que hablan así. ¡Oh, si quisieran trabajar para probarla! En poco tiempo serían experimentados y sabios en la materia. Afirmo por tanto que esta debilidad para actuar no viene de escasez, sino de abundancia. La persona que viva la experiencia lo distinguirá bien. Se dará cuenta de que no es un silencio inútil causado por la escasez, sino un silencio completo y lleno de unción, causado por la abundancia. David lo había sentido cuando decía: «Mi alma perma­ necerá ciertamente en silencio delante de Dios» (Sal. 62, 1). 4. Dos [clases de] personas se callan: unas porque no tener nada que decir, y otras por tener demasiado. Lo mismo ocurre en este grado. Uno se calla por exceso y no por defecto. El agua causa la muerte a dos personas de manera muy distinta. La una muere de sed, la otra se ahoga. La una muere por escasez, la 358

otra por abundancia. Aquí es la abundancia la que hace que cesen las operaciones. Es por tanto muy importante, en este grado, permane­ cer en silencio lo más que se pueda. Lo mismo que un bebé apegado al pecho de su nodriza nos lo muestra sensiblemente. Comienza a mover sus pequeños labios para hacer venir la leche. Pero cuando la leche viene en abundancia, se contenta con tomarla sin hacer ningún movimiento. Si se moviera, le sería nocivo. Haría que se derramara la leche, y se vería obligado a abandonar. Es necesario también mo­ ver en primer lugar los labios del afecto. Pero cuando corre la leche de la gracia, lo único que hay que hacer es permanecer en reposo, tomando poco a poco. Y cuando la leche deja de llegar, remover un poco el afecto, como hace el bebé [con] el labio. El que actuara de otro modo no podría aprovecharse de esta gracia. 5. ¿Qué le sucede a ese niño que toma tranquilamente la leche sin moverse? ¿Quién podría creer que se alimenta de esta manera? Sin embargo, cuanto más mama en paz, más le aprovecha la leche. Pregunto, ¿qué le sucede a este niño? Que se duerme sobre el seno de su madre. Esta alma tranquila en la oración se duerme con frecuencia con sueño místico donde todas las potencias se callan hasta que ellas entran por relación en lo que les es dado pasajeramente. Vosotros veis que el alma es llevada aquí con toda naturalidad, sin molestia, sin esfuerzo, sin estudio, sin artificio. El interior no es una plaza fuerte que se toma a cañonazos, sino por el amor. Así, siguiendo suavemente este pequeño tren tomado de esta manera, se llegará pronto a la oración infusa. Dios no pide nada extraordinario ni demasiado difícil. Al contrario, un método sencillo e infantil le agrada enormemente. 6. Todo lo más grande que hay en la religión, es lo más fácil. Los sacramentos más necesarios son los más fáciles. Lo mismo en las cosas naturales. ¿Queréis ir al mar? Embarcaos en una orilla e, insensible­ mente y sin esfuerzo, llegaréis a él. ¿Queréis ir a Dios? Tomad este camino tan dulce, tan fácil, y en poco tiempo llegaréis a él de una manera que os sorprenderá. ¡Oh, si quisierais probarlo! ¡Veríais pronto que se os ha dicho demasiado poco, y que la experiencia que viviríais iría mucho más 359

allá de lo que se os dice! ¿Por qué teméis? ¿Por qué no os echáis pronto en los brazos del Amor, que solo los tendió en la cruz para abrazaros? ¿Qué riesgo puede haber en fiarse de Dios y en abando­ narse a él? Ahora bien, él no os equivocará, a no ser de una manera agradable, dándoos mucho más de los que esperabais. Mientras que los que esperan todo de sí mismos podrían oír este reproche que Dios hace por boca de Isaías: «Os habéis cansado en la multiplicidad de vuestros caminos y no habéis dicho nunca: permanezcamos en reposo» (Is. 57, 10).

XIII. REPOSO ANTE DIOS 1. El alma que ha llegado aquí ya no necesita otra preparación que el reposo. Porque es aquí donde la presencia de Dios durante el día, que es el fruto de la oración, comienza a ser infusa, es casi continua. El alma goza en su fondo de una felicidad inestimable. Descubre que Dios está más en ella que ella misma. Solo tiene que hacer una cosa para encontrarlo: sumergirse en ella misma. Tan pronto como cierra los ojos, se encuentra arrebatada y en oración. Está asombrada por tan gran bien, y se entabla dentro de ella una conversación que lo exterior no interrumpe. 2. Se puede decir de esta forma de oración lo que se dice en la Sabiduría, que «todos los bienes llegan con ella» (Sab. 7, 11). Porque las virtudes fluyen agradablemente en esta alma que las practica de una manera tan fácil que parecen serle naturales. Tiene un germen de vida y de fecundidad que mantiene al alma en vigor para todo lo que es bueno, y [de] insensibilidad para todo lo que es malo. Que permanezca fiel por tanto en este estado y que se cuide mucho de buscar otra disposición, cualquiera que sea, que su simple descanso, sea por la confesión, la comunión, la acción o la oración. Lo único que hay que hacer es dejarse llenar por esta efusión divina. No quiero hablar de las necesarias preparaciones para los sacra­ mentos, sino solo de la disposición interior. 360

XIV. SILENCIO INTERIOR 1. «Manteneos en silencio ante el Señor y esperadlo» (Sal. 37, 7). La razón por la que el silencio interior es tan necesario, es porque como el Verbo es la palabra eterna y esencial, para que sea recibido en el alma, es necesaria una disposición que tenga alguna relación con lo que él es. Pues bien, para recibir la palabra, es necesario prestar oídos y escuchar. El oído es el sentido que está hecho para recibir la palabra que se le comunica. El oído es un sentido pasivo y no activo que recibe y no comunica. Como el Verbo es la palabra que debe comunicarse al alma y vivificarla, es necesario que esté atento. 2. Por eso hay tantos pasajes que nos exhortan a escuchar a Dios y estar atentos a su voz. Se podrían citar muchos. Aquí nos conten­ tamos con estos: «Escuchadme, vosotros todos que sois mi pueblo: nación que yo he elegido, oíd mi voz» (Is. 51, 4). «Escuchadme, vosotros todos a quienes llevo en mi seno y a quienes encierro en mis entrañas» (Is. 46, 3). «Escucha, hija mía, mira y presta atención: olvidad la casa de vuestro Padre, y el Rey proyectará amor hacia vuestra belleza» (Sal. 45, 11).

Hay que escuchar a Dios y estar atentos a él, olvidarse de sí mismo y de todo interés. Estas dos únicas acciones -o más bien pasiones, por­ que todas ellas son pasivas- atraen el amor a la belleza que él mismo comunica. Escuchar y estar atento, olvidarse de sí mismo. El silencio exterior es muy necesario para cultivar el silencio interior, y es imposi­ ble que se convierta en interior sin amar el silencio y el recogimiento. Dios nos lo dice por la boca de su profeta: «Yo la llevaré a la soledad, y allí hablaré a su corazón» (Os. 2, 14). ¿Es el método para ocuparse de Dios interiormente y emplearse exteriormente en mil bagatelas? Esto es imposible. Cuando la debilidad os lleva a derramaros hacia fuera, hay que hacer una pequeña vuelta hacia adentro, a la que hay que ser fiel siempre que uno se distrae o se disipa. De poco serviría hacer oración y recogerse durante media hora o una hora, si no se mantuviera la unción y la oración durante el día. 361

[...]

XVII. PETICIONES 1. El alma se encontrará en una situación de impotencia para hacer peticiones como hacía antes con facilidad. Esto no debe sorprender, porque lo que «el Espíritu pide para los santos lo que es bueno, lo que es perfecto, lo que está de acuerdo con la voluntad de Dios. El Espíritu nos ayuda incluso en nuestras debilidades, pues no sabemos lo que hay que pedir, ni pedirlo como es debido. Pero el Espíritu mismo lo pide por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom. 8, 26-27). Digo más: que hay que secundar los designios de Dios, que con­ sisten en despojar al alma de sus propias operaciones para sustituirlas por los suyos. 2. Dejadlo por tanto hacer. Y no os atéis a nada por vosotros mis­ mos. Algo que os parezca bueno, no lo es entonces para vosotros, si os aparta de lo que Dios quiere de vosotros. Ahora bien, la voluntad de Dios es preferible a cualquier otro bien. Deshaceos de vuestros intereses y vivid de abandono y de fe. Es aquí donde la fe comienza a operar excelentemente en el alma.

XVIII. DEFECTOS 1. Tan pronto como uno caiga en alguna falta o se pierda, hay que volver hacia dentro, porque, como esta falta ha apartado de Dios, se debe volver a él lo antes posible y sufrir la penitencia que él mismo imponga. Es de gran importancia no preocuparse por las faltas, porque la preocupación viene solo de un orgullo secreto y de un excesivo amor a nosotros. Tenemos dificultad para sentir lo que somos: si nos desanimamos, nos debilitamos más. Y la reflexión que hace­ mos sobre nuestras faltas produce una pena que es peor que la misma falta. 362

2. Un alma verdaderamente humilde no se extraña de sus debili­ dades. Y cuanto más miserable se ve, más se abandona a Dios y trata de mantenerse junto a él, viendo la necesidad que tiene de su ayuda. Tanto más debemos mantener esta conducta cuanto que él mismo nos dijo: «Os haré oír lo que debéis hacer. Os mostraré el camino por el que debéis caminar y tendré siempre la mirada sobre vosotros para conduciros» (Sal. 32, 8).

XIX. DISTRACCIONES Y TENTACIONES 1. En las distracciones o tentaciones, en lugar de luchar contra ellas directamente, lo que no haría sino aumentarlas y sacar al alma de su adhesión a Dios, que debe suponer toda su preocupación, debe sim­ plemente apartar su mirada y acercarse cada vez más a Dios. Como un niño pequeño que, al ver a un monstruo, no se divierte luchando contra él, ni siquiera mirándolo, sino que se hunde dulcemente en el seno de su madre donde se encuentra seguro. «Dios está en lugar de ella, ella no puede sucumbir; Dios la socorrerá desde el principio del día» (Sal. 46, 6). 2. Actuando de otra manera, como somos débiles, pensando que atacamos a nuestros enemigos, nos encontramos heridos, si no totalmente derrotados. Pero si permanecemos en la simple presen­ cia de Dios, nos encontramos de pronto fortalecidos. Esta era la conducta de David: «Tengo siempre, dice, presente al Señor y no sucumbiré; por eso se me alegra el corazón y mi carne descansará en la esperanza» (Sal. 16, 8-9). Y se dice también en el Éxodo: «El Señor combatirá por vosotros y vosotros os mantendréis en paz» (Sal. 14, 14).

XX. SOBRE LA ORACIÓN 1. La plegaria debe ser tanto oración como sacrificio. La oración, según el testimonio de san Juan, es un incienso cuyo humo sube a Dios. Por 363

eso se dice en el Apocalipsis que «el Ángel sostenía un incensario donde se hallaba el perfume de las oraciones de los santos» (Apoc. 8, 23). La oración es una efusión del corazón en la presencia de Dios. «Yo he derramado mi corazón en la presencia del Señor», decía la madre de Samuel (Is. 1, 15). Por eso la oración de los reyes magos en el establo fue representada por el incienso que ellos ofrecieron. 2. La oración no es otra cosa que un calor de amor que funde y disuelve el alma, la sutiliza y la hace subir hasta Dios. A medida que se funde, muestra su olor, y este olor viene de la caridad que la quema. Esto es lo que expresaba la esposa cuando decía: «Cuando mi Amado estaba en su lecho, mi nardo dio su olor» (Cant. 1,11-12). El lecho es el fondo del alma. Cuando Dios está allí y sabe uno mantenerse junto a él, esta presencia de Dios funde y disuelve poco a poco la dureza del alma, y al fundirse, ella da su olor. Por eso el Esposo, viendo que su esposa «se había fundido de esta manera tan pronto como su Amado hubo hablado» le dijo: «¿Quién es la que sube al desierto como un pequeño humo de perfume?» (Cant. 5, 6 y 3, 6). 3. El alma asciende hacia su Dios de esta manera. Pero para esto es necesario que ella se deje destruir y aniquilar por la fuerza del amor. Es un estado de sacrificio esencial a la religión cristiana, por el que el alma se deja destruir y aniquilar para rendir homenaje a la soberanía de Dios, como está escrito: «Solo Dios es grande, y solo es honrado por los humildes» (Si. 3, 21). Hay que dejar de ser, para que el Espíritu del Verbo sea en nosotros. Ahora bien, para que él venga, hay que cederle nuestra vida y morir a nosotros, para que sea él quien viva en nosotros. Jesucristo, en el santo sacramento del altar, es el modelo del estado místico. Tan pronto como llega allí por la palabra del sacerdote, es necesario que la sustancia del pan le ceda el lugar y que solo queden de él simples accidentes. Del mismo modo, es necesario que cedamos nuestro ser al de Jesucristo y que dejemos de vivir, para que él viva en nosotros y para que «estando muertos, nuestra vida se encuentre oculta con él en Dios» (Col. 3, 3). «Proyectaos en mí, dice Dios, to­ dos los que me deseáis con fervor» (Si. 24, 19). ¿Cómo proyectarse en Dios? Esto solo puede hacerse saliendo de nosotros mismos para 364

perdernos en él, lo que nunca sucederá sino por el anonadamiento. [Esta es] la verdadera oración, la que ofrece a Dios «el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Apoc. 5, 13). 4. Esta oración es la plegaria de verdad. Es «adorar al Padre en es­ píritu y en verdad» (Jn. 4, 23). En espíritu, porque somos sacados por ella de nuestra manera de actuar humana y carnal, para entrar en la pureza del espíritu que ora en nosotros. Y en verdad, porque el alma es puesta por ella en la verdad del todo de Dios y de la nada de la criatura. Solo hay estas dos verdades, el todo y la nada. Todo lo demás es mentira. Solo podemos honrar el todo de Dios por nuestro anonada­ miento. Y nosotros no somos más anonadados que Dios, que como no sufre vacío sin llenarlo, nos llena de sí mismo. Oh, si se conocieran los bienes que llegan al alma de esta oración, no se desearía hacer otra cosa. Ella es «la perla preciosa», «el tesoro escondido». El que «lo encuentra vende de buena gana todo lo que posee para comprarlo» (Mt. 13, 44). Es «el río de agua viva que debe saltar hasta la vida eterna» (Jn. 16, 38). Es «adorar a Dios en espíritu y en verdad». Es practicar las más puras máximas del Evangelio. 5. ¿No nos asegura Jesucristo que «el Reino de Dios está dentro de nosotros» (Le. 17, 21)? Este reino se entiende de dos maneras. La primera es cuando Dios es tan gran señor nuestro que nada se le resiste. Entonces, nuestro interior es realmente su reino. La otra manera es que, poseyendo a Dios que es el Bien soberano, poseemos el reino de Dios que es el colmo de la felicidad y el fin para el que hemos sido creados, como está dicho: servir a Dios, es reinar. ¡El fin por el que hemos sido creados es gozar de Dios desde esta vida, y no se piensa en ello!

XXI. DE CÓMO SE ACTÚA CON MÁS FUERZA Y MÁS NOBLEZA A TRAVÉS DE ESTA ORACIÓN QUE A TRAVÉS DE CUALQUIER OTRA 1. Algunas personas, al oír hablar del silencio en la oración, se con­ vencen falsamente de que el alma permanece allí estúpida, muerta y 365

sin acción. No, por supuesto, ella actúa más noblemente y con más fortaleza. Es movida y actúa por el Espíritu de Dios. San Pablo quiere que nos dejemos «guiar por el Espíritu de Dios» (Rom. 8, 14). No se dice que no tiene que actuar, sino que ha de hacerlo de­ pendiendo del movimiento de la gracia. Esto está admirablemente prefigurado en Ezequiel. Este profeta veía, dice, «ruedas que tenían el espíritu de vida» y que « iban donde este espíritu las conducía. Se elevaban y descendían, según eran movidas. Porque el espíritu de vida estaba en ellas. Pero no retrocedían nunca» (Ez. 1, 19-21). El alma debe ser de esta manera. Debe dejarse mover y actuar por el espíritu vivificante que está en ella, siguiendo el movimiento de su acción, y sin seguir otro. Ahora bien, este movimiento no la lleva nunca a retroceder, es decir, a reflexionar sobre la criatura, sino a ir siempre adelante, avanzando constantemente hacia su fin. 2. Esta acción del alma es una acción llena de paz. Cuando ella actúa por sí misma, lo hace con esfuerzo. Por eso distingue mejor entonces su acción. Pero cuando actúa en dependencia del espíritu de gracia, su acción es tan libre, tan fácil, tan natural, que parece que no actúa. «El me ha puesto de largo y me ha salvado, porque me ama» (Sal. 18, 20). Tan pronto como el alma está inclinada hacia el centro, es decir vuelta hacia el interior de sí misma por el recogimiento, desde ese momento está una acción muy fuerte, que es como una carrera del alma hacia su centro que la atrae, y que supera infinitamente la velo­ cidad de todas las demás acciones, no igualando nada a la velocidad de la inclinación hacia el centro. Es por tanto una acción, pero una acción tan noble, tan apaci­ ble, tan tranquila, que le parece al alma que ella no actúa, porque ella actúa de modo natural. Cuando una rueda solo es agitada de manera imperfecta, se la distingue bien. Pero cuando va a gran velocidad, no se distingue nada en ella. El alma que permanece en reposo junto a Dios realiza una acción infinitamente noble y elevada, pero una acción muy tranquila. Cuanto más en paz está, con más velocidad corre, porque se abandona al Espíritu que la mueve y la hace actuar. 366

3. Este espíritu no es otro que Dios que nos atrae y, al atraernos, nos hace correr a él, como lo sabía bien la amante divina, cuando decía: «Tira de mí, corramos» (Cant. 1, 4). ¡Tira de mí, oh mi divino centro, por lo más hondo de mí mismo, las potencias y los sentidos correrán a vos por esta atracción! Esta única atracción es un ungüento que cura y un perfume que atrae. «Nosotros corremos, dice ella, al olor de tus perfumes.» Es una fuerza atractiva muy fuerte, pero una fuerza que el alma sigue muy libremente. Es fuerte y dulce, atrae por su fuerza y eleva por su suavidad. La esposa dice: « Tira de mí, corramos». Habla de ella y a ella. «Tira de mí». He aquí la unidad del centro que es atraída. «Corremos», he aquí la correspondencia y la carrera de todas las potencias y sentidos, que siguen el atractivo del fondo del alma. 4. No es por tanto cuestión de permanecer ocioso, sino de actuar por dependencia del Espíritu de Dios que debe amarnos puesto que «en él y por él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech. 17, 28). Esta dependencia del Espíritu de Dios es absolutamente necesaria y hace que el alma, en poco tiempo, llegue a la simplicidad y a la unidad en la ha sido creada. Fue creada una y simple como Dios. Para llegar al fin de su creación, hay que abandonar por tanto la multiplicidad de nuestras acciones, para entrar en la simplicidad y la unidad de Dios, «a imagen del cual hemos sido creados» (Gén. 1, 27). Dios es uno y múltiple, y su unidad no impide su multiplicidad. Nosotros somos uno, cuando estamos unidos a su Espíritu y tenemos un mismo Espíritu con él. Y somos múltiples hacia fuera, en lo que es de sus voluntades, sin salir de la unidad. De manera que, Dios actuando infinitamente, y (nosotros), dejándonos mover por el Espíritu de Dios, actuamos mucho más que por nuestra propia acción. Tenemos que dejarnos llevar por la Sabiduría. Esta Sabiduría es «más activa que las cosas más activas» (Sab. 7,24). Permanezcamos por tanto en la dependencia de su acción y actuaremos con gran fortaleza. 5. «Todo fue hecho por el Verbo y nada fue hecho sin él» (Jn. 1, 3). Dios, al crearnos, nos creó «a su imagen y semejanza» (Gén. 2, 7). Nos inspiró el espíritu del Verbo, mediante el «soplo de vida» que nos 367

dio cuando fuimos creados a imagen de Dios por la participación de la vida del Verbo que es la Imagen de su Padre. Ahora bien, esta vida es una, simple, pura, íntima, y siempre fecunda. El demonio, por el pecado, habiendo estropeado y desfigurado esta hermosa imagen, fue necesario que el mismo Verbo, cuyo es­ píritu nos había sido inspirado al crearnos, viniese a repararla. Era necesario que fuera él, porque él es la imagen de su Padre y porque la imagen no se repara actuando, sino sufriendo la acción de aquel que la quiere reparar. Nuestra acción debe ser por tanto ponernos en situación de sufrir la acción de Dios y que el Verbo vuelva a trazar en nosotros su imagen. Una imagen que se moviera impediría al pintor sacar en contraprue­ ba un cuadro sobre ella. Todos los movimientos que hacemos por nuestro propio espíritu impiden trabajar a este admirable pintor y hacen que realice falsos trazos. Es necesario por tanto permanecer en paz, y movernos solo cuando él nos mueva. Este era el sentimiento de David y su práctica: «Contemplaré, dice él, vuestro rostro en la justicia que he recibido de vos y me sentiré saciado cuando vuestra imagen se renueve en mí» (Sal. 17, 15). Jesucristo «tiene la vida en sí mismo» (Jn. 5, 26). Y él debe comunicar la vida a todas las cosas. El espíritu de la Iglesia es el espíritu de la moción divina. ¿Es la Iglesia ociosa, estéril e infecunda? Ella actúa, pero actúa dependien­ do del Espíritu de Dios que la mueve y la gobierna. El espíritu de la Iglesia no debe ser distinto en sus miembros del que es ella misma. Es necesario por tanto que sus miembros, para estar en el espíritu de la Iglesia, se hallen en el Espíritu de la moción divina. 6. Que esta acción es más noble, es algo incontestable. Cierto que las cosas solo tienen valor si el principio del que parten es noble, grande y elevado. Las acciones hechas por un principio divino son acciones divinas. Mientras que las acciones de la criatura, por buenas que parezcan, son acciones humanas, o virtuosas cuando son hechas con la gracia. Jesucristo dice que tiene la vida en sí mismo. Todos los demás seres tienen solo una vida prestada, pero el Verbo tiene la vida en sí. Y como es comunicativo por su naturaleza, desea comunicarla a los 368

hombres. Hay que dar lugar por tanto a esta vida, lo que solo puede hacerse por la salida y la pérdida de la vida de Adán y de nuestra propia acción, como asegura san Pablo: «Si alguien, por tanto, está en Jesucristo, es una nueva criatura. Todo lo que era de la antigua ha pasado, todo se ha hecho nuevo.» (II Cor. 5, 17). Esto solo puede lo­ grarse por la muerte de nosotros mismos y de nuestra propia acción, para que la acción de Dios tome el relevo en su lugar. No se pretende por tanto no actuar, sino actuar solamente en de­ pendencia del Espíritu de Dios, para dar lugar a que su acción sustituya a la de la criatura. Y la criatura solo da su consentimiento moderando su acción, para dejar poco a poco que la acción de Dios tome su lugar. 7. Jesucristo nos hace ver en el Evangelio esta conducta. Marta hacía cosas buenas. Pero como las hacía por su propio espíritu, Jesucristo la reprende. El que hacer mucho. «Marta, le dice Jesucristo, andas inquieta y preocupada por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha elegido la mejor, y no le será quitada» (Le. 11, 41-42). ¿Qué eligió Magdalena? La paz, la tranquilidad y el reposo. Deja de actuar en apariencia para dejarse mover por el Espíritu de Jesucristo. Deja de vivir, para que Jesucristo viva en ella. Por eso es tan necesario renunciar a sí mismo y a las propias acciones para seguir a Jesucristo. Porque solo podemos seguir a Jesucristo si estamos animados por su Espíritu. Ahora bien, para que el Espíritu de Jesucristo venga a nosotros, es necesario que el nuestro le ceda el puesto. «El que se une al Señor, dice san Pablo, se hace un mismo espíritu con él» (I Cor. 6, 17). Y David decía que era bueno para él «adherirse a Dios y poner en él toda su esperanza» (Sal. 73, 28). ¿Qué es esa adhesión? Es un principio de unión. 8. La unión comienza, continúa, se acaba y se consuma. El co­ mienzo de la unión es una pendiente. Cuando el alma se vuelve hacia dentro de sí misma de la forma que se ha dicho, entra en la pendiente central y tiene una fuerte tendencia a la unión. Esta tendencia es el comienzo. Luego se adhiere, cuando está más cerca de Dios. Después se une a él. Y luego se hace una, lo que es convertirse en un mismo espíritu con él. Y es entonces cuando este espíritu, salido de Dios, vuelve hacia su fin. 369

9. Es necesario por tanto entrar obligatoriamente por este camino que es la moción divina y el Espíritu de Jesucristo. Dice san Pablo: «nadie pertenece a Jesucristo, si no tiene su Espíritu» (Rom. 8, 9). Para pertenecer por tanto a Jesucristo, tenemos que dejarnos llenar de su Espíritu y vaciarnos del nuestro: que éste sea evacuado. San Pablo, en el mismo texto, nos demuestra la necesidad de esta moción divina. Dice: «Todos los que son movidos por el Espíritu, son hijos de Dios» (Rom. 8,14). El espíritu de la filiación divina es por tanto el espíritu de la moción divina. Por eso el mismo apóstol continúa: «El Espíritu que habéis recibido no es un espíritu de siervos que os haga vivir en el temor, sino el Espíritu de los hijos de Dios que nos hace exclamar: Abba, Padre.» Este espíritu no es otro que el Espíritu de Jesucristo, por el que participamos en su filiación. «Y este Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom. 8, 14-16). Tan pronto como el alma se deja mover hacia el Espíritu de Dios, siente en sí misma el testimonio que la llena de tanta alegría que le hace conocer mejor que está «llamada a la libertad de los hijos de Dios» (Gál. 5, 1) y que «el espíritu que ha recibido no es un espíritu de servidumbre sino de libertad». El alma siente entonces que actúa libre y suavemente, aunque fuertemente y de forma infalible. 10. El espíritu de la moción divina es tan necesario para todas las cosas que san Pablo nos atestigua, en el mismo texto, esta necesidad que él funda incluso en nuestra ignorancia de las cosas que pedimos. «El Espíritu, dice, nos ayuda en nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos lo que hay que pedir, ni pedir como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom. 8, 26). Esto es positivo: si nosotros no sabemos lo que necesitamos, ni siquiera pedir como es preciso lo que nos es necesario, y que el espíritu que está en nosotros, por la moción del cual nos abandona­ mos, lo pide por nosotros, ¿no deberemos dejarlo hacer? Él lo hace con gemidos inenarrables. Este Espíritu es el Espíritu del Verbo que siempre es escuchado, como él mismo dice: «yo sé que siempre me oyes» (Jn. 11, 42). Si dejásemos pedir y orar a este espíritu en nosotros, siempre seríamos escuchados. ¿Y esto por qué? Enséñanoslo, gran apóstol, doctor místico y maestro 370

del interior. Es, dice san Pablo, porque «el que sondea los corazones conoce lo que el espíritu desea, porque pide según Dios para los san­ tos» (Rom. 8, 27). Es decir, que este espíritu solo pide lo que está de acuerdo con la voluntad de Dios. La voluntad de Dios es que seamos salvados y que seamos perfectos. Pide por tanto lo que es necesario para nuestra perfección. 11. ¿Por qué agobiarnos, según esto, con cuidados superfluos y «fatigarnos en la multiplicidad de (nuestros) caminos» sin decir nun­ ca: quedémonos en reposo? (Is. 57, 10). Dios nos invita a depositar en él todas nuestras inquietudes. Y él se lamenta, en Isaías, con una bondad inconcebible, de que se emplean las fuerzas del alma, que son sus riquezas y su tesoro, en mil cosas exteriores, visto lo poco que hay que hacer para gozar de los bienes que aspiramos. «Por qué, dice Dios, empleáis vuestro dinero en lo que no puede alimentaros, y vuestros trabajos en lo que no puede saciaros. Oídme con atención: alimentaos con el buen alimento que yo os doy y vuestra alma, estando engordada, disfrutará en la alegría» (Is. 55, 2). ¡Oh, si se conociera la felicidad que supone escuchar a Dios de esta manera, y hasta qué punto el alma se enriquece con esto! «Es necesario que calle toda carne en la presencia del Señor» (Zac. 2, 17). Es preciso que todo cese tan pronto como aparece. Dios, para obligarnos a entregarnos a él sin reserva, nos asegura, en el mismo Isaías, que no debemos temer nada al abandonarnos, pues él asume un cuidado muy particular de nosotros. «¿Puede una madre olvidar a su hijo, dice Dios, y no tener compasión del hijo que ha llevado en sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, por mí, que no os olvidaré nunca» (Is. 49, 15). ¡Oh palabras llenas de consuelo! ¿Quién temerá después de esto abandonarse a la conducta de Dios?

XXII. SOBRE LOS ACTOS INTERIORES 1. El acto es una acción que es buena o inútil o criminal. Hay actos exteriores y actos interiores. Los actos exteriores son los que apare­ cen al exterior, con relación a un objeto sensible y que solo tienen 371

bondad o malicia moral según el principio interior del que parten. No es de estos de los que quiero hablar, sino del acto interior. El acto interior es una acción del alma que la dirige hacia un objeto del que ella está apartada. 2. Si estoy vuelto hacia Dios y quiero hacer un acto, me aparto de Dios y me vuelvo más o menos hacia las cosas creadas, según que mi acto sea más o menos fuerte. Si estoy vuelto hacia la criatura, es necesario que haga un acto para apartarme de esta criatura y volver­ me hacia Dios. Cuanto más perfecto sea el acto, más completa es la conversión. Hasta que esté perfectamente convertido, necesito actos para volverme hacia Dios. Unos lo hacen de repente, otros lo hacen poco a poco. Mi acto me debe llevar por tanto a volverme hacia Dios, empleando toda la fuerza de mi alma para él, siguiendo el consejo del Eclesiástico: « Centrad todos los movimientos de vuestro corazón en la santidad de Dios» (Si. 32. 23). Y como hacía David: « Conservaré toda mi fuerza para vos» (Sal. 59, 10), lo que se consigue entrando con fuerza en sí mismo como dice la Escritura: «Volved a vuestro corazón» (Is. 46, 8). Porque nosotros somos apartados de nuestro corazón por el peca­ do. Hay que volver por tanto a nuestro corazón. Por tanto Dios solo pide nuestro corazón: «Hijo mío, dame tu corazón, y que tus ojos estén siempre fijos en mis caminos» (Sal. 23, 26). Dar el corazón a Dios y tener siempre la vista, la fuerza y la energía del alma unida a él para seguir sus deseos, he aquí lo que es del acto. El acto nos hace volver hacia Dios. Hay que permanecer vueltos hacia él, tan pronto como uno existe. Y si yo hiciera actos, entonces me volvería hacia él. Pero como el espíritu del hombre es inconstante y el alma, al estar acostumbrada a volverse hacia fuera, se disipa fácilmente y se da la vuelta, tan pronto como se dé cuenta de que se ha vuelto hacia las cosas de fuera, es preciso que por un acto simple que es una vuelta hacia Dios, ella se vuelva hacia él. Después, su acto subsiste mientras dure su conversión, a fuerza de volverse hacia Dios mediante una vuelta simple y sincera. 3. Como varios actos repetidos crean un hábito, el alma contrae el hábito de la conversión. El acto se hace habitual y no formal, en 372

consecuencia. [El alma] no debe entonces preocuparse por hacer este acto porque ya existe. Y no puede hacerlo sin encontrar en ello gran dificultad. Se da cuenta incluso de que sale de su estado para hacer­ lo, cosa que nunca debe hacer porque subsiste en hábito. Entonces, se encuentra en una conversión y en un amor habituales. Esto en cuanto al acto formal que no siempre puede subsistir y que no debe renunciar a lo habitual. Se observará que se tendrá a veces facilidad para hacer particular­ mente tales actos, pero es simplemente una señal de que uno se había dado la vuelta. Se entra en el corazón cuando uno se había separado. Pero se permanece en él en reposo, cuando se ha entrado allí. Todo depende del conocimiento de los actos, porque cuando se dice que no hay que hacer actos, uno se confunde: siempre se hacen actos, pero se hacen de acuerdo con su categoría. 4. Para aclarar bien este punto que resulta difícil a la mayoría por falta de comprensión, hay que saber que hay actos formales y actos sustanciales, actos directos y actos automáticos. Todos no pueden hacer los formales y todos no están en disposición de hacer los otros. Los actos formales son propios de las personas que están alejadas. Deben volverse por una acción, más o menos fuerte, según que la vuelta sea más o menos fuerte. De manera que, cuando la vuelta es ligera, basta un acto de los más sencillos. 5. Existe el acto sustancial que es cuando el alma está totalmen­ te vuelta hacia su Dios por un acto directo, que ella no renueva a menos que fuera interrumpido, pero que subsiste. Digo que el alma, vuelta de esta manera, está en caridad y permanece en ella. «Y el que permanece en la caridad, permanece en Dios» (I Jn. 4, 16). Entonces el alma está en un hábito del acto, descansando en este mismo acto. Pero su descanso no es ocioso. Porque entonces hay un acto que permanece siempre, que es una inmersión en Dios, donde Dios la atrae cada vez con más fuerza. Y ella, siguiendo esta atracción tan fuerte, permaneciendo en su amor y en su caridad, se sumerge cada vez más en este mismo amor y realiza una acción infinitamente más fuerte, vigorosa y rápida, que el acto que solo sirve para realizar la vuelta. 373

6. Ahora bien el alma que está en este acto profundo y fuerte, como está totalmente vuelta hacia su Dios, no se da cuenta de este acto, porque es directo y no reflejo. Entonces esta persona no explicándose bien, dice: no hago actos. Pero se equivoca, nunca los hizo mejores, ni con más fuerza. Debe decir: no distingo los actos, y no: no hago actos. El alma no los hace por sí misma, estoy de acuerdo, sino que es atraída y sigue a lo que la atrae. El amor es el peso que la hunde, como una persona que cae en el mar se hunde y se hundiría hasta el infinito, si el mar fuera infinito, y sin darse cuenta de este hundi­ miento, descendería hasta lo más profundo, a una velocidad increíble. Es por tanto hablar impropiamente el decir que no se hacen actos. Todos realizan actos, pero todos no los hacen de la misma manera, y el error procede de que todos los que oyen y saben que hay que hacer actos, querrían hacerlos formales. Esto no es posible. Los formales son para los principiantes, y los demás para las almas avanzadas. Detenerse en los primeros actos, que son débiles y perfeccionan poco, es privarse de los últimos. Lo mismo que no es posible querer hacer los últimos antes de pasar por los primeros, esto no es posible y sería un error. 7. Es necesario que «todas las cosas se hagan a su tiempo» (Qo. 3 ,1 ). Cada estado tiene su comienzo, su progreso y su final. Si uno quiere detenerse siempre al principio, esto es impracticable. No hay arte que no tenga su progreso. Al comienzo, hay que trabajar con esfuerzo, pero luego hay que disfrutar del fruto de su trabajo. Cuando el barco está en el puerto, a los marineros les da reparo sacarlo de allí para llevarlo a plena mar. Pero luego lo mueven fácil­ mente hacia el lado al que quieren llegar. Cuando el alma está aún en el pecado y en las criaturas, es necesario sacarla de allí con muchos esfuerzos, es necesario desatar las cuerdas que la tienen atada. Des­ pués, remando con actos fuertes y vigorosos, tratar de llevarla hacia dentro, alejándola poco a poco de su propio puerto y, al alejarla, se la dirige hacia dentro que es el lugar adonde se desea viajar. 8. Cuando el barco es dirigido de esta manera, cuanto más avanza en el mar, más se aleja de la tierra. Y cuanto más se aleja de la tierra, menos esfuerzo hay que hacer para atraerlo. Finalmente, se comienza a navegar muy suavemente y el barco se aleja con tanta fuerza que hay 374

que quitar el remo, que resulta inútil. ¿Qué hace entonces el timonel? Se contenta con desplegar las velas y mantener el timón. Desplegar las velas, es hacer oración de simple exposición delante de Dios, para ser movido por su espíritu. Mantener el timón, es evitar que nuestro corazón se aparte del camino recto, llevándolo suave­ mente y conduciéndolo de acuerdo con el movimiento del Espíritu de Dios que se apodera poco a poco de este corazón, como el viento llega poco a poco a hinchar las velas y a mover el barco. Mientras el barco tiene el viento de popa, el piloto y los remeros descansan de su trabajo. ¿Cuánto camino recorren sin cansarse? Hacen más camino en una hora, descansando de esta manera y dejando que el viento lleve al barco, que con todos sus primeros esfuerzos. Si entonces quisieran remar, además de que se cansarían mucho, su esfuerzo sería inútil y harían que el barco se retrasase. Esta es la conducta que debemos seguir en nuestro interior, y, actuando de esta manera, avanzamos más en poco tiempo por la moción divina que de cualquier otra manera con muchos esfuerzos. Si uno quisiera tomar este camino, le resultaría el más fácil del mundo. 9. Cuando se tiene el viento contrario, si el viento y la tempestad son fuertes, hay que echar el ancla en la mar para detener el barco. Este ancla no es otra cosa que la confianza en Dios y la esperanza en su bondad, esperando con paciencia la calma y la bonanza, y que vuelva el viento favorable, como hacía David: «Esperé al Señor, dice, con gran paciencia y el Señor por fin descendió hasta mí» (Sal. 40, 1). Hay que abandonarse por tanto al Espíritu de Dios y dejarse llevar por sus movimientos.

[...]

XXIV. ¿CUÁL ES EL MEDIO MÁS SEGURO PARA LLEGAR A LA UNIÓN CON DIOS? 1. Es imposible llegar a la unión divina solo por el camino de la me­ ditación. Por varias razones de las que citaré algunas. 375

Primeramente, según la Escritura, «Ningún hombre vivo verá a Dios » (Éx. 33, 20). Ahora bien, todo el ejercicio de la oración dis­ cursiva o incluso de la contemplación activa, mirada como un fin y no como una disposición a la pasiva, son ejercicios vivos por los que no podemos ver a Dios, es decir, estar unidos a él. Es necesario que lo que es del hombre y de su propia actividad, por noble y relevante que pueda ser, es necesario, digo, que todo eso muera. Cuenta san Juan que «en el cielo se hizo un gran silencio» (Apoc. 8, 1). El cielo representa el fondo y el centro del alma donde es ne­ cesario que todo esté en silencio cuando la majestad de Dios aparece allí. Es necesario que todo lo que procede de propios esfuerzos y de propiedad sea destruido. Porque nada es más opuesto a Dios que la propiedad, y porque toda la maldad del hombre se encuentra en esta propiedad que está como identificado con ella. De modo que, cuanto más pierde un alma su propiedad, más pura se hace. Y lo que sería un defecto para un alma que vive para ella misma, no lo es ya a causa de la pureza y de la inocencia que ha logrado, cuando ha perdido estas propiedades que causaban la discrepancia entre Dios y el alma. 2. Ahora bien, para unir dos cosas tan opuestas como son la pu­ reza de Dios y la impureza de la criatura, la simplicidad de Dios y la multiplicidad del hombre, solo Dios puede hacerlo. Esto jamás puede hacerse por el esfuerzo de la criatura, porque dos cosas no pueden estar unidas si no tienen relación y semejanza, y un metal impuro no entrará en aleación con un oro muy puro y refinado. 3. ¿Qué hace Dios por tanto? Envía delante de él a su propia sa­ biduría, como el fuego será enviado a la tierra para consumir con su acción todo lo que en ella hay de impuro. El fuego consume todas las cosas y nada resiste a él sin ser consumido. Lo mismo ocurre con la sabiduría. Ella consume toda impureza en la criatura para prepararla a la unión divina. Esta impureza tan opuesta a la unión es la propiedad y la actividad. La propiedad: porque es la fuente de la impureza real, que jamás puede estar aliada con la pureza esencial. Lo mismo que los rayos pueden tocar el barro, pero no unirse a él. La actividad: porque como Dios está en un reposo infinito, es necesario, para que el alma pueda estar 376

unida a él, que ella participe en su reposo. Sin lo cual no puede haber unión a causa de la diferencia. Pues para unir dos cosas, ellas han de estar en un reposo proporcionado. Por eso el alma solo llega a la unión divina por el reposo de su voluntad. Y no puede estar unida a Dios si no está en un reposo central y en la pureza de su creación. 4. Para purificar al alma, Dios se sirve de la Sabiduría, como de un fuego para purificar al oro. Es cierto que el oro solo puede ser purificado por el fuego que consume poco a poco lo que hay de terrestre y de material y lo separa del oro. Y por tanto, no le basta al oro para lograr su propósito que la tierra se cambie en oro. Es necesario además que el fuego lo funda y lo disuelva, para sacar de su sustancia todo lo que le queda de extraño y terrestre. Y este oro es puesto tantas y tantas veces al fuego que pierde toda impureza y toda disposición para poder ser purificado. El orfebre, como no puede ya encontrar mezcla, porque ha llegado a su perfecta pureza y simplicidad, el fuego ya no puede actuar sobre este oro. Y pasaría un siglo sin que fuera más puro y sin que él disminuyese. Entonces está limpio para hacer las obras más excelentes. Y si este oro es impuro más tarde, esto se debe a inmundicias re­ cogidas de nuevo por la relación con cuerpos extraños. Pero existe esta diferencia, que esta impureza es solo superficial y no impide obrar con él. Mientras que la otra impureza estaba oculta en el fon­ do y como identificada con su naturaleza. Sin embargo, las personas que no lo conocen, al ver un oro purificado cubierto de grasa por fuera, lo harán menos caso que a un oro grosero, muy impuro, cuyo exterior esté limpio. 5. Además, os daréis cuenta de que el oro de un grado de pureza inferior no puede entrar en aleación con otro de pureza superior. Es necesario que el uno contraiga la impureza del otro o que éste participe en la pureza de aquel. Lo que no hará nunca el orfebre es mezclar un oro purificado con otro tosco. ¿Qué hará por tanto? Hará perder por el fuego toda la mezcla terrestre a este oro, para que pueda entrar en aleación con la pureza del primero. Y esto es lo que se dice san Pablo, que «nuestras obras serán purificadas como por el fuego, para 377

que lo que es combustible se queme» (I Cor. 3, 13-15). Se añade que «la persona cuyas obras se encuentren listas para ser quemadas será salvada, pero como por el fuego». Esto quiere decir que hay obras recibidas y que son admisibles. Pero para que el que las ha hecho sea también puro, es necesario que ellas pasen por el fuego, para que la propiedad sea destruida. Y es en este mismo sentido como Dios exa­ minará y «juzgará nuestras justicias» (Sal. 74, 3). Porque el hombre no será nunca «santificado por las obras de la ley» sino por la «justicia de la fe que viene de Dios» (Rom. 3, 20 y s.). 6. Esto supuesto, digo que para que el hombre se una a su Dios, es necesario que la Sabiduría, acompañada de la Justicia divina, como un fuego despiadado y devorador, quite al alma todo lo que tiene de propiedad, de terrestre, de carnal y de activo. Y que, una vez quitado todo esto al alma, él se une a ella. Esto no se hace nunca por la destreza de la criatura, sino que ella sufre a disgusto, porque, como he dicho, el hombre ama tanto su propiedad y teme tanto su destrucción que, si Dios mismo no lo hiciera y de manera imperativa, el hombre no lo haría jamás. 7. A esto se me responderá que Dios no quita nunca al hombre su libertad y que puede por tanto resistir a Dios, que no debo decir que Dios actúa absolutamente y sin el consentimiento del hombre. Me explico, y digo que basta con un consentimiento pasivo (para) que el hombre tenga una entera y total libertad, porque como se ha dado a Dios desde el principio, para que Dios haga de él y en él todo lo que quiera, da entonces un consentimiento activo e implícito a todo lo que Dios haga. Pero cuando Dios destruye, quema, purifica, el alma no ve que esto le sea ventajoso. Al contrario. Lo mismo que el fuego mancha al oro al principio, así también esta operación parece despojar al alma de su pureza. De suerte que, si fuera necesario entonces un consentimiento activo y explícito, el alma no lo daría. Lo que ella hace es dar un consentimiento pasivo, sufriendo lo mejor que puede esta operación, que ella no puede ni quiere impedir. 8. Dios, por tanto, purifica de tal manera a esta alma de todas las operaciones propias, distintas, percibidas y multiplicadas, que forman una desigualdad muy grande, que finalmente la va haciendo poco a 378

poco conforme a él y por fin uniforme, mejorando la capacidad pasiva de la criatura, ampliándola y ennobleciéndola, de una manera oculta y desconocida — por eso se la llama «mística». Pero es necesario que, en todas estas operaciones, el alma trabaje solo pasivamente. Cierto que antes de llegar a esto, es necesario que ella actúe más al comienzo. Después, a medida que la acción de Dios se hace más fuerte, es necesario que poco a poco y sucesivamente, el alma le ceda, hasta que él la absorba por completo. Pero esto dura mucho tiempo. 9. Por eso, no se dice, como algunos han creído, que no hay que pasar por la acción, pues por el contrario ella es la puerta. Sino solo que no hay que permanecer siempre en ella, dado que el hombre debe tender a la perfección de su fin y que nunca podrá llegar a esto sino dejando los primeros medios, los cuales, habiéndole sido necesarios para introducirlo en este camino, le serían luego muy perjudiciales si se atase a ellos obstinadamente, impidiéndole llegar a su fin. Así hacía san Pablo: « Olvido, dice él, lo que he dejado atrás, y trato de avanzar, para terminar mi carrera» (Fil. 3, 13). ¿Y no se diría que una persona habría perdido el sentido si, comen­ zado un viaje, se quedase en la primera hostería porque le hubieran asegurado que varios pasaron por ella, que algunos se detuvieron en ella y que los dueños de la casa siguen en ella? Lo que se desea entonces de las almas es que avancen hacia su fin, que tomen el camino más corto y más fácil, que no se detengan en este lugar y que, siguiendo el consejo de san Pablo, «se dejen mover por el espíritu» de la gracia (Rom. 8, 14), que los conducirá al fin por el que fueron creadas, que es gozar de Dios. 10. Es una cosa extraña que, no ignorando que solo ha sido creada para esto y que toda alma que no llegue desde esta vida a la unión divina y a la pureza de su creación, tendrá que quemarse largo tiempo en el purgatorio para adquirir esta pureza, que no se pueda sufrir sin embargo que Dios la conduzca aquí desde esta vida. Como si lo que debe producir la perfección de la gloria debiera causar mal e imperfección en esta vida mortal. 11. Nadie ignora que el Bien soberano es Dios, que la bienaventu­ ranza esencial está en la unión a Dios, que los santos son más o menos 379

grandes según esta unión sea más o menos perfecta, y que esta unión no puede lograrse en el alma por ninguna actividad propia, puesto que Dios solo se comunica al alma en la medida en que su capacidad sea grande, noble y amplia. No se puede estar unido a Dios sin la pasividad y la simplicidad. Y como esta unión es la bienaventuranza misma, el camino que nos conduce en esta pasividad no puede ser malo. Al contrario, es el mejor de todos los caminos. 12. Todos por tanto pueden caminar por él y como todos son llamados a la Bienaventuranza, todos son también llamados a gozar de Dios, tanto en esta vida como en la otra. Digo: de Dios mismo y no de sus dones que no podrían realizar la bienaventuranza esencial, por no poder contentar plenamente al alma. Y el alma es tan noble y tan grande, que los dones de Dios más relevantes no podrían hacerla dichosa, si Dios no se diese a sí mismo. Ahora bien, el deseo de Dios es entregarse personalmente a su criatura, según la capacidad que ha puesto en ella, ¿y se teme abandonarse a Dios? ¿Se teme poseerlo y disponerse a la unión divina? 13. Se dice que no hay que trabajar desde sí mismo. Estoy de acuerdo. Y digo que ninguna criatura podrá nunca ponerse a trabajar, puesto que ninguna criatura en el mundo podría unirse a Dios por todos sus esfuerzos propios, y que es necesario que Dios se le una. ¡Si no es posible unirse a Dios por uno mismo, es gritar contra una quimera el vociferar contra aquellos que se ponen a trabajar desde ellos mismos! Se dirá que se finge estar allí. Yo digo que esto no se puede fingir, al menos por mucho tiempo, puesto que el que muere de hambre no puede fingir que está en una hartura admirable. Se le escapará siempre algún deseo o envidia, y dará pronto a conocer que está muy lejos de su fin. Por tanto, puesto que nadie puede llegar a su fin sino es llevado a él, no se trata de que nadie se introduzca en él, sino de mostrar el camino que conduce a él, y de conjurar que no se mantenga unido y vinculado a hosterías o prácticas que hay que dejar cuando se da la señal, lo que se conoce por el director experimentado, quien muestra el agua viva y trata de llevar a ella. ¿No sería una crueldad vituperable 380

mostrar una fuente a un hombre sediento, y después tenerlo atado, e impedirle ir a ella, dejándolo así morir de sed? 14. Esto es lo que hoy se hace. Estamos todos de acuerdo en el camino, y estamos de acuerdo sobre el fin, del que no se puede dudar sin error. El camino tiene su comienzo, su progreso y su termina­ ción. Cuanto más se avanza hacia la terminación, más se aleja uno del comienzo. Y solo es imposible llegar, alejándose de éste cada vez más, no pudiendo ir de una puerta a un lugar lejano sin pasar por el medio. Esto es irrefutable. Si el fin es bueno, santo y necesario, si la puerta es buena, ¿por qué el camino que viene de esa puerta y lleva derecho a este fin será malo? ¡Oh ceguera de la mayoría de los hombres que se excitan con ciencia y con ingenio! ¡Oh qué cierto es, Dios mío, que habéis «es­ condido vuestros secretos a los grandes y a los sabios, para revelarlos a los pequeños!».

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— Pensées sur l’Écriture sainte, 1963- 1965. — Étincelles politiques, 1965-1966. — Cahier de métaphysique, 1966-1968. — Carnet d’un jeune élu coén, 1968. — Mon livre vert, 1974. — Les legons de Lyon aux élus coéns, 1999. Traducciones de Jakob Bohme por Saint-Martin: — L’Aurore naissante, ou la racine de la philosophie, de l’astrologie et de la théologie, 1800. — Des trois principes de l’essence divine ; ou de l’éternel engendrement sans origine, 1802. — Quarante questions sur l’origine, l’essence, l’étre, la nature et la propriété de l’dme, et sur ce qu’elle est d’éternité en éternité; suivies de La base sublime et profonde des six points théosophiques, 1807. — De la triple vie de l’homme, selon le mystére des trois principes de la manifestation divine, écrit d ’aprés une élucidation divine par Jakob Bohme, 1809. SEKRECKA, M. — Louis-Claude de Saint-Martin le Philosophe Inconnu, l’homme et l’oeuvre, Acta Universitatis Wratislaviensi n° 65, «Romanía Wratislawiensa» II, 1968. SUSINI, E. — Franz von Baader et le romantisme mystique, 2 vol., Vrin, 1942. — Lettres inédites de Franz von Baader, PUF, 1967. TEDER — Rituel de l’Orde Martiniste, Télétes, 2002. TOURNIAC, J. — Principes et problemes spirituels du Rite Ecossais Rectifié et de sa chevalerie templiére, Dervy, 1969. — Les Tracés de Lumiére, Dervy, 1976. — Melkitsedeq et la Tradition primordiale, Dervy, 1997. — La Franc-Magonnerie chrétienne et templiére des Prieurés écossais rectifiés, SEPP, 1997. URSIN, J. — Création et bistoire du Rite Ecossais Rectifié, Dervy, 1993. 390

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392

ÍNDICE

Prólogo ............................................................................................ Louis-Claude de Saint-Martin, el «Filósofo Desconocido»....... I. Los Elegidos Cohén......................................................... II. Las Lecciones de Lyon................................................... III. Retorno a París............................................................. IV La Francmasonería......................................................... V El Agente Desconocido y la “Sociedad de los Iniciados”. VI. Londres y Roma......................................................... VIL Las luces de Estrasburgo............................................. VIII. Lázaro ¡levántate!....................................................... IX. La Teosofía de Jakob Bóhme....................................... X. La Revolución................................................................ XI. Los últimos años...........................................................

7 13 16 18 21 22 23 24 25 27 29 31 32

Louis-Claude de Saint-Martin y la teúrgia de los Elus Cohén.. I. La teúrgia de Martines de Pasqually................................ II. Primeras impresiones de Saint-Martin frente a la teúrgia de Martines.......................................

39 40

391

46

III. Rechazo de la teúrgia por Saint-Martin...................... IV Superioridad de la “vía según lo interno” para Saint-Martin V. La única iniciación que predico...................................... VI. La verdadera iniciación según Saint-Martin: “la ciencia del hombre” ................................................. VIL La oración activa, o la «teúrgia cardiaca»................... VIII. Conclusión................................................................. La Sociedad de los Independientes y el espíritu del “ Saint-Martinismo” ......................................................................... I. Antecedentes históricos................................................... II. Originalidad de Saint-Martin......................................... III. La vía interior Saint-martinista..................................... IV La necesaria purificación del corazón........................... V La alianza con la Verdad................................................. VI. La Sociedad de los Independientes...............................

47 49 51 53 55 59

63 64 66 67 69 71 72

Fundamentos espirituales de la “Sociedad de los Independientes” 77 I. Louis-Claude de Saint-Martin, el Filósofo Desconocido . 79 II. La vía interior................................................................. 82 III. La purificación del corazón.......................................... 85 IV El “hombre Nuevo” y la obra de santificación.............. 89 V Nuevo nacimiento y regeneración.................................. 93 VI. La plegaria como teúrgia cardiaca................................ 96 VII. La unción sacerdotal del hombre espíritu................... 100 VIII. El nacimiento de Dios en el alma............................... 104 Plegaria interior y Oración del corazón en Saint-Martin.......... I. La necesidad de la plegaria según la Tradición ............... II. La Oración en tanto que reveladora de la Alianza........ III. Purificación sacrificial previa ........................................ IV La verdadera “Nada” ..................................................... V El “sublime abandono” .................................................... VI. Originalidad de la Oración sanmartiniana .................. 392

107 109 112 116 123 127 132

La práctica de la Oración interior................................................ I. Método de la Oración interior........................................ 1. ¿Cómo orar según Saint-Martin?.......................... 2. Proseguir la obra de oración................................. 3. La Oración de “simple presencia” ......................... 4. Avanzar en la “Presencia de Dios”......................... II. ¿Cuál es la forma de proceder?...................................... 1. Unir el corazón al espíritu...................................... 2. Dejar obrar a Dios por la “fe verdadera” .............. 3. La noche del espíritu.............................................. 4. El reposo en Dios.................................................. III. La práctica de la contemplación interior conduce al alma a la unión con Dios.............................. 1. ¿Cómo proceder?.................................................. 2. ¿Qué será necesario hacer a continuación?........... 3. ¿Es esto contemplar?.............................................. 4. ¿Cómo actuar contra las distracciones?................ 5. La Presencia constante de Dios.............................. 6. Hacer del alma un Templo donde la Divinidad se invoca........................................... 7. El santo abandono en Dios................................... 8. Conviene dejarse llenar de la “efusión Divina” .....

141 141 142 144 145 147 147 147 148 149 151

La «Eterna Sophia»......................................................................... I. La Sabiduría en la intimidad original de Dios................. II. La Sabiduría y el Verbo de Dios.................................... III. La presencia de Sophia en los cabalistas cristianos del Renacimiento............................................................ IV La Sophia en Jakob Bóhme........................................... V El Filósofo Desconocido y la Sophia............................... VI. La Plegaria del Hombre Nuevo..................................... VII. Los misterios de la eterna Sophia................................

161 162 164

152 152 153 153 155 156 157 158 159

166 169 174 177 180

Los Ángeles...................................................................................... 189 I. ¿Quiénes son los ángeles?................................................ 190 393

II. Primer contacto de Saint-Martin con la teúrgia angélica .. III. Juicio crítico de Saint-Martin sobre el culto angélico ... IV Revelación de Saint-Martin sobre el ministerio de los ángeles.................................................................. V. Im portancia recíproca del bautizo a n g é lic o ................... VI. No compete al hombre rezar a los ángeles...................

193 195 198 201 203

VII. Es al hom bre a quien com pete dar a conocer

a D ios a los án geles ......................................................... 204 VIII. El espíritu del m inisterio del hom bre,

o la verdadera «religión» del hombre.............................. 205 IX . C onclusión: «L os ángeles están esperando

el reino del hombre»....................................................... 206 El Sacerdocio según Saint-Martin................................................. I. Naturaleza del culto divino............................................ II. El sacerdocio de la Iglesia y Saint-Martin ..................... III. La crítica de Saint-Martin concierne a todas las Iglesias IV Form a del nuevo Sacerdocio ........................................ V Conclusión: la renovación del cristianismo ..................

209 209 211 212 213 214

La doctrina de la Iglesia Interior.................................................. 217 I. El aprisionam iento de Adán y su posteridad en el m undo de «m ateria ap aren te» ................................

II. La ausencia de consistencia ontológica del mundo material III. La región «a p a re n te » .................................................... IV El silencio y el orden de las cosas aparentes.................. V El mundo divino y el silencio.........................................

218 223 227 228 231

VI. La divinidad sólo puede aparecer en la luz

del Ser que es un velo..................................................... 236 VIL La contem plación de la “N ad a Eterna” ....................... 238 La Iglesia Interior según el Filósofo Desconocido. Edificación mística de la Iglesia Celeste en el corazón del hombre 241 I. N aturaleza de la Iglesia Interior .................................... 241 a) La Iglesia interior o la comunidad de la luz.......... 247 394

b) Edificación de la Iglesia interior en el corazón del h o m b re .......................................

251 II. A lum bram iento de la Iglesia I n te r io r ................................... 254 a) La espera de la Gracia o la vía del puro abandono 258 b) El divino nacim iento obtenido únicam ente

por el efecto de la gracia....................................... 270 III. L a naturaleza celestial de la I g le s ia ...................................... 273 IY L a Iglesia celeste: un m isterio oculto en la eternidad ... 278 a) El corazón del hom bre es la piedra angular

de la Iglesia interior............................................... 280 b) Las cuatro “ operaciones” fundadoras

del Templo interior............................................... 282 ............................................ 283

Y La Iglesia según el espíritu

a) D ejar sitio al Espíritu p ara ilum inar el corazón del h o m b re ..........................................

285 b) La consagración del T em plo.......................................... 286 c) La recepción al rango sacerdotal........................... 288 La vida secreta de Dios en el Alm a............................................... 291 I. La Encarnación es el depósito de un «germ en»

en el interior del hombre................................................ 292 II. El espíritu del hombre es un lugar de «engendramiento» 294 III. “ En C risto” sólo hay un tiem po único de eternidad,

sólo hay un mundo desde siempre................................. 296 IV. El cielo está en ti y buscar a D ios en otro sitio

es perderlo para siempre................................................ 298 299 VI. Desde siempre y por siempre estamos unidos en Dios.. 300 VI. La cuestión de la «Realización» y del «Despertar»........ 301 Y La no-diferencia on tológica ............................................

VIL El conocim iento auténtico de D ios p o r la

«con-naturalidad» de sustancia a sustancia.................... 302 VIII. La revelación del Verbo en el corazón del hombre..... 304 Anexo: «Unión del alma con Dios».................................... 306 Anexo I: Carta de Saint-Martin a Kirchberger de 19 de junio de 1797 . 309 395

Anexo II: La Oración. Saint-Martin

315

Anexo III: Diez Plegarias de Saint-Martin..................................................... Plegaria 1............................................................................. Plegaria II........................................................................... Plegaria III.......................................................................... Plegaria IV.......................................................................... Plegaria V ........................................................................... Plegaria VI.......................................................................... Plegaria VII......................................................................... Plegaria VIII........................................................................ Plegaria IX .......................................................................... Plegaria X ...........................................................................

335 336 337 339 340 341 343 345 347 349 351

Anexo IV: Modo breve y muy fácil de hacer oración (extractos) Madame Guyon.............................................................................. 355 Bibliografía....................................................................................... 383

396

+ Société des Indépendants + Société Spirituelle et Initiatique Saint-Martiniste Association loi de 1901 - déclarée le 17 octobre 2012 - n° W381013428 Sede Social: 27, rué Nicolás Chorier - 38000 Grenoble - France http://societedesindependants.org/

En España: + Sociedad de los Independientes + Sociedad Espiritual e Iniciática Saint-Martinista Capítulo Lux Mundi - Madrid Mail: [email protected] http://www.capituloluxmundi.es/

H E I M:

D e ¡a reintegración d e la m alcría y d e los cu e rp o s glo rio so s CifUpOde 1\[UdKHl* f If

| De Templo jSalomonis Liber iEduardo R. Caíiaey

Ecce Homo

El Cocodrilo

O la guerra dd bien y dd mal IntvCiaudc deSkm-Mhiui

Martines de PasQu.ilh ítalos ^tetoonanmy pnrtcrdaifcK

Régimen Escocés & Rectificado

0*ep>CetiM otíj Ssiapda*» w*

El hombre de deseo

Cuadro Natural de las relaciones quc existen entre Dios, el Hombrey d universo Iouñ-Cbudc de Saint-Manta

Regla de los Adeptos Rosa+Cruz

bírAjncxlfu

La obra Que aouí presentamos ha sido posible gracias a la reagrupación de diversos artículos, discursos y extractos de Quien hoy en día es uno de los más prolíficos autores y, con toda seguridad, representante más fiel del Filósofo Desconocido, el teósofo de Amboise, Louis-Claude de Saint-Martin (1.7 4 3 -1.803). El trabajo de |ean-Marc Vivenza sobre las claves teosóficasy operativas de la “vía según lo interno", propuesta por Saint-Martin, consigue abrir una luminosa vía de comprensión a los Hombres de Deseo de hoy en día, no solo por un minucioso y clarificador análisis doctrinal de sus enseñanzas (oue_ya de por sí es muy de agradecer, dada la complejidad de los escritos y la peculiaridad de la doctrina del Filósofo Desconocido, Que en frecuentes ocasiones constituyen una barrera no siempre fácil de superar para aouellos neófitos Que desean acercarse a esta tradición), sino despertando de nuevo la luminosa presencia del espíritu Que inspiró su vida y su obra para ofrecer_y promover un efectivo^ activo ministerio del sacerdocio del Eterno Que opere la venida del Reino de los Cielos en el corazón del hombre, según la Ciencia espiritual de la Iglesia Interior Que Cristo, el Reparador universal, mostró para adorar al Padre “en espírítuyen verdad" (Jn 4:23).

Comprobado el abismo

quc

separa radicalmente a las Órdenes y círculos Martinistas Que reivindican hoy en

día la filiación espiritual del Filósofo Desconocido de su pensamiento y operatividad original, Que podemos denominar como la vía interna “ saint-martinista” , creemos muy necesaria y útil la presente obra para orien­ tarse e iniciarse adecuadamente en sus poderosos medios Que "se fundamentan en la plegaria interior, nutrida por la oración y sostenida p o r la humildad del corazón y la práctica de todas las virtudes", operando la “ vía simple" Que desde el origen de los días Dios estableció como “trabajo primitivo y natural del hombre". Esta es la "Vía Silenciosa e Interna de los Hombres de Deseo", cuyo ideal encarnan algunos Solitarios^ Servido­ res Incógnitos de Icshuah, el Reparador, Que operan misteriosamente. En su conjunto constituye un manual teórico y práctico imprescindible para aouellos

MANAKEL

quc

desean adentrarse en el espíritu del “ Saint-Martinismo".

|

I

9 1788498 11:274745 1

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