Fournet-de La Interculturacion A La Interculturalidad

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CRISTO y LA CULTURA

colección compromiso cristiano, 21

Richard Niebuhr CRISTO y LA CULTURA

ed iciones pen ínsu la MR

La versión original en inglés fue publicada por Harper and Row, Publishers Incorporated, de Nueva York, con el título de Christ and Culture. © Harper and Row, Publishers, Inc. Traducción de JOSE LUIS LANA

Cubierta de Jordi Fornas impresa en Aria s.a., aVe López Vare la 205, Barcelona Primera edición: junio de 1968 Realización y propiedad de esta edición (incluidos la traducción y el diseño de la cubierta) de Edicions 62 sla., Casanova 71, Barcelona Impreso en Gráficas Diamante, Zamora 81, Barcelona Dep. Legal: B. 23528 -1968

1. El eterno problema

1.

El problema

En nuestro tiempo, se está llevando a cabo un debate en múltiples esferas sobre las relaciones entre el cristianismo y la civilización. En él participan historiadores y teólogos, estadistas y eclesiásticos, católicos y protestantes, cristianos y anticristianos. Se está llevando a cabo públicamente por partidos opuestos y, privadamente, en los conflictos de la conciencia. A veces se polariza en torno a temas especiales, tales como el lugar de la fe cristiana en la educación general o de la ética cristiana en la vida económica. A veces trata de cuestiones amplias sobre la responsabilidad de la Iglesia en el orden social, o sobre la necesidad de una nueva separación del mundo por parte de los seguidores de Cristo. El debate es tan confuso como polifacético. Cuando parece haberse definido claramente que la cuestión estriba entre los exponentes de una civilización cristiana y los defensores no cristianos de una sociedad totalmente secularizada, surgen nuevas perplejidades a medidá que los creyentes consagrados parecen hacer causa común con los secularistas, abogando, por ejemplo, por la eliminación de la religión de la educación pública, o por el apoyo cristiano a movimientos políticos aparentemente anticristianos. Y así se oyen tantas voces, se hacen tantísimas aseveraciones seguras de sí mismas pero diversas sobre la respuesta cristiana al problema social, se suscitan tantísimos problemas, que la perplejidad y la incertidumbre aquejan a muchos cristianos. En esta situación, conviene recordar que el tema de la relación entre el cristianismo y la civilización no es nue-

s

va, ni mucho menos; que la perplejidad cristiana en este ámbito ha sido perenne y que el problema ha sido constante a lo largo de todos los siglos cristianos. También conviene recordar que los repetidos forcejeos de los cristianos con este problema no han proporcionado ni una sola respuesta cristiana, sino únicamente una serie de respuestas típicas que, juntas, representan, para la fe, fases de la estrategia de la iglesia militante en el mundo. Esta estrategia, sin embargo, por radicar en la mente del jefe más que en la mente de cualquier subalterno, no está bajo el control de éstos. La respuesta de Cristo al problema de la cultura humana es una cosa, las respuestas cristianas son otra muy distinta; mas sus seguidores tienen la seguridad de que él emplea las diversas obras de ellos para realizar las suyas propias. El objeto de los siguientes capítulos estriba en exponer respuestas cristianas típicas al problema de Cristo y la cultura, y contribuir así a la comprensión mutua entre grupos cristianos diferentes y, a menudo, en pugna. La creencia subyacente a este esfuerzo es, sin embargo, la convicción de que Cristo, como Señor vivo, responde a sus interrogantes en la totalidad de la historia y de la vida de una forma que trasciende la sabiduría de todos sus intérpretes, pero que utiliza para ello las penetraciones parciales de estos últimos y sus conflictos necesarios. El eterno problema surgió evidentemente en los días de la humanidad de Jesucristo, cuando aquel que «era judío ... y siguió siendo judío hasta su último suspiro» 1 lanzó contra la cultura judía un duro desafío. Rabbi Klausner ha descrito en términos modernos cómo debió aparecer a los ojos de los fariseos y saduceos el problema de Jesús y la cultura, y ha defendido su repulsa del Nazareno con el alegato de que ponía en peligro la civilización judía. Aunque Jesús fue un producto de esa cultura, de suerte que no hay una sola palabra de consejo ético o religioso en los evangelios que no tenga su paralelismo en escritos judíos, dice Klausner, no obstante él la ponía en peligro 1.

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KLAUSNER

Joseph, Jesus of Nazareth, p. 368.

abstrayendo la religión y la ética del resto de la vida sacial, y buscando el establecimiento, por el poder divino solamente, de un «reino que no fuera de este mundo». «El judaísmo, sin embargo, no es únicamente religión y ética: es la suma total de todas las necesidades de la nación, colocada sobre una base religiosa ... El judaísmo es una ida nacional, una vida que la religión nacional y los principios éticos humanos abrazan sin absorber. Jesús vino y pospuso todos los requisitos de la vida nacionaL .. Nada estableció a cambio, excepto un sistema ético-religioso ligado a su concepción de Divinidad» 2. Si se hubiera propuesto reformar la cultura religiosa y nacional, eliminando lo que era arcaico en la ley ceremonial y civil, quizá hubiera provocado una gran revolución en su sociedad; pero en vez de reformar la cultura la ignoró. «N.o vino para: acrecentar el conocimiento de su nación, su arte y su cultura, sino para abolir incluso la cultura que ya poseía, vinculada a la religión». Sustituyó la justicia civil por el precepto de la no resistencia, que entraña la pérdida de todo orden social; perturbó la regulación social y la protección de la vida familiar mediante la prohibición de todo divorcio y la alabanza de aquellos que «se hacían eunucos por el reino de los cielos»; en vez de manifestar interés por el trabajo y por los logros económicos y políticos, recomendó la vida: sin afán, sin trabajo, ejemplificada por los pájaros y los lirios; ignoró incluso los requisitos de la justicia distributiva ordinaria cuando dijo: «¿Quién me ha puesto como juez o árbitro entre vosotros?». Y Klausner concluye: «Jesús ignoró todo lo concerniente a la civilización material: en este sentido no pertenece a la civilización» 3. Por consiguiente, su pueblo le rechazó; y «dos mil años de cristianismo nO' judío han demostrado que el pueblo judío no se equivocó» \ No todos los judíos de su tiempo rechazaron a Jesús en nombre de su cultura. Es posible apelar a dos mil años 2. ¡bid., p. 390. 3. ¡bid., pp. 373-375. 4. ¡bid., p. 391.

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de cristianismo no judío y de judaísmo no cristiano para dar validez a otras muchas proposiciones además de que Jesús puso en peligro la cultura; pero es evidente que estos dos milenios han estado llenos de forcejeos precisamente con este problema. No sól.o los judíos, sino también los griegos y los romanos, medievales y modernos, occidentales y orientales, han rechazado a Cristo porque lo ju?garon como una amenaza para su cultura. La hist.oria de la guerra lanzada por la civilización greco-romana contra el evangelio constituye uno de los capítulos más dramáticos en toda la historia de la cultura occidental y de la Iglesia, aunque se explique a menudo únicamente en términos de persecución política. La animosidad popular basada en la piedad social, las p.olémicas literarias, la objeción filosófica, la resistencia sacerdotal y, sin duda, los intereses económicos, jugaron su parte en el rechazo de Cristo, ya que el problema que suscitó fue ampliamente cultural y no meramente político. El Estad.o, efectivamente, tardó más que otras instituciones y grupos en alzarse contra él y sus discípulos 5. En los tiempos modernos ha surgido un conflicto abierto, cuando l.os portavoces de las sociedades nacionalísticas y comunistas, y los ardientes campeones de las civilizaciones humanística y democrática han calificado a Cristo de ene· migo de los intereses culturales. Las situaciones históricas y sociales en que han tenido lugar tales repudiaciones de Jesucristo han sido variadísimas; las motivaciones personales y colectivas de l.os oponentes han sido de índole diversa; las creencias filosóficas y científicas que han militado contra las conviccio5. «La batalla del cristianismo contra la fe interior de las masas paganas, contra las convicciones de los espíritus rectores, era incomparablemente más difícil que la lucha contra el poder del Estado romano; la victoria de la nueva fe fue, por consiguiente, una conquista mucho más importante de lo que tiempos anteriores, con su menosprecio del paganismo, han supuesto». GEFFCKEN J ohannes, Der Ausgang des Griechisch-Roemischen H eidentums, 1920, p. 1. Para otras descripciones del conflicto, véase Cambridge Ancient History, vol. XII, 1939, y Cochrane, C. N., Christianity and Classical Culture, 1940.

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nes cristianas, a menudo se han opuesto más agudamente entre sí que no contra las convicciones cristianas. Pese a su recíproca discrepancia, estas críticas dispares coinciden fundamentalmente en lo que respecta a la relación de Jesucristo con la cultura. Los antiguos espiritualistas y los modernos materialistas, los piadosos romanos que acusaban al cristianismo de ateísmo y los ateos del siglo diecinueve que condenan su fe teística, los nacionalistas y los humanistas, todos parecen escandalizarse ante unos mismos elementos de los evangelios, y emplean argumentos similares en la defensa de su cultura contra el cristianismo. Entre estos argumentos reiterativos, sobresale la acusación, al estilo de Gibbon cuando describe el caso romano, de que los cristianos «están animados por un desprecio a la existencia presente y una confianza en la inmortalidad» 6. Esta fe de dos filos ha contrariado y enfurecido tanto a los glorificadores de la civilización moderna como a los defensores de Roma, a los revolucionarios radicales como a los conservadores del viejo orden, a los creyentes en el progreso continuo como a los desalentados profetas de la decadencia de la cultura. No es una actitud que pueda atribuirse a unos defectos de los discípulos quedando a salvo la posición del Maestro, ya que las sentencias de éste sobre la ansiedad por la comida y la bebida, sobre la vanidad de acumular tesoros en la tierra, sobre el temor a aquellos que pueden quitar la vida, y sobre su desprecio en la vida y en la muerte hacia el poder temporal, presentan al Maestro como origen evidente de las convicciones de sus seguidores. Tampoco es una actitud que mantengan únicamente unos cuantos cristianos, como aquellos que creen en un final inminente del mundo, o los ultraespiritualistas. Esta fe está vinculada a diversas concepciones de la historia y a diversas ideas sobre las relaciones del espíritu con la materia. Es una actitud desconcertante, porque une lo que parece un desprecio a la existencia 6. The Decline and Fall dern Library, vol. I, p. 402.

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the Roman Empire, edición Mo-

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presente con una gran preocupación por los hombres existentes, porque no está atemorizada por la perspectiva de condenación que pesa sobre todas las obras del hombre, y porque no es desesperanzada, sino confiada. El cristianismo parece amenazar la cultura en este punto no porque profetice que de todos los logros humanos no quedará piedra sobre piedra, sino porque Cristo capacita a los hombres para considerar este desastre con cierta ecuanimidad, dirige sus esperanzas hacia otro mundo, y de esta suerte parece privarles de los necesarios motivos para empeñarse en la incesante labor de conservar una herencia social masiva pero insegura . y aSÍ, Celso cambia su actitud de combatir al cristianismo por una llamada a los creyentes a que cesen de poner en peligro a un imperio amenazado por su retirada de las tareas públicas de defensa y reconstrucción. Pero, la misma posición cristiana provoca, sin embargo, a Marx y a LenÍn a la hostilidad, ya que, según ellos, los creyentes no se preocupan suficientemente de la existencia temporal y no se comprometen en una lucha sin cuartel por la destrucción del viejo orden y la creación de un orden nuevo. A este respecto sólo pueden aducir que la fe cristiana es un opio religioso empleado por los afortunados para adormecer al pueblo, que debería saber que no hay vida alguna más allá de la cultura. Otro argumento común blandido contra Cristo por sus antagonistas culturales de diversas épocas y sus persuasiones es la acusación de que el cristianismo induce a los hombres a confiar en la gracia de Dios en vez de llamarlos al progreso humano. ¿ Qué habría ocurrido a los romanos, pregunta efectivamente Celso, si hubieran seguido el precepto de confiar sólo en Dios? ¿No habrían quedado como los judíos, sin un pedazo de tierra que pudieran considerar suyo, y no habrían sido cazados como criminales, a ejemplo de los cristianos? 7. Los filósofos modernos de la cultura, tales como Nikolai Hartmann, consideran la confianza de la fe en Dios como una antinomia máxima res7.

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ORÍGENES, Contra Celso,

VIII, Ixix.

pecto de la ética de la cultura con su necesaria concentración en el esfuerzo humano 8. Los marxistas, que creen que los hombres hacen la historia, consideran la confianza en la gracia de Dios como un soporífero tan potente como la esperanza de los cielos. Los reformadores democráticos y humanísticos de la sociedad acusan a los cristianos de «quietismo», mientras que la sabiduría popular expresa su incredulidad en la gracia diciendo que Dios ayuda a los que se ayudan y que «a Dios rogando y con el mazo dando». Un tercer tópico en las acusaciones culturales contra Cristo y su Iglesia es que son intolerantes, aunque semejante acusación no es tan general como las anteriores. No es ésta la queja de los comunistas, ya que no oponen la objeción que una creencia intolerante suscita contra otra, sino más bien la desaprobación que la incredulidad lanza contra la convicción creyente. A la antigua civilización romana, dice Gibbon, sólo le quedaba la alternativa de rechazar el cristianismo precisamente porque Roma era tolerante. Esta cultura, con su infinita gama de costumbres y religiones, solamente podía existir si se garantizaba la reverencia y el asentimiento a las muchas tradiciones y ceremonias confusas de sus naciones constitutivas. Se explica pues que «se unieran indignadamente contra cualquier secta que se separara de la comunión de la humanidad y que, pretendiendo la posesión exclusiva del conocimiento divino, desdeñara toda forma de culto excepto el suyo propio, considerando a dicha secta como impía e idólatra» 9. Con los judíos, que ostentaban las mismas convicciones que los cristianos sobre los dioses y los ídolos, los romanos podían ser un tanto tolerantes, porque constituían una nación separada con antiguas tradiciones, y porque se contentaban en su mayoría con vivir una vida retirada de la vida social. Los cristianos, por el contrario, eran miembros de la sociedad romana, en cuyo seno manifestaban implícita y explícitamente su desprecio por las 8. H ARTMANN Nikolai, Bthics, 1932, vol. 111, pp. 266 ss. 9. Op cit., vol. 1, p. 446.

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religiones del pueblo. Por esto, parecían traidores que disolvieran los lazos sagrados de la costumbre y la educación, que violaran las instituciones religiosas de su país, y que despreciaran presuntuosamente lo que sus padres habían tenido por verdadero y reverenciado como sagrado 10. Debemos añadir que la tolerancia romana, al igual que la moderna tolerancia democrática, tenía sus límites precisamente porque era una especie de política social para mantener la unidad. Fuera cual fuera la religión que siguiera el ciudadano, se requería eventualmente el homenaje al César 11. Pero Cristo y los cristianos amenazaban la unidad de la cultura en ambos puntos con su monoteísmo radical, con una fe en el Dios único, muy diferente del universalismo pagano, que procuraba unificar muchas deidades y muchos cultos bajo un solo monarca terrenal o celestial. El problema político que semejante monoteísmo planteaba a la cultura nacional o imperial ha sido sumamente oscurecido en los tiempos modernos, aunque fue totalmente manifiesto en los ataques anticristianos y especialmente antijudíos del socialismo nacional alemán 12. La Divinidad, aparentemente, no sólo debe circundar, a los reyes, sino también a otros símbolos del poder político; el monoteísmo,en cambio, les priva de su aura sagrada. El Cristo que se niega a adorar a Satanás para ganar los reinos del mundo, es seguido por cristianos que adorarán sólo a Cristo en unidad con el señor a quien él sirve. y esto es intolerable para todos los defensores de una sociedad que se contente con que sean adorados muchos dioses a condición de que la Democracia o América o Alemania o el Imperio reciban su debido homenaje religioso. El antagonismo de la moderna cultura tolerante contra el cristianismo, se distingue con frecuencia, porque, claro está, no llama «religiosas» a sus prácticas religiosas, reservando este término para ciertos ritos específicos con 10. Ibid., p. 448. 11. Cambridge Ancient History, vol. XII, pp. 409 ss, 356 ss; Cochrane, C. N., op. cit., pp. 115 ss. 12. Cf. BARTH Karl, La Iglesia y el Problema Político de nuestro Tiempo; HAYES Carlton J. H., Essays in Nationalism, 1933.

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instituciones sagradas oficialmente rec·ó nócidas; y tafilbién porque considera lo que ella llama religión como uno de los muchos intereses emplazados al nivel de la economía, de la ciencia, del arte, de la política y de la técnica. Por esto, la objeción que formula contra el m.onoteísmo cristiano se plasma en ideas tales como «la religión no debe inmiscuirse en la política y en los negocios», o que «la fe cristiana tiene que aprender a convivir con otras religiones». Estas frases significan a menudo que n.o sólo las pretensiones de los grupos religiosos, sino también todas las de Cristo y de Dios deben ser desterradas de las esferas donde otros dioses, llamados valores, ostentan su reinado. La acusación implícita c.ontra la fe cristiana se parece a la antigua acusación: pone en peligro a la sociedad por su ataque a la aureola religiosa de ésta; priva a las instituciones sociales de su carácter cúltico, sagrado; con su negativa a pactar con las piadosas supersticiones del politeísmo tolerante, amenaza a la unidad social. La acusación está dirigida n.o sólo contra las organizaciones cristianas que usan medios coercitivos con respecto a lo que ellas consideran religiones falsas, sino contra la fe misma. En sus ataques contra Cristo y el cristianismo, blanden a menudo otros argumentos tendentes a considerar a los cristianos como a enemigos de la cultura. Se dice que el perdón que Cristo practica y enseña es irreconciliable con las exigencias de la justicia o el sentido libre del hombre tocante a la responsabilidad social. Las sentencias del Sermón de la Montaña sobre la ira y la resistencia al mal, sobre los juramentos y el matrimonio, sobre la ansiedad y la propiedad, s.on tenidas por incompatibles con los deberes de la vida en sociedad. La exalta~ ción cristiana de los humildes ofende a los aristócratas y a los nietzscheanos por una parte, y a los campeones del proletariado por otra. La inasequibilidad de la sabiduría de Cristo a los sabios y prudentes, su asequibilidad a los simples y lactantes deja perplejos a los dirigentes filosóficos de la cultura o suscita su desprecio. Aunque estos ataques contra Cristo y la fe cristiana 13

no den en el blanco y saquen a la luz pública -a menudo de forma fantástica- la naturaleza misma del problema, no es la defensa contra ellos lo que viene planteado por el hecho cristiano. No sólo a los paganos que han rechazado a Cristo, sino también a los creyentes que lo han aceptado, resulta difícil combinar las pretensiones de Cristo respecto de ellos con las pretensiones de la sociedad en que viven. La lucha y la pacificación, la victoria y la reconciliación surgen abiertamente entre partidos cristianos y anticristianos; pero el debate sobre Cristo y la cultura se produce más a menudo en el corazón de los cristianos y en las profundidades ocultas de la conciencia individual, no ya como lucha y pacificación entre la fe y la incredulidad, sino como lucha y reconciliación de la fe con la fe. El tema de Cristo y la cultura estaba latente en la lucha de Pablo contra los judaizantes y helenizan tes del evangelio, y también en su esfuerzo por verterlo en las formas de la lengua y el pensamiento griegos. Dicho tema hace su aparición en las primeras luchas de la Iglesia con el Imperio, las religiones y filosofías del mundo mediterráneo, y en sus rechazos y aceptaciones de costumbres corrientes, de principios morales, de ideas metafísicas y formas de organización social. La componenda constantiniana, la formulación de los grandes credos, la aparición del papado, el movimiento monástico, el platonismo agustiniano, el aristotelismo tomístico, la reforma y el renacimiento, el pietismo y la ilustración, elliberalismo teológico y el cristianismo social: todos estds movimientos representan únicamente unos pocos capítulos en la historia del eterno problema. Reviste muchas formas y surge en muchas épocas; se presenta como problema de la razón y la revelación, de la religión y la ciencia, de la ley natural y la ley divinal del Estado y la Iglesia, de la no resistencia y la coacción. Ha aflorado en estudios tan específicos como los de las relaciones entre el protestantismo y el capitalismo, entre el pietismo y el nacionalismo, entre el puritanismo y la democracia, entre el catolicismo y el romanismo o anglicanismo, entre el cristianismo y el progreso. 14

_-o es esencialmente el problema del cristianismo y la ...: ilización, pues el cristianismo, definido como iglesia, o o o credo, o como ética, o como movimiento de pensa:::':ento, se polariza en torno a Cristo y la cultura. La relaión entre ambos extremos constituye su problema. Cuano el cristianismo afronta el tema de la razón y de la re,-elación, lo que, en definitiva, se plantea es la relación de la revelación en Cristo con la razón que priva en la cultura. Cuando se esfuerza por distinguir, contrastar o combinar la ética racional con su conocimiento de la voluntad de Dios, trata con la comprensión de lo recto y lo injusto desarrollados en la cultura y con el bien y el mal tal como están iluminados por Cristo. Cuando surge el problema de la lealtad a la Iglesia o al Estado, Cristo y la sociedad cultural están en el fondo como los verdaderos objetos que reclaman nuestra devoción. De ahí que, antes de bosquejar e ilustrar las principales formas con que los cristianos han tratado de resolver el eterno problema, convenga establecer lo que entendemos por estos dos términos: Cristo y la cultura. A este respecto, debemos mostrarnos circunspectos para no prejuzgar la cuestión definiendo de tal manera un término u otro, o ambos a la vez, de modo que sólo una de las respuestas cristianas parezca legítima. 2.

Hacia una definición de Cristo

Un cristiano se define ordinariamente como «un hombre que cree en Jesucristo» o como «un seguidor de Jesucristo». Más adecuadamente, puede ser descrito como un hombre que se considera perteneciente a la comunidad de hombres para quienes Jesucristo -su vida, sus palabras, sus hechos y su destino- es de suma importancia por ser la clave de la comprensión de sí mismos y de su mundo, la principal fuente del conocimiento de Dios y del hombre, del bien y del mal, el constante compañero de la conciencia, y el esperado liberador del mal. Tan inmensa es, sin embargo, la variedad de la «fe en Jesucristo» 15

personal y cómunitada, tan múitipíe la interpretación de su naturaleza esencial, que se plantea el problema de si el Cristo del cristianismo es realmente el único Señor. Para algunos cristianos y partes de la comunidad cristiana, J esucristo es un gran maestro y legislador que, con lo que dijo de Dios y de la ley moral, persuade de tal manera la mente y la voluntad que, en adelante, ya no es posible eludirlo. El cristianismo es para ellos una nueva ley y una nueva religión proclamadas por Jesús. En parte, son ellos quienes han escogido la causa; en parte, es la causa la que los ha escogido, solicitando el consentimiento de sus almas. Para otros, Jesucristo no es tanto un maestro y revelador de verdades y leyes como una presencia viva de la revelación de Dios en sí mismo, en su encarnación, en su muerte y en su resurrección. Jesucristo, siendo lo que fue y sufriendo lo que sufrió, derrotado en la crucifixión pero volviendo victoriosamente de la muerte, manifiesta el ser y la naturaleza de Dios, hace valer la pretensión de Dios sobre la fe humana, y eleva así a una nueva vida a los hombres que encuentra. Y aún hay otros para quienes el cristianismo no es primariamente ni una enseñanza nueva ni una vida nueva, sino una comunidad nueva: la Santa Iglesia Católica; de ahí que la obra de Cristo que polariza su atención sea la fundación de esta nueva sociedad por medio de su gracia en la palabra y en el sacramento. Hay otras muchas teorías de lo que significa «creer en Jesucristo». Pero esta variedad en el cristianismo no puede oscurecer la unidad fundamental que proporciona el hecho de que el Jesucristo con quien los hombres están relacionados de formas tan diferentes es una persona definida, cuyas enseñanzas, acciones y sufrimientos constituyen una sola cosa. Subsiste el hecho de que el Cristo que ejerce su autoridad sobre los cristianos o a quien los cristianos aceptan como autoridad, es el Jesucristo del Nuevo Testamento; y que este Jesucristo es una persona con enseñanzas definidas, con un carácter definido, y con un sino definido. Sin paliar la importancia de los problemas en otro tiempo debatidos sobre si Jesús vivió «real-

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mente» y sobre la cuestión, todavía pendiente, de la -eracidad de los documentos del Nuevo Testamento como descripciones fidedignas de acontecimientos reales, debemos afirmar que no son éstos los problemas fundamentales, ya que el Jesucristo del Nuevo Testamento está en nuestra historia real, en la historia tal como la recordamos y vivimos, en la historia que forja nuestra fe y acción presentes. Y este Jesucristo es una persona definida, una sola e idéntica persona, tanto si se trata del hombre de carne y hueso como del Señor resucitado. Nunca puede ser confundido con Sócrates, Platón o Aristóteles, Gautama, Confucio o Mahoma, o incluso con Amós o Isaías. Interpretado por un monje, puede ofrecer características monásticas; delineado por un socialista, puede mostrar los rasgos de un reformador radical; retratado por un Hoffmann, puede resultar un amable caballero. Pero siempre subsisten los retratos originales, a los que pueden ser comparados todos los cuadros posteriores y, por cuyo medio, pueden ser corregidas todas las caricaturas. En estos retratos originales reconocemos a una misma e idéntica persona. Sean cuales fueren los papeles que desempeñe en las distintas experiencias cristianas, es el mismo e idéntico Cristo quien llena estos diversos cometidos. El fundador de la Iglesia es el mismo que da la ley nueva; el maestro de verdades sobre Dios es el mismo Cristo que, en sí mismo, es la revelación de la verdad. El sacramentalista no puede negar que aquel que ofrece su cuerpo y su sangre es también el legislador de nuevos mandamientos; el sectario no puede evitar, en el capítulo de la autoridad ética, al perdonador de los pecados. Aquellos que ya no conocen a «Cristo según la carne», reconocen, sin embargo, al Señor resucitado como al mismo cuyos hechos fueron descritos por aquellos que «desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra». Por abundantes que sean las modalidades con que los cristianos experimentan y describen la autoridad que Jesucristo tiene sobre ellos, todas tienen esto en común: que Jesucristo es su autoridad, y que aquel que ejerce todos estos diversos géneros de autoridad es el mismo e idéntico Cristo.

ce 21

. 2

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En cuanto nos proponemos definir la esencia del Jesucristo, único e idéntico, o en cuanto intentamos describir lo que le presta sus diversos géneros de autoridad, abordamos el constante debate de la comunidad cristiana. Tropezamos especialmente con dos dificultades. La primera, la imposibilidad de establecer adecuadamente, por medio de conceptos y proposiciO'nes, un principio que se presenta bajo la forma de persona. La segunda, la imposibilidad de decir nada sobre esta persona que no sea también relativo al punto de vista particular de la Iglesia, de la historia y de la cultura de quien acomete la tarea de describirla. De ahí, la tentación de hablar con redundancia, diciendo simplemente: «Jesucristo es Jesucristo», o de adoptar el método del positivismo bíblico, limitándose a una mera exposición descriptiva del Nuevo Testamento y renunciando a toda interpretación. Semejante actitud y renuncia a toda interpretación es innecesaria y poco deseable. Si no podemos decir algo adecuadamente, sí al menos inadecuadamente. Si nO' podemos apuntar al corazón y a la esencia de este Cristo, podemos siquiera exponer algunos fenómenos que traducen su esencia. Aunque toda descripción es una interpretación, puede ser sin embargo una interpretación de la realidad objetiva. Jesucristo, que es la autoridad del cristiano, puede ser descrito, aunque toda descripción no alcance el nivel de la plenitud y no pueda satisfacer a quienes ya han llegado a él. Para dicha descripción, puede el moralista 'optar un tanto arbitrariamente por la tarea de enumerar y definir las virtudes de Jesucristo; claro está que el retratO' obtenido deberá ser completadO' por otras interpretaciones relativas al mismo sujeto, y que una descripción moral no puede llegar tan cerca de la esencia como las descripciones metafísicas o históricas. Por virtudes de Cristo entendemos las excelencias de carácter que, por una parte, él ejemplifica en su propia vida, y que, por otra, comunica a sus seguidores. Para algunos cristianos, las virtudes vienen exigidas por el ejemplo y la ley de Cristo; para otros, se trata de dones que él otorga por medio de la regenera-

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ció TI , de la muerte y resurrección con él, que es el primogénito de muchos hermanos. Pero, subrayen los cristianos la ley o la gracia, contemplen al Jesús de la historia o al Señor preexistente y resucitado, las virtudes de Jesucristo on siempre idénticas. La virtud de Cristo que el liberalismo religioso ha encarecido por encin1a de todas las demás, es el amor 13. Semejante preferencia no constituye seguramente una aberración del pensamiento liberal, por más que se arguya en el sentido de la parquedad de referencias al amor en los evangelios sinópticos. El resto del Nuevo Testamento y el testimonio de los cristianos de todas las épocas confirman la aseveración de que el amor es una de las grandes virtudes de Jesucristo, y que es el amor lo que él exige a sus discípulos o hace posible para ellos. No obstante, cuando examinamos el Nuevo Testamento y estudiamos la imagen que nos ofrecen de Jesús, empezamos a desconfiar del valor descriptivo de frases como «el absolutismo y perfeccionismo de la ética del amor a Jesús» 14, o de afirmaciones como las siguientes: «Lo que Jesús liberó de su conexión con el egocentrismo y los elementos rituales y reconoció como principio moral, lo reduce a una sola raíz y a un solo elemento: el amor. No conoce otra raíz ni otro motivo; y el amor mismo, adopte la forma de amor al prójimo o de amor al enemigo, o de amor al Samaritano, es de una sola especie. Debe colmar el alma; es lo que queda cuand'o el alma muere a sí misma» 15. Jesús no prescribe en parte alguna el amor por sí mis13. Cf. especialmente HARNACK A., ¿Qué es el Cristian.ismo?, 1901. No sólo son los liberales los que engrandecen esta virtud; Reinhold Niebuhr, por ejemplo, concuerda con Harnack en considerar el amor como la clave de la ética de Jesús. Cf. An Interpretatíon of Christian Ethics, 1953, cap. n. 14. NIEBUHR, op. cit., p. 39. 15. HARNACK, op. cit., p. 78.

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mo, ni se refiere en absoluto a ese dominio completo de las emociones y sentimientos mansos sobre los agresivos que parece indicado por la idea de que en él y por él el amor «debe colmar el alma», o que su ética esté caracte,.; rizada por «el ideal del amor». La virtud del amor tal como Jesús la exige es la virtud del amor a Dios y al prójimo en Dios, no la virtud de un amor fofo. La unidad de la p ersona estriba en la simplicidad y plenitud de su dirección hacia Dios, sea cual fuere su relación: de amor o de fe o de temor. El amor, a decir verdad, se caracteriza en J esús por un cierto extremismo; pero no es el extremismo de una pasión inmune a otras pasiones, sino el extremismo de la devoción al único Dios, no comprometida por el amor a ningún otro bien absoluto. Esta virtud en él es desproporcionada sólo en el sentido politeístico-monoteístico, no en el sentido de que vaya acompañada de otras virtudes, quizás igualmente grandes, ni tampoco en el sentido aristotélico, como si no estribara en el punto medio entre el exceso y el defecto, o entre la mansedumbre y la ira. Para Jesús, no hay finalmente ningún otro ser digno de amor, ningún otro objeto último de devoción, que Dios. Él es el Padre. Nadie es bueno, salvo Dios. Sólo a él hay que dar gracias. Únicamente su reino debe ser buscado. De ahí que el amor a Dios en el carácter y doctrina de Jesús no sólo es compatible con la ira, sino que puede ser un motivo de ella, como el caso en que ve la casa de su Padre convertida en una cueva de ladrones, o los hijos de su Padre ultrajados. De ahí también que sea correcto y posible s~bestimar el significado de esa virtud en Jesús, mientras que, al mismo tiempo, puede uno reconocer que, según los evangelios sinópticos, Jesús enfatiza en su conducta enseñanza las virtudes de la fe en Dios y la humildad ante él mucho más que el amor. Para captar la naturaleza de esta virtud en Jesús, debe prestarse cierta atención a su teología. La tendencia a describir a Jesús exclusivamente en términos de amor está íntimamente conectada con la disposición a identificar a Dios con el amor. La paternidad es casi considerada como el único atributo de Dios, de suerte que, cuando Dios es 20

amado, el princIpIo de la paternidad es amado 16. Dios ambién es definido como «la unidad final que trasciende el caos del mundo tan ciertam'e nte como es básica para el orden del mundo». Esta «unidad de Dios no es estática, sino potente y creativa. Dios es, por lo tanto, amor». Dios es buena voluntad que lo abarca todo 17. No es ésta ciertamente la teología de Jesús. Aunque Dios sea esencialmente amor, el amor no es Dios, según Jesús; aunque Dios sea uno, la unidad no es el Dios de Jesús. El Dios a quien Cristo ama es el «Señor de cielos y tierra», el Dios de Abraham, Isaac y J acob, el poder que hace que caiga la lluvia y salga el sol, sin cuyo querer y conocimiento ni siquiera muere un gorrión, ni una ciudad es destruida, ni él mismo es crucificado. La grandeza y la maravilla del amor que Jesús siente por Dios no aparece en su amor cósmico, sino en su lealtad al poder trascendente, que a los hombres de poca fe da la impresión de serlo todo menos paternal. La palabra «Padre» en los labios de Jesús es una palabra más sublime, más fiel y más heroica que cuando la deidad y la paternidad son identificadas. A esta interpretación de la naturaleza única de la virtud del amor en Jesús, basada en la ingenuidad de su devoción a Dios, se objetará que él practica y enseña un doble amor, el amor al prójimo y el amara Dios, y que su ética tiene dos focos: «Dios Padre, y el valor infinito del alma humana» 18. Tales aserciones olvidan que el doble mandamiento, formulado por primera vez o bien meramente confirmado por Jesús, no emplaza en absoluto a Dios y al prójimo a un mismo nivel, como si a cada uno se debiera una devoción completa. Sólo Dios debe ser amado con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma y con toda la fuerza; el prójimo, en cambio, está al mismo nivel que el yo. Además, la idea de atribuir un valor «infinito» o «intrínseco» al alma humana parece to16. ¡bid., pp. 68

SS., 154 s. 17. NIEBUHR,Op. cit., pp. 38, 49, 56. 18. Así lo expresa HARNACK, op. cit., pp. 55, 68-76. La frase, con muchas variantes, se ha convertido en un tópico del protestantismo liberal,

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talmente ajena a Jesús. El no habla de valür, excepción hecha de Dios. El valor del hombre, lO' n1ismü que el valor del gorrión o de la flor, es su valor por referencia Dios; la n1edida del verdadero gozo en el valor es el gozo en los cielos. Precisamente porque el valür es valor pür referencia a Dios, Jesús descubre la sacralidad de toda la creación, y no sólo de la humanidad; no se niega que sus discípulos reciban un consuelo especial por el hechO' de que ante Dios poseen mayor valor que los pájarüs, también valoradüs. La virtud del amor al prójimO' en la conducta y enseñanza de Jesús jamás podrá ser adecuadamente descrita: si de alguna forma es abstraída del amor primordial a Dios. CristO' ama a su prójin10 no como él se ama a sí mismo, sino como Dios le ama a él. De ahí que el Cuarto Evangelio, percatándose de que la afirmación judía «amarás a tu prójimo como a ti mismo» no cuadraba adecuadamente ni con las acciones de Jesús ni con sus exigencias, cambió el mandamiento en «amaos los unos a los otros como yo os he amado» 19 . De este modo, los discípulos advirtieron claramente que el amor de Jesucristo a los hombres no era meramente una ilustración de la benevolencia universal, sino un acto decisivo del agape divino. Debemos pues admitir que lo que los primeros cristianos vieron en Jesucristo, y lo que debemos aceptar si nos atenemos a él más que a nuestras ideas sobre él, no era una persona caracterizada por una benignidad universal, que amara a Dios y al hon1bre. Su amor a Dios y su amor al prójimo son dos virtudes distintas que no tienen ninguna cualidad común, sino sólo una fuente común. El amor a Dios es adoración al único bien verdadero; es gratitud al dador de todos los dones; es gozo en la santidad; es «consentir el Ser». El amor a los hombres, en cambio, es compasivo más que adorante; es dar y perdonar más que agradecer; sufre pür y en su depravación y profanidad; no consiente en aceptarlos como son, sino que los llama al arrepentimiento. El amor a Dios es un eros no posesivo; el amor al hombre es puro agape; el amor a Dios 19. Jn. 13, 34; 15, 12. Cf. Me. 12, 28-34; Mt. 22, 34-40; Le. 10, 25-28.

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es pasión, el amor al hombre es compasión. Hay dualidad aquí, pero no de un interés afín, Dios y el hombre. Se trata más bien de la dualidad de Hijo del Hombre e Hijo de Dios, que ama a Dios como el hombre debería amarlo, ama al hombre como sólo Dios puede amar, con una piedad poderosa hacia aquellos que zozobran. Parece, pues, que no hay ninguna otra forma adecuada de describir a Jesús como poseedor de la virtud del amor sino ésta: que su amor era el del Hijo de Dios. No era el amor, sino Dios, el que llenaba: su alma. Afirmaciones similares deben hacerse sobre las otras excelencias que hallamos en él. El liberalismo teológico, que ha exaltado su amor, ha abierto el camino de interpretaciones escatológicas que consideran a Jesús como al hombre de la esperanza, y de un existencialismo que lo describe como radicalmente obediente. Fue precedido por un protestantismo ortodoxo para el cual Jesús era el ejemplar y el dador de la virtud de la fe, y por un monasticismo que estaba asombrado y encantado ante su inmensa humildad. El Cristo del Nuevo Testamento posee cada una de estas virtudes, y cada una de ellas está expresada en su conducta y doctrina de una forma que parece excesiva y desorbitada para la sabiduría cultural secular. Mas él no practica ninguna de ellas y no las exige de sus seguidores, como no sea refiriéndolas a Dios. Precisamente porque estas virtudes son cualidades de conducta por parte de los hombres que siempre están confrontados con el Omnipotente y el Santo, parecen excesivas. Tal es el caso de la virtud de la esperanza. Los escatologistas, cuyo portavoz más conocido es Albert Schweitzer, han intentado describir a Jesús como caracterizado por la expectación más que por el amor. Esperaba tan intensamente, aseveran, la realización de la promesa mesiánica, la gran reversión en la historia por cuyo medio el mal sería finalmente derrotado y sería establecido el r einado de Dios, que nada le importaba como no fuera la preparación de este acontecimiento. «¿No es incluso a priori la única teoría concebible -escribe Schweitzer-, el que la conducta de un hombre que esperaba anhelante 23

su parousia mesiánica en el futuro inmediato fuera determinada por dicha expectación?» 20. La doctrina de Jesús, al igual que su conducta, se explica por referencia a esta esperanza. «Si el pensamiento de la realización escatológica del reino es el factor fundamental en la predicación de Jesús, toda su teoría de la ética procede de la concepción del arrepentimiento como preparación al advenimiento del reino ... [El arrepentimiento] es una renovación moral a la expectativa del cumplimiento de la perfección universal en el futuro ... La ética de Jesús ... está orientada enteramente a la esperada consumación sobrenatural» 2\ Lo que Jesús comunicó a sus discípulos, mantienen los escatologistas, fue una expectación similar, intensificada ahora por la convicción de que, en él, el futuro mesiánico se había hecho inminente. De ahí que la ética del cristianismo primitivo se presente como la ética de la gran esperanza. Como en el caso de la interpretación liberal de Jesús como héroe de amor, también aquí nos indican evidentemente una profunda verdad, y todo el cristianismo moderno está en deuda con los escatologistas por llamar la atención sobre esta virtud de Jesús y sobre su alcance. Su obra ha contribuido poderosamente a la consecución del objetivo de Schweitzer, consistente en «describir la figura de Jesús en su abrumadora grandeza heroica e imprimirla sobre la era y la teología modernas» 22 . La fuerza extraordinaria de la esperanza de Jesús lo distingue de los demás hombres que esperan glorias menores, o, con mayor frecuencia, ninguna gloria. La moralidad media presupone una complacencia templada con un poco de cinismo, o una resignación caracterizada por moderadas expectaciones del bien. La anticipación intensa del bien supremo debe provocar una transformación de la ética. Pero la urgencia de la expectación de Jesús es inexpli20. SCHWEITZER A., La Búsqueda del Jesús Histórico, 1926 Cedo ingl., p. 349). 21. SCHWEITZER A., El Misterio del Reino de Dios, 1914 Cedo ingl., pp. 94, 100). 22. ¡bid., p. 274.

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cable, y el grado en que la comunica a sus discípulos en el seno de las culturas remotas de la Palestina del siglo primero es ininteligible, si se olvida, como a veces parecen olvidar los escatologistas, que su esperanza era en Dios y para Dios. Aquello en lo cual Jesús esperaba. parecen inclinados a decir, era un dogma; aquello que él esperaba era una metaformosis de la naturaleza, humana y no humana: una transformación de toda la forma terrenal de existencia. Y así Schweitzer define la interpretación escatológica como «un examen crítico del elemento dogmático en la vida de Jesús ... La escatología es simplemente "historia dogmática": la historia moldeada por creencias teológicas ... Las consideraciones dogmáticas ... guiaron las resoluciones de Jesús» 23. De ahí deducen que Cristo cifró su esperanza en lo que resultó ser una creencia errónea relativa a la brevedad del tiempo, y que intentó forzar un testarudo curso de acontecimientos para conformarlos a su norma dogmática. Aunque el Jesús descrito en el Nuevo Testamento estaba claramente animado por una intensa esperanza, parece evidente sin embargo que la realidad presente para él, como forjador del futuro, no fue un curso de la historia, dogmáticamente concebido. Su concepción escatológica de la historia no difería de la doctrina del progreso única y primordialmente por una mayor brevedad del tiempo. En primer lugar no trataba de la historia en absoluto, sino de Dios, Señor del tiempo y del espacio. Esperaba en el Dios viv:o, por cuyo dedo eran arrojados los demonios, y cuyo perdón de los pecados se hacía manifiesto. Los tiempos estaban en sus manos, y por consiguiente las predicciones sobre los tiempos y las estaciones estaban fuera de lugar. ¿No era Dios mismo, la manifestación de la gloria divina y la revelación de la justicia de Dios el objeto de la intensa expectación de Jesús? El reino de Dios para Jesús no es tanto un feliz estado de cosas como Dios mismo en su reinado evidente. El reina ahora, pero su gobierno no se manifiesta a todos. La ética de Jesús no depende de su concepción 23. La Búsqueda del Jesús Histórico, pp. 248, 249, 357.

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de la historia, sino que su concepción de la historia depende de su ética; ambas son reflejos de su fe en Dios. De aquí la violencia infligida al relato del Nuevo Testamento, si intentamos convertir la esperanza inmensa, con el arrepentimiento que entraña, en la virtud clave de su conducta y enseñanza. Muchas de sus afirmaciones más radicales no están en absoluto íntimamente conectadas con la expectación del reino venidero, sino más bien con la realización del gobierno presente de Dios en el curso de los acontecimientos diarios y naturales. Así, en la doctrina sobre la necesidaq. de no angustiarse, no se alude para nada a una catástrofe y renovación futuras, sino sólo al cuidado cotidiano de Dios; de ahí que la enseñanza sobre el perdón al enemigo esté conectada con la demostración cotidiana y ordinaria de la misericordia de Dios que envía la lluvia y el sol sobre los justos y los injustos 24 . El carácter heroico de la esperanza de Jesús no se yergue solitario: va acompañado de un amor y una fe heroicas; todas estas virtudes emanan de su relación con el Dios que es Ahora lo mismo que Antes. No es la escatología, sino la filiación de Dios, lo que constituye la clave de la ética de Jesús. Otro tanto cabe decir de la obediencia de Cristo. Los existencialistas cristianos de nuestro tiempo definen a J esús por su obediencia radical, y pisan el camino de sus predecesores, porque nos presentan la persona y la doctrina de Jesús a partir de una de sus excelencias. Bultmann, por ejemplo, escribe que, para comprender la proclamación de Jesús tocante él la voluntad de Dios y a su ética, en contraposición al ideal griego de humanidad y a la ética moderna de la autonomía y la teoría de los valores, es necesario tener en cuenta su relación con, y su distinción respecto de, la piedad judía. En este caso, podemos decir conci amente que «1a ética de Jesús, exactamente igual que la judía, es una ética de obediencia, y la única diferencia, aunque fundamental, es que Jesús ha concebido radicalmente la idea de obediencia» 25. Bultmann explica 24. Mt., 6, 25-3-+ ; 5,43-48. 25. B CIDLL"-" R. , Jesús y el Verbo, 1934 (ed. ingl., pp. 72-73).

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la radicalidad de la .obediencia de Jesús, afirmando que para él no existía una autoridad media entre Dios y el hombre, pues «la obediencia radical existe sólo cuando un hombre interiormente asiente a lo que se requiere de él, cuando la cosa mandada es considerada intrínsecamente como un mandato de Dios ... l\t1ientras la obediencia sea sólo sumisión a una aut.oridad que el hombre no comprende, no es verdadera obediencia». Además, la obediencia es radical cuando el hombre total se halla involucrado, de suerte que «no está haciendo algo obedientemente, sino que es esencialmente obediente», y cuando afronta el dilema de «esto o lo otro», sin buscar una posición neutral, sino asun1iendo la carga de la decisión entre el bien y el mal 26. Nuevamente, como en el caso de una interpretación en términos de amor, debemos reconocer la verdad evidente de tales afirmaciones. Jesús fue obediente, y fue radicalmente obediente: como reconocier.on los creyentes desde el principio. Se maravillaron de su obediencia hasta la muerte, de su sumisión en la agonía y en la oración de Getsemaní; vieron que había bajado de los cielos no para hacer su propia voluntad, sino la voluntad de aquel que le envió; se gozaron de que por medio de la obediencia de uno, muchos fueran justificados; y se consolaban en el pensamiento de que tenían un sumo sacerdote en los cielos que, aunque era Hijo, había aprendido la obediencia por lo que había sufrido 27. Advirtieron que el carácter radical de esta obediencia estaba vinculado a una cierta trascendencia s.obre la autoridad mediada de la ley; descubrieron que dicho carácter radical estaba dirigido al hombre integral, incluido todo pensamiento y motivación al igual que toda acción abierta, y que no había escapatoria posible ,para la responsabilidad de la obediencia. Y, sin embargo, al retrato existencialista de Cristo obediente falta algo. No sólo se ha hecho de una virtud la clave de todas las demás, sino que dicha virtud ha sido 26. ¡bid., pp. 77-78. 27. Flp. 2, 8; Me. 14, 36; Jn. 6, 38; 15, 10; Rom. 5, 19; Helb. 5, 8.

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abstraída esencialmente de esa: conciencia de Dios que presta una radicalidad a todas las virtudes de JesucristO'. El Jesús existencialista es más kantianO' que marcanO', paulino o joánico. Bultmann no puede dar con ningún contenido real en la idea evangélica de la obediencia. Jesús, asevera, no .ofrece ninguna doctrina «del deber ni del bien. Le ba?ta al hombre saber que Dios lo ha puesto en la necesidad de una decisión en toda situación concreta de la vida, en el aquí y ahO'ra. y estO' significa que él mismo debe saber lo que se le exige... El hombre no se enfrenta a la crisis de la decisión provistO' de un soporte definidO'; no se alza sobre ninguna base firme, sino más bien solo en el espacio vacíO'... Él [ Jesús] ve sólo al hombre individual de pie ante la voluntad de Dios ... Jesús no enseña ninguna ética en el sentido de una teoría inteligible válida para todos los hombres, concerniente a lo que debe hacerse y a lo que debe evitarse» 28 . Además, aunque Dios es mencionado como aquel cuya voluntad debe ser obedecida, la noción de Dios atribuida a Jesús es tan vacía y formal como la de obediencia. De la misma manera que, para el liberalismo teológico, Dios es la contrapartida del amO'r humano, de igual modo, en este existencialismO', Dios se convierte en la mera contrapartida de la decisión moral. Di.os es «el Poder que constriñe al hombre a la decisión», aquel a quien el hombre puede encontrar «únicamente en la comprensión real de su existencia»; «Dios mismo debe desvanecerse para el hombre que no conoce que la: esencia de su propia vida consiste en la plena libertad de su decisión» 29. Se adivina la actitud de semejante existencialismo contra las ideas especulativas y naturalísticas sobre Dios; pero la atribución a Jesús de esta concepción del siglo xx acerca de la libertad, da c.omo resultado una caricatura del Cristo del Nuevo Testamento, ya que el Jesús radicalmente obediente sabe que la voluntad de Dios es la voluntad del Creador y Gobernador de toda la naturaleza y la historia; que hay estructura y contenido 28. Op. cit., pp. 108,85,84. Cf. pp. 87-88. 29. Op. cit., pp. 103, 154.

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en su voluntad; que Dios es el autor de los diez mandamientos; que Dios exige misericordia y no sacrificio; que pide no sólo obediencia, sino amor y fe en él, y también amor al prójimo creado y amado por Dios. Este Jesús es radicalmente obediente. Pero también sabe que sólo la fe y el amor hacen posible la obediencia, y que Dios es el dador de todos estos dones. Su obediencia es relación con un Dios que es mucho más que un « Incondicional», un Dios que se encuentra en un momento de decisión; su carácter radical, por consiguiente, no es algo que se explique por sí mismo, o algo que sea separable del amor, la esperanza y la fe radicales. Es la obediencia de un hijo cuya filiación no es definible como obediencia justa a un principio que constriña a la misma. Un examen de la polarización protestante en torno a la fe de Jesucristo, y del interés monástico en su gran humildad, conduce a idénticos resultados. Cristo se caracteriza realmente por una fe extraordinaria y por una humildad radical. Pero la fe y la humildad no son cosa's autónomas; son relaciones con personas: hábitos de comportamiento en presencia de otros. Si miramos a Jesús en la perspectiva de su fe en los hombres, se nos muestra como un gran escéptico que cree habérselas con una generación perversa y adúltera, con un pueblo que lapida a sus profetas y les erige después monumentos. No deposita ninguna confianza en las instituciones y tradiciones de su sociedad. Muestra poca confianza en sus discípulos; está convencido de que les escandalizará, y de que 'l os n1ás fogosos serán incapaces de alzarse en su favor en el tiempo de la prueba. Sólo la ficción romántica puede ver en el J esús del Nuevo Testamento al hombre que creía en la bondad de los hombres, y buscaba, por su confianza en ella, extraer lo que había de bueno en los mismos. Sin embargo, a pesar de su escepticismo. se siente totalmente libre de angustia. Es heroico en su fe en Dios, al que llama Señor de cielos y tierra. Confía en su existencia azotada por la pobreza, sin familia, sin alojamiento, sin víveres, en Aquel que da el pan diariamente a quienes lo necesitan. En los últimos momentos, encomienda su espíritu a 29

Aquel que sabe responsable de su muerte ignominiosa y vergonzosa. También a él confía su nación, creyendo que todo lo necesario será concedido a las personas que, renunciando a la autodefensa, buscan sólo el reino de Dios. Semejante fe parecerá siempre radical a los seres humanos con su honda suspicacia ante el poder que los engendró, los mantiene, y decreta su muerte. Es la fe de un Hijo de Dios, demasiado profunda para quienes se consideran hijos de la naturaleza, o de los hombres, o de un sino ciego. La humildad de Jesús no es tampoco catalogable. Vive con los pecadores y los parias; lava los pies de sus discípulos; acepta bajezas y groserías de sacerdotes y soldados. Cuando es reconocido como Señor vivo, resucitado, la magnificencia de su humildad asombra y hace tambalear a sus discípulos. Aunque rico, se hizo pobre para enriquecer a muchos; aunque existía en la forma de Dios, adoptó la forma de esclavo; el Verbo por el cual todas las cosas fueron hechas, se hizo carne; la vida que era la luz de los hombres se metió en sus tinieblas. Hay realmente algo desproporcionado en la humildad de Jesucristo; no sería sorprendente que surgiera una nueva escuela de intérpretes en la era de los existencialistas, con la pretensión de comprenderle COlTIO hombre de la humildad radical. Pero la humildad de Jesús es hUlTIildad ante Dios, y sólo puede ser comprendida como humildad del Hijo. Jesús jamás sufrió ni recomendó complejo alguno de inferioridad ante otros hombres. Ante los fariseos 'y sumos sacerdotes, ante Pilato y «esa zorra» de Herodes, se mostró seguro de sí mismo y no hizo alarde de masoquisn10. Sea lo que sea de su autoconciencia mesiánica, el hecho es que habló con autoridad y obró con confianza en el poder. Cuando rechazó el calificativo de «Maestro bueno», no lo reservó para otros rabinos, sino que dijo: «Nadie es bueno, excepto Dios» . Nunca fue condescendiente con los pecadores, como sería el caso de un hombre inseguro y apologético. Su humildad es de un género que eleva a una nueva dignidad y valor a aquellos que han sidO' humillados por las pretensiones defensivas de los «buenos» 30

y los «justos». Es una especie de humildad orgullosa . de orgullo humilde, lo que resulta paradójico si no se tiene en cuenta que la relación con Dios es Íundamental en su vida. Completamente diferente de todas las modestias y timideces inherentes a los esfuerzos de los hombres por amoldarse a los sentimientos de superioridad propios y de los demás, lo es tan1bién de esa sabia virtud griega que consiste en quedarse dentro de los límites propios, por temor a que los dioses, celosos, destruyan sus potenciales rivales. La humildad de Cristo no es la moderación de no rebasar el lugar exacto que corresponde al individuo en la escala del ser, sino más bien la dependencia y la confianza absolutas en Dios, con la consiguiente capacidad para trasladar montañas. El secreto de la mansedumbre y de la gentileza de Cristo estriba en su relación con Dios. Así pues, cualquier virtud de Jesús puede considerarse como la clave del secreto de su carácter y doctrina; pero cada una de ellas es inteligible en su radicalismo aparente a condición de entenderla como una relación con Dios. Es mejor, por supuesto, abstenerse de describirlo a partir de una de sus excelencias. Es necesario considerarlas todas juntas: aquellas a las que ya hemos aludido y todas las demás. En ambos casos, sin elnbargo, parece evidente que la excepcionalidad, la magnitud heroica y la sublimidad de la persona de Cristo, consideradas moralmente, se deben a esa devoción única a Dios y a esa confianza absoluta en él, que sólo seexpresal1. diciendo que es el HiJo de Dios. De ahí que la fe de los hombres de las diversas culturas en Jesucristo sea siempre fe en Dios. Nadie puede conocer al Hijo sin reconocer al Padre. Estar relacionado en devoción y obediencia con Jesucristo es estar relacionado con aquel a quien éste apunta directamente. Como Hijo de Dios, nos arranca de la consideración de los varios valores de la vida social del hombre hacia Aquel que es el único bueno; de los muchos poderes que los hombres emplean hacia Aquel que es el único poderoso; de los varios tiempos y edades de la historia con sus esperanzas y temores hacia Aquel que es Señor de todos los tiempos y 31

el único que debe ser esperado y temido; desvía la atención de todo cuanto es condicionado hacia el Incondicional. No trata de dirigir nuestra atención de este mundo hacia otro, sino que nos redime de todos los mundos, presentes y futuros, materiales y espirituales, y nos encamina hacia el Creador de todos los mundos, que es el Otro de todos los mundos. Y, sin embargo, sólo hemos dicho la mitad del significado de Cristo, considerado moralmente. La otra mitad ha sido indicada más arriba, cuando hablábamos de su amor a los hombres relacionándolo con su amor a Dios. Por ser moralmente el Hijo de Dios en su amor, en su esperanza, en su obediencia y en su humildad ante Dios, es el mediador moral del designio del Padre sobre los hombres. Por amar al Padre con la perfección del eros humano, ama a los hombres con la perfección del agape divino, ya que Dios es agape. Por ser obediente a la voluntad del Padre,.tiene autoridad sobre los hombres, y les exige obediencia, no a su propia voluntad, sino a la voluntad de Dios. Por esperar en Dios, formula promesas a los hombres. Por confiar en el Dios fiel, es veraz en su propia fidelidad a los hombres. Por exaltar a Dios con una perfecta humildad humana, hace humildes a los hombres ofreciéndoles dones excelentes más allá de sus posibilidades. Por ser quien es el Padre de Jesucristo, la filiación supone para Cristo, no un proceso ambiguo, sino ambivalente. Supone el doble movimiento: de los hombres hacia Dios, de Dios hacia los hombres; del mundo hacia el Otro, del Otro hacia el mundo; de la obra a la Gracia, de la Gracia a la obra; de lo temporal a lo Eterno, y de lo Eterno a lo temporal. En su filiación moral respecto de Dios, Jesucristo no es un personaje intermedio, mitad Dios, mitad hombre; es una sola persona polarizada completamente, en cuanto hombre, en torno a Dios, y totalmente orientada, en su unidad con el Padre, hacia los hombres. Es mediador, no estado intermedio. No es un centro de donde irradien el amor a Dios y a los hombres, la obediencia a Dios - al César, la confianza en Dios y en la naturaleza, la esperanza en la acción divina y en la acción humana. Es 32

más bien como el punto focal donde se operan simultáneamente movimientos de Di.os hacia el hombre y del hombre hacia Dios; dichos movimientos son cualitativamente tan diferentes como el agape y el eros, la autoridad y la obediencia, la humillación y la glorificación, la fidelidad y la confianza. Para dar una visión adecuada de Jesucristo deben considerarse otras actitudes además de la actitud moral. N.o obstante, como indica la historia de la Iglesia y de sus teologías, todas estas actitudes se resumen en una sola cosa. El poder y el atractivo que Jesucristo ejerce sobre los hombres nunca provienen de él solo, sin.o de él como Hijo del Padre. Provienen de él según su filiación en un doble sentido, como hombre que vive para Dios y como Dios que vive entre los hombres. La fe en él y la lealtad a su causa comprometen a los hombres en el doble movimiento, del mundo hacia Dios y de Dios hacia el mundo. Aun cuando las teologías no hagan justicia a este hecho, los cristianos que viven con Cristo en sus culturas son conscientes de él, porque s.on continuamente llamados a abandonar todas las cosas por causa de Dios, y continuamente enviados de nuevo al mundo para enseñar y practicar las cosas que les han sido prescritas.

3. Hacia la definición de la cultura Tras esta definición inadecuada del significado de Cristo, abordamos ah.ora la tarea de definir, también inadecuadamente, el significado de la cultura. ¿ Qué entendemos normalmente con esta palabra, cuando decimos que la Iglesia cristiana forcejea sin cesar con el problema de Cristo y la cultura? Una definición del vocablo cultura hecha por el teólogo debe ser, en este caso, una definición de un laic.o, ya que él, en cuanto teólogo, no puede presumir de competencia en problemas suscitados por los antropólogos profesionales; dicha definición debe ser, pues, al menos inicialmente, una definición del fenómeno sin interpreta .ó CC 21 . 3

teológica, porque precisamente esta interpretación teológica es el punto debatido entre los cristianos. Para algunos de ellos, la cultura está esencialmente enajenada de Dios, en el sentido de que es meramente secular, ya que no tiene ninguna relación, positiva o negativa, con el Dios de Jesucristo; para otros, está enajenada de Dios en un sentido negativo, considerándola anti-Dios o idólatra; para otro sector, parece sólidamente basada en un conocimiento natural, racional, de Dios o de su Ley. El desinterés cristiano prohíbe la adopción, al menos en principio, de cualquiera de esas evaluaciones. La cultura que aquí nos ocupa no puede ser simplemente la cultura de una sociedad particular, como la greco-romana, la medieval, o la moderna cultura occidental. Algunos teólogos, como también algunos antropólogos, creen efectivamente que la fe cristiana está integralmente relacionada con la cultura" occidental, y utilizan esta expresión para designar una sociedad histórica continua que tuvo su comienzo en un tiempo no posterior al siglo 1 de nuestra era, o una serie de civilizaciones distintas y afiliadas, como en el esquema de Toynbee. Ernst Troeltsch, por ejemplo, cree que el cristianismo y la cultura occidental están tan inextricablemente entretejidos, que un cristiano puede decir muy poco sobre su fe a miembros de otras civilizaciones, y éstos a su vez no pueden encontrar a Cristo sino como elemento integrante de la civilización occidental 30 . Troeltsch mismo, sin embargo, es sumamente consciente de la tensión que media entre Cristo y la cultura occidental, de suerte que, incluso para el occidental, Jesucristo es algo más que un elemento de su sociedad cultural. Además, los cristianos orientales y aquellos que anhelan la aparición de una nueva civilización, se ocupan no sólo del Cristo occidental, sino también del Cristo que debe ser distinguido de la fe occidental en él, un Cristo que interesa a la vida de otras cultu30. TROLTSCH Ernst, Christian Thought, 1923, especialmente pp. 21-35; cf. también su Die Absolutheit des ChristentUlm, 1929 (tercera edición) y Gesammelte Schriften, vol JI, 1913, pp 779 ss.

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:-a . De ahí que la cultura que nos ocupa no es un fenó1:::eno particular, sino general, aunque lo general se cone e necesariamente en formas particulares, y aunque un . tiano en Occidente no pueda abordar este problema amo no sea en términos occidentales. Tampoco podemos definir la cultura adecuadamente, si n os atenemos tan sólo a una fase particular de la organización y de los logros sociales humanos. Así ocurre cuando el problema se plantea como relación de Cristo con la ciencia y la filosofía, o de la revelación con la razón, o tam bién como relación de Cristo con la organización política, o de la Iglesia con el Estado. También se cae en este defecto cuando, con Jakob Burkhardt, se considera la «cultura» como algo separado de la Iglesia y del Estado. El autor considera estos tres poderes: religión, Estado y cultura, como «supremamente heterogéneos entre sí». La cultura, tal como la entiende dicho autor, se distingue de los otros dos poderes por su carácter no autoritario. La cultura es «la suma total de cuanto ha brotado espontáneamente del progreso de la vida material, y es también como una expresión de la vida espiritual y normal, expresión que se traduce en todo el aparato social, las tecnologías, las artes, la literatura y las ciencias. Es el reino de lo variable, de lo libre, de lo que no es necesariamente universal, de todo cuanto carece de la pretensión de ser una autoridad obligatoria» 31. La punta de lanza de semejante cultura es la expresión, dice él; las expresiones primordiales de su espíritu se encuentran en las artes. Indudablemente la relación de Cristo con estos elementos de la civilización plantea problemas especiales: las fronteras entre los susodichos elementos de la civilización y los que relevan de la sociedad política o religiosa, no son ciertamente muy claras, y tampoco están el autoritarismo y la libertad distribuidos como Burkhardt parece creer. Es particularmente arbitrario y confuso el intento de definir la cultura como una realidad excluida" de la religión, y la religión como una realidad que enfeuda a Cristo, ya 31.

Force and Freedom, 1943, p. 107; cf. 140 ss.

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que los problemas que nos ocupan son sumamente difíciles en la esfera de la religión, en cuyo seno debemos preguntarnos sobre la relación entre Cristo y nuestras fes sociales. También resulta excesivamente estrecha para nuestros fines la definición de cultura como algo separado de la civilización, entendida esta última en el sentido de las formas más avanzadas, quizá más urbanas, técnicas e incluso seniles, de la vida social 32. Cuando tratamos de Cristo de la cultura, nos referimos a ese proceso total de la acti idad humana, y al resultado global de la misma, acti,"idad llamada actualmente cultura o también ci ili~ación 33 . La cultura es «el ámbito artificial, secundario » que el hombre superpone al ámbito natural. Comprende el lenguaje, los hábitos, las ideas, creencias, costumbres, organización social, artefactos heredados, procesos técnicos, y valores 34 . Esta «herencia socia!», esta «realidad sui géneris», que los autores del Nuevo Testamento tuvieron con frecuencia in mente cuando hablaban de «el mundo», y que reviste formas muy variadas, y a la que los cristianos, al igual que los demás hombres, están sujetos inevitablemente, dicha realidad, decimos, es lo que entendemos nosotros cuando hablamos de cultur a. Aunque no podamos aventurar una definición de la «esencia» de la cultura, sí podemos describir algunas de sus principales características. En primer lugar, que está inextricablemente vinculada a la vida del hombre en la sociedad: es siempre social. «El hecho esencial de la cultura, tal como la vivimos y experimentamos, y tal como po-. demos observarla científicamente -escribe Malinowski-, es la organización de los seres humanos en grupos per32. MALINOWSKI Bronislaw, artículo «Culture» en EncyclO'pedia of Social Sciences, vol. IV, pp. 621 ss; DAWSON Christopher, Religion and Culture, 1947, p. 47. SPENGLER Oswald, La Decadencia de Occidente, 1926, vol. 1, pp. 31 5,351 ss. 33. Cf. ROBINSON, James Harvey, art. «Civilization», EncyclO'pedia Britannica, 14a. ed., vol. V, p. 735; BRINKMANN, Cad, arto «Civilization », Encycloped'ia O'f SO'cial S'ciences, voL IlI, pp. 525 y ss. 34. MALINOWSKI, lO'c. cit.

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manentes» 35. Sea éste o no el hecho esencial, constitu -e ciertamente una parte esencial del mismo. Los individuos pueden usar la cultura a su propia manera; pueden cambiar ciertos elementos en su cultura; pero lo que emplean y cambian es social 36. La cultura es la herencia social que reciben y transmiten. Todo lo que sea puran1ente privado, de suerte que ni se derive ni entre en la vida social, no forma parte de la cultura. y a la inversa, la vida social es siempre cultural. La antropología, según parece, ha destruido completamente la idea romántica de una sociedad puramente natural, carente de hábitos, de formas de organización social, etc., muy distintas y que son resultado de diferentes ,adquisiciones. La cultura y la existencia social van juntas. La cultura, en segundo lugar, es un logro humano. La distinguimos de la naturaleza por la finalidad y el esfuerzo humanos inherentes a ella (la cultura). Un río es naturaleza, un canal es cultura; un tosco pedazo de cuarzo es naturaleza, una punta de lanza es cultura; un gruñido es natural, una palabra es cultural. La cultura es la obra de las mentes y las manos de los hombres. Es esa porción de la herencia del hombre en cualquier lugar y tiempo que nos ha sido legada intencional y laboriosamente por otros hombres, y no lo que nos ha llegado por mediación de seres no humanos o por vía de seres humanos en cuanto éstos han obrado sin ninguna intencionalidad o sin ningún control del proceso humano. De ahí que la cultura incluya el habla, la educación, la tradición, et mito, la ciencia, el arte, la filosofía, el sistema de gobierno, la ley, los ritos, las creencias, los inventos y tecnologías. Una de las características de la cultura es que constituye el resultado de logros humanos pasados, pero otra característica es que nadie puede poseerla sin esfuerzo y logro por su parte. Los dones de la naturaleza se reciben y se comunican sin intencionalidad o esfuerzo consciente humanos, 35. MALINOWSKI, A Scientific Theory O'f Culture and Other Essays, 1934, p. 43. 36. Sobre el individuo y la sociedad en relación con la cultura, véase BENEDICT Ruth, Patterns O'f Culture, 1934, caps. VII y VIII.

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pero los dones culturales no pueden ser poseídos sin esfuerzo por parte de quien los recibe. El lenguaje debe ser laboriosamente adquirido; el gobierno no puede ser mantenido sin un esfuerzo constante; el método científico debe ser verificado y forjado de nuevo por cada generación. Incluso los resultados materiales de la actividad cultural son inútiles, si no van acompañados de un proceso de aprendizaje que nos capacite para emplearlos de acuerdo con la finalidad que les es inherente. Tanto si queremos interpretar los signos de culturas antiguas como si deseamos resolver problemas de la civilización contemporánea, un rasgo esencial atraerá siempre nuestra atención, a saber, que estamos tratando con lo que el hombre ha forjado intencionalmente y con lo que puede o debe hacer. El mundo, en cuanto forjado por el hombre y destinado para el hombre, es el mundo de la cultura. Estos logros humanos, en tercer lugar, están todos destinados a uno o varios fines; el mundo de la cultura es un mundo de valores. Que debamos o no preguntarnos acerca de los valores de la naturaleza o emitir juicios de valor sobre los sucesos naturales, es una cuestión perfectamente discutible. Pero, tocante a los fenómenos culturales, no cabe ninguna clase de duda. Debemos asumir lo que los hombres han hecho y hacen, porque implican una intención, la de ofrecer y legar un bien 37. El quehacer humano no puede ser descrito sin referencia a los fines que tienen in mente sus autores o quienes se aprovechan de éL El arte primitivo nos concierne porque traduce el interés humano por la forma, el ritmo y el color, en los significados y en los símbolos, y porque estas cosas nos incumben a nosotros. Se estudia la cerámica para que nos revele lo que pretendían los hombres antiguos y los métodos que idearon para conseguir sus fines. Juzgamos la ciencia y la filosofía, la tecnología y la educación, en el pasado o en el presente, siempre con referencia a los valores que ellos 37. Por esto, MALINOWSKI establece como concepto central de su teoría de la cultura la idea de «un sistema organizado de actividades con miras 0, un fin». A Scientific Theory of Cultwre, capítulos V y VI.

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les prestaron y a los valDres que nos atraen a no o ro . Es verdad que los fines de los logros humanos pued n ,- riar; lo que se fabricó antaño con fines utilitarios, puede conservarse hoy por mera satisfacción estética o por armonía social. No obstante, la relación de los diversos Yalores es ineludible tan pronto como abordamos el problema de la cultura. Además, los valores con que se relacionan estos logros humanos son predominantemente valores relativos al bien con destino al hombre. Los filósofos en las sociedades culturales pueden discutir si los fines que ha de perseguir la cultura deben ser ideales o naturales, si deben ser medidas de valor aplicadas a una visión espiritual de las cosas, o si deben ser bienes naturales, es decir, fines que interesen al hombre como ser biológico. En ambos casos, sin embargo, parece coincidir en que el hombre debe servir a su propio bien, que él 'es la medida de todas las cosas 38 . Al definir los fines que sus actividades tienen que realizar en la cultura, el hombre se considera previamente a sí mismo como valor principal y fuente de todos los demás valores. Lo que es bueno es bueno para él. En la cultura, parece evidente que los animales deben ser domesticados o aniquilados según sirvan o no al bien del hombre; que Dios o los dioses deben ser adorados, si es necesario o deseable para mantener e impulsar la vida humana; que las ideas y los ideales deben ser servidos, en la medida en que favorezcan la autorrealización humana. Aunque la búsqueda del bien para el hombre sea la medida dominante en lCj obra de la cultura, no es evidente que semejante antropocentrismo sea de signo excesivo. No sólo es concebible que los hombres hayan de trabajar y producir para el bien de otro ser diferente, sino que parece verdad que realmente, en sus culturas, procuran con frecuencia servir causas que trascienden la existencia humana. Des38 Ethics, de Nikolai HARTMANN, 1932, que desde cierto punto de vista es una gran filosofía de la cultura, .ofrece al mismo tiempo un sólido argumento a favor del valor transcendente, objetivo, de los valores y una defensa de la primacía del valor humano.

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de las sociedades totémicas a las modernas, los hombres se identifican con órdenes del ser que rebasan el ámbito humano. Se consideran como representantes de la vida, de suerte que la organización social y las leyes, lo mismo que el arte y la religión, traslucen cierto respeto por la vida de los seres no humanos . Se definen como representantes del orden de los seres racionales, y procuran realizar lo que es bueno para la razón. También sirven a los dioses. Y, no obstante, la tendencia pragmática a realizar todas estas cosas por el bien de los hombres parece irrebatible. Advirtamos, sin embargo, que ninguna cultura es realmente humanística en la acepción amplia de la palabra, ya que sólo existen culturas particulares y, en el seno de cada una de ellas, una sociedad particular o una clase particular dentro de la misma que tiende a considerarse como la fuente y el centro de los valores, que persigue lo que es bueno para ella, si bien justificando ese esfuerzo mediante la autoatribución de un estado especial de representación de algo universal. Así pues, la cultura en todas sus formas y variedades se ocupa de la realización temporal y material de valores. Esto no significa que los bienes que el esfuerzo humano persigue sean necesariamente temporales o materiales, si bien la preocupación por estos últimos es parte integrante de todo el acervo cultural. Considerar la cultura como materialística, en"o'el sentido de que cuanto los hombres se esfuerzan por conseguir es siempre la satisfacción de sus necesidades como seres físicos y temporales, es algo completamente falsO.. Incluso las interpretaciones económicas de la cultura reconocen que, por encima de los bienes materiales -a saber, los valores relativos a la existencia física del hombre, la comida, la bebida, el vestido, la progenie y el orden económico-, los hombres persiguen en la cultura la consecución de valores menos tangibles. No obstante, también los bienes inmateriales deben ser realizados en forma temporal y material; un bien para el hombre, como es la mente y la persona, precisa de «una morada local y un nombre». El prestigio y la gloria por una parte, la belleza, la verdad y la bondad por otra -para 40

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usar los símbolos insatisfactorios de la teoría de lo Yalores espirituales-, se ofrecen al sentimiento, a la imaginación o a la visión intelectual; el esfuerzo humano lucha por incorporar en form as concretas, tangibles, visibles audibles, 10 que ha sido discernido imaginativamente. La armonía y la proporción, la forn1a, el orden y el ritmo, los significados y las ideas que los hombres intuyen y descubren al confrontarse con la naturaleza, los acontecimientos sociales y el mundo de los sueños, todas estas cosas debe el hombre pintar laboriosamente en la pared o en el lienzo, imprimir en el papel como sistemas de filosofía y ciencia, labrar en piedra o esculpir en bronce, cantar en baladas, odas o sinfonías. Las visiones del orden y la justicia, las esperanzas de gloria, deben concretarse, tras ímprobos esfuerzos, en leyes escritas, ritos dramáticos, sistemas de gobierno, imperios, vidas ascéticas . .. Puesto que todas estas actualizaciones de la voluntad humana se plasman en un material pasajero y perecedero, la actividad cultural s'e ocupa casi tanto de la conservación de los valores como de su realización. Gran parte de la energía que los hombres de todos los tiempos gastan en sus sociedades, se destina a la complicada tarea de conservar lo que se ha heredado y hecho. Sus casas, sus escuelas y templos, sus carreteras y máquinas, están en constante necesidad de reparación. El desierto y la jungla amenazan toda hectárea cultivada. Los peligros de deterioro que acechan a los logros menos materiales del pasado son, si cabe, mayores. Los sistemas de le'yes y libertades, los métodos de pensamiento, las instituciones docentes y religiosas, las técnicas del arte, del lenguaje y de la moral misma, no se conservan con la simple reparación incesante de los muros y documentos que son sus símbolos. Deben ser escritas de nuevo, generación tras generación, «en las tablas del corazón». Si una generación, una sola, arrincona completamente la educación y el aprendizaje, todo el inmenso edificio de los logros pasados se vendrá abajo. La cultura es una tradición social que sólo se conserva mediante una lucha dolorosa no tanto contra las fuerzas naturales no humanas, como contr a los pode1

res revolucionarios y críticos en la vida y la razón humanas 39. Sean cuales sean las costun1bres o ingenios puestos en tela de juicio, la cultura no puede mantenerse si los hombres no dedican gran parte de sus esfuerzos a la tarea de conservarla. Aludamos, finalmente, al pluralismO' característico de toda cultura. Los valores que una cultura procura r'ealizar en cualquier tiempo o lugar son abundantes. No hay sociedad que pueda ni siquiera intentar todas sus múltiples posibilidades; la sociedad es sumamente compleja, integrada por varias instituciones que persiguen muchas metas e intereses entrelazados 40 . Los valores son muchos, en parte porque muchos son también los hombres. La cultura se ocupa de lo que es bueno para el hombre y para la mujer, para el niño y para el adulto, para los gobernantes y para los gobernados; de lo que es bueno para los hombres con vocación y en grupos especiales, según las nociones habituales que se poseen del bien. Además, todos los individuos tienen sus pretensiones e intereses especiales; y cada uno, en su individualidad, es un ser complejo con deseos de cuerpo y mente, con motivos egoístas y altruistas, con relaciones con otros hombres, seres naturales y seres sobrenaturales. Aun cuando tengamos por válidas ciertas interpretaciones económicas y biológicas de la cultura, todo cuanto puede pretenderse es que los valores económicos y biológicos son fundamentales, a condición de admitir la vasta superestructura de otros intereses 41. Pero en la cultura, tal como nosotros la encontramos 'y vivimos, no se percibe ni siquiera la uni39. Henri BERGSON, Les deux sources de la Morale et de la Réligion, 1935, ofrece una interpretación iluminadora y persuasiva del papel del conservadurismo en la cultura. Cf. los capítulos 1 y n. Cf. también LECOMTE DU Nüoy, Le Destin humain, 1947, capítulos IX y X. 40. Cf. BENEDICT Ruth, Patterns of Culture, 1934, capítulo II; MALINOWSKI B., A Scientific Theory, etc., caps. X y XI. 41. Cf., por ejemplo, la afirmación de Friedrich Engels sobre la independencia relativa de la superestructura en su carta de 21 de septiembre de 1890 a Joseph Bloch. AnORATSKY V., Karl Marx, SelectedWorks, vol. 1, p. 381.

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dad que estas interpretaciones pretenden. Los valores que buscamos en nuestras sociedades y hallamos represen tados en su comportamiento institucional son varios, dispares, y con frecuencia incomparables, de suerte que estas sociedades siempre están empeñadas en un esfuerzo más o menos laborioso por mantener unidos, en conflicto tolerable, los muchos esfuerzos de muchos hombres en muchos grupos por conseguir y conservar muchos bienes. Las culturas intentan siempre combinar la paz con la prosperidad, la justicia con el orden, la libertad con el bienestar, la verdad con la belleza, la verdad científica con el bien moral, el adelanto técnico con la sabiduría práctica, la santidad con la vida, y todas estas cosas con las demás. Entre los muchos valores, cabe incluir el reino de Dios, y mucho cuesta considerarlo como la única perla de gran precio. J.esucristo y Dios Padre, el evangelio, la Iglesia y la vida eterna pueden encontr ar su lugar en el complejo cultural, pero sólo como elementos barajados con otros muchos. Éstas son algunas de las características evidentes de esa cultura que hace valer sus exigencias sobre todo cristiano, y bajo cuya autoridad t ambién vive cuando vive bajo la autoridad de Jesucristo. Aunque planteemos a veces el problema humano fund amental como problema de la gracia y de la naturaleza, de h echo , no conocemos, en la existencia humana, ninguna n aturaleza virgen de cultura. En todo caso no podemos evadirnos de la cultura con mayor facilidad que de la n aturaleza, pues «el hombre de la naturaleza, el Naturmensch, no existe» 42 , y «nadie mira jamás el mundo con ojos prístinos» 43 .

4.

Las respuestas típicas

Dada la complejidad de estas dos realidades -Cristo y la cultura-, un diálogo infinito se abre en la conciencia 42. MALINOWSKI en Encyclopaedia 01 Social Sciences, vol. IV, página 621. 43. Ruth BENEDICT, op. cit., p. 2.

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y en la comunidad cristianas. En su dirección única hacia Dios, Cristo aparta a los hombres de la temporalidad y el pluralismo de la cultura. En su preocupación por la conservación de los muchos valores del pasado, la cultura rechaza al Cristo que ordena a los hombres confiar sólo en la gracia. Pero el Hijo de Dios también es hijo de una cultura religiosa, y envía a sus discípulos para que cuiden de sus corderos y ovejas, que no pueden ser guardados sin la cultura. El diálogo procede por negaciones y afirmaciones, reconstrucciones, compromisos y nuevas negaciones. Ni el individuo ni la Iglesia pueden detener la interminable búsqueda de una respuesta que suscita siempre una nueva contrarréplica. Sin embargo, es posible discernir un cierto orden en el seno de esta multiplicidad; frenar el diálogo, por así decir, en lo que mira a determinados puntos; y definir típicas respuestas parciales que con tanta frecuencia reaparecen en eras y sociedades diferentes, que parecen ser menos el producto del condicionamiento histórico que el producto de la naturaleza del problema mismo y de los significados de sus términos. De esta forma, es posible seguir con mayor o menor facilidad el curso del importante debate sobre Cristo y la cultura, y recoger algunos frutos del mismo. En los capítulos siguientes, expondremos e ilustraremos esas respuestas típicas refiriéndonos a cristianos tales como Juan y Pablo, Tertuliano y Agustín, Tomás de Aquino y Lutero, Ritschl y Tolstoi. Ofrecemos de momento una d~scripción sumaria de dichas respuestas a modo de índice de lo que expondremos después. Distinguimos cinco clases de respuestas, tres de ellas íntimamente relacionadas entre sí por pertenecer a un tipo medio que establece una distinción y afirma en su consistencia tanto a Cristo como la cultura. Si recorremos toda la gama de las respuestas registradas, descubriremos asimismo extraños parecidos de familia. La primer a clase de r espuestas subrayan la oposición entre Cristo y la cultura. Sean cuales fueren las costumbres de la sociedad en que vive el cristiano y las conquistas humanas que conserva constituyen su patrimonio,

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Cristo es considerado como opuesto a ellas, a itud ' -ta que pone a los hombres ante el dilema de optar «por una cosa u otra». En el primer período de la historia eclesiástica, el rechazo judío de Jesús, defendido por Klausner, tuvo su contrapartida en el antagonismo cristiano respecto de la cultura judía, mientras que la prohibición romana de la nueva fe fue simultánea a una huida o a un ataque contra la civilización greco-romana. En los tiempos medievales, las órdenes monásticas y los movimientos sectarios instaban a los cristianos que vivían en lo que consideraban una cultura cristiana, a abandonar «el mundo» y a «salir de él y separarse». En el período moderno, las respuestas de esta índole han sido inculcadas por los misioneros, que exigen a sus conversos el abandono integral de las costumbres e instituciones de las llamadas sociedades «paganas», para constituir pequeños grupos de cristianos retirados en la civilización occidental o «cristianizada». Dichas respuestas son sostenidas talnbién por quienes subrayan el antagonismo de la fe cristiana respecto del capitalismo y el comunismo, del industrialismo y el nacionalismo, del catolicismo y el protestantismo. Un segundo grupo de respuestas cree en un acuerdo fundamental entre Cristo y la cultura. Nos dicen que Jesús es como el gran héroe de la historia cultural humana; su vida y sus enseñanzas son consideradas como el mayor logro humano; en Cristo, añaden, las aspiraciones de los hombres hacia sus valores llegan a su punto culminante; Cristo avala los valores supremos del pasado y guía el proceso' de la civilización hacia su propia meta. Además, Cristo es parte integrante de la cultura en el sentido de que está contenido en la herencia social que debe ser transmitida y conservada. En nuestro tiempo, dan respuestas de esta índole los cristianos que observan la relación íntima entre el cristianismo y la civilización occidental, entre las enseñanzas de Jesús o las enseñanzas relativas a su persona y las instituciones democráticas; existen, sin embargo, interpretaciones ocasionales que subrayan el acuerdo entre Cristo y la cultura oriental, y algunas interpretaciones que tienden a identificarlo con el es-

píritu de la sociedad marxista. En tiempos anteriores, las respuestas de esta clase andaban simultáneamente mezcladas con las del primer tipo: «Cristo-contra-Ia'- cultura». Otras tres respuestas típicas coinciden en el intentO' de subrayar las grandes diferencias entre los dos principios, y se esfuerzan por mantenerlos juntos en una cierta unidad. Estas respuestas se distinguen entre sí por la forma en que cada una intenta combinar las dos autoridades o principios. Una de ellas, nuestro tercer tipo, comprende la relación de Cristo con la cultura de una forma un tanto similar a los hombres del segundo grupo: Cristo es el cumplimiento de las aspiraciones culturales y el restaurador dé'las instituciones de la verdadera sociedad. Pero hay en él algo que no releva de la cultura ni contribuye directamente a sus fines. Cristo está en discontinuidad y en continuidad a la vez con la vida social y su cultura. Ésta lleva realmente a los hombres a Cristo, pero sólo de una forma t,an preliminar que se precisa todavía un saltO' inmensO' si los hombres quieren alcanzar le o, más exactamente, la verdadera cultura no es posible a menos que, por encima de toda conquista y búsqueda humanas de valores y por encima de toda sociedad humana, Cristo entre en la vida desde arriba con dones que la aspiración humano no ha vislumbrado y que el esfuerzo humano no puede alcanzar como no relacione a los hombres con una sociedad sobrenatural y con un nuevo centro de valores. Cristo es, realmente, un Cristo de la cultura, pero es también un Cristo por encima de la cultura. Este tipo sintétIco tiene su mayor repre'sentante en Tomás de Aquino y sus seguidores, pero también los tiene tanto en los tiempos antiguos como en los modernos. La cuarta clase pertenece también al grupo de respuestas intermedias. Este grupo admite la dualidad y la autoridad ineludible tanto de Cristo como de la cultura, pero reconoce también la existencia de una oposición entre ellas. Para quienes adoptan este punto de vista es evidente que los cristianos están sometidos, a lo largo de toda su vida, a la tensión implicada en la obediencia a dos autoridades que no concuerdan entre sí, pero que deben ser

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obedecidas. Rehúsan acomodar laos pretensiones de Cristo a las pretensiones de la sociedad secular, como hacen, a su juicio, los hombres de los grupos segundo y tercero. Son, pues, como los creyentes de «Cristo-contra-la-cultura», pero difieren de ellos por la convicción de que la obediencia a Dios requiere la obediencia a las instituciones de la sociedad y la lealtad a sus miembros del mismo modo que requiere la obediencia a Cristo que se sienta en el trono de juicio que decide sobre esa sociedad. De ahí que se considere al hombre como sometido a dos morales, y como ciudadano de dos mundos que no solamente son discontinuos, sino también muy opuestos. En la polaridad y tensión entre Cristo y la cultura, la vida debe vivirse precaria y pecaminosamente en la esperanza de una justificación que hunde sus raíces más allá de la: historia. Podemos considerar a Lutero como el mayor representante de este tipo, pero muchos cristianos que no son luteranos se sienten impulsados a dar esta misma clase de respuesta. Finalmente, como tipo quinto en la serie general y como tipo tercero de las respuestas intermedias, está la solución conversionista. Aquellos que la brindan juzgan, con los miembros de los grupos primero y cuarto, que la naturaleza humana está caída y pervertida, y que esta perversión no sólo se trasluce en la cultura, sino que se transmite por ella. De ahí la necesidad, según ellos, de admitir como cierta la oposición entre Cristo y todas las instituciones y costumbres humanas. La antítesis no lleva sin embargo '" ni a una separación cristiana del mundo, como en el primer grupo, ni a un mero ir soportando en la: expectación de una salvación transhistórica, como en el caso del cuarto grupo. Cristo es considerado como quien convierte al hombre en el seno de su cultura y de su sociedad, no al margen de las mismas, pues no hay naturaleza sin cultura, ni conversión humana desde el yo y los ídolos hacia Dios, como no sea en la sociedad. Agustín parece ser el máximo representante de esta actitud, que Juan Calvino explicita, y a la que se asocian otros muchos. Cuando las respuestas al eterno problema se exponen 47

de esta guisa, resulta evidente la artificiosidad de su elaboración, al menos en parte. Un esquema o tipo de respuesta arranca siempre de una cierta composición, aunque haya surgido espontáneamente y no por virtud de un largo estudio madurado por muchos individuos y movimientos históricos. Cuando nos volvemos del esquema hipotético a la rica complejidad de los acontecimientos individuales, se h ace evidente que ni las personas ni los grupos corresponden jamás completamente a un esquema dado 44. Cada personaje histórico ofrece ciertas características más próximas a una clase o grupo diferente del propio, o presenta peculiaridades que parecen totalmente únicas e individuales. El método de la tipología, sin embargo, aunque históricamente es inadecuado, ofrece la ventaja de concentrar nuestra atención en la continuidad y significado de los motivos fundamentales que aparecen y reaparecen en el largo forcejeo de los cristianos con su eterno problema. Por esto, también puede sernas útil a nuestra propia orientación, cristianos que en nuestro tiempo nos esforzamos por dar una respuesta al problema de Cristo y la cultura.

4-+. La obra de C. J. JUNG, Tipos Psicológicos, 1924, es sugesti\ a e ilumina dora como un ejemplo del método psicológico. Sobre la aplicabilidad a los individuos de las descripciones de tipos, véanse especialmen te pp. 10 ss, 412 ss.

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11. Cristo contra la cu1

1.

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El nuevO' pueblO' y «el mundo»

La primera respuesta al problema del cristianismo y la cultura que consideraremos, es la que afirma inc.ondicionalmente la única autoridad de Cristo sobre eL cristiano y rechaza resueltamente las pretensiones de lealtad de la cultura. Parece ser, tanto lógica como cronológicamente, acreedora a la primera posición: lógicamente, porque parece arrancar directamente del común principio cristiano de la s.oberanía de Jesucristo; cronológicamente, porque se nos repite incansablemente que tal es la respuesta típica de los primeros cristianos. Ambos argumentos no están exentos de duda; pero debemos admitir que esta respuesta fue dada en una fecha muy temprana de la historia de la Iglesia, y que, a primera vista, parece ser lógicamente más consistente que las otras posiciones. Varios escritos del Nuevo Testamento traslucen algo de esta actitud, pero ninguno de ellos la defiende o presenta incondicionalmente. El primer evangelio contrasta la nueva ley c.on al antigua, pero contiene afirmaciones muy explícitas sobre la obligación de los cristianos de ser obedientes no sólo al código de Moisés, sino también a lo exigido por los dirigentes de la sociedad judía 1. El libro del Apocalipsis es radical en su rechazo de «el mundo», pero aquí el problema se complica, dada la situación de persecución en que los cristianos se encuentran. De los demás escritos, la Primera Epístola de Juan contiene al menos una presentación ambigua de este punt.o de vista. Este librito clásico de devoción y teología ha ganado 1. Mt. 5, 21-48; 5,17-20; 23, 1-3.

cc 21

. 4

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el favor de los cristianos por su honda comprenSlon y hermosa presentación de la doctrina del amor. Nos da un resumen sencillo de la teología cristiana: «Di.os es amor», y una formulación igualmente concisa de la ética cristiana : «Amaos los unos a los otros». Presenta perfectamente conjuntados los tres temas del amor: el amor de Dios al hombre, del hombre a Dios, y del hermano al hermano . «En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos am6... Amamos porque él nos amó primero... Si alguien dice "yo amo a Dios", pero odia a su hermano, es un mentiroso ... Nadie ha visto jamás a Dios; si nos amamos los unos a los otros, Di.os mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotras ... El que no ama a su hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto» 2. El prop6sito central del autor, sin embargo, es tanto la soberanía de Cristo como la idea del amor. Efectivamente, Cristo es el acceso al reino del amor, pues «en esto se ma'nifestó el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su único Hijo al mundo para que nosotros vivamos por él»; y «en esto conocemos el amor, en que él dio su vida p.or nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» 3. El Cristo que hace posible el amor humano a Dios y al prójim.o por su demostración de la grandeza del amor de Dios al hombre, el Cristo que ama a los hombres hasta el punto de dar su vida por ellos y que se constituye en su abogado en los cielos, es también el Cristo qlje exige lo que él ha hecho posible. El autor de la Primera Epístola de Juan insiste en la obediencia a los mandamientos de Jesucristo no menos que en la confianza en el amor de Dios 4 . El evangelio y la nueva ley están aquí íntimamente unidos 5. De ahí la doble exigencia de Dios: «Éste es su mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a l.os otros, como él 2. 1 Jn. 4, 10-12, combinado con 19-20. 3. 1 Jn. 4, 9; 3, 16. 4. 1 Jn. 2, 3-11; 3, 4-10, 21-24; 4, 21; S, 2-3. 5. DODD C. H., The Joahnnine Epistles, 1946, p. xxxi.

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nos ha amado» 6. El doble mandamiento del amor a Dio al prójimo, que el autor conoce perfectamente 7, ha sufrido una cierta transformación como resultado del reconocimiento de que el primer movimiento del amor no es del hombre a Dios, sino de Dios al hombre, y de que la primera exigencia de la vida cristiana es, por lo tanto, una fe en Dios inseparable de la aceptación de Jesucristo como su Hijo. Es sumamente importante para la Primera Epístola de Juan que los cristianos sean leales no sólo a un Cristo espiritual, sino también a un Jesucristo visible y tangible de la historia, que es el Jesús de la historia, pero también el Hijo de Dios, unido inseparablemente al Padre invisible en amor y justicia, en el poder de obrar y en la autoridad de mandar 8 . Los dos temas del amor y de la fe en Jesucristo se relacionan íntimamente con otras ideas, como la del perdón de los pecados, el don del Espíritu Santo y la vida eterna. Pero estos dos temas definen la vida cristiana: nadie puede ser miembro de la comunidad cristiana si no acepta a Jesús como Cristo e Hijo de Dios y si no ama a los hermanos fiel al mandamiento del Señor. Esta sucinta exposición del significado positivo del cristianismo va acompañada, sin embargo, de una negación igualmente enfática. La contrapartida de la lealtad a Cristo y a los hermanos es el desprecio a la sociedad cultural; se establece una clara línea de demarcación entre la fraternidad de los hijos de Dios y el mundo. Salvo en dos casos 9, la palabra «mundo» significa evidentemente para el autor de esta Epístola toda la sociedad que está fuera de la Iglesia, sociedad en la que, sin embargo, viven los creyentes 10. El precepto dado a los cristianos dice: «No améis al mundo ni a las cosas del mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él» 11. Ese 6. 1 In. 3, 23. 7. 1 In. 4, 21. 8. 1 In. 1, 1-3; 2, 1-2; 2, 22-24; 3, 8b; 4, 2-3; 4, 9-10, 14-15; 5, 1-5; cf. también DODD, op. cit. pp. xxx-xxxvi; 1-6; 55-58. 9. 1 In. 2,2; 4, 14. 10. Cf. DODD, op. cit., pp. 27, 39-45. 11. 1 In. 2, 15.

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mundo reviste la apariencia de un reino que está bajo el poder del mal; es la: región de las tinieblas, en la que los ciudadanos del reino de la luz no deben entrar, región que se caracteriza por el dominio de las mentiras, el odio, y el homicidio: el mundo es heredero de Caín 12. Es una sociedad secular, dominada por «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida», o, según la traducción del profesor Dodd, la «sociedad pagana, con su sensualidad, superficialidad y engreimiento, su materialismo y su egoísmo» 13. Es una cultura que se ocupa de los valores temporales y pasajeros, mientras que Cristo tiene palabras de vida eterna; es un orden agonizante y homicida, ya que «el mundo pasa, y pasa: su concupiscencia» 14. Agoniza no sólo porque se ocupa de los bienes temporales y encierra las contradicciones internas del odio y la mentira, sino también porque Cristo ha venido a destruir las obras del diablo y porque la fe en él es la victoria que vence al mundo 15. De ahí que la lealtad del creyente se dirija enteramente al nuevo orden, a la nueva sociedad y a su Señor. La posición de «Cristo-contra-la-cultura» no aparece aquí en su forma más radical. Aunque el amor al prójimo haya sido interpretado como amor al hermano -es decir, al compañero en la fe-, también se da por sentado que Jesucristo ha venido para expiar los pecados del mundo, a saber, los pecados de todos los hombres, tomados n1ás o menos individualmente (éste es seguramente el pensamiento de la Primera Epístola). Aunque no se afirme aquí que el cristiano venga obligado a participar en la obra de las instituciones sociales, a mantenerlas o convertirlas, tampoco se niegan de forma expresa los derechos del Estado o de la propiedad como tales. Sin duda alguna, el fin de «el mundo» parecía tan cercano al autor que no encontró el momento oportuno pa'r a aconsejar sobre estos puntos. Todo lo que se exigía en aquellas cir12. 13. 14. 15.

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1 Jn. S, 19; 1,6; 2,8-9, 11; 3, 11-15. Op. cit., p. 42. 1 Jn. 2, 17; cf. 2, 8. 1 Jn. 3, 8; S, 4-5.

cunstancias era lealtad a Jesucristo y a la fraternidad, sin preocuparse lo más mínimo de una cultura que consideraban efímera. Expresiones similares, aUnque menos profundas, de esta actitud se encuentran en otros escritos cristianos del siglo II, pero fue Tertuliano quien la expuso del modo más radical. Los libros más apreciados de aquella época, como La Enseñanza de los Doce, El Pastor de Herimas, La Epístola de Bernabé y la Primera Epístola de Clemente, presentan el cristianismo como una forma de vida completamente separada de la cultura. Algunos de estos escritos son más legalistas que la Primera de Juan, ya que exponen el significado de la soberanía de Cristo casi exclusivamente en términos de leyes dadas por él o halladas en las Escrituras, y consideran la nueva vida bajo el signo de la misericordia divina más como una recompensa que debe ser ganada por obediencia que como un don gratuito y una realidad presente 16. Pero, tanto si se nos dice que es la gracia como si nos inculcan que es la ley la esencia de la vida cristiana, en ambos casos se trata de una vida vivida en una comunidad nueva y separada. Subyacente a todas las afirmaciones de este tipo del siglo II, está la convicción de que los cristianos constituyen un pueblo nuevo, una tercera «raza» además de los judíos y gentiles. En este sentido escribe Clemente: «Dios, que ve todas las cosas, que gobierna todos los espíritus y que es el Señor de toda carne ... , eligió a nuestro Señor Jesucristo y a nosotros por medio de él para ser un pueblo peculiar» 1.1. Se'gún el resumen que Harnack ha hecho de las creencias de estos primeros cristianos, estaban éstos persuadidos de que «1) nuestro pueblo es más antiguo que el mundo; 2) el mundo fue creado por caUsa nuestra; 3) el mundo persiste por nosotros, y nosotros aplazamos el juicio del mundo; 4) todo cuanto hay en el mundo nos está sometido y debe servirnos; 5) todo cuanto hay en el mundo, el comienzo, el curso y el fin de toda la historia, nos ha sido 16. ef. LIETZMANN H., Los comienzos de la Iglesia Cristiana, 1937, pp. 261-273. 17. I Clemente Ixiv, 1; cf. Epístola de Bernabé, xiii-xiv.

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revelado y es transparente a nuestros ojos; 6) nosotros participaremos en el juicio del mundo y disfrutaremos de bendición eterna» 18 . Su convicción fundamental consistía, sin embargo, en la creencia de que esta nueva sociedad, raza o pueblo había sido establecida por Jesucristo, su legislador y rey. Como corolario de esta convicción, creían que cuanto no pertenece a la comunidad de Cristo está bajo el dominio del mal. Esto se plasmó en la doctrina de los dos caminos: «dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte, pero existe una gran diferencia entre ambos» 19. El camino de la vida era el camino cristiano, indicado por los mandamientos de la nueva ley, los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, la Regla de Oro, los consejos de amar al enemigo y de no ofrecerle resistencia; también se incluían ciertos preceptos sacados del Antiguo Testamento. El camino de la muerte era descrito simplemente como el curso vicioso de la vida, de suerte que la única alternativa era ser cristiano o ser un hombre inicuo. En esta ética cristiana, no se admite que, en una sociedad donde las normas evangélicas no sean reconocidas, haya algunas normas en vigor, y que, de la misma manera que hay virtudes y vicios en la esfera de Cristo, también haya virtudes y vicios en la esfera de las normas de la cultura no cristiana. Se trazó una frontera precisa entre el pueblo nuevo y la vieja sociedad, entre la obediencia a la ley de Cristo y la simple depravación. Verdad es que se adn1ite de vez en cuando una cierta presencia del gobierno divino en y sobre las instituciones 18. HARNACK A., Misión y expansión del cristianismO' en los tres primeros siglos, 1904, vol. 1 (ed. ingl., p. 302); cf. GAVIN Frank, Church and Society in the Second Century, 1934, que traza un cuadro de la vida cristiana primitiva -principalmente sobre la base de la Tradición ApO'stólica de HIPÓLITo- como dominada por el sentido de su «cualidad social y corporativa». «Era como si el decir que uno era "miembro" constituyera el mayor blasón del creyente. Su cualidad más esencial era que "pertenecía"». P. 3; cf. pp . 5, 8. 19. La Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles, i, 1; cf. Epís~ tola de B ernabé, xix-xx; El Pastor de Hermas, Mand, 6, i.

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culturales, como en el caso de la oraClon de Clemente: «que seamos obedientes a tu nombre omnipotente y glorioso, y a nuestros gobernantes aquí en la tierra», pero añade, a renglón seguido, que «Tú, Maestro, les has dado la soberanía, por tu poder excelente e inefable, para que nosotros conozcamos la gloria y el honor que les diste, y les estemos sometidos, no resistiendo en nada a tu voluntad» 20. El más explícito y, aparte de los escritores del Nuevo Testamento, el mayor representante indiscutible del tipo «Cristo-contra-Ia-cultura» en el cristianismo primitivo, fue Tertuliano. Advirtamos inmediatamente que dicho autor no encaja totalmente en nuestro patrón hipotético, sino que en determinados aspectos se relaciona con otras familias y tipos. Es un escritor trinitario que entiende que el Dios que se revela en Jesucristo es también el Creador y el Espíritu; en este contexto mantiene la autoridad absoluta de Jesucristo, «Cabeza y Maestro supremo de la gracia y la disciplina [prometidas por Dios], Iluminador y Educador de la raza humana, el Hijo propio de Dios» 2\ La lealtad de Tertuliano a Cristo puede expresarse en términos tan radicales como los siguientes: «Jesucristo nuestro Señor (¡que me perdone un momento por expresarme así!), sea él quien fuere, sea quien fuere el Dios de quien es Hijo, sea cual fuere la fe de la que es maestro, sea cual fuere el galardón del que es prometedor, mientras vivió en la tierra declaró qué era él, qué había s{do, cuál era la voluntad del Padre que él estaba cumpliendo, cuál era el deber del hombre que él estaba prescribiendo» 22. El cristiano está referido siempre en primer lugar a Cristo «como el Poder de Dios yel E spíritu de Dios, como el Verbo, la Razón, la Sabiduría y el Hijo de Dios». La confesión cristiana reza así: «Decimos, y ante todos los hom20. 1 Clemente Ix, 4 - lxi, 1. 21. Apología, cap. xxi. Ésta y las siguientes citas son tomadas de la traducción de las obras de Tertuliano en Ante-Nicene Fathers, vals. III y IV. 22. La Prescripción contra los Herejes, cap. xx.

bres decimos, y desgarrados y sangrantes bajo las torturas proclamamos: Adoramos a Dios por medio de Cristo» 23. Con esta soberanía fundamental y central de Jesucristo, Tertuliano combina una rigurosa moral de obediencia a sus mandamientos, incluido el amor no sólo a los hermanos, sino también a los enemigos, la no resistencia al mal, la prohibición de la ira de la mirada lasciva. Es el autor más puritano tocante a las exigencias de la fe cristiana relativas a la conducta -". Sustitu e la ética positiva y ardiente del amor propia de la Primera Epístola de Juan por una moral en gran parte negativa; el cuidado de no pecar y la preparación emerosa para el día futuro del juicio parecen m ás im ortantes que la aceptación agradecida de la gracia de Dios en el don de su Hijo. La negativa de Tertuliano a las ~ re ensiones de la cultura es evidentemente rotunda. E onflict o del creyente no es con la n at ur aleza, sino co a tura, pues es sobre todo en ésta última donde hun e s r aíces el pecado. Tertuliano se aproxima mucho a a esis de que el pecado original se t ransmite a trayé de a so iedad, y de que si no fuera por las costumbres \i c' o as que rodean al niño desde su n acimiento . por su edu a . ón artificial, su alma perma'n ecería buena. El uni 'er o y el alma son naturalmente buenos , pues Dios es su a edor ero «no sólo debemos considerar p or quién fueron hechas todas las cosas, sino también por quién han s "do pen'ert idas», y que «media una gran diferencia entre el e tado corrompido y el estado de pureza prístina » -. E n q é medida coinciden la corrupción y la civilización en el pensamiento de Tertuliano, queda en parte indicado en la reflexión de que Cristo vino no para llevar a «1os bá rbaros salvajes ... a 23. ' Apología, xxiii, xx. 24. Apología, xxxix, xlv; De Spectaculis; De Corona; Sobre el

Arrepentimiento. 25. La cita está tomada del De Spectaculis, ii. Para la doctrina de la bondad natural del alma, véase Apología., xvii; El Testimonio del Alma, y Tratado sobre el Alma, cuyo capítulo XXXIX habla de la corrupción del alma por las costumbres; sin embargo, cf. cap. xli.

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una civilización ... ; sino que vino con el objeto de iluminar a los hombres ya civilizados, sujetos a las ilusiones de su misma cultura, para que alcancen el conocimiento de la verdad» 26.' Su tesis es más evidente cuando advertimos cuáles son los vicios que condena y cuál es la mundanidad que el cristiano está obligado a evitar. La cosa más viciosa, naturalmente, es la religión social, pagana, con su politeísmo e idolatría, sus creencias y ritos, su sensualidad y su comercialización 27. Semejante religión está estrechamente vinculada con tóda's las demás actividades e instituciones de la sociedad, de modo que el cristiano está en constante peligro de comprometer su lealtad al Señor. Tertuliano, a decir verdad, rechaza la acusación de que los creyentes sean «inútiles en los asuntos de la vida», ya que, según él, «nosotros peregrinamos con vosotros en el mundo, no abjurando ni del foro, ni del mercado de carnes, ni del baño, ni de la casa, ni de la posada, ni del mercado semanal, ni de ningún lugar de comercio». Incluso añade: «Navegamos con vosotros y luchamos con vosotros, y aramos la tierra con vosotros; y de igual manera nos unimos con vosotros en vuestros tráficos; incluso en las diversas artes hacemos propiedad pública de vuestras obras para vuestro beneficio» 28. Estas palabras responden, sin embargo, a una necesidad apologética. Cuando se dirige a los creyentes, les aconseja el abandono de las muchas reuniones y ocupaciones, no sólo porque están corrompidas a causa de su relación con la fe pagana, sino porque comportan un modo de vida contrario al espíritu y a la ley de Cristo. Se soslaya así la vida política. «Como hombres para los que no cuenta el deseo de buscar el honor y la gloria -escribe Tertuliano a guisa de defensa-, no tenemos aliciente que nos urja a tomar parte en vuestras reuniones públicas; y nada nos es más ajeno que los asuntos del 26. Apología, xxi. 27. Sobre la Idolatría; Apología, x-xv. 28. Apología, xlu.

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Estado» 29. Hay una contradicción interna entre el ejercicio del poder político y la fe cristiana. Es necesario evitar el servicio militar porque supone una participación en los ritos religiosos paganos y un acto de juramento al César, pero, sobre todo, porque viola la ley de Cristo que, «al desarmar a Pedro, desarmó a todo soldado». «¿ Cómo va a tomar parte en una b atalla el hijo de la paz, cuan do ni tan sólo le conviene jurar ante la le ¡?» 30 . El comercio no es susceptible de una prohibición tan rigurosa, y h asta puede ser justo; a duras pena puede, sin embargo, ser «apto para un siervo de Dios », pues aparte de la codicia, que es una especie de idolatría, no ha ningún motivo real que avale el deseo de adquirir :n . Cuando Tertuliano trata de la filosofía y de las artes es, si cabe, más drástico aún en sus prohibiciones que en el caso del oficio de soldado. _-o siente simpatía alguna por los esfuerzos de algunos cri tianos de su tiempo encaminados a descubrir conexiones po itiyas entre su fe y las ideas de los filóso fos griegos . «Fuera -dice- todos los intentos de confeccionar un cristianismo aderezado con elementos procedentes del estoicismo, del platonismo y de la dialéctica. No quer em os disputas alambicadas, porque tenemos a Jesucristo . .. Poseyendo nuestra fe, no deseamos ninguna otra creen cia» 33 . En el dainwn de Sócrates identifica a un demonio malo; los discípulos de Grecia no tienen nada en común con «1os discípulos del cielo»; corrompen la verdad, buscan su propia fama, son meros charlatanes más que cumplidores de lo que predican. Tertuliano se ve constreñido a admitir la existencia de algunas verdades en estos pensadores no cristianos, pero la atribuye a un plagio de la doctrina de las Escrituras . La mancha de la corrupción impregna también las artes . Es 29. Ibid., xxxviii. En otra par te, cap. xxi, Tertuliano observa que «los césar es t ambién deb erían haber creído en Cristo, si no hubieran sido necesarios par a el m undo, o si los cristianos hubieran sido césares». 30. Sobre la Idolatría, xix; De Corona, xi. 31. Sobre la Idolatría, xi. 32. Prescripción contra los Herejes, vii; Apología, xlvi.

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verdad que la erudición literaria no puede evitarse totaltalmente; por lo tanto, «está permitido a los creyentes aprender literatura»; pero no enseñarla, pues es imposible ser un profesor de literatura sin recomendar y afirmar «las alabanzas a los ídolos contenidas en la misma» 33. Tocante a los espectáculos, no sólo los juegos con su vanidad y brutalidad, sino también la tragedia e incluso la música son siervas de pecados. Tertuliano parece deleitarse en su visión del juicio final, cuando los ilustres monarcas que habrán sido deificados en la tierra, los hombres sabios del mundo, los filósofos, poetas y dramaturgos, junto con los actores y luchadores, gemirán en las tinieblas más horrendas o se agitarán en olas de fuego, mientras el hijo del carpintero que ellos despreciaron será exaltado en la gloria 34. El gran teólogo norteafricano parece ser, pues, el representante de la posición «Cristo-contra-la-cultura». No obstante, sus palabras son más radicales y tajantes que lo que él fue realmente 35. Como tendremos ocasión de observar, Tertuliano no pudo evitar, ni para sí ni para la Iglesia, el apoyarse y participar en la cultura, aun cuando fuera pagana. No obstante, su figura perdura aún como uno de los ejemplos más claros del movimiento anticultural de toda la historia de la Iglesia.

2.

La repudiación tolstoiana de la cultura

No es nuestro propósito exponer aquí cómo semejante posición nacida en el cristianismo primitivo se desarrolló en el movimiento monástico, con su abandono de las instituciones y sociedades de la civilización, de la familia y 33. Sobre la Idolatría, x. 34. De Spectaculis, xxx. 35. Cf. COCHRANE C. N., Christiannity and Cl'assical Culture, 1940, pp. 222 ss, 227 ss, 245-246. Para un estudio ulterior de la ética de Tertuliano, véase GIGNEBERT Charles, Tertullien, Etude sur ses S entiments a l'Égard de l'Empire et de la Société Civile, 1901 , y BR.\.¡'-{DT Theodor, Tertullians Ethik, 1929.

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del Estado, de la escuela y de la Iglesia socialmente establecida, del comercio y de la industria. No se niega, por supuesto, la variedad de formas monásticas surgidas, algunas de las cuales adoptaron una actitud radicalmente diferente a la de Tertuliano y la Primera Epístola de Juan. Pero la corriente principal de este movimiento, tal como está plasmada, por ejemplo, en la Regla de San Benito, se mantuvo en la tradición del cristianismo riguroso. Sean cuales fueren las contribuciones que el monaquismo prestó eventualmente a la cultura, no fueron sino productos incidentales que el movimiento como tal no pretendía. Su ideal era la consecución de una vida cristiana, apartada de la civilización, en obediencia a las leyes de Cristo, y la consecución de una perfección totalmente distinta de los objetivos que los hombres persiguen en la política y en la economía, en las ciencia"s y en las artes. El sectarismo protestante -entendido este término en su estricta acepción sociológica- dio la misma clase de respuesta al problema de Cristo y la cultura. De las muchas sectas que surgieron en los siglos XVI y XVII, protestando contra la mundanización de la Iglesia, tanto católica como protestante, y que procuraron vivir únicamente bajo la soberanía de Cristo, sólo unas pocas sobreviven. Los menonitas representan la actitud más extrema, puesto que no sólo renuncian a toda participación en la política y rehúsan hacer el servicio militar, sino que siguen sus propias costumbres y regulaciones en economía y en educación. La Sociedad de Amigos, nunca tan radical, no es un exponente tan rotundo de esta actitud, aunque se observen ciertas semejanzas, especialmente en lo tocante a la práctica del amor fraternal y a la abstención del servicio militar. El cuáquero moderno muestra mucha mayor afinidad con la actitud opuesta en el cristianismo, la que considera a Cristo como representante de la cultura 36. Centenares de otros grupos, muchos de ellos efímeros, y milla"r es de in36. El mejor debate, que sea presentado en una obra al alcance de todos, sobre la ética del sectarismo medieval y moderno se encuentra en TROELSCH E., The Social Teachings O'f the Christian Churches, 1931, pp. 328 ss, 691 ss.

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dividuos, se han sentido impulsados por su lealtad a Cristo a retirarse de la cultura y a abandonar toda responsabilidad en el mundo. Nos los encontramos en todos los tiempos y en muchas tierras. En el siglo XIX y principios del xx no llamaron mucho la atención, porque la mayoría de los cristianos parecían creer que, finalmente, se había impuesto otra respuesta a su problema. Pero hubo un hombre que, a su manera y en las circunstancias de su propio tiempo y lugar, adoptó la posición radical tan vehemente y consistentemente como Tertuliano. Ese hombre fue León Tolstoi. Merece una atención especial, a causa de la forma grandiosa y dramática en que presentó sus convicciones en la vida y en el arte, y a causa de su influencia en Occidente y en Oriente, en el cristianismo y fuera de él. La gran crisis que Tolstoi sufrió en sus años medios fue resuelta, tras varias luchas dolorosas, cuando aceptó al Jesucristo de los evangelios como su única y explícita autoridad. Noble por nacimiento, rico por herencia, famoso por su propia valía como autor de Guerra y Paz y Ana Karenina, se sintió, sin embargo, amenazado en su propia vida por el absurdo total de la existencia y el oropel de todos los valores que su sociedad estimaba. No pudo recuperarse de esta desesperación, ni vencer la par álisis total de su vida iniciando una nueva actividad, hast a que reconoció la falibilidad de todas las demás autoridades y aceptó la doctrina de Jesús como verdad ineludible, fundamentada en la realidad 37 . Jesucristo fue siempre para Tolstoi el gran legislador, cuyos mandamientos estaban de acuerdo con la verdadera naturaleza del hombre y con las exigencias de la razón no corrompida. Su conversión arrancó de la convicción profunda de que la obra de Jesús consistió de hecho en ofrecer a los hombres una ley nueva, y de que esta ley se basaba en la naturaleza 37. Cf. Prefacio a «La Enseñanza Cristiana», vol. XII, págias 209 y ss. de The Tolstoy Centenary Edition, Londres, 1928-37. E ta edición será citada en adelante como Obras.) Cf. también T..;na Confesión», Obras, vol. XI, pp. 3 ss; «Lo que creo», vol. XI, _ p. 307 ss.

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de las cosas. «He comprendido las enseñanzas de Cristo en sus mandamientos, y ahora veo que su cumplimiento es una bendición para mí y para todos los hombres. He comprendido que el cumplimiento de estos mandamientos está dictado por la voluntad de esa Fuente de todo lo existente, de la que también proviene mi vida ... En su cumplimiento estriba la única posibilidad de salvación ... y habiendo entendido esto, comprendí y creí que Jesús no sólo es el Mesía"s, el Cristo, sino que es realmente el Salvador del mundo. Ahora sé que no existe ninguna otra alternativa, ni para mí ni para todos aquellos que, conmigo, se sienten atormentados en esta vida. Sé que todos, y yo me cuento entre ellos, no tenemos otra opción que la de cumplir esos mandamientos de Cristo que ofrecen a toda la humanidad el mayor bienestar que pueda yo concebir» 38. La literalidad con que Tolstoi interpretó la ley nueva, fundada particularmente en el quinto capítulo del Evangelio según San Mateo, y la rigurosidad de su obediencia a ella, hicieron de su con\ ersión un acontecimiento muy radical. En el librito titulado Lo que yo creo o Mi religión narra la historia de su esfuerzo por comprender el Nuevo Testamento, y de su descanso en la lucha cuando al fin descubrió que las palabras de Jesús debían ser interpretadas literalmente, eliminando todas las glosas eclesiásticas al texto. Entonces se le hizo patente que los mandamientos de Cristo eran una afirmación de la ley eterna de Dios, que Cristo había abolido la ley de Moisés, y que no había venido, como la Iglesia pretendía, a reforzar la vieja ley o a enseñar que él era la segunda persona de la Trinidad 39. Tolstoi creyó interpretar fielmente el evangelio cuando se propuso resumir esta nueva ley en los cinco mandamientos definidos. Primero: «Vive en paz con todos los hombres y jamás consideres justificada tu ira contra ningún hombre ... Intenta por anticipado destruir toda enemistad entre ti y los demás, para que dicha enemistad no se inflame y te destruya». Segundo: «No 38. «Lo que creo», Obras, vol. XI, pp. 447-48. 39. ¡bid., pp. 353 ss, 370 ss.

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conviertas el deseo de las relaciones sexuales en una diversión. Que cada hombre tenga esposa y cada esposa marido, y que cada esposo tenga sólo una esposa y cada esposa un solo marido, y bajo ningún pretexto infrinja la unión sexual del uno con el otro». El «tercer mandamiento definido y practicable está claramente expresado: Nunca prestes juramento a nadie, en ninguna parte, ni a propósito de nada. Todo juramento se hace para fines malos». El cuarto mandamiento destruye «el estúpido y malvado» orden social en que viven los hombres, pues dice lisa, llana y prácticamente que: «Nunca resistas al malhechor por la fuerza, ni respondas a la violencia con violencia. Si te golpean, sopórtalo; si te arrebatan tus posesiones, abandónalas; si te obligan a trabajar, trabaja; y si quieren cogerte lo que tú consideras tuyo, entrégalo». El mandamiento final, que proclama el amor al enemigo, es entendido por Tolstoi como la «norma definida, importante y practicable ... : no hagas distinción entre la propia y las otras naciones, y no hagas ninguna de las cosas que se derivan de tales distinciones; no tengas enemistad con las naciones extranjeras, ni hagas la guerra ni tomes parte en ella; no te armes para la guerra, y compórtate con todos los hombres, sea cual fuere la raza a que pertenezcan, como nos comportamos con nuestro propio pueblo» 40. Por medio de la promulgación de estas leyes, creía Tolstoi que Cristo había establecido el reino de Dios. La ley de la no resistencia era para él, evidentemente, la clae del cristianismo. Como en el caso de otros ejemplos de este tipo que hemos considerado, la contrapartida de la gran devoción a los mandamientos de Jesucristo es una oposición total a las instituciones de la cultura. Para Tolstoi, éstas parecen estar edificadas sobre un complejo fundamento de error es, comprendida la teoría de la inevitabilidad del mal en la vida presente del hombre, la creencia en que la vida e tá gobernada por leyes externas, razón ésta por la que os hombres no pueden alcanzar la felicidad por sus solos '0

40. Ibid., pp . 376-377, 386, 390, 392-393, 398, 404. Cf. «El Evangeresumido», Obras, vol. XI, pp. 163-67.

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esfuerzos, el temor de la muerte, la identificación de la verdadera vida con la existencia personal, y, sO'bre todo, la práctica y la fe en la violencia. Tolstoi supera a Tertuliano en la creencia de que la corrupción humana nO' arranca de la naturaleza del hombre, sino de su cultura. Tolstoi, por otra parte, da la impresión de no percibir casi la medida y la profundidad en que la cultura impregna la naturaleza humana. De ahí que sus ataques se dirijan contra las creencias conscientes, las instituciones tangibles, y las cO'stumbres palpables de la sociedad. No se contenta con retirarse de ellas personalmente y con vivir una vida semimonástica, sino que se convierte en un cruzado contra la cultura que combate bajo la bandera de la ley de Cristo. Tolstoi fulmina sus ataques contra toda la cultura. El Estado, la Iglesia y los sistemas de propiedad son los reductos del mal, pero también la filosofía, las ciencias y las artes caen bajo su condenación. No existe ningún gobierno bueno para Tolstoi. «Los revolucionariO's dicen: "La organización del gobierno es mala en este y en aquel punto; debe modificarse en esto y en aquello". PerO' un cristiano dice: "No sé nada de organización gubernamental, ni en qué medida es buena o mala, y por la misma razón no quiero apoyarla" ... Todas las obligaciones estatales están contra la conciencia de un cristiano: el juramento de lealtad, los impuestos, los procedimientos legales y el servicio militar» 41. El Estado y la fe cristiana son sencillamente incO'mpatibles, porque el Estado se basa en el deseo de poder y en el ejercicio de la violencia, mientras que el amor, la humildad, el perdón y la no resistencia inherentes a la vida cristiana apartan completamente al cristianismo de las medidas e instituciones políticas. El cristianismo no sólo hace innecesario el Estado, sino que socava sus fundamentos y lo destruye desde dentrO'. El argumento de cristianos comO' Pablo, que afirman que el Estado realiza una función interina castigando el mal, no despierta ningún entusiasmo en Tolstoi, porque cO'nsidera 41. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», Obras, vol. XX, pp. 275-276.

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al E stado como la amenaza principal que pesa sobre la .da 42 . Contra sus males no hay defensa alguna, excepto una completa inhibición y un esfuerzo pacífico encaminado a la conversión de todos los hombres a un cristianismo pacífico, anárquico. Aunque las iglesias se llaman cristianas, están igualmente alejadas del cristianismo de Jesús. Tolstoi las considera como organizaciones egocentristas que afirman su propia infalibilidad, siervas del Estado, defensoras del reino de la violencia y del privilegio, de la desigualdad y de la propiedad, obscurecedoras y falsificadoras del evangelio. «Las Iglesias como Iglesias ... son instituciones anticristianas», radicalmente hostiles, en su «orgullo, violencia y autoafirmación, en su inmovilismo y muerte», a la «humildad, penitencia, mansedumbre, progreso y vida» del cristianismo 43. Como en el caso de los Estados, la reforma de tales instituciones es totalmente inadecuada. Cristo no las fundó, y la comprensión de su doctrina no reformará, sino que «destruirá las Iglesias y su significado» 44. Tolstoi vuelve una y otra vez a este tema, al igual que a la crítica del Estado. La Iglesia es una invención del diablo; ningún hombre honrado que crea en el evangelio puede ser sacerdote o predicador; todas las Iglesias son iguales en su traición a Cristo; las Iglesias y los Estados juntos representan la institucionalización de la violencia y del fraude 45. El ataque de Tolstoi a las instituciones econ,ómicas es igualmente intransigente. Su propio esfuerzo por renun42. Ibid., pp. 281 ss. 43. Ibid., p. 82. 44. Ibid., pp. 69, 101. 45. Cf. «La Restauración del Infierno», una extraordinaria fabulilla en que el re-establecimiento del reino del mal sobre la tierra después de la victoria de Cristo se explica particularmente por la invención de la Iglesia. El diablo que la inventó explica a Beelzebub: «Me ]as he apañado de tal manera que los hombres no crean en la enseñanza de Cristo sino en la mía, que ellos llaman por su nombre [el de Cristo]». Obras, vol. XII, pp . 309 ss. Cf. también «Religión y Mora!», «¿Qué es la Religión? », «Iglesia y Estado», «Llamada a los Clérigos», en el mismo volumen.

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ciar a la propiedad y, simultáneamente, la conservación de cierta responsabilidad en su administración, constituye parte de su tragedia personal. Creía que la propiedad se basaba en el latrocinio y se mantenía por la violencia. Más radical que los cristianos radicales del siglo II y que la mayoría de los monjes, se rebeló incluso contra la subdivisión del trabajo en la sociedad económica. Veía en ello, el medio por el que las personas privilegiadas, como los artistas, intelectuales y gente del mismo jaez, vivían a: costa del trabajo de otros, justificando su conducta en la afirmación de que eran seres de un orden superior al de los trabajadores, o en la creencia de que su contribución a la sociedad era tan importante que compensaba el daño que provocaban al sobrecargar a los obreros con sus pretensiones. La primera suposición fue desbaratada por las enseñanzas cristianas sobre la igualdad; la contribución prestada a la sociedad por los privilegiados es dudosa cuando no patentemente aviesa. De ahí que Tolstoi inste a los intelectuales, a los terratenientes y a los militares, a no engañarse más a sí mismos, a renunciar a su propia justicia, a sus ventajas y distinciones, para colaborar con todas sus fuerzas en el sostenimiento de sus propias vidas y) las vidas de otros mediante el trabajo manual. Siguiendo sus propios principios, Tolstoi intentó ser su propio sastre y zapatero, y le habría gustado ser su propio hortelano y cocinero 46. Al igual que Tertuliano, Tolstoi se rebeló también contra la filosofía, las ciencias y las artes en que fue educado. Las dos primeras no solamente son inútiles, ya que no pueden responder a los problemas fundamentales del hombre sobre el significado y la conducta de la vida, sino que son positivamente malas porque se apoyan en la falsedad. Las ciencias experimentales consagran sus energías a confirmar un dogma que falsea todo su intento, a saber: el dogma de que «la materia y la energía existen», mientras que nada hacen por mejorar la vida actual del hombre. «Estoy convencido de que, dentro de unos pocos 46. «¿Qué debemos hacer entonces?», Obras, vol. XIV, páginas 209 y ss, 269 ss, 311 ss.

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= ~g~o ,

la pretendida actividad "científica~ de nuestros cados siglos recientes de humanidad europea ofrecerán pectáculo inextinguible de regocijo y piedad a las r aciones futuras» 47. La filosofía nos dice, a fin de ntas, que todo es vanidad; pero «10 que está oculto a o sabios y a los prudentes es revelado a los niños». El ampesino vulgar que sigue el Sermón de la Montaña sabe lo que los sabios y los grandes no pueden comprender. «Se necesitan talentos especiales y dones intelectuales, no para el conocin1iento y expresión de la verdad, sino para la invención y expresión de la falsedad» 48 . El artista Tolsoi no pudo realizar una ruptura tan completa con las artes. Estableció al menos una distinción entre arte bueno y arte malo. A esta última categoría confinó toda su obra anterior, excepto dos historias cortas, todo el arte «gentil» destinado a las clases privilegiadas, e incluso Han1let y la avena Sinfonía. Pero admitió un arte que fuera expresión sincera y comunicación del sentimiento, que ejerciera una atracción universal, que fuera comprensible para las masas de los hombres, y estuviera de acuerdo con la conciencia moral cristiana 49. Por esto, cuando no consagraba sus excepcionales talentos literarios a la composición de homilías y tratados sobre la no resistencia y la erdadera religión, redactaba parábolas e historias cortas como «Donde está el amor, allí está Dios» y «Maestro y Hombre». Tolstoi, como toda persona fuera de serie, no encaja completamente en la categoría que le hemos at.ribuido. Se parece al autor de la Primera Epístola Juan en su exaltación del amor y su negativa a «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida». Se parece a Tertuliano en la vehemencia de sus ataques a las instituciones sociales. Se par ece a los monjes en su dedicación personal a una vida de pobreza. Pero di47. «Lo que creo», Obras, vol. XI, p. 420; cf. también «Una Confesión», vol. XI, pp. 23 ss; «Sobre la Vida», vol. XII, pp. 12-13. 48. «Razón y Religión», Obras, vol. XII, p. 202; cf. «Una Confesión », vol. XI, pp. 56 ss, 73-74. 49. «¿Qué es el Arte?», Ob ras, vol. XVIII , pp. 231 ss.

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fiere de todos ellos en su relación con Jesucristo, pues se descubre en los primeros una devoción personal a un Señor personal, devoción que falta extrañamente en Tolstoi. Para él la ley de Cristo es más importante que la persona del Inisn10 legislador. Máximo Gorki ha observado que, cuando Tolstoi hablaba de Cristo, «no lo hacía con entusiasmo, no había sentimiento en sus palabras ni calor alguno» 50 . Sus escritos en general corroboran este juicio. Además, Tolstoi den1uestra muy poca comprensión del significado de la gracia de Dios manifestada en Jesucristo, de la naturaleza histórica de la revelación cristiana, de las profundidades psicológicas, morales y espirituales tanto de la corrupción como de la salvación. Por esto, era más legalista que el mismo Tertuliano. No obstante, en la historia moderna y en las condiciones de la cultura moderna de la que él fue en parte un producto, Tolstoi se yergue como un ejemplo rotundo de cristianismo anticultural 51 • Sería fácil aducir múltiples ejemplos de esta índole. Formarían un grupo muy abigarrado, compuesto por católicos orientales y occidentales, ortodoxos y protestantes sectarios, milenaristas y místicos, cristianos antiguos, medievales y modernos. Su unidad de espíritu se manifestaría también en su aceptación común de la única autoridad de Jesucristo y en su unánime rechazo de la cultura. El hecho de que la cultura se califique o no de cristiana carece de importancia, pues para estos hombres es siempre pagana y corrupta. Tampoco tiene un significado de primer orden el que tales cristianos piensen en términos apocalípticos o místicos. Como apocalípticos, profetizarán la desaparición inminente de la vieja sociedad y el advenimiento en la historia de un nuevo orden divino. Como místicos, experimentarán y anunciarán la realidad de un orden eterno oculto bajo la especiosa capa temporal y cul50. GORKI Máximo, Recuerdos de León Nikolaievich Tolstoi, 1920 (ed. ingl., p. 5). 51. Para descripciones completas de la vida y obra de Tolstoi, véase Aylmer MAUDE, Life of Tolstoy, y Ernest J. SIMMONS, Leo Tolstoy.

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r al. Lo más significativo en estos cristianos no es si 'O iensan o no histórica o místicamente en el reino de Dios, ~~o más bien si están convencidos de su proximidad y se g-- ,an por esta convicción, o si piensan en ello como algo =-" ativamente remoto en el tiempo o en el espacio y rela='· 'amente ineficaz de hecho. Tampoco son decisivas las : -erencias entre protestantes y católicos. Las caracterís-= a monásticas reaparecen entre los protestantes sectar-os; un luterano como Kierkegaard atacará la cristiandad e la cultura post-reformista con la misma intransigencia on que Wyclif atacó la fe social medieval. Por muchos _' diversos que sean estos movimientos, ofrecen una resuesta fundamentalmente idéntica a la pregunta sobre Cristo y la cultura.

3.

Una posición necesaria e inadecuada

Formular objeciones a esta solución del dilema cristiano, es algo relativamente fácil. Pero los cristianos inteligentes, que no pueden en conciencia adoptar personalmente esta posición, admiten la sinceridad de la mayoría de sus exponentes, su importancia en la historia y la necesidad de esta postura en el encuentro total de la Igleia con el mundo. En el movimiento anticultural, lo mismo que en otras partes, abundan hombres inmaduros y de ideas confusas, . hasta en ellos puede florecer la hipocresía. No obstant e, la sencillez de corazón y la sinceridad de los máximos representantes de esta categoría se cuentan entre sus cualidades más atrayentes. Se ha dado una especie de «reduplicación» kierkegaardiana en sus vidas, ya que han plasmado en sus obras y conducta lo que han afirmado de palabra. No han seguido caminos fáciles en la profesión de su lealtad a Cristo. Han soportado sufrimientos físicos v mentales en su disposición a abandonar el hogar, la pr opiedad y la protección del gobierno en aras de su causa . Han aceptado el desprecio y la animosidad que la sociedad inflige a los disconformistas. Desde las persecucion s 69

de los cristianos bajo Domiciano hasta el encarcelamiento de los testigos de Jehová en la Alemania nacional-socialista y en la democrática América, tales personas han sufrido martirio. En la medida en que los pacifistas cristianos de nuestro tiempo pertenecen a este grupo -aunque no todos- , sus sufrimientos parecerán, a nosotros y a otros, determinados por su obediencia a Jesucristo más que en el caso del soldado cristiano que sufre y muere. Parte del atractivo de la respuesta «Cristo-contra-la-cultura» estriba en esa evidente reduplicación en la conducta, de aquello que se afirma de palabra. Cuando efectuamos dicha reduplicación, nos parece demostrar a nosotros mismos y a los demás, que cumplimos lo que decimos porque confesamos que Jesucristo es nuestro Señor. En la historia, estas inhibiciones y negativas cristianas a las instituciones de la sociedad han sido de gran importancia tanto para la Iglesia como para la cultura. Han mantenido la distinción entre Cristo y el César, entre la revelación y la razón, entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre. Han suscitado reformas tanto en la Iglesia como en el mundo, aunque nunca fue ésta su intención. De ahí que los hombres y los movimientos de este género se muestren a menudo b astante exaltados por el papel heroico que han desempeñado en la historia de una cultura que ellos rechazaban. Lo que Montalembert dijo de Benito de Nursia es aplicable de una forma u otra a casi todos los grandes representantes del cristianislllo riguroso: «Los historiadores han rivalizado en exaltar su genio y su visión acertada; han supuesto que pretendía regenerar Europa, detener la disolución de la sociedad, preparar la reconstrucción del orden político, restablecer la educación pública, y preservar la literatura y las artes ... Yo creo firmen1ente que jamás soñó en regenerar nada, sino que pensó en su propia alma y en las almas de sus hennanos , los monjes» 52 . El ideal individualista de la regeneración del alma no es evidentemente la razón principal de la actitud de los cristianos radicales, pero tam52. DE gina 436.

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MONTALEMBERT,

The Monks 01 the West, 1896, vol. J, pá-

poco lo es la esperanza de una reforma social. En esta última, realizan lo que no pretendían. Los cristianos del siglo II no tenían interés alguno por que el gobierno del César preparara el camino al triunfo social de la Iglesia y a la conversión del mundo pagano a una civilización cristiana. El monaquismo se convirtió eventualmente en uno de los máximos factores conservadores y transmisores de la tradición cultural; educó a muchos insignes dirigentes eclesiásticos y políticos de la sociedad; consolidÓ las instituciones que sus fundadores habían abandonado. Los protestantes sectarios prestaron una contribución importante a las costumbres y tradiciones políticas, como las que garantizan la libertad religiosa a todos los miembros de la sociedad. Los cuáqueros y los tolstoianos preconizaron la desaparición de todos los métodos de coacción, pero ayudaron de hecho a reformar las prisiones, a limitar los armamentos y a establecer organizaciones internacionales para el mantenimiento de la paz por medio de la coacción. Una vez admitida la importancia del papel desempeñado por los cristianos anticulturales en la reforma de la cultura, debemos advertir inmediatamente que jamás consiguieron estos resultados solos o directamente, sino únicamente por mediación de sus seguidores que dieron una respuesta ya diferente al problema fundamental. No fue Tertuliano, sino Orígenes, Clemente de Alejandría, Ambrosio y Agustín quienes iniciaron la reforma de la cultura romana. No fue Benito, sino Francisco de Asís, Domingo de Guzmán y Bernardo de Claraval quienes llevaron a cabo la reforma de la sociedad medieval, atribuida con harta frecuencia a Benito de Nursia. No fue George Fax, sino William Penn y John Woolman quienes cambiaron las instituciones sociales en Inglaterra y América. Lo que en cada caso hicieron los seguidores, no fue tanto poner en juego las enseñanzas de sus maestros radicales como conseguir otra inspiración distinta de la emanada de una lealtad exclusiva a un Cristo exclusivo. Y, no obstante, fue necesaria la respuesta radicalmente cristiana al problema de la cultura en el pasado) sin

duda alguna también lo es hoy. Dicha respuesta debe darse por sí misma, y porque sin ella otros grupos cristianos perderían su equilibrio. La relación de la autoridad de Jesucristo con la autoridad de la cultura es de un género tal que todo cristiano debe sentirse con frecuencia llamado por el Señor a rechazar el mundo y todos sus reinos con el pluralismo y temporalismo inherentes al mismo, con sus compromisos variables y sus muchos intereses, con su obsesión hipnótica por el amor a la vida y el temor a la muerte. El movimiento de inhibición y de renuncia es un elemento necesario en toda vida cristiana, aun cuando vaya seguido de un movimiento, igualmente necesario, de compromiso responsable en las tareas culturales. Si no se registra el primer movimiento, la fe cristiana degenera pronto en un artificio utilitario para la consecución de la prosperidad personal y la paz pública; y un ídolo usurpa el lugar de Jesucristo como Señor. Lo que es necesario en la vida individual también lo es en la vida de la Iglesia. Si el texto Romanos 13 no se equilibra con el de la Primera de Juan, la Iglesia se convierte en un instrumento del Estado, incapaz de mostrar a los hombres su destino transpolítico y su lealtad suprapolítica; incapaz también de empeñarse en tareas políticas, salvo como otro grupo más de hombres sedientos de poder y seguridad. Si Cristo es considerado como la autoridad principal, la respuesta radical es inevitable, no sólo cuando los hombres desesperan de su civilización, sino también cuando se complacen en la misma; no sólo mientras esperan el reino de Dios, sino también mientras apuntalan los muros trepidantes de las sociedades temporales para que los hombres no queden enterrados bajo sus ruinas. Mientras la eten1idad no pueda ser traducida en términos temporales, ni el tiempo en eternidad, mientras Cristo y la cultura no puedan ser amalgamados, la respuesta radical será inevitable en la Iglesia. Sí, respuesta inevitable, pero también inadecuada, como fácilmente pueden observar los miembros de otros grupos. Inadecuada, en primer lugar, porque afirma de palabra lo que niega con los hechos, a saber, la posibili-

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dad de dependencia única de Jesucristo con exclusión de la cultura. Cristo no se dirige al hombre como lo haría un ser neutro, sino como un hombre que se ha encarnado en una cultura; que no solamente vive en la cultura, sino que ha ~ido penetrado por la cultura. El hombre no sólo habla, sino que piensa con el recurso del lenguaje de la cultura. No sólo el mundo objetivo ha sido modificado a su alrededor gracias a las conquistas humanas, sino que las formas y actitudes mentales del hombre que le permiten dar sentido al mundo objetivo, las debe a la cultura. No puede prescindir ni de la filosofía ni de la ciencia de su sociedad como si le fueran ajenas, porque subsisten en él, aunque en formas diferentes a las que revisten en los dirigentes de la cultura. No puede librarse ni de las creencias políticas ni de las costumbres económicas, rechazando las instituciones más o menos externas; tales costumbres y creencias se han incrustado en su mente. Si los cristianos no llegan a Cristo con el lenguaje, las categorías mentales y las disciplinas morales del judaísmo, llegarán con las de Roma; si no con las de Roma, llegarán con las de Alemania, Inglaterra, Rusia, América, India o China. Por esto, los cristianos ra'd icales usan siempre de la cultura, o de algunos de sus elementos, aunque la rechacen ostensiblemente. El autor de la Primera Epístola de Juan recurre a los términos de la filosofía gnóstica a cuyo uso pagano se opone 53. Clemente de Roma utiliza ideas semiestoicas. En casi cada una de sus sentencias, Tertuliano pone de manifiesto que es un románo, tan saturado de la tradición legal y tan dependiente de la filosofía, que no puede exponer el caso cristiano sin su ayuda 54. A Tolstoi se le comprende cuando se le interpreta como ruso del siglo XIX que participa subconsciente o conscientemente, en las profundidades de su alma, de los movimientos culturales de su tiempo, y del sentido místico ruso de comunidad con los hombres y la naturaleza. 53. Cf. DODD, op. cit., xx, xxix, xlii, et passim. 54. Cf. SHORT C. de LisIe, The Influence O'f Philosophy on the Mind Df Tertullian, y BECK AIexander, Roemisches Recht bei Tertullían und Cyprian.

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Así sucede con todos los miembros del grupo cristiano radical. Cuando se encuentran con Cristo, lo hacen como herederos de una cultura que ellos no pueden rechazar, porque es parte integrante de su personalidad. Pueden retirarse de sus instituciones y plasmaciones más evidentes, pero, en su mayor parte, sólo pueden seleccionar -y modificar bajo la autoridad de Cristo- algo de lo que ellos han recibido por mediación de la sociedad. La conservación, selección y conversión del acervo cultural no es sólo un hecho, sino también un requisito moralmente ineludible, que el cristiano exclusivista debe cumplir por ser cristiano y hombre. Si ha de confesar a Jesús ante los hombres, debe hacerlo por medio de palabras e ideas hijas de la cultura, aunque sea también necesario variar su significado. Debe usar palabras como «Cristo» o «Mesías» o «Kyrias» o «Hijo de Dios» o «Lagos». Si ha de expresar el significado del «amor», debe seleccionar entre palabras como «eros», «philal1thropia» y «agape», o «caridad», «lealtad» y «amor», eligiendo la que se aproxime más al significado que Jesucristo encierra, y modificándola con el sentido del contexto. No tiene otra alternativa, si quiere comunicarse y saber en quién y qué cree. Cuando se decide a cUlnplir las exigencias de Jesucristo, se encuentra en parte en la necesidad de traducir en términos de su propia cultura lo que Cristo ha ordenado en términos de otra diferente; le acosa también la necesidad de dar precisión y sentido a principios generales a.doptando reglas específicas que relevan de su vida social. ¿ Qué sentido tienen las declaraciones de Jesús sobre el sábado, en una sociedad que no celebra tal día? ¿Debe el sábado ser introducido o modificado, o preterido como elemento de una cultura ajena, no cristiana? ¿Qué sentido tiene orar a un Padre en los cielos, en el seno de una cultura cuya cosmología difiere radicalmente de la vigente en Palestina durante el siglo r? ¿ Cómo serán arrojados los demonios cuando no se cree en su existencia? No es posible escapar aquí de la necesidad cultural; la alternativa parece formularse entre el esfuerzo por reproducir la cultura en que "d ,-ió Jesús y el de traducir sus palabras en las palabras

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de otro orden social. Más aún: el mandato de amar al prójim o no puede ser obedecido como no sea en términos específicos, que suponen la comprensión cultural de la n aturaleza del prójimo, o bien en actos específicos dirigidos al prójimo como a un ser que ocupa su lugar en la cultura, como a un miembro de la comunidad familiar o religiosa, como a un amigo nacional o enemigo, como a un rico o pobre. En su esfuerzo por ser obediente a Cristo, el cristiano radical reintroduce ideas y normas extraídas de la cultura no cristiana en dos ámbitos: en el gobierno de la comunidad cristiana separada, y en la regulación de la conducta cristiana hacia el exterior. La tendencia del cristianismo exclusivista consiste en confinar los mandamientos de lealtad a Cristo, de amor a Dios y al prójimo, dentro de los límites de la comunidad cristiana. También aquí deben privar las demás exigencias evangélicas. Pero, como entre otros muchos ha señalado Martin Dibelius, «las palabras de Jesús no fuer on pronunciadas como normas éticas destinadas' a una cultura cristiana; si como tales fueran aplicadas, no serían suficientes para confeccionar una respuesta a todos los problemas de la vida cotidiana» 55. Necesitaríamos otros elementos, elementos que los primeros cristianos descubrieron en la ética popular judía y judea-helenística. Es extraordinaria la medida en que la ética del cristianismo del siglo II -tal como está resumida, por ejemplo, en La Enseñanza de los Doce y en la Epístola de.Bernabécontiene materiales extraños al Nuevo Testamento. Estos cristianos, que creían ser una nueva «raza» distinta a ju~ días y gentiles, copiaron de las leyes y costumbres de aquéllos, de quienes se habían separado, lo que necesitaban para la vida común y no habían recibido del cristianismo. La situación es similar en el caso de las reglas monásticas. Benito de Nursia busca un fundamento escriturístico para todas sus regulaciones y consejos; pero el Nuevo Testamento no le basta, ni tampoco la Biblia en su conjunto, razón ésta por la que recurre a viejas refle~ 55. DIBELIUS Martin, A Fresh Approach to the New Tes tamen página 219.

J

xiones sobre la experiencia humana en la vida social, para extraer las reglas por cuyo medio se gobierne la nueva comunidad. El espíritu con que se presentan las regulaciones tanto escriturísticas como no escriturísticas, evidencia asimismo la imposibilidad de ser cristiano sin referencia alguna a la cultura. En las palabras de Tertuliano que recomiendan la modestia y la paciencia, se advierten siempre ciertas resonancias estoicas, y en las palabras de Tolstoi sobre la no resistencia, percibimos el eco de algunas ideas rousseaunianas. Aunque no se hiciera uso de otra herencia aparte de la de Jesucristo, las necesidades de una comunidad exclusivista impulsarían el desarrollo de una nueva cultura. Los inventos, las conquistas humanas, la realización temporal de los valores, la organización de la vida comunitaria, son inherentes a la misma. Si se abandonan los dogmas y ritos sociales de la religión, surge una nueva dogmática y un nuevo ritual, a menos que la vida religiosa sufra un colapso. Así pues, los monjes elaboran sus propios rituales en sus monasterios, los silencios cuáqueros se formalizan tanto como las misas, y los dogmas de Tolstoi se proclaman con tanta seguridad como los dogmas de la iglesia rusa. Cuando el estado ha sido rechazado, la comunidad exclusivamente cristiana despliega necesariamente una organización política propia, con la ayuda de otras ideas distintas a las extraídas del precepto de que el primero debe ser el servidor de todos. Ha llamado a sus dirigentes profetas o $l.bades, a sus asambleas de gobierno, reuniones trimestrales o congregaciones; ha impuesto la uniformidad por medio de la: opinión popular y la expulsión de la sociedad; pero, en todo caso, ha procurado mantener el orden interno, no sólo en líneas generales, sino incluso en la plasmación de una forma específica de vida. Se han abandonado las vigentes instituciones de la propiedad, pero se ha precisado de algo más que el consejo de venderlo todo y darlo a los pobres" ya que los hombres necesitaban comer, vestir y cobijarse, incluso en la pobreza. Por esto, se idearon nueos medios de adquisición y distribución de bienes, y se fij ó una nueva cultura económica.

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Al tratar con la sociedad considerada como pagana, de la que jamás consigue separarse completamente, el cristiano radical debe recurrir siempre a principios que no emanan directamente de su convicción acerca de la soberanía de Cristo. Su problema ha consistido en la necesidad de vivir en una situación interna. Tanto los cristianos exclusivo-escatologistas como los meramente exclusivistas deben tener en cuenta el «entre tanto», el intervalo que va del amanecer del nuevo orden de vida a su victoria definitiva, el período en que lo material y temporal no ha sido todavía transformado en espiritual. No pueden, pues, separarse completamente del mundo cultural que los rodea, ni de aquellas necesidades que hacen imprescindible la existencia de la cultura. Aunque el mundo entero yazca en tinieblas, es necesario distinguir entre justicias e injusticias relativas en este mundo y a las relaciones cristianas con él. Por esto, Tertuliano, escribiendo a su esposa, le aconseja la viudez en caso de morir primero. Descarta todo motivo de celos o instinto de posesión, porque tales motivos carnales serán eliminados en la resurrección, y porque «en aquel día no se reanudará el infortunio voluptuoso entre nosotros». Debe permanecer viuda porque la ley cristiana sólo permite un matrimonio y porque la virginidad es mejor que este último. El matrimonio no es realmente bueno: simplemente, no es malo. En efecto, cuando Jesús dice: «"Se casaban y compraban", estigmatiza los vicios principales de la carne y del mundo, que apartan extraordinariamente a los hombres de las enseñanzas divinas». Tertuliano, pues, aconseja a su esposa que acepte la muerte de él como una llamada de Dios a la gracia inmensa de la vida continente. Pero, más adelante, escribió una segunda carta en que dio el «segundo consejo en importancia», diciendo que si necesitaba contraer segundas nupcias, al menos «se casara en el Señor», es decir, se casara con un cristiano, y no con un incrédulo 56 . Tertuliano nos ofrece finalmente una gama completa de supuestos bienes y males relativos a la: vida sexual del 56. «A su Esposa» (Ante-Nicene Fathers, vol. IV); cf. también «Sob re la monogamia»; «Exhortación a la Castidad».

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hombre en el intervalo antes de la resurrección. Comparado con la virginidad, el matriInonio es relativamente malo; un solo matrimonio en la vida, sin embargo, es relativamente bueno comparado con unas segundas nupcias; pero en caso de ceder a la funesta tentación de unas segundas nupcias, el matrimonio con un creyente es relativamente bueno. Puesto entre la espada y la pared, Tertuliano acabaría por admitir que, en caso de un matrimonio con un incrédulo, la monogamia sería mejor que la poligamia, y hasta afirmaría que, en un mundo libertino, la poligamia sería relativamente buena, comparada con unas relaciones sexuales totalmente irresponsables. Otros ejemplos de la necesidad de admitir unas leyes relativas a este tiempo intermedio y a la existencia de una sociedad pagana, los hallamos en la historia de los cuáqueros, a quienes, enfrentados ineludiblemente con la institución viciosa de la esclavitud, acuciaba la preocupación de que los esclavos fueran tratados «justamente», y de que, por ser imprescindible la compra y venta, se dictaminara una política de precio fijo. Pensamos también en el caso de los pacifistas cristianos que, habiendo rechazado las instituciones y prácticas de la guerra como totalmente perversas, procuran sin embargo que los armamentos sean limitados y prohibidas ciertas armas. La hija del conde Tolstoi ha dejado por escrito la historia de la tragedia de su padre, que fue, al menos en parte, la tragedia de un cristiano exclusivista cuyas responsabilidades no le permitían escapar a los problemas del «entre tanto». Personalmente, podía elegir la vida de pobreza, pero no podía imponerla a su esposa e hijos, porque no compartían sus convicciones; no deseaba la protección de la policía ni la necesitaba, pero era miembro de una familia que requería la protección de la fuerza pública. El hombre pobre vivió en su rica heredad, a su pesar, y con una responsabilidad ambigua; el no resistente hubo de ser protegido de la chusma incluso en su muerte. La condesa Alexandra cuenta una historia en la que se pone de relieve dramáticamente este problema, e indica cómo, hasta el mismo Tolstoi, se veía obligado a admitir que la concien-

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cia y el gobierno del derecho ejercían su autoridad sobre el hombre incluso en el seno de instituciones perversas. Cómo él había renunciado a la propiedad, pero permanecía atado a su familia, y cómo la responsabilidad de la explotación de su heredad recayó sobre su esposa, inepta para esta tarea. Bajo la defectuosa supervisión de ésta, unos administradores incompetentes y deshonestos permi tieron que la heredad cayera en un desorden general. Un horrible accidente se produjo a causa de la mala administración: un campesino fue enterrado vivo en un pozo de arena abandonado. «Pocas veces vi a mi padre tan abochornado», escribe su hija. «No deben ocurrir cosas semejantes», decía él a su madre. «Si quieres una heredad, has de administrarla bien, de lo contrario debes abandonarla completamente» 57. Podríamos multiplicar indefinidamente las historias de este género, que ilustran los pactos de los cristianos radicales con una cultura rechazada como perversa, pero de la que no es posible escapar. Estas historias hacen las delicias de sus críticos, aunque tales delicias sean indudablemente poco razonables e infundadas, ya que estas historias subestiman el dilema cristiano. La diferencia ent re los radicales y los demás grupos se reduce a menudo a esta sola: que los radicales no pueden admitir lo que están haciendo, y siguen hablando como si estuvieran separados del mundo. A veces las contradicciones son completamente explícitas en sus escritos, como en el caso de Tertuliano, que parece contradecirse a sí mismo en temas como el valor de la filosofía y el gobierno. Las contradicciones son a menudo implícitas, y se perciben únicamente en una conducta contradictoria. En ambos casos, el cristiano radical confiesa que no ha resuelto el problema de Cristo y la cultura, sino que sólo busca su solución en una dirección determinada.

57. TOTSLOI, Condesa Alejandra, La Tragedia del Conde Tols toi, 1933, p. 65; cf. pp. 161-165, y SIMMONS, op. cit., 631 ss, 682>-683 et passim.

4.

Problemas teológicos

Ciertos indicios en el movimiento del cristianismo exclusivista contra la cultura nos infunden la sospecha de que las dificultades que el cristiano arrostra cuando trata de resolver su dilema no son únicamente éticas, sino teológicas, y que las soluciones éticas dependen de la comprensión teológica, y viceversa. Los problemas relativos a la naturaleza divina y humana, a la acción de Dios y a la actividad del hombre, surgen inmediatamente tan pronto como el cristiano radical decide separarse de la sociedad cultural y se enzarza en disputas con miembros de otros grupos cristianos. Indicaremos en este apartado cuatro problemas de este tipo con sus respuestas radicales. Primero, el problema de la razón y la revelación. Se tiende de algún modo en el movimiento radical a utilizar la palabra «razón» para designar los métodos y el contenido conceptual de la sociedad cultural, y la palabra «revelación» para indicar el conocimiento cristiano de Dios y del deber, que procede de Jesucristo y que se encuentra en la sociedad cristiana. Estas definiciones se relacionan con el menosprecio de la razón y la exaltación de la revelación 58. Incluso en la Primera Carta de Juan, el menos extremista de nuestros ejemplos, asoma un poco ese dilema en la oposición del mundo de las tinieblas al mundo de la luz en la que andan metidos los cristianos, y se nos dice ·que los cristianos conocen todas las cosas. porque han sido ungidos por el Santo. Tertuliano, por supuesto, es el ejemplo histórico culminante que substituye la razón por la revelación. Aunque personalmente no dijo «Credo quia absurdum est» en el sentido prestado comúnmente a esta expresión que a veces se le atribuye, sí dijo: «No serás "sabio" como no te hagas "necio" para el mun58. Esta recíproca oposición entre la razón y la revelación no es, por supuesto, un rasgo exclusivo de los miembros del movimiento del cristianismo contra la cultura. Hay cristianos que toman otras posiciones distintas de la radical en cuestiones políticas y económicas, y pueden sin embargo adoptar la actitud exclusivista cuando tratan del problema del conocimiento.

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do, creyendo las "necedades de Dios" ... El Hijo de Dios fue crucificado; no me avergüenzo de ello, aunque los hombres sí se avergüenzan. Que el Hijo de Dios murió, es algo que debe creerse a toda costa, porque es increíble [prorsus credible est, quia ineptum est]. Y fue sepultado y resucitado: hecho éste cierto, porque es imposible» 59. Pero no es la fuerza de su confesión de fe en la doctrina cristiana común lo que le convierte en el máximo exponente de la defensa antirracional de la revelación, sino los ataques a la filosofía y a la sabiduría cultural a que hemos aludido anteriormente. Una actitud similar ante la razón cultural aparece en varios escritores monásticos, en los primeros cuáqueros y en los protestantes sectarios, y tal es el rasgo característico de Tolstoi. La razón humana, tal como florece en la cultura, es para estos hombres no sólo inadecuada, ya que no conduce al conocimiento de Dios y a la verdad necesaria para la salvación, sino también errónea y falaz. Pero es verdad que pocos de ellos se limitan sin más a rechazar la razón y a poner la revelación en su lugar. Con Tertuliano y Tolstoi, distinguen entre el conocimiento simple y «natural» que posee el alma humana no corrompida, y la comprensión viciada propia de la cultura; tienden además a distinguir entre la revelación proporcionada por el espíritu o la luz interior y la revelación que históricamente fue dada y transmitida por las Escrituras. No pueden resolver el problema de Cristo y la cultura, sin admitir la necesidad de formular distinciones tanto en el razonamiento' que tiene lugar fuera de la esfera cristiana, como en el conocimiento inherente a esta última. En segundo lugar, en la respuesta al problema de Cristo y la cultura, se hallan involucradas la naturaleza y el predominio del pecado. La respuesta lógica de los radicales parece ser que el pecado abunda en la cultura, pero que los cristianos han pasado de las tinieblas a la luz, y que la preservación de la comunidad santa de la corrupción es una razón fundamental para la sepa59. Sobre la Carne de Cristo, cap. v. CC 21 . 6

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ración del mundo. Algunos de ellos, por ejemplo, ciertos cuáqueros y Tolstoi, consideran la doctrina del pecado original como una teoría destinada a justificar un cristianismo contemporizador. Su tendencia -y aquí estos hombres prestan una importante contribución a la teología- consiste en explicar en términos sociales la herencia del pecado entre fas hombres. La corrupción de la cultura con que un niño es educado, y no la corrupción de su naturaleza no cultivada, es la responsable de la larga historia del pecado. Pero los mismos cristianos exclusivistas juzgan como inadecuada esta solución al problema del pecado y de la santidad, ya que las exigencias de Cristo relativas a la santidad de ida hallan resistencia en el mismo cristiano, no porque haya heredado una cultura, sino evidentemente porque se le ha dado cierta naturaleza. Las prácticas ascéticas de los radicales, desde Tertuliano a Tolstoi, en materia sexu al, en las comidas y ayunos, en el temperamento y hasta en el sueño, nos dicen cuán poderosa fue su consciencia de que la tentación al pecado surge tanto de la naturaleza como de la cultura. Todavía es más significativa su convicción de que una de las diferencias que existen entre el cristianismo y el secularismo estriba precisamente en el hecho de que el cristiano afronta su pecabilidad. «Si decimos que no tenemos pecado -escribe Juan-, nos engañamos a nosotros mislUOS y la verdad no está en nosotros». Tolstoi dice casi lo mismo, cuando se dirige a los terratenientes, jueces, sacerdotes y soldados, pidiéndoles que, ante todo , no nieguen lo injustificado de sus crímenes. Abandonar las tierras y abdicar de todas las ventajas es un acto heroico, «aunque es posible, y también lo más probable, que no tengáis valor para ello ... Pero reconocer la verdad como verdad y no engañarse a este respecto, es algo que vosotros podéis hacer siempre». La verdad que deben reconocer es que no están sirviendo al bien común 60. Si el mayor pecado es negar la propia pecabilidad, es imposible que la frontera entre la santidad de Cristo y el pecado del hombre coin60. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», Obras, volumen XX, p. 442.

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cida- con la trazada entre el cristiano y el mundo. El pecado habita en él, no fuera de su alma y de su cuerpo. Y si el pecado está más hondamente arraigado y más extendido de lo que imagina la ' respuesta del cristianismo radical, entonces ]a estrategia de la fe cristiana para alcanzar la victoria sobre el mundo debe incluir otras tácticas que no sean la inhibición ante la cultura y la defensa de una santidad recién adquirida. En estrecha conexión con estos problemas, está el de las relaciones entre la ley y la gracia. Los que se oponen al tipo exclusivista acusan con frecuencia a sus represent antes de legalismo y de olvidar el significado de la gracia en la vida y en el pensamiento cristianos, o de presentar el cristianismo exclusivamente como una nueva ley de una comunidad selecta hasta el punto de olvidar que el e angelio se dirige a todos los hombres. Es verdad que t odos insisten en que la fe cristiana se exhiba en la conducta diaria. ¿ Cómo puede un seguidor de Cristo estar seguro de su propia fidelidad como discípulo, si su amor a los hermanos, su abnegación, modestia, no resistencia su pobreza voluntaria no le distinguen de los demás h ombres? El acento puesto en la conducta puede llevarlo a la fijación de reglas precisas, a la preocupación por la conformidad de uno mismo con dichas reglas, y a la concentración en la importancia de propia voluntad más que en la gracia de Dios. Como ya hemos observado, la Primera Carta de Juan combina la gracia con la ky, yensalza al primacía del amor divino que es el único que capacita a los hombres, que se sienten atraídos por él, a amar a Dios y al prójimo. Tertuliano, sin embargo, es más legalista en todos los aspectos, como también lo son muchos m onjes, contra cuya «justicia por las obras» se opone el protestantismo. Tolstoi es el máximo exponente de esta corriente, ya que para él Jesucristo es únicamente el maestro de la nueva ley, dado que ésta es susceptible de ser raducida en mandamientos precisos y porque el problema de la obediencia puede suscitar en el corazón la capacidad de actuar la propia buena voluntad . Junto a tale inclinaciones al legalismo, es posible sin embargo de~

brir en Tertuliano, en los monjes, en los sectarios, e incluso en Tolstoi, la conciencia de que los cristianos son exactamente iguales a los demás hombres; que necesitan apoyarse totalmente en la gracia del perdón divino a sus pecados por Dios-en-Cristo; que Cristo no es sólo el fundador de una nueva sociedad cerrada tras los muros de una ley nueva, sino también el expiador de los pecados de todo el mundo; que la única diferencia entre los cristianos y los no cristianos estriba en el espíritu con que los primeros hacen las mismas cosas que los segundos. «Comiendo los mismos alimentos, llevando los mismos vestidos, poseyendo los mismos hábitos, sujetos a las mismas necesidades de la vida», navegando juntos, arando juntos la tierra, incluso ostentando la propiedad juntos y luchando juntos, el cristiano se conduce en todas estas circunstancias de un modo diferente, no porque su estatutosea diferente, sino porque conoce, y por lo tanto refleja, la gracia; no porque deba distinguirse, sino porque no necesita distinguirse 6\ El más intrincado problema teológico suscitado por el movimiento del cristianismo exclusivista contra la cultura consiste en la relación de Jesucristo con el Creador de la naturaleza y Gobernador de la historia, y con el Espíritu inmanente en la creación y en la comunidad cristiana. Algunos exponentes del cristianismo radical, tales como algunos sectarios y Tolstoi, consideran la doctrina de la Trinidad como desprovista de todo significado ético, y como una invención corrompida de una Iglesia corrompida. Pero no pueden soslayar el problema de la Trinidad, e intentan resolverlo a su propia manera. Otros, como el autor de la Primera Epístola de Juan y Tertuliano, pueden contarse entre los fundadores de la doctrina ortodoxa. El interés positivo y negativo de estos cristianos, sólidamente éticos y prácticos en el problema y en su solución, nos dice que el trinitarianismo no es en manera alguna una posición tan especulativa e intranscendente para la cultura como a menudo se pretende. Prácticamente, el 61. TERTULIANO, Apología, xlii; cf. Obras, vol. XX, pp. 452 ss.

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TOTSLOI,

«Reino de Dios»,

r oblema se plantea a los cristianos radicales cuando, en u deseo de subrayar la soberanía de Cristo, procuran defender su autoridad, definir el contenido de sus mandamientüs, y relacionar su ley o reinado con ese poder que gobierna la naturaleza y preside el destino de los hombres en sus sociedades seculares. La tentación suprema que deben arrostrar lüs radicales cuandO' tropiezan con estos pr oblemas, es la de convertir su dualismo ético en dualismo ontológico . Su rechazo de la cultura puede degenerar fácilmente en una suspicacia ante la naturaleza y el Dios de la naturaleza; su confianza en Cristo se convierte a menudo en una confianza en el Espíritu inmanente en él y en el creyente; a la postre, experimentan la tentación de dividir el mundo entre un reino material gobernado p or un principio opuesto a Cristo y un reino espiritual guiado por el Dios que es espíritu. Tales tendencias son evidentes en el montanismo de Tertuliano, en el franciscanismo espiritual, en la doctrina de la luz interior de lüs cuáqueros, y en el espiritualismo de Tolstoi. En las fronteras del movimiento radical, germina siempre la herejía maniquea. Si por una parte esta tendencia lleva al cristianismo exclusivista a paliar la relación de JesucristO' con la: naturaleza y con el Autor de la naturaleza, por otra conduce a la pérdida del cüntacto cün el Jesucristo de la historia, que es sustituido por un principio espiritual. De aquí arranca la reforma radical de George Fax aplicada a un cristianismo que se había comprometido, a su juicio, con el mundo, reforma que tenía bastantes vínculos con el énfasis con que se acentuaba la impürtancia del espíritu y que impulsó a algunos de sus seguidores a abandonar virtualmente la·s Escrituras y al Jesucristo escriturario, y que les indujo a considerar la conciencia personafcomo autoridad suprema del hombre. Tolstoi substituye el Jesucristo de la histüria por el espíritu inmanente en Buda, en Jesús, en Confucio, y en él mismo. La razón de que los cristianos radicales hayan de estar sometidos a la tentación de un espiritualismo que les aparta del principio previamente establecido por ellos, a saber, la autorida de Cristo, es algo difícil de entender. Tal vez est o

s

explique por qué Cristo no puede ser seguido únicamente por el cristianismo radical, por importante que sea como movimiento en la Iglesia, ya que dicho cristianismo no puede existir realmente sin el contrapeso de otros tipos de cristianismo.

6 ti

111. El Cristo de la cultura

1.

Acomodación a la cultura en el gnosticismo y en Abelardo

En toda cultura sobre la que incide el evangelio, hay hombres que saludan a Jesús como al Mesías de su sociedad, como al cumplidor de sus esperanzas y aspiraciones, como a quien perfecciona su verdadera fe, como a la fuene de su espíritu más santo. En la comunidad cristiana parecen estar en directa oposición a los radicales, que rechazan las instituciones sociales a causa de Cristo; pero distan mucho de los hombres «cultos que desprecian» la fe cristiana, que rechazan a Cristo en nombre de su civilización. Estos hombres son cristianos no sólo en el sentido de que se consideran creyentes en el Señor, sino también en el sentido de que procuran formar y mantener una comunidad con todos los demás creyentes. Pero parecen también hallarse a sus anchas en la comunidad de la cultura. No experimentan ninguna tensión importante entre la Iglesia y el mundo, entre las leyes sociales y el evangelio, entre las operaciones de la gracia divina y el esfuerzo humano, entre la ética de la salvación y la ética de la conservación o el progreso social. Por una parte, interpretan la cultura a través de Cristo, considerando en ella como más importantes aquellos elementos que son más conformes a su obra y su persona, y, por otra, comprenden a Cristo por medio de la cultura, tomando de sus enseñanzas y acciones, y de la doctrina cristiana sobre él, aquellos puntos que parecen más conformes a lo que hay de mejor en la civilización. Establecen así una armonía entre Cristo y la cultura, no sin preterir, por supuesto, del Nuevo Testamento y de las costumbres sociales, todos los elementos irremediablemente discordan87

tes. No buscan necesariamente la aprobación cristiana para la totalidad de la cultura dominante, sino tan sólo a lo que consideran verdadero en la actualidad; en el caso de Cristo, intentan desenmarañar lo racional e imperecedero que anda inextricablemente mezclado con lo histórico y accidental. Aunque su interés fundamental se polarice principalmente en torno a este mundo, no niegan el otro, si bien procuran comprender el reino trascendente como una prolongación del tiempo y de la vida presente. Por esto, pueden concebir la gran obra de Cristo como la tarea de la formación de los hombres en su presente existencia social para una vida futura mejor; a menudo consideran a Cristo como el gran educador, a veces como el gran filósofo o reformador. Del mismo modo que salvan el inmenso hiato que separa los dos mundos, también resuelven fácilmente otras diferencias entre Cristo y la cultura que parecen abismos a los cristianos radicales y a los anticristianos. A veces, ignoran dichos abismos o bien los llenan con materiales apropiados procedentes de excavaciones históricas o de los restos de antiguas estructuras mentales. F. W. Newman y William James han descrito la psicología de tales cristianos, diciendo de ellos que constituyen el grupo de los «nacidos una vez» y de las «mentes sanas». Sociológicamente, pueden ser calificados de no revolucionarios, porque no experimentan ninguna necesidad de poner «hendiduras en el tiempo»: la caída del hombre, la encarnación, el juicio y la resurrección. En la historia moderna, este tipo es perfectamente conocido, ya que ha dominado durante generaciones un importante sector del protestantismo. Inadecuadamente definido por el empleo de términos como «liberal» y «liberalismo», podríamos calificarlo más exactamente con la expresión «protestantismo cultural» \ aunque la existencia de esta clase de cristianos no es de hoy ni se remonta únicamente a la creación de las Iglesias de la Reforma. Se registran movimientos de esta índole en los prime1. Creo que fue Karl Barth quien inventó el término. Véase especialmente su Protestantische Theologie im 19. Jahrhundert, 1947, cap. iiL

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ros días del cristianismo. Aparecieron en el seno de la sociedad judía, pasaron al mundo greco-roma'n o a través de Pablo y otros misioneros, y pervivieron en las complejas interacciones de los muchos ingredientes culturales que hervían en la inquieta cuenca mediterránea. Ya entre los cristianos judíos aparecieron sin duda alguna todas las variantes que encontramos entre los cristianos gentiles antiguos y modernos, porque el problema de Cristo y la cultura es tan antiguo como el cristianismo. El conflicto de Pablo con los judaizantes y las posteriores referencias a nazarenos y ebionitas nos indican la existencia de grupos o movimientos que eran más judíos que cristianos, o, más exactamente, que procuraban mantenerse fieles a Jesucristo sin abandonar ninguna parte importante de la tradición judía corriente o las especiales esperanzas mesiánicas del pueblo elegido 2. Jesús era para ellos no sólo el Mesías prometido, sino el Mesías de la promesa, tal como lo entendían en la sociedad judía. En el cristianismo primitivo gentil, varias modificaciones del tema relativo a Cristo y a la cultura combinaron una preocupación más o menos positiva por la cultura con una lealtad fundamental a Jesús. Los cristianos radicales de épocas posteriores los han confinado generalmente al limbo indiferenciado del compromiso o de un cristianismo apóstata, pero, de hecho, existían entre ellos importantes diferencias. La actitud extrema, que interpreta a Cristo totalmente en términos culturales y tiende a: eliminar todo sentido de tensión entre él y la creéncia o costumbre social, estuvo representada en el mundo helenístico por los cristianos gnósticos. Estos hombres -Basílides, Valentín, el autor de Pistis Sophia, y similares- son herejes a los ojos de muchos organismos de la Iglesia y también a los ojos de los cristianos ra'dicales. Pero parece que sé comportaron como creyentes leales. «Partiendo de ideas cristianas, intentaron formular una teoría cristiana de Dios y el hombre; la contienda entre católicos y gnós2. Sobre el Cristianismo judío, véase LIETZMANN H., Los CoWElSS J., Historia del Cristicm1s-

m ienzos de la Iglesia Cristiana; m o Primitivo, vol. lI, pp. 707 ss.

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ticos fue una lucha entre personas que se sentían cristianas, no entre cristianos y paganos» 3. Burkitt ha demostrado satisfactoriamente que, en el pensamiento de tales gnósticos, «la figura de Jesús es esenciaL y sin Jesús los sistemas se desmoronarían»; que lo que ellos pretendían era reconciliar el evangelio con la ciencia y la filosofía de su tiempo. Así como los defensores de la fe en el siglo XIX intentaron exponer la doctrina de Jesucristo en términos evolucionistas, también estos hombres afrontaron la tarea de interpretarla a la luz de las fascinantes ideas sugeridas por la astronomía ptolemaica y por la psicología del tiempo para iluminar las mentes, recurriendo a sus palabras «reclamo» soma-serna, a su teoría de que el cuerpo era la tumba del alma 4. No hay nada tan efímero en la historia como las teorías pansóficas que florecen entre los iluminados de todos los tiempos bajo el brillante sol de los últimos descubrimientos científicos; y nada puede ser tan fácilmente descartado por períodos posteriores como las especulaciones vanas. Pero no vayamos a creer que los gnósticos se dejaron arrastrar por la fantasía en mayor grado que ciertos hombres de nuestros tiempos inclinados a considerar la psiquiatría como la clave para comprender a Cristo, o la explosión nuclear como la respuesta a los problemas escatológicos. Se propusieron separar el evangelio de su ropaje de nociones judías, bárbaras y anacrónicas sobre Dios y la historia; levantar al cristianismo del nivel de la creencia al nivel del conocimiento inteligente, e incrementar así su atractivo y su poder 5. Emancipados como estaban de las groseras formas del politeísmo y de la idolatría, y conocedores de insondables profundidades espirituales del ser, expusieron una doctrina según la cual J esucristo era un salvador cósmico de las almas, aprisionado y confundido en el mundo material caído, revelador de 3. BURKITT F. C., Church and Gnosis, 1932, p. 8; cf. también Cambridge Ancient History, vol. XII, pp. 467 ss; MCGIFFERT A. C., History of Christian Thought, vol. 1, pp. 45 ss. 4. BURKITT,Op. cit., pp. 29-35; 48; 51; 57-58; 87-91. 5. EHRHARD Albert, Die Kirche der Maertyrer, 1932, p. 130.

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la erdadera sabiduría redentora, restaurador del conocimiento correcto acerca de los abismos del ser y acerca del ascenso y el descenso del hombre 6. El elemento más evidente en el esfuerzo de los gnósticos por acomodar el cristianismo a la cultura de su tiempo es éste: su interpretación «científica» y «filosófica» de la persona y de la obra de Cristo. Lo que no es ya tan evidente es la afirmación de que semejante empeño entrañara su naturalización en el seno de la civilización. El cristianismo así interpretado se convirtió en un sistema filosófico y religioso, considerado sin duda como el mejor y el único verdadero, pero a fin de cuentas como uno más. En tanto que religión que trata del alma, no impuso ninguna pretensión imperiosa sobre la vida integral del hombre. Jesucristo era el salvador espiritual, no el Señor de la vida; su Padre no era la fuente de todas las cosas, sino el que las gobernaba. Tocante a la Iglesia, el pueblo nuevo, tendían a sustituirla por una asociación de iluminados que podían vivir en la cultura pero como quienes buscan un destino trascendente a la misma y no como quienes viven en conflicto con ella. La participación en la vida cultural no se debía a una actitud de indiferencia, no suponía ningún problema considerable. Un gnóstico no tenía razón alguna para negarse a prestar homenaje al César o a participar en la guerra, aunque quizá tampoco tuviera ninguna razón motriz, aparte la presión social, para someterse a las costumbres y a las leyes. Si estaba lo suficientemente iluminado para no tomar en serio el culto popular y oficial de 'los ídolos, también lo estaba para no convertir en una cuestión de vida o muerte la negativa a rendirlo: se mofaba del martirio 7. En la versión gnóstica, el conocimiento de Jesucristo era un asunto individual y espiritual, cuyo lugar 6. ef. BURKITT, op. cit., pp. 89-90. El pensamiento de los gnósticos parecerá menos extraño y ajeno a los modernos estudiantes de teología que se hayan familiarizado con las ideas de Nikolai Berdiaev, que se llama a sí mismo un gnóstico :c ristiano. Véase especialmente su obra La Libertad y el Espíritu, 1935. 7. IRENEo, Contra los Herejes, IV, xxxiii, 9; EHRHARD, op. cit., pp. 162, 170-71.

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en la vida cultural era como el pináculo mismo de las conquistas humanas. Era algo que las almas avanzadas podían alcanzar, y que constituía su meta avanzada y religiosa. Tenía sus puntos de contacto con la ética: a veces con una conducta muy rigurosa en la vida, otras con un comportamiento despreocupado y hasta licencioso; pero la ética se basaba en el mandamiento de Cristo, no en la lealtad del creyente a la nueva comunidad. Era más bien una ética de la aspiración individual a un destino totalmente inabarcable por parte de un mundo material y social, y al mismo tiempo una ética de adaptación individual e indiferente a dicho mundo. Desde el punto de vista del problema de la cultura, el esfuerzo de los gnósticos por reconciliar a Cristo con la ciencia y la filosofía de su tiempo no era un fin, sino un medio. Lo que el gnóstico logró por sí mismo -intencionadamente o no- como corolario de este esfuerzo, fue la disminución de todas las tensiones entre la nueva fe y el viejo orden. Qué medida del evangelio retuvo, es harina de otro costal, aunque debe señalarse que el gnóstico era selectivo tanto en su actitud hacia la cultura como en su actitud hacia Cristo. Rechazó, al menos para él, lo que le parecía innoble en la cultura, y cultivó lo que juzgaba ser más religioso y cristiano 8. El movimiento representado por el gnosticismo ha sido uno de los más poderosos en la historia del cristianismo, a pesar de la condenación lanzada por la, Iglesia contra sus representantes más exagerados. Lo esencial de este movimiento se define por la tendencia a interpretar el cristianismo como una religión y no como una Iglesia, o a interpretar la Iglesia como una asociación religiosa . no como una nueva comunidad. Considera a Jesucristo no sólo como revelador de verdades religiosas, sino tam8. Otro género de cristianismo cultural, en el período primiestá representado por Lactancio y aquellos teólogos y estacEstaS que, en el tiempo de las disposiciones de Constantino, procuraron amalgamar el romanismo con la nueva fe. El esfuerzo ha s: '0 e !i o de forma excelente por COCHRANE en su Christianity e s'ca Culture, parte 1I, especialmente el capítulo V. . -0,

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bién como Dios, objeto de culto religioso; pero no ve en él ni al Señor de toda la vida, ni al Hijo del Padre, Creador y Gobernador de todas las cosas. Es un tanto simple decir que el gnosticismo retiene la religión y rechaza la ética del cristianismo; la aceptación de los ténninos «religión» y «ética» como característicos del cristianismo es en sí una aceptación del punto de vista cultural, de una concepción pluralística de la vida en la que la actividad puede ser añadida a la actividad. La dificultad que entrañan tales términos se evidencia en parte por el hecho, evidente en el caso de los gnósticos, de que cuando eso que se llama religión está separado de la ética se convierte en algo muy distinto de lo que es en la Iglesia, y se concluye así en una metafísica, en una «gnosis», en un culto de misterios más que en una fe que presida toda la vida. Los problemas suscitados por el gnosticismo tocante a las relaciones de Cristo con la religión y de la religión con la cultura se agudizaron con el desarrollo de la llamada civilización cristiana. No cabe duda alguna de que la sociedad medieval era intensamente religiosa, y de que su religión era el cristianismo, pero la pregunta de si Cristo era o no el Señor de esta cultura no queda respondida por la simple referencia a la preeminencia de la institución religiosa en el seno de dicha cultura, ni siquiera por la alusión a la preeminencia de Cristo en dicha institución. En esta sociedad religiosa se plantearon los mismos problemas sobre Cristo y la cultura que aturdieron a los cristianos de la Roma pagana, y se registraron conatos de solución igualmente divergentes. Es verdad que ciertas variedades de monaquismo y algunas sectas medievales siguieron a Tertuliano, pero también lo es que en un Abelardo podemos discernir el esfuerzo por responder a este problema de modo parecido a como respondieron los ristianos gnósticos del siglo n. Aunque el contenido del pensamiento de Abelardo difiere en gran manera del de los gnósticos, su espíritu es muy parecido. Da la impreión de habérselas únicamente con la forma con que la Iglesia manifiesta su creencia, ya que impide a los judíos :" a otros no cristianos, especialmente a aquellos que re93

verencian y siguen a los filósofos griegos, el aceptar algo con lo que están de acuerdo en sus corazones 9. Pero, cuando afirma su fe, reduce sus creencias en Dios y en Cristo · y sus exigencias a nivel de la conducta, únicamente a lo que encaja con lo mejor de la cultura. Hace de su fe un conocimiento filosófico de la realidad y una ética encaminada a mejorar la vida. La teoría moral de la propiciación de Cristo se ofrece como una alternativa no sólo relativa a una doctrina que es difícil para los cristianos como tales, sino también a toda la concepción del acto definitivo (<
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debe, en la estimación de Abelardo, a la falsa concepción que la Iglesia se ha forjado de Cristo.

2.

El «protestantismo cultural» yA. Ritschl

En la: cultura medieval, Abelardo fue una figura cultural relativamente solitaria; pero, a partir del siglo XVIII, han aumentado sus seguidores, y lo que era herejía se convirtió en la nueva ortodoxia. Mil variaciones del tema de Cristo y la cultura han sido formuladas por insignes y modestos pensadores en el mundo occidental, por dirigentes de la sociedad y de la Iglesia, por teólogos y filósofos. Dicho tema tiene sus versiones racionalista y romántica, conservadora y liberal. Luteranos, calvinistas y sectarios, católicos romanos y protestantes, confeccionan sus propias formas. En la perspectiva de nuestro problema, las palabras clave «racionalismo», «liberalisn10», «fundamentalismo», «integrismo», etc., no tienen un sentido especial. Indican qué líneas divisorias atraviesan una sociedad cultural, pero oscurecen además la unidad fundamental que reina entre los hombres que interpretan a Cristo como un héroe de la cultura multiforme. Entre estos hombres y movimientos podríamos citar a un John Locke, para quien la Racionabilidad del Cristianismo era de por sí una garantía para todos aquellos que no sólo empleaban su razón, sino que la empleaban de forma «razonable», hecho este característico d'e una cultura inglesa que encontraba la vía media entre todos los extremos. Leibnitz pertenece a este grupo, y, en lo fundamental, también Kant, con su traducción del evangelio en una Religión dentro de los límites de la razón, ya que en este caso la palabra «razón» significa también el ejercicio particular del poder intelectual analítico y sintético, característico de lo mejor de la cultura de su tiempo. Thomas J efferson es un representante de este mismo grupo. «Soy cristiano en el único sentido en que Jesucristo deseaba que alguien lo fuera», pero hizo esta declaración tras haber extirpado cuidadosamente del Nuevo Testa-

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mento las palabras de Jesús sobre su persona. Aunque las doctrinas de Jesús, según Monticello, no sólo han llegado a nosotros en forma mutilada y corrompida, sino que además son deficientes en su presentación original, no obstante, «a pesar de estas desventajas, nos ofrecen un sistema moral, que, de ser completado en el espíritu y en el estilo de los ricos fragmentos que nos legó, sería el más perfecto y sublime que jamás nos haya enseñado hombre alguno». Cristo hizo dos cosas: «1.a : Corrigió el deísmo de los judíos, confirmándolos en su creencia en el Dios único, y proporcionándoles nociones más justas acerca de sus atributos y gobierno. 2. a : Sus doctrinas morales relativas a los allegados y amigos eran más puras y perfectas que las doctrinas de los filósofos más correctos, y muchísimo más que las doctrinas de los judíos. y todavía llegan más lejos, porque inculcan la filantropía universal, no ya únicamente hacia parientes y amigos, vecinos y compatriotas, sino también hacia todos los hombres, reuniéndolos en una sola familia, unidos por los vínculos de la caridad, la paz, las necesidades comunes y las comunes ayudas» 13. Los filósofos, estadistas, reformadores, poetas y novelistas que aclaman a Cristo con J efferson, repiten estas mismas ideas; Jesucristo es el gran iluminador, el gran maestro, el que dirige a todos los hombres en la cultura hacia al consecución de la sabiduría, de la perfección moral y de la paz. A veces es celebrado como el gran utilitarista, otras como el gran idealista, a veces como el hombre de la razón, otras como el hombre del sentimiento. Mas sean cuales fueren las categorías con que se le aborda, las cosas que defienden son fundamentalmente idénticas: una sociedad pacífica, cooperativa, conseguida por medio de la formación moral. Muchos teólogos relevantes de la Iglesia del siglo XIX se unieron al movimiento. El Schleiermacher de los Discursos sobre la Religión participó en el mismo, si bien 13. De una carta al Dr. Benjamin Rush, 21 de abril de 1803; en P. S., Basic Writings ot Thomas lettersan, pp. 660-662. Cf. también Thomas JEFFERSON, The Lite and Marals O't lesUlS of Nazare th, extracted textually trom the Gospels.

FOR ER

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esta actitud no es tan evidente en su escrito sobre La fe cristiana. El primer escrito, una producción de sus añ.os jóvenes, se dirige significativamente a «los cultos menospreciadores de la religión». Aunque la palabra «cultura» signifique aquí el patrimonio especializado del grupo más conscientemente intelectual y estético de la sociedad, es evidente que Schleiermacher se dirige, como los gnósticos y Abelardo antes que él, a los representantes de la cultura en el sentido más amplio. Al igual que ellos, también él cree que lo que los «cultos» encuentran ofensivo no es Cristo, sino la Iglesia, sus enseñanzas y ceremonias; y también él encaja en el patrón general porque habla de Cristo en términos de religión. En esta perspectiva, Cristo es pues no tanto el Jesucristo del Nuevo Testamento como el principio de mediación entre lo finito y lo infinito. Cristo pertenece a la cultura, porque la cultura misma, sin un «sentido y un gusto por lo infinito», sin una «música santa» que acompañe a toda su obra, se vuelve estéril y corrompida. Este Cristo de la religión no llama a los hombres a abandonar el hogar y la familia por su causa; penetra en sus hogares y en todas sus asociaciones como la presencia graciosa que añade un sentido infinito a todas las tareas temporales 14. Karl Barth, en una apreciación y crítica brillantes, subraya la dualidad y unidad de los dos intereses de Scheliermecher: quería ser simultáneamente un teólogo cristo-céntrico y un hombre moderno, participando plenamente en la labor de la cultura, en el desarrollo de'la ciencia, en el mantenimiento del Estado, en el cultivo de las artes, en el ennoblecimiento de la vida familiar, en el progreso de la filosofía ... y llevó a cabo esta doble tarea sin ninguna sensación de tensión, sin el sentimiento de que estaba sirviendo a dos señores. Tal vez Barth se forje un concepto un tanto unitario y monolítico de Schleiermacher; pero ciertamente, en los Discu¡1sos sobre la Religión, al igual que en sus escritos sobre la ética, es un indiscutible representante de aquellos que acomodan a' Cris14. Sobre la Religión. Traducido al inglés por John Oman, 1893; cf. pp. 246, 249, et passim.

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21 . 7

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to a la cultura, al tiempo que seleccionan de la cultura lo que casa mejor con Cristo 15. Mientras el siglo XIX evolucionó desde Kant, Jefferson y Schleiermacher a Hegel, Emerson y Ritschl, de la religión dentro de los límites de la razón a la religión de la humanidad, el tema de «el Cristo de la cultura» fue barajado una y otra vez de diferentes maneras, fue denunciado por oponentes culturales a Cristo y por cristianos radicales, y se fundó en otras respuestas que procuraban mantener la distinción entre Cristo y la civilización al tiempo que mantenían su lealtad a ambos. Actualmente, consideramos todo el período como la era del protestantismo cultural aunque, al hacerlo, formulamos nuestra crítica a sus tendencias con la ayuda de teólogos del siglo XIX como Kierkegaard y F. D. Maurice. El movimiento hacia la identificación de Cristo con la cultura llegó sin duda alguna a su punto álgido en la segunda mitad del siglo; el teólogo más representativo de ese tiempo, Albrecht Ritschl, puede ser considerado como la mejor ilustración moderna del tipo «el Cristo de la cultura». A diferencia de Jefferson y Kant, Ritschl se acerca Íntimamente al Jesucristo del Nuevo Testamento. Efectivamente, él es en parte responsable de la intensa polarización de la investigación moderna en torno al estudio de los evangelios y de la historia de la Iglesia primitiva. Retiene una parte del credo de la Iglesia mucho más considerable que la admitida por los amantes culturales de Cristo y los menospreciadores de la Iglesia. Se considera miembro de la comunidad cristiana y cree que, sólo en su contexto, se puede hablar adecuadamente del pecado y de la salvación. Pero toma también en serio su responsabilidad en la comunidad cultural, y está en el extremo opuesto al de su con15. BARTH Karl, Die Protestantische Theologie im 19. Jahrhundert, 1947, pp. 387 ss; ef. también BARTH K., «Schleiermacher» en su Die Theologie und die Kirche, 1928, pp. 136 ss; BRANDT Richard B., The Philosophy of Schleiermacher, 1941, pp. 166 ss. La unidad de la ética cristiana con la filosófica está afirmada inequívocamente por SCHLEIERMACHER en su ensayo «Sobre el trato filosófico de la idea de la virtud», en Saemmtliche Werke (Reimer), parte III, vol. II, pp. 350 ss.

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emporáneo Tolstoi en lo que respecta a su actitud hacia la ciencia y el Estado, la vida económica y la tecnología. La teología de Ritschl descansaba sobre dos pilares fu ndamentales: no la revelación y la razón, sino Cristo y la cultura. Rechazó resueltamente la idea de que podríamos o deberíamos iniciar nuestra auto crítica cristiana buscando alguna verdad última de la razón, evidente para todos, o aceptando la declaración dogmática de alguna institución religiosa, o buscando en nuestra propia experiencia algún sentimiento persuasivo o sensación de realidad. «La teología -escribió-, que debería exponer el auténtico contenido de la religión cristiana en forma positiva, tiene que extraer su contenido del Nuevo Testam ento y no de otra fuente» 16. El dogma protestante de la autoridad de las Escrituras verifica, pero no constituye, el fundamento de esta necesidad; la Iglesia no es el fundam ento de Cristo, sino que Cristo es el fundador de la Iglesia. «La persona de su fundador es ... la clave de la concepción cristiana del mundo y la norma del autojuicio de los cristianos y de su esfuerzo mora!», y también la norma que indica cómo unos actos específicamente religiosos como la oración deberían llevarse a cabo 17. Así p ues, Ritschl inicia resueltamente su labor teológica como miembro de la comunidad cristiana, que no tiene otro principio que el fijado por Jesucristo en el Nuevo Tesamento. Pero, de hecho, tenía otro punto de partida, esta vez en la comunidad cultural, que tiene como principio la vountad del hombre para conseguir el dominio sobre la naturaleza. Como hombre moderno y como kantiano, Ritschl comprende la situación humana fundamentalmene como conflicto del hombre con la naturaleza. El pensamiento popular proclama como la mayor conquista humana las victorias de la ciencia aplicada y de la tecnolo",,'a sobre las fuerzas naturales. No cabe duda de que el 16. RITSCHL A., R echtfer tigung und V ersoehnung, 3. a ed., 1 9, -o . II, p . 18. 17. RrTSCHL A., La Doctrina Cristiana de la Justificacián Reconciliación: E l Desarrollo Positivo de la Doctrina, 1900 .

mismo Ritschlquedó también impresionado por estas conquistas, pero lo que le preocupaba más hondamente como pensador moral y como kantiano era el esfuerzo de la razón ética para imprimir en la naturaleza misma la ley interna de la conciencia, y para dirigir la vida intelectual y social hacia la meta ideal de una existencia virtuosa en una sociedad de personas virtuosas, libres pero interdependientes. En la esfera ética, el hombre afronta un doble problema: necesita no sólo subrayar su propia naturaleza, sino también vencer la desesperación que surge de su comprensión de la indiferencia del mundo natur-al externo hacia sus sublimes intereses. Ritschl da por cierto la «auto-distinción del hombre de la naturaleza y sus esfuerzos por mantenerse contra o por encima de ella» 18. El hombre debe considerar la \ ida personal, sea en sí mismo o en otro, como un fin en sí misma. Toda la obra cultural arranca del conflicto con la naturaleza, y su meta es la victoria de la existencia personal, moral, o la consecución, por usar términos kantianos) del reino de los fines, o también en palabras del Nue o Testamento, el reino de Dios. Con estos dos puntos de partida Ritschl hubiera podido convertirse en un cristiano del tipo intermedio, consagrado a la conjunción de ambos principios distintos, aceptando tensiones polares, o grados de existencia, o lo que sea. Quizá se encuentren, dispersos en sus escritos, algunos indicios de tales soluciones. Pero, en conjunto, no encontró ningún problema. Las dificultades con que otros cristianos tropezaron, las atribuyó a interpretaciones erróneas de Dios, de Cristo, y de la vida cristiana; se debían, por ejemplo, al uso de ideas metafísicas más que de métodos críticos que capacitasen a los hombres a comprender la verdadera doctrina de Dios y el verdadero significado del perdón. En sus mismas teorías, para ser sinceros, había dualidades pero ningún conflicto real, salvo entre la cultura y la naturaleza. El cristianismo mismo debía ser considerado como una elipse con dos focos, más 18. ¡bid. (trad. ingl.), p. 219; cf. pp. 222 ss.

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que como un círculo con un solo centro. Un foco era la justificación o el perdón de los pecados; el otro, la lucha ética por la consecución de la perfecta sociedad de las personas. Mas no había ningún conflicto entre estas ideas, ya que el perdón significaba la compañía divina que capacitaba al pecador, después de cada derrota, a levantarse y reasumir sus combates éticos. Se daba asimismo una dualidad entre la Iglesia y la comunidad cultural, pero tampoco Ritschl encontró aquí conflicto alguno, y atacó agudamente las prácticas monásticas y pietistas encaminadas a separar a la Iglesia del mundo 19. La Iglesia cristiana era la comunidad en la que todo era referido a Jesucristo, pero también era la verdadera forma de la sociedad ética, en la que miembros de diferentes naciones se unen en amor recíproco para la consecución del reino universal de Dios 20. Asomaba también la dualidad entre la vocación cristiana y la vocación humana; pero sólo el catolicismo medieval ve en ella un conflicto. El cristiano puede cumplir su vocación de buscar el reino de Dios si, impulsado por el amor al prójimo, lleva a cabo su obra en las comunidades morales de la familia y en la vida económica, nacional y política. En efecto, «la familia, la propiedad privada, la independencia personal y el honor (en obediencia a la autoridad)>> son bienes esenciales al bienestar moral y a la formación del carácter. A condición de empeñarse en la obra cívica por causa del bien común y por fidelidad a la vocación social de capa uno, es posible seguir el ejemplo de Cristo 2\ Otra dualidad apuntaba en el pensamiento de Ritschl entre la obra de Dios y la obra del hombre; pero no una dualidad tal que comportara la mixtificación de los extremismos de los exponentes anticristianos de la cultura, los cuales tienen en cuenta la confianza cristiana en Dios más que en el esfuerzo humano. Dios y el hombre tienen en común la labor de 19. Cf. su Geschichte des Pietismus, 3 vals., 1880-1886. 20. Unterricht in der christlichen Religion, 1895, p. 5; Justifi· cación y Reconciliación (trad. ingl.), pp. 133 ss. 21. Unterricht in der christlichen Religion, pp. 53-54; cf. Justi· fic ación y Reconciliación, pp. 661 ss.

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realizar el reino, y Dios opera en el seno de la comunidad humana por medio de Cristo y de la conciencia, y no sobre ella desde el exterior. Hay dualidad, finalmente, en el mismo Cristo, ya que él es simultáneamente sacerdote y profeta, pertenece a la comunidad sacramental y a la comunidad orante de aquellos que dependen de la gracia, y pertenece también a la comunidad cultural que, por medio de la lucha ética en sus muchas instituciones, trabaja por la victoria de los hombres libres sobre la naturaleza. Pero tampoco aparece aquí ningún conflicto o tensión, porque el sacerdote es mediador del perdón para que el ideal del profeta pueda ser realizado, y el fundador de la comunidad cristiana es al mismo tiempo el héroe moral que determina un progreso inmenso en la historia de la cultura 22. Fue sobre todo gracias a la idea de reino de Dios cómo Ritschl llegó a la reconciliación completa de Cristo con la cultura. Si nos atenemos al sentido prestado por Ritschl al t~rmino cultura, advertiremos hasta qué punto interpretó a Jesús como un Cristo de la cultura, en estos dos sentidos: como guía de los hombres en todos sus trabajos para realizar y conservar sus valores, y como el Cristo que es comprendido por medio de las ideas culturales del siglo XIX. «La idea cristiana del Reino de Dios -escribe Ritschl- indica la asociación del género humano, una asociación que tanto extensiva como intensivamente es la más completa, una asociación que se realiza a través de la acción moral recíproca de sus miembros, una acción que trasciende todas las consideraciones meramente naturales y particulares» 23 . Si aquí falta la esperanza escatológica en Jesús como manifestación de Dios, también falta su fe no escatológica en el gobierno presente del Señor trascendente de cielos y tierra. Todas las referencias se hacen al hombre y a la labor del hombre; la palabra « D~os» parece una intrusión, y tal vez los ritschlianos posteriores lo reconocieron cuando substituyeron la 22. Justificación y Reconciliación, cap. VI. 23. ¡bid.) p. 284.

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frase «reino de Dios» con «fraternidad de los hombres». Esta afirmación de la finalidad del esfuerzo humano en la obra cultural está, además, totalmente en armonía con el pensamiento del siglo XIX. Como ya hemos observado, el concepto de reino de Dios que Ritschl atribuye a Jesús es prácticamente idéntico a la idea kantiana del reino de los fines; está íntimamente relacionado con la esperanza de J efferson en una humanidad reunida en una sola familia «por los vínculos de la caridad, la paz, las necesidades comunes y las ayudas comunes»; en sus aspectos políticos es el ideal de Tennyson: «el Parlamento del Hombre y la Federación del Mundo»; es la síntesis de los grandes valores apreciados por la cultura democrática: la libertad y el valor intrínseco de los individuos, la cooperación social y la paz universal. Pero debemos añadir, para ser justos con Ritschl, que si él interpretó a Cristo en términos de cultura, también seleccionó de la cultura aquellos elementos que eran más compatibles con Cristo. Otros muchos movimientos se registraban en la floreciente civilización de finales del siglo XIX, además del idealismo kantiano sumamente ético que, para Ritschl, era la clave de la cultura. Ritschl no consiguió o pretendió, como otros, establecer un contacto entre Jesucristo y las tendencias capitalistas, nacionalistas o materialistas de su tiempo. Si empleó el cristianismo como medio para un fin, escogió un fin más compatible con el cristianismo de lo que fueron otras muchas metas de la cultura contemporánea. Si seleccionó entre los atributos del Dios de Jesucristo la cualidad única del amor a expénsas de sus atributos de poder y de justicia, aun así la teología que elaboró, aunque caricaturesca, era manifiestamente cristiana. Además, Ritschl procuró hacer j usticia al hecho de que Cristo cumplió por los hombres to da's aquellas cosas que jamás ellos pudieron cumplir por sí mismos en la cultura, ni aun con la imitación de los ejemplos históricos. Cristo fue y sigue siendo el mediador del perdón de los pecados, y saca a la luz la inmoralidad que ningún esfuerzo ni sabiduría humanos pueen conseguir. La soberanía del hombre sobre el mundo 103

t iene sus limitaciones; el hombre está limitado por su na turaleza corporal, por la multitud de fuerzas naturales que él no puede domeñar y por «la ingente cantidad de obstáculos que debe afrontar, incluidos aquellos en que se apoya». Aunque el hombre «se identifique con las fuerzas motrices de la civilización humana», no puede vencer con su trabajo el sistema de la naturaleza que se le opone. En esta situación, la religión y Jesucristo, como maestro de una religión elevada, aseguran al hombre que está cerca del Dios supnimundano, y le brindan la certidumbre de que está destinado a una meta supramundana 24. Por supuesto, esto suena más como el Evangelio según san Emmanuel que según san Mateo san Pablo. No es necesario exponer con mayores detalles la solución de Ritschl al problema de Cristo y la cultura, ni mostrar cómo la lealtad a Jesús induce a una participación activa en toda obra cultural y a la preocupación por la conservación de todas las grandes instituciones. Las líneas generales son familiares a la mayoría de los cristianos modernos, especialmente a los protestantes, aunque nunca hayan oído el nombre de Ritschl ni hayan leído sus obra"s. Debido en parte a su influencia, pero aún más po rque fue un hombre representativo que expuso explícitamente ideas que estaban ampliamente difundidas y hondamente arraigadas en el mundo antes de las guerras mundiales, su concepción de Cristo y la cultura ha sido e _ r oducida sustancialmente por centenares de teólogos _- e esiásticos de primera línea. El evangelio social de - _ er Rauschenbusch preconiza la misma interpretación =c era de Cristo y del Evangelio, aunque con una fuerza = 0 mayor y con una menor profundidad teológica. H--.:--....a ~ en Alemania, Garvie en Inglaterra, Shailer Mat:::=- -si - D. C. Maclntosh en América, Ragaz en Suiza, y ~ - has, cada uno a su manera, consideran a Jesús ... 0 ---' :) ~= ~an exponente de la cultura ética y religiosa del ~ =- :- . Le eología popular condensa todo el evangelio

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cristiano en la fórmula: La Paternidad de Dios y la Fraternidad del Hombre. Respaldando todas estas cristologías y doctrinas de la salvación, hay una noción común que forma parte del clima de opinión generalmente aceptado sin discusión. Es la idea de que la situación humana se caracteriza fundamentalmente por el conflicto del hombre con la naturaleza. El hombre, que es el ser moral, el espíritu intelectual, arrostra fuerzas naturales impersonales, en su mayoría fuera de sí mismo pero en parte inherentes a su persona. Cuando el problema de la vida se concibe de esta guisa, es casi inevitable que Jesucristo sea considerado y comprendido como el gran caudillo de la causa cultural y espiritual, de la lucha del hombre por subyugar a la naturaleza, y de sus aspiraciones a trascenderla. Esa situación fundament al del hombre no es una situación de conflicto con la naturaleza, sino con Dios. Jesucristo se yergue como el centro de ese conflicto, como víctima y mediador: este pensamiento, que es característico de la Iglesia en su conjunto, parece estar totalmente ausente de la teología cultural. En su opinión, los cristianos que comprenden así el dilema humano y su solución, son oscurantistas en la vida cultural del hombre y corruptores del evangelio del Reino.

3.

En defensa de la fe cultural

La difundida reacción en nuestro tiempo contra el protestantisn10 cultural tiende a minusvalorar la importancia de las respuestas de este tipo al problema de Cristo y la cultura. Pero no nos sentimos impulsados a tratar con olímpico desprecio esta posición, porque algunos de sus críticos más severos comparten la actitud general que pretenden impugnar, y porque es evidente que, como movimiento perenne, la culturación de Cristo es inevitable y profundamente significativa de la extensión de su reino. A menudo, el ataque fundamentalista al llamado liberalismo -expresión con que se designa el protestantismo 1 -

cultural- es en sí mismo una muestra de lealtad cultural, como se advierte en buena parte de los intereses fundamentalistas. No todos, pero sí muchos de estos antiliberales se preocupan más por conservar las nociones cosmológicas y biológicas de antiguas culturas, que no por la soberanía de Jesucristo. Su prueba de lealtad a Cristo se reduce a la aceptación de viejas ideas culturales sobre la forma de la creación y de la destrucción de la tierra. Más significativo aún es el hecho de que las costumbres que asocian a Cristo relevan menos del Nuevo Testamento que de los hábitos sociales que ellos han heredado, superando en esto a sus oponentes. El movimiento que identifica la obediencia a Jesucristo con las prácticas prohibicionistas y con la conservación de la primitiva organización social americana, es un tipo de cristianismo cultural, aunque la cultura que procura conservar difiera de la que honran sus rivales. Otro tanto cabe decir de la crítica cristiano-marxista al «cristianismo burgués» de liberalismo democrático e individualista. Asimismo, la reacción católica romana contra el protestantismo de los siglos XIX y XX parece estar motivada con harta frecuencia por un deseo de retorno a la cultura del siglo XIII: a las instituciones religiosas, económicas y políticas y a las ideas filosóficas de otra civilización que no es la nuestra. Mientras el ataque contemporáneo al protestantismo cultural siga esos derroteros, no será más que una riña familiar entre personas que están sustancialmente de acuerdo en los puntos básicos, a saber, que Cristo es el Cristo de la cultura y que la tarea suprema del hOlnbre consiste en mantener su mejor cultura. Nada hay en el movimiento cristiano tan similar al protestantismo cultural como el catolicismo cultural, y nada más afín al cristianismo alemán que el cristianismo americano, ni nada más parecido a una iglesia de clase media que una iglesia de clase obrera. Los términos difieren, pero la lógica es siempre la misma: Cristo es identificado con lo que los hombres conciben como su mejor ideal, como sus más nobles instituciones y como su mejor filosofía. Como en el caso de la respuesta radical, también aquí 106

hay valores que permanecen ocultos a los ojos de sus detractores. No cabe duda de que la culturación de J esucristo ha contribuido poderosamente en la historia a la extensión de su poder sobre los hombres. La afirmación de que la sangre de los mártires es semilla de la Iglesia no es probablemente más que una verdad a medias. Los hombres de la antigüedad quedaban impresionados por la constancia de los cristianos que se negaban a claudicar ante las exigencias populares y oficiales de conformarse a las costumbres, pero tan1bién se sentían atr aídos por la armonía del mensaje cristiano con la filosofía moral y religiosa de sus mejores maestros, y por el acuerdo de la conducta cristiana con la de sus héroes ejemplares 25. A fin de cuentas, la cultura, como la Iglesia, tiene sus mártires; también sus tumbas han sido semilleros de movimientos regeneradores en la sociedad. Los helenistas podían descubrir ciertas semejanzas entre Jesús y Sócrates, del n1isIDO modo que los hindúes de nuestro tiempo advierten la existencia de rasgos comunes entre la muerte de Cristo y la de Gandhi. Aunque el objetivo de muchos cristianos que interpretan a Cristo como el Mesías de una cultura sea la salvación o la reforma de dicha cultura más que la difusión del poder de Cristo, contribuyen, sin embargo, en gran manera a la consecución de este segundo punto porque ayudan a los hombres a comprender el evangelio en el lenguaje propio de los hOlnbres, su carácter por medio de las imágenes que les son propias, y su revelación de Dios con la ayuda de su propia filosofía. Raramen te consiguen -si lo consiguen alguna vez- llegar a este resultado por sí mismos, ya que otros cristianos que se debaten con el problema del cristianismo y la cultura, aparte de los radicales que rechazan la cultura, llevan a cabo la mayor parte de la empresa; admitamos sin embargo que los cristianos culturales prestan un fuerte ímpetu en esta dirección. Que la traducción del evangelio 25. La atracción de la dualidad del cristianismo sobre los paganos en el siglo II ha sido muy bien descrit a por el profesor H . LIETZMANN en su obra La Fundación de la I glesia Universal) 1938. ef. también NOCK A. D., Conversion) 1933.

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en la «lengua vernácula» tenga sus peligros, es algo evidente en las aberraciones de este grupo, pero también lo es que el evitar tales peligros no permitiendo la traducción del evangelio es una invitación a dejarlo enterrado en el lenguaje muerto de una sociedad extraña. Los críticos del protestantismo cultural que preconizan un retorno a las formas bíblicas de pensamiento, parecen olvidar con harta frecuencia que en la Biblia están representadas muchas culturas, y que así como no hay un lenguaje bíblico único, tampoco hay ninguna cosmología o psicología bíblicas. La palabra de Dios, tal como está dirigida a los hombres, viene en vocablos humanos; y los vocablos humanos son cosas culturales, junto con los conceptos con que están asociados. Si los escritores del Nuevo Testamento hubieron de utilizar palabras como «Mesías», «Señor» y «Espíritu» al hablar de Jesús, Hijo de Dios, sus intérpretes y los intérpretes de Jesucristo mismo sirven también a la misma causa empleando palabras como «Razón», «Sabiduría», «Emancipador» y «Epipháneia». Los cristianos culturales prestan a la extensión del reino de Jesucristo una contribución particular, reconocida a regañadientes por los que hacen de la llamada de Cristo a los humildes un motivo de orgullo. Los cristianos culturales tienden a dirigirse a los grupos rectores de la sociedad, hablan a los detractores cultos de la religión, usan el lenguaje de los círculos más sofisticados, de aquellos que están familiarizados con la ciencia, la filosofía y los movimientos políticos y económicos de su tiempo. Son misioneros para la aristocracia y la clase media, o para los grupos que alcanzan el poder en una civilización. En estas circunstancias, pueden participar -aunque no precisen de ello- de la conciencia de clase de muchos a quienes se dirigen, y pueden tomarse la molestia de mostrar que no pertenecen al rebaño vulgar de fas ignorantes seguidores del Maestro. Esto constituye una falta lamentable, pero es el mismo pecado en que caen aquellos que se enorgullecen de su posición baja en la sociedad y agradecen menos a Cristo el compartir su humilde suerte que el «derribar a los poderosos de su tro108

no». Aparte de estas consideraciones, parece cierto que la conversión al cristianismo de los grupos dirigentes en una sociedad ha sido tan importante para la misión de la Iglesia como la conversión directa de las masas. Pablo es una figura simbólica que representa, en su conversión y en su poder, a centenares de antiguos detractores cultos de Cristo que se convirtieron después en sus siervos. La posición propia del «Cristo de la cultura» en estas y otras formas, hace efectivo el significado universal del evangelio y da sentido a la verdad de que Jesús es el salvador, no de un reducido grupo selecto de santos, sino de todo el mundo. También pone claramente de relieve ciertos datos de la enseñanza y la vida del Jesucristo del Nuevo Testamento que los cristianos radicales pasan por alto. Jesucristo, por ejelnplo, fue un personaje importante de su tiempo. Ratificó las leyes de su sociedad. Buscó y envió a sus discípulos para recoger las ovejas perdidas de su propia casa de Israel. No se refirió únicamente al final de los tiempos, sino también a los juicios temporales, tales como la caída de la torre de Siloé y la destrucción de Jerusalén. Intervino en las banderías políticas de su nación y de su tiempo. Aunque era más que un profeta, fue también un profeta que, como Isaías, se preocupó por la paz de su ciudad. Juzgaba que ningún valor temporal era tan grande como la vida del alma, pero curó a los enfermos físicos mientras les perdonaba sus pecados. Estableció ciertas distinciones entre los principios fundamentales y las tradiciones ' de poca monta. Descubrió que algunos hombres sabios de su tiempo estaban más cerca del reino de Dios que otros. Aunque ordenó a sus discípulos que buscaran el reino por encima de todo lo demás, no les aconsejó que menospreciaran otros bienes. Tampoco fue indiferente a la institución de la: familia, al orden en el templo, a la libertad de los oprimidos temporalmente, y al cumplimiento del deber p or parte de los poderosos. La preocupación de Jesús p or el otro mundo estuvo siempre unida a su preocupación po este mundo. Su proclamación y demostración de la a :.ó=divina es inseparable de los mandamientos que da a s

hombres para que no sean indolentes aquí y ahora: su reino futuro se incrusta en el presente. Aunque sea un error considerar lo como a un hombre sabio que enseña una sabiduría secular, o como a un reformador preocupado por la reconstrucción de las instituciones sociales, debemos admitir sin embargo que tales interpretaciones sirven al menos para equilibrar los errores opuestos consistentes en presentarlo como una persona que no tenía interés alguno por los principios con que se guiaban los hombres en su vida presente en el seno de una sociedad maldita, como si los ojos de Jesucristo estuvieran exclusivamente fijos en la Jerusalén que había de bajar de los cielos. Pa"r a el cristiano radical, todo el mundo entero, excepto la esfera en que la soberanía de Cristo es explícitamente reconocida, es un reino indiferenciado de tinieblas. Los cristianos culturales observan sin embargo la existencia de ciertas diferencias entre los diversos movimientos de la sociedad; cuando analizan dichos movimientos, no sólo advierten puntos de contacto con la misión de la Iglesia, sino que quedan además capacitados para trabajar por la transformación de la cultura. Los radicales rechazan a Sócrates, a Platón y a los estoicos, junto con Aristipo, Demócrito y los epicúreos; parece que juzgan por igual la tiranía y el imperio; para ellos, tanto los bandoleros como los soldados ejercen la violencia; las figuras labradas por Fidias son tentaciones más peligrosas de idolatría que las hechas por un artesano hábil; la cultura moderna es un todo indiscriminado, individualista y egoísta, secularista y materialista. El cristianismo cultural, en cambio, advierte la existencia de factores muy dispares en el seno de cualquier civilización, y descubre que, en cierto sen tido, Jesucristo avala movimientos filosóficos que buscan la unidad y el orden del mundo, movimientos de índo e moral tendentes a la autonegación y a la preocupac ' Ó::l por el bien común, preocupaciones políticas por la ~ ::' a, e intereses eclesiales por la sinceridad en la reli~ ó::t. Toman, pues, contacto con la cultura, y presentan a Je ' o::no el hombre sabio, el profeta, el verdadero sumo

sacerdote, el juez incorruptible, el reformador apasionado por el bien del hombre de la calle, y prestan así su apoyo a las fuerzas que luchan contra la corrupción secular. Los gnósticos contribuyen a que la Iglesia no se convierta en una secta cerrada; Abelardo prepara el camino a la iluminación filosófica y científica de la sociedad medieval y a la reforma del sistema penitencial; los protestantes culturales predican el arrepentimiento a una cultura industrial amenazada por peculiares corrupciones. A todo esto se objetará que la cultura es tan variada que el Cristo de la cultura se convierte en un camaleón; que la palabra «Cristo» en esta perspectiva no es más que un término honorífico y emocional por cuyo medio cada época aplica una cualidad númica a sus ideales personificados. Esta palabra designa ahora a un hombre sabio, o bien a un filósofo, después a un monje, más adelante a un reformador, luego a un demócrata, y más tarde a un rey. Esta objeción no carece de validez. ¿En qué se parece el héroe sobrenatural fautor de maravillas de un culto de misterios cristianos y el «Camarada Jesús» que tiene su «carnet del partido»? ¿ O el maestro de una sabiduría mejor que la estoica con el «Hombre a quien nadie conoce»? No obstante, pueden aducirse dos argumentos en defensa de los cristianos culturales. Primero, claro está, que Jesucristo ofrece muchos aspectos, y que incluso las caricaturas ayudan a veces a fijar la atención en determinados rasgos que, de lo contrario, s~rían ignorados. Segundo, que el hecho de que los cristianos hayan descubierto ciertas afinidades entre Cristo y los profetas hebreos, los filósofos morales de Grecia, los estoicos romanos, Spinoza, Kant, los reformadores humanitarios y los místicos orientales, quizá no sea un indicio de inestabilidad cristiana sino de una cierta estabilidad 'e n la sabiuría humana. Aunque, sin Cristo, sea difícil descubrir a cierta unidad en lo que a veces se ha dado en llamar ~a gran tradición de la cultura, con su ayuda sí es posible . cernir dicha unidad. Uno siente la tentación de formu~ar esta noción teológicamente, diciendo que el Espíritu ::-ocede no sólo del Hijo sino también del Padre, y que

con la ayuda del conocimiento de Cristo es posible discernir entre los espíritus del tiempo y el Espíritu que proviene de Dios.

4.

Objeciones teológicas

No sólo los miembros de la Iglesia sino también los no cristianos a quienes Jesús ha sido presentado como el Cristo de la cultura, formulan objeciones a esta interpretación. Los gnósticos cristianos son asediados tanto por los escritores paganos como por los ortodoxos cristianos. El liberalismo cristiano es rechazado por John Dewey, pero también por un Karl Barth. A los marxistas les disgusta el socialismo cristiano tanto como a los ortodoxos calvinistas y luteranos. No es asunto nuestro analizar estas objeciones formuladas del lado de la cultura. Importa, sin embargo, subrayar que el cristianismo cultural no es más eficaz en la conquista de discípulos para Cristo que el radicalismo cristiano. Su objetivo es siempre presentar el evangelio a una sociedad no creyente, o a algún grupo especial, como la «intelligentsia», los liberales políticos o los conservadores, los trabajadores, aunque a menudo no logre sus propósitos por no ir lo bastante lejos, o porque es sospechoso de introducir un elemento que debilitaría el movimiento cultural. Parece imposible eliminar la ofensa que implica el hecho de Cristo y su cnlz, ni tan sólo por medio de estas acomodaciones. Los cristianos culturales comparten la limitación general con que tropieza el cristianismo, tanto si lucha como si se alía con el «mundo». Aunque los evangelistas del Cristo de la cultura no lleguen lo bastante lejos como para cumplir las exigencias de los hombres cuya lealtad se inclina primordialmente del lado de los valores de la civilización, no obstante, al parecer de sus compañeros en la fe de otras escuelas, van demasiado lejos. Arguyen que las respuestas culturales al problema de Cristo y la cultura presentan una tendencia 112

dominante a distorsionar la figura del Jesús del Nuevo Testamento. En sus esfuerzos de acomodación, los gnósti· cos y protestantes culturales sufren la extraña pasión de escribir evangelios apócrifos y nuevas vidas de Jesús. Seleccionan algunos fragmentos de la compleja historia e interpretación del Nuevo Testamento, y, tras haberlos elaborado, los consideran como la característica esencial de Jesús; de esta manera, reconstituyen a su gusto la figura mística del Señor. Otros seleccionan los primeros versÍCulos del cuarto evangelio, otros el Sermón de la Montaña, y otros el anuncio del reino, como la clave de su cristología. Siempre hay algo que parece cuadrar con los intereses y necesidades de su tiempo. El punto de contacto que procuran encontrar con sus oyentes domina todo el sermón y, a veces, el retrato que ofrecen de Cristo es poco más que la personificación de una o.bstracción. Jesús puede ser entonces, según los casos, el contenido del conocimiento espiritual, o de la razón lógica, o del sentido del infinito, o de la ley moral interna, o del amor fraterno. A la postre, estas descripciones caprichosas se desvanecen ante la fuerza de la historia bíblica. Con o sin las acciones de obispos y concilios, el testimonio del Nuevo Testamento se mantiene contra tales interpretaciones. En el siglo II, la formación del Canon del Nuevo Testamento, en el XIX y XX la labor continua de investigadores bíblicos, nos afirman que Jesucristo no es así. Es más grande y más inusitado de lo que indican estos retratos. Los evangelios apócrifos y las nuevas vidas de Jesús contienen elementos que le son ajenos; el Cristo bíblico dice y hace cosas que no se encuentran en ellos. Tarde o temprano, se h ace evidente que el ser sobrenatural era un hombre de carne y hueso; que el místico era un maestro de moral; que el maestro de moral era un hombre que arrojaba demonios por el poder de Dios; que el encarnado espíritu de amor era un profeta de la ira; que el mártir de una causa justa era el Señor Resucitado. Es evidente que sus m andamientos son más ra'dicales que la reconciliación ritschliana de su ley con los deberes del individuo; y que el concepto de misión que Cristo tenía, jamás se adaptará ce

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al patrón de un emancipador de opresiones meramente humanas. El número de objeciones especiales de este género formuladas contra la's interpretaciones del «cristianismo de la cultura» podrían multiplicarse; pero, abundantes o no, se convierten en la base de la acusación de que esa lealtad a la cultura contemporánea ha falseado de tal manera la lealtad a Cristo, que Jesús de Nazaret ha sido sustituido por un ídolo que lleva su propio nombre. La acusación ha sido formulada a menudo con excesiva violencia y resulta un tanto ambigua. Además, ningún tribunal humano, y mucho menos un tribunal cristiano, está autorizado para calcular la medida de lealtad y traición de los discípulos cristianos. No obstante, precisamente porque existe un peligro evidente en la posición cristiana cultural, la mayor parte del movimiento cristiano la ha rechazado -resueltamente, con una firmeza superior a la desplegada para condenar la posición opuesta, la actitud radical. Como en el caso de los creyentes exclusivistas, el cristianismo cultural tropieza con problemas teológicos en los que se trasluce hasta qué punto las teorías sobre el pecado, la gracia y la Trinidad están involucradas en lo que parece ser tan sólo problemas de índole práctica. Los extremos se tocan, y por esto los defensores del «cristianismo de la cultura» son extrañamente similares a los representantes de la tendencia del «cristianismo contra la cultura», tanto en su actitud general respecto de lá teología de la Iglesia, como en las posiciones teológicas específicas que adoptan. Sospechan de la teología, como lo hacen los radicales, aunque por una razón opuesta: los radicales la consideran como una intrusión de la sabiduría humana en la esfera de la revelación, y los culturales la estiman irracional. Al igual que sus oponentes, los cristianos culturales tienden a sepa'r ar la razón de la revelación, pero su valoración de estos dos principios es respecti, amente diferente. La razón, al parecer de los culturales, es el camino real que conduce al conocimiento de Dios y de la salvación; Jesucristo es para ellos el gran 11-1

maestro de Ía verdacÍ y boncÍacÍ racionaÍes, o eÍ genio que brota en la historia de la razón religiosa y moral. De ahí que la revelación sea o bien el ropaje fabuloso en que la verdad inteligible se ofrece a quienes son cortos de alcances, o bien es el calificativo religioso aplicado a un proceso que es esencialmente el incremento de la razón en la historia. Ésta es la tendencia general en el pensamiento de los cristianos culturales; pero, así como los radicales no pueden prescindir absolutamente de la razón, tampoco los culturales pueden proceder en su razonamiento sin apoyarse en el hecho histórico puramente dado, y sin referirse a una automanifestación por parte de ese ser de que se ocupa la razón cuando trata del Infinito y de la ley moral. El cristiano gnóstico va de la mano del cristiano radical en la confesión de que el Verbo se hizo carne y en una dependencia constante del Jesús que sufrió bajo Poncio Pilato. El cristianismo es perfectamente razonable para John Locke, pero requiere algo que sobrepasa la razón, y que este hombre razonable no puede rehusar razonablemente: el reconocimiento de que Jesús es el Cristo. Aunque los ritschlianos estimen que Jesús pertenece a la historia de la razón práctica que se desarrolla en el hombre, confiesan que el perdón de los pecados encierra un elemento suprarracional; y aunque llamarle Hijo de Dios es un inteligible juicio de valores, tan1bién debe ser llamado así en otro sentido no tan inteligible como el primero. Existe además un imponderable irracional, que no se debe -como pretenden a menudo los cristianos radicales- a una cobardía de los racionalistas que les lleva a doblegarse ante la autoridad eclesiástica o la costumbre cristiana popular, por motivos de ventajas personales e inconfesables, sino más bien al hecho de que su propio razonamiento no sólo está históricamente condicionado por la presencia de Jesús en su historia personal y social, sino también porque depende lógicamente de la aceptación de una convicción cuya paternidad no puede proceder de la razón. Estos dos puntos están estrechamente relacionad os. Cabe la posibilidad de formularlos un tanto negati\-am D 1 -

te, diciendo que Jesucristo en la historia es un caso test inevitable de todo este racionalismo cristiano. Si su aparición fue más un accidente que el Verbo hecho carne, más un acontecimiento fortuito que una manifestación del modelo y designio último en las cosas, entonces todo el razonamiento de los racionalistas cristianos es erróneo; y, poco o mucho, lo admiten así explícitamente. Si Jesús no es únicamente el Cristo, ni la realización de todas las promesas del significado de toda la historia insertas en la historia huma'n a, ni el único por el que pueda seleccionarse lo que es prometedor y significativo en dicha historia ... , entonces su razonamiento ha caído en el error, porque no está de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Si Jesucristo, obediente a su propia ley moral con una obediencia completa, no ha resucitado de los muertos; si el amor o la obediencia pura concluyó en impotencia y nulidad.", entonces todo ese razonamiento acerca de lo que se requiere del hombre y de lo que le es posible se desvanece ante la realidad de los hechos. Pero, en todos estos aspectos, los cristianos culturales entrevén, y en parte reconocen, la presencia de una revelación que no puede ser completamente absorbida por la razón. Los extremos parecen encontrarse también en los puntos de vista cristianos cultural y radical sobre el pecado, la gracia y la ley, y también sobre la Trinidad. La idea de una depravación extensiva a todos los hombres, y que abarca integralmente la naturaleza humana, es extraña a ambos; unos y otros tienden a emplazar el peéado por una parte en las pasiones animales y, por otra, en ciertas instituciones sociales. Para los radicales, la cultura entera se halla involucrada en el pecado; el cristiano cultural, en cambio, puede confinar el mal en el ámbito de unas cuantas instituciones perversas, previamente seleccionadas, tales como una religión ignorante y supersticiosa, o las costumbres competitivas que tientan a todos los hombres al egoí mo, o a ciertas «fuerzas del mal superpersonales», ,-- omo as llama Rauschenbusch. Pero ambos están disp eS-OS a afirmar la existencia de un reino libre de pecaca o la santa comunidad, en el otro una ciudao:e

dela de justicia en la cima más elevada del espíritu personal. En la razón pura, en el momento de la gnosis, en la intención pura que precede al acto, en la vida religiosa y personal límpida y perdonada, o en la oración, el hombre trasciende el mundo del pecado y, desde ese reducto, avanza para vencer el mal en su naturaleza y en la sociedad. Pero también aquí se oye el eco de que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos». Kant entiende aquí el mal radical que corrompe la intención, y Rudolf Qtto hace aflorar a la consciencia el sentido creatúrico de inmundicia ante el Dios Santo, propio de la razón creada. Al tiempo que el cristiano cultural se dirige a este conocimiento, también se dirige a sus compañeros en la fe, que tienen pensamientos menos optimistas acerca de las conquistas humanas en el ámbito moral y religioso, y que no experimentan tanta confianza en la existencia de un reducto donde 'el hombre pueda encontrar una palanca para su esfuerzo de arrancar al mundo de su amargura. Como sus oponentes radicales, los adeptos del cristianismo de la cultura se inclinan del lado de la ley al tratar del binomio ley y gracia. Por obediencia' a las leyes de Dios y de la razón, especulativa y práctica, los hombres pueden Ca su juicio) alcanzar el elevado destino de conocedores de la Verdad y ciudadanos del Reino. La acción divina de la gracia es una ancilla de la empresa humana; a veces parece como si Dios, el perdón de los pecados, incluso las oraciones de acción de gracias, sean medios para un fin, y un fin humano al fin y al cabo. Es bueno creer en la gracia si se quiere alcanzar la deiformidad o reafirmar su señoría sobre la naturaleza. El cristianismo cultural, siquiera en los tiempos modernos, ha engendrado siempre movimientos que apuntan al extremismo de un humanismo seguro de sí mismo, que juzgó la doctrina de la gracia -y más aún, la confianza en ella- como degradante para el hombre y desalentadora para su voluntad. Pero también han impulsado movimientos en sentido opuesto, hecho éste que nos da la medida de la p aradoja en que se mueven, es decir, lo que a fin de cuenta _i~'-

fica que debemos trabajar nuestra salvación con temor y temblor, porque es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar. No importa con qué medida de audacia el racionalismo proclama que la teología de la gracia es irracional; en definitiva, parece llegar también a la humilde confesión de que el reino de Dios es simultáneamente un don y una tarea. Se tropieza siempre con el problema m'ás antiguo. Finalmente, debemos subrayar que estos esfuerzos por interpretar a Jesús como el Cristo de la cultura implican el problema trinitario. Los cristianos radicales -al menos los modernos- consideran el desarrollo de la teología trinitaria como el resultado de una introducción de la filosofía cultural en la fe cristiana, más que como una consecuencia de los esfuerzos de los creyentes por comprender lo que creen. Pero a los cristianos devotos de la filosofía tampoco les gusta la fórmula. Este movimiento tiende a identificar a Jesús con el espíritu divino inmanente que actúa en los hombres. Pero surge entonces el problema de cuál es la relación de este principio inmanente, racional, espiritual y moral, con la naturaleza y el poder que lo produce y lo gobierna. El gnóstico procura resolver el problema por medio de intrincadas especulaciones; y el radical moderno, tras haber rechazado todos los argumentos de la naturaleza acerca de Dios, se pregunta angustiadamente si Dios existe, si los juicios de valores que el hombre religioso y moral emite son también juicios sobre la existencia. La razón está en que no puede evadirse del problema de la vida cultural y ética: ¿hayo no acuerdo alguno entre el poder que se manifiesta en el terreno y en el fuego y el poder que habla con la voz silenciosa, queda, interior? Lo que trasciende al hombre cuando se compara con la naturaleza, ¿ es una fuerza inmisericorde y ciega, o es el Padre de Jesucristo? La relación de Jesucristo con el Creador Todopoderoso de cielos y tierra no es en definitiva un problema de índole especulativa para el hombre preocupado por la conservación de la cultura, sino su problema fundamental. Se lo plantea no sólo a consecuencia de sus visiones escatológicas, cuan118

do contempla «una condenación lenta, segura, inmisericorde, una densa tiniebla sobre el mundo que sus ideales han forjado», sino también a consecuencia de toda su construcción, cuando descubre que su ciencia y su arquitectura no pueden prevalecer si no están ordenadas de acuerdo con unas normas determinadas de la naturaleza. El espiritualismo y el idealismo del cristianismo cultural deben afrontar el naturalismo; y, en este encuentro, a veces descubren que han abrazado sólo una tercera parte de la verdad cuando dicen que Dios es Espíritu. Y otros problemas surgen, cuando los acontecimientos históricos manifiestan la presencia en la civilización de espíritus inmanentes que contradicen el espíritu de Cristo. Se hace más o menos evidente que no es posible confesar honradamente que Jesús es el Cristo de la cultura si uno no puede confesar algo que sea muy superior a esto.

119

IV. Cristo por encima de la cu ltu ra

1.

La Iglesia del centro

Los intentos de un análisis a cualquier nivel, nos llevan siempre a distinguir precisamente entre dos clases de personas, cosas o movimientos. La bisección parece ser la distinción correcta. Las cosas existentes, creemos, deben ser espirituales o físicas; las espirituales, racionales o irracionales; las físicas, materia o energía. Así pues, cuando intentamos comprender el cristianismo, dividimos a sus adeptos en los «nacidos una vez» y en los «nacidos dos veces» o regenerados; a sus comunidades, en iglesias y sectas. Esta propensión intelectual tal vez tenga algún punto de contacto con la tendencia primitiva, invencible, de pensar en términos de «1os de dentro» y «1os de fuera», del yo y el otro. Sean cuales fueren sus causas, el resultado de tal bisección inicial eS que siempre nos quedamos con gran número de casos intermedios. Cuando establecemos la distinción entre negro y blanco, la mayoría de los casos que debemos analizar resultan ser grises. Cuando dividimos las comunidades cristianas . en iglesias y sectas, la mayoría de ellas parecen ser híbridas. Otro tanto cabe decir del problema que estamos tratando. Si Cristo y la cultura son los dos principios que preocupan a los cristianos, resultará entonces que la mayoría de ellos son criaturas contemporizadoras que, de una forma u otra, se las apañan para combinar un tanto irracionalmente una devoción exclusivista a un Cristo que rechaza la cultura con la devoción a una cultura que indu) e a Cristo. Los cristianos parecen ofrecer toda la gama de matices posibles entre la posición de la Primera Carta e Juan y la de los gnósticos, entre Benito de Nursia y A lardo, entre Tolstoi y Ritschl.

El cristianismo, en su inmensa mayoría, lo que podríamos llamar la Iglesia del centro, ha rechazado tanto la posición de los radicales anticulturales como la de quienes acomodan a Cristo con la cultura. Pero tampoco ha buscado la solución del problema de Cristo y la cultura al estilo de los contemporizadores, si bien es consciente de la pecabilidad de todos los esfuerzos humanos. Para este movimiento, el problema fundamental no se plantea entre Cristo y el mundo, por muy importante que sea, sino entre Dios y el hombre. El problema de Cristo y la cultura se resuelve en esta perspectiva y a partir de esta convicción. De aquí que, por muy hondas que sean las divergencias entre los diversos grupos de la Iglesia del centro, todos concuerden en ciertos puntos esenciales cuando se interrogan sobre su responsabilidad en la vida social. Dicha concordancia se formula en términos teológicos, y la validez de tales fórmulas para los problemas prácticos de la vida cristiana resulta a menudo un tanto oscura tanto para los críticos radicales como para los seguidores no críticos. Su validez es tanta, sin embargo, como la validez de las teorías de la relatividad y de los quanta para los inventos, para la práctica médica e incluso para la política, en la que participan millones de seres que no han comprendido en absoluto dichas teorías . Una de las convicciones teológicamente expuestas con que la Iglesia del centro afronta el problema cultural, afirma que Jesucristo es el Hijo de Dios, Padre Omnipoten te que creó los cielos y la tierra. Con esta formulaión) introduce en la discusión acerca de Cristo y la cult ra una concepción de la: naturaleza sobre la que desan a toda la cultura, concepción que sostiene que la naeza es buena y bien ordenada por Aquel a quien J e.s o es obediente y con quien está inseparablemente o. Alli donde impera esta mentalidad, Cristo y la culueden oponerse recíprocamente. Tampoco es po.: erar al «mundo» en tanto que cultura como e la impiedad, porque el «mundo» en este sen:: 'o a..rr e la naturaleza, y no puede existir como no

sea sostenido por el Creador y Gobernador de la naturaleza. Los grupos centrales concuerdan también en la afirmación de que el hombre está obligado en la naturaleza de su ser a mostrarse obediente a Dios -no a un Jesús separado del Creador Omnipotente, ni a un autor de la naturaleza separado de Jesucristo, sino a Dios-en-Cristo y a Cristo-en-Dios-, y concuerdan asimismo en que esta obediencia debe ser prestada en la vida concreta, actual, del hombre natural y cultural. En su vida sexual, en su comida y su bebida, en el mando y en la obediencia a otros hombres, se encuentra en la esfera de Dios por ordenación divina y por preceptos divinos. Dado que ninguna de estas actividades puede ser llevada a cabo a un nivel puramente instintivo sin el uso de la inteligencia y la voluntad humanas, ya que el hombre, como ser creado, está dotado con la libertad incluso en el corazón de sus necesidades, debemos concluir que la cultura es en sí misma una exigencia divina. En tanto que creado y ordenado por Dios, el hombre puede alcanzar lo que Dios no le ha dado; en obediencia a Dios, debe buscar los valores: en esto están de acuerdo los miembros de la iglesia del centro, aunque su convicción varíe acerca de la dosis de ascetismo que debe ir emparejada con tal modo de vivir la vida cultural. El movimiento principal de esta Iglesia se caracteriza también por una cierta convicción común relativa a la universalidad y naturaleza radical del pecado. Ya hemos dicho que los cristianos radicales experimentan la tentación de excluir sus comunidades santas del domino del pecado, y que los cristianos culturales tienden a negar que dicho dominio alca'nce las profundidades de la personalidad. Los cristianos del centro están convencidos de que los hombres no pueden encontrar en sí misn10s, como personas o comunidades, una santidad que pueda ser poseída. Es difícil exponer su acuerdo en este punto, ya que católicos y protestantes, tomistas y luteranos, discuten interminablemente a este respecto y, sin duda', se interpretan erróneamente los unos a los otros. Pero el uso común 123

de los sacramentos, la esperanza común de la redención por la gracia, y la común actitud hacia las instituciones culturales, trasluce un acuerdo fundamental sobre la universalidad del pecado y su carácter radical, aun cuando las afirmaciones expresas sean un tanto difíciles de reconciliar. Estos creyentes que rechazan las posturas extremas sostienen también una convicción común sobre la gracia y la ley, convicción que los distingue de los legalistas de toda clase. Pero una vez más se registran ciertas divergencias entre ellos, de modo que los católicos son acusados por los protestantes de practicar la «justicia por las obras», y los católicos consideran a los protestantes modernos como hombres independientes que creen poder edificar el reino de Dios con la ayuda de un buen mecanismo social. Pero éstas son también las críticas que se dirigen recíprocamente abelardistas y ritschlianos. En sus posiciones centrales se percibe un mayor acuerdo. Tomás de Aquino y Lutero coinciden más entre sí sobre el tema de la gracia que no con los gnósticos o los modernistas de los movimientos sociales a que pertenecen. Todos los cristianos del centro afirman la primacía de la gracia y la necesidad de las obras y de la obediencia, aunque varíen sus análisis de la relación del amor humano al hermano con la acción del amor divino que va siempre por delante. No pueden separar las obras de la cultura humana de la gracia de Dios, ya que todas esas obras sólo son posibles por la gracia. Pero tampoco pueden separar la experiencia de la gracia de la actividad cultural, porque, ¿ cómo pueden amar los hombres al Dios invisible en respuesta a su amor, sin servir al hermano visible en la sociedad humana? A pesar de estos rasgos comunes, los cristianos del centro no constituyen un grupo ordenado en su modo de abordar el problema de Cristo y la cultura. Cabe distinguir al menos tres tendencias, que surgen en momentos especiales o a propósito de ciertos problemas específicos. Dichas tendencias se alían más íntimamente con uno de los partidos extremos que con las otras dos tendencias 124

de la Iglesia del centro. Los llamaremos sintetistas, dualistas y conversionistas. Definiremos ahora estas tres tendencias mediante el estudio de sus respectivos representantes típicos. Somos conscientes una vez más del peligro de confundir los tipos hipotéticos con la rica variedad y polícroma individualidad de las personas históricas y concretas. Los hombres de que ahora vamos a ocuparnos no se dejan encasillar en nuestros moldes típicos, como sucedía en páginas anteriores con Tertuliano, Abelardo, Tolstoi y Ritschl. Pero nuestro procedimiento sirve para llamar la atención sobre rasgos prominentes y motivaciones rectoras.

2.

La síntesis de Cristo y la cultura

Cuando los cristianos tratan del problema de Cristo y la cultura, siempre los hay que abordan este tema no con la idea de introducir un dilema, «o esto o aquello», sino con la de establecer un equilibrio, «tanto cuanto». Pueden sin embargo afirmar la validez de Cristo y la cultura a la manera de los cristianos culturales, ya que éstos logran la reconciliación del espíritu de Jesucristo con el clima de la opinión corriente, simplificando la naturaleza del Señor de una forma que no es conforme a los datos que sobre Jesús nos ofrece el Nuevo Testamento. Los gnósticos, que viven inmersos en una sociedad que considera al mundo visible más o menos irreal o engañoso, convierten a Jesús en un ser que pertenece exclusivamente al otro mundo; los modernistas, engastados en una sociedad que, de palabra y obra, no quiere prestar atención a lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, lo presentan como un hombre de este mundo. Pero el sintetista afirma por igual a Cristo y a la cultura, confesando a un Señor que es de este mundo tanto como del otro. El que acomoda a Cristo con las teorías de la época suprime la distinción ent re Dios y el hombre, divinizando al hombre o humanizando a Dios, y adora o bien a un Jesucristo divino o bien a un Jesucristo humano. El sintetista mantiene la distinción _.

con ella la paradójica convicción, de que Jesús, su Señor, es al mismo tiempo Dios y hombre, una persona con dos «naturalezas» que no deben ser ni confundidas ni separadas. Para el cultural, la: reconciliación del cristiano con el espíritu de la época es posible porque o bien habla de una revelación de la verdad especulativa sobre el ser, o bien del conocimiento práctico de los valores. El verdadero sintetista, en cambio, no quiere para nada subordinaciones fáciles del valor al ser o del ser al valor. Considera a Jesucristo como Lagos y como Señor. De ahí que, tanto si afirma a Cristo como si afirma la cultura, lo h ace como quien sabe que el Cristo que exige su lealtad es mayor y posee matices m ás ricos que los vislumbrados por las reconciliaciones fáciles. Otro tanto cabe decir de su comprensión de la cultura, que es a un tiempo divina y humana en su origen, santa y pecadora, reino de la necesidad y de la libertad, y algo a lo que se aplican tanto la revelación como la razón. Así como su comprensión del significado de Cristo le separa del creyente cultural, así también su apreciación de la cultura le aleja del radical. Existe en la teoría del sintetista un abismo entre Cristo y la cultura, que el cristianismo cultural nunca considera seriamente y que el radicalismo no intenta salvar. La meta de la salvación ultraterrena a la que Cristo apunta, no puede estar indicada en el oratorio del evangelio con sólo unas pocas notas graciosas, como hace el modernista con sus párrafos sutiles sobre la inmortalidad o la religión personal. Es éste un tema trascendental. Tampoco es posible poner la exigencia de Dios relativa a la acción personal, importante para las crisis de la vida social y para el establecimiento de relaciones justas entre los hombres, al mismo nivel que el diezmo sobre el comino y la menta, obligación esta última que también debe cumplirse. Los preceptos de Cristo de venderlo todo para seguirle, de no juzgar a los demás, de volver la otra mejilla a quien nos golpea, de humillarnos y hacernos siervos de todos, de abandonar la familia y olvidar el mañana, no pueden, en opinión del sintetista, armonizarse con las exigencias de la vida humana en la sociedad civi126

lizada, alegorizándolos o proyectándolos al futurO', para cuando los haga posibles un cambio de situación, o relegándolos a la esfera de las buenas intenciones personales. Tales preceptos son lo suficientemente explícitO's como para no poder interpretarlos de esta guisa. No obstante, el sintetista sabe que Dios es el creador, y no puede, por lo tanto, soslayar la responsabilidad que tiene ante las exigencias de la naturaleza del hO'mbre, y que su razón discierne CGmo mandamientos de su libre albedrío. Debe procrear hijos, no porque el in1pulso sexual sea invencible con los solos recursos de la razón, sino porque fue hecho entre otros para este fin, y porque no puede desobedecer las exigencias propias de la naturaleza, que es anterior a toda cultura, so pena de negar lo que la naturaleza afirma y lo que él mismo afirma por el mero hecho de vivir. Debe organizar las relaciones sociales, porque ha sido creado social, inteligente y libre, para ser miembrO' de un grupo, pero nunca una horn1iga en su hormiguerO' o una molécula en el cristal. Existen otras leyes además de las de Jesucristo; tmnbién son imperativas y proceden igualmente de Dios. Abordar esta dualidad como lo hacen el cristianismo cultural o la fe radical es no tomar lo bastante en serio ni a Cristo ni a la cultura, porque minusvaloran o la realidad de Cristo o la constancia del Creador, fracasos éstos que se entrañan mutuamente. No podemos decir «o Cristo o la cultura», porque estamO's tratando con Dios en ambos casos. No hemos de decir «tanto monta Cristo como la cultura», a menos que cerremos los ojos a la inmensa diferencia que existe entre ellos. Debe~ mas decir «Cristo y también la cultura» con una conciencia plena de la naturaleza dual de nuestra ley, nuestro fin y nuestra situación. Hasta aquí el sintetista concuerda en gran medida con las dos restantes tendencias de fe cristiana central. Surgen las divergencias cuando el sintetista analiza la naturaleza de la dualidad en la vida cristiana, y combina' en una sO'la estructura de pensamiento y conducta los elementos inequívocamente diferentes. La presentación de algunos ejemplos de este tipo puede ayudarnos a esclare¡

ter sus métodos. Encontramos exponentes de esta tendencia en varias épocas y grupos: en la Iglesia primitiva, medieval y moderna, en el catolicismo romano, anglicano,e incluso, aunque no tan notoriamente, en el protestantismo. El Nuevo Testamento no contiene ningún documento que exponga claramente la posición sintetista, pero abundan las afirmaciones en los evangelios y en las epístolas que hacen referencia a su actitud o que pueden ser interpretadas, sin violentar el texto, como afirmaciones que son susceptibles de avalar esta solución al problema de Cristo y la cultura. Entre ellas mencionaremos las siguientes: «No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolirlos, sino a cumplirlos. Porque en verdad os digo que antes pasarán los cielos y la tierra que faIte una jota o un punto de la ley hasta que todo se cumpla. Si pues alguien descuidare uno de estos mandamientos mínimos y enseñare a hacerlo así a los hombres, será contado como el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare estas cosas, ése será el más grande en el reino de los cielos» 1. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» 2. «Que todos se sometan a las autoridades que gobiernan. Pues no hay autoridad que no proceda de Dios; las que existen han sido instituidas por Dios .. . La"s autoridades son ministros de Dios» 3. Otros esfuerzos encaminados a proporcionar una respuesta sintética, particularmente en conexión con la revelación y la sabiduría filosófica, los hallamos en los apologistas del siglo n, particularmente en Justino mártir. Clemente de Alejandría, contemporáneo de Tertuliano, es el primer gran representante de esta tendencia. Su manera de hacer justicia a los tajantes mandamientos de Jesús y también a las pretensiones de la cultura según su fora peculiar de entenderlos, aparece en su librito sobre erna Quién es el rico que será salvo, y se hace más evie en u Instructor y en Las Misceláneas. Al abordar ~

:. - 17~19; cf. 23, 2. . 22 2l. Ro:n . 1 1, 6.

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el problema de la riqueza, se siente inquieto de que la Iglesia no recuerde a los ricos los .ma'n damientos de Cristo y a los pobres sus promesas, de modo que los ricos adviertan lo desesperado de su situación tocante a la salvación. Así pues, es imprescindible que se capte el significado espiritual de las afirmaciones de Cristo, ayudando al rico a cultivar, en el seno de su riqueza, la desprendida actitud estoica de alguien que no depende de sus posesiones y la virtud cristiana de la generosidad agradecida. Un hombre así «es bendecido por el Señor y llamado pobre en espíritu, un hombre manso heredero del reino de los cielos, no alguien que no pudiera vivir sin ser rico» 4. Hasta aquí Clemente coincide con el cristianismo cultural, pero a este cristianismo estoicizado o estoicismo cristianizado añade un rasgo nuevo. Por encima de esa adecuación pagana del evangelio a las necesidades del rico, lanza un claro llamamiento cristiano a responder al amor del Señor que se hizo voluntariamente pobre. Dio su vida por cada uno de nosotros: fue el rescate equivalente de la nuestra. Se nos exige a cambio que entreguemos nuestras vidas los unos por los otros. Y si debemos nuestras vidas a los hermanos y hemos hecho un pacto lTIutuO con el Salvador, ¿por qué hemos de acumular y esconder bienes mundanos, que son miserables, ajenos a nosotros, y transitorios?» 5. Dos motivos, pues, deben guiar al cristiano en su acción económica, y existen dos fases en la vida de la sociedad económica. El desprendimiento estoico.y el amor cristianos no son contradictorios, pero son distintos y desembocan en acciones diferentes aunque no contradict orias; la vida en medio de las posesiones que a uno le poseen y la vida sin posesiones no son idénticas, aunque tampoco se contrapongan. No obstante estos dos estados determinan dos caminos distintos en el camino de la salvación. La búsqueda de la salvación por medio de la auto cultivación, y la respuesta al acto salvador de Cris4. Quién es el rica que será salvo, xvi (A nte-Nicene Fa:,: r::, yo1. II ). 5. I bid, xxxvii.

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21 .9

to, no son una sola aCClon humana, pero tampoco son extrañas la una a la otra. En su libro El Instructor, Clemente, preocupado por la formación de los cristianos, presentó al Señor como tutor afable y sabio que se propone mejorar las almas de quienes están a su cuidado y elevarlas a una vida virtuosa; Cristo no se propone únicamente ejercer su importante labor educativa. Advirtamos que el tipo de educación que da a los cristianos, según Clemente, apenas difiere de la formación que un maestro pagano, moralmente serio y sabio, de la Alejandría del año 200 de nuestra era, habría dado a sus discípulos 6. En efecto, Clemente, el primer profesor de la ética cristiana, se deleita a este respecto mediante alusiones a Platón, Aristóteles y Zenón, a Aristófanes y Menandro, como testigos de la verdad de sus admoniciones prácticas. Jesucristo es el Verbo, la Razón de Dios; su razonamiento en asuntos prácticos es para Clemente, como todo razonamiento, bueno y sano. De ahí que la ética y las normas cristianas de El Instruc'tor correspondan íntimamente al contenido de los manuales estoicos de moral que circulaban en su tiempo. La conducta cristiana en el comer, en el beber, en el uso de ornamentos, en el calzado, en los baños públicos, en las relaciones sexuales, en los festines, es minuciosamente detallada. Cómo caminar, cómo dormir, cómo reír de una manera que sea conforme a un heredero de bendición, son cosas prescritas con gran seriedad. Leemos, entre otras muchas cosas, que cuando comemos debemos tener «las manos, el diván y el mentón libres de tensión», y «guardarnos de hablar mientras comemos, pues la voz se vuelve desagradable e inarticulada cuando está obstruida por carrillos llenos»; «debemos beber sin contorsiones en el rostro, ... antes de beber no debemos mover nuestros ojos de modo indecoroso», porque «¿cómo creéis que nuestro Señor bebió cuando se hizo hombre por nosotros? ¿No fue con decoro y propiedad? ¿No lo hizo así delibe6. Cf. tulo xiii.

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LIETZMANN,

La Fundación de la Iglesia Universal, capí-

radamente? Estad seguros de que también él bebió vino» 7. Clemente relaciona siempre sus reglas de conducta decente y sobria con el ejemplo o las palabras de Jesucristo; pero esta relación generalmente es forzada, y a menudo sólo es posible mediante la aplicación de todo el Antiguo Testamento a Cristo, el Lagos de Dios. El hecho de que tuviera a mano pan y pescado cuando el milagro de los cinco mil, indica su preferencia por comidas sencillas. Exhorta a los hombres a que no se rasuren, no sólo porque esta práctica va contra la naturaleza, sino porque Jesús dijo: «"Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados", por lo que también están contados los pelos de la barba, y los de todo el cuerpo. Por lo tanto no deben arrancarse, porque es contrario al designio de Dios, que los contó según su voluntad » 8 . Aparte de otras muchas minucias de esta índole, que sin duda nos parecen más pueriles a nosotros que a los lectores del tiempo de Clemente, El Instructor trata de formar a los cristianos en la templanza, la frugalidad y el dominio de sí mismos. Entre otras muchas exigencias hechas al disCÍpulo, destacan éstas: la formación sana y excelente proporcionada por la mejor cultura, y la no aceptación de la conducta licenciosa que es consecuencia de la rebeldía contra la costumbre. Clemente es perfectamente consciente de que, aunque el cristianismo se oponga en algún sentido a la cultura, es completamente ajeno a ese movimiento anticultural fruto de un desprecio individuali~ta de las costumbres. No cae en el error de confundir al que quebranta el sábado sin advertirlo, con el que es plenamente consciente del significado de su acción; o a un ladrón crucificado con un Cristo crucificado, porque ambos sean víctimas del Estado. Clemente sabe también que los cristianos están sujetos a todas las tentaciones ordinarias. Su interés, por lo tanto, en exponer la ética de una vida sobria, decorosa y respetable como ética de Cristo, dista mucho del interés de los hombres que quieren facilitar la tarea de la educación. No pretende en absoluto recomen7. Op. cit., libro II, caps. i, ii (Ante-Nicene Fa thers, vol. II ). 8. ¡bid., libro III, cap. iii.

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dar la persona de Cristo a los cultos, sino que Sé ocupa totalmente en la obra de educar a los que son deficientem ente sabios, ya que «no es por naturaleza, sino por edución, cómo los hombres se hacen nobles y buenos» 9. Su ejemplo es Cristo, el gran pastor de las ovejas, e interpretaríamos erróneamente a Clemente si no advirtiéramos que toda: su prudente exhortación moral es obra de un hombre que, amando a su Señor, quiere cumplir el mandamiento de apacentar a su rebaño. Un cristiano, a juicio de Clemente, debe ser pues, en primer lugar, un hombre bueno de acuerdo con el modelo de la buena cultura. La sobriedad en la conducta personal debe ir acompañada de honestidad en los tratos económicos y de obediencia a la autoridad política. Pero est o no constituye en manera: alguna la totalidad de la vida cristiana. Existe un nivel existencial que trasciende la vida moralmente respetable de quien va a la iglesia. Cristo invita a los hombres a alcanzar, y les promete su consecución, una perfección superior incluso a la del sab io desapasionado. Se trata de una vida de amor a Dios p or sí mismo, sin deseo de recompensa ni temor al castigo; una vida de bondad espontánea en que se sirve al prójinlo y también a los enemigos en respuesta al amor divino; una vida libre que discurre más allá de las fronter as de la ley 10. Semejante género de vida no es de este m undo, y, no obstante, la: esperanza de su consecución y las arras de su realidad llenan la existencia presen~e. Toda la ob r a de Clemente como pastor y autor se propone evien temente alcanzar y ayudar a otros a: llegar a un conocimiento pleno del Dios en quien él cree, y a una realizac' ó p lena, en la práctica, del amor a Cristo. Su Cristo no está contra la cultura, pero echa mano de sus mejores _ :-0 luctos e instrumentos para su obra de otorgar a los 1::.0 res lo que ellos no pueden alcanzar por sí mismos. c. n e les insta a entregarse a la adquisición de su ':J.

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celáneas, libro I, cap. vi.

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especialmente libro IV, caps. xxi-xxvi; libro V,

' Ir, x·xiv.

propia cultura y educación intelectual, de modo que estén así preparados para una vida en que ya no se cuiden de sí mismo, de su cultura o de su sabiduría. El Cristo de Clemente es a un tiempo el Cristo de la cultura y el Cristo que trasciende toda cultura. Una síntesis tal del Nuevo Testamento y de las exigencüis de la vida en el mundo, es llevada a cabo por Clemente no sólo al nivel de la ética, sino también al nivel de las relaciones entre la filosofía y la fe. Ni pretende reinterpretar la figura de Jesucristo adecuándola completamente a los sistemas especulativos del tiempo, ni rechaza como sabiduría mundana la filosofía de los griegos. La filosofía es sobre todo «1a imagen clara de la verdad, un don divino para los griegos»; llena el cometido de un pedagogo para el pensamiento helénico, como la ley para los judíos, a fin de llevarlo a Cristo» 11. Si hubiera desarrollado sus ideas en otros dominios de la cultura, como el arte, la política y la economía, Clemente hubiera adoptado sin duda alguna una actitud similar. Dios «nos insta a utilizar la cultura secular, pero no a aferrarnos y a gastar nuestro tiempo en ella. Lo que él ha otorgado a cada generación para su beneficio, y en el tiempo oportuno, es una educación preliminar a la palabra del Señor» 12. La tentativa de Clemente de conciliar la cultura con su lealtad a Cristo se efectuó en un tiempo en que la Iglesia estaba todavía al margen de la ley. Dicha tentativa responde más a un sentido de responsabilidad d~ la Iglesia por el mantenimiento de la sana moral y la educación, que no a la conciencia de una obligación de asegurar la continuación y mejora de la·s grandes instituciones sociales. Se ocupa más de la cultura de los cristianos que de la cristianización de la cultura. Tomás de Aquino, que probablemente es el sintetista más insigne de la historia cristiana, representa un cristianismo que ha logrado o aceptado la plena responsabilidad social de todas las grandes instituciones. Debido en parte a que todo el peso de la Iglesia Católica Romana se inclinó a su favor, y 11. ¡bid., libro I, ii, v; cf. VI, vii-viii. 12 . ¡bid., libro I, vi.

1. . ..,

sobre todo a la adecuación intelectual y práctica de su sistema, la solución de este teólogo al problema de Cristo y la cultura se ha convertido en la solución típica para miles de cristianos. Muchos protestantes que han abandonado la r espuesta ritschliana han sentido la atracción del tomismo sin ceder a la tentación de ingresar en la Iglesia romana, y en la práctica y el pensamiento anglicanos el sistem a tomista es normativo para muchos. Tocante al problema de Cristo y la cultura, no es posible que las diversas soluciones que diferencian a los cristian os coincidan con las fronteras que separan a las Iglesias más import an tes . Tom ás responde también al problema de Cristo y la cu ltur a con un «Cristo y también la cultura» ; pero su Cristo está lTIUy por encima de la cultura y este teólogo no intenta disimular el abismo que los separa. Su prop io estilo de vida indica cómo une los dos elementos, las dos esperanzas y comienzos. Es un monje, fiel a los votos de pob reza, castidad y obediencia. Con los cristianos radicales, ha rechazado el mundo secular. Pero es un monje de la Iglesia que se ha convertido en la guardiana de la cultura, en la fomentadora del saber, en el juez de las naciones, en la protectora de la familia, en la rectora de la r eligión social. Esta magnífica organización medieval, sin1bolizada en la persona de Tomás, representa la conquista de una extraordinaria síntesis práctica. Es la Iglesia secular, aquella contra la que el monaquismo elevó su protesta radical preconizando la obediencia a un Cristo supuestamen te contrario a la cultura, pero con la diferencia de que esta protesta ha sido ahora incorporada a la Iglesia aunque sin perder su sesgo radical. Esta síntesis no se logró ni mantuvo fácilmente, ya que abundaron las ten siones y movimientos dinámicos y estuvo sometida a ciertas violencias. Los dos costados de la Igle.. sia, la Iglesia en el mundo y la Iglesia en el claustro, estaban sujetos a la corrupción, pero también se ayudaron mutuamente a reformarse. En realidad, la unidad de la Iglesia y la civilización, de este mundo y del otro, de Cristo y Aristóteles, de la reforma y la conservación, distó m ucho, sin duda alguna, del cuadro imaginado y difundi134

do por sus entusiastas posteriores. Pero fue una síntesis tal que difícilmente volverá a lograrse en la sociedad moderna, sociedad que, entre otras cosas, carece de dos condiciones previas: la presencia de un cristianismo radical difundido y profundamente serio que proteste contra la atenuación del evangelio por parte de instituciones religiosas culturales, y una Iglesia cultural lo bastante sólida para poder aceptar y mantener en su seno esta oposición leal. Tomás de Aquino, como Alberto Magno, logró la síntesis intelectual más que su aplicación en el dominio social. Al igual que Platón y Aristóteles, elaboró conceptualmente la síntesis preparada por la anterior evolución social, cuyo rationale interior expuso, pero su efectividad, como ocurrió con los dos filósofos griegos, sólo se hizo patente en un tiempo posterior. En su sistema de pensamiento combinó, sin confusión, la filosofía con la teología, el Estado con la Iglesia, las virtudes cívicas con las cristianas, las leyes naturales con las divinas, Cristo con la cultura. Con estos diversos elementos levantó un magnífico edificio de sabiduría teórica y práctica, que como una catedral estaba sólidamente plantado entre calles y mercados, en medio de casas, palacios y universidades que representan la cultura humana. Una vez traspuestos los umbrales de esta catedral, nuestra morada contempla un mundo nuevo y extraño de espaciosidad sosegada, de sonidos y colores, acciones y figuras, que simbolizan una vida que trasciende todas las preocupaciones ·seculares. Al igual que Schleiermacher, Tomás habló a los detractores cultos de la fe cristiana, con quienes compartía la filosofía común a los espíritus avanzados de su tiempo, a saber, el aristotelismo que musulmanes y judíos habían redescubierto y desarrollado. Pero con Tertuliano cantó aquellas cosas que estaban ocultas a los sabios y eran reveladas a los niños. Estudiaremos aquí la forma en que Tomás procuró sintetizar la ética de la cultura con la ética del evangelio. En sus teorías sobre el fin del hombre, sobre las virtudes humanas y la ley, al igual que en otros aspectos de su 135

filosofía y teología prácticas, combinó en un sistema de preceptos y promesas divinas las exigencias de la razón basadas en el valor de las cosas conocidas por la mente cultivada y las basadas en el nacimiento, vida, muerte y r esurrección de Cristo. Todo el esfuerzo de síntesis está aquí informado, si no fundamentado, en una convicción una de cuyas expresiones o plasmaciones orales es trinitaria, a saber, que el Creador de la naturaleza y Jesucristo y el Espíritu inmanente poseen una misma esencia. El hombre no dispone de tres caminos que le lleven a la verdad, sino que le han sido dados varios caminos que le conducen a tres verdades, verdades que, en definitiva, constituyen un único sistema de verdad. No trataremos aquí de lo concerniente al espíritu, sino que nos ocuparemos de lo que la cultura sabe de la naturaleza y de la fe recibida de Cristo 13. El cristiano -y todo hombre- debe responder a sus exigencias éticas, pero tras haber formulado y respondido previamente a una pregunta: ¿cuál es mi destino, mi fin? Una respuesta razonable a esta pregunta hará caso omiso de todos sus deseos y anhelos inmediatos, y se fijará en el designio último de su naturaleza, en su ser fundamental. Se habla aquí de toda la naturaleza como r azón (es decir, como razón aristotélica, la razón de esta cultura), naturaleza que es proyectiva y que tiene un designio; conocida en tanto que creación de Dios, sus características reveladoras del designio de Dios y de las exigencias para con el hombre. Si consideramos esta naturaleza nuestra junto con la razón, que es a la vez don de Dios y actividad humana, descubrimos, según Tomás, que el designio implícito en nuestra existencia -puesto que hemos sido creados como seres inteligentes y volentesconsiste en actuar completamente nuestras potencialida13. E ta discusión sobre la ética de Tomás está basada en la

S ·w.n a Theologica, parte n, sección I, especialmente Q . i-v, lv-Ixx, xc-c iD; cf. también Summa contra Gentiles, libro In. Todas las ci a Oil la traducciones de los padres dominicos de estas obras. Cf. además, GILSON E., Moral Values and the Moral Lite, The Sys-

tem oi S . Thomas Aquinas, 1931.

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des como intelectos en presencia de la verdad universal y voluntades en presencia del bien universal. «Nada, excepto el bien universal, procura el descanso a la: voluntad del hombre, ya que el bien universal no reside en nada creado, sino en Dios. De ahí que sólo Dios pueda llenar el corazón del hombre» 14. Y como lo que está en el corazón del hombre, su mejor actividad y su mejor poder, es la comprensión especulativa, la «última y perfecta felicidad del hombre no puede descansar en otra cosa que en la visión de la esencia divina»; o, «puesto que todo ser inteligente consigue su fin último comprendiéndolo ... , por lo tanto, sólo por la comprensión el intelecto humano alcanza a Dios como su fin» 15. Tomás es un aristotélico cristiano, que ha: reproducido el argumento del filósofo a favor de la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida práctica, pero que ha puesto a Dios como objeto de la visión intelectual. Ha ensalzado la vida monástica, no como protesta contra el mundo corrompido, sino como un esfuerzo para elevarse del mundo sensible y temporal a la contemplación de la realidad inmutable. Con una aspiración tal a un fin último tan definido, Tomás, como Aristóteles, puede reconciliar con dicha aspiración los esfuerzos de los hombres dirigidos a su vida práctica y a las sociedades no contemplativas con miras a la consecución de los fines ordinarios, como la salud, la justicia, el conocimiento de las realidades temporales, los bienes económicos ... Estos bienes vienen exigidos por la felicidad, y «si analizamos correctamente las cosas, advertiremos que todas las ocupaciones humanas ayudan a las contemplaciones de la: verdad» 16. Pero Tomás añade a esta ética dual de una sociedad que consta de hombres prácticos y contemplativos una comprensión del fin último del hombre, deducida del Nuevo Testamento más que de Aristóteles . «En el estado de la vida presente, la felicidad perfecta no 14. Summa Theologica, 11-1, Q. ii, a . viii. 15. lbiá., Q. iii, a. viii; Summa contra Gentiles, libro III, pítulo xxv.

16. Summa Theologica, 11-1, Q. iv; Su mma contra Ce ::::_cap. xxxvii.



puede ser conseguida por el hombre», porque está sujeto a muchos males y a la transitoriedad. Lo que el hombre puede conseguir en su cultura y por la cultura de los dones originales de Dios en la creación, es sólo una felicidad imperfecta. El fin verdadero está en la eternidad; para conseguirlo, todo esfuerzo es una preparación inadecuada. La consecución de esa felicidad última no cae dentro del ámbito de las posibilidades humanas, sino que Dios la otorga gratuitamente a los hombres por medio de Jesucristo. La otorga además, no sólo a aquellos que han alcanzado la felicidad imperfecta de la contemplación, sino también a los que han hecho cuanto han podido para vivir rectamente en ámbitos no filosóficos y no monásticos. La otorga también a los pecadores 17. Tomás no construye una síntesis fácil de niveles escalonados, como si el hombre ascendiera de la rectitud en la vida práctica a la felicidad imperfecta de la contemplación y, después, a la felicidad perfecta de la bienaventuranza eterna. No se niega la existencia de estadios o niveles, pero se requiere un salto para que el hombre pase del uno al otro, y un salto puede llevarle por un estadio intermedio. Es más, el empinado ascenso a los cielos, supuesta siempre la actividad humana, sólo es factible por el poder otorgado sacramentalmente desde arriba. Así como hay una doble felicidad para el hombre, una en su vida cultural y otra en su vida en Cristo, y así como ésta es a su vez doble, a saber, la felicidad en la actividad práctica y la felicidad en la contemplación, así también los caminos a la bienaventuranzít son muchos, pero forman una única red de caminos. Existe el camino de la cultivación de la vida moral por la formación de buenos hábitos; el camino de la autodirección inteligente; el camino de la obediencia ascética a los consejos radicales de Jesús; el camino del amor, la fe y la esperanza que son espontáneos y objeto de la gracia, si bien este último camino no está al alcance de los solos recursos del hombre, ni es un camino que pueda seguir con sus solas fuer17.

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Summa Theologica, U-l, Q. iii, a. ii, Q. v.

zas. Tomás es sumamente consciente de que la bondad moral requiere esfuerzo, de que la sociedad y cada persona individual deben luchar extraordinariamente para poder formarse y mantenerse en los hábitos de acción necesarios a la existencia humana y hun1anitaria. La prudencia, el dominio de sí mismo, el valor, la justicia y los hábitos específicos del pensamiento, el hablar, el comer y las demás acciones humanas son necesarias para la vida, pero las almas libres no poseen estas virtudes al modo de instintos animales. El hombre no es gobernado sin su consentimiento o cooperación. Lo que ha adquirido dolorosamente, dolorosamente debe transmitirlo. La «vida meramente mora!», que algunos cristianos 'e xclusivistas ridiculizan, es una conquista inapreciable, un producto de la libertad del hombre, pero también de una necesidad compulsiva si quiere vivir como hombre. En su defecto, el fin imperfecto pero imprescindible de la felicidad en la vida social, resulta imposible. Si el hombre no posee las virtudes ordinarias, civiles, burguesas, no puede aspirar a las virtudes y a la felicidad de la vida contemplativa. Aunque el hombre sea responsable del cultivo de los buenos hábitos activos, incluso a este nivel no puede contar con sus solas fuerzas, ya que recibe incesantemente la ayuda y la dirección del Dios gracioso, que le presta su apoyo por medio de las grandes instituciones sociales de la familia, el Estado y la Iglesia. Pero surge además ante él, por medio del evangelio, la otra felici.dad «que excede a la naturaleza del hombre; una felicidad a la que el hombre puede llegar solamente por una virtud divina que supone cierta participación en la Deidad ... De ahí la necesidad de que el hombre reciba, por gracia de Dios, unos nuevos principios, por cuyo medio pueda seguir el camino de la felicidad sobrenatural, aun cuando se dirija a su fin connatural por principios naturales, pero no sin ayuda divina» 18. Tomás comprende perfectamente -cosa que muchos cristianos culturales parecen no comprender- hasta qué punto es inmensa y sobrehumana la b on18. ¡bid.! Il-I, Q. xlii, a. i.

dad inherente a los mandamientos de amar a Dios con t odo el corazón, con toda el alma, con toda la m ente y fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo. Afirma que donde la fe está ausente, no es posible producirla mediante un acto de la voluntad, y que la esperanza de la gloria, activa en las vidas por ella animadas, no aparecerá como fruto de la resolución humana. Pero no hay virtudes imposibles, ni son dones casuales o de naturaleza caprichosa los que engendran repetidan1ente insignes genios morales y espirituales. Es Dios quien los promete y otorga por medio de Jesucristo, a modo de degustación anticipada y de arras de una plenitud. Cuantos los reciben participan de la naturaleza de Cristo, ya no viven para sí mismos, sino que han sido elevados por encima de sí mismos. Se les concede la bondad activa y sin esfuerzo de la caridad desinteresada. Por mucho que los hombres aspiren a estas virtudes teologales, a esta vida de imitación de Cristo, .sólo pueden preparar corazones bien dispuestos, pero no forzar el don. y el don puede venir a un ladrón crucificado antes que al ciudadano justo o al monje asceta. Semejante combinación sintética es también característica de la teoría tomista de la ley. El hombre no puede ser libre a menos que se someta a la ley, es decir, a la cultura. Pero la ley debe serlo de verdad, no debe dictarse por la voluntad de los más fuertes, sino que debe descubrirse en la naturaleza de las cosas. Tomás no. pretende encontrar en los evangelios las normas de la vida social humana. Dichas normas deben ser halladas por la razón. En sus amplios principios constituyen una ley natural que pueden discernir todos los hombres razonables que vivan una vida auténticamente humana en unas condiciones normales de existencia común, ley que se basa en último término en la ley eterna presente en la mente de Dios, creador gobernador de todas las cosas. Aunque la concreción de estos principios en la ley civil varíe de un tiempo a otro de un lugar a otro, los principios siguen siendo los mismos. La cultura establece sus propias normas, porque es la obra de la razón dada por Dios dentro de la na140

turaleza, que a su vez también ha sido dada por Dios. Pero existe otra ley además de la ley racional que los hombres descubren y concretan. La ley divina, revelada por Dios por medio de sus profetas y sobre todo por medio de su Hijo, coincide en parte con la ley natural, y, también en parte, la trasciende porque es la ley de la vida sobrenatural del hombre. «No robarás» es un mandamiento descubierto tanto por la razón como por la revelación; «Vende lo que tienes y dala a los pobres» se encuentra sólo en la ley divina. Apela al hombre como a alguien en quien se ha \ oleado una virtud superior a la virtud de la honradez, y que ha recibido la gracia de tender, en la esperanza, a una perfección que supera la justicia de su existencia moral 19 • De este modo, Tomás no sólo presta los fundamentos de las grandes instituciones sociales, sino que, además, proyecta en toda su claridad los principios morales por los que deben regirse dichas instituciones. La propiedad privada, por ejemplo, tan sospechosa a los radicales, está justificada, porque «no es contraria a la ley natural, sino una adición a la misma ideada por la razón humana. La razón es consciente de que el uso privado de los bienes externos es ciertamente una disposición recta y justa, pero que su utilización para fines puramente privados y egoístas, es insostenible» 20. El comercio, que supone ganancia, es lícito aunque no virtuoso, y debe regirse por los principios del justo precio y por la condenación de toda usura, no ya únicamente porque la Biblia prohíbe la usura, sino porque es irrazonable vender «lo que no existe» 21. Tomás presta asimismo los fundamentos del gobierno, del Estado y del empleo del poder político 22. Dios ha creado al hombre como ser racional, y la sociedad es imposible a nivel humano sin una dirección que sea conforme a la ley. Por encima del Estado existe la Iglesia, que no sólo dirige a los hombres hacia su fin sobrenatural y proporciona 19. Para la teoría de Tomás sobre la ley, véase Summa Theologica, n-l, Q. xc-cviii. 20. ¡bid., n-n, Q. lxvi, a. ii. 21. ¡bid., n-n, Q. lxxvii, lxxviii. 22. «Sobre el gobierno de los gobernantes».

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asistencia sacramental, sino que, además, como guardiana de la ley divina, colabora en el ordenamiento de la vida temporal, porque la razón cae a veces por debajo de su realización posible y requiere la ayuda graciosa de la revelación, y porque no puede llegar a las fuentes y motivaciones profundas de la acción 23. La Iglesia, a su vez, posee también una doble organización: la institución religiosa en el mundo y la orden monástica. En la síntesis de Tomás todas estas instituciones están tan orgánicamente relacionadas entre sí que, sirviendo cada una de ellas a su fin particular, sirve por este mismo hecho a los demás. Se percibe fácilmente el sesgo jerárquico de esta estructura, que podemos describir a modo de una organización militar con sus diversos grados, desde el Legislador y Gobernador Divino, pasando por sus lugartenientes en la tierra -la Iglesia con su cabeza papal, los príncipes y los Estados subordinados a ella-, hasta los sujetos últimos, a quienes sólo incumbe obedecer, tras haber recorrido todos los eslabones sucesivamente inferiores. El principio jerárquico no ofrece ninguna duda a Tomás, porque, como dijo en su conferencia inaugural como Maestro de Teología en París y repitió después de infinitas maneras, creía firmemente que «el Rey Señor de los cielos ordenó desde la eternidad esta ley: que los dones de su providencia llegaran hasta los grados más inferiores a través de los intermedios 2~. Pero su síntesis no habría sido tan atractiva ni habría alcanzado tanto éxito, si Tomás no hubiera establecido a todos los niveles una cierta independencia para cada institución y para cada criatura racional, individual. Cada institución e individuo tienen su propio fin, se forja su propio concepto de la meta y de la ley de sus acciones por medio de la razón común; cada una tiene su propia voluntad o principio de auto dirección. La jerarquía está presente, pero sólo a modo de una satrapía oriental. Presupone la existencia de un pensamiento común, ,el consentimiento de los gobernados, y cierto grado 23. Summa Theologica, II-I, Q. xcix, cviii. 24. Así está citado por Gerald VANN en su obra Sto Thomas Aquinas, pp. 45-46.

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de independencia en cada grupo y persona que lleva a cabo su propia tarea inmediata. En la medida en que ese pensamiento común estaba presente en la cultura del siglo XIII, y en la medida en que las instituciones de la época constituían una unidad sin serias tensiones entre sí, la síntesis de Tomás no sólo representaba un logro intelectual, sino también la plasmación filosófica y teológica de una unificación social de Cristo con la cultura. Esa unidad se hundió tan pronto como fue alcanzada, no sólo a causa de la Reforma y el Renacimiento, sino también de todos los conflictos y tensiones del siglo XIV. Si examinamos épocas posteriores de la historia cristiana en pos de ejemplos similares del cristianismo de síntesis, difícilmente los hallaremos que sean adecuados a esta clase. Tal vez podamos mencionar a este efecto al gran contemporáneo de Tolstoi y Ritschl, Joachim Pecci, Papa León XIII, como un cristiano que tendía a una posición de síntesis. Durante su trascendental pontificado, sacó a la Iglesia Católica Romana de su aislamiento e inclinación a considerar el verdadero cristianisrno como una sociedad cerrada en un mundo extraño. En sus encíclicas sociales sobre «El matrimonio cristiano», «La constitución cristiana de los Estados», «La libertad humana», «Los principales deberes de los cristianos como ciudadanos» y «La condición de las clases obreras», se mostró deseoso de la participación cristiana en la vida común, y responsable por el mantenimiento o reforma de las grandes instituciones. Promovió activamente la educación y fomentó la filosofía, pues «las ayudas naturales con que la gracia de la sabiduría divina, que poderosa y suavemente dispone todas las cosas, ha dotado a la raza humana, no deben ser ni despreciadas ni abandonadas, entre las que destaca evidentemente el uso recto de la filosofía» 25. Simultáneamente y sin que dejara traslucir ninguna tensión, proclamó la Soberanía de Cristo, porque es «el origen y fuente de todo bien; así como el 25. WYNNE

«El Estudio de la Filosofía Escolástica», en la obra de J. D., The Creat Encyclicals of Pope Leo XIII, p. 36.

género humano no podría ser liberado de la esclavitud si no fuera por el sacrificio de Cristo, así tampoco puede ser preservado, con10 no sea por su poden> 26. Pero ni León XIII ni cuantos le siguieron proponiendo una nueva síntesis basada en el tomismo, son sintetistas. La síntesis de Cristo con la cultura es sin duda alguna el objetivo de estos hombres, pero no sintetizan a Cristo con la cultura presente, la actual filosofía, o las instituciones de la época, como fue el caso de Tomás. Cuando se dirigen a los «gentiles», no aceptan una base común a las dos partes ni arguyen a partir de una filosofía común, sino que les recomiendan la filosofía del tiempo de Tomás. León XIII diserta sobre la «Democracia Cristiana» en el mismo talante con que Tomás escribió sobre «El gobierno de los gobernantes», y por esto León XIII escribe con el espíritu patriarcal de una sociedad feudal y no como alguien que participa en el movimiento político moderno como participaba Tomás en el medieval 27. Lo que se busca aquí no es la síntesis de Cristo con la cultura actual, sino el re-establecimiento de la filosofía y de las instituciones de una cultura pretérita. Este cristianismo no pertenece al grupo sintético, sino al cultural. Su lealtad fundamental parece inclinarse a un género de cultura en la que, a decir verdad, Jesucristo y especialmente su Iglesia constituyen una parte importante. Pero el reino y la soberanía de Jesús han sido tan identificados con los dogmas, con la organización y las costumbres de una institución religiosa cultural, que las contrapartidas y dualidades dinámicas características de la síntesis tomista han desaparecido, salvo la aceptación de la teoría en sí, es decir, la aceptación de la teoría como por reflexión y refracción. «Por ley de Cristo -escribía León XIII- entendemos no sólo los preceptos naturales de la moral, o el conocimiento sobrenatural que el mundo antiguo adqui26. «Cristo nuestro Redentor», en WYNNE, p. 463. Cf. también «Sobre la Consagración de la Humanidad al Sagrado Corazón de Jesús», WYNNE, pp. 454 ss. 27. Véase LEóN XIII, «La Democracia Cristiana», en WYNNE, pp. 479 ss.

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rió, y que Jesucristo perfeccionó y elevó a un grado supremo gracias a su explicación, interpretación y ratificación, sino también y sobre todo la doctrina y en particular las instituciones que nos ha dejado. La: principal de ellas es la Iglesia. En efecto, ¿ qué institución existe que ella no abrace e incluya? Por el ministerio de la Iglesia, tan gloriosamente fundado por Cristo, quiso perpetuar el oficio que le asignó el Padre; y habiendo, por una parte, conferido a la Iglesia todas las ayudas eficaces para la salvación humana, ordenó claramente, por otra, que los hombres se sometieran a ella como a sí mismo y siguieran celosamente sus avisos en todos los aspectos de la vida» 28 Semejante posición es la correspondencia exacta, en la: esfera católica romana, del cristianismo cultural del evangelio social en el protestantismo, para el cual Jesucristo es el fundador y perfeccionador de la sociedad democrá,. tica, de la religión libre y de la ética de la libertad. Las discusiones entre tales católicos romanos y tales protestantes no son más que escaramuzas de familia; ambos se preocupan fundamentalmente de la cultura; sus ideas sólo difieren en lo que respecta a la organización de la sociedad y a los valores que deben actuarse por el esfuerzo humano. Por esto, el debate en torno a este tema discurre a su vez al nivel de la sociedad cultural más que al nivel de la Iglesia; estos católicos y protestantes discuten sobre la organización de los Estados, la organización y contenido de la educación, el control de los sindicatos, la elección de la: verdadera filosofía, y no sobre la participación o no participación en las tareas del mundo, ni sobre la ley y la gracia, ni sobre la naturaleza radical del pecado. Advirtamos sin embargo que ni León XIII es el catolicismo, ni Ritschl el protestantismo. Un ejemplo más claro de la síntesis de Cristo con la cultura podría ser el obispo anglicano Joseph Butler que, en su Analogía de la Religión y en sus sermones sobre 28. «Cristo nuestro Redentor», en WYNNE, pp. 469-70. La de cripción más objetiva de la vida y la obra de León XIII que he encontrado es la de SCHMIDLIN Josef, Papstgeschichte der _ -e:lzeit, vol. n, 1934. ce

21 . 10

temas éticos, ptbcuró relacionar entre sí la ciencia y la filosofía con la revelación, la ética cultural del amor propio cultural-así se expresa el inglés del siglo XVIlI- con la ética de la conciencia cristiana, el amor a Dios con el amor al prójimo. Comparado con el de Tomás de Aquino, su pensamiento parece prosaico y pobre, algo así como una iglesia rural bien construida junto a una magnífica catedral; no vemos aquí ni arcos abovedados ni bastiones que se lanzan hacia lo alto; el altar no está muy arriba. En América, Roger Williams intentó una respuesta al problema de Cristo y la cultura, especialmente en lo tocante a las instituciones políticas, que hiciera justicia a las pretensiones de la razón respecto de la sociedad y a Cristo en su evangelio. Supo distinguir pero no sintetizar, por lo que él y sus seguidores legaron una serie de pensamientos paralelos más que una síntesis. El paralelismo desembocó a menudo en una bifurcación que separaba la vida espiritual de la vida temporal, o la moral cristiana individual de la ética racional social, bifurcación salvable simplemente por la aceptación práctica del cristianismo cultural o de la solución propuesta por los seguidores de Lutero. El que la respuesta sintética esté ausente del cristianismo moderno a causa de la índole de nuestra cultura o a causa de la manera actual predominante de concebir a Cristo, es algo que no intentaremos analizar. Se desea mucho una respuesta de este tipo y se oyen voces que claman por su aparición. Pero no parece que vaya a producirse, ni como fruto de un gran pensador ni, lo que sería más importante, como resultado de la vida social actia, de un clima de opinión y de una fe viva que lo impregne todo. 3.

La síntesis en interrogante

Ka cabe duda de que la solución sintetista al problema de Cristo y la cultura ha ejercido su atracción alguna vez en todos los cristianos, se sintieran o no impulsados a la 146

adopción del sistema tomístico. La aspiraClon humana a la unidad es invencible, y el cristiano tiene una razón especial para buscar la unidad integral, razón que nace de su fe fundamental en el Dios único. Cuando se ha percatado, como consecuencia de la experiencia y la reflexión, de que no puede vivir en unidad consigo mismo si niega la naturaleza y la cultura en su esfuerzo por ser obediente a Cristo, o de que tal negación supone de por sí una especie de desobediencia a los mandamientos del amor, puesto que las instituciones sociales son instrumentos de dicho amor; cuando se ha percatado de este hecho, decimos, busca entonces una especie de reconciliación entre Cristo y la cultura que no vaya en menoscabo de ninguna de las dos partes. El impulso hacia la unidad moral en el yó va emparejado con la búsqueda urgente por parte de la razón de la unidad de sus principios y del principio unitario de las realidades hacia las que se dirige el yo. En la síntesis de la razón con la revelación, en que la búsqueda del filósofo y la proclamación del profeta están combinadas sin confusión, la razón parece recibir la promesa de que su hambre será satisfecha. La exigencia social de unidad en la sociedad está inseparablemente vinculada con el deseo de integridad moral e intelectual. La sociedad misma es una expresión del deseo de unidad por parte de la multitud, de los muchos; sus males son todas las formas de disensión; la paz es 'otro nombre de la salud social. La unión de la Iglesia con el Estado, del Estado con el Estado y de la clase con la clase, y la unión de todos ellos con el Señor y Amigo sobrenatural es un deseo ineludible del creyente. La síntesis parece venir impuesta sobre todo por las exigencias de Dios, no sólo en virtud de su acción sobre la naturaleza, la razón y la sociedad h umanas gracias a su espíritu unificador, sino en virtud de su revelación por medio de sus palabras y de su Palabra. A la Iglesia del Nuevo Testamento se le dicen as mismas palabras que a la Iglesia del Antiguo Testamen o : «Oye, oh Israel, el Señor nuestro Dios es el único Se - or- . Por ser la solución sintetista una respues ta que ~ are e satisfacer estas urgencias y exigencias , siempre e' e_

su atracción sobre los cristianos. Aunque rechacen la forma que pueda revestir dicha solución, no obstante la considerarán como símbolo de la respuesta adecuada. A excepción, tal vez, de algunos creyentes radicales y exclusivistas, todos los cristianos suscriben la afirmación de los sintetistas sobre la importancia de las virtudes cívicas y de las instituciones sociales justas. Agustinianos y luteranos, como observaremos, consideran estas virtudes e instituciones bajo una luz diferente, pero coinciden en la afirmación de su importancia para el seguidor de Cristo y para todo ciudadano del pueblo de Dios. Lo específico del sintetista de tipo tomista es su preocupación por descubrir las bases del derecho en la naturaleza creada del hombre y en su mundo. Su insistencia en que el «debe» se funda en el «es», aunque éste a su vez se funde en el «debe» de la mente de Dios, apela en su realismo a cuantos son conscientes de los peligros de un pensamiento impaciente por lo último, y no sólo de los peligros que comporta para la vida social, sino también de los peligros que supone para la fe. Polarizar toda nuestra atención en torno al reino futuro de Dios, puede conducir fácilmente a la negación del reino actual de Dios; el deseo de lo que todavía no se puede inducir fácilmente a la afirmación de que lo presente proviene del diablo más que de Dios. La grandeza contenida en la resuelta proclamación del sintetista de que el Dios que ha de reinar reina ahora y ha reinado, y de que su reino está en la naturaleza de las cosas, y de que el hombre debe edificar sobre los fundamentos establecidos, ejerce una atracción inmensa sobre los espíritus. Expresa de esta forma un principio que ningún otro grupo cristiano parece formular tan bien, pero que todos necesitan compartir, a saber, el principio de que el Creador y el Salvador son uno solo, o de que, sea cual fuere el significado de la salvación que trasciende a la creación, la salvación no destruye lo creado. En la práctica, se afirma con claridad meridiana que la conducta de los redimidos no puede faltar a la ley, por mucho que deba elevarse por encima de ella; y que la ley nunca es una pura invención humana, sino que contiene la volun148

tad de Dios. Con estas premisas el sintetista presta a los cristianos una base inteligible para la obra que deben realizar conjuntamente con los no creyentes. Aunque Tertuliano diga a los no cristianos: «Navegamos con vosotros y luchamos con vosotros, y aramos los campos con vosotras; y ... nos unimos con vosotros en vuestros comercios», no por esto indica sobre qué base puede el cristiano integrarse a un frente tan unido, ni dice cómo y dentro de qué límites puede cooperar. El cristiano cultural, por su parte, hace causa común con el no creyente hasta el punto de preterir sus principios específicamente cristianos. Sólo el sintetista parece prestar los fundamentos de una cooperación gustosa e inteligente de los cristianos con los no creyentes, porque preconiza la labor a realizar en el mundo y, simultáneamente, la preservación de la especificidad de la fe y la vida cristianas. Además de esta feliz afirmación de la respuesta sintética, existe todavía otra: su testimonio firme de que el evangelio promete y exige más de lo que pueden exigir y asegurar el conocimiento racional del designio del Creador sobre la criatura y la obediencia gustosa a la ley de la naturaleza. Los críticos radicales olvidan con harta frecuencia qué visión tan sublime de la ley y del amor nos presentan Clemente y Tomás. Para los sintetistas, la vida cristiana es la vida de servidores con que Jesús comparó a sus discípulos. Nunca llegan a cumplir su deber, ni cuando trabajan en los campos, ni cuando sirven a las mesas, ni cuando mantienen la casa en orden. y sin embargo, estos siervos indignos son invitados a un banquete real al final del día, razón ésta por la que su acción es de doble finalidad, ya que todo su trabajo en el mundo les sirve también para alcanzar la gloria en virtud de su gozosa expectación: no esperan tan sólo frutos terrestres, sino también el gozo espiritual incomprable e inmerecible. Siempre existe el más y el otro; siempre existe el «todo esto y además el cielo»; pero, para el verdadero sintetista, el más no es una reflexión posterior sobreañadida, como con tanta frecuencia parece ser el caso del e . ~ _~ no cultural.

No sólo la Iglesia, sino también la cultura tiene una deuda inmensa con los sintetistas por estas y otras contribuciones. En la historia de la civilización occidental, la obra de Clemente, Tomás y sus seguidores y compañeros ha ejercido una influencia incalculable. Las artes y las ciencias, la filosofía, la ley, el gobierno y las instituciones económicas han sido profundamente afectadas por dicha influencia. Los hombres de este grupo han sido para la cultura moderna los mediadores de la sabiduría griega y de la ley romana. Han moldeado y dirigido la institución religiosa más influyente en nuestra civilización, la Iglesia Católica Romana, y han ayudado también a forjar instituciones y movimientos religiosos no tan eficaces. Cuando reflexionamos sobre el "\ alar que encierra para la fe y la sociedad esta forma de t ratar el problema de Cristo y la cultura, debemos concluir que esta actitud es necesaria para dicho problema, y que la respuesta nos ofrece una afirmación irrebatible de una o varias verdades. Lo que ya no es tan evidente es que sea la única posición que nos proporciona la verdad y nada más que la verdad. Aparte las objeciones específicas a específicas formulaciones de esa síntesis, los cristianos de otros grupos aseveran que tamaña empresa debe inducir en y por sí misma a un error. El esfuerzo por combinar a Cristo con la cultura, la obra de Dios con la obra del hombre, lo temporal con lo eterno, la ley con la gracia, en un sistema de pensamiento y práctica tiende, quizás inevitablemente, a la absolutización de lo que es relativo, a la reducción de lo infinito a una forma finita, y a la materialización de lo dinámico. Una cosa es afirmar la existencia de una ley de Dios inscrita en la misma estructura de la criatura, la cual debe buscar el conocimiento de esta ley por el uso de la razón y gobernarse de acuerdo con ella, y otra cosa muy distinta es formular la ley en el lenguaje y los conceptos de una razón siempre culturalmente condicionada. Tal vez sea posible una síntesis en que el carácter relativo de todas las formulaciones creatúricas de la ley del Creador sean plenamente reconocidas. Pero ninguna respuesta sintetista ofrecida hasta ahora en la historia cristian(:\ ha 150

evitado la identifica°c ión entre una concepción cultural de la ley de Dios en la creación y esa misma ley. La concepción de Clemente sobre lo que es natural al hombre es a menudo patéticamente provinciana. La concepción jerárquica del orden natural en Tomás de Aquino es histórica y medieval. Las verdades provincianas e históricas pueden ser verdaderas en el sentido de que corresponden a la realidad, pero no obstante son fragmentarias, y se convierten en una falacia cuando son excesivamente subrayadas. Toda síntesis -por constar de fonnulaciones fragmentarias, históricas, y consiguientemente relativas, de la ley de la creación, y por sus apreciaciones manifiestamente parciales de la ley de la redención- es necesariamente provisional y fragmentaria. Pero, tan pronto como el sintetista admite este hecho, se adentra por el camino de otra respuesta distinta de la sintética; en realidad, empieza a afirmar que toda cultura está sujeta a una conversión continua e infinita, y que su propia formulación de los elementos de la síntesis, como su adecuación social a la estructura de la Iglesia y de la sociedad, es sólo provisional e incierta. Se ha repetido a menudo que Tomás, y su período, carecía de sentido histórico. La conciencia moderna de que la razón está involucrada con todo cuanto pertenece a la cultura en el continuo devenir histórico, y de que las instituciones sociales, a pesar de implicar elementos manifiestamente estables, evolucionan incesantemente, coincide con la reflexión cristiana de que toda conquista humana es temporal y pasajera. El sintetista que convierte de alguna manera lo efímero en algo fundamental para su teoría de la vida cristiana, adoptará una actitud de defensa de ese fundamento temporal impulsado por el deseo de preservar la superestructura de la vida cristiana que se apoya sobre dicho fundamento temporal, y se mostrará reticente ante la evolución cultural. Es lógico que cuando se ha dado una respuesta sintética al problema de Cristo y la cultura, quienes la aceptan se preocupen más de la defensa de la cultura sintetizada con el evangelio que del mismo evangelio. Estas dos validades parecen estar 15

entonces tan entretejidas que se tiene la impresión de que el evangelio perenne sufre la amenaza consiguiente a la desaparición de la cultura perecedera. Ya se trate de la civilización incorporada al evangelio en la época medieval o moderna, feudal o democrática, rural o urbana, o ya se trate de la síntesis romana, anglicana o protestante, el sintetista tiende a la restauración o conservación de una cultur a, y por ende se convierte en un cristiano cultural. La tendencia al conservadurismo cultural parece endémica a la escolástica. Por otra parte, el esfuerzo por sintetizar parece implicar la institucionalización de Cristo y del evangelio. Quizá sea posible una síntesis en que la ley de Cristo no se identifique con la ley de la Iglesia, en que su gracia no sea efectivamente confinada al ministerio de la institución religiosa social, en que su soberanía no sea equiparada con el gobierno de aquellos que pretenden ser sus sucesores. Tal vez sea posible una respuesta sintética en que se reconozca que la institución religiosa social que se llama Iglesia sea una parte del orden temporal y un fruto humano, al igual que las instituciones estatales, culturales y económicas. Pero es difícil comprender cómo podría ser aSÍ, ya que si la gracia, la ley y el reino de Cristo no son institucionalizables, toda síntesis debe ser provisional y abierta, sujeta al ataque radical, a la conversión y sustitución por la acción del Señor libre y de unos hombres sometidos a sus mandamientos, más que sujeta a la institución religiosa. Todas estas objeciones se resumen en una consideración: que la integridad y la paz son el objeto eterno de la esperanza y la meta del cristiano, y que la encarnación temp oral de esta unidad y paz en una forma ideada por el hombr e constituye una usurpación por la que el tiempo intent a ejercer el poder de la eternidad y el hombre el poder de Dios. Como acción puramente simbólica, como intento humilde, reconocidamente falible, como aspecto humano de una acción que no puede ser completada sin la obra del Dios que también la inició, la síntesis es aceptable; como afirmación autoritativa e infalible con pre152

tensiones absolutistas de cómo las cosas encajan en el reino de Dios, la síntesis no es ya tan aceptable. Y, claro, si nos atenemos a lo primero, no hacemos ya realmente obra de síntesis. Otras críticas dirigen los dualistas, los conversionistas y los radicales a los tomistas. La única a que aludiremos arguye que el esfuerzo por combinar la cultura con Cristo ha comportado la tendencia a establecer varios grados de perfección cristiana, con los graves daños que supone la división de los cristianos entre los que obedecen a las leyes infer iores o a las superiores, entre los que son «psíquicos» y los que son «gnósticos», entre los seculares y los religiosos. La existencia de diversos estadios en la vida cristiana, no ofrece ningún género de dudas, pero ninguna sucesión supuestamente ascendente de estadios finitos lleva al hombre más cerca de lo infinito, y ningún orden, método de educación, tipo de culto, o norma de juicio institucionalizado puede corresponder exclusivamente a un estadio o grado cualquiera. La práctica pastoral que ajusta sus exigencias y propósitos según la inmadurez o madurez de una situación dada, es una cosa; el juicio de valor según el cual la vida contemplativa es más cristiana que la vida práctica, o que el monje cumple la ley de Cristo con mayor perfección que el hombre que se ocupa de economía o de política, es otra cosa completamente diferente, porque tales juicios no -son posibles a los hombres y pecadores. Y los sintetistas no parecen capaces de combinar la vida en el mundo con la vida en Cristo, como no recurran a la noción de estadios o grados. La objeción principal formulada a los sintetistas por todos menos por los cristianos culturales dice que por mucho que los sintetistas afirmen la existencia de la depravación humana, y por lo tanto la necesidad y la grandeza de la salvación de Cristo, de hecho no afrontan el mal radical presente en toda obra humana. Por ser los dualistas quienes atacan con mayor acierto la actitud sintetista, desarrollaremos estas ideas en el capítulo siguiente.

V. Cristo y la cultura en paradoja

1.

La teología de los dualistas

Los esfuerzos por sintetizar a Cristo con la cultura han sido objeto de duros ataques a lo largo de la historia cristiana. Los radicales han protestado de que estos intentos son versiones camufladas de la acomodación cultural del evangelio, y de que ensanchan el estrecho camino de la vida para convertirlo en una fácil avenida. Los cristianos culturales han protestado de que los sintetistas califican de verdad evangélica los restos atrofiados de pretéritas formas inmaduras de pensamiento. La oposición más fuerte, sin embargo, no ha venido ni de la izquierda ni de la derecha, sino de otro grupo central, a saber, del grupo que también pretende responder al problema de Cristo y la cultura con un «Cristo y también la cultura». Tal es el grupo que, a falta de un calificativo más adecuado, hemos llamado dualista, aunque en manera alguna sea dualista en el sentido de que divida el mundo de forma maniquea en reino de la luz y reino de las tinieblas, reino de Dios y reino de Satanás. Aunque los miembros de este grupo disientan de las definiciones y combinaciones de los sintetistas aplicadas a Cristo y la cultura, también procuran hacer justicia a la necesidad de unificar y distinguir a un tiempo entre la lealtad a Cristo y la responsabilidad ante la cultura. Para comprender a los dualistas, debemos observar su punto de vista y ponernos provisionalmente junto a ellos mientras traten nuestro problema. Según ellos, el problema fundamental de la vida no se resuelve al estilo de los cristianos radicales, que trazan una línea divisoria entre la comunidad cristiana y el mundo pagano, ni tampoco al estilo del cristianismo cultural, que considera al hom-

bre en conflicto total con la naturaleza y pone a Cristo del lado de las fuerzas espirituales de la cultura. No obstante, al igual que éstos -el cristiano radical y el cristiano cultural- y a diferencia del cristiano sintetista emplazado en su mundo tan irénico y estructurado, el dualista vive en conflicto con un gran interrogante. Dicho conflicto tiene lugar entre Dios y el hombre, o mejor dicho -ya que el dualista es un pensador existencial-, entre Dios y nosotros; el interrogante se abre entre la justiticia de Dios y la justicia del yo. Por una parte, estamos nosotros con todas nuestras actividades, nuestros Estados y nuestras Iglesias, nuestras obras paganas y nuestras obras cristianas; por la otra, están Dios en Cristo y Cristo en Dios. El problema de Cristo y la cultura en esta situación no es ya el interrogante que el hombre se propone a sí mismo, sino el interrogante que Dios propone al hombre; no es algo que tenga lugar entre cristianos y paganos, sino entre Dios y el hombre. Aparte de las vicisitudes de la historia psicológica de ' los dualistas, su lógico punto de partida al abordar el problema cultural es el gran acto de reconciliación y de perdón que ha ocurrido en la batalla divino-humana: el acontecimiento que llamamos Jesucristo. Desde este punto de partida, se comprende la existencia histórica y actual de un conflicto y los hechos de la gracia de Dios y del pecado humano. Ningún dualista ha llegado fácilmente a este punto de partida. Todos ellos se apresuran a advertir que seguían un camino equivocado hasta que fueron detenidos y dieron marcha atrás por un camino que no era el suyo propio. El conocimiento de la gracia de Dios no les fue dado, y no creen que sea dado a nadie, corno una verdad autoevidente de la razón, como creen algunos cristianos culturales, por ejemplo los deístas. Lo que éstos consideran como pecado que debe ser perdonado y como gracia que perdona dista mucho de las profundidades y de las alturas de la perversidad y la bondad reveladas en la cruz de Cristo. La fe en la gracia y la aceptación correlativa del pecado, que se encuentran en la cruz de Cristo, pertenecen a un orden distinto de la fácil aceptación de benevo156

lencia en la deidad y de error moral en el hombre, de que hablan aquellos que jamás arrostraron el horror de un mundo en que los hombres blasfeman e intentan destruir la imagen misma de la Verdad y la Bondad, la imagen de Dios mismo. El milagro que constituye el punto de partida del dualista es el milagro de la gracia de Dios, que perdona a estos hombres sin ningún n1érito por su parte, los recibe como hijos del Padre, les ofrece arrepentimiento, esperanza, y la seguridad de salvarse de los poderes tenebrosos que gobiernan sus vidas, y los constituye en amigos de aquel a quien quisieron matar. Aunque las exigencias divinas sobre ellos son tan elevadas que diariamente las niegan y niegan a Dios, aun así sigue siendo su salvador, levantándolos después de cada caída y poniéndolos en el camino de la vida. El hecho de que los nuevos tiempos hayan dado comienzo con la revelación de la gracia de Dios no cambia la situación fundamental en lo que toca a la gracia y al pecado. La gracia está en Dios y el pecado está en el hombre. La gracia de Dios no es una substancia, un poder parecido al maná, que llegue mediatizado a los hombres a través de actos humanos. La gracia está siempre en la acción de Dios; es atributo de Dios. Es la acción de reconciliación que atraviesa la tierra de nadie de la guerra histórica de los hombres contra Dios. Si hay algo de la graciosidad de Cristo reflejado en las respuestas agradecidas de un Pablo o un Lutero a la graciosa acción de Cristo, ellos mismos no pueden ser conscientes de ello; y si lo son, no pueden por menos de comprender que sólo se trata de un reflejo. En cuanto el hombre intenta ubicar ese reflejo de gracia en sí mismo, dicho reflejo se desvanece como se desvanece la gratitud en el momento en que me vuelvo de mi benefactor a la contemplación de su virtud beneficiosa en mÍ. También la fe con que el hombre reconoce y se vuelve confiadamente al Señor gracioso no es algo que él pueda extraer de sus capacidades naturales, sino sencillamente el reflejo de la fidelidad de Dios. Nosotros confiamos porque él es fiel. Por consiguiente, tanto en el encuentro divino-humano y en la situación en

que el hombre vive después, como en los días anteriores a la percepción la palabra de la reconciliación, la gracia está enteramente del lado de Dios. Y Jesucristo es la gracia de Dios y el Dios de la gracia. El pecado está en el hombre y el hombre está en pecado. Ante el crucificado Señor de la gloria, los hombres descubren que todas sus obras y toda su actividad no sólo son lamentablemente inadecuadas, a juzgar por el patrón divino de bondad, sino que son además sórdidas y depravadas. Los cristianos dualistas difieren considerablemente de los sintetistas en su apreciación de la extensión y profundidad de la depravación humana. Tocante a su profundidad: Clemente, Tomás y sus seguidores observan que la razón del hon1bre puede estar oscurecida, pero que naturalmente está bien orientada; para ellos, el remedio al mal razonamiento estriba en un mejor razonamiento y en la ayuda del maestro divino; por otra parte, consideran la cultura religiosa del hombre en su forma cristiana -las instituciones y doctrinas de la santa Iglesiacomo algo que escapa al ámbito de la corrupción pecaminosa, por muchos que sean los males de poca monta que exijan en el interior de estos reductos la necesidad de una reforma incesante. El dualista al modo de Lutero, en cambio, descubre la corrupción y degradación en toda la obra del hombre. Ante la santidad de Dios, tal como se manifiesta en la gracia de Jesucristo, no hay distinción entre la sabiduría del filósofo y la mentecatez del papanatas, entre el crimen del asesino y el castigo que le impone el magistrado, entre la profanación de los santuarios por parte de los blasfemos y su santificación por los sacerdotes, entre los pecados carnales y las aspiraciones espirituales de los hombres. El dualista no niega las diferencias existentes entre estas cosas, sino que afirma que, ante la santidad de Dios, no hay ninguna diferencia digna de importancia, en el sentido, por ejemplo, en que afirmamos que las comparaciones entre los más altos rascacielos y las chabolas más miserables carecen de importancia en presencia del Betelgeuse. La cultura humana está corrompida, y la cultura incluye toda la obra humana, no 158

sólo las conquistas humanas de fuera de la Iglesia sino también las que se logran en su seno, no sólo la filosofía sino también la teología, no sólo la defensa judía de la ley judaica sino también la defensa del precepto cristiano. Si queremos comprender en este punto al dualista, debemos tener en cuenta dos cosas. No emite un juicio sobre los demás hombres -excepto cuando la depravación a que está sujeto le aleja de Dios-, sino que más bien da testimonio del juicio que se emite sobre él mismo y sobre toda la humanidad, con la que está inseparablemente unida no sólo por la naturaleza, sino también por la cultura. Cuando habla de la depravación del hombre cumplidor de la ley no lo hace como san Pablo, que fue un celoso guardián de la ley, ni como un Lutero, que procuró guardar rigurosamente la letra y el espíritu de los votos monásticos. Cuando habla de la corrupción de la razón, no lo hace como un razonador que ha intentado ardientemente ascender al conocimiento de la verdad. Lo que dice sobre la depravación del hombre, lo dice desde el punto de vista y en la situación de hombre pecador, inmerso en la cultura, y confrontado con la santidad de Dios. La segunda cosa que debemos tener en cuenta es que, para estos creyentes, la actitud del hombre ante Dios no es una actitud que el hombre adopte como adopta otras muchas posiciones, como por ejemplo con respecto a la naturaleza, o a sus hermanos los hombres, o a los conceptos de la razón. Dicha actitud constituye su situación fundamental y siempre presente, aunque el hombre pretenda constantemente ignorar el hecho de que está confrontado con Dios, o de que aquello contra lo que se enfrenta cuando «está contra ello» sea precisamente Dios. El dualista difiere también del sintetista en su concepción de la naturaleza de la corrupción en la cultura. Tal vez las dos escuelas compartan la convicción de que el sentido religioso del pecado jamás puede traducirse en términos morales o intelectuales, en cuyo caso el dualista sería simplemente aquel que experimenta más profundamente la sordidez de todo lo creado, de todo lo humano y terreno, cuando se encuentra en presencia de lo 159

santo 1. Habiendo defendido como Job su propia bondad, se une también a él en su confesión: «He oído hablar de ti, mas ahora te ven mis ojos: me avergüenzo, pues, de mí mismo y hago penitencia en polvo y ceniza ». Pero la santidad de Dios, tal como aparece en la gracia de Jesucristo tiene un carácter demasiado preciso, de modo que no permite una definición de su contrapartida negativa, el pecado humano, a base de los términos vagos de la sensibilidad primitiva. El sentido de sordidez, de vergüenza, de inmundicia y polución es el ingrediente afectivo inseparable de un juicio moral objetivo sobre la naturaleza del yo y de su sociedad. El hombre está ante Dios, su vida procede de Dios, es sostenido y perdonado por Dios, es an1ado y vive, y he aquí que el hombre está 'e mpeñado en un ataque contra Aquel que es su vida y su ser. Niega lo que debe afirmar; se rebela contra Aquel sin cuya fidelidad ni siquiera podría rebelarse. Toda acción humana, toda la cultura, está viciada de impiedad, que es la esencia del pecado. La impiedad es la voluntad de vivir sin Dios, de ignorarlo, de ser la propia fuente y comienzo, de vivir sin ser deudor o perdonado, de ser independiente y seguro en el propio yo, de ser en sí mismo igual que Dios. Reviste mil formas diferentes y se expresa de las maneras más tortuosas. Late en la complacencia del hombre moral autojustificado y racionalmente auto autentificado, pero también en la desesperación de aquellos para quienes todo es vanidad. Se traduce en la irreligiosidad, en el ateísmo y en el antiteísmo, pero también en la piedad ' de aquellos que conscientemente se llevan a Dios adondequiera que van. Aflora en los actos desesperados de pasión, por cuyo medio los hombres se afirman contra la ley social con sus pretensiones de sanción divina, pero también en la celosa obediencia del guardián de la ley, que necesita desesperadamente la seguridad de que es superior a las raleas inferiores sin ley. Frustrado en sus esfuerzos por constituir imperios divinos duraderos, el deseo de ser in1. T AlLOR

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Cf. Rudolf OTTO, The Idea O'f the H oly, 1924, pp. 9 ss, y A. E'J The Faith of a MO'ralist, 1930J vol. I, pp. 163 ss.

dependiente de la gracia de Dios se expresa en tentativas por crear iglesias semejantes a Dios, que acumulen toda la verdad y la gracia necesarias en su doctrina y sus sacramentos. Incapaz de imponer su voluntad a los demás por medio de la moral de los maestros, la moralidad autodivinizada intenta los métodos de la moral de los esclavos. Cuando el hombre ya no puede asegurarse de que es el dueño de su sino físico, se vuelve a las cosas que él cree que realmente están bajo su control, cosas como la sinceridad y la integridad, e intenta cobijarse en su honestidad; en esta esfera, al menos, cree que puede vivir sin la gracia, siendo un hombre bueno independiente, no necesitando nada que él mismo no pueda proporcionarse. El dualista gusta de señalar que la voluntad de vivir como dioses, y por lo tanto sin Dios, se trasluce en muchos esfuerzos nobilísimos, es decir, en los que son más nobles según la medida humana. Hombres cuyo cometido es elevar la razón al rango de juez y gobernante de todas las cosas, la califican de elemento divino en el hombre. Los que sienten la vocación de mantener el orden en la sociedad, deifican la ley y, en parte, se deifican a sí mismos. El ciudadano independiente, democrático, encierra un pequeño dios en su interior, en una conciencia autoritativa completamente autónoma. Como cristianos, queremos ser perdonadores de los pecados, amadores de los hombres, nuevas encarnaciones de Cristo, salvadores más que salvados, seguros en nuestra propia posesión de la verdadera religión más que dependientes de un Señor que Í lOS posee, nos escoge, nos perdona. Cuando no intentamos poner a Dios bajo nuestro control, sí intentamos darnos la seguridad de que estamos de su lado frente al resto del mundo, no junto con ese mundo que está ante él en dependencia infinita, consciente de que su única seguridad está en el Señor. ASÍ, en opinión de los dualistas, todo el edificio de la cultura está resquebrajado y desesperadamente inclinado. Es la obra de constructores que se contradicen a sí mismos, erigiendo torres que aspiran a los cielos desde la tierra movediza de la corteza terrestre. Donde el sintetista ce

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Se regocija cOn el contenido racional de la ley y de las instituciones sociales, el dualista, con el escepticismo del sofista y del positivista, dirige su atención a la codicia de poder y a la voluntad de los fuertes racionalizada en esas mismas instituciones. En las monarquías, aristocracias y democracias, en los gobiernos burgueses y proletarios, en los sistemas episcopal, presbiteriano y congregacional, la mano de hierro del poder nunca está totalmente oculta bajo el blando guante de la razón. En la obra de la ciencia misma, la razón se siente confundida ya que, por una parte, se rinde humildemente a lo dado en una investigación desinteresada, y, por otra, busca el conocimiento con miras a obtener el poder. En todas las apologías que los sintetistas hacen de los elementos racionales en la cultura, el dualista advierte ese defecto fatal, a saber, que la razón en los asuntos humanos no es nunca separable de su perversión egoísta, impía. La institución de la propiedad, dice, no sólo garantiza contra el hurto, sino que sanciona también las grandes expropiaciones de posesiones ajenas, como cuando protege los derechos del colono a unas tierras que fueron arrebatadas por fuerza o engaño a los indios. La institución razonable se apoya en una gran irra,. cionalidad. Las instituciones del celibato y del matrimonio evitan y encubren a un tiempo infinidad de pecados. De ahí que el dualista se una al cristiano radical para sentenciar que el mundo entero de la cultura humana es impío y está corroído por una enfermedad mortal. Pero una diferencia los separa: el dualista sabe que pertenece a esa cultura y que no puede salirse de ella, que Dios efectivamente le sostiene en ella y por ella, porque si Dios en su gracia no sostuviera al mundo en su pecado, el mundo no existiría ni un segundo más. En esta situación, el dualista sólo puede hablar en un estilo llamémoslo paradójico, porque está del lado del hombre en el encuentro con Dios y, no obstante, procura interpretar la Palabra de Dios que le llega del otro lado. En el corazón esta tensión debe hablar de revelación y razón, de ley y gracia, del Creador y del Redentor. No sólo su lenguaje es paradójico en estas circunstancias, sino que

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también lo es su conducta. Está y no está bajo la ley, porque está además bajo la gracia. Es pecador, pero justo. Cree, y sin embargo duda. Está seguro de la salvación, yen cambio anda sobre el filo de la navaja de la inseguridad. En Cristo todas las cosas se han hecho nuevas, pero, por otra parte, todo sigue siendo como fue desde el principio. Dios se ha revelado en Cristo, pero se ha ocultado en su revelación. El creyente conoce a aquel en quien ha creído, pero se mueve en la oscuridad de la fe, y no en la visión. De entre estas paradojas, dos son de una importancia singular en la respuesta de los dualistas al problema de Cristo y la cultura: la de la ley y la gracia, y la de la ira y la misericordia en Dios. El dualista coincide con el cristiano radical en la afirmación de la autoridad de la ley de Cristo sobre todos los hombres, en entenderla en su sentido literal y llano, oponiéndose a las atenuaciones introducidas por los cristianos culturales y sintetistas en los preceptos evangélicos. La ley de Cristo no es, a su entender, una adición a la ley de la naturaleza humana, sino su verdadera exposición, un código para el hombre medio, normal, y no una regla especial para superhombres espirituales. Pero insiste también en que ninguna auto cultura humana, en obediencia a esa ley o a cualquier otra, sirve para librar al hombre de su dilema del pecado. Las instituciones que pretenden descansar sobre esta ley -órdenes monásticas, movimientos pacifistas o comunidades comunísticas- no están menos sujetas al pecádo de la impiedad y del amor propio que las formas menos «santas» de otras sociedades. La ley de Dios en las manos de los hombres es un instrumento de pecado, pero también es una especie de medio negativo, y claro, con que procede de Dios y es pronunciada por sus labios, es también medio de gracia; pero es que además es otra vez una especie de medio negaúvo, porque lleva al hombre a la desesperación de sí mismo y le prepara a convertirse del ego a Dios; ¿medio negativo? Sí, pero cuando el pecador se arroja en manos de la misericordia divina y vive sólo por esa misericordia, la ley ofrece otro aspecto porque resul a _er

algo escrito en el corazón: una ley de la naturaleza, no un lnandamiento externo; y aun aSÍ, al fin y al cabo, la ley de Dios que el perdonado recibe es voluntad del Otro más que voluntad propia. Así discurre el debate sobre la ley en el pensamiento del dualista. Suena como paradójico porque nace del esfuerzo de expresar en un monólogo el significado de algo que sólo se percibe claramente en los dramáticos encuentros y reencuentros de Dios con las almas de los hombres. En su taquigráfica sinopsis de algo inmenso que es acción, el dualista parece decir que la ley de vida no es ley sino gracia; que la gracia no es gracia sino ley, una exigencia infinita sobre el hombre; que el amor es una posibilidad imposible y que la esperanza de la salvación es una seguridad improbable. Pero esto son abstracciones. La realidad es el diálogo y la lucha continuos del hombre con Dios, con sus preguntas y respuestas, sus victorias divinas que parecen derrotas, y sus derrotas humanas que resultan ser victorias divinas. La situación que el dualista intenta describir con su lenguaje paradójico, se complica aún más por el hecho de que el hombre, en su encuentro con Dios, no se encuentra con una simple unidad. El dualista es siempre un trinitario, o al menos un binitario, para quien las relaciones entre el Hijo y el Padre son dinámicas. Por si fuera poco, advierte en Dios, tal como se revela en la natur'aleza, en Cristo y en las Escrituras, la dualidad de la misericordia y de la ira. En la naturaleza, el hombre se encuentra no sólo con la razón, el orden, la bondad que da vida, sino también con la fuerza, el conflicto y la destrucción. En las Escrituras oye la palabra del profeta: «¿Acaso caerá el mal sobre una ciudad y el Señor no lo habrá hecho?» Sobre la: cruz ve a un Hijo de Dios que no sólo es víctima de la perversidad humana sino que además ha sido entregado a la muerte por el Poder que gobierna todas las cosas. Y no obstante, desde esta cruz viene el conocimiento de una Misericordia que libremente se entrega y es bienamada: para la redención de los hombres. Lo que parecía ser ira es ahora amor que castiga para corregir. Pero este amor es también una exigencia, y presenta el aspecto de 164

ira contra los menospreciadores y violadores del amor. La ira y la misericordia andan mezcladas hasta el fin. La tentación del dualista consiste en separar los dos principios y en proponer dos dioses, o establecer una división en la Divinidad. El auténtico dualista resiste esta tentación, pero sigue viviendo en la tensión entre la misericordia y la ira. Cuando trata del problema de la cultura, no puede olvidar que los aspectos oscuros de la vida social humana, como los vicios, crímenes, guerras y castigos, son armas en las manos de un airado Dios de misericordia y son, simultáneamente, expresiones de la ira humana y de la impiedad del hombre.

2.

La tendencia dualista en Pablo y Marción

En el caso del dualismo más aún que en el de las respuestas anteriores al problema de Cristo y la cultura, debemos hablar de una tendencia en el pensamiento cristiano más que de una escuela de pensamiento. Es más difícil encontrar ejemplos claramente definidos, consistentes, de esta respuesta que no de las demás. Esta tendencia surge a menudo aisladamente, confinada en áreas especiales del problema cultural. Puede entrar en juego cuando un pensador habla de la razón y de la revelación, y desaparecer en cambio cuando este mismo hombre trata materias políticas. La tendencia dualista puede surgir en discusiones sobre la participación del cristiano en el gobierno y la guerra, por parte de creyentes cuya solución al problema de la revelación y la razón suena en cambio a sintetista. Aunque dicha tendencia desempeñe un papel importante en el pensamiento de muchos cristianos, no obstante aparece con tanto vigor en los escritos de algunos, como Lutero, que muy bien podríamos hablar, a este respecto, de un grupo o escuela, relativamente distinta de las demás . Tanto si consideramos a Pablo miembro de este grupo como si no lo consideramos, es evidente que sus representantes posteriores son descendientes espirituales del Apóstol, y que, en su pensamiento, la tendencia duali a

es más acusada que las tendencias sintetista y radical, y evidentemente más que la cultural. El problema fundamental, tal como Pablo lo entiende, surge principalmente entre la justicia de Dios y la justicia del hombre, o entre la bondad con que Dios es bueno y desea hacer a los hombres buenos, por una parte, y, por otra, el género de bondad independiente que el hombre procura tener por sí mismo. Cristo define lo esencial y resuelve este problema capital mediante su continua acción de revelación, reconciliación e inspiración, nos dice Pablo. No ofrece ningún género de dudas la prioridad de Jesucristo en la vida y el pensamiento del hombre para quien Cristo es «el poder de Dios y la sabiduría de Dios », el mediador del juicio divino, la ofrenda por el pecado, el reconciliador de los hombres con Dios, el dador de la paz y de la vida eterna, el espíritu, el intercesor por los hombres, la cabeza de la Iglesia y progenitor de una nueva humanidad, la imagen del Dios invisible, el «único Señor por el cual son todas las cosas y por medio del cual existimos». En su Cruz, Pablo ha muerto al mundo y el mundo ha muerto para él; en adelante su vida consistirá en estar en Cristo, para Cristo y bajo Cristo, no conociendo nada ni deseando nada fuera de él. El Cristo del Apóstol es Jesús. Ha pasado el tiempo en que la identidad del Señor de Pablo con el Rabbi de Nazaret pudiera ser puesta en tela de juicio. Aquel a quien él había visto, que moraba en su mente y le poseía en cuerpo y alma, era evidentemente ese amigo de pecadores y juez de justos autosuficientes, ese profeta y legislador del Sermón de la Montaña, y ese curador de enfermedades que había sido condenado por los hermanos de Pablo, los judíos, y crucificado por sus hermanos, los romanos, y que había sido visto en su existencia resucitada, como antes en su existencia mortal, por sus hermanos, los apóstoles 2. En un doble sentido el encuentro con Dios en Cristo ha relativizado, para Pablo, las instituciones culturales y 2. Cf. especialmente 1930.

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PORTER

F. C., The Mind of Christ in Pau'll

las obras del hombre. Todas están bajo el dominio del pecado; en todas ellas los hombres están abiertos a la infusión divina de la gracia del Señor. Fueran los hombres por cultura judíos o paganos, bárbaros o griegos, todos se encontraban al mismo nivel de humanidad pecadora ante la ira de Dios «revelada desde los cielos contra toda impiedad e injusticia». Aunque fuera conocida por la razón o dada a conocer por una revelación anterior, la ley condenaba a los hombres por igual, era igualmente ineficaz para salvarlos de la injusticia y la egolatría, y era asimismo un instrumento de la ira y la misericordia divinas. Dios, por la revelación de su gloria y de su gracia en Jesucristo, ha hecho convicta a toda religión de infidelidad, tanto si dicha religión consistía en la adoración de imágenes a semejanza de hombres, pájaros, bestias y reptiles, como si consistía en una confianza en la Torah; tanto si subrayaba las observancias rituales como si prescribía el cumplimiento de las le es éticas. Tanto el conocimiento que descubría su base en la razón, como el que buscaba en la revelación su fundamento, eran igualmente lejanos del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo. Cristo destruyó la sabiduría de los sabios y la justicia de los buenos, que le habían rechazado de distintas formas pero con igual negativa. No avaló tampoco la locura de los necios ni la iniquidad de los transgresores, porque también éstas estaban bajo el dominio del pecado y permanecían sujetas a su poder. Si las conquistas espirituales humanas estaban muy por debajo de aquella tan gloriosa alcanzada por Cristo y parecían estar llenas de corrupción cuando eran iluminadas por su cruz, la depravación e insuficiencia de los valores físicos eran también evidentes. Si Pablo hubiera hablado más explícitamente de esta guisa de las instituciones del ámbito cultural -la familia, la escuela, el Estado y la comunidad religiosa- parece evidente que las habría tratado de igual modo. Cristo había sacado a la luz la injusticia de toda obra humana. En todo estamento cultural y en toda cultura, en todas las actividades y fases humanas de la vida civilizada, 167

los hombres estaban también igualmente sujetos a su obra redentora. Por su cruz y su resurrección los redimió de su prisión de egocentrismo, del temor a la muerte, de su desesperación e impiedad. La palabra de la cruz se dirigía a casados y solteros, a los de conducta moral íntegra y a los inmorales, a los esclavos y a los libres, a los obedientes y a los desobedientes, a los sabios y justos y a los necios e injustos. Por la redención nacían de nuevo, recibían el don de un nuevo comienzo en Dios, un nuevo espíritu que procedía de Cristo, un amor a Dios y al prójimo que les inducía a cumplir sin coacción alguna lo que la ley nunca había podido conseguir. Libres del pecado y libres de la ley, estaban capacitados por el amor a alegrarse en lo justo, a aceptar todas las cosas, a ser pacientes y amables. De las fuentes interiores del espíritu de Cristo fluían el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la fidelidad, la gentileza, el control de sí mismo ... Cristo realizó y realiza esta obra poderosa en la creación de un nuevo linaje humano, no como legislador de una nueva cultura cristiana sino como mediador de un nuevo principio de vida: una vida de paz con Dios. Erraríamos si interpretáramos todo esto en términos escatológicos, como si Pablo contemplara la cultura humana en la perspectiva futura de un tiempo en el que deb erá ser juzgada en juicio final, y en el que se inaugurará una nueva era de vida. En la cruz de Cristo, la obra del hombre estaba ya juzgada; por su resurrección, la nueva vida ya había sido introducida en la historia. Todos cuantos tuvieran los ojos abiertos a la bondad con que Dios es bueno y a su ira contra toda impiedad, eran conscientes de que la cultura humana había sido ya juzgada y condenada; que la paciencia de Dios mantuviera todavía vivos a los hombres y a sus obras por un tiempo, el hecho de que el juicio final se retrasara, no constituía una prueba de lo contrario sino una demostración más del evangelio paulina. La nueva vida, además, no era simplemente una pr om esa y una esperanza, sino una realidad presente, evidente porque los hombres habían sido agraciados con la capacidad de dirigirse a Dios como a su Padre y de pro168

en los cielos, su lugar escondido con el Cristo resucitado. En lo que concernía a este mundo, su tarea consistía en trabajar su salvación con temor y temblor, y el don recibido en vivir en el espíritu de Cristo en cualquier comunidad o fase de su vida en que hubieran sido conquistados por el Señor. No era posible acercarse más al reino de Cristo por el hecho de variar las costumbres culturales, como era el caso de la comida y bebida o el cumplimiento de días santos, o por el hecho de abandonar la vida familiar a favor del celibato, o de suprimir la esclavitud, o de escapar del gobierno de las autoridades políticas. Pablo, sin embargo, añadió a su proclamación del evangelio de una vida nue a en Cristo una ética cristiana cultural, porque la nue a \ ida en la fe, la esperanza y el amor seguía siendo débil, sujeta a la lucha con Satanás, el pecado y la muerte. Tenía que ser \ ivida, además, en medio de sociedades evidentemente sujetas a los poderes de las tinieblas. Se trataba en parte de una ética de cultura cristiana y, en parte, de una ética de relaciones interculturales. Tocante a la cultura cristiana, Pablo dictó preceptos contra la inmoralidad sexual, el hurto, la ociosidad, la borrachera y otr os icios comunes. Reguló el matrimonio y el divorcio, las relaciones entre maridos y mujeres, entre padres e hijos. H abló de reconciliación entre cristianos. Luchó contra la aparición de facciones y herejías, reguló el orden de las reuniones religiosas, y predicó y colaboró en la ayuda: económica que debía prestarse a las comunidades cristianas necesitadas. Tocante a las relaciones interculturales, dictó diversas prescripciones sobre las relaciones de los cristianos e Iglesias con las instituciones sociales no cristianas. Las autoridades políticas eran reconocidas como divinamente instituidas, y la obediencia a sus leyes era exigida como un deber cristiano; pero los creyentes no debían recurrir a los tribunales civiles para pleitear contra los hermanos en la fe. Las instituciones económicas, incluyendo la esclavitud, eran miradas con cierta indiferencia o se juzgaban normales. Sólo las instituciones y costumbres religiosas de la sociedad no cristiana eran completamente rechazadas. 170

Esta ética de cultura cristiana y de vida cristiana dentro de la cultura en general procedía de varias fuentes, si bien se llevaron a cabo pocos esfuerzos para deducirla directamente de la vida de Jesús, aunque en buen número de casos las palabras del Señor tenían ya una importancia básica. El resto se basaba en lo que eran nociones comunes de lo justo y digno, en los Diez Mandamientos, en la tradición cristiana, y en el propio sentido común de Pablo. No se alude a la inspiración directa, aparte del recurso a la tradición y a la razón, como fuente de leyes y consejos. Pablo parece orientarse en la dirección de una respuesta sintética al problema de Cristo y la cultura, pero su forma de relacionar la ética de la cultura cristiana con la ética del espíritu de Cristo difiere sustancialmente de la forma en que lo hará Clemente de Alejandría y Tomás de Aquino. El orden, por ejemplo, es diferente, puesto que los sintetistas se mueven de la cultura a Cristo, o de Cristo doctor a Cristo redentor, mientras que Pablo parte de Cristo juez de la cultura y redentor de la cultura cristiana. Esta variación en el orden se relaciona con algo más importante. Los sintetistas consideran que la vida cultural tiene cierto valor positivo propio, con sus propias posibilidades para alcanzar una felicidad imperfecta pero real. Está orientada él la consecución de valores positivos. Pero, para Pablo, tiene una especie de función negativa. Las instituciones de la sociedad cristiana y sus leyes, al igual que las instituciones de la cultura pagana en la medida en que sean aceptables, parecen ideadas, a su parecer, para impedir que el pecado sea demasiado destructivo más que para fomentar la consecución del bien positivo. «A causa de la tentación de inmoralidad, cada hombre debe tener su propia esposa y cada mujer su propio marido». Las autoridades que gobiernan son delegación de Dios «para descargar su ira sobre los malhechores » 4 . La función de la ley consiste en frenar y detener el pecado más que en guiar a los hombres a la justicia dilvina. En 4. 1 Coro 7, 2; Rom. 13,4.

vez de dos éticas para dos estadios o fases en el camino de la vida, o en vez de dos géneros de cristianos, los inmaduros y los maduros, las dos éticas de Pablo se aplican a tendencias contradictorias en la vida. Una es la ética de la regeneración y vida eterna, la otra es la ética para impedir la degeneración. En su forma cristiana, no es exactamente una ética de muerte, sino una ética para los que mueren. De ahí que no haya ningún reconocimiento de dos clases de virtudes, las morales y las teológicas. No existe ninguna virtud, salvo el amor que, en Cristo, está inextricablemente vinculado a la fe y la esperanza. Del amor fluyen todas las demás virtudes. La ética de la cultura cristiana y la ética de la cultura en general en que viven los cristianos no encierran virtudes propiamente dichas; a lo sumo es la ética de la no viciosidad: aunque, evidentemente, no hay punto neutral posible en una vida siempre sujeta al pecado y a la gracia. En este sentido, Pablo es un dualista. Su dos éticas no son contradictorias, pero tampoco son partes de un sistema unitario. No forman un sistema porque se refieren a fines contradictorios, la vida y la muerte, y representan estrategias diversas sobre dos frentes diferentes: el frente del encuentro divino-humano, y el frente de la lucha contra el pecado y los poderes de las tinieblas. Una es la ética de los cristianos ante la abrumadora misericordia de Dios, y la otra arranca de su ira contra toda injusticia. El dualismo de Pablo se relaciona no sólo con su concepción de la vida cristiana tal como es vivida en el tiempo de la lucha final y del nuevo nacimiento, sino también con su convicción de que toda la vida cultural, junto con sus fundamentos naturales, está tan sujeta al pecado y a la ira que el triunfo de Cristo implica el fin temporal de toda la creación temporal al igual que de la cultura temporal. «La carne», en su pensamiento, designa no sólo un principio ético, el elemento corrupto en la vida espiritual del hombre, sino también algo físico de lo cual el hombre debe ser redhnido. La vida en la gracia no es sólo vida que proviene de Dios, sino vida fuera del cuerpo humano. «Mientras moramos todavía en esta tienda, gemi-

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mas en angustia ... ; mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor» 5. Morir al yo y resucitar con Cristo son acontecimientos espirituales, pero incompletos sin la muerte del cuerpo terrenal y su renovación en forma celestial. Mientras el hombre permanece en el cuerpo tiene necesidad, al parecer, de una cultura y de sus instituciones, no porque le impulsen hacia la vida con Cristo, sino porque frenan la iniquidad en un mundo pecador y temporal. Los dos elementos en Pablo no son, en manera alguna, de igual importancia. Su corazón y su mente están enteramente consagrados a la ética del reino y de la vida eterna. Sólo las necesidades del momento, mientras la nueva vida esté escondida y el desorden reaparezca en las Iglesias mismas, inducen a Pablo a establecer unas leyes, unas amonestaciones y unos consejos que constituyen una ética cristiana cultural. En el siglo II, la respuesta dualista al problema de Cristo y la cultura fue presentada confusa y erróneamente por el extraño seguidor de Pablo, Marción. Es clasificado a menudo entre los gnósticos, porque casi fue violento en sus esfuerzos por desprender la fe cristiana de sus vínculos con la cultura judía, particularmente en su intento de excluir de las Escrituras cristianas el Antiguo Testamento y todos sus elementos. Utilizó además ideas gnósticas en su teología. Por otra parte, debemos asociarlo a los cristianos radicales, porque fundó una secta separada de la Iglesia y que se distinguía por un ascetismo riguroso. Se cree a menudo que llegó más lejos y que se convirtió en una especie de maniqueo, que distinguía do principios en la realidad y dividía al mundo entre Dios y el poder del mal. Pero, como Harnack y otros han derno trado, Marción fue en primer lugar un paulinista, par quien el evangelio de la gracia y misericordia diyina e:la maravilla de las maravillas, que suscitaba el asom y el éxtasis, algo incomparable 6. No partió de la le_ - -~ 5. II Coro 5 :4,6. Véase más adelante, capítulo 1, nota : . 6. HARNACK A. von, Marcion, Das Evangelium. ';Oí: :-r _~=­ Gott, caps. iii y vi; cf. LIETZMANN H., Los con:i r :,o- ..:~ ~ _- ~ :~­ sia Cristiana (ed. ingl.), pp. 333 ss.

Cristo, sino de la revelación de la bondad y misericordia divinas. Pero había dos cosas que no podía compaginar con ese evangelio: la imagen que el Antiguo Testamento ofrece de Dios como guardián airado de la justicia, y la vida: actual del hombre en este mundo físico con las exigencias, indignidades y horrores que debe sufrir en él. Si sólo le hubiera molestado el Antiguo Testamento, habría podido descartar lo y desarrollar la teología de un Padre creador y bueno, y una ética de amor que necesariamente tendría éxito en un mundo forj ado para la gracia. Pero el mundo actual, tal como lo veía Marción, era «estúpido y malo, arrastrándose como un gusano; un agujero miserable, un objeto de burla». ¿ Cómo era posible creer que el Dios de toda gracia, el Padre de las misericordias, lo hubiera hecho y fuera responsable entre otras cosas de «la repugnante parafernalia de la reproducción y de todas las nauseabundas inmundicias de la carne humana desde el nacimiento hasta la putrefacción »? 7 . En un mundo semejante, la familia, el Estado, las instituciones económicas y la justicia firme tenían sin duda alguna su lugar propio; pero, en su conjunto, era evidentemente una obra cha:pucera, un producto de una habilidad mezquina integrado por materiales viles. La vida en Cristo y en su Espíritu, la bendición de la misericordia que responde a la misericordia, relevaban de una esfera totalmente diferente. Basado en esta concepción de Cristo y en esa cultura fundada en la naturaleza, Marción buscó su solución. Dio con la respuesta apetecida en la creencia de que los hombres se las habían con dos dioses: la: deidad justa pero chapucera y limitada que había creado el mundo de materia mala, y el Dios bueno, el Padre, que por medio de Cristo rescató a los hombres de su situación desesperada en el mundo mixto de justicia y materia. Admitió la existencia de dos morales, la ética de la justicia y la ética del amor; pero la primera estaba inextricablemente ligada a 7. Así describe HARNACK la teoría de Marción; op. cit., páginas 144, 145; cf. pp. 94, 97.

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la corrupción, y Cristo vivió, predicó y procuró únicamente la segunda 8. De ahí que Marción se esforzara por arrancar a los cristianos del mundo físico y del mundo cultural en la medida de lo posible, y formara comunidades en que la vida sexual estaba ásperamente reprimida -incluso el matrimonio estaba prohibido a los creyentes- y en las que el ayuno era algo más que un rito religioso, pero en las que las relaciones de misericordia y amor entre los hombres debían asimismo realizarse de acuerdo con el evangelio 9. Aun así, mientras los hombres permanecieran físicamente vivos, no podían sino vivir en la preparación y la esperanza de su salvación por el Dios bueno. La respuesta de Marción, en realidad, no fue pues verdadenimente dualista, sino más parecida a la respuesta del cristianismo exclusivista. El verdadero dualista vive en tensión entre dos polos magnéticos; Marción rompió el equilibrio de esa tensión. La justicia y el amor, la ira y la misericordia, la creación y la redención, la cultura y Cristo, quedaron separados, y el cristiano marcionita se esforzaba por vivir no sólo fuera del mundo del pecado, sino, en la medida de lo posible, fuera del mundo de la naturaleza, con el que el pecado y la justicia estaban inextricablemente unidos. En estas circunstancias, el evangelio de la misericordia se convirtió para él en una nueva ley, y la comunidad de los redimidos en una nueva sacie.. dad cultural. La tendencia dualista es también muy poderosa en Agustín, pero como la nota conversionista parece más característica de su pensamiento, relegaremos la consideración de sus ideas para más adelante. En el cristianismo medieval, la solución dualista surge en áreas especiales, como cuando escotistas y occamistas abandonan la forma sintética de tratar la razón y la revelación, pero procurando mantener la validez de ambas. También aparece relacionada con el problema de la Iglesia y del Estado) como en la respuesta de Wycliff a este problema. 8. HARNACK, op. cit., p. 150. 9. ¡bid., pp. 186 ss.

3.

El duaUsmo en Lutero y en los tiempos modernos

Martín Lutero es el máximo representante de esta tendencia, aunque, al igual que Pablo, es demasiado rico en matices para permitir la identificación absoluta de este personaje histórico con un patrón categorial. La fuerte nota dualista en su respuesta al problema de Cristo y la cultura es evidente, si colocamos una tras otra sus dos obras más universalmente conocidas (aunque no, en manera alguna, las mejores de este autor), el Tratado sobre la Libertad Cristiana y la llamada a la resistencia Contra las Saqueadoras y Ho micidas Hordas de Campesinos. Difier en bastante entre sí, como también difiere el himno de Pablo sobre el amor que no se irrita ni guarda resentimiento, de su ataque a los judaizantes deseoso de que se castren aquellos que perturban a los nuevos cristianos con su charla sobre la circuncisión 10 . Pero la diferencia entre los dos susodichos escritos de Lutero es muy superior a la que pueda encontrarse en Pablo. No cabe duda de que el temperamento personal juega aquí su papel, pero también debe tenerse en cuenta otro factor. Lutero se sentía responsable de una sociedad nacional integral en un tiempo de torbellinos, una responsabilidad que Pablo habría podido sentir si hubiera sido Cicerón o Marco Aurelio y Pablo a la vez. No obstante, sea como fuere, Pablo es una llamada remota para Lutero, desde la exaltación de la fe que obra por el amor, tolerando todas las cosas en el servicio al prójimo, hasta el mandato a los gobernantes de «acuchillar, degollar, matar, y todo lo que sea», tal como predicaba este cristiano del siglo XVI. En su Libertad Cristiana escribe: «De la fe fluyen el amor y el gozo en el Señor, y del amor una mente gozosa, dispuesta y libre, que sirve al prójimo gustosamente y no tiene en cuenta la gratitud o ingratitud, la alabanza o la burla, la ganancia o la pérdida ... Pues como su Padre, que distribuye todas las cosas pr ódiga y gratuitamente, haciendo que su sol brille sobre los buenos y sobre los malos, así también el hijo 10. Gal. 5, 12.

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hace todas las cosas y soporta todas las cosas con ese gozo que se entrega libremente, que es su deleite cuando, por medio de Cristo, lo ve en Dios, el dispensador de tan grandes beneficios» 11. En cambio, en el panfleto contra los campesinos leemos que «el príncipe y señor debe recordar en este caso que es el ministro de Dios y siervo de su ira, a quien ha sido entregada la espada para que la use contra tales sujetos ... Aquí no hay tiempo para dormir; no hay lugar para la paciencia o la misericordia. Es el tiempo de la espada, no el día de la gracia» 12. La dualidad, tan evidente en la yuxtaposición de estos dos textos, aparece desde otros muchos puntos de vista en Lutero, aunque generalmente no sea tan aguda. Parece adoptar una doble actitud con respecto a la razón y a la filosofía, al negocio y al comercio, a las organizaciones y ritos religiosos, al Estado y la política. Estas antinomias y paradojas han llevado a menudo a la sugerencia de que Lutero dividía la vida en compartimentos, o que enseñaba que la mano derecha cristiana no debía saber lo que la mano izquierda mundana estaba haciendo. Sus declaraciones parecen avalar a: veces esta interpretación. Establece distinciones agudas entre la vida temporal y espiritual, entre el reino de Cristo y el mundo de las obras o cultura humanas. Es muy importante para él que no se confundan estas dos realidades. Por esto, al defender su panfleto contra los campesinos, escribe: «Hay dos reinos, el reino de Dios y el reino del mundo ... El reino de Dios es un reino de gracia y misericordia ... pero el reino del mundo es un reino de ira y severidad ... Ahora bien, quien confunda estos reinos -como hacen nuestros falsos fanáticos- pondrá la ira en el reino de Dios y la misericordia en el reino del mundo; yeso es lo mismo que poner al diablo en los cielos y a Dios en el infierno» 13. Pero Lutero no divide, sino que distingue. La vida en Cristo y la vida en la cultura, la vida en el reino de Dio 11. Works of Martín Luther, Filadelfia, 1915-1932, , olume página 338. 12. ¡bid., vol. IV, pp. 251-52. 13. Works, vol. IV, pp. 265-66.

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21 . 12

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y la vida en el reino del mundo, están íntimamente rela-

cionadas. El cristiano debe afirmar ambas en un único acto de obediencia al único Dios de misericordia y de ira, y no debe conducirse como un alma dividida con una doble lealtad y un doble deber. Lutero rechazó la solución sintetista del problema cristiano, pero defendió con igual firmeza la unidad entre Dios y la vida cristiana en la cultura. Negó la solución sintetista por varias razones: porque tendía a considerar los mandamientos radicales de Cristo como válidos tan sólo para unos pocos cristianos más perfectos, o para una vida futura; porque dicha solución no los aceptaba tal como eran, a saber, como exigencias incondicionales sobre todas las almas a cada instante; porque tomaba demasiado a la ligera el pecado de impiedad que corroe tanto los esfuerzos por vivir una vida ordinaria y virtuosa como las aspiraciones a la santidad de vida; porque no presentaba adecuadamente la majestad singular de Cristo no sólo como legislador sino también como salvador, y porque lo asociaba excesivamente a otros maestros y redentores . Los fundamentos del pensamiento de Lutero y de su carrera de reformador de la moral cristiana, fueron puestos cuando llegó a la convicción de que lo que se exigía al hombre en el evangelio era un abandono absoluto en un Señor absoluto 14. La conciencia de esta absolutez hubiera podido orientarle a una actitud cristiana exclusivista y a la condenación de la vida cultural como incompatible con el evange14. Una excelente descripción de la evolución de Lutero como pensador ético y reformador nos la ofrece el profesor Karl HOLL en su artículo «Der Neubau der Sittlichkeit» de su obra Gesam~ melte Aufsaetze zur Kirchengeschichte, vol. I, 6. a ed., pp. 155 ss. Desafortunadamente, el estudio de Holl está viciado por una inclinación anti-católica, que corresponde al espíritu anti-Iuterano de escritores como Grisar, y por un deseo de mostrar cuán original fue Lutero, incluso en comparación con Agustín. El artículo, sin embargo, es superior al estudio ampliamente conocido y citado sobre la ética de Lutero realizado por Ernst TROELSTCH en su obra Enseñanzas sociales de las Iglesias Cristianas, vol. n. La interpretación que Holl hace de la actitud de Lutero hacia la cultura, le convierte en un conversionista en una medida superior a la que el autor de este estudio juzga sostenible.

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Ha, pero no fue así porque se percató de que la ley de Cristo era más exigente de lo que creía el cristianismo radical; advirtió que requería un completo, espontáneo y absoluto amor altruista a Dios y al prójimo, y que no permitía el egocentrismo del propio provecho temporal o eterno. El segundo paso en el desarrollo moral y religioso de Lutero vino, pues, cuando comprendió plenamente que el evangelio como ley y como promesa no se ocupaba abiertamente de las acciones abiertas de los hombres, sino de las fuentes de su conducta; que el evangelio era la medida por la que Dios re-creaba las almas de los hombres, de modo que pudieran realmente hacer obras buenas. Como legislador, Cristo convence a todos los hombres de su pecado, de su falta de amor, de su falta de fe. Les dice que un árbol malo no puede producir frutos buenos, y que ellos son árboles malos; que no pueden hacerse justos obrando justamente, sino que pueden obrar justamente sólo si primero son justos; y les dice, finalmente, que son injustos 15 . Pero, como salvador, Cristo crea en aquellos en quienes él destruyó la autoconfianza, esa confianza en Dios de la que puede fluir el amor al prójimo. Mientras el hombre desconfíe de su creador será incapaz, en su ansiedad por sí mismo y por sus bienes, de servir a los demás, y se servirá sólo a sí mismo. En estas circunstancias, el hombre está encerrado en el círculo vicioso del amor propio, que le lleva a buscar sus intereses a cambio de toda acción aparentemente altruista, y que hace de su servicio a Dios una obra por cuyo m edio espera la recompensa de su aprobación. Cristo, por su ley y por su obra de redención, rompe el círculo del amor propio, y crea la confianza en Dios y la dependencia de él por ser el único que puede hacer y hace a los hombre justos: no dentro de sí mismos, sino en la respuesta a él de sus corazones humillados y agradecidos . Lutero ca prendió que el yo no podía vencer al amor p ropio s· o J

15. «Tratado sobre las buenas obras», Works, vol. 1; c:T:c.--":: sobre la Libertad Cristiana», Works, vol. II ; cf. H OLL, 0 __ ci~. ginas 217 ss, 290-91.

que este último era vencido cuando el yo encontraba su seguridad en Dios, cuando era librado de la angustia y de esta forma quedaba libre para servir al prójimo de un modo altruista. Tal es la base del dualismo de Lutero. Cristo trata de los problem-a s fundamentales de la vida moral, purifica las fuentes de la acción, crea y re-crea la comunidad última en que tiene lugar toda acción. Pero no gobierna directamente las acciones externas ni construye la comunidad inmediata en que el hombre realiza su obra. Por el contrario, deja a los hombres libres de la necesidad íntima de dar con sus vocaciones especiales por cuyo medio puedan intentar la consecución del autorrespeto y la aprobación divina y humana. Los suelta de los monasterios y conventículos de los piadosos para que sirvan a su prójimo actual en el mundo por medio de todas las vocaciones ordinarias de los hombres. Más que ningún otro dirigente cristiano anterior, Lutero afirmó la vida en la cultura como la esfera en que Cristo podía y debía ser seguido; y más que ningún otro, se percató de que las reglas a seguir en la vida cultural eran independientes de la ley cristiana o eclesiástica. Aunque la filosofía no ofrecía ningún camino hacia la fe, el hombre fiel podía seguir el camino filosófico para alcanzar las metas asequibles a dicho camino. En una persona «regenerada e iluminada por el Espíritu Santo por medio de la Palabra», la sabiduría natural del hombre «es un bello y glorioso instrumento y obra de Dios» 16. La educa~ ció n de los jóvenes en idiomas, artes e historia, lo mismo que en la piedad, ofrecía grandes oportunidades al cristiano libre; la educación cultural era también un deber que era necesario cumplir 17. «La música -decía Lutero16. KERR H. T., A Compend of Luther's Theology, pp. 4-5. Cf. las observaciones de HOLL sobre el efecto que la Reforma produjo en la filosofía, op. cit., pp. 529 ss. 17. ef. «A los Concejales en todas las Ciudades de Alemania, p ~ ra que establezcan y mantengan escuelas cristianas», Works, yol. 1\-, pp. 103 ss .

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es un noble don de Dios, inferior sólo a la teología. No cambiaría mi reducido conocimiento de la música por otras muchísimas cosas» 18. El comercio también estaba abierto al cristiano, pues «comprar y vender son cosas necesarias. No pueden dejarse de lado y deben practicarse de una forma cristiana» 19. Las actividades políticas, e incluso la carrera del soldado, eran aún más necesarias para la vida común, y por lo tanto constituían esferas en que el prójimo podía ser servido y Dios obedecido 20 . Unas pocas vocaciones fueron excluidas, naturalmente, porque eran irreconciliables a todas luces con la fe en Dios y el amor al prójimo. Entre éstas, Lutero incluyó eventualmente la vida monástica. En todas las vocaciones, en toda la obra cultural al servicio de los demás, debían observarse las reglas técnicas que les eran particularmente propias. El cristiano no sólo era libre para trabajar en la cultura, sino también para elegir los métodos necesarios para alcanzar el bien objetivo perseguido por su trabajo. Así como el evangelio no dicta las leyes del proceder médico en caso de tifus, tampoco es posible deducir del mandamiento del amor las leyes específicas que deben promulgarse en una comunidad donde pululan los criminales. Lutero sentía gran admiración por los genios que, en sus diversas esferas, hallaron nuevos métodos y abandonaron los tradicionales. Podemos decir, pues, que el dualismo en la solución de Lutero al problema de Cristo y la cultura era el dualismo entre «cómo» y el «qué» de la conducta. De Cristo recibimos el conocimiento de la libertad para realizar fie l y amorosamente lo que la cultura nos enseña o exige que hagamos. La premisa psicológica de la ética de Lutero e la convicción de que el hombre es un ser dinámico, siempre activo. «El ser y la naturaleza del hombre no puede . ni por un instante, permanecer en la inactividad, SOD O ::-KERR, op. cit., p. 147. 19. «Sobre el Comercio y la Usura », Works, vol. 1\ , p. 1 . 20. «De la Autoridad Secular: en qué m edida de e =e~ cida», Works, vol. III, pp. 230 ss; «De si también los _Ol . ~,..; _.: den salvarse», Works, vol. V, pp. 34 ss.

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tando o huyendo de algo, pues la vida nunca descansa» 21. El impulso a la acción, al parecer, viene de nuestra naturaleza dada por Dios; su dirección y espíritu es una función de la fe; su contenido procede de la razón y de la cultura. El hambre nos impulsa a comer; nuestra fe o falta de fe determinan si comemos como buenos prójimos, preocupados por los demás y para gloria de Dios, o ansiosa, inmoderada y egoístamente; nuestro conocimiento de la dietética y de las costumbres dietéticas de nuestra sociedad -no la legislación hebraica sobre lo que es limpio o inmundo, o las leyes eclesiásticas sobre el ayuno- determinan lo que debemos y cuándo debemos comer. Nuestra curiosidad nos induce a buscar el conocimiento, y nuestra actitud religiosa determina cómo debemos buscarlo, o bien con ansiedad por la reputación o bien con miras a un servicio , por causa del poder o para gloria de Dios; la razón y la cultur a nos muestran por qué métodos y en qué áreas puede obtenerse el conocimiento. Así como no es posible derivar del evangelio el conocimiento sobre lo que hay que hacer como médico, constructor, carpintero, o estadista, tampoco es posible deducir de ningún conocimiento técnico o cultural el espíritu recto de servicio, de confianza y esperanza, de humildad y presteza para aceptar la corrección. Ningún incremento del conocimiento científico y técnico puede renovarnos por dentro, pero el espíritu recto, en cambio, nos impulsará a buscar los conocimientos y las habilidades necesarias para nuestras vocaciones especiales en el mundo, con miras a prestar nuestros servicios. Es importante para Lutero que estas cosas no se confundan a pesar de sus interrelaciones, pues confudirlas comportaría la corrupción de ambas. Si buscamos en la revelación de Dios conocimientos de geología, perderemos la revelación; y si buscamos en la geología la fe en Dios, perderemos la geología y a Dios. Si, para el gobierno civil, deducimos una norma de la estructura de la comunidad cristiana primitiva, sustituimos entonces por el espíritu de esa comunidad, con 21. «Tratado sobre las buenas obras», Works, vol. J, pp. 198-99.

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su dependencia de Cristo como dador de todos los dones buenos, una independencia que se justificaba por sí misma; si consideramos nuestras estructuras políticas como reinos de Dios, y esperamos por medio de papados y reinos poder acercarnos más a él, no podremos oír su palabra ni ver a su Cristo; ni tampoco podremos llevar a feliz término nuestros asuntos políticos con espíritu correcto. Pero perduran las grandes tensiones, porque la técnica y el espíritu se interpenetran y no son fácilmente distinguibles y combinables en un solo acto de obediencia a Dios. La técnica sirve para las cosas temporales, pero el espíritu es una función de las relaciones cristianas con lo eterno. El espíritu es algo sumamente personal, es la cosa más honda en el hombre; la técnica, en cambio, es un hábito, una habilidad, una función del oficio o de la vocación que se tiene en la sociedad. El espíritu cristiano de la fe está orientado a la misericordia divina, pero las técnicas de los hombres con frecuencia son ideadas para impedir los males que brotan del burlarse de la justicia divina. El cristiano está tratando en cada momento, como ciudadano defreino eterno y del imperio de Dios, con lo suyo pero sobre todo con lo de su prójimo. Aumenta así inmensamente el conflicto que debe experimentar el estadista cuando manda arar las cosechas de cereal con miras a la prosperidad futura de su nación. Temporalmente, empleamos nuestro mejor conocimiento para ganar el pan cotidiano; pero, como ciudadanos de la eternidad, estamos (o deberíamos estar) libres de ansiedad. Esta tensión se hace más aguda porque se relaciona estrechamente con la dialéctica existente entre la persona y la sociedad. Para sí misma, como individuo infinitamente dependiente de Dios y confiado en él, la persona siente la exigencia y quizá tiene la posibilidad de realizar su obra sin esperar a cambio una recompensa terrenal; pero es también un padre que gana el pan de los suyos, un instrumento por el que Dios proporciona el pan diario a sus hijos. Como taL o puede, en obediencia a Dios, preterir sus deberes, por -o que es necesario que exija su salario. La tensión re~ todavía más aguda cuando se requiere del h ombre,

serVICIO a los demás, el empleo de instrumentos de ira para protegerlos contra los malvados. Lutero es absolutamente claro a este respecto. Mientras una persona sea sólo responsable de sí misma y de sus bienes, la fe le permite cumplir las exigencias dela ley de Cristo, a saber, que no se defienda contra ladrones o timadores, contra tiranos o enemigos. Pero, cuando se le ha confiado el cuidado de otros, como padre o gobernante, debe entonces en obediencia a Dios recurrir a la fuerza para defender a su prójimo contra la fuerza. Mayor pecado sería aquí querer ser santo o ejercer misericordia donde la misericordia es destructiva 22. Así como Dios realiza una obra «extraña» -es decir, una obra que aparentemente no es de misericordia sino de ira- cuando permite las calamidades naturales e históricas, así también exige del cristiano obediente el cumplimiento de una obra «extraña», que oculta la misericordia de la que es instrumento. Viviendo entre el tiempo y la eternidad, entre la ira y la misericordia, entre la cultura y Cristo, el auténtico luterano siente la vida como trágica y gozosa a la vez. El dilema es insoluble a este lado de la tumba. Los cristianos, junto con otros hombres, han recibido el don común de la esperanza de que el presente mal estado de cosas en el mundo llegará a su fin, y de que entonces amanecerá un día excelente. Pero no hay una felicidad doble para ellos, pues mientras dura la vida existe el pecado. La esperanza en una cultura mejor «no es su preocupación principal, sino más bien ésta, a saber, que aumente su propia bendición particular, que es la verdad como se encuentra en Cristo ... Pero además de esto poseen .. . , en su muerte, las dos mayores bendiciones futuras. La primera, que por medio de la muerte toda la tragedia de los males de este mundo llegará a su fin ... La segunda, que no sólo concluirán con la muerte los dolores y males de esta vida" sino que (y esto es mucho más excelente) pondrá punto 22. cr. especialmente «Sobre la autoridad secular», Works, vol. III, pp. 236 ss. Cf. KERR, op. cit., pp.213 ss, para otros pasajes importantes.

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final a los pecados y vicios .. . Nuestra vida presente abunda en peligros -el pecado, como una serpiente, nos acosa por todas partes- y nos es imposible vivir sin pecar; pero la bellísima muerte nos librará de estos peligros y apartará de nosotros nuestro pecado» 23. La respuesta de Lutero al problema de Cristo. y la cultura fue la de un pensador dinámico, dialéctico. Sus se. . guidores, po.r mucho que pretendieran serlo, fueron estáticos y no dialécticos. Sustituyeron su ética íntimamente conjuntada por dos morales paralelas. Así, la fe se convirtió en una creencia más que en la orientación fundamental, confiada, ininterrumpida, de la persona hacia Dios, y la libertad del cristiano, a su vez, se convirtió en autonomía en todas las esferas especiales de la cultura. Es un grave error confundir el dualismo paralelístico de la vida espiritual separada y de la vida temporal, con el interaccionismo del evangelio de Lutero de la fe en Cristo que obra, por el amor, en el mundo de la cultura. La tendencia dualista ha brotado también en el cristianismo post-luterano en formas no paralelísticas. Pero la mayoría de sus expresiones, cuando se comparan con las de Lutero, resultan pobres y abstractas. En dichos paradójicos y en en escritos ambivalentes, Soren Kierkegaard expone el carácter dual de la vida cristiana. Personalmente es un ensayista, un escritor estético, que quiere ser comprendido como un hombre de su cultura, pero no como un autor religioso 24. Procura exponer filosóficamente la imposibilidad de exponer filosóficamente la verdad que es «verdad para mí». La vida cristiana ofrece para él el doble aspecto de una intensa relación interna con lo eterno, y de una relación externa completamente no e pectacular con los demás hombres y con las cosas. En estos respectos parece representar más que defender a ética dual de Lutero; es un hombre de su oficio, que :=pIea los instrumentos de su oficio en el espíritu de a :~ . En consciencia de pecado, en absoluta humildad, y e_ _ 23. «El Catorce de la Consolación », Works, Y01. 1, __ . :-.=-': 24. Cf. El punto de vista de mi obra como au:or P3::= .

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fianza en la gracia, Kierkegaard, un hombre culto en su cultura, emprende su trabajo como un litterateur y aspirante al misterio (otra dualidad de él). Pero no es éste su problema esencial, a saber, el que como cristiano deba realizar la ambigua tarea de un escritor estético y la labor posiblemente más ambigua de escribir discursos edificantes. El dualismo con que se debate es el de lo finito y lo infinito, y por ser precisamente esto lo que caracteriza todos sus escritos, aborda indirectamente, pero sin entrar nunca de lleno en él, el problema de Cristo y la cultura. El debate en que está empeñado es un debate solitario consigo mismo. A veces parece que no quiere hacerse cristiano, sino que más bien quiere ser una especie de Cristo, un hombre en quien lo infinito y lo finito están unidos, un hombre que sufre por los pecados del mundo más que un hombre por quien, en primer lugar, ha sufrido la víctima eterna. En su aislamiento, como «el individuo», analiza bellísimamente el carácter del verdadero amor cristiano, pero se ocupa más de la virtud del amor que de los seres que deben ser amados. Tocante al problema de Cristo y la cultura, lo aborda mucho más en el espíritu del cristianismo exclusivista que en el espíritu del sintetista o dualista, y añadamos, para p r ecisar, que lo aborda en el espíritu del cristiano exclusivista de tipo ermitaño más que de tipo cenobita. «El hombre espiritual -escribe- difiere de nosotros los hombres en la medida en que es capaz de soportar el aislamiento; su rango como hombre espiritual está proporcionado a su capacidad de soportar el aislamiento, mientras que nosotros los hombres estamos en constante necesidad de «los otros», el rebaño ... Pero el cristianismo del Nuevo Testamento cuenta v está relacionado con este aislamiento del hombre espiritual. El cristianismo en el Nuevo Testamento consiste en amar a Dios, en odiar al hombre, en aborrecerse a sí mi IDO , consiguientemente, a los demás hombres, al pare, a la madre, a los propios hijos, a la esposa, etc., la má fuerte expresión del aislamiento más agonizante» 25. -. .Awque a la «Cristiandad » Cedo ingl.), p. 163.

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Una posición tan extrema, que trata de forma tan abstracta el Nuevo Testamento, puede equilibrarse, naturalmente, en otras frases de Kierkegaard. Pero el tema de la individualidad aislada es dominante. En sus escritos, no hay indicios de la existencia de un genuino sentido de las relaciones «yo-tú», y el sentido del «nosotros» brilla por su ausencia. De ahí que las sociedades culturales no interesen a Kierkegaard. En el Estado, en la familia y en la Iglesia no ve más que defecciones de Cristo. Supone que es el único en Dinamarca que está luchando por hacerse cristiano; parece creer que la religión social, la Iglesia estatal, no es capaz de expresar con mayor claridad que sus producciones literarias lo que significa ser contemporáneo de Cristo 26. Kierkegaard, en realidad, está protestando, como cristiano en la cultura del siglo XIX, contra el cristianismo cultural o la cultura cristianizada de su tiempo, que en la Europa central había empleado el dualismo de Lutero como un medio de domesticar el evangelio y de aflojar todas las tensiones. Hubo otros que ofrecieron respuestas más auténticamente dualistas, hombres que no podían, en obediencia a Cristo, soslayar las exigencias de la cultura, porque comprendían hasta qué punto Cristo estaba mezclado con la cultura. Ernst Troelsch sintió el problema como un dilema doble. Por una parte se debatió con la temática de la absolutez de un cristianismo que era la religión cultural de Occidente, y, por otra, estaba empeñado en el conflicto entre la moral de la conciencia y la moral social orientada a la consecución y conservación de los valores representados por el Estado y la nación, la ciencia y el arte, la economía y la tecnología. ¿Acaso no era el cristianismo mismo una tradición cultural, sin mayores exigencias que las presentadas por otros elementos de una civilización histórica y transitoria? Troelsch no pudo brindar a esta pregunta la respuesta 26. Las mejores introducciones a Kierkegaard son las de BRERobert (director), A Kierkegaard Anthology; DRU A. (director), The Journal's of Soren Kierkegaard; SWENSON Da id, SOl : thing about Kierkegaard. TALL

del cristiano cultural; el cristianismo, efectivamente, era relativo, pero por su medio llegaba a los hombres una exigencia absoluta; y aun cuando dicha exigencia llegara tan sólo a los hombres occidentales, seguía siendo una exigencia absoluta en medio de la relatividad 27. La exigencia de Jesús fue identificada por Troelsch con la ética de la conciencia. Por muy histórico que pueda ser el incremento de la conciencia, pone todavía a los hombres históricos ante el deber de alcanzar y defender personalidades libres, independientes del mero sino, internamente unificadas e iluminadas, y asimismo ante el deber de honrar la personalidad libre de todos los hombres para unirlos en los vínculos morales de la humanidad. La moral de la conciencia estará siempre empeñada sin duda alguna en una lucha con la naturaleza. «El reino de Dios, precisamente porque trasciende la historia, no puede limitar y dar forma a la historia. La historia terrenal sigue siendo el fundamento y la presuposición de la decisión definitiva y de la santificación personal, pero, en sí misma, sigue su camino propio como una mezcla de razón e instinto natural y jamás puede estar ligada como no sea de un modo relativo y temporal» 28 . La lucha con la naturaleza, sin embargo, no es la única que el hombre tiene que afrontar. Hay en su consciencia ética otra moral además de la moral de la conciencia. El hombre está orientado a la consecución de los valores culturales, de los bienes objetivos y obligatorios representados por sus instituciones: la justicia, la paz, la verdad, el bienestar, etc. Aunque la conciencia y la moral de los valores culturales estén íntimamente relacionadas, las «dos esferas se encuentran sólo para separarse». La conciencia es transhistórica; se burla de la muerte, ya que «ningún mal puede sobrevenir al hombre bueno en la vida o en la muerte»; pero la moral de los valores culturales es histórica, y se 27. Glaubenslehre, pp. 100 ss; también Pensamiento Cristiano (ed. ingl.), 1923, pp. 22 ss. 28. ¡bid., sección n, parte I, «La Moral de la Persona y de la Conciencia», pp. 39 ss.

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OCupa del mantenimiento de las cOsás perecederas. No es posible ninguna síntesis, excepto en los actos individuales de consecución. En definitiva somos justificados únicamente por la fe 29. Troelsch mismo experimentó estas tensiones de una forma aguda cuando se propuso realizar tareas políticas en la República de Weimar. Es evidente que su versión de las exigencias de Cristo era más afín a la interpretación cristiana cultural del Nuevo Testamento dominante en su tiempo que a una interpretación más literal y radical de los evangelios. AUn así subsistió en él una tensión entre Cristo y la cultura, que no pudo resolver salvo en una vida de continua lucha. En nuestro tiempo, han aparecido varias versiones de la solución dualista 30. A menudo se mantiene, por ejemplo, que la fe y la ciencia no pueden estar ni en conflicto la una con la otra ni en una relación positiva, porque constituyen verdades que no se miden por el mismo parámetro. El hombre es un gran anfibio que vive en dos reinos, y debe evitar la utilización en uno de ellos de las ideas y métodos apropiados para el otro 31. El dualismo se expresa en medidas prácticas y en justificaciones teóricas para la separación de la Iglesia y del Estado. Roger Williams se ha convertido en América en el símbolo y el ejemplo de este dualismo. Rechazó las tentativas sintetistas y conversionistas del anglicanismo y el puritanismo encaminadas a unir la política con el evangelio, tanto porque la unión corrompía al evangelio asociando la fuerza espiritual con la coacción física, como porque corrompía la política introduciendo en ella elementos ajenos a su naturaleza. Descartó también el esfuerzo cuáquero por encontrar una can1unidad cuyo fundamento fuera la espiritualidad cristiana, porque era políticamente tan inadecuado como cris29. [bid., parte n, «La Ética de los valores culturales », pá_'nas 71 ss. 30. Entre estos dualismos que niegan el paralelismo ce ..;. vida moral puede citarse la obra de Reinhold NIEBl:HR, r~&7 ~ . Moralities: Our Duty to Cod and to Society, 19 O. 31. Para una exposición típica de esta postura yéase -- RAM, The Creat Amphibium, 1931.

tianamente perverso 92 . El problema de combinaor la lealtad a Cristo con la aceptación de una religión social era para él incluso más difícil que la solución al problema de Cristo y el César. La actitud de buscador que adoptó tras abandonar las Iglesias anglicana, puritana y bautista, representó un modus vivendi más que una solución del problema. En ambos casos, el político y el eclesiástico, Williams sigue siendo un representante de un dualismo común en el protestantismo. La respuesta dualista ha sido también aceptada teórica y prácticamente por ciertos exponentes de la cultura. Los defensores políticos de la separación de la Iglesia y el Estado, los economistas que luchan por la autonomía de la vida económica, los filósofos que rechazan las combinaciones de razón y fe propuestas por los sintetistas y cristianos culturales, con frecuencia distan mucho de una actitud anticristiana. Un Nikolai Hartmann, por ejemplo, habiendo expuesto las antítesis entre la fe cristiana y la ética cultural, deja subsistir las antinomias sin sugerir que deban resolverse a favor de la cultura. Incluso los positivistas, que no encuentran una base para la fe en la vida de la razón, pueden estar poco dispuestos a descartarla. La fe pertenece a un orden distinto al de la existencia humana 33. Tales soluciones, ofrecidas o no por hombres de Iglesia, carecen a menudo de seriedad moral y de profundidad racional. El dualismo puede ser el refugio de personas de mente mundana que deseen prestar una lealtad liviana a Cristo, o de piadosos espiritualistas que sienten el deber de un cierto respeto a la cultura. Los políticos que desean mantener la influencia del evangelio fuera de 32. Cf. The Bloody Tenent of PersecutiDn, George FDX Digg'd Out Dt His Burrowes, Experiments in Spiritual Life and Health, y también Letters. Todas éstas, excepto los Expe rimen ts, son asequibles en las Publications of the Narragansett Club. 33. Véase AYER A. J., Language, Truth and Logic, 1936. La religión y la ética son descritas aquí como carentes de sentido, absurdas, en el sentido estricto de esta palabra; sólo sirven para producir emoción.

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la «política rea!», y los economistas que desean sacar provecho de todas las cosas sin que nadie les recuerde que los pobres heredarán el reino, pueden profesar el dualismo como una racionalización que les conviene. Pero tales abusos no son m ás característicos de esta posición que los abusos relacionados con cada una de las demás posiciones. El cristianismo radical ha producido sus monjes salvajes, sus claustros inmorales, y sus exhibicionistas morales. El cristianismo cultural y sintetista ha permitido a los hombres justificar el ansia de poder y la conservación de viejas idolatrías. La integridad moral y la sinceridad no llevan necesariamente a la adopción de esta o aquella posición, por que todas ellas, comprendido el dualismo, han sido adoptadas por varios hombres como consecuencia de una luch a sincera y ardiente para permanecer íntegros ante Cristo. 4.

V irtudes y vicios del duaUsmo

Hay vitalidad y fuerza en la tendencia dualista, como han demostrado sus máximos exponentes. Refleja las luchas actuales del cristiano que vive «entre dos tiempos», y que, en el seno de este conflicto, no puede pretender, por estar en el tiempo de la gracia, vivir la ética del tiempo de la gloria por el que suspira tan ardientemente. La tendencia dualista es un resultado de la experiencia más que un plan futur o de campaña. Si, por una parte, habla firmemente del poder de Cristo y de su espíritu, por otra, no se altera ante el reconocimiento de la fuerza y el predominio del pecado en toda al existencia humana. Una impresionante honestidad se trasluce en la descripción paulina del conflicto interior y en el «Pecca fortiter » de Lutero, que con harta frecuencia falta en las historia·s de los santos. Su reconocimiento del pecado que no sólo está en los creyentes, sino también en su comunidad , concuer da más con lo que el cristiano sabe sobre sí mismo y obre sus Iglesias, que no con las descripciones de ca ,. ... dades santas y de sociedades perfectas expue ta _ 0 :- _ =

radicaÍes y sintetlstas. Las descripcIones de los dualistas no sólo son inteligibles debido a su consistencia interna, sino que también son inteligibles y persuasivas en tanto que descripciones nacidas de la experiencia. Los dualistas, sin embargo, no son meros cronistas de la experiencia cristiana. Mucho más que otro cualquiera de los grupos precedentes, tienen en cuenta el carácter dinámico de Dios, del hombre, de la gr acia y el pecado. Hay algo estático en la noción de fe de los cristianos radicales; para ellos se trata de una nueva ley y de una nueva enseñanza. En gran medida esto es cierto tan1bién de los sintetistas, excepción hecha de los niveles más altos de la vida cristiana en los que admiten un elemento dinámico. El dualista, en cambio, habla de la ética de la acción, de la acción de Dios, del hombre, y de los poderes del mal. Semejante ética no puede consistir en leyes y virtudes nítidamente definidas en oposición a los vicios, sino que debe ser sugerida e indicada como toda acción viva. Es una ética de libertad, no en el sentido de liberación de la ley, sino en el sentido de una acción creadora en respuesta a la acción sobre el hombre. Con su concepción de la naturaleza dinámica de la existencia, los dualistas han prestado una contribución única y extraordinaria tanto al conocimiento cristiano como a la acción cristiana. Han dirigido su atención a la profundidad y al poder de la obra de Cristo, a su modo de penetrar en las profundidades de la mente y el corazón humanos, purificando los fundamentos de la vida. Han abandonado los análisis superficiales del vicio humano, y han procurado descubrir las hondas raíces de la depravación humana. Simultáneamente a estas penetraciones, y en parte a consecuencia de ellas, han revigorizado tanto el cristianismo como la cultura. Al cristianismo han aportado nuevas concepciones de la grandeza de la gracia de Dios en Cristo, una nueva resolución para la vida militante, y una emancipación de las costumbres y organizaciones que han sido así reemplazadas por el Señor vivo. A la cultura han aportado el espíritu de un desinterés que no pide lo que la fe 192

cultural o evangélica exigen directamente, ni el provecho que pueda sacarse para el yo, sino que explica lo que es el servicio al prójimo en las condiciones dadas, y lo que estas condiciones dadas son realmente. Es evidente, por supuesto, que el dualismo se ha visto afectado por los vicios correlativos a sus virtudes, vicios que siguen polarizando la atención de las restantes tendencias registradas en el cristianismo. No nos referiremos aquí a esos excesos de actitud a que ya hemos aludido antes; y trataremos únicamente de las acusaciones formuladas con mayor frecuencia, a saber, que el dualismo inclina a los cristianos a un antinomianismo y a un conservadurismo cultural. Debemos decir algo a favor de ambas acusaciones. La relativización de todas las leyes de la sociedad, de la razón y de todas las demás obras de los hombres -en virtud de la doctrina de que todas caen dentro del ámbito del pecado, sin atender a su mayor o menor elevación moral según una medida humana-, ha proporcionado sin duda alguna a los pusilánimes o desesperados la excusa para prescindir de las normas de la vida civilizada. Han recurrido a Lutero o a Pablo como autoridad que avalara sus pretensiones de que no existe ninguna diferencia entre los hombres pecadoramente obedientes a la ley y los hombres pecadoramente desobedientes a la misma, entre los hombres que pecadoramente buscan la verdad y los hombres que pecadoramente se inclinan por el escepticismo, entre los hombres que se autojustifican de morales y los que pretenden indulgencia para su amoralidad. Evidentemente, la intención de los dualistas no es ni mucho menos la de fomentar un comportamiento sub legal y subcultural, porque saben de una vida superlegal y disciernen el pecado en la cultura. Pero deben aceptar la responsabilidad de ofrecer, si no la tentación, sí al menos las formas de racionalización para negarse a resistir a la tentación por parte de los extraviados y los débiles. El hecho de que este peligro sea cierto, no invalida en modo alguno sus afirmaciones sob re el predominio del pecado y la diferencia existente entre la gracia y toda la obra humana. No obstante, es verdad que o CC 21 . 13

dicen todo lo que debe decirse, y que los cristianos culturales y sintéticos han de aportar la conciencia de la necesidad de la obediencia a la ley cultural como algo imprescindible, aunque no por esto deben atribuir al dualismo la idea de que el pecado es inherente a dicha obediencia. La Iglesia hizo una elección más sabia que Marción cuando adoptó las epístolas de Pablo, el evangelio de Mateo y la carta de Santiago. Tanto Pablo como Lutero han sido tachados de conservadores culturales. Mucho puede decirse a favor de los resultados últimos de su obra en la promoción de la reforma cultural, aunque parece indudable que estaban hondamente preocupados por introducir un cambio en una sola de las grandes instituciones y series de hábitos culturales de sus tiempos: la religiosa. Tocante a las demás, parecían contentarse con dejar que el Estado y la vida económica -con la esclavitud en uno de los casos y la estratificación social en el otro- continuaran relativamente inmutables. Deseaban y exigían una reforma en la conducta de los príncipes, los ciudada"n os, consumidores, comerciantes, esclavos, señores, etc., pero dichas reformas no debían cambiar esencialmente el contexto de hábitos sociales. Incluso la familia debía conservar, a su juicio, su carácter predominantemente patriarcal, a pesar de sus consejos a los maridos, esposas, padres e hijos a amarse los unos a los otros en Cristo. Semejante conservadurismo parece estar directamente relacionado con la posición dualista. Si no obstante ha contribuido al cambio social, ha sido en gran parte sin su intención, y no sin la ayuda de otras tendencias. El conservadurismo es una consecuencia lógica de un considerar la ley, el Estado y otras instituciones como fuerzas de contención, como diques contra el pecado, impedimentos de la anarquía, más que como agentes positivos por cuyo medio los hombres prestan unidos socialmente un servicio positivo al prójimo, avanzando hacia la verdadera vida. Además, para los dualistas, tales instituciones pertenecen totalmente al mundo temporal y perecedero. Surge aquí un problema relacionado con este punto. Parece exis194

tir una tendencia en el dualismo, tal como apárece en Pablo y en Lutero, a relacionar la temporalidad o la finitud con el pecado hasta el punto de afirmar casi que la creación y la caída del hombre están bastante relacionados entre sí, menospreciando así un poco la obra creadora de Dios. La idea que en Marción y Kierkegaard es expuesta en forma herética, queda al menos sugerida por sus grandes predecesores. En Pablo, la noción de creación se emplea significativamente para subrayar tan sólo la primera condenación de todos los hombres a causa del pecado, mientras que el empleo ambiguo del término «carne» trasluce una incertidumbre fundamental acerca de la bondad del cuerpo creado. Para Lutero, la ira de Dios se manifiesta no sólo contra el pecado, sino contra todo el mundo temporal. De aquí que en estos hombres no sólo haya un deseo de la vida nueva en Cristo por medio de la muerte del yo a sí mismo, sino también un deseo de la muerte del cuerpo y de que acabe el orden temporal. Morir al yo y resucitar con Cristo a una vida en Dios son sin duda alguna cosas más importantes, pero el egocentrismo y la finitud, según ellos, están tan íntimamente unidos que la transformación espiritual no puede experimentarse en esta vida. Estas ideas inducen a la convicción de que en toda la obra temporal y cultural, los hombres están tratando sólo con lo que es transitorio y efímero. De ahí que, por muy importantes que sean los deberes culturales para los cristianos, su vida no consiste en ellos, sino que está escondida con Cristo en Dios. Es en este punto, donde la tendencia conversionista, por otra parte muy similar a la dualista, se distingue de esta última.

VI. Cristo, el transformador de la cultura

1.

Convicciones teológicas

El pensamiento de los conversionistas sobre la relación del cristianismo con la cultura es muy semejante al del dualismo, pero tiene también afinidades con las otras grandes tendencias cristianas. Que represente una tendencia distinta, es algo evidente cuando, partiendo del Evangelio de Mateo y de la Epístola de Santiago, y pasando por las cartas de Pablo, llegamos al cuarto Evangelio; o cuando, pasando por Tertuliano, los gnósticos y Clemente, leemos a Agustín; o también cuando, tras haber estudiado a Tolstoi, Ritschl y Kierkegaard, abordamos a F. D. Maurice. Los hombres que defienden lo que llamamos la respuesta conversionista al problema de Cristo y la cultura, pertenecen evidentemente a la gran tradición central de la Iglesia. Aunque se aferren a la distinción radical entre la obra de Dios en Cristo y la obra del hombre en la cultura, no toman el camino del cristianismo exclusivista que se aísla de la civilización, ni rechazan sus instituciones con amargura tolstoiana. Aunque asuman su lugar en la sociedad con los deberes inherentes a la misma en obediencia a su Señor, no pretenden paliar el duro juicio de Jesús sobre el mundo y todos sus caminos. En su cristología, son como los sintetistas y dualistas: Cristo es el Redentor más que el dador de una nueva ley, el Dios con quien se encuentran los hOlnbres más que el hombre représentativo de los mejores recursos espirituales de la humanidad. Comprenden que su obra no se ocupa primordialmente de los aspectos especiosos y externos del comRortamiento humano, sino que pone a prueba los corazones y juzga la vida subconsciente, y aborda lo que es más hondo y fundamental en el hombre. Cura la enfermedad humana más pertinaz y virulenta, la tisis del ~-

píritu, enfermedad de muerte; perdona el pecado más oculto y prolífero: la desconfianza, la falta de amor, la desesperación del hombre en su relación con Dios. Y esto lo hace no simplemente ofreciendo ideas, consejos y leyes, sino viviendo con los hombres en gran humildad, soportando la muerte por ellos, y resucitando de la tumba como una demostración de la gracia de Dios n1ás que como un argumento de la misma. En su concepción del pecado, los conversionistas se parecen más a los dualistas y sintetistas. Observan que está profundamente enraizado en el alma humana, que impregna toda la obra del hombre, y que no hay diversos grados de corrupción, por muy variados que ,sean sus síntomas. Por esto se dan cuenta también de que toda obra cultural en que los hombres promueven su propia gloria, individual o socialmente, como miembros de la nación o como miembros de la humanidad, está bajo el juicio de Dios, que no busca su propio provecho. Perciben la autodestructividad en su autocontrariedad. Pero también creen que la cultura está bajo el gobierno soberano de Dios, y que el cristiano debe impulsar la obra cultural en obediencia al Señor. Lo que distingue a los conversionistas de los dualistas es su actitud más positiva y esperanzadora respecto de la cultura. Su posición, más constructiva, parece estar estrechamente relacionada con tres convicciones teológicas. La primera se refiere a la creación. El dualista tiende de tal modo a concentrarse en la redención por medio de la cruz de Cristo y su resurrección, que la creación se convierte para él en una especie de prólogo para el hecho portentoso y único de la expiación. Aunque afirme con Pablo que, en Cristo, «todas las cosas fueron creadas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todas las cosas fueron creadas por él y para él» \ subraya sin embargo muy poco esta idea, empleada en gran parte para introducir el gran tema de la reconciliación. Para el conversionista, en cambio, la actividad creadora de Dios 1. Col. 1, 16.

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y de Cristo-en-Dios es un tema primordial, ni dominado por, ni dominado a, la idea de la expiación. De ahí que el hombre, creatura, trabajando en un mundo creado, vive, al modo de ver de los conversionistas, bajo el dominio de Cristo y por el poder creador y ordenador del Verbo divino, aun cuando en su mente no redimida crea que vive entre cosas vanas bajo la ira divina. A decir verdad, el dualista también dice a: menudo cosas semejantes, pero tiende a paliarlas por medio de referencias a la ira de Dios peculiarmente manifiesta en el mundo físico, de modo que la bondad del Gobernador de la naturaleza re'" sulta un tanto dudosa. Es considerable el efecto que sobre este pensamiento positivo ejerce la idea de creación, en la teoría conversionista de la cultura. En dicha teoría, hay lugar para una respuesta afirmativa y ordenada, por parte del hombre creado , a la obra creada y ordenadora de Dios. Aunque realice de mala gana el trabajo de labrar la tierra, cultiva de hecho su mente y organiza su sociedad, y esto incluso cuando administra perversamente el orden que le es dado con su existencia. Imbuido por este interés hacia la creación, el conversionista desarrolla una fase de la cristología descuidada por el dualista. Por una parte, subraya la participación del Verbo, Hijo de Dios, en la obra de la creación, no sólo cronológicamente, como algo que sucedió una vez en tiempos remotos, sino como algo que acontece ahora y de modo inmediato, a saber, como el comienzo lógico y siempre actual de todas las cosas, en la mente y el poder de Dios. Por otra parte, se ocupa de la obra redentora de Dios en la encarnación del Hijo, sin limitarla a su muerte, resurrección y retorno en poder. No es que el conversionista se vuelva del Jesús histórico al Lagos que fue en el principio, ni que niegue el portento de la cruz al maravillarse del nacimiento en un establo, sino que procura mantener juntos en un solo movimiento los diversos temas de la creación ~ la redención, de la encarnación y la expiación. La: influe cia de esta concepción de la obra de Cristo por medio e la encarnación y de la creación sobre el pensamien o versionista acerca de la cultura, es ciertamente in o

dible. El Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, el Hijo que hace la obra del Padre en el mundo de la creación, ha entrado en una cultura humana que jamás existió sin su acción ordenadora. La segunda convicción teológica que modifica la concepción conversionista sobre la obra humana es su modo de comprender la índole de la caída del hombre desde su bondad creada. Como ya hemos observado, el dualismo establece a menudo entre la creación y la caída una relación tan estrecha, que experimenta la tentación de hablar en términos casi gnósticos, como si la creación de la materia o del yo finitos supusiera la caída. Estar en el cuerpo es estar ausente de Cristo; nada bueno hay en la carne; ser carnal equivale a depender del pecado. y así es, para Pablo y para Lutero, no sólo porque el espíritu del hombre que mora en el cuerpo es pecador, sino porque el cuerpo es una tentación invencible al pecado 2. De ahí que tales cristianos atribuyan a las instituciones culturales una función en gran parte negativa en un mundo temporal y corrupto. Se trata, según ellos, de esferas destinadas a la corrupción, preventivas de la anarquía, orientadoras de la vida física, ocupadas sólo en cuestiones temporales. El conversionista concuerda con el dualista en la afirmación de la existencia de una caída radical del hombre. Pero el primero distingue nítidamente la caída, de la creación y de las condiciones de la vida en el cuerpo. 2. Sobre este punto tan debatido, cf. LIETZMANN, An die Roe'zer (Handbuch zum Neuen Testament, vol. VIII), pp. 75 ss. COie tanda a Rom. vii, 14-25, LIETZMANN dice: «La teoría de que las ac .ones pecaminosas del hombre tienen su origen en un "impul:0 o·: que opera en su interior, también se puede encontrar "'2 12 -;:eo ogía judía coetánea; pero ésta es ajena a la idea, que en e~ : "'" _ asaje tiene una importancia decisiva, de que este impulso e_:e o ec ado con la carne ... Todos somos libres de considerar a ? 2." ~o o::no cr eador independiente de esta doctrina, o bien de ad~ _~ e~ .::. e' o de que un contemporáneo del Apóstol (Filón), que --::; - '~ :",,:: 0:-2. ju ío helenista, presenta esta misma enseñanza. Si la :'::~2. o:--.::ció aTece más correcta por las normas del método . . . -~:" :-: o. e:o es podemos decir que Pablo, al igual que Filón, . e la a mósfera helenista que le rodeaba».

Para él, la caída es una especie de reversión de la creación, y en ningún sentido su continuación. Es íntegramente obra del hombre, de ningún modo obra de Dios. Es moral y personal, no física y metafísica, aunque acarree consecuencias físicas. Los resultados de la defección humana, además, ocurren del lado del hombre y no del de Dios. La palabra justa para designar las consecuencias de la caída es «corrupción». La naturaleza buena del hombre se ha corrrompido, pero no es mala, como si no fuera digna de existir, sino algo torcido y mal orientado. Ama con el amor que le fue dado en su creación, pero ama a los seres erróneamente, en un orden equivocado; desea el bien con el deseo que le fue dado por su Hacedor, pero aspira a bienes que no son buenos para él y pierde su verdadero bien; da frutos, pero deformados y amargos; organiza la sociedad con la ayuda de su razón práctica, pero obra contra el meollo de las cosas al forzar su razón por senderos irracionales, y de esta manera desorganiza las cosas en sus mismos actos de organización. De ahí que su cultura entera sea un orden corrompido más que el orden de la corrupción, como creen los dualistas. Es un bien pervertido, no un mal; o es un mal en tanto que perversión, pero no es maldad sustancial del ser. El problema de la cultura, por lo tanto, es el problema de su conversión, no de su substitución por una nueva creación, aunque es cierto que dicha conversión es tan radical que equivale a una especie de re-nacimiento. Con estas convicciones sobre la creación y la caída los conversionistas combinan una tercera: un concepto de la historia que sostiene que para Dios todas las cosas son posibles en una historia que es fundamentalmente, no un curso de acontecimientos meramente humanos, sino siempre una interacción dramática entre Dios y los hombres. Para el cristiano exclusivista, la historia humana es la historia de una Iglesia o cultura cristiana que nace y de una civilización pagana que muere; para el cristiano cultural, es la historia del encuentro del espíritu con la naturaleza; para el sintetista, es el período de preparación bajo la ley, la razón, el evangelio y la Iglesia, con 201

miras a una comunión última del alma con Dios; para el dualista, la historia es el tiempo de lucha entre la fe y la incredulidad, un período entre la promesa de la vida y su cumplimiento. Para el conversionista, la historia humana es la historia de los actos poderosos de Dios y de la respuesta humana a los mismos. Vive algo menos «entre dos tiempos» y algo más en el divino «Ahora» que sus hermanos cristianos. El futuro escatológico se ha convertido, para el conversionista, en un presente escatológico. La eternidad, para él, significa menos la acción de Dios antes del tiempo y la vida con Dios después del tiempo, y más la presencia de Dios en el tiempo. La vida eterna es una cualidad de la existencia en el aquí y en el ahora. Por esto, el conversionista no se preocupa tanto de la conservación de lo que le ha sido dado en la creación, y menos aún de 10 que se le dará en una redención final, que de la posibilidad divina de una renovación presente. Tales diferencias de orientación tocante al tiempo no son absolutamente precisas. En toda vida cristiana hay una tensión hacia el futuro y una confianza en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y también la creencia de que el hoyes el día de la salvación. Pero existe una diferencia entre la acentuada expectación paulina del tiempo en que el último enemigo, la muerte, será destruido por Cristo, y la concepción joánica de las últimas palabras de Cristo en la cruz: «Todo está consumado ». El conversionista, con su concepto de la historia como encuentro actual con Dios en Cristo, no vive tanto en expectación de una terminación del mundo de la creación y de la cultura con10 en consciencia del poder del Señor para transformar todas las cosas elevándolas hasta él. Su imagen es espacial y no temporal, y el movimiento de vida que él sabe que brota de Jesucristo es un movimiento hacia arriba, la elevación de las almas, los hechos y los pensamientos de los hombres en un incontenible oleaje de adoración y glorificación de Aquel que los atrae a sÍ. Esto es 10 que la cultura humana puede ser: una vida humana transformada en y para gloria de Dios. Al hombre le es imposible, pero todo es posible para Dios, que ha creado al hombre, 202

cuerpo y alma, para sí, y ha enviado a su Hijo al mundo para que el mundo fuera salvo por él.

2. La tendencia conversionista en el cuartO' evangelio La tendencia conversionista aflora en muchas páginas del Nuevo Testamento. Sus ideas, tal como las hemos expuesto, aparecen en la Primera Epístola de Juan, pero en medio de tantas referencias a las tinieblas, a la transitoriedad y falta de amor del mundo, por una parte, y a la distinción entre la nueva comunidad y la antigua, por otra, que la tendencia de este documento parece ser de signo exclusivista. El tema del conversionismo aparece en Pablo, pero a la postre queda paliado por sus ideas acerca de la carne, la muerte y la necesidad de alejarse del mal. Parece estar más claramente indicado en el Evangelio de Juan, pero, como sugiere inmediatamente la estrecha relación de esta obra con la Primera Epístola de Juan, también aquí presenta una nota separatista. Lo que se ha dicho sobre la «unión de los opuestos» en el cuarto Evangelio y sus aparentes contradicciones, se aplica también a sus actitudes hacia el mundo de la cultura 3. No obstante, todas las ideas básicas del pensamiento conversionista están presentes en él, y la obra misma es una demostración parcial de la conversión cultural, ya que se propone no sólo verter el evangelio de Jesucristo en los conceptos propios de sus lectores helenísticos, sino también elevar las ideas sobre el Lagos y el conocimiento, la verdad y la eternidad, a nuevos niveles de significado, interpretándolas a través de Cristo. Al citar anteriormente la fe del conversionista en el Creador, aludimos ya al cuarto Evangelio. En un sentido, empieza donde termina Pablo: con la génesis del Verbo y el origen de todas las cosas por él. Sin él nada ha sido 3. ef. MACGREGOR G. H. C., The Cospel of John (The Moffatt New Testament Commentary), 1928, p. ix, donde se resumen las teorías de varios críticos sobre la antítesis en el evangelio; d. también SCOTT E. F., The Fourth Cospel, 1908, pp. 11 ss, 27.

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creado; el mundo hecho por medio de él es su casa. Juan no podía afirmar con mayor rigor que cuanto existe es bueno. Aquí, no se insinúa ya que lo físico o material esté sujeto a una ira especial de Dios, o que el hombre, siendo carnal, esté vendido al pecado. La carne y el espíritu son realidades cuidadosamente distinguidas por Juan: «Aquello que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu». Pero nunca considera que lo físico, lo temporal y lo material, participen de un modo especial en el mal por no ser realidades espirituales y eternas. Por el contrario, el nacimiento natural, la comida, la bebida, el viento, el agua, el pan y el vino no sólo son para este evangelista símbolos aptos para las realidades de la vida del espíritu, sino que además están preñados de significado espiritual. Los acontecimientos espirituales y los naturales «están entrelazados y son análogos». «No se exige a los hombres que se alejen o sean alejados hacia una espiritualidad esotérica y sublime» \ En sus palabras sobre la creación por medio del Verbo y sobre la encarnación de éste, Juan expresa su fe en la relación totalmente afirmativa con el mundo entero, material y espiritual. La creación significa lo que significa la redención, a saber, que «de tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito, para que cuantos creen en él no perezcan, sino que tengan vida eterna. Porque Dios envió a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» 5. Una de las paradojas evidentes en el cuarto Evangelio radica en el hecho de que la palabra «mundo», tan utilizada para la totalidad de la creación y especialmente de la humanidad como el objeto del amor de Dios, también se utiliza para designar el género humano en tanto que rechaza a Cristo, vive en las tinieblas, realiza obras malas, desconoce al Padre, y se goza en la muerte de su Hijo 6. Quien rige al mundo no es el Lagos, sino el dia4. HOSKYNS Edwyn Clement, The Fourth Cospel, 1940, volu~ men J, p. 217; cf. pp. 231, 317 ss. 5. Jn. 3, 16-17. 6. Cf. Jn. 7, 7; 8, 23; 14, 17; 15, 18 ss; 17, 25, et passim.

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hlo 7. Su principio no es la verdad sino la mentira; es el reino del homicidio y de la muerte más que de la vida. Y, sin embargo, es evidente que Juan no está escribiendo acerca de dos realidades distintas, un reino de materia increado en oposición a un Inundo de espíritu creado, o un cosmos diabólicamente formado separado del mundo creado por el Verbo divino . La idea de la caída, la perversión del bien creado, está implícita en todo el evangelio. La creación, que es fundamentalmente buena, ya que proviene de Dios por medio de su Verbo, es contradictoria consigo misma y contradictoria con Dios en su respuesta a él. Dios ama al mundo en su acción creadora y redentora; el mundo responde a ese amor con la negación de su realidad y con odio al Verbo. La situación es simple, y no obstante, en las interacciones infinitas del Padre y del Hijo, Dios, el Verbo y el mundo presentan una extraordinaria complej idad, que ningún otro escrito cristiano ha conseguido describir, o al menos sugerir, con tanto acerto como el cuarto Evangelio. La clase de perversión del mundo se indica por la constante comparación entre la r espuesta de Jesucristo al Padre y la respuesta del mundo de los hombres a su Creador. El Hijo se somete a la voluntad del Padre y realiza sus obras; el mundo se somete a la voluntad, no de Aquel de quien deriva su existencia, sino de su «padre», el diablo, es decir, a la voluntad de hacer su propia voluntad. El Hijo honra y glorifica al Padre, que le ha glorificado y le glorificará aún más; el mundo, creado glorioso por Dios, responde al acto del Creador glorificándose a sí mismo más que a él. El Hijo ama al Padre: que le ha amado y le amará; el mundo, amado por Dios, responde perversamente, amándose a sí mismo. El Hijo da testimonio de un Padre que ha dado y dará testimonio de él; el mundo llama la atención sobre sí mismo. Jesucristo bebe su vida del Padre, y ofrece su vida a Aquel que da la vida; el mundo ama su propia vida en sí mismo 8. Cristo en sus relaciones con el 7. Jn. 8, 44; 12, 31; 14, 30; 16, 11. 8. Estos temas, que corren subterráneamente a lo largo de

Padre evidencia así la naturaleza del pecado humano. Pero, no sólo mediante la comparación entre Cristo y este mundo pervertido de los hombres con todas sus obras, expone el cuarto Evangelio la doctrina de la caída. La corrupción del mundo aflora también en la relación de éste con el Hijo del Padre, y no sólo en su actitud ante el Padre del Hijo. Cristo, el amado de Dios, ama al mundo; el mundo responde a su amor con la negativa y el odio. Viene a entregar su vida por el mundo; y el mundo, en vez de entregar su vida por su amigo, dice: «Conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que perezca toda la nación». Viene a dar la vida; los hombres le dan la muerte. Viene a decirles la verdad sobre sí mismos; ellos mienten sobre lo que él es. Viene a testificar de Dios; el mundo responde, no con el testimonio corroborativo sobre su creador y redentor, sino con referencias a sus legisladores, a sus días santos y a su cultura. «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Aunque Juan no formula su doctrina del pecado y de la caída en términos abstractos, sino que la ilustra más que la define, parece justo afirmar que para él el pecado es la negación del principio de la vida misma, es la mentira que no puede existir como no sea sobre la base de una verdad aceptada, es el asesino que destruye la vida en el acto de afirmarla y afirma la vida en el acto de destruirla, es el odio que presupone el amor. El pecado existe porque la vida, la verdad, la gloria, la luz y el amor existen sólo en comunicación y comunidad y porque, en tal comunidad, es posible para los hombres que viven por las obras de otro, el rehusar la respuesta en bondad. Está presente, por lo tanto, a todos los niveles de la existencia, pero su raíz arranca de las relaciones contradictorias de los hombres con Dios y el Verbo, con el Padre y el Hijo. Sir Edward Hoskyns ha dicho muy bien que «el análisis odo el e angelio, están particularmente ilustrados en el capítulo XY, en que se emplea el símbolo de la vid y los sarmientos para mo trar las relaciones recíprocas y comparativas del Padre, el Hijo y el mundo.

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bíblico joánico del comportamiento humano es ... una distinción teológica entr e aquellas acciones que, consideradas como complet as en sí mismas, no dejan lugar pa~a la justicia de Dios, y aquellas acciones -pueden ser aparentemente idénticas a las acciones juzgadas como malas- que sí dejan lugar para la justicia de Dios. Éstas requieren la fe, porque son en sí misma incompletas; aquéllas la excluyen, porque son autosuficientes» 9. El análisis joánico del comportamiento humano, sin embargo, se despliega hacia atrás lo mismo que hacia delante. Distingue entre esas acciones que consideran el amor de Dios como algo tan debido al yo que replican a su amor con amor al yo, y las que responden al amor con amor: no sólo en una forma recíproca entre dos, sino también con una desbordante devoción a todos cuantos son amados por el Padre y el Hijo. A estas convicciones sobre la bondad de Dios y la perversidad del hombre en la comunidad del Padre, del Hijo y del mundo, Juan une un concepto de la historia en que las dimensiones temporales -el pasado y el futuro- están en gran parte subordinadas a la relación eternidad-tiempo. La creación de que habla en su prólogo no es un acontecimiento del pasado, sino el origen y fundamento de todo cuanto existe: el eterno comienzo y principio del ser. La caída no es un acontecimiento vinculado a la vida de un primer hombre en la secuencia de generaciones históricas, sino un caer y alejarse actual del Verbo. El juicio del mundo se realiza ahora; se produce con el advenimiento del Verbo y con la presente venida del Espíritu 10. El concepto histórico del cuarto Evangelio se caracteriza por las palabras «vida eterna» en vez de «reino de Dios». Como han subrayado prácticamente todos los estudiosos de este Evangelio, esa frase significa una cualidad, una relación de vida, una comunidad presente por el Espíritu con el Padre y con el Hijo, una adoración, un amor y una integridad actuales y espirituales. No se 9. Op. cit., p. 237. 10. Jn. 9, 39; 12, 31; 16, 7-11; cf.

SCOTT,

op. cit., cap . X.

suprime en modo alguno toda tensión hacia el futuro, y puede uno preguntarse si acaso no será imposible para un cristiano el descartarla cOlnpletamente. No obstante, la tesis más importante del evangelio joánico dice que el nuevo comienzo, el nuevo nacimiento, la nueva vida, no es un acontecimiento que dependa de un cambio en la historia temporal o de la vida de la carne. Es el comienzo con Dios, desde arriba, desde los cielos, en el espíritu; es ciudadanía en un reino que «no es de este mundo», pero que no por esto es reino del futuro. Juan ha substituido en gran parte la doctrina del retorno de Cristo por la doctrina relativa a la venida del Paráclito; la idea de abandonar este cuerpo para estar en Cristo ha sido reemplazada por el pensamiento de una vida presente con Cristo en el espíritu. «La carne no sirve de nada», ni positivamente por su nacimiento ni negativamente por su muerte. Este nuevo comienzo es la posibilidad de Dios y la acción de Dios en Jesucristo y en la misión del Espíritu, no al final de la historia, sino en cada momento vivo, existencial l l • Añadamos que dicha posibilidad no se realiza en una vida humana mística a-histórica, sino que se realiza por medio de los acontecimientos concretos de la vida de Jesús y las respuestas concretas a él de los hombres en la Iglesia. «El tema del cuarto Evangelio es lo no histórico que da sentido a la historia, lo infinito que da sentido al tiempo, Dios que da sentido al hombre y por lo tanto es su Salvador» l2. De ahí esa compleja intervinculación entre el relato histórico y la interpretación espiritual en este libro enigmático y lleno de luz. El tema conversionista que se trasluce en esta actitud hacia la historia, aparece implícita y a veces explícitamente en las ideas de Juan sobre la cultura humana y sus instituciones. Su actitud aparentemente ambivalente respecto al judaísmo, al gnosticismo y a los sacramentos del cristianismo primitivo se explica parcialmente si tenemos en cuenta que Juan es un conversionista. Por una parte, 11. Cf. HOSKYNS, op. cit., pp. 229 ss; SeoTT, op. cit., pp. 247 ss,

317 ss. 12. HOSKYNS, op. cit., p. 120.

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nos presenta el judaísmo como anticristiano; por otra, recalca que «la salvación viene de los judíos», y que sus Escrituras dan testimonio de Cristo. El dualismo inherente a esta actitud puede explicarse por referencias a los conflictos del siglo n y a la pretensión de la Iglesia de ser el verdadero Israel 13, pero también puede explicarse mediante la consideración de que tal actitud está en consonancia en todos los tiempos y lugares con la idea de que Cristo -y no la Iglesia cristiana como institución cultural- es la esperanza, el verdadero significado, el nuevo comienzo de un judaísmo que acepta la transformación de sí mismo no en una religión gentil sino en un culto que no pretende guardarse del Padre. Asimismo, las relaciones de Juan con el gnosticismo son ambiguas. Por una parte parece adoptar la actitud exclusivista de la Primera Epístola de Juan respecto de la acomodación del evangelio a esa especie de sabiduría popular, pero, por otra, se parece muchísimo a la de los gnósticos cristianos por su interés, por el tema del conocimiento y por su preocupación acerca del espíritu 14 . Históricamente explicable en parte, esta actitud dual es más inteligible en conceptos duales, o sea, como transformación cristiana de los términos duales culturales. Juan es también un conversionista en su actitud hacia la Iglesia del siglo n, hacia su doctrina, sus sacramentos y su organización. Parece ser un defensor de esa religión cultural contra el judaísmo. Dista también lTIucho de aquellos cristianos exclusivistas que consideran como elemento específicamente cristiano las formas externas del ayuno, la oración y la observancia de los sacramentos. Parece comprender e interpretar la fe y la práctica cristianas con la ayuda de términos extraídos de los cultos mistéricos, aunque nada es más ajeno a su espíritu que la idea de considerar a Cristo como un héroe al estilo de dichos cultos 15. A lo largo de su libro se preocupa profundamente por la transformación, por el espíritu de Cris13. SCOTT, op. cit., pp. 70-77. 14. ¡bid., pp. 86-103. 15. ef. STRACHAN R. H., The Fourth Cospel, 1917, p p . 46-:

ce

21 . 14

to, por el espíritu que se expresa en actos externos de religión. Se preocupa de que cada acto simbólico proceda de su verdadera fuente y se oriente en la verdadera dirección hacia su verdadero objeto. Tal vez Juan no trata de las palabras de la Oración del Señor porque considera que sus lectores las conocen, pero otros escritores de su tiempo las repitieron, y es evidente que este hombre distingue entre el espíritu y la letra, incluso cuando la letra es cristiana. Su interpretación de los sacramentos de la cena del Señor y del bautismo subraya la participación en Cristo yen su Espíritu, sin negar ni exagerar la ünportancia del pan físico, del vino y del agua 16. En lo que toca, pues, a la cultura religiosa y a las instituciones de los hombres, parece evidente que el cuarto Evangelio considera a Cristo como al conversor y transformador de las acciones humanas. El hombre que escribió: «Llega el n10mento, y es ahora, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales ador adores busca el Padre para que le adoren», tenía sin duda alguna in mente él los cristianos, tanto como a los judíos y samaritanos; distaba mucho de suponer que la substitución de unas forn1as de religión por las formas cristianas implicara necesariamente un aumento de integridad y de verdadera adoración. Violentaríamos las cosas si tuviéramos que forzar una actitud conversionista en las breves referencias de Juan a otras realidades de la cultura. El trato especial que otorga a Pilato, que no habría tenido poder algtino sobre Cr isto si no le hubiera sido dado desde arriba, y cuyo sentido de la justicia fue vencido con cierta dificultad, puede explicarse de varias maneras. Otro tanto cabe decir de la referencia al reino de este Inundo cuyos siervos lu han . Sólo puede decirse que, en general, el interés de J an se dirige hacia la transformación espiritual de la '"1 a del hombre en el mundo, y no hacia la substitución de una existencia temporal por una existencia totalmente e pir ' uaZ) ni hacia la substitución de los presentes cuer. Ho

~y~S,

op. cit., pp. 335 ss; SeoTT, op. cit., pp. 122 ss.

pos y medios físicos de los hombres por nuevas creaciones físicas y metafísicas. Tampoco habla de un ascenso gradual de lo temporal a lo eterno. No sólo el silencio del cuarto Evangelio sobre muchos temas, sino también el hecho de que su nota individualista vaya acompañada de una tendencia particularista, nos impide interpretarlo como un documento absolutamente conversionista. La vida cristiana consiste, efectivamente, en la transformación de todas las acciones por Cristo, de modo que sean actos de amor a Dios y al hombre, glorifiquen al Padre y al Hijo, y respondan al mandamiento del amor recíproco. La -ida cristiana es una vida de acción, en que el hombre hace lo que ve que el Hijo está haciendo, como el Hijo hace las obras del Padre. Pero esta vida sólo parece posible para unos pocos. A decir verdad, Cristo es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo, y fue el amor de Dios al mundo el que le indujo a enviar a su Hijo al mundo; cuando Cristo sea levantado atraerá a todos los hombres a sí 17. Pero tales afirmaciones universalistas, que parecen orientar al evangelista hacia la completa transformación de la vida y la obra humanas, tienen su contrapartida en los dichos que se hacen eco del sentido de la oposición del mundo a Cristo y de su preocupación por los pocos que pueden ser salvos. «He manifestado tu nombre -dice Jesús en su oración sacerdotal- a los hombres que me diste del mundo ... Te ruego por ellos; no te ruego por el mundo- .. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» 18. El profesor Scott comenta a este respecto: «El cuarto Evangelio, que presta su máxima expresión al universalismo de la religión cristiana, es. _. al mismo tiempo el más exclusivo de todos los escritos del Nuevo Testamento. Traza una sutil división entre la Iglesia de Cristo y el mundo exterior, considerado éste como simplemente extraño u hostil» 19. La antinomia puede explicarse en parte por la reflexión de que, mientras Juan se preocupa profunda17. Jn. 1, 29; 3, 16 ss; 12, 32, 47. 18. Jn. 17, 6, 9, 16. 19. SCOTT, op. cit., p. 115; cf. pp. 138 ss.

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mente de la conversión de la Iglesia, de una sociedad separatista y legalista a una comunidad libre, espiritual, dinámica, que bebe su vida del Cristo vivo, también se pone en guardia contra la confusión de la fe con el espiritualismo especiosamente universal de la cultura secular contemporánea. De ahí que, para él, la vida cristiana sea una vida cultural convertida por la regeneración del espíritu del hombre, pero el re-nacimiento del espíritu de todos los hombres y la transformación de toda la existencia cultural por el Verbo encarnado, el Señor resucitado y el Paráclito inspirador, no entran en su perspectiva. Ha combinado la tendencia conversionista con el separatismo de~ fendido por los partidarios del cristianismo contra la cultura. Una combinación similar de conversionismo con separatismo se insinúa en la Carta a Diogneto, del siglo n. Los cristianos, dice, «no se distinguen de los demás hombres ni por el país, ni por la lengua, ni por las costumbres que observan. Pues ni habitan en ciudades propias, ni en1plean una forma peculiar de hablar, ni llevan una vida que ofrezca alguna singularidad especial. ... Habitando en ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que ha tocado a cada uno de ellos, y siguiendo las costumbres de los nativos en lo que respecta al vestido, a la con1ida y al resto de su conducta ordinaria, despliegan ante nosotros su maravilloso y a todas luces chocante modo de vida» 20. Lo que resulta chocante en este modo de vida es el desprecio a la muerte, el amor, la mansedumbre y la humildad infundidos por Dios a través de su Verbo redentor y creador. Pero la sugerencia de que la vida cristiana es un modo transformado de existencia cultural, y la afirn1ación de que «lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo», no se refieren por el autor de este documento a una esperanza de conversión de toda la humanidad en toda su vida cultural.

20. Ante-Nicene Fathers, vol. 1, p. 26.

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3. Agustín y la conversión de la cultura La expectación de la regeneración universal por Cristo resalta con mayor claridad en los grandes líderes cristian os del siglo IV. Pero, incluso en este caso, la idea universalista no alcanza la plenitud de la idea conversionista, ya que, como en el cuarto Evangelio, los conversionistas tienen que luchar en dos frentes: contra el anticulturalismo del cristianismo exclusivista, y contra el acomodacionism o de los cristianos culturales. Ambas tendencias recibieron un poderoso impulso como consecuencia de la aceptación de la nueva fe como la religión del Estado. Charles Norris Cochrane ha descrito brillantemente los diversos movimientos del tiempo, en su estudio de la cultura clásica desde la reconstrucción de Augusto pasando por la renovación de Constantino hasta la regeneración agustiniana 21. Según su interpretación, la regeneración de la sociedad humana por medio de la substitución de los principios paganos por los principios trinitarios constituye el tema preferido de ese movimiento cristiano que iniciaron Atanasia y Ambrosio y que Agustín llevó a su punto culminante en la Ciudad de Dios 22. Estos hombres elab oraron una sana teoría para la renovación de la existencia cultural humana, renovación que los césares y pensadores romanos habían ensayado en vano, ya que sus primeros principios eran fatalmente contradictorios. Int erpretar a Agustín de esta forma es encajarlo completamente en nuestro esquema de tendencias éticas cristian as : demasiado completamente, eso sÍ. La tendencia conversionista o de transformación es el rasgo característico de este teólogo que, aplicándole las mismas palabras con que él alabó a Juan, «fue una de esas montañas acerca de las cuales está escrito: "Que las montañas reciban paz para tu pueblo"» 23. Pero no olvidemos que esa tendencia vive en su pensamiento junto a otras ideas sobre las rela21. Christianity and Classical Culture, A Study of Thou ght and Action from Augustus to Augustine, 1940. 22. ¡bid., especialmente pp. 359 ss, 510 ss. 23. Tra tados sobre el Evangelio según San Juan, I, 2.

ciones del cristianismo con la cultura. Su interés por el monaquismo y su antítesis de las dos ciudades, la celestial y la terrena, en cuanto este contraste se aplica a la oposición entre la religión cristiana organizada y las estructuradas comunidades políticas, lo convierten en aliado de la escuela radical del cristianismo. Su filosofía neoplatónica lo vincula al cristianismo cultural, y hace posible, si no plausible, el argumento de que su conversión fue más una vuelta a Platón que al Cristo del Nuevo Testamento. Tomás y los tomistas lo invocan a su favor, dirigiendo la atención a su preocupación por el recto ordenamiento de los valores y a su concepto jerárquico de las relaciones entre el cuerpo, la razón y el alma, de las autoridades sociales y de la paz terrenal y de la celestial 24. Cuando Agustín habla de la esclavitu d y la guerra, lo hace en los términos dualistas de obediencia a los órdenes relativos al pecado, que se limitan a impedir una mayor corrupción 25 . Además, para él como para otros dualistas, a pesar de su doctrina de la creación, el cuerpo animal por su corrupción parece con frecuencia sobrepujar al espíritu más que el espíritu corrompido sobrepujar al cuerpo. Finalmente, es discutible la afirmación de que la visión agustiniana de «una sociedad basada en la unidad de la fe y en el lazo de la concordia» sea verdaderamente «universal en un sentido ni siquiera soñado por el llamado imperio universal, ... potencialmente ... tan amplio e inclusivo como la misma raza humana» 26 . Sus doctrinas de la predestinación y del castigo eterno, concebidas ambas individualistamente, contrastan tanto con sus ideas sobre la solidaridad humana en el pecado y en la salvación, que resulta difícil artibuirle la idea de regeneración universal. Una vez más, pues, tropezamos con un hombre que rebasa extraordinariamente la tendencia en que lo hemos clasificado. No obstante, la interpretación de Agustín como el teó24. Cf ., por ejemplo,

BOURKE

V. J., Augustine's Quest

dom, 1945, pp. 225-26, 266,277.

25 . Ciudad de Dios, XIX, 7, 15. 26. C OCH RANE, op. cit., p. 511.

214

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lago de la transformación cultural por Cristo, está de acuerdo con su teoría fundamental de la creación, la caÍda y la regeneración, con su propia carrera como pagano y cristiano, y con el tipo de influencia que ha ejercido en el cristianismo. Tampoco puede desecharse el universalismo potencial de su teoría. Agustín no sólo describe, sino que ilustra en su propia persona la obra de Cristo como conversor de la cultura. El retórico romano se convierte en predicador cristiano, que no sólo pone al servicio de Cristo la educación en el lenguaje y la literatura que le dio su sociedad, sino que, en virtud de la libertad y la iluminación recibidas del evangelio, usa ese lenguaje con nueva brillantez y aporta una libertad inédita a esa tradición literaria. El neoplatónico no sólo añade a su sabiduría la doctrina de la encarnación que ningún filósofo le había enseñado, sino que su sabiduría queda humanizada, recibe una nueva profundidad y orientación, lleva a cabo nuevas penetraciones, gracias a la doctrina de que el Verbo se ha hecho carne y ha llevado sobre sí los pecados del espíritu. El moralista ciceroniano no añade a las virtudes clásicas las nuevas virtudes del evangelio, ni sustituye la legislación natural y romana por una nueva ley, sino que transvalora y reorienta, como consecuencia de la experiencia de la gracia, la moral en que ha sido educado y que él enseñó. Agustín, además, se convierte en uno de los líderes de ese gran movimiento histórico por el que la sociedad del imperio romano, una comunidad centrada en el César, se convierte en una cristiandad medieval. Por esto, él mismo es un ejemplo de lo que significa la conversión de la cultura; su posición contrasta con el rechazo de la misma por parte de los radicales, con su idealización por parte de los culturalistas, con el sintetismo que procede en gran parte de la pretensión de añadir el cristianismo a una buena civilización, y contrasta fina lmente con el dualismo que se esfuerza por vivir el e\'angelio en el seno de una sociedad invenciblemente inmoral 27. Pero también Tertuliano el abogado romano , Tol o:.. 27. ¡bid., p. 510.

el artista ruso, Tomás el monje aristotélico, Pablo el fariseo judío, y Lutero el nominalista, son en parte una ilustración del tema conversionista. Lo distintivo en Agustín es que su teoría duplica en gran parte su demostración. Cristo, para Agustín, es el transformador de la cultura en el sentido de que reorienta, refuerza y regenera esa vida del hombre, expresada en todas las obras humanas; cultura que en este mundo es un ejercicio pervertido y corrompido de una naturaleza fundamentalmente buena; cultura, además, que en su depravación está bajo la maldición de la transitoriedad y la muerte, no porque la haya visitado un castigo externo, sino porque es intrínsecamente autocontradictoria. Su visión de la actualidad humana y de la posibilidad divina no nació con la idea de una creación buena, sino con sus consideraciones acerca de la cultura. Que Agustín, tras muchos falsos comienzos al nivel del razonamiento especulativo y práctico, pudiera partir de la noción de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para llegar a la comprensión del yo y de la criatura, es lo que se nos explica en la historia de sus Confesiones. A partir del punto inicial trinitario -o desde que recomenzó su vida-, advirtió que toda la creación era buena; buena, primero, a causa de Dios, fuente y centro de todos los seres y valores; y buena, en su segundo lugar, por su orden, con la bondad de la belleza y el servicio mutuo entre las criaturas. Sus Confesiones terminan con una expresión extática de la idea, repetida en formulaciones más abstractas en otras muchas obras: «Tú, oh Dios, viste todo cuanto has hecho, y he aquí que todo era muy bueno. Sí, también nosotros vemos lo mismo, todas las cosas son muy buenas ... Siete veces lo he contado para que sea escrito: que tú viste que todo cuanto hiciste era bueno; y ésta es la octava vez: que tú viste todo cuanto has hecho y, he aquí, que no sólo era bueno, sino muy bueno ... Todos los cuerpos bellos expresan lo mismo; por constar un cuerpo de miembros todos bellos, el cuerpo es mucho más hermoso que los miembros por sí solos, ya que por su combinación bien ordenada el todo es perfeccionado ... Una cosa es, pues, pensar que esté enfermo aquello que

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es bueno ... ; y otra, que aquello que es bueno, el hombre debe ver que es bueno ... ; y otra, que cuando un hombre ve una cosa que es buena, Dios debe ver en él que es buena, de modo que debe ser amado en aquello que ha hecho, el cual no puede ser amado sino por el Espíritu Santo que nos ha dado ... , por quien vemos que todas las cosas, en cualquier grado, son buenas ... Que tus obras te alaben para que te amemos, y que te amemos para que tus obras te alaben» 28, Aunque todo cuanto existe es bueno, Agustín dista mucho de decir, en un estilo del siglo XVIII, que cuanto existe es recto, o que sólo las instituciones sociales son malas y que por un retorno a las condiciones primitivas el hombre puede retornar a la felicidad. La naturaleza buena del hombre ha sido corrompida y su cultura se ha pervertido de tal suerte que la naturaleza corrupta produce una cultura pervertida y la cultura pervertida corrompe la naturaleza. La depravación espiritual, psicológica, biológica y social del hombre no significa que se haya convertido en un ser malo, pues Agustín insiste en que «no puede existir u na naturaleza que carezca absolutamente de bien. De ahí que ni siquiera la naturaleza del diablo es mala, en cuanto es naturaleza, sino que se hizo mala por pervertirse» 29 . La enfermedad moral del hombre, que no podría existir si no hubiera algún orden de salud en su naturaleza, es tan compleja como su naturaleza, pero tiene su solo origen en la autocontradictoria afirmación humana de sí mismo. El hombre está creado, por naturaleza, para obedecer, adorar, glorificar y depender de la Bondad que le hizo y le hizo bueno; de Dios, que es su bien principal. Así como su bondad primaria consiste en adherirse a Dios, así también su pecado primigenio estriba en volverse de Dios a sí mismo o a algún valor inferior. «Cuando la voluntad abandona lo que está sobre sí misma y se vuelve a lo que está por debajo, se hace mala: no porque sea malo aquello a lo que se vuelve, sino porque la vuelta 28. Confesiones, XIII, xxvii, 43; xxxi, 46; xxxiii, 48. 29. Ciudad de Dios, XIX, 13.

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misma es mala» 30. Este pecado primigenio, llamado n1ás significativamente el primer pecado del hombre que no el pecado del primer hombre, puede ser descrito de varios modos, como un apartarse de la palabra de Dios, como una desobediencia a Dios, como un vicio, es decir, como aquello que es contrario a la naturaleza, como el vivir de acuerdo con el hombre y como orgullo, porque «¿qué es el orgullo sino el ansia de una indebida autoexaltación ?». El pecado primigenio tiene siempre este doble aspecto: que es una huida de Aquel de quien bebe su vida, y un aferrarse a un bien creado, como si fuera el valor principal. Desde esta raíz, el pecado hace brotar otros desórdenes en la vida humana. Uno de ellos es la confusión introducida en la norma ordenada de la naturaleza racional, emocional y psicológica del hombre . «¿ Cuál fue, sino la desobediencia, el castigo de la desobediencia de aquel primer pecado? ¿ Pues qué otra cosa es la miseria del hombre sino su propia desobediencia a sí mismo, de suerte que como consecuencia de no querer hacer lo que podría hacer ahora quiere hacer lo que no puede?.. ¿ Pues quién puede contar cuántas cosas quiere que no puede hacer, mientras sea desobediente a sí mismo, es decir, mientras su mente y su carne no obedezcan a su voluntad?» 3\ El desorden en la vida racional y emocional del hombre se experimenta agudamente en el gran disturbio de su existencia a causa de la pasión sexual; pero también aparece en todas las demás expresiones de su libido , El alma desordenada está corrompida en todas sus partes, no porque una parte se haya desordenado, sino porque se ha desordenado la relación fundamental del alma con Dios. Una segunda consecuencia del pecado primigenio es la pecaminosidad social del género humano. «Nada hay -dice Agustín- tan social por naturaleza, y tan insocial por corrupción, como esta raza». «La sociedad de los mortales ... aunque unida por una cierta comunión de nuestra naturaleza común, está no obstante, en su mayor parte, di30. ¡bid., XII, 6. 31. ¡bid., XIV, 15; cf. los capítulos siguientes.

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vidida consigo misma, y el más fuerte oprin1e a los demás, porque todos siguen sus propios intereses y concupiscencias» 32. La amistad está corrompida por la traición; el hogar, «el refugio natural de los males de la vida», tampoco es seguro; el orden político en la ciudad y en el imperio no sólo vacila a causa de las guerras y opresiones, sino que la misma administración de la justicia se convierte en un asunto perverso en que la ignorancia, que se esfuerza por controlar el vicio, comete una nueva injusticia 33 . El desorden se extiende a todas las esferas de la cultura; la diversidad de lenguas y los esfuerzos por imponer una lengua común, las guerras justas lo mismo que las injustas, los esfuerzos por lograr la paz y establecer el dominio, la injusticia de la esciavitud y el requerimiento de que todos los hombres obren justamente como señores y esclavos en medio de esta injusticia ... , todas estas cosas y otros muchos aspectos de la existencia social son síntomas de la corrupción y la miseria humanas. Las virtudes mismas, en que se educan los hombres educados en la: sociedad, están pervertidas , ya que el valor, la prudencia y la templanza, empleadas para fines egoístas o idólatras, se convierten en «espléndidos vicios». y no obstante, toda esta pecaminosidad social implica la existencia de un orden creado fundamentalmente bueno. «Incluso lo que está pervertido debe necesarialTIente estar en armonía y dependencia, y reside en alguna parte del orden de las cosas, porque de lo contrario no habría existencia en absoluto ... Puede haber paz sin guerra, pero no puede haber guerra sin algún género de paz, porque la guerra presupone la existencia de algunas naturalezas que la hacen, y estas naturalezas no pueden existir sin la paz de un género u otro» 34. Además, Dios rige y gobierna a los hombres en su corrompida existencia personal y social. «Así como él es el Creador supremamente bueno de naturalezas buenas, así también es el más justo Gobernador de 32. ¡bid., XII, 27; XVIII, 2. 33. ¡bid., XIX, 5. 34. ¡bid., XIX, 12, 13.

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las malas voluntades, de suerte que mientras ellos hacen mal uso de las buenas naturalezas, él hace un buen uso incluso de las malas voluntades». Por la mala voluntad de los gobernantes, Dios controla y castiga la perversidad de sus sujetos, y dando reinos terrenales tanto a buenos como a malos, «según el orden de las cosas y los tiempos ... él mismo gobierna como Señor» 35. Jesucristo ha venido para curar y renovar lo que el pecado ha infectado con su enfermedad mortal en el género humano con su naturaleza pervertida y su cultura corrupta. Por su vida y su muerte revela al hombre la grandeza del amor de Dios y la profundidad del pecado humano; por su revelación e instrucción, vuelve a unir al alma con Dios, fuente de su ser y bondad, y la restaura en el orden correcto del amor, haciendo que a todo cuanto ama lo ame en Dios y no en el contexto del egoísmo o de la devoción idólatra a la criatura. «Ésta es la mediación por la que se tiende una mano a los perdidos y caídos». Puesto que el hombre, que se mueve en el círculo vicioso de su impiedad, no podía salvarse de sí mismo, «la verdad misma, Dios, el Hijo de Dios, asumiendo la humanidad sin destruir su divinidad, estableció y fundó esta fe, para que pudiera existir un camino del hombre hacia el Dios del hombre por medio del Dios-hombre. Pues éste es el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo», que, como Dios, es nuestro fin y, como hombre, es nuestro camino 36. Humillando el orgullo hum?no y desapegando al hombre de sí mismo por una parte, y revelando por otra el amor de Dios y adhiriendo al hombre a su único bien, Cristo restaura lo que ha sido corrompido y reorienta lo que ha sido pervertido. Transforma las emociones de los hombres, no sustituyendo la emoción por la razón, sino fijando en su verdadero objeto el temor, el deseo, la angustia y el gozo. «Los ciudadanos de la ciudad santa de Dios, que viven según Dios en la peregrinación de esta vida, temen y desean, se angustian y regoci35. ¡bid., XI, 17; I, 1, 8, 9; IV, 33. 36. ¡bid., X, 24; XI, 2; cf. VII, 31; IX, 15.

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jan al mismo tien1po. Y precisamente porque su amor está ordenado rectamente, todas estas emociones suyas son rectas» 37. Las virtudes morales que desarrollan los hombres en sus culturas perversas no son suplantadas por nuevas gracias, sino que son convertidas por el amor. «La templanza es el amor que se mantiene íntegro e incorrupto para Dios; la fortaleza es el amor que soporta todas las cosas prestamente por causa de Dios; la justicia es el amor que sirve solamente a Dios y, por lo tanto, gobierna bien todas las cosas, sometiéndolas al hombre; la prudencia es el amor que hace una distinción recta entre lo que ayuda al ascenso hacia Dios y lo que lo obstaculiza» 38 . La vida de la razón sobre todo, esa sabiduría del hombre que la sabiduría de Dios declara henchida de necedad, es reorientada y redirigida al recibir un nuevo principio. En vez de partir de la fe en sí mismo y del amor a su propio orden, el razonamiento del hombre redimido arranca de la fe en Dios y del amor al orden que él ha impuesto a toda su creación, por lo que el creador es libr e de trazar sus designios y el hombre de seguir humildemente los caminos divinos 39. En la teoría agustiniana hay sitio para el pensamiento de que la matemática, la lógica y las ciencias naturales, las bellas artes y la tecnología, pueden convertirse tanto en beneficiarios de la conversión del amor del hombre como en instrumentos de ese nuevo amor de Dios que se goza en toda su creación y sirve a todas sus criaturas. La vida cristiana puede y debe hacer uso no sólo de estas actividades culturales, sino también de «las costumbres convencionales y necesarias de los hombres con los hombres» : convenciones relativas al vestido y al rango, a pesas y medidas, al uso e monedas y a otras cosas similares 40. Todas las cosas, '" no sólo la vida política, están sujetas a la gran cOllyer-io= 37. Ibid., XIV, 9. 38. Sobre la Moral de la Iglesia Católica, XV. 39. Para la interpretación agustiniana de la filosoft cia, cf. COCHRANE, op. cit., capítulo XI, donde el - :::1 extensamente. 40. Cf. Sobre la Doctrina Cristiana, II, _-, _ .

que tiene lugar cuando Dios establece un nuevo comienzo para el hombre haciendo que el hombre comience con Dios. Si hubiéramos de atenernos únicamente al estudio de las ideas conversionistas de Agustín, podríamos presentarlo como un cristiano que ofrece a los hombres una visión de la concordia y de la paz universales en el seno de una cultur a en que todas las acciones humanas han sido reordenadas por la graciosa acción de Dios atrayendo a todos los hombres hacia sí, y en que todos los hombres son activos en obras orientadas hacia (y reflejando de este n10do) el amor y la gloria de Dios 41. Agustín, sin embargo, no desarrolló su pensamiento en esta dirección. En realidad no suspiró, esperanzado, por la realización de la gran posibilidad escatológica, demostrada y prometida en el Cristo encarnado: la redención del mundo creado y corrompido, y la transformación del género humano en toda su actividad cultural. La posibilidad de la reorientación de toda la obra humana en el seno de las cosas temporales en el sentido de una actividad que glorifique a Dios cultivando la belleza de su creación y gozándose en ella, prestando un servicio recíproco en el espíritu del amor altruista, despreciando la muerte y el temor a ella en la convicción del poder divino sobre la muerte, rastreando en un razonamiento desinteresado el orden y el diseño de la creación y usando todos los bienes temporales con reverencia sacramental como encarnaciones y símbolos de los verbos eternos: esta posibilidad, decimos, aflora en el pensamiento agustiniano sólo para dejarla inn1ediatamente. Nos ofrece, en cambio, la visión escatológica de una sociedad espiritual, que consta de algunos individuos elegidos junto con los ángeles, que viven eternamente en paralelismo con los condenados. Los elegidos no son el resto del cual surja una nueva humanidad, sino un resto salvado pero no salvador. Resulta difícil dar una razón de por qué el teólogo cuyas conviccio41. La afirmación sobre la paz del cuerpo y del alma, de los hombres con los hombres y con Dios, al comienzo del capítulo 13, libro XIX, de la Ciudad de Dios, se presenta a veces como si fuera una profecía agustiniana, y no lo es.

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nes fundamentales prepararon la base para una concepción totalmente conversionista de la naturaleza y la cultura de la humanidad, no dedujo las consecuencias posibles de estas convicciones. Puede aducirse que se esforzó por ser fiel a las Escrituras con sus parábolas del juicio final y las ideas separatistas que encierran. Pero la verdad es que también hay una nota universal en las Escrituras, por lo que la fidelidad al Libro no explica por qué un hombre que siempre estuvo más interesado por eL sentido espiritual que por la letra, no sólo siguió la letra en este caso, sino que exageró el sentido literal. La clave del problen1a parece encontrarse en la actitud defensiva de Agustín. De la confesión de su pecado y de la gracia divina se vuelve a la defensa de la justicia de un Dios que, habiendo elegido a los cristianos por la revelación de su bondad, no parece haber elegido a los no cristianos. De la confesión de su pecado y de la gracia de ser miembro de la Iglesia católica, pasa a la tarea de justificar a la Iglesia a causa de las acusaciones lanzadas contra ella por los paganos. De la esperanza de la conversión de la cultura, se vuelve a la defensa de la cultura cristiana, es decir, de las instituciones y hábitos de la sociedad cristiana. Defiende también la comprometida aunque no regenerada moral del hombre, por las amenazas del infierno y las promesas del cielo. En consecuencia (o a causa) de esta vuelta a una actitud defensiva, su cristología sigue siendo débil y subdesarrollada cuando se la compara con la de Pablo o de Lutero. Con frecuencia tiende a substituir a Cristo por la religión cristiana, que no es más que una conquista cultural, y trata frecuentemente al Señor más como fundador de una institución cultural autori ativa, la Iglesia, que como el salvador del mundo por medio del ejercicio directo de su realeza . Por esto, la :e Agustín tiende a reducirse a un asentimiento obeCi :::::-~ ::. las enseñanzas de la Iglesia, que sin duda alguna - =:...._ importante en la cultura cristiana, pero que no e: = 5 -=' substitutivo de la confianza inmediata en D~ o_. E ~ __ :::-ma predestinacionaria de la doctrina d la :~- _ ~ _-_= ~ tín, de nuevo con su gran impronta de e:e=::- >~ =.

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bia su concepto fundamental de que Dios elige al hombre para que le ame antes de que el hombre pueda amar a Dios, en la proposición de que Dios elige a algunos hombres y rechaza a otros. Y así, la gloriosa visión de la Ciudad de Dios se convierte en una visión de dos ciudades, integradas respectivamente por diferentes individuos, separados para siempre. Hay aquí un dualismo más radical que los de Pablo y Lutero. Calvino se parece mucho a Agustín. La idea conversionista es dominante en su pensamiento y en su práctica. En mayor medida que Lutero, desea que el evangelio impregne actualmente toda la vida. Su concepción más dinámica de las vocaciones de los hombres, como actividades en las que pueden expresar su fe y su amor y pueden glorificar a Dios en su llamada, su asociación más estrecha entre la Iglesia y el Estado, su insistencia en que éste último es ,el ministro de Dios no sólo negativan1ente como freno al mal sino, positivamente, en la prolTIoción del bienestar, sus conceptos más humanos del esplendor de la naturaleza humana todavía evidente en las ruinas de la caída, su preocupación por la doctrina de la resurrección de la carne, sobre todo su insistencia en subrayar la realidad de la soberanía de Dios ... , todas estas cosas inducen a creer que el evangelio promete y posibilita, con posibilidad divina (no humana), la transformación del género humano, en toda su naturaleza y cultura, en un reino de Dios cuyas leyes estén inscritas en el corazón de los hombres. Pero, también en este caso, la esperanza escatológica de la transformación de la vida arruinada del género humano (esperanza creada por Cristo), se convierte en la escatología de la muerte física y en la redención de algunos hombres por la vida gloriosa separada, no sólo en su espíritu sino también en sus condiciones físicas, de la vida mundanal. La esperanza escatológica en unos cielos nuevos y una nueva tierra engendrada por la venida de Cristo, es modificada por la creencia de que Cristo no puede venir ahora a este cielo y a esta tierra, sino que debe esperar a la muerte de la antigua creación y a la resurrección de una nueva. A la eterna contraposición del 224

hombre con Dios, Calvino añade el dualislTIo de lá existen~ cia temporal y eterna, y el otro dualismo de un cielo eterno y un infierno eterno. Aunque el calvinismo ha sido marcado por la influencia de la esperanza escatológica en la transformación por Cristo, y por su consecuente presión hacia la realización de dicha promesa, esta característica en el calvinismo ha sido siempre acompañada de una nota separatista y represiva, con mayor fuerza aún que en el luteranismo.

4.

Las teorías de F. D. Maurice

La tenacidad y vitalidad, en la historia eclesiástica, de la idea de perfección, ayudan a poner de relieve la importancia de la idea de la transformación que Cristo ejerce sobre la cultura, en distinción con las restantes tendencias principales de la ética cristiana. Wesley es el gran exponente protestante de este perfeccionismo. Su pensamiento a este respecto es a menudo objeto de confusión con el de los cristianos exclusivistas, pero difiere de ellos profundamente, porque comparte con Pablo, Juan, Agustín y' Calvino la concepción de que Cristo no es ningún legislador nuevo que separe un nuevo pueblo del viejo ofreciéndole una constitución para un nuevo género de cultura. Cristo es para Wesley el transformador de la vida; justifica a los hombres dándoles fe; trata con las fuentes de la acción humana; no hace distinción alguna entre los ciudadanos morales e inmorales de las comunidades humanas, porque todos son convictos de amor a sí mismos y porque abre ante todos la perspectiva de la vida de libertad en respuesta al amor perdonador de Dios . Pero Wesley insiste en la posiblidad -una vez más como posibilidad de Dios, no del hombre- de un cumplimiento actual de esa promesa de libertad. Por el poder de Cristo, los creyentes pueden ser limpios de todo pecado, pueden ser como su Maestro, pueden ser librados «en este ID do». El Nuevo Testamento no dice «la sangre de eri : 0 ce

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linlpiará en la hora de la muerte, o en el día del juicio, sino "limpia" en el tiempo presente, "a nosotros", cristianos vivos, "de todo pecado"» 42. Para el hombre, esta posibilidad significa una intensidad de expectación y de lucha por una meta que fácilmente puede pervertirse de nuevo en una actividad autocentrada y auto suficiente, en una auto cultura moral y religiosa donde se busca la santidad como posesión y Dios se convierte en instrumento para lograr el respeto a sí mismo. Pero lo que polarizaba la atención de Wesley, en medio de todas las imperfecciones de su doctrina del pecado 43, y también la de sus seguidores, en medio de todas sus recaídas en el orgullo, era la idea joánica de la posibilidad presente de la transformación del hombre temporal en un hijo de Dios, viviendo desde y para el amor de Dios en la libertad del yo 44. En su individualismo, Wesley no recalca la promesa de Cristo al género humano en mayor grado que la separación de los hombres, pero también sugiere esta idea; sus seguidores la han desarrollado, aunque frecuentemente con una inclinación al cristianismo cultural superior a la del iniciador del movimiento metodista. Jonathan Edwards, con sus conceptos sensitivos y profundos de la creación, el pecado y la justificación, con su concepción de la conversión y sus esperanzas milenaristas, se convirtió en América en el fundador de un movimiento que consideraba a Cristo como regenerador del hombre en su cultura. Nunca ha cedido totalmente en su ímpetu, aunque confrecuencia degeneró en triviales teurgismos pelagianos, en los que los hombres estaban preocupados por los síntomas del pecado, no por sus raíces, y creyeron posible encauzar la gracia y el poder de Dios por los canales que ellos habían forjado. y así el conversionismo de Edwards fue empleado para justificar la mecánica psicológica de un reavivismo chabacano, con su 42. Del sermón «Sobre la perfección cristiana». 43. Cf. Flew R. NEWTON, The Idea of Perfection, 1934, páginas 332 ss. 44. Cf. especialmente LINDSTROEM Harald,Wesley and' Sanctification, 1946.

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producción masiva de almas renovadas, y para avalar la ciencia sociológica de esa parte del evangelio s.ocial que esperaba cambiar la pródiga humanidad mejorando la calidad de las bellotas servidas en la gamella. Durante el siglo XIX, en las generaciones representadas por Tolstoi, Ritschl, Kierkegaard y León XIII, la idea conversionista tuvo muchos exponentes. Notable entre ellos fue F. D. Maurice, el teólog.o inglés cuya obra ha sido objeto de valoraciones tan diversas, que los juicios sobre su profundidad y claridad siempre han sido contrarrestados por medio de referencias a su nebulosidad, confusión y fragmentariedad 015. No .obstante, la influencia de Maurice es amplia y penetrante. Maurice es ante todo un pensador joánico, que empieza afirmando que el Cristo que viene al mundo viene a lo suyo, y que es Cristo quien ejerce por sí mismo su reinado sobre los hombres, y n.o un virrey -sea el papa, las Escrituras, la religión cristiana, la Iglesia, o la luz interior- separado del Verbo encarnado. En edad muy temprana aún, caló en su espíritu la convicción de que Cristo es Señor del género humano, lo crean o no l.os hombres. Así, en una carta a su madre, escribió: «Dios nos dice en él, es decir en Cristo: "Yo he creado todas las cosas tanto en los cielos como en la tierra. Cristo es la cabeza de todo hombre." Algunos hombres creen esto; otros no lo creen. Aquellos que no lo creen "caminan según la carne" .... No creen esto y por lo tanto no obran de acuerd.o con esta fe... PerO' aunque millares y miríadas de hombres vivan según la 'carne, es más, aunque todos y cada uno de los hombres en el mundo vivieran así, la verdad cristiana y la Iglesia católica nos prohíben considerar este tipO' de vida cÜ'mÜ' el verdadero estado del h.ombre ... La verdad consiste en que todo hombre es en Cristo ... ; si nO' estuviera unido a CristO' no 45. Cf. VIDLER Alee R., The Theology of F. D. Maurice, 1948, páginas 7 ss. Este libro, publicado en América con el título Witn ess to the Light, es una excelente introducción al pensamiento de Maurice. Indispensable para entender a Maurice es The Lite o Frederick Denison Maurice Chiefly Told in His Letters, editada por su hijo Frederick MAURICE, 2 vals., 1884.

podría pensar, ni respirar, ni vivir una sola hora» 46. Los hombres, a juicio de Maurice, eran sociales por naturaleza; no tenían existencia alguna salvo como hijos, hermanos, miembros de la comunidad. Esta convicción le unió a los socialistas. Pero la comunidad en que los hombres eran creados no era meramente humana; no podría ser verdaderamente humana si no fuera algo más: la comunidad de los hombres con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la concepción de Maurice sobre la «constitución espiritual» del género humano ocupan su lugar todas las complejas interrelaciones de amor en la Divinidad: el amor al Padre de los hombres y a Cristo, a las naturalezas divina y humana del Hijo, al Verbo creador y redentor, el amor del hombre al prójimo en Dios y a Dios en el prójimo, el amor a la familia, a la nación y a la Iglesia 47. Pero el centro es siempre Cristo. En él todas las cosas fueron creadas para vivir en unión con Dios y entre sí; Cristo revela la verdadera naturaleza de la vida y la ley de la sociedad creada, y también el pecado y la rebelión de sus miembros; él redime a los hombres en y para la comunidad de unos con otros en Dios. «La esencia y el significado de toda la historia» relatada en las Escrituras están contenidos «en la asombrosa oración de Cristo: "Que todos sean uno como tú, Padre, eres en mí y yo en ti, que sean uno en nosotros"» 48. Por esto, Maurice entró en conflicto no sólo con los «cristianos no sociales» sino también con los «socialistas no cristianos»; los primeros basaban la relación del hombre con Cristo en ritos externos, substituían a Cristo por la religión, y no asumían responsabilidad alguna respecto de la vida social del hombre; los segundos se inclinaban a basar la sociedad en la naturaleza animal del hombre, y a hacer del interés propio común la base para la acción social. Los hombres son «no animales más un alma -arguye Maurice-, sino espí46. Life, vol. 1, p. 155. 47. Cf. especialmente The Kingdom of Christ, vol. 1, parte 11, capítulos 11 y 111; cf. VIDLER, op. cit., cap. 11. 48. The Kingdom of Christ, vol. 1, p. 292.

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ritus con una naturaleza animal; ... el lazo de su unlon no es comercial, ni es la sumisión a un tirano común, ni una rabia brutal contra él; sino que . .. se fundamenta y se fundamentó siempre sobre una base espiritual; .... el pecado de la Iglesia -la horrible apostasía de la Iglesia- ha consistido en negar su propia función, que es proclamar a los hombres su condición espiritual, el fundamento eterno sobre el que descansa, la manifestación que de esa condición espiritual ha sido hecha por el nacimiento, la muerte, resurrección y ascensión del Hijo de Dios, y el don del Espíritu» 49. La honda enfermedad del hombre, la autocontradicción en que se encuentra como individuo y miembro de las comunidades humanas, es su negación de la ley de su ser. Quiere poseer dentro de sí o por sí mismo, en forma de bienes físicos o en forma de bienes espirituales, lo que sólo puede tener en la comunidad de los que reciben y dan. Maurice es tan profundamente consciente del pecado del amor de sí mismo y de la tragedia de la división interna del hombre, es tan consciente de la explotación del hombre por el hombre, de la auto glorificación de las naciones e Iglesias, que no necesita extenderse mucho explícitamente acerca de la caída y la corrupción; dicha convicción está subyacente en todo su pensamiento. «Cuando comencé a buscar a Dios por mí mismo --escribía-, el sentimiento de que necesitaba a alguien que me librara del abrumador peso del egoísmo predominaba en mi mente» 50. Tanto el peso como la penetración etérea de ese egoísmo siguieron oprimiéndole. Descubrió el egoísmo en el sistema comercial, contra el cual protestó como líder del movimiento socialista cristiano, y descubrió entonces cómo aparecía entre los que protestaban; lo adivinó en el individualismo de la gente religiosa, que confesaba pertenecer a una raza culpable pero que esperaba un perdón individual y egoísta; lo detectó en el esfuerzo h umano por justificarse a sí mismo mediante la fe considera ' 49. Life, vol. II, p. 272. 50. ¡bid., p. 15; cf. VIDLER, op. cit., pp. 42 ss.

como posesión y mediante una justicia propia; lo entrevió en los gritos de los partidos y sectas de la Iglesia, presentándose cada uno o sus principios como el camino de la salvación. El pecado del hombre estriba en la tentativa de ser dios para sí mismo. «El efecto de nuestrO' pecado nos induce a considerarnos como los centros del universo, y a juzgar entonces a los perversos y miserables accidentes de nuestra condición como determinantes fatales de lo que somos» 51. En vista de la difusividad y destructividad del pecado, la petición «líbranos del mal» podría parecer casi deshonesta. «Cuán difícil es pensar, cuando el mal está arriba, debajo y dentro, cuando se enfrenta a ti en el mundO', y te aterra en la intimidad, cuando le O'yes decir en tu propio corazón y 'en el corazón de todos los demás "nuestro nombre es Legión", ... cuando todos los planes de retirada parecen incitar al mal que está bajo la tierra a rugir con mayor rabia, cuando nuestra propia historia y la historia del género humano parecen burlarse de todO' esfuerzo por la vida ... oh, cuán difícil es, muy difícil pensar que una oración como ésta no sea otra de las artimañas del auto engaño, en que hemos gastado nuestra existencia» 52. El predominio de la corrupción y la autocontradicción en la vida humana era especialmente opresivo y desalentador porque brotaba en la Iglesia y en la misma cultura cristiana. Por esto Maurice escribió: «Considero nuestras sectas -una por una y todas juntascomo un ultraje al principio cristiano, como una negación del mismo ... No pensáis realmente en unirnos en Cristo, como miembros de su cuerpo; pensáis en unirnos en el seno de determinadas nociones sobre Cristo» 53. «¡Sí! La religión contra Dios. Ésta es la herejía de nuestro tiempo, ,. esto conduce a la última forma, la más terrible: la infidelidad» 5'. Pero lo que hizo de Maurice el más consistente de los ca 'ersionistas, fue el hecho de que se aferrara al prin-

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e Lord's Prayer, pp. 63-64. 144-45; cf. también The Cospel L=fe, \'01. 1, p . 259. r' , _' - 18.

r: , pp.

01 John,

pp. 91-92.

cipio de que Cristo era rey, y que, por lo tanto, los hombres sólo debían tenerle en cuenta a él y no al pecado de cada uno, ya que concentrarse en el pecado como si fuera realmente el principio rector de la existencia era zambullirse en otra autocontradicción. De ahí que contendiera con los evangélicos en Alemania e Inglaterra, pues «parecen hacer del pecado el fundamento de toda la teología, mientras que a mí me parece que el Dios vivo y santo es su único fundamento, y el pecado no es más que un apartarse del estado de unión con él, estado en el que él nos ha establecido. No puedo creer que el diablo sea en ningún sentido el rey de este universo. Creo que Cristo es su rey en todos los sentidos, y que el diablo nos tienta cada día y cada hora a negarle, y a que le creamos rey. Es para mí una cuestión de vida o muerte el saber cuál de estas doctrinas es verdadera; ojalá viviera y muriera para mantener eso que me ha sido revelado» 55 . Por esta razón, Maurice rechazó toda tendencia dualista a volverse de la acción positiva a la negativa, de la cooperación al ataque de la no cooperación, de la práctica de la unidad en Cristo al conflicto con las divisiones en la Iglesia, del perdón de los pecadores a su exclusión de la Iglesia. Todo esfuerzo de esta índole, a saber, de tendencia dualista, supone un reconocimiento del poder del mal pero como si tuviera la existencia de un espíritu de egocentrismo, de voluntad propia y de autoglorificación, como si pudiera ser ubicado en algún lugar fuera de nosotros mismos. De ahí que invoque a Satán para arrojar a Satán, como cuando el socialismo, al intentar destruir la opresión de la clase por la clase, apela a la solidaridad de la clase y al interés de la clase, o cuando los movimientos católicos en la Iglesia se presentan a sí mismos y a sus principios como la base de la concordia cristiana. Cristo es así substituido por el cristianismo, y la defensa de la cultura cristiana asume el lugar de la obediencia a su Señor. Esto no es ya contemporizar con el mal, sino aceptar el mal como nuestro bien, pues entre el bien y el mal no puede haber 55. ¡bid., p. 450.

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contemporización alguna, por mucho bien y mal que esté mezclado en las personas y en las acciones. Maurice se percataba perfectamente de que él mismo caía a veces en una negación y separación de sus hermanos en la Iglesia y el mundo, pero no juzgó excusable esta caída. Sabía que su propio pensamiento sería tomado como doctrina avaladora de algún nuevo partido. Pero, para toda la tendencia inveterada de los hombres de tornar sus verdaderas penetraciones en autoafirmaciones y negar así lo que estaban afirmando, no podía haber otra respuesta que un renovado testimonio de Cristo, el único centro de la vida, el único poder capaz de vencer la voluntad propia 56. La conversión del género humano del egocentrismo al cristocentrismo era para Maurice la posibilidad divina universal y presente. Era universal en el sentido de que incluía a todos los hombres, puesto que todos eran miembros del reino de Cristo por su creación en el Verbo y por la actual constitución espiritual bajo la cual vivían. Era universal también en el sentido de que la Iglesia necesitaba concentrar todo su interés en la realización de la posibilidad divina de aceptación universal, gustosa, del dominio actual. La inclusión en el testimonio cristiano de las doctrinas de la doble predestinación -la elección de los hombres no sólo para vivir con Dios sino también para estar separado de él- y del castigo eterno eran para Maurice una aberración del género de las que brotan en el cristianismo negativo. «No pido a nadie que diga -escribía-, pues yo mismo no me atrevo a decir cuáles son las posibilidades de resistencia de una voluntad humana a la amorosa voluntad de Dios. A veces me parecen -pensando en mí mismo más que en los demás- casi infinitas. Pero sé que existe algo que debe ser infinito. Estoy obligado a creer en un abismo de amor más hondo que el ;bismo de la muerte: no me atrevo a perder la fe en ese amor. le hundiría en la muerte, en la muerte eterna, si así - . Para las teorías de Maurice sobre el socialismo, véase Lile, n , cap . i-w; sobre el partido «alta iglesia», cf. ibid., vol. I,

\"0 .

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lo hiciera. Debo sentir que este amor está concibiendo el universo. No puedo saber más sobre él» 57. «No puedo creer que ese algo tan profundo le falte a alguien en el último momento; si la obra estuviera en otras manos podría malogr arse; pero la voluntad de Dios debe cumplirse con toda seguridad, por mucho que se la resista» 58. La salvación universal era algo más que la conversión de yos individuales a su verdadero centro. Por la creación por medio del Verbo, todos los hombres son sociales; son padres y hermanos y esposas y maridos, miembros de naciones, participantes voluntarios y espirituales en sociedades políticas, r eligiosas y económicas. La plena realización ~·del reino de Cristo no consistía pues en la sustitución de todas las organizaciones separadas de los hombres por una sociedad universal, sino más bien en la participación de todas éstas en el único reino universal del que Cristo es la cabeza. Consistía también en una transformación p or humillación y exaltación: por la humillación que se produce cuando los miembros de un cuerpo aceptan voluntariamente el hecho de que no son la cabeza, y por la exaltación que resulta del conocimiento que se les ha dado de su propia función particular, necesaria, al servicio de la cabeza del cuerpo y a todos los demás miembros. Maurice descubría perfectamente los valores contenidos en las variedades de las culturas nacionale y no estaba más interesado en el desarraigo de la nacionalidad que del yo. Tocante a las escuelas de filo afia, como a los diversos grupos y movimientos en la \ ida e:giosa, cada cual tiene su valor particular. La variedad a desorden en todos estos casos sólo porque los han:. tomaron sus contribuciones parciales a la verda toda la verdad; la transformación ocurrió cuando ~2 ~:.: mildad y el servicio suplantaron a la autoafir::n =-~=. autoglorificación. En este sentido, Maurice a 0:-' las fases de la cultura, las costumbres soci e: _ = _"-: mas políticos, las lenguas, las organizacione e 57. Theological Essays, 2.a ed., p . 360. 58. Lite, vol. n, p. 575.

En su concepto del reino de Cristo, que es al mismo tiempo actualidad y posibilidad, las doctrinas protestantes de la vocación y la nacionalidad cristiana, la consideración tomista ante la filosofía y la moral social, el interés católico por la unidad y la exageración sectaria de verdades particulares, todas estas cosas eran combinadas en una gran afirmación positiva de que no hay ninguna fase de la cultura humana en la que Cristo no gobierne, ni ninguna obra humana que no esté sujeta a su poder transformador por encima de la voluntad propia, como tampoco hay ninguna, por l11Uy santa que sea, que no esté sujeta a la deformación 59. A la universalidad unió Maurice la idea de la inminencia escatológica. La eternidad significaba para él, como para Juan, la dimensión de la operación divina, no la negación del tiempo. Así como la creación era la eterna, y no la pretemporal, obra de Dios, así también la redención significaba lo que hace Dios en Cristo en esa operación eterna que está por encima de la acción temporal del hombre. Lo eterno no cancela el pasado del hombre, ni su presente, ni su futuro; ni depende tampoco de una cualquiera de estas temporales: Dios era y es y será; reina y reinará. El orden mejor que esperan los hombres no depende de las condiciones físicas que con1portará una nueva creación. «Nuestro Señor habla de su reino o del reino del Padre, no como si tuviera que dejar de lado la constitución del universo, algunas de cuyas expresiones los hombres habían visto en la familia y en las instituciones nacionales, que ellos habían soñado cuando pensaban en una comunión más elevada y generaL .. Las altisonantes expresiones de desprecio por la pequeñez de las transacciones meramente terrenales y las vicisitudes del gobierno humano, que afectan a algunos teólogos, no han sido aprendidas en esta escuela». Aunque acarició y confirmó la e peranza humana en el futuro, no fomentó «anticipa: 9. Cf. e pecialmente The Kingdom 01 Christ, parte lI, capíos j , ':' , Y, y IDLER, op. cit., pp. 183 ss; y RAVEN C. E., Chris.-0.. o ~!l ' ; • 1 8-1854) pp. 13 ss. J

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ciones incompatibles con una afirmación total del carácter sagrado de nuestra vida aquÍ», o «nociones maniqueas de que la tierra o la carne son creación y propiedad del diablo» 60. Y no obstante, el reino de Cristo no es de este mundo, no es un gobierno sobre las condiciones externas sino sobre los espíritus de los hombres. «Cuando arrojó espíritus malos, dio testimonio de que estaba familiarizado con el espíritu del hombre; de que estaba librando su gran combate contra el orgullo, la luj uria, el odio, los poderes de la iniquidad espiritual en los lugares altos que nos han esclavizado ... Aquí, en esta región interior, en esta raíz del ser humano, todavía está subyugando a sus enemigos, está llevando a cabo su misteriosa educación» 61. El tiempo del conflicto es ahora; el tiempo de la victoria de Cristo es ahora. No estamos tratando del progreso humano en la cultura, sino de la conversión divina del espíritu del hombre del cual surge toda cultura. «El reino de Dios empieza dentro, pero tan1bién tiene que manifestarse hacia fuera ... Debe penetrar los sentimientos, los hábitos, los pensamientos, las palabras y los actos de aquel que es vasallo del reino. Finalmente, debe impregnar toda nuestra existencia social» 62. El reino de Dios es cultura transformada, porque es en primer lugar la conversión del espíritu humano, de la infidelidad y el servicio a sí mismo, al conocimiento y servicio de Dios. Este reino es real, pues si Dios no gobernara nada existiría, y si él no hubiera escuchado la oración por la venida del Reino, el mundo de los hombres se habría convertido tiempo atrás en una cueva de ladrones. Cada momento y cada época es un presente escatológico, pues en cada mon1ento los hombres están tratando con Dios. En Maurice, la: idea conversionista se expresa con mayor claridad que en ningún otro de los pensadores y d" :gentes cristianos modernos. Su actitud hacia la cul ura e60. The Lord's Prayer, pp. 41-42, 44. 61. ¡bid., pp. 48-49. 62. ¡bid., p. 49.

afirmativa a lo largo de toda su obra, porque toma con suma seriedad la convicción de que nada existe sin el Verbo. Es absolutamente conversionista y nunca acomodante, porque es sumamente sensible a la perversión de la cultura humana, tanto en su aspecto religioso como en sus aspectos económico y político. Nunca es dualista, porque ha desechado todas las ideas sobre la c.orrupción del espíritu por medio del cuerpo, y sobre la división del género humano en redimidos y condenados. Además, rechaza consistentemente la acción negativa contra el pecado, e invoca siempre una práctica positiva, confesional, .orientada hacia Dios, en la Iglesia y en la comunidad. Queda en pie el interrogante, claro está, de saber si, aunque su obra no hubiera sido eficaz, no se habría asociado en el movimiento cristiano socialista, en la educación y en el trabajo religioso, con los sintetistas, los dualistas y los cristianos radicales. Sin duda alguna, habría respondido a este interrogante con la reflexión de que ningún pensamiento cristiano puede abarcar el pensamiento del Maestro, y que así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, lo mismo ocurre en la Iglesia.

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VII. «Post scri ptum final no científico)

1. Conclusión en la decisión Nuestro examen de las respuestas típicas que los cristianos han dado,! su eterno problema queda inconcluso e inconclusivo. Podría prolongarse indefinidamente. Nuestro estudio podría haber reincorporado los últimos datos, atendiendo a los múltiples ensayos sobre el tema que teólogos, historiadores, poetas y filósofos han publicado en años recientes para el esclarecimiento y a veces para la confusión de sus conciudadanos y compañeros cristianos l. Un estudio más amplio y profundo del pasado podría sacar a la luz una hueste de dirigentes cristianos, tan significativos como los que hemos mencionado, que se debatieron también con el problema y dieron sus respuestas tanto de palabra como de obra. Podríamos tender una red 1. Entre tales ensayos recientes podemos mencionar los siguientes como ilustrativos del interés por el problema y el alcance de la discusión: BAILLIE J ohn, What is Christian Civilizatíon?; BARTH Karl, Christengemeinde und Buergergemeinde; Kirche und StaJat; BERDIAEV Nikolai, La Destinación del HO'mbre; BRUNNER Emil, La Justicia y el Orden SO'cial; El Cristianismo y la Civilización; COCHRANE Charles Norris, Christianity and Classical Culture; DAWSON Christopher, ReligiO'n and Culture; Religion and the Rise O'f Western Culture; ELIOT T. S., The Idea 01 a Christian Society; Notes towards a Definition af Cu
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más amplia y extraer del mar de la historia no sólo ejemplos teológicos, sino también políticos, científicos, literarios y militares, de lealtad a Cristo en conflicto y ajuste con los deberes culturales. Constantino, Carlomagno, Tomás Moro, Oliver Cromwell y Gladstone, Pascal, Kepler y Newton, Dante, Milton, Blake y Dostoyevski, Gustavo Adolfo, Robert E. Lee y Gordon el «Chino»: éstos y otros muchos en todos los campos de la actividad cultural ofrecen fascinantes perspectivas de estudio para aquellos que se maravillan de las entremezcladas corrientes de fe en Cristo y del cumplimiento razonado del deber en la sociedad, o se asombran ante el tenaz dominio que Cristo ejerce sobre los hombres en medio de sus trabajos temporales. El estudio podría prolongarse interminable y fructíferamente distinguiendo entre tipos y subtipos, tendencias y contratendencias, con el objeto de establecer parámetros conceptuales y realidades históricas en relaciones más íntimas, o de disipar la bruma de incertidumbre que envuelve todo esfuerzo por analizar la forma en la múltiple riqueza de la vida histórica, o de establecer linderos más precisos entre los pensamientos y los hechos simbióticos de los hombres separados. Pero es evidente que ni la extensión ni la sutilidad de un estudio semejante puede llevarnos al resultado conclusivo que nos capacite para decir: «Ésta es la respuesta cristiana». El lector, como el escritor, experimenta sin duda la tentación de afirmar una conclusión de ~sta índole, porque es evidente para el uno como para el otro que de ningún modo se excluyen totalmente entre sí estas diversas tendencias, y que hay posibilidades de reconciliación en muchos puntos entre las diferentes posiciones. Quizá se advierta también que en la teología, como en toda otra ciencia, la búsqueda como tal de una teoría conclusiva es de suma importancia práctica, y que una gran obra de construcción en esta esfera podría caacitarnos para descubrir una mayor unidad en lo que a ora está di\ idido, y para descubrir una mayor concordan . a entre movimientos que ahora parecen estar cruzan o e padas . Pero, en un punto u otro, nos vemos obli-

gados a detenernos en el intento de dar con a re ta definitiva, no sólo por la evidente parquedad de pio conocimiento histórico, comparado con el de o historiadores, y por la evidente debilidad de la propia pacidad en construcción conceptual, comparada la apacidad de otros pensadores, sino también por la con\i c ión y la seguridad de que tal respuesta dada por una men e finita, a la que se ha concedido una medida de fe limitada y pequeña, sería un acto de usurpación de la soberanía de Cristo que supondría al mismo tiempo una violencia a la libertad de los cristianos y a la historia inconclusa de la Iglesia en la cultura. Si alguien sucumbiera a la tentación de realizar una tentativa semejante, que tenga en cuenta que nuestro lugar particular en la Iglesia y en la historia debería ser tal, en este caso, que pudiéramos oír no sólo la palabra de Dios dirigida a nosotros, sino la totalidad de su palabra. Este cristiano debería tener en cuenta que, al ejercer nuestra libertad en la interpretación razonada de dicha palabra y en obediencia a ella, no estaríamos ejerciendo la libertad de una razón y voluntad finitas, sino que obraríamos como si nuestra razón y \ oluntad fueran universales. También debería tener en cuenta, si pretendiera dar la respuesta cristiana, que, en este caso, los cristianos nos constituiríamos en representante de la cabeza de la Iglesia, y no en mielnbros de su cuerpo; que seríamos su razón y su cabeza y no unos seres sometidos a la misma cumpliendo nuestra función de manos y pies, oídos u ojos, dedos artríticos o juntura envaradas. Nuestra capacidad para dar la respuesta cristiana es no sólo relativa; de hecho, podríamos ser realmen e más capaces que otros de exponer la respuesta de mayoría de nuestros hermanos cristianos, o de dirigirnohacia una respuesta más iluminada y fiel. Pero sean les fueren nuestras capacidades para exponer r e p e=~ relativamente completas e inteligibles al problema e C:-:: to y la cultura, todas encuentran su límite en un i.=_ e~ tivo moral: «Hasta aquí llegarás, y no irá más a1.:::: •. En cierto sentido podemos sin embargo ir - - Li. _ llegar a una conclusión. Este paso u lterior o ':-::;:.~ - ---

se al ni el del entendimiento, ni esta conclusión puede ser alcanzada en la esfera de la penetración o deducción teórica . Se da dicho paso y se alcanza esa conclusión en el movimiento de la consideración a la acción, de la penetración intelectual a la decisión. Cada creyente llega a su propia conclusión «fina!», en resoluciones que suponen un salto de la silla, en que ha leído la historia de antiguas batallas, a un conflicto presente. Ningún acervo de penetración especulativa lograda por el razonamiento y la fe de otros hombres, ni ninguna prolongación de la consideración de los imperativos y valores que brotan de Cristo y la cultura, pueden eximir al individuo cristiano o a la comunidad cristiana responsable, de la carga, de la necesidad, de la culpa y de la gloria de llegar a tales conclusiones mediante decisiones y obediencia actuales . El estudio de tipos de reflexión y acción representados por otros hombres en otros tiempos no ofrece ninguna escapatoria de esta carga de la libertad, y en nuestro terreno mucho menos que en cualquier otro. Tras haber afirmado, en una situación dada, que somos tomistas o luteranos, tolstoianos o agustinianos, queda aún por resolver una cuestión actual en términos específicos; y, pasando a la acción, determinaremos por el camino si nuestras reflexiones sobre nosotros mismos son o no son lo suficientemente correctas. Sin duda alguna, según la naturaleza del caso, nuestras decisiones mostrarán que somos, siempre y al mismo tiempo, algo más y algo menos que elementos perfectamente encajados en un grupo. Que ésta sea la conclusión de nuestro estudio -a saber, que el problema de Cristo y la cultura puede y debe llegar a un final, pero únicamente a un nivel que trasciende todo estudio, o sea, el nivel de las decisiones libres de creyentes individuales y comunidades responsables-, no significa que debamos omitir el deber de atender a las formas en que otros hombres han respondido y responden a este problema, ni que no debamos preguntarnos qué razonamiento determinó sus elecciones libres, relativas e individuales. Pues creer es estar unido tanto con aquel en quien hemos creído como con todos aquellos que creen en

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él. En la fe, porque creemos, nos hacemos conscientes de nuestra relatividad y de nuestra relación; en la fe, nuestra libertad existencial se ejerce manifiesta y existencialmente en el contexto de nuestra dependencia. Decidir en la fe es decidir en la consciencia de este contexto. Comprender ese contexto en la medida de lo posible es un deber tan importante para el creyente como el de cumplir su deber en dicho contexto. Lo que aquí queremos decir puede aclararse por medio de un examen del carácter de las decisiones que tomamos en la libertad de la fe. Se toman, evidentemente, sobre la base de la penetración y de la fe relativas, pero no son en n10do alguno relativistas. Son decisiones individuales, pero no individualistas. Se toman con libertad, pero no con independencia; en el momento actual, pero no ahistóricamente.

2.

El relativismo de la fe

Las conclusiones a que llegamos individualmente al procurar ser cristianos en nuestra cultura, son relativas al menos en cuatro respectos. Dependen de nuestro parcial, incompleto y fragmentario conocimiento del individuo; son relativas tocante a la medida de su fe y su incredulidad; están relacionadas con la posición histórica que el individuo ocupa y con los deberes del lugar que le corresponde en la sociedad; y se refieren a los valores relativos de las cosas. Casi no es necesario desarrollar el primer punto. El mal que cometen algunos buenos hombres ignorantes es alegremente interpretado en nuestros tiempos por los que creen que la ciencia reemplaza a la moral, pero también debe ser interpretado por quienes saben que la moral no es ningún substituto de la ciencia. E Cristo que ensalzó a un buen samaritano por derrarn "" aceite y vino en unas heridas, difícilmente habría po . honrar así a un hombre que, formado en los métodos ~ ::::temporáneos de los primeros auxilios sanitarios, o~::~;: ­ rara el ejemplo bíblico como su guía absoluta. E::: 2. ~-ce

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lítica, la economía y en todas las demás esferas de la cultura no menos que en la medicina, hacemos cuanto podemos sobre la base de nuestro conocimiento de la naturaleza de las cosas y de los procesos de la naturaleza, pero esto siempre es relativo al fragmentario conocimiento social y al aún más fragmentario conocimiento personal. No sólo nuestro conocimiento técnico sino también nuestra comprensión filosófica -las normas superiores por cuyo medio obtenen10s una orientación en nuestro complejo mundo- prestan a nuestras decisiones un carácter relativo. Todos los hombres tienen su filosofía, una cierta concepción del mundo, que a los hombres de otras concepciones parecerán mitológicas. Esa filosofía o mitología afecta a nuestras acciones y las hace relativas. y no son n1enos relativas cuando vienen afectadas por la mitología del siglo xx que cuando resultan influidas por la mitología del siglo I. No nos atrevemos a actuar sobre la base de esta última, ni tratamos a pacientes mentales exorcizando demonios; nos esforzaremos, en cambio, por emplear nuestra mejor comprensión de la naturaleza y de las relaciones entre el espíritu y el cuerpo, pero sabemos que lo que es relativamente verdadero para nosotros contiene también elementos mitológicos. Nuestras soluciones y decisiones son relativas porque se relacionan con la medida fragmentaria y frágil de nuestra fe. No hemos encontrado ni encontraremos -hasta que Cristo vuelva- un solo cristiano en la historia cuya fe gobernara de tal forma su vida que todo pensamiento estuviera sometido a ella y todo momento y lugar de ese cristiano estuviera en el reino de Dios. Cada cristiano ha encontrado en su camino una montaña que no pudo salyar y un demonio que no pudo exorcizar. Tal es evidentemente nuestro caso. A veces es la recalcitrancia de la cultura pagana en su conjunto lo que nos lleva a decir: «La mi ericordia y el poder de Dios no pueden mover esto». A ye es es el mal en la carne el que nos induce a creer que no es posible para Dios redimir al hombre en el cuerpo . en la his toria que comenzó con su creación. A veces la fe en su bondad y poder se detiene ante el espectácu2-L

10 de las causas de mal entre los hombres, los animales, u otras fuerzas de la naturaleza. Y allí donde se detiene la fe, se detiene la decisión en la fe, 10 mismo que el razonamiento en la fe; y allí surge la decisión y el razonamiento en la incredulidad. Si creo que el poder, que preside supremamente las sociedades humanas, no es misericordioso para con ellas sino sólo para con los individuos, entonces no sólo me inclinaré a servir a los individuos sino que orientaré mis acciones sociales de acuerdo con mi subyacente incredulidad en la no redención de la sociedad. Si no tengo confianza alguna en que el poder que se manifiesta en la naturaleza es Dios, aceptaré las prodigalidades de la naturaleza sin gratitud y sus golpes sin arrepentimiento, aunque siempre sea muy consciente de Dios cuando me encuentro con espíritus bondadosos y críticos en nuestra Iglesia o sociedad. Toda nuestra fe es fragmentaria, aunque no todos poseemos los mismos aspectos de la fe. La pequeñez de la fe del siglo II se puso de manifiesto en su actitud hacia «el mundo»; la pequeñez de la fe medieval se vio clara por el modo de tratar a los herejes; la pequeñez de la fe moderna aflora en nuestra actitud hacia la muerte. Pero la fe es mucho más pequeña y fragmentaria de lo que indican sus más evidentes fallos. Cuando razonamos y obramos en la fe y damos así nuestra respuesta cristiana, actuamos sobre la base de una fe tan parcial y fragmentaria, que apenas hay un poco de cristianismo en nuestra respuesta. La relatividad cultural e histórica de nuestro razonamiento y de nuestras decisiones es evidente, no sólo cuando reflexionamos sobre la incidencia de los cambios históricos en nuestro conocimiento, sino también cuando pensamos en nuestros deberes respecto del proceso histórico o de la estructura social. Una Iglesia grande y poderosa no puede llevar a cabo responsablemente lo que un grupo reducido y perseguido sintió como exigencia propia. Los cristianos en una cultura industrial no pueden pensar y obrar como si vivieran en una sociedad feudaL Es verdad que no estamos más lejos de Cristo porque \ivamos 1968 años después de su nacimiento que los dL í-

·p ulos que vivieron hace quinientos o mil años; sin duda alguna, estamos mucho más lejos de algunos de nuestros pretendidos contemporáneos a quienes nunca hemos visto ni veremos con nuestros ojos. Pero, desde nuestro punto particular en la historia social, vemos necesariamente a Cristo sobre un fondo determinado y oímos sus palabras en un contexto un tanto diferente del fondo y el contexto de la experiencia de nuestros predecesores. Nuestra situación histórica con sus conceptos y deberes se complica más aún por la relatividad de nuestra situación en la sociedad como hombres y mujeres, padres e hijos, gobernantes y gobernados, maestros y discípulos, trabajadores manuales e intelectuales, etcétera. Debemos tomar nuestras decisiones, llevar a cabo nuestro razonamiento, y obtener nuestra experiencia como hombres concretos en tiempos concretos y con deberes concretos. Existe, finalmente, una relatividad de valores que debemos tener en cuenta en todas nuestras elecciones. Todo aquello con que tratamos tiene muchos valores que se relacionan con algo; valores para nosotros miSlTIOS, para otros hombres, para la vida, para la razón, para el Estado, y así sucesivamente. Aunque partimos de la audaz afirmación de la fe según la cual todos los hombres poseen un valor sagrado, porque todos están relacionados con Dios, y que por lo tanto son iguales en valor, no obstante debemos también tener en cuenta que todos los hOlTIbres se relacionan con otros seres finitos, y que en estas relaciones no poseen igual valor. El que ofende a «uno de estos pequeñuelos» no es igual en valor para con el «pequeñuelo» que el que es su bienhechor. El sacerdote, el levita y el samaritano deben ser considerados iguales en valor desde el punto de vista de la valoración divina, pero no lo son en su relación con la víctima de los ladrones, prescindiendo de todo cuanto piense sobre ellos. En Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer; pero, en relación con otros hombres, surgen muchas consideraciones sobre valores relativos. Nada, ni siquiera la verdad, tiene valor en una relación única, por no hablar de la noción de valor intrínseco. Aun-

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que la verdad posea un valor eterno, el valor para con Dios, tan1bién está en relaciones de valores con la razón humana, con la vida, con la sociedad en su orden, con el yo. Nuestra labor en la cultura se ocupa de todos estos valores relativos de los hombres, las ideas, los objetos y procesos naturales. En la justicia, tratamos de los valores relativos de los criminales y hombres honrados p ar a con sus conciudadanos; en la economía, tratamos de los valores relativos de las cosas y de las acciones que están relacionadas con millones de seres en múltiples relaciones recíprocas. En toda obra de la cultura, nosotros, los h on1bres relativos, con nuestros puntos de vista relativos y nuestras relativas valoraciones, tratamos con valores relativos, y así tomamos nuestras decisiones. La aceptación de nuestra relatividad, sin embargo, no significa que estemos sin un absoluto. Ante sus per sonales relatividades, los hombres parecen tener tres p osibilidades: pueden convertirse en nihilistas y escépticos, afirmando que no es posible confiar en nada; o pueden refugiarse en la autoridad de alguna posición relativa, afirmando que una Iglesia, una filosofía o un valor, como el de la vida para el ego, es absoluto; o bien pueden aceptar sus relatividades con fe en el Absoluto infinito a quien están sometidos todos sus conceptos, sus valores y deberes relativos. En el último caso, pueden hacer sus confesiones y tomar sus decisiones con una confianza y una humildad que aceptan la consumación, la corrección e incluso el conflicto de y con otros que están en la misma relación con el Absoluto. Entonces podrán, en su conocimiento fragmentario, exponer con convicción lo que han visto y oído, la verdad para ellos; pero no pretenderán que la suya sea toda la verdad y nada más que la verdad, y no se convertirán en dogmatistas a quienes importe poco lo que otros hombres hayan visto y oído sobre el mismo tema que ellos han conocido fragmentariamen te. Cada hombre que contemple al único Jesucristo con los ojos de la fe hará su afirmación de lo que Cristo es para él, pero no confundirá su afirmación relativa con el Cristo absoluto. Maurice se sirvió de un principio, heredado de 245

John Stuart Mill, que es válido para nosotros. Afirmó que

los hombres, generalmente, estaban en lo cierto en lo que afirmaban y equivocados en lo que negaban. Lo que negamos, generalmente, es algo que cae fuera de nuestra experiencia, y sobre lo cual, por lo tanto, no podemos decir nada. El materialista es digno de atención cuando afirma la importancia de la materia, pero ¿ qué es lo que hace cuando niega la importancia del espíritu diciendo que nada se sabe sobre él? Es verdad que la cultura es inicua, pero cuando Tolstoi afirma que nada bueno hay en ella pretende haber trascendido su personal punto de vista relativo y presume de poder juzgar con el juicio de Dios. y porque la fe sabe de un punto de vista absoluto, no puede aceptar la situación y el conocimiento del creyente. Si no tenemos fe alguna en la fidelidad absoluta de Dios en Cristo, no cabe duda de que nos será difícil discernir la relatividad de nuestra fe. Precisamente porque esa fe es débil, siempre nos esforzaremos por convertir nuestra fe personal o nuestra fe social en un absoluto. Pero, con la poca fe que tenemos en la fidelidad de Dios, podemos tomar las decisiones de la poca fe con cierta confianza en el perdón del pecado que entraña nuestra acción. E igualmente el cumplimiento de nuestros deberes relativos, en nuestros tiempos, lugares y vocaciones particulares, dista mucho de ser relativista y autoasertivo cuando se realiza en obediencia al mandato del Absoluto. Pero resulta relativista y falsamente absoluto cuando pretendo que lo que es verdadero para mí es toda la verdad y nada más que la verdad; cuando yo, en mi relatividad, pretendo que lo que hago en obediencia es digno de ser considerado por mí mismo, por otros hombres y por Dios, como algo recto aparte de todas las acciones complementarias, las precedentes y consecuentes en mi propia actividad, la actividad de mis hermanos, y, sobre todo, la actividad de Cristo. Pues la fe en el Absoluto, tal como es conocida en sí y por Cristo, pone en evidencia que nada de lo que hago o puedo hacer, en mi relativa ignorancia y conocimiento, en mi fe relativa y relativa infidelidad, en mi tiempo, en mi espacio y vocación relativos, pone en

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evidencia, digo, que nada de lo que hago es recto con la rectitud de una acción completa, como carezca del complemento, la corrección y el perdón de una actividad de la gracia que opera en toda la creación y en la redención. Tratar como debemos con los valores relativos de las personas, cosas y movimientos no es pecar de relativismo, si tenemos en cuenta que todas estas realidades que poseen muchos valores en su relación recíproca tienen también una relación con Dios que nunca debe olvidarse. Es verdad que, si sólo consideramos el valor que n1i prójimo tiene para Dios e ignoramos su valor ante los otros hombres, no habrá lugar para una justicia relativa ni para ningún género de justicia. Pero, en tal caso, no obro ya con .piedad sino con impiedad, pues me aparto de la fe en el Dios real que no nos ha creado ni a mí ni a mi prójimo como hijos unigénitos sino como hermanos. Si considero a mi prójimo sólo en las relaciones de valores que tiene ante mí, tampoco me comporto con justicia, sino según la burda ley de reciprocidad del ojo por ojo y mano tendida por mano tendida. Pero, si lo considero en sus relaciones de valores con todos sus prójimos y también en su relación de valores con Dios, entonces hay sitio no sólo para la justicia relativa sino también para la formación y reforma de los juicios relativos por referencia a la relación absoluta. La relación con el Absoluto no entrará en consideración como un segundo pensamiento -como cuando un sacerdote es enviado para acompañar a un criminal a la horca-, sino como un pre-pensamiento y un ca-pensamiento que determina cómo se hace todo lo que se hace a él y para él. Disposiciones para un juicio justo, para el control y equilibrio de juicios parciales y relativos, para la prohibición de ciertas clases de castigo, para el cuidado físico y espiritual del delincuente: todas estas cosas pueden reflejar el reconocimiento a su valor más allá de todos los valores relativos. La justicia relativa se vuelve relativista cuando algún valor relativo es sustituido por el verdadero valor absoluto, como cuando el valor del hombre por su estado o su clase o su raza biológica es considerado como su máximo valor. Existe una diferencia

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incluso en el modo de tratar las bestias entre el comportamiento de hombres relativistas y el de aquellos que admiten la relación de la más humilde criatura con el Señor y Dador de la vida. En la economía y en la ciencia, en el arte y en la técnica, las decisiones de la fe en Dios difieren de las decisiones de la fe en absolutos falsos, no porque estos últimos ignoren los valores relativos de las cosas, sino porque son tomados como poseyendo relaciones absolutas de valores. La vinculación de los valores relativos con la fe en Dios no supone contemporización, pues no se puede contemporizar entre intereses y valores que no se miden por el mismo parámetro, y no se puede contemporizar con una norma absoluta: sólo podemos romperla. Que olvidemos continuamente el valor que tienen nuestros prójimos y todas las criaturas ante Dios; que decidamos nuestras elecciones de valores relativos sin referencia a la absoluta relación de valores, y que las elecciones que llamamos cristianas se hagan en incredulidad, son hechos a todas luces evidentes. y no podemos excusarnos diciendo que hemos hecho posible el mejor de los compromisos. Debemos admitir nuestra poca fe, y en la fe confiar en la gracia que cambiará nuestras mentes mientras, a costa del sufrimiento inocente, cura las heridas que nosotros hemos infligido y no podemos curar.

3.

El existencialismo social

Examinemos otra de las características de las decisiones que tomamos como cristianos en el seno de la historia cultural. Son decisiones existenciales al igual que relativas, es decir, son decisiones que no pueden tomarse por un estudio especulativo, sino que deben ser adoptadas en libertad por un sujeto responsable que obra en el momento actual sobre la base de lo que es verdad para él. Kierkegaard, a quien pertenece el honor de haber subrayado y expuesto la naturaleza existencial del yo irreductible más que ningún otro pensador moderno, puede ser-

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virnos de guía en el esfuerzo por com prender cómo, al afrontar nuestro eterno problema, debem os y podemo llegar a nuestra respuesta más que a la respuesta cristiana. Pero lo convertiríamos en un guía falaz si aceptáramos sus negaciones junto con sus afirmaciones. En el Post scriptum final nO' científico Kier kegaard presenta su alter ego, Juan Clímaco, que plantea el problema del cristianismo de esta forma: «Sin haber comprendido el cristianismo ... he entendido lo suficiente para advertir que se propone derramar una felicidad eterna sobre el hombre individual, hecho éste que supone un interés infinito por su felicidad eterna como conditiO' sine qua non, un interés en cuya virtud un individuo odia al padre y a la madre y de esta forma chasca, sin duda alguna, los dedos ante los sistemas y bosquejos especulativos de la historia universal» 2. Se arguye luego que, haya lo que hubiere de cierto o falso sobre las Escritur as o sobre dieciocho siglos de historia cristiana, o sea lo que fuere obj etivamente cierto para el filósofo que resueltamente ha dejado de lado el interés propio por amor a la ob jetividad, todo esto no tiene validez alguna para el individuo que está apasionadamente preocupado por lo que es verdadero para él. Semejante verdad subjetiva - ver dad para mí- se encuentra sólo en la fe y en la decisión. «La decisión radica en el sujeto ... El hecho de ser cristiano no está determinado por el qué del cristianismo, sino por el cómo del cristiano». Este cómO' es la fe. Un cristiano es cristiano por la fe; la fe es algo muy distinto de toda aceptación de doctrina y de toda experiencia interior. «Creer es específicamente diferente de toda otra apropiación e interioridad. La fe es la incertidumbre objetiva deb ida al rechazo del absurdo, rechazo mantenido por la pasión de la interioridad, que en este caso se intensifica enormemente .. . La fe no debe contentarse con la ininteligibilidad, porque precisamente la relación o la repulsión de lo ininteligible, el absurdo, es la expresión de la pasión de la fe » 3 . 2. Op. cit., p. 19. g! lqid., p. 540,

249

Gran parte de todo esto parece cuadrar con nuestra situación cuando confrontamos nuestras elecciones forzadas ante Cristo y ante nuestra cultura. Debemos decidir; debemos proceder de la historia y la especulación a la aoción; al decidir, debemos actuar sobre la base de lo que es verdad para nosotros, con responsabilidad individual; debemos captar lo que es verdad para nosotros con la pasión de la fe; en nuestra decisión, necesitamos llegar más allá de lo que es inteligible y aferrarnos a ello. Pero también hay mucho, en esta doctrina de la decisión y de la fe, que no es verdad para nosotros. Nuestras decisiones son individuales, es cierto, pero no son individualistas: como si las tomáran10s para nosotros mismos, por nosotros mismos y en nosotros mismos. No son individualistas en el sentido kierkegaardiano, porque lo que está en juego no es simple o primariamente nuestra propia felicidad eterna. No podemos borrarnos del cuadro, recordémoslo, pero el Juan Clímaco que habla para muchos como un creyente apasionado -incluyendo, si no al autor de este estudio, al menos a ese ego a quien yo mismo me entrego- formula su caso de este modo: «Sin haber comprendido a Cristo, he comprendido sin embargo lo suficiente para saber que él se propone otorgar una felicidad infinita, una vida eterna, a los hombres y al género humano, creando así en aquellos sobre los que viene esta felicidad y vida un interés infinito por la felicidad eterna de sus hermanas criaturas con10 conditio sine qua non; un interés en cuya virtud aborrecerán todo cuanto sea meramente privado, su padre y su madre y su propia vida, y aSÍ, sin duda, chascarán talnbién sus dedos ante su dialéctica subjetiva y sus historias privadas». El problema existencial, expuesto en desesperación o en fe, no puede ser expresado simplemente en términos del «Yo». Nosotros estamos involucrados, y todo «Yo» afronta su destino en nuestra salvación o condenación. ¿ Qué será de nosotros? ¿ Cuál es nuestro «de dónde venimos» y nuestro «a dónde vamos»? ¿Qué significado hay -si lo hay- en toda esta marcha del género humano en la que yo estoy marchando? ¿ Por qué tenemos nosotros, esta raza 250

humana, esta realidad histórica única, arrojada a la existencia? ¿ Cuál es nuestra culpa, nuestra esperanza? ¿ Qué es lo que nosotros debemos hacer para salvarnos de la bajeza y la vanidad, de la vaciedad y futilidad? ¿ Cómo podemos nosotros tener un Dios amistoso? Planteamos nuestros problemas existenciales individualmente, sin duda, y no olvidamos nuestros egos personales, individuales, pero el problema existencialista no es individualista: brota en su forma más apasionada no en nuestra solitariedad sino en nuestra comunión. Se trata del problema existencial de los hombres sociales que no tienen ninguna identidad aparte de sus relaciones con otros egos humanos. El existencialismo kierkegaardiano abandona el problema de la cultura como carente de importancia para la fe, no porque sea existencialista y práctico, sino porque es individualista y ~bstracto. Habiendo abstraído tan violentamente de la sociedad el yo como jamás lo hizo cualquier filósofo especulativo, abstrajo la vida de la razón de su existencia como hombre. Abandona el problema social, no porque insista en la responsabilidad del individuo, sino porque ignora la responsabilidad del yo hacia y para los otros yos. Sus Josués nunca pueden decir: «En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor», porque carecen de hogar. Sus «individuos existentes» ni siquiera pueden conocer el significado del «Yo» con mayúscula en la apasionada afirmación de Pablo: «Yo estoy diciendo la verdad en Cristo, yo no estoy mintiendo; mi conciencia da testimonio en el Espíritu Santo de que Yo tengo gran tristeza y angustia en mi corazón; porque desearía ser Yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, mis deudos según la carne ... ». Estos hermanos y deudos no son tampoco individuos solitarios, son seres en una cultura. «Son israelitas, y a ellos pertenecen la adopción y la gloria y las alianzas y la legislación y el culto y las promesas; a ellos pertenecen los patriarcas; y de su raza, según la carne, procede Cristo» 4. En segundo lugar, nuestras decisiones cristianas indi4. Rom. 9, 1-5.

251

viduales no son individualistas, porque no pueden ser tomadas solitariamente sobre la base de una verdad que es «verdad pa"r a mí». No estamos ante un Cristo aislado, que nos es conocido independientemente de una compañía de testigos que le rodean, le señalan, interpretan este y aquel rasgo de su presencia, nos explican el significado de sus palabras, dirigen nuestra atención a sus relaciones con el Padre y con el Espíritu. Sin una confrontación directa no hay, ciertamente, ninguna verdad para mí en todo este testimonio; pero sin compañeros, colaboradores, maestros, testigos, estoy a merced de mis imaginaciones. Esto es cierto en los ejemplos más triviales del conocimiento. Sin compañeros y maestros ni siquiera conoceríamos gatos y perros, sus nombres y caracteres distintivos, aunque si no los encontráramos en la experiencia tampoco los conoceríamos. Cuanto más importante es nuestro conocimiento, tanto más lo es no sólo la experiencia personal del encuentro sino también la compañía de nuestros hermanos conocedores. Aunque la voz de la conciencia no sea la voz de la sociedad, no es sin embargo inteligible sin la ayuda de otros que la han oído. No es en el solitario debate interno sino en el diálogo vivo del ego con otros egos cómo podemos tomar una decisión y decir: «Sea cual fuere el deber de otros hombres, éste es mi deber»; o bien: «Hagan lo que hagan otros hombres, esto es lo que yo debo hacer». Si no fuera por la primera cláusula -«Sea lo que fuere lo que otros piensan o hagan»-, sería imposible la segunda. Tal es el caso de las confrontaciones con Cristo. Si después del largo diálogo con Marcos, Mateo, Juan y Pablo, y con Harnack, Schweitzer, Bultmann y Dodd, llego a la conclusión de que, sea lo que fuere lo que Cristo significa para otros y requiere de otros, esto es lo que significa para mí y requiere de mí, me encuentro en una posición totalmente diferente de aquella en que me encontraría -si eso fuera posiblede ser confrontado con él solitariamente. El Cristo que me habla sin autoridades ni testigos no es un Cristo real, no es el Jesucristo de la historia. Acaso no sea más que la proyección de mi deseo o de mi impulso. Otro tanto 252

cabe decir del Cristo de que me hablan unos testigos, pero que en mi historia personal jamás es mi Cristo. Debemos tOlnar nuestras decisiones individuales en nuestra situación existencial, porque no podemos tomarlas individualistamente, confrontados con un Cristo solitario, como si fuéramos egos solitarios. El existencialismo que ha subrayado la realidad de nuestra decisión y su carácter libre e individual, también nos ha enseñado el significado del tiempo presente. La razón especulativa, contemplativa, puede vivir en el pasado o en el futuro o en la intemporalidad. Escudriña secuencias causales y conexiones lógicas. Como razón histórica, viaja a los siglos I, o IV, o XIII, y contempla el mundo de Pedro, de Agustín, de Tomás. Es una razón impersonal que intenta olvidar las acuciantes preocupaciones individuales de quien razona. Pero el pensador debe volver de sus viajes, porque es un hombre. Como tal, debe tomar decisiones; y el tiempo de la decisión no es ni el pasado ni el futuro, sino el presente. La razón especulativa, que ha interrogado sobre lo que se ha hecho y por qué, o qué sucederá y por qué, debe rendirse a la razón práctica que pregunta: «¿Qué debo hacer ahora?» En el momento de la decisión presente, el yo se hace consciente de sí mismo, y en consecuencia del yo somos conscientes del presente. El momento presente es el tiempo de la decisión, y el significado del presente estriba en el hecho de que es la dimensión temporal de la libertad y de la decisión. Esta insistencia en el carácter decisivo del momento presente, y la discontinuidad entre él y el pasado y el futuro, o la intemporalidad de que nos ocupamos en esta reflexión, es importante para nosotros cuando abordamos el problema de Cristo y la cultura. Llegamos al punto en que debemos dejar nuestros estudios sobre lo que pensaron y decidieron Tomás y Lutero acerca de las exigencias de la razón y la revelación, y adoptar nuestra propia posición en el momento presente tocante a lo que creemos deber admitir o no para nosotros de sus respectivas exigencias sobre nosotros. Y esta decisión debe actualizarse 253

en cada momento presente. No podemos referirnos a una decisión en nuestro pasado, cuando de decisión se trata, en mayor medida que el pacifista y el belicista, puestos ante una nueva guerra, pueden apoyarse en decisiones pasadas sobre la obediencia que debe prestarse a los imperativos «No n1atarás» y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y tampoco podemos intentar vivir en el futuro, aludiendo al tiempo en que el reino de Dios habrá venido o en que habremos sido hechos perfectos, porque debemos decidir ahora, en la actualidad del reino escondido y de nuestra imperfección. Sin embargo, aunque es verdad que el yo responsable que obra en el momento presente debe dejar atrás el pasado y el futuro, objetos de la especulación y la reflexión, no lo es que debamos decidir en un presente ahistórico sin conexión con el pasado y el futuro. Cada momento presente en que decidimos está lleno de recuerdos y anticipaciones; y en cada momento presente, tenemos en cuenta alguna otra persona con quien nos hemos encontrado antes y esperamos encontrar de nuevo. Lo que convierte el momento actual en presente crítico, decisivo, tan preñado de significado, no es el hecho de que el yo esté aquí, solo, éon la responsabilidad de la decisión, sino de que hay alguien copresente en dicho momento. Y esta persona no sería importante si no fuera recordada y esperada. Un soldado en la hora cero del ataque es sin duda sumamente consciente del presente crítico y de la libertad de la obediencia con que cumple la orden de avanzar. Pero lo que es presente para él no es meramente su yo libre y el momento presente, sino más bien ese yo con sus recuerdos de debilidad y fortaleza pasadas, y ese enemigo, recordado y anticipado, yesos compañeros con quienes está ligado con lealtad. Todo «ahora» es un «ahora» histórico, en el cual un yo histórico es ca-presente con un otro histórico y con compañeros históricos: es decir, es un presente lleno de recuerdo y anticipación, si bien éstos están enfocados en la perspectiva de decisión presente. Para el cristiano, la crítica decisión presente de lealtad o deslealtad a Cristo en medio de sus tareas cultura254

les es siempre una decisión histórica de este género. Se encuentra ante un Cristo co-presente, contemporáneo, pero este Cristo tiene una historia, es recordado y es esperado. y el cristiano tiene una historia de relaciones con Cristo, recuerda sus negaciones e interpretaciones erróneas de las palabras de Cristo. El cristiano es un miembro de una comunidad que tiene una historia de relaciones con él y con Cristo. Ser contemporáneo con Cristo es ser contelnporáneo con alguien que estaba presente lo mismo para Agustín que para Pablo, y está presente en el más pequeño de sus hermanos. El existencialismo abstracto e individualista de Kier kegaard no sólo no corresponde al carácter social del yo, sino tampoco a la naturaleza histórica de su presente y al carácter histórico de Cristo. Dice Kierkegaard: «Lo que realmente ocurrió (el pasado) no es lo real (excepto en un sentido especial, es decir, en o'ontraste C9n la poesía). Carece del determinante propio de la verdad (como interioridad) y de toda religiosidad: el para ti. El pasado no es realidad para mí; sólo lo contemporáneo es realidad para mí. Aquello con lo que vives contemporáneamente es realidad: para ti. Y así el hombre sólo puede ser contemporáneo con la edad en que vive, y también con algo más: con la vida de Cristo sobre la tierra; pues la vida de Cristo sobre la tierra, historia sagrada, se yergue sola fuera de la historia ... En relación con el absoluto sólo hay un tiempo verbal: el presente. Para aquel que no es contemporáneo con el absoluto, no hay existencia. Y como Cristo es el absoluto, es fácil ver que con respecto a él sólo hay una situación: la de contemporaneidad. Los cinco, los siete, los quince, los diecinueve siglos no están ni aquí ni allí; no cambian a Cristo, ni en manera alguna revelan quién fue, pues quién fue sólo es revelado a la fe» 5. Uno se siente tentado a protestar contra esta mezcolanza de afirmaciones verdaderas y de negaciones falsas, contra esta confusión del tiempo del yo con el tiempo de su cuerpo, y contra esta lastimosa soledad de un hombre sin compa'ñ eros. Somos contempo5. Training in Christianity, pp. 67-68.

255

ráneos de hombres que en sus pensamientos y acciones representan la raza humana; somos contemporáneos del género hunlano en su historia, a la cual pertenece tanto el que está físicamente n1uerto como el que es biológicamente existente; somos contemporáneos de los pecados de los padres cuyo castigo ha recaído sobre sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, y con su leal cumplimiento de los mandamientos por el que recibimos nuestra recon1pensa; somos contemporáneos de la Iglesia, de la con1pañía de todos los contemporáneos de Cristo. y también sornas contemporáneos de algo más: del absoluto, del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, del Dios de vivos y no de muertos, del único que en Cristo vincula todos los tierl1pos, Dios-en-Cristo y Cristo-en-Dios, a quien recordamos y esperamos incluso cuando le encontramos en el más humilde de nuestros hermanos y en los juicios que él dicta sobre sus siervos reacios. Nuestras decisiones deben ser tomadas en el momento presente: pero en presencia de seres históricos cuya historia se ha hecho sagrada por las acciones históricas, recordadas, de aquel que mora en la eternidad.

4.

Libertad en dependencia

En nuestro presente histórico tomamos nuestras decisiones individuales con libertad y en fe, pero no las tomamos con independencia y sin razón. Las tomamos con libertad porque debemos elegir. No somos libres de no elegir. La elección, por ejemplo, está supuesta en la resolución de esperar antes de seguir una línea de acción; está implicada también en la decisión de no entrar en la acción sino de ser un espectador; está presente en nuestro consentimiento a aceptar una autoridad que regule todas nuestras elecciones inferiores. Pero, aunque elegimos con libertad, no somos independientes, ya que ejercemos nuestra libertad en el seno de valores y poderes que nosotros no hemos escogido y a los que estamos atados. Antes de elegir el tipo de vida hemos sido 256

ya elegidos para la existencia, y hemos sido determinados a amar la vida como un valor. No hemos escogido la existencia humana, sino que hemos sido elegidos miembros de la humanidad. No elegimos el ser seres racionales y no instintivos: razonamos porque debemos. No hemos elegido el tiempo y el lugar de nuestro presente, sino que hemos sido escogi~os para permanecer en este puesto, en esta hora de vela o de batalla. No hemos escogido tampoco el ser seres sociales, tan dependientes de nuestros compañeros, ni hemos escogido nuestra cultura; hemos llegado al uso de razón en una sociedad y en el seno de obras humanas establecidas. De estas obras, la vida, la humanidad, la razón, la sociedad y la cultura no son sólo poderes sino también valores, bienes a los que nos hemos apegado por un amor necesario. No somos capaces, es verdad, de vivir con ninguno de ellos sin libertad. Incluso el vivir requiere nuestro consentimiento; seguimos siendo humanos sólo por elecciones continuadas; no somos racionales sin desposar la razón, ni sociales sin una entrega a nuestro prójimo; no podemos estar «totalmente allí» en el aquí y ahora sin intentar estarlo. Pero siempre ha habido una elección anterior a la nuestra, y vivimos en dependencia de ella cuando optamos por elecciones menores entre las cosas que son buenas para la vida, la razón y la soledad. Tomamos nuestras decisiones libres no sólo en esa dependencia de los orígenes que trascienden nuestro control, sino también en dependencia de las consecuencias que no están en nuestro poder. La historia de nuestra cultura ilustra de mil formas diferentes la dependencia de nuestra libertad respecto de las consecuencias que nosotros no escogemos. La decisión de Colón de navegar hacia Occidente, la decisión de Lutero de atacar el tráfico de indulgencias, la resolución del Congreso americano de declarar la independencia de las colonias, todas estas decisiones fueron tomadas sin previsión o deseo de sus consecuencias de largo alcance. Otro tanto ocurre sin duda alguna con las grandes decisiones sociales y las pequeñas decisiones personales de nuestro momento presente. Qué cc

21 . 17

257

reacciones y decisiones producirán nuestras acciones en otros; qué cadena de procesos naturales y morales surgirá de nuestra elección de concertar un matrimonio leal, por ejemplo, o de aventurarse en la defensa de una nación invadida, son cosas que no podemos conocer ni planear. Elegimos y estamos sujetos a muchas elecciones que no proceden de nosotros. Nuestro último problema en esta situación existencial de libertad última, no consiste en si hemos de escoger de acuerdo con la razón o con la fe, sino si hemos de escoger con una razonada incredulidad o una fe razonada. Si carecemos de fe, haremos nuestras elecciones como hombres cuya existencia depende en definitiva del azar. Por azar, pensaremos, hemos sido «arrojados a la existencia», y por azar hemos llegado en nuestra individualidad a este aquí y ahora particulares con esta particular constitución. Por el azar somos hombres y no bestias; por el azar somos racionales. Si razonamos de esta guisa sobre nuestras decisiones, el elemento del azar invadirá el elemento mismo de nuestras elecciones, y una especie de libertad arbitraria del momento se afincará en nuestro existencialismo ateo. El arrojar la vida que ha sido arrojada en nuestro camino, el casarse o no casarse, el ser pacifista o combatiente, son cosas que el yo existencialista libre, ateo, decide en el vacío únicamente por medio de la decisión, es decir, arbitrariamente. Existe otra posibilidad: que escojamos y razonemos en la fe. Aunque hablamos de ella como si se tratara de una posibilidad que nosotros escogemos, parece claro que, más aún que la vida y la razón, es un poder y un valor para el que hemos sido elegidos. Es un bien que debemos consentir, recibir y mantener firmemente; no es algo que nosotros originemos y elijamos con libertad independiente. ¿ En qué consiste esta fe para la que hemos sido elegidos, y en la que se nos exige tomar nuestras decisiones menores? Cuando Kierkegaard trataba de la fe, afirmaba que era una pasión de interioridad, que era objetivamente incierta, y que era una relación con el absurdo. Siguiendo nues-

258

tro método anterior, podemos intentar o aceptarla o rechazarla, diciendo que es una pasión interior dirigida hacia otro, .o que es subjetivamente tan segura como objetivamente incierta, o que es una relación con un absurdo que hace posible el razonamiento en la existencia. La pasión de interioridad que encontramos en la fe es la intensidad de lealtad con que nosotros nos aferramos, no a nos.otros mismos, sino a ese otro sin el cual nuestras vidas no tienen ningún sentido. Donde haya lealtad, existe esta pasión con su significado reflexivo para el yo. El nacionalista y el racionalista, todo el que defiende una causa, delata la presencia de esta pasión de interioridad cuando ve atacado el principio a que se aferra. La fe en este sentido es anterior a todo razonamiento, pues sin una causa -sea la verdad, o la vida, o la razón misma- no podemos razonar. Cuando afirmamos que vivimos por la fe y decidimos en la fe, podemos querer decir -como mínimoque vivim.os por una adhesión interior a un objeto de lealtad. Y sin embargo, la fe no es simplemente lealtad; es también seguridad. Es confianza en el objeto que polariza la pasión interior. Es la confianza de que la causa no nos fallará, de que no nos dejará caer. Tal confianza, es cierto, está emparejada con una especie de incertidumbre objetiva, pero no es la incertidumbre lo que hace que sea fe. Argumentar así es ser como un moralista que define el deber como la conducta que va contra la inclinación. Puedo no ser consciente del deber como deber hasta que me encuentro con la resistencia de la inclinación; puedo no ser consciente de la medida de lni confianza hasta que no tropieza con una incertidumbre objetiva. Per.o la consciencia del hecho de confiar puede estar en proporción inversa a la realidad de mi confianza. Seré más consciente del hecho de que estoy obrando por la fe cuando confío mi fortuna a un hombre desconocido y no cuando la confío a un banco seguro. y aun en este último caso, no estoy confiando menos, porque cuento todavía con algo que no es objetiv.o, a saber, con la lealtad, con la fidedignidad de sujetos, de hombres que se han atado por promesas. Así pues, tenemos dos vertientes de la fe: la lealtad y 259

la confianza. Éstas están en relaciones responsivas. Confío en el otro leal y soy leal al otro fidedigno. Pero la fe tiene también la segunda característica. Obrar en la fe significa también obrar en lealtad a todos cuantos son leales a la misma causa a la que yo soy leal, y a los que la causa es a su vez leal. Si la verdad es el nombre de mi causa, estoy entonces ligado en lealtad a la verdad y a todos aquellos a quienes la verdad es leal, a quienes la verdad no dejará caer. Sólo soy fiel a la verdad, si soy fiel en hablar la verdad a todos los hombres ligados a la verdad; pero mi confianza en el poder de la verdad no es tampoco separable de la confianza en todos mis compañeros que están ligados a su caúsa. La fe es un doble lazo de lealtad y de confianza que rodea a los miembros de una comunidad dada. No surge de un sujeto simplemente; se expresa como confianza en forma de actos de lealtad por parte de otros; es infundida como lealtad a una causa por otros que son leales a dicha causa y a mí 6. La fe existe sólo en una comunidad de yos en presencia de una causa trascendente. Sin lealtad y confianza en causas y comunidades, los yos existenciales no viven ni ejercen la libertad, ni tampoco piensan. Justos e injustos, vivimos por la fe. Pero nuestras fes son partidas y fantásticas; nuestras causas son muchas y en conflicto unas con otras. En nombre de la lealtad a una causa, traicionamos otra; y en nuestra desconfianza de todas, buscamos nuestras propias satisfacciones insatisfactorias y nos hacemos infieles a nuestros compañeros. Aquí surge el gran absurdo. ¿ Qué otra cosa es el absurdo que entra en nuestra historia moral como yos existenciales, sino la convicción, mediada por una vida, una muerte, y un milagro más allá de toda comprensión, de que la fuente y fundamento y gobierno y fin de todas las cosas -el poder que nosotros (en nuestra desconfianza y deslealtad) llamamos sino y azar- es fiel, absolutamente 6. Las obras de Josiah JOYCE Philosophy Di Loyalty y The Problem oi Christianity contienen reflexiones ricas y fecundas sobre la lealtad y la comunidad.

260

fidedigno, absolutamente leal a todo cuanto surge de él? ¿ Qué cosa es sólo leal a la lealtad y no leal a los desleales, fidedigno sólo para los leales y no también para los desleales? Para el pensar metafísico, lo irracional es la encarnación de lo infinito, la temporalización de lo absoluto. Pero esto no es el absurdo para nuestro pensamiento existencial, subjetivo, que toma decisiones. Lo irracional aquí es la creación de la: fe por la fidelidad de Dios mediante la crucifixión, mediante la entrega de Jesucristo, que fue absolutamente leal a Él. Observamos no sólo que la fe de Jesucristo en la fidelidad del Creador va contra todos nuestros cálculos racionales basados en suposiciones de que somos engañados en la vida, de que sus promesas no son redentoras , de que debemos contar no sólo con tratados rotos entre los hombres, sino que también observamos que se nos arrebata cuanto se nos dio y nosotros apreciamos, que sólo podemos contar con la oportunidad, y que nuestras oportunidades son reducidas. Pero he aquí un absurdo mayor: que el hombre que razone de otra suerte, que cuente con la fidelidad de Dios en que guardará todas las promesas hechas a la vida, y que haya sido leal para con todos cuantos confiaban en que Dios era leal, deba llegar a este mismo fin vergonzoso, como todos nosotros; y que, como consecuencia de esto, la fe en el Dios de su fe haya de expresarse en nosotros. No es cuestión de creer a ciertos hombres o escritos que aseveran que Dios le resucitó de los muertos al tercer día. No confiamos en el Dios de la fe porque creamos que ciertos escritos sean fidedignos. y no obstante, estamos convencidos de que Dios es fiel, que fue leal a Jesucristo que, a su vez, fue leal a Dios y también a sus hermanos; de que Cristo ha resucitado de entre los muertos; de que así con10 el Poder es fiel, así también la fidelidad de Cristo es poderosa; de que podemos llamar «Padre nuestro» a aquel que nos ha elegido para vivir, morir y heredar la vida eterna. Esta fe ha sido introducida en nuestra historia, en nuestra cultura, en nuestra Iglesia, en nuestra comunidad humana, por medio de esta persona y este acontecimiento. Ahora que ha: sido expresada en nosotros por medio 261

de él, vemos que siempre ha estado ahí, que sin ella nunca habríamos vivido en absoluto, que la fidelidad es la razón moral en todas las cosas. y sin embargo, sin la encarnación histórica de esta fe en Jesucristo, estaríamos perdidos en la infidelidad. Como realidad histórica dada en nuestra historia humana, él es la piedra angular sobre la que edificamos, y también la piedra de tropiezo. Él está simplemente ahí, con su fe y con su creación de fe. Nosotros razonamos sobre la base de esta fe, y mucho de lo que fue ininteligible sobre la base de la infidelidad o la fe en los pequeños dioses que no son fidedignos, se hace ahora inteligible. Mucho más allá de los límites de los grupos religiosos que procuran que la fe se explicite en credos, ella constituye la base de nuestro razonamiento en nuestra cultura; de nuestras tentativas por definir una justicia racional; de nuestros esfuerzos por un orden político racional; de nuestros intentos por interpretar lo bello y lo verdadero. Pero no constituye la única base, puesto que nuestra fe, nuestra lealtad y nuestra confianza son pequeñas, y porque continuamente caemos en la infidelidad, incluso en aquellas esferas donde hemos alcanzado algunas victorias sobre nuestros pensamientos. En esa fe, procuramos tomar decisiones en nuestro presente existencial, sabiendo que la medida de la fe es tan escasa que, a su respecto, siempre estamos combinando negaciones con afirmaciones. Sin embargo, en la fe sobre la fidelidad de Dios, contamos con ser corregidos, perdonados, complementados, por la compañía de los fieles y por otros muchos a quienes Jesucristo es fiel aunque ellos le rechacen. Tomar nuestras decisiones en la fe es tomarlas con la conciencia de que ningún hombre o grupo o tiempo histórico aislado es la Iglesia, pero sabiendo que hay una Iglesia de la fe en la que prestamos nuestro trabajo parcial y relativo, y con la que contamos. Es tomarlas asimismo, conscientes de que Cristo ha resucitado de entre los muertos, y que no sólo es la cabeza de la Iglesia sino también el redentor del mundo. Es tomarlas, en tercer lugar, porque el mundo de la cultura -conquista del hombreexiste dentro del mundo de la gracia: el reino de Dios. 262

Indice

1.

El eterno problema. 1. 2. 3. 4.

11.

111.

IV.

El problema Hacia una definición de Cristo. Hacia la definición de la cultura . Las respuestas típicas .

5 5 15 33 43

Cristo contra la cultura.

49

1. 2. 3. 4.

49 59 69 80

El nuevo pueblo y «el mundo» . La repudiación tolstoiana de la cultura. Una posición necesaria e inadecuada. Problemas teológicos

El Cristo de la cultura .

87

1. Acomodación a la cultura en el gnosticismo y en Abelardo . 2. El «protestantismo cultural» y A. Ritschl 3. En defensa de la fe cultural 4. Objeciones teológicas .

87 95 105 112

Cristo por encima de la cultura.

121

~t!f~l~,' :" .

1. 2. 3.

La Iglesia del centro La síntesis de Cristo y la cultura . La síntesis en interrogante.

121 125 146

V.

Cristo y la cultura en paradoja.

155

1.

155 165

La teología de los dualistas .

2. La tendencia dualista en Pablo y Marción 3. El dualismo en Lutero y en los tiempos 4. VI.

modernos Virtudes y vicios del dualismo .

Cristo el trasformador de la cultura 1.

Convicciones teológicas .

176 191 197 197

2. La tendencia conversionista en el cuar3. Agustín y la conversión de la cultura 4. Las teorías de F. D. Maurice

203 213 225

«Post scriptum final no científico» .

237

to evangelio .

VII.

1.

Conclusión en la decisión

2. El relativismo de la fe . 3. El existencialismo social 4. Libertad en dependencia

237 241 248 256

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