La Paradoja De Lo Moral

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Vladimir Jankélévitch LA PARADOJA DE LA MORAL

LA PARADOJA DE LA MORAL

VLADIMIR JANKÉLÉVITCH

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Vladimir Jankélévitch LA PA R A D O JA D E LA M O RAL

Tusquets Editores Barcelona

Título original: Le paradoxe de la morale

1.* edición: noviembre 1983

© Editions du Seuíl, 1981

Traducción de Nuria Pérez de Lara Diseño de la colección: Clotet-Tusquets Diseño de la cubierta: M. Azúa-F. Qosas Reservados todos los derechos para Tusquets Editores, S. A., Iradier, 24, bajos, Barcelona-17 ISBN: 84-7223-077-5 Depósito Legal: B. 38101 • 1983 Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18

Indice

P.

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La evidencia moral es a la vez englobante y englobada 1. Una problemática omnipresente y previnente; 2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral, y reciprocamente; 3. Una «vida moral. ¿Continua o discontinua? El fuero interno. Círculo de la tem­ poralidad; 4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer, rechazo del rechazo; 5. La prohibición. Prohibición de la prohibición.

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La evidencia moral es a la vez equivoca y unívoca 1. Antigüedad del maximalisrao, excelencia de la intermeaiaridad; 2. Vivir para el otro, sea quien sea ese otro. Más allá de todo «quatenus» de toda prosopolepsia; 3. Vivir para el otro, hasta morir por ello. Amor, don y deber. Más allá de todo «hactenus»; 4. Todo o nada (opción), del todo al todo (conversión), el todo por el todo (sacrificio). Con toda el alma; 5. Los tres exponentes de la con­ ciencia. Debate o coincidencia del interés y del de­ ber: el insustituible cirujano; deberes para con los seres queridos; 6. La buena media; 7. Mutua neu­ tralización; 8. Hasta la casi-nada. El mínimo-ser; 9. El balanceo oscilatorio; 10. Mantener el mayor amor posible en el mínimo ser posible.

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El mal menor y lo trágico de la contra­ dicción 1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de relieve. Positividad de la negación; 2. Uno tras otro. Mediación. El dolor; 3. El uno con el otro:

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ambivalencia. De dos intenciones, una: 4. El uno en el otro paradojalogía del órgano-obstáculo. El ojo y la visión, según Bergson. El aunque y el resorte del porque. 5. Ese latido de un corazón indeciso. Una mediación aprisionada en una estruc­ tura; 6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de la carbonilla, la mordedura del remordimiento. El escrúpulo; 7. El anti-amor (mínimo óntico), órganoobstáculo del amor. Para amar hay que ser (iy haría falta no ser!); para sacrificarse hay que vivir; para dar hay que tener; 8. El obstáculo y el hecho de obstáculo (origen radical). ¿Por qué en general hacía falta que...?; 9. Ser sin amar, amar sin ser, interacción del mínimo egoísmo y el máximo al­ truismo. Respuesta aferente al impulso eferente; 10. El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al ser. Causalidad circular; 11. Un don total: ¿cómo arrancarse los goznes del propio-ser? Abnegación; 12. La aparición evanescente entre el ego y la viva llama de amor... El umbral del valor; 13. La un­ ción. El resentimiento mínimo de la abnegación (aferencia de la eferenda). El placer de dar placer; 14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser. Resultante inestable de la ambición y de la abnegarión.

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Las maquinaciones de la conciencia. Cómo preservar la inocencia 1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto plural: caso de concienda; 2. Todo d mundo tiene derechos, luego yo también. La reivindicadón; 3. Todo d mundo tiene derechos, excepto yo. Yo sólo tengo deberes. Para ti todos los derechos, para mí todas las cargas; 4. Rrificadón y objetividad de los derechos, imparidad e irreversibilidad d d deber; 5. La primera persona pasa a ser la última, la se­ gunda es la primera. Soy el defensor de tus dere­ chos, no d polida de tus deberes; 6. Con los ojos abiertos. La pérdida de la inocencia es el precio que la caña pensante debe pagar como rescate de su dignidad; 7. Tus deberes no son el fundamento de mis derechos; 8. El precioso gesto de la inten­ ción.

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La evidencia moral es a la vez englobante y englobada

Aseguran en todas partes que la filosofía moral está en la actualidad bien considerada. Debemos aco­ ger con cierta desconfianza este reconfortante ofre­ cimiento de una moral reverenciada por la opinión pública, sujeta a priori a garantías. En primer lugar, podemos poner en duda que los cruzados de esta nueva cruzada sepan realmente de qué están hablan­ do. En el seno de la filosofía, tan controvertible ya de por sí, tan ocupada en definirse y en asegurarse la propia existencia, la filosofía moral se presenta como el colmo de la ambigüedad y de lo inasible; es lo inasible de lo inasible. La filosofía moral es, efectivamente, el primer problema de la filosofía: an­ tes que defender su causa, habría, pues, que esclare­ cer primero este problema y preguntarse por su ra­ zón de ser. 1.

Una problemática omnipresente y previdente

De hecho, es más fácil decir lo que la filosofía moral no es y con qué sucedáneos nos vemos tenta­ dos do. confundirla. Debemos empezar, pues, por esta «filosofía negativa» o apofática. La filosofía moral no es evidentemente la ciencia de las cos9

tambres, si es que es cierto que la ciencia de las costumbres se contenta con describir las costumbres, en modo indicativo y como un estado de hecho, y (en principio) sin tomar partido, ni formular pre­ ferencias, ni plantear juicios de valor: expone sin proponer, o lo hace indirectamente, bajo mano y me­ diante sobrentendidos; ritos, tradiciones religiosas, .costumbres jurídicas o hábitos sociológicos, todo puede servir de documentación preparatoria para el discurso moral propiamente dicho. Pero ¿cómo pa­ sar de lo indicativo a lo normativo y, a fortiori, a lo imperativo? ¿Cómo elegir, en la inmensa colección de sinsentidos, de bárbaros prejuicios y de absur­ dos con que nos obsequian en pintoresca película la historia y la etnología? ¿Encontramos alguna vez, ante este océano de posibilidades hipotéticas, y en última instancia indiferentes, en donde todas las aberraciones de la tiranía parecen justificables, un único principio de elección, una sola razón de ac­ tuar? ¿Y por qué una mejor que otra?, ¿un concepto mejor que otro? El principio de la preferencia en su forma elemental sería capaz de explicar el tro­ pismo de la acción y de imantar la voluntad, pero pierde todo sentido en un mundo basado en el ca­ pricho, en lo arbitrario y en la isostenia de los mo­ tivos. Por otra parte, sucede que nuestro desconcier­ to, en el momento de convertirse en desesperación ante la incoherencia de las prescripciones y la estu­ pidez de las prohibiciones, nos deja entrever cierta luz; y cuanto más a tientas andamos más se con­ creta lo que vislumbramos, en y por el equívoco mismo. La problemática moral desempeña, en rela­ ción a los demás problemas, el papel de un a priori. entendiéndolo como prioridad cronológica o como 10

presupuesto lógico. Dicho de otro modo, la proble­ mática moral es, a la vez, previdente y englobante; anticipa espontáneamente la reflexión crítica que podría cuestionarla, aunque no como, de hecho, pre­ cede el prejuicio al juicio, ni tampoco con el pre­ texto de que la toma de posición moral, en sus in­ tervenciones expresas, superara en rapidez y en agi­ lidad la reflexión crítica: ¡paradójicamente, cada una es más rápida que la otra! Todo lo rápida que quie­ ra, es decir, al infinito... Por otra parte —y viene a ser lo mismo—, la moralidad es coesencial a la conciencia; la conciencia está totalmente sumergida en la moralidad; posteriormente, se evidencia que el apriorismo moral nunca había desaparecido, que ya estaba ahí, desde siempre, como dormido, pero a punto de despertar; la moral, hablando en lenguaje normativo, es decir del prejuicio, previene la especu­ lación crítica que la cuestiona, ya que tácitamente preexistía a ella. Y no sólo la envuelve con su di­ fusa luz, sino que, más aún, en otra dimensión y empleando otro tipo de metáforas, impregna el con­ junto del problema especulativo; es la quintaesencia y el fuero íntimo de este problema. 2. El pensamiento se anticipa a la valoración moral, y recíprocamente El pensamiento, según Descartes, siempre está ahí, también él —y sobre todo él— implícita o ex­ plícitamente, inmanente y continuamente pensante, incluso cuando no se es expresamente consciente de ello, si bien se revela presente a sí mismo, en un retomo reflexivo sobre sí, en apoyo de un interro­ gante o con ocasión de una crisis. El pensamiento 11

piensa la axiología, el pensamiento piensa los jui­ cios de valor, al igual que lo piensa todo: ¿acaso la axiología no asocia un logos a la valoración (dgtoúv), es decir cierta forma de racionalidad? ¿No valora el «juicio de valor» bajo la forma de un juicio? En la ambigüedad del «juzgar», la operación lógica y la valoración axiológica se funden la una en la otra. Sin duda, ésta es una «lógica» sin rigor y de baja estofa: parece ser algo parcial, aproximativa e in­ cluso algo degenerada. Sin embargo, sigue siendo la razón la que determina el estatuto especulativo de la valoración... Recordemos que Spinoza quiso de­ mostrar la ética a la manera de los geómetras. Ahora bien, la recíproca, no es, por otra parte, menos cierta: la moral que se expresa en forma nor­ mativa, incluso en forma imperativa, hace a su vez comparecer la razón especulativa ante su tribunal, como si la razón y la lógica pudieran depender de semejante jurisdicción, como si tuvieran que rendir­ le cuentas. ¡Más aún, la moral cuestiona el valor moral de la ciencia! ¿No es el colmo de la imperti­ nencia y de la burla? Sigamos insistiendo: cuando la moral pide cuentas a la razón, ¿acaso no lo hace en virtud de un privilegio exorbitante y gratuito que arbitrariamente se arroga?... ¿Quién sabe? Quizá tenga derecho a hacerlo. Pascal, al considerar lo irracional de la muerte y el vacío al que estamos abocados, se preguntaba si filosofar valía la pena. G aró que sí, la filosofía vale la pena a condición de no eludir el problema radical de su propia razón de ser, que siempre es, en algún grado, moral. La cuestión puede más bien plantearse en esta forma: ¿es la verdad tan buena como lo es verdadera? Pues­ to que el hombre es un ser débil y pasional, habrá siempre una deontología de la veracidad y una mis12

teriosa relación entre la verdad y el amor. Esta deontología y este misterio no son la paradoja menos desconcertante de la problemática moral. Todo lo que es humano plantea, antes o después, de un lado o de otro, bajo una u otra forma, un problema moral, ya que la moral siempre es competente, in­ cluso... y sobre todo en los asuntos que no la con­ ciernen; y, si no tiene la primera palabra, es porque tendrá la última. La toma de posición moral no to­ lera abstención ni neutralidad algunas; al menos en el límite y teóricamente. El hombre es un ser virtualmente ético que exis­ te como tal, es decir, como ser moral, de vez en cuando y de tarde en tarde — ¡muy de tarde en tar­ de!— . Como las intermitencias son, en este caso, anormalmente frecuentes y los eclipses de concien­ cia desmesuradamente prolongados, durante estas largas pausas la conciencia, aparentemente vacía de todo escrúpulo, parece afectada de anestesia moral y de adiaforia moral, es decir, es incapaz de distin­ guir entre el «bien» y el «mal». O, para utilizar el lenguaje tradicional de la teología moral, la vox conscientiae, mientras dura la inconsciencia moral de la conciencia especulativa, permanece en silen­ cio. ¿En qué ha quedado la voz de la conciencia, tan locuaz en general, según los teólogos? Se ha quedado muda y áfona —la voz de la conciencia se ha averiado; sus infalibles oráculos se callan. Vi­ vir una existencia realmente moral y, en consecuen­ cia, continuamente moral en tanto que tal —en el sentido en que se habla de llevar una vida religio­ sa— es algo quizás al alcance de los ascetas y de los santos en olor de santidad y gracias a unos re­ cursos sobrenaturales, en caso de que semejante qui­ mera fuera concebible... Tolstoy aspiraba a una «vi13

da» cristiana y se desesperaba de jamás poder al­ canzarla o, en caso de conseguirla, tan sólo por espacio de un instante, y de no poder mantenerse en ella. ¿Qué hacen el austero y el místico entre dos observancias? ¿Cuáles son sus reservas menta­ les? Día tras día, el hombre medio, al que pode­ mos llamar homo ethicus, va a su grandes negocios, corre a sus pequeños placeres y no se plantea pro­ blema alguno; ¡ni siquiera es un cristiano de «la misa de los domingos»! El ser pensante está lejos de pensar constantemente. Con mayor motivo, el instinto, en el animal moral, duerme tan sólo a me­ dias; las revanchas de la naturalidad, la sensualidad o la voracidad son frecuentes; y no menos frecuen­ tes son las recaídas del amor propio; en cuanto a las somnolencias y a las distracciones de la concien­ cia moral, son las que ocupan la mayor parte de nuestra vida cotidiana. 3. Una *vida moral*. ¿Continua o discontinua? El fuero interno. Círculo de la temporalidad Dicho esto, toda la cuestión radica en saber, tra­ tándose del ser moral, qué sentido hay que otorgar al adjetivo calificativo, ya sea epíteto o predicado. ¿Es el ser moral en sentido ontológico —moral de pies a cabeza y de lado a lado? ¿Es moral todo el tiempo y en cada instante de este tiempo? Es moral incluso cuando bebe la sopa o juega al dominó? Podemos, como Aristóteles, creer en la perennidad de una manera de ser ( í£i<;), que sería crónica, como toda manera de ser: cuando esta manera de ser es moral, merecería el nombre de virtud. ¡Ma­ ravilloso! Pero la virtud no es, en ningún caso, un 14

hábito, ya que, en cuanto pasa a ser un hábito, la manera de ser moral se deseca y se vacía de toda intencionalidad; se convierte en tic, en automatismo y en desatino de loro virtuoso; es, entonces, mucho peor que el gesto del agua bendita que, al menos, no se dirige a nadie de este mundo: es más bien como el gesto de la beata que, sin siquiera mirar al mendigo, deja caer la moneda en la escudilla. Con mayor razón, no puede hablarse de una segunda naturaleza, que vendría a sustituir a la primera, a la naturaleza natural, y que sería la naturaleza so­ brenatural de los superhombres (¡o de los ángeles!). Aristóteles mismo lo confirma: una disposición mo­ ral se convierte en virtuosa si existe de hecho ( év¿p-feuf); o, dicho de otro modo, si se actualiza con ocasión de un acontecimiento o de una crisis. Son los peligros de la guerra o las circunstancias excepcionales de la vida las que revelan la valentía y al hombre valeroso; sin la invasión alemana, sin los trances de la ocupación, de la deportación, de la humillación, quizá nunca se hubiera sabido que tal joven resistente era un héroe; nadie es conside­ rado un héroe por su buena cara o por sus discur­ sos (excepto cuando la palabra misma supone un compromiso de todo el ser); no se da crédito a un héroe virtual cuando no ha pasado de ser candida­ to; el heroísmo no se lee de antemano en el rostro o en el aspecto de tal pequeño obrero o de tal mo­ desto funcionario de quienes se descubrirá, a des­ tiempo, que fueron capaces de la más sublime abne­ gación frente a un enemigo implacable. Ya que el heroísmo, al igual que la vocación y el mérito en general, habrá sido «virtualidad» a des­ tiempo y en futuro anterior; es retrospectivamente cómo afirmará su atroz y misteriosa evidencia en el 15

sacrificio supremo. Cuando el patriota ha caído bajo el fuego, una voz se alza en nosotros más alta que los fusiles de los asesinos: ¡era un justo! La virtud no era, pues, ni un potencial inerte y puramente lógico, suscitado fortuitamente por algún accidente del camino, ni una aptitud inmutable y predestina­ da, inscrita de antemano en el carácter: la coyun­ tura, en definidas cuentas, añade algo y no añade nada a lo que pudiéramos saber del héroe —las dos cosas a la vez; hay que decir también que los sobresaltos del valor, al igual que los impulsos de la sinceridad, necesitan, para existir de hecho, una ocasión o una dificultad, es decir, meritoria, penosa y peligrosamente, y que una manera de ser valerosa conserva, no obstante, toda su sublime evidencia. La virtud permanece paradójicamente crónica aun cuando surge y desaparece en el mismo instante. Es más: el sentido moral está virtualmente presente en todos los seres humanos, incluso cuando parece es­ tar en todos aletargado. Cuando se consideran for­ mas menos excepcionales, menos hiperbólicas de la vida moral, nunca se sabe si hay que mantener la confianza en el hombre, o perderla: nos vemos más bien indefinidamente remitidos de la confianza a la misantropía. Los impulsos de la piedad más sincera y espontánea en un ser aparentemente insensible nos reconcilian a veces con lo humano del hombre; uno no esperaba tan gratas sorpresas; volvemos a creer en el «buen fondo» de la naturaleza humana, o qui­ zás oscilamos al respecto entre dos tesis opuestas. Asimismo, la posibilidad permanente de una vio­ lenta insurrección moral, capaz de estallar en cual­ quier momento y de franquear así el umbral del es­ cándalo, confirma, aunque de manera siempre am­ bigua, nuestra necesidad de justicia; la llama de la 16

ira y de la indignación moral no se había apagado, sino tan sólo a medias. En este caso, es en el ardor pasajero de la emoción, en el enternecimiento de la piedad y en los arrebatos de la ira, donde se ma­ nifiesta una vida moral repentinamente liberada de su apatía. Pero sucede también que este despertar se realice sin accesos de fiebre, en la pasión crónica-' del remordimiento y de la vergüenza. El remordi­ miento es una persecución moral que sigue a todas partes y en todo momento al culpable y no le deja respiro. Por mucho que huya Caín hasta el fin del mundo o se amuralle a mil leguas bajo tierra, se­ guirá inexorablemente enfrentado al obsesivo recuer­ do de su culpa: la vida moral, en lugar de concen­ trarse en la explosión de la ira, de una ira dispuesta en todo momento a descolerizarse, se inmoviliza en la idea fija del remordimiento. Pero, la quemazón del remordimiento es un tormento excepcional. Lo que ocurre con mayor frecuencia es que el remor­ dimiento queme a media llama, y entonces recibe el nombre de mala conciencia: oculto bajo las cenizas de la indiferencia y de los sórdidos intereses, el mí­ nimo rescoldo de mala conciencia se reaviva de vez en cuando: el hombre se siente entonces atormen­ tado por íntimos reproches que no han dejado de atosigarle en las noches de insomnio. La mala con­ ciencia monta bien la guardia; pero eso, la antigua teología la llamaba oovngp7]oi<; : cual fiel vestal, la «sinteresis» vela el fuego sagrado, hecho rescoldo, y puede en cualquier momento reavivar su llama. Una vida moral que se identificara con la mala conciencia podría llamarse retrospectiva o conse­ cuente, ya que se vuelve hacia el pasado de su falta; además, hay que oponerle una conciencia moral an­ tecedente, que estaría vuelta, en cambio, hacia el 17

futuro de los problemas a resolver y, principalmen­ te, hacia los «casos de conciencia»: el problema mo­ ral se vive, en este caso, no en el pisoteo constante del sufrimiento y en el machacamiento de la angus­ tia de una conciencia infeliz, sino en la duda y la perplejidad de una conciencia inquieta que no siem­ pre permanece estacionaria. Conciencia moral y mala conciencia forman así la trama de una vida irreal: la vida moral es como el remordimiento de la vida elemental o «primaria»; no tiene por objeto ni la conservación del propio ser ni la pleonexia. Que se me permita llamar conciencia a ese huerfanito, vestido de negro, en quien el poeta nos incita a reconocer la soledad. La conciencia es un diálogo sin interlocutor, un diálogo a media voz, que, de he­ cho, es un monólogo. ¿Qué nombre darle a ese do­ ble que me acompaña a todas partes, siguiéndome o precediéndome y que, sin embargo, me deja solo conmigo mismo? ¿Qué nombre darle a quien es a la vez yo mismo y otro, a quien sin embargo no es el alter ego, o el allos autor aristotélico, y a quien siempre está presente, siempre ausente, omnipresen­ te y omniausente. Ya que el yo nunca escapa a ese careo consigo mismo... A ese objeto-sujeto que me mira con mirada ausente sólo puedo llamarle con un nombre íntimo y a la vez impersonal: la «Con­ ciencia1». Y no sólo el a priori de la valoración moral se anticipa a e impregna todos los caminos de la con­ ciencia, sino que, al parecer, incluso por el efecto de una irónica artimaña, el rechazo de toda valora­ 1. Es el título que Víctor Hugo le da al drama de Caín en el poema «La légende des Síteles («La leyenda de los siglos»).

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ción acentúe su carácter apasionado: como si, en la clandestinidad, la axiología hubiera recuperado sus fuerzas y adquirido una nueva vitalidad; reprimida, acosada, perseguida, lo único que hace es volverse cada vez más fanática y más intransigente; echadla por la puerta y volverá por la ventana o por la chimenea o por el ojo de la cerradura; mejor aún, nunca se había ido, tan sólo lo había simulado: se había quedado tranquilamente sentada a nuestra me­ sa, bajo la lámpara... Dubito, ergo cogito. El pen­ samiento se afirma en su presencia y su plenitud, en el seno mismo de la duda que pretende negarlo. La duda nos remite inmediatamente y de golpe al pensamiento, a ese pensamiento cuya función esen­ cial es, si es cierto que la discusión, o mejor la problematización, es el pensamiento mismo, el pen­ samiento en ejercicio, el pensamiento en acción: este pensamiento, constitucionalmente inherente al acto de dudar, desmiente por sí solo la duda y restablece la primera verdad; antes de que hayamos tenido el tiempo de decirlo, o tan sólo de tomar conciencia de ello, la duda ha restablecido ya la verdad inextin­ guible de la que esperaba deshacerse. El pensamien­ to que duda no puede ya, a menos que no se con­ tradiga al acto, ser dudoso a su vez: y, así, la duda, al preservar por propia definición al pensamiento, que es su armadura especulativa, habrá restablecido involuntariamente una primera verdad; ¡sobre esta primera verdad, como en Descartes, se reconstruirán todas las verdades! La duda, al pensar, se contra­ decía. Así pues, quizás haya que temer que el pen­ samiento no se contradiga al dudar: el pensamien­ to, fortalecido por la prueba y consciente de sí mis­ mo gracias a esta prueba, siente la tentación de des­ mentirse y negarse a sí mismo, de aplicarse a sí 19

mismo los argumentos e instrumentos suplementa­ rios de un escepticismo doctrinal; el hombre se sir­ ve ahora de sus facultades criticas para dudar aún más profundamente. Pero quizás habría bastado con distinguir un círculo vicioso de un círculo sano. El círculo febril, dialelo o petición de principio, nos remitía indefinidamente de la duda al pensamiento y del pensamiento a la duda: semejante círculo es un sofisma; dicho de otro modo, un juego clandes­ tino con la lógica que juega a quién es el más hábil de los dos, como el contrabandista con los aduane­ ros. El sofisma de Epiménides, que condena el es­ píritu a girar en redondo hasta el fin de los tiem­ pos en un círculo embrujado, resulta en cierto modo de una lógica maléfica, de una lógica vergonzosa, de una lógica negra. ¿Acaso no hace pensar este círculo maldito en el eterno suplicio de Ixión en la rueda? Si el círculo maldito se parece a una maqui­ nación del genio del mal, el círculo sano sería más bien una especie de maliciosa astucia. Quizá sea este genio malicioso el que, atrincherado en el Co­ gito, opone una impenetrable resistencia a las disol­ ventes empresas del genio maligno. En lugar de ne­ gar diabólicamente toda verdad, incluido el mismo pensamiento pensante, nos atenemos al pensamien­ to y volvemos a él constantemente; es que, de hecho, es la instancia suprema; todo desemboca en él, todo fluye de él, todo se refleja en él; él es el alfa y la omega, primero y último... La negación de la nega­ ción ya no es una dialéctica nihilista y destructora; se orienta hacia la positividad del sentido, hacia la plenitud del espíritu y hacia el enriquecimiento con­ tinuo del pensamiento. El pensamiento es la instan­ cia de supremacía y nos agarramos a ella con fuer­ za ...¡Ya no la soltaremos! ¡Pero la verdad es que 20

más tarde se demuestra que nunca la habíamos sol­ tado!... Así es la malicia benévola, la malicia benefactora del círculo sano. Recapitulemos en este movimiento de vaivén, que no es una simple oscilación, sino también una profundización. Cuanto más dudo, más pienso y, re­ cíprocamente, cuanto más pienso más dudo; y otra vez estoy pensando al volver a dudar, y siempre más activamente: el círculo se cierra, se entreabre, vuel­ ve a cerrarse continuamente, sólo que cada vez en un exponente superior; la aucción no deja de cre­ cer, la subasta de subir; la duda y el pensamiento rivalizan a porfía, se refuerzan el uno al otro a cual mejor... Pero, en todos los casos, las fracturas vol­ verán a soldarse, las soluciones de continuidad se verán colmadas. El pensamiento dirá la última pa­ labra. La omnipresencia de la valoración moral, a pe­ sar de su especificidad cualitativa acentuada y apa­ rentemente muy subjetiva, o a causa de esta misma especificidad, tiene cierta analogía con la omnipre­ sencia del Cogito. Cuanto más la niego, más apasio­ nadamente se exalta. Pero, por otra parte, la valora­ ción moral es, como la temporalidad, una especie de categoría de lenguaje: la axiología se adhiere tan estrechamente al logos que no puede disociarse de él; antes de percibir lo impalpable de su fuero in­ terno, descubrámoslo primero en el discurso. Es imposible caracterizar el tiempo si no es con palabras ya temporales: ¡en estas materias, la defi­ nición presupone inevitablemente lo definido! ¿No es el tiempo una instancia última irreductible, que remite siempre a sí misma y que se define circular­ mente a sí misma? El análisis no puede ir más allá. Monsieur Jourdain, para definir la prosa, habla en 21

prosa y supone, tácitamente, que el problema que­ da resuelto. Pero la petición de principio es legítima a fortiori cuando se trata del tiempo, ya que el tiempo es un
la‘ «mónada», que tiene (como dice Leibniz) un punto de vista unilateral, prefiere esto o aquello, se siente atraída hacia acá o hacia allá, según el capri­ cho de las desiguales tensiones del entorno en el que se mueve y según la disparidad de los atractivos que la socilitan. Pero, ya de hablar este lenguaje, ¿dónde están la actividad moral y la autonomía mo­ ral de la voluntad? Y ¿qué es «mejor»? ¿Mejor para quién y para qué? ¿Mejor desde qué punto de vis­ ta? ¿Mejor para la salud? ¿O más útil y conforme a mi interés general? ¿O recomendado por la Admi­ nistración? ¿Es lo deseado deseado por deseable o porque es fuente de un mayor placer? Deseable, pre­ ferible... Es muy difícil no justificar el atractivo de hecho mediante una prioridad de derecho, mediante una legitimidad normativa que permanece sobrenten­ dida y que es la consagración de lo atractivo. Pero, por el contrario, puede temerse que la lógica recupere la valoración moral, con sus jerarquías, sus desnive­ les, sus comparativos y sus adverbios de modo, como modalidad formal... Ahora bien, la modalidad es una forma de aserto; el juicio de valor, en cambio, es de un orden completamente distinto; y no basta con decir que tal modalidad, en el caso de que exis­ ta, es apreciativa: expresa una exigencia normativa del sujeto ante ciertas conductas, ciertas palabras, ciertas maneras de vivir o de sentir —es más: es un gesto naciente, el esbozo del rechazo o de la acep­ tación, que es su modo drástico y militante de par­ ticipar en un combate. Pero la acción misma no ten­ dría sentido ético alguno si no pudiéramos dar un nombre a los valores que subyacen toda valoración y que justifican tácitamente la normatividad axiológica del «valer». En cualquier caso, esta carga im­ palpable e invisible de valorización se insinúa en las 23

palabras, a veces incluso se precipita en ellas; todo nuestro rigor objetivo no basta para contener seme­ jante desbordamiento. A vista de pájaro, es decir, por aproximación, los innumerables matices de la manera se resumen en la polaridad dramática y algo maniquea de la benevolencia y de la malevolencia; pero es el lenguaje en general el que revela siempre en cierto grado una determinada toma de posición, un prejuicio infinitesimal, una parcialidad impercep­ tible. El indicativo, sin deslizarse siquiera hacia el imperativo, sugiere indirectamente una elección nor­ mativa, una preferencia que no osa declararse. Los juicios de valor denunciados por el espíritu cientí­ fico se reconstituyen hasta el infinito. 4. De la negación al rechazo. Rechazo del placer, rechazo del rechazo Pero, he aquí el colmo de la ironía: la exigen­ cia moral es tanto más apremiante cuanto mayor es la negligencia con la que se aparenta tratarla; el ale­ gato estaba ya en la resquisitoria misma y no nece­ sita por tanto argumentos suplementarios. Es esta parquedad de pruebas lo que es irónico, jya que la revancha que le reserva a la exigencia moral iba im­ plícita ya en la contestación misma! Recordemos aquí que el pensamiento en Descartes nihilizó la ne­ gación sin casi moverse, sin dar un solo paso fuera de sí mismo, y en cierto modo permaneciendo en el mismo sitio. Mejor dicho, en ocasiones, el hombre pretende ser materia y sólo materia, máquina pen­ sante, gelatina deseante; y, cuanto más se obstina en esta afirmación, teniendo como única arma los recursos de la reflexión y del razonamiento, más de­ 24

muestra la soberanía del espíritu, único capaz de conferir sentido. Pues la negación del pensamiento sigue siendo pensamiento... ¡Y cuán complejo! ¡Y cuán pensante! La negación, afirmaba Bergson en La evolución creadora es tula afirmación en segun­ do grado (nosotros decimos! una afirmación con ex­ ponente), una afirmación sobre una afirmación que queda sobrentendida, una afirmación que se expresa sobre una afirmación que no se expresa. Más allá de la afirmación pura y simple, que es tautología, e independientemente de cualquier sucesión, distingui­ mos tres grados en la negación, según la intensidad del pasado: l.° la negación es una afirmación indi­ recta, compleja, secundaria, que se expresa median­ te un rodeo, o en el pudor de una perífrasis embrio­ naria («la nieve no es negra»); puede ser del mismo tipo que la litote; la afirmación se descompone en dos tiempos, pero la segunda parte es mucho más enérgica, porque permanece tácita. Bergson lo ha demostrado perfectamente: esta complicación en las palabras, que parece superflua o inútilmente agresi­ va, le da un carácter pedagógico y, a veces, incluso polémico: el enunciado negativo, para prevenir un error poco verosímil y defender una evidencia que apenas necesita ser defendida, se alza de antemano contra la paradoja y hace estallar su absurdo. Sin duda tenía yo mis motivos para expresarme así... En cualquier caso, la negatividad implica aquí una protesta del sentido común que, por una u otra ra­ zón, se considera amenazado por el sinsentido. 2.° La negación de la apariencia, rechazando la apariencia como errónea, se sitúa en el plano de la paradoja: protesta contra una falsa evidencia, contra una apa­ riencia engañosa, contra una semejanza superficial que oculta una profunda desemejanza. No, la apa25

rienda no es la verdad, aparentar no es ser. 3.° Y he aquí la negación de la negación. Sí: la nieve es blan­ ca. El espíritu vuelve a la apariencia, pero prego­ nando un empirismo consciente de sí mismo. Dejando a un lado la ingenua adhesión al ins­ tinto y a la naturalidad, que tiene poco que ver con la ética, encontraremos en la vida moral la segunda y la tercera fase ya mencionadas: sólo que la nega­ ción se llamará a partir de ahora rechazo. ¿Y por qué «rechazo» en lugar de «negación»? Porque la vida moral pone en cuestión energías biológicas tu­ multuosas, emodonales, contradictorias, con las cua­ les la voluntad se enfrenta en la experiencia del de­ ber; es entonces el placer lo que está en juego, el placer y el deseo y la afirmación vital. ¡La nega­ ción, operación lógica y, por tanto, nocional y pla­ tónica, no bastaría para nihilizar estas fuerzas or­ giásticas! Negar es decir que... no, y, para lo de­ más, remitirse a un voto platónico o a algún juego mágico; pero rechazar, es decir no, tajantemente; y esta palabra es un acto; y este acto, independiente­ mente de toda racionalidad, puede ser un acceso de cólera; pues, el monosílabo «no» es un acto efecti­ vo, un acto expreso y decisivo en el seno de la acción, o, mejor aún, el gesto drástico de alguien que, con un puñetazo en la mesa, pone fin a las transacciones y a las tergiversaciones; es el gesto bru­ tal del rechazo puro y simple; este rechazo es una agresión incipiente. Reuniendo los miembros disper­ sos de la negación (decir que... no), el rechazo los utiliza como un arma, para golpear mejor y herir. Le respondo no a aquello que ha pretendido sedu­ cirme, que ha tenido la insolencia de tentarme. ¡De la palabra a la acción no hay sino un paso! El no es una especie de magia. 26

l.° El primer rechazo se sitúa a nivel de las morales sobrenaturalistas, tanto si son intelectualistas como ascéticas o rigoristas. En este plano, el nombre de Platón, opuesto al « ... pero de Aristó­ teles, se aproxima al no incondicional de Kant, opuesto al indulgente optimismo del siglo xvm. Las palabras mismas indican la gran distancia que sub­ siste entre la negación (o el simple cuestionamiento) de la apariencia y el rechazo categórico del placer: el escepticismo hacia la apariencia favorece los ma­ tices, el grado, el punto de vista, en una palabra, el más o menos; por otra parte, no tiene necesaria­ mente consecuencias prácticas: la tierra es la que gira y, sin embargo, los hombres, que lo saben, si­ guen haciendo como si fuera el sol el que se levan­ tara y se ocultara, regulando su conducta según esta apariencia antropocéntrica. En contrapartida, el re­ pudio del placer responde a la alternativa del todo o nada... Es un ultimátum pasional. Y, para inti­ midar y hacer temblar a todos aquellos que se sin­ tieran tentados, pese de todo, por la mala solución, los teólogos inventan las más abominables palabras; hablan de una concupiscencia de la carne. La apa­ riencia no es la verdad, aunque pueda participar de ella; pero el placer no es, en absoluto, el Bien, en ningún caso, en ningún grado, de ninguna manera, aunque lo parezca... ¿Qué digo? ¡Sobre todo si lo parece! Además, la apariencia puede ser parcial­ mente falsa o tendenciosa, pero, hablando con pro­ piedad, no es falaz ni engañosa; no me desea mal alguno; no es, por tanto, ni malévola ni benévola —es lo que es, eso es todo, y, en sí, más bien indi­ ferente; es la interpretación del hombre deslumbra­ do o atónito la que le otorga intenciones. Al con­ trario, la atracción del placer es más que un error: 27

es un engaño. En torno a esta atracción se ha for­ mado el complejo de la belleza pérfida, obstinada en perjudicarme; en tomo a ese complejo se ha for­ mado el mito de la seductora. Ante la seductora no sentimos recelo, sino más bien desconfianza: no un recelo fundamentado, mesurado, razonado hacia in­ formaciones sospechosas o hacia un informe dudoso que habría que comprobar, rectificar e interpretar con la ayuda de los reductores habituales —sino una desconfianza infinita e irreprimible. El objeto altamente sospechoso de nuestra desconfianza se lla­ ma mala voluntad. Este es el primer rechazo. Este primer rechazo es en nosotros el inicio del primer complejo y de la primera ambivalencia: la represión instituida por la ley transformaba el placer ingenuo en vergonzosa tentación, la voluptuosidad sin com­ plejos en deseo más o menos turbio. La tentación es todo lo que queda del placer tras la censura. El hombre moral... y tentado siente aversión por lo que es naturalmente atractivo y por lo que siente un fuerte deseo. Esta situación de un ser dividido, secundariamente atraído por la razón y poseído por el deseo, la llamamos pasional; esta situación inde­ cisa, en la que el movimiento-ñuc/a, que es la atrac­ ción, contraría el movimiento para evitar, que es la aversión, la llamamos fobia. Dos voces en las que cada una es, según los casos, el rechazo o la nostal­ gia de la otra, dos voces en las que una está subor­ dinada a la otra y están, en cierto modo, asociadas en la polifonía del complejo; cuando se trata del primer complejo, la voz del deseo es, si no segunda intención, sí al menos resabio que se expresa en sor­ dina; y, en consecuencia, el placer se ve rechazado, prohibido, condenado a una existencia subterránea e ilegal; el deseo tendrá que vivir en régimen de 28

clandestinidad con pobres placeres de contrabando y satisfacciones imaginarias. La ambivalencia del pri­ mer grado, manipulada por la contradicción intes­ tina que la desgarra, engendra la violencia del pri­ mer grado. Es una violencia inducida... Puesto que el placer prohibido no está absolutamente extermi­ nado y que, por otra parte, no es nihilizable, el es­ cepticismo exterminador, no contento con ahogarlo, se ensaña contra su cadáver, acosa por doquier su sombra, persigue su mismo recuerdo e incluso el re­ cuerdo de ese recuerdo. Del placer propiamente di­ cho puede privarse uno, puede borrarlo, renunciar a él... ¿Cómo prohibirse a sí mismo pensar en la ten­ tación, que es un juego mental con posibilidad, un afloramiento de lo imaginario, a penas un «flirt»? El tentado no influye sobre una voluntad que está coqueteando con la subvoluntad contraría y que es secretamente veleidad o incluso voluntad; libra un combate imposible contra una inasible, impalpable e imponderable hipocresía disimulada en lo más pro­ fundo de sí mismo. Es esta hipocresía infinitesimal la que construye nuestra impotencia, y es esta impo­ tencia la que explica la rabia casi desesperada del ascetismo, su santo furor, el suplicio infinito al que somete incansablemente su cuerpo. Resucitaría a su víctima si pudiera por el solo placer de rematar­ la... ¡Pues hay muertos que hay que matar! 2.° El rechazo número dos es el rechazo del rechazo, es decir (al menos en apariencia) el rechazo de la moral «idealista». Antes de mostrar de qué modo la antimoral restaura la más fanática de las morales, intentemos desbrozar las segundas inten­ ciones densas y complejas del rechazo con expo­ nente, ya que el rechazo del rechazo envuelve, al 29

igual que el primer rechazo, un complejo en el que los términos de la ambivalencia se encuentran inver­ tidos. En realidad, al variar la ambivalencia según la respectiva dosificación de los dos elementos que constituyen su ambigüedad, se representan innume­ rables transiciones entre el complejo simple (primer rechazo) y el «complejo complicado» (rechazo del rechazo), entre el No absoluto, intransigente e in­ condicional, y el rechazo matizado, anunciador de un Sí. Hay un deslizamiento casi imperceptible des­ de el extremismo fanático al tunante escepticismo que multiplica los guiños mirando al pecado; pero ya (o todavía) en el ascetismo extremista la atracción se mezcla al disgusto y compone con él una especie de horror sacro. En un extremo de la cadena, el as­ cetismo vomita los repugnantes mejunjes y jarabes del placer; a medio camino de este supranaturalismo y del naturalismo radical, la conciencia sonríe tímidamente a las molicies y las mira de reojo; en la línea del Filebo más que en la del Fedón, Bal­ tasar Gracián, a la vez infiel y fiel a Platón, acepta la mezcla del placer y la verdad. La complacencia en el placer es un primer paso hacia el hedonismo. Convertido por el primer complejo, el asceta sentía una aversión contra natura hacia lo que es natural­ mente atractivo; convertido por segunda vez, pero por la complicación de la complicación, el volup­ tuoso, en cambio, reconoce el atractivo de la natura­ lidad y desconoce el valor sobrenatural de la nor­ ma. Sin embargo, la última conversión no es una perversión, que vendría a ser la simétrica invertida de la primera conversión. Las dos ambivalencias fa­ vorecen el incremento de las paradojas y la exube­ rancia de los monstruos, pero no son del todo com­ parables: la primera ambivalencia era la duplici30

dad clandestina del asceta, tentado por las imáge­ nes lascivas — ¡San Antonio en el desierto!— . Y la segunda ambivalencia es la del voluptuoso que tie­ ne pretensiones moralizantes; tras el virtuoso-vicioso y sus complicidades libertinas, hete aquí al viciosovirtuoso que recluta sus cómplices entre los purita­ nos. Estas son las dos generaciones de monstruos, ésta es la doble teratología, engendradas no propia­ mente por el redoblamiento del rechazo, sino por su desdoblamiento: pues, renegar no es en absoluto negar dos veces, agravando la negación y extendién­ dola a otros objetos negables del mismo tipo; al con­ trarío, es negar los efectos mismos del acto de negar, anulando casi siempre al ciento por ciento, y a veces parcialmente, los efectos '-dirimentes de semejante acto; el acto de renegar no supone una segunda ne­ gación, aritméticamente añadida a la primera, sino un repliegue reflexivo, que niega hacia atrás, en re­ troceso; en una palabra, la negación de la negación no es repetición, sino reflexión. La negación de la negación, al alcanzar la emancipación del deseo, con­ vierte en superfluas las protestas del cuerpo: la pa­ sión no necesita ya exutorios; sin embargo, el com­ plejo con exponente es tan orgiástico y pasional co­ mo el primer complejo, sólo que los términos de la contradicción que lo habita están invertidos. El pla­ cer, reducido a la clandestinidad de la tentación, era el regusto del idealismo austero: el ideal, o bien la ley, será el trasfondo y la segunda intención de la voluptuosidad desenfrenada... la segunda intención y, ¿quién sabe?, quizás el remordimiento; si osamos decir, a modo de expresión, que el placer persegui­ do es el escrúpulo del asceta, con mayor razón el ideal escarnecido es el escrúpulo del libertino y, en este caso, en sentido propio. Cada una de las dos 31

voluntades prolonga así en ella misma la resonancia y el eco de su propia última voluntad, ya que la conciencia tiene buena memoria: convertida al as­ cetismo, no había olvidado el sabor del placer; re­ convertida al placer, recuerda las lecciones de la ra­ zón. La voz secreta que susurraba a nuestros oídos los persuasivos consejos del placer, susurra ahora al oído del placer los reproches de la razón. El asce­ tismo creyó haber exterminado al placer, pero el pla­ cer respiraba todavía; un hilillo de vida subsistía en él, una sensibilidad, un resto de calor... Era dema­ siado fácil reavivarlo. Ahora que la orgía del pla­ cer, cual irresistible maremoto, lo ha inundado todo, es la ley la que protesta: pero, claro está, el ideal se manifiesta en voz baja, y su débil voz se deja apenas oír en la tormenta de los deseos. La nega­ ción de la negación no deshace del todo lo que había hecho la primera negación. La gramática dice que dos negaciones, al anular la segunda a la pri­ mera, equivalen a una afirmación —una afirmación en dos tiempos— . Pero, algo que la gramática no dice: la segunda negación puede muy bien dejar in­ tactas ciertas conquistas positivas de la primera y, en este caso, el ideal al cual la denigración del pla­ cer habrá servido de contrapunto; si la negación con exponente anula la primera negación y, en conse­ cuencia, restaura el placer, no anula necesaria ni to­ talmente la afirmación correlativa que le iba empare­ jada; puede muy bien quedar algo del ideal... a me­ nos, claro está, que esta afirmación contradiga for­ malmente la soberanía del placer; a parte de esta incompatibilidad, no es absurdo que un residuo de normatividad, una especie de aureola, idealice toda­ vía la vida instintiva. En cualquier caso, la nega­ ción de la negación, al final de su recorrido, no ha32

brá restaurado «en su identidad» el mundo del sen­ tido común: su mundo es otro mundo, su placer otro placer, y, como el hijo pródigo, tiene en cuen­ ta las pruebas sufridas, lleva la marca de las aven­ turas vividas y recuerda la lección. La presencia insólita del deber en pleno furor sensual, al igual que, recíprocamente, la presencia inconfesable de la tentación en lo más oculto de la intimidad moral, engendra promiscuidades explosi­ vas, contradicciones palpitantes y, ante todo, violen­ cias escandalosas. En este caso, ia violencia inducida es una violencia del segundo grado, una violencia de sobrepuja. El sacrilegio experimenta una especie de respeto, e incluso un resto de gratitud, en rela­ ción a los valores que pisotea, escupe y reniega con rabia; esta piedad que no quiere confesar su nom­ bre va sazonada de un ligero regusto a remordimien­ to. La supervivencia del respeto complica aún más el segundo complejo, sobrecargando su complejidad, multiplicándolo por sí mismo. Sin embargo, la ex­ traña nostalgia por una ley ahora negada no hace más que rebotar pasionalmente del lamento a la aversión, remitimos burlonamente de la veneración al odio. La expansión de los instintos no es sólo la señal de la liberación, sino que anuncia una tensión extrema. La austera agresividad, dirigida contra el cuerpo, no es más que un recuerdo, pero, en ese momento, exalta la agresividad inversa, agresividad profanadora y sacrilega; sigo odiando los valores tras su caída, a pesar de su caída y, a veces, a causa de esta caída —y ello, sin descanso; me odio a mí mismo por mi propio remordimiento y por mi pro­ pio respeto inconfesado; y, cuanto más respeto, más me odio. Esta debilidad pasajera aviva aún más el rencor del sacrilegio contra las viejas prohibiciones 33

y contra la hipócrita impostura que frustra tan lar­ go tiempo nuestros pequeños placeres; los pequeños placeres tanto tiempo perseguidos toman ahora su revancha sobre las obligaciones y las privaciones. Gracias a los excesos vengadores, gracias a las or­ gias provocadoras, el tiempo de la penitencia pron­ to será olvidado. A la provocación ascética le res­ ponde el eco de la provocación cínica, a la violencia ascética, que pisotea el cuerpo y maltrata sus place­ res, responde la contraviolencia cínica que escupe sobre los valores; el encarnizamiento ascético está más bien hecho de maldiciones, mortificaciones y suplicios; el encarnizamiento cínico, más de blasfe­ mias, sarcasmos e injurias, pero una aguda ambiva­ lencia habita en ambos. En el sentido ambiguo y ambivalente de la palabra «horror», el lujurioso sien­ te horror por la moral del mismo modo que lo sien­ te el asceta por la voluptuosidad: exotéricamente el deber horroriza al lujurioso, pero las limitaciones del deber, esotéricamente, le producen envidia; la ley moral es para él una especie de intocable; este horror, horror «sagrado», horror amoroso, es de los más sospechosos, como lo es también la fobia que nos separa de un tabú y que es una aversión atracti­ va, es decir, la resultante irracional del terror y la atracción. 5. La prohibición. Prohibición de la prohibición Ocurre que, remitido del uno al otro y del otro al uno, y así indefinidamente, el hombre caiga presa del vértigo y no sepa ya a qué santo encomendarse; al privarle esta oscilación indefinida entre dos polos de cualquier sistema de referencia, el hombre se en­ 34

trega en cuerpo y alma a la descabellada contradic­ ción, a la confusión orgíaca, al caos del absurdo. Queda prohibido prohibir: esto es lo que la infinita protesta inscribía en otros tiempos en las paredes con letras negras, negras como la bandera negra de la anarquía. Al igual que la negación de la nega­ ción equivale a una afirmación y el rechazo del recha­ zo a una aceptación, la prohibición de una prohibi­ ción equivale a una autorización: es la perífrasis, en cierto modo púdica, de una autorización que no quiere declararse como tal. Si el énfasis recae sobre las prohibiciones mismas, levantadas una tras otra, el rechazo de todas las prohibiciones desemboca en última instancia en la licitud universal y, en conse­ cuencia, en el capricho, en lo arbitrario y, a fin de cuentas, en la indiferencia quietista; el más que (potius quam) pierde su valor; la libertad se definía tan sólo en relación a ciertas cosas prohibidas: una di­ rección prohibida, un paso prohibido, una entrada prohibida; lo que no está expresamente prohibido está tácitamente permitido; y, de hecho, el permiso tiene, a este respecto, un sentido determinado. Toda determinación es negación, implica una limitación que consagra el acceso de lo finito a la existencia. Pero, cuando todo es lícito, ya no hay lugar para la licencia, y ésta no es en absoluto preferible a la parálisis total. Todo está permitido, incluso los con­ tradictorios que se destruyen entre sí y se desmien­ ten unos a otros. La licitud general, y la bacanal que de ella se deriva, impide que se forme un orden, aunque sea el orden del desorden, que se instaure un reino, aunque sea el de la anarquía. ¿Puede ha­ blarse aquí de «instauración)? El bloqueo de la si­ tuación no es menor cuando, en lugar de llegar por extrapolación o generalización a la licitud universal 35

derribando uno tras otro todos los vetos, se empie­ za por el aserto prohibitivo mismo: lo que está prohibido ahora, no es tal o cual cosa prohibida, no se trata de prohibir esto o aquello —prohibiciones de detalle cuyo levantamiento ampliaría progresiva­ mente nuestro campo de acción—•, ¡no!, lo que está prohibido, en cierto modo a la segunda potencia, es el hecho de prohibir en general y, globalmente, la intención misma de prohibir. Cualquier veleidad de prohibición, aunque sea incipiente, es reprimida de antemano. Está prohibido prohibir es un aserto ge­ neral, y este aserto con exponente no cae a su vez víctima de una nueva prohibición que lo haría facul­ tativo: habría ahí una absurda regresión a} infinito y quizás un círculo vicioso como aquél en el que el sofisma de Epiménides nos hace girar en redondo; está prohibido prohibir es un veto de sentido único, un aserto irreversible; ningún veto de sentido inverso puede renacer tras los pasos de esta prohibición ge­ neral para anularla o para devorarla; ninguna prohi­ bición regresiva viene a neutralizar la prohibición de prohibir. Por lo demás, si, en definitiva, todo está permitido, la prohibición de prohibir está también permitida; no está prohibido, sjno que, por el con­ trario, es muy útil e incluso recomendable recordar que la prohibición está, por principio, sistemática­ mente prohibida: esta prohibición se afirma sin re­ curso, pero la afirmación de este veto de vetos es­ capa a su vez al veto. Estn es una excepción nece­ saria para que el discurso tenga sentido. Si no se nos permite este respiro, el silencio será nuestro único recurso. Está prohibido prohibir: nadie puede im­ pedirme profesarlo, justificar el derecho de prohibir cualquier prohibición y, finalmente, en nombre de una filosofía peligrosamente dogmática de la liber­ 36

tad, hacer respetar este derecho y, en caso de fraca­ sar, reprimir cualquier infracción al veto de vetos; está prohibido pensar de otro modo, prohibido po­ ner obstáculos a la filosofía de la licitud universal, sabotearla con astucia, limitarla hipócritamente. Esta prohibición de prohibir lo que sea se formula a sí misma en términos amenazadores; la permisividad absoluta, asegurando sin límites ni trabas el ejercicio de todas las libertades, está garantizada, si es nece­ sario, a golpe de porra. La libertad se nos impone, pues, autoritariamente y en un lenguaje conmina­ torio apropiado para intimidar a los indecisos. Así pues, la libertad del todo-está-permitido y el terro­ rismo virtuoso confluyen, o mejor, son uno solo. La prohibición de prohibir, reducida a la impoten­ cia por su contradicción interna, encuentra al me­ nos su fundamento en una filosofía moral libertaria. La prohibición entraña siempre, más o menos, una tentación terrorista. Pero la prohibición infinita, que es no sólo prohibición directa de las cosas prohi­ bidas, sino prohibición de la prohibición misma de prohibir, y no sólo prohibición de esta intención, si­ no prohibición radical de toda prohibición, favorece la sobrepujanza del fanatismo moralizador. Sin em­ bargo, el restablecimiento de un terrorismo virtuoso puede operarse de manera mucho más simplista y en cierto modo mecánica. A partir del momento en que la ley moral se ha convertido para el profana­ dor en una especie de placer prohibido (ya que toda virtud es impura y todo desinterés sospechoso), es el placer el que impone la ley. ¡Habrá un deber del placer o incluso una religión del placer y también una teología del placer! De manera que la «inver­ sión rel="nofollow"> de los valores se reduce en general a una pró­ rroga de los valores, pasada de uno al otro extremo. 37

Esta inversión, por otra parte irreversible (ya que no implica la inversión que, al final de la ida y la vuelta, restablecería el statu quó), es más bien una interver­ sión, una simple permutación de las funciones. Inter­ cambiar los papeles no es transformar intrínsecamen­ te el sentido de los valores; intervertir los carceleros y los presos no es abolir las cárceles y los carcele­ ros, ni suprimir el principio mismo de lo que hoy se llama el «universo carcelario». ¡A la cárcel el veto! ¡A la cárcel el deber y la ley moral! ¡Ahora, cuando las desvergüenzas del placer han implantado su rei­ nado, es el veto el que se ha convertido en mártir! Los últimos serán los primeros a partir del momento en que los primeros han pasado a ser los últimos... Pero seguirá habiendo primeros y últimos. ¿Acaso no es esta revolución, que consiste en cambiar de carceleros, una siniestra burla? La moral es esencialmente rechazo... ¡Aunque no todo rechazo es necesariamente moral! Todo de­ pende de lo que se rechace... En esencia la moral es rechazo del placer egoísta. Y, en consecuencia, el rechazo que rechaza la moral es generalmente el re­ chazo al rechazo moral, el rechazo a renunciar al propio placer, al propio interés y al amor propio: en tal caso, el primer rechazo (el rechazo a rechazar) no se deduce del segundo por sustracción —lo anula, lo tacha de golpe y de un trazo. Este es el No de los egoístas en su desoladora sequedad. Pero también ocurre que este rechazo al rechazo es a veces el re­ chazo a una austeridad complaciente, el rechazo a los ayunos inútiles y las penitencias equívocas. En estas privaciones interesadas es donde Fénelon reco­ nocía los síntomas de la «avaricia espiritual». La antimoral se convierte en un capítulo de la moral, pues la moral tiene tan gran poder de asimilación que 38

recupera hasta el infinito todos los anti capaces de rechazarla. En la dialéctica de Pascal, todo prueba a Dios y se convierte en su gloria, tanto el por como el contra, tanto las objeciones como los argumentos: asimismo, la antimoral es en muchos casos un home­ naje que el inmoralismo brinda a la moral. Los pintores costumbristas que, en ios siglos xvn y xviu, describen los «caracteres» y los tipos socia­ les de su tiempo son llamados «los moralistas fran­ ceses» —y no sin razón La Bruyére y Vauvenargues no son desinteresados y divertidos espectadores de la comedia humana; no son diletantes ni aficionados contemplando, desde su sillón y con prismáticos, el teatro del mundo. Y Teofrasto, el discípulo de Aris­ tóteles, en quien dicen inspirarse, tampoco es un es­ pectador distanciado: la galería de retratos satíricos y de pintorescas descripciones presupone en Teofras­ to otra galería que en cierto modo es el reverso o ne­ gativo de ésta; todas las formas de la mezquindad humana, aduladores, delatores, maestros cantores, co­ bardes, hipócritas y timadores de todo tipo, se han dado cita en la plaza y en el puerto: pero todos ellos remiten a un tipo de hombre mejor, que por lo ge­ neral permanece en el anonimato —pues la perver­ sión parece siempre variada, fuertemente marcada y pródiga junto al ideal. Hablando claramente, la «ca­ racterología» o, mejor dicho, la «caracterografía». de Teofrasto y de La Bruyére es discretamente norma­ tiva y sobre un fondo de maniqueísmo: se entiende (se sobrentiende) que la lealtad es preferible a la hi­ pocresía; que el denunciador y el calumniador sirven de cincel al hombre verdadero. Según los moralistas cristianos de la época clásica, principalmente La Rochefoucauld y Pascal, este modelo de hombre verda­ dero y puro está desfigurado por las consecuencias 39

del pecado original, es decir, por la caída, pero es fácil reencontrarlo bajo la máscara gesticulante de la hipocresía y del egoísmo. San Francisco de Sales de­ nuncia lúcidamente el veneno de la piadosa concu­ piscencia entre los coleccionistas de penitencias que atesoran perfecciones con vistas a su salvación. A estos acaparadores les reprocha su avaricia espiritual. En consecuencia, una profesión de fe eminentemente moral se expresa tanto en la misantropía como en la filantropía. El relativismo etológico mismo, si excluye todo dogmatismo, admite una especie de sistema de deferencias virtual: maneja, utiliza las mil y una pe­ queñas maniobras y artimañas que conforman la es­ trategia de la mala fe. El mismo Gracián da cuenta de la miseria del hombre cuando le proponen al corte­ sano, como remedio para salir del paso, una belige­ rancia basada en el fingimiento y en el buen uso de la falsa apariencia. | Resignarse al mal menor no es necesariamente inmoralismo! Con mayor razón, es empresa altamente moral el desmontar los mecanis­ mos económicos de la impostura. Este fue el propó­ sito de Marx: desbaratar las superestructuras subli­ mes que camuflaban los intereses sórdidos o mezqui­ namente alimentarios. ¿A qué se reduciría el marxis­ mo sin la oposición absolutamente moral de la justi­ cia y de la injusticia y sin el concepto de una aliena­ ción que es explotación, es decir, expoliación, y que se fundamenta sobre el escándalo de la plusvalía? En el peor de los casos, la expoliación no sería más que una ingeniosa estafa. Para tener el valor de hacer la revolución y de salir a la calle, para pasar de la es­ peculación al muy distinto orden de la acción mili­ tante, para franquear ese umbral vertiginoso, es ne­ cesaria una idea motriz, y esta idea motriz no puede nacer más que de la indignación moral. Sin el ele­ 40

mentó intencional de la mala voluntad y de la impos­ tura, la expoliación, reducida al mero hecho del sala­ rio, sería una simple maquinación, una mecánica a desmontar, cuando es una indignante estafa. La toma de posición es discreta y a veces des­ provista de indulgencia, cuando no de humor, en todos estos moralistas, pero era vehemente y violenta en el inmoralismo doctrinal de los cínicos. Entre los «moralista>, la variedad de las innumerables perver­ siones sugiere, indirecta y como alusivamente, el es­ bozo de un modelo ideal. En el cinismo (no estamos hablando aquí, evidentemente, más que de la doctri­ na cínica), no se trata de un juego alusivo sino de un contraste agresivo. El cínico, en principio, no jue­ ga: es de lo más serio, o al menos esto pretende. El contraste brutal entre inmoralismo y virtud no se reduce a una antítesis de carácter estético o a un efecto de relieve. La moral de la antimoral puede in­ terpretarse aquí de tres maneras distintas: 1.a una ironía abrupta nos autoriza a concluir tranquila, auto­ máticamente, con fría insolencia, de lo contradicto­ rio a su contradictorio y de la contra-moral a la mo­ ral; la ironía cínica nos invita por sí misma a llevar la contraria a sus pretensiones; mediante una lectura directa y una transposición inmediata, encontramos la virtud en el vicio y el buen sentido moral en el sinsentido inmoral: la contradicción no es en este caso más que la forma extrema y escandalosa de la correlación. Al ser las injurias cínicas una trampa, la traducción de este texto transparente se hace sin es­ fuerzo alguno. 2.* Esta es nuestra segunda aproxima­ ción: no hay nada que trasponer. No hay dialéctica alguna. El mal es verdaderamente el bien (o vicever­ sa)... y para siempre. La inversión, la perversión cínica, no provoca a su vez intervención alguna capaz 41

de volver a poner al derecho lo que está del revés, de devolverle un sentido a lo que no lo tiene, de situar el contrasentido en e! buen sentido. Este es el extre­ mismo del desafío cínico. ¿Puede justiciarse la ab­ surdísima absurdidad cínica desde esta «lógica de lo peor», cuyos mecanismos analiza Clément Rosset2 de modo tan original y penetrante? Todo el mundo lo repite desde Platón y con Platón: el Bien es, por definición, el supremo deseable; es éste un juicio ana­ lítico o simplemente una tautología que el principio de identidad nos impone; y, si digo que lo supremo deseable se llama Mal, viene a ser lo mismo: es que llamo Mal al Bien y en consecuencia que el Mal es un bien. ¡Nada ha cambiado, pues! El que preten­ de «querer el mal» quiere el mal como un bien: así se expresaba el optimismo de Leibniz. En nuestra segunda aproximación, el monstruo de una voluntad del mal puede aparecer, pues, como un efecto retó­ rico y lo peor como un mal menor o como mal nece­ sario. En cuanto al extremismo del absurdo, en este caso es sobre todo verbal. ¡Una especie de «bluf»! El Bien es aquello a lo que se le responde sí; y, si se le responde no, es porque el llamado bien es un mal camuflado: la paradojalogía es libre de intervenir los dos polos, pero desplaza simplemente la polaridad, que es la única que importa: tan sólo los signos y los nombres de los dos polos son intervertidos: la paradojalogía cree profesar el sinsentido, pero este sinsentido sigue teniendo un sentido al que la inso­ lencia oratoria presta un rostro escandaloso. Nadie puede hacer mentir al principio de identidad. Asimis­ mo, la moral nos da la fuerza del rechazo y de la abnegación, pero no está hecha para ser ella misma 2. Presses Universitaires de France, 1971.

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rechazada ni sinceramente negada, ni a jortiori refu­ tada. Lo que se rechaza es una falsa moral, hipócrita y puritana, una impostura, pues, sustituida por la preferencia de la otra moral y los demás «valores», ios del instinto, la expansión vital y la naturalidad. ¡No le faltará sin duda ni fanatismo ni rigorismo a esta moral! 3.1* La mala voluntad es tan evasiva y fugaz como la buena y, sin embargo, existe la volun­ tad perversa: se llama malevolencia o maldad; la con­ ciencia, lejos de rebotar desde el mal querer hacia el bien querer, se ve desgarrada, dividida entre los dos quereres: es habitada por la nostalgia de la ab­ negación, pero se siente tentada por la existencia egoísta; y, cuanto mayor es, la nostalgia, más irre­ sistible es la tentación. Y recíprocamente. Esta ley paradójica de la aucción, que preside todos los tras­ tornos pasionales, explica por sí sola el inexplicable, desproporcionado y desmesurado furor del sacrile­ gio: ¡La ley moral es negada, escarnecida, injuriada, pateada, torturada, arrastrada por el barro, masacra­ da! La exageración misma de este rechazo y sus in­ vectivas tiene algo de sospechosa y anuncia la ambi­ valencia. Efectivamente, es «sospechoso* un pensa­ miento que implica una segunda intención de fondo o subyacente al pensamiento confesado; es sospecho­ sa una primera intención que oculta una segunda in­ tención. El cinismo opone a la moral el mismo re­ chazo que la moral opone al inmoralismo: no se trata sólo de una mera inversión de los roles, sino de hacerse mal a sí mismo; el profanador lleva así al extremo la tensión resultante del atentado sacrile­ go. Este complejo de tormento y de alegría diabólica no escapa al masoquismo. El cínico experimenta, a su modo, las angustias del parricida. O, en circuns­ tancias menos trágicas, le hace escenas a la moral al 43

igual que las que el amante hace a su querida... La rabia demente de Nietzsche es quizá una rabia ena­ morada, enamorada de la moral. La violenta reacción de rechazo hacia los valores normativos no es una cólera moral a la inversa, ni una caricatura de in­ dignación moral, es más bien el frenesí de una con­ ciencia desdoblada, crucificada, desgarrada por su insoluble contradicción. Cuanto más sagrado y reve­ renciado como tal es el valor tanto más escandalosas y triviales son las manifestaciones de desprecio cí­ nico: ¡escupir, vomitar, rechazar! Ningún gesto es lo bastante enérgico como para expresar la repugnancia cínica, la voluntad cínica, de expulsar de nuestra vi­ da, de nuestra substancia, de eliminar de nuestro ser en general los valores considerados más santos: los valores morales son considerados contrarios a la vida. El cínico se hace más malo de lo que es. En su im­ potencia por ahogar del todo la irreprimible necesi­ dad moral, para acallar la «voz de la conciencia», apaga con el escándalo de sus imprecaciones y de sus anatemas esta débil voz que, en un imperceptible su­ surro, persiste en su insistente murmullo. Como si exorcizara o, al menos, desactivara al mal profe­ sándolo en alta voz... o mejor a voz en grito. Se di­ ría que se inmuniza a sí mismo mágicamente por los excesos mismos del lenguaje y las abominables inju­ rias. Los blasfemos comprueban experimentalmente que Dios no es irascible, que a Dios no puede desa­ fiársele ni ofendérsele, que lo divino está más allá de nuestros ridículos e impotentes antropomorfis­ mos. El discurso cínico es, a pesar suyo, una especie de coartada; su misma intemperancia es reveladora. Así pues, no cabe otorgar excesiva importancia a la retórica del juramento y la palabrota. Citando a 44

Eudoxo de Cnido,8 que era a la vez un teórico del hedonismo doctrinal y un sabio de muy austeras cos­ tumbres, Aristóteles se expresa aproximadamente como lo hace Bergson:34 no escuchéis lo que dicen, mirad lo que hacen. Nada es tan convincente, ni de­ cisivo, ni revelador de una sincera intención como el compromiso en la efectividad del hacer; lo único que cuenta es el ejemplo que da el filósofo en su vida y en sus actos.5 ¡No hay testimonio más auténtico y convincente que éste! Por otra parte, éste era, según los Antiguos, el caso de Antisteno, filósofo dividido, cínico por doctrina y asceta por el ejemplo de su vi­ da; y tal es también la ambigüedad del cinismo en general, doctrina antidoctrinal que prefería el ejer­ cicio y la pena a la especulación y que, más allá de todos los conformismos, políticos, sociales o verba­ les, soñaba quizá con un imposible, con una invivible pureza. Para evitar las peligrosas tentaciones de la ambi­ valencia y para que la moral no se perjudique en nada, el hedonismo se cuida con frecuencia de reco­ nocer, de derecho y de iure, el valor normativo del placer; el placer y el instinto no son sólo rehabilita­ dos, sino que son directamente sacralizados; la na­ turalidad no queda simplemente justificada, sino tam­ bién santificada; una inyección de valor ha transfi­ gurado de antemano, ha moralizado, este atractivo objeto que fue anteriormente objeto de aversión. El hedonismo se convierte, así, en una especie de reli­ gión cuyas misas negras se atreve a celebrar el volup­ 3. Eth. Nic., X, 2, 1172 b 15-16. 4. Deux sources de la morale et de la religión, págs. 26, 149, 172 y 193 de la edición francesa. 3. Véase Jenofonte, Memorables, IV, 4, 11: «

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tuoso. «Dios es quien ordena los besos prohibidos.» Gabriel Fauré puso en música estas palabras aparen­ temente sacrilegas en su Shylock. El mismo Sade, cuando invoca el instinto, ha encontrado sin duda el medio de sacralizar el sacrilegio, de valorizar el anti­ valor y la naturalidad de lo que es contra natura, de conferir una monstruosa legalidad al nihilismo del absurdo. Pero, sobre todo, tanto si los pensadores se plantean el culto del placer sensible como $¡ parten del inmoralismo provocador de los cínicos, puede afirmarse sin riesgos que son todos unos moralistas y lo son aún más aquellos que menos lo parecen. Es imposible encontrar una doctrina filosófica que pue­ da mantener con rigor la apuesta de la indiferencia respecto de cualquier toma de posición moral: una diferencia, aunque sea infinitesimal, entre mal y bien, una parcialidad imperceptible, una invisible polari­ dad, es decir un prejuicio, pueden detectarse siem­ pre; sin el principio elemental de la preferencia inci­ piente, sin un mínimo «más-que», ni la elección ni la vida ni el movimiento serían posibles. Además, el inmoralismo absoluto tiene algo de cadavérico. AI ni­ velar a la vez las decisiones drásticas de la voluntad y las disparidades dramáticas de la emoción, el in­ moralismo se dirige, no a seres humanos apasiona­ damente afectados, sino a momias. El cardiograma moral es plano y la carga de afectividad cae a cero. ¡La moral, vilipendiada, asesinada por los grupos lla­ mados amorales, se refugia bajo otras apariencias en los «códigos» de sus categorías sociales! Los apa­ ches tienen un «honor» y las prostitutas observan gratuitamente ciertas reglas de camaradería desinte­ resada o de piedad filial. La moral tiene siempre la única palabra: asediada, perseguida por el inmoralis­ mo, pero no nihilizada, sabe toda clase de revanchas 46

y de coartadas; se regenera hasta el infinito, renace de sus cenizas para salvaguardamos, ya que no se puede vivir sin ella.

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La evidencia moral es a la vez equivoca y unívoca

1,

Ambigüedad del maximalismo, excelencia de ¡a intermediaridad

La moral es inasible no sólo porque, al desafiar la alternativa espacial del dentro-fuera, es a la vez englobante y englobada, y porque no puede localizar­ se ni señalarse su lugar, sino porque es a la vez equí­ voca y unívoca. Esta segunda ambigüedad, que tor­ na evasiva su naturaleza intrínseca, agrava los efec­ tos de la primera. Ensayo de ética paradójica: ¡éste es el subtítulo que Nicolás Berdiaev utiliza en su obra Del destino del hombrel,1 Pero, ¿es que puede concebirse una ética que no sea paradójica y cuya única vocación sea justificar las ideas recibidas, los prejuicios y la rutina de la ética «dójica»? Ahora bien; la inversión paradojalógica es tan sólo, quizá, una escapatoria verbal... Responde a la cuestión por la repetición de esta cuestión, es decir por el enun­ ciado mismo del misterio profesado. Abunda en el escándalo y el desafío. La alternativa desgarrante, la alternativa insoluble, falta de una posible solución, es zanjada por decisión «gordiana». Tal es la «locu­ ra» del sacrificio. Sin embargo, nos equivocaríamos 1. Ediciones «Je sers», traducción francesa, 1933.

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si consideráramos este dilema como una coyuntura meramente teórica: aparece cuando no puedo salvar a la vez mi propia vida y la tuya, y cuando un caso de conciencia me obliga, aunque con una obligación absolutamente moral, dicho de otro modo con una obligación facultativa, a sacrificar la mía. Sea como fuere, ¡no es a la trascendencia platónica a la que hay que exigir una justificación del conformismo! La éti­ ca de Platón, al igual que su dialéctica, obedecen al impulso ascensional que le transporta a la región su­ blime, donde luce el sol del Bien. Sin embargo, si el designio del hombre moral no es establecerse en el centro de la zona templada que Aristóteles llama el justo medio, ese designio tampoco es la elevación hasta la cima de la perfección ni hasta la cumbre del valor. En primer lugar, ¿qué hay de la culminación? Baltasar Gracián habla de un héroe en quien se da el summum de la perfección, en quien se encarna la perfección de las perfecciones; es el colmo de la ple­ nitud; en él todas las virtudes están en apogeo, él mismo es su parangón; es grandeza eminente y ma­ ravilla de maravillas; el ramo de flores más raras, de más exquisitos perfumes, de más espléndidos colo­ res, pone en evidencia y de manifiesto su excelencia. Cuando se unen en la misma corona todos los ele­ mentos de la sabiduría, sin exceptuar ni una sola per­ fección, como, por ejemplo, en el caso del hombre de bien o del anciano al final de sus días, la expe­ riencia del sabio derrama sabios consejos, razona­ bles y serenas sentencias, cual manso manantial: el sabio omniperfecto, en el cénit de su excelencia, deja fluir benefactoras y apaciguantes palabras. Así es también la sabiduría estoica, en la que todas las vir­ tudes son una sola y misma virtud. Sin embargo, la negatividad queda ya sobrentendida en esta cxcelen50

cia, al igual que la terminación ( xé\6<: ) queda ya im­ plícita en la perfección: el acabamiento tan pronto dice sí como dice no, según se mire hacia acá o hacia allá, o, dicho de otro modo, según el lado que se mi­ re. Al hablar de su héroe,2 Baltasar Gracián define así, poco más o menos, la séptima «excelencia»: el héroe es el primero en todo, el primero en todas partes; en resumen, merece el premio de excelencia; es el más grande, bate todos los récords: no se puede subir más alto, ni ir más lejos; trátese de prioridad o de primacía (según Plotino), de majestad o de «maximidad» (según Nicolás de Cusa), una limitación tácita va dialécticamente implícita en la supremacía del superlativo relativo; o, más sencillamente, el su­ perlativo relativo es el límite extremo y supremo del comparativo. El límite es, pues, esencialmente ambi­ guo: en relación a las grandezas de la empiria, es el apogeo, pero, en relación a la metempiria, es lo que no puede superarse ni sobrepasarse; es un ré­ cord insuperable-insobrepasable que al mismo tiem­ po alude a una imposibilidad. ¡Ésta es la debilidad de su fuerza! Existe en el «máximum» del maximalismo, al igual que en los extremos del extremismo, una duplicidad constitucional que le da toda la miseria y toda la impotencia de las sobrepujas puramente cuan­ titativas. El hombre de la medianía se acomoda fácil­ mente a un máximum autorizado por el destino: ¡se encuentra adaptado de antemano a ese superlativo tan relativo! —El superlativo relativo es el límite ex­ tremo del comparativo, pero es del mismo orden y de la misma especie que este comparativo: difiere de él simplemente en el más-o-menos dentro de la serie ordinal, escalar y continua de las magnitudes. Asimis2.

El héroe, V II: «Excelencia de primero».

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mo, y en la terminología de Aristóteles, los contra­ rios, lejos de excluirse el uno al otro como los con­ tradictorios, son los dos polos extremos de una misma zona intermedia: los extremos opuestos forman am­ bos parte del lado de acá. Si se miran los contrarios, los grados de la comparación o la temporalidad gene­ ral, todo sigue estando en los límites de lo interme­ dio: la contrariedad, que es una extrema diferencia, una diferencia aguda, pero siempre una simple dife­ rencia de grado; el otro, que es otro yo mismo y si­ gue siendo siempre, se haga lo que se haga, una alteridad egomórfica; el superlativo empírico que es, en suma, un comparativo extremo; la terminación empírica, que forma todavía parte de la continuación y es un eslabón en el encadenamiento del interva­ lo... Toda perfección, si es que la hay, se inscribe fatalmente en el registro de la inmanencia y de las magnitudes medias. La cosa perfecta es cosa cumpli­ da o acabada, en el sentido estático del participio pasado pasivo. El dogmático ha decretado arbitraria­ mente que convenía mantenerse ahí: ¡ dvá-po) orfjvai! El idólatra ha designado a su ídolo como el nec plus ultra de toda comparación y de toda búsqueda; la búsqueda, por tanto, ha terminado antes de iniciar­ se; el idólatra se dice al contemplar a su ídolo: no toquemos nada más, ¡es suficiente! Al modelo mis­ mo, de todos admirado, se atreve a decirle, cual fo­ tógrafo durante la sesión: sobre todo, no te muevas, eres perfecto. ¡Es del todo evidente que un máximum reducido a las dimensiones de un quantum determi­ nado, asignable y unívoco, no tiene significación mo­ ral alguna! Lo que buscábamos no es una totalidad cerrada, una totalidad en acto al término de una to­ talización: lo que buscábamos es evasivo hasta el in52

finito. Nuestro punto de mira está situado más allá de cualquier horizonte. En una óptica antropocéntrica, los extremos ( te! ¿xpa ) forman parte del lado de acá y, recíproca­ mente, el medio puede ser a su manera un apogeo muy relativo. Si el primado que el extremismo sim­ plista ambiciona es, de hecho y con mucha frecuen­ cia, un superlativo de lo más burgués, la mediocri­ dad, en la que la filosofía de la «medianía» se ins­ tala complacida y hace profesión de ella, puede ser en ciertos casos una culminación y una especie de punto álgido. Pero, mientras el máximum del maximalismo se encuentra aparentemente encaramado en el más alto grado de la escala, la filosofía del juste medio apunta, en el centro, a lo óptimo y al opti­ mismo que es la filosofía de este óptimo. La vida media, embotada y obtusa en su rutina, se asienta, así, en la fina punta del justo medio. Por oposición al máximo, superlativo cuantitativo, el óptimo, su­ perlativo axiológico, supone cualidad y valor. ¿Aca­ so el medio que Aristóteles nos recomienda no es un justo medio? La justicia, después de todo, es una virtud, y también la justeza, en cierto modo, lo es; el justo medio (|¿eodnr)c ) es, pues, normativo. Con mirada aguda, el espíritu mide, evalúa, determina la equidistancia del punto medio respecto de los dos extremos, exceso y defecto, situados a una y otra parte. Esta mirada aguda, que busca una determina­ ción unívoca, ¿no es acaso la forma óptica del espíri­ tu de agudeza? La equidistancia, que supone igual­ dad de relaciones, y la proporción misma son sím­ bolos de justicia. Sin embargo, emerge aquí la ambi­ güedad de este justo medio. Ciertamente la modera­ ción griega no está, como la intermediaridad de Pas­ cal, perdida entre dos infinitos, sino, al contrario, ar53

moniosamente adaptada a su finitud, perfectamente instalada en su justo medio, a medio camino entre el demasiado y el insuficiente, en perfecto equilibrio, al parecer, sobre la punta de su óptimo... ¡Perfecta­ mente — o, mejor, pasablemente! «Perfectamente» y «medianamente» tienden aquí a confundirse. La vir­ tud centrista está en equilibrio, pero este equilibrio es inestable; este equilibrio es una posibilidad constan­ temente reconducida; este equilibrio está amenazado por ambos lados, por las dos contrastadas indeter­ minaciones de la insuficiencia y del exceso que caen sobre él. A esta doble tentación opone una doble resistencia, que es, como la éitoyj¡ de los escépticos, retención y pudor. Lo peor es el enemigo del bien, como es natural, pero también lo mejor, cosa para­ dójica y ya no tan natural. Toda clase de virtudes prospera en esta zona del lado de acá y de la inma­ nencia intramundana: esta zona es la zona mediane­ ra, o, si se nos permite la expresión, la zona de las perfecciones medias. Y, en primer lugar, de la mo­ destia; en oposición a la humildad extrema, a la hu­ mildad mendicante de aquel que, en su infinita abne­ gación, renuncia a todo ser propio y se anula a sí mismo, la modestia se reserva su modesta parte. Esta es, sobre todo, la relación de la justicia con la cari­ dad: la desgarrante, absurda caridad reconoce el de­ recho de los otros sacrificando injustamente su pro­ pio derecho; la justicia está más próxima a la verdad racional e incluso a la lógica y a la aritmética; el justo, no se olvida a sí mismo, sino que se considera legítimamente como uno más de esos otros a los que respeta. En oposición, a una imposible pureza metempírica, a una pureza límite que sería algo así como la forma espiritual de la asepsia, la sinceridad se con­ tenta con ser seria: no pretende ser literal y quími­ 54

camente pura ni sincera al ciento por ciento, pura de toda reticencia y de toda segunda intención, sino que tiene en cuenta, en la medida de lo posible, las cir­ cunstancias y la totalidad de los factores psicológicos. Queda todavía en reserva gran cantidad de virtudes y perfecciones menores en este valle de la existen­ cia media: la discreción y la contención que nos evi­ tan los celos de Némesis, la timidez, el pudor y, so­ bre todo, el comedimiento que es, a la vez, medio y soberano — (lérpov áptoxov, como dice Creóbulo—, ya que fundamenta, según Platón, una metretética y, en ese sentido, es normativa; pero, a su vez, dice cuánto, hasta qué punto y hasta qué grado; y este grado se expresa en un número determinado o asignable. ¿Acaso no es la finitud la condición que hace posible la metrética? 2. Vivir para el otro, sea quien sea ese otro. Más allá de todo *quatenus» de toda prosopolepsia Existe en el fuero íntimo de la vida moral una contradicción secreta que la rutina de la continuidad y de la intermediaridad cotidiana rara vez permite que aflore, pero que brota de tarde en tarde en el incandescente momento cumbre de las situaciones trá­ gicas. Podríamos formular esta contradicción intes­ tina, y casi siempre invisible, mediante un doble axio­ ma que, es a la vez una evidencia indemostrable, el colmo del sinsentido y en consecuencia, un imposi­ ble, necesario: vivir para ti, vivir para ti hasta morir por ello, incluida la muerte. Este dilema del todo o nada, que es en el sacrificio hiperbólico el ultimá­ tum irracional por excelencia, conduce directamente, o en el límite, a una desorbitante y absurda exigen55

da. Exigenda puramente gratuita, al parecer... Vi­ vir para ti, vivir para ti hasta morir por ello; estas dos paradojas forman entre ambas un solo y único imperativo: que la ofrenda que se le hace a una per­ sona cuando se vive para ella, y ello en profundidad, sin reservas, sacrificándole todo, implica el consen­ timiento tádto de morir por esa persona, incluso en su lugar si ésta es condición para su supervivencia. Este imperativo, a la vez doble y simple, espera de mí, no sólo una respuesta platónica, sino un acto; estoy personalmente implicado, insistentemente inter­ pelado por la urgencia drástica de una demanda en la que se compromete inmediata y apasionadamente mi vida entera. — Empecemos por el vivir-para-ti (sin morir por ello). Incluso haciendo abstracción de la muerte, incluso sin que la paradoja sea metempírica, este vivir-para-el-otro es ya en sí mismo paradójico. La preferabilidad incondicional del otro no puede justificarse racionalmente. La vida del otro tiene un precio infinito, sea quien sea ese otro, independien­ temente de las cualidades, talentos o competencias de ese otro; tengo que consagrarme a él sólo porque es otro; porque no es yo. En general, ¿puedo incluso decir: porque? Como veremos, es este inexplicable lo que explica lo inexplicable de la segunda parado­ ja, la absurdidad de vivir hasta morir por ello. ¡He aquí el colmo de la arbitrariedad! El hecho de la alteridad no es ni siquiera, hablando con propiedad, la razón abstracta que explica el amor. Si la existen­ cia de mi prójimo fuera eminentemente preciosa, no habría paradoja alguna en el amor incondicional que le profeso; si tu vida valiera más que la mía, mi dedi­ cación le haría pura y simplemente justicia a la ver­ dad y no diferiría en nada de una constatación razo­ nable y sabiamente motivada. Pero un imperativo ra­ 56

cional, justificable y demostrable sólo puede ser, mo­ ralmente, un condicional: amo deliberadamente tras haber sopesado el peso, evaluado él valor, apreciado el mérito del ser amado. Es la conclusión lógica de un razonamiento. ¿Dónde está entonces la milagro­ sa sobrenaturalidad, dónde la sublimidad y la divina locura del sacrificio? Hay que decir, pues, precisa­ mente lo contrario: ¡el imperativo amoroso está ra­ dicalmente inmotivado y, por esto, es categórico! Te amo porque eres tú... ¡Lo cual, evidentemente, no es una razón! En el mejor de los casos, es una mala razón. O simplemente: amo sin razón. O mejor aún: ¡amo contra toda razón! Amo porque amo... No hay porque. El porque es la pura y simple repetición del por qué. En general, se reconoce la sublimidad del sacrificio por el hecho irrisorio de que el amado no merece semejante amor...: entonces, es cuando la piedad pasa a ser más desgarradora. A menos que (siempre existe un a-menos-que) esta preferencia por un ser amado indigno de nuestro amor sea una su­ prema afectación y una falsa humildad, algo como una sospechosa exageración del ascetismo; a veces, incluso un desafío y una provocación, el deseo de batir un récord — ¡el récord del desinterés!—. Aris­ tóteles, quien, sin embhrgo, considera al amigo como otro «yo mismo» y se encierra de buen grado en la clausura xenofóbica del helenocentrismo, encuentra para la amistad un lenguaje paradójicamente «altruis­ ta»: hay que amar al otro, hay que ser justo con el otro... El altruismo predica la virtud de la amistad sin especificar la nacionalidad del amigo ni sü reli­ gión ni su raza. Se vislumbra el principio de utaa apertura infinita. Sólo aparecerá a la luz del día en el universalismo y el «totalitarismo» de la philartthropia estoica. La «filantropía» es paradojalógjca 57

porque es «paradójica» amar al hombre en general y por la única razón de que es hombre. Pues esta razón, en los términos de la moral cerrada, no es «una razón». Lo más frecuente es que un hombre ame a su prójimo cuando este prójimo es su corre­ ligionario, su conciudadano o su compatriota, o, ¡como mínimo, su «colega»! Lo más frecuente es que un hombre ame a los demás hombres con la con­ dición de que pertenezcan, ellos también, al mismo rebaño; o también con la condición de que formen parte del mismo clan, de la misma tribu, de la misma casta. El que ama a su prójimo cuando este próji­ mo es feligrés de la misma parroquia no ama a los hombres; el que ama a una mujer porque pertenece a su misma casta no sabe lo que es el amor. La pa­ radoja filantrópica es del mismo calibre que la para­ doja cosmopolita; las dos están unidas una a otra en la misma paradoja, y la sabiduría estoica profe­ saba una y otra. El cosmopolita es ciudadano del mundo. Ciudadano de una ciudad y no de otra tiene sentido, pero, ¿cómo se puede ser ciudadano del universo? Ciudadano del planeta, ciudadano del glo­ bo terrestre —lo cual de ningún modo es una ciu­ dad— son modos de hablar que para un oído griego suenan más bien a contradictorios y absurdos. ¡Lo mismo que hablar de un patriotismo de galaxia! Y, sin embargo, esta extensión infinita, que limita con el absurdo y lo irrisorio, es la que da la medida de la inconcebible desmesura de la fraternidad humana. El profeta Isaías dice que Dios no discrimina al extranjero: no hay extranjeros. El Nuevo Testamento expresará una idea análoga sirviéndose de la palabra griega irpoouwcoXT¡iK>X.T¡|i
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ño que consiste en admitir la máscara ( xpooanrov ), en tener en consideración la focies y el color de la piel; dicho de otro modo, el personaje. Prosopon es, en resumidas cuentas, una apariencia superficial. Dios no tiene en cuenta lo inesencia] y accidental, lo que es gesto o pertenencia «adjetival»: Dios tan sólo tiene en cuenta la esencia, la humanidad del hombre, prescindiendo de la pigmentación de su piel y de la forma de su nariz. Porque él está por encima de toda mezquindad, de toda prosopolepsia; Dios considera la substancia y no los epítetos más o menos pinto­ rescos o folklóricos. El rechazo de la prosopolepsia se traduce en los Evangelios en la absoluta indife­ rencia hacia toda distinción social, profesional o étnica y, en consecuencia, en el doble maximalismo de la caridad —extremismo, universalismo— que se encuentra en el origen de esta indiferencia. Pero, la paradoja moral podría formularse también en otros lenguajes filosóficos, aunque no les correspondiera. Se puede, por ejemplo, adoptar el lenguaje del relati­ vismo monádico: amar a alguien desde tal o cual punto de vista, bajo tal o cual enfoque o por deter­ minadas relaciones y, correlativamente, no amarlo en determinadas relaciones, e incluso detestarlo fran­ camente bajo estas relaciones; pues esto no es amor, sino burla; amar según ciertas situaciones y detestar según otras —dando por supuesto que en una amis­ tad el aborrecer del amigo es el contrapunto necesa­ rio— es, sin lugar a dudas, amar por amistad, pero es, a lo sumo, asegurar al amigo de su distinguida consideración; la amistad es un amor lleno de restric­ ciones circunstanciales que la motivan y la justifican, limitándola. Amar condicionalmente, mediante cier­ tas precisiones y discriminaciones, ¿no es acaso su­ bordinar el amor? Digamos incluso que la paradoja 59

moral está virtualmente implicada en la idea racio­ nalista de lo universalmente humano. El hombre, que es el sujeto moral de los derechos del hombre y de los deberes del hombre, no es el hombre conside­ rado como tal o cual, el hombre en tanto que esto o aquello o, sencillamente, el hombre en tanto que, sino el hombre pura y simplemente, el hombre sin otra especificación o precisión; el hombre sin quatenus. Y, en primer lugar, el hombre de los deberes del hombre es esencialmente el portador de la ley moral y de los valores en general, responsable de estos valores y de esta ley —lo cual no debe sor­ prendernos, dado que el deber en sí mismo no nos habla más que de esfuerzos y penas, de austeridad y privaciones. No me afectan mis obligaciones profe­ sionales y las ocupaciones que el horario y el calen­ dario limitan en el tiempo, sino una tarea infinita y siempre inacabada; y esta tarea indeterminada y sin límites de tiempo dura tanto como la vida y puede exigir el sacrificio de esta vida. La asistencia a un hombre en peligro me afecta no en tanto que pro­ fesor, bombero o monitor de natación, o represen­ tante de una determinada categoría social, la de los salvadores: me incumbe porque soy un hombre y el ahogado es un hombre como yo. Estos son los deberes más urgentes e imperativos. No intento com­ probar, antes de tirarme al agua, si el hombre en pe­ ligro es mi correligionario o tan sólo mi colega, si es de mi tribu o si pertenece al mismo club o al mis­ mo clan que yo... ¡No!, me lanzo inmediatamente en auxilio del hombre en peligro de muerte porque am­ bos tenemos la misma esencia y el mismo origen. Aquel que pregunta por qué y el que se cree obligado a explicar porque esto o aquello son tan desprecia­ bles el uno como el otro cuando ergotizan sobre la 60

asistencia a dar o a no dar a los seres que están en peligro. Yo no dejaría ahogarse al hombre que está en peligro de muerte con el pretexto de que una mi­ serable prosopolepsia, o una mezquindad criminal, me han disuadido de ayuda y asistencia. -—Asimis­ mo, el militante de los derechos del hombre no se entretiene en especificar las categorías sociales o pro­ fesionales que abarca su lucha; el hombre de los de­ rechos del hombre no es el hombre en tanto que; dicho de otro modo, los derechos de este hombre no son los derechos de un hombre considerdao como ciudadano, elector a contribuyente, o como viajero o como inquilino o como abonado a la telefónica o como usuario de los transportes colectivos, ni es tampoco la suma de todos estos derechos partitivos la que conformaría, en su conjunto, los derechos del hombre. Los derechos del hombre en general no son los privilegios que un grupo humano, más o menos cerrado, reivindica en relación a otro grupo huma­ no... V ¿son siquiera «derechos»? El «derecho* a vivir, el «derecho» a existir y a respirar, el «derecho» a la libertad son derechos elementales tan eviden­ tes que no tienen ni olor ni sabor; caen por su pro­ pio peso, y nadie debe a nadie ningún especial reco­ nocimiento por el regalo que cree hacer al conce­ derlo. ¡He aquí una paradójica excentricidad y, por ello, eminentemente moral! Soy, cuando menos, uno de esos «otros» para quienes se reclama la justicia y el derecho. |No soy excepción de la ley común, incluso si me favorece! ¿Tendrá la justicia que ser justicia únicamente cuan­ do se produce a mis expensas? ¿Qué se me otorgue mi derecho por vía de los deberes de otro? (Esto sería peor que una ridicula burla, sería un absurdo! No admito ser excluido personalmente de la comu­ 61

nidad jurídica y moral extensiva a todos los suje­ tos morales. Yo también, después de todo, soy un representante de la gran comunidad humana. No hay razón alguna (en el sentido racional) para exco­ mulgarme. No obstante, no cabe duda de que aquí hay un misterio... Esta chocante desigualdad, que la razón se niega a admitir, la hace plausible el pesi­ mismo moral: mi prójimo tiene sobre mí todos los derechos, y estos derechos son para mí otros tantos deberes, sin que pueda yo mismo sacar provecho al­ guno, ni extraer directamente de ellos mis propios derechos ni mi propio campo de acción; si tus dere­ chos esbozan en relieve mis deberes, la recíproca está lejos de ser verdadera y la propuesta lejos de ser re­ versible: tus deberes no son automáticamente mis de­ rechos; al menos no me corresponde a mí aplicarme semejante regla. Esta es, en consecuencia, la doble paradojalogía que rige los derechos y deberes del hombre. Ese amor, que ama la hominidad del hombre —y la ama con amor, no con razón—, que ama al gé­ nero humano como se ama a una persona, que ama incomprensiblemente a la persona-en-general, que ama al género humano encarnado en la persona y a la persona ampliada a las dimensiones de la huma­ nidad, ese amor es, evidentemente, paradójico. Como no existen sobre el planeta más sujetos morales que los hombres, un amor filantrópico es, necesariamente, un amor ecuménico y, si hubiera en el cosmos, ade­ más del globo terrestre, otros planetas habitados y en estos planetas, además de los hombres, otros seres dotados de razón, la filantropía se extendería hasta ellos, y yo empezaría a amarles fraternalmente. Toda comunidad que se encierra en sí misma puede con­ vertirse en clan entre otros clanes, en tribu entre 62

otras tribus. Pero la «comunidad» humana es, por propia definición, un superlativo; esta comunidad es la más amplia que pueda concebirse y ofrece al amor la máxima apertura; que es la de la universa­ lidad, ya que es omnilateral y coextensiva al género humano. ¡Y género humano hay tan sólo uno! La ley del todo o de la nada es la que prevalece en este caso. El universalismo no es del todo universal a no ser que no se dé la más mínima excepción. No hay más excepción que la del excepto yo, la injus­ tificable excepción a mis expensas, ¡el impenetrable misterio del sacrificio! Se trata a la vez del escánda­ lo de la teodicea y de la insoluble aporía de la antropodicea. Esta excepción confirma misteriosamente la universalidad que lógicamente debería contrade­ cir. Aparte la única, paradójica e irracional excep­ ción de la primera persona, el universalismo no tole­ ra excepción alguna; y ello por definición, pues, si hay una excepción en la pretendida universalidad ab­ soluta, es porque no es universal ni nunca lo ha sido. Una sola, una pequeñísima excepción, tan sólo una y no más de una, basta para abrir la primera fisura en la universalidad: la minúscula excepción es, efec­ tivamente, la fisura por la que se insinúa la discri­ minación racista, primero insidiosamente y a con­ tinuación irresistiblemente; la entreabierta fisura de­ jará pasar el torrente del racismo desenfrenado. En consecuencia, el universalismo moral, a priori y sin necesidad de enumerar los casos particulares, excluye toda discriminación y niega de antemano toda dis­ tinción incipiente, toda veleidad discriminatoria; la más sutil excepción es rechazada como absurda y con­ tra natura; es un grave insulto al hombre, una ame­ naza mortal para todos los hombres. Incluso entre las personas aparentemente más convencidas de la 63

igual dignidad, confraternidad, conciudadaneidad de todos los humanos, puede a veces insinuarse un im­ perceptible matiz desdeñoso» una impalpable dife­ rencia de tratamiento» es un matiz tanto más ofensi­ vo como más imponderable y tanto más injurioso como en términos más comedidos se exprese. Cierta condescendencia, apenas perceptible en el lenguaje o en los modales, revela a veces un racismo infini­ tamente más pérfido y ponzoñoso que él racismo nlás burdo; la discriminación racial pronto habrá dege­ nerado en segregación racista. La más mínima reser­ va, una restricción casi invisible, una brevísima duda o, inversamente, una amabilidad algo afectada, un sospechoso atolondramiento, un algo de exagerada prevención suscitan en nosotros un inexplicable ma­ lestar, las personas condescendientes son sin duda racistas mal curados.;. Y sentimos ganas de decirles: ¿a qué tantos miramientos? No se esfuercen, no se apuren; nada como lo natural y lo espontáneo. La preferabilidad incondicional del otro con res­ pecto a mí se resume en uqa primera paradoja que es también un primer matiz del desinterés: la abnega­ ción no tiene ni causa ni motivo racional. Pero el porque forma tan íntimamente parte de los mecanis­ mos del pensamiento y de la explicación que rea­ parece, bajo una u otra forma, para restablecer un equilibrio tranquilizador, ofrecer una compensación, una legalidad, un sentido explicable a los movimien­ tos gratuitos del corazón; la decisión del sacrificio no permanecerá demasiado tiempo inmotivada, irrecí­ proca o arbitraria. Irresistiblemente, nuestro incura­ ble racionalismo, o más bien nuestra necesidad de inteligibilidad, regenera la relación causal que justi­ ficaría, o al menos explicaría, el amor sin causas: ¡hasta tal punto nuestro lenguaje se resiste a renun­ 64

ciar a la categoría de la causalidad! l.° Ante una fi­ lantropía indeterminada y, en definitiva, inmotivada, muchos preferirían quizá una «filadelfia» basada en la consanguineidad y en una solidaridad muy vaga­ mente motivada: yo amaría a los demás hombres porque son mis «congéneres», porque son mis her­ manos o primos en humanidad. ¡La razón de amar radicaría entonces en este parentesco biológico o ge­ nérico! He ahí una razón con todos los visos de un pretexto... Razón simbólica y más bien metafórica. Se dice: es la voz de la sangre la que me habla en la aflicción de mis semejantes, de mis hermanos y hermanas criaturas... Pero tal sangre no es la sangre de las llamadas razas superiores, es la sangre de la vida humana en general, es la sangre que corre por las venas de todos los hombres. ¡No! ¡Un amor así no le debe nada a una fórmula sanguínea! 2.° Pero la causalidad reaparece bajo otro disfraz aún más sutil con el fin de hacer valer sus derechos: ¡Amaríamos incluso si la persona amada no lo mereciera, aunque no lo mereciera, precisamente porque no lo merece y sobre todo porque no lo merece! Sin embargo, una causalidad concesiva sigue siendo una causalidad, y el aunque es aquí un porque retroactivo. ¡Henos aquí ante el desafío cínico! Amar a propósito a los más abominables tunantes por la sola razón de que no lo merecen, preferir expresamente la miseria de los miserables, preferir en virtud de una predilección sis­ temática a los seres más despreciables, un verdugo nazi por ejemplo, no es una forma de amor gratuito, todo lo contrario. En el mejor de los casos, es un exceso provocador y, más probablemente, una ver­ gonzosa perversidad. 3.° ¿Podemos al menos decir: amo al otro porque no es yo, aunque sea como yo, porque es como yo sin ser yo, porque es mi seme­ 65

jante-distinto? ¡En relación al otro, el aunque y el porque coinciden! Esta interpretación dialéctica y reflexiva de las relaciones ambiguas entre identidad y diferencia explicaría quizá lo inexplicable del al­ truismo. Pero, entonces, ¿por qué el amor? ¡Otra vez sobra el por qué\ 4.° Vivir para el otro, sea quien sea este otro, y únicamente porque es otro —pode­ mos perfectamente decirlo cuando ya es decidida­ mente imposible evitar el porque... ¡Ya que no lo tiene fácil la etiología! Es el desinterés mismo el que se convierte entonces en motivación... la motivación de un altruismo inmotivado y el interés de un amor desinteresado; y es, al fin, la gratuidad misma la que se convierte en el resorte de un tipo insólito de etio­ logía. En otras palabras: en este caso, es la ausencia de causa la propia causa... Podemos llamar esta ausencia de causa el Otro, nombre, por así decirlo, anónimo que implica la relación infinita, la apertura sobre el porvenir y la incógnita: la causa sería enton­ ces el hecho inexplicable de la alteridad o, al menos, la desnuda alteridad del otro. Pero queda claro que la alteridad no es en sí misma una razón de amar; ¡no es una razón y mucho menos un motivo! El hecho del otro puede ser, para mí también, la razón de un temor o incluso de un odio. Al fin y al cabo, ¿acaso no existe un odio «desinteresado»? En el límite extre­ mo de la gratuidad, no hay sin duda nada más que el amor puro. Debemos concluir: la primera persona se lanza hacia la otra con un impulso previdente, espontáneo, que, lejos de dejarse imantar por un valor previo, crea él mismo este valor, y ello independientemente de toda consideración utilitaria y social, de todo mo­ tivo racional, de toda preferabilidad objetivamente fundamentada: es, efectivamente el amor mismo el 66

fundador, ya que es la fuente de la que brota toda legalidad. ¿Por qué ese amor del uno hacia el otro? Sí, ¿por qué? Porque es uno, porque es otro; porque es ella, porque soy yo. Porque... porque... Este obs­ tinado porque no es evidentemente una razón, ni una relación causal en la que la causa y el efecto, tan distintos uno de) otro, se articularían lógica y cro­ nológicamente el uno en el otro. Aquí se comprende mejor de qué modo el porque remite a sí mismo, de qué modo la causalidad se repliega sobre sí misma, de qué modo la causa se repite a su vez en el efecto: la relación circular del efecto-causa a la causa-efecto es, si no una tautología, sí al menos un círculo redu­ cido, en última instancia, a un punto; la antigua teo­ logía le daba a este punto el nombre de causa sui, causa de sí, y lo consideraba como el misterio cen­ tral de la creación divina. Ya que, debido a esta mis­ ma aseidad, el amor es divino. El quatenus (en-tantoque), del que aquí hablamos, es circular como la reciprocidad causal. El hombre de los derechos del hombre y de los deberes del hombre, el hombre del amor filantrópico es un hombre más allá de los qua­ tenus; no posee su dignidad de hombre como un pri­ vilegio especialmente conferido a su mérito o como una distinción otorgada en recompensa por los ser­ vicios prestados, las distinciones que destacan el dis­ tingo, semejantes en esto a cualquier discriminación, resultan de la prosopolepsia, y los «honores^ son a su vez atribuidos (o denegados) en función de la pro­ sopolepsia: pero el «honor» de ser un hombre no es honorífico sino como un modo de hablar; este honor excluye toda prosopolepsia, y nadie puede negarle a otro este honor sin destruirse a sí mismo y conver­ tirse en bestia. Es lógico, es decir, conforme al senti­ do común, el amar al prójimo en tanto que es esto o 67

aquello y el amarle tanto más cuanto mayores sean sus méritos, cuanto más loables hayan sido sus ser­ vicios; pero es paradójico el amarle sin tener en cuenta sus títulos ni sus méritos. La paradoja es amar al hombre no en tanto que tal o cual, por esto o por aquello; judío o griego, sino en tanto que nada, o mejor sin ningún en-tanto-que o, lo que viene a ser lo mismo, amar al hombre en tanto que hombre. Al igual que la causa sui, más allá de la cual no se puede llegar, la circularidad anuncia en este caso el último recurso y la suprema instancia. Amar al hom­ bre sin quatenus es amar simple y absolutamente; amar y punto. Cuando dos hombres desamparados, extraños y desconocidos el uno al otro, se encuentran en la in­ mensa soledad de un desierto o en el silencio eterno de las montañas, se miran y se saludan; entran en relación sin tener necesidad de ser presentados; se estrechan la mano sin más protocolo. Están solos en la naturaleza hostil, pero se conocen ya, aunque nunca se hayan visto antes; intercambian una pri­ mera palabra, y el viento, las rocas, la naturaleza ele­ mental les devuelven su eco. Esta palabra es ya en sí misma una bienvenida. Así es la palabra que el via­ jero solitario, perdido en la noche, le dirige a otro viajero solitario; así es la palabra que, más allá de toda mezquina prosopolepsia, el hombre dirige a otro hombre en el camino de la vida. En un mundo inhu­ mano, este saludo atestigua la fraternidad de dos ros­ tros y celebra el encuentro de dos miradas.

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3. Vivir para el otro, hasta morir por ello. Amor, don y deber. Más allá de todo Vivir-para-ti alude implícitamente, de una ma­ nera indirecta, a la posibilidad de la muerte. Pero vivir-para-ti-hasta-morir-por-ello, la segunda parado­ ja, da sentido explícito al sacrificio mortal y a la pro­ pio-muerte. Es un compromiso que nos compromete teórícaipente basta el absoluto. Esta segunda para­ doja ppijp en juego el grado de amor. Vivir hasta morir no tendría evidentemente sentido si el viviente, por su constitución OBlOiÓgfCa, fuera imperecedero, si fuera a priori incapaz de' morir (lp cual e,s absur­ do) y, en consecuencia, estuviera condenado a la in­ mortalidad: entonces, viviría para sus hermanos sin esfuerzo, sin mérito y sin riesgo, se dedicaría a ellos en cuerpo y alma tan fácilmente corno respira; la abnegación sería una función vital ó j‘jnayor ni me­ nor que la circulación'de I* sangre en las arterías; el sacrificio sería un acto simple como un saludo. Las palabras «sacrificio», «heroísmo», «valor»’, «vir­ tud» no tendrían sentido alguno... A menos que él suplicio de la vida eterna, incomprensiblemente, fue­ ra a su vez esa muerte, esa eternidad atormentada, esa condenación a la lpz del mediodía — ¡ése infier­ no! «Muero porque no muero» decía Santa Teresa. Entonces diríamos, como Emilia Makropulqs, pror tagonista de Capek y Janacek, condenada a yiyir eterr namente por e} elixir de su padre: «Suerte tenéis vosotros, quienes vais a morir». El hombre es un ser débil y vulnerable en el que la muerte puede pene­ trar por cualquier instersticio de su organismq, insi­ nuarse por el más mínimo poro de sus tejidos,.. Es­ ta precariedad de la vida humana se llama finitud. Y es la desproporción entre la finitud de! ser y la 69

inmensidad del deber la que explica la segunda pa­ radoja. Hay en la muerte una dimensión que se nos escapa y siempre se nos escapará. Esta aporía nos remite a la misteriosa, a la insoluble contradicción que opone el pensamiento a la muerte: el pensamien­ to tiene rázón contra la muerte, porque tiene con­ ciencia de ella; pero la muerte puede con el pensa­ miento, puesto que niega al ser pensante. ¿Acaso un ser pensante-mortal, mortal en tanto que ser, in­ mortal por su pensamiento, no es en sí mismo una especie de híbrido inviable, la encamación de una paradoja? El pensamiento, en cierta medida, englo­ ba la muerte, pero la nada opaca de la muerte englo­ ba al ser pensante en su noche. ¿Cómo explicar esta contradictoria reciprocidad? Y, asimismo, ni el de­ ber ni el valor ni la acción moral tienen sentido en un aniquilamiento definitivo, no tienen conceptos, ni tienen lenguaje para dar cuenta de ese no-ser; no co­ nocen más que la plenitud y la continuación infinita del ser más allá de la muerte. ¡Y, sin embargo, el agente, es decir el sujeto de la acción, es ridicula­ mente mortal! ¿Cómo un ser finito, limitado en el tiempo y en sus poderes, puede asumir un deber infi­ nito? Esta tarea desmesurada es una tarea imposible a priori, una carga que los humanos hombros no pueden soportar. No, éste no es un programa real­ mente serio y realista para los hombres. —Y, si­ guiendo en la misma línea, ¿cómo puede un ser fini­ to amar con amor infinito? Responderemos: deposi­ tando todos sus recursos en el amor... El que ama sin límites, el que ama intensamente, constante, infa­ tigablemente, ama quizá hasta la locura, pero no hasta el infinito: ¡es tan sólo un hombre! Y, si enlo­ quece de amor, es porque su corazón es demasiado pequeño y demasiado estrecho para una infinita em70

briaguez. ¿Acaso los recursos del amante no son limitados? Se puede morir de amor, morir de amar... El que ama hasta el infinito encuentra la muerte en su camino. El amor es fuerte como la muerte: es decir que es a la vez más fuerte y más débil —sobre todo más débil... ya que, en definitiva, el amante no sobrevivirá. La ambigüedad se inclina hacia el lado de la miseria... Y, en resumen, ¿cómo un ser finito puede entregarse infinitamente? Dios, sí. El, sí, puede. En cierto modo, ésta es su definición, se­ gún Plotino: el Uno, es decir el Absoluto, da sin contar: lo que ha dado lo sigue teniendo —y es una paradoja— ; cuanto más da, más rico es — ¡y es un milagro, un cuento de hadas!—. Su generosidad es inagotable. Está más allá de la alternativa: es decir que ignora toda mezquindad, toda penuria, toda ci­ catería. Tal como lo ha mostrado sutilmente JeanLouis Chrétien, esta paradojalogía no tiene el mismo sentido en las Eneadas que en el cristianismo.4 Sea como sea, el hombre no es Dios: lo que ha dado, ha dejado de ser suyo; lo que ha dado es ya carencia: sus imprudentes prodigalidades deben salir o rete­ nerse en su haber, sustraerse de su crédito o deducir­ se de sus riquezas. El ser finito, sometido a las tris­ tes leyes de la miseria y de una aritmética despiada­ da, sabe que no puede contar ni con una eterna ju­ ventud ni con la reproducción infinita de sus tesoros. Tendrá que resignarse al racionamiento; acecha an4. Jean-Louis Chrétien nos invita a dsitinguir una dona­ ción realmente generosa, que sacrifica su bien más precioso, y una generosidad en cierto modo indeferente que, como la difusión de la luz, es destello imperturbable y superabun­ dancia, pero ignora la tragedia del sacrificio. («Le Bien donne ce qu’il n’a pas», «Archives de Philosophie», 1980, T. 43, págs. 263-277.)

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gustiado la disminución de sus recursos, el agota­ miento lamentable de sus fuerzas vivas. Sin embargo, hay en el corazón del hombre una ambición moral que protesta loca y desesperadamen­ te contra la evidencia de la debilidad y de la finitud. Desafiando la verosimilitud, el agente moral nd duda en declarar: querer es poder. ¿Se trata de una para­ doja, o de la esperanza en un milagro que posibilite lo imposible? El imperativo del sacrificio infinito y del desinterés absoluto no reconoce en principio (es decir teóricamente) límite alguno, no admite restric­ ción alguna. Al enunciar la primera paradoja (vivir para otro, pero sin morir por ello), decíamos que lo paradójico de esa paradoja consiste en la exclusión de todo porque, de toda causalidad o de toda moti­ vación; el desinterés filantrópico le vuelve la espalda a la parcialidad y desdeña la prosopolepsia tanto co­ mo el folklore; su único objeto es la austera desnudez de lo humano; en oposición al amor cerrado, que se complace tan sólo en el jardincillo de su pequeña parroquia o en su minúscula cofradía, el desinterés filantrópico es esencialmente el amor abierto. El se­ gundo desinterés es desinteresado sobre todo en re­ lación al ser propio del sujeto. De ahí la prueba des­ garradora e incluso sangrienta, de ahí la viólenla ini­ ciación que se llama sacrificio. El sacrificio pb es la simple renuncia a esto o a aquello, el sacrificio es el desgajamiento de todo el ser de lá totalidad de su ser. Decir sí al no-ser es una decisión inconcebible que la voluntad asume en cierto modo extáticamente. Al primer éxtasis, por el que el yo abría de par ert par las puertas de su corazón y se extendía hasta los límites del universo, oponemos el segundo, pbr el cual el alma se desencaja dolorosamente de los goz­ nes de su ser-propio. La generosidad del primer des72

interés era la de un corazón ecuménico, que acoge a todos los hombres sin pedirles pasaporte y que les dice: pasad todos, en mi casa hay lugar para todo el mundo —y que ni siquiera conoce el empleo de la conjunción quatenus. Y en cuanto al desinterés des­ garrador, más, bien ignora el adverbio hactenus que significa: hasta aquí, pero no más allá; hasta este punto, pero no más lejos. 4. Todo o nada (opción), del todo al lodo (conver­ sión), el todo por el todo (sacrificio). Con toda el alma Las determinaciones circunstanciales —grado o «porcentaje», intensidad, duración, posología y cro­ nología— a las que se refiere el adverbio hactenus, pierden validez cuando se trata de moral; no necesi­ tan ni especificarse ni estipularse, antes al contra­ rio, semejante estipulación sería más bien injuriosa e irrisoria a partir del momento en que el imperativo categórico del deber o la exigencia imprescriptible del amor están en tela de juicio. Decíamos: el hom­ bre es un ser finito al que le incumbe un deber infi­ nito y que ama a su prójimo con amor infinito. De­ mostremos cómo el hombre moral, obedeciendo a este imperativo radical, compromete el todo o nada, se convierte del todo al todo, juega el todo por el todo. La ley del todo o nada, según el estoicismo, rige el reino de las virtudes, que se encuentran todas en cada una, y gobierna la sabiduría misma, reina de este reino. La ley extremista del todo o nada tiene como consecuencia inmediata la igualdad de las fal­ tas que es, en la Paradoxa de Cicerón, la tercera de las seis paradojas estoicas: lea xd xaxop6cí>|jurra. Un 73

pecadillo es un pecado grave y viceversa: pecado venial, pecado mortal vienen a ser lo mismo; el que ha llegado más cerca del fin y el que está más lejano a él, uno y otro, han fracasado: no existe el punto medio; ¡ambos están en el mismo caso! Hay toda una extravagante aritmética, que desprecia el progreso moral, en la intransigencia del todo o nada: las rela­ ciones del grande y del pequeño, del más y del me­ nos se han invertido, trastornado; las categorías de espacio, tiempo y cantidad quedan subvertidas. Pero la paradoja de la igualdad de las faltas, al igual que los reveses de las Bienaventuranzas en el Evangelio, puede también tener un significado intencional, ya que, en el mundo de las intenciones, del deber y del amor, esta paradoja, antes que un juego, es la verdad cotidiana de nuestras vivencias. En primer lugar, la gran ley simplista y simplificadora del todo o nada convierte en ociosas y caducas las gradaciones del más o menos. Mientras se trate de tareas y obliga­ ciones, y de su remuneración, el poco y el mucho pueden dosificarse, pesarse, medirse, compararse, es­ calonarse, pero ante ese movimiento del corazón, ante ese impulso indiviso llamado la intención, el poco y el mucho se muestran equivalentes o, mejor, indife­ rentes. El principio del todo o nada, que pone la cantidad en segundo plano, sólo le da importancia 'a la calidad de la intención; para él se trata de to­ marlo o dejarlo. No tiene tiempo de pesar y sopesar los motivos, no se preocupa de contar las gotas, los gránulos y los céntimos. ¡No se pierde en detalles! Se muestra magníficamente negligente en cuestión de posologías. No es un tendero, sino un gran señor. Se ciñe a las aproximaciones y a las grandes opciones esenciales. ¿Acaso la intención del que ama no es siempre total y completa? ¿Siempre indivisible? El 74

principio del todo o nada se contenta con saber si el corazón está o no está.
£üe$ tíhá pequeña impureza es ya una gran, una mortalirtiptíreza... La más mínima reserva en estas ma­ terias, la más fugitiva restricción, arroja una grave duda sobré la sinceridad del sentimiento: ¿acaso no es ya la manía del distingo el camuflaje de una sos­ pechosa reticencia y la tapadera de una mala volun­ tad, de una voluntad quebrada? Estas mezquindades, estas sutilezas traducen las precauciones de un aficio­ nado y no los impulsos de un amante apasionado. El amor partitivo y parcial ama con la puntúa del alilia, al igual que las promesas verbales y superfi­ ciales prometen con la punta de la lengua... La in­ transigencia amorosa es característica tanto del de­ ber comd del amor: amor y deber no admiten con­ dición restrictiva alguna ni de tiempo ni de lugar; ni de grado, ni de plazo. De derecho o teóricamente —es decir, independientemente de la cuestión de sa­ ber si es posible o no—, el amor y el deber sólo conocen un grado, el superlativo; un solo tamaño, el máximo; una sola filosofía, el maximalismo; una sola tendencia, el extremismo. Este compromiso de la persona entera en el amor o en el sacrificio se cumple bajo la forma, más sorprendente todavía, de la iniciación y de la con­ versión: el imperativo del todo o nada se convierte entonces en una conversión del todo al todo. En prin­ cipio y en última instancia, el Bien resume la exi­ gencia superlativa del deber, al igual que el amado encama el imperativo extremo, el imperativo abso­ lutista del amor, y los demás valores no tienen valor por sí mismos si no es en relación al amado; sin él, nada vale la pena. Exige, el muy infinitamente exi­ gente, que le amemos con todo nuestro corazón y no con un amor compartido, no con una cuarta parte de corazón, con una sola aurícula o con un solo ven76

trículo. ¿Podemos quizá incluso hablar de una rela­ ción del amante con el absoluto? La idea de relación implica el punto de vista, es decir la unilateralidad del quatenus o del hactenus. La conversión del alma total, predicada por Platón en el séptimo libro de la República, y a continuación por Plotino, sugiere una identificación de esencia más que la institución de una relación unilateral o partitiva; el Evangelio mis­ mo confirma la palabra tan frecuentemente pronun­ ciada en el Deuteronomio y que se considera como el primer mandamiento de toda la Ley. Bergson re­ nueva su sentido cuando reencuentra en la paradoja de la libertad esa relación irrelativa de la conciencia consigo misma. —El acontecimiento revolucionario de una vida nueva implica la renuncia de la vieja vida y es incluso una misma cosa con esa renuncia. El prisionero vuelve hacia la luz del sol no sólo su mi­ rada, ni sólo su cabeza, sino su cuerpo entero, y no se vuelve tan sólo unos pocos grados o en ángulo agudo, como un sectario que diverge un poco de los demás sectarios, sino que da inedia vuelta, vuel­ ve la espalda y toma la dirección diametralmente opuesta: es un viraje radical; no es que tan sólo lo simule, como lo haría un fanfarrón quien, creyén­ dose en el teatro, gritara «¡bravo!» y «¡adelante!» y luego, tras haber saludado con ampuloso gesto del sombrero a las verdades inmortales, se quedara inmó­ vil, plantado como una estaca; es que, uniendo el gesto a la intención, se levanta y camina efectiva­ mente hacia la luz del día al encuentro de los peli­ gros y de la verdad: no se contenta con decir que lo hará, en las calendas o en la próxima ocasión, sino que lo hace pura, simple e inmediatamente. Del mis­ mo modo, el hombre apasionado de verdad se con­ vierte a esa verdad y se convierte con una conver­ 77

sión ( é*tcrcpo
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Cf. IV, 436 b. Aristóteles, Etb. Nic.

es el único fin, y la economía la única ley. Pero to­ dos estos conceptos pasan a ser ridículos al tratar de la obligación moral. Sin embargo, son suficientes para aquellos a quienes Kierkegaard denominaba los cristianos de misa en domingo... ¿Acaso una vez por semana no es una periodicidad de lo más razo­ nable y una promesa de equilibrio para la compla­ cencia bien pensante? Pero, precisamente, las satis­ facciones que procura una buena media regular a la buena conciencia bien contenta y bien pensante, son satisfacciones que desprenden un fuerte olor a hipo­ cresía, es decir a moho y no tienen que ver con la virtud más de lo que la gimnasia bien dosificada lo tiene con el ascetismo. Cuando el hombre del deber es hombre de una obligación concreta, cronometrada y administrativa, puede concebirse que diga de pron­ to ¡basta! ¡Hasta aquí, pero no más allá! En efecto, traspasado un determinado límite, el hombre ya no es deudor de semejante deber y el responsable deja de tener responsabilidad; por su misma rigidez o, cuando menos, por su rigor, la estricta obligación puede parecer compatible con semejante compartimentación. ¡Pero el deber moral no lo es, ni mucho menos el amor! Nuestro prójimo quiere ser amado con la mayor constancia, la mayor fidelidad, la ma­ yor intensidad posibles tanto como lo permitan los recursos y las fuerzas del amante, ¡incluso más allá de sus recursos y de sus fuerzas! Un amor que pla­ nifica de antemano su propia empresa amorosa y sus progresos amorosos, que ama al amado a partir de tal o cyal nivel, o hasta un cierto punto (!), o, dicho de otro modo, que deja de amar a partir de ese pun­ to, este amor es una parodia del amor y, en conse­ cuencia, no ama a nadie; se trata de un alma tibia y de poca fe. ¿Cómo calificar al amante presuroso 79

que, teniendo una cita con su amada, dice de ante­ mano: la esperaré hasta las seis de la tarde, no más? Aquel que, al vivir el eterno presente de su amor, se sitúa desde el primer momento fuera de él, y acep­ ta alegremente su propia desafección, no es un aman­ te sincero. — El amante apasionado, situado en el seno de este eterno presente, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, esperaría incluso hasta el fin del mundo si fuera necesario y más allá del fin de los tiempos, si pudiera. Su pacien­ cia es infinita. No sabe qué es un retraso. El amante apasionado no mira el cronómetro. El amor no cuen­ ta ni los céntimos ni los minutos; no regatea, no co­ mercia. Tolstoy lo sabe tan bien como Kierkegaard: ser un cristiano dominguero —de los domingos por la mañana de once a doce— es la única ambición de los burgueses de la parroquia. Pero León Tolstoy nunca ha renunciado a ser un cristiano de la vida cristiana, es decir, un cristiano de la continuidad cris­ tiana... ¡Que sean bendecidos y santificados no sólo los días de fiesta, sino también los laborables y todas las horas de todos los días y cada minuto de cada hora y cada instante de cada minuto; que la vida en­ tera en su plenitud y en los más humildes detalles de su duración sea una fiesta constante; que la tempo­ ralidad sea toda ella festiva en su cotidianeidad, in­ cluso en lo infinitamente pequeño de las comidas dia­ rias y en los vacíos del sueño. Contrariamente a Aris­ tóteles, Tolstoy hubiera admitido de buen grado una santificación de la inconciencia nocturna y de la ino­ cencia infantil. Una fiesta continua es agotadora y una santificación de todos los instantes, quimérica; ¡pero la desesperación de Tolstoy era tanto más pro­ funda! Tolstoy no se remite a los métodos de la Fi­ to

localia • para asumir en su corazón la continuidad y la serenidad de la plegaría ininterrumpida. El extremismo es sistemático por profesión, pero el amor y el deber son extremos por vocación. El extremismo profesional se instala burguesamente en sus ultranzas como si comerciara con ellas, pero el amor extremo mira al horizonte e incluso, más allá del horizonte ( éxéxstva ), al infinito... Y Platón di­ ce, por su parte, que el Bien no sólo hace presente (xapetvai) el conocimiento de los connoscibles, sino que además hace set ( icpooelvat ) los cognoscibles, dándoles el ser y, con el ser, la esencia de este ser ( xo Blval te xai tV)v oúoíav), al estar el Bien mismo, por su dignidad moral y por su potencia creadora, infinitamente más allá de la esencia (¿xéxetva tíjc o6o(ac 7cpeo$e(<j xat Sová|iEt úxepé^ovroc).67 Demonía­ ca hipérbole, exclama Glauco en el sexto libro de la República, invocando a Apolo, dios del sol, y semejante exclamación no es tan sólo humorística, ya que Platón establece, en ese mismo libro sexto, la correspondencia analógica del sol y del Bien, de la luz y de la verdad: al menos en este punto, Platón no se asocia demasiado a la condena de la desmesu­ ra ( úSpn ), condena que da unanimidad a la trage­ dia griega, a la poesía gnómica y a la sabiduría grie­ ga en general; pero la mediocre desmesura de los tiranos no tiene nada en común con la hipérbole pla­ tónica... En esto, Platón sería el primer neoplatónico o, mejor dicho, ultraplatónico, ya que nos remite, 6. Ver principalmente Syméon «Le Nouveau Théologien», en Petite pbilocdie de la priére du coeur, éd. J. GouiUard, Cabier du Sud, págs. 173-174 y págs. 118, 136. 7. Rep., VI, 509 b.

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como Plotino,8 a una trascendencia supraesencial úxepo'vTíu; aotóc); y Plotino dice además: el Bien es más que bello ( úxépxaXoc) y reina en el mundo in­ teligible por encima de las cosas más excelentes (ixéxsivo tq)v dpíotíuv jlaaiXeú<üv Iv t<¡ rel="nofollow"> voT]t
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será controvertible. También las religiones se las arre­ glan para adaptar a un horario las obligaciones y las prácticas de sus fieles. ¡Hacteruis!, decíamos al hablar el lenguaje de una conciencia administradora de sus recursos y de sus fuerzas. ¡Hasta aquí, pero no más lejos! Esto es lo que arbitrariamente decide el sabio y prudente gestor del estricto deber. Hactenus per­ tenece efectivamente al vocabulario de las casas co­ merciales y de los comerciantes ocupados en merca­ dear. El trabajador concienzudo, para tranquilizar­ se, aparenta no ver diferencia alguna entre el deber que es infinito y las tareas que pueden programarse o graduarse. Pero el deber no es una tarea. Aquí, hay que elegir entre todo o nada. Con mayor razón, el deber que me incumbe en nombre de los valores in­ temporales no tiene en cuenta la muerte, es decir, el obstáculo por excelencia, ya que la muerte, a prime­ ra vista, parece una contingencia física y literalmente indiferente; la muerte, contingencia natural, abrevia el tiempo y, sin más explicación, el designio infinito de la voluntad moral; en cambio, el deber, exigencia ideal, ignora de pleno derecho esta ciega limitación que la muerte impone de hecho a nuestra vocación: ¡el deber nos da trabajo para la eternidad! Su fun­ ción no es la de ponemos en guardia contra el peli­ gro de agotamiento y el peligro de muerte. Pues, si la legislación moral, si los valores morales son eter­ nos, ¿cómo pueden ser mortales el portador de seme­ jantes valores y el sujeto de dicha ley? A pesar de todo, precisemos: la muerte misma no es un simple accidente empírico, un impedimentum fortuito; la muerte es nuestro destino; ...un destino que no nos destina a nada, que nos destina a un no sé qué des­ conocido e incognoscible que creemos entrever otor­ gándole el nombre de destino. La muerte es un miste­ 83

rio, nuestro misterioso destino: la incomprensible co­ lisión de un deber infinito y de una muerte absurda está, sin lugar a dudas, en cierto modo, en la subli­ midad del sacrificio. Pero, si el hactenus es ya sórdido y mezquino cuando es la ley de una conciencia administradora preocupada por amañar su propia tarea y siempre tendente a ponerse en huelga y a mercadear con su esfuerzo, el hactenus es con mayor razón una bufo­ nada cuando el amor se lo aplica a sí mismo... una lamentable bufonada... O, mejor aún, hactenus es una excusa y un pretexto de la mala fe. Este hasta aquí es de hecho un sofisma espacial. El amor — ése, naturalmente, que es «hijo de la bohemia»— tiene como única ley la espontaneidad; la espontaneidad y la inagotable generosidad; y, extrañamente asociado a esta generosidad, el deseo insaciable. Del mismo modo que el ser no implica analíticamente el dejar de ser (pues no hay razón alguna, fuera de la violencia, para que el ser deje de ser), tampoco el desamor está, en ningún momento, directamente implicado en el amor; el puro amor no encuentra en sí mismo y por sí mismo la razón de desprenderse; encuentra esta razón en factores extrínsecos. Precisemos, a pesar de todo: hay una gran diferencia entre la continua­ ción del ser y un impulso de amor; el ser es tenaz, pero el amor es vivaz. Más sencillamente, el ser es inexterminable, la nihilización del ser en general es un sinsentido y una contradicción, y es absurdo pre­ tender concebirla; el ser, puesto que es intemporal, no implica, sino que excluye a priori y lógicamente la negatividad del no ser y de la muerte; el ser para perseverar en su ser, es decir, para «conservarse», no necesita esforzarse: le basta con el principio de iden­ tidad; a la nada le opone estáticamente su indestruc84

tibie plenitud en acto y su inercia inexpugnable, ya que el ser no pide, en su «tautosia», sino el seguir siendo. Allí donde está el ser no hay lugar para el no-ser: así lo exige el absurdo de la contradicción... Pero es, si no contradictorio, al menos contra natura que un amor sincero encare a sangre fría su futura desafección: tal negación sería más que un absurdo un escándalo. Vuelto hacia la plenitud de la positivi­ dad vital, hacia la afirmación y la perpetuación de la vida, el amor protesta violenta, desesperadamente contra lo que le niega; el amor se agarra con todas sus fuerzas a la existencia, ya que su dinamismo dice no a todo límite; el ser niega la negación llamada no-ser, pero el amor apasionadamente, rechaza el odio nihilizador. No quiere morir. Y patalea impa­ ciente. El amor reta la muerte hasta el punto de llegar, en el desafío, a su propia perdición. O más exactamente: el amor se rebela contra el escándalo de la muerte y contra la amenaza que la muerte hace pesar sobre el ser amado; pero el impulso amoroso, sin embargo, no es tan impetuoso como para superar la muerte. El amor es más fuerte que la muerte, pero la muerte es más fuerte que el amor: el amor y la muerte son, pues, no tan fuertes el uno como la otra —ya que estarían en equilibrio y se neutralizarían recíprocamente—, sino más fuertes el uno que la otra — lo cual es contradictorio y engendra una si­ tuación inestable y desgarrada, dramática y literal­ mente insoluble; no una situación dialéctica, hablan­ do en propiedad, sino más bien una especie de reci­ procidad incomprensible; una alternancia convulsiva y crispada; un conflicto apasionado llevado al paro­ xismo de la tensión: el amante muere de amor, pero el amor triunfa al sucumbir. El amor y la muerte tiran cada uno de su lado y se disputan nuestra car­ 85

ne desgarrada y palpitante. El amor no posee el po­ der mágico de arrancar al amado de las garras de la muerte pero, sobre todo, no inmuniza al amante contra el agotamiento ni siquiera contra la simple fatiga. Su omnipotencia es bastante metafórica. El amor es a la vez más fuerte y más débil que la muer­ te. ¿Cuál de los dos tendrá la última palabra? ¿Hay tan sólo una última palabra? ¿No será, quizá, que la palabra final es, en el infinito, la penúltima?... Los poetas y los místicos se quedan a veces en este inte­ rrogante, que es también una esperanza y que señala con el dedo a un horizonte lejano. Ciertamente, el hecho de la finitud está ahí y este hecho, antes o después, hará llegar el letal porvenir. Pero el apla­ zamiento siempre posible de la muerte y la indeter­ minación de la fecha fatídica parecen mantener, si no eternamente abierta, al menos indefinidamente en­ treabierta la puerta de la supervivencia y la carrera del amor. Mors certa, hora incerta ésta es la fórmula del resquicio de la puerta... El Quod es implacable, pero el Quando sigue entornado; y esta humilde li­ cencia basta para que el amor haga como si la necesi­ dad de morir no estuviera ella misma asegurada: la indeterminación de la fecha matiza la calidad del Quod. El amor utiliza inocentemente esta ambigüe­ dad y la semi-indeterminación que de ella resulta. ¿La posibilidad de un aplazamiento sine die no autoriza acaso las más locas esperanzas? Ningún juego está hecho ni nada se ha consumado mientras el día y la hora sigan en suspenso. El deber y el amor son, al menos desde este pun­ to de vista, análogos y comparables: quieren siem­ pre más de lo que quieren, quieren siempre otra cosa. Y uno se siente tentado de decirles, puesto que nada les satisface, que no saben lo que quieren. 86

Apliquemos ahora al deber, y sobre todo al amor, la paradojalogía de la divina hipérbole. Un amor que decidiera de antemano «frenar gastos», suceda lo que suceda, en tal o cual momento, ese amor, no es amor: ese amor es un sórdido cálculo y una despreciable caricatura. ¿Quién puede decir: ya es suficiente, o: basta? La divisa del amor, al contrario, es: ¡Nunca es suficiente! ¿«Frenar»? ...¿Con qué derecho, por favor? El amor nunca nos ha dicho si convenía fre­ nar, ni cuando, ni en qué momento, ni a qué hora, ni en qué punto; ni porqué en tal momento mejor que en tal otro, ni a partir de qué grado de fervor es preferible interrumpir el crescendo amoroso. ¿Fre­ na? ¡No hay que frenar nunccA Ni para respirar, ni para sobrevivir... Dejar de amar es un crimen. El amor ignora las dos palabras ¿vá-po) oxijvat, —dos palabras que serían, en boca de un enamorado, las palabras de la dimisión; no reconoce expresamente la necesidad de frenar, ni siquiera admite su acep­ ción. Incluso cuando de hecho es necesario, tarde o temprano (y volviendo la mirada), acabar frenando, la determinación anticipada y unívoca de un máximo, en el hombre demasiado apresurado, es un índice de mala voluntad; una clandestina complacencia en la derrota; una capitulación. El testigo y el espectador, sociólogo, educador responsable o terapeuta, tienen sin duda el derecho e incluso el deber de predicar la «moderación», en la medida en que son terceros en relación al conflicto de deberes; pero, en la medida en que yo mismo estoy comprometido en un conflic­ to, en que yo mismo soy personalmente el agente mo­ ral no debo usurpar la óptica del árbitro. La única medida del amor, decía San Agustín, es amar sin medida; mejor aún: la ausencia misma de medida es la medida. Aplicado al amor, el [M)íév 87

de Solón y de Teognis es risible; hay que decir más bien: ¡nunca bastante, nunca demasiado\, ¡siempre más! Que no se disgusten los sensatos y los gnómicos, la palabra «exceso» no tiene sentido cuan­ do se trata de amar: al igual que el amor, el impera­ tivo moral desborda indefinidamente su actual lite­ ralidad. La desmesura no podría ser objeto de prohi­ bición cuando se trata de amor. Y por ello la fobia de un amor «inmoderado» implica ya una restricción injuriosa, una ridicula tacañería, una especie de sor­ didez de tendero. A partir del momento en que el amor deba ser dosificado deja de ser un imperativo anhipotético para pasar a ser una prescripción con­ dicional; ya no es la ley moral, sino que, como los medicamentos prescritos mediante receta, depende de su posología. En materia de amor, la pregunta «cuán­ tas gotas» no tiene sentido y las precisiones cuanti­ tativas en general son absolutamente ociosas. Simeón, el místico anteriormente citado, dice de la plegaria lo que nosotros decimos del amor: «No os metáis en la cabeza que habéis superado la medida de la fati­ ga y que podéis reducir la plegaria...».10 Las pala­ bras fatiga, exceso, ultranza, carecen de sentido aquí: el amor las abandona a la timidez pequeñoburguesa; no tiene miedo él de superar la medida ni de fran­ quear el límite: el límite retrocede con la fuerza de su impulso. El ímpetus amoroso no quiere saber nada del regulador que, llegado el caso, compensaría sus desafueros; su única ley es el siempre-más, que se exalta y se embriaga a sí mismo como un furor sa­ grado: su única ley es el frenético crescendo, y el accelerando y el precipitando, que llega al vértigo y acaba finalmente por volarlo todo. 10.

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Petite Philocalie, pág. 174.

De hecho, el siempre-máí no puede distenderse hasta el infinito, puesto que el amor infinito con su abnegación infinita tiene necesariamente por sujeto a un ser finito: mucho antes de haber alcanzado el supremo límite de la abnegación, el ser del amante está ya nihilizado; la muerte, que es el término últi­ mo de la mortificación, ha inmolado al amante y, con el amante, al amor mismo. Hablando el lenguaje pa­ radójico de la Primera a los Corintios: la sabiduría del mundo es locura para Dios y recíprocamente: XO

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¡Cosa que evidentemente no es una respuestal ¿Tiene semejante quiasma valor de explicación? Platón, en Fedra,n habla de una locura de amor: jiavlav fdp ttva ¿
244a.

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morir de amor! Se puede amar hasta morir, ésta es la contradicción intestina más demencial, incluso ab­ surda, y, en ciertos casos, sublime. Para decirlo todo, es el insondable misterio del amor —misterio tan insondable como insoluble. La buena voluntad al­ truista y el amor exigen que vivamos para otro hasta nuestro último aliento y hasta la última expiración de nuestra respiración, hasta la última gota de nues­ tra sangre y hasta el último glóbulo de esta última gota, hasta el último sístole y hasta el último diástole. Así es el vértigo del amor que llega a bascular en el vacío, el vértigo del amor delirante titubeando en el borde del no-ser. El último suspiro es un sus­ piro tras el cual ya no hay otros suspiros. Además, así como la desesperación contiene la esperanza mer­ cenaria si todavía cuenta con su futuro, también es sospechoso el sacrificio si sacrifica la vida entera hasta el penúltimo suspiro —el penúltimo tan sólo— , exceptuando el último suspiro. Entre el instante pe­ núltimo y el instante último, por poco que se dis­ tingan el uno del otro de un modo apreciable o se sucedan el uno al otro, el ego tiene tiempo de reen­ contrar su seguridad; el más mínimo hilillo de vida hace saltar todos sus proyectos, instigar todos los cálculos, justifica todas las aspiraciones y todas las segundas intenciones. Aquel que quiere preservar ex­ presamente su último glóbulo ha elegido el lado de acá y le ha dicho no al sacrificio. Basta con que un cálculo inconfesable haya aflorado súbitamente en la buena voluntad: la buena voluntad se ha convertido en su contraria. Basta con una imperceptible reticen­ cia, con un matiz apenas susurrado, con una tímida veleidad de aplazamiento para que la pura voluntad desinteresada que el propio interés ha tentado se con­ vierta en impura y débil. Una buena voluntad abso90

tatamente buena no alimenta reserva alguna; su acep­ tación del sacrificio es límpida y sincera, al cien por cien. Pero una voluntad casi buena no es más que una veleidad; en este caso, la aproximación del casi nos revela, en el lugar de la gran buena voluntad, una débil y minable voluntad de cuatro cuartos, o lo que es peor: nos revela una mala voluntad clandestina oculta en los flancos de la buena, una mala volun­ tad que es la subvoluntad de la buena, que es la se­ creta malquerencia y la benevolencia exotérica... A menos que la mala voluntad misma no esté simple­ mente disimulando una voluntad. ¡El ambicioso ha reencontrado su seguridad! 5. Los tres exponentes de la conciencia. Debate o coincidencia del interés y del deber: el insustituible cirujano; deberes para con los seres queridos Al buscar la omnipresencia omniausente de la moral, la descubrimos bajo la forma de los tres ex­ ponentes de conciencia. Más acá de todo exponente existe tan sólo el instinto vegetativo simple e indivi­ so: el instinto pre-egoísta, al no sospechar siquiera la posibilidad del desdoblamiento altruista, todavía no se ha crispado sobre sí mismo; nunca antes había puesto en duda la evidencia del placer. ¡Sin con­ ciencia, a fortiori tampoco hay casos de conciencia! La primera conciencia, más allá de esta inconscien­ cia, es de algún modo una reflexión sobrenatural que reniega las evidencias sensuales: renegar no tiene en este caso un sentido repetitivo, sino reflexivo; más allá del yo, que ni tan siquiera tiene conciencia de sí, se interesa por la existencia del otro que es objeto de amor; en el horizonte del ser bruto, descubre el 91

debiendo-ser, que es la tarea gratuita del hombre mo­ ral; esta tarea se llama deber. Se aprehende la pri­ mera conciencia por el hecho paradójico de que las evidencias sensuales no se dan en absoluto de por sí. La segunda conciencia, en cambio, ha aprendido ya,„ ¡Este es el «cinismo»! «Reflexión» en segunda potencia y paradoja sobre paradoja, el cinismo profesa y asume expresa y escandalosamente esa adhesión a la evidencia trivial que el idealismo negaba... ¡Algo tiene de provocador este modo de asumir totalmente el egoísmo y el
la conciencia de la superconciencia: el desdoblamien­ to y, con él, la alternancia histórica del ahora eso... ahora lo otro no tienen fin. Pueden concebirse situaciones privilegiadas en las que la aporía se resuelve de antemano, antes de ha­ ber creado el problema: existe conciencia, pero no casos de conciencia. Así, por ejemplo, el insustituible cirujano tiene la feliz suerte de poder decirse (inclu­ so cuando sus móviles ocultos no sean del todo des­ interesados): me debo a la humanidad entera; me está prohibido exponer inútilmente mi insustituible persona, malgastar ciegamente mis preciosas dotes, dilapidar a diestro y siniestro mis eminentes capaci­ dades. |Es más, no tengo literalmente «derecho» a hacerlo! El deber del gran cirujano, si es el único en practicar tal o cual delicada operación en la que es especialista, sería más bien el de dedicarse a con­ ciencia, administrando al máximo sus inestimables ap­ titudes. |Qué suerte! Un altruismo sabiamente li­ mitado, una dedicación bien entendida: éste es tam­ bién el deber del médico cuando es un especialista de la más rara especialidad. No se trata de la locura del sacrificio, sino simplemente de una buena gestión y de una sabia economía. La única regla, en seme­ jantes casos, es el interés de la mayoría. La filan­ tropía misma es la que dicta un egoísmo racional­ mente justificado que prescribe las intervenciones con cuentagotas. Y no es un mero juego de palabras decir que el racionamiento, para los seres finitos, es una solución racional. Nuestros deberes para con el género humano se conciban al máximo con nuestras posibilidades. Nada hay que decir contra este razona­ miento oportuno que es el sentido común mismo. ¿Acaso la sabiduría utilitaria no descansa sobre una prudente administración de nuestra finitud? ¿No ha­ 93

blábamos de una situación privilegiada? ¿Privilegiada en qué? En el hecho de que no implica caso de con­ ciencia alguno, colisión alguna de deberes incompati­ bles, conflicto alguno de obligaciones contradictorias. ¿Está, sin embargo, resuelta la insoluble aporía? Ha­ blando con propiedad, no hay mediación concilia­ dora: la contradicción se elude inmediatamente o, mejor dicho, se aniquila de antemano, y queda redu­ cida al estado de pseudo-problema; no bien la alter­ nativa y el dilema que de ella se desprenden empie­ zan a despuntar... ya se desvían. El problema no habrá tenido siquiera el tiempo de plantearse. ¡El in­ sustituible especialista administra su insustituible com­ petencia y trabaja, precisamente por esto, para el género humano! Si ésta es una solución, hay que confesar que es absolutamente adialéctica —es más: es una suerte inesperada, una ganga milagrosa. El que ha encontrado la manera de ser altruista por egoísmo o, recíprocamente, el que ha obtenido la autorización para pensar en sí mismo en nombre del desinterés y de vivir para sí mismo en nombre de la filantropía, ha reunido todas las ventajas a la vez; en él se cumple la providencial coincidencia que lleva por nombre Armonía; la filosofía del optimismo ha sido concebida en su honor y para justificar su suerte. El derecho al desarrollo y a la conservación de su propio ser se ha convertido en cierto modo en su deber. ¡Feliz, mil veces feliz, el bienhechor que, trabajando para sí mismo, trabaja a la vez para la Humanidad! El bienaventurado benefactor no cono­ cerá ni el remordimiento ni los escrúpulos de la mala conciencia; se ahorrará la renuncia a su propio ser y las desgarradoras opciones del sacrificio y la tragedia; se le dispensa del impuesto llamado alternativa. Está en paz consigo mismo. 94

La coincidencia del derecho y del deber no tiene el mismo sentido según se trate de los deberes del médico insustituible o de los deberes para con los seres queridos. En el primer caso, la conciencia de tener ciertos derechos puede disimular una subinten­ ción egoísta, una segunda intención clandestina y, a veces, incluso inconfesable que se oculta en el más íntimo recodo del fuero interno: la motivación secre­ ta es entonces una filaucía camuflada por honorables escrúpulos... El insustituible experto no por ello rin­ de menos irremplazables servicios: existe ahí una mo­ tivación oficial para la que no faltan buenas razones que la justifiquen; condenada a la hipocresía por las intrigas subterráneas del egoísmo, la gloriosa motiva­ ción está, sin embargo, lejos de ser un simple pretex­ to o un sofisma de circunstancias... ¡Lejos de ello! Por sospechoso que sea el deber que se invoca es per­ fectamente legítimo; este deber es quizá una aparien­ cia, pero la apariencia está racionalmente fundamen­ tada. —Y a la inversa: en relación a mis prójimos, no soy tan sólo el insustituible experto, el magnífico brujo cuyos servicios todo el mundo se disputa, sino que también soy aquel a quien los más tiernos lazos unen a seres particularmente queridos; ellos también necesitan de mi vida para sobrevivir: no se trata de que usurpe hipócritamente su óptica y me aplique a mí mismo el lenguaje altruista utilizando, en lugar del otro, el discurso del otro: espontáneamente, y con toda mi alma, lo que quiero es su felicidad; no ha lugar aquí la distinción de un fuero interno que susu­ rra en voz baja y un deber del que se hace profesión; no existe más que mi interés sincero y apasionado por los demás, y este interés desinteresado es tan elo­ cuente que me inspira no sólo mi absoluta dedicación a la segunda persona, a la persona amada, sino tam95

bién, paradójicamente, la limitación misma de esta dedicación y la suspensión de mis esfuerzos, es decir la aparente negación que mi finitud convierte en ne­ cesaria; esta contradicción no proviene de una segun­ da intención, no es un ardid que nos permita reser­ var nuestros derechos —en absoluto, ¡muy al contra­ rio! Es la heroica seriedad de un amor sincero la que me ordena querer, con la felicidad del amado, los medios de ese querer. Así de delicada es mi soli­ citud... También aquí la íntima compenetración en­ tre el amor infinito y el deseo de vivir o sobrevivir descarta a priori cualquier caso de conciencia; inme­ diatamente, sin trampa ni sofisma, sin razonamiento alguno, la obligación de vivir, que me incumbe en virtud del deber de asistencia, está analíticamente contenida en ese amor y en esa asistencia. Es el amor el que me ordena imperiosamente preservar mi pro­ pio ser y seguir con vida; es el amor mismo quien me suplica que viva, por amor hacia el amado. Y a la inversa, es más bien la desesperación del suicida la que, bajo apariencia de valentía, se ve tentada por la deserción, por la cobardía y la claudicación —en definitiva, por el egoísmo. El candidato a la nada, no sólo no tiene el derecho de nihilizarse a sí mismo, sino que ya ha perdido el gusto de hacerlo y no so­ porta siquiera su pensamiento, por poco que imagine el desamparo de los suyos. Mi voluntad apasionada de vivir por los míos, de llevarles socorro, de no aban­ donarles nunca, de dedicarme en cuerpo y alma a su felicidad y a su protección es lo bastante fuerte en todas las circunstancias como para mantenerme en la alegría de existir. Y en cuanto a la dulzura inefable de vivir y a la posibilidad de conocer una vez más la luz del día, basta con que no hayamos pedido ex­ presamente todas estas bendiciones: seguir viviendo 96

es entonces una gracia que se nos concede, un regalo que se nos da por añadidura —y es el más bello de todos los regalos. 6.

La buena media

¿Amar o ser? ¿Amar renunciando a ser, como el que acepta ser todo amor, o arrellanarse en la espe­ sura del ser renunciando al amor? Este insoluble di­ lema, aun cuando no lleva consigo solución lógica alguna, nos deja, sin embargo, ciertas escapatorias. Para hacer posible lo imposible, para evadirse fuera de la alternativa a la que le reduce su contradicción vivida, en la que le encierra su paradoja interior, el ser a la vez moral y finito, el ser finito-moral dispo­ ne de cuatro compensaciones más específicas: en primer lugar, la buena media, que es sobre todo un ardid y que no implica directamente la ambigüedad, sino más bien la mezcla y la aproximación; en segun­ do lugar, el cara a cara inmóvil, remachado por la mutua neutralización del amor y de la muerte, del deber y del ser, cara a cara que deja finalmente la última palabra a la muerte misma, que no es una escapatoria, sino, por el contrario, un bloqueo y que es indirectamente la manera de eludir toda solución; en tercer lugar, la sublimación ascética que busca una respuesta a la pregunta «¿hasta dónde?», no en la aproximación sino en lo infinitesimal y en el casi nada; y, por último, el balanceo alternativo que po­ dría compararse a un fenómeno vibratorio. Entre es­ tas cuatro coartadas, la primera, tanto si es racional como si es aproximativa y titubeante, se parece a veces a una solución. La segunda, la del amor blo­ queado por el ser, el ser sacrificado al amor, una y 97

otra cosa simultáneamente, es lo contrario de una solución, puesto que se Umita a bloquear, es decir a la inmovilización general. Solamente la tercera es una verdadera escapatoria, y no momentánea, sino que es una evasión en el infinito. La cuarta es, por decir­ lo así, una evasión in situ. La primera compensación nos dispensa de la op­ ción vertiginosa que una alternativa sin saUda nos impone: desde lejos la neutralidad puede aparecer como un cúmulo; desde lejos y a primera vista, «ni lo uno ni lo otro» (neutrum), es decir la indiferencia por una parte, «lo uno y lo otro», por otra parte, pa­ recen casi indiscernibles, o al menos vienen a ser lo mismo... Tras la desgarradora alternativa del todo o nada, el optimismo se dispone a esperar: quizá queden todavía hermosos días y un bello porvenir para lo que se llama la buena media. El optimismo pretende, de tal guisa, estabilizarse en el óptimo de una buena media situada a medio camino entre el ser y el no-ser. Para reducir la desproporción entre nuestros recursos psíquicos, que son limitados, y la exigencia moral que es infinita, ¿habrá que acogerse a la idea de una dedicación a medias, o incluso de un heroísmo a medias? ¡Un heroísmo igualmente distan­ te de los dos extremos! ¡Hete aquí un descubrimiento tan ingenioso como absurdo! Calcular esta buena me­ dia, mesurar la equidistancia, dosificar la amalgama, mezclar placer y sensatez, tal como nos propone el Filebo, éstos son aparentemente los distintos modos de resolver un problema insoluble. Comparando la filosofía del justo medio con el maximalismo, nos veíamos obligados a confesar que, si semejante justo medio, en la medida en que es «justo», es decir nor­ mativo, es en sí mismo una especie de máximo, el «maximalismo» a su vez nunca se libra radicalmente 98

del campo de la finitud y de la intermediaridad. Aris­ tóteles, teórico de la medianía y del justo medio (¡teaoT7|c), apunta al centro, ya que no le falta agudeza. Pero la buena media está todavía más alejada de los extremos y del extremismo que el justo medio, pues­ to que ella ¡ni siquiera es justal Ni justa ni sobre todo aguda... Buena o mala, la buena media es siem­ pre media —estadística y aproximativamente me­ dia—, media o, más bien, ¡intermedia! La buena me­ dia, adaptada a lo impuro y a los compromisos, nun­ ca consigue el suficiente alcance y la suficiente ple­ nitud como para trascender definitivamente ese mun­ do de relatividad y mediocridad. La idea misma de un compromiso «posológico» entre el placer y la exi­ gencia moral supone la finitud fundamental del de­ ber: la pregunta ¿cuánto? (icoaov) supone efectiva­ mente que el goce egoísta y el deber infinito son comparables y conmensurables y, para decirlo todo, fundamentalmente homogéneos; en el mismo plano y en el mismo orden, referibles a la misma escala. Pues se supone que ambos, uno y otro, son cuantificables. Unas gotas de altruismo con cuentagotas en un océano de egoísmo para componer la mezcla... o bien, si se desea ser más justo, y en consecuencia más normativo, un poco de ser, un poco de amor; ¡tanto del uno como del otro! Mézclese con cuidado. Habrá que señalar, por cierto, que, después de todo, la simbiosis del alma y del cuerpo es, también, un complejo de tendencias discordantes, incluso contra­ dictorias, y que semejante compuesto es, sin embar­ go, vivido como una cosa simple, que esa doble vida es una sola y misma vida, que esta cacofonía es in­ comprensiblemente percibida, a pesar de sus disonan­ cias, en un único acorde... ¡Ahora bien, olvidaría­ mos hasta qué punto esta contradicción psicosomá99

tica tan paradójicamente viable es, en definitiva, in­ viable —inviable e invivible; inviable y, al mismo tiempo, ridiculamente viable! A pesar de la ambiva­ lencia, o mejor a causa de ella, los incompatibles siguen fundamentalmente incompatibles: más tarde o más temprano, la muerte pondrá cruelmente al des­ nudo la fragilidad fundamental de esta inestable es­ tabilidad. Esta situación tensa, desgarrada, dramáti­ ca, se parece a la de los dos cónyuges que no pueden vivir ni juntos ni separados, ni el uno con el otro ni el uno sin el otro, y que se rechazan al tiempo que se atraen; no pueden elegir sino entre dos formas de infelicidad. ¿No es ésta una situación pasionaH Si­ tuación que nunca ha sido regulada por un contra­ to y que no es precisamente de las más reposadas. Esto es así, aún con más razón desde el punto de vista moral, si es cierto que la moral, por definición, excluye toda neutralidad. Ni con ni sin. ¡Ni el uno ni el otro! Todo pacto, en tales materias, es una tram­ pa, todo cúmulo, un engaño y una falsa apariencia. «Puesto que eres tibia (yXtapdc) y no eres hirviente ni fría, te vomitaré de mi boca.» 18 ¿Acaso una tibie­ za exclusiva de cualquier conflicto no es simple indi­ ferencia, descorazón adora adiaforia? ¡Sólo a condi­ ción de ser desgarradora e invivible puede vivirse la simbiosis! 7.

Mutua neutralización

¿Debemos pensar que el deber y el ser se enfren­ tan el uno al otro, al igual que lo hacen el amor y la muerte, es decir, fuera de toda mediación dialéctica?13 13.

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Ap. 3, 16.

Jugada nula e insoluble «isostenia»: ésta es la pers­ pectiva que nos ofrece la segunda escapatoria. Las relaciones del deber y del amor con el ser parecen paradójicamente análogas a sus relaciones con la muerte. El deber, puesto que está al servicio de los valores, supera infinitamente los límites del ser; la muerte, en muchos casos, podría aparecer como un hecho diverso, como un detalle anecdótico, un acci­ dente físico que araña, estropea o traumatiza al cuer­ po, pero que no concierne aparentemente en nada a la axiología; el valor, se dice, es indiferente a estas ridiculas contingencias. Sin embargo, es evidente que la vocación del ser moral es la del hacer ser lo-quedebe-ser y, con este fin, la de perseverar él mismo en el ser: el cumplimiento efectivo, en este caso el acon­ tecimiento histórico de un valor, es él mismo la razón de ser elemental de lo-que-debe-ser. La filosofía del deber sería una simple comedia si disertara sobre el deber considerado en el absoluto, olvidando el ser de este deber-ser: si pusiéramos entre paréntesis al ser, nos enfrentaríamos a un deber en pena, a un deber en sí, que no sabe ni siquiera en qué debe conver­ tirse. Lo importante, lo único que cuenta es la res­ puesta a la pregunta: ¿qué debo realizar? Dicho de otro modo, ¿qué debo hacer ser? Pues el ser moral tiene la vocación de hacer ser lo que todavía no ha sido dado, de hacer ser lo-que-debe-ser; lo-que-debeser no está destinado a seguir siendo algo que-debeser fantasmalmente hasta el fin de los siglos: lo-quedebe-ser está hecho para realizarse un día en la tie­ rra. Así pues, el valor es ciertamente la razón de ser del ser, puesto que sin valor el ser no merecería si­ quiera existir, no tendría derecho a la existencia; puesto que sin el valor, el ser no sería lo que es... La vida no vale nada sin las razones de vivir; pero 101

¿qué son razones de vivir sin una esperanza de vida, sin una vida al menos virtual y futura? Y el ser, a su vez, es también la razón de ser del deber-ser, razón de ser no racional o nocional, razón de ser no jurí­ dica e ideal sino vital. Esta cláusula de la efectividad indica por sí misma un deber, el más imperativo de todos los deberes: aunque no sea propiamente ha­ blando axiológica o normativa, es drástica, aun sin ser transparente, ya que expresa una exigencia de acontecimiento. E inversamente: la muerte acciden­ tal de alguien en una esquina es un estúpido inciden­ te del camino, desprovisto de cualquier significación normativa, un azar ciego como lo son a veces los accidentes de la «circulación»; sin embargo, este acci­ dente absurdo alude quizá a un misterio que lo san­ tifica: nos obliga a meditar sobre el misterio del des­ tino. ' *• En virtud de la misma impenetrable reciproci­ dad, el amor supera infinitamente la polaridad del ser y del no-ser —y sin embargo, el ser es la con­ dición fundamental del amor... que es su plenitud; y viceversa: el amor loco, a despecho de las hipér­ boles, no tiene fuerza para superar la muerte. Amar hasta morir por ello puede tener dos sentidos, el uno sublime, el otro trivial, y uno de los dos sentidos es al otro lo que es para Platón la Afrodita urania en relación a la Afrodita casamentera. En el sentido su­ blime, el no-ser del amor, aéreo como el oxígeno, es más sobre-ser que no-ser; este no-ser, que es sobre­ ser, es paradójica e incomprensiblemente una vida; una vida más allá del ser; una vida más amplia que el firmamento estrellado de la esperanza. Y esta vida, en su intensidad, es la vida afirmativa por excelencia. El amor-pasión, transfigurado por la muerte, si he­ mos de creer a los poetas líricos y a los místicos, en­ 102

contraría en el seno de lo suprasensible su realiza­ ción: glorificado, purificado por la muerte, condensado al extremo, el ser se volatiliza en el brasero de la tragedia: el ser se transforma, en su interior, en luz. Pero, en el plano de la realidad física y prosaica, el ser, en tanto que compacto, masivo y terroso, es él mismo una especie de muerte: el ser, en el sen­ tido óntico, es una muerte en suspenso... ¡Una vida que es una muerte! En esta inversión paradójica, en este hiperbólico absurdo, se reconoce el lenguaje del Fedón; la Imitación de Cristo hablará en los mismos términos. Por su condición de viviente, el ser es a la vez entorpecido y espoleado por la muerte virtual que lleva en sí y que es su «órgano-obstáculo*. El Can­ tar de los cantares nos dice: «El amor es fuerte como la muerte...» 14. Hay que advertir que no dice: el amor es más fuerte que la muerte, pues ello implica­ ría que el amor tiene el poder de hacernos inmorta­ les... El amor es más fuerte que la muerte, al menos en espíritu y en el sentido figurado como un mo­ do de hablar, pero la muerte es literal y física­ mente más fuerte, infinitamente más fuerte que el amor... ¡El amor y la muerte son más fuertes el uno que el otro! De hecho, vencedor y vencido, más fuer­ te y más débil, no tienen el mismo sentido en uno y en otro caso, no tienen el mismo sentido simple y definitivo, unívoco y unilateral que tienen en la gue­ rra o en los conflictos de fuerzas empíricas: victoria en un campo y, como continuación de la alternativa, derrota en el otro... Al comentar la ambigüedad ex­ trínseca, habíamos encontrado la paradoja de una absurda reciprocidad del ser-en, paradoja que se ins­ 14. Cant. 8, 6.

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cribe escandalosamente en falso, y contra el principio de identidad. La llamábamos la paradoja del englobante-englobado. Esta reciprocidad es una contradic­ ción que se destruye a sí misma. ¿Cómo puede la «axiomática» moral tener un valor para el pensamien­ to y legislar en su lugar, si es precisamente median­ te el pensamiento cómo adquiere sentido? Y del mis­ mo modo: ¿cómo puede el pensamiento ser el pen­ samiento de un ser pensante-mortal, si es mediante el pensamiento cómo podemos pensar la muerte y la in­ mortalidad? En una palabra, ¿cómo se puede estar a la vez dentro y fuera? O viceversa: ¿cómo se pue­ de estar fuera del tiempo, si se está dentro: fuera para pensarlo y dentro al envejecer? Y, sin embargo, se puede. Plotino comprendió genialmente que esta paradoja es en sí misma la respuesta, ya que es el anuncio puro y simple del misterio trans-espacial. ¿Qué sucede con el amor? El amor (y con él el deber) es a la vez más débil y más fuerte que la muerte: más débil, pero no hasta el punto de arro­ jarse a sus brazos; más fuerte, pero no hasta el infi­ nito. Se podría caer en la tentación de invocar, como suele hacerse en estos casos, una especie de debate «dialéctico» en el que el amor y la muerte se exalta­ ran a porfía el uno a la otra: el amor es amenazado por la muerte y, cuanto más amenazado está, cuanto más fustigado por el látigo del peligro, más apasio­ nado es. Tal es la paradójica aucción que aparece en el complejo de la ambivalencia; el peligro de muerte redobla el fervor del amor, pero el fervor mis­ mo, en contrapartida, hace el peligro más agudo y la muerte casi ineludible, en cualquier caso inminente, puesto que el amante puede morir de amor y puesto que este amor puede así destruirse a sí mismo. El quiasma del amor y la muerte, complicado por una 104

especie de relación en zigzag, hará comprender mejor de qué modo el ser amante rebota del amor a la muerte y luego, a la inversa, de la muerte al amor. Esta extraña reciprocidad hace subir constantemente la puja. ¿Tendremos que considerar el espesor del ser y finalmente la muerte misma como el órganoobstáculo del amor? Siendo la síntesis conciliadora —en este caso la interpenetración del amor y del ser, ante todo una comodidad especulativa o simple­ mente una coartada que nos remite a la filosofía de la buena media y de la buena conciencia, no nos queda, al parecer, otro remedio que plegamos a la idea pura y simple del cara a cara: el ser y el deber, el ser y el amor chocan entre sí y se niegan mutua­ mente, se inmovilizan el uno al otro, se guardan mu­ tuo respeto, se miran como perros de porcelana: en­ tre ellos no hay corriente dialéctica alguna, influjo transitivo alguno que relacione sus contradictorios. No pasa nada. ¡Situación bloqueada! Esta especie de equilibrio no aporta solución alguna a la insoluble isostenia del amor y del ser, no ofrece salida alguna a la situación estancada... ¡Oh, mejor, sí! Hay una salida, una salida que es lo contrario de una solución: esta salida es la muerte misma. Decíamos que la muerte y el amor, encareciéndose el uno al otro a cual mejor, son infinitamente más fuertes el uno que el otro. ¿Hasta el infinito? ¡Garó que no! No al in­ finito. Esto es claramente falso. Es cierto que el ser humano recupera sus fuerzas amando y reencuentra, gracias al amor, una plenitud vital, una juventud nue­ va; pero el amor no prolonga la fecha de la muerte más que hasta cierto punto: la hora incerta es un má­ ximum indeterminado; sin embargo, el hecho metempírico de que haya un máximum (la «maximalidad») es en sí mismo insuperable. El amor no nos inmuniza 105

eternamente contra la muerte. Incluso si el amor fue­ ra el más fuerte, no lo sería del mismo modo que la muerte, ni en el mismo plano, ni en el mismo senti­ do, ni sobre todo en el mismo momento. El amor, desde su primer impulso, puede muy bien ser el más fuerte —casi el más fuerte: pero sucumbirá fa­ talmente a la triste verdad de la vejez, a la incontes­ table evidencia del declive y, finalmente, al absolu­ to poderío de la muerte; las leyes de acero del set son inexorables. El amor, aunque prolongue el enve­ jecimiento, no nos dispensa de la-muerte: lo viviente sobrevive, pero en conjunto disminuye la vitalidad, y su defensiva se establece en un frente cada vez más corto, reduciendo sus pretensiones. Y, sobre todo, para amar hay que ser. Esta condición que se parece mucho a una perogrullada es, evidentemente, la más general y la más necesaria de todas las condiciones. Si ya no hay un ser amante, si ya no hay un sujeto sustancial, ¿habrá todavía un amor? ¿Un amor sin nadie para amar? ¿Un amor sin sujeto amante? ¿Un amor en pena? Mientras esperamos poder decidir cómo se realiza el amor en la muerte, recordemos al menos que el amor mismo desemboca en la muerte, ¡ya que se puede morir de amor! Loca y paradóji­ camente, el amor mismo tiende hacia su propio noser. Más fuerte al principio y a fin de cuentas más débil: así es el amor; es el tiempo irreversible de la vida el que hace estallar la contradicción indivisible del vencedor-vencido y que muestra (sin explicarlo) cómo la cuchilla del destino corta en pleno ímpetu la esperanza de un destino infinito. Más simplemente: el destino ciego corta en seco el destino abierto. En la medida en que el amor prevalece al principio y la muerte al final, no se les puede considerar como si­ métricos, ni tampoco como disimétricos: simetría y 106

disimetría son, efectivamente, estructuras espaciales, y estas estructuras no tendrían sentido más que si el principio y el fin se dieran a la vez; pero, cuando se produce el principio, es el principio, solemnidad postuma, el que deja de existir; el todavía-no y el ya-no-más son, efectivamente, momentos de un tiem­ po irreversible, momentos esencialmente incompara­ bles e inconmensurables: pretender que el segundo sea la inversa del primero, es proyectar dos edades sucesivas en el orden de la coexistencia y de la simul­ taneidad... Siguiendo en esta línea, podría decirse también que el nacimiento es una muerte al derecho y la muerte un nacimiento al revés. Un amor más fuerte que la muerte, lina muerte más débil que el amor: son dos maneras de hablar metafóricas; pero la omnipotencia de la muerte, si no consideramos más que la empiria prosaica, es, aparentemente, la verdad literal. Y no sólo lo decide todo la última vez, nó sólo la última vez es la única que cuenta, sino que, cuan­ do esta última vez es la muerte, basta con una sola vez: una sola vez, un solo golpe, una sola tangen­ cia... y todo ha terminado en un instante y para , siempre. La primera vez será también, y ya, la últi­ ma; la última vez era todavía la primera: primera y última en la eternidad y para toda la eternidad; no sólo última, sino «primúltima»; no sólo definitiva, sino «semelfactiva».* Toda repetición es, en este caso, inútil, incluso contradictoria, ya que sólo la idea de poder morir dos veces es en sí misma absurda. El téte-á-téte del amor y la muerte, del deber y la muerte, excluyendo toda verdadera reciprocidad, nos * Como lo indica la etimología latina de la palabra, lo que no ocurre sino una vez (una sola vez y nunca más), se­ gún explicación del autor tras consulta del traductor. (N. del E.)

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arrincona en un callejón sin salida. El cada-vez-más deja entonces de aparecer como un signo de vitalidad y como un crescendo pasional; no es más que un sin­ toma de fiebre, y una frenética aucción tropieza en el último momento y en última instancia con la ba­ rrera de la muerte. Es el fracaso supremo, la caída final en la nada. Fatalmente, la muerte tiene la últi­ ma palabra; la palabra del final — ¡y nunca mejor dicho!— que nos cierra incomprensiblemente la boca y que nos amordaza para la eternidad. — La muerte acalla de una vez por todas las palabras de amor y los imperativos del deber. Y para siempre. ¡La muer­ te y punto! A continuación (pero, ¿podemos decir «a continuación»?), el silencio y la oscuridad y, al cabo de cierto tiempo, el olvido. Por lo demás... Pero ¿qué demás? El eco mismo, aparentemente, ha muer­ to. El recuerdo póstumo es sumergido en el océano del desconocimiento y en las arenas de la indiferencia. ¿Estaría también muerta la moribunda vibración del calderón en el que el viviente parecía sobrevivir? 8.

Hasta la casi-nada. El mínimo-ser

Puesto que la filosofía estática de la buena me­ dia no puede desviar la opción moral, ni fijarla me­ diante el punzante criterio del justo medio, ni elu­ dirla mediante la neutralización mutua, interrogue­ mos al menos al extremista ascético quien sí llega hasta el final de la mortificación. Ya que éste es el problema: ¿hasta dónde puede el hombre de la abne­ gación y del altruismo extático llevar la extenuación de su propio ser con el riesgo de precipitarse él mis­ mo en el no-ser y, en consecuencia, de aniquilar a la vez el altruismo y al altruista? ¿Cómo llegar, con 108

peligro de la propia vida, hasta, el límite extremo de la cari-nada, cuidando mucho de no franquear el lí­ mite irreversible que separa esta casi-nada de la nada? El acercamiento asintótico al límite, que, en caso de franquearse, aniquilaría en el amor al ser amante y gracias al cual el amante coincidiría extáticamente con el amado por fusión unitiva sin tiempo de revivir en él, este misterioso y silencioso acercamiento, este acercamiento furtivo no se parece en absoluto a los casi, triviales y estáticos, de la buena media. La bue­ na media no sabe nada del espíritu de finura... ¡Sólo sabe de aritmética! Dicho con mayor sencillez: sin duda habría que distinguir dos modalidades del casi: el más o menos, con el que se contenta el sentido común, y la aproximación infinita; es ésta el acerca­ miento continuo de un espíritu que está cada vez más cerca del fin ¡y al mismo tiempo siempre muy lejos! En oposición a los burdos y obtusos tanteos de los drogueros, este enfoque es sobre todo un movi­ miento del'espíritu de finura: más ligero y más im­ perceptible que la sombra de una sombra, el espíritu de finura e^ un espíritu agudo, un espíritu a-puntode; se mueve en secreto como por flujos infinitesi­ males. El casi-inexistente todavía existente y el exis­ tente ya casi inexistente se refugian por amor en la existencia mínima o infinitesimal, es decir, en la exis­ tencia menos existente posible; el amante se hace pe­ queño, lo más pequeño posible, hasta desaparecer, a riesgo de dejar absolutamente de existir... ¡Ya que es un riesgo que hay que correr! ¡La askesis no es, pues, en absoluto, un ejercicio relajante! Cuando el existente, a fuerza de amorosa humildad, está a punto de convertirse en inexistente, o al menos en casi in­ existente, o al menos en apenas existente, el proble­ ma del ascetismo se volatilizará a su vez y la catar­ 109

sis ya no tendrá razón de ser: ¡el existente está en­ tonces en instancia de sublimación! Si no se tratara de moral, sino de virtuosidad, se diría que el tercer medio de evasión exige proeza o, más exactamente, habilidad. El juego con el peligro de muerte es un juego acrobático. Así como la intuición se aproxima lo más posible a la ardiente realidad y, a continua­ ción, cuando está a punto de ser consumida por ella, se retira y toma distancia, también el amante loco de amor, a punto de sacrificarse, se recupera en el úl­ timo momento y cede a una especie de egoísmo infi­ nitesimal y consigue sobrevivir. El amante, que ha estado a punto de morir por la amada, guarda de la lejana orilla, no un recuerdo, puesto que nunca arri­ bó, sino una confusa reminiscencia, ya que al menos rozó la orilla ulterior. La abnegación tiende en cierto modo asintomáticamente hacia el cero del no-ser: este cero es el límite de las renuncias, y la abnega­ ción ya no se discierne de la nihilización pura y sim­ ple en el momento en que se produce la fatídica tan­ gencia. El último instante, dado que es el límite de lo humano y de lo suprahumano, es, efectivamente, siempre ambiguo; en esta amphibolia de lo último, el ser y el amor coinciden en el paroxismo agudo de su incandescencia. Este paroxismo es el rayo fulminante del sacrificio. Usque ad mortem; Iok Oavárou : 15 has­ ta la muerte, pero más acá; hasta la muerte, pero más allá. Estos son los dos hasta, confundidos en un solo instante, entre los cuales el amor duda en el momen­ to en que está a punto de dar el salto mortal. Hasta la muerte, excepto la muerte; o también: hasta el último instante, excepción hecha de ese último ins15. Mt 26, 38; Me 14, 34; Pascal, «Mystóre de Jésus» (Pensées V II, 533): «Noche de Gehtsemaní».

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tánte —el último instante es más el penúltimo que el último e incluso más el antepenúltimo que el penúl­ timo; sólo posteriormente, y en futuro anterior, el último suspiro se evidencia como tal, ¡por el hecho de que no habrá ningún otro después de ése! Diga­ mos mejor: el último instante es más extremo que supremo; la abnegación de ese altruista-acróbata es una casi-abnegación, una abnegación que se reserva algo, guarda para sí una segunda intención, una pe­ queña posibilidad de sobrevivir; el desesperado espe­ ra que la Providencia haya dispuesto secretamente en algún lugar una red invisible para recibir al super­ viviente tras el peligroso salto, y esta esperanza es tan impalpable como la red misma; quizá especule con el milagro de la última posibilidad: en el momento de balancearse en el vacío, se imagina la gloria... casi postuma que le correspondería si sobreviviera. ¿Osa­ ríamos decir que, en el más sincero sacrificio, hay a veces una especie de trampa imperceptible (¡y tan justificada!) y como una especie de esperanza espi­ ritual... El desesperado se parece, en suma, a un acróbata intrépido, cuya actuación nos hace latir el corazón, sin que sea ni un mártir ni un héroe: le fal­ ta para ello el minúsculo intervalo de tiempo, el su­ plemento de resistencia infinitesimal que hubiera he­ cho de su dedicación un sacrificio; le falta franquear efectivamente el umbral de la muerte. La dedicación a otro es, pues, una abnegación más acá de la muerte, una dedicación intravital, y la voluntad que la asume permanece en la inmanencia. Una dedicación que se extiende a la totalidad de la existencia, excluyendo, sin embargo, el don supremo, es decir, exceptuando la donación del don de la propia vida, esta dedica­ ción límite puede llamarse lo serio y sigue siendo en cierto modo secular. Aunque «total» (¡casi total!), 111

la dedicación sigue siendo un don partitivo, un don que da algo guardándose algo; su gesto es a la vez eferente y aferente —o, mejor aún, lo que da se defi­ ne en relación a lo que conserva para sí; al igual que la afirmación respecto del rechazo, el don empírico es el que pone de relieve. Pero un don realmente total, un don que no «die­ ra» esto o aquello, tal o cual bien determinado, que fuera más un don de la totalidad del propio-ser, ofre­ cido por el ser mismo, un don que fuera, literal­ mente, un don-de-sí, ¿puede de algún modo conce­ birse? El último instante es extremo, al igual que el precedente, y coincide con él, sólo que además es el artículo supremo; la decisión desesperada que lo asu­ me no es tan seria como apasionada; la contradicción lo habita. La dedicación que se dedica en cuerpo y alma hasta la muerte incluida, se llama sacrificio. El sacrificio es una abnegación que renuncia a todo y asume todas las pruebas, comprendida la muerte. Aquí es donde nos acecha la monstruosa, la implaca­ ble, la absurda lógica del ascetismo para hostigamos con sus escrúpulos y sus remordimiento. Mientras os quede una gota de sangre o un soplo de vida, debéis transfundir esa gota y ese soplo a la moribunda vida de vuestro hermano para reanimarle. ¿Y si esta gota es la última? Sigue obsesionándonos la misma cues­ tión: ¿hasta dónde puede o debe llegar el altruista en la rarefacción de su propio ser? La finitud del po­ der corta en seco y a ciegas la infinidad del deber. Moralmente, debo llegar al infinito, ya que no hay razón moral para detenerse. ¿Será nuestro último recurso el sofisma del acervus ruensl Pero, física­ mente, hay que detenerse antes de que llegue la muer­ te. ¿En qué momento? ¿Por qué en ese momento y no en otro? Los tímidos y los sensibles se detienen 112

antes de lo necesario; el que se detiene demasiado pronto, con un margen demasiado confortable y que está imperceptible e invisiblemente deseando acabar, éste no es un altruista sincero; y el mártir que se detiene demasiado tarde, es decir, más allá (¿xéxetva), el mártir arrebatado por su vértigo, ha naufragado ya en la noche de la «demoníaca hipérbole» .y del orden-absolutamente-distinto. Entre los dos, la fron­ tera es una línea temblorosa e infinitamente ambigua; de los dos, la extrema buena voluntad, loca de amor, desempeña un juego duro, pues la tensión es fuerte. Decíamos también que la buena voluntad es apasio­ nada: llega lo más lejos posible; no, más bien lo más cerca posible de su propio no-ser, tanto como sus fuerzas se lo permiten y hasta el límite de sus fuerzas, pero más acá, sin embargo, de este límite y no con intención expresa de quedarse ahí; todo ello, sin que nunca se pueda responder unívocamente a la cuestión ¿hasta dónde?. Su supervivencia es, pues, una especie de gracia, o bien una milagrosa suerte. —En las respuestas del ascetismo a la cuestión hasta dónde, la victoria límite del amor evoca una gloria lejana, o, mejor, un horizonte místico: nosotros cree­ mos entrever este horizonte al término de una exte­ nuación infinita del propio-ser — extenuación o, más bien, sublimación que alcanza el misterio de lo im­ palpable; la existencia en línea punteada, a fuerza de extenderse hacia el casi-nada, acaba por desapa­ recer; el pianísimo no es más que un susurro que luego muere en el silencio; el amor, a fuerza de amar, espiritualiza en extremo nuestra sustancia óntica; el ser, en virtud del amor, se vuelve cada vez más transparente; el amante se convierte por com­ pleto en amor. La preponderancia del deber sobre el ser tiene también un sentido espiritual, al igual que 113

la victoria del amor. La sublimación no desemboca en la nada, sino en una esperanza. 9.

El balanceo oscilatorio

Al no poder acumular de hecho el ser y el amor bajo la forma de la buena media, nos queda el blo­ queo en el equilibrio estacionario (con el marasmo y la muerte como única salida)... ¡si es que un blo­ queo es una escapatoria! ¡A fin de cuentas, nuestra última (penúltima) salida era la huida hasta el casinada! ¡La penúltima solución! El hombre que se re­ fugia en la existencia infinitesimal se acerca a un acercamiento infinito, regular o no, rectilíneo o no, pero siempre progresivo y orientado; ¡y este acerca­ miento puede durar hasta el fin de los tiempos! Dis­ tingamos en él la cuarta escapatoria: la evasión in situ. Huida hacia el horizonte o huida in situ (por decirlo así), una y otra encuentran la solución en el movimiento y en la temporalidad; esta solución eva­ siva o cinemática permite evitar el desgarramiento; pero el movimiento hacia lo infinitesimal va a algún lugar: a algún lugar, por supuesto, de lo inacabado, pero a algún lugar al fin. Es un movimiento que avanza, que tiene, por tanto, una vocación y un ho­ rizonte, mientras que el movimiento in situ no va a lugar alguno. Este movimiento in situ es un movi­ miento de incensario, un ir y venir, un vaivén que va del uno al otro y retoma del otro al uno a toda ve­ locidad, ya que el movimiento es tan rápido que, en el límite, evoca la imagen de una vibración. Como el ir y venir, por su ritmo alternante, implica el retor­ no, excluye la huida amorosa, la huida mística en el éxtasis de la casi-nada; se realiza en la inmanencia. 114

La alternativa del amor sin ser y del ser sin amor adopta en el tiempo el ritmo de una alternancia pre­ cipitada. Como esta alternancia en su conjunto equi­ vale a un ciclo, no se sabe por qué extremo empezar, por qué extremo acabar. Pero, como por alguna par­ te hay que empezar, tomemos como punqp de partida el amor sin ser: en cada momento, rozando el noser, el amante está a punto de anularse; pero, en el momento mismo en que se disuelve en el éxtasis de su amorosa inexistencia, en el momento en que el amante se pierde en el amado, en este mismo minu­ to, el amante está a punto de hincharse y espesarse, entra en carnes y adquiere consistencia. La casi-nada, que ya había estado a punto de ser nada y de des­ aparecer en el anonimato de un amor cosmogónico, impalpable como el éter, recupera de pronto sus fuerzas: el riesgo que corre, sin embargo, no es el riesgo de la perdición amorosa, sino el de la degene­ ración adiposa; el monstruo que le amenaza se llama aburguesamiento. Al término de este proceso, no hay otra cosa sino el ser sin amor. A partir de ese mo­ mento, el proceso se invierte y el punto de llegada del precedente se convierte en punto de llegada del siguiente: el movimiento, que nos devuelve del ser sin amor y amenazado de asfixia al amor sin ser, es el mismo proceso de volatilización y de rarefacción ascética del que hablábamos al describir la tercera evasión; el ser, reanimado y sublimado por el soplo del amor, se convierte a su vez en una casi-nada —ya no la casi-nada inicial que anunciaba la condensación y la degeneración, sino la casi-nada terminal que anuncia la gloria del amor espiritual. Puesto que es, a la vez, ser y amor, egoísmo óntico y donación de sí, el ser-amante nunca permanece por mucho tiem­ po en el país del egotismo ni en el país de la abne­ 115

gación: en el instante en que el amor-sin-ser se toma ser privado de amor, degenera y se aburguesa; y, vi­ ceversa, en un solo instante es cuando nos roza la gracia del amor, con un toque o, mejor aún, con una tangencia infinitamente ligera; estos dos instantes son un solo y único instante, una sola y única aparición evanescente, considerada unas veces como desapari­ ción, otras como aparición, según la vertiente que elijamos; y, al igual que la primera casi-nada no ini­ ciaba decadencia irremediable alguna, la segunda tampoco anuncia conversión duradera alguna. Todo sucede furtivamente y como en un relámpago, en ese luminoso instante que puede ser el guiño primúltimo o la emergencia de la casi-nada. Inmediatamente después, o antes, del segundo cincuenta y nueve del minuto cincuenta y nueve de la hora décimo prime­ ra (aquí, el antes y el después vienen a ser lo mismo, pues coinciden en un mismo punto), el brillo del amor se ha apagado-encendido, ha aparecido-des­ aparecido en la espesura del ser. Basta con decir la inestabilidad suprema, la extrema fragilidad del su­ perlativo que, en el lenguaje de Fénelon, llamamos el puro amor. El puro amor no lo es sino durante un instante, es decir por fuera de toda duración: el ins­ tante de antes todavía era impuro; un segundo des­ pués volverá a serlo. Intentábamos explicar la para­ doja de la mutua neutralización, la del amor por la muerte, la de la muerte por el amor, y, en este sen­ tido, también la paradoja de la absurda reciprocidad; en esta doble paradoja, podríamos encontrar con poco esfuerzo el misterio de la aseidad: el ser-amante es causa sui en tanto que amor, efecto de sí en tanto que ser. Esta es la absurda contradicción que explica lo inexplicable del movimiento y de la libertad. ¿Aca­ so no es liberador este círculo vicioso? También aquí 116

Bergson sería nuestro guía. La liberación está quizá al término de la cuarta evasión, pero no, ciertamente, en la segunda; ya que la segunda, recordémoslo, está bloqueada por la muerte y, como tal, puede ser una escapatoria de miseria y un subterfugio, pero no una evasión infinita...: en la vibración de la duración, toda la continuidad temporal es reconducida hasta el infinito, desde cada instante al instante que le sigue, por el rebote de la causalidad circular. Petrarca, de «Triunfo» en «Triunfo» nos conduce hasta el sexto, el único que nunca engaña, que no decepciona espe­ ranza alguna, el único que, después del Juicio, nos otorgará gloría eterna: tras las victorias, todas rela­ tivas y provisionales de la finitud, las del amor, la muerte y el tiempo, así como las glorías temporales, viene la victoria de las victorias, la victoria última y suprema, ¡la victoria soberana, punto de referencia de todas las demás! Pero nosotros, aquí abajo, no pe­ dimos tanto. Más bien diríamos: jamás hay victoria definitiva, una victoria unilateralmente victoriosa, como en la guerra; no hay nada perpetuo sino la al­ ternancia misma de la victoria y de la derrota; no hay, pues, sino victorias instantáneas, según un eterno ba­ lanceo o una eterna circularidad. Estas victorias ins­ tantáneas son también una especie de milagro de repetición. Después de todo ¿no es la vida misma un continuo milagro? Milagrosamente recuperado y, en el último momento, en el no-ser del amor, milagro­ samente reanimado, salvado in extremis de la asfixia del ser sin amor y sin oxígeno, el ser-amante es un continuo curado milagrosamente, un rescatado de cada instante y de cada fracción de segundo. Dos tro­ pismos contrariados se debaten en su corazón de seramante: primero, la tentación de lo sedentario, de la buena conciencia satisfecha y del buen dormir: es 117

la parte del ser sin amor; y luego, cualidades que son defectos y que la moral burguesa reprueba: es la parte del amor sin ser, y ésta está en el origen de todo lo que es en nosotros ambivalente, ambiguo y pasional; si creemos en la Diótima platónica, Eros recibe esta herencia tanto de Penia, su madre, en tanto que es vagabunda y mendiga, como de Poros su padre, en tanto que es consumado cazador, incan­ sable caminante (ftr,?)18 e intrépido aventurero. El ser-amante está en todo momento amenazado por una u otra de las dos muertes, por una u otra de las dos asfixias que le acechan: unas veces, falto de ser, muere de inanición; otras, falto de amor, muere de hartazgo; está constantemente a punto de perder una mitad de sí mismo. La incesante y vana puja entre el amor y la muer­ te hace pensar en un zigzag, pero se termina en seco. El balanceo alternativo que nos libra de tener que responder sí o no, querer lo uno o lo otro, o elegir de dos cosas una, dibujaría también como una gráfica en diente de sierra: la vibrante alternancia lima y suaviza la alternativa tajante. Sin poder alcan­ zar, por su finitud, el final de cualquier cosa que se proponga y principalmente los extremos, y rechazan­ do al mismo tiempo la somnolencia en la quietud de una buena media que ha transformado en justo me­ dio, la voluntad moral oscila de lo corporal a lo es­ piritual: esto es aparentemente todo lo que puede hacer. Los dos obstáculos contra los que rebota cada vez, los dos mojones contra los que va a chocar, los dos extremos que se la remiten el uno al otro dan, en cierto modo, la medida de la amplitud de su osci­ lación.16 16.

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Banq., 203 d.

•El carácter metafórico y, por lo tanto, algo estetizante de esta representación es sin duda algo sospe­ choso: una analogía no supone necesariamente una toma de posición moral. ¡A menos que huir in situ no sea ya una «toma de posición»...! Una escapato­ ria, una constante evasión — ¡esto es precisamente lo que llamamos un vaivén! Incapaz de detenerse, diría­ mos que la voluntad moral es perseguida y, en cierto modo, acosada por la incompatibilidad de los dos contradictorios, que la rechazan cada cual hacia su oponente; la voluntad pretendidamente moral está siempre en otra parte, unas veces aquí, otras allí, aquí cuando más lejos se la cree en definitiva, en nin­ gún sitio y en todos al mismo tiempo ¡Vbique-nusquam! Pero, si el movimiento vibratorio, confundien­ do pistas, difuminando cualquier finalidad o inten­ cionalidad en general, fuera él mismo la única esca­ patoria, responderíamos con razón: sólo puede borrar la alternativa, si elimina por entero la vida moral; esta «solución» es más bien una ilusión de orden psi­ cológico, un modo de aturdir la conciencia: el tiem­ po de reaccionar y el retraso debido a la inercia fre­ nan la formación de las imágenes, y la impresión pre­ cedente se desliza sobre la siguiente y la siguiente in­ fluye sobre las precedentes; la rapidez misma de su sucesión produce el cambio y favorece la impresión de continuidad y la ilusión de cúmulo. ¡Sin embargo, no hemos trascendido la alternativa! ¿No será esta pseudo-continuidad un efecto del vértigo? Todas las cosas vibran, danzan y se arremolinan, al igual que el mundo gira en torno al y al mismo tiempo que el derviche... Esta fusión de las imágenes arrastradas por el movimiento, fusión que se espera resuelva los deberes morales, es sin duda alguna una ilusión im­ presionista, un juego de manos más o menos honesto 119

y quizá incluso —¿quién sabe?— un escamoteo. La sintesis de los colores fundidos en el blanco tiene al menos una realidad física que le falta a la síntesis fantasmática de un bien y un mal agitados y confun­ didos, debido a la velocidad, en el torbellino de las cualidades. El casi que caracteriza la buena media es­ tadística y el casi que resulta de la mixtión cinemáti­ ca acaban por confundirse. Bergson denunciaba la ilusión «cinematográfica», generadora de sofismas y de pseudoproblemas; sin duda hubiera criticado las voluntades flotantes, las dudosas voluntades incapa­ ces de centrarse, las voluntades que van y vienen como «la pelota entre dos raquetas». Bergson abo­ gaba siempre por el rigor «nominalista» y por la particularidad unívoca, vivida en la existencia concre­ ta y determinada de lo percibido. El movimiento vi­ bratorio no lima, no borra la polaridad cualitativa de la buena y de la mala intención; aunque esta pola­ ridad no sea nunca maniquea, la opción «fina» to­ davía atraviesa la vaporosa ambigüedad; a través de los flujos infinitesimales, se afirma aún una voluntad, y esta voluntad elige su campo sin equívocos: la vo­ luntad era un espíritu de finura, y éste es a su vez una voluntad. Esta es, sin lugar a dudas, la genial paradoja del bergsonismo, paradoja cuya paradojalogia se debe a la imposibilidad de expresar racional­ mente un misterio: en lo más íntimo de la continuidad discontinua y de la ambigüedad inambigua, lo que se oculta es, efectivamente, el misterio de la tempo­ ralidad. La oscilación entre el amor y el ser, entre el deber y el ser, no es un simple capricho, ni la marca de un versátil diletantismo. Estrechos son los desfiladeros por los que debemos bordear entre el amor sin ser y el ser sin amor. El andar a tropezones del ser-amante en este estrecho, en el que los contra­ 120

dictónos lo remiten el uno al otro, deseflfcoca a veces en una enloquecedora trepidación in situ; con mayor frecuencia, quizá, dejará adivinar los latidos de un tierno corazón. La música lo expresa con el trémolo. Esta vibración temblorosa, nostálgica, apasionada como un sollozo, testimonia un trágico desgarramien­ to que no tenemos derecho a minimizar; tal desgarra­ miento sangra en nosotros en la contradicción agó­ nica y palpitante de los que mueren de amor. 10. Mantener el mayor amor posible en el mínimo ser posible La ambigüedad inambigua de la exigencia moral es, pues, cuatro veces ambigua: l.° porque está a mitad de camino entre los extremos, porque es a la vez uno y otro, y, al mismo tiempo, no es ni el uno ni el otro (neutra); 2.° porque la exigencia infinita del deber y los derechos imprescriptibles de la existencia se neutralizan mutuamente y permanecen en el pun­ to muerto en el equilibrio del marasmo; 3.° porque, en la ambigüedad infinita, el ser opaco, consumido por la llama del amor y acariciado por su luz, se hace cada vez más diáfano y ello hasta el infinito sin dejar, sin embargo, de existir; y 4.° porque, la voluntad, desmembrada entre las dos exigencias, os­ cila de la una a la otra vertiginosamente. Y es, por último, la ambigüedad misma de estas cuatro ambi­ güedades la que da la consistencia inconsistente, la evidencia tan inevidente, tan decepcionante y, sin em­ bargo, indestructible e infinitamente renaciente del imperativo moral. Un modus vivendi se establece en­ tre el agente moral y esa miseria interior que es la incompatibilidad irreductible del ser y del amor. Pero 121

no basta con determinar las condiciones morales de este modus vivendi, queda todavía por explicar lo inexplicable, el fundamento metafísico de la desdicha de la alternativa y la razón de ser de tal maldición. A fortiori, no basta con explicar de qué modo el homo dúplex, es decir el ser-amante, puede trans­ formarse completamente en amor, convertirse él mis­ mo en todo amor (siempre que pueda hacerlo) si no se determina el peso, el alcance y los límites del obs­ táculo anti-amor. El ser moral es manifiestamente un ser, y además el ser moral es moral no se sabe por qué impalpable, invisible y secreta intención que se formula en su fuero interno durante la noche. Pero, ¿acaso nos permite la transparencia misma de este fuero interno aislar un elemento opaco irreduc­ tible incomprensible, que hay que admitir como se admite un mal necesario y que es consecuencia fatal de nuestra finitud? Ese mal menor sería, según la forma que revista, mínimo lógico, mínimo óntico o mínimo ético. En la alternativa moral, es el amor por otro el polo positivo y el objeto de la vocación. ¿Ha­ brá que repetir que la ambición de este amor es, de derecho, ilimitada? Pues el ser moral es un ser clau­ dicante, cuyo poder es finito, y el deber es infinito. Sin juegos de palabras: sus fines son infinitos y sus medios modestos. Para elevarse hasta los fines subli­ mes del desinterés, la voluntad altruista debe ascen­ der con esfuerzo el sendero escarpado de los medios, luchando contra la gravedad y contra su inercia na­ tural. Porque, de hecho, lleva sobre sus hombros el pesado fardo de la naturalidad. Este laborioso itine­ rario se llama la mediación. La ascensión y el progre­ so moral no pueden ser ni continuos, ni regulares, ni directos; están neutralizados y compensados, in­ cluso más, por recaídas y retrocesos. Hasta aquí, al 122

confrontar el ser y lo-que-debe-ser, el ser y el amor, permanecíamos en la complicación del primer grado, que es también una complicación de sentido único: al igual que el ego es el núcleo compacto o masivo de la retracción egoísta, el ser es también la parte inerte, opaca, impenetrable del ser-amante; como más masivo y denso se muestre este núcleo de nuestra fa­ tal pesadez, más difícil de manejar y transfigurar es el ser; como más opaco es el núcleo, más difícilmente atraviesa el rayo de luz la pantalla que este ser sin amor y sin deber interpone en su camino. Puede de­ cirse que este residuo irreductible, impermeable al destello amoroso, se llama el Mal: sería un poso, un resto o, mejor, un simple desperdicio; no tendría fun­ ción de ningún tipo... Como más ser hay, menos amor: el amor y el ser están en proporción inversa el uno del otro. Pero, cuando, en el límite, no hay más que ser sin amor, cuando no hay más que el ser en estado puro, no hay ni siquiera ser en general, al menos no un ser digno de este nombre; no hay más que un monstruo y una repugnante criatura; no hay más que un ser informe, inmundo, innombrable, un cadáver. Y, recíprocamente, los extremos se tocan: si un ser absolutamente privado de amor no es ni siquiera un ser, un amor sin ser no es siquiera un amor; la tercera evasión nos mostraba el peligro: un amor que se refugia en el no-ser, o al menos que va hasta la casi-nada, por sublime que sea, corre el riesgo de dejar de amar. ¿Acaso nos vemos, pues, re­ legados a la zona mediana que es la del confort bur­ gués y la de la seguridad? No, no hay zona mediana; no, no hay justo medio. Pero hay una línea fronte­ riza inestable y flotante sobre la cual se establece, a fuerza de tanteos, de retoques y de aproximaciones infinitesimales esta relación del máximo al mínimo, 123

en donde el optimismo de Leibnitz situaba el punto óptimo. La determinación de este punto, el trazado de esta línea resultan de un debate; el espíritu de finu­ ra lo decide. Naturalmente, podemos afirmar con razón: a menos ser, más amor; pero como, por otra parte, no queda más que un fantasma de amor cuan­ do casi ya no queda ser y nada de amor cuando ya no hay ser en absoluto, podemos limitamos a afirmar: el mayor amor posible para el menor ser posible... ¡con la condición de aceptar que, para amar, hay que resignarse a ser! Por ello recomendamos (a falta de otra cosa mejor): el menor número de palabras po­ sible para el mayor sentido posible; el mínimo posi­ ble de espacio y de tiempo perdidos para el máximo posible de alma. Y siempre, por supuesto: mientras sea posible, quam máxime, quam minime ( ioov íuvato'v). Lo más posible: este superlativo relativo es el máximo de maximalismo autorizado por el destino, teniendo en cuenta las circunstancias y las condicio­ nes físicas o históricas; es el supremo (¡relativamente supremo!) recurso... Lx) más posible con el mínimo desgaste posible de ser: éste es nuestro refrán. Ello implica en todos los casos el pudor, la hu­ mildad y la sobriedad, la extrema densidad espiritual y al mismo tiempo el horror a la jactancia y a la ex­ hibición. Y, más generalmente, en lenguaje de fines y medios: un hombre que es un hombre, es decir un ser ridiculamente finito, debe utilizar los medios mí­ nimos estrictamente necesarios a su fin, si quiere sinceramente alcanzar este fin; ni más ni menos: éste es su mal necesario. Gastar menos, escatimando los medios, como los pequeños ahorradores, sería sem­ brar la duda acerca de la intención real de llegar, sería confundir tontamente la buena voluntad apasio­ nada del fin con el atesoramiento de los maníacos y 124

de los coleccionistas que, contentos de vivir en la ru­ tina de su medianía, acaban por olvidar el fin cuyos medios eran los medios; hipnotizados por la angus­ tia de los «gastos», no reflexionan seriamente sobre su proyecto, es decir, sobre la función de la media­ ción. Pero gastar demasiado, tirando los medios por la ventana para asombrar a los viandantes, derro­ chando hasta el infinito los recursos necesariamente finitos, viviendo, como el hombre ostentoso, en el lujo y la jactancia, sería una falsa generosidad y otra forma, particularmente insidiosa, de mala fe. Hay, pues, dos formas inversas de mala voluntad, dos mo­ dos maquiavélicos de buscar el obstáculo: una peque­ ña voluntad, que es voluntad y que quiere el fin sin los medios, y una voluntad que sueña con ahogar y hacer olvidar el fin bajo el edredón suntuoso de los medios; una y otra quieren el fin separado de los medios que lo harían posible. Lo cual no quiere de­ cir: hay una sabia economía a mitad de camino entre los ahorradores y los pródigos, como sugiere Aris­ tóteles; podríamos entonces concebir un buen gestor que perdiera sabiamente la cabeza y dilapidara a con­ ciencia sus riquezas; la buena fe estaría a mitad de camino entre las dos formas inversas de la mala: la sórdida hipocresía de los avaros y la superabundante y redundante superfluidad de los fanfarrones. ¡Vaya hermosa simetría! El que se prodiga en la satisfac­ ción de acumular todas las ventajas a la vez es sin duda el más maquiavélico de todos... Entonces, ¿a qué santo invocamos o a qué fe nos apuntamos? A la buena fe huérfana, abandonada en la cuneta, la in­ vade la desesperación. Pero, no hay por qué deses­ perar. Por poco que renunciemos a medir al milí­ metro el camino más corto o a verificar los dos lados del cero, es decir de la inocencia diáfana, la equi­ 125

distancia de las dos hipocresías inversas, por poco que renunciemos a sopesar al miligramo el peso de los motivos inversamente egoístas, la inocente buena fe reencuentra espontánea e infaliblemente la via rec­ ta del camino más corto. Esta es la buena voluntad que Leibniz llama «consecuente»: esta voluntad, lejos de querer en principio y platónicamente, quiere el fin con los medios que lo harán posible, quiere el fin y los medios conjuntamente, quiere el uno con los otros, con un solo querer indivisible y orgánico; esta voluntad apasionada es la única voluntad íntegramen­ te buena, y no se la puede distinguir del amor. Ya que la inspiración amorosa es una consejera tan elo­ cuente como persuasiva; sabe, en todos los casos, lo que tiene que hacer y no tiene necesidad de balanzas de precisión para asegurarse de ello.

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El mal menor y lo trágico de la contra­ dicción

1. El impulso y el trampolín. Rebote. El efecto de relieve. Positividad de la negación Hasta aquí la relación inversa del ser y del amor nos aparece como una complicación relativamente simple; una complicación sin exponente. Los hom­ bres se han adaptado perfectamente a esta complica­ ción. Lo que lo prueba es, en la dimensión vertical, la paradoja más corriente de la experiencia cotidiana y de la mecánica: bajar provisionalmente para luego elevarse, caer para subir más alto, más rápido y con un vuelo más potente. Esta es la ley del contrapeso, que se parece a una levitación y que sin embargo no es, en absoluto, un milagro. El ser-amante parece rebotar en el trampolín de la antítesis o, más exac­ tamente, según las palabras de Diótima,1 se apoya al ascender en los escalones inferiores (éirava8a<j|i.ot), que el sexto libro de la República llama «hipótesis» (ÚTcoOsoetc), para, a continuación, paso a paso o de hipótesis en hipótesis, alzarse hasta el principio an­ hipotético de todas las cosas (p.éypi toó ávuxoOérou). Por esta misma razón, la palabra clave de la dialéc­ tica de Platón es óp(i7j, el impulso. La caída libre no1 1. B
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tiene sin duda ni impulso ni intención; pero el inge­ niero es capaz de recuperarla, de desviarla artificial­ mente hacia la altura utilizando las artimañas de la maquinaria y dispositivos técnicos; el trampolín, la palanca, el efecto de báscula son los instrumentos más simples de este ingenio. ExiSdoeu; xat óp¡iaí, como al final del sexto libro de la República de Pla­ tón, o éxííaüpa, como en el tratado de lo Bello en Plotino.2 Cuando se trata del vuelo dialéctico, el movimiento hacia la profundidad da un impulso más enérgico y un resorte más potente al impulso hacia la altura: los dos movimientos, aunque de sentido con­ trario, o más bien ¡precisamente porque son de sen­ tido contrarío!, forman una sola acción anfibólica y responden a la misma intención. ¡La paradoja menos sorprendente se expresa aquí bajo su forma más contrariantel En cierto modo, el movimiento ascendente iba implicado, en potencia, en el movimiento inverso que, paradójicamente, nos invita a apoyamos en un escalón y a presionar sobre el escalón inferior... y, sin embargo, el movimiento hacia abajo no está ni virtualmente contenido, ni analíticamente incluido en el movimiento ascendente, ya que, al menos en apa­ riencia, lo desmiente, lo contraría e incluso lo con­ tradice; tampoco lo confirma, puesto que, al menos en apariencia, lo invalida; hablando con propiedad, no lo compensa siquiera, ni se deduce de su fuerza ascendente. El retroceso y la gravedad eran las condi­ ciones paradójicas del impulso que parecían desmen­ tir, pero el impulso para impelirse o para elevarse, para arrancarse a la inercia y a la caída, necesita además un suplemento de fuerza. El dinamismo y la elasticidad del impulso se leen, a pesar de todo y con 2. Enn., I, 6, 1.

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una lectura casi inmediata que apenas requiere inter­ pretación, en la apariencia misma. El impulso, en el momento de lanzarse, el impulso a punto de saltar, centrado en sí mismo, reteniendo su aliento, con el corazón palpitante, el impulso centrado en una espe­ cie de recogimiento vacío de todo presente, ¿se ad­ hiere todavía a la materia y a los músculos o ha ini­ ciado ya su vuelo? Una cosa es cierta: no se coge al cuerpo sino por un hilo y, a pesar de ese delicado hilo, está sólidamente agarrado a la inmanencia; su­ merge sus raíces en lo más profundo de nuestra natu­ ralidad; se oculta, invisible, en el centro de esta ma­ teria que lo contiene y lo propulsa. El impulso es indisociable de la materia en la que nace: la materia lo retiene, lo obstaculiza y lo lastra, pero, al mismo tiempo y por eso mismo, le sirve de punto de apoyo y de contraste. El cuerpo es a la vez la preocupación del impulso y el fundamento de su confianza. Me permitirán que llame a esta mezcla de preocupación y de confianza lo Serio. El rebote, el efecto de relieve, la positividad de la negación son sólo metáforas o maneras de hablar que traducen a otro lenguaje el problema moral del mal menor. La pelota que rebota en el suelo y vuelve a caer de inmediato parece negar la gravedad, pero este rechazo no tiene intención alguna, excepto, indi­ rectamente, la del jugador que quiere ganar la parti­ da; y, sobre todo, este rechazo no dura más de un instante; este rechazo sin consecuencias ni repercu­ siones es todo lo contrario de un milagro; ese bote no tiene nada de sobrenatural. Por otra parte, el campeón, al tomar impulso en el trampolín, no ve más allá del éxito puntual: le basta con conseguir una victoria instantánea, batir un récord sin futuro. ¡El rebote es todo él impulso, pero le falta perenni­ 129

dad! Y a la inversa: el efecto de relieve, cual una es­ cena lapidaría, parece eternizar o perennizar un con­ traste, pero, a primera vista, no tiene impulso. El contrapeso que le da toda la elasticidad al impulso es comparable al efecto de relieve. iPero sólo compara­ ble! Ya que el efecto de relieve es precisamente un efecto, literalmente, un efecto «esteroscópico», un contraste óptico inmovilizado en el espacio, que se acentúa gracias al claroscuro y en la antítesis de las luces y de las sombras; incluso la oposición maniquea del Bien y del Mal, de la luz y de las tinieblas, es también una oposición estática: la periodicidad de estas vicisitudes, así como la alternancia regular del día y de la noche, se convierten fácilmente en el téteá-téte en el que los dos principios simétricos y pre­ viamente dados se confrontan el uno al otro. ¿No es esta alternativa más una categoría estética que una opción moral? Pero, sobre todo, el efecto de relieve, en lo que tiene a veces de sensacional, es esencial­ mente un espectáculo, un espectáculo ejemplar y a veces normativo, un espectáculo para espectadores deslumbrados y maravillados. La sola presencia de un tercero, la intrusión indiscreta del testigo y a fortiori la mirada de los espectadores, aguzada por los pris­ máticos, condenan la inocencia al olvido. La inocen­ cia se manda al exilio. Mejor aún, la inocencia, rele­ gada a permanecer en su sitio, empieza a posar para la galería; a partir del efecto, todo se convierte en teatro y en puesta en escena; todo está falseado; la exhibición degenera en ostentación y en moneda fal­ sa. ¡Los espectadores aplauden el espectáculo intem­ poral del maniqueísmo! La negación misma es, a su manera, un efecto de relieve a causa de la función pedagógica y, con fre­ cuencia, polémica que se le otorga: por ejemplo, en­ 130

mendar un error... Pero el impulso es, a veces, tan corto, tan condensado, tan inmediato, que apenas se siente. No es una casualidad el hecho de que la dia­ léctica de la negación sea clarificada por Bergson en La evolución creadora. En dos ocasiones, y tratando de estos problemas lejos de cualquier dogmatismo sistemático, Bergson elucida la relación paradójica, ambigua e incluso contradictoria de la «energía espi­ ritual» con la materia: a propósito del impulso vital y a partir del órgano visual. El impulso vital, al re­ botar en el trampolín de la materia, hace brotar en todos los sentidos el haz de las especies divergentes y trasciende la disyunción del Uno y del plural. El «camino de la visión», canalizado por el nervio ópti­ co y por el órgano visual en general, es a la vez li­ mitado y hecho posible: un campo, un alcance, otras tantas determinaciones que son, después de todo, ne­ gaciones sin las cuales la vista, paradójicamente, no sería clarividente; inspirándonos en Bergson y en sus desconcertantes intuiciones, le damos un sentido al no-sentido del órgano-obstáculo. ¿Qué sucede ahora con la negación? Bergson explica que la negación es un «juicio sobre un juicio» o, como preferimos de­ cirlo, un juicio con exponente, un juicio en segunda potencia. Tras la negación se sobrentiende una pro­ puesta absurdamente afirmativa que es rechazada so­ bre la marcha: era una alusión, apenas una insi­ nuación; sin embargo, la forma indirecta de esta afir­ mación negativa, que mantiene relaciones con el len­ guaje del pudor, proyecta sobre la verdad una luz más sorprendente, una iluminación más contrastada. ¿Acaso no es la sombra de la negación un efecto de relieve? Ocurre, pues, que nuestros rechazos son in­ directamente reveladores de nuestras opciones. No obstante, tal como lo mostrábamos en el paso de la 131

negación al rechazo moral, el no del rechazo tiene una carga pasional mayor, «una positividad negati­ va» más intensa que el no puramente formal y ló­ gico de la negación, que niega sin rechazar; la nega­ ción dice que no, pero el monosílabo del rechazo rechaza y vomita, y basta, absolutamente y sin res­ tricciones, sin especificar ni el plazo ni el grado, ni el en-tanto-que (quatenus). Si el rechazo es con fre­ cuencia agresivo hasta el punto de confundirse con un acto de beligerancia, si el rechazo es una toma de posición dramática y militante, a veces un aconteci­ miento histórico para bien, la negación, por el hecho mismo de ser tácitamente polémica, conserva siem­ pre un carácter especulativo, platónico y, en cierto modo, nocional. Toda negación es, a su modo e in­ directamente, una especie de vaga determinación, una determinación incipiente, una determinación abierta, una determinación indeterminada. En el límite de todas las negaciones, y por lo tanto en el infinito, al igual que en la teología negativa, la determinación equívoca, cercada por el rechazo, llegaría a ser uní­ voca... ¡casi unívoca! El impulso que nos eleva por encima de nosotros mismos, hacia el olvido de nosotros mismos, hacia la abnegación, hacia el altruismo y hacia el amor, se apoya obligatoriamente sobre el propio-ser para tras­ cenderlo. Este es el primer grado, o mejor, el primer exponente de la complicación; aún más exactamente: ésta es la complicación en segunda potencia, la que es, como el juicio sobre un juicio, complicación de la simplicidad. Aquí, la negatividad de la negación no es un simple fárrago gramatical, el brote de una pesada retórica que abulta y ocupa el lugar del sen­ tido, como los circunloquios de las preciosas: ¡en este caso, mi cuerpo es el origen de un drama! El cuerpo, 132

lastrado con su egoísmo, su glotonería y sus instintos, no es un fardo dispensable, la ocasión de una ociosa carga con la que el amor acarrearía alegremente cuan­ do, en realidad, hubiera podido ahorrársela. Si la naturalidad fuera para el ser-amante esta sobrecarga gratuita y a fin de cuentas extra-vital, el ascetismo, que nos libra de ella, sería una tarea expeditiva, un poco frívola y algo divertida. ¿Cómo deshacerse de ella? Esta palabra desdeñosa, dxaXXáTxeaflai, se repi­ te con frecuencia en el Fed$n. ¿Cómo liberar al pá­ jaro moral para que se alce a todo vuelo hacia las alturas? O, en otras imágenes: bastaría con lanzar por la borda todo el paquete, con todo su contenido, concupiscencia, glotonería, amor propio, vanidad, sin inventariar ni seleccionar lo que en él hubiera, sin siquiera el tiempo de abrirlo, ni de deshacerle el nudo... [Qué descanso! ¡Adiós preocupaciones! El viajero sin equipaje, libre no sólo de su haber, sino de su ser mismo, sería realmente imponderable y aéreo, ligero corito lo es el amor. [Pero esta ablación de todo el ser hace daño! ¿Es realmente una abla­ ción? La ablación es siempre partitiva: corta una parte y deja el resto. El que es indivisamente alma y cuerpo y al que no sólo se le priva de su haber y de sus propiedades, sino al que se mutila en carne propia, sangra y sufre; pero, el ser-amante que es in­ divisiblemente ser y amor y que no sólo es amputado en su propia carne, sino incomprensiblemente priva­ do de su ser total... ¿qué nombre recibe su sufri­ miento? Esta quimera se llama angelismo; pero la llamaríamos también extremismo o purismo. Pues la quimera no busca lo serio. En ese mundo de relati­ vidad, intermediaridad y medianía, donde se reúnen, para el ser mixto que somos, todas las condiciones de la vida, el peso inerte y ciego puede a su vez servir de 133

lastre: es el mismo peso, pero proporciona el impulso necesario que nos permite subir. Mostremos cómo se aplica esta paradoja a la ambigüedad moral. El ego del egoísmo es la pesada piedra que debe levantar el altruismo; el ser del ser amante es el pesado fardo que el amor debe arrastrar y que grava el impulso de su «levitación». Pero es éste un modo muy simple e incluso simplista de expresarse. Si no hubiera una pesada piedra, no habría altruismo en general; si no hubiera una montaña infranqueable que mover, no existiría la fe; y, si no hubiera un pesado fardo, tam­ poco habría amor. Sin ese fardo que nos hace sollo­ zar de cansancio y llorar de descorazonamiento, el amor y la esperanza hubieran desertado ya, desde hace largo tiempo, de los valles de la existencia te­ rrena. Ya lo decía Kant: en el vacío de la campana espiritual, el pájaro cae fulminado... Del mismo mo­ do, si se vacía el mundo de toda atmósfera, de todo obstáculo a superar, de todo problema a resolver, el amor se convierte en un vaho inconsistente que se disgrega y se evapora en el espacio. El amor, frá­ gil como un pájaro, pero infinitamente aún más, no podría vivir sin la presión de los obstáculos que le impiden respirar y amar. El órgano-obstáculo, éste es. 2.

Uno tras otro. Mediación. El dolor

El rebote y el impulso, el efecto de relieve, la positividad de la negación... ¿Qué decir? Si el re­ sultado de nuestros análisis fuera la aplicación al pro­ blema moral de conceptos como mediación o mal menor, habríamos simplemente eludido el problema. Nada que sea conceptual o dialéctico concierne o apa­ 134

cigua la inquietud moral. Para el desagarramiento moral, los poderes de la síntesis conciliadora y cica­ trizante no surten efecto. La filaucía, la naturalidad o, como se decía en los tiempos de la controversia del «amor puro», la concupiscencia nos aleja del altruismo al tiempo que, en cierto sentido, lo con­ dicionan y a veces incluso exaltan el amor desintere­ sado. ¡Que no quede por eso! En la mediación dis­ cursiva, existe el principio de la temporalidad que lo arregla todo. Las contradicciones se niegan a coexis­ tir y ni siquiera se las puede pensar a la vez: luchan entre sí, como conjuntos incompatibles, hasta que uno aniquila a otro. ¡Pero pueden sucederse! Uno primero, después el otro; o también: unas veces uno, otras veces otro... El hombre está perfectamente adaptado a este ritmo. ¡Es la trampa del tiempo! La alternancia, tanto como la temporalidad rectilínea, permite, al diluir la contradicción, evitar el bloqueo y la inmovilización total. Todo es cuestión de mo­ mentos; la sensualidad nos arrastra hacia abajo en un momento dado, el amor se desprende de este lastre en otro... ¿No hablábamos nosotros mismos de esca­ patoriay? En cuanto a la elasticidad, o a la disten­ sión, instantánea del amor, ésta debe su energía ex­ plosiva a estas dos fuerzas irresistibles que se en­ cuentran entre sí y a su vez se rechazan la una a la otra: el ser del ego tira hacia abajo, mientras el amor, impaciente por elevarse, proyectado en su tram­ polín, catapultado por la resistencia misma del ins­ tinto, nos arrastra hacia el prójimo. No sólo el tiem­ po resuelve la contradicción, sino que es su constante solución. Desviar la contradicción del dilema insolu­ ble, tras lo cual tomar la tangente de la sucesión y escapar así al callejón sin salida son, todo ello, tram­ pas de guerra, y estas trampas anuncian la oblicua 135

e ingeniosa sagacidad más que el coraje frontal del sacrificio y de la muerte. Gracián, que escribía sus aforismos para uso de cortesanos y diplomáticos, habría podido redactar un manual de la evasión... caso de que la evasión no exigiera a su vez tanto o más coraje de afrontar que arte de eludir. Sea como sea, la paciencia, la prudencia, y la precaución son las virtudes con más frecuencia recomendadas por el sutil jesuíta al hombre de la Corte y al guerrero: en primer lugar, la paciencia, porque es el arte de espe­ rar el momento oportuno; en una palabra, la temporización que utiliza perfectamente la máquina del tiempo. La ley de acero del destino nos ha conce­ dido el plazo, mora. El que utiliza el plazo, el que se adentra en el plazo ya ha conseguido superar la cri­ sis: verá quizá el final del invierno. Permítasenos citar la admirable máxima 55 del Oráculo manual: «Hay que atravesar el vasto curso del tiempo para llegar al centro de la ocasión. Una contemporización razonable madura los secretos y las resoluciones. La muleta del tiempo trabaja más que la maza de hierro de Hércules. Dios mismo, cuando nos castiga, no emplea el palo, sino la estación... La fortuna misma recompensa con creces al que tiene la paciencia de esperarla». Benito Pelegrin, quien propone una nueva clasificación de los Aforismos,3 no se equivoca cuan­ do empieza por el tema «de los fines y los medios» y, a continuación, agrupa en buen lugar las máximas relativas a la problemática de la adaptación y del oportunismo. Cierto es que, en este mundo atáxico y descosido, que es el mundo de la beligerancia uni­ versal, los humanos no pueden acceder de golpe a la 3. Véase Oráculo manual y arte de prudencia, Montaner y Simón, Barcelona 1936.

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armonía ideal: sin embargo, a pesar de los conflictos y de los desgarramientos, a pesar de la antítesis, el balance de la mediación se muestra positivo en su conjunto. La mediación, en el total, va al menos a alguna parte. La mediación no es una temporalidad amorfa e invertebrada que va a la deriva; antes al contrario, está expresamente regulada, articulada e incluso estructurada con vistas a un determinado fin. Se distingue en ello de la temporalidad desnuda que, en su caso, no va a parte alguna si no es a la muer­ te, al fin de los tiempos o al marasmo universal. Se­ gún se enfoque la mediación bajo su aspecto exoté­ rico o en su sentido esotérico —dicho de otro modo: según se consideren los obstáculos acumulados y el tiempo perdido, o se enfoque el sentido general de la mediación—, uno puede sentirse arrastrado al pesi­ mismo o animado a seguir en el camino del optimis­ mo. Las barricadas cierran la calle y abren el cami­ no podía leerse en 1968 en los muros del Barrio Latino; este camino no es, naturalmente, una auto­ pista rectilínea que une un punto a otro... Y, en otro lugar, en un cartel en el que se distinguen, con la firma de Cremonini, un inextricable amontonamiento de chatarra, asfalto, coches volcados y derribos amon­ tonados, destacan unas insolentes palabras: «Contra las direcciones prohibidas, las vías de lo posible». Este caos infranqueable es quizá una promesa y una esperanza; este pesimismo, en última instancia, es optimista. En la sola palabra mediación se adivina una tranquilizadora finalidad: los medios son una alusión al fin, sólo son medios en relación a él; lla­ man al objetivo, lo señalan con el dedo; al igual que flechas indicadoras muestran la buena dirección, la dirección hacia. No hay razones para asombrarse si el peregrino de la mediación se adentra con buen pie, 137

con buen ánimo, buen humor y buena conciencia en ese camino pedregoso por el que tropieza a cada paso. Algo que hacer, cierto esfuerzo a realizar, un itinerario determinado que recorrer: las condiciones de la vocación y de la buena conciencia se reúnen aquí. La bendición del último término —el cual, no obstante, es todavía inexistente— se propaga en efec­ to retroactivo a todo lo que la precede o la prepara. Bergson llamaría quizá a esta propagación, la mar­ cha retrógrada del sentido. El fin justifica los me­ dios... Pero los medios a su vez eran ya normativos: presagian el fin y también lo anticipan. Más en ge­ neral: el «mal menor», en el orden de lo relativo, es también optimista... ¡Relativamente optimista! No es, por tanto, un azar que la Teodicea de Leibniz, haga semejante uso de este concepto. El mal del ser es un mal, pero (el énfasis se da aquí en el adjetivo) es el menor; el más pequeño posible, teniendo en cuenta las circunstancias y los incompatibles o in­ composibles; exactamente en el sentido en el que la línea discontinua, en un medio dado (un medio refringente), sigue siendo la línea relativamente más corta, la línea más corta posible; la refracción de la luz demuestra así que las soluciones de la economía divina son relativamente las mejores. A falta de exce­ lencia o de perfección, el «mal menor» sugiere nega­ tiva, indirecta y casi tímidamente —íbamos a decir púdicamente— lo mejor que podíamos esperar. Del mismo modo, la sucesión temporal no puede hacer que la contradicción sea nula y sin valor pero, al menos (¡una vez más y siempre la relatividad conce­ siva del mal menor!), la hace viable y fluida, la «deja pasar»; aplaza la crisis, el rechazo, la deflagración. El tiempo es en muchas circunstancias el mal me­ nor... tanto es así que puede asociarse la excelencia, o al menos la ejemplaridad, con la modestia de un 138

mal menor que ha renunciado a toda pretensión. El tiempo expresa nuestra adaptación a este mundo de miseria. 'La interjección resignativa ¡ay! deja lugar en el corazón del hombre para un a pesar concesivo en el que la resignación se convierte en consuelo. Sin embargo, hay que confesarlo, el peregrino de la aventura moral no adelanta en la luz, avanza en la noche sin saber adonde va, siempre a punto de desesperar, de renunciar, de abandonarlo todo... La aventura moral no es un deporte, ni siquiera una aventura, ¡por peligrosa que sea! ¡Sería demasiado fácil! ¡Sería una diversión! El aventurero de esta aventura no es un alpinista que mide con orgullo el camino ya recorrido y la altura alcanzada, ni el ale­ gre compañero que canta en el camino... La inquie­ tud moral es una inquietud amarga; nunca se vuelve a contemplar el panorama de sus propios logros; la inocencia no escucha las historias beatas del trabajo santificante: permanece desolada y huérfana en su esfuerzo, sin remisión ni recompensa. ¿Habrá que pensar que, si el dolor va a sumarse al esfuerzo de la mediación, hará más inocente nues­ tra inocencia? El dolor es, por lo general, la inocen­ cia obligatoria. Un hombre que sufre sinceramente en su carne y en su alma, por lo general no sueña en su gran representación teatral cotidiana y olvida, al menos momentáneamente, posar para la galería de sus admiradores. Es decir, que el dolor que se sufre realmente, aunque sea un mal necesario, es una ne­ cesidad menos convincente que cualquier otra forma de mal menor o de mediación. Nos resignamos a él más difícilmente. O bien, nunca acabamos de adap­ tamos. ¿Supone esto que el dolor es necesariamente el infierno, que no hay sufrimiento sincero fuera de la maldición de la desesperación? Generalmente, el 139

hombre, presa de la angustia del sufrimiento, no tie­ ne mayor urgencia que la de restablecer ante sí un humilde porvenir, una finalidad, una pequeña razón de esperar, por vaga que sea, una increíble teleología y un sentido tranquilizador. El dolor recuperado, ele­ vado a las grandes sinopsis de lo dialéctico, se con­ vierte en una prueba. La ascética del Gorgias, como sabe todo el mundo, recomendaba ya el quemar-cortar, xoietvté|jLveiv, es decir la cauterización filosó­ fica y el bisturí filosófico. El dolor quirúrgico es un dolor agudo y lacerante, ya que quema y hiere; pero sus instrumentos no son instrumentos de tortura: al igual que las flechas de amor de las que nos habla San Juan de la Cruz, que hacen brotar la sangre, tiene ciertos poderes purificantes y redentores. Esta ambivalencia se reconoce en los relatos consagrados a la muerte de Sócrates: la cicuta, que el verdugo le lleva al sabio, no es una bebida suave; pero, a su manera, ese veneno es un medicamento; la amarga pócima es también un remedio: servirá para deshacer los lazos del alma y el cuerpo y curar así esa especie de enfermedad original que es la simbiosis psicosomática. El dolor es, ciertamente, un acontecimiento vivido e irreductible que se añade a la mediación y, en este sentido, es de esencia irracional. Sin embar­ go, el dolor mismo es recuperable a título de prueba o de momento, es decir como eslabón de una cadena necesaria y benéfica, en una palabra, como mal ne­ cesario. A partir del día en que tomamos conciencia de esta recuperabilidad, ya no resulta demasiado di­ fícil «hacerse con una razón». Ese presente del dolor, que parece eterno y absoluto, tendrá tan sólo un tiempo: a la luz de la supraconciencia, el dolor no es más que un episodio y un pequeño rodeo suple­ mentario en el camino de la mediación; el dolor for140

nía parte del proceso general llamado curación. El infierno es el lugar inconcebible del sufrimiento eter­ no, del sufrimiento infinito, monstruoso, que es éti­ camente injusto e inmerecido, que está más allá de todo castigo y que azota a los condenados; es en el purgatorio donde la tradición ha situado la estancia provisional, no para los condenados, sino para los sentenciados al dolor temporal del castigo. Este pe­ queño sufrimiento, dosificado y modulado, nos dice: esperad y tomadlo con paciencia, pues nada está de­ finitivamente perdido. La síntesis mediadora, el do­ lor mediador, el plazo, guardan en este caso todas sus virtudes cicatrizantes y terapéuticas. En el mundo de la acción, el nunca-más es un absurdo, ya que, al interrumpir la reconducción y el encadenamiento de las causas y de los efectos, desembocaríamos en un vacío sin sentido. La filosofía apofática de la paradoja moral nun­ ca acaba con sus negaciones. La mediación, como decíamos, no es paradojalógica en nada: la función casi racional de la temporalidad mediadora es preci­ samente la de separar los contradictorios unos de otros; los contradictorios transformados en momen­ tos sucesivos de la fluidez del devenir se relevan en lugar de desgarrarse el uno al otro; comparecerán uno tras otro, cada uno a su tiempo y a su hora, y ésta es la más elegante, la más ingeniosa, la más pa­ cífica de las soluciones. ¡El antagonismo queda elu­ dido! Puesto que el homo dúplex es decididamente doble, y en cierto modo anfibio, podrá dedicarse al­ ternativamente a su cuerpo y al cuidado de -su alma. La alternancia es realmente un régimen: regularidad en el ritmo, equidad y simplicidad de la periodici­ dad, todo le facilita al hombre la adaptación a esta vicisitud ejemplar. ¡Feliz el hombre con buena con­ 141

ciencia! Dedica sus días laborables a las tareas de un egoísmo bien entendido, sus domingos y días fes­ tivos a las obras pías y a los mendicantes; esta feliz buena conciencia reina sobre un tiempo armoniosa­ mente organizado en el que hay reservados dos hora­ rios sucesivos, el uno para los ejercicios del cuerpo, el otro para la caridad. Los medios pueden desmen­ tir temporalmente el fin, suspender su acontecer, dar­ le vacaciones: a partir del momento en que se trata de una sucesión discursiva, la contradicción queda desarticulada; la colisión es inofensiva. Tendremos la conciencia en reposo. Pero, en primer lugar, pode­ mos preguntamos si una conciencia en reposo, que ha eliminado toda angustia, toda inquietud moral, no estará, en cambio, podrida ya por la complacencia... Por otra parte, el amor por el otro no admite, en principio, reparto alguno. Recordemos lo dicho sobre el totalitarismo, el extremismo, el maximalismo de la exigencia moral: la idea de reservarse a sí mismo, y sólo a sí mismo, para el propio perfeccionamiento personal y con pretexto de igualdad, la mitad del tra­ bajo, del tiempo y de los ejercicios ascéticos preten­ didamente necesarios para la mejoría moral del gé­ nero humano, es ridicula en sí misma. ¿Qué digo? —la simple veleidad de desviar, en provecho de mi salvación y de mi alma inmortal, un instante infinite­ simal de mi celo moral es una estafa agravada por una intolerable hipocresía. La abnegación reniega de estos arreglos temporales; no soporta la sordidez de una economía demasiado ingeniosa; no quiere suce­ der en la misma «plantilla» al despertaf muscular y al cuarto de hora dietético; quiere todo el espacio; quiere la totalidad de nuestro tiempo y de nuestra vida... La intolerante superlatividad, el nec plus ul­ tra, ¡éstos son su credo y su ley! Las palabras de 142

Platón y de la Escritura, tan a menudo comentadas, £uv Shg Tj ¿MI t í xap8í)c iayóoc2, vuelven por su pro­ pio peso a través de mi pluma; tanto si se trata de fuerza, de intelección o de amor, una sola palabra, una palabra obsesiva retoma sin cesar como un re­ frán en estas exhortaciones: la palabra 5Xov. Con to­ das tus fuerzas, con toda tu comprensión, con todo tu corazón. E incluso, y lo que es más sorprenden­ te, con todo tu pensamiento, áv ¿Xig -nj Stavoíqt ooo* —como si importara también que el pensamiento del otro y la tierna solicitud por el otro reaparecieran in­ cansablemente en los mínimos rodeos del razona­ miento y de la mediación, como si hiciera falta que una misma preocupación fiel habitara todas las idas y venidas del pensamiento discursivo y dialéctico. En pocas palabras que lo dicen todo: ¡con toda tu alma! Todo en todas partes y todo el tiempo. Estas pala­ bras, de una vez por todas, desprecian cualquier pro­ grama, barren cualquier horario, hacen secundarias la dosificación y la posología. Las categorías quedan arrinconadas. ¡Todo o nada! Después de esto, todo queda dicho. El desciframiento de la mediación, de sus ro­ deos y de sus trampas, de sus ganchos y de sus fin­ tas, no será sino ocasión de peores males y de más amargas decepciones si esperamos de él luces para el problema moral. No es que el amor para conse­ guir sus fines y llevar a buen término sus empresas no deba urdir conspiraciones, maquinar, combinar estratagemas: la idea de las trampas del amor, y de un amor enmascarado, de un amor proteico, exper-45 4. 5.

Rép., V II, 518 c¡ Mt 22, 37; Le 10, 27; Me 12, 30. 33. Mt 22, 37.

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to en disfraces y travestís, siempre tramando algún nuevo expediente, áeí xivaí xXéxtov |i7¡ya
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la filaucía. Para descifrar las cifras del amor-artero, hay que consentir a las delicias de la hermenéutica y de la retórica. Para allanar los obstáculos provi­ sionales, situados en la cadena dialéctica, basta con una mediana sagacidad. Pero el amor apasionado no es una mediación artesana industriosa e instrumen­ tal cara a un fin extrínseco. Tampoco es ese amor una dolorosa prueba asumida como hermosa revan­ cha. Ese amor no habla un lenguaje esotérico o ale­ górico más o menos transparente que hubiera que descifrar. Todas las precisiones que podrían darse sobre sus vías y medios son coartadas tan ociosas como indiferentes. ¡Vaya cazador empedernido el tal Bros! 3. El uno con el otro: ambivalencia. De dos inten­ ciones, una y

La mediación habría al menos hecho inteligible, gracias al devenir, el modus vivendi de los contra­ dictorios... pero fluidificando su agudo conflicto, amortizando su colisión. Por otra parte, ¿existe al­ gún caso en que los contradictorios se den a la vez, uno eodemque temporél ¿Es este caso la ambivalen­ cia de los sentimientos? ¡Adiós a la cortés alternan­ cia y a la cómoda vicisitud! Estamos tocando casi el punto más crítico de la paradoja. ¿Qué sucederá? Los contradictorios se producen, no de vez en vez, es decir uno tras otro, uno primero y el otro a con­ tinuación, sino simultáneamente, es decir el uno con el otro: no sólo en contemporaneidad o sincronía, como experiencias yuxtapuestas y paralelas, sino en íntima simbiosis. Más allá, sólo quedaría la coincidentia opositorum, la identificación milagrosa de los 145

contradictorios. Los complejos resultantes de ciertas alianzas y de ciertas mixturas son más bien curiosi­ dades psicológicas: no plantean necesariamente ca­ sos de conciencia. Los sentimientos realizan entre ellos extrañas alianzas e insólitos pactos cuya tona­ lidad afectiva sui generis varía hasta el infinito, se­ gún la dominante de la amalgama y los componen­ tes asociados. Pero la dualidad, en cierto modo maniquea, de la buena y de la mala intención, del altruismo y del egoísmo, determina en ese plural un poco estético una especie de reclasificación sumaria y una aguda simplificación. En este sentido, el odio amoroso no es un odio, ni siquiera una mezcla de amor y odio: el odio amoroso es un amor, una variedad pasional del amor, un amor agriado por el fracaso; el despe­ cho amoroso no es tal despecho, sino otra variedad del amor, un amor exaltado por la decepción y per­ vertido por los desaires. Esta ambigüedad es falsa­ mente ambigua... Más aún, ¡esta ambigüedad es pro­ fundamente ambigua! La verdadera ambí-valencia no es una mezcla en plural ni un complejo de senti­ mientos: la verdadera ambivalencia es una ambiva­ lencia de «a dos»; la verdadera ambivalencia es la del hombre simple y doble a la vez, simplex-duplex, pero desgarrado en dos (ambos), desmembrado- en dos valores incompatibles que tira cada uno hacia su lado. Debemos distinguir muy cuidadosamente el plural innombrable de la elección y el dual de las intenciones. La conciencia estetizante, que es psico­ lógica y pluralista, juega a mezclar y a combinar hasta el infinito los colores en la paleta, los sonidos y los matices cualitativos de sus timbres en la sín­ tesis instrumental; al aficionado a la pintura y al diletante les ofrece en espectáculo el espectro de las 146

cualidades multicolores o, dicho de otro modo, de la policromía; elige entre una divertida y pintoresca diversidad de colores y de tonos, así como elige en­ tre una amable variedad de sabores y de perfumes, tras haber comparado los especímenes expuestos en el escaparate y las muestras de la colección desple­ gadas ante su mirada. La comparación del más y del menos, la apreciación de los grados de la es­ cala son los elementos de esta comparación perma­ nente que precede las elecciones de la empiria coti­ diana. El aficionado, al tener que resolver el proble­ ma empírico de la elección, elige su color preferido, su flor preferida, su canción preferida, su objeto predilecto en cada campo. Pero, en la elección que nosotros llamamos op­ ción, hay en todo y por todo dos posibilidades que se ofrecen ,a nuestro libre arbitrio, como en las pare­ jas de contrarios (ouCu^íot) del pitagorismo. La elec­ ción, imantada, según Leibniz, por el principio teleológico de lo «mejor», implica siempre en algún gra­ do el comparativo, en cuyo caso es preferencia!; pero puede también reducirse a una decisión, a una apuesta, si no ciega, sí al menor arbitraria cuando se motiva a sí misma por su propia aseidad: el hom­ bre oscila en este caso entre dos exigencias, entre dos soluciones o, como decíamos, entre el valor y el contra-valor que contradice a este valor. Sólo hay dos posibilidades: ni una más. ¡No merece la pena contar! El Heracles de Prodicos tampoco tiene ne­ cesidad alguna de contar: no hay más que dos solu­ ciones contradictorias, el Bien y el Mal; si hubiera tan sólo una tercera solución, Heracles no sería un héroe, sino un aficionado. De dos, una: esta es la gran polaridad del todo o nada, del sí y del no, del ser y del no-ser, que nos atañe y nos llena de an­ 147

gustia. La abnegación o la idolatría del yo: ésta es la elección escarpada, vertiginosa que debemos asu­ mir y a la que llamamos opción; en blanco o en ne­ gro: éste es el efecto de contraste austero, cortante, simplista al que se verán reducidos los divertimentos de la policromía y del polimorfismo; basta de abigarramiento multicolor, sólo queda la antítesis sin término medio. Estos dos composibles son, de hecho, dos direcciones que se vuelven la espalda; ó9¿c dvü), óíó; xcítu>: es una sola y misma vía, dice Heráclito; pero esta única vía puede tomarse en un sentido o en el inverso, hacia arriba o hacia abajo; subir o bajar. Aunque las palabras «al dere­ cho» y «al revés» sean más bien metáforas espacia­ les que experiencias temporales, tienen una signifi­ cación intencional y cualitativa. En las dos opciones inversas, lo que se opone son efectivamente dos in­ tenciones. ¿Una de las dos cosas? Pero ante y sobre todo: ¡de dos intenciones, una/ Ya que la alterna­ tiva de las intenciones es la que explica e inspira la alternativa de las opciones. La opción en la opción, la única que importa, la única decisiva, ya que tan sólo ella decide desde lo más íntimo del fuero in­ terno, es la intención. Intención de ir a alguna parte y esbozo de movimiento, hacia arriba o hacia abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda, hacia adelante o hacia atrás, la intención indica el sentido: el sen­ tido como significación, el sentido como dirección. ¿No es ya la intención misma una especie de movi­ miento, un movimiento hacia!... ¿No suele decirse: un buen paso, un mal paso —y sobre todo un pri­ mer paso? No se puede fundir el buen movimiento con el malo, ni combinar con ellos dios sabe qué amalgama intermedia: ya que no hay intermedio, no hay tertium quid. El Apocalipsis tiene razón cuan­ 148

do dice: «¡Malditos sean los tibios!» Estos movi­ mientos del alma implican unos juicios de valor; y, por otra parte, son conmociones muy secretas de la conciencia... El apólogo de Prodicos nos muestra a Heracles en la encrucijada de las intenciones: ¿se comprometerá por el pedregoso sendero de la vir­ tud o por el camino de los placeres fáciles? Dos vías divergentes o incluso dos modos de vida, de los que el doble-querer, al asumirlos, dará existen­ cia al uno o al otro. La alternativa de las intencio­ nes, tal como Bergson comprendió, no es una ver­ dadera bifurcación, puesto que no la realizamos más que a destiempo^o retrospectivamente y en cierto modo en el futuro anterior, en el acto mismo por el cual nos comprometemos en una de las dos op­ ciones. Al quedar excluido cualquier intermediario en­ tre el buen movimiento y el malo, se pasa del uno al otro (o su recíproca) de una sola vez y casi sin damos cuenta por una conversión imperceptible: un miligramo de más o de menos, un milímetro a la derecha o a la izquierda, un segundo demasiado pronto o demasiado tarde —y todo se ha perdido (...¡o ganado!). Pero, ante todo, todo es impuro frente al amor puro purísimo, ¡en relación al can­ dor y a la blancura inmaculada de la inocencia! La asepsia, o es total —o sea al cien por cien— , o no es. ¿Acaso no es la mezcla de lo puro y de lo im­ puro. ya impuro? ¿Impuro en sí mismo y desde hace tiempo, desde siempre, impuro desde los inicios? Una gota de impureza, decía la paradojalogía estoica de la «mezcla total», bastaría para manchar el océa­ no entero; asimismo, un grano de egoísmo, un solo granito casi microscópico, puede convertir en dudo­ sa la más real de las ofrendas: la generosidad no 149

se parcela —¿qué digo? una segunda intención im­ palpable bastaría. Menos que esto: la segunda in­ tención de una segunda intención, la sombra de una sombra, un amago de complacencia, una imponde­ rable hipocresía..., la más mínima reserva mental que se traicionara en cualquier lapsus revelador, y el buen paso se habrá convertido en mal paso v la buena intención quedará instantáneamente viciada hasta la raíz: la frágil, la muy fugitiva virtud, ape­ nas rozada por la diabólica segunda intención, por el olor a moho y azufre, se apergamina y cambia por completo. ¡Esta podredumbre es la forma que toma, en el mundo de las intenciones, el principio del tercero excluido! En una palabra, el verdadero problema para el hombre moral no es el plural in­ nombrable de los complejos, sino el abrupto dual de las intenciones: esta disyunción (¡la alternativa!) nos pregunta insistente y personalmente, mirándonos a los ojos: ¿cuál de los dos (utrurri)! ¿El uno o el otro? Y sigue preguntando: ¿an... annon? No se puede ir a la vez hacia adelante y hacia atrás; no hay síntesis posible entre el ataque y la huida; la claridad unívoca de la valentía no admite término medio, salida falsa alguna; el máximo recurso que le deja al cobarde es el permiso para convertirse en estatua o desaparecer vergonzosamente bajo tierra. 4. El uno en el otro: paradojalogía del órganoobstáculo. El ojo y la visión, según Bergson. El aun­ que y el resorte del porque Y, ahora, he aquí el paroxismo de la contradic­ ción y del sinsentido, el extremo más agudo de la paradoja: los contradictorios no vienen uno tras 150

otro, según una prioridad cronológica determinada como en el encadenamiento de la mediación, ni co­ existen el uno con el otro, el uno junto al otro como en la ambivalencia, sino que están el uno en el otro. La absurda reciprocidad del estar-en ¿acaso no vuel­ ve más escandalosa, más inextricable todavía, la con­ tradicción? Proponíamos, a partir de Bergson y de la Evolución creadora, algo que se nos permitirá llamar una paradojalogía del órgano-obstáculo: el aparato sensorial es indivisiblemente órgano y obs­ táculo, instrumento e impedimento a la vez. ¿Cómo entender el órgano-obstáculo? ¿Habrá que decir que el órgano-obstáculo es órgano por un lado y obs­ táculo por otro, o, cual disimétrica herramienta, ins­ trumento por un extremo e impedimento por otro? O también, ¿que el mismo factor es ambos a la vez, pero no al mismo tiempo —que es unas veces una cosa y otras veces otra, alternativamente, instrumen­ to de día e impedimento de noche? ¿Que el órgano y el obstáculo alternan, según la alternancia de los dos semestres, alternan según la alternancia de las fechas pares e impares? ¿O habrá que decir, por úl­ timo, que el órgano-obstáculo es órgano y obstácu­ lo al mismo tiempo, pero no desde el mismo punto de vista ni en el mismo sentido, que es órgano des­ de cierta perspectiva y obstáculo desde otra? ¡No, nada de esto! Esto sería querer salvar a cualquier precio el principio de identidad y salvarlo al precio de una ridicula banalidad. El híbrido es órgano y obstáculo en el mismo momento, desde el mismo punto de vista, en toda su extensión, así como en toda su comprensión, ¡por tanto, independientemen­ te de todo quatenus\ Por ejemplo, el ego es física­ mente el obstáculo fundamental y permanente que me aleja del otro y, al mismo tiempo y por ello 151

mismo, es la condición fundamental del altruismo. Nuestras distinciones, aflojando la tensión de los contradictorios, normalizarían inmediatamente el pa­ ralogismo... ¡Sin duda alguna! ¡Pero otra vez nos vemos abocados a la más discursiva de las media­ ciones! La visión y la audición son a la vez obsta­ culizadas y posibilitadas en toda su extensión y en toda su esencia: ¡son posibilitadas en y por el he­ cho mismo del impedimento! ¿No es eso un colmo? ¿Un desafío? ¿Una especie de provocación? Y, sin embargo, cuando se ha comprendido esto, se ha comprendido ya todo lo que había que comprender. Georg Simmel7 encontraba esta molestia, esta feliz negación, esta buena limitación en las obras de cul­ tura, danza y poesía tanto como en la vida de los organismos: la llamaba «Tragedia», porque esta con­ tradicción es aparentemente una miseria, pero esta miseria es a su vez por eso mismo y paradójica­ mente la condición de fecundidad: la condición y el precio, como se quiera, ¡según se prefiera la versión optimista o la pesimista! Contra toda lógica, el aun­ que no hace sino encorsetar al porque; el a pesar, reforzando la causalidad, es, inexplicablemente, ¡tan sólo una razón de más\ La miseria es en este caso la molestia providencial y la bienvenida estrechez, al igual que la pesadez es la condición, la molesta condición, de la gracia que la vence. Si la paradoja es la contradicción profesada, el órgano-obstáculo es lo irracional hecho viable gracias al movimiento. En la indivisión del órgano-obstáculo, la coincidencia de 7. «Der Begriff und die Tragodie der Kultur», en «Philosophische Kultur», 1911, págs. 245-277. Aparecido en el mismo año en el «Logos» ruso (Moscú, «Musagite», 1911, t. II, pág. 1-25).

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los contradictorios no se diluye por una mediación ni se amortigua por la ambigüedad de una ambiva­ lencia, sino que se disimula cuidadosamente y se hace invisible. El órgano no es simplemente el ór­ gano, de una manera unilateral y unívoca: así apa­ rece, sin duda alguna, en la evidencia primaria y física de la experiencia; herramienta de trabajo, ins­ trumento musical, arma de guerra, el órgano es aque­ llo gracias a lo cual la acción y la obra ( Ip-fov ) son posibles y, por tanto, es todo positividad: el balan­ ce del órgano-obstáculo, si sacamos la cuenta en ganancias y pérdidas, se manifiesta «globalmente po­ sitivo». El énfasis se pondrá pues en el optimismo. Pero lo que es exotéricamente positividad puede tam­ bién revelarse esotéricamente al análisis y a la re­ flexión y, más aún, al razonamiento, como un obs­ táculo, como una negación e, invisiblemente, como una limitación partitiva. El sobrenaturalismo plató­ nico nos ha familiarizado con la inversión de las evidencias: la apariencia, que es la evidencia misma en el orden físico de la empiria, es eminentemente controvertible en el orden de la metempiria o de la metafísica. E, inversamente, el obstáculo a su vez no es unilateralmente un obstáculo, cuya única y ab­ surda función sería la de obstaculizar, ya que, si el ojo impide la visión, aunque sólo sea un punto, ha­ brá que concluir que el hombre vería mucho mejor sin ojos. Una visión gloriosa, una visión angélica que nada la entorpezca, no es una visión infinita­ mente clarividente, sino más bien una visión ciega: ciega por no-trabada, por «adialéctica». Lo que no tiene obstáculo, no tiene, por eso mismo, órgano (¿veo Spfavou). Una visión efectiva es una visión obstaculizada o, como lo explica tan lúcidamente 153

Bergson, una visión «canalizada»8, siendo el nervio óptico, en cierto modo, el símbolo de esta «canali­ zación». Nosotros mismos decíamos, en lenguaje de Bergson, que la canalización expresa las dos cosas a la vez: el impulso vital —en concreto la marcha de la visión— y la resistencia que limita esta marcha, guiándola, determinando su dirección y la fuerza de su impulso. Más exactamente, todo sucede como si la visión «eligiera» un campo y un alcance sin los cuales permanecería confusa, es decir ciega; todo sucede como si la audición se recortara a sí misma un cierto sector de la escala o de la gama, más allá o más acá del cual sólo habría silencio. En todos los casos, lo que hace posible la acción es la autori­ zación limitada, sembrada de obstáculos y circuns­ crita por el veto. Aquel que es todo el mundo no es nadie; el que está en todas partes no está en nin­ guna. Para ser alguien en algún sitio, hay que re­ nunciar a la universalidad y a la omnipresencia. Re­ cordémoslo en esta ocasión, el efecto de relieve al que la negación debe su energía no ha pasado des­ apercibido ni a Bergson ni a Schelling... La estre­ chez es en cierto modo la condición tácita de toda verdadera presencia personal. Llegados a este punto, quizá debamos concluir provisionalmente (ya que toda conclusión es aquí provisional) que el órgano-obstáculo del amor y de la voluntad moral es infinitamente aporético y des­ viante hasta el infinito; nunca se llega hasta el final ni hasta el agudo extremo de la buena voluntad, pero tampoco se toca el fondo último de la mala: ésta es tan insondable como aquélla inalcanzable; la 8. L'évolution criatrice, cap. I, págs. 94-95 (en Ed. du Centenaire, pág. 575); cap. IV.

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voluntad moral y el testimonio que la juzgan oscilan constantemente entre los dos polos, en un balanceo alternativo bastante parecido al que describíamos en el caso de la cuarta escapatoria. Auscultemos con mayor atención esta vibración, este latido de un co­ razón indeciso. El obstáculo-órgano es obstáculo des­ de sus entrañas hasta la superficie, como verificare­ mos al descubrir los móviles infinitesimales de la complacencia; y, a la inversa, el órgano-obstáculo es un órgano, no sólo por los medios positivos que uti­ liza para ponemos en relación con el mundo, sino indirectamente por la limitación misma de estos me­ dios, ya que toda negación es determinación. No basta con decir que el poder de la voluntad moral queda relegado a una zona intermediaria: ¡la volun­ tad puede lo que puede, a pesar del obstáculo y por ello mismo gracias a él! ¿No hay algo de perversi­ dad metafísica al expresarlo así en un lenguaje tan violentamente contrario a todo buen sentido? El aunque sería uno de los resortes paradójicos del porque: mejor todavía, el elemento concesivo y, en consecuencia, indirecto sería más eficaz y más deci­ sivo que la causalidad simple. 5. Ese latido de un corazón indeciso. Una media­ ción aprisionada en una estructura ' Sin embargo, esta contradicción congelada, fija­ da, petrificada, a la que llamamos órgano-obstácu­ lo, no tiene carácter moral; estas dos palabras sol­ dadas en una sola no responden a una problemática moral. Más aún que la mediación, el órgano-obs­ táculo se sustrae al devenir: la mediación está orien­ tada a un fin; al menos el fin sucede, ficticiamente, 155

a los medios; el órgano-obstáculo, por su parte, no tiene en absoluto en cuenta el tiempo; nos vemos inclinados a decir que el órgano-obstáculo es una mediación inmovilizada, apresada en una estructu­ ra; tesis y antítesis son dadas a la vez y tal cual, ya elegidas, ya dosificadas y en el mismo paquete. Bergson, al señalar el contraste entre la maravillosa complejidad del ojo y la milagrosa simplicidad de la visión, encontró para decirlo un lenguaje muy con­ movedor que recuerda la antiteleología de Schopenhauer0: basta con abrir el ojo para que se dé la vi­ sión, ¡y eso sin problema alguno! La mediación (ad­ mitiendo que podamos hablar aquí semejante len­ guaje) se condensa toda ella en el funcionamiento del órgano. Resultante de una interpenetración indisociable de fuerzas inhibidoras y de fuerzas positi­ vas, el órgano-obstáculo no es sólo un factor de iner­ cia y un elemento decelerador; es también el punto de inserción de la conciencia y de la vida en el mun­ do. ¡Alianza de entre todas desconcertante e irracio­ nal! ¡Conspiración imposible! El instrumento y el impedimento, lejos de contradecirse o de paralizar­ se el uno al otro, cooperan de hecho para conseguir esta estructura a la vez estable e inestable, pero en cualquier caso esencialmente viable, que se llama el ser finito. Es que el órgano-obstáculo es un mons­ truo perfectamente domesticado. El régimen normal de este ser es la perfecta adaptación al estatuto de «anfibio»: no vive dos veces a la vez, ni en dos planos paralelos; no se siente doble; o, por mejor decirlo, no se siente nada, no se da cuenta de nada: en el estado normal, el complejo alma-cuerpo vive9 9. L’évolution criatrice, pág. 89 (en Ed. du Centenaire, pág. 570).

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su existencia psicosomática en una experiencia sim­ ple e indivisa que es la verdad misma de lo inme­ diato. £¿>|uz Esta paradoja órfica es una her­ mosa metáfora reforzada por un retruécano... Pero el hombre encarnado no se siente encarcelado. Un alma ingenua no se siente aprisionada en su cuer­ po. Hablando con propiedad, una alma ingenua y sensata no se siente en su cuerpo: vive ingenuamente su existencia corporal sin plantearse cuestión algu­ na. Sentirse incómodo o estrecho en el corsé del cuerpo ¿acaso no es un síntoma de neurosis? En el mejor de los casos, es una reflexión retrospectiva, acompañada de una metáfora, sobre la naturaleza del vínculo psicosomático. A menos que sea simple­ mente literatura... Esto es todavía más cierto para el ser en general, en la medida en que el hecho de ser es perfectamente abstracto e insensible: el hom­ bre doble y simple, duplex-simplex, no percibe más directamente en su estado normal la gravedad y la inercia de su ser-propio de lo que percibe la pesa­ dez de la atmósfera el hombre medio. Se habla a veces del peso del ser, de la dificultad de ser, como si el ser desnudo, Esse nudum, pudiera ser pesado o ligero, más o menos pesado, más o menos ligero: pero ser es el más general, el más indeterminado, el más vacío, insípido e incoloro de todos los ver­ bos, también el menos técnico y designa, por eso mismo, el más elemental y el más neutro de todos los significados. El ser sin cualidades representa en cierto modo el grado cero de la relación y del senti­ miento. Si nos atenemos a las metáforas, sería sin duda alguna preferible hablar de una tara, o mejor, de una pesadez sin peso, de una maldición metempírica y fatal: esa tarea, que, sin tener nada en común con un pecado original, lastraría a priori el ser fini­ 157

to, no se puede ni separar ni se la puede sentir con­ cretamente como la carga de un fardo. 6. El pinchazo de la astilla, la quemazón de la car­ bonilla, la mordedura del remordimiento. El escrú­ pulo Pero la tara invisible e insensible se hace a veces dolorosa: éste es el caso cuando el órgano-obstácu­ lo empieza a chirriar y a cojear por efecto del dolor y de la enfermedad. La enfermedad es el desarreglo del órgano-obstáculo. Normalmente, la visión es lo más simple del mundo: tan simple como saludar; basta con elevar los párpados... y, antes de que ha­ yamos tenido tiempo de pronunciar los dos monosí­ labos fiat lux, la luz ilumina ya todas las cosas en tomo a nosotros. Pero, cuando una minúscula car­ bonilla se aloja en la córnea, la cosa más simple del mundo, y la más fácil, se convierte en la más difícil: en un instante, todo se convierte en obstáculo; en un instante, el ejercicio de la función más natural pasa a ser un problema; la contradicción, que esta­ ba latente en el órgano-obstáculo, se ha convertido en una molestia insoportable y en una dificultad para vivir. La enfermedad y el dolor problematizan lo que no estaba hecho para plantear problemas. ¡Adiós adaptación! El esto-es-natural de la existencia vege­ tativa ¡deja de serlo! La continuación del ser, del ser puro y simple, no exigía esfuerzo particular al­ guno, no estaba sujeto a condición técnica alguna, no implicaba preocupación concreta alguna, pero la dificultad de vivir puede exigir un esfuerzo — ¡y qué esfuerzo!— e implicar incalculables preocupaciones; más aún, en ciertos casos patológicos, la dificultad 158

de respirar es causa de angustia y de opresión y re­ clama una intervención urgente. Las funciones de un cuerpo sano se cumplen, en general, en la más completa insensibilidad, y Schopenhauer tiene razón, sin lugar a dudas, cuando considera el sentir como el grado infinitesimal del sufrir. Así como la felici­ dad perfecta no tiene historia, la salud alegre es so­ bre todo bienaventurada en la anestesia y la analge­ sia generales. Demos un paso más: así como el ale­ gre equilibrio del órgano-obstáculo está a merced de una astilla en la carne o de una carbonilla en el ojo, la alegre armonía de una buena 'conciencia, en la que los sanos placeres están en paz con las buenas obras, es una bienaventurada consonancia, a mer­ ced de una disonancia infinitesimal. Lo que aquí corresponde al pinchazo de la astilla y a la quema­ zón de la carbonilla es la mordedura del remordi­ miento. Pero, si bien la analogía ayuda a la com­ prensión, no deja de ser tan sólo una analogía: su­ giere sin explicar. El remordimiento, malestar moral y, en consecuencia, sobrenatural a su manera, es de muy distinto orden al del dolor de los órganos, al igual que el escrúpulo gratuito es de muy distinto orden a la preocupación egoísta. Escrúpulo y pre­ ocupación son dos formas de aporía... Pero la aporía preocupante, que ahuyenta a la euforia, se for­ ma primero a partir de la carbonilla y en tomo al propio interés cuando éste se ve lesionado; engen­ dra el simple lamento. Y la aporía escrupulosa, que está en el origen de la mala conciencia, se forma en tomo a una libertad culpable y a partir de un valor burlado. En presencia de la doble estructura llamada ór­ gano-obstáculo, la acción se desgaja de su función natural que es la solución de un problema o la re­ 159

conciliación de los contradictorios. Pero la problematización moral desestabiliza la perfecta adapta­ ción recíproca del «alma» y del «cuerpo», y no por la fuerza, como lo hace la enfermedad, sino gratuita­ mente, por nada y aparentemente sin razón alguna. Por ejemplo: se experimenta no sé qué absurdo es­ crúpulo por saborear un placer perfectamente ino­ cente, se siente una especie de insuperable repugnan­ cia por aceptar una suma de dinero que se nos debe; una secreta voz susurra y se murmura en nosotros, ordenándonos en voz baja que rechacemos ese dinero, que renunciemos a esa facilidad. Nada más, sin duda, que un vago malestar o un inexpli­ cable pudor. El hecho, dado por sentado, de la sim­ biosis ya no es tal; la sacrosanta evidencia de mi propio placer y la intocable legitimidad de mis in­ tereses ya no son el centro del mundo; mi gloria per­ sonal ha dejado de ser para mí la Ley y los profe­ tas. La presencia del otro, que el régimen de la bue­ na salud, del buen humor y de la buena conciencia satisfecha ponía entre paréntesis, reorganiza en tor­ no a ella todo el universo de los valores; mi próji­ mo es, por otra parte, mi único deber, mi preocu­ pación permanente y, a veces, incluso mi remordi­ miento. Se acabó nuestra serenidad. Entre un egoís­ mo asfixiante, bestial, que ocuparía todo el espacio del ego y una sublimidad angélica, en la que el sa­ crificio, a fuerza de ser natural, no costaría nada y no tendría siquiera sentido, hay lugar para una zona intermedia: la del sufrimiento humano y la inquie­ tud moral. Zona de inestabilidad y de tensión en la que reinan las turbulencias pasionales. Es el mundo del hombre desgarrado, descuartizado, ensangrenta­ do; el ego y el amor tiran cada uno de su lado y nos dejan palpitantes en nuestra confusión moral. 160

Unamuno, meditando sobre Pascal y el «Misterio de Jesús», habla de una angustia agónica. ’A-jév, o el combate: dos fuerzas en lucha, dos fuerzas que se desmienten la una a la otra. Pero la agonía de la que habla Unamuno, y que cree reconocer en el Crucificado del Greco, no es simplemente un duelo en el que se enfrentan una contra la otra dos fuerzas antagónicas; esta agonía no es un torneo singular, menos aún un debate en el que medirían sus fuer­ zas egoísmo y amor. De hecho, el enfrentamiento está dentro del amor, es interno a ese amor mismo. Pues el anti-amor no es sólo la condición contradic­ toria del amor, como nos lo sugería la paradoja del órgano-obstáculo, es también su ingrediente consti­ tutivo; el ego es un componente fundamental del al­ truismo... e, inversamente, el altruismo asfixiado por el ego se ve abocado a amurallarse celosamente en la clausura de la filaucía. Los dos, en suma, vienen a ser lo mismo y son a la vez verdaderos: el ser, como anti-ainor, nunca se ve nihilizado y cabecea adormecido con absoluto desinterés; el egoísmo ol­ vidado duerme con un ojo abierto. Pero, el altruis­ mo, a su vez, es el remordimiento permanente del ego: el hombre no es nunca egoísta hasta el fondo como quiere demostrar La Rochefoucauld. Sin em­ bargo, tampoco es capaz de arrancarse extáticamente a sí mismo, ni de convertirse completamente en otro, tal como prescribe Fénelon. Se queda, en suma, a medio camino, unas veces a punto de hundirse en su propio-ser sin amor, otras a punto de evaporarse en amor y no-ser. Se dice a veces: el fondo sigue siendo bueno, el fondo permanece sano. Pero tam­ bién se diría en otras ocasiones: el hombre es pro­ fundamente malo. ¿Tiene, por otra parte, la inten­ ción moral algún fondo? ¿No es más bien insonda­ 161

ble? En las arenas movedizas de la intención, uno se hunde hasta el infinito. Pero sucede aquí que la situación inestable del ser-amante aparece como una situación intrínsecamente contrariada, e incluso con­ tradictoria, como una situación casi imposible o, sen­ cillamente, como una tragedia, en el sentido que George Simmel le da a esta palabra. Hay, efectiva­ mente, un antagonismo insoluble, una contradicción irreductible entre el amor y la condición sine qua non del amor, contradicción tan ridicula que fácil­ mente podría aparecer como un sinsentido oculto en el corazón mismo del problema moral: la contra­ dicción, en efecto, es literalmente in adjecto —aun­ que no le deja al problema moral el tiempo nece­ sario para plantearse, ni a la buena voluntad el plazo necesario para elegir; la buena voluntad se da de bruces con el dilema que la paraliza absolutamente. [Hay como para descorazonarse! Pero como lo ab­ surdo coincide, en el límite, con la ironía, también hay como para reírse. El egoísmo desmiente por de­ finición el amor y, sin embargo y a su vez, el amor supone, o incluso presupone, vitalmente el ego que es su condición ridicula, paradójica y contradictoria­ mente vital. El ego enamorado rebota sobre el tram­ polín de su egoidad. ¡Desafío de entre todos incom­ prensible! Aquello que impide amar es precisamente lo que aviva el fervor del amor, o incluso más sen­ cillamente lo que hace posible el amor...

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7. El anti-amor (mínimo óntico), órgano-obstáculo del amor. Para amar hay que ser (¡y haría falta no ser!); para sacrificarse hay que vivir; para dar hay que tener El amante, incluso cuando deja demasiado pron­ to de dedicarse al amado, incluso si capitula o di­ mite antes de lo necesario, si no espera a morir de amor, si se anticipa a su propio agotamiento, ese amante demasiado apresurado no admite como de­ recho, no reconoce a priori y por adelantado limi­ tación alguna a este amor infinito... Ya que, como hemos mostrado, se puede morir de amor: a falta de cumplirse en la muerte, el amor puede al menos conducir a la muerte; loca y paradójicamente, el amor tiende él mismo hacia su propio no-ser. Esta cláusula que lastra irracionalmente el amor, se llama finitud; pero también es la fatal servidumbre que abruma al amor. La servidumbre dice no, pero, en tanto que finitud, dice a la vez sí y no, afirma re­ chazando (o renunciando), plantea la existencia per­ sonal circunscribiéndola y sufriendo su límite, es de­ cir la muerte. Pues la servidumbre del amor o, en una palabra, la materia, no es sólo la contradicción inherente a un no-ser que, en el límite, ruega el amor, sino que sigue siendo una vez más y recípro­ camente la burla de un ser que lo reniega... fingien­ do plantearlo —de un ser que, sin embargo, hay que preservar. ¡Ay! ¡Dos veces ay! En este caso, la negación a veces parcial o provisional sería más bien irónica. Este es el colmo del ridículo: el obstácu­ lo por excelencia, el obstáculo fundamental ¡es pre­ cisamente el ser mismo! Y el obstáculo de entre los obstáculos es, como por casualidad, la condición de entre las condiciones. ¿No hay como para reírse? 163

Ser no es un pecado que se haya cometido una bue­ na mañana, sino un dato previo y una especie de a priori. Para ustedes y para mí, este a priori nunca empezó, nunca sucedió, ya que este a priori es la servidumbre del amor, el mínimo óntico que tolera y presupone, para sobrevivir, el máximo ético; o, a la inversa, es la tara producida por el impulso es­ pontáneo del amor, el coeficiente de inercia de este impulso. ¡El estricto mínimo óntico es todavía mu­ cho más mínimo (por decirlo así) que el mínimo vital! ¡Comparado con el mínimo óntico, el míni­ mo vital es casi un lujo! El mínimo óntico es al «cien por cien» incomprensible y ningún ascetismo podría superarlo más acá (¿o más allá?) sin anularse en la nada. Si la abnegación no se detuviera a tiem­ po en la nihilización del ser-amante, ¿cómo podría­ mos distinguir la abnegación de la negación pura y simple, es decir de la negación que, de un solo gol­ pe, suprime a la vez el problema y al portador del problema? En principio, la abnegación le prescribe al amor amante la entrega, la dedicación en cuerpo y alma al amor amado, que es segunda persona de amor; la primera persona de amor debería perderse con una total perdición en la segunda. Vivir para otro: éste es literalmente el imposible mandamiento. ¿Vivir para otro? Pero mi corazón late para mí y mi sangre circula para mí, y sólo para mí respiro y también soy sólo yo quien sufre. Con mayor ra­ zón, el mínimo óntico, que es, por así decirlo, el fundamento material y la desnuda sustancialidad del ego, representa el elemento irreductible de toda ipseidad. El mínimo vital es, ¿qué duda cabe?, la condi­ ción de mi subsistencia, de mi persistencia, de mi consistencia, incluso de mi existencia; pero el mí­ nimo óntico es la condición de mi ser; de mi ser sim164

plemente; de mi ser en general; y es la condición absolutamente elemental, la condición de entre to­ das las condiciones, puesto que condiciona a todas las demás. Ser: he aquí la condición previa por exce­ lencia (xaT'é^oyrjv, no en el sentido de un a priori formal y gnoseológico, sino precisamente en el sen­ tido de un presupuesto ontológico. El verbo ser, de­ cíamos, es el verbo fundamental, el más general y el más indeterminado, el más neutro y el más va­ cío, el menos técnico en consecuencia, puesto que no exige ni esfuerzo ni aprendizaje ni especialización de ningún tipo: ¡para ser no hay más que ser! Bas­ ta con la improvisación. Sobre todo que el hecho de ser es insípido y desabrido, sin cualidades psico­ lógicas, y es exclusivo de toda sensualidad. El no-ser de la muerte corta de raíz y de golpe, de la manera más radical y expeditiva, todos los compromisos de una vida activa, sin que sea necesario enumerar ni detallar ni anular los compromisos uno a uno. Y, a la inversa, la cláusula del ser es la condición sin la cual (sine qua non) todas las demás condiciones son ineficaces y sin fuerza, pero que, por sí misma, es una simple autorización puramente negativa y una condición necesaria y no suficiente. Hágase lo que se haga, y casi por definición, el ser parece preexis­ tir al hacer: así lo exige la lógica de la ontología; o, al menos, ésta es la gran verdad de Perogrullo, éste es el truismo sustancialista que, en virtud de un círculo incurablemente vicioso, nos remite a la más abstracta de las verdades y no nos enseña nada de nada... Tanto para amar, como para combatir, como para jugar a los bolos, condición previa de en­ tre las previas y en todos los casos es la de existir. Si no se empieza por ahí, no se empieza nada. En primer lugar, ¡para amar hay que ser! Es el mínimo 165

de los presupuestos, implícito en todos los demás. En segundo lugar, para «sacrificarse», también hay que vivir. Para que pueda «sacrificarme», por fa­ vor, dejadme una pizca de algo, un último soplo de vida, algunas migajas de existencia, un casi nada; dejadme mi pobre mínimo que es apenas óntico, que es casi desóntico, para permitirme darlo en ofrenda a alguien; no hay nada que sacrificar cuan­ do no hay nada que perder. Incluso independiente­ mente de la decisión moral del sacrificio, es la muer­ te en general la que toma prestada su seriedad del presupuesto óntico. Para morir, previamente hay que vivir: pues lo que no vive no muere. Por ejemplo, el Cáucaso no vive, en consecuencia el Cáucaso no muere; tal es el caso de las cosas minerales. Lo que vive con una existencia vegetativa apenas muere: muy tarde y muy lentamente. El que vive despacito y a media llama seguramente se apagará lenta y sua­ vemente: ésta es la suerte de la existencia media, de una existencia que transcurre a medio camino en­ tre el vivir y el morir y nunca está ni realmente viva ni realmente muerta. En contrapartida, el hombre que vive intensamente morirá apasionadamente, a veces heroicamente: es el destino de las vidas bre­ ves y es también el destino del héroe, cuya existen­ cia dramática está constantemente amenazada, cons­ tantemente reconquistada y finalmente perdida. ¡Per­ dida para siempre! Hasta el momento en que el mi­ nuto supremo se haga inminente, el héroe y el poeta tendrán, con su breve existencia, con su terrible aven­ tura, una relación inspirada que viven con toda su alma y con todo su ser. En tercer lugar, para dar hay que tener; si no se posee nada, el don que se hace es una simple burla, una broma de mal gusto. Dar lo que no se tiene es la especialidad de los charlatanes. 166

de los estafadores, de los limadores... ¡Más bien, no! ¿Por qué hablar un lenguaje tan vulgar, con pensa­ mientos tan vulgares? Dar lo que no se tiene es un milagro. Es el milagro del genio creador y de los hombres excepcionalmente generosos. El amor, por su parte, no se avergüenza ni del principio de nocontradicción, ni del principio de conservación: da, incomprensiblemente, lo que no tiene y crea, no sólo para darlo, sino también al darlo y en el acto mila­ groso de la donación misma; ¡además es inagotable e inextinguible! Jean-Louis Chrétien lo recuerda a propósito del Bien de Plotino y acabamos de recor­ darlo con él. El Bien da lo que no tiene y, a la in­ versa, puede añadirse: lo que ha dado todavía lo tiene 10. O, como escribe Séneca: *Hoc habeo quod dedi> —lo que he dado, inexplicablemente, todavía lo poseo. Todavía lo poseo a pesar de no haberlo guardado, aunque no lo haya conservado hipócrita­ mente o bajo otra forma, aunque lo haya dado sin­ ceramente, sin trampa, ni segunda intención intere­ sada, ni artimaña mercenaria y, por tanto, sin es­ peranza de recuperarlo. El creador no necesita teso­ ros ni ahorros: los renueva él mismo al gastarlos. ¡Así es la generosidad de la naturaleza primaveral! El creador no necesita tener para dar y, recíproca­ mente, al dar, no se empobrece y tampoco necesita salir de sí mismo para darse. Es larga la lista de las paradojas del lugar y de la cantidad que Plotino enu­ mera con la firme intención de escandalizar, de desa­ fiar la lógica de los mezquinos y la aritmética de las hormiguitas. ¡Oh maravilla!, cuánto más doy, más poseo... ¿De qué calcetín, de qué caja fuerte ha sa­ lo. Jean pág. 614.

Wahl, Etudes kierkegaardiennes, nueva edición, 167

cado el indigente millonario todos esos tesoros que tira por la ventana? Pero los dones del humilde amor cotidiano no son tan sublimes como el cmilagro de las rosas>u , ni tan inagotables como las bendi­ ciones de la Providencia o la inspiración de la natu­ raleza en primavera. A veces, tienden asintomática­ mente a confundirse con los dones gratuitos de la caridad, aunque sólo tocan este límite fugitivamen­ te, con una tangencia impalpable e infinitamente ligera. El amor indigente proviene laboriosa y do­ lorosamente de fuentes que no se renuevan hasta el infinito. Un don a la medida de las posibilidades humanas implica siempre algo de partitivo; un don, por el mismo hecho de serlo, es relativo a una es­ pecie de punto de referencia; un don alude siempre, más o menos, a algo distinto que no se va a dar, que se prefiere de momento conservar para sí; el don partitivo, o escatima un poco, o se rectifica. ¿Qué digo?, en el gesto mismo de la ofrenda, en ese gesto eferente de la mano tendida, no para re­ cibir y mendigar, sino para dar, presentimos ya la retracción naciente, el reflujo virtual apenas esboza­ do; en el gesto de ofrecer está ya el gesto de retener o de retomar que, como una lejana resistencia, neu­ traliza imperceptiblemente la espontaneidad donado­ ra. A este efecto secundario de reflujo lo llamamos rectificación. Este reflujo casi imperceptible es la se­ creta reticencia que ensombrece nuestras más gene­ rosas resoluciones. La rectificación es la sombra de la finitud proyectada sobre el altruismo por un egoís­ mo todavía al acecho. Pues el en-cuanto-a-sí-mismo siempre está en guardia... En la secundariedad mis­il. il. n* 2.

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Fr. Liszt, La légertde de Sainte Elisabetb, 1.* parte,

ma de un contragolpe como éste, todavía se reco­ noce la alternativa, es decir el efecto de contraste que dramatiza toda generosidad humana, que hace todo sacrificio desgarrador y apasionado. A la luz del don partitivo, un don infinito, un don total sería sobre todo una figura retórica: no donación de esto o de aquello, de tal o cual bien (de un regalo, por ejemplo), sino don por entero del ser mismo, dona­ ción de sí por sí mismo; este don hiperbólico y tras­ cendente corre el peligro de ser un absurdo... o una hermosa metáfora. —No importa, el hombre es ca­ paz de concebir este don divino que le eleva por encima de sí mismo y del principio de identidad. El hombre improvisador se convierte en citarista tocan­ do la cítara. Aristóteles conocía este participio pre­ sente de la contemporaneidad y de la extemporaneidad en el que se entrevé la virtud drástica y mágica del don creador: el aprendiz, convertido de pronto en maestro y causa-de-sí por la gracia de un instan­ te, supone el problema resuelto y rompe el círculo maldito; dice adiós a la alternativa miserable del dar-conservar, corta el nudo gordiano y asume la aventura del don sin compensación. Para amar, hay que ser. Y, para amar realmente, habría que dejar de ser. Para amar, hay que ser; pero, para ser, hay, ante todo, que amar, pues el que no ama es un simple fantasma. Asimismo, para hacer, por definición hay que ser. ¡Pero, sobre todo, para ser real, intensa y apasionadamente, es ante todo necesario hacer, actuar y crear! ¿Qué solución le encontraremos a esta insoluble contradicción? ¿Qué salida para esta crisis? La condición de la exis­ tencia desmiente la vocación; y, recíprocamente, la vocación —amar, crear, dar, luchar— tiene como condición paradójica su propio contradictorio: el ha­ 169

ber, que es la negación del dar, y el ser, que es la negación del amor. La tragedia del dilema pone en juego la lógica extremista, cuya desesperación sería la consecuencia; esta desesperación no es un senti­ miento psicológico que admitiría gradaciones y de­ gradaciones y cuyos componentes serían dosificados o combinados según una sabia posología: es un caso límite; lo trágico, en este caso, tiene por esencia la tensión extrema y pasional de lo imposible-necesa­ rio, cuya solución sería teóricamente la muerte... ¡si es que la muerte fuera una «solución»! El deses­ perado puede decir, al igual que Santa Teresa, aun­ que en otro sentido, «muero porque no muero», puesto que, en ambos casos, tanto si sucumbe como si sobrevive, está condenado a muerte. No tiene elección, por así decirlo, más que entre dos formas de nada: la nada del amor-sin-ser y la nada del ser absolutamente privado de amor; pues, aunque dos «nada» sean una sola y única «nada», la nada del puro amor-sin-ser y la nada del ser-sin-amor no son en modo alguno discemibles la una de la otra. Ade­ más, lo imposible-necesario, al excluir todo término medio, se expresa en el doble veto ni con ni sin que resume todo lo trágico de la situación insoluble para un ser cruelmente desmembrado. ¿Debemos conside­ rar acaso al ser-amante como a una entidad con eclipses que, a veces, sería ser-sin-amor y, a veces, amor-sin-ser, alternativamente? La irreversibilidad de la muerte nos impide admitir esta absurda idea de dos fases alternantes... En este sentido, sería qui­ zá más filosófico invocar la metáfora del balanceo, en el sentido que le dábamos a este movimiento al hablar de la «cuarta acrobacia». Vivir para ti, hasta morir por ello, decíamos; este heroico sinsentido, esta invisible contradicción es vivida en el instante 170

como una muerte continuada, que es la sombra de una resurrección continuada y el reverso y el nega­ tivo de esta resurrección. El balanceo diluye de al­ gún modo el exclusivismo y el dilema de las incom­ patibilidades que rechazan la coexistencia. Pero, de hecho, el balanceo escamotea y retarda la ineludi­ ble caída a que nos aboca a fin de cuentas la op­ ción; ya que, al fin y al cabo, debemos elegir una de las dos cosas: o bien morir a fuerza de vivir para otro... y renunciar de todos modos a vivir para otro al renunciar indirectamente a vivir, dimitiendo simplemente de la vida; o bien vivir renunciando a dedicarse en cuerpo y alma, vivir reservando fraudu­ lenta y clandestinamente alguna cosilla, algo, vivir haciendo trampa; el indigente que no pueda sacrifi­ carse hasta el final sustrae y pasa de contrabando algo de sí mismo, o bien pone subrepticiamente ese algo de lado, aunque sólo sea con la intención de recuperar fuerzas y conservar un padre para los pro­ pios hijos, un esposo para la esposa, un guerrero para la comunidad... ¿Cómo no vamos a perdonar a los que hacen huelgas de hambre el que trampeen el ayuno con el único fin de poder ayunar por más tiempo? La ética de los revolucionarios rusos cerra­ ba los ojos ante este piadoso contrabando, ante estas pequeñas desviaciones clandestinas de la cartilla del ayuno en circunstancias en las que lo importante era no la pureza religiosa de la penitencia sino la eficacia pragmática, la ejemplaridad moral y, por así decirlo, lo serio de la demostración militante... Y lo que importa tampoco es el mantenimiento de una apuesta o la superación de un récord deportivo, sino la lucha por la causa. Además, hay que saber ceder a tiempo, precisamente antes del último extre­ mo: el heroísmo sería entonces renunciar al marti­ 171

rio y al hermoso sufrimiento. Cuando se ha supe­ rado la prueba del dolor agudo y sin esperanza, es recomendable, ingenioso y altamente moral hacerle una buena jugada al adversario y alimentarse a hur­ tadillas. Entonces, es la abnegación misma la que le pide a cada hombre que sobreviva, para que el sa­ crificio no sea un suicidio. Es la abnegación misma la que nos aconseja: ¡vivid de vez en cuando un poco para vosotros, si queréis vivir para los demás! En este caso, la artimaña, lejos de ser una trampa inconfesable es, todo lo contrario, el más sagrado de los deberes. —En todo imperativo moral, y princi­ palmente en la exigencia de altruismo, a partir del momento en que ésta se ve arrastrada al extremo y abocada al absoluto, existe un incipiente sinsentido o una «demoníaca hipérbole», como dice, no sin hu­ mor, el sexto libro de la República: el Bien no es esencia, sino que está más allá de la esencia, éxéxeiva tí)<; oóoío(;,2: y sabemos que el hiperpiatonismo de Plotino sobrepasará el délo de las esendas y de lo inteligible, no humorísticamente, sino de verdad. Por otra parte, ¿acaso Platón, en Fedra, no nos habla de un delirio de amor? Nuestra finitud de criaturas mortales, enfrentada a la infinitud, a la inmensidad del deber y la desproporción y el des­ equilibrio que de ello se desprenden, explica en mo­ do harto suficiente la miseria y la impotenda de las soluciones morales; cuando se invoca la finitud, hay que comprender, no sólo la brevedad de la vida en general y la posibilidad de morir en cualquier ins­ tante, sino también la modicidad de nuestros recur­ sos vitales y la fragilidad fundamental de toda exis­ tencia humana. Por eso nos vemos a veces aboca-12 12. Rép. VI, 509 c. Véase 509 b.

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dos a los pequeños hurtos, a las pequeñas trampas y a las pequeñas deshonestidades y a los lastimosos sofismas de la hipocresía. 8. El obstáculo y el hecho del obstáculo (origen ra­ dical). ¿Por qué en general hacía falta que...? Puede decirse: es el ser el que pone obstáculos al deber y al amor... [Todo puede decirse! Pero esta insensata paradoja es difícilmente soportable, inclu­ so cuando se toma la piadosa precaución de bautizar el obstáculo órgano-obstáculo. ¿Puede considerarse serio semejante eufemismo? Un eufemismo es, lite­ ralmente, un verbalismo. Comprendamos bien, sin embargo, que este mentís interno es la condición misma de la vocación moral y la garantía de su dignidad. Sea bajo la forma que sea, el arrebato lla­ mado sacrificio implica el desgarro sangriento y el dolor; y este dolor, en general, no puede ni eludirse ni economizarse. Este dolor irrecuperable no es una molestia extrínseca y «dispensable» que pueda esca­ motearse o economizarse sin graves consecuencias: incluso después de la cicatrización, la herida deja una huella que es él precio y la firma de la alter­ nativa. O, mejor dicho, se borrarán todas las huellas, excepto la huella de la huella; la huella «con expo­ nente» no se borrará: ésta es indeleble, como in­ curable es la enfermedad dé lo irreversible. En el mismo orden de ideas: Mors certa, Hora incerta. Nunca hay que morir en tal o, cual fecha, de tal o cual enfermedad; sin embargo, el hecho de la muer­ te, la necesidad de morir en general, tarde o tempra­ no, de una manera o de otra, es absolutamente ineludible y no existe excepción alguna. Ningún do­ 173

lor en particular es indispensable ni incurable ni sa­ crosanto, el parto sin dolor no provoca la cólera de Dios; pero la doloridad, es decir el hecho de sufrir en general, tarde o temprano, en una u otra forma, es ineludible. La causa de tal o cual sufrimiento puede ser eliminada: así se quita, por excisión, la astilla hundida en la carne. Pero el hecho del dolor en general y el mero hecho de que el sufrimiento sea posible sobre esta tierra, ¿quién lo curará? Y ¿por qué en general hacía falta que el ser-amante estuviera enfermo de la enfermedad del ser? El ser es la enfermedad que le hará morir: la enfermedad de los enfermos y la enfermedad de los sanos... Shopenhauer quizá nos habría dicho que la positi­ vidad del sentir y la negatividad del sufrir son el anverso y el reverso de una misma finitud. Pero, a partir de ahí, los sofismas acechan al que no es ca­ paz de comprender la correlación paradójica del ór­ gano y del obstáculo. Si el ser es la enfermedad in­ curable del ser-amante, éste sólo podría curarse con la supresión pura y simple de su ser... ¿No es una broma de mal gusto? El no-ser es, obviamente y con más razón, la curación radical y simultánea de todas las enfermedades, de las más graves enferme­ dades como de los rasguños: no pueden tenerse to­ das las desgracias a la vez; y la muerte nos libra de golpe de todas las demás desgracias. ¿Habrá que pensar que la muerte es una curación o tan sólo una solución? Si nos desolidarizamos de estos absurdos, es preferible asumir plenamente la contradicción, la insoluble contradicción que es a la par maldición y bendición y que constituye nuestra miseria intrínse­ ca. O, en otras palabras, la contradicción y la alter­ nativa que de ella se desprenden no representan el peso de un destino que recayera accidentalmente so­ 174

bre nosotros, ya que, en tal caso, nada nos impediría soltar el fardo, sin tragedia ni dilema
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bién por definición. El Señor Perogrullo, cuyos orá­ culos escuchamos con tanta frecuencia, no lo diría mejor. Pero, tal fundamento es absolutamente con­ ceptual e indeterminado: ¡un sujeto lógico-gramati­ cal en nominativo todavía no es un amante! Cierta­ mente, si hay amor, habrá necesariamente alguien, por lo general, que parezca o pretenda amar, o que tenga una vocación amorosa... Pero este alguien puede hacer cualquier otra cosa aparte de amar: por ejemplo, devora, digiere, respira, etc.; es el sujeto virtual de toda clase de verbos; cumple, si la oca­ sión lo exige, entre otros muchos, el acto de amar sin ser esencialmente un amante. Ni siquiera es «al­ guien». Las banalidades que pueden formularse res­ pecto de su sustancialidad no bastan para llenar su vacío. — ¡Altruista a fuerza de egoísmo! Con más ra­ zón, se le puede dar un sentido más dramático y más pasional a la correlación paradójica del contra­ rio con su contrario. Por supuesto, no podríamos quedarnos a este lado del más débil destello de al­ truismo sin convertimos en algo tan espeso como un rinoceronte moral, en algo tan voraz como un co­ codrilo. Pero tampoco podríamos ir más allá de una filaucía infinitesimal sin que el altruismo mismo no se disolviera en el éxtasis de la inexistencia y de la inconsistencia, ni se anquilara a sí mismo en el cero del yo: si un átomo de egoísmo, un atisbo de sen­ sualidad, algunos granos de amor-propio no vinieran a enturbiar nuestra transparencia moral o a espesar nuestra pureza espiritual, tampoco habría abnega­ ción; el altruismo, a su vez, se evapora a falta de un altruista. —En el mejor de los casos, el sujeto aparentemente compacto, el sujeto privado de con­ ciencia, el sujeto ciego, abrumado por la inflación de su propio-ser, elige amarse a sí mismo o amar 176

a su propio amor, resentir sus propios sentimien­ tos. Pero, el amor-propio es una apertura completa­ mente ficticia, puesto que desemboca, no sobre la alteridad del otro, como un gran ventanal abierto hacia la exterioridad, sino sobre el si y sobre el mismo, literalmente sobre el sí-mismo. El egoísta desvía un influjo eferente, cuya vocación natural se­ ría dirigirse hacia la sociedad de los hombres, y lo dilapida amándose a sí mismo; éstas son las mons­ truosas empresas del amor sui: la circularidad mis­ ma de este amor es el signo de un fracaso, de un abuso, de un movimiento introvertido, incluso re­ vertido, de un movimiento que no desemboca; esta clase de amor es apariencia. Con otras imágenes: el hombre, hinchado por la filaucía, no está lleno, en realidad, más que de sí mismo; lo que viene a de­ cir: está perfectamente vacío; el vanidoso, el bien nombrado, está enfermo de aerofagia e incluso de autofagia; come aire, devora nubes y, sobre todo, devora su propia sustancia; se hunde en su buena conciencia satisfecha, en su buena digestión y en su suficiencia. Recapitulemos aquí el vaivén de la huidiza corre­ lación que se establece entre el ser y el amor y que desemboca en la inversión inconstante de los dos polos: l.° En primer lugar, he aquí al cuerpo sin ca­ beza y sin alma, al ser vacío de todo amor, al ogro de la egoidad, al monstruoso diplodocus. Sin embar­ go... dista mucho de que el ego sea la constante negación, la negación pura y simple del amor. Re­ chazábamos el simplismo de una polaridad maniquea, y nuestro rechazo se formulaba de la siguiente manera: el ser no es unilateralmente el obstáculo, sino, en términos más complejos e incluso contra­ 177

dictónos, el órgano-obstáculo. Al amor le ofrece, en primer lugar, un plato y un apoyo, y ello a riesgo de diluir su fervor, de entibiar su alta temperatura amorosa. Mientras permanezca atado a un cuerpo, el ser-amante conserva un punto de anclaje o de ama­ rre en el mundo de las fuerzas físicas y en la realidad social. ¡Hay más! El ego afirma indirectamente el amor, no sólo por su punto de enlace corporal, sino por el hecho de que el punto de enlace es también un punto de apoyo y actúa sobre el amor como con­ trapunto; es lo que llamábamos la dinámica del trampolín: el peso muerto con el que está lastrado el ser-amante le da al amor el resorte, la distensión y el impulso dinámico, un impulso que lo proyecta hacia lo alto. Una fuerza frenada por la gravedad y que, a continuación, supera el obstáculo liberando su energía: éste es el secreto del impulso. Sin duda el ego por sí mismo no desarrollaría semejante dina­ mismo si una mala conciencia crónica no dormitara ya en él, si no estuviera virtualmente atosigado por obsesivos remordimientos, lacerantes escrúpulos y so­ brenaturales preocupaciones... si una conciencia mo­ ral latente no se adelantara a ese mismo ser que, sin embargo, la pre-existe. Pero, inversamente, esta conciencia virtual no se habría vuelto dolorosamente actual sin ese trocito de espacio que se llama el cuerpo y en el que encuentra su punto de enlace y su punto de apoyo. Es el cuerpo el que le hace es­ cuchar la voz de la excitante y disonante contradic­ ción. La apasionada resistencia, la desesperada pro­ testa del ego exaltan, avivan, exacerban para mí la alteridad del otro. 2.° En el extremo opuesto del ser-sin-amor, ¡es­ tá la magia del amor-sin-ser! Absolutamente separa­ do de la primera persona, el amor sería un amor 178

en pena, un amor en el vacío, un amor inmaculado y místico, y flotaría, no precisamente entre el cielo y la tierra, sino más allá del cielo de los ángeles; es inconsistente y vaporoso como un fantasma, impal­ pable como un pensamiento; se disuelve o, mejor, se volatiliza en el aire; su egoidad se ba esparcido sobre la arena de las playas, no es más que un mi­ serable espolio. Es un amor extático: se ha converti­ do, por completo, por extraversión, en otro distinto a sí mismo, se ba volcado íntegramente en el otro, sin la referencia del mismo; va en busca de la encar­ nación y de la estrechez bienvenidas que le harán revivir. Se nihiliza así en la indeterminación. El amante completamente amante, el amante sin serpropio se disipa en humo. El amante purísimo mue­ re de pureza, y su misma pureza le hace incapaz de amar. 3.° El ser-amante lleva implícito el enfrenta­ miento del puro amor y de la monstruosidad; unas veces, el conflicto degenera en crisis aguda, otras mantiene en la vida moral un estado crónico de ines­ tabilidad y ambigüedad. El ser-amante acepta ser impuro; no reivindica la impureza por el placer de ser impuro, sino que la asume. El ser no siempre es la negación del amor, pero el amor en ningún caso es la negación del ser. El ser que es un ego sin amor parece un monstruo; ni siquiera es «alguien», no es nadie; un egoísta sin alteridad, un ego sin segunda persona; ni siquiera es una primera persona; no es una persona en absoluto: ¡es sencillamente un zo­ quete! Efectivamente, en este caso, no hay nadie para amar ni nadie a quien amar: un amante que no ama a nadie, un amante sin amado es una contra­ dicción burlesca. En contrapartida, el amor que se experimenta por el amado fundamenta y constituye 179

la primera persona misma (el sujeto) a la vez como amante y como ser-propio. Así pues, es poco decir que el amor no es no-ser: es más, mucho más que ser, y ello a fortiori; ¡es Iberamente super-seri El ego en sí y la transitividad intencional nacen el mis­ mo día y forman, desde su doble nacimiento, una correlación indisociable: la referencia al amado no es un lujo, una gracia suplementaria que se le acuer­ da al amado por añadidura, sino que forma parte ella misma del amor y, con semejante amor, consti­ tuye un solo don, una única bendición. El ser, de­ cíamos, no es alguien. El ego, por su parte, apenas si es alguien; pero será alguien cuando ame él a al­ guien; a partir del momento en que el sujeto ama a alguien... ¿qué digo? cree sinceramente y de buena fe amar a alguien, incluso cuando ese alguien es imaginario, incluso cuando el amado es inconsistente o inexistente, como el espectro del Amor brujo, re­ cibe una interioridad. El complemento directo por excelencia del verbo amar, es decir el Tú, la persona número dos, que es la persona ajena más inmediata­ mente próxima al yo-mismo, a la vez tan cercano y tan lejana, es mi acusativo amoroso. Es mi correlato intencional; es el objeto de mi fina puntería por excelencia (xat'líjoyTjv): primero, porque el aman­ te ama a su segunda persona con pasión exclusiva, que no admite repartos, y, segundo, porque apunta al corazón mismo de la ipseidad en su más concreta, más inmediata y más esencial particularidad. Más allá del ser y del espesor físico, pero más acá del amor platónico y de la difluencia mística, cabe el amor propiamente dicho, que es relación aguda y precisa del uno al otro. El Tú designa inmediata­ mente y sin ambages la verdad íntima del amado; pero también designa a su vez, aunque tácita e indi­ 180

rectamente, la verdad del amante; revela al amante a sí mismo. El amor renueva, enriquece, intensifica la vida del amante: magnetizado y, por así decirlo, imantado por el polo de su acusativo amoroso, el sujeto gramatical abandona el reino de las sombras y se siente vivir con impetuosa y ferviente vida, en la que el organismo entero tiene su papel; el amante ya no es un nominativo desolado; es esta presencia de alguien fuera de él lo que mantiene dentro de él la dulce ebriedad. Al amado, al que se tutea y que es la verdad del amado, así como, paradójica y mis­ teriosamente, la verdad del amante, la verdad del amor-amante y la verdad del amor-amado, ambas al mismo tiempo, a esta verdad doble y simple se la llama sencillamente la verdad del amor; la verdadera verdad del amor y su razón de ser; la prueba de su sinceridad; la piedra de toque de su efectividad; la garantía de su autenticidad. Un amor que ama «en general» y que no es capaz de decir el nombre de aquélla a quien ama, ese amor anónimo es una chan­ za. Mejor aún: un amante que no tiene a nadie a quien amar es comparable a un hombre de acción que es un agente «en general», un agente «en sí» y que no tiene nada que hacer y se aburre en la indo­ lencia: el agente-fantasma muere de aburrimiento y de farniente entre sus asuntos-fantasmas, ¡al igual que el amante-fantasma entre sus imaginarias queri­ das...! A menos que el ocioso sea el mismo Actus purissimus, ya que el acto purísimo no necesita ocu­ paciones que llenen su ocio.

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10.El ser preexiste al amor. El amor se adelanta al ser. Causalidad circular La contradicción del ser y del amar se complica con una ambigüedad inextricable. La confusión llega al colmo cuando se plantea la alternativa en térmi­ nos de prioridad. l.° Con absoluta evidencia, el ser preexiste lógica y gramaticalmente al amor (y al de­ ber); la existencia (la preexistencia) del ser-amante se da, por propia definición, substancialmente por supuesto como la condición mínima de ese amor. El sustancialismo, como sabemos, canta ese obsesi­ vo estribillo de la tautología disfrazada; ¡poco más que un círculo vicioso! Y nosotros decíamos que el ser era la condición previa de entre las previas... El ser preexiste al amor —pues ya estaba ahí. 2.° Pe­ ro el amor se adelanta al ser: el amor todavía no es­ taba ahí, pero interviene, adviene o sobreviene, acu­ de, se anticipa a lo que sin embargo ya estaba ahí desde siempre. El ser estaba antes, ya que es la con­ dición inerte y muda, negativa e implícitamente im­ plícita en las cosas existentes... Antes, por antigüe­ dad, es decir, por inmemorial. Pero también, a su manera, el amor estaba antes, aunque en un senti­ do completamente opuesto: el amor, según Diótima, es el que llega ( íttjc ); el porvenir se anuncia con su llegada; siempre en marcha y siempre joven, ¡Amor es una profecía! El amor estaba antes por­ que es rápido y juvenil; veTOi:o<;, dice Agatón en el Banquete1*... Por eso, según Pascal, se le repre­ senta como a un niño. Pero Agatón, más conven­ cional, inmoviliza al dios del amor en su eterna e inmutable juventud: Eras, dios del amor, no puede14 14.

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195 a, c (Agatón); 203 d (Diótima).

envejecer; es feliz, y su rostro terso ignora las ami­ gas de la preocupación. Diótima, por su parte, es filósofa y profetisa: concibe el amor como un de­ venir sin fin, como una primavera siempre contra­ riada por las aventuras. A través de mil pruebas, la inspiración primaveral no deja de improvisar un mundo; el amor es siempre naciente, siempre está a punto de... El amor es un inicio o, más bien, ¡un reinicio que, hasta el infinito, seguirá iniciándose! El amor es un hecho que adviene. El amor está antes en tanto que plantea y fundamenta al ser; en tanto que es fundador, en tanto que es poeta. Es su tras­ tornante energía, su velocidad lo que le da priori­ dad. Asimismo, el ser preexiste al deber-ser, pero el deber-ser, en virtud de su preeminencia, es decir, de su eminente dignidad moral, es la razón de ser del ser; justifica su valor; y el valor del ser es infinita­ mente más precioso que el ser mismo, el valor del ser es inconmensurable a ese ser que, sin él, no val­ dría ni una hora de pena. Hemos creído desentrañar la misma reciprocidad, la misma circularidad para­ dójica en las relaciones del amor y la muerte. Breve­ mente: para amar antes hay que ser, por supuesto, y ésta es la verdad trivial, la verdad de la calle —pero, para ser, hay que amar, y ésta es la verdad esotérica de los misterios; verdad embriagadora que se encuentra en el fondo de una copa de vino. El ser preexiste al amor que lo prefigura, pero el amor prefigurador antecede al ser que sin embargo le pre­ existe... ¡El ser y el amor se adelantan el uno al otro, son más fuertes el uno que el otro! ¿Cómo es ello posible? ¿Por dónde hay que empezar? ¿Qué es esta competencia sin salida ni solución? Nos sen­ timos inclinados a confesar que la respuesta está en la pregunta, y la solución precisamente en lo inso­ 183

luble. Bergson decía, después de Aristóteles, al ha­ blar del aprendizaje: la acción rompe el círculo1#. Esta solución drástica no es sólo la violencia gor­ diana del conquistador que corta el nudo con su espada sin tomarse la molestia de desatarlo; tam­ bién explica por qué se aprende a andar andando, a querer queriendo, a amar amando, porque el amor empieza siempre por sí mismo —es decir: empieza por la continuación... Esta petición de principio no es ni una ingeniosa paradoja, ni un sofisma, ni un círculo vicioso: es más bien el círculo llamado vi­ cioso el que es un círculo misterioso; el misterio aquí es el misterio de la aseidad y de la causa sui\ o, más sencillamente, este misterio es el misterio del comienzo y del acto creador. Y es, por tanto, el misterio de la libertad. Puesto que el ser y el amar, con desprecio total de la lógica, se preceden, si osamos decirlo, mutua­ mente, cabe comprender que la alternativa no sea rigurosa, que puedan reposar a veces el uno sobre el otro; lejos de jugar al escondite, a menudo se aso­ cian en inestables y sospechosos complejos; unas ve­ ces, están en razón inversa; otras, paradójicamente, en razón directa el uno del otro; y, como la ambiva­ lencia llega al infinito, se rechazan y se atraen a la vez; el ser y el amar se rehuyen a cual mejor y se confortan el uqo al otro a porfía, en una especie de apasionada sobrepuja. El ser pletórico impide amar, pero, a veces, él con tanta frecuencia deshonrado, sabe ser la expansión natural y el destello espontá­ neo del amor; como la floración en primavera, ex­ presa entonces de una manera inmediata la positi-15 15. pág. 658).

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L’ivolution criatrice, pág. 193 (en Ed. du Centenaire,

vidad de un impulso volcado todo él hacia la vida y hacia la plenitud. Unas veces, la hipocresía deja oír en la armonía la disonancia del falsete del egoísmo; otras, es el amor el que, en cierto modo, es un him­ no a la luz. 11. Un don total: ¿cómo arrancarse los goznes del propio-ser? Abnegación Hablando con propiedad, no hemos planteado el problema del puro amor, que fue el problema de Fénelon después de haberlo sido de Clemente de Ale­ jandría y de Gregorio de N isa;1# y es que el pro­ blema no puede precisamente ser planteado; tan sólo podemos rozar, con imponderable tangencia, el lí­ mite extremo y el fino reborde de la aporía: un pu­ rísimo amante, que amara con un purísimo amor, es decir, con un amor extático y místico, ¿acaso no es un amor sin ser, un amor indecible, un amor en pe­ na? El discurso filosófico tiene garra tan sólo sobre la dialéctica de un amor en lucha con el propio inte­ rés. Mientras disertemos sobre un amor impuro, sobre una dedicación cuajada de segundas intenciones y llena de inconfesadas reservas, sobre un desinterés enturbiado por las mil y una opacidades y complica-16 16. Fin clon, Le gnostique de Saint Climent d'Alexandrie (le P. Dudon, 1930); Explicaron des máximes des saints sur la vie intérieure (A. Chirel, 1911); Les principales proposltions des máximes des saints justifiies (Oeuvres complites, 1848, t. III); De amore puro (t. III); Condamnalion du livre des Máximes (t. III); Instructions et avis sur la morale et sur la perfection chritienne 19 (t. VI). Sur les opvositions viritables entre la doctrine de M. de Ííeaux et celle de M. de Cambras (t. II).

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dones clandestinas de la psicología concreta, ¡va­ mos bien! Son los amores de todo el mundo, los amo­ res cuya protectora es la Afrodita casamentera. Aún habrá tela para el análisis de las motivaciones, para la dosificación y la posología, para la evaluación de los méritos. ¡El psicoanalista espera! De hecho, la de­ dicación siempre es episódica e intermitente: alter­ na con largos períodos de eclipse durante los cuales el altruista está ante todo dedicado a su único inte­ rés personal; la dedicación es la virtud, a menudo ocasional, de un sujeto que no siempre es generoso, que es todo lo contrario de dedicado, que es dedica­ do y muchas cosas más, que es entre otras cosas, en­ vidioso, vindicativo, etc., y que tampoco es dedicado todo el tiempo: se trata de la virtud del domingo y de las fiestas de guardar, en suma, la virtud de los días consagrados a las buenas acciones y a las obras pías. Y el don mismo es esencialmente partitivo, de­ finiéndose como don en relación a todo lo que no se da y que se prefiere guardar o reservarse para sí. Un sacrificio literalmente crónico es casi inconcebible e insostenible. El sacrificio es una crisis desgarradora; asimismo, un don «total», un don que da todo sin excepción, sin preservar nada, sin trampas, sin disi­ mular ni un humilde viático en las alforjas, sin sal­ vaguardar «excepto» alguno, ni como referencia ni como punto de contraste, en una palabra, el don de un donante que incomprensiblemente se diera a sí mismo por completo, o bien es un sinsentido, o bien el rayo de una gracia sublime y sobrenatural; y esta gracia no podría perennizarse sin llegar a ser ab­ surda. ¿Podemos imaginar la imposible proeza, el esfuerzo sobrehumano de un asceta que, no contento con renunciar a esto o a aquello, no contento con poner entre paréntesis sus pequeños placeres, tal 186

como le aconseja el médico, apuntara hacia el hori­ zonte del don totaP La totalización contradice la in­ tención misma de dar, o bien es el relativismo del don el que desmiente el totalitarismo de la abnega­ ción integra... ¡Fuera con las medias tintas y los pe­ queños regalos, cuyo único objeto era economizar el sacrificio total! ¡A partir de ahora ya no bastan las «privaciones»! El pseudo-asceta se adapta a las pri­ vaciones con una desconcertante elasticidad y no le cuesta nada reconstituir un pequeño confort en su estrecha vida, como los achacosos que van tirando cómodamente en su régimen y no renunciarían a él ni por un suntuoso festín. Y es que omitíamos el dis­ tinguir entre la rutinaria inercia de la austeridad y la exigencia infinita del ascetismo. La austeridad no le pide al hombre austero que se disocie por completo de su propio-ser, sin embargo el ascetismo le pide al asceta ¡que se extraiga todo él de sí mismo! Aho­ ra, se requiere un éxtasis: ya no basta con «desolida­ rizarse»... Semejante gesto todavía es demasiado em­ pírico, demasiado superficial, demasiado fácilmente cómplice de la mala fe. No, no basta con haberse solidarizado con la punta de la lengua, haría falta que el yo hiciera abstracción de sí mismo y se exilara de su propia esencia. Así es el barón de Crac, el hombre en perdición, a punto de hundirse, que se saca a sí mismo del pantano tirando de su propio pelo: el hombre que se hunde en las arenas movedi­ zas y el salvador que se cree en tierra firme son un solo y mismo hombre; un solo hombre también aquél que está ya alienado a sí mismo, el que socorre al primero y el que sucumbirá en el mismo peligro. ¿Dónde encontrará, en la común inmanencia, un pun­ to de apoyo trascendente? ¿Cómo, por qué técnicas trascendentes y absurdas, el hombre en peligro, que 187

se hunde en las arenas movedizas de la egoidad, con­ seguirá mantenerse a flote? 12. La aparición evanescente entre el ego y la viva llama de amor... El umbral del valor Decíamos aproximadamente esto: el hombre de corazón y de deber es altruista, no a pesar de su egoísmo, sino en tanto que egoísta; ya puede amu­ rallarse escandalosamente tras su filaucía, paradóji­ camente será tanto más altruista cuanto más egoísta. ¿No hay en ello un desafío paradójico y literalmente inopinado a la sensata lógica de la identidad? El hombre moral es evidentemente altruista a pesar de la resistencia egoísta, altruista con un altruismo dis­ minuido, rebatido, contradicho, debilitado, por tanto bastante miserable y vergonzosamente altruista. En suma, las revanchas y contraofensivas del ego son de difícil contención... Sin embargo, es la negatividad egoísta misma la que apasionada, desesperada y fa­ náticamente agudiza la protesta del altruismo. El «a pesar de», preposición concesiva dictada natural­ mente por un buen sentido y una buena voluntad car­ gados de buenos deseos, cede el sitio a la cínica cau­ salidad: ¡ni ego ni sacrifico! ¡Ni ego ni méritos! Una vez más, aquí, la complicación dialéctica nacida de la contradicción nos impone las curvas y los zigzagueos de la vía mediata. Uno se siente inclinado a decir, hablando en un modo algo simplista y esque­ mático, que la abnegación necesita de un ego vigo­ roso, vital y sensual para rebotar sobre él. Sin él, ¿dónde encontraría la elasticidad y la distensión ne­ cesarias? ¿De qué voluptuosidades sería negación la abnegación? El ego, para elevarse hacia el cielo del 188

altruismo, necesita lanzar lastre. ¿Dónde encontraría ese lastre para lanzarlo? Pero, ¡atención! La manio­ bra es escabrosa, y el margen de maniobra más que estrecho: hay que pesar y sopesar los imponderables con infinita delicadeza, sobre balanzas ultrasensibles, cuando se valora la buena o la mala fe de una op­ ción; a poco que se nos vaya la mano, podemos caer a uno u otro lado. En los dos extremos, la situación es perfectamente inambigua. Si el obstáculo es igual a cero, no hay sacrificio; cuando el altruismo no cuesta nada, no hay altruismo; cuando la práctica de las virtudes es tan poco costosa como las funciones de la vida vegetativa y la circulación de la sangre en las arterías, el mérito no tiene mérito; o, mejor di­ cho, al ser el mérito mismo la relación entre un perfeccionamiento y un esfuerzo, ya no existe tal mé­ rito; por ejemplo, los ángeles no tienen mérito algu­ no; por ejemplo, los santos no son «virtuosos», hu­ manamente virtuosos; al haber trascendido la agonfa y sus angustias, viven en gloria (si es que puede de­ cirse «viven»). Pero como, a la inversa, una sensibili­ dad asfixiante, generadora de tensiones irresistibles, haría desaparecer la débil chispa moribunda del es­ crúpulo moral, uno se inclina a pensar que la buena medida de una conciencia moral adecuada debe en­ contrarse en algún lugar a mitad de camino entre el demasiado y el demasiado-poco. Pero, ¿acaso puede hablarse seriamente de una sensualidad «media»? La determinación de este justo equilibrio es aún más arriesgada y más delicada cuando se mira al minuto evanescente del valor y, sobre todo, al instante infi­ nitesimal de la decisión heroica. Si el valiente no tiene a qué enfrentarse, sí no tiene absolutamente miedo alguno, ya sea porque no tiene conciencia alguna del peligro, ya sea porque se siente invulnerable, si no 189

sabe siquiera, impávido e intrépido él qué quiere decir temblar, no tenemos razón alguna para admi­ rar su valor. Y aún menos después, si el espanto puso en fuga al valiente: éste no era sin duda más que un bravucón, un matamoros. ¿Dónde encontra­ remos, pues, la inasible, la sutilísima valentía de este valiente? No podemos, a menos que queramos caer en el ridículo, llamar valiente, en el lenguaje del justo medio, a un hombre medianamente cobarde, ya que la cobardía es repugnante en cualquier caso y sea cual sea su dosis. Más que la determinación arit­ mética de una media o de la medida de una equidis­ tancia, quizá prefiramos la intuición del corte pre­ ciso y de la mutación infinitesimal. Es en el presente del enfrentamiento cuando habría que asignar el ins­ tante de la valentía, es en ese punto cuando, al aus­ cultar la moral, oiríamos el latido del corazón de este valor. ¡Antes, es demasiado pronto; después, dema­ siado tarde! La ocasión del valor, ¡cairos, debe es­ tar sin duda en algún lugar entre los dos. Pero ¿dón­ de situar este algún lugar? Decimos situar y no loca­ lizar. Existe realmente un «umbral» del valor, pero su liminaridad no se percibe sino con una búsqueda vacilante y azarosa, pues el instante valeroso acaece casi imperceptiblemente en un océano de pusilani­ midad, como el buen gesto aparece-desaparece en un océano de egoísmo y como la chispa temblorosa de la sinceridad brilla entre las nieblas de la hipocresía. Entre la impavidez del todavía-no y las fanfarronadas del ya-no que, una vez superado el miedo, hacen crecer hasta el infinito imaginarias hazañas, hay un lugar para el debate apasionado, serio, incluso trá­ gico, del valor y del miedo. El debate del miedo y del valor se resume en una contradicción cuya apa190

rienda sólo es paradójica: ¡para ser valeroso, hay que tener miedo! Para ser valeroso, hay que agarrar­ se a la vida, a una vida que se siente frágil, amena­ zada e infinitamente preciosa; para ser valeroso, hay que amar la vida y, al mismo tiempo, ¡dar poco por ella! El miedo obstaculiza la valentía que lo acalla, es decir desalienta el aliento, y al mismo tiempo es su razón de ser. Este momento crítico, de extrema ten­ sión, no es el del miedo superado, sino el del miedo a superar; la conciencia aún no ha tenido tiempo de ofrecerse el peligro como espectáculo, ni de concluir sobre sus propios méritos. El misterio del valor se reduce a un derrumbamiento infinitesimal de la vo­ luntad, casi inmediatamente barrida, eclipsada y, por así decirlo, sumergida por el desencadenamiento in­ finito del exhibicionismo, por el énfasis sin medida y por la inflación verbal. En ese mismo instante, la libertad es para el hombre libre una visión clarooscura y una deslumbrante certidumbre; en el des­ tello de ese instante, la aparición evanescente es, en cierto modo, equi-unívoca. Más en general y de todos modos, si llamamos la atención sobre el obstáculo del órgano-obstáculo, no es para edulcorar aún más la insulsez de una sensua­ lidad media, sino para aumentar la inquietud de una sensualidad atormentada, ansiosa y preocupada, para hacer más vigilante la mala conciencia. La conciencia alerta está acosada por el purismo maníaco, mante­ nida en vilo por los puntillosos escrúpulos y por los despiadados aforismos, perseguida por unas exigen­ cias que no dejan pasar nada. Es cuando perdemos el sueño; la conciencia ya no es tan sólo vigilante, sino que padece de insomnio: la agonía durará hasta el fin del mundo... «No hay que dormir durante ese 191

tiempo».17 Una mala conciencia crónica encuentra el sueño de los justos, ya que la «virtud» es esencial­ mente precaria. Obsesiva, acerva, despiadada es la denuncia que hace La Rochefoucauld del egotropismo omnipotente: el autor de las Máximos incansa­ blemente nos devuelve el estribillo de un ego que es objeto de su agotadora perspicacia y que reencontra­ mos en cada esquina, en cada cruce o bifurcación de la misantropía sistemática. Todo el mundo se siente culpable, impuro, fracasado. La Rochefoucauld, aco­ rralando de máxima en máxima los pretextos, las excusas y los sofismas de la hipocresía, inaugura mucho antes que Kant la era de la sospecha. Inter­ pretar las cifras de la duplicidad, ésta es la gran ocu­ pación estratégica de Baltasar Gracián. Incluso las suavidades de la retórica pueden convertirse en arma de guerra. Incluso la obsequiosa adulación es una forma de beligerancia y, en este caso, la más pérfi­ da... Este arma se llama la astucia. 13. La unción. El resentimiento mínimo de la abne­ gación (aferencia de la eferencia). El placer de dar placer Sin embargo, la unción, cuando es predicada por San Francisco de Sales e incluso por Fénelon, por lo demás tan austero en materia de pureza y tan in­ transigente en asuntos de la caridad, no es necesaria­ mente una dulce palabra engañosa; o, con otras imá­ genes, su terciopelo no siempre disimula sus garras. Evoca ante todo un pensamiento de dulzura y cari17. Pascal, «Mystire de Jé$us» (Pensies, V II, 553). Mi­ guel de Unamuno, Agonía del cristianismo.

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cía.' Cuando no es pervertida, es más bien una llama­ da a la confianza y a la indulgencia: confianza mesu­ rada en la seducción de las apariencias, indulgencia para aquel que se deja seducir por ella. Más aún, ha­ bría sin duda un poco de mala fe, algo de perversi­ dad y mucho de irrealismo si se hiciera gala, en se­ mejantes materias, de una rigor sin matices o de una rigidez demasiado despiadada. Desalentar a la buena voluntad con la perspectiva de una tarea imposible es una precaución de mala ley, cuando no señal de mala fe. Una buena fe llevada al extremo (¿acaso merece entonces el nombre de buena fe?) es general­ mente indiscernible de la mala fe o, al menos, de la mala voluntad. Son el radicalismo y el maquiavelis­ mo de la exagerada buena fe los que merecen des­ pertar las sospechas de un alma simple y recta; son, en cambio, las locas aproximaciones de la esperanza y las quimeras de la ilusión las que justifican la fe en el esfuerzo. Así es cómo nos expresaríamos, si empleáramos conceptos fenelonianos: el hombre desinteresado, por muy desinteresado que sea, debe sentir al menos un interés sensible por el objeto de su desinterés; sucede incluso que el altruismo más desprendido de todo placer egoísta siente, a falta de otro placer, el placer de la entrega. Lo cual, según una lógica elemental, nos devuelve al simple principio sustancialista. ¡Este círculo vicioso es decididamente bastante virtuoso! ¿Quién se sacrifica? ¡El verbo «sacrificarse» deberá en algún momento tener un sujeto! ¡Siempre está obligado a algo!... La naturaleza inexterminable del ego y del egoísmo es solidaría de la indestructibilidad inversa, la del altruismo, ya que el optimismo del pe­ simismo es tan obstinado como el pesimismo del opti­ mismo, y nos vemos así remitidos al infinito del uno 193

al otro. Leibniz, al hablar del sentido y del orden inteligible, decía que se reconstruían hasta el infinito y se regeneraban constantemente, que no podían ser nihilizados. Más allá de los más arbitrarios caprichos y de las violencias absurdas del ascetismo, más allá de un masoquismo contra natura y por otra parte contradictorio, la atracción del placer y la positivi­ dad del consentimiento resisten a todas las persecu­ ciones y tienen derecho a nuestra indulgencia. A pe­ sar de las reservas que yo mismo tendría al hablar de la complacencia, el atractivo simple y natural de la cosa atractiva no puede ser sinceramente negado: nuestros remilgos no servirán para nada y las con­ torsiones de un asceta en el suplicio pueden conver­ tirse en sospechosa señal de complacencia, o sea en motivo de vanidad. No siempre es fácil distinguir en­ tre la alegría de la entrega y la estúpida satisfacción del llamado deber cumplido, ni de determinar en qué momento se pasa de la una a la otra. Mientras se trate de la primera (a condición de estar segu­ ro) uno puede efectivamente preguntarse ¿qué mal hay en el hecho de sentir semejante alegría? No es un crimen. El placer de dar placer es el mayor de los placeres. Por favor, permitidme este placer. Este placer no sólo es excusable, sino inocente; y, en efecto, no basta con decir este placer se apro­ xima al máximo al acto generoso, sino que es su in­ mediata emanación. Podemos incluso decir más: tal placer es una sola cosa con el acto generoso; la do­ nación y el placer de dar son las dos vertientes, la aferente y la eferente, de una misma bendición y de una misma alegría; el placer se exhala, en cierto modo, directamente de la donación —o, a la inversa, es el don el que es expansión generosa del placer; pla­ cer y don son, uno y otro, a la vez, causa y efecto, y 194

los dos movimientos son sincrónicos al ir del uno al otro y del otro al uno— . Cada vez que la voluntad militante actúa, emprende, hace esto o aquello, cada vez que va adelante o al encuentro de su segunda per­ sona para asistirla, socorrerla y sobre todo salvarla, esta voluntad espontánea sufre un contraataque, como un efecto de retorno, la reacción centrípeta inherente a su acción compasiva; el impulso compasivo y el momento receptivo, el dar y el sentir, el impulso pri­ mario y el «afecto» secundario no son consecutivos, sino que forman parte del mismo proceso; incluso sucede que, al igual que en la inocente espontanei­ dad de la piedad, no sólo es la emoción contempo­ ránea del gesto compasivo, sino anterior a él. ¿Cómo pretender, en este caso, con la teoría fisiológica, que la piedad se reduzca por completo a la comedia del agua bendita, y la piedad toda a la percepción de las modificaciones periféricas, y que el misericordioso tenga piedad de sus propias lágrimas? Pascal nunca quiso decir esto. La piedad y la dulzura de las lágri­ mas sólo son «egoístas» cuando se las aísla artifi­ cialmente de la caridad compasiva, el lado pasivo de la compasión, o si se separa la emoción de la acti­ vidad generosa. Esta separación desemboca en la atrofia simultánea de la generosidad y del sentimien­ to; tiene la salida del desecamiento, del embota­ miento y, a fin de cuentas, de la degeneración del ser moral: la interioridad afectiva pasa a ser un pálido fantasma sin eficacia ni consistencia, mientras que la limosna se reduce a una mecánica y a una nece­ dad o, por mejor decirlo, a la pantomima de un mono sabio. La misma pregunta obsesiva no deja de perse­ guirnos: ¿a partir de qué grado de filaucía puede acusarse al ego de egoísmo? ¿A partir de qué den­ 195

sidad óntica la necesaria preservación del sujeto se vuelve sospechosa, luego culpable y debe ser con­ denada? Más exactamente, ¿dónde acaba el amorpropio lícito? ¿En qué punto empieza la filaucía cul­ pable? ¿Dónde y cómo asignar el límite? ¿Hasta qué punto el éxtasis, hasta qué punto la rarefacción y la extenuación del sujeto sustancial pueden llegar sin que el ser se precipite en el vacío de la nada y sin comprometer peligrosamente su supervivencia? El riesgo de nihilkación no es nada desdeñable en este juego con el no-ser, en el que la suerte de escapar está a merced de una prodigiosa y peligrosa acroba­ cia. ¿Cuánto? ¿Dónde y cuándo? Es cierto que el paso de la buena voluntad a la mala se opera en tal o cual momento, en un momento dado... ¿Pero, en qué momento dado? En un momento dado... pero, ¿cuándo?; pero, ¿cuánto?. En cualquier caso, no de­ masiado... Las determinaciones circunstanciales, y sobre todo cuantitativas, son tan inciertas y arbitra­ rias como la hora de la muerte. Sea cual sea la cate­ goría que nos planteemos, no puede responderse con precisión, fijar las dosis, asignar el límite del dema­ siado o del demasiado poco. Estas aporías, utilizadas como sofismas por los megáricos, unas veces esca­ motean las discontinuidades en la continuidad apa­ rente y capciosa del «sorites», otras desconocen la continuidad del devenir y de la mutación. Una vez más, hay que decir aquí: es sobre todo en las dosis medias en las que nuestras facultades de apreciación oscilan en el equívoco; los extremos son, en cambio, perfectamente unívocos. Sin embargo, incluso en la zona mixta y escabrosa de nuestra finitud, parece que la buena regla sea evitar los mezquinos mercadeos de la posología y admitir las más naturales evidencias. Aquel que plantea cuestiones sofisticadas no puede 196

sorprenderse si él mismo hace el juego a los sofistas y cae enfermo víctima de la enfermedad del escrú­ pulo. Para el hombre, ser finito e impuro, el acto purí­ simo es un límite quimérico, al igual que puede serlo el ideal de un amor purísimo: son dos nombres para un solo éxtasis puro de toda realidad concreta, de toda vivencia psicológica, de todo contexto asociati­ vo. Pero la ley de alternativa contraría el reino de la gracia: el impulso centrífugo sufre el choque de re­ troceso de las fuerzas que refluyen sobre él y lo neu­ tralizan, o, al menos, lo compensan; toda actividad creadora recibe así, en contrapartida, los efectos de su pasividad correlativa. ¡No hay «actos puros» 1 La contrapartida es la onda aferente que sigue inmedia­ tamente al acto-eferente y forma también parte del acto.., la contrapartida es la repercusión y, en cierto modo, la resonancia inducida por la actividad prima­ ria; cuando la afectividad empieza a surgir, el hom­ bre de acción le toma gusto o, simplemente, la ad­ hiere a su propia iniciativa; la complacencia del buen movimiento hacia sí mismo es la más fugitiva, pero también la más diabólica de las fatalidades morales. Sucede también a veces, por otra parte, que el cuer­ po hable muy alto y muy fuerte o que lo haga a voz en grito: en tal caso, el rechazo sensible se manifiesta bajo la forma de una explosión, de una violenta pro­ testa de los órganos. Apasionada o casi imperceptible, esta participación es a veces una pesada e indiscreta adherencia, a veces una imponderable adhesión; en ocasiones, una adherencia del ego a su propia fisio­ logía, en otras un impalpable, aunque siempre detectable, estremecimiento de la conciencia. La interpenetración del influjo eferente y del in­ flujo aferente es todavía más íntima en el amor, por 197

poca mezcla que tenga, que en el acto puro. Y es que el amor implica ya la afectividad y que él mismo es la vertiente vivida y sensible de la caridad. El amor significa a la vez alguien a quien amar y alguien para amar. El primer «alguien», objeto de la inten­ ción transitiva, es a la vez el acusativo de amor, es decir el objetivo del amante, y lo que alumbra y man­ tiene la «viva llama del amor». Completamente ex­ trovertido, vuelto hacia el otro y en este caso hacia la segunda persona, el amante, en el amor límite, tiende al olvido de sí, a una especie de perdición ex­ tática y de anestesia interior. Pero el amante mismo no es ni un soplo invisible, ni un hálito sin cuerpo y sin peso, ni un pensamiento impalpable: el amante es un existente y un sujeto sustancial, y no se puede impedir al amante amar el amor ni sentirse amado, sentirse amante, sentirse a sí-mismo en general y, por una degeneración progresiva cuyo término último es el amor-propio, amarse finalmente a sí mismo y encontrar gusto en ello. Por mediación de la con­ ciencia que de sí toma y de la complacencia que le da gusto a esa conciencia, el amor adquiere volumen y todas las dimensiones de la existencia. Y no sólo el amor se torna más existente, sino que, en contrapar­ tida, el amante mismo se reanima y gana en fervor. Sin duda, Fénelon es absolutista y sobre todo poco realista cuando condena sin transigir el gusto sensi­ ble en general... Este rechazo sensible, que no se puede nihilizar, pertenece a la vertiente aferente de la experiencia moral, al igual que el don desinteresa­ do es su momento eferente; y es en la unión indiso­ luble de ambos momentos donde se expresa lo huma­ no del hombre. ¿Puede acaso separarse la austera y costosa renuncia al propio placer de la tierna solici­ tud por la segunda persona? Sin esta amorosa solici­ 198

tud, el amor ascético sería sólo indiferencia y abs­ tracción. El otro es, en cierto modo, otro mí-mismo, pero no en el sesntido del egotropismo atomístico y sustancialista de Aristóteles, que es un poco demasia­ do pequeño-burgués: el amante, que ha muerto para sí mismo, renace milagrosa, apasionada y extática­ mente en el ser del amado. Por eso, el resentir, que es la aferencia mínima inseparable de la eferencia desinteresada, por eso este resentir no es ni efecto de reflexividad ni duplicación en un espejo, sino que es al mismo tiempo primera y segunda vez; el resentir es indivisiblemente eco amoroso y espontaneidad pu­ ra. La alternativa del otro y de mí-mismo se ha supe­ rado, sobrepasado — ¡trascendido! Así es cómo su­ pone el amor el cumplimiento de dos seríes de con­ diciones aparentemente contradictorias. Por una par­ te, y en el orden de la eferencia, la abnegación que permite, inexplicablemente, vivir por el otro y en su lugar, sin pensar sino en este otro, como hace la in­ tuición... ¿Acaso no es a su manera el éxtasis una intuición vivida? Y, por otra parte, en el orden de la aferencia, la felicidad, la inefable dulzura de sen­ tirse vivo, la dulzura de sentirse vivir intensamente y en total plenitud: ¡paradójicamente, el éxtasis y la expansión vital son una única y sola cosa! A partir de ahí, no es pecado el saborear el fruto de la dedicación, cuando por casualidad la dedica­ ción sabe a algo, ni sentir la alegría del sacrificio, si es que por suerte el sacrificio supone semejante ale­ gría. No hay en ello mal alguno. Los jueces suspica­ ces nos reprochan estos inocentes placeres, y las al­ mas escrupulosas, al escuchar sus reproches, se arre­ pienten de ellos. Pero nosotros no le daremos la ra­ zón al gnóstico «impasible» que es Clemente de Ale­ jandría; no escucharemos a los jueces suspicaces y 199

nos abstendremos de espulgar ansiosamente los escrú­ pulos maníacos: por una vez, nos remitiremos a la voz de la buena conciencia. Sin embargo, la vocación del amor se dirige en el sentido inverso al tener, a la conservación (al «guar­ dar») e incluso, hasta cierto punto (punto que no se puede asignar), en el sentido inverso al ser a secas; el ser es un cumplimiento, pero no por ello deja de ser un peso, puesto que es el ya-hecho, en el partici­ pio pasado pasivo —e incluso decíamos: precisamen­ te porque es un obstáculo, será un cumplimiento; el ser es un cumplimiento que es un impedimento; o, a la inversa, es un peso que es una plenitud. El ser de amor, para cumplir su vocación, debe preservar su propio-ser e incluso, si fuera necesario, agrandarlo, sin que pueda determinarse en cada caso de qué ta­ maño debe ser, ni si este crecimiento es pleonexia o si es una condición necesaria de la plenitud amorosa. No hay vergüenza alguna en conservar el ser de uno. Y si, por azar, se insistiera y se preguntara: ¿en el fin de los fines, cuánto hay que conservar y cuánto hay que dar para ser un hombre hecho, cumplido? Responderíamos de inmediato: de todos modos, no se trata de hacer dos mitades de lo que se guarda y de lo que se da: a semejante partición le resultaría fácil instalarse en la economía estática de la rutina diaria y degenerar en gestión de tendero; no puede tratar­ se en la vida moral de calcular la buena media... Menos aún puede tratarse de una «negociación», pues a lo que apuntan los negociadores, alternando chan­ taje, engaño e intimidación con hipócritas concesio­ nes, es al establecimiento de un orden estático, de una nueva relación de fuerzas y de un nuevo equili­ brio; esta negociación no es otra cosa que una con­ tinuación solapada de la beligerancia, de una beli­ 200

gerancia en sordina. Más que de una negociación, preferimos hablar de un ajuste infinito: la solución queda tan lejos como el horizonte — es decir, retro­ cede a medida que uno se acerca. Todo equilibrio es inestable, precario, constantemente cuestionado; nada instalado, nada definitivo. La exigencia moral, al igual que la vulgar nego­ ciación de los vulgares negociadores, admite, de he­ cho, los compromisos; los admite, la muerte en el alma, en defensa propia; los admite cerrando los ojos y volviendo la cara; pero, de hecho y tácitamente, los admite aunque teóricamente abomine de ellos y los vomite: después de todo, es la acción en genera] la que necesita las aproximaciones para llegar a algo, y sin ellas no desembocaría en nada; así es cómo se adapta a las circunstancias... ¡Aristóteles nunca cerró los ojos al oportunismo natural de la práctica! Cier­ tos malentendidos por aquí, un poco de aproxima­ ción por allí, unas gotas de ambivalencia, mucho amor y buena voluntad y, bien o mal (más mal que bien), a pesar de todo, ¡lo inviable se hace viable y lo imposible se torna posible! Pero la exigencia moral implica una negociación muy fina, que pesa y sopesa en sus balanzas los imponderables, calcula las can­ tidades infinitesimales y examina los móviles más secretos. Quizá habría que oponer la aproximación supra-fina que va hasta el infinito al burdo más o menos que cursa en las transacciones de los tenderos. Cierto es que la exigencia purista es intransigente y rechaza el arte de componer alianzas: pero el amor puro puede coincidir a veces, en el instante de una intuición, con su propio contradictorio. No es ésta la paradoja menos sorprendente del extremismo mo­ ral... Esta es la suprema ironía: el amor y el ser no combinan entre sí hábiles arreglos e ingeniosas amal­ 201

gamas que sean su modus vivendi, sino que se reco­ noce súbitamente el uno al otro en el relámpago de la coincidentia oppositorum, cayendo uno en brazos del otro. 14. El horizonte del casi. Del casi-nada al no-ser. Resultante inestable de la ambición y de la abnega­ ción El horizonte del casi —dicho de otro modo, de esta aproximación infinitesimal donde reconocíamos la tercera evasión— permite comprender de qué mo­ do el ser, por efecto del amor, tiende infinitamente, como hacia su límite, hacia el no-ser, sin evaporarse nunca en la nada, sin ser nunca nihilizado. Precise­ mos, en primer lugar, la cláusula esencial, la que es condición de todo lo demás: apenas es negativo y designa lo que «apenas» emerge del no-ser; pero, casi es tímidamente afirmativo. Apenas, aborto disfraza­ do, alude al fracaso; en cambio, casi se relaciona con un fracaso que presagia un próximo éxito; casi expre­ sa en una sola palabra que se falla el objetivo, pero que se falla por poco... Excepto esto —un fracaso fortuito, una simple mala suerte— , casi es todo po­ sitividad: es un adverbio de pudor, pero también un adverbio de esperanza para uso del hombre valeroso y de acción que, por héroe que sea, es decir aun en­ frentándose a la muerte y aun asumiendo en el sacri­ ficio la posibilidad de morir, dice sin embargo sí a la vida y al porvenir, y preserva, en lo posible, su pro­ pia existencia para dedicarla a la existencia de los demás, puesto que éste es el imperativo de los impe­ rativos; asume el riesgo de aniquilarse, pero necesita escapar y sobrevivir: pues el ser es mejor que la 202

nada. Nada es más simple y más claro que esta apuesta. El casi, en oposición a todo nihilismo, pre­ supone un acto de fe y una voluntad de vivir. ¿Qué digo?, la abnegación límite, en el extremo opuesto a toda negación anuladora, a toda aniquilación suici­ da, presupone valores y razones de vivir más subli­ mes que la vida misma; la abnegación es, pues, a jortiori vital; renuncia al ser para acceder, a la luz del amor, a un super-ser. ¿Es la tangencia amorosa con la nada un fracaso o un triunfo? Semejante alter­ nativa, a este nivel, parece trascendida. El sacrificio supremo es, en primer lugar, un fracaso, en la medida en que el ser-amante, reducido a un casi-nada, se ha vuelto inconsistente y casi inexistente; pero este fra­ caso, transfigurado por la óptica moral del deber, es también la más milagrosa de las suertes y la más triunfal, puesto que, en el último segundo del último minuto, el apenas-existente se salva del no-ser; debe ser salvado; por medio de un acrobático restableci­ miento, el que ha estado a punto de sucumbir sobre­ vivirá... A punto de sucumbir, cual Mazeppa, revive. ¿Acaso no es, efectivamente, un milagro? Ha falta­ do bien poco para que el superviviente, todavía ja­ deante, sucumbiera; no ha faltado casi nada para que el amante ya no fuera nada: entre el nada y el casinada hay este infinítamente-poco, este corte infinite­ simal del casi, esta temblorosa luz que es también una inmensa esperanza, grande como el mundo. La tercera evasión es peligrosa, pero la cuarta es vertiginosa; es más móvil, más inquieta que la ter­ cera y, a propósito de ella, evocábamos los zigzags y el zumbido de un insecto enloquecido que busca una salida en su prisión de cristal y se golpea contra las paredes transparentes: en este vaivén, reconocía­ mos el balanceo característico y, por así decirlo, la 203

vibración de una conciencia en busca del casi-nada; a esta conciencia, los dos extremos se la remiten el uno al otro; unas veces, roza el más allá, es decir el mun­ do sobrenatural del amor, en el que pierde pie, luego recupera fuerzas en el más acá y de inmediato rebota hacia la inaccesible patria ulterior en la que nunca aterrizará astronauta alguno. El acróbata de la cuar­ ta acrobacia no se dejará convencer por el raciona­ lismo relativamente optimista de Descartes18. Es de todos conocido el consejo que la segunda máxima de la «moral por provisión» da al viajero perdido en el bosque: este viajero, como el abejorro enloquecido, gira «unas veces hacia un lado, otras hacia otro», y Descartes lo compara a los «espíritus débiles y vaci­ lantes» que —evidente señal de desconcierto— son bamboleados por las oscilaciones del remordimiento y del arrepentimiento; Descartes recomienda a esos viajeros desorientados caminar siempre recto en el mismo sentido, ya que, así, llegarán al menos a algu­ na parte, siendo la buena regla adoptar una dirección, aunque sea al azar, y mantenerse en ella. ¡Todo, an­ tes que errar por la doble tiniebla del bosque y de la noche! ¡Mejor el claroscuro de la práctica y del probabilismo que esta doble tiniebla! A partir del momento en que hay una zona de irracional en la práctica, una elección hipotética y pragmática, dicta­ da por el imperativo de urgencia, es sin duda prefe­ rible a la desesperación... Por otra parte, cuando se habla, no del bosque oscuro y del camino perdido, es decir del espacio, sino de las realidades inasibles, inalcanzables e intangibles, quizá se pueda no negar toda virtud al porvenir y al movimiento. Cierto es que la repetición rápida y frecuente de una ida y 18. Discours de la métbode, III (A. T. VI, págs. 24-25).

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vuelta no sustituye la omnipresenda: sin embargo, el vaivén del ser-amante, cuando corre del ser-sin-amor al amor-sin-ser y de una salida a otra, puede, en el límite de la aproximación, parecer indiscernible de la ubicuidad; al igual que el ejérdto de un genial estratega, que suple la insufidencia de sus efectivos con la fulminante velocidad de sus movimientos, pa­ rece siempre presente en todas partes. El vaivén entre el ser y el amar, evoca, por su agilidad, los «juegos» inasibles del humor: si la inversión irónica es una segunda seriedad tan pontificante, tan estática y defi­ nitiva como la seriedad sin exponente, la seriedad del humor siempre es infinitamente mayor. La omnipre­ senda y la osciladón sin fin no son aquí un milagro, o, mejor dicho, este «milagro» es simplemente la gracia de la movilidad. Y su nombre es misterio. Una sola máxima esendalmente equívoca vale para el imposible paso al infinito — paso que lleva siempre el mismo sentido— y para el movimiento de vaivén que es indefinidamente posible. El imperativo moral minimiza el mal necesario que el cuerpo y el egoísmo levantan en su camino y lo convierte precisa­ mente en el mal menor: evita el obstáculo necesario convirtiéndolo en órgano-obstáculo, lo cual no im­ plica que la negatividad del obstáculo sea íntegramen­ te abolida y transfigurada en un medio. La abnega­ ción tiene necesariamente en cuenta este residuo iner­ te, irracional e insoluble, inexplicable e.injustificable, que es la cuadratura del círculo de toda teodicea. En el absoluto, el imperativo moral exigiría que se con­ siderara este residuo como inexistente, que se hiciera como si fuera nulo y no producido: es lo que Leibniz llamaba la voluntad antecedente. Pero, cuando se pre­ gunta hasta qué grado, en lo relativo, puede el amor asumir al ser, la respuesta es teóricamente: lo menos 205

posible —y, en principio, no más de lo que es estric­ tamente necesario para sobrevivir; ¡todo lo que esté de más es un lujo! En este mínimo se da por supues­ ta, por una parte, la presencia positiva del ser, ya que un mínimo no es una nada, un mínimo es, al menos, algo; muy poca cosa, ¡pero algo al fin! Estable y fi­ nito, este algo es simplemente tolerado y se opone a la casi-nada espiritual, al igual que la austeridad y la sobriedad se oponen al ascetismo, la indigencia a la mendicidad y la modestia a la humildad. Pero tam­ bién hemos dicho que la densidad de la tolerancia no puede ser cifrada. Por otra parte, este «mínimo> implica indirectamente la limitación que le impone el amor infinito. Si el amor infinito, al dejarnos como unco alimento el casi nada, es una abnegación subli­ me y si el ser es la ambición de un pleonasmo egoís­ ta, el algo, que es mínimo, sería más bien la resultan­ te de esta ambición y de esta abnegación, el equili­ brio inestable constantemente roto y constantemente restablecido entre uno y otro. A partir de ello, má­ ximo y mínimo no son tanto antagonistas exclusivos el uno del otro como correlativos y complementarios en una alternativa. Cuanto más ser hay, menos amor. Cuanto menos ser, más amor hay. El uno compensa al otro. El problema escabroso de la vida moral se parece a una proeza, pero esta proeza se consigue casi sin pensar cuando se ama: consiste, repitámoslo, en mantener el máximo de amor en el mínimo de ser y de volumen, o, a la inversa, en dosificar el mínimo de ser o de mal necesario compatible con el máximo de amor.

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Las maquinaciones de la conciencia. Cómo preservar la inocencia

1. Plétora y esporadismo de los valores. El absoluto plural: caso de conciencia El más diabólico de todos los obstáculos es el que tiene por origen el valor mismo. El valor es el espa­ cio de la transparencia y de la comunión. ¿De qué modo puede esta transparencia convertirse en fuente de confusión y de malentendidos? Existe, decíamos, un residuo opaco, inerte e irreductible, un espesor que, sin confundirse con el «mínimo físico», es a su manera una especie de mal menor: este mínimo mal paradójico procede, por así decirlo, de una super­ abundancia de normatividad, es decir incluso de deber infinito. El obstáculo, en tal caso, no es una simple barrera material ni un simple impedimento, como lo es, por ejemplo, la tentación que los teólogos llaman concupiscencia o- lubricidad; es un «mal necesario». Y, como tal, este'mal necesario es parte integrante de una estrategia defensiva justificada por la debi­ lidad del hombre, por la escasez de sus recursos y por la miserable finitud de nuestra vida; la ley moral —¿por qué no?— nos pedirá quizá un día que pre­ servemos la parte lujuriosa de nuestro ser, que deje­ mos a este ser todas sus probabilidades y que le evi­ temos cualquier mutilación. Entonces, mi responsa­ 207

bilidad personal podrá convertirse en auxiliar obje­ tivo y fortuito de la dedicación; entonces, mis debe­ res hacia mí mismo (caso de que existan) me obliga­ rán indirectamente a obrar estrictamente en el sen­ tido del deber. El obstáculo necesario es, a veces, una infidelidad aparente que, por el juego de las cir­ cunstancias, se encuentra al servicio de una fideli­ dad más profunda y seria, aunque más desconcer­ tante. Y, en segundo lugar, en el orden temporal: la fidelidad espiritual es una fidelidad de largo alcan­ ce; prescribe que vivamos el mayor tiempo posible; prohíbe que acortemos prematuramente nuestra vida mediante el sacrificio; el mismo imperativo, que me haría amar al otro hasta la muerte, me ordena, en cambio, vivir, y vivir precisamente por amor a este otro... ¡y es el mismo! —vivir, y en cualquier caso ¡sobrevivir!— . En el último momento y en contra­ dicción con la exigencia absolutista, con el rigorismo literal, preservaremos un suplemento de vida para reservárselo a la mutua ayuda militante. Es necesario, ¿no?, que yo viva un poco para mí, si es que quiero vivir mucho para ti. Esta concesión no despierta, en absoluto, un caso de conciencia: se ofrece una solu­ ción al activismo compasivo, y esta solución, recha­ zando toda mediación utilitaria, todo arreglo, toda economía demasiado ingeniosa, aplaza para nosotros la tragedia del dilema. El imperativo moral no es, en absoluto, desmentido por esta solución, ya que es, literalmente, una «solución» y la adopta el optimis­ mo. ¿Acaso no es el óptimo un máximo para el mí­ nimo? ¿Un máximo con el mínimo de gastos? ¿No es el óptimo el superlativo muy relativo de una in­ geniosa economía? Nada hay más «trágico», en el sentido propio de la palabra, que el caso de conciencia — excepto, claro 208

está, cuando el caso de conciencia es el efecto de una confusión óptica o de un análisis aproximativo. Y nada hay más insoluble que la isostenia de dos valo­ res igualmente válidos que se contradigan o se des­ mientan el uno al otro. El conflicto de los deberes contradictorios es una inagotable fuente de excusas y de pretextos para todo tipo de dimisiones, para todas las capitulaciones. ¡Una verdadera ganga para la pe­ reza y la haraganería de los sofistas! ¿Y cuál es el origen de semejante competencia? El origen de esta absurda competencia es el plural de los valores, y la esencia de este plural es, a su vez y con mucha fre­ cuencia, el misterio del absoluto plural. ¿Cómo puede el absoluto estar en plural? El absolutismo supone la suficiencia y la independencia, la soledad v la autarquía. En cuanto a la multiplicidad, casi siem­ pre tiene como consecuencia la relatividad; la para­ doja de un absoluto en plural no es ni menos absur­ da, ni menos contradictoria que el sinsentido de un singular en plural... ¡Maldito plural! Cada valor es de por sí infinitamente válido, hasta el absoluto; cada uno quiere ser único y soberano, quiere para sí todo el sitio y pretende absurdamente llegar hasta el final de su derecho: ningún valor en sí mismo admite los valores rivales, ni su propia limitación; unas veces se repiten los valores y otras se desmienten el uno al otro; si los valores hicieran valer todos la misma virtud, dieran valor todos a la misma norma, aunque fuera bajo formas distintas pero analógicas, podría hablarse de un mundo de los valores, de un cosmos relativamente armonioso compuesto de valores com­ plementarios. Ahora bien, no hay nada de eso. Se diría que los valores han crecido de cualquier modo, independientemente los unos de los otros, sin tenerse en cuenta unos a otros, como las lianas de la selva 209

tropical. De hecho, algo hay de tropical en esta pro­ fusión, en la que las normas se enmarañan unas con otras y cabalgan la una sobre la otra. El desorden y la incoherencia, ligados al esporadismo de los valo­ res, lejos de componer una armonía, atizan una gue­ rra civil. Si nos atenemos a la objetividad axiológica, estos antagonismos y los conflictos de valores que de ellos se desprenden acaban por colisionar, inmovili­ zando e inhibiendo la acción. Pero, si se considera el desgarramiento vivido y la desesperación moral que, en un alma dividida, resultan del conflicto de valores, habrá que hablar propiamente de un caso de conciencia. En vano buscaremos en el recodo del mundo de los valores un esto-o-aquello, una entidad maldita, una falsa nota, un diablillo quizá, que sea la causa palpable de la disonancia: imposible dar con la disonancia, imposible hacer trampa, localizar el mal o asignarle el origen. ¡De hecho, el mal está en la plétora del valor! El mal, de naturaleza ambigua y fugaz, es en cierto modo la superabundancia del valor, al igual que la enfermedad es, en ciertos casos, superabundancia de vitalidad. Pues el Demasiado es enemigo del Bien. El valor, con su propia exuberan­ cia, se impide a sí mismo la existencia. Más exacta­ mente: el mal no radica en tal o cual regla de acción, sino, en general, en el hecho de que tal o cual regla de acción eleva sus propias exigencias independiente­ mente de las demás; y una virtud, separada de todas las demás, es un vicio. Por eso la perversidad no suele tener contenido alguno en particular: la per­ versión, que hace perversa la perversidad, radica casi por entero en el rechazo a considerar el conjunto de los demás valores. Excelencias y perfecciones devie­ nen entonces seniles, perversas y malas por efecto de la atomización; son entonces grises y secas como el 210

polvo. —Sin embargo, el mal no está en la atomi­ zación en sí; el plural en sí no tiene intención; el plural en sí es indiferente; el plural de por sí no es ni bueno ni malo. La descomposición y los conflictos de deberes constituyen las formas que asume la dege­ neración de los valores, pero estas contradicciones mismas y esta ridicula plétora tienen a su vez una causa, y sólo una, la más simple de todas: las «virtudes» disecadas se convierten en polvo porque el amor las ha abandonado. Era lo único importante y ni siquiera es una «virtud»: ¡quizá no era siquiera necesario encontrarle un nombre! Separadas de esta cosa anónima e impalpable, de ese no-sé-qué, sepa­ radas de su alma y, en consecuencia, de todo lo que seria su fuerza y su vida, las virtudes ya no son nada: horribles muecas y piadoso gesto —es todo lo que de ellas queda. Vacías de ese amor que hubiera sido su única plenitud, se convierten simplemente en las máscaras de la desolada hipocresía; una verdad sin amor no es más que sequedad e indiferencia, una justicia sin caridad es una burla y un sarcasmo; una verdad sin amor es sólo mentira y mala fe, una jus­ ticia sin caridad es el colmo de la injusticia. ¡Así pues, la intencionalidad lo es todo! La muerte de la intención amante es la causa, y la disgregación mez­ quina de los pequeños talentos, que se hace malin­ tencionada y hostil, es el efecto. Pues el egoísmo, y sólo el egoísmo, es el divisor universal; el egoísmo, y sólo el egoísmo, mantiene el desgarro, la confusión, el desbarajuste, la guerra de todos contra todos. —Los conflictos de deberes, agudizados por el ago­ tamiento del amor, parecen justificar la existencia de una casuística: ésta se las ingenia para recomponer, pegar de nuevo los valores dislocados, volver a enye­ sar las grietas; inventa para ese enyesado nuevas 211

fórmulas. En cada caso singular, para cada proble­ ma y para cada aporía considerada aparte, la casuís­ tica se ha empeñado laboriosamente en esa insípida y paciente tarea: la bufonería, el aspecto heteróclito y artificial de estas chapuzas, ha merecido su triste re­ putación. Si el hombre crucificado por los escrúpu­ los siguiera fiel a la inspiración del amor, no se vería obligado a buscar en las soluciones conceptuales, o en quién sabe qué ingeniosas combinaciones, la sín­ tesis de los valores desmigajados; no necesitaría el casuista para reconciliarlos. La abnegación misma, en la medida en que es amor, dice sí: no sólo afirma la existencia del otro, sino que da por supuesta, in­ directamente y a jortiori, la preservación del ego; en la transparencia cristalina del amor, en la límpi­ da simplicidad de la inocencia, las contradicciones de los deberes se evaporan como por milagro: el en­ jambre de virtudes se reduce, por otra parte, a una única virtud. Se diría que hay una analogía entre el desgarrado firmamento de los valores y la ciudad de las perso­ nas: el desgarro axioiógico parece haberse encamado en el plural monadológico. Bien es cierto que el absolutismo plural abre entre las personas ciertos vacíos, ciertas discontinuidades, ciertos pasos que movilizan el influjo transitivo del amor. Pero, con mayor frecuencia, este absolutismo en plural aviva to­ davía la lucha por la vida. Del mismo modo que las pretensiones igualmente justificadas de todos los va­ lores a una misma soberanía sin divisiones engendran fricciones y colisiones, también el absolutismo de cada persona y de cada libertad, tomados por separado, el ser cada uno fin en sí o imperium in imperio, en­ gendra a un tiempo la atracción mutua y la compe­ tencia feroz, es decir la tensión pasional. O, para 212

emplear conjuntamente el lenguaje de Pascal y el de Leibniz: el universo monádico de las personas y de los egocentrismos contradictorios es una totalidad cuyo centro está en todas partes. El otro es mi her­ mano en lo que a humanidad se refiere y, por eso mismo, es paradójicamente mi impedimento para vivir; es mi hermano-enemigo. Es cercano y lejano. Es, como segunda persona, el hogar de toda comu­ nión, y es objeto de celos y de odio. En virtud de la ley de alternancia, el lugar del uno está ocupado por el otro, la parte del uno se deriva de la del otro; las mónadas son solitarias, pero, en razón de su inte­ gridad, son incomponibles. Así es cómo la plétora redunda en penuria. El mal es una intención, y nada más. Decíamos: no es el plural en sí el mal, como enseñaba la meta­ física griega, sino la intención maquiavélica y pérfi­ da de explotar esa división y, explotándola, debilitar los valores y lanzar la desconsideración y la duda sobre su seriedad. Equívoco e insinuante, así es el obstáculo que llamábamos axiológico y que se debe principalmente al misterio del absoluto plural. Pues­ to que es un mal inmanente, una lucha intestina —que se juega entre los valores, es imposible hipostasiarla; puesto que es un mal oculto en las inten­ ciones, no puede decirse a qué se debe, en qué con­ siste, ni de qué parte está: es intencional, eso es todo. ¿Hay que acusar al instinto? ¿Al vicio? ¿O a Satán? Un poco a todos y a ninguno. En cualquier caso, ningún enemigo en especial es el culpable: siempre desvaneciente y constantemente renaciente, la malevolencia impide la reificación del mal; renace hasta el infinito, pero no existe casi nunca definiti­ vamente. La paradoja misma de una plétora del va­ lor indica hasta qué punto la perversión puede ser 213

evasiva y la mala fe desconcertante. Repitámoslo: San Francisco de Sales hablaba, en su lenguaje, de una ¡«avaricia espiritual»! Hay efectivamente una rapacidad devota que se dedica a la capitalización de los méritos y que colecciona virtudes. ¡Extraños, pia­ dosos tesoreros que coleccionan, no medallas o pe­ queñas cintas, sino las virtudes mismas! De todos modos, la categoría de la cantidad y de la respuesta a la pregunta ¿cuánto? no nos aclaran nada sobre la distinción cualitativa del bien y del mal. Si es el valor lo que está en cuestión, ¿cómo podría produ­ cirse el abuso? ¿Abuso de qué? La palabra exceso no tiene razón de ser cuando se trata de valentía o de desinterés... Lo habíamos señalado cuando hablá­ bamos del ímpetus amoroso y de la «demoníaca hi­ pérbole»... ¿Acaso no es absurda la palabra hipér­ bole cuando se aplica a la excelencia? La divisa, en esta materia, podría ser mejor: ¡nunca bastante! ¡nunca demasiado! Es un hecho, sin embargo, que los valores se contradicen, que el uno puede ser para el otro un impedimento y — ¡suprema burla!— que la problemática moral se ve a menudo cargada con una especie de «pesadez» ética. 2. Todo el mundo tiene derechos, luego yo tam­ bién. La reivindicación Todo el mundo tiene derecho, luego yo también. Los «derechos» que reivindico, o que me son recono­ cidos, son en cierto modo la parte normativa de esta pesadez. ¡Yo también!, decíamos. Et ego! Pues mis derechos se deducen de los derechos del hombre en general. Su pesadez se hace particularmente pesada en el razonamiento deductivo que me sirve para rei­ 214

vindicarlos y en la mecánica irrefutable, irrefragable de este «luego». ¿Una deducción? ¡Qué digo!, casi un silogismo... Un derecho válido para la universa­ lidad de los sujetos pensantes, en consideración de su igual dignidad, es por esta misma razón válido tam­ bién para mí que soy uno de estos sujetos; un dere­ cho válido para todos los demás, en consecuencia para éste o aquél, con más razón me va a mí que soy uno de estos otros, pues soy, cuando menos, un sujeto moral, un sujeto moral entre otros y como los otros, uno de esos para quienes se reclama justicia y derecho. Esta es una aplicación que no ha sido es­ pecialmente prevista en mi honor. No hay nada que objetar a esta lógica, que es, en suma, la lógica ele­ mental de la identidad: lo que vale para el todo vale también para la parte; lo que vale para el conjunto de los seres dotados de razón, incluida la primera persona, vale ipso jacto (¿con mayor razón?, ¿con menor razón?, según como se mire) para esta primera persona; ya que yo también formo parte de la especie humana, ya que yo también estoy englobado en lo universalmente humano, ¡soy uno de todos nosotros! Después de todo, soy, como cualquiera, ciudadano de la república de los libres sujetos morales... Ni más ni menos que otro — ¡que cualquier otro! Ni mejor ni peor... ¡A condición de que este microcosmos en plural coexista en la plenitud de sus derechos! Pero las mónadas, si no se hacen concesiones unas a otras, si se afirman hasta el absoluto, es decir hasta el ab­ surdo, se contradicen violentamente. Por otra parte, la comunidad humana, que está toda ella junto a mí y de la que soy un representante, da su poderosa e irresistible garantía moral a la filaucía instintiva; la universalidad de los derechos del hombre confiere en general a nuestro instinto de conservación y de pre­ 215

servación en el ser una normatividad única, una legi­ timidad que es nuestra bienvenida fortuna. Y, recí­ procamente, la vivencia del instinto, al jugar con la idealidad moral, la hace más concreta; fortalece la conciencia de la fraternidad humana y, aparente­ mente, parece marchar en el mismo sentido; por una providencial ósmosis, revivo camalmente en mí los derechos de todos los hombres, a| tiempo que, vice­ versa, mis necesidades vitales —la pasión de la liber­ tad, el derecho de vivir, la necesidad de amar— ad­ quieren, en esa amalgama, la dimensión de la uni­ versalidad. La lógica deductiva inyecta así al reflejo pasional unas gotas de idealidad, objetividad e im­ parcialidad; gracias a esta inyección, la afirmación de mi derecho no es ya simplemente el efecto del egoísmo o de la voracidad: e6 una reivindicación; es decir, tiene un carácter jurídico; lo que yo recla­ mo, no es ni una pretensión arbitraria, ni una exi­ gencia salvaje, sino que tengo bases para reivindicar lo que reclamo; lo reivindico noblemente, con toda la dignidad de la buena conciencia frustrada. — La afir­ mación de mi derecho propio es particularmente enér­ gica cuando protesta contra lo que la cuestiona. No hay razón alguna para que me frustre en mi derecho; pues la expoliación es, primero, violenta, es decir, irracional; no hay razón para que me quede solo co­ mo un pobre huérfano abandonado, desheredado, olvidado, excluido de un «privilegio» que es él mismo una paradoja, puesto que es el «privilegio» de todos los hombres. Una sola excepción a este privilegio que no lo es, una sola excepción a este «privilegio» casi universal, universal de derecho, pero suspendido en mi caso y para mi desgracia, una sola excepción a mis expensas, desmentiría de una vez por todas la ley general; o bien el privilegio es universal y no es 216

un privilegio, puesto que todos los hombres, del pri­ mero al último, lo poseen, o bien me deja inexpli­ cablemente fuera y, en tal caso, el principio, que pre­ tende defender lo humano de todos los hombres en general y la dignidad de cada hombre en particular, es una burla: bastarán las dos palabras excepto yo, ya que una sola excepción echaría por tierra los gran­ des principios, los derechos del hombre, las verdades inmortales y la teodicea misma; peor aún, ¿el gran principió no habría sido más que un absurdo y una contradicción? ¡Simplemente un sinsentido! Como mínimo, la chocante desigualdad es una complicación que requiere expresamente úna explicación, algo co­ mo una anomalía que espera ser normalizada, una disimetría que exige ser compensada, una violencia cuyas consecuencias deberían ser niveladas. Pero la ausencia de justicia no es sólb una falta de lógica que ofende la razón: también provoca reacciones pa­ sionales y reflejos vindicativos, cólera, indignación y resentimiento. La injustificable injusticia es absurda, pero la sublevante iniquidad causa escándalo. La ini­ quidad era, en realidad, una inconfesable y escanda­ losa persecución, y protesto contra ella: el rechazo insurreccional se une al razonamiento de la razón, el razonamiento confirma y legaliza el rechazo. No acepto ser maldito, no acepto ser personalmente ex­ comulgado de la comunidad jurídica y moral, que se extiende a todos los hombres hasta el último, a todos los humanos por definición, sin excepción ni exclu­ sión algunas: protesto contra esta imposible suposi­ ción a mis expensas, contra esta discriminación irra­ cional en detrimento de mí. En la providencial interacción de una filaucía le­ gitimada por la filantropía y de una filantropía re­ forzada y vitalizada por la filaucía, hay algo sospe­ 217

choso: ¡un inquietante intercambio de buenos proce­ deres! Este algo sospechoso seguramente no es una coincidencia milagrosa ni una ocasión excepcional y, menos aún, como vulgarmente podría pensarse, una «ganga». De hecho, esta «suerte» descansa sobre la armonía permanente... y aproximativa del interés per­ sonal y del interés general. Ahora bien, el optimista incorregible se siente siempre inclinado a ayudar a la suerte, se dice a sí mismo que, trabajando para sí, trabaja también para los demás y, a tal efecto, des­ pliega prodigios de ingeniosidad, de mala fe... ¡Qué olfato! ¡Qué sigilosa complacencia! Esto no es otra cosa que mercenariedad, conmutación de servicios, toma y daca... ¿Y en qué ha quedado el amor en todo esto? ¿En qué se ha convertido el amor, es de­ cir la vocación amorosa de un corazón inspirado? A semejanza de mi poder, que es latitud de acción y zona de las virtualidades más allá del ser actual, «mis derechos» forman en torno al ego una zona afirmati­ va que amplía mi propio-ser. El conjunto de mis de­ rechos-propios constituye una especie de «mínimo jurídico» que es, a su manera, la forma normativa del mal menor. Sorprenderá sin duda oír decir que mis derechos, aquéllos a los que tengo derecho, y pleno derecho, son un «mal»... Aunque sea el menor — ¡al menos considerando el conjunto de las circunstan­ cias! ¿Cómo esta positividad, que es para mí una seguridad y un poder, y este más, que garantiza mi seguridad, pueden ser ambos un mal, aunque sea el mínimo, aunque sea el más pequeño posible? Sor­ prenderse de algo tan poco sorprendente es descono­ cer el hecho de la alternativa y la finitud, y desco­ nocer, por tanto, la paradoja de la feliz miseria. Mis derechos son a la vez un poco y poca cosa: un poco, es decir más que nada, es decir una humilde seguridad 218

contra la bestialidad, la rapiña y la violencia; poca cosa, es decir casi-nada o apenas algo o, en cualquier caso, lo menos posible, lo justo necesario para no aniquilarse... Los derechos, en razón de su carácter normativo, valen más que lo arbitrario de la violen­ cia sin fe ni ley, pero el amor, ¡éste sí vale más que todo! Al igual que el haber y que el ser mismo, en tanto que el ser es poso petrificado, mis derechos son una región opaca en la que apenas penetra la luz, un mundo inerte en el que el impulso amoroso se alza con esfuerzo para volver a caer de inmediato. Pero, en la medida en que mi derecho-propio, por personal que sea, nunca está del todo privado de idealidad, deberíamos poder decir: esa zona es la del claroscuro. Yo, el beneficiario de los derechos del hombre, soy por ello mismo el titular de un cré­ dito moral que, por más que sea moral, no deja de ser un crédito, crédito cuya gestión es para mí fuen­ te de delicias, preocupaciones y contento. ¡Justicia para mí y para todo el género humano! Justicia... pa­ ra todo el género humano: ésta es la parte de la moral abierta. Pero, ante todo ¡Justicia para mí! Jus­ ticia para ese pequeño mundo cerrado, para ese her­ moso jardín, para ese microcosmos encerrado en sí mismo que tiene como centro al yo. ¿Acaso esta ar­ monía inmanente, cuyos elementos intrínsecos son tan densos y tan bien equilibrados y perfilados, me­ rece llamarse justicia, cuando ni siquiera asume al otro? En el lenguaje sustancialista de la lógica ego­ céntrica, mis derechos son todo positividad, y son ellos los que se adelantan y condicionan mis deberes. ¿Podemos admitir, rizando el rizo, que mi derecho retome secundariamente a mí por mediación de tu deber?, ¿que mis derechos sean simplemente una consecuencia fortuita de los deberes del otro?, ¿que 219

sean, en cierto modo, un efecto de rebote? ¡Ni mucho menos! Sería peor que una ridicula burla: ¡sería mi­ seria pura! Es más, la reivindicación, cuando se trata de mi derecho, no es sólo previdente, sino que tam­ bién es, como señalábamos, esencialmente protesta­ ría y, en consecuencia, celosa y recelosa, es decir arrogante: la reivindicación engendra inmediatamen­ te el gesto revolucionario que compensará la injus­ ticia. Mi derecho no es objeto de una constatación platónica; menos aún un favor o una limosna que yo haya mendigado y a cambio de los cuales debería a los que me los concedieron gratitud y sentido agra­ decimiento. Después de todo, es un derecho que se me debe. No reclamo más que mi derecho. ¡Es lo menos! El hombre que reivindica habla muy alto y muy fuerte. Su derecho es de por sí fuerte a causa de la coalición (¿complicidad?) que asocia la norma al instinto; el pacto que firma la justificia con la pleonexia, aunque fuente de malentendidos, representa una doble fuerza; el hombre fuerte por su derecho ahoga los escrúpulos y las segundas intenciones, re­ chaza la falsa vergüenza y los complejos, si los tiene, y la cólera vibra en él, presta a manifestarse. —El hombre fuerte por su derecho también se cree fuer­ te por su íntima buena conciencia, y esta aparente buena conciencia es conciencia de no «postular» na­ da; la reivindicación del hombre que habla en alta voz se siente limpia de gratuidad, de arbitrariedad, nada hay en él de blando, ni de ambiguo, ni de alu­ sivo; no hay timidez ni sugestión crepuscular algunas. Todo es estricto y riguroso. Esta buena conciencia excluye incluso la sospecha de una mala conciencia incipiente; nada que pueda relacionarse con la fobia o el masoquismo, la manía persecutoria o la pasión de mártir altera su seguridad. ¿Tendrá la justicia que 220

pronunciarse contra mí para que me parezca justa? ¿Será la justicia justa únicamente cuando se produce a mis expensas? ¡No soy excepción de la ley común, aunque la ley común por una vez me favorezca! ¡Aunque la justicia sirva a mi interés! Tampoco es un escándalo que la ley me otorgue mi derecho, tam­ poco es ésta una razón para considerar mi derecho sospechoso. Independientemente de cualquier justi­ ficación egoísta o razonable, en ciertos casos hay que saber admitir una ventaja con sencillez. 3. Todo el mundo tiene derechos, excepto yo. Yo sólo tengo deberes. Para ti todos los derechos, para mí todas las cargas Pero, precisamente, la ensordecedora y atronado­ ra buena conciencia de mi buen derecho sólo habla a voz en grito para cubrir en el fondo de sí misma otra voz agazapada en mi fuero interior; esta otra voz es la voz humilde y secreta de la mala concien­ cia. Esta buena conciencia, tan segura y de hecho tan profundamente ambivalente, quería, en primer lugar, convencerse a sí misma. En el tono de su voz podía percibirse una duda — en su insolencia misma una profunda incertidumbre, en la vociferación mis­ ma una timidez oculta y como un imperceptible tem­ blor... Reanudemos el hilo de las paradojas momen­ táneamente interrumpidas. Y, en primer lugar, lo pa­ radójico de la primera generación está directamente emparentado con lo dojico y con los truismos surgi­ dos del principio de identidad: todo el mundo tiene derechos, luego yo también; mi derecho aparecía en­ tonces como un eslabón en la continuidad de una deducción tranquilizante. Y ahora, en cambio, diría­ 221

mos más bien: todo el mundo tiene derechos, excepto yo; aquí, la preposición excepto, abriendo un vacío en el lugar del luego, aparece con la brutalidad de una fractura injuriosa y escandalosa que, en este des­ piadado mundo en el que cada uno es portador de un derecho a defender, da un frenazo a la generali­ zación del derecho moral seguro de sí mismo y un mentís ciego a su universalidad. A condición de no ser yo mismo un candidato maquiavélico y sutilmente hipócrita al heroísmo, profeso de buen grado la ofen­ siva excepción y el inconfesable numerus clausus que me excluyen para siempre de toda reivindicación. No seré más que un desheredado y un paria. Aun­ que no haya deseado expresamente su propia des­ posesión, el hombre sin derechos renuncia a todo aburguesamiento y asume la pureza de la indigencia absoluta. Por su parte, no se trata ni de afectación ni de coquetería ni de masoquismo: todo ello y la manía persecutoria o la delectación del mártir son también para el hipócrita maneras de reservarse sus derechos. El justo, víctima de una injusticia extrema, como Job en sus pruebas escandalosamente inmereci­ das, se confunde en última instancia con el amante desinteresado, desesperado, que ama sin ser corres­ pondido. El cínico no conoce otros derechos que los suyos propios, y no se trata de derechos en el sentido nor­ mativo, sino que se trata de un hecho bruto. Mis propios derechos para mí: es simplemente el absoluto de la violencia y de la pleonexia sin medida ni lí­ mites. Hete aquí el hermoso axioma del egoísmo. Entretanto, la justicia rectifica, aporta matices y reto­ ques: los derechos del hombre son mis derechos hu­ manos, limitados, ajustados y, si es necesario, suje­ tos a los derechos de los demás por los derechos del 222

mayor número de hombres posible; ¡es a menos to­ do lo que queda! Y ésta es la austera verdad: los de­ rechos del hombre son los derechos de los demás, sin concesiones ni compensaciones, sin acomoda­ mientos de ningún tipo. Lejos de poder ser conside­ rados, derecho y deber, como el positivo y el negati­ vo, como la cara y el dorso de una misma realidad moral, la disimetría entre uno y otro es radical. La paradoja de las paradojas, para el que no quiere recaer en la piadosa hipocresía de la buena concien­ cia, se resume en esto: a priori y teóricamente, tengo irnos derechos, pero, propiamente hablando y en úl­ tima instancia, no tengo ninguno. Y, ante todo, ten­ go unos derechos. Mis derechos — aquéllos, al menos, a los que tengo derecho— existen o, más bien, con­ sisten en la objetividad jurídica y en la reciprocidad social: se recortan el uno al otro, se aglutinan el uno al otro, forman un sistema de inteligibles, una espe­ cie de gran pastel que es, en cierto modo, nuestro haber ético; mejor aún, incontables ellos, se reifican, y no cesamos, con múltiples variantes, de recitar su lista; los nombramos igual que los viejos astronau­ tas nombraban a los astros en la esfera de los Fijos. No cambian de color según la iluminación, no de­ penden del punto de vista. En relación a la óptica es­ peculativa de la mónada de las mónadas, cualquier mónada, como portadora de derechos inteligibles, vale idealmente otra. Y los portadores de derechos, a su vez, son teóricamente ¡guales, cuando no inter­ cambiables.

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4. Reificación y objetividad de los derechos, invparidad e irreversibilidad del deber En este firmamento de los derechos y de las nor­ mas, el deber hace aparecer un principio de desesta­ bilización y de inquietud: se cuestiona nuestro pa­ trimonio axiológico. La acción transformadora, que es nuestra vocación, acentúa el carácter contingente y enmendable de lo dado; lo dado parece ser muy distinto... El deber trae consigo la disparidad o in­ cluso la imparidad. ¡Pues el deber es esencialmente impar\ El escrúpulo, la humildad, la pasión de com­ pletar y enmendar surgen a su paso; al humanizar la igualdad jurídica, al invertir el desnivel egoísta, que está todo de mi parte, el deber establece el desnivel a expensas mías... Dicho de otro modo, el hombre de deber es fundamentalmente desinteresado. Por encima de cualquier mercenarismo, el hombre de de­ ber profesa (por así decirlo, ¡profesa!) una magnífica negligencia en cuanto a la regularidad, al equilibrio y a la simetría del toma y daca. La relación llamada deber tiene en esto el mismo sentido que la generosi­ dad, la piedad o el amor y es una relación de sentido único; pero la dominante de esta relación es más el rigor voluntarista de la dedicación que la preocupa­ da y tierna solicitud. En cualquier caso, exigencia imperativa o espontaneidad amorosa, el deber con­ traría la transformación en mérito y en cosa del buen gesto; nos mantiene en vilo; moviliza y reactiva sin cesar el buen gesto, siempre inclinado a mirarse en el espejo de la complacencia y girar en redondo; la tensión extrema del deber impide atesorar méritos y capitalizar virtudes y acaba poco a poco con nuestras ilusiones. Tensión agotadora y apasionada, el deber mantiene la conciencia abierta. ¿Abierta a qué? ¿A 224

qué porvenir? El polo magnético, que atrae a dis­ tancia y orienta la intención, se llama la segunda per­ sona; este futuro es a la vez próximo y lejano... ¡Tan próximo y tan lejano! Es futuro próximo, porque señala el primer no-yo más allá del yo, y en su tan­ gencia inmediata conmigo, porque apenas es un noyo, porque es casi yo sin ser yo; en el tiempo desig­ na, pues, un deber urgente o, al menos, se relaciona con una tarea inminente. Y, además, el deber apunta a otro que siempre es otro, otro ajeno a mí hasta el infinito y otro incluso ajeno a cualquier otro; otro con un exponente infinito. La voluntad moral, fasci­ nada y, por así decirlo, imantada, ya no está donde estaba antes: a través del vacío, la voluntad volitiva ha dado el salto peligroso para unirse de inmediato a la cosa querida y para identificarse milagrosamente con ella; la voluntad magnetizada, al igual que en el caso del éxtasis, se sale de sus goznes. ¿No es precisamente a esta especie de éxtasis a lo que habría que llamar intencionalidad? La voluntad, en este punto, es tan milagrosa como el amor: el lugar que el olvido-de-sí ha dejado vacío, si nos atrevemos a de­ cirlo así, necesita airearse. Así, la relación de uno a otro, o simplemente la relación a secas, tendrá un sentido. Y no sólo el sujeto ya no está donde es­ taba, sino que ya no es lo que era, ya no es élmismo. Esta segunda magia ya no es más que una con la primera. La omnipresencia y la metamorfo­ sis, en última instancia, se confunden. Sujeto aman­ te o sujeto volitivo está a la vez aquí y allí, y es a la vez el mismo y otro, él mismo y totalmente otro. En el lugar vacío, no hay una cosa, ni siquiera otra cosa, hay un fin apasionadamente querido, y hay también el acusativo amoroso que es todo impulso y todo fervor. La vocación del deber me llama a vivir 225

para el otro permaneciendo inexplicablemente yomismo. Mostraremos que este impulso es la inocen­ cia. Pero no faltan los obstáculos que la harían tam­ balearse. Estos son los tres principales de entre los más peligrosos: el primero es, naturalmente, el instin­ to crapuloso y la ogrería, el autos y su filaucía bes­ tial; para que el ser humano se transforme en perso­ na humana y en sujeto del deber, en primer lugar debe vaciarse de su egoidad sustancial. ¡Que se con­ vierta para los demás en una especie de nada! ¡Que la extrema rarefacción de su ser le vuelva traslúcido! Entonces, mi prójimo, que todo lo esperaba de mí, volverá a esperar. El segundo obstáculo es el al­ truismo profesional, que hace de la filantropía una especialidad para uso de una clientela: el altruista empieza a cabecear y adormilarse. Y el tercer obs­ táculo es el movimiento de escrupulosa retroversión del hombre que, desmintiendo la vocación del deber y olvidando su prójimo-lejano, se repliega sobre el sí, no reflexivamente, sino de manera enfermiza, para profundizar en sus propias manías. La óptica egocéntrica, que se inscribe en las per­ sonas de la conjugación, conlleva en todo momento las más paradójicas inversiones. Por ello, hay que estipular y especificar constantemente la cláusula irra­ cional del punto de vista: esta cláusula es un detalle aparentemente circunstancial, o sea anecdótico e irri­ sorio, y, en consecuencia, negligible; sin embargo, invierte todos los juicios de valor y es moralmente decisiva. La circunstancia es más esencial que la esen­ cia. Pequeñas causas, grandes efectos. Gracián y Pascal, como sabemos, gustaban mucho de esta meta­ física de lo insignificante. En la objetividad imperso­ nal de la mónada de las mónadas, ios derechos de la persona humana son todos eternos, absolutos, igual 226

e infinitamente válidos. Pero el misterio del absoluto plural, que es el de las personas, trastorna la sereni­ dad de este cielo. El ser moral es también un ser psicosomático; está a merced de su finitud carnal y de las cláusulas insignificantes: al imponer a todos los humanos la óptica parcial, o sea el privilegio unila­ teral de la primera persona, el egocentrismo es en cierto modo la imagen vivida de un universo caricatu­ resco, en el que sólo habitan monstruos. ¿Puede decirse que el centrismo de este centro se organiza en nosotros como un apriorismo? Sería olvidar que el a priori es racional, que la prioridad del yo, en cambio, es más bien biológica e instintiva. ¿Pode­ mos decir, al menos, que el yo es el centro en torno al cual se ordena mi propio microcosmos —mi micro­ cosmos egoísta? El yo (con artículo) es una entidad general, un concepto que presupone ya la reducción de las deformaciones nacidas del egocentrismo y que, en cierta medida, neutraliza o compensa, explica o excusa estas deformaciones: al decir el yo, desde lo alto de mi objetividad, el yo y no yo, no yo que os estoy hablando y que escribo esto, en este mismo lugar y en este mismo momento tomo ya mis dis­ tancias en relación a la inconfesable preferencia egoís­ ta: me desolidarizo de ella, yo y yo-mismo ya no formamos un bloque de una sola pieza; he abandona­ do mi estado de indivisión sustancial conmigo mis­ mo. La toma de conciencia es la que ha determinado esta escisión. Más tarde, la conciencia escindida pue­ de volver, expresamente, al estado de indivisión, pro­ fesar doctoralmente, es decir cínicamente, el egocen­ trismo original, hacer de él su religión: unas veces abunda en la insolencia y pondera el instinto; otras, consiente con toda lucidez a la inclinación egoísta; su egocentrismo se convierte en egotropismo y cede a 227

todas las tentaciones: retracción sobre el sí, pesadez moral, rechazo del diálogo, fobia al otro y a la aper­ tura. Pero, si se adhiere a su propia naturalidad, es porque teóricamente se ha disociado ya de ella. La historia de la conciencia hará el resto... ¡No limita­ mos las consecuencias infinitas de la toma de con­ ciencia! 5. La primera persona pasa a ser la última, la se­ gunda es la primera. Soy el defensor de tus derechos, no el policía de tus deberes La conversión de un extremo a otro, de un extre­ mo al diametralmente opuesto, señala para la con­ ciencia el advenimiento de una vida moral: la prime­ ra persona, primera para mí-mismo, según la gramá­ tica y la conjugación, pasa a ser la última: siempre para mí; la segunda persona, la del interlocutor (el tú) pasa a ser en espíritu la primera, la absolutamente primera para mí, me desaloja de mi egoidad y ocupa lugar... al tiempo que sigue siendo, numéricamente, otra persona, pero será por el interés apasionado que primera persona! ’'Eoovtat ol laya-coi xai ol xpiütoi faoy-coi: los últimos serán los primeros y los prime­ ros, los últimos;1 esta interversión revolucionaria del número ordinal es señal de una inversión todavía más radical, de una inversión ascética y literalmente sobrenatural que preludia, quizá, la inversión de los reflejos y el advenimiento de una naturalidad contra natura. La sobrenaturaleza trasciende a la vez la na1. Mt 20, 16; 19, 30; Le 13, 30.

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turaleza y la naturaleza contra natura... la cual nun­ ca es más que una naturaleza al revés. O mejor, la so­ brenaturalidad nunca será, de hecho, contranatural, nunca se acostumbrará a caminar con la cabeza ga­ cha: al menos, pasa a ser posible una lucha sin tregua entre el amor desinteresado y los reflejos acosados por los escrúpulos. La conservación del ser-propio y el aumento del haber-propio vendrán en muy último lu­ gar, tras la tierna solicitud que nuestro prójimo nos inspira. Las formas más elementales de la cortesía y de la sociabilidad son como una aproximación tímida y todavía bastante convencional de la abnegación: el glotón refrena su glotonería y se sirve el último, acostumbra a elegir la porción más pequeña, no para dar a la galería una espectacular lección de virtud, sino, suponiendo que sea posible, por pura gentileza; el capitán del navio que naufraga abandona el último la torreta, no teatralmente, para inmortalizar su ejem­ plo, como el almirante del film Noblesse oblige, sino para salvar al mayor número posible de hombres. Por una súbita conversión que con frecuencia no tiene futuro, mi deber hacia el otro desaloja así el ego­ centrismo que ocupaba el primer lugar —todo el lu­ gar. Esta primacía del deber, de mi propio deber pa­ ra mí, no es, al igual que la prioridad del instinto y de mi derecho, una simple prioridad biológica y cronológica; tampoco es un primado ontológico como el de los derechos impersonales del hombre en tanto que hombre. Si la prioridad del instinto es más bien preexistente, la primacía del deber es más bien previ­ dente: encontramos los problemas que nos plantea a propósito de un caso de conciencia, es decir, de un conflicto de valores. En el límite y en principio, en relación a mi prójimo sólo tengo deberes, sin te­ ner moralmente sobre él ni el más mínimo derecho 229

y, especialmente, sin tener derecho a la más mínima recompensa, ¡tal es la verdad desinteresada, la auste­ ra e ingrata verdad del deber! Y, en cuanto a ti, pró­ jimo, no tienes sobre mí sino derechos, ni un deber para conmigo, al menos algún deber cuyo respeto pueda yo exigir moralmente ¡tus deberes para con­ migo no me afectan! ¡Para ti, todos los derechos, pa­ ra mí todos los deberes y todas las cargas! Y, como si ello no bastara, mi deber va dirigido, más que nada, a preservar tus derechos, engloba y rige de hecho esta preservación como una de sus exigencias más imperiosas. Lo que para mí es sagrado, es objeto de mi preocupación cotidiana y de mi constante solici­ tud, no son tanto los derechos del ser humano en general, en nombre de los cuales figuran los míos, sino que son ante todo los derechos del otro y, más particularmente, los tuyos —pues trabajo por tus de­ rechos, y no por los míos: el primero de mis deberes consiste en respetar al otro, respetar su dignidad, sus derechos, su honor; por este honor que no es el mío puedo batirme e, incluso, si fuera necesario, sa­ crificarme; por este honor, debo ser capaz de morir. No porque tu honor y tu deshonor sean parte del mío o porque vayan a resurgir en mí, como en la moral tribal, sino únicamente porque este honor es el tuyo, por esta única razón... ¡que no es una razón\ No soy el policía de tus deberes, pero soy el defensor de tus derechos. Los derechos son un más que es un menos: inver­ samente, los deberes son un menos que es un más. Los derechos son un Más, claro está, cuando se los considera en su relación con las normas en sí, con los valores eternos y metafísicos, cuyas relucientes medallas, cruces, cintas multicolores son reflejo y símbolo, o más bien recuerdo... o, en cierto modo, 230

¡el resumen! Pero los signos de un valor pasado no son ya el valor mismo, ya que el valor es en el ins­ tante presente y el mérito necesita ser continuamente renovado, rejuvenecido, puesto al día; no se puede vivir toda la vida de gloriosos títulos de hace cua­ renta años: ¡lo de-ahora-en-adelante, en materia de heroísmo, no cuenta! Los derechos, que se inscriben en el pecho del valiente, de un hombre armado de derechos, acorazado de títulos y constelado de recom­ pensas, se han convertido en un simple poder, es decir en un haber estático, inerte y desecado como cualquier haber: el hombre de mérito, abrumado por estas reliquias de un pasado difunto, acaba por as­ fixiarse bajo su peso. Así como una virtud aislada de las demás virtudes es un vicio, la verdad de mi de­ recho, exilada del deber, no es más que una abstrac­ ción, o sea una mentira. Un menos que es un más: tal es el deber. Y, ante todo, un menos: ya que sus áridas e ingratas tareas exigen el sacrificio de mi interés propio y se deducen de mi tiempo de placer y de mi libertad. Tus dere­ chos retoman a ti, te pertenecen, pero su defensa me incumbe a mí y, bajo esta forma, constituyen lo más sagrado de mis deberes; hacer valer mis propios derechos no es mi función, ni reivindicar lo que se me debe, ni siquiera hablar de ello —ya que la con­ ciencia de mi propio derecho, considerada reflexi­ vamente y en primera persona, nunca es moral; per­ manece prisionera del interés y de la sordidez. El hombre del deber no trabaja para justificar más o menos hipócritamente su propio derecho o su propia ambición, está más bien para santificar la felicidad de los demás. El positivo y el negativo, al asociarse, dan al deber la forma y el relieve de la ambivalencia. Su­ blimidad y miseria, diría Pascal... Nuestra finitud 231

choca invariablemente contra la misma alternativa, contra la misma barrera inflanqueable. ¡No se pue­ den tener todas las ventajas a la vez! La angustia se­ rá, como siempre, el precio fatal de nuestra digni­ dad... La carga que nos incumbe es nuestra pesada responsabilidad y nos reserva mucha amargura. No­ bleza obliga... ¡Dignidad obliga! Pero, por supues­ to, no es por nobleza por lo que el hombre del deber persigue esta agotadora empresa eternamente inaca­ bada... ¡No es por desempeñar un noble papel por lo que permanece fiel, sin esperanza alguna de recom­ pensa, a la interminable obra! La relatividad de las personas de la conjugación se resume finalmente para todos los hombres en la oposición de dos universos, incluso podríamos decir de dos paisajes: el primero, que es un punto de vista, mi punto de vista, y que es el cosmos egocéntrico, deformado y constantemente cambiante, visto a tra­ vés de los pequeños tragaluces de mi cuerpo; el otro, que es el no-yo en su conjunto, el universo objetivo, el universo del otro, de todos los otros. El hecho im­ palpable de ser otro, es decir de ser mi semejantediferente, monádicamente distinto a mí, es, por decir­ lo así, la causa de un amor sin causa. La causa im­ palpable no puede tener otro efecto que el de un amor inexplicable. Amar al otro simplemente porque es otro, sin ninguna razón e independientemente de sus méritos, es lo propio de un amor puro y desinte­ resado, de un amor inmotivado. Porque soy yo, por­ que es ella: este porque circular, que no responde a un por qué y que remite a sí mismo, es la absurda fórmula del amor gratuito. Cuando la respuesta es finalmente la simple repetición de la cuestión, signifi­ ca: no hay más razón para amar que el hecho de la pura alteridad... lo cual, evidentemente, no es una 232

'razón, al menos una razón suficiente; el hecho de que el otro sea otro — ¡mi otro!—, sea quien sea este otro, es una tautología que no puede bastar. Pero ¿adónde nos lleva el patalear en el mismo sitio? En tal caso, habría que pretender que la ausencia de toda razón es precisamente la razón. Pero querer a cualquier precio que la ausencia de razón sea en sí misma una razón es interpretar de manera pedante la incomparable gratuidad del amor. Al margen incluso del carácter verbal de este juego de manos, cabe des­ tacar que la predilección de los humanos por los amo­ res absurdos o descabellados sigue siendo una co­ quetería, y de las más alienantes... El amor desinte­ resado, el amor inmotivado, no es el capricho de un amante porfiado. No, el puro amor no es un anto­ jo. Pero también es lo contrario de una absurda obstinación; la verdad es que, al ser él mismo funda­ dor de una causalidad, supera a toda etiología; es categóricamente imperativo, precisamente porque es incondicional; al igual que los perfumes de la prima­ vera, es paradójica y absurdamente inspirador. Por otra parte, nuestro amor es, para la alteridad del otro, un puro amor, porque se dirige a la esencia misma del ser amado. Lo que ama no es tal o cual cualidad eminente en tal o cual persona amada (un don excep­ cional de ésta, un notable talento en aquélla), ya que el amor, en tal caso, pasaría en segundo lugar después de la amabilidad y se extinguiría con la cua­ lidad que le dio a luz: este pobre amor mercenario, motivado, condicional, va a remolque de un porque, se divide y se dispersa entre las razones de amar, y su elevada temperatura disminuye; la ferviente lla­ ma del amor, siempre previdente, que arde en el éxtasis amoroso y en el olvido de sí, nunca la cono­ cerá. 233

Las razones de amar, cuando pretenden motivar el amor, se transforman en mercancías intercambia­ bles, en títulos negociables y, en consecuencia, re­ vocables. Vayamos más allá: el precioso e inestima­ ble gesto de la intención, en cuanto toma conciencia de sí, se convierte en esquema inerte y en falsa mo­ neda; todo el andamiaje moral se sostenía sobre la frágil punta de la inocencia: el edificio, privado del instante inspirador, se derrumba de golpe y no que­ dan más que escombros. Es más, y expresándolo con otras imágenes: para deshinchar el globo del vanido­ so, basta con una sola palabra, con un monosílabo, con un adjetivo posesivo... \Mi buen gesto, mi des­ interés! Así es cómo degeneran los méritos que el yo reivindica y así es cómo se atrofian las eminentes virtudes que el sujeto se atribuye a sí mismo: estas virtudes suenan a falso, no porque tan meritorias cualidades sean en sí mismas condenables, sino por el hecho petulante de atribuírselas, vanagloriarse o simplemente hablar de ellas. Caricatura de concien­ cia, la «reflexividad» complaciente del yo es un ve­ neno mortífero. Hay cualidades que son de inmediato o ipso facto contradichas, desmentidas, anuladas por la reflexividad del adjetivo posesivo (¡mi modestia! ¡mi humor! ¡mi encanto! ¡mi inocencia!), otras que se vuelven ridiculas y dudosas con sólo añadirle el Yo (mi dignidad): la grandeza del alma queda, si no anulada, al menos disminuida por la infatuación y la mezquindad. Incluso cuando la satisfacción del que blande como un sable su hermosa alma no es inmotivada, se vuelve sospechosa y es cuestionada. —Esta es una verdad objetivamente cierta... sin em­ bargo, no tengo derecho a decir: a partir del momen­ to en que la digo (y precisamente yo, y no tú u otro cualquiera), ¡se convierte en inmoral, ridicula e in­ 234

cluso en falsa! Estas son las dos formas invertidas y aparentemente arbitrarias de una misma aseidad: la verdad se convierte automáticamente en mentira (manteniéndose literalmente cierta), únicamente por­ que yo la profeso y tengo mala fe; lo falso se con­ vierte automáticamente en verdad (y sigue siendo fal­ so), porque amo con amor sincero y porque un amor sincero no tiene ni cuentas que rendir ni razones que dar; en todos los casos, ¡el amor previdente es causa sui\ Según si enuncio yo mismo la lisonjera verdad sobre mi hermosa alma o si lo hace otro en mi lugar (aun siendo, nótenlo bien, la verdad), la lisonjera ver­ dad cambia por completo de sentido, cambia de pun­ to de vista y de alcance; si la grito a los cuatro vien­ tos, se vuelve francamente chocante y absurda. Y todo esto, que quede claro una vez más, únicamen­ te porque soy yo, ¡por esta sola razón! Se me dirá de nuevo que esta única razón no es siquiera una razón, que es más bien una contra-razón. La más verídica veracidad, incluso compensada por el reduc­ tor llamado «ecuación personal», sigue estando im­ perceptiblemente falseada, y la causa, en este caso, es el a priori de la egoidad. ¿La excusa de la prime­ ra persona no será acaso una simple precisión gra­ matical? ¡Ni mucho menos! Esta irritante precisión no es un vano detalle anecdótico y circunstancial. Si la deformación que nos revela se redujera a un capri­ cho arbitrario y gratuito, no tendría importancia, se­ ría tan sólo un pecadillo insignificante, una simple exageración enfática y pintoresca. Pero se trata de una fatalidad constitucional, y esta fatalidad es más pérfida que el desacuerdo de la apariencia y de la esencia, ya que concierne, no ya a la relación de la verdad con el error, sino a la calificación moral de la persona. Mis virtudes, a poco que me enorgullez­ 235

can, se convierten en vicios es decir en tics, en manías ridiculas y en pura mueca. Mis méritos —los mismos que fueron, en su momento y objetivamente, mara­ villosos méritos— son desde hace tiempo una burla. Mis talentos son mera exageración, baladronadas e instrumentos de arribismo. Lo que, en definitiva, es propiamente irracional e incluso un poco diabólico es la inexplicable contradicción inherente al mínimo ¿ti­ co, que, reivindicado, se convierte en jurídico; y el mínimo jurídico, reivindicado, se convierte a su vez en poso sin vida, haber y título de propiedad; el mí­ nimo ético es, a fin de cuentas, encerrado en una caja-fuerte por mero efecto de la reivindicación, en virtud de la pretensión más legal y, por tanto, de pleno derecho. La normatividad en este caso es rei­ vindicada, no usurpada, no resulta de una apropiación indebida. Es esta normatividad de uno de los dos con­ tradictorios la que nos hacía decir: ¿acaso no será diabólica la contradicción? ¿Será quizás una maldi­ ción? ¿Será quizá maldito ese Yo que envenena nues­ tros justos derechos? ¡Quién sabe si la maldición de la contradicción no será una jugarreta del diablo! En cualquier caso, podríamos explicamos así el ca­ rácter a veces algo terrorista de una represión que, en el lenguaje, prohibe y censura la primera persona y que opone la fobia del yo a la enfermedad de la jactancia. ¡Prohibido susurrar el maldito monosílabo! ¡Prohibido incluso pensarlo! ¡Tanto veto para un mo­ nosílabo! Por otra parte, hemos dicho fobia y quizá hubiéramos tenido que decir pudor. La fobia es una anomalía patológica, pero el pudor es la flor más extraña, la más delicada y la más exquisita de la exis­ tencia moral. Aquí el monosílabo es sólo un soplo, un hálito ligero, una confesión casi inaudible. Los derechos —entiéndase: mis derechos y no los de us­ 236

tedes— verifican y justifican esta discreción: quie­ ren conservar el incógnito, piden el anonimato. ¡Nos está prohibido asumir nuestros propios derechos! Nos está prohibido profesarlos... ¡Adiós mis derechos! Sin embargo, mis derechos son justos y verdaderos. Sin embargo (eppure)... Estas dos palabras expresan la obstinada verdad de la paradojalogía que protes­ ta escandalosamente contra las evidencias vulgares y siempre renacientes del sentido común. Por último, el estatuto de mis derechos propios y de mi dignidad no se fundamenta ni sobre la evidencia ni sobre la no evidencia, sino que más bien está envuelto en am­ bivalencias y ambigüedades; es esencialmente descon­ certante. Atenuada por la sordina del pudor, la rei­ vindicación reivindica a media voz, se vuelve tímida, evasiva y a veces casi confidencial: en la penumbra, la evidencia se vuelve vaga y la insolente certidum­ bre, privada de su dogmática seguridad, se torna du­ dosa y confusa. Los derechos universales del hombre son en definitiva unos derechos inasibles, y, por así decirlo, impalpables, que es escandaloso negar a los demás y que, sin embargo, no puedo reivindicar para mí. ¿No es ésta una injustificable injusticia?, ¿una insoluble contradicción? El yo es odioso. Ocultadme este yo, que no pueda verlo. Sin duda el Yo no debe estar hecho para verse a sí mismo. En fin... ¡a qué tanto escrúpulo por un monosílabo! ¡Tanto escrúpu­ lo y todos los tormentos de la mala conciencia! La insignificancia de la mezquina verdad y de la medi­ tación que nos aporta, he aquí un tema de meditación muy pascaliano. ¡Burla de las burlas! ¡Qué ridiculez! De nuevo todo depende de este mezquino detalle, todo pende de él: la persona de la conjugación, el número de esta persona. Pues el número lo cambia todo, lo decide todo. De hecho, la ironía de esta des­ 237

proporción caricaturesca entre el yo y la verdad —iro­ nía bastante semejante, por sus desmesuradas conse­ cuencias, a la nariz de Cleopatra— ¿no es acaso más bien misteriosa? Indiscutiblemente semejante contras­ te tiene aspectos burlescos y es a este misterio cómi­ co a lo que llamaremos paradoja. 6. Con los ojos abiertos. La pérdida de la inocencia es el precio que la caña pensante debe pagar como rescate de su dignidad En el interior del mínimo ético, la conciencia de sí puede parecer, en ciertos casos, el elemento más pesado de nuestro bagaje cuando en ella se acumu­ lan todos nuestros recuerdos, nuestras tradiciones y nuestros prejuicios. La conciencia de sí es, como la libertad misma, un arma de doble filo: es la libera­ ción reflexiva que pone fin a la indivisión vegetativa; pero, en la medida en que es, a veces, introversión y retroversión, es también perversión y nos desvía de nuestra vocación de actuar y amar: en este mis­ mo hecho, puede llegar a ser muy pérfida y sutilmen­ te falaz. La disparidad de los efectos de la conciencia se intuye en el relato del Génesis: la aparición de la conciencia coincide con el momento de abrir los ojos, es decir de la clarividencia, pero esta misma clarivi­ dencia es discernimiento del Bien y del Mal, dignoscentia que conoce el Bien por el Mal y al Mal por el Bien, conocimiento relativo, ligado al efecto de con­ traste y que tiene como consecuencia la vergüenza, la fobia de la desnudez, la búsqueda de la sombra: «El hombre y su compañera se ocultaron de la mirada de Dios entre los árboles del jardín*.2 El conocimien2. Gén. 3, 8.

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to vergonzoso, que busca el claroscuro en el paraíso, no es compatible con una eternidad feliz. Esta alter­ nativa de la felicidad y del conocimiento desdobla­ do sería en cierto modo la tara original. Digamos algo más: a la vez lúcida y generadora de opacidades, la conciencia es lo que hace tan precaria, tan frágil, tan inestable la inocencia; ésta sólo pide dar un viraje: basta una sola mota de polvo para volver impura la pureza o para tornar grisácea la inmaculada blancu­ ra —un resquebrajamiento infinitesimal de la con­ ciencia, un imperceptible pliegue en mi simplicidad, ¡Y el superlativo de la inocencia queda ya lejos! ¡Adiós inocencia! La conciencia y la vergüenza han matado en mí el candor. La serpiente no necesita elocuencia para instilar en mi fuero interno la gota de veneno de la falsa promesa: todo su arte de persua­ sión consta de un ligero susurro... ¡El hombre es dé­ bil, crédulo, accesible a las tentaciones! He aquí, con su insoluble alternativa, la tragedia de la contradic­ ción —contradicción todavía más aguda que la del mérito y del legítimo orgullo: la inocencia es la con­ dición vital de un amor sin segundas intenciones, de una acción valerosa y espontánea, y ¡la conciencia es mi insustituible superioridad de caña pensante! ¡Bien puede llamarse tragedia a un caso de concien­ cia, en el que la conciencia misma esté en cuestión! Este caso de conciencia es un desesperante dilema. La prioridad de la inocencia y el a priori de la con­ ciencia pensante son también «previdentes», es decir que se anteceden el uno al otro a porfía. La concien­ cia es toda reflexión, pero también es afectación in­ cipiente, siempre dispuesta a desdoblarse, a mirarse y admirarse en un espejo, a escucharse, muy ocupada, en suma, a pavonearse; en lugar de mirar recto frente a sí, a la meta que es su objetivo intencional, biz­ 239

quea hacia su propia imagen y se mira con el rabillo del ojo interpretar la comedia de su propia vida. ¡Esto también es la conciencia! La conciencia, a su vez, es un medio que obstaculiza... La conciencia per­ vertida se convierte en viciosa, a partir del momento en que el obstáculo prevalece sobre el órgano. La conciencia no existe más que en el acto de tomar conciencia. Pero ¿cómo puede el ser pensante impe­ dirse a sí mismo tomar conciencia? Para ello haría falta que se volviera niño. Habría que evitar tomar conciencia de esta conciencia, evitar hasta el pensa­ miento de este pensamiento... Por tanto, no piense en ello, y sobre todo... ¡chitón! ni una palabra. ¡Prohi­ bido pensar en el pensamiento del pensamiento! Por muy poco que le roce, por imponderable que sea, la supraconciencia de semejante conciencia, la compla­ cencia y la afectación han puesto ya su máscara e ins­ crito su mueca sobre su rostro; la mueca ha despla­ zado la inocencia... No hay que pretender, nos acon­ seja Alain en uno de sus
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Préliminaires á l’esthitiquc, «Propos 72».

no tiene nada de privilegio y no tiene, recordémoslo, razón alguna para excluirme, cualquier excomuni­ cación en estas materias es arbitraria, discriminatoria y escandalosa. Así pues, la conciencia pensante, ame­ nazada por la escandalosa denegación de justicia, por el incomprensible numerus clausus, no tarda en apli­ carse a sí misma, en reivindicar para sí, por extrapo­ lación directa o por simple deducción, estos dere­ chos del hombre válidos sin excepción para todos los hombres. El respeto de este haber elemental es lo menos que se nos debía. 7. Tus deberes no son el fundamento de mis de­ rechos Pero también yo puedo acogerme a la recíproca: si es cierto que tengo derechos como tú, también lo es que, después de todo, tú tienes deberes como yo. De este reconocimiento de tus deberes al pensamien­ to de mis derechos correlativos no hay más que un paso. ¡Y este paso se franquea rápidamente! El ego no pierde la cabeza... Interpretar los deberes del otro como la traducción en vacío de lo que en relieve justificaría mis propios derechos, anexionar al propio haber y al propio crédito los deberes y las obligacio­ nes de los demás, he aquí una inferencia menos di­ recta sin duda que la primera, pero tan ingeniosa e igualmente demostrativa: ¡a decir verdad, una espe­ culación algo desenvuelta y gratuita! Decíamos: no tengo más que deberes. Pero, como todo el mundo, a Dios gracias, está en el mismo caso, el conjunto de estos deberes ajenos me asegura cierto campo de ac­ ción, despeja en tomo a mí una notable libertad de movimientos y cierta franja de poder; en otros tér­ 241

minos, ia conciencia del sujeto, ventilada por los de­ beres de los demás respecto de ella, dispone de cier­ tos derechos para actuar y de un pequeño margen para concluir la obra emprendida. De una manera o de otra, lo haya querido o no, la universalidad de los deberes del otro hacia mí me hará la vida más vivible, la acción más viable, la coexistencia más respirable, el mundo más habitable; me sentiré algo descargado de mis cargas; conoceré un pequeño ali­ vio. De tal modo que, de hecho, la cuestión del im­ posible deber no se planteará en su rigor literal: no habrá aporía; ¡gracias a este malentendido, se encuen­ tra de antemano un modus vivendil Sin embargo, tus deberes no estaban creados expresamente para arropar y reforzar mis derechos; los deberes de los demás no tenían originariamente el objetivo de ase­ gurar mi acomodo y mi bienestar. Es una ocasión fortuita, sencillamente, la que se me ofrece; y yo la exploto en mi favor, una suerte imprevista de la que me aprovecho apresuradamente. Esta suerte es la correlación o, mejor, la simetría especular de tu deber y de mi derecho, simetría que posibilita el juego de manos de la interversión: tu deber será mi derecho. Esta suerte es inesperada e incluso imposible de en­ contrar, porque, además, la salvaguarda de mis dere­ chos se convierte en una obligación para el otro... ¡como si con la salvaguarda no bastara!, ¡como si formara parte de su código moral! De hecho, ipso facto mi derecho se desprende de tu deber, y ello sin intervención expresa de mi parte, sin que yo reclame nada, sin que lo piense siquiera... Este favor inespe­ rado que yo no he solicitado ni buscado, este dere­ cho suplementario que yo no he reivindicado expre­ samente, son, en cierto modo, una feliz sorpresa y los recibo inocentemente como mi estrella personal, 242

o más bien como una gracia; me encuentro, después de todo, con inesperadas facilidades. Acojo estos de­ beres del otro hacia mí, ayuda fraternal o deberes de asistencia, con el alma distendida y el corazón in­ crédulo, casi tímidamente y renunciando a toda arro­ gancia. ¡Bendita sea la sorpresa que tocó una maña­ na a la puerta de mi morada cual amiga con la que ya no contaba! Todo es deber para mí. En consecuencia, tus de­ rechos son percibidos, vividos por mí como los pri­ meros de mis deberes, los más urgentes y los más imperativos: deberían ser mi preocupación, mi in­ tención, mi angustia de cada día, el objeto de mi constante solicitud. Los derechos del otro son para mí otros tantos deberes que debo asumir y preser­ var celosamente, al igual que se vela un tesoro infi­ nitamente precioso. No obstante, ello no quiere decir que la recíproca sea cierta y que tus deberes sean automáticamente mis derechos y se correspondan obligatoriamente con mis propios derechos... ¡Sería demasiado hermoso, demasiado cómodo! Sería un cuento de hadas, una auténtica magia, una armonía providencial, pero, sobre todo, esta simetría sería demasiado ejemplar, esta reciprocidad exageradamen­ te artificial... con, además, un sospechoso tufillo de mala fe: si tus derechos perfilan en relieve mis de­ beres, la propuesta está lejos de ser reversible. No puedo, por lo tanto, aplicarme a mí mismo ninguno de los dos razonamientos interesados, ninguno de los dos sofismas justificantes dispuestos en mi favor: ni deducir mis propios derechos de los derechos del hombre en general, ni mucho menos aprovechar la bienhallada amplitud que me deja la rectitud moral del otro y beneficiarme alegremente de las facilida­ des que de ello resulta para mí. O, al menos, no me 243

incumbe a mi juzgar ni en el segundo caso ni en el primero: no son sino trampas ludidas para escapar a mis deberes. —En realidad, los derechos que para mí resultan de tus deberes son como consecuencias y restos de estos mismos deberes; migajas olvida­ das; ...¡polvo! De todos modos, dejo que estos ines­ perados derechos vengan a mí por mediación de tus deberes; vuelven a mí como por casualidad, tras haber dado este rodeo y recojo de paso algunas mi­ serables sobras cuando menos lo esperaba. —De este modo, tus deberes serán quizá mis derechos y me beneficiaré de ellos... a condición de no espiar in­ discretamente este rodeo, a condición de no contar demasiado con ellos como si fueran deuda, a condi­ ción de no insistir demasiado consciente, reflexiva y expresamente. A condición, a condición... Esta condición, siempre la misma, es evitar el exceso de conciencia que obstaculiza la inocencia, que hace trampa con su secreto. Semejante especulación sobre los deberes del otro puede revelar una grosera falta de tacto, una gran vulgaridad moral. No ignoro que mi prójimo también tiene deberes, que, llegado el momento, compensarán mi esfuerzo y me ayudarán a vivir. Pero, por el momento, más vale olvidarlo. Hasta nueva orden, es preferible que no cuente de­ masiado con tus deberes para aliviar mi tarea. En primer lugar, las tareas de los unos y de los otros no forman una sola tarea, en la que lo que cuenta es el resultado, una sola tarea para la cual los trabajado­ res solidarios puedan ayudarse los unos a los otros y conjugar sus esfuerzos, una obra única que se com­ plete parte a parte gracias al esfuerzo de todos... En este caso, efectivamente, tu trabajo me dispensaría del mío, y el suplente podría sustituir al suplido, dado que lo que está hecho ya no hay que hacerlo... 244

en la medida en que se trata de hacer algo. Lo que ha hecho el uno sería deducible de la tarea del otro, descontable de su deber; lo que se hace tanto hecho es! Sin embargo, no es nada. Debemos renunciar a todas estas ingeniosas comodidades... ¡Adiós hermo­ sa economía del esfuerzo y armoniosa complementariedad de las tareas! La intención, la responsabilidad, la decisión moral del sacrificio son iniciativas esen­ cialmente soltarías que nadie puede tomar en mi lugar y de las que nadie puede dispensarme. Cada uno debe obrar y penar aquí por su cuenta y ries­ go, en lugar de apoyarse en el vecino. Un hombre puede desvelarse en lugar de otro en tal o cual cir­ cunstancia determinada, pero, en el instante supre­ mo, cada cual muere solo; asimismo, cada uno debe penar y sufrir por sí mismo, como si estuviera solo en el mundo; nadie puede hacer nada por él. Aún más exactamente: lucho por tus derechos y por tu exis­ tencia, incluso estaría dispuesto, si no fuera absurdo e incluso contradictorio, a asumir yo mismo tus de­ beres en tu lugar. Existe en todos los casos una tram­ pa burda que debemos desbaratar: no tengo que vi­ gilar el ejercicio de tus deberes, ni tengo que dictarte la lista de ellos, no verifico el partido que podría sacar ni las ventajas que me acarrearía: tan sospe­ chosas precauciones no conciernen al hombre desin­ teresado, al hombre de deber y rectitud. Desde este punto de vista, no hay comunicación directa, no hay ósmosis entre tus deberes y mis derechos. No debo lanzarme como un hambriento, con un apresura­ miento de mala ley, sobre los deberes de Pedro y Pablo; ya se ocuparán ellos, Pedro y Pablo, de lo que les incumbe y con absoluta inocencia, del mis­ mo modo que nosotros trabajamos, sufrimos y fae­ namos por ellos sin esperar nada a cambio, ni sala­ 245

rio ni reconocimiento. Por eso hay que decirse y re­ petirse incansablemente: soy el defensor incondicio­ nal de tus derechos, no soy el policía de tus debe­ res. A cada uno sus deberes, sin embargo, no podría ser la desconsoladora fórmula del egoísmo, sino todo lo contrario, la divisa del desinterés universal y de esa inocencia universal en la que los hombres se encuentran y en la que, lejos de toda relación mer­ cenaria, intercambian el beso de la paz. Aquel que ha preservado y justificado sus valo­ res morales, salvaguardado su honorabilidad y su mínimo ético corre medianos riesgos. Pero el hom­ bre totalmente desprovisto, que alcanza el reborde extremo de la dedicación límite, cuyo nombre es ab­ negación, ¿qué nombre merece este hombre? Le lla­ maremos un arriésgalo-todo: su aventura es una aventura mortal, y su agudísimo dilema le conmi­ naría a optar entre el amor-sin-ser y el ser-sin-amor. ¿Y cómo elegir? Responderemos: hay que elegir un mínimo de ser para sobrevivir, porque no hay amor si no hay amante y porque el ego, sujeto sustancial, es la condición sine qua non de la relación amoro­ sa; ¡unas burbujas de amor, por favor, para .aliviar el agobio del ser y para atenuar la degeneración adi­ posa! Pero tal como hemos señalado a partir de La Rochefoucauld y de Fénelon, el superlativo de la pureza amante y del desinterés es tan frágil, tan ines­ table, que el más mínimo engrosamiento basta para degradarlo: una complacencia imperceptible, una in­ sistencia imponderable, una lentitud apenas percep­ tible, una distracción sospechosa, y la blancura in­ maculada, decíamos, se vuelve gris. ¿Dónde acaba el amor puro cuando se camina en el sentido del ser? En el punto mismo donde empieza el amor propio, es decir, el amor impuro: de inmediato. Como en 246

los microscopios ultrasensibles en los que la imagen se emborrona inmediatamente a la más mínima pre­ sión de la mano, el amor todavía puro, es decir «inexistente», que está más allá del ser, se enturbia al menor roce, por un milímetro de milímetro y por una millonésima de segundo, por un movimiento impalpable y fugitivo de nuestro humor; una dosis infinitesimal de interés-propio, el despuntar de una lejana segunda intención bastarían para marchitar y trastornar esta pureza. Y, en sentido inverso, ¿hasta dónde hay que llegar en la rarefacción del ser-propio cuando se sueña en una nueva pureza para un amor enturbiado? ¿A partir de qué momento el ser enrare­ cido, casi nihilizado, corre el peligro de morir exte­ nuado? Ya que, si el amor-sin-ser es infinitamente inestable, el ser-sin-amor es esencialmente vulnera­ ble. Entre estos dos extremos, en el que cualquiera necesita un prodigio de acrobacia para mantenerse, se encuentran representadas todas las variedades del amor impuro y todos los grados de la mezcla. ¿Có­ mo costear entre Caribdis y Escila? —En la lógica extremista e hiperbólica, en el absurdo lógico de la exigencia moral, lo que no es purísimo, y en conse­ cuencia puro al ciento por ciento, es impuro; asimis­ mo, lo que no es cierto es dudoso, a partir del mo­ mento en que la cosa cierta nos alumbra, no con una certidumbre absolutamente transparente, sino con una certeza medio cierta medio incierta. No hay punto medio. Los estoicos decían: un pecadillo ya es un gran pecado. Un poco, cuando se trata de faltas, es demasiado, ¡infinitamente demasiado! Y la cantidad ni le quita ni le pone nada al asunto. Teóricamente, la paradoja moral no me dejaría siquiera el consuelo de pensar que soy un ser humano entre los demás y como los demás. Pues no soy ni siquiera uno de 247

esos otros, tan válido como los otros, tan digno de respeto como los otros, y tan capaz como ellos de representar el género humano en mi persona: podría ser, efectivamente, que, dados los diabólicos sofis­ mas del amor-propio, esta modesta concesión fuera un pretexto para reintegrar definitivamente todas las prerrogativas de mi preciosa persona, para recupe­ rar todos mis privilegios, deducir de nuevo todos mis derechos, incluso aquéllos a los que nunca he teni­ do derecho. Todo lo más, la paradojalogía admitiría que mis derechos pudieran ser la consecuencia for­ tuita y no reivindicada de los deberes del otro... 8. El precioso gesto de la intención Dicho esto, estos excesos parecerán sin duda ab­ surdos. ¿Soy poca cosa? ¡Pero, soy algo! Soy, al me­ nos, un poco, no soy un menos-que-nada. ¿Menos que nada? ¡Tal humildad sería pura locura! Lo poco que soy, lo soy. Esta tan modesta tautología vivida, que podría llamarse «tautosía», es esencialmente po­ sitiva; me protege, al menos, del aniquilamiento in­ finito de la humildad: entre el nada de esta humil­ dad y la ampulosidad de la jactancia, salvaguarda es­ te movimiento precioso del corazón que es un fino rayo de luz, que es olvido interior de sí y apertura in­ finita al otro, ancho como el cielo. Pero tampoco es objetivamente cierto que, en cualquier caso, tu vida, sea más válida que la mía: tan sólo es cierto que yo haría mejor ignorándolo. Si la moral fuera una sim­ ple especulación abstracta, una obra de alta fanta­ sía, si la paradojalogía moral apuntara a no sé qué límite utópico y teórico, podría rigurosamente ima­ ginarse un amor puro que fuera un cero de ser, una 248

nada amorosa. Ahora bien, la paradoja moral tiene relación con la acción, o con una práctica, y exige, en principio, ser vivida efectivamente: ¡para esto está hecha! Sin esta plenitud absolutamente positiva no sería más que una broma, un deseo platónico, o una simple figura retórica. ¿Es el extremismo moral algo serio? No sólo no es serio, sino que incluso es un poco charlatán cuando nos promete un ensalza­ miento definitivo de todo el ser, una cronicidad per­ fectamente estable, una promoción y una transfigura­ ción permanente; pero es serio si renuncia, como la abnegación, a toda sublimidad profesional y si acce­ de, en el instante, a la espontaneidad y a la frescura de la inocencia. Esta inocencia fina y transparente es como la punta extrema del alma. ¡Tan fina, tan transparente! ¡No le falta casi nada para no ser nada! O, mejor dicho, no le falta casi nada, pero es este casi el que lo decide todo. «Vida paradójica», o «paradoxia vivida», la pa­ radoja de la moral es, sin duda, una contradicción, un desafío a las condiciones de la vida social e in­ cluso a las leyes de la fisiología y de la biología —y, más aún, un desafío al sentido común y a la razón; es lo que siempre han pensado los sabios y los san­ tos, los estoicos y los cínicos, Platón e incluso Aris­ tóteles y, por otra parte, los espirituales de la Filocalia y el autor de la Imitación. La acrobacia, bajo una forma espectacular y peligrosa, el movimiento, bajo las formas más familiares de la vida cotidiana, la temporalidad misma, renuevan a cada momento el milagro de una caída diferida, que es un conti­ nuado restablecimiento: la solución viene dada al mismo tiempo que se lanza el desafío a las leyes del equilibrio y de la gravedad. Y el hombre, en su infinita gratitud, da las gracias cada mañana a su 249

aventurado destino por haber escapado una vez más al peligro de la muerte. El milagro del movimiento, del que nos habla Bergson, es, a su manera, esta per­ petua acción de gracias que el hombre formula en su corazón por el nuevo aplazamiento que se le ha con­ cedido. La vida paradójica es a la vez vivible e invivible, viable e inviable, posible e imposible o, lo que viene a ser lo mismo, posible hasta el infinito para una buena voluntad desesperada y apasionada, capaz de querer hasta el infinito. Se dice, efectiva­ mente: querer es poder... No porque querer sea, li­ teralmente, poder lo que se ha querido, en virtud de una omnipotencia de hecho, como la de las hadas o la de las brujas, sino que más bien es «posibilitar» hasta el infinito una imposibilidad jamás imposible. El querer tiende asintomáticamente hacia un límite que no podrá tocar por contacto físico, que puede tan sólo rozar en imponderable e instantánea tan­ gencia. Desconcertante e inconsistente, decepcionante tanto como evasiva, la existencia moral se contradi­ ce a sí misma hasta el infinito: no sólo es paradóji­ ca, sino que teme incluso parecer a veces «paraló­ gica»... es decir irracional. Para amar, hay que ser. Pero como más se es, como más se abunda y so­ breabunda, generosa y opíparamente, en la densidad del propio-ser, más asfixia el amor y, a fuerza de asfixiar, muere. Pero, si no se es, ¿dónde está el amante que será el sujeto del verbo amar? Este amante todavía no ha nacido, quizá nunca perte­ nezca al mundo de los vivos... Una vez más, ¿dón­ de está el amor? Más acá o más allá, siempre nos asaltan las mismas cuestiones cuando se trata de la vida moral, de lo inasible, de sus valores tan contro­ vertidos, de sus exigencias con tanta frecuencia ri­ 250

diculizadas. ¿No será acaso todo esto un montón de mitos y antojos? ¿O quizá sea un sueño del que nunca he despertado? Más de una vez, nos pregun­ tamos adónde ha ido a parar nuestra vida moral, en qué consiste, incluso si consiste en algo. Ahora bien, es precisamente en estos momentos, en los que está a punto de escapársenos y en los que desesperamos de alcanzarla, cuando es más auténtica: ¡entonces es cuando hay que cazar la ocasión al vuelo en su viva fragancia! Con tal de que la conciencia no des­ figure con muecas su rostro demasiado pronto, ni abandone demasiado pronto su impulso... El ímpetu moral se parece al hada Anima que deja de cantar cuando la mira Animo y que recupera su voz, la muy inocente, la muy pura, cuando Animo deja de mirarla; la vida moral no es más pura que el alma, ni más evasiva que la libertad, ni más desconcer­ tante de lo que lo es, según San Agustín, la tempora­ lidad: si me preguntan qué es el tiempo (quid sit), o si intento explicar su naturaleza, me altero y bal­ buceo, pero, cuando no me acosan con preguntas y considero el tiempo con sencillez, con alma ingenua y distendida, la ambigüedad y la inquietud dejan paso a la evidencia. Para esto, hacía falta ver las co­ sas desde lo bastante arriba y desde lo bastante le­ jos; no entre las brumas de lo aproximadamente, sino en la sana aproximación del buen sentido. 1.° La vocación moral del hombre es amar y vivir para los demás. 2.° Pero, en el orden elemental al que lla­ mamos el mínimo óntico, el amor no puede ser siem­ pre absoluta ni puramente amante: el amor presu­ pone a un ser amante, que es, según el punto de vista adoptado, o bien el sujeto sustancial e irracio­ nal, la sede impura y la condición pasiva del amor, en cierto modo el excipiente por oposición al prin251

tipio activo, o bien, a la inversa, el residuo indiso­ luble, por así decirlo opaco y masivo, de este mis­ mo amor. Residual o substancial, este elemento irre­ ductible nos impide el paso por el camino de la ab­ negación-límite, gracias a la cual el ser compacto sería absolutamente sublimado y convertido en amor. Si no hubiera otras complicaciones, nos atrevería­ mos a darle el nombre de mal a este impedimento, que es la fatal gravedad del amor, su tara congénita, su inevitable coeficiente de inercia: el ser del amante, en tanto que es carne y materia, es la parte no amante del ser amante. La resistencia de este ele­ mento masivo, de este yo ciego, ¿no lleva acaso el sello de nuestra finitud? 3.° Pero hay que tener en cuenta una complejidad que casi inmediatamente hace valer sus pretensiones; el elemento masivo no es el plomo, se llama la carne: implica, por su par­ te, una complejidad que complica doblemente al ser amante; esta complicación no es una contradicción extrínseca, sino una negación inmanente. Si fuera ex­ trínseca, sería dispensable y curable, pero, al ser in­ manente, es un mal necesario o, como también de­ cíamos, un imposible-necesario, y tanto más irritan­ te cuanto que es, efectivamente, necesario: el con­ tradictorio egoísta penetra profundamente en la tex­ tura íntima de la intención moral, no sólo porque la condiciona, sino porque toma prestado su rostro y la imita hasta confundirla; la caridad hipócrita toma la máscara de la verdadera caridad y, al final, se hace indiscernible. Hablábamos de un híbrido lla­ mado órgano-obstáculo. ¿Más órgano o más obstácu­ lo? Podríamos, con todo rigor, interpretar dialéctica­ mente el sentido unívoco de este equívoco, el senti­ do esotérico de esta apariencia, si el obstáculo siem­ pre fuera resorte, trampolín o contrapunto, máquina 252

ingeniosa que nos permitiera, gracias a la distensión y al retroceso, saltar más alto y con un impulso más enérgico... Lo que estorba es el instrumento y la pérdida de los medios o, simplemente, el tiempo perdido; el instrumento mismo es impedimento. Y, más en general, para poder, hay que estar obstacu­ lizado y limitado; esta alternativa es la tara para­ dójica de la finitud. Cuando el lujo y la ridicula enormidad de los medios empleados se vuelven mo­ lestos, o nos amenazan de asfixia, se los puede re­ ducir al mínimo y esquivar así la contradicción; esta relación entre un mínimo de medios y un máximo de esperanza es el objetivo de una sabia economía. Pero, la maraña es a veces inextrincable. Cuando el ser moral está, no ya molesto por el peso y las con­ secuencias de sus ofrendas, sino a priori obstaculi­ zado por la perversión íntima del gesto intencional, alcanzado en su esencia y en la totalidad de su exis­ tencia, no hay solución alguna, y la tragedia se en­ vuelve de trágica ironía, ya que, entonces, el ser mismo del donante es el que desmiente el don amo­ roso: lo que, por definición, posibilita el don desin­ teresado es precisamente lo que hace inevitable la degeneración egoísta. Ni con ni sin. Esta es la deses­ perante fórmula del dilema insoluble y de la situa­ ción sin salida; ésta es la doble imposibilidad que bloquea para siempre toda respuesta. El ser del individuo, tanto físico como biológi­ co, es al amor lo que los derechos son al deber. Podemos considerar los derechos como un afina­ miento ético del ser. Los derechos aportan a un es­ tado de hecho (¿no es eso una verdadera ganga?) la justificación normativa y la consagración que le fal­ taban; confieren a la naturalidad del ego una especie de aureola —la aureola de la sublimación idealizan­ 253

te o, al menos, de la honorabilidad; estabilizado, celosamente reivindicado, a veces incluso cifrado, re­ ducido a menudo al estado de depósito virtual, el mínimo ético se acerca más al haber que al ser: se convierte así en algo parecido al viático moral que nos acompaña y nos proteje en las pruebas de la existencia. Lo hemos señalado ya: en las relaciones del ser y del amor, se produce una maliciosa burla a causa de la finitud constitucional del hombre o, más exactamente, de las relaciones ambivalentes y contradictorias del ser y del amor; es el ser del aman­ te lo que hace posible el amor, pero un amante de­ masiado feliz, demasiado saludable y demasiado bien nutrido es negación del amor y, a la inversa, si no tiene por vehículo más que a un ser enrarecido, el amor se volatiliza en el vacío. La expansión vital le favorece hasta el momento en que la saciedad as­ fixia en él esa insatisfacción sagrada, esa necesidad de otra cosa, esa inquietud, en fin, que era el lado aéreo de su naturaleza: lastrado por un ser ridicu­ lamente pletórico, el amor aburguesado pierde sus alas y cae aplastado en el suelo. Y así el amor va y viene entre el demasiado y el demasiado poco, re­ cupera necesariamente sus fuerzas cada vez que se sumerge en las fuentes de la vida, reencuentra pe­ riódicamente una nueva juventud y una sangre nue­ va, y mal que bien, bien que mal, a trompicones, consigue sobrevivir. Pero, en lo que respecta al debate entre los dere­ chos y los deberes, la trampa, aunque menos san­ grienta, es más sutil, la malicia más insidiosa, la al­ ternativa más ambigua, ya que es el hombre moral mismo quien descubre la verdad normativa de los derechos —de mis propios derechos y de los dere­ chos del otro, que sacraliza estos derechos y los hace 254

valer. La paradojalogía moral me fuerza a profesar, en contra de toda evidencia y de mi propia convic­ ción, que no tengo derechos y que todo el mundo tiene derechos excepto yo. Esta contradicción a cos­ ta mía no es, ciertamente, un sangriento sacrificio como lo es, en el límite, la incomposibilidad del amor y del ser, como lo es, en el límite, la imposi­ ble necesidad de aniquilarse para amar con amor puro, pero es, a su manera, una renuncia desgarra­ dora... y tanto más desgarradora cuanto que este mentís in adjecto pone en tela de juicio precisamente los valores normativos y puede pasar por un aten­ tado cínico contra la verdad y contra el principio de identidad; ¡es éste el caso de decirlo, el sacrificio es aquí literalmente un sacrilegio! Esta escandalosa des­ igualdad, esta sublevante injusticia en perjuicio mío, que la razón se niega a admitir, ¿la hace sin em­ bargo plausible el pesimismo moral? Uno se siente inclinado a considerar este escándalo como una apa­ riencia que disimulara no sé qué desconcertante fi­ nalidad y quizás incluso una tácita promesa. ¿Sopor­ taríamos, en cambio, el que se negara justicia en nombre de una promesa? Así es cómo la especula­ ción racionalista, siempre sabia y previsora, intenta tranquilizamos: ¡no se pierde nada con esperar, el que ríe el último ríe mejor! La esperanza de un fu­ turo mejor nos ayudará a soportar la frustración pre­ sente. ¡Nada hay más sabio ni más razonable! Pero, entonces, ¿qué diferencia hay entre la mercenariedad cotidiana y la sordidez de este cálculo dema­ siado fácil? Porque la renuncia a mi propio-derecho es una especulación de largo alcance y lejano ven­ cimiento, no es ni menos utilitaria ni menos intere­ sada. Este cálculo tortuoso es simplemente una hipo­ cresía. Debo, en principio, soportar la insoportable 255

iniquidad de la que soy víctima sin pretender com­ pensación alguna, sin reivindicar el más mínimo re­ sarcimiento, sin ni siquiera tener el derecho de que­ jarme. ¿Acaso no tiene mi prójimo todos los dere­ chos sobre mí? Cada ser moral debería enfrentarse por su cuen­ ta con la doble prueba a la que se somete su egoís­ mo por la disparidad de los deberes y los derechos. En primer lugar, todo el mundo tiene deberes, in­ cluido yo, sobre todo yo, puesto que el deber, ex­ presando el infinito inacabamiento del ser moral, és ante todo llamada y vocación. Ahora bien, no tengo por qué velar sobre los deberes de los demás: mis deberes engloban todos los deberes y soy responsa­ ble de ellos. Por otra parte, como hemos dicho an­ tes, todo el mundo tiene derechos, excepto yo quien, incomprensible e inexplicablemente, no los tiene: estoy, en principio, despojado de todo, y no puedo contar con nada a no ser con las libertades y los poderes que los deberes del otro, fortuita y fatal­ mente (ambas cosas a la vez) me han dejado; ésta es, en cierto modo, mi suerte en esta injusta mise­ ria. ¿Estoy condenado a vivir de la mendicidad? Re­ cibiré, ya que no lo que se me debe —que nada me es debido— al menos las migajas del festín y los restos, es decir lo que se me dé por añadidura, un poco como de contrabando, a partir de los méri­ tos del otro. Pero, estas migajas no son nada, pues­ to que me permiten sobrevivir en la agotadora y amarga lucha a la que estoy condenado. Son el ali­ mento aleatorio que una mano misericordiosa echa a los pajaritos del cielo y que, misteriosamente, nun­ ca falta a la despreocupación. Pero el puñado de paradojas que la filosofía moral nos deja como pas­ to no siempre es un sistema de verdades. Tocamos 256

aquí la última ambigüedad, la que está arraigada en los más impenetrables misterios. No tengo derecho a nada y, sin embargo, recibiré en definitiva lo que me corresponde, sin que me sea debido. Lo recibiré a condición de no reclamarlo, de ni siquiera haber pensado en ello; lo recibiré con toda humildad y con toda inocencia. Lo recibiré... pero, ¡chitón!, no lo repitan... Que nadie se entere. ¡Ay, acabamos de decirlo!, hemos divulgado ya el secreto, y no podría ser de otro modo. ¿Cómo puede guardarse un secre­ to divulgándolo?, ¿divulgarlo guardándolo? Sí, se puede, pues es cierto que la alternativa de los con­ tradictorios, impenetrables el uno al otro, se supera de un momento a otro. El oráculo de Delfos, según Heráclito, ni dice ni oculta, sino que sugiere me­ diante signos, con medias palabras o con palabras disfrazadas. O, más sencillamente, no habla, da a en­ tender, susurra al oído de nuestra alma las verdades ocultas.

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