La Paradoja De La Fe Adolphe Gesche

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VERDAD E IMAGEN MINOR 30

ADOLPHE GESCHÉ

Colección dirigida por Ángel Cordovilla Pérez

t.1-\ PARAilO~JA DE LA FE

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2013

CONTENIDO

Presentación, de Paulo Rodrigues 1. EL LUGAR DE LA FE

1. Intransigencia y acomodación 2. Dos lugares de la fe 2. FE Y VERDAD

Tradujo Luis Rubio Morán sobre los originales franceses Le lieu de lafoi (1981), Foi et vérité (2009), Le croyant dans la cité (1994), Du défi d'aujourd'hui ala Foi de demain (1984) © Herederos de Adolphe Gesché, 2013 © Ediciones Sígueme S.A.U., 2013 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca/ España Tlf.: (+34) 923 218 203 - Fax: (+34) 923 270 563 [email protected] www.sigueme.es ISBN: 978-84-301-1832-8 Depósito legal: S. 120-2013 Impreso en España/ Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A.

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2. Una fe de anticipación de la verdad ............. 3. Una fe que salva del olvido .......................... 4. Fe y racionalidad ............................ .............

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3. EL CREYENTE HOY EN UNA SOCIEDAD LAICA ......

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l. Ante una situación nueva .............................

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l. Una fe que hace verdadero ...........................

Cubierta diseñada por Christian Rugo Martín

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2. Los nuevos intentos ...................................... 3. Aclarar algunas denominaciones nuevas ......

A modo de conclusión. Los DESAFÍOS ACTUALES Y LA FE DEL FUTURO ... . .. ...... .. .. . . .. .. . . . . .. .. . .. . . . .. . ..

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l. Entender teológicamente lo que sucede ........

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2. Entender teológicamente nuestros errores ....

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3. Entender teológicamente nuestras riquezas ...

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Índice de nombres .................................................. Índice general ........................................................

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PRESENTACIÓN

Paulo Rodrigues

Con la clausura del concilio Vaticano II el año 1965, uno de los acontecimientos más relevantes de la vida eclesial del siglo XX, se iniciaba el periodo de su recepción, la cual estaría marcada por una fecunda reflexión teológica. La constitución pastoral Gaudium et spes propone un diálogo del cristianismo con las corrientes del pensamiento contemporáneo, señalando el enfrentamiento de dos visiones del mundo: la del humanismo cristiano, apoyada en la Revelación, y la derivada del humanismo ateo, heredero de la tradición racionalista. El teólogo de Lovaina Adolphe Gesché, captando la importancia del momento y el desafio que representaba escuchar los «ecos» de la otra ladera y superar el desprecio de la dimensión «secular» («la foi écoute le monde»), supo percibir la relevancia de volver a proponer la fe al mundo de hoy («le monde ré-écoute la foi»), un mundo paradójico marcado por el debilitamiento progresivo de los grandes sistemas ideológicos y por la interrupción de las grandes narrativas, pero donde emergen progresivamente nuevas formas de superstición y de religiosidad, o nuevas derivas integristas y fundamentalistas de la religión. Gesché realiza así un doble itinerario: por 9

Presentación

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una parte, recoge las cuestiones y aportaciones del pensamiento «secular»; por otra, propone de nuevo la inteligibilidad que la Trascendencia puede aportar a una reflexión sobre el mundo y el hombre. En un contexto en el que la religión es reconducida a los límites de la razón natural y se ve relegada a la esfera de lo privado, Gesché comprende la pertinencia de afirmar públicamente los derechos de la fe y de proponer un «exceso» para pensar al hombre allí donde se ha declarado la «muerte de Dios» (Marx, Nietzsche, Freud) y comienza a escucharse el anuncio de la «muerte del hombre» (Foucault, Malraux). La fe, haciendo oír su voz en la «ciudad de los hombres», su lugar propio, propone a «Dios» para pensar al hombre. De esta forma, no sólo introduce una «turbulencia semántica» para hablar de ese ser inexacto que es el hombre, sino que le propone un «exceso» a partir del cual pueda descifrarse a sí mismo en un horizonte más amplio que los límites de la pura inmanencia. El discurso de la fe instituye así el derecho al «misterio», a lo «simbólico», a la pluralidad de significaciones, a lo no-cerrado, a la duda, a la perplejidad frente a la tentación siempre presente de la objetivación total de lo que se manifiesta o de la constitución de una subjetividad desligada de toda referencia. En este sentido, hay que intentar entender y esforzarse por aceptar que la lógica de la fe no es de este mundo, ya que propone al hombre un lagos muy distinto, el de un amor que se dice finalmente en una cruz. Esta paradoja, excediendo todo pensamiento, sin embargo corresponde plenamente

a la medida del deseo del ser humano. Revelando la «lógica de la existencia», lo que la fe propone concierne radical y últimamente al hombre, mendigo de una palabra que restablezca el horizonte de las finalidades «excesivas». Así pues, resulta imprescindible recuperar la inteligibilidad de la palabra de la fe, reencontrar las palabras adecuadas para proponer de nuevo hoy lo que la fe invita a empezar a instaurar, aquí y ahora, en la existencia humana: el Reino de Dios. Pues la fe, en cuanto respuesta a una Palabra, adhesión confiada al Dios que se revela, es esencialmente una forma de vida, un modo de existir. Según esto, lo que la fe propone como verdadero no es separable de su realización en la existencia. Los textos reunidos en este volumen representan una parte importante del material que, a buen seguro, Adolphe Gesché hubiera utilizado para reflexionar sobre la fe de cara a preparar un estudio más amplio y sistemático que formara parte de su serie Dios para pensar. Como dicha empresa no fue posible, nos cabe la satisfacción de ofrecer a los lectores de lengua castellana estas pinceladas luminosas y sugerentes que guardan, sin embargo, una profunda cohesión interna y constituyen una estimulante provocación: pensar la paradoja de la fe.

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EL LUGAR DE LA FE

El Evangelio es, como indica la misma palabra y todos sabemos, una «buena noticia». Y lo propio de una noticia, de un anuncio, es que resuene, que se escuche. Una noticia es algo «para ser oído». Necesita, por tanto, un lugar o lugares donde pueda re-sonar. Por eso aquí vamos a hablar no tanto del contenido de la fe, sino del lugar y de las condiciones en las que, junto a otras instancias del ser humano, esa buena noticia tiene el derecho y la suerte, el deber y la autorización para hacerse reconocer, para hacerse escuchar, sin complejos. «La fe escucha al mundo», se ha dicho de forma muy acertada. Pero ¿no es hora ya de que también «el mundo pueda escuchar a la fe», de que el mundo pueda esperar algo de parte de la fe? A este respecto hoy se está pasando una página, y es importante tomar conciencia de ello. Hace algunos años, en los países anglosajones se habló mucho a propósito de la fe en términos de alternativa: Identity (identidad) o Involvement 13

La paradoja de la fe

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(implicación). O bien la fe afirma su identidad, subraya su «diferencia», anuncia su alteridad y no puede entonces aceptar ninguna acomodación con el mundo, debe salvaguardar su especificidad y anunciarse en cuanto tal, en su «desnudez». O bien (involvement), para ser escuchada, la fe debe despojarse de todo esoterismo, recorrer los caminos y avenidas de este mundo, de este siglo, descubrir las coincidencias que le permitan hacerse escuchar y entender por los otros, como una voz humana semejante a las otras, y encontrar en las aspiraciones del hombre de hoy un aliado que le permita ser acogida. Se comprende inmediatamente la exactitud y a la vez la debilidad de esta alternativa (como siempre que se presenta algo como una alternativa), por cuanto las dos dimensiones deben ser afirmadas, pero sin considerarlas como mutuamente excluyentes. Según la primera afirmación podemos decir que si la fe es una dimensión del hombre -como así creo profundamente-, la fe cristiana, por el hecho mismo de su especificidad, es digna de ser oída. Tiene que hablar su propio lenguaje, nada ganaría con disolverse. Debe «mantener su palabra» al pie de la letra, es decir, pronunciarse, anunciarse tal como es, sea cual sea la suerte que pueda correr. Aunque fuera la de ser rechazada. Pero también, y esto es un límite negativo, corre el peligro de no ser entendida.

Respecto de la segunda posición (el anhelo de encontrar un acuerdo), hemos de decir que la fe, por ser una voz de hombre, una voz para el hombre, debe expresarse en la cultura de su tiempo: debe aceptar, bajo pena de muerte, las leyes de la aculturación que le resultan indispensables para poder ser recibida; tiene que mostrar su «relevancia», probar que es pertinente. Aunque también en este punto existe un límite negativo: si la fe emprende los caminos de esta pertenencia secular, ¿no terminará ahogándose, no caerá en un proceso suicida de disolución? ¿Dirá algo distinto de aquello que ya dicen otros, sin guardar otra seña de identidad que el mero hecho de escribir con mayúscula aquello que los demás escriben con minúscula? Este envite se puede expresar de la siguiente manera: o bien la fe se anuncia en un lenguaje hasta tal punto identitario y singular que se vuelve prácticamente inaudible; o bien se anuncia en un lenguaje tan asimilado y concordativo que no es acogida porque ya se ha escuchado en otra parte y, por lo tanto, se ha vuelto absolutamente indiferente. Esta oscilación, que unas veces toma el camino de la integridad (el integrismo) y otras el del concordismo (la secularización), no es en absoluto nuevo. De hecho, este movimiento oscilante acompaña toda la historia del cristianismo. Es lo pnmero que vamos a ver.

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1.

INTRANSIGENCIA Y ACOMODACIÓN

Este movimiento oscilatorio presente en toda la historia del cristianismo, aunque simplificando bastante -cosa que resulta inevitable si queremos obtener brevemente una visión global de toda la historia- se podría presentar como proponemos a continuación.

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losofía, de hecho se empeñan en mostrar la coherencia de la fe cristiana con ella, llegando incluso a defender que la fe cristiana es la única filosofía auténticamente humana, y que no existe una rupl ura irremediable entre ellas. La oscilación, como vemos, se presenta ya desde los mismos orígenes del cristianismo.

a) En los orígenes del cristianismo se da preferencia a las formas del anuncio abrupto, de una parresía sin contemplaciones. Así, el mensaje de Pablo se adentra deliberadamente por el camino de «un lenguaje de locura», el de «la locura de la cruw (cf. 1 Cor 1, 18-25). Rechaza el canto de sirenas de la sabiduría, la elocuencia del mundo, las facilidades de una acomodación a las fuerzas persuasivas de este mundo. Emprende el camino de una vulnerabilidad que rechaza todas las tentaciones seculares, para encontrar en su propia debilidad los títulos mismos de su fuerza: «escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1, 23). Sin embargo, al mismo tiempo, con sordina, descubrimos también la preocupación por hacerse entender. El mismo Pablo dirá que «se hizo judío con los judíos ... , con los que están sin ley, yo ... vivo como si estuviera sin ley» (1Cor9, 19.21). Y los Padres de la Iglesia -pensemos en los apologistas-, aun cuando formalmente vituperan la fi-

b) En un segundo momento, el de la era constantiniana y postconstantiniana, se observa una orientación en sentido inverso. Por una parte, la fe de cristiandad tiende más bien -en el mejor sentido del término- a reconciliarse con el mundo que ella ha conquistado y que a su vez la ha conquistado. La fe entra en el tejido del mundo e incluso se convierte en parte fundamental de su construcción. Terminada la época de los mártires, la absorción tiende a tomar el relevo sobre la diferencia. La cultura de la sabiduría, los imperativos políticos, peligran y manifiestan un marcado debilitamiento. Sin embargo, al mismo tiempo esta fe de cristiandad tiene la tendencia a convertirse en paladín del movimiento civilizador. Culturalmente, es decir, políticamente, toma la deriva teocrática, que reafirma de nuevo -aunque en esta ocasión bajo la forma de la fuerza, y no de la debilidadla seguridad y la especificidad. La Edad Media occidental representa bastante bien el modelo de esta organización.

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c) Después, en la época del Humanismo, el Renacimiento y la Reforma, encontramos de nuevo una oscilación parecida, si bien en este momento no tanto en la forma de una acentuación (en un sentido o en el otro), sino más bien en el de una concurrencia, una yuxtaposición. Unos, protestando contra la rendición del evangelio frente al mundo, proclaman un cristianismo «sin Aristóteles», esto es, sin filosofía, reformado, y reformado precisamente por la reivindicación de la fe pura. Desafío intransigente lanzado contra las sabidurías humanas, demasiado humanas, intransigencia de una fe sin cisuras ni compromisos. Los otros, en la misma época, seducidos por la sabiduría de este mundo, buscan aclimatar el cristianismo en los caminos del humanismo, del «hombre eternal» reencontrado. El humanismo cristiano tiende así a atenuar «lo abrupto», la diferencia. El arte de este período, y un poco más tarde (siglos XVII y XVIII) la teología natural y la teodicea, muestran con claridad el espíritu de esta tentativa. Pero los dos caminos se encuentran aún en un tiempo de alejamiento, de indiferencia mutua, de un acuartelamiento hostil.

Por un lado se afirma una laicidad cada vez más triunfadora, segura de sí misma, que afirma sus «Luces» contra el oscurantismo. Los grandes racionalistas del siglo XVIII rechazan cualquier crédito y cualquier pretensión que pueda tener la le, que para ellos es pura credulidad, mientras que con frecuencia además la fe zozobra o se oculta en la timidez, en el silencio y en el repliegue. Por otro lado, la fe se pone a la defensiva, considerándose como en «estado de sitio». Rechazando la modernidad y sus justos derechos, se refugia en una fe de oposición, en una senda de repliegue individual. Da lugar a eso que se hallamado la religión liberal o en ocasiones la religión de sacristía.

d) La cuarta época es la de la segunda modernidad (siglos XVIII y XIX). ¿Cómo se presenta en este tiempo la oscilación?

e) En tiempos más próximos, después de las sacudidas de la gran revolución política de finales del siglo XVIII, se anuncia la confrontación, muy lejos ya del simple alejamiento mutuo. Laicidad y sacralidad intentan, sin comprenderse ni querer entenderse, la exclusión mutua. Pero esta vez hay que decir que en la confrontación vence la laicidad. La ciencia, o el cientificismo, que se convierte en el portavoz cultural de la sociedad, se enseñorea del pensamiento y de la vida. La parte cultural parece vencedora, y es dominada por la increencia. Por su parte, la fe parece capitular y derrumbarse bajo los repetidos golpes del adversario; sin confianza en sí misma, se repliega en

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una ciudadela cultural, se vuelve insípida en una teología repetitiva y, las más de las veces, puramente conceptual.

razón. Existe una crisis de las ideologías racionales, planificadoras y a ras de tierra; se advierte una inquietud, una necesidad de trascendencia, a veces incluso con síntomas de irracionalidad. Por otra parte, se asiste a un retorno de lo sagrado, a una nueva confianza de la fe en ella misma, sea por los caminos más o menos ambiguos de una restauración, sea por los senderos más sanos de un redescubrimiento de su propio peso y de sus valores irrenunciables.

f) En un pasado reciente (pero que ya no es nuestro presente) la concurrencia toma un cami-

no diferente, de una gran apertura. Los antiguos héroes quizás están cansados. La laicidad, preocupada por diversos motivos por no dejarse envolver en un monopolio que termine quitándole la razón, descubre los caminos de la tolerancia. La fe, por su parte, abandona las barricadas y, también por diversas razones que tienen que ver tanto con preocupaciones pastorales como con el olvido de su propia especificidad, se lanza a las aguas bien conocidas de la secularización a ultranza. Así pues, parece llegado el tiempo en que todo el mundo se entiende, pero donde nadie tiene ya nada que decir. g) La actualidad que caracteriza nuestro hoy desde hace algunos años, y que anuncia sin duda el futuro, conoce un nuevo cambio de dirección. Se asiste, por una parte, a una crisis incontestable de la ciencia y del racionalismo. El mundo secular ha comenzado a cuestionar sus propios fundamentos y seguridades. Se percibe una cierta angustia, de la que no hay que aprovecharse como de un saldo a buen precio. El mundo moderno se interroga sobre la confianza que ha puesto en la

Este vaivén, del que más o menos he esbozado limpiamente los meandros, pone de relieve una situación inherente a nuestra condición humana así como a nuestra condición cristiana. Sólo tiene sentido si puede aclarar nuestra inmediata modernidad y el reencuentro histórico al que no podemos fallar. Tal reencuentro podemos abordarlo no ya en una yuxtaposición, confrontación o repliegue, sino en un clima de atención mutua, codo con codo, en una «nueva alianza», por usar un término altamente evocador. Esta alianza nueva, enriquecedora para unos y para otros, por una parte nos permite, sin ceder en nuestra especificidad, ir mejor que nunca al encuentro de valores profanos, y por otra, sin temer la alteridad del compañero, anunciar con energía nuestra diferencia, como un bien precioso, un tesoro que el otro puede recibir porque en el fondo lo espera. En esta página que se pasa hemos de ver una

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oportunidad y volver a encontrar sin orgullo la audacia de nuestro servicio. Por consiguiente, si es verdad que lo propio de una noticia, especialmente de una buena noticia, es que resuene, que sea escuchada en su lugar, yo diría que este lugar es doble. Por una parte, este lugar tiene que ser y debe ser el lugar «profano», cultural, «extranjero». Pero puede y tiene que ser también un lugar propio, específico. O dicho de otra manera, la fe debe resonar en su lugar, pero dándose cuenta de que ese lugar es a la vez el lugar de los otros; y la fe debe resonar en el lugar de los otros, pero con la conciencia de que ese lugar es asimismo el suyo propio.

a) En primer lugar, la fe resuena en el lugar de los otros, aunque es también el suyo propio. La fe es un acto humano, configurador del ser humano en sí mismo, en su misma estructura constitutiva. No se trata de una superestructura, de algo impuesto que venga a establecer una fractura en nuestra humanidad. La fe, el creer (tomamos estas palabras sin darles de inmediato una orientación o un contenido religiosos) es un comportamiento plenamente humano. Nada hay más falso que pensar que «creer» no es una dimensión del hombre lo mismo que tantas otras, como conocer, amar, pensar, saber, jugar, etc.

Basta para probarlo un simple hecho del lenguaje (los hechos del lenguaje son los más esclarecedores). Notemos cómo y cuánto las palabras «fe» y «creer» pertenecen al entramado de nuestro lenguaje más habitual. La palabra latina «fides» ha originado en español, además de la palabra «le», toda una amplia serie de palabras que no se emplean exclusivamente en el ámbito religioso: liarse, fiable, fiabilidad, fianza, confiar, confianza, confidencia, fiel, fidelidad, etc. Son, está claro, términos de la vida cotidiana, pertenecientes a la trama de nuestra existencia. Por su parte, el término latino «credere», además de su sentido propio de «creer», ha dado origen a tantos otros como: creencia, creíble, acreditar, crédito, credencial, credibilidad, crédulo, el credo (de una persona o grupo), creído (engreído), creyente, etc. Todos ellos designan comportamientos humanos, «normales», de todos los días. Tenemos que ser conscientes de ello y hacérselo saber a los otros. Estas palabras expresan comportamientos normales, habituales, sin los cuales el hombre no puede vivir, como no puede vivir sin otras dimensiones, como conocer, amar, etc. Si además nos fijamos no solo en los términos como tales, sino también en el uso que se hace de los mismos, basta con abrir el diccionario. Nos encontramos, a propósito de la fe, con expresiones como: «fe de matrimonio», «fe de erratas», «fe de vida», «a fe mía», «de buena, o

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2. Dos LUGARES DE LA FE

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mala, fe», «fe de caballero», una persona «digna de fe», «tener fe» en el médico o el diagnóstico, el notario «da fe» de algo, «prestar fe», «guardar la fe conyugal», etc. Y para el verbo «creer»: «te creo», «creo lo que dices», «ya lo creo», «no puedo creer lo que me ha pasado», «hay que creer en uno mismo», etc. Se podrían multiplicar los ejemplos. Todas estas expresiones muestran palmariamente que la fe, el creer, es verdaderamente un «existencial del hombre», una dimensión del ser sin la cual el ser humano no podría vivir. Por ejemplo, podemos comer todos los días y a todas horas porque creemos que los alimentos no han sido envenenados, que están en buenas condiciones; arrancamos el coche sin desconfiar de que alguien haya manipulado los frenos; montamos en el autobús o el avión confiando en que el chófer o el piloto están capacitados y nos llevarán al destino ... Si tuviera que proceder siempre de otra manera, es decir, comprobar por mí mismo todas las cosas, verificar cad.a vez todo lo que hago, no podría vivir y pronto caería en la locura. Por eso es absolutamente indispensable, vital, tener confianza, dar fe, creer. Confiar es salir de nosotros mismos y ponernos en manos de otro porque es digno de fe; es admitir algo porque otro me lo hace admisible, tan admisible como si yo me hubiera podido convencer a mí mismo. En la fe existe un descentramiento de uno mismo, un «di-mitin> de uno mis-

para «re-mitin> a otro, «ad-mitin> aquello que vo recibo de él (y que no tiene nada que ver con 1111 «so-meter-se» a él). Es descentrarse, salir de la soledad o del encierro, este encierro que es internamiento (locura) e «infiernalización». Creer es exactamente tomarle a alguien la palabra: in 1·aho tuo laxaba retes, «por tu palabra, echaré las redes» (Le 5, 5). Tomarle a alguien la palabra porque es digno de ella, ciertamente, pero también porque no podemos asegurarnos de todo por nosotros mismos. La fe es, por consiguiente, un acto perfectamente humano, que construye al hombre. Un hombre que no es capaz de creer es un hombre destruido, deshecho en todos los sentidos de la palabra. Creer es salir de sí para ser . . meJor uno mismo. En esta línea, la fe religiosa no constituye, pues, por sí misma una alienación absoluta que venga a estrangular al hombre, ni por detrás ni por encima, contra la lógica de su ser. Sea cual fuere el contenido de la fe religiosa, ésta se inscribe en el entramado de la constitución humana. Ahí está su derecho fundamental, su derecho antropológico, habría que decir. ¿Será entonces presuntuoso pensar, y decir bien alto, que la fe religiosa viene a ofrecer al hombre un despliegue último de sí mismo, una consumación de esta dimensión constitutiva de su ser, ofreciéndole una superación, abriéndole a algo que le transciende y lo conduce hacia más arriba, o hacia algo

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más grande, que lo realiza más plenamente? El hombre que se supera no es un hombre que se destruye; antes al contrario, se engrandece en un ultimate concern, en un «algo que me concierne de manera decisiva», que se me ofrece como el fruto último de mi destino, de mi deseo y de mi necesidad de ser. Es verdad que esto supone también que el contenido de eso que se me ofrece sea válido. Pero hemos de preguntarnos si la validez de ese contenido no está ya como probada, en todo caso anunciada, por el hecho de que uno de los testigos de ese contenido es un hombre eminentemente digno de fe, Jesús de Nazaret. Mi razón fundamental para creer no la encuentro en los razonamientos, por mucho apoyo que proporcionen, sino en el Señor. He aquí, en efecto, un hombre humanamente digno de fe. No se trata de un tipo histérico, un enfermo, un neurótico, del que sería legítimo y obligatorio desconfiar. Al contrario, es un hombre equilibrado, pacífico, sereno, sanamente seguro de sí mismo. Pues bien, este hombre (considerándolo solo en su humanidad), humanamente digno de fe, que ha hablado bien del hombre, de sus alegrías y de sus penas, de sus gozos y de sus luchas, ese hombre que creía en el hombre, creía también en Dios. Es impresionante precisamente porque él creía de una forma pacífica, él que no tenía necesidad de Dios para buscar ansiosamente la clave del universo o llenar el

vado de una deficiencia humana. «Creed en mí, nl'ed también en Dios» (Jn 14, 1). No ofrece un discurso exaltado sobre Dios. Su crisis de abandono en la cruz prueba, mejor que cualquier otro argumento, que no tiene nada de un exaltado fa11;'1t ico y furibundo. Lo que le hace más digno de fe es que se trata dl' un hombre entregado totalmente a los otros, plenamente fraternal, abrazando de la manera 111ús completa del mundo la causa y las causas del hombre. No es de esos hombres que hablan de Dios subidos a las espaldas del hombre, despreciándolo, como si el anuncio de Dios tuviera q uc realizarse a expensas del hombre, sacrificándolo ante él. Tomó partido por el hombre hasta t•I punto de morir por él; luchó, plenamente humano y fraternal, por el hombre de su tiempo. Y este hombre, entregado a los hombres, es asimismo y sin oposición o sacrificio del uno al otro, un hombre entregado a Dios, plenamente filial. Plenamente fraterno y plenamente religioso. Esto es lo que resulta todavía más sorprendente. Porque nada nos resulta más difícil que entregarnos a la vez y por completo a dos realidades diferentes. Siempre tendemos a establecer escalas de valores y, por lo mismo, a sacrificar un valor al otro. Él no tiene necesidad de establecer divisiones: su fe en el hombre no le dispensa de su fe en Dios; su fe en Dios no lo separa de su fe en el hombre. Practica los dos mandamientos a la vez, unidos.

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Los «logra», si se puede decir así, sin destruir ni sacrificar nada. Al contrario, un movimiento apoya al otro. Consigue que su fe en el hombre le lleve a acrecentar su fe en Dios: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, ... porque has sido comprendido por los pequeños» (cf. Mt 11, 25). Y su fe en Dios le motiva para engrandecer al hombre: «Vete, tu fe te ha salvado» (Me 10, 52), «bendita la que ha creído» (Le 1, 45). Tú eres más grande de lo que te crees. ¿No podemos decir también nosotros que seremos tanto más humanos cuanto más creyentes en Dios seamos? La fe en Dios no nos llevará a ser menos humanos con nosotros mismos o con los demás; al contrario, responde y potencia nuestra necesidad de ser más humanos con nosotros mismos y con los otros; viene a cumplir con esa necesidad, a darle todas sus oportunidades, haciendo vibrar en nosotros el llamamiento más profundo de nuestro deseo de ser humanos.

n:ctamente asequibles al entendimiento humano incluso a veces chocan con él o lo descolocan. l ,a fe tiene su originalidad. No responde solo a interpelaciones que se le dirigen, sino que a su wz ella interpela. Habla un lenguaje con contornos propios y que nadie más usa. Utiliza palabras que tienen su propio peso específico, diferente de las palabras señaladas más arriba y que son de uso cotidiano. La fe habla de «otro lugar», de cosas que «el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar» (1 Cor 2, 9). ¿Puede la fe hacer oír todavía, hacer resonar su buena noticia en estas condiciones? ¿Puede hablar no sólo con el mismo derecho que cualquier otro, sino en virtud de que tiene algo distinto que decir, algo bueno que decir porque es obligatorio que lo diga? Sí. Y es otro aspecto de los derechos de la fe, que no niega las connivencias precedentes. Vamos a insistir ahora en ello. Ciertas corrientes de la modernidad actual hablan ya de la «muerte del hombre». Resuenan todavía en nuestros oídos aquellas palabras de M ichel Foucault al final de su libro La arqueología del saber: «Sí, es posible que hayáis matado a Dios bajo el peso de todo eso que habéis dicho !sin duda se dirige a Jean Paul Sartre]; pero no penséis que con todo eso que habéis dicho habéis construido un hombre que viva más que Él» 1•

b) La fe, por tanto, está en su lugar propio cuando se encuentra en el lugar del hombre. Pero la fe también está en el lugar humano cuando se halla en su lugar propio. Sin lugar a dudas la fe resuena también en un lugar que le es propio, habita en las palabras que le son propias: Dios, salvación, gracia, resurrección, vida eterna, alianza, etc. Existe todo un vocabulario propio de la fe, palabras que no son di28

l'

l. M. Foucault, L'archéologie du savoir, Paris 1969, 275.

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Estamos, por tanto, advertidos: el «humanismo» deberá llegar hasta el fondo; no sólo o simplemente matar a Dios para que viva el hombre (Feuerbach), sino también anunciar la muerte del hombre. El humanismo existencialista y social (Feuerbach, Sartre, Jeanson) era todavía una teología invertida, en la que Dios es reemplazado por el hombre; anunciaba al hombre como siendo su dios, es decir, como sujeto (hogar de libertad y de proyecto). El hombre es una pasión inútil, una libertad para nada, decía Sartre. Pero este humanismo era todavía el de una libertad, una pasión, en una palabra, el de un sujeto al que se querían restituir los atributos que le correspondían (arrebatándoselos a Dios). Un cierto humanismo que sigue los derroteros de la ideología estructuralista -no me refiero a los análisis estructuralistas, sino a la ideología que acompaña desde los márgenes a esos análisis- se complace en anunciar la muerte del hombre como sujeto, como «yo». No hay ya un «yo» humano, lo mismo que no había un «yo» divino, sino un «se», un «eso», estructuras determinantes y deterministas que arrancan definitivamente del hombre cualquier pretensión de ser sujeto. Es objeto, y ciertas ciencias del hombre tienden a hacer del hombre un objeto no sólo por una abstracción metodológica (lo cual siempre resulta legítimo), sino un objeto sin más, entregado enteramente como los demás objetos

de la naturaleza a la deriva de un mundo en el que las palabras «libertad, deseo, autonomía, destino, elección» no tienen ya ningún sentido. Resumiendo, a las teologías de la «muerte de 1>ios», de las que se hablaba en las últimas décadas, tienden a sucederlas, con la misma oposición paradójica de palabras, lo que creo que adecuadamente podemos denominar «antropologías de la muerte del hombre». ¿Se trata de una buena noticia? ¿Tenemos derecho a consentir esta destrucción que procede de un determinismo implacable como no había existido nunca antes en la historia? No se trata de perder la sangre fría o de oponerse al valor de ciertos análisis de las ciencias humanas, sino al de su ideología, o sea, al discurso oculto que ellas en ocasiones vehiculan. La muerte del hombre, que sepamos, no es una buena noticia. Y tenemos que decirlo. En primer lugar, como reacción terapéutica: el hombre tiene derecho a decir «no» a esta supresión de su condición de sujeto, a su muerte, ya sea cultural o biológica. No se ve qué otra grandeza (!) distinta de la del suicidio podría conseguir el hombre por este camino. Y en segundo lugar, por fidelidad a la verdad. Es cierto que el hombre está condicionado en parte por estructuras de la herencia, sociales, familiares, culturales, lingüísticas, que pesan sobre cada uno. Pero también es verdad que el hombre entraña ese salto de trascendencia que es capaz de

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decir «no» a la fatalidad, que se rebela contra los determinismos: no los ignora, sino que, en cuanto de él depende, se resiste a dejarlos vencer. El hombre es precisamente, como se le ha calificado, un «animal des-naturalizado» (Vercors), es decir, un sujeto que se coloca como sujeto, que «se desdobla de la naturaleza», que se levanta, se rebela, se afirma. El hombre es el ser que se . . anuncia y se pronuncia. Es preciso, pues, decir «no» a todas esas tendencias llamadas humanistas. Son sólo tendencias, círculos por otra parte reducidos, pero hace falta ser clarividentes y previsores, como vigías y centinelas. Es de temer que cualquier día puedan producir un eco más amplio y concreto en un mundo cansado, en el que el propio sufrimiento del hombre pueda llevarle a buscar su salvación en su propia desaparición. La enorme desesperación en que hoy se vive ¿no estará anunciando este riesgo? ¿No deberemos resistir a esta mala noticia de la muerte del hombre? Sí, y ello por varias razones. En primer lugar, porque de nuevo es cuestión de la verdad. Por condicionada que sea su libertad, sin embargo el ansia de libertad, de trascendencia, de superación de las fatalidades y de la pura objetividad, es precisamente lo que constituye al hombre. Aunque el hombre no fuera «más que» esto, siempre sería «todo» esto. Y a esto se debe el que haya «humanidad» sobre la tierra.

l ·:11 segundo lugar, porque el hombre -como podemos observar especialmente en nuestros días, v se trata, una vez más, de una cuestión de salud-, ~e revuelve contra estos ataques, los rechaza, busra obstinadamente, y con un empeño a veces pa101ico, salidas de transcendencia que le permitan darse nombre en su singularidad, en su ministerio regio, en su condición de sujeto capaz de vencer las fatalidades, sean del tipo que sean. A este respecto el hombre de hoy se halla, por extraño que parezca, en busca de la luz, de un anuncio que dé alas a su esperanza. Nos preguntamos, entonces: ¿no es aquí donde tenemos, de un modo humilde pero firme, una palabra que decir? Cierto que no somos los únicos que reivindicamos los derechos del hombre, pero ¿no tendremos nosotros un modo propio de reivindicarlos, y no será éste nuestro más alto servicio? El cristiano habla de Dios, habla de salvación. ¿Serán palabras para debilitar el hombre? ¡,No serán más bien palabras para ensalzarlo, elevarlo, salvarlo? Ya la palabra «salvación» está ahí, palabra temblorosa, palabra secreta y sagrada. Esta palabra, casi sinónima de Dios, se encuentra ahí para prevenirnos: significa que nada está irremediablemente perdido, que todo puede ser retomado, comenzado de nuevo; la palabra «salvación» significa que nada es inexorable, que nada es absolutamente necesario, que nada es fatal, que todo puede partir de nuevo. Que nada

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es definitivo, terminado, acabado, sino que todo puede ser retomado de nuevo, sobrepasado, superado, reconquistado. Y la misma palabra «Dios», lejos de ser esa llama que quema y destruye al hombre, ¿no es ese brillo-¡qué frágil, parpadeante, vulnerable!- que al anunciarse como Sujeto pronuncia precisamente que el hombre, hecho a su imagen y semejanza, es también sujeto, libertad, trascendencia? En una palabra, ¿qué es el hombre? Dios, por el mero hecho de existir -antes incluso de hablar de salvación-, ¿no constituye el tribunal de apelación al que el hombre, por muy desasistido que se encuentre desde el punto de vista psíquico, afectivo, sociológico, material, económico, cultural, etc., siempre puede apelar contra cualquiera, y afirmar contra toda ideología, todo totalitarismo, toda persona o grupo, su dignidad, que le viene de Otro, de Aquel del que es icono indestructible? ¿No será, por tanto, que nosotros, cristianos, disponemos -con esta palabra última y sublimede la palabra-clave que vuelve a anunciar al ser humano sus derechos y sus poderes? Aquí es donde la fe, con la audacia de proclamar sus propias palabras con su propio peso, vendría a otorgar al hombre, al proclamar los derechos de Dios, sus propios derechos. Se nos ha dicho que el ser humano, incluso sin Dios, no moriría todavía, sino que debería morir por su propia autodestrucción (antropologías de la muerte del hombre). Se nos

ha dicho que Dios debía morir para que pudiera nacer el hombre (teologías de la muerte de Dios). ¡,Y si para rechazar esta espantosa noticia dijéramos: «Es necesario que Dios viva para que el hombre viva»? Nuestra vocación en este mundo será proclamar los derechos de Dios para anunciar los del hombre. Vemos, pues, que no hemos de desertar de las cosas de la fe para acudir en auxilio del hombre; al contrario, tenemos que anunciar, de forma humilde pero audaz, que Dios vive, para proclamar y asegurar que el hombre viva. Por otra parte, ¿no estamos percibiendo que, de manera subliminal, se nos está lanzando un grito de socorro? A pesar de su ambigüedad, ciertos «nuevos filósofos» ¿no están intentando resistir al suicidio del hombre por el mismo hombre, al apelar a la trascendencia? ¿Pero que no se entregaría en el testamento de un moribundo o de un muerto, sino en el testamento, en la alianza de un viviente, de un resucitado, en un «compartir entre vivientes», que ya no espera el encuentro de la muerte, sino el de la comunión? Con nuestras palabras, con eso que podríamos calificar como nuestra pretensión, ¿no tenemos nosotros un tesoro, una piedra preciosa que no podemos mantener temerosa y furtivamente escondida y encerrada entre nuestras manos? ¿No deberíamos exhibirla para reconstruir al hombre y reconducirlo hacia él mismo? Así

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pues, resonando en su lugar propio, con sus propias palabras y su propio peso, la fe resonaría en un lugar que sería al mismo tiempo el lugar del hombre. Lejos de desposeerlo, lo devolvería a sí mismo. Lejos de anunciarle una coartada que lo destrone, le anunciaría un «más allá», una palabra que viene de otra parte, de <<junto a Dios» (Jn 1, 1), pero que viene a su casa, «y que ha puesto su tienda entre nosotros» (Jn 1, 14). Esta fe ¿no contribuiría a la construcción del hombre? Sin duda alguna. Hay que afirmar con la mayor convicción que el hombre que nos escucha en nuestra inmediata modernidad acaso esté más preparado y más cerca de lo que nos parece de poder entendernos. No deberíamos dejarnos dominar por el miedo propio de otras épocas. Tenemos que desprendernos de toda arrogancia, hablar con nuestras frágiles palabras. No anunciar esta palabra de vida sería cobardía y abandono. Además existe ya un interés, se abre una expectativa: nunca se ha hablado tanto de alteridad, nunca se ha hablado tanto de amor. Ciertamente no es algo exclusivo nuestro; lo hacen también otros muchos. Pero los otros ¿no barruntan, no presienten secretamente que nosotros disponemos quizás de palabras divinas, y que a la vez son fraternas? Estos ya no son tiempos de desconfianzas, enfrentamientos y rechazos. Más bien son tiempos de escucha, de preguntas, respetando lo que es propio de cada uno.

Así, en esta trayectoria, nosotros habremos rerncontrado nuestro lugar de nacimiento, el lugar rnltural en el que resuena nuestra fe, el lugar a la vez antropológico y teológico en el que ella hace resonar al hombre. ¿No nos ha llegado el tiempo de «salvar a Dios» para «salvar al hombre? ¿No ha llegado ya el tiempo de que Dios viva para que viva el hombre?

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El creyente busca y desea la verdad como cualquier persona, e incluso más, porque se lo exige su misma fe. Desea que su «yo creo» sea también un «es verdad». En modo alguno pretende situarse o ser situado lejos y al margen del hábitat común de los hombres. Todo el empeño de la teología, sean cuales fueren sus aciertos o errores, atestigua ese deseo de no sustraer los derechos de la fe a los deberes de la verdad. La idea de Dios podría ser la más hermosa y benéfica para el mundo, pero si su afirmación no fuera verdadera seríamos unos falsificadores. La eficacia, el éxito, la belleza de una causa, la generosidad de un comportamiento, por sí solas no son suficientes. Y sin embargo, las relaciones entre la fe y la verdad no son tan sencillas como pueden parecer en teoría. La actitud y comportamientos de fe ¿no derivan también de otros criterios? Por su parte -¿será sacrílego preguntarlo?- ¿merece la verdad un elogio sin matices? Este interrogante no lo formula uno cualquiera entre nosotros. Es el mismo Pascal quien advierte que se puede hacer «un ído39

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lo de la misma verdad; porque la verdad fuera de la caridad no es Dios» (Pensamientos, 582). La verdad merece todos los respetos, pero no que se la idolatre. No puede permitirse olvidar otras exigencias (¿cuáles?), acaso más absolutas (¿la caridad?). Pues la intolerancia es el mal permanente y el reverso paradójico de la obsesión por la verdad. Hemos conocido y conocemos muchos ejemplos de ello en toda la historia humana. Como lo ha visto perfectamente Camus hablando de los perdonavidas y verdugos de la verdad, «que tienen la pasión de la verdad, pero crucifican a todo el mundo que anda a su alrededor» 1• La verdad puede degenerar en una hoguera. Y a ese precio es mejor desentenderse de ella. ¿No sería preferible muchas veces invocar, por ejemplo, un «principio de caridad», que prevalezca con toda justicia sobre una búsqueda pulsional y, en último término, inquisitorial e inhumana de la verdad? El sábado ha sido hecho para el hom- · bre y no el hombre para el sábado. Oigamos de nuevo a Pascal: «Puedo decir en presencia de Dios que nada detesto más que atentar, aunque sea lo más mínimo, contra la verdad. Pero no basta con decir sólo cosas verdaderas, es preciso también no decir todas las cosas que son verdaderas; porque se debe comunicar sólo aquello que es útil descubrir, y no aquello que puede herir sin aportar fruto l. A. Camus, Carnets II, Paris 1964.

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alguno» (Provinciales, XI). Y no habrá que llegar a decir, con Spinoza, que lo más importante de un dogma es que sea piadoso y que sólo así resulta salvífica: «La fe, lo repetimos, no exige tanto la verdad cuanto la piedad, y la verdad sólo es piadosa y salvífica en proporción a la obediencia»2 • ¿No habría que procurar, pues, algo así como una «pastoral de la verdad», un cuidado especial para no se convierta en una asechanza, en una emboscada que mata la vida y sus posibilidades? Es cierto que diciendo esto se corre el riesgo de abrir el camino a lo arbitrario, de elegir antes la devoción que la obligación. Pero también es cierto que tenemos derecho, resistiendo esa tentación, a preguntarnos si la verdad agota toda la realidad del mundo y la salvación del hombre. Pues es precisamente en la fe donde está en juego la salvación del mundo. ¿La verdad cuadraría todas las cuentas con esa salvación, como lo hace en la ciencia y la filosofía? La cuestión de la salvación es una cuestión existencial, una cuestión del destino. Algo que desborda el marco del solo saber. Por lo demás, si la verdad fuera suficiente para la salvación, habría que darles la razón a los gnósticos, para quienes el conocimiento (la gnosis) era el camino de la salvación. Pero está claro que la idea de salvación entraña algo más que eso, y de muy distinto calibre. 2. B. Spinoza, Tractatus theologico-politicus, Paris 1965, 245.

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Lo que importa, decía Nietzsche -con una alta dosis de escrúpulo, ciertamente- no es tanto aquello que es verdadero, cuanto aquello que ayuda a vivir. O mejor, que lleva y ayuda a «hacer verdadero». Nietzsche no es sospechoso de ser un enemigo de la verdad; todo lo contrario, como lo demuestra el conjunto de su obra. Y sin embargo, confesaba que temía una verdad pura y absoluta de tal forma que destruyese la vida. La verdad se convertiría entonces en una grandeza terrorífica y fuente de muerte 3• De ahí esta fórmula: «Lo que decide en última instancia es el valor de la verdad para la vida»4 • Y, a buen seguro, la salvación es una cuestión de vida. Por lo demás, se ha subrayado muchas veces el valor salvífico del «rechazo de la verdad». Lamadre que en un bombardeo asegura a su hijo que se trata sólo de una tormenta, lo salva mediante una «mentira», que incluso será considerada como expresión de una verdad superior. ¿No habrá, por tanto, a veces una verdad más allá de la verdad? En materia de fe se puede preguntar si la pretensión de alcanzar la verdad no es algo impertinente. Forma parte esencial de la fe el referirse a realidades que «se esperan» y que no son «visibles» (cf. Heb 11, 1), hasta el punto de que san Pablo se 3. Cf. G. Ghislain, La Vérité en proces. Un point de vu théologique sur la critique nietschéenne?, Louvain-le-Neuve 1991 (dactilografiado ). 4. F. Nietzsche, La volonté de puissance, I, 1, Paris 1942, 308.

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ve obligado a recordar a los creyentes que «ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente» ( 1 Cor 13, 12). Marcados como estamos por esta reserva escatológica, estas realidades superan en muchas leguas los datos de la «simple razón». No será necesario reducir o limitar las realidades de la fe a lo que una concepción demasiado corta o inadecuada de la verdad pudiera captar de ella. Afirma Pascal: «La razón hace bien en gritar. Pero no puede poner el precio a las cosas». Spinoza: «La razón no llega hasta la salvación». Finalmente algunos se preguntarán si, incluso fuera del ámbito religioso, la búsqueda inquieta de la verdad no supone un atentado a la vida. «Ni fallor, non sum», dice san Agustín: si nunca me equivocara, no sería hombre. El enigma forma parte integrante de la vida. La verdad no es más que una aproximación, no lo es todo. Si la obsesión por ella llega a traicionar la vida, ¿no usurpará otros derechos? «A fuerza de querer decir verdad ... », escribía René Char al margen de un poema: «Encarnizamiento 'en querer decir verdad', que revela que no se quiere mentir nunca, pero que se está hastiado de la verdad: se le ha dado una posición que no es la suya» 5 • Y aquí está precisamente todo el problema: ¿Dónde se sitúa la verdad? ¿Qué se entiende exac5. R. Char, Entretien avec France Huser, en Oeuvres completes, Paris 1983, 830.

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tamente por verdad? ¿Qué límites hay que reconocerle? ¿Agota toda la inteligibilidad de la realidad? ¿Cómo hay que entenderla? Plantear estas cuestiones no tiene nada de escepticismo o relativismo. Al contrario, indica apertura. La cuestión de la verdad, la preocupación por estar en la verdad, es una cuestión que deriva de la preocupación por el hombre. Se trata verdaderamente de la cuestión del hombre. Pero debe estar bien planteada. ¿Es unívoco el sentido de la verdad? ¿Se aplica de la misma manera en todas partes? ¿De dónde se toma la verdad: de un «en sí» que subsistiría como una hipóstasis fijada de antemano, anterior a la cosa que se quiere determinar y calificar? ¿No se toma más bien de la realidad en cuestión, que manifiesta (o no) su verdad? Cuando se habla de verdad, ¿se pretende medir todo con una vara ya definida y existente previamente? ¿O se busca descubrir algo que está en la cosa, y que no conocemos de antemano ni mucho menos por completo? En suma, y si se entiende bien, la verdad no es un sustantivo, sino un adjetivo. Por esto hoy se prefiere hablar de «verdadero», de lo que es verdadero. Lo que es verdadero no es la verdad, sino algo o alguien. Decir la verdad no es invocar una hipóstasis que tenga consistencia propia y en sí. Decir la verdad es calificar de verdadera (adjetivo) alguna cosa (que es el verdadero sustantivo). No existe la verdad (la verdad, una verdad, las

verdades), sólo existe la verdad de, de esto o de lo otro. En este caso siempre se podrá acudir legítimamente al término «verdad1>, pero sería mejor hablar de lo verdadero (sustantivo y adjetivo a la vez). Ya para Hegel lo verdadero debe ser aprehendido «no como sustancia, sino como sujeto»6, lo cual significa que reside (o no) no en un «en sí» fuera de nosotros o de la cosa (Sache), sino en nosotros o en la cosa, la cual es verdadera (o no lo es); ése es el lugar de la verdad. Al decir esto estamos hablando de una auténtica deriva en la manera de entender la verdad. Los viejos esquemas, que se podrían calificar como metafísicos u ontológicos, no se muestran ya como suficientemente eficaces. La deriva hermenéutica y fenomenológica que han tomado tanto la filosofía como la teología nos llevan a una reorientación epistemológica. En ella el pacto con la verdad no queda abolido, sino que se establece por otro camino. Abandonando una esfera universal, a priori y unívoca, exterior, por tanto, a la realidad en cuestión, este camino se recorre en el interior mismo de dicha realidad: donde la verdad aparece (o no aparece) en la manifestación misma de la cosa de la que se trata; donde hay (o no) donación de verdad. Para tomar esta vereda es necesario acoger una proposición de Michel Henry que me pare-

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6. G. W F. Hegel, La phénomenologie de /'Esprit, Paris 1939, 17.

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ce decisiva. Hablando precisamente de la relación del cristianismo con la verdad, plantea que la verdadera cuestión no consiste en saber si el cristianismo es verdadero, sino determinar cuál es la verdad del cristianismo, qué es lo que el cristianismo aporta como su propia verdad sobre las cosas: sobre Dios, sobre el hombre, sobre el mundo 7• En cualquier campo del que se trate, la verdad debe encontrarse en aquello que esa realidad en cuestión manifiesta por sí misma, en el lugar que le es propio, en su automanifestación. Esto significa, cuando se trata de la fe, que va a ser verificada, que va a captarse su verdad, en el interior de su propio discurso, dentro del lugar en que ella se encuentra. Esa es, por otra parte, la orientación fenomenológica, que aborda el fenómeno allí donde se ofrece y tal como se ofrece, y que comprende la cosa, la Sache («aquello de lo que se trata»), en su misma aparición. Abordando así la cuestión de la fe y de su verdad nos encontramos ante una perspectiva totalmente distinta, que -eso creo- nos liberará de los viejos dilemas, inútiles y devastadores 8 • Para ha-

ccr esto vamos a desarrollar esta aproximación a la verdad de la fe según esos análisis. Todos ellos quieren mostrar a qué verdad abre la fe cuando se le permite manifestarse a sí misma en su propio ser. Orientada a la vida, como hemos visto, ¿la fe no aboca de inmediato a una verdad visitada por algo diferente de la pura racionalidad? J.

UNA FE QUE HACE VERDADERO

La primera verdad de la fe es que ella hace verdadero. Y en particular, hace verdadera la vida, nos hace verdaderos. Este es el auténtico problema de la verdad, y la auténtica manera de plantear el problema de la verdad de la fe. Algo que nos hace verdaderos, que nos convierte en seres dignos de crédito, ¿no es esto lo que manifiesta la verdad, no es esto la verdad y su auténtica -por no decir «su única»- pretensión? «Adán despertó y descubrió que era verdadero» (Keats).

8. Dilema que veo bien reflejado en el contraste de estos dos textos. El primero, del ferviente Dostoievski: «Si se me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y fuese real que la verdad está fuera de Cristo, yo elegiría permanecer con Cristo antes que con la verdad». El segundo es del indómito Tomás de Aquino: «Creer en Cristo es de suyo algo bueno y necesario para la salvación. Pero la voluntad no se pliega a ello más que en la medida en que

es empujada por la razón. De manera que si este acto de fe se presentara a la razón como un mal [si a ratione proponatur ut malum], mi voluntad se adheriría a este acto como a un mal [voluntasferretur in hoc ut malum]». Tomadas independientemente, cada una de estas a,firmaciones tiene su grandeza. Pero su contraposición sería fatal. Esta es heredera, en el fondo, de esa desgraciada concepción de la verdad cuyos meandros y desgracias hemos mostrado; y heredera también de una concepción igualmente desgraciada de los derechos de la fe. Lo cual nos empuja a contemplar la cuestión de la fe y de la verdad de la manera que hemos anunciado. Mirar la fe en su lugar propio, en su automanifestación, para descubrir allí y entonces su relación con la verdad, y considerar esta última fuera de los esquemas estrechos y abstractos en la que se la encierra.

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7. Cf. M. Henry, Yo soy la Verdad. Para una filosofía del cristianismo, Salamanca 2001.

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Ciertamente la fe es la única que puede hacer de nosotros seres auténticos: la sinceridad de una vida consagrada a la rectitud, el afecto que nos lleva a respetar y amar a los otros, la preocupación por el servicio como sentido de la vida, la búsqueda de los grandes valores que ayudan a la persona a vivir y a crecer, la responsabilidad amorosa de dar la vida, la consagración de una persona a la investigación, todo esto y tantas otras cosas hacen de una persona un ser verídico, en el que se puede confiar, con el que se puede contar. Y todo indica que para eso no es necesario en absoluto estar animado por una fe religiosa. Entonces, ¿cuál es la contribución propia de la fe para hacer de una persona un ser verdadero? Introducir en ella el peso del Absoluto. El creyente es alguien que tiene la convicción íntima de que las cosas tienen un futuro, tienen una consistencia, tienen como soporte algo que viene de la distancia, de un infinito. El creyente es alguien que cree poder meter el infinito en su vida. Se podría decir: un ser que se arriesga a hacer la prueba del infinito. Ser creyente es descubrirse llevado por un amplio designio que otorga verdad y vida. En términos cristianos, el creyente es invitado a poner el sentido de su vida en relación con un designio divino: la llegada del reino de Dios. «Que venga tu reino» no es un vulgar encantamiento. Es la promesa y la convicción de que nosotros mis48

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mos podemos contribuir a un proyecto que supera infinitamente, sin por eso descalificarlo, todo proyecto humano, sea el que fuere. El creyente es un ser animado por la conciencia de estar asociado, en su carne y en su acción, a una perspectiva que puede dar a su vida un peso de eternidad. El hombre que se siente así visitado se descubre verdadero porque se descubre portador de una verdad que pide llevar hasta el final, en un amor infinito y con una confianza viva, toda la belleza y la verdad infinitas del hombre. Del hombre que es él mismo y del hombre al que quiere aportar fortaleza revelándole la grandeza de su destino. «Es necesario dejarse sorprender para convertirse en verdadero», decía Michel de Certeau. En la fe somos sorprendidos por algo que nos adviene, que nos visita. Es aquí donde la palabra «revelación», asociada de ordinario con la de la fe, encuentra todo su sentido, lejos de cualquier concepción mecánica y mítica. La fe nos revela. Nos dice no una verdad cualquiera, sino la verdad de nosotros. Por la fe nos convertimos en seres revelados, expresión que podría constituir una de las más bellas definiciones del hombre. Un «ser revelado» es un ser cuya verdad procede de más allá de sí mismo, en la que nos comprendemos y descubrimos portadores de una connivencia con mucho más que nosotros mismos y que, sin embargo, es nuestro propio bien. 49

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Así es como la fe nos revela a nosotros mismos, porque se verifica como aquello que nos da confianza en nosotros mismos, la cosa más difícil del mundo. Pues bien, esto es lo que quiere decir ser hecho verdadero. Toda mi vida se encuentra como recubierta por una incitación, por una vocación a insuflar el infinito en lo finito, a ver todo y a todos los hombres llamados a mucho más de lo que presienten como posible. La fe aparece entonces como una convicción íntima más presente en nosotros de lo que parece. Hay que decir de la fe aquello que Levinas dice a propósito de la inteligibilidad, a saber, que «protege la aventura humana como una nube» 9, la nube que protegía al pueblo hebreo cuando iba a la conquista de su destino de verdad y de vida. La fe es, por esto, un modo de acceder a la verdad (a aquello que hace verdadero) e incluso, siempre que sea dicho sin violencia, «a la verdad completa» (Jn 16, 13). Por supuesto, no una verdad que reemplazaría a todas las demás, sino que les daría el sello gratuito de una plenitud que es digno, justo y necesario que se les otorgue. La fe se manifiesta así como un acto de amor. Es un modo de acceder a la verdad (a lo que hace verdadero) porque abre un horizonte a partir del cual se puede esclarecer de otra forma la realidad: ab infinito,

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a partir del infinito. El lenguaje de la inmanencia no basta. El hombre corre el riesgo de encontrarse un día con la sorpresa de estar encerrado, «hundido en sí mismo» (Karl Jaspers). «En un sentido, la comprensión ha salido fuera de sí» 1º. 1

UNA FE DE ANTICIPACIÓN DE LA VERDAD

Así entendida la fe puede constituir una auténtica apuesta de civilización. Recuerda aquí, como un signum levatum, esa instancia de trascendencia que nos salvará del peligro del autismo. La reclamación de esa verdad deriva de un orden de destinación. Y basta que algunos apelen a él para que exista, al menos en algún lugar, ese recuerdo de una Alteridad de la que nosotros tenemos necesidad. La verticalidad existe también en nuestro mundo. Es una visita de arriba. La fe debe ser considerada también como anticipación de la verdad. El anticipo de las cosas es también un lugar de verdad. De verdad a realizar. Y así es una palabra de la fe. Ya hemos entendido algo cuando hablábamos, siguiendo la Carta a los hebreos, de la fe como «hipóstasis», como garantía de algo que vendrá. La fe no es un fin en sí misma 11 • El creyente sería aquí propiamente

9. E. Levinas. Quatre lectures talmudiques, Paris 1968, 105 (versión cast.: Cuatro lecturas talmúdicas, Zaragoza 1997).

10. J. Ladriere, Science et théologie: Revue théologique de Louvain 34 (2003) 18. 11. Y esto debería salvarnos siempre de todas las crispaciones integristas.

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alguien que recorre por adelantado un camino, abre una vía, corre hacia una verdad que todavía no está ahí. San Pablo se regocija con los filipenses por «no haber corrido en vano» (Flp 2, 1516). Anticipar es correr hacia aquello que todavía no está patente, pero que ilumina ya nuestra ruta. «Olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución y corro hacia la meta» (Flp 3, 13-14). Anticipar es creer que la realidad esconde lo inesperado, «una realidad velada», que hace vivir. Le corresponde al creyente comprender la verdad como un proceso anticipatorio que va más allá de las cosas ya presentes. Comprender al hombre no sólo como un zóon logikón y politikón (animal racional y político, según Aristóteles), como un ser arrojado a este mundo, sino, habría que decir con mayor propiedad, como un zóon proleptikón (animal anticipador), un ser colocado ya en el futuro. El hombre, y singularmente el creyente, «busca una voz que transformará la vida en profecía» 12 • La verdad no pertenece al ámbito de aquello que se puede demostrar, sino al de una promesa y una visitación, cosa para la que la fe está especialmente adaptada. Quien mejor ha expresado este rasgo anticipatorio de la verdad del hombre (y del creyente) ha sido sin duda George Steiner. Él ha mostrado que, en el lenguaje humano, las categorías ver-

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hales del futuro (será), del subjuntivo (que sea) y del optativo (que suceda) -todas ellas categorías que se apartan del indicativo y de la simple constatación de lo que ya es- son las que constituyen al hombre en su especificidad. El animal, que por supuesto no habla, en todo caso nunca habla en ruturo, en subjuntivo o en optativo, es incapaz de imaginar y ultrapasar el presente. «El hombre es el único que ha elaborado una gramática del ful uro. En un nivel muy profundo, esta gramática ha presidido el desarrollo del hombre, que puede ser definido como un mamífero que emplea el futuro del verbo ser» 13 • Este distanciamiento anticipatorio con relación a lo inmediato es característico del lugar que el hombre ocupa en el Umwelt (Entorno) y por el que escapa a la simple facticidad de las cosas. A este respecto la fe juega un papel determinante, pues su gramática es fundamentalmente una gramática de futuro, una gramática anticipatoria, aun cuando -y por ello mismo- sea la inserción más deliberada en la vida real. Esta herencia fue recogida, aunque en su formulación laica, por Kant, viendo en la percepción anticipatoria de las finalidades una condición indispensable para la construcción del hombre. Es nece-

12. E. Jünger, La cabane dans la vigne, Paris 1988, 275.296

13. G. Steiner, Apres Babel. Une poétique du dire et de la traduction, Paris 1978, 156. Cf. todo el capítulo III: La palabra contra el objeto (versión cast.: Después de Babel: aspectos del lenguaje y la traducción, Madrid 2 2001).

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14. !bid. 157. 15. !bid. 213. 16. J. L. Chrétien, Lo inolvidable y lo inesperado, Salamanca 2002, 93, comentando un texto de Schelling (Werke, IV, 635).

sente, habría que añadir. La anticipación es un momento de la verdad. Transgresión inventiva. Este es sin duda uno de los rasgos decisivos de la verdad creyente, casi una definición de la fe. La práctica de la fe es la de una verdad «hacedora de verdad». La fe es práctica audaz de la verdad, de aquello que hace verdadero, y que tiende a hacer posible, a «preservar» (salvar de antemano, anticipar), a abrir a un «no-dicho», a un «no-conocido» de la realidad demasiado estrechamente vivido. «El que busca la verdad debe estar dispuesto a lo inesperado, porque es difícil de encontrar y, cuando se la encuentra, desconcertante» (Heráclito). Esta es sin duda la experiencia de la fe (no tuvieron ninguna otra) que hicieron los apóstoles ante Jesús. Algo inesperado, incluso desorientador: «¿Quién puede seguir oyéndole?» (Jn 6, 60). Pero al mismo tiempo algo que les lleva a gritar: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Esto mismo es lo que san Pablo retomará, viendo en ello la realización de una profecía de Isaías (Is 64, 4) y de Jeremías (Jer 3, 16), cuando habla de «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar lo que Dios podía tener preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Y nosotros sabemos que lo ha preparado para todos los hombres. Esta es la felicidad de la fe y, a la vez, su servicio. El creyente es aquel que cree que la vida humana está conducida y atra-

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sario, dice Kant, que la libertad (por tomar este ejemplo) sea anticipada y creída como ya existente en un Reino de Dios (así se expresa él) donde está plenamente realizada, para que se la considere como posible en la tierra y en sus luchas. Por su misma y sola sintaxis, muestra George Steiner, la conciencia profética del genio hebreo ha sido decisiva a este respecto para ilustrar «la facultad que tiene el verbo, mayor que el sustantivo, para superar 'los hechos tal como son'» 14 • Es la anticipación humana, con su «reino de los 'si'» (Moltmann), su conciencia de unos márgenes siempre inacabados. El lenguaje del futuro es así «el bastón que el hombre introduce entre los barrotes de la jaula de su instinto para atrapar los confines del universo y del tiempo» 15 • Por estas anticipaciones verídicas, verdaderos actos de fe, el hombre, «animal anticipativo», accede a la realidad y a la verdad de su ser. La fe es verdad porque es profecía, entendiendo por tal aquello que nos traslada a los confines de nosotros mismos, en el seno de la más radical exigencia de sentido. «Solo el acrecentamiento imprevisto de una vida nueva permite la superación del pasado, de la que Schelling decía con fuerza que sin ella no tenemos pasado» 16 , ni tampoco pre-

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vesada por una gramática interior. Por la presencia invisible, pero no insensible al corazón (Pascal), de una verdad que da sentido. Asimismo esta transgresión más allá de lo que se ve, de lo que se oye, de lo que pensamos, revela una concepción de la verdad muy diferente de la clásica. Ésta, que nos viene de Aristóteles y fue retomada por la Escuela a través de Isaac de la Estrella, define la verdad como la adaequatio rei et intellectus, la adecuación entre la realidad y lo que nosotros decimos de ella. No se ponderará nunca suficientemente esta definición que ha recorrido los siglos. Pero ¿es totalmente apropiada? ¿Puede hablarse de adecuación de nuestro espíritu cuando se trata precisamente de esas realidades que superan toda captación adecuada? ¿No se debería hablar más bien en este caso de inadaequatio, falta de adecuación, cuando se piensa en las dimensiones de la realidad que la fe cree poder presentir? En materia de fe, ¿no se debería decir más bien que la inadecuación entre su expresión y aquello de lo que ella habla es lo que garantiza su legitimidad? La adecuación es posible sólo donde la realidad está a nuestro alcance. En cambio en la fe sólo la inadecuación muestra respeto al objeto 17 •

«La verdad toca a lo real por lo imposible», ha dicho Lacan en una frase que, aplicada a lo que estamos tratando de decir, describiría del mejor modo la positividad de la fe. Sobre este paso por lo imposible para alcanzar lo verdadero (para hacer verdadero), Julia Kristeva escribe lo siguiente: «Algunos, trágicamente, se detienen en el nihilismo. Pero el fin más final, en el caso de que el proceso se acabara alguna vez, sería aquel en que, después de un cierto desengaño, retorna el espíritu de ese juego que se formula en estos términos: 'Yo soy otro, esto no lo entiendo, es inexplicable, pero tengo el derecho de jugarlo también para comprobar así su verdad'» 18 • «Para comprobar así su verdad»: acaso sea así como podemos entender mejor la distinción que hacíamos entre verdad (aquello que es accesible por adecuación) y lo que hace verdadero (aquello que es accesible sólo por su inadecuación, por su ruptura, por transgresión). En la fe se da una salida de nosotros mismos que, paradójicamente, nos devuelve a nosotros mismos. La misma Julia Kristeva ha escrito también: «Si nos cuesta amar es porque nos cuesta confiar

17. Por otra parte, a esto se debe el que Aristóteles, junto a esa definición «clásica» de la verdad, presente otra, la de des-velar (aletheuein). Cf. M. Heidegger, De l'essence de la vérité, LouvainParis 1948, 29 (versión cast.: De la esencia de la verdad, Barcelona 2007). La verdad no se sitúa en este caso en la cosa misma (Sache), que es la concepción fenomenológica de la verdad, y tal como la

comprendemos nosotros aquí para expresar el lugar de la verdad de la fe. Ella no se «verifica» en un juicio, sino en su propia manifestación. Esto lo veremos mejor más adelante, cuando hablemos de la distinción entre el recurso a la razón-nóos y el recurso a la razón-logos. 18. J. Kristeva, Au commencement était l'amour. Psychanalyse etfoi, Paris 1985, 81.67-68 (versión cast.: Al comienzo era el amor. Psicoanálisis y fe, Barcelona 1996).

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en una alteridad ideal» 19 • Lo que nos enferma es admitir solamente la adecuación, eso que ya está ahí, eso que no nos cuesta ninguna travesía. «Estamos desorientados y sin sueños. Felizmente hay siempre una lámpara que danza en nuestra mano. Nos encontramos aturdidos, pero una lámpara que nosotros no conocemos, en el extremo del mundo, nos mantiene despiertos» 2º. La búsqueda de la simple adecuación, búsqueda necesariamente estrecha y limitada-aunque, por supuesto, es la que da solidez a la investigación científica-, no permite dar razón de toda la realidad, y mucho menos de su «demasía» (si existe). Así lo confiesa un fenomenólogo: «El Ser no es una noción unívoca. Lo atraviesan dos dimensiones: la de lo visible y la de lo invisible. En esto, en la ausencia de este mundo y de su luz, la vida se ha adueñado de su ser propio, estrechándose ella misma en esa prueba interior que la convierte en la vida» 21 • Aquí encontramos aquello que habíamos supuesto al comienzo de esta pregunta sobre la fe: una verdad que se manifiesta en su propia manifestación y no a partir de un postulado anterior que le imponga su medida. La verdad no es un registro, sino una apertura. Ella está siempre en

cierta medida más allá de ella misma; es el épekeina tes ousías, el «más allá de la esencia» del que habla Platón (República, VI, 509b). Esta medida de lo real por el infinito (ex infinito) es la manera como la fe comprende la «verdad completa». «La idea del infinito implica el despertar de un psiquismo que no se reduce a la pura correlación»22 , a la pura adecuación. ¿La fe es en sí misma un sueño, como aquel del que acusan sus hermanos mayores a José: «Ecce somniator venit», «Ahí viene nuestro soñador» (Gn 37, 19)? Pero ¿acaso no es ese soñador el que lleva a la sabiduría de Egipto, y más aún, el que proporcionó a Egipto una sabiduría y una verdad que perturbó incluso al Faraón? La práctica creyente de la verdad puede hallarse ahí como un hermano menor desgarrando con sus «por qué» la túnica un poco entorpecedora de sus hermanos, demasiado sabios y excesivamente sedentarios. La fe, colocando a la realidad en situación de confesarse a sí misma en el infinito y en lo inesperado de su manifestación, recuerda que la verdad no se ofrece nunca toda nítida y cerrada, que siempre se encuentra en estado de agitación. Es esto, entre otras cosas, lo que expresa Ricoeur cuando escribe que hay mucho más en la palabra «Dios» que en la palabra «Sen>. Al pronunciar la palabra «Dios» se le indica a la verdad que se

19. J. Kristeva, Histoire d'amour, Paris 1984, 166. 20. R. Char, Seuls demeurent, en Oeuvres completes, 9 y 147; cf. también 176. 21. M. Henry, Voir !'invisible. Sur Kandinsky, Paris 1988, 18s (versión cast.: Ver lo invisible, Madrid 2008).

22. E. Levinas, Transcendence et intelligibilité, Genéve 1984, 25 (versión cast.: Trascendencia e inteligibilidad, Madrid 2006).

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mantenga siempre despierta. «Lo propio de una revelación [lo propio de una fe] es precisamente el no ofrecer una especie de visión completa suficiente para recibirla como una simple evidencia, sino el dar, aunque sólo a aquel que la recibe, el estremecimiento necesario para que, poniéndose en marcha, pueda comenzar a comprender»23 • El hombre tiene necesidad de una idea infinita para pensarse a sí mismo. Descartes no cesó de afirmar constantemente que no supone ninguna evasión que el hombre busque la verdad confrontándose con lo que le supera24 • Fichte, por su parte, había aprendido ya de Descartes que «para ser confiado a sí mismo en totalidad, el ego (yo) [debía] dejarse arrancar previamente de sí mismo; que para ser libre el hombre debía atenerse a algo más que a su juicio sobre la verdad o la no verdad de las proposiciones científicas»25 • ¿Qué sería una verdad que sólo fuera observada, registrada, admirada? La fe, por anticipativa e inventiva, lanza al hombre hacia adelante diciéndole que él es verdadero y que puede arriesgar. «Así, así, mi señor Don Quijote, así; es el valor declarado de afirmar en voz alta y a la vista de todos, y de defender con la propia vida la afirma-

ción, lo que crea las verdades todas. Las cosas son tanto más verdaderas cuanto más creídas»26 • Sancho se muestra aquí más sabio que muchos teólogos y filósofos palaciegos, que a veces parecen enormemente tímidos ante la afirmación del infinito y de la trascendencia. Es éste un verdadero problema de civilización. El pensamiento contemporáneo está abierto, mucho más de lo que pensamos, a esta dimensión de infinito que caracteriza el pensamiento y la existencia. Y es éste también un auténtico cambio de rumbo que debería asumirse en el pensamiento de la fe, en la teología. Ésta no debería faltar a la cita, puesto que es precisamente de ella de la que habría que esperar, contra todas nuestras timideces, la afirmación convencida sobre el Infinito. 3. UNA FE QUE SALVA DEL OLVIDO

No se trata ahora de hacer de la fe una pura filigrana de trascendencia, abandonando los senderos de la vida concreta. La fe es un compromiso, un comportamiento, una práctica, un «Heme aquí». O mejor dicho, sí, la fe es también un canto gregoriano, quiero decir, un cantus .firmus, que sigue proponiendo a los hombres la verdad de ese algo más allá de lo cotidiano. La fe atestigua un infinito que atraviesa toda la aventura humana.

23. J. Ladriére, Théologie et langage de l'interprétation: Revue théologique de Louvain 1 (1970) 265. 24. R. Célis, Entre monde et infini. La condition de l'homme moderne chez Descartes et Levinas, Cahiers de I'École des sciences philosophiques et religieuses, Bruxelles 1990, 53. 25. /bid., 62.

26. M. de Unamuno, La vida de don Quijote y de Sancho Panza, 1, 45.

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Y el creyente es alguien traspasado por esta pasión. La fe es testificativa, la testificación de un plus cuyas palabras tenemos que recuperar. La fe es una verdad de atestado, de recordación, largo memorial de una verdad de trascendencia, de la que el hombre no puede prescindir. Sin duda antiguamente se había insistido demasiado en las «realidades de arriba», y fue algo bueno volver a «pisar tierra». Pero no sería necesario que esa exigencia hiciera olvidar la otra, la del testimonio sobre un rumor que nos superará siempre, y que no desaparecerá con la preocupación y el cuidado que ponemos en nuestros compromisos concretos. Esta exigencia permanece como un «¡oído atento!». Siendo como es memoria y salvaguarda de la dimensión de infinitud que existe en el mundo y en el hombre, la fe tiene derecho a ser proclamada como algo adecuado al hombre. El hombre tiene derecho a que se le diga una verdad olvidada. Conviene que el mundo de la fe se presente así como una inmensa empresa consistente en eliminar el olvido, y de la cual se encargaría el creyente. Platón, con una fórmula impresionante, dice que el hombre es el origen, el comienzo, el «conductor» de la verdad: «arjomenos tes alétheias» (Teeteto, 161c). Podríamos decir lo mismo de la fe en la medida en que, anticipadora (hypóstasis), mantiene la vida en alerta sobre su verdad profunda. No es mera contemplación del ser, sino

una de sus profecías, porque introduce en él (arjomene). De esa manera la fe es a la vez prophetia et memoria, profecía y memorial de una verdad inmemorial. Porque aquí se trata nada menos que de salvarnos del olvido 27 • El asunto es importante. Salvarnos del olvido no por un simple recordatorio, sino por necesidad de ser. No dependemos de las etimologías (además de que no estoy seguro de que exista un «pensamiento de la etimología»), pero no se puede evitar atender a lo que sugieren. Por eso no se puede dejar de soñar aquí con las aventuras etimológicas o seudoetimológicas (que son las más hermosas) de la palabra griega alétheia, que traducimos por «verdad». Y de donde se verá que no estábamos desencaminados al relacionar fe y verdad. La etimología de la palabra alétheia se puede determinar de tres formas; todas sugieren la significación de la fe como supresión del olvido y hacen posible su capacidad de hacer verdadero y de verificar al hombre en la audacia de su vida, como hemos intentado justificar hasta ahora.

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a) Desde Heidegger se entiende la palabra descomponiéndola como sigue: «a-lethe-ia», que significa salida del olvido (Lethe, el río del olvido). La verdad, y me parece que muy particularmente bajo la forma de la fe, es fundamentalmente prác27. X. Tilliette, La Mémoire et /'Invisible, Geneve 2002.

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tica del «des-olvido»: en el sentido de recuperar en la memoria una cosa perdida. La memoria no es recular o replegarse en el pasado (aun cuando éste sea uno de sus peligros). «No hay que pensar que los recuerdos depositados en el fondo de la memoria quedan ahí inertes e indiferentes. Están a la espera, están como atentos» 28 • Esta memoria, este memorial de infinitud, que vemos aquí como una de las más profundas verdades de la fe, es una memoria viva, un recuerdo de aquello que nos hace vivir eternamente. La fe como a-lethe-ia, como des-olvido, está paradójicamente abierta hacia el porvenir, porque, según la espléndida expresión de Platón, «no existe deseo sin memoria» (Filebo, 35). Hasta el punto de que Proust ha podido decir que «la realidad no se forma más que en la memoria», memoria que es preciso arrancar al olvido, al «tiempo perdido», para convertirla en «tiempo recuperado». El recuerdo es «hacer venir de nuevo desde abajo» 29 , recuerdo de algo posiblemente olvidado, algo olvidable que es preciso salvar.

precisamente lo que representa la fe en el mundo del pensamiento, cuando ella misma se presenta como un apo-kalypsis: un «des-velar», una «revelación» (re-velare, quitar el velo de algo que está oculto; cf. Mt 27, 51). «Des-velación» de las «cosas ocultas desde la fundación de mundo» (Mt 13, 35; cf. Sal 78, 2). Y esto no con el fin de volver a un tipo cualquiera de esoterismo, sino para abrir -como se dice en el contexto de esa cita en el evangelio de Mateo- a la «fundación» del Reino de la novedad de Dios en la que somos invitados a entrar, o mejor, a actuar (cf. Mt 13, 14-52) y hacer la verdad (cf. Jn 3, 21). Este concepto de la verdad como «apo-calypsis», como «des-velación», como acontecimiento de revelación, se abre paso hoy día. En unas pocas páginas, pero extraordinarias, tituladas además «Événement et Révélation» (Acontecimiento y revelación), una psicoanalista introduce aquí, en el ámbito general del conocimiento, la idea de que todo conocimiento no es tan sólo fruto de la simple razón, sino de un acontecimiento 30 • Habiendo aludido a la revelación (ella usa esta misma palabra) que el nacimiento de un hijo constituye para una mujer, acontecimiento contingente y singular donde los haya (y que curiosamente, recuerda ella, se califica como «feliz acontecimien-

b) Se nos propone otra etimología de la palabra alétheia, que la concibe como una labor de «des-olvido» en cuanto desvela algo que está o se mantiene oculto, escondido (a-lanthano). Esto es 28. H. Bergson, L'Énergie spirituelle, Paris 1967, 99 (versión cast.: La energía espiritual, Madrid 1982). 29. El autor se apoya aquí en un juego de palabras en francés que se pierde al traducirlo al castellano: el souvenir es un sous-venir, un hacer venir de debajo (sous) [N. del T.].

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30. J. Kristeva, Événement et Révélation: L'lnfini 5 (1984) 3-11. Cf. también H. Arendt, Penser l'événement, Paris 1989, y AA.VV., La révélation, Bruxelles 1974.

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to»), precisa que esta encrucijada que es el niño (entre biología y simbolismo) le parece especialmente apropiada para indicar que la palabra y el concepto de «revelación», de «venida de fuera», no es una aberración, al contrario de lo que pensaban los Ilustrados, tan reticentes ellos frente a la contingencia. Ella no duda en proponernos ahí un modo auténtico de conocimiento, que llama «el don de una nueva lógica». «Re-velatio-escribe ella- traduce apo-kalypsis, des-cubrimiento, puesta al desnudo de una verdad, anuncio explosivo. Ni simple desvelamiento filosófico, ni sabiduría; la revelación es irrupción». Salto de conocimiento, me gustaría precisar. Y salto de conocimiento, acceso a la verdad, que evidentemente nos aproxima al máximo al vocabulario de la fe (san Pablo, Tertuliano, Pascal, Kierkegaard).

primero (ale), el de carrera. Todo junto implica, pues, en la noción de verdad la idea de «carrera divina», de «vagabundeo divino», «theia ousa alé» ( Cratilo, 421 b )31 • Verdad que nos adviene de parte de Dios y por la que nosotros corremos hacia Dios. ¿Cabe un sueño tan hermoso? Aunque ¿se trata sólo de un sueño? Yo pienso en Wittgenstein y en su idea del «entendimiento que corre al asalto de las fronteras del lenguaje» 32 • Aun cuando esta etimología platónica sea fantástica (a los ojos de los filólogos), tiene el mérito de señalar el carácter divino del logos y de acercarnos aquí al camino de la verdad propia de la fe. Nótese, por otra parte, que Platón utiliza al mismo tiempo el término phora (término cercano a alé, «transporte»). Esto nos lleva a pensar la verdad como ana-phora, como anáfora divina, donde por la fe Dios nos ofrece una verdad inimaginable. ¿No tendríamos aquí, en el don de la verdad, como una sublime liturgia divina, una fiesta de la fe (así, sin más)? La fe ¿puede adoptar la forma de una oferta, de una ofrenda, de una anáfora di-

c) Existe, en fin, otra «etimología» del término alétheia. Nos la ofrece -¡y con cuánto valor!- nada menos que el propio Platón. En el Cratilo -con sus etimologías falsas (?), pero más fantásticas y portadoras de verdad, más sabrosas que las de Isidoro de Sevilla y las de Heidegger-, Platón define la verdad de una forma soberbia y soberana en estos términos: «theia tou ontos phora», divina traslación del ser. Dos étimos se consideran aquí en el término ale-theia: no ya a-lethe-ia ni a-lanthano, sino ale-theia. La segunda parte (theia) introduce la idea de «dios» (theos) en la de la verdad; el 66

31. Se podría pensar, sobre todo teniendo en cuenta la palabra phora, si no sería legítimo establecer una relación entre la palabra ale empleada aquí y el versículo inaugural del Génesis: «El Espíritu de Dios era llevado (epephereto, ferebatur) sobre las aguas» (Gn

1, 2). En el caso de Platón, lo mismo que en el Génesis, existe la idea de que la verdad puede venir de un transporte o traslado divino. Advirtiendo, claro está, -pero este es otro tema- que allí donde el Génesis y san Pablo prefieren el término pneuma, san Juan prefiere el de lagos. Pero ambos remiten a la esfera de lo divino. 32. L. Wittgenstein, Investigations philosophiques, Paris 1961, 165 (versión cast.: Investigaciones filosóficas, Barcelona 2008).

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vina dirigida al mundo, al hombre? ¿Cabe mayor deslumbramiento que éste para él? Existe una manera creyente de experimentar el mundo (experientia mundi). ¿No es admirable que la verdad puesta en relación con Dios -y esto es lo que expresa san Juan en su prólogo- instaura una noción de verdad que deriva no simplemente de la exactitud, sino de un orden de finalidad, de destino? ¿«El mundo [tiene verdaderamente la] intención de desencantarse hasta el final» 33 ? Si la fe es camino y pretende «hacer verdadero», como lo hemos sugerido desde el principio, ¿no es porque deriva de un orden, como diría Pascal, y es imperativo reconocérselo? Porque ella es, volviendo a la etimología acaso más oscura (no podemos olvidar la existencia de la palabra aletheuó), ho aletheuón, to aletheuon: aquello que hace verdadero, aquello que manifiesta lo verdadero. Así nos encontramos remitidos de nuevo al movimiento fenomenológico que busca mostrar aquello que es verdadero, manifestar la verdad de la cosa (Sache). Se puede pensar eso de una fenomenología de la fe. Clemente de Alejandría nos invita a ello con un acento que impresiona: «¿Queréis que os dé un buen consejo? Cuando reflexionéis sobre el bien, introducid en vuestra audiencia la fe, es un testigo digno de crédito» (Protréptico, X, 95, 3). 33. R. Calasso, La Littérature et les Dieux, Paris 2002, 148.

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FE Y RACIONALIDAD

«La fe, testigo digno de confianza». Pero ¿qué derecho tiene en último término la fe para reivindicar así su lugar en el orden de la racionalidad y de la verdad? ¿Cuál es su derecho a que le demos crédito así como su capacidad para abrirnos a la verdad? ¿De qué derechos o de qué lugar disponemos para descubrir en la fe esta adecuación para hacer y descubrir la verdad? Aquí se impone un auténtico gesto epistemológico. Si nos resulta difícil expresar el derecho y la capacidad de la fe, ¿no será que hemos perdido una manera propia de concebir la racionalidad: la racionalidad del Logos (el Verbum, el Verbo de los latinos)? Ese Logos para el que Jean Luc Marion reclama expresamente el reconocimiento de un estatuto teórico propio en la historia de la racionalidad34. Y que -creo yo- es decisivo para la racionalidad de la fe, a menos que se quiera caer en el fideísmo 35 . 34. J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes. Analogie, création des vérités éternelles et fondement, Paris 1981. 35. Se podría preguntar si al hablar de racionalidad de la fe no estamos cayendo en una simple negación de ella. ¿No es la fe una locura para el propio san Pablo? Hay que aclararse. Es

locura para la racionalidad común, la que nosotros llamamos aquí racionalidad del noíis. Pero esta locura (de la que san Pablo afirma que es sabiduría de Dios, ¡lo que no está nada mal!) no es una capitulación ante toda razón (por eso hablamos aquí de racionalidad del logos). La fe no desconfía de la razón; de lo contrario, no sería un acto humano. «La fe cristiana no es un grito zafio y solitario, sino un acto concertado, una significación intencional puesta y vivida en común» (H. Duméry, La foi n'est

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Para esclarecer mejor lo que está en juego, y sin referirnos inmediatamente a Marion, es oportuno llamar la atención sobre nuestra práctica habitual de la racionalidad, una racionalidad de la nóos (que en griego se escribe también nous; la ratio de los latinos), y que hay que distinguir claramente de la racionalidad del logos de la que hablaremos después. Entiendo por racionalidad del nous esa potencia racional inmanente por la que aprehendemos la medida (metron) y el dominio de lascosas del mundo y de la vida. Es toda la aventura de la ciencia y de la filosofía. El ejercicio de la razón se desarrolla en ella a partir de nuestras capacidades interiores de animal rationale, de ser racional. Es toda la preocupación del pensamiento occidental desde los sofistas (sin sentido peyorativo), de Aristóteles, de Descartes. Y es nuestro modo común de ejercer la racionalidad. Partiendo de la magnitud-medida de las cosas, la razón-nous quiere captar la realidad procurando descubrirla con toda naturalidad, como hemos visto, en la adecuación y en la inmanencia. Pero ¿esto no plantea problemas? ¿No nos exponemos, confiando exclusivamente en este mopas un cri, Tournai 1957, 14; versión cast.: La fe no es un grito, Madrid 1968). Si la fe fuera una negación absoluta de la razón, tendríamos el derecho de ser ateos. O tendríamos que caer necesariamente en el fideísmo (fe ciega), cosa que la tradición cristiana ha rechazado siempre y con todo derecho. No olvidemos que Pedro nos exhorta -lo cual significa claramente que es posible- a «dar razón (logos) de nuestra fe a quien nos la pida»(! Pe 3, 15). Y el creyente la pide también.

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do de explorar la realidad, a omitir otro modo, un modo menos volcado sobre nosotros mismos, más «receptivo», más acogedor de la parte que correspondería a un ejercicio más «exterior» (Levinas, Ensayo sobre la exterioridad36 ) de la racionalidad? Peor aún, con este ejercicio totalmente inmanente de la racionalidad, ¿no correremos el riesgo de faltar a la realidad misma, o al menos a alguna parte de ella? ¿No habrá otra comprensión de la racionalidad? ¿Otro legendum? Una concepción y lectura de la racionalidad -apelación al logos y no solo al nous- que ha recorrido toda la Antigüedad, desde los presocráticos hasta los estoicos (sin hablar de san Juan, sobre el que volveremos). Un auténtico desplazamiento de la mirada que no suprime el anterior, pero que reivindica también su lugar y su estatuto, tanto a nivel teórico como práctico. Y en el cual se encontraría mejor la conexión entre inteligibilidad y resonancia de la fe. Es exactamente aquí, en este reencuentro con la racionalidad del logos como racionalidad propia, donde conectamos nuevamente con Jean Luc Marion, cuya teoría, como decíamos más arriba, es necesario recuperar. Él propone que nos fijemos nada menos que en la intuición fundamental de la doctrina trinitaria. En la doctrina trinitaria, 36. E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca 22012.

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Dios (llamado «el Padre» en esta doctrina) contempla en todo instante, tanto en sí mismo, en el misterio de su propia persona, como en el acto de la creación, a un otro (llamado «el Verbo»). Uno que es completamente igual a él («consustancial») y distinto («Hijo único»). El Padre no está solo. Pero esta no-soledad es de un carácter totalmente especial. Consiste en que él mira sin cesar su verdad interior, la más propia, y a la vez una alteridad que él respeta en cuanto tal y de la que hace el modelo, el ejemplar de todo lo que hace («por él, el Verbo, todo fue hecho»). Dios contempla algo en los confines de sí mismo, en ese misterio en el que contempla en su propia aurora (ante luciferum) un Hijo que se anuncia de su propio seno (ex utero) y, por tanto, como un otro. ¿Qué es lo que Dios mira constantemente? Los antiguos judíos pensaban en aquella Torá sobre la que Yahvé había fundado la creación, y que al parecer se considera «anterior», en el sentido de que, en todo caso, la verdad no reside en el capricho de Dios. Los Padres népticos hablaban de esa Inteligencia que se mueve misteriosamente alrededor de Dios 37 • Se piensa también en la Sabiduría eterna que acompaña a Dios desde antes de la fundación del mundo (libros sapienciales, es-

pecialmente Proverbios 8, 22: «El Señor me creó primicia de sus caminos, preludio de sus obras más antiguas»). Juan habla abiertamente del Logos: «Al principio ya existía la Palabra (el Logos, el Verbo). La Palabra estaba junto a Dios (pros ton Theon) y era Dios (kai theos en)» (Jn 1, 1). Según san Juan, el misterio de Dios está habitado por la presencia eterna de un Logos. Un Logos que, retomando la tradición estoica asumida a su vez por la doctrina trinitaria, es endiáthetos (interior) y prophoricós (exterior). El Logos «no viene a añadirse como desde el exterior, mana de Dios mismo» 38 • ¡Exterioridad interna! ¿Puede imaginarse una conciliación más sublime de nuestro deseo de una verdad que Dios respeta, pero sin dejar por ello de ser totalmente Dios, puesto que tal logos le es al mismo tiempo interior?» 39 • ¿No es precisamente aquí donde encontramos esa otra comprensión de la racionalidad que postulábamos más arriba? Una comprensión que, en vez de confinarnos en la inmanencia, nos pone en relación con la trascendencia, y al mismo tiempo nos dice que esta racionalidad no se sitúa fuera, sino en el corazón de las cosas: logos como ma-

37. Philocalie des Péres neptiques (una antología en castellano: Filocalia de los Padres népticos, Palma de Mallorca 2008); Calixto e Ignacio Xanthopouloi, Centurie spirituelle, Brégroles-en-Mauge 1979, 157-162.

38. J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, 39. 39. «Las ideas divinas no podrían permanecer divinas y a la vez pretender ser afia a Deo (distintas de Dios), es decir, jugar como ejemplares, si Dios mismo no garantizase esta aparente contradicción integrándolas en sí mismo» (J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, 39). En el fondo esto es válido también para el hombre, ni interioridad pura -sería perder al otro, sería el autismo- ni exterioridad pura - sería una alienación-

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nifestación -en el sentido fenomenológico del término (dejar-ser, dejar-ver)- de la verdad. Aquí nos encontramos con el descubrimiento que necesitábamos hacer para captar el lugar donde se sitúa la racionalidad de la fe. Nuestro proceso, en efecto, se presenta como una fenomenología de la fe. La fenomenología pretende «dejar aparecer», «dejar manifestarse» las cosas en su propia condición. «En su lugar propio», «en te ( i) autou jora ( i) », por decirlo como Platón (República, 516, b, 6). Hablando del Logos descubrimos el lugar de aparición propio de la fe, de la que hemos visto que es una visitación, un venir-a-nosotros (cf el «cuando Dios viene a la idea», de Levinas). Es una concepción y lectura de la racionalidad -apelación al Logos y no solo a la nous- que reivindica aquí su lugar, su estatuto teórico (y práctico). Es lo contrario de una racionalidad que nos priva de revelación y nos prohíbe la visitación, una razón utilitaria en la que no se ha dudado en ver una «concepción asesina de la verdad» 4º. Este Logos, del que además habría que cantar siempre su alabanza, él mismo es alabanza, nada menos que acción de gracias de Dios y acción de gracias del hombre. Lejos del carácter menesteroso del nóos, ante el cual la fe -también 40. La expresión es de G. Sartoris en su presentación de David, Psaumes pénitentiels, 1989, 7. Nuestra razón es una razón visitada desde arriba. ¿No desaparecerían bastantes ateísmos, al disipar el malentendido, si se entendiera así este uso de la razón?

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ella alabanza, gracia y celebración (pensemos en la thusía logiké, el sacrijicium rationale de la liturgia)- no puede encontrar el camino. La fe encuentra su origen y su terreno en la alabanza, la admiración, la acción de gracias, el sí a todo lo que existe y a todo lo que podría existir. Hablar del Logos (en cualquier forma que se haga) es entrar en un universo en el que habla un más allá: el carmen mundi de los antiguos, el canto del universo, que a partir de ahora deberíamos llamar el carmen Verbi, el Canto del Verbo. «Pensar es agradecer» («Denken ist Danken»), decía Heidegger, pensar es acción de gracias, y el Logos es este pensamiento que sabe hacer cantar a la racionalidad. Como ya nos introducían en ello las etimologías de alétheia, la de logos (legein, ligar, poner juntos, en relación, hacer resonar) invoca un horizonte de sentido donde ni se pierde ni se disminuye nada de lo que constituye nuestro gozo de existir y de vivir. «La razón, ensombrecida por las cosas humanas, se quedaría muda si de alabar a Dios se trata» 41 • «Lumen de lumine» (Luz de luz). El Lagos ¿no es llamado Luz (cf. Jn 1, 9)? Entonces la fe puede finalmente mostrarse, «aparecer», y se comprende perfectamente cuán insuficiente era el simple nóos. El Logos es la figura apolínea de la teología, la que señala un advenimiento, una luz, una epifanía. Con el Logos la fe puede ser 41. J. K. Huysmans, L'Oblat, París 1938, 232

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pensada tal como ella se ofrece en sí misma y se propone en el seno de la racionalidad. Por lo demás, esta racionalidad ha sido reconocida siempre. No es solamente cristiana, aun cuando haya sido el prólogo de san Juan el que la ha consagrado como lugar de manifestación de la fe. Hoy se piensa que la noción de lagos fue formulada ya por Heráclito; que incluso pudo ser él quien forjara el término o, en todo caso, el que hizo deslizar el sentido del logos-palabra al logosrazón mediante una reflexión sobre el «discurso verdadero» 42 • ¿Por qué razón? En Heráclito, precisamente por el hecho de que el logos verdadero no forma parte del todo, justamente para poder decir, desvelar el todo 43 • Estamos aquí en el corazón mismo de aquello que nos alienta. Heráclito, o más en general los presocráticos, habrían descubierto que existe otro punto de vista sobre las cosas distinto del que las considera simplemente a ras de tierra (nóos). Es un punto de vista que, para poder decir algo que sea pertinente y revelador sobre el resto de las cosas, debe colocarse a alguna distancia, retirarse, situarse fuera del texto44 •

No hay que sorprenderse, por tanto, de que la fe sea irreconocible para la razón inmanente, para el simple nóos. Y también se entienden todos los fracasos cuando se ha querido defender la fe colocándola ante la razón reducida a esta dimensión. Ahora bien, como dice Levinas, «la espiritualidad de la trascendencia no se reduce a un acto asimilador de la conciencia»45 • Es lo mismo que había descubierto Heráclito otorgando al lagos su estatuto propio, que es precisamente un estatuto de trascendencia. «El logos verdadero, el Logos, no forma parte del todo: está fuera del todo, precisamente para poder decir, desvelar el todo»46 • En síntesis, el logos no señala número, trasciende. El nóos, en cambio, forma número con nosotros. Pero precisamente por esto no puede acoger la realidad que viene de arriba. El nóos sólo puede medir (¿nóos-nomos?) y no oír (akouein); sin embargo, la fe es «ex auditm>, «nos viene por una escucha». Lo cual significa propiamente que ahí hay algo que aporta novedad, algo que no se conocía

42. Cf. Les Présocratiques, París 1988. 43. Cf. M. Conche, Héraclite. Fragments, París 1987, 27. 44. Evidentemente, todo el problema consiste en no caer en el extrinsecismo (como en lo anterior consistía en no quedarse en el intrinsecismo). No se dispone de un punto de vista desde Sirio, completamente extraño a la cosa y desde donde se juzgara desde arriba de no se sabe qué exterioridad pura y necesariamente no pertinente; y por otra parte, simplemente inexistente. Es necesario, pues, que este logos, que juzga sobre la racionalidad de la fe fuera

de la inmanencia, permanezca sin embargo en el seno de la cosa misma en cuestión (de la Sache). Aquí se puede apelar felizmente a toda la tradición filosófica del estoicismo. En efecto, ésta ve el logos que anima al mundo o a los hombres a la vez (aunque en momentos de aparición que pueden ser diferentes) como lagos endiáthetos, logos interior, y lagos prophorikós, logos volcado al exterior. Es conocido -volveremos sobre ello- el partido que el cristianismo ha sacado de esta distinción. Pero era importante no perder la memoria de que esta diferencia estaba ya adquirida y consolidada, con Heráclito, desde antes de la aparición del cristianismo. 45. E. Levinas, Transcendence et intelligibilité, 20. 46. M. Conche, Héraclite. Fragments, 27.

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antes, algo singular, algo único 47 • La fe supone la escucha del Otro, y no del Mismo, al que retoma siempre el nóos asimilador. El lagos nos enseña «la novedad absoluta de lo nuevo», brote ininterrumpido de novedades mas allá del saber, debido precisamente a su novedad absoluta e imprevisible. «La mayor parte de los filósofos --escribe Bergson- no llegan, por más que se empeñen, a representarse la novedad radical de lo imprevisible». «Un nuevo modo de la inteligibilidad, contra la conciencia englobadora y organizadora del saber, contra la tendencia a igualar y a reducir», esto es lo que nos falta, defiende Levinas48 • «Sol que viene a visitamos desde lo alto» (Le 1, 78)49 • La conciencia no está cerrada. Es verdad, como hemos visto, que la fenomenología ha mostrado que la conciencia está abierta («intencional»), pero la ha abierto al mundo y al mundo de la inmanencia (el Welt). Le ha correspondido a nuestra moder47. Es lo mismo que ya reclama hoy la ciencia para su propia construcción. Así, Prigogine y Stengers (La Nouvelle alliance. Métamorphose de la science, Paris 1986; versión cast.: La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid 2004) abogan incansablemente por una «ciencia que escuche», en lugar de una ciencia de dominio, una «ciencia de ingeniero», como ellos dicen. «La física actual (al contrario de la de Leibniz) busca los medios de liberarse del yugo de la razón suficiente» (p. 26). Qué decir, por tanto, si se pasa desde la naturaleza al hombre: está claro que la racionalidad del nóos no explica de manera verdadera ni suficiente al hombre. 48. E. Levinas, Transcendence et intelligibilité, 20. 49. No es necesario aducir aquí el testimonio de los poetas, tan conscientes del lagos, al menos desde R.M. Rilke: «Es preciso situarse al exterior de sí mismo si queremos que algo acontezca» (R. Char, Oeuvres completes, 409).

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nidad -lo hemos visto con la fenomenología de Levinas y de M. Henry- abrir esta conciencia a la trascendencia, que es siempre acontecimiento que sorprende. «La Palabra (Lagos) divina --escribía ya, y de un modo soberbio, Filón- aparecía de improviso, como un compañero de ruta para el alma que camina en solitario, aportándole un gozo inesperado y superior a todo lo esperado» (De los sueños, 1, 71). Encontramos ahí el estatuto fundamental del lagos, formulado por Heráclito, recogido después por los estoicos y que san Agustín, el primer pensador de lo histórico, de lo que sobreviene, comprendió perfectamente. Como advierte Hannah Arendt, el obispo de Hipona «proclama lo que irrumpe a lo largo de la mortalidad terrena» 5º. Esa es la victoria sobre el puro nóos, victoria conceptual que Charles N. Cochrane ha puesto de relieve mostrando que san Agustín lo consiguió sustituyendo «como principio de comprensión el principio del clasicismo por el lagos de Cristo». «¡El lagos de Cristo!». Por fin estaríamos ya en nuestro terreno, donde buscamos establecer los derechos y las capacidades propias que constituyen la racionabilidad y la inteligibilidad de la fe. Cuando uno de los héroes de Dostoievski, en Los posesos, exclama: «¿Es posible, pues, creer? ¿En serio y realmente? Este es el problema», plan50. H. Arendt, La crise de la culture, Paris 1989, 89.

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tea perfectamente la cuestión que nos ocupa aquí: ¿qué racionalidad le corresponde? Y yo respondo: la del Logos. Razón en este caso finalmente apropiada (ad-proprium, appropriata), razón capaz de Dios, razón que, por definición, no puede ser la ratio inmanente a la que recurre de modo exclusivo la Aujkliirung, la Ilustración. El tipo de racionalidad defendido por los Aujkliirer no constituye el tribunal único de la verdad. Ahí hay un estrechamiento en la comprensión del campo racional. Por esto Levinas condenará el pensamiento totalitario de la metafisica de la pura inmanencia. «El recurso al logos tiene algo de salvífica, pues nos salva de una fatal tautología» 51 • Ya para Platón el hombre es el ser cuyas raíces están arraigadas en el logos. A esto se debe el que Levinas (Totalidad e infinito) condene el pensamiento totalitario (totalidad) de la metafísica de la inmanencia para abrirlo a la trascendencia (infinito). Por eso hay que decir, en la línea de Platón y del prólogo de san Juan, que gracias al logos, a partir del logos, somos capaces de acceder al infinito (in-jinito ), al infinito de Dios y al infinito del hombre, y de poder llegar, por tanto, al acto de fe. Esto es como un aspecto salvífica del logos, salvándonos de una fatal tautología. Para conocer algo hay que dejarlo hablar. ¿Acaso el término logos no quiere decir también «palabra»?

«¡Logos de Cristo!», escribe Jean Luc Marion. Nos hace recordar la fachada de la catedral de Chartres, donde el Padre, al crear, fija su mirada en la lejanía, está mirando algo. ¿Qué mira, si no es precisamente a su Hijo, <<principium totius creationis», principio y comienzo de toda su creación? Esta es la extraordinaria respuesta trinitaria y cristiana. ¿De qué fondo de las edades va a buscar Dios la verdad, cuyo creador además es él? ¿En qué limbos (o en qué lombas), en qué aurora inmemorial y, no obstante, contemporánea suya va a convocar aquello que es por anticipado respetable y verídico, sino en esa anterioridad que, sin embargo, le es al mismo tiempo interior? Se trata de ese rumor del que hemos hablado más arriba. Podemos llegar a esculpir nuestra propia estatua porque somos movidos por una respiración mayor que la nuestra, decía Proclo. Con el Logos «nuestra morada ya no puede ser habitada exactamente de la misma manera que antes» 52 • Por eso, inspirándonos en esta tradición trinita-

51. J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, 42.

52. G. Steiner, Réelles présences. Les arts du sens, París 1989, 176 (versión cast.: Presencias reales, Barcelona 2007). Se cita a Thomas Browne: «Nosotros somos hombres sin saber cómo; hay algo que puede existir sin nosotros, y no podemos decir cómo ha entrado eso en nosotros» (p. 268). Y aquello de Isabelle Riviere: «¿Cómo vivir, cómo vivir consigo mismo solo, encerrado en sus propios límites, cuando todo ser que existe trata de escapar hacia algo infinito, que ni conoce ni ve, pero cuya promesa oscura le es más íntima y más sensible que su propia existencia, y ha comenzado ciertamente mucho antes que él?» (Images d'Alain Fournier, París 1989, 275). Siempre esa idea de un rumor que nos precede y que dificilmente podemos negar sin renegar de nosotros mismos.

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ria y cristiana, nos es necesario en la historia del pensamiento y de la filosofía -por no hablar de la teología- dar al Verbo, al Logos, su «estatuto teórico» pleno, que nada tiene que envidiar a ningún otro. El pensamiento debería interesarse por encontrar esta racionalidad del logos, en lugar de encerrarse, como lo ha hecho desde la etapa clásica, en un cogito demasiado cerrado sobre sí mismo. No es ciertamente el caso del mismo Descartes, quien -como hemos visto- deja abierta una ancha puerta al infinito. Sin embargo, no reconoció el lugar de la tradición cristiana en esta aventura del pensamiento. Se comprende la célebre negativa de Descartes al oratoriano Mersenne a este respecto: «Yo no quiero mezclarme con la teología» 53 • Lo comprendemos, ciertamente, pero no podemos dejar de lamentarnos por ello. Tanto más cuanto que acababa de escribir: «Lo que usted dice de la producción del Verbo no repugna nada, me parece, a lo que yo digo» (ibid.). Porque esta teología de la verdad es también una lógica. ¿Acaso no propone una simbólica (si no una dogmática, por supuesto) que aportaría algo «a todo hombre que viene a este mundo» y que quiera comprenderlo? Si es verdad que los teólogos van a pedir ayuda frecuentemente a los filósofos,

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¿no sería oportuno que los filósofos fueran alguna que otra vez a aprender algo de los teólogos? «Simón, tengo algo que decirte» (Le 7, 40). Es verdad que poco a poco se va reconociendo esto con más frecuencia, y magistralmente en el caso de Paul Ricoeur 54 • El prólogo de san Juan tiene su lugar en filosofía. Cómo no sentirse sorprendentemente conmovido en lo más profundo de uno mismo leyendo esto en Platón y comprobando, sin embargo, que nunca nadie, que yo sepa, los ha relacionado entre sí. «El principio (arjé), en cuanto LogosVerbo, es como un dios (theos) que, durante todo el tiempo que reside (hidrumene) entre los hombres (en anthropois), salva (sózei) todas las cosas» (Las Leyes, VI, 775e). Así pues, ya para Platón el Logos-Arjé (véase nuestro «In principio erat Verbum») está del lado de Dios (véase nuestro «apud Deum»; «et Deus erat Verbum»), habita entre nosotros (hidrumene, véase nuestro «et habitavit in nobis») y es Logos salvador. Mas también es verdad que, aunque el Prólogo está tan cerca del pensamiento filosófico, se manifiesta una gran diferencia. Es cierto que Platón reconoce como nosotros una proximidad divina al Logos. Incluso llega a decir que puede habitar entre nosotros. Pero lo que no dice, y aquí está la

53. R. Descartes, Lettre a Mersenne, 6 de mayo de 1630 (citada por J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, 442).

54. P. Ricoeur, Lectures 3. Auxfrontieres de la philosophie, Paris 1994.

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increíble audacia cristiana, es que este Verbo «se hizo carne» («sarx egéneto»). Que el Verbo ha habitado entre nosotros haciéndose uno de los nuestros, tomando nuestra condición camal, cosa que Platón no podía ni siquiera imaginar. Es afirmar la proximidad del Logos con nosotros, el que aleja el espectro de una racionalidad que nos sería extrínseca. El Logos ya no está solamente en Dios, sino también en la carne. Pero aún hay más. Al afirmar esta entrada del Logos en nosotros, el cristianismo dice que, a su vez, nosotros mismos estamos en nuestra propia casa en Dios; que nosotros no somos sólo nóos, sino logos; que nosotros somos capaces de lo que Dios es capaz. «Pues de su plenitud todos hemos recibido» (Jn 1, 16). Es aquí, en esta idea de un Logos divino que se encama y del que nosotros mismos somos portadores como de algo que se ha hecho nuestro, donde está eso que podríamos llamar la invención cristiana del logos. Esta invención tendrá al menos tantos derechos como la invención estoica (lagos endiéthetos,proforikós, etc.), la platónica (logos theios, logos divino) o la heracliteana (lagos trascendiendo el todo). Ella habla de un logos cuya trascendencia viene a fundirse con nuestra inmanencia. La trascendencia se convierte en el triunfo y el cumplimiento de la inmanencia y ésta, a su vez, porta el esplendor y la plenitud de la trascendencia. El Logos es divino, pero a la vez también humano. El hecho de 84

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que el Verbo «se hizo carne» (ha podido hacerse carne) constituye la prueba de que el Logos es alguien que ciertamente viene de Dios, pero también de que es nuestro y está en nosotros. Y si este es su estatuto, se abre en nosotros la capacidad para la fe. Horno capaxfidei, «el hombre es capaz de fe», la fe es cosa del hombre. La racionalidad, por tanto, no se reduce a la del nóos. Nietzsche dirá un día que el Verbo (el Logos) lleva a profundidades inaccesibles al concepto. Y Jean Ladriere: «El destino del hombre, en un cierto sentido, no es otro que el de revelar el lagos escondido en el mundo» 55 • Y habría que añadir: «Escondido en el hombre y en Dios». Poder del lagos divino que viene a esconderse en el poder del hombre. Recuerda -como simple metáfora, es cierto- el gesto magnífico de Cristóbal Colón cuando, en medio del Atlántico embravecido, recita, con los brazos abiertos cual nuevo Moisés ante las olas, el solemne prólogo del evangelio de san Juan. Esto nos trae a la memoria a Jesús en la barca dando órdenes a los vientos en la tempestad. El Logos nos pone en contacto con aquello que nos trasciende y de lo cual nunca se dirá suficientemente cuánta sería nuestra miseria si lo perdiéramos. «Pues bien, el Verbo de Dios ha dejado la lira y la cítara [alu55. J. Ladriere, La Science, le Monde et la Foi, Paris-Tournai 1972, 42.

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sión a Orfeo], instrumentos sin alma [pura inmanencia], para tocar, por medio del Espíritu Santo [trascendencia], el mundo entero concentrado en el hombre» 56 • ¿Acaso no es verdad que, según la intuición cristiana anterior incluso a la encarnación, ciertamente somos creados por la voluntad del Padre, pero por medio del Verbo-Logos (per quem omnia jacta sunt), Verbi gratia, por la gracia del Verbo? ¡Cuánta gracia y encanto hay en esto, lejos de tantas simplezas teístas! Si el Logos está en Dios desde antes de la creación del mundo y hemos sido creados según el modelo (exemplar) de este Verbo, ¿no es ya por esto mismo por lo que somos capaces de comprender el camino de la fe, que tiene su racionalidad propia, como hemos tratado de demostrar más arriba; de oír otra voz, de ser capaces de la voz de Dios? Desde que el mundo fue creado -escribe Arnobio-, el mundo jamás ha estado mudo. En él habla el Logos, el Verbo de Dios. Racionalidad recibida, puesto que nos viene de lo alto (a Patre luminum: del Padre de las luces), pero que no por ello deja de estar también en nosotros (dedil autem hominibus: nos lo ha dado como don a los hombres). Estamos en nuestra casa, pero al mismo tiempo no estamos solos. 56. Clemente de Alejandría, citado por Y. M. J. Congar, Je erais en /'Esprit-Saint, 11, Paris 1979, 284-285 (versión cast.: El Espíritu Santo, Barcelona 2 1999).

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El peligro de nuestra civilización se halla en lo que yo a veces llamo <
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los demás «otra cosa» que está muy en nosotros y que al mismo tiempo, sin embargo, nos sobrepasa. «El hombre supera infinitamente al hombre», decía Pascal. Hay en nosotros, dirá Malraux, algo que no es de nosotros, pero que está en nosotros, como venido de otra parte. En efecto, ¿acaso no hay dentro de nosotros un inmenso rumor que halla eco en nosotros mismos y que no podemos extinguir? La ratio-nóos no produce rumor alguno, al contrario del Lagos. Éste no es una racionalidad de invasión, sino de visitación. ¿No es ahí donde podemos escuchar verdaderamente el lenguaje propio de la fe, lenguaje familiar de un tiempo anterior al «breve brillo de los siglos provisionales» 59? Rumor de las lejanías y de los confines. ¿Por qué querer rehusar este rumor que nos lleva a nosotros mismos, y que se encuentra en el Lagos divino? ¿Todo esto nos resulta verdaderamente inaudible? ¿No tendremos realmente nada que hacer? ¿Y no es esto lo que la teología -ciencia de la fe- debe inda-

gar, alcanzar y mostrar como camino de verdad? La teología ¿se encuentra tan lejos de la antropología? Siendo así que ella muestra al hombre este rumor de eternidad que no está lejos de pertenecer a la lógica de nuestra identidad. «Nos sentimus aeternos esse», experimentamos en lo profundo de nosotros mismos un sentimiento de eternidad (Spinoza). «La teología [la teología cristiana, en todo caso] -se ha escrito- es la ciencia del ser singular cuya esencia está individualizada según el modo de la infinitud»6º. El tiempo de la fe no es el chronos, que corresponde a la pura razón (nóosnous), sino más bien el kairós, el de la visitación (el logos del prólogo de san Juan). Ahí es donde la teología debe romper con la «pura razón». Fiel al Lagos divino, la teología no será nunca, no lo es, encierro, sino apertura. En ella hay una racionalidad de trasgresión de lo simplemente realfáctico. «Muchas de las nociones sugeridas por la Biblia permiten descubrir una inteligibilidad más fuerte que la que procede de las contradicciones de la lógica formal», escribe Emmanuel Levinas61. Probablemente la teología no haga otra cosa que proclamar con energía los derechos an-

Jena: «No se atrevía a plantearles ninguna cuestión sobre Cristo, y se ponía enormemente contento cuando admitían la existencia del Padre» (De l'Allemagne, Paris 1981, 133). Éste es también el drama de muchas teodiceas clásicas, por hermosa e impresionante que sea su arquitectura. La impotencia de «las pruebas de la existencia de Dios» ¿no procede, en parte al menos, de que se apela a la sola racionalidad del nóos? Hay en eso un intellectus fidei que es preferible sustituir por otro. 59. J. Grossjean, Les Parvis, Paris 2003. Dirigiéndose al Padre y hablando de su Verbo, escribe esto: «Tú lo has izado en el lenguaje porque los humanos no tienen otra luz. Y el alba se toca con el umbral de las almas».

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60. Cf. AA.VV., lean Duns Scot ou la révolution subtile, Paris 1982; J. L. Houdebine, Exces de langage, Paris 1984. 61. E. Levinas, Transcendence et intelligibilité, 44. ¿Acaso no significa nada, aun cuando fue un asunto un poco ambiguo, que un Henri Reine, al principio hijo del siglo XVIII, abandona un día las Luces y, en sus Confesiones, redescubre las antiguas Escrituras?

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helantes de la singularidad contra todas las negaciones procedentes de una abstracción niveladora y menesterosa, de una generalización que cercena los contornos propios de la realidad. La fe no es sacrificium intellectus, renuncia a la inteligencia, sino sacrificium laudis, ofrenda de gloria y de alabanza (ex-omologesis, doxa) a aquello nos supera y que, sin embargo, nos posibilita oír su rumor en nosotros, rumor del Logos que envuelve todas las cosas. «Pues cuando en la iglesia de mi pueblo escucho el Credo, artículo tras artículo, recitado por la potente voz del cantor a la que responde el ingenuo chillido de las muchachas, exulto con un entusiasmo interior, me parece estar asistiendo a la creación del mundo. Cada una de sus fórmulas, cada una de esas sentencias impregnadas de verdad eterna, bien sé todo lo que costó, a precio de qué convulsiones, de qué desgarros del cielo y de la tierra, de qué partos de la inteligencia nacieron. Yo veo emerger esos grandes continentes dogmáticos y alzarse ante mí uno después de otro, yo veo a la humanidad en gestación que consigue finalmente arrancarse del corazón la formulación definitiva» 62 • La fe no está reñida con la verdad. Se trata de una verdad que es creída (veritas credita). Por la fe la verdad se hace completamente verdad. Y se convierte en verdad viva y eficaz, hace verdade62. P. Claudel, L'Épée et le Miroir, Paris 1939, 64-65.

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ro, precisamente por ser creída, y no por ser simplemente irradiada por los esplendores de una biblioteca o las columnas de texto de una enciclopedia. «El sentimiento religioso es una pasión de amor, y esto es lo que nunca entenderán estos pedagogos de nuestra última infancia, cuando sin embargo llovían llaves de luz para abrirles la inteligencia. Pues bien, esa tea incendiaria lanzada bruscamente, cada vez desde alturas más inaccesibles, sobre la miserable antorcha humana a través del techo de paja hundido, sería necesario tenerla en cuenta si se quiere ser razonable y justo por los siglos de los siglos»63 Si se quiere, en efecto, ser razonable y justo por los siglos de los siglos. Pues de esto se trata en realidad. La fe no se encuentra inerte ante la justa reivindicación de racionalidad, reivindicación que se une a la de una fe que quiere decir algo verídico al hombre. Hay mucho más en la palabra «Ser» que en la palabra «siendo», decía Heidegger. Hay mucho más en la palabra «Dios» que en la palabra «Ser», escribe Ricoeur. Hay mucho más en la palabra «Creación», escribía Levinas, que en la palabra «Causa». Hay mucho más, tendríamos que decir nosotros, en la palabra lagos que en la palabra nóos-nous. Y así me parece que enlazo con Nietzsche. Este filósofo, que había meditado muchísimo el Prólogo, pen63. L. Bloy, Le Désespéré, Paris 1886.

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saba que el Verbo (Logos) conducía a profundidades inaccesibles al concepto (nóos-noús). Y esto es lo que le permite a la fe tener audiencia y legitimidad, o en todo caso pretenderlo. Cuando se ve, como hemos hecho aquí, de qué riquezas es portadora, no se puede sino esperar que, por lo menos, sea reconocida. Y aquí es donde queremos hacer justicia a la intuición de Jean Luc Marion de la que hemos hablado anteriormente. Su problema se ha desarrollado sobre el fondo de una problemática que ha recorrido todo el siglo XVII y el XVIII, a través de pensadores como Mersenne, Descartes y Suárez. En cuanto tal esta polémica no nos interesa, pero permite situar adecuadamente la posición de Marion. Se trata de saber si las «verdades eternas» (las verdades matemáticas y las verdades metafísicas, por ejemplo) son tales porque Dios las ha creado así (aunque habría podido crearlas de otra manera, y, por ejemplo, dos y dos serían cinco, y no cuatro) o si eran tales por sí mismas, anteriormente, por lo tanto, a Dios (Dios no puede hacer un círculo cuadrado). En cualquier solución adoptada se caía en un dilema. O arbitrariedad divina o deficiencia de Dios, mero observador, no soberano. Y la verdad se encontraba o fuera de él, o encerrada en él. Se podía resolver diciendo que Dios había creado las verdades eternas, pero no por ello dependían me-

nos para existir de su buena voluntad creadora; o decir que Dios no había creado esas verdades eternas, pero no por eso dependían menos de él, dado su poder de subsunción, de ratificación. El malestar seguía siendo enorme. La verdad estaba sola, o Dios estaba solo. Falta de exterioridad o exceso de interioridad. Dios tiene un modelo exterior al que se halla sometido, pero entonces ya no es Dios. Es aquí donde Marion corta apelando a la lógica del Prólogo. Ciertamente hay una racionalidad «anterior» a Dios, pero no le es externa, le es interior. Se trata de su Verbo, de su Logos. Por lo tanto, no obedece a una coacción exterior a él mismo, sino a una interior a sí mismo. «Las ideas divinas no podrían permanecer divinas y depender a la vez de los alia a Deo (lo distinto de Dios), es decir, jugar como ejemplares, si Dios mismo no validara esta aparente contradicción integrándola en sí mismo» 64 • Consistencia de la verdad en sí misma, por una parte, y consistencia en Dios de esta verdad, por otra: estas dos exigencias se encuentran así unidas en este misterio en el que Dios mira en su propia aurora (ex utero; ante luciferum) un Hijo que se anuncia. ¿Se podría pensar mejor el problema que nos ocupa, el del tipo de racionalidad que nosotros llamamos Logos? «Las tres características -similitu-

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64. J. L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, 39.

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do, exemplar, verbum interius- nos permiten así precisar cómo las ideas pueden a la vez depender totalmente de Dios y ser válidas [para el mundo] eternamente»65 • De esta fe, pues, no lo olvidemos, es de la que se nos pide que siempre demos razón (lagos) a quienes nos pidan justificación de ella («apologían panti tó autounti logon»; cf 1 Pe 3, 15).

EL CREYENTE HOY EN UNA SOCIEDAD LAICA

1. ANTE UNA SITUACIÓN NUEVA

La fe es una de las cosas más frágiles que existen en este mundo. Si miramos hacia arriba, hay que luchar constantemente contra su tendencia a la superstición, a la idolatría y al dogmatismo: sus demonios interiores. Si, en cambio, dirigimos nuestra mirada hacia abajo, tiene que luchar contra las derivas del integrismo, del fundamentalismo y de la intolerancia: sus demonios exteriores. Por consiguiente, la fe se ve siempre amenazada desde el interior, pero puede resultar también amenazadora hacia el exterior. Es a este último aspecto al que el creyente tiene que estar hoy especialmente atento. Y tiene que estarlo para consigo mismo. La fe no es un grito, y precisamente por esto existe la teología. Ésta ciertamente no sustituye a la fe, pero constituye una atalaya de vigilancia que impide que la fe caiga en el absurdo y en el oscurantismo. Los teólogos, por tanto, en principio no

65. !bid.

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están ahí para causar complicaciones a la fe-aun cuando esto ocurra en ocasiones, y sin duda con mayor frecuencia de la que sería deseable-. Están para prestarle a la fe el servicio de que siga siendo palabra digna del hombre. Para ello la teología se vale, desde siempre, de los recursos del espíritu humano (la filosofía, las ciencias humanas, etc.). Se trata de un deber ad intra, al servicio sobre todo de los creyentes. Pero hoy tiene también un deber de vigilancia no menos urgente: ad extra, con relación a la ciudad, a la sociedad del hombre actual. El creyente forma parte de esta ciudad, y evidentemente tiene el derecho, como todos y cada uno de sus habitantes, de hacer oír su voz. Pero al hablar del riesgo de integrismo y de fundamentalismo se entiende que la fe, si no respeta los derechos y la autonomía de la ciudad, puede convertirse en un peligro para ella. Sobre esto es sobre lo que somos invitados a reflexionar, sin por ello dimitir de nuestros propios derechos. Cierto día y en cierto lugar, alguien pronunció una frase que sin duda alguna, al menos parcialmente, ha definido nuestro Occidente: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Me 12, 17). Esta sola frase debería ser suficiente para levantar ante el creyente un dique que lo prevenga contra el peligro de invadir a la sociedad. Si existe una racionalidad religiosa, existe también una racionalidad civil. Es verdad que la

fe tiene necesariamente sus derechos y sus deberes de hacer oír su voz como una más entre las de los hombres. Pero no le corresponde a la religión organizar la sociedad. Es cierto que lo ha hecho e incluso tuvo que hacerlo, y con frecuencia bastante bien, en períodos de suplencia indispensable. Así ocurrió de forma bien patente en la Edad Media. Se lamente o no (aunque los lamentos en historia tienen bastante poco sentido), la fe cristiana no solo respondió a las aspiraciones estrictamente religiosas de la mayoría de los habitantes de entonces, sino que también aseguró la construcción de la ciudad, y la construyó como «cristiandad». La teología cristiana hizo posible pensar la fe no solo como racionalidad religiosa, sino también como «racionalidad civil». Inspirados por la famosa obra de san Agustín, La Ciudad de Dios, los clérigos carolingios y más tarde los teólogos y canonistas escolásticos inventaron, en el sentido más fuerte del término, estructuras de la sociedad (una buena parte de las cuales, no hay que olvidarlo, procedían ya de la tradición griega y romana antiguas). Por lo demás, incluso dentro de la estructuración medieval, cuando ésta se mostraba más contestataria frente la autoridad eclesiástica, fueron muchos los clérigos (piénsese en Guillermo de Occam, Marsilio de Padua, los célebres «panfletos de opinión», los leguleyos de Felipe el Hermoso, etc.) que apoyaron a los reyes y emperado-

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res sosteniéndolos audazmente en sus disputas y luchas por su legítima autonomía. En todo caso está claro que allí nos encontramos con una sociedad cuya inspiración y sostén fueron asegurados por la simbólica y el dogma cristianos. Pues ¿qué otra instancia distinta de la Iglesia hubiera podido asumir este papel, gracias al tipo de racionalidad que ella desarrollaba en su teología y en su canonística? Sin embargo, ¿quién osaría defender que también hoy debería ser así y de la misma forma? Quiérase o no (y no me parece que haya que lamentarlo en absoluto), la primera modernidad y después la Aufklarung (la Ilustración) emanciparon paulatinamente a la sociedad civil respecto de la tutela religiosa en aquellos campos que ya no se consideraban dependientes de su autoridad y competencia (incluido el del saber). Posteriormente, y de modo progresivo, fueron la «res publica» y la laicidad las que comenzaron a definir la ciudad y a cimentar la civilización. La Revolución francesa continúa siendo el primer paradigma efectivo de esta situación. La laicidad de la civilización (al menos allí por donde esa revolución pasó material o intelectualmente) es un hecho. Por lo demás, no podemos renegar absolutamente de la Aufklarung, borrar de un plumazo la Modernidad, no conceder derecho y parte a la razón, sin traicionar no sólo a la razón, sino también a la misma fe.

¿Tendrá la fe que lamentarse de la «pérdida» del papel que desempeñó en el Antiguo Régimen, al que tan íntimamente estuvo unida? No existe motivo alguno para pensar tal cosa, aun cuando se pueda seguir admirando todo lo que se llevó a cabo en la Edad Media1• La participación primaria y fundamental de la fe (a no ser que las palabras ya no signifiquen nada) en este mundo es la de «anunciar las cosas de otro mundo» (cf. Jn 18, 36, etc.). Ciertamente, también debe hacer resonar la voz de este mundo: en ocasiones, porque una religión que se ocupe tan sólo de lo de arriba no es ya, como lo atestiguan Santiago y Juan, una religión creíble; otras veces, como instancia humana ética que tiene la misma libertad de expresión que todas las demás; otras, a título de suplencia, siempre que vea y allí donde vea, o crea ver, amenazados los valores humanos. Todo esto ya es, sin duda alguna, un hermoso programa. No debe pretender hacer «más» (o sea, regir la sociedad). Esta «restricción» a los poderes de la fe será realmente benéfica tanto para unos como para otros. La fe vivirá y se desarrollará en adelante, y con toda su creatividad, dentro de una sociedad que encuentra por sí misma (a veces mejor, otras veces peor) lo que necesita para construirse como tal sociedad.

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1. Algunos, por otra parte, lo admiten en tono menor. Así, J. Chelini, L'aube du Moyen Áge. Naissance de la chrétienté (Prefacio de P. Riche; Epílogo de G. Duby), París 1991.

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Sin embargo, para estar preparados no ya sólo sin nostalgia, sino con honradez y satisfacción, para esta situación nueva, la fe y la teología tienen necesidad, también aquí y ahora, de una reflexión que garantice la racionalidad de este (nuevo) proceder y de esta (nueva) presencia. Este es incluso el gran desafío que se puede esperar de un pensamiento que no se limita a decir que la fe debe mostrarse tolerante con la laicidad, sino que la acoge (si también ella renuncia a sus excesos) como lugar justo del hombre, como espacio de valores comunes y como campo de la vida pública. ¿Qué otra cosa quisieron hacer los primeros apologistas cristianos al acudir a la filosofía (aun a riesgo de ser tratados ellos mismos como ateos), sino mostrar que eran ciudadanos honestos y leales? No pretendieron nunca ser poderes definidores de la sociedad, ni tampoco convertirse en responsables o cómplices de fundamentalismos o integrismos de ninguna clase. ¿Se podría concluir entonces que lo que tienen que hacer la fe y la teología es «dejar hacer» sin más? Tal comportamiento no resulta legítimo, porque no permite al creyente en cuanto tal asumir el lugar nuevo que debe ocupar en la ciudad de los hombres. Es necesario ayudarle con una racionalidad que le muestre que de esta manera su fe, lejos de verse eliminada, se encontrará mejor a sí misma.

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2. Los NUEVOS INTENTOS No faltan nuevos y numerosos intentos. Sin pretender declararlos válidos a todos, lo que importa es escuchar su lenguaje, sin duda sorprendente en algunos aspectos para nosotros, que nos hemos acostumbrado a ver casi siempre amenazas en la definición de la sociedad que ofrecen los «otros» y a mostrar una alergia en ocasiones patológica ante ciertas palabras (como, por ejemplo, «laicidad»). Y es que el pasado ciertamente nos ha escarmentado, como también es verdad que cierto laicismo militante nos ha tratado sin ningún respeto en absoluto (a veces quizá en «respuesta» a nuestras intolerancias). Pero la situación, que había comenzado a cambiar desde hace ya algún tiempo (aunque sobre todo en el plano de las actitudes y de los comportamientos), parece que está sufriendo un nuevo cambio, y bastante significativo, en el plano de la reflexión. Con palabras de Gustave Thils, podemos decir que se anuncia una «laicidad renovada» 2• No se trata de ser ingenuos, pero sí de aprender también aquí algo que para nosotros podría ser, en su orden, otro tipo de buena noticia. Según Thils, en los círculos humanistas se va afianzando una corriente que piensa la laicidad en consonancia con la concepción moderna de un 2. G. Thils, La «religion» dans une État démocratique pluraliste: Nouvelle Revue Théologique 113 (1991) 729.

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Estado (p. 729). Pero aún hay más. Por dos veces, durante unos Coloquios, esos círculos han expresado que las nuevas circunstancias demandaban una importante puesta al día de la laicidad. «(Estos laicos) quieren ante todo superar el nivel de la confrontación bipolar 'laicos-católicos'. Rechazan asimismo una actitud únicamente 'negativa', 'reductora' o marginante de cualquier forma de 'religión' ... Estas religiones y (sus) instituciones ¿no forman parte, como las demás, de la vida y la historia de cualquier sociedad civil?» (p. 729s). A este respecto, Alain Touraine 3 se ha mostrado como el mejor y más juicioso protagonista de una laicidad que uniría razón y creencias, y de la mejor respuesta al llamamiento a esta aproximación «de una manera nueva, original y en plena armonía con la 'modernidad'»4 • Nos encontramos, sin lugar a dudas, en presencia de unos acentos nuevos (o en todo caso, mejor formulados). Por lo demás, algunos medios católicos, incluso oficiales, que el propio Thils menciona, no muestran en absoluto un rechazo (con ciertas reservas en cuanto al uso) de toda laicidad. Recojo aquí las conclusiones de Thils, que ciertamente recuerdan las precauciones y límites necesarios, pero muestran el vivo interés por lo

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«nuevo» que está aconteciendo: «El punto luminoso que constituye la empresa actual de 'renovación' de la laicidad constituye ... un progreso real que hay que promover decididamente, aun cuando se sitúe en una trayectoria rica en múltiples variaciones y en giros inéditos, (inclusive) laicistas ... Sin embargo, si junto a ese laicismo típico floreciera también una laicidad que no fuera un 'vacío cultural' 5 , ni una neutralidad insulsa y molesta, ni una fría racionalidad científico-técnica, sino una racionalidad abierta desplegándose ... hasta la búsqueda de sentido, el reencuentro con las instancias religiosas se facilitaría notablemente. En ese momento, sin duda, también la identidad de las religiones debería ser delineada con un plus de fineza y sagacidad»6 • Así pues, se vislumbra o se afianza una concepción de la ciudad como «lugar común» de todos, el lugar adecuado para el ser humano, espacio de valores comunes y ámbito de la vida pública. A fin de cuentas, más allá de las palabras que siempre nos dan miedo (¿por qué?), nos preguntamos si acaso no se podría decir que se quiere formular aquí, por una parte, eso que sin reticencia alguna 5. La expresión ha sido acuñada por M. Cop, en Nouveaux enjeux de la /afeité, Paris 1990, 168. Este volumen recoge las Actas

3. Cf. A. Touraine (Director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en ciencias sociales de París) en Libération (7 enero 1991), bajo el título La laicité aujourd'hui. 4. G. Thils, La «religion» dans une État démocratique pluraliste, 731.

del Coloquio «La Croix-L'Evénement» y las del Coloquio organizado por el Centro Sevres con el Centro Georges Pompidou. En ellos se han expresado personalidades como P. Joxe y, especialmente, R. Barre. 6. G. Thils, La «religion» dans une État démocratique pluraliste, 741-742.

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podemos y debemos designar como humanismo (un término que desde el siglo XVI nos resulta familiar y común, lo mismo a los cristianos que a los no cristianos), que dice que es el hombre el que construye al hombre. Y que es en este «lugar común» donde se reencuentran los hombres en primer lugar. Y que, por lo tanto, en este lugar el problema no es poner al hombre laico y al religioso frente a frente, identificar al laico como el humanista y al creyente como el religioso, sino decir que todos son humanistas (en este sentido, por tanto, «laicos»). Y que solo y siempre a partir de este fondo común, unos prefieren renunciar a título personal al mundo de la fe (cuyo humanismo no niegan), otros desean un diálogo donde aprender mutuamente, otros hacen profesión de fe religiosa (sin abandonar por eso ninguno de los valores de la laicidad). Después de todo, ¿no ha enseñado siempre la Iglesia, incluso reivindicándolo, que ciertamente se nace hombre pero que no se nace cristiano? En el campo político en todo caso, ya que estamos preguntándonos sobre la presencia de la fe en la ciudad (polis), ¿por qué no reconocer al foro público la capacidad (que, por supuesto, todos deben controlar) de decir y enunciar el lugar del hombre? Según el cardenal Pietro Pavan, el Estado moderno, que no se considera competente en materia de creencias religiosas (lo mismo que en otros muchos aspectos), sin que por eso se

muestre escéptico o indiferente ante determinados valores, y si hace que la vida social se ejercite de tal forma que todos los ciudadanos puedan encontrar allí su desarrollo dentro de la igualdad civil, esta forma de Estado, repetimos, constituye uno de los «signos de los tiempos» 7 • Aun cuando la laicidad fuera excesiva e injusta (laicismo), esta reivindicación llega a afirmar que, «a pesar de todo, puede considerarse como la recuperación de un bien propio que ha permitido a la persona humana resistir a todos los poderes que pretenden dominarla» 8 • ¿Qué decir, pues, ante estos intentos nuevos de definición, sino que anuncian un tipo de sociedad que finalmente podría llegar a constituir para unos y para otros el lugar en el que todos y cada uno pueden elegir aquello que quieran ser? Así como nosotros no podemos crear ya una sociedad confesional, tampoco podemos admitir nunca más una sociedad laicista. Pero precisamente estas dos concepciones, la laicista y la confesional, se encuentran ya en camino de resultar cada vez más obsoletas. La nueva laicidad se esfuerza por eliminar ella misma cualquier posición antirreligiosa, del mismo modo que nosotros nos esforzamos por su-

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7. Citado por G. Thils, L'État moderne «non confessional» et le message chrétien, Louvain-la-Neuve 1992, 35. 8. La frase es de Thils, pero resumiendo el pensamiento de Pavan (ibid., 46).

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primir cualquier resto del régimen de cristiandad. Las deficiencias que todavía se dan aquí y allá en la práctica no deben «llegar a perjudicar el progreso que constituye de hecho la no confesionalidad del Estado para el conjunto de la civilización»9; ni deben impedir a la voluntad laica actual, en sus lugares de renovación, «superar el nivel de la confrontación bipolar 'laicos-católicos', rechazar una actitud únicamente 'negativa', reductiva o marginalizadora de toda forma de 'religión', y, al contrario, elaborar y promover una doctrina que haga referencia a un conjunto de 'valores', 'aquellos que fundan la solidaridad y la democracia' y que son 'consustanciales a la deriva laica'» 10 • Personalmente, yo no dudo en afirmar que el hombre tan sólo tiene un único campo público común, el humanista, no regido ya ni por la Iglesia ni tampoco por una «iglesia» laicista; un solo campo público humanista, en el que todos y cada uno tienen la posibilidad de vivir sus convicciones, de proclamarlas y de compartirlas. Como dice Paul Ricoeur: «La redención emprende la vía tortuosa (?) de las magistraturas humanas instituidas por Dios, no ya cuando son clericales, sino cuando sonjustas» 11 •

3. ACLARAR ALGUNAS DENOMINACIONES NUEVAS

9. /bid., 49. 10. G. Thils, La «religion» dans une État démocratique pluraliste, 729-730. El autor resume aquí una de las tendencias de la «nueva laicidad». 11. P. Ricoeur, L'image de Dieu et de l'épopée humaine, en Histoire et vérité, Paris 2 1964, 126.

Si las cosas van por estos caminos, quizás podríamos clarificarnos más en el vocabulario que anima hoy día tantos debates. Circulan, en efecto, algunos conceptos semiteológicos y filosóficos, semipolíticos y sociológicos, que conviene discutir. Se habla de secularidad, de secularización, de recristianización y de nueva evangelización. ¿No será bueno clarificarlos? a) Deberíamos preguntarnos, de una forma serena y racional, si el término (el concepto) de «recristianización» resulta apropiado y deseable. No solo porque el régimen de cristiandad ya prácticamente ha desaparecido -y debe desaparecer- en todas partes, sino porque sin duda es apropiado y deseable que la fe y la teología actúen sólo en los campos que les son verdaderamente propios y, por otra parte, suficientes. Por eso podremos preguntarnos -refiriéndonos al vocabulario existente- si el de «nueva evangelización» no es más adecuado, siempre que este término quiera decir que la fe tiene el derecho y el deber de existir, de ser propuesta al hombre actual como uno de los sentidos de su destino final, de alzar a veces la voz (como cualquier persona tiene derecho a hacerlo) en nombre de sus valores específicos. La re-evangelización de los cristianos (¿acaso no se trata ante todo y en última instancia de re-evangelizar a los cristianos?) es un deber y la posibilidad de pro-

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poner los valores evangélicos es un derecho, siempre que -según la expresión de Péguy- el cristianismo sea de nuevo «plenamente él mismo» y no ya acaparado por los «devotos». b) En cuanto a los otros dos términos, será necesario que la teología se lance a determinar cuál de los dos es el más apropiado para describir la sociedad en relación con la fe. Habría que excluir la opción de «secularidad» en la medida en que el Génesis señala la consistencia de las cosas de este mundo, precisamente de este saeculum, cosas que no tienen necesidad alguna de ser sacralizadas para ser lo que son. El gran Fustel de Coulanges, muchísimo antes que algunos de nuestros ingenuos «descubridores», había advertido con toda propiedad la inmensa diferencia cristiana con respecto a la ciudad antigua 12 • Vivimos ahora de hecho en un mundo secular. ¿Hay que afirmarlo de nuevo (excepto todos los excesos siempre posibles bajo todos los cielos)? En cambio se podría dudar ante el concepto de «secularización». Se puede aprobar su uso si se entiende como no querer reintroducir los sueños y las sacralizaciones, superadas y obsoletas -y que incluso se han convertido en nefastas hoy en día-, del régimen de «cristiandad». La secularización sería entonces el feliz repudio de todo

aquello que fue indebidamente sacralizado. Pero si la secularización quiere decir (como parece en algunos) que la fe y la religión no tienen nada que decir, entonces este término y su concepto están en contradicción con el humanismo del que hemos hablado antes 13 • Y si el concepto de secularización quiere designar además (como hay que señalar en algunas tendencias cristianas más o menos inconscientes de lo que está en juego) que la fe y la religión deben ser reducidas a una función secular, a una pura simbólica de la vida o a una simple ética (lo que yo llamo el fenómeno de la «moralización de la fe»), a un elemento simplemente cultural, ¿no habría que colocarse en una actitud de profunda alerta? La sociedad puede ser (o es; o debe ser) secular; la fe no puede serlo, pues entonces los términos «fe» y «religión» (relación del hombre con Dios) ya no significarían nada. Es aquí donde una vez más la teología tiene que pedir a la filosofía (Hannah Arendt, P. Ricoeur, etc.) toda la clarificación posible, porque nos encontramos con un asunto de lógica. Estructuralmente, una secularización universal

12. Fuste! de Coulanges, La cité antique, libro V, cap. III: «Le christianisme change les conditions du gouvernement».

13. H. Küng, según las perspectivas recogidas por H. Tincq en «Le Monde» (20 diciembre 1991): «Yo no digo que las religiones tienen, por sí mismas, los medios de volver a la paz, o que deban sustituir la acción de los políticos o de los diplomáticos. Lo que digo es que si hombres como Charles de Gaulle, Robert Schumann, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi no hubieran sido personalidades de profundas convicciones morales y religiosas, las naciones que desde siempre se han declarado la guerra en Europa no habrían sabido nunca hacer la paz».

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no es más legítima que un régimen teocrático o de sacralización. «Habría que preguntarse --dice Ricoeur- si el terror no invade la política cuando ésta se hace religiosa, y si la política no está poseída por lo demoníaco cuando se convierte en la instancia suprema del hombre» 14 • Necesitamos una sociedad diferenciada, tal como parece que está naciendo en los deseos tanto de los nuevos laicos como de los nuevos cristianos, y no ya una sociedad monolítica (lo mismo si es confesional como si es laicista).

embargo (pues es conocida la historia a menudo cruel que ha ocultado su energía liberadora), ¿no habría que exigir que los tres monoteísmos se encuentren ente sí, renunciando a la violencia ancestral (de donde nacen los fundamentalismos y las intolerancias), para hacerse interconfesionales y ayudar así a una racionalidad internacional de la paz? Tenemos que estar tanto más atentos cuanto que el tímido despertar religioso al que asistimos entre nosotros, tan feliz en sí mismo, puede degenerar en ciertas nostalgias. Deben reinventarse una nueva simbólica y un nuevo vocabulario de las relaciones entre religión y ciudad si no queremos ver resurgir en cualquier momento guerras «frías» o declaradas. El humanismo que hace de nosotros hombres nos señala aquello que es nuestra patria común. Y que es en este «lugar común», como lo hemos denominado, en el que primordialmente se encuentran los hombres. Y en el que cada uno, por tanto, se hará comprender.

A modo de conclusión, se podrían plantear dos cuestiones en la postura que hemos mantenido. La ciudad en cuya construcción colaboraremos (y que es necesario construir) ¿será una Europa cerrada sobre sí misma, que se desentiende soberanamente del hemisferio sur, o estará abierta a las llamadas que se dirigen a sus privilegios, que no obstante deben ser esencialmente, como todo privilegio, para compartir? La segunda cuestión se refiere a nuestro monoteísmo. ¿El gran papel de las religiones monoteístas no sería -como deseaba el filósofo Michel Serres en su Discurso de recepción en la Academia Francesa- el de convertir en laica a la sociedad y asumir el papel de una fe centrada finalmente en ella misma y en su discurso específico? Sin 14. P. Ricoeur, Lectures I, Autour du politique, París 1991.

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MODO DE CONCLUSIÓN

LOS DESAFÍOS ACTUALES Y LA FE DEL FUTURO

Casi me da miedo decir que nos encontramos en un giro decisivo de la historia, pues esta expresión se ha convertido en algo manoseado y banal 1• Pero hoy existe una diferencia: mientras que antes estos giros se producían inconscientemente, desde hace algunas décadas se han producido de forma consciente. Además, el que hoy se produce nos conmociona y desorienta. El de los años 60 del siglo pasado se vivió con una enorme confianza y un ferviente entusiasmo: el cambio de mentalidad del 68, la ebullición provocada por el Concilio Vaticano II, como final de una etapa y comienzo de l. En un contexto que podría parecernos algo lejano (año 1984), pero marcado por el clima creado por Juan Pablo II al lanzar el programa de la nueva evangelización, se le pidió a Gesché que orientara algunas sesiones de formación permanente del clero en Bélgica sobre «los desafíos de hoy a la fe de mañana». Aunque la situación haya cambiado, los componentes fundamentales de esos desafíos permanecen hoy en el mundo y en las Iglesias de matriz occidental; por lo mismo, la mayor parte de las intuiciones orientativas que él sugiere siguen siendo de palpitante actualidad. Algunas de estas orientaciones, aunque en una perspectiva algo diferente, fueron recogidas y profundizadas por el mismo Gesché en el capítulo tercero de este volumen, razón por la cual se han omitido aquí (Nota del Editor).

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otra, el compromiso de los cristianos en el campo social, en el de la justicia, la distribución de los bienes, el Tercer mundo, la solidaridad social, económica y política con los desfavorecidos. Todo ello dio a la presencia cristiana y de la Iglesia el cariz de un compromiso apasionado y apasionante en la línea de un evangelio vivido y de una intensa movilización en favor de las luchas fraternales al lado de todos los hombres. En cambio, el giro actual no solamente nos sorprende por lo imprevisto, sino que también nos pilla a contracorriente. De ahí nuestro desconcierto y malestar. Asistimos, en efecto, a un avance del neoliberalismo en todos los órdenes: social, político, económico y filosófico. Comprobamos también un clima de sospecha respecto a las solidaridades, a un repliegue individual, a la renuncia a ciertos compromisos sociales y finalmente (y sobre todo) a una sensación de cansancio, casi de nerviosismo con relación a las posturas cristianas ante los problemas del mundo, posturas asumidas con tanto afecto en las últimas décadas. De ahí el desconcierto. El desconcierto es una «sorpresa» en todos los sentidos de la palabra: algo que «sobre-viene», que trastorna porque no se está preparado, que desorienta porque es en lo último que habríamos podido pensar. ¿No habíamos tomado finalmente el tren adecuado, tren que además era al mismo tiempo el tren del evangelio y el tren del

mundo? El desconcierto procede de que parece un desmentido a las prácticas y a las teorías que parecían haber sido unas conquistas definitivas y evidentes de la fe, tanto en la perspectiva de la fidelidad al evangelio como en la de las aspiraciones del mundo. Antes fuimos sorprendidos en nuestra mala fe; ahora, por el contrario, lo somos en nuestra buena fe. ¿Cómo reaccionar a todo esto? Yo diría, con una simple palabra-clave, que «con sangre fría», que quiere decir casi lo mismo que con fe. Antes supimos abordar con sangre fría los fenómenos y cambios «de izquierda», que contaban con todo para chocar con nuestros hábitos y mentalidades: cambio ético de los jóvenes, combate por la justicia social y política, secularización en tantos campos en que nuestra actividad era predominante. Nos comprometimos muy intensamente y, en todo caso, procuramos discernir lo que en todo ello había de válido y positivo. Y desde ahí intentamos ofrecer nuestra respuesta. Esta misma es la reacción que hay que tener hoy: no condenar, no reprobar, no rechazar la escucha de lo que pasa hoy, sino ver lo que puede tener de positivo, lo que esta nueva circunstancia puede enseñarnos a revisar y corregir, a qué nos pueden llevar las nuevas tendencias. Actuar de otra forma sería ilógico. En principio no hay ninguna razón, si queremos mantenernos fieles a la fe y a la escucha del mundo, para adoptar

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un comportamiento diferente del de hace algunas décadas y adoptar una postura de repliegue o de búsqueda obstinada de una neo-ortodoxia. Estamos, pues, invitados, por el mundo y por el Espíritu de Dios, a no fallar en esta hora, la nuestra, la de hoy. Está claro que no vamos a tener que adorar y bautizar todo lo que sucede, pero tampoco habrá que condenarlo ni rechazarlo sin más. A mi juicio, ha sonado una hora decisiva. Hay que asumirla para poner a punto los valores que hemos descubierto hace tan poco tiempo y, a la vez, para abordar los nuevos que nos permitirán formar y formular nuestro proyecto cristiano cada vez mejor. Mi pretensión aquí es tratar de entender teológicamente lo que pasa, lo que está en juego dentro y fuera de nosotros, ayudar a reaccionar con esa sangre fría que nos permita, sin perder lo valioso ya adquirido, acoger los apremiantes llamamientos que acaso no hayamos escuchado suficientemente en los últimos tiempos.

ciertos movimientos tan distintos de los que hemos conocido anteriormente. De ahí el desconcierto y la impresión de desinfle y de vacío. Existen mil definiciones posibles de ideología. Aquí nos basta con ésta: un sistema de medios, teóricos y prácticos, en orden a un fin. ¿Qué es lo que ha pasado? l. Lo primero, el hecho mismo del desmoronamiento de todas las ideologías. Las dictaduras «de derechas» se han derrumbado o son atacadas en todas partes. Y la misma suerte corren las ideologías «de izquierda». Los «nuevos filósofos», tanto en Francia como en Italia, son antiguos maoístas. Es un fenómeno general, aunque ciertamente no exento de ambigüedad.

Este es el fenómeno fundamental y sin duda irreversible de nuestra sociedad. En primer lugar, porque es universal, afecta tanto a «las derechas» como a «las izquierdas»; en segundo lugar, porque el fin de las ideologías explica la aparición de

2. Pero visto más en profundidad, ¿de qué se trata? De la deriva de toda ideología. Su vicio profundo, en efecto, es la inversión entre los fines y los medios. Lo que constituye un medio, que puede ser legítimo (tal lucha, tal conducta, tal postura filosófica, etc.) y en vistas a un fin legítimo (justicia, libertad, etc.), se convierte en elfin. Se trata, en el fondo, del establecimiento de una nueva dogmática. El fin que se pretendía (por ejemplo, la justicia, en «la izquierda»; la libertad, en la «derecha») ya no es el fin que se persigue. Lo que ahora se persigue son los medios (convertidos en fines): ya no se lucha por la justicia, sino por las tesis del marxismo; no se lucha por la libertad,

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1.

ENTENDER TEOLÓGICAMENTE LO QUE SUCEDE

a) Ruptura o fin de las ideologías

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sino por el librecambismo. En la ideología lo que importa es el triunfo de la doctrina y de los medios. Se produce así una terrible perversión, pues se llega a olvidar el porqué de esta movilización, y todo el empeño se coloca, en realidad, en la conquista o conservación de los medios2 • Empleo a sabiendas el término «perversión», ya que los medios son siempre revisables. Cuando se los convierte en dogmas, se olvidan los fines a los que se debería servir. Esta inversión no es, me parece, un accidente de la ideología. Está en su propia entraña.

a) Las ideologías, como su nombre indica, son comportamientos cercanos a la idolatría. Y nos situamos ya en el discernimiento teológico. ¿Qué es un ídolo? Es un medio, un soporte imaginario que sustituye a la divinidad, y cuya única función era representarla. Esto es lo que ocurre en la ideología en la que el sistema teórico o práctico que organiza los medios se convierte en el fin. Se va a defender la ideología (marxista o liberal) olvidando que la finalidad es el hombre y no el sistema. Recordemos aquel episodio evangélico en el que los apóstoles se quejan ante Jesús de que hay algunos extraños «a la ideología» que imponen las manos sobre los enfermos. Jesús les responde que no importa, con tal de que las personas sean curadas. La ideología es una verdad dogmatizada, estandarizada, un «pensamiento-pancarta»3, o sea, precisamente cualquier cosa menos un pensamiento. Contra esta forma moderna de idolatría, de fabricación de falsos dioses, se dirige nuestra lucha como creyentes. b) Toda ideología supone, junto a un proyecto práctico, un fuerte componente teórico, doctrinal. Comporta una preocupación por el conocimiento, cosa que es perfectamente legítima. Pero

3. ¿Tenemos que lamentar el hundimiento de las ideologías o alegrarnos de él? No cabe duda alguna: hay que alegrarse. No lo haríamos si se tratara de renunciar a los fines positivos, a esos fines que algunas ideologías pretendían alcanzar. Pero es bueno que desaparezca esta manera de alcanzarlos. Tenemos que saludar esa ruptura como una gracia. Y no deberíamos ser simplemente testigos de la ruptura, sino agentes de ella. Pues nada es tan destructivo como esta inversión, tanto para el individuo como para la sociedad, tanto para el que la practica como para aquellos a quienes iba destinada. Hay que resaltar dos puntos. 2. La justicia, la libertad, etc., son fines, y fines verdaderos (aun cuando se ordenen a un fin superior). No son medios. Los medios, en las ideologías, se convierten en fines. Es aquí donde yo veo una perversión. A propósito de esto M. Duverger habla de la «tendencia natural de las organizaciones a la introversión» (en «Le Monde», 24 junio 1983).

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3. La expres1on la acuñó Ch. Descamps en «Le Monde» (18 agosto 1983), dentro del debate organizado por este periódico francés en el verano de 1983 sobre los intelectuales de izquierdas.

El conjunto de estos artículos resulta muy interesante y esclarecedor sobre algunos de los cambios intelectuales que se han producido dentro de la izquierda.

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corre un grave peligro, que nuestra historia cristiana conoce muy bien: el de la gnosis. ¿Cuál es el error de la gnosis? La gnosis consiste en creer que la salvación reside en el simple conocer. La ideología es, sin duda, la forma moderna de la gnosis, en la que de nuevo un medio (el conocimiento) se convierte en fin. A este respecto, si es verdad que la fe alimenta una acción, la gnosis (ideología), por el contrario, la mina. Lo hemos visto en la historia del cristianismo. Además, la gnosis hace imposible la adaptación a las nuevas exigencias. La letra prevalece sobre el espíritu. Las ideologías, en el fondo, no son sino religiones seculares, secularizadas. Toman de las religiones un carácter a veces fanático y crispado. De hecho, es bien sabido que los movimientos gnósticos desembocaron en callejones sin salida en el campo de la acción y de la historia. Es una aventura que hay que evitar.

del compromiso social, una «desmovilización». Nivel existencial: búsqueda del bienestar y especialmente de un bienestar o una felicidad de carácter privado (un marcado «individualismo»). Nivel intelectual: los nuevos intelectuales son personas de izquierda que andan buscando algún tipo de trascendencia. Nivel político: la nueva derecha en Francia o en Italia (que no es extrema derecha). Nivel económico: el neoconservadurismo o neoliberalismo, o los neorreformistas. Nivel científico y filosófico: neodarwinismo que defiende cierto elitismo sociocultural4 •

b) Crecimiento de los neo liberalismos

Esta caída de las ideologías ha venido acompañada de un crecimiento del liberalismo o del neoliberalismo (sin que se pueda precisar dónde se halla la causa y dónde el efecto). Dicho crecimiento se manifiesta a diferentes niveles. Nivel concreto: «el repliegue sobre uno mismo», el debilitamiento de cierta solidaridad, una relajación

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4. Cf., especialmente, G. Sorman, La révolution conservatrice américaine, Paris 1983 (versión cast.: La revolución conservadora americana, Barcelona 1985); P. Tsonga, The Roadfrom Here. Liberalisme and Realities in the 1980s, New York 1982; L. Dumont, Essais sur l'individualisme, Paris 1983 (versión cast.: Ensayos sobre el individualismo, Madrid 1987); G. Lipovetsky, L'ére du vide, Paris 1983 (versión cast.: La era del vacío, Barcelona ll2Ql2). Mención especial merece la obra del principal representante del liberalismo: F. A. Hayek, Droit, législation et liberté, 3 vols., Paris 1980-1983 (versión cast.: Derecho, legislación y libertad, Madrid 1982). El análisis más serio desde el punto de vista cristiano es el artículo de P. Valadier, Lajustice socia/e, un mirage?: Etudes (enero 1983) 6782. El autor reconoce el valor de este pensamiento, en particular contra el optimismo de la Ilustración en materia de organización social. Pero muestra bien claramente la debilidad filosófica y los a priori sociales. En particular recuerda que el hombre es un ser moral, que busca un orden de justicia. La así llamada espontaneidad de un orden estrictamente «liberal» entraña una injusticia que el hombre, un ser moral y no puramente «natural», no puede tolerar y, por tanto, debe combatirlo. Cf. también M. F. Toinet, La droite américaine: Eludes 353 (1980) 447-465; La Revue nouvelle, núm. especial (marzo 1984). El padre del neodarwinismo es E. O. Wilson, L'humain nature. Essai de sociobiologie, Paris 1979. Una crítica cristiana de esta falsa alianza entre ciencia y proyecto de sociedad se encuentra en P. Valadier, Un nouveau totémisme: La sociobiologie: Etudes 353 (1980) 231-240.

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Este «crecimiento liberal» tiene muchas explicaciones. A. Hirschman5 invoca una ley de la alternancia y una teoría de la decepción: los años de consumo (1950-1970) provocaron en 1968 una reacción de compromiso político y social. Todo el mundo estaba cansado del consumo. Después, el compromiso político y social provoca a su vez una reacción y deja paso hoy a un nuevo desencanto, que se traduce en desmovilización y búsquedas más individuales. Poco nos importan, de momento, los hechos e incluso su explicación. Lo que nos interesa aquí es comprender lo que se manifiesta en todo ello y la razón profunda de la seducción que estos retornos provocan. a) Un sentimiento negativo, de amargura, ante los resultados mínimos, o incluso a veces totalmente contradictorios, de las luchas que se habían entablado. También la decepción ante las expectativas frustradas. Desenganche a veces ante movilizaciones excesivas. b) Como revancha, lo que seduce es la restauración de la responsabilidad (hoy vuelve a hablarse de la independencia personal); el nacionalismo (valor que se acentúa y moviliza de nuevo); el carácter religioso (en muchos de estos movimientos se percibe un crecimiento de la religión, cristiana o pagana); la noción de sacrificio (no se nos da todo; la seguridad no está garantizada ne-

cesariamente por las disposiciones legales de la sociedad); el deseo y la necesidad de innovar (el placer de hacer algo novedoso sin estar constreñido constantemente por los réditos de una sociedad totalmente estructurada); la importancia de la familia; finalmente, y acaso fundamentalmente, una intensa necesidad de placer o de felicidad, especialmente entre los jóvenes ... De este análisis pueden sacarse algunas lecciones, bien para corregir nuestros errores del pasado, o bien para vislumbrar actitudes y comportamientos futuros.

5. A. Hirschman, Bonheur privé, action publique, París 1983.

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ENTENDER TEOLÓGICAMENTE NUESTROS ERRORES

a) « Militantismo»

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El término «militantismo» connota cierto fanatismo y cierta sacralización de la acción. No olvidemos que nosotros, los cristianos, conservamos, a pesar de nuestros nuevos recorridos, algunos reflejos típicos. Hemos eliminado esos reflejos en algunos campos, pero reaparecen en otros. Igual que la ideología puede ser el retorno de un dogmatismo, también la militancia puede serlo de un determinado espíritu misionero. No se trata de condenar ni la misión ni la militancia, es decir, el compromiso. Pero hay actualmente o ha habido torpezas por nuestra parte (y es contra esto contra lo que los más jóvenes se re123

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belan, consciente o inconscientemente, y es obligado escucharlos). ¿Acaso no hemos sido a veces más militantes que creyentes? No habrá que oponerse a la militancia, pero en el «militantismo» existe una tentación secreta a la que hay que estar atentos y que es el riesgo de huir de la fe. Me explico: Tenemos la tentación o la tendencia de buscar en el militantismo la tranquilidad, multiplicando los adeptos a nuestro alrededor, tal vez para dispensarnos de ser simplemente creyentes. De este modo se puede escamotear la propia fe, ya sea no creciendo en ella, ya sea dejando totalmente de creer. Corremos el peligro de sustituir la fe por el proselitismo. Hay que estar muy atentos a este riesgo. Nosotros hemos de ser los primeros creyentes de la fe que queremos transmitir. No hay quematar en nosotros, pues, esa fuerza dinámica que es la fe. En una palabra: no podemos salvar si no somos salvados. Si no vivimos personalmente la fe de la que hablamos, no sólo ya no viviremos, no sólo dejaremos de ser felices, sino que no podremos convencer a nadie. Si es verdad que la fe sin obras es una fe muerta (nos hace falta, pues, comprometernos), hemos de decir también que las obras sin la fe son estériles, secas y muertas (cierto militantismo endurecido). San Pablo lo dijo con claridad: «Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Cor 13, 3).

Lo que hago quizás es necesario, y debe ser hecho, pero ¿qué es y de qué sirve si no va acompañado por el amor (la fe, la felicidad)? Dicho de otra manera: la bienaventuranza que se proclama para los que luchan por la justicia no debe hacer olvidar el «bienaventurados los mansos, bienaventurados los pacíficos». Es verdad que antes habíamos olvidado la primera, pero hoy podemos estar olvidando la segunda y, por lo tanto, destruyéndonos a nosotros mismos y a los otros. Esto es lo que hoy debemos recordar. Si en «la derecha» se forman doctrinarios y en «la izquierda» militantes, se corre el riesgo de no formar ya creyentes y personas. No digo que no haya que comprometerse, sino que hay una deriva posible y, por tanto, una dimensión que no hay que olvidar y frente a la cual hemos de estar vigilantes.

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b) Sacralización

Este otro viejo reflejo cristiano aparece nuevamente reactualizado y transformado. Creíamos, siguiendo a Karl Barth y a Dietrich Bonhoeffer, que habíamos llevado a cabo la desacralización, mejor o peor, de algunos campos donde se daba un exceso de sacramentalismo o de religiosidad. Pero la sacralización que habíamos eliminado por un lado retorna por otro. Nuestro antiguo reflejo nos hace sacralizar ahora la lucha, el combate, los conflictos, la justicia. 125

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Y habrá que seguir combatiendo en estos frentes, pero sin caer en ese reflejo. En efecto, ¿qué quiere decir «sacralizar»? Sobre esto, al igual que sobre la ideología, hemos de realizar un discernimiento teológico. Sacralizar es convertir una cosa que es relativa (aunque esté mandada) en algo absoluto. Es divinizar. Es entregarse enteramente a las cosas más que a las personas, a las causas más que a los hombres. Pero hay que desconfiar: la palabra «causa» tiene la misma raíz que «cosa» (causa). Y entregarse a las «causas» no es todavía entregarse a los hombres. Por muy hermosas o sublimes que sean, uno no se entrega ni a una cosa ni a una causa. Se entrega a seres humanos, a personas. Sacralizar, pues, no es todavía amar. Amar es precisamente no sacralizar. El personaje de «Don Juan» sacraliza a todas las mujeres, pero no ama a ninguna. Lo único que hace es elaborar catálogos. El hombre puede divinizar cosas, como el dinero, el sexo, el poder. Pero puede divinizar también las causas buenas: justicia, libertad, generosidad. Divinizar una cosa buena es tan equivocado como divinizar una mala. El mal no está en el objeto, sino en la manera que puede pervertir, si no el objeto, sí a la persona. Hay sacralización cuando en lugar de comprender según nuestra fe --es decir, en lugar de aprender de Dios- qué es la justicia o la libertad, pretendemos aprenderlo por y desde nosotros

mismos. Entonces esa realidad se convierte en ídolo. Por eso tendremos que luchar una vez más contra los ídolos, en este caso contra la sacralización, porque solo Dios es Dios. Esto significa que siempre hay que anteponer un bemol a cualquier valor absolutizado, que en ese caso se pervierte; incluso aunque sea el mejor, como por ejemplo la justicia (para «las izquierdas»). Porque es necesario también que la justicia sea justa. No toda justicia es justa, pues puede convertirse en <~us­ ticiera». De manera similar (en el campo de «las derechas»), no toda libertad es liberadora. También aquí, como en el militantismo, la sacralización destruye y mata. Destruye y mata tanto al que lo practica como a los otros.

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c) Moralización

El resentimiento y la rabia que a veces ponemos en nuestras luchas constituyen también algunas de las razones por las que existe desafección y malestar, pero tenemos que escucharlas también, porque tal vez respondan a necesidades que habían sido sofocadas y que pueden resultar muy iluminadoras. Llama la atención la facilidad con que moralizamos los debates. También esto forma parte de nuestros reflejos «cristianos». Y también aquí se trata de un comportamiento que habíamos evitado en algunos terrenos, pero que se nos cuela en

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otros, como aquellos demonios expulsados que vuelven en mayor número (c( Mt 12, 43-45) ... Se anuncia, por ejemplo, una medida económica. Inmediatamente se dictamina que va a favorecer a los ricos. Es posible. Pero no es ese el problema. El problema consiste en saber si entraña en sí misma una injusticia para con los pobres. Moralizando el problema no es como se responde a él verdaderamente; lo que se hace es expresar el resentimiento que provoca. Otro ejemplo: se habla de la detención de un criminal. «Menos mal. Eso es lo esencial: se tiene al culpable, se le va a juzgar». ¡Ni una palabra para las víctimas! Se ha moralizado, nos hemos convertido en justicieros. «¡Eso es lo esencial!». Es casi el triunfo. Pero en el evangelio del buen samaritano, lo primero que éste hace no es llamar a la policía, sino socorrer a la víctima. Sí, es verdad que el ejercicio inmediato de la caridad no debe hacer olvidar las exigencias sociales y las de la justicia, pero ¿no hay una manera y un estilo cristiano de hacerlo? Cristo se preocupa primero de la víctima; no se sitúa en primer lugar como justiciero y denunciador (acaso el sacerdote y el levita hayan corrido a avisar a la policía en lugar de ocuparse del herido). Nosotros tendemos a buscar al culpable, y sin damos cuenta nos convertimos en jueces justicieros. Podemos caer, como los héroes del teatro o de las novelas, en aquello de: «Te perdono, con tal de que mueras». Se quiere perdonar, pero a con-

dición de que se haga justicia, a condición de que se llegue al máximo rigor. Cierto modo de pedir justicia procede del resentimiento y el rencor. Hay, pues, que estar muy atentos al resentimiento, porque sigue siendo un sentimiento que mina y destruye, y en última instancia mata todo gozo y toda vida. No se perdona que otros tengan lo que en el fondo nosotros anhelamos. ¿Nos guían verdaderamente la justicia y el amor? El resentimiento ¿no es culpar a los otros por aquello que querríamos para nosotros mismos, pero que no nos atrevemos o no podemos tener? No digo que no haya que tomar parte en las luchas, pero hay que estar muy atentos para que no queden minadas y abismadas por la rabia y el odio («si no tengo caridad ... »). Según elevangelio, Dios envía la lluvia tanto a malos como a buenos. ¡Cuánto desearíamos que Dios no la enviara sobre los malos, es decir, sobre los otros! En la parábola del hijo pródigo, ¡con cuánta facilidad nos identificamos con el hijo mayor! ¿No corremos el riesgo de salir del templo, donde se encontraban tanto el fariseo como el publicano, dando gracias al Señor por haber condenado tan justamente al fariseo, con el que, por supuesto, nunca nos identificamos? ¿No somos tantas veces como los obreros de la primera hora, indignados y furiosos porque los de la última son tratados igual o mejor que nosotros? ¿No somos a veces como esos justos a los que Jesús condena porque

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ya han recibido su recompensa? «Una exigencia de justicia habita en el hombre, y 'la parábola de los trabajadores de la hora undécima' precisamente la cuestiona ... Simpatizamos con la benevolencia de Jesús para con la mujer adúltera; nos ponemos evidentemente de su lado. Pero recibimos con una acentuada antipatía el mandamiento de perdonar el mal; choca demasiado con el deseo de que se haga justicia»6• Es verdad que perdonar no significa que no haya que protestar, que no haya que emprender alguna acción para cambiar el rumbo de las cosas, que todo esté bien tal como está, que «se olvide» todo. Pero perdonar significa que no hay que vengarse, que no hay que asumir las luchas con el odio en el corazón. Hay que tener «sed de justicia», pero no la «rabia de la justicia», que no es lo mismo. Tener sed es estar «alterado» y procurar justamente estar «des-alterado». En la sed hay una búsqueda de felicidad; en el resentimiento y en la rabia no hay tal. Esto es, creo yo, lo que ha acentuado nuestro cansancio de las ideologías y en algunos de nuestros comportamientos. Jesús no se deja llevar por la rabia. En aquella ocasión en que estaba comiendo en casa de Simón el Fariseo, en lugar de lanzarle públicamente una invectiva mordaz, se dirigió a él con dulzura: «Simón, tengo algo que decirte», y lo reprendió en

privado. ¿No es verdad que en nuestras reclamaciones, en nuestras «cartas abiertas», en nuestros «manifiestos», en nuestras manifestaciones (siempre necesarias) abunda una cantidad superflua de golpes de tambor que sabemos perfectamente que no responden al tono del Reino? A sabiendas de que una acción más silenciosa («Simón, tengo algo que decirte») sería más eficaz, más evangélica y menos moralizante. Nietzsche ha clarificado suficientemente el mecanismo del resentimiento para que podamos ponernos en guardia. d) Culpabilización o dolorismo

En nuestras luchas hemos de tener mucho cuidado con la culpabilización a ultranza, pues también así podemos malgastar nuestras energías y minar las fuentes vivas de nuestro dinamismo. La culpabilización es esa desenfrenada atribución de la culpa que se complace en declararnos culpables más allá de toda medida7• No se trata, como hemos dicho, de abandonar totalmente las luchas en favor de la justicia, sino de preguntarnos sobre el modo en que las realizamos. Generalmente las llevamos a cabo en «cristiano», es decir, con una dosis de culpabilidad, de autoculpabilización sin medida, además, en los movimientos laicales, y que es enormemente destructiva.

l 6. A. Vergote, Religion,foi, incroyance, Bruselas 1983, 70-71.

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7. Cf. A. Gesché, Péché origine/ et culpabilité chrétienne: La Foi et le Temps 10 (1980) 568-586.

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Hay que denunciar con valentía que en esta autoflagelación, que no es evangélica, se camufla un rechazo de la felicidad que resulta suicida. El dolorismo, del cual podríamos pensar que ya nos habíamos liberado, inconscientemente se nos cuela aquí de nuevo bajo esta forma. Sabemos lo que pudo representar la devoción al Sagrado Corazón tal como se desarrolló en el siglo XIX, como estructura de culpabilización con su afán de reparación por los pecados cometidos8 • Un formidable dolorismo sacudió la cristiandad francesa en 1848 y en 1870. Hemos rechazado los aspectos nocivos de esta devoción, pero me pregunto en qué medida ese mismo espíritu de inmolación, con toda su carga destructora, donde se busca encarnizadamente las faltas, donde se procura a toda costa reparar, no se nos sigue metiendo hoy subrepticiamente. Rechazamos el rito social del chivo expiatorio, y está muy bien, pero es mucho peor que nos empeñemos constantemente en serlo nosotros mismos. Nos negamos constantemente el derecho a gozar de una conciencia que tiene el derecho de ser a menudo una buena conciencia, reconocida y recompensada por el Señor. El evangelio está lleno de recompensas («bienaventurado, dichoso, siervo bueno y fiel, tu recompensa será grande»). 8. Sobre los peligros del espíritu de inmolación, cf. M. Bellet, Sur un malheur possible du «don total»: Etudes 353 (1980) 81-96.

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No es obligatorio pensar que no tenemos derecho a nada. Eso sería terriblemente duro e inhumano. Nosotros no somos los culpables de todo, en todo momento y en todas partes9 • Existe ya una expresión filosófica de todo este fenómeno. Levinas ha mostrado espléndidamente que la metafísica, con su pretensión de saber absoluto, puede convertirse en opresora si se concreta políticamente 10 • Los grandes sistemas hegelianos han ocasionado, aunque haya sido a su pesar, el nazismo 11 • El pensamiento del ser puede ser totalitario. Pero me parece que también la ética puede desembocar, a su pesar, en ese papel opresor. En esa «mirada del otro» de la que habla Levinas, en esa mirada que al fijarse en mí me juzga y me condena, hay algo peligroso. Me parece que aquí Levinas exagera bastante, y hay que protestárselo. No, yo no soy culpable de todo. No me gusta la frase de Dostoievski: «Cada uno de nosotros es culpable de todo, para con todos, y yo en particular». Hay que decirle: «No». Y hay que decir también «No» cuando san Agustín grita: «¿Cuándo y dónde he sido yo inocente?». Sí, tengo conciencia de haber sido muchas veces inocente. Y tengo derecho a proclamarlo. Yo no envié a nadie a Auschwitz. 9. Dos películas, Los años de plomo (1981), de Margarethe von Trotta, y Morir a los treinta años (1982), de Romain Goupil, ilustran bien esta espiral torturadora de una culpabilización sin fin. 10. E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 22012. 11. Cf. A. Glucksmann, Les maítres-penseurs, Paris 1977.

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No es necesario que caigamos ahora de nuevo en el error que ya condenamos al final de la guerra, cuando con razón rechazamos la noción, más que dudosa, de «responsabilidad colectiva». El profeta Ezequiel libró ya a Israel de esa idea de una culpabilidad que recayera indefinidamente sobre las generaciones (los hijos que sufren la dentera de los agraces comidos por sus padres). Es verdad que existen estructuras del mal que permanecen más allá de sus creadores, y hay que hacer algo a ese respecto. También es verdad que hay una solidaridad humana, de la que no podemos desentendernos aunque seamos inocentes. Pero todo esto se deba hacer más «asépticamente», como «en ayunas», calculando qué es lo que podemos hacer y qué no, y no pensar en ello de manera abstracta, absoluta, infinita, como si nunca se hubiera hecho lo suficiente en este o aquel campo 12 • Sartre enseñó que éramos infinitamente responsables. En su caso puede ser, puesto que para él Dios no existe. Pero ¿y para nosotros? ¿No está ahí el Cordero de Dios para cargar una parte de nuestro peso? Y no precisamente para dejarnos solos. No hay que negar las justas demandas por nuestras responsabilidades, pero tampoco hay que desarrollar una hiperculpabilización destructora. La culpabilización exacerbada hunde el combate

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en el abismo y destruye al hombre que lo emprende. De ahí esas necesidades apremiantes de f elicidad y de placer, palabras que están casi ausentes de todos nuestros comportamientos. Tenemos el derecho y el deber de ser felices. La palabra «bienaventurado» está bien presente en el evangelio de las Bienaventuranzas, lo mismo que en el saludo de Isabel a María o en las palabras que Jesús dirige a Simón Pedro. No está prohibido ser feliz. Tomás de Aquino dice que la bienaventuranza o la felicidad es el fin último del hombre y que toda acción se orienta hacia ella. Sin horizonte de felicidad renunciamos a vivir. e) Racionalismo

12. Cf., en especial, J. Delumeau, Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident, París 1983; P. Bruckner, Le sanglot de l'homme blanc, Paris 1983 (libro ambiguo, pero digno de ser leído)

Pienso aquí en nuestra tradición católica, que se ha opuesto con toda razón -esto hay que subrayarlo sin reserva- al fideísmo y al fundamentalismo. Es preciso instaurar y salvaguardar los derechos de la razón. La fe, en efecto, no tiene que convertirse en estupidez, en aberración, en locura. Sí, locura de la cruz, es decir, locura de comportamiento, pero no necedad o locura intelectual, mental. Es el deber de la razón contra el fideísmo, y por tanto el derecho a un cierto racionalismo contra la magia. Pero, hay que repetirlo, es necesario tener cuidado con ello: ese reflejo racional no está exento de peligro, especialmente en lo que se refiere al juicio práctico.

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Desde hace ya algunas décadas nos hemos hecho muy exigentes en materia de pastoral sacramental. Con razón. No hay que profanar gestos que deben ser verdaderos y sinceros. Los sacramentos no deben usarse para solemnizar una fiesta profana, ni tampoco ser pedidos por pura costumbre sociológica. El acceso a los sacramentos supone un camino de fe. Pero ¿no hemos tenido la tendencia a identificar fe y transparencia racional? Me refiero a esa preocupación por querer siempre comprenderlo todo, de que todo lo que se hace sea fruto, de principio a fin, de un proceso de esmerada reflexión. Esto nos lleva a veces a un cierto -perdón por la expresión- «terrorismo pastoral», que puede llegar a vaciar el fondo necesario e indispensable para todos de símbolos no racionalizados, no examinados o justificados. En el plano teórico, hay cierto tipo de hermenéutica (la búsqueda de sentido) que ofrece la misma estructura que el racionalismo: todo tiene que ser absolutamente comprensible, racional. Pero pretender que todo tenga un sentido explícito y plenamente controlado es olvidar que una parte, y una parte necesaria, de sombra y oscuridad acompaña el devenir humano. Emst Bloch, pensador marxista nada sospechoso, ha advertido que, aunque es verdad que hay hombres que tienen todo el derecho a proclamar que no existe vida después de la muerte, no pueden hacerlo, no pueden sustentar esta idea más que gracias a que 136

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están inmersos en una memoria colectiva occidental y cristiana que cree en el más allá. Esta memoria colectiva, aunque no siempre perfectamente racionalizada, actúa de contrapunto «irracional» para salvar al hombre del suicidio al que abocaría la pérdida absoluta de esperanza. No hago de ello un argumento apologético. Pero hay que estar atentos a no ser más papistas que el papa exigiendo siempre el máximo rigor. El agua destilada es, sin duda, pura, ¡pero no hay quien la beba! Barth y Bonhoeffer no siempre tienen razón cuando establecen una separación absoluta entre fe y religión. Hemos acusado a los misioneros por haber eliminado las prácticas y la cultura de los pueblos evangelizados. ¿No estamos a punto de hacer nosotros lo mismo con relación al cristianismo popular? Es una cuestión pastoral, pero hay que plantearla. Aunque es verdad que debemos ser «idoloclastas», sin embargo no por eso hemos de ser «iconoclastas». Tenemos que luchar contra los ídolos -se trata de un compromiso ineludible del creyente-, pero no contra las imágenes, ni contra todos los símbolos, ni contra todos los ritos. Y menos de cualquier manera. Tenemos necesidad de símbolos. Existe una «desmitologización» y una «desritualizacióm> a ultranza. Ha llegado el tiempo de moderar un poco nuestro «racionalismo», preguntándonos de nuevo sobre sus consecuencias antropológicas. Los jóvenes son a este respecto muy sensibles. 137

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f) Uso de las ciencias humanas

Al igual que en los casos anteriores, no pretendo convertir esto en un proceso, sino analizar lo que está en juego. Nuestra preocupación es restituir las condiciones humanas para que nuestras luchas sean válidas, o mejor, para que esas luchas, que en sí son válidas, sean «tolerables». Dios sabe lo bienvenidas y útiles que son las ciencias humanas en sí mismas (psicología, sociología, historia, lingüística, antropología social y cultural, etc.), y particularmente en teología. Siempre, claro está, que sean tomadas por lo que ellas mismas son. O sea, como instrumentos maravillosos de análisis y de descripción de los comportamientos humanos, y no como disciplinas normativas. Me explico. La sociología y la psicología juegan un extraordinario papel en los análisis actuales en el campo de lo religioso. Ponen de relieve los condicionamientos o, mejor, algunos condicionamientos sociales y psicológicos de nuestras conductas. Estos análisis, si están bien realizados, son dignos de consideración. «Desdogmatizan», relativizan, en el buen sentido de la palabra. Permiten purificar algunos comportamientos mostrando lo que pueden tener de inadecuados o contrarios a la fe. Es evidente, en efecto, que todos los comportamientos humanos, incluidos los religiosos, se hallan influidos, al menos parcialmente, por esos condicionamientos sociales y psicológicos. 138

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En resumen, las ciencias humanas ponen al descubierto una cierta ingenuidad. Pero no hay que caer en otra ingenuidad: la de creer que son normativas, como si fueran ellas las que deberían marcar el rumbo de nuestras acciones. Eso sería caer en una nueva dogmática. Se trata de nuevo del mismo fenómeno: se elimina algo, pero la estructura se mantiene y se manifiesta de otra forma o en otro ámbito. Todos tendemos a exagerar el peso y la importancia de las ciencias humanas. Ellas analizan, desmontan mecanismos, explican parcialmente procesos, pero no ofrecen una explicación total. La que ofrecen es siempre reductora. Esto lo han mostrado perfectamente Peter Berger para la sociología, Antoine Vergote para la psicología y Edward E. Evans-Pritchard para la antropología13: las ciencias humanas ponen en situación, pero no proporcionan la explicación del fenómeno en cuestión, y menos todavía la explicación exhaustiva. La sociología y la psicología pueden poner al día los condicionamientos de la vocación mística, de la práctica religiosa, de la creencia en el más allá, de la fe en Dios, y determinar así todo tipo de constantes y variables sociológicas, psicológicas y 13. P. Berger, La religion dans la conscience moderne, Paris 1971; A. Vergote, Lafonction opérative du nom Dieu: Theolinguistics 8 (1981) 79-97; E. E. Evans-Pritchard, Les anthropologuesface a/'histoire et ala religion, París 1974. Cf. también A. Vergote, Religion, foi, incroyance, Bruxelles 1983.

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de otras clases en ellas. Pero hay que saber que estas «explicaciones» no agotan el tema, no son suficientes y, por tanto, no juegan un papel tan preponderante como el que les atribuimos. En otras palabras: las «explicaciones» sociales y psicológicas de un fenómeno religioso no merman, en principio al menos, su valor positivo autónomo, su valor en sí mismo. Los autores citados lo muestran con claridad. Puede ocurrir que la afirmación de Dios esté en parte o a veces condicionada por el miedo («timor fecit deos», decían ya los clásicos). Es posible que la creencia en la inmortalidad aparezca sobre todo en tal o cual situación antropológica. Pero eso no es razón para concluir que Dios no existe o que la creencia en el Más allá no tiene sentido. Nos sucede con facilidad que convertimos estos análisis en dogmas, como si tales análisis cuestionasen toda la realidad a la que se refieren. Ningún sociólogo ni ningún psicólogo se atrevería hoy a llegar hasta esos extremos. Nunca se pretende dar la explicación última. Jamás se oirá decir, porque haya condicionamientos, que la realidad en cuestión no sea verdadera en el plano ontológico (la existencia de Dios, por ejemplo). Yo añadiría que incluso podría pensarse que eso que la psicología o la sociología detectan son precisamente indicios de una realidad. Las ciencias humanas muestran que en el fondo la religión no es una ilusión, puesto que ponen de relieve todas 140

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las «alusiones» que se dan en nosotros. Más que denunciar algo irreal, lo que hacen es des-cubrirnos la realidad. No deberíamos reincidir en ese mismo error en el que se cayó cuando las ciencias de la naturaleza intervinieron concluyendo: «Luego Dios no existe» (por ejemplo, el movimiento de la Tierra se explica por la ley de la gravedad, luego Dios no existe). Aun cuando la causalidad ofrezca algunas explicaciones, conviene tener en cuenta que no proporciona por sí sola la descripción completa de una realidad. Cuando conocemos la causa de alguna cosa, todavía no conocemos la mayor parte de la cosa misma. Porque lo que cuenta, lo que importa, es «la cosa» (die Sache). Así piensa hoy cada vez más la ciencia genuina y profunda, para la cual el principio de causalidad ya no juega un papel preponderante desde el punto de vista epistemológico. Lo mismo hay que decir acerca de los <~ui­ cios» dictados por las ciencias humanas. Lo que ellas califican como «normal» desde su específico punto de vista no es idéntico a lo que la ética propone como «normativo». No sería conforme con la distinción entre lenguajes el sustituir lo normativo moral por lo normativo sociológico. Ello significaría convertir las ciencias humanas en normativas y, lo que es aún peor, traicionar su propio estatuto. Los mismos sociólogos se sorprenden al ver la manera como los teólogos presentan en al141

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gunas ocasiones como dogmas aquello que ellos ofrecen simplemente como análisis de la situación, por otra parte parciales, sin pretender nunca ir más allá. Las ciencias humanas, en el fondo, detectan ambigüedades en los comportamientos religiosos, y no hay nada más verdadero. Pero estemos atentos: todo comportamiento humano es ambiguo y además no puede ser de otra manera. Porque esa es, sencillamente, la condición del hombre. Somos seres «problemáticos», es decir, seres que no estamos completamente hechos. En nosotros no todo es «blanco» o «negro». No es legítimo retratarnos poniendo a un lado los «malos» y al otro los «buenos». Ése es otro antiguo reflejo que todavía aflora en nosotros: el maniqueísmo, el rechazo de la ambigüedad. Hay que aceptarla y reconocerla modesta y humildemente, porque forma parte de nuestro ser. Del hecho de que la ambigüedad de nuestros comportamientos se haya mostrado con nuevos medios -las ciencias humanas-, no se deduce que esos comportamientos sean nulos o equivocados. La ambigüedad nos es consustancial. Señalar una no es condenar una realidad. Debe llevar, tal vez y en ocasiones, a emprender una purificación o un reajuste, pero eso no quiere decir que tal comportamiento sea falso o malo. También aquí un resto de racionalismo, de puritanismo, casi diría de «terrorismo intelectual», buscaría desde su

propio radicalismo e-rradicar, es decir, suprimir nuestras raíces. Pero nada sería tan lamentable como pretender borrar toda ambigüedad para llegar (sin conseguirlo, claro) a la perfección de un diseño puro pero sin vida 14 • Tanto más respetaremos las ciencias humanas cuanto mejor las situemos en su lugar propio. A este respecto, la fe, que es una crítica de las idolatrías, nos lleva a no convertir estas ciencias en una nueva dogmática. Una ciencia nunca es normativa. Al contrario, la definición misma de una ciencia entraña su carácter no normativo. Sería el colmo sacralizar las ciencias humanas precisamente cuando ellas no pretenden serlo. Estando así las cosas, hay que aceptar de muy buen grado los esclarecimientos que puedan ofrecer en el campo de lo religioso.

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3.

ENTENDER TEOLÓGICAMENTE NUESTRAS RIQUEZAS

En este contexto se nos imponen dos líneas de actuación. La de la conducta sana a adoptar para no fallar a esta hora, nuestra hora. Y la de no tener miedo de nuestras palabras, de las palabras de nuestro vocabulario cristiano. 14. En la novela de M. de Castillo, La nuit du décret, Paris 1982, hay un diálogo extraordinariamente interesante y sugestivo sobre la inevitable ambigüedad humana, en el que se muestra cuán perverso puede llegar a ser el querer suprimirla de un plumazo.

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a) No fallar a nuestra hora

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de la felicidad y de la vida? Es capital caer en la cuenta de esto si no queremos que todo se tambalee, incluido aquello por lo que se combate (por ejemplo, la ayuda al Tercer Mundo, el paro, la pobreza, etc.). Estos movimientos actuales -retorno del individualismo, desmovilización, etc.que nos sorprenden y nos trastornan, que nos pillan desprevenidos, ¿no son una protesta contra el descuido de la felicidad? Hemos despachado esta demanda irreprimible, y hay que poner remedio a este fallo. Quizás nuestra única postura como cristianos es la de no ahogar tal demanda y ofrecer una palabra salvífica. ¿No consiste precisamente en esto toda la acción pastoral? No se trata evidentemente de bendecir todo lo que pasa hoy (falta de compromiso, etc.), sino de escuchar, de tener en cuenta el terreno que pisamos y evangelizarlo. Hemos de evangelizar este mundo que está entrando en un proceso de cambio. Durará lo que dure, pero de eso se trata 15 •

No se trata, en modo alguno, de renunciar a las posturas y compromisos en favor de la justicia, de la liberación, de la solidaridad, etc. Hemos visto que es necesario romper con el dogmatismo teológico. Ahora se trata de ver cuál sería el comportamiento sano y que nos permitiera no fallar en esta nuestra hora pastoral. Yo no diría que las respuestas que podemos dar hoy solo son buenas si son provisionales, o porque lo son. Pero sí es verdad que han de estar en constante readaptación y que siempre hay que estar ojo avizor a las cuestiones que se vayan planteando. De lo contrario caeríamos en una neo-ortodoxia que no escucha lo que pasa hoy. Se dice que ya no existe compromiso, o que el compromiso es cada vez menor. Sabemos perfectamente que no son los discursos voluntaristas y altruistas los que cambian el mundo. Pero sobre todo debemos buscar la razón profunda. ¿No hemos desprestigiado nosotros mismos el compromiso, que es algo espléndido, al no haber tenido en cuenta valores humanos fundamentales (por ejemplo, el de la felicidad)? No los hemos integrado al no reconocerlos, y esto se ha debido a una especie de jansenismo inconsciente: esa seriedad y austeridad que en última instancia impiden la alegría y que en realidad no son humanas. ¿No hemos despreciado demasiado las condiciones

15. Recordemos aquella página de H. Bergson: «El deber del hombre de gobierno es estar atento a los cambios y modificar la institución cuando todavía es tiempo: de diez errores políticos, nueve consisten simplemente en creer que todavía es verdadero aquello que ya ha dejado de serlo». Y añade además: «Y el décimo, que es sin duda el mas grave, será no creer ya como verdadero aquello que todavía lo es» (La pensée et le mouvant, Paris 1934, 111; versión cast.: El pensamiento y lo moviente, Madrid 1976). Es en este mismo sentido en el que yo no dejo de decir aquí que en modo alguno se trata de abandonar las luchas por la justicia. Simplemente abogo por otra forma de hacerlo y por una escucha de necesidades no suficientemente atendidas durante el período anterior.

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La paradoja de la fe

Los desafios actuales y la fe del futuro

Nos encontramos con una sociedad cautiva de sus medios. Estamos ante una sociedad sin finalidades, que no sabe darse proyectos porque tiene miedo de ellos. Y esto es lo que mata, lo que estrangula. Nos toca a nosotros, los cristianos, contribuir a dar de nuevo finalidades a este mundo; retomar las que hemos descubierto recientemente (la justicia, etc.), pero sin despreciar los elementos constitutivos de felicidad y de gozo que deben acompañarlas. Además, en nuestro mundo más cercano existen situaciones lamentables.¿Vamos a abandonar en nuestra sociedad actual -sin que esto signifique menospreciar los otros problemas (el Tercer Mundo, etc.)- a los parados, vamos a olvidar nuestros «Cuartos Mundos»? ¿Podremos ignorar la violencia que se da también entre nosotros? El problema de la violencia, el terrorismo, el racismo ¿acaso no indican que nuestra sociedad arrastra consigo heridas y males terribles? «A los pobres siempre los tendréis entre vosotros». En efecto, sigue habiendo pobres entre nosotros. Dom Helder Camara repetía con frecuencia que no se trata de ir a resolver los problemas «allá lejos» si no sabemos o no queremos resolver los nuestros «aquí cerca», a nuestro lado. Y es verdad que hay problemas que ahora comienzan a surgir entre nosotros. ¿Los eludiremos? Nuestra sociedad tiene muchas heridas. Junto a todas las que acabo de mencionar, existe la pérdida de la

felicidad. También nosotros tenemos necesidad de felicidad. Si nos matamos a nosotros mismos, no vamos a salvar a nadie. No debemos exportar nuestras desgracias. Si la Europa del siglo XIX exportó injusticias y enfermedades, hoy no deberíamos exportar nuestra tristeza de vivir. Hemos de responder a este llamamiento a la felicidad. De lo contrario, no tendremos nada que ofrecer, porque seremos unos enfermos que no pueden aportar a los demás sino nuestra propia miseria, la que afecta a nuestro de ser. Nos es absolutamente necesario rehacer el alma; si no, nos convertiremos nosotros mismos, junto al Tercer Mundo, en un Cuarto o Quinto Mundo. ¿Olvidaremos por eso las luchas? No, se trata justamente de lo contrario. Por este retorno a lo real profundo, a esas exigencias irreprimibles en nosotros mismos sin las cuales todo el resto se resquebraja, seremos infinitamente más capaces de continuar nuestras luchas. Es bueno trabajar con el gozo del pleno mediodía. No basta con hacerlo en la oscuridad de un rigor desgraciado, «con el cuchillo siempre entre los dientes».

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b) Recuperar nuestras palabras

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Hemos visto que la fe escucha al mundo (cf. supra, capítulo 1). Pero también es verdad que el mundo escucha a la fe. Necesitamos más que nunca adivinar y sentir hasta qué punto el mundo 147

La paradoja de la fe

Los desaftos actuales y la fe del futuro

espera que hagamos resonar nuestras palabras, el vocabulario que nos es propio. Comencemos precisamente por la palabra «justicia». Si la teología es esencialmente un pensamiento anti-idolátrico, ¿no tendremos que liberar a los hombres de los falsos dioses para ofrecerles el verdadero? Así, tenemos que liberar la idea de la justicia. Si queremos recuperar nuestras palabras, tenemos que comprender qué significa para Jesús la justicia. El mundo de la justicia pura de los justicieros es un mundo terrible. Hay enfermedades de la virtud 16 y también las hay de la justicia. Ninguna virtud corre tanto peligro de caer en el orgullo como la justicia. Es verdad que Cristo la ha ensalzado en las Bienaventuranzas, pero curiosamente no ha ensalzado a los justos, es decir, a aquellos que se creen «en orden>>. Es muy fácil convertirse en justiciero. Dios tiene, sin duda, el derecho de la venganza17, mas no hemos de ser nosotros los verdugos18. ¿Acaso no hay en cada uno de nosotros un

justiciero? Pero la justicia se aprende al lado de Dios. De ordinario nosotros tomamos nuestras ideas, las sacralizamos y nos convertimos en fanáticos; es más fácil ser justiciero que justo. Sin embargo, no conviene que, después de haber sido justificados por Dios, nos glorifiquemos a nosotros mismos considerándonos justos. Nuestra justicia es normalmente retributiva, vindicativa, cosa que no ocurre en modo alguno con la justicia y la bondad de Dios. Cuando se persigue a toda costa mantener una postura de justicia, se termina por olvidar otros elementos. El destino del hombre es la salvación. Además nuestras palabras son precisamente las de salvación, gracia, buena noticia, fraternidad, caridad, Dios, etc. «La palabra urgente, ardiente, olvidada, es esta: 'Hombre, ¡Dios es tu verdadera vida!», de acuerdo con la segunda parte, tan pocas veces citada, del famoso dístico de Ireneo: 'Gloria Dei vivens horno, vita autem hominis visio Dei'. La gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es ver a Dios. Esta segunda parte es la que hay que gritar, pero no es posible decirla ni vivirla negando en la teoría o en la práctica la primera» 19 . Combatamos en los combates de todos los hombres, pero también con nuestra «simbólica». Las palabras «derecha» o «izquierda» tienen un sentido; pero también lo

16. A. Berge, Les maladies de la vertu, Paris 1969. Sugiero también un libro admirable para quien quiera reencontrarse consigo mismo, en la fe y en la alegria, por encima de una crispación excesiva provocada por la responsabilidad: Y. Prigent, L'expérience dépressive. La paro/e d'un psychiatre, Paris 1978 (versión cast.: La experiencia depresiva, Barcelona 1981). 17. Dt 32, 35. Esta cita aparece dos veces en epígrafe en la novela de Tolstoi, Ana Karenina. Este pasaje, como tantos otros, hay que entenderlo no tanto en su sentido literal, sino como una buena noticia para el hombre: no nos toca a nosotros cumplir la venganza; no saldríamos entonces del circulo infernal de la vendetta; dejemos esta preocupación en manos de Dios. 18. Según la hermosa expresión que aparece en la novela de E. Wiesel, Le cinquiémefils, Paris 1983.

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19. J. P. Jossua, Un homme cherche Dieu, Paris 1979, 88.

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La paradoja de la fe

tienen las de «arriba» y «abajo», o las de «cielo» e «infierno». Hemos de aportar a la sociedad una dimensión que le falta y que nos es propia. Tenemos todo el derecho, y la suerte, de ser felices, entusiastas, si sabemos no hacer ascos al mundo, no negarlo, pero tampoco adorarlo, es decir, creer que se puede transformarlo mágicamente20 • Nos situamos en este cambio de rumbo que constituye un desafío a nuestra fe, para que también nuestra fe constituya un desafío a este mundo. Hemos perdido nuestra arrogancia de antaño, y tanto mejor. Pero no por ello hemos de perder nuestra fe y nuestro fervor 21 • Tenemos, más que nunca, algo que decir y que debe ser oído. Este es nuestro desafío y en nuestro propio campo. Tenemos que continuar todos esos combates por los que nos hemos movilizado en las últimas décadas, pero para permanecer vivos es necesario que lo hagamos en adelante de forma sencilla, sin asperezas, sin agresividad. Nuestro deber más apremiante como cristianos -y ésta podría ser nuestra máxima dicha- es anunciar a Dios: que viva Dios para que viva el hombre. El hombre no tiene necesidad solo de pan, sino también de toda palabra que viene de la boca de Dios. Si no existe en nosotros este fondo humano pro20. Acerca de la felicidad, cf. R. Misrahi, Traité du bonheur Il, Ethique, politiquee bonheur, Paris 1983; J. Delesalle, Le plaisir, le bonheur et lajoie: Mélanges de science religieuse 40 (1983) 3-30. 21. J. Y. Bellay, La ferveur du matin, Paris 1982.

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fundamente vivido, los programas más hermosos y las causas más bellas -que, repito, son absolutamente defendibles- corren peligro de destruir tanto a aquel que transmite el mensaje como a aquellos a los que se lo anuncia. No se puede salvar a nadie si uno mismo no se considera a sí mismo beneficiario de esa salvación. Esto es lo que nos hace salir vivos del combate y no buscar -de manera secreta, inconsciente sin duda- sucumbir prematuramente en él.

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ÍNDICE DE NOMBRES

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Agustín de Hipona: 43, 79, 97, 133 Arendt, H.: 65, 79, 109 Aristóteles: 18, 56, 70 Arnobio de Sicca: 86

Claudel, P.: 90 Clemente de Alejandría: 68, 86 Cochrane, Ch. N.: 79 Conche, M.: 76s Congar, Y M. J.: 86 Cop, M.: 103 Coulanges, F. de: 108

Barre, R.: 103 Barth, K.: 125, 137 Bellay, J. Y: 150 Bellet, M.: 132 Berge, A.: 148 Berger, P.: 139 Bergson, H.: 64, 145 Bloch, E.: 136 Bloy, L.: 91 Bonhoeffer, D.: 125, 137 Browne, T.: 81 Bruckner, P.: 134

Delesalle, J.: 150 Delumeau, J.: 134 Descamps, Ch.: 119 Descartes, R.: 60, 70, 82 Dostoievski, F.: 46, 79, 133 Duby, G.: 99 Duméry, H.: 69 Dumont, L.: 121 Duverger, M.: 118 Evans-Pritchard, E. E.: 139

Calasso, R.: 68 Camara, H.: 146 Camus, A.: 40 Castillo, M. de: 143 Célis, R.: 60 Certeau, M. de: 49 Char, R.: 43, 58, 78 Chelini, J.: 99 Chrétien, J. L.: 54

Feuerbach, L.: 30 Fichte, J. G.: 60 Foucault, M.: 29 Gesché, A.: 131 Ghislain, G.: 42 Glucksmann, A.: 133 Grossjean, J.: 88

153

Índice de nombres

Hayek, F. A.: 121 Hegel, G. W. F.: 45 Heidegger, M.: 56, 63, 91 Reine, H.: 87, 89 Henry, M.: 45s, 58, 79 Heráclito: 55, 76s, 79 Hirschman, A.: 122 Holderlin, F.: 87 Houdebine, J. L.: 89 Huysmans, J. K.: 75

Índice de nombres

Nietzsche, F.: 42, 85, 91, 131

Touraine, A.: 102 Tsonga, P.: 121

Occam, G. de: 97 Pablo de Tarso: 42, 52, 55, 66s, 124 Pascal, B.: 39s, 43, 56, 66, 68,88 Pavan, P.: 104s Péguy, Ch.: 108 Platón: 59, 62, 64, 66s, 74, 80, 83s Prigent, Y: 148 Prigogine, l.: 78 Proclo: 81 Proust, M.: 64 Riche, P.: 99 Ricoeur, P.: 59, 83, 91, 106, 109s Rilke, R. M.: 78 Riviere, l.: 81

Isaac de la Estrella: 56 Isidoro de Sevilla: 66 Jaspers, K.: 51 Jeanson, F.: 30 Jossua, J. P.: 149 Joxe, P.: 103 Jünger, E.: 103 Kant, l.: 53s Keats, J.: 47 Kierkegaard, S.: 66 Kristeva, J.: 57s, 65 Küng, H.: 109

Wiesel, E.: 148 Wilson, E. O.: 121 Wittgenstein, L.: 67

Unamuno, M. de: 61

Xanthopouloi, C.: 72 Xanthopouloi, l.: 72

Valadier, P.: 121 Vercors (J. M. Bruller): 32 Vergote, A.: 130, 139

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Sartoris, G.: 74 Sartre, J. P.: 29s, 134 Schelling, F.: 54 Serres, M.: 110 Sorman, G.: 121 Spinoza, B.: 41, 89 Steiner, G.: 52-54, 81 Stengers, l.: 78 Suárez, F.: 92

Lacan, J.: 57 Ladriere, J.: 51, 60, 85 Lessing, G. E.: 87 Levinas, E.: 50, 59, 71, 74, 77-80, 89, 91, 133 Lipovetsky, G.: 121

Tertuliano: 66 Thils, G.: 101-106 Tilliette, X.: 63 Tincq, H.: 109 Toinet, M. F.: 121 Tolstoi, L.: 148 Tomás de Aquino: 46, 135

Malraux, A.: 10, 88 Marion, J. L.: 69-73, 80s, 92s Marsilio de Padua: 97 Mersenne, M.: 82, 92 Misrahi, R.: 150 Moltmann, J.: 54

154

155

ÍNDICE GENERAL

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Presentación, de Paulo Rodrigues .. . .. . .. . .. . .. .. . .. . .. . . ..

9

l. EL LUGAR DE LA FE...........................................

13

l. Intransigencia y acomodación .. .. . .. . .. .. . . ... .. . . . 2. Dos lugares de la fe . .. .... .. ..... ... ... ...... .. ..... .....

16 22

2. FE y VERDAD .. . .. . . .. .. . .. . ... . .. . . . . . . .. . . . . . . . .. . . . . . . . . .. . . . .

39

Una fe que hace verdadero ........................... Una fe de anticipación de la verdad ............. Una fe que salva del olvido .......................... Fe y racionalidad ........ .... .... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ...

47 51 61 69

3. EL CREYENTE HOY EN UNA SOCIEDAD LAICA ......

95

l. Ante una situación nueva ............................. 2. Los nuevos intentos ...................................... 3. Aclarar algunas denominaciones nuevas ......

95 101 107

l. 2. 3. 4.

A modo de conclusión. Los DESAFÍOS ACTUALES Y LA FE DEL FUTURO .........................................

113

l. Entender teológicamente lo que sucede ........ a) Ruptura o fin de las ideologías ................. b) Crecimiento de los neoliberalismos ..........

116 116 120

2. Entender teológicamente nuestros errores .... a) «Militantismo» ........................................ b) Sacralización............................................

123 123 125

157

Índice general

c) Moralización ........................................... d) Culpabilización o dolorismo .. ... ... ... ........ . e) Racionalismo ........................................... f) Uso de las ciencias humanas .................... 3. Entender teológicamente nuestras riquezas ... a) No fallar a nuestra hora ........................... b) Recuperar nuestras palabras .................... Índice de nombres ......................

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127 131 135 138 143 144

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