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EL MALESTAR EN LA CULTURA

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CLASICOS DEL PENSAMIENTO Colección dirigida por Jacobo Muñoz TÍTULOS PUBLICADOS Hacia la paz perpetua, I. Kant. Edición de Jacobo Muñoz. Discurso sobre el espíritu positivo, A. Comte. Edición de Eugenio Moya. Segundo tratado sobre el gobierno, J. Locke. Edición de Pablo López Álvarez. El malestar en la cultura, S. Freud. Edición de Mariano Rodríguez González.

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Sigmund Freud

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EL MALESTAR EN LA CULTURA Edición de Mariano Rodríguez González Traducción de Luis López-Ballesteros

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BIBLIOTECA NUEVA Traducción de Luis López-Ballesteros

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© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 1999 Almagro, 38 28010 Madrid ISBN: 84-7030-630-8 Depósito Legal: M-5.407-1999 Impreso en Rogar, S. A. Impreso en España Printed in Spain Ninguna parte de esta publicación, incluido diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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ÍNDICE

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INTRODUCCIÓN, por Mariano Rodríguez González 11 La Ciencia del Inconsciente 19 Los precedentes 22 El contexto próximo 24 Repercusiones 32 BIBLIOGRAFÍA 35 CRONOLOGÍA 39 EL MALESTAR EN LA CULTURA 1 59 II 68 III 79 IV 91 V 99 VI 107 VII 114 VIII 124 GLOSARIO 135

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INTRODUCCIÓN

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De familia judía, Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 en el pequeño pueblo moravo de Freiberg, hijo de Jacob Freud, comerciante en lana siempre escaso de dinero, y de su esposa Amalia. Contaba nada más que cuatro años cuando tuvo lugar el traslado definitivo de los Freud a Viena, ciudad en la que transcurriría su vida hasta 1938, cuando emigró a Londres forzado por la persecución nazi. Allí moriría un año después. En el joven Freud, estudiante de medicina en el ambiente hiperacadémico de la Universidad de Viena, iban a pesar decisivamente lo que podríamos denominar cuatro 19

líneas de influencia. Primero, la proveniente de la Escuela Fisiológica de Helmholtz, científico partidario del determinismo y del fisicalismo más radicales. El representante de esta escuela en Viena, en cuyo laboratorio trabajó Freud, fue Ernst Brücke, defensor por lo demás del paralelismo psicofísico, esa doctrina, llamada a resolver el problema de la relación entre lo mental y lo corporal, que tanta influencia tendría en el primer Freud. En segundo lugar, la constituida por su formación neurológica, que condicionó la concepción del sistema nervioso como un aparato compuesto de redes asociativas organizadas por medio de influencias impulsoras. Esto tendría, no cabe duda, un importante papel en la convicción freudiana posterior de que la psicodinámica se podía y debía fundamentar en los procesos neuroquímicos. Por otra parte, la herencia darwiniana, que se acaba ría plasmando en los aspectos genéticos tan dominantes en el psicoanálisis, y en el interés de su fundador por la relación entre ontogénesis y filogénesis. En cuarto término, finalmente, son muy de tener en cuenta las inspiraciones recibidas de la obra de filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, y, en menor medida, de Brentano, quienes «a golpe de intuición» llegaban a conquistar verdades que al psicoanálisis sólo le eran dadas tras los más arduos esfuerzos. Pues bien, podemos decir para empezar que el objetivo básico y originario de Freud no fue otro que aplicar a la elaboración de una ciencia natural de la mente los principios de Brücke y Helmholtz: el paralelismo psicofísico garantizaba que los procesos nerviosos eran susceptibles de descripción física, pero también psicológica, mientras que por otro lado había que aprovechar el que el modelo del funcionamiento nervioso fuese el

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arco reflejo: el sistema nervioso era un instrumento básicamente pasivo, que 21

permanecía en reposo hasta que no era estimulado por energías exógenas, energías que había que descargar o derivar, en el sentido, como veremos, del principio de constancia helmholtziano. En el laboratorio de Brücke, Freud desarrolló una importante contribución que le pondría al borde de la teoría unitaria de la neurona que años más tarde descubrirían Golgi y Cajal. Pero en 1882, habiendo conocido a Marta Bernays y movido por su intención de formar una familia, abandonó su trabajo con Brücke para pasar a integrarse en el servicio psiquiátrico del Hospital General de Viena, a las órdenes del afamado Meynert. Tres años después le sería concedida una beca con la que marchó a París para estudiar en la Salpétriere con el neurólogo francés Jean-Martin Charcot, que utilizaba la hipnosis como método de tratamiento de la histeria. Fue su influencia la que le hizo sospechar la posibilidad de que esta enfermedad tuviera un origen psicológico, así como que se diera una conexión entre histeria y sexualidad. Interesado Freud por el fenómeno de la hipnosis, pasaría además una temporada en Nancy con Liébault y Bernheim. Nada de esto supuso el abandono de sus trabajos neurológicos: investigó las afasias y las parálisis infantiles, hasta que en 1895 entregó a la imprenta el Proyecto de una psicología para neurólogos. El propósito de esta obra es ya abiertamente el de establecer las bases de una psicología concebida como ciencia natural: los procesos psíquicos serían en consecuencia representados como estados, cuantitativamente determinados, de partículas materiales. Juega un papel esencial en todo esto el mencionado principio de constancia, base de la futura teoría pulsional freudiana, entendido como principio del placer. Pero el trayecto que nos lleva a la fundación del psicoanálisis como tal debe ser contemplado desde la perspectiva del trabajo con Breuer en el problema de la histeria. Joseph Breuer era un médico muy conocido en Viena, con una brillante reputación de profesor y de investigador. Su influencia sobre Freud en estos primeros años no resulta fácil de exagerar. En su labor con las histéricas ya había descubierto que los síntomas tienen significado, y que la investigación de las causas del síntoma era a la vez una maniobra terapéutica. En 1893 ambos habían publicado, en colaboración, la «Comunicación preliminar», y en 1895 vieron la luz los Estudios sobre la histeria. Freud utilizaba el método catártico de Breuer, sometido a su autoridad y sobre todo a la fascinación que le produjo el famoso caso de Anna O. Pero pronto empezó a darse cuenta de sus limitaciones y a introducir importantes modificaciones, hasta que al final llegó

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al método de asociación libre, en el futuro el núcleo de la técnica psicoanalítica. Tal vez lo que mejor caracterice la personalidad de Sigmund Freud sea su hambre de conocimiento, hambre insaciable de conocimiento radical, total, ese afán tiránico que le llevaría a emprender el durísimo e implacable autoanálisis que tanto contribuyó a la constitución misma de la nueva psicología. Pero resulta muy difícil 23

definir a Freud, su figura presenta demasiados aspectos, muchísimos ángulos. Además, sobre su persona se ha dicho casi todo lo imaginable, tanto por parte de sus hagiógrafos como por la de sus detractores. Con ocasión del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento en las garras del cáncer, Thomas Kornbichler publicó en Francfort una obra de título sumamente significativo: El descubrimiento del séptimo continente. El revolucionario burgués Sigmund Freud en el 50 aniversario de su muerte. Eso fue Freud, además: un aventurero, un descubridor, un conquistador valiente y arrojado, también desde luego un «revolucionario burgués». Pero también un «pionero de los modernos», y un «hijo del siglo xix», y sin duda un héroe mitificado, como se puede deducir del brillo de veneración que se advierte en los ojos de los devotos que visitan su casa-museo de Viena... Ese hambre de conocimiento sin límites hace que podamos aprender de sus mismas parcialidades, de los inevitables condicionamientos que marcan incluso al mayor de los genios. Un ejemplo de los más eminentes es la actitud de Freud ante el «enigma» de la mujer, cuando no puede por menos que partir de un modelo masculino con el que comparar el desarrollo femenino: para que una niña alcance la feminidad «normal» deberán producirse tres cambios en su desarrollo, del modo activo al pasivo, del fin fálico o clitórico al vaginal, y de la madre como objeto (homosexual) al padre (heterosexual). En suma, lo que convencionalmente llamamos feminidad se explica como consecuencia de la envidia del pene. La mujer es un hombre castrado. Por si todo esto fuera poco, en la medida en que la mujer representa la vida sexual y familiar de la especie, estaría poco dotada para la sublimación y, en consecuencia, daría expresión a la oposición a la cultura. Naturalmente, la crítica feminista se ha cebado en estos aspectos tan vidriosos del pensamiento freudiano, pero es el caso que hasta el momento nadie ha negado que Freud nos enseña con todo esto, del modo más riguroso posible, cómo y de qué manera percibe el hombre a la mujer. ¿Qué es la feminidad para los hombres?, sería, en definitiva, el interrogante de un hombre que no puede hacer abstracción de su condición de tal, el interrogante que aquí se trata de resolver. Son asimismo muy iluminadores respecto de su propia cali

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dad humana los comentarios que el fundador del psicoanálisis realiza en diferentes lugares de su obra sobre asuntos sin duda importantes, pero más o menos marginales en relación con el tema central. Por ejemplo, y por regla general con la cuestión de la guerra como telón de fondo, la actitud del ser humano ante la muerte, 25

propia o ajena, tanto desde el punto de vista de una época primitiva, «infantil», más o menos imaginaria, cuanto desde la perspectiva de la modernidad. Nos es dado así vislumbrar cuál fue la actitud profunda de Freud ante la experiencia de su propia mortalidad, cotidianamente atestiguada por la angustia que le traía su cruel enfermedad. Así admiramos la coherencia y la grandeza de su reacción ante el sufrimiento. De forma que estos comentarios marginales de Freud nos revelan a la persona que fue en mayor medida que las intrincadas disquisiciones del discurso analítico. Como cuando denuncia la indiferencia y la soberbia de los ricos ante la suerte de los desgraciados que no tienen donde caerse muertos, y se identifica con éstos en razón de la humildad de su propio origen, pero al mismo tiempo no tiene ningún reparo en echarle en cara al «experimento» soviético su ignorancia de la verdadera constitución psicológica de los hombres: la agresividad vendría en todo caso antes que la propiedad... Y es que Freud se sentía muy a sus anchas con las cáusticas observaciones de un hombre como Heine, lo cual se comprende perfectamente porque un psicólogo como él, que se pasaba nueve horas diarias tratando a neuróticos, se hallaba siempre muy en contacto con lo que Nietzsche llamó el terrible texto básico del homo natura: ese hombre-naturaleza celebraría la más escandalosa de todas las fiestas el día en que le fuera dado ver a sus enemigos colgando por el cuello de las copas de los árboles. O también en el caso de los comentarios que atestiguan la actitud antinorteamericana de Freud ya desde los primeros años del siglo: Estados Unidos llegaba a provocar su más franca animadversión como país del culto al dólar y de la democratización plebeyamente trasplantada del terreno legítimo de la política al de la ciencia y la cultura. El «nadie es más que nadie» de la rebelión de las masas despertaba las iras del caballero decimonónico que incluso condenaba a los americanos por su manera de hablar: «Esta raza está condenada a la extinción. Ya no pueden abrir la boca para hablar; pronto no podrán hacerlo para comer», le dijo Freud en una ocasión a su médico Max Schur. Otro de los rasgos más notables del fundador del movimiento psicoanalítico lo constituía, sin duda, eso a lo que muchos no han vacilado en denominar adicción al trabajo. Freud vivió siempre incansablemente entregado a una actividad febril; había en él, y la hubo hasta la vejez avanzada, una especie de ten

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sión que lo impulsaba a trabajar. Por ejemplo, en la época de descanso en que acabó de redactar, precisamente, El malestar en la cultura, dejó escrito para uno de sus numerosos corresponsales: «¿qué voy a hacer? No se puede fumar todo el día y jugar a las cartas; ya no tengo resistencia para caminar, y la mayor parte de lo que se puede leer ya no me interesa. Así que escribo, y con ello paso el tiempo 27

agradablemente». Fruto de esta labor sin tregua de tantos y tantos años sería asimismo la rápida difusión del psicoanálisis desde comienzos de siglo. En 1902 se congregó en torno a Freud un grupo de médicos y de intelectuales profundamente interesados en la nueva criatura. Al principio se autodenominaron «Sociedad psicológica de los Miércoles», pero desde 1908 constituirían la Sociedad Psicoanalítica de Viena, con Adler, Stekel, Reitler, Federn, Rank y Jones, entre otros. El reconocimiento internacional no llegó hasta 1906 cuando Bleuler y Jung, desde Zúrich, se sintieron poderosamente atraídos por el psicoanálisis, y también en Alemania se empezó a extender el movimiento. El Primer Congreso de Psicoanalistas se celebraría en Salzburgo en 1908 bajo la instigación de Jung, surgiendo de él elJahrbuch für Psychoanalytische und Psychopathologische Forschung, editado por Bleuler y Freud y dirigido por el mismo Jung. Y para la difusión del movimiento psicoanalítico en Estados Unidos resultarían decisivas las conferencias que impartieron Freud y Jung en la Clark University de Massachussets, invitados por Stanley Hall en 1909. A partir del año siguiente se multiplicarían las revistas y los congresos, iniciándose una espectacular difusión por casi toda Europa: en España participarían en ella dos de los intelectuales más notables de nuestra historia reciente, Ortega y Marañón. Finalmente, no se puede dejar sin señalar que Freud intervenía en las polémicas como un consumado luchador que llegaba siempre hasta las últimas consecuencias cuando se trataba de sacar adelante una posición o una tesis con la que se hallaba íntimamente de acuerdo. Las discusiones en torno a la pulsión de muerte nos ofrecen una buena ilustración de esto, pero su modo de actuar ante las inevitables disensiones que pronto iban a surgir en el seno del movimiento también lo testifican. Y es que en este terreno todo enfrentamiento político encubre profundas fracturas teóricas. Cuando Freud terminó enfrentándose a Adler en 1911, lo que estaba en juego, nada más y nada menos, era la doctrina de la etiología sexual de las neurosis. Cuando rompió dolorosamente con Jung en el año trece estaba saldando sus cuentas, entre otras cosas, con la concepción que hacía de la libido mera energía anímica indiferenciada, algo parecido al élan vital bergsoniano. Por consiguiente no hemos de ver —17—

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aquí, y en otros casos por el estilo pero menos llamativos, la reacción intolerante de un Freud patriarcal que se opone, celoso de sus posesiones doctrinales, a cualquier innovación de sus sucesores. De lo que se trataba, por el contrario, era de defender la identidad y la integridad de un método terapéutico y de una teoría de la mente que habían sido tan arduamente conquistados. 29

En el mes de julio de 1929, pasando sus vacaciones en Berchtesgaden, Freud pone punto final a una de las obras de mayor influjo y trascendencia de toda su producción, una obrita que «trata sobre la cultura, el sentimiento de culpa y otras glorificaciones similares», como escribe en su correspondencia de esta época, y sobre la que no dejará de abrigar, a decir verdad, sentimientos encontrados. En efecto, por un lado, El malestar en la cultura le parece que da cabida, del modo más desvergonzado, a todo un rosario de trivialidades que son evidentes a todo aquel que disponga de un mínimo de sensibilidad y que tenga la cabeza un poco despejada, por lo que le asalta la inquietud de haberle hecho perder el tiempo al lector y trabajo al tipógrafo. Sin duda que a Freud le debió sorprender que en el plazo de un año se agotara la primera edición de 12.000 ejemplares. Pero por otra parte no puede dejar de observar su autor que la pequeña obra contiene «una investigación analítica finamente afilada». Así que se daban cita en ella los esparcimientos del diletante con las verdades de perfil trágico que se desplomaron sobre el fundador del psicoanálisis en la última etapa de su vida. En realidad, El malestar en la cultura representa el gran resumen de todo el pensamiento freudiano, desde los años incluso anteriores a la fundación del psicoanálisis en La interpretación de los sueños hasta su consolidación definitiva a finales de la década de los años 20. En efecto, ese científico humanista que era Freud se había venido interesando, ya desde el inicio mismo de su carrera, en el conflicto psíquico entendido como enfrentamiento de las necesidades pulsionales del individuo con las exigencias a menudo desorbitadas de la sociedad, así como en el problema del destino de la cultura, contemplada como la proyección en la humanidad del problemático desarrollo psicológico individual. Este clásico del pensamiento nos presenta en esencia un único problema al que se le pueden dar diferentes nombres. Es el problema de la agresión y la culpabilidad, problema psicológico y sociológico pero también político. Es el problema del mal, si nos queremos ir a lo metafíisico. O incluso se podría decir que el problema del pecado, si nos obstinamos, lejos de Freud pero al mismo tiempo tan cerca, en utilizar el tradicional lenguaje religioso. Y para abordar cuestión tan descomunal se van a poner a nuestra disposición todas las armas de uno de los logros intelectuales más decisivos de nuestro mundo moderno, el psicoanálisis. En comparación con semejante proyecto, que es el que pensamos encarna El malestar en la cultura, nos parece que no tiene tanta importancia el sempiterno debate del pesimismo freudiano y sus posibles justificaciones. La guerra, la muerte de las personas más queridas, la vejez paralizadora, la traición, la insoportable enfermedad, el imparable ascenso del antisemitismo y el presentimiento de las atrocidades nazis, la ruina económica y la miseria, hasta el martes negro de la bolsa de Nueva York se han aducido para dar razón de los tintes sombríos de los últimos diez años de Freud. Él por su parte siempre apelaría, como se sabe, a razones que podemos llamar estructurales, internas a su teoría, para reconocer la realidad silenciosa del Todestrieb, de la pulsión de muerte, y del simple hecho de que la inmensa mayoría de los hombres no son candidos corderillos. Tal vez todo se reduzca a que el pensamiento parte de una intuición fundamental del pensador, y aquí tenemos la intuición del último Freud. Y a que sólo después vendrían las 30

motivaciones sistemáticas. Porque no nos engañemos: abordar «el problema del mal» constituye una empresa que por lo común parte de la base de reconocer la existencia del mal. Justo lo que hizo Freud ya a partir de Más allá del principio del placer. LA CIENCIA DEL INCONSCIENTE

¿Cómo haremos para dar una mínima idea general de todo aquello tan enorme que hizo Freud, una idea que pueda servir para insertar El malestar en la cultura en su contexto teórico propio? Podríamos empezar de muchos modos, pero tal vez el más conveniente sería señalando que el psicoanálisis se nos presenta en primer lugar como un método de tratamiento de las neurosis, en especial de las llamadas neurosis de transferencia —neurosis obsesiva, histeria de conversión, fobia o histeria de angustia. Sólo a partir de aquí se va a desarrollar una teoría general de la mente y una filosofía de la cultura. El punto de partida es casi paradójico, como nos dice Ricoeur, en él se revela como en ningún otro lugar el genio del fundador. En su empeño por convertir a la psicología en una ciencia natural estricta, Freud iba a tomar la decisión de aplicar el principio filosófico del determinismo al ámbito completo de lo mental, lo que curiosamente equivalió para él al descubrimiento de que los síntomas de los neuróticos, así como los sueños y los lapsos de los no neuróticos —el psicoanálisis sería indispensable también para la comprensión de la psicología normal porque entre los procesos «normales» y los patológicos hay una estrecha unidad, siendo su diferencia sólo de grado— tienen un sentido propio, vinculado a la biografía de la persona analizada. Con esto el psicoanálisis, entre otras cosas, pretende proporcionar a la psiquiatría la base psicológica de la que carecía. Ahora bien, el sentido de los síntomas, y el de la mayoría de los sueños y actos fallidos, nos pasa por lo común absolutamente desapercibido. El trabajo que haría consciente este sentido inconsciente es justo el de la interpretación analítica, básicamente el de la asociación libre. Y, como vimos, lo sorprendente en principio es que este método de interpretación sea a la vez un método terapéutico: cuando lo inconsciente se hace consciente el síntoma desaparece. Para ponerlo en el lenguaje técnico de la teoría analítica: el yo reprime las pulsiones del ello en una represión sin éxito total, por eso esas pulsiones retornan generando síntomas que son transacciones entre tendencias opuestas. Freud había llegado a la conclusión, bien al comienzo de su itinerario, de que todos los síntomas de los neuróticos obedecen a la misma tendencia, la que busca la satisfacción de los deseos sexuales. Asimismo, según la noción de sublimación, esos deseos coadyuvan en las creaciones artísticas e intelectuales de la cultura humana. Es la libido la energía que adquiere expresión en esos deseos, energía susceptible de determinación cuantitativa. Por eso se llega a concebir el «aparato psíquico» como un aparato de reflexión regulado por el principio del placer. Los llamados padecimientos nerviosos no serían sino la manifestación de disarmonías cuantitativas. En cuanto procedimiento terapéutico, el psicoanálisis busca levantar las represiones, otorgando la palabra a las pulsiones antes sumergidas en el Inconsciente, porque sólo de este modo el yo podrá tomar una decisión, emitir un juicio, sobre las demandas pulsionales, liberándose al mismo tiempo del tremendo gasto de energía que le supone mantener la represión de esas tendencias, mantenerlas por tanto inconscientes. El esfuerzo de la represión empobrece la organización yoica, lo cual es 31

lo mismo que decir que hace al yo ignorante de amplias parcelas de sí mismo. Para ponerlo en las mismas palabras de Freud, lo que se pretende es recuperar al paciente en su unidad personal, en su autonomía, como ser capaz de gozar y de obrar. No se trata en absoluto necesariamente del consejo de vivir sin restricciones la propia vida sexual, pero tampoco de ponerse del lado de la moral sexual imperante. Se trata de que el paciente encuentre su equilibrio, de que decida, pues a nada bueno se llegaría imponiendo sin más ni más la victoria de uno de los dos bandos en liza, o al menos a esa conclusión acaba arribando Freud.

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Pero conviene por otra parte insistir en que, considerado sobre todo como nueva teoría de la mente, el psicoanálisis se va articulando como ciencia de lo psíquico inconsciente. Así lo declara taxativamente Freud en la autobiografía que redactara en el año 25. Es el Inconsciente un sistema cuyos procesos obedecen a leyes diferentes de las que rigen lo que acontece en el yo preconsciente. Son las que caracterizan al 33

llamado proceso primario: indiferencia a la contradicción, movilidad de las cargas, ausencia de relación temporal y sustitución de la realidad exterior por la realidad psíquica. En suma, las leyes básicas de la lógica no tienen validez alguna en el ello o en las amplias regiones inconscientes del yo y del superyó. La gramática de este «lenguaje» tan peculiar que Freud descubre en el acto mismo de interpretarlo consta básicamente de las «categorías» de desplazamiento y condensación. Esta concepción analítica de lo propiamente mental como sistema Inconsciente implica necesariamente según Freud colocar a la vida sexual en el lugar central en que la psicología profunda la iba a colocar de hecho: la sexualidad no consiste sino en la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo; ahora bien, sería precisamente la obtención de placer, entendido como descarga energética, la única «ley» que rige el proceso primario inconsciente. A la común objeción de pansexualismo planteada tantas veces al psicoanálisis, Freud responde, simplemente, que el concepto analítico de sexualidad no coincide con el concepto comente. Aquél nos permite reconocer y afirmar lo que todos sabíamos ya por mucho que lo quisiéramos ignorar y ocultar, la existencia de una vida sexual infantil. Por lo demás, se podría decir que lo inconsciente no es otra cosa que lo infantil. Y hay una situación por la que todos los niños estarían destinados a pasar: se deriva «necesariamente» de la convivencia prolongada con los progenitores. Freud la denominará complejo de Edipo, porque su contenido esencial retorna en la saga griega del rey Edipo: el héroe griego mata a su padre y toma por esposa a su madre. «Me atrevo a decir que si el psicoanálisis no pudiera gloriarse de otro logro que haber descubierto el complejo de Edipo reprimido, esto solo sería mérito suficiente para que se lo clasificara entre las nuevas adquisiciones valiosas de la humanidad», nos dejó escrito un orgulloso Freud en su Esquema del Psicoanálisis, para que no quedara duda de la relevancia psicológica de esta situación al parecer universal. Y no sólo psicológica, sino también cultural, ya que sería el complejo de Edipo, precisamente, una de las fuentes principales del sentimiento de culpabilidad que se halla en la raíz de las formaciones morales y religiosas de la cultura. Con lo que nos acabamos asomando ahora al psicoanálisis concebido como -21— filosofía de la cultura. Es el caso que Freud se refirió en varias ocasiones a la posibilidad de situar el concepto de represión en el escenario central del psicoanálisis, para después ir extrayendo de él todas las partes de la teoría psicoanalítica. Pues bien, la Verdrángung no sólo admitiría descripción metapsicológica, sino también sociocultural, en cuanto constituye el prototipo de todos los mecanismos de defensa que el yo pone en juego ante la señal de peligro que representa la angustia. El peligro es la castración, o sea, la pérdida del amor del objeto. Y la resistencia que se manifiesta en el curso del tratamiento o en la interpretación de un sueño no pasa de ser una manifestación de esta represión que daría testimonio, en tanto represión fracasada, de la lucha de las dos tendencias, la reprimida y la represora. Es decir, las fuerzas que se oponen a que el material patógeno se haga consciente son las mismas que llevaron a cabo en su día la represión, y en 34

todo caso darían expresión, como más abajo acabaremos de ver, a exigencias e ideales culturales determinados. LOS PRECEDENTES

El malestar en la cultura también pondría de manifiesto la básica unidad del pensamiento freudiano frente a los giros evidentes de su compleja evolución, en tanto que recoge y culmina ese hilo temático de importancia capital que fuera ya iniciado en algunas de las reflexiones contenidas en la correspondencia con Fliess, y que se prolongaría hasta más allá de la carta abierta que, con el título de «¿Por qué la guerra?», Freud dirigiera a Einstein en 1933. Pero el primer examen acabado del antagonismo entre cultura y vida pulsional lo encontramos en el breve escrito de 1908, «La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna». Partiendo en él de obras contemporáneas como la Ética Sexual de Von Ehrenfels, Freud pone en circulación la «conjetura» de que bajo la moral sexual de nuestra cultura se ven negativamente afectadas la salud y la aptitud vital de los individuos. Y en verdad no sólo de la nuestra: en términos generales cultura exige sofocación, o por lo menos limitación, de las pulsiones. Y para hacer posible esta difícil empresa, la religión, entendida al principio sobre todo como sistema de compensaciones, desempeñará desde luego un papel esencial. Freud se apresta entonces a analizar las tres limitaciones que la cultura de su época impone a la sexualidad, cómo la restringe en último término a la reproducción legítima, para después estudiar el papel determinante que este hecho tiene en la proliferación de las neurosis, ese «negativo de la perversión». Pero la lección más importante de este pequeño trabajo sólo la podremos apreciar adecuadamente si lo contemplamos desde el punto de vista del contenido de El malestar en la cultura: nos referimos a la advertencia freudiana de que si la sofocación cultural de la vida pulsional aspira a hacerse incondicionada se pone en peligro la continuidad de la cultura misma, por la sencilla razón de que la neurosis, en rea lidad, mantiene y promueve la existencia de las pulsiones ene migas de la cultura. Una cultura tiránica, hubiera podido sentenciar Freud, es una cultura suicida... Cuatro años después, Tótem y tabú se propondrá derivar, analítica e históricamente, la conciencia moral (Gewissen). Para Freud, nuestro imperativo categórico tendría su origen en las prohibiciones tabúes y en el paralelo actual que constituyen las neurosis obsesivas. Más en concreto, la conciencia moral se generaría en nosotros a partir de la ambivalencia afectiva que es inherente a la mayoría de las relaciones humanas, y tiene por condición de posibilidad la misma que habría actuado en el tabú de los primitivos y en las obsesiones de los neuróticos, o sea, que una de las dos tendencias en conflicto permanezca inconsciente, mantenida en estado de represión por la tendencia dominante. A esta represión nos fuerzan «las conveniencias de la vida civilizada»: incluso bajo el sistema animista se han dado progresos culturales que no podemos despreciar así como así. Pero lo más conocido de la obra es cómo fija Freud en el totemismo la genealogía de la religión: el animal totémico sería en realidad una sustitución del padre, como se puede comprobar en el hecho de que la actitud afectiva ambivalente que aún hoy caracteriza el complejo paterno en nuestros niños y perdura muy a menudo en la vida 35

de los adultos, se extendía también al animal totémico al que se lloraba tras matarlo en sacrificio festivo. Freud va avanzando así hasta la conclusión de que en el complejo de Edipo coinciden los comienzos de la sociedad, la moral y la religión: el remordimiento y la conciencia de culpa, en cuanto hechos originarios y radicales, se justificarían desde el asesinato real del padre tiránico por los hermanos coaligados, supuesto el horizonte de la ambivalencia afectiva. Al padre se le odia pero también lo amamos: la hipótesis freudiana —él mismo reconoce que parece fantástica— nos desvelaría ese «magno suceso con el que se inicia la civilización y que no ha dejado de atormentar desde entonces a la humanidad». He aquí por tanto que cultura y sufrimiento humano parecen tener el mismo origen... De ahí la enemistad contra la cultura, enemistad que, en cambio, por otro lado, no deja de antojársenos en verdad sor préndente si tenemos en cuenta el mismo concepto freudiano de cultura tal y como se expone en el antecedente más inmediato de la obra que comentamos, El porvenir de una ilusión —y los estudiosos se han venido esforzando en justificar el contraste entre el optimismo cientificista de ésta y el «pesimismo» final de El malestar... Pero es el caso que Freud seguirá amontonando en las dos obras razones que ayudan a disipar nuestra lógica perplejidad. Aunque a decir verdad tendríamos ya una respuesta definitiva en 1912: el progreso cultural no tiene más remedio que ir de la mano de la intensificación del sentimiento de culpabilidad. La razón de ser de la cultura está dada por la necesidad de defendernos de «la indomable naturaleza», y a ello atienden los dos componentes culturales, el técnico y el comunicativo. Pero si en todo lo referente al primero el progreso ha sido incontestable y aun espectacular, lo que hace a la regulación de las relaciones humanas deja todavía muchísimo que desear, y tenemos motivos para dudar de que alguna vez pueda ser de otra manera, desde el momento en que toda cultura reposa en la imposición coercitiva del trabajo y en la renuncia pulsional. Y además ya está explícito aquí lo otro de la libido, aquello que latía en la ambivalencia de Tótem y tabú. Y es que los humanos, todos los humanos por el mero hecho de serlo y de estar vivos, «integran tendencias destructivas». Es el sacrificio pulsional el que desata la caja de los truenos, de ahí el sufrimiento que los hombres se causan los unos a los otros, de ahí también el peligro mayor para la cultura. Hasta ahora la religión habría ido compensando, mal que bien, todo este sufrimiento, no cabe duda de que contribuyendo al menos parcialmente a la doma de las pulsiones asociales. Pero al final su fracaso es incontestable, sentencia Freud el ateo impenitente, como podemos comprobar ante el creciente descontento ante la cultura. Este fracaso era inevitable, dado el diagnóstico freudiano del hecho religioso como neurosis colectiva de la humanidad, y dado también, desde el horizonte optimista de El porvenir..., el inexorable proceso de ilustración que el psicoanálisis mismo vendría a culminar. EL CONTEXTO PRÓXIMO

El malestar en la cultura pretende contribuir a resolver determinados enigmas teóricos y prácticos desde la operatividad de las dos herramientas conceptuales básicas que el psicoanálisis freudiano iba a terminar forjando, la teoría de las 36

pulsiones —en su versión definitiva, la que fuera presentada por Más allá del principio del placer en 1920—, y el modelo estructural de la mente —tal y como aparece expuesto en El y o y el ello, de 1923. El capítulo sexto de nuestra obra nos presentaría una de las exposiciones freudianas de la doctrina de las pulsiones, mientras que el séptimo sólo se podría entender, aunque su referencia a él sea más oblicua, por así decir, desde el modelo estructural de la mente. Sin el concepto de pulsión —Trieb: equivalente al inglés drive, impulso, que López Ballesteros traduce por «instinto», aunque por lo general se trataría de nociones distinguibles, puesto que la pulsión es algo más dinámico, en lo que tiene que ver también la historia ontogenética del individuo y su propia experiencia, mientras que en el instinto las representaciones serían exclusivamente heredadas— no podría el psicoanálisis dar un solo paso, aunque el mismo Freud reconoce que se trata de un concepto vago e indeterminado. En efecto, llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones y las necesidades del ello. Es bien cierto que sólo las podemos suponer y no observar, pero asimismo lo es que las tenemos que suponer. Por eso diría Freud que la doctrina de las pulsiones es la mitología del psicoanálisis, como corresponde a la grandiosidad del problema de la relación psicofísica, que es, en resumidas cuentas, lo que la tal doctrina vendría a intentar conceptualizar. Y es que la pulsión figura el límite entre lo somático y lo psíquico, ese territorio fronterizo que Freud definiera como el representante psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo, y que «ingresan en el alma» al superar, sólo periódicamente, un determinado umbral (el modelo para toda esta concepción lo aportaría la libido, que innegablemente dispone de fuentes somáticas, afluyendo al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo, sobre todo las zonas erógenas). Para ponerlo ahora en términos acordes con el enfoque cuantitativo del aparato psíquico, tan caro al fundador del psicoanálisis, habría que decir que con el concepto de pulsión nos hallamos propiamente ante «una medida de la exigencia de trabajo» (ein Mass der Arbeitsanforderung) que es impuesta a lo psíquico en virtud del «hecho fundamental» de que está unido de lo físico. Pues bien, la pulsión se expresa a su vez a través de «impulsos desiderativos» (Wunschregungen), que se distinguen en «representaciones» (Vorstellungen) y «cantidad de afecto» (Affektbetrag). El núcleo del sistema Inconsciente constaría de tales impulsos desiderativos, que únicamente «aspiran» a derivar su carga. En efecto, para el psicoanálisis son las pulsiones la causa última de toda actividad. Lo que distingue unas de otras a las pulsiones es su relación con sus fuentes, o procesos excitadores en el interior de un órgano, y con su meta inmediata, que consiste en cancelar ese estí —25—

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mulo de órgano. Por otra parte, el objeto de la pulsión es aquello en o por lo cual la pulsión alcanza su meta. A partir de 1920 se añade la noción de esfuerzo: las pulsiones tendrían una naturaleza esencialmente conservadora, pudiéndose entonces entender como el esfuerzo, que sería inherente a la vida, de reproducir un estado 38

anterior. En el vocabulario freudiano, en fin, encontramos expresiones como «pulsión de apoderamiento», «pulsión de autoconservación del yo», «pulsión de destrucción», «pulsión de muerte», «pulsión de saber», «pulsión de vida», «pulsión parcial», y, naturalmente, «pulsión sexual»... En El malestar... se requiere en concreto de la doctrina analítica de las pulsiones para entender afirmaciones como la de que la felicidad, que vendría dada precisamente para Freud por la satisfacción de las necesidades pulsionales del individuo (Tríebbefriedigung), sería un asunto de economía libidinal. El económico es uno de los tres enfoques que caracterizan la denominada metapsicología freudiana, al lado del dinámico y el tópico. La economía psíquica tendría que ver con todo lo que se refiere a la cantidad de excitación, a la carga energética de las representaciones y la descarga que supone, sobre todo, la acción. De manera que el problema de la felicidad estriba en la tarea de orientar e invertir la energía pulsional. «El hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas.» Por ejemplo, la sublimación de las pulsiones puede ser una solución muy aceptable, aunque con las limitaciones que se reconocen en el texto, para la adecuada gestión económica de la libido. Se comprende entonces perfectamente que la cuestión de la felicidad pueda y deba ser puesta en relación con el tema del amor, sexual o de fin inhibido, como hace Freud en el capítulo segundo. Asimismo, desde la doctrina de las pulsiones entendemos la gravedad de las consecuencias de la renuncia pulsional que es consustancial a la noción freudiana de cultura. Por eso los paraísos religiosos, compensación ilusoria de ese durísimo sacrificio, equivaldrían en realidad a la promesa de una realización de los deseos más profundos de la humanidad, una auténtica fiesta de las pulsiones. Ahora bien, la relación entre cultura y pulsión es más complicada que todo esto, sobre todo por la ambigüedad en lo que respecta a la libido, como nos explica Freud en el capítulo cuarto. Porque si por un lado es verdad que el amor es el padre de la cultura humana en tanto podemos ver en él sin duda la tendencia a reunir a los individuos en unidades cada vez mayores, por otra parte, encerrado por las mujeres en el reducido núcleo familiar, el amor sexual se opondría a los intereses más amplios de la misma. Por consiguiente, si la cultura limita la vida sexual de los individuos lo hace para que se pueda ampliar el círculo

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de acción de Eros, supuesto de nuevo que el hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas. Tenemos entonces como inevitable punto de llegada que la cultura explota a la sexualidad. Así como el yo procede del ello, la doma cultural de la pulsión sexual se lleva a cabo justamente por el aprovechamiento de la misma pulsión sexual como amor de fin inhibido. Pero nada de esto puede 40

hacernos pasar por alto lo fundamental: la razón última del hecho de que la cultura se vea obligada a sustraer libido de los individuos se ha de poner en ese factor perturbador que constituye la agresividad humana, una destructividad que la cultura tiene que neutralizar a cualquier precio, aunque no se puede dejar de señalar, por otra parte, que también es explotada culturalmente en el trabajo que nos lleva al dominio de la realidad exterior. Así vamos a parar al final al enfrentamiento de las dos clases de pulsiones. La otra coordenada en que se viene a enmarcar El malestar... sería el modelo estructural de la mente. Resumámoslo en este momento todo lo brevemente que podamos: la vida psíquica sería para el psicoanálisis función de un aparato que está compuesto por diferentes piezas, «como un telescopio o un microscopio». Freud llamará ello a la más antigua de esas instancias psíquicas, el núcleo de nuestro ser, para decirlo taxativamente, núcleo cuyo contenido, establecido constitucionalmente, lo formarían las pulsiones, que, como vimos, provienen de la organización corporal. Ha ocurrido que bajo el influjo del mundo objetivo una parte del ello se ha transformado en una organización particular, el yo, que mediará en lo sucesivo entre ambos, para lo cual se halla dotado de los órganos necesarios para la recepción de estímulos. Es el yo, en consecuencia, el que dispone asimismo de la esfera de la acción voluntaria llamada a la transformación de la realidad externa. A él le estaría encomendada, en otras palabras, la fatigosa labor de la autoconservación. Pero también está orientado hacia el mundo interior, obteniendo dominio sobre las exigencias pulsionales al decidir si debe consentírseles la satisfacción en el objeto, según las oportunidades que en cualquier caso brinde el mundo exterior. Aunque también podemos contemplar la situación desde el otro lado: entonces se nos aparece un yo endeble frente al ello, por así decir un criado servil que se esfuerza sin parar en cumplir al pie de la letra las órdenes de su señor, desde el momento en que el principio de realidad no supone sino la continuación del programa del principio del placer. Desde ambos puntos de vista Freud se nos muestra del todo prisionero de lo que podríamos llamar el dogma antropológico cardinal de nuestra cultura, el que opone la claridad de la razón al infierno de las pasiones desenfrenadas. Pero es desde luego la tercera instancia psíquica, la del

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super-yo o Über-Ich, la que resulta esencial comprender, sobre todo en lo que hace a su origen y funciones, para hacerse una idea cabal de la posición de la cultura en relación con las pulsiones. En ella se prolongaría el influjo parental, es algo así como el precipitado del largo período de infancia durante el que el ser humano vive en estado de dependencia. Lo interesante es 42

llegar a percatarse de cómo ese super-yo se separa del yo, y se contrapone a él, de manera que acabará constituyéndose en un tercer poder que en lo sucesivo el yo no tendrá más remedio quetomar en cuenta. La relación entre yo y super-yo, en consecuen

cia, sólo se clarifica si consideramos la que se estableció en su día entre el infante y sus progenitores, sin pasar por alto que éstos no sólo ejercen sobre él un influjo que podríamos llamar limitadamente personal, sino que además representan el de la familia en su conjunto y el de la tradición, también el del medio social al que pertenecen. Influjo que además se va a continuar en adelante en el de las personas revestidas de autoridad, de algún modo sustitutivas de los padres, «como pedagogos, arque tipos públicos, ideales venerados en la sociedad». Hasta se va a considerar un sucedáneo de la omnipotente figura paterna al Destino inescrutable que parecerá regir en adelante nuestras vidas. Por todo ello Freud cree estar justificado cuando nos advierte de que ello y super-yo coinciden en representar el influ jo del pasado, aquél el pasado heredado y éste el pasado asumi do por otras personas. El paso decisivo para el origen del super-yo tendría lugar hacia el final del primer período de infancia, en torno a los cinco años. Porque es entonces cuando ocurre un importante cambio y una importante alteración: el infante renuncia a un fragmento del mundo exterior en tanto objeto, para pasar a identificarse con él, a acogerlo en el interior del yo, incorporándolo en adelante como ingrediente de su mundo interior. La institución del super-yo es un caso de identificación con la instancia parental: ya que no te puedo tener, seré como tú. Por eso decimos que es el super-yo el heredero del complejo de Edipo, porque sólo se establece la tercera instancia psíquica tras la liquidación o tramitación de éste. ¿Y en qué va a consistir básicamente la actividad de la nueva instancia ahora erigida como «monumento conmemorativo» del complejo de Edipo? En observar al yo, darle órdenes, juzgarlo y amenazarlo con castigos, todo muy en la línea de lo que hacían antes los padres con el infante. Si bien Freud nunca dejó de señalar que la severidad actual del super-yo no se corresponde con la severidad efectiva del trato dado al infante por sus progenitores, sino a otros factores como pueden ser la intensidad de la defensa que hubo que oponer en su día a la tentación inhe

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rente al complejo de Edipo o el grado de agresividad con el que el niño reaccionó a las primeras prohibiciones que le fueron impuestas. De manera que es el establecimiento del super-yo aquello que señala, si lo queremos decir así, la inundación del aparato psíquico por la cultura, la definitiva conversión del individuo en un ser cultural. Desde este momento se vigila a sí mismo. Porque es nuestra 44

conciencia moral el super-yo en su función judicial; y sólo después de la emergencia de ésta podremos dar por seguro que el individuo representará un sólido baluarte de la labor cultural. Esta inundación de la mente por la cultura viene a hacerse inteligible también si consideramos que el super-yo del infante se constituye en realidad sobre el modelo del super-yo de los padres, y así sucesivamente, gravitando al final sobre él todos los requerimientos de una tradición en su totalidad, nada más y nada menos, todo el pretérito cultural de enorme poder, en una palabra. Pero una de las vías de entrada más importantes en la noción de super-yo fue la reflexión freudiana sobre esa afección narcisista que es la manía de autoobservación. Sería, en efecto, a su través como Freud llegó a considerar una vez más a la instancia que observa, critica y compara «infatigablemente», oponiéndose con este comportamiento a la otra parte del yo. Por este camino se vino a parar de nuevo a los conceptos de yo ideal, creado para restaurar la autosatisfacción inherente al narcisismo primario infantil, y de conciencia moral, a cuya acción tendríamos que atribuir la censura onírica y las represiones. Y a qué extremos de crueldad puede llegar en esta función el superyo nos lo muestra el cuadro patológico de la depresión mayor, que en la época de Freud se solía denominar «melancolía». Por lo demás, todavía desempeña esta instancia una tercera función muy importante, la de ideal del yo, con el que el yo se compara y que aspira a alcanzar esforzándose en cumplir su exigencia de una perfección cada vez más elevada, y que en el fondo no expresaría otra cosa, a Freud le parece muy claro, que la vieja admiración por la perfección que el infante atribuyera un día a sus padres. Freud iba a llegar por este camino, aunque no solamente por éste, al descubrimiento de que el super-yo puede ejercer su influjo de manera inconsciente en situaciones psicológicamente muy importantes. Por ejemplo, en el curso del análisis se da el caso de que al paciente no se le hace consciente la resistencia. Ahora bien, la resistencia, como ya tuvimos ocasión de mencionar, no sería sino una manifestación de la represión que es llevada a cabo por el super-yo, o en todo caso por el yo «por encargo» del super-yo. Por tanto hasta se podría conjeturar que sectores enteros del super-yo, y, para el caso, del mismo yo, son inconscien —29—

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tes. La persona nada sabe en condiciones normales de sus contenidos, haciéndole falta un gran trabajo para hacerlos conscientes. Ya tuvimos ocasión de encontrar un indicio de ello: es un tema recurrente en la literatura freudiana el de la debilidad del yo ante los tres poderosísimos amos a los 46

que se esfuerza en servir, y, lo que todavía es peor, sin dejar nunca de intentar conciliarios en sus pretensiones antagónicas. Cuando el yo no tiene más remedio que reconocer su debilidad, estalla en angustia. Nos dice Freud: angustia realista ante el mundo exterior, angustia neurótica ante la intensidad de las pasiones en el interior del ello, angustia de la conciencia moral ante el super-yo. La labor analítica tendría en todo caso un límite borroso, mal definido, porque lo que se propone justamente es fortalecer al yo, en nuestro caso haciéndolo más independiente del super-yo. Y esto es, en verdad, una tarea interminable. Ahora bien, por mucho que la angustia moral, la angustia ante el super-yo, sea en el fondo equivalente al miedo a la pérdida del amor, y depender de esta manera del amor de los demás no signifique otra cosa que persistir en el infantilismo, que es precisamente aquello que tiene que superar y vencer el yo si quiere llegar a ser un yo fuerte y conocedor de sí, esta angustia no puede estar destinada a extinguirse del todo, justamente por el bien de la cultura, porque ella resultaría de todo punto indispensable como regulador psicológico de las relaciones entre las personas. ¿Cómo podríamos llegar siquiera a concebir a un individuo aislado de toda comunidad humana, por encima de la necesidad del amor de sus semejantes? El superhombre que según algunos debería rematar la historia del hombre, nos recuerda en este punto el fundador del psicoanálisis, se hallaría en definitiva colocado en el punto cero de la historia, como psicópata protopadre de la horda primitiva. Estamos ahora como casi siempre en una cuestión de equilibrio, porque cuando la angustia ante el super-yo se hace demasiado intensa puede llegar a tambalearse la instalación del yo en la realidad objetiva, resintiéndose a la vez su unidad interna. Por eso comprendemos muy bien que al bárbaro le resulte tan fácil estar sano. Pero no debemos apresurarnos a extraer la conclusión demasiado simple: Freud nos mostrará en seguida, mal que nos pese a muchos, que el anhelo de un yo fuerte y completamente desinhibido es un anhelo enemigo de la cultura en el sentido profundo, «como la época presente —escribe en 1938, con el nazismo ya consoli dado y preparado para devorar Europa— nos enseña». Nos encontramos entonces con el reconocimiento de que el sentimiento de culpabilidad, que constituye el tema central del importantísimo capítulo séptimo de El malestar..., sería una de

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las condiciones fundamentales de la labor cultural. Freud lo conceptualiza como «tensión» entre yo y super-yo, o mejor, para decir las cosas desde el principio con toda la claridad posible, como ataque o agresión por medio del que el super-yo castiga al yo, o también, vista la situación desde el otro lado, como angustia de éste frente a aquél. El secreto del imperativo categórico kantiano, esa «voz de la 48

conciencia» que nos constituye como seres de cultura, no es otro que la violencia.- La genealogía freudiana de la moral nos retrotrae a la agresión primera y originaria que se va a reiterar incontables veces todavía. Aquí radica la suprema astucia de la cultura, volver hacia dentro la agresividad que de otro modo sería siempre su enemiga mortal. La violencia a que de buena gana hubiera dado libre curso el individuo sobre el mundo exterior y los personajes de autoridad que le escamotean su satisfacción pulsional la engloba en sí mismo el super-yo, como auténtica guarnición militar en territorio conquistado, descargándola a continuación sobre ese pobre yo que se repliega ahora anonadado, desarmado. Por eso toda nueva renuncia a la satisfacción tendría el efecto en apariencia paradójico de aumentar la intensidad del sentimiento de culpabilidad. Y, desde la perspectiva ya examinada del concepto freudiano de cultura, queda entonces perfectamente claro que este penoso sentimiento constituya el problema capital de la evolución cultural. Al margen de la teoría psicoanalítica, el sentido común vería con buenos ojos que la renuncia a satisfacer efectivamente los deseos pulsionales nos liberara del Schuldgefühl. Pero lo terrible es que no ocurre así, como vemos: es mucho más fácil perder el amor del super-yo que el del padre o la madre o el maestro de carne y hueso, porque a aquél nada se le oculta, y eliminar el deseo tal vez sólo se logre de verdad con la propia desaparición. Por último, el paralelismo tantas veces señalado por Freud, desde el origen mismo del psicoanálisis, entre evolución individual y progreso cultural, llegará en El malestar... a su consagración más definitiva con la aparición del super-yo cultural, el que haría posible el progreso de la civilización de la misma manera que el individual nos hace a todos, en principio, seres adultos. Ni qué decir tiene que esta idea freudiana, tan de su formación positivista, de la cultura como un proceso de maduración desde una «infancia de la humanidad», a través de etapas comparables a las de la vida del individuo, hasta una edad de oro de entronización colectiva de la racionalidad, resultaría hoy en día prácticamente imposible de sostener. Cabe, sin embargo, interpretar este famoso paralelismo de formas más sutiles, una cuestión en la que en rigor no vamos a entrar ahora: la cultura entendida como reflejo a gran escala de los conflictos dinámi

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-31— eos que habitan en el interior del individuo o la noción misma de herencia arcaica apreciada en su valor simbólico... REPERCUSIONES Vamos a terminar dando una muy ligera idea de algunas de las líneas intelectuales que dan forma a lo que podríamos llamar la trascendencia de El malestar en la cultura. Al asumir Freud efectivamente la tradición del

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pensamiento político hobbesiano, con el feroz lema del homo homini lupus, al dibujarnos una situación trágica, esencialmente irresoluble, la obra estaba destinada desde el principio a reavivar una de las discusiones más áridas y enconadas de los psicoanalistas, la de la pulsión de muerte. Ernest Jones, el primer gran biógrafo de Freud, le señaló gentilmente que el Todestñeb representaba un salto desde la realidad palpable e innegable de la agresividad, casi un hecho central de la vida de todos los humanos, a una generalización desmesurada sin las suficientes garantías científicas. Por su parte, Oskar Pfister, nada más leer la obra, se dirigió también al fundador del psicoanálisis para manifestarle que prefería tomarse la pulsión de muerte como «mero contrapunto» de la fuerza de la vida. Freud respondió que desde luego la pulsión de muerte no era su deseo íntimo, sino un supuesto ineludible de la teoría, establecido sobre bases biológicas y psicológicas. El tan comentado pesimismo de la posición freudiana definitiva sería según esto un resultado y no un punto de partida en el que hubiera que ver la expresión de alguna tendencia constitucional o alguna disposición adquirida. No muy dispar fue en un principio la recepción de El malestar... en los círculos no puramente psicoanalíticos, como podemos apreciar si consideramos los avatares de la integración de la obra freudiana en la Escuela de Francfort. El interés de Horkheimer y Adorno por Freud se remonta a la década de los años 20: la influencia de los paladines de la Teoría Crítica resultó decisiva, por ejemplo, para que la Universidad de Francfort se decidiese a acoger, en 1929, el Instituto Psicoanalítico de Francfort, cosa que Freud se apresuró a agradecer efusivamente a Horkheimer en dos cartas que le remitió. Pero sería sobre todo a través de la obra de Erich Fromm como el Instituto de Investigación Social intentó al comienzo reconciliar a Freud y a Marx. En los años 40, sin embargo, Fromm abandonó el Instituto a la vez que renunciaba al freudismo ortodoxo. En concreto rechazó lo que consideraba la metapsicología que fundamentaba las tesis de El malestar...,

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sobre todo la teoría de la libido, el complejo de Edipo, y, evidentemente, la pulsión de muerte. Si las suposiciones de Freud fuesen correctas, razonaba Fromm, habría que suponer que la cantidad de destructividad dirigida contra los demás o 52

contra uno mismo es más o menos constante. Pero ocurre precisamente al revés: la agresividad varía mucho de un individuo a otro, y no digamos de una cultura a otra. No habría por tanto un impulso innato a destruir: a Fromm le echaron en cara haberse convertido en Pollyana, ese personaje antipático por ser optimista hasta el absurdo, por cuanto hizo suyo sin reservas, en una época verdaderamente trágica, el sueño de los profetas hebreos, la visión de una armonía y una paz universal entre las naciones. En un primer momento, Horkheimer creería lo más adecuado compartir el disgusto de Fromm ante la pulsión de muerte. Una obra como El malestar en la cultura era una obra de resignación, pues la creencia en la pulsión de muerte implicaba en rigor atribuir el mal a un principio diabólico, con lo que se pasaba por alto el componente histórico de la explotación y de la angustia social, absolutizándose así el statu quo. Pero más ade lante su posición varió sustancialmente, con el reconocimiento de que la pulsión de muerte, y toda la serie de conceptos conectados con ella, representan «categorías antropológicas de intención objetiva absolutamente correcta». Para decirlo en dos palabras, el Todestrieb daría expresión, en toda su radicalidad, a las tendencias destructivas del hombre moderno, sin constituir nada parecido a un universal biológico. Por su parte, Adorno se pronunciaría contundentemente contra los llamados revisionistas, en especial el mismo Fromm y Karen Horney, dispuesto a reivindicar el valor de la teoría freudiana de las pulsiones, sobre todo las destructivas, para poder entender la producción cultural de represiones, senti miento de culpabilidad y necesidad de castigo. Prefiere Adorno la absolutización burguesa del mal, la línea Hobbes-Schopenhauer en la que se inscribiría Freud, a la visión afirmativa de los revisionistas, por la sencilla razón de que aquélla reflejaría con mucha más fidelidad la realidad prevaleciente. En su artículo del 46 sobre las tendencias sociológicas en el psicoanálisis nos dejó escrito que sospechaba que el desprecio de Freud hacia los hombres no es sino «una expresión de ese amor desesperado que puede ser la única expresión de esperanza que todavía nos queda». Finalmente, correspondería a Marcuse profundizar, sobre todo en Eros y civilización, en la relación entre sexualidad reprimida y agresión, movilizándose este pensador aun con más energía que sus predecesores, como resultado de ello, contra el rechazo revisionista de la pulsión de muerte. Y es que la verda dera «finalidad» del Todestrieb no sería para Marcuse la agresión, sino llevar al punto cero la tensión en que la vida consiste. Esta tendencia, la del principio de nirvana, sería sorprendente mente similar a la pulsión de vida misma, o al principio del pla cer que le sirve de guía. Con ello ensayó Marcuse la reorientación del pesimismo freudiano en una dirección utópica. Hasta darían juego para ello las tesis de El malestar en la cultura... MARIANO RODRÍGUEZ GONZÁLEZ

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BIBLIOGRAFÍA

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FREUD, S., Gesammelte Werke, Chronologisch geordnet, S. Fischer Verlag, Francfort am Main, 1946, 18 Bánde. — Standard Edition ofthe Complete Psychologycal Works, a cargo de J. Strachey y la colaboración de A. Freud, con la asistencia de A. Strachey y A. Tyson. The Hogarth Press, Londres, 1953-1974, 24 vol. — Obras Completas, traducción de Luis López-Ballesteros (iniciada en 1922), ordenada y anotada en nueve volúmenes por J. Numhauser, Madrid, Biblioteca Nueva, 1983, 1998, en 3 volúmenes y en 9 volúmenes. — Correspondencia de Sigmund Freud. Edición de Nicolás Caparros en 6 volúmenes, Madrid, Biblioteca Nueva. GAY, Peter (1988), Freud, una vida de nuestro tiempo, traducciónJ. Piatigorsky, Barcelona, Paidós, 1989.

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CRONOLOGÍA

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1856 ^56 — 6 de mayo: Nacimiento de Sigmund — Muere M. Stirner. Freud en Freiberg, Moravia. 1857 — Nace Lévy-Bruhl — Muere A. Comte. — Historia de la civilización en Inglaterra, de Buckle. — Los filósofos franceses del siglo XIX, de Taine. 1858 — Nace E. Durkheim. 1859 1859 — Charles Darwin, Sobre el origen de las — Fin de la hegemonía austríaca en Italia. especies por la selección natural. — Nace H. Bergson. — Nace E. Husserl. — Nace J. Dewey. — Sobre la libertad, de J. S. Mili. 1860 — Muere Schopenhauer. 1861 1861 — El utilitarismo, de J. S. Mili. — Guerra de Secesión norteamericana. 1863 — Del principio federativo, de Proudhon. — Leyes de la herencia de Mendel.

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1873 — Freud se gradúa brillantemente en el Gymnasium. 1874 — Semestre de invierno en Berlín, asistiendo a las conferencias de Du Bois1867 — Marx, El Capital (Libro I). 1870 — Nace Adler. — Nace Lenin 1864 — Francia: jornada laboral de doce horas, prohibición legal de la huelga y del derecho de asociación de los obreros. 1866 — Guerra austro-italiana. Paz de Viena. 1867-1918 — Imperio austro-húngaro. 1870-1871 — Guerra franco-prusiana. — Sobre la Inteligencia, de Taine. 1872 — Nace Russell — Muere Feuerbach — El nacimiento de la tragedia, de Nietzs che. — La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, de Darwin.

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1873-1874 — I República Federal en España. 1874-1880 — Gran Bretaña: Disraeli inicia la política imperialista. Reymond, Helmholtz y Virchow. Mientras Freud estudiaba en la Universidad de Viena los positivistas tenían el control absoluto. 1876-1882 — Intenso trabajo en el laboratorio de Brücke, descifrando los enigmas del sistema nervioso. Freud le pondría a su cuarto hijo el nombre de su mentor, Ernst, poco tiempo después de que éste muriera. 1878 — Humano, demasiado humano, 'de Nietzsche. 1878 — Prohibición del partido y la prensa socialistas en Alemania. 1879 — Nace Einstein. 1881 — Obtención del título de médico. 1881 — Nace Picasso. 1881 — Francia instaura el Protectorado en Túnez 1882 1882 — Marcha al Hospital General de Viena, — Cézanne y Renoir trabajan juntos en como Aspirant. En abril había conocí L'Estaque. do a Martha Bernays. — Muere Darwin. 1882 — Italia se adhiere a la Triple Alianza. Ocupación británica de Egipto. 1883 1883 — Mayo, Freud asciende a Sekundarárzt, — Muere Karl Marx. uniéndose a la clínica psiquiátrica de — Introducción a las ciencias del espíritu, Theodor Meynert. de Dilthey.

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1885 — Marzo, solicita a sus superiores una beca para viajar a París. Allí quedaría deslumhrado por la personalidad de Jean-Martin Charcot. 1886 — Sigmund Freud, Docente de enfermedades nerviosas de la Universidad, abre su consulta privada. Se pudo permitir contraer matrimonio con Martha Bernays: el 13 de Septiembre ceremonia civil y, al día siguiente, ceremonia hebrea. 1884 — El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, de Engels. 1885 — Nietzsche, Zarathustra (cuarta y última parte). — Edición del segundo volumen de El Capital a cargo de Engels. — Muere Victor Hugo. 1886 — Manifiesto simbolista. 1887 — La genealogía de la moral, de Nietzsche.— El concepto de número, de Husserl. 1889 1889— Nace M. Heidegger — Fundación de la II Internacional. — Nace L. Wittgenstein. — Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, de Bergson.

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1890 — Década de los 90, constante apoyo y amistad de Fliess. A mediados de la década comenzaría su autoanálisis. 1890 — Principios de Psicología, de William James. 1890 — Destitución de Bismarck. 1892 — Problemas de la filosofía de la historia, de Simmel. — El espíritu de la filosofía moderna, de Royce. 1894 — Muere Helmholtz. — El Anticristo, de Nietzsche. 1895 — Publicación de los Escritos sobre la histeria. Aparición de un ambicioso proyecto de psicología, Psicología para neurólogos. 1896 — Freud utiliza por primera vez el término «psicoanálisis». — 23 de octubre, muerte de Jacob Freud, profunda experiencia para su hijo, de la que extrajo consecuencias universales: «El acontecimiento más importante, la pérdida más decisiva de la vida de un hombre.» 1895 — Art Mouveau en Francia. — L. Lumiére, Llegada de un tren. — Nace Horkheimer. 1894-1906 — Affaire Dreyfus en Francia. — Muere Engels.

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1897 — Otoño, Freud abandona la teoría de la seducción precoz como explicación de las neurosis. 1899 — La Interpretación de los sueños, «vía regia hacia el conocimiento de lo inconsciente en la vida mental». 1898 — Nace Marcuse. — Discurso sobre el socialismo y la filosofía, de Labriola. — Tratado sobre álgebra universal, de Whitehead. 1898 — Desastre militar español en Cuba y Filipinas. 1899 — Guerra de los Bóers. 1901 — Psicopatología de la vida cotidiana, el libro más leído de toda su producción, en vida del autor no bajó de las once ediciones, y fue traducido a doce idiomas. 1900 — Muere Nietzsche. 1900-1901 — Husserl, Investigaciones Lógicas. 1900 — Rebelión de los boxers en China. 1901 — Planck, teoría de los guanta. — Ataque de Eugenio D'Ors contra el Mo dernismo. — Pavlov, teoría de los reflejos condicio nados. — Morgan, estudio de la psicología ani mal.

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— Muerte de Verdi. — W. B. Yeats, Teatro nacional irlandés. 1902 — Otoño, Freud empieza a reunir en Bergasse 19, los miércoles por la noche, a un pequeño número de médicos y legos interesados, en lo que sería el germen de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. En febrero del año siguente le sería concedida la cátedra que había codiciado durante años. 1903 — Nace Adorno. — Principia ethica, de Moore. 1903-1905 — Debussy, El mar. 1905 — Tres ensayos sobre teoría sexual. Exposición de la teoría de la libido. 1905 — Stanislavski funda el Teatro de Arte de 1904-1905 — Guerra ruso-japonesa. 1904-1914 — La Entente: Alemania y Austria-Hungría frente a Gran Bretaña, Francia y Rusia. 1905 — Primera revolución rusa. Moscú. — Creación de Die Brücke (El puente)— Nace Sartre.

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1908-1910 — Le van visitando en Viena, con la intención de integrarse en calidad de discípulos, personajes como Ferenczi, Tausk, Sachs, Eitingon, Jung, Binswanger, Abraham, Brill, Jones, Weiss... Jung sería el hombre elegido por Freud como «príncipe heredero», lo que quedó claro en una declaración del verano de 1908: «Casi diría que sólo su aparición ha podido salvar al psicoanálisis de convertirse en una preocupación nacional judía.» 1908 — Nace Quine. — Nace Merleau-Ponty. — El pragmatismo, de William James. 1909 — 10 de septiembre, en el gimnasio de la Clark University de Worcester (Mass.), imposición a Freud del título de doctor honoris causa en leyes. Conferencias de Freud y Jung. Les había acompañado Ferenczi. 1910 — Primavera, primer enfrentamiento serio de Freud con Adler y sus aliados, en el Congreso Internacional de Psicoanálisis de Nürnberg. Por entonces andaba con las pruebas de imprenta del Leonardo y le daba vueltas al caso Schreber. 1909 — Materialismo y Empiriocriticismo, de Lenin. 1909 — Roosevelt formula su política del «gran garrote» respecto a América Latina. Semana Trágica en Barcelona. 1910 — Stravinski, El pájaro de fuego. — Russell y Whitehead, Principia Mathe matica.

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1911 — Febrero, Adler abandona su cargo de presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. 1910-1914 — Manifiestos Futuristas en pintura, escultura y arquitectura. 1911 — Kandinski, De lo espiritual en el arte, — Desarrollo del Noucentisme en Cataluña. 1911 — Revolución mejicana. 1912 — Fundación de Imago, publicación especializada en la aplicación del psicoanálisis a las ciencias culturales. 1913 — Manifestaciones de entusiasmo de Freud ante el hecho de que la totalidad de la historia de la cultura estuviese esperando la interpretación psicoanalítica. 1914 — Jung le da a Freud lo que éste quería: el 20 de abril renunció a la presidencia de la Asociación Analítica Internacional. Freud y sus partidarios ya no aceptaban a los jungianos como psicoanalistas. — Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, «el grito de batalla para que sus leales cerraran filas». 1913 — Einstein, teoría general de la relatividad. — Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, de Husserl. — Psicopatología general, de Jaspers. 1914 — Muere Peirce. — Proust, En busca del tiempo perdido (I volumen). 1911-1913 — Guerra balcánica. 1912 — Proclamación de la República China. 1914 — Apertura del Canal de Panamá. — Asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo: Primera Guerra Publicación del ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel. A finales de junio aparecería asimismo la Introducción al narcisismo. Y al mes siguiente estalla la Gran Guerra. — Nuestro conocimiento del mundo exterMundial. no, de Russell.

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1915 — Publicación de un par de artículos sobre la desilusión que había provocado la guerra, y sobre la actitud moderna con respecto a la muerte. Al mismo tiempo, comienza Freud a redactar su teoría de las neurosis: se trata de los textos que más tarde pasarían a conocerse como los artículos de metapsicología. En noviembre de 1917 Freud iba a declarar que estos artículos merecían la supresión y el silencio. 1916 — F. de Saussure, Curso de lingüística general. — Kafka, La transformación o La metamorfosis. 1916 — Proclamación del Reino Independiente de Polonia. 1917 — Freud anota en su calendario familiar «revolución en Rusia». 1917 — Revolución rusa (febrero-octubre). — Estados Unidos declara la guerra a Alemania.

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1920 — La Haya, comienzos de septiembre, primer Congreso Psicoanalítico Internacional de la posguerra. Aparece Más allá del principio del placer. 1918

— T. Tzara, Manifiesto Dada 1918 — Insurrección comunista en Berlín. — Ejecución de la familia real rusa. 1918-1920 — Guerra civil e intervencionismo en Ru sia

1919 — Keynes, Las consecuencias económicas de la paz,. — Psicología de las concepciones del mundo, de Jaspers. 1919 — Conferencia de la Paz. — Asesinato de Rosa Luxemburg y de Karl Liebknecht. 1921 — Psicología de las masas y análisis del yo. 1921 — Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein. 1921 — Desastre español en Annual. — Independencia de Irlanda. — Fundación del Partido Comunista de España. 1922 — Joyce, Ulises. 1923 — El yo y el ello, el texto cardinal de sus úl timas décadas. Primeros indicios de que Freud estaba sufriendo un cáncer de paladar. 1923 — Historia y conciencia de clase, de Lukács — El significado del significado, de Ogden y Richards. 1922 — Rusia se convierte en URSS.

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— Fundación de la Sociedad de Naciones. 1923 — Dictadura de Primo de Rivera. — Putsch fallido de Hitler en Munich.

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1924-1933 — Publicación de escritos sobre la psicología de la mujer, que iniciarían un intenso y apasionado debate. 1924 — Bretón, Manifiesto del Surrealismo. 1924 — Muerte de Lenin. 1927 — El porvenir de una ilusión. 1925 — Hitler, Mein Kampf. — En defensa del sentido común, de Moo re

1926 — Sociología del saber, de Scheler. 1927 — Heidegger, Ser y Tiempo. 1928 — C. G. Jung, El Yo y el Inconsciente. — Buñuel y Dalí, Un perro andaluz. — B. Brecht, La ópera de tres centavos. 1925 — Golpe de estado de Mussolini. 1929 — Nace Habermas. — Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. 1929 — Exposición Universal de Barcelona. — Crack de Wall Street. 1930 — El malestar en la cultura. La ciudad de Francfort le otorga su codiciado Pre1930 — Victoria nacionalsocialista en las elecciones alemanas. mio Goethe. Muerte de la madre de Freud, a los noventa y cinco años.

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1931 Enero, David Forsyth le invita a pro— Meditaciones cartesianas, de Husserl.nunciar la Conferencia Conmemorati va Huxley. Mayo, gran celebración del septuagési mo quinto cumpleaños de Freud: Lou Andreas-Salomé, Romain Rolland, Einstein comparándolo con Schopen hauer... congresos alemanes de psico terapeutas, el Club Herzl, la Clínica Neurológica Psiquiátrica de Viena, to dos se apresuran a enviarle felicitacio nes 1931 — Proclamación de la República en España.pana 1932 — Conferencia del Desarme. — Roosevelt, presidente de los Estados Unidos: política de New Deal. 1933 — Mayo, los nazis incluyen indirectamente a Freud en sus persecuciones, en una espectacular quema de libros en las plazas de las grandes ciudades y en los recintos universitarios. — Mayo, muerte de Ferenczi. En enero, él y Freud se habían reconciliado. Se propone como sucesora en la vicepresi1933 — Plenos poderes para Hitler. Éxodo judío de Alemania. — «Estado novo»: Dictadura de Salazar en Portugal. — Fundación de Falange Española. — Dictadura de Dollfus en Austria. — Triunfo de los partidos de derecha en las elecciones españolas. dencia de la Asociación Psicoanalítica Internacional a Marie Bonaparte. 1931

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1934 — Pacto de no agresión germano-polaco. — Golpe militar en Bulgaria. — Dollfus es asesinado por los nazis. — Revolución en Asturias. Alzamiento de la Generalitat de Catalunya contra el gobierno central. — Entrevista Hitler-Mussolini. — Lázaro Cárdenas, presidente de Méjico. 1934-1935 — Larga Marcha de los comunistas en China. 1935

— La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, de Husserl. — Principios de psicología de la forma, de Koffka. 1935 — Chang Kai-Chek, presidente de la República de China.

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1936 — Octogésimo cumpleaños. Stefan Zweig y Thomas Mann le hacen entrega de un memorial de felicitaciones firmado por 191 artistas y escritores. Thomas Mann, además, daría una conferencia con el título de «Freud y el porvenir». Freud es designado miembro de la Royal Society. 1936 — Exposición Cubismo y arte abstracto. — Lenguaje, verdad y lógica, de Ayer. — Sartre, La trascendencia del ego. 1936 — Victoria electoral del Frente Popular en España (febrero) y en Francia (mayo). — Guerra civil española. — Acuerdo de no intervención en la guerra de España. — Asesinato de García Lorca por los falangistas. — Reelección de Roosevelt.

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1936-1939 — Procesos de Moscú: liquidación de la vieja guardia bolchevique. 1937 — Análisis terminable e interminable. 1938 — Aparece el último trabajo amplio de Freud, Moisés y la religión monoteísta. — Marzo, Anexión (Anschluss) de Austria. El destino incierto de Freud preocupa al más alto nivel (el Secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull, informa al presidente Franklin Roosevelt, y se acaba encargando al embajador americano en Berlín, Hugh Robert Wilson, de que «trate el tema personal e informalmente con las correspondientes autoridades alemanas»). La edad y la enfermedad de Freud, además, aconsejan buscar el medio de que él y toda su familia viajen a París. — Marzo, Anna Freud es arrestada por la Gestapo. Permanece cinco horas detenida, hasta que logra convencer a los nazis de que la Asociación Analítica Internacional es una organización pura1937 — Muere Adler. — Muere Gramsci. 1938 — Muere Husserl. — La náusea, de Sartre. 1937 — Sucesos de mayo en Barcelona. — Bombardeo de Guernika por la Legión Cóndor. 1937-1945 — Guerra chino-japonesa 1938 — Alemania ocupa Austria. — Nacionalización de la industria petrolífera en Méjico. mente científica.

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— Junio, Freud sale por fin de Viena, con destino a Londres. — Julio, Stefan Zweig le presenta a Salvador Dalí, quien impresiona profundamente a Freud. — Julio, Freud inicia su Esquema del Psicoanálisis, que se puede considerar el testamento que iba dejar a la profesión que había fundado. — Septiembre, Freud se ve obligado a interrumpir el trabajo, reactivación del cáncer. Última y angustiosa operación. 1939 — 23 de septiembre, tres de la madrugada: después de tres dosis consecutivas de morfina, muerte de Sigmund Freud. 1939 — Fin de la guerra civil española. — Ocupación de Checoslovaquia y de Polonia por las tropas nazis. — Segunda Guerra Mundial. — Partición de Polonia entre Alemania y la URSS.

EL MALESTAR EN LA CULTURA* 1929 [1930]

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* Título del original en alemán: Das Unbehagen in der Kultur. Este ensayo, publicado en 1930, en el que Freud aborda problemas morales y religiosos, puede considerarse, en cierto modo, como continuación de Tótem y tabú (1912) y El porvenir de una ilusión (1927). Sin embargo, y de acuerdo con lo señalado acertadamente por Strachey, Freud se había preocupado desde sus primeros estudios de relacionar factores culturales con la neurosis y los mecanismos psíquicos. Así, en carta a Fliess del 31 de mayo de 1897, afirma Freud que el incesto es antisocial y que la civilización consiste en un renunciamiento progresivo a él. [N. de Jacobo Numhauser.]

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I No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples. Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, respondióme que com partía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Ésta residiría, según su criterio, en su sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Trataríase de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.

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Esta declaración de un amigo que venero —quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión 1— me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible —y me temo que 82

también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización—, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refie re a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos»2. Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sóbretenos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa. Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica —vale decir genética— del mencionado sentimiento. Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica —que, por otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello— nos ha enseñado que esa apariencia en engañosa; que, por el con 1 Nota de 1931 —Liluli—. Desde que aparecieron los libros La vie de Ramakrishna y La vie de Vivekananda (1930), ya no necesito ocultar que el amigo a quien aludo con estas palabras es Romain Rolland. 2 Chistian Dietrich Grabbe, Hannibal: «Por cierto que no pódenos caernos de este mundo: henos aquí de una vez por todas.»

trario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado tran sitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demar cación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo 83

que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables. Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución 3, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no dis cierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influen cia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más pro funda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación —que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo— sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente —entre éstas, la que más anhela: el seno materno—, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda con 3 Véanse los numerosos trabajos sobre desarrollo del yo y el sentido yoico, desde Ferenczi: Entwicklungsstufen des Wirlichkeitssinnes, 1913 (Fases evolutivas del sentido de la realidad), hasta las contribuciones de Paul Federn, de 1926, 1927 y años posteriores.

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vertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes 85

ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el yo, al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los mismos métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos patológicos. De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. Nuestro actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura uni versal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste —en mayor o menor grado— en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado? Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en otra cualquiera. Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la hipó

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tesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores; pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nos otros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta 87

analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas antecesoras de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los eslabones interme dios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En cambio, en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se ha sustraído a toda manifestación, mientras que el resto siguió la vida del desarrollo progresivo. Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destruc ción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficien te profundidad. Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna4. Los historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino. A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el muro de Sirvió Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y del Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No hemos de perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto, salvo algunas brechas. En ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes —superiores a los de la arqueología moderna—, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo el curso de este muro y el contorno de la Roma quadrata] pero de las construcciones que otrora colmaron ese antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus 88

construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares his 4

Según The Cambridge Ancient History, tomo VII, 1928. The Founding of Rome, por Hugh Last.

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tóricos como Roma. Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con 90

un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubiera desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios impe riales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la primitiva, etrusca ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus áurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.

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Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego 92

vano; su única justificación es la de mostrarnos cuan lejos nos encontramos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva. Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico. Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en la ulteriores, cuyo material han suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal fenómeno. Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la destrucción. Aún en el terreno psíquico no deja de ser posible —como norma o excepcionalmente— que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la con

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clusión de que en la vida psíquica la conservación de lo pretéri to es la regla, más bien que una curiosa excepción. Así pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero 94

entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué pretensiones puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de las necesidades religiosas? Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por ahora se pierden en las tinieblas. Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente con la religión, pues este ser-uno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior. Confieso una vez más que me resulta muy difícil operar con estas magnitudes tan intangibles. Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad científica a las experiencias más extraordinarias y convertido por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. Consideraba dichos fenómenos como pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo de Schiller: ¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!

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II Mi estudio sobre El porvenir de una ilusión, lejos de estar dedicado 97

principalmente a las fuentes más profundas del sentido religioso, se refería más bien a lo que el hombre común concibe como su religión, al sistema de doctrinas y promisiones que, por un lado, le explican con envidiable integridad los enigmas de este mundo, y por otro, le aseguran que una solícita Providencia guardará su vida y recompensará en una existencia ultraterrena las eventuales privaciones que sufra en ésta. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino bajo la forma de un padre grandiosamente exaltado, pues sólo un padre semejante sería capaz de comprender las necesidades de la criatura humana, conmoverse ante sus ruegos, ser aplacado por las manifestaciones de su arrepentimiento. Todo esto es a tal punto infantil, tan incongruente con la realidad, que el más mínimo sentido humanitario nos tornará dolorosa la idea de que la gran mayoría de los mortales jamás podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más humillante aún es reconocer cuan numerosos son nuestros contemporáneos que, obligados a reconocer la posición insostenible de esta religión, intentan, no obstante, defenderla palmo a palmo en lastimosas acciones de retirada. Uno se siente tentado a formar en las filas de los creyentes para exhortar a no invocar en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente abstracto. Si algunas de las más excelsas mentes de tiempos pasados hicieron otro tanto, ello no constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué se vieron obligados a hacerlo. Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios, que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí: Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión;

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quien no posee una ni otra, ¡tenga Religión!5

Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro camino para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («No se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable6. Voltaire alude a las distracciones cuando en Candide formula a manera de envío el consejo de cultivar nuestro jardín; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos las ofrece el arte son, fren te a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más amplio al asunto. En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta. Muchos de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase que la vida humana no tiene objeto alguno, perdería todo el valor ante sus ojos. Pero estas amenazas de nada sirven: parecería más bien que se tiene el derecho de rechazar la pregunta en sí, pues su razón de ser, probablemente emane de esa vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya conocemos. Jamás se pregunta acerca del objeto de la vida de los animales, salvo que se le identifique con el destino de servir al hombre. Pero tampoco esto es sustentable, pues son muchos los animales con los que el hombre no sabe qué emprender —fuera de describirlos, clasificarlos y estudiarlos— e incontables especies aun han declinado servir a este fin, al existir y desaparecer mucho antes de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso. 5 Goethe, en Die zahmen Xenien, Di (De las poesías postumas). 6 En Die fromme Helene (La pía Elena), Wilhelm Busch dice otro tanto, aunque en un nivel más llano: «A quien tiene pesares no le faltan licores.» —69—

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Abandonemos por ello la cuestión precedente y encaremos esta otra más modesta: ¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: 101

aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se aplica al segundo fin. De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar —prevaleciente o exclusivamente— uno u otro de aquellos fines. Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen; principio de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su programa esté en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos. Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el sentido más estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades acumula das que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo puede darse como fenómeno episódico. Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable7. Así, nuestras facultades de felicidad están ya limitadas, en principio, por nuestra propia constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros 7 Goethe aun llega a advertirnos: «Nada es más difícil de soportar que una serie de días hermosos»; pero bien podría ser que exagerara.

seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufri miento de distinto origen. No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer. La reflexión demuestra que las tentativas destinadas a alcanzarlo pueden llevarnos por caminos muy distintos, recomendados todos por las múltiples escuelas de la sabi duría humana y emprendidos alguna vez por el ser humano. En primer lugar, la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se nos impone como norma de conducta más tentadora, pero significa preferir el placer a la prudencia, y a poco de practicarla se hacen sentir sus consecuencias. Los otros 102

métodos, que persiguen ante todo la evitación del sufrimiento, se diferencian según la fuente de displacer a que conceden máxima atención. Existen entre ellos procedimientos extremos y moderados; algunos unilaterales, y otros que atacan simultáneamente varios puntos. El aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento suscepti ble de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino la de la quietud. Contra el temible mundo exterior sólo puede uno defenderse mediante una forma cualquiera del alejamiento si pretende solucionar este problema únicamente para sí. Existe, desde luego, otro camino mejor: pasar al ataque contra la Naturaleza y someterla a la voluntad del hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la técnica dirigida por la ciencia; así, se trabaja con todos por el bienestar de todos. Pero los más interesantes preventivos del sufrimiento son los que tratan de influir sobre nuestro propio organismo, pues en última instancia todo sufrimiento no es más que una sensación; sólo existe en tanto lo sentimos, y únicamente lo sentimos en virtud de ciertas disposiciones de nuestro organismo. El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos destinados a producir tal modificación, es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya comprendido su mecanismo, pero es evidente que existen ciertas sustancias extrañas al organismo cuya presencia en la sangre o en los tejidos nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las condiciones de nuestra sensibilidad, de manera tal que nos impiden percibir estímulos desagradables. Ambos efectos no sólo son simultáneos, sino que también parecen estar íntimamente vinculados. Pero en nuestro propio quimismo deben existir asimismo sustancias que cumplen un fin análogo, pues conocemos por lo menos un estado patológico —la manía— en el que se produce semejante conducta, similar a la embriaguez, sin incorporación de droga alguna. También en nuestra vida psíquica normal, la descarga del placer oscila entre la facilitación y la coartación y paralelamente disminuye o aumenta la receptividad para el displacer. Es muy lamentable que este cariz tóxi co de los procesos mentales se haya sustraído hasta ahora a la investigación científica. Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en su economía libidinal. No sólo se les debe el placer inmediato, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los hombres saben que con ese «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su sensibi lidad. También se sabe que es precisamente esta cualidad de los estupefacientes la que entraña su peligro y su nocividad. En ciertas circunstancias aun llevan la culpa de que se disipen estérilmente cuantiosas magnitudes de energía que podrían ser apli cadas para mejorar la suerte humana. Sin embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico también es accesible a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los instintos, 103

precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar que al influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena parte del sufrimiento. Pero esta forma de evitar el dolor ya no actúa sobre el aparato sensitivo, sino que trata de dominar las mismas fuentes internas de nuestras necesidades, consiguiéndolo en grado extremo al aniquilar los instintos, como lo enseña la sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego, lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad (sacrificar la vida), para volver a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad del reposo absoluto. Idéntico camino, con un objetivo menos extremo, se emprende al perseguir tan sólo la moderación de la vida instintiva bajo el gobierno de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la satisfacción, pero se logra cierta protección contra el sufrimiento, debido a que la insatisfacción de los instintos domeñados procura menos dolor que la de los no inhibidos. En cambio, prodúcese una innegable limitación de las posibilidades de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al satisfacer una pulsión instintiva indó mita, no sujeta por las riendas del yo, es incomparablemente más intenso que el que se siente al saciar un instinto dominado. Tal es la razón económica del carácter irresistible que alcanzan los impulsos perversos y quizá de la seducción que ejerce lo prohibido en general. Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y que confieren gran flexibilidad a su funcionamiento. El proble ma consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que eluden la frustración del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías; la del investigador en la solución de sus problemas y en el descubrimiento de la verdad, son de una calidad especial que seguramente podremos caracterizar algún día en términos metapsicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir, metafóricamente, que nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su intensidad, comparada con la satisfacción de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente. Pero el punto débil de este método reside en que su apli cabilidad no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y aun a estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección completa contra el sufrimiento; no los reviste con una coraza impenetrable a las flechas del destino y suele fracasar cuando el propio cuerpo se convierte en fuente de dolor8. 8 Cuando falta una vocación especial que imponga una orientación imperativa a los intereses vitales, el simple trabajo de los oficios manuales, accesible a todo el mundo, puede desempeñar la función que tan sabiamente aconseja Voltaire. Es imposible considerar adecuadamente en una exposición concisa la

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importancia del trabajo en la economía lidibinal. Ninguna otra técnica de orien

La tendencia a independizarse del mundo exterior, buscando las satisfacciones en los procesos internos, psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con intensidad aún mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se relaja todavía más; la satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con el mundo real impida gozarlas. El terreno del que proceden estas ilusiones es el de la imaginación, terreno que otrora, al desarrollarse el sentido de la realidad, fue sustraído expresamente a las exigencias del juicio de realidad, reservándolo para la satisfac ción de deseos difícilmente efectuables. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas se encuentra el goce de la obra de arte, accesible aun al carente de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista 9. Quien sea sensible a la influencia del arte no podrá estimarla en demasía como fuente de placer y como consuelo para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte sólo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío sufi ciente como para hacernos olvidar la miseria real. Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien, por consiguiente, es preciso romper toda la relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios. Sin embargo, se pretende que todos nos conducimos, en uno u otro punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del mundo mediante una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la Humanidad tación vital liga al individuo tan fuertemente a la realidad como la acentuación del trabajo, que por lo menos lo incorpora sólidamente a una parte de la realidad, a la comunidad humana. La posibilidad de desplazar al trabajo y a las relaciones humanas con él vinculadas, una parte muy considerable de los componentes narcisistas, agresivos y aun eróticos de la libido, confiere a aquellas actividades un valor que nada cede en importancia al que tienen como condiciones imprescindibles para mantener y justificar la existencia social. La actividad profesional ofrece particular satisfacción cuando ha sido libremente elegida, es decir, cuando permite utilizar, mediante la sublimación, inclinaciones preexistentes y tendencias instintuales evolucionadas o constitucionalmente reforzadas. No obstante, el trabajo es menospreciado por el hombre como camino a la felicidad. No se precipita a él como a otras fuentes de goce. La inmensa mayoría de los seres sólo trabaja bajo el imperio de la necesidad, y de esta natural aversión humana al trabajo se derivan los más dificultosos problemas sociales. 9 Véanse Los dos principios del suceder psíquico (1911) y la Introducción al psicoanálisis, lección XXIII (1915-1917).

deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo jamás como 105

tal. No creo que sea completa esa enumeración de los métodos con que el hombre se esfuerza por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo material se presta a otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he mencionado; no porque lo haya olvidado, sino porque aún ha de ocuparnos en otro respecto. ¡Cómo podríase olvidar precisamente esta técnica del arte del vivir! Se distingue por la más curiosa combinación de rasgos característicos. Naturalmente, también ella persigue la independencia del destino —tal es la expresión que cabe aquí— y con esta intención traslada la satisfacción a los procesos psíquicos internos, utilizando al efecto la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por ello del mundo exterior, aferrándose por el contrario a sus objetos y hallando la felicidad en la vinculación afectiva con éstos. Por otra parte, al hacerlo no se conforma con la resig nante y fatigada finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a un lado sin prestarle atención, para concentrarse en el anhelo primordial y apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad. Quizá se acerque mucho más a esta meta que cual quiera de los métodos anteriores. Naturalmente, me refiero a aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante actitud psíquica nos es familiar a todos; una de las formas en que el amor se manifiesta —el amor sexual— nos proporciona la experiencia placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad. Nada más natural que sigamos buscándola por el mismo camino que nos permitió encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de vida es demasiado evidente, y si no fuera así, a nadie se le habría ocurrido abandonar por otro tal camino hacia la felicidad. En efecto: jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor. Pero no queda agotada con esto la técnica de vida que se funda sobre la aptitud del amor para procurar felicidad; aún queda mucho por decir al respecto. Cabe agregar aquí el caso interesante de que la felicidad de la vida se busque ante todo en el goce de la belleza, dondequiera sea accesible a nuestros sentidos y a nuestro juicio: ya se trate de la belleza en las formas y los gestos humanos, en los objetos de la Naturaleza, los paisajes, o en las creaciones artísticas y aun científicas. Esta orientación estética de la finalidad vital nos protege escasamente contra los sufrimientos inminentes, pero puede indemnizarlos por muchos pesares sufridos. El goce de la belleza posee un particular carácter emocional, ligeramente embriagador. La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética investiga las condi ciones en las cuales las cosas se perciben como bellas, pero no ha logrado explicar la esencia y el origen de la belleza, y como de costumbre, su infructuosidad se oculta con un despliegue de palabras muy sonoras, pero pobres de sentido. Desgraciadamente, tampoco el psicoanálisis tiene mucho que decirnos 106

sobre la belleza. Lo único seguro parece ser su derivación del terreno de las sensaciones sexuales, representando un modelo ejemplar de una tendencia coartada en su fin. Primitivamente, la «belleza» y el «encanto» son atributos del objeto sexual. Es notable que los órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos, pese al invariable efecto excitante de su contemplación; en cambio, dicha propiedad parece ser inheren te a ciertos caracteres sexuales secundarios. A pesar de su condición fragmentaria, me atrevo a cerrar nuestro estudio con algunas conclusiones. El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable; más no por ello se debe —ni se puede— abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin —la obtención del placer—, ya su aspectos negativo —la evitación del dolor. Pero ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La feli cidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos. Ya aquí desempeña un papel determinante la constitución psí quica del individuo, aparte de las circunstancias exteriores. El ser humano predominantemente erótico antepondrá los vínculos afectivos que lo ligan a otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las satisfacciones esenciales en sus procesos psíquicos íntimos; el hombre de acción nunca abandonará un mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas. En el segundo de estos tipos, la orientación de los intereses será determinada por la índole de su vocación y por la medida de las sublimaciones instintuales que estén a su alcance. Cualquier decisión extrema en la elección se hará sentir, exponiendo al individuo a los peligros que involucra la posible insuficiencia de toda técnica vital elegida, con exclusión de las restantes. Así como el comerciante prudente evita invertir todo su capital en una sola operación, así también la sabiduría quizá nos aconseje no hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende del concurso de nume rosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato psíquico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en la realización del placer. Quien llegue al mundo con una constitución instintual particularmente desfavorable, difícilmente hallará la felicidad en su situación ambiental, ante todo cuando se encuentra frente a tareas difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y reestructuración de sus componentes libidinales, imprescindible para todo rendimiento futuro. La última técnica de vida que le queda y que le ofrece 107

por lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis, recurso al cual generalmente apela ya en años juveniles. Quien vea fracasar en edad madura sus esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica, o bien emprenderá esa deses perada tentativa de rebelión que es la psicosis10. La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis invidual. Pero no alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los «inescrutables designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo. 10 Nota de 1931. Me parece necesario señalar por lo menos una de las lagunas que han quedado en la precedente exposición. Al enumerar las posibilidades de alcanzar la felicidad que están a disposición del ser humano, no se debería pasar por alto la relación proporcional entre el narcisismo y la libido objetal. Quisiéramos saber qué representa para la economía lidibinal el narcisismo, es decir, el hecho de depender en lo esencial de uno mismo.

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III Nuestro estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de lo conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo, que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por el contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuan pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica. A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan sorprendente que retiene nuestra aten ción. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración, porque —cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cul

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tura— es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proce den precisamente de esa cultura. ¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el 112

último y el penúltimo de estos motivos, pero mi erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de los mismos en la historia de la especie humana. En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple, modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfac ción de las necesidades elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo cuando el hombre aprendió a comprender el mecanis mo de la neurosis, que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad accesible a la humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales. Agrégase a esto el influjo de cierta decepción. En el curso de las últimas generaciones la Humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de estos adelantos. El hombre se enorgullece con razón de tales conquistas, pero comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz. Debería

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mos limitarnos a deducir de esta comprobación que el dominio sobre la Naturaleza no es el único requisito de la felicidad humana —como, por otra parte, tampoco es la meta exclusiva de las aspiraciones culturales—, sin inferir de ella que los progresos técnicos son inútiles para la economía de nuestra felici 114

dad. En efecto, ¿acaso no es una positiva experiencia placentera, un innegable aumento de mi felicidad, si puedo escuchar a voluntad la voz de mi hijo que se encuentra a centenares de kiló metros de distancia; si, apenas desembarcado mi amigo, puedo enterarme de que ha sobrellevado bien su largo y penoso viaje? ¿Por ventura no significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar en considerable número los años de la vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos científicos y técnicos, aún podría agregar una larga serie —pero aquí se hace oír la voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocaril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal, y no necesitaríamos de teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar máxima prudencia en la procreación, de modo que, a fin de cuentas, tampoco hoy criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cam bio hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación? Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si —y en qué medida— los hombres de antaño eran más felices, así como la parte que en ello tenían sus condiciones culturales. Siempre tenderemos a apreciar objetivamente la miseria, es decir, a situarnos en aquellas condiciones con nuestras propias pretensiones y sensibilidades, para examinar luego los motivos de felicidad o de sufrimiento que hallaríamos en ellas. Esta manera de apreciación, aparentemente objetiva porque abstrae de las variaciones a que está sometida la sensibilidad subjetiva,

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es, naturalmente, la más subjetiva que puede darse, pues en el lugar de cualquiera de las desconocidas disposiciones psíquicas ajenas coloca la nuestra. Pero la felicidad es algo profundamente subjetivo. Pese a todo el horror que puedan causarnos deter minadas situaciones —la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los Treinta Años, del condenado por la Santa Inquisi 116

ción, del judío que aguarda la hora de la persecución—, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado de ánimo de esos seres, intuir los matices del estupor inicial, el paulatino embotamiento, el abandono de toda expectativa, las formas gro seras o finas de narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y desagradables. Ante situaciones de máximo sufrimiento también se ponen en función determinados mecanismos psíquicos de protección. Pero me parece infructuoso perseguir más lejos este aspecto del problema. Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor para la felicidad humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender una fórmula que defina en pocos términos esta esencia, aun antes de haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente, nos conformaremos con repetir11 que el término «cultura» designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Para alcanzar una mayor comprensión examinaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal como se presenta en las comunidades humanas. Al hacerlo, nos dejaremos guiar sin reservas por el lenguaje común, o como también se suele decir, por el sentido del lenguaje, confiando en que así lograremos prestar la debida consideración a intuiciones profundas que aún se resisten a la expresión en términos abstractos. El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc. He aquí el aspecto de la cultura que da lugar a menos dudas. Para no quedar cortos en la historia, consignaremos como pri meros actos culturales el empleo de herramientas, la domina ción del fuego y la construcción de habitaciones. Entre ellos, la conquista del fuego se destaca, una hazaña excepcional y sin pre cedentes12; en cuanto a los otros, abrieron al hombre caminos que desde entonces no dejó de recorrer y cuya elección responde a motivos fáciles de adivinar. Con las herramientas el hombre perfecciona sus órganos —tanto los motores como los sensoriales— o elimina las barreras que se oponen a su acción. Las máquinas le suministran gigantescas fuerzas, que puede dirigir, como sus músculos, en cualquier dirección; gracias al navio y al avión, ni el agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente corrige los defectos de su cristalino y con el telescopio contempla las más remotas lejanías; merced al microscopio supera los límites de lo visible impuestos por la estructura de su retina. Con la cámara fotográfica ha creado un instrumento que fija las impresiones ópticas fugaces, servicio que el fonógrafo le rinde con las no menos fugaces impresiones auditivas, constituyendo ambos instrumentos materializaciones de su innata facultad de recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del teléfono oye a distancias que aun el cuento de hadas respetaría como in 1! Véase El porvenir de una ilusión. El 12 material psicoanalítico, aunque incompleto y de interpretación incierta, permite establecer una hipótesis —al parecer, fantástica— sobre el origen de esta hazaña humana. El hombre primitivo habría tomado la costumbre de satis humana. El hombre primitivo habría tomado la costumbre de satis

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alcanzables. La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente; la vivienda, un sucedáneo del vientre materno, primera morada cuya nostalgia quizá aún persista 118

en nosotros, donde estábamos tan seguros y nos sentíamos tan a gusto. Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos fabulosos, lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por vez primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo de su especie vuelve a ingresar —oh inch of nature!*— como lac tante inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos como conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar este ideal, casi ha llegado a convertirse él mismo en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el común juicio humano estima factible un ideal: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras, sólo a medias. El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos, pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de gracia de 1930*. Tiempos futuros tra facer en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro de su orina cada vez que lo encontraba en su camino. De acuerdo con las leyendas que conocemos, no cabe poner en duda la primitiva concepción fálica de la llama serpentina y enhiesta. La extinción del fuego por la micción —procedimiento al que aún recurren esos tardíos hijos de gigantes que son Gulliver en Liliput y Gargantúa, de Rabelais— era, pues, algo así como un acto sexual realizado con un hombre, un goce de la potencia masculina en contienda homosexual. El primer hombre que renunció a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y someterlo a su servicio. Al amortiguar así el fuego de su propia excitación sexual, logró dominar la fuerza elemental de la llama. Esta grandiosa conquista cultural, representaría pues, la recompensa por una renuncia instintiva. Además, se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionado en el hogar, pues su constitución anatómica le impide ceder a la placentera tentación de extinguirlo. También cabe señalar cuan regularmente las experiencias analíticas confirman el parentesco entre la ambición, el fuego y el erotismo uretral. * «¡Oh fuerte naturaleza!» En inglés en el original. [N. del T.].

erán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios. Así, reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando comprobamos que en él se realiza con perfección y eficacia cuanto atañe a la explotación de la tierra por el hombre y a la protección de éste contra las fuerzas elementales; es decir, en dos palabras: cuando todo está dispuesto para su mayor utilidad. En semejante país los ríos que amenacen con inundaciones habrán de tener regulado su cauce y sus aguas conducidas por canales a las regiones que carezcan de ellas; las tierras serán cul tivadas diligentemente y sembradas con las plantas más adecuadas a su fertilidad; las riquezas minerales del subsuelo serán explotadas activamente y convertidas en herramientas y accesorios indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y seguros; los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de los domésticos. Pero aún tenemos otras 119

pretensiones frente a la cultura y —lo que no deja de ser significativo— esperamos verlas realizadas precisamente en los mismos países. Cual si con ello quisiéramos desmentir las demandas materiales que acabamos de formular, también celebramos como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia humana se vuelque igualmente sobre cosas que parecen carecer de la menor utilidad, como, por ejemplo, la ornamenta ción floral de los espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como plazas de juego y sitios de aireación, o bien el empleo de las flores con el mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos que eso, lo inútil, cuyo valor esperamos ver apreciado por la cultura, no es sino la belleza. Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y que, en la medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no quedan agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún esperamos ver en ella las manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos en mucho la cultura de una villa rural inglesa de la época de Shakespeare, el enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en Stratford, se elevaba un gran estercolero; nos indignamos y hablamos de «barbarie» —antítesis de cultura— al encontrar los senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos. Cualquier forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos también a nuestro propio cuerpo este precepto de limpieza, enterándonos con asombro del mal olor que solía despedir la persona del Rey Sol; meneamos la cabeza al mostrársenos en Isola Bella la minúscula jofaina que usaba Napoleón para su ablución matutina. Ni siquiera nos asombramos cuando alguien llega a establecer el consumo del jabón como índice de cultura. Análoga actitud adoptamos frente al orden, que, como la limpieza, referimos únicamente a la obra humana; pero mientras no hemos de esperar que la limpieza reine en la Naturaleza, el orden, en cambio, se lo hemos copiado a ésta; la observación de las grandes cronologías siderales no sólo dio al hombre la pauta, sino también las primeras referencias para introducir el orden de su vida. El orden es una especie de impulso de repetición que establece, de una vez para todas, cuándo, dónde y cómo debe efectuarse determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos las dudas e indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al hombre el máximo aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando simultáneamente sus energías psíquicas. Cabría esperar que se impusiera desde un principio y espontáneamente en la actividad humana; pero por extraño que parezca no sucedió así, sino que el hombre manifiesta más Recuérdese que esto fue escrito precisamente en tal fecha. [N. del T.].

bien en su labor una tendencia natural al descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo necesarios arduos esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación de aquellos modelos celestes. Evidentemente, la belleza, el orden y la limpieza ocupan una posición particular entre las exigencias culturales. Nadie afirmará que son tan esenciales como el dominio de las fuerzas de la Naturaleza y otros factores que aún conoceremos, pero nadie estará dispuesto a relegarlas como cosas accesorias. La belleza, que no quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo de que ésta no persigue tan sólo el provecho. La utilidad del orden es evidente; en lo que a la 120

limpieza se refiere, tendremos en cuenta que también es prescrita por la higiene, vinculación que probablemente no fue ignorada por el hombre aun antes de que se llegara a la prevención científica de las enfermedades. Pero este factor utilitario no basta por sí solo para explicar del todo dicha tendencia higiénica; por fuerza debe intervenir en ella algo más. Pero no creemos poder caracterizar a la cultura mejor que a través de su valoración y culto de las actividades psíquicas supe riores, de las producciones intelectuales, científicas y artísticas, o por la función directriz de la vida humana que concede a las ideas. Entre éstas el lugar preeminente lo ocupan los sistemas religiosos, cuya complicada estructura traté de iluminar en otra oportunidad; junto a ellos se encuentran las especulaciones filosóficas y, finalmente, lo que podríamos calificar de «construcciones ideales» del hombre, es decir, su idea de una posible perfección del individuo, de la nación o de la Humanidad entera, así como las pretensiones que establece basándose en tales ideas. La circunstancia de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino, al contrario, íntimamente entrelazadas, dificulta tanto su formulación como su derivación psicológica. Si aceptamos como hipótesis general que el resorte de toda actividad humana es el afán de lograr ambos fines convergentes —el provecho y el placer—, entonces también habremos de aceptar su vigencia para estas otras manifestaciones culturales, a pesar de que su acción sólo se evidencia claramente en las actividades científicas o artísticas. Pero no se puede dudar de que también las demás satisfacen poderosas necesidades del ser humano, quizá aquellas que sólo están desarrolladas en una minoría de los hombres. Tampoco hemos de dejarnos inducir a engaño por nuestros juicios de valor sobre algunos de estos ideales y sistemas religiosos o filosóficos, pues ya se vea en ellos la creación máxima del espíritu humano, ya se los menosprecie como aberraciones, es preciso reconocer que su existencia, y particularmente su hegemonía, indican un elevado nivel de cultura. Como último, pero no menos importante, rasgo característico de una cultura, debemos considerar la forma en que son reguladas las relaciones de los hombres entre sí, es decir, las relaciones sociales que conciernen al individuo en tanto que vecino, colaborador u objeto sexual de otro, en tanto que miembro de una familia o de un Estado. He aquí un terreno en el cual nos resultará particularmente difícil mantenernos al margen de ciertas concepciones ideales y llegar a establecer lo que estrictamente ha de calificarse como cultural. Comencemos por acep tar que el elemento cultural estuvo implícito ya en la primera tentativa de regular esas relaciones sociales, pues si tal intento hubiera sido omitido, dichas relaciones habrían quedado al arbitrio del individuo; es decir, el más fuerte las habría fijado a conveniencia de sus intereses y de sus tendencias instintivas. Nada cambiaría en la situación si este personaje más fuerte se encontrara, a su vez, con otro más fuerte que él. La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derechos», con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta sustitución del poderío individual por el de la 121

comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. Así pues, el primer requisito cultural es el de la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico, una vez establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho. El curso ulterior de la evolución cultural parece tender a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo —casta, tribu, clase social—, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, con otras masas quizá más numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos —o por lo menos todos los individuos aptos para la vida en comunidad— hayan contribuido con el sacrificio de sus ins tintos, y que no deje a ninguno —una vez más: con la mencio nada limitación— a merced de la fuerza bruta. La libertad individual no es un bien de la cultura, pues era máxima antes de toda cultura, aunque entonces carecía de valor porque el individuo apenas era capaz de defenderla. El desarro llo cultural le impone restricciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Cuando en una comunidad humana se agita el ímpetu libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna injusticia establecida, favoreciendo así un nuevo progreso de la cultura y no dejando, por tanto, de ser compatible con ésta; pero también puede surgir del resto de la personalidad primitiva que aún no ha sido dominado por la cultura, constituyendo entonces el fundamento de una hostilidad contra la misma. Por consiguiente, el anhelo de libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general. Al parecer, no existe medio de persuasión alguno que permita inducir al hombre a que transforme su naturaleza en la de una hormiga; seguramente jamás dejará de defender su pretensión de libertad individual contra la voluntad de la masa. Buena parte de las luchas en el seno de la Humanidad giran alrededor del fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto en sí es inconciliable. Al dejar que nuestro sentido común nos señalara qué aspectos de la vida humana merecen ser calificados de culturales, hemos logrado una impresión clara del conjunto de la cultura, aunque por el momento nada hayamos averiguado que no fuese conocido por todo el mundo. Al mismo tiempo, nos hemos cuidado de caer en el prejuicio general que equipara la cultura a la perfección, que la considera como el camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos. Pero aquí abordamos cierta concepción que quizá conduzca en otro sentido. La evolución cultural se nos presenta como un proceso peculiar que se opera en la Humanidad y muchas de cuyas particularidades nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por los cambios que impone a las conocidas disposiciones instintuales del hombre, cuya satisfacción es, en fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida. Algunos de estos instintos son consumidos de tal suerte que en su 122

lugar aparece algo que en el individuo aislado calificamos de rasgo del carácter. El erotismo anal del niño nos ofrece el más curioso ejemplo de tal proceso. En el curso del crecimiento, su primitivo interés por la función excretora, por sus órganos y sus productos, se transforma en el grupo de rasgos que conocemos como ahorro, sentido del orden y limpieza, rasgos valiosos y loables como tales, pero susceptibles de exacerbarse hasta un grado de notable predominio, constituyendo lo que se denomina «carácter anal». No sabemos cómo sucede esto; pero no se puede poner en duda la certeza de tal concepción13. Ahora bien, hemos comprobado que el orden y la limpieza son preceptos esenciales de la cultura, por más que su necesidad vital no salte precisamente a los ojos, como tampoco es evidente su aptitud para proporcionar placer. Aquí se nos pre senta por vez primera la analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del individuo. Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de su satisfacción, a perseguirla por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos coincide con el bien conocido mecanismo de la sublimación (de los fines instintivos), mientras que en algunos aún puede ser distinguido de ésta. La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, Véase El carácter y el erotismo anal (1908), además de muchos otros trabajos de Ernest Jones, entre otros. —89— 13

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tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados. Si cediéramos a la primera impresión, estaríamos tentados a decir que la sublimación es, en principio, un destino 124

instintual impuesto por la cultura; pero convendrá reflexionar algo más al respecto. Por fin, hallamos junto a estos dos mecanismos un tercero, que nos parece el más importante, pues es forzoso reconocer la medida en que la cultura reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales: hasta qué punto su condición previa radica precisamente en la insatisfacción (¿por supresión, represión o algún otro proceso?) de instintos poderosos. Esta frustración cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura. Este proceso también planteará arduos problemas a nuestra labor científica: son muchas las soluciones que habremos de ofrecer. No es fácil comprender cómo se puede sustraer un instinto a su satisfacción; propósito que, por otra parte, no está nada libre de peligros, pues si no se compensa económicamente tal defraudación habrá que atenerse a graves trastornos. Pero si pretendemos establecer el valor que merece nuestro concepto del desarrollo cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, tendremos que abordar sin duda otro problema, preguntándonos a qué factores debe su origen la evolución de la cultura, cómo surgió y qué determinó su derrotero ulterior.

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IV He aquí una tarea exorbitante, ante la que bien podemos confesar nuestro apocamiento. Veamos, pues, lo poco que de ella logré entrever. El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún antes, en su prehistoria antropoidea, 126

había adoptado el hábito de constituir familias, de modo que los miembros de éstas probablemente fueran sus primeros auxiliares. Es de suponer que la constitución de la familia estuvo vinculada a cierta solución sufrida por la necesidad de satisfacción genital: ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de su partida, se convirtió, por el con trario, en un inquilino permanente del individuo. Con ello, el macho tuvo motivos para conservar junto a sí a la hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos sexuales; las hembras, por su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron obligadas a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte14. En esta familia primitiva aún falta un elementó esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre 14 Aunque la periodicidad orgánica del proceso sexual ha persistido, su influencia sobre la excitación sexual psíquica se transformó más bien en lo contrario. Esta reversión depende ante todo del atenuamiento que sufrieron las excitaciones olfatorias, mediante las cuales la mestruación influía sobre el psiquismo masculino. La función de las sensaciones olfatorias fue asumida por las visuales, que podían ejercer efecto permanente, al contrario de las olfatorias, cuya influencia es intermitente. El tabú de la menstruación surge de esta «represión orgánica», constituyendo el rechazo de una fase evolutiva superada; todas sus restantes motivaciones son probablemente secundarias. (Véase C. D. Daly, Hindumythologie una Kastrationskomplex [La mitología hindú y él complejo de castración], ¡mago, tomo XIII, 1927.) Este proceso se repite, en distinto nivel, cuando los dioses de una época cultural superada se convierten en los demonios de la siguiente. En cuanto a la atenuación

era ilimitada. En Tótem y tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia primitiva a la fase siguiente de la vida en sociedad, es decir, a las alianzas fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre, habían descubierto que una asociación puede ser más poderosa que el individuo aislado. La fase totémica de la cultura se basa en las restricciones que los hermanos hubieron de imponerse mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del tabú constituyeron así el primer «Derecho», la primera ley. La vida de los hombres en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké (amor y necesidad) se convirtieron en los padres de la cultura humana, cuyo primer resultado fue el de facilitar la vida en común a mayor número de seres. Dado que en ello colaboraron estas dos poderosas instancias, cabría esperar que la evolución ulterior se cumpliese de las sensaciones olfatorias, parece ser, a su vez, una consecuencia de que al distanciarse el hombre de la tierra, incorporándose y adoptando la marcha bípeda, vertical, los órganos genitales quedaron al descubierto y necesitados de protección, con la consecuencia inmediata del pudor. La erección del hombre a la posición vertical se hallaría, pues, en el origen del proceso de la cultura, tan preñado de consecuencias. La concatenación evolutiva pasa por la desvalorización de las sensaciones olfatorias y el aislamiento de la mujer menstruante, al predominio de los estímulos visuales, a la visibilidad de los órganos genitales, luego a la continuidad de la excitación sexual, a la fundación de la familia, llegando con ello al umbral de la cultura humana. Sólo se trata aquí de una especulación teórica, pero de importancia suficiente para justificar su verificación exacta en las condiciones de vida de las especies animales próximas al hombre. La influencia de un factor evidentemente social también se traduce en la tendencia cultural a la limpieza, justificada a posteriori con preceptos higiénicos, pero manifestada ya antes de que se conocieran éstos. La tendencia a la limpieza se origina en el impulso a deshacerse de los excrementos que se han tornado desagradables a la percepción sensorial. Bien sabemos que en el niño pequeño no ocurre lo mismo, pues los excrementos no le causan repugnancia, pareciéndole, al contrario, preciosos, como partes desprendidas de su

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propio cuerpo. Al respecto, la educación insiste en acelerar con particular energía el inminente curso evolutivo que habrá de restar todo valor a los excrementos, haciéndolos inútiles, repugnantes, detestables y dignos de repudio. Semejante depreciación no sería posible si tales materias sustraídas al cuerpo no estuvieran condenadas por su intenso olor a compartir el destino de todos los estímulos olfatorios, una vez que el hombre se hubo erguido del suelo. De modo que el erotismo anal comienza por sufrir la «represión orgánica» que allanó el camino a la cultura. El factor social, encargado de imponer nuevas transformaciones al erotismo anal, se expresa en el hecho de que, a pesar de todos los progresos realizados por el hombre, el olor de los propios excrementos apenas le resulta repugnante, efecto que le ocasionan tan sólo las excreciones de los demás. Por consiguiente, el individuo sucio, es decir, el que no oculta sus excrementos, ofende al próximo, le niega toda consideración, cosa que, por otra parte, también expresan las injurias más groseras y corrientes. Además, no se podría concebir cómo el hombre habría llegado a emplear como injuria el nombre de su amigo más fiel entre los animales, si el perro no se hiciera acreedor al desprecio humano por dos de sus cualidades: la de ser un animal osmático, al que no repugnan los excrementos, y la de no avergonzarse por sus funciones sexuales.

sin tropiezos, llevando a una dominación cada vez más perfecta del mundo exterior y al progresivo aumento del número de hombres comprendidos en la comunidad. Así, no es fácil comprender cómo esta cultura podría dejar de hacer felices a sus miembros. Antes de indagar el posible origen de sus eventuales perturbaciones, dejemos que el reconocimiento del amor como uno de los fundamentos de la cultura nos aparte de nuestro camino, a fin de llenar una laguna en nuestras consideraciones anteriores. Cuando señalamos la experiencia de que el amor sexual (geni tal) ofrece al hombre las más intensas vivencias placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que aquélla debía haberle inducido a seguir buscando en el terreno de las relaciones sexuales todas las satisfacciones que permite la vida, de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro de su existencia. Agregamos que tal camino conduce a una peligrosa dependencia frente a una parte del mundo exterior — frente al objeto amado que se elige—, exponiéndolo así a experimentar los mayores sufrimientos cuando este objeto lo desprecie o cuando se lo arrebate la infidelidad o la muerte. He aquí por qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan insistentemente a los hombres de la elección de este camino, que, sin embargo, conservó todo su atractivo para gran número de seres. Gracias a su constitución, una pequeña minoría de éstos logra hallar la felicidad por la vía del amor; mas por ello debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles modificaciones psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento del objeto, desplazando a la propia acción de amar el acento que primitivamente reposaba en la experiencia de ser amado, de tal manera que se protegen contra la pérdida del objeto, dirigiendo su amor en igual medida a todos los seres en vez de volcarlo sobre objetos determinados; por fin, evitan las peripecias y defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir, transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El estado en que de tal manera logran colo carse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya no conserva gran semejanza exterior con la agitada y tempestuosa vida amorosa genital de la cual se ha derivado. San Francisco de Asís fue quizá quien llegó más lejos en esta utilización del amor para

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lograr una sensación de felicidad interior, técnica que, según dijimos, es una de las que facilitan la satisfacción del principio del placer, habiendo sido vinculada en múltiples ocasiones a la religión, con la que probablemente coincida en aquellas remotas regiones donde deja de diferenciarse el yo de los objetos, y éstos entre sí. 129

Cierta concepción ética, cuyos motivos profundos aún habremos de dilucidar, pretende ver en esta disposición al amor universal por la Humanidad y por el mundo la actitud más excelsa a que puede elevarse el ser humano. Con todo, nos apresuramos a adelantar nuestras dos principales objeciones al respecto: ante todo, un amor que no discrimina pierde a nuestros ojos buena parte de su valor, pues comete una injusticia frente al objeto; luego, no todos los seres humanos merecen ser amados. Aquel impulso amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura, tanto en su forma primitiva, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como bajo su transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes perpetúa su función de unir entre sí a un número creciente de seres con intensidad mayor que la lograda por el interés de la comunidad de trabajo. La imprecisión con que el lenguaje emplea el término «amor» está, pues, genéticamente justificada. Suélese llamar así a la relación entre el hombre y la mujer que han fundado una familia sobre la base de sus necesidades genitales; pero también se denomina «amor» a los sentimientos positivos entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, a pesar de que estos vínculos deben ser considerados como amor de fin inhibido, como cariño. Sucede simplemente que el amor coartado en su fin fue en su origen un amor plenamente sexual, y sigue siéndolo en el inconsciente humano. Ambas tendencias amorosas, la sensual y la de fin inhibido, trascienden los límites de la familia y establecen nuevos vínculos con seres hasta ahora extraños. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el fin inhibido, a las «amistades», que tienen valor en la cultura, pues escapan a muchas restricciones del amor genital, como, por ejemplo, a su carácter exclusivo. Sin embargo, la relación entre el amor y la cultura deja de ser unívoca en el curso de la evolución: por un lado, el primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con sensibles restricciones. Tal divorcio entre amor y cultura parece, pues, inevitable; pero no es fácil distinguir al punto su motivo. Comienza por manifestarse como un conflicto entre la familia y la comunidad social más amplia a la cual pertenece el individuo. Ya hemos entrevisto que una de las principales finalidades de la cultura persigue la aglutinación de los hombres en grandes unidades;

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pero la familia no está dispuesta a renunciar al individuo. Cuanto más íntimos sean los vínculos entre los miembros de la familia, tanto mayor será muchas veces su inclinación a aislarse de los demás, tanto más difícil les resultará ingresar en las esferas sociales más vastas. El modo de vida en común filogenéticamente más 131

antiguo, el único que existe en la infancia, se resiste a ser sustituido por el cultural, de origen más reciente. El desprendimiento de la familia llega a ser para todo adolescente una tarea cuya solución muchas veces le es facilitada por la sociedad mediante los ritos de pubertad y de iniciación. Obtiénese así la impresión de que aquí actúan obstáculos inherentes a todo desarrollo psíquico y en el fondo también a toda evolución orgánica. La siguiente discordia es causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la corriente cultural, ejerciendo su influencia dilatoria y conservadora. Sin embargo, son estas mismas mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura con las exigencias de su amor. Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. La parte que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida sexual; la constante convivencia con otros hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aun llegan a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre. La mujer, viéndose así relegada a segundo término por las exigencias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil. En cuanto a la cultura, su tendencia a restringir la vida sexual no es menos evidente que la otra, dirigida a ampliar el círculo de su acción. Ya la primera fase cultural, la del totemismo, trae consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos. El tabú, la ley y las costumbres han de establecer nuevas limitaciones que afectarán tanto al hombre como a la mujer. Pero no todas las culturas avanzan a igual distancia por este camino, y, además, la estructura material de la sociedad también ejerce su influencia sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica, pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consu mo. Al hacerlo adopta frente a la sexualidad una conducta

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idéntica a la de un pueblo o una clase social que haya logrado someter a otra a su explotación. El temor a la rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante de este desarrollo. Al comenzar por proscribir severamente las 133

manifestaciones de la vida sexual infantil actúa con plena justificación psicológica, pues la contención de los deseos sexuales del adulto no ofrecería perspectiva alguna de éxito si no fuera facilitada por una labor preparatoria en la infancia. En cambio, carece de toda justificación el que la sociedad civilizada aun haya llegado al punto de negar la existencia de estos fenómenos, fácilmente demostrables y hasta llamativos. La elección de objeto queda restringida en el individuo sexualmente maduro al sexo contrario, y la mayor parte de las satisfacciones extragenitales son prohibidas como perversiones. La imposición de una vida sexual idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa por alto las discrepancias que presenta la constitución sexual innata o adquirida de los hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia. El efecto de estas medidas restrictivas podría consistir en que los individuos normales, es decir, constitucionalmente aptos para ello, volcasen todo su interés sexual, sin merma alguna, en los canales que se le han dejado abiertos. Pero aun el amor genital heterosexual, único que ha escapado a la proscripción, todavía es menoscabado por las restricciones de la legitimidad y de la monogamia. La cultura actual nos da claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones sexuales basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser sustituido. Desde luego, esta situación corresponde a un caso extremo, pues todos sabemos que en la práctica no puede ser realizada ni siquiera durante breve tiempo. Sólo los seres débiles se sometieron a tan amplia restricción de su libertad sexual, mientras que las naturalezas más fuertes únicamente la aceptaron con una condición compensadora, de la que se tratará más adelante. La sociedad civilizada se ha visto en la obligación de cerrar los ojos ante muchas transgresiones que, de acuerdo con sus propios estatutos, debería haber perseguido. Sin embargo, también es preciso evitar el error opuesto, creyendo que semejante actitud cultural sería completamente inofensiva, ya que no alcanza todos sus propósitos, pues no se puede dudar de que la vida sexual del hombre civilizado ha sufrido un grave perjuicio y en ocasiones llega a parecemos una función que se halla en

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pleno proceso involutivo al igual que, como ejemplos orgánicos, nuestra dentadura y nuestra cabellera. Quizá tengamos derecho a aceptar que ha experimentado un sensible menoscabo en tanto que fuente de felicidad, es decir, como recurso para realizar nuestra finalidad vital15. A veces creemos advertir que la presión de la cultura no es el único factor responsable, sino que 135

habría algo inherente a la propia esencia de la función sexual que nos priva de satisfacción completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que estemos errados al creerlo; pero es difícil decirlo16. 15 Entre las obras del fino poeta inglés Jonh Galsworthy, que actualmente goza de general estima, pude apreciar hace tiempo un breve cuento titulado The Apple-tree (El manzano). Éste muestra de manera convincente cómo en la vida del actual hombre civilizado ya no cabe el amor simple y natural entre dos seres humanos. 16 Vayan las siguientes observaciones en apoyo de esta hipótesis. También el hombre es un animal de indudable disposición bisexual. El individuo equivale a la fusión de dos mitades simétricas, una de las cuales sería, según opinión de algunos investigadores, puramente masculina, y la otra, femenina. Pero también podría ser que cada mitad fuera primitivamente hermafrodita. La sexualidad es un hecho biológico que, pese a su extraordinaria importancia para la vida anímica, resulta difícil captar psicológicamente. Solemos decir que todo hombre presenta tendencias instintivas, necesidades y atributos, tanto masculinos como femeninos, pero sólo la Anatomía —mas no la Psicología— puede revelar la índole de lo masculino y de lo femenino. Para la Psicología, esta antítesis sexual se agota en la de actividad y pasividad, aunque se suele identificar con excesiva ligereza la actividad con lo masculino, la pasividad con lo femenino, parangón que de ningún modo se confirma invariablemente en el reino animal. La doctrina de la bisexualidad está aún envuelta en las tinieblas, y en psicoanálisis nos ocasiona sensibles inconvenientes la circunstancia de que todavía no haya sido vinculada con la teoría de los instintos. En todo caso, si aceptamos el hecho de que el individuo en su vida sexual trata de satisfacer deseos tanto masculinos como femeninos, estaremos preparados para aceptar la posibilidad de que estas pretensiones no sean satisfechas por un mismo objeto y que se perturben mutuamente si no se logra mantenerlas separadas, dirigiendo cada uno de los impulsos a una vía particular apropiada para el mismo. Otra dificultad se debe a que la relación erótica presenta con tal frecuencia cierta medida de tendencias agresivas directas, además del componente sádico que le es propio. El objeto amoroso no siempre aceptará estas complicaciones con la comprensión y tolerancia de aquella aldeana que se quejaba del desamor de su marido, pues éste no la había azotado en una semana. Con todo, la hipótesis de mayor alcance es la que desprende de las consideraciones formuladas en la nota de las páginas 91-92: la adopción de la postura bípeda y la desvalorización de las sensaciones olfatorias habrían amenazado con hacer víctima de la represión orgánica a la sexualidad entera —y no sólo al erotismo anal—, de manera que desde entonces la función sexual es acompañada por una resistencia inexplicable que impide su satisfación plena y la impulsa, lejos de su fin sexual, hacia sublimaciones y desplazamientos de la libido. Bien sé que Bleuler señaló cierta vez la existencia de semejante actitud antagonista primaria frente a la vida sexual (Der Sexualwiderstand [La resistencia sexual], Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, tomo V, 1913). A todos los neuróticos —y a muchos que no lo son— les choca el hecho innegable de que

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ínter urinas et faeces nascimus. Los órganos genitales también provocan fuertes sensaciones olfatorias que son insoportables para muchos seres humanos y les malogran las relaciones sexuales. Confirmaríase así que la raíz más profunda de la represión sexual, paralelamente progresiva con la cultura, residiría en los mecanismos de defensa orgánica que la nueva forma de vida, adquirida con la bipedestación, dirige contra la precedente existencia animal. He aquí un resultado de la investigación científica que coincide extrañamente con prejuicios vulgares, expresados a menudo. De todos modos, trátase tan sólo de suposiciones inciertas que aún carecen de confirmación científica. Tampoco hemos de olvidar que, pese a la indudable desvalorización que han sufrido los estímulos olfatorios, aún en Europa existen pueblos que aprecian mucho los intensos olores genitales, tan repugnantes para nosotros, no resignándose a abandonarlos como excitantes de la sexualidad. (Véase al respecto las comprobaciones folclóricas suministradas por el «Cuestionario» de Iwan Bloch: Ueber den Geruchssinn in der vita sexualis [Sobre el sentido del olfato en la vida sexual], publicado en varios volúmenes de la Anthropophyteia de Friedrich S. Krauss.)

V La experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas neuróticas son precisamente las que menos soportan estas frustraciones de la vida sexual. Mediante sus síntomas se procuran satisfacciones sustitutivas que, sin embargo, les deparan sufrimientos, ya sea por sí mismas o por las dificultades que les ocasionan con el mundo exterior y con la sociedad. Este último caso se comprende fácilmente; pero el primero nos plantea un nuevo problema. Con todo, la cultura aún exige otros sacrificios, además de los que afectan a la satisfacción sexual. Al reducir la dificultad de la evolución cultural a la inercia de la libido, a su resistencia a abandonar una posición antigua por una nueva, hemos concebido aquélla como un trastorno evolutivo general. Sostenemos más o menos el mismo concepto, al derivar la antítesis entre cultura y sexualidad del hecho de que el amor sexual constituye una relación entre dos personas, en las que un tercero sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que, por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre mayor número de personas. En la culminación máxima de una relación amorosa no subsiste interés alguno por el mundo exterior; ambos amantes se bastan a sí mismos y tampoco necesitan el hijo en común para ser felices. En ningún caso, como en éste, el Eros traduce con mayor claridad el núcleo de su esencia, su propósito de fundir varios seres en uno solo; pero se resiste a ir más lejos, una vez alcanzado este fin, de manera proverbial, en el enamoramiento de dos personas. Hasta aquí, fácilmente podríamos imaginar una comunidad cultural formada por semejantes individualidades dobles, que, libidinalmente satisfechas en sí mismas, se vincularan mutuamente por los lazos de la comunidad de trabajo o de intereses. En tal caso la cultura no tendría ninguna necesidad de sustraer energía a la sexualidad. Pero esta situación tan loable no existe ni ha existido jamás, pues la realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales, sir 99

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viéndose a tal fin de cualquier recurso, favoreciendo cualquier camino que pueda llegar a establecer potentes identificaciones entre aquéllos, poniendo en juego la máxima cantidad posible de libido con fin inhibido, para reforzar los vínculos de comunidad mediante los lazos amistosos. La realización de estos propósitos exige ineludiblemente una restricción de la vida sexual; pero aún no comprendemos la necesidad que impulsó a la cultura a adoptar este camino y que fundamenta su oposición a la sexualidad. Ha de tratarse, sin duda, de un factor perturbador que todavía no hemos descubierto. Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad civilizada. Es el precepto: «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien, es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva, entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de

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un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir? Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con nuevas dificultades. Este ser extraño no sólo es, en general, indigno de amor, sino que —para confesarlo sinceramente- merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que 142

le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto, a pesar de serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a retribuírselo de análoga manera, aunque no me obligara a ello precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento rezara: «Amarás al prójimo como el prójimo te ame a ti», nada tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta: «Amarás a tus enemigos.» Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo mismo que el primero17. Llegado aquí, creo oír una voz que, llena de solemnidad, me advierte: «Precisamente porque tu prójimo no merece tu amor y es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo.» Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo guia absurdum*. 17 Un gran poeta puede permitirse expresar, por lo menos en broma, las verdades psicológicas más rigurosamente condenadas. Así, Heinrich Reine nos confiesa: «Tengo la disposición más apacible que se pueda imaginar. Mis deseos son: una modesta choza, un techo de paja; pero buena cama, buena mesa, manteca y leche bien fresca, unas flores ante la ventana, algunos árboles hermosos ante la puerta, y si el buen Dios quiere hacerme completamente feliz, me concederá la alegría de ver colgados de estos árboles a unos seis o siete de mis enemigos. Con el corazón enternecido les perdonaré antes de su muerte todas las iniquidades que me hicieron sufrir en vida. Es cierto: se debe perdonar a los enemigos, pero no antes de su ejecución.» (Heine, Gedanken unsd Einfálle [Pensamientos y ocurrencias].) * «Creo, porque es absurdo.» Profesión de fe atribuida a San Agustín, aunque se le reputa apócrifa. [N. del TJ.

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Ahora bien, es muy probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo, respondería exactamente como 144

yo lo hice, repudiándome con idénticas razones, aunque, según espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez, espera rá lo mismo. Con todo, hay ciertas diferencias en la conducta de los hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas», sin tener en cuenta para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas discrepancias innegables, el cumplimiento de los supremos preceptos éticos significará un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad. No se puede eludir aquí el recuerdo de un sucedido en el Parlamento francés al debatirse la pena de muerte: un orador había abogado apasionadamente por su abolición y cosechó frenéticos aplausos, hasta que una voz surgida del fondo de la sala pronunció las siguientes palabras: Que messieurs les assassins commencent! La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y nece sitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentanción para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matar lo. Homo homini lupus*: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para des encadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontánea mente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y lamerían, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última Guerra Mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción. * «El hombre es un lobo para el hombre.» [M. del TJ.

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La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue 146

de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. Aquélla espera poder evitar los peores despliegues de la fuerza bruta concediéndose a sí misma el derecho de ejercer a su vez la fuerza frente a los delincuentes; pero la ley no alcanza las manifestaciones más discretas y sutiles de la agresividad humana. En un momento determinado, todos llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Esos factores seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta. Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. La posesión privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello la tentación de abusar de los otros; los excluidos de la propiedad deben sublevarse hostilmente contra sus opresores. Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecía la malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos. Dado que todas las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría motivo de ver en el prójimo a un enemigo; todos se plegarían de buen grado a la necesidad del trabajo. No me concierne la crítica económica del sistema comunista; no

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me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es oportuna y conveniente 18; pero, en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos. Sin embargo, nada se habrá modificado con ello 148

en las diferencias de poderío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus propósitos; tampoco se habrá cambiado la esencia de ésta. El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimiento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo restante. Si también se aboliera este privilegio, decretando la completa libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la familia, célula germinal de la cultura, entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos caminos seguiría la evolución de ésta; pero cualesquiera que ellos fueren, podemos aceptar que las inagotables tendencias intrínsecas de la naturaleza humana tampoco dejarían de seguirlos. Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes. En cierta ocasión me ocupé del fenómeno de que las comunidades 18 Quien en los años de su propia juventud ha sufrido la miseria, ha experimentado la indiferencia y arrogancia de los ricos, bien puede estar a cubierto de la sospecha de incomprensión y falta de simpatía por los esfuerzos dirigidos a combatir las diferencias de propiedad entre los hombres, con todas las consecuencias que de ellas emanan. Sin embargo, si esta lucha pretende aducir el principio abstracto de igualdad entre todos los hombres en nombre de la justicia, resulta harto fácil objetar que ya la Naturaleza, con la profunda desigualdad de las dotes físicas y psíquicas, ha establecido injusticias para las cuales no hay remedio alguno.

vecinas, y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del norte y del sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad. El pueblo judío, diseminado por todo el mundo, se ha hecho acreedor de tal manera a importantes méritos en cuanto al desarrollo de la cultura de los pueblos que lo hospedan; pero, por desgracia, ni siquiera las masacres de judíos en la Edad Media lograron que esa época fuera más apreciable y segura para sus contemporáneos cristianos. Una vez que el apóstol Pablo hubo hecho del amor universal por la Humanidad el fundamento de la comunidad cristiana, surgió como consecuencia ineludible la más extrema intolerancia del cristianismo frente a los gentiles; en cambio, los romanos, cuya organización estatal no se basaba en el amor, desconocían la intolerancia religiosa, a pesar de que entre ellos la religión era cosa del Estado y el Estado estaba saturado de religión. Tampoco fue por incomprensible azar que el sueño de la supremacía mundial germana recurriera como complemento a la 149

incitación al antisemitismo; por fin, nos parece harto comprensible el que la tentativa de instaurar en Rusia una nueva cultura comunista recurra a la persecución de los burgueses como apoyo psicológico. Pero nos preguntamos, preocupados, qué harán los soviets una vez que hayan exterminado totalmente a sus burgueses. Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia primitiva sólo el jefe gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras que los demás vivían oprimidos como esclavos. Por consiguiente, la contradicción entre una minoría que gozaba de los privilegios de la cultura y una mayoría excluida de éstos estaba exaltada al máximo en aquella época primitiva de la cultura. Las minuciosas investigaciones realizadas con los pueblos primitivos actuales nos han demostrado que en manera alguna es envidiable la libertad de que gozan en su vida instintiva, pues ésta se encuentra supeditada a restricciones de otro orden, quizá aún más severas de las que sufre el hombre civilizado moderno. Si con toda justificación reprochamos al actual estado de nuestra cultura cuan insuficientemente realiza nuestra pretensión de un sistema de vida que nos haga felices; si le echamos en cara la magnitud de los sufrimientos, quizá evitables, a que nos expone; si tratamos de desenmascarar con impecable crítica las raíces de su imperfección, seguramente ejercemos nuestro legítimo derecho, y no por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades y que escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga que nos familiaricemos también con la idea de que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma. Además de la necesaria limitación instintiva que ya estamos dispuestos a aceptar, nos amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de las masas». Este peligro es más inminente cuando las fuerzas sociales de cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre los individuos de un grupo, mientras que los personajes dirigentes no asumen el papel importante que deberían desempeñar en la formación de la masa19. La presente situación cultural de los Estados Unidos ofrecería una buena oportunidad para estudiar este temible peligro que amenaza a la cultura; pero rehuyo la tentación de abordar la crítica de la cultura norteamericana, pues no quiero despertar la impresión de que pretendo aplicar, a mi vez, métodos americanos.

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Véase Psicología de las masas y Análisis del «yo» (1921).

VI Ninguna de mis obras me ha producido, tan intensamente como ésta, la impresión de estar describiendo cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta, de ocupar a tipógrafos e impresores para exponer hechos que en realidad son evidentes. Por eso abordo con estusiasmo la posibilidad de que surja una modificación de la teoría psicoanalítica de los instintos, al plantearse la existencia de un instinto agresivo, particular e independiente. Sin embargo, las consideraciones que siguen demostrarán que mi esperanza es vana, que sólo trata de captar con mayor precisión un giro teórico ya realizado hace tiempo, persiguiéndolo hasta sus consecuencias últimas. Entre todas las nociones gradualmente desarrolladas por la teoría analítica, la doctrina de los instintos es la que dio lugar a los más arduos y laboriosos progresos. Sin embargo, representa una pieza tan esencial en el conjunto de la teoría psicoanalítica que fue preciso llenar su lugar con un elemento cualquiera. En la completa perplejidad de mis estudios iniciales, me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de Schiller, el poeta filósofo, según el cual «hambre y amor» hacen girar coherentemente el mundo*. Bien podía considerar el hambre como representante de aquellos instintos que tienden a conservar al individuo; el amor, en cambio, tiende hacia los objetos: su función primordial, favorecida en toda forma por la Naturaleza, reside en la conservación de la especie. Así, desde un principio se me presentaron en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objétales. Para designar la energía de los últimos, y exclusivamente para ella, introduje el término libido, con esto la polaridad quedó planteada entre los instintos del yo y los instintos libidinales, dirigidos a objetos, o pulsiones amorosas en el más amplio sentido. Sin embargo, uno de estos instintos objétales, el sádico, se distinguía de los demás porque su fin no era en modo alguno amoroso, y además establecía múltiples y evidentes coaliciones con los instintos del yo, manifestando su estrecho parentesco con pulsiones de posesión o apropiación, carentes de propósitos libidinales. Pero esta discrepancia pudo ser superada; a todas luces, el sadismo forma parte de la vida sexual, y bien puede suceder que el juego de la crueldad sustituya al del amor. La neurosis venía a ser la solución de una lucha entre los intereses de la autoconservación y las exigencias de la libido, una lucha en la que el yo, si bien triunfante, había pagado el precio de graves sufrimientos y renuncias. * Freud alude alude a la poesía de Schiller Los omniscios, cuya última estrofa dice, en paráfrasis, lo siguiente: «Hasta que la filosofía no consolide/el edificio de este mundo/Natura regulará sus engranajes/con el hambre y el amor.» [N. del TJ.

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Todo analista reconocerá que aún hoy nada de esto parece un error superado hace ya mucho tiempo. Pero cuando nuestra investigación progresó de lo reprimido a lo represor, de los instintos objétales al yo, fue imprescindible llevar a cabo cierta modificación. El factor decisivo de este progreso fue la introducción del concepto del 154

narcisismo, es decir, el reconocimiento de que también el yo está impregnado de libido; más aún: que primitivamente el yo fue su lugar de origen y en cierta manera sigue siendo su cuartel central. Esta libido narcisista se orienta hacia los objetos, convirtiéndose así en libido objetal; pero puede volver a transformarse en libido narcisista. El concepto del narcisismo nos permitió comprender analíticamente las neurosis traumáticas, así como muchas afecciones limítrofes con la psicosis y aun a estas mismas. Su adopción no nos obligó a abandonar la interpretación de las neurosis transferenciales como tentativas del yo para defenderse contra la sexualidad; pero, en cambio, puso en peligro el concepto de la libido. Dado que también los instintos yoicos resultaban ser libidinales, por un momento pareció inevitable que la libido se convirtiese en sinónimo de energía instintiva en general, como C. G. Jung ya lo había pretendido anteriormente. Sin embargo, esta concepción no acababa de satisfacerme, pues me quedaba cierta convicción íntima, indemostrable, de que los instintos no podrían ser todos de la misma especie. El siguiente paso adelante lo di en Más allá del principio del placer (1920), cuando por vez primera mi atención fue despertada por el impulso de repetición y por el carácter conservador de la vida instintiva. Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores20, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la actividad de este hipotético instinto de muerte. Las manifestaciones del Eros eran notables y bastante conspicuas; bien podía admitirse que el instinto de muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una demostración. Progresé algo más, aceptando que una parte de este instinto se orienta contra el mundo exterior, manifestándose entonces como impulso de agresión y destrucción. De tal manera, el propio instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser vivo destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar de destruirse a sí mismo. Por el contrario, al cesar esta agresión contra el exterior tendría que aumentar por fuerza la autodestrucción, proceso que de todos modos actúa constantemente. Al mismo tiempo, podíase deducir de este ejemplo que ambas clases de instintos raramente —o quizá nunca— aparecen en mutuo aislamiento, sino que se amalgaman entre sí, en proporciones distintas y muy variables, tornándose de tal modo irreconocibles para nosotros. En el sadismo, admitido desde hace tiempo como instinto parcial de la sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente sólida entre el impulso amoroso y el instinto de destrucción; lo mismo sucede con su símil antagónico, el masoquismo, que representa una amalgama entre la destrucción dirigida hacia dentro y la sexualidad, a través de la cual aquella tendencia destructiva, de otro modo inapreciable, se hace notable o perceptible. 20 Obsérvese cómo, al respecto, la inagotable tendencia expansiva del Eros se pone en contradicción con la índole general, tan conservadora, de los instintos. Esta oposición es muy notable y bien podría conducir al planteamiento de nuevos problemas.

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La aceptación del instinto de muerte o de destrucción ha despertado resistencia aun en círculos analíticos; sé que muchos prefieren atribuir todo lo que en el amor parece peligroso y hostil a una bipolaridad primordial inherente a la esencia del amor mismo. Al principio sólo propuse como tanteo las concepciones aquí expuestas; pero 156

en el curso del tiempo se me impusieron con tal fuerza de convicción que ya no puedo pensar de otro modo. Creo que para la teoría de estas concepciones son muchísimo más fructíferas que cualquier otra hipótesis posible, pues nos ofrecen esa simplificación que perseguimos en nuestra labor científica, sin desdeñar o violentar por ello los hechos objetivos. Me doy cuenta de que siempre hemos tenido presente en el sadismo y en el masoquismo a las manifestaciones del instinto de destrucción dirigido hacia fuera y hacia dentro, fuertemente amalgamadas con el erotismo; pero ya no logro comprender cómo fue posible que pasáramos por alto la ubi

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cuidad de las tendencias agresivas y destructivas no eróticas, dejando de concederles la importancia que merecen en la interpretación de la vida. (Es cierto que el impulso destructivo dirigido hacia dentro escapa generalmente a la percepción cuando no está teñido eróticamente.) Recuerdo mi propia resistencia cuando la idea del 158

instinto de destrucción apareció por vez primera en la literatura psicoanalítica y cuánto tiempo tardé en aceptarla. Mucho menos me sorprende que también otros hayan mostrado idéntica aversión y que aún sigan manifestándola, pues a quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la innata inclinación del hombre hacia «lo malo», a la agresión, a la destrucción y con ello también a la crueldad. ¿Acaso Dios no nos creó a imagen de su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le recuerde cuan difícil resulta conciliar la existencia del mal — innegable, pese a todas las protes tas de la Christian Science— con la omnipotencia y la soberana bondad de Dios. El Diablo aun sería el mejor subterfugio para disculpar a Dios, pues desempeñaría la misma función económica de descarga que el judío cumple en el mundo de los ideales arios. Pero aun así se podría pedir cuentas a Dios tanto de la existencia del Diablo como del mal que encarna. Frente a tales dificultades conviene aconsejar a todos que rindan profunda reverencia, en cuantas ocasiones se presenten, a la naturaleza esencialmente moral del hombre; de esta manera se gana el favor general y se le perdonan a uno muchas cosas21. El término libido puede seguir aplicándose a las manifes taciones del Eros para discernirlas de la energía inherente al 21

La identificación del principio maligno con el instinto de destrucción es muy convincente en Mefistófeles, el personaje del Fausto, de Goethe: «Pues todo lo que nace merece perecer, Por eso, cuanto soléis llamar pecado, destrucción, en fin, el Mal, es mi propio elemento.» Al designar a su enemigo el Diablo mismo no menciona lo santo o lo bueno, sino la fuerza procreadora de la Naturaleza, la tendencia a la multiplicación de la vida; es decir, el Eros. «¡Del aire, del agua y de la tierra surgen millares de simientes, en lo seco, lo húmedo, el frío, el calor! Si no me hubiera reservado el fuego, nada tendría que me perteneciera.» (Del parlamento con que Mefistófeles se presenta ante Fausto.) [N. del TJ.

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instinto de muerte22. Cabe confesar que nos resulta mucho más difícil captar este último y que, en cierta manera, únicamente lo conjeturamos como una especie de residuo o remanente oculto tras el Eros, sustrayéndose a nuestra observación toda vez que no se manifieste en la amalgama con el mismo. En el sadismo, donde desvía a su manera y conveniencia el fin erótico, sin dejar de satisfacer por ello el impulso sexual, logramos el conocimiento más diáfano de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia. Atenuado y domeñado, casi coartado en su fin, el instinto de destrucción dirigi do a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza. Dado que, en efecto, hemos recurrido principalmente a argumentos teóricos para fundamentar el instinto de muerte, debemos conceder que no está al abrigo de los reparos de idéntica índole; pero, en todo caso, tal es como lo consideramos en el estado actual de nuestros conocimientos. La investigación y la especulación futuras nos suministran, con seguridad, la decisiva claridad al respecto. En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano; además, retomo ahora mi afirma ción de que aquélla constituye el mayor obstáculo con que tro pieza la cultura. En el curso de esta investigación se nos impuso alguna vez la intuición de que la cultura sería un proceso particular que se desarrolla sobre la Humanidad, y aún ahora nos subyuga esta idea. Añadiremos que se trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la Humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es, simplemente, la obra del Eros. Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las ventajas de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida23. ¡Y es este combate de los Titanes el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su «arrorró del Cielo»! 22 Podemos formular aproximadamente nuestra concepción actual diciendo que la libido participa en toda la expresión instintiva, pero que no todo es en ésta libido.

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23 Para mayor precisión, quizá convendría agregar que se trata de la forma que esta lucha hubo de adoptar a partir de cierto hecho cardinal, aún desconocido para nosotros.

VII ¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural? Pues no lo sabemos. Es muy probable que algunos, como las abejas, las hormigas y las termitas, hayan bregado durante milenios hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en ellos. Nuestra presente situación cultural queda bien caracterizada por la circunstancia de que, según nos dicen nuestros sentimientos, no podríamos ser felices en ninguno de estos estados animales, ni en cualquiera de las funciones que allí se confieren al individuo. Puede ser que otras especies animales hayan alcanzado un equilibrio transitorio entre las influencias del mundo exterior y los instintos que se combaten mutuamente, produciéndose así una detención del desarrollo. Es posible que en el hombre primitivo un nuevo empuje de la libido haya renovado el impulso antagónico del instinto de destrucción. Quedan aquí muchas preguntas por formular, sin que aún pueda dárseles respuesta. Pero hay una cuestión que está más a nuestro alcance. ¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? Ya conocemos algunos de estos métodos, pero seguramente aún ignoramos el que parece ser más importante. Podemos estudiarlo en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia» [moral], despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desar

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mandólo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada. El psicoanalista tiene sobre la génesis del sentimiento de culpabilidad una opinión distinta de la que sustentan otros psicólogos, pero tampoco a él le resulta fácil explicarla. Ante todo, preguntando cómo se llega a experimentar este sentimiento, obtenemos una respuesta a la que no hay réplica posible: uno se siente culpable (los creyentes dicen «en pecado») cuando se ha cometido algo que se considera «malo»; pero advertiremos al punto la parquedad de esta respuesta. Quizá lleguemos a agregar, después de algunas vacilaciones, que también podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención de hacerlo, y en tal caso se planteará la pregunta de por qué se equipara aquí el propósito con la realización. Pero ambos casos presuponen que ya se haya reconocido la maldad como algo condenable, como algo a excluir de la realización. Mas, ¿cómo se llega a esta decisión? Podemos rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo natural, de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni siquiera es lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta, pues, una influencia ajena y externa, destinada a establecer lo que debe considerarse como bueno y como malo. Dado que el hombre no ha sido llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación, debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña. Podremos hallarlo fácilmente en su desamparo y en su dependencia de los demás; la denominación que mejor le cuadra es la de «miedo a la pérdida del amor». Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Así pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta pérdida. Por eso no importa mucho si realmente hemos hecho el mal o si sólo nos proponemos hacerlo; en ambos casos sólo aparecerá el peligro cuando la autoridad lo haya descubierto, y ésta adoptaría análoga actitud en cualquiera de ambos casos. A semejante estado lo llamamos «mala conciencia», pero en el fondo no le conviene tal nombre, pues en este nivel el sentimiento de culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un temor ante la pérdida del amor, es decir, angustia «social». En el niño pequeño jamás puede ser otra cosa; pero tampoco llega a modificarse en muchos adultos, con la salvedad de que el lugar del padre o de ambos personajes parentales es ocupado por la

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más vasta comunidad humana. Por eso los adultos se permiten regularmente hacer cualquier mal que les ofrezca ventajas, siempre que estén seguros de que la autoridad no los descubrirá o nada podrá hacerles, de modo que su temor se refiere exclu sivamente a la posiblidad de ser descubiertos24. En general, la sociedad de nuestros días se ve obligada a aceptar este estado de cosas. 167

Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autori dad es internalizada al establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel, y en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral y de sentimiento de culpabilidad25. En esta fase también deja de actuar el temor de ser descubierto y la diferencia entre hacer y querer el mal, pues nada puede ocultarse ante el super-yo, ni siquiera los pensamientos. Es cierto que ha desaparecido la gravedad real de la situación, pues la nueva autoridad, el superyo, no tiene a nuestro juicio motivo alguno para maltratar al yo, con el cual está íntimamente fundido. Pero la influencia de su génesis, que hace perdurar lo pasado y lo superado, se manifiesta por el hecho de que en el fondo todo queda como era al principio. El super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de oportunidades para hacerlo castigar por el mundo exterior. En esta segunda fase evolutiva, la conciencia moral denota una particularidad que faltaba en la primera y que ya no es fácil explicar. En efecto, se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre, de modo que, en última instancia, quienes han llegado más lejos por el camino de la sanidad son precisamente los que se acusan de la peor pecaminosidad. La virtud pierde así una parte de la recompensa que se le prometiera; el yo sumiso y austero no goza de la confianza de su mentor y se esfuerza, al parecer en vano, por ganarla. Aquí se querrá aducir que éstas no serían sino dificultades artificiosamente creadas por nosotros, pues el hombre moral se caracteriza precisamente por su conciencia moral más severa y más vigilante, y si los santos se acusan de ser pecadores, no lo hacen sin razón, teniendo en cuenta las tentaciones de satisfacer sus instintos a que están expuestos en grado particular, pues, como se sabe, la tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo las constantes privaciones, mientras que al concedérsele satisfacciones ocasionales, se atenúa, por lo menos transitoriamente. Otro hecho del terreno de la ética, tan rico en problemas, es el de que la adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica enor 24 ¡Recuérdese el famoso Mandarín de Rousseau! Todo lector atento comprenderá y tendrá en cuenta que en esta exposición panorámica aislamos 25 artificialmente fenómenos que en realidad ocurren por transición gradual; que no se trata, pues, tan sólo de la existencia del super-yo, sino de su potencia relativa y de su esfera de influencia. Por otra parte, cuanto hasta ahora hemos dicho sobre la conciencia moral y la culpabilidad es conocido por todos y casi indiscutido.

memente el poderío de la conciencia en el super-yo; mientras la suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede grandes libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace examen de conciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de su conciencia moral, se impone privaciones y se castiga con penitencias26. Pueblos enteros se han conducido y aún siguen conduciéndose de idéntica manera, pero esta actitud se explica fácilmente remontándose a la fase infantil primitiva de la conciencia, que, como vemos, no se abandona del todo una vez introyectada la autoridad en el super-yo, sino que subsiste junto a ésta. El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental; si nos golpea la desgracia, significa que ya no somos amados por esta autoridad máxima, y amenazados por semejante pérdida de amor, volvemos a someternos al representante de los padres en el super-yo, al que habíamos pretendido desdeñar 168

cuando gozábamos de la felicidad. Todo esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido religioso, no se ve en el destino sino una expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se consideraba hijo predilecto del Señor, y cuando este gran Padre le hizo sufrir desgracia tras desgracia, de ningún modo llegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios ni de su poderío y justicia, sino que creó los Profe tas, que debían reprocharle su pecaminosidad, e hizo surgir de su sentimiento de culpabilidad los severísimos preceptos de la religión sacerdotal. Es curioso, pero, {de qué distinta manera se conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una des gracia no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evi dentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo. Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más 26 Mark Twain trata en un sabroso cuento breve —The first melón I ever stole (El primer melón que jamás robé)— este reforzamiento de la moral por la adversidad. El azar quiso que ese primer melón estuviera verde. Tuve ocasión de oír exponer este cuento al propio Mark Twain, quien después de haber pronunciado el título se interrumpió, preguntándose cual si dudara: «¿Habrá sido el primero?» Con lo que todo quedaba dicho. El primer melón no había sido, pues, el

reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse la severidad del super-yo; es decir, el rigor de la conciencia moral. Ésta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo. En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica de la instauración del super-yo, o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ha trocado una catástrofe exterior amenazante —pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior— por una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad. Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior —pues a esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la agresión punitiva—; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se equipara la mala acción con la intención malévola, de modo que aparece el sentimiento de 169

culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores —es decir, de las renuncias impuestas desde fuera—; cómo explicar la extraordinaria intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral, pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por qué el tema debía parecemos tan confuso e impenetrable; en efecto, nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida después en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en cambio, esta situación se invierte: toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor esta situación con la génesis de la conciencia moral que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: la conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales. En realidad, no es tan grande la contradicción entre esta tesis y la génesis descrita de la conciencia moral, pudiéndose entrever un camino que permitirá restringirla aún más. A fin de plantear más fácilmente el problema, recurramos al ejemplo del instinto de agresión y aceptemos que en estas relaciones se ha de tratar siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, esto no será más que una hipótesis provisional. En tal caso, el efecto de la renuncia instintual sobre la conciencia moral se fundaría en que cada parte de agresión a cuyo cumplimiento renunciamos es incorporada por el super-yo, acrecentando su agresividad (contra el yo). Esta proposición no concuerda perfectamente con el hecho de que la agresividad original de la conciencia moral es una continuación de la severidad con que actúa la autoridad exterior; es decir, que nada tiene que hacer con una renuncia; pero podemos eliminar tal discrepancia aceptando un origen distinto para esta primera provisión de agresividad del super-yo. Éste debe haber desarrollado considerables tendencias agresivas contra la autoridad que privara al niño de sus primeras y más importantes satisfacciones, cualquiera que haya sido la especie particular de las renuncias instintuales impuestas por aquella autoridad. Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado a renunciar también a esta agresión vengativa, sustrayéndose a una situación económicamente tan difícil, mediante el recurso que le ofrecen mecanismos conocidos: incorpora, identificándose con ella, a esta autoridad inaccesible, que entonces se convierte en super-yo y se apodera de toda la agresividad que el niño gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe acomodarse al triste papel de la autoridad así degradada: del padre. Se trata, como en tantas ocasiones, de una típica situación invertida: «Si yo fuese el padre y tú el niño, yo te trataría mal a ti.» La relación entre el super-yo y el yo es el retorno, deformado por el deseo, de viejas 170

relaciones reales entre el yo, aún indiviso, y un objeto exterior, hecho que también es típico. La diferencia fundamental reside, empero, en que la primitiva severidad del super-yo no es —o no es en tal medida— la que el objeto nos ha hecho sentir o la que le atribuimos, sino que corresponde más a nuestra propia agresión contra el objeto. Si esto es exacto, realmente se puede afir mar que la conciencia se habría formado primitivamente por la supresión de una agresión, y que en su desarrollo se fortalecería por nuevas supresiones semejantes. Ahora bien, ¿cuál de ambas concepciones es la verdadera? ¿La primera, que nos parecía tan bien fundada genéticamente, o la segunda, que viene a completar tan oportunamente nuestra teoría? Evidentemente, ambas están justificadas, como también lo demuestra la observación directa; no se contradicen mutuamente y aun coinciden en un punto, pues la agresividad vengativa del niño ha de ser determinada en parte por la medida de la agresión punitiva que atribuye al padre. Pero la experiencia nos enseña que la severidad del super-yo desarrollado por el niño de ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho experimentar27. La primera parece ser independiente de ésta, pues un niño educado muy blandamente puede desarrollar una conciencia moral sumamente severa. Pero también sería incorrecto exagerar esta independencia; no es difícil convencerse de que el rigor de la educación ejerce asimismo una influencia poderosa sobre la génesis del super-yo infantil. Sucede que a la formación del super-yo y al desarrollo de la conciencia moral concurren factores constitucionales innatos e influencias del medio, del ambiente real, dualidad que nada tiene de extraño, pues representa la condición etiológica general de todos estos procesos28. 27 Como, por otra parte, tan correctamente lo han señalado Melanie Klein y otros autores ingleses. En Psychoanalyse der Gesamtpersónlichkeit (Psicoanálisis de la personalidad total, 1927), Franz 28 Alexander consideró con certeza los dos tipos principales de métodos pedagógicos patógenos, es decir, el rigor excesivo y la malcrianza por mimos, confirmando el estudio de Aichhorn sobre el desamparo infantil. El padre «excesivamente blando y condescendiente» facilitará en el niño la formación de un super-yo demasiado severo, porque a este niño, bajo la impresión del amor que sobre él se vuelca, no le queda más camino que el de dirigir sus tendencias agresivas hacia dentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión entre el yo y el super-yo, de modo que toda su agresión puede orientarse hacia el exterior. Por consiguiente, si se hace abstracción del factor constitucional, que es preciso aceptar, se puede decir que la severidad de la conciencia moral procede de la conjunción entre dos influencias ambientales: la defraudación instintual, que desencadena la agresión, y la experiencia amorosa, que orienta esta agresión hacia dentro y la transfiere al super-yo.

También se puede decir que el niño, cuando reacciona frente a las primeras grandes privaciones instintuales con agresión excesiva y con una severidad correspondiente del super-yo, no hace sino repetir un prototipo filogenético, excediendo la justificación actual de la reacción, pues el padre prehistórico seguramente fue terrible y bien podía atribuírsele, con todo derecho, la más extrema agresividad. Las divergencias entre ambas concepciones de la génesis de la conciencia moral se atenúan, pues, aún más si se pasa de la historia evolutiva individual a la filogenética. En cambio, se nos presenta una nueva e importante diferencia entre estos dos procesos. No podemos eludir la suposición de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos. En esa oportunidad la agresión no fue suprimida, sino ejecutada: la misma agresión que al 171

ser coartada debe originar en el niño el sentimiento de culpabilidad. Ahora no me asombraría si uno de mis lectores exclamase airadamente: «¡De modo que es completamente igual si se mata al padre o si no se le mata, pues de todos modos nos crearemos un sentimiento de culpabilidad! ¡Bien puede uno permitirse algunas dudas! O bien es falso que el sentimiento de culpabilidad proceda de agresiones suprimidas, o bien toda la historia del parricidio no es más que un cuento, y los hijos de los hombres primitivos no mataron a sus padres con mayor frecuencia de lo que suelen hacerlo los actuales. Por otra parte, si no es un cuento, sino verdad histórica aceptable, entonces sólo nos encontraríamos ante un caso en el cual ocurre lo que todo el mundo espera: que uno se sienta culpable por haber hecho realmente algo injustificado. ¡Y este caso, que a fin de cuentas sucede todos los días, es el que el psicoanálisis no atina a explicar!» Nada más cierto que esta falta, pero hemos de apresurarnos a remediarla. Por otra parte, no se trata de ningún misterio especial. Si alguien tiene un sentimiento de culpabilidad después de haber cometido alguna falta, y precisamente a causa de ésta, tal sentimiento debería llamarse, más bien, remordimiento. Sólo se refiere a un hecho dado, y, naturalmente, presupone que antes del mismo haya existido una disposición a sentirse culpable, es decir, una conciencia moral, de modo que semejante remordimiento jamás podrá ayudarnos a encontrar el origen de la conciencia moral y del sentimiento de culpabilidad en general. En estos casos cotidianos suele suceder que una necesidad instintual ha adquirido la fuerza necesaria para imponer su satisfacción contra la energía, también limitada, de la conciencia moral, restableciéndose luego la primitiva relación de fuerzas mediante la natural atenuación que la necesidad instintual experimenta al satisfacerse. Por consiguiente, el psicoanálisis hace bien al excluir de estas consideraciones el caso que representa el sentimiento de culpabilidad emanado del remordimiento, pese a la frecuencia con que aparece y pese a la magnitud de su importancia práctica. Pero si el humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del protopadre, ¿acaso no se trataba también de un caso de «remordimiento», aunque entonces no puede haberse dado la condición previa de la conciencia moral y del sentimiento de culpabilidad anteriores al hecho? ¿De dónde proviene en esa situación el remordimiento? Este caso seguramente ha de aclararnos el enigma del sentimiento de culpabilidad, poniendo fin a nuestras dificultades. Efectivamente, creo que cumplirá nuestras esperanzas. Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación con el padre, dotándolo del poderío de éste, como si con ello quisiera castigar la agresión que se le hiciera sufrir, y estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición del crimen. Y como la tendencia agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación sucesiva, también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad, fortaleciéndose de nuevo con cada una de las agresiones contenidas y transferidas al super-yo. Creo que por fin comprenderemos claramente dos cosas: la participación del amor en la génesis de la conciencia y el carácter fatalmente inevitable del sentimiento de culpabilidad. Efectivamente, no es decisivo si hemos 172

matado al padre o si nos abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad; mientras esta comunidad sólo adopte la forma de familia, aquél se manifestará en el complejo de Edipo, instituyendo la conciencia y engendrando el primer sentimiento de culpabilidad. Cuando se intenta ampliar dicha comunidad, el mismo conflicto persiste en formas que dependen del pasado, reforzándose y exaltando aún más el sentimiento de culpabilidad. Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El proceso que comenzó en relación con el padre concluye en relación con la masa. Si la cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a consecuencia del innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo. Aquí acude a nuestra mente la conmovedora imprecación que el gran poeta dirige contra las «potencias celestes»: A la vida nos echáis, dejando que el pobre incurra en culpa; luego lo dejáis sufrir, pues toda culpa se ha de expiar29.

No podemos por menos de suspirar desconsolados al advertir cómo a ciertos hombres les es dado hacer surgir del torbellino de sus propios sentimientos, sin esfuerzo alguno, los más profundos conocimientos, mientras que nosotros para alcanzarlos debemos abrirnos paso a través de torturantes vacilaciones e inciertos tanteos.

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Goethe, «Canto del arpista», en Wilhelm Meister.

VIII Llegados al término de semejante excursión, el autor debe excusarse ante sus lectores por no haber sido una guía más hábil, por no haberles evitado los trechos áridos ni los rodeos dificultosos del camino. No cabe duda de que se puede llegar mejor al mismo objetivo; en lo que de mí depende, trataré de compensar algunos de estos defectos. Ante todo, sospecho haber despertado en el lector la impresión de que las consideraciones sobre el sentimiento de culpabilidad exceden los límites de este trabajo, al ocupar ellas solas demasiado espacio, relegando a segundo plano todos los temas restantes, con los que no siempre están íntimamente vinculadas. Esto bien puede haber trastornado la estructura de mi estudio, pero corresponde por completo al propósito de destacar el sentimiento de culpabilidad como problema más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad 30. Lo que aún parezca extraño en esta proposición, resultado final de nuestro estudio, quizá pueda atribuirse a la muy extraña y aún completamente inexplicada relación entre el sentimiento de culpabilidad y nuestra consciencia. En los casos comunes de remor 30

«Así la conciencia nos hace a todos cobardes...» [Thus conscience does make cowards ofus all Del monólogo en el acto tercero de Hamlet, de Shakespeare.] El hecho de que oculte a los jóvenes el papel que la sexualidad habrá de desempeñar en su vida, no es el único reproche que se puede aducir contra la educación actual. Además, peca por no prepararlos para las agresiones cuyo objeto están destinados a ser. Al entrar la juventud a la vida con tan errónea orientación psicológica, la educación se conduce como si se enviara a una experiencia polar a gente vestida con ropa de verano y equipada con mapas de los lagos italianos. En esto se manifiesta claramente cierto abuso de los preceptos éticos, cuya severidad no sufriría gran perjuicio si la educación dijera: «Así tendrían que ser los hombres para ser felices y hacer felices a los demás; pero debemos contar con que no son así.» En cambio, se deja creer al joven que todos los demás cumplen los preceptos éticos, es decir, que todos son virtuosos, justificando así la exigencia de que también él habría de obedecerlos. -124—

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dimiento que consideramos normales, aquel sentimiento se expresa con suficiente claridad en la consciencia, y aun solemos decir, en lugar de «sentimientos de culpabilidad» (Schuldgefühl), «conciencia de culpabilidad» (Schuldbewusstsein). El estudio de las neurosis, al cual debemos las más valiosas informaciones para la comprensión de lo normal, nos revela situaciones harto contradictorias. En una de estas afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpabilidad se impone a la consciencia con excesiva intensidad, dominando tanto el cuadro clínico como la vida entera del enfermo, y apenas deja surgir otras cosas junto a él. Pero en la mayoría de los casos y formas restantes de la neurosis el sentimiento de culpabilidad permanece enteramente inconsciente, sin que sus efectos sean por ello menos intensos. Los enfermos no nos creen cuando les atribuimos un «sentimiento inconsciente de culpabilidad»; para que lleguen a comprendernos, aunque sólo sea en parte, les explicamos que el sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad inconsciente de castigo. Pero no hemos de sobrevalorar su relación con la forma que adopta una neurosis, pues también en la obsesiva hay ciertos tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de culpabilidad, o que sólo alcanzan a sentirlo como torturante malestar, como una especie de angustia, cuando se les impide la ejecución de determinados actos. Sin duda sería necesario que por fin se comprendiera todo esto, pero aún no hemos llegado a tanto. Quizá convenga señalar aquí que el sentimiento de culpabilidad no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyo. Por otra parte, en su relación con la consciencia, la angustia presenta las mismas extraordinarias variaciones que observamos en el sentimiento de culpabilidad. En una u otra forma, siempre hay angustia oculta tras todos los síntomas; pero mientras en ciertas ocasiones acapara ruidosamente todo el campo de la consciencia, en otras se oculta a punto tal, que nos vemos obligados a hablar de una «angustia inconsciente», o bien para aplacar nuestros escrúpulos psicológicos, ya que la angustia no es, en principio, sino una sensación, hablaremos de «posibilidades de angustia». Por eso también se concibe fácilmente que el sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura no se perciba como tal, sino que permanezca inconsciente en gran parte o se exprese como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras motivaciones. Las religiones, por lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la cultura, denominándolo «pecado» y pretendiendo librar de él a la Humanidad, aspecto este que omití considerar en cierta oca

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sión 31. En cambio, en otra obra32 me basé precisamente en la forma en que el cristianismo obtiene esta redención —por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todos— para deducir de ella la ocasión en la cual esta protoculpa original puede haber sido adquirida por vez primera, ocasión que habría 178

sido también el origen de la cultura. Quizá no sea superfluo, aunque tampoco es muy importante, que ilustremos la significación de algunos términos como super-yo, conciencia, sentimiento de culpabilidad, necesidad de castigo, remordimiento, términos que probablemente hayamos aplicado con cierta negligencia y en mutua confusión. Todos se relacionan con la misma situación, pero denotan distintos aspectos de ésta. El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una de las funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los actos y las intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El sentimiento de culpabilidad —la severidad del superyo— equivale, pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del super-yo; por fin, la angustia subyacente a todas estas relaciones, el miedo a esta instancia crítica, o sea, la necesidad de castigo, es una manifestación instintiva del yo que se ha tornado masoquista bajo la influencia del super-yo sádico; en otros términos, es una parte del impulso a la destrucción interna que posee el yo y que utiliza para establecer un vínculo erótico con el super-yo. Jamás se debería hablar de conciencia mientras no se haya demostrado la existencia de un super-yo; del sentimiento o de la conciencia de culpabilidad, en cambio, cabe aceptar que existe antes que el super-yo y, en consecuencia, también antes que la conciencia (moral). Es entonces la expresión directa e inmediata del temor ante la autoridad exterior, el reconocimiento de la tensión entre el yo y esta última; es el producto directo del conflicto entre la necesidad de amor parental y la tendencia a la satisfacción instintual, cuya inhibición engendra la agresividad. La superposición de estos dos planos del sentimiento de culpabilidad —el derivado del miedo a la autoridad exterior y el producido por el temor ante la interior— nos ha dificultado a menudo la comprensión de las relaciones de la conciencia moral. Remordimiento es un término globalempleado para designar la reacción del yo en un caso especial 31 Me refiero a El porvenir de una ilusión (1927). 32 Tótem y tabú (1912). —126—

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del sentimiento de culpabilidad, incluyendo el material sensitivo casi inalterado de la angustia que actúa tras aquél; es en sí mismo un castigo, y puede abarcar toda la necesidad de castigo; por consiguiente, también el remordimiento puede ser anterior 180

al desarrollo de la conciencia moral. Tampoco será superfluo volver a repasar las contradicciones que por momentos nos han confundido en nuestro estudio. Una vez pretendíamos que el sentimiento de culpabilidad fuera una consecuencia de las agresiones coartadas, mientras que en otro caso, precisamente en su origen histórico, en el parricidio, debía ser el resultado de una agresión realizada. Con todo, también logramos superar este obstáculo, pues la instauración de la autoridad interior, del super-yo, vino a trastocar radicalmente la situación. Antes de este cambio, el sentimiento de culpabilidad coincidía con el remordimiento (advertimos aquí que este término debe reservarse para designar la reacción consecutiva al cumplimiento real de la agresión). Después del mismo, la diferencia entre agresión intencionada y realizada perdió toda importancia debido a la omnisapiencia del super-yo; ahora, el sentimiento de culpabilidad podía originarse tanto en un acto de violencia efectivamente realizado —cosa que todo .el mundo sabe — como también en uno simplemente intencionado —hecho que el psicoanálisis ha descubierto. Tanto antes como después, sin tener en cuenta este cambio de la situación psicológica, el conflicto de ambivalencia entre ambos protoinstintos produce el mismo efecto. Estaríamos tentados a buscar aquí la solución del problema de las variables relaciones entre el sentimiento de culpabilidad y la consciencia. El sentimiento de culpabilidad, emanado del remordimiento por la mala acción, siempre debería ser consciente; mientras que el derivado de la percepción del impulso nocivo podría permanecer inconsciente. Pero las cosas no son tan simples, y la neurosis obsesiva contradice fundamentalmente este esquema. Hemos visto que hay una segunda contradicción entre ambas hipótesis sobre el origen de la energía agresiva de que suponemos dotado al super-yo. En efecto, según la primera concepción, aquélla no es más que la continuación de la energía punitiva de la autoridad exterior, conservándola en la vida psíquica, mientras que según la otra representaría, por el contrario, la agresividad propia, dirigida contra esa autoridad inhibidora, pero no realizada. La primera concepción parece adaptarse mejor a la historia del sentimiento de culpabilidad, mientras que la segunda tiene más en cuenta su teoría. Profundizando la reflexión, esta antinomia, al parecer inconciliable, casi llegó a esfumarse excesivamente, pues quedó como elemento esencial y común el hecho de que en ambos casos se trata de una agresión desplazada hacia dentro.

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Por otra parte, la observación clínica permite diferenciar real mente dos fuentes de la agresión atribuida al super-yo, una u otra de las cuales puede predominar en cada caso individual, aunque generalmente actúan en conjunto. Creo llegado el momento de insistir formalmente en una concepción que hasta 182

ahora he propuesto como hipótesis provisional. En la literatura analítica más reciente33 se expresa una predilección por la teoría de que toda forma de privación, toda satisfacción instintual defraudada, tiene o podría tener por consecuencia un aumento del sentimiento de culpabilidad. Por mi parte, creo que se simplifica considerablemente la teoría si se aplica este principio únicamente a los instintos agresivos, y no hay duda de que serán pocos los hechos que contradigan esta hipótesis. En efecto, ¿cómo se explicaría, dinámica y económicamente, que en lugar de una exigencia erótica insatisfecha aparezca un aumento del sentimiento de culpabilidad? Esto sólo parece ser posible a través de la siguiente derivación indirecta: al impedir la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción, y esta agresividad tendría que ser a su vez contenida. Pero en tal caso sólo sería nuevamente la agresión la que se transforma en sen timiento de culpabilidad al ser coartada y derivada al super-yo. Estoy convencido de que podremos concebir más simple y cla ramente muchos procesos psíquicos si limitamos únicamente a los instintos agresivos la génesis del sentimiento de culpabilidad descubierta por el psicoanálisis. La observación del material clínico no nos proporciona aquí una respuesta inequívoca, pues, como lo anticipaban nuestras propias hipótesis, ambas categorías de instintos casi nunca aparecen en forma pura y en mutuo aislamiento; pero la investigación de casos extremos seguramente nos llevará en la dirección que yo preveo. Estoy tentado de aprovechar inmediatamente esta concepción más estrecha, aplicándola al proceso de la represión. Como ya sabemos, los síntomas de la neurosis son en esencia satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales no realizados. En el curso de la labor analítica hemos aprendido, para gran sorpresa nuestra, que quizá toda neurosis oculte cierta cantidad de sentimiento de culpabilidad inconsciente, el cual a su vez refuerza los síntomas al utilizarlos como castigo. Cabría formular, pues, la siguiente proposición: cuando un impulso instintual sufre la represión, sus elementos libidinales se convierten en síntomas, y sus com Particularmente en los trabajos de E. Jones, Susan Isaacs y Melanie Klein; pero, a mi juicio, también en los de Reik y Alexander. 33

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ponentes agresivos, en sentimiento de culpabilidad. Aun si esta proposición sólo fuese cierta como aproximación, bien merecería que le dedicáramos nuestro interés. Por otra parte, muchos lectores tendrán la impresión de que se ha mencionado excesivamente la fórmula de la lucha entre el Eros y el instinto de muerte. La apliqué 184

para caracterizar el proceso cultural que transcurre en la Humanidad, pero también la vinculé con la evolución del individuo, y además pretendí que habría de revelar el secreto de la vida orgánica en general. Parece, pues, ineludible investigar las vinculaciones mutuas entre estos tres procesos. La repetición de la misma fórmula está justificada por la consideración de que tanto el proceso cultural de la Humanidad como el de la evolución individual no son sino mecanismos vitales, de modo que han de participar del carácter más general de la vida. Pero esta misma generalidad del carácter biológico le resta todo valor como elemento diferencial del proceso de la cultura, salvo que sea limitado por condiciones particulares en el caso de esta última. En efecto, salvamos dicha incertidumbre al comprobar que el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital que surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké, por la necesidad exterior real: tarea que consiste en la unificación de individuos aislados para formar una comunidad libidinalmente vinculada. Pero si contemplamos la relación entre el proceso cultural en la Humanidad y el del desarrollo o de la educación individuales, no vacilaremos en reconocer que ambos son de índole muy semejante, y que aun podrían representar un mismo proceso realizado en distintos objetos. Naturalmente, el proceso cultural de la especie humana es una abstracción de orden superior al de la evolución del individuo, y por eso mismo es más difícil captarlo concretamente. No conviene exagerar en forma artificiosa el establecimiento de semejantes analogías; no obstante, teniendo en cuenta la similitud de los objetivos de ambos procesos —en un caso, la inclusión de un individuo en la masa humana; en el otro, la creación de una unidad colectiva a partir de muchos individuos—, no puede sorprendernos la semejanza de los métodos aplicados y de los resultados obtenidos. Pero tampoco podemos seguir ocultando un rasgo diferencial de ambos procesos, pues su importancia es extraordinaria. La evolución del individuo sustenta como fin principal el programa del principio del placer, es decir, la prosecución de la felicidad, mientras que la inclusión en una comunidad humana o la adaptación a la misma aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para alcanzar el objetivo de la felicidad; pero quizá sería mucho mejor si esta condición pudiera ser eliminada. En otros términos, la evolución individual se nos

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presenta como el producto de la interferencia entre dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de «egoísta», y el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos «altruista». Ambas designaciones no pasan de ser superficiales. Como ya lo hemos dicho, en la evolución individual el acento suele recaer en la tendencia egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que podríamos 186

designar «cultural», se limita generalmente a instituir restricciones. Muy distinto es lo que sucede en el proceso de la cultura. El objetivo de establecer una unidad formada por individuos humanos es, con mucho, el más importante, mientras que el de la felicidad individual, aunque todavía subsiste, es desplazado a segundo plano; casi parecería que la creación de una gran comunidad humana podría ser lograda con mayor éxito si se hiciera abstracción de la felicidad individual. Por consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo puede tener rasgos particulares que no se encuentran en el proceso cultural de la Humanidad; el primero sólo coincidirá con el segundo en la medida en que tenga por meta la adaptación a la comunidad. Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además de rotar alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el proceso evolutivo de la Humanidad, recorriendo al mismo tiempo el camino de su propia vida. Pero para nuestros ojos torpes el drama que se desarrolla en el firmamento parece estar fijado en un orden imperturbable; en los fenómenos orgánicos, en cambio, aún advertimos cómo luchan las fuerzas entre sí y cómo cambian sin cesar los resultados del conflicto. Tal como fatalmente deben combatirse en cada individuo las dos tendencias antagónicas —la de felicidad individual y la de unión humana—, así también han de enfrentarse por fuerza, disputándose el terreno, ambos procesos evolutivos: el del individuo y el de la cultura. Pero esa lucha entre individuo y sociedad no es hija del antagonismo, quizá inconciliable, entre los protoinstintos, entre Eros y Muerte, sino que responde a un conflicto en la propia economía de la libido, conflicto comparable a la disputa por el reparto de la libido entre el yo y los objetos. No obstante las penurias que actualmente impone a la existencia del individuo, la contienda puede llegar en éste a un equilibrio definitivo que, según esperamos, también alcanzará en el futuro de la cultura. Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también la comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la evolución cultural. Para el estudioso de las culturas humanas sería tentadora la tarea de perseguir esta analogía en casos específicos. Por mi parte, me limitaré a destacar algunos detalles notables. El superyo de una época cultu

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ral determinada tiene un origen análogo al del super-yo individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales algunas de las aspiraciones humanas básicas llegaron a expresarse con máxima energía y pureza, aunque, quizá por eso mismo, 188

muy unilateralmente. En muchos casos la analogía llega aún más lejos, pues con regular frecuencia, aunque no siempre, esos personajes han sido denigrados, maltratados o aun despiadadamente eliminados por sus semejantes, suerte similar a la del protopadre, que sólo mucho tiempo después de su violenta muerte asciende a la categoría de divinidad. La figura de Jesucristo es, precisamente, el ejemplo más cabal de semejante doble destino, siempre que no sea por ventura una creación mitológica surgida bajo el oscuro recuerdo de aquel homicidio primitivo. Otro elemento coincidente reside en que el super-yo cultural, a entera semejanza del individual establece rígidos ideales cuya violación es castigada con la «angustia de conciencia». Aquí nos encontramos ante la curiosa situación de que los procesos psíquicos respectivos nos son más familiares, más accesibles a la consciencia, cuando los abordamos bajo su aspecto colectivo que cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se expresan ruidosamente las agresiones del super-yo, manifestadas como reproches al elevarse la tensión interna, mientras que sus exigencias mismas a menudo yacen inconscientes. Al llevarlas a la percepción consciente se comprueba que coinciden con los preceptos del respectivo super-yo cultural. Ambos procesos — la evolución cultural de la masa y el desarrollo propio del individuo— siempre están aquí en cierta manera conglutinados. Por eso muchas expresiones y cualidades del super-yo pueden ser reconocidas con mayor faci lidad en su expresión colectiva que en el individuo aislado. El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos sistemas éticos, como si precisamente ellos hubieran de colmar las máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel punto que es fácil reconocer como el más vulnerable de toda cultura. Por consiguiente, debe ser concebida como una tentativa terapéutica, como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del super-yo lo que antes no pudo alcanzar la restante labor cultural. Ya sabemos que en este sentido el problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura; la tendencia constitucional de los hombres a agredirse mutuamente; de ahí el particular interés que tiene para nosotros el quizá más reciente precepto del super-yo cul

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tural: «Amarás al prójimo como a ti mismo.» La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a sustentar dos acusaciones contra el super-yo del individuo: con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de la felicidad del yo, pues no toma debida cuenta de las resistencias contra el cumplimiento de aquéllos, de la energía instintiva del ello y de las 191

dificultades que ofrece el mundo real. Por consiguiente, al perseguir nuestro objetivo terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del super-yo cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al ser humano le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el yo goza de ilimitada autoridad sobre su ello. He aquí un error, pues aun en los seres pretendidamente normales la dominación sobre el ello no puede exceder determinados límites. Si las exigencias los sobrepasan, se produce en el individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace infeliz. El mandamiento «Amarás al prójimo como a ti mismo» es el rechazo más intenso de la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la actitud antipsicológica que adopta el super-yo cultural. Ese mandamiento es irrealizable; tamaña inflación del amor no puede menos que menoscabar su valor, pero de ningún modo conseguirá remediar el mal. La cultura se despreocupa de todo esto, limitándose a decretar que cuanto más difícil sea obedecer el precepto, tanto más mérito tendrá su acatamiento. Pero quien en el actual estado de la cultura se ajuste a semejante regla, no hará sino colocarse en situación desventajosa frente a todos aquellos que la violen. ¡Cuan poderoso obstáculo cultural debe ser la agresividad si su rechazo puede hacernos tan infelices como su realización! De nada nos sirve aquí la pretendida ética «natural», fuera de que nos ofrece la satisfacción narcisista de poder considerarnos mejores que los demás. La ética basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la virtud no rinda sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable que una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad sería en este sentido más eficaz que cualquier precepto ético; pero los socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su realización al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza humana. A mi juicio, el concepto de que los fenómenos de la evolu ción cultural pueden interpretarse en función de un super-yo, aún promete revelar nuevas inferencias. Pero nuestro estudio toca a su fin, aunque sin eludir una última cuestión. Si la evolución de la cultura tiene tan trascendentes analogías con la del individuo y si emplea los mismos recursos que ésta, ¿acaso no estará justificado el diagnóstico de que muchas culturas —o épocas culturales, y quizá aun la Humanidad entera— se habrían tornado «neuróticas» bajo la presión de las ambiciones culturales? La investigación analítica de estas neurosis bien podría conducir a planes terapéuticos de gran interés práctico, y en modo alguno me atrevería a sostener que semejante tentativa de transferir el psicoanálisis a la comunidad cultural sea insensata o esté condenada a la esterilidad. No obstante, habría que pro ceder con gran prudencia, sin olvidar que se trata únicamente de analogías y que tanto para los hombres como para los con ceptos es peligroso que sean arrancados del suelo en que se han originado y desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis colectivas tropieza con una dificultad particular. En la neurosis 192

individual disponemos como primer punto de referencia del contraste con que el enfermo se destaca de su medio, que consideramos «normal». Este telón de fondo no existe en una masa uniformemente afectada, de modo que deberíamos buscarlo por otro lado. En cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, ¿de qué serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia correspondiente? Pese a todas esta dificultades, podemos esperar que algún día alguien se atreva a emprender semejante patología de las comunidades culturales. Múltiples y variados motivos excluyen de mis propósitos cualquier intento de valoración de la cultura humana. He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual nuestra cultura es lo más precioso que podríamos poseer o adquirir, y su camino habría de llevarnos indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección. Por lo menos puedo escuchar sin indignarme la opinión del crítico que, teniendo en cuenta los objetivos perseguidos por los esfuerzos culturales y los recursos que éstos aplican, considera obligada la conclusión de que todos estos esfuerzos no valdrían la pena y de que el resultado final sólo podría ser un estado intolerable para el individuo. Pero me es fácil ser imparcial, pues sé muy poco sobre todas estas cosas y con certeza sólo una: que los juicios estimativos de los hom bres son infaliblemente orientados por los deseos de alcanzar la felicidad, constituyendo, pues, tentativas destinadas a fundamentar sus ilusiones con argumentos. Contaría con toda mi comprensión quien pretendiera destacar el carácter forzoso de la cultura humana, declarando, por ejemplo, que la tendencia a restringir la vida sexual o a implantar el ideal humanitario a costa de la selección natural, sería un rasgo evolutivo que no es posible eludir o desviar, y frente al cual lo mejor es someterse, cual si fuese una ley inexorable de la Naturaleza. También conozco la objeción a este punto de vista: muchas veces, en el curso de la historia humana, las tendencias consideradas como insuperables fueron descartadas y sustituidas por otras. Así, me falta el ánimo necesario para erigirme en profeta ante mis contemporáneos, no quedándome más remedio que exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos: los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más piadosos. A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si —y hasta qué punto— el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien los saben, y de ahí buena parte de su presente agi tación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la 193

lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?*

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* Strachey señala que esta última sentencia fue escrita por Freud en 1931 en momentos en que la amenaza de Hitler se hacía presente.

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Glosario Angustia (Angst): Afecto displacentero acompañado por un proceso de descarga corporal y por la percepción del mismo. El yo adoptará como prototipo de la reacción ante el peligro la reacción de la criatura ante el trauma del nacimiento: esa reacción consistirá en la angustia. Se suele considerar que a lo largo de su obra Freud defendería dos teorías diferentes de la angustia. En un primer momento, la angustia se explicaría como resultado de la acumulación de la tensión sexual, de manera que la represión la generaría, en la medida en que separa a la representación de la carga de afecto que se transforma en angustia. Pero más tarde la angustia es considerada como una señal que utiliza el yo para reprimir a la pulsión. Es entonces la angustia la señal determinante de la represión. Aparato psíquico (psychischer o seelischer Apparat): Modelo de raigambre mecanicista (Helmholtz), con el que Freud pretendería representar el funcionamiento mental. En La interpretación de los sueños, de 1900, el padre del psicoanálisis se aparta ya de la estricta analogía anatómica presente en el Proyecto de psicología, pasando a figurar lugares psíquicos virtuales en el célebre capítulo VII: inconsciente, preconsciente, consciente. Y en El yo y el ello, de 1923, se expondrá la segunda tópica o teoría estructural: ello, yo, super-yo. Carácter (Charakter): Conjunto de características y actitudes del yo: su forma de actuar, sus puntos de fijación, sus mecanismos de defensa ante el empuje de las pulsiones y los peligros del mundo exterior. El carácter del yo sería el producto de sus distintos tipos de identificaciones con los objetos. Y hay que tener en cuenta que el carácter de una persona ayuda a mantener su «normalidad»: sólo se hará patológico cuando se vuelva rígido e incapaz de hacer frente a las frustraciones de la realidad, constituyéndose de esta forma en caracteropatía. Carga, Investidura, Catexis (Besetzung): Es un concepto económico que hace que determinada energía psíquica se mantenga unida a una representación. Es la libido la que inviste o carga a la representación, a la vez que ésta «da dignidad o cargo» a la energía libidinal. En ambos casos, el fenómeno en cuestión pasaría a otra categoría, a otra «dignidad» psíquica. Por su parte, la

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-135— contracarga o contrainvestidura es o bien el mecanismo de la represión primaria o bien uno de los componentes de la secundaria. Conciencia de culpabilidad (Schuldbewusstsein): Sentimiento de culpabilidad que, como sucedería en los casos más comunes, llega a la conciencia con la suficiente claridad. Freud mismo se ocupa de definirla en esta obra como «severidad del super-yo» o «rigor de la conciencia»: percepción que tiene el yo de la vigilancia que se le ha impuesto, o apreciación por su parte de las tensiones que se establecen entre sus propias tendencias y las exigencias del super-yo. Conciencia moral (Gewissen): Función judicial del super-yo, que en la época infantil había corrido a cargo de la figura del padre: en efecto, tal figura se instala en el aparato psíquico del hijo como estructura del superyo, encargándose desde ese momento de mostrarle al yo cómo debe ser y cómo no debe ser, lo que está bien y lo que está mal. O sea que, en términos generales, la conciencia moral es la que genera las prohibiciones. Y habría dos básicas de las que van a surgir todas las demás, la del incesto y la del parricidio. Pero hay que tener en cuenta que también está vigilante la conciencia moral, que tiene una parte inconsciente muy importante, para que el yo se esfuerce en satisfacer las exigencias del ideal del yo. Dinámica psíquica (psychische Dinamik): Uno de los puntos de vista que conforman, junto al tópico y al económico, la metapsicología freudiana. Esta perspectiva dinámica nos presentaría el aparato psíquico como algo en continuo cambio que contiene fuerzas que tienden a la descarga y otras que se oponen a ella. La energía del aparato psíquico provendría de las pulsiones, y, gracias a la ligadura de éstas con representaciones, irían siendo dominadas, de forma que la energía libre va pasando a ser quiescente o ligada. Pero cuando en el aparato psíquico ingresan cantidades de excitación que el yo no puede ligar a representaciones, se origina dolor físico y/o situaciones traumáticas. Ello (Es): Una de las «provincias psíquicas» en las que aparece dividida la mente en el modelo estructural. Es la sede de las pulsiones, el lugar de donde proviene la energía psíquica. El nombre lo tomó Freud de Groddeck, y lo adoptó, sobre todo, porque da una idea de extrañeza respecto del yo: «una tierra extranjera interior». También estaría incluida dentro del ello, según Freud, toda la herencia filogenética de las experiencia vividas por las generaciones anteriores. Eros: Nombre del dios griego del amor que Freud utiliza en su segunda teoría pulsional para denominar a las pulsiones sexuales en sentido amplio, o «pulsiones de vida». Y no hay que olvidar que dentro de la pulsión de vida estaría incluida la de autoconservación del yo. Como todas las pulsiones, las que constituyen Eros son conservadoras, y tienden a restablecer un estado anterior, en este caso el estado de vida previo al estímulo. Eros «aspira» a reunir a los seres, a crear unidades cada vez más amplias y complejas. En la vida psíquica, concretamente, tiende a unir la cantidad de excitación con las representaciones: esta unión sería el deseo, y todo proceso que «busque» deshacerla intentará retornar a la mera cantidad, al mundo inorgánico. Por eso Eros figura en la segunda teoría pulsional en oposición a la pulsión de muerte. —136—

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Ilusión (Illusion): Creencia que se halla determinada, más que por el interés de reflejar la supuesta realidad objetiva, por la tendencia al cumplimiento de un deseo imperioso. Y no es que estemos ante creencias necesariamente erróneas o falsas, sino simplemente indemostrables. Freud se refiere con el término de «ilusión» principalmente a las representaciones religiosas, recogiendo lo más importante de sus ideas a este

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respecto en el famoso escrito del año 27 El porvenir de una ilusión: la providencia divina, el orden ético del mundo, la inmortalidad del alma... constituyen convicciones en las que obtendrían satisfacción los anhelos más fervientes de la humanidad. Libido: Energía psíquica sexual. La energía sexual somática se va acumulando y, al rebasar determinado umbral, invade el aparato psíquico y carga las representaciones, originándose entonces el deseo. Podemos distinguir entre una libido que de 1914, Introducción al narcisismo. Con la elaboración de la segunda teoría del aparato psíquico, Freud contrapone un estado primitivo que denomina narcisismo primario a las relaciones objétales. Este estado primitivo se caracterizaría por la ausencia absoluta de relaciones con el ambiente y por la indiferenciación de yo y ello y de sujeto y objeto. Su prototipo lo representaría la vida intrauterina, de la que el sueño vendría a ser una aproximación. Pero no se abandona la idea de un narcisismo secundario, simultáneo a la formación del yo por identificación con el otro. carga o inviste al yo, la libido narcisista, y la que se vuelca sobre los objetos, libido objetal, que reconoce al objeto como fuente de placer. Entre ambas habría que ubicar a la libido homosexual, libido objetal que no reconoce diferencias sexuales. En la teoría pulsional freudiana definitiva, la libido pasará a ser pulsión de vida, Eros, incluyendo entonces a las pulsiones de autoconservación. Masoquismo (Masochismus): En sentido restringido es un tipo de perversión sexual consistente en obtener placer del dolor físico o moral. Pero en sentido amplio habría que distinguir entre el masoquismo erógeno, el femenino y el moral. Este último se aleja de lo sexual, convirtiéndose en un auténtico estilo de vida. Tiene mucho que ver con el sentimiento inconsciente de culpabilidad, expresándose en la denominada reacción terapéutica negativa. Lo que le importa por encima de todo al 'masoquista moral es padecer, venga el dolor de donde venga, ya sea de la persona amada, ya sea de las más variadas circunstancias de la vida. La pareja del sádico y el masoquista la encarnarían entonces el super-yo y el yo. Narcisismo (Narzissmus): En alusión al mito de Narciso, amor al yo, amor a la imagen de sí mismo, libido que carga o inviste al yo. La noción de narcisismo, si bien aparece por vez primera en 1910 para dar cuenta de la elección de objeto en los homosexuales, fue introducida definitivamente en la teoría psicoanalítica en la obra Neurosis de transferencia (Übertragungsneurose): Tipo de neurosis en las que se iba a especializar en sentido estricto el psicoanálisis, y con las que más éxitos terapéuticos conseguiría. Son producidas por la represión que lleva a cabo el yo sobre las pulsiones del ello. Esta represión no sería eficaz, así que las pulsiones retornan del inconsciente generando síntomas. Para intentar evitarlo, la retirada de la carga de la representación se debe ayudar con una contracarga que impida el acceso al preconsciente. El nombre de «neurosis de transferencia» procede de la clínica: lo reprimido retorna transfiriéndose a las representaciones que se le ofrecen, y la representación del analista es una de ellas. De manera que durante el tratamiento tiene lugar la reaparición artificial de los fenómenos que originaron la neurosis. Las neurosis de transferencia, por último, se contraponen a se repetirá lo suficiente que el de realidad es una prolongación del principio del placer, por mucho que lo que lo distingue sea que nos lleva a reconocer la realidad, tanto la placentera como la displacentera. las neurosis narcisistas: en éstas la libido objetal no se retrae a la fantasía sino al yo. Principio del placer (Lustprinzip): El suceder psíquico tiende al placer, entendido como sensación concomitante a la descarga pulsional, y se aparta del displacer. Se rige por el principio del placer el desplazamiento energético que «busca» la descarga inmediata característica del proceso primario. Como es natural, el aparato psíquico no podría funcionar únicamente bajo este principio hipotético: el principio del placer necesita del de realidad para poder cumplir con el objetivo que lo define. En el fondo, dicho principio es la transformación que experimenta el de inercia o constancia al introducirse en la psicología porque representa la tendencia que tiene el aparato psíquico a volver al estado anterior a la aparición del estímulo, para lo que repite los modelos que le llevaron al éxito en el pasado. Principio de realidad (Realitatsprinzip): El que rige el funcionamiento del yo consciente, sobre la base del reconocimiento de la diferencia entre deseo y percepción. Pero como de todos modos lo que el yo busca es la identidad de lo percibido con lo deseado, utilizando para lograrlo el pensamiento, el principio de realidad surge como necesidad de dominar el proceso primario que rige el principio del placer, llevándolo a la acción transformadora que es capaz de satisfacer de verdad algunos de los deseos humanos. En este sentido nunca Psicosis (Psychose): Tipo de trastorno mental caracterizado por el desconocimiento de la realidad por parte del yo. En las psicosis narcisistas se rompería con el deseo objetal, y, al no tener deseo objetal inconsciente, se pierde todo interés por la realidad como tal, produciéndose entonces la retracción libidinal. Pertenecerían a esta clase de psicosis, también llamadas por Freud neurosis narcisistas, las esquizofrenias, la paranoia, la manía y la melancolía. Por el contrario, en las psicosis alucinatorias el deseo del objeto es tan grande que, ante su pérdida, se la desmiente y se regresa a la satisfacción alucinatoria del deseo. Pulsión de muerte (Todestrieb): Tendencia de lo orgánico a retornar a lo inanimado que fue sentada hipotéticamente por Freud en su obra de 1920, Más allá del principio del placer. Hay que tener en cuenta que todas las pulsiones son conservadoras, pero lo que caracteriza a las de vida es su tendencia a retornar a un

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momento previo, a una vivencia anterior de satisfacción, pero no a la muerte. Tenemos entonces que la condición de posibilidad de la vida la constituiría la orientación al exterior de la pulsión de muerte, según las distintas gradaciones de su mezcla (Mischung) con Eros: agresión, sadismo, pulsión de apoderamiento. Freud señala en repetidas ocasiones que el Todestrieb es «mudo», es decir, sólo lo podemos apreciar cuando está mezclado con libido. Pero parte de la pulsión de muerte que orientamos al mundo exterior retorna al aparato psíquico, siendo acogida por el super-yo como sentimiento de culpabilidad o masoquismo moral. La pulsión de muerte forma, junto a Eros, la segunda teoría pulsional, que en realidad significa el final de un largo camino que eleva a un nivel más complejo todas las etapas anteriores. Represión (Verdrangung): En sentido amplio es un mecanismo de defensa del yo, en realidad el modelo general de todo mecanismo defensivo, que consiste propiamente en la sustracción de la investidura libidinal a la representación. Pero también caracteriza a la represión un mecanismo que complementa al anterior, el de la contracarga. Existirían, por otro lado, dos tipos de represión: la primaria, o «esfuerzo de desalojo», que surge en cada período de tránsito de una zona erógena a otra, y que origina por contracarga los puntos de fijación, y la secundaria, o «esfuerzo de dar caza» a las representaciones que intentan retornar desde lo reprimido. Sadismo (Sadismus): Perversión sexual en la cual la satisfacción es inseparable del sufrimiento o la humillación del otro. La mayoría de las veces Freud emplea el término en este sentido, pero el psicoanálisis extiende su uso más allá de este terreno

restringido para denominar el mero ejercicio de la violencia, aparte de toda satisfacción sexual, como cuando nos habla, en general, de agresión o de pulsión de apoderamiento. En cualquiera de los casos se considera al sadismo como uno de los componentes fundamentales de la vida pulsional. Síntoma (Symptom): Alteración insólita de una función, o realización de una operación nueva con la característica compulsiva propia de los procesos pulsionales. Expresaría el retorno de lo reprimido en las neurosis de transferencia, cuando ha fracasado la represión secundaria. Como auténticas formaciones sustitutivas, los síntomas constituyen el resultado de las transacciones de la pulsión con el yo, manifestaciones degradadas de la sexualidad. También es posible considerar al síntoma como una forma de defensa contra la angustia: en la neurosis obsesiva, por poner un ejemplo, predominaría la defensa contra la angustia ante el super-yo. Sublimación (Sublimierung): Destino de la pulsión que consiste en la desexualización de su meta: así se ve aceptada por la cultura y por su representante intrapsíquico, el super-yo. No deja de suponer un modo eficaz de descargar la pulsión, aunque desde luego mitigado respecto del original. La sublimación se nos presenta de esta forma en toda su riqueza generadora de cultura y conformadora de lazos culturales entre los individuos. Por lo demás, proporcionaría una satisfacción de índole narcisista, porque con ella se obtiene como recompensa el amor del ideal del yo. Y hasta se podría afirmar que el pensamiento, el lenguaje, e incluso el yo son sublimaciones pulsionales. La sublimación, hay que tener en cuenta por otra parte, se opone a la represión, como indica el hecho de que las pulsiones reprimidas no pueden sublimarse. Por último, tendría además participación en la aceptación cultural de la pulsión de muerte como trabajo, deporte... Super-yo (Über-Ich): Estructura que surge en el aparato psíquico tras la liquidación del complejo de Edipo a raíz de la identificación con las figuras parentales, haciendo posible el ingreso del individuo en la cultura. Tabú (Tabú): Prohibición de comer o tocar algún objeto. Por extensión, se dice de la condición de las personas, instituciones y cosas a las que no es lícito censurar o mencionar. Éstas se tornan sagradas e impuras, amadas y odiadas, buscadas y evitadas, familiares y siniestras, algo, en fin, cargado de ambivalencia afectiva, muy deseado y muy prohibido. Por todo ello desafiar un tabú resulta muy angustiante. 202

Constituye un mecanismo característico del modo de pensar de lo que para Freud eran los primitivos y son los neuróticos actuales: en el tabú lucharían deseos inconscientes reprimidos y prohibiciones sociales. Lo más importante en este contexto es que la defensa social contra lo que devino tabú constituye para el psicoanálisis la base de la conciencia moral. Totemismo (Totemismus): Sistema social descrito por Robertson Smith en el que ciertas tribus sostienen la descendencia del clan de un determinadao animal, al que adoran pero que se comen en los llamados banquetes totémicos. Para Freud formaría una etapa de la evolución de la humanidad hacia la cultura, posterior a la horda primitiva y al parricidio. El tótem resulta del desplazamiento de la figura paterna. Como tal, el totemismo no constituye una religión, pero contiene el germen de las religiones. Yo (Ich): Instancia psíquica que confiere unidad al aparato psíquico. Es la sede de la angustia y del narcisismo, el que instituye las defensas. En parte inconsciente y en parte consciente, en él tienen su asiento el lenguaje y el pensamiento, con los cuales y a través de los cuales debe llevar a cabo la acción específica transformadora del mundo exterior.

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Índice La Ciencia del Inconsciente 19 Los precedentes 22 El contexto próximo 24 Repercusiones 32 BIBLIOGRAFÍA 35 CRONOLOGÍA 39 EL MALESTAR EN LA CULTURA II 68 III 79 IV 91 V 99 VI 107 VII 114 VIII 124 GLOSARIO 135

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