Las Revoluciones Cientificas

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AUTORES CIENTÍFICO TÉCNICOS Y ACADÉMICOS

Las revoluciones científicas Antonio Rincón Córcoles

Apártate de los caminos frecuentados y camina por los senderos Pitágoras de Samos

Numerosos son los historiadores que han dado en llamar a Galileo “padre de la ciencia moderna”. Con todo lo que esta ampulosa etiqueta significa, ha de reconocerse en los trabajos de este sabio toscano, que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII, un modo de aproximarse a la naturaleza que subvirtió los órdenes del pensamiento científico. Desde su magisterio en occidente, la experimentación pasaría a ocupar un primer plano como medida fiable de la veracidad de los postulados de la ciencia mientras que la especulación filosófica habría de filtrarse en lo sucesivo por el tamiz del contraste empírico con los hechos observables. El agrio debate protagonizado hacia 1620 por Galileo y el sacerdote jesuita Orazio Grassi acerca del comportamiento de los cometas en el espacio se cita con frecuencia como ejemplo de lo antitético de los modos de pensar antiguo y moderno. La discrepancia surgió después de la llegada sucesiva al cielo europeo de tres de estos cuerpos planetarios. En su análisis del fenómeno, Grassi opinó que los cometas (y, por ende, todos los proyectiles) se calientan al desplazarse. Galileo sostendría lo contrario. Dotado de una amplia erudición clásica, el jesuita recurrió a un método tradicional para sustentar su idea. Rebuscó en sus anaqueles de textos grecolatinos y halló la referencia de un historiador heleno que refería una curiosa costumbre de los pueblos babilonios: según tal crónica, los mesopotámicos cocían huevos atándolos al extremo de una honda y haciendo girar ésta rápidamente. El sacerdote concluyó, ufano, que tal era una prueba irrefutable de que los proyectiles se calientan. Galileo no tardó en demoler este argumento. Fiel a su método empírico, se olvidó de toda autoridad que hubiera escrito antes sobre

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el asunto y se lanzó a reproducir el supuesto acto de cocción. Ató un huevo al extremo de una cuerda y lo giró hasta quedar exhausto. Huelga decir que al cabo de unos minutos el huevo seguía crudo. No satisfecho aún, lo coció al fuego y repitió la operación. El resultado fue incuestionable: el huevo recién cocido se enfriaba en el extremo de la honda. El párrafo de Il Saggiatore en el que desacredita los argumentos de Grassi habla con elocuencia del talante polémico y despiadado de Galileo: “Si Sarsi [seudónimo usado por Grassi] pretende que yo crea que los babilonios cocían los huevos haciéndolos girar con hondas a toda velocidad, lo creeré; pero la causa de tal efecto es muy diferente de la que él supone, y para descubrir la verdadera causa razonaré de esta manera: si no logramos un efecto que otros ya han obtenido, debe ser porque en nuestras operaciones nos falta aquello que produjo su éxito, y si nos falta una cosa será esa cosa la verdadera causa. Ahora bien, huevos no nos faltan, ni hondas, ni hombres fuertes que las hagan girar; y aun así nuestros huevos no se cuecen, y antes que calentarse se enfrían. Y como lo único que nos falta es ser babilonios, es ser babilonio lo que hará cocer los huevos, y no la fricción del aire”. El acierto de Galileo no está en la mordaz crítica que vertió sobre su rival (el resultado de su experimento es incompleto: hoy se sabe que los proyectiles pueden enfriarse o calentarse en el aire dependiendo de su velocidad), sino en el método: no basta fiarse de lo que han dicho otros, sino que es preciso contrastar las teorías con hechos experimentales reproducibles. Por lo demás, la arrogancia con que el toscano solía humillar a sus adversarios no le ayudó precisamente a encontrar aliados en su postrero y doloroso trance: el que supuso su reclusión hasta la muerte, anciano y casi ciego, por orden del Santo Oficio.

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El giro copernicano

Como puede suponerse, el origen último del enfrentamiento entre Galileo y el padre Grassi no era el destino de los huevos aireados con hondas. En aquellos tiempos, la Compañía de Jesús, de notable influencia en el entorno papal, defendía con vehemencia la teología escolástica inspirada en las enseñanzas de Aristóteles. Por su parte, Galileo, convertido a las ideas de Copérnico sobre la ubicación del 1

Sol, y no la Tierra, en el centro del Universo, había calificado los textos aristotélicos de “cárcel de la razón”. Pese a su prestigio en ciertos círculos eclesiásticos, el toscano sufrió un duro revés intelectual cuando en 1616 el cardenal Roberto Bellarmino, su otrora admirador, le comunicó que la Iglesia había condenado la teoría de Copérnico. No se trataba de un asunto de fe, pues el geocentrismo nunca se había establecido como una verdad teológica. Sin embargo, el avance de la Reforma protestante en el norte de Europa y el consiguiente debilitamiento del catolicismo aconsejaban una toma de postura firme de la Curia contra toda hipótesis que desafiara la tradición y alentara el libre examen de las Escrituras que propugnaba Lutero. Obligado a acatar el dictado eclesial, Galileo renunció a defender en público el copernicanismo y adoptó una estrategia oblicua: en lo sucesivo se dedicaría a rebatir con argumentos tangenciales a quien contradijera la teoría heliocéntrica. En este marco se encuadra la polémica sobre los cometas y los huevos cocidos de los babilonios. A la postre, los crueles comentarios dirigidos contra la obra de Grassi llevaron a éste a denunciar a Galileo ante la Inquisición por sostener teorías cercanas a las del “herético y copernicano” Kepler. Añadió a ello otra afrenta: su propuesta de discernir entre los puros nombres y los conceptos alejaba a Galileo de la escolástica al uso y marcaba una cierta afinidad con otro hereje medieval, Guillermo de Occam1. El resto de la historia es bien conocido. Sólo su antigua familiaridad con el papa Urbano VII libró a Galileo de una pena más severa. Aun así, el toscano fue forzado a reconocer públicamente su “error” y a negar que la Tierra se mueve. Enceguecido y enfermo de gota, murió en 1642 tras una década de privaciones y prisión domiciliaria. La aventura intelectual de Copérnico, Kepler, Galileo y, más tarde, Newton, ha alimentado un largo discurso acerca de la naturaleza de los cambios en la ciencia. La novedad con respecto al pensamiento antiguo de los enfoques e ideas inspirados por estos y otros hombres a partir del Renacimiento ha llevado incluso a hablar de una “revolución científica” cuya esfera de influencia se ha circunscrito a un período histórico de Europa y que, con un sesgo un tanto localista, se ha interpretado como punto de inicio de la modernidad y el progreso universal.

En el convulso período de las guerras de religión en Europa, el alemán Johannes Kepler (1571-1630) se inspiró en la teoría heliocéntrica de Copérnico para definir unas leyes matemáticas precisas sobre la posición de los planetas moviéndose en órbitas elípticas alrededor del Sol. Por su parte, el franciscano inglés Guillermo de Occam (h. 1285-1347?), elogiado como una de las mentes más brillantes de la escolástica medieval, se enfrentó en su tiempo al poder papal y fue excomulgado.

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El concepto mismo de revolución científica ha sido centro de un encendido debate. Dado que el período en cuestión se extiende al menos desde los inicios del siglo XVII hasta la publicación por Newton de su monumental Principios matemáticos de filosofía natural (1687), algunos historiadores de la ciencia prefieren hablar de evolución, más que de revolución2. Entienden que un proceso histórico dilatado durante tan largo tiempo dista de cumplir las premisas de instantaneidad y ausencia de precedentes históricos que marca el fundamento de las revoluciones, tanto más cuando muchos de los puntos de vista de aquellos “revolucionarios” copernicanos no se constituyeron en normas de aceptación común hasta bien entrado el siglo XVIII. Nadie duda de que los inicios de la Edad Moderna en Europa se caracterizaron por una febril sucesión de invenciones y hallazgos científicos y tecnológicos de altura que, por otra parte, no hicieron sino prolongar las tendencias ya advertidas durante la Baja Edad Media. A pesar de las argumentaciones en favor de una genuina originalidad y supremacía de la ciencia europea, es incuestionable que muchos de aquellos logros fueron tomados de culturas distantes, como la china y la india, cuyos ecos llegaron hasta Europa con la expansión a oriente y occidente de los conquistadores y comerciantes islámicos. El territorio europeo a finales del Medievo sirvió de espléndido caldo de cultivo para la germinación de modelos sociales, económicos y culturales renovados. Llegaban a su fin los tiempos oscuros que siguieron a la caída del Imperio Romano de occidente, plagados de guerras tribales, desmoronamiento del orden clásico y devastadoras epidemias procedentes de Asia, como la peste bubónica. Una multitud de pujantes reinos y estados independientes luchaban entre sí por alcanzar la hegemonía regional basándose en el poder militar y en la creciente fuerza y poblamiento de sus ciudades. La fragmentación política del continente favorecía una competencia enriquecedora, por más que a menudo cristalizara en guerras y penosos enfrentamientos. Por suerte, esta división política no era excesiva como para frenar la rápida transmisión a escala continental de los conocimientos y de las innovaciones tecnológicas. Mayoritariamente cristianos, aquellos reinos y estados encontraban además un motivo de unidad ideológica frente a la amenaza de las inva-

siones del sur procedentes del mundo islámico, al que temían y admiraban. En este marco, la reconquista a finales del siglo XI de Sicilia y Toledo de manos musulmanas impulsó una notoria peregrinación de eruditos europeos hacia las fuentes del saber arábigo. Muchos quedaron deslumbrados por la riqueza cultural que encontraron en ellas. El caso de Gerardo de Cremona resulta esclarecedor: acudió a Toledo desde su Italia natal rondando la treintena con la intención de traducir un libro del árabe al latín. Cuarenta años más tarde murió sin haber abandonado la ciudad toledana después de verter a las lenguas clásicas varias decenas de obras árabes de gran interés. A menudo se ha promovido una visión de los árabes como meros depositarios del saber grecolatino, una especie de albaceas pasivos que se limitaron a custodiar los escritos de Platón, Aristóteles, Empédocles y demás griegos y alejandrinos en espera de que el renacer europeo reanudara la obra interrumpida de la cultura occidental. Incluso una organización prestigiosa como la American Association for the Advancement of Science (AAAS) publicó en 2000 una cronología de los 96 logros científicos más importantes de la historia de la humanidad donde ignoraba la mayoría de las contribuciones extraeuropeas al desarrollo de la ciencia. Lo cierto es que, además de guardianes y exégetas de la cultura grecolatina, los árabes asumieron dos papeles esenciales en la historia del pensamiento. No sólo actuaron como transmisores del saber oriental a occidente, introduciendo en Europa conceptos vitales para la explosión científica del siglo XVII. Además, reelaboraron las ideas que recibieron de Grecia, Egipto y la India y aportaron otras con un enfoque creativo y original. Un ejemplo significativo de lo anterior se encuentra en el uso, hoy universal, de las cifras decimales o guarismos con que se expresan las cantidades numéricas. Inventadas en el subcontinente indio, estas cifras fueron recogidas y modificadas por los árabes y terminaron por llegar a la Europa cristiana en los inicios del siglo XIII de la mano de un comerciante y matemático mediterráneo, Leonardo Pisano, póstumamente conocido como Fibonacci. Con las cifras indo-arábigas entró en el continente europeo el concepto del “cero”, desconocido hasta entonces para sus rudimentarias reglas de cálculo3.

2 No es infrecuente situar el origen de esta revolución científica en la publicación en 1543 del libro

Sobre las revoluciones de los orbes celestes, donde Nicolás Copérnico explica su modelo heliocéntrico del Universo. Ese mismo año, Andrea Vesalio publicó otro libro capital para el avance de la anatomía: De humani corporis fabrica (Sobre la naturaleza del cuerpo humano).

3 La invención del cero se ha producido dos veces en la historia de la humanidad: en la India, de donde se propagó al resto de Eura-

sia, y en la cultura maya precolombina.

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Sin las cifras indo-arábigas sería impensable el desarrollo matemático que habría de servir de vehículo de expresión de la ciencia en Europa. Análogamente, los extraordinarios trabajos sobre álgebra de Mohamed ibn-Musa al-Khwarizmi y otros pensadores persas y árabes dotaron de poderosos recursos a los futuros matemáticos y expertos en filosofía natural4. Se ha especulado acerca de la posibilidad de que el propio Copérnico se hubiera inspirado secretamente en fuentes árabes para construir su modelo heliocéntrico en el que se sustenta el núcleo de la revolución científica europea. Probablemente más por afán de ahorrar los problemas adicionales que habría supuesto para su desafiante teoría teñirla de un trasfondo “infiel” que por un deseo genuino de apropiación, Copérnico no ha dejado una huella explícita de la reinvención del “par de Tusi” y el “lema de Urdi” que aparecen en las páginas de Sobre las revoluciones de los orbes celestes. Estos dos teoremas, que ayudaron a destruir el mito de la posición privilegiada de la Tierra en el cosmos, eran ya conocidos en el mundo árabe varios siglos antes del nacimiento del astrónomo y sacerdote polaco. Cabe la posibilidad de que Copérnico reinventara realmente estos artificios matemáticos y no fuera deudor de una herencia árabe directa. Sin embargo, otro de los precedentes del “giro copernicano” que marcó un hito decisivo en la ciencia en Europa se sitúa claramente en el contexto islámico. Se ha insistido a menudo en que el argumento principal para hablar de revolución científica en el siglo XVII es el cambio drástico de perspectiva sobre el ejercicio intelectual que tuvo lugar durante aquel período. A grandes trazos, puede decirse que en el pensamiento antiguo y medieval se otorgaba primacía al universo de las ideas. La filosofía griega de Platón y Aristóteles partía de elucubraciones mentales para explicar los hechos físicos. El destino del filósofo era explorar las cimas de los ideales puros para intentar comprender el significado de las sombras que aquéllos arrojaban sobre un mundo terreno y corrompido. La escolástica cristiana heredó la esencia de aquellos rasgos. En cambio, la mentalidad moderna surgida del Renacimiento proponía una alternativa que demostró tener mejores expectativas prácticas. Tal dio en llamarse método científico, y uno de sus primeros valedores fue el inglés Francis Bacon (1561-1626). Admirador de los grandes inventos chinos que, a su entender, habían cambiado el curso de la historia

(brújula, pólvora y papel e imprenta), Bacon recomendaba a los aspirantes a hombres de ciencia que cultivaran el escepticismo y rechazaran aquellas explicaciones que no pudieran demostrar mediante la observación y la experiencia. Valoraba menos el poder de la lógica deductiva y la belleza de los razonamientos que, en su opinión, aprisionaban al estilo filosófico grecolatino. No sorprende que el primer ejemplo práctico de aplicación del método científico se haya encontrado en un texto árabe, un tratado sobre óptica escrito en torno al año 1020, seis siglos antes de Bacon. En él, Alhazen ibn al-Haitham, también conocido como alBasri, refutaba la teoría del rayo que defendieran en la antigüedad Euclides y Claudio Ptolomeo, entre otros insignes pensadores. Éstos creían que en el acto de la visión el ojo emitía un rayo luminoso para explorar la superficie de los objetos, dotados a su vez de una capa sutil y singular que facilitaba el proceso de reconocimiento visual. Al-Basri demostró que no existen tales rayos simplemente anotando los resultados en un grupo de personas tras mirar durante un tiempo al sol: los daños recibidos por los “experimentadores” fueron para el árabe prueba suficiente de que los rayos de luz entran en el ojo, no salen de él. Euclides y Ptolomeo se distinguieron como hombres de una eminente altura intelectual, lo cual descarta que no fueran capaces de imaginar un planteamiento semejante al de Al-Basri. Pero otorgaban prioridad al precepto sobre la prueba, formulando primero un conjunto de axiomas y reflexionando después en torno a ellos. El enfoque del método científico5 es justamente el opuesto: partiendo de un cuestionamiento esencial de la validez de los conceptos puros, recurre a la observación para inducir propuestas, plantear hipótesis, demostrarlas o refutarlas con experimentos reproducibles y, en su caso, componer un modelo de conclusiones de aplicación extensa. Este cambio de punto de vista, o quizá de prioridades, es una de las tesis más sólidas para hablar de “revolución científica” en el siglo XVII. Ciertamente, una sociedad puede desarrollarse en un marco conceptual dominado por las ideas. Incluso vivir sin ciencia. Mas la cultura de occidente es heredera fiel de ese halo de escepticismo que le infunde un carácter pragmático, acomodadizo y marcado por el triunfo de sus tecnologías.

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De la corrupción del nombre al-Khwarizmi procede el vocablo algoritmo. Álgebra proviene del título de una de las obras principales de este autor, Kitab al-jabr wa’l muqabalah, traducida al latín por Gerardo de Cremona. 5

El concepto se aplica aquí en su significado más habitual. Numerosos filósofos de la ciencia prefieren hablar de métodos definitorios, hipotético-deductivos, estadísticos, etc., más que de un método científico en sí.

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Después de Kuhn

Uno de los responsables de la popularidad del concepto de “revolución científica” ha sido el físico y filósofo estadounidense Thomas S. Kuhn. La publicación en 1962 de su obra más conocida, Sobre la estructura de las revoluciones científicas, señaló un punto de inflexión en el análisis de la empresa científica y de sus consecuencias para el devenir de las sociedades humanas. El libro suscitó juicios encontrados y su autor se sintió inclinado a matizar e incluso corregir algunas de sus afirmaciones más atrevidas ante la virulencia, y solidez, de algunos ataques dirigidos contra ellas. Para sus digresiones tomó la revolución copernicana como una de las principales referencias. El esquema básico del razonamiento de Kuhn se inspira en buena medida en criterios históricos, sociológicos y culturales, uno de los aspectos que más incomoda a numerosos científicos profesionales. Según el mismo, la ciencia trabaja habitualmente en un estado regido por un conjunto de teorías dominantes y de aceptación corriente que Kuhn bautizó genéricamente como paradigma. En su funcionamiento “normal”, los científicos no cuestionan este paradigma ni buscan su falsación, sino su ampliación con nuevas teorías e investigaciones. Ahora bien, cuando la cantidad o relevancia de los problemas surgidos en un marco dado es excesiva, aparecen en el seno de la comunidad científica corrientes que desafían la validez del paradigma establecido. Estas corrientes pueden llegar a proponer soluciones nuevas, hipótesis alternativas a las vigentes que alumbren una comprensión mejor de los fenómenos. Tal sería, en la valoración de Kuhn, un estado de ciencia “extraordinaria” o “revolucionaria” que, si triunfa en su empeño, abocará a un cambio de paradigma y a un ulterior estado de ciencia “normal” sustentado en el paradigma nuevo. El cambio de perspectiva desde la cosmología tolemaica que situaba a la Tierra en el centro del Universo al modelo heliocéntrico de Copérnico constituiría un ejemplo arquetípico de cambio de paradigma. Otro sería el paso desde la física newtoniana a la relativista postulada por Albert Einstein en los primeros años del siglo XX. Como también la aceptación del modelo de biología evolutiva por selección natural propuesto por Charles Darwin, que vino a sustituir al creacionismo bíblico imperante en su tiempo, o la institución de la tectónica de placas como axioma central en el estudio de la geología.

Las críticas negativas recibidas por las opiniones de Kuhn fueron al menos tantas como las favorables. Desde algunos círculos intelectuales se acusó al autor de Sobre la estructura de las revoluciones científicas de falta de rigor formal, sobre todo en la definición del concepto de paradigma. Kuhn intentó precisarlo en obras posteriores e incluso propuso reemplazarlo por construcciones verbales más acordes como “ejemplar” o “matriz disciplinar”. Tuvo un éxito limitado: el término paradigma había desbordado ya el marco de su definición primera para pasar a aplicarse a multitud de situaciones del mundo científico, social y empresarial. Ello conllevó un vaciamiento semántico del mismo. Con todo, los principales recelos despertados por la filosofía de Kuhn tienen raíces más profundas. En su exposición, Kuhn examina la ciencia como una actividad sometida a cambios históricos, no tan firme sobre un conjunto de pautas lógicas como necesitada de un medio social y desarrollada por comunidades de investigadores influidos por las corrientes del pensamiento de su tiempo vital, con sus inevitables prejuicios, dictado de las modas y tendencias locales de cada momento histórico. Este enfoque agradaba a los cultivadores de las ciencias sociales, que creían encontrar así un futuro de sistematización común con las, para ellos, pertinazmente hoscas y distantes ciencias de la naturaleza. No complació tanto a los profesionales de las “ciencias duras”, las provistas de formalismos rigurosos. Algunos de sus practicantes culparon incluso a Kuhn del surgimiento de una generación de “revolucionarios”, más atraídos por la promesa y el morbo de la subversión científica que por los monótonos decursos de la investigación al uso. Esta deriva hacia una interpretación historicista de la ciencia resulta especialmente enojosa para quienes aspiran a contribuir a la comprensión de las leyes últimas de la naturaleza. Tanto más cuando una buena parte del empeño científico del siglo XX en diversos campos del saber se ha debatido entre la persecución de la simplicidad y el manejo de modelos y sistemas de datos crecientemente complicados. En un extremo de la comunidad científica se sitúan los amantes del reduccionismo a ultranza, buscadores de leyes universales ocultas en los mares de datos e incógnitas, autores de teorías del todo y de magnas empresas de unificación. En su labor titánica por la unidad de la ciencia se niegan a aceptar que la física, la biología molecular o la genética puedan entenderse como meros esquemas interpretativos de valor pasajero. Proponen, en cambio, que existe un

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puñado de realidades profundas que mueven los hechos naturales en toda su diversidad y cuya comprensión está al alcance de la mente humana por medio de la depuración de sus razonamientos e investigaciones. En distinta posición figuran quienes dudan abiertamente de la posibilidad de alcanzar un conocimiento definitivo, o suficiente, del misterio de la naturaleza, la vida y la conciencia. Éstos se amparan en disciplinas de nuevo cuño que, como las teorías del caos, de las catástrofes y de la autoorganización, pretenden encontrar las respuestas en el arduo equilibrio entre lo simple y lo complejo, en la frontera del desorden, en el “filo del caos”. El súmmum del relativismo científico se resume en una imagen hiriente y cargada de simbolismo: en el corazón de las cosas no laten respuestas sino sólo preguntas; al ahondar en la materia, escudriñar los cielos hasta el confín del cosmos, explorar el alfabeto de la vida, cuanto alcanzamos a ver son nuestros ojos perplejos que nos miran.

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Siglo XX: ¿una nueva revolución?

Casi medio siglo después de su primera edición, Sobre la estructura de las revoluciones científicas mantiene un influjo notable en diversos sectores de la ciencia. Kuhn y sus seguidores han conseguido exponer con brillantez y erudición las diferencias entre el pensamiento medieval y el moderno que cuajaron en la obra de Copérnico, Galileo y Newton. Con sus análisis y propuestas dejaron una huella duradera en la filosofía de la ciencia posterior y brindaron un modelo global y generalizable al conjunto de las comunidades de investigación. Sin embargo, en el propio título de la obra fundacional de Kuhn se recoge uno de los asuntos que han suscitado mayores reservas. La aceptación de que el cauce científico avanza o se estanca por la acción o ausencia de movimientos revolucionarios impulsados por el genio personal de grupos o generaciones de pensadores no casa bien con algunas interpretaciones de la historia de la ciencia. La crónica de la revolución científica del siglo XVII tomada como arquetipo kuhniano revela que, si bien en aquel tiempo se produjeron cambios sustanciales en los modos de estudio y observación de la naturaleza, se mantuvo asimismo una línea continuidad con

el mundo anterior. En su primera fase, la presunta revolución copernicana se ciñó a los ámbitos de la cosmología, la mecánica, la óptica y la medicina. Otros campos del saber, como la biología, la química o el electromagnetismo, hubieron de aguardar al menos un siglo más para empezar a despuntar. Por otra parte, no puede obviarse la existencia de un proceso acumulativo. La revolución del XVII tuvo precedentes en la ciencia árabe, a su vez inspirada en la clásica grecolatina, en los saberes persas e hindúes o en los ecos de la edad de oro de la lejana China. Las matemáticas, a la postre las herramientas más poderosas al servicio de las ciencias naturales, retuvieron el tipo de razonamiento hipotético-deductivo heredado de la lógica helena6. Finalmente, resulta difícil asignar una fecha de comienzo al proceso “revolucionario”: ¿la obra de Galileo? ¿las enseñanzas de Francis Bacon? ¿la publicación del modelo de Copérnico centrado en el Sol? ¿la primera muestra del método científico inductivo entre los árabes del siglo XI? Ello abunda en lo elusivo del concepto de revolución para este caso. Aun así, el marchamo impreso por Kuhn, tal como sucedió con el término paradigma, ha calado en el lenguaje corriente y ha transgredido el ámbito original para el que estaba reservado. No es raro oír hablar en tono periodístico de una segunda revolución científica en alusión a la rápida serie de hallazgos científicos producidos desde los inicios del siglo XX. Sin embargo, resulta imposible soslayar, de nuevo, que estos descubrimientos (o invenciones, para los escépticos) de nuevas leyes físicas vistos como cambios de paradigmas se apoyan sólidamente sobre trabajos previos. La teoría de la relatividad general de Einstein, que engloba a la expuesta por Newton en sus Principios, se propuso en parte como una crítica dialéctica a ésta. La física cuántica es tributaria de las ideas anteriores sobre el átomo, la termodinámica y la mecánica estadística. La biología evolutiva acorde con Darwin y Mendel tiene sus precedentes en la obra de Jean-Baptiste de Lamarck, quien vivió los tiempos napoleónicos. No obstante, ello no impide reconocer que en los conceptos de incertidumbre cuántica, impredecibilidad, indeterminismo, geometría fractal, autoorganización o caoplejidad7 definidos durante el último siglo se trasluce un cambio sustancial en el pensamiento científico.

6 Tampoco los griegos desdeñaron la experimentación, por más que la cultivaran con menor constancia e intensidad que sus sucesores europeos. 7

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Neologismo propuesto como contracción de caos y complejidad.

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Es obvio que existe una distancia importante desde la filosofía griega antigua a la mecánica cuántica. Basta un repaso a los conceptos de espacio y tiempo para apreciar las diferencias. En grandes líneas, Aristóteles consideraba que el lugar está ligado a cada cuerpo según una relación de continente-contenido, por lo que es indisociable de él. Al mismo tiempo, pensaba en el tiempo como, simplemente, la medida del movimiento. A su vez, la filosofía moderna después de Newton defendía que espacio y tiempo eran consecuencias increadas de la existencia de Dios y, por ello, receptáculos objetivos en cuyo interior transcurren los acontecimientos y existen todas las cosas, desgajadas del fondo o decorado. Para los newtonianos, tiempo y espacio existían desde antes de la creación del mundo. A diferencia de los aristotélicos, separaron el espacio y el objeto y atribuyeron relaciones externas de causalidad a las posiciones que ocupan las cosas en cada lugar y en cada instante. La sucesión de causas y efectos pasó a concebirse como un hecho necesario para la relación entre objetos individualizados sobre un escenario inmóvil y eterno de espacio y tiempo absolutos. Al mismo tiempo, esta ciencia newtoniana se impuso como misión primordial un objetivo propio también de la filosofía clásica griega: descubrir lo permanente e inmutable más allá de las apariencias de cambio, discerniendo la verdad profunda de la ilusión de los sentidos. Buena parte del empeño de Newton estuvo guiada por el espíritu de la máxima conocida como “navaja de Occam”: “Las entidades no deben multiplicarse sin necesidad”. Dicho de otro modo, el mejor modelo entre varios plausibles será siempre el más sencillo. Las leyes de Newton sobre el movimiento y la gravitación buscaban la sencillez, la reducción de la naturaleza a un grupo de principios universales. Sin embargo, llevaban implícitas algunas contradicciones. Una de ellas, tal como había observado Kepler al reflexionar sobre las leyes del movimiento planetario que él mismo propuso, era la forma elíptica de las órbitas de los planetas alrededor del Sol. ¿No sería más sencilla una trayectoria circular? La respuesta a la pregunta provino, colateralmente, de la teoría de la relatividad de Einstein. Como es sabido, este modelo vino a sustituir la mecánica newtoniana por un conjunto de conceptos novedosos. Interpretaba el espacio y el tiempo como una sola entidad indivisible y, al eliminar las nociones de espacio y tiempo absolutos para reemplazarlas por un continuo de espacio-tiempo ligado al observador, destruyó la validez de la idea de simultaneidad: el

hecho de que dos sucesos ocurran o no a la vez depende de la posición y las condiciones del entorno del observador. En la gravedad según Einstein, el espacio-tiempo es una entidad elástica, deformable por la propia presencia de los cuerpos materiales. De ese modo, en la compleja geometría que se le asocia, los planetas siguen en su órbita la trayectoria más sencilla posible, una suerte de “línea recta tetradimensional”. Con todo, la teoría de Einstein respetaba el principio de la sucesión causa-efecto. Por ello su autor se resistió con tanto empeño a las propuestas de la física cuántica de aleatoriedad e indeterminación. Según estos conceptos, a partir de un estado cuántico dado de un sistema pueden surgir infinidad de resultados posibles, de los que sólo es cognoscible a priori su probabilidad. Únicamente cuando la medida de los fenómenos “colapsa” la función de onda matemática que describe el sistema se obtiene una decisión, un valor real. Así, a partir de un efecto dado en un sistema cuántico no puede deducirse unívocamente su causa. Las implicaciones de la mecánica cuántica han llevado a contemplar no sólo los fenómenos (velocidad, posición) y las partículas (con su misteriosa duplicidad de corpúsculo y onda) como probabilistas e indeterminados. Se ha propuesto también extender esta cualidad a la textura misma del espacio-tiempo, que sería intrínsecamente cuántica. Tales consideraciones no perturban la labor cotidiana de los científicos e ingenieros dedicados a idear e inventar mejoras para el conocimiento y el progreso. Sin embargo, tienen honda repercusión en el modo en que los propios especialistas perciben su papel en la sociedad y en la historia. Algunas voces han descrito la base de la labor científica desde el siglo XVII como poco más que un prolijo esfuerzo de cartografía del Universo asequible, desde los quarks infraatómicos a los cuásares más distantes. Se resienten, en cambio, de la insuficiencia de las teorías vigentes para dar cuenta de la complejidad del mundo que ven a su alrededor. La mecánica de fluidos es una ciencia extraordinaria, pero ¿aporta algún modelo válido que permita reproducir los rápidos y torbellinos de un río de montaña? En este contexto cobran particular interés las derivaciones del concepto de indecibilidad que, propuesto por Kurt Gödel en 1931, arruinó el sueño de perfección de las matemáticas decimonónicas. En un lenguaje prolijo, Gödel vino a decir dos cosas: si el conjunto de axiomas lógicos de una teoría es coherente, existen siempre en ella proposiciones que no pueden demostrarse ni refu-

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ACTA Las revoluciones científicas

tarse; además, ningún proceso lógico constructivo podrá demostrar que una teoría axiomática es coherente. Por resumir, hizo patente que desde la propia lógica no es posible construir sistemas completos y congruentes, pues siempre queda un margen indecible para el cual el matemático no podrá nunca afirmar, ni negar, que ciertos axiomas sean correctos. La mejor salida que quedaba para mantener sistemas lógicos cuasicoherentes sin incumplir las normas de indecibilidad es incrementar en la medida necesaria el número de axiomas básicos para abordar los problemas complejos. Acaso no sea ajeno a ello el hecho de que las demostraciones más recientes de los teoremas matemáticos célebres, como la última conjetura de Fermat desvelada por Andrew Wiles en 1995, requieran el concurso indispensable de los ordenadores. Al amparo de reflexiones de esta índole, en los años 1980 y 1990 hicieron fortuna varias disciplinas que pretendían abordar el conocimiento científico desde enfoques alternativos. Una de ellas, la teoría del caos, logró cierta difusión publicitaria con una poética frase: “el aleteo de una mariposa en Brasil puede desatar un tornado en Texas”8. Este “efecto mariposa” quiere resumir la importancia de las condiciones iniciales para la evolución de sistemas dinámicos no lineales, que son los objetos de estudio de la teoría del caos: la atmósfera, los fluidos turbulentos, la tectónica de placas o incluso la dinámica de las poblaciones humanas o la evolución de los mercados bursátiles. Un concepto relevante en las ciencias de la complejidad es el de sistemas en el “filo del caos”. Tal expresión, acuñada durante investigaciones con autómatas celulares, viene a recoger que el potencial computacional de estos sistemas es máximo en un punto intermedio entre una conducta totalmente caótica y otra periódica. Sugiere que los sistemas complejos adaptativos tienden a colocarse al borde del desastre, en el límite entre el orden y el caos, porque es el punto en el cual alcanzan una situación más flexible a la hora de responder a los desafíos de la evolución. De algún modo, los sistemas complejos parecen buscar un estado crítico autoorganizado en el cual potencian su vigor y su creatividad. Esta idea entronca con la de autosemejanza propia de la geometría fractal. Su principal ponente, el matemático franco-polaco Benoît Mandelbrot, gusta 8

de introducirla a partir de una pregunta: ¿cuánto mide la costa de Bretaña, no en sus dimensiones rectilíneas sobre un mapa sino en la realidad compleja de sus bahías, cabos, rocas, anfractuosidades y hasta granos de arena? El modelo de fractales, o geometría de dimensiones fragmentarias, parte de la idea de que en el mundo físico existen numerosas formas irregulares que, al agregarse, constituyen objetos de mayor escala que reproducen las formas de sus componentes originales. Ejemplos clásicos de estas formas autosemejantes son los copos de nieve y los granos de arena. En conjunto, esta imagen de lo múltiple, complejo y fragmentario conviviendo en un entorno difuso, impredecible y abocado a un estado crítico al filo del caos que sólo en el momento último se decanta por el orden o por la destrucción parece un remedo de las sociedades del presente. No en vano recuerda a ciertas facetas del arte visual contemporáneo, atrapado entre el estupor ante la pérdida de referencias morales y la insistencia en la busca de la esencia espiritual en un mundo poco comprensible. En este escenario irrumpen también con fuerza las cuestiones éticas sobre el alcance ambivalente de la empresa científica. Son indudables los beneficios de las mejoras en prevención y tratamiento médico. Bifrontes los asociados a la informática y la automatización, que multiplican el rendimiento productivo a la vez que acentúan la desigualdad social, el individualismo y el control de la vida privada por las instituciones. Pero resultan seriamente amenazadores los proyectos de tecnología nuclear y biomolecular destinados a la industria armamentística. Mientras tanto, la tensión entre conocimiento puro y practicidad, entre belleza abstracta y prosaica ingeniería, entre lo absoluto y lo opinable de las teorías científicas, estimula el debate y está presente en multitud de seminarios y reuniones de los especialistas. Frente a los abogados del empirismo y la experiencia como fuente primera del descubrimiento se alinea hoy una nutrida corriente de pensadores que reclaman más “poesía” para el saber científico. En puertas quizá de la aireada tercera revolución de la genómica, la ingeniería genética y la nanotecnología, cabría preguntarse entonces, parafraseando a Adorno, si no es una barbarie seguir haciendo ciencia después de los bombardeos de Nagasaki e Hiroshima.

La imagen se debe al meteorólogo Edward N. Lorenz, uno de los primeros estudiosos del caos. Sus trabajos tuvieron un claro precedente en la figura del matemático Henri Poincaré, quien a finales del siglo XIX escribía: “Pequeñas diferencias en las condiciones iniciales pueden engendrar grandes diferencias en los fenómenos finales: un error pequeño en las primeras produciría uno enorme en los últimos. Las predicciones entonces se vuelven imposibles”.

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