Hacia El Mas Alla

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Salvador Baltar'

el más allá

I

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SALVADOR BALTAR Salvador Baltar, franciscano de la provincia regular de Santiago de Compostela, nació en Herbón-Padrón (La Coruña), el 29 de octubre de 1921. Estudió el bachillerato en el seminario franciscano de su pueblo natal. Cursó la filosofía y la teología en el seminario mayor franciscano de Santiago de Compostela. Ordenado sacerdote en 1945, fue destinado a Salamanca para graduarse en la Facultad de Derecho canónico por la Universidad Pontificia. Durante algunos años ejerció la docencia en el teologado franciscano, actividad docente que compartió con el Instituto "Gaudium et Spes" de Salamanca. Dejada la enseñanza ejerció el ministerio de la predicación, conferencias y ejercicios, simultaneándolo con el de la pluma. Colaboró en varias revistas. Asistió a varios congresos nacionales con sendas ponencias: "El Superior local y sus relaciones con los súbditos, las autoridades eclesiásticas y civiles... ", "Moral de la pobreza religiosa", "Principios de la Santa Sede y de la Orden para la renovación religiosa" y "Obediencia y autoridad", publicadas por la Confer. Ultimamente estuvo en Tierra Santa, donde escribió el libro que, con la ayuda y asesoramiento de Ediciones Paulinas, sale ahora a la luz pública.

SALVADOR BALTAR

HACIA EL MAS ALLA

EDICIONES PAULINAS

Ex Bibliotheca Lordavas

© ©

Ediciones Paulinas 1986 (Prolasio Gómez, 13-15. 28027 Madrid) Salvador BaIlar 1986

Fotocomposición: Grafilia, S. L. Pajaritos, 19. 28007 Madrid Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. Humanes (Madrid) ISBN: 84-285-1095-4 Depósito legal: M. 9.215-1986 Impreso en España. Prinled in Spain

Al doctor Alvarez Morujo, con gratitud y admiración por su disponibilidad profesional y por su profundo sentido cristiano de la fe.

CONTENIDO

Págs.

Al lector 1. Espera con fe y verás................................ 2. Algo sobre escatología............................... 3. El pecado original y la limitación humana ..... 4. Hacia una noción de pecado....................... 5. Muerte, obsesión...................................... 6. Sentido cristiano de la muerte..................... 7. El juicio particular: ¿sentencia divina o autojuicio? 8. Cómo hablar del purgatorio........................ 9. ¿Existe el infierno? 10. Qué es el cielo......................................... 11. La resurrección de Cristo........................... 12. La fe en la resurrección y su lenguaje........... 13. Luz sin sombras Conclusión... .... ......... ..... ..... ........... . ...... Indice............................................................

9 17 49 65 89 123 135 161 181 197 217 241 269 299 317 323

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Al lector

No es fácil escribir sobre los novísimos, dado que la crisis de lenguaje por que atraviesa la teología escatológica y lo desfasado de las imágenes que contribuyeron a fijarla está en la mente de todos. Exponer, por tanto, o continuar exponiendo, las realidades del más allá en cuadros dantescos, no sería serio y comprometería su credibilidad. La escatología no es un tratado de geografía ni tampoco de metafísica, sino que es una cristología desarrollada. Por lo mismo, las categorías de espacio y de tiempo no pueden definirla. Por otra parte, no tiene nada de tremebunda ni de teatral. De ahí que el estilo, el género dramático y las imágenes espaciotemporales en que se venía presentando no tengan sentido. Es obligado ponerse a su servicio, es obligado no olvidar esta parte tan importante de la teología dogmática, pero con un nuevo lenguaje y haciendo hincapié en sus rasgos esenciales. No con la misma terminología ni con las mismas imágenes. Ello significa que no se trata de inventar un nuevo arte de decoración y menos de vaciar el misterio de su contenido. Sí se trata de plantear las realidades escatológicas desde «ahora», en una «dialéctica constante de distinción y de fusión de planos». Si la escatología es una cristología cósmica o desarrollada, para meterse en esa dialéctica optimista y de distinción, es preciso despojarla de todas esas adherencias que, con el correr del tiempo, se mezclaron con el dogma, cuando en realidad no tienen nada que ver con él. Si acaso, reflejan las preferencias y los gustos de una época determinada o el sentir del momento. La dificultad, por tanto, para escribir sobre la escatología se plantea, no en términos de cambio y mucho menos de supre9

sión, sino en extremos de exposición de las mismas verdades, en lenguaje nuevo e imágenes adecuadas. Son las mismas verdades, porque el dogma no cambia, aunque evolucione su conocimiento. Con nuevo lenguaje, porque los hombres tienen hoy un sentido distinto de la vida, tienen gustos y preferencias que distan mucho de las preferencias y de los gustos de la Edad Media. Están en un ciclo diferente de la vida, como diría Kierkegaard. Para los hombres de aquel entonces, que tenían una concepción estática del universo, contaban el tiempo y el espacio para poder proyectar su pensamiento y su imaginación en el más allá. Lo sagrado era determinante, era la prez y perla de la vida. Mas la desacralización empezó hace tiempo, porque la secularización tiene sus raíces en el Renacimiento. Lo sagrado era digno de los caballeros porque era digno de honor, y el honor se consideraba un valor absoluto. Tanto, que uno de nuestros clásicos pudo escribir: «Al rey la vida y la hacienda se le ha de dar, mas no el honor; porque el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». En la actualidad este cambio se refleja en formas diversas y a niveles distintos. ¿Qué le dice a muchos la palabra honor, símbolo, patria? ¿Quién no empieza a sentir hastío ante esas formas, que se dicen democráticas, convertidas en vulgaridad y chabacanería? ¿ Dónde están los que no reaccionan contra la brutalidad de los totalitarismos que no sienten escrúpulos por nada ni por nadie con tal de realizar sus ambiciones? ¿Qué se piensa cuando se habla de «nuevas experiencias religiosas»? ¿Qué sentido tiene la belleza y la moral? ¿Entienden, los que hoy todo lo desacralizan, como calumnia o como mensaje de amor de Dios a los hombres, aquello del evangelio: <<Jesús es el que acoge a los pecadores y come con ellos»? ¿Se justifican o se condenan esas pretendidas experiencias que rehúyen toda crítica y el más sereno análisis por la autoridad competente? Indudablemente que el nuevo lenguaje en la exposición de la escatología, esa dialéctica fecunda de distinción y de integración de planos, no guarda parentesco con esos movimientos en abierta pugna con la fidelidad al dogma. No compromete la seriedad del magisterio de la Iglesia. Todo lo que esté en desacuerdo con la revelación o se enfrente audazmente con el magisterio, no cuenta con el aplauso 10

de este Libro. Supuesto que, «si antes de promuLgar eL evangeLio eran lícitas preguntas a Dios para que manifestase su voLuntad», desde La venida de Cristo, ya no tienen Lugar. «Porque aL darnos, como nos dio, a su HIjo -que es una paLabra suya, que no tiene otra-, todo nos Lo habLó junto y de una vez en esta soLa paLabra, y no tiene más que habLar», como dice san Juan de Cruz l. Por Lo demás, es paLabra de Dios que «en La antigüedad Dios habló a Los antepasados por los profetas en diversas ocasiones y en diversas formas; pero en la última de Las épocas a nosotros nos habLó por todo un Hijo, a quien constituyó heredero de todo, mediante quien, además, había hecho el universo» (Heb 1,1-2). Lo que nos ha dicho está en el Nuevo Testamento, en La Escritura conservada, expuesta y expLicada conforme a Las directrices deL magisterio de La IgLesia. Estos son Los dos piLares sobre los que se asienta este Libro. El santo carmelita añade a su anterior comentario: «Este es el sentido de aquella autoridad con que san PabLo -suponiendo que fuese eL apóstoL eL autor de La carta- quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de La Ley de Moisés y pongan Los ojos en Cristo soLamente». ¡Poner Los ojos en Cristo, que es La paLabra de Dios! Pero esta paLabra no es tan clara ni tan asequibLe como que todos y cada uno podamos creernos en posesión de todo su misterio. Es suficientemente clara para que Los que La buscan con rectitud y limpieza de corazón descubran su claridad. Mas como la rectitud subjetiva no siempre coincide con La claridad objetiva, La necesidad del magisterio se impone por sí misma. No obstante, eL mismo magisterio reclama especialistas que expongan su alcance, deLimiten su campo y Lo propongan sin prejuicios que Los incapacite o neutralice para diaLogar con aquellos a quienes La autoridad magisteriaL de la Iglesia no Les dice nada. Todo Lo que sea resoLver conflictos, allanar dificultades entre «La razón iLustrada» y La fe, es un servicio inestimable a ésta y a Los hombres. La desorientación es uno de nuestros mayores 1 J. LÓPEZ MELús, Peregrinos de lo absoluto, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1982, 197.

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males en la actualidad, y esta desorientación moral e ideológica tiene su núcleo en el enfrentamiento del «dios progreso» con el Dios personal y trascendente. Si el hombre del progreso comprendiese que este enfrentamiento no tiene sentido y los creyentes clarificasen su postura, poniendo sus ojos en Cristo, pero pisando con sus pies la tierra, el conflicto se desvanecería y entonces sí que se haría «camino al andan>. No es tan difícil hacer camino, porque «el dios progreso», y el paraíso prometido por él, han perdido credibilidad. « La fe en una vida siempre mejor por obra y gracia de la ciencia y la tecnología, como también la revolución y el socialismo, parece igualmente cuarteada por graves dudas. Y mientras los mayores, a pesar de toda la psicología, no se reconcilian con el sentido de la muerte, esa generación supuestamente "sin futuro", llena de apatía, rechazo, angustia y autodestrucción pregunta de nuevo por el sentido perdido de la vida» 2. La religión no está ausente en esta pregunta, porque entre esos desorientados que están de vuelta de las promesas, no cumplidas, de la ciencia y de la tecnología, «la religión vuelve a ser actual, con todas las contradicciones y ambigüedades inherentes a este fenómeno, que afecta tanto a las antiguas como a muchas otras religiones nuevas». Por eso, hablar, insistir, exponer, dialogar sobre la vida eterna, sobre los novísimos, con nuevas formas e imágenes actuales es una urgencia pastoral de primer orden. Lo urge la fe, que por ser fe, no deja de ser razonable. El hecho de que la constitución « Dei verbum» presente el acto de fe, prioritariamente, como un acto de obediencia, no desvirtúa en lo más mínimo la racionalidad del mismo: primero porque la obediencia, para que sea obediencia, tiene que ser razonable y, en segundo lugar, porque la constitución no entra ni sale en la cuestión teórica sobre la prioridad de las facultades humanas. La fe es un don gratuito. Dios lo ofrece, pero no lo impone. Si no todos lo aceptan, y muchos lo rechazan, será por desconocimiento o debido a la oposición que se quiere ver entre él y la razón. Para su aceptación se presuponen en el que lo acepta sinceri2

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H.

KÚNG,

¿ Vida Eterna?, Cristiandad, Madrid 1983, 12.

dad, rectitud, humildad, reconocimiento de la propia limitación, voluntad de creer. A la vez, una búsqueda de la inteligencia. Lo que los teólogos llaman «intellectus fidei». La limpieza de corazón es fundamental e imprescindible en el camino de la fe. Son limpios de corazón «aquellos hombres a quienes Dios quita, una tras otra, todas las taras del egoísmo, para que jamás fierdan de vista al Dios hacia quien deben orientar su vida» . El hombre que vive buscando la fe o vive de ella vive entre sombras. No es fácil hacerse a este clima. Se prefiere la evidencia, la demostración. Pero si la fe se demostrase ya no sería fe. La escatología se mueve en el mundo de la fe, y como la fe comporta promesas, se mueve asimismo en el mundo de la esperanza. Espera el que no tiene, no el que posee. Que «la fe es un riesgo, la esperanza un abandono y el amor un tormento» es obvio. Pero este riesgo y este abandono «están abriendo espacios inmensos de caridad, que es la única que permanece», es ese futuro que esperamos, a pesar de todo el utilitarismo que se extiende e impera en el mundo. De ese futuro nos habla la escatología, partiendo del presente. Como en el presente se juega la baza de la eternidad, o sea del futuro, y en este juego tercia una realidad inherente a la condición humana, que puede frustrar la realización en plenitud del futuro que se espera, se justifica que en este libro se le dediquen dos apartados. Esa realidad no es otra que el pecado, la culpa moral, el pecado religioso. Realidad que pretenden ignorar todas las escatologías laicas. Como el futuro es misterioso, como misterioso es el pecado, y el misterio no sólo sobrecoge, sino que, además, atrae, pienso que en la actual coyuntura dialogar sobre realidades que no se ven ni se perciben, pero que su no existencia nadie ha podido demostrar, puede aumentar Ja luz y disipar prejuicios. Por otra parte, como sobre las realidades escatológicas abunda una literatura piadosa muy mitificada y, por lo mismo, alejada de la mentalidad del hombre de hoy, reunidas en un libro pueden rendir un servicio estimable a ese hombre, incluso a ese mismo que se sintió fascinado por soluciones y respuestas 3

G.

CHEVROT,

Las bienaventuranzas, Rialp, Madrid 1956,209.

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laicas un día, pero que ahora, dado que no llegan, empieza a dudar muy en serio, cuando no las descarta, de su eficacia. Al decir, por ejemplo, que el infierno es la frustración del hombre, en vez de insistir en el famoso «tenebroso lugar de tormentos»; que es el sentimiento de Dios por «la oveja perdida», que no pueden compensar las noventa y nueve fieles, se confiesa la misma verdad, pero la presentación es distinta. Probablemente para hablar en la actualidad sobre el infierno con seriedad habría que «descubrir sus orígenes y volver a enjuiciarlo críticamente. Hoy, es terrible, cada vez que se toma mayor conciencia de que todo esto no tiene nada que ver con aquel en nombre del cual todo esto se escenificó: Jesús de Nazaret. En efecto nadie podrá decir que Jesús quiso una cosa así» 4. En este libro no se hará este descubrimiento ni se cuestionará críticamente todo lo que sobre los novísimos se vino diciendo, porque no es su objeto ni las limitaciones personales lo permiten. Lo que sí se intentará es exponer el dogma de forma más razonable y actualizar su exposición buscando el modo de que el hombre moderno no tenga aparentes motivos para avergonzarse de su credo. Por otra parte, es obligado constatar que no soy creador. Soy un modesto divulgador. De ahí que tampoco acumule citas ni desarrolle exhaustivamente los temas. Prefiero la claridad y la sugerencia, dar pistas y sembrar inquietudes, a fin de que los que me lean se interesen en profundizar lo que se expone y sugiere. De suerte que habrá lagunas y etapas quemadas, preguntas sin respuestas y respuestas sin suficientes avales. Para llenar estas lagunas y cubrir estas etapas, ahí están: Xavier Léon-Dufour, con su extraordinaria obra Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1974 2 ; Christian Duquoc, con la suya Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976; Hans Küng, con su monumental ¿Existe Dios? y ¿Vida Eterna?, Cristiandad, Madrid 1979 y 1983 respectivamente; Charles Moeller, con los cuatro tomos de su Literatura del Siglo XX y Cristianismo, Gredos, Madrid 1958; Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1969; Leonardo Bof!, con Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980 y Jesucristo liberta4

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H. KÜNG, o.C., 221-222.

dar, Sal Terrae, Santander 1980; Garda Morente, con Filosofía de Kant, Espasa-Calpe, Madrid 1975; J. Ortega y Gasset, con El espectador 1- VIII, Espasa-Calpe, Madrid 1966; Miguel de Unamuno, con su Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972; Michae/ Schmaus, con Teología Dogmática, VII, Rialp, Madrid 1964; Manuel Miguens, Amor y Libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971; Justo López Me/ús, con Peregrinos de lo absoluto, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1982; Viuorio Messori, con su libro Hipótesis sobre Jesús, Mensajero, Bilbao 1985 2; los números de «Biblia y Fe», 1, II, III Y VIII de los años 1975, 1977 Y 1982 respectivamente; el número de «Misión Abierta» de octubre de 1976; el vol. 19 de Naturaleza y Gracia, de 1972 con el artículo denso e interesante de Alejandro de Villalmonte Adán nunca fue inocente, etc. Para ellos mi gratitud y el reconocimiento a su competencia y bien hacer, así como para todos los demás que utilicé y cito. Para ti, lector, suerte y el deseo de haber acertado. EL AUTOR

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1.

Espera con fe y verás

La absurdidad de este mundo, si no hay un más allá, es el reproche más grave que se le puede hacer a los que niegan a Dios y, tal vez, el que más les estremece. «¿Por qué la miserable partícula que es el hombre puede creer en su orgullo insensato que le está reservado un más allá?», decía Jiménez Ilundáin escribiendo a Miguel de Unamuno. La grandeza y, a la vez, testimonio necesario a este mundo nuestro profano está en la respuesta de nuestro vasco universal: «No veo orgullo, ni sano ni insano. Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre: digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Es muy cómodo esto de decir: "¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!" ¿y los que no nos contentamos con ella?» 1. Que se oiga esta vigorosa voz en un mundo obsesionado por el consumismo y el temporalismo y que esta voz venga, precisamente, de un hombre desgarrado por una desesperada esperanza es una gracia que se debe agradecer a Dios y a nuestro «agónico» don Miguel. Porque nuestro mundo «ha matado a Dios» y con su muerte ha matado su esperanza. «Dios ha muerto», gritan los incrédulos, aunque no demasiado convencidos. Y ante este grito desgarrado, muchos cristianos, que debieran llevar la bandera de la esperanza desplegada a todos los vientos, se contentan con aquello que decía Mauriac en 1955: «Hemos robado al Señor, y el resto del mundo no sabe dónde lo hemos puesto». 1

«Revista de la Universidad de Buenos Aires», fase. 9, 135.

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Por esta actitud vergonzante, si no tocada del mismo sentimiento, «millones de hombres consideran al cristianismo como la religión que sólo "salva el alma", cuando no lo identifica con una evasión morbosa, "una obsesión de la carne", un miedo a todo» 2. La sensibilidad religiosa se rebela contra esta frialdad y se resiste cuando oye: «No hemos escogido la incredulidad; hemos abierto los ojos en ella... Por su parte mis maestros sólo se preocupaban de ponerme en guardia contra el camino que aleja de Dios, descuidando mostrarme previamente el que conduce a él» (Van der Bosch). El cuadro deprime, pero no se mejoraría escondiendo la cabeza debajo del ala. Por eso unas reflexiones sobre la esperanza escatológica entran, como en propia casa, en este libro.

1.

La inminencia de la parusía

San Pablo define al cristiano como «aquel que, después de convertirse de los ídolos, espera la vuelta del hijo de Dios». Cristiano es «el que ama la venida del Señor». La inminencia de la parusía, o sea, «la segunda venida de Cristo», no era ajena al pensamiento del apóstol y de él participó generosamente también la Iglesia primitiva. Nada extraño, porque en el evangelio aparecen textos que, literalmente, parecen justificar este pensamiento. Jesús, al ser requerido por sus discípulos: «Dinos, ¿cuándo será eso y cuál la señal de cuando esto debiera terminarse?» (Mc 13,4), hace una exposición apocalíptica de los acontecimientos que precederán al fin del mundo. Y, entre recomendaciones y avisos, afirma, contestando: «Por lo que toca al día o al momento aquel, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, a excepción del Padre» (Mc 13,32). Jesús, como hombre, según el evangelista, desconoce «el día y el momento temporal de la transformación de todas las cosas», esto es, la fecha del fin del mundo. Esto por una parte; por otra, sin embargo, en varios pa2 Ch. MOELLER, Literatura del Siglo XX y Cristianismo, III, Gredos, drid 1958, 23.

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Ma-

sajes insiste en la proximidad de este acontecImIento, como también en la necesidad de estar preparados, puesto que el día y la hora son inciertos y su llegada será cuando menos lo piense el hombre: «Os doy mi palabra de que hay algunos de los que aquí están que no probarán la muerte sin antes ver venir con potencia la realeza de Dios» (Mc 9,1).

2.

El problema

Los términos del problema son claros: 1) Jesús, en cuanto hombre, no conoce el momento preciso. 2) Sin embargo, «os doy mi palabra, que algunos de los aquí presentes, antes de morir, verán venir con potencia la realeza de Dios». Los extremos están ahí y a cualquier inteligencia le parecerán muy claros. Con todo, la explicación, la conciliación, no lo es tanto, ni mucho menos. Nada fácil debe de ser, cuando se dice ser «la cruz de exegetas y de teólogos». Tal vez no iuese tanta la cruz si no se plantease la cuestión en los términos en que viene planteándose, porque por una parte, «es inagotable la índole reveladora de la parusía... El Cristo Señor tiene que evidenciarse como tal, el velo que cubre su realeza tiene que rasgarse alguna vez». La fe cederá su puesto a la visión, porque «ahora vemos en enigma. Luego veremos cara a cara, tal cual es», dirá san Pablo. Por otra, «con la sola revelación no se agota el significado que la esperanza atribuye a la parusía, de la que aguarda el cumplimiento definitivo de las promesas contenidas en la resurrección de Cristo. De no ser así no podría justificarse el tiempo que media entre la pascua y el éschaton». Pero como así lo plantearon, al menos hasta ahora, bueno será que, de momento, continuemos en la misma línea. Ignorarla no le quitaría ningún peso. Así pues, veamos cómo piensan: 2.1.

Los que piensan que habla de la proximidad del fin del mundo

Los que opinan que si Jesús se refiere, cuando habla de la proximidad del fin de los tiempos, a que algunos de los pre19

sentes verán venir «la realeza de Dios» en toda su plenitud, porque ya han muerto a sí mismos y en ellos se impone la fuerza de la fe, la firmeza de la esperanza y, por tanto, la voluntad de Dios en toda su profundidad, sin intermediarios, el problema se simplifica y la conciliación no resulta tan complicada. Pero ésta es una hipótesis que, sin ser rechazable, no parece enmarcarse en el contexto. El Señor se refiere al fin del reino de este mundo, al poder que el demonio ejerce en él. De referirse al reino de Dios en cada uno, emplearía otro lenguaje, acudiría a otros símbolos, puesto que la voluntad del Padre ya se había impuesto plenamente en José, en el Bautista, en su madre... El mismo, como modelo y dechado del hombre perfecto, era su testimonio más vivo y fehaciente, el mejor y primer testigo de esa realidad divina en el mundo. Por otra parte, los hombres no se resignan a explicaciones tan sutiles y depuradas cuando andan por medio textos literarios, expresiones encontradas en la palabra revelada, afirmaciones de futuro, que luego, no responden a lo anunciado.

2.2.

Los que piensan que falló

No falta, sobre todo entre los protestantes, quien afirma que en este punto la predicción de Jesús falló: «No cabe la menor duda de que esta predicción de Jesús no se cumplió. Es imposible afirmar que Jesús no se equivocó en esta cuestión. Hemos de confesar francamente, por el contrario, que la predicción escatológica de Jesús, al menos en este punto, quedó ligada a una forma condicionada por la época; forma que posteriormente, dada la evolución hecha por el cristianismo primitivo, demostró ser insostenible» (W. G. Kümmel). No creo que sea necesario, para salvar la veracidad ni para conseguir una conciliación coherente. afirmar que «Jesús se equivocó». De seguir ahondando en esa «forma condicionada por la época», quizá el mismo Kümmel encontrase una solución menos comprometida. ¿Por qué no pensar que en las representaciones espaciales y temporales, a que el texto hace referencia, están o vienen expresadas en y con un lenguaje simbólico? 20

2.3.

Los que se abstienen de emitir juicio

Las consecuencias que comporta semejante postura son demasiado graves «para la conciencia mesiánica de Jesús, para su divinidad y, en fin, para toda la cristología». Son demasiado graves y muy difícilmente defendibles desde el punto de vista de nuestra fe en él. Por eso, «otros teólogos prefieren abstenerse de cualquier tipo de juicio, y constatan únicamente la tensión entre los textos, como hace, por ejemplo, el gran exegeta católico R. Schnackenburg: «No ha sido posible hacer luz sobre estos dichos. Parece también que la Iglesia primitiva no supo integrar estas difíciles piezas de la tradición en el conjunto de la predicación escatológica de Jesús. Quizá la Iglesia primitiva nos está indicando con su comportamiento cuál es el mejor camino: alimentar una viva esperanza escatológica, basándose en la vigorosa predicación profética de Jesús y no sacar, de determinados dichos aislados de Jesús, falsas conclusiones sobre su predicación. La Iglesia primitiva no aceptó que Jesús se hubiera equivocado. Tampoco nosotros podemos hacerlo si nos mantenemos críticamente conscientes de la situación total de la tradición y nos damos cuenta del carácter, sentido y meta de la predicación de Jesús» 3. Actitudes así honran a quienes las adoptan, sobre todo cuando su prestigio científico anda por medio, porque sin duda es un¡l actitud humilde y honesta. Con todo, en el fondo, late cierto escepticismo. Lo que lleva a pensar que ni a los mismos que la adoptan convence.

2.4.

Hacia una solución coherente

La parusía no puede desvincularse del misterio pascual. El misterio pascual, o sea la resurrección de Cristo, se presenta en el Nuevo Testamento como la incoación del reino de Dios en el mundo. Siendo la resurrección, no sólo el fin de un acontecimiento singular verificado en y por Jesús de Nazaret, sino la realización de la voluntad salvífica de Dios, actuando en la historia e infundiendo a ésta un dinamismo que la lleva hacia 3

«Misión Abierta», octubre 1976, 26.

21

su consumación, la parusía no es más que la manifestación en toda su plenitud de la consumación de la obra salvadora de Dios en favor de los hombres y del mismo cosmos, realizada en y por Cristo. Esta manifestación no se define por la aparición o la vuelta al mundo visible de Cristo como Señor. No vuelve él, sino que el mundo va hacia Cristo, en virtud de ese dinamismo que Dios le infundió por la resurrección. Jesús resucitado, en su ascensión, no se ausentó del mundo. Quedó en él: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 2,20). «Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos» (Mt 18,20). Por otra parte, por la fe creemos que en la eucaristía está verdadera, real y sustancialmente presente en todos y cada uno de los tabernáculos, así como creemos que lo está en los demás sacramentos, que significan y dan la gracia. «Obviamente se trata de una presencia mistérica no manifiesta», Esta presencia misteriosa arranca de la pascua y su «exaltación es su enfeudamiento en el mundo, y no su distanciamiento de él» 4. El cristiano, pues, que espera la parusía, no espera el retorno de Jesús ausente, sino la manifestación en todo el poder del Jesús presente, aunque misteriosamente oculto desde su ascensión. De ahí que la inminencia de la parusía no deba explicarse con criterios cronológicos, «sino como la paradójica expresión de una experiencia absolutamente inédita y difícilmente tamizable: la de aguardar a Alguien presente, no ausente». Con ello, sin embargo, no se aclaran todos los extremos de tan complicado problema. Jesús emplea un lenguaje y ese lenguaje tiene un sentido. Habla para que lo entiendan; si bien, respetando la lentitud mental de sus oyentes, no siempre éstos lo entienden. y aquí es donde Leonardo Boff, extensamente en su libro Jesucristo libertador y en resumen en el tantas veces citado Hablemos de la otra vida, entiendo que da una luz, como lo hace Juan Luis Ruiz de la Peña en su artículo citado. Jesús, Dios encarnado, dirá el autor de Jesucristo libertador, participó, como hombre, realmente de nuestra condición humana. Creció en saber y en toda su realidad humana. Tuvo 4

22

L. BOFF, Jesucristo libertador, Sal Terrae, Santander 1980, 125.

fe y fue el mayor testigo de la fe. Si participó realmente de la condición humana, hubo de participar de la cultura, de los conocimientos que en su época eran familiares a sus contemporáneos. Entonces los hombres tenían una visión del cosmos distinta de la que hoy se tiene. La suya era visión apocalíptica. Jesús se comportó en todo como un hombre cualquiera, menos en el pecado. De ahí que, como cualquier otro hombre, Jesús no conociese «ni el día ni la hora». Mas, como hombre de su tiempo, usaba en su predicación los términos que usaban y entendían sus oyentes. Cuando promete la institución de la eucaristía, habla de su cuerpo «como verdadera comida» y de su sangre como «verdadera bebida». Habla en un sentido espiritual, aunque real. Su auditorio interpreta, sin embargo, sus palabras en sentido material, tanto que, escandalizados, lo van dejando solo. Jesús no les deshace el equívoco, sólo pregunta a sus apóstoles: «¿También vosotros queréis iros?» (Jn 6,67). El capítulo citado de san Juan puede ayudarnos a esclarecer el tema en litigio. Los contemporáneos del Señor esperaban «la irrupción salvífica de Dios para dentro de poco». Esperaban la venida del mesías de un momento a otro, como libertador y gran caudillo. Que esa irrupción salvífica no haya acontecido en la forma y con la rapidez que el pueblo judío esperaba, no es un error por parte de Jesús, sino «un equívoco, implicado en el mismo proceso de la encarnación, que ha de ser entendida, no en manera docetista (como si fuese sólo aparente o meramente abstracta, con la asunción de la naturaleza humana en abstracto), sino realmente. Dios asumió a un hombre concreto y no una naturaleza abstracta; un hombre de una cultura, con un tipo de conciencia nacional, con categorías de expresión culturalmente condicionadas. En esa humanidad concreta, y no a pesar de ella, fue donde Dios se manifestó» 5. El pudo haber esclarecido todos los equívocos que sobre su persona tenían sus oyentes. No lo hizo, porque «cuando venga el Espíritu os enseñará». La evolución de las dogmas en su aspecto subjetivo, en cuanto son conocidos y explicados por los hombres, entra en los planes de Dios. Ahora bien, la cosmovisión en tiempos de Jesús era una vi5

«Misión Abierta», octubre 1976,24-32.

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sión apocalíptica. La apocalíptica presenta el futuro con fuertes pinceladas en el presente, en un género literario fantástico, para consolar a los creyentes presentes o enseñarles una verdad escatológica. Jesús, exponiendo y desarrollando sus ideas personales con la marca y características de su tiempo, no se equivoca, no induce a error, sino que siendo equívocas las palabras y los símbolos que emplea, los que le escuchan pueden equivocarse en la selección de su sentido concreto. Hoy está al alcance de cualquier inteligencia mediana que los días de la creación, descritos en el libro del Génesis, son etapas, son espacios de tiempo. No son días de 24 horas como de ordinario entendemos. ¿Qué dificultad habría en admitir que «esta generación», a que hace referencia Jesús, se refiere a la generación de los creyentes? ¿No es posible que el término «algunos de los aquí presentes» sean aquellos que aceptaron y aceptarán plenamente el mensaje evangélico? La cercanía de la parusía «no puede interpretarse ingenuamente con módulos cronológicos», porque la dinámica de la encarnación actúa a través del tiempo y del espacio. Por lo demás, hay un texto en san Lucas (18,1-8) que, a su vez, hace referencia a la necesidad de ser constantes en la oración. Pone Jesús el caso de aquel juez inicuo que «ni teme a Dios ni respeta a nadie»; mas, a fin de que la viuda lo deje en paz, le hace justicia. «¿Y Dios no va a hacer justicia a los elegidos suyos que día y noche están clamando a él?» (Lc 18,7). y pregunta, a rel}glón seguido: «Con todo, cuando el hijo de Dios viniere, como se espera, ¿hallará esta fe en la tierra?» Tampoco dice cuándo vendrá, pero deja entrever que la verdadera fe será lo que caracterice aquel momento. Parece como que la resonancia de aquel «algunos» se deja entrever y oír también aquí. El género apocalíptico, en fin, tiende o se propone mover a conversión, motivando a los hombres para que no se instalen en este mundo, como si fuese su ciudad definitiva, cuando en realidad termina pronto. No hay duda de que la consideración de lo caduco, de lo que tan presto pasa, predispone al desarraigo. Lo trascendente lo pide el hombre. «Lo necesita», diría Unamuno. Este desarraigo es lo que pretende la Biblia, juntamente con la fe y la esperanza en las promesas. De ahí que se acuda a esta forma de enseñanza y predicación. Jesús comenzó su predicación recomendando «penitencia, 24

cambio de mentalidad, porque el reino de Dios se acerca». Sus contemporáneos no aceptaron su mensaje: «No lo recibieron». Su mentalidad respecto al mesías esperado era muy otra de la que Jesús tenía y enseñaba. ¿Se puede decir que se equivocó en su mensaje? Ellos esperaban un mesías libertador y caudillo de su pueblo, entonces dominado por la Roma imperial. Los signos externos que acompañaban a Jesús no eran los más adecuados para cpnvencer a esta mentalidad. ¿Cómo los iba a liberar aquel galileo, pobre entre los pobres, tanto que «no tiene donde reclinar su cabeza», sin ejército, sin poder y, además, en conflicto con las fuerzas vivas del pueblo? Hoy, familiarizados con la interpretación de las profecías que a Jesús se refieren, resulta fácil aceptarlo como redentor y mesías. Desde la perspectiva de la encarnación tampoco resulta difícil conciliar esos términos que aparentemente se enfrentan. Resulta todavía más fácil descalificar al pueblo escogido por su «dura cerviz». Bueno sería, sin embargo, hacer autocrítica de nuestra actitud frente al misterio pascual, frente a la esperanza. En último término, frente a nuestra conversión.

2.5.

Consecuencias de la interpretación personal

La cercanía temporal de la parusía llevó a los cristianos de la primera hora a desinteresarse del quehacer terreno: «Trabajad y transformad el mundo». La vida eremítica, en sus distintas formas, tan extendida en Oriente durante los primeros siglos del cristianismo, es un buen reflejo de esta mentalidad. No se sentían instalados, ni tampoco valía la pena, porque el fin del mundo estaba cerca. Ante esta inminencia, era lógica su reacción. El quehacer humano sistemático y como dedicación ¿para qué? Cambiarlo y mejorarlo no tenía sentido. Ir solventando las primeras necesidades, porque a lo necesario para la vida no se puede renunciar, y... ja esperar! Uno espera, no para vivir, sino para morir. Por eso, cuanto más se deteriore, cuanto más se resquebraje, más pronto vendrá el fin. Lo importante, lo que en realidad contaba para aquellos hombres, era «estar preparados para el día del Señor». Y se preparaban huyendo del mundo a la soledad, viviendo en oración y ayuno. Esta actitud primitiva la perpetuaron los milenaristas hasta 25

la alta Edad Media, en su aspecto negativo; porque del aspecto cristianamente positivo, ahí está esa pléyade ininterrumpida de monjes, frailes, religiosos y seglares para recordar al mundo que aquí no hay ciudad permanente. Que <
tales y morales tardan en desarraigarse al menos tanto como en afianzarse. No se trata de jugar con palabras: «Hasta aquí sí», «poco más o menos», «esto no es grave», «según vengan dadas» ... Sino de que el radicalismo evangélico se presenta como una de las características del mensaje cristiano: «O se está con Cristo o contra él». Estar con Cristo comporta aceptarlo con todas las consecuencias. Ahora bien, una de las consecuencias de ser cristiano es trabajar y, con su trabajo, en la medida de sus posibilidades, contribuir al mejoramiento del mundo, a fin de que el reino de los cielos se amplíe y extienda en él. ¿No se pide en el padrenuestro «venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»? Quien se encierra en sí mismo y se desentiende de los demás, se sitúa fuera del plan salvífica de Dios. Por tanto, no está con Cristo y, al no estar con él, no está preparado para «ese día», para «el día del Señon>. Porque ser o para ser cristiano primero hay que ser hombre. No comporta esto un juicio peyorativo sobre la actitud subjetiva de los eremitas, de aquellos abnegados cristianos de los primeros siglos que, convencidos de que el fin del mundo material estaba muy cerca, se desentendieron de él y huían de sus cosas y de sus preocupaciones a la soledad. No lo es porque, en primer lugar, su austeridad, su vida de ayuno, .de oración y de penitencia era una ayuda, una aportación benefactora para ese mundo materializado, paganizado. ¿Es que lo sobrenatural no influye, no favorece al orden natural? ¿Es que no eran parte de este mundo y, por tanto, enraizados en él por vínculos indisolubles? En segundo lugar, su rectitud de intención, su limpieza de alma escapa a nuestra perspicacia. Sólo Dios puede valorarla, sólo Dios puede juzgarla. «El hombre ve lo exterior, Dios mira y conoce los corazones». Juzgar con criterios actuales las acciones y las actitudes de nuestros antepasados es deformar la historia. No es procedimiento legítimo, ni tampoco científico. Los criterios de entonces, aceptando y viviendo la misma doctrina, eran válidos para ellos. No todos, sin embargo, valen para nosotros, hombres del año 2000.

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3. 3.1.

La esperanza No es pasiva frente a los demás

La esperanza cristiana tiene las garantías de la fe, porque el objeto de aquélla es el mismo que el de ésta. La fe es viva cuando está refrendada por las obras. Así también, la esperanza es cristiana cuando se funda en la vida de fe y se despliega en trabajo y oración. Su relación es mutua e íntima, de tal suerte que cuanto más viva sea la fe, más firme será la esperanza. De esta fe y de esta esperanza nos han dado buena cuenta esos cristianos de la primera hora, dentro del marco de su actuación y de la luz de sus conocimientos. Eran hombres que reconocían el poder de Dios y su amor a los hombres y, como tales, aceptaban lo que entendían ser sus designios, sin crispaciones ni desesperación. La firmeza de la esperanza cristiana no se compagina con la impaciencia en la acción ni con la inhibición en las dificultades. Con todo, son graves las objeciones que se le oponen, porque graves son las que se oponen a la fe. No responden a un contenido sustancial, pero se explican por la trayectoria pendular que ha seguido a través de la historia de dos milenios de cristianismo. «No ha encontrado su equilibrio. La impaciencia utópica, con sus secuelas generalmente revolucionarias, atentó, por un lado, contra la seriedad de la esperanza y se vio obligada a emigrar del suelo eclesial. Por otro, la paciencia resignada se hizo insensible a la inquietud escatológica». Dos polos entre los cuales se mueven todos los creyentes, con una gama de matices que el arco iris sería incapaz de cubrir. Digo todos los creyentes de cualquier confesión que sean, porque los no creyentes prescinden del orden escatológico. Por otra parte, esta gama de matices, mientras se vive en la tierra, es moralmente imposible que desaparezca. Hoy más que nunca, porque el hombre actual es consciente de que todas las cosas, y por tanto, él también, «están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias». De lo que tal vez no lo sea tanto es de que también lo están «de un orden propio regulado», orden que ese mismo hombre «debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia y arte». Este orden metodológico no lo respetan ni los impacientes

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utópicos ni los resignados pasivos ante el futuro escatológico que todos esperan. Sobre la impaciencia por conquistar la felicidad prometida en aquellos que creen y esperan en Cristo -al menos dicen creer y esperar-, algo se ha dicho, así como de los que no entienden que el mundo y sus realidades tienen consistencia, verdad y bondad propias. Mas no es ésta la impaciencia que compromete la seriedad de la esperanza cristiana. No es la actitud de los cristianos de la primera hora, ni siquiera la de los milenaristas, la que pone en tela de juicio la esperanza teologal, sino la de tantos nuevos mesías, que, movidos por un deseo o sentimiento crispado, confunden la vocación cristiana con lo simplemente terreno, confunden el futuro del hombre con el paraíso en la tierra, reducen el mensaje evangélico y la vida cristiana a un compromiso de liberación material. Son mesías de vía estrecha. No han calado el misterio del «silencio de Dios». No son pacificadores sino agitadores. Son hombres dominados por la esperanza-pa~ión, no por la virtudesperanza. Se olvidan de que Jesús de Nazaret no comparte esta impaciencia ni este estilo. Cuenta san Lucas (12,14) que, «uno entre la gente, se le acercó y dijo: "Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo"». Era un asunto de orden puramente material. La justicia andaba por medio. Eran hermanos y no consta que su padre lo hubiese desheredado. Con todo, la respuesta del Maestro fue contundente: «Amigo, ¿quién me ha constituido a mí juez o partidor entre vosotros?». A buen seguro que la impaciencia de nuestros improvisados sociólogos, no compartida por Jesús, queda mejor dibujada por el mismo evangelista, cuando nos cuenta que, yendo camino de Jerusalén, hubo de entrar en una aldea de samaritanos para reponer fuerzas, mas éstos no lo recibieron, porque comprendieron que era un judío -la historia se repite constantemente aún en nuestros días-o Entonces, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, intervienen diciendo: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y que los devore?». La respuesta del Maestro debiera recordarse constantemente en estos tiempos de confusión y olvido: «Se volvió y les llamó la atención» (Lc 9,55). No es mi misión ni siquiera el recriminar los prejuicios sociales. Judíos y samaritanos no se entienden por 29

razones más políticas que religiosas; que ellos lo resuelvan. «y se marcharon a otra aldea». Estos impacientes, estos ansiosos de renovar la faz de la tierra, sin duda que, al menos inicialmente animados por una recta intención, no se dan cuenta de que la «pasión es crisis», mientras que «el amor es continuidad». ¿Qué evangelio se puede hacer respirando revancha, cuando no odio manifiesto, o al menos desprecio, contra una determinada clase de hombres? Serán injustos, serán pecadores. El evangelio no aborrece al pecador, denuncia el pecado, trata de yugular su fuerza. Tristemente, la experiencia enseña que a esta clase de profetas les domina más la pasión que la caridad cristiana. De no ser así, su acción no degeneraría tan pronto en vulgar agitación. Sobre éstos se ha escrito suficientemente y en profundidad, para que haya mayor interés en insistir. Los casos son harto frecuentes y las experiencias están al alcance de todos. La solución de la así llamada «cuestión social» es algo que a todos urge. Todos debiéramos saber cuál es el ideal de una sociedad cristiana, y la cultura europea es eminentemente cristiana, como eminentemente cristiana es la americana. La sociedad cristiana, la trazada fundamentalmente en el evangelio, es la ideal para que los hombres puedan vivir en paz, en orden, en justicia y en equidad. Ese ideal está perfectamente dibujado en los Hechos de los Apóstoles (2,42-47): «y eran asiduos al adoctrinamiento de los apóstoles, a la vida en común, a la fracción del pan y a las oraciones. Todo el mundo les tenía respeto... y los fieles todos en la comunidad lo poseían todo en común. Y las posesiones y los haberes los vendían y los repartían a todos según la necesidad que uno pudiese tener». El cuadro no creo que decepcione a nadie. Es lo ideal, sería de lo más bello, de llevarse a la práctica; como bello y paradisíaco sería si todos los hombres se pusiesen de acuerdo y cumpliesen a la perfección los mandamientos de Dios. Pero no estamos reflexionando para ángeles. No se está en las nubes, sino que estamos «en este dulce reino de la tierra» a la que amamos más de lo que quizá osemos confesar, copiando a Bernanos. Sí, estamos en la tierra, jugando la partida de la eternidad. Y en la tierra los hombres son hombres. Y los cristianos, por muy cristianos que digan que son, también son hombres. Se proyectan en un medio que no es cristiano, aun30

que su cultura diga serlo. El ambiente influye, e incluso configura. Lo que es viable en una comunidad reducida, no lo es tanto en una sociedad pluralista, organizada en clave profana. ¿Que no lo es tanto? .. Es imposible, porque el hombre se considera con consistencia, con bondad, con verdad, con libertad propias. Si unos aceptan y creen en un futuro trascendente, seguro, los otros niegan esa trascendencia. Si unos creen en el pecado original, los otros creen en la naturaleza pura y defienden que al hombre lo pervierte la sociedad. Por eso el cuadro dibujado en los Hechos de los Apóstoles es un ideal. Ideal que comporta esfuerzo y tensión. De ahí que la misión primordial del cristiano consista en luchar, en trabajar con denuedo para que ese ambiente en que se proyecta no ahogue lo esencial del mensaje de Cristo. Lucha y trabajo, que no puede ser crispación ni violencia, sino firmeza y paciencia. Orando siempre y sin desfallecer nunca. No buscando el peligro, no provocando la reacción, sino conjurándolos, a base de paciente trabajo y constante confianza. No se olvide que la paciencia es 'Virtud y, por tanto, no se confunde con el aguante resignado. La pacienda acomete y emprende, sin concesiones a la demagogia y sí con muchas consultas a la prudencia. Las virtudes son comunitarias: donde está una, allí están las demás en armonioso cortejo. Por tanto, la pasividad frente a la inteligencia, a la miseria de los demás, frente a la manipulación del hombre por el hombre no es, desde luego, rasgo que caracterice la esperanza cristiana. A buen seguro que una resignación mal entendida fue causa, o al menos ocasión, de lamentables equívocos. Lo más opuesto al evangelio es la insolidaridad, la despreocupación y el desinterés por las legítimas exigencias de los hombres. Jesús de Nazaret, así como no actuó destruyendo directamente el orden constituido por los hombres, tampoco se encogió de hombros ante la injusticia, la enfermedad, el hambre, el dolor y la muerte. No obstante, siendo claras las premisas, tuvo que aparecer el marxismo, con toda su virulencia y exclusivismo, para que el aspecto social del evangelio apareciese con la fuerza alentadora con que hoy aparece en el magisterio de la Iglesia. Así se explica cómo durante tantos años se vino llamando caridad a lo que simplemente era una elemental justicia; así se explica cómo hombres que se decían creyentes y que pasaban 31

por la vida con halo de mecenas y de grandes benefactores de la humanidad, tuviesen a sus expensas cientos de seres humanos y familias enteras con sueldos de miseria y salarios insuficientes para cubrir las uecesidades más perentorias. La limosna que redime del pecado, las indulgencias que remiten del «reato de pena», los sacramentos que absuelven, significan y dan la gracia... Toda una serie de verdades y realidades cristianas encuadradas en un marco utilitarista, como si sólo lo que es útil fuese verdadero, paliaban posibles remordimientos. Tanto más cuanto que estaban avaladas por administradores, si no subjetiva, al menos objetivamente infieles. Y no se olvide que lo primero que se pide en un administrador es que sea fiel (san Pablo). Sin duda que un estado de cosas semejante contribuyó a la reacción nada pacífica -porque fue y es reacción de oprimidos por una tiranía intelectual e indirectamente alimentada por un paternalismo exagerado- de tantos impacientes y nuevos apóstoles. En su impaciencia, confunden más de una vez el evangelio con El capital de Marx, la misión espiritual de la Iglesia con el deber fundamental del estado. La misión espiritual de la Iglesia no excluye el intento de la misma por humanizar el mundo, pero esta humanización no agota su misión. La Iglesia, como institución divina, pero formada por hombres, fue fundada por Cristo y existe para ser, a través del tiempo y del espacio, la transmisora del mensaje de salvación para todos los hombres, de todos los tiempos y de todas las latitudes. No puede ser beligerante en ninguno de los bandos, en favor de ninguno de ellos, con exclusión del otro. Su misión es estar al servicio de todos, para ofrecer a todos la paz y la verdad, la libertad y la justicia, el bien y el amor. Ella es la Iglesia de los pobres, pero también la de los ricos; tanto más cuanto que, desde la atalaya del reino de Dios, los que el mundo llama ricos pueden ser los más pobres. Si es así, no es extraño que la impaciencia utópica tenga que desaparecer de su suelo. La esperanza cristiana no es sólo para morir, sino que diría, y sobre todo, para vivir. Por eso, si de ese extremo de exaltación se pasa al de inhibición, el problema, las objeciones, en vez de resolverse, se agrava él y se robustecen ellas. Por otra parte, si la esperanza cristiana se reduce «a la es-

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fera individual, privada, subjetiva, íntima», el aislamiento se confirma, el desinterés se consolida y la solidaridad se hiela. El «negocio» de la salvación del alma continúa siendo necesario, es «lo único necesario». Pero si esa necesidad aísla, aleja, fomenta la indiferencia para todo y en todo lo que al prójimo se refiere, deja de ser problema, deja de ser «negocio» cristiano para convertirse en problema utilitarista e insolidario. 3.2.

Integración sí, ruptura no

Una esperanza manipulada, por fuerza hace gritar a los que no creen: «El cristianismo fomenta la indiferencia, la infidelidad al hombre, a la tierra y a sus tareas». Y este grito adquiere ecos de bronquedad -y con razón- cuando se divide el mundo en buenos y malos, cuando se rompe la correspondencia entre el amor de Dios y el amor a los hombres, cuando se levanta un muro impenetrable entre el orden natural y el sobrenatural, cuando se separan jansenianamente el fin inmediato del hombre y el supremo, cuando se enfrentan artificialmente la ética y la religión, cuando se rompen, separándolas, la creación y la salvación, la encarnación y la redención. Desunir lo individual y lo social, el «más acá» del «más allá», desintegrándolos, es tanto como destruir al hombre. Si el hombre nace para convivir, su aspecto social es inseparable de su individualidad personal «aquí» y «allá». Ambos niveles es preciso integrarlos, nunca excluirlos ni desatarlos, y la praxis más de una vez los separa, los excluye. «Si bien es verdad que la continuidad se ha mantenido mediante la afirmación de la resurrección de la carne, la vivencia de la esperanza tamizó con más esmero la contraposición entre tiempo y eternidad, historia y consumación. De ahí que la valoración del quehacer humano fuera predominantemente negativa». Nos veníamos moviendo en el marco de lo caduco, en el marco de «algo», como si ese «algo» no tuviese valor en sí. Cuando en realidad, «todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia y arte» (GS 36b).

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No se trata, desde luego, de escala de valores, sino de la ruptura que entre ambas realidades se produce, o al menos prácticamente se producía. Si el hombre se mueve entre dos órdenes distintos, no será para destruir uno y salvar otro, sino para integrarlos en armoniosa melodía. No en vano fue y continúa siendo tesis fundamental que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y dignifica». Precisamente, porque la gracia de Cristo no encubre el pecado, sino que lo destruye, lo borra. Si la naturaleza está bien dispuesta y sus cualidades humanas son aptas y generosamente receptivas, la perfección en el obrar individual y social de los que la reciben se eleva al ciento por uno. La ruptura es un atentado contra el plan salvífica de Dios sobre los hombres y para los hombres. El plan salvador de Dios es único, según la corriente hoy entre los teólogos. Al fin, «el tiempo actual es un tiempo intermedio, tiempo del ya sí pero todavía no, entre la fe y el futuro presente, pero todavía no totalmente realizado, y la esperanza de que por fin se manifieste en toda su potencia». Entonces existe continuidad. En vez de separarlos, es preciso integrarlos. ¿No se venía diciendo desde siempre que «la vida de la gracia es la vida de la gloria incoada»? Esta necesaria integración se va ensamblando a golpes de decisión, de respuestas afirmativas o negativas, según los casos, de posiciones tomadas, de actitudes adoptadas. El hombre no es una forma cerrada egoísticamente en sí mismo, sino abierta vertical y horizontalmente. De ahí que la esperanza, reducida a la esfera privada, estimule el egoísmo, el desinterés y la insolidaridad y cierre al hombre en su dimensión horizontal poco a poco, y en la vertical también. «En último análisis --como dice Bonifacio Fernández-, la esperanza cristiana, deformada por la privatización, no puede menos de ser un factor de evasión de la primordial tarea humana de transformar el mundo y, por ende, de ruptura con el plan salvífica de Dios». El hecho de ser el hombre un ser libre e inteligente, con capacidad de decisión propia, comporta para él el deber de crear nuevas posibilidades, para que el modo de vivir sea más humano, más conforme a los designios de Dios. Para esta mayor conformidad no basta transformar, ni siquiera mejorar, las realidades materiales, las estructuras so34

ciales, como pretenden los impacientes utópicos. «Más importantes son las tareas que van dirigidas, más directamente, a la evolución y perfeccionamiento de la persona humana y de la sociedad» 6. Es mucho más eficaz y rentable, tanto para el individuo como para la sociedad, formar al hombre para que digna y decorosamente pueda ganarse la vida por sí mismo, que socorrerlo con una limosna, por cuantiosa que sea, que le resuelva el problema de momento. Por eso dirá la constitución Gaudium el spes: «Cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento de los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos» (GS 35a). Todo lo que sea potenciar la persona humana es evangélico, porque el evangelio es profundamente humano. Y porque es profundamente humano, es divino, dado que el mensaje que comporta es el mensaje de Dios que se hace hombre para hablar y comunicarse directamente con los hombres. He aquí por qué el evangelio es dinamismo, es fuerza divina que brota aquí y «salta hasta la Vida eterna». He aquí, también, por qué la separación entre la creación y la salvación, entre el orden natural y el sobrenatural, entre el amor de Dios y el amor a los hombres haya que matizarla antes de darle luz verde. Desde este punto de vista, «la consideración, el valor y el interés del porvenir de la humanidad y del mundo», en la vida de un cristiano, ocupa su puesto debido. El orillamiento de este «debido puesto» empieza en el punto de partida de ese abismo que se pretende abrir entre el mundo actual y el venidero. Que este presunto abismo es real, ahí está para indicárnoslo la insensibilidad de tantos cristianos frente a esa estadística sangrante como es la que nos presenta a los dos tercios de la humanidad pasando hambre. La esperanza que merece reproches y a la que se le oponen fuertes objeciones no es la esperanza cristiana, no es la esperanza que infunde el evangelio, sino la que está determinada por estas dos coordenadas: la privatización y la ruptura Esta no es cristiana. Una esperanza así «hace a los hombres egoístas. Pueden pasar de largo ante el sufrimiento de los demás ----como pasaron el sacerdote y el levita del evangelio- porque esperan para sí algo 6

L. BOFF,

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mejor». Y porque en realidad pasaron -¡desgraciadamente continúan pasando!- parapetados en un sistema envejecido y que hace agua por falta de imaginación, en el que los intereses creados deciden y dan la ley, en el que la Iglesia se vio envuelta, la esperanza marxista se propagó rápidamente, reservándose el protagonismo de la liberación total del hombre. El hombre de hoy no acepta la credibilidad del evangelio, no cree en su fuerza liberadora. Ha perdido la confianza en él. No porque su actualidad caducase, no porque su fuerza inspiradora disminuyese, sino porque los cristianos han sido y continuamos siendo infieles a él. Nos hemos perdido en una serie de detalles y hemos orillado lo fundamental. A pesar de todo, Dios continúa fiel a su plan de salvación, continúa sacudiendo al hombre de su sueño, recordándole, por mil medios, su infidelidad. «El sufrimiento y el fracaso son la intervención de Dios para que el hombre no se instale en una condición, que no es la bienaventuranza a que está llamado. En la historia del Israel antiguo, así como en la de la Iglesia, los enemigos y los adversarios ejercen una función providencial. Cada vez que la Iglesia deja perderse o descuida una parte de la verdad de que es depositaria y que está obligada a hacer fructificar, se levanta un adversario en nombre precisamente -¡ironías de la historia!- de ese fragmento de verdad abandonada por la Iglesia, y ataca a la cristiandad, usando como arma esa verdad parcial» 7. La historia es rica en estos casos y los testimonios abundan: por el Renacimiento y la reforma, «la tentación del poder temporal y de la tiranía intelectual» se alejaron de la Iglesia. El racionalismo impidió que se enlodase en el fango de una ética morbosa. El socialismo la despertó de su sueño para que la separación entre lo individual y lo social, con un olvido peligroso para éste, no la llevase a la pérdida de la credibilidad como árbitro de la verdad, de la justicia... La Iglesia es sacramento de salvación para todos, para ricos y para pobres, al margen de la voluntad de los hombres, porque ésta es la finalidad que le otorgó su fundador. Los hombres a quienes se les encomendó su gobierno no pueden apartarse de esa su finalidad. Si se apartasen, tienen el deber de 7

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L. BOFF, O.c., 127.

rectificar. Deber que no es fácil eludir, aunque su cumplimiento no siempre sea fácil. A la Iglesia, como institución, no se le encomendó la solución de los problemas económicos, sociales y políticos. El bienestar material de los ciudadanos es urgencia del poder civil. Pero como está en este mundo, y está para dar testimonio de la verdad, de la bondad y de la justicia, si no lo diera, «otros vendrán que lo hagan en su lugar, pero atacándola». No está en su mano la solución. Por eso los inquietos y los impacientes, más que resolver, complican y endurecen la situación, porque se les considera intrusos. No así a los que esperan con fe, actúan con confianza, hablan con equilibrio y tienden la mano con generosidad. 3.3.

En qué consiste la esperanza

En buena lógica y en armonía con el" evangelio, no son separables la creación de la salvación, la ética de la religión. Si el hombre fue creado para salvarse, su salvación empieza aquí. La consumación de la misma, su realización en plenitud depende de Dios, pero con su colaboración porque sigue teniendo actualidad aquello de san Agustín: «El que te creó sin U. no te salvará sin tu cooperación». La esperanza cristiana se funda en esta voluntad positiva de Dios de salvar a todos los hombres y en la cooperación de éstos con él. Y esa esperanza mira, no a la desaparición del sufrimiento, del dolor «aquí y ahora», sino, a pesar de todo, a la lucha contra el pecado y contra «la muerte después de la muerte». El cristiano espera y, porque espera, trabaja y se violenta para que el pecado desaparezca y, con él, desaparezca el trágico terror a la muerte. Espera, aguanta, no pasivamente, sino en consciente y constante tensión.

3.4.

Fundamento

No confía esta destrucción a la eternidad, sino que la espera en el tiempo, porque sabe que en el tiempo juega la baza de la eternidad. No la confía a la eternidad, porque la esperanza termina con la muerte. El que cree sabe que la muerte

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no es la finalidad de la vida, sino la realización plena de las promesas de la alianza. Su esperanza en la vida la funda en las promesas de Dios, realizadas en Cristo, a quien resucitó de entre los muertos, para que con él resuciten todos los hombres. «La resurrección de Cristo es la protesta de Dios contra la muerte y la humillación del hombre por la miseria», ha escrito Moltmann. La muerte y la resurrección de Cristo son, por tanto, la garantía, el aval de nuestra esperanza. En el lenguaje de la resurrección el hombre descubre cómo un hecho de la escatología pasa a formar parte de la historia humana. Este hecho tiene suficiente luz para que los hombres vean que ante ellos no se abre el abismo de la nada absoluta. Dado que Jesús de Nazaret es el ideal que del hombre tiene Dios desde toda la eternidad, todos aquellos que se esfuercen y violenten por acercarse a ese ideal durante su vida terrena saben con certeza, no experimental, sino de fe, que con la muerte no acaban, sino que se realizan en plenitud. ¿No es, acaso, la resurrección de Cristo un hecho real? ¿No es Cristo, por ventura, la cabeza de ese cuerpo, del cual los hombres somos miembros? Estas preguntas no se contestan, sus respuestas no se constatan con una demostración histórica, como se constatan los hechos simplemente humanos. Pero pasan a la historia por el testimonio de unos testigos que merecen todo crédito y adhesión 8, como el lector puede ver en las reflexiones del capítulo «La resurrección de Cristo». La palabra de un hombre es digna de nuestra adhesión cuando el que la compromete merece crédito, es de fiar. Negarle valor probatorio a los testigos que deponen sobre su experiencia personal de haber hablado y comido con el Maestro resucitado, no es sólo negar valor a la palabra de Dios, sino inhibirse de toda confianza en los hombres. Los que aseguran que Jesús ha resucitado no dicen haber sido testigos de visu del hecho, sino que sólo dan fe de que ellos «hablaron y comieron con él», a los pocos días de haberlo sepultado en un sepulcro, cuyo recuerdo es hoy centro de constantes peregrinos. Todos los signos externos que se conocen de estos testigos llevan el sello de la credibilidad, hablan de que son normales y nada dados a soñar despiertos. En~

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«Secularidad del seglar franciscano», Madrid 1978, 56.

tonces creerles es razonable y, por lo mismo, razonable es también fundar en esta fe la esperanza. Siendo así las cosas, como lo son para el cristiano, la resurrección de Jesús le asegura que el pecado y la muerte están heridos de muerte. Por lo tanto, una vez que «lo esencial está realizado, el cristiano debiera ser una persona de gran jovialidad, buen humor y alegría cordial. El horizonte se le muestra sin nubes, los monstruos que devoraban nuestro futuro han sido conjurados, el fin-meta está garantizado» 9. Su esperanza debiera ser la expresión del optimismo en todas sus facetas.

3.5.

Consecuencias

Si Cristo es la garantía de nuestra esperanza, lo primero que debe asumir y asimilar el creyente es que la esperanza es una gracia. Una gracia que entra «en la planificación de la vida humana». Si es una gracia, tiene que ser consciente de que su protagonismo en la realización de sus esperanzas no es lo fundamental, no es lo único necesario. No puede confiar, primordialmente, en él. El solo se sentiría frustrado. Su limitación, con todo, no le impedirá ser jovial y cordialmente alegre; porque «su alegría tiene sus raíces en el misterio pascual». Se comprende que los hombres sin fe no calen el verdadero sentido de esta jovialidad, de este buen humor, de esta aceptación alegre del contratiempo; e, incluso, que lo interpreten como pasividad e indiferencia. No lo comprenden y, porque no lo comprenden, lo estiman enfermizo y patológico. Ellos se juzgan autosuficientes. Ignoran que «toda suficiencia viene de Dios». No es extraño, por tanto, que ante su limitación, si bien no reconocida y menos aceptada, se crispen, se desesperen, se hundan en «la esperanza sin esperar nada». He aquí por qué los personajes de André Malraux, por ejemplo, ante «el desencadenamiento de los sueños inhumanos y quizá también por el embate de una tentación de orden moral», vuelcan «con violencia, acrecentada por su capitulación secreta, todas sus energías espirituales sobre el mundo exterior». Antes de acometer el proyecto, se sienten vencidos por la dificultad o magnitud de la empresa. 9 «Secularidad del seglar franciscano», o.c. Léanse los apartados referentes a la resurrección de Cristo.

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Esos personajes son hombres y, como hombres, se lanzan a la aventura, se lanzan a la realización de sus sueños. «Este término, la aventura ---dirá el mismo Malraux-, tuvo hacia los años 20 un gran prestigio en los círculos literarios». Quieren justificar su realeza sobre las obras de la creación. Pero eligen el camino de la impaciencia y no «el viaje interior». Muy pronto tropiezan con su impotencia. Pronto, demasiado pronto gustan la copa de la frustración. ¿Cómo no van a gustarla si, buscando ser señores de los demás, son incapaces de serlo de sí mismos? El caso es que, incapaces de «evangelizar, con paciencia lenta y constante, las oquedades ignotas de su conciencia íntima, queman etapas: en vez de humanizar, de domesticar con paciencia esta tierra virgen, atormentada por monstruos, pululante de amenazas de orden moral, han preferido talarla, amputarla». Se aligeran de todo esfuerzo moral; pero, a la vez, quedan disminuidos, mermados para afrontar, con garantías, cualquier empresa, cualquiera realización digna y elevada 10. La influencia que André Malraux ejerce sobre nuestra juventud salta a la vista. No se distinguen nuestros jóvenes por su idealismo, por su entusiasmo, por sus ansias de ser y de hacer siempre algo más y mejor. Es que una vida sin esfuerzo, sin violencia interior; una formación a base de concesiones, no sólo no garantiza, sino que ni siquiera presume el éxito. El mensaje evangélico está en los antípodas de esta pedagogía, aunque en no pocos cristianos, al menos de nombre, se adivine su trasfondo. «El cristianismo no consiste en la crispación estoica, que permite vencer un vicio en el orden moral, sino en el amor cada vez más profundo a los hombres y a Dios, que nos ayuda a superar el pecado», dice Charles Moeller. Consiste en la mansedumbre, en aceptarse humildemente como uno es, con todas las propias limitaciones. El esfuerzo, el sacrificio del hombre para afianzar su realeza en la vida, es necesario. Nació para ser rey. Pero su realeza se afianza a través del vencimiento propio. Sin embargo, el éxito de esta contienda no estriba sólo en su esfuerzo, sino en la fuerza de Dios, que le asiste siempre con su gracia. El olvido de esta verdad elemental en la pedagogía cristiana tiene como compañeros de viaje «el pesimismo, los profetas de 10

40

L. BOFF, O.c., 127.

mal agüero, las lamentaciones, el humor negro, la irritabilidad y el fanatismo conservador tan presentes en algunos sectores de la Iglesia de hoy» 11; y, por ósmosis inevitable en el mundo que contempla, sobre todo al hombre de Iglesia, con creciente curiosidad e impaciencia mal contenida, todos sus gestos, todas sus reacciones, todas sus actitudes. Una conciencia clara de la propia limitación, aceptada con amor, da a la vida personal un aire de magnanimidad. La magnanimidad es grandeza de alma, es elevación de espíritu. Aquel que no la tiene es que no sabe aceptarse como es, y, por tanto, le faltarán «las energías necesarias para transformar el mundo y llegar a la perfecta identidad consigo mismo, con los demás y con la naturaleza». En sentido inverso, el consciente de sus limitaciones, pero con un corazón abierto para escuchar a aquel que dijo: «No tengáis miedo. Yo soy», se sentirá con coraje para desafiar a esos monstruos inhumanos, que hoy imponen su fuerza y dictan la ley: dinero, poder, violencia, terror, pornografía, droga... Porque «quien aguarda la consumación trascendente como lo necesario e imposible para el hombre, está permitiendo que la historia sea historia. Es decir, el campo de despliegue de las ilimitadas posibilidades humanas en marcha hacia un siempre nuevo. Solamente la seguridad de la victoria prometida garantiza el sentido del hombre y le deja holgura para la acción planificadora, la crítica» 12. Planificará con ilusión, protestará con respeto, criticará sin resentimiento porque mira con altura, ve en profundidad y ama con grandeza. Esto es, porque tiene un espíritu magnánimo. Yen las almas magnánimas no cabe ni el odio, ni el resentimiento, ni el deseo de propia exaltación, ni la soberbia de la vida. Donde alumbra la fe, se asienta, como en su propia casa, la esperanza.

4.

La esperanza compromete

«La entera familia humana, con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el teatro de la historia hu11

12

Ch. MOELLER, a.c., III, 194-195. L. BOFF, a.c., 127.

41

mana, con sus afanes, fracasos y victorias», se llama mundo. Para los cristianos es todo eso y algo más; porque todo es «creado y conservado por Dios, esclavizado luego bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (GS 2b). Por tanto, contraponer, romper la integración entre mundo e Iglesia es romper el plan de Dios. Desentenderse de la creación es renunciar a la salvación. Así pues, por esta integración debe trabajar, tiene que trabajar el cristiano. Porque el mundo es el campo donde despliega toda su actividad. Y el mundo será lo que el hombre quiera, dado que «el porvenir y el futuro terreno de la humanidad es una tarea exclusiva del hombre». Esto no es proclamar la autonomía absoluta. El hombre puede extraviarse y, de hecho, muchas veces se extravía en la búsqueda de ese porvenir, de ese futuro. Por eso el creyente, que se sabe limitado, sitúa su porvenir «y lo encuentra bajo el abrigo y protección de Dios, en cuanto Dios se lo promete. Si bien la certeza de ese porvenir le obliga a no descuidar las tareas temporales presentes» (GS 43). La certeza de su porvenir le obliga a no evadirse del cumplimiento fiel de las tareas presentes y, por lo mismo, le compromete. Porque la aceptación de Dios como principio y fin de todo «no puede situarse al margen de la vida cotidiana». Vida y fe, creación y salvación, son inseparables. Esta inseparabilidad la ha expresado de un modo sencillo y a la vez profundo uno de nuestros actuales actores, José Luis López Vázquez: «Para mí creer en Jesucristo es fundamento espiritual. Jesucristo nos muestra el Bien, la Verdad, la Justicia y el Amor. Me condiciona a ser humilde, a practicar el sacrificio, la resignación, la entrega, la esperanza y la fe. En lo adverso de la vida recurro a él, invocando su ayuda y protección. Jesucristo es ejemplo de perfección a imagen y semejanza humana; y aunque, por supuesto, no sea capaz de abundar en la práctica de su doctrina, al menos, de vez en cuando, suelo intentarlo, como lo haría cualquier hombre de buena voluntad». Si alguien puede decir tanto y tan bien en tan pocas palabras, bueno sería que lo intentase. Me resulta doblemente grato aducir aquí este testimonio actual, porque, amén de ser 42

el testimonio de todo un hombre, viene de un estamento que tal vez, con más ingenuidad que profundidad, se considera frívolo. Con todo, un hombre solo poco podría hacer para construir un mundo mejor, más justo, más solidario, más humano. Sus fuerzas para oponerse con ventaja al terror organizado, a la pornografía programada, a la injusticia camuflada, al desprecio sistematizado de la infancia espiritual, al escándalo en dosis masivas, son demasiado limitadas y tremendamente condicionadas. Pero si ese hombre se apoya en la fuerza de Dios y expone con coraje su plan de acción a esos dos tercios de humanidad que pasa hambre, el cuadro cambia de marco. Si a ese hombre se unen los que comparten el mismo credo y comulgan en la misma esperanza, las posibilidades se multiplican. No se olvide, por lo demás, que más importante que el cambio de estructuras es la capacitación, el perfeccionamiento de las personas. Si todos los creyentes, con capacidad para ello, potenciasen cultural y religiosam~te a uno solo de los marginados, el número se elevaría a millares. El evangelio, la buena nueva, está en el mundo, como un reto de amor a la congénita pereza humana. «Todo lo que hagáis a uno de estos pequeñuelos, que son mis hermanos, a mí me lo habéis hecho». Cuanto más haga el hombre en favor y beneficio de la familia humana, más hombre es; porque «trabajando en el mundo y por el mundo, el hombre se humaniza, se hace más hombre y responde a la voluntad de Dios, que es el sumo bien del hombre».

4.1.

Compromiso vital

El compromiso existe, porque lo exige el evangelio y, al menos hoy, lo recuerda la Iglesia con solemnidad y urgencia. Si el compromiso es irrenunciable, nadie tiene en justicia razón para inculpar al cristianismo de «evadirse morbosamente del hombre y de sus tareas». Si se fijan en muchos, tanto a nivel individual como institucional, tal vez la tengan. A su inculpación, en ese caso, se asociaría todo ese concierto de hombres de buena voluntad que se comprometieron, no sólo desde el evangelio escrito, sino desde su espíritu, consciente y activamente, en el amor, en la paciencia y en la solidaridad, con el 43

esfuerzo y con el sacrificio para hacer un mundo más justo y más humano en favor de todos los hombres, sin distinción de razas ni de religión. Se comprometieron porque sienten la solidaridad en la fraternidad. Fraternidad que no admite distinciones, por cuanto se sienten todos hijos de un mismo padre, Dios. Para el que cree en profundidad y espera en Jesucristo, este compromiso es vital. Porque el cristiano se compromete a vivir la vida de Cristo. El cristiano «es el hombre de Cristo». Cristo ni en su vida ni en su predicación capituló ante la injusticia, ante la marginación, ante la manipulación del hombre por el hombre. Para los marginados tuvo palabras y obras de rehabilitación. Los pastores en su nacimiento, los publicanos en su vida de predicación, ocuparon lugar preferente. Preferencia que no excluía, sino que atraía y estimulaba. Nicodemo, «el de la secreta conversación con Jesús, el fariseo convertido en su secreto discípulo», como lo define Unamuno, da buena cuenta de su fidelidad a aquel a quien se había convertido: «¿Por ventura condena nuestra ley a un individuo sin oírlo antes a él y conocer lo que ha hecho?» (Jn 7,51). La fidelidad de Nicodemo es para el cristiano paradigma; porque él fue fiel en una situación borrascosa y comprometida. Se trataba nada menos que de condenar al Maestro. Para el creyente, lo es hoy también; porque el adversario se ha levantado con la exclusiva de la justicia social. Como la propaganda le da esa exclusiva, tendrá él que probárselo, más que con palabras con hechos. De ahí que el hombre, sabiéndose, por una parte, responsable de haber introducido en la obra de Dios el desorden, la guerra, el dolor, la injusticia y, por otra, creyendo y esperando en Jesucristo, no podrá menos de sentirse comprometido en la erradicación de los mismos. Nicodemo se sentía fiel cumplidor de la ley, pero al ver que en nombre de esa misma ley se intentaba condenar al inocente sin oírlo, defiende la ley y, a su vez, al inocente. El cristiano que de veras se siente cristiano, al observar que en nombre de los cristianos se condena el evangelio, tiene, por un imperativo de dignidad y de vida, que ajustar su vida al evangelio, y defendiendo el evangelio con su vida evangélica, defenderá a su

44

vez, a las víctimas, que los adversarios dicen serlo de la doctrina evangélica. Esos millones de seres humanos que mueren de hambre es posible disminuirlos. Bastaría que los privilegiados redujesen su presupuesto y renunciasen a algo de lo mucho que les sobra. Bastaría que las multinacionales, en lugar de asentar como principio el haber, se ajustasen al del amor. La credibilidad de la esperanza se mide por su tensión interior; porque «el compromiso eficaz para la transformación del mundo es una dimensión interior de la esperanza, lo mismo que las obras son un momento activo de la fe y no sólo su fruto o consecuencia. El único modo de hacer creíble nuestra esperanza en el futuro absoluto, dado por Dios, consiste en verificarla en la historia, aceptando que el porvenir intramundano es la mediación necesaria del porvenir trascendente, la espera de la esperanza» 13. Si uno espera intensamente, acepta esa mediación, no sólo intelectualmente, sino activamente, haciendo por su parte que sea lo más ajustada posible al plan de D~. ' Comprender la necesidad de esta mediación, incluso hasta llegar al cambio, cuenta y cuenta mucho. Pero insistir urge, «aun cuando las coyunturas externas, económicas y sociales, tengan una importancia considerable por la ayuda o el obstáculo para esta evolución espiritual y moral; cambiar al hombre sigue siendo más importante que cambiar las instituciones». Si la mentalidad del hombre no cambia, las estructuras en sus manos serían algo muerto. La fe, unida a la esperanza, exige un cambio de perspectiva. A este cambio se resisten de ordinario los hombres, porque el cambio casi siempre supone algún riesgo. Los hombres aman y buscan la seguridad. Pero el cristiano, fiel a su vocación y consecuente con la gracia de su conversión, tendrá que soportar la incomprensión, cuando no la persecución por parte del contrario. Al fin, continúa siendo de actualidad que «el reino de los cielos padece violencia y lo arrebatan los que se la hacen».

13

«Secularidad del seglar franciscano»,

O.C.,

22.

45

4.2.

Cambio de mentalidad

El hombre no cambia de mentalidad por decreto. Cambiará si se convence de la necesidad del cambio, si en realidad quiere cambiar, y, por último, si colabora con la gracia que, sin advertirlo, le ronda incesantemente. Los cristianos necesitamos convertirnos a la verdadera esperanza. La conversión es una gracia. Pero la gracia de la conversión no actuará de ordinario si las disposiciones morales y psicológicas no le son propicias. Entre esas disposiciones está, o mejor, condición para que esas disposiciones sean propicias es el conocer la distinción fundamental que media entre esperanza-pasión y esperanza-virtud. La primera «tiene por objeto un bien futuro, difícil, pero posible». Unas oposiciones a pocas cátedras y muchos opositores casi todos primeras espadas. Es difícil, pero es posible ganarlas. La segunda, esperanza-virtud, «situada en la parte intelectual y libre de nuestro espíritu, tiene por objeto los valores espirituales y divinos, la bienaventuranza eterna, cuya dificultad de acceso es vencida por la certeza sobrenatural de que Dios existe y es nuestro bien» 14. Si la sensibilidad del alma es la sede de la esperanza-pasión, en la parte intelectual y libre se sitúa la esperanza-virtud. Ambas, pues, actúan por medio del alma y ambas las debemos integrar; porque es todo el hombre el que se salva o se condena. La esperanza-virtud tiene un objeto de «difícil acceso»; hasta, desde el punto de vista de las fuerzas humanas, habrá que decir imposible; aunque se hace posible gracias a la gracia que Cristo nos obtuvo. La imposibilidad está suprimida, y porque está suprimida, la esperanza, al mismo tiempo que libera de la fuerza del pecado y de la muerte, compromete a los que la viven unificando su historia «en su origen, en su medio y en su fin». La historia la escriben los hombres y Dios. Dios disponiendo la falsilla de su plan, para que lo ejecuten rectamente los hombres. Dios quiere que todos los hombres se salven. «Para todos 14

46

Ch. MOELLER,

O.C.,

111, 195.

están destinadas las promesas». Aceptarlas o rechazarlas depende de cada uno. Este es el plan de Dios. A través de su palabra revelada, a través de la comunicación de Dios con el hombre, éste sabe y conoce todo lo que Dios hizo y continúa haciendo para que su plan se cumpla. Que de parte de Dios se cumple siempre, nos lo garantiza Jesús de Nazaret, crucificado por los hombres y resucitado para que todos resuciten con él. La fidelidad de Dios está, pues, rubricada con la sangre del Justo. Lo que no está rubricado y garantizado es la salvación de cada uno en particular; porque esto depende de la opción definitiva de cada individuo. Siendo libre, puede rechazarla o aceptarla. ¡Tremendo misterio el del libre albedrío! Así es como la salvación individual, objeto de la esperanzavirtud, se garantiza incorporándose cada uno, activa y responsablemente, con amor, a ese plan divino de salvación, solidarizándose con Cristo a través de la solidaridad con los hombres. :

4.3.

Cuidado con quemarse

En el plan de Dios entra que los hombres se «esfuercen a fin de ayudar al mundo a triunfar del egoísmo, del orgullo y de las rivalidades; a superar las ambiciones y las injusticias; a abrir a todos los caminos de una vida más humana, en la que cada uno sea amado y ayudado como su prójimo y su hermano» (Populorum progressio 82). Con este esfuerzo se incorporan al plan divino. El cristiano debe ser consciente de que con esta incorporación contribuye a que el mundo se transforme según el propósito divino. Mas esta misma conciencia le advierte de posibles riesgos, de los aspectos vulnerables que su dedicación al quehacer terreno comporta. Los impacientes utópicos son una buena prueba. No hay por qué poner en cuarentena su buena fe, su deseo de ser útiles a los demás. Su vida de sacrificio y de renuncia es, en muchos casos, ejemplar. Pero este sacrificio y esta renuncia se aprecia y estima en muchos de aquellos mismos que no tienen sentido de lo trascendente, que no se cobijan bajo el signo de Dios. Es cierto que la práctica religiosa no puede situarse al mar-

47

gen de la vida cristiana, que el interés por el mundo debe provocar la fe y la vida religiosa de los cristianos. Sin embargo: 1. o El cristiano no puede invertir los valores. El trabajo por el trabajo no tiene sentido. El trabajo terreno es siempre un medio, nunca un fin en sí mismo. 2. o No puede convertir su vocación humana en simplemente terrena. Está llamado a la bienaventuranza y esa llamada graciosa puede no escucharla; pero entonces se sitúa al margen del plan divino. 3. 0 No puede confundir el mejoramiento, el progreso material propio ni el de los demás con el reino de Dios. 4. 0 No puede reducir el mensaje evangélico y la vida cristiana a su compromiso de liberación material. Así como tampoco puede prescindir de las repercusiones en la vida que tiene la misión espiritual de la Iglesia. Afirmar que su misión exclusiva es salvar las almas, excluyendo cualquier intento de la Iglesia por humanizar el mundo según el evangelio es, a su vez, inaceptable. ¿Se puede salvar la parte sin salvar el todo?

La fe y la esperanza cristianas divinizan el mundo, puesto que su transformación está encomendada al hombre. Pero no separan al hombre ni al mundo de Dios, hasta el extremo de que «no sepan dónde lo han puesto» 15. Considero que unas reflexiones sobre la esperanza son el pórtico más adecuado para meternos a velas desplegadas en el mundo de la escatología, tanto más cuanto que ésta no tendría sentido si no existiese aquélla. Por eso las brindo aquí a fin de que la meditación sobre la realidad de los novísimos no nos deprima, sino que nos estimule 16.

15

Ch. MOELLER,

O.C.,

IV, 147.

La clave de estas reflexiones la encontrará el lector en el artículo de BoNIFACIO FERNÁNDEZ, Esperanza cristiana, en el número citado de «Misión Abierta». 16

48

2.

Algo sobre escatología

El problema sobre el origen y el fin del mundo es básico para la cosmología. Como, por otra parte, se relaciona íntimamente con la escatología bíblica, unas anotaciones sobre él, aunque sólo sea por metodología, se hacen imprescindibles. Los físicos están casi todos de acuerdo en afirmar que el mundo tuvo principio, que no es eterno. Con toda probabilidad, tendrá también fin. No obstante, 19 que el mundo «haya sido antes de su principio y haya de ser después de su fin es, desde el punto de vista astronómico o físico, una pregunta sin sentido». Aún más, «es una pregunta insoluble» 1. Es insoluble porque escapa a la investigación científica y al mismo entender filosófico. Sólo la teología, basándose en la escatología bíblica, puede iluminar con éxito para todos una respuesta fiable, siempre que aceptemos que la teología es ciencia. 0, quizá mejor, siempre que nos pongamos de acuerdo en definir «qué es lo científico» . De suerte que todo lo que fundamentalmente se diga en este libro sobre el tema propuesto, tendrá como base la palabra de Dios, sin que ello sea óbice para que antes se indiquen algunas pistas que los filósofos ingeniaron y los pensadores apuntan. Conviene, sin embargo, de una vez por todas, dejar claro que el modo de hablar de los escritores sagrados no comporta la misma filosofía, el mismo tono que caracteriza a los filósofos, a los científicos. No escriben en la misma clave ni tienen sus afirmaciones idéntico sentido. 1

H.

KÜNG,

¿Vida Eterna?, Cristiandad, Madrid 1983, 338.

49

El lenguaje de la Biblia «posibilita la comprensión de la coherencia del mundo, coherencia que puede percibirse tras los fenómenos y sin la cual nos sería imposible establecer una ética y una escala de valores». Con todo, «este lenguaje es más afín a la creación literaria que al de las ciencias naturales» 2. De ahí que las imágenes y las soluciones que se emplean en esas pistas apuntadas por los «ilustrados» sean a manera de hijos bastardos de la esperanza cristiana. La palabra de Dios no prejuzga ni define los postulados de la ciencia. No está en la misma línea, sino que apunta a lo que ésta no puede verificar. No es prudente atenerse al sentido vertical de las elucubraciones humanas, dándole valor absoluto, cuando el problema que en ellas se ventila continúa siendo una cuestión abierta. No lo es, porque la experiencia enseña que es mucho más frecuente la diversidad que la unanimidad en la apreciación de las cosas, de los hechos, de las realidades. Sólo Dios es absolutamente vertical. El hombre, por ser hechura e imagen suya, tiende a esa verticalidad, tiende a constituirse doctor y maestro. Se olvida, con más facilidad de la debida, de su historicidad, tanto que muchas veces, creyéndose original, no hace otra cosa más que reproducir lo que muchos años antes se había dicho o hecho. La línea más corta entre dos puntos es la recta: Dios y el hombre. Cuando éste se propone la conquista de la verdad, del bien, de la justicia absolutos, cuando intenta descubrir la finalidad de la historia, lo hace a través de las cosas, de relaciones, de conceptos, de sus semejantes. Hay más horizontalidad en su empeño que verticalidad. La multitud de árboles le impide ver el bosque. De ahí la relatividad, todavía más, la caducidad de sus afirmaciones. Esto es lo que la historia del acontecer cotidiano constata, si se observa desinteresadamente, y con serenidad de juicio. Por eso, antes de ilustrar el hecho, con la humildad suficiente, tratemos de puntualizar, a la luz dc la revelación, d plan \.k Dios sobre la creación y, por tanto, del hombre. El hombre sin Dios se desorienta, incluso llega a considerarse nada. La historia para él «se reduce a un punto de vista sobre la nada», dado que «el mundo no es». 2

50

H.

KÜNG,

a.c., 340.

Carlos Rojas en su novela Azaña, premio Planeta 1973, pone en labios de su protagonista lo siguiente: «¿Un punto de vista sobre la nada, señor presidente? Dos, por mejor decirlo. Uno, propio de quienes la limitan a las vidas de sus dirigentes ... Otro, parejo a cuanto Unamuno dio en llamar "intrahistoria", fuera una versión colectiva de los aconteceres, según masas o pueblos, más cercana a la sociología o a la antropología que a la historia tradicional. Lógicamente los dos conceptos, el de la multiplicidad o la individualidad de la historia, no debieran excluirse. Al contrario, cabría fundirlos en una especie de experiencia total, donde cupieran multitudes y personalidades, arte y política, credos y precios, armas y letras, hechos y esperanzas. En otras palabras, nada, porque todo es sueño» 3. A la nada absoluta nos conducen, en último término, todas las soluciones que los hombres, en nombre de la razón emancipada de Dios, dan a la cuestión, al interrogante: después de la muerte, ¿qué? El hombre es inteligente y libre y, como tal, actúa siempre con alguna finalidad. Como Dios lo constituyó representante de toda la creación, su obrar repercute en toda ella. Esta repercusión no es siempre positiva, dado que su historia la empezó pecando. Por eso el cosmos no es capaz de producir vida imperecedera. Todo lo que el mundo produce lleva en sí el signo de lo caduco, de lo transitorio, de la muerte, una vez que el no que en un principio dijo a Dios lo continúa en el no a sus hermanos. No en vano, amén de ser una forma vertical es, al mismo tiempo, una forma abierta horizontalmente. La lectura de la Sagrada Escritura confirma esta triste experiencia. Como también confirma que el plan de Dios no es, a pesar de los empeños del hombre, el de resolverlo en la nada. Dios desde el principio le dio a la historia una dirección, una finalidad: la salvación, la realización en plenitud. Incesantemente le llama, le advierte, le da toques de atención por muchos medios y de muy diversas maneras. Hasta que, llegada «la plenitud de los tiempos», su Hijo unigénito «plantó su tienda entre nosotros» visible y realmente. Suficientemente visible, para que los que lo buscan con limpieza de corazón lo descu3

C. ROJAS, Azaña, Planeta, Barcelona 1973, 242.

51

bran. Aunque, aSimismo, suficientemente velado para no ser descubierto por los que no lo buscan con humildad y rectitud de intención. La verticalidad continúa y continuará siendo una grave tentación para los que nacieron con el signo de la horizontalidad. Los que la consienten y aceptan constituirán culturas, elaborarán sistemas, pero no podrán decir o contestar a la pregunta: después de la muerte, ¿qué?, de forma definitiva. Tratarán de explicar el porqué y para qué de la vida y del mundo, pero se quedarán a medio camino. Sus explicaciones no convencen ni a los que las ingenian porque el «evolucionismo spenceriano tropieza con la dura prueba de la experiencia».

1.

La Ilustración

Mientras que en occidente no se sometió a crítica la palabra de Dios revelada a los hombres por medio de los mismos hombres, el plan divino sobre la salvación estuvo en pacífica posesión. Mas, una vez que apareció el Renacimiento, pasando por la reforma y desembocando en la Ilustración, la variedad de soluciones al problema de la vida se abre en un abanico de colores que supera a los del arco iris. Los hombres de la Ilustración creyeron «poder penetrar toda la realidad», llegando a la conclusión, para ellos definitiva, de que sólo tiene valor lo que racionalmente se puede verificar. Como no son capaces de verificar la finalidad de la historia y, por consiguiente, la del hombre, desestiman su historicidad. La identifican con su temporalidad, lo que supone la negación o al menos la desvalorización de su dignidad humana. Es consustancial al hombre la disposición y capacidad para obrar sucesivamente, como lo es la real sucesión en el obrar. A lo primero se le llamaría temporeidad y a lo segundo temporalidad. Pero en esta «real sucesión en el obrar» entra la historicidad, en cuanto añade elementos nuevos, que algunos de ellos definen precisamente la personalidad: la significatividad, la libertad, la publicidad, la comunidad y la finalidad. Por ser libre y obrar con y por un fin, va escribiendo la historia, que no siempre, desgraciadamente, se sucede en perfección. Pues bien, el racienalismo ilustrado tiene en muy poca es52

tima esta historicidad, en tan poca que pretende liberarlo de su peso y lastre. Si la historia lo enriquece también lo carga, siendo mayor la carga que el enriquecimiento. Hasta la Ilustración, según ella, el hombre desconocía su presente y su futuro. El racionalismo ilustrado lo construirá, empezando desde lo «puramente humano», intentará llegar hasta la naturaleza pura, sin las taras de la civilización. Cree en el imperio absoluto de la razón, tanto que «vivimos en un siglo que se hace cada día más ilustrado, de forma que todos los siglos pasados en comparación con él parecen puras tinieblas», dirá Pierre Bayle. «Tales exclamaciones, que en la Ilustración se unieron en un potente coro, denuncian una escatología mundanizada que no conoce ningún fin determinado de la evolución humana, pero que se basa en la inconmovible fe en que la humanidad está siempre en camino hacia condiciones de existencia más elevadas y puras, cuyos contornos se esfuman en indeterminadas y nebulosas lejanías», dice Schm~s. 1.1.

Kant

Estos hombres estaban animados por la idea de que la historia humana «se mueve hacia una definitiva meta intramundana en un proceso continuamente progresivo». De ello nos da buena cuenta Manuel Kant: «Manifiesta la esperanza de que el género humano camina de lo peor a lo mejor en una continua evolución ascendente. Aunque la evolución exterior y técnica se anticipen temporalmente a la moral, las disposiciones del hombre se desarrollarán incontenibles y se impondrán por fin». El racionalista ilustrado, por consiguiente, tiene su escatología, mira hacia un futuro; pero en ese futuro cuenta sólo la totalidad, el individuo continúa en su incertidumbre, cargando con la desesperanza de una respuesta a su angustia.

1.2.

Hegel

En la misma línea se mueve el idealista Hegel, si bien con colores propios. La evolución sigue en una línea constante. Su fe en el progreso es grande, pero no tanto como para que lo 53

considere indefinido, puesto que esta evolución progresiva la vio culminada en el estado prusiano. «Dentro del estado, a su vez, la filosofía hegeliana es la forma en que el espíritu ha llegado a la conciencia perfecta de sí mismo». 1.3.

Nietzsche y Kierkegaard

La desconsideración al individuo en el pensamiento hegeliano obligó a Nietzsche a idearse el «superhombre», al hombre capaz «de romper todas las tablas anteriores por las que se haya orientado la humanidad y crearlas nuevas en todos los terrenos». Si Hegel sacrifica al individuo en aras de la colectividad, Nietzsche lo eleva tanto que 10 reduce a una ilusión. Para él, el fin del hombre ni es Dios ni el estado ni la cultura, es ese ser superior que tiene ánimo y fuerza para autocomportarse por su cuenta, independientemente de cualquier norma anterior a él: el superhombre, como él 10 llama. Para Kierkegaard el superhombre es una utopía; los humanos sólo en Dios encuentran su plena realización, su salvación. Sin embargo, ni para Nietzsche ni para Kierkegaard, a pesar de su defensa del individuo, cuenta su historicidad: el primero la desconoce y en el segundo no se ve clara. Parece reducirla a la intimidad. La publicidad y el sentido comunitario no son notas que la historicidad añada a la temporalidad del hombre. De ahí que «los pecados y los pecadores no están unidos por una comunidad que los embarque». 1.4.

Marx

El paladín del socialismo no se contenta con contemplar el mundo, sino que pretende cambiarlo: «Si el hombre quiere vivir en libertad, la sociedad en que vive es preciso cambiarla». Para cambiarla, se ha de empezar por liberarlo de la esclavitud de la máquina y de los medios de producción con que el mundo capitalista cuenta. El progreso se paró en el sistema capitalista. Si ha de continuar, es preciso destruir su sistema y sustituirlo por el socialista, devolviendo a los proletarios los mecanismos de la producción. Esta masa laboral llevará a la humanidad, pasando por su esclavitud, a una sociedad sin clases e incluso sin estado.

54

Entonces los hombres vivirán libremente, en paz y en un paraíso con todos los pronunciamientos y con todos los medios para ser felices. Este es el modo de vida a que el hombre aspira, ésta es la felicidad que busca. 1.5.

Reparos de fondo

Continuar ampliando el abanico de escatologías «ilustradas», sería acaso erudición, pero innecesario para el objeto de nuestro tema. Lo que urge es, sí, su calificación. Sorprende el verticalismo de estos pensadores o, tal vez mejor, su alucinación a la luz de la historia y al contraste de la experiencia. Parece que piensan y escriben para ángeles. Aunque de palabra admitiesen la historicidad humana con todas sus notas, de hecho la ignoran, desde el momento en que no tienen en cuenta la realidad del pecado y, por ello, la inviabilidad de sus sistemas. , Al hombre de a pie todas estas elucubraciones lo dejan al desamparo. La evolución ascendente en la línea de progreso estará siempre condicionada por la libertad del hombre. Los que se ilusionan con las grandes conquistas de la ciencia y de la técnica que recuerden la última guerra, los campos de concentración, los hornos crematorios, las víctimas del terror, Nicaragua, Afganistán... Recordar que en la actualidad se vive con más inseguridad que antes contribuirá sin duda a bajar el tono de su optimismo ilusorio. El progreso de por sí no puede ser fuente de mayor felicidad si no se orienta a la paz, a la convivencia, a hacer un mundo mejor. Sólo el desconocimiento de la antropología puede explicar el entusiasmo que despiertan las escatologías mundanas. No obstante, esta falta de ilusión, la convicción de que ninguna de las escatologías intramundanas representan una meta definitiva, no es motivo para argüir pesimismo. Mejor habría que decir que esta actitud es hija de un austero pero esperanzador realismo. No es pesimismo, porque quien cree en el plan de Dios conoce «una auténtica meta hacia la que camina con un sobrio sentido de la realidad». Y, en segundo lugar, es gratuito afirmar que esta convicción sea opio o sucedáneo utópico, porque 55

lejos de eximir del trabajo y de la cooperación por un mundo mejor, estimula y exige, urge y apasiona. «El error fundamental de la fe en el progreso, no razonada por ninguna investigación científica, estriba en su falsa antropología», como dice Schmaus 4.

1.6.

Los empeñados en la paz y la justicia

Las respuestas nudamente racionales, a pesar de su insuficiencia, no hay duda que fascinan y contagian a muchos que se dicen, por otra parte, creyentes. «En nombre de la idea cristiana de salvación, muchos cristianos han llegado a considerar los intereses socio-políticos de instaurar la justicia y la paz en nuestra historia presente como una empresa puramente humana, que pone en peligro la salvación por la fe», dice Schillebeeckx. El peligro es evidente. Pretender traducir en pura consideración humana lo que en realidad pertenece al mundo de lo trascendente y, por tanto, es «más fruto de la actuación divina que del esfuerzo humano», compromete en profundidad el principio de la fe sobrenatural. Lo compromete, porque es una utopía, una ilusión, y la utopía, en sentir de los pensadores, «no es más que la proyección de unos deseos insatisfechos al ser contrastados con la realidad». Por muy ilusionados que se sientan los que buscan con denuedo respuestas definitivas a las universales preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, o después de la muerte, ¿qué?, por mucho que los hombres de la Ilustración ponderen el progreso de la ciencia y de la técnica a partir de ella, el hombre se ha esforzado siempre con su trabajo y su ingenio en perfeccionar su vida. Es cierto que en nuestros días ha logrado dilatar y continúa dilatando el dominio sobre casi toda la naturaleza y con ayuda, sobre todo, del aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una comunidad en el mundo. De donde resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo. Se consiguió desmiti4

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M.

SCHMAUS,

Teología dogmática, VII, Rialp, Madrid 1964, 21-53.

ticar muchas cosas, se ha bloqueado y aun destruido, al menos

en parte, el campo de la superstición. Ante estos logros, «ante este gigantesco esfuerzo, que ¡afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres ¡muchas preguntas: ¿Qué sentido tiene esa actividad? ¿Cuál es ¡el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin de,ben tender los esfuerzos de individuos y colectividades?» (GS 33). Para el creyente su actividad no puede convertirse en simplemente terrena, ni tampoco puede «confundir el futuro del hombre en el mundo con su futuro en el reino de Dios». Como creyente, sabe que es un colaborador de Dios y que, trabajando, responde a su llamada de continuar su obra: «Dominad y trabajad la tierra» (Gén 1,28). No puede inhibirse de su esfuerzo, no puede negar su colaboración para que esa única comunidad entre los hombres sea una realidad. Si adujese la opción religiosa como razón para su ¡nsolidaridad, o se apoyase en que nun¡;;a sus deseos de justicia y de paz serán realizados en plenitud, traicionaría su credo y comprometería su dignidad de persona. Por lo demás, no podrá nunca justificar su inhibición, porque «ayudar al mundo a triunfar del egoísmo, del orgullo y de las rivalidades; a superar las ambiciones y las injusticias, a abrir a todos los caminos de una vida más humana, en la que cada uno sea amado y ayudado como su prójimo y su hermano», es deber del hombre y, por hombre, del creyente (Populorum progresio 82). Lo que no puede hacer el creyente, en nombre de «la idea cristiana de salvación», es acometer su trabajo y esfuerzo como si el mensaje evangélico y la vida cristiana se redujesen a un simple compromiso de liberación material. La paz y la justicia perfectas tienen una dimensión que trasciende la sociología y la historia. Sentir hambre y sed de justicia es una de las bienaventuranzas. El hambre se sacia comiendo y la sed se apaga bebiendo. Reducir a lo social y político esos afanes y deseos de paz y de justicia, crea en el hombre un clima interior de frustración, porque nunca los vería realizados plenamente. La frustración no calma el hambre ni apaga la sed. Sin embargo, alimentarse cada día convenientemente nutre y sostiene en la brega. El cristiano es «el ser en el mundo que encuentra su abrigo 57

y protección en Dios, en cuanto que Dios le promete un porvenir; si bien la certeza del futuro le obliga a no descuidar las tareas temporales presentes». Dios encomendó al hombre la misión de trabajar y de crear nuevas posibilidades para conseguir un modo de vivir más humano, más justo, más equitativo. Pero no le encomendó la manipulación de la justicia y de la paz. Estas están por encima de sus posibilidades. Se buscan, se desean con afán; pero su realización en plenitud y perfección no es objeto material ni formal del deseo. Su realización en el mundo es una preocupación constante de la sana filosofía política. El fracaso en este extremo lleva a muchos a la crispación, al no ver realizados sus deseos. El estado ideal de paz y de justicia, la utopía política «se ha concebido siempre como la más dura crítica del egoísmo y de la codicia de los poderes y de la hipocresía social», dice Pedro Rocamora en su discurso de ingreso en la Academia de Doctores. La preocupación constante por un mundo mejor estimula el deseo. Pero ese mundo justo, equitativo y en paz es un ideal. Desde el momento en que ese ideal se realizase dejaría de tener sentido la preocupación y el deseo que la estimula. Esto no es posible, porque no hay sociedad, ni sistema político, ni hombre que haya dado en su vida bastante amor, verdad, libertad, belleza, bondad, alegría, justicia y paz para que puedan decir que nada les falta. El objeto del deseo y de la preocupación se agotan aquí, en el más acá. Mientras que el de la esperanza cristiana termina en el más allá. Porque esperamos en lo que creemos. Y el creyente tiene buenas razones para estar seguro de que su esperanza no quedará defraudada. Sabe que es trascendente y que esta trascendencia se afirma en la palabra de Dios. La fe «es un firme de cosas que se esperan; es una convicción acerca de realidades que no se ven». Si la justicia y la paz perfectas son algo trascendente, considerarlas como «una empresa puramente humana» no es cristiano.

2.

La esperanza escatológica

Tomás Moro, que ha puesto «en curso corriente la categoría no espacial de la utopía», ha escrito: «Confieso sincera58

mente que entre los habitantes de la utopía hay muchas cosas que yo desearía ver implantadas en nuestras ciudades. Las deseo, pero no las espero». No las espera ahora. Porque él seguro que piensa y «habla del futuro partiendo del presente». En esto consiste la escatología, y en la escatología entra la esperanza. No obstante, «la escatología y la utopía coinciden en abordar el problema de la felicidad perfecta del hombre)). Ambas emplean lenguaje simbólico, metafórico. Si bien la una habla de realidades esperadas y la otra sólo de deseadas. Que usen el mismo lenguaje, a pesar de las muchas y muy profundas diferencias que las separan, pudiera llamar la atención. En la utopía la imaginación y el deseo ocupan un lugar preferente. En ella actúa más la crítica acerada del egoísmo y de la codicia que la sugerencia de posibilidades. Se caracteriza más por la ruptura con el pasado y el presente que por la continuidad y transformación en el futuro. A pesar de todo, los teólogos acuden a su mismo lenguaje para hablar de «lo último)), para hablar qe la esperanza escatológica. La sorpresa se convierte en conformidad, porque la Biblia hace lo mismo. La conformidad no es sólo de la voluntad, sino también de la razón. Porque tanto la Sagrada Escritura como los teólogos emplean este lenguaje en el sentido de que son imágenes enigmáticas, oscuras y abiertas, para expresar realidades que sólo por medio de símbolos se pueden representar. El creyente sabe que estos símbolos están apuntando a algo nuevo, a algo en lo que Dios interviene directamente. Esa novedad misteriosa es la que transforma el deseo de perfección en esperanza. Esa novedad trasciende el mundo del deseo, sin romper con él, y se mete en el mundo de la esperanza escatológica. La escatología cae fuera del tiempo y del espacio. De ahí que no sea un tratado de lugares ni de realidades utópicas, sólo imaginadas en el tiempo y en el espacio; sino que, uniéndose y partiendo de estas categorías, mediante ese impulso divino en el que el hombre cree y espera, le presenta la perfección en la justicia, la paz, la equidad como realizable en profundidad en el futuro. No ruptura entre el presente y el futuro, entre el deseo y la esperanza, sino continuidad y transformación. Esto es así porque la escatología consiste en el desarrollo, en la evolución de todas las posibilidades del hombre. Evo59

lución que culmina en esa realidad nueva y misteriosa, en la que el hombre cree y espera. 2.1.

Fuente de esta esperanza

La imaginación, aprovechando elementos persistentes siempre en el hombre, construye un mundo ideal en función del cual vive la realidad presente. Estimula constantemente su deseo. No lo construye sin base alguna, sino que mirando en torno a sí, reflexiona sobre la injusticia, la manipulación del hombre por el hombre, la guerra, la violencia y se imagina sacudir todo eso, recuperando su libertad y su bienestar. Reniega del presente y del pasado y se orienta hacia un futuro mejor. Pero ese futuro mejor no lo ve, no lo alcanza aquí, en la vida presente. ¿Ha sido víctima de un engaño del autor de su naturaleza? Una respuesta afirmativa es incompatible con la opción fundamental del creyente. ¿De dónde saca éste su confianza? El creyente espera firmemente, a pesar de que sus deseos no se realizan aquí ni a corto ni a largo plazo. ¿Por qué espera? Porque cuenta con (a revelación. Sin embargo, contestar simplemente «porque cuenta con la revelación», no es una respuesta completa. La revelación no cae del cielo. No se comunica Dios con el hombre únicamente para llenar lagunas, para quemar etapas. Sino que se comunica en continuidad con las luces que el mismo Dios dejó en la creación, para que el que las busque con limpieza de corazón las encuentre. La revelación se produce en la historia del hombre. La historia es vida vivida y experimentada por los hombres. Esa vida vivida está diciendo que la revelación viene a confirmar esas luces que se desprenden de nuestras tendencias, de nuestros anhelos de supervivencia y de perfección. «Nunca se encontrará un hombre que dé en su vida bastante amor, verdad, bondad, libertad, belleza y alegría. Vivimos siempre tensos hacia un nuevo mañana». El hombre no sabe de límites... «Esto es maravilloso: la esperanza existe. Esperanza en una humanidad más humana, en un estado perfecto o simplemente en un futuro mejor. Es sorprendente, pues lo último que nos 60

aguarda, sin posible subterfugio, es el oscuro agujero de la muerte. Y, sin embargo, la vida entera del hombre -aun del que no cree en otra vida y explica teóricamente la esperanza como consecuencia del miedo- está impregnada de fe en el progreso y de esperanza» 5. . Los que no creen en Dios tienen fe en el progreso. Espe! ran, con esperanza-deseo, que con el progreso se solucionen los problemas que el hombre lleva consigo. Pero como el progreso, sin una meta que esté más allá de la arbitrariedad de los hombres, no acaba de encontrarle sentido a la historia, el hom. bre sin fe continúa desorientado. Viviendo la vida conscientemente se puede descubrir, en efecto, ese sentido. El creyente lo descubre y conoce, porque amén de intuirlo y desearlo, se lo confirma la revelación. Como es obvio, no se pretende poner en el mismo plano el conocimiento empírico y la revelación divina, manifestación de ese «algo nuevo» que esperamos. Son valores de órdenes distintos, que en el plan de Dios se comple~an. El creyente está seguro de su esperanza, porque tiene ya sus arras: Jesús de Nazaret, que ha realizado todas sus posibilidades como hombre concreto, y él es «las primicias» de esa «nueva realidad», todavía misteriosa por creída y esperada. El hombre, conscientemente unos e inconscientemente otros, vive con la mirada puesta en «algo último y definitivo». Este «algo último» está en «continuidad con el presente, en la medida en que lo que espera es lo que cree». La fe le dice que no sólo es criatura de Dios, sino que, además, es hijo. Que como hijo, es hermano de Jesús y, por tanto, coheredero con él. A pesar de ello, vive todavía entre sombras, porque aún «no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifestare seremos como él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Ese «ahora», que es la historia, y ese «después» que es la escatología, están en una línea continua; no hay ruptura, hay transformación. 2.2.

La escatología

El presente no es perfecto. Al hombre no le satisface, no le llena, lo somete a constante crítica. El cristiano acepta esa im5

Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1969, 447.

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perfección, no con aguante fatalista, sino con tensión de futuro. El «acepta la unidad y la dinámica temporal que funda su presente en el pasado y tiende hacia el futuro. Un mismo impulso de fe y de esperanza hermanan el pasado con el futuro escatológico» . Porque el hombre tiende al futuro, mira hacia él. Y de ese futuro le habla la escatología. En ella encuentra «la respuesta al sentido de la historia, tanto en su totalidad como en la realización concreta que de ella hace cada individuo». Por consiguiente, «la escatología versa, antes que sobre las cosas finales, sobre el fin de la realidad creada; entendiendo la palabra "fin", no sólo ni principalmente en sentido de término, sino ante todo en el de finalidad». Hacia ese acontecimiento futuro se mueven todos los sucesos de la historia. Entonces la historia, y con ella los hombres que la escriben, se orienta, tiende hacia la instauración efectiva del reino de Dios. Pero la instauración del reino de Dios la presenta el Nuevo Testamento mediante la resurrección de Cristo. Más aún, la resurrección de Jesús viene a ser «como el acontecimiento estructurador del destino de toda la realidad creada». Por eso la escatología tiene sentido, no desvinculada del misterio pascual, sino a su luz y en íntima unión con él. Cristo ha resucitado y, resucitando, venció la muerte. Y como los que creen en él forman con él un todo, habiendo él resucitado, ellos resucitarán también. Por otra parte, Jesús al resucitar fue constituido Señor y su señorío se extiende, no sólo a los hombres, sino a todo lo creado. Porque todo ha sido redimido por él. Como todo esto lo creemos y confesamos desde las sombras de la fe, no puede verificarse por la experiencia; la promesa de que todos resucitaremos con él y como él y que a todo y a todos llega su señorío, tiene que cumplirse mediante su parusía, en el momento «que venga a juzgar». Dicc san Pablo quc "si Cristo no ha n:sucitauu, vana es vuestra fe, estáis todavía en vuestros pecados» (1 Cor 15,17). Parafraseando este texto escribe Ruiz de la Peña: «Si no hay parusía, vana es nuestra esperanza, el mundo no está salvado». La finalidad de la realidad creada es su glorificación en Cristo y para Cristo. Por tanto, el señorío de Cristo sobre ella se manifiesta por la parusía, esto es por «la segunda venida»,

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aunque la índole reveladora de la parusía no agota el contenido que el deseo simplemente humano le atribuye. El señorío de Cristo es tan real hoy como lo será en el momento «que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»; pero ahora se ve a través de las oscuridades de la fe. Y porque es real, está plenamente justificado el tiempo que media entre la pascua y el «último día», el fin o, mejor, la transformación universal. «De hecho --dice Ruiz de la Peña-, el Nuevo Testamento presenta la parusía como algo íntimamente imbricado con las restantes realidades escatológicas: resurrección, juicio, nueva creación». Hay que «evitar la impresión de que lo esperado al final de la historia es un conjunto heterogéneo de sucesos varios y plurales, sólo unificados por la coincidencia cronológica, pero independientes entre sí». Esta heterogeneidad y pluralismo los neutraliza el mismo latir de la escatología que reflexiona sobre el futuro partiendo del presente. Ella nos da la clave para entender la finalidad de la historia humanll,. Que no se empeñen los hombres en buscarla en el progreso ni en ese tan decantado paraíso preconizado por el marxismo. No está en el progreso, como se ha dicho, ni tampoco en el proclamado paraíso marxista; sencillamente, porque éste no existe como lo demuestra la experiencia de más de sesenta años. La esperanza cristiana no se agota en la parcela de la salvación del alma, sino que entra en todos los ámbitos del ser humano y de la misma sociedad con personalidad propia y derecho indiscutible. Si se le niega esta capacidad, se recortan los horizontes del hombre y, por tanto, éste se siente frustrado. Si se le apaga esta luz, se desorienta y extravía, porque la razón humana sola no es suficientemente orientadora para guiarnos en el mundo del más allá. Mientras el hombre se vea sólo a la luz de su propia razón, no llegará nunca a comprenderse plenamente. La independencia de que hace gala le mete más y mejor en su propio vacío. Rechazar la luz que Dios puso en el mundo para iluminarlo, es lo mismo que condenarlo a vivir en perpetuas tinieblas, es lo mismo que canonizar el agnosticismo. En efecto, a la luz de la revelación el hombre comprende que es un ser animado, un cuerpo viviente pero racional, a través del cual se relaciona con la naturaleza creada y con su 63

propio contorno. Comprende el sentido profundo de la solidaridad, porque su tendencia a relacionarse con los demás le confirma en su propia existencia y le demuestra su identidad personal. Comprende que el tiempo y el espacio, la ubicación histórica y geográfica condicionan su persona y, por lo mismo, su actividad. Las categorías de tiempo y espacio son las dos coordenadas dentro de las que se mueve; pero comprende que se mueve hacia un futuro, misterioso y oculto, pero estimulante y necesario. Comprende que ese futuro misterioso no tiene sólo sentido porque tiene y debe de salvarse él, sino que en función del futuro gira toda la creación. El problema que plantea la escatología no se reduce a «sálvese quien pueda y quiera», sino que, habiendo resucitado Cristo, todos resucitarán con él, y sobre todos y sobre todo ejerce su señorío. Por eso en realidad, así vistas las cosas, la escatología no es más que una cristología desarrollada, es una cristología cósmica 6.

6 Ruiz de la Peña y Angel Aparicio publicaron en el número de «Misión Abierta» de octubre de 1976 sendos artículos muy interesantes en relación con la esperanza cristiana. En este apartado se da buena cuenta de ellos.

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3. El pecado original y la limitación humana

La escatología sin Cristo no tiene sentido, y Cristo sin la negra realidad del pecado no se entiende. No prejuzgo con ello la cuestión escolástica del «motivo de la encarnación», sino que me acojo a la parénesis de san Pablo: «Así pues, como por un solo delito se llegó a una condenación para todos los hombres, así también por un solo acto justo se llégó a una justificación vitalizadora para todos los hombres» (Rom 5,18). De ahí que, como la escatología trata de la posible frustración eterna y de la también esperada realización en plenitud y esta alternativa nace del pecado, en un libro de estaS características, reflexionar sobre el pecado lo considero como una exigencia metodológica, aunque no pertenezca al objeto material de esta parte de la teología. No obstante, intentar una exposición sobre el pecado original en términos aceptables para la mentalidad del hombre de hoy, no es tarea fácil. Y no es fácil porque se le ha enCUmbrado tanto al hombre, la ciencia y la técnica han alcanzado tanto desarrollo, las escatologías ilustradas han minado tan insistentemente el sentido cristiano de la vida, que la fe ha perdido su legítimo carnet de ciudadanía. Que el sentido de la fe está en baja, es ya un tópico. Sin embargo, no es sólo debido a la ciencia y a las elucubraciones de los filósofos sin Dios, sino que la conducta de muchos Cristianos en el discurrir de la historia, no menos que en la cOYuntura presente, tiene en ello no menor responsabilidad. Nos hemos forjado un Dios a la medida de nuestras exigencias y deseos. ¿No habrá marcado al mundo que se dice creyente aquello de que «la verdad es la utilidad»? 65

Muchas veces se dice predicar y hablar de Dios, de las demandas de la justicia, de la necesidad de la moderación y del ahorro, y se está pensando y actuando en lo~propios intereses, en la felicidad personal, con olvido grave de "la situación agobiante de nuestros conciudadanos. Ocultar bajo el manto de una pretendida fidelidad a la fe los propios fallos, defender posturas doctrinales como si fuesen dogmas o verdades reveladas no disminuye el clima de agnosticismo y arreligiosidad que se respira, sino que lo aumenta. Los impugnadores de la existencia de Dios se escudan en estos desvíos, en estos alardes de fidelidad pretendida a preferencias de escuela, más que a la integridad de la fe, para justificar sus ataques. Tanto más cuanto que a una buena parte de los que se le oponen no les preocupa tanto su contenido doctrinal cuanto el comportamiento de los creyentes. Más que estudiar desapasionadamente el evangelio, observan la conducta de los que se dicen sus seguidores. Quizá Nietzsche, al intentar sustraerse a la objeción de que la historia no está en manos del hombre, que vuelve la vista a ella como a un dato inmutable, ingeniándose el superhombre, haya hecho el más fiel retrato del mismo. El orgullo y la soberbia fueron la causa de su ruina. Pues bien, cuando Feuerbach, haciendo «sobria filosofía», dice que «la conciencia finita no queda "superada" en la infinita, ni el espíritu humano en el espíritu absoluto, sino que, por el contrario, la conciencia infinita queda "superada" en la conciencia finita y el espíritu absoluto en el espíritu humano», está levantando una estatua monumental al deseo desordenado de propia exaltación. ¡Estatua con pies de barro, eso sí! Cuando unos dicen que la vida eterna «es la proyección de un deseo», otros que es «la vana esperanza para oprimidos)), aquéllos que es «la regresión irreal propia de una inmadurez psíquica)), todos están negando a Dios, todos están al margen de la trascendencia y nos están diciendo que nada que no sea verificable es real y, por tanto, que el punto de partida y de llegada no es que «venimos de Dios y a Dios vamos)), sino que partimos del hombre para terminar en él. Así, el hombre está de enhorabuena, porque Dios no existe, Dios no es otra cosa que «la proyección de ese mismo hombre)). «La conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre y el conocimiento de Dios, el autoconocimiento del hombre)). O con menos pala66

bras: «La esencia absoluta, el Dios del hombre, es su propia esencia». Por consiguiente, hablar del pecado original a hombres de inteligencia cultivada y a endiosadores de la razón humana, que se apacientan en los aledaños de esta filosofía, es y resulta algo así como entablar un diálogo entre sordos. Exponer la doctrina católica sobre el pecado original a hombres encumbrados hasta el trono de Dios, equivale a proclamarse enemigos del hombre y reaccionarios contra su grandeza. «Nada nuevo bajo el sol». Porque desde el principio, según la misma Sagrada Escritura, al hombre le fascinó la sugerencia de ser como Dios: «Bien sabe Dios que, si comes, seréis tanto como dioses» (Gén 3,5). No sé si consciente o desconociendo el sagrado texto, lo cierto es que Feuerbach lo hace suyo. El niega a Dios y afirma la omnímoda supremacía del hombre. Lo endiosa en abstracto, endiosa la naturaleza humana, negando, no obstante, que «la especie humana en absoluto pueda realizarse plenamente en un único individuo, Cristo». No todo es lógica entre los filósofos. La coherencia y la honradez intelectual infunden respeto; pero si en vez de lucidez y coherencia das con la contradicción, la decepción es inevitable. Feuerbach, que «no quiere creer sino pensar», que «no quiere hacer teología sino filosofía)), sorprendentemente se contradice, a pesar de que está convencido de estar encumbrado «hasta el límite extremo del filosofan). Escribe Karl Barth: «Acorde con la teología de su tiempo, Feuerbach ha operado con el hombre en general, y al atribuirle la divinidad, de hecho no ha dicho nada sobre el hombre real. Y cuando, confundiendo el uno con el otro, habla del hombre individual como si se tratara del hombre en general; y por eso, osa atribuir divinidad al hombre individual. Eso se debe, seguramente, a que él no supo nada serio y concreto de la maldad del individuo, ni del hecho de que el individuo tiene que morir. De haberlo sabido, tal vez se hubiera dado cuenta del carácter ficticio de ese hombre genérico y se hubiera abstenido de identificar a Dios con el hombre, el hombre real, con el que queda después de suprimir la abstracciófi)). De Jesús de Nazaret dice el evangelio que «pasó haciendo biefi)), que «es el camino, la verdad y la vida)), que es el Maestro y el modelo. El estudiante de teología en Heidelberg, discípulo y defensor de Hegel en Berlín y su impugnador después,

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se niega a aceptar que la especie humana se hubiese realizado en él, en Cristo, y, a renglón seguido, confundiendo al individuo con el hombre abstracto, lo diviniz~ Que todos aspiren a realizar ese ideal,' que todos puedan y deban realizarlo, sin que por ello haya que negar la existencia de Dios ni confundir al hombre con Dios, de acuerdo. Porque esto es lo que enseña la teología ortodoxa. De hecho, no lo realizan. ¿Por qué? ¿Porque no quieren? La respuesta sería demasiado simple para que pueda ser cierta. Feuerbach no filosofa sobre este hecho, no da respuesta a esta pregunta, sino que continúa haciendo filosofía, pensando en «trascender sin trascendencia». Diviniza al hombre y se niega a aceptar la encarnación de la divinidad en Cristo. Si la filosofía es una ciencia racional, debe ser coherente; no puede contradecirse, porque la lógica es su fuerte y su fuente. Sin embargo, la contradicción en él no parece dudosa. Si no admite que el ideal de la especie humana se ha realizado en Jesús de Nazaret y reniega de la teología que lo enseña, ¿por qué afirma alegremente que la divinización se realiza en el hombre, no sólo en abstracto sino también en concreto? El concepto de hombre abstracto es una ficción, más o menos necesaria para discurrir sobre él. Quitada la ficción, queda el individuo con toda su grandeza, pero también con toda su pequeñez y limitación, tal cual es, y no como quisiéramos que fuese. Feuerbach confunde inexplicablemente la ficción con la realidad, el hombre de sus deseos con el hombre real y existente, silenciando hasta qué extremos puede llegar su crueldad cuando se rozan sus intereses y ambiciones. ¿Por qué no analiza los problemas que le afectan concreta y directamente? No contesta a esos interrogantes que le angustian y preocupan desde siempre: «¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué esperamos? ¿Qué nos aguarda?». Partir del hombre para terminar en él, aunque se le ponga en lugar de Dios, aunque se le diga -sin demostrárselo-- que es Dios y que no hay más Dios que él, es lo mismo que amodorrarlo, dejándolo a menos de medio camino; es tanto como fomentar su orgullo e incapacitarlo para vivir en profundidad la realidad de su vida. Es decir, es lo mismo que dejarlo pendiente del vacío y abocarlo a la desesperación. Porque si no se 68

da una respuesta fiable a la existencia del mal en el mundo, si queda pendiente la solución al problema concretizado en los dos extremos: o la realización plena o la nada absoluta, ese hombre continuará siendo tan desgraciado antes de Feuerbach como después de él. Si en tiempos de este germano «nacido para hacer filosoffa», la teología, en decir de Barth, no contaba con bastantes conocimientos sobre el individuo y, por tanto, sobre sus posibilidades y sobre su potencial maldad, suficientemente claros como para adoctrinarlo, en la actualidad, la ciencia, la psicología, la exégesis y la sociología han aportado los necesarios como para comprender que su sistema lleva la contradicción en si mismo y que esta contradicción, en él, no se justifica, ni siquiera se explica, por el comportamiento contradictorio de muchos creyentes. No se justifica ni se explica porque muchos cristianos, que se confiesan tales, cosifiquen, manipulen y empleen el nombre de Dios en función de sus intereses personales. El, que «ha nacido para filósofo», nó puede ni debe contentarse con el simple conocimiento del comportamiento de los individuos, sino que es obligado que analice sus motivaciones. De hacerlo, sabría muy bien que esa manipulación, que esa cosificación de Dios que hacen muchos que se dicen creyentes, no está motivada por la teología, sino por sus intereses personales o su visión recortada de la vida. Porque la teología católica «no opone la disolución de la antropología en la teología, sino la objetiva prioridad de la teología sobre la antropología: iY no para achicar al ser humano, sino para acrecentarlo!» l. Resulta demasiado fácil afirmar que la teología es pura mitología, como hace «el hegeliano convertido en ateo». Está, y sobre todo estuvo, muy de moda sentar como principio y tesis de trabajo que los hechos relatados en los evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las epístolas católicas son invenciones de imaginaciones exaltadas, como quiere la escuela mítica. Lo que no es tan fácil cs solventar históricamente las dificultades insalvables que esta postura genera 2. Por eso, se puede y se debe racionalmente acudir a la expoI Una exposición amplia sobre el pensamiento de Feuerbach la tiene el lector en la obra de H. KÜNG, ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979, 223-225. 2 V. MESSORI, en su libro Hipótesis sobre Jesús, Mensajero, Bilbao 1985 2 , ilustra como pocos este punto. Leerlo, no sólo instruye, sino que deleita.

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sición doctrinal que la teología católica, fundada en la Biblia, hace del pecado original. Es una exposición racional, porque continúan siendo válidas las respuestas que da a esos interrogantes angustiosos y universales a que se hizo referencia más arriba. Convence más la respuesta que da a por qué el mal, el sufrimiento, la injusticia, la muerte como castigo, que las elucubraciones de una filosofía que empiezan en el hombre y terminan en él. Se puede y se debe acudir a la palabra de Dios y a la teología. No es razonable negar ciudadanía a la fe, porque la escatología responde a las aspiraciones más profundas del hombre, amén de que está avalada por la autoridad de Dios; y el hombre moderno no se mostrará indiferente si se le expone en términos adaptados a su mentalidad. Se puede y se debe, porque la escatología tiene sentido racional, tanto más cuanto que no es posible «trascender sin trascendencia», como quiere Emest Bloch. Y es solvente, porque «si es difícil probar que Dios existe, es imposible demostrar que no existe», dice Giuseppe Prezolini.

1.

El mal en el mundo

Es un hecho que afecta a todos, creyentes y no creyentes, que la injusticia en el mundo niega lo necesario para vivir, de tres, a dos; que, contra todo derecho, el hombre es manipulado por el hombre, no para enaltecerlo, sino para hundirlo en la miseria. A su vez, este hecho sangrante está en la cresta de la ola que envuelve a los incrédulos. Es lógico, por tanto, que preocupe a todos los que piensan y que esta angustiosa preocupación les lleve a buscar una solución o al menos dar una respuesta al porqué del fenómeno. Absorbidos por esta preocupación multisecular, el hombre encontró una respuesta. Aceptó como vía de solución la existencia de un doble principio absoluto: el principio del bien y el principio del mal. Para Platón y Aristóteles eran principios ontológicos, que coexistían en lucha perpetua. En el discurrir de la historia, aparecerá después el dualismo antropológico. Habrá quien diga que el hombre es bueno por naturaleza y que naturalmente puede rehabilitarse; como tam-

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bién quien afirme que, ciertamente, es bueno, pero la sociedad lo ha pervertido. Así, Jacobo Rousseau no tendrá empacho en afirmar que «la primera educación debe ser puramente negativa: no hacer nada, no dejar hacer nada». Dejar que la vida del niño se desenvuelva espontáneamente y, de esta suerte, será bueno. Habrá quien califique a los hombres en buenos y malos. Muchos siglos antes, un monje bretón del siglo V, sin sacar a escena la sociedad, negaba el pecado original y la eficacia de la gracia, porque para él el hombre era naturalmente bueno y, estimulando esa tendencia natural, podía realizar la bondad, podía rehacerse positivamente. De suerte que la actitud militante del hombre ante el problema del mal en el mundo no es nueva. Por la Sagrada Escritura se sabe que mil años antes de Cristo los hombres se preocupaban, estaban empeñados en dilucidar su misterio. Los escritores sagrados no se sintieron ajenos al problema, sino que se lo plantearon en serio y, con seriedad, dieron una respuesta: el mal en el mundo se explica por la existencia del pecado en el hombre. Ellos tenían la misma experiencia del mal que tenemos nosotros. Ellos se hicieron, a su vez, las mismas preguntas que nos hacemos nosotros. ¿Tuvieron alguna revelación de Dios sobre el particular? Ni los exegetas ni los teólogos están de acuerdo. Si la tuvieron, ¿dónde consta? Los que sostienen que no, afirman que lo contrario continúa sin ser demostrado. De lo que no hay duda es de que, viendo la constante contradicción entre el obrar de muchos hombres y la voluntad salvífica de Dios, describieron con todo detalle la escena del pecado original. Como representantes de Yavé ante su pueblo, sintieron al vivo el deber de «dar una explicación razonable, histórica, humana» al problema. Lo mismo hicieron los Padres de la Iglesia tanto de oriente como de occidente. Y el concilio de Trento se pronunció, asimismo, «sobre el contenido revelado, escogiendo, entre múltiples visiones bíblico-teológicas, la más adecuada al momento».

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2.

Un poco de historia

Para abordar la problemática del presente con la ayuda de la experiencia pasada, Feuerbach reelabora la historia de la filosofía moderna. En esta labor cada vez ve con más claridad que la razón y la fe son irreconciliables. Una afirmación excesivamente socorrida, pero no demostrada, supuesto que la fe, lejos de ser contraria a la razón, es razonable. El dogma del pecado original está tan puesto en razón, como es asequible a la misma su propia limitación. El hecho de que la revelación no cae sencillamente del cielo, sino que se verifica en la historia de la humanidad y encaja con sus más profundas aspiraciones, debiera ser un toque fuerte de atención para todos aquellos que se empeñan en ver fe y razón, ilustración y cristianismo como extremos que se excluyen. Por eso, desde el presupuesto de la fe deseo, sin pretensiones, dar respuesta a las preguntas que el hombre de hoy se hace sobre el tema. Para centrarlo, no obstante, no están demás unas notas sobre su historia. El libro del Génesis presenta al hombre creado por Dios y rodeado en los albores de su creación de un confort envidiable. Su vida discurría feliz, ajeno al dolor y libre de toda enfermedad. Cuando he aquí que un incidente minuciosamente descrito, este cuadro idílico, de la noche a la mañana, lo convierte en trágico. Allá por los últimos años del siglo IV y principios del V, un monje llamado Pelagio elabora en torno a este cuadro una teoría por demás robinsoniana: el hombre, enseña, puede ser santo, sin más ayudas que las depositadas por Dios en su naturaleza. Porque es radicalmente bueno. Se convierte en pecador porque quiere; porque, dueño de su albedrío, usa y abusa de él. Jesús de Nazaret no hizo nada por el hombre. En consecuencia, la historia de Adán pecador no tiene vigencia en el momento actual, porque no existe pecado original. Si no hay pecado original, el hombre sólo tiene necesidad de ser bautizado, en caso de que haya pecado personalmente. La tesis pelagiana dio ocasión a san Agustín para que, siguiendo la tradición de la Iglesia, se convirtiese en portavoz de la doctrina que luego cristalizó en los concilios. 72

Esta doctrina, que estaba en pacífica poseslOn hasta que Pelagio la impugnó temerariamente, se introdujo en el concilio decimosexto de Cartago, allá por el siglo V, canonizando la transmisión del pecado original. Después de once siglos, la misma Iglesia, reunida en Trento, resume en dos puntos fundamentales las enseñanzas de san Agustín a través de lo definido en Cartago: 1. El pecado de Adán afectó a toda su descendencia, en cuanto que no transmitió la justicia originaria, sino el pecado, que es muerte del alma con sus consecuencias. 2. Este pecado, que es uno en su origen, se transmite a todos por propagación y no por imitación, y es inherente a cada hombre como algo propio (OS 789-790). A estos términos doctrinales se reduce toda la doctrina católica. Términos a los que es preciso atenerse para no naufragar en la fe, pero que exigen explicación, porque suponen unos presupuestos cientÍficos, que en la actualidad perdieron su vigencia.

3.

Exposición doctrinal

Los creyentes estamos obligados a creer y aceptar lo que la Iglesia un día definió. ¿Pero esta obligación exige que hayamos de emplear siempre las mismas palabras? ¿No se suponen en esta definición presupuestos de los que parte la Iglesia, pero que no entran en la definición? La respuesta tendrá que ser afirmativa si, efectivamente, la fe no es irreconciliable con la razón, la ciencia con la revelación. Por eso, como los presupuestos de que parte la definición tridentina en la actualidad han cambiado, el enfoque, siendo la misma doctrina, tiene que ser distinto. Tiene que ser distinto porque los presupuestos son muy otros. La verdad no cambia, pero el conocimiento de la misma, subjetivamente hablando, evoluciona. Cuando publicó Darwin La evolución de las especies, el mundo creyente se estremeció. Cuando Teilhard de Chardin apareció con sus libros El medio divino y El fenómeno humano, los hombres de Iglesia se pusieron nerviosos. Cuando la investigación teológica llega hasta la frontera del dogma, las cautelas y preocupaciones se intensifican. 73

Nada de particular tiene todo esto, porque la Iglesia es depositaria de la revelación, que guarda con lealtad inquebrantable. Ante cualquier aportación que aparentemente comprometa esa lealtad, sus custodios no pueden ni deben permanecer indiferentes. Pero sí tendrán que tener la suficiente prudencia para que los hombres continúen su camino, el camino que Dios les ha trazado: «Creced y trabajad)). Realizad vuestra perfección. Alcanzad las cumbres a que estáis llamados en todos los órdenes. Uno de estos trabajos, una de estas cumbres es la búsqueda de la verdad, es el esfuerzo para que la fe impregne la vida, para que la fe divina no se separe de la razón humana, sino que se comprometa con ella. No se trata de sacrificar la filosofía a la teología, la ilustración al cristianismo, la razón a la fe, sino de potenciarlas a la hora de explicar y exponer la revelación. La concepción dinámica del mundo hoy, en contraposición a la estática de tiempos pasados, el sentido crítico contemporáneo, el fuerte deseo de autenticidad obligan a buscar pistas que hagan aceptables, comprensibles al hombre actual las verdades reveladas y las definiciones de la Iglesia. Sin duda que, si los Padres de Trento hubiesen contado con los conocimientos aportados por la ciencia con que se cuenta en la actualidad, habrían definido la misma doctrina expresándola en otros términos. Si los presupuestos de que partieron hubieran sido los que privan hoy, ¿cómo y en qué términos formularían sus cánones? El creyente debe liberarse del prejuicio de que la fe y la ciencia son irreconciliables. ¿Sólo las verdades científicas son verificables? ¿Es imposible verificar las de fe? Si únicamente existe verificación en sentido estricto, si sólo lo empírico es verificable, las verdades de fe no son verificables. Pero existe una verificación hermenéutica en sentido amplio. Existe un arte de interpretar lo que se dice y lo que se hace. Y en este sentido las verdades de fe son verificables, porque son razonables e inteligibles. «Por tanto, si lo que es en general inteligible puede tener pleno sentido, entonces Dios es verificable» 3, Y con él todas las verdades que ha comunidado a los hombres. Por el contrario, si a Dios lo pudiésemos encontrar empíricamente en el espacio y en el tiempo, si el hombre lo pudiese 3

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H. KÜNG,

O.C.,

749.

constatar con sus propios sentidos, no sería Dios y, por ende, las verdades de fe carecerían de sentido. De ahí que todo lo que tienda a liberarnos de ese prejuicio, indebidamente asentado, todo lo que ayude a conciliar la ciencia y la revelación, la fe y la vida, la ilustración y el cristianismo, la filosofía y la teología, aunque de momento comporte algún riesgo, sea bienvenido. Debe ser motivo de gratitud para con todos aquellos que con su esfuerzo y trabajo contribuyen a ello. La existencia del pecado es un hecho verificable, por desgracia. El pecado está ahí, y está ahí hablando de un alejamiento de Dios. El optimismo pelagiano no se compagina ni con el Antiguo ni con el Nuevo Testamento. El sistema pedagógico de Rousseau, junto con su tesis fundamental, es una utopía, es un sueño delirante que la realidad concreta se encarga de desautorizar. El dualismo ontológico no tiene sentido en una sociedad progresista técnica y científicamente desarrollada. Nada de esto, empero, tiene que ver con la reflexión teológicocatólica ni con la hermenéutica que la Iglésia aplica a los textos de la revelación. Los teólogos y los exegetas se fijan, como se fijaron los escritores sagrados, en por qué el primer grupo humano se alejó de su originaria situación y cómo es posible que, por vía de propagación, participe toda la humanidad de ese alejamiento.

3.1.

La limitación del hombre

El hombre no se crea a sí mismo, sino que fue creado por Dios a «su imagen y semejanza». De suerte que, como arranque de nuestra andadura en estas reflexiones, surge la pregunta: ¿El hombre fue creado pecador? Una respuesta afirmativa comprometería en profundidad la bondad y la sabiduría de Dios. Comprometería, por otra parte, la veracidad del sagrado texto, dado que el autor del Génesis presenta a Dios contemplando su obra y pone en sus labios la exclamación: «Es muy buena». Por lo demás, el concepto de Dios que Jesús nos da y el que deben tener los que lo aceptan como maestro, resultaría un contrasentido. A su vez, si Dios creó al hombre pecador, ¿qué sentido podría tener la redención? Si la obra creadora es maravillosa, la 75

de la redención es mucho más; porque ella habla elocuentemente de que Dios quiere positivamente que todos los hombres se salven, que todos participen de su vida, que todos sean felices, que todos vivan en la unión de corazones. Siendo así, no es posible que lo haya creado, que haya salido de sus divinas manos tocado en el ala, por incluir ello una contradicción. Entonces, supuesta la situación de la humanidad, tiene que haber una motivación en Dios que escapa a nuestra capacidad, para que sea inteligible que, a pesar de todo, las cosas discurren como discurren. Si la criatura predilecta de Dios fuese pecadora porque él la creó así, Dios sería el autor del pecado y nunca el escritor sagrado pondría en sus labios la expresión de que «era muy buena». Su grandeza le viene, indiscutiblemente, del Creador, así como su desnudez deriva directamente de su grandeza. La grandeza de ser libre y el poder usar libremente de su libertad le hundió en la caída. El hombre es una obra perfecta que sale de las manos de Dios. Participa de su grandeza. Su grandeza consiste en ser una criatura inteligente y libre. Por ser libre es capaz de amar y de aborrecer. Creado para amar, ese hombre experimentó la curiosidad de saber. Como podía experimentarla, quebranta una de las leyes que conforman su naturaleza, rebasando con ello su limitación personal. Todas las demás criaturas permanecen fieles, por necesidad, a las leyes que su Creador les impuso. No pueden, son incapaces de quebrantarlas, ni tampoco quieren, porque carecen de capacidad para ello. Si se pudiese hablar de amor y de alabanza, habría que decir que aman y alaban a su Creador ajustándose indefectiblemente a las normas que les impuso. El hombre, en cambio, puede quebrantar las suyas y, a su vez, puede permanecer fiel a ellas. Las puede no cumplir porque precisamente es inteligente, tiene voluntad dinámica, no estática. Es consciente de sí mismo y de su relación con Dios. Si no fuese libre, si no gozase de este conocimiento y no fuese consciente de esta relación, no habría tampoco para él la posibilidad de conculcar las leyes que le configuran, limitan y mediatizan. Es consciente de su relación de dependencia, porque es capaz de conocer la existencia de lo absoluto. Dios le concedió este don, consciente de lo que podía ocu-

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rrir y, una vez concedido, se lo respetará con religiosa delicadeza. Ha querido que gozase de esta máxima dignidad, hasta el extremo que prefirió correr el riesgo de que el hombre, rebasado por ella, abusase, la emplease mal. Libremente lo creó, y lo creó perfecto en su naturaleza de criatura. Pudo no crearlo; mas, si lo crea «a su imagen y semejanza}), no puede crearlo más que limitado. Si lo crease ser absoluto, sería lo mismo que negarse a sí mismo, lo que supone un absurdo. ¿Por qué Dios, consciente del riesgo que corría, lo crea? La grandeza del hombre es mucha, pero no es tanto que pueda comprender este misterio. La existencia de los misterios entra dentro de la constitución limitada del hombre. Topamos, pues, con el misterio, y la actitud de la criatura ante el misterio, la actitud más razonable y digna es confesar y reconocer en verdad su limitación. Indudablemente que para aceptarla no basta reflexionar sobre la antropología y concluir la reflexión en ella. No puede, no debe ser el hombre el término de la reflexión humana, como quier~ Feuerbach. La suya empieza por Dios, para negarlo. Contintla con la razón, porque «anhela la verdad, esto es, la unidad, la determinación, la incondicionalidad». Para terminar con el hombre, porque «quiere terminar con la antigua dicotomía entre el más acá y el más allá}). Si «el hegeliano que se convierte en ateo» acusa a los teólogos católicos de sacrificar la antropología a la teología porque piensa que achica al hombre, él sacrifica, destruye la teología en aras de la antropología. ¿Para encumbrarlo, para enaltecerlo? .. La teología lo enaltece, lo encumbra, lo eleva, lo dignifica, porque lo sitúa en el puesto que le corresponde: interlocutor de Dios. Dios quiere al hombre, y así lo acepta, como dialogante válido, capaz de tomar sus propias decisiones, antes de dar su respuesta será libre. Mas, por serlo, será de ella responsable. La responsabilidad comporta aceptar las consecuencias de su decisión, sean éstas favorables o contrarias. Libertad y responsabilidad son términos correlativos. La responsabilidad por las consecuencias que de su decisión se derivan, habla, dice y enseña que es libre, independiente de toda coacción física; pero, a la vez, que su libertad es ligada, es obligada. Es libre para decidirse, mas no para eludir la responsabilidad de su de77

cisión. Si decide olvidar o negar su condición heterónoma, tendrá que cargar con las consecuencias de su decisión. Ha sido creado perfecto, ha sido creado por gracia y en gracia. No se ha creado ni se pudo crear a sí mismo y, por consiguiente, debe aceptarse como es, no como deseaóa ser. Esta perfección graciosamente recibida le haóa feliz, aunque hubiese de pasar por el trance de la muerte biológica. Pero esta perfección la posee en el plano de criatura. Por eso, si psicológicamente puede decidirse por la dependencia o por la autonomía, tendrá que hacerlo con responsabilidad. En el plano de criatura lo tiene todo y no puede aspirar a más. No debe, será más exacto, porque poder puede desear y, según se ve, desea el trono de Dios.

3.2.

El pecado

Como criatura, dispone de las mismas posibilidades para responder como interlocutor de Dios con amor y sumisión o con orgullo y arrogancia. Como es imagen y hechura, le fascinó la utópica ilusión de ser como Dios. Se olvidó de su condición y actuó como si fuese absolutamente independiente. Empleó un don, que es en sí un bien, para hacer el mal. Lo convirtió en la causa de su desgracia. Su grandeza la empleó para labrar su desventura. El es el único responsable de su desventura, precisamente porque era perfecto en su condición de criatura. Porque tenía en sus manos las mismas posibilidades para andar y recorrer el camino de la fidelidad o el de la deslealtad. Su voluntad no estaba viciada, sino libre. La libertad es un bien. Que pudo no haber olvidado su condición de criatura, secundando fielmente los planes de su Creador, es obvio, ante el ejemplo de Jesús de Nazaret, quien realizó plenamente el ideal de la especie humana, a pesar de que el filósofo que dice haber alcanzado «el límite extremo del filosofar» diga y piense otra cosa. A nivel de criatura, Jesús es el modelo acabado que Dios tiene del hombre. El primero le falló. Jesús le fue plena y absolutamente fiel. De él ha escrito san Cirilo que «recibió el Espíritu Santo, no para sí mismo -pues es suyo, habita en él y por su medio se comunica-, sino para instaurar en su integri78

dad a la naturaleza humana entera, ya que, al haberse hecho hombre, la poseía en su totalidad». Cristo Jesús evidencia la voluntad, el querer de Dios respecto al hombre: Dios lo quiere perfecto, plenamente realizado. Dentro de la perfección entra la libertad. De no ser li· bre, sería uno más en este mundo poblado por tantos otros seres. La libertad es un atributo divino del cual hizo partícipe al hombre. Pero éste, no pudiendo soportar su peso, sucumbió.

3.3.

En qué consiste ese pecado

Aparte de un pasaje aislado de san Pablo, sorprendentemente, ninguno de los cuatro evangelistas parece tocar el tema del pecado original. Cuando el apóstol dice (Rom 5,12): «Por eso, así como a través de un solo hombre el pecado entró en el mundo y a través del pecado la muerte ... , y de esa manera a todos los hombres se extendió la muerte porque todos pecaron», una familiar interpretación quiere ver en ese «pecado» el pecado original. Sin embargo, «la noción de "pecar" en este caso tiene mucho que ver con la misma noción en textos como Jos 7,10, con la que se expresa la idea de incurrir en la enemistad e indignación de Dios... Este versículo 12 termina dejando el período gramatical sin terminar. Debería completarse con las ideas y expresiones del v. 18... » 4. No obstante, este tipo de interpretación llegó a adquirir carta de ciudadanía hasta el punto de ser presentada como «la única interpretación posible de la doctrina cristiana». Y lo que todavía es más sorprendente, desde «los conocimientos que hoy tenemos a mano», los sucesos narrados en el texto del Génesis se presentaron como «plenamente históricos en los orígenes de la humanidad». Por eso, desde nuestra más temprana edad nos hemos familiarizado con ese cuadro, precisa y vigorosamente trazado por el autor del libro del Génesis, en el cual aparecen la serpiente, el árbol de la ciencia del bien y del mal, la fruta prohibida y la primera pareja humana como principal protagonista del mismo. De ahí que ahora nos suena como «novedad casi peligrosa» 4

M. MIGUENS, Amor y libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971, 456, 12b.

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escuchar que lo verdaderamente «importante en este nuevo planteamiento del problema que nos ocupa, es que el famoso pecado original debe dejar de ser considerado como un acto concreto cometido en un momento también concreto, para convertirse en una situación vivida por cuantos individuos experimentamos los límites de nuestra limitación». Efectivamente, el autor sagrado vuelca todos estos elementos «dentro de la fuerza psicológica del más perfecto proceso humano tentacional», como dice Epifanio Gallego. Sin duda que el autor tiene una intención, persigue un fin muy concreto. «Cuál sea esta intención, cuál su doctrina sobre el pecado original y por qué se sirvió de unas imágenes, mitos de la antigüedad, es fácil descubrirlo». En tiempos del rey Salomón, Israel se sentía pletórico de triunfalismo político-religioso; pero el mismo rey y su pueblo habían prevaricado contra Yavé. Ante semejante prevaricación, el autor de esa pieza admirable del libro sagrado denuncia su pecado, le echa en cara su deslealtad, proclamando, con entereza espartana, las exigencias divinas, los derechos de Dios. Denuncia con enorme fuerza psicológica el pecado de su pueblo y de su rey. Pecado tanto más grave cuanto de más lejos venía. Se lo puso delante, con aquella viveza, como contrapeso de su pretendida grandeza. Desde un principio el hombre se excede en su capacidad. Si no se hubiese excedido y hubiese perseverado fiel como Jesús de Nazaret, el pecado no habría entrado en el mundo, y, por tanto, su historia habría discurrido de otro modo muy distinto. No perseveró, y no perseveró por ser limitado. Limitado, como hombre, también era Jesucristo. Pero Jesucristo, que «vino para cumplir la voluntad del Padre», la cumplió desde el principio hasta el fin. Rompe, por tanto, con la cadena que esclaviza a todos los demás mortales. Por eso, los autores del Nuevo Testamento, «al intentar describir la redención aportada por Cristo, nunca hablan de restauración de un orden quebrantado. La persona de Jesús y la salvación que implica tiene valor de por sí, es una superación del mismo hombre». Jesús fue verdaderamente un hombre libre, que jamás sucumbió al peso de su limitación. Respondió siempre con amor a la voluntad de Dios. El hombre, en cambio, contestó con insolencia. En lugar de responder con gratitud, respondió

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'COn exigencias. El deseo de ser más le llevó a la extralimita¡ción. No quiso, sino que deseó, «porque querer es desear la ,realidad de algo y, por consiguiente, los medios para conseluirlo». Por eso, más que querer, deseó, «puesto que el deseo 'en sentido estricto implica el darse cuenta de que lo deseado es relativa y absolutamente imposible», como dice Ortega 5. El hombre tiene que darse cuenta de que querer ser como Dios es imposible. Tiene que darse cuenta de que su limitación le impide en absoluto disponer de los medios adecuados para conseguirlo. Quien no se dé cuenta de esta absoluta incapacidad, divagará en el mundo del deseo y, como éste es irrealizable, se precipitará en la desesperación de la rebeldía. Sólo Dios es infinito en todo: en amor, en bondad, en libertad, en saber, en poder, en justicia, en misericordia. En el ser infinito de Dios no hay cabida para el desamor, para la ignorancia, para la debilidad, para la limitación. La libertad de Dios es en absoluto autónoma, porque no existe quien pueda exigirle responsabilidades. Porque en él no cabe la ignorancia, no puede obrar contradiciéndose a sí mfsmo. Porque en él no cabe debilidad, no puede encogerse por el quehacer desafortunado del hombre. Porque en él no cabe la maldad, no puede querer que el hombre se frustre para siempre. Porque en él no cabe la injusticia, no puede dejar de dar a cada uno su merecido. Dios es la perfección absoluta y Jesucristo es la expresión en la criatura de esa perfección. Si el hombre fuese capaz de la perfección de Dios, sería tanto como él. Si la pudiesen realizar todos, habría tantos dioses como hombres, por lo que el mundo se convertiría en un olimpo poblado por dioses, no por hombres. Desde su categoría de criatura, tiene el deber, a imitación de Jesucristo, de procurar adquirir la que corresponde a su condición, de realizarse plenamente como hombre, porque tiene posibilidades para obrar por amor altruista, así como también las tiene para obrar por egoísmo. ¿Cuál es, entonces, ese pecado? Es el pecado de egoísmo, el pecado de desamor, de falta de altruismo. No pecado de imperfección de su naturaleza creada. Porque fue creado naturalmente perfecto; mas, como su naturaleza es esencialmente lis J.

ORTEGA

y

GASSET,

El espectador, 111, Espasa-Calpe, Madrid 1966,84.

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mitada, todo en él participa de su limitación. No es Dios, dado que semejanza no es lo mismo que identidad. Por tanto su actuar libre, para el bien y para el mal, participará ontológicamente de su propia limitación. «El hombre es un proyecto de amor -dice Schoonenberg- que tiende a la integración en el amor de Dios. Por ser criatura, su atención se distrae por el atractivo que suponen para él otras tendencias vitales de su misma existencia. Tendencias que despierta y activa el medio natural, material, histórico, espiritual en que se mueve». El proyecto no supone necesariamente realización. El no realizar el proyecto es debido a esa atención que en el hombre despiertan otros móviles, que no son móviles de amor, sino móviles egoístas, egocentristas.

3.4.

El pecado del mundo

Este pecado de desamor es el pecado del mundo, de ese mundo que se construye de espaldas a Dios, de espaldas a las bienaventuranzas. El mundo entendido como reunión de hombres que no aman. En ese mundo se proyectan todos los seres libres y racionales, y al proyectarse en él, se hacen responsables del ambiente que en él se respira, que en él se vive. De lo que se deduce que «el pecado del mundo es la responsabilidad colectiva de una humanidad que se autoconstruye», sin tener en cuenta los planes de Dios. «Es una situación causada por los actos pecaminosos del individuo». Todos somos pecadores y, por lo mismo, todos estamos necesitados de salvación. De la salvación que nos da y ofrece Cristo Jesús. Y la salvación que Jesús da y ofrece, según los autores del Nuevo Testamento, consiste «en un nuevo modo de vivir en el mundo, con la esperanza de una trascendencia, de una inmortalidad». A la vista de este primer plano, cabe preguntar por qué nuestro mundo es un mundo de pecado, es un mundo sin amor, supuesto que Dios lo ha creado todo en orden y ha hecho del hombre un proyecto de amor. «La respuesta a este interrogante sería equivalente a la de la transmisión del pecado original, según la teología tradicional», dice Francisco de la Calle.

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3.5.

Transmisión del pecado original

Si el pecado original es un pecado de desamor que brota de la limitación de la condición humana; si ya nadie o casi nadie piensa que es «una posible transmisión cuasi material de una entidad llamada pecado»; si «muchos de los símbolos que antes expresaban la realidad humana, desde una perspectiva cristiana han perdido, muchos de ellos, su contenido real» el problema de la transmisión del pecado original, habrá que plantearlo en distintos términos de como se plantea en la teología tradicional. La interpretación tradicional une el pecado original a un acto concreto realizado por Adán, padre del género humano. y esta interpretación se quiere ver confirmada por el apóstol en la carta a los Romanos (5,12). Interpretación que no parece la más afortunada, porque de una lectura sin ribetes apologistas no se sigue la transmisión de pecado alguno: es la I muerte la que se transmite 6. Si a esto se añade que tanto dicha interpretación como las fórmulas dogmáticas parten del supuesto monogenista, la luz desvanece la oscuridad. Hasta hace relativamente poco era sentencia común que el género humano procedía de una pareja. El cuadro del Génesis era algo intocable en todas y cada una de sus partes, hasta que Pío XII dio luz verde a «los géneros literarios». Se consideraba como una especie de hechos históricos acaecidos en los albores de la creación. La ciencia llegó a otras conclusiones, aunque no sean definitivas, pero que hoy se aceptan, sin que se considere deslealtad a la fe. El evolucionismo científico entiende que la especie humana procede de otras especies inferiores. Como el magisterio no define los presupuestos de la ciencia, con tal que se admita una especial intervención de Dios en ese tránsito de la especie inferior a la humana, el creyente puede aceptar la conclusión a que llegó la ciencia, porque no compromete el dogma y sí resuelve muchas otras dificultades. En la investigación científica sobre el origen de la especie, priva el poligenismo sobre el monogenismo. Y en este cambio 6 Véase M. MIGUENS, o.c., 456 y FRANCISCO DE LA CALLE, en su artículo publicado en «Vida y Fe», mayo-agosto de 1975.

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de perspectiva no entra la definición de la Iglesia. Partiendo de uno o de otro presupuesto, se intenta formular un hecho que sobrepasa los límites de la ciencia. De suerte que lo que en realidad nos importa es saber si la explicación de ese hecho está o no está de acuerdo con lo que la Iglesia definió. Así los términos del problema, parece que todo cuanto se ha dicho, o llevamos dicho, no se aparta de la línea magisterial, aunque se aleje de sus formulaciones verbales. Las palabras, las fórmulas dogmáticas tienen un sentido implícito que es obligado descubrir. Por supuesto que si el pecado es una situación existencial del hombre, no deberá ser considerado como «transmisión casi material de una entidad» concreta o de un acto realizado por Adán, al que llamamos pecado. «Porque ni el pecado es algo material ni el monogenismo tiene demasiados visos de probabilidad». Mas esto no es dificultad mayor. En efecto, si la hipótesis evolucionista sugiere que Adán es el hombre en general, nada impediría continuar hablando del pecado de Adán. Pero cuando se habla del pecado original, al menos los no especializados entienden que se hace referencia al pecado cometido por el primer hombre, a quien se le da el nombre de Adán, y que ese pecado fue transmitido a todos sus descendientes. El magisterio parte de este supuesto. Esto es, parte del supuesto de que la humanidad desciende de una única pareja. Sin embargo, como la ciencia asienta como punto de partida del género humano el poligenismo con preferencia al monogenismo, se podría continuar pensando del mismo modo, pero relacionando el pecado con el «Adán colectivo», en cuanto designa a la humanidad en general, en cuanto designa la situación en que se encuentran todos los hombres. El creyente está obligado a admitir el pecado original, pero nadie le obliga a creer que Adán fuese un personaje histórico concreto, individual. Cierto que, «quien intente explicar el pecado como situación existencial, admite su universalidad. Nadie puede sustraerse a esta situación», como dice Miguel Sáenz de Santamaría. Si se sustrae, será por una ayuda especial de Dios, como ocurrió con la santísima Virgen, seguramente con Juan el Bautista.•. en previsión de los méritos de Cristo. No es nueva esta formulación de la doctrina sobre el pe-

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ij~do

original. J. de Graine, en su libro La Biblia y el origen ,del hombre, hablando del libro del Eclesiástico, explica «cómo ~ sabiduría de Ben Sirac, escritor del siglo II antes de Cristo, !interpreta la narración del Génesis en un sentido colectivo». Para él «el nombre de Adán designa la humanidad entera». ¡Este libro era conocido con el nombre de Sabiduría de Jesús de ;Ben Sirac y su nombre aparece en 50,27 del mismo texto sai;grado. Que nadie puede sustraerse a la situación de pecado es lo que enseña la Iglesia, tanto que en Trento definió que: «Si al.guien dice poder el hombre evitar todo pecado sin una gracia especial de Dios)), naufraga en la fe católica. Así que, por otra parte, no habría dificultad en aceptar el nuevo enfoque. No será tan fácil de salvar el escollo si se afirma que la transmisión de esa situación de pecado se realiza «por medio de la generación)). Mas si se tiene en cuenta que esta cuestión fue suficientemente discutida en la tradición eclesiástica, pero nunca definida, el dogma queda a salvq.

3.6.

El pecado ante Dios

No obstante, no basta salvar el dogma, es necesario potenciar su contenido y con ello contribuir, en la medida de las propias posibilidades, a la salvación del hombre. Este es incapaz para el amor absoluto. Esta incapacidad no es querida ni buscada por él, sino que nace de su natural limitación. Si a esto se añade que su naturaleza limitada es atraída hacia otros objetivos que no son precisamente de amor, se entiende mejor su situación de pecado, «libremente no querido, aunque libremente cometido)). Tampoco de esta atracción hacia otros objetivos es él formalmente responsable, dado que no sólo es voluntad, sino sensibilidad, sentidos, que desde el principio están en continua lucha. De ella se hace eco el mismo autor del cuadro del Génesis, al reflejarla en «la atracción que despertó en él la manzana)). A esta lucha interior se refiere directamente san Pablo cuando escribe: «De hecho no me explico mi proceder. Porque no hago precisamente lo que deseo; antes bien, lo que aborrezco es precisamente lo que hago)) (Rom 7,15). 85

Ello indica la fuerza misteriosa del pecado, fuerza que el mismo apóstol aclara: «Si hago precisamente lo que no deseo, convengo en que la leyes buena». «Sin embargo, eso ya no es relación mía, sino del pecado que habita en mí» (Rom 7,1617). Como el hombre libremente comete el pecado, es culpable, es responsable de él. Consciente de que el pecado se opone al proyecto de amor, que él mismo es, «debe colaborar activa y enérgicamente para salir de esa postración universal en que le sume el pecado de desamor», si quiere exonerarse de su responsabilidad, si quiere librarse de su culpabilidad. Debe colaborar enérgicamente, aunque sabe muy bien que no conseguirá su liberación sin el auxilio de la gracia de Dios. La gracia divina, que se le ofrece en Cristo y por Cristo. De suerte que su colaboración sólo será eficaz uniéndola a la fuerza amorosa de Cristo. «Con Cristo recibe, pues, el hombre la ayuda esotérica necesaria para infundir a su existencia toda la carga de amor que Dios le otorgara al crearlo a imagen suya, pero que las limitaciones existenciales no le permiten saborear», dice Miguel Sáenz de Santamaría. El pecado, mirado desde el hombre que lo comete, puede calificarse como un atentado eficaz contra los planes de Dios. Pero mirado desde la perspectiva de Dios, esto sería tanto como si el hombre fuese «lo suficientemente grande como para alterar los designios divinos». Esto resulta insostenible a la vista «de cuanto sugiere el dato revelado». Dios ni se equivoca ni puede ser sorprendido por ninguna actuación de su criatura. «Las perfecciones divinas impiden que el hombre pueda exponer a Dios en cierto modo a un fracaso creacionah>. Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza». Al crearlo así, se presupone que actuará según sus planes. Pero como esa imagen y semejanza comporta la libertad, y la libertad supone señorío sobre sus actos, la actuación del hombre puede desviarse de ese plan, positivamente querido por el Creador, o ajustarse a él. Esta desviación no es algo imprevisto por Dios, no es algo que pueda extrañarle, sorprenderle, sino más bien «fruto de la limitación del hombre». Si a alguien puede sorprender es al mismo hombre; porque siendo imagen y semejanza de Dios, y siendo Dios Amor, al constatar su falta de honradez respecto

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i al Amor se debiera desconcertar y entrar en una fuerte crisis. f Crisis que se agudizaría a medida que descubre que el amor de ;Dios hacia él es tan vasto e intenso que culmina en la encarna'eón de su mismo Hijo. , Interpretado el pecado original en esta clave, «no puede re! ducirse a algo -a un hecho concreto- que ocurrió en un momento dado de la historia». Sino que hay que reconocer que es algo que está ocurriendo, porque el hombre continúa pecando, y continúa pecando responsablemente, respirando de esta forma categorías de pecado de desamor toda la humanidad 7. Se dirá que esto es teología y que la teología sacrifica la antropología. Pero en el fondo, lo que desconcierta y mete en grave crisis a los incrédulos es que la teología, fundada en el dato revelado, enseñe que Dios es Amor y que su amor se manifiesta a través del tiempo y del espacio «de muchas maneras y de muy distintas formas», hasta la manifestación apoteósica de «los últimos tiempos». «El Verbo se hizo carne y habitó en.. tre nosotros». Esto mete en aguda crisis a los incrédulos, que piensan por cuenta propia, y a los que piensan por cuenta ajena, porque dicen que es un absurdo enseñar que Dios es Amor, viendo y contemplando el mal en mil facetas difundido entre los hombres, reinante en el mundo. Ellos no entienden o no quieren entender que, siendo el hombre interlocutor válido de Dios, «debe colaborar activa y enérgicamente para salir de la postración universal en que le sume el pecado de desamor». Entenderían exigir a Dios todo, cuando la única responsabilidad que Dios tiene es haber creado al hombre a su imagen y semejanza, dotado de todos los medios para obrar a semejanza suya, y exonerar al hombre de todo esfuerzo, cuando él es el único responsable de que ese pecado continúe cometiéndose en el mundo. De suerte que, resumiendo, el problema del pecado original habrá que plantearlo de un modo similar a como lo plantean los evangelios, «el mismo san Pablo y hasta la primera gran tradición cristiana que se centró en san Agustín. Es decir, hay que empezar por ver nuestra realidad actual a la luz de la salvación aportada por Jesús de Nazaret. Este mundo nuestro, 7 El artículo de MIGUEL SÁENZ DE SANTAMARÍA publicado en el número citado de «Biblia y Fe», le sería de gran provecho al interesado en estos temas.

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querámoslo o no, es un mundo de pecado. Sólo en un segundo momento habría que preguntarse por qué nuestro mundo es un mundo de pecado». Creo que después de todo lo arriba dicho, la respuesta a esta pregunta no se diferencia fundamentalmente de la que da la teología tradicional, aunque los términos sean distintos: el hombre es limitado y, como limitado, incapaz por sí mismo de integrarse en el Amor absoluto. Peca por desamor y este desamor se prolonga a través del tiempo y del espacio. El día en que ese hombre se decida a colaborar activa y enérgicamente con «la ayuda esotérica necesaria» que recibe de Cristo y con Cristo, «para infundir a su existencia toda la carga de amor que Dios le otorgara al crearlo», empezará el mundo a vivir la nueva vida que Jesús nos trajo. «Vine para que tengáis vida y la tengáis en abundancia»; «El ladrón no viene más que a robar, matar y echar a perder; a '\sue tengan vida he venido yo, y la tengan rebosante» (Jn 10,10) .

8 Entre los teólogos que estudian el tema del pecado original con mayor profundidad está Alejandro de Villalmonte. En el volumen 19 de Naturaleza y gracia, 1972, encontrará el lector una exposición profunda y actualizada.

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4.

Hacia una noción de pecado

El hombre ontológicamente es limitado y de su limitación deriva el pecado que llamamos original. Por consiguiente, el pecado no es algo externo al hombre, sino que «le afecta profundamente, cambiando su misma orientación y dirigiendo su actividad en un sentido contrario». El pecado original, según el concilio de Trento, tiene dos vertientes: el pecado «originale originan§» y el pecado «originale originatum». De este pecado se distinguen los pecados personales, que el hombre es capaz de cometer. Puesto que sobre el pecado original hemos reflexionado ya, ahora centraremos nuestra reflexión sobre el pecado personal. Por necesidad será una reflexión modesta, porque el problema de la teología del pecado es demasiado grave y candente para abordarlo en profundidad desde aquí con suficientes garantías de solvencia. Habrá que tratarlo pensando sólo en aportar un grano de arena al esfuerzo ejemplar que están haciendo exegetas y moralistas para un nuevo planteamiento de la moral, que tanto interesa a todos. Estamos muy familiarizados con la verdad de que Cristo con su muerte venció el pecado y con su resurrección venció la muerte. Asimismo, desde pequeños se nos ha dicho que por el bautismo el hombre entra «pleno iure» a formar parte de la Iglesia, puesto que él es su puerta. Formando parte de la Iglesia, se hace parte del cuerpo místico de Cristo y, por tanto, se incorpora a él. El bautismo, como signo que da y significa la gracia, comporta multitud de virtualidades, de uno y otro tipo. Positivamente, con él recibe el que se bautiza el Espíritu Santo, la filiación divina, la recepción de la vida de Cristo; se le infunde la

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fe, la esperanza y la caridad y con ellas los dones del Espíritu Santo. En su aspecto negativo, se limpia el bautizado del pecado original y se le perdonan todos los pecados personales.

1.

Perdón de los pecados

Interesa ahora acentuar el aspecto negativo, esta virtualidad del bautismo. El significado etimológico de la palabra bautismo, a juzgar por los términos griegos de donde deriva, comporta la idea de lavado o purificación. Si, pues, significa lavado, y desde el principio del cristianismo se relacionó con el pecado, lo que el bautismo limpia y purifica es el pecado. Cristo escogió como materia, para expresar externamente esta purificación interior, el agua, por el fuerte simbolismo que las abluciones de carácter religioso tenían, no sólo en el mundo de la Biblia sino también en el mundo pagano. El agua fue el elemento más usado para estas abluciones en todas las religiones. La sangre y la leche se emplearon mucho menos. «El sentido de dichas abluciones no siempre es el mismo: a veces es terapéutico; otras tiene el objeto de alejar los malos espíritus; otras se ordenan a una purificación ritual para poder entrar en contacto con lo sagrado y participar en el culto, y tiene, en ocasiones, un auténtico sentido expiatorio, la remisión del pecado». 1.1.

Las abluciones judías

Insistir en la importancia que los judíos contemporáneos del Señor daban a las purificaciones por medio del agua, resulta un lugar común. La sorpresa y la murmuración interna del fariseo que lo invitó a su casa, al ver que se sentaba a la mesa sin lavarse las manos, da buena prueba de ello. «Aquella bella estampa de los apóstoles comiendo granos de trigo sin haberse lavado las manos», no deja de conmover. Por una parte, la ingenuidad de los discípulos y, por otra, el fanatismo de los fariseos. Estos exigen del maestro, para aquéllos, más rigor: «¿Por qué tus discípulos atropellan la tradición de los mayores?». La respuesta de Jesús es significativa. Nada bien les

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debió sentar a sus exigentes interlocutores, porque, aunque no les quita toda la razón, pone el dedo en la llaga: «¿Por qué atropelláis también vosotros la ley de Dios por amor a vuestra tradición?» (Mt 15,2-3). Los fariseos exageraban en el rito de las abluciones. Eran intransigentes; pero lo eran todavía más los esenios, porque «creían que Dios y sus ángeles estaban presentes en medio de la comunidad» 1. El agua jugaba un muy importante papel en la vida religiosa de entonces. Acercándonos un poco más, en este simbolismo, al contenido teológico del bautismo cristiano, aparece en las orillas del Jordán Juan el Bautista, quien nada de particular tendría que conociese y tratase a los rígidos esenios, predicando penitencia y conversión, «pues es inminente el reino de los cielos». Su austeridad daba tal peso a sus palabras que acudían «a él de Jerusalén y de toda Judea y de toda la circunscripción del Jordán. Y eran por él bautizados (literalmente: inmergidos) mientras confesaban sus pecados» (Mt 3,5-6). La purificación interior que lleva cOI)sigo el bautismo cristiano dista mucho, sin embargo, de la pureza legal que se adquiría con las abluciones judías que tan cuidadosamente observaban. No sólo dista de estas prácticas, sino que lleva a la perfección el bautismo que administraba el precursor. Bautismo que el mismo Jesús recibiría, e iba a ser como el espaldarazo para empezar su vida pública. Así se desprende de la respuesta del Señor, cuando Juan rehuía, por humildad, bautizarlo: «Deja eso ahora; porque así conviene que nosotros cumplamos toda disposición» (Mt 3,15). Por eso, «el bautismo cristiano, por el agua y el Espíritu Santo, que llevaría a la perfección el de Juan, no asumió otra forma externa que la del Bautista». Esa perfección está, precisamente, en que si el agua «se vierte sobre el cuerpo es para purificar el corazón, es decir, lo más fntimo del hombre, el lugar de los pensamientos, de los deseos y de los sentimientos más íntimos, la sede de la conciencia». 1.2.

Las abluciones paganas

Como estos efectos, por necesidad, escapan al alcance de la razón humana, los racionalistas quieren ver en nuestro bautismo 1 J. LÓPEZ MELús, El cristianismo y los escritos de Qumran, Casa de la Biblia, Madrid 1965,66-67.

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«una imitación de prácticas paganas, porque existen auténticos ritos bautismales a los que se les atribuye un renacimiento espiritual, una vida nueva en unión con la divinidad y la incorporación a la comunidad religiosa. Se invocan a este propósito, especialmente, las concepciones babilónicas y, sobre todo, las prácticas y concepciones egipcias, así como las helenísticas de las religiones mistéricas con sus ritos de iniciación». Cuando se analizan los ritos del cristianismo y se estudian sus orígenes con criterios de sólo ciencia y no se ahonda en su más profundo contenido, a la luz de una fuerza superior, es concebible que se emitan juicios tan discutibles como éste. Es explicable, pero no del todo justificable, porque una actitud así no es seria y ni siquiera científica. Si se rechaza la trascendencia no se puede argumentar, por sólo motivos de razón, contra ella precisamente porque ella está por encima de la razón, supera sus alcances. Si se ignora la técnica y la ciencia de la ingeniería y el que la ignora emite un juicio de valor sobre un plano levantado por un técnico, lo más suave que se puede decir de él es que es un osado. Si se ignora la técnica jurídica y, a pesar de todo, se formula la sentencia, indudablemente que ese tal se mete en dibujos cuyos contornos están fuera de su alcance. Nadie impone a los estudiosos del hecho religioso, concretamente del hecho cristiano, que crean en él para estudiarlo. Sólo se les pide seriedad y honradez. Porque los ritos externos se parezcan, no es legítimo concluir que su contenido es idéntico, máxime cuando hombres serios y de competencia indiscutible concluyen todo lo contrario. Por lo que la actitud seria y honesta en tales casos sería únicamente la de suspender el juicio. El mundo de la trascendencia no se aprisiona con sólo la razón, por muy fuerte que ésta sea.

1.3.

El bautismo, muerte con Cristo

San Pablo es un hombre que escribía sus cartas inspirado por el espíritu de Dios, pero éste se expresaba a través de su experiencia personal. Este hombre, así experimentado, afirma que por el bautismo el bautizado se une a Cristo, precisamente muriendo con él. No es esto un juego de palabras, es usar el medio que los hombres tienen para expresar con las mismas

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palabras realidades de orden distinto, según el marco en que las encuadren. El bautismo de Juan no era sacramento, era un signo que significaba la gracia de la conversión pero no la daba. La con, versión venía por otro conducto, venía o llegaba a través de 'esa relación que el hombre tiene con Dios. Jesús de Nazaret no necesitaba convertirse, porque jamás se había separado de Dios. Sin embargo, era preciso que esa realidad de unión con Dios se manifestase a los hombres. Por eso dice a Juan: «Deja eso ahora; conviene que cumplamos toda disposición». Jesús se somete a ese rito para identificarse con los hombres sus hermanos, sumergidos en el pecado. Jesús es inocente, pero al identificarse con los pecadores, al aceptar «vivir en el , pecado» se bautiza, pide a Juan que le administre ese signo externo de conversión, para que los hombres no duden de su identidad humana. Y continuará en esta línea de identificación, muriendo en la cruz como un vulgar pecador. Sin embargo, esa humanidad que muere con todos los signos externos de un hombre cualquier~, hasta poder excla,mar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ',resucita antes del fin de los tiempos. De ahí que Jesús, no siendo pecador, pero asumiendo la condición de tal, triunfe de la muerte con su resurrección. Así, con él, pueden triunfar todos los hombres si mueren con él en el bautismo. Es decir, que si los hombres quieren salir del dominio del pecado por medio de la renovación interior, tienen un camino, el único camino: aceptar a Cristo, creer en él. El hombre que cree en Cristo, que tiene fe en él, se siente «liberado del pecado, aunque ello no significa que el pecado haya desaparecido». Mientras nazcan hombres, el pecado no desaparecerá. Así es porque escribe el apóstol: «Efectivamente, hemos venido a ser injertados en Cristo para morir con él; pero, en ese caso, lo hemos de ser también para resucitar .como él. Démonos cuenta de esto: que nuestro antiguo ser fue crucificado junto a él, para que el cuerpo de pecado quedase desnervado, en modo que nosotros no sirvamos más al pecado. Pues uno que está muerto, está libre de las reivindicaciones del pecado» (Rom 6,5-7). Lo que muere en el bautismo, lo que debe morir, es el hombre viejo, el viejo Adán. Porque, «¿ignoráis que cuantos hemos sido bautizados para incorporarnos a Cristo Jesús lo hemos sido para incorporarnos a su 93

muerte?» (Rom 6,3). Cristo vivió en el pecado, aunque nunca fue pecador. El hombre es pecador y vive en el pecado. Debe, debiera dejar de serlo, como dejó de serlo san Pablo, aunque ello no significó para él, como tampoco significaría para el hombre en general, dejar de vivir en el pecado hasta el momento de la muerte. El apóstol dejó de ser pecador, pero esto no le impedía exclamar: «¿Hasta cuándo estaré sujeto a este cuerpo de pecado?~~. Por eso vale la pregunta:

1.4.

¿Hasta cuándo sufrirá el hombre la presencia del pecado?

Jesús de Nazaret fue en todo semejante a nosotros, menos en el pecado; porque a pesar de tener la misma capacidad de decidirse por un lado o por otro, nunca se decidió por el pecado. «Siempre hizo la voluntad de Aquel que le envió». Vivió, por tanto, en la naturaleza de pecado, vivió «en el pecado», como arriba se dijo. Y esto en modo alguno compromete su inocencia, su impecabilidad, aunque sí afianza su ejemplaridad. Si el pecado tiene su origen en la limitación humana y Jesús asumió íntegramente la naturaleza humana, nada hay que pueda oponerse a que aseguremos que, con ella, asumió su limitación. A pesar de ello, y aquí aparece en toda su grandeza su ejemplaridad, no se sintió, no se dejó jamás rebasar por su limitación. Teniendo las mismas posibilidades para aceptar la voluntad del Padre o dejar de aceptarla, porque era libre, fue siempre fiel al querer divino. «Vine para hacer no mi voluntad sino la de Aquel que me envió». «Hago siempre la voluntad del Padre». «Sé que siempre me oyes; que sean uno como tú y yo lo somos». Y que no siempre se cumplía en él lo que su condición humana reclamaba, bien se ve en Getsemaní y en el Calvario, sobre todo: «Si es posible pasa de mí este cáliz». «Padre, ¿por qué me has abandonado?». Mientras vivió, pues, nuestra vida humana, podrá decirse que vivió «en el pecado»; pero a ninguno será lícito ni con verdad podrá decir que fue pecador. En los momentos en que su humanidad aparece en toda su plenitud, el hombre podrá oír de sus divinos labios: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

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Por el bautismo, el bautizado se asemeja a Cristo, «se entrega a él con la misma libertad con que Dios se entregó al hombre». Jesús se entregó libre y amorosamente a la voluntad del Padre. Pudo hipotéticamente, como hombre, no haberse entregado, como de hecho lo hicieron sus hermanos los hombres. No lo hizo, y así fue como el segundo plan de salvación que Dios trazó para el hombre no fracasó, como había fracasado el primero. Con el bautismo comienza para el hombre su donación a Dios y esta donación tiene sentido cristiano, porque en él acepta la vida de Cristo como propia. Con el bautismo muere en el hombre la vida del viejo Adán y empieza la vida del hombre nuevo, Cristo. De ahí que pueda decir san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Sin embargo, el hombre bautizado continúa viviendo entre sombras, y a veces mucho más espesas para él que para aquellos que no lo son. Teresa del Niño Jesús conoció la tentación de la desesperación ante «el silencio de Dios». Al ser testigo de cómo se fusilaba «frente a un paredón la los hombres a bocajarro», siente como «un muro que se eleva hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado». San Pablo dice que «la verdad libera» y Bernanos, el profeta de la alegría, añadirá que «después consuela». Pero ¿cuándo llegará esta liberación, este consuelo? El hombre durante su vida mortal está iluminado por una luz, mas esa luz no llega a disipar las espesas sombras, que más de una vez se interponen entre la vida concreta y sus afanes. Y se interpone no como una gasa transparente, sino como una espesa y densa nube. Con todo, siempre será verdad que con esta luz resulta posible al hombre «vivir plenamente», si es que en efecto su limitación descansa en Cristo, descansa en Dios 2. De que es posible dan testimonio los santos, los limpios de corazón, como la santa que acabamos de contemplar atenazada por la tentación de la desesperación. «Tenga por cierto, madre, decía Teresa, que si yo hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sentiría que esta multitud de ofensas sería como una gota de agua en un horno ardiente». El hombre quiere, desea actuar libremente, sin condiciona2

Ch. MOELLER, Literatura del Siglo XX y Cristianismo, 1, Gredos, Madrid

1958,508.

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mientos. Mientras viva en este estado de peregrino y viandante no le será posible. ¿Por qué no acaba de convencerse? Jesús de Nazaret soportó, mientras estuvo visiblemente con nosotros, esta misma limitación. Ningún auténtico cristiano será jamás ajeno a ella. Actuar en profundidad, vivir en plena y absoluta plenitud, sin condicionamientos, lo logrará el hombre, pero no antes de pasar por la experiencia de la muerte. Cuando termine para él la posibilidad de optar por su voluntad o por la del Padre celestial, empezará el imperio de la verdadera libertad. Esto es, cuando termine de «vivir en pecado». Entonces: 1.5.

Qué es el pecado

La respuesta no es nada fácil. Mientras al hombre se le hacía girar en torno a la ley, no resultaba difícil convencerle, diciéndole: «Es todo hecho, dicho o deseo contra la ley de Dios y los preceptos de la Iglesia»; y si ese hecho, dicho o deseo supone materia grave, «el pecado es grave». Esta facilidad en definir, en decir y hacer divisiones, creó en los creyentes una psicosis de pecado, en muchos casos, rayana en la locura. La moral casuística es, desde luego, en su género algo acabado, porque tiene en cuenta todos los detalles, valora todas las circunstancias, tapona todas las fugas. Con todo, habrá que confesar que no valora convenientemente la persona; por eso, los resultados obtenidos durante tanto tiempo no son ni mucho menos halagüeños. Quizá su fallo esté en que, intentando fundarse en el evangelio y, por tanto, en las enseñanzas de Jesucristo, se olvidó de que Jesús de Nazaret no promulgó ninguna ley; sí aporta a los hombres la experiencia de una vida. El cristianismo es vida, no es ley. De ahí que el centro de convergencia de la vida cristiana sea Cristo. Su moral, pues, consistirá en seguir a Cristo, en imitarle; mas no con una imitación externa, sino adoptando la misma manera de ser que él (Haring). Vivir como él vivió, sentir lo que él sintió, amar lo que él amó, buscar lo que él buscó. Por haberse perdido en ese mundo de circunstancias, de divisiones; por haberse fundado en principios generales y abstractos solucionando, a partir de ellos, todos los casos, se olvidó de lo que, efectivamente, caracteriza la vida cristiana: su

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radicalidad. En la vida cristiana no vale el «más o menos». O se está con Cristo o contra Cristo. «El que no está conmigo está contra mí». Y antes de continuar, quede como primer eslabón que no se está contra Cristo por el simple hecho de cometer un acto contra una de las que decimos sus leyes. El, con su vida, nos conduce a todos a la opción más radical en nuestras actuaciones concretas. Para que ese acto aislado nos ponga en contra de Cristo, una vez que hemos optado por él, tendría que dar muerte o romper la actitud que nos llevó a esa opción. ¿Qué acto destruye un hábito? Porque hábito, traducido al lenguaje actual, equivale a actitud. ¿Qué acción aislada, por importante que sea, mata, destruye la virtud? Los hábitos morales son tan difíciles de desarraigar como los mentales. Conocí a un convertido. Extraordinario, por su entusiasmo y por su celo, para que aquellos de sus antiguos correligionarios que no reconocían a Cristo, lo reconociesen. Llegando el momento de reflexionar, de enjuiciar sus esquemas, sus principios de discurso reflejaban su mentalidaq. Es lógico, es natural; tan natural y lógico que Jesús, el maestro, el único maestro, dejó ejemplo y enseñanza aceptando esta lentitud en el desarraigo. «¡Oh lerdos y tardos de inteligencia para creer en todo lo que profirieron los profetas! ¿No debía el mesías padecer estas cosas y luego entrar en su gloria? Y se puso a explicarles, por Moisés y por los profetas, lo concerniente a él en todas las Sagradas Escrituras» (Lc 24,25-27). Pues bien, como lo que de momento interesa es acercarnos a una noción de pecado que el hombre de hoy acepte sin prejuicios, y como el pecado tiene sentido con relación a Dios, a los expertos en la palabra de Dios habrá que acudir en primer lugar. José A. Salgueiro hace un análisis de todas las palabras que en la Biblia, unas acentuando un matiz y otras acentuando otro, designan el concepto de pecado. Su reproducción sería muy interesante para comprender mejor esta reflexión. Si no lo reproduzco es porque, amén de no encuadrar en su aire, nos llevaría demasiado lejos. Lo que sí hace directamente y encaja a perfección es lo que dice en el apartado «Síntesis teológica», p. 190: «Es muy posible que un estudio serio y reposado de todos estos conceptos permita ver cómo el hombre, tanto ayer como hoy, queda invitado a vivir proyectando sobre su existencia cuantos valores fluyen de una sincera y honrada postura, donde Dios brilla con su presencia y tiene de este modo 97

abiertas las puertas para implantar en el mundo la fuerza de su amor», El hombre, se ha dicho, nace para amar, porque nace para convivir. Sin embargo, si observamos la vida de los hombres en el mundo, en vez de verlos regidos por el amor, nos damos cuenta de que es el odio, la envidia, la soberbia, el orgullo, el deseo de dominio, la propia exaltación, el egoísmo lo que triunfa e impera. Y si esto sabe a sacristía, bastaría con leer el libro de Franc;:ois Fonvieille-Alquier, El euro-comunismo, y los prejuicios dejarían paso a la fría y sangrante realidad. De ahí que el pecado se traduzca, en cualquiera de sus manifestaciones, en «falta de amor». Pero ¿por qué esta dificultad en definir el pecado hoy? ¿No estaba suficientemente bien definido y perfectamente clasificado? El planteamiento de la moral tradicional en la actualidad no convence. Para ello existen fuertes y válidas razones. Por eso se trabaja seriamente en la elaboración de una moral renovada. Para llegar a esta elaboración asequible a todas las fortunas faltan todavía muchos pasos. Como el concepto de pecado es la clave en este planteamiento, la dificultad en precisar los criterios a tener en cuenta en su definición salta a la vista.

2.

Rasgos de la moral renovada

Es una presunción monstruosa hacer de la razón un Dios, pero también es una ligereza incalificable convertirla en una caricatura. El derecho a pensar es sagrado y los que piensan en profundidad merecen respeto y gratitud, aunque no coincidan con el sistema de conocimiento que uno profesa. Todos coincidimos en hablar de lo real y de lo ideal. No obstante, cuando, partiendo de esta distinción, Manuel Kant llega a la formulación de la que se puede llamar «moral independiente», la reacción no se hace esperar. ¿Está justificada esta reacción en todos sus extremos? Si la distinción entre lo real e ideal consiste en que lo primero es y lo segundo no, la justificación no parece discutible. Pero si se reduce a que son dos modos distintos de ser, de existir, es decir: lo real es lo que existe en las experiencias y lo ideal lo que existe «en el pensamiento para regla y dirección de la existencia», los extremos se aproximan y la oposición

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exige un análisis más profundo. Porque si lo real y lo ideal lo exponemos en base a que lo real es la realización de un proyecto y lo ideal es el proyecto, el que piensa se da cuenta de que la realización nunca ejecuta el proyecto, nunca agota del todo el proyecto concebido. Pues bien, si la moral es el proyecto que el hombre debe realizar para ser de veras hombre, sólo hubo un hombre que lo realizó en plenitud, en profundidad, a perfección. Puede, por consiguiente, entrar en nuestra terminología con un contenido similar: proyecto de moral y realización de ese proyecto. La realización la programan los hombres, pero el proyecto no se agota en esa realización, porque es el autor de la naturaleza quien lo traza. La suspicacia procede de que se vive en la creencia de que los filósofos moralistas «tienen por misión indicar a los hombres lo que deben hacer y lo ~ue deben omitir, determinar qué sea el bien y qué sea el mal» . En nombre de esta creencia, los moralistas se ponen a filosofar y he aquí por qué nos encontramqs con un verdadero mosaico de morales. Esa creencia es errónea, porque los hombres no tienen capacidad para pergeñar el ideal moral. Sus líneas maestras están trazadas por Alguien que está por encima y es más que todos ellos. Lo traza el autor de la naturaleza y, por lo tanto, está grabado en la conciencia colectiva. De tal forma que todas las elucubraciones que los moralistas hagan, serán tanto más válidas y permanentes cuanto más se ajusten a la conciencia de la colectividad y esta colectividad abarca al mayor número de individuos. De ahí que no sea ningún desacierto decir, reconocer que el hombre no puede prescribir el ideal moral, sino sólo describir/o. ¿Puede, acaso, el hombre establecer para los demás hombres una doctrina práctica de valor eterno y absoluto? La respuesta a esta pregunta nos mete de lleno en la actualidad de la moral evangélica, porque ella expresa el ideal que flota en la conciencia universal, por muchos que sean los que a ella se oponen. La moral evangélica tiene sus líneas maestras en las bienaventuranzas, y las bienaventuranzas tienen valor universal. 3

M. GARCfA MORENTE, La filosofía de Kant, Espasa-Calpe, Madrid 1975,

140.

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Los pioneros de la moral renovada tienen conciencia clara de este valor y por eso, convencidos de que ni la verdad ni el bien nadie los tiene en exclusiva, acometen su tarea de renovación sin complejos ni servidumbres. La moral cristiana es tan antigua como el evangelio. El evangelio no cambia, no puede cambiar. Lo que puede cambiar es la clave en que se lee. Si se lee con criterios legalistas, aferrándose a la obligación que la ley genera, entonces su contenido se expresa en la casuística. Pero el evangelio es mensaje de amor y el amor, más que una obligación, es un deber. Durante mucho tiempo se impuso la moral casuística, la moral que, asentándose en principios generales y abstractos, atendía más a los actos que a la actitud de las personas que los realizaban. Sometida la ley a revisión, es lógico que se someta la moral, dado que en sus criterios se inspira. La casuística, con todo su valor -negárselo sería injusto-, ahogaba la libertad, que ondea allí donde está el espíritu de Dios. «Es triste tener que admitir que muchas vidas creadas por Dios para gozar se han consumido en una angustia incesante ante el miedo de manchar su existencia con el menor atisbo de pecado», dice Antonio Salas. Resultaría muy fácil aportar casos, hablar de experiencias en este sentido. No vale la pena, porque están en la mente de todos. Esto por una parte; pero, por otra, está la conciencia colectiva que en unas épocas reacciona, vibra con mayor sensibilidad ante unos valores que en otras. Sin perder nada de su actualidad, lo que antes estimulaba e impresionaba con viveza hoy no estimula e impresiona tanto. La sensibilidad ciudadana da preferencia a otros estímulos. No hace muchos años que la moral parecía reducida al sexto mandamiento. Hoy, sin embargo, sufriendo un desajuste indebido, se da la impresión de que la concupiscencia de la carne no influye en la perversión de las costumbres. Cuando la lujuria es y seguirá siendo «una herida misteriosa en el costado de la especie humana. ¿Qué digo, en el costado? en la fuente misma de la vida», como diría Bernanos. Si a todo esto se añade que, como telón de fondo, está el risueño resurgir de una moral más evangélica y menos legalista, está suficientemente justificado el optimismo que despierta la nueva búsqueda, el nuevo planteamiento. Es, en efecto, reconfortante encontrar sistematizado y ex100

puesto con competencia lo que entre sombras se venía busmucho tiempo atrás. El nombre de Marciano Vidal, ¡'por citar tal vez el más representativo entre los nacionales, es ~'eonocido por su autoridad y actualidad. Tiene méritos para feUo. Su libro Cómo hablar hoy del pecado, y sobre todo ~;unos apuntes que conservo de unas lecciones que impartió en ~Jla Universidad Pontificia de Salamanca en un curso sobre ¡,«Formación permanente», me sirvieron para el esquema siiguiente:

¡cando de

I

1

2.1.

Moral de indicativo

La excesiva valoración de la ley, o, si se prefiere, los criterios legalistas que inspiran la moral tradicional, llevó a que ésta mirase como algo secundario el sujeto que realiza los actos. Algo lejano, cuando en realidad el acto pecaminoso, en nuestro caso, le afecta profundamente. Basada la moral en la ley, aquélla se convierte en moral de imperativo, porque viene de fuera. Se mira, pues, más como una obligación que como un deber. De ahí que se hayan puesto al mismo nivel lo que manda Dios y lo que mandan los hombres, aunque éstos digan que mandan en nombre de Dios. La situación es, por tanto, delicada, incluso conflictiva. Porque en más de una situación, cuando el creyente quebrante una ley humana, podría argüir lo que Jesús arguyó a los fariseos: «¿Por qué atropelláis también vosotros la ley de Dios por amor a vuestra tradición?». En efecto, muchas veces, por salvar la letra de lo mandado, por celar el cumplimiento de una ley humana, se quebrantaba -¿no se seguirá quebrantando todavía?- el espíritu, se olvidaba la caridad. ¿Casos concretos? Casi estoy por decir que sería de mal gusto aducirlos. Son muy frecuentes y están sufi(fientemente recientes como para que necesitemos recordarlos. El que, alegando amor a la ley, falta a la caridad evangélica, está fuera del clima religioso que respiran las bienaventuranzas y, sí, muy tocado de fariseísmo. En realidad Dios no impone al hombre nada: le propone un camino a seguir. Es una propuesta de amor y el amor no se impone. En cambio los hombres, que dicen tener autoridad, imponen, obligan, de tal suerte que si no se cumple lo im-

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puesto, directa o indirectamente, mediata o inmediatamente, de una manera o de otra, la sanción no se hace esperar. Esto es, a su vez, causa de que, para justificar su autoridad, para sostenerla, seguro que inconscientemente, manipulan el concepto de Dios, llegando a esas ideas aberrantes de un Dios tirano e incluso arbitrario. Como si Dios estuviese pendiente de las transgresiones del hombre para descargar sobre él su ira divina. Este enfoque, si alguna vez tuvo eficacia, actualmente la perdió, está rebasado; sencillamente porque se aleja de la palabra de Dios, porque no se parece en nada al modo de proceder de Jesús de Nazaret. Este planteamiento está superado porque está equivocado, a juzgar por los datos del evangelio. No es cuestión de hacer esto o aquello porque lo manda Dios, así como tampoco de no cumplirlo. El hombre se da cuenta de que esto o aquello es bueno, no porque Dios lo mande, sino que lo manda porque es bueno. Es bueno y, por eso, se lo propone a su criatura. Entonces es cuando se ve con holgura la diferencia entre obligación y deber, y, a su vez, la importancia de esta distinción. El deber surge, lo exige la propia conciencia. La obligación viene de fuera, la impone la ley. Si esta obligación no llega a identificarse con el deber, la tendencia a rechazarla late en el hombre, y en la actualidad se manifiesta abiertamente. No se trata de desprestigiar la ley hasta vaciarla de su contenido. No somos ácratas. Se trata, sí, de poner de relieve el enfoque, el planteamiento, porque sin duda influye en la actitud del hombre. Cuando al hombre se le impone una obligación, normalmente su reacción es de repulsa, porque condiciona su libertad, y su tendencia congénita es a actuar sin condicionamientos. La urgencia de retornar a una moral de indicativo, a una moral del deber, es tanto más aguda cuanto que la moral de imperativo está superada. No se puede fomentar un vacío de moral. Este retorno no será otra cosa que volver a las fuentes. San Pablo es maestro en esta moral: «De manera que también vosotros contad que estáis muertos, sí, por el pecado; pero que estáis vivos por Dios en Cristo Jesús. Deje, pues, de reinar el pecado en vuestro cuerpo mortal con el resultado de dar oídos a sus apetencias; y dejad de brindar al pecado vuestros miembros como armas de injusticia» (Rom 6,11-13). San Pablo 102

sienta como tesis: «¿Estáis bautizados? Comportaos como bautizados». «¿Tenéis el espíritu de Dios? Obrad conforme el Espíritu». El creyente que llega a asimilar esta realidad y la acepta con entusiasmo actuará conforme al Espíritu. Porque consciente y responsable de que es «templo del Espíritu Santo que tiene de Dios y que reside en el mismo», no se prostituirá al pecado, porque sabe que éste es su deber, sabe que esto se lo exige su dignidad de persona.

2.2.

Basada en la persona

Como consecuencia de este rasgo básico de la moral renovada, fluye el segundo: esto es, que debe girar en torno a la persona, no en torno a la ley. En la persona humana se ha de centrar. La persona es antes que la ley, porque para la persona fue dada la ley y no la persona para la ley. Y esto ya hace dos mil años que está resuelto y definido: «~o es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre>;. No hay pecado ni en el mundo ni en la ley. El pecado está en el hombre mediatizado por la libertad. Sí, mediatizado, porque, aun siendo la libertad un don inestimable y causa de la realeza del hombre, es la única facultad que le capacita para pecar, así como también le hace ser capaz de amar. No hay pecado en el mundo, en cuanto dimensión espaciotemporal, porque el mundo fue creado por Dios en orden y en paz. Contemplando la creación, nos dice el libro del Génesis que Dios exclamó: «Et erant valde bona». Si ahora gime, si ahora sufre el desorden y la guerra es porque el hombre lo tiene atenazado por su pecado. No hay pecado en la ley, sino que la ley ayuda, debe ayudar, a evitar ese pecado. Por eso, cuando el hombre lo comete, lo descubre. La ley no tendría razón de ser si no existiese el pecado. Por ser el hombre un ser libre, es capaz de ser esclavo dc sí mismo, porquc cs capaz dc cometer el pecado. A nadie se le ocurrirá decir que el pecado es libertad. El pecado es una auténtica esclavitud. No es la ley la que esclaviza. Ni siquiera la humana, y mucho menos la divina. La ley descubre el pecado, porque, según san Pablo: «No hubiera sabido de codicia si la ley no dijese: no codiciarás» (Rom 7,7). Sin duda que san Pablo iuega aquí con la ley, precisamente para poner de 103

manifiesto que el pecado no está en la ley, sino en el hombre, y esa ley que se 10 descubre es la que le dicta su propia conciencia. Todo ello 10 resume el evangelio al poner en labios de Jesús aquellas esclarecedoras palabras: «¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca va a parar al vientre y se expele en la letrina? En cambio, lo que procede de la boca proviene del corazón, yeso sí que impurifica al hombre. Pues del corazón provienen razonamientos malignos, homicidios, adulterios, prostituciones, robos, falsos testimonios, calumnias ... Estas cosas sí que impurifican al hombre» (Mt 15,17-19). El cristianismo, como experiencia de vida, es ideal de libertad, mas como los que dicen vivirlo son hombres, que llevan el plomo debajo del ala, la necesidad de la ley se impone por una exigencia existencial. Ella es el indicador y el árbitro, ya que «el pecado, tomando como punto de partida este concepto, produjo en mí toda suerte de codicia» (Rom 7,8). La moral, por tanto, ha de centrarse en la persona.

2.3.

Moral de situación

Pero en la persona, no considerada en abstracto, sino en concreto. Alguien ha dicho, y con fortuna, que «soy yo y mi circunstancia». El sujeto en el que debe centrarse la moralidad es la persona y su situación concreta, aquí y ahora, con todo lo que es y todo lo que supone ser persona humana. «Toda persona es única, irreiterable, insustituible; como personalidad plenamente desarrollada encierra en sí una riqueza única» 4. En esta riqueza personal no se puede olvidar el tiempo, el espacio, la formación, el ambiente familiar y social en que se desenvolvió y desenvuelve; porque todo ello habrá que tenerlo en cuenta a la hora de aplicar la ley y de interpretarla. La moral de situación va encontrando cada vez más adeptos. Y encuentra más adeptos porque, con el mismo cuidado que se aleja del frío legalismo, debe alejarse del situacionismo. No es lo mismo moral de situación que moral situacionista, dado que, si aquélla respeta y reconoce todo el valor que la persona humana tiene, ésta niega la persona y su responsabilidad, reduciéndola a simple situación. 4

104

A.

GÜNTHOR,

Chiamata e risposta, Paoline, Roma 1974, 450.

La moral situacionista es una moral cambiante, hasta el extremo de que lo que hoyes bueno mañana puede ser malo. Es una moral utilitarista, porque depende de la situación en que la persona se encuentre, según la cual resolverá en favor o en contra de la ley. Y ello se comprende fácilmente teniendo en cuenta que no admite valores absolutos. Si no existen valores absolutos, el hombre tiene que decidir en cada momento. No existiendo valores superiores, decidirá lo que más le convenga. y con esto se afirma que es una moral existencialista, del corte de la de Sartre. Por tanto, nada tiene que ver con la moral de situación. Si la moral situacionista es excesivamente cambiante, tanto que apenas se podría llamar moral, la inflexibilidad en medio de sus abstractos y generales principios de la casuística desdibuja la comprensión y el sentido humano de la moral evangélica. Por este desdibujamiento y su ausencia de sentido humano lleva a los escrúpulos, a la angustia y a la tristeza. Cuando «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo viejo» (Bernanos). El formalismo, el cumplimiento exthno, si no está alentado por el Espíritu, no cuenta en y para el evangelio. Los creyentes, los que en realidad de verdad optan por Cristo, forman un pueblo de «adoradores de Dios en espíritu y en verdad»; porque el reino de los cielos, el reino de Dios no es de los que dicen «Señor, Señor», sino de los que lo aman, a él y, por él, al prójimo, cumpliendo su santísima voluntad. No sería justo, sin embargo, cargar en la tristeza, los escrúpulos y la angustia que en muchos ha ocasionado el excesivo legalismo de la moral tradicional, y silenciar «el interés excepcional que ha puesto en descubrir la lacra del pecado a fin de amputarlo». No lo habrá conseguido, pero de su interés nadie, honradamente, podrá dudar. Como tampoco nadie podrá poner en duda su celo por salvaguardar el valor de la naturaleza humana común a todos y el de la ley moral natural que de ella deriva. Por eso, así como se mira y contempla con reparos la casuística, con el mismo cuidado habrán de examinarse los exponentes extremistas de la moral de situación si ésta ignora las normas universales supratemporales. La situación concreta en que el individuo puede hallarse podrá modificar ciertas normas, pero no invalidarlas completamente. O también sustituir una, que parece a primera vista aplicable, por otra más 105

elevada. Por ejemplo: uno no está obligado a restituir, cuando improvisamente cayó en la indigencia, hasta el extremo de no poder sustentar a la propia familia, la suma sustraída 5. Situación. Conviene, por consiguiente, exponer con claridad qué se entiende por situación, huyendo del excesivo legalismo, sin caer, a la vez, en el situacionismo. La situación exterioriza de manera particularmente clara el carácter histórico de la persona. Esta nunca está del todo bien definida, pero se desenvuelve y desarrolla mediante sus decisiones libres. Las decisiones están incluidas en la situación del momento, que contiene muchos elementos. Muchos de ellos se relacionan con el pasado, como son las cualidades físicas y psíquicas que el individuo posee por herencia y por la evolución a que está sometido en el curso de su vida. De ahí que influyan en su decisión. Como la situación recibe de la persona su carácter particular y la persona cambia incesantemente con sus propias decisiones aquélla, la situación concreta es siempre algo nuevo que nunca ha existido ni se volverá a repetir. Siendo la persona esencialmente histórica, porque evoluciona y se desarrolla constantemente cada una de sus afirmaciones, se puede entender incluso de modo diverso 6. La situación, por tanto, es algo sobreañadido a la persona humana y caracterizada, a la vez, por ella. Si las cosas son así, las decisiones que la persona tome en talo cual situación, aquí y ahora, para que caigan dentro de una moral auténticamente evangélica, tendrá que relacionarse íntimamente con las normas universales supratemporales, si es que no se quiere incurrir en un subjetivismo altamente peligroso. «Sería muy interesante observar, valiéndose de casos concretos, cómo las normas universales supratemporales y los factores personales engendran conjuntamente un haz de luz sobre la situación, y cuando vienen justamente contrabalanceados, conducen a una solución que se adhiere a la realidad» 7. La justeza de esta observación aparece desde el momento en que no existe contradicción alguna entre la persona humana singular y la naturaleza humana, tanto que si se negase que la naturaleza humana es base y fundamento del quehacer del hombre, sería lo mismo 5 A. GÜNTIlOR,

o.c., 459.

A. GÜNTIlOR, o.c., 453-454. 7 A. GÜNTIlOR, o.C., 458.

6

106

,que no admitir la responsabilidad de la misma persona indivii.dual. La doctrina moral de la Iglesia siempre admitió la posibilidad de que se puede actuar de buena fe erróneamente y, por nto, que al que así actúa se le exime de responsabilidad. Mas sto no quiere decir que objetivamente obre bien. La ética de ¡.ituación, llevada al extremo, afirma que su acción es buena objetivamente y subjetivamente. Si existe una ley moral que lo prohíbe objetivamente, siempre será malo todo acto contra lo ,que ella prescribe. Hechas estas aclaraciones, continúa en pie la necesidad de '. salir de este legalismo asfixiante en que la casuística nos había •metido. El legalismo no se cura con el subjetivismo incontro1¡lado, sino con el evangelio. De ahí que los teólogos moralistas, f"guiados por los exegetas, busquen nuevas vías de solución. ¡'Esas vías saben muy bien que sólo las pueden encontrar en la ipalabra de Dios. El pecado es un fenómeno misterioso y, en el orden religioso, los misterios sólo se iluminan a la luz de Dios, a la luz de su palabra. Por la palabra de Dios sabe el hombre que la actitud interior es la que cuenta, porque «lo que sale del corazón, eso es lo que mancha». De ahí que de una moral fundada en los actos, peligrosamente externos, se piense en una moral de actitudes. I

I

3.

Moral de actitudes

Efectivamente, se va abriendo paso, y con óptimas perspectivas, una moral de actitudes, y se hace en nombre de la Biblia. Sin embargo, no sería afortunado hablar de una moral exclusivamente bíblica, porque la teología moral continúa teniendo como fuentes, no sólo la Sagrada Escritura, sino también la tradición, el magisterio de la Iglesia... Una moral exclusivamente bíblica sería una moral truncada, sería manca. La Sagrada Escritura ofrece una predicación, no una verdadera y propia teología. «Sólo se puede hablar de teología moral cuando se presenta elaborada científicamente de una manera sistemática» 8. Por eso la moral de actitudes es válida en cuanto se inspira 8 A. GÜNTHOR,

o.C., 31.

107

en la Sagrada Escritura y en la doctrina tradicional de la Iglesia. Gran parte del fracaso de la moral casuística se debe a la pereza mental en buscar y descubrir esa inspiración. Por ejemplo, de todos son conocidas las torturas que hubieron de pasar muchos sacerdotes al tener que binar en lugares distintos, con un intervalo de horas. Conocían la ley del ayuno eucarístico y sabían que les obligaba gravemente y, sin embargo, no pensaban en que las leyes eclesiásticas no obligan con «gravi incommodo». ¿No es «gravi incommodo», al menos para muchos, tener que estar sin beber, caminando en el verano durante una o dos horas? No se puede comulgar si uno se siente reo de pecado grave: «Ninguno que tenga conciencia de pecado grave, aunque estime estar verdaderamente arrepentido, podrá acercarse a la sagrada comunión sin antes confesarse» (c. 856). La confesión sacramental, en caso de tener conciencia de falta grave, antes de comulgar o de celebrar la santa misa, es una ley eclesiástica; porque, amén de la confesión, la reconciliación se obtiene también por la contrición sincera. ¿No es «gravi incommodo» abstenerse de la comunión en una celebración litúrgica, si de veras se desea comulgar, cuando todos o casi todos los presentes comulgan? No puede confesarse antes por falta de confesores o porque el que está disponible, para el concreto sujeto, no es aceptable por serias razones. Es cierto que el legalismo cayó en picado, particularmente a partir del Vaticano 11; pero también es verdad que cayó, en buena parte, por falta de sentido de ponderación y por la miopía para descubrir el espíritu de la ley. Esto lo muestran las etapas por que pasó la teología moral a través de la historia de la Iglesia. De ahí que una enumeración, aunque sólo sea esquemática de dichas etapas, entiendo que será una buena pista para comprender mejor cómo la moral de actitudes es un retorno a las fuentes: 1. a La moral del Antiguo Testamento habrá que verla a través de ese principio que ilumina toda la Biblia: Dios que se comunica al hombre, intentando hacerle ver todo lo quc por su salvación hace. Dios está, de un modo especial, constantemente presente, detrás de su palabra, para encontrarse con los hombres que la escuchan e introducirlos en la realidad salvífica y santificarlos (Anselm GÜnthor). Como Dios, para comunicarse con los hombres, se vale de los mismos hombres y éstos se expresan en formas a su al108

canee, se ha de considerar su mensaje condicionado por dos factores: a) el cultural, por el que la moral del pueblo de Dios será una moral al estilo del de las culturas foráneas, con las que tuvo que convivir y relacionarse; b) el espíritu que animaba su moral era indudablemente el que alentaba la alianza con Dios. El moralista, pues, no puede olvidar que el Antiguo y el Nuevo Testamento, incluso en el mensaje moral, forman una unidad compacta, que tiene su centro en Cristo. Por eso el quehacer moral del hombre no tiene su fuente en él mismo, sino en Dios que le ha llamado a una comunicación vital consigo mismo. 2. a Indudablemente que muchas prescripciones del Antiguo Testamento son relativas y sólo provisorias, porque la antigua alianza no era más que una preparación para la nueva. Con todo, tampoco el Nuevo Testamento se puede centrar en una exposición completa de todas y cada una de las normas del quehacer moral. Hay que verlo centrado en Cristo, en cuanto que, en su persona y en su obra, encarna la norma fundamental de nuestra moral: «Tomad sobre vosotrois mi yugo; y aprended de mí que soy apacible y de corazón rendido; y encontraréis solaz para vuestras almas. Porque bueno de llevar es mi yugo; y mi carga leve» (Mt 11,29-30). El mensaje de Jesús fue transmitido por los apóstoles, puesto que no consta que el Maestro haya escrito ningún libro. Sobre todo será san Pablo el maestro de esta moral, que alborea esplendente. Según él, cada uno debe permanecer en la situación sociopolítica en que estaba cuando recibió el bautismo. El no aborda, por ejemplo, el problema de la esclavitud, sino que la soporta como un hecho social, como se desprende de su carta a Filemón. Con todo, aunque respeta las estructuras de la sociedad en que predica el evangelio, introduce el nuevo espíritu que, poco a poco, irá transformando esa sociedad. Este nuevo espíritu huelga decir que es el que se respira en las bienaventuranzas. 3. a La ht:rt:IKia apostólica la recogen los santos Padres. Salvo algunos intentos de aplicar los principios cristianos a las condiciones de los hombres sus contemporáneos, su actitud no difiere de la de los apóstoles. Su moral será tanto teórica como práctica, dirá M. Vidal, hasta que con los libros penitenciales para uso de los confesores se convierte en eminentemente práctica. 109

4. a En el siglo XIII, con la escolástica, se vuelve a la especulación, a la teoría. «No va a estar condicionada por la práctica pastoral, sino por toda una manera filosófica y teológica de entender el universo» (M. Vidal). 5. a Se inicia, luego, otra vuelta a la moral práctica con las sumas de confesores, algo parecido a los libros penitenciales. La renovación tomista de la escuela de Salamanca intenta volver a la moral teórica. Como se advertirá, es un forcejeo entre la teoría y la práctica. Siempre la teología moral se presentó como una ciencia eminentemente práctica. Siendo el cristianismo una experiencia de vida en el que predomina el aspecto práctico, no quiere decir que renuncie a la teoría. 6. a Por eso, aparece la casuística, con sus principios generales y abstractos, todo un edificio bien ensamblado, que perdurará hasta el Vaticano 11. El redentorista Bernard Haring es uno de los pioneros de la moral renovada. ¡Qué sensación tan distinta se experimenta al leer su obra la La Ley de Cristo! Acostumbrados a nuestros manuales y obras de consulta de la etapa casuística, Haring rompe con sus moldes e introduce al lector en un mundo mucho más abierto, porque es mucho más evangélico. Es más humano. La casuística, corno se ha dicho, se inspira en criterios de ley; es una moral que se fija en los actos, de tal suerte que la perfección del creyente estará en función de su fidelidad a las leyes. No se le podrá negar que las bienaventuranzas eran su reclamo, pero las enfocaba con criterios legales. Y la perfección cristiana no puede hacerse depender del mayor o menor número de transgresiones, porque «quien se inspire en criterios bíblicos comprenderá fácilmente que la teología del pecado debe plasmarse en una moral, no de actos, sino de actitudes». En la carta a los Hebreos, su autor da base firme a esto que arriba se acaba de afirmar: «Si después de haber tenido conocimiento de la verdad, de voluntad estamos pecando, ya no queda más víctima para los pecados; pero sí queda una suerte de aterradora expectación de juicio y la avidez de un fuego que va a devorar a los enemigos» (Heb 10,26-27). Ya san Agustín y Teofilacto, comentando este texto, puntualizaron: no se dice «después de haber pecado», sino que se habla «de voluntad estamos pecando». Con suficiente claridad se advierte que no es el acto aislado el que lleva al hombre a «esa suerte aterradora de expectación de juicio y la avidez de un 110

ego que va a devorar a los enemigos», sino que es la actitud, decisión voluntaria de seguir pecando. ¿Cabe, acaso, dentro e los esquemas de una elemental hermenéutica la realidad de n Dios bueno y justo, misericordioso y Padre, condenando a no de sus hijos por un solo pecado? Ni siquiera se debe forular la pregunta, porque «está mal planteada. El infierno es na decisión de toda la vida y de la totalidad de nuestros tos. Nadie es condenado por sorpresa. Sólo permanece en el fiemo quien se ha decidido por él», dice L. Boff. «Se trata, por tanto, de una disposición del alma, no de un echo aislado. Nuestra situación de peregrinos entre tenta'ones, dificultades psicológicas, errores en la educación y de. ilidades de todo tipo, no nos permite, durante nuestra vida, , alizar un acto que marque de una vez por todas nuestro des,tino futuro. Nuestra vida es una sucesión de actos continuos, la [¡mayoría de ellos ambiguos; porque el hombre es simultáneaImente bueno y malo, justo y pecador. Lo que marca nuestro ¡destino futuro es nuestra vida en cu~mto totalidad, no este o ~.quel acto». Los actos revelan nuestro proyecto fundamental. Si repe'timos siempre los mismos actos y nunca intentamos corregirlos, lino que permitimos que tengan lugar sin ninguna preocupación, podrán señalar poco a poco nuestra dirección fundamen'tal. Sin embargo, si hemos optado por Cristo continuamos orientándonos hacia Dios, controlamos la situación de tiempo en tiempo e intentamos vencernos siempre que percibimos que nos estamos desviando, entonces los actos individuales cobran menos importancia. Podrán ser pecados graves, pero no mortales (que no llevan a la segunda muerte). Por un pecado «mortal» que no sea el resultado de toda una vida y de toda una orientación, nadie será expulsado a las tinieblas exteriores. «La decisión fundamental y definitiva del hombre se realiza al morir», como veremos al hablar sobre el juicio 9. Siendo esto así, aquello de que un niño de cinco años por haber cometido un pecado mortal se condenó para siempre; aquello de que un monje habiendo pecado y, por vergüenza, ocultó su pecado en la confesión, pero toda su vida la pasó en austeridad y penitencia, en oración y ayuno y, sin embargo, al fin de la jornada se condena, ¿qué nos dice? Sencillamente,

.• . E

9

L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 102-104.

111

que se ha sufrido una desviación lamentabilísima. Se hacía girar la vida en torno a los sacramentos, que efectivamente son los canales de la gracia, y se olvidó que la relación del hombre con Dios es de hijo a Padre y, como tal, se pueden relacionar sin intermediarios. La conversión en los planes de Dios es, y seguirá siendo, un don gratuito que él concede a través del dolor y del arrepentimiento sinceros. No se pueden excluir los sacramentos, instituidos por Cristo para dar y significar la gracia. Es cierto. Pero ¿los excluye quien sinceramente llora y se arrepiente de haber ofendido a Dios? ¿Tiene un niño de cinco años capacidad para decidirse a permanecer en el infierno por toda una eternidad? «Aquellos hombres que buscaron con sinceridad la verdad y la justicia, aunque hayan sido pecadores y hayan estado lejos de Dios por las circunstancias, tal vez de educación, malos ejemplos, complejos psíquicos -en el momento del juicio- podrán verlo y decirle un sí definitivo. Porque estaban sirviendo a Dios cuando hacían el bien y respetaban a los demás» (L. Boff).

3.1.

No alleguleyismo

«¡Ay de vosotros los legalistas! Porque cargáis a la gente con cargas insoportables, y vosotros ni con uno de vuestros dedos rozáis estas cargas» (Lc 11,45). Las estructuras no gozan de simpatías, a pesar de que, si una institución quiere perdurar, necesita apoyarse sobre algo. Se comprende esta animadversión, porque ciertos estructuralismos, si alguna vez tuvieron valor, en la actualidad están rebasados y, sin embargo, se continúan sosteniendo como válidos. Es viejo el dicho de que una ley cesa «ab intrinseco» cuando pierde vigencia, cuando desaparece la razón de su existencia, cuando desaparece el objeto tutelado por ella. ¿Por qué sostener unas prácticas, para qué acudir a ciertos mecanismos psicológicos cuando éstos ya no impresionan y aquéllos perdieron toda su fuerza? Aquel convertido que después de haber recibido el bautismo no volvió a ver al misionero durante muchos años, se extrañaba que un cristiano pecase. El, en medio de su sencillez, y con tan poca formación religiosa, no comprendía que el confesor le preguntase: «¿Qué pecados tienes?». Había calado más profundamente en él el mensaje evangélico que en muchos que todos 112

los días nos acercamos a la mesa eucarística y con frecuencia recibimos la absolución sacramental. Para él, la base estaba en creer en Cristo, adherirse a él, intentar vivir como él vivió. Después de este esperanzador resurgimiento de los estudios bíblicos y la nueva orientación de la moral cristiana, el legalismo, un día omnipresente, ha caído en picado. No cayó la ley, cayó, y con razón, el modo de aplicarla. Esta falta de simpatía por las estructuras llevó a muchos, no sólo a desobedecer la ley, sino hasta a poner en duda el principio de autoridad. Sin duda que esto es lamentable, y los que así piensan y actúan no tienen razón. Su conducta no se justifica. Es, sin embargo, explicable, por aquello de que «la reacción de los oprimidos es siempre violenta». Por recuperar su libertad, se llevan por delante todo lo que encuentran. La fría aplicación de la ley, por el solo deseo de que se cumpla, llega a matarla. Una vez muerta, es inútil continuar sosteniéndola, como si estuviese viva. No sólo inútil, sino contraproducente. No a este legu1eyismo, no a. este modo de aplicar la ley. El hombre no fue hecho para la tey, sino la ley para el hombre. Más de una vez, una ley técnicamente perfecta, pero al margen de la realidad donde se va a aplicar, nace muerta. No a este laboratorio perfecto en la técnica jurídica, pero desconocedor de las exigencias pastorales que el mundo, regulado por él, tiene. Con razón la moral renovada asume como uno de sus rasgos fundamentales a la «persona en situación». 3.2.

Sí a la moral evangélica

El hombre es mucho más sensible a la llamada del deber que a la exigencia de la obligación. Como el deber surge de su conciencia, de lo más íntimo de su ser, no le es fácil eludirlo. Mientras que la obligación, aunque se identifica con el deber cuando proviene de una ley justa y oportuna, cuando es efectivamente «ordinatio rationis», como proviene de fuera, con más facilidad se encuentran pretextos para soslayarla. Es cierto que la moral tradicional se «ha afanado por detectar el auténtico sentido de cuantas prescripciones éticas pone Mateo en los labios de Jesús de Nazaret». Mas como este esfuerzo estaba inspirado en criterios legales, no captó su verda113

dero espíritu. Y si lo captó no lo expresó en la práctica pastoral. De la aceptación del espíritu «depende el destino de los creyentes». Los casuistas aceptan a Jesús, ¡cómo no!, pero no interpretan su mensaje en la clave que viene dada. Por eso, siendo el evangelio siempre actual, porque exhala criterios de vida, porque es la buena nueva, la moral casuística, que se inspira en criterios legalistas, no perduró. Al menos no puede perdurar siempre. De ahí que «la exégesis moderna se pregunta con toda razón si las prescripciones de la ética evangélica deben ser encuadradas en un marco legalista». Ante los resultados, nada extraño parecerá que cada vez sean más los que dicen que no. Jesús de Nazaret no vino a cambiar una ley por otra, sino que vino «a trocar la fuerza de la ley por el poder del evangelio», por el poder de la buena nueva. Los defensores de la ley ponían la perfección en su cumplimiento. Por lo cual su confianza estribaba en ella. El maestro plantea el problema en otros términos: no niega la ley, no la destruye: «No vine a destruir la ley». No niega la importancia de las obras. Las pone en su sitio, porque «el evangelio es una fuerza que no se apoya en los recursos humanos del hombre, sino en la ayuda otorgada por Dios». Tres estampas altamente elocuentes del evangelio ponen de manifiesto esta visión de la moral renovada: 1. a Le 7,36-50. Jesús acepta la invitación que uno de los fariseos le hace. Durante la comida, una mujer que «era pécadora en aquella población», sin temor al qué dirán, entra en la sala llevando consigo un pomo de esencia, se echa a sus pies y, rompiendo el frasco, se los unge con su esencia. Entre lágrimas de amor y de dolor, se los limpia con sus cabellos. Aquella familiaridad era excesiva para el puritanismo farisaico, de tal suerte que Simón murmura para sus adentros: «Este, si fuera profeta, hubiera sabido quién y qué clase de mujer es esta que le toca, porque pecadora es». El maestro se vuelve a Simón y le propone el caso de dos deudores que no pueden pagar su deuda. El acreedor, ante esta imposibilidad, se la perdona a ambos. «¿Quién de ellos, pues, lo amará más?». «Tengo para mí, dijo Simón, que aquel a quien perdonó más». La respuesta satisface a Jesús, y entonces argumenta en defensa de la pobre mujer, tan duramente criticada por el fariseo, así como censura 114

a éste su comportamiento. Y termina: «Mujer, perdonados te son tus pecados». «Tu fe te ha salvado; vete en paz». 2. a Le 15,11-32. De todos es conocida la parábola del hijo pródigo, que mejor podría llamarse la «parábola del padre amantísimo». Un padre tiene dos hijos. El menor de ellos, un poco calavera, le pide un día la parte de la herencia que le corresponde, probablemente la que le tocaba por su madre, y marcha a tierras lejanas y allí despilfarró su hacienda viviendo «rumbosamente». De donde se saca y no se mete, pronto se llega al fondo; y esto fue lo que le pasó al pródigo. ¿A dónde ir? Su situación angustiosa le fuerza a pensar en la casa paterna y, después de muchas dudas y sobresaltos, decide regresar, porque sabe mucho de la bondad de su padre. No se engañó: el padre lo recibe con los brazos abiertos y festeja, por todo lo alto, su retorno. A todo esto, el hijo mayor, que está en el campo, y que nunca había desobedecido al padre, regresa al caer de la tarde. Sabedor de lo que pasa, no quiere entrar. Tendrá que salir el padre a buscarlo. Estaba irritado: «Con que estoy sirviéndote tantos años y nunca he transgredido un precepto tuyo, y a mí nunca me has dado un cabrito para divertirme con mis amigos. En cambio, cuando ha llegado ese hijo tuyo que con rameras se ha engullido tus bienes, le has matado el ternero cebado». Es el grito del orgullo y de la envidia, que viene a estrellarse contra la bondad paterna. Es la reacción del que descansa satisfecho de su bienhacer. Era verdad que el mayor había sido siempre fiel. Quizá sus motivaciones no fuesen demasiado limpias, porque el padre, a pesar de que le reconoce su obediencia, añade algo más: «Tú estás siempre conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Pero era de ley hacer fiesta y gozarse, porque este tu hermano -no es sólo hijo mío, sino que también es tu hermano-- estaba muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha aparecido». Y esto debieras tenerlo en cuenta. No sólo debes pensar en ti. 3. a Le 18,10-14. También es muy conocida la parábola del fariseo y del publicano. Aquél, todo un modelo de perfección legal. Todo lo hacía bien. Cumplía escrupulosamente todas las normas. Este, pobre pecador, ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. No siente envidia del fariseo, sino que se acepta como es, cargando con el peso y la responsabilidad de sus pecados. Por eso, allá en el fondo del templo, sólo sabe 115

decir, saliéndole de lo más íntimo del alma: «Oh Dios, apladate de mí, pecador que soy». «Os doy mi palabra ---concluirá Jesús-, que éste y no aquél bajó a su casa hecho un justo». Los tres cuadros responden a un mismo marco. Jesús cambió la «fuerza de la ley por el poder del evangelio», y el evangelio no pone al hombre en situación de confiar en sus obras externas, hasta el extremo de merecer por ellas las bendiciones del cielo. Le propone confiar «en la ayuda otorgada por Dios». Este es el mensaje de Jesús de Nazaret. Mas, como para aceptar su mensaje es necesario creer en él, la limpieza de corazón, primero, y luego la fe, son imprescindibles. Pero no sólo una fe fiducial, sino una fe efectiva, una fe potenciada por las obras. Porque «la fe sin obras es muerta». «La auténtica fe cristiana se traduce en una vivencia amorosa». Y la vida se manifiesta por las obras. Jesús de Nazaret, si alguna ley promulgó, fue la ley del amor. «En consecuencia, desde el momento en que para estudiar la ética de Jesús se truecan los criterios de ley por los del evangelio, se ve cómo el auténtico comportamiento cristiano consiste en responder a las exigencias del evangelio, cuya única norma es el amor». La vivencia amorosa es una actitud. Los actos aislados contrarios al amor son los pecados, las transgresiones. Por un acto no se quiebra, no se mata la actitud. Recibirá un golpe más o menos fuerte, según la repercusión que tenga en la opción a la que nos llevó la actitud. ¿Deja un hijo de amar a su padre porque, aquí y ahora, desobedezca uno de sus mandatos? ¿Le retira por ese acto aislado el padre su amor? «Si vosotros, siendo malos, no dais a vuestros hijos un escorpión cuando os piden pan, ¿qué no hará vuestro Padre celestial?». La pedagogía del amor siempre fue más eficaz, al menos a largo plazo, que la del látigo; aunque sí más difícil de practicar. Es necesario que el látigo exista, pero es antipedagógico manejarlo siempre en la misma dirección, sin tener en cuenta circunstancias y situaciones. Para implantar esta pedagogía sin riesgos, tendría que estar el mundo poblado de ángeles. Son hombres sus pobladores y, como hombres, no se despojan de sus hábitos mentales con un simple toque de atención, con un latigazo, más de una vez dado indebidamente. Necesitan ser trabajados con paciencia y amor. El aspecto negativo del cristianismo se expuso y explicó con 116

profusión a través del tiempo y del espacio. El positivo, que consiste en «vivir para Dios», no corrió la misma suerte. Tal vez ése haya dado margen a que se diga que los cristianos «forman un pueblo triste». Triste, porque preferentemente se le venía hablando de obligaciones, de prohibiciones, de castigos, de sanciones, no sólo temporales, sino, y sobre todo, de la sanción suprema en un lugar donde sólo hay «tinieblas, fuego, dolor y crujir de dientes». Se le exigía la misa dominical, la confesión al menos anual y la comunión por pascua, se le intoxicaba con largos y explosivos discursos sobre el pecado. Decir que no ir a misa los domingos es pecado, está al alcance de todos, aun de aquellos que no creen en ella. Decir que el adúltero «no poseerá el reino de Dios», era de buen tono entre gente que se creía practicante. Pero ¿es que basta con ir a misa? ¿Es suficiente ser fiel externamente? ¿Qué se consigue, en orden a la perfección evangélica, si durante la media hora se está renegando contra el acto litúrgico? Bueno, y es su deber que el casado guarde fidelidad a su g,ompromiso. Mas ¿qué le diría san Pablo a ese tal si cada mujer que ve despierta en su interior oleadas de deseos no contenidos internamente? Bueno es practicar la limosna, ayudar y contribuir a obras pías. Sin embargo, ¿qué evangelio justifica escatimar el salario familiar, retrasar la entrega del mismo al trabajador, que lo necesita para hacer frente a sus exigencias diarias? La perfección cristiana está en la armonía del quehacer externo con el pensar interior. Si con el gesto externo dices una cosa, pero tu corazón desea la contraria; si con los labios bendices y con el corazón maldices, rompes esa armonía. No practicas la moral evangélica, la moral del deber puesto que ésta supone unión de lo que hace con lo que se quiere hacer, puesto que ésta supone que en lo que haces centras toda tu persona. Para eso eres una individualidad. Cuando la obligación no se identifica o funde en el deber, su cumplimiento no libera, sino que esclaviza.

3.3.

Moral fundada en el amor

La legislación eclesiástica se presume estar toda ella fundada en el amor. A veces esa presunción habría que probarla. Mientras no se demuestre lo contrario, la actitud seria y res117

ponsable del creyente es aceptarla con amor responsable y activo. Por ello nuestra reflexión dista mucho de querer menospreciar las leyes de la Iglesia. Si es cierto que el hombre recibió de Dios el don inestimable de la libertad, también es verdad que la libertad no le exime del cumplimiento de la ley. Ahora bien, de hecho, y por desgracia, el hombre se exime, con más frecuencia de lo debido, de ese cumplimiento. Al exonerarse, priva a la creación de ese encanto y armonía que le «infundiera Dios al inundarla con la carga de su amor», dice A. Salas. Tanto la priva que, en vez de ser el amor, son el odio, la envidia, el orgullo los que imponen su ley en el mundo. La creación en sí invita al amor. ¿Por qué, entonces, triunfa el odio y el resentimiento? El hombre no acaba de aceptarse a sí mismo tal cual es. Es limitado por naturaleza y, sin embargo, consiente en el deseo de ser «como Dios». Al sentirse incapaz, esa invitación al amor que le grita la naturaleza entera por Dios creada, es silenciada por ese mundo de ruidos, de pasiones violentas que laten en su interior: orgullo, resentimiento, envidia, soberbia, vanidad, deseo de propia exaltación, proyectándose como un torrente caudaloso en el medio que le circunda. Con razón, siguiendo a san Pablo, se dice que toda la creación gime por el pecado del hombre. El, creado para ser rey, se convierte en esclavo de sí mismo y tirano del mundo. Acaso un símil, en tono menor, sacado del mundillo que nos rodea, explique y aclare el mecanismo de esta brutal reacción. Un tímido se siente incapaz por su timidez para decir y expresar lo que quiere. Pasada la ocasión, molesto contra sí mismo, reacciona contra sí mismo y contra aquellos que le son más familiares. Y su reacción no tiene nada de pacífica. Así reacciona el hombre contra todo aquello que le impide actuar sin condicionamientos. Habrá, por tanto, que definir el pecado, no como un acto aislado, sino como «una actitud engreída e insolente del hombre, que, abocado por su orgullo -resentido--- no quiere aceptar las limitaciones inherentes a su condición de creatura». Como rey, le incumbe respetar el orden en que Dios ha creado todo; mas al convertirse en esclavo, y, a la vez, tirano de las cosas que el Creador ha puesto bajo él, no sólo no lo respeta, sino que lo trastorna y destruye. Cuando el hombre acepte libre y amorosamente sus limita118

ciones dejará de existir el pecado. El orden y, con el orden, el amor reinarán en la creación entera. Esta dejará de gemir. Ya sé que a escala universal es una hipótesis, porque donde haya hombres habrá pecados. Así que a la definición dada tendremos que añadir que el pecado es «como una realidad que se está haciendo a medida que el hombre sigue cerrado a la fuerza del aman). Siendo una hipótesis a escala universal, a escala personal, es una tesis que prueban los limpios de corazón, que prueban los santos. Ahí está, entre tantos otros, Francisco de Asís. Para él la fraternidad universal era la clave de su alegre existencia. Se le llamó «el santo de la alegría» porque toda su vida fue un canto al amor. Si los cristianos tuviesen un momento de lucidez colectiva y se pusiesen de acuerdo para vivir bajo la fuerza, «suave y ligera», del evangelio, esto es, del amor, serían luz y fermento del mundo. Un poco de fermento transforma toda la masa. En la actualidad, el pecado, fermento del mqndo, sólo puede reducirse ante el «incontenible ímpetu del aman). Se ha dicho que el amor carece de ley, y carece de ley porque no la necesita. Quien mire las cosas bajo el prisma del amor, no sólo contrarresta la fuerza del pecado, sino que será el más fiel cumplidor de la ley. La ley de Dios está grabada en la creación con caracteres indelebles y, por consiguiente, en el corazón del hombre. Si está grabada en la conciencia, no es fácil que los rectos, los limpios de corazón, acepten manipulaciones e intereses creados en su aplicación. Las dificultades concretas con que el creyente tropieza en la actualidad para reconocer cuáles sean esas prescripciones grabadas por el Creador en su conciencia, no son un misterio para nadie. Las que en realidad son valen para todos, porque todos son criaturas de Dios y todos tienen a Dios por Padre. Para el creyente, para el católico, esta dificultad se diluye al aceptar el mensaje de Cristo, al aceptar que Dios habló al hombre y que su palabra está contenida en la Biblia, interpretada y custo.diada por la Iglesia. Y la palabra de Dios «sugiere que el amor es la actitud fundamental y que el mensaje evangélico, aunque expuesto a través de normas concretas, propone una auténtica moral de actitudes».

119

4.

Conclusión

Sin embargo, dar fin a unas reflexiones sobre la noción del pecado, que quieren ser orientadoras, con una afirmación rotunda, sin hacer referencia a la tradición de un modo concreto, pudiera hacer pensar que la moral de actitudes se convierte en una moral situacionista, a pesar de todas las protestas hechas de que la moral de situación dista mucho de la situacionista. Incluso, como alguien parece preferir, que el planteamiento de la nueva moral se convierta en la vuelta a la antigua ética. «Yo quería significar con la idea de dharma, tan sólo que es un error considerar la moral como un sistema de prohibiciones y de deberes genéricos, el mismo para todos los individuos». Por eso, «tal vez fuera mejor contrarrestar el patetismo contemporáneo en que suele embotarse toda discusión sobre ética, por la más elegante tibieza con que los antiguos, en lugar de "lo moral" -palabra tremenda-, solían decir "lo decente", quod decet, lo que va bien, lo correcto» 10. No quisiera, desde luego, ver en esta expresión de Ortega, «palabra tremenda», una alusión a la obsesión moral que durante tanto tiempo dominó, sobre todo en el ambiente clerical, como si la moral cristiana se redujese al sexto mandamiento. No quiero creerlo porque su prestigio está a mucha más altura. El contexto entiendo que no da lugar a tan pobre juicio. Pues bien, la moral de actitudes no es nueva en su contenido. Amén de que tiene sus raíces y, por tanto, su confirmación en el evangelio. Los santos Padres no son extraños a ella, aunque no la formulen en los términos en que se formula hoy. Ya queda dicho que su actitud no difiere gran cosa de la de los apóstoles. En Moralia de san Gregario Magno, por ejemplo, hay una referencia muy directa a esta moral cuando refuta una de las objeciones que aún hoy suelen oponerse a la eternidad de las penas del infierno: «Una culpa que tiene fin no debe ser castigada sin fin». Justo es Dios todopoderoso, y lo que no ha sido cometido con un pecado eterno no debe ser castigado con un tormento eterno. Era una de las razones que esgrimía mi amigo y com10

273.

120

J.

ORTEGA

y

GASSET,

El espectador IIl, Espasa-Calpe, Madrid 1966,

pañero al que aludo tratando el tema del infierno. «Puntualmente le replicamos --dice san Gregorio- que su objeción sería correcta si el justo y severo juez no apreciara los corazones de los hombres, sino sólo los hechos». «El hombre ve la cara, Dios mira el corazón». Pero «es que los inicuos pararon de cometer delitos porque dejaron de vivir. De seguro que hubieran querido vivir indefinidamente para haber podido permanecer indefinidamente en sus iniquidades». Porque más desearon pecar que vivir, y por eso «quieren vivir siempre aquí, para no dejar de pecar nunca mientras vivan». El pensamiento del santo parece claro, tanto más que la Sagrada Escritura abunda en casos en que Dios perdona, olvida tan pronto el pecador reconoce su yerro. El caso de David es altamente elocuente, como se refiere en estas mismas reflexiones. El de san Pedro es, a su vez, una lección de profunda comprensión humana, porque es divina... No son los hechos, los actos aislados los que deciden la suerte definitiva del hombre: es su actitud fontumaz y sistemáticamente sostenida en no rectificar su opción, una vez hecha. El impío, el presunto réprobo no quiere positivamente vivir en el amor, sino en el odio. ¡En el reino de Dios no tiene cabida el odio!

121

5.

Muerte, obsesión

No es una anécdota piadosa. Es un hecho presenciado y oído por los mismos que lo relatan. Es histórico y ocurrió en un hospital: «Un joven, treinta y tantos años, con su mujer y dos hijos. Sabía que iba a morir y se mantenía sereno, no precisamente alegre. Una noche, en voz alta, empezó a recitar el padrenuestro, palabra por palabra. Cuando llegó al "hágase tu voluntad", lo recalcó con tanta sencillez que todas las enfermeras nos quedamos paralizadas en aquel silencio. Aquella persona tuvo conciencia de que se acercaba el fin. A partir de ese momento entró en barrena y no se recuperó más. Nos dejó marcadas a todas. Sus últimas palabras fueron: "Estoy bien", y cayó en picado» 1. El exordio es a propósito para unas reflexiones sobre la muerte; porque el caso es ejemplar y en estos tiempos de secularización y alienación consumista mucho más, cuanto que parte de un joven en plenitud, con todo su porvenir por delante. La escatología, que «habla del presente en función del futuro», aconseja que no se debe conceder tanto al cielo y tan poco a la tierra; porque «el cielo es la realidad vislumbrada aquí», y la tierra es la cancha donde se juega la partida del más allá feliz o, lo que Dios no permita, del más allá desgraciado. El bien, la verdad, la justicia, la felicidad y la gracia se viven en la tierra imperfectamente. Para vivirlas en plenitud 1 No es nada fácil tratar el tema de la muerte, por eso sería muy bueno leer el número de «Misión Abierta» dedicado al Futuro cristiano del hombre, donde se encuentra un apartado, Opiniones directas, muy interesante. El número es el correspondiente a octubre de 1976.

123

Dios ha reservado a los hombres el cielo. Pero para entrar en el cielo, en cuanto estado, es preciso pasar por la tribulación de la muerte, que «es el enigma de la condición humana». Enigma que «alcanza su vértice en la muerte. Porque lo que tortura al hombre no es sólo el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y más aún, el temor a un definitivo aniquilamiento», dice el Vaticano n. Esta tortura alcanza tales proporciones en los hombres que no tienen fe ni tienen, por tanto, esperanza, que se convierte en obsesión. «Si la nada me aterra -ha escrito Unamuno-, he de aprender a conocer mi nada, para aterrarme de mí mismo, y ponerme a labrar en mí el hombre nuevo, el de la gracia, el del ser» 2. Es un consejo sabio que, enmarcado en el cuadro del creyente, le ayudará, a buen seguro, a familiarizarse con la muerte, hasta conseguir liberarse de esa tortura y, desde luego, no caer en su enfermiza obsesión. Sin embargo, esa nada que somos y que tan a menudo nos recuerdan los libros piadosos, no debe mirarse con visión neoplatónica; porque el hombre «tiene consistencia, bondad y verdad en sí mismo», si bien recibidas de Dios. Debe mirarse como consistencia, bondad y verdad, que no se destruirán, sino que se transformarán en el día de la muerte. Ello debe ser un estímulo y no «un triste consuelo». Estímulo para ir labrando a golpes de abnegación y de renuncia, a cuenta de actos de amor, de justicia y de gratitud, «el hombre nuevo, el hombre del ser». Estímulo, no para potenciar la obsesión de la muerte, sino para robustecer «el santo temor de Dios, que es el principio de la sabiduría». «Nada se destruye, todo se transforma», y esto no se dice para consolar, sino para convencer. Si fuese para consolar, sería «un triste consuelo»; puesto que si no nos convenciese de que «mi yo, mi conciencia propia», no va a perdurar más allá de la muerte, increíble parecería que, a pesar de todos los consuelos, hubiese «gente que vive tranquilamente creyendo que su personal conciencia vuelve a la nada» 3. «Nada se destruye, todo se transforma», convence razonablemente; porque la fe no es ciega, sino que supone praeam2 3

124

M. M.

DE UNAMUNü, DE UNAMUNü,

Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 88. o.c., 122-123.

bula; supone unos postulados, a cuyo conocImIento se puede llegar por la razón. Entre ellos, y el primero, es la existencia de un Dios remunerador. Su existencia, si no se puede demostrar con rigor científico, se puede conocer; porque la creación y.el mismo hombre tiene «luces propias» para ello. Dios, conocido por la razón, se comunica con el hombre, habla con él. Y en una de estas conversaciones le dice: «A fe te lo aseguro de verdad: si uno no naciere de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). El hombre de hoy no comprende este lenguaje, como tampoco lo comprendía Nicodemo, yeso que era «maestro en Israel». No obstante, el hombre de fe acepta la necesidad de este segundo nacimiento para poder entrar en esa plenitud de vida, una vez franqueado el umbral de la muerte. Y lo acepta convencido, porque: «A fe te aseguro de verdad que hablamos de lo que sabemos y testimoniamos de lo que hemos visto y, no obstante, no aceptáis nuestro testimonio» (Jn 3,11). Es decir, los creyentes lo aceptan convencidos, porque creen en Dios, y al creer en Dios creen eh su «enviado Jesucristo».

1.

La muerte y la filosofía

Con todo, esta reflexión quiere ser coherente, y para serlo, antes de meditar en el sentido cristiano de la muerte, es obligado que recordemos, en apretado resumen, desde luego, lo que sobre ella dicen los hombres. Vale la pena escucharlos para que, una vez contemplada su recortada visión, nos agarremos con más fuerza a las verdades de la revelación. Es un hecho que el hombre vive tenso hacia su futuro, no sólo hacia el suyo, sino también hacia el del mundo. A pesar de ser limitado, como es una forma abierta vertical y horizontalmente, no se agota en su ser, sino que bucea en el poder ser. Ante el poder ser, advierte en sí una serie de posibilidades, que no puede, sin embargo, realizarlas todas mientras vive. Como su vida está condicionada por la muerte, que sabe cierta en sí, pero incierta en sus circunstancias de cuándo, de cómo y en dónde, unos explican su misterio de una forma y otros lo explican de otra. «¿Convencen sus explicaciones? ¿Esclarecen, descorren el velo de su misterio?». 125

1.1.

La filosofía de la vida

El Catecismo holandés describe la muerte con palabras muy sencillas: «El hombre terreno que conocimos y que amamos no se mueve ya, ya no habla, ya no existe. Las formas de su cuerpo se conservan aún por breve tiempo; figura vacía que pronto desaparecerá también. El hombre retorna a la tierra, como una hoja de otoño, como un animal» 4. El padre de la «filosofía de la vida», M. Heidegger, en su libro Ser y tiempo, se propone dar una respuesta valedera universalmente a este hecho universal 5. A él no le dice nada que «esa figura vacía desaparezca también», porque «tan pronto como el hombre entra en la vida, ya es bastante viejo para morir». Lleva adherido y formando un todo el signo de la muerte. No hay razón, por tanto, para dibujar un cuadro de nuevo cuño, cuando la muerte es algo intrínseco a la vida. Aunque ello sea así, lo cierto es que nunca se muere a tiempo. Nadie tiene prisa en morir. Aún más, cuanto más larga sea la vida, más y mejor el hombre, de ordinario, se aclimata a ella; de tal forma, que es un fenómeno de experiencia que se resignan más fácilmente ante el hecho de la muerte los jóvenes que los viejos. El hombre proyecta, y proyecta siempre hacia el futuro, hacia el porvenir. Por algo es proyecto. Nunca ve concluidos sus proyectos, porque si concluye uno, ya tiene otro en cartera para su realización. Como no siempre puede realizar todo lo que proyecta, ni todo lo que puede es capaz de llevarlo a cabo en un momento, su insatisfacción es constante. Nunca se siente acabado, nunca se siente perfecto. Sabido es que perfecto es aquello a lo que nada le falta. Siendo un ser para la muerte y, además, «muriendo fáctica y constantemente mientras no deje de vivir», el deseo de felicidad, que le espolea desde que nace hasta que muere, resulta inalcanzable. ¿Le jugó una mala pasada el autor de la natura leza? En efecto, el hombre nace, crece, se desarrolla, madura, Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1969, 450. En el artículo que Patrocinio G. Barriuso publica en el número de «Misión Abierta» de octubre de 1976, se encuentran todas las citas que en este libro se hacen de las obras Ser y tiempo, El ser y la nada y Palabra de hombre. 4

5

126

envejece y muere. Hasta aquí podemos estar de acuerdo con el autor de Ser y tiempo, sin traicionar nuestra condición de creyentes. Es un proceso de experiencia. Lo que ya es discutible es lo que asienta como tesis absoluta, cuando en realidad admite muchas distinciones: que la muerte es algo «constitutivo de la vida humana». ¿De qué vida humana? Al lado de ese proceso biológico al alcance de todos, está el proceso de la vida personal, íntima, que marcha paralelo, pero a la inversa; porque cuando la biología termina, la personalidad, la intimidad, se expande y plenamente se realiza. Si el hombre no fuese más que biología, como los animales, con la muerte habríamos llegado al fin. Pero sobre todo es personalidad, es conciencia, es intimidad, y esta personalidad en lugar de terminar segada por la parca de la muerte es en y con ella cuando alcanza su plenitud, cuando realiza todas sus posibilidades, cuando sus proyectos no esperan cristalizar en realidades, sino que se ven todos culminados. De suerte que en vez de ser válida la tesis: «el hombre es un se! para la muerte», la que cuenta es su contraria: «es un ser para la vida». El hombre nace para convivir, y sólo son capaces de convivencia los vivos, no los muertos. Esta perspectiva le da al solitario de la Selva Negra ocasión para refutar una vida que él se niega a aceptar como digna vida humana. Para vivir humanamente, es decir, para vivir «configurando la propia existencia a su aire y según un estilo propio, hay que caminar hacia la muerte, no por la fuerza sino llevados por nosotros mismos, si ésta quiere ser humana». «Llevados por nosotros mismos», dado que en el hombre actúa la muerte como «una especie de corriente subterránea que está comiendo interiormente su tierra hasta que un día llega al final». Y a ese final debe de llegar por su propio pie y de su misma mano, por ser parte de su propia vida. La vida es morir, porque toda ella está transida de caducidad. Y la vida es todo el hombre, de tal forma, que cuando la vida desaparece, acaba todo él. Siendo, como Heidegger dice, que es la vida humana, la generalidad de los hombres no debieran sufrir la obsesión que sufren frente a la tremenda realidad de la muerte. Si es natural que el hombre todo acabe con la muerte, ¿por qué esa tortura?, ¿a qué esa dificultad en descifrar el enigma? 127

Hay algo en la exposición del autor de Ser y tiempo que habla por sí mismo. ¿Cómo explica Heidegger que, siendo el hombre un ser para la muerte y siendo la muerte algo intrínseco a la vida, los hombres oponen esa resistencia instintiva a convertirse en nada, una vez cerrado el ciclo de la vida biológica? «Si todo acaba para todos, ¿para qué todo?», como diría Unamuno. 1.2.

Existencialismo

Los hombres no se ponen de acuerdo en buscar y descubrir las raíces profundas de la muerte. Tanto es así que Sartre plantea el tema en términos opuestos al autor de Ser y tiempo. Si para éste la muerte es algo intrínseco a la vida, de tal manera que si el hombre quiere vivir con dignidad debe de seguir el curso de esa corriente interior muriendo incesantemente, para el padre del existencialismo es todo lo contrario: «La muerte es advenediza, mera contingencia, azar, nada más que azar». Para Sartre, nada tiene que ver con la vida. Se presenta en medio de ella como ladrón y salteador, porque no es más que una «simple alienación». Roba la vida, la enajena como si tuviese derecho a hacerlo. Es el asalto más brutal que se le puede dar al hombre: «Trunca la vida, malogra a los hombres. Es la suprema alienación. El muerto deja de existir en manos de los otros, que lo destruyen a su capricho». Entonces, «¿para qué se vive la vida?». No vale la pena vivirla, porque «es una pasión inútil». El suicidio, por tanto, sería una forma elegante de acabar con ella. Las elucubraciones de Heidegger resultan excesivamente sombrías, excesivamente frías, de un estoicismo espartano. La razón humana es fría y, porque es fría, «abandonada a sí misma lleva al absolutismo, al nihilismo». «Para la razón no hay más realidad que la apariencia. Pero pide a voces, como necesidad mental, algo sólido y permanente, algún sujeto de las apariencias, porque se siente a sí misma, se es, no meramente se conoce» 6. Si la «filosofía de la vida» resulta excesivamente fría y trági6

128

M. DE UNAMUNO,

O.C.,

44.

camente estoica, las afirmaciones, los raciocinios del autor de El ser y la nada son arbitrarios, impropios de un hombre que analiza el tema con conciencia de que «sabe que no sabe». Dice Ortega que «la ciencia es, ante todo y sobre todo, un docto ignorar. Por la sencilla razón de que las soluciones, al saber que se sabe, son en todos los sentidos algo secundario con respecto a los problemas» 7. Tanto Heidegger como Sartre dejan el corazón vacío y la razón con las mismas dudas e idénticas preocupaciones. «Si no se tiene clara noción de los problemas, mal se puede proceder a resolverlos». Además, «por muy seguras que sean las soluciones, su seguridad depende de la seguridad de los problemas», dirá Ortega y Gasset. Y esto pasa siempre que se abordan problemas desde supuestos preconcebidos arbitrariamente. El problema de la muerte es seguro, es evidente. ¿Qué . seguridad ofrece la solución de Sartre?

1.3.

Marxismo

Leí un libro de Roger Garaudy. La impresión que me hizo, después de manejar las traducciones de Ser y tiempo y de El ser y la nada, es semejante a la que se experimenta cuando se sale de un largo túnel y nos encontramos frente al horizonte de la amplia meseta en pleno día. No diré, de pleno intento, a pleno sol. El libro se titula Palabra de hombre. Garaudy habla, efectivamente, como un hombre de sentimientos, de corazón, de experiencia: como un hombre inteligente. Ello no supone hacer comparaciones, sino tan sólo reconocer que el hombre no es única y fría razón, inteligencia, por muy aguda que ésta sea. Su libro es la palabra de un hombre convencido, que habla a convencidos también, aunque no lo sean en la misma línea. Para mí, el autor de Palabra de hombre es sincero y creo que tengo buenas razones para ello. No juzgo sus intenciones, porque esto no está reservado a los hombres. Juzgo por lo que conozco de su vida y a través de su libro. Y si «cada uno será juzgado según su sinceridad», como diría el cardenal Mercier, Roger Garaudy se está labrando un juicio optimista y purificador. 7

J.

ORTEGA

y

GASSET,

El espectador 111, Espasa-Calpe, Madrid 1966, 156.

129

Los raciocinios de Sartre y de Heidegger dejan fría el alma. No la reconfortan. El frío preserva los cadáveres, mientras que el calor los descompone, para que de su descomposición surja la vida, como ocurre con la semilla. Garaudy, marxista de buena fe, que sufrió en su carne las consecuencias de su «utópica esperanza», es un hombre que está de vuelta. Probablemente, por su buena fe, fue expulsado del Partido Comunista Francés. Esto no qui~a autoridad a su marxismo, sino que, a mi juicio, se la potencia. Tanto más cuanto que su pasión marxista está tocando la esperanza cristiana. El sabe que un «marxismo creador debe incorporar las tendencias más profundas de la religión y sus elementos latentes, depuradas de todas sus mitificaciones, ideologías e ilusiones, en un humanismo ateo, libre de toda alienación», como escribe Ernst Bloch. En efecto, así lo hizo él y Garaudy lo sabe. Garaudy, empero, en su buena fe, cree poder conciliar las tesis de la revolución con las enseñanzas del evangelio. Sin duda que si la palabra revolución no tuviese la carga negativa que le echaron encima el terror, la violencia, la guerra, no se miraría con la prevención con que actualmente se mira. Si revolución es reacción, resistencia pacífica contra un estado de cosas injusto, si es reacción contra la manipulación del hombre por el hombre, si es reacción contra el predominio de las tradiciones humanas en contra de la ley de Dios, Jesús de Nazaret fue un reaccionario ejemplar, el evangelio es un código perenne de revolución. Mas si la revolución es violencia, es terror, es sangre, es muerte, es simplemente cambio de unos señores injustos por otros tanto o más injustos que ellos; si la revolución sola y únicamente se propone como meta la consecución del bien material con exclusión de los bienes del espíritu, Jesús y su buena nueva están en sus antípodas. En el partido se anula al individuo. Sus derechos más íntimos quedan a disposición de sus intereses. El partido es infalible y sus órdenes, por tanto, son sagradas. El hombre se convierte en masa. Sus instrucciones, dogmas, y... ¡ay de quien de ellas se aparte! Garaudy es un marxista indisciplinado, mas no por eso desconocedor de sus dogmas; por eso piensa «que todo lo que ha 130

podido crear mediante su trabajo, queda escríto en la creación continuada del hombre por el hombre». Acepta a los hombres en su concepción marxista, pero en cuanto éstos se dividen: a) en los que mueren sin haber vivido, porque se han desgastado antes de tiempo, debido a las condiciones de vida inhumana soportada a lo largo de la existencia, y b) en los que dando la vida por los otros, mueren después de haber vivido. Está visto que Garaudy no se resigna a ser masa, a ese aniquilamiento del «yo» en y por el partido. Por eso empieza su reflexión de la muerte con aquellas ya consagradas palabras: «No puede sucedemos nada más bello que la muerte». Sacrificarse, morir por los hombres es un gesto magnánimo, es un gesto bello porque, «no hay cosa más grande que dar la vida por los amigos», dice Jesús. «Nuestro amor como nuestra vida, no alcanzan su dimensión de eternidad más que por medio de ese sobrepasarse uno, entregándose al otro, y ese sobrepasarse del otro en el todo, de lo que no somos más que momentos», afirma Garaudy. ¡ El autor de Palabra de hombre se aparta de la concepción materialista que el marxismo tiene del hombre y llega hasta el umbral del evangelio, sin entrar todavía en él. «Decir que la historia de los hombres y la vida de uno perdería sentido si no pudiese prolongarse indefinidamente en el futuro abstracto de los físicos, es tan absurdo como decir que ahora ella no tiene sentido, porque no existe siempre ... El sentido no se puede dar desde fuera». «Yo no me defino como hombre sino en relación con otro hombre, con todos los hombres, en la totalidad de su historia y de su cultura». Para Garaudy cuenta la persona, el individuo importa poco; porque «todo lo que es será destruido por la muerte. El individuo biológico, el personaje social no sobrevivirá al naufragio». Llega hasta el umbral del evangelio tan sólo, porque desconoce las motivaciones superiores que pueden mover al que por los demás se sacrifica, y, además, porque en esa concepción del hombre, expuesta por él, quedan muchas preguntas sin res! puesta. . Es bella su exposición, contagia su entusiasmo. No obstante, ¿qué queda para aquellos que por su incapacidad física o su disminución mental nada pudieron hacer en favor de la humanidad? ¿Qué de aquellos que no conocieron la revolución socialista? 131

Aquí es donde se deja ver tocado del ala, aquí es donde pienso sí aparece iluminado por luz que le rebasa. «No pretendo --dice "sabiendo que no sabe"-, proporcionar una respuesta exhaustiva al tremendo interrogante que es la muerte». El reconocimiento de sus limitaciones le da credibilidad, aunque su enfoque no encaje plenamente con el del creyente. Por eso el testimonio del autor de Palabra de hombre es una llamada muy necesaria en este mundo, en el que los hombres se creen autosuficientes, capaces de resolverlo todo, y que aquello que por ellos no puede ser resuelto, no tiene solución. Viene muy a punto su llamada; porque si bien parece contentarse con que su vocación humana sea simplemente terrena, el amor y la esperanza que pone en los hombres no son ajenos a la respuesta que el Maestro divino dio al escriba que le preguntó: «¿Cuál es el primer mandamiento de la ley?». Para llegar al amor de Dios, hay que pasar por el amor a los hombres. Porque el segundo es semejante al primero, es su consecuencia: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». «El que no ama a sus hermanos miente si dice que ama a Dios». Este amor, si ha de ser consistente -porque son muchos los motivos que nos alejan a los unos de los otros-, necesita motivaciones superiores: «Amaos los unos a los otros así como Yo os he amado». Y Jesús de Nazaret amó a los hombres hasta entregarse por ellos a la muerte, cumpliendo, a su vez, la voluntad de su Padre. El nunca hizo su voluntad en contra de la de Dios, «sino la de Aquel que le envió». Estoy seguro de que este mandato divino toca diana en el corazón de Roger Garaudy, aunque él de momento no lo advierta.

2.

Observaciones

Está visto, pues, que a los hombres les preocupa el problema de la muerte. No en vano «es el enigma de su condición». Hablan de ella y se esfuerzan por explicar sus profundas raíces. Sus respuestas no son uniformes, no coinciden. Unas son pesimistas y tremebundas, otras desgarradas y desconcertantes, aquéllas altruistas, pero recortadas. ¿No existirá ninguna más completa? ¿No habrá alguna que llene el corazón, sin oponerse a la razón? Sí, existe una. El 132

creyente sabe cuál y sabe también qUIen la ha dado. ¿Están todos convencidos de su eficacia? De su eficacia, no sólo a nivel especulativo, sino de hecho, en su vida concreta y personal...

2.1.

Ambiente

Parece ser que, a pesar de los veinte siglos de cristianismo, los hombres no se enteran de que, teniendo que morir, con la muerte no acaba todo para ellos. La actitud serena del joven padre que muere en el hospital no es la que predomina. De serlo, las enfermeras no hubiesen quedado «paralizadas en aquel silencio». Ellas, por su profesión, ven morir por docenas, porque hospitales y sanatorios son lugares preferentes en la actualidad para «las últimas despedidas». Los enfermos no suelen estar psicolólJicamente preparados y los momentos últimos no dan para mucho. Ni de ordinario hay tiempo y, sobre todo, no favorece el clima. «El enmarque de lo inmediato es con lo que se mide la muerte».

2.2.

Lugar

La situación no es halagüeña. Es grave, tanto, que urge un replanteamiento de la pastoral de la muerte. Esto es, de asistir «a bien morir», a morir cristianamente. Morir por los hombres, agotarse por aliviar sus penas, sus sufrimientos es hermoso, porque es heroico. Las motivaciones crean y perfeccionan la ética. Pero siempre en última instancia, mucho más la ética que la estética. La abnegación del personal sanitario es algo que merece enorme gratitud. Pero si ese sacrificio, esa abnegación no se despliega en una liberación total del enfermo, como creyentes estamos a menos de medio camino. Ni de los médicos, ni de los enfermeros es cometido específico preparar a sus pacientes para ese «último viaje». Sin embargo, su colaboración es decisiva. La pastoral urge directa e indirectamente a los sacerdotes. A ellos y para ellos es la llamada. Si empecé por los hospitales es porque allí es donde 133

está el centro de gravedad del problema; por cuanto, sobre todo en las ciudades, es donde se dan cita los desahuciados. Antes era el hogar, la casa, como también era el lugar del nacimiento. Que los enfermos no suelen estar preparados psicológicamente, para el muy probable desenlace final, no será preciso oírlo en un curso acelerado de pastoral «pro infirmis». Un año estuve hospitalizado. Era un enfermo más y los compañeros de dolencia, roto el hielo, tenían confianza en mí. Me hablaban de su enfermedad, de su situación económica, de su situación familiar. .. Morían a pares, sobre todo al caer de la hoja en otoño y al renacer la vida en primavera. Sin embargo, ninguno abordaba el grave y serio, el tremendo interrogante de la muerte. Charlábamos hoy, y mañana los despedía a la puerta, camino del cementerio. El problema es grave, porque si la vida biológica es un don muy estimable, la vida personal, la vida íntima, la vida que no acaba, lo es mucho más. Los especialistas en pastoral tienen la palabra, para ingeniar planes, dar orientaciones, motivar a los creyentes y comprometer a posibles y eficaces colaboradores.

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6.

Sentido cristiano de la muerte

«La eternidad da sentido a nuestra existencia y explica la misión de la Iglesia», ha dicho Juan Pablo 11. En efecto, sería un triste consuelo contar sólo con el tiempo, aunque se nos dijese que «seguirá el mundo y vivirán nuestros hijos y nuestras obras, muertos nosotros. Triste consuelo, si al morir morimos nosotros del todo, volviendo a la nada. No sería consuelo, sino desconsuelo y desesperación. En cambio, liermosa idea si esperamos otra vida». Estas palabras de Miguel de Unamuno, dichas con la hondura con que él las escribe, encuadran perfectamente la frase del Papa. La encuadran para los creyentes; pero la muerte visita tanto a los que creen como a los incrédulos. A éstos no les dice nada la autoridad del vicario de Cristo, pero al menos tendrán que reconocer que la cuestión de la vida eterna continúa siendo una cuestión abierta. La cuestión de «una posible vida después de la muerte es de enorme importancia para la vida antes de la muerte. Reclama una respuesta, que, si la medicina no es capaz de dar, deberá buscarse en otra parte» l. Los creyentes la buscamos en la palabra de Dios, persuadidos de que hay buenas razones para ello, una vez que todas las experiencias llevadas a cabo por la ciencia no son capaces de probar su existencia. Su fuerza probatoria no es definitiva, ni siquiera el psiquiatra que más trabajó en este campo, Raymond A. Moody, la presume: «Quisiera desde un principio resaltar que, por razones que luego explicaré, no pretendo dar pruebas de que existe una vida después de la muerte». NecesaI

H.

KÜNG,

¿Vida Eterna?, Cristiandad, Madrid 1983, 47.

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ria aclaración, desde el momento en que titula en libro Lije aJter lije. Esas experiencias que de antemano no se pueden negar, ¿fundamentan la fe del creyente? La vida eterna que Jesús promete a sus discípulos no es verificable por la ciencia. Por eso, en un libro que pretende ser de divulgación teológica, no se puede uno dejar llevar del deseo y capitalizar «los resultados médicos para fines teológicos». Si la eternidad da sentido a la vida del hombre, éste debe adentrarse con la reflexión en sus dominios, sin menospreciar la ayuda de los resultados científicos, pero consciente de que no basta la razón, la ciencia ni la buena voluntad para conseguir algo definitivo; sino que necesita de la Revelación que es la que habla del más allá, que es la que habla de la vida eterna. La parapsicología, «en especial la telepatía y la clarividencia», apuntan hacia esa vida después de la muerte. No deben ser calificadas de sueños ilusorios; pero tampoco se les debe hacer decir más de lo que pueden decir. Si no existiese la vida eterna, la muerte no sería tan obsesionante. Se aliviaría su carga, porque podríamos experimentarla. Las experiencias iterativamente repetidas, se hacen familiares y las cosas familiares no infunden terror. «Tenemos la experiencia de la muerte si es que no hay otra vida, y esta experiencia es el suelÍo profundo. Morir sería entonces dormirse para siempre» 2. Empero, ¿sería esto solución a la angustia que causa la idea de un «definitivo aniquilamiento», o de una frustración definitiva? «Intenta una noche imaginarte lo más fuertemente posible que no vas a despertar ya, y verás lo que se hace de tu sueño y lo que es el horror a poca imaginación que tengas». La angustia que causa la muerte es una angustia vital, por mucho que se la quiera arropar con el frío manto del raciocinio o la gélida capa de la indiferencia; por muchos que sean los descubrimientos de la ciencia y se constaten testimonios de «reanimados» . Por eso, reflexionar sobre ella desde la óptica cristiana es un deber para el creyente y una esperanza para los desesperanzados. Es un deber, porque la congoja y la angustia se oponen a la alegría, y los cristianos, siendo hombres de esperanza, for2

136

M.

DE UNAMUNO,

Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 151.

man, por lo mismo, un «pueblo alegre». Al menos debieran formarlo, porque cuentan con todos los elementos para serlo.

1.

Qué dice y qué piensa Jesús de Nazaret de la muerte

Por de pronto, el temor a la muerte, como se venía explotando hasta ahora, nadie podrá decir que Jesús se lo haya enseñado a los suyos. El infierno existe, pero, tal como se exponía, no tiene nada que ver o muy poco «con Aquel en nombre del cual se escenificó»: con Jesús de Nazaret. Y, por consiguiente, la muerte biológica no debe presentarse en función de un fin catastrófico y tremebundo. La vida que Dios nos ha dado no tiene esa finalidad. Es posible que el hombre acabe así, si sus opciones parciales, en virtud de su libertad, son tan contumaces y rebeldes que irreversiblemepte quiere que cristalicen en la opción definitiva. Pero Dios no le impone ese fin. La vida humana no tiene como finalidad la frustración, sino la realización en plenitud. «Estudiar nuestro origen, esencia, fin y destino como una curiosidad, para satisfacer la mente, no hay cosa más horrible», decía Unamuno. Sin embargo, vivir con la fe que brota del conocer y que avala la revelación, con la esperanza que brota del sentir y con la caridad que brota del querer, ennoblece ese estudio, da sentido a la existencia. Viviendo para la eternidad, la vida resulta bella, a pesar de todos los sinsabores que ésta de ordinario depara. El sentido de eternidad es el que Jesús le imprimió sin recortes ni reservas. De ahí que él apenas hable de la muerte. No deja de ser curioso, una vez que la muerte polariza toda la existencia humana y de la muerte depende la suerte en la eternidad. Mientras los hombres, como hemos visto, se afanan por desentrañar su misterio, Jesús hace a ella muy pocas referencias. Diríase que para él no tiene importancia. En efecto, no la tiene. Jesús, en una de sus parábolas, cuenta que un rico vivía espléndidamente, mientras un pobre, llamado Lázaro, perecía de indigencia y necesidad a su puerta, «sin que nadie se compadeciese de él». Sólo los perros lamían 137

sus llagas. «Resultó que murió el mendigo y fue por los ángeles llevado al seno de Abrahán. Murió también el rico, y lo enterrarOfi) (Le 16,19-31). La vida es la que cuenta. Como el rico se la pasó mirando sólo a lo presente, preocupado por su bienestar y solaz, olvidado en absoluto del principio de solidaridad, muere y, sencillamente, «lo enterraron». El pobre que nada tenía en este mundo sino su pobreza, «es llevado por los ángeles al seno de Abrahán». Del rico ni siquiera sabemos el nombre. El mendigo se llamaba Lázaro. A la sensibilidad cristiana no le pueden pasar inadvertidos estos matices. Tanto más cuanto que ambos son hombres. Siendo hombres, un elemento de su existencia forma parte de este mismo mundo material. De tal manera que hasta en las últimas fibras de su ser, sin la materia de este mundo, los procesos de sus células cerebrales no podrían tener un pensamiento o tomar una decisión 3. El rico vivía. El pobre existía. Pero si bien es cierto que ambos pensaban y actuaban a su aire en este mundo, porque eran parte de él, como lo somos todos, también es verdad que a la existencia del pobre le dio sentido la eternidad, mientras que la vida del rico quedó vacía de contenido. No es importante la muerte. Lo que importa es la vida, porque «sicut vita, finis ita». En un segundo pasaje aparece un aspirante a discípulo de Jesús, pero antes de seguirlo quiere cumplir con un deber familiar: quiere enterrar a sus padres. «Vente conmigo. Pero él le dijo: Permíteme primero ir a enterrar a mi padre». La petición no puede ser más legítima, incluso obligada. No obstante: «Deja a los muertos enterrar a sus muertos; tú, en cambio, ve a anunciar el reino de Dios» (Lc 9,59-61). No puede menos de impresionar, envueltos como estamos en nuestros criterios humanos, la respuesta de Jesús. E impresiona tanto más cuanto que sabemos cómo recriminaba a fariseos y escribas por la adulteración que de la ley hacían. El respeto, el amor y la obediencia a los padres es un imperativo divino, como nos lo dice el Exodo. El amor a los padres no lo recriminaba Jesús. Recriminaba las ofrendas que se hacían en el templo, porque eran una hipocresía y una desobediencia a 3

138

Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1%9, 6.

Dios, dado que estas observancias conducían a anteponer la tradición humana al mandamiento y a la voluntad de Dios, llegando, incluso, a invalidar lo que Dios mandaba 4. , No hay contradicción en el comportamiento del maestro. El radicalismo evangélico está presente en el texto comentado. La jerarquía de valores no se altera nunca en el evangelio, mientras que la reacción de Jesús frente a los fariseos se comprende fácilmente, a la luz de este mismo radicalismo y por las mani, pulaciones que de la ley hacían los escribas. Según éstos, «un hijo podía desamparar a sus padres en el caso de que ofreciera sus bienes como donativo al templo». Es claro que la interpretación rabínica obedecía a un sórdido egoísmo. Era un sucio negocio en el que complicaban al templo para aprovecharse del pueblo sencillo. No era la gloria de Dios lo que buscaban. Eran los propios intereses los que defendían. A Jesús de Nazaret jamás se le vieron atisbos de interés personal. Lo único que para él contaba era la gloria del ¡ Padre. A estas referencias abstractas se unen los tres milagros en y por los que resucita a tres muertos. Devuelve la vida al hijo de la viuda de Naín, a la hija de Jairo y a su amigo Lázaro. Estaban dormidos y Jesús los despertó de un sueño. Debía estar por el Tábgha, porque san Lucas (7,1-17) dice que, «una vez terminados estos razonamientos dirigidos al auditorio público, entró en Cafamaún», donde tuvo lugar la curación del criado del centurión. La fe de éste mereció el elogio de Jesús: «Os lo aseguro: ni en Israel he encontrado fe semejante». «Poco después fue a una población llamada Naín ... Cuando estaba cerca de la población, se encontró con que llevaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que estaba además viuda». Sentía los sentimientos humanos: un joven que muere, una madre que quedaba sola y desamparada. Todo ello conmueve su corazón. Y sin que nadie se lo pida: «"Mozo, para ti hablo, levántate". El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo restituyó a su madre». «Dios ha visitado a su pueblo», porque, sobrecogidos por un gran pavor, «todos glorificaban a Dios». La gloria de Dios y el bien de los hombres eran los móviles de su actuación. Sus oyentes debían orientar 4

J. M.

DEL CASTILLO,

Símbolos de libertad, Sígueme, Salamanca 1981, 6.

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sus vidas hacia la eternidad. El les daba los medios y ponía a su alcance motivos suficientes. Su campo de misión era Galilea, porque Gerghesa queda en la playa oriental del mar de Tiberíades y allí vino a su encuentro «un hombre de la ciudad que estaba endemoniado, y por largo tiempo no había vestido una prenda, ni se alojaba en una casa, sino en las tumbas» (Lc 8,27). La curación fue espectacular; por eso, al llegar de vuelta, seguramente a «su ciudad», Cafarnaún, «la gente le hizo un recibimiento, pues estaban esperándolo todos». «En esto llegó un hombre que se llamaba Jairo, y que era jefe de la sinagoga; y postrándose a sus pies, le rogaba que fuese a su casa, porque tenía una sola hija de unos doce años, y ésta estaba muriéndose» (Lc 8,40-55). En el intervalo, una mujer que sufría una hemorragia desde hacía doce años, con una confianza plena en el poder y en la bondad de Jesús, «acercándose por detrás, le tocó la orla del manto», y «al instante se paró la hemorragia». «Cuando todavía estaba hablando, vino uno de la casa del jefe de la sinagoga diciendo: "Ha muerto tu hija; no molestes más al maestro"». A pesar de todo aquel movimiento, a pesar de la carga emocional que pesaba en aquella gente, sobre todo por la afortunada mujer que acababa de ser curada, Jesús oyó la noticia, y sintiendo como suyo el dolor de aquel padre le dijo: «No tengas miedo, ten fe únicamente, que sanará». Fue a su casa, como Jairo le había pedido, y sin atender al llanto de las plañideras, dijo en alta voz: «No lloréis, porque no ha muerto, sino que está dormida». La reacción de aquella gente no se hizo esperar, tal vez por el mismo nerviosismo que les embargaba: «Se reían de él, sabiendo que había muerto». No importa, Jesús no lo tuvo en cuenta, sino que atendiendo al dolor, al sentimiento y a la fe de aquel hombre atribulado, «tomó la mano de la niña y dio una voz diciendo: "Muchacha, levántate". Y volvióle el espíritu y se levantó al instante. Y ordenó que le diesen de comen>. Este último detalle puede ser altamente significativo. En realidad ni el hijo de la viuda de Naín ni la hija de Jairo han resucitado, sino que Jesús les ha devuelto la vida biológica que habían perdido. Por eso volvían a tener las mismas exigencias: 140

para vivir biológicamente es necesario alimentarse, es preciso comer. Por lo demás, Jesús de Nazaret no define la muerte, no dice qué es; sólo la compara con el sueño. Y para despertar de este sueño, exige fe, confianza en él. No hace milagros por exhibición, sino para que la gente que le rodea «se convenza de que el Padre lo ha enviado». Las burlas crueles de los fariseos en el Calvario reflejan, incluso, la persuasión teológica de los evangelistas: que con la muerte de Jesús morían todas sus esperanzas, moría su fe. «Que baje de la cruz y creeremos en él». No obstante, Jesús no baja, muere entregando su alma en las manos de su Padre. Los milagros no producen la fe. Son motivos de credibilidad, de tal suerte que aquel que no esté dispuesto a creer, no creerá, «aunque un muerto resucite». Jesús no filosofa sobre la muerte, no se pierde en discursos sobre ella. Habla sobre la vida con ocasión de la muerte, porque para él la muerte biológica está en la misma línea de la vida. ¡ Es san Juan (11,11-45), el evangelista que nos cuenta el diálogo, iluminador en esta línea, que Jesús tuvo con las hermanas de Lázaro. De todos es conocida la amistad que unía a Jesús con Lázaro y sus hermanas. Repetidas veces el evangelio hace referencia a ella. Pues bien, Lázaro cae enfermo y sus hermanas mandan a decir a Jesús: «Sepas que el amigo tuyo está enfermo». «Esta enfermedad no es de muerte ---comenta con sus discípulos-, sino para gloria de Dios: para que a motivo de ella sea enaltecido el hijo de Dios», y se quedó un par de días donde estaba. Pasados estos días, decide ir a Judea. Los apóstoles le recuerdan que hacía muy poco que los judíos querían apedrearlo. Como buenos marineros, no quieren meterse en el mar cuando el mar está embravecido. Jesús les alecciona pacientemente, porque sabe soportar su lentitud mental. Y a continuación les dice: «Mi amigo Lázaro se ha dormido, pero voy a despertarlo». Betania, donde vivían los amigos de Jesús, dista de Jerusalén unos cinco kilómetros. A esta propuesta del maestro, los discípulos no oponen objeciones. Sabían que Jesús «tenía afecto a Marta y a su hermana, como también a Lázaro». Sólo comentan, y a buen seguro con doble satisfacción: si está dormido, es que Lázaro 141

está mejor de su dolencia, y Jesús no se expone al peligro de los judíos. «Si se ha dormido -le dicen-, va a sanar». El maestro, que no se refería al sueño, sino a la muerte, les dice claramente: «Lázaro ha muerto, y por vosotros me alegro de que yo no estuviera allí, para que afiancéis vuestra fe. Vamos donde él». La satisfacción, pues, les duró poco, porque la decisión de Jesús era irrevocable. Sin embargo, su fidelidad era grande, tanto que se sobrepuso al miedo. De ahí que dijese Tomás, el llamado Gemelo: «¡Vayamos también nosotros a morir con él!». «Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, le salió al camino ... "Si hubieras estado aquí, Señor, no hubiera muerto mi hermano, y aún ahora estoy segura de que cuanto pidieres a Dios, Dios te lo concederá"». Todos los requisitos se cumplen. Dios es el señor de la vida y de la muerte. Jesús no va a hacer una disertación sobre lo que es la muerte. No va a decir que Lázaro tenía edad suficiente para morir, porque «tan pronto como un hombre entra en la vida, ya es bastante viejo para morir». No va a decir que la muerte es la suprema posibilidad del hombre, porque «es la posibilidad de la imposibilidad, sin medida de la existencia». Y mucho menos dirá a Marta que no llore, porque la muerte no tiene remedio, porque es la «nihilación siempre fuera de las posibilidades del hombre, que está fuera de sus posibilidades». No dirá que la muerte «es advenediza, mera contingencia, pura arbitrariedad, azar, nada más que azar». Nada de esto le dirá Jesús a Marta; porque no filosofa sobre la muerte, sino que la acepta como un hecho, como un corte, que Dios puede evitar pero que en sus divinos planes no debe prorrogarse ilimitadamente, sino que es necesario que ocurra para que se verifique la transformación debida. Sin embargo, Lázaro volverá a la vida, resucitará, para que los que le rodean se convenzan de que el Padre lo ha enviado. Así se lo dice a aquella mujer atribulada, a quien él tenía verdadero afecto: «Tu hermano resucitará». Y resucitará porque «la resurrección y la vida soy yo». «Todo el que cree en mí, vivirá aunque haya muerto». Tu hermano volverá a la vida, porque éstos que aquí están deben convencerse de que yo soy el enviado del Padre. Además, porque el que cree y me ama jamás morirá.

142

«¿Crees esto?», le pregunta a Marta: «Sí, Señor: yo estoy convencida de que tú eres el mesías, el hijo de Dios que debía venir al mundo». Aquella mujer anonadada por el dolor hacía un momento, ante la presencia de Jesús y al escuchar sus palabras, recupera la calma y va a llamar a su hermana, diciéndole «disimuladamente»: «El maestro está ahí y te llama». La queja afectuosa se repite cuando llega María y Jesús, que siente en su corazón los sufrimientos, el dolor de sus amigos, pregunta: «¿Dónde lo habéis puesto?». «y se le soltaron las lágrimas». El se mueve en un clima interior muy distinto de aquel en que se mueven los que están con él; pero su comportamiento externo no se distingue del de un hombre de corazón con grandes y profundos afectos. Por eso, al verlo llorar, exclaman: «¡Mirad cómo le quería!». Va a realizar el milagro de devolver la vida al amigo, pero quiere dejar constancia de que el prodigio a él no le importa mayormente: lo que sí quiere y le preocupa es que aquellos que lo van a presenciar crean en él, porque, creyendo en él, aquella muerte que ha sufrido su amigo' no les afectará, sino que «vivirán para siempre». Le devuelve la vida y, al mismo tiempo, quiere garantizar a todos que esa vida, no acabada sino transformada, será su regalo si creen en él. El afecto que Jesús sentía por Lázaro y sus hermanas lo confirma el evangelio. Pero sin duda que sus lágrimas no eran sólo efecto de su sentimiento, sino que se debían a la incredulidad de algunos que por allí andaban, por amistad con la familia o, tal vez, por curiosidad. De estar todos por amistad, aunque sólo fuese por respeto al dolor y a la común amistad de sus amigos, no dirían: «Este que abrió los ojos del ciego, ¿no podía hacer que éste no muriese?». Jesús era verdaderamente hombre y sabía dominar sus sentimientos. Así que, «conteniendo los sollozos», una vez que llega al sepulcro, ordena que «quiten la losa». Las tumbas judías consisten en una cavidad labrada en la piedra y una gran losa que cubre la entrada de la cavidad, en cuyo interior se coloca fajado el cadáver. En Betfagé, donde tuve la suerte de vivir durante cinco inolvidables meses, pude ver varias de estas tumbas con su piedra en la entrada. Ante la orden de quitar la losa, Marta interviene de nuevo: «¡Ya tiene que heder, Señor, que lleva cuatro días!». La inconsistencia humana es el salario que todos pagamos a nuestra li143

mitación. Aquella mujer, que sin duda era sincera cuando decía que estaba «convencida de que Jesús era el mesías, el hijo de Dios}}, ante la idea de un cadáver en putrefacción, no puede disimular su inconsistencia, su falta de firmeza. Jesús, empero, no se impacienta. Sabe mucho de la fragilidad de sus seguidores. Sabe que «enseña con autoridad»; pero sabe también que sus enseñanzas son difíciles de asimilar para aquellas mentalidades. Y él los comprende. «¿No te he dicho que si crees vas a ver el esplendor de Dios?». Su corazón y sus labios musitan la oración de agradecimiento al Padre, y «con voz potente exclamó: "Lázaro, sal fuera"». «El difunto salió liado pies y manos en vendajes y su semblante envuelto en una sabanilla». El texto es impresionante, porque esta «voz potente», que con su fuerza demuestra el poder que Jesús tiene sobre la muerte, es la misma que exclama con «voz potente» también: «Padre, en tus manos confío mi espíritu}} (Le 23,46). No es la voz del vencido, sino la del vencedor. Jesús venció la muerte, porque venció el pecado. Esta misma victoria espera a los que creen en él. . El proceso de Jesús, que le llevó a la muerte, zanjó para siempre todas las ambigüedades con las que en torno a su misión y a su persona se había especulado. La vida, la salvación que él vino a traer «no puede confundirse con la instauración de ninguna maravillosa lucidez de la ley, ni se centra en el ejercicio del poder, ni se reduce a la inspiración de paciencia y buenos sentimientos. Las múltiples interpretaciones que había suscitado antes de la pascua tienen así su término. Jesús no pone fin a la edad antigua del poder del mal, sino que crea una comunidad de conversión y de fe, donde él está por el Espíritu y por la fuerza de su resurrección>}.

2.

Qué es la muerte

Entonces, ¿qué es la muerte? Más que definirla, habría que describirla si contásemos con todos los datos. Y, aún más que describirla, debemos meditar sobre ella en profundidad, en cuanto corte y tránsito. Pero no como finalidad de algo tan entrañablemente estimado y querido como la vida. Se la debe conside144

rar como fin de esta vida nuestra temporal y, por naturaleza, caduca, porque el mundo no puede producir nada que sea eterno. En el tiempo y en el espacio vivimos la vida biológica, no con sentido de que acabe todo con ella, sino con sentido de que será transformada en vida íntima, personal, si bien espiritualizada; pero para siempre y por siempre humana. Dado que el hombre es el único que no acaba. Cuando Miguel de Unamuno dice que «para cada uno de nosotros la muerte es el fin del mundo», afirma una verdad teológica, porque al entrar en la eternidad las categorías de tiempo y de espacio desaparecen, para dar paso a la verdad, a la bondad, a la íusticia, a la belleza, a los valores absolutos. Es decir, para dar paso al reino de Dios en toda su plenitud. Este paso lo da el hombre a través de la muerte. Sobre la muerte los médicos tienen mucho que decirnos, pero no podrán decirnos todo. Al doctor Raymond A. Moody, de un modo especial, tenemos mucho que agradecerle. El habla de «oíeadas al otro lado» que echaron sus pacientes, y ello supone experiencias valiosísimas para conocer el hecho de la muerte, aunque no pretende preíuzgar el problema de la vida eterna que a nosotros como creyentes nos importa. Se habla de la muerte clínica, de la muerte biológica, de la muerte real, de la muerte aparente; pero sobre cómo y cuándo se determinan la real y biológica, todavía no se ha dicho la última palabra. Un hombre que se dice clínicamente muerto, de hecho puede continuar viviendo. Si continúa viviendo, es que la muerte total no llega de golpe, sino que sigue un proceso durante el cual las funciones vitales de los distintos órganos y teíidos se van extinguiendo en tiempos distintos. Cuando todos los órganos pierden irreversiblemente su respectiva función, sobreviene la muerte biológica. Pero ¿cuándo sobreviene ésta? Hasta no hace mucho se decía que en el momento que cesaban los signos vitales, «sobre todo el latido del corazón y la actividad respiratoria». Ultimamente esta situación resulta demasiado imprecisa. A pesar de que la ciencia médica progresa y mira hacia métodos más exactos, no ha progresado tanto que haya dicho algo definitivo. Se afirma que cuando la gráfica del cerebro es completamente plana, porque el encefalógrafo se íuzgó mucho más pre145

ciso que el diagnóstico de paro cardíaco, pero resulta que ni esto. La infrarrefrigeración, o sobredosis de medicamentos sedantes, demostró que personas declaradas muertas por el encefalógrafo volvieron a vivir. Por consiguiente, aunque la muerte se defina como «la pérdida irreversible de las funciones vitales», no se puede afirmar el «hic et nunc» de esa pérdida. Es Moody quien dice: «Se comprende que, después de esta definición, ni uno solo de mis casos entra en cuestión, pues en todos ellos ha tenido lugar la reanimación». Por eso, las experiencias de una inminencia de la muerte, serán, acaso, experiencias del morir, pero «no son experiencias de la muerte». Tampoco se dice gran cosa definiéndola «como separación del alma y el cuerpo». El hombre, muriendo, se constituye definitivamente en persona libre, porque a partir de ese instante nada le distrae de la realización del proyecto de amor que es. Pero en el tiempo y en la eternidad será siempre persona humana. ¿Cómo podrá ser persona humana un alma sin cuerpo o un cuerpo sin alma? «El espíritu está siempre encarnado; el cuerpo está siempre espiritualizado» 5. Por lo mismo dice muy poco quien afirma que es la separación del alma y el cuerpo. Ello restringe al hombre a una dimensión biológica, siendo así que este hecho le afecta en su totalidad. ¿ü es que el hombre no es más que biología? «Queda patente, por consiguiente, una deficiencia antropológica muy grande, porque la muerte afecta a todo el hombre», dirá L. Boff. Cuerpo y alma pueden y deben distinguirse; con todo, no son susceptibles de separación. Cuando llega el momento de la muerte, muere todo el hombre aunque, como se ha dicho, no acaba todo para él sino que todo se transforma. De ahí que la muerte sea «el corte entre el modo de ser temporal y el modo de ser eterno en el que el hombre penetra». No existen almas desencarnadas ni tampoco cuerpos desespiritualizados. Al morir el hombre, la corporeidad limitada del alma restringida al cuerpo adquiere otro tipo de corporeidad ilimitado, pudiendo por ello relacionarse «con la totalidad del cosmos, de los espacios y de los tiempos». Como en distintos lugares de este libro se habla del con5

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L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980,41.

cepto del hombre familiar a la Biblia, así como del cuerpo, no sería aconsejable repetir aquí lo que en otros sitios se dice. Nos hemos acostumbrado en exceso a hablar y a reflexionar sobre los novísimos en categorías de tiempo y de espacio y este hábito dificulta ver la justeza y exactitud del nuevo lenguaje. La resurrección universal de la carne es una verdad de nuestro credo. Pero la fidelidad a este dogma no impide afirmar que para cada uno se verifica en el instante de la muerte individual.

2.1.

Qué es el hombre

Ello, empero, no es obstáculo para que aquí se reflexione, por exigencias del tema, aunque sea repitiéndome, en torno al concepto de hombre. La filosofía de Aristóteles, cristianizada por los escolásticos, presenta al hombre como un compuesto de alma y cuerpo. Sin embargo, la Biblia entiende al h'Ombre como una unidad integral, en la que el cuerpo es todo el hombre, en cuanto es limitado por las estrecheces de su situación terrena. El alma, a su vez, es también el hombre todo, en la medida en que posee una dimensión que se proyecta hacia lo infinito, que tiene una capacidad de amar y de esperar ilimitada. Es, por consiguiente, «una unidad difícil y tensa de estas dos polaridades» . Cuerpo es todo el hombre. Pero el hombre es más que cuerpo, porque puede relacionarse más allá de éste. Y puede relacionarse más allá de su cuerpo precisamente por su principio informador, que es el alma. Cuerpo vivo es un momento de su esencia y también de su existencia. Momento que pasa. Lo que no pasa es ni su esencia ni su existencia, sino que se transforma, aunque sin dejar de ser esencia y existencia humanas. Dios lo ha creado así y quiere que le sirva de este modo en el tiempo y en la eternidad. Es esencial al hombre relacionarse con el mundo, darse de alguna manera a los que le rodean. Esta horizontalidad la conservará, no sólo en el tiempo, sino también en el más allá. Ahí está el dogma de la comunión de los santos, que viene a ser 6

L. BOFF, O.c., 39.

147

como el principio de solidaridad elevado al orden sobrenatural. El cuerpo-hombre pide y el alma-hombre intercede. Esta tendencia a darse, aquí abajo tropieza con las dificultades del egoísmo. Es que en el hombre terreno, al altruismo, a la benevolencia le juegan la partida el amor propio, el individualismo, que, desgraciadamente, ganan muchas veces. Con todo, a pesar de este condicionamiento que le impone el plomo que lleva debajo del ala, el hombre continúa siendo la floración del mundo. Nunca podrá negar sus raíces terrenas. Al hombre se debe que el mundo llegue a su meta. Por lo tanto, al hombre-espíritu le pertenece esencialmente la vinculación con el mundo. Aunque el día de su muerte tenga que abandonar este trozo de mundo que es su cuerpo, ni aun así se desarraiga de la madre tierra. Recordemos por lo demás, que la verdad de la resurrección universal no es ajena a esta vinculación, puesto que con el hombre será transformado el universo-mundo. Así es como la reflexión y el sentimiento le llevan, de la mano de la revelación, al amplio y soleado mundo de la esperanza teologal.

2.2.

La muerte de Jesús

Todo hombre que viene a este mundo tiene que morir, porque «está establecido que todos mueran una vez». La muerte humana tiene un paradigma: la muerte de Jesús de Nazaret. El enfoque cristiano de la muerte da sentido a la vida. Lo que quiere decir que es válido. Tanto el mundo judío como muchos conscientes pensadores paganos esperaban cierta clase de salvación. El mundo estaba desencajado, las cosas no marchaban bien, los hombres eran manipulados por el hombre, el inocente sufría, el impío prosperaba. El judío con la reflexión y la revelación, y el pagano con el raciocinio natural, veían la necesidad de un ajuste de cuentas, esperaban una solución salvadora. En este clima de expectación se proclamó una palabra: «Israelitas, escuchad: Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con prodigios, portentos y milagros ... A éste vosotros lo entregasteis, y a manos de unos sin ley, lo matasteis, crucificándolo». Pues bien, «a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado, por un plan y previo conocimiento 148

de Dios bien definidos, Dios lo resucitó, soltando las ataduras de la muerte, como que no era posible que él fuera detenido por ella» (He 2,22-24). Muchos judíos, en efecto, y con ellos algunos gentiles, habían depositado en aquel joven profeta una serie de esperanzas, que iban desde los que veían en él a un seductor hasta los que le consideraban respaldado por el poder de Dios. La exégesis más reciente y exigente no deja lugar a dudas de que «la crisis que condujo a la prisión y a la ejecución de Jesús ponía en duda, objetiva y realmente, toda su actuación». Todas esas esperanzas, cualquiera que sea su matiz, se derrumban en el instante que lo ven expirar en lo alto de la cruz. Los mismos evangelistas dejan entrever esta desesperanza. Los dos discípulos que iban de Jerusalén «a un castillo llamado Emaús», el mismo día de la resurrección, son lo suficientemente explícitos como para que se pueda pensar otra cosa: «Nosotros, en cambio, teníamos la esperanza de que éste era el que iba a rescatar a Israel. No sólo ello, sino qye a todo esto corre ya el tercer día desde que esto sucedió... » (Le 24,21). Tuvo que llegar la pascua, el anuncio pascual, para que esas esperanzas renaciesen. Pero renacieron en una dirección y con un sentido ignorado por los judíos. Su religiosidad, que medida con los baremos de la ley se discutía agriamente, quedaba totalmente respaldada por Dios. Se le había acusado de «blasfemo», se le llamó «comilón», se dijo de él que estaba «endemoniado». No hay duda de que Jesús fue «un hombre que mantuvo constantemente una relación tan íntima con Dios que en ocasiones llegaba hasta lo asombroso». «En efecto, los cuatro evangelios nos muestran a Jesús, no sólo dirigiéndose a Dios y hablando con él con inusitada frecuencia, sino que sobre todo sabemos que los distintos estratos de la tradición evangélica concuerdan en que Jesús se dirigía a Dios llamándole "Padre mío"» 7. Y le llama Padre, no como nos enseñó a nosotros que lo invoquemos, sino como que él es su palabra, es su Hijo por naturaleza. Pues bien, todas esas opiniones, todos esos infundios que sobre Jesús circularon durante su vida mortal, fueron zanjados por el acontecimiento pascual. Con él quedaron sin fundamento las ambigüedades que sostenían los judíos acerca del 7

J. M.

DEL CASTILLO, O.C.,

36.

149

sentido de la salvación que esperaban. Fueron zanjados y perdieron toda base, porque Dios se ha hecho su garante al resucitarlo de entre los muertos. «No era posible que él fuera detenido por la muerte», dado que Jesús había predicado e invitado a la conversión y ofrecido la salvación. El, que era la salvación, no podía quedar en poder de la muerte. No obstante, la salvación que él ofrece, la salvación que está en él, no es la que esperaban los judíos. La suya no se funda ni en la ley, ni en el poder, ni en la fuerza. Jesús, con su triunfo sobre la muerte y, por tanto, sobre el pecado, asegura que en su nombre todos pueden salvarse. Lo que no asegura es que, creyendo en él, termine la era del poder, de la fuerza, del mal. Del anuncio pascual surge «una comunidad de conversión y de fe en la que él está presente por el Espíritu y por la fuerza de su resurrección». Aparentemente, el mundo continúa su curso, los hombres siguen escribiendo a su aire la historia. Pero la palabra de salvación, «Jesús es el Señor», resuena incesantemente en ese mundo pragmático y profano. Esa comunidad de conversión y de fe es su fermento, anuncia la cercanía de Dios. Para llegar a esta clarificación fue preciso que Jesús pasase por la muerte, fue necesario que verificase ese corte entre el tiempo y la eternidad. «Sólo el afrontamiento de la muerte permitió disipar las ambigüedades con que la situación histórica tenía todas las palabras y acciones de Jesús». A partir de la pascua, las comunidades cristianas, de donde nacen los evangelios, vieron con claridad que Jesús era, efectivamente, el Señor, era la salvación. Lo vieron porque en él se verificó el acontecimiento que esperaban para el fin de los tiempos. El acontecimiento de la resurrección, acontecimiento escatológico, se verifica en el tiempo.

2.3.

Nuestra muerte

A la luz del acontecimiento pascual vieron las primeras comunidades cristianas la verdad y la salvación en Jesús, toda la verdad que su mensaje entrañaba. A esa misma luz vieron, a su vez, su propia muerte puesto que Jesús había dicho: «Quien cree en mí no morirá». 150

Entonces comprendieron que el momento de la muerte resultaba ser el día de su verdadero nacimiento. Por eso pudo decir san Pablo: «No os entristezcáis como los hombres sin esperanza». Razón tiene para ello. Porque, «he aquí que Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, así por un hombre la resurrección de los muertos. Y como todos mueren en Adán, así todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,20-22). Dios, por medio de san Pablo, habla a todos los hombres. La palabra de Dios secunda perfectamente esa sed de vida verdadera que siente el hombre con vehemencia. Esas ansias de vivir que atormentaba a Miguel de Unamuno: «Libertad, Señor, libertad. Que viva en ti y no en cabezas que se reducirán a polvo» 8. Esas ansias de vida se colman, por una divina paradoja, con la muerte. Porque, en el pensamiento cristiano, la resurrección «no es la vuelta a la vida de un cadáver, sino la realización exhaustiva de las capacidades pel hombre cuerpoalma» 9. Pero esta realización de todas nuestras capacidades presupone la muerte. Es preciso morir para resucitar, así como es necesario que el grano muera, se descomponga en la tierra, para que nazca la planta, para que afloren todas las posibilidades de la semilla. Así como con la muerte de Jesús se disiparon todas las ambigüedades, se redujeron todas las opiniones que en torno a él se habían forjado, del mismo modo con nuestra muerte se disiparán todas las dudas y se potenciarán todas nuestras esperanzas. Con la resurrección «todo se volverá inmediato al hombre: el amor florece en persona, la ciencia se convierte en visión, el conocimiento se transforma en sensación, la inteligencia se hace audición. Desaparecen las barreras del espacio: la persona humana existirá inmediatamente allí donde esté su amor, su deseo, su felicidad. En Cristo resucitado todo se ha vuelto inmediato y todas las barreras terrenas desaparecen. El penetró en la infinitud de la vida, del espacio, del tiempo, de la fuerza y de la luz». En efecto, el hombre vivirá en plenitud, porque al morir vive plenamente en Dios. La muerte se convierte de este modo 8 M. DE UNAMUNO. O.C., L. BOFF, O.C., 43.

97.

9

151

en «el día de nuestro verdadero naCimiento». ¿Por qué, entonces, ese pavor, esa congoja ante la realidad de la muerte? La respuesta es muy sencilla. Precisamente por eso despierta en el hombre resistencias en contra de su asimilación concreta. Tú la conoces, y porque la conoces la dejo flotando de momento. El niño nace cuando abandona el claustro materno. Al cabo de nueve meses, aquel espacio resulta muy reducido para él. Empieza a sentirse sofocado, porque se le agotan las posibilidades de vida en el seno de su madre. La crisis es violenta porque le aprietan por todas partes. Hasta que, al fin, aparece, sale a la luz. Mal sabe el recién nacido que le esperan nuevos horizontes, que sus posibilidades de relación van a ser mucho mayores en su nueva situación recientemente estrenada. Incluso, de ser consciente, sentiría las congojas propias de quien entra en un mundo extraño y misterioso. Al morir, el hombre pasa por una crisis semejante. Se siente más débil, su respiración se hace fatigosa, siente que le empujan a pesar suyo hacia la otra orilla, experimenta la sensación de que le alejan violentamente de todo lo que ama, de todo lo que le rodea. El misterioso mundo del más allá le asusta. Aunque ese mundo sea más amplio, mucho más vasto y sus posibilidades de relación mucho mayores, la idea de lo desconocido le pone en angustiosa expectación. El cuadro no es imaginario. Responde a una constante experimental. No obstante, quien por su profesión es frecuentemente testigo de estos últimos momentos, sabe que no siempre es el miedo lo que se refleja en las horas postreras precursoras de la muerte. Tenía veintinueve años. Su postración física era aplastante, puesto que, amén de su larga y penosa enfermedad, sarcoma múltiple, llevaba más de veinte días chupando sólo un poco de agua que absorbía al mojarle los labios con un algodón empapado. Un día me llama para que le escriba una carta de despedida a sus padres. El dicta y yo escribo. Luego, con pulso firme, la firma. Mostraba más seguridad la firma que la carta. Por último, le pregunto: «¿Cómo te encuentras?». «¡Ya ves! Pero no sé por qué temer tanto a la muerte ... ¡Dios es Padre!». Le apliqué el algodón mojado, que él chupó con ansie152

dad, y me despedí pensando, meditando ... ¡Dios es Padre! Esta es la respuesta que dejo pendiente. Si la muerte significa un perfeccionamiento antropológico, en la medida en que sitúa al hombre en las dimensiones de toda la realidad, decir que es su «vere dies natalis» no es un eufemismo: es una de nuestras grandes y consoladoras verdades, es una realidad optimista y cargada de sentido. 2.4.

La resurrección de Jesús

Es una de las verdades más consoladoras de nuestro credo, porque tiene su consistencia, tiene su fundamento en la resurrección de Cristo. La resurrección de Jesús de Nazaret responde en plenitud a todas nuestras esperanzas. Se comprende que los apóstoles, ante su muerte, humanamente desastrosa, sufriesen aquel choque anonadador. Se comprende que con su muerte muriesen todas sus esperanzas. Habían visto en él al profeta de los ú1timos tiempos que había venido para restaurar definitivamente el reino de Dios. Eso suponía que no pensaban ni en otro hombre ni en otros tiempos. Muriendo el hombre de sus esperanzas moría su esperanza y se apagaba su fe. . Pero así como esto se comprende con facilidad, así también hemos de comprender la fuerza de su fe y la firmeza de su esperanza ante el anuncio de la resurrección. Cuando se convencieron de que el Maestro había resucitado, aquellos hombres se transformaron. No sólo surgió con fuerza arrolladora su esperanza, sino que desde la consideración de la bondad, sabiduría y justicia de Dios, nueva y trascendente, pasaron a verlas como algo que podía manifestarse en la rutina de la vida cotidiana. Desde entonces, como muy bien nos muestran los Hechos de los Apóstoles, aquellos hombres, cobardes y pusilánimes, encogidos y con miedo a los judíos, se convierten en fuertes y abnegados predicadores de la buena nueva. No hablarán de Jesús de Nazaret a quien sus oyentes conocían muy bien, sino del «Señor», resucitado «por la bondad, la sabiduría y la justicia de Dios», a quien los judíos desconocían. Dios había dado la razón a aquel que durante su vida mortal había dicho: «¿Tampoco habéis leído en la ley que los sá153

bados los sacerdotes en el templo violan el sábado y son inculpables? Y os aseguro que aquí está alguien mayor que el templo» (Mt 12,5). Había dado la razón a Jesús que no dudó en echarles en cara a los fariseos y a los rabinos que las ofrendas que se hacían en el templo eran hipocresía y desobediencia a Dios: «Repudiáis lo que es precepto de Dios y os aferráis a la tradición de los hombres. ¡Qué bonito rehusar lo que es precepto de Dios para guardar la tradición vuestra!» (Mc 7,8-9). Había dado la razón al que dijo: «Ay de vosotros guías ciegos que decís: "Si alguien jurare por el templo, nada es. Si alguien, en cambio, jurare por el oro del templo, queda obligado"» (Mt 23,16). Porque no es lo importante jurar «por el espacio sagrado, sino por aquel que habita en el santuario». Dios había dado la razón a Jesús resucitándolo de entre los muertos, y no a los que se le oponían. Había sancionado su doctrina y descalificado las elucubraciones de los rabinos y de los fariseos. La fe y la esperanza de los apóstoles, desde entonces, fue inquebrantable -y buenas razones tenían para ello--, y ésta fue la que nos transmitieron a nosotros. Habiendo, por tanto, resucitado Cristo, la «abismática congoja de la muerte» se convierte en luz esperanzadora. Bastaría meditar en la muerte a la luz del evangelio para que la vida fuese vida y no muerte. Basta vivir, teniendo como ideal a Cristo, para no tropezar siempre con el «yo» que el mundo estimula y nosotros mismos nos forjamos. El hombre aspira a la inmortalidad, busca con ahínco la felicidad. Si quiere ser coherente consigo mismo, tiene un camino: ser fiel a la misión que Dios, Creador y Padre, le ha encomendado. Porque la felicidad depende de la fidelidad.

2.5.

La muerte es un misterio

Cristo es paradigma y garantía. Es paradigma porque a Jesús no se le admira, ama e imita como si fuese algo lejano, algo que está fuera de nosotros. Le hablamos, le amamos, tratamos de imitarle como algo presente, como a alguien que está entre nosotros. Cuando le recordamos en la liturgia, está él mismo en medio de la asamblea. Cuando dos o tres se reúnen en su nom154

bre, él está en medio de ellos. Reconocemos y confesamos que vive en el sentido más pleno de la palabra. Por eso esperamos y creemos que la vida es mucho más fuerte que la muerte. «En cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios ha declarado al decir "Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob"? No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,31-32). Es que Cristo está ligado a los hombres misteriosamente, sí, pero en realidad; como que es el manantial que enriquece su vida. Si Dios consideró que valía la pena empeñarse con los hombres, que cada uno tiene su personalidad; si cree que vale la pena compartir su historia trabando amistad con ellos, ¿podrá permitir que se hundan en la nada? Si no tenemos imaginación suficiente, una vez admitida la revelación, para reflexionar y concluir que Dios puede testimoniamos tanta bondad, tendremos que aceptar el reproche del Maestro divino: «Estáis en un error, ppr desconocer las Sagradas Escrituras y el poder de Dios» 10. Imaginación, sí; voluntad para aceptarlo con alegría y gratitud, a Dios gracias, también; ahora que razón, inteligencia para comprenderlo como se puede comprender la demostración de una tesis es cosa muy distinta. Porque la muerte, en la concepción cristiana de la vida, es y continuará siendo un misterio. Entra en el secreto del sumario que Dios reserva a cada uno para el día de la cuenta. Si muriésemos solos, como nadie podría darle sentido, la muerte sería absurda, sería «un azar en el seno de nuestros proyectos y nada más que un azar». Si muriésemos ante los demás, también lo sería, porque dispondrían de algo que no conocen más que externamente. Lo que equivale a decir que dispondrían de una vida muerta. Pero no morimos solos, solos ante los demás: morimos ante Dios y para Dios. Y porque morimos ante Dios y para Dios, somos de Dios. Así razona, poco más o menos, nuestro gran profesor de ética J. L. L. Aranguren. De ahí que, por un instinto natural, se rechace la absurdidad de la muerte, su arbitrariedad; se rechace que sea nada más que «azar». Por un instinto natural, se rechaza que la 10

Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1969, 450.

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muerte «represente una total desposesión». Que «el otro desposee al apóstol de la paz del sentido de sus mismos esfuerzos y, por tanto, de su ser, encargándose, pese a sí mismo y a su propio surgimiento, de transformar en fracaso o en éxito, en locura o en genial intuición, la empresa misma por la cual la persona se hacía anunciar y que ella era en su ser». Se rechaza porque está en contra de las más íntimas convicciones del hombre y en los antípodas de la concepción cristiana de la vida. Jesús de Nazaret predicó la conversión y la fe. Los «otros» no le desposeyeron, no pudieron, a pesar de todos sus esfuerzos, desposeerle de la fuerza de su mensaje. Su mensaje ha sido enviado al mundo. Los que lo captan y aceptan con limpieza de corazón, disipan todas sus dudas y potencian todas sus esperanzas. Por consiguiente, mi muerte, la muerte de mi hermano, tiene sentido. Si tiene sentido, también tiene sentido que oremos, que pidamos, que ofrezcamos sacrificios y oraciones por los que nos precedieron en el camino de la vida. Tiene sentido la oración por los difuntos, por ({los muertos que murieron en el Señor»; porque ellos entraron ya en los dominios de la eternidad, y la eternidad no se mide con categorías de tiempo ni de espacio. ({Allá» todo es presente. Tiene sentido, aunque todo ello sea misterioso. Es un misterio la transformación: ({La vida se cambia; no se quita, no se aniquila». No obstante, hay unas pistas que la razón capta y son muy significativas. La sabiduría y la bondad divinas siempre dejan alguna huella, siempre alumbran alguna luz para que «su sombra predilecta» no se desoriente, si quiere con sencillez y candor alumbrarse con esa luz y fijarse en esas huellas. Empleo intencionalmente ({sencillez y candor», términos que reflejan ({la infancia espiritual». Porque el pecado del hombre es el orgullo, y el orgullo masculino sobre todo mira con prevención la sencillez y el candor. No es ello signo de mayor inteligencia, sino señal de haber sufrido un envilecimiento funesto en la escala de los valores morales. Afortunadamente, Cristo ha resucitado y, por su resurrección, esas huellas, esa luz, unidas a la fe, hacen que no estemos ya envueltos en el pecado. Por tanto, el orgullo puede y debe ser vencido. No estamos envueltos en nuestros pecados, sino que estamos inundados de luz y de vida, dado que Cristo vino ({para que tuviésemos vida y la tuviésemos abundante». 156

Esta vida que Cristo nos trajo será abundante en función de nuestra fidelidad y de nuestra lealtad a la fe. La fidelidad supone el cumplimiento del deber hasta la muerte. Como ésta no sabemos dónde, ni cómo, ni cuándo va a llegar, la lealtad a la fe exige que no se arríe nunca la bandera del deber. Sabemos que tenemos que morir. Sabemos que, con la muerte, se produce nuestra exaltación porque con ella y en ella se verifica nuestra plena realización. Cristo, a diferencia nuestra, sabía cuándo había de morir; sabía, a su vez, que con su muerte sería exaltado. El evangelio une su exaltación con su muerte. Al unirlas no hace otra cosa que sintetizar la naturaleza de su misión. Su misión es salvar a la humanidad. Esta, «previamente al cumplimiento de la obra de Jesús, se concibe como indigna». No merecedora de la benevolencia divina. «La salvación que se nos da en Cristo puede resumirse en tres enunciados: se inmoló por nosotros, pagó por nuestros pecados, nos mereció la felicidad eterna. La piedad tradicional ha venido comprendiendo, a través de estos enunciados, lo que nos tiene que significar la muerte de Crist!>>>. Al cargar Jesús con nuestros pecados y expiarlos con su voluntaria inmolación, es evidente que ni la ley ni las obras personales desvinculadas de sus méritos nos purifican, nos salvan. La muerte siempre ha sido la piedra de toque decisiva para aceptar o rechazar el mensaje de salvación cristiano. El hombre, como en distintos sitios de este libro se dice, adopta ante esta verdad distintas actitudes. Durante su vida terrena se siente tremendamente condicionado por su orgullo y su egoísmo. Según influyan en él, así reacciona. En el momento de la muerte optará por la salvación o por la condenación, iluminado por la luz de la fe y libre de aquellos condicionamientos. Porque Dios quiere positivamente que todos los hombres se salven. En el momento de la muerte se verá libre de esas tres concupiscencias que, fatalmente, le limitan durante la vida, y por ello es por lo que empieza a ser plenamente libre. La libertad de pecar no es verdadera libertad. Y no es verdadera libertad porque peca condicionado por su orgullo. Jesús de Nazaret fue un hombre verdaderamente libre porque jamás se sometió al pecado. Como hombre, era limitado y, por tanto, metafísicamente no se puede negar su posibilidad de hacerlo. Nada se opone a esta libertad metafísica, porque «si las ac157

ciones del hombre son fenómenos causalmente determinados, su esencia, el esse, no se rige por la causalidad; es libre» 11. El conjunto de acciones que el hombre realiza en el espacio y en el tiempo se puede decir que son de carácter empírico; «en cambio, la realidad profunda que hay debajo de ese carácter empírico, a eso podríamos darle el nombre de carácter inteligible y atribuirle la libertad». La esencia del hombre es la libertad. Es lo específico y distintivo suyo. De ahí que digan los escolásticos: «operari sequitur esse». Por eso, la vida biológica, la vida que se integra por esas «acciones causalmente determinadas», no es lo más importante en el hombre, sino su personalidad, su intimidad, ese «quid» inaprensible en el «más acá». Esa personalidad, esa intimidad, ese «quid» es lo que se plasma en la opción definitiva y en ella queda por toda una eternidad representada. De esa actitud dimana un calor, una luz que continúa actuando en los demás, en aquellos que lo conocieron y trataron durante la vida, aunque él se haya ausentado, haya dejado de ser visible. Esta actuación es mucho más personal de lo que frecuentemente nos imaginamos, y es una de esas huellas, es esa luz a la que arriba se hizo referencia. Esa huella y esa luz se ve de un modo señero en Jesús de Nazaret. Se ve, asimismo, en su grado y medida, en todos aquellos que hicieron algo en favor de los demás. Lo conocí muy de cerca. Era un gran amigo y un excelente sacerdote portugués. Su no larga vida, porque murió a los cincuenta años no muy corridos, en accidente de coche, la consumió en procurar el mayor bien espiritual y material de sus feligreses. Uno de éstos fue objeto preferente de sus desvelos y atenciones. Sin embargo, no consiguió en vida que entrase una vez en la Iglesia. Mas he aquí que el día en que acompañaba la parroquia en pleno en su último viaje a don Agustín Rodríguez, que así se llamaba mi amigo, aquel hombre, contumaz y resistente, entró en la Iglesia y oró a su modo por él. ¿Simple simpatía humana? ¿Exigencias sociales? No sería yo quien lo negase en redondo. Con todo, la simpatía ata, arrastra en vida. Las exigencias sociales no son tan fuertes 11 M. GARclA MORENTE, La filosofía de Kant, Espasa-Calpe, Madrid 19822 ,306.

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como para romper hábitos fuertemente arraigados. Para mí fue la luz, la huella de bondad y de desinteresado bien hacer de aquel sacerdote abnegado y sufrido. «jEra todo un señor! jEra un sacerdote ejemplar!», comentó el feligrés, entre emocionado y reflexivo. Una vez más se cumplía el sentido profundo de la expresión de Bernanos: «¡Todo es gracia!». Se podrá insistir: «Por muy personal que sea esa influencia, no es el hombre quien pervive. Es, a lo más, el efecto de su vida mortal, el efecto de sus acciones». Sí, pero las decisiones, las acciones, la opción tomada una vez y sostenida a lo largo del acontecer diario, es lo que va labrando, formando y perfeccionando la personalidad, la intimidad del hombre. Si Jesús de Nazaret no hubiese actuado como actuó, incluso muchas veces enfrentándose con el modo legal, como actuaban los representantes oficiales de la ley, si no hubiese actuado siempre en conformidad con la voluntad del Padre, en primer lugar no sería él y entonces su exaltación no hubiese sido tan unánime entre sus primeros discípulos, yo su mensaje de salvación no hubiese sido aceptado por m~llones y millones de largas generaciones, a través del tiempo y del espacio. Y Jesús es el paradigma y la garantía de nuestra fe y de nuestra esperanza. Es el paradigma de nuestra muerte precisamente porque lo debe ser de nuestra vida 12.

12 X. LÉON-DuFOUR, en su libro Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982, expone el sentido de la muerte desde el pensamiento cristiano, que siempre, pero sobre todo en la actualidad, debiéramos leer los creyentes para familiarizarnos con esta realidad en la que algún día seremos actores.

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7. El juicio particular: ¿sentencia divina o autojuicio?

Moría en Francia el príncipe Gastón de ürleans. En su alcoba estaban dos sacerdotes, el padre DomouchyIl y el padre De Rancé. De Rancé era joven y andaba demasiado olvidado de la perfección de su estado, a pesar de los ~ntinuos latigazos de su conciencia. Domouchyll, que conocía su vida y sabía mucho de sus inquietudes, lo agarró de un brazo y, acercándolo al lecho mortuorio, donde acababa de expirar el príncipe, le dijo: «Señor De Rancé, ahí tenéis al hombre a quien tanto admirabais, caliente, pero sin vida. Murió, no acabó; porque aquí a nuestro lado se ha levantado el trono de la divina Justicia y aquí ha dado cuenta de su administración. Acaba de darse para él sentencia de salvación o de condenación, de cielo o de infierno. Retiraos y meditad». El joven sacerdote, hondamente impresionado, se retiró, oró, lloró. Y aquel hombre, vanidoso y despreocupado, llegó a ser el reformador de la Trapa. La anécdota tiene todas las características de la religiosidad de su tiempo. Habrá que prescindir de muchos de sus elementos, pero sirve perfectamente para centrar el tema. Por la fe conoce el hombre su destino. Sabe que la opción definitiva depende de su decisión, ayudado por la gracia. Sabe que, si durante su vida las diversas opciones parciales las había tomado libremente, estaba condicionado por una serie de factores que mediatizaban su libertad. En la última y definitiva sabe también que no será así, puesto que en ese instante caerán todas las máscaras. 161

1.

El juicio particular

Este es el instante del juicio particular. Durante la vida terrena hablamos muchas veces de Dios y para hablar de Dios nos es necesaria la fe, que ilumina y ayuda a la razón. Para hablar de los misterios que están por encima de la razón, tenemos, asimismo, necesidad de esa luz y de esa ayuda. El juicio es un misterio de fe. Sería mucho más fácil reflexionar sobre el juicio universal, porque sobre él la revelación es lo suficientemente explícita como para que los creyentes abriguen dudas y formulen reparos. Pero también será mucho más práctico y provechoso centrar nuestra reflexión en torno al pórtico de ese gran acontecimiento que esperamos para el fin de los tiempos, porque la suma y el ensamblamiento de esas particulares opciones han de formar el conjunto del edificio. Parusía y juicio escatológico en la Sagrada Escritura «aparecen siempre unidos», dado que unidos aparecen ya desde las primeras manifestaciones de fe de la primitiva comunidad cristiana. «Lo que la comunidad cristiana aguarda cuando recita el maranatha (ven, Señor) del culto eucarístico, ha acontecido ya en la persona de ese Jesús a quien se invoca. O mejor: se aguarda algo (y a alguien) del futuro, porque se cree algo (y a alguien) del pasado y se experimenta su cercanía vitalizadora en el presente», dice Ruiz de la Peña. Sabido es que los primeros cristianos vivían bajo el influjo de la inminente «parusía del Señor». Aquellas palabras misteriosas de Jesús, que llegaron a ser «la cruz de los exegetas», resonaban en su mente y en su corazón con ecos escatológicos, con ecos de fin del mundo: «No pasará esta generación sin que esto ocurra». Habrá que prescindir de una interpretación literalista e ir al fondo de su sentido, acogiéndonos a la que Leonardo Boff nos ofrece, para conciliar el texto con la realidad. Pero no será lo mismo cuando se desea hacer luz en esta unión estrecha entre «parusía y juicio escatológico». «La razón de esta unidad aparece clara cuando se advierte que en el vocabulario bíblico el término "juicio" reviste dos significados, uno de los cuales se identifica prácticamente con la "parusía". "Juicio" es un acto de soberanía, una manifesta162

ción de poder; pero es también crisis, decisión sobre el destino personal». Este doble significado da la clave para nuestra exposición. Los escritores sagrados nos ofrecen testimonios de fe, pero por medio del lenguaje que entienden y hablan los hombres. Por eso, partiendo de esos testimonios, en los que se afirma nuestra fe, se escudriña en los textos para descubrir el valor semántico de sus términos. Nos apoyamos en la autoridad de Dios, manifestada a través del lenguaje de los hombres. Estos escritores eran judíos, y para la mentalidad judía, «fe y creer desborda el propio ámbito gnóstico o intelectual que la palabra tiene en el mundo grecolatino, y se interna en una situación existencial que se define por la idea de "apoyarse" en la fortaleza de otro para realizar la propia vida» l. En el juicio, esta realización es, para el creyente, cierta. El sabe que no es preciso esperar al juicio universal para que esa realización se logre, porque «no existe tiempo intermedio incierto entre la muerte y la parusía». Precisamente porque esto está definido y, por otra parte, el juido, en cuanto decisión, discriminación, crisis, es el único acto que realiza plenamente libre el hombre. En él se consuma la maduración de su personalidad. Por lo demás, «es algo inmanente a su historia personal y no algo sobreañadido a ella desde el exterior». De ahí que al hablar del juicio particular podamos pensar en un autojuicio, en una decisión que el hombre toma, ajustándose a los criterios divinos y no a los criterios humanos, que pudieran falsearlo por influencia de mil factores extraños al propio querer. Según esto, ¿qué dificultad habría para admitir que en los textos revelados que se refieren al juicio universal está implícito el juicio particular? Si la fe tiene ese sentido de apoyo para realizar la propia vida y la vida se realiza con decisiones y tomas de conciencia, el juicio es la mejor expresión de esta realización. Así pues, el juicio particular no será tanto una sentencia divina que constituye al hombre en salvado o condenado, cuanto un reconocimiento, una decisión del mismo hombre, por el que se juzga culpable o inocente, por el que se juzga justamente 1

J. M.

GONZÁLEZ RUIZ.

Epístola a los Gálatas, Marova, Madrid 1971,

285.

163

sancionado o graciosamente recompensado. Mientras que el juicio universal sería la ratificación que Dios hace de ese conjunto de declaraciones y reconocimientos, plena y libremente hechos en el momento de la muerte por cada individuo en particular. Esto es, Dios constata la inocencia o la culpabilidad, no la constituye.

2.

Criterios de decisión: fe y amor

Tal decisión la toma el hombre ahora, en el momento mismo de pasar del tiempo a la eternidad. Es una decisión a la que no puede dar largas, como quizá le vino dando a través de su vida terrena. Los atractivos que hasta entonces lo distraían del amor, ya no tienen fuerza, ya no le distraen. La incertidumbre, el interrogante estará en las actitudes que durante la vida biológica fue madurando. Ante él !>e presentan con toda su luz la racionalidad de la fe y, por lo mismo, la incoherencia de la incredulidad. «Porque no envió Dios a su Hijo para poner pleito al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Quien cree en él no es citado a juicio; quien no cree en él ya está sentenciado, porque no ha creído en el hijo único de Dios. Y la decisión es tal porque la luz vino al mundo y, no obstante, los hombres a la luz prefirieron la oscuridad, porque sus acciones eran malas. Pues todo el que hace bajezas detesta la luz, y no se llega a la luz por miedo que sus acciones salgan al claro. En cambio, el que procede con lealtad se llega a la luz, de modo que viene a ser manifiesto que sus acciones están elaboradas en Dios» (Jn 3,1721). El hombre no hará otra cosa más que reconocer la justicia de esa sentencia que, por lo demás, él mismo se recabó. He aquí uno de los criterios que orientarán el juicio: la fe. Sin embargo, como la fe tiene ese «sentido de situación existencial que se define por la idea de "apoyarse" en la autoridad de Dios» y ese apoyo comporta la voluntad de realizar la propia vida, las obras del hombre cuentan en ese momento; porque nada se realiza sin acción, sin trabajo. Sus opciones parciales tendrán una relación muy estrecha con la opción final, no «en términos de oposición, sino en términos de culminación y plenitud» 2. 2

164

L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 56,

De ahí que el otro criterio sea el que señala san Mateo: se juzgará por el amor o desamor. «Cuando viniere, en cambio, el Hijo del hombre en su manifestación gloriosa y todos los ángeles en su compañía, entonces se asentará en su trono de magnificencia. Y serán convocadas ante él todas las gentes, y apartará a unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras. Y colocará las ovejas a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino... Porque pasé hambre y me disteis de comer, fui forastero y me recogisteis... "» (Mt 25,31-40). Son dos criterios, el de la fe que señala san Juan y el de las obras de misericordia que describe san Mateo. Dos criterios que difieren en su aspecto formal, si bien esta diferencia «es más aparente que real». Porque la dialéctica de la salvación por la fe para san Pablo y, por tanto, para la teología católica parte del «midrash» sobre Abrahán, padre de los creyentes, en el que ve realizada esta fe (apoyarse) en las personas divinas de salvación. I Abrahán solo no podía realizar el proyecto de Dios, porque tanto él como su mujer Sara estaban sexualmente muertos. El plan de Dios era hacerlo, constituirlo padre de muchos pueblos. Pero el anciano patriarca cree, se apoya en la palabra de Dios y el plan se cumple. San Pablo pasa de Abrahán al hombre en general, dado que «eso de la fe abonada no fue escrito sólo por él, Abrahán, sino también por nosotros, a quienes debe ser abonada, a los que creemos en el que resucitó de entre los muertos a Jesús señor nuestro, que fue entregado por nuestros traspiés y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,16-25). La justificación es un don gratuito de Dios. Se le da al hombre en virtud de los méritos de Jesucristo. Pero una vez que el hombre lo recibe y acepta, ese hombre que estaba muerto, que no podía justificarse por sí mismo, pasa a una nueva vida. En esta nueva vida puede realizar, y realiza, las obras correspondientes a ella. Y de esas obras es responsable. Abrahán estaba muerto en el sentido de que no podía tener descendencia. Mas una vez que creyó y se apoyó en la palabra de Dios, recuperó la fuerza biológica y con ella la responsabilidad de padre de su hijo Isaac, mediante el cual la promesa se cumplió. A semejanza suya, el hombre redimido por Cristo recibe la 165

nueva vida y con esa nueva vida adquiere una nueva responsabilidad también. Porque «la fe que Dios exige en el hombre para comunicarle la gracia se convierte en fe viva desde el momento en que ha recibido esta gracia divina. Ahora bien, la gracia debe ser actuada por la caridad». Puesto que «en Cristo Jesús ni circuncisión ni prepucio pueden nada, sino la fe activada por el amor» (Gál 5,6). La fe activada por el amor se traduce en obras, porque el amor es operativo. Entonces la fe que se apoya en Dios y en su enviado Jesucristo y las obras que realiza el hombre, por amor de Cristo, con sus hermanos, son los criterios con que se mide la justeza del juicio. Dos criterios que se funden en uno: creer en Jesús y aceptarlo como modelo y medida.

3.

La revelación y el juicio particular

Al hombre de hoy no le interesan escenas mitológicas, géneros literarios, presupuestos culturales fenecidos, imágenes de ambientes pasados. Está familiarizado con conceptos nuevos y, si se deja fascinar por lo oculto y por lo misterioso en la vida cotidiana, en materia religiosa es exigente y su hipersensibilidad desconfía de todo lo que no aparezca ataviado con el atuendo de la racionalidad.

3.1.

La Sagrada Escritura

Para hablar del juicio necesariamente hay que acudir a la fe, hay que apoyarse en la revelación. Pero la revelación sobre el juicio particular no pronuncia una palabra definitiva. Habla, sí, con precisión del juicio universal. No obstante, da base suficientemente firme para reflexionar en profundidad sobre él. De lo dicho bien podemos formular esta conclusión: el juicio particular es la constitución del estatuto jurídico del hombre inocente o culpable, que él mismo ante Dios se impone, mientras que el universal viene a ser la constatación pública de ese estatuto, dado que en él late el particular. Nada decide expresamente la Biblia ni tampoco las defini166

ciones eclesiásticas por lo que al juicio particular se refiere. Y mucho menos garantizan, con el sello de su autoridad, esas escenificaciones mitológicas de lecturas piadosas, esos cuadros dramáticos descritos por los predicadores populares, ni esa iconografía de siglos pasados. De ellas se puede decir, con respeto, que fueron recursos apropiados a su tiempo, en los que el magisterio no entró ni la Sagrada Escritura interviene. No obstante, que el hombre sea recompensado y juzgado por Dios según sus obras y que cada uno tiene que rendir cuentas de su administración a Dios, son verdades familiares a todo el que lee el texto revelado con atención. Tanto es así que en la carta a los Hebreos se dice que es de «necesidad de medio~~ creer en Dios y en su remuneración: «Sin fe es imposible ser de agrado. En efecto, quien se presenta ante Dios es fuerza que crea en él, que existe y que sale pagador de quienes lo buscan» (Heb 11,6). «El que se presenta a él es porque cree que existe, de lo contrario no se ~resenta. Y se presentJi para rendirle culto y pedirle perdón» . Sería absurdo que se presentase voluntariamente ante quien no cree que existe. No obstante, creyentes e incrédulos habrán de comparecer ante Dios, puesto que su existencia no depende de que el hombre crea o deje de creer. Pero que el juicio personal sea inmediatamente después de la muerte, «no ha sido definido nunca por la Iglesia ni consta expresamente en la Sagrada Escritura». Los textos, como hemos dicho, se refieren al juicio universal. 3.2.

La tradición

Así como la Sagrada Escritura no habla ex profeso de aquel juicio, tampoco los Padres de los cuatro primeros siglos del cristianismo se manifestaron con claridad sobre el tema. Se presentan dudosos y perplejos. Entonces, la doctrina de la transmigración de las almas y el milenarismo, la convicción de que el fin del mundo sería en el año mil influían en esas dudas, fomentaban esas perplejidades. Es a partir de san Agustín, en el siglo IV, cuando se enseña y predica comúnmente esta realidad teológica. Así es como 3

M. MIGUENS. Amor y libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971, 697, 6.

167

santo Tomás, unos nueve siglos después, dejó escrito: «Hay también otro juicio de Dios, en el que después de la muerte se dará a cada uno la merecida sanción... , pues no es de suponer que la separación (salvación o condenación) ocurra sin juicio, o que este juicio no se extienda al poder de soberanía de Cristo».

3.3.

El magisterio de la Iglesia

La Iglesia incorpora con san Agustín a la predicación ordinaria la doctrina sobre el juicio particular; pero no la define solemnemente, a pesar de que en el Vaticano I fue propuesta para su redacción final. Las definiciones eclesiásticas sólo dicen que el estado definitivo del hombre ocurrirá inmediatamente después de la muerte, pretendiendo con ello salir al paso del error que sostiene que el destino del hombre es incierto hasta el día del juicio universal. «Según la concepción tradicional, en la tesis de la sanción inmediata está incluida la realidad del juicio particular anterior a la sanción», dice Schmaus. Por consiguiente, si la realidad sobre la que venimos reflexionando no es de fe formalmente definida, es próxima a la fe. Y ello es suficiente para adherirse a ella con filial lealtad. Y esta adhesión es razonable, así como lo contrario sería incoherencia.

4.

Qué no es el juicio particular

Qué es y en qué consiste el juicio particular, de momento al menos, queda indicado y esto lo debemos aceptar sin reservas mentales. De todos modos, esta adhesión no impide desglosar una serie de adherencias y de símbolos que oscurecen el misterio y lo convierten en algo no del todo fiable. Ese autojuicio, como con preferencia se llama hoy, no puede ni debe presentarse envuelto en fórmulas jurídicas, en las que se encuentran todos los elementos de un juicio humano. Una interpretación excesivamente jurídica no goza de simpatías. Otra, exageradamente simbólica, no se ajustaría a la doctrina católica. 168

De ahí que haya que tomar otro camino, partiendo, desde luego, de que el juicio particular es un misterio. Es un misterio, porque en él es Dios mismo quien sale al encuentro del hombre, más para iluminarlo que para decidir su suerte. El juicio entra en el misterio de Dios. Podemos y debemos meditar en este encuentro y, para hacernos una idea de él, es lícito aclararlo con analogías sacadas del encuentro del reo con su juez y sus acusadores. Pero estas analogías han de matizarse con profunda humildad, puesto que los procedimientos de Dios no son como los procedimientos de los hombres. Podemos y debemos meditar, porque continúa siendo de actualidad aquello de «acuérdate de tus postrimerías y no pecarás». El hombre en el momento de la muerte decide definitivamente su suerte eterna. Su destino eterno depende de una formulación tan radical que exige la eternidad. Si no entrase en juego la eternidad, su decisión continuaría condicionada por esas coordenadas antropológicas a las ~ue hemos hecho referencia hablando de la escatología y, por tanto, cabría la posibilidad de que fuese rectificable. Todo juicio humano es rectificable, porque no siempre se formula con criterios de estricta justicia, no siempre están al alcance del juez todos los atenuantes ni todos los agravantes que influyen en el reo, dado que las influencias internas y externas condicionan su acción. En el juicio particular está el reo ante Dios y su conciencia, que penetra hasta lo más profundo de su inconsciente, iluminada por la fe y templada por el amor. No vale, pues, una equiparación indiscriminada. Todo ser humano tiene una última oportunidad de ser totalmente libre y ser plenamente él: la muerte. En el momento de la muerte es él mismo, sin ambigüedades e indecisiones, sin sombras ni prejuicios; porque él es el único que muere, pero no acaba. Hasta el momento de la muerte vive un clima de incertidumbres, de dudas, de temores; porque en él coexisten el bien y el mal. Vive condicionado por la herencia, la familia, por el contorno social, por la educación, por los fracasos, por los éxitos. Si todo este entramado influye en su conducta, esa oportunidad de ser él en la decisión: eternidad feliz o eternidad desgraciada, plenitud o frustración, es una exigencia que se des-

169

prende del concepto de bondad y de justicia, de amor y de poder en Dios, Padre de todos los hombres. Los criterios, por lo mismo, que presiden el juicio no podrán ser criterios humanos, sino divinos. Estaría fuera de razón, e incluso sería contrario a ella, juzgar problemas del más allá con criterios del más acá. Pensar, sin embargo, que el destino eterno depende sólo de este momento, de ese instante inmedible para el cronómetro más exacto, es lo mismo que imaginarse que a unos se les empuja al cielo y a otros al infierno 4. Porque en realidad lo decidirían circunstancias espaciales y temporales, circunstancias sociales y humanas, circunstancias terrenas y verificables por la razón y los sentidos. El haber nacido en el seno de la Iglesia, el haber recibido una educación cristiana simplemente, no puede ser un salvoconducto para la eternidad feliz. Al contrario, la circunstancia de nacer y vivir en ambiente pagano e incrédulo, no es decisivo para que la frustración eterna sea la conclusión de su vida. Precisamente porque son la fe y el amor su medida. De ser así, el problema más trascendental que al hombre se le plantea quedaría a merced de la casualidad, de la suerte. La suerte y el azar son demasiado caprichosos en este mundo tangible para que Dios deje a ellos la decisión. La justicia divina no se puede medir con el baremo de la justicia humana. Dios no prepara emboscadas al hombre. Emboscada sería la muerte provocada por un rayo en pleno campo, el homicidio perpetrado alevosamente por el terrorista, la muerte repentina por un colapso cardíaco. Es un dogma de nuestro credo que Dios da a todos la oportunidad de salvarse. Es una verdad revelada, por otra parte, que Dios quiere que todos los hombres se salven. De esta voluntad salvífica no se excluye a nadie, desde el más empedernido criminal hasta el feto a quien se le privó antes de nacer del derecho a la vida. Las oportunidades se repiten de mil formas y de mil maneras en el decurso de la vida presente, porque la gracia de Dios actúa misteriosamente. Por mil circunstancias se malogran. La última puede malograrse, pero no será nunca por falta de luz ni por estar condicionado el individuo, porque en 4

170

L. BOFF, O.c., 50.

ese momento es él mismo, liberado de cualquier otro condicionamiento. Es él, sin «circunstancia». Por último, el juicio «no es un balance matemático sobre la vida pasada, en el que aparezcan ante Dios el saldo y la deuda, el pasivo y el activo, sino que adquiere la dimensión propia de una última y plena determinación del hombre ante Dios, con la posibilidad de una conversión para el pecador». Por eso, «siendo así, tendremos también que afirmar que el momento de la muerte está íntimamente ligado con el pasado del hombre» 5. Por consiguiente, la razón de haber señalado como uno de los criterios del juicio el amor, la caridad practicada con el prójimo, disipa toda duda de que esta exposición tienda a simplificar, mejor, a disminuir la gravedad, la importancia de esta postrimería decisiva para la suerte futura del individuo. Porque el juicio es y será siempre «la floración de lo que el hombre sembró y permitió que creciera durante su vida». «La muerte temporal no es mi muerte; a lo sumo" ésta podría ser consecuencia de aquélla». Porque creemos «que todo en nosotros sobrevive a la muerte corporal; o si se prefiere, que todo renace en condiciones distintas» 6.

5.

Presentación actualizada

La eternidad feliz o desgraciada no depende sólo de ese momento que llamamos fin de la vida biológica, entendido como término del estatuto actual del hombre; sino que depende, sí, de ese momento, pero aceptado como «acontecimiento personal del desenvolvimiento completo de aquello que hacia lo que el hombre se abrió en la vida e intentó realizar». Concebida como <
6

M. GIRONELLA,

Cien españoles y Dios, Nauta, Barce-

171

«Al morir, en el momento de pasar del tiempo a la eternidad, el hombre es colocado ante una decisión, que en griego se dice "krisis" (crisis), juicio, ruptura». Ruptura, separación de todo lo que tenía, de todo lo que amaba, de todo lo que buscaba aquí y ahora. Esta decisión radical y definitiva es lo que Schmaus llama «coronación de todos los juicios que sobre sí mismo hizo el hombre durante toda su vida terrena». Por muy desgraciado que el hombre haya sido, siempre habrá tenido algún juicio, alguna intervención, algún acto en el que se reflejase la bondad, la justicia, el amor de Dios. Racionalmente, esto sería la clave para entender esa luz, ese calor de caridad que le ilumina sobreabundantemente en ese momento supremo. Dios en ese momento se olvida de lo malo que haya hecho. Le da su luz y su gracia y espera su decisión: «Has hecho muchas cosas malas. Bien. Yo lo he olvidado todo. Ven a mí. Lo que has hecho, hecho está. No tiene importancia. Ven solamente a mí. Te acepto. Tal como eres. En tu indigencia. ¿Acaso no es ésta la verdadera grandeza de Dios? ¿No es un testimonio de lo que nos dice la Sagrada Escritura cuando afirma que Dios es mayor que nuestro corazón?» 7. Mientras dura la vida, el hombre se orienta por el imperativo de su propia conciencia, por esa voz interior que manda imperiosamente y prohíbe con el mismo imperio. Por esa voz que no es otra que la voz de Dios dentro de uno mismo. Pero la conciencia puede estar deformada por los condicionamientos a que está sometida. Si es consciente de esa deformación, esa misma voz le exigirá que rectifique. Si es inconsciente, en ese momento supremo, se le descubrirá su deformación. ¿Lo querrán reconocer todos humildemente? ... Si actúa en mala conciencia, no realiza el mal tan perfectamente. Queda siempre un resquicio por donde entre la luz. «Nunca el mal se realiza tan a perfección como cuando se realiza en buena conciencia». Y los que lo hacen en buena conciencia, en el momento de la muerte verán, sin dificultad, su equivocación; porque es el momento en el que todas las caretas caen.

7

169.

172

L. BOROS, Encontrar a Dios en el hombre, Sígueme, Salamanca 1973,

5.1.

Con la muerte cesa la influencia de todo condicionamiento humano

En el momento de la muerte el hombre entra en su cnsls decisiva, y entra solo con su intimidad, con su personalidad libre de toda influencia extraña. El hombre exterior se desploma, se desmorona para que surja el interior, ese que fue madurando a través de los años; y si no ha tenido tiempo de llegar a la edad madura, se sentirá maduro, se levantará a fin de colocarse en la situación de quien acaba de adquirir la plenitud de todas sus facultades. En un instante se contempla a sí mismo, ve lo que es y se da cuenta de lo que debiera haber sido. Y al contemplarse tal y como es, se juzga y asume la situación que le corresponde con plena conciencia de su responsabilidad. En ese momento supremo es también la voz de su conciencia quien formula el juicio. Sintiéndose plenamente libre, no justificará lo injustificable, no aceptará como bueno lo que es malo, no llamará justo a lo injusto, rebo a lo torcido, verdadero a lo falso. Aceptará libremente su situación, la asumirá con todo conocimiento, porque la mide con baremos de amor y de fe. Ante sí verá la verdad, la justicia, la bondad y la libertad personificadas en Cristo Jesús. Cristo será, pues, medida y modelo. En ese modelo divino advertirá el gesto amoroso y salvador de Dios. Como entiende la muerte como «el acontecimiento personal del desenvolvimiento de aquello hacia lo que se abrió en vida, los juicios que durante ella haya hecho sobre la verdad, la bondad, la justicia, el amor y la libertad influirán en su decisión. Tienen que influir, porque los hábitos mentales y morales son actitudes voluntariamente adquiridas y asumidas que no se desarraigan en un dos por tres sin dejar huella. Son estos valores que el hombre estima y ama, aunque no siempre los respete y defienda lealmente. En ese instante, los verá personificados en Cristo, en quien están perfectamente encarnados. No los verá sólo como valores absolutos y abstractos. La experiencia dice que todo esto cuenta en la vida concreta. Experiencia que recoge no sólo la teología, sino que lo confirma la psicología. Asistí en una ocasión, en sus últimos momentos, a un buen 173

hombre. Le hice las reflexiones que Dios me dio a entender en aquellas circunstancias y lo invité a rezar conmigo el acto de contrición. Escuchó con atención y aceptó rezar, más con desánimo que con interés. Me despedí, quedando en volver por la tarde. No era necesario, porque unas horas después me llamaron para decirme que había fallecido. Fui, sin embargo, para darle el pésame a la familia y recitar alguna oración ante el cadáver. Aquel hombre era bueno, pero su vida había discurrido olvidado de sus deberes religiosos. Me hizo pensar lo que una de sus hijas me dijo: «jCon qué ansias, al poco de marchar usted, me rogaba que le ayudase a invocar el nombre del Señor y de su santísima Madre!». Sin duda que aquel hombre, que no era por cierto ignorante, vio inminente el misterio de Dios, intuyó la proximidad de su gesto amoroso y salvador. Ya no era el remiso de cuando yo estuve con él. Se empezaba a ver liberado de sus condicionamientos y entraba libre en su «crisis» definitiva, de la que dependía su éxito o su frustración eternos. Esa crisis en unos se presentará de una forma y en otros de otra, mas a ninguno le faltará, por voluntad de Dios, esa oportunidad, Dios, que es sobre todo Padre, no tiende asechanzas a sus hijos. «No se puede hacer ninguna dramatización del infierno, porque en el fondo no existe ningún "lugar" que sea el infierno. Todo vive en el cielo, porque Dios ha creado el mundo para el cielo. Pero este cielo se experimenta con el sentimiento interior. Quien se ha hecho pobre puede experimentar su belleza. Quien sigue siendo rico, sin embargo, ha de contentarse con su propia riqueza. Irá al cielo quien haya podido sufrirlo, es decir, quien haya dado cada vez más por el amor y, consiguientemente, quien pueda recibir más... Quien no tiene valor para amar no puede ir al cielo» 8.

5.2. Ayuda para que esos condicionamientos cesen No es fácil desarraigar los hábitos morales. Pero al menos el sacerdote que asiste al enfermo debe intentar, con su labor pastoral, contribuir a su neutralización. Que reciban los úl8

174

L.

BOROS,

Somos futuro, Sígueme, Salamanca 1973, 167.

timos sacramentos con lucidez es la aspiración cumbre del sacerdote. Aquello de que los sacramentos dan y significan la gracia, de que la atrición unida a la absolución perdonan los pecados, pesa decididamente en la pastoral «pro graviter infirmis». Desde siempre guardé dudas sobre este celo. No sobre que reciban los sacramentos, no sobre que la atrición unida a la absolución perdone los pecados, sino sobre el modo y las circunstancias en que muchas veces se administran. ¿Qué le puede decir la confesión a un hombre que vivió toda su vida de espaldas a ella en esos momentos en que se está jugando lo que más estima, lo que más quiere? Acaso le recuerde la necesidad de una firma para ser recibido en audiencia, y poco más. En muchas ocasiones será solaz y satisfacción para los vivos, mas no solución y absolución para los gravemente enfermos. El éxito final no depende tanto de que se confiese y comulgue, cuanto de que se acerque a Dios con confianza y con amor. El juicio no se soluciona favorabIehtente sólo porque se hayan recibido los últimos sacramentos, sino porque, con sentido superior, confiese y crea en Dios como remunerador y en su enviado Jesucristo como redentor, modelo y medida de la propia vida; que reconozca humildemente su dependencia de aquel ante quien muy pronto va a comparecer; que ame a Cristo, su salvador, llorando sus faltas de amor para con sus hermanos los hombres y se apoye en él con confianza. La confesión será el resultado de esta disposición interior, y a crear esa disposición ha de orientarse toda la labor pastoral que tan generosamente se despliega. El caso que cuenta 10seph Malegue en su libro Agustín o el Maestro está ahí, reproducido en este libro, es la confirmación de esta postura. Cuando su amigo y sacerdote Largilier había creado este clima en Agustín Meridier, entonces es cuando le dice: «Confiésate». Por lo demás, es el pan de cada día. Hace ya muchos años. Yo, como soy hijo de mi tiempo, me proyecto según los cá· nones que asimilé. Regresaba a casa cuando un joven se me acercó pidiéndome que fuese a atender a su padre político, que estaba gravemente enfermo. Durante el camino me enteré de su situación religiosa. No me sería fácil entrar en su terreno y llevarlo al mío a las primeras de cambio. Traté de poner en práctica lo que dice san Ignacio, «entrar 175

con la suya para salir con la de Dios». Una vez que llegué, hablé con el enfermo largo y tendido de todo, menos de la confesión. Traté de desdramatizar el momento, y cuando el tiempo se agotaba y a mí me pareció que no le caería demasiado extraño, le insinué la posibilidad de confesarse una vez que estaba allí; el tiempo estaba desapacible y el acceso a su casa no era fácil. No me olvidaré. Su gesto fue, no de rechazo, pero suficientemente elocuente como para que no advirtiese que me había equivocado. Aceptó, sencillamente, por cortesía. Si las cosas son como son y hay que cogerlas como vienen, hubiese sido mucho más discreto no pisar el acelerador. «No por mucho madrugar amanece más temprano», dice la sabiduría popular. La confesión, en cuanto parte del sacramento de la penitencia, en aquellas o semejantes circunstancias, no constituye el éxito ni lo prepara, teológicamente pensando, para esa crisis en que inexorablemente el hombre va a entrar. De todos modos, aunque esta impresión me parece objetiva, ella no comporta al convicción de que todo depende del hacer humano. La opción definitiva no se juega entonces ni se juega nunca en el marco de esta vida. Tampoco es el sacerdote quien la decide, a pesar de todo su poder como «administrador de los misterios de Dios» «in iis quae sunt ad Deum». Es la gracia divina, es el espíritu de Dios que inspira cuando quiere y como quiere.

5.3.

El juicio empieza en esta vida

Insistir en que el juicio no debe separarse, no debe desvincularse de las opciones que el hombre haga durante su vida, equivale a afirmar que empieza ya en esta vida. Esta vida, de por sí, es bastante complicada y, muchas veces, circunstancias, previstas unas e imprevistas otras, la complican más. A todo esto, el hombre tiene que tomar decisiones. Advierte el compromiso que su situación comporta, porque a su lado, enfrente y detrás hay personas que resultan afectadas. El compromiso le ata y, a la vez, le marca los límites de su actuación. No se siente tan libre como deseara, 176

pero no puede aplazar su resolución. En el mejor de los casos, decide según cree en conciencia tener que decidir. Otras veces no es él el que decide libremente, sino que otros le obligan. Le han descubierto una historia que me quisiera recordar, y se ve obligado a ingeniarse los medios para evitar en lo posible las consecuencias, no sólo personales sino familiares, que de esa historia se derivan. Los medios no están tan al alcance de la mano como creía y entra en una verdadera crisis. ¡Cuántos suicidios encuentran aquí una explicación viable! Cada vez que se debate entre seguir el camino comenzado o abandonarlo, otras tantas se ve constreñido a correr el riesgo del fracaso o a saborear las complacencias del éxito. Pues bien, el juicio es la potenciación, es la culminación de la experiencia que haya podido adquirir durante su vida. No nos es dado juzgar el grado de responsabilidad contraída por esas decisiones parciales, ni en nosotros, ni mucho menos en los demás. Pero la responsabilidad exi¡te, de lo contrario no serían actos humanos y, por tanto, poco o nada contribuirían al desenvolvimiento de la propia personalidad. y esto vale para todos, «aun para el feto más minúsculo que murió» sin haber tomado ninguna decisión. «Nada sabemos acerca de cuál será su decisión; creemos, sin embargo, que será en favor de Dios porque para él nacemos y sólo nos apartamos de él por la culpa propia. Y de esa culpa está personalmente libre el niño inocente. El pecado original que le estigmatiza le será perdonado gracias a la decisión amorosa que haya asumido ante Dios» 9. El pecado original es y continuará siendo un misterio que se procura explicar, pero nunca se comprenderá en esta vida. Tampoco estamos en condiciones de valorar esta actitud generosa de quien acepta la incomprensión y la cruz con dignidad y entereza. Pero sí, siempre podremos renunciar humildemente a juzgar, sobre todo a los demás, y disponernos a apoyarnos confiadamente en Dios 10.

9

L. BOFF, a.c., 55.

Sobre el juicio, el autor de Hablemos de la otra vida tiene ideas y conceptos de actualidad palpitante. Sería muy provechoso que el lector se familiarizase con él leyendo, sobre todo, las págs. 49-57. 10

177

5.4.

«Vigilad y orad»

Por eso, el consejo del Señor tiene plena actualidad: «Velad y rogad para no entrar en tentación» (Mc 14,38). «¡Alerta, pues! Porque no sabéis qué día va a llegar vuestro amo» (Mt 24,42). La confianza se adquiere con el trato y el trato con Dios tiene un nombre: oración. Y para que sea oración tiene que ser humilde, confiada y perseverante. El juicio particular es un acto, es un momento cuya dimensión abarca al hombre total, situándolo ante Dios, cara a cara con Cristo, con la posibilidad de que el que vivió alejado y extraviado vuelva a él. Las probabilidades de volver a Dios serán tanto mayores cuanto más leales, honradas, rectas y sinceras hayan sido sus relaciones durante la vida con la verdad, el bien, la sinceridad, la justicia, el amor. En suma, cuanto más fiel fue a la voz de su conciencia. Si el juicio guarda tan estrecha relación con la vida, las decisiones tomadas durante ella serán ensayos para la decisión final. Como el hombre es un ser libre, en su vida cuentan los actos, pero, más que los actos aislados, cuentan las actitudes. Del hábito se ha dicho que es una segunda naturaleza. La decisión en la hora de la muerte «no eS una decisión inicial, sino final». Las opciones parciales son, por consiguiente, preparación para la definitiva. De ahí que, normalmente, sucederá que el hombre al morir se abra o se cierre hacia lo que activa y generosamente se abrió o se cerró durante su vida. Así es como el evangelio, en sus toques de atención, es siempre actual. Es de actualidad insistir en la vigilancia y en la oración, en negarse a uno mismo por amor a Cristo, en el desprendimiento espiritual, en la limpiez:l de corazón, entendida ésta, sobre todo, como rectitud moral, en aceptar la cruz de cada día con amor y firmeza. Porque «bienaventurados los que tienen alma de pobres», «bienaventurados los limpios de corazón», «si vuestra justicia no fuese mayor que la justicia de los fariseos, no entraréis en el reíno de los cielos», «toma tu cruz y sígueme» ... Así es como los mandatos de la Iglesia miran a la realización en plenitud del hombre: «Procurad una más justa y equitativa distribución de las riquezas», «acercaos con frecuencia al sacramento de la penitencia», «comulgad con amor frecuentemente», «respetad los derechos fundamentales de la persona

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humana», «el amor mutuo, no el odio de clases, es el clima de la verdadera libertad» ... Abrirse a estas llamadas, tener en cuenta estos mandatos hacen de la vida diaria un aprendizaje señero para la opción final. El «talis vita, finis ita» resume sabiamente toda una filosofía y ahorra disquisiciones baratas. Por tanto, el juicio ha de vivirse desde los primeros años conscientes con responsabilidad y amor filial, como asimismo la muerte, cuya corona es. A la luz del sepulcro de Cristo, en este lugar donde Cristo murió y resucitó; aquí a donde acuden tantos peregrinos cada día, en testimonio de fe y demanda de paz, la vida se presenta como triunfo sobre la muerte, la realización plena sobre la frustración eterna. Al calor de Getsemaní, donde los apóstoles dormían y Judas acechaba, donde Jesús oró con plena entrega a la voluntad del Padre, el juicio se vive con amor y se mira con esperanza. Estos dos lugares santos despiertan <1I1 el alma sentimientos de arrepentimiento, ansias de reparación, deseos de reconciliación, propósitos de solidaridad, a la vez que abren las puertas a la esperanza. Porque recuerdan al vivo a Cristo paciente y lo ofrecen al peregrino glorioso y triunfante. A los que no están iluminados por la fe, les infunden respeto, porque, a poco que reflexionen, captan la profunda tragedia humana, que no se comprende si no tiene sentido divino. El misterio del mal en el mundo se ilumina en Getsemaní, porque presenta, a la luz del evangelio, con un realismo impresionante, al inocente entre los inocentes torturado física y moralmente, y lo presenta sufriendo, no sólo injustamente, sino ofreciéndose al sufrimiento. ¿Por qué? ... Jesús es modelo y medida para todos. «Señor, sé para todos resurrección y vida» 11.

11 Los números de «Biblia y Fe» de mayo-agosto de 1975, ilustran abundantemente el tema sobre el que reflexionamos.

179

8.

Cómo hablar del purgatorio hoy

La opción en el momento de la muerte es definitiva, porque no existe tiempo intermedio entre la muerte y la opción. Pero ¿existe estado intermedio? Si no existe, ¿cómo se explica la existencia del purgatorio? Como punto de arranque de estas reflexiones conviene precisar que «la doctrina tradicional sobre el purgatorio se funda en la existencia de un estado intermedfo entre la muerte y la parusía y en la existencia de las almas separadas del cuerpo». Uno de los puntos de fricción entre protestantes y la Iglesia católica es la doctrina sobre el purgatorio. Esta fricción parte de los orígenes de la reforma, tanto que Lutero hace su aparición en público como reformador con sus famosas tesis sobre las indulgencias. Entre estas dos posturas antagónicas, en nuestro tiempo surge una tercera que, profesando fidelidad a la doctrina de la Iglesia, revisa el concepto de purgatorio, tendiendo así un cable de inteligencia a los hermanos separados. Acostumbrados al lenguaje de las indulgencias, a escuchar que es «cosa buena y saludable orar por los difuntos», a oír que el santo sacrificio es el mejor obsequio que podemos hacer a nuestros muertos, a ofrecer novenarios, gregorianas, a celebrar el día de Todos los fieles difuntos con responsos y cantos de arrepentimiento, a que se nos diga que «las pobrecitas almas» gimen en un lugar de tormentos, esta revisión suena a supresión. Por eso, las preguntas surgen y los interrogantes abundan. Si «el encuentro con Dios es nuestro purgatorio», ¿qué pueden aprovechar a los muertos las oraciones y los sacrificios de los vivos? ¿Qué fundamento tiene la doctrina católica sobre el 181

purgatorio? ¿Cómo pueden después de la muerte purificarse los difuntos?

1.

La Sagrada Escritura

La doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio tiene su fundamento en la revelación. Es cierto que si se pretendiese dar una respuesta a esta pregunta con textos definitivos de la Biblia, la respuesta sería muy pobre y poco convincente, porque en la palabra de Dios esos textos no existen. Pero si la respuesta se funda en hechos, pensamientos, conceptos que flotan en la Sagrada Escritura, su color cambia radicalmente. Estos hechos dan pie a la reflexión y con la reflexión se va desarrollando la teología. En el Antiguo Testamento (2 Mac 12,38-46) se cuenta una escena de muy alto sentido a este respecto. Judas Macabeo peleaba las batallas del Señor y puso en fuga a los soldados de Gorgias. Se retiró a la ciudad de Odolán y al día siguiente volvió con sus hombres para recoger los cadáveres de sus soldados, que habían caído luchando por la ley. Mas he aquí que debajo de sus túnicas «hallaron las ofrendas de los ídolos que había en Jamnia, prohibidas por la ley a los judíos». «Todos conocieron claramente que esto había sido la causa de su muerte». «y por eso, poniéndose en oración, rogaron que fuese puesto en olvido el pecado que habían cometido». Judas cuidaba de sus soldados y, porque creía en la resurrección, «hizo una colecta de doce mil dracmas de plata, que envió a Jerusalén para que se ofreciese sacrificio por los pecados de los que habían muerto, pensando con rectitud y piedad de la resurrección». El autor del texto sagrado añade su comentario personal: «Si no esperara que habían de resucitar aquellos que habían muerto, tendría por cosa vana e inútil orar por los muertos... » «Es, pues, santa y saludable la obra de orar por los muertos para que sean libres de sus pecados». El texto aparece claro «a la luz de la doctrina desarrollada del purgatorio». No lo es tanto leyéndolo desde los presupuestos de que partía su autor. «Es muy posible que el sacrificio que ofreció Judas no tuviera otra finalidad que purificar a la comunidad de los vivos, manchada por el crimen de al182

gunos». Es muy posible, porque el valerosísimo Judas exhortaba al pueblo a conservarse sin pecado, «teniendo a la vista lo que había acontecido por los pecados de aquellos que habían sido muertos». Esta posibilidad no se puede descartar. Pero el autor del libro sagrado añade comentarios y pone en boca de Judas sus propias convicciones teológicas. «y la convicción del autor es que la oración y el sacrificio de expiación tienen eficacia para la remisión de los pecados de los difuntos» 1. El gesto del caudillo Macabeo es calificado de «recto y piadoso», porque, aunque el pensamiento dominante es la resurrección, «es cosa santa y saludable orar por los muertos». La posibilidad de esta purificación, en la que cree el autor sagrado, es lo que en realidad constituye la esencia del purgatorio. Si el Antiguo Testamento es tan parco, el Nuevo no lo es menos. El pasaje de san Mateo (18,34): «... Y su señor enfurecido lo entregó a los ministros de tortyra hasta que pagase la deuda entera», no se refiere a la purificación, sino al perdón, a la disponibilidad para perdonar a todos aquellos que nos hayan hecho algún mal. Tampoco san Pablo en 1 Cor 3,10-15. El apóstol se presenta como arquitecto experimentado que echa los cimientos. Otros continuarán su obra. A estos continuadores les advierte que miren bien la clase de materiales que emplean. Porque «cimientos nadie puede echar otros más que los que están puestos, que son Jesucristo». Los cimientos no varían, son siempre los mismos; la roca inconmovible, Cristo. Los elementos pueden ser muy diversos, puesto que son los hombres los constructores. Según sean, así la obra perdurará o se quemará «en el día que venga a descubrirse». «Si la obra de uno se quema, ése la perderá; él, no obstante, se salvará, pero justamente como quien huye de la quema». Como puede advertirse, no es la idea de purificación la dominante, sino el juicio, una vez que san Pablo «sitúa la escena en el eschaton, cuando según la dogmática no habrá ya purga1 «Misión Abierta», en su número de octubre de 1976, dedica a este tema del purgatorio trabajos esclarecedores, que contestan a preguntas y resuelven dudas que flotan en el ambiente.

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torio». No parece, por tanto, «fundado deducir del pasaje una enseñanza sobre el estado de purificación entre la muerte y el juicio final», dice Ruiz de la Peña. Por lo demás, san Pablo, «en vez de purgatorio prefiere hablar de un proceso de crecimiento hacia la perfección, que él mismo persigue corriendo, sin haberlo aún alcanzado».

2.

La tradición

Los fundamentos explícitos, mejor dicho los textos, directamente no se refieren a ese estado intermedio de purificación. Habrá que acudir a la tradición, si bien ésta, cuando empieza, se manifiesta a través de la «oración por los difuntos». La oración por los muertos, ya se ha dicho, es un dato bíblico. El gesto de Judas Macabeo está ahí. San Pablo, en la primera carta a los Corintios (15,29) habla de los que se bautizan por los difuntos: «Si los muertos no resucitan absolutamente. ¿por qué razón en el mundo se bautizan por ellos?». Asimismo, en la segunda carta a Timoteo (1,15-18), pide al Señor que favorezca a la familia de Onesíforo qué le «conceda favor el día aquel», porque no se «avergonzó de sus cadenas». Todo ello parece que ese estado intermedio se supone, pero no lo dice taxativamente. En esta misma línea, a partir del siglo II, existen «inscripciones funerarias, autores y textos litúrgicos que testifican la costumbre de rogar por los difuntos». Así, por ejemplo, hacia los años 180 se lee en uno de los epitafios: «Quien comprenda y esté de acuerdo con estas cosas, ruegue por Abercio». Pocos años después, Tertuliano confirma la costumbre piadosa «de celebrar el aniversario de los difuntos con oblaciones». Quedan anotadas estas citas, porque quizá uno «de los argumentos más fuertes en favor de la purificación después de la muerte» sea la oración y los sacrificios por los difuntos, en cuanto dato bíblico y tradición veneranda y venerable. No obstante, como no se trata de convencer de una piadosa costumbre con citas de autoridad y menos de hacerles decir más de lo que dicen, sino de una verdad que los católicos aceptamos y creemos, es preciso dejar muy claro que esta verdad la aceptamos libre y razonablemente, porque para ello se cuenta con buenas razones. 184

Si se tienen buenas razones, es que los protestantes no están en lo cierto al negar la existencia del purgatorio, sencillamente porque «les parece una negación de la suficiencia de la satisfacción ofrecida por Cristo».

3.

Reflexión teológica fundada en la Sagrada Escritura

La penuria de pruebas bíblicas y la ausencia de testimonios en los dos primeros siglos no es razón suficiente para negar credibilidad a la existencia del purgatorio. La Iglesia nunca se apoyó en textos concretos y definitivos de la Sagrada Escritura para formular su doctrina sobre la purificación después de la muerte. No ha partido de pasajes concretos, sino de principios generales con base en el texto revelado. Reflexionando en torno a ellos concluye y formula su doctrina. A esta doctrina, razonable y razona4a, se adhirió con el correr del tiempo una serie de apéndices que, lejos de enriquecerla, la desvirtuaron. A ello contribuyó una predicación efectista y sentimental que se alió con la propensión a la «vana curiosidad» por lo misterioso. Ante el misterio siempre será¡ más honesto confesar la propia ignorancia que dogmatizar irreflexivamente. «La importancia de la escatología no consiste en informarnos sobre los últimos acontecimientos, sino en impregnar nuestra vida presente de la esperanza cristiana, en poner en tensión nuestra vida hacia el Dios revelado en Cristo, que nos sale al encuentro en sus promesas de futuro». Con todo, aunque no es una ciencia empírica, es profundamente reflexiva, porque no sólo trata de reproducir lo que dice la revelación, sino además de enseñarnos lo que de ella directamente se deriva en orden al conocimiento de estos últimos acontecimientos.

4.

Principios

La reflexión teológica, en concreto sobre el purgatorio, parte de unos principios que tienen su asiento en la revelación 185

y de esa reflexión brota la doctrina definida dogmáticamente por la Iglesia.

4.1.

Responsabilidad humana

Para los protestantes las obras no son necesarias, sino que la suficiencia de la satisfacción de Cristo ofrece todas las garantías. Creer firmemente en esta suficiencia encubre toda posible huella que hayan podido dejar los propios pecados. Reiteradas veces en este libro se hace referencia a la libertad y a la razonabilidad del acto de fe. La libertad comporta responsabilidad. Los hermanos separados sólo «consideran la acción de Dios y olvidan la cooperación del hombre» en .el proceso de la salvación. «Esta es la trágica contradicción del protestantismo -exclama Y. Congar-, piensan que solamente se puede salvaguardar la eficacia soberana de Dios afirmando su exclusividad». «Con Dios no convive nadie que no sea totalmente de Dios». En el proceso de maduración, el hombre tiene responsabilidad. Responsabilidad que jamás podrá eludir, descargándola en Dios o en los demás miembros de la comunidad, porque por algo es libre y señor de sus actos. El se experimenta alienado y dividido en sí mismo y de esta alienación y división se sabe responsable. «Son pocos, relativamente, los que realizan de manera ejemplar una maduración interior y logran las cumbres de la perfección humano-divina» durante su vida. Para el encuentro con Dios necesitan verse libres de toda alienación, necesitan alcanzar la cumbre de su perfeccionamiento. A luz del único modelo, esta necesidad la sienten con urgencia. Se sienten con capacidad de «mirar a Dios cara a cara y entregarse a él en un abrazo eterno», pero al mismo tiempo se saben indignos, porque ven «el ovillo de relaciones que es él mismo, retorcido y confuso» por los propios pecados, infidelidades e impurezas. Entran, pues, en una verdadera crisis, y entran voluntaria y responsablemente. La responsabilidad es, por tanto, el primer principio sobre el que la teología se asienta para formular la doctrina sobre el purgatorio. Y este principio lo deduce razonablemente de la palabra revelada.

186

4.2.

Pureza y santidad

En la Biblia aparece transparente la idea de que nada manchado puede ver a Dios. Moisés habrá de dejar sus sandalias para acercarse a la zarza ardiendo desde donde le habla Yavé. Sólo los sacerdotes pueden tocar el Arca de la Alianza, porque sólo a ellos se les considera limpios y segregados. Sólo ellos pueden entrar en el sancta sanctorum, y si alguno que no está legítimamente llamado osa hacerlo, recibe inmediatamente el aviso del castigo. Jesús, por su parte, proclama «benditos a los limpios de corazón, porque sólo ellos verán a Dios». Limpio quiere decir sin mezcla, sin nada extraño a su propia naturaleza. El corazón, para los semitas, designa el conjunto de todas las facultades del hombre, tanto la razón y la conciencia como las tendencias afectivas y la voluntad. Sin duda que el Maestro divino emplea esta expresión en el sentido en que la entendían sus oyentes. Para el auditorio de Jesús era familiar e) viejo salmo: «¿Quién subirá el monte del Señor, se sentará en su lugar santo? Será el hombre de limpias manos y de puro corazón, el que no lleva su alma al fraude y no jura con mentira». Por consiguiente, la santidad y la pureza será el segundo principio sobre el que se levanta el edificio de la doctrina purificadora.

5.

Documentos eclesiásticos

Apoyada en estos soportes y partiendo de los supuestos de un estado intermedio y de la existencia de las almas separadas, la Iglesia, tanto en el concilio de Lyon, como en el de Florencia, así como sobre todo en el de Trento, formula su doctrina, que puede resumirse en estos cuatro puntos: 1. ° El tiempo de merecer o desmerecer termina con la vida. 2.° Existe una purificación después de la muerte. 3.° Los difuntos que se hallan en estado de purificación pueden ser ayudados por las oraciones y sufragios de los vivos. 4. ° Con el juicio universal terminará el estado de purificación. Todo lo que se aparte de estos extremos «pertenece al 187

campo de las especulaciones teológicas, que han cambiado y pueden cambiar según la mentalidad de la época». La moderación es una de las notas sobresalientes del magisterio, tanto más de ponderar cuanto que estaba candente en Trento, cuando los luteranos negaban abiertamente el purgatorio. Su moderación resplandece a través del texto conciliar: «Existe un purgatorio. Las almas allí detenidas son aliviadas por los sufragios de los fieles y por el santo sacrificio del altar. Por ello el santo concilio prescribe a los obispos que tengan cuidado de que la verdadera doctrina del purgatorio, recibida de los santos padres y de los santos concilios, sea en todas partes celosamente predicada, y que los cristianos sean instruidos acerca de ella, aceptándola y creyéndola... y que prohíban como escandaloso y ofensivo para todos los fieles todo aquello que se refiera a pura curiosidad». La pura curiosidad es un peligro para la misma fe. Por haber dejado suelta la curiosidad, la fe en el purgatorio, en muchos casos, se transformó en burda superstición. Los casos de superstición en esta materia se podrían aducir por docenas. Precisamente, viví bastantes años en una zona rural y pude comprobar cómo aquella··gente sencilla entendía la vida de ultratumba y cómo se comportaba frente al principio de la oración por los muertos.

6.

Orientación teológica actual

Los principios en que se apoya la doctrina sobre el purgatorio continúan en toda su validez. Los presupuestos están en discusión, porque el estado intermedio entre la muerte y la parusía es «un problema no definitivamente resuelto» 2, Yla existencia de las almas separadas del cuerpo, hoy, «desde una concepción más unitaria del hombre», parece difícil que pueda sostenerse. 1. Por eso la nueva orientación teológica empieza por rechazar una serie de imágenes con que se pretendía representar la realidad del purgatorio. En primer lugar, hay que olvidar que el purgatorio es un lugar. En la eternidad los criterios de 2

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L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 66.

tiempo y de espacio no cuentan. No es un lugar, es un estado o proceso de purificación. Los espíritus no tienen partes y, por tanto, no ocupan espacio. El alma es espiritual: ¿dónde y en qué parte del cuerpo está? Lo anima y vivifica, de tal suerte que cuando deja de animarlo y vivificarlo, el cuerpo se convierte en cadáver, muere biológicamente, aunque no acaba. 2. Continúa por no admitir como real, si bien siempre misterioso, que ese lugar sea un infierno temporal, porque «en él no hay fuego ni tormentos, aunque no niega ni rechaza el dolor ni el sufrimiento moral». El purgatorio es crisis. Crisis, originariamente, significa: purificación, limpieza. La purificación espiritual puede ser cosa de un instante. Y esto no significa que se quiera hacer teología de lo instantáneo, de lo repentino. Los hombres tienen necesidad de un lenguaje para expresarse, para hacerse entender. Mientras no cuenten con términos más adecuados, tendrán que valerse de los que tienen. Dios se comunica con el hombre por medio del lenguaje de los hombres. I Al mismo tiempo que expiraba Jesús en lo alto del Calvario, con él morían dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Ambos pagaban «justamente» con el mismo suplicio el precio de sus malas acciones. El que está a su derecha reconoce y confiesa humildemente su culpabilidad, al mismo tiempo que proclama en alta voz la inocencia de Jesús. A través de su inocencia descubre su divinidad, indudablemente iluminado por la gracia. Su inocencia se la da a conocer su comportamiento. Con inmenso amor y el más profundo dolor, implora su ayuda, pide su mediación: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Su oración inmediatamente fue oída: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». Su maduración, su profundo y doloroso proceso para desmadejar el retorcido y confuso ovillo de su vida, se resuelve en aquel mismo instante. Esta no es teología de lo instantáneo, de lo repentino. Es teología revelada. ¿Cómo se entiende? Yo no lo sé. ¿De qué nos vale, para qué sirve? Para que los hombres nos demos cuenta de que «los caminos de Dios no son los caminos nuestros», para pensar y reconocer que del más allá sabemos muy poco o nada. Lo que a los hombres es imposible a Dios le resulta muy fácil. 3. ¿Cuánto puede durar ese proceso? Los creyentes sólo 189

sabemos que terminará como estado en el momento de la parusía. Y la parusía, para cada uno, se verifica en la hora suprema de la muerte. «Toda otra determinación temporal sobre la permanencia o salida del purgatorio son acomodaciones a nuestro lenguaje actual, que no tiene correspondencia en el más allá». 6.1.

Proceso de plena maduración

Si el purgatorio no es un lugar, si tampoco es un infierno temporal y si ignoramos cuánto puede durar, ¿a qué se reduce la doctrina de la Iglesia en esta nueva orientación teológica? «El purgatorio significa la posibilidad graciosa que Dios concede al hombre para poder y deber madurar radicalmente al morir», dice L. Boff. Y al entenderlo así, creo que D. Fernández, que dice que «la teología de lo instantáneo y repentino no nos sirve para nada», no difiere de él al afirmar que «debe entenderse como proceso de maduración y conversión interior a Dios». Pienso que coinciden, 'porque si bien es cierto que «no hacemos teología para bienaventurados, sino para los que peregrinamos por este mundo» y, por tanto, que los hábitos mentales e intelectuales no se cambian repentinamente, sino que suponen un largo y penoso proceso, también es verdad que el hombre, en los umbrales de la eternidad, ve las respuestas a sus eternas preguntas de ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por dónde debo ir? con muchas menos sombras que durante la vida biológica, porque las ve a la luz de Cristo. y al verlas con mucha más claridad, con plena claridad según su capacidad, el proceso a que está sometido desde que nace, lo que pierde en extensión lo gana en intensidad. La escena del buen ladrón da buena cuenta de ello. El purgatorio es «ese proceso, doloroso como todos los procesos de ascensión y educación, por el que el hombre al morir actualiza todas sus posibilidades, se purifica de todas las marcas con las ~ue la alienación pecaminosa ha ido estigmatizando su vida» . Dios se le presenta con toda su grandeza y toda su bondad, así como también el Señor en toda su gloria. 3

190

L. BOFF, O.c., 60.

La crisis en que entra es la mayor y más trascendente de su vida. O se entrega plenamente a él o se fija para siempre en la frustración humana más absoluta. Sabe que es su última oportunidad. Se enfrenta a cara descubierta «con el egoísmo y con las seguridades con que ha ido construyendo su vida». Por eso, «como la prolongación de esa crisis depende de los hábitos mentales y morales que arroparon su vida, el purgatorio será más o menos intenso de acuerdo con cada uno», dice L. Boff. Por consiguiente, hablar de tiempo no es más que una acomodación a nuestro lenguaje, para expresar esas realidades que están más allá del tiempo. La existencia del purgatorio, como estado de purificación, queda a salvo plenamente en la nueva orientación teológica. 6.2.

Oraciones y sacrificios por los difuntos

Se incluyen en ella, en cuanto que «l~s almas allí detenidas son aliviadas por los sufragios de los fieles». No da «oídos a los que las consideran como superstición o como cosa inútil». No le da oídos porque, amén «de ser un dato bíblico y de la tradición», es definida como provechosa por los concilios de Florencia y de Trento. No obstante, es muy consciente de que «se impone una reducción drástica de la imagen» que del purgatorio tiene el pueblo. Esta imagen la fomentan aquellos que defienden que «el fuego del purgatorio es corporal, aunque el dolor causado por él es espiritual», o los que dicen que «hay almas en el purgatorio que padecen una pena de sentido más atroz que la de ciertos condenados padecen en el infierno por uno o dos pecados mortales». Una defensa a ultranza de estos o similares puntos no fundamenta la fe, porque «mezcla disparates teológicos con otros filosóficos, confundiendo las órdenes de tiempo con los de eternidad, como si la eternidad fuese un tipo más perfeccionado, pero de hecho materia espacio-tiempo» 4. La reducción que la nueva orientación hace del concepto popular del purgatorio, no niega la conveniencia de orar por los muertos ni compromete su bondad. Continúa teniendo sen4

L. BOFF, o.c., 62.

191

tido y este sentido se comprende mejor desde esta perspectiva, dado que para Dios todo es presente. El «ve como presente la oración futura y aun pasada» de los vivos. Tiene sentido, no porque nosotros «podamos eximirlos de su proceso de purificación», sino porque «podemos pedir a Dios que acelere el proceso de maduración, que lleve al hombre a dejarse penetrar por la gracia divina hasta el punto de la humanización divinizadora que le corresponde» s. La realidad graciosa de ser purificados en el instante del encuentro con Dios, no es obra exclusivamente del hombre. En primer lugar es debida al amor divino, que se prodiga abundantemente en cada uno, con tal que no quiera obstinadamente permanecer cerrado e insensible a él. En segundo lugar, porque la participación de todos en la santificación de cada uno la está proclamando el dogma de la comunión de los santos. La solidaridad humana es una tendencia natural, que en el orden sobrenatural se transforma en la «comunión de los santos». «Así como el pecado personal se inserta en un mundo de pecado, lo que posibilita la creación de lazos de pecado entre los hombres, de modo semejante, todos los justos participarán en la redención y purificación de cada hombre» 6. Además de tener sentido individual la oración y el sacrificio por los muertos, tiene una dimensión social, quizá de más relieve que la individual. No en vano ha escrito Y. Congar: «Si el dogma del purgatorio tiene sentido, es precisamente un sentido social: es decir, esto implica que las almas no cumplen su destino individualmente, solas, sino ligadas íntimamente a todo el cuerpo de Cristo, ayudadas por los sufragios de los fieles y de los santos». Solidaridad, comunión de los santos y oración en común gritan esta dimensión y la Iglesia prolonga su solicitud maternal más allá de la muerte de sus hijos, porque se sabe unida, formando una unidad, en sus tres etapas: Iglesia peregrinante, Iglesia purgantc e Iglesia triunfante. A la luz de la fe, todos esperamos el triunfo definitivo en Cristo y por Cristo. Como Cristo, al ser exaltado, atraerá todas las cosas a sí, «cielo y tierra están presentes con sus preces para que el hombre que 5 6

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L. BOFF, L. BOFF,

O.C., O.C.,

68-69. 69.

pasa por la crisis definitiva, venza y deje aflorar dentro de sí la eterna primavera y la juventud de Dios». 6.3.

La vida humana puede y debe ser purificadora

La purificación, la plena maduración no es obra exclusivamente del hombre. No, él solo no lo conseguiría. Mas esto no significa que sea pasivo en ella, tanto en cuanto alma espiritual como en cuanto cuerpo material. En el proceso de purificación y conversión es todo el hombre el que tiene que convertirse y purificarse. No tiene sentido teológico hablar de purificación meramente pasiva. «Sufrir una pena para restablecer el orden quebrantado, o sufrir el castigo para volver a Dios la gloria arrebatada», son expresiones intolerables. La reparación no se consigue mediante el dolor y el castigo, sino con la conversión y las obras de amor. No es un orden, sin9 una persona la ofendida y la que reconcilia. «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios», decía san Ireneo. El purgatorio como proceso doloroso no mira sólo a reparar lo pasado, a desmadejar el ovillo enmarañado durante la vida, sino también al futuro. «No se trata tanto de satisfacer por los pecados cometidos, sino de liberarse de las tendencias que no están orientadas totalmente hacia Dios. Se trata de preparar el encuentro con Dios». Este proceso termina con la muerte, a cuyo feliz final contribuyen todos los santos. Al hablar del juicio se insiste en esta idea. Los hombres se van labrando interiormente a base de afirmaciones, de hechos, de actitudes, de relaciones. Siendo una forma abierta, vertical y horizontalmente, cuanto más se abra hacia Dios y hacia sus hermanos los hombres, más se irá vaciando de sus egoísmos, más se irá vaciando de sí mismo y, por tanto, más irá madurando su personalidad. Indudablemente que en este proceso no se adelanta sin esfuerzo ni sacrificios, porque continúa siendo de actualidad: «El reino de los cielos padece violencia y sólo los que se lo hacen lo arrebatan». Esta violencia se traduce en dolores, incomprensiones, frustraciones, dramas en que la vida cotidiana es harto pródiga. El hombre puede y debe convertir todo esto en medios de interio193

rización y purificación. Si lo hace, no cabe duda de que el boceto se irá acercando a la perfecta talla. Las máscaras con que el egoísmo y el individualismo le encubren caen, e impera la autenticidad transparente de la conciencia (L. Boff). No por las incomprensiones, por la desgracia, por las injusticias, por los dramas se convierte uno a Dios, sino que, a pesar de ellos puede y debe centrarse en él. Las crisis, las pruebas por que pasa el hombre en la vida pueden hundirle en la apatía e incluso en la desesperación. Pero también pueden ser para él un desafío, una ocasión. Puede aceptarlas con humildad y amor, a semejanza de su único modelo, Jesús de Nazaret. La capacidad del hombre para resistir es ilimitada. Por eso alguien ha dicho: «Líbrenos Dios de todo aquello que podemos soportar». Siempre, y en medio de todas las oscuridades imaginables, alumbra una luz, se advierte algún resquicio que facilita la aceptación de la prueba. «Dejar que ella actúe como crisol doloroso; permitir que se desmonten todos los orgullosos y vanidades inconfesables del corazón, que a veces con muy bellas palabras y máximas religiosas encubrimos o legitimamos; dejar que se haga el vacío dentro de nosotros, sin tener en cuenta la buena fama, la honra, la impresión que todo ello pueda causar en los demás», no es fácil, pero es factible. Ante un cuadro así todos los resortes psicológicos son necesarios. La gracia tiene que actuar a velas desplegadas, y aunque el hombre no lo advierta, actúa. Si se deja guiar, ese hombre sometido a la violencia de la crisis empezará, en su disponibilidad humilde, a sentirse «más rico y más abierto a la comunicación, a la comprensión y a la vivencia del misterio del ser y de la nada, de la gracia y del pecado, de Dios y de su autocomunicación en Jesucristo» 7. Lo que a su vez supone un ejercicio de purificación profundo y, desde el prisma de la fe, de lo más rentable. Aunque lo que interesa es el sentido trascendente de la vida, por ello digo desde el prisma de la fe, cuadros con estos signos tienen a su vez un alto valor humano. y no se diga que es demasiado angelical o excesivamente exigente, porque es perfectamente normal. Las dificultades, los obstáculos y el sufrimiento a veces inexplicable, ¿no forman parte de la normalidad de la vida? Lo que no resulta tan normal es dejar que actúe el crisol doloroso, permitir que se des7

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L. BOFF.

O.C.,

70.

monten y queden al descubierto nuestro orgullo y nuestro egoísmo personal, vaciarnos de nosotros mismos con signo altruista. De ahí que la purificación depende del comportamiento personal. Es decir, que si la vida ha de ser conscientemente purificadora depende de cada uno. Entonces, cuando pedimos a Dios por nuestros hermanos los hombres que están en estado de purificación -y el deber ser comporta que todos estamos-, debiéramos preferir a toda otra oración la siguiente: «Señor, concede a todos cuantos están muriendo y decidiéndose por ti la gracia de la maduración rápida, humana y divina, para que, una vez purificados, puedan abrirse totalmente a ti» 8.

8 Equipo de especialistas, El purgatorio, misterio profundo, Paulinas, Madrid 1959. Es un libro muy recomendable por estar escrito por un grupo de especialistas.

195

9.

¿Existe el infierno?

El destino en el más allá depende de la opción tomada en el más acá. En el juicio se decide el futuro eterno del hombre. Cuando Israel empieza a romper las fronteras de su particularismo, se pregunta por la suerte de los infieles, en cuanto tienen relación con él. Yavé no podía consentir que se contaminara esperando junto al impío. Por eso da un paso más y descubre en el sheol dos compartimientos~ al más profundo irán los malos y el menos profundo será el sitio a que se acogen los buenos, en espera del retorno a la vida. La reflexión, a través del catalizador de la revelación, va desenvolviéndose hasta llegar a la formulación de la verdad del infierno. Entonces, ya que hemos llegado hasta aquí, el conjunto del libro pide que pensemos juntos en torno a esta realidad, aunque la sensibilidad de nuestros contemporáneos lo rehúya. El hombre de hoy quiere, ante todo, sinceridad, y la sinceridad exige que se diga lo que hay tras la realidad del problema de la eternidad del infierno. No sería de buen gusto que, por no estar de moda, despachásemos verdades tan fundamentales envolviéndolas en el silencio o crucificándolas en cuatro frases ambiguas. Si Sartre, refiriéndose al infierno, se empeña, y por su cuenta, en decir que «el infierno son los otros», no hace más que confirmar su superficialidad en el análisis de lo trascendente. Si al padre del existencialismo no le importa el más allá, «el hombre de todos los tiempos experimenta miedo ante cualquier fenómeno o situación que comporte para él la idea de peligro». No cabe duda de que sólo la posibilidad de frustración eterna es un peligro demasiado serio como para dejarla envuelta en el manto de la ironía o suspendida de unos interrogantes sin respuesta. 197

¿Es serio despachar con aguda frivolidad, sin profundizar, el problema que abarca la historia del hombre desde que apareció en el escenario del mundo? Porque a un puñado de hombres se le antoje que no existe más que lo de acá, ¿desaparece el más allá?

1.

Enseñanzas de la Iglesia.

Estoy de acuerdo en que las enseñanzas de la Iglesia sobre la realidad del infierno son de lo más difícil de encajar para una mentalidad moderna. La sensibilidad humana se rebela contra «el estado de sufrimiento eterno. La eternidad de las penas del infierno ensombrece la bondad de Dios, empaña el sentido de la vida del hombre sobre la tierra, compromete las categorías de justicia y de equidad que ofrece la filosofía». Así es como un compañero mío de infancia me contaba cómo, en una ocasión, expuso ante una reunión de sacerdotes, presididos por su obispo, sus puntos de vista sobre el infierno, concluyendo que no existía. La vida reserva sorpresas, contiene paradojas. A aquel compañero no le cabía en la cabeza la existencia de un estado de sufrimiento eterno. Personalmente estoy convencido de que la existencia del infierno salvaguarda la bondad de Dios, justifica el sentido de la vida humana y deja a buen recaudo los conceptos de justicia y equidad que la sana filosofía presenta. Serían mucho mayores las dificultades para la mente humana, de no existir el infierno, que dar por supuesta su existencia. De ahí que la Iglesia, sin definirse solemnemente tanto como los predicadores pretendían, pero también sin dejarse impresionar por los reparos de esa exacerbada sensibilidad, a la luz de la Sagrada Escritura, presenta con «tal claridad la existencia del infierno para los impíos que ningún cristiano debiera jamás ponerla en duda». Me sorprendió la actitud de mi amigo --que no era un negado intelectualmente-, tanto más cuanto que todos los argumentos que aducía no iban más allá que los apuntados en cualquier manual de teología. No era entonces el momento de dialogar en profundidad sobre el tema. Sólo recuerdo que quedó flotando la observación: «En vez de negar la existencia del in198

fiemo, ¿no te parece que sería más razonable ahondar en el conocimiento y en la reflexión de su contenido dogmático?». La formulación solemne de la Iglesia sobre la existencia del infierno «contribuyó a que, desde la época patrística hasta nuestros días, se hayan planteado numerosos problemas a este respecto, aunque sólo lentamente y a fuerza de reflexión profunda se hayan podido elaborar unas pocas conclusiones, «que la Iglesia presenta a sus fieles como verdades de fe católica». Estas se reducen a que: a) el infierno existe; b) es eterno, y c) la suerte suprema se decide en el mismo instante de la muerte biológica, porque no hay «período intermedio». Todo lo que salga de ahí puede revisarse, porque no todo lo que se ha dicho sobre esta postrimería es serio y asimilable. Con todo, lo poco que ha definido el magisterio es suficiente para que el creyente, e incluso el que no cree, piense en profundidad sobre su actitud frente al plan concreto que sobre él ha trazado la divina providencia.

2.

El infierno existe

El plan de Dios sobre el hombre es un plan de amor, porque Dios quiere que todos los hombres se salven. Con esta convicción puede marchar por la vida lleno de esperanza. Hablar de esperanza es hablar de presente, pero también, y sobre todo, de futuro. Si en el futuro está la muerte, está sobre todo !a vida. El infierno viene presentado como una situación vivida. «Pero al ser vivida más allá de la muerte, deja de regirse por criterios de tiempo y se somete a la ley de la eternidad». El hombre no puede comprender, no puede tener una idea clara de la eternidad; sin embargo, aunque no pueda tener una idea nítida de la eternidad y, por tanto, del infierno, no por eso deja de poder cuestionarlo. Aún más, debe cuestionarlo. Siendo una realidad vivencial, puede desde la perspectiva de la vida reflexionar sobre la no vida, sobre el no amor, sobre el fracaso que supone siempre la frustración personal. Frente al progreso de la técnica y de la ciencia, frente a la máquina, que muchas veces le sustituye, el hombre se siente cada vez más solo, siente necesidad de amor mucho más que antes. Por eso, hoy quizá resulte mucho más fácil reflexionar sobre el infierno 199

si, en efecto, se presenta como una realidad vivencial y no como un lugar donde actúa el fuego y los gusanos se mueven libremente. Cierto que ni hoy ni nunca el hombre tiene certeza absoluta sobre el futuro; pero si la fe que anima al creyente es una fe profunda e integral, el dogma del infierno no desconcierta; porque la fe da confianza, serenidad y optimismo; porque la fe da garantías de que Dios vela por el hombre, de que no lo deja nunca solo. El hombre es libre para optar por Cristo o ponerse contra él. La realidad del infierno está precisamente ahí para que la opción, una vez hecha, no se retracte, a pesar de todas las limitaciones en que pueda verse sumergido durante su vida mortal. Por la fe, Dios se le revela como liberador de las ligaduras con el pasado, para que cada uno se vaya haciendo cada vez más libre hacia el futuro. La fe confirma al hombre que el infierno no fue creado por Dios, sino elaborado por la limitación humana. El, que lo elaboró, puede evitarlo en el tiempo. Desde esta perspectiva, a pesar de que no se haya clarificado suficientemente, la Iglesia, que es la continuadora de la obra salvadora de Cristo a través del tiempo y del espacio, dijo por primera vez, por medio del papa san Dámaso, allá por el siglo V: «Los buenos recibirán la vida eterna como recompensa de sus buenas obras, mientras que los malos sufrirán el castigo del suplicio eterno por sus pecados» (DS 16). A este canon, que se conoce con el nombre de «Fides Damasi», se une, por la misma época, el así llamado «Símbolo Atanasiano», ratificando que «los que hayan hecho el bien, irán a la vida eterna; los que hayan practicado el mal, serán arrojados al fuego eterno. Tal es la fe católica. Quien no la crea fielmente, no podrá salvarse» (DS 40). Con todo, la Iglesia, consciente de la gravedad y dureza de su doctrina, en el sínodo de Constantinopla, en el 534, quiso dilucidar magisterialmente la característica más dura de este suplicio, su eternidad: «Si alguno afirma que el suplicio de los demonios y de los impíos es temporal y finaliza algún día por una reintegración o restitución, que sea anatema» (DS 211). Las palabras del magisterio son sencillas, su sentido gramatical y doctrinal está al alcance de cualquier iniciado en la fe. Parecen como dirigidas a infantes, pobres y pequeños. A ellas es extraña la hinchazón y la aparatosidad del lenguaje de la 200

ciencia del mundo. Acaso esta sencillez aparente estimule el orgullo del mundo actual. Por otra parte, por mucho que la Iglesia defina y por fuertes garantías que tengan sus palabras, para los que no admiten su autoridad ni cuenta su condición de depositaria de la revelación divina, todas las dificultades que existen para admitir la existencia de un suplicio eterno quedan en pie. Sin embargo, si tras esa simplicidad en el lenguaje, si tras esa fórmula sencilla de fe se examina el largo y profundo proceso que le precede, cualquier espíritu, por avisado que sea en el campo de las ciencias de la religión y en el mundo de la psicología, se detiene, se para, expectante y respetuoso. Porque en realidad, ¿la existencia del infierno ensombrece la bondad de Dios?, ¿compromete su justicia y su equidad?, ¿desdibuja el sentido de la vida del hombre en el mundo? Habiendo sido creado libre, por su natural limitación, puede rechazar la fe, puede negarse a ver el amor de Dios en el plan concreto de su salvación, puede renunciar libremente al optimismo, a la esperanza, a la serenidad, al equilibrio. An\e esta posibilidad, la existencia del infierno resulta una exigencia de la limitación del hombre, a quien Dios ha creado perfecto en su categoría de creatura. Su limitación es una necesidad ontológica de su condición. De no ser limitado, sería tanto como Dios. Lo que comportaría una contradicción manifiesta.

3.

Proceso para llegar a esta conclusión

Si la Iglesia se hubiese sacado su doctrina un día cualquiera, en que soplasen vientos de desolación, de guerra, de persecución, cabría la posibilidad de llamarla oportunista. Los reparos que a ella ponen los creyentes tendrían visos de legitimidad, los argumentos de los que no creen adquirirían solidez. Pero la Iglesia formuló su fe, su creencia en la eternidad del infierno a la luz de un largo, profundo e ininterrumpido proceso de evolución y de reflexión serena. Le recomendaría al lector, para afianzar su fe y clarificar sus ideas, la lectura del número «Biblia y Fe» de enero-abril de 1977, número dedicado a este tema. Concretamente, el trabajo de Constantino Quelle resulta imprescindible para ampliar y 201

comprender mejor esta apretada síntesis, que a continuación hago.

3.1.

El sheol

En el mundo de la Biblia se plantea el problema de la vida y, como contrapartida, el de la muerte. Y el mundo de la Biblia es el mundo del hombre creyente. Desde su aparición sobre la tierra, el hombre bíblico se pregunta por la suerte del justo y, en una etapa posterior, por la del impío, en cuanto se relaciona con él. A su pregunta da una respuesta. La confianza en Yavé es algo que caracteriza al hombre fiel y Yavé promete larga vida a los que le sirven. Sin embargo, su observación le dice que la vida es corta y casi siempre complicada. Hay que solucionar esta paradoja, hay que encontrar una salida legítima a esta aparente contradicción. Por eso, en la primera etapa del Antiguo Testamento aparece ya un lugar, ese lugar entraña un concepto y ese concepto se expresa con la palabra sheol. Este término puede traducirse por «la patria de los muertos». Los justos no pueden resultar frustrados en su esperanza; puesto que su vida biológica termina con la muerte y, por otra parte, les anima la promesa de una larga vida, irán a un lugar donde esperan recuperar esa vida que Yavé les ha prometido. Porque Yavé nunca falta a su palabra. Como la idea de aniquilamiento no entra en su mentalidad, y la muerte va aparejada tanto con la vida de los justos como con la de los pecadores, en una segunda etapa de reflexión aparecerá ese lugar, que llaman sheol, dividido en dos compartimentos bien separados el uno del otro. En la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón podría verse una alusión a estos dos compartimentos. En la parte superior esperan los buenos la vuelta a la vida y en el compartimento inferior existen, permanecen los malos que han muerto sin esperanza.

3.2.

La gehenna

Esta reflexión profunda, porque se sostiene por el innato deseo de supervivencia, amén de la inicial revelación, sostenía la esperanza del creyente a través de todo el período del Antiguo Testamento. Cuando llega «la plenitud de los tiempos», 202

con la aparición de Jesús de Nazaret, el concepto del sheol se oscurece para dejar paso a una nueva concepción, la gehenna. La esperanza del creyente se polariza en otra dirección. El sheol era algo provisional, algo que existía como puente entre la muerte y la recuperación de la vida. La gehenna es, no ya algo transitorio, sino definitivo. Jesucristo introdujo, con su muerte y su resurrección, un nuevo elemento. Desde él, ya no es necesario esperar a recuperar la vida, que Dios ha prometido al hombre, sino que desde «acá» se puede empezar a vivir. El hombre, al aceptar a Jesús, muerto y resucitado, «experimenta la vida que sus antepasados confiaban recibir algún día en el sheol. Por tanto, ya no era necesaria dicha espera. Podía ser vivida en el tiempo, aunque correspondía a la eternidad del resucitado» l. Esto fue, precisamente, lo que desconcertó a los judíos cuando se enteraron que los apóstoles afirmaban que Jesús, «el crucificado había resucitado». El sheol, por tanto, no tiene ya razón de ser. Lo que para los veterotestamentari&s tendría realización más allá del tiempo, esto es, en los dominios de la eternidad, a partir de la muerte y resurrección de Cristo, ya se puede vivir en el tiempo. El que cree y espera en Cristo «tiene la vida eterna». Es decir, que en la vida esperada por el creyente del Antiguo Testamento, en el creyente del Nuevo es objetivada en el cristiano. De ahí que, partiendo de Jesús de Nazaret, sólo dos opciones son posibles: o con Cristo o contra él. «El que no está conmigo está contra mí». Por tanto, el que rechaza a Cristo opta por la gehenna, opta por la muerte, opta por la frustración eterna. Quien no acepta a Cristo, quien lo rechaza deliberadamente, escoge la gehenna; porque así como el sheol comporta la idea de vida, la gehenna habla de muerte. Con todo, la muerte que encierra la gehenna sobrepasa el conocimiento que de ella tenían en el Antiguo Testamento. 3.3.

El infierno como frustración

La gehenna es la morada del fuego, porque estaba en el suroeste de Jerusalén, concretamente en el valle de Hinnóm, 1

Véase el número de «Biblia y Fe» de enero-abril de 1977.

203

lugar donde día y noche ardía fuego. Por otra parte, es lugar maldito, porque en el Hinnóm los reyes Acaz y Manasés ofrendaron al dios Molok a sus hijas y a sus hijos pasándolos por el fuego. El recuerdo de este hecho execrable llevó a los israelitas a convertirlo en estercolero de la ciudad. Allí se arrojaban todos los desperdicios y eran devorados por las llamas día y noche. Aún hoy el peregrino, pasando por allí, se estremece. Jesús fue hombre de su tiempo, y cuando enseñaba al pueblo su doctrina de salvación, acudía a los símiles y a los símbolos familiares a sus oyentes. Por eso cuando hubo de «objetivar la muerte reservada a quien rechaza la vida que él estaba dispuesto a dar, aludió al valle de Hinnóm». Seguro que su auditorio se estremeció de espanto por la expresividad y fuerza de la comparación. ¿Cómo se expresaría el Señor y qué lenguaje emplearían los evangelistas en la era atómica? Conocido el marco geográfico en que está encuadrada la gehenna y superado el particularismo del mundo judío por Cristo, que vino para salvar a todos, judíos y gentiles, el valle de Hinnóm rebasa el significado de continente y pasa a expresar la universalidad de su contenido.

3.4.

Ni sheol ni gehenna: situación existencial

Nunca diría que las definiciones de la Iglesia sobre la existencia del infierno eterno fuesen exigidas por razones de orden ontológico, pero sí por motivos de congruencia y por lógica coherencia de su sistema doctrinal. De no existir el infierno, la doctrina de la Iglesia sería algo así como un edificio sin concluir. El hombre, cuando prescinde de la razón, o mejor, cuando pone la razón al servicio del instinto, despedaza la moral, invierte la estética, olvida la justicia, ignora la sociología, identifica la voluntad de Dios con la voluntad propia. Cuando la razón es sustituida por la pasión, desciende de su nivel dc humana criatura. La historia abunda en casos de justicia extorsionada, de inocencia pisoteada, de bondad escarnecida, de amor prostituido, de respeto envilecido, de dignidad doblegada; ella nos dice cómo el bufón es celebrado, el hipócrita honrado y el ambicioso dignificado. Enrique VIII está casado legítimamente con Catalina de Aragón. A la muerte de su padre, Enrique VII, decide la

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boda, a la que éste daba largas por razones de interés político. La virtud y la simpatía de esta excepcional mujer española, logró que su pueblo de adopción la cantase como: «A la reina venturosa de tanta madre alabada. Vivió su vida preciosa por el pueblo bien amada».

Han pasado diez años de amor fecundo y nunca desmentido y casi otros diez de respeto y holgada consideración. Pero, ¡imprevisibles veleidades del corazón humano!, Francisco I de Francia, que empezaba a «gallean>, por seguir el dicho de la época, se permitió un comentario sobre el inglés: «El reyes mozo, pero su mujer es vieja y deformada». Frecuentaban la corte jóvenes hermosas, pero sin escrúpulos, llenas de vanidad y vacías de nobleza. Manejadas, inconscientemente, por la ambición de los grandes y codiciadas por la pasión del rey, diseñarán el cuadro más bochornoso para ~ historia del Reino Unido. Se juegan todas las bazas, capaces de combinar la lujuria con la ambición, y en el juego entran no sólo caballeros civiles, sino purpurados eclesiásticos. Se acude a todo, por bajo que sea, con tal de conseguir lo que se busca: la anulación del matrimonio de Catalina con Enrique. Pero todo se estrella contra la firmeza y la lealtad de la hija de Fernando e Isabel. Como no logran su consentimiento, porque su condición de mujer y su conciencia de reina no se lo permitían, urden la posibilidad de «alta traición», si no firma el acta de sucesión, que una comisión vendida a los caprichos de Ana Bolena y a la pasión del rey había redactado. Se nombran los comisionados para convencerla. A su cabeza irá el arzobispo de York, Lee, quien amenaza a Catalina «con un proceso de alta traición». Todo inútil, porque «la reina tuvo una inspiración genial». Al martirio, ¡y qué martirio! Se declaró dispuesta, pero a «la vista del pueblo. Esto era consuetudinario e irrehusable» 1. Catalina no morirá decapitada porque «¿quién se atrevería a llevar al cadalso en público a una reina adorada por el pueblo?». No muere decapitada, y no por amor, sino por servil temor, como «lo prueban las miserables medidas de terror con las que Enri2

S. DE MADARIAGA, Mujeres españolas, Espasa-Calpe, Madrid 1975, 161.

205

que y su consejero Cromwell intentaron amedrentar a todo el país, y sobre todo a la reina». Pero «expirará de tristeza, melancolía, soledad y añoranza -si no envenenada-, el 7 de enero de 1536, en la mezquina y malsana mansión de Kimbolton, en donde había sido recluida por los cobardes esbirros de Cromwell, y por lo tanto del rey. Su temple de española y su piedad de cristiana se reflejan en la carta de despedida a Enrique, escrita después de dos horas de oración por su hija, al pueblo inglés y a su marido, como podría constatar quien tuviese el gusto de leerla en la obra citada de Madariaga. No seré yo quien meta en el infierno a Enrique VIII de Inglaterra. Bien metidos estaban él y sus infames consejeros de no cambiar de mentalidad antes de la muerte, porque el infierno empieza ya en esta vida. Si cuento la historia es para que el lector, a su luz, reflexione sobre la congruencia de que existe una situación en el más allá en la que el individuo prosiga el modo de vivir que libremente escogió para sí en el mundo. Al que escoge el crimen, renuncia a la virtud y se adhiere al vicio, «¿puede aterrarle la idea de subsistir en el más allá en una situación viciosa? Para él, jamás el vicio será valorado como motivo de tormento. De serlo, no lo habría convertido en eje de su existencia». Si el hombre no llevase el plomo debajo del ala, no hubiera comenzado el proceso que concluye afirmando que el infierno existe y que comienza ya aquí, desde el momento en que el hombre, habiendo nacido para amar, se cierra libremente al amor. Quien se cierra al amor se cierra a Dios, porque «Dios es amor»; y quien da la espalda a Dios, en vez de «vivir la vida» se decide a «vivir la muerte». Con los datos de la revelación, aguijoneados, además, por el estímulo de cuestionar la trascendencia, los Padres de la Iglesia, a los que se unen los escritores tanto laicos como eclesiásticos, empezaron a reflexionar sobre el tema del infierno. Pero «su reflexión está condicionada por las concepciones de la época». Esto por un lado; pero por otro, también «presenta muchos titubeos hacia la presentación de unas normas guiadas por el Espíritu». De ahí que no sea nada extraño que muchas de las afirmaciones que a través del tiempo y del espacio se han hecho sobre la realidad y naturaleza del infierno hayan perdido su valor -y algunas nunca lo tuvieron- en la actualidad. Mas ello no implica que el infierno deba ser rechazado.

206

4.

¿Debe existir el infierno?

La existencia del infierno nunca fue materia discutible para la doctrina católica. Desde el principio fue concebido como lugar de tormento, de fuego y de castigo. La gehenna fue su mejor y más gráfica expresión. En efecto, como se ha dicho, el nombre reproduce la realidad de un hecho que cualquiera que visite Tierra Santa puede constatar. Los judíos sabían bien lo que el valle de Hinnóm era y lo que representaba. Allí había gusanos, fuego, hediondez, podredumbre, tinieblas, soledad. Por otra parte, ¿el cadáver no comporta, a su vez, la idea de estos despojos, no es la morada de tales elementos? Un muerto de cuatro días habla de desolación, de ruinas, de olor pestilente, de derrota, de frustración. No puede contemplarse serenamente. Conocemos la reacción de Marta, la hermana de Lázaro (Jn 11,39). Ahora bien, todo lo que la gehenna comporta y el cadáver sugiere es contrario a lo que se dice del hombre, lo contrario a lo que el hombre aspira. El hombre no nace para vivir, sino para convivir. El que se cierra al amor se cierra a la convivencia. El que no convive ya está muerto. Y al muerto todo le cae de lado; y todo le cae de lado porque nada positivo tiene. Solo, sintetiza la negación, porque se encerró en sí y él solo, sin amor, no es nada. ¿No existen hombres que no aman? ¿No existen egoístas para quienes sólo cuenta lo suyo? Que para el hombre de la Biblia existe el infierno, no hay duda. Que debe existir para el hombre actual, por mucho que Sartre y sus delfines lo ironicen, tampoco cabe dudarlo, porque «no podrá menos de asirse al pensamiento de frustración existencial, como realidad válida para dar sentido a su vida de entrega al amor». Por lo demás, «¿cómo verter en un módulo existencial el destino de quien se mantiene al margen de Dios?». La existencia del infierno responde a la pregunta; por eso, debe existir.

4.1.

¿Tiene que ser eterno?

Una respuesta afirmativa no se ve tan clara. Los conceptos de bondad, de justicia y de equidad, a que se hizo referencia, siembran el camino de dificultades. Tanto Orígenes como Cle207

mente de Alejandría, así como el mismo san Jerónimo, son elocuente testimonio de estas dificultades. Y por citar un testigo casi de nuestros días, el dominico P. Getino hubo de afrontar el riesgo de expresarse, con matizaciones, en la misma línea. La Iglesia habló en el sínodo de Constantinopla y su formulación es solemne, tanto más cuanto que la precedió san Agustín y el gran san Juan Crisóstomo. Como creyentes, nos basta que el magisterio se haya definido. Como cuestionadores de lo trascendente, robustece la confianza y anima encontrar en la misma dirección a hombres prestigiosos, por su ciencia y su virtud, como a un Agustín de Hipona, a un Juan Crisóstomo, a un Gregorio Magno, a un Tomás de Aquino. Si a esto se añade que en el momento de la muerte se fija la voluntad en el objeto que libremente constituyó para ese hombre concreto el eje de su existencia que el tiempo de las decisiones personales y libres terminan con el fin de la vida biológica, la eternidad de esa situación, por muy difícil y dura que parezca a la razón humana, se llena de lógica y coherencia. «Todo creyente sabe que el infierno sirve para designar la frustración existencial de cuantos mueren sin estar vinculados al amor». Nadie sabe, por supuesto, si son muchos o pocos los que llegan a culminar esa situación. Nadie sabe si esa situación es patrimonio de grandes o de pequeños, de ricos o de pobres, de sabios o de ignorantes según el baremo del mundo. «Lo que hace la Iglesia es presentar el infierno como el destino de quienes mueren separados de Dios. ¿Quiénes mueren así? Este es el gran enigma», en el que el hombre es incapaz de entrar, porque a nadie le ha sido confiado el poder de juzgar. «Este es atribución del Padre». «Sólo esta posibilidad es muy probable que siga siendo escándalo para unos y motivo de ironía para otros, presentada en simples categorías de castigo. Sin embargo, es muy posible que, encuadrada en categorías conceptuales de amor, deje de constituirse en piedra de escándalo para muchos creyentes de hoy. Estos se resisten a considerarlo como un lugar donde las almas de los condenados son atormentadas, devoradas por el fuego eternamente. Pero es muy posible también que, quienes rehúsan aceptar la concepción tradicional del infierno, pongan pocos reparos en admitirlo como una realidad válida en orden a plasmar de algún modo el destino de cuantos -al menos teóricamente- abocan a una

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frustración existencial que en el más acá se realiza de un modo imperfecto, mientras que en el más allá encuentra su plena realización» . Que se presente la realidad del infierno de esta forma, permaneciendo plenamente fieles al magisterio, no creo que pueda escandalizar a ningún integrista, por muy integrista que sea, puesto que no compromete la fidelidad a la revelación ni la sumisión del magisterio. 4.2.

¿Cómo es y en qué consiste?

Oigamos al gran Orígenes, porque su opinión merece siempre respeto. «Los remordimientos del alma atormentada por el recuerdo del pecado, al tomar conciencia del desorden en que, por su propia voluntad, se había colocado», son sus compañeros de viaje. El mismo habla a su vez del fuego, pero sostiene, contra la opinión más frecuente, Jlue ese fuego no es real, sino metafórico. San Jerónimo y Clemente de Alejandría comparten el mismo parecer. Así y todo, la generalidad de los tratadistas sostienen que es real, aunque diferente del material. Tan diferente que los Padres africanos lo llamarán semi-inteligente, porque, quemando, no destruye lo que quema. «Esto no obsta para que enseñen y aclaren que ese fuego real consiste, primariamente, no en un lugar de tormentos, sino en un estado interno». Todo esto es profundamente familiar a la concepción tradicional que del infierno se tiene. Hablar de la pena de daño y de la pena de sentido es un lugar común cuando se quiere profundizar en la naturaleza del infierno. Bien entendido que la pena de daño era el sustrato más socorrido, porque era el que sostenía la fuerza de la argumentación, amén de corresponder esta división a una concepción filosófica del hombre. Resulta muy comprensible que se ponga tanto empeño en explicar, hasta en sus más pequeños detalles, una verdad tan tremebunda de nuestro credo. Comprensible, e inevitable también, que este esfuerzo esté nimbado por los valores imperantes en el medio cultural en que se mueven los expositores. El fuego ocupa un lugar privilegiado en la experiencia profunda del hombre. Supuesto el valor que se le atribuye, tanto en el orden religioso como en el filosófico, así como en el psi-

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cológico, no tiene nada de extraño que los que tratan del infierno afirmen que una de las penas que allí sufren los proscritos es la pena de sentido, causada por el fuego. ¿Emplearían el mismo lenguaje si sus elucubraciones las hiciesen en plena era atómica? El mundo semita, como reiteradas veces se ha dicho en este libro, concibe al hombre como un todo. El mundo occidental lo entiende como una dualidad, cuerpo y alma, orientados la una al otro, de tal suerte que forman un ser, el ser humano. Sin embargo, para el creyente, tanto de un mundo como del otro, el todo es lo que se salva o se condena, puesto que la resurrección de la carne es uno de los artículos de su fe. A pesar de ello, esta comprensión no comporta aceptación de todo lo que en torno a la pena de sentido se ha dicho. El simbolismo es muy socorrido en todos los tiempos y en todas las culturas. La mitificación de las verdades, o realidades más profundas, tampoco es misterio para nadie; sobre todo cuando se trata de hacernos comprender, cuando se intenta explicar lo que está por encima de nuestros pobres alcances. La misma expresión que emplean los Padres del norte de Africa, llamando semi-inteligente al fuego del infierno, es ya de por sí orientadora. Pero no se trata sólo de solventar el problema que plantean los autores, aunque ellos sean Padres de la Iglesia. Se trata, asimismo, de que los evangelistas ponen en labios del Maestro divino el mismo término: fuego, llanto, crujir de dientes, y lo hacen reiteradamente. El fuego, a simple vista, despierta la idea de destrucción, aniquilamiento. ¿No es, por ventura, Jesús quien nos anuncia al Dios del perdón, al Dios de vivos y no de muertos, al Padre de la misericordia, al Dios de la salvación? ¿Cómo se explica esta aparente contradicción? Ciertamente, parece entrañable al Señor el símil del fuego. Lo maneja con soltura y entusiasmo, tanto que san Lucas (12,49) y san Marcos (9,49) le hacen decir: «He venido a traer fuego sobre la tierra, ¿y qué puedo querer sino que arda?». «Verosímilmente, fuego es aquí el juicio de realización por medio del cual los hombres alcanzan la plenitud». El fuego sería, pues, la presencia de Cristo entre los hombres, su vida, su mensaje, que, aceptándolo libre y con amor, el hombre se realiza en plenitud. Desde esta perspectiva podríamos encontrar 210

una interpretación a aquella expreSlOn de san Marcos (9,49): «Todo debe conservarse por el fuego». «Desde Jesús y por Jesús, el fuego tiene propiedad de conservar, es como una sal superior», dice Xabier Pikaza, hablando de «Jesús y el fuego del juicio escatológico». Con todo, lo que aquí más importa es dilucidar el tema del «fuego como castigo». Por no alargar demasiado estas reflexiones, me permitiría recomendar a mis lectores el artículo de Xabier Pikaza: «¿Sufren los condenados el tormento del fuego?». Porque hacer un análisis exegético de todos los textos evangélicos a este respecto, ni es propio del carácter de este libro ni entra en mis propósitos. Jesús emplea extensamente «el fuego como condena». Y es lógico, porque el Dios que nos presenta no es un Dios que destruye, sino un Dios que salva; y como al precisar la acción salvadora de Dios «hemos podido descubrir que la condena es el efecto de la acción del hombre, que rechaza la salvación de Cristo, y queda solo, perdido en sí», 1<)8 que salen del círculo de la salvación se han convertido en fuego de condena, de destrucción. El hombre que se labra su propia condenación, se va encerrando en sí mismo, se niega a abrirse a los demás, comporta la negación de una de las leyes fundamentales de la personalidad humana. Porque el hombre es «una forma abierta, vertical y horizontalmente». y porque es una forma abierta, sabe que su realización, como hombre, está en función de su capacidad de amar a los demás. De ahí que si reflexiona sobre el infierno desde los presupuestos del amor, entrará en vías de comprensión e incluso de aceptación de esta tremenda realidad: el infierno. Para evitarlo, conviene pensar, reflexionar, ahondar en su existencia; conviene reflexionar y ahondar en su eternidad. Pensar y meditar recordando que con la muerte biológica se decide definitivamente su realización o su frustración, sin posibilidad de rectificación posterior. Pensar en el infierno, sin mitificaciones, partiendo de presupuestos de amor, se ajusta a la mentalidad del hombre de hoy, o al menos está en su línea. Estamos, pues, a nivel de razón para encontrar la aceptable solución.

211

5.

Visión del infierno

Por eso, sin perdernos en disquisiciones, pero alejándonos un poco de la concepción tradicional, si bien con fidelidad a la revelación y sumisos al magisterio, hemos reflexionado sobre una de las posibles postrimerías. Ahora, como punto clave de estas reflexiones, oigamos al gran novelista ruso Dostoyewsky. Sus palabras no tienen desperdicio: «Padres míos, me pregunto a mí mismo, ¿qué es el infierno? Yo lo defino así. El sufrimiento de no poder amar. Una vez en el infinito del espacio y del tiempo un ser espiritual, al aparecer sobre la tierra, tuvo la posibilidad de decir: yo soy yo y amo. Una sola vez le fue concedido un momento de amor activo y vivo; para eso le fue concedida la vida terrena, limitada en el tiempo. Pero ese ser feliz rechazó el don inestimable, ni lo apreció ni lo amó; lo consideró sólo con ironía, quedó insensible a él. Ese ser, una vez dejada la tierra, ve el seno de Abrahán. Dialoga con él, como se dice en la parábola de Lázaro y del mal rico. Contempla el paraíso. Puede elevarse hasta el Señor. Pero lo que le atormenta es, precisamente, el hecho de presentarse sin haber amado. Se encuentra con aquellos que amaron y cuyo amor desdeñó. Ahora tiene una noción clara de las cosas y se dice a sí mismo: a pesar de mi sed de amor, ese amor será algo sin valor; no significará ningún sacrificio, porque la vida terrena se ha acabado. Abrahán no vendrá a apagar, aunque no fuera más que con una gota de agua viva, mi sed ardiente de amor espiritual, que ahora me abrasa, después de haberla desdeñado en la tierra. Ahora la vida y el tiempo ya han pasado. Daría con alegría la vida por los demás, pero es imposible. La vida que se podía sacrificar al amor ya ha terminado. Un abismo la separa de la existencia actual. Se habla del fuego del infierno en sentido literal. Tengo miedo de sondear este misterio; pero pienso que, si hubiese llamas de verdad, los condenados hasta se alegrarían, pues con los tormentos físicos olvidarían, aunque no fuera más que por un instante, la más terrible tortura moral. Pero es imposible liberarlos de ella, porque ese tormento está dentro de ellos, no fuera. Y si se pudiese, creo que serían aún más desgraciados. Aunque los perdonasen los justos, que están en el cielo, en consideración a sus sufrimientos y los llamasen a sí, en su amor 212

infinito, no harían sino aumentarles su sufrimiento, pues estimularían en ellos la ardiente sed de un amor correspondiente, activo y grato, que ya les es imposible. Con timidez de corazón pienso, sin embargo, que la conciencia de esa imposibilidad acabaría por aliviarlos. Habiendo aceptado el amor de los justos, sin posibilidad de corresponderlo, su humilde sumisión crearía una especie de imagen e imitación de ese amor activo, que ellos habían desdeñado en la tierra. Lamento, hermanos y amigos míos, no poder formular esto claramente. Pero infelices aquellos que se han destruido a sí mismos. ¡Infelices suicidas! Pienso que no puede haber personas más desgraciadas, más infelices que ellos. Nos dicen que es pecado orar a Dios por ellos y la Iglesia aparentemente los repudia; pero mi íntimo pensamiento es que se podía rezar también por ellos. Ese amor no tendría que irritar a Cristo. Os confieso, padres, que toda mi vida he rezado en mi corazón por esos infortunados y,todavía ahora lo hago. ¡Oh! Existen en el infierno seres que se mantienen soberbios e intratables, a pesar de su conocimiento incontestable y de la contemplación intelectual de esa verdad. Los hay monstruos, que se han convertido totalmente en presa de Satanás y de su orgullo. Son mártires voluntarios, que no se dan por contentos con el infierno. Ellos mismos se han maldito al haber maldecido a Dios y a la vida. Y se alimentan de su irritado orgullo, de igual modo que un hambriento en el desierto podría llegar a chupar su propia sangre. Pero son insaciables por todos los siglos y rechazan el perdón. Maldicen del Dios que los llama y desearían que Dios se aniquilase a sí y a toda la creación. y arderán eternamente en el fuego de su cólera; tendrían sed de la muerte y de la nada, pero la muerte huirá de ellos» 3. Dejando a un lado las matizaciones doctrinales, la página impresiona por su justeza y actualidad. El hombre de hoy está más sediento que nunca de amor. Decirle que esa sed puede prolongársele en progresión ascendente por toda la eternidad, es meterse en su línea. 3 La cita está tomada de L. BOFF, de la obra Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 195-197.

213

6.

Fe: creer en el infierno

Pero la soledad de ultratumba, las sombras del más alIá no se palian con la sola razón ni se disipan con raciocinios más o menos agudos. Son «un misterio terrible, y acaso la piedra de toque de la verdadera fe». Por eso dejé, de propio intento, para y como corona de estas reflexiones, la pregunta: ¿Qué es la verdad del infierno? «He aquí la pregunta de todo racionalismo, que busca la verdad en la razón y no en la fe». Dice don Miguel: «Por el infierno empecé a rebelarme contra la fe, lo primero que deseché de mí fue la fe en el infierno, como un absurdo inmoral. Mi temor ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más alIá de la tumba. ¿Para qué más infierno, me decía?» 4. Así escribía este ejemplar español y no menos caracterizado vasco en el primer cuaderno de su Diario íntimo. Pero él mismo en el cuaderno cuarto, dice: «Perdí la fe pensando mucho en el credo y tratando de racionalizar los misterios, de entenderlos de modo racional y más sutil. Por eso he escrito muchas veces que la teología mata el dogma. Y hoy, a medida que más pienso, más claros se me presentan, se me aparecen los dogmas y su armonía y su hondo sentido. ¿Cabe mayor mostración del dedo de Dios? Me hace recobrar lo que perdí por el camino inverso a aquel por que lo perdí; pensando en el dogma, lo deshice, pensando en él lo rehago. Sólo que donde hay que pensarlo y vivirlo es en la oración. La oración es la única fuente de la posible comprensión del misterio» 5. Nos metemos en la línea de la verdadera solución. Quizá se hable demasiado de la realidad del infierno. Más exacto, se habló; pero se habló como de algo fuera de nosotros, como de algo que personalmente no nos comprometía; porque se presentaba como un lugar de suplicio más que como una situación vivencia!. Somos demasiado dados a pensar en alto, porque al hombre le halaga ser el centro de la conversación. Dice Unamuno que «se piensa para producir pensamientos». «No se piensa para sí, para la propia salvación, no 4

M.

5

L. BOFF, o.c., 169-170.

214

DE UNAMUNO,

Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 41.

se medita, se piensa» 6. Para lograr que la fe sea algo vital, algo integral, algo tan profundo que selle y marque nuestra vida, hay que meditar, hay que considerar «con amor, fija y recogidamente, el misterio ---en nuestro caso el misterio del infiemo- procurando llegar a su esencia amorosa, a su centro vivífico». Yeso se hace, hay que hacerlo, orando, meditando; porque todavía continúa teniendo valor que «el que ora se salva», «el que pide recibe», «al que llama se le abre» 7.

6

L. BOFf, o.c., 18l.

H. KÜNG, ¿Vida Eterna?, Cristiandad, Madrid 1983. Es una obra con la que se debe contar para hablar con seriedad sobre la realidad del infierno. 7

215

10.

Qué es el cielo

«Sin la fe el sentimiento religioso se convierte en sentimentalismo, que acaba por convertir el alma en masa indefinida» 1. Sin la fe, la creencia en el cielo se convierte en mitología. Guiados, pues, por la fe, pero con la mente despierta y el corazón bien dispuesto, una vez que hemos reflexionado sobre el infierno, vamos a hacerlo sobre el cielo; porque ello se impone por una elemental exigencia del optimismo cristiano. Existe una leyenda china, transcrita por L. Boff en su libro Hablemos de la otra vida 2, que dice: «En aquel tiempo un discípulo preguntó al vidente: ¿Cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno? Es muy pequeña, contestó el maestro, y, sin embargo, de grandes consecuencias. Vi un gran monte de arroz cocido y preparado. El monte estaba rodeado de una multitud de hombres hambrientos, pero no podían acercarse al arroz. Teniendo, empero, en sus manos grandes palillos, podían coger el arroz, mas no podían llevárselo a la boca. Así, hambrientos y moribundos, estando juntos, malvivían, como si estuviesen solos. He aquí la imagen del infierno. Frente a ese monte vi otro, en las mismas circunstancias y condiciones. Sin embargo, la gran multitud de hombres que lo rodeaba, teniendo en sus manos sendos y largos palillos, se servían el arroz unos a otros. De suerte que, estando juntos, vivían solidariamente, gozando a manos llenas de los hombres y de las cosas. Esta es la imagen del cielo. Y aquí termina la leyenda». 1

M.

2

L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 197-198.

DE UNAMUNO,

Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 202.

217

Cielo e infierno son realidades del futuro, del más allá, pero empiezan en el más acá. En esto coinciden; sin embargo, en cuanto situación, en cuanto estado de vida, misteriosa sí, mas no por eso menos real, la diferencia es enorme y fundamental. Entonces:

1.

Qué es el cielo

Por de pronto hay que prescindir de esa concepclOn que nuestros mayores tenían del universo. El cielo no es un lugar, al estilo del paraíso que nos describe el Génesis, morada y mansión de los bienaventurados. Es un estado, es una situación en que se encuentran los justos que, por pertenecer a la eternidad, escapa a la capacidad de nuestra experiencia. Mas, por empezar ya aquí, se puede y se debe reflexionar sobre él. Tanto más cuanto que, para el hombre en el mundo, existe no sólo el ser, sino también el poder ser. «La historia es vida, vivida y reflexionada». La historia la escriben los hombres; por eso, viendo y viviendo la vida puede adentrarse en las fronteras del futuro. La existencia del mundo del más allá, amén de que la reclama la íntima aspiración del hombre, la confirma la revelación. Es cierto que afirmar la realidad del cielo apelando sólo a la Sagrada Escritura no sería una respuesta adecuada y suficiente para el mundo de hoy. Porque «por mucho que contenga la palabra de Dios, sabemos que es pronunciada únicamente dentro de la palabra humana», dice L. Boff. Estando empero por medio la historia del hombre sobre la tierra, con sus altos y con sus bajos, con sus aspiraciones y sus logros, con sus frustraciones y sus deseos, el planteamiento cambia. De ahí que a los que niegan la trascendencia se les puede aplicar lo que alguien dirige a la revolución socialista: «Cuando los revolucionarios serios decidan saltar la barrera, esperamos que no se embarcarán a la ligera. Nunca será bastante amplio el "consenso" para una transformación en profundidad. Para lanzarse al gran desbarajuste, hay que estar seguros de hacerlo mejor que los que empuñan las riendas. Si es para hacerlo tan malo aún peor, tanto vale ir a acostarse y aguardar a que la historia enderece los entuertos. Hay que estar seguros de sí

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mismos antes de abrogarse esa terrible responsabilidad de trastornar la vida de la gente ... De gente que no os pide nada, que vais a importunar en sus pequeñas costumbres que les eran queridas y que les servían de felicidad; una felicidad, después de todo, tan respetable como la que usted ha soñado para ellos y quiere imponerles» 3. En efecto, si los creyentes no pueden demostrar la existencia del más allá, la realidad del cielo experimentalmente, los que la niegan carecen de argumentos suficientes para demostrar lo contrario. No es justo, por tanto, cerrar todas las puertas de la esperanza, cuando el hombre desea y espera encontrar alguna abierta. Es comprensible que haya hombres capaces de poner en duda e, incluso, de negar la trascendencia, al comprobar cómo muchos se comportan diciendo creer en ella. Es comprensible que haya quien reniegue, al observar que una institución tolera y hasta asimila métodos que no difieren de los que Jesús de Nazaret condenaba en los que, en su tiempo, tenían las riendas del poder. Mas comprenderlos no supone justificarlos. La trascendencia está por encima de los indiviJuos y, también, por encima de las instituciones que los individuos representan y administran. Para negar de buena fe la existencia del cielo y del infierno es preciso estar muy seguro, tener argumentos válidos. Por eso, vayamos y empecemos, no por el mundo de la revelación, sino por lo que el hombre siente, busca y desea.

1.1.

Deseo de inmortalidad

«El temor al aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba», angustiaba a Miguel de Unamuno hasta el extremo de hacerle exclamar: «¿Para qué más infierno?)). La idea de .que con la muerte acaba todo es la pesadilla del hombre. Lo seguirá siendo mientras los que tal afirman no se lo desmuestren fehacientemente. Hasta que ese momento llegue -y no puede llegar, porque el hombre nunca podrá penetrar en el arcano de la eternidad- no es lícito encerrarlo en sí mismo, cortándole las amarras que lo atan a la inmortalidad. El hombre 3 F. FONVIEILLE-ALQUIER,

El eurocomunísmo, Plaza y Janés, Barcelona

1979,45.

219

espera, quiere ViVir. Sólo por ello, admitir la posibilidad de que puede conseguirlo es reconfortante. Esta posibilidad nadie puede negársela razonablemente. Se le podrá decir que, en lugar de «vivir en Dios», trate de suplantarlo, trate de ocupar su lugar. Desgraciadamente, esto es lo que se le viene diciendo desde que por primera vez lo oyó en el paraíso: «Serás como Dios». El halago le fascina; por eso, en vez de «vivir en Dios», tiene que soportar la angustia y la carga de terror que le infunde la muerte. A pesar de ello, el correr del tiempo, la historia de su vida sobre la tierra va enseñando a este hombre, con sus altos y con sus bajos, que su aspiración a la inmortalidad puede realizarse; mas no por el camino y en la clave que él se imagina y sus mentores le proporcionan. Jesús de Nazaret vivió en la historia. Los que nos atestiguan su historicidad, afirman que es la encarnación humana de Dios. Su testimonio está dado desde la perspectiva de su fe en la resurrección. No hay motivo serio para pensar que son unos ilusos. Su comportamiento es el comportamiento de los hombres normales, serios y seguros de sí mismos. Pues bien, según esos testigos, serios y humanamente aceptables, Jesús promete al hombre esa inmortalidad a que aspira. Le promete esa plenitud de vida, a condición de que crea en él, de que se vacíe de sí mismo y se llene de su bondad y de su verdad. Le da como garantía de su promesa su propia resurrección. Por otra parte, nadie habló en la tierra con la autoridad con que él habló. Sus contemporáneos así lo entendieron: «Habla como quien tiene autoridad y no como los escribas y fariseos». Dios le dio la razón al «resucitarlo, al tercer día, de entre los muertos». «En consecuencia el hombre tiene abiertas las puertas de la vida, que le conducen a la vivencia plena», que le conducen a la inmortalidad 4.

1.2.

Vida en Dios

Que el hombre tiene sed de vida, basta con observarnos y mirar en torno nuestro. Que no logra apagar esa sed, lo están diciendo con elocuencia desgarradora los que, pudiendo, pro4

220

Véase el número «Biblia y Fe» de mayo-agosto de 1977.

meten fortunas a los que piensan pueden devolverles la salud y librarlos de la muerte, que ven tan vecina. Buscan la vida; pero no la encuentran, porque la buscan «en cisternas rotas que apenas pueden contener el agua». Son muchos los autores de nuestros días que sugieren, desde una visión filosófica del mundo, ideas sobre la vida eterna. Las ciencias ocultas y la parapsicología van en esta dirección. A pesar de todas estas sugerencias, el hombre continúa experimentando que su vida está limitada por la terrible tragedia de la muerte. No cabe duda de que la revelación divina es un alivio en este duro bregar. Busque, pues, el hombre la vida en Aquel que puede darle «un agua que salta hasta la vida eterna». «Quien cree en mí, jamás tendrá sed» (Jn 6,34). «Aprende a vivir en Dios --dirá Unamun~, y no temerás la muerte, porque Dios es inmortal» 5. En Cristo y a través de Cristo, Dios promete al hombre esa vida, tan buscada y ardientemente deseada. En él puede encontrarla; tanto más cuanto que su misión es la de transmjtirla a los hombres: «Vine para que tengan vida y la tengan abundante». Hombres que están de vuelta en esta búsqueda, que han recorrido todos los caminos, desde «el imaginarse en un mundo sin Dios», que se han familiarizado con todas las posibles soluciones y se vuelven con sencillez y confianza al evangelio, merecen atención y respeto. «¡Qué hermosa es la fe de la samaritana! Como ella, nuestra alma va a sacar agua al pozo tradicional, al tesoro de la ciencia y del consuelo humanos, al estudio. y un día nos encontramos al borde del pozo al dulce Jesús, reposando, cansado del camino, a la hora de sexta, al mediodía, en la mitad de los afanes de nuestra vida. Entonces se nos aparece esa figura tradicional, solicitando nuestra atención y nuestro estudio ... El problema tienta nuestro natural deseo de verdad, nuestra sed. Y Jesús, el que en la cruz exclamó "tengo sed", sed de amor y de adoración y de justicia, nos pide de beber, diciéndonos "dame de beber". Quiere que le demos nuestro amor, que le estudiemos, pero con amor, no como a vana curiosidad, sino como principio de vida de sencillos y humildes» 6. Hermosa es la fe de los sencillos, porque «hay que hacerse como niños para entrar en el reino de los cielos». De 5 6

M. M.

DE UNAMUNO, O.C., DE UNAMUNO, O.c.,

36. 192-193.

221

ahí que sea de una sencillez, de una hermosura y, a la vez, de una profundidad incomparable el diálogo que Jesús sostuvo con la samaritana. Así lo entendió Unamuno, como se desprende de la paráfrasis que hace en su diario. El hombre tendrá que entregar, tendrá que polarizar su amor en Dios, si de veras quiere evitar que sus aspiraciones de inmortalidad no se frustren. Está visto que esas sugerentes ideas, provenientes del campo de la filosofía, no bastan; porque el Dios de la revelación está mucho más allá, está muy por encima del horizonte humano y temporal. Mas ello no impide que continuemos cuestionando el más allá, porque en Cristo y por Cristo, ese Dios que supera todo raciocinio se nos ha hecho asequible. Hay que introducirse en Dios por Cristo, para dar con la posibilidad de realizar el anhelo de pervivencia e inmortalidad. «Vivir sin límites equivale a vivir en Dios. Ahora bien, si Dios es la vida, lógicamente quien vive en Dios habrá realizado, habrá logrado vivir con la máxima intensidad». A través de todas estas reflexiones se viene jugando con dos términos: vida y amor. Y se juega porque «el creyente sabe que la realidad que mejor puede ayudarle en esta labor ardua e intrincada -de conseguir la vida perdurable- es indiscutiblemente el amor». Ello no quiere decir que desaparezca el misterio. El hombre se moverá siempre, durante su vida terrena, entre sombras cuando orienta su reflexión hacia el mundo del más allá. Pero sabe, también, que cuanto más integral sea su fe, cuanto más impregnada de fe esté su vida, con mayor claridad verá que ese deseo de vivir perdurablemente está ligado con otra realidad no menos misteriosa: su libre albedrío. Esta visión le facilitará la búsqueda, porque con ella se despejarán muchas incógnitas. El don de la fe es una gracia, es algo gratuito; pero aceptarlo o rechazarlo depende de la libertad del hombre. Fe y libre albedrío no son razones, sino realidades. Y las realidades no se razonan. Se aceptan o se rechazan. «Querer razonarlas es destruirlas». En todos los órdenes de la vida hay postulados, principios que no se demuestran ni nadie exige su demostración experimental. Se aceptan o se rechazan. ¿Por qué no se ha de admitir lo mismo en el orden religioso? Acepte el hombre que es de Dios. Y es, quiéralo él o no, porque es hechura «a imagen y semejanza suya». Aceptándose libre y amorosamente como tal,

222

se sentirá en el deber de asemejarse a aquel a quien pertenece, en su actuación y comportamiento. Entonces irá poco a poco formando en sí el hábito de su vida, de esa vida trascendente que le introduce en Dios y le asemeja a él. Así, al mismo ritmo, se irá liberando del temor a la muerte. Nadie teme aquello que sabe no puede afectarle. Es decir, empezará ya en esta vida a crear en sí mismo el clima de cielo, de bienaventuranza.

1.3.

No es un lugar, es un estado de vida

El amor comporta la idea de alteridad, de comunicaclOn, de convivencia. Si el cielo es vida en Dios y para Dios, y Dios «es amor», «si alguien lograra comunicarse plenamente, explotaría con ello todas las posibilidades de su amor». Por tanto, viviría en el cielo. Durante la vida terrena no es posible explotar todas I.as po~ibilidades que el. h~mb~e tiene de amar, porque no eXIste nInguna persona nI nInguna cosa que sea capaz de agotar su capacidad en la línea del amor. La experiencia es el mejor y más valioso testimonio de lo que dijo san Agustín: «Nos hiciste para ti, oh Dios, y el corazón no descansa mientras no descanse en ti». El hombre siempre aspira a más. No en vano es una forma abierta hacia arriba y hacia los lados. De suerte que cuando tiene lo que desea, continúa buscando lo que todavía no posee. Si tiene veinte, quiere tener treinta. Si tiene poder, quiere mandar más. Si alcanzó la fama, quiere subir más alto. Tiene, posee la vida, disfruta de ella; mas como la ve comprometida por la muerte, aspira, busca garantías contra esa limitación. La muerte biológica es inevitable. «Todos moriremos». ¿Le habrán engañado? ... Se conocen hombres que viven en paz, sosiego, equilibrio, que suspiran sinceramente para que se rompan los lazos que le atan al cuerpo. «Nunca creí que fuese tan dulce la muerte». Y esto no se dice ni se piensa por una ilusión pasajera, por un pensamiento fugaz. Ese equilibrio, esa paz son interiores, origen y causa, a su vez, de la actividad serena; porque nada tienen que ver con la pasividad y la indiferencia de las que hablan sus opositores. La virtud cristiana dista mucho del aguante estoico, no sólo

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por sus motivaciones, sino por sus frutos. Es consecuencia de la repetición de actos consciente y voluntariamente realizados. Cuando se alcanza esa actitud serena ante la adversidad e incluso ante la muerte, por la fe y la esperanza de otra vida mejor, se vive en el cielo anticipado. No en vano ha dicho Cristo que el «reino de los cielos está entre vosotros». Cuando a la destemplanza se responde con serenidad y mesura, se realiza un gesto bello. Cuando a ese gesto se añade o lo anima un motivo superior, se convierte en un acto de virtud formal y materialmente considerado. Ni a la belleza ni a la virtud es extraña la inteligencia. Resulta de gusto muy discutible ese resentimiento larvado que asoma en ciertos profesionales de la prensa, cuando hablan de «las peculíares relaciones de los españoles con la inteligencia». Si no dejase entrever que esa peculiaridad es debida a la fidelidad que le exige el dogma católico, podría alcanzar los honores del ingenio; pero confundir la fidelidad con el oscurantismo es un patinazo imperdonable. ¡Como si la fidelidad a los principios religiosos estuviese en pugna con el ejercicio de la inteligencia! Precisamente, el campo de la inteligencia se amplía, una vez que el dogma no le impide al creyente «hacer reflexiones al intelecto», siempre y cuando ese intelecto sea capaz de reconocer sus limitaciones. Una afirmación cargada de ironía y a su vez mordida por el resentimiento como: «expresarse de forma inteligible únicamente cabe dentro del orden católico, por supuesto. Los demás, pura algarabía», no honra a quien la hace ni salvaguarda su sentido del equilibrio. Porque la inteligencia de los españoles, ni como individuos ni como colectividad se agota en esas frases, por demás manidas y sacadas de su contexto: «Abajo la inteligencia. Viva la muerte». «Que inventen ellos». Lo más que tales expresiones pueden significar es el estado de ánimo en aquel momento de quienes las profieren. Que, por lo demás, eran hombres ricos y eficaces en todos los órdenes. Nadie que conozca su talante las presentaría como peculiaridad de las relaciones del español con la inteligencia. Alguien se acerca a la ventanilla de un importante organismo oficial. Le atiende un hombre de color. «Aquel funcionario era la grosería personificada, la cerrazón ante cualquier intento de explicación o de consulta». Pide hablar con su jefe, que era blanco, pero «lamentablemente también, como indivi224

duo, como jefe y como representante de un Ministerio español», resulta una verdadera pena. ¿Es medianamente aceptable siquiera concluir que la grosería es la peculiaridad de la Administración socialista, a la vista de estos dos ejemplares? Los que se empeñan en extrañar la condición católica y el desarrollo del conocimiento científico, absolutizan la razono Y esto, en nombre «de la plenitud humana y de la auténtica ilustración», es aberrante. Porque «pese a la legitimidad teórica y la necesidad histórica de la racionalidad autónoma y del conocimiento científico)), no se puede olvidar que, junto con la razón, el hombre quiere y siente, tiene fantasía y emotividad, vive emocion~s ~ sie~te pasion~s 'l,ue «de ninguna manera se pueden reducIr sm mas a la razon») . La inestabilidad emocional del hombre durante la vida presente resulta una de sus características. La búsqueda en el camino del conocimiento, otra. Que la verdad cristiana asegure que esa inestabilidad se convertirá en sereno equilibrio y que esa búsqueda se transformará en posesjón de la verdad en el momento que hayamos de dar cuenta de la propia administración, no impide al entendimiento, a la razón, reflexionar, sino que le impulsa a ello, dado que la realización final estará jalonada y reflejará el tiempo de búsqueda y de inestabilidad. Nada se pierde, todo se transforma. «La vida no se aniquila sino que se cambia), no de lugar sino de condición, de estado. 1.4.

Plenitud de amor

Ese afán maniqueo de reducir al hombre está en los antípodas del equilibrio y de su grandeza. No se engrandece al hombre reduciendo su campo de conocimientos. Si con la sola inteligencia no puede llegar a la cumbre de sus deseos y aspiraciones, consciente de que una luz infalible le garantiza su realización, de él se aleja el sentido de frustración. ¿En nombre de qué se le niega este derecho? El equilibrio y la seguridad nunca llegan a su plenitud durante la vida presente, una vez que no hay nadie que posea tanto bien y tanta verdad que pueda racionalmente sentirse en plenitud realizado. Mientras vive en este mundo «se siente 7

H. KÜNG, ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979, 178-179.

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oprimido de tal forma por la fuerza del pecado, que le impide adentrarse en plenitud en el amor». Esta opresión se extiende a todo lo que le rodea visiblemente. Admite, ciertamente, grados y proporciones, como también los admite el amor cuyos exponentes son; mas siempre continuará oprimido. Es cierto que Cristo, muriendo, venció el pecado y la muerte. Es cierto, por lo mismo también, que la especie humana y cada individuo alcanzan en él la realización de su perfección, a pesar de todos los esfuerzos que se hacen para probar lo contrario. El creyente no podrá probar tampoco con conocimiento experimental esta certeza, pero la vive o empezará a vivirla desde ahora, siempre que reconozca con humildad las limitaciones de su ser. La fe trasciende su reflexión, porque le dice que no debe empezar y concluir en el mismo hombre, sino que, secundando sus aspiraciones, la centra y termina en Dios. Por eso, resulta obvio que, al hablar aquí de certeza, no nos referimos a la certeza verificable empíricamente, sino a la certeza de fe, que es tan vital como la empírica y, desde luego, más segura. Creer en los hombres es bueno, pero siempre queda la duda de que se pueden equivocar. Creer en la ciencia es de prudentes, si bien nos dejará clara la conciencia de su limitación. No obstante, creer en Dios da al hombre la garantía de que él no se engaña ni puede engañarnos. Cuando está por medio la palabra de Dios y esta palabra es aceptada sin reservas mentales por el hombre, éste tiene la seguridad absoluta de que esa palabra se cumplirá. Pues bien, es palabra de Dios, dada a los hombres sin distinción ni recortes: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá». «El que cree en el hijo de Dios, tiene en sí el testimonio de Dios}} (Jn 5,10). «Pues que todo el nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4). Dios ha empeñado su palabra: la fe reporta la victoria sobre el mundo, en el que reina la muerte y el pecado, a los que Cristo venció con la suya. Pero esta victoria para cada hombre será cumplida, no sólo por la muerte y resurrección de Cristo, sino en cuanto esta muerte y esta resurrección las incorpora a su vida, mediante una opción radical y definitiva. No en vano se gloría de ser libre. Siéndolo, tiene que aceptar la libertad

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con todas sus consecuencias. Una, y decisiva, para su realización plena es suplir «en sí lo que falta a la pasión de Cristo». Que en palabra de san Agustín se traduce: «El que te creó sin ti, no te salvará sin tu cooperación». La aceptación voluntaria de la fe no impide el desarrollo de sus facultades totalitarias, sino que las potencia. Quien compare la actitud de fe con la situación de cataléptico, lee el evangelio al revés y muy difícilmente se le podría excusar de manipular sectariamente su texto. Aunque el pecado y la muerte continúan paseándose triunfalmente por el mundo, están encadenados por la cruz de Cristo, de tal suerte que sólo pueden dañar a los que voluntariamente se les acercan. El perro encadenado sólo muerde a los que se les ponen al alcance de su boca. Cristo al morir ha penetrado en el corazón de la tierra. Bajó a los infiernos y no al infierno. «Los infiernos constituyen para el mundo antiguo la situación de todos los muertos». Estos vivían, en «el hades para los pagal)os y en el sheol para los judíos», una vida de tinieblas para unos y de felicidad en tono menor para otros. Los infiernos significan plenamente las partes inferiores o íntimas de la tierra 8. Jesús es el vencedor que pasa revista a todas sus conquistas. En su primera venida su conquista fue cumplida; pero dejó en libertad, no impuso su dominio definitivamente, sino que sólo lo propuso como medio y garantía para que el hombre libre obtuviese la victoria que él obtuvo. No los llama esclavos, sino libres. Resucitado, continúa «en el mundo, en su núcleo y en sus estratos más ínfimos. Ha comenzado la trasformación del cosmos». Al hombre, interlocutor válido para Dios, le toca proseguir esa transformación, desde el momento que toda transformación supone un proceso y en ese proceso están inmersos los hombres, de grado o a disgusto. Son libres para ser activos o remisos, para ofrecerse a cooperar o negarse a ella. Cristo tiene siempre la iniciativa, porque sin su gracia es imposible esta cooperación. Si Cristo ha tomado las riendas de ese proceso de transformación, en cuya cúspide está él, y hacia él conduce con su gra8

L. BOFF, o.c., 200.

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cia y su luz a toda la humanidad, la esperanza de ser transformados en Cristo y por Cristo se convierte en certeza. ¿No dice san Pablo que «si Cristo ha resucitado, nosotros resucitaremos con él»? Para los que creen en Cristo y lo aceptan como maestro y modelo, «la muerte después de la muerte» carece de sentido. En cambio, para los que no creen, «en el fondo, debería ser un hecho normal». Carece de sentido, porque «los que reconocen a Dios como creador y Dios de los vivientes y, correlativamente, definen al hombre como imagen y semejanza de Dios», consideran imposible la nada absoluta como propia finalidad. «Si la realidad humana de Cristo, en la muerte, quedó inhiesta en el fundamento cósmico, que coaduna radicalmente todo el universo y es como el punto gravitatorio de todos sus estratos, entonces Cristo, en su humanidad somática, vino a ser el fundamento real y ontológico de una situación salvífica total para todo el género humano. Todos los hombres sin excepción pueden tomar contacto corporal con Cristo, un contacto, por cierto, a través de la realidad cósmica a la que todo hombre está esencialmente vinculado. Porque la existencia está trascendentalmente referida al mundo. El mundo es la dimensión esencial de toda actividad espiritual humana. El alma del hombre está sustancialmente unida con el ser material» 9. No son estas expresiones pretenciosas e hijas exclusivamente de la reflexión intelectual, sino legítima paráfrasis de lo que dice san Juan: «Lo he ya enaltecido y volveré a enaltecerio... Ahora va a realizarse el proceso de este mundo: el capitán de este mundo va a ser ahora depuesto. Yo, a mi vez, a todos voy a atraérmelos cuando me alcen de la tierra» (Jn 12, 28-32). «Alude, sin duda, a su alzamiento en la cruz y al cielo. Porque entonces inaugura su reino de amor y de convicción» lO. Inequívocamente, este lenguaje tiene sentido desde el prisma de la fe. Mas como para un creyente hablar desde la fe y desde la razón debe resultarle igualmente normal al reflexionar sobre la realización plena del hombreen el amor, la fe es absolutamente imprescindible. 9 L. BOROS, El hombre y su última opción, Verbo Divino, EsteBa 1972, 194-195. 10 M. MIGUENS, Amor y libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971, 312.

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Si se piensa en la realización humana, en la profesión, en el trabajo, en la vida de cada día, no es preciso acudir necesariamente a la fe. Bastaría la razón. Pero ¿qué realización es esa que, teniendo como meta la muerte biológica, nos precipita en la nada absoluta? ¿A dónde van a parar las más íntimas aspiraciones del hombre? ¿A qué se reduce su deseo de pervivencia? Se ha dicho que al hombre se le define por su razón y por su corazón, con todas esas otras cualidades que de ellos se derivan. Ni su razón ni su corazón se agotan aquí y ahora. Sin duda que tiene el deber de ejercitarlos adecuadamente mientras vive en el mundo, si, en efecto, aspira a realizarse, y ambos en armonía e íntima colaboración. Si falta esta armonía, se resuelve en frustración. Observa y piensa en ese profesional que ejerce su profesión por un imperativo de vida, no por vocación. Piensa y observa a ese sacerdote para el que su pretendida vocación se convirtió en profesión obligada, porque su subsistencia lo exige. Medita en ese trabajador manual, con indudablq; cualidades de artista, pero atado a su trabajo porque la situación económica, el autoritarismo paterno, la condición social y familiar se lo impusieron. A todos los encadena la necesidad, la razón de vivir. No se sienten realizados, porque no están en el sitio a que su vocación los llama. Lo ideal sería que cada uno estuviese allí donde racionalmente desea estar, sin recortes obligados en su vocación y legítimo deseo. Esto sería lo ideal. Ideal al que apunta directamente la fe. Cambiar de profesión, cuando ésta no coincide con la verdadera vocación, es un derecho del hombre. Que no todos y en cada caso puedan ejercitarlo, por los motivos y circunstancias que sean, bien de orden económico, bien de orden social, bien de orden religioso, no le priva de su categoría de derecho. Porque la libertad en la práctica del bien nos la devolvió Cristo, y trabajar según y conforme a la propia vocación es uno de los bienes más estimados por Dios y por los hombres. El proceso de transformación ha comenzado con la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Esta muerte, que precede a su resurrección, comporta «la transfiguración del cosmos. Esta comprensión nos aclara el significado de la afirmación de la fe en la instrumentalidad universal de la humanidad de Cristo».

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Si todos los hombres pueden tomar contacto con Cristo a través de la realidad cósmica, «al morir, cuando penetran en el corazón de la tierra, se encuentran con la presencia del Señor resucitado y cósmico, y entonces se produce la gran decisión y el gran encuentro» 11. En esta decisión y en este gran encuentro se agotan también todas las posibilidades de amar y de conocer; porque conociendo a Cristo tal cual es, su curiosidad por saber no aspirará a más y su capacidad de amar se sentirá plena y decididamente satisfecha. Si se acepta esta realidad, si se acepta este encuentro por la fe y la esperanza, la vida del hombre entra desde ahora en la recta de la plenitud para culminar en ese misterioso más allá, para culminar en el cielo. Al fin y en última instancia, el cielo consiste en plenitud de amor y en plenitud de conocimiento.

2.

Doctrina de la Iglesia

La Iglesia, como depositaria de la revelación, habló y habla sobre el cielo. Los que se sienten sus miembros no pueden apartarse de su magisterio. Si se apartan, ¿quién garantizará la autenticidad de sus afirmaciones? La palabra de Dios es «pronunciada siempre dentro de la palabra humana». El evangelio es la palabra de Dios fijada humanamente en un texto, cuyos primitivos códices difieren y se discuten. Si el mundo cristiano hubiese de aceptar simultáneamente estas diferencias y todas estas discusiones y no estuviese obligado a aceptar únicamente el texto recogido y depositado en la Iglesia, el subjetivismo más informe estaría en plena y libre circulación y, por tanto, los arribistas podrían pescar a sus anchas. A estas alturas sería imposible reconocer el contenido de su verdadero mensaje. La Iglesia es el cuerpo en que la palabra de Dios vive y a ella corresponde su custodia. En cuanto institución fundada por Cristo, es la más firme garantía y la más eficaz prueba de que Cristo continúa entre los hombres y de que su Espíritu se les comunica, como lo demuestran veinte siglos de existencia. Así es como, fundándose en esa palabra, la Iglesia ofrece «una descripción razonable de esa famosa e intrincada mansión 11

230

L. BOFF,

O.C.,

205.

celeste. Pero- siempre en una actitud de suma reserva». Ella se pronunció después de que los Padres habían hablado, y habían reflexionado sobre el cielo: 1) Como comunidad de vida. Si el hombre nace para convivir, porque «no es bueno que el hombre esté solo», los Padres acentúan este aspecto de la mansión celestial. San Ambrosio y san Agustín son sus mejores portavoces. San Beda el Venerable, por su parte, afirma que el cielo consiste «en el gozo de la sociedad fraterna». La leyenda china, a que se ha hecho referencia, es muy expresiva en este sentido. 2) Como visión de Dios. Los mismos Padres que hablan del cielo como comunidad solitaria y feliz, hablan de él como visión de Dios. Hacen hincapié en la visión intelectual, de tal suerte que, en la Edad Media, los escolásticos se dividieron el campo, al definir en qué consiste la esencia de la visión beatífica. Naturalmente que la respuesta estaba en consonancia con lo que pensaban en orden a la primacía de las facultades humanas. Los que le daban preferencia a la voluntad, dirán que consiste en el amor, y los que optan polla inteligencia, que en el conocimiento. A buen seguro que estas disquisiciones de escuela le tienen sin cuidado al hombre de hoy, más dado al pragmatismo que a la especulación. El hombre no es sólo inteligencia y voluntad. Es, además, sentimiento, imaginación, sentido estético, intimidad, tiempo y espacio, teoría y práctica. Pero este hombre, por muy de hoy que sea, valora la verdad, la bondad y la belleza. ¡Que entiende estos valores a su modo! De acuerdo, pero continúan siendo valores para él. Por eso, no es insensible cuando a Dios se le presenta como la personificación de la verdad, de la bondad y de la belleza. Y si se prosigue en esta línea y se le habla de justicia, de equidad, de misericordia, de comprensión, de amor benevolente, de respeto a la libertad, al menos suspende el juicio. Duda de sus convicciones. Y entonces es cuando tienen eco en su interior aquellas palabras de san Matco: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Verán y ven, porque «tienen un gozo que no se da a los impíos, sino a aquellos que quieren gratuitamente. El gozo de los cuales eres tú mismo», ¡oh Padre nuestro! 12. 12 SAN AGUSTÍN, Obras de San Agustín JI. Las Confesiones, BAC, Madrid 19743 , 10-12.

231

3.

Documentos eclesiásticos

Fundada en la tradición e iluminada por la revelación, la Iglesia, siempre en una actitud de prudente reserva, que nada tiene que ver con el titubeo, se ha declarado solemnemente. Resultaría complicado y al margen del tono de estas reflexiones hacer una síntesis de todos los documentos eclesiásticos que tratan del cielo. De ahí que me ciña a tres:

3.1.

«Benedictus Dominus»

El papa Benedicto XII, en su constitución «Benedictus 00minus», aborda magisterialmente el problema del cielo como mansión de los bienaventurados, aunque ello no impide que su documento fuese controvertido. Habla en la línea trazada por la tradición. Superado el umbral de la muerte, los creyentes se realizan en plenitud mediante «la visión de Dios». Su aserto enraíza en la Sagrada Escritura, por cuanto san Pablo, en la primera carta a los Corintios, hablando de la caridad, después de darnos o trazamos un cuadro acabado de la misma, afirma que la caridad «no caduca» (1 Cor 13,8); mientras que todos los demás dones son fragmentarios, porque «de hecho, en el tiempo presente miramos con ayuda de un espejo, en un enigma; entonces, en cambio, miraremos frente a frente. En el tiempo presente, tengo un conocimiento fragmentario; entonces, en cambio, tendré un conocimiento inmediato, lo mismo que también Dios lo tiene de mí» (1 Cor 13,12). Seguramente que el haber sido discutida la constitución de Benedicto XII es debido a los términos de su formulación, no a su contenido. La formulación es la letra. Aceptémosla, pero ahondemos en su contenido, en su espíritu. Dejemos de lado el lenguaje de los hombres, reflexionemos «entre cristianos maduros con una filosofía, pero con una filosofía que no es de este mundo, sino con la filosofía de Dios, consistente en un misterio. La que no llegó a percibir ninguno de los soberanos de este mundo; que si hubieran llegado a percibirla, no hubieran crucificado al Señor, rey de la gloria» (1 Cor 2,6-9). Estamos muy mal acostumbrados. Se nos da la fórmula y ya nos sentimos exonerados de todo esfuerzo mental en orden a clarificar su contenido. De ahí que se haya caído en el mismo 232

pecado que Cristo recriminaba a sus contemporáneos. Estos se aferraban a la letra de la ley y, de esta suerte, preferían sus prescripciones al mandato divino. Dios habló a los hombres, a su pueblo, por medio de los profetas, pero llegada la plenitud de los tiempos «es el Verbo, la palabra, y no la ley, la escritura, quien se encarnó entre los hombres», dirá Unamuno 13. La visión de Dios, frente a frente, en el «más allá», «hace que todas las almas de todos los santos, que salieron de este mundo antes y después de Cristo ... inmediatamente después de la muerte, o de la purgación, los que la necesitan, están y estarán en el cielo con Cristo ... , viendo la esencia divina», afirma la Benedictus Dominus. Es fácil advertir las preferencias por unas tesis escolásticas y el silencio que se guarda sobre otras. Sin embargo, aunque explícitamente no se mencione el amor como parte constitutiva de la bienaventuranza en la constitución comentada, no es difícil darse cuenta de su coincidencia con san Pablo, quien asegura, en el v. 13 del mismo capítulo, en la primera carta a los Corintios: «En realidad ahora continúad existiendo la fe, la esperanza y la caridad; pero más importante entre ellas es la caridad». Y san Pablo no habla en términos de filosofía humana, sino en los de la filosofía de Dios. Será, por tanto, el amor lo que realice al hombre en la vida eterna, sin que ello comporte la negación del conocimiento, porque «nada es querido sin ser conocido». Tanto más cuanto que la fe y la esperanza pierden su razón de ser, pierden su objeto, dado que allá se verá lo que se cree y se poseerá lo que aquí se espera.

3.2.

Concilio de Florencia

El concilio de Florencia abunda en la misma línea de la constitución Benedictus Dominus. «Los bienaventurados intuitivamente ven al Dios uno y trino, tal como es; sin embargo, unos con más perfección que otros, conforme a la diversidad de sus merecimientos». Tampoco es nueva esta forma de expresarse, sino que refleja la del sagrado texto: «En casa de mi Padre hay muchas mansiones», «si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo», «todos corren, más uno solo recibe el premio», etc. 13

M.

DE UNAMUNO, O.C.,

53.

233

Dios es absolutamente simple. Estas distinciones no encajan, por consiguiente, en su divino atributo. ¿Habrá que insistir en que las expresiones y los giros de los autores sagrados portan un mensaje, tienen un contenido? ¿Habrá que recordar que el espíritu late en la letra? Este hay que descubrirlo, a él se ha de atender, en él nos hemos de fijar, tanto más cuanto que en la misma Sagrada Escritura se encuentran y aparecen pistas suficientemente luminosas para ello: «Los últimos serán los primeros», «hoy estarás conmigo en el paraíso», «al que tiene poco, lo poco que tiene se le quitará». Amén de la base bíblica, si se ahonda sobre el texto conciliar, se descubre la coordenada sobre la que está redactado. Esos grados, esa participación no se refiere a que Dios se deje ver más o menos, a que Dios se comunique más a unos que a otros, sino a la capacidad receptiva de los bienaventurados. Dios es todo para todos, aunque unos abarcan más, ven más que otros, según la capacidad de cada cual. Una serie de vasos: unos tienen capacidad para veinte, otros para diez, otros para cinco. Todos están llenos, no pueden recibir más líquido. Su capacidad está colmada. La capacidad de percepción es relativa, la fuerza del amor en unos puede más y en otros puede menos; sin embargo, todos consiguen en el cielo su plenitud, porque todos aman y conocen tanto cuanto su capacidad les permite. La equidad será la confirmación de la suma justicia y de la eterna bondad.

3.3.

Concilio Vaticano JI

Han pasado muchos años desde que la Iglesia se pronunció en el concilio de Florencia. No sólo han pasado muchos años, sino que han pasado muchas cosas. Y esta misma Iglesia, que reunida habló en Florencia en 1458, habla en el Vaticano lI. No dice nada que se oponga a lo que había dicho en Florencia y, sin embargo, acentúa aspectos que entonces apenas afloraban. ¿Es que la Iglesia cambia? Precisamente, he aquí una de las manifestaciones de que la Iglesia, teológicamente, es eterna. Permaneciendo siempre la misma, busca, trata de encontrar el lenguaje adecuado para que los hombres, a quienes en la actualidad se dirige, capten su mensaje de salvación eterna. 234

La constitución Lumen gentium, sobre todo en los números 48 y 49, habla de la bienaventuranza, de la vida eterna. No define solemnemente nada nuevo, nada que no haya dicho la constitución Benedictus Dominus y el concilio florentino, pero sí pone de relieve un aspecto muy de actualidad en la teología católica -dicho sea con toda la consideración que debiera haberse tenido siempre-: «Son bienaventurados los que están con Cristo». Esto es, el cristocentrismo en el mundo católico es, llamémosle así, un postulado, porque, «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes él quiera revelárselo». Este aspecto que el Vaticano II pone de relieve, se le presentará con claridad a todo el que lea con atención la constitución Lumen gentium; porque «la realidad humana de Cristo es el único lugar de encuentro entre el hombre y Dios». La instrumentalidad de la humanidad de Cristo es el sacramento de salvación para todos, porque «el que no está con Cristo, está contra él». Cristo es el centro. A partir de él, la historia de la humanidad se divide. L~ cruz es el signo divisorio. Por eso, ¡qué hermosa y qué significativa es la expresión evangélica «el velo del templo se rasgó en dos partes»! Los de una y otra parte sólo le tienen a él como referencia. Si el hombre de hoy mira a Cristo con seriedad, no abrigará ese sentimiento que, no cabe dudarlo, abriga de ser un náufrago, «arrojado sobre una isla solitaria y desconocida en la que se cree solo y abandonado a sus propios recursos» 14. La sensación de soledad le tienta, porque se siente engañado, tanto más cuanto que ha perdido el sentido de Dios. Cristo, como referencia, «camino, verdad y vida», no le pide que marche por la vida solo, triste y amedrentado ante ese misterioso más allá. La pide seriedad y decisión: «Ved que estoy a la puerta y llamo; el que me abriere, Yo entraré en él y tomaré el alimento con él». No puede el hombre salvar su fe fiándose sólo de sus recursos. Le conviene reflexionar. Le conviene saber que la fe es certeza. Razonable. Es bueno que ensaye su libertad. Debe saber que la fe es libre. Respuesta de amor. Y le conviene ofrecerse a los efluvios del amor que bañan el mundo. Debe saber que la fe es sobrenatural. Hace de él una <
Ch. MOELLER, Literatura del Siglo XX y Cristianismo. 11, Gredos. Ma-

drid 1958. 20.

235

Pero le es preciso saber también que todas sus libertades, que todas sus verdades, que todos sus amores «son reflejo de una verdad, de una libertad, de un amor eterno, el de Dios» 15. Haz esta prueba, ensaya este ejercicio y me atrevo a prometerte que la sensación de naufragio se trocará en firmeza de esperanza, en sensación de solidaridad y gozo y de íntima convivencia. Personalmente, no te pido optimismo, pero mucho menos te ofrezco el narcótico del miedo. Te pido seriedad al acercarte a la augusta persona de Cristo y te prometo éxito, porque él puede y quiere darte esa vida que con tanto anhelo buscas. Puede, porque es omnipotente y quiere, porque para eso «se encarnó entre los hombres)).

4.

Cómo se llegó a la formulación del cielo como estado

Con las reflexiones sobre el infierno intentamos llegar a la convicción de que esta tremebunda realidad es definida después de un largo e ininterrumpido proceso. Las definiciones dogmáticas sobre el cielo han tenido un rodaje similar. Corren parejas, pero cada una en su dirección. La vida de ultratumba es aceptada, no sólo por el mundo de la Biblia, sino también por el extrabíblico. Tanto en uno como en otro, apenas se puede hablar inicialmente de vida; porque la vida que llevaban los muertos en el sheol y en el hades era una cuasi vida. Era una vida umbrátil, al margen del elemento moral. En una segunda etapa, ya se hace diferencia entre fieles e infieles, entre buenos e impíos. Ya cuenta la sanción y la retribución. Aparecen los fieles, cumplidores de la ley, en un compartimento y los que no la cumplieron, en otro del mismo sheol. En la Grecia pagana, serán los filósofos, y no los poetas, quienes introduzcan en el más allá el baremo de la moral. Sobre todo Platón tiene sugerentes ideas en esta línea. Sin embargo, en el pueblo de Israel se da un fenómeno curioso. En el principio, el respeto, el culto a los muertos debió 15

236

Ch.

MOELLER, O.C.,

11,447.

estar muy extendido y debían gozar de gran veneraclOn por cuanto se les invocaba y se pedía su mediación. Se les daba el nombre de elohim, que quiere decir «ser divino». El segundo libro de Samuel cuenta cómo Saúl, temiendo ante el ejército de los filisteos, trata de conocer la voluntad de Dios. Samuel había muerto y el rey no tiene a quien preguntar; así que, «obligado por la necesidad», va y pide la intervención de una pitonisa. Por los ragos que ésta le trazó, comprendió Saúl que era Samuel, y entonces «se inclinó con su rostro hasta la tierra, y le hizo una profunda reverencia». «¿Por qué me has inquietado haciéndome aparecer?~~ (2 Sam 28,15). «¿Por qué me preguntas habiéndose retirado de ti el Señor y pasado a tu rival?» (2 Sam 28,16). Porque se le daba excesiva importancia a los muertos, el yavismo emprendió una intensa y sistemática campaña contra su evocación. Entendía que, con ella, el pueblo minusvaloraba el culto de Yavé. Se me ocurre que esto es uno de los movimientos pendulares de que la historia ~ tan rica: para evitar un extremo, se cae en el opuesto. Con esta campaña, al pueblo hebreo «se le cerraban las puertas del más allá y se le fija su atención en las retribuciones temporales». La campaña fue eficaz, porque el apego a las retribuciones terrenas afloraba con demasiada pujanza en los mismos contemporáneos del Señor. El concepto de un mesías-caudillo, la petrificación de la alianza en la letra de la ley, el exagerado cuidado por lo exterior con olvido del corazón ... , son otras tantas manifestaciones de esa mentalidad. Por desgracia continúa, después de veinte siglos de cristianismo, esa misma mentalidad. Con dificultad, nuestros creyentes son sensibles a la oración de alabanza, de acción de gracias, de bendición. Entienden el sentido de la oración de petición. Saben pedir ayuda, como Saúl, en los momentos de apuro, en situaciones comprometidas en el orden material. El «fiat voluntas tua» , el «no se haga mi voluntad sino la tuya», el «he aquí la esclava del Señor», siguen siendo lecciones para fuertes, para hombres de temple, para almas selectas. Este retroceso, sin embargo, no supone la negación de la vida futura. Es verdad que, «cuando hay que evocar esperanzas para después de la muerte, no se evoca otra cosa que el gran renombre, entre los supervivientes, para el héroe 237

muerto». Con todo, movidos nuestros antepasados por mecanismos psicológicos de esa cuasi vida, de esa vida umbrátil que los muertos llevan en el sheol, pasan a la esperanza de la resurrección nacional, y de ésta a la individual. Medio siglo antes de la era cristiana, el concepto de resurrección individual era familiar a los judíos. El autor sagrado del segundo libro de los Macabeos, llevado por el deseo intenso de la resurrección nacional y el de salvaguardar la justicia de Dios, concluye con la firme esperanza de la resurrección personal 16. Entramos, pues, en picado en la línea magisterial de la Iglesia. Porque se busque la coherencia en el proceso que lleva a la Iglesia a formular sus tesis dogmáticas sobre el cielo, no por eso se minimiza el hecho de la revelación. No, sino que se intenta recordar y dejar muy claro que la revelación viene a garantizar las aspiraciones más íntimas del hombre. «No ha descendido del cielo con señales evidentes un texto divino», sino que se advierte que «en el fondo del texto literal sagrado está implícitamente la revelación que Yavé hizo de sí mismo, fundamentalmente, como Dios de justicia y de fidelidad a sus promesas. El proceso de pensamiento, avivado por circunstancias diversas, llevará a sacar todas las consecuencias de la justicia de Dios en la que estaban contenidas. El fin de este proceso culmina, elocuentemente, con la muerte y la resurrección de Cristo. Cristo ha resucitado; «al morir, cuando el hombre penetra en el corazón de la tierra, se encuentra con la presencia del Señor resucitado y cósmico. Entonces es también cuando se produce la gran decisión, el gran encuentro» 17.

5.

Conclusión

A nadie se le niega una oportunidad para la opción definitiva. A la hora de nona el hombre podrá optar por el cielo o por el infierno. He aquí la razón por que se dice que la fe en Dios, justo y benevolente, comporta la existencia de la vida 16 Recomendaría el artículo de JOSÉ ALONSO de «Biblia y Fe» de mayo-agosto de 1977. 17 L. BOFF, o.c., 205.

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DÍAZ

publicado en el número

eterna y ésta, a su vez, exige el juicio. La revelación de Dios Padre, revelación por antonomasia en Cristo, confirma y garantiza esta realidad. «Lo más característico del cristianismo es la paternidad divina, el hacer a los hombres hijos del Creador, no criaturas meramente, sino hijos». Tenemos a Dios por Padre. Un Padre que todo lo sabe y es omnipotente. Un Padre que no puede querer para sus hijos cosa mala. «¿Qué hijo pide a su padre pan, y éste le da un escorpión?». Entonces, todo lo que le ocurra al hombre durante su vida se le convertirá en bien, porque todas las cosas están dispuestas por el Padre. «¡Padre! Nuestros hijos buscan nuestro arrimo. El hijo dirige a su padre una mirada consciente y le pide, no un favor positivo, no un acto que fomente su vida, sino una mera caricia. ¡Papá!, me llama mi hijo, y si le respondo ¡qué! lo siente, quiere que le diga ¡querido! Y se arrima a mí, se aprieta contra mí y allí se queda, gozándose en sentir mi arrimo y mi contacto, en tenerme junto a él, y volviendo, de cuando en cuando, sus ojos a los mío~ para ver que le miro con cariño. Así con nuestro Padre Dios» 8. y este cariño, esta solicitud de Padre se puede saborear, no sólo en el más allá, sino aquí y ahora. Lo contrario «es desconocer la auténtica dimensión del premio escatológico. Si éste viene concebido como plena vivencia del amor, es obvio que ya en este mundo puede ser disfrutado, si bien con las limitaciones lógicas inherentes al hombre». Cuando Jesús proclamó en el sermón de la montaña las bienaventuranzas, no dijo que los pobres, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón... serían bienaventurados, sino que desde ahora y aquí lo son. «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que lloran)), no porque son pobres ni porque lloran, sino que a pesar de su pobreza y de sus lágrimas pueden ser felices porque se sienten hijos de Dios, que es Padre, y, por ser Padre, no puede querer para ellos cosa mala. Entonces el cielo empieza aquí y así hay que presentarlo. Presentarlo como una realidad del futuro que empieza con el presente. Esa felicidad que experimenta el hijo al arrimo de su padre la puede vivir y experimentar aquí quien crea y ame a \8

M. DE UNAMUNO,

O.C.,

54-55.

239

Dios en Cristo y por Cristo. Lo de san Francisco de Asís: «Ahora sí que puedo decir con verdad "Padre nuestro que estás en los cielos"». Y decía esto precisamente cuando se había despojado de todo lo terreno. El gesto es significativo en su espíritu, pero no exclusivo en su materialidad.

240

11.

La resurrección de Cristo

«Vnicamente contemplando la totalidad de la vida de Cristo podemos formarnos una imagen de la entera existencia cristiana, tal como Dios nos la ha dado y como de nuestra parte debe ser». Porque, «si es verdad que no podemos perder de vista al crucificado, no lo es menos que éste resulta incomprensible si no se cree verdaderamente en él en cuanto resucitado que, a través de la muerte, ha enrrado en la vida de su Padre. En la resurrección redondea él su destino de vida» l. Y redondea el nuestro, dado que si «Cristo no ha resucitado, ilusoria es nuestra proclamación, e ilusoria es también nuestra fe» (1 Cor 15,14). La resurrección es el eje y centro del cristianismo. Por eso, al planteárnosla, es obligado hacerlo bajo el prisma de la fe. Esto es, tenemos que partir de que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. De lo contrario todos los hechos que históricamente la avalan probarían a lo más un fenómeno natural. Es decir, reflexionar sobre la resurrección de Cristo «fuera de un contexto teísta, no sería hablar de una obra directa de Dios, sino de un simple hecho de la naturaleza» 2.

1.

Hechos relacionados con la resurrección de Jesús de Nazaret Afirmar que Cristo ha resucitado en un mundo en que el

1 K. RAHNER, Meditaciones sobre los Ejercicios de san Ignacio, Herder, Barcelona 1971, 234. 2 K. E. STEVENSON y G. R. HABERMAS, Verdetto sulla Sindone, Queriniana, Brescia 1982, 182.

241

culto a la razón es el único reconocido y aceptado, sería lo mismo que escribir el más bello poema en la arena. Pero hablar de pruebas históricas, de hechos humanos que la atestiguan, negarla, sin más, sería contradecirse; porque el prejuicio naturalístico, aunque no acepta ninguna implicación de lo sobrenatural, no puede negar los hechos reconocidos por casi todos. Estos hechos pueden resumirse en ocho, siendo benévolos con los más exigentes: 1. En la actualidad, todos los exegetas están prácticamente de acuerdo en afirmar que Jesús de Nazaret es un personaje histórico, que murió crucificado y que su cadáver fue depositado en un sepulcro. 2. Que su muerte impresionó de tal manera a sus discípulos, que éstos perdieron toda esperanza. Lo que equivale a perder todas sus ilusiones, todas las garantías puestas en el Maestro durante su vida. 3. Según muchos estudiosos contemporáneos, el sepulcro fue encontrado vacío algunos días después. No obstante este hecho, por ellos presenciado, no fue suficiente para que creyesen. 4. Todos están conformes en aceptar, sin embargo, que estos discípulos, a los pocos días de hallar vacío el sepulcro, empezaron a afirmar, en contra de la opinión del poder civil y del poder religioso de aquel entonces, que Jesús había resucitado. Que en su vida se ha verificado un cambio tan profundo como supone pasar de la desesperación a la certeza de que el Maestro tenía razón en todo lo que les había dicho durante su vida mortal. 5. Esta convicción profunda los decidió a predicar en público que «ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado, Dios lo ha resucitado realmente». 6. La historia refiere incluso que la Iglesia cristiana nació y se desarrolló al calor de esta afirmación: «Jesús ha resucitado de entre los muertos». 7. La mayor parte de los exegetas añade que Santiago, a quien hace referencia san Pablo (1 Cor 15,7), era un escéptico que se convenció, una vez que el mismo Jesús resucitado se le había «hecho ver», y reconocen que fue uno de los primeros jefes de la Iglesia naciente. 8. Por último, todos coinciden en que Saulo de Tarso fue 242

un ardiente perseguidor de los cristianos, que se convirtió a la causa que perseguía, porque también a él se le apareció (1 Cor 15,8). Son un mínimum de hechos históricamente ciertos, que los que no creen están obligados a contrastar de forma razonable, para que sus conclusiones merezcan los honores del respeto. Los hechos no pueden negarse alegremente, cuando son aceptados por lo más granado entre los estudiosos de todas las escuelas. Hay que buscar una explicación.

2.

Soluciones al «hecho» del cristianismo

Efectivamente, las explicaciones son muchas y muy variadas. Como por exigencia de la índole de este libro no es posible reseñarlas todas y sobre todo juzgar su valor, será bueno resumir todos los hechos apuntados entdos fundamentales, y las soluciones en cuatro, que, por lo demás, comprenden todas las otras. Esto simplificará nuestra reflexión y con ello ganará en claridad. El «hecho cristiano» se basa en dos acontecimientos: 1. La existencia de Jesús de Nazaret: es un personaje histórico, vivió y murió como viven y mueren los hombres. 2. Este personaje dio origen a un movimiento religioso que se extendió inexplicablemente, a pesar de la oposición abierta y tenaz de los poderes fácticos de entonces. Estos dos acontecimientos, con todo lo que comportan, fueron y continúan siendo objeto de estudio e investigación apasionados, sobre todo a partir del siglo XVIII. Se intentaron explicaciones para todos los gustos. Cuatro particularmente llaman la atención y las cuatro tienen como base y fundamento de sus conclusiones los cuatro evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las epístolas católicas. Recordar que el cristianismo es una experiencia religiosa, vivida por Jesús de Nazaret, que «murió bajo el poder de Poncio Pilato y que resucitó de entre los muertos en Jerusalén», es una afirmación que testifican hombres dignos de crédito. En torno a esta tesis y partiendo de este hecho gira la historia del cristianismo. Alguien, que no peca de partidista, dado que es un impug243

nador cualificado de la misma existencia histórica de Jesús, ha dejado escrito: «La historia de occidente, a partir del imperio romano, se ordena en torno a un hecho central y a un acontecimiento generador: la representación colectiva de Jesús y de su muerte ... Todo lo que se ha hecho en occidente durante tantos siglos se ha hecho a la sombra gigantesca de la cruz». y Benedetto Croce, pues él es quien esto escribe, que se niega a aceptar cualquier otra religión que no sea la de la libertad humana, «demostró con rigor histórico cómo ha estado siempre presente y viva la palabra de Jesús en todos los movimientos ideales desde cuando resonó por primera vez entre los hombres». El legítimo interés por conocer cada vez mejor el «hecho cristiano» y la pretendida satisfacción por poder encontrar respuestas conformes entre «la razón ilustrada» y el ideal moral que propone, son el origen de la variabilidad y del perspectivismo de los métodos científicos, al menos que intentan serlo, que se han seguido en su estudio. A tres, sin embargo, se pueden reducir esos métodos.

2.1.

El método crítico

La filosofía moderna pretende haber demostrado la imposibilidad de adherirse a los dogmas de la Iglesia católica sin abdicar de la dignidad humana. Hasta tal extremo se creyó en esta demostración que los modernistas, pretendiendo con ello salvar los valores morales y religiosos que esos dogmas entrañan, formularon el «compromiso simbólico». Demasiado aprisa anduvieron estos hombres de finales del siglo pasado y comienzos del presente, porque hasta ahora «la escuela crítica» no ha sido capaz de explicar satisfactoriamente «el hecho cristiano». Es obvio que, al hablar del método crítico, no me refiero «a la altísima, decisiva e mdispensable función que en la interpretación de la Sagrada Escritura desempeña el método crítico moderno», empleado por los exegetas católicos y los teólogos para acercarnos al sentido del lenguaje literario. Sino que pienso en esa crítica reductiva que afirma, dogmatizando, que «el cristianismo es un fenómeno histórico como tantos otros, sin carácter milagroso y sobrenatural».

244

La escuela crítica admite la historicidad de Jesús, mas como encuentra imposible explicarse cómo anduvieron las cosas, dado que niega el fundamento de la fe, establece sus presupuestos afirmando que «fue divinizado por sus discípulos, que le atribuyeron milagros y aseguraron que, resucitado, se había "hecho ver" de ellos». ¿Cómo explica el fenómeno de su expansión? Admite, como válidas, tres hipótesis: 1) Tal vez Jesús fue un predicador ambulante, como tantos otros en aquellos tiempos en Palestina. Por una serie de circunstancias imprevisibles, ocurrió el caso inaudito de ser presentado como «hijo de Dios». 2) Tal vez fue un exaltado que, en su exaltación delirante, se llamó a sí mismo «el mesías», ardientemente esperado por los judíos. Un grupo de fanáticos como él lo creyó y, una vez muerto, se decidieron a convencer al mundo de que, en efecto, así era, porque lo vieron y oyeron después de haber resucitado. I 3) Tal vez los exaltados fueron sus primeros seguidores que, subyugados por la capacidad extraordinaria de su maestro, no se resignaron a que desapareciese de la escena y lo proclamaron resucitado. En verdad que, siendo los evangelios y los Hechos de los Apóstoles las fuentes sobre las que estos hombres ilustres de la escuela crítica trabajan, es alucinante, pero desconcierta la formulación de semejantes hipótesis. ¿Hasta qué punto se les puede reconocer seriedad científica?

2.2.

El método mítico

No hay fanatismo en la pregunta ni tampoco ingenuidad. Es la falta de solidez lo que provoca esta admiración, tanto más cuanto que en el mismo campo de la ilustración aparece la escuela mítica en desacuerdo con los que tales hipótesis formulan. Con la ilusión de liberarse de las objeciones de fondo que a la solución crítica se oponen, el método mítico corta por lo sano, negando todo valor histórico tanto a los evangelios como a los Hechos de los Apóstoles. No es en la historia, sino en la

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mitología donde la presunta existencia de Jesús se funda y, por tanto, el mismo cristianismo. Este tiene por base una leyenda antiquísima, anterior al cristianismo: «Un dios que se encarna, sufre,muere y resucita por la salvación de los hombres». La comunidad de creyentes «ha revestido con este manto mitológico las espaldas de cierto Jesús, del cual no es posible decir nada cierto históricamente». Que existan hombres capaces de ingeniarse soluciones tan temerarias como ligeras, no quita ni pone a la existencia de Jesús y a la expansión del cristianismo. Prueba, eso sí, que Dios permite la posibilidad de la duda sobre su existencia y, por ende, del poder de manifestarse a los hombres como quiere y cuando quiere. Pone de manifiesto la realidad de que no sólo sufrió y murió por los hombres una vez, sino que continúa sometiendo su mensaje de salvación a la crítica demoledora de esos mismos hombres a quienes vino a salvar. Supuesto que el método crítico o sus propugnadores son incapaces de dar una respuesta fiable «a las preguntas, cada vez más graves, que se formulan en nombre de la razón, de la que ellos tanto se glorían» y los que defienden la vía mítica en la actualidad ni merecen los honores de la refutación, aparece un tercer método o forma de solución. 2.3.

El método espiritual

Muy raras veces acuden los naturalistas de nuestro tiempo a las soluciones crítica y mítica para explicar los hechos evangélicos y paulinos. «Prefieren reinterpretar la Sagrada Escritura y proponer una resurrección espiritual». Lo que importa, para ellos, no es que Cristo haya resucitado, sino que los discípulos lo creyeron así. Jesús estaba vivo en su mente y «continúa viviendo en la de aquellos que creen en él, en la medida que interpela existencialmente al hombre de hoy». Esta concepción de la resurrección no tiene cabida en la interpretación cristiana de la Sagrada Escritura. No en vano dicen estos nuevos escépticos que es preciso reinterpretarla. No tiene cabida, porque tropieza frontalmente con el tan conocido texto de san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es hueca, estáis todavía en vuestros pecados. En consecuencia, también se perdieron los que murieron en Cristo. Si en esta vida en

246

Cristo, no estamos más que con esperanzas, somos los más míseros de los hombres» (1 Cor 15,17-19). Esto es, como traduce M. Miguens: «Si vivir esta vida en Cristo, siendo cristianos, no nos produce más que esperanza sin seguridad y realidad alguna, somos unos miserables».

2.4.

Valoración de los tres métodos

Los dos primeros, como se indicó, tuvieron su auge en el siglo pasado. El primero se fue potenciando a medida que la desacralización de la vida se iba introduciendo en las capas sociales, mientras que el segundo pretendió ser una salida airosa ante las dificultades con que tropezaba la crítica. Para ésta, los testimonios escritos contemporáneos de los hechos describen acontecimientos reales, históricos al menos en buena parte; aunque estos testimonios no se diferencian de otras narraciones, como por ejemplo la que César hace de la Guerra de las Galias. Para la mítica:' empero, los orígenes del cristianismo no se explican por la historia, sino que obedecen a la leyenda, a invenciones más o menos afortunadas de hombres con más o menos imaginación y audacia. No sorprende demasiado que los espíritus que se autollaman fuertes contesten desde siempre la resurrección de Jesucristo, una vez que este misterio es el núcleo de la fe cristiana y que la afirmación de que hoyes tan actual como lo era en sus albores es la garantía bajo la que se ofrece a los que creen en él la vida eterna. En efecto, contestatarios hay muchos, pero no acaban de ponerse de acuerdo en una explicación o teoría que sintonice con los hechos que admiten como auténticamente históricos. Tratan de buscar y de hacer una exposición que los explique naturalmente, pero si logran ligar con uno, tropiezan contra otro; si explican una parte, dejan pendiente otra. Que Jesús de Nazaret «no resucitó, sino que desvanecido fue metido en el sepulcro, y reanimado volvió a reunirse con sus discípulos» es una de ellas, como muestra. Muy poca consistencia tiene para que perdure. Tanto que David Strauss, de la misma escuela, la elimina con un simple raciocinio: aunque hubiese sobrevivido a los rigores de la crucifixión, ¿cómo explicar la salida de la tumba cerrada con una gran piedra? Esta es 247

demasiado pesada para ser removida por un hombre fuerte y sano solo, cuanto más por un agotado y deshecho a causa de una noche de insomnio, los rigores de la flagelación y los malos tratos ininterrumpidos de que había sido objeto. Cualquiera que visite Tierra Santa podrá ver una de esas piedras entre las tumbas que de aquel entonces se conservan. Verá que no se trata de una cáscara de nuez, sino de un bloque de piedra redondo y macizo, nada fácil de manejar. «Que no resucitó, sino que su cadáver fue sacado de noche por los suyos haciéndolo desaparecer». Esta es más sorprendente todavía. ¡Unos hombres sencillos, llenos de miedo a ser descubiertos como seguidores del ejecutado, se atreven a profanar una tumba, sabiendo que era delito castigado con la muerte!. .. Suponiendo que así fuese, ¿cómo explican el comportamiento de las autoridades, ansiosas de que no se hable más de aquel para ellas enojoso asunto? Tendrían en sus manos el cuerpo del delito y, por motivos inexplicables, ¡no hacen uso de su autoridad ... ! Abreviando, tropiezan con tantas dificultades y son tales las objeciones que se les oponen, que ni los mismos que las ingenian creen en ellas. Su fiabilidad, por otra parte, dependerá de la actitud que adopten. La honestidad intelectual exige la ausencia de prejuicios arbitrariamente preestablecidos, de los que no están libres los naturalistas, desde el momento en que, afirmando que no existen fuentes de información que no sean cristianas, seleccionan éstas, aceptando o rechazando su autenticidad según criterio por ellos mismos establecidos. Por lo demás, tienen ante sí un hecho irrefutable: la divinización de un galileo, Jesús de Nazaret. Este fue divinizado por galileos que, si bien de segunda clase, son judíos. El hecho prosperó, tuvo éxito. Los críticos niegan su divinidad. ¿Cómo explican su éxito? Que Jesús, desde que unos hombres sencillos y un fariseo formado por fariseos dijeron que había resucitado de entre los muertos, fue presentado y aceptado como hijo de Dios. sentado a la derecha del Padre, de Yavé, es un hecho que la historia comprueba y que hasta el siglo XVIII se aceptó o se negó sin otras complicaciones mayores. Que tal hecho fue protagonizado, no por egipcios ni por romanos, sino por judíos, también lo atestiguan las fuentes objeto de estudio y de discusión. La divinización de hombres en el mundo pagano era mo-

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neda corriente. En un pueblo que prefiere ser dispersado, sufrir la deportación y la destrucción de su templo antes que colocar al lado de Yavé a un hombre por excelente que éste sea, resulta inimaginable. Para ello es necesario olvidar muchas cosas. Sería preciso cambiar la historia de Israel. Por otra parte, los que se adhieren a la solución mítica están obligados a probar la invención del mito, cuándo apareció, cómo se las arreglaron aquellos hombres, en su mayor parte iletrados, para hacerlo vivir durante tanto tiempo como una realidad. Los mismos partidarios de la solución crítica se encargan de dar cumplida respuesta a estos sus compañeros de viaje. Los sueños innovadores de los hombres del «siglo de las luces» se disipan ante la avalancha de críticas y objeciones incontestables que caen sobre ellos. Se sienten incapaces de dar una explicación coherente a los hechos referidos. Así es como sus seguidores del siglo XX los descartan y orillan, revisando y modernizando el ataque y su disconformidad con la fe. Esta modernización consiste en reducfr, como hemos dicho, la resurrección a un recuerdo en la mente y en el corazón de los que creen en Cristo. Si la solución mítica se descalifica por sí misma y la crítica es incapaz de contestar y resolver objeciones de fondo que comprometen su fiabilidad científica, la reinterpretación de la Sagrada Escritura, o sea «la resurrección espiritual», se derrumba por su inconsistencia ante el texto sagrado. En primer lugar, porque sostener que Jesús no resucitó realmente supone que existe una explicación natural de los hechos que narran los evangelistas. Esta explicación no existe dentro de la ortodoxia católica, y ni siquiera para una crítica medianamente objetiva. En segundo lugar, porque niega su auténtico valor a la expresión tan familiar en el Nuevo Testamento «se hace ven>, como más adelante veremos. En tercer lugar, porque los hechos de carácter histórico que hemos enumerado son una prueba demasiado fuerte para que alegremente se pueda prescindir del hecho real de la resurrección, reduciéndolo a un simple recuerdo. Que las soluciones que se dan al «hecho cristiano», globalmente considerado, sean las mismas que se aplican a la realidad de la resurrección en concreto, nada tiene de particular, una

249

vez que la resurrección de Cristo es el eje y centro de todo el cristianismo, como recordará el lector que se dijo al principio de este apartado 3. Por lo demás, los defensores de la «resurrección espiritual» son inconsecuentes. Me explicaré: si Cristo no resucitó de entre los muertos realmente, sino sólo en cuanto los cristianos lo creen, antes de hablar de resurrección, los efectos a la re-interpretación de la Biblia deben buscar primero un «valor lingüístico al término resucitar» y no emplear el mismo -para evitar equívocos- que hasta ahora se empleó y continuará empleándose en el lenguaje ortodoxo. Se da la afortunada coincidencia, como se ha indicado, que el cristianismo es la religión que se caracteriza por su sentido histórico. «Se distingue de las demás religiones, precisamente, por su carácter histórico. Las religiones de Grecia y de Roma, de Egipto y de la India, de Persia y del oriente en general fueron sistemas especulativos que no cuidaron de buscar ni darse una base histórica. Lo contrario del cristianismo», ha dicho el orientalista Rawlinson. Nuestra religión empezó como una experiencia de vida nueva, vivida por Jesús y transmitida a sus seguidores como tal experiencia práctica, que luego, sobre todo a partir de san Pablo, en contacto con la cultura griega, se sistematizó. El forcejeo entre la teología especulativa y la teología práctica es uno de sus hechos frontales, que resplandece a través de toda su historia.

2.5.

Solución de fe

No cabe duda de que la historicidad del cristianismo ennoblece su racionalidad. Por eso, a fin de coronar esta breve exposición y soslayar el peligro de superficialidad, comprometerse en la solución de fe es nobleza obligada; como obligado es también reconocer a los críticos naturalistas lo mucho que han aportado para que esta solución no sea para los que la abrazan motivo de acomplejamiento intelectual. 3

250

K. E.

STEVENSON

y G. R.

HABERMAS.O.C.,

169.

Si hoy los creyentes no tienen motivo alguno para acomplejarse frente a los que se les oponen, se debe en buena parte a ellos porque promocionaron el estudio crítico del sagrado texto. No serán aceptables sus conclusiones, pero su investigación y sus logros están ahí. No podrán dar respuesta a todas las objeciones de orden histórico, exegético, psicológico y sociológico con que tropiezan las soluciones que ofrecen, pero facilitan la comprensión de la que da la fe. Una afirmación de este alcance pediría al menos un resumen de la argumentación que la avala. Aunque no lo haga, daré pistas: Jesús se presenta como uno de tantos mesías que en Palestina aparecían entonces y aun aparecen hoy. El método crítico lo reconoce como histórico, rechazando, por lo mismo, toda razón de ser a la solución mítica. Reconoce, incluso, que «la verosimilitud y la lógica reclaman que el nombre y la obra de Jesús cayesen en el olvido, como la de tantos otros que en Israel se habían creído algo», dice Guinebyrt. No obstante, tuvo éxito. ¿Cómo lo explican? Los «ilustrados» no dan una respuesta convincente a esta demanda. Aún más, se contradicen, desde el momento en que, declarando faltos de valor histórico los libros sagrados, se dedican a hacer una labor de selección sospechosa: «Este versículo es atendible, aquel ciertamente amplificado, el otro interpolado». ¿De dónde sacan tanta seguridad? El fenómeno social del cristianismo está ahí. Humanamente más se podría esperar el fracaso que el éxito, como indica Guinebert. Porque la muerte ignominiosa de su fundador, el frustrado retorno glorioso que se esperaba muy pronto y que aún no llegó en la forma que se describe, debieran haberlo convertido, no en realidad mesiánica aceptable, sino en escarnio y escándalo para todo el que piense sólo con criterios de razón. Y sin embargo... «Somos de ayer y todo lo llenamos. Sólo vuestros templos quedan vacíos», escribía Tertuliano en el siglo 11. Por otra parte, el radicalismo evangélico encaja muy poco en la blandenguería humana. Las aspiraciones terrenas no son el distintivo de su mística y, no obstante, un gran sector de la humanidad se dejó cautivar por esa mística. Quedan, pues, muchos cabos por atar y muchas antinomias por resolver. Estas antinomias sin solución para la crítica ilustrada, en-

251

cuentran una respuesta fiable en la solución de fe. Respuesta que no basta decirlo, sino que habría que justificarla 4. Messori es un hombre que piensa y escribe sin prejuicios y con honestidad. Busca la objetividad, objetividad que hasta los mismos que excluyen la posibilidad de lo sobrenatural y trascendente le reconocen: «Es un libro inteligente y sincero. Me parece, en definitiva, una confirmación, un control notablemente riguroso de la tesis de la apuesta, del postulado», dice de él Lucio Lombardo Radice. Lombardo Radice no comparte las conclusiones de Messori. Porque «que se trate realmente de una encarnación divina, como piensa Messori, o que se trate, como yo sostengo, de una formidable idea-fuerza que proviene de la excepcional figura de un hombre aparecido en una lejana provincia del gran imperio antiguo, cargado ya con su desintegración, no hace diferencia radical. No digo que no haga diferencia: no hace antagonismo, enemistad, irreductibilidad» 5. A su vez, Gary R. Habermas es un filósofo que actuó como consejero del grupo de los 40 científicos que estudiaron en el 1978 la Sábana de Turín, cuyos resultados están recogidos en la obra aquí citada Verdetto sulla Sindone, modelo, por cierto, de equilibrio y objetividad, de competencia y bien hacer. Por eso, ante estos cualificados del buen sentido se me ocurre que basta con indicar aquí que la «solución de fe» da respuesta cumplida a las dificultades y críticas que abrumadoramente se hacen a las otras tres; a las que ellas no contestan, porque resultan hipótesis impracticables. Son impracticables, porque en definitiva las dificultades, los reparos que se oponen a la solución de fe son todos ellos secundarios una vez que todos están subordinados a la demanda fundamental: «¿Quién es Jesús de Nazaret?». Los evangelios no son una crónica, una biografía en el sentido en que se entienden estos términos. Son manifestaciones de fe a la luz del misterio pascual. Expresan la fe de la primera comunidad cristiana. Y la expresan con tanta sencillez, con tanto frescor, con tanta originalidad que por ello fueron preferidos a tantos otros que se conocen con el nombre de apócrifos. 4 ce la obra de V. MESSORI, Hipótesis sobre Jesús, Mensajero, Bilbao 19852 , 107-156, Y la de K. E. STEVENSON y G. R. HABERMAS. a.c., 163-180. 5 V. MESSORI, a.c., 7-8.

252

Sin embargo, tanto los cuatro evangelios como los Hechos de los Apóstoles y las epístolas católicas, para la solución de fe, no sólo son palabra de Dios, sino también documentos auténticos de la primera hora de la cristiandad, que dan solidez y fiabilidad, racionalidad y, por lo mismo, seriedad a la doctrina revelada.

3.

Los milagros

3.1.

¿Pruebas?

La divinidad de Cristo se prueba por su resurrección. Su encarnación en el hombre concreto Jesús de Nazaret aparece radiante a la luz del misterio pascual, como concluye Messori. De ahí que si alguien intentase probarla solamente por los milagros que realizó durante su vida visibl~ entre los hombres y en favor de ellos, emprendería un camino extraviado, máxime hoy. Porque los milagros realizados por Jesús «no deben ser representados como una ruptura o suspensión de las leyes de la naturaleza», pretendiendo con ello demostrar la omnipotencia del Hombre Dios, sino sencillamente como motivos de credibilidad a la luz de la pascua. Esa presentación se alejaría «del horizonte bíblico, que no conoce tal planteamiento y, por otra parte, no responde a las exigencias de la ciencia moderna, que considera las leyes naturales como un concepto ambiguo, ya que no representan la imagen de la naturaleza, sino la de nuestra relación con ella» 6. Si todo el trabajo que la solución crítica se impone para demostrar si este o aquel hecho narrado en el evangelio como milagro lo invirtiese en comprender y explicar el comportamiento de su realizador, acaso obtendría resultados más aceptables. Los milagros no dan la fe, porque «no son un remedio contra la incredulidad». Y menos si se presentan como «hechos extraordinarios y sobrenaturales que suspenden o rompen las leyes de la naturaleza». Que sean esto, no significa que sea la única forma de presentarlos ni que sea la más adecuada en la actualidad. 6

J. A.

PAGOLA.

Jesús de Nazaret, Idatz, San Sebastián 1981, 278.

253

Jesús no vino a destruir, vino a perfeccionar. No vino a romper, sino a integrar. La concepción que de la vida nos presenta Cristo comporta que «este mundo nuevo que nos revela en los milagros no está en ruptura u oposición con el mundo actual, sino que es precisamente su fin verdadero y su esperanza» 7. De no ser así, con mucha dificultad podríamos encuadrar en su verdadero marco escenas de su vida que afectan a estatutos básicos de la vida familiar: sus relaciones de hijo a madre. Aparece en momentos de su vida terrena tan distanciado de su madre santísima, que podría parecer como una ruptura o una crisis conflictiva entre él y ella. Cuando en realidad no es otra cosa que una nueva pedagogía. Una pedagogía superior. En el templo, donde se queda sin previo aviso. En Caná, cuando se presenta para asistir a una boda. Probablemente en Cafarnaún, con motivo de aquellas noticias que llegaron a la Virgen de que trataban de deshacerse de él. En el Calvario donde a su lado está su madre ... A la solicitud de María, Jesús responde con desabrimiento. Es que «las relaciones entre Jesús y su madre no se desenvuelven al modo normal de cualquier madre con su hijo. En el caso presente es el hijo y no la madre quien toma la iniciativa y determina el género de relaciones mutuas, yeso desde el principio» 8. Por lo demás, la actitud recogida y silenciosa de María nos descubre el velo del misterio, nos introduce en ese mundo nuevo. En efecto, «si queremos sostenernos en la línea trazada en el Nuevo Testamento, no debemos destacar el carácter espectacular, maravilloso, prodigioso de los milagros, en detrimento del carácter de signo y llamada a la fe». De llamada a la fe desde la resurrección. Así lo enseña san Pablo. El apóstol no dice que si Cristo no hubiese hecho los milagros que hizo nuestra fe sería vana, sino: «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe», es vacía, a pesar de los milagros realizados.

3.2.

Prueba histórica de la resurrección

Una vez que las tesis racionalistas, las explicaciones de los 7 8

254

J. A. PAGOLA, O.C., 278. I. LARRAÑAGA, El silencio de María, Paulinas, Madrid 1978, 190.

defensores de un único orden existente, el natural, han sido abandonadas y que los críticos del siglo XX, que no creen en la resurrección, no logran con su intento de «re-interpretación» del sagrado texto reconciliar éste con sus conclusiones, la «solución de fe» queda reforzada desde todos los frentes. Máxime porque en su favor están los hechos establecidos mediante un riguroso procedimiento histórico. Es clave en esta argumentación la experiencia personal que sus discípulos tuvieron. Ellos aseguran que se les apareció resucitado, en plenitud de vida. Pero una vida nueva, que vivía el maestro en todo su ser, en cuerpo y alma. Y su testimonio ocular es preciso y fiel. Si su testimonio es preciso y fiel, bien porque las hipótesis naturalistas no son capaces de explicar esta experiencia, bien porque existen indicaciones suficientes para que no quede lugar a duda, se puede concluir que el acontecimiento de la resurrección de Jesús de Nazaret es un acontecimiento histórico. No en cuanto acontecimiento de fe, porque la fe no es efecto de la investig~ión histórica, sino en cuanto acontecimiento verificable por la historia.

4.

El Jesús de la historia es el Cristo de la fe

«Jesus de Nazaret fue hombre acreditado por Dios entre vosotros con prodigios, portentos y milagros, los que por él obró Dios en medio de vosotros, como vosotros sabéis. Y a éste, por un plan y previo conocimiento de Dios bien definidos, vosotros lo entregasteis y a manos de unos sin ley lo matasteis, crucificándolo. A éste lo resucitó Dios, soltándolo de las ataduras de la muerte, como que no era posible que él fuera detenido en ella» (He 2,22-24). Es un texto tan explícito que los que abogan por una resurrección espiritual no creo que tengan mucho que decir, y los que presentan los milagros como hechos extraordinarios que suspenden o rompen las leyes de la naturaleza, lo pensarán dos veces. El apóstol san Pedro, que lo había negado, jurado y perjurado que no conocía a Jesús, es el que ahora se «planta», en unión de los once, recabando la atención de aquel auditorio 255

que los miraba con aire de desprecio por galileos, pero que no acababa de comprender cómo, siendo pescadores y pequeños comerciantes, se hacen entender de todos, que hablan tan distintas lenguas. Tal debió de ser la convicción con que Simón Pedro se expresó, que aquel mismo día se adhirieron al pequeño grupo «como unos tres mil» (He 2,41). Con todo, algo más importante que el número de convertidos llama poderosamente la atención. Pedro no hace hincapié en Jesús, a quien muchos de sus oyentes conocían o conocieron personalmente -lo conocían, porque ante ellos había desplegado su actividad y había realizado milagros, a pesar de lo cual «no lo recibieron>>-, sino que su acento lo carga en lo que ellos no sabían: «Ese Jesús a quien vosotros conocéis, Dios lo resucitó, librándolo de las cadenas de la muerte». Esta es la gran novedad, es lo que en verdad importa. Hablarles de Jesús como hombre sería lo mismo que hablarles de un muerto. Lo habían visto morir, y morir de muerte infamante. Y «los muertos no tienen poder ninguno para tratar con los hombres, pesar los acontecimientos humanos o ser dueños de lo que constituyó su vida terrena». Ante el anuncio de un muerto, aquellos hombres no hubiesen reaccionado en su favor. Lo más sentirían compasión, pensando que era sujeto de un destino implacable y que llevaba en un lugar, que ellos conocían con el nombre de sheol, una vida latente, esperando el día de la resurrección universal. Los contemporáneos de Jesús tenían su escatología, reflexionaban sobre el más allá. Tenían su propio lenguaje para expresar sus ideas. Pero he aquí - y esto sorprende necesariamente- que Pedro, hijo de ese mismo ambiente, formado en esa misma cultura y familiarizado con ese mismo lenguaje, haciendo uso del mismo, afirma que Jesús, sin esperar al último día, vive, porque «Dios lo ha resucitado». No era posible que estuviese detenido por la muerte. No hace exhibición de sabiduría humana, no se pierde en disquisiciones, en distinciones de escuela. Les habla en el lenguaje que le entienden. Sólo da en público testimonio de su experiencia personal. Ese Jesús, a quien muchos de sus oyentes habían visto y tratado, se le había impuesto a él y a sus compañeros como vivo, libre de las ataduras de la muerte. Se les había presentado en plenitud de vida, de tal forma que no dudan en afirmarlo ante aquellos mismos que lo habían crucificado. 256

Jesús, con esa vida nueva que ahora vive, toma otra vez la iniciativa de su comunicación con aquellos que todo lo habían dejado por él. Es tal la fuerza de esa vida con que a ellos se impone, que san Juan, en un alarde de imaginación oriental, nos lo describe: «Vestido de un manto, ceñido a la cintura por un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos blancos como la lana blanca, como la nieve, y sus ojos como llama de fuego, y sus pies semejantes al bronce purificado en el crisol, y su voz como el ruido de aguas caudalosas y tenía en su mano siete estrellas» (Ap 1,13-16). Prescindiendo del ropaje, en esta descripción que de Jesús nos hace san Juan en su Apocalipsis, late la gran verdad; verdad que secundan Pedro, Pablo, Santiago, los cuatro evangelios, las cartas y los Hechos de los Apóstoles: «Jesús vive, vive por obra de Dios y junto a Dios». Y porque vive por obra de Dios y junto a Dios, «vive para siempre, es signo de esperanza y compromiso para nosotros» 9. Pero la resurrección no supone recuperación de la misma vida que vivió mientras conversaba y trabajaba entre los hombres, sino que «la resurrección alude más bien a una vida nueva, que rompe las dimensiones del espacio y el tiempo y se desarrolla en el dominio invisible, imperecedero e incomprensible de Dios» 10. En esa vida nueva, Jesús «se hizo ver» de sus discípulos. Pero ¿hay alguna medida en común entre este Señor y Cristo, entre esta vida nueva y la vida del hombre-Jesús? Al hombreJesús no se llega inmediata y directamente, sino a través de los datos que sobre él nos dan los evangelistas. Estos datos brotan de su pluma a la luz del misterio pascual 11. Cuando Jesús se les apareció como resucitado, los apóstoles pensaron y recogieron los recuerdos que de su predicación y de su vida tenían. Lo relacionaron de modo leal y coherente con el acontecimiento que les despertó esos recuerdos. Así vistos y relacionados, los redactan y trasmiten, los exponen y anuncian. Por tanto, no sería serio pensar que estos relatos de la etapa histórica de Jesús son independientes de la experiencia que se los hizo revivir. Precisamente ahora los ven en el sentido en que J. A. PAGOLA. o.c., 277-278. H. KÜNG. ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979, 922. 11 Ch. DUQuoc, Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976, 15.

9

10

257

Jesús los realizaba cuando estaba con ellos. Los discípulos, entonces, no comprendían esta nueva dimensión, no comprendían este alcance. ¿Qué pensarían cuando Jesús, ante la solicitud de su madre, que lo busca ansiosa y preocupada, contesta a quienes le traen la noticia: «Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de mi Padre»? (Mt 12,50). Jesús no salvó en aquella ocasión la dificultad que para esta visión tenían sus seguidores. Padeció su lentitud mental, para que luego fuese más firme y fiable su comprensión. Los apóstoles se sienten transformados. Pero no son visionarios, no han perdido su capacidad de relacionar lo que son con lo que fueron, lo que sabían y habían visto con lo que ahora ven y saben. No ven fantasmas, no son juguete de imaginación, sino que captan realidades, viven su presente. Que sea precisamente Pedro quien se plante ante aquel gentío y les hable con la claridad y precisión con que les habló, no deja de sorprender. Recordémoslo si no en el día de la prisión (Jn 18,12-27) y comparémoslo con el día de su confesión después de la resurrección (Jn 21,15-19). Unos momentos antes de negar al Maestro le había asegurado que estaba dispuesto a seguirlo hasta la muerte. La transformación no es superficial, no obedece a una emoción pasajera. Comparemos su actitud en una y otra ocasión. De la confianza en sí, de la visión personal y humana que tenía de las cosas, de la fogosidad de sus expresiones, pasa al más profundo conocimiento de sus limitaciones personales, pasa a una visión nueva de la vida, pasa a un equilibrio interior que nada tiene de temerario y veleidoso. «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo». «Reconozca, sin vacilar, toda la casa de Israel que a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado, Dios lo ha constituido Señor y mesías» (He 2,36). Ahora ya no es Pedro, el espontáneo, el vehemente, el fogoso; es el renovado, el que ve y mira con serenidad, no sólo con sus ojos de hombre curtido por la brisa del lago, sino con la luz superior de la fe que, él quc cstá junto a sí, él quc habla con él, tenía razón cuando le dijo: «Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces)). Tenía razón, porque, de no ser así, Dios no lo hubiese constituido Señor y Mesías. Pedro, después de la crucifixión de Jesús, había caído, como todos sus compañeros, en la más profunda postración. Sin embargo, a diferencia de los seguidores de todos los otros 258

mesías que huyen, una vez muerto el líder, él y los que con él están desafían a la autoridad tanto hebrea como' romana. ¿En virtud de qué? Si además se añade que aquellos hombres hubieron de afrontar otro no menos penoso escollo: «El fallido retorno glorioso de su Cristo, que esperaban muy pronto, como vengador victorioso», su reacción, humanamente, resulta inexplicable, ininteligible, inalcanzable a cualquier baremo que se le aplique. Por eso pudo escribir Machovec, marxista checo, autor del libro Jesús para los ateos: «¿Cómo es que fueron capaces los seguidores de Jesús, especialmente el grupo de Pedro, de superar la terrible decepción sufrida y el escándalo de la cruz y de emprender incluso una ofensiva victoriosa?.Y ¿cómo es que un profeta cuyas predicciones no se realizaron pudo convertirse en punto de partida de la mayor religión del mundo? Generaciones enteras de historiadores se han planteado y continuarán planteándose estas cuestiones... » 12. No es posible, a la hora de dar respuesta a esas dos cuestiones formuladas al principio, prescindir de la experiencia pascual en la lectura de los evangelios. Es verdad que no describen la vida de Jesús como describe, por ejemplo, Luis de Sarasola la vida de san Francisco de Asís, pero son una confesión de fe en él, en lo que hizo y dijo. Y porque nos refieren lo que dijo e hizo «el Señor, que vive», eso que hizo y dijo es tan actual hoy como lo era cuando lo decía y lo hacía. Su actualidad, claro está, ya no se puede medir con categorías de tiempo y de espacio, sino con categorías de bondad y de verdad, de justicia y de equidad. Y la verdad, la bondad, la justicia y la paz están siempre de actualidad. Cuando los exegetas afirman que los evangelios no son relatos biográficos, sino que son testimonios de la fe de aquella primera comunidad cristiana, «entienden con ello que la transmisión oral de las palabras de Jesús y su redacción escrita sufrieron la repercusión de lo que él había pasado a ser para sus discípulos en virtud de la pascua». Los evangelistas y san Pablo dan testimonio de su fe; y la fe no se verifica por medio de coordenadas topográficas y cro12

Lo cita Messori en su obra,

O.C.,

117.

259

nológicas, como se verifican los hechos históricos. Se verificará por los resultados 13. Bernardette de Lourdes está ante sus examinadores. Estos le hacen preguntas y estudian atentamente sus reacciones. No tienen más pruebas que sus respuestas y la impresión que su actitud les causa. Ni las unas ni la otra apuntan histerismo en Bernardette. Aquellos hombres, austeros y exigentes, no cuentan con otras pruebas. Estas, empero, son indicio suficiente para indicarles la probabilidad de que su testimonio es veraz. Los evangelistas y san Pablo testifican que Jesús, el crucificado, es el mismo que se les presenta como el resucitado. Lo reconocen por la fe; porque la nueva vida del resucitado cae en otra dimensión distinta de la vida que le quitaron a Jesús, el crucificado. Su testimonio es coherente, es fiel, merece credibilidad. La fidelidad consiste «en mantener la lealtad, libremente prometida, a despecho de las inevitables contradicciones de los sistemas de valores» (E. Erikson). Como no existe mayor prueba de fidelidad y de amor que «dar la vida por la persona amada», la fidelidad de san Pablo y la de todos aquellos primeros testigos queda libre de toda duda. Han muerto por lo que enseñaban y testificaban. El testimonio de estos hombres fieles y veraces es un testimonio histórico. Se puede medir y comprobar en el tiempo y en el espacio. La resurrección, en cuanto hecho concreto y determinado, se prueba por la fe, puesto que nadie asegura haber estado presente en el momento, en el instante en que Jesús empezó a vivir su vida nueva. No hay indicio alguno de que sean unos alucinados, de que sean unos visionarios, de que sean de psicología enfermiza. Las dificultades que hubieron de afrontar, la persecución a que se vieron sometidos desde el principio no aconsejan ver ambigüedad en su actitud, dudas en su testimonio. Todos los indicios están por un testimonio veraz. Su fe puede ser, por tanto, compartida razonablemente por los que los escuchan. En una ocasión, Jesús preguntó a sus apóstoles: «¿Quién dicen los hombres que soy?». Las opiniones se dividían entonces, como se dividen, desgraciadamente, aún hoy. Entonces Jesús, concretando más, agrega: «y vosotros, ¿quién decís que soy?». Entre los discípulos de Cristo no puede haber opiniones 13 X. LÉON-DuFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 19742 , 327-331.

260

encontradas en cuestiones fundamentales, no puede haber divisiones radicales. De ahí que en nombre de todos conteste Pedro: «Tú eres el mesías, el hijo de Dios viviente» (Mt 16,1316). Esta uniformidad obedece a que no es ni la sabiduría humana, ni la carne, ni la sangre quienes revelan a Jesús como mesías, como Señor, sino «el Padre que está en los cielos» (Mt 16,17).

4.1.

Conocimiento histórico

La respuesta de Pedro, todo lo ingenua, todo lo primitiva, todo lo acrítica que se quiera, es válida, es la que hoy nos cumple a todos los creyentes. Pedro la dio antes de la resurrección, y por eso mereció el elogio de «dichoso tú, Simón BarJonás». Sin embargo, hoy los que creemos y aceptamos a Jesús como hijo verdadero de Dios tenemos t el deber de proponer nuestra fe de forma menos ingenua. «La resurrección no es un retorno a esta vida espacio-temporal: la muerte no queda anulada, sino vencida definitivamente. Tampoco se trata de una continuación de esta vida espacio-temporal: la misma expresión "después" de la muerte es desorientadora: en la eternidad no hay un antes ni un después» 14. No consiste en eso la resurrección, sino que consiste en vivir una vida nueva, que no cae bajo el control de la experiencia. Una vida de la que el mismo Jesús dijo que «vine para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia». De ahí que la resurrección no se verifique como un hecho histórico, sino como un hecho de fe. Entonces, los que intentan resolver el problema de Jesús, y de la expansión del cristianismo debieran al menos tomar en consideración y tratar con seriedad la posibilidad de que, además del conocimiento histórico, experimental, pueden darse otras clases de conocimiento 15. Siendo Jesús el Señor, su palabra no es una «palabra pronunciada en otra ocasión y de la que él no sería ya el dueño o 14 H. KÜNG. O.C., 15

X.

922.

LÉON-DuFOUR. O.C., 266-267.

261

responsable», «Su palabra es actual y contemporánea, porque él, que está vivo, no la desmiente». Esto lo aceptamos por la fe. No tenemos de ello conocimiento histórico, constatable por la experiencia. En cambio, es conocimiento histórico que «Jesús fue crucificado». Su crucifixión puede ser constatada, puede ser verificada por los medios que están al alcance, a disposición de los investigadores. De hecho no lo constatan sólo los evangelistas, san Pablo y los demás contemporáneos seguidores de él, sino también sus contrarios. Es un hecho que tiene una fecha y un lugar concretos, determinados. Que no se pueda fijar la fecha, resulta secundario. Su conocimiento es un conocimiento histórico. Sólo para los mitólogos es una leyenda, una audaz invención.

4.2.

Conocimiento de fe

Al lado de esto, son posibles otras fuentes de información. El hombre no es sólo ser, sino también poder ser. No sólo es posible, sino que hay hombres creyentes, hombres que tienen fe y viven de la fe. Y la fe, ¿nada tiene que ver con el pensar? «¿No es la fe sin pensamiento una fe irreflexiva, irresponsable? ¿O es que la fe en Dios debe ser algo exclusivo de fanáticos creyentes y no de hombres capaces de pensar?». Pues bien, para aceptar que Jesús de Nazaret fue crucificado, nos basta la historia, son suficientes los datos, las referencias escritas. Pero si digo: «Jesús ha muerto para salvar a los hombres», hago mía la interpretación que de los datos históricos han hecho los evangelistas, san Pablo. Acepto como buena y fiable la interpretación que ellos hacen, a pesar de que esta interpretación no depende del conocimiento universal, sino de la fe de los intérpretes. Estos descubrieron en Jesús el sentido trascendente de su misión. La fe es un don que está al alcance de todos, aunque no todos la alcanzan. La posibilidad de tener fe no se niega a nadie. Sin embargo, tt:niendo t:l conocimiento de fe relación con el pensar, para que esta posibilidad se convierta en realidad, el hombre tiene el deber de explotar todas sus posibilidades: de honradez, de sinceridad, de rectitud, de amor a la verdad, de disponibilidad. El acto de creer es un don divino, por cuanto procede de Dios; pero, a la vez, es un acto humano, porque lo realiza el hombre reflexiva y responsablemente.

262

4.3.

Conocimiento real

Por el hecho de que el conocimiento de fe no dependa del conocimiento universal, no dependa de una experiencia controlada y controlable por la razón humana, no por eso deja de ser real. Es tan real como el conocimiento histórico; porque para el que quiere creer y cree, el hecho de que «Jesús ha muerto para salvar a los hombres» no es un hecho imaginario, un hecho o un dicho inventado y, por tanto, ilusorio. ¿Es que, por ventura, no existen más realidades que las asequibles a la ciencia, a la historia, a la biología, que las que caen en el ámbito experimental exclusivamente científico? No cabe duda de que al reflexionar sobre la resurrección de Jesús estas formas de conocimiento tienen plena vigencia. Cuando san Pablo afirma que se «le hizo ver a Cristo resucitado», que «se apareció a quinientos discípulos reunidos», hace una afirmación verificable en el tiempo y en el espacio. No obstante, cuando nosotros, siguiendo slJs huellas, confesamos que «Jesús ha resucitado y que nosotros resucitaremos con él», lo afirmamos por la fe y afirmamos algo real, como real es lo que el apóstol dice. Cuando el evangelio dice que «los dos discípulos de Emaús descubrieron a Jesús resucitado en la fracción del pan», constatan un hecho real, que los evangelistas no experimentaron por sí mismos, pero lo hacen reflexivamente suyo porque Cleofás, y, probablemente, su hijo, compañero de viaje, les merecen fe,-Ies merecen credibilidad. Tanto san Pablo como los evangelistas aseguran que Jesús vive, que Jesús ha resucitado. Su testimonio tiene todos los requisitos de veracidad. Aceptarlo es racional y razonable. No hablan de cómo sea esa vida. Les basta con afirmar que vive, y que vive una vida que sobrepasa las coordenadas de tiempo y de espacio. Vive, «libre de las ataduras de la muerte, porque no era posible que él fuera detenido por ella», se aparece, "se hace ver» dc dos dos dc Emaús», aldca quc distaba 18 kilómetros de Jerusalén; «se hace ver» de Simón en el cenáculo, en el mar de Tiberíades, a unos 150 kilómetros de Jerusalén, se «volvió a aparecer a sus discípulos» (Jn 21,1). Esta vida nueva que Jesús vive y que supera el tiempo y el espacio no nos la describe el texto sagrado. Resulta para nosotros misteriosa. Los misterios, en el sentido propio, no son ob263

jeto formal ni material de la historia. En cuanto a VIVIr esa vida nueva, desatado de los lazos de la muerte y glorificado a la diestra del Padre, la resurrección no es un hecho histórico, está por encima de la historia. Pero es real. 4.4.

«Se hace ver»

La realidad de la resurrecclOn es tanto más aceptable cuanto que el texto sagrado emplea una expresión que le resulta muy familiar a san Pablo y, a la vez, ahonda en el sentido profundo de esa realidad. «Hacerse ver» es más que una visión. Ni siquiera vale para traducir esta expresión la palabra experiencia, dice Léon-Dufour. Visión objetiva, experiencia personal hablan de la realidad de la resurrección, pero hacen hincapié en el que ve, en el que experimenta la visión, no en el objeto de la misma. El interés, sin embargo, de los autores sagrados parece centrarse con intención en hacer resaltar la intervención del resucitado, de Jesús 16. Es él quien toma siempre la iniciativa, como dando a entender que, en medio del misterio que para ellos supone aquella vida que vive, quiere que no tengan duda alguna de que ha triunfado definitivamente sobre la muerte. Jesús conoce indudablemente las ideas escatológicas que su pueblo tiene y, por tanto, las que tienen sus discípulos. Quiere probarles que él, el primogénito, antes del fin de los tiempos, antes de la resurrección universal, vive en plenitud de vida. Esa vida latente que los muertos soportan en el sheol, según la concepción rabínica, no es la suya, no se parece en nada a la que él vive. Una de las apariciones que relata san Juan es altamente elocuente. Tomás, llamado el Gemelo, no está en el cenáculo cuando Jesús se les aparece a los allí reunidos. Una vez de regreso, aquéllos le aseguran: «Hemos visto al Señor». El Gemelo no se fía. Había sido demasiado grande la frustración sufrida al verlo expirar en la cruz. Pasaron ocho días, y estando todos reunidos, incluso Tomás, «llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y dijo: ¡Paz a vosotros! Luego dijo a Tomás: "Trae tu 16

264

X.

LÉON.DuFOUR, O,C.,

87-90.

dedo aquí, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente"» (Jn 20,24-28). Cristo «se hace ver» de sus discípulos de un modo sensible. ¡Que su cuerpo resucitado es espiritual y los espíritus no se tocan, porque no tienen partes ... ! Siendo Cristo Dios, «¿qué dificultad hay en todo esto?». Amén de que la expresión «hacerse ver» supera en mucho el aspecto sensible de la visión. Y lo supera porque refuerza el aspecto de presentación que tienen las apariciones. Jesús resucitado se impone a sus discípulos por la fuerza de la realidad de su presencia a través de los sentidos. No se les descubre como se descubriría un cuadro oculto para ser contemplado, sino que dialoga con ellos, les resuelve las dudas, les infunde ánimo, les disipa temores: «¿Tenéis algo que comer?». «No temáis: los fantasmas no tienen huesos ni carne como veis que yo tengo». «No seas incrédulo, sino creyente». Expresiones todas que se orientan a confirmarlos en su identidad. No aparecen en ellas vestigios de sólo rtiCuerdo, sino la misma realidad humana del maestro, viviendo en plenitud una vida nueva, pero siendo el mismo Jesús quien la vive. A los discípulos sólo toca el descubrirlo, identificarlo. Por otra parte, el interés del autor sagrado en poner de relieve, no al que ve y escucha, sino al que «se hace ver», es manifiesto, como se ha dicho.

4.5.

La apologética

En la solución de fe al poblema de la identidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. los hechos que avalan la resurrección son decisivos para su aceptación. Por otra parte, sin embargo, pueden contribuir a recrudecer las exigencias del racionalismo religioso en detrimento de la verdadera fe. Es cierto que, para el sinceramente creyente, este problema no es grave; porque aceptado que Cristo es Dios, en los demás misterios no encuentra mayor dificultad. Puede serlo, en cambio, para el que no cree. Por eso, la parte de la teología que se llama apologética se comprometería seriamente si a base de estos hechos tratase de 265

demostrar la realidad de la resurrección de Cristo como misterio de nuestra fe. No obstante, cuando se limita a exponerlos con objetividad y leal competencia, resulta una ayuda valiosa y una invitación eficaz para descubrir el sentido escondido que esos hechos encierran. Para llegar a la fe, no es lícito partir de ese sentido oculto. Los apologistas que emplean este método se meten en terreno que no es suyo y, por lo mismo, comprometen su credibilidad. El exegeta es el encargado de descubrir esa proyección superior de los hechos sagrados. Y porque él es el encargado -porque para eso hoy la especialización está tan de acuerdo con las exigencias que a los hombres les impone su natural limitación-, debe estar siempre atento al contenido de esos hechos y a no pensar presuntuosamente que se agota con su investigación. De esto se olvidan los que propugnan la solución crítica y los mismos partidarios de la resurrección espiritual. Calificar de alucinados a los apóstoles, sin más fuentes de información que los evangelios y las epístolas católicas, es un atentado contra la misma ciencia. Hablar sólo de realidades aparentes, existentes sólo en sus mentes, es signo de fanatismo y, por tanto, de inseguridad, de falta de convicción en sus propias conclusiones. Creer que con la propia labor se agota toda posibilidad de ulteriores investigaciones, tiene como resultado final caer en el desencanto y en la frustración. ¿No es esto lo que le pasó a los defensores de la solución mítica y, en buena parte, a los de la misma crítica? Cuando el sentido de lo que se escribe no es obvio y claro, cuando lo que se lee está ornamentado por condicionamientos de la época y expresado en lenguaje propio, la necesidad de esa apertura y de esa amplitud de espíritu aludidas se imponen por sí mismas. En sana y fiable hermenéutica, no es lícito hacer decir al autor del libro que se estudia lo que no dijo, ni hacerle decir menos dc lo quc quiso dccir. Se cuenta de nuestro Eugenio d'Ors que cuando escribía algunas de sus genialidades consultaba a su secretaria: «¿Entiende usted lo que le dicto?». Si contestaba que sí, comentaba el escritor: «Tendré que redactarlo de otra forma». Ni los evangelistas ni san Pablo son visionarios, ni escribieron para que sus lectores no los entendiesen. Eran hombres

266

convencidos, leales y coherentes que en sus libros testimoniaron su fe y la fe de la primera comunidad cristiana con sencillez, frescor y originalidad, en el lenguaje que sus oyentes y lectores entendían. Proponen lo que ellos han visto y experimentado a todos los hombres de buena voluntad, sin la carga de la sabiduría humana, a fin de que también ellos vivan y experimenten. A fin de que «también ellos crean». La apologética bien encuadrada en su campo, es hija de la historia y la historia, escrita con lealtad y analizada sin prejuicios preconcebidos, es una prueba maestra. Así es porque escribe Miguel de Unamuno: «Como en el individuo, sucede en los pueblos, hallan a Dios si lo buscan dentro, en su propia historia. Es un hecho que el mayor peligro de caer en el ateísmo y la irreligión está en el cultivo de las ciencias llamadas naturales, así como el estudio de las históricas y sociales vuelven a Dios» 17.

17

M.

DE UNAMUNü,

Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 177-

178.

267

12.

La fe en la resurrección y su lenguaje

Que acudir a los milagros no sea el mejor camino para convencer al hombre de hoy de la divinidad de Cristo, no significa que se deban silenciar. La resurrección es, en efecto, el acontecimiento central del cristianismo. Tratándose, por tanto, de un misterio de fe y de reflexionar en torno a la identidad del Jetús de la historia y del Cristo de la fe, prescindir de los milagros que los evangelistas narran, como realizados por Jesús, sería lo mismo que «abandonar una parte cuantitativa y cualitativamente muy importante de la tradición evangélica y de la proclamación del reino de Dios» l. San Pedro el día de pentecostés, en su discurso, aunque no habla a su auditorio de la vida humana de Jesús, recuerda, de paso, que «sus discursos, sus milagros, su actitud, su proceder, su muerte, fueron hechos notorios. Dieron lugar a no pocas discusiones. En el ambiente efervescente de la Palestina de entonces, Jesús había despertado pasiones y esp~ranzas religiosas y políticas. Se había convertido en motivo de contradicción» 2, como anunciara el viejo profeta. De Jesús, por consiguiente, es necesario hablar hoy como hablaron los apóstoles. Precisamente por eso, en la primera partc dc estc libro sc dcdicó un capítulo a Cristo como '
J. A. PAGOLA, Jesús de Nazaret, Idatz, San Sebastián 1981, 275-276. Ch. DUQuoc, Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976, 23.

269

luz de la pascua, los creyentes de hoy tienen el mismo deber que urgía a los primeros cristianos de «escudriñar las Sagradas Escrituras para poder expresarse a sí mismos lo que es Jesús», y por tanto, su resurrección. Los apóstoles, a la luz del misterio pascual, interpretaron los dichos y los hechos que habían oído y presenciado durante su convivencia amigable con él. A esta luz se los explicaron a la primera comunidad cristiana.

1.

Los milagros, motivos de credibilidad

Entre estos recuerdos están los milagros. Los milagros apuntan a la resurrección. Tanto, que en la primera hora del cristianismo «los milagros ocupan, según los Hechos de los Apóstoles, un lugar preferente». No vale decir, para soslayar su importancia, que no interesan al hombre de nuestro tiempo. Si se presentan como hechos extraordinarios y sobrenaturales que suspenden y rompen las leyes de la naturaleza; si se presentan con aire triunfalista y sentido apologético irrefutable, seguramente que sería más recomendable silenciarlos, para evitar confusiones y disputas inútiles. Pero si se proponen como signos, como motivos razonables de credibilidad, ni el hombre de hoy ni el de ayer quedará indiferente ante ellos. Tanto hoy como ayer, el hombre está siempre abierto a lo extraordinario, a lo fuera de serie, a lo que rebasa la propia capacidad. Y quizá en la actualidad más que nunca, por su sensibilidad más cultivada por los adelantos científicos. No en vano las misteriosas experiencias, los ritos ocultos de las religiones del lejano oriente despiertan tanta curiosidad, lo mismo entre hombres de ciencia que entre ciudadanos de a pie. Y esto a pesar de sus conquistas y de sus logros. Indudablemente, los milagros en la actualidad despiertan interés, porque el sentido crítico y sereno, sin los prejuicios pseudocientíficos con que se examinan, es un valor conquistado por el hombre. Del análisis que los exegetas hacen de los relatos milagrosos del evangelio se desprenden unas características que in270

teresan a todos, porque se distinguen de los hechos espectaculares que realizan los taumaturgos y profesionales de las ciencias ocultas. 1. El desinterés personal de Jesús cuando realiza alguna curación es patente. «De hecho, no obró ni un solo milagro en provecho propio. Y al entrar de lleno en su pasión --<.:uando más eran de desear- desaparecen por completo». 2. Con insistencia repiten los evangelistas que al curado le recomendaba, le pedía que no lo dijese a nadie. A los apóstoles, testigos de su transfiguración les ordena: «No digáis lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite». Evitó con exquisito cuidado «todo lo que pudiera acercar sus hechos prodigiosos a los linderos profanos de la ostentación o la jactancia». 3. En su poder superior sobre los elementos, la enfermedad y la muerte, no aparece nada del ceremonial complicado de los magos, nada de sugestión hipnótica, preparativos ocultos y misteriosos, sino una sencilla palabra, algún gesto significativo. «Sobre los milagros de Jesús se cie/ne la serenidad de la acción creadora de Dios». 4. Tampoco se ve en ellos ese afán que se descubre en toda clase de magia: «El intento de disponer de Dios por medio de determinados actos, sin que el hombre se entregue a él». Jesús cura a los enfermos, limpia a los leprosos, da movimiento a los paralíticos, y sólo les pide: «ten fe», «confía, hijo», «no vuelvas a pecar», «vete en paz». 5. Por último, algo que los que no creen, porque un «Dios que permite el sufrimiento del inocente, no vale la pena creer en él», debieran tener en cuenta: en todos los milagros realizados por Jesús, ninguno hay «ordenado a castigar, en contraste con el Antiguo Testamento» 3. Que los milagros de Jesús tienen un carácter inconfundible y propio, es evidente. Que, a pesar de ello, sus contemporáneos, sobre todo la clase rectora del pueblo no lo aceptaron, también: porque «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». «A su propia casa vino y no lo acogieron los suyos» (Jn 1,11). Es que los milagros no dan la fe. Esto es un hecho que la historia constata abundantemente. Como muestra, lea, el interesado en comprobarlo, el libro del famoso escritor Carrel, 3

Catecismo holandés, Herder, Barcelona 1969, 109-110.

271

Los Viajes de Lourdes. El autor, incrédulo entonces, describe con mano maestra la curación de una joven enferma de peritonitis tuberculosa. La dolencia es evidentemente orgánica. La ciencia había agotado todos sus recursos. Sorprendentemente cura en Lourdes, pero Carrel no se convierte. Los milagros no dan la fe, porque la fe está por encima de todo hecho verificable por la razón. Pero la posibilitan, son motivos razonables de credibilidad. Al ser acontecimientos insólitos, que escapan al control de la ciencia, el creyente, como cualquier otro que no lo sea, puede y hasta debe adoptar ante ellos una actitud razonablemente crítica. Puede preguntarse el valor histórico, el valor científico de cada uno de los relatos evangélicos, o de cada uno de los hechos extraordinarios que contempla, sin comprometer su fe. Esta actitud se la enseña y recomienda la Iglesia; porque en vez de comprometérsela, se la consolida, dado que sacude de su espíritu esa especie de magia piadosa, de la que no pocos están tocados. El creyente responsable sabe que no siempre se puede verificar si sucedieron o de qué modo sucedieron. Que busque, que trate de ilustrar su fe, que se interese por conocer mejor el sentido que de su conversión tenía la primera comunidad cristiana, es encomiable; porque es un deber en la medida de las propias posibilidades. El estudio de la historia sin prejuicios nos acerca a la fe, como dice Unamuno, y Messori, con su interesantísimo libro Hipótesis sobre Jesús, es una prueba de ello. La fe no obliga a afirmar «la historicidad de todos y cada uno de los relatos milagrosos tal y como aparecen hoy redactados en nuestros evangelios» 4. No obliga, porque tanto los evangelios como san Pablo anuncian el mensaje de la buena vida sin el atuendo de la sabiduría humana, sí, pero por medio del lenguaje humano, medio y vehículo que los hombres emplean para hacerse entender; y los milagros son signos, son huellas singulares de la presencia de Dios. No obstante, no es preciso que todos y cada uno de los narrados sean verificables «con verificación estricta», para que la divina presencia resplandezca. Los milagros miran a la resurrección y son motivos razona4

272

J. A.

PAGOLA, O.C.,

275.

bies de su credibilidad; mas esto no supone que la resurrección haya de considerarse como un milagro más. No, la resurrección de Jesús no es un milagro, sino la respuesta coherente y normal a su ser y a su actuar, a su vida y a sus obras. Según esto, el milagro sería que no resucitase.

2.

Paradigma de la actitud creyente

La indiferencia ante la posibilidad de los milagros no honra a quien la adopta. Quien así reaccionase andaría por los aledaños de los estoicos, que consideran como ley esencial de la naturaleza, y, por tanto, también del hombre, la necesidad. Si todo se desenvuelve necesariamente, los milagros no son posibles. La indiferencia se opone a la prudencia, a la seriedad. La sencillez, el frescor, la originalidad, esas características que definen y califican los milagros evan~élicos, son signo y, a la vez, estímulo de su autenticidad. Por eso la Iglesia prefirió los cuatro evangelios actuales a muchos otros testimonios que conocemos con el nombre de evangelios apócrifos. Por cierto, éstos halagan mucho más la curiosidad, recrean más los sentidos que la mente y el corazón, aunque no todo lo que relatan sea imaginario. La originalidad y la sencillez, la autoridad y la libertad, el desinterés y la insistencia en la no publicidad, la ausencia de todo misterio en el gesto y el deseo de salvar y no de castigar pesaron en Saulo perseguidor; porque, como inteligente y serio, formado en la escuela del prudente Gamaliel, en Jesús veía un peligro para la ley. Pero, a su vez, bascularon su furia primera, convirtiéndola en admiración y adhesión después. Su entereza de hombre recto supo valorar su autenticidad. La gracia, por último, factor principal y decisivo en toda conversión, lo elevó a la cumbre del apostolado de aquella vida nueva, traída y enseñada por Jesús, a quien él inicialmente perseguía. «¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús a quien tú persigues». Y desde ese mismo instante, de perseguidor se convirtió en apóstol. De la lectura de los Hechos de los Apóstoles y la de sus cartas, Pablo aparece, se manifiesta un enamorado de Cristo. Este fervor paulina tiene como telón de fondo los primeros 273

datos que sobre él se saben. Estos datos más previenen en contra suya que en su favor. En realidad reflejan la personalidad de un hombre vehemente, fogoso, apasionado; pero sincero, recto y convencido. La causa que considera noble la defiende con vehemencia. Cuando joven, no siéndole dado tomar parte activa en el martirio de san Esteban, guarda celosamente la ropa de los que lo apedrean (He 7,58). «Estaba de acuerdo con su muerte». «y dando todavía resoplidos de amenazas y de muerte contra los discípulos del Señor, se presenta voluntariamente ante el pontífice para que le dé credenciales, a fin de poder llevar presos a Jerusalén a todos, hombres y mujeres, que en Damasco fuesen de este vivir» (He 9,11-12). Estaba llegando a Damasco, caballero en un brioso corcel, cuando algo extraordinario le sucede. Oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?». Aquel hombre vehemente, cargado de celo por la ley, siente que todo su furor contra los que considera sus enemigos se derrumba: «¿Quién eres, Señor?». «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, que se te dirá todo lo que tienes que hacer» (He 9,4-6). La transformación de Saulo, leal a sus convicciones, recto de corazón, en Pablo, se realiza inmediatamente, sin largos raciocinios, sin profundizar por el estudio en el contenido del mensaje cristiano: sólo a la voz de Jesús, sólo al contacto con él. Lo descubre por la fe. La fe hace maravillas, con tal que aquel a quien se le ofrece esté en disposición. Estos vuelcos de la gracia no se comprenden con facilidad en nuestro tiempo. Tampoco los comprendían los contemporáneos de Pablo. «¿No es éste el que en Jerusalén hizo un arraso en los que oraban a este nombre y que aquí venía precisamente para llevárselos presos a los pontífices?» (He 9,21). El mismo Ananías participa de estos temores, tanto que Jesús, según san Lucas, tiene que intervenir para que actúe según debe. Los milagros se suceden, las intervenciones del ciclo se hacen necesarias en aquellos momentos de confusión y de miedo. Pablo capta la credibilidad de aquellos prodigios. Su entereza y fidelidad son impresionantes y paradigma para los hombres de todos los tiempos. Curado de su ceguera, pone manos a la obra de su misión inmediatamente. Ni siquiera regresa a

274

Jerusalén para entrevistarse con sus nuevos jefes, a pesar de que ello le traerá consecuencias no precisamente agradables. Pablo resulta ser uno de los fieles intérpretes del camino que lleva a Jesús resucitado. En el camino de Damasco descubre, encuentra al resucitado, duda, «porque también la duda forma parte de este itinerario», lo reconoce y, una vez reconocido y aceptado, empieza a comunicarlo a los demás». Sabedor de que en Galacia unos «don nadie» están sembrando la confusión entre sus evangelizados, que ponen en duda su autoridad y la autenticidad de su evangelio, escribe una de sus cartas. Una carta de la que «no hay duda que es de él», porque «es la más genuina de todas sus epístolas y la más representativa de una personalidad con marcados contrastes como la suya» 5. Los «falsos hermanos», sin duda convertidos del judaísmo, dicen de él que su predicación no es auténtica, que su autoridad es muy dudosa, puesto que no ha conocido siquiera personalmente al Señor. Los dichos son grave)', no tanto por lo que a su persona se refiere, cuanto por lo que afecta a la conciencia de sus evangelizados. . Saulo, el fariseo y formado por fariseos, enterado de estas sutiles insinuaciones, va directo y en picado al grano. No se anda por las ramas: «Me extraña que tan de repente desertéis de quien os ha llamado por gracia de Cristo, pasándoos a otro evangelio» (Gál 1,6). Lo que yo os enseñé es el mensaje de la buena nueva. «Si nosotros o un ángel venido del cielo os evangelizara otra cosa que lo que os hemos evangelizado, sea maldito» (Gál 1,8). «El evangelio predicado por mí no es de hechura humana... No lo recibí ni lo aprendí de nadie, sino por revelación de Jesucristo» (Gáll,l1-12). Cierto que no lo conocí personalmente, pero más cierto que «os habéis enterado de mi comportamiento en otro tiempo en el judaísmo: que era extremoso en dar caza a la Iglesia de Dios y en intentar arrasarla... Pero cuando el que por favor suyo me apartó en el vientre de mi madre y me dirigió su llamada tuvo a bien revelar a su Hijo valiéndose de mí, de modo que yo lo evangelice entre los gentiles. Ni pedí parecer a sans M. MIGUENS, Amor y libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971, 561.

275

gre y carne, ni volví a Jerusalén donde los apóstoles que lo habían sido antes que yo» (Gál 1,13-17). Es verdad que inmediatamente después de mi conversión no fui a verme con los apóstoles. ¿Pero qué tiene que ver esto con la autenticidad de mi predicación? Jesús me la ha revelado, Jesús me ha dicho lo que debía enseñaros. Mas para que no tengáis duda de mi fidelidad, no debéis ignorar que, «a la vuelta de tres años volví a Jerusalén para entrevistarme con Pedro y me quedé con él quince días» (Gál 1,18). «Luego, al cabo de catorce años, otra vez subí a Jerusalén en compañía de Bernabé y con nosotros me llevé a Tito ... Y les puse sobre el tapete -pero en privado a los competentes- el evangelio que yo pregono entre los gentiles; no fuese que de alguna manera estuviese yo compitiendo o hubiese competido en la carrera inútilmente. ¡Qué val, ni siquiera Tito que estaba conmigo fue obligado a circuncidarse, con ser él griego» (Gál 2,1-3). La abrumadora argumentación de Pablo avala la autenticidad de su predicación y, al mismo tiempo, deja fuera de combate a sus calumniadores. Lo mismo que atestiguan que las comunidades de creyentes de la primera hora no eran comunidades anárquicas. Porque san Pablo, que afirma que «si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vacía», demuestra con su conducta que no es un anárquico e incontrolado en su predicación, sino que respeta y se somete a la jerarquía.

3.

La jerarquía vela por la unidad de la fe

La referencia directa que el apóstol hace a Pedro deja bien claro que la primacía de éste era reconocida por todos. Esa primacía avalaba con su autoridad la predicación de Pablo. Pablo predicaba a Cristo resucitado como fundamento y base de nuestra fe. El apóstol descubre por la fe a Cristo resucitado por Dios, liberado de los lazos de la muerte, siendo por ello el vencedor de la misma. Para expresar su fe en la resurrección, Pablo emplea el mismo lenguaje de aquella jerarquía inicial. A la distancia de veinte siglos han pasado muchas cosas. La primera comunidad, por medio de sus genuinos representantes, manifestó su fe con sencillez sin pretensiones de sabiduría hu276

mana. Para ella no existió el peligro de olvidarse de que el divino resucitado era el mismo que había sido crucificado. Los que olvidasen este dato correrían el peligro de «atribuir a la primera predicación una voluntad de construcción teológica». Esto no es cierto, porque jamás la tuvo. Los apóstoles predicaron la buena nueva partiendo de una doble experiencia: «De su contacto amigable con Jesús de Nazaret y la de la pascua, que les obligó a escudriñar las Sagradas Escrituras para poder expresarse a sí mismos lo que era Jesús» 6. Unieron perfectamente estas dos realidades, que hoy, so pretexto de los avances teológicos, amenazan con verse separadas y aun contrapuestas. Campeó durante tiempo excesivo el afán de dar a la razón teológica un lugar preferencial. La mentalidad deductiva triunfó a velas desplegadas, sobre todo a partir de la escolástica. «Partiendo de una noción, de un principio, incluso de una práctica a la que se le reconocía un carácter intangible, se apresuraban a sacar toda una serie de conclusiones teóricas y prácticas». No se trata de rebajar ni de criticar1porque esté de moda, sino de constatar que los teólogos, a partir del concilio de Calcedonia, en el año 451, se anclaron en su definición dogmática elaborando por deducción toda la cristología. Se olvidaron, quizá, de que la Iglesia formuló su doctrina «para concluir con unos debates poco claros», no para cerrar las puertas a la investigación. Este concilio definió que en Jesucristo «hay dos naturalezas, una divina y otra humana, en la unidad de persona: el Verbo, hijo de Dios». «Es posible construir una cristología partiendo de esta definición». Pero también es muy fácil olvidarse de que «los términos empleados se refieren a un ser concreto, a Jesús, que tuvo una historia singular» 7. Durante siglos venimos viviendo de esta mentalidad que tuvo éxito y alcanzó logros. Exito y logros, partiendo de la dignidad de hijo de Dios. Es un valor y no pequeño. No obstante, una cristología que construye la dignidad de Jesús partiendo de su condición divina, amenaza con no interesar al hombre de hoy. Si es' hijo de Dios, ¿cómo se puede presentar como modelo a los hombres que somos hijos de la naturaleza humana? 6

7

Ch. DUQuoc, O.C., 24. Ch. DUQuoc, O.e., 24.

277

Esto es exactamente lo que ocurrió. A fuerza de insistir en los atributos divinos del Jesús de la historia, se llegó a desnaturalizarlo humanamente. Por deducción, desde luego muy desafortunada, se concluyó: o Jesús es hombre o es Dios. Si es Dios, al hombre le dice muy poco como modelo. Porque el hombre actual se siente hijo de la tierra, se siente hombre con todos sus logros y con todos sus fracasos. En Calcedonia la Iglesia se propuso zanjar una cuestión enojosa que los monofisitas habían planteado, olvidándose en sus elucubraciones teológicas de la sencillez y del frescor del lenguaje evangélico. Jesucristo es verdadero hombre, pero hay que sostener que a la vez es verdadero Dios, porque en él se dan dos naturalezas y esas dos naturalezas convergen en una sola persona, la del Verbo divino, el hijo de Dios. Los monofisitas quedaban de esta suerte descalificados, pero no muertos. Esto, empero, no impidió a la lógica que continuase su labor humana de sacar consecuencias. Esto es normal. Porque la lógica «nos hace sacar conclusiones de los principios establecidos, de los datos, de las premisas. Pero no nos da nuevas premisas ni nuevos principios. Pedir lógica es pedir que no salgamos de esos principios que la razón da. ¿Y por qué he de vivir esclavo de ellos?» 8. Esclavos de la lógica, en cuanto el sentido de deducción predominó en exceso, hemos sido durante mucho tiempo. Ni siquiera trajeron la libertad los que, partiendo de la pascua construyeron su cristología, en oposición a la de los que partían de la definición del concilio de Calcedonia. «Ciertas conclusiones sacadas demasiado aprisa de la exégesis, que prohibían escribir una biografía de Jesús, han apoyado esta voluntad de no tomar como punto de partida más que el testimonio de los apóstoles sobre el acontecimiento pascual. ¿Cuál es esa resurrección de la que se habla? ¿Es acaso la de Jesús, de quien nadie se atreve a decir nada? ¿No es ésa nuestra manera de imaginarnos el dominio de ese Jesús sobre la historia?» 9. Fue necesario el resurgir esplendente de la exégesis mo derna para dejar este camino sin salida y plantear, en un nuevo contexto, la identidad del Jesús de la historia y del Cristo de la fe, y de esta suerte salir al paso a esos movi8 9

278

M. DE UNAMUNO, Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 110. Ch. DUQuoc, a.c., 25.

mientas de «retorno a Jesús sin el Cristo de la fe». «Aquel hombre, Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y que se vio calumniado, abofeteado y condenado a muerte ha sido exaltado por Dios». Dios lo ha liberado de los lazos de la muerte. Lo exaltó, no precisamente por ser Dios, dado que como Dios nunca había sido escarnecido, sino por haber vivido y actuado como hombre perfecto. Este enfoque no lo encorseta la definición conciliar de Calcedonia ni lo marginan los que, cargando el acento en la muerte de Jesús, organizan su reflexión únicamente en torno a la resurrección. Sólo lo comprometerían si cediesen a una de las dos tentaciones a que hace referencia Duquoc en su magnífico libro Jesús, hombre libre: La Borrando por la pascua la vida terrena de Jesús. O, 2. a Olvidando la pascua y quedándose sólo con su vida humana.

4.

Lenguaje de la resurrección

Pues bien, en torno al misterio pascual hay todo un lenguaje. Con este lenguaje se expresa una realidad perenne. Una realidad, un hecho que, si bien es real, no lo controla la historia ni las ciencias naturales; pero tampoco lo agota el mismo lenguaje. Sin que le impida profundizar en su conocimiento, la lógica muy poco puede decirnos sobre él, porque no nos da nuevos principios, o al menos los que aquí se necesitan. Esta realidad que no puede controlar la historia aparece expresada en un lenguaje y ese lenguaje sí que es controlable. Aparece primero envuelta en el lenguaje de lo milagroso: sepulcro vacío, ángeles, puerta abierta, losa retirada, sudario doblado ... En cuanto lenguaje de milagro, el creyente tiene que empezar por concebir la resurrección de Jesús no como un milagro más t:ntre los que se describen en el evangelio, sino como algo normal que tenía que ocurrir siendo Jesús quien era. Lo sorprendente, lo desconcertante sería que no resucitase. La resurrección es la culminación propia de una vida como la que vivió Jesús. Si Dios es justo, no podía dar la razón a los que le crucificaron. Por otra parte, el lenguaje de la resurrección no era exclu279

sivo del pueblo de Israel, sino que con él lo compartían otros pueblos, otras culturas. Cuestión distinta es la posible dependencia que el simbolismo con que los judíos presentan la muerte y la resurrección pueda tener de las culturas foráneas. Los exegetas no excluyen la posibilidad de esta dependencia, pero no la creen probable. La diferencia entre la realidad que los israelitas representaban con su lenguaje y la que los egipcios, por ejemplo, reflejaban con el suyo, es tan profunda y fundamental, que no da pie a dudar con seriedad de su originalidad. Los esfuerzos con que éstos representaban la perduración de la vida en el más allá los conocen muy bien los estudiosos de la arqueología egipcia. Pero ¿qué clase de vida es la que perdura? Los egipcios no rebasan la concepción de la vida terrena. Con el muerto se encerraban todas sus cosas, a fin de que no se sintiese tan solo en la oscuridad de su mausoleo.

5.

El pueblo de Israel cree en la resurrección

El judaísmo, para el cual Dios es preferentemente justo, no pudiendo explicarse la injusticia en el mundo, el sufrimiento del inocente, las desgracias del justo, aunque lentamente, empezó a vislumbrar «cómo más allá de la muerte le esperaba la vida». Tardíamente llegó a descubrir la posibilidad de una resurrección ultraterrena 10. No obstante, sería exagerado afirmar que para ellos esta creencia era capital o decisiva para catalogar a creyentes o no creyentes. A la vez que no es posible determinar la fuerza y la extensión de esta creencia. No es posible, porque las opiniones rabínicas durante los siglos anteriores al cristianismo son muy variadas y confusas. «La claridad y la certeza vinieron con la revelación cristiana» 11. Porque tenían un lenguaje para hablar de la resurrección, los jefes del pueblo no se sobresaltaron porque los guardas la mañana del domingo vieron el sepulcro vacío, sino porque se daba la coincidencia de que el resucitado era el mismo que haB. RIGAUX, Dio ['ha resucitato, Paoline, Roma 1976, 30. Equipo de especialistas, E[ purgatorio, misterio profundo, Paulinas, Madrid 1959, 75. 10

11

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bía sido crucificado. Ello equivalía a que Dios daba la razón al inocente y a ellos los dejaba en evidencia. Que les era familiar la idea de resurrección se comprueba por la solicitud con que tratan de que no se propague el hecho y los medios a que acuden. En el momento de la sepultura cuidan de advertir al romano que es necesario montar guardia al sepulcro: «Señor, recordamos que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: "Dentro de tres días resucitaré". Por consiguiente, dispón que por tres días se presidie el sepulcro; no sea que vengan sus discípulos y lo roben y digan al pueblo: "Resucitó de entre los muertos". Y el último engaño sea peor que el primero» (Mt 27,62-65). Y pasado el sábado «algunos de la guardia fueron a la ciudad y refirieron a los pontífices por entero todo lo ocurrido. Y se reunieron éstos con los magnates a tomar consejo, y dadivaron a los soldados con buenas cantidades, intimándoles esto: "Tenéis que decir así: sus discípulos vinieron de noche y lo robaron cuando estábamos nosotros dormidos"» (Mt 28,11-13). ! No obstante, de todo este razonamiento, de todas estas precauciones no es fácil concluir una idea clara. No es fácil saber qué alcance tenía para los judíos la resurrección. Parece como que se mueven en el mundo de la reanimación. Lo que dice Beda Rigaux que la claridad y la certeza llegó en el cristianismo, continúa en pie. Sin embargo, se cuenta con pistas para acercarnos a su mentalidad, para aproximarnos, si no para definirla: 1. a, el concepto que de la muerte biológica tenían, y 2.\ la influencia que en esta concepción ejercía el pensamiento griego. Estos dos extremos son clarificadores. Para los judíos, todo lo que se relacionaba con la vida era atribución de Dios. El «es el dueño de la vida y de la muerte» (Sam 2,6). De suerte que, si Jesús vivía, era en virtud del poder de Dios. ¿Qué sentido de vida imperaba entonces? ¿A qué llamaban muerte? La vida del resucitado no podía reducirse a recibir la misma vida que se había poseído en el más acá. De ser así, la muerte seguiría ejerciendo su imperio y el justo nunca podría alimentar la ilusión de una felicidad sin término. Dios es dueño de la vida y de la muerte del hombre total, y el hombre total no es el cuerpo ni el alma por separado, aislados. Porque «el hombre es concebido como un ser animado y 281

no como un alma encarnada» (J. Pederson). De suerte que el mundo judío entendía que cuando uno muere va todo él a esperar en el sheol el día de la resurrección universal. Por lo demás, la vida que los muertos biológicamente llevan en el sehol, en realidad no merece el nombre de vida. Es una vida latente, como embrionaria. Los muertos continúan existiendo, no acaban del todo; porque la nada absoluta es rechazada por el pueblo elegido. «Vida y muerte ---dirá W. Robinson-, no constituyen dos esferas radicalmente distintas, porque no significan existencia y no existencia» para la mentalidad cultural contemporánea del Señor. En esta clave, el anuncio de la resurrección de Jesús tuvo que causar un impacto mucho más fuerte entonces que el que causaría hoy escuchar, sin más aclaraciones: «Muere el hombre en su cuerpo y en su alma», entendidos éstos como dos sustancias. Inmediatamente surgirá el rechazo y la protesta, el anatema y la condenación: «¿Cómo es que el alma no es inmortal?».

6.

Concepto del ser humano

Sí, lo es. Aún más, inmortal es el ser humano, es el hombre unidad, el hombre todo. Lo que ocurre es que nos movemos en un clima cultural específico, dentro de una concepción filosófica concreta en la que la fe no entra ni sale. Hemos aceptado como sistema intangible la concepción platónica del hombre, olvidando que no todos lo conciben de la misma manera.

6.1.

Concepción semítica

A fuer de repetirme, pero en honor a la claridad, se impone recordar que para los semitas, y por tanto para el hombre de la Biblia, el alma no es una sustancia espiritual opuesta al cuerpo material. Entiende cuerpo y alma, no como una composición, sino como una emulsión. Algo así como si el alma se diluyese en el cuerpo y, de esta emulsión, surgiese el ser humano. Todavía corpóreas las almas de los muertos, van a un

282

lugar tenebroso, donde esperan inertes y como en un receptáculo la llegada del «último día». En esta línea, la resurrección consiste en alcanzar la plenitud de la vida, según un nuevo modo de existir y de expresarse. Figurémonos lo que esto significaría para aquel mundo en el que esto sólo era realizable en el momento de la resurrección universal.

6.2.

Concepción helénica

En cambio el mundo griego, sobre todo a través de Platón y de Aristóteles, concibe el cuerpo y el alma como dos sustancias que, unidas, forman el ser humano. El alma con sus potencias y el cuerpo con sus sentidos. El alma es inmortal. El cuerpo, un material transitorio, que le sirve de soporte, que está a su disposición, aunque en realidad la tiene aprisionada. Es su cárcel. No en vano Platón describe la vida presente «como una caverna en la que viven las almas prisioneras, siendo inmortales, q~e buscan huir de la cárcel del cuerpo» 12. El terror y el espanto que la muerte biológica causa a los mortales, ese pánico que todo ser vivo experimenta ante la muerte, no tiene sentido ante su concepción tan pesimista de este cuerpo de arcilla. El cuerpo es considerado como un enemigo irreconciliable de la verdadera vida. Con la muerte, el alma sale de su prisión, que es el cuerpo, para vivir libremente en el empíreo, mientras éste es entregado a la tierra de donde procede. Según este modo de concebir el ser humano, la resurrección consistirá en la reanimación del cuerpo. Consistirá en vivir en plenitud de vida todo el ser humano, según, también, un nuevo modo de existir y de expresarse. En la concepción cristiana de la resurrección, no se trata, desde luego, de una reencarnación, en la cual mi propio «yo», esto es, mi alma, se encarna en otro ser, por lo cual ya no sería yo mismo, sino de la reanimación de mi propio como realidad espiritual 13.

12 13

Equipo de especialistas, o.c., 55. Equipo de especialistas, O.c., 75.

283

6.3.

Cómo se imaginaban la vida de los biológicamente muertos

Mientras los paganos del mundo helénico pensaban en las almas inmortales que, libres de la cárcel del cuerpo, vivían libremente su vida en el empíreo, los profetas de Israel anunciaban la resurrección del pueblo primero y, no tardando, la individual de cada uno. Esta resurrección individual, tímidamente entrevista y lentamente afirmada, se va haciendo cada vez más firme, encontrando su certeza y claridad en el evangelio. Cómo se representaban el mundo futuro los contemporáneos de Jesús, no es fácil saberlo, porque las explicaciones se dividían. Una, empero, sobresale y se populariza. San Pablo se solidariza con ella redondeándola y esclareciéndola. El apocalipsis de Baruch, libro del siglo primero, contemporáneo, por tanto, del Nuevo Testamento, se plantea el mismo problema que el apóstol formula escribiendo a los de Corinto: «¿Cómo van a resucitar los muertos? ¿Y con qué suerte de cuerpo van a venir?» (1 Cor 15,35). El vidente Baruch se hace la misma pregunta. San Pablo, consciente de la mentalidad de sus evangelizados, les escribe en el lenguaje que ellos entienden: lo que va a nacer no es el todo que tú siembras. Tú siembras una semilla y Dios le da su cuerpo, según él ha determinado. No todo lo que es carne es la misma carne. Hay carne humana, carne de animales, carne de ave. Hay, asimismo, cuerpos terrestres y cuerpos celestes. Su brillo es distinto: el del sol es uno, el de la luna otro y el de las estrellas se distinguen de los dos. «Así es también la resurrección de los muertos. Se siembra algo que está en el estado de corruptibilidad, resucita algo en el estado de incorruptibilidad. Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espirituaL .. Ya veis que os estoy hablando de un misterio» (1 Cor 15,36-51). Si la pregunta del apóstol coincide con la del vidente Baruch, la respuesta de éste no dista mucho de la de aquél. Hay que «manifestar a los vivos que los muertos viven. La tierra los restituye tal como los ha recibido». Ahora que «el aspecto de aquellos que serán condenados y la gloria de los que serán justificados, se verá mudado. Su esplendor será exaltado)). Será

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exaltado, porque los resucitados «serán semejantes a los ángeles y comparables a las estrellas». ¿No concuerdan estas palabras con las de Jesús: «Vais descaminados, por no conocer las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni ellos van a tomar esposas ni ellas a enmaridarse, sino que van a estar como ángeles en el cielo»? (Mt 22,29-30) 14. Por su parte, san Pablo acaba de decirnos que «resucita un cuerpo espiritual». En esta línea, las apariciones de Jesús resucitado aparecen liberadas de una serie de dificultades que impiden al lector sumergirse en la luz del misterio pascual. Por otra parte, sería ingenuo tomar a la letra los elementos simbólicos que los evangelios emplean. Recordar que el autor sagrado no describe la resurrección de Jesús como describiría un hecho histórico es enmarcar mejor estas observaciones.

7.

De la escatología a la historia

El anuncio de que el crucificado había resucitado desconcertó a los jefes del pueblo, como coincidencia de fatales consecuencias para sus planes. Al fin, sobre ellos pesaba la responsabilidad moral de su muerte y ellos mismos se la habían asumido: «Que su sangre recaiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27,25). Además, su autoridad en el pueblo quedaba profundamente afectada y seriamente comprometida. Con todo, siendo sinceros, no podían menos de pensar que aquello era un devaneo doctrinal muy peligroso. Aquellos hombres, celosos de la ley hasta la exageración, no soportaban injerencias en su interpretación, a no ser las avaladas por su autoridad. Afirmar la resurrección de un muerto era lo mismo que usar un lenguaje, para ellos consagrado, en sentido distinto del que el uso oficial permitía. El lenguaje que ellos empleaban refiriéndose a la resurrección universal del «último día», los apóstoles lo aplican a una persona concreta y lo fijan en un momento dado. De esta suerte pasaban de la escatología a la historia, de la eternidad al tiempo. 14 X. LÉON-DuFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 19742 , 61-62.

285

Empleando unas categorías válidas para el fin de los tiempos, los primeros cristianos expresaron el misterio que entrañaba un hecho histórico: la muerte de su maestro Jesús de Nazaret. Gracias a esta confesión de fe, la resurrección de Cristo se convierte en un acontecimiento que se inserta en la historia de la salvación y, a su vez, ocupa el puesto que le corresponde en la sucesión de los otros acontecimentos, para los cuales el lenguaje de la resurrección era insuficiente: la exaltación, la glorificación, la ascensión. Este lenguaje tiene una dimensión superior, como dimensión superior tienen los hechos narrados. Se habla de «sucesión de hechos» para entendernos mejor y, además, porque nuestras tendencias a medir con cánones de tiempo no se frenan cuando se exponen hechos que están por encima de él. A Jesús resucitado se le presenta como un personaje de este mundo, a fin de que los primeros discípulos no imaginasen siquiera la posibilidad de que lo que veían era un fantasma. «No temáis, soy yo. Ved que los fantasmas no tienen ni carne ni huesos, como me veis que yo tengo». Era necesario evitar este peligro, aun a trueque del riesgo de ocultar la verdadera naturaleza de su nueva existencia. El peligro era suficientemente grave como para que no se tomasen todas las precauciones. Los docetas con su espiritualismo mixtificado lo confirmaron en sus teorías y devaneos. Después de «habérseles hecho ver», de haberlo reconocido por la fe y bien confirmados en la realidad de la resurrección, aparece la exaltación, la glorificación, la ascensión de Jesús sentado a la derecha del Padre. El evangelista san Lucas es el más clásico en esta sucesión, como si en verdad fuesen sucediéndose: antes la resurrección, después la glorificación, la ascensión. La descripción evangélica de estos acontecimientos, la sucesión en el tiempo de estos hechos superiores es una descripción simbólica, porque ni Dios tiene derecha ni izquierda, ni hay antes ni después. Descripción necesaria para acercar a los creyentes al misterio. Pero si se olvida este aspecto simbólico, es muy fácil reducir la ascensión y, por tanto, la resurrección a un hecho prodigioso realizado en el tiempo y en el espacio, convirtiéndolo en uno más de los que enriquecen la crónica humana.

286

Era necesario que los evangelistas nos hablasen de la glorificación de Jesús, de su entronización en el cielo, del lugar que ocupa al lado del Padre; porque el solo lenguaje de la resurrección no refleja la dimensión universal adquirida por Jesús. De hecho nos hablan empleando el lenguaje, los símbolos comunes a toda la humanidad. No obstante, los símbolos no agotan el contenido de la realidad. Son medios, son vehículos para expresarla, que tuvieron actualidad, pero que ahora perdieron eficacia. Entonces, para hablar de su exaltación, de su glorificación, de su triunfo definitivo sobre la muerte, acudir al símbolo de «subir a los cielos}}, «sentarse a la derecha del Padre}}, «desaparecer entre las nubes del cielo}} era obligado. Lo que ni entonces ni ahora es obligado es separar esos hechos, porque en realidad intrínsecamente constituyen uno solo. «La historia de la ascensión es muy sencilla. Nada de pomposa apoteosis, como en los mitos paganos o en una pieza de teatro. Sólo una recatada indicación del término de la m~rcha al Padre... Debemos, pues, dar de mano h toda concepción espacial. Lo que sabemos es que Jesús, como hombre, está con el Padre. Como hombre; por ende, con su cuerpo, pero no con un cuerpo terreno}} 15. Esto es lo que sabemos y esto es también lo que creemos, porque la esencia de la resurrección, en la que se incluye su ascensión, consiste en que siendo Jesús hombre es al mismo tiempo Dios. «Su condición divina le permitió gozar en plenitud, quedando por fin así quebrantado el poderío de la muerte}}.

8.

De la escatología al espacio

No es fácil sustraerse al concepto que del ser humano tenemos. De ahí que al reflexionar sobre la resurrección de Jesús, por necesidad haya que preguntar: ¿Qué fue de aquel cuerpo escarnecido, abofeteado y crucificado? Al concepto de cuerpo se asocia el de espacio. Confesar a Jesús resucitado no significa solamente recordar 15

Catecismo holandés, o.c., 185-186.

287

su existencia, sino afirmar que ese hombre excepcional vive y que vive para siempre en plenitud. ¿En qué medida es posible expresar y percibir su existencia? No basta simplemente decir que vive en su palabra.. ni tampoco es suficiente afirmar que vive en la memoria y en el corazón de los hombres. Si esto no es suficiente, se tropieza con el misterio de una personalidad que supera nuestras categorías temporales y espaciales; y, sin embargo, tenemos que vivir en el tiempo y en el espacio y, por tanto, de alguna manera expresarla, porque incumbe la misión de predicarlo. No falta quien, para evitar complicaciones, proponga: «No hablar de resurrección sino de vida». Si se sustituye el término de resurrección por el de vida, no somos fieles al lenguaje evangélico. Aceptar esta solución no facilita sino que complica 16. Los evangelistas fueron fieles y coherentes en sus narraciones. Sus expositores lo tienen que ser también en su exposición. Hay que hablar de resurrección corpórea, sin complejos ni vanos temores porque su alma inmortal no murió ni podía morir, sobre todo según la concepción helénica. Los autores están de acuerdo en afirmar que, cuando se habla de resurrección corporal, no se pretende que el cuerpo resucitado sea una simple continuación del cuerpo terreno. Al ser un cuerpo espiritual, ya no es una continuación, sin más, de aquel que soportó sobre sus hombros el peso de la cruz, que sudó sangre en el huerto. Simple continuación fue el de Lázaro vuelto a la vida, el del hijo de la viuda de Naín, el de la hija de Jairo. La hija de Jairo, el hijo de la viuda y Lázaro volvieron a morir, no se vieron libres de «los lazos de la muerte», como libre está Jesús resucitado. Hasta aquí parece existir coincidencia entre los intérpretes. Las divergencias empiezan no bien se trata de precisar el concepto de cuerpo.

9.

Concepto de cuerpo humano No es extraño, porque aquí entran presupuestos científicos 16

288

X. LÉON-DUFOUR,

O.C.,

313.

y filosóficos 17 y la ciencia no ha dicho todavía su última palabra. Por su parte, la fe no se propone definir cuáles sean esos presupuestos. Ella sólo nos transmite el mensaje pascual y nos lo transmite por medio de un lenguaje concreto, en medio de su simplicidad y complejidad a la vez. Para comprender mejor ese lenguaje, para interpretarlo con mayor fidelidad, el conocimiento de esos presupuestos se impone. La fe enseña que «Jesús era, después de la resurrección, el mismo y, sin embargo, distinto. Los apóstoles sabían que era el Señor, pero tardaron en reconocerlo» 18. No nos dice nada sobre la relación de su cuerpo espiritual con su cuerpo terreno. No nos dice nada, porque en la resurrección no se trata de rehacer éste. Por lo demás, ¿qué son las moléculas que lo forman? Algunos, partiendo del dato evangélico «el sepulcro vacío», piensan ser más fieles el texto sagrado si hablan de reanimación del cadáver, calificando esta reanimación de trascendente. Tiene fundamento su explicación, porque ese cuerpo sobreviviente garantiza la individualidad de Jesús y, a su vez, contrapesa la tendencia humana a ver en las apariciones del resucitado un fantasma, una alucinación. Con todo, ¿en virtud de qué sustituyen el término resurrección por el de reanimación, aunque la arropen con el calificativo de trascendente? Desde luego, no puede ser el lenguaje exclusivo de la resurrección; porque la reanimación trascendente canoniza la antropología dualista, según la cual el cuerpo junto con el alma forman el ser humano. La fe no canoniza ni desautoriza los presupuestos filosóficos cuando son científicos. San Pablo deja ver en el pasaje citado de la carta a los Corintios que «no debemos imaginar la resurrección como un retorno de la carne y de la sangre perecederos». He aquí por qué Léon-Dufour 19 propone otro modo de hablar de la resurrección, teniendo en cuenta, no sólo la antropología dualista, sino también la semítica y las aportaciones recientes de la genética. Según él, el cuerpo no es un material que entra en la composición del ser humano, sino el lugar de 17 18

19

X. LÉON-DuFOUR, O.c., 313-320. Catecismo holandés, o.c., 458. X. LÉON-DuFOUR, o.c., 316.

289

su expreslOn y de su comunicaclOn con los demás. En esta misma línea abunda el gran teólogo Leonardo Boff. La genética tiende hoy a pensar que en el universo circula un conjunto de materiales que cambian incesantemente. El cuerpo humano, que se definía por la propiedad de determinados átomos, según la genética actual habría que definirlo por su estructura. La estructura será siempre la distribución y el orden de las partes. Cambian éstas, pero la estructura permanece. Las moléculas cambian sin cesar, tanto que de «los elementos que forman el cuerpo del niño, apenas si queda algo en el cuerpo del adulto», se lee en el Catecismo holandés. Sin embargo, la distribución y el orden continúan siendo los mismos. El cuerpo como estructura se relaciona con el universo, y esta relación es perdurable. El hombre durante su vida terrena va dejando vestigios de su ser en el mundo. El cadáver no es más que la última etapa de este proceso. Al reflexionar sobre la muerte se ha hecho referencia a este dato. Como tal, «no existe más que para los otros, no expresa más el mismo individuo en modo específico». Hablar de resurrección corporal, por consiguiente, no significa más que afirmar que un ser es llamado de nuevo a la vida y a una vida que no acaba. Lejos de pretender considerarla como una reanimación del cadáver, se debe sobre todo afirmar que el cuerpo, incluido el cadáver, viene transformado en el seno del universo. Según la fe, el universo será transformado en Cristo. Esto no significa diluir la personalidad individual en un mundo indiferenciado. No lo significa, y menos pretende decirlo; porque el lazo que une al resucitado con el hombre que ha vivido en el tiempo y en el espacio, no está determinado por el hecho de recuperar las partículas orgánicas que habían pertenecido a su ser -resultaría un monstruo inidentificable-, sino que ese lazo lo garantiza el mismo Dios, que ha dado la vida y es autor de la resurrección. En segundo lugar, porque el término de la acción creadora no es primero un alma espiritual y luego un cuerpo material, sino un ser que ha sido cuerpo viviente, persona sometida a la incesante transformación de los elementos integrados en ella. Todas estas consideraciones que suscita la resurrección universal ayudan y arrojan luz sobre las sombras de la resurrec-

290

ción concreta de Jesús de Nazaret. Así como ayudan a la comprensión de la asunción de la santísima Virgen, su madre, en cuerpo y alma a los cielos. Jesús es un hombre semejante en todo a los demás hombres, menos en el pecado. Su cuerpo es, por tanto, como el nuestro. Pensar y reflexionar sobre su resurrección con categorías análogas, no sólo es lícito, sino coherente, porque en él todos serán vitalizados, «cada uno, sin embargo, en su propio turno: como primicia, Cristo)) (1 Cor 15,23). Decir, confesar que Jesús es vencedor de la muerte y que está glorificado porque ha resucitado en su cuerpo histórico, equivale a reconocer que todo lo que en el curso de su vida humana ha estado o ha sido lugar de su expresión y de su comunicación con los demás hombres y con las cosas está transformado, está glorificado; que todo lo que dijo e hizo es tan actual hoy como ayer, porque en todo tenía y tiene razón. Porque no se trata tanto de su cuerpo biológicamente considerado, cuanto del «cuerpo que vive en la nUl)va creación», por él iniciada y de la que él es «la primicia)).

10.

El cadáver de Jesús

No falta quien, aun entre los mismos católicos, no tema afirmar que aunque por una hipótesis se llegase a descubrir que el cadáver de Jesús está en alguna parte del mundo, el fundamento de nuestra fe en la resurrección no sufriría quebranto, no sería argumento suficiente para desvirtuarla 20. Como hipótesis imaginable, no merece repulsa. Pero ateniéndonos al lenguaje revelado, por medio del cual se nos comunica el misterio, no tiene consistencia ni es recomendable. El cadáver forma parte del cuerpo y, por tanto, es tomado de nuevo por Cristo glorioso. El modo ya se ha dicho que entra en el misterio en que la misma resurrección se funda. No se identifica en esta concepción del cuerpo humano expuesta, sino que habría que decir que, aunque todo cadáver es cuerpo, no todo el cuerpo es el cadáver que el día del entierro se deposita en la tumba. Por tanto, «el modo como el cadáver es asumido 20

x.

LÉON-DUFOUR,

O.C.,

319.

291

---dice Léon-Dufour-, escapa a nuestro entendimiento, porque entra en el misterio en que la misma resurrección se funda». El cadáver de carne y hueso desde donde Jesús se manifestó y relacionó con los hombres el mismo día de su muerte, queda constituido medio de acción para Jesús resucitado, como medio de acción es todo lo que formó su cuerpo biológico a través de los treinta y tantos años que vivió entre los hombres. Acción que ya no limita ni el tiempo, ni el espacio, ni la materia. El universo entero está al servicio de su manifestación, según el lenguaje evangélico a través de las apariciones. El cadáver que José de Arimatea y Nicodemo colocaron en el sepulcro no vuelve sin más al universo, sino que es plenamente recuperado por Jesús viviente, que transforma el universo integrándolo en sí mismo. Es obvio que, como diría san Pablo, estamos hablando en clave de misterio y, por consiguiente, es obvio también que la condición humana intelectualmente curiosa quiera saber más, desee tener experiencias más concretas sobre lo que ha pasado con el cadáver del Señor. Esta curiosidad lleva a algunos de nuestros contemporáneos por el camino de la imaginación. Quieren, desean saber más, porque entienden que esta explicación compromete la individualización de Jesús y la continuidad de su cuerpo glorioso con su cuerpo histórico, cuya última etapa es el cadáver, y, por tanto, que crea conflicto con la fe. Desear saber más, desear conocer mejor el misterio es legítimo. Dejar volar la imaginación, desentendiéndose de los datos de la Sagrada Escritura, es peligroso, y aun temerario. La Sagrada Escritura tan sólo nos dice que las mujeres, cuando muy de mañana fueron al sepulcro, no encontraron el cuerpo de Jesús y «no sabían dónde lo habían puesto». Luego que Pedro y Juan confirmaron el dato personalmente. Este dato es el fundamento del lenguaje que sirvió a los apóstoles para anunciar la resurrección, o sea, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte. Ellos no hicieron cuestión de si el cadáver del Señor estaba aquí o estaba en otro lugar. Para los apóstoles era perfectamente comprensible que fuese llevado y glorificado en otro lugar. Porque para los hebreos «el mundo no era una realidad estática, sino que era algo en continuo movimiento. Israel no ha considerado el mundo como un organismo estructurado, reposando sobre sí mismo» (G. Von Rad).

292

Los primeros discípulos del Señor eran judíos y, como tales, no encontraban mayor dificultad para imaginarse una pluralidad de mundos, entre ellos, uno que estaba reservado para los elegidos. Tampoco sufrirían mayores quebraderos de cabeza para imaginarse que los moradores de los distintos mundos se comunicaban o se podían comunicar entre sí. Cuando Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy?», ellos le contestan, reflejando el pensar del pueblo: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que uno de los profetas» (Mc 8,28). Elías, los profetas y Juan habían muerto. Es que el cielo, el mundo de los elegidos lo concebían como un lugar, como un mundo donde los elegidos gozaban de la vida en plenitud. Esta imagen perduró, tuvo fortuna, tanto que hasta no hace mucho los teólogos no dejaron de hablar del cielo y de la tierra como lugares yuxtapuestos cuando el cielo no es otra cosa que un estado en que los elegidos viven la felicidad perfecta, porque viven en Dios, viviendo y amando a Dios. Moviéndonos siempre entre las sombfas del misterio, recordar lo que Jesús dijo: «Cuando sea exaltado, atraeré las cosas a mí» se comprende mejor, se ve con otra luz, a través de lo expuesto.

10.1.

Camino de la fe

Si Jesús vive, vive en plenitud. Si se apareció resucitado reiteradas veces a sus discípulos y se les apareció visiblemente, ¿por qué visiblemente no se quedó entre nosotros? La pregunta fluye y se impone, supuesta nuestra mentalidad recortada según los módulos normales de nuestro sentir y pensar. La respuesta no puede ser con palabras de lógica humana, porque «los pensamientos de Dios son inescrutables», sino que se ha de buscar en la misma palabra divina. Primeramente porque son benditos, no los que vieron estas cosas, sino «los que no las vieron y creyeron». Y en segundo lugar, «porque os conviene que yo me vaya. Porque mientras no me voy, no vendrá el Abogado a vosotros» (Jn 16,7). Si la resurrección confirma que Jesús tenía razón en todo lo que hizo y dijo, habrá que reconocer que su ausencia visible 293

redunda en mayor provecho nuestro, porque a ella se vincula la presencia del Espíritu Santo, y «el Espíritu, dentro de nosotros, nos une más estrechamente con Jesús que lo que pudiera hacerlo su forma humana» 21. De suerte que la fe tiene un valor indiscutible y, por ello, los datos y los hechos narrados en el evangelio. No en el sentido que muchas veces les damos. El dato del «sepulcro vacío» es el fundamento de la predicación apostólica sobre el mensaje pascual. Para los israelitas la tumba no era sólo «la última morada», sino el sheol, que para ellos significaba también la fuerza de la muerte. Significaba, por tanto, su puerta cerrada el triunfo de la muerte sobre la vida. De ahí que al hablar los evangelistas del sepulcro de Cristo, abierto y vacío, haya que entender que emplean un simbolismo que les era muy familiar. El sepulcro abierto quiere decir que Jesús, al resucitar, venció la muerte; que al salir del sepulcro es el vencedor y no el vencido. Esta victoria se le hace patente a los discípulos «haciéndose ver» Jesús de ellos y dejando vacío el sepulcro y la losa que lo cerraba corrida. Pero aún hay más. En la sencillez y el frescor del relato se advierte un itinerario que resulta típico en todo encuentro. Alguien se encuentra con una persona conocida inesperadamente. No la reconoce al instante. Media un proceso entre el encuentro y el reconocimiento, por corto que él sea. El autor sagrado en sus descripciones de las apariciones deja entrever ese proceso: de una experiencia sensible, tanto las mujeres como los apóstoles pasan a una certeza espiritual. A buen seguro que si nos describiesen la aparición de Jesús resucitado a su santísima madre, lo harían de modo distinto. No es lo mismo «hacerse ver» de hombres que habían perdido toda esperanza y en los que la fe desapareciera y, por lo mismo, que no esperaban la aparición, que aparecerse a quien lo espera y cree que vive, que ha resucitado. La aparición de Jesús resucitado a su madre no era para los futuros creyentes lección asimilable de fe. Seguro que por ello no se describe en el evangelio. Sin embargo, conviene, es preciso anotarlo, que casi es unánime el parecer de que la primera aparición fue a María su madre. En la basílica del Santo Sepul2J

294

Catecismo holandés, o.c., 187.

cro hay una capilla, propiedad de los franciscanos, que la tradición venera como recuerdo y memoria de esta aparición. En este itinerario de fe, en el que Jesús se impone como vivo a los suyos, el primer paso es verlo y tocarlo, si bien esta visión está subordinada al reconocimiento de su identidad personal. Porque el divino resucitado no se hace ver para exhibirse, sino para que recobren su fe. La aparición no tiende a que se gocen de su presencia, sino que apunta y desemboca en la fe de aquellos a quienes se aparece. San Lucas es maestro en esta pedagogía de la fe, como queda dicho al referirnos a san Pablo. Cleofás y, según la tradición, su hijo Simón, van muy de mañana de Jerusalén a Emaús, pequeño poblado que dista de Jerusalén unos diecinueve kilómetros por carretera. No vamoS a entrar en la cuestión que el Emaús del evangelio suscita entre los estudiosos. Durante el período bizantino este lugar bíblico era desconocido. Se le colocaba a unos treinta y cinco kilómetros de Jerusalén gor la carretera de Latrún, llamado también Emaús ciudad de los Macabeos. Ya que distaba tanto para que los dos discípulos emprendiesen en aquellas circunstancias el viaje y retornasen el mismo día a Jerusalén, los cruzados lo situaron en el lugar que actualmente visitan los peregrinos. Además, contaban con un detalle que apunta el evangelista médico: «Aquel mismo día iban de camino hacia una aldea, llamada Emaús, distante setenta estadios de Jerusalén» (Lc 24,13). Es una distancia prudencial para recorrerla ida y vuelta en un mismo día. Pues bien, en el camino a los dos se les une un peregrino. Conversan amigablemente y él les explica las Sagradas Escrituras. Llegado que hubieron al punto de destino, le ruegan que permanezca con ellos «porque ya anochece». Gesto muy de acuerdo con la hospitalidad oriental. «y estando a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando a ellos. Se abrieron entonces sus ojos y lo reconocieron» (Lc 24,13-31). Inmediatamente Jesús desapareció de su presencia. No descubren su identidad de momento. Algo les decía su corazón mientras hablaban por el camino. Dudan. Después de varias horas de conversación, lo reconocen «en la fracción del pan». Es que a Cristo no se le encuentra como se encuentran dos personas en

295

la calle. Se hace consciente su presencia mediante una experiencia de amor 22. Una vez que lo reconocieron, «en aquel mismo instante regresaron a Jerusalén, y encontraron en reunión a los once y a sus compañeros, que decían: «De verdad que ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y también ellos contaban lo del camino, y cómo se les había dado a conocer en el partir el pan» (Lc 24,33-34). Es la tercera etapa en este camino, en el camino de la fe. La fe es un bien y el bien se difunde, es un deber moral difundirlo, comunicarlo, hacer de él participantes a los demás.

10.2.

Unión con Cristo

Al reconocer a Jesús como VIVIente por la fe, se tiene la misma experiencia que tuvieron los apóstoles y, por tanto, se recibe también como ellos la misión que ellos recibieron. Toda misión supone unión con aquel que la confía. Las mujeres, unidas por el mandato de Jesús, se lo comunican a los discípulos, éstos lo comentan entre sí y luego lo predican al pueblo. Experimentaron la realidad de Jesús resucitado, lo reconocieron como tal y unidos a él y entre sí por el Espíritu, lo anuncian a los demás. De la lealtad a esta misión depende, en los planes de Dios, la extensión de su reino. Y de la unión, la pujanza de su vida en el mundo. San Juan, que es maestro en el trazado del camino de la fe en otra orientación distinta de la de san Lucas, es quien emplea el símil de «la vid y los sarmientos». María Magdalena reconoce al Señor, no porque lo haya visto, sino porque lo oyó. Oyó que la llamaba por su nombre (Jn 20,11-18). Y porque lo oyó, lo reconoció: «Rabboní», que quiere decir «Maestro» ... «Vete donde mis hermanos y diles: voy a ascender al Padre mío y Padre vuestro». Y ella, sarmiento lleno de vida. responde a la demanda con fidelidad y presteza. La unión con Cristo supone «permanecer en sus palabras, en su doctrina. Permanecer en el fiel». Es decir, el verdadero creyente demuestra su unión con él observando sus mandatos. 22

296

X.

LÉON-DuFOUR,

O.C.,

226-231.

El evangelista teólogo pretende, al emplear esta alegoría de la «vid y los sarmientos», hacernos comprender que al ser injertados en Cristo, somos capaces de dar fruto y fruto abundante. El fiel compenetrado con él recibe la savia portadora de su vida, porque la palabra de Cristo «es espíritu y vida». El mensaje de san Juan, por consiguiente, consiste en que los discípulos tienen que dar fruto, porque tal es el propósito del Padre y para eso Cristo ha tomado la iniciativa de «elegirlos y enviarlos». Pero «no darán fruto permanente y duradero si no mantienen en sí pura su palabra. En otros términos, no lo darán si no lo aman. Porque amar y creer son dos aspectos de una misma realidad. Y esta realidad es la adhesión incondicional y afectiva a Cristo» 23. La adhesión a Cristo es tan necesaria hoy como lo era en aquellos primeros momentos del cristianismo. Tiene la misma vigencia y la misma actualidad, porque la misma actualidad y vigencia tienen sus palabras. No son un recuerdo de lo que fue y dijo; no son dichos sin fuerza, que los creyentes tratan de darle vida, sino una realidad actual, plerta de vida y de fuerza espiritual. «El Espíritu que él envía es la garantía de que su palabra de antes es su palabra viva de hoy», como dice Duquoc. «Jesús no sólo fue una vez de decisiva importancia para nuestra salvación, sino que lo es ahora y por toda la eternidad»; porque su «Espíritu nos une más estrechamente con él que lo que pudiera hacerlo su forma humana». «Por eso lo que garantiza ahora su presencia no es el retenerle, como quería María Magdalena, sino recibir su Espíritu» 24. Su Espíritu nos une a él y nos une a los unos con los otros. y ello viene a ser el cielo incoado aquí y ahora. Porque estar unidos a Cristo es una de las expresiones que la Sagrada Escritura emplea para designar el cielo: estar, «ser con Cristo». Por lo demás, «ser con Cristo» es lo que el catecismo llama ser cristiano. Y ser cristiano es haber sido injertados en Cristo: «¿O ignoráis que cuando hemos sido bautizados para incorpo ramos a Cristo Jesús, lo hemos sido para incorporarnos a su muerte? Por tanto, con él hemos sido sepultados para morir; para que así como fue resucitado Cristo de entre los muertos 23 24

M. MIGUENS, El Paráclito, Jerusalén 1963, 93. Catecismo holandés, o.c., 187.

297

por la gloria del Padre, así también nosotros V1Vlesemos una vida renovada. Efectivamente, hemos venido a ser injertados en él por morir como él; pero en este caso lo hemos de ser también para resucitar con él» (Rom 6,3-5). Esta categoría de «ser de Cristo» habla directamente a nuestra identidad ontológica y da una nueva dimensión a nuestro ser. Una dimensión que no vemos, pero que creemos firmemente en ella. Y como el objeto de la fe es el mismo que el de la esperanza, esperamos, con esperanza cristiana, verla plenamente desarrollada, perfecta con plenitud de perfección en la medida de nuestra capacidad de criaturas. Hemos corrido el peligro de presentar la felicidad eterna como el fruto de una conquista humana, cuando ésta sólo tiene un artífice y un garante: Cristo nuestro Señor. «Es impensable el paraíso o el reino sin una continuidad entre lo ahora vivido en fe y lo esperado con esperanza cristiana», si ese reino no lo unimos inseparablemente a Cristo Jesús. Existe en la vida cristiana un dinamismo que nos lleva y adentra en la realidad que representan esaS' imágenes a que el texto sagrado acude para expresarla: «reino de Dios, paraíso, gloria celestial, banquete nupcial, vida eterna, ser con Cristo ... » Al adentrarnos en la realidad y presentarla como una nueva dimensión de nuestro ser, en cuanto unidos y vinculados con Cristo, alejamos la tentación de presentar el cielo como una conquista de los recursos humanos, a la vez que de mitificarlo como una utopía irrealizable. La felicidad eterna consiste en «estar con Cristo». Pero es necesario morir a nosotros mismos y vivir unidos a él, como el sarmiento vive unido a la vid. En lo alto de la cruz muere al lado del inocente divino un salteador, reconociendo su culpabilidad y, a su vez, la inocencia de su compañero de suplicio. Aún más, le confiesa como salvador: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino». «A fe te lo aseguro: hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,42-43). El movimiento en la vida cristiana hacia una vida de fe, creída y esperada como realidad después de la muerte biológica, aparece en este breve diálogo, en el que se yuxtaponen tres imágenes de la bienaventuranza: el reino, el paraíso y estar con Jesús... «El acento recae, según el parecer de los comentaristas, en el "conmigo"». Estar con Cristo para siempre es la realización de la personalidad del hombre en plenitud.

298

13.

Luz sin sombras

Cristo no dijo «yo soy la tradición», sino «yo soy la verdad», decía Tertuliano. No es la tradición de los hombres, porque, de serlo, no le hubiese dicho a los fariseos hipócritas: «Repudiáis lo que es precepto de Dios y os aferráis a la tradición de los hombres» (Mc 7,8). Pero es su fundamento, por cuanto, si es veraz, es en tanto se funda en la verdad. «Lo que es, fundamenta la tradición. Lo que toda~ía no es, pero será, significa la verdad plena», afirma, a su vez, Leonardo Bofí. La verdad plena para el hombre es entrar en plenitud en la vida sin amenazas de muerte. No entraría en plenitud si no entrase todo él, con su cuerpo y con su alma y todo lo que esto comporta. Esta plenitud la desea ardientemente, a pesar de que él solo se siente incapaz de conseguirla.

1.

Deseo natural de perpetuar la vida

La vida en plenitud es una aspiración que todo hombre tiene. Pregúntesele a cualquiera, al más mendigo entre los mendigos, «si quiere morir». Si por acaso alguien contesta: «Sí, yo quiero morir», examinemos, observemos su contorno, si es que él, por sí solo, no grita el porqué verdadero de su respuesta. Nadie quiere morir, porque todos se niegan a aceptar de buen grado que con la muerte acaba todo. Tratarán de explicarse el fenómeno de la muerte, como lo hace el existencialismo o el filósofo de la vida. Tratarán con sus razones de consolarse, diciendo que «estar viviendo se confunde con estar muriendo». Una tautología de sensibilidad exquisita, pero una

299

razón capaz de aquietar el corazón. Porque con ella, queriendo negar la muerte, lo que en realidad niegan es la vida. Ellos sostienen que «el hombre es un ser para la muerte». A tamaña afirmación alguien contesta que «la muerte corporal no es mi muerte; a lo sumo, ésta podría ser la consecuencia de aquélla. Creo -y además veo para ello buenas razones- que la persona, que soy yo, cruzará la frontera de la muerte sin aniquilarse y esa misma persona seguirá viviendo en una circunstancia radicalmente distinta, que incluirá una forma de corporeidad» [. Nuestro filósofo es un sincero creyente. Pero lulián Marías, uno de los Cien españoles y Dios, contesta al entrevistador como hombre que sabe lo que dice, y sabe lo que dice porque sabe lo que quiere. De no tener «buenas razones para ello» no afirmaría con la seguridad con que afirma. Miguel de Unamuno conocía a la perfección el pensamiento de Heidegger. Se movía en su mundo intelectual como en su propia casa. Sabía un rato sobre «existencialismo». Para éste la muerte «es mera contingencia, pura arbitrariedad, azar y nada más que azar». «Así esa perpetua aparición del azar en el seno de mis proyectos no puede ser captada como mi posibilidad, sino, al contrario, como la nihilación de todas mis posibilidades, nihil ación que no forma parte ya de mis posibilidades». Ante esta nihilación, ante este raciocinio, se estremece vitalmente y reacciona Unamuno como él lo sabe hacer. Es obvio que no conocía el libro de Sartre El ser y la nada, aparecido muchos años después de su muerte; pero a su agudeza no se le escapaba nada que se relacionase con la vida. «Me dan raciocinios en prueba de lo absurdo que es la creencia de la inmortalidad del alma; pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme, no; no quiero ni quiero quererlo. Quiero vivir siempre, siempre, siempre, siempre y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser, ahora y aquí; y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia». Un deseo de vivir, de perpetuarse en la vida más enérgica1 S. PÁNIKER, en J, M. Gironella, Cien españoles y Dios, Nauta, Barcelona 1972, 304.

300

mente expresado y tan contundentemente formulado, no creo que pueda anotarlo ningún coleccionista de frases vivas. Porque Unamuno, además de ser un pensador profundo, fue un hombre que se pasó la vida buscando una explicación al «hecho religioso», al «más allá». Una vida agónica, que le hacía exclamar: «Si del todo morimos todos, ¿para qué todo?, ¿para qué? Es el "para qué" de la esfinge, es el "para qué" que nos corroe el meollo del alma, es el padre de la congoja la que nos da el amor de la esperanza». Unamuno no logra la contundencia de Julián Marías, porque su problema de fe era candente; pero siente en el hondón de su alma una luz que, si no le descifra el misterio, le sostiene en su desesperación esperanzada.

2.

Fe en la resurrección de la carne

El deseo de sobrevivir no crea la supervivencia, pero explica y justifica la fe en la resurrección, confirmando la racionalidad del acto de la fe. El sujeto no crea los objetos, no crea las realidades. Piensa, las aprehende, discurre sobre ellas. Pero de ahí a creerlas hay un trecho y un trecho sólo franqueable para la filosofía kantiana. Los explicará con razones, mas sólo con razones. Razones con las que «no se apacienta el corazón». Y el hombre no sólo vive de inteligencia. Por eso, aunque humanamente podamos esperar en lo que el corazón tan ardientemente busca, hay que darle un fundamento que, siendo racional, al mismo tiempo supere la razón. «El hombre, por más preguntas que formule a la razón sobre la vida futura, jamás recibirá una respuesta tranquilizante». De suerte que sólo queda la fe como respuesta válida y tranquilizadora.

2.1.

Breve recorrido

«Creo en la resurrección de la carne y la vida futura», es uno de los artículos de nuestro credo, de la escatología. Frente a la escatología, el hombre sin fe no tiene asidero, se encuentra en tinieblas. 301

En la antigua alianza había escatología, pero, sin duda, los que la miraron con serenidad y la aceptaron con grandeza de ánimo, es porque vivían en función del mesías prometido y vaticinado por los profetas y esperado por los patriarcas. Es que en el Antiguo Testamento late el Nuevo, y el Antiguo se caracteriza por la esperanza mesiánica. La escatología es eminentemente cristocéntrica: para los que en la alianza antigua esperaban al mesías prometido -no el que los hombres se habían forjado a su medida- y, desde luego, para los que le recibieron con sencillez y grandeza de corazón. Por eso resulta tan elocuente y profundamente expresiva en esta línea la reacción del anciano Simeón al tomar en sus manos al niño Jesús, presentado en el templo por sus padres: «Ahora, Señor, puedes dejar partir en paz a tu siervo, porque mis ojos han visto tu salvación ... » (Le 2,29-32). Es expresiva, porque, amén de ser un testimonio de la creencia en el más allá, indica que «la revelación bíblica muestra desde sus orígenes un profundo interés por despejar su incógnita desde el más acá» . En tiempos del viejo profeta, la incógnita estaba ya despejada. Pero para llegar a su despeje hubo de transcurrir mucho tiempo. El hombre de la Biblia reconocía y aceptaba el poder y la justicia de Dios. Mas como al mismo tiempo observaba que el justo sufría calamidades y tribulaciones, no podía explicarse este antagonismo. Dios no le descubrió, desde el principio, el misterio. Fiel a su plan, quiere que el hombre trabaje y se esfuerce en descubrirlo. La bondad y la justicia divinas estaban más que demostradas a través de la existencia de su pueblo y para su pueblo. Su fidelidad se demostraría si, a pesar de no comprender el plan divino, continuaba siendo fiel. Dios le puso las premisas, a él le tocaba sacar las conclusiones. Dios es justo y bueno: si el justo sufre en este mundo y en él no obtiene la recompensa, ¿qué pasa? No puede quedar sin ella, porque Dios es fiel en el cumplimiento de sus promesas. Existe un más allá en el que se cumple toda justicia. Esta conclusión fue ahondando en el mundo de la Biblia, 2

302

Véase el número de «Misión Abierta» de octubre de 1975.

hasta que por fin «el judaísmo tardío llegó a descubrir la posibilidad de una resurrección ultraterrena~~. Parece ser que el segundo libro de los Macabeos es el primer libro inspirado que anuncia esta realidad. Para clarificar este aspecto del concepto de resurrección, harían muy bien los lectores si leyeran la obra de Alonso Díaz En lucha con el misterio. Se lo recomiendo, tanto más cuanto que no soy escriturista.

2.2.

Garantía de la fe en la resurrección

«Los vivos sólo podemos aceptar el más allá como objeto de esperanza». Por eso, a la pregunta «cómo será esa resurrección», en la tierra no se puede dar una respuesta cumplida. Esta respuesta está reservada al Dios de la vida. Con todo, si no se puede dar una cumplida respuesta, el hombre puede y debe reflexionar sobre ella, por aquello tantas veces dicho: «El hombre no es sólo ser, sino sobre todo poder ser». Sus posibilidades no las realiza todas en el más acá. No importa. Como empieza aquí, que piense, que medite, que reflexione. También nuestros predecesores en la alianza pensaron y reflexionaron. Los planes divinos no cambian a merced de nuestros gustos e intereses egoístas. No obstante, nuestra reflexión sobre lo posible ha de ir acompañada, unida a una profunda humildad, que comporta el reconocimiento de las propias limitaciones. Ello entra, a su vez, en los planes de Dios. Afirmación ésta que encaja perfectamente en esa «tradición veraz» a que al principio se ha hecho referencia. Si el mismo problema de la escatología es un problema serio, el hombre tiene que afrontarlo con seriedad y mesura. Todo problema serio consiste en «advertir ante nosotros la existencia concreta de algo que no sabemos; por tanto, es un saber que no sabemos» 3. El que tiene respuestas para todo, sólo por este dato, se hace sospechoso. Ciertamente, la resurrección en la vida futura es algo que escapa a las luces de la razón humana, en la que sólo arroja 3

J.

ORTEGA

y

GASSET,

El espectador, 11I, Espasa-Calpe, Madrid 1966,

156.

303

luz la fe. Ayudados, iluminados por ella, se da luz verde a la reflexión. Por eso dice Muñoz Alonso: «Creo que somos nosotros -no algo de nosotros- los que sobrevivimos a la muerte corporal. El hombre es un espíritu encarnado, y el espíritu que sobrevive, sobrevive con una carne espiritualizada, si cabe hablar así. Por eso, la carne separada del cuerpo es nada antropológicamente, una vez separada. La carne sobrevive en el espíritu, como puede vivir en la eternidad: transfinalizada en el espíritu. El hombre no es un ser compuesto de carne y espíritu. Una vez separados, el espíritu goza de la personalidad integral» 4. Lo dicho por Muñoz Alonso entra de lleno en la línea de la teología sana y perenne. Esa dicotomía del ser humano será muy respetable, y lo es, tanto por su origen como por haber sido cristianizada por los escolásticos; pero no es la concepción que del hombre tiene la Biblia. Al no aceptar el más allá, el hombre, que es un animal pensante, amique no siempre piensa con el sentido de su limitación, busca respuestas a esas preguntas universales. Respuestas que bien quisiera fuesen universales también; pero no pasan de elucubraciones filosóficas, de respuestas individuales que alegan razones y no más que razones. Mas sus razones no convencen. ¿Convencen a los mismos que las dan? .. Unamuno, glosando a san Pablo, comenta en su Diario íntimo 5: «Si no hay otra vida, es vana la fe cristiana y vana su labor toda y no hay razón para que fructificara y se extendiera; si no hay otra vida y sólo para ésta es el espíritu cristiano, somos los cristianos los más miserables de los hombres». Subrayo el somos, porque quiere decir mucho en un hombre tan discutido y discutible como él. Se siente y se confiesa cristiano. Afortunadamente, no son los cristianos «los más miserables». Todo lo contrario, porque ellos confían en Dios, en él ponen toda su esperanza, y Dios les da y ofrece una garantía: su palabra, que se hace hombre, muere por los hombres y resucita para los hombres. ¿Qué garantías da Sartre? ¡¡SUS razones!!. .. Nadie puede dar una respuesta cabal al problema del más 4

5

304

S. PÁNIKER, en J. M. GIRONELLA, O.C., 397. M. DE UNAMUNO, Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid 1972, 130.

allá en este mundo limitado. Nadie, menos uno: Jesús de Nazaret. ¿Quién duda hoy de su historicidad? ¿Quién tiene por legendarios su realidad histórica, su proceso, su crucifixión ... ? Los cuatro evangelistas relatan los rasgos fundamentales de su vida, de su mensaje, de su pasión, de su muerte. Su relato está, además, reconocido y confirmado por testimonios extrabíblicos. ¿Qué razones hay para no creerlos? Pues bien, estos mismos evangelistas afirman que ese Jesús, «a quien vosotros todos conocéis», que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, fue resucitado por Dios, «soltándolo de las ataduras de la muerte, como que no era posible que él fuera detenido por ella» (He 2,24). Ninguno lo ha visto salir del sepulcro, pero los primeros que fueron a inspeccionarlo testifican que estaba vacío. No es prueba irrefutable: podía estar en otro sitio. Ciertamente, la posibilidad no se discute. ¡Ah!, si sólo afirmasen que el sepulcro estaba vacío, dejarían a la posteridad sin el testimonio que necesita. No la dejan así, porque estos mismos testigos afirman que estuvieron y hablaron con él, que tobron las cicatrices de sus manos y de sus pies. Ellos, que habían perdido toda esperanza al verlo expirar en lo alto de la cruz, no dudan, y están dispuestos a todo por confesarlo, en asegurar: «Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». A partir de este momento, al que conocían con el nombre de Maestro le llaman «el Señor». En Emaús se conmemora una de las apariciones del resucitado más apasionantes. Dos de sus discípulos vienen de Jerusalén el domingo de pascua «a una aldea llamada Emaús». En el camino se les une un viajero. Charlan animadamente sobre los recientes acontecimientos hasta llegar al lugar de destino. El sol se está poniendo, y el viajero hace ademán de continuar su viaje. «La tarde está cayendo, quédate con nosotros», le dicen, como buenos y hospitalarios orientales. El forastero acepta la invitación y «en la fracción del pan lo reconocen» (Lc 24,13-32). Lo reconocen sentados a la mesa, cuando Cleofás, seguramente el dueño de la casa, le ofrece al desconocido la presidencia. Es curioso que no lo hayan reconocido antes, cuando apenas habían transcurrido tres días desde la pasión. Lo descubren cuando «toma el pan, lo bendice, lo parte y se lo va dando a ellos». Es que su corporeidad espiritualizada trascen-

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día los sentidos para dar paso a la fe. Lo reconocen en la fe. Y en este momento desaparece de su presencia. Las leyes que rigen el espíritu no son las leyes que rigen la materia. Los que testifican de la resurrección son hombres curtidos, nada dados a vanas curiosidades, nada tienen de ilusos y sí mucho de realistas. No se fían de posibles alucinaciones. Su testimonio, pues, merece crédito, puesto que ellos creen, y creen porque no tienen más remedio que rendirse a la evidencia. Regresan a Jerusalén y allí encuentran a sus compañeros con la misma impresión: «Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Entonces es cuando Cleofás y su compañero, que la tradición dice llamarse Simón y ser hijo del primero, les cuentan lo del «camino, y cómo lo habían reconocido en la fracción del pan». El hombre es atraído por el misterio, y la resurrección de un hombre que todos habían visto expirar en Jerusalén es algo misterioso. Tanto más cuanto que la resurrección era una realidad que esperaban «al fin de los tiempos». Era para ellos un acontecimiento de la escatología, para la eternidad, no para el tiempo. Que un acontecimiento escatológico se realice en el tiempo, no deja de ser sorprendente y misterioso. Atraídos los hombres por ese misterio, no sorprende tanto que su fe «fructificara y se extendiera», como fructificó y se extendió. Fructificó y se extendió porque la fe de aquellos sencillos, rectos, amedrentados por la pasión, se fundaba en la realidad viva de Cristo Jesús. El asiste con su fuerza a los predicadores de su verdad y se la comunica también a aquellos que los escuchan con sencillez y limpieza de corazón. Su existencia en la historia continúa siendo actual, porque para él ya pasó el tiempo y empezó la eternidad. Por tanto, Cristo realizó con su resurrección una de las posibilidades de la naturaleza humana, puesto que resucitó como hombre; porque como Dios no podía, dado que no puede morir. Esta posibilidad es la de poder ser asumida por la vida de Dios, sin dejar de ser ella misma. La naturaleza humana, concreta, individualizada, así asumida por Jesús de Nazaret, realiza en el tiempo «un portento excepcional, en virtud del cual Jesús muerto queda inundado por la vida de Dios». En la pascua, en el momento de su resurrección, Jesús trueca su más acá por su más allá. Yeso que es desde en306

tonces una realidad en Cristo, es en el hombre viador una posibilidad. Posibilidad que los creyentes estamos seguros de que se realizará también en todos en el momento de su muerte. Nuestra seguridad no es vana, porque está fundada en la palabra de Dios, que lo prometió. Y Dios no falla nunca en sus promesas.

3.

Cómo será la vida de los resucitados

La resurrección no consiste en volver a la vida que se vivía antes de la muerte. No es una reanimación, como fue, por ejemplo, la de Lázaro, la de la hija de Jairo ... Jesús resucitado no vive la misma vida que vivía cuando llamó a los apóstoles, cuando convirtió el agua en vino, cuando confunde a los fariseos y tapa la boca a los saduceos ... sino que, como hombre, fue «inundado con la vida de Dios». Es «las primicias de los creyentes». , Reflexionando sobre el cielo se dice cómo es el estado en el que «se realizarán todas las posibilidades del hombre», todos sus anhelos, todos sus deseos. Por tanto, ahora, siendo consecuentes, habrá que afirmar que también «se realizará la posibilidad de ser asumidos por Dios y formar con él una unidad inmutable e individual». El hombre nunca será Dios. Es imposible, a no ser que cayésemos en el panteísmo. Pero llegará a formar un todo con él, sin perder su individualidad. Algo así como durante esta vida formamos un todo con Cristo. Somos su cuerpo místico al estar unidos a él por la fe, los sacramentos, la obediencia, el amor. En una palabra, somos cristianos. En el cielo se revelará lo que esto significa.

3.1.

Misterio insondable para la razón

En nombre de la razón y sólo con su luz, el estado de vida gloriosa resulta inaccesible. San Pablo se conforma con decir que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni razón humana puede comprender lo que Dios tiene reservado a los que le sirven». Como la reflexión gira en torno a la resurrección universal, si es inaccesible a la razón la vida de la gloria de los humanos,

307

el problema se complica pensando en la glorificación de los cuerpos. La expresión «resurrección de la carne», no la conoce el Nuevo Testamento, sino que aparece por primera vez en san Clemente y en san Justino. Y aparece con tan buena fortuna que fue acuñada por la tradición y pasó al símbolo de la fe. He aquí uno de los casos, por qué dice Leonardo Boff que «lo que es fundamenta la tradición». Lo que es fundamenta la tradición porque ésta se basa en la Sagrada Escritura. Cuenta san Mateo, y wn él los otros sinópticos, que en una ocasión se acercaron a Jesús unos saduceos. Venían en plan de tanteo y para ello le propusieron un caso sobre la resurrección de los muertos. Los saduceos eran un estamento del pueblo judío que se interesaba más por la política que por la religión. Polemizaban la concepción que de la resurrección tenían los fariseos, «partiendo de la premisa de que el Pentateuco no habla de la escatología». Los fariseos, por su parte, dados a la especulación teológica, habían «desarrollado fuertemente la doctrina de la resurrección, viendo alusiones a ella en todos los libros del Antiguo Testamento». Sin embargo, su especulación no había pasado de una resurrección de modo terrestre y primitivo. Creían, por ejemplo, que después de la resurrección aumentaría la recolección y la fertilidad de la vida. Por último, los sinópticos son los tres primeros evangelios, o, si se prefiere, los tres evangelistas, san Mateo, san Marcos y san Lucas. Se dicen sinópticos por «una dicción griega que indica una "visual conjunta o común"» 6. Es decir, que es mucho más lo que tienen de común que lo que tienen de diferente. Pues bien, hechas estas aclaraciones, se puede entrar en el problema que los saduceos plantearon a Jesús. Quizá pensasen que Jesús compartía la opinión de los fariseos, y como también ellos se consideraban peritos en la ley, entran de lleno en el tema: «Maestro, Moisés dispuso: "Si alguno muriese sin tener hijos, el propio hermano tomará a su esposa por ser su cuñado y suscitará prole a su propio hermano"» (Mt 22,29). 6

cho.

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«L'Osservatore Romano» del jueves 19-XI-1981 hace referencia a lo di-

Ahora bien, «entre nosotros había siete hermanos. Y el primero murió después de casado, y, al no tener prole, dejó su esposa al propio hermano. Lo mismo ocurrió también con el segundo y con el tercero, hasta siete. Y detrás de todos murió la mujer». Aquí llega la pregunta: «En la resurrección, pues, ¿de quién de los siete será esposa?» (Mt 22,25-29). La pregunta tiene ribetes de ironía, precisamente porque no creían en la resurrección, al menos como los fariseos la entendían, y más de una vez, a buen seguro, lo habían discutido con ellos. Jesús lo advierte. Sabe lo que enseñaban los fariseos y lo que pensaban sus interlocutores. Va, por tanto, a responder a ambos; porque si los primeros se equivocaban en sus elucubraciones, los segundos estaban «descaminados». Les echa en cara su falta de seriedad, que pretenden encubrir con un mentido interés, y, a la vez, les descubre su error de principio: «Vais descaminados por no conocer las Escrituras y el poder de Dios». Juan Pablo 11, en su catequesis sem:tnal 7, hace un comentario agudo y documentado sobre esta cuestión, que será la clave de estas reflexiones.

3.2.

Concordancia de los sinópticos

El texto de san Mateo no hace referencia a la «zarza ardiendo» como lo hace san Marcos (12,18-27) y san Lucas (20,27-39). Con todo, ello no supone desacuerdo entre ambos, puesto que de las tres versiones surgen los dos elementos que el Papa señala: a) el anuncio sobre la futura resurrección de los cuerpos, y b) el estado de los cuerpos resucitados. Con el primero Jesús contesta directamente a los saduceos y con el segundo corrige a los fariseos; que no debían estar muy lejos en aquel entonces, porque, inmediatamente, sin darse por aludidos, tratan de «tantearlo» también (Mt 22,34). No se daban por aludidos, sino que más bien pensaban que, habiendo «tapado la boca a los saduceos», ellos debían tener mejor fortuna. Tanto que «algunos se declararon y dijeron: "Maestro, ¡bien has hablado!"» (Lc 20,39). Y le proponen 7

M. MIGUENS, Amor y libertad, Gráficas Alonso, Madrid 1971, 15.

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la cuestión: «¿Cuál es el precepto más importante de la ley?» (Mt 22,34). Tan bien habló que, «efectivamente, no se atrevían a consultarle más». Los saduceos le presentan el problema de la resurrección como si la resurrección fuese una opinión, una hipótesis de trabajo. Aquí estaba su error. Porque para Jesús, sin estar de acuerdo con los fariseos, era una tesis, un principio, un postulado que latía y se vislumbraba en el Antiguo Testamento. No siendo una hipótesis, sino una tesis, Jesús, que «enseña con autoridad», se lo dice sin rodeos: «Estáis descaminados». Presumís de conocer las Sagradas Escrituras y empezáis por ignorar lo más elemental. Para conocerlas, no basta conocerlas literalmente. Si ignoráis lo fundamental que las Sagradas Escrituras enseñan, es que debéis saber «que no sabéis». Ignoráis el problema. El problema de la Biblia es, sobre todo, dar a conocer a los hombres el poder y el amor de Dios. Quien esto desconoce ignora las Sagradas Escrituras, por mucho que conozca su letra. Más tarde dirá san Pablo que «la letra mata; el espíritu es lo que vivifica». Con la Biblia en la mano y espigando textos desconectados del contexto, se pueden afirmar las cosas más peregrinas, o darle el sentido que mejor encaje en los gustos e intereses propios. Recuerdo que en una ocasión me carteaba con un «testigo de Jehová». La citas que hacía de la Sagrada Escritura las empleaba de tal forma y les hacía decir tales cosas que no había posibilidad de entenderse. Era el clásico empollón, incapaz de digerir lo que leía, o de ampliar su visión con horizontes más abiertos. Así se explica, por ejemplo, por qué no admiten, por qué se niegan a las transfusiones de sangre.

3.3.

Réplica de Jesús

Pues bien, no seré yo quien se meta a interpretar las intenciones de los saduceos ni tampoco a valorar sus conocimientos. Lo que sí podré decir es que, si conociesen las Sagradas Escrituras, deberían saber que, cuando Dios se revela a Moisés, se llama a sí mismo «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob», 310

el Dios de todos aquellos que habían precedido a Moisés en la fe. Se revela como «Dios de vivos y no de muertos». Que Dios se llame a sí mismo «Dios de vivos y no de muertos», sólo se comprende aceptando la existencia de una vida en la que la muerte no tiene ningún poder. Pasado el umbral de la muerte, el hombre entra en la verdadera vida. Si esa vida no existiese, la revelación huelga. Según esto, los que precedieron a Moisés en la fe son para Dios personas vivas. «Todos viven por él y para él». Para los saduceos, sin embargo, los que les precedieron forman en el catálogo de los muertos. Por desgracia, este criterio sigue vivo entre los hombres. Las referencias arriba hechas son una buena y triste muestra. 3.4.

Los horizontes de la fe

El texto evangélico comentado se ha de acoger como una manifestación de Dios, reconociendo la fuerza del dador de la vida, «el cual no está vinculado por la ley de la muerte dominadora en la historia terrena del hombre», dice Juan Pablo 11; de lo contrario, el cristiano se cierra a su cristianismo. Desde esa perspectiva hay que mirar la respuesta de Cristo. Era tan de principiantes la pregunta de los saduceos, que, enterados los fariseos que «les había tapado la boca, se agruparon en el mismo lugar para tantearlo también» (Mt 22,34). Todos, encerrados en nuestros puntos de vista, creemos estar en posesión de la verdad. No ocurre lo mismo con la respuesta de Jesús. «Vais descaminados. Porque en la resurrección ni ellos van a tomar esposas ni ellas van a enmaridarse, sino que van a estar como ángeles en el cielo». Les deja al descubierto, porque tendrían que quemar muchas etapas para alcanzarle en su vuelo. Esto supondría el auto-reconocimiento de que no se sabe todo de todas las cosas. Ellos son incapaces de remontarse a las alturas de una vida que ignoran y de desprenderse de las limitadas relaciones que comporta la vida presente. Si Dios es Dios de vivos y no de muertos, si los que han muerto para los hombres son personas vivas para Dios, ¿a qué otra vida, a qué otras relaciones puede referirse Jesús, sino a 311

la que él da y vino a traer al mundo a los hombres «para que la viviesen y la viviesen en abundancia»? «Todo es gracia» en y durante la vida terrena. Mas la gracia de las gracias es esa vida no amenazada por la muerte. Jesús, al decir «serán como ángeles en el cielo», se refiere sin duda a ella; a esa vida que procede de Dios en cuanto «fuente inagotable de existencia y de vida». A esa vida de la que hace participantes a los hombres, y que, si bien deben empezar a vivirla aquí en la tierra, por la gracia culmina siendo celestial. Comienza, debe comenzar aquí. Pero aquí los hombres continuarán muriendo y los justos padeciendo. Esto ocurre a pesar del amor y del poder de Dios; y esto es lo que impulsó a los saduceos a anclarse en la vida de la tierra. Por eso el Maestro divino les enseña que ese mismo poder de Dios, que en la tierra se siente como atado por la libertad del hombre, va renovando su alianza con ese hombre que muere y ese justo que padece, hasta tal punto que manda a su Hijo para que muera como los hombres y sufra como los justos. De ahí que la argumentación del Señor rebase los límites del Antiguo Testamento. Los saduceos le proponen el problema desde la ley. Como en la antigua latía la buena nueva y ellos son incapaces de verlo, Jesús trata de descubrírselo. Se lo manifiesta. Jesús vino para dar testimonio del Dios de la alianza, no del Dios a quien los saduceos habían encerrado en sus criterios e hipótesis. Cuando les habla del «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob», cuando les habla del «Dios de los vivos no de los muertos», los saduceos debieran pensar en la resurrección de todo el hombre, puesto que para ellos la concepción antropológica del ser humano no era como la nuestra. El alma era todo el hombre y el cuerpo era todo el hombre 8. Humanamente discurriendo, el sentido de sus palabras era más asequible a su mentalidad que a la nuestra. Como resumen: para Jesús y, por tanto, para los creyentes, la resurrección de la carne consiste en la transformación de todo el hombre en un ser espiritual. «Aunque no siempre es fácil a la luz de la revelación neotestamentaria precisar las carac8

esto.

312

En el capítulo «La resurrección de Cristo» se expone por extenso todo

terísticas de un cuerpo resucitado, parece no obstante claro que su corporeidad actual carece de "dimensión material"». Si el cuerpo de Cristo resucitado carece de dimensión material y su resurrección es garantía de la nuestra, lo mismo ocurrirá en cada uno de nosotros. El planteamiento de los saduceos está viciado por un error de principio. Error que Jesús confunde. 3.5.

Los cadáveres

Sería aventurado identificar el cuerpo humano con su cadáver. Tendrían primero que ponerse de acuerdo los entendidos 9. ¿Qué será del cadáver, de esos restos humanos que acompañamos al cementerio? Desde luego, es el cuerpo en su última etapa sobre la tierra; pero no es todo el cuerpo. No obstante, si el cuerpo es transformado, transformado será su cadáver. Que se pudre en la tumba, de acuerdo. Porque ¡cuántas veces asistimos al traslado de cenizas, cuántas hemos contemplado el esqueleto de un hombre... ! Pero llegado «el día del Señor», el momento de la resurrección de la carne, serán «inundados con la vida de Dios», para resurgir con más ímpetu también. ¿Cómo?, ¿de qué forma?: «Como ángeles en el cielo», y basta. Basta, porque «la descripción de la Sagrada Escritura (Mt 24) se ajusta a un patrón apocalíptico, con el que se intenta idealizar el momento final, con símbolos e imágenes capaces de impresionar a los lectores». «No se exige, por tanto, dar al cuadro escatológico un sentido histórico, sino más bien simbólico». ¿Piensa alguien que los astros caerán del cielo? Tal hipótesis es rechazada por la ciencia actual. En la eternidad los símbolos y las imágenes serán sustituidas por la realidad. Admitir como realidad histórica la reanimación de los cadáveres en su identidad material no es una exigencia de la fe. Y tanto no lo es, que no falta quien. entre los teólogos, diga que, aunque por una hipótesis llegase a demostrarse la permanencia del cadáver de Jesús en la tumba, la fe en la resurrección no dejaría de ser dogma, no dejaría de ser fe, y fe auténtica. La esencia del dogma no cambiaría. 9

Véase en este mismo libro el capítulo «La resurrección de Cristo...

313

Mi condición de creyente no me impide adherirme a este modo de pensar. No me lo impediría si el evangelio no emplease un lenguaje determinado. Su lenguaje es el vehículo por el que nos llega la realidad de la resurrección. A él debemos atenernos. La impaciencia imaginativa, el afán excesivo de adentrarnos en una serie de detalles que no afectan al dogma, así como el deseo injustificado de simplificar los misterios, no son los compañeros ideales para mejor ilustrar el contenido de la fe. Tenemos un texto revelado, contamos con un magisterio, y estos dos criterios son la base de una reflexión serena y responsable. Fiel a estos criterios, es cierto que el más allá se rige por las leyes del espíritu. Las leyes del espíritu en el más acá se conocen en penumbra, puesto que al fin están condicionadas por los sentidos. Y por muy inmateriales que sean los sentidos, sus órganos no lo son. Si se rige por las leyes del espíritu y todo el hombre tiene acceso a ese más allá, lo que llamamos cadáver será transformado con todo el cuerpo en algo espiritual, sin que por ello pierda su individualidad. Así pues, siendo consecuentes: «el yo personal ---que siempre incluye relación con el mundo- será resucitado y transfigurado». Resurrección y transfiguración que suponen que cada uno conseguirá el cuerpo que merece, y éste será la expresión perfecta de la interioridad humana, sin las estrecheces que rodean nuestro actual cuerpo carnal» 10. Esto explica que «los dos de Emaús» no descubriesen inmediatamente a Jesús resucitado que se les une en el camino. Ellos conocían a Jesús mediatizado por su forma corporal, mas ignoraban su «interioridad humana». Se les presentó con la forma corpórea que merecía, pero que ellos desconocían. No cabe duda de que, planteando en estos términos el problema de la resurrección, se esclarecen una serie de detalles, se da respuesta a un nudo de pequeñas preguntas. De no ser así, ¿cómo y cuál sería, por ejemplo, la identidad de un ser humano alumbrado muerto a los cinco meses de gestación? ¿Cuál el del niño que muere con su madre antes de nacer? La identidad material del cuerpo cambia cada siete años. 10

314

L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1980, 45.

¿Cómo y cuál seóa la de un hombre que muere a los ciento seis años? La resurrección de la carne, en el día del Señor, ha de entenderse, pues, como ese instante en que cada uno será informado «con la expresión corporal propia y adecuada a la estructura del hombre interior», dice Leonardo Boff. Tal vez un símil arroje luz donde por necesidad tiene que haber sombras: el árbol nace de la semilla. Nadie negaría que en la semilla se contiene, en potencia, el árbol. Sin embargo, todos diremos que el árbol difiere de la semilla como el día de la noche. El árbol es la potencia desarrollada, contenida en la semilla. El hombre resucitado es la naturaleza humana, desarrolladas y realizadas todas esas posibilidades a las que tantas veces se ha hecho referencia. El ser humano en la vida biológica es la semilla. En su resurrección sería el árbol en plena floración. «De hecho, el hombre, mientras está, condicionado por los límites de su condición de viador, se mantiene como una simple semilla que no logra germinar sus auténticos valores ontológicos». No logra hacer realidad todas sus posibilidades. Ni puede realizar todo lo que desea, ni todo lo que puede puede realizarlo en un instante. Necesita tiempo, y ni siquiera el tiempo, por largo y duradero que sea, le es suficiente. Afortunadamente cuenta con toda la eternidad. Empero, para pasar del tiempo a la eternidad ha de sufrir la tribulación de la muerte, la putrefacción del sepulcro. Tiene que morir biológicamente, como la semilla que, para llegar a ser árbol tiene primero que ser sembrada en la tierra, luego se descompone y, al fin, con la fuerza del sol y del agua unida al calor de la tierra se convierte en árbol frondoso. Lo analógico siempre será analógico y el símil siempre lo será, pero, mientras no llega lo propio y no llega la realidad, ayudan en nuestra fatigosa búsqueda. Algo así, pues, ocurre con el hombre. Sólo la fuerza de la vida auténtica hará germinar al hombre perfecto. Mirada la muerte desde la perspectiva de la resurrección, se verá como fin en plenitud y, por tanto, su recuerdo, en vez de amedrentar, consolará y reconfortará. Siendo fin en plenitud, es porque ya no quedan más posibilidades que realizar. Toda 315

su capacidad de reflexión y de acción se centrará en el ser, porque el poder ser ya no existe para él. El ser es Dios y el hombre está en Dios y con Dios, formando una unidad, sin perder por ello su identidad. La resurrección le da la adecuada y propia identidad de su estructura personal. Sin embargo, si la estructura es humana y su humanidad le liga y ata a este mundo, en que biológicamente vivió de una forma indestructible, es razonable que la teología distinga entre juicio individual y juicio final. Para el individuo, con la muerte termina el tiempo; por eso para él significa el fin del mundo. Mas como está ligado al mundo con vínculos que ni la muerte personal, o biológica, rompen fundamentalmente, que la teología diga que, hasta que el cosmos no sea planificado y transformado en el «último día», «aún el hombre no ha resucitado plenamente, y que sólo entonces será el mundo su verdadera patria del cobijo y del encuentro en la inmediatez mutua» 11, es obligado, porque es coherente con todo su contenido. Las coordenadas del tiempo para el muerto terminaron. Para el mundo terminarán en el juicio final. Como somos los vivos, no los muertos, los que hablamos el lenguaje de la esperanza, no es eufemismo decir que hasta ese momento «no se resucita plenamente».

11

316

L. BOFF,

O.C.,

44-45.

Conclusión

El camino se hizo andando, no solo, sino en compañía de los buenos amigos de viaje. Hice lo que me propuse, aproveché generosamente los libros que manejé y las revistas que cito: pero no hubiera arribado a la orilla con facilidad sin las orientaciones de Ediciones Paulinas. Si gratitud es nobleza, rendirle homenaje de gratitud es obligado. De todos modos, arribar no equivall a solventar todas las dificultades del camino, porque, a pesar de la luz de la fe, la razón no descansa sobre la experiencia verificada o verificable en el más acá. Ciertamente que nunca se ha pretendido esta certeza dentro de una ortodoxia legítima. Se pretende, y es posible, eso sí, que esta certeza sea razonable y razonada. Si lo conseguí, me doy por suficientemente recompensado. La Biblia es la palabra de Dios transmitida a los hombres por medio de los mismos hombres. Si esta convicción es razonable, será porque el hombre ha comprendido lo que Dios quiere decirle. Para llegar a esta comprensión necesita «tener en cuenta el ambiente cultural al que pertenece el escritor, los motivos de expresión de que dispone, la finalidad que se propone al escribir» l. Siendo la Biblia palabra de Dios, no hay duda de que enseña el camino del bien y de la verdad, de la justicia y de la paz, de la reconciliación y de la penitencia. No obstante, esto debe ser justamente asumido y concienzudamente expuesto con el auxilio de una hermenéutica racional y seria, autorizada y solvente. 1

A. M.

ROGUET,

Iniciación al evangelio, Paulinas, Buenos Aires.

317

Por lo demás, enseña una verdad religiosa, una bondad trascendente, una paz que el mundo no puede dar, una justicia que no siempre comprenden los hombres. Porque Dios habla para que los hombres se salven, y «no para destruirlos en el campo de las ciencias de la naturaleza». Esta instrucción corresponde a los hombres buscarla, que para eso les dotó de inteligencia, libertad, memoria y voluntad. Si el hombre emplea estas facultades correctamente y con sentido de su propia limitación, esa verdad religiosa, esa bondad trascendente no se le presentarán como contrarias a la instrucción científica, dado que ni la Biblia ni las definiciones dogmáticas se interfieren en el contenido auténticamente científico. Por último, si enseña la verdad religiosa y el bien moral, la justicia y la paz duraderas, no puede enseñar nada contrario a ellas. Esas aparentes contradicciones que a simple vista pudiesen parecer tales se resuelven a la luz de la hermenéutica, teniendo en cuenta que cuando muchos libros de la Sagrada Escritura fueron escritos era una época de barbarie moral, y Dios toma a la humanidad en el estado en que se encuentra. Si el autor sagrado se expresase en otros términos, sus destinatarios no le hubiesen entendido. La pedagogía que emplea el texto sagrado es una constante en su evolucionar. Una cosa es soportar la dureza del hombre y otra muy distinta su justificación. Para eliminar esa dureza está la instrucción. Si se habla a un rufián de delicadeza, de la equidad, del hunor, de la dignidad, es lo mismo que escribir en la arena. ¿Entendería tales términos? Por eso, se hace de todo punto necesario comprender lo que el autor se propone y conocer el medio cultural en que habla o escribe. Si escribe un poema o emplea un lenguaje apocalíptico, no se podrán tomar en sentido material y a la letra sus metáforas o símbolos. «Buscar una revelación en el pintoresco particular de una descripción» es más ingenuo que sensato. Las imágenes, los símbolos, las figuras son sicmprc más circunstanciales que estructurales. Por no tener en cuenta esta observación que también cuenta, y mucho, muchos movimientos que se autodefinen religiosos y dicen ampararse en la Biblia, se enfrentan audazmente con el conjunto de la tradición cristiana y se emancipan de la autoridad de la Iglesia. 318

Alguien ha dicho que «si se quiere captar lo invisible, hay que penetrar en lo más hondo de lo visible». Desde luego, muchos de esos movimientos no penetran en el contenido del mensaje divino: pero tampoco penetran muchos manuales de teología cuando aplican a la revelación categorías de escuela, terminologías más o menos cristianizadas, y en ellas creen agotar todo su contenido. Dios se comunica al hombre tanto de occidente como de oriente, tanto al griego y al romano, como al chino y al americano, al europeo como al africano. Ignoro si este libro incurre en lo mismo que lamento en tantos otros. Desde luego, no lo deseo. Pero tampoco fue mi propósito escribir un tratado de teología escatológica, sino redactar unas reflexiones en torno a preguntas que flotan en el ambiente. Me propuse recoger, sin pretensiones, lo que la investigación teológica solvente y actual dice en torno al pecado, al purgatorio, al infierno, al cielo... anteponiendo unas consideraciones sobre la esperanza cristiana. Este fue y es mi propósito. t Pero así como no quisiera incurrir en el fallo de los manuales en serie, menos desearía que se atribuyese a estas reflexiones el calificativo de audaces y temerarias. Ni lo deseo ni creo que merezcan tal «honor». No creo que lo merezcan, porque las realidades escatológicas sobre las que reflexiono intento meterlas en una dialéctica de distinción y de fusión de planos, con el firme propósito de poner, una vez más, en evidencia esas fórmulas tan traídas y llevadas por los que ni siquiera conocen su alcance: la verdad religiosa, la creencia en la vida eterna es «deseo», es «opio», es «resentimiento», es «ilusión» ... Nada de esto puede expresar la fuerza que brota de la fe y de la esperanza. No puede agotarse en estas escuetas palabras la fe y la esperanza de un Francisco de Asís, de un Maximiliano Kolbe, de un Junípero Serra, de un Domingo Savio, de un Francisco Javier, de toda esa pléyade de hombres y de mujeres que se entregan al amor de Dios a través del servicio a sus hermanos los hombres. ¿En qué categoría encasillarían a Teresa de Calcuta? Creer y esperar en la vida eterna «es estar seguro de que este mundo no es definitivo; que la situación actual no permanecerá eternamente; que todo cuanto existe -incluidas instituciones religiosas y políticas-, tienen carácter transitorio; que 319

la división de razas y clases, pobres y ricos, dominadores y dominados es provisional; que el mundo está sometido a la transitoriedad y al cambio»; que el hombre, en fin, no acaba con la muerte, sino que se transforma para vivir eternamente y en plenitud una vida misteriosa, sí, pero no por misteriosa menos real. y para estar seguro de esto se cuenta con una base, con un hecho que, siendo de por sí escatológico, por el poder de Dios se convirtió en histórico: la resurrección de Cristo. Lo que justifica que en este libro se le hayan dedicado dos apartados. La resurrección de Jesús de Nazaret es el signo y la realidad que garantiza la verdad de la resurrección universal. «Tengo, en efecto, que los padecimientos del momento presente no son proporcionados a la gloria que está para declararse en atención a nosotros» (Rom 8,18). Esta gloria se declarará cuando Dios «sea todo en todas las cosas», como lo es en Cristo (1 Cor 15,28). Por serlo, lo resucitó. Pero esto sucederá «en atención a los que son de verdad hijos de Dios y son en su vida impulsados y guiados por el Espíritu Santo». Es razonable, pues, creer y esperar, fiarse y estar seguros de la propia realización en plenitud, a pesar de los sinsabores, de las incomprensiones e injusticias de la vida presente. Si Dios no libra a los hombres de estas calamidades inherentes a la condición humana, tampoco libró a Jesús, su unigénito, hombre como nosotros. Y, sin embargo, 10 resucitó. Así, la resurrección de Jesús es nuestra garantía. Esta garantía brota de la fe, no de la evidencia o experiencia verificable y verificada. Afirmar, por consiguiente, que la fe es razonable no es decir que sea fácil su aceptación a la razón. Por eso el respeto y la comprensión con los que no creen es humano y razonable también. Dostoyewsky escenifica esta dificultad en su novela El idiota. Jesús llama Padre a Dios. Durante toda su vida cumplió a la perfección su santísima voluntad. No ohstante, Dios parece abandonarlo en los momentos que humanamente más lo necesitaba: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Esta escena arranca al idiota el grito desgarrado: «Ante este cuadro puede uno perder la fe». Esta dificultad explica que, como pórtico a los novísimos, reflexionemos sobre la virtud teologal de la esperanza. Porque 320

en la clave de la fe en Dios, ésta sale robustecida, dado que, aunque el sentimiento es sacudido violentamente, la lección de confianza en su bondad es inquebrantable: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Sé que «quieres que todos los hombres se salven».

321

INDICE

Págs.

Contenido.

.

.

..

.

Al lector

7 9

1.

Espera con fe y verás..........................................

17

1.

La inminencia de la parusía

18

2.

El problema 2.1. Los que piensan que habla de la proximidad del fin del mundo....................................... 2.2. Los que piensan que falló............................ 2.3. Los que se abstienen de emitir juicio 2.4. Hacia una solución coherente....................... 2.5. Consecuencias de la interpretación personal....

19 19 20 21 21 25

3.

La esperanza 3.1. No es pasiva frente a los demás.................... 3.2. Integración sí, ruptura no............................ 3.3. En qué consiste la esperanza........................ 3.4. Fundamento............................................. 3.5. Consecuencias...........................................

28 28 33 37 37 39

4.

La esperanza compromete 4.1. Compromiso vital 4.2. Cambio de mentalidad................................ 4.3. Cuidado con quemarse................................

41 43 46 47 323

Págs.

2.

Algo sobre escatología.........................................

49

La ilustración.................................................... 1.1. Kant........................................................ 1.2. Hegel...................................................... 1.3. Nietzsche y Kierkegaard.............................. 1.4. Marx....................................................... 1.5. Reparos de fondo 1.6. Los empeñados en la paz y la justicia 2. La esperanza escatológica...... 2.1. Fuente de esta esperanza.... 2.2. La escatología...........................................

52 53 53 54 54 55 56 58 60 61

3.

El pecado original y la limitación humana...............

65

1. 2. 3.

El mal en el mundo Un poco de historia Exposición doctrinal..... 3.1. La limitación del hombre 3.2. El pecado................................................. 3.3. En qué consiste ese pecado.......................... 3.4. El pecado del mundo.................................. 3.5. Transmisión del pecado original.................... 3.6. El pecado ante Dios

70 72 73 75 78 79 82 83 85

4.

Hacia una noción de pecado.................................

89

1.

Perdón de los pecados........................................ 90 1.1. Las abluciones judías.................................. 90 1.2. Las abluciones paganas 91 1.3. El bautismo, muerte con Cristo 92 1.4. ¿Hasta cuándo sufrirá el hombre la presencia 94 del pecado? 1.5. Qué es el pecado... 96 Rasgos de la moral renovada 98 2.1. Moral de indicativo.................................... 101 2.2. Basada en la persona.................................. 103

1.

2.

324

Págs.

2.3. Moral de situación Moral de actitudes ,. 3.1. No al leguleyismo ,.............. 3.2. Sí a la moral evangélica 3.3. Moral fundada en el amor........................... 4. Conclusión

104 107 112 113 117 120

5.

Muerte, obsesión................................................

123

1.

La muerte y la filosofía ,........................ 1.1. La filosofía de la vida ,........................... 1.2. Existencialismo. 1.3. Marxismo 2. Observaciones............ 2.1. Ambiente................................................. 2.2. Lugar l......................

125 126 128 129 132 133 133

6. Sentido cristiano de la muerte...............................

135

3.

1.

Qué dice y qué piensa Jesús de Nazaret de la muerte............................................................. 2. Qué es la muerte 2.1. Qué es el hombre 2.2. La muerte de Jesús 2.3. Nuestra muerte 2.4. La resurrección de Jesús 2.5. La muerte es un misterio.......

137 144 147 148 150 153 154

o a..tojuicio? ... 161

7.

El juicio particular: ¿sentencia divina

1. 2. 3.

El juicio particular "'''".,, Criterios de decisión: fe yamor .. " " ..,............... La revelación y el juicio particular 3.1. La Sagrada Escritura "".............................. 3.2. La tradición , ,,"" , "............ 3.3. El magisterio de la lalella "" "............

162 164 166 166 167

168¡

Págs.

4. 5.

Qué no es el juicio particular Presentación actualizada 5.1. Con la muerte cesa la influencia de todo condicionamiento humano................................ 5.2. Ayuda para que esos condicionamientos cesen 5.3. El juicio empieza en esta vida 5.4. «Vigilad y orad»

173 174 176 178

Cómo hablar del purgatorio hoy............................

181

1. 2. 3. 4.

La Sagrada Escritura La tradición...................................................... Reflexión teológica fundada en la Sagrada Escritura Principios..... 4.1. Responsabilidad humana............................. 4.2. Pureza y santidad....................................... 5. Documentos eclesiásticos 6. Orientación teológica actual................................. 6.1. Proceso de plena maduración....................... 6.2. Oraciones y sacrificios por los difuntos........... 6.3. La vida humana puede y debe ser purificadora

182 184 185 185 186 187 187 188 190 191 193

9.

¿Existe el infierno? ..... .. .. ... .. .... .. ... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 197

1. 2. 3.

Enseñanzas de la Iglesia...................................... El infierno existe............................................... Proceso para llegar a esta conclusión..... 3.1. El sheol 3.2. La gehenna.. 3.3. El infierno como frustración.. 3.4. Ni sheol ni gehenna: situación existencial....... ¿Debe existir el infierno? 4.1. ¿Tiene que ser eterno? 4.2. ¿Cómo es y en qué consiste? Visión del infierno............................................. Fe: creer en el infierno.......................................

8.

4. 5. 6. 326

168 171

198 199 201 202 202 203 204 207 207 209 212 214

Págs.

10.

Qué es el cielo

,

1.

Qué es el cielo.................................................. 1.1. Deseo de inmortalidad 1.2. Vida en Dios............................................ 1.3. No es un lugar, es un estado de vida 1.4. Plenitud de amor....................................... 2. Doctrina de la Iglesia 3. Documentos eclesiásticos 3.1. «Benedictus Dominus»................................ 3.2. Concilio de Florencia.................................. 3.3. Concilio Vaticano 11 4. Cómo se llegó a la formulación del cielo como estado 5. Conclusión ,.....................

11.

217

218 219 220 223 225 230 232 232 233 234 236 238

La resurrección de Cristo................................... 241

1.

Hechos relacionados con la resurrección de Jesús de Nazaret............................................................ 2. Soluciones al «hecho» del cristianismo................... 2.1. El método crítico....................................... 2.2. El método mítico....................................... 2.3. El método espiritual.............. 2.4. Valoración de los tres métodos 2.5. Solución de fe 3. Los milagros 3.1. ¿Pruebas?................................................ 3.2. Prueba histórica de la resurrección................ 4. El Jesús de la historia es el Cristo de la fe.. 4.1. Conocimiento histórico............................... 4.2. Conocimiento de ftW 4.3. Conocimiento reaL..................................... 4.4. «Se hace ver»...... 4.5. La apologética..........

241 243 244 245 246 247 250 253 253 254 255 261 262 263 264 265 327

Págs.

12. La fe en la resurrección y su lenguaje...................

269

1. Los milagros, motivos de credibilidad 2. Paradigma de la actitud creyente......................... 3. La jerarquía vela por la unidad de la fe... 4. Lenguaje de la resurrección 5. El pueblo de Israel cree en la resurrección............ 6. Concepto del ser humano.................................. 6.1. Concepción semítica................................. 6.2. Concepción helénica 6.3. Cómo se imaginaban la vida de los biológicamente muertos......................................... 7. De la escatología a la historia............................. 8. De la escatología al espacio. 9. Concepto de cuerpo humano 10. El cadáver de Jesús.......................................... 10.1. Camino de la fe...................................... 10.2. Unión con Cristo....................................

270 273 276 279 280 282 282 283

13. Luz sin sombras...............................................

299

1. 2.

Deseo natural de perpetuar la vida Fe en la resurrección de la carne '" 2.1. Breve recorrido......................................... 2.2. Garantía de la fe en la resurrección............... 3. Cómo será la vida de los resucitados..................... 3.1. Misterio insondable para la razón 3.2. Concordancia de los sinópticos '" 3.3. Réplica de Jesús........................................ 3.4. Los horizontes de la fe.......... 3.5. Los cadáveres

299 301 301 303 307 307 309 310 311 313

Conclusión

317

328

......................

284 285 287 288 291 293 296

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