Nehamas Alexander - El Arte De Vivir

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EL ARTE DE VIVIR Reflexiones socráticas de Platón a Foucault

Alexander Nehamas Traducción de J orge B rioso

p r e -t e x t o s

Título de la edición original en lengua inglesa:

The Art ofLiving. Socratic Reflectionsfrom Plato to Foucault Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.) © de la traducción: Jorge Brioso © 1998 The Regents o f the University o f California Published by arrangement with the University o f California Press © de la presente edición: p r e - t e x t o s , 2,005 Luis Santángel, 10 46005 Valencia

IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN ISBN:

84-8191-701-X V-3974-2005

D e p ó s ito le g a l:

GUADA IMPRESORES - TEL. 9 6 l 519 0 60 - MONTCABRER 26- 4 6 9 6 0 ALDAIA (VALENCIA)

Esta traducción no hubiera sido posible sin la ayuda financiera y el apoyo institucional de Carleton College. Quiero dejar constancia tam­ bién de mi agradecimiento a varios amigos que me ayudaron en la re­ visión de este texto: Celia Pérez Ventura, Antonio Calvo y Teresa Del­ gado. Quiero, por último, agradecer de un modo muy especial a mi esposa, Yansi Pérez, sin cuyo apoyo y ayuda este proyecto no hubie­ ra sido posible.

¿Cuándo vas a empezar a vivir virtuosamente?, le pre­ guntó Platón a un anciano que le había mencionado que estaba asistiendo a una serie de conferencias sobre la vir­ tud. No se puede especular toda la vida. En algún mo­ mento hay que empezar a pensar sobre cómo llevar a la práctica nuestras teorías. Sin embargo, hoy por hoy concebimos a los que viven según lo que predican como soñadores. Im m a n u el K a n t

La Enciclopedia filosófica

Cuando no se tiene carácter hay que seguir un método. Albert Cam us

La caída

La filosofía es una disciplina teórica. Tiene pocas conse­ cuencias prácticas en la vida cotidiana. Los diferentes campos de la filosofía “aplicada” que han aparecido en los últimos años -por ejemplo, la ética médica o de negocios—han sido rápida­ mente absorbidos por las profesiones concernientes. En la me­ dida en que son realmente prácticos, estos campos pertenecen más a la medicina o a los negocios que a la propia filosofía. La filosofía tiene pocas consecuencias en las vidas de aquellos que la practican. No se asume que lo que los filósofos estu­ dian afecte más a sus vidas que lo que el trabajo de los físi­ cos, matemáticos o los economistas afecta a las suyas. Sin embargo, persiste la idea, para la mayoría de la gente y tam­ bién para algunos filósofos, de que las cosas no deberían ser así; el hecho de que la vida de los filósofos no refleje sus con­ vicciones provoca un sentimiento de desilusión y confusión. “La filosofía es una disciplina teórica”: como muchas aser­ ciones generales, esta también esconde una clara marca de his­ toricidad tras su aparentemente eterno “es”. La verdad es que la filosofía se ha convertido en una disciplina teórica con el tiempo y como resultado de muchos desarrollos históricos corn­ il

piejos. El “hecho” de que su “naturaleza” sea teórica no tiene ningún otro sentido más que la siguiente realidad histórica: la filosofía ha sido practicada mayormente como disciplina teó­ rica. por un tiempo equivalente al que abarcan la memoria y el conocimiento de los filósofos. Ya que, generalmente, tene­ mos la tendencia a considerar lo que es cierto para nuestra época como algo verdadero en todo momento y lugar e iden­ tificamos los productos de la historia con los fenómenos de la naturaleza, también creemos que nuestra práctica actual mani­ fiesta la esencia inmutable de la naturaleza. Lo que no quiere decir que la filosofía sea “realmente” una disciplina práctica: eso sería simplemente confundir otra de sus fases históricas con su naturaleza; revelaría la misma ausencia de sentido histórico. Durante el periodo que comenzó con la Grecia clásica y ter­ minó con la antigüedad pagana tardía, la filosofía era más que una simple disciplina teórica. Aun cuando Aristóteles identifi­ caba la filosofía con la “teoría”, su propósito era probar, como lo hace en el décimo y último libro de la Ética N icom áquea, que una vida de actividad teórica, la vida de la filosofía, era la mejor vida que los seres humanos podían llevar. No se podría llevar este tipo de vida a menos que se adquiriera no sólo un número de ideas filosóficas sino también, con el tiempo y con gran esfuerzo, el muy singular tipo de carácter cuyos elemen­ tos y presupuestos Aristóteles describía y justificaba en ios nueve libros anteriores de la Ética. La vida teórica, a su vez, afecta al carácter de aquellos que la viven. La teoría y la prác­ tica, el discurso y la vida, se afectan entre sí; los hombres se hacen filósofos porque pueden y quieren ser el mejor tipo de ser humano y vivir de la mejor manera posible.1 Hay una in­ fluencia directa entre lo que uno cree y cómo se vive. Desde mi propio punto de vista, no existe ningún tipo de vida que sea mejor para todos los hombres, y la vida filosófica es solamente una dentro de las muchas maneras loables de vivir;

por eso, no insto a “regresar” a la concepción de la filosofía como un modo de vida, o, como lo llamaré frecuentemente en este libro, el arte de vivir. Pero sí creo que debemos reco­ nocer que esta concepción existe, debemos estudiar cómo so­ brevive en algunos importantes filósofos modernos y darnos cuenta de que esto es lo que algunos de nosotros estamos ha­ ciendo hoy. Este libro intenta abrir un espacio para una manera de hacer filosofía que constituye una alternativa, aunque no ne­ cesariamente un contrincante, al modo en el cual la filosofía es practicada en nuestros tiempos. Algunos filósofos quieren encontrar respuestas a preguntas generales e importantes, in­ cluyendo preguntas acerca de la ética y la naturaleza del bien vivir, sin creer que sus respuestas tengan mucho que ver con el tipo de persona que ellos terminan siendo. Otros creen que estas ideas, cuando se organizan de forma correcta y tienen un real impacto en la vida cotidiana, terminan creando una vida buena -tal vez muy buena, tal vez simplemente inolvidable y, en ese grado, admirable-. Lo único que importa, en el caso de la teoría pura, es si las respuestas a las preguntas son co­ rrectas o no; en el de la teoría que afecta a la vida la verdad de nuestras ideas todavía tiene una importancia central, pero lo que también importa es el tipo de persona, el tipo de ser, que se logra construir como resultado de su aceptación. El tipo de yo que uno construye como resultado de la acep­ tación de ciertas teorías no es un tema simplemente biográfico. Es, lo cual es mucho más importante, un logro literario y filo­ sófico. El tipo de yo que proponen los filósofos estudiados en este libro se encuentra en sus obras. Puede funcionar como un ejemplo que otros, dependiendo de sus ideas y preferen­ cias, pueden imitar o eludir. Es una especie de modelo que aquellos que tienen un propósito similar pueden seguir, igno­ rar o negar en el proceso de formación de sus propios “yo”. Es un logro filosófico porque el contenido y la naturaleza del

yo creado, en el proceso que voy a intentar describir más ade­ lante, depende de la capacidad que se tenga para defender cier­ tas opiniones sobre temas que han sido tradicionalmente considerados filosóficos y no sobre cualquier otra cosa. Es un logro literario porque la conexión entre esas ideas filosóficas no sólo es un problema de interrelaciones lógicas de un ca­ rácter sistemático sino que también, y sobre todo, es un pro­ blema de estilo. La cuestión radica en poner esas ideas juntas para que, aun cuando las conexiones entre ellas no sean es­ trictamente lógicas, tenga sentido psicológico e interpretativo el atribuírselas a un personaje único y coherente y sea razo­ nable pensar que una sola persona pueda sostener todas estas opiniones. La defensa de estas ideas, para decirlo de otra ma­ nera, crea un personaje de la misma manera en que se crean los personajes literarios cuya existencia consiste en todo lo que dicen y hacen dentro de las obras donde aparecen. Los filóso­ fos del arte de vivir, sin embargo, usualmente desarrollan un rol más complejo y dual. Con la notable excepción de Sócra­ tes, con el cual se origina su tradición, y algunos otros (el nom­ bre del escéptico Pirro me viene enseguida a la mente)2 que no escribieron obras propias, los filósofos del arte de vivir son tanto los personajes qüe sus escrituras generan como los autores de las escrituras en las que existen sus personajes. Ellos son crea­ dores y criaturas a la vez. Por lo tanto, nos enfrentamos con, al menos, dos concep­ ciones de la filosofía. Una evade lo más posible el estilo per­ sonal y la idiosincrasia. Su propósito es borrar la personalidad particular que brinda respuestas a las preguntas filosóficas ya que lo único que importa es la calidad de las respuestas y no la naturaleza del personaje que las brinda. La otra requiere es­ tilo e idiosincrasia porque sus lectores nunca deben olvidar que las ideas que los confrontan son las ideas de un tipo de per­ sona particular y no de ninguna otra persona. Esto explica la

importancia de la autoconciencia literaria en su composición; y es una de las razones por la cual los filósofos modernos que considero en este libro -Montaigne, Nietzsche y Foucault- han pertenecido mayormente a las facultades de literatura, historia o antropología y no al canon tradicional de la filosofía analítica como ha sido practicada hasta ahora. Para los filósofos teóricos la construcción de un carácter parece ser simplemente una em­ presa literaria. Y si pensamos, como solemos hacerlo, la filo­ sofía en términos impersonales, será, como ha pasado hasta ahora, difícil pensar a estos autores como filósofos. Creo que lo mismo se puede decir de otras figuras de las que no me ocupo aquí: entre las que se incluyen (y esta es una lista par­ cial) Pascal, Schopenhauer, Kierkegaard, Emerson, Thoreau y, al menos desde cierto tipo de lectura, también Wittgenstein. Por mucho tiempo, cada bando ha sospechado del otro. Los filósofos sistemáticos ven a los filósofos del arte de vivir, en el mejor de los casos, como “poetas” o figuras literarias y, en el peor, como charlatanes que escriben para adolescentes pre­ coces o, lo que para muchos es lo mismo, para profesores de literatura. Los filósofos del arte de vivir acusan a los filósofos sistemáticos de constituir una manera falsa y errónea de hacer lo que ellos consideran es la verdadera filosofía. Piensan que sus seguidores son unos pedantes y cobardes que desean la ob­ jetividad científica porque son incapaces de crear una obra que sea realmente suya y utilizan el desinterés y la distancia para enmascarar su propia esterilidad. Ambos están equivocados por la misma razón. Ninguno de los dos se percata del hecho de que cada una de estas aproximaciones responde a un desarrollo histórico legítimo de la filosofía desde que empezó a ser prac­ ticada en Grecia; ninguna de estas dos aproximaciones está en posesión exclusiva de la esencia de la filosofía (la cual, en todo caso, no existe). Todos los filósofos del arte de vivir que estudio en este libro consideran el “yo” no como un hecho dado sino como una

entidad construida. Los materiales para la construcción del yo son reunidos, por lo menos al principio, de modo accidental, y están formados por las ideas y los sucesos que se generan de­ bido a las circunstancias particulares en que uno se encuentra y que, de acuerdo con la naturaleza del caso, son diferentes para cada individuo. Uno, como demostraré más tarde, adquiere o crea un “yo”, se convierte en un individuo, al integrar esos materiales con otros adquiridos y construidos en el camino. Cuando la obra está acabada (si alguna vez llega a estarlo) que­ dan pocos “accidentes”, ya que la totalidad de los elementos que constituyen el individuo producido son parte de un “todo” metódico y organizado. Cada elemento realiza una contribu­ ción específica a ese todo que sería diferente sin la misma. Por lo tanto, cada elemento es, en esta medida, significante, esen­ cial para el “todo” del que ahora es una parte y ya no es más accidental. Expresiones como “crear” o “modelar” un yo suenan para­ dójicas. ¿Cómo se puede realizar cualquier tipo de actividad si no se tiene, o se es, de antemano, un “yo”? ¿Cómo se puede no tener un yo, o serlo, si se supone que debemos ser conscien­ tes de las experiencias e ideas que integraremos en este pro­ ceso autoformativo? Esa paradoja puede ser mitigada si distinguimos esta noción del “yo” de la estricta idea filosófica presupuesta por el hecho de que soy consciente de que mis experiencias me pertenecen. No es esto lo que Kant llamó la “unidad trascendental de la percepción”, el “yo pienso” que como principio acompaña a todas mis experiencias y es re­ querido para que sea un agente, una persona. Esta es una no­ ción conocida. Crear un “yo” supone tener éxito en convertirse en algu ien , en hacerse un person aje, esto es, alguien inusual y distintivo. El que crea un yo se convierte en un individuo, pero no en el sentido estricto en el que el individuo es algo que podemos señalar e identificar, algo que, como los seres hu­

manos y las cosas materiales, existe independientemente en el espacio y el tiempo. Convertirse en un individuo es adqui­ rir un carácter no común e idiosincrásico, un conjunto de fi­ guras y un modo de vida que lo separan a uno del resto del mundo y lo hacen memorable por lo que uno hizo o dijo pero también por lo que uno fue. Podría parecer que estoy abogando por el uso de términos filosóficos en un sentido no filosófico. Se ha pensado que Nietzsche hace eso: en su propio pensamiento y escritura, pone el sentido filosófico de un término (que generalmente rechaza) entre comillas y continúa usándolo en un sentido no filosó­ fico sin comillas. Se supone, por ejemplo, que niega la exis­ tencia de la “verdad” (que muchos filósofos entienden como la “correspondencia” de nuestras ideas con los hechos del mundo) mientras, a su vez, utiliza su propia noción de la ver­ dad (una noción no filosófica de la verdad que ha causado mu­ chos problemas a sus exégetas) sin contradecirse. Yo encuentro confusa la distinción entre los sentidos filosóficos o no filosó­ ficos de los términos, especialmente dentro de la escritura de los mismos filósofos. Prefiero pensar que en muchos de esos casos nos enfrentamos con dos usos diferentes, aunque igual­ mente filosóficos, del mismo término. La distinción entre ellos, especialmente en el caso de términos como “yo” o “individuo”, es una cuestión de generalidad. En el sentido más general y débil del término, cada persona como principio, tiene un “yo” y es un individuo. En el sentido más estrecho y más fuerte, del que me ocuparé después, solamente algunas personas, con el tiempo, se crean a sí mismas o se convierten en individuos. Estas son personas que recordamos por lo que son, personas que podemos admirar aun sí rechazamos muchas de sus ideas, de manera muy similar a como aceptamos, admiramos y hasta amamos a nuestros amigos a pesar de sus debilidades y de­ fectos. Como solemos decir, conocemos a nuestros amigos

como individuos. Nos interesa su carácter en su totalidad y no necesariamente cada una de sus características separadas. Hasta sus debilidades son. esenciales para que sean las personas con las que estamos felices y que tenemos a nuestro lado. Sin em­ bargo, es difícil creer que podamos seguir siendo amigos de una persona que nunca piensa en nada verdadero y nunca hace nada bien. Es difícil creer que los filósofos puedan practicar el arte de vivir exitosamente, que puedan convertirse en indivi­ duos, si todas y cada una de sus ideas, a pesar de lo bien que estén hilvanadas entre sí, son errores flagrantes. En ambos casos, debemos tener algo de respeto por el contenido de lo que está organizado en el “todo” que amamos y admiramos. Pero de la misma manera que podemos equivocarnos al escoger a nues­ tros amigos, podemos admirar a los filósofos equivocados. Así como el tipo de amigos que elegimos dice algo sobre nuestro propio carácter, igualmente los filósofos que admiramos reve­ lan algo acerca de nuestra personalidad. El estudio de la filo­ sofía como el arte de vivir revela nuestras preferencias éticas y nos obliga a revelar parte ele nosotros mismos. Este tipo per­ sonal de filosofía se refleja en nuestra propia persona, y es personal en este sentido adicional también. El estudio de esta filosofía conlleva su práctica. No todos los que han construido una vida inusual han sido filósofos. Grandes autores literarios, artistas visuales, científicos, figuras públicas e incluso generales han dejado muchas veces legados similares. ¿Qué distingue a los filósofos de esos otros? Para empezar, debemos darnos cuenta de que la distinción es fluida: en sus extremos, el proyecto de construir una vida filo­ sófica no se separa fácilmente de las actividades o las metas de una figura literaria como Proust, Rimbaud u Oscar Wilde. Y así es como debe ser. Las fronteras de la filosofía nunca han estado absolutamente claras: así como en un extremo la filo­ sofía se aproxima a las matemáticas, a la psicología y hasta a

la física, se desliza hacia la literatura en el otro extremo. Pero las diferencias perduran.

Aquellos que practican la filosofía como el arte de vivir cons­ truyen sus personalidades a través de la investigación, la crítica y la producción de ideas filosóficas -ideas que pertenecen al repertorio de la filosofía como hemos llegado a entenderla-. La conexión es histórica: aunque los filósofos del arte de vivir frecuentemente introducen nuevas preguntas, su inspiración siempre viene de la tradición que ya aceptamos como la tradi­ ción de la filosofía. Y lo que es más importante todavía, los fi­ lósofos del arte de vivir convierten la articulación de un modo de vida en el tema central de su pensamiento: es al reflexio­ nar sobre los problemas de construir una vicia filosófica cuando construyen la vida que su obra constituye. La obra que refle­ xiona sobre la vida filosófica es el propio contenido de la vida que ella misma, crea. El proyecto de establecer una vida filo­ sófica es en gran medida autorreferencial. Las vicias filosóficas se diferencian de otras, en la medida en que lo hacen, porque proceden de una preocupación por temas que han sido tradicionalmente considerados filosóficos y porque esos temas pro­ veen el material con el cual son construidas. La filosofía como el arte ele vivir empezó con Sócrates. Dos características separan a Sócrates de aquellos que han seguido sus pasos, especialmente en los tiempos modernos. Lina, como ya señalamos, es el hecho de que Sócrates no escribió nada. El Sócrates que fue el primero en practicar el vivir como un arte es la figura que encontramos en los diálogos socráticos de Pla­ tón.3 Y aunque, por razones que explico en el capítulo 3, ahora nos parece difícil creer que el Sócrates de Platón no es el Só­ crates de la historia, la verdad es que, en realidad, la figura li­ teraria de Platón es un personaje ficticio. Aun si pudiéramos aislar aquellos elementos en la representación de Platón que corresponden a su original histórico, es el personaje en su to-

talidad que nos confronta en esas obras, y no alguno de sus rasgos, el que ha servido de inspiración a la tradición que él mismo creó. Y eso, por supuesto, suscita la pregunta de si fue Sócrates y no el mismo Platón quien originó esa tradición: el Só­ crates platónico es también el Platón socrático. Goethe dijo al­ guna vez: “Aquel que pueda explicarnos cuándo un hombre como Platón habla en serio, cuándo en broma o medio en broma; qué escribió por convicción y qué simplemente para tratar de demostrar un argumento, nos haría un gran servicio y contribuiría grandemente a nuestra educación”.4 Ese es un caso que nunca nadie explicará. La segunda característica que distingue a Sócrates del resto de sus seguidores es que sabemos mucho menos de su vida que de la de ellos. Conocemos muchas de las ideas y sucesos que Montaigne, Nietzsche y Foucault tuvieron que enfrentar, orde­ nar y darles sentido mientras intentaban combinar sus diferen­ tes tendencias en una. Los podemos seguir, más o menos, en su esfuerzo de crearse a sí mismos. Pero cuando Sócrates apa­ rece en ios diálogos de Platón, aparece ya formado: ya es uno; nunca hace ningún esfuerzo. Su propia unidad es tan extrema que hasta llega a creer que el alma humana, el yo, es indivisi­ ble y que es imposible para nosotros hacer algo aparte de lo que consideramos que es el bien. Aparte de nuestro juicio que afirma que algo es digno de hacerse, Sócrates no cree que haya otra fuente de motivación, ningún conjunto de valores o de­ seos en conflicto que podrían empujarnos hacia otra dirección: no hay lugar para la multiplicidad en su idea del alma. En la re­ presentación de Platón, Sócrates ejemplifica constantemente esta idea en su propia vida: hace sólo lo que considera que es correcto hacer; nunca vacila en lo más mínimo sobre el camino que ha escogido como el mejor, aun a la hora de la muerte. No hay un huerto de Getsemam, ni un monte de los Olivos en su historia.

¿El hecho de que Sócrates es un personaje literario lo distin­ gue de otros filósofos como Montaigne, Nietzsche y Foucault cuyas biografías podemos leer? La diferencia es menos decisiva de lo que parece, ya que los logros más importantes de estos pensadores modernos son los autorretratos a los que nos en­ frentan sus escritos. Sus biógrafos han debatido hasta los he­ chos más básicos ele sus vidas y personalidades. Sus lectores, sin embargo, pueden encontrar en sus obras modelos convin­ centes ele cómo una vicia coherente y llena de sentido puede ser construida a partir de los hechos azarosos c¡ue la constitu­ yen. Tal vez estos filósofos tuvieron éxito al aplicar estos mo­ delos a sí mismos; tal vez no. Si lo tuvieron es una cuestión de biografía y probablemente siga siendo tema ele discusión. Pero la imagen de vicia contenida en sus obras es una cues­ tión filosófica, aunque también permanecerá abierta a la dis­ cusión: el debate versará sobre si la imagen es o no es coherente o admirable. El problema en este caso es totalmente diferente. Concierne a la naturaleza del personaje construido en sus obras y a la pregunta de si la vicia puede ser vivida, y si vale la pena vivirla, como ellos afirman. Este es un problema que nos con­ cierne a nosotros más c]ue a ellos. Lo mismo es verdad para el Sócrates ele Platón. ¿Es posible y deseable que alguien viva como se demuestra que vivió Sócrates? ¿Vale la pena vivir así? Esa es la pregunta que importa, no la pregunta de si el perso­ naje de Platón realmente vivió la vida que Platón le atribuye, si corresponde a la figura histórica cuya vida ya está más allá de nuestro alcance y quien, si aprendiéramos más ele lo que ya sabemos sobre él, posiblemente se volvería aún más con­ trovertido ele lo que ya es. El arte de vivir, aunque es un arte pragmático, se practica en la escritura. La pregunta de si. sus practicantes lo aplicaron exitosamente en sus vielas es secundaria y, en muchos casos, imposible de contestar. Queremos un tipo de filosofía que con­

sista de ideas que están en armonía con la acción, con el modo de vida de aquellos que las producen. Pero la pregunta prin­ cipal no es si históricamente alguien tuvo éxito viviendo de esa manera sino saber si uno puede construirse tal tipo vida. Eso puede hacerse de dos mañeras. Se puede tratar de aplicar la concepción de otra persona a nuestra vida y de esa manera vivir bien pero carecer de originalidad; o se puede formular un arte de vivir propio. Pero es difícil imaginar que se pueda formu­ lar un propio arte de vivir sin que se escriba sobre él porque es difícil imaginar que la complejidad de las ideas que ese tipo de vida requiere puedan ser expresadas de ninguna otra ma­ nera. Además, a menos que uno escriba sobre él, este arte no podrá constituirse en modelo de vida para otros a largo plazo. Y cuando alguien escribe sobre el arte de vivir, la pregunta que necesitan hacerse sus lectores no es si su creador tuvo éxito lle­ vándolo a la práctica, sino saber, en cambio, si ellos pueden practicarlo en sus propias vidas. Sócrates no escribió nada. Pero si Platón no hubiese creado un arte de vivir con su nombre -y por escrito-, no habría nada sobre qué pensar, ningún arte o modelo que aceptar, rechazar, manipular o hasta dejar pasar con indiferencia; y se podría decir lo mismo de Montaigne, Nietzsche y Foucault. El propósito de la filosofía como un arte de vivir es, por supuesto, vivir. Pero la vida que requiere este arte es una vida dedicada en gran parte a la escritura. El mo­ numento que uno deja es, al final, una obra permanente, no la vida pasajera. Es, entonces, la segunda característica distintiva de Sócrates lo que lo separa de sus discípulos: Sócrates aparece ya hecho, no tenemos idea de cómo llegó a ser lo que era. Uno de los personajes más llenos de vitalidad en la literatura mundial es también el menos entendido. Es un misterio por su ironía, su silencio persistente acerca de sí mismo, el silencio que ha dado origen a un remolino de voces a su alrededor que han tratado

de hablar por él para explicar quién era y cómo llegó a ser de esa manera. Pero ninguna interpretación, ninguna otra voz, ha llenado el silencio que permanece como el principal legado de Sócrates. La primera de estas voces es la de Platón. En las obras que siguen a sus diálogos socráticos, Platón nos ofrece una hipó­ tesis acerca de qué fue lo que le permitió a Sócrates llevar la vida buena que le atribuye en sus primeros diálogos. Los diá­ logos socráticos reflejan a Sócrates sin reflexionar sobre él. En sus últimos diálogos, Platón, seguido por Montaigne, Nietzsche y Foucault, nos ofrece nuevas representaciones de esta figura de Sócrates a la vez que reflexiona sobre ella. Los filósofos del arte de vivir siguen regresando a las obras socráticas de Pla­ tón porque ellas contienen tanto el modelo más coherente que poseemos de una vida filosófica como el menos explicable. Como una hoja en blanco, Sócrates nos invita a escribir; como un silencio inmenso, nos incita a gritar. Pero permanece intacto, observando con una mirada irónica, colocándose, a la vez, más allá de sus reflejos5 y no existiendo sin la suma total de los mismos. El arte de vivir puede hallarse en tres variedades, tres géne­ ros. Uno es el de Sócrates en los primeros diálogos de Platón. Sócrates, que practica su arte en público y ele esa manera se compromete con el bienestar de sus interlocutores, todavía no puede demostrar que su modo de vida es el correcto para todos. Convencido de que sí lo es, Sócrates no tiene argumentos para persuadir a otros de que su convicción es correcta. Insta a la gente a que se una a la vida contemplativa, la única vida que él considera que vale la pena vivir, pero no tiene nada que decir cuando alguien como Eutifrón simplemente abandona el de­ bate que tienen entre ellos. Su ideal puede que sea universa­ lista, pero no tiene manera de comprobar que tiene razón. Su ideal es todavía .tentativo y protréptico.6

Un segundo género se puede encontrar en las obras inter­ medias de Platón, especialmente en el F edón y la República. Allí Platón afirma que el modo de vida inspirado en la vida de Sócrates (aunque no absolutamente idéntico a su vida), la vicia de la filosofía como la define detalladamente en estas obras, es el mejor para todos. Ofrece una serie de argumentos controversiales para convencer a todos los que estén capacitados para escoger este tipo de vida de que lo hagan, y a los que no pueden que al menos traten de aproximarse a este tipo de vida lo más posible en la medida que sus habilidades se lo permi­ tan.7 En. otras palabras, Platón (y en eso lo siguen otros gran­ des filósofos quienes, como Aristóteles y tal vez Kant, también pertenecen a esta versión de la tradición del arte de vivir) trata de probar que un tipo de vida es el mejor para toda la gente. Tanto su idea, que comparte con Sócrates, como su método, que no lo comparte, son universales. El tercero y último género del arte de vivir es el tema de este libro. Es el menos universal de todos. De acuerdo con este gé­ nero, la vida humana se construye de muchas formas y ningún modo de vida es el mejor para todo el mundo. Filósofos como Montaigne, Nietzsche y Foucault articulan un modo de vivir que solamente ellos, y quizás algunos cuantos más, pueden seguir. Ellos no insisten en que su vida es un modelo para el mundo en general. No quieren ser imitados, por lo menos no directa­ mente. Creen que aquellos que quieran imitarlos deben desa­ rrollar su propio arte de vivir, su propio yo, tal vez mostrarlo a otros pero no para que otros los imiten. La imitación, en este contexto, se entiende como el acto de convertirse en alguien por sus propios medios; ese “alguien” en el cual uno se con­ vierte tiene que ser diferente al modelo que uno sigue. Este último género del arte de vivir es esteticista. Como en las artes reconocidas, no hay reglas para producir obras nue­ vas y estimulantes. No hay una obra que se considere “la mejor”

-y tampoco se puede hablar de una vida m ejor- por la cual se puedan juzgar tocias las otras. Esto no quiere decir que el juicio estético sea imposible, que toda obra sea tan buena como las otras. Como en las artes reconocidas, el propósito es pro­ ducir la mayor cantidad posible de obras nuevas y diferentes -así como también nuevos y diferentes modos de vida- ya que la proliferación de diferencias y multiplicidades estéticas, aun­ que no siempre está al servicio de la moralidad, enriquece y mejora la vida humana. Es dentro de este tercer género clonde la noción de individuo ocupa un lugar central. Aquellos que practican el arte de vivir individualista necesitan ser inolvidables. Como los grandes ar­ tistas, deben evitar la imitación, tanto de sus precursores como de sus posibles sucesores. No deben imitar a otros: si lo hacen, ya no son originales sino derivativos y olvidables, dejando el campo para aquellos que ellos imitan. No deben ser imitados por muchos otros: si lo son, su propia obra va a dejar de ser re­ cordada y aparecerá como la manera normal de hacer las cosas, como un hecho de la naturaleza en vez de parecer un logro individual. Veremos en el capítulo quinto cómo Nietzsche, en particular, se vio tiranizado por este problema. Este género esteticista del arte de vivir prohíbe la imitación directa de modelos. ¿Por qué entonces Montaigne, Nietzsche y Foucault tienen un modelo? ¿Y por qué su modelo siempre es Sócrates? ¿Qué le permite a Sócrates ser capaz de jugar ese papel? La respuesta, de nuevo, la ofrece la ironía de Sócrates, por el silencio que envuelve su vicia y su intimidad. Sócrates, el protagonista de innumerables conversaciones, “un amante del hablar” como se describe a sí mismo en el F ed ro, permanece silencioso acerca de sí mismo en las primeras obras de Platón. En él vemos una persona que se creó a sí misma sin nunca haberle demostrado a nadie cómo lo hizo. A estos filósofos les importa más el hecho de que Sócrates hizo algo nuevo de

sí, que se constituyó corno un tipo de persona sin precedentes, que el tipo particular de persona en que se convirtió. Lo que toman de él no es el modo de vida específico, el yo particular que él creó para sí, sino el proceso general de autocreación. Sócrates es el artista prototípico del arte de vivir porque al dejar abolutamente indeterminado el proceso que él siguió para crear su vida, también presenta el producto final como algo que no necesariamente tiene que ser imitado: un procedimiento dife­ rente, con diferentes materiales, puede crear otra vida y toda­ vía puede ser parte de su proyecto. Imitar a Sócrates, entonces, es crearse a uno mismo, como lo hizo Sócrates; pero también es distinguirse de cualquier otro yo, y ya que esta categoría incluye al mismo Sócrates, es distinguirse de Sócrates también. Es por eso por lo que puede funcionar como el modelo para los artistas del vivir individualista y esteticista cuyo propósito principal es no ser como los otros que vienen antes o después de ellos. Ya que la ironía de Sócrates es tan importante para mi con­ cepción del arte de vivir, dedico la primera mitad de este libro al estudio de sus diferentes aspectos. El capítulo 1. comienza abruptamente con una discusión de un tema que parece irre­ levante: él uso de la ironía por parte de Thomas Mann en La m on tañ a m ágica. Cuando Mann sitúa a sus lectores en la apa­ rentemente privilegiada posición de observar a Hans Castorp (su joven héroe) engañarse a sí mismo, provoca que sus lec­ tores también se autoengañen de la misma manera. Platón, como yo argumento, pone a los lectores de sus primeros diá­ logos en la misma situación. Mientras que Sócrates vence a va­ rios de sus oponentes, nos unimos a él en contra de ellos; pero Platón nos obliga a ocupar, sin que seamos conscientes de ello, la misma posición que provocó el sentimiento de desprecio hacia ellos y nos priva de cualquier razón para podernos sen­ tir -com o de hecho lo hacem os- superiores. Además, Hans

Castorp es una figura esencialmente ambigua; es imposible saber si él es totalmente ordinario o extraordinario. Esa, tam­ bién., es una característica del Sócrates de Platón, quien está to­ talmente integrado en su mundo y a la vez está totalmente fuera de él. Ambos mecanismos -provocar el autoengaño en sus lec­ tores, a la vez que se incorpora este autoengaño como parte de la trama y los personajes del diálogo, y construir un héroe a quien es imposible comprender de una vez y para siempre- es­ tablecen una relación profundamente irónica entre el autor y su audiencia. Mann ofrece un claro caso contemporáneo de una práctica que se originó con Platón y un ejemplo de la ironía que rodeaba a Sócrates, sin mencionar el nombre de Sócrates ni tan sólo una vez. Este constituye el reflejo socrático más distante, el eco más débil, planteado en el libro. A partir de esta reflexión, me concentro, en el resto del capítulo, en el estudio de uno de los reflejos más cercanos, y uno de los ecos más fuer­ tes, en el Eutifrón de Platón y en la manera en que la ironía de Platón es dirigida a sus lectores. Platón puede ser irónico con sus lectores porque los seduce y engaña para que se identifiquen con Sócrates. Ya que la ac­ titud de Sócrates con sus interlocutores es irónica, la de noso­ tros también lo es. Y nuestra ironía comprueba nuestra propia ruina ya que, aunque los ironistas siempre afirman de un modo implícito su superioridad con respecto a sus víctimas, Platón nos demuestra que carecemos de base para hacer esta afirma­ ción. El capítulo 2, entonces, se centra en la estructura de la iro­ nía de Sócrates hacia los otros participantes en los diálogos de Platón. Afirmo -e n contra de la idea común, ejemplificada en la reflexión sobre Sócrates de Gregory Vlastos- que la ironía no consiste en expresar lo que se quiere decir diciendo lo con­ trario sino que sólo consiste en expresar lo que se quiere decir diciéndolo de un modo diferente. En el penúltimo caso, si sa­ bemos que nos enfrentamos con la ironía también sabemos lo

que realmente quiere decir el ironista; lo único que necesita­ mos hacer es anular las palabras que oímos para entender lo que el ironista está pensando. En el último ejemplo de ironía, aun cuando sabemos que nos enfrentamos con la ironía, no te­ nemos ninguna manera segura de saber lo que quiere decir el ironista: lo único que sabemos es que no es exactamente lo que hemos oído. La ironía, entonces, no nos permite observar con detenimiento la mente del ironista, que permanece sellada e inescrutable. La ironía socrática es de ese tipo. Nunca indica lo que él piensa: nos deja con sus palabras, y la duda de que realmente expresen su sentir. Por eso pienso la ironía socrá­ tica como una forma de silencio. En el capítulo 3, argumento que el propósito de Sócrates era esencialmente individualista. Buscaba el conocimiento de la “virtud”, la cual consideraba necesaria para vivir bien y feliz­ mente, pensando en su propio beneficio. Aunque invitaba a otros a que lo acompañasen en su búsqueda, su propósito era su propia mejoría. Esta es otra razón por la que ha podido fun­ cionar como modelo para los artistas del vivir cuyo propósito también era igualmente individualista aunque no por esa razón egoísta o inconsciente hacía los otros. Uno puede cuidarse sin descuidar a los otros: uno puede ser un buen ser humano sin que sea necesario dedicar nuestra vida a los otros. También afirmo que el silencio de Sócrates no se limita a sus interlocu­ tores y a los lectores de Platón. Sostengo, no sin darme cuenta de lo rara que debe de parecer esta afirmación, que Sócrates también es irónico -silencioso- hacia el mismo Platón, a pesar de que es la creación de este. En uno de los más grandes lo­ gros literarios que conozco, Platón admite implícitamente (ya que nunca aparece en sus diálogos, no podría haberlo hecho de otra manera) que él no entiende al personaje que ha crea­ do. En sus primeros diálogos, Platón representa a Sócrates como un personaje paradójico; convencido de que el conocimiento

de la “virtud” es necesario para el bien vivir, Sócrates admite que carece de ella y, sin embargo, lleva una vida tan buena como ninguna otra que Platón haya conocido. Platón no re­ suelve esa paradoja. Su Sócrates es completamente opaco, y su opacidad explica por qué, desde que el Romanticismo trajo la ironía a nuestra conciencia literaria, las primeras obras de Pla­ tón y no, como antes, las escrituras de Jenofonte han sido nues­ tra principal fuente para esta figura histórica. La opacidad, la existencia de un personaje más allá del alcance de su autor y no sujeto a su voluntad, se ha convertido en uno de los aspectos centrales de su verosimilitud. La verosimilitud, a su vez, apa­ rece como una marca de lo real. Platón, sin embargo, no permaneció satisfecho por mucho tiempo con su retrato temprano de Sócrates. En sus obras tar­ días, inició una serie de esfuerzos para explicar cómo Sócra­ tes se convirtió en lo que era. En el proceso, también produjo una representación de Sócrates que se diferenciaba de la que había hecho anteriormente e inició una tradición de tales re­ presentaciones. En el capítulo 4, examino la dependencia de Montaigne respecto de la figura de Sócrates en su propio es­ fuerzo de crearse a sí mismo mientras escribía sus Ensayos, par­ ticularmente en conexión con el ensayo “De la fisonomía”. Montaigne, quien afirmaba alejarse de los asuntos mundanos para pensar sólo en “Michel”, apela explícitamente a Sócrates como modelo de lo que puede ser un ser humano casi perfecto. “De la fisonomía” contiene el núcleo tanto de su enfrentamiento con Sócrates como de su apropiación de esta misma figura. Montaigne quiere imitar a Sócrates, pero afirma que la apa­ riencia fea y sensual de Sócrates, tan diferente de su bella y con­ trolada naturaleza, es totalmente diferente de su propia cara abierta y honesta, la cual refleja perfectamente su “yo” interno. Sostengo que de hecho Montaigne rechaza que “el principio fi~ sonómico”, de acuerdo con el cual la apariencia externa de

una cosa debe reflejar su realidad interna, se aplica a Sócra­ tes, al propio Montaigne o a sus obras, incluyendo el mismo ensayo “De la fisonomía”: ninguno de ellos puede ser tomado al pie de la letra. El esfuerzo de Montaigne por emular a Só­ crates, cuando el ensayo se lee pensando en ese tema, termina siendo su esfuerzo por reemplazarlo y lograr algo que sea real­ mente suyo. Lo que Montaigne aprende de Sócrates es que se­ guirlo es ser diferente a él. Practicar el arte de vivir socrático termina siendo, de nuevo, una creación de un “yo” que es tan diferente de Sócrates como Sócrates era diferente del resto del mundo. Nadie trató de ser más diferente de Sócrates que Nietzsche, quien luchó consistentemente en contra de todo lo que Sócra­ tes representaba, lo que, para él, muchas veces significaba todo lo que estaba mal en el mundo según él lo entendía. El capí­ tulo 5 examina la relación de Nietzsche, a lo largo de toda su vida, con Sócrates. Me pregunto por qué Nietzsche, quien era extraordinariamente capaz de ver todo desde muchos ángulos y quien permaneció agradecido a Schopenhauer y Wagner des­ pués que denunció sus ideas de la manera más vil, nunca de­ mostró la.misma generosidad hacia Sócrates. Todo lo que sabemos sobre Nietzsche sugiere que intentó construirse como un personaje que rechazaba, en su totalidad, lo que entendía que Sócrates representaba, especialmente la idea que una única manera de vivir, la vida de la razón, era la mejor para todo el mundo. Y su odio sin respiro hacia. Sócrates, bajo una inspec­ ción más detenida, termina siendo causado por la profunda y no inverosímil sospecha de que ellos dos, a pesar de las in­ mensas diferencias que los separan, estaban a fin de cuentas involucrados en el mismo proyecto de automodelación. Si es así, Nietzsche se enfrentó con dos problemas serios. Primero, terminó siendo menos original de lo que quería pensar que era: era más imitador de lo que su propia concepción del mundo le

permitía creer. Segundo, el hecho de que el proyecto privado de autocreación de Sócrates pudiera haber sido tomado como un elogio universalista de la vida de la razón como la mejor vida posible para todos sugiere que el esfuerzo de Nietzsche para “convertirse en quien era” podría algún día tomarse de la misma manera. Tal vez, entonces, el destino de los esfuerzos exitosos de autocreación es que dejan de parecer logros per­ sonales. Pero en ese caso, Sócrates y Nietzsche, a pesar de todas las diferencias que los separan, podrían terminar siendo alia­ dos después de todo. ¿Qué nos indica esta posibilidad acerca del esfuerzo de Nietzsche por escapar de la filosofía “dogmá­ tica” universalista que él creía que Sócrates había empezado? Escaparse de Sócrates puede que resulte ser tan imposible como escaparse de sí mismo. El aborrecimiento de Nietzsche hacia Sócrates no se reflejaba en la actitud de su mejor discípulo del siglo xx. En el capítulo 6, estudio las últimas conferencias de Michel Foucault en el Collége de France. Foucault se niega a aceptar la idea de Niet­ zsche de que las últimas palabras de Sócrates en el Fedón reve­ lan que siempre había pensado la vida como una enfermedad y que se sentía aliviado por la inminencia de su muerte. Por el contrario, Foucault afirma que Sócrates amaba la vida, Ate­ nas y el mundo y que se dedicó a la mejoría de sus compa­ triotas. Foucault, quien se identifica con Sócrates hasta el punto de mezclar su propia voz con la de él de un modo tal que pa­ rece querer eliminar la distinción entre ellos, insiste en la uti­ lidad que tenía Sócrates para Atenas y para el mundo en general. Por mi parte, afirmo, y esta es la base del argumento que corre a través de este libro, que el proyecto de Sócrates era más privado de lo que la lectura de Foucault sugiere. Sócrates estaba preocupado mayormente por el cuidado de su propio yo e incitaba a sus compatriotas a tomar un proyecto privado similar al suyo. Ofrezco un resumen del desarrollo intelectual

de Foucault, desde su posición como pensador de temas ta­ búes, el irónico y distante historiador de sus primeras obras a la figura compasiva que aboga por “una estética de la existen­ cia” de sus últimos textos. Y afirmo que insistía en la utilidad de Sócrates porque creía que él también podía ser útil a aque­ llas personas por las cuales sentía solidaridad y cariño. Foucault pensaba que había creado un yo y una vida que podría ser importante para otros como él. Y aunque no se dirigió a una audiencia amplia, a todo el estado, como creía, que lo había hecho Sócrates, estaba convencido de que su proyecto de automodelación, el “cuidado de sí”, podría servir como modelo para diferentes grupos, particularmente para los homosexuales y otras minorías oprimidas que, por la represión que sufren en el mundo de hoy, no pueden hablar con voz propia. MÍ resumen de cómo Sócrates fue tratado por varios filóso­ fos que se preocupaban más por establecer nuevos modos de vida que por contestar preguntas filosóficas de un carácter abs­ tracto y general termina conteniendo su propia versión de quién fue Sócrates. La objetividad histórica que tenía como propó­ sito cuando empecé a pensar en las conferencias de las cuales salió este libro engendraron -parcialmente, espero- una rela­ ción más personal con la figura que está a la cabeza de la tra­ dición y con los otros filósofos que estudio. Poco a poco me di cuenta de que yo también traté de encontrar un modelo en Sócrates para mi propio acercamiento a las cosas que rae im­ portan. Mi propio interés ha pasado del arte de vivir a la prác­ tica de este arte; o, más bien, he descubierto que estudiar el arte de vivir es comprometerse con una de sus formas. Este es un interés que descubrí recientemente y no estoy seguro hacia dónde me llevará. Y aunque, como todos los proyectos simi­ lares, el mío también está y permanecerá sin terminar, espero que esto no sea cierto con respecto a la parte del proyecto que este libro constituye.

¿No es bueno que la lengua no posea más que una pala­ bra para todo lo que pueda comprenderse en dicha palabra desde el sentimiento más piadoso basta el deseo carnal? Este equívoco es, pues, perfectamente un “unívoco ya que el amor más piadoso no puede ser inmaterial ni puede estar falto de piedad [. . ] Hay caridad basta en la pasión más ad­ mirable y aun en la más espantosa. ¿Un sentido vacilante? Pues, dejemos vacilar el sentido de la palabra “amor”. Esa vacilación es la vida y la humanidad, y sería dar pruebas de una falta desesperante de mulicia el inquietarse por eso. ”

La montaña mágica (831) 1

Ninguna novela puede competir con la irreductible ambiva­ lencia que permea La m on tañ a m ágica. Ningún pasaje puede resumir mejor tal ambivalencia que este corto discurso sobre la doble naturaleza del amor, definido a la vez como “el senti­ miento más piadoso” y “el deseo carnal”, elegante e irresoluble­ mente suspendida entre dos polos aparentemente irreconcilia­ bles. La ironía de Thomas Mann priva a sus lectores de cualquier asidero. Mann condena al autoengaño a todos aquellos que tra­ tan de determinar, de una vez y por todas, la naturaleza de Hans Castorp, el no asumido e inusual héroe de esta novela, y de la enfermedad que lo lleva a un sanatorio para una estancia de tres semanas, que termina siendo de siete años. La ironía de Mann induce a los lectores de la novela al autoengaño en el propio proceso de enfrentarlos a un conjunto de personajes cuyas vidas están llenas, a su vez, de constante autoengaño, y con respecto a quienes hace que su lector, no por las mejores razones, se sienta superior. “Su sonrisa interrogadora”, un crí­ tico ha escrito, “abarca imparcialmente tanto a su autor como

a su tema”.2 Pero.esta risa, como veremos, abarca también al lector y no es puramente amistosa ni totalmente benevolente. Empezaré con Thomas Mann para ilustrar un caso de ironía llevada a sus últimas consecuencias: no revela el real estado mental del ironista e insiñúa que es posible que tal estado no exista. Transforma a sus personajes y a su autor en seres mis­ teriosos, y con frecuencia les toma el pelo a sus lectores. Esta ironía se origina en Platón, quien sigue siendo quizás su prac­ ticante más perturbador. Mi objetivo es examinar el peculiar, casi paradójico, fenómeno de que a partir de la ironía de Pla­ tón y Sócrates, el personaje creado por Platón y a quien le otorgó un punto de apoyo en la realidad más fuerte del que se dio a sí mismo, se fundó toda una tradición de acuerdo con la cual, en última instancia, la vida puede ser vivida. Esta tradición ha sido constantemente reinterpretada y redirigida para ponerla al servicio de los fines más disparatados, tanto por los enemigos de Sócrates como por sus admirado­ res. Ha llegado incluso a transformarse en toda una familia de tradiciones, todo un acercamiento a la filosofía, concebida no como una disciplina teórica sino como un arte de vivir. Ha pro­ ducido los más diversos retratos de Sócrates así como también las más diferentes concepciones de la propia vida. En particu­ lar, ha inspirado un tipo singular de pensamiento filosófico que asume que la vida humana alcanza su mayor valor cuando es más individual e inimitable. Aun así, todas estas vidas indivi­ duales, tres de las cuales investigaremos en la segunda parte de este libro, regresan explícitamente a Sócrates, quien persisten­ temente los enfrenta a un silencio, una impenetrable aparien­ cia, negándose a dejarles ver cómo pudo vivir la vida que vivió. Lo que nos obliga a preguntarnos si todos estos seguidores de Sócrates -tanto admiradores como detractores- no están siendo, en cierto modo, manipulados por él. Pero antes de concen­ trarnos en Sócrates, empezaremos con un personaje más hu~

milde, mucho menos imponente y admirable pero quizás igual­ mente enigmático, quien también, a su manera flemática y bur­ guesa, trató de construir una vida para sí. En su primera mañana en el Sanatorio Internacional Berghof, adonde había ido de visita por tres semanas para descansar y entretener a su primo tuberculoso, Hans Castorp se despertó más temprano de lo usual a pesar de su profundo agotamiento de la noche anterior. Mientras, con el fastidio habitual, se dedicaba a su aseo matutino antes de ir a desayunar, recuerdos de su turbulento sueño de la noche anterior vinieron a su mente: “Mientras pasaba la navaja plateada a lo largo de sus mejillas cubiertas de espuma, recordaba sus confusos sueños y se encogía de hombros sonriendo con indulgencia ante tan­ tas estupideces, con la superioridad sosegada de un hombre que se afeita a la plena luz de la .razón” (61). La música subía del valle debajo del Berghof mientras Hans Castorp estaba de pie en su balcón en la montaña mágica. Hans, quien amaba la música profundamente, “con todo su corazón”, “escuchaba con satisfacción con la cabeza inclinada hacia un lado, la boca entreabierta y los ojos un poco enrojecidos” (62). Los lectores que leen por primera vez La m on tañ a m ágica no pueden saber todavía que Hans siempre escucha música, toma su cerveza, se enfrenta a la muerte, latente o manifiesta, con la cabeza inclinada hacia un lado. Esta pose representa a tra­ vés de la obra un modo de expresar que entiende, aprecia o simpatiza con una particular situación con respecto a la cual también mantiene cierta distancia; que no se ve, al menos de un modo superficial, afectado por ella, como le es propio a un hombre de su estado y temperamento.3 Y aunque el lector se dé cuenta o no de esto, la primera sensación que tiene Hans de la frescura de la mañana está ya manchada con presenti­ mientos de muerte. La noche anterior ha descubierto que los cuerpos de otro sanatorio, en una cuesta más arriba que la de

Berghof, tenían que ser transportados al pueblo en “trineos” du­ rante el invierno. Pero aunque la risa de Hans ante esta idea horripilante - “una risa histérica e incontenible que sacudió su pecho y torció su rostro” (22)—convirtió este lúgubre hecho en algo extravagantemente cómico, la muerte ya ha penetrado en la visita de Castorp y en su vida. Superficialmente organi­ zada como un sitio de esparcimiento para la clase ociosa y adinerada, la montaña es realmente el lugar de la muerte. Pero la muerte en este punto de la narración todavía puede provo­ car risa. Sueños confusos, ojos enrojecidos, una sensación de no haber descansado, una postura asociada con la contemplación de la. muerte (aunque Hans no es más consciente de esta conexión que el lector que lee por primera vez la novela): algo no mar­ cha totalmente bien con el joven ingeniero. Pero la historia ofi­ cial que tanto él como sus lectores han escuchado es que ha venido al sanatorio principalmente a entretener a su primo en­ fermo. Y con esta idea en mente, Hans está, todavía, satisfecho, complacido y cómodo. Los síntomas de su incomodidad, que se transformarán en los de su enfermedad, son subestimados y silenciados. Pasan casi inadvertidos. Se deslizan por debajo del umbral de la conciencia tanto de Hans Castorp como del lector. Estos síntomas (y otros, que pronto veremos) están ahí, pero todavía tienen muy poca importancia.4 Aún en su balcón, Castorp observa a una mujer vestida com­ pletamente de negro caminando sola por el jardín del sanato­ rio. Aunque ni el héroe ni el lector lo saben todavía, esta visión lo conectará aún más con "la muerte, ya que la mujer conocida entre los pacientes de Berghof como Tous-les-deux está allí para atender a sus dos hijos moribundos.5 Y mientras la observa Cas­ torp empieza a oír “ciertos ruidos” en la habitación de la pa­ reja rusa que vive directamente al lado de su dormitorio. Aún

inmerso en la pura belleza de sus alrededores, Hans siente que estos sonidos “no armonizaban de ninguna manera con aque­ lla mañana clara y fresca, ya que más bien parecían ensuciarla de un modo viscoso” (63). Ahora recuerda que ha oído soni­ dos similares viniendo de la misma habitación la noche antes, mientras se alistaba para ir a la cama, “pero su fatiga le había impedido prestar atención. Era una lucha acompañada de risas ahogadas y de resuellos cuyo carácter escabroso no podía es­ capar al joven, aunque por espíritu de caridad se esforzara en darle una explicación inocente” (63). Castorp sabe entonces cómo defenderse a sí mismo -hasta cierto punto- contra acontecimientos embarazosos o desagra­ dables. Aún esta mañana, cuando oye los ruidos extraños una vez más y empieza a formarse una idea clara de su naturaleza, se resiste a ellos. Y su resistencia no es inocente: “Se hubiera podido dar otros nombres a esa bondad de corazón”. Su acti­ tud, escribe Mann, se puede describir como lo que en ocasio­ nes llamamos “pureza de alma”, algunas veces “temor a la verdad”, otras “socarronería”, “o el bello y grave nombre de pudor”. Como suele hacer a través de la novela, Mann no trata de decidir entre estas alternativas: “Había un poco de todo eso en la actitud que Hans Castorp había adoptado respecto a los rumores que venían de la habitación cercana, y su fisonomía lo expresó por medio de un ensombrecimiento púdico, como si no hubiese debido ni querido saber nada de lo que oía: ex­ presión de púdica corrección que no presentaba nada de ori­ ginal, pero que, en ciertas circunstancias, tenía la costumbre de adoptar” (63). Se nos dice claramente que tal aire de púdica corrección ca­ rece definitivamente de naturalidad en el joven ingeniero. Él tiene que haber aprendido tanto la expresión facial como la es­ trategia de autoengaño que se manifiesta en un momento

específico de su vida. Y, de hecho, ya se nos ha dicho cuándo pasó esto. Cuando el abuelo paterno de Castorp, en cuya casa había, pasado parte de su infancia, murió, yacía tendido no en su habitual traje negro sino en un antiguo uniforme que Hans sentía que expresaba “la apariencia verdadera y auténtica del abuelo” (44). Mientras el hombre viejo reposaba en su ataúd, resplandeciente en su uniforme, Hans había notado que “Una mosca acababa de posarse sobre la frente inmóvil y comenzó, a agitar sus patitas” (47). El sirviente del abuelo trató de es­ pantarla sin llamar la atención sobre la situación: “El viejo Fiete la espantó con precaución evitando tocar la frente, con expre­ sión sombría, como si no debiese ni siquiera saber lo que hacía” (47). La lección de Fiete no se le olvida al niño. Hans Castorp ha aprendido a ser bueno negando lo obvio, su tratamiento del percance erótico de sus vecinos es un perfecto ejemplo de ello.6 Para no tener que oír lo que se ha hecho cada vez más difí­ cil de explicar, Hans se retira del balcón y regresa a su habita­ ción. Pero esto es un total fracaso, ya que los sonidos de sus vecinos rusos son mucho más discernibles cuando pasan por la delgada pared que separa la habitación de ellos de la suya. Él trata, de encontrar una excusa para esta pareja: “Después de todo son marido y mujer [...] -Pero por la mañana, en pleno día, le parecería muy violento-. Tengo la impresión de que ayer por la noche no llegaron a un armisticio. Bueno, deben de estar enfermos, al menos uno de ellos, puesto que están aquí” (64). Es difícil imaginar hasta este punto de la narración que un hombre como Hans, que no puede admitir con buena con­ ciencia que tal tipo de comportamiento exista, pueda nunca in­ volucrarse en una dinámica similar. Al menos, a diferencia de sus vecinos, él no está enfermo. Es un visitante de Berghof. No está allí debido a su salud. La prescripción del doctor de su familia de que pasara unas pocas semanas en las montañas ha sido presentada de un modo casual y sin ningún tipo de fan-

farria, de manera que se incorporó al relato sin que se le pres­ tara mayor atención. La razón dada para esta prescripción es que Hans simplemente está un poco cansado después de sus exámenes y necesita un poco de descanso antes que se incor­ pore a la compañía naviera de la familia y empiece a trabajar en serio. Y lo que es todavía más importante, su primo Joachim, quien es un paciente en el sanatorio debido a un caso real de tuberculosis, podría así beneficiarse de su compañía. Aun así el comentario no premeditado de Hans de que al menos uno de los rusos debe de estar enfermo “puesto que está aquí” ilumi­ na de un modo ambiguo su propia presencia en el sanatorio. Ya que él también está allí, ¿por qué ha de ser diferente de los otros? Pero antes que nos podamos hacer esa pregunta, la na­ rración sigue su curso y su ritmo enérgico nos impide concen­ trarnos en ese incidente aparentemente casual. Hay una segunda razón por la que Castorp nunca podría ima­ ginar un comportamiento como el de sus vecinos, quienes se sientan a comer en lo que se conoce como la “mala” mesa rusa. Ya sabemos que es un joven alemán extremadamente correcto y especial y sabe, como acabamos de ver, que las paredes de Berghof son extremadamente delgadas, que cualquiera puede oír lo que pasa en las otras habitaciones. Así las cosas, él nunca se expondría al peligro de ser la víctima de los muchos chis­ mes que corren en el sanatorio. Sin embargo, al final acabará comportándose tal como sus vulgares vecinos. En la noche de carnaval, trata durante un largo rato, y quizás con éxito, de con­ vencer a Clawdia Chauchat, la mujer rusa de quien, en el ínte­ rin, se ha enamorado, de que está realmente enfermo, de que es uno de ellos y no sólo un mero impostor que viene de las “tierras planas”. Clawdia, cuyo propio comportamiento está lejos de ser apropiado,7 lo invita a su habitación, y él pasa parte de la noche con ella. Como muchos de los pacientes, él también la desdeña. Hans termina teniendo lo que parece ser, al menos

desde afuera, una relación sórdida y casual. Pero esto es algo que todavía no sabernos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos en este momento es que el comporta­ miento de sus vecinos ha molestado sobremanera a Castorp: [...] el rubor que se había extendido por sus mejillas recién afeitadas se resistía a desaparecer, o al menos, la sensación de calor que lo había acompañado. Persistía y no era otra cosa, que ese ardor seco en el rostro que había sentido en la noche anterior, ardor que en el sueño se había desvanecido, pero que en aquellas circunstancias había recuperado. Este hecho no le predispuso favorablemente respecto al matrimonio de la ha­ bitación contigua; apretando los labios pronunció una pala­ bra de censura y cometió la equivocación de refrescarse una vez más el rostro con agua, lo que agravó sensiblemente el mal. Por esta causa su voz se alteró con un mal humor acentuado cuando contestó a su primo, que había golpeado la pared, lla­ mándole. Y al entrar Joachim, no dio precisamente la impre­ sión de un hombre alegre y feliz al despertarse. (6 4 -6 5 )

Iians Castorp practica este “aparente oscurantismo” con bas­ tante frecuencia en el curso de la novela. Es una forma, leve o no, de autoengaño. Esta particular sección dedicada a su pri­ mera mañana en el sanatorio presenta, convirtiéndola al mismo tiempo en uno de los temas que articulan la narración, la ca­ pacidad de Hans para ignorar, al menos hasta cierto punto, asuntos que lo preocupan o lo hacen sentirse amenazado. En la situación que hemos narrado trata de no prestar atención a la actividad erótica poco apropiada de sus vecinos, a quienes con­ sidera más vulgares y menos saludables que él. El velo que Hans coloca sobre las cosas es, en mejor de los casos, como de tul, semitransparente, y no sirve, al fin y al cabo,

para ocultar la actividad sexual de la pareja rusa. Aun así, en el mismo movimiento, Hans también corre otro tipo de corti­ nas, más sustanciales, más pesadas, como de terciopelo. Hans formula y manipula sus sentimientos acerca de sus vecinos. Como hemos visto, primero niega el comportamiento de estos y luego lo excusa debido a su enfermedad; nosotros pasamos por alto -debem os perdernos, según me parece, como lo hace el propio Hans- un número de indicaciones de su propio es­ tado de salud, lo que constituye un tema de gran importancia para la novela como un todo. Estas indicaciones se presentan sutilmente, como he citado antes: “No había descansado lo suficiente, pero se sentía fresco y descansado para el nuevo día”, “escuchaba con satisfacción con la cabeza inclinada hacia un lado, la boca entreabierta y los ojos un poco enrojecidos”, “[...] ese ardor seco que había sentido la noche anterior”. Mann crea un contrapeso a estas alu­ siones a la incomodidad que siente Hans mediante sus referen­ cias a los buenos sentimientos que sólo pueden ser esperados cuando un hombre despierta con el aire puro de la montaña y se afeita: “a la plena luz de la razón”. Al final de esta sección, cuando Joachim llega a la habitación de su primo para llevarlo a desayunar, Mann nos permite escuchar la irritada voz de Hans y ver su cara sonrojada de un modo más objetivo, desde los ojos de su primo. Joachim no tiene excusas para la apariencia de su primo. Pero la creciente ira de Hans debido al compor­ tamiento de sus vecinos, a cuya descripción el narrador le ha dedicado todo el párrafo anterior, ha llegado a acaparar nues­ tra atención de tal manera que provee una convincente expli­ cación psicológica de su inapropiada apariencia. Hans está sonrojado porque está conmocionado, consternado y molesto. Es difícil interpretar el rubor del rostro como el primer síntoma de tuberculosis que lo mantiene en la montaña y finalmente

lo convertirá en un paciente más, aunque, incluso al final del libro, todavía tratamos de distinguirlo del resto. Esta pequeña parte de esta larga novela pone de manifiesto el funcionamiento del autoengaño. Mann no explica cómo fun­ ciona el autoengaño; no tiene una teoría al respecto. Pero su simple representación del fenómeno crea un efecto de frialdad. A través de toda la novela, aunque con menor intensidad en las últimas etapas, Mann identifica el punto de vista de Hansr del narrador y del lector.8 Esta estrategia le permite a Mann man­ tener al lector en un estado de semiconsciencia respecto al es­ tado de Hans que se asemeja al que el propio Hans tiene de sí mismo. Nosotros, también, nos engañamos durante mucho tiempo sobre la enfermedad de Hans. Optamos por ignorar, también, la información que, en retrospectiva, nos debe haber convencido de que Hans había estado enfermo (de cualquier manera que la enfermedad deba ser entendida en este cues­ tionable libro) desde mucho antes -quizás desde la infancia y sin duda antes de que le dijeran que sería bueno que visitara a su primo, antes de asumir su primer puesto profesional-. Se­ guimos engañados con respecto a este personaje, que se ha convertido durante un largo periodo de tiempo en nuestro se­ gundo yo, debido a que nuestro punto de vista es muy cercano al suyo. Sus errores también son los nuestros. Y no sólo son errores acerca de Hans, también son errores acerca de nosotros mismos. Obviamos el hecho de que tenemos a nuestra dispo­ sición toda la evidencia necesaria para decidir que Hans está realmente enfermo; nos negamos, o simplemente no estamos dispuestos a confrontar esta evidencia directamente e inter­ pretarla como es debido. Cuando somos testigos de cómo Hans trata de engañarse acerca de sus vecinos no prestamos aten­ ción a la forma en que, con mucho más éxito, hace caso omiso de sus síntomas de tuberculosis. Nuestra ignorancia con res-

pecto a la enfermedad de Hans es también la ignorancia con respecto a nosotros mismos. Al representar el autoengaño en su persona, Mann lo induce en sus lectores. El efecto es sin duda de frialdad. Indicaciones de que Hans Castorp está y ha estado enfermo durante mucho tiempo están diseminadas por toda la novela. Sabemos, muy al principio, que tanto el joven padre de Hans como su abuelo paterno -co n quienes Hans comparte las mis­ mas características físicas, psicológicas e incluso espiritualesmurieron de una inflamación en los pulmones (36, 44).9 La in­ flamación de los pulmones (Lungenentzündung) no se asocia inmediatamente con la tuberculosis,10 especialmente porque en esta primera etapa de la obra la enfermedad no se ha conver­ tido todavía en un tema central. Esta es sin duda la razón por la cual Mann usa esta expresión más neutral, pero en retros­ pectiva su significado es más que evidente. Y aunque es cierto que la madre ele Iians no murió de una enfermedad pulmo­ nar sino de un infarto cardiaco, Joachim es el hijo de su media hermana. Su familia también estaba con toda probabilidad pre­ dispuesta a la enfermedad. Hans, entonces, está en medio de un serio episodio de tu­ berculosis.11 Pero tanto, él como el narrador y, mediante la iden­ tificación de los puntos de vista que ya hemos mencionado, los propios lectores de la novela, no toman en cuenta los síntomas de su enfermedad. La cara sonrojada de Hans, por ejemplo, es, como descubriremos más adelante, un síntoma clásico de la enfermedad: el médico jefe del sanatorio, Hofrat Behrens, quien no está a salvo ele la enfermedad que combate, tiene la cara manchada y el rostro ruborizado.12 Pero cuando Hans co­ menta sobre “ese maldito escozor que siento todo el tiempo en mi cara” durante su primer paseo con Joachim su primo le cuenta exactamente lo que le había pasado cuando llegó por primera vez a Berghof: “[...] Al principio me sentía bastante ex­

traño. ¡Pero no le des importancia! ¿No te he dicho ya que no es tan fácil aclimatarse entre nosotros? Pero todo eso no tardará en desaparecer” (80). De esta manera el enrojecimiento dismi­ nuye. Pero si cambiáramos mínimamente nuestro punto de vista, nos daríamos cuenta de que el paralelo entre los dos pri­ mos, debido a la enfermedad de Joachim, es más una señal clara de la presencia de la enfermedad que una evidencia contra ella.13 Sin embargo, tal cambio de punto de vista es difícil de lo­ grar ya que toda indicación de que Hans está enfermo se con­ trapone a una explicación que minimiza el significado de cada síntoma y da una diferente explicación del mismo. En la noche, que Hans llega al sanatorio, por ejemplo, su estado es realmente peculiar: ríe desmesuradamente, su caira está enrojecida y sien­ te frío, no puede disfrutar su tabaco, le falta la respiración y tiene un sueño inusual. Pero para todo esto se da una expli­ cación la mañana siguiente y la condición de Hans parece ser diferente de la del resto de los pacientes de Berghof a raíz del diagnóstico de Behrens que afirma que el joven es sin duda aném ico.14 No será hasta mucho después, cuando el cónsul James Tienappel viene a reclamarlo para llevárselo de regreso a la llanura, cuando la función real del diagnóstico de anemia de Behrens se hace evidente. En la noche de su llegada, James presenta todos los síntomas que Hans había experimentado du­ rante sus primeros días en Berghof.15 Pero la mañana siguiente, exactamente como pasó con Hans, James se encuentra con Beh­ rens, quien aplaude la idea de que haya venido a visitarlos pero añade que James “había hecho muy bien desde el punto de vista de su interés personal porque, con toda evidencia, es­ taba totalmente anémico” (600). Behrens incluso sugiere, como le ha sugerido a Hans, que James siga el régimen del sanato­ rio. El diagnóstico de anemia es, en otras palabras, la manera que tiene el sanatorio de ablandar a los nuevos pacientes. Pero

hasta que podemos ver a través de esta estratagema, el hecho de que Hans en apariencia está sufriendo de anemia parece dis­ tinguirlo del resto de los pacientes de Berghof y lo sitúa en una clase única. Por un largo tiempo, todos se refieren a Hans como a un vi­ sitante o como a un vacac.ion.ista a pesar del hecho de que tanto su estado de salud como su modo de vida son indistinguibles de los demás. No sólo Hans sufre de tuberculosis, como segu­ ramente sufren todos ellos, sino que además su comporta­ miento, que lo aparta de todos al principio cié la visita por su extremada corrección y tono fastidioso, gradualmente se hace idéntico al de los otros enfermos del hospital. Ya hemos men­ cionado que su disgusto por el comportamiento de sus vecinos se contradice con su propia visita a la habitación de Clawdia después de su larga conversación durante el carnaval.16 Y lo que es mucho más importante, la extremada corrección de Hans Castorp le da la oportunidad, a cualquiera que esté dispuesto, de observar desde una luz equívoca los encuentros sexuales que animan la vida de los pacientes de Berghof. El narrador algunas veces describe estos encuentros en términos despecti­ vos y sarcásticos, insinuando que la propia actitud de Hans hacia los mismos es igualmente negativa. Y aun así Hans em­ pieza a sentir que la sexualidad en la montaña mágica adquiere “[...] un acento tan grave y tan nuevo por su gravedad, que hacía aparecer la cosa en sí misma bajo un aspecto absoluta­ mente nuevo y, si no terrible, al menos espantoso en su no­ vedad” (327). Nos quedamos con la pregunta de si en realidad la actitud burguesa de Hans ha cambiado realmente o si esta nueva forma de comprender las cosas es sólo su manera de ex­ cusarse por su pasión por Clawdia, o quizás ambas cosas al mismo tiempo. Lo que sí es cierto es que en menos de cinco semanas después de su llegada, Hans se ha acostumbrado de tal manera a los rusos de la habitación contigua que ya no les

presta más atención. Al tomar la cura nocturna como todos los demás: [...] Hans Castorp tomaba también por última vez su tem­ peratura, mientras uña música ligera, a veces próxima y otras lejana, subía del valle, sumido en la noche. A las diez, la cura de reposo había terminado. Se oía a Joachim, se oía al matrimonio de la mesa de los rusos ordi­ narios... Y Hans Castorp se ponía de lado en espera del sueño. (2 7 8 )17

La m on ta ñ a m ág ica nos enfrenta a un personaje que se en­ gaña a sí mismo con éxito desigual, sobre su salud y sus dife­ rencias -físicas, morales y espirituales- con respecto a las personas con las cuales convive. En el proceso, Mann produce una réplica del autoengaño de su personaje en sus lectores, sobre todo a partir de la identificación de su punto de vista con el del narrador y, por lo tanto, también con el punto de vista de su personaje. Hemos pasado una considerable cantidad de tiempo examinando este proceso; tenemos ahora que analizar otro aspecto de la novela que, como veremos, también tiene sus orígenes en Platón. La novela establece más allá de cualquier duda que Hans Cas­ torp, como el resto de los pacientes, está sufriendo de tuber­ culosis: él no es nada más que otro paciente. Ni siquiera su conducta lo puede distinguir de los otros. Por ejemplo, el abo­ gado Paravant en un momento de la novela abandona el sexo para dedicarse a la búsqueda de la cuadratura del círculo (o quizás es todo lo contrario). Su compromiso maniaco con su absurdo proyecto no es muy diferente a la intensidad de la devoción que Hans Castorp manifiesta a la hora de jugar al solitario, una y otra vez, durante la novela. Está tan preocupado con esto que es incapaz de sostener una conversación acerca

de la guerra que se aproxima con su autoproclamado mentor, Lodovico Settembrini. Cuando Settembrini plantea por primera vez el tema de la precipitada carrera de Europa hacia la des­ trucción, Castorp sólo puede contestar: “Siete y cuatro [...] ocho y tres. Sota, caballo, rey. Todo va bien. Me trae la suerte, señor Settembrini” (876). En su primer día en el sanatorio, Hans Castorp había escu­ chado con profundo disgusto las ruidosas bromas de Herr Albin mientras trataba de impresionar a las damas que estaban en el balcón de Berghof. Dos meses más tarde, el disgusto es olvi­ dado cuando Hans, de una manera obvia para todos y emba­ razosa para Joachim, actúa de forma similar para tratar de atraer la atención de Clawdia Chauchat. Para entonces, la atracción de Hans por Clawdia lo ha convertido en objeto de la burla y del comentario de la gente. Cuando cruza el comedor para ce­ rrar la cortina que permitía que el sol perturbara la conversa­ ción de Clawdia, se imagina a sí mismo como una figura galante y heroica: Más tarde, cuando todo hubo pasado, comenzó a marti­ llearle y fue entonces cuando Hans Castorp se dio cuenta de que Joachim tenía los ojos bajos, fijos discretamente en su plato, observando al mismo tiempo que la señora Stoehr había to­ cado con el codo al doctor Blumenkohl y que su risa conte­ nida pedía a los demás unas cómplices miradas [...] (319)

E incluso, a pesar de todo esto, todavía queremos creer que Hans realmente es diferente del resto, de los demás. Después de todo su caso de tuberculosis no es simplemente un puro fenómeno fisiológico sin ninguna connotación psicológica o es­ piritual como el de los otros. La enfermedad de Hans, como Mann sugiere a través de la novela, es la expresión física de

su incapacidad espiritual para acomodarse al mundo burgués de la llanura. Hans, se nos dice, nunca perteneció realmente a la vida cotidiana, nunca entendió el porqué de los esfuerzos que hacían las personas que lo rodeaban: “Su cerebro respon­ día a las exigencias del bachillerato, sección de ciencias, sin que tuviera necesidad de realizar ningún esfuerzo desmesurado que no hubiera estado dispuesto a realizar en ninguna cir­ cunstancia ni por ningún objetivo, no sólo para no perjudicarse, sino también porque no veía razón para resolverse a ello, o más exactamente, ninguna razón indispensable” (52). Esto explica por qué el narrador afirma que Hans no es como el resto de la clientela de Berghof: “[...] no le llamaremos vul­ gar, pues no tenía en cuenta ninguna de estas razones” (52). La enfermedad de Hans, a diferencia quizás de las insignificantes protestas de la vulgar Frau Stor, parecen espirituales en su ori­ gen. Al final de la narración, puede dejar el sanatorio atrás, re­ gresar al mundo y unirse a las filas del ejército alemán, a diferencia de Joachim, cuyo sueño de unirse a los colores del ejército alemán murieron con él en las pendientes de la mon­ taña mágica. Pero ¿es tan evidente que la enfermedad de los otros pacientes es simplemente fisiológica (o solamente un caso de estupidez) como la narración nos hace pensar? Consideremos, para poner un ejemplo entre muchos, el caso de Joachim. Ninguno de los pacientes de Berghof tiene más deseos que él por regresar al mundo “de abajo”. El único propósito en la vida de Joachim es curarse para poder continuar su carrera militar. Nadie como Joachim piensa en la enfermedad como un impedimento pu­ ramente fisiológico que debe ser superado para poder conti­ nuar dedicándose a los asuntos serios de la vida. Pero no es menos cierto que Joachim también se siente atraído por la mon­ taña porque, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, está pro­ fundamente enamorado de su compañera de mesa, otra rusa,

la risueña Marusja. Una vez trató de renunciar a ella y a la mon­ taña y regresar a la “llanura” sin el permiso de los médicos. Pero su esfuerzo fue un fracaso total Regresó pronto, y mucho más seriamente enfermo que antes. En la noche anterior a su muerte se acerca a Marusja y se dirige a ella por primera y última vez, aunque, en contraste con la larga conversación de Hans con Clawdia, la conversación de Joachim se produce en privado. ¿Es la enfermedad de Joachim física o espiritual? La novela no nos deja decidir. Hans es consciente de su naturaleza doble­ mente irreductible -tanto un fenómeno fisiológico como un deseo de renunciar a la vida mediocre de la llanura™ y cuando se entera del pronto regreso de su primo después de irse del sanatorio sin la autorización ele los médicos, reflexiona: Y precisamente antes de las grandes maniobras en las que ese querido muchacho estaba impaciente por tomar parte [...] El cuerpo triunfa, quiere otra cosa que ei alma, y se impone para la presunción de las gentes presuntuosas que nos ense­ ñan que está sometido al alma [...] pues la cuestión que plan­ teo es justamente la de saber en qué medida es un error oponerlos el uno al otro, en qué medida son contrarios al acuerdo y desempeñan una parte concertada [...] ¿Es posible que no hayas olvidado ciertos perfumes sedantes, un pecho opulento y una risa sin razón que te esperan en la mesa de la Stoehr? (690) 18

Todos en la montaña mágica están enfermos, pero la enfer­ medad de todos es tanto un fenómeno fisiológico como espi­ ritual. Esta es la razón por la cual decidir que el caso de Hans, o el de otro cualquiera, es puramente de un tipo o del otro es caer en la trampa que Mann ha construido con gran esmero y de la que es difícil escapar. Cualquier tipo de juicio absoluto de esta naturaleza requiere que se obvie la clara, aunque sutil, evi-

ciencia de los hechos y es por lo tanto otro episodio de autoengaño. La novela incansablemente socava nuestra habilidad de hacer juicios absolutos al mismo tiempo que nos invita a que los hagamos. La ironía de Mann no “es la clásica figura didáctica apreciada por Settembrini sino la de naturaleza ambigua de la que el hu­ manista previene severamente a sü discípulo”.19 Como veremos en el próximo capítulo, es una ironía que regresa a los oríge­ nes de este concepto. Este tipo de ironía debilita todo esfuerzo por determinar de una vez y por todas si la enfermedad de Hans se debe al amor o a cualquier otro factor psicológico o espiri­ tual, o a puras razones fisiológicas. Lo mismo se puede decir de las enfermedades de todos los otros protagonistas y también de los personajes menores. La novela simplemente no nos da suficiente información para poder decidir. Para, ser más preci­ sos, la novela nos da demasiada información, suficiente infor­ mación para legitimar ambas interpretaciones, y en gran medida su ironía consiste en tal abundancia.20 Como Hermann Weigancl ha observado: “[...] aunque la ironía de Mann incluye la más apasionada intensidad de la experiencia, se niega a ceder la cla­ ridad de su visión a cualquier precio”.21 ¿Es la enfermedad de Hans diferente o similar a la de los otros pacientes? Es a la vez lo uno y lo otro. Los factores que la cau­ san parecen ser similares a aquellos responsables de la enfer­ medad de sus compañeros, tanto psicológicos como espi­ rituales: todos ellos sufren de genuinos casos de tuberculosis y todos son incapaces de una manera u otra de lidiar con la vida “de abajo”. Pero Hans parece poder usar su enfermedad para lograr algo que los otros no pueden: “Él finalmente acepta que la vida real está en la llanura y regresa allí por su propia voluntad”.22 Aquellos que, siguiendo al propio Mann, encuen­ tran la esencia de la novela destilada en el capítulo titulado “Nieve” generalmente aceptan esta interpretación optimista. Su

clímax ocurre cuando Hans, que había tenido una visión mila­ grosa durante una tormenta de nieve que lo atrapó mientras es­ quiaba, exclama: “El hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos en nombre de la bondad y del amor” (686). Esta frase resume su comprensión de la realidad, la idea que lo distingue del resto del mundo en Berghof.23 Pero Hans hace esa afirmación sólo después que ha tomado una generosa porción de oporto que ha llevado consigo. El oporto le im­ pide pensar con claridad y él lo sabe: He cometido una torpeza -co n fesó-. El oporto no estaba indicado; esos sorbos me han puesto excesivamente pesada la cabeza; me cae, por decirlo así, sobre el pecho, y mis pen­ samientos no son más que divagaciones y bromas de mal gusto de las cuales no debo fiarme. No solamente los pensamientos que se me ocurren son dudosos sino también las observacio­ nes críticas que hago sobre ellos, y esta es la desgracia. (675)

Esto nos hace dudar sobre la seriedad y la claridad de su vi­ sión, así como también del mensaje que recibe ele ella. Y aun­ que afirma que su sueño le ha dado esta visión interior “con gran claridad” “para que pueda conocerla para siempre”, su es­ tado cambia con bastante rapidez cuando encuentra el camino de regreso al sanatorio. El capítulo termina con estas palabras: “La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado” (688). No tenemos que ignorar completamente este extraordi­ nario episodio 24 ni argumentar que Mann de hecho retrata a Castorp con una luz totalmente negativa;25 tenemos que con­ cluir, como suele suceder en esta novela, que en este episo­ dio nos es imposible juzgar de modo inequívoco el com ­

portamiento de Hans.26 Su visión en la nieve es tan significativa como la magnitud física de su enfermedad. Cierto es que Hans finalmente regresa a la llanura dejando atrás a algunos personajes, particularmente a Settembrini, su autoproclamado mentor, que le ha urgido a que abandone el sanatorio desde el día en que se conocieron. Esta es, por su­ puesto, la principal razón por la que Hans parece tan diferente al resto del mundo de Berghof. Pero incluso en este caso, su comportamiento no es tan inusual como parece. O más bien es -com o el propio Hans, quien es tanto un joven ordinario C ein ein fach er ju n g er Mensch”') como un niño de una vida proble­ mática ( “ein S orgenkind des Leben s”)—a la vez común y ex­ cepcional. Hans realmente deja el sanatorio, pero a esa altura de la novela muchos otros pacientes han hecho lo mismo. Cuando la guerra empieza: “El país más alto se parecía a un hormiguero presa del pánico. El pueblo de aquellos hombres de las alturas tomaba el tren por asalto, viajaba incluso en los estribos y llenaba las estaciones. Hans Castorp se precipitaba también” (969). ¿Pero adonde va Hans, después de siete años de convivir con la muerte en la montaña? Ciertamente no donde muchos de los débiles ex pacientes podrían haberse aventu­ rado. Fue directo a las trincheras, intercambiando su esfuerzo por entender la muerte en las alturas por una marcha hacia ella en la llanura donde nos despedimos de él. ¿Logró Hans Castorp hacer algo notable en la montaña má­ gica? La respuesta de nuevo es sí y no. Desde un punto de vista, aprende mucho de sus siete maestros en estos siete años: aprende sobre el amor, la amistad y el coraje; aprende sobre el cuerpo, el espíritu y los sentimientos; aprende acerca de la vida y la muerte -y quizás incluso aprende a aceptarlas-. Se libera de su miedo a la ordinariez y de su dependencia de un con­ junto de influencias cuestionables; él marcha, obediente a su deber, hacía una muerte heroica. Desde otro punto de vista, sin

embargo, perdió algunos de los mejores años de su vida: come y bebe como un animal, escucha y dice gran cantidad de gali­ matías filosóficos, tiene una sórdida y secreta aventura amorosa de una noche, se convierte en compañero de personas que de­ testaba cuando llegó al hospital y que habría aborrecido si las hubiera conocido en cualquier otra parte, y sale del hospital para morir una muerte absurda en un campo de batalla antes que su vida haya realmente empezado. Mann simplemente no nos deja que tomemos partido con res­ pecto a estas preguntas: nos obliga a que asumamos ambos puntos de vista. Hans Castorp es tan ordinario, tan parte de su mundo, como cualquier otro personaje de la novela. Pero tam­ bién es, al mismo tiempo, un personaje extraordinario, quien no encaja dentro de un molde común y corriente. Nosotros po­ dríamos quizás usar su capacidad de autoengaño en su con­ tra, pero entonces tendríamos que revertir esta acusación contra nosotros mismos. Algo que lo distingue de los demás es que se da cuenta de que tomar partido por un bando u otro es bas­ tante complicado, que expresar un punto de vista final y ver­ dadero sobre las cosas es mucho más complejo de lo que generalmente pensamos: “Es preciso aceptarla [la humanidad] como es, es decir, como algo grandioso” (516). En Hans Cas­ torp, Mann ha creado un personaje que a pesar de todo lo que sabemos de él sigue siendo un misterio, una página en blanco. Su interminable conversación nos lleva en última instancia a un impenetrable silencio. Simplemente no sabemos quién es, qué cosas ha alcanzado, y cómo alcanzó estos logros cualesquiera que sean. Al tentar a sus lectores a pensar que ellos entienden a Hans Castorp, a creer que son superiores como él o supe­ riores a él, Mann revela el autoengaño inherente al intento de asumir una posición sobre temas y personajes que son irreso­ lublemente ambiguos. Y lo que es más importante, La m on tañ a m ágica muestra que atribuir el autoengaño a otros es uno de los caminos más seguros para autoengañarse a uno mismo.

No hay ambigüedades morales irresolubles en los diálogos de Platón. Pero sus obras giran alrededor de un personaje com­ pletamente misterioso para las otras figuras que comparten su mundo ficcional, para los lectores de los diálogos, y finalmente, como en el caso de Hans Castorp, también para su propio autor. Y aunque Hans Castorp y Sócrates son personajes totalmente disímiles, las novelas de Mann y los diálogos ele Platón son dos ele las más despreciativas demostraciones de la debilidad de los lectores que asumen que son moralmente superiores a va­ rios de los personajes que encuentran en sus lecturas, cuando ele hecho se revela que están hechos de la misma materia de aquellos que ridiculizan.27 Esta es la principal razón por la que he empezado mi discu­ sión de temas extraídos ele la literatura clásica y la filosofía con­ siderando a un autor que no es ni filósofo ni parte del canon clásico. Otra razón, quizás tan central como la anterior, es el hecho de que este libro se centra en lo que yo llamo “refle­ xiones” socráticas, es decir, tanto imágenes del personaje ori­ ginal como modos de pensamiento que se han constituido al considerar su carácter y logros, así como también las estrate­ gias que lo han convertido en el personaje que es. Pero el ori­ ginal no puede ser separado de sus reflejos. Sócrates, a través del cual Platón introduce la. distinción entre original e imagen, realidad y apariencia, lo auténtico y lo falso, es en sí mismo un original que no es otra cosa que la suma de sus imágenes, sus reflejos y los distintos ecos que oímos en obras como La m ontaña mágica, De la misma manera que los orígenes his­ tóricos de Sócrates pueden estar ahora fuera de nuestro alcance, sus reflejos muchas veces desbordan los textos que mencionan explícitamente su nombre. Un reflejo socrático, un modo pla­ tónico de escribir y tratar a su audiencia, puede confrontarnos incluso cuando el nombre de Sócrates no aparece en una obra

particular, como no aparece en la novela de Mann. Una ter­ cera razón es que el considerar la estrategia literaria de Thomas Mann me permite empezar el análisis de Platón discutiendo su propia práctica literaria. Esto no significa que esté propo­ niendo leer a Platón como una figura literaria y no filosófica. Al contrario, espero que así como los autores literarios plan­ tean e iluminan problemas filosóficos, los filósofos, también, al­ cancen conclusiones filosóficas mediante una serie de rasgos que tendemos a asociar con los autores literarios. No ocurre así con todos los autores literarios ni con todos los filósofos. Pero es suficientemente cierto en el caso que constituye el tema prin­ cipal de nuestro libro. Esto no quiere decir que la literatura y la filosofía terminen fundiéndose. Aunque la filosofía es una “forma de escritura”, así y todo tiene características que le son propias.28 Las metas de la filosofía pueden ser más modestas que las propuestas por Arthur Danto, quien afirma que en contraste con la literatura “la filosofía quiere ser más que universal: quiere también la ne­ cesidad, la verdad para todos los mundos posibles”.29 Esta po­ sición tiene como colofón el creer que tanto la literatura como la filosofía constituyen prácticas e instituciones diferentes. Las ideas literarias, no importan cuán filosóficas sean, se mantie­ nen ligadas a los textos en las que aparecen. Por ejemplo, las especulaciones de Mann acerca de la mezcla de lo sensual y lo intelectual en el alma humana, no son, y no pueden ser, discutidas sin ser constantemente ilustradas por la relación entre Hans y Clawdia. Por el contrario, la distinción de Platón entre el apetito y la parte racional del alma, a pesar del hecho de que está en gran parte motivada por su específico deseo de dar cuenta, justificar y sistematizar el modo de vida de Sócrates, tiene también una vida propia. Puede y debe ser discutida sin ninguna referencia a Sócrates. Su conexión con Sócrates puede incluso ser desconocida -com o desafortunadamente pasa- por

muchos que reflexionan acerca de ella. Las ideas filosóficas son en este sentido abstractas, capaces de vivir independientemente de sus manifestaciones originales. Incluso autores que anhe­ lan la particularidad y la individualidad-Montaigne, Nietzsche, Foucault- construyen ideas que pueden ser separadas de sus textos de una manera que las más abstrusas especulaciones que tienen los personajes Settembrini y Naptha de Mann no pue­ den hacerlo. Pero muchos de los problemas que los autores literarios plantean pertenecen sin duda a la filosofía de la misma manera que muchas de las prácticas filosóficas seguidas por los autores son tomadas de la literatura. Consideremos ahora el Eutifrón30 de Platón, Es una de las obras tempranas más cortas, vital y filosóficamente más com­ pletas, y más ampliamente leídas.31 Sócrates se ha presentado ante el arconte rey para responder a la acusación de impiedad que ha hecho Meleto contra él, y que puede resultar en su con­ dena a muerte. A la entrada, se encuentra con Eutifrón, que ha venido a demandar a su padre por asesinar a uno de sus jor­ naleros.32 La acción de Eutifrón no es sólo perturbadora sino que es totalmente impía y Sócrates, como los parientes de Eu­ tifrón, expresa su sorpresa ante el hecho de que Eutifrón siga empeñado en su demanda:33 los hijos no deben procesar a sus padres de acuerdo con la moral clásica griega y la tradición religiosa. Ya que la acción de Eutifrón es lo suficientemente contradictoria para parecer claramente impía, Sócrates infiere, razonablemente, que Eutifrón ha de tener una visión clara y ar­ ticulada de lo que es la piedad; de otra manera no podría haber insistido en esta demanda. Eutifrón, quien ha esperado con an­ siedad el momento de poder hablar con Sócrates, está de acuerdo con la inferencia de este, pues de hecho cree saber lo que es la piedad, y esto es todo lo que Sócrates necesita.

Sócrates le pide a Eutifrón. que defina para él la naturaleza de la piedad, y la parte dialéctica del diálogo comienza. Digo “la parte dialéctica” porque sólo una parte del diálogo y no su totalidad, como se puede deducir de los muchos co­ mentarios escritos sobre él. está dedicada a la definición de la piedad. Aunque es inexacto y desorientador referirse a esta obra como un drama,34 sería igualmente injustificado afirmar que el análisis literario es inútil en el caso del Eutifrón: “Formgeschicbte [...] no puede ser aplicada mecánicamente. Su relevancia para el Eutifrón es mínima: ningún problema sustancial en la inter­ pretación del diálogo está relacionado con ella”.35 El autor que sostiene este último punto de vista se ve forzado a concluir que el problema real de la obra empieza sólo después de “una larga introducción -larga con respecto a la extensión total del diá­ logo-”, y considera que “la introducción”, que de hecho ocupa la cuarta parte del diálogo, es irrelevante para su interpreta­ ción.36 No se puede inferir de lo anterior que los argumentos con los cuales Sócrates refuta las cuatro definiciones de Eutifrón de la piedad no sean cruciales para nuestra comprensión del diálogo. Sí podemos afirmar, sin embargo, que la obra es de hecho un diálogo, que pertenece a un género que le permite a Platón se­ guir ciertas estrategias, tanto filosóficas como literarias, que otro género (digamos por ejemplo un tratado) podría no haber per­ mitido. Estas estrategias merecen ser investigadas por su pro­ pio derecho. Mucho se ha escrito últimamente sobre el uso de Platón de la forma del diálogo, y varias escuelas de pensamiento giran al­ rededor del problema de si el hecho de haber optado por un género filosófico específico es relevante o no para la interpre­ tación de las obras de Platón.37 Mi propio punto de vista es que, en gran medida, Platón escribió diálogos por la simple razón

de que esta era la forma establecida de la literatura socrática a finales del siglo v y a principios del IV. Quienquiera que desea­ ra conmemorar a Sócrates escribía mayormente diálogos, sin duda debido a que ese había sido su modo de discurso favo­ rito. Muchos autores compusieron diálogos socráticos 38 y no hay ninguna razón para pensar que Platón fue el primero entre ellos.39 Por lo tanto, sospecho de las interpretaciones que toman la forma del diálogo como un fin en sí misma, que asumen que Platón lo escogió libre e intencionalmente entre otros géneros posibles, para explotar ciertas particularidades que en él pudo entrever. Pero también creo que Platón, como cualquier otro autor, pudo y, de hecho, usó el género para sus propios pro­ pósitos. Uno de los propósitos más evidentes es la caracterización de Sócrates y sus interlocutores. Algunas personas piensan que Platón utilizó esta caracterización para avanzar ciertos puntos doctrinales que la discusión, que tiene lugar en el diálogo, no articula. Un intérprete ha argumentado, por ejemplo, que Pla­ tón enfatiza la grosera ignorancia de Eutifrón para poder su­ gerir, “sugestión sólo parcialmente revelada a Eutifrón [que este autor cree no entendería], que la justicia, no la piedad, conecta lo humano y lo divino”.40 En cierta medida es irónico que tales lecturas, asociadas con el enfoque de Leo Strauss y sus estu­ diantes, a pesar de su énfasis sobre el carácter literario de los diálogos de Platón, presupongan una absoluta distinción entre lo literario y lo filosófico y subordinen, de un modo rígido, la literatura a la filosofía. La idea principal es que Platón mantiene un número de opiniones explícitamente filosóficas que, por ciertas razones, no desea hacer públicas. En consecuencia, usa la estructura y caracterización de sus obras para desautorizar los significados obvios de sus textos y sugerir sus intenciones reales a aquellos que puedan seguir el secreto hilo de su pen­ samiento. El más famoso ele estos casos es, por supuesto, el

de la República, cuyo verdadero mensaje -d e acuerdo con este planteamiento- no es que los filósofos deben gobernar la ciu­ dad, como Platón parece argumentar (473cff.), sino que ellos deben dejar el gobierno al tipo de personas representadas por los interlocutores de Sócrates, caballeros como Glaucón y Adimanto.41 Los detalles del caso no son importantes. No estoy ni preocupado incluso, en este momento, por saber si la inter­ pretación de Platón por parte de Strauss es correcta. Lo que me preocupa es la idea más general que afirma que Platón utiliza la forma del diálogo para cifrar su posición real y revelársela sólo a aquellos lectores que son capaces de leer este código. Ya que esta idea subordina la literatura a la filosofía y la trans­ forma en un portador suplementario de mensajes filosóficos se­ parables de ella.42 Debemos dejar a un lado la inmensa complejidad de la Re­ pública, ya que no queda claro que los puntos doctrinales in» cluso de una obra corta como Eutifrón puedan ser articulados de un modo suficientemente claro para poder decir que nos re­ vela la estructura dramática de la obra acerca de ellos,43 Y lo que es más importante, debemos darnos cuenta de que la ca­ racterización de Platón desempeña un papel que no está co­ nectado a la ilustración de ninguna doctrina independiente. Tal papel es uno que sin temor a equivocarnos podemos calificar de filosófico: la caracterización viene a ser parte del argumento filosófico del diálogo. Al menos, en el caso de Platón la fácil distinción entre literatura y filosofía ni siquiera empieza a cap­ tar la complejidad de su práctica. ¿Qué sabemos del personaje de Eutifrón? Nada aparte de lo que se nos dice en este diálogo y en algunas referencias saltea­ das en el Crátilo.44 Pero el propio Eutifrón nos da mucha in­ formación acerca de su protagonista, y aunque algo de esto ha sido discutido en la literatura secundaria todavía falta mucho por decir.

Lo primero digno de tenerse en cuenta es que, como en mu­ chos de los diálogos socráticos de Platón, es el propio Euti­ frón y no Sócrates quien insiste en iniciar la discusión. Contrario a lo que muchas personas piensan, no es Sócrates quien para a las personas en la calle, sin ninguna razón, y les pide que de­ finan la virtud y justifiquen sus vidas sino que es otra persona la que lo lleva a la conversación.45 Eutifrón parece conocer a Sócrates; conoce, sin duda, sus hábitos y por eso se sorprende de encontrarlo en el pórtico del rey en lugar de encontrarlo en “su acostumbrado merodeo por el Liceum”.46 A él le parece imposible de creer que Sócrates, a quien tiene por un hombre justo y pacífico, sea el instigador de una demanda legal: está seguro de que Sócrates tiene que ser el demandado. Eutifrón también sabe del daim onion de Sócrates, la voz que, de cuando en cuando, prevenía a Sócrates de involucrarse en cierto tipo de acción, está convencido de que esta es la razón por la que Meleto (3b5-8)47 ha acusado a Sócrates de impiedad. La im­ presión que recibimos es que Sócrates y Eutifrón se conocen bien, aunque Eutifrón no entiende mucho de la complejidad del carácter de Sócrates. Debido al daim on ion , Eutifrón cree que Sócrates comparte con él el conocimiento especial de lo divino que cree poseer. Esto hace que Eutifrón esté deseoso de hablar por ambos: los atenienses, dice, “envidian a cualquiera que es como nosotros” (3c2-3), una identificación que Sócrates se apresura a negar; “es incierto dónde acabará esto”, dice acerca de su inminente jui­ cio, “excepto para vosotros los adivinos” ( Eutifrón, 3e2-3). Las propias ideas religiosas de Eutifrón son materia de controver­ sia. No existe consenso sobre si Eutifrón es representado como un sectario y un innovador religioso48 o como un experto en teología tradicional,49 si es parte de la religión oficial ateniense o su enemigo. Pero su seguridad, en la precisión de su teolo­ gía y en la justicia de su postura legal es tan extrema y abso­

luta que aniquila desde el principio cualquier confianza que pudiéramos haber tenido en la sensatez de sus juicios: “en la idea que tú tratas de hacer innovaciones de las causas divinas, te ha presentado esta acusación y, para desacreditarte, acude al tribunal, sabiendo que las cosas de esta especie son objeto de descrédito ante la multitud. En efecto, cuando yo hablo en la asamblea sobre las cosas divinas anunciándoles lo que va a suceder, se ríen de mí pensando que estoy loco. Sin embargo no he dicho nada que no fuera verdad en lo que les he anun­ ciado” 50 (.Eutifrón, 3b7-c3). Se vanagloria por su sabiduría con respecto a los dioses y contrapone su propio conocimiento a la ignorancia de la multitud. Con gran confianza y certeza le dice a Sócrates, sin notar el tono irónico de sus últimas pre­ guntas, que de hecho entiende las complicaciones religiosas de su caso perfectamente bien. Reafirma que aquello que lo dis­ tingue del resto del mundo es su conocimiento exquisitamente preciso (áKpi(3ff|<;) sobre esta materia. Está orgulloso de su co­ nocimiento de las diversas historias tradicionales relativas a los dioses, y anuncia que podrá fácilmente ganar el caso con la única condición de que los jueces sean capaces de escucharlo imparcialmente (9b9 -10).51 El retrato que Platón nos ofrece de Eutifrón, elaborado a lo largo de una considerable extensión en el texto, es la de un personaje prodigiosamente engreído: tan engreído que permanece inmune a la increíble intensidad de la ironía con la que Sócrates lo trata a través de todo el diálogo. Una y otra vez, de una manera obvia para el lector de los diálogos pero invisible a la víctima de sus ataques, Sócrates le suplica a Eu­ tifrón que lo tome como su estudiante (|ia0r(Tf)<;) y le enseñe (5 i8 á a K £ iv ) su sabiduría (aocpía) acerca de la piedad para que así, cuando vaya a la corte, pueda montarse una buena defensa contra la demanda legal de Meleto. Sócrates usa estos tres tér­ minos y sus derivados veinticuatro veces en el curso de la

obra.52 Pocas veces Platón ha retratado a un Sócrates tan cla­ ramente cruel con uno de sus interlocutores. La ironía de Só­ crates es tan extrema que muy pronto deja de ser divertida. Es mucho menos divertida aquí, por ejemplo, que en el P rotágo­ ras, diálogo en el que él sofista, que sabe cómo cuidar de sí mismo, de hecho puede contraargumentar en varias ocasio­ nes durante su conversación con Sócrates. A Eutifrón, por el contrario, se le representa como tonto y pomposo. En pocas palabras, el Eutifrón de Platón es inusualmente es­ túpido. Incluso su nombre, en el contexto de este diálogo, es una broma evidente y un agudo contraste con respecto a la estructura de su conversación con Sócrates. El “pensador di­ recto y claro”, que es lo que Eutifrón significa en griego, es llevado una y otra vez a un círculo vicioso, que se origina al reformular nuevas definiciones de la piedad para reducirlas luego a la noción original. Estas nuevas definiciones son fácilmente refutables y en ellas la piedad es entendida como “lo que sa­ tisface a los dioses”.53 Y como si la estrategia de Sócrates no fuera suficientemente obvia, Platón hace una referencia explí­ cita a la imagen de ir moviéndose en círculos,: “¿[...] me acusa­ rás a mí de ser un Dédalo -le dice Sócrates a Eutifrón- y hacerlos andar [los razonamientos], siendo tú mucho más Dé­ dalo que yo, pues los haces andar en círculo? ¿No te das cuenta que nuestro razonamiento ha dado la vuelta y ha estado otra vez en el mismo punto” (15b7-cl). El desdén de Platón hacia Eutifrón se refleja en la actitud de sus lectores y es reproducida por sus intérpretes. Paul Friedlander describe a Eutifrón como “un fanático”.54 Gregoiy Vlas­ tos, como suele suceder, no se anduvo con tapujos: “es como decirle que su fracaso ai tratar de afirmar con seguridad cuál es la naturaleza de la piedad, no sólo habla de su incapacidad intelectual, sino que también afirma que él es moralmente co­ rrupto”.55 Según Laszlo Versenyi: “Eutifrón es esencialmente una

figura cómica. Su pretendida superioridad sobre sus contem­ poráneos es pura arrogancia, una pretensión jactanciosa de ser diferente, e impostura y una seguridad fundada en la ig­ norancia de saber lo que los otros ignoran, un creerse más puro y devoto que los demás sin ningún fundamento en la reali­ dad”.56 “En su fanatismo”, escribe otro crítico, “lo entiende todo al revés”,57 mientras que otro llega incluso a afirmar que el frus­ trado, ap o rético, final se debe al menos en parte al “engrei­ miento [de Eutifrón], a la ausencia de una previa reflexión filosófica sobre un área en la cual él se declara experto, y a su total falta de brillo intelectual”.58 Todas las afirmaciones anteriores son ciertas con respecto al personaje del diálogo de Platón. Pero ahí está el problema: Eutifrón es un personaje literario y no una persona real. Euti­ frón no es responsable de su estupidez, Platón es el único res­ ponsable. Aun así la extraordinaria verosimilitud de los escritos de Platón supera nuestras más acérrimas precauciones y nos seduce a tomar sus diálogos no como obras de literatura sino como transcripciones de; conversaciones reales. Sentimos, por lo tanto, que Eutifrón es estúpido porque cierto personaje his­ tórico que respondía a ese nombre era intelectualmente ram­ plón. Su estupidez parece ser un hecho bruto que no necesita ulterior explicación; no es posible que un hombre ignorante aprecie la importancia de las preguntas con las que Sócrates lo enfrenta. Pero esto es una falsa ilusión. No hay tal cosa. Lo que realmente pasa es que la estupidez de Eutifrón se deriva de la necesidad de Platón de crear un personaje con tales ca­ racterísticas. Y este es un hecho que cualquier interpretación del diálogo necesita explicar. ¿Por qué, entonces, Platón hizo de Eutifrón alguien tan tonto? Tal desdén no se adecúa bien al hecho de que sea presentado como un amigo de Sócrates, conocedor (como hemos visto) de su carácter y hábitos, predispuesto positivamente hacia él, e in­

cluso no dispuesto a perder la calma ante el incansable y rudo cuestionamiento al que lo somete Sócrates.59 Quizás Platón quería usar a Eutifrón para caricaturizar la com­ placencia de las actitudes religiosas tradicionales de Atenas.60 Pero ya hemos visto qué la relación de Eutifrón con estas prác­ ticas religiosas es difícil de determinar. El diálogo también lo muestra como un creyente literal de las leyendas de Hesíodo acerca de la lucha entre los dioses (6b~c, 7bff), dato que no corresponde con lo poco que sabemos acerca del escepticismo con el que estas historias eran vistas a finales del siglo v antes de Cristo, y que impide además ver en él un buen represen­ tante del tradicionalismo en la religión ateniense.61 Podríamos pensar, entonces, que lo que Platón deseaba exponer era el ca­ rácter banal de los innovadores religiosos (los sectarios). Pero esta explicación no nos ayuda demasiado. Ambas alternativas fracasan al tratar de dar respuesta a la pregunta: qué ganaría Platón al asumir tal estrategia. Cualquiera que sea la relación de Eutifrón con el tradicionalismo religioso, el hecho es que los atenienses, como él afirma de un modo explícito, se niegan a tomárselo en serio. Y si los atenienses no se lo toman en serio, la burla de Sócrates tampoco sirve “para revelar la ortodoxia re­ ligiosa ateniense en toda su absurdidad”62 o para mostrar el ca­ rácter absurdo de su radicalismo religioso. Si Platón pretende satirizar la conformidad religiosa o la heterodoxia, la opción que toma al escoger el personaje que representa cualquiera de estas tendencias es desafortunada. Mejor hubiera hecho mos­ trándolo como una figura religiosa de gran inteligencia y me­ recedora de gran respeto, que era incapaz de articular sus creencias, y no como un estúpido fanático que era capaz de destruirlas. ¿Por qué entonces es Eutifrón estúpido y por qué la ironía de Sócrates hacia él es tan severa? El principio de una respuesta a estas preguntas se puede encontrar en que Eutifrón, como

james Arieti ha notado también, “está tan centrado en el con­ cepto de autoengaño que avanza incluso cuando el vacío de sus fundamentos se manifiesta totalmente”.63 Todos los rasgos del personaje Eutifrón que hemos listado hasta ahora -su ab­ soluta confianza en sí mismo, su arrogancia, su certeza de que las personas no lo pueden entender™ parecen perfectamente escogidas para construir un personaje que, al ser tan engreído como mediocre, puede permanecer indiferente en su incon» ciencia de la presión dialéctica y personal que Sócrates ejerce sobre él.64 Sabiendo lo tonto, lo lerdo y lo seguro que es Eutifrón, sólo se puede esperar que él mismo no se percate de cuáles son los puntos claves que Sócrates ha tratado de demostrar a lo largo de su conversación. Ya que Sócrates ha afirmado que una acción tan cuestionable como es la de Eutifrón no puede ser emprendida sin un entendimiento seguro de la naturaleza de la piedad: si me dices que es justo robarles a los pobres para darles a los ricos, es mejor que tengas una concepción clara de lo que es la justicia y una serie de razonamientos convin­ centes para apoyar tu idea de lo justo; la acción de Eutifrón tiene que pasar por un proceso de validación similar al antes descrito. Pero Sócrates deja bien claro que Eutifrón, a pesar de la grandilocuencia de sus afirmaciones, no tiene idea de lo que es la piedad y tampoco sabe que carece de este conoci­ miento. Y lo que es más importante, sugiere que al mantenerse inconsciente de su ignorancia, Eutifrón da muestra de ausencia de autoconocimiento, rasgo que Sócrates considera el más serio de los errores humanos. Su personalidad está diseñada de tal modo que le impide ver tales verdades acerca de sí mismo. Su confianza en sí mismo es una forma de ceguera, de autoengaño. Platón ha preparado el terreno perfectamente para el final completamente negativo del diálogo. Al principio a Eutifrón

le costó mucho trabajo involucrar a Sócrates en la conversación. Eutifrón estaba ansioso por enseñarle a Sócrates qué era la pie­ dad y por contarle toda suerte de historias asombrosas sobre los dioses que sólo él conocía. Estaba listo, por lo tanto, para iniciar lo que habría sido una epideixis tradicional, una forma de exhibición de nuestros talentos y habilidades, frecuente­ mente asociada con los oradores y los sofistas (ver G orgias, 447b8; P rotágoras, 317e3fO- Y aun así, al final de la obra, des­ pués de otro intento fallido de explicar cuál es la naturaleza de la piedad y enfrentado a la invitación de Sócrates para em­ pezar de nuevo, Eutifrón repentinamente recuerda una cita a la que no puede faltar: “En otra ocasión, Sócrates”, dice, como si ya hubiera empezado a alejarse; “ahora tengo prisa y es tiempo de marcharme” (15e3-4). La excusa era evidentemente poco convincente, pero el personaje que se excusa la cree totalmente: este hombre autosuficiente y demasiado seguro de sí mismo ha tenido ya bastante de Sócrates y sus ardides. Puede que haya sido el perdedor de esta discusión, pero esto no significa nada para él: se va impertérrito y sin haber cambiado en ningún sen­ tido. Dado su carácter, es natural para nosotros, como la audien­ cia imaginaria del diálogo, creer que Eutifrón no ha entendido en absoluto el propósito de la conversación de Sócrates. ¿Cómo podría haber entendido a Sócrates siendo tan mediocre, igno­ rante y autosuficiente? La personalidad de Eutifrón explica por qué Sócrates no puede tener ningún efecto en él. Y a la vez ex­ plica por qué Platón escogió componer su diálogo alrededor de su figura. A pesar de todos los esfuerzos de Sócrates, la gran autosuficiencia de Eutifrón le permite permanecer totalmente inmutable en su convicción de que su acción legal es correcta y que nadie puede competir con su conocimiento acerca de los deseos de los dioses. Ningún argumento lo puede sacar de su olímpica seguridad.

Pero nosotros sabemos más que él. Podemos ver a través de su autoengaño. Vemos cómo Eutifrón, ciego en su confianza en sí mismo, es incapaz de entender el objetivo de las preguntas de Sócrates una y otra vez, y logramos rehuir las trampas en las cuales él cae. Nos clamos cuenta, de la misma manera que se han dado cuenta generaciones de lectores de Platón, de que la forma de autoengaño que sufre Eutifrón es el peor enemigo de Sócrates. Después de todo, detectar el autoengaño en los otros no es algo tan difícil de hacer; como afirma Lionel Trilling, el “engaño que mejor entendemos y al cuál le prestamos más atención es aquel en el que "una persona se engaña a sí misma”.65 Y nosotros no somos como este hombre grotesca­ mente tonto, presuntuoso e insignificante: ¿cómo podríamos ser iguales a esta grotesca caricatura, cuya única razón de ser es no entender bien las creencias de Sócrates? Pero nosotros enten­ demos, estamos del lado de Sócrates, sabemos más que este personaje. ¿Y adonde nos conduce este saber más? Básicamente, lo que hacemos es leer este diálogo y luego cerramos el libro, con un gesto que es la exacta réplica del repentino recuerdo de Eu­ tifrón de la cita que termina su conversación con Sócrates. Tam­ bién nosotros regresamos a los asuntos de nuestra vida, de la misma manera que lo hace Eutifrón. Y los pormenores de nues­ tra vida cotidiana no tienen los mismos objetivos del elenchos, que son: el hacernos conscientes u obligarnos a luchar contra el autoengaño, que domina la vida de Eutifrón y evidentemente también la nuestra debido a nuestro propio abandono del diá­ logo. La ironía de Sócrates es dirigida a Eutifrón sólo como un medio, su objetivo real es el lector. Eutifrón no es la única obra de Platón que asume un. acer­ camiento irónico tan insultante con su audiencia. Aunque C ár­ mides, a diferencia del Eutifrón, termina con una nota positiva,

en la que Cármides acepta el consejo de Critias ele mantenerse cerca de Sócrates y continuar la búsqueda ele la templanza con él (176a6-d5), su efecto es ieléntico, ya que Critias se excluye a sí mismo del proyecto aunque se ha demostrado que su en­ tendimiento ele la templanza dista de ser satisfactorio (175a8~ 11). También sabemos que Cármides se convertirá con los años en uno de los treinta tiranos sanguinarios que dominarán al final de la guerra del Peloponeso, bajo el brutal liderazgo del pro­ pio Critias. Por lo tanto, sabemos que a pesar del desenlace promi­ sorio del diálogo, ninguno de los dos aprendió la lección de Sócrates. Sin embargo, nosotros sí logramos explicar su inca­ pacidad para entender a Sócrates y, por lo tanto, distinguirnos de ellos, porque sabemos que es un hecho histórico c}ue ambos fueron unos personajes malvados y depravados. No obstante, resulta una salida fácil e insatisfactoria. ¿Critias y Cármides hacen caso omiso ele Sócrates debielo a que son malvados o se hacen malvados porque no se toman a Sócrates en serio? Platón no responde a esta pregunta directamente. Pero esto nos da sufi­ cientes razones para preguntarnos si rehuir a Sócrates, como lo hacemos frecuentemente, puede ser la razón para la deprava­ ción y no su efecto. Si Cármides, quien es retratado como un personaje totalmente admirable en el diálogo, y Critias, quien no parece ser corrupto en ese momento, al final se vuelven mal­ vados debido a que no le prestaron atención a Sócrates, y no de forma contraria, ¿por qué, después ele todo, debemos su­ poner que somos tan diferentes de ellos? L aq u es-por tomar un ejemplo- termina con un cálido sen­ tido ele camaradería de parte de sus participantes. Pero Nicias y Laques, los generales que se ha demostrado no saben nada sobre la naturaleza del coraje, se retiran ele la inconclusa in­ vestigación acerca de la naturaleza de la virtud (200c7-d8) y eiejan el problema en manos de Sócrates y de los padres ele

los dos muchachos en torno a los que versaba originalmente su conversación. Incluso alguien como Nicias, que sabe muy bien el objetivo del elen cb os socrático (187e6-c3) no se deja afectar y se retira despreocupadamente a los asuntos de su vida cotidiana. Ser amigo de Sócrates no es lo mismo que unirse a él y tratar de vivir de acuerdo con el modelo de vida que pre­ dica como el único apropiado para los seres humanos (Ap38a5). Y aunque nosotros nos vemos como sus amigos, somos como Nicias: tomamos nuestro propio camino. Es cierto que algunas personas dedican una importante parte de su vida a examinar los argumentos de Sócrates y a leer una y otra vez los diálogos de Platón -y o mismo soy uno de ellos-. Pero aunque un directo examen de la doctrina y argumentos de los diálogos es absolutamente necesario para llegar a en­ tender a Sócrates, no es suficiente. Los diálogos socráticos de­ mandan de su audiencia lo que Sócrates demanda de sus interlocutores: examinar sus creencias sobre cualquier tema im­ portante para ellos, determinar a qué otro tipo de creencias están vinculadas lógicamente, aceptar sólo aquellas que son compatibles entre sí, y vivir sus vidas de acuerdo con estas creencias. Este es un problema que nosotros somos tan capaces de ignorar como cualquiera de los interlocutores de Sócrates. El estudio cuidadoso de los textos de Platón es en gran me­ dida un ejercicio lógico; su aparente aridez puecle desalentar a quienes esperan más de la filosofía. Pero cuando se trata de justicia, sabiduría, coraje o templanza -cuando se trata de las virtudes que eran la principal preocupación de Sócrates—, lo que pensamos de ellas tiene una importancia central para la to­ talidad de nuestra vida, para lo que nosotros somos como in­ dividuos. Examinar la consistencia lógica de estas creencias, cuando se hace de un modo correcto, es examinar el molde que conforma nuestro propio yo. Es un ejercicio personal y arduo, todo un modo de vida. Como Michael Frede ha escrito,

“revisar las creencias, que están entretejidas de un modo tan profundo con la materia de nuestra vida, de tal manera que se logre y mantenga la consistencia, es muy difícil, en parte por­ que esto significa, o al menos podría significar, un cambio ra­ dical de modo de vicia”.66 El examen lógico de las creencias es una parte -pero sólo una parte- de la vida examinada. Los diálogos demandan de sus lectores, tal como Sócrates le pide a Eutifrón, que su vida esté en armonía con sus creen­ cias, ¿Existe, como el Sócrates de Platón parece pensar, un con­ junto consistente de creencias de acuerdo con las cuales la vida puede ser vivida? ¿Podemos encontrar la armonía que él per­ sigue? No estoy seguro de eso. E incluso si fuéramos capaces, estoy casi totalmente convencido de que no hay un único con­ junto de creencias que le dé sentido a un tipo de vida único que sea bueno para todos y cada uno de nosotros. Pero este no es el problema directo con que nos enfrentamos aquí. El problema que nos preocupa es que, para decirlo con las pala­ bras de Frede, “el saber, según aprendemos en los primeros diá­ logos, no involucra únicamente a los argumentos, no importa cuán buenos sean, que se tengan para defender una tesis. El conocimiento también involucra al resto de nuestras creen­ cias, y por ende, al menos en algunos casos, necesita que nues­ tra propia vida se alinee con nuestro argumento [...]. De esta manera, el conocimiento, o al menos el tipo de conocimiento en el que está interesado Platón, es un logro de una índole al­ tamente personal”.67 La filosofía no es aquí sólo el conocimiento de los libros, es toda una forma de vida, incluso si, como yo creo, no dicta una sola manera de vivir que todos deben seguir. La simple investigación de la estructura de los argumentos de Sócrates no es suficiente para permitirnos vivir una vida filo­ sófica. Tampoco se logra a través de una interacción más “dialógica” con las obras de Platón, a través de una investigación de su forma dramática así como también de sus argumentos.68

La em presa es p erson al e intelectual, y puede que se realice en cierta medida, co m o argum entaré en la segunda parte de este libro, independientem ente de un estudio detallado de las obras de Platón, aunque nunca sin cierta aten ción a la figura de Sócrates. D ebido a que m uchos de nosotros no nos involu­ cramos en un pro y ecto de este tipo, term inam os, a pesar de nuestra dedicación a su estudio, siendo lectores superficiales de Platón. Y este es el resultado de una deliberada estrategia por parte de Platón. El C árm ides h ace que n osotros m en o s­ preciem os a sus p erson ajes d ebid o a que co n o ce m o s su d e ­ pravada naturaleza. El Laques nos deja que excu sem os a sus generales debido a su edad, com placencia, y su bondad. El E u­ tifrón nos facilita que tom em os partido por Sócrates y sintamos un desprecio por Eutifrón que, en realidad, tam bién debería­ mos sentir por nosotros mismos. Platón nos ofrece diferentes explicaciones para la in com p ren sión con la q u e reaccio n an los interlocutores de Sócrates. Una de estas exp licacio n es se convertirá inevitablem ente en nuestra propia excusa. De h echo nuestra situación es en cierto sentido peor que la de Eutifrón. Ya que Platón nos p o n e en la p o sició n de creer que sabem os qué es lo bueno y qué es lo m alo, nos decim os a nosotros m ism os y a nuestros estudiantes que Sócrates está en lo correcto y Eutifrón está equivocado, y aun así rechaza­ mos el tipo de vida que exige nuestro acuerdo co n Sócrates. Pero com o Platón h ace afirmar a Sócrates en todos los prim e­ ros diálogos tal postura es insostenible: conocer qué es lo m ejor y a pesar de eso h a ce r lo peor; só lo existe la ignorancia de qué es lo mejor.69 Eutifrón, al m enos, no está de acuerdo co n Sócrates, com o lo estam os nosotros, o decim os que lo estamos. El Eutifrón nos m uestra que en nuestra reacción positiva y e n ­ tusiasta hacia Sócrates sólo m ostram os la ignorancia que ten e­ mos de nuestra propia ignorancia - e l mismo tipo de autoengaño que generaciones de exégetas han discernido en Eutifrón p ero

ignorado en ellos, el mismo autoengaño que descubrimos en Hans Castorp e ignoramos en nosotros. La ironía de Platón es más perturbadora que la de Sócrates. Usa la ironía de Sócrates como un medio para calmar las sos­ pechas que los lectores de los diálogos puedan tener sobre la autocomplacencia que él hace que ellos denuncien. Su ironía es profunda, terrible y desdeñosa. Es al menos un reto tan lleno de arrogancia hacia sus propios lectores como lo era el que Só­ crates le imponía a sus interlocutores, si no lo es todavía mucho más. La ironía de Platón, si estoy en lo correcto, es tan fácil de obviar por sus lectores como lo es la de Sócrates, algunas veces ante nuestra propia sorpresa, para los personajes a los cuales se dirige. Pero al inducir la misma estructura de autoengaño en sus lectores, la ironía platónica explica por qué Sócrates tuvo tan poco éxito al tratar de convencer a sus interlocutores de sus ideas y modo de vida. En el proceso de producir en nosotros desdén por los interlocutores de Sócrates, los diálogos nos con­ vierten en personajes muy parecidos a ellos. Al observar a Eutifrón engañarse a sí mismo en la ficción de Platón, nos en­ gañamos a nosotros mismos en nuestra propia vida. En este sentido la ironía de Mann constituye un eco o un re­ flejo ele la socrática, según la representan las primeras obras de Platón. Aunque los personajes que ellos construyen son muy diferentes entre sí, las estrategias de Mann y Platón son simi­ lares y sus propósitos idénticos. Los dos provocan y reprodu­ cen el autoengaño en sus lectores mientras lo muestran en sus personajes. Sin embargo, los diálogos de Platón involucran un elemento adicional y aún más problemático. Al ser obras de filosofía requieren una respuesta ética, filosófica. Podemos de­ cidir que Sócrates está equivocado y tratar de refutarlo, incluso podemos tratar de demostrar que después de todo Eutifrón no era tan malo y estúpido.70 Podemos conscientemente ignorar el método filosófico de Sócrates y escoger libremente otro tipo de

vicia para nosotros. Podemos estar de acuerdo con él y tratar de llevar una vida similar a la suya, con las dificultades, los peligros y los riesgos que esto conlleva. O podemos, como hi­ cieron todos los autores que examinaremos en la segunda parte de este libro, interpretar su actividad en un nivel más abstracto e imitar no el contenido sino la forma de su vida -n o necesa­ riamente su dedicación a la razón pero sí su creación de, y su devoción a, una voz propia e inimitable-. Lo que no podemos hacer -aunque esto sea lo que hacemos normalmente- es estar, por un lado, de acuerdo con Sócrates y, por otro, tratar de apar­ tarnos de las obras de Platón, de la misma manera que Eutifrón hace con su incómodo interlocutor. En los próximos dos capítulos, nos desplazaremos de la iro­ nía del autor a la ironía de su personaje, de Platón a Sócrates. Primero por la simple razón de que la ironía socrática es un ele­ mento necesario a la ironía platónica que hemos discutido hasta ahora. Segundo, porque la ironía socrática es el producto de una estrategia literaria cuyo efecto ha sido convencer a los lec­ tores modernos de que el Sócrates real tiene que ser hallado en los textos de Platón y no en los de Jenofonte, cuya propia es­ trategia literaria creó un sentido de verosimilitud para épocas anteriores. Nos preguntaremos, entre otras cosas, por qué ha llegado a ser tan natural creer que en la obra de Platón nos podemos enfrentar al propio Sócrates, por qué pensamos que el reflejo, la representación socrática de Platón, no es tal sino una visión directa clel personaje histórico original. Por último, examinaremos la ironía socrática porque, como trataré de de­ mostrar en la segunda parte de este libro, provee una explica­ ción para dos hechos de gran importancia y extrañeza en la historia de la filosofía. Primero, el hecho de que un largo nú­ mero de filósofos modernos han imitado a Sócrates al asumir que la filosofía es un arte de vivir. Segundo, el hecho de que las vidas que ellos describen y ejemplifican al practicar este arte

son radicalmente diferentes, quizás incluso contrarias, a la vida de Sócrates. La ironía de Sócrates, su silencio, es la razón por la cual él creó una tradición que se manifiesta en los más di­ versos modos de vida y de la cual descubren que son parte algunos de sus más acérrimos opositores, como Nietzsche, para su propio horror. El arte de vivir es un arte socrático. Incluso aquellos que lo niegan se ven obligados a perpetuarlo.

La típica víctima de una situación irónica es esen­ cialmente un inocente . La ironía ve la asunción como presunción y, p or lo tanto, la inocencia como culpa . La simple ignorancia está a resguardo de la ironía, pero la ignorancia compuesta con un ínfimo grado de se­ gundad, o confianza, es vista como una hibris intelec­ tual y es una ofensa castigable. D . C. M u ecke,

The Compass o f Irony

■Platón lleva a los lectores de sus primeros diálogos a un es­ tado, astutamente inducido, de una ignorancia jactanciosa. Les infunde confianza a sus interlocutores calmándolos, les hace creer que saben más que los interlocutores de Sócrates. Nos hace presumir que, a diferencia de los personajes de sus diá­ logos, nosotros sí entendemos el argumento de Sócrates; nos hace pensar que estamos de acuerdo, si no con cada una de las opiniones de Sócrates, al menos con su visión general, de la vida. Pone al descubierto nuestra ignorancia al mostrar que no hacemos nada parecido a lo que pensábamos. Nos hace ver que, aunque decimos que estamos de acuerdo con la intransi­ gente petición de Sócrates de dedicar nuestra vida a la bús­ queda de la razón y la virtud, nos mantenemos en última instancia indiferentes a ello. En la segunda parte de este libro veremos que “la búsqueda de la razón y la virtud” no es la única descripción apropiada del proyecto filosófico de Sócrates: el arte de vivir socrático puede adoptar muchas formas. Pero aque­ llos que dicen estar de acuerdo con Sócrates acerca de que la búsqueda racional del conocimiento de la virtud, es la manera correcta de vivir, se enfrentan a una dura prueba en el momento

en que se apartan de las primeras obras de Platón para enca­ rar el resto de sus vidas. Platón, por lo tanto, coloca a sus lectores -a nosotros- en una situación particularmente difícil. Además, nuestra situación es la misma en la que se encuentran las propias víctimas de Só­ crates en el curso de los diálogos platónicos. Cuando leemos los diálogos, Platón crea una ficcional distancia física que nos separa de la acción de la obra: nos hace creer que somos parte de la audiencia que observa a Sócrates practicar el elen chos -el devastador método de preguntas y respuestas a través del cual trata de desinflar la confianza que en sí mismos tienen sus interlocutores-. Algunas veces la distancia es aún más grande: Platón nos permite imaginar que estamos colocados un poco más atrás, que somos un segundo grupo que observa tam­ bién a los propios interlocutores de Sócrates. Y de esta manera, mientras observamos a Sócrates involucrando a otros en el elen­ chos, este método ha sido practicado en nosotros durante todo el proceso. Al convencernos de que somos su última audien­ cia, Platón nos convierte en participantes de sus diálogos, casi en personajes de su propia ficción. El último en la fila es el pro­ pio Platón, que los observa a todos, incluidos a nosotros mis­ mos, y que sigue irónicamente la acción dramática que él mismo ha creado. Su mirada es la que nosotros no podemos ver. Como Montaigne escribió: “Nada ven nuestros ojos por dentro. Cien veces al día burlámonos de nosotros en cabeza ajena y detes­ tamos en otros los defectos que brillan en nosotros más clara­ mente, admirándonos de ellos con prodigiosa impudicia e inadvertencia”.1 La ironía estructura el último trasfondo de sus diálogos. Esto muestra lo difícil que es reconocer cuándo el elenchos se practica en nosotros, cuándo se nos demuestra que sabemos menos de lo que creíamos. Y si esto es tan difícil para noso­ tros, no hay ninguna razón por la cual deba resultar fácil para

los propios interlocutores de Sócrates. No debemos ser, por lo tanto, tan duros con ellos. Parece perfectamente razonable no hacerle caso a Sócrates y continuar con nuestras vidas de la misma manera que lo hacíamos antes, incluso cuando estába­ mos de acuerdo con él en que no debíamos hacerlo. Lo mismo les pasa a los interlocutores de Sócrates, a ellos le parece na­ tural no tomarse en serio a Sócrates incluso si algunas veces ellos sospechan que han fracasado al intentar responder a sus preguntas. En realidad, aquellos que creen que Sócrates es una presencia molesta o un estafador pueden ser menos objeta­ bles que los que proclaman estar convencidos de que él está en lo correcto pero que finalmente no actúan bajo esta con­ vicción. Los primeros están errados, los últimos son hipócri­ tas. Y aquellos que han escogido ignorar a Sócrates puede incluso que no estén errados, ya que no es para nada obvio que nosotros debamos aceptar la dialéctica socrática como la mejor guía para la vida. No todo el mundo valora la dialéctica tanto como lo hacen Sócrates y sus seguidores directos. Uno puede ser todavía un socrático, como espero demostrar en el curso de mi argumento, sin tener un compromiso irrestricto con una vida basada en la pura razón. En este aspecto Nietzsche, quien era él mismo ese tipo de socrático pero insistía en iden­ tificar a Sócrates con una racionalidad a toda costa, no exage­ raba cuando escribió que: “Antes de Sócrates, la gente, en la buena sociedad, repudiaba los modales dialécticos L. J las cosas honestas, lo mismo que los hombres honestos, no llevan sus razones en la mano de ese modo [...]. En todo lugar donde la autoridad, sigue formando parte de la buena costumbre y lo que se da no son razones sino órdenes, el dialéctico es una espe­ cie de payaso: la gente se ríe de él, no lo toma en serio”.2 Los interlocutores de Sócrates no lo entienden simplemente por el hecho de que sean estúpidos como Eutifrón, ingenuos como Ion, corruptos como Cármides o Critias, o autosuficientes como

Protágoras -a menos que nosotros mismos aceptemos que no entendemos a Sócrates porque somos igualmente estúpidos, in­ genuos, corruptos o autosuficientes. Platón, cuyo desdén por las masas puede igualarse sólo a su pasión por mejorarlas,'pudiera muy bien haber pensado que estúpidos, ingenuos, corruptos, autosuficientes es realmente lo que somos la mayoría de nosotros. Pero al menos para poder salvar algo de nuestra autoestima deberíamos pensar que la ino­ cencia arrogante no se encuentra sólo en caricaturas como Eu­ tifrón o Ion. Es una condición muy común, difícil de notar y superar; una condición muy común que nos caracteriza a mu­ chos de nosotros, incluso si no somos particularmente estúpi­ dos, ingenuos, corruptos o autosuficientes. Platón llena sus obras de inocentes arrogantes -cada uno de ellos arrogante e inocente a su manera y por sus propias ra­ zones-. Él nos coloca luego al lado de Sócrates y de sus inter­ locutores, como parte de la audiencia nocional de los diálogos, y nos exhorta a pensar que en gran medida nuestro punto de vista es el mismo que el de Sócrates. Nos exhorta a asumir una actitud altiva, irónica hacia los otros personajes que participan junto con Sócrates en el juego dialéctico de sus diálogos. Y al hacer esto nos convierte en inocentes arrogantes como ellos. Al mismo tiempo que tratamos a las víctimas de Sócrates iró­ nicamente, inconscientes de lo inapropiado de nuestra propia seguridad, nos convertimos en los objetos de una ironía de un grado más alto: la platónica. ¿Qué nos permite ser irónicos con los interlocutores de Só­ crates? Obviamente, el hecho de que la actitud de Sócrates hacia ellos es infaliblemente irónica. La ironía socrática, por lo tanto, tiene un doble rol en las obras de Platón, Es parte del tema de los diálogos, aparece representada dentro de ellos y juega un rol específico al caracterizar a Sócrates y su relación con los otros. Pero es también una estructura formal, un mecanismo

para crear uno de los efectos más poderosos de los diálogos. Al mismo tiem po que observam os a Sócrates manipular a sus interlocutores, nosotros mismos estam os siendo m anipulados por Platón. La ironía de su personaje es indispensable a la de su autor, la criatura es esencial a su cread o r Las últimas obras de Platón, las cuales raramente le dan razón a Sócrates para ser irónico, no le h ace n la vida tan difícil a sus lectores com o sí pasa con frecuencia en los prim eros diálogos. Ser irónicos es, en co n se cu en cia , un asu nto peligroso. “El único escudo contra la ironía [...] es la circunspección absoluta, un escudo que ningún hom bre pu ed e sostener. Si esto parece colocar al ironista en una situación ventajosa que es totalm ente injusta, es necesario ten er en cu enta que el ironista es igual­ mente vulnerable porqu e el propio hecho de ser irónico p re­ supone una asu nción de superioridad”. Los ironistas m ism os son particularm ente vulnerables a la ironía, la situación siem ­ pre puede cam biar y nunca se p u ed e saber totalm ente si n o se es tam bién una víctima, tanto com o un agente, de la ironía. “El ironista se en fren ta a la m ism a n ecesid ad que tienen los otros de ser universalm ente circunspectos y tiene la misma p ro­ babilidad de tener é x ito .” 3 Los ironistas son vulnerables a sus propias tácticas porque su asunción de que son superiores a sus víctimas es la prueba de su fatal debilidad. La asunción es esencial a la ironía en todas sus formas, desde sus casos retóricos más sim ples hasta las m ás cósmicas y etéreas versiones románticas. La ironía siempre p re­ supone el h ech o de que el ironista sabe algo que otra persona no conoce, y al m enos de m om ento no puede conocer. En toda ironía, por lo tanto, hay un elem ento de jactancia, lo que e x ­ plica en parte por qué la ironía se ha enfrentado siempre co n un gran recelo. El m ism o Sócrates vincula la ironía con la jactancia y anti­ cipa el recelo que la ironía provoca cuando utiliza el térm ino

vinculado a su propia figura. En la Apología (37e3-38al) de Pla­ tón, Sócrates le dice al tribunal que ellos no le deben perdo­ nar la vida fundando sus esperanzas en que va a cambiar su forma de ser. Esto nunca va a pasar, mientras esté vivo les se­ guirá haciendo las mismas inquietantes preguntas a sus con­ ciudadanos, que causaron que tuviera que presentarse ante un tribunal. Pero ¿por qué se niega, imagina Sócrates que al­ guien le podría preguntar, a vivir una vida en paz y tranquili­ dad? (aiycov raí f)a\)%íav ayov). Esto, continúa, es lo más difícil ele explicar. Porque si le dice a la corte -lo cual es exactamente, como era ele esperar, lo que va a hacer- que si parara de hacer filosofía estaría desobedeciendo el mandamiento ele Dios ( t 8> 0£cp... áiceiBeTv), “no me creeréis pensando que hablo con eiróneia (ooq eípov£DO|aéva))”.4 ¿Qué quiere decir Sócrates exactamente con eiróneia? ¿Dónde podríamos situar la ironía en su declaración ele que su activi­ dad. filosófica constituye una misión divina? John Burnet se apoya en el sentido original ele eiróneia cuando la define como “rehuir las responsabilidades con excusas taimadas” (entre las cuales él cuenta la profesión socrática ele la ignorancia) y tra­ duce esta última frase ele Platón como “mirar este pretexto como una evasión taimada”.5 Pero en esta interpretación se pierde un aspecto importante ele lo que Sócrates dice en este pasaje. Él no ofrece sólo una evasión taimaela, sino que también afirma que tiene una especial conexión con los dioses, cuyos deseos cumple al dedicarse a la filosofía. Independientemente de que sus jueces crean que Sócrates está sinceramente convencido de su conexión divina o sospechen que se está burlando de ellos, pensarán que al eleclarar esto también está afirmando que es superior a ellos. La evasión de Sócrates, sea cierta o deshonesta, será asumida como una fanfarronería y esta es la razón por la cual él asume que es tan difícil excusarse de esta manera.6

Al repasar, de un modo muy simple, las líneas generales del sentido de eiron eia en griego clásico no debemos olvidar la co­ nexión existente entre la e ir o n eia y la jactancia.7 La historia de la palabra es relativamente bien conocida. Originalmente del grupo de palabras vinculadas a impostura8 descienden eiron eia y sus derivados, los cuales aparecieron por primera vez en las obras de Aristófanes portando el sentido de simulación, false­ dad y engaño.9 Algunas veces encontramos este mismo sentido del uso de la palabra en Platón10 y, en una forma ligeramente más compleja que la de su original aristofánico, este uso so­ brevive en autores tan tardíos como Demos tenes.11 Pero en otros casos en Platón emerge por primera vez un sen­ tido radicalmente nuevo de e ir o n e ia }2 El eiron -la persona que usa la eiro n eia - no va a seguir siendo simplemente un hipó­ crita astuto y simulador, un completo impostor, que intenta y necesita escapar sin ser detectado. El eiron es transformado en un carácter mucho más sutil, el cual deja que parte de su audiencia sepa que sus palabras no expresan obvia y necesa­ riamente su real opinión, que no siempre expresan su verda­ dera intención, y que no le interesa que algunas personas sean conscientes de su simulación. La simulación no va a ser más un secreto, al menos no para todos los que integran la audiencia. Esta nueva manera de entender el término, la cual yo intento articular a continuación, se concreta y personifica en Sócrates. No es sorprendente que Aristóteles haya sido el primer autor antiguo que ofrece una discusión sistemática de la ironía. En la Retórica nos ofrece una visión más bien tradicional y nega­ tiva de la eiro n eia }5 En la Ética a N icóm aco contrasta la eiróneia con la jactancia, escribe de un modo positivo sobre ella y establece de una vez por todas su conexión con Sócrates, en contraste al jactancioso, el ironista: “Los irónicos que mini­ mizan sus méritos tienen evidentemente, un carácter más agra­ dable, pues parecen hablar así no por bueno, sino para evitar

la ostentación. Estos niegan, sobre todo, las cualidades más reputadas, como hacía Sócrates”.14 Es interesante recordar que Teofrasto siguió a la Retórica y retrató de un modo negativo al eirón en Los caracteres, volviendo al término original, al sen­ tido que le otorgó Aristófanes.15 Resulta de igual interés la tradición retórica, que deriva esencialmente de la escuela aristotélica,16 que evita el camino seguido por la Retórica y se acerca a la ironía de la manera afirmativa que lo hace la Ética . La ironía es clasificada como un tropo común en la Retórica a A lejan d ro17 de Anaxímenes de Lampsacoa y en la Carta a Alexander. Y el concepto fue finalmente codificado con una im­ portante modificación que pronto discutiremos -p o r Cicerón y Quintiliano. La manera más común de entender la ironía en el mundo an­ tiguo es lo que Cicerón llama una simulación refinada ( u rban a ... dissimulatió), de la cual Sócrates es el ejemplo más notable.18 Su sentido contemporáneo más familiar -decir algo pero q u e­ rer decir lo contrario- deriva de esta manera de entender la ironía. En particular, puede ser rastreado hasta una de las afirmaciones de Quintiliano (aunque, como nosotros veremos más tarde, no sólo a una afirmación). La ironía, de acuerdo con Quintiliano, es un tropo que pertenece al género de la alego­ ría “[en la cual] se ha de dar a entender lo contrario de lo que se dice”.19 Esta es la descripción tradicional del desarrollo de la eirón eia de Aristófanes a la ironía de Cicerón -d e una burda mentira a la reconocida pretensión, no exenta de elegancia, de ocultar lo que uno realmente piensa, que Dr. Johnson describió como “una modalidad del habla (del discurso) en la cual el signifi­ cado real es contrario a las palabras”- . 20 Las líneas generales de esta descripción están más allá de todo cuestionamiento. Pero necesitamos prestarle más atención de la que se le ha dado hasta ahora a nuestra implícita afirmación de la superioridad

-no tengo dudas a este respecto- que le es inherente a la iro­ nía. La ironía y la jactancia no están nunca separadas y no po­ demos entender una sin la otra. De hecho, separarlas por la fuerza nos conduce al error. El contraste demasiado rígido entre el uso del término por Cicerón y Aristófanes, entre el puro en­ gaño por un lado y la refinada honestidad por el otro, es de­ masiado simple. La jactancia complica la clara, elegante y vigorosa historia que Gregory Vlastos ha hecho del desarrollo de la ironía desde la más antigua versión griega hasta su más tardía versión romana: “La imagen de Sócrates como el para­ digmático eirón produjo un cambio en la previa connotación de la palabra. A través de la ulterior influencia de esta imagen, posterior a su encarnación socrática, el uso que había sido mar­ ginal en el periodo clásico empezó a ser central, la e ir ó n eia se convirtió en ironía”. Aunque Sócrates es realmente crucial a esta historia, su carácter es más oscuro y más complejo de lo que Vlastos supone. Y esta oscuridad y complejidad son sus prácticas más características. Hemos encontrado ya una conexión entre la ironía y una pre­ sunta superioridad en la A pología de Platón. De un modo más claro, en la Ética a N icóm aco, Aristóteles distingue entre eiró ­ neia-. la fingida modestia que hace a las personas pretender que carecen de una serie de cualidades que realmente poseen, y a la z o n eia : la jactancia que hace a las personas vanagloriarse de poseer cualidades que no tienen. Aristóteles piensa que ambas son vicios, extremos entre los cuales está situada la vir­ tud de la sinceridad,21 aunque piensa que la eir ó n eia , cuyo mejor ejemplo es Sócrates, es preferible a la a lazon eia. Pero lo más importante para nosotros aquí, es que Aristóteles más adelante afirma que la atenuación inherente a la eiróneia puede convertirse en su contrario: la exageración. La ropa de los es­ partanos, por ejemplo, era tan exageradamente simple que se transformó en su contrario y se convirtió en una forma ele ex­

hibicionismo, “pues no sólo es jactancia el exceso sino la ne­ gligencia exagerada”.22 Montaigne notó lo mismo en el caso de Aristóteles y por eso escribió: “Preciarse y despreciarse sue­ len nacer de la misma inclinación de arrogancia”.23 El ironista no sólo insinúa su superioridad, de hecho la afirma. La ironía, por lo tanto, se transforma en su contrario, como afirmó exac­ tamente Filodemo, posteriormente, durante el siglo i antes de Cristo: “El ironista”, confirmando más allá de toda duela la co­ nexión sobre la cual yo he estado insistiendo, “es la mayoría de las veces un jactancioso.”24 Al pretenderse inferiores, los iro­ nistas, algunas veces de un modo secreto y otras no, expresan desdén por sus víctimas y se sitúan por encima de ellos.25 La ironía siempre presupone la superioridad del hablante, lo cual demuestra que la relación que este tropo mantiene con la falsedad o la simulación es mucho más complicada de lo que podemos vislumbrar a partir de la descripción tradicional que Vlastos confirma. Incluso si aceptamos que en sus usos más antiguos eironeia era sinónimo de simulación y engaño, ¿po­ demos inferir de esto que la ironía, quizás al ser transformada por Sócrates, se volvió más tarde totalmente inocente de en­ gaño? Esta inferencia, que la ironía y el engaño se excluyen ab­ solutamente, es la clave de la extremadamente influyente interpretación de Vlastos, la cual en su momento le servirá de apoyo a su gran reconstrucción del personaje de Sócrates. Pero esta clave necesita ser reconfigurada y esta reconstrucción tiene que ser rehecha. El Sócrates de Vlastos es extremadamente sincero, de una ho­ nestidad sin tacha.26 La verdad es su único objetivo y la since­ ridad su único medio para alcanzarla. La imagen que Vlastos tiene de Sócrates se desintegraría si Kierkegaard estuviera en lo correcto al proclamar que “se puede engañar a una persona por amor a la verdad. Realmente sólo por este medio, es decir, en­ gañándole, es posible llevar a la verdad a uno que se halle en la ilusión” (52-53).27 No es posible que Vlastos acepte esta po-

sicion de Kierkegaard, y en su versión más radical, yo tampoco la puedo aceptar. La verdad, para Sócrates, es mucho más im­ portante, sea como medio o como meta, de lo que se puede inferir de esta afirmación de Kierkegaard. En el Gorgias, por ejemplo, Sócrates dice que prefería perder una discusión que ganarla por una conclusión errada: [.. .3 ¿Qué clase de hombre soy yo? Soy de aquellos que acep­ tan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra; pero que prefieren ser refutados a refutar a otro, pues pienso que lo primero es un bien mayor, por cuanto vale más librarse del peor de los males que librar a otro; porque no creo que no existe mal tan grave como una opinión errónea sobre el tema que ahora discutimos” (458a2-bl).

Vlastos se pregunta: ¿qué ganaría Sócrates si se dejase llevar por una falsa premisa o una inferencia sofística? Es totalmente esencial para la imagen de Sócrates que Vlastos propone el hecho de que él esté absolutamente comprometido con la ver­ dad y que su ironía esté totalmente desconectada del engaño, la disimulación, el ocultamiento o cualquier forma de duplici­ dad. Por esta razón, Vlastos insiste en que la ironía de Sócra­ tes tiene que ser absolutamente transparente. Incluso si su interlocutor no puede verla, como en el caso de Eutifrón, no­ sotros siempre debemos ser concientes de ello e intentar en­ tender qué está tratando ele probar Sócrates mediante el uso de la ironía. O dicho de otro modo, si no es transparente la iro­ nía, si la ironía socrática tiene algo en común con la engañosa eiróneia de Aristófanes con la que Vlastos la contrasta, enton­ ces Sócrates hace trampa. Y para Vlastos, un Sócrates fraudu­ lento no es mejor que sus oponentes: los sofistas.

La ironía, por lo tanto, escribe Vlastos: “Simplemente expresa lo que quiere decir diciendo lo contrario. Esto es algo que ha­ cemos todo el tiempo -incluso ios niños lo hacen- y es esta propia opción la que nos impide hablar con mentiras” (53).28 La ironía se explica a sí misma de un modo inmediato, si no es captada correctamente es que o el hablante la malogra, o el oyente no es suficientemente cuidadoso al escucharla. La iro­ nía que funciona es una palabra honesta que va acompañada por una ligera sonrisa de burla, de mofa. Pero la burla, la mofa, en la forma de la desaprobación, es dirigida principalmente a uno mismo. No hay duda que la versión de la ironía que Vlastos describe existe; incluso los niños como él escribe, la usan. Pero su in­ terpretación general de la ironía, que es en este aspecto re­ presentativa de un número de discusiones recientes, obvia uno de sus caracteres principales. Vlastos cree que la ironía exitosa, como Kierkegaard podría haber afirmado, se anula en última instancia a sí misma: el oyente escucha el alma, no la voz, del hablante. Wayne Booth afirma exactamente lo mismo en su dis­ cusión de lo que llama “la ironía estable”, la cual considera como la especie central de este tropo. Cuando desciframos un enunciado irónico “podemos finalmente escoger un nuevo sig­ nificado [...] en armonía con las creencias no dichas” que no­ sotros atribuimos a su autor. “Incluso la ironía más simple, cuando tiene éxito, revela en ambos participantes un cierto tipo de comunicación con la mente del otro.”29 Al enfrentarnos a la ironía, llevamos a cabo la simple operación de establecer lo contrario de lo que ha sido dicho, y esto nos permite saber exac­ tamente qué nos están queriendo decir. El rompecabezas de la ironía tiene una solución simple. Pero “el uso primario” o “la forma estable” de la ironía -decir lo contrario de lo que se piensa- es primario sólo en relación con el caso más simple de ironía. Incluso entonces, es el caso

más simple sólo del entendimiento retórico del término. La R e­ tórica a su vez involucra sólo una especie de esta omnipresente figura. Sus otras especies -la ironía dramática, la ironía del destino o de las circunstancias, la ironía romántica- tienen poco que ver con la sentenciosa formulación de Dr. Johnson.30 E in­ cluso la ironía retórica, como veremos más adelante, frecuen­ temente supone una relación considerablemente más compleja entre la expresión y la intención, entre lo que uno dice y lo que quiere decir.31 El propio Cicerón no separa la ironía del decir indirecto. Él piensa la ironía, por supuesto, en términos positivos. Excepto cuando escribe: “Los griegos nos cuentan que Sócrates era un conversador muy agradable, festivo, genial en suma, muy dado ál fingimiento en todo lo que decía (los griegos lo llamaban eirón)”.32 Su referencia al fingimiento deja abierto el problema de la transparencia.33 Uno podría objetar, como lo hace Vlas­ tos, que fingir aquí no conlleva su uso primario de engañar o alegar falsamente algo. En cambio, “aquí fingir tiene que ser entendido en su uso subsidiario de simular, como se aplica por ejemplo cuando decimos que un niño simula, finge, que sus fichas de color son dinero [,..] o que sus muñecas están en­ fermas, o mueren o van a la escuela”. El uso “subsidiario”, “to­ talmente inocente de tratar de engañar con intención”, nos permite entender la eirón eia como una figura del discurso to­ talmente desprovista de una falsificación “voluntaria o inten­ cional” (27). Pero muchas actividades que son clasificadas bajo la rúbrica de la simulación no pueden ser reducidas a ninguna de estas dos irreconciliables posiciones. Los niños que fingen que las fi­ chas de colores son dinero no intentan engañar a nadie con su simulación, pero esto no quiere decir que para ellos las fi­ chas no sean, de hecho, dinero: los niños tienen una relación mucho más compleja con sus juguetes que la que pueda pre­

tender captar cualquier dicotomía entre un uso primario y uno subsidiario de la simulación. Miremos este problema desde un ángulo diferente, yo puedo simular ser -y actuar com oun especialista en letras clásicas, mientras hago esto dejo a mi audiencia (y a mí mismo) con la duda de si lo soy realmente o no. Algunas veces simulamos algo para eventualmente con­ vertirnos en lo que pretendemos ser, y otras simulamos para descubrir si somos algo o no. Llamar a alguien un simulador (como Cicerón llama a Sócrates) no demuestra que nosotros se­ pamos lo que está en su mente ni que incluso ellos mismos lo sepan. El enunciado más conocido de Cicerón acerca de la ironía, sobre el cual Vlastos basa su interpretación, aparece en De oratore?4 “La simulación es correcta cuando lo que dices es total­ mente diferente de lo que piensas [...]. En este tipo de ironía y simulación Sócrates fue mucho mejor que los otros sobre todo respecto a su gracia y sentido humano”.35 Vlastos, cuya tra­ ducción de Cicerón uso aquí, insiste en que incluso si disim ulatio se traduce como “simulación” la intención de ocultar con engaño está ausente de la figura del discurso que Cicerón tiene en mente. Pero el problema es mucho más complejo. Para empezar, no queda claro si es correcta la traducción de Vlastos de la frase de Cicerón “a lia dicuntur a c sen tias” como “lo que dices es totalmente diferente de lo que piensas”. La adi­ ción de “totalmente” sugiere algo mucho más cercano a con­ trario que el simple término allium (otro, diferente) significa y nos presenta a Cicerón como si anticipara la definición de Dr. Johnson. Pero Cicerón tiene en mente un término más sim­ ple, como veremos al leer el pasaje que Vlastos sorprendente­ mente elide en su cita. Debido a que Cicerón elogia esta forma de u rb a n a disim ulatió, en la cual lo que se dice es diferente de lo que se piensa, y la contrasta explícitamente, en el pasaje elidido, con “aquel

género del cual dije antes, cuando dices cosas contrarias (como Craso a Lamia)”, Cicerón entonces regresa al caso que está dis­ cutiendo en ese momento, el cual involucra no lo contrario de lo que se tiene en mente sino un caso donde “meditando todo el género de tu discurso chanceas con gravedad, al pen­ sar y hablar de diferente modo”.36 Cicerón no describe la iro­ nía que encuentra en Sócrates como un decir lo contrario de lo que se piensa. Y si lo que se piensa cuando se habla iróni­ camente es simplemente diferente de lo que se dice, entonces las palabras no clarifican el sentido real del enunciado. Esto no es engaño pero tampoco es una revelación. Incluso Cicerón, por lo antes explicado, cree que aparte de los casos más simples de ironía las palabras que usamos cuando hablamos irónicamente no hacen que la intención de sentido sea obvia. En general, afirma que la ironía da la impresión de que decimos algo diferente ( aliu m , aliter) no contrario (co n trarium) de lo que pensamos. Pero, por esta razón, no queda claro lo que realmente pensamos. Por supuesto que Cicerón no parece pensar - y ciertamente nunca lo dice de esta maneraque la ironía no supone “la intención de ocultar con engaño”, pero hemos visto que el simple contraste entre la mentira y la verdad no sirve para captar las complejidades de la ironía. La ironía solamente impide que nuestra audiencia sepa lo que real­ mente pensamos y se limita simplemente a sugerir que nues­ tro decir es diferente a nuestro pensar. Y aunque esto puede que no sea equivalente al engaño como nosotros lo entende­ mos normalmente, impedir que la audiencia sepa lo que pen­ samos está bien lejos de constituir “una comunicación con la mente del otro”.37 Las dos referencias de Quintiliano a la ironía no son menos complejas que las de Cicerón.38 Hace primero algunos comen­ tarios vagos y generales acerca de la ironía como una expre­ sión del carácter (ethos en latín) del hablante y afirma que “exige

ser entendida de manera contraria a lo que ella expresa”.39 Quin­ tiliano distingue entre la ironía como un tropo simple ( tropos) y la ironía como una figura compleja (sch em a o figura). Aquí tenemos que ser muy cuidadosos porque, aunque Quintiliano afirma que el tropo no difiere de la figura (“ya que en ambos se tiene que entender lo contrario de lo que ha sido dicho”),40 si observamos detenidamente nos daremos cuenta de que tropo y figura son, después de todo, distintos. La teoría de Quintiliano no parece ser reflejo de su práctica. El tropo, escribe Quintiliano, es más revelador ( apertior) que la figura, aunque expresa algo diferente de lo que piensa, no hace ningún esfuerzo por ocultarlo. Este, según Quintiliano, era el argumento de Cicerón cuando él describió al cómplice de Catilina, Metelo, como “el más excelso de los hombres”41 (vir optimus), al oír óptimo y conocer el punto de vista de Cice­ rón, enseguida entendemos pessimus, “el más plebeyo, abyecto de los hombres”. Este ejemplo muestra que la ironía, como tropo, se aplica a las palabras y que su significado es claro.42 Pero la ironía como figura, que involucra no sólo palabras sino también frases y oraciones completas, hace mucho más difícil saber cuál es el verdadero sentido. En este caso, “la intención en su totalidad está encubierta, es más un indicio que una con­ fesión”. Mientras en el tropo una o dos palabras son diferen­ tes ( diversa) de su real significado, la figura cuestiona el sentido del pasaje en su totalidad.43 A pesar de la observación de Quin­ tiliano sobre las semejanzas entre el tropo y la figura, es difícil afirmar que esta última nos permita conocer la intención real del hablante con la misma facilidad que el primero. Y cuando finalmente Quintiliano afirma que una vida completa, como es el caso de Sócrates, puede ser definida por la ironía, se nos hace muy difícil entender cómo la simple fórmula de decir algo enunciando lo contrario va a ser implementada: este caso más complejo de ironía no depende incluso de las palabras y no

queda claro que lo contrario es lo que debemos buscar.44 Aun­ que Quintiliano escribe que Sócrates era llamado un eiron de­ bido a su pretendida ignorancia y a su fingida admiración por aquellos que parecían ser sabios, persiste el hecho -com o ar­ gumentaré en lo que sigue- que esta más bien simple expli­ cación no puede hacer justicia al fenómeno que intenta explicar.45 La teoría y la práctica de Quintiliano, insisto una vez más, no van juntas. Cicerón y Quintiliano, por lo tanto, no creen que la ironía siempre apunte a lo contrario de lo que ella dice y, si no lo hace, entonces es difícil creer que la ironía de Sócrates nos per­ mita siempre saber lo que él piensa. Los textos retóricos no se comprometen a dar una interpretación tan general de la iro­ nía, aun si Quintiliano está convencido de que la ironía de Só­ crates consiste en pretender falsamente no conocer las res­ puestas a sus propias preguntas. Si tomamos demasiado en serio la explicación de Quintiliano, tendríamos que concluir que des­ pués de todo Sócrates realmente sabía lo que eran la justicia, el coraje o la virtud y que su afirmación sobre su propia igno­ rancia nunca fue seria. Esta sería una interpretación incorrecta de Sócrates. Por lo demás, ni la concepción de la ironía de Quin­ tiliano y Cicerón supone que Sócrates conociera la naturaleza de las virtudes, ni nosotros tenemos ninguna otra razón para pensar que él la conociera. Si no nos podemos mover con claridad de lo que Sócrates dice a lo que él piensa, si la ironía no provoca que nuestra mente sea fácilmente accesible a la de otros, si la ironía con­ lleva decir algo diferente, y no sólo lo contrario, de lo que se piensa, entonces Vlastos no puede estar en lo correcto cuando define la ironía socrática simplemente como “el perfecto m é­ dium para una simulación inocente de engaño” (28). Mentir no es el único modo de engaño. Se puede ocultar la verdad (asu­ miendo que sepamos lo que es) incluso cuando no se está min­

tiendo. Y algunas veces puede que no se esté seguro de cuál es la verdad incluso si se está convencido de que no es lo que nuestras palabras afirman. Hay un elemento en la concepción tradicional de la ironía que no se ve afectado por las críticas que he hecho hasta ahora. A Kierkegaard, cuya admiración por Sócrates palidece sólo ante su amor por Jesús,46 no le importaba imaginarse al filósofo griego como un sofista que usaba la sofística contra los propios sofistas. Yo no puedo hacer lo mismo. Aunque Sócrates fue juez y parte del “movimiento sofista”,47 nuestra, imagen de Sócrates nos impide atribuirle sin reservas la intención de engañar.48 Mientras sigamos pensando que sólo podemos escoger entre la honestidad y el fraude, entre la maliciosa y engañosa ironía de Aristófanes y Teofrastro y el obvio tropo de los retóricos que no oculta nada, no hay duda sobre el lugar al que Sócrates per­ tenece. El dilema, sin embargo, no es real. La esencial conexión que existe entre la ironía y el sentirse superior muestra que incluso cuando la ironía no es a las claras un engaño, como era en el caso de Aristófanes, siempre incluye un elemento de simula­ ción, una distancia entre el hablante y su público. Esto es lo que trata de demostrar Lionel Trilling cuando escribe que la iro­ nía supone “una desconexión entre el hablante y su interlocu­ tor o entre el hablante y de lo que se habla o entre el hablante y sí mismo” 49 Me interesa retomar este sentido de la descone­ xión, que se relaciona directamente con la superioridad men­ cionada anteriormente,50 para construir una interpretación diferente de la ironía socrática. Empecemos con el muy conocido ataque de Trasímaco a Só­ crates durante el transcurso de su discusión sobre la justicia en el primer libro de la República. “Por Hércules” esta no es sino la habitual ironía de Sócrates, y yo ya predije a los pre­ sentes que no estaría dispuesto a responder, y que, si alguien

te preguntaba algo, harías como que no sabes, o cualquier otra cosa para no responder”51 (.República 74). La traducción de Vlas­ tos de eiró n eia como fingimiento le permite argumentar que los oponentes de Sócrates lo veían como un simulador aristofánico: “Trasímaco acusa a Sócrates de mentir cuando este dice que no tiene una respuesta propia para las preguntas que les hace a otros. Sócrates sin duda tiene una respuesta, protesta Trasímaco, pero pretende no tenerla para mantener sus res­ puestas a resguardo y así poder pasar un buen rato lanzándose sobre nuestras respuestas y despedazándolas mientras él está a salvaguardo de cualquier ataque”.52 La única protesta de Trasí­ maco es que Sócrates miente cuando dice que sabe, o más bien, cuando dice que cree saber lo que es la justicia. Sin embargo, lo que quiere demostrar Trasímaco es más com­ plejo. El sofista ha estado enojado y en silencio durante largo rato a causa de la discusión sobre la naturaleza de la justicia de Sócrates. Sin poder contenerse más, explota con un ataque malicioso. Sócrates responde calmadamente, pidiéndole a Tra­ símaco que no esté enojado con él y con Polemarco: si hasta ahora no han conseguido determinar lo que es la justicia, Tra­ símaco puede estar seguro de que no ha sido intencionalmente; le dice que nunca habrían comprometido a propósito su bús­ queda de aquello que para ellos es más preciado que el oro. Trasímaco no debe suponer ni por un momento que su bús­ queda por tratar de entender lo que es la justicia no era com­ pletamente seria: “Créeme, amigo”, continúa Sócrates, “lo que sucede es que no somos capaces de hacerla aparecer. Así es mucho más probable que seamos compadecidos por vosotros, los hábiles, en lugar de ser maltratados”.53 Es esta última declaración la que provoca el ataque de Tra­ símaco contra la “habitual ironía” de Sócrates. ¿Debemos pen­ sar que acusa a Sócrates de impostura o engaño? Trasímaco llama la atención sobre la fingida humildad de Sócrates, a tra­

vés de la cual dice que puede ver y la que, ante sus ojos, Só­ crates ha orquestado demasiado para poder engañar a alguien. Trasímaco no acusa a Sócrates de mentir, lo culpa de no creer en lo que dice y también de no ocultar su falta de sinceridad. Por supuesto que Sócrates no cree, dice Trasímaco, que el so­ fista sea más listo que él. Él acusa a Sócrates de fingir no cono­ cer el significado real oculto tras de sus palabras, significado que es de hecho contrario a lo que él dice, y de fallar inten­ cionalmente al tratar de ocultar su burla. Trasímaco no se limita a afirmar que Sócrates lo está tratando de engañar, su estrata­ gema es demasiado transparente para lograrlo, sino más bien que Sócrates se desentiende de todo este asunto: dice cosas que no cree, se distancia, se desconecta de las palabras que usa en su discurso; parece querer lisonjear a Trasímaco mientras en realidad lo que le muestra es su desprecio. Lo que enfurece a Trasímaco no es la intención de Sócrates de engañar sino su clara negativa de asumir la responsabilidad del significado real detrás de sus palabras. Él sabe que Sócrates no lo considera ni sabio ni astuto. Trasímaco siente que Sócrates se ha burlado, con éxito, de él y no que ha intentado engañarlo y no lo ha logrado. La burla y la impostura son, en el mejor de los casos, características periféricas de la eiron eia aristofánica, cuya prin­ cipal intención, igual a la de toda mentira, es la de no ser des­ cubierta. Pero estas características son esenciales a la ironía según la entendemos hoy. Este pasaje muestra que incluso las más duras acusaciones en contra de la ironía de Sócrates no conllevan, de un modo cen­ tral, la noción de engaño, entendido este simplemente como mentir. Pero ¿qué pasa con esos casos cuando el término es usado positivamente no como una acusación sino como una simple descripción o diagnosis de la personalidad, de Sócra­ tes, e incluso como un elogio? ¿Estos excluyen absolutamente la noción de engaño, como sugiere Vlastos? Sin duda no lo

hacen aunque engaño es quizás una palabra dem asiado fuerte para mis propósitos. El simple contraste entre el acto de m en­ tir y el de decir la verdad no p u ed e captar ni el carácter ele Sócrates ni su m odo de hacer filosofía.

En su embriagado discurso en el B an qu ete, Alcibíades pro­ mete revelar a sus amigos “al verdadero Sócrates”. Una de las primeras cosas que dice es que Sócrates “pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente”.54 Vlastos nos ofrece una opción entre una ironía que es en última instancia transparente y otra que es un caso ele engaño intencional: “Si seguimos a Quintiliano debemos entender que Alcibíaeles está diciendo que Sócrates ha dedicado su vieia a la ironía. Si seguimos a ciertos académicos contemporáneos debemos entender que está di­ ciendo que Sócrates ha dedicado su vida al engaño”.55 Posteriormente, Alcibíaeles usa el adverbio eirónikós (iróni­ camente) para describir la manera en la cual, algún tiempo atrás, Sócrates había rechazado sus insinuaciones sexuales. Alcibía­ des le había ofrecido a Sócrates su bello cuerpo a cambio de su sabiduría. Sócrates, le dice Alcibíades ahora a su audiencia, lo escuchó sin interrumpirlo, para luego responderle “muy iró­ nicamente, según su estilo tan característico y usual” (277) que si era tan sabio como Alcibíades creía, la oferta no le sería real­ mente ventajosa, ya que la sabiduría es mucho más preciable que la belleza; ¿por qué entonces debía intercambiar una por la otra? Pero, continuaba Sócrates, quizás Alcibíades estaba equi­ vocado, es posible que Sócrates no fuera tan sabio y no tuviera nacía que ofrecerle a él: “Aquí”, escribe Vlastos, “c¡ueda claro, más allá de cualquier posible discusión, que ‘irónicamente’ tiene que ser el sentido de eirónikós porque el contexto no ela pie a la noción de pretensión o engaño. Sócrates rechaza de un modo directo el intercambio propuesto (por Alcibíades), argumen­ tando que es una estafa” (36). Pero ¿la claridad q u e Vlastos dis­ cierne en las palabras de Sócrates es indiscutible?

A lo largo de la discusión de este pasaje, Vlastos iguala las nociones de engaño y simulación. Afirma que aquellos que toman a Sócrates como un impostor asumen esta posición por­ que entienden que Alcibiad.es dice que Sócrates finge no saber las respuestas a sus preguntas o incluso algo mucho más vago y general56 Por supuesto que algunos casos de fingimiento son también casos de engaño, pero otros no lo son. Tales casos no son lo suficientemente débiles para convertir el fingimiento en un juego totalmente transparente que no engaña a nadie, sino que suponen precisamente lo contrario, la desconexión de nuestras propias palabras e incluso de nuestro propio yo, como ya mencionamos. El B anquete nos presenta un ejemplo de este tipo de fingimiento. La ironía nos permite fingir que somos diferentes de lo que sugieren nuestras palabras. Nos permite jugar a ser alguien di­ ferente, sin forzarnos a decidir quiénes somos realmente o si de verdad somos alguien. Los ironistas pueden mantener una distancia que les permite decir, cuando los presionan: “Pero eso no es lo que quise decir, de ninguna manera eso fue lo que yo quise decir”, y librarse con una justificación de este tipo. Digo “librarse” no porque presuma saber siempre lo que un iro­ nista quiere decir sino precisamente porque creo que muy fre­ cuentemente no queda claro lo que un ironista quiere decir, aunque podamos tener una fuerte sospecha de que sus pala­ bras afirman algo diferente de lo que él realmente piensa. Los ironistas no se sienten comprometidos por sus palabras. La ironía postula siempre y necesariamente un hablante y una audiencia doble. Un hablante cuya intención es y no es dife­ rente de lo que afirman sus palabras, una audiencia que en­ tiende y no entiende la intención del hablante. Fowler está parcialmente en lo cierto cuando escribe que la ironía consiste en “el uso intencionado de las palabras para transmitir un sig­ nificado a la parte de la audiencia no iniciada y otro muy di­

ferente a la audiencia iniciada, el disfrute de este recurso descansa en la intimidad que se crea entre esta última parte de la audiencia y el hablante”.57 El sentido de superioridad que siem­ pre se crea en la ironía tiene su fuente en esta intimidad que se crea entre el hablante y la parte iniciada de la audiencia.58 Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, leamos con más detalle el discurso de Alcibíades en el B an qu ete. Alcibíades está relatando acontecimientos pasados, un incidente que ocurrió entre él y Sócrates hace ya algún tiempo. Ahora ha llegado a darse cuenta de que el autocontrol de Sócrates es invulnerable. Pero aunque fuera posible que Sócrates nunca lo hubiera in­ tentado engañar cuando rechazó su ofrecimiento, el modo iró­ nico de su negativa en aquel momento no había estado necesariamente libre de fingimiento. Y de hecho no lo había estado. Esta negativa suponía el fingimiento asociado al mo­ mento en el que nosotros mismos nos separamos de la obvia interpretación de nuestras palabras, cuando insinuamos que lo que dicen nuestras palabras no corresponden necesariamente con lo queremos decir o cuando sugerimos que es posible que no estemos seguros de su sentido. Por lo tanto, preferimos dejar que nuestra audiencia actúe basándose en su interpretación del sentido de nuestras palabras, cualquiera que este sea, antes que permitir que lo hagan a partir de su comprensión de las mis­ mas. Una negativa irónica al ofrecimiento de alguien de ir jun­ tos a la cama puede sugerir más timidez que virtud. Alcibíades pensó que Sócrates era tímido cuando se queda­ ron solos por un momento en el B anquete. Inexperimentado como era, Alcibíades le había acabado de pedir a Sócrates que lo ayudara a enriquecer su alma y a cambio le ofrecía su cuerpo. Supongamos por un momento que Alcibíades no hubiera usado el adverbio eiró n ik ó sen su versión de la respuesta de Sócrates:

Querido Alcibíades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el cual tú podrás llegar a ser mejor. En tal caso, debes de estar viendo en mí, supongo, una belleza irresistible y muy diferente a tu buen 'aspecto físico. Ahora bien, si intentas, al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de lo que lo es sólo en apa­ riencia, y de hecho te propones intercambiar “oro por bronce”. Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase de­ sapercibido que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza, y todavía estás lejos de eso (218d.6-219a4).

Sócrates podría haber pronunciado estas palabras sin una pizca de ironía, hablando como un hombre sobrio que rechaza una oferta de un joven impetuoso. Si este fuera el caso, habría tenido la intención de negar que fuera capaz de lograr lo que Alcibíades esperaba de él, y le habría permitido a Alcibíades percatarse de este hecho. Pero añadamos el calificativo de “iró­ nicamente” que Platón pone en boca de Alcibíades y entonces, ¿qué tenemos? Tenemos a un joven que se enfrenta a una incertidumbre radical al no saber si un hombre que es mayor que él está diciendo algo diferente a lo que piensa. ¿Está Sócrates hablando en serio o no? ¿Desea a Alcibíades o no? Muy pronto Alcibíades encuentra la respuesta a estas preguntas cuando duerme junto a Sócrates y al levantarse descubre que nada ha pasado y es como si hubiera dormido con su padre o su herma­ no. Ya nosotros, conociendo a Sócrates, sospechábamos que iba a ser así. Pero ¿por qué debe saberlo Alcibíades en el mo­ mento en que Sócrates habla con él de forma tan irónica? ¿Y por qué no podemos al menos suponer que Sócrates puede

haber estado por un momento confundido emocionalmente, al menos mientras daba su irónica y, por lo tanto, ambigua resSócrates no le ofrece a Alcibíades “un acertijo” con una res­ puesta clara que espera descubra por sí mismo.59 A través de su ironía, Sócrates se distancia de sus palabras, elabora un acer­ tijo, pero este no tiene una solución fácil. Vlastos cree que cuando Sócrates le dice a Alcibíacies “‘parece que no eres real­ mente un tonto’, quiere decir exactamente lo contrario: que Alcibíades es realmente estúpido y que en ningún momento lle­ garía ni incluso a considerar su oferta” (36). Pero ¿queda claro que Alcibíades, aunque fuera el más dotado de los intérpre­ tes, debía haber comprendido lo que quiso decir Sócrates? ¿Debía haberse dado cuenta de que Sócrates le podía ser va­ lioso sólo como un compañero en la búsqueda de la verdad pero no como una fuente de información acerca de ella?60 ¿Por qué tiene que saber todo esto? ¿Qué evidencia tiene para llegar a esas conclusiones? Sócrates no le da ninguna; simplemente no le deja ver claramente lo que quiere decir cuando responde a su propuesta; al menos sugiere que lo que dijo puede que no sea lo que realmente piensa. No nos debe sorprender, enton­ ces, que solo en medio de la noche, este muchacho, al oír las palabras de Sócrates se acueste junto a él. Sócrates no le ha mentido a Alcibíades pero ha sugerido que no se creía total­ mente lo que le dijo. Al ser irónico ha dejado oculto el sen­ tido de sus palabras y su verdadera intención. Vlastos nota este hecho. En la imagen que Alcibíades tiene de Sócrates como Sileno (feo por fuera, lleno de las más be­ llas estatuas por dentro), Vlastos ve “el retrato de un hombre que vive detrás de una máscara: una figura misteriosa y enig­ mática, un hombre que nadie conoce”. Pero, cautivo en su aguda dicotomía entre el puro engaño y la absoluta verdad, insiste en que “ser reservado y ser embustero no son la misma

cosa. Todo lo que podemos obtener de este símil es el oculta­ miento, no el engaño” (37). El ocultamiento, sin embargo, constituye un. tercer y distinto efecto irónico. A medio paso entre el mentir y la veracidad, comparte rasgos con ambos: con la veracidad el hecho de no distorsionar la verdad, con el mentir el de no revelarla. Una vez que hemos rechazado la visión de que la ironía consiste sim­ plemente en decir lo contrario de lo que se piensa, el oculta­ miento no puede, incluso cuando se detecta la ironía, guiarnos hasta lo que realmente piensa el ironista. Vlastos reconoce que Alcibíades fue realmente engañado en su intercambio con Sócrates: “Pero ¿por quién? No por Sócra­ tes, sino por él mismo. Creyó en lo que creyó [que Sócrates quería acostarse con él] porque así lo quería” (41). No estoy de acuerdo. Aunque Sócrates nunca haya intentado engañar a Alcibíades, está jugando con él, se oculta a sí mismo y a su real deseo detrás de sus palabras, haciendo que el muchacho reaccione de la manera equivocada. Quizás Alcibíades quería creer que Sócrates lo deseaba, pero fue el propio Sócrates, a través de su ironía, quien ayudó a que su creencia se tradu­ jera en acciones. Vlastos trata de absolver a Sócrates de la res­ ponsabilidad por la reacción de Alcibíades. Por mi parte, creo que Sócrates lo tentó para que reaccionara de ese modo, aun­ que sólo fuera para enseñarle una futura lección. El ocultamiento introduce la complejidad incluso en los más simples casos de ironía. También se conecta al sentido de su­ perioridad que es el constante compañero de la ironía. Por ejemplo, cuando Sócrates llama a Trasímaco “un hombre as­ tuto”, no podemos concluir inmediatamente que lo que real­ mente quiere decir es que Trasímaco es un “hombre tonto”. Esto no es falso, aunque es una interpretación más bien pobre por­ que no es suficientemente consistente. Quedan demasiadas cosas sin resolver, por ejemplo: ¿cuán, estúpido piensa Sócra­

tes que es Trasímaco? Esta pregunta no tiene respuesta. Sócrates no quiere decir que Trasímaco sea estúpido en ningún sen­ tido concreto, pero sí nos quiere dejar ver que al decir que Tra­ símaco es astuto insinúa que quien es realmente más astuto de los dos es él mismo. Al ocultar el sentido de sus palabras, sin importar cuán simples sean estas, Sócrates logra esconderse de un modo más profundo que si se limitara a decir lo contra­ rio de lo que piensa. Y al mismo tiempo reclama una doble superioridad para sí mismo. Se coloca a sí mismo por encima de Trasímaco tanto al sugerir que es más astuto que el sofista como al mostrar que le está ocultando algo. Si asumimos la ironía como decir algo contrario a lo que se piensa, el sentido de un enunciado irónico es totalmente claro. Si entendemos su significado, de un modo más general, como el decir algo diferente a lo que se piensa, el sentido de un enun­ ciado irónico es mucho menos determinado. El sentido de este tipo de enunciado se puede mantener oculto incluso para aque­ llos que saben que estamos siendo irónicos, y siempre sugiere que dejamos algo sin decir, algo que se considera que nuestra audiencia no merece conocer. Provoca un rechazo a poner­ nos en el mismo nivel de la audiencia. E incluso puede dar a entender que ni siquiera nosotros mismos estamos totalmente seguros de nuestras propias intenciones, y aun así nos presenta como superiores, porque no revelamos esta duda con respecto a nuestras propias intenciones. El ocultamiento puede ser muy específico, como en el sim­ ple caso de decir exactamente lo contrario de lo que se piensa . Puede ser mucho más complejo, como en el caso del inter­ cambio entre Sócrates y Alcibíades. Pero incluso puede ser algo de mucha mayor envergadura y duración. Y esto finalmente nos lleva a la ironía de la propia vida de Sócrates, de la que ha­ blan Alcibíades y, siguiéndolo a él, Quintiliano. Con este tema, terminaré este capítulo y prepararé el terreno para el próximo,

en el cual examinaré no la reacción de los interlocutores de Só­ crates ante su ironía sino la propia reacción de Platón. La tradición a la que han dado voz algunos de los comenta­ rios de Quintiliano construye la ironía socrática como una trans­ parente pretensión autodespreciativa de saber menos de lo que realmente sabe.61 Es resumida de un modo sucinto por D. J. Enright: “Sócrates introdujo la ironía en el mundo. Él fingía ser ignorante [...] y bajo el disfraz de buscar que los otros le en­ señaran, él terminaba enseñándoles”.62 Las constantes pregun­ tas que les hacía Sócrates a sus acompañantes, por lo tanto, eran su estratagema para hacerlos ver por ellos mismos lo que ya él sabía. Este era el método de enseñanza de Sócrates. De hecho, Sócrates sí afirmó que era ignorante y también negó ser un maestro. Cabría preguntarse si al hacer esto decía o no Sócrates lo que realmente pensaba. Una respuesta seria a esta pregunta fue ofrecida recientemente por Gregory Vlas­ tos a través de su noción de “la ironía compleja”. En la ironía compleja, en lugar de decir simplemente lo contrario de lo que se piensa, se juega un doble juego. Se usan las palabras en dos sentidos distintos, afirmándola en uno de estos sentidos y negándola en el otro. Cuando Sócrates, por ejemplo, niega ser un maestro en el sentido convencional, donde enseñar es simplemente transferir conocimiento de un profesor a una mente educada, Sócrates dice lo que piensa. Pero en el sentido que él le va a dar a la enseñanza ^-involucrando a los discípulos en el argu­ mento eléntico para hacerlos conscientes de su propia igno­ rancia y permitirles descubrir por ellos mismos la verdad que

el profesor les ha ocultado-, en esta forma de enseñanza, Só­ crates podría querer decir que es un maestro, el único verda­ dero maestro: el diálogo con sus conciudadanos tiene la

intención ele lograr, y de hecho lo consigue, ayudarlos en sus esfuerzos de autoenriquecimiento moral (32 ).63

Por lo tanto, Sócrates dice y no dice lo que realmente piensa: es un maestro en un sentido y no en el otro. No les dice a sus estudiantes las respuestas a las preguntas que les hace, aunque las sepa, pero está dispuesto a guiarlos para que las descu­ bran por sí mismos. Pero “este maestro que oculta la verdad” es, en el antiguo sentido del término, un dogmático: cree que hay una verdad que debe ser conocida sobre la naturaleza de las cosas, especialmente las virtudes, y que él mismo está en posesión de esta verdad. Él es tan socrático corno cualquier pro­ fesor de derecho civil64 en el primer año de las facultades de leyes contemporáneas. Su insistencia irónica sobre su incapa­ cidad de saber lo que es la virtud y de enseñarla queda inva­ lidada cuando se interpreta desde esta perspectiva; se trans­ forma en un mecanismo p rotrép tico, un mecanismo para motivar a estudiantes poco entusiastas.65 De hecho, la ironía compleja es una versión sofisticada de los casos más simples de la ironía retórica que ya hemos discutido. Esta ironía depende todavía de la idea de que Sócrates esté diciendo lo contrario de lo que cree, aunque ahora sus pala­ bras oculten un sentido que su audiencia probablemente no entenderá. La ironía compleja también presupone que, inde­ pendientemente de lo enigmático y misterioso que pueda parecerles a sus interlocutores, Sócrates no constituye un misterio para Platón, quien entendió la naturaleza de su ironía y repre­ sentó su funcionamiento en sus primeros diálogos. De la misma manera, Sócrates ya no constituye un enigma para sus moder­ nos lectores, quienes han descifrado el doble código que uti­ lizó para comunicarse con sus contemporáneos. Según esta interpretación, Platón entendió a Sócrates tanto como este se entendió a sí mismo, si no más, y colocó en sus diálogos las

mismas pistas que Sócrates había incluido en sus conversacio­ nes para que pudieran entenderlo. ¿Debemos permitir que la ironía socrática se transforme a sí misma de un modo tan sencillo en una estratagema pedagó­ gica? En La montaña m ágica, Settembrini, el pedagogo huma­ nista de Hans Castorp, proclama que cuando la ironía “no sea una forma directa y clásica de retórica perfectamente inteligi­ ble para un espíritu sano, se convierte en una aberración, en un obstáculo para la civilización, en el vicio” (304). Pero, como afirma Hans Castorp un poco más tarde, “sólo falta que la ca­ lifique de ‘políticamente sospechosa’ a partir del instante en que cesa de ser un medio de enseñanza directa y clásica. Pero una ironía que no puede dar lugar al equívoco, ¿qué sería?; lo pre­ gunto en nombre de Dios [...]. Eso es una ridiculez de ‘maes­ tro de escuela’ ” (305). Hans Castorp tiene razón. En cualquiera de sus variedades, menos en las más burdas donde se convierte en el sarcasmo más banal, la ironía ejercita las mentes sanas y las pone a dudar sobre sus propios propósitos. Friedrich Schle­ gel, aunque elogiaba “una ironía retórica que usada con mo­ deración produce excelentes efectos, especialmente en la polémica”, afirmaba también que, “comparada con la sublime urbanidad, de la musa socrática es como la pompa del discurso retórico comparada con una tragedia antigua de estilo elevado” (42; 43).66 La ironía retórica generalmente libra a sus oyentes de toda duda sobre el sentido real de lo que ha sido dicho. Y aun­ que no hay nada incorrecto en esta definición, sólo explica de un modo parcial la práctica de la ironía. La incertidumbre, a pesar de lo dicho por Settembrini, no es una depravación sino que, como veremos más tarde, habita en la propia esencia de las cosas. La ironía socrática es más compleja que “la ironía compleja” y la propia forma en que Platón entendió a Sócrates,

veremos en el próximo capítulo, puede haber sido menos perfecta de lo que sugiere esta última noción de la ironía. La idea de que Platón entendió a Sócrates como si el perso­ naje de sus diálogos fuera una persona real de la que Platón tenía un conocimiento minucioso no me satisface. Explicaré mis razones para estar en desacuerdo con esta idea y haré algunas sugerencias para tratar de encontrar una explicación alternativa a la construcción de la figura de Sócrates dentro de la obra de Platón. Pero primero quiero examinar la idea de la ironía com­ pleja que se supone nos revelará la oculta profundidad de Só­ crates y que es esencial para los que opinan que Platón no veía ningún misterio en su criatura.67 En los textos de Platón, Sócrates tanto afirma como, en otras ocasiones, niega conocer la naturaleza de la virtud. ¿Cómo es esto posible, se pregunta Vlastos, si Sócrates está usando “co­ nocimiento” en el mismo sentido en ambos casos?68 Vlastos apela a la noción de la ironía compleja para tratar de solucio­ nar este conflicto. De hecho, no hay conflicto en relación a la enseñanza, ya que Sócrates no reclama para sí ni una sola vez el rol de maestro,69 Pero, en cambio, sí niega en muchas oca­ siones este rol. Hay, además, varias razones para rechazar la lectura de estas negaciones (por ejemplo L aqu es 186d8-e3) como ironías complejas. Una de estas razones es que la obra de Platón no nos da ninguna evidencia de que el diálogo que Sócrates tiene con sus conciudadanos tenga los efectos bene­ ficiosos que Vlastos le atribuye y de los que deriva su noción de Sócrates como “el único verdadero maestro” de la virtud. ¿Quién, entre los interlocutores de Sócrates en los diálogos de Platón, mejora después de dialogar con él? Protágoras no cam­ bia en ningún sentido. Tampoco lo hacen Gorgias, Polos, Ca­ lióles, Hipias, Eutidemo ni Dionisiodoro. Lo mismo pasa con Eutifrón,70 Ion y Menón. “Un enriquecimiento moral” no des­ cribe para nada las vidas de Cármides y Critias.71 Laques y Lisis co m o

terminan con una nota positiva, los participantes prometen con­ tinuar los esfuerzos que han iniciado, pero Platón deja sin re­ solver la pregunta sobre el efecto que a largo plazo tiene Sócrates sobre sus interlocutores. Respecto a la influencia que Só­ crates tuvo sobre Alcibíades, tenemos, aparte del testimonio de la historia, la confesión que el propio Platón pone en boca de este en el Banquete'. “Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud”.72 ¿Cómo podía Sócrates, quien constantemente cri­ ticó el fracaso de los grandes atenienses, mejorar no sólo a sus conciudadanos sino también a sus hijos y afirmar tener algún tipo de éxito en esta empresa a la luz de un récord tan ne­ gativo? La actitud de Sócrates hacia las obligaciones de la enseñanza nos da una segunda razón para fiarnos de él cuando niega ser un maestro de cualquier tipo de materia, y especialmente de la virtud. En el Gorgias (456a4-46lb2), el sofista, quien afirma ser profesor de retórica, niega cualquier responsabilidad sobre el uso que sus estudiantes hagan del conocimiento que él les otorga: su tarea es enseñarles a hablar, no enseñarles a hablar con justicia -y que hagan esto o no es responsabilidad de ellos-. Más tarde Sócrates argumenta que ya que Gorgias ha estado de acuerdo en que la naturaleza de la justicia es parte de lo que revela su curso de retórica, sus estudiantes nunca pueden ser injustos: ¿cómo puede alguien que ha aprendido lo que es la justicia no actuar de acuerdo con este conocimiento? Gorgias, ligeramente confundido, acepta esta conclusión pero el pro­ blema permanece sin resolverse. La repercusión de esta con­ clusión es que, al fin y al cabo, a la retórica no le interesa la justicia o que Gorgias no les enseña a sus estudiantes lo que él mismo profesa. En contraste, en la A pología, Sócrates asume

la misma posición que le niega a Gorgias: afirma que él no asume ninguna responsabilidad por el carácter o el comporta­ miento de aquellos que escuchan sus discusiones. Y la razón que da para esto es que estas personas habían elegido, por su propia voluntad, seguirlo a través de Atenas; él nunca fue, ni dijo ser, su maestro. Creo que si hay algún sentido -cualquiera que este sea- en el cual Sócrates se percibía a sí mismo como un maestro de la a r e t é p nunca habría negado ser responsa­ ble por el carácter de sus estudiantes, lo cual consideraba esen­ cial para todo tipo de enseñanza.74 Es cierto que tanto sus amigos como sus enemigos asumían que Sócrates profesaba la enseñanza de la naturaleza de la arete, aunque estaban en desacuerdo sobre el tipo de influencia que este ejercía. Pero esto no es razón suficiente para resistirse a creer en la negación que hace Sócrates de su rol magistral. A pesar de lo extraño que esto pueda sonar, es difícil para mí creer que los contemporáneos, y casi contemporáneos, lo entendie­ ran mejor que nosotros lo entendemos ahora (lo cual no quiere decir que nosotros lo entendamos bien). El hecho mismo de que sus amigos y acompañantes compusieran tantos logoi y diá­ logos representándolo de las formas más contradictorias y te­ niendo serias disputas entre sí sobre cómo interpretar su figura sugiere que él nunca fue un hombre fácil de entender.75 Kier­ kegaard estaba en lo correcto: “Aun suponiendo que yo fuese un contemporáneo suyo, aun así seguiría siéndome difícil con­ cebirlo” (83).76 Esta dificultad es la que nosotros tenemos que entender. No necesitamos encontrar la clave que revele su se­ creto. Su secreto está ahí disponible para que todos lo poda­ mos ver: el problema radica en que no podemos comprenderlo. Este es un secreto que no puede ser explicado: es mejor ex­ ponerlo viendo la vasta diversidad de interpretaciones que ha provocado durante todos estos siglos. Al asumir la actitud de Sócrates hacia sus enseñanzas com o una ironía com pleja le quitamos m ucho de su extrañeza,77 ya

que la ironía compleja nos ofrece una ventana a su alma. Asu­ mir este tipo de ironía como una forma de sinceridad provee a Sócrates, paradójicamente, de una máscara más profunda -u n a máscara tan profunda, que resulta muy difícil, si no im po-sible, de quitar-: quizás no debamos considerar esta ironía com o tal máscara si asumimos que esta debe cubrir un rostro real. Si Sócrates cree sinceramente que no sabe lo que es la a reté y que, por lo tanto, no se la puede enseñar a los otros, entonces constituye un enigma real. Él está convencido de que el co n o ­ cimiento de la areté es necesario para llevar una vida buena y feliz. Por otra parte, niega este conocim iento y la habilidad de comunicarlo. Y aun así fue capaz de vivir una vida buena, a los ojos de Platón así como también a los ojos de la tradición que ambos iniciaron, de una forma que nadie lo había hecho hasta ese momento. Y nunca nos permitió saber cóm o lo hizo. Este es -debemos ser muy claros al resp ecto - un caso de iro­ nía muy profunda. La ironía es un caso consciente de ocultamiento, y uno puede pretender ocultarse o realm ente hacerlo por razones muy diferentes. Pensar que la ironía siempre puede ser descifrada, o que los ironistas están en clara posesión de la verdad que ocultan, es no entender su funcionam iento. Es no darse cuenta de que la ironía no siempre oculta una ver­ dad única y clara y que también puede dirigirse en contra del ironista. Existe, como Enright afirma, una ironía que “no niega, refuta o invierte el sentido de las cosas, sino que sin hacer mucho ruido abre el espacio para la duda y deja las preguntas sin responder: no elisión de la responsabilidad que supone el acto de asumir la palabra, falta de coraje o convicción, sino más bien el reconocimiento de que hay veces en que no podem os estar seguros, no tanto porque no tengamos suficiente infor­ mación sino porque la incertidumbre es intrínseca, es una incerticlumbre inherente a la esen cia”.78 La ironía insinúa, co n frecuencia, que algo está pasando en el mundo interior del iro-

nista que la audiencia no puede ver, pero esto no siempre su­ pone que el propio ironista pueda tener acceso a esta interio­ ridad. La ironía, m uchas veces, com unica que la audiencia sólo tiene acceso a una parte del problem a, pero esto no siem pre supone que el hablante pueda entenderlo en su totalidad. Al­ gunas veces ni siquiera se puede deducir que esa totalidad a la cual la audiencia no tiene acceso exista realm ente. La incertidumbre es intrínseca a la esencia. La ironía parece crear una máscara pero no m uestra, sin em ­ bargo, si hay algo detrás de ella. Sugiere la existencia de una profundidad pero no la garantiza. El Sócrates de los primeros diálogos de Platón carece de profundidad, de una historia se ­ creta que se distinga de las historias que estos diálogos co n ­ tienen. Su carácter patente es lo que dificulta su entendim iento: él es lo que parece. Sólo en las obras tardías de Platón, em pe­ zando con Gorgias y M enón,79 encontram os la necesidad de en­ tender a Sócrates, un conjunto de op iniones y teorías nunca antes expresadas por él que tenían com o objetivo explicar cóm o podía haber vivido una vida tan virtuosa com o la que tuvo. El primer esfuerzo exp lícito por desplegar las profundidades de Sócrates, por exp o n er cóm o era su m undo interior, fue hecho por A lcibíades en su discurso en el B anqu ete. Y su discurso sigue al discurso de Diótima sobre la form a de la belleza, que describe cóm o m antenerse indiferente a la belleza aparencial cuando se ha visto la verdadera belleza de la Form a y, por lo tanto, exp lica có m o Sócrates pudo m antenerse distante ante el seductor ofrecim iento de Alcibíades. Pero cuando Alcibíades abre a Sócrates com o la estatua de Sileno,80 todavía se enfrenta a un misterio: ¿cómo, al fin y al cab o , las bellas estatuas se c o ­ laron en su interior? ¿Cómo Sócrates se convirtió en el hom bre virtuoso que llegó a ser? Alcibíades no tiene respuesta para esta pregunta, y tam poco -e sto es sin duda lo más im p ortante- la tiene Platón. El Gor-

gias, el Menón y el Banquete constituyen el comienzo del in­ tento del propio Platón por dotar a Sócrates con una interio­ ridad que explique su superficie paradójica, su absurda apa­ riencia, su vida virtuosa. En estos diálogos, Platón empezó a hacer un esfuerzo explícito para construir su propia inter­ pretación, su propia reflexión sobre Sócrates, mediante opi­ niones y nuevas teorías respecto a lo que era la filosofía.81 Pero esta nueva reflexión de Platón sobre Sócrates es también una reflexión sobre sí mismo. Y el tema de la reflexión de Platón, como veremos en el próximo capítulo, no es más que otro re­ flejo. Lo único que tenemos y sabemos de Sócrates es esta serie de reflejos. Sócrates constituía una paradoja para Platón. Convencido de que Sócrates era el mejor hombre de su generación (Fedón 118al5-18), quizás el mejor hombre que nunca hubiera exis­ tido, Platón tiene que asumir el hecho de que, según él mismo admite, Sócrates no tenía las cualidades necesarias para ser el tipo de hombre que fue. Si el conocimiento de la areté era ne­ cesario para tener areté y, por lo tanto, para el bien vivir, en­ tonces Sócrates, que carecía de este conocimiento, no podía haber sido virtuoso y haber vivido bien. Sin embargo, sí alcanzó la virtud y vivió una vida ejemplar. Jenofonte se enfrentó al mismo problema y le dio su propia respuesta. El sofista Hipias acusa a Sócrates de hacer pregun­ tas sobre las virtudes pero sin ofrecer nunca sus propias res­ puestas (Memorabilia, 4, 4, 10-11). A lo que Sócrates responde, quizás de un modo sorprendente, que él constantemente de­ muestra su propia concepción de la justicia. Y cuando Hipias le pide que defina lo que es la justicia, Sócrates responde que su demostración consiste en el hecho de que él nunca actúa in­ justamente. Y sus acciones, añade sentenciosamente, son una evidencia mucho más seria que sus palabras. Jenofonte parece satisfecho con esta respuesta.82 Pero a Platón esta explicación

no le parecería aceptable porque pensaba que el conocimiento de la justicia era necesario para poder actuar justamente, de un modo consistente durante un largo periodo de tiempo y que tal conocimiento podía ser expresado en palabras. Ya nos hemos ocupado de los textos de Platón en los cuales la eiró n eia es explícitamente atribuida a Sócrates. Nos con­ centramos ahora en la ironía socrática no como una figura re­ tórica sino como un modo de vida. Este modo de vida -una vida de areté que no cumplía las condiciones necesarias para poder ser entendida como tal- suponía un gran problema para el propio Platón: Sócrates era un personaje que él mismo no entendía. Parte del genio de Platón consiste en su habilidad de haber escrito un número de obras (los diálogos socráticos) en los cuales recreaba a este personaje, exhibía su ironía, me­ ditaba sobre ella y nos dejaba ver su propia perplejidad ante la ironía socrática sin ofrecernos una explicación del perso­ naje que era el héroe central de sus diálogos. Las primeras obras de Platón producen dos efectos impor­ tantes. El primero es que crean un Sócrates silencioso, un per­ sonaje cuya ironía no nos deja ver cómo se convirtió en el tipo de ser humano que era. Esto permitió que el Sócrates de Pla­ tón provocara innumerables intentos de los filósofos por en­ tenderlo y, a la vez, sobreviviera a cada una de estas tentativas de explicar cómo logró ser lo que era. El segundo efecto es que las obras socráticas de Platón crearon un personaje que era un misterio para su propio autor. Esto en cambio le da al per­ sonaje la verosimilitud que explica, como veremos en el pró­ ximo capítulo, el hecho de que desde hace ya casi doscientos años haya sido visto no sólo como un personaje, un reflejo, sino una duplicación directa de su original. Platón, sin embargo, no estaba totalmente satisfecho con este personaje. En las obras de su periodo intermedio y tardío, ofre­ ció la primera interpretación de la ironía socrática, el primer in­

tentó de quitar la máscara que su Sócrates usaba para tratar de mostrar lo que ocultaba tras ella. Con este propósito de­ sarrolló los recursos de mayor ambición y alcance que domi­ nan la filosofía hasta el día de hoy e inició una gran tradición. Pero sus obras tempranas, en las cuales Sócrates es un miste­ rio carente de explicación que simplemente vive una vida fi­ losófica, se colocan en el principio de otra tradición filosófica, quizás no tan dominante como la otra pero que aún existe y que merece ser continuada. Por el momento, me gustaría terminar con la observación de Friedrich Schlegel de que la ironía socrática “no ha de en­ gañar a nadie, excepto a aquellos que la toman por u¡n en­ gaño y que o bien se regocijan en la exquisita malicia de burlarse de todo el mundo o bien se enfadan cuando barrun­ tan que ellos también estarían acaso incluidos en la burla”.83 Gregory Vlastos parece haber aceptado la opinión de Schlegel y trató de liberar a la figura de Sócrates de toda forma de en­ gaño. Kierkegaard parece haber estado fascinado con la idea de que Sócrates los había engañado a todos; incluyendo a esos grandes impostores, los sofistas. Me parece que Platón, al final, se dio cuenta de que existía la posibilidad de haber sido él mismo otra de las víctimas de su propio personaje y trató de desenmascararlo. A mí, por mi parte, me gustaría pensar que mi negativa a ver la ironía socrática como una forma de engaño no me obliga a considerarla como un camino hacia las grandes profundidades de su alma o la de cualquier otro ser humano.

La vida de Sócrates es, para quien repara en ella, como una grandiosa pausa en el curso de la historia: no se le oye en absoluto, reina un profundo silencio hasta que las numerosas y diversas escuelas de discípulos vienen a interrumpirlo, en su tumultuoso intento de hacer que su origen se remonte a esa oculta y miste­ riosa fuente. S0R E N K i e r k e g a a r d ,

Sobre el concepto de ironía

La idea de que la figura más locuaz en la historia de la filo­ sofía es alguien que “nunca oímos” parece, en principio, ser un intento calculado de sobresaltar y conmover, pero Kierkegaard está hablando en serio. Unas páginas antes en su libro Sobre el concepto d e iro n ía escribe casi lo mismo: “Pues aquello a lo que Sócrates asignó tanto precio, la quietud y la meditación, es decir, el silencio, es su vida entera en relación con la historia del mundo. Sócrates no dejó nada a partir de lo cual una época posterior pudiera juzgarlo...”.1 Y Kierkegaard tiene razón. El contraste que hace Kierkegaard entre la figura silenciosa de Sócrates y los “intentos bulliciosos” de sus seguidores lo an­ ticipa muy bien Hegel, quien describió a Sócrates como el fun­ dador de la filosofía moral y escribió que “por eso, todas las chácharas éticas y la filosofía popular de la posteridad ven en él su patrono y su santo tutelar, haciendo de Sócrates el manto para cubrir y justificar toda su falta de filosofía”.2 A pesar de nuestra común concepción acerca de Sócrates, quien se dedicó apasionadamente a dos actividades: hablar y conversar, el to­ rrente de palabras que lo rodean ha pasado por su lado sin

tocarlo y lo ha dejado, al fin y al cabo, en perfecto silencio. Es ese silencio que hizo que muchos, antiguos y modernos, vol­ vieran a acercarse una y otra vez a su figura, algunos para com­ prenderlo mejor, otros para seguirlo. El clamor que siempre ha rodeado a Sócrates es,' en última instancia, el eco de úna. quietud fundamental. Es esa quietud y silencio lo que quiero recobrar, en lo que sigue, con mis propios esfuerzos bulliciosos. Influenciado por la gran idea de Hegel acerca del desarrollo de la filosofía griega, Kierkegaard creía que con Sócrates se había cerrado ese periodo temprano de la civilización griega en el que los atenienses actuaban de cierta forma simplemente porque se adherían, sin cuestionar nada, a las normas éticas que habían heredado junto con el resto de su cultura. Sócra­ tes luchó contra la autoridad de los códigos externos de com­ portamiento y enfatizó, por primera vez, la importancia de la subjetividad y la conciencia del individuo: “El principio de Só­ crates consiste, pues, en que el hombre descubra a partir de sí mismo tanto el fin de sus actos como el fin último del universo, en que llegue a través de sí mismo a la verdad”. 3 Hegel, que rechazó la concepción de la ironía de Eriedrich Schlegel y trató de distinguirla de la ironía socrática, argumentó que la ironía era solamente una parte del método de Sócrates para demos­ trar que las preguntas morales deben ser respondidas por los individuos a través del autocuestionamiento.4 Pero Kierkegaard, quien siguió a Hegel al definir la ironía como “absoluta negatividad infinita”, 5 insistió en que la ironía era lo único que Só­ crates tenía a su disponibilidad: “no tenía nada más”.6 Kierkegaard argumenta que en su sentido más importante (sensus eminentior) la ironía “no se dirige a esta o aquella cosa existente en particular, sino que se dirige a toda la realidad en un cierto tiempo y bajo ciertas circunstancias”.7 En ese sen­ tido, la ironía es “infinita” porque no cuestiona la validez de este o aquel fenómeno de la cultura sino la cultura en su tota­

lidad. Es “negativa” porque minimiza aquello a lo que se op one pero, a su vez, es incapaz de o frecer una verdadera alternativa. Y es “abso lu ta” p o rq u e invalida lo actual p or m edio de una atracción hacia un futuro que, en un sentido hegeliano, repre­ senta una etapa más avanzada de desarrollo qu e el ironista des­ conoce. La etapa más avanzada a la que la ironía socrática se dirige, según Kierkegaard, era el cristianism o; pero eso no era algo que Sócrates pudiera saber. El ironista, escribe Kierkegaard, “se ha salido de las filas de la contem poraneidad y les ha hecho frente. Lo que vendrá está oculto para él, está a sus espaldas, pero la realidad de la que se ha h e ch o en em ig o es aq u ello que ha de aniquilar, y a ella se dirige su fulm inante m irada”.8 Se puede decir en to n ces que Sócrates trajo al mundo la su b je­ tividad y la con cien cia individual pero no co n o cía su real n a­ turaleza y significado suprem o; tanto su significado com o su naturaleza fueron descubiertos por la cristiandad según la e n ­ tendió Kierkegaard. Estas son ideas embriagadoras. No estoy seguro de que pueda hacerles justicia ni de que se les pueda hacer justicia en g en e ­ ral.9 Pero sí quiero apelar a Kierkegaard para desarrollar la n o ­ ción de Q uintiliano cu ando se refiere a que toda la vida de Sócrates estuvo caracterizada por la ironía sin aceptar su otra idea de que la ironía de Sócrates no es m ás qu e ignorancia fingida. Esta última form a de entender la ironía socrática d eb e ser rech azad a.10 Sócrates no finge la ignorancia que p ro fesa en las obras tem pranas de Platón. Yo no puedo, por ejem plo, aceptar la idea de Norm an Gulley de que Sócrates sabe lo que es la piedad, el valor o la tem planza pero finge ante sus inter­ locutores para que estos descubran estos con cep tos por sí m is­ mos.11 Su ignorancia es genuina, y ese es quizás el hecho más importante que co n o cem o s de la vida de Sócrates. Los primeros diálogos de Platón no son ejem plos de una dia­ léctica “didáctica”, a través de la cual el que pregunta y sab e

las respuestas de antemano, que el que responde desconoce, lleva al que responde al conocimiento necesario por medio de una serie de interrogantes diseñadas muy astutamente. Esa manera de entender las qbras de Platón, como nota Michael Frede, asume que “en cada caso Sócrates [...] es representado como alguien que propone un argumento, del cual está con­ vencido y que, de hecho, ya ha adoptado, porque es un argu­ mento en el que Platón cree y que, por ende, apoya y pone en boca de Sócrates”. Pero esto no explica los primeros diálo­ gos ‘aporético¿ y ‘elénticos* que tratamos de explicar en este libro. Estas obras, a diferencia de diálogos como el F edón y la R epública, no representan a Sócrates como “alguien que guía a su interlocutor con un argumento didáctico para que este llegue a descubrir la verdad de una cosa. Estas obras guían al interlocutor de Sócrates a través de una forma argumentativa que lo hace ver la ignorancia que lo llevó a afirmar algo sin el debido conocimiento”.12 Pero la ignorancia inconsciente del que responde también refleja la ignorancia que incitó a Sócrates, quien por lo menos es consciente de su carencia de conoci­ miento, a hacer las preguntas que hizo en un principio.13 Sócrates es en muchas ocasiones irónico cuando hace creer que sus interlocutores saben la respuesta a sus preguntas. Tam­ bién es irónico cuando, por ejemplo, llama a Trasímaco “astuto” en la República I.14 Pero es honesto cuando afirma que él mismo no sabe lo que es la virtud y que se ha dedicado en cuerpo y alma a encontrar a alguien que pudiera tener ese conocimiento y se lo comunicara. Pero decir que Sócrates realmente desco­ noce lo que es la virtud, como lo hizo Aristóteles cuando co­ rrectamente escribió que “Sócrates hacía preguntas y no las respondía, ya que confesaba que no las sabía”, 15 hace que sur­ jan serias preguntas en relación a la práctica de la filosofía. Una pregunta central dentro de este tipo de cuestionamiento es cómo la profesión de ignorancia de Sócrates, si es sincera,

se adecúa ai hecho de que él frecuentemente acepta cierta can­ tidad de puntos de vista y principios éticos. Uno ele estos prin­ cipios es, según las propias palabras de Sócrates en su Apología, “sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobe­ decer al que es mejor, sea dios u hombre”.16 Otra idea, consi­ derablemente más controvertida, es que “no se debe responder con la injusticia ni hacer mal a ningún hombre, cualquiera que sea el daño que reciba él” ( Critón 49cl0~ ll). ¿Cómo poetemos entender la supuesta falta de conocimiento de Sócrates cuando lo escuchamos hacer este tipo de afirmaciones? ¿Se está con­ tradiciendo? ¿O es el conflicto, de una manera u otra, solamente aparente? La representación de Sócrates por parte ele Platón en sus obras élénticas ha dado lugar a distintas interpretaciones. Una posi­ ble manera ele resolver el conflicto que acabamos de notar es acudiendo a la común elistinción contemporánea entre el co­ nocimiento y la opinión verdadera. Aunque Sócrates puede fin­ gir no tener conocimiento ele la virtud y la verdad, ética, no está obligado a negar que tenga opiniones vereiaderas sobre ellas. Sus opiniones, que no están respaldadas por la fuerte justifi­ cación que sólo el entendimiento ele la esencial naturaleza de la virtud puede proveer, no logran ser entendidas como cono­ cimiento; pero aun así pueden ser vereiaderas. Esa es la inter­ pretación de T. H. Irwin, quien escribe que “la negación del conocimiento no requiere la negación de todas las conviccio­ nes positivas. Sócrates sólo reconoce como conocedor de la vir­ tud a aquel que puede definirla [...] Si Sócrates exige esta condición tan rigurosa [...] no debe sorprendernos que afirme no saber nada sobre la virtud. Pero aun así puede afirmar que tiene opiniones positivas, que carecen de una justificación es­ tricta y explícita pero que a pesar de todo son confiables”.17 Sin embargo, en la A pología, Sócrates afirma algo más que una simple opinión verdadera acerca de los principios que ar­

ticula: dice que sa b e que desobedecer a un superior es malo y vergonzoso. El conflicto entre la convicción que expresa aquí y sus otras negaciones del conocimiento es más severo de lo que Irwin cree. Este problema ha llevado a Gregory Vlastos a proponer otra alternativa. Vlastos rechaza el intento de Irwin de distinguir entre el conocimiento y la opinión verdadera y ar­ gumenta que la paradoja creada por la simultánea negación y afirmación de Sócrates del conocimiento puede ser resuelta si distinguimos entre dos concepciones diferentes de lo que es el conocimiento.18 ¿Cuáles son esas dos concepciones? Existe primero el cono­ cimiento que se basa en la verdad extrapolada de un princi­ pio fundamental y evidente. Este tipo de conocimiento requiere necesidad y produce certeza: lo que sabemos por este medio no puede ser de ningún otro modo y tampoco puede ponerse en duda. Es lo que Platón se imagina cuando argumenta que el conocimiento es infalible (.República 477e6-7) y es lo que Aris­ tóteles piensa cuando argumenta que “todos creemos que las cosas que conocemos no pueden ser de otra manera”.19 Es el conocimiento al que los filósofos antiguos, según Vlastos, ge­ neralmente aspiraban; es por esa razón por la que lo llama co­ nocimiento “filosófico” o “certero”. En ese sentido del cono­ cimiento, Sócrates, que nunca se preocupó de la deducción de axiomas fundamentales, seguramente no sabe nada, y sus negaciones del conocimiento son perfectamente sinceras. Sócrates, sin embargo, no es menos sincero cuando dice que sabe un número de verdades éticas ya que, en esos casos, lo que quiere decir con “conocimiento”, de acuerdo con Vlastos, es algo más débil, más común y sencillo. Ese es el conocimiento que Sócrates deriva de su propia práctica dialéctica. Tiene que ver con cualquier declaración que aún se sostiene después de una o, preferiblemente, más participaciones en los encuentros

conversacionales que nosotros llamamos elen chos. Ese tipo de conocimiento eléntico (si se le puede llamar conocimiento) es más débil que el conocimiento “certero” porque es esencial­ mente falible. No importa con qué frecuencia se haya ganado un debate que depende de un punto de vista particular, no hay ninguna garantía de que no se vaya a perder el debate la pró­ xima vez. En ese caso, lo que parecía seguro, quizá hasta ina­ tacable, se caerá a pedazos. El punto de vista del cual se había dependido en el pasado, por el cual hasta se habría arriesgado la vida, terminará siendo indefendible después de todo, Pero siempre y cuando no se haya perdido un debate que depende de ese punto de vista, podría parecer justificado el afirmarlo. Eso, de acuerdo con Vlastos, es justo lo que Sócrates siente en conexión con los principios que afirma en la Apología y en el Critón. ya que nunca ha perdido un debate cuando depen­ día de ellos, considera que puede afirmar que los conocía. La negación del conocimiento de Sócrates termina siendo otro ejemplo de la “ironía compleja”20 de Vlastos. Cuando Sócrates dice que le hace falta conocimiento ético, cree en lo que dice si el conocimiento tiene que ver con una certeza deducible e infalible; pero no cree en lo que dice si el conocimiento se entiende como el producto falible de sus victorias dialécticas. Ese es el conocimiento que afirma poseer y que de hecho posee. Un problema central con este punto de vista es que la noción de un conocimiento “filosófico” como lo entiende Vlastos es ar­ ticulada sistemáticamente sólo en los escritos de la etapa in­ termedia y tardía de Platón y en las obras de Aristóteles.21 A menos que el concepto de conocimiento filosófico fuese más o menos contemporáneo con el momento de los primeros diá­ logos de Platón, no se puede hacer que Sócrates niegue tenerlo sin ninguna explicación; y la evidencia de que era contempo­

ráneo aún es muy débil. Vlastos cita dos pasajes de Demócrito: “En realidad de verdad nada sabemos; que la verdad está en lo profundo” y “Estas razones ponen de manifiesto que en realidad de verdad, no sabemos nada de nada 22 Pero el escepticismo tradicional de Demócrito, que se fecha por lo menos hasta en época de Jenófanes,23 parece ser un lugar común en vez de una teoría filosófica; no se ha desarrollado lo suficiente para sugerir que una definición clara de la con­ cepción de un conocimiento que sea certero e infalible haya sido articulada y esté disponible en la época, incluso entre los filósofos naturales. Vlastos también apela a las fuertes afirma­ ciones que Parménides había hecho en nombre de su visión del mundo.24 Pero la escuela eleática, iniciada por Parméni­ des, se apoyaba en el razonamiento deductivo (aunque prin­ cipalmente basado en pruebas deducidas por la redu ctio a d absurdum, la cual no empieza con los principios fundamenta­ les que Platón y Aristóteles luego requerirían del conocimiento) casi exclusivamente para refutar las ideas de sentido común de casi toda la gente y no para establecer resultados positivos propios. Según Vlastos, Sócrates, a quien no le interesaba la filosofía natural o la teoría del conocimiento,25 no hubiera te­ nido acceso a lo que en ese momento, en el. mejor de los casos, se podría considerar una innovación epistemológica esotérica.26 Y aun si Platón conocía estos debates filosóficos, no hubiera podido dejar que Sócrates los usara sin algunas palabras ex­ plicativas. Mi propio punto de vista combina la sinceridad que Irwin le atribuye a Sócrates con la idea de Vlastos cuando advierte de la existencia de dos tipos de conocimiento. Al igual que Irwin, le creo a Sócrates cuando explica que con respecto a la virtud Carete) él carecía del tipo de conocimiento que sería verdade­ ramente merecedor de ese nombre. Ai igual que Vlastos, creo

que Sócrates poseía un tipo de conocimiento con respecto a determinados principios éticos, como la idea de que es mejor sufrir injusticia que cometerla o que el miedo a la muerte hace vergonzoso el desobedecer las órdenes de nuestros superiores. El conocimiento que tiene Sócrates proviene de su práctica del elenchos; el conocimiento con el que se lo contrasta no es el de los filósofos (el cual, acabo de argumentar, aún no había sido bien articulado en su época) sino con el que poseen los artesanos. Aunque niega que este tipo de persona sepa algo acerca de los temas éticos que le interesan, Sócrates habla ge­ nerosamente de la maestría de su oficio en la Apología. Estaba seguro de que encontraría en ellos muchos y bellos conoci­ mientos (noXka, küXKoÁja), y no estaba equivocado: sabían cosas que él desconocía, y de esa manera eran más sabios que él.27 El problema con los artesanos residía en que ellos parecían creer que su destreza en su oficio también les proporcionaba conocimiento del bien vivir, aunque no fuera así. De esa ma­ nera, los artesanos probaron ser tan ignorantes como cualquier otra persona y, por consiguiente, menos sabios que Sócrates, quien conocía bien su ignorancia. Pero el conocimiento de los artesanos acerca de su oficio es sólido e indisputable, aunque no sabían nada de los temas éticos que Gorgias, Pródico, Iiipias y Eveno afirmaban entender y enseñar ( A pología 19el-20c3).28 Los anteriormente mencionados tampoco tienen interés por el conocimiento filosófico, la certeza o la infalibili­ dad; el éxito dialéctico y retórico es lo que les preocupa. Ellos simplemente afirman tener conocimiento técnico o experto del areté; así como los artesanos hacen con sus técnicas, ellos son capaces de articular y transmitir este conocimiento a otros con cierto grado de éxito.29 Sócrates, por supuesto, piensa que los sofistas están equivo­ cados. Ellos no poseen el conocimiento técnico de la areté que le interesa a él. El conocimiento técnico puede ser más o menos

articulado; uno puede transmitírselo a otros, aunque a veces re­ sulte dificultoso o lleve mucho tiempo hacerlo. Permite dar ra­ zones para lo que se está haciendo en muchos casos particu­ lares. Generalmente resulta en productos que la gente puede acordar que son buenos, ó por lo menos mejor que otros. No es, de ninguna manera, un método sin fallos 30 y no todos eran capaces ni a todos se les permitía aprender un oficio. Sócra­ tes, escultor de estatuas e hijo de escultor de estatuas,31 sabía perfectamente que en su época la maestría (y los secretos) de los oficios artesanales era transmitida de generación a genera­ ción en una familia.32 La evidencia sugiere fuertemente que los padres entrenaban a sus hijos y que este entrenamiento em­ pezaba a muy temprana edad, mucho antes que en los tiempos modernos.33 El conocimiento requerido en los oficios no es pu­ ramente racional y no puede ser expresado completamente a través de las reglas. La creación de un hábito es tan impor­ tante para el oficio como lo es la apreciación. Y las disputas no siempre se pueden resolver fácilmente. El caso famoso de la constante disputa entre Zeuxis y Parrasio es solamente un ejem­ plo entre muchos; la invectiva puesta por el autor de D e la m e­ dicin a antigua contra todos aquellos que no comparten su con­ cepción de cómo se debe practicar la medicina es otro ejemplo.34 A pesar de todas esas reservas, el conocimiento de los arte­ sanos es estable: después de que lo adquieren y practican, no lo pierden; sus productos son generalmente de alta calidad; pueden, por lo menos en teoría, explicarlo y transmitírselo a otros. Sócrates habría considerado que ese tipo de conoci­ miento, si lo hubiera tenido, le habría permitido vivir una vida virtuosa y por consiguiente una vida feliz.35 Pero no lo tenía y era consciente de ello. Ya que pensaba que era la posesión hu­ mana más preciada, dedicó gran parte de su vicia a buscar, en función de la areté, el tipo de conocimiento que permite a los escultores, doctores, zapateros producir resultados que son ma~

yormente buenos y que en ciertas ocasiones los capacita para explicarles a otros cómo lo lograron. Sócrates es consciente de que carece del conocimiento de la areté. Y es su conciencia al respecto lo que produce su asom­ bro, como descubrimos en la A pología, cuando el oráculo délfico anuncia, como respuesta a la pregunta hecha por su amigo Querefonte, que nadie en Atenas era tan sabio como él: “¿Qué dice realmente el dios y qué indica el enigma? Yo tengo con­ ciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio?” (21b2-5; cf. 21d2-6).36 Lo que Sócrates consideraría como sabiduría acerca del bien vivir, aun cuando tiene que ver con “cosas peque­ ñas”, no es simplemente el hecho de tener ciertas ideas acerca de temas éticos como cualquier otra persona tiene, natural­ mente, algunas ideas sobre lo que es bueno y malo. Lo que desea es tener la habilidad para poder articular y justificar esas ideas ante sí mismo y de este modo poder transmitirlas a otros -una habilidad que reconoce por desgracia no tener.37 Esa también es la razón por la cual en la A pología Sócrates pone tanto énfasis en sus diferencias con los sofistas, quienes tienen reputación de enseñarle a la gente cómo tener éxito (19d7-20c3). Él niega precisamente eso que los sofistas se em­ peñan en afirmar sobre sí mismos. También esto explica por qué, después de haberse enterado del vaticinio del oráculo, sigue el procedimiento que describe en 20b9-22e5. A quienes recurre cuando necesita encontrar a alguien sabio en las cosas que le interesan es a los hombres de estado y a los poetas (gente que tiene la reputación de ser buena y de hacer que otros sean buenos) y a los artesanos (gente que posee, por lo menos en su oficio, el tipo de conocimiento que él consideraba necesario para ser maestro de areté).58 Hasta ahora he traducido areté, co n cierta ligereza, com o “vir­ tud”. Es, por supuesto, un cliché decir que “virtud” no es una

traducción muy precisa del término griego. La “virtud” es sim­ plem ente un concepto demasiado estrecho, mientras que la pa­ labra más reciente, “excelen cia”, es, creo yo, demasiado débil, sin color y vaga. La areté se puede usar para hablar de mu­ chas cualidades hum anas fnás allá de “la virtud”; tam bién se puede usar para referirse a características de seres no hu­ manos o inanimados. Esto es obvio en aquellos pasajes de la República donde Platón discute, sin ninguna indicación de que está siendo novedoso o revisionista, la areté de los utensilios o de los instrum entos y, en con secu en cia, de los anim ales (352d.8-353cl0). Homero les atribuye areté a los caballos.39 Los objetos inanimados también tienen su tipo de arelé. Heródoto le asigna areté al algodón indio, el cual considera una forma superior de lana (crece en los árboles y no en las ovejas), y tam­ bién a la tierra fértil,40 mientras que Tucídides también habla de la areté de la tierra buena.41 Con respecto a los seres humanos, nos haría bien entender la areté com o el “éxito” o com o la cualidad o las cualidades que contribuyen a tener éxito. Al m enos esa interpretación po­ dría explicar por qué a los griegos les importaba si la areté podía o no ser enseñada y también demostraría que sus debates son relevantes en nuestra situación actual.42 Una gran industria se dedica ahora a enseñar los secretos del éxito en muchas uni­ versidades, ya sea con manuales o a través ele “sem inarios” que se llevan a cabo alrededor del mundo por expertos que, con un honorario apropiado, se muestran muy entusiasmados de viajar de lugar en lugar así com o lo hacían los sofistas en su época. Todas esas son versiones de la promesa de los sofistas y evocan respuestas socráticas y platónicas de todos aquellos que dudan de que el éxito en cualquiera de esos esfuerzos des­ preciables pueda ser algo de lo cual uno pueda estar orgulloso: ¿es realm ente loable tener éxito con fórmulas para obtener ri­ queza de un modo fácil y rápido com o sucede con los bienes

raíces?, ¿podría alguien considerar “real” este éxito? Benjamín jowett estaba seguramente equivocado al entender la arete es­ trictamente como virtud moral y entonces concluir que “nadie preguntaría o respondería en los tiempos modernos” la pre­ gunta con la que comienza el M enón de Platón.43 La naturaleza del éxito y la manera ele adquirirlo son temas centrales en la vida actual. Como siempre, Platón parece ser muy actual. Pero ya que la arete tiene que ver tanto con objetos inani­ mados como con los seres humanos, es mejor tratar de enten­ der el vocablo en términos más generales. La mejor manera de definir la arete es, en mi opinión, pensarla como esa carac­ terística o conjunto de características que convierte a alguien en un miembro sobresalien te del grupo al que pertenece. La arete es la característica por la cual algo se considera ju stifica­ damente notable. Ambas sugerencias, que resultan en un mismo concepto, involucran tres elementos: la estructura y calidad interna de las cosas, su reputación, y el público que las apre­ ciará. Y así es como debe ser. Desde los tiempos más antiguos, el ideal de la areté era intrínsecamente social, a veces hasta equivalente a la fama ( kXeoc). Esa dimensión del término apa­ rece con claridad en las épicas homéricas, pero sobrevive tam­ bién en el periodo clásico: en una inscripción conmemorativa de los atenienses que murieron en Potidaea (432 a. C.) leemos que “al haber arriesgado sus vidas, recibieron a cambio a relé”.44 E Hipérides en su “Oración funeraria”, hecha mucho más tarde, después de la muerte de Alejandro en 323 a. C., escribió que aquellos que mueren por la ciudad “dejan la areté como le­ gado”. Por lo tanto, al preguntarnos si la areté puede ser enseñada estamos cuestionando la posibilidad de transmitir el conoci­ miento necesario para alcanzar una buena reputación entre los contemporáneos. Sócrates sabe que él no puede hacerlo puesto que, para empezar, no sabe lo que es la areté y, ade­

más, su examen eléntico de los otros le demuestra que ellos no son mejores que él al respecto. De hecho, su convicción de que saben y que la pueden enseñar, su ignorancia de sus propias limitaciones, los hace, según su parecer, inferiores a él. En la A pología afirma: “De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del oráculo, si prefería estar así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia, o tener estas dos cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar como estoy” (23el-5). Es importante subrayar que la habilidad que Sócrates niega no tiene nada que ver con la deducción y la certeza. Es im­ portante para los profesores de todas las materias tener un per­ fecto dominio sobre la estructura sistemática de sus campos, pero tal estructura es mucho más débil que el riguroso conjunto de relaciones que aseguran la validez deductiva que manifiesta el pensamiento matemático. Lo que realmente importa es el grado razonable de fiabilidad, una consistencia en los resulta­ dos, aun si los desacuerdos entre los artesanos, como hemos visto, hayan sido más frecuentes de lo que Sócrates haya su­ gerido.45 El arte de la medicina, por ejemplo, que Sócrates toma con frecuencia como su paradigma de lo que debe ser un ofi­ cio, era mucho menos ordenado de lo que él argumentaba. Uno siempre tenía que estar al tanto: “Ya que los doctores tenían la tendencia de ser itinerantes era prácticamente imposible ha­ cerlos que asumieran la responsabilidad que su práctica con­ lleva. Por lo tanto, había muchos curanderos irresponsables y médicos incompetentes, era necesario tener mucha cautela antes de aceptar los servicios de alguien que ofreciera su ayuda como médico”.46 Por muy complicada que haya sido la cuestión de identifi­ car un experto fiable en medicina, lo es menos si la compara­ mos a la inmensa complejidad de reconocer un experto en

areté. El reconocimiento de los expertos en areté enfrenta, al menos, dos problemas. Primero, a pesar de que la pregunta de si la areté podía ser enseñada era muy común, y aun si en­ tendemos la areté como una reputación muy buena entre nues­ tros contemporáneos, un problema anterior continúa sin solución. Ya que ninguno de estos términos está conectado de un modo irrebatible con otro conjunto particular de cuali­ dades humanas, nosotros no sabemos ni el campo apropiado dentro del cual uno debe sobresalir, ni las cualidades que jus­ tifican la reputación de esa persona, ni el grupo apropiado que puede reconocer a una persona sobresaliente: en pocas pala­ bras, no sabemos lo que constituye la propia idea de ser so­ bresaliente. Y este hecho, sobre el que Sócrates insiste en las obras de Platón, prueba que no sabemos lo que es la areté. Segundo, el problema de reconocer un experto es particu­ larmente agudo para alguien que se aproxima al problema de la manera que lo hace el Sócrates de Platón. Consideremos en este contexto el pasaje del P rotágoras donde Sócrates le ad­ vierte al joven Hipócrates, ansioso por acudir al lado del grupo de los sofistas, que no se apresure en buscar a Protágoras para recibir instrucción en la a r e té (313al-3l4c2). El sofista, Sócrates dice, es “[...] un traficante o un tendero de los bienes [el apren­ dizaje, jiaGnjuam] con que se nutre el alma”47 (313c4-5). Los so­ fistas son para el alma lo que los vendedores de verduras son para el cuerpo. Los mercaderes elogian sus productos indis­ criminadamente, ya sean buenos o malos (7iovr|pov f\ %pr¡ai;óv, 313dl~3), aunque no sepan nada sobre ellos. Los comprado­ res no pueden hacer juicios adecuados ellos mismos; a menos que sean médicos o maestros de gimnasia (313d3-5), tienen que pedirles consejo a esos expertos sobre qué comprar y qué comer. Los vendedores del alimento mental también “desco­ nocerán, de lo que venden, lo que es bueno o nocivo para el alma” (rcovripov f¡ %pr(GTÓv 7tpó<;rr|v \|A)%nv, 313d8-el ). Y lo mismo

se puede decir de sus clientes, a menos que uno de ellos sea por casualidad “un médico del alma” (TiepVrnv vj/nxhv iaTpiKÓq 313el-2). Solam ente si tú m ism o eres un exp erto (émomVcov) acerca de lo que beneficia y daña el alma, Sócrates le dice a H ipó­ crates, “puedes comprar sin riesgo las enseñanzas de Protágo­ ras y de cualquier o tro ” (313e3-5). Si no eres exp erto , te expondrás al peligro m ucho más que si compraras com ida no saludable. Esto es así porque te puedes llevar la com ida en una cesta y pedirle a un experto que la exam ine antes de que la comas (3l4a3-bl). No ocurre igual con la comida para la mente: “[...] las enseñanzas no se pueden transportar en otra vasija, sino que es necesario, después de entregar su precio, recoger­ las en el alma propia, y una vez aprendidas retirarse dañado o beneficiado” (3l4bl~5).

Los expertos en el alimento del alma, a diferencia ele los ex­ pertos en el alimento del cuerpo, no pueden ser consultados después del trámite inicial: lo único que hay es esa transacción. Uno elebe determinar, por adelantado, si acercarse a un profe­ sor ele areté le ayudará o dañará el alma -si conducirá a la arete o al vicio (K ocK Ía)- Pero hay un problema adicional. En el caso de la areté, y a diferencia ele la medicina o la gimnasia, no hay expertos reconocielos; la gente no puede ponerse de acuerdo sobre lo que es la areté. Y, por consiguiente, la misma dificul­ tad e]ue originalmente se aplicaba a los sofistas también se apli­ cará a toelos aquellos supuestos expertos: ¿cómo se puede saber si sus consejos acerca ele la mercadería de los sofistas serán da­ ñinos o beneficiosos? Y la situación se torna aún peor. Uno no debe acercarse a los profesores de la areté a menos que sepa de antemano si lo que ofrecen favorecerá o elañará el alma. Pero beneficiar el alma es mejorarla, darle areté\ dañarla es empeo­ rarla, llenarla de vicios (raída, 318a6-9, d7~e5). Por lo tanto, uno no debe acercarse a un profesor de areté a menos que se

esté seguro de que este realmente enseña lo que es la areté y, por consiguiente, en esa misma medida, nos ayudará en la bús­ queda de esta virtud. Repasemos, al menos por un momento, el Laques de Platón. El diálogo comienza con la pregunta acerca de si entrenarse a pelear con armadura es provechoso para los jóvenes de las bue­ nas familias. Sócrates, no obstante, preocupado como está siem­ pre por la areté en general, gira la discusión hacia la cuestión de cómo se puede hacer que los muchachos alcancen el mayor nivel de excelencia posible. Para decidir eso tiene que estar al tanto de sus temas de conversación. ¿Hay alguien en el grupo, pregunta, que sea un experto ( t 8 % v i k o Q en el cuidado del alma y que sepa, por consiguiente, cómo hacer de estos muchachos hombres de bien (185a4-6)? Para saber cómo lograrlo, Sócra­ tes continúa diciendo, uno debe saber qué es aquello que cuando está presente en el alma la hace mejor ele lo que era antes de su presencia. Pero lo que hace al alma mejor es la areté, entonces sólo alguien que sepa lo que es la areté sabrá también cómo hacer de los muchachos hombres de bien (189d3-190c6). Para juzgar entonces si un curso de un sofista sobre la a reté ayudará o dañará a un estudiante, el experto del P rotágoras (íaxptKÓg értakov) debe, como el experto del Lauques (xsxviKÓq), saber lo que es la areté. Pero si tal experto existe, ¿por qué acu­ dir al sofista en vez de ir directamente a aquel que ya se ha determinado como el que sabe? La razón por la cual no podemos hacer esto es porque no se conoce a nadie que sepa lo que es la areté\ nadie, como ya hemos dicho, es un experto en areté. Entonces, los futuros es­ tudiantes de los profesores de a reté no pueden acudir a una autoridad independiente. Estos pueden estar seguros de que un curso de areté les beneficiará sólo si ellos mismos pueden decir que les será beneficioso. Pero para saber esto, como aca­

bam os ele demostrar, se tiene que conocer de antem ano lo que es la arete. Y si nadie posee este conocim iento no se necesita entonces ningún tipo de instrucción. Solam ente d eben acudir a los profesores de areté aquellos que ya saben lo que estos profesores enseñan. ¡Los profesores de arete no sirven para nada! Los expertos en arete, entonces, presentan un problem a muy com plejo. ¿Existen estos expertos? Y si existen, ¿cóm o se les puede reconocer? En el caso de los zapateros o doctores, p o ­ dem os saber si nos queda bien el zapato o si la fiebre ha de­ saparecido: tenem os m odos bastante claros de reco n o cerlo s. Pero en el caso de los expertos en la ética, no queda claro que los podam os recon ocer independientem ente de que sus ideas nos parezcan convincentes al igual que sus razones para tener estas ideas -su s razones para vivir com o v iven-. Pero el h ech o de que nos parezcan convincentes sus ideas ya significa que som os seguidores de ellos. Eso queda claram ente sugerido en la negación de Sócrates de estar de acuerdo con. la definición ele Eutifrón de la piedad com o el hacer lo que los dioses am an. Pero ¿qué significaría pensar que las razones divinas son aceptables racionalm ente, reconocerlas com o la definición de la naturaleza de la piedad? Claram ente e]uiere decir algo más q u e no p o d er refutarlas cuando alguien las propone en un com bate dialéctico. Significa que tam bién hagam os nuestra esa definición, que nos dem os cuenta de cóm o concuerda con las definiciones de. otras virtu­ des, y la convirtam os en parte ele la razón de por qu é h a ce ­ m os lo que hacem os. El Sócrates de Platón cre e qu e el conocim iento es suficiente para la virtud, que si sabem os lo que debem os hacer, no podem os fracasar al hacerlo.48 Entonces, si re co n o ce m o s una d eclaració n com o la d efin ición de la piedaei, la debem os haber aceptado y consecu entem en te nos de­ bem os convertir en piadosos.

De un modo más general, para reconocer a un experto en la areté, alguien que es realmente bueno, uno mismo debe ser bueno. Ya que, para poder reconocer al experto, para saber que alguien es en realidad una buena persona, es necesario estar convencido de las ideas de esa persona; y el estar con­ vencido de esas ideas es actuar de acuerdo con ellas de una manera racional y articulada. Esa es una de las consecuencias más importantes y paradójicas de la ética socrática: solamente un buen ser humano puede reconocer a otro buen ser hu­ mano.49 Pero si eso es así, nos enfrentamos con un problema adicio­ nal: ¿cómo se puede uno hacer bueno, cómo puede uno apren­ der a ser bueno? Sócrates cree que ser bueno requiere conocimiento de la definición de la areté. Su único método para buscar esa definición es el elenchos. Pero, como todos saben, el elen ch os es esencialmente negativo: demuestra solamente que las opiniones de una persona no son congruentes entre sí y que por lo menos una de ellas debe ser abandonada; el elen ­ chos no determina lógicamente cuál opinión debe ser recha­ zada.50 El elen chos, parece, puede tener un resultado positivo sólo si, después de muchos esfuerzos, la versión de la areté del que responde permanece intacta y el que hace las preguntas la halla aceptable y puede actuar de acuerdo con. ella. E incluso tal resultado en el mejor de los casos es provisional: el próximo encuentro puede revelar la existencia de una contradicción donde no se había sospechado que existiera anteriormente. Esto demuestra que la manera de vivir de uno se puede caer a pe­ dazos, se puede arruinar en cualquier momento. Sócrates parece darse cuenta de ello, ya que constantemente enfatiza su buena voluntad, por continuar el elen chos hasta que alguien sugiera lo contrario:51 el elenchos sólo puecle tener éxito si ambas partes llegan al acuerdo necesario juntos. El que hace las preguntas se da cuenta de que la definición propuesta no

se puede refutar, el que responde está convencido de que la definición es correcta, y ambos pueden actuar de acuerdo con esa definición sin tener ningún conflicto con el resto de sus opi­ niones y principios. El reconocimiento de un experto en arelé a través del elencbos sólo puede ser mutuo. Los dos que par­ ticipan deben estar convencidos, sin ningún tipo de coerción, de las ideas y de la manera de ser de cada uno. Dije arriba que “todos saben” que el elencbos es un proce­ dimiento negativo.52 Sócrates, según Grote, “le asignaba a lo ne­ gativo una importancia intrínseca [...] Pensaba que el estado natural de la. mente humana, dentro de comunidades estable­ cidas, no era simplemente la ignorancia, sino la ignorancia con­ fundiéndose con el conocimiento -opinión falsa o no cer­ tificada-, la falsa persuasión del conocimiento. La única manera de disipar tal persuasión falsa era el estímulo efectivo del exa­ men negativo, o el interrogatorio del elencbos”.53 Las discusio­ nes recientes más importantes del elen cbos argumentan lo mismo. Richard Robinson, por ejemplo, escribe que en un sen­ tido estricto el elen cbos es simplemente “una forma de inte­ rrogatorio o refutación”.54 Gregory Vlastos, en su introducción al Protágoras, que ha sido la introducción más conocida acerca del método socrático durante muchos años, cree que Sócrates se da cuenta de que el propósito del elen cbos “no puede ser la certeza demostrativa final, y que su práctica es totalmente compatible con el juicio suspendido respecto a la verdad ma­ terial de cualquiera de sus conclusiones”.55 Todos estos pun­ tos de vista comparten la presunción de que el elen cb o s no puede obtener ningún resultado positivo, que nunca puede pro­ bar que alguien tiene la razón. Sócrates refuta varias definicio­ nes de las virtudes demostrando que no son consistentes con algunas otras ideas que él suscita en sus interlocutores. Esas ideas no son examinadas por su verdad. El hecho de que sean inconsistentes con la definición no demuestra que esta tenga

que ser abandonada sino que no puede aceptarse a la vez dicha definición y las ideas que Sócrates hace derivar de ella. Y, en efecto, ninguno de los diálogos donde Sócrates busca la defi­ nición de las virtudes llega a un final positivo. Nunca se com­ prueba si alguien tiene la razón o no.56 Es hora de negar lo que todo el mundo sabe. Porque hay un caso, definitivo, indisputable, en los primeros diálogos de Platón de un elen ch os que lleva a Sócrates a la conclusión po­ sitiva de que el punto de vista de uno de sus interlocutores es correcto. Hasta donde sé este caso no ha sido señalado ante­ riormente; y no hemos apreciado su inmenso significado ya sea con respecto a la noción de la verdad con la que nos enfren­ tamos en la dialéctica o con relación a sus consecuencias para la estructura del resto de los diálogos socráticos de Platón. Cuando Sócrates le dice al tribunal que recibió el oráculo de Apolo que afirma que nadie en Atenas era más sabio que él, también habla de lo confundido que estaba respecto a la de­ claración del dios. Y aunque sabía que el dios no podía men­ tir, decidió probar el oráculo con una investigación (£ryrr|Gi(;): interpeló a aquellos con la reputación de ser sabios con el ob­ jetivo de proveer un elen chos del oráculo para demostrar que algunos de ellos eran más sabios que él a pesar de lo dicho por el oráculo (Ap. 21bl-c2). Aunque la palabra que utiliza (¿AéyÍ;cov)> que es un cognado de ‘elenchos?, es perfectamente clara, la actitud de Sócrates no lo es. Sabe que el dios no puede mentir y entonces lo que necesita hacer es interpretar el orá­ culo. Pero también tiene la intención de refutarlo por medio de una demostración eléntica, lo que supone que el dios es tan poco sabio como cualquier otro ateniense.57 Ya que Sócrates no puede dirigirse al oráculo directamente, realiza su elen ch os examinando a los atenienses que se pen­ saba eran sabios. Esos interrogatorios son elénticos por sus pro­ pios méritos. Ninguno de ellos funciona: los interlocutores de

Sócrates no saben más sobre las virtudes que él y además no son conscientes de su propia ignorancia. Él, entonces, concluye que el oráculo tenía razón. El éxito que tuvo al interrogar a los atenienses lo ha convencido de que su elenchos del oráculo ha fallado. Acepta la declaración del dios; reconoce su ver­ dad. Continúa su práctica del elen chos, dice: “[...] voy de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o forastero es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio” (.Apología 23b4-7).58 Desde un punto de vista lógico, Sócrates no tiene ningún de­ recho de inferir que el oráculo tiene razón basándose en los re­ sultados de sus interrogatorios. Como ya liemos dicho, un nuevo encuentro puede en todo momento destruir cualquier seguridad que nos haya otorgado el elenchos. Y aun así Só­ crates, y Platón con él, no duda en pensar que su conclusión es, de un modo puro y simple, irrefutablemente verdadera: el dios tenía razón. De esto se infiere que no podemos identifi­ car la noción de la verdad que las obras de Platón presupo­ nen con alguna otra noción filosófica más fuerte. Aunque, lógicamente, un nuevo caso puede socavar nuestras conclu­ siones, un examen lo suficientemente amplio de alternativas ra­ zonables puede establecer, dialécticamente, la verdad de una conclusión particular. En ese sentido, la dialéctica está muy cerca de la ley: las preguntas sobre la culpabilidad o la ino­ cencia todavía pueden ser determinadas eliminando todas las otras alternativas razonables. En la dialéctica, como en la ley, deshacerse de las alternativas que se presentan como hechos es suficiente para establecer la verdad de la conclusión. No hay ningún sentido en el cual esta verdad sea relegada a un segundo plano: es totalmente determinada, dentro de estas prácticas, por las leyes que las gobiernan, y no por referencia a cualquier otra práctica o institución .

Platón, entonces, describe realmente un elen cbos que com ­ prueba que alguien tiene razón. Ese elen cbos es positivo por­ que Sócrates no pudo encontrar a ningún ateniense que fuera más sabio que él. ¿Cómo podría haber encontrado tal persona? Obviamente, a través de un elen cbos que lo convenciera de que por lo menos uno de sus interlocutores realmente sabía algu­ nas de las “grandes” cosas que Sócrates sabía que ignoraba. Pero tal elen cb os, un encuentro entre Sócrates y alguien que supiera lo que era la areté, tan invaluable como pudo haber sido para Sócrates, ¡habría convertido al dios en un mentiroso! Cualquiera que supiera la naturaleza de la a reté hubiera sido más sabio que Sócrates, aunque el oráculo había dicho que tal persona no existía. Si se tenía que comprobar que el dios tenía razón, entonces, era imperativo para Platón no demostrar un solo caso donde Sócrates accediera a la definición de la areté a través del e le n c b o s . Y eso ahora nos da una nueva defini­ ción estratégica para las conclusiones negativas de todos los diálogos elénticos de Platón. Los diálogos de investigación no fallan en determinar la naturaleza de la a reté porque el ele n ­ cbos sea incapaz estructuralmente de establecer verdades: hemos visto que sí puede hacerlo. Fallan porque el éxito hu­ biera significado que Sócrates no habría sido el hombre más sabio en Atenas y esto desmentiría al oráculo y supondría que el dios de Delfos habría estado equivocado. Platón tiene una razón literaria, no simplemente filosófica, para cerrar los diá­ logos de búsqueda con una nota consistentemente negativa. No es la naturaleza del elen cbos sino el carácter de Sócrates el que dicta la manera como terminan los diálogos. He evitado muchos temas complejos en mi interpretación de la ética y del método de Sócrates hasta ahora. Esto no se debe a que no sean importantes o interesantes.59 La pregunta principal que este texto desea investigar quedará sin respuesta independientemente de la manera en que se especifique el sen­

tido preciso de la negación de Sócrates del conocimiento ético o sus ideas acerca de la naturaleza de la a relé y su papel en el bien vivir. Podemos atribuir a Sócrates opiniones falibles acerca de la areté, o de la incierta seguridad que la consistente victo­ ria dialéctica otorga, o sobre cualquier otro estado cognitivo más débil que el conocimiento en el sentido más estricto del término. Podemos interpretar el conocimiento estricto que él desea de cualquier manera que queramos: como conocimiento deductivo, como conocimiento técnico o experto, o hasta como el conocimiento que sólo los dioses poseen. Pero, así y todo, queda un problema sin resolver: Sócrates, a los ojos de Pla­ tón, aunque carecía de conocimiento siempre actuaba de una manera virtuosa. Nadie había sido más consistentemente vir­ tuoso, nadie había logrado actuar tan bien como él, sin ex­ cepción, durante el curso de toda una vida. Sin excepción, pero también sin explicación. Porque el ser bueno sin tacha es uno de los resultados de poseer el conocimiento estricto que Sócra­ tes consideraba necesario para la areté,60 y que estaba conven­ cido de que él no tenía. Esa es la verdadera paradoja de Sócrates. Dentro del mundo de los diálogos (no importa en este mo­ mento si ese mundo es ficticio o histórico), cómo Sócrates logró vivir de la forma en que lo hizo es un misterio. Contrariamente a la concepción predominante a la hora de acercarse a las pri­ meras obras de Platón, mi argumento central es que no debe­ mos asumir que Platón entiende qué era lo que le permitía a Sócrates ser el tipo de persona que era. Platón no tiene una ex­ plicación para la paradoja que Sócrates representaba para él. Su primer retrato de Sócrates ya nos enfrenta a esta paradoja y la pone a nuestra disposición para que la inspeccionemos. No ofrece una solución fácil para la misma ni tampoco intenta resolverla. ¿En qué consiste exactamente esa paradoja y por qué per­ manece irresuelta? Déjenme ilustrarla con un par de citas del

ensayo de Gregory Vlastos sobre la negación del conocimiento de Sócrates. Al principio del ensayo, Vlastos escribe que Só­ crates “sostiene que la virtud 'es’ conocimiento: si no tiene co­ nocimiento, su vida es un desastre, ha perdido la virtud y, con eso, la felicidad. ¿Cómo es posible, entonces, que esté ser en a ­ mente seguro de que ha logrado ambas?”.61 Hacia el final del ensayo argumenta que Sócrates, cuando escucha que el orácu­ lo délfico dice que nadie era más sabio que él, casi “no puede aceptar creer que su propio entendimiento del bien vivir: arries­ gado, parcial, provisorio, en perpetuo cuestionamiento, siem­ pre confuso, tenga valor alguno ante los ojos del dios que disfruta [...] la seguridad perfecta, la seren a totalidad del co­ nocimiento”.62 La paradoja tiene que ver con el uso de Vlastos del término “sereno”, tanto para caracterizar la seguridad de Sócrates de que posee la areté y la felicidad como para describir la totalidad del conocimiento que sólo el dios puede tener; el conocimiento que es la única garantía de que uno va a hacer lo que la areté y la felicidad requieren constantemente, sin fallos y con abso­ luta fiabilidad. ¿Cómo puede estar Sócrates tan sereno como el dios cuando su conocimiento es tan diferente? Con la excepción de su clara afirmación de que cometer una injusticia es peor que sufrirla, Sócrates no hace ninguna afir­ mación explícita del conocimiento en. las primeras obras de Pla­ tón.63 Pero incluso estas pocas aseveraciones de conocimiento carecen de sustancia si su negación del conocimiento que con­ sidera necesario como guía al arte de vivir es honesta; ya que Platón lo pinta como el único experto en ese arte. La paradoja de Sócrates es que sabe que carece de las habilidades míni­ mas para ser un experto en el arte de vivir, pero aun así, es su mejor practicante. Sócrates es una paradoja no sólo para los lectores de los diá­ logos sino que es aún más importante y más paradójico para

su propio estudiante, su propio autor. Esa paradoja anima esas obras y a su héroe y hace necesario regresar a ellas una y otra vez en búsqueda del “verdadero” Sócrates. Nuestra discusión debe regresar ahora a la ironía. Hemos visto que la ironía no siempre, y nunca en sus casos más interesan­ tes, quiere decir lo opuesto de lo que dice. Con más frecuen­ cia, los ironistas se alejan de maneras diferentes de las palabras que utilizan. No están dispuestos a aceptar responsabilidad total por lo que dicen, pero están igualmente indispuestos a negarlo explícitamente: como dijo Kierkegaard, ellos permanecen “ne­ gativamente libres”.64 La ironía presenta lo que a primera vista, parece una máscara. Algunas veces presenta una máscara de verdad. Algunas veces deja abierta la cuestión de si vemos una máscara, o en caso de que la veamos nos obliga a preguntar­ nos qué tipo de máscara estamos viendo. La ironía crea una in­ seguridad esencial. No nos deja decidir si los ironistas son o no son serios, ya sea con lo que dicen o con lo que quieren decir. Algunas veces es imposible saber si los ironistas mismos saben quiénes son verdaderamente. Esa es la última y más compleja ironía ele Sócrates. Niega el conocimiento que él mismo considera necesario para tener una vida de areté. Pero está “serenamente” seguro al pensar que ha vivido tal vida. Y no tenemos ninguna razón para pensar que tenía una idea de cómo eso, cómo él, era posible. Pero ya que, de hecho, vivió una vida buena, ¿piensa realmente que poseyó ese conocimiento? ¿Se toma o no se toma su negación en serio? Después de todo podríamos preguntarnos si Sócrates piensa que sabe lo que es la virtud o no. Las primeras obras cié Pla­ tón no responden esta pregunta y por eso dotan a Sócrates con otra dimensión irónica. No solamente es irónico con sus inter­ locutores, sino también con Platón (y los lectores de Platón) porque ni el mismo Platón puede responder a la pregunta que

Sócrates le plantea. Aunque Sócrates es la creación de Platón, su propio personaje literario, Sócrates permanece opaco para él: es un personaje que su propio creador admite que no puede comprender. No puedo pensar en ningún, otro caso en la lite­ ratura o filosofía mundial donde el autor presente un personaje y, de un modo totalmente implícito, admita que su personaje le es incomprensible.65 Pero eso es exactamente lo que Platón ad­ mite con respecto a la figura central ele sus primeras obras. Hasta ahora he estado hablando consistentemente sobre las primeras obras ele Platón.66 La razón es que con los diálogos que inauguran su periodo intermedio, Platón se embarca en un largo y ambicioso esfuerzo para entender y explicar la paradoja que Sócrates había sido para él. Ese esfuerzo es parte ele lo que me permite considerar que obras como el G orgias y el M enón presentan una nueva etapa en el pensamiento de Platón. En el Gorgias, aunque Sócrates todavía insiste en negar el co­ nocimiento en general (509a4; cf. 506a3-4), también, por pri­ mera vez, afirma más de una vez y con bastante seguridad que un número de sus conclusiones elén tica s son verdad (486e5-6, 512b'l-2). En este diálogo, encontramos por primera vez en la obra ele Platón la distinción entre conocimiento y opi­ nión, ya que la opinión (rcícmq) puede ser verdadera o falsa pero el conocimiento (émGTrjjarj) nunca puede ser falso, “es evi­ dente que no son lo mismo” (454d5-8). La distinción entre conocimiento y opinión, en cambio, se vuelve el centro alrededor elel cual gira el M enón. Esta obra nos presenta la teoría de la recolección, de acuerdo con la cual nues­ tras almas inmortales poseen opiniones verdaderas (56£ai) que recogieron cuando no estaban encarnadas. Provocadas por la interrogación correcta y sistemática, estas opiniones se pueelen volver posteriormente conocimiento (81c5~86c2; cf. 97e5~ 98b5). Dicho modelo epistemológico le permite, como nunca antes, al elen ch os socrático tener un papel mucho más posi­

tivo al establecer ideas éticas. La dialéctica no define más el sen­ tido de la verdad en el elenchos. Algunas de las opiniones ge­ neradas por el elenchos pueden ser reconocidas ahora, de un modo independiente, como verdaderas, al ser reconocidas como verdades que aprendimos en otra etapa de nuestra vida. La teoría de la recolección explica cómo las aprendimos en el principio y cómo las podemos reconocer cuando las encon­ tramos de nuevo. El Menón también argumenta que ya que el conocimiento se puede enseñar y la arete parece no ser alcanzable, la areté puede ser, después de tocio, simple opinión. Esto significa que si se tienen las ideas correctas, no importa cómo se haya lle­ gado a ellas, se puede actuar bien: el conocimiento no es ne­ cesario para la conducta correcta. Pero, como dice Platón, las opiniones, que no están sistemáticamente conectadas entre sí como deberían estarlo los elementos del conocimiento, son inherentemente inestables. Los elementos del conocimiento, es­ pecialmente del conocimiento modelado en la estructura axio­ mática de las matemáticas, se apoyan entre sí. Es difícil olvidar lo que sabemos porque cada cosa que sabemos está relacio­ nada con todo lo demás y no puede, por decirlo así, ser olvi­ dada por sí sola. Pero las opiniones son azarosas, fortuitas. Siempre y cuando permanezcan en el alma, las opiniones ver­ daderas producen todo tipo de beneficio: mientras perduran son tan buenas guías para la consecución del areté como el co­ nocimiento mismo. Pero debido a la circunstancia de no estar sistemáticamente conectadas entre sí, las opiniones se pueden perder con facilidad. No es muy probable que se queden en el alma por mucho tiempo: como sucede con las estatuas de Dédalo, parecen tan vivas que si no estuvieran amarradas se irían solas. Las opiniones, no importan cuán verdaderas sean, pueden ser olvidadas fácilmente.67 Para que permanezcan en el alma permanentemente, las opiniones deben estar amarra­

das con lo que Platón misteriosamente llama “razonamiento acerca de la explicación” el cual identifica con la recolección que, ya ha dicho, transforma la opinión en conocim iento68 (97b5-98b5). Con el ataque radical de Calicles a la ética socrática en el Gor­ gias y con las dudas fundamentales acerca de la dialéctica so­ crática expresada en el M enón, Platón abandona su proyecto de presentar a Sócrates simplemente como lo veía y, en vez de esto, hace un esfuerzo para explicar el fenómeno Sócrates.69 Su esfuerzo es el primero de una larga serie y es quizá el más no­ table porque Platón intenta explicar un personaje que había creado -u n personaje que, aunque es un reflejo de un origi­ nal perdido, gradualmente asume el papel del original™. Por eso cualquier intento posterior de llegar a un acuerdo con Só­ crates lo debe tener en cuenta. Es casi como si las obras pos­ teriores de Platón intentaran articular la estructura profunda de un Sócrates cuya estructura superficial es el tema de los primeros diálogos. Platón quiere entender cómo se formó la belleza que Alcibíacles percibió en Sócrates. La teoría de la re­ colección le provee una respuesta. Esa respuesta no es enteramente exitosa. Si la opinión, como el M enón argumenta, es inestable, entonces la notable fiabili­ dad de Sócrates para actuar siempre bien quedaría sin expli­ cación. La opinión verdadera acerca de la a reté puede explicar cómo se puede actuar bien en algunas o quizás en muchas oca­ siones. Pero el comportamiento consistentemente infalible de Sócrates requiere algo de mucha mayor fuerza; algo más cer­ cano al conocimiento que niega poseer. Es más, el Menón iden­ tifica la areté, provisionalmente, con la opinión verdadera. Pero la teoría de la recolección sostiene que la opinión no puede ser pensamiento: es inherente al alma y provee el material que, a través del interrogatorio que el diálogo identifica con la ense­ ñanza, se convierte en conocimiento. Pero entonces no hay nin­

guna buena razón para explicar por qué algunas personas son mejores que otras, por qué algunas poseen creencias más bue­ nas en su alma que otras. Platón se ve forzado a concluir que la gente tiene la areté no por la naturaleza ni por la enseñanza sino por un don divino (0eía |ioTpa, 99e3~100c2). Platón tiene que aceptar que Sócrates es un accidente divino (Befóv T\)%r|, cf. República 492al-5), y nosotros no podemos contar con la existencia constante de la areté en el mundo: ¿por qué debe ocurrir otro accidente igual? La areté aparecería de un modo consistente en el mundo únicamente si sus practicantes verda­ deros, auténticos buenos estadistas capaces de crear otros bue­ nos estadistas como ellos, nacieran con cada nueva generación. Platón pone esta última afirmación en boca de Sócrates al final del Menón. Y la afirmación nos hace regresar al Gorgias. Aquí Sócrates argumenta que tal vez él puede ser el único ate­ niense que verdaderamente practica la política, la cual iden­ tifica con hablar por el bien de la verdad, no por placer (521d6~ 8),70 y con hacer a nuestros compatriotas mejores (515al-b4). Si hubiera tenido éxito, si hubiera hecho a la gente mejor, tal vez hubiéramos podido concluir que Sócrates de alguna manera poseía el conocimiento que anhelaba. Pero en las primeras obras de Platón, tal vez en contraste con la M em orabüia de Jenofonte, no nos encontramos con ningún caso en el que Só­ crates tenga éxito en convertir a alguno de sus interlocutores en un buen ser humano. ¿Carece Sócrates de este conocimiento después de todo? ¡Si las cosas no fueran así de complicadas! Pongamos a con­ sideración el siguiente punto. Las primeras obras de Platón nunca permitían a sus lectores dudar de que Sócrates fuera un buen ser humano, el mejor ejemplo de la areté hasta entonces. Pero, ciñéndonos a las premisas de Platón, sólo un buen ser humano puede reconocer a otro.71 ¿Quién fue, entonces, el que lo vio como lo que realmente era y nos permitió a nosotros

hacer una evaluación similar, aun si la hacem os bajo los agó­ nicos efectos del autoengaño?72 Puesta de esta manera, la pregunta se responde a sí misma. La única persona que reconoció a Sócrates com o el buen ser humano que era es el que nunca aparece en los diálogos: el mismo Platón. A pesar de no poder declarar explícitamente este reconocim iento, debido a que no es uno de los personajes de los diálogos, Platón com o autor lo proclam a con cada palabra que escribe y esa es la razón por la que lo describí arriba com o el estudiante de Sócrates. Su afirm ación es sutil, com pleja y no carente de arrogancia. Insinúa que Platón es la única per­ sona aparte de Sócrates en el mundo de los diálogos aunque no sea explícitam en te un p erso n aje en ellos. Su ausencia, que al principio parece ser un acto de humildad, termina siendo otro acto irónico de desprecio.73 Aun así, hasta que Platón no com puso la República, que de­ linea el contenido de la areté y el m étodo para adquirirla a través de la teoría de las formas y su inmensa metafísica, epis­ temología, política, psicología y sistema educacional, Sócrates seguía siendo un misterio para él, una criatura irónica a través del cual no podía ver. Sócrates incitaba a la gente a que acepta­ ran, por un lado, el hecho de que conocer la naturaleza del bien nos obliga a actuar correctam ente y, por otro, los obligaba a re­ conocer su desconocimiento al respecto. Les insistía en que bus­ caran con él el conocim iento sin el cual no es posible hacer el bien pero vivía com o si lo poseyera. ¿Podría haber sabido más de lo que decía? Sócrates podía parecer un experto en la areté porque su com ­ portamiento era im pecable y finalmente probó (en el caso único de Platón) que era capaz de transmitirlo. Pero no era capaz de articular lo que sabía. Y sin embargo eso es tan necesario com o cualquier otra cosa para el conocim iento: “[...] si lo sabem os, Laques, podem os decir, desde luego, qué es”.74 ¿Hay algo que Sócrates ocultó a su autor, quien se presenta com o su mejor es­ tudiante?

Platón nunca lo supo. Siempre consideró a Sócrates un mis­ terio, un accidente divino. Diseñó la ciudad de la República con el objetivo parcial de asegurarse de que la gente como Sócra­ tes, aquellos a quienes él fue el primero en llamar “filósofos”, existirían en cada generación.75 Anunció y dio expresión, for­ mal al conocimiento que, según llegó a creer, Sócrates había llegado a poseer de alguna manera, aunque de forma no arti­ culada, no sistemática; una forma que en el mejor de los casos le ciaba el estatus de opinión. A partir del momento en que ese conocimiento fuera articulado, la gente con suficiente ta­ lento podría ser educada para adquirirlo a través de una vida entera de práctica. Esa práctica estaba modelada en la educa­ ción en los oficios, a pesar de que era mucho más extensa y ambiciosa; en particular, se hizo que incluyera el estudio rigu­ roso de las ciencias matemáticas, que empezaban a florecer en Atenas, no por accidente, en la misma academia de Platón. En la República los filósofos gobiernan la ciudad para que su sistema educativo pueda continuar teniendo éxito, para que el estado pueda ser gobernado por la mejor gente que lo ha­ bita y para que lo que le pasó a Sócrates en Atenas no pueda volver a suceder. El juicio y la ejecución de Sócrates conven­ cieron a Platón de que en un estado corrupto los aspectos in­ ternos de la areté y su cara externa pueden desconectarse totalmente. Pero los filósofos, que poseen la armonía síquica interna que Sócrates consideraba que era la areté, también po­ seen, como los gobernantes de la ciudad, la areté de la tradi­ ción, el reconocimiento y la reputación de que eran parte del etbos arcaico que Sócrates había intentado aniquilar. En ese aspecto, el radicalismo político ele Platón tiene un laclo pro­ fundamente conservador. Sus nuevos héroes son famosos, del mismo modo que los viejos héroes homéricos y atenienses lo eran -a los que le gustaría que sus nuevos héroes desplazaran-. Pero son famosos por una razón nueva: son buenos, su alma

tiene la estructura correcta. Los dos aspectos de la areté ahora se han convertido en inseparables. Además, se ha creado una nueva población que estará lista para reconocer a los mejores entre ellos como dignos de ser sus líderes. Los tres elementos requeridos por la a reté -estructura interna, reconocimiento público y la audiencia correcta- ahora están hilvanados de un modo inextricable. Si esta idea es de alguna manera correcta, el gran sistema fi­ losófico de la República es, en primera instancia, un esfuerzo para asegurarse de que Sócrates y otros como él (tal vez gente como el propio Platón) puedan surgir de un modo sistemático con cada nueva generación. Pero esto no cambia el hecho de que en las primeras obras de Platón Sócrates permanezca como un accidente divino, un ser indescifrable, un fenómeno inex­ plicable, un relámpago de suerte que, al ocultarse irónicamente de sus interlocutores, permanece opaco, también, a su propio autor.76 “En la ficción”, ha escrito Amélie Rorty, “los personajes nos son gratos porque son predecibles, porque nos dan el dere­ cho a tener la superioridad de los dioses, quienes pueden amo­ rosamente prever y por consiguiente perdonar con más facilidad aquello que está fijo.”77 Sócrates de alguna manera puede ser predecible: sabemos que al final casi siempre ganará su de­ bate y que hará lo correcto. Pero los dioses son superiores por­ que ellos también entienden por qué las cosas ocurren como ocurren. Sócrates nunca nos permite ver eso. Él es a la vez pre­ decible e incomprensible. Con relación a él, somos tanto dio­ ses como víctimas. Incomprensible y opaco, tanto para su autor como para no­ sotros, el primer Sócrates de Platón ha adquirido una solidez y una fuerza que pocos personajes literarios pueden igualar.78 Esa es la razón por la que parece más que ficticio. La admi­ sión implícita de Platón de que no lo entiende, su sorprendente

éxito en reproducir la ironía de Sócrates no sólo con sus in­ terlocutores sino también hacia él, es el mecanismo que explica por qué generaciones de lectores han regresado a estos textos inevitablemente, convencidos de que proveen una ventana transparente que se abre directamente a la luz de la realidad. ¿Cuál es la ventana que nos dirige a tal luz? Es, irónicamente, la opacidad de Sócrates, la oscuridad que no nos permite sen­ tir que podemos ver a través de él como podemos ver a tra­ vés de otros personajes literarios que en última instancia, sin importar cuán complejos sean, no guardan secretos. Pero el Só­ crates de Platón parece guardar un secreto, y su creador no pre­ tende entenderlo. La opacidad de Sócrates lo hace sólido y tridimensional, y su solidez crea un sentido sin paralelo de ve­ rosimilitud y realismo. El Sócrates de Platón, hasta el punto que permanece incomprensible, es un personaje incompleto. Y lo incompleto es esencial para la verosimilitud: “Leonardo”, ha es­ crito E. H. Gombrich, “alcanzó sus grandes triunfos de expre­ sión casi viva borrando precisamente las características donde reside la expresión, obligándonos a completar el acto de la crea­ ción. Rembrandt podía atreverse a dejar los ojos de sus retra­ tos más conmovedores en la sombra porque así nos estimula a completarlos”.79 El hecho de que el Sócrates de Platón sea opaco es el mecanismo literario análogo a estas estrategias vi­ suales. Sus primeras obras presentan un personaje que no está sujeto ni a nuestra voluntad, ni a la de Platón. La resistencia a la voluntad, es uno de los rasgos más cruciales de lo real. El Sócrates de Platón se resiste a nuestra voluntad hasta tal punto que es inigualable a cualquier otra figura literaria o filosófica. Esta es la razón por la que parece algo más que un personaje ficticio. ¿Hace esto que el retrato que Platón crea de Sócrates sea fiel, un retrato del hombre como realmente fue? No estoy tan seguro. Resulta difícil resistirse a la tentación de afirmar que

Platón ha retratado una persona verdadera, un ironista que man­ tuvo sus secretos. Pero esa tentación, creo, es el producto de una estrategia literaria que no era y no podía ser apreciada hasta que el romanticismo alemán, especialmente en los escritos de Friedrich Schlegel, generalizara la ironía de un tropo retórico a un mecanismo básico literario y filosófico. Podemos dejar de lacio la taxonomía irónica de la ironía que nos provee Schlegel en su ensayo “Sobre la incomprensibili­ dad” y preguntarnos con él, “De todas las cosas que tienen que ver con la comunicación de ideas, cuál puede ser más fasci­ nante que la que cuestiona el hecho de que esta comunica­ ción sea posible”.80 La respuesta de Schlegel, expresada con la hipérbole que lo caracteriza, afirma que los seres humanos os­ cilan constantemente entre el deseo de entender completamente las cosas y el hecho de darse cuenta de que un entendimiento total es imposible. Entender esta dificultad y ser capaz de vivir con ella, es, para decirlo muy esquemáticamente, lo que en­ tiende por ironía. Esto es lo que trata de demostrar, en térmi­ nos que 110 son totalmente comprensibles por sí mismos, cuando habla del “indisoluble antagonismo entre lo absoluto y lo relativo”.81 Schlegel cree que los autores irónicos describen su materia de estudio con la máxima seriedad, pero a la vez, como G oethe en Wilhelm M eister82 mantienen cierta distancia de su trabajo. Ellos sugieren a sus lectores que, a pesar de las apariencias, el autor no puede hacer el papel de Dios: no con­ trola totalmente sus materiales y personajes. Así son, a veces, los autores de la vieja comedia ática cuyos personajes pare­ cen saltar de sus confines ficticios en el curso de la p arábasis para dirigirse a su audiencia directamente, como el coro de Las ranas de Aristófanes que regaña a los atenienses por el dete­ rioro de su gran ciudad. Y esa es la razón por la que Schlegel alguna vez caracterizó la ironía como una p a rá b a sis perma­ nente.83

La ironía de Sócrates hacia Platón resulta en una p a ráb asis permanente: no nos deja recordar que la figura que se dirige a sus interlocutores, e implícitamente a los lectores de los diá­ logos, es un personaje literario.84 Pero, como el coro aristofánico que regularmente regañaba a su audiencia ateniense, Sócrates no deja de ser un personaje literario. La verosimilitud no es la realidad. Sócrates no salta, literalmente, de los diálo­ gos a nuestro mundo más que el coro aristofánico. Al contra­ rio, arrastra a los lectores de Platón a su propio mundo ficticio y parece incluirlos en sus discusiones ficticias. De esta manera parece más real que un personaje que actúa como si la au­ diencia no existiera y que, por consiguiente, es libre de reve­ lar todo (o está obligado a hacerlo) lo que lo hace ser lo que es. Sócrates es real porque habitamos su mundo, no porque él habite el nuestro. Frecuentemente se piensa que el “problema socrático”, la tarea de distinguir la verdadera persona de sus representacio­ nes literarias, fue planteado por primera vez en el siglo dieci­ nueve por Friedrich Schleiermacher. Eso no es cierto. El problema tiene una historia un poco más larga.; un número de estudiosos de la Ilustración al final del siglo xviii ya habían tratado de establecer los hechos de la vida de Sócrates, parti­ cularmente en conexión con su juicio y ejecución en el año 399 a. C.85 Aun así, fue Schleiermacher quien propuso el problema socrático en su forma más absoluta. Creía que tanto Jenofonte como Platón hablaban del Sócrates histórico, aunque no siem­ pre lo entendían de la misma manera. Y propuso un principio con el cual esperaba que las discrepancias entre ellos pudieran ser eliminadas o por lo menos minimizadas. Ese principio, a veces conocido como “el canon de Schleiermacher”, se expre­ saba con la siguiente pregunta: ¿cómo podría haber sido Só­ crates para haber dado muestra, sin contradicción, de esas características de personalidad y principios de acción que el pe­

destre Jenofonte le atribuía y cómo debió haber sido para darle al inspirado Platón el derecho y terreno para representarlo como lo hace en sus diálogos?86 Pudiera, por supuesto, haber sido una coincidencia, pero Schleiermacher era un amigo íntimo de Friedrich Schlegel. A pesar de su profundo compromiso religioso, que eventual­ mente los separó, Schleiermacher había trabajado junto con Schlegel durante los últimos años del siglo xvin y los primeros años del siglo xix. Había pertenecido al grupo que Schlegel había organizado para publicar el A tbenaeum en 1798. Los dos llegaron a vivir juntos un par de meses en 1798 y planeaban traducir las obras de Platón al alemán -un proyecto del cual Schelegel finalmente se retiró y que Schleiermacher casi com­ pletó él solo antes de su muerte en 1834-. Schleiermacher, en­ tonces, podría haberse interesado en los aspectos históricos del Sócrates de Platón, parcialmente debido al nuevo énfasis de Schlegel sobre la ironía, que le otorgaba a las obras de Platón una verosimilitud que nunca habían parecido tener antes. Esta hipótesis está basada en una especulación, pero no sin evi­ dencia histórica ni sin fuerza interpretativa.87 En su estudio sobre el problema socrático, Mario Montuori ha escrito que: Schliermacher y aún más Hegel [...] así como también Grote y Zeller, Labriola, Gomperz y todos aquellos que han seguido sus huellas hasta hoy, han considerado la Apología y el dis­ curso de Alcibíades en el Banquete como una fiel descripción histórica de la personalidad de Sócrates y que además conte­ nía una gran cantidad de ideas disímiles. Sea concebido como conceptualista o materialista, metafísico, dialéctico, protréptico o problemático, el hombre Sócrates no puede ser realmente di­ ferente del retrato hecho por Platón en estos dos ensayos apo­ logéticos.88

Ninguna de las figuras que Montuori menciona son anterio­ res al Romanticismo, aunque la representación de Alcibíades de Sócrates como Sileno tiene una larga historia en el pensa­ miento europeo, desde los tiempos de Erasmo.89 La importan­ cia real de Platón como la fuente verdadera para el Sócrates histórico es un producto del Romanticismo, y estoy convencido de que la importancia de la ironía, tanto para Platón como para los románticos, desempeñó un papel importante en esa trans­ formación. Porque sí fue una transformación. Hegel, en parti­ cular, ocupa una fascinante posición de transición entre nuestra actitud presente hacia Sócrates y el acercamiento que, hasta su época, se había apoyado en Jenofonte como la fuente pri­ maria para las ideas de Sócrates y su personaje: Se discute cuál de los dos discípulos, Jenofonte o Platón, nos pinta de un modo más fiel a Sócrates en lo tocante a su per­ sonalidad y su doctrina, pero a nadie se le ocurre pensar que, en lo que se refiere a lo personal y al método, al lado externo de los diálogos en general, la obra de Platón nos traza, tal vez, una imagen precisa y acaso más desarrollada de Sócrates y que, en cambio, en cuanto al contenido de su saber y al grado en que llegó a desarrollarse, debemos atenernos especialmente a lo que nos cuenta Jenofonte 90 (67).

Hegel, aunque detestaba la versión de Schlegel de la ironía romántica,91 todavía estaba lo suficientemente bajo su influjo para creer que el Sócrates irónico de los primeros diálogos de Platón debe haber sido la persona que sus contemporáneos pu­ dieron conocer en las calles de Atenas. Pero ese Sócrates tenía poco que decir, mientras que el Sócrates de las obras más tar­ días de Platón, lleno de ideas y teorías filosóficas complejas, podría haber sido, como habían asumido en el siglo xvm,92 nada más y nada menos que el portavoz de Platón. Por lo tanto,

Hegel dividió el asunto. Aceptaba el personaje robusto e im­ penetrable como el Sócrates de la vida cotidiana, pero conti­ nuaba apoyándose en la representación de Jenofonte de un Sócrates proveedor de ideas, opiniones, teorías comunes y con­ sejos para sus posiciones filosóficas.93 El Sócrates de Jenofonte, en quien Hegel y muchos otros antes que él se apoyaban, tiene doctrinas explícitamente positivas. Jenofonte las atribuye a una fuente particular, el daim on ion , la voz divina que él afirma que aconsejaba a Sócrates no sólo negativamente, como dice Platón, sino también positivamente.94 Ahora, poca gente acude a Jenofonte ya sea como fuente para la personalidad de Sócrates o para sus ideas filosóficas.95 Los románticos cambiaron nuestro gusto hacia lo que podríamos llamar (si no hubiese sido un autor clásico) el estilo neoclá­ sico de Jenofonte, tan agradable para el siglo xvni: la claridad, esbozos claros, falta de ambigüedad, la colocación obvia de las partes, sus recuerdos constantes que hablan como un testigo.96 Y sin embargo todavía leemos a Sócrates principalmente por el contenido de sus ideas filosóficas positivas: su negación de la necesidad de responder a la injusticia con otra injusticia, su idea de que nadie nunca comete errores voluntariamente, su convicción de que el conocimiento del bien es suficiente y hasta necesario para hacerlo. Hasta el momento en que Jeno­ fonte era nuestra fuente principal de información sobre Sócra­ tes, nuestro interés exclusivo en las teorías de Sócrates no presentaba ningún problema.97 Pero cuando Platón empezó a reemplazarlo, la pregunta sobre qué era lo que Sócrates creía, si creía en algo, se volvió considerablemente más urgente. No quiero argüir que el Sócrates de Platón no tiene ideas propias o que no son profundas e importantes. Pero ningún análisis de esas ideas, tan importante como sería por sí mismo, puede responder a la pregunta que me interesa, la pregunta princi­

pal que me hago aquí: ¿cómo logró Sócrates vivir como lo hizo, cómo se convirtió en el ser humano que fue? Hemos visto que el Sócrates platónico presenta el siguiente problema. Cree que se tiene que conocer el bien para hacerlo y que si se conoce el bien ele hecho lo hará; también afirma que no sabe lo que es el bien; y aun así, como lo presenta Pla­ tón, parece hacer el bien tan consistentemente como cualquier otro. Pero ¿es eso realmente posible? Es razonable pensar que si uno no conoce el bien uno todavía podría lograr hacerlo de vez en cuando. Pero el éxito consistente de Sócrates sugiere que él tenía el conocimiento que aseguraba no tener. ¿Está ju­ gando con nosotros? Nietzsche ataca a Sócrates porque cree que actuamos bien sólo cuando no hacemos el bien conscientemente, cuando no dependemos de razones independientes para nuestras accio­ nes, cuando nuestras acciones son simplemente expresiones ele nuestra personalidad entera.98 La idea ele Nietzsche es que uno actúa bien sólo cuando actúa “instintivamente”, con lo que quiere decir a través cié hábitos que ya no necesitan articula­ ción y justificación racional. Pero ¿esta forma ele actuar es tan diferente de' la manera en que actúa el Sócrates platónico? Si, como debemos, tomamos su negación del conocimiento se­ riamente, ¿cómo podemos describir sus acciones salvo diciendo que se acostumbró (nadie sabe cómo) a hacer el bien y a ac­ tuar bien sin saber las razones que él mismo consideraba ne­ cesarias para tal comportamiento? Lo que Sócrates considera la acción correcta es muy diferente de lo que se consideraba bueno en su época. Él inició un nuevo conjunto ele costumbres, un nuevo arte eie vivir.99 ¿Cómo diseñó ese arte? Esa es la pre­ gunta que los textos platónicos no nos responden. Bajo sus propias asunciones, Sócrates no pudo haber establecido tal arte de vivir, tal xíyyr\ to v p í o v . Pero lo hizo, y no sabemos cómo.

Este es para mí el verdadero problema socrático. Aunque Só­ crates tiene un sinnúmero de ideas filosóficas extraordinarias, cada una de las cuales requiere un estudio serio, su preocu­ pación principal, como Platón eventualmente llegó a decir, es cómo vivir (.República 352d6). Y su logro principal es que es­ tableció un nuevo modo de vivir, un nuevo arte de vivir. Tener ideas filosóficas es, por supuesto, esencial para vivir una vida filosófica: el arte de vivir filosófico combina la actividad prác­ tica con el discurso filosófico. Pero los primeros diálogos de Platón no aclaran la conexión exacta entre las ideas que uno tiene y la vida que uno vive. Las ideas de Sócrates simplemente no son suficientes para explicar su modo ele vida. Y tal vez eso siempre es así. Lo más que podemos esperar de una vida filosófica es que las ideas y las acciones que la componen estén en armonía entre sí, no que las ideas vayan a tener como re­ sultado cierto tipo de acciones. Tanto las “ideas” como las “ac­ ciones” son partes iguales de la vida; no hay razón por la que una debe ser subordinada a la otra. Sócrates parece estar seguro de que su modo de vida -la vida examinada en la Apología (38a5-6)—es la mejor vida para todos los humanos. Pero no tiene ningún argumento para conven­ cer a aquellos que no están de acuerdo con él o que simple­ mente no les importa. No tiene nada que decirle a Eutifrón para que se quede cuando este se va durante su conversación con él (Eutifrón 15e3-l6a3). No puede imponerse a Protágoras y tratar de empezar a discutir todo de nuevo cuando este dice que ha llegado la hora de hablar de otra cosa (P rotágoras 36ld5-362a4). Sócrates ofrece una invitación que nadie está obligado a aceptar. Se supone que su arte de vivir se aplica a todos pero no tiene ningún argumento para probar que esto sea así. Producir tal argumento es justo lo que Platón hace en la Re­ pública. En este texto produce un conjunto grandioso de con­

sideraciones para demostrar que la vida filosófica -inspirada por la vida de Sócrates pero no estrictamente idéntica a esta- 100 es lo mejor para todos, filósofos y no filósofos. Y por eso, ne­ cesita describir cómo son los seres humanos, la naturaleza del alma humana y el buen vivir, el tipo de sistema político que le otorga a la filosofía la preeminencia que él piensa merece, el sistema educativo que permitirá que la gente valore la vida fi­ losófica sobre otros tipos de vida, los tipos de objetos que la filosofía les permitirá conocer y valorar (las formas), así como los límites y las limitaciones de las alternativas de la filosofía: la sofística, la ciencia, la poesía, la ética tradicional y la religión. Esos son los problemas “perennes” de la filosofía. La República inaugura la filosofía como la mayoría de nosotros la entende­ mos hoy. El proyecto de Platón tiene dos consecuencias importantes. Primero, se supone que se aplica a todos sin excepción: intenta demostrar que la vida filosófica es la mejor para todos y que, por eso, todos tienen una razón para seguirla de la mejor forma que puedan. El arte de vivir de Platón produce sólo una obra, que todos deben tratar de imitar. Segundo, el acercamiento univer­ salista de Platón no puede proceder sin responder un sin fin de preguntas éticas, educativas, políticas, estéticas, epistemológi­ cas y metafísicas. El interés y la importancia de estas ideas les da vida propia. Y es fácil -por lo menos se ha vuelto fácil- creer que el único propósito de la filosofía es hacer y responder esas preguntas sin considerar el otro propósito al cual antes estaban subordinadas. No hay ninguna duda en mi mente de que estas preguntas merecen ser hechas y respondidas. Pero eso no debe oscurecer el hecho de que otro propósito vital de la filosofía no se limita a la producción de ideas sin un fin ulterior, sino que más bien tiene como fin principal el establecimiento de un modo de vida. Y el modo de vida, el arte de vivir que Platón presentó a través de Sócrates en sus primeras obras, no era uno

al que todos estaban obligados, por razones racionales, a seguir. La invitación de Sócrates para sus interlocutores es protróp­ tica y no cíogmática. Su actitud es moderada: quiere que la gente siga su nuevo modo de vida pero no tiene argumentos para convencerlos de que lo deben hacer. La posición de Pla­ tón es más ambiciosa y más extrema: cree que un tipo parti­ cular ele vida filosófica es la mejor para todos y está convencido de que lo puede demostrar. Pero, aparte de estos dos acerca­ mientos, hay una tercera alternativa más individualista. La filo­ sofía también podría ser un esfuerzo para desarrollar un modo de vida que es único para un individuo particular; no es ni una imitación ni un modelo directo para nadie más. Tal acer­ camiento se enfoca en la novedad del arte de vivir de Sócra­ tes y considera esa novedad como su gran logro. Presta menos atención al contenido específico de la ideas, la sustancia del tipo de vida por la que aboga, y se concentra, en cambio, en constituir al propio yo en un tipo de persona nuevo y radical, un nuevo tipo de individuo. Eso es lo que Montaigne, Nietz­ sche y Foucault, cuyos propios artes de vivir nos ocuparán de aquí en adelante, entendieron como filosofía. Al leer a estos filósofos, tendré en mente dos cuestiones. Primero, la asunción de que aquellos que se pueden considerar verdaderamente fi­ lósofos deben producir ideas positivas -en un sentido de “po­ sitivo” que trataré de aclarar más adelante-. Aunque creo que gran parte de la filosofía se dedica a producir ideas de ese tipo, yo argüiré que esto no es su única preocupación. Segundo, el hecho de que hasta los filósofos cuyo propósito es construir un modo de vida totalmente nuevo y que, como Nietzsche y Fou­ cault, tienen desacuerdos profundos con las ideas y el modo de vida de Sócrates, siguen regresando a él como un modelo para su propio trabajo. ¿Por qué es esto así? ¿Y por qué hasta aquellos que se consideran como sus enemigos se encuentran

regresando a él? La respuesta tiene que ver con la idea de Kier­ kegaard, con la cual empezó este capítulo, de que un verda­ dero filósofo a veces puede permanecer en silencio. En lo que queda de este libro, intentaré articular y ciarle voz al silencio de Sócrates; mejor aún, intentaré abrir un espacio donde su si­ lencio se pueda escuchar. La mirada irónica de Sócrates se vuelve no sólo hacia sus in­ terlocutores sino también hacia sus intérpretes. Muchos de ellos, empezando por el mismo Platón, han tratado de ver a través de ella, rellenar las siluetas de los héroes de los diálogos socráti­ cos. Pero parece no haber ningún modo de hacer eso con se­ guridad, ningún modo de entender de una vez por todas quién era realmente el Sócrates de Platón: no importa cuánto apren­ damos sobre él, nunca sabremos cómo hizo lo que hizo. Po­ demos, en vez de esto, sacar provecho de su silencio. Aunque la empresa es difícil y con poca posibilidad de ser exitosa, po­ demos intentar establecer, como lo hizo él, nuestra propia ma­ nera de hacer las cosas, nuestra propia combinación de ideas y acciones, nuestro propio arte de vivir filosófico. Podemos emular la estructura de su proyecto sin aceptar la forma partí cular que le dio a su vida. Hay un sin fin de maneras de se­ guir ese objetivo. Incluso examinar a los pensadores que compartieron ese propósito y el solo hecho de pensar en cómo crearon sus propios reflejos de Sócrates a través de una refle­ xión sobre su figura, pudiera ser una manera de practicar el arte de vivir filosófico.

4. Una cara para la razón de Sócrates: "D e la fisonomía” de Montaigne

[A] No se trata aquí de mi ciencia sino de mi estudio; y no se trata de la lección de otros sino de la mía... Hace Daríos años que soy yo el único objetivo de mis pensa­ mientos, que no analizo y estudio más que mi propia persona; y si estudio otra cosa, es para aplicarla al mo­ mento sobre mí, o mejor dicho, aplicármela a mí... ¿De qué habla Sócrates más ampliamente que de sí mismo? ¿Hacia qué tema dirige las charlas de sus discípulos con más frecuencia que a hablar de ellos, no de las ense­ ñanzas de sus libros, sino del ser y de los movimientos de su espíritu? M o n t a ig n e ,

“Del ejercicio”1

El Sócrates cié las obras primeras de Platón dice poco; el de las obras intermedias y tardías dice demasiado; sus puntos de vista son extremadamente complejos y grandiosos: s l i v o z siempre ha sido considerada, sin dejar lugar a ninguna confu­ sión, como la de Platón. Pero el Sócrates de Jenofonte habla -sin parar- y dice cosas que son suficientemente evidentes y que, por esta misma razón, no parecen requerir la mediación del genio de Platón. El Sócrates de Jenofonte tiene opiniones que aun alguien con dones filosóficos tan modestos como los de Jenofonte -tal vez especialmente algLiien con dones filosó­ ficos tan modestos como los suyos- podría haber reproducido.2 Se debe añadir a esto que los recordatorios constantes de Je ­ nofonte de su presencia en muchas de las conversaciones que reporta, a diferencia de la ausencia magisterial (y calculada) de Platón de su obra, alguna vez lograron convencer a gene­ raciones de lectores de que la imagen de Jenofonte respondía a la realidad socrática.3

Durante los dos siglos previos al siglo xix, las escrituras de Jenofonte eran la fuente principal para la vida e ideas del Só­ crates histórico. Uno de los textos cruciales era La vida d e Só­ crates.; basada en Jenofonte, esta “biografía” apareció en 1650, fue reimpresa muchas veces y tuvo gran divulgación. Fénelon también compuso una vida jenofóntica de Sócrates, que incluyó en su libro Vida de los filósofos de 1726.4 El Sócrates de Platón empezó a reemplazar la reflexión locuaz de Jenofonte sólo cuando la ironía adquirió la prominencia que el Romanticismo le atribuyó.5 Generalmente se piensa que los filósofos deben tener pun­ tos de vista positivos propios. “Los puntos de vista positivos” con frecuencia incluyen teorías acerca de la naturaleza de las cosas en general y de los humanos en particular, acerca de la esencia del saber, de la verdad y del bien y acerca de todo lo demás que es considerado necesario para entender nuestro lugar en el mundo y cómo vivir bien dentro de este. Esa es la tradición iniciada por la República de Platón, donde los filó­ sofos son los expertos en la vida, los que viven mejor y deter­ minan cómo todos los demás en la ciudad deben vivir. Los filósofos de Platón son expertos porque su conocimiento teó­ rico les permite vivir bien, y su entendimiento de la natura­ leza humana les permite saber lo que es mejor para sus conciudadanos. Son los hacedores, los artesanos, los artistas de la vida. Garantizan para sí mismos el bien vivir y ayudan a otros a vivir bien según les permiten sus habilidades. Hoy la mayoría de gente, incluyendo la mayoría de los filó­ sofos, no cree ya que la vida del filósofo es el mejor tipo de vida posible. Eso ha hecho imposible que los filósofos desem­ peñen el papel que Platón (seguido por Aristóteles) había ima­ ginado para ellos y que muchos desempeñaron, aunque intermitentemente y con variaciones enormes, hasta tiempos recientes. Aun en los tiempos antiguos, el punto de vista pla­

tónico-aristotélico de que la importancia práctica de la filoso­ fía deriva directamente de su naturaleza teórica fue rechazado por muchas escuelas de pensamiento; moderadamente por el estoicismo, vehementemente por el cinismo. Pero el énfasis que se le da en el presente a la investigación teórica (incluyendo, por supuesto, la moral y la política) ha causado que perda­ mos de vista las diferentes concepciones de la filosofía que pre­ valecían en la antigüedad. Michael Frede ha escrito que “nosotros, como regla, asumimos que alguien que no tiene pun­ tos de vista demostrable y distintivamente filosóficos no cuenta como filósofo. Si nos dejáramos llevar por esta presunción no habría muchas personas que se pudieran considerar como fi­ lósofos”. 6 Pero como la misma discusión de Frede de la figura de Éufrates de Tiro demuestra, esa presunción es más común de lo que suponemos. Éufrates era un filósofo enormemente respetado, de finales del primer siglo después de Cristo, que ha desaparecido parcialmente del canon filosófico porque parece no haber producido ningún punto de vista original que en nues­ tros días estemos dispuestos a considerar como filosófico. Pero Éufrates, al menos según Epicuro, era “un filósofo que había tenido un notable éxito haciendo lo que en la teoría estoica es el deber del filósofo: lograr vivir en la práctica lo que uno ha aprendido o visto que es verdad en la teoría”.7 La vida de Éufrates parece haber sido una vida con facilidades y con éxito público, opuesta tanto al ascetismo del cinismo como a las tram­ pas teúrgicas de la vida de Apolonio de Tyana. Pero puede ser considerada como una vida filosófica, aunque Éufrates no produjo ninguna gran innovación teórica y no decretó ninguna receta para otros, debido al esfuerzo de Éufrates por hacer que sus puntos de vista, derivados del estoicismo, fueran armonio­ sos con el resto de su vida. Aunque sigue preocupada por conocer la naturaleza de la bondad y la organización política correcta, la filosofía ahora

se enfrenta a la pérdida irreparable de la autoridad que tenía cuando se la concebía como la mejor forma de vida. Uno po­ dría argumentar, por supuesto, que la idea de que la filosofía representa la mejor vida sólo era el sueño de Platón y que los filósofos nunca han sido mejores que el resto del mundo (ex­ ceptuando, quizás, en el soñar). El sueño de Platón fue por un largo tiempo la vigilia de casi toda la gente, pero finalmente ha perdido su poder sobre nuestra imaginación. La vida de la filosofía ha perdido gradualmente su estatus ejemplar y la filo­ sofía se ha reducido a su componente teórico: ya no pensamos que la vida de los filósofos constituye un modelo que otros deben seguir. Pero eso no ha impedido que los filósofos sigan pensando que todavía tienen mucho que decir sobre cómo la vida, en general, se debe vivir. ¿Cuál es el propósito de la filo­ sofía, entonces, si no le dice a la gente lo que debe hacer?8 Ahora, supongamos que combinamos la idea de Platón de que los filósofos deben tener puntos de vista positivos con la representación que Jenofonte hizo de Sócrates como alguien que nunca perdía una oportunidad para decirle a otros lo que era correcto o incorrecto. En ese caso, a partir de que los diá­ logos socráticos de Platón reemplazaron los textos de Jenofonte como la fuente del “verdadero” Sócrates, parecía natural ape­ lar a Platón para descubrir los puntos ele vista positivos de Só­ crates. Si Sócrates era un filósofo y los diálogos de Platón nos demuestran quién era en realidad; y si los filósofos deben tener puntos de vista positivos, entonces el Sócrates de Platón debe haber tenido ese tipo de ideas. De tal modo, la tentación de leer los diálogos sólo para determinar las ideas de Sócrates se vuelve casi imposible de resistir; esta presión es más virtual que real De hecho, la he resistido a través de este libro, leyendo los diálogos no para determinar las ideas de Sócrates sino para ver la vida y el personaje que representan, el misterioso arte del cuidado del yo de Sócrates.

Montaigne también intentó comprender a Sócrates en térmi­ nos similares.9 No sólo trató de interpretarlo sino que también, lo siguió en su proyecto de autoformación: “[A] yo mismo soy la materia de mi libro”.10 El giro íntimo de Montaigne anima su escritura: “[C] Yo no sólo oso hablar de mí, sino hablar úni­ camente de mí; extravióme cuando escribo de otra cosa y des­ vióme a mi tema”.11 Dedicó gran parte de su vida a representar su propia vida -e l único y gran tema de sus ensayos- en un libro que al haberse convertido en la parte más importante de su existencia le dio a su vida forma y sustancia: [C] Y aun cuando nadie me leyese, ¿acaso habría perdido el tiempo al ocuparme durante tantas horas ociosas en pensa­ mientos tan útiles y agradables? Al moldear en mí esta figura hube de alzarme y componerme tan a menudo para extraerme, que el modelo se afirmó y formó de algún modo a sí mismo. Al pintarme para los demás, pínteme en mí con colores más nítidos que los míos primeros. No he hecho mi libro más de lo que mi libro me ha hecho, libro consustancial a su autor, mediante tarea propia, parte de mi vida; no mediante una tarea y una meta tercera y ajena como todos los demás libros.12

La obra y la vicia, el libro y el ser, se volvieron partes inex­ tricables una de la otra. “El único real propósito” de Montaigne, según Hugo Friedrich, “es... otorgarle a cada persona el mismo derecho a la libertad de ser él/ella misma que el propio autor reclama para sí.”13 El proyecto de Montaigne no es del tipo que asociamos hoy co­ múnmente con la filosofía. Pero aparte de la filosofía como fre­ cuentemente la concebimos -com o un esfuerzo de ofrecer respuestas sistemáticamente conectadas a un conjunto dado de problemas independientes-, otra tradición, igualmente filosó­ fica, se interesa por lo que yo he llamado el arte de vivir, el cu i-

dado de sí, o la autoformación. Esa es la tradición a la que Montaigne, siguiendo a Sócrates, pertenece. Su propósito no es tanto construir una teoría del mundo como establecer y arti­ cular un modo de vida. Se manifiesta, como hemos visto, en tres variedades. En su primera versión -e l proyecto de Sócra­ tes en las primeras obras de Platón- construye un modo de vida que el mismo autor considera apropiado para el mundo entero, pero no ofrece ningún argumento para demostrar que todo el mundo está racionalmente obligado a seguirlo. El segundo -el objetivo de Platón en la República así como el propósito de los filósofos desde Aristóteles hasta Kant- es construir un arte de vivir que de hecho se aplique a todos.14 El universalismo de esta versión necesita ser justificado por un número de teorías positivas que expliquen su aplicación general. Y el interés in­ herente de tales teorías subyace en el entendimiento moderno de la filosofía como disciplina a la que le interesan tales teo­ rías sólo como teorías. La tercera variedad de filosofía como un arte de vivir está diseñada para establecer un modo de vida que sea apropiado para su autor y no necesariamente para alguien más. De un modo significativo, esta versión individualista del arte de vivir siempre ha regresado a encontrar su fuente en Sócrates, aunque su acercamiento ocupa un terreno intermedio entre el individualismo y el universalismo. Al principio, eso pa­ rece paradójico: ¿por qué debe interesar a alguien esta tradi­ ción de la autoformación fuera de la conciencia del mismo autor? ¿Es posible apelar a un modelo y también construir un modo de vida que es propio de su autor y no una imitación de los logros del modelo? ¿Y qué es lo que interesa de la fi­ gura de Sócrates en particular que lo hace un modelo apropiado para esta tradición? Estas son las preguntas que intentaré res­ ponder en el transcurso de este capítulo. El nombre de Sócrates aparece catorce veces en la edición de 1580 de los Ensayos de Montaigne; veinte nuevas adicio­

nes fueron hechas en la edición de 1588; y no menos de cin­ cuenta y nueve aparecen en. la edición postuma de 1595.15 ¿Cómo usó Montaigne a Sócrates? ¿Qué aprendió de él? ¿Qué nos puede enseñar Montaigne acerca del proceso de autocreación a partir de un modelo previo? ¿Y cómo debemos utilizar a Montaigne si queremos hacer nuestro ese proyecto? Estas preguntas son urgentes ya que el proyecto de Montaigne es intensamente individualista: “[C] Hace varios años que soy yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y estudio más que mi propia persona; y si estudio otra cosa, es para aplicarla al momento sobre mí, o mejor dicho, aplicármela a mí”16 (“Del ejercicio”, 63). Su tarea es inusual: “[B] Los demás forman al hombre; dígolo yo, que soy uno particularmente mal formado”17 (“Del arrepentimiento”, 26). Pero Montaigne acude no sólo a la figura silenciosa de Platón sino también al Sócra­ tes parlanchín de Jenofonte, que tiene muchos consejos para otros y siempre está listo para enseñarles cómo vivir.18 ¿Es po­ sible tomar con seriedad la reflexión de Jenofonte sobre Só­ crates y a la vez considerar, como lo hizo Montaigne, que nuestra tarea consiste solamente en la descripción y forma­ ción del ser propio?19 Aunque el Sócrates de Jenofonte siempre fue crucial para Montaigne, Platón es absolutamente central para el ensayo “De la fisonomía”, en el cual me concentraré muy pronto, así como para el resto de su obra. El siglo xvi, sin embargo, no distinguió entre la obra primera, intermedia o tardía de Platón. El Sócra­ tes platónico era el buscador dialéctico del Eutifrón y del L a­ ques, el cosmólogo del Fedón, el epistemólogo, teórico político, reformista de la educación y metafísico de la República, y el que practica la dialéctica del Sofista y el Filebo. Montaigne, quien había leído a Cicerón y a Séneca desde su infancia, tejió todas sus fuentes socráticas, y no siempre es fácil decir quién entre

los antiguos fue su fuente principal para cada versión particu­ lar de Sócrates que nos encontramos en los ensayos. Cualquiera que haya sido su fuente, Montaigne siempre las usó selectivamente. Su Sócrates se limita exclusivamente a la ética, y esa es más una característica de la versión de Jen o­ fonte que de la imagen que tenemos de los diálogos interme­ dios y tardíos de Platón, que Montaigne también cita aunque más esporádicamente que las obras que ahora clasificamos como primeras. Montaigne frecuentemente alude a la famosa afirmación de Cicerón que “Sócrates fue el primero que apartó la filosofía del cielo y la situó en medio de las ciudades, e in­ cluso la introdujo en las casas y la forzó a interesarse por la vida y el comportamiento y por lo bueno y lo malo” (238).20 La re­ presentación de Cicerón refleja el Sócrates de la Apología de Platón y de sus otros diálogos primeros más que al héroe del Fedón, de la República y del Filebo o el Timeo.21 Autores más tardíos probablemente entendían a Sócrates como un pensador puramente ético bajo la influencia de la M em orabü ia, de acuerdo con la cual Sócrates se alejó de la investigación de la naturaleza y en su lugar se dedicó “al examen dialéctico de los asuntos humanos (es decir, éticos)”22 (I.I.II-16). Es este Só­ crates puramente ético el que es esencial para Montaigne, aun­ que aquello que lo atraía de la figura de Jenofonte era menos su verborrea paternal y amistosa que su enfoque ético. El Sócrates de Platón, no menos que el de Jenofonte, le daba gran importancia al precepto deifico “Conócete a ti mismo”. Pla­ tón apela al precepto implícitamente en la A pología, cuando el oráculo délfico estimula a Sócrates a buscar el autoconocimiento y al descubrimiento final de que su sabiduría es el co­ nocimiento de su propia ignorancia.23 En la M em orabüia, Jenofonte identifica el autoconócimiento, en líneas generales, con el conocimiento de la naturaleza y la limitación de nues­ tros poderes (8t>va|i£i<;). Ese conocimiento nos permite saber

cuáles son nuestras necesidades y cuáles pueden ser nuestros logros. Nos permite conseguir lo que queremos para nosotros y para nuestros amigos. Es un conocimiento acerca del alcance de nuestras habilidades. El mismo resumen de Montaigne de la máxima de Apolo combina de forma característica sus dos fuen­ tes: “[B] Salvo tú, oh hombre, decía aquel dios, cada cosa se es­ tudia la primera a sí misma y se limita, según su necesidad, a sus trabajos y a sus deseos. No hay ni una sola tan vacía y me­ nesterosa como tú que abarcas el universo; eres el escrutador sin conocimiento, el magistrado sin jurisdicción, y, después de todo, el bufón de la farsa”.24 Montaigne cree que hay una conexión esencial entre el autoconocimiento y la conciencia de las limitaciones de poder que tenemos, la habilidad de poder vivir dentro de las restriccio­ nes de nuestra naturaleza. Y aunque la idea de Montaigne de la “naturaleza” es extraordinariamente compleja, idiosincrásica y necesita ser explicada,25 su punto de vista se identifica con una idea que encontramos, de un modo implícito, en Jenofonte: Sócrates, de acuerdo con Jenofonte, “quiso citar, aprobándolo, el verso 'según tus posibilidades, ofrece sacrificio a los dioses inmortales’ y quiso añadir que en nuestra forma de tratar a los amigos y a los extranjeros, y en tocia nuestra conducta, es un principio noble el de ‘dar según las propias posibilidades.’” (58).26 Montaigne comenta: “[B] Según se pueda, era el pro­ verbio y el dicho favorito de Sócrates, dicho de gran sustan­ cia. Hemos de dirigir y detener nuestros deseos en las cosas más fáciles y cercanas”.27 El autoconocimiento es la concien­ cia de nuestras limitaciones. Pero estas no se refieren solamente a las limitaciones universales de la sabiduría humana, a las cua­ les el Sócrates platónico, seguido por Montaigne, les da tanta importancia en la Apología?* Son las limitaciones morales y psi­ cológicas de cada individuo. Esta tal vez sea una lección más modesta, en perfecta armonía con la figura de Jenofonte, pero

que fue lo suficientemente importante para Montaigne como para que haya tenido escrita, en muchos de sus libros, una ver­ sión de ella en italiano.29 El Jenofonte de Sócrates da muchos consejos, es un maestro convencional, casi un director de escuela, siempre preparado con una recomendación adecuada para aquellos que se le acer­ can a pedir consejo y a quienes muchas veces él mismo se apro­ xima.30 No es arrogante y es menos irónico que su contrapartida platónica.31 Es tan inofensivo que Kierkegaard se preguntaba por qué los atenienses podrían haber matado a tal hombre.32 Pero, por supuesto, la respuesta es que el principal propósito de Jenofonte era precisamente demostrar que resulta totalmente incomprensible por qué un hombre como Sócrates había sido ejecutado: “Ahora, en cambio, si he de morir injustamente, los que injustamente me den muerte tendrán que llevar la ver­ güenza de ello. Pues si cometer una injusticia es algo vergon­ zoso, todo lo que se hace injustamente debe llevar consigo la vergüenza”.33 Jenofonte logró su propósito admirablemente, aunque tenemos suerte de que su obra no fuera la única que sobreviviera. Supongamos por un momento que la versión de Platón de Sócrates se hubiese perdido. Sería un misterio total para nosotros el por qué los atenienses mandaron matar a Só­ crates; pero ese misterio nos hubiera privado del misterio aún mayor y profundo de la figura alrededor de la cual giran los diálogos platónicos. La victoria de Jenofonte hubiese sido, en ese grado, nuestra pérdida. Montaigne, entonces, combina elementos de varias fuentes antiguas para formar su propio retrato de Sócrates. El personaje al que sólo le importan los temas éticos proviene más de Je ­ nofonte y de las primeras obras de Platón que del F edón o de la República. Tanto Platón como Jenofonte (aunque más J e ­ nofonte) dan elementos para entender el trasfondo de la si­ guiente afirmación de Montaigne:

[A] el hombre juicioso ha de separar interiormente su alma del vulgo y mantenerla libre y capaz de juzgar con libertad sobre las cosas; mas de puertas afuera, ha de seguir fielmente las maneras y formas recibidas. A la comunidad pública no le influyen nuestras ideas; mas el resto, nuestras acciones, nues­ tro trabajo, nuestras fortunas y nuestra propia vida, hemos de prestarlo y entregarlo a su servicio y a las ideas comunes, como aquel bueno y gran Sócrates rechazó salvar su vida desobe­ deciendo al magistrado, a pesar de ser un magistrado injusto e inicuo.34

Y aunque el Sócrates de Jenofonte, como el de Platón, se toma en serio el oráculo délfico,35 es solamente Platón quien lo interpreta, al igual que Montaigne, como una advertencia acerca de las limitaciones del razonamiento humano: [C] Sócrates, tras conocer que el dios de la sabiduría le había atribuido el apodo de sabio, asombróse; y rebuscando en sí mismo y sacudiéndose por todas partes, no hallaba fundamento alguno para aquella divina sentencia. Conocía a otros tan jus­ tos, mesurados, valientes y sabios como él, y más elocuentes y más bellos y más útiles al país. Al fin concluyó que sólo lo distinguían de los demás y era sabio porque él no se lo con­ sideraba, y que su dios estimaba singular necedad del hom­ bre la idea de ciencia y sabiduría; y que su mejor doctrina era la doctrina de la ignorancia y su mejor sabiduría la sencillez.36

¿Qué uso hizo Montaigne de esa compleja compilación de fuentes? ¿Qué papel desempeñó este retrato de muchos ángu­ los de Sócrates en su pensamiento? ¿Cuál fue la función de este complicado personaje en su autoformación? Para respon­ der a estas preguntas debemos recurrir al penúltimo ensayo de Montaigne, “De la fisonomía”. El ensayo es inmensamente

complejo, aparentemente desorganizado, a veces contradicto­ rio, difícil de colocar en un contexto más amplio, e imposible de discutir, con el cuidado que se merece, en este contexto .37 Trata, entre otras cosas, de las fallas del aprendizaje, de la for­ taleza de la gente común, de la desgracia de la guerra civil y de los problemas que causó a Montaigne, del miedo a la muerte, del prestigio de Sócrates y de la naturaleza de la escritura de Montaigne. La fisonomía aparece tan fugazmente que varios es­ tudiosos dudan que constituya su tema principal.38 Vamos a ver si tienen razón. El ensayo comienza abruptamente: “[B] Casi todas las ideas que tenemos están aceptadas por autoridad de otros y por con­ fianza en ellos. No hay mal alguno en esto; no podríamos es­ coger peor que por nosotros mismos, en siglo tan débil. Esa representación de los discursos de Sócrates que nos dejaron sus amigos, no la aprobamos sino por respeto a la aprobación pú­ blica; no es por conocimiento nuestro: no están de acuerdo con nuestras costumbres. Si naciera ahora algo igual, pocos hom­ bres lo valorarían”.39 Montaigne usará este contraste temporal entre el pasado dorado y un presente caído para criticar su época porque esta ya no puede percibir más lo que es natural y no lleno de artificio. El contraste entre lo natural y lo artifi­ cial, lo interno y lo externo, le permitirá presentar la imagen principal que, aunque aparece sólo en unos cuantos lugares, gobierna la estructura de su texto: el contraste sugerido por la imagen de Sócrates como Sileno, feo por fuera, un modelo de “belleza natural” por dentro -en apariencia y también en sus ideas, que eran tan superficialmente comunes como profun­ damente originales. La imagen de Sócrates como Sileno era un. lugar común del humanismo renacentista. Se hizo famosa por Erasmo en el dicho 2.201, Sileni Alcibiadis, que transforma al Sócrates feo en un predecesor de Cristo, “el Sileno más extraordinario de todos”.40

Erasmo hasta terminó su Convivium religiosum , donde com­ para a Sócrates con San Pablo, al imaginarse que uno podría dirigirse a él con estas palabras: “Sánete Sócrates, ora p r o n obis”41 Rabelais hizo circular la imagen aún más ampliamente cuando la incluyó en el prefacio de G argan tú a. Sus libros, es­ cribe, son como Sócrates (“sin controversia príncipe de los fi­ lósofos”), por quien, en un primer momento, sentirías menosprecio “porque viéndolo por fuera y estimándolo por su apariencia externa no habría dado ni una monda de cebo­ lla por él”. Pero aunque sus propios libros, continúa, vistos superficialmente son carentes de sentido y descarnados, hay algo de valor en su obra “pues en ella hallaréis un gusto muy diferente y una doctrina más oculta que os revelará muy altos sacramentos y misterios horroríficos, tanto en lo que concierne a nuestra religión como también al estado político y a la vida económica”.42 Muchas discusiones de “De la fisonomía” suponen que Mon­ taigne está trabajando sólo con el discurso de Alcibíades en el Banquete de Platón , donde la imagen de Sócrates como Sileno está tan maravillosamente desarrollada.43 No cabe duda que el Banquete fue la principal inspiración de Montaigne. Pero en su alusión al episodio, Montaigne introduce un elemento jenofóntico que, dentro de lo que sé, no ha sido notado anterior­ mente: “[B] Sócrates mueve su alma con movimiento natural y común. Así habla un campesino, así habla una mujer. No se le caen de la boca cocheros, carpinteros, zapateros ni albañiles. Son inducciones y semblanzas sacadas de los actos más vul­ gares y comunes de los hombres; todos le entienden. Bajo forma tan vil [si vyle fo r m e ] 44 jamás habríamos entresacado la nobleza y esplendor de sus conceptos admirables...” ( “De la fisonomía”, 303-304)”. Todo aquí proviene del discurso de Alcibíades,45 salvo un elemento que contrasta mucho con las

verdaderas palabras de Alcibíades en el Banquete : “Si uno es estúpido” -Platón le hace decir a Alcibíades- “o simplemente no lo conoce, no concebiría otra actitud posible que burlarse de sus discursos. Pero si uno los ve cuando se abren como es­ tatuas [de Sileno] y va más allá de su superficie, se dará cuenta que ningún otro discurso tiene sentido en comparación con él”46 (221e6-222a4). Alcibíades afirma que sólo muy pocas per­ sonas son capaces de descubrir a Sócrates y verlo por lo que realmente es; afirma que puede que sea el único dentro de sus más allegados que realmente lo conoce: “Tened por cierto que ninguno de vosotros lo conoce” (2l6c-d). ¿De dónde, entonces, proviene el “todos lo entienden” de Montaigne? Proviene directamente de Jenofonte, cuyo Sócra­ tes siempre argumentaba a partir de las premisas más acepta­ das y quien, a diferencia de la figura de Platón (quien tenía problemas para que lo entendieran, y mucho más para que lo creyeran), “siempre que discute logra, con mayor facilidad, que cualquier otro hombre, que sus interlocutores estén de acuerdo con él”.47 Montaigne sigue una doble estrategia. Primero, hilvana varias versiones de Sócrates que le convenían para sus propósitos. Se­ gundo, construye un Sócrates no esotérico, un Sócrates que es común, directo y “natural” hasta donde es posible serlo. Por­ que una de las ideas centrales del ensayo es que debemos ad­ mirar y tratar de emular a Sócrates porque es el mejor ejemplo de un ser humano natural, libre de artificio y de engaño. Mon­ taigne, una y otra vez, regresa al tema de la ingenuidad de Só­ crates: “Concibo fácilmente a Sócrates en el lugar de Alejandro; no puedo concebir a Alejandro en el de Sócrates. Si alguien pre­ gunta a aquel lo que sabe hacer, responderá: Subyugar al mundo; si se lo preguntan a este dirá: Vivir la vida humana con­ forme a su natural condición; ciencia mucho más general, de

más peso y más legítima”.48 Jenofonte consideraba el autocontrol (éyKparaa) de Sócrates como su virtud más importante, y la describía como la funda­ ción (KpTiTuq) de la a reté. Montaigne, también, enfatizaba el autocontrol de Sócrates, lo que consideraba era la virtud que permitía a Sócrates seguir la naturaleza y actuar de acuerdo a su poder: “[B] Fue también y siempre uno e igual, y elevóse, no a sacudidas sino por naturaleza, hasta el último grado de vigor. O mejor dicho, no se elevó en modo alguno, sino que más bien rebajó y retrotrajo a su punto original y natural, sometiéndo­ selos, el vigor, la dureza y las dificultades” ( “De la fisono­ mía”, 304) . Sobre todas las cosas, sin embargo, Jenofonte es­ taba decidido a demostrar que Sócrates era supremamente útil y benéfico para sus amigos. A diferencia del personaje de Pla­ tón, quien mayormente guardaba sus consejos y hacía preguntas diseñadas principalmente para que le mostraran lo que era la areté, el personaje de Jenofonte “era tan útil para cualquier pro­ pósito o actividad que si se medita con cuidado no se podría descubrir algo más provechoso que pasar algún tiempo con él sea cual fuere el lugar o las circunstancias”.49 Eso enfurecía a Kierkegaard: “Lo que Jenofonte describe en Sócrates no es tam­ poco, por tanto, esa bella y armoniosa unidad de determina­ ción natural y de libertad que se designa con la expresión Spcppoouvr) [prudencia], sino una desafortunada mezcla de ci­ nismo y filisteísmo... Tenemos lo provechoso en lugar del bien, lo útil en lugar de lo bello” ( S obre el con cepto d e iron ía, 94-95).50 No obstante, de esa manera, es la imagen de Jenofonte y no la de Platón la que se ve reflejada en el retrato de Mon­ taigne: “[B] con paso relajado y ordinario, hace los más útiles razonamientos” 51 (“De la fisonomía”, 304). El Sócrates de Montaigne proviene de fuentes diversas y tiene un carácter complejo. Él es silénico y natural, tanto mesurado como útil para otros, inusual y fácil de comprender. Esto, me

parece, es el resultado de una estrategia consciente de parte de Montaigne, y desempeña un papel serio en su escritura. Mon­ taigne mismo evalúa sus fuentes: “[B] Ha acontecido que el hombre más digno de ser conocido y mostrado al mundo como ejemplo, es aquel del que tenemos mayor conocimiento. Los hombres más clarividentes que jamás hayan existido, echaron luz sobre él: los testigos que de él tenemos son admirables por su fidelidad e inteligencia”.52 Esta afirmación, sin embargo, está en contradicción con el comienzo de su ensayo, el cual, como vimos, declara que aprobamos las ideas de Sócrates “no por nuestro propio conocimiento”, ya que están “más allá de nuestra experiencia”, sino porque han llegado a ser respeta­ das universalmente. También está en contradicción con el hecho de que Montaigne parece no confiar en ninguna de sus fuen­ tes completamente. Esa es seguramente parte de la razón por la cual, en el transcurso del ensayo, gradualmente construye una nueva imagen compuesta de Sócrates que combina las ideas de Platón y Jenofonte y también el testimonio de Cice­ rón y Plutarco. El ensayo “De la fisonomía” es sorprendente porque está lleno de conflictos de ese tipo -y otros que pronto veremos-. ¿Qué significan estos conflictos? Montaigne, a mi parecer, los usa para advertirnos de que no aceptemos el testimonio de los “testigos” de Sócrates sin cuestionarlo. Aun la descripción de Sócrates como Sileno dada por Alcibíades debe ser leída como una des­ cripción “silénica”: no se puede dar por sentada; debe ser desci­ frada para que pueda ser entendido. Nada en el ensayo, ni las historias de Sócrates o de Montaigne, ni aun la misma escri­ tura de Montaigne, puede ser tomado al pie de la letra. Cómo podemos confiar en la apariencia si vivimos en un mundo en el que: “Sólo nos percatamos de las gracias agudas, pomposas e hinchadas por artificio. Aquellas que pasan bajo la naturali­ dad y la sencillez, escapan fácilmente a una vista tosca como

la nuestra; tienen una belleza delicada y oculta; se ha de tener la vista clara y bien purgada para descubrir esa luz secreta. ¿No es la ingenuidad, para nosotros, hermana de la necedad y cua­ lidad digna de reproche?” (“De la fisonomía”, 303). Montaigne presenta a Sócrates como un modelo de alguien que vive de acuerdo con la naturaleza y no por artificio para diferenciar nuestro mundo de una época anterior cuando la vida era más fácil y más directa: “Sócrates mueve su alma con movimiento natural y común [...] No está formado nuestro mundo sino para la ostentación... No se propuso aquel vanas fantasías [...] Somos todos más ricos ele lo que pensamos; mas nos educan para pedir y tomar prestado: nos enseñan a ser­ virnos más de lo ajeno que de lo nuestro” (304-305). En conexión con el ensayo de Montaigne en particular y con el tema filosófico de la autoformación en general, sería lógico preguntarnos si confiar en Sócrates no equivaldría a usar los re­ cursos de otros más que los propios. ¿Puede un filósofo arti­ cular un nuevo e individual modo de vida y todavía depender de alguien como modelo? ¿Cuándo se convierte la dependen­ cia en imitación? Pero Montaigne no nos deja hacer estas pre­ guntas. Antes de que podamos formularlas, ya ha cambiado de posición y ha empezado un ataque al aprendizaje, el cual, argumenta, Sócrates no necesitaba: “Vedle abogar ante sus jue­ ces... nada toma prestado del arte ni de las ciencias; los más simples reconocen en ello sus propios medios y su propia fuerza... Gran favor le ha hecho a la naturaleza humana mos­ trándole cuánto puede por sí misma” (305). El aprender era inú­ til para Sócrates; para el resto de nosotros puede ser absolu­ tamente dañino. Para probar esta idea, Montaigne repite casi verbatim el pasaje del Protágoras que denuncia el acto de com­ prar el conocimiento de los sofistas; y concluye que la comida del alma, casi todo el aprendizaje, “nos los tragamos al com­ prarlos [...] so pretexto de curarnos, nos envenenan”53 (306).

Montaigne ilustra la inutilidad del aprendizaje a través de un ataque en contra de Cicerón: “¿Habría muerto yo menos ale­ gremente antes de haber leído las Tusculanas? Creo que no” (306). Pero justo una página antes se había apoyado en la au­ toridad de esa misma obra para su descripción de Sócrates como la figura que trajo la sabiduría humana desde el cielo, “donde no hacía sino perder el tiempo”54 (305). Nos enfrentamos con otro conflicto del tipo que acabamos de discutir. ¿Debemos con­ fiar en el aprendizaje y en Cicerón en particular o no debe­ mos hacerlo? De nuevo, Montaigne parece advertirnos que el significado obvio de sus palabras pudiera ser menos de lo que necesitamos para comprender este ensayo. El ataque en contra del aprendizaje continúa. Montaigne ahora denuncia la práctica, común incluso dentro de “los más com­ pactos y los más sabios” autores de su época, de acumular ar­ gumentos inútiles alrededor de otros buenos: “[...] no son sino argucias verbales que nos engañan” (307). Aquí, también, el aprendizaje es más un obstáculo que una vía a la sabiduría. En este momento, podemos empezar a pensar que nos en­ frentamos con otra expresión del escepticismo, que es el tema central de “Apología de Raimundo Sabunde”.55 Pero esa no es una impresión que perdura: la actitud de Montaigne hacia la práctica y los autores que acaba de condenar repentinamente cambia: “Mas como ello puede ser con utilidad, no quiero des­ menuzarlas más” (“De la fisonomía”, 307). Él mismo la puede utilizar ocasionalmente: “Bastantes hay aquí de esa condición en varios párrafos, ya sean prestadas o imitadas”56 (307). Pu­ diera haber (¿quién sabe?) algunos “argumentos inútiles” en el mismo ensayo que estamos leyendo. Depende de nosotros cui­ darnos de ellos, no leer pasivamente, no tomar las cosas, ni la prosa de Montaigne, o el ser que construye su prosa, al pie de la letra.

El ataque en contra del aprendizaje -al cual es extremada­ mente vulnerable por sus constantes citas, alusiones y discu­ siones elaboradas- se vuelve elogio a la gente ordinaria. Gente común y sin educación; ellos “no conocen ni a Aristóteles ni a Catón, ni ejemplo, ni precepto; de ellos toma la naturaleza cada día actos de constancia y de paciencia, más puros y firmes que los que estudiamos con tanto interés en la escuela” (308). Tal vez estas personas son los únicos verdaderos seguidores de Só­ crates en la época de Montaigne. Pero Montaigne no presta atención a ese detalle extremadamente obvio. En vez de hacer esto, se interrumpe casi inmediatamente para dar una versión de su vida durante la guerra civil y la plaga que la acompañó; sólo después de una discusión elaborada de ese nuevo tópico regresa a la cuestión del aprendizaje. A muchos de los lectores de Montaigne les ha resultado muy difícil integrar el pasaje sobre la guerra civil al ensayo en su totalidad.57 Pero la discusión de la guerra sirve a una importante variedad de propósitos. Primero, la miseria que la guerra civil ha llevado a que Francia funcione como una metáfora para la avería del orden natural de las cosas en el mundo de Montaigne, motivo con el cual comienza el ensayo. Segundo, la idea de una guerra donde un solo país está dividido en contra de sí mismo es una imagen ostensible del desmoronamiento del ser, con dos o más de sus partes peleándose entre sí. Sócrates y la gente común a quienes Montaigne acaba de empezar a elo­ giar se han escapado de tal guerra civil sicológica: confiando en “la naturaleza” y eludiendo “el artificio”, evitando el conflicto entre ellos, manteniéndose unidos. Tercero, la guerra civil da a Montaigne la oportunidad de describir su propio comporta­ miento autocontrolado bajo circunstancias extremas y también introducir en el ensayo lo que sabemos que él considera su “único tema”, su propio ser. Durante todos los problemas que trajo la guerra, Montaigne, por su propia cuenta, logró mante­

ner una posición moderada; por esa. razón, escribe, “[B] pa­ decí los males que acarrea la moderación en tales enfermeda­ des [...] para el gibelino era güelfo y para el güelfo, gibelino” (312). Y aunque, parecido a Sileno, presentaba diferentes as­ pectos a diferentes personas,58 nunca fue formalmente acusado de traición: “jamás desacato las leyes, y quien me hubiera es­ piado habría tenido sobradas razones para sentirse obligado conmigo” (313), escribe en lo que puede que constituya otra alusión a la M em orabilia de Jenofonte y una autoidentificación con Sócrates que se hace más clara en el resto del ensayo.59 Lo que sea que la gente diga de él, Montaigne continúa, nunca se justifica: “[C] Y, como si cada cual viera en mí tan claro como yo, en lugar de echar abajo la acusación, adéntrome en ella con­ firmándola más bien con una confesión irónica y burlona, si no me callo sencillamente, en tanto que cosa indigna de respuesta” (313). La referencia a la ironía y la burla, en mi opinión, es la primera señal clara de Montaigne de que su propósito en esta obra, como lo es a través de los Ensayos, es parecerse a Só­ crates. Es una clave fuerte, especialmente porque la conclusión que saca de los problemas que la guerra civil le trajo suenan como la autosuficiencia socrática: “[B] dime cuenta de que lo más seguró era confiarme a mí mismo, y a mi necesidad, y, si me acaecía el que la fortuna me mirase con frialdad, enco­ mendarme tanto más a mí mismo, ligarme y mirarme más de cerca [...] Todos corren a otro lugar y al futuro, pues nadie ha llegado a sí” (314). Montaigne, también, a pesar de su diferen­ ciación con la gente sin educación ni refinamiento artístico, tiene algo de Sócrates en él. Al final, Montaigne se da cuenta de que la guerra civil le pro­ veyó “[B] problemas útiles”, que le dieron dos lecciones. Pri­ mero, ya que su propio poder de razonamiento se comprobó no adecuado, le ayudaron a corregir su camino, a mantenerse solo: “[...] así como con el fuego y la violencia de las cuñas vol­

vemos a enderezar un madero torcido [...] [B] predicóme desde hace mucho tiempo el atenerme a mí y el apartarme de las cosas ajenas; sin embargo, sigo volviendo los ojos a un lado y a otro: tiéntame la inclinación, una palabra favorable de un grande, un buen gesto” (314). Los peligros de la guerra le demostraron las ventajas de reservarse la opinión. Segundo, los contratiem­ pos que tuvo fueron una buena preparación para enfrentar pro­ blemas peores en el futuro; donde existe una dificultad, otras, quizás peores, son posibles. Sus problemas le enseñaron “[B] que por el favor de la fortuna y la condición de mi proceder, esperaba ser de los últimos, aprendiendo tempranamente a vio­ lentar mi vida y a ordenarla para un nuevo estado” (314). En ambos casos, Montaigne tuvo éxito reemplazando algu­ nas inclinaciones naturales de las cuales se avergonzaba con un comportamiento aprendido del cual podía estar orgulloso. Pero, aparte de su contribución al mejoramiento de su carác­ ter, los problemas que la guerra había traído también contenían una lección crucial: le enseñaron que ocurrencias azarosas pue­ den ayudar a eliminar las debilidades propias y a alcanzar un balance interior: construir un yo mejor del que se tenía ante­ riormente. Los materiales para el arte de vivir pueden venir ele cualquier parte. Además, el uso de sus propios problemas para construir un yo diferente demuestra que necesitaba trabajar en su propia naturaleza para mejorarla. Pero eso lo distingue de “[B] la gente a su alrededor”, a la que ahora regresa. Ellos no necesitaban esas lecciones. Ellos actuaban bien y noblemente sin nunca haber aprendido cómo hacerlo. De nuevo el aprendizaje vuelve a oponerse a la naturaleza: “[B] hemos aban­ donado a la naturaleza y queremos enseñarle su propia lección, a ella, que tan feliz y seguramente nos guiaba” (319). A pesar de que el aprendizaje ha sido declarado el oponente de la naturaleza: [...] “la ciencia se ve obligada cada día a tomar

prestados los restos de su enseñanza y ese poco de su imagen que, por el beneficio de la ignorancia, queda grabado en la vida de esa turba rústica de hombres toscos, para que sirva de mo­ delo de constancia, inocencia y tranquilidad a sus discípulos”60 (319). En otras palabras, aunque las disposiciones naturales en general parecen ser superiores a las aprendidas, es necesa­ rio que quienes carecen de la simplicidad de la gente sin edu­ cación usen su aprendizaje para captar las tendencias naturales que han perdido debido a que viven en una época y en un estado corrupto. Las vacilaciones de Montaigne parecen haber creado un en­ redo. Si la naturaleza es tan elusiva, si la hemos dejado tan atrás, ¿cómo puede pensar que todavía la podemos captar e, inspi­ rados por el ejemplo de Sócrates, seguirla y ser nosotros mis­ mos, ser quienes somos en realidad? Y si, como acaba de sugerir Montaigne, el aprendizaje puede ayudar en esa búsqueda, ¿por qué ha estado atacándolo sin parar? De nuevo, sin embargo, Montaigne se niega a afrontar estos problemas obvios. En cambio, permite que su relación con la gente común le recuerde la resolución que ellos poseen al en­ frentarse a la muerte, en apariencia un tema totalmente nuevo. La filosofía tradicionalmente había sido tomada como “una pre­ paración para la muerte” -una tradición que Montaigne mismo había aceptado en un ensayo anterior, “De cómo el filosofar es aprender a morir”-. Pero ahora tiene un punto de vista di­ ferente: “creo que es el final, no por ello el fin de la vida” (322) escribe en lo que parece ser un ataque directo al Sócrates del F ed ó n , a Cicerón, y al estoicismo en general “[B] [L]a [vlida [...] [h]a de ser ella misma su propia meta; su designio, su es­ tudio recto es ordenarse, conducirse, sufrirse” (322). Afirma, sin convencer, que la gente común no dedica su tiempo a con­ templar y prepararse para la muerte y concluye que las perso­ nas con educación deben seguir su ejemplo.

Con esa idea, Montaigne finalmente regresa a Sócrates, a quien parecía haber olvidado durante su larga digresión: “[B] No nos faltarán buenos maestros, intérpretes de la sencillez na­ tural. Sócrates será uno de ellos. Pues, por lo que recuerdo, habla más o menos en ese sentido a los jueces que deliberan sobre su vida” (323). Sócrates demuestra cómo acercarse ade­ cuadamente a la propia muerte; más importante aún, nos de­ muestra cómo recuperar nuestra naturaleza y ser nosotros mismos de nuevo.61 Ahora sigue un pasaje notable, una condensación, un rea­ rreglo, un parafraseo ecléctico de la A pología de Platón, de donde Montaigne ha sacado las referencias de Sócrates a su voz divina y su punto de vista tentativo que es posible que el alma sobreviva a la muerte del cuerpo. Montaigne advierte a sus lec­ tores que está citando de memoria y que sus palabras no son una estricta repetición de la apología de Sócrates. Aun así, pre­ gunta, “[B] ¿No es éste un alegato [C] claro y [B] sano, [C] mas también ingenuo y sencillo, [B] de altura inimaginable, [C] ver­ dadero, franco y justo más allá de todo ejemplo, y empleado en qué necesidad?” 62 (324). Él contrasta las palabras que acaba de citar con el discurso, “[C] excelentemente creado en estilo judicial, mas indigno de tan noble criminal” (325), el cual, se nos dice, el orador Lisias había preparado para Sócrates.63 “[C] ¿Y su rica y poderosa naturaleza”, continúa, “habría encomen­ dado al arte su defensa y renunciado en su más alta prueba a la verdad y la naturalidad, ornamentos de su hablar, para ador­ narse con ios afeites de las figuras y fingimientos de un discurso aprendido?” (325). Pero el discurso que Montaigne pone en boca de Sócrates es una versión de unas palabras originalmente escritas para él por una tercera persona -Platón mismo-. Además, ¡esa ver­ sión es una que, de hecho, Montaigne acaba de admitir que ha compuesto para Sócrates! Si este procedimiento no es artís-

tico y ficticio, ¿qué es? Y para subrayar de nuevo que se niega a confiar en ninguna fuente para crear su visión de Sócrates, Montaigne inmediatamente apela al punto de vista de Jenofonte (que nunca encontramos en Platón) de que el comportamiento de Sócrates en la corte se debía a su falta de voluntad de “[C] alargar un año su decrepitud y traicionar la memoria inmortal de aquel glorioso final”64 (325). También describe la manera de morir de Sócrates como “[B] indolente”, lo que me parece un eco directo del uso de Jenofonte de la palabra (poaSpóq (que sig­ nifica precisamente “despreocupado”, “alegre”, “impasible”) para describir la conducta de Sócrates mientras salía del tribu­ nal 65 -una actitud muy diferente a su tono solemne al final de la Apología de Platón-. Esta descripción del Sócrates despreo­ cupado a su vez le hace eco a otra, la cual Nietzsche, como veremos en el próximo capítulo, debió haber recordado. Es la misma descripción que Montaigne hace de Sócrates en “Sobre unos versos de Virgilio” donde, habiendo dicho que ama “[B] una cordura alegre y sociable”66 (“Sobre unos versos”, 74), con­ tinúa, “[C] Sócrates tuvo un rostro firme, mas sereno y sonriente, no firme como el viejo Craso al que jamás vieron reír. Es la virtud cualidad amena y alegre”67 (74). A pesar de sus varias fuentes y de su propia manipulación de estas, Montaigne insiste en que el discurso de Sócrates, como lo ha hecho en otra ocasión, es perfectamente natural: “[C] ma­ nifiesta, con osadía natural y simple, con seguridad pueril, [B] la pura y primera impresión [B] e ignorancia [BJ de la natura­ leza” (“De la fisonomía”, 325)”. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué significa la naturaleza aquí si describe una composición tan ingeniosa? Pero nuestras preguntas se quedan, de nuevo, sin respuesta. Las reflexiones de Montaigne sobre la naturalidad de la apo­ logía de Sócrates abren, aún, otro camino torcido más en el laberinto de este ensayo. Estas reflexiones lo llevan a meditar

acerca de la escritura. Montaigne acaba de elogiar a Sócrates por haberle dado un ejemplo de discurso simple y “natural” (que, como hemos visto, no lo es). Ahora afirma que esa forma de hablar involucra “[B] el más alto grado de perfección y de dificultad: el arte no puede alcanzarlo” (326); sólo pudo haber sido lograda en un pasado más sencillo. Ahora ya no segui­ mos más nuestras “[B] facultades” naturales. En cambio, “[B] nos investimos de las de los demás y dejamos las nuestras inacti­ vas” (p. 326) Sin embargo, esa queja, la cual probablemente fue hecha la primera vez que los seres humanos se dieron cuenta de que te­ nían un pasado, ¿no se puede aplicar directamente a la propia escritura de Montaigne? ¿No es cierta la autoacusación de que “[B] no he hecho aquí sino 1111 amasijo de flores ajenas sin apor­ tar de mi propia cosecha más que el hilo para unirlas”?68 (326). Montaigne admite su culpabilidad. Se declara culpable de su uso excesivo de citas, alusiones y paráfrasis a través de tocio su libro. Pero justifica su dependencia de tales “[B] adornos pres­ tados” afirmando que se diferencia de la moda de su época: la moda por el artificio que denunció en la primera página del ensayo. Pero se defiende diciendo que sus préstamos no tie­ nen como objetivo cubrirlo y ocultarlo. Eso, afirma, “[B] es lo contrario de mi intención, que no quiere hacer gala más que de lo mío, y de lo que es mío por naturaleza” (326). ¿Podemos aceptar la defensa de Montaigne? Me parece que sí. Como hemos visto en el caso de Sócrates, el camino al yo debe cruzar los caminos de los otros, a pesar de lo cruel que parezca esta afirmación, que nos sirven, casi solamente, de medio o vía. No hay tal cosa como una confrontación directa con uno mismo: por ese camino sólo se encuentra el vacío. En la medida que Montaigne utiliza textos anteriores para sus propias intenciones (como el caso del discurso de Sócrates) usándolos para moldear algo a través de ellos, su defensa es le-

gítima. Si tiene o no éxito, depende de la importancia de los propósitos a los cuales sirven sus “adornos prestados”. La pre­ gunta es si sus préstamos son realmente ornamentos y no parte de la misma sustancia. No todas las alusiones y citas de Montaigne resultaron cla­ ras y explícitas. Su juego es más complejo: [C] Entre tantos préstamos, alégrome yo si puedo ocultar al­ guno, disfrazándolo y deformándolo para nuevo servicio. A riesgo de que digan que es por no haber entendido su fin na­ tural, les doy cierta forma particular con mis propias manos, para que sean tanto menos puramente ajenos. Estos exhiben y cuentan sus robos: tienen más confianza en sus facultades que yo. Nosotros, naturalistas, estimamos que tiene grande e incomparable preferencia el honor de la invención sobre el honor de la citación69 (328-29).

Con su discusión del discurso de Sócrates y sus propios prés­ tamos, Montaigne ha abierto la interrogante, tan explícitamente como un autor de una naturaleza tan oblicua como la suya podría haberlo hecho, de si la superficie de sus textos indica su verdadero sentido, si su apariencia expresa su naturaleza. Esa es la cuestión central de la fisonomía, y es sólo en ese mo­ mento, casi al término de la obra, cuando Montaigne finalmente llega al tópico que le presta su nombre al ensayo.70 ¿Cuál es la relación entre el afuera y el adentro? ¿Qué nos demuestra la apariencia de algo sobre su naturaleza? Montaigne ha estado vanagloriándose por su empleo de la cita. Pero como debemos esperar, repentinamente cambia y em­ pieza a reprocharse. Se le olvida su ágil empleo de las ideas de otros al reprocharse las suyas. Su mente, escribe él, se “[B] entumece y atasca” con la vejez, y “[C] no habla justamente de

nada más que de la nada, ni de más ciencia que de la no cien­ cia” (“De la fisonomía”, 329).Todo lo que la vida contiene para él es la posibilidad de su muerte. Y en este momento, de una manera que parece forzada y abrupta, se vuelve de nuevo a Só­ crates: “[B] duéleme que Sócrates, que fue un ejemplo tan per­ fecto en todas las grandes cualidades, tuviera un cuerpo y un rostro tan feos como dicen, y tan impropios de la belleza de su alma, [C] él tan amoroso y loco por la belleza como era. [B] Fue injusta con él la naturaleza. No hay nada tan lógico como la conformidad y relación entre el cuerpo y el espíritu” (329). ¿Qué tiene que ver eso con lo que le precedió? Para contes­ tar esa pregunta, debemos leer más. Y lo próximo que encon­ tramos es la repetición de Montaigne de la historia de Cicerón que “[B] decía Sócrates que la suya revelaba justamente otro tanto en su alma, si no la hubiera corregido por educación”71 (330). En contraste, prosigue, “[B] he adoptado, harto simple y crudamente, este precepto antiguo: que no podremos fallar si obedecemos a la naturaleza, que el precepto soberano es con­ formarse a ella. No he corregido, como Sócrates, por la fuerza de la razón, mis cualidades naturales y en modo alguno he des­ viado artificialmente mi inclinación. Déjome llevar como he ve­ nido, no combato nada” (332). Esto resulta muy confuso ya que a Sócrates, quien supuestamente hasta ahora ha sido señalado como el paradigma de la “naturalidad”, se le acusa de luchar en contra de su naturaleza original, mientras que Montaigne, quien vive en una época que glorifica el artificio, se describe como el verdadero seguidor de la naturaleza. Pero las cosas se ponen peor. De una manera muy típica e irritante en él, Montaigne inmediatamente debilita su contraste: “[C] ámola con tal que no esté hecha por las leyes ni por las religiones, sino acabada y autorizada, que haga sentir que tiene con qué sostenerse sin ayuda, nacida entre nosotros con sus

propias raíces por la semilla ele la razón universal grabada en todo hombre no desnaturalizado. Esa razón que endereza a Só­ crates de su desviación, viciosa, lo hace obediente a los hom­ bres y a los dioses que mandan en su ciudad,72 valeroso en la muerte, no porque su alma sea inmortal sino porque es mor­ tal” (332). Hasta ahora, Montaigne ha afirmado ser ambas cosas, diferente y similar a Sócrates, que la virtud de Sócrates es na­ tural y que es el resultado de corregir su disposición natural. Ahora acentúa sus diferencias. Procede a relacionar dos epi­ sodios cuando su vida y su propiedad fueron salvadas por su “IB] físico favorecido tanto por su aspecto como por lo que ins­ pira... una imagen contraria a la de Sócrates” (332-33). Tal vez entonces, al final, las diferencias entre ellos son más fuertes que las semejanzas. Sócrates, escribe Montaigne, cambió para que su cara fea, la cual no podía cambiar, no correspondiera más con el interior bello que construía para sí como resultado de eliminar, con el entrenamiento, la fealdad de su alma. En el caso de Sócrates, el principio fisionómico, de acuerdo con el cual el mundo ex­ terior debe reflejar el de adentro, parece no sostenerse. Pero la cara de Montaigne sí revela su alma: el principio sí se sos­ tiene para él. Dos veces en su vida, una vez dentro de su cas­ tillo y otra vez en el bosque, Montaigne fue capturado pero al final quedó libre. Su primer enemigo fue desarmado por “[B] mi rostro... y mi franqueza” (334); el segundo fue cautivado por “[B] mi rostro [y] la libertad y firmeza de mis palabras” (336). Y ya que esos incidentes han sido contados, el ensayo cierra, con ciertas afirmaciones aparentemente intrascendentes pero en realidad cruciales, a las que me referiré al final de este ca­ pítulo. De la madeja de estos pensamientos desordenados, trataré de producir una tela entera. Mi pregunta general es cómo Sócra­ tes, cuyo interés principal era el cuidado de sí mismo, un hom­

bre que no se presentaba como, ni era en realidad, el maestro de nadie, podía funcionar como modelo para otro. La pregunta es más importante cuando a ese otro, como a. Montaigne, tam­ bién sólo le interesa el cuidado propio: “[C] mi oficio y mi arte es vivir”73 (“Del ejercicio”, 64). Las razones de Montaigne para emprender su propio retrato y simultáneamente formarse son complejas. Nunca sabremos exactamente por qué decidió ha­ cerlo. A modo de explicación alude a: “[A] una inclinación me­ lancólica [...] hizo que naciera en mi cabeza esta fantasía de meterme a escribir. Y después, hallándome enteramente des­ provisto y vacío de cualquier otra materia, présenteme a mí mismo como argumento y tema”74 ( “Del afecto de los padres por los hijos”, 70-71). Otra razón, que motiva a todos los filó­ sofos del arte de vivir que me interesan, es un miedo a la muerte o -com o dice Sócrates en la A pología- la ignorancia de su na­ turaleza. Puesto que si la muerte es “cuando se duerme sin soñar” CApología, 40dl), la única inmortalidad que uno puede esperar habita en la memoria de otros y en el efecto que uno pueda tener en el mundo después de que ha muerto. El temor a la muerte no radica en pensar cómo será el mundo sin nues­ tra presencia; ese es un sentimiento más bien infantil y poco coherente: cuando esté muerto el mundo no va a ser nada para mí. El temor real consiste en que el mundo va a seguir sin mí. La posibilidad de mi muerte me enfrenta con la indiscutible ver­ dad de que no soy irremplazable, que soy y seré insignificante al menos que haga algo que tenga un impacto real en el mundo, particularmente si se trata de algo que se reconoce que sólo yo y nadie más ha hecho. El escribir, especialmente acerca de uno mismo, muchas veces tiene esa importancia. Nietzsche se ob­ sesionó con esa idea, y el propio Montaigne se sentía conmo­ vido por ella. Habiendo perdido su fe en la inmortalidad que la Iglesia prometía, Montaigne respondió a la muerte, como Jean Starobinski ha escrito, “no por un acto de fe en la divina

promesa, sino recurriendo a la literatura, al arte, para modelar una imagen de su vida que podía dejar a la posteridad. Existir en las páginas de un libro es mejor que desaparecer en la nada y el olvido. Los Ensayos deben tener el valor de un m on u ­ m ento”.15 Sócrates, quien dejó su propio retrato a la historia sin haber escrito nada, es el modelo que Montaigne utiliza mien­ tras se dibuja con su propia pluma.76 El Sócrates de Montaigne es el resultado de hilvanar los tes­ timonios de Platón y Jenofonte, Cicerón y Plutarco. Eso, he argu­ mentado, sugiere que Montaigne está matizando su idea sobre la Supuesta confianza de estos testigos. ¿Cuál es la idea más im­ portante que Montaigne extrae de estos autores? ¿No será la en­ señanza que Montaigne deriva de estos autores el entender a Sócrates como el gran modelo de la naturalidad, un alejamiento de la especulación frívola hacia una vida que se rige de acuerdo a los poderes propios? Pero ese es un pensamiento vacío. No le provee el conocimiento que necesita ni un consejo concreto. De Cicerón, Montaigne toma la idea de que Sócrates convirtió la filosofía en el estudio del alma. De Platón, aprende el co­ raje de “Sócrates” al enfrentarse a la muerte y la naturalidad con que la enfrentó y discutió. Jenofonte le provee el principio de vivir de acuerdo con los propios poderes. Veremos en un mo­ mento lo que recoge de Plutarco. Regresar a uno mismo, se­ guir la propia naturaleza, vivir de acuerdo con los poderes propios: estas son ideas vagas; no ofrecen una guía explícita. El Sócrates que Montaigne arma de todas las fuentes está al final más cercano a la figura de Platón que a la de cualquier otro. Su modelo de naturalidad es el Sócrates silencioso al que hemos estado escuchando hasta ahora. Hacia el final de su ensayo, Montaigne parece insistir en que la naturalidad de Sócrates es un producto de algún tipo de arte: no un arte de artificio superficial sino un arte que caracteriza,

en términos estoicos, como la búsqueda de “la razón univer­ sal”. Para demostrar la reacción clara y no adornada de Sócra­ tes a su inminente muerte, a Montaigne le pareció necesario crear un discurso dirigido a él. Ese discurso es una obra alta­ mente artística: se deriva del discurso muy elaborado que Pla­ tón escribió para Sócrates, pero también es profundamente diferente de este discurso; y aunque se supone que debe ser menos retórico que el discurso que compuso Lisias, Montaigne no duda en bordarlo con anécdotas de Jenofonte y de Plu­ tarco.77 La habilidad de Sócrates de vivir de acuerdo con la natura­ leza, como la entiende Montaigne, es el producto de dos pro­ cesos altamente artísticos. Uno consiste en su propia corrección de la disposición natural, que acorde con Montaigne todavía se hace evidente en su cara. El segundo implica la combinación de Montaigne de varias de sus fuentes para construir el retrato de su modelo y la composición de lo que para él constituía la apo­ logía “natural” de Sócrates. El arte y la naturaleza se interpenetran pero su mezcla crea tres problemas. ¿Cómo es posible que la naturaleza sea el producto del arte si el ensayo desde el principio afirma que hay un contraste profundo entre ellos? ¿Cree Montaigne que Sócrates realmente cambió su naturaleza para que su cara fea ya no fuera una representación fiel de su bella alma? ¿Cómo tuvo éxito Montaigne en seguir la natura­ leza, y cuál es la naturaleza de su éxito, dado que la naturale­ za parece ser el producto del arte? Para responder a estas preguntas debemos considerar la po­ sibilidad de que Montaigne no conciba la naturaleza solamen­ te como un origen del que hemos caído sino que la vea también como una meta que podemos alcanzar. A pesar de la retórica de las primeras oraciones del ensayo, todavía podría existir un sentido donde el arte y la naturaleza no se oponen.78 La nece­ sidad de Montaigne de “pedir prestado un discurso de Sócra-

tes”, ha escrito Terence Cave, “parece probar el caso: para poder articular la naturaleza, es necesaria una imagen prestada de la misma; para que el ser pueda decir acerca de la muerte lo que es correcto, es necesario utilizar una primera persona del sin­ gular que no sea la propia”.79 Montaigne desea hablar de su propia muerte: utiliza el discurso fabricado de Sócrates. Quiere demostrar que a diferencia, del resto de su mundo no ha inter­ ferido con la naturaleza: apela a la naturalidad de Sócrates que tan equívocamente ha construido. Cave escribe que Montaigne emplea una primera persona singular “prestada”. Pero ¿es apro­ piado este término?80 Montaigne insiste en que usa la cita y la alusión para sus propios fines, que esos no son sólo materia­ les “prestados” sino obras originales. Le brindan no “[C] el honor de la citación” sino “[C] el honor de la invención” (329). De la misma manera, Josh.ua Scodel ha escrito que “Montaigne [...] evita la excesiva dependencia de los otros al apropiarse del mensaje socrático y al hacerlo suyo [otro ejemplo de “prés­ tamo”], no simplemente leyendo acerca de Sócrates sino tam­ bién escribiendo com o Sócrates. Montaigne se encuentra a sí mismo recreando a Sócrates”.81 Pero no me queda claro que Montaigne esté escribiendo como Sócrates, si “Sócrates” es la criatura de la tradición;82 el Sócrates “como” el que Montaigne está escribiendo es la criatura de su propio arte e imaginación: tal vez reconocible en la figura tradicional, todavía sigue siendo un nuevo personaje con su misma cara. Montaigne por tanto ha hecho a su propio Sócrates, una cria­ tura que ejemplifica lo que es ser natural, cómo se puede ser el propio objeto del cuidado primario de uno mismo, cómo uno puede automodelarse. Escribe que Sócrates siguió la naturaleza cambiando su alma a través del entrenamiento (“[B] institution”') y la razón universal (“[C] la raison universelle”) . Parece haber un conflicto aquí, ya que Montaigne afirma no haber corre­ gido su disposición ni por la fuerza de la razón (“[B] p a r [orce

de la raison”) ni por la del arte (“[B] p arV art”). Pero “la fuerza de la razón” no tiene que significar lo mismo que “la razón uni­ versal” ni todo el arte debe sugerir “adorno”, nos dice el en­ sayo. Como Jean Starobinski ha escrito, “Montaigne no tiene duda de la opción moral y correcta: la insistencia en la veraci­ dad permanece como su incansable estándar de juicio, su per­ manente criterio para criticar la moral y para gobernar su propio comportamiento”. Sin embargo, aunque “la nota al lector hace saber que Montaigne ha impuesto la regla de evitar el espec­ táculo y el artificio [...] pintarse a sí mismo es un arte, y nin­ gún arte puede funcionar sin el artificio de una forma u otra”.83 En el mundo de Montaigne, tal vez en todas partes, es im­ posible mostrarse como lo que uno realmente es; el artificio permea la naturaleza. Para ser verdaderamente escuchado, uno debe seguir la moda de la época y utilizar adornos, aunque no para “[B] soplar” e “[B] hinchar” ni “[B] cubrir y ocultar”, sino “[B] [para] hacer gala más que de lo mío, y de lo que es mío por naturaleza” (“De la fisonomía”, 326). La simple pureza puede ser el producto de una enrevesada complejidad. Eso es lo que Sócrates logró, así es como Montaigne lo representa, y así es, finalmente, como se presenta a sí mismo. Permítanme intentar explicarlo. La insistencia de Montaigne en que Sócrates venció su incli­ nación original hacia el vicio con el uso de la razón le permite pensar la naturaleza no como un estado original perdido sino como un estado logrado a través de la moderación racional. A pesar de la aparente tesis central del ensayo, “De la fisono­ mía”, uno no empieza como un ser natural; eso es algo en lo que uno se convierte.84 Especialmente en el mundo en el que nació Montaigne, donde (cree) uno crece inevitablemente a tra­ vés de y hacia el artificio, la naturaleza se logra a través de la gradual aculturación de las tendencias de uno, los poderes, el respeto y la compatibilidad mutua. Ese no es un regreso; es pro­

greso futuro. La naturaleza es, como enseña el Sócrates ele Mon­ taigne, autocontrol y la habilidad de vivir de acuerdo con las propias facultades: “[B] la soledad que amo y que predico no es sino volver principalmente mis afectos y pensamientos hacia mí, restringir y apretar no ya mis pasos sino mis deseos y mi cuidado”.85 El respeto y la compatibilidad se logran con el es­ fuerzo, entrenamiento y también a través del “verdadero” arte. Pero los poderes de cada persona son diferentes de todos los demás. Aquellos que se toman en serio esa diferencia y tratan de organizar sus poderes de maneras nuevas y sin preceden­ tes producen vidas y seres que se diferencian de todos los demás. Montaigne era uno de ellos. El respeto entre nuestras tendencias, entre las partes que nos componen a cada uno de nosotros, es exactamente lo que fal­ taba, a gran escala, durante la guerra civil. Esta es otra razón por la que la guerra es tan importante para este ensayo sobre la fisonomía: [B] Monstruosa guerra: las otras actúan desde fuera, esta se deshace royéndose a sí misma, con su propio veneno. Es de naturaleza tan maligna y destructiva, que se destruye al tiempo que el resto, y se desgarra y despedaza de rabia... Apártese de ella toda disciplina. Viene a curar la sedición y está llena de ella; y, dedicada a la defensa de las leyes, rebélase por su parte contra las suyas propias. ¿En qué situación estamos? Nuestra medicina produce infección. (309)

Montaigne aprendió de la guerra civil el ensimismamiento y a estar listo para problemas más graves. Ahora vemos que la guerra, como metáfora para la naturaleza en contra de la na­ turaleza, también le enseñó a Montaigne cómo establecer un nuevo orden dentro de sí mismo. Como resultado de su expe-

rienda, Montaigne estableció una nueva disciplina para sí mismo. Al ser el espacio donde encuentran su lugar elemen­ tos como la inclinación y la razón, que son naturales, tal disci­ plina tiene todo el derecho de ser considerada una nueva naturaleza. La naturaleza, entonces, no es simplemente el ori­ gen donde los individuos o la sociedad comienzan. Más im­ portante aún, es el estado final donde nuestras diferentes inclinaciones trabajan para un propósito común, negándose a traspasar el lugar del otro, y permitiéndole a cada individuo lo­ grar lo mejor -lo mejor que los distingue- de lo cual todos tie­ nen capacidad. De nuevo, el juego y la seriedad, el arte y la naturaleza, se mezclan: “[B] nada hay tan hermoso y legítimo como actuar bien y debidamente como hombre, ni ciencia tan ardua como saber vivir esta vida bien [C] y naturalm ente”86 (“De la experiencia”, p. 395). A diferencia de Montaigne, Sócrates (según lo que sabemos) no aprendió su lección de una verdadera guerra civil. En cam­ bio, luchó su propia guerra civil interna, de la cual emergió vic­ torioso, moderado y autosuficiente, consciente de lo que podía y no podía lograr, reconciliado con sus diferentes poderes; en otras palabras, natural. Así como la naturaleza no es un origen sino una meta, así el yo es el producto de la automodelación. Y ya que, como hemos dicho, todas las características y cir­ cunstancias de cada quien son diferentes, no hay un método general para componer la naturaleza, para construir el yo. Por la misma razón, ningún ejemplo puede ser seguido directa­ mente debido a que tendrá como resultado la imitación, no la creación. Montaigne utiliza a Sócrates, “[B] el hombre más digno de ser conocido”, como su modelo. A la vez, se distancia de él por­ que la cara de Sócrates, a diferencia de la de Montaigne, no refleja su carácter interno. La manera de depender de Sócra­ tes, seguirlo para hacer del propio yo el objeto primario del cui­

dado, supone, después de todo, no ser como él -por lo menos no como las versiones de él que hemos heredado-. Es prefe­ rible, más bien, como las citas que Montaigne pone “a nuevo servicio”, usarlo, tal vez hasta deformarlo, para los propósitos de uno. Sócrates no tiene una lección específica para enseñar, y tampoco Montaigne: “[B] No enseño, cuento”87 ( “Del arre­ pentimiento”, 28) Aunque, por supuesto, discute y acepta mu­ chas ideas generales en su obra, a lo que sigue regresando es a sí mismo: “[C] enredamos nuestros pensamientos con lo ge­ neral y con las causas y conductas universales, que harto bien se (conducen sin nosotros, y damos de lado a lo nuestro y a nuestra persona que nos toca más de cerca que el hombre”.88 Tal vez podemos usar lo que aprendemos de Michel para nues­ tros propósitos; pero lo que aprendemos de Michel es que nos debemos conocer. ¿Qué hacemos con el contraste que Montaigne crea entre Só­ crates y él? El aspecto silénico de Sócrates enmascara la belleza y la razón que reinan en su interior; si algo sugiere, es una na­ turaleza viciosa. Pero la armonía interna de Montaigne, como nos cuenta picaramente, se muestra hasta a sus enemigos en el momento que ellos planean destruirlo: “[B] déjome llevar como he venido, no combato nada” (“De la fisonomía”, 332). ¿No ha hecho ningún esfuerzo Montaigne para descubrir o mo­ delar su propia naturaleza? Lo ha hecho. Una parte de lo que él representa hoy surge producto de la disciplina que siguió como resultado de la gue­ rra civil. Pero recordemos también el primer párrafo del ensayo: las cosas que decía Sócrates y que se aceptaban por su autori­ dad antigua son contrarias a las nuevas costumbres; “[B] si na­ ciera ahora algo igual, pocos hombres lo valorarían” (303)• Por supuesto, un empeño de esta índole -un nuevo conjunto de di­ chos socráticos- es lo que propone Montaigne en el ensayo que

esas palabras introducen y en el libro al cual pertenece este en­ sayo. Pero Montaigne 'tiene razón: eso todavía es una cosa di­ fícil de apreciar. Su época encontraría difíciles de valorar los dichos socráticos de Montaigne porque, se queja, su preferencia por el artificio le ciega a los encantos sencillos (“[B] gracias”) que tienen “[B] una belleza delicada y oculta... esa luz secreta” (303). Montaigne encuentra necesario escribir de una manera que complacerá a un público amplio. Tal escritura depende de maneras retóri­ cas artificiosas y extensas citas. Pudiera, en gran medida, re­ querir una versión de la guerra civil, ya que la gente disfruta las historias de guerra y, como leemos en “De la fisonomía”, “[C] y los buenos historiadores huyen, como de agua adormecida y de un mar muerto, de las narraciones tranquilas, para ocuparse de las sediciones, las guerras, a las que saben que los llama­ mos” (315). “De la fisonomía” está escrito en. el estilo de la época pero Montaigne da suficientes claves para decirnos que hay algo más dentro de su texto ele lo cjue una lectura casual pudiera suge­ rir. Pocos entre sus lectores podrían valorar lo que él ofrece porque lo que ofrece tiene su propia belleza delicada y esconeiida, su propia luz secreta que se obscurece por el brillante artificio que la rodea. Sócrates no es el único Sileno. El ensayo de Montaigne y Montaigne mismo también son ejemplos ele la imagen de Alcibíades. La protesta de Montaigne, “[B] déjome llevar como he venido, no combato nada” (332), suena hueca cuanelo recordamos lo que la guerra le ha enseñaelo. De hecho, el ensayo sugiere que Montaigne es la imagen (del espejo) de Sócrates. Sócrates tenía una cara fea y sensual; cambió su in­ terior para que su cara no estuviera más en línea con él. Mon­ taigne cambió su interior para que estuviera en armonía con su cara franca e inocente.

Montaigne, entonces, es cualquier cosa menos el personaje llevadero que describe en las últimas páginas de su ensayo sobre la fisonomía. Más como un Sileno de lo que quiere ad­ mitir explícitamente, sugiere que la armonía entre su exterior y su interior podrían no ser tan perfectas como sus afirmacio­ nes explícitas presumen. Habiéndose elogiado tan generosa­ mente por sus éxitos como por su cara honesta, que lo salvó de tantos problemas, se llama a sí mismo en su último párrafo “un valet de tréboles” (“[B] qu ’escuyer de trefles>y). Hasta sugiere que su carácter podría no ser tan simple como profesa, ya que él dice que ambas versiones de lo que Plutarco dijo acerca de Carilaos de Esparta son verdad con respecto a él también. De acuerdo a una versión, Carilaos “[B] no puede ser bueno puesto que no es malo con los malos” (336); de acuerdo a la otra, “[B] forzoso es que sea bueno puesto que lo es incluso con los malos” (337). El “[B] porte favorecido” de Montaigne, después de todo, no es muy contrario al de Sócrates (333). Como el exterior feo de Sócrates, no es una buena indicación de lo que se encuentra adentro. Tanto Sócrates como Montaigne necesi­ tan ser interpretados para poder ser entendidos: los dos ene­ migos de Montaigne, quienes lo liberaron su cara honesta, podrían haber sido tontos. En la fisonomía no se puede con­ fiar, especialmente cuando alguien, como Montaigne, todavía está en el proceso de automodelarse. El ensayo se cierra con estas palabras: “[B] Así como me de­ sagrada emplearme en acciones legítimas con aquellos que no gustan de ellas, tampoco, a decir verdad, me remuerde la con­ ciencia emplearme en ilegítimas con aquellos que las consien­ ten” (337). ¿Quiénes son estas personas que permiten acciones ilegítimas en contra de ellos mismos? Quizás Montaigne pen­ saba en personas reales y una acción particular que hizo o po­ dría haber hecho en su contra. Pero eso no es muy posible. Montaigne está escribiendo en un nivel muy abstracto aquí. Esta

gente es una metáfora para aquellos lectores que lo toman al pie de la letra, quienes ignoran sus claves que indican que su libro es “[C] consustancial a su autor, mediante tarea propia, parte de mi vida”;89 y por consiguiente Montaigne y su libro son otra cosa de lo que aparentan. Ambos están en el proceso de hacerse aun mientras se les está leyendo: “[B] no puedo ase­ gurar mi tema [...] 110 pinto el ser. Pinto el paso: no el paso de una edad a otra, o, como dice el pueblo, de siete años en siete años, sino día a día, minuto a minuto”.90 Sócrates le enseñó a Montaigne algunos preceptos genera­ les de cómo “vivir de acuerdo a tu poder” o “seguir la natura­ leza” que no describen un fin y no ofrecen instrucciones para conseguirlo. Para aplicarlos, uno debe determinar sus propios poderes, que como veremos en más detalle en nuestra discu­ sión de Nietzsche son diferentes en cada caso. Sócrates tam­ bién le enseñó a Montaigne que hay poco que aprender de él, aunque uno puede aprender mucho a través de él. Y le en­ señó que aprender a través de Sócrates no es seguirlo y re­ crearlo sino, como Montaigne mismo hace en este texto silénico, volverse su propio modelo de naturaleza . Montaigne utiliza al irónico Sócrates irónicamente y se pone en su lugar. Asume el aspecto silénico de Sócrates y le de­ muestra a sus lectores, en una forma tan vacía como la de Só­ crates, cómo llegó a ser quien es y cómo, si eso es lo que queremos, podemos hacer lo mismo nosotros. Montaigne pro­ dujo su yo, una obra del arte de vivir, pero ni él ni nosotros po­ demos expresar cómo lo logró. Su ejemplo es tan paradójico como el de Sócrates: “[B] es el ejemplo, espejo borroso, gene­ ral y de muchos sentidos”.91 Como paradigmas de cómo uno puede automodelarse -e l tema que consume a Montaigne a tra­ vés del libro donde se crea a sí mismo- los ejemplos juegan un papel equívoco: “Manifestando su propia excepcionalidad”, Staborinski ha escrito, “los exem pla apuntan a un mundo com­

puesto de entes únicos y disimilares [...] Atestiguan sólo su pro­ pia existencia singular [...] Entonces lo único ejemplificado es que una posibilidad, fue de hecho realizada”.92 Pero el que una posibilidad haya sido realizada demuestra que otras posibili­ dades también lo pueden sér, que la esfera de la posibilidad no ha sido agotada. Seguir tal ejemplo, entonces, es tratar de ser diferente a él; es tratar de llevar a cabo una. nueva y diferente posibilidad. Cualquier cosa menos que eso es imitación. Así es como funcionan los ejemplos en el linaje individualista del arte de vivir; ese es el papel que juegan para aquellos que quie­ ren hacer algo sin precedente de sí mismos, si tales personas existen. ¿Existen? Montaigne fue una de esas personas. ¿Pueden tener éxito? Como en cualquier otro tema, Montaigne era cautelosa­ mente optimista con esta pregunta también: “[B] puede haber algunos como yo, que me instruyo mejor por oposición que por ejemplo y huyendo de algo que siguiéndolo”.93 Y detrás de todos los artistas del vivir, incluyendo a Montaigne, está la fi­ gura de Sócrates, supremamente exitoso e irresolublemente os­ curo, rechazado cuando se le sigue y seguido cuando se le niega.

5. Una razón para, la cara de Sócrates: Nietzsche y “El problema de Sócrates”

Sólo conozco un escritor que en cuestión de honesti­ dad puede equipararse con Schopenhauer, y que incluso pongo por encima de él: Montaigne. El hecho de que un hombre así haya escrito, contribuye a aumentar un poco más el placer de vivir en este mundo. Al menos eso es lo que a mí me ha sucedido desde que conocí a este espíritu tan libre y vigoroso, de modo que yo tam­ bién puedo afirmar lo que él dijo de Plutarco: «Apenas le dirijo una mirada, me crece una pierna o un ala». Con él sería capaz de soportarlo si se me hubiese im­ puesto la tarea de acomodarme sobre la tierra} F r ie d r ic h N ie t z s c h e ,

Schopenhauer como educador2

Nietzsche, cuya tarea nunca fue hacer de este mundo su hogar, escribió este pasaje en S chopen hau er com o ed u cad or; la tercera de sus consideraciones intempestivas, una de sus obras más tempranas y absorbentes.3 Esta es la obra donde encon­ tramos, y no por accidente, la primera adaptación del verso de Píndaro: “Habiendo aprendido, llega a ser lo que eres”:4 “El hombre que no quiera pertenecer a la masa únicamente ne­ cesita dejar de mostrarse acomodaticio consigo mismo; seguir su propia conciencia que le grita: ‘¡Sé tú mismo! Tú no eres eso que ahora haces, piensas, deseas”5 ( Schopen hau er; 36; I: 338). Nietzsche con el tiempo simplificó esta idea hasta darle la forma que tendría en su más famoso lema: ¿Cómo se llega a ser lo que se es? (subtítulo de su biografía intelectual: E cce HomoX5 que expresa la tarea asumida por su filosofía: la gra­ dual transformación de su propio yo en el carácter singular que hoy conocemos como Friedrich Nietzsche.

Oficialmente, Nietzsche escribió este ensayo para elogiar a Schopenhauer por haberle mostrado a él, más a través de su ejemplo personal que de sus propias teorías, cómo iniciar el proceso de convertirse en la persona que realmente era. Pero esta obra es también la declaración de independencia de Nietz­ sche de su maestro y modelo. Al final, él mismo interpretó las consideraciones intempestivas no como obras que trataban sobre los varios ostensibles tópicos contenidos en ellas sino como obras que versaban sobre un tema totalmente diferente. Los cuatro ensayos, escribió en Ecce Homo, “[...] en el fondo, [...] hablan meramente de mí. El escrito Wagner en Bayreuth es una visión de mi futuro; en cambio, en S chopen hau er com o edu cador está escrita mi historia más íntima, mi devenir [.,.] aun concediendo que quien habla aquí no es, en el fondo, Scho­ p en h a u e r com o educador, sino su antítesis, Nietzsche como educador”6( Ecce Homo1 77-78, III: 3; 6: 320). El cuarto ensayo, Wagner en Bayreuth es de un modo más explícito una crítica y un ataque, aunque Wagner, de forma inusual, no lo haya en­ tendido así.8 Sin embargo, ninguno de estos dos ensayos su­ giere todavía la vehemencia con la que, al transcurrir del tiempo, Nietzsche rechazaría a sus dos primeros educadores.9 La vehemencia de Nietzsche, en esto como en todo lo demás que tiene que ver con él, no fue nunca absoluta, no se mani­ festó nunca sin ambivalencia. Por un lado, podía afirmar en una de sus notas inéditas “Que todos los fenómenos históricos de la moralidad se puedan simplificar, como creyó Schopenhauer, hasta el punto de encontrar en ellos como denominación común la compasión, es una idea tan absurda e inocente que sólo puede caber en el cerebro de un pensador carente de todo ins­ tinto histórico, y en el que, por raro que parezca, toda aquella disciplina histórica que los alemanes han practicado, desde Herder a Hegel, ha desaparecido” (La Voluntad d e p o d e r 259, 363;

12: l6 0 ).10 Por otro lado, podía afirmar que Schopenhauer y Hegel, por quienes tampoco tenía mucha simpatía, eran “dos hostiles genios hermanos en filosofía, que tendían hacia polos opuestos del espíritu alemán y que por ello se hacían injusti­ cia como sólo se la hacen cabalmente los hermanos” (Más a llá del bien y del m a l11 252, 208; 5: 195). Y a pesar de que Scho­ penhauer “es un filósofo genuino”, aun así Nietzsche puede describir sus ideas sobre la primacía de la voluntad como una “superstición”, una adopción y una exageración de un “prejui­ cio popular”,12 y denunciarlas de la manera más dura y amarga. Entre las innumerables faltas de Wagner, Nietzsche también incluye “[...] una gran corrupción de la música. Ha conseguido averiguar la manera que excite los nervios cansados, con lo cual ha hecho que la música se ponga enferma”;13 aun así está en­ cantado de haber sido su amigo: “necesito decir una palabra para expresar mi gratitud por aquello que, con mucho, más pro­ funda y cordialmente me ha recreado. Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Tengo en poca es­ tima el resto de mis relaciones humanas”.14 Tal combinación de enemistad y generosidad de parte de Nietzsche es importante y no es de ninguna manera atípica. Merece ser enfatizada, sin embargo, porque pronto encontraremos un caso contrario. Nietzsche no menciona con frecuencia a Montaigne,15 pero sólo gracias a su influencia pudo haber escrito innumerables pasajes de la etapa intermedia de su obra. En uno de estos pa­ sajes Nietzsche afirma: “Casi todos los vicios corporales y mo­ rales de los individuos [...] se derivan de su incapacidad, de conocer las cosas más pequeñas y cotidianas”.16 El mundo nos enseña a apartarnos de las cosas más cercanas, de nuestros pro­ pios hábitos y necesidades, de nosotros mismos: Los sacerdotes, los maestros y la sublime sed de poder de los idealistas de toda especie, la más sutil y la más burda, les

recalcan incluso a los niños que se trata de otra cosa: de la salvación del alma, del servicio del estado, del progreso de la ciencia, o de acumulación de reputación y posesiones, como un medio de prestar servicio a toda la humanidad; mientras que, por el contrario, dicen que las necesidades pequeñas y grandes del individuo, durante las veinticuatro horas del día, son algo desdeñable o indiferente.17

¿Qué otra cosa podría ser esto sino un eco de los Ensayos, en cuya página final escribe Montaigne, como ya había escrito in­ numerables veces, que “buscamos otras cualidades por no saber usar de las nuestras y nos salimos fuera de nosotros por no saber estar dentro5? 18 Nietzsche era consciente de la conexión. Montaigne significaba para él “un conseguir serenarse en uno mismo, un pacífico ser para sí y espirar”.19 Nietzsche pone a Montaigne junto a Sócrates, y con esto llegamos al tema de nuestro libro: “Ya Sócrates se había puesto en guardia con tocia la fuerza que tenía contra ese orgulloso descuido de lo humano en beneficio del hombre y se complacía en recordar, citando a Homero, los auténticos límites y el verdadero objeto de todo cuidado y de toda reflexión: ‘Existe y sólo existe lo bueno y lo malo que me sucede”’ (El caminante y su sombra 34, 6; 2:54243).20 Nietzsche toma la historia, la cita de Homero por Sócrates, de Diógenes Laercio.21 Pero una imagen tan positiva ele Sócrates, quien se había apartado de “el servicio del estado, el avance de la ciencia y de la acumulación de reputación y bienes”, nos hace recordar elementos que son comunes al retrato de Sócrates que hacen Jenofonte y Montaigne. Sin embargo, es interesante apun­ tar que Nietzsche termina siendo tan poco fiel a sus fuentes como lo fue Montaigne a las suyas. Su Sócrates, por ejemplo, no se ocupa del beneficio de la raza humana, como lo hacía el de Jenofonte. Su única preocupación real es sobre el cuidado

de sí mismo; en este sentido está mucho más cerca de la ima­ gen que encontramos de Sócrates tanto en los primeros diálo­ gos de Platón como en Montaigne. A pesar de su predilección por las generalizaciones sobre la historia mundial, Nietzsche le da una gran importancia a este giro hacia el interior, que él mismo lleva a cabo en todas sus últimas obras. En Crepúsculo de los ídolos ? 2 por ejemplo, afirma, con la hipérbole que lo caracteriza, que “se malentiende a los grandes hombres cuando se los mira desde la mísera perspectiva de un provecho público. Acaso el que no se sepa extraer de ellos ningún provecho fo rm e parte incluso d e la g ra n d eza ( Crepúsculo d e los ídolos 50, 135).23 Es extraño, y difícil de explicar, por qué, mientras estaba es­ cribiendo Las consideraciones intempestivas y H um ano dem a­ siado hum ano , y mientras se estaba emancipando gradualmente de Schopenhauer y Wagner, empezó a sentirse atraído por Só­ crates, a quien había atacado de una manera tan implacable en El nacim iento de la tragedia sólo unos pocos años antes.24 En esa obra,25 por ejemplo, define a Sócrates como el asesino de la tragedia y la oscura metáfora con que describe la in­ fluencia de Sócrates es “como una sombra que se hace cada vez mayor en el sol del atardecer” (El nacim iento de la trage­ dia 125, 15; 1:97). Dos años más tarde, sin embargo, en Scho­ p en h a u er com o ed u cad or escribe que “no han mejorado en los tiempos modernos las condiciones para el nacimiento del genio, y la repugnancia por los hombres originales ha aumentado en tal grado que Sócrates no habría podido vivir entre nosotros o, en cualquier caso, no hubiera llegado a los setenta años” (128, 6; I: 285-2S6).26 El cambio de actitud de Nietzsche, aunque temporal, fue serio. En una nota de 1875 afirmaba que: “El Sócrates de Platón, en un sentido muy real, es una caricatura, un Sócrates excesivo”.27 En 1878, sentía que era posible estar de acuerdo con Sócrates . . . ”

y Platón: “Sócrates y Platón tenían razón: haga lo que haga el hombre, siempre hace el bien, es decir, lo que le parece bueno (útil), según su grado de inteligencia, según la medida actual de su razonamiento” (.Humano demasiado humano , 100; 102).28 Sin embargo, su acuerdo con esta posición moral no duró mucho tiempo. Nietzsche con el transcurso del tiempo aban­ donó la tesis de que toda acción tiene como objetivo el bien sin ningún otro tipo de condicionamiento. A partir de que su actitud hacia Sócrates cambió, una vez más, hacia un tono con­ denatorio, aún más radical que su rechazo de Sócrates en El nacimiento de la tragedia , Nietzsche empezó a creer que Pla­ tón defendía ese punto de vista en contra de su voluntad, debi­ do a la influencia perniciosa de Sócrates: “Ese modo de razonar huele a plebe, la cual no ve en el obrar mal más que las con­ secuencias penosas, y propiamente juzga que ‘es estúpido obrar mal', mientras que identifica el bien, sin más preámbulos, con lo ‘útil y lo agradable’” (Más allá del bien y del m al 119, 190; 5:111). La mención de la “plebe” nos lleva a “El problema de Sócra­ tes”, la última discusión extensa de la figura de Sócrates en las obras publicadas de Nietzsche y el principal tema de este ca­ pítulo:29 “Sócrates pertenecía, por su ascendencia, a lo más bajo del pueblo: Sócrates era plebe. Se sabe, incluso se ve todavía, qué feo era” (Crepúsculo de los ídolos 45, II: 3; 6:68). El tono personal, se podría decir no filosófico, de este pasaje particu­ lar no es de ninguna manera excepcional, el ensayo en su to­ talidad está plagado de desdén y animosidad. Casi todas las críticas que Nietzsche hace de Sócrates en sus últimas obras son personales. ¿Por qué? Aparte de Schopenhauer y Wagner, ninguna otra figura fue más importante para el desarrollo individual e intelectual de Nietzsche que la de Sócrates. De hecho, Nietzsche estuvo más profundamente vinculado a la figura de Sócrates que con cual­

quiera de las otras dos, y lo sabía: “Sócrates, para confesarlo de una manera simple, está tan cerca de mí que casi siempre estoy luchando en contra de él”.30 Pero ¿por qué, aparte de la tregua que tuvo con él durante las obras de su etapa intermedia (y con una excepción que discutiremos más tarde), Nietzsche nunca le mostró la generosidad de espíritu, el respeto y la gratitud e incluso el amor que tuvo por sus otros educadores? ¿Por qué, en el caso de Sócrates, la rara habilidad que tiene Nietzsche de ver las cosas desde diferentes puntos de vista, de ser en su sentido objetivo, “utilizar en provecho del conocimiento ca­ balmente la div ersidad de las perspectivas y de las interpreta­ ciones nacidas de los afectos” (.La g en ea lo g ía d e la m o r a l31 138-9, IIL12; 5:364-65), lo abandona? ¿Es Nietzsche tan parcial como su escritura sobre Sócrates indica? ¿O las cosas no son lo que parecen? Su extraordinaria dureza sugiere que no son así. Nietzsche generalmente se niega a aceptar las posiciones ab­ solutas. Por ejemplo, se niega a creer que el rechazo de los pla­ ceres terrenales que predica el ascetismo cristiano a pesar de su estridencia sea, como aparenta ser, una negación de la vida. Quizás debemos aplicar su diagnóstico del ascetismo a su tra­ tamiento de Sócrates. Quizás debemos decir que su inequívoco odio por Sócrates, al igual que el odio por la vida de los ascé­ ticos, “tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo, un malentendido psi­ cológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser enten­ dida, no pudo ser designada en s í durante mucho tiempo” CLa gen ealogía de la m,oral 139, IIL13, 5:365). Antes de que leamos al más suspicaz de los intérpretes con tal sospecha de nuestra parte, es razonable preguntarse si Só­ crates fue de hecho uno de los educadores de Nietzsche. ¿Sócrates ejerció un rol similar al que tuvieron Schopenhauer y Wagner en el pensamiento de Nietzsche o fue simplemente su enemigo? Si Sócrates no desempeñó tal rol, entonces la ine­

quívoca negación por Nietzsche de su figura puede que real­ mente sea poco significativa. Pero aunque la pregunta sea le­ gítima, la imagen de Nietzsche en constante lucha con Sócrates no nos puede inducir al error de negar que el filósofo griego ocupó un lugar muy similar al que tuvieron Schopenhauer y Wagner en su vida y su pensamiento. Nietzsche nunca creyó que la resistencia excluyera el aprendizaje. Un bello pasaje de La gaya cien cia32 así lo afirma sin dejar lugar a la duda: “Dis­ cípulos indeseables. ¡Qué haré con estos dos jóvenes! -exclamó con fastidio un filósofo que corrompía a la juventud, tal como una vez la corrompió Sócrates-, discípulos indeseables. Este no sabe decir que no, y aquel a todo dice: así, así. Suponiendo que abrazaran mi doctrina, el primero sufriría demasiado, pues mi modo de pensar requiere un alma guerrera, la voluntad de hacer mal, el deleite de la negación, un pellejo duro, languidecería por las heridas abiertas e internas”33 (La g ay a cien cia, 89-90, 32; 3:403). Este malhumorado filósofo, que puede que no sea tan diferente del propio Nietzsche,34 quiere discípulos que pue­ dan decir “no”. Si pueden decir “no” de un modo general, ellos también podrán decirles “no” a sus maestros: “Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo”.35 Incluso así, el hecho de haber mantenido una guerra con Sócrates no era suficiente para que Nietzsche se sintiera como su discípulo. Para ver si Nietzsche fue realmente o no un discípulo de Só­ crates tenemos que continuar nuestra búsqueda. A través de sus escritos, desde El nacim iento de la tragedia hasta Lícce H om o, Nietzsche asociaba a Sócrates con una serie de actitudes y puntos de vista que podemos caracterizar, de un modo muy esquemático, de la siguiente manera. En primer lugar, Sócrates negaba la importancia del instinto y enfatizaba, en su lugar, el valor de la razón y la dialéctica, las cuales con­ sidera como las actividades humanas más importantes. En se­ gundo lugar, introduce la noción de moralidad en el mundo.

Esto, para Nietzsche, significa que Sócrates introdujo una ma­ nera de pensar que justifica la acción humana al apelar a las ra­ zones por la cuales las personas emprendieron, estas acciones.36 Entendido de esta manera, el énfasis de Sócrates en la morali­ dad es sólo un ejemplo de su noción de que la razón es nues­ tro principal rasgo como seres humanos. Y ya que Nietzsche piensa que las razones son por su propia naturaleza universa­ les -si alguna cosa puede ser definida como racional, enton­ ces hay una razón para todos los seres racionales- también cree que la moralidad debe ser aplicada a todos de la misma ma­ nera.37 La moralidad, como Nietzsche la ve, supone que si los individuos están bajo las mismas circunstancias se puede dar por sentado que actuarán de la misma manera, ya que en cual­ quier aspecto moral relevante estas personas son iguales -que es simplemente decir que son seres racionales-. La moralidad es para Nietzsche esencialmente universalista, o, para decirlo con sus palabras, dogmática. La moralidad sólo concibe un con­ junto de motivos y un código de conducta a los cuales todos tienen que adecuarse.38 En tercer lugar, por medio de la razón y la moralidad, Sócrates destruye el mundo trágico griego y su arte e introduce las semillas de lo que hoy somos: él es, en sen­ tido estricto, el primer individuo moderno. En El n acim iento d e la tragedia, como hemos visto, Nietz­ sche había denunciado a Sócrates como el asesino de la trage­ dia.39 De acuerdo con la imagen más bien ingenua de Nietzsche acerca de la Grecia arcaica y clásica, la cultura que se expre­ saba a través de las tragedias de Esquilo y Sófocles no creía que el mundo, o la vida, requería una justificación explícita.40 Los primeros griegos aceptaban el mundo y la vida tal como eran y celebraban, incluso, sus más horribles aspectos. En particu­ lar, la tragedia, la más grande de sus artes, glorificaba los es­ fuerzos, inevitablemente condenados al fracaso, de los grandes individuos por domesticar y usar aquellos aspectos del mundo

¡

que son totalmente indiferentes a nuestro destino y que no po­ demos explicar. Según Nietzsche, la tragedia exalta, en la per­ sona del héroe, el individuo que se enfrenta en vano a un mundo inmune a la acción humana, mientras, a través de la voz del coro, la tragedia se regodea en ese mismo mundo del cual, al final, el individuo forma parte. Los individuos pertenecen a la naturaleza y sus esfuerzos por someterla son, en sí mismos, naturales y, por lo tanto, son productos de la naturaleza que ellos intentan conquistar. El conflicto entre el individuo y la co­ lectividad, entre la cultura y la naturaleza, es sólo aparente. Los individuos que se enfrentan al mundo, como las culturas que tratan de cambiar el curso de la historia, representan para Nietz­ sche nada más que creaciones artísticas de este propio mundo. En un famoso pasaje, Nietzsche escribe que: “[ni es] la comedia entera del arte representada en modo al­ guno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los autén­ ticos creadores de ese mundo de arte:41 lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero crea­ dor de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte -pues sólo como fenóm eno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo-, mientras que, cierta­ mente, nuestra conciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. (El na­ cimiento de la tragedia 66, 5; 1:47)

La tragedia, creía Nietzsche, revela que los individuos y sus acciones, como las culturas y sus productos, carecen al final de significación. Ellos no pueden afectar a esa especie de coro de seres naturales que viven detrás de cada civilización y que,

“a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la histo­ ria de los pueblos, permanecen eternamente los mismos” (.El n acim ien to d e la trag ed ia 77, 7; 1:56). Pero la tragedia tam­ bién muestra que “en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente po­ derosa y placentera” (El n acim ien to d e la trag ed ia, 77) y nos permite disfrutar del poder que compartimos con el todo al cual pertenecemos. El respeto por la tradición y la autoridad, creía nostálgicamente Nietzsche, era parte de la formación de los aris­ tocráticos habitantes de un mundo que producía tal tipo de arte: ellos se sentían “en esta tierra como en casa”, conscientes qui­ zás de su crueldad y su carencia de sentido último, pero dis­ puestos a aceptar este mundo y a sí mismos tal como eran. Estaban dispuestos a continuar viviendo y actuando, aunque eran conscientes de que sus acciones no alterarían el mundo de ninguna manera fundamental, porque conocían las limita­ ciones de la razón. Sabían que no era posible un entendimiento exhaustivo y final del mundo y que no existía una justifica­ ción racional para las acciones. El peso de la tradición era la única fuente de la autoridad de sus acciones: vivían como vi­ vían porque las personas como ellos (aquellos con una ascen­ dencia aristocrática) habían siempre vivido de esa manera. Sócrates, de acuerdo a la interpretación de Nietzsche, se ma­ ravillaba del poder de la tradición; ni los artistas ni los gran­ des individuos de la “era trágica” poseían un entendimiento racional de su modo de vida o del mundo en el que vivían. Y lo que es más importante, no podían responder cuando Só­ crates, como lo vemos constantemente haciendo en los diálo­ gos de Platón, les preguntaba: “¿Por qué?”. Su modo de vida, en general, no contenía ninguna explicación racional. Ellos actuaban “únicamente por instinto”. ‘“Únicamente por instinto’: con esta expresión tocamos el corazón y el punto central de la tendencia socrática. Con ella el socratismo condena tanto el

arte vigente como la ética vigente: cualquiera que sea el sitio al que dirija sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de in­ teligencia y el poder de la ilusión, y de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absurdo y repudiable” (El nacim iento de la tragedia 116, 13; 1:89)* El socratismo moral identifica la virtud con el conocimiento. Su acompañante, “el socratismo es­ tético”, hace colapsar la belleza dentro de lo inteligible. La tra­ gedia encuentra la belleza y la bondad donde no se puede explicar con razones. El socratismo, la idea de que nada es bello o bueno a menos que sea entendible, destruyó la tragedia al mismo tiempo que destruyó todo un mundo. Nietzsche escribe que “Sócrates [...] penetra con gesto de desacato y de superio­ ridad, como precursor de una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta en un mundo tal que agarrar con respeto las puntas del mismo consideraríamos lo nosotros como la máxima fortuna”42 (El. nacimiento de la tragedia 117). ¿Cómo Sócrates pudo destruir la totalidad de un mundo? Su “gran ojo ciclópeo” vio en este mundo y en su arte sólo “algo completamente irracional, con causas que parecían no tener efectos, y con efectos que parecían no tener causas” (El n aci­ miento de la tragedia 119). Su reacción fue negar la idea de que el mundo en última instancia no puede ser entendido, que no estaba hecho para nosotros, que nada de lo que podamos hacer, como mostró la tragedia, puede cambiar el mundo de un modo efectivo y mejorarlo. Sócrates estaba horrorizado por la visión trágica de héroes destruidos a pesar de no haber cometido nin­ gún error y no haber hecho nada malo. Repudiaba el punto de vísta pesimista que afirmaba, lejos de garantizar el éxito y la felicidad, que el conocimiento y la virtud podían ocasionar la destrucción del héroe.43 Se negó a seguir la ruta de la tradi­ ción irracional. En lugar de esto, Sócrates se constituyó a sí mismo como “el prototipo del optimismo teórico, que, con la señalada creencia en la posibilidad de escrutar la naturaleza de

las cosas, concede al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, y ve en el error el mal en sí” (El nacim iento de la tragedia 129, 15; 1:100). Además, estableció la dialéctica, cuya meta es ofrecer una razón para todas las acciones, y la de­ fendió contra tocio tipo de ataques, cosa que ni la sociedad ni el arte que él cuestionaba podían hacer. Su ataque probó ser fatal, debido a que la cultura contra la que Sócrates arremetía carecía de las razones que él exigía para explicar por qué era de la forma que era, y convenció a sus contemporáneos de que pensaran esta ausencia como una inexcusable debilidad. Ya es hora de poner El n acim ien to de la tragedia a un lado: esta esquemática discusión sólo tenía como objetivo introdu­ cir los temas que ocuparían a Nietzsche con respecto a Sócra­ tes a lo largo de su vida. Pero aunque los temas permanecían estables, la actitud, de Nietzsche no lo era. Nosotros hemos visto que durante la etapa intermedia de su obra, mientras se sepa­ raba de Schopenhauer y Wagner -lo s héroes del nacimiento de la tragedia-, Nietzsche parece haber hecho las paces con Só­ crates. La dialéctica, tan ferozmente atacada en El nacim iento de la tragedia, ahora adquiere un color positivo; los diálogos de Platón vibran con el regocijo de su invención. Esos moder­ nos que la desprecian son denunciados de un modo estridente: En aquellos tiempos de la Grecia clásica, el paladar conser­ vaba aún ese otro gusto más antiguo, antaño omnipotente: y frente a él se alzó un gusto nuevo, dotado de tal encanto, que hacía cantar y balbucear —como si se estuviera ebrio de amor—: "el divino arte” de la dialéctica. Pero ese gusto viejo era un pen­ samiento fascinado por la moralidad. Para él no existían más que juicios y causas fijos, ninguna otra razón que la autoridad [...] Fue Sócrates quien descubrió el encanto contrario, el de la causa y el efecto, el de la razón y las consecuencias: y no­ sotros, los hombres modernos, estamos tan habituados a la ne­

cesidad de la lógica, y tan educados en ella, que nuestro pa­ ladar la aprecia como el gusto normal; y, como tal, tiene que ser agradable para los lascivos y presuntuosos (.Aurora 285286, 544; 3:314-15).44

La tregua fue difícil, y Nietzsche se mantuvo suspicaz hacia Sócrates; nunca vaciló para ridiculizarlo: “Así pues, tal vez por eso el demonio de Sócrates fuese una enfermedad del oído, que él mismo, conforme a su tendencia moral dominante, se explicaba de otra manera a como lo haría hoy”.45 E incluso esta difícil tregua no duró por mucho tiempo. Para la época de “El problema de Sócrates”, a la cual retorno ahora, Nietzsche había decidido que el optimismo teórico de Sócrates, por el cual lo había atacado en El n acim ien to d e la trag ed ia, era un signo de profunda degeneración. Sócrates, él afirma ahora, era un hombre enfermo; percibía -experimentaba y vivía- la vida como una enfermedad. Las últimas palabras de Sócrates en el Fedón, “le debemos un gallo a Esculapio”,46 parecen referirse a la cos­ tumbre de ofrecer un gallo al dios de 1a. medicina cuando al­ guien se cura de una enfermedad. Nietzsche afirma que la enfermedad de la que Sócrates está agradecido de haberse cu­ rado es de la propia vida. Nietzsche había empezado a formu­ lar este punto de vista un poco antes, cuando escribió que deseaba que Sócrates, quien nunca había dicho demasiado, “Ojalá hubiera callado también en sus momentos postreros”. jParece mentira!”, continuaba “un hombre como él, que había vivido alegremente y a la vista de todo el mundo como un sol­ dado, ¿era pesimista?” (La g ay a cien cia 249, 340; 3:569)- Pero no trató de reconciliarse con el problema de Sócrates, no lo aceptó, hasta, que escribió Crepúsculo d e los ídolos. El ensayo empieza con la opinión de Sócrates y “de todos los hombres sabios de todas las épocas” de que la vida no es buena. Pero Nietzsche se niega a aceptar este juicio. Afirma que no

es la vida sino estos sabios los que no son buenos: “¿Acaso es que ninguno de ellos se sostenía ya firme sobre sus piernas?, ¿acaso es que eran hombres tardíos?, ¿que se tambaleaban?, ¿de­ ca d en te [...] ¿Cómo?, ¿y es que todos esos grandes sabios no sólo habrían sido décaden ts, sino que ni siquiera habrían sido sabios? ( Crepúsculo d e los ídolos 43-44). Como Montaigne, Nietzsche está fascinado con la historia de Cicerón sobre la cara de Sócrates: “Pero el criminal es un dé~ cad en t ¿Era Sócrates un criminal típico? Al menos no estaría en contradicción con esto aquel famoso juicio de un fisonomista, que tan chocante pareció a los amigos de Sócrates. Un extran­ jero que entendía de rostros, de paso por Atenas, le dijo a Só­ crates en la cara que era un monstruo, que escondía en su interior todos los vicios y apetitos malos. Y Sócrates se limitó a responder: ‘¡Usted me conoce, señor mío!’” ( Crepúsculo d e los ídolos 45). Aunque había enfatizado la confianza de Sócrates en la razón y el autocontrol durante todos sus escritos, nunca antes Nietzsche había tratado de ofrecer una explicación para esto. Aquí, por primera vez, lo hace. La racionalidad de Sócra­ tes es tanto un síntoma como un resultado del esfuerzo por tra­ tar de escapar de la enfermedad que, según Nietzsche, sufría. Esta enfermedad, que se hace evidente en la cara de Sócra­ tes, es la decadencia. “No sólo el desenfreno y la anarquía con­ fesados de los instintos son un indicio de d é c a d e n c e en Sócrates: también lo son la superfetación de lo lógico y aque­ lla m a ld a d d e raquítico que lo distingue”47 ( Crepúsculo d e los ídolos 45). La reverencia de Sócrates por la razón tiene que haber sido, al principio, repelente a sus nobles conciudada­ nos atenienses: “En todo lugar donde la autoridad sigue for­ mando parte de la buena costumbre y lo que se da no son 'razones’, sino órdenes, el dialéctico es una especie de payaso: la gente se ríe de él, no lo toma en serio. Sócrates fue el payaso que se h izo to m a r en serio: ¿qué ocurrió aquí propiamente?”

( Crepúsculo de los ídolos 47). ¿Cómo esta repugnante figura ob­ tuvo una de las victorias intelectuales más importantes de todos los tiempos? ¿Cómo logró Sócrates fascinar a su mundo? Nietzsche creía que Sócrates tuvo éxito por dos razones: la primera es que la dialéctica socrática representaba una nueva forma de contienda (áycbv) a la que los atenienses eran devo­ tos. Sócrates “fascinaba en la medida en que removía el instinto agonal de los helenos, introdujo una variante en la lucha pu~ gílística entre los jóvenes y los adolescentes. Sócrates era tam­ bién un gran erótico ”48 ( Crepúsculo d e los ídolos 47). En otras palabras, Sócrates tomó la estructura general de una institución vigente y le dio un nuevo contenido y significado: adoptó la naturaleza de la competición, y de la pederastía ateniense, a sus propios propósitos. Esto, para Nietzsche, es una perfecta manifestación de “la voluntad de poder”, que consiste en la ca­ pacidad de usar materiales ya existentes de una manera nueva y diferente; este es para Nietzsche el mecanismo que explica todos los cambios de la historia: “[...] que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez por un poder superior a ello en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un interpretar, un rea­ justar, en los que, por necesidad, el ‘sentido’ anterior y la ‘finaliciacr anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados [...] La forma es fluida, pero el ‘sentido’ lo es todavía más”49 (La gen ealog ía d e la m oral 88-89, 11:12; 5:313-315). La primera razón, entonces, para la victoria de Sócrates fue su “voluntad de poder”. La segunda razón fue que su caso no era para nada inusual: “Vio lo que había detrás de sus aristo­ cráticos atenienses; comprendió que su caso, la idiosincrasia de

su caso, no era ya un caso excepcional” ( Crepúsculo d e los id o los 47). Su sociedad ya se estaba desintegrando en ese momento aunque él no lo sabía: “En todas partes los instintos se encon­ traban en anarquía; en todas partes se estaba a dos pasos del exceso: el m onstrum in a n im o era el peligro general. ‘Los ins­ tintos quieren hacer de tirano; hay que inventar un con trati­ rano que sea más fuerte5” ( Crepúsculo d e los ídolos 48). Sócrates le ofrecía un espejo a sus contemporáneos. Era fas­ cinante porque era el caso más extremo: “de aquello que en­ tonces comenzaba a volverse calamidad general”, la anarquía de los instintos,50 “su fealdad, que inspiraba miedo, era a los ojos de todos la expresión de ese caso;\ Y lo que era aún más importante, “Fascinó aún más fuertemente como respuesta, como solución, como apariencia de cu ra de ese caso” ( C re­ pú scu lo de los ídolos 48). En el espejo de Sócrates los nobles atenienses creían ver una salida a la decadencia que ellos mis­ mos empezaban a sufrir. Sócrates, por lo tanto, atraía a una audiencia que debía sen­ tirse repelida por él porque les mostraba a través de su propia persona lo que era su principal problema y además les ofrecía una solución: “Cuando aquel fisonomista le hubo desvelado a Sócrates quién era él, una madriguera de todos los apetitos malos, el gran irónico pronunció todavía una frase que da la clave para comprenderlo. ‘Es verdad', dijo, ‘pero he llegado a ser dueño de todos’. ¿Cómo llegó Sócrates a ser dueño de sí?”51 (■Crepúsculo d e los ídolos 48). Nietzsche responde que Sócra­ tes logró controlar sus propios impulsos al “hacer de la ra z ó n un tirano”. La aparente cura que les ofrecía a sus contemporá­ neos era el camino para el autocontrol. Pero ¿por qué el autocontrol fundado en la racionalidad es sólo una cura aparente para la anarquía de los instintos? Nietz­ sche cree, de una manera muy afín al mundo clásico, que un modo de vida que tiene que luchar contra los instintos es tan

enfermo y decadente como una vida en la cual los instintos carecen de todo control Sócrates enseñó realmente a sus con­ temporáneos una manera de tener dominio sobre sí mismos. Pero el verdadero autodominio requiere la moderación de los impulsos, una aculturación de los instintos que los acuerde y atempere a la vez que les reconozca su importancia y lugar en la formación del individuo, dándoles alguna voz a todos los elementos que nos constituyen como seres humanos. Por el contrario, Sócrates escogió un impulso, lo fortaleció hasta convertirlo en impulso dominante, y de modo deliberado so­ metió el resto a su tiranía. La razón, después de todo, no es para Nietzsche menos instinto -un rasgo natural y en desarro­ llo constante- que el resto de nuestros impulsos y facultades. Al darle una absoluta preeminencia, Sócrates nos convenció de que no pensáramos en que estábamos comprometiendo mu­ chas cosas, todas ellas partícipes en igual medida de lo que no­ sotros somos. Al contrario, Sócrates nos persuadió a identi­ ficarnos con este único impulso, considerarlo el asiento del yo, la marca de lo humano, y a ver todos los otros rasgos que nos definían como algo bajo, degenerado, perteneciente solamente a nuestro cuerpo, a nuestra naturaleza caída. En lugar de inte­ grar nuestras diversas capacidades, nos convenció de que tra­ táramos de subyugarlas y quizás, incluso, de destruirlas. Pero “an iqu ilarlas pasiones y apetitos meramente para prevenir su estupidez y las consecuencias desagradables de esta es algo que hoy se nos aparece meramente como una forma aguda de es­ tupidez. Ya no admiramos a los dentistas que extraen los dien­ tes para que no sigan doliendo” ( Crepúsculo de los ídolos 59). La cura no es una escisión sino, como casi todos los doctores antiguos hubieran acordado, una armonía de opuestos. Nietzsche cree que, en general, los rasgos que nos caracteri­ zan no pueden ser eliminados: “La castración, el exterminio, es

elegido instintivamente [...] por quienes son demasiado débi­ les, por quienes están demasiado degenerados para poder im­ ponerse moderación en el apetito”52 ( Crepúsculo de los ídolos, 60). La moderación puede ser impuesta, por ejemplo, vía la espiritualización, el embellecimiento e incluso la deificación de una pasión, por el uso de la misma para lograr lo que nunca antes había sido logrado. La moderación depende crucialmente de lo que más tarde definiría Freud como sublimación. Este me­ canismo requiere un gran y sostenido esfuerzo para darle, según lo llamó Nietzsche, un estilo a nuestro carácter.53 Quizás para la sorpresa de muchos de sus más recientes admiradores, el ideal ético de Nietzsche es, al final, una expresión de la esté­ tica del clasicismo, la habilidad de “poseer todas las dotes y de­ seos fuertes y aparentemente contradictorios: pero de modo que vayan juntos bajo un mismo yugo...” (La voluntad de p o d e r 559, 843; 12:434). La moralidad, la subyugación del deseo, es “acaso en sí una contradicción del clasicismo... semejante pre­ ponderancia de una sola virtud (como la que encontramos en el monstruo moral) es hostil al poder clásico de equilibrio” ( Vo­ luntad 559-560, 843). El Sócrates de Nietzsche, en contraste, fue el gran enemigo del clasicismo. La fea cara de Sócrates es un reflejo exterior del total caos que reina en su interior. La razón es sólo el medio para man­ tener ese caos a raya. Su cara refleja una anarquía de los ins­ tintos, una guerra civil (para regresar a la metáfora de Montaigne) que resultó en tiranía, no en una paz. En contraste a la figura de Montaigne, Nietzsche provee una perfecta apli­ cación del principio fisonómico. Esto explica por qué su solu­ ción fue simplemente aparente. Sócrates es, por lo tanto, para Nietzsche la primera figura que identifica lo que es la naturaleza del ser humano con la racio­ nalidad. De este modo, introdujo los elementos que conduje­ ron a la idea de que cada ser humano es, en origen y esencia,

una unidad indisoluble, pero tal unidad sólo es lograda ob­ viando nuestros caracteres, el resto de nosotros mismos. Só­ crates fue, por la misma razón, el primero en establecer la noción de que el alma (que identificaba con la racionalidad) es fundamentalmente diferente del resto de nosotros, de todo lo que en realidad constituye el individuo humano. Fue no sólo el primer moderno sino también el primer cristiano.54 Fue por lo tanto la incondicional fe de Sócrates en la razón la que le garantizó su aparente éxito: “La luz diurna más des­ lumbrante, la racionalidad a cualquier precio, la vida lúcida, fría, previsora, consciente, sin instinto, opuesta a los instintos, todo esto era sólo una enfermedad distinta -y en modo alguno un camino de regreso a la ‘virtud’, a la ‘salud’, a la felicidad...Tener que combatir los instintos: esa es la fórmula de la décaden ce: mientras la vida ascien de es felicidad igual a instinto” ( Crepúsculo de los ídolos 49). Hemos estado hablando con cierta libertad acerca de la razón y los instintos y debemos tener cuidado con el uso nietzschea-* no de estos conceptos. Cuando leemos estos tópicos en Nietz­ sche, no debemos nunca entenderlo como un vulgar freudiano. Nietzsche no considera los instintos simplemente como las ten­ dencias básicás que constituyen el fundamento del yo y a los que nos urge regresar. No es ni un irracionalista ni un atavista.55 Por instinto e instintivo, Nietzsche generalmente entiende cual­ quier modo de comportamiento desempeñado de un modo más o menos inconsciente, sin una explícita conciencia de los pasos que conlleva. El comportamiento instintivo puede ser también, en este sentido, el resultado de la aculturación, del esfuerzo y de la práctica, aunque algunos de ellos puedan ser básicos y no aprendidos. En particular, se pueden incluir los incues­ tionables códigos de comportamiento, si realmente eran eso, de la aristocracia griega temprana -códigos que para la época de Sócrates pueden haber estado lo suficientemente erosionados

para llevar a la audiencia de Sócrates a un modo de vida de­ sordenado e inconsistente. El modo de pensar de Nietzsche acerca del instinto le permite creer que incluso el conocimiento se puede convertir en instintivo: “Es todavía tarea novísima, y únicamente ahora per­ ceptible para el ojo humano, apenas reconocible, la de incor­ porarse el saber y volverlo instintivo” (La g ay a ciencia 70, 11; 3:383). Que el instinto representa algo aprendido es una de sus ideas más centrales: “La razón profunda que gravita sobre la educación convertida en moral fue siempre la voluntad de rea­ lizar la seguridad de un instinto: por ello ni las buenas inten­ ciones ni los buenos medios estuvieron obligados a pasar primero, como tales, en la conciencia. Del mismo modo que el soldado realiza sus ejercicios, el hombre debía aprender a obrar. Semejante inconsciencia forma parte de toda perfección”56 CLa voluntad d e p o d e r 301, 424; 13:288). “Es preciso encontrar la vida perfecta allí donde no hay demasiada conciencia (es decir, allí donde la vida se preocupa menos de su lógica, de sus razones, de sus medios y de sus intenciones: de su utilidad)” (La voluntad de poder, 310, 433; 13:433). En la mayoría de los casos, el instinto es para Nietzsche, como el yo y la naturaleza para Montaigne, no un origen sino un fin, no algo dado sino algo logrado. Por lo tanto, la protesta de Nietzsche contra Sócrates reside en que era incapaz de actuar según sus deseos, instintivamente, como resultado de la armonía entre sus varios impulsos. De acuerdo con esto, se forzaba a sí mismo a actuar bien apelando a su razón. Y la razón, para Nietzsche, marca la ausencia de un real autodominio: “donde la necesidad era la libertad misma” (Así habló Zaratustra III, “De tablas viejas nuevas” 280, 2; 4:248). El autodominio es un estado donde todos nuestros deseos, creencias y valores dictan un único curso de acción, que re­ sume lo que queremos hacer. El propio problema de escoger entre diferentes alternativas parece desaparecer. Las razones,

tal como nosotros las pensamos, se vuelven irrelevantes. Nietz­ sche creía que él mismo había alcanzado un estado de armo­ nía. Su acusación contra Sócrates, que todavía necesitaba actuar por medio de la razón, es que ambos se colocaban en los polos opuestos de una misma escala. Quiero ahora examinar esta opo­ sición entre ellos. Aquí, desafortunadamente, tendré que ser es­ quemático y dogmático.57 En sus primeras obras, Nietzsche creía que los filósofos deben intervenir directamente en su mundo. El nacim iento d e la tra­ gedia y las Consideraciones intempestivas fueron concebidas como un programa para regenerar la cultura alemana. Pero una vez que Nietzsche abandonó su temprana concepción de la filosofía, tomó un giro radicalmente individualista. Vio que su tarea era crearse a sí mismo, convertirse en un individuo, con­ vertirse en quien realmente era. La tarea de la. filosofía no es mejorar una cultura sino cultivar el individuo. Estas dos con­ cepciones de la filosofía no son necesariamente incompatibles: nuevos individuos establecen nuevos modos de vida, y estos, como el caso de Sócrates indica, pueden a cambio tener un gran impacto en el mundo.58 Para lograr esta meta, para convertirse en quien él era real­ mente, Nietzsche tenía primero que cumplir dos tareas subsi­ diarias. La primera era colocar absolutamente todo con lo que se había enfrentado (sucesos peculiares de su propia vida, ac­ cidentes de nacimiento y crecimiento, la salud y la enfermedad, opciones tomadas consciente o inconscientemente, amistades hechas y perdidas, obras compuestas o dejadas sin terminar, las cosas que le gustaban o que despreciaba) dentro de un todo único que pudiera afirmar en su totalidad. Algunos de estos ele­ mentos, tomados de un modo aislado, podían ser objetables. Pero una de sus ideas centrales es precisamente que ningún rasgo humano (o cualquier otra cosa en el mundo) puede ser juzgado por sí mismo, de un modo aislado: “hay en el mundo mucha mierda: \eso es verdad! Mas no por ello es ya el mun­

do un monstruo merdoso” (A sí h ab ló Z aratustra III, “De ta­ blas viejas y nuevas” 288, 14; 4:256). El valor de todas las cosas depende de su contribución a un todo del cual puede ser visto como una parte: Una cosa es necesaria: “Dar estilo” a su carácter, ¡arte grande y raro! Lo practica el que abarca con la mirada todas las fuer­ zas y debilidades que ofrece a la vista de su naturaleza y des­ pués lo integra en un gran plan artístico, hasta que todo parece como arte y razón y aun la debilidad recrea la vista [...] Por último; una vez cumplida la obra, se pone de manifiesto que ha sido la coerción de un idéntico gusto lo que imperó y plasmó en grande y pequeña escala. (La gaya ciencia, 212; 290)

Pero ¿qué significa afirmar el todo del que cada uno de estos rasgos y acontecimientos se han hecho partes? La respuesta la provee la idea del retorno. Este concepto no es igualable a la absurda idea de que todo en el mundo ya ha ocurrido y ocu­ rrirá de nuevo exactamente de la misma manera un sin número de veces. Más bien, este concepto responde a la idea de que si fuéramos a vivir de nuevo querríamos la misma vida que ya tuvimos, exactamente la misma vida hasta en sus mínimos de­ talles y nada más:59 “Mi fórmula para expresar la grandeza del hombre es am or fati; no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo so­ portar lo necesario, menos aún disimularlo -tocio idealismo es mendacidad frente a lo necesario-, sino am arlo... ” (E cceH om o 54, 11:10; 6:297). En las palabras de Zaratustra: “¿Habéis dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh amigos míos, entonces di­ jisteis sí también a todo dolor. Todas las cosas están encade­ nadas, trabadas, enamoradas. ¿Habéis querido en alguna ocasión dos veces t¿na sola vez, habéis dicho en alguna oca­ sión ‘¡tú me agradas, felicidad! ¡Sus! ¡Instante!? ¡Entonces qui­

sisteis que todo vuelva” (Así habló Zaratustra IV, “La canción del noctámbulo”, 435, 10; 4:402). Desear la eterna repetición de nuestra propia vida es el resultado de estar perfectamente feliz con la vida que hemos vivido. La segunda tarea presupuesta por el esfuerzo de convertirse en quien uno es realmente requiere que el todo que uno cons­ truye sea significativamente diferente de los demás. Si no es así, entonces uno no es distinguible del resto del mundo: uno no se ha transformado en un individuo. Pero para ser diferente de un modo significativo, uno tiene que autocrearse, se tiene que convertir en algo significativamente nuevo. Para conver­ tirse en algo significativamente nuevo, se necesita desarrollar una manera de hacer las cosas, de pensar, sentir y vivir, que no tenga precedentes. Y para lograr eso, en cambio, será ne­ cesario romper con reglas largamente aceptadas, algunos prin­ cipios y prácticas que se han dado por sentadas hasta ahora. Este es el primer aspecto del inmoralismo de Nietzsche: “Para poder levantar un santuario hay que derruir un san tu ario: esta es la ley” (La genealogía de la m oral 108, II 24; 5:335). La construcción nietzscheana del yo, como la de Montaigne, es esencialmente un proyecto individual. No permite que se siga, en ningún sentido estricto, el ejemplo creado por otra per­ sona, en lugar de dedicarse a la autocreación de un yo único se estaría imitando entonces a esta otra persona. Individual­ mente, sin embargo, no sólo constituye una amenaza si se imita a otra persona, sino que también, de un modo más oscuro y peligroso, si otros nos pueden imitar. Nietzsche se distingue entre los filósofos del arte de vivir debido a que era muy cons­ ciente de este peligro y estaba muy perturbado por su posibi­ lidad. El éxito en la autocreación puede causar el propio fracaso. Pues si otros nos imitan, si nuestro modo de vida resulta lo suficientemente atractivo al resto del mundo y puede conver­ tirse en un paradigma de cómo la vida puede ser vivida, en-

tonces lo que nos distingue del mundo se convierte en parte de ese propio mundo. Es imposible seguirse reconociendo en ese modo de vida que ha sido absorbido por el mundo, que se ha convertido, como Nietzsche podría haber dicho, en un hecho: “Imitadores. -A. ¿Cómo? ¿No quieres tener imitadores? -B. No quiero que alguien imite algo mío; quiero que cada cual se enseñe algo a sí mismo: lo mismo que hago yo. -A. ¿En­ tonces...?”60 (La g a y a cien cia 199, 255; 3:516). La individuali­ dad, como el estilo, requiere multiplicidad y oposición. Si todo el mundo adopta un estilo particular, entonces el estilo desa­ parece; se convierten en el modo normal de actuar, vida al grado cero. La individualidad de nuestra propia historia está amenazada tanto porque puede ser la imitación de un modelo suplido por otra persona como porque puede convertirse en un modelo que otros a su vez pueden imitar. La combinación de estos dos peligros es una de las razones por las que la ac­ titud de Nietzsche hacia Sócrates tiende a ser tan compleja, como ya veremos, * Nietzsche es muy consciente de que la vida que él conformó para sí mismo no necesita, no puede y probablemente no debe ser propuesta como un ejemplo para la imitación. Este es un aspecto de su perspectivismo. Cree, al igual que Montaigne, que la vida de los individuos consiste de una única combina­ ción de sucesos. No existe un método general para organizar nuestra historia; si tal historia existe, será nuestra propia histo­ ria y no la historia dictada por los estándares aceptados gene­ ralmente por nuestro mundo. Los individuos tienen que ser, al menos parcialmente, independientes de los estándares que go­ biernan su mundo. Pero Nietzsche cree que estos estándares generalmente determinan cuáles acciones son consideradas como morales y buenas. Insiste en que los seres humanos son “animales gregarios” porque creen que ser buenos es concor­ dar con el mundo, no distinguirse de los otros, amenazar o cues­

tionar la vida que la mayoría de las personas son capaces de vivir. Los estándares de lo que son las buenas acciones obli­ gan a todo el mundo a actuar de un modo similar. Han sido usados para convencer a muchos, que actúan de un modo di­ ferente, a negar su diferencia y a hacerse miembros de la grey.61 Esta es la segunda parte del inmoralismo de Nietzsche. La mo­ ralidad, como él. la ve, es un esfuerzo por prevenir la creación de nuevas posibilidades, por prevenir la destrucción del tem­ plo: “‘¿A quién es al que más odian estos?’ Al c re a d o re s al que más odian: a quien rompe tablas y viejos valores, al quebran­ tado^ llámanlo delincuente. Los buenos, en efecto, no pue­ den crear: son siempre el comienzo del final. Crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas”62 (Así h ab ló Z a­ ratustra III, “Viejas y nuevas tablas” 298, 26; 4:266). En térmi­ nos generales, la moralidad empieza por enfocarse en los principios dictados por las necesidades de un grupo particu­ lar. Estos principios están condicionados por el deseo del grupo de sobrevivir tal como es, nadie que niegue este deseo nece­ sita seguir al grupo. Pero la moralidad oculta los orígenes in­ teresados y parciales de tales principios condicionales. La moralidad requiere que estos principios no sean aceptados por su utilidad para un tipo de persona particular y concreta, ni que sólo sean considerados útiles a este tipo de persona. La mora­ lidad afirma que estos principios son incondicionales, que ne­ cesitan ser aceptados simplemente porque son los principios correctos de la acción en general y por eso vinculan a todas las personas, cualesquiera sean sus opiniones particulares, deseos y necesidades, y no sólo a un grupo particular con vista a sus fines propios. Por ejemplo, el imperativo moral de no causar daño, “[...] escuchado con frialdad y sin ninguna presunción, no significa en realidad más que lo siguiente: ‘Nosotros los dé­ biles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada p a r a lo cu al no somos bastante fu ertes1. Pero esta amarga

realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, po­ seída incluso por los insectos [...] se ha vestido, gracias a ese arte de la falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble reali­ dad- fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una a c ­ ción, un mérito” (L ag en ealog ía d é la m o ra l52-53,1 :13, 5:280). La moralidad, por lo tanto, convierte la prudencia en virtud y la necesidad en opción. Fue Sócrates quien, según afirma Nietzsche, primero convir­ tió los juicios de valor en juicios morales. En el contexto origi­ nal de la cultura griega temprana, los juicios de valor eran hechos de un modo rutinario, sobre la implícita asunción de que la cultura y su supervivencia lo necesitaban. Estos juicios estaban, por lo tanto, supeditados al bienestar de esta cultura particular; en términos kantianos, eran hipotéticos y pruden­ ciales. Pero Sócrates afirmaba que el valor de los juicios debe­ ría ser incondicional. Argumentaba que para que los juicios estuvieran vinculados a alguien, tenían que estar apoyados por razones que fueran aplicables a todos, cualesquiera fueran sus necesidades y propósitos. Sócrates dio origen a la opinión que afirma que el hecho de que un modo de vida se desarrolle a partir de los intereses y propósitos de personas o grupos par­ ticulares no supone nunca una razón moral que conlleve su aceptación. Debemos adoptar un curso de acción sólo si es co­ rrecto, si incorpora valores que son reales y opiniones que son verdaderas. Seguir un modo de vida por razones prudenciales es una opción relacionada al deseo de ser como aquellos cuya vida sigue esos patrones, independientemente de si esta vida es o no una buena vida. Seguir un particular modo de vida por razones morales es una obligación relacionada al reconoci­ miento de su verdad. El bien y la verdad, como la virtud y el conocimiento, van juntos.

Nietzsche niega el dogmatismo que reconoce un solo modo de vida como bueno. Su perspectivismo niega que la verdad y el valor estén intrínsecamente conectados e insiste en que di­ ferentes personas necesitan vivir de diferentes maneras.63 El perspectivismo tiene dos componentes. El primero es episte­ mológico. Es una negación de “la teoría de correspondencia de la verdad”, la idea de que todas nuestras opiniones verdade­ ras son verdaderas porque tienen una particular relación -la re­ lación de correspondencia- con el mundo. Nietzsche, que escribió “solo hay hechos. Y quizá, más que hechos, interpre­ taciones. No conocemos ningún hecho en sí y parece absurdo pretenderlo” (La voluntad d e p o d er; 337, 476; 12:315), no es posible que acepte tal idea. Pero ¿son las interpretaciones o perspectivas simplemente un problema de gusto? Y si esto es cierto, ¿qué le da validez a su verdad? Arthur Danto ha tratado de responder esta pregunta afir­ mando que las perspectivas son verdaderas si y sólo si “enri­ quecen y facilitan la vida”. Nietzsche, de acuerdo a. la influyente interpretación de Danto, “desarrolló un criterio pragmático de la verdad: p es verdadero y q es falso si p funciona y q no”.64 Algunos pasajes de Nietzsche parecen sugerir que estaba ten­ tado a aceptar esta teoría.65 Pero otros muestran que él niega el pragmatismo en los términos más tajantes: “La vida no es un ar­ gumento. Nos hemos fabricado un mundo en que podemos vivir suponiendo cuerpos, líneas, planos, causas y efectos, mo­ vimiento y reposo, forma y contenido: ¡sin estos artículos de fe no hay quien pueda vivir ahora! Pero no por ello son algo demostrado. La vida no es un argumento; entre las premisas de la vida bien pudiera figurar el error”66 (La g ay a cien cia 158, 121; 3:477-78). Las ideas más básicas que aseguran la supervi­ vencia pueden, como todos sabemos, ser todavía falsas. Nietz­ sche se niega a aceptar la identificación por los pragmatistas entre la verdad y la utilidad.

Dejando las pruebas textuales a un lado, atribuir a Nietz­ sche esta identificación es abrir su pensamiento a una de sus centrales objeciones al dogmatismo. ¿Por qué creemos que el valor de la verdad es incondicional, que “nada es más necesa­ rio que la verdad, y comparado a ella todas las otras cosas tie­ nen un valor de segundo rango”? Ningún cálculo de utilidad puede llevar a tal convicción: ¿Qué sabéis de antemano del carácter de la existencia como para poder decidir si la ventaja mayor se encuentra del lado de la desconfianza incondicional o de la confianza incondicio­ nal? Y en el caso en que fuese menester ambas [...] ¿de dónde podría sacar la ciencia la creencia absoluta, la convicción, en que descansa, de que la verdad es más importante que cual­ quier otra, cualquier otra convicción inclusive? Precisamente esta convicción no podría haber surgido si la verdad y no-ver­ dad revelaran en todo momento su utilidad67 (La gaya cien­ cia 255-256, 344; 3:575).

El pragmatismo niega la divergencia que existe entre la ver­ dad y el valor. En esto, comparte la misma opinión del racio­ nalismo clásico; pero aunque los racionalistas explican el valor al cimentarlo en la verdad, los pragmáticos hacen de la ver­ dad una forma del valor. Nietzsche no es un pragmatista ni acepta ninguna otra teoría sobre la naturaleza de la verdad. Sos­ tiene la controvertida e importante opinión de que no tiene sen­ tido tratar ele explicar lo que es la verdad. No cree que exista una definición de la verdad, una única explicación informa­ tiva que dé razón de por qué todas nuestras opiniones verda­ deras son ciertas. Muchas personas creen que a menos que tal definición exista, ninguna de nuestras opiniones pueden ser verdaderas, o que si lo son, ellas son verdaderas sin que haya ninguna razón que lo explique. Pero esta opinión es incorrecta.

Nosotros podemos dar razones específicas, algunas veces muy complejas, para todo lo que conocemos; tales razones son di­ ferentes en cada caso particular, algunas son tan simples como que el gato está en la alfombra, otras tan complejas como los argumentos que sostiene la física contemporánea. El perspectivismo niega que todas estas razones puedan ser generaliza­ das dentro de una fórmula que es á la vez informativa y correcta. Si nuestra definición de la verdad es correcta, se vol­ verá trivial; si es informativa, fallará al tratar de aplicarse a todas las verdades. Nietzsche frecuentemente trata de explicar por qué las per­ sonas creen que algunas opiniones son correctas: algunas veces afirma que la razón de esta creencia es la fe en la utilidad68 de estas opiniones, otras escribe que tales opiniones aumentan su sentido de poder.69 Pero estas razones sólo explican por qué estamos dispuestos a considerar algunas de nuestras creen­ cias, sea este o no el caso, como verdaderas. Estas opiniones nada tienen que ver con la verdad de estas propias creencias. Puede parecer cierto que si carecemos de una teoría gene­ ral de la verdad no podemos juzgar si una opinión particular es verdadera o falsa. Si no sabemos lo que es la verdad, cómo podemos reconocer la verdad cuando nos enfrentemos a ella. Algunas personas, de hecho, pueden estar tentadas a creer que si no tenemos tal teoría no tenemos derecho a proclamar que algo es verdad. Una teoría de la verdad puede ser conce­ bida, en parte, como un estándar que nos permite decidir cuá­ les de nuestras creencias son o no son verdaderas; sin la existencia de ese estándar, será imposible tomar una decisión de ese tipo. Yo no acepto esta posición, que es, irónicamente, una versión de lo que ha sido llamado la falacia de Sócrates.70 Esta última opinión, que es de hecho una falacia, pero la cual, aún más irónicamente, Sócrates nunca mantuvo, afirma que si no sabemos lo que es la justicia o el coraje no podemos reco­

nocer ninguno de sus ejemplos. Pero por supuesto que pode­ mos reconocerlos, y el elenchos socrático, de hecho, lo requiere. Sócrates, por ejemplo, no podría haber refutado a Laques, quien afirmaba que el coraje es no ceder ante el enemigo, con el ar­ gumento de que los escitas lucharon con valor mientras se re­ tiraban a menos que Sócrates reconociera que el comporta­ miento de estos era corajudo. Pero Sócrates admite claramente que no sabe lo que es el coraje. El hecho es que sin una teo­ ría del coraje no podemos decidir siempre si una acción es co­ rajuda o no, sin una teoría de la verdad no podemos decidir si una creencia es verdadera o no. Sin embargo, no podemos de­ ducir que nunca podremos reconocer un ejemplo de coraje o verdad por el hecho de carecer de tal teoría.71 El perspectivismo asume que en algunos casos no se puede decidir, no que en todos los casos sea imposible decidir. Hay probablemente perspectivas que tienen tan poco en común que aunque compitan entre sí -aunque ninguna persona pueda sos­ tener ambas a la vez- es imposible para sus adeptos resolver sus diferencias incluso bajo las mejores condiciones posibles de comunicación. Que tales diferencias pueden ser resueltas, al menos en principio, es el sueño del dogmatismo. Si hay es­ tándares generales ahistóricos de corrección que establecen qué cuenta como verdad y qué, de una vez y por todas, no; y si estos estándares son, al menos en principio, aceptables para todos, entonces con suficiente tiempo y buena voluntad nin­ gún caso quedará sin resolución. Pero este es sólo un sueño, y no estoy seguro ni siquiera de que sea un sueño placentero. El perspectivismo afirma que sólo hay interpretaciones por­ que ninguna visión general del mundo es válida para todos. Pero esta visión parece minarse a sí misma: “¿El perspectivismo supone que el propio perspectivismo no es más que una pers­ pectiva, y, por lo tanto, la verdad que esta doctrina conlleva es falsa?”.72 Pero el perspectivismo no supone realmente eso. El perspectivismo sólo afirma de sí mismo que es una perspectiva;

no se puede derivar de esta afirmación ningún dato sobre la verdad o falsedad de su doctrina. Para decidir si el perspecti­ vismo es o no es verdadero, necesitamos argumentar el caso en detalle, como hacemos en todos los casos de desacuerdo, ofrecer argumentos específicós contra él. Ser una perspectiva y “nada más que una perspectiva” no es de ninguna manera lo mismo, ya que cuando se entiende como “nada más que una perspectiva” se piensa en relación a otra que, por su parte, se reconoce como superior. Es sólo en relación a esta perspec­ tiva superior, perspectiva que por cierto no ha sido aún pro­ ducida, que el perspectivismo puede aparecer simplemente como una perspectiva y, en esa medida, ser visto como una visión falsa. El perspectivismo puede ser falso -esto tiene que ser decidido por la argumentación- pero no se socava a sí mismo, como creen muchas personas y en contraste con el re­ lativismo, desde un punto de vista estrictamente lógico. De una manera un poco más detallada, la situación es la si­ guiente. Se trata de refutar mi punto de vista en el que todas las opiniones son interpretaciones argumentando que mi pro­ pio punto de vista es una interpretación. Pero, para mostrar que mi propio punto de vista es una interpretación, se tiene que pro­ poner un punto de vista alternativo. Si este punto de vista es en sí mismo una interpretación, entonces el perspectivismo no ha sido refutado. Si no lo es, entonces tenemos que discutirlo. Podemos decidir que la otra posición es incorrecta, y que este punto de vista era después de todo una interpretación (en este caso, sería apropiado decir que era después de todo sólo una interpretación) o que la otra posición está en lo correcto y produjo un punto de vista que no es una interpretación. En este caso, habría que aceptar que el perspectivismo es falso pero no porque se autocontradiga, sino porque se ha probado su falsedad por otro punto de vista mejor. Pero esta es la forma en que cualquier punto de vista, perspectivista o dogmático, es

refutado. No hay, por lo tanto, un círculo vicioso lógico o in­ cluso nada sospechoso desde el punto de vista lógico en el perspectivismo. Por lo tanto, el perspectivismo puede, después de todo, ser verdadero, y los perspectivistas no tienen ninguna dificultad en afirmar que muchos de sus puntos de vistas son verdaderos. Pero ¿el hecho de que una perspectiva, o punto de vista, sea verdadera nos da suficiente razón para aceptarla? Generalmente, nosotros pensamos que sí, ¿qué otra buena razón podríamos tener para aceptar cualquier otra posición teórica? Sin embargo, Nietzsche responde esta pregunta en términos claramente ne­ gativos. Este es el segundo componente valorativo y más con­ trovertido del perspectivismo: las personas no necesitan creer algo solamente porque sea verdad, de la misma manera que no deben negar algo solamente porque sea falso. Este punto de vista aparentemente paradójico es importante para Nietzsche, cualquier otro punto de vista lo comprometería con el juicio de que el valor de la verdad es incondicional, ningún otro valor puede competir con la verdad y nada es realmente valioso a menos que sea verdadero; una posición platónica, que como veremos, niega en los términos más rotundos. Aquí tenemos que tener cuidado, debemos distinguir entre alguien que está dentro de una perspectiva y alguien que mira a una perspectiva desde afuera. Desde el punto de vista de la primera persona, si yo acepto una cierta manera de ver las cosas, no puedo pensar también que tengo la opción de creerlas o no. La creencia es la actitud que tenemos hacia lo que consideramos la verdad. Desde dentro de una perspec­ tiva el valor de una verdad no puede ser invalidado: sólo acepto las opiniones que considero correctas y niego las que consi­ dero falsas. No tiene sentido para mí decir que creo algo por­ que es mi interés hacerlo de esta manera aunque sepa que esto no es cierto.73

Desde el punto de vista de una tercera persona, sin embargo, el perspectivismo se hace más incómodo. Desde el punto de vista de una tercera persona el valor y la verdad divergen. Puedo estar de acuerdo con la siguiente frase de Nietzsche: “Al repu­ diar así la interpretación cristiana y denunciar su ‘sentido' como falsificación, nos vemos al instante confrontados de una ma­ nera pavorosa por el interrogante scbopenhauriano: ¿tiene algún sentido la existencia?” (L ag ay a cien cia 278-7, 357; 3:600), pero también puedo pensar que no hay ninguna razón para con­ vencer a ios cristianos de abandonar su fe: “Paréceme que en la vieja Europa todavía hoy los más necesitan del cristianismo: de ahí que aún se siga creyendo en él” (La gay a cien cia 261, 347; 3:581). No es tan obvio que sería mejor para todos los cris­ tianos perder su fe. Quizás entonces ellos puedan vivir en la verdad, pero no queda claro si ellos podrían sobrevivir a este tipo de vida. La verdad y la falsedad no son conceptos relativos para el perspectivismo, como lo son para el relativismo: una opinión es verdadera o falsa, sin importar lo que alguien piense.74 Lo que es relativo a las personas individuales, a sus habilidades y deseos, es el valor. La sección 344 de La gaya ciencia demuestra con claridad que tanto la verdad como la falsedad son esen­ ciales para la supervivencia. Por lo tanto, la verdad no tiene un carácter incondicional, no es válida siempre y en todas las circunstancias. Que sea o no válida depende del tipo de per­ sona que seamos y de la circunstancia en que nos encontre­ mos. Por lo tanto, no hay obligación de parte de aquellas personas que conocen (o piensan que conocen) la verdad de tratar de convencer a todos los demás de esta verdad. Debido a que la verdad puede ser dañina a aquellos otros que no la conocen, Nietzsche piensa que una idea como “la muerte de Dios” es dañina para la mayoría de las personas que necesitan creer que sus valores le son dados independientemente de sus

propias preferencias e idiosincrasia.75 El perspectivismo afirma que puedo creer tanto que los puntos de vista de otras perso­ nas son falsos como que es bueno para estas personas afirmar estos principios. También afirma que otras personas pueden creer lo mismo acerca de mí.76 Tal actitud es altanera, desdeñosa y despectiva, tal como debe ser si es considerada verdadera por Nietzsche. Pero esto no lo convierte en lo que muchas personas lo acusan de ser: un au­ toritario, quizás un pensador totalitario que cree que su punto de vista (o el punto de vista de algunos grupos selectos) tie­ nen que ser impuestos sobre todos los demás. Por el contra­ rio, el perspectivismo de Nietzsche supone que es imposible para la mayoría de las personas aceptar la perspectiva que él mismo articula en su obra. El esfuerzo por convencer a otros de esto -e l esfuerzo que Zaratrusta hace, en vano, en la pri­ mera etapa de su retorno al mundo y en las primeras partes del libro de Nietzsche- está condenado al fracaso o a ser dañino para los otros. Las perspectivas necesitan ser juzgadas, como afirma Danto, por su contribución a la vida. Pero vida aquí no significa, como solía significar, la vida como un todo, la vida de todas las per­ sonas. Al evaluar una perspectiva, tenemos siempre que pre­ guntarnos: ¿a qué vida contribuye esta perspectiva? No hay absolutamente ninguna razón para pensar que una perspectiva que es buena para un tipo de persona será buena para otra -para no hablar de todas las personas-. No compartimos un te­ rreno común que haga que lo que es bueno para uno sea bueno para todos o sea bueno en sí mismo. Los moralistas tienen que entender “con claridad que es inmoral decir: ‘Lo que es justo para uno, es justo para otro’” (Más allá del bien y del m al 166, 221 ; 5 :156). Es sólo por esta razón por la que Nietzsche no simplemente niega el cristianismo (o cualquiera de las otras perspectivas que

él aborrece).77 Maudemarie Clark, que afirma que Nietzsche se opone al cristiano, dice que el cristianismo es dañino.78 Pero, a partir del momento en que entendemos la perspectiva nietzscheana, nos tenemos que preguntar: ¿dañino para quién?; el problema no radica ya en si Nietzsche se opone o no a la cris­ tiandad -aunque por supuesto que tampoco la acepta-. Falsa como es, la cristiandad es, según Nietzsche, buena para mu­ chas personas: ellos estarían totalmente a la deriva sin su guía. Capaz de separar la verdad, del valor y de ver la cristiandad desde ambos puntos de vista, Nietzsche mantiene perfectamente una posición objetiva, según él la entiende: “[...] La facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro dom i­ nio y de poder separarlos y juntarlos, de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversi­ d a d de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos” (La genealogía de la m oral 138-39, III: 12; 5:364-65). Contrario a la opinión de que Nietzsche sólo puede condenar al cristianismo si hace que “el ideal opuesto sea tomado en. cuenta universalmente”,79 pienso que Nietzsche nunca participó en lo que es otra versión de la misión apostólica. Por el contrario, Nietzsche defiende su personal visión del mundo y la vida, pero no insiste en que los otros, sean muchos o pocos, deben o pueden aceptarla. Sólo el dogmatismo insiste en esto: “¿Qué es lo que hay de retrógrado en un filósofo? El filósofo acredita sus cualidades personales como únicas plau­ sibles para llegar al bien superior (la dialéctica en Platón, por ejemplo). Intenta que se eleven todas las especies hasta alcan­ zar su tipo, que acepta como tipo superior [...] El filósofo tí­ pico se nos muestra como un dogmático absoluto” (La voluntad de p od er 315, 440; 12:377). Los dogmáticos, afirma Nietzsche, creen que el modo de vida que es mejor para ellos en sus par­ ticulares circunstancias es también el mejor para todos los seres humanos, cualesquiera sean sus diversas necesidades, deseos

y habilidades. El siguiente pasaje une muchos ele los temas que hemos estado discutiendo y finalmente nos lleva de regreso al problema con el que empezamos: “La lucha contra Sócrates, Platón y contra todas las escuelas socráticas, arranca del ins­ tinto profundo que enseña que no se hace mejor al hombre cuando se le presenta la virtud como demostrable y como fun­ dada... En realidad nos encontramos frente al siguiente hecho mezquino: el instinto agónico, forzando a todos ios dialécti­ cos nacidos a glorificar sus aptitudes personales como cuali­ dades superiores y a representar todo lo demás como con­ dicionado por estas” (La v olu n tad d e p o d e r 311-312, 435; 13:330-31) Según la propia versión de Nietzsche, él se formó -se creóá sí mismo usando todo con lo qúfe tuvo que enfrentarse, bueno y malo, y produjo un yo coherente que él y nadie más necesi­ taba y verdaderamente podía afirmar “la madurez y la maes­ tría en medio del hacer, crear, obrar, querer, la respiración tranquila, la a lc a n z a d a libertad de la voluntad’” ( Crepúsculo de los ídolos 62, V:3; 6:85). Construye un armonioso yo, capaz de actuar de la manera instintiva que elogiaba como la marca de la perfección. De acuerdo, otra vez, con la versión de Nietzsche, Sócrates, por contraste, miró dentro de sí. mismo y encontró una multi­ tud de impulsos difíciles de controlar y que luchaban por salir de su interior. Pero en lugar de reconocer que era, en los tér­ minos de Nietzsche, un hombre enfermo, Sócrates atacó su en­ fermedad. Denunció todos sus impulsos, excepto uno, como males y usó ese único impulso -la razón- para dominar el resto: al fin, pensó que la razón era la única parte de sí mismo que era verdaderamente buena y que hizo de él la persona que real­ mente era. Se forzó a sí mismo a actuar cuando encontraba ra­ zones para hacerlo y convenció al mundo de que todos debían tratar de ser como él. Y, en la hora de su muerte, se dio cuenta

de que su esfuerzo en su totalidad -es decir, él mismo- había sido un gran error: “¿Llegó a comprender esto él, el más inte­ ligente de todos los hombres que se han engañado a sí mis­ mos? ¿Acabó por decirse esto, en la sabiduría de su valor para la muerte? [...] Sócrates quería morir; -no Atenas, él fue quien se dio la copa de veneno, él forzó a Atenas a dársela [...] 'Só­ crates no es un médico’, se dijo en voz baja a sí mismo, ‘úni­ camente la muerte es aquí un médico’ [...] Sócrates mismo había estado enfermo durante largo tiempo” ( “El problema de Só­ crates”, 49-50). Sócrates no era un médico, sólo la muerte podía curarlo de la miseria en que se había convertido su vida. Mien­ tras Nietzsche podía escribir: “No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero vol­ verme una cosa distinta” (Ecce hom o 52, II 9; 6:295), Sócrates murió denunciándose a sí mismo y a la vida, deseando haber sido una persona diferente. Es difícil pensar que la oposición entre ellos pudiera ser más absoluta. Si las cosas, como enfaticé antes, no fueran tan complica­ das. Pero en gran medida, la imagen que Nietzsche tiene de Só­ crates depende de Platón. Las palabras de Sócrates antes de su muerte, las cuales son esenciales a esta imagen, vienen del Fedón, en el que Platón ha abandonado la figura silente de sus primeros diálogos y ha empezado a dar expresión a su pro­ pia espiritualidad, a su propia visión del otro mundo. El dog­ matismo que Nietzsche atribuye a ambos puede ser la invención de Platón y no la de Sócrates. Nietzsche, de hecho, admite en gran medida esto en este complejo pasaje: El peor, el más duradero y peligroso de todos los errores ha sido hasta ahora un error de dogmáticos, a saber, la inven­ ción por Platón del espíritu puro y del bien en sí [.. .1 hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría poner la ca­ beza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fun­

damental de toda vida [. . .1, en cuanto médicos nos es lícito preguntar: ¿de dónde procede una enfermedad que aparece en la más bella planta de la Antigüedad, en Platón?, ¿es que la corrompió el malvado Sócrates?, ¿habría sido Sócrates, por tanto, el corruptor de la juventud?, ¿y habría merecido la cicuta? (Más allá del bien y del mal, prólogo '18-19; 5:12)

Las preguntas de Nietzsche sugieren que veía en este dog­ matismo filosófico un esfuerzo por articular un modo ideal de vida al que todos debían aproximarse hasta tanto les fuera po­ sible. Pero él insiste en culpar a Sócrates, la criatura, por la culpa de su creador. Y la pregunta a \É que yo regreso es: ¿por qué? ¿Por qué una actitud tan obviamente excéntrica? ¿Por qué tal implacable vehemencia? ¿Por qué tal pequeñez de espíritu tan poco característica de las otras relaciones serias de Nietzsche, tanto personales como intelectuales? Otro pasaje de Más allá del bien y del m al puede ofrecernos el principio de una respuesta.80 “[Genuinos] filósofols] en cuanto [son] hombre[s] necesario[s] del mañana y del pasado mañana se h.a[n] encontrado y ha[n] tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy” (156, 212; 5:145-47). Pero ¿quiénes son esos fi­ lósofos genuinos?81 Nietzsche ofrece sólo un ejemplo. Sor­ prendentemente, es Sócrates. En la situación que él se encontró a sí mismo, rodeado por los degenerados aristócratas de su tiempo que buscaban el placer pero que aún repetían “las an­ tiguas y espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde hacía mucho tiempo, quizá fuese nece­ saria para la grandeza del alma la ironía, aquella maliciosa iro­ nía socrática del viejo médico y plebeyo que sajaba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del ‘aristócrata’, con una mirada que decía bastante inteligi­ blemente: ‘¡No os disfracéis delante de mí! ¡Aquí somos igua­

les5” (157).82 Nietzsche le da crédito a Sócrates por introducir el radicalmente nuevo principio de la igualdad en oposición a la bancarrota de los ideales jerárquicos que sufría su tiempo, Sócrates negó los valores anti intelectuales y las modas de su tiempo que permitían a algunas personas actuar de un modo diferente de las otras, confiando, en cambio, en la razón uni­ versal que dicta que todos deben actuar de manera similar, y convenció al resto del mundo a que lo siguieran. Pero una ra­ dical reevaluación de valores de tal magnitud convierte segu­ ramente a Sócrates en un “inmoralista” en relación a su mundo, tal como Nietzsche quería aparecer con respecto al suyo. Y en ese momento, el claro y extremo contraste que Nietzsche había dibujado entre Sócrates y él empezaba a perder su esquemá­ tica claridad. ¿Cúales son exactamente los polos de la escala que cada uno debía ocupar si ambos, a diferencia de “los filó­ sofos de oficio55, se niegan a aceptar los valores de su mundo y en su lugar crean nuevos valores? En todo caso, se puede replicar que Sócrates fue un “deca­ dente55,83 un hombre enfermo que no podía controlar su caos interior y lo tiranizaba por medio de la razón y la dialéctica. Pero, según admitía él mismo, Nietzsche fue también un decandente. Empieza Ecce H om o declarando que había heredado la delicadeza de su padre muerto. Explícitamente conecta su enfermedad a sus habilidades dialécticas: “En medio del mar­ tirio que provoca un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días al que se unió un penoso vómito mocoso, poseía una cla­ ridad dialéctica p a r excelence y pensaba con sangre fría en cosas sobre las que en mejores condiciones no soy un escalador, no soy refinado, no soy lo suficientemente frío55. Pero sus lecto­ res saben, él confiesa: “hasta qué punto considero yo la dia­ léctica como síntoma de décaden ce, por ejemplo en el caso más famoso de todos: el caso de Sócrates55. “¿[Nlecesito decir que yo

soy un experto en cuestiones de d écad en ce?” (Ecce Homo 2223, 1:1; 6:264-65) Pero Nietzsche sigue diciéndonos que era más complejo que Sócrates, “Dado por descontado que soy un décadent, soy tam­ bién su antítesis” (E cceH om o 217, 1:2; 6:266-67). Los decaden­ tes, afirma, inconsistentemente escogen métodos desventajosos o tratan de aliviarse ellos mismos de sus dolores; por contraste, él siempre “instintivamente [ha] escogido los medios correctos”. Esta es la razón por la que los decadentes terminan dañán­ dose a sí mismos, mientras que las personas saludables no lo hacen. ¿Quiénes son estas personas saludables? ¿En qué se re­ conoce la buena constitución? Nietzsche responde del siguiente modo: [U]n hombre bien constituido... le gusta sólo lo que le es saludable; su agrado, su placer, cesan cuando se ha rebasado la medida de lo saludable... saca ventaja de sus contrariedades; lo que no le mata le hace más fuerte. Se encuentra siempre en su compañía, se relacione con libros, con hombres o pai­ sajes, él honra al elegir, al admitir, al confiar [...] No cree ni en la ‘desgracia’, ni en la ‘culpa5: liquida los asuntos pendientes consigo mismo, con los demás, sabe olvidar -es bastante fuerte-, para que todo tenga que ocurrir de la mejor manera para él. (Ecce Homo 24, 1:2 ; 6:266-67) Esto le permite concluir: “Y bien, yo soy todo lo contrario de un décaden t, pues acabo de describirme a mí mismo” (Ecce Homo 25). Quizás está en lo correcto, pero yo no puedo dejar de pensar que esta definición de “quien ha hecho lo correcto” se aplica perfectamente al Sócrates de las primeras obras de Platón, que sabía siempre lo que era bueno para él y cuyo pla­ cer también terminaba donde veía que algún daño empezaba para él, que siempre estaba consigo mismo, que no creía ni

en la mala fortuna ni en la culpa. Lo que es notable para mí es que un lector tan astuto, observador y sensible como Nietz­ sche no viera el paralelo entre él y Sócrates ¿O sí lo vio? Comparen a Nietzsche, enfermo la mayor parte de su vida (y que hizo de su enfermedad parte de su escritura), con Só­ crates, quien era la encarnación de la salud; Nietzsche cons­ tantemente abrigándose contra el frío en contraste con Sócrates que usaba la misma túnica en el invierno y en el verano y siem­ pre andaba descalzo; Nietzsche, que confesaba que “un solo vaso de vino o cerveza al día basta para hacer de mi vida un Valle de lágrimas’” (EcceHomo 37,11:1; 6:280), y Sócrates, cuya prodigiosa capacidad para la bebida siempre lo mantenía so­ brio; Nietzsche con los ojos entrecerrados tratando de encon­ trar su camino en el mundo y Sócrates, que se enorgullecía de sus ojos saltones que le permitían no sólo ver hacia delante sino también a los lados;84 Nietzsche, que pasó su vida escribiendo frenéticamente, lejos de todos, y Sócrates, quien siempre estaba en público, siempre conversando, y nunca escribió una pala­ bra; compárenlos en estos y en muchos otros aspectos, y la pre­ gunta sobre quién es decadente y quién saludable parece no tener sentido. Quizás todos estos sean nada más que rasgos superficiales. La verdadera salud y la decadencia tal como Nietzsche las en­ tendía dependen de las metas que uno se fija para uno mismo -estabilidad o crecimiento, conformidad o distinción- y del tipo de vida que uno construya. Esto es cierto. Pero incluso así, la diferencia entre Sócrates y Nietzsche resultó ser más tenue de lo que él mismo quería creer. Para tratar de resolver este di­ lema, tenemos que regresar a la pregunta de por qué Nietz­ sche atacó de un modo tan implacable a Sócrates. La razón es que Sócrates fue el único entre los educadores de Nietzsche de quien él nunca estuvo seguro de haberse emancipado. A los ojos de Nietzsche y en sus propios térmi­

nos, Sócrates, independientemente de cualquier otra cosa que pensara sobre él, fue uno de los individuos verdaderamente grandes del mundo. Es verdad que Nietzsche también creía que, aunque era un individuo, Sócrates había creado una concep­ ción universalista de la vida humana que se convirtió en el em­ blema de una cultura que Nietzsche detestaba. Pero quizás esto es lo que les pasa a todos los grandes individuos. No importa cuánto nos anticipemos y nos defendamos contra la apropia­ ción dogmática de nuestra vida, de nuestro yo, nunca podemos estar seguros de prevenir esta apropiación. Nietzsche luchó más apasionadamente que ninguno de los filósofos del arte de vivir para tratar de que sus opiniones, sus valores, su vida fueran inolvidablemente suyos y no modelos para el resto del mundo. Trató de convencer a sus lectores de que cuando la cuestión se trataba de cómo se debe vivir (tal como la había formulado Sócrates) era más importante ser admirable que convincente.85 Pero él sabía que no tenía control sobre el futuro, que en este respecto los grandes individuos están a merced de sus segui­ dores. En muchos casos, estos son sus lectores, que pueden tomar los puntos de vista de los grandes individuos y tratar de aplicarlos dogmáticamente, como si hubieran sido creados para todos. Pero, además de esto, Sócrates estuvo a la merced de su propio autor, quien creó uno de los más grandes sistemas fi­ losóficos universalistas de la historia. ¿Qué tal si el propio pro­ yecto de Sócrates no había sido después de todo tan diferente del de Nietzsche? ¿Qué diría esto acerca de la propia obra fi­ losófica de Nietzsche? Se podría argumentar que Sócrates y Nietzsche difieren más profundamente debido a que Nietzsche articuló un modo de vida en el cual nuestras propias acciones siguen, esencialmente y sin esfuerzo, a nuestra propia naturaleza, mientras, como nosotros vimos, Sócrates siempre tenía que apelar a las razo­ nes para forzar -escoger y justificar—su vida. ¿Se puede decir

realmente esto de Sócrates? Hemos visto que las primeras obras de Platón muestran que Sócrates pasó su vida buscando la téc­ nica o el conocimiento especializado de la naturaleza de la arete que podía haberle dado una razón a sus acciones. Pero ya que este fue un conocimiento que él nunca adquirió, sus acciones, que Platón representa como invariablemente morales y co­ rrectas, no fueron producidas por tales razones; ellas constitu­ yen un misterio: no tienen una fuente que les sirva de fundamento. Ser capaz de hacer siempre lo correcto sin dudar o sin razón que lo justifique, es, sin embargo, exactamente lo que Nietzsche elogia cuando define una acción como instin­ tiva. Y si este es el caso, tiene también que ser verdad que, cua­ lesquiera hayan sido sus opiniones teóricas, Sócrates tuvo éxito en vivir instintivamente como Nietzsche había afirmado que él mismo había vivido. Y ya que Nietzsche, en mi opinión, algunas veces sospechaba que este era el caso, Sócrates constituía un inmenso problema para él. Nietzsche asumió que su proyecto estaba destinado, por un lado, a ser un ataque a la filosofía tradicional, dogmá­ tica, y, por otro, a constituirse en un esfuerzo consciente para crearse a sí mismo como un individuo inimitable. Pero él nunca estuvo seguro de que su propio proyecto no era igual al del personaje que animaba la tradición contra la cual él se definía a sí mismo. Por lo tanto, nunca pudo estar seguro de que su proyecto no fuera el mismo de la tradición que denunciaba. ¿Era él quizás, tenía que haberse preguntado Nietzsche, juez y parte de la filosofía de la que quería disociarse? ¿No sería Só­ crates, en realidad, el aliado de Nietzsche y no parte de la tra­ dición contraria? Y si él era un aliado, ¿qué significado tenía esto para la originalidad del proyecto de Nietzsche? ¿Puede uno li­ berarse de la filosofía y de Sócrates mientras esté escribiendo sobre ellos, aunque sea sólo para condenarlos?

El problema de Sócrates para Nietzsche estaba vinculado a todas estas preguntas, y nunca pudo resolverlo de un modo sa­ tisfactorio para él. Ecce H om o empieza con un reconocimiento de la gratitud de Nietzsche hacia toda su vida, debido a lo que había logrado en los últimos tres meses y también, por su­ puesto, debido a todo lo que lo había llevado a este momento de su vida. Pero la gratitud de Nietzsche hacia la totalidad de su vida parece detenerse ante la figura de Sócrates, a pesar de que Sócrates fue una de las partes más importantes de su vida. Esto se debe, creo, a que Nietzsche se sentía tan cercano y en tal competencia con Sócrates que el hecho de hacerle un homenaje le podría parecer a Nietzsche como un recono­ cimiento de que él mismo no era, después de todo, quien de­ cía ser. La actitud de Nietzsche hacia Sócrates era, entonces, funda­ mentalmente ambivalente. Sócrates no era ni su modelo ni su villano.86 Su constante problema, que siempre lo atormentaba, radicaba en que él nunca podía estar seguro de que la fea cara de Sócrates no fuera después de todo más que un reflejo de la suya.87 Podía el gran ironista, en quien Sócrates había dis­ cernido tres almas diferentes,88 tener todavía otra alma, que no era tan diferente de la de su gran oponente. ¿Podía Sócra­ tes haber sido un creador de sí mismo al estilo de Nietzsche? Pero esto haría de Nietzsche un creador de sí mismo a la manera de Sócrates. ¿Qué quedaría entonces de Sócrates para que Nietzsche pudiera luchar en su contra? Creo que todavía quedaba mucho, especialmente Platón y la imagen de Sócra­ tes en sus obras de la etapa intermedia que Nietzsche, para su propio interés, identificaba con el original detrás del reflejo. Además, Nietzsche podía haberse dado cuenta de que al seguir a Sócrates, todavía estaba creando una vida propia y muy di­ ferente a la de Sócrates, que al seguir imitando el ejemplo de Sócrates, él continuaba construyendo su propia ejemplaridad.

(como lo hizo el propio Sócrates). Pero también me gustaría pensar que pudiera haber habido momentos en su vida cuando Nietzsche hubiera disfrutado simplemente al Sócrates de los pri­ meros diálogos de Platón y hubiera sido capaz de apreciar un pasaje que él había escrito años antes que denunciara a Sócrates como el mayor enemigo de la vida. Permítanme terminar ci­ tando este pasaje, especialmente porque nos trae de vuelta a donde empezamos: Sócrates- De seguir así las cosas, llegará un día en que para avanzar en el terreno de la moral y de la razón, en lugar de la Biblia, se recurrirá a los Memorables de Sócrates y se conside­ rará a Montaigne y a Horacio como iniciadores y guías para en­ tender a ese sabio mediador, el más sencillo e imperecedero de todos, que fue Sócrates. En él convergen las más dispares reglas filosóficas, que son, en última instancia, las reglas de los distintos temperamentos, fijadas por la razón y la costumbre, todas las cuales apuntan a la alegría de vivir y al goce que se siente de uno mismo; de donde se podrá deducir que lo más original ele Sócrates fue que participó de todos ios tempera­ mentos .89 (El caminante y su sombra 81-82, 86; 2:591-92) Pero participar en todos los temperamentos es no participar en ninguno; ser una página en blanco, no tener casi ningún tipo de cara, no importa cuán pronunciados los propios rasgos pue­ dan ser. Y esto nos trae de regreso, una vez más, a Sócrates, cuyo silencio he tratado de escuchar entre sus muchos ecos.

6. Un destino para la razón de Sócrates: Foucault y el cuidado de sí

Lo que recorre todo el ciclo de textos vinculados a la muerte de Sócrates es el establecimiento, lafundación, en su naturaleza- específicamente no política, de una forma de discurso que se ocupa principalmente del cui­ dado de sí. Conferencia en el Collége de France, 15 de febrero de 1984

M ic h e l F o u c a u lt,

Nietzsche nos dejó dos retratos de Sócrates- su primer retrato, el montaignesco, jovial y silente Sócrates de las Consideracio­ nes intempestivas y de H um ano, dem asiado humano\ y la de­ cadente, pesimista, truculenta figura de sus obras tardías, cuyas últimas palabras revelaron que había sufrido la vicia como una enfermedad. Aunque el primer Sócrates es mucho más agra­ dable, Nietzsche necesitaba construir esta última, negativa fi­ gura, debido a que sus propios sentimientos hacia Sócrates eran profundamente ambivalentes. Nietzsche nunca pudo estar se­ guro de que él y Sócrates no estuvieran involucrados en el mismo proyecto de autocreación. Y si lo estaban, si después de todo eran aliados y no enemigos, la originalidad e importan­ cia de su propio proyecto podría parecer cuestionable. Y lo que es aún más arriesgado, su tarea individualista corría el peligro de venirse abajo ante la visión dogmática que afirma que sólo un único tipo de vida es buena para todos los seres humanos. Nietzsche hacía a Sócrates responsable de esta visión y creía que su misión era luchar en contra de ella y desenmascararla.

La interpretación de Nietzsche de las últimas palabras de Só­ crates: “Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Así que pá­ gaselo y no lo descuides” (F edón 118a7-8) se había hecho canónica.1Michel Foucault llegó a estas palabras casi al final de su vida.2 Las encontró difíciles de entender. En particular, es­ taba confundido por el hecho de que las últimas palabras de Sócrates eran el término griego para “olvidar”, “desatender” (áixzXeXv)' Esta expresión, en varias formas, está etimológica­ mente conectada a través del Fedón, así como también en la Apología y en el Critón, con el tema del cuidado de sí (éamou é7iijneXeta0ai), que es central en estas tres obras. ¿Por qué, se preguntaba Foucault, este importante término es ahora usado “no para el alma, la verdad o la sabiduría sino sólo para un gallo?”.3 Foucault reconoció que estuvo perturbado por esta pre­ gunta hasta que leyó la interpretación que Georges Dumézil hizo de esta línea de Platón.4 Fue a partir de esta lectura cuando Foucault pudo hacer una interpretación radicalmente nueva de esta frase de Sócrates y de su actitud hacia la filosofía y la vida. Foucault empieza su nueva interpretación repitiendo la pre­ gunta de Nietzsche en La gay a ciencia: “¿Es posible? Un hom­ bre que fue tan alegre como un soldado, un hombre así, ¿era pesimista?” (244-245, 340, 3:569). Pero mientras Nietzsche res­ pondía que con estas últimas palabras Sócrates finalmente re­ velaba el oscuro secreto que llevó dentro de sí toda su vida, Foucault se niega a aceptar tal interpretación negativa de Só­ crates. Foucault afirma que el Sócrates pesimista de Nietzsche no se adecúa a la figura que encontramos en el propio Fedón o en la Apología, de lo que podemos deducir que Foucault no distingue (como yo lo haría) el Fedón cronológica y filosófica­ mente de la Apología. Por lo tanto, concluye que Platón no po­ dría haber usado las últimas palabras de Sócrates como una indicación de que la vida es una enfermedad, que la salud sólo puede ser encontrada en el otro mundo.

Permítanme empezar mi propia interpretación del Sócrates de Foucault prestándole atención a su versión de las últimas palabras de Sócrates. Foucault está de acuerdo con que Sócra­ tes tiene que estarse refiriendo a una enfermedad, que esta es la única interpretación posible de la referencia al sacrificio para Esculapio.5 Pero si la enfermedad que Sócrates tiene en mente no es la propia vida, ¿qué puede ser entonces? Foucault se apro­ xima a la pregunta a través de Dumézil, quien señaló que Só­ crates no le dice a Critón que ^yo le debo un gallo a Esculapio” (como Nietzsche, entre muchos otros, había siempre asumido), sino que nosotros le debemos un. gallo a Esculapio.6 La deuda es colectiva: Sócrates y Critón, y quizás otros también, le deben el gallo juntos a Esculapio. ¿Cuál es esa deuda colectiva? Ya que Sócrates le dirige sus últimas palabras a Gritón, Fou­ cault asume que parte de la respuesta a la pregunta se encuentra en el diálogo del cual Critón es protagonista. En esta obra, Cri­ tón visita a Sócrates en su celda y trata de convencerlo de que se escape de la cárcel y evite su ejecución al apelar a lo que otras personas pensarán de él por abandonar a sus hijos, o de sus amigos por abandonarlo a él ( Critón, 45a-46a). Sócrates res­ ponde que sólo se debe prestar atención a las opiniones co­ rrectas, independientemente de que estas sean mantenidas o no por la mayoría de las personas (46b-47a). Cuando cuidamos de nuestro cuerpo no escuchamos lo que dice todo el mundo, sólo prestamos atención al consejo de los doctores o a los pro­ fesores de gimnástica. El consejo de los inexpertos nos causa daño y al final destruye (8ioAAa)gi) nuestro cuerpo (47a-47c). Por eso, cuando estamos preocupados por problemas más im­ portantes como la justicia, la nobleza y la bondad, tal como sucede en ese momento, tenemos que escuchar no a la mayo­ ría sino a los expertos (si estos existen) (47dl~d2). Si no hace­ mos esto, corromperemos y dañaremos (SiacpGepoüjaev... ko c 'i taoprjaójj£0a) la parte nuestra que se enriquece con la justicia

y es destruida por la injusticia: nuestra alma (47c8-d5). Y si, como tocio el mundo sabe, no vale la pena vivir con un cuerpo corrupto (SiecpOapjuévov), mucho menos vale la pena vivir con un alma corrupta (8i£(p0apjj¿vr|).7 No debemos, entonces, pres­ tar atención a lo que otras personas dicen, debemos discutir la cuestión de la fuga con nosotros mismos, con nuestros ojos mirando no hacia las opiniones sino hacia la verdad (48a5-ll). Sócrates y Gritón han dialogado, Gritón ha perdido el argu­ mento, y Sócrates se ha quedado en la prisión para morir. Foucault afirma que la comparación de Platón entre la en­ fermedad del cuerpo y la del alma sugiere que el alma se encuentra enferma cuando tiene ideas que no han sido exa­ minadas y puestas a prueba en función de su verdad: “Sin duda, esta no es una enfermedad que puede ser tratada con proce­ dimientos médicos. Pero si es verdad que es producida por las opiniones falsas, por las opiniones de todos y de nadie, entonces es la opinión reforzada por la verdad , el logos correcto, para ser más exactos, el logos que caracteriza la phronesis [la sabiduría], el que podrá prevenir esta corrupción o le permi­ tirá al alma regresar a un estado saludable desde un estado corrupto” (6l). Foucault consistentemente describe la Apología, el Critón y el Fedón como un único ciclo relacionado con la muerte de Só­ crates (eg., 3, 5, 40). La íntima conexión que él piensa que existe entre el Fedón y el Critón le permite afirmar que las últimas pa­ labras de Sócrates se refieren a la enfermedad de la que Cri­ tón fue curado en el curso de su diálogo con Sócrates, a saber, su falsa creencia, engendrada por su fe en la opinión común, de que era adecuado para Sócrates escapar de la prisión. Só­ crates y Critón, por lo tanto, estaban agradecidos a Esculapio porque Critón se había dado cuenta de que era correcto para Sócrates someterse a las leyes de Atenas.

No resulta obvio que una falsa creencia sea una enfermedad, y muchos menos una enfermedad del alma. Para respaldar su afirmación, Foucault señala que cuando los que estaban reu­ nidos alrededor de Sócrates, el día de su ejecución, estaban a punto de desanimarse por la fuerza de los argumentos de Simmias y Cebes contra la inmortalidad del alma, Sócrates los curó (íáaaxo) y los convenció para que continuaran la discusión (.Fedón, 89c). Foucault también llama la atención sobre la opi­ nión de Sócrates de que un argumento que es planteado co­ rrectamente lleva al tipo de salud (byi&q 8%eu)) que todos ellos deben desear: sus amigos siendo conscientes del resto de sus vidas, él siendo consciente de su muerte inminente. “Estos dos textos”, concluye Foucault, “confirman [...] perfectamente el téma del Critón, que una opinión formada incorrectamente es como una enfermedad que afecta el alma, la corrompe, le quita la salud y de la cual'debemos ser curados” (67). Pero si es falsa la creencia de que Sócrates debe escapar, y, por lo tanto, la enfermedad que conlleva es sólo de Critón, ¿por qué Sócrates usa el plural cuando se refiere a la deuda con Esculapio? ¿Por qué la deuda con los dioses por la cura de Cri­ tón también es la deuda de Sócrates? Foucault responde, pri~ mero, que Sócrates tiene una relación tan íntima con sus amigos que si uno de ellos sufre, él sufre también. Esta es una respuesta débil: es arbitraria y especulativa, ninguna evidencia la sostiene. En segundo lugar, afirma que ya que Sócrates corre el riesgo de ser infectado por una falsa creencia mientras esté vivo, la enfermedad de Critón es también potencialmente la suya. Pero esto supone que Sócrates no ve la muerte como una cura que lo purga de toda falsa opinión; ya que puede morir, y proba­ blemente morirá, con muchas falsas creencias todavía en su alma, la muerte sólo puede servirle para protegerse de cual­ quier infección ulterior. En ese caso, no debe agradecer al dios por una cura que es incapaz de efectuar. En tercer lugar, Fou-

cault afirma que la victoria del error es la derrota de todos, no sólo de la persona que está en el error. Pero esto supone que una falsa creencia, aparte de dañar a la persona que la porta, también afecta a la persona que no la acepta, o que, poten­ cialmente, no acepta ninguna falsa opinión. Y esto no con­ cuerda con la opinión de Sócrates, expresada en la Apología (30c-d), “no creo que naturalmente esté permitido que un hom­ bre bueno reciba daño de otro malo”, y su pronunciamiento de que si sus jueces aceptan las mentiras de sus acusadores y lo condenan se dañarían más a sí mismos de lo que lo dañarían a él. No puedo aceptar, por lo tanto, la idea de Foucault de que la enfermedad que Sócrates tiene en mente es la falsa opinión de Critón; tampoco puedo creer que si Sócrates usa el plural es porque cree que la enfermedad de Critón también es la suya. El caso de Foucault contra la interpretación ultraterrena de las últimas palabras de Sócrates sería más fuerte si el F edón nunca presentara la vida como una enfermedad. Foucault da dos razones para demostrar que no es así. El primero es el pa­ saje donde Sócrates afirma que el suicidio es incorrecto porque los dioses son los que cuidan (émjLieAowtai) de nosotros y no­ sotros los seres humanos somos sus posesiones, y las posesio­ nes -“Continúa- no tienen derecho a matarse a sí mismas sin el permiso de sus dueños (62b-c). Foucault afirma que el voca­ bulario del “cuidado” es siempre positivo, y sugiere no la vigi­ lancia de unos guardias de prisión sino la preocupación de los padres: “Es imposible, por lo tanto, acoplar la idea de que la vida es una enfermedad de la cual nos liberamos a través de la muerte con la idea de que en este mundo los dioses están preocupados por nosotros y nos protegen” (51). Sin embargo, en realidad, cuidado (e7iiiLiéXeia) y enfermedad de ninguna ma­ nera se excluyen entre sí. Por el contrario, los términos se apli­ can regularmente a los doctores cuando tratan a sus pacientes; el mismo Platón lo usa en ese contexto.8 Nada impide, enton­

ces, que Platón use el vocabulario del cuidado para describir una vida de la que puede estar convencido que es una enfer­ medad. La segunda razón de Foucault para pensar que Platón no puede creer que la vida sea una enfermedad es que Sócrates cree que en el otro mundo' encontrará “no menos que en este” buenos maestros y amigos ( Critón, 69e). Y aunque esos nue­ vos maestros y amigos serán, sin duda, mejores que nuestra compañía actual, “esto no significa que somos como enfermos que tratan de liberarse a sí mismos, de curarse a sí mismos de sus enfermedades” (51). Esto es cierto. Pero aunque la con­ cepción de Sócrates no supone necesariamente que la vida es una enfermedad, es perfectamente compatible con esta idea: una persona enferma puede siempre tener perfectos maestros y compañeros, aunque ellos no siempre puedan efectuar una cura perfecta o incluso algunas veces no puedan lograr ningún tipo de cura.9 Desde mi punto de vista, la animosidad del Fedón hacia el cuerpo es tan intensa, tan apasionada, que es difícil creer que Platón esté pensando en la vida -e l tiempo durante el cual el alma está atrapada en el cuerpo™ como cualquier otra cosa que no sea una enfermedad. Pero a pesar de mis desacuerdos con él, creo que la interpretación de Sócrates expuesta por Foucault es tan sugestiva como importante y que su propia concepción de la filosofía, que lo coloca en una posición sólida dentro de la tradición del arte de vivir, debe ser central a nuestro propio entendimiento de las posibilidades futuras de esta disciplina. Mucho de lo que él dice es verdad. Su retrato de Sócrates me­ rece ser contemplado. Su visión de la filosofía merece ser re­ tenida. “Aquellos que filosofan correctamente se están preparando ellos mismos para la muerte”, dice Sócrates mientras explica cómo el cuerpo priva al alma del verdadero conocimiento y la

virtud (Fedón, 64a4-6; cf. 81al-2). Para pensar filosóficamente, para vivir filosóficamente, nos tenemos que distanciar del cuerpo tanto como sea posible y confiar solamente en las ha­ bilidades del alma. Ya que la muerte es la definitiva separa­ ción del alma del cuerpo, vivir filosóficamente es prepararse para la muerte, vivir tan cerca de la muerte como nos permite el hecho de estar vivos (64c4-5,64d4-5).1() La virtud vulgar, la virtud de los amantes del cuerpo (cpiAx^acojiiaToi), como opuesta a la virtud del alma que poseen los filósofos, “no tiene nada sano ni verdadero”.11 Incluso sólo este enunciado muestra la creencia de Platón en una explícita conexión entre la vida cor­ poral y la enfermedad. De un modo más fuerte, en el Gorgias había apelado al lema órfico: “el cuerpo es una tumba” (acojua Grjjua, 493a 1; cf. Grátilo, 400c 1). Platón no adopta aquí simplemente la visión de que la vida es una enfermedad sino la posición mucho más pesi­ mista que afirma que la vida es de hecho una forma de muerte. El cuerpo, escribe en el Fedón, es el principal obstáculo a la sa­ biduría, ni incluso la vista y el oído, sus más refinados instru­ mentos, pueden mostrarnos la verdad. Sólo cuando el alma piensa racionalmente, por ella misma, libre de las ataduras del cuerpo, podemos alcanzar la verdad dentro de nuestro preca­ rio entendimiento. El pensamiento racional, independiente­ mente del cuerpo, es la esencia de la filosofía y la sustancia de la vida filosófica. Platón había creído durante toda su vida que la mayoría de las personas vive sumida en el error y en el prejuicio: este es el sustrato del elencbos a través de los diálogos socráticos. El Fedón, sin embargo, introduce una idea radicalmente nueva. Platón no se limita a mostrar, como había hecho antes, nues­ tra susceptibilidad al error. Por primera vez, trata de explicarla y considera la corrupta naturaleza del cuerpo como la causa. Pero si piensa que el cuerpo es la fuente del error, Platón puede

perfectamente creer que la muerte, cuando el alma al fin se emancipa del cuerpo, liberará a Sócrates de las falsas creen™ cias que inevitablemente tiene, como todo ser corporal Y aun­ que la vida y la falsedad están inextricablemente conectadas, la falsa creencia no es propiamente la enfermedad que sufre Só­ crates. La enfermedad es la propia vida: el encarcelamiento del alma en el cuerpo. La falsa creencia es, para decirlo de al­ guna manera, el principal síntoma de la enfermedad. ¿Cómo este síntoma puede ser corregido? Este síntoma es corregido, hasta el punto que lo puede ser, a través de la filosofía: una preparación para la muerte, lo re­ pito una vez más. Practicar la filosofía supone la dedicación a superar la mayor cantidad posible de ideas falsas y acercarse más a la verdad que el resto de las personas; es permitir que nuestra vida sea gobernada por el alma y en tal sentido alejarse lo más posible de una vida ordinaria. Las últimas palabras de Sócrates también aluden al hecho de que la filosofía lo ayudó, a él y a sus asociados, a acercarse a la cura, en el mayor grado posible que le es permitido a un ser que lleva una vida cor­ poral. Pero la propia idea de que Sócrates tiene asociados fi­ losóficos con quienes comparte su visión sobre el cuerpo, el alma y el mundo inteligible es nueva en Platón. Los diálogos de Platón contienen muchos personajes que sienten simpatía por Sócrates, pero ninguno de ellos, incluso Nicias, puede ser considerado, en sentido estricto, su discípulo. El grupo reunido alrededor de Sócrates en el F edón refleja el propio desarrollo de Platón y su expansión del sistema socrático hacia un sistema que puede ser comunicado de una persona a otra en términos más o menos explícitos. La idea de que Sócrates ahora tiene discípulos filosóficos también nos permite retener el objeto plu­ ral de sus últimas palabras y aun aceptar la interpretación ultraterrena de Nietzsche. Los amigos, los parientes, el grupo filosófico (exatpía) debe estar también agradecido al dios por

haber curado a uno de ellos. Esta es la razón por la cual la deuda es colectiva. Foucault identificó la enfermedad de Sócrates con la falsa creencia y se preguntó cómo él y sus asociados ya se habían curado de ella (71). En mi caso, la identifiqué con la propia vida, pero debido a que considero que el error, la falsa creen­ cia y las opiniones no examinadas son síntomas de esa enfer­ medad, me preguntaba de qué forma los amigos de Sócrates se acercaron a la cura que fue Sócrates (y sólo Sócrates), quien es­ tuvo a punto de obtenerla completamente. Nuestra respuesta es la misma: la cura es lograda a través del proceso de cuidarse a sí mismo (ércijiétaia éamou), esta constituye la principal tarea de la filosofía. Este es el tema central de todos los primeros diá­ logos de Platón, y recibe una expansión radical en el Fedón. El cuidado de sí en la Apología y el Laques es el tema cen­ tral de las conferencias finales de Foucault. Foucault empieza su discusión de la Apología, diálogo en el que centraré mi aten­ ción en lo que sigue, con el pasaje en el que Sócrates le dice a los atenienses que su tarea ha sido convencer a cada uno de ellos, como un padre o un hermano mayor, de preocuparse de la vir­ tud (hii\x¿kEiaQai ápexrjc;). Sócrates reconoce que puede pare­ cer extraño que, si su tarea era tan importante como dice, los haya amonestado en privado; ¿por qué no trató de comuni­ cársela a sus conciudadanos, como miembros de una comu­ nidad? ¿Por qué rehuyó involucrarse en los problemas públicos, en política? Responde que su voz divina ( daim on ion ), la cual ocasionalmente le habla y lo exhorta a rehuir cierto tipo de acción, le previno de hacer eso. La voz, continúa, estaba en lo correcto: si hubiera tratado de jugar un rol político, la ciudad lo habría condenado a muerte hace ya mucho tiempo y esto no hubiera beneficiado ni a él ni a los atenienses. Sócrates justifica sus decisiones apelando a dos episodios de su vida en los que estuvo en peligro debido a su intervención

en la política. Pero Foucault señala que estos episodios son muy ambiguos: ellos socavan a la misma vez que confirman su afir­ mación de que el riesgo ele la muerte lo mantuvo alejado de la política. En ambos episodios, Sócrates tomó una posición pú­ blica contra el prevaleciente sistema político (democracia en un caso, los treinta tiranos en el otro) porque pensó “que debía afrontar el riesgo con la ley y la justicia antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a vosotros, que estabais deci­ diendo cosas injustas” (Apología, 32c 1-3). Los ejemplos mues­ tran que involucrarse en política puede ser peligroso pero también que el miedo a la muerte no detiene a Sócrates de hacer lo que pensaba era lo correcto. ¿Fue entonces, realmente, el miedo a la muerte de Sócrates la razón real para no involucrarse en política? Sí y no. No, por­ que no fue precisamente el miedo a la muerte lo que lo man­ tuvo apartado de la vida pública: sus ejemplos muestran que no tenía miedo de arriesgar su vida por la búsqueda de la con­ ducta correcta. Sí, porque, como afirma Foucault (16), si él hu­ biera muerto no hubiera sido útil a los atenienses, ni -yo añado con Sócrates- a él mismo.12 La voz de Sócrates lo mantuvo fiel a “su divina misión”, esta misión era personal, la política era irrelevante para él.13 La misión de Sócrates es una empresa totalmente nueva den­ tro del mundo ético e intelectual de Atenas. Esta misión tiene dos rasgos centrales. Primero se requiere que uno asuma la tarea de decir siempre la verdad, incluso cuando no es del agrado o es considerada de mal gusto por nuestra audiencia. Esta es la versión de la compleja noción griega de p a r e s ía que Foucault estudió con algún detalle en los últimos dos años de su vida.14 Parresía, que quiere decir literalmente “decirlo todo”, era usada tradicionalmente para describir la actividad de cier­ tos individuos quienes se dirigían a la ciudad y al monarca y los confrontaban con verdades difíciles de aceptar. Era, gene-

raímente, una categoría política. Según Foucault, fue Sócrates quien por primera vez extendió el concepto y la práctica de la p arresía a la comunicación entre individuos, uno de los cua­ les -e l que dice la. verdad- es usualmente (como pasaba fre­ cuentemente en el contexto político también) de un rango inferior a su interlocutor. Esta confrontación entre individuos constituye un nuevo modo de decir la verdad, es el modo de decir la verdad asociado no con la política sino con lo que hemos llegado a conocer como filosofía. En la persona de Só­ crates, la filosofía emergió como la actividad a través de la cual un individuo confronta a otro con una importante verdad que frecuentemente no es bien recibida. La filosofía, de acuerdo con la interpretación de Foucault, em­ pezó no tanto como un esfuerzo para presentar algunas doc­ trinas generales acerca del mundo o nuestro conocimiento de él: su propósito era, más bien, cambiar la vida de las personas a un nivel individual. La opinión de que la filosofía fue en los tiempos antiguos primariamente un modo de vida y no una ac­ tividad teorética ha sido convincentemente expresada por Pie­ rre Hadot, quien tuvo una considerable influencia sobre el propio pensamiento de Foucault. No es necesario decir que la teoría nunca estuvo tan lejos y en muchas ocasiones estuvo mucho más cerca de lo que creía Pierre Hadot. Los filósofos griegos, desde Sócrates hasta los neoplatónicos (con la posi­ ble única excepción de los escépticos), estaban generalmente comprometidos con muchas opiniones doctrinales, pero estas eran frecuentemente instrumentos en su esfuerzo para vivir una buena vida y no puramente objetos de investigación en sí mis­ mos.15 A fin de cuentas la vida filosófica era buscada no tanto por los propios individuos como por los miembros de una es­ cuela distintiva.16 Pero Sócrates, al menos en la Apología, insiste en que nunca estableció una escuela y que asumió su divina misión completamente por sí mismo. Se dirigía a los individuos individualmente y sólo como individuos.

El primer rasgo de la misión, de Sócrates es, entonces, su in­ tento individual de enfrentar a otros individuos con algunas ver­ dades potencialmente perturbadoras acerca de ellos mismos. En la A pología. Sócrates describe su práctica en términos ge­ nerales, aunque también la ejemplifica al decirle a la corte un número de cosas que no son para nada de su agrado. En el Laques, la práctica real de la p a rresía se convierte en un tema central.17 La parresía filosófica de Sócrates exhibe tres rasgos cruciales. Primero, su origen es muy tradicional: surge de una fuente di­ vina, el oráculo délfico, donde se dice que Sócrates es el más sabio de los hombres CApología, 20e6-21a8). Sin embargo, la reacción de Sócrates ante el oráculo no es tradicional. No es­ pera por su cumplimiento o hace un esfuerzo por interpre­ tarlo y luego evitarlo; lo que pasa, por ejemplo, en el Edipo Rey y en el /on.18 La reacción de Sócrates al oráculo consiste en una búsqueda (£í]Tr|oi<;) y en una prueba; de hecho la palabra apli­ cada por él en su tratamiento del oráculo es la misma (é5téy%£iv) que refiere a su usual práctica dialéctica de la refutación, el elen­ chos. Sócrates no interpreta el oráculo; lo discute para poder determinar si es o no verdad.19 En segundo lugar, la prueba a la cual Sócrates somete al orácu­ lo consiste en el examen (é£er<x£eiv) que él les hace pasar a sus conciudadanos para determinar si de hecho ellos lo sobrepa­ san en sabiduría. Si alguien es más sabio, entonces el oráculo habrá sido refutado. Probar al oráculo es por lo tanto probar las almas de los atenienses. Es un esfuerzo por ver qué saben y qué no saben, especialmente acerca de ellos mismos, un careo de sus almas con la de Sócrates, quien, por lo tanto, se con­ vierte, según las palabras de Foucault, en la piedra de toque (píxaavcx;) por la cual el valor de estas almas es probado.20 En tercer lugar, la prueba a la que Sócrates somete al oráculo, consistente en el elen chos, crea gran hostilidad, cuya conse­

cuencia principal serán los cargos que muy pronto le causa­ rán su muerte.21 Pero los peligros de su misión no previenen de ninguna manera a Sócrates de perseverar en ella. Un rasgo crucial, entonces, de la parresía socrática es el riesgo de muerte, el riesgo que, según él mismo, lo prevenía de jugar un rol po­ lítico se encuentra en el centro ele su propia empresa; debemos permanecer fieles a la tarea que nos ha sido asignada: “arries­ garse sin tener en cuenta ni la muerte, ni cosa alguna, más que la deshonra” CApología 28d8~10). Foucault, quien define la p a ­ rresía como el coraje de la verdad, el coraje de decir la ver­ dad, describe a Sócrates como un soldado que se mantiene siempre en su puesto, defendiéndose a sí mismo y a sus con­ ciudadanos (26-27). La importancia de la parresía es, por lo tanto, el primer rasgo central de la misión de Sócrates. Pero la p arresía tiene un pro­ pósito específico, y este propósito constituye el segundo rasgo de su misión. Este propósito es cuidar a sus conciudadanos como un padre o un hermano mayor para mostrarles a ellos que lo importante no es el dinero o la reputación sino el cui­ dado de sí mismos (ém^ieJteTaBai áamoi)); no una preocupación por el mundo sino por la sabiduría, la verdad y su propia alma ((ppóvriaiQ, áA,f|0eia? \|A)%f|). Sócrates proponía que sus conciu­ dadanos cuidaran de sí mismos, y Foucault define tal cuidado como el uso de nuestra propia razón para descubrir quiénes somos y cómo podemos ser mejores (28). La divina voz que previene a Sócrates de practicar política, por lo tanto, marca una distinción inmensamente importante. Coloca en un lado la parresía tradicional, la política, la práctica pública de decirles la verdad a los gobernantes y a los conciu­ dadanos, una verdad que probablemente no desearan escuchar y la cual podría atraer el castigo a quien la dijera. Coloca, en otro lado, una práctica diferente de decir la verdad, de un ca­ rácter más privado, tan arriesgada y peligrosa como el propio

destino de Sócrates atestigua (31). Según Foucault, la voz di­ vina de Sócrates inaugura la práctica de la filosofía. La filosofía es diferente de otros modos establecidos de decir la verdad: la profecía, la sabiduría de los sabios y la enseñanza de los expertos. A diferencia del profeta, del adivino o de la persona ordinaria que recibe un oráculo, Sócrates, como hemos visto, no asume sin crítica la predicción divina. A diferencia de los sabios, que intervienen sólo cuando es necesario, Só­ crates, para decirlo de alguna manera, nunca abandona su puesto.22 Y lo que es más importante, a diferencia de los ex­ pertos, Sócrates no transmite lo que sabe o piensa, o pretende conocer, a otros. No tiene conocimiento que comunicar. Como bien dice Foucault, les muestra con gran coraje a otros lo que desconocen y que deben prestar atención a sí mismos: “Si cuido de ustedes”, escribe Foucault, identificando de un modo ex­ traño su voz con la de Sócrates, como lo hace a través de sus conferencias, “no es para transmitirles un conocimiento del que ustedes carecen, sino que al darse cuenta de que no saben nada, aprenderán, por lo tanto, a cuidar de sí mismos” (35-36).23 Hemos visto que Foucault lee la Apología, el Critón y el Fedón como un solo ciclo cuyo tema es la muerte de Sócrates. Esta­ blece un brillante lazo temático entre estos textos al conectar el tema del cuidado (éjnjiéAfita) con la idea de la familia. Hemos visto que en la A pología Sócrates se refiere a sí mismo como un padre o un hermano mayor de sus conciudadanos. Pero el tema de la familia aparece de nuevo al final del diálogo, cuando, después de haber sido condenado a muerte, Sócrates se des­ pide de ellos. Les pide un favor. Desea que sus conciudada­ nos traten a sus hijos de la misma manera que él los trató a ellos, tienen que reprenderlos si se preocupan por cualquier otra cosa que no sea la a reté (émjaeÁ,eib0ai áp£Tr¡(;) y repro­ charles en caso de que no se preocupen por las cosas correc­ tas (croic émjLi8?io\)VToti obv 5eT) o si creen que merecen ser

elogiados cuando en realidad no lo merecen (4lel-7). Sócrates desea que sus conciudadanos actúen, por su parte, como pa­ dres o hermanos mayores de sus propios hijos, que asuman, individualmente, el rol que él ha asumido por ellos. En el Critón, el motivo de la familia aparece primero en el ar­ gumento de Critón a favor de ia fuga de Sócrates, basándose en que si Sócrates fuera a morir estaría traicionando a sus hijos. Estaría renunciando a sus responsabilidades con ellos porque no se podría asegurar de que estarían creciendo apropiada­ mente: “Se debe elegir lo que elegiría un hombre bueno y de­ cidido, sobre todo cuando se ha dicho durante toda su vida que se ocupa uno de la virtud” ( Critón 45d6-8). En el curso de su larga réplica a Critón, Sócrates al final muestra que una simple muerte resulta mucho mejor para sus hijos que una supervi­ vencia no honrosa. Además uno de sus principales argumen­ tos para negarse a escapar es que afirma, en su famosa personificación de las leyes de la ciudad, que debe a estas leyes aún más respeto que a sus propios padres. Las leyes han cui­ dado mucho mejor de él de lo que pudieron hacer sus pro­ pios padres y, por lo tanto, no merecen la violencia que su fuga les causaría. La ciudad es su verdadera familia. El tema de la familia también aparece en el Fedón, cuando, cerca de su final, Critón le pregunta a Sócrates por su último deseo con respecto a sus hijos o a cualquier otro asunto: qué pueden hacer para satisfacerlo. Sócrates le responde que ellos deben hacer lo que siempre les dijo: “Que cuidándoos de vo­ sotros mismos Eüjuiov am co v émjaeAxyójaevoi] haréis lo que hagáis a mi agrado y al de los míos y de vosotros mismos, aunque ahora no lo reconozcáis” 0Fedón 115b5-8). El último deseo de Sócrates, provocado por su preocupación por su familia, es que sus amigos cuiden de sí mismos; sólo de esa manera ellos podrán cuidar de sus hijos o, en realidad, de cualquier otra persona. El cuidado de sí, como he expuesto, precede, o quizás constituye, el cuidado del otro. Y Foucault

descubre que el terna del cuidado del yo aparece, en una forma más sutil, tanto al principio de la A pología como al final del Fedón. Ya que en la primera oración completa de la Apología, Sócrates dice que sus acusadores han hablado de un modo tan articulado que casi olvidó quién era realmente (óÁiyov ¿\iax>/zov 8TCeA,a0ó|ar|v 17a3). Si la oratoria puede provocar el ol­ vido del yo, el autoolvido, entonces la parresía, su forma di­ recta y literal de decir la verdad, es un modo de descubrir quién uno es; y que, Foucault arguye, es la meta del cuidado de sí. La apertura de la Apología es, afirma Foucault, por lo tanto, una apertura negativa al tema del cuidado de sí, mientras que el cie­ rre del Fedón es una coda negativa, ya que las últimas palabras de Sócrates a Critón, después de su declaración sobre el sacri­ ficio, son “No olvides” (jiXT| ajueAriaere) -una palabra que deriva de la misma raíz que “cuidado” (émjuiXeia) y sus cognados-. El término, por lo tanto, se remonta, de un modo negativo, ai principal interés de Sócrates por el cuidado, particularmente en relación con el cuidado de sí. La imagen ele Sócrates que tiene Foucault, en adición al lugar central que ocupa el cuidado de sí dentro de ella, consta de otros dos elementos esenciales. El primero, el énfasis que se re­ quiere para decirles a otros verdades que no son placenteras (en el caso de Sócrates, la verdad de que ellos son ignorantes de las cosas más importantes) y para motivarlos a que deter­ minen esa verdad por sí mismos y actúen de acuerdo a ella. La p arresía, como hemos dicho, no es un tema sólo de la A po­ logía sino también del Laques. Este último diálogo, que se re­ fiere a la educación, o el cuidado (émiiéXeia), de los hijos de dos atenienses ricos, con frecuencia apela a la idea de hablar francamente, o de decir exactamente lo que uno tiene en mente, tanto por la propia palabra p a r re sía como en términos más generales. El Laques también se preocupa por el coraje tanto porque la definición de esta virtud es su tema como porque, de

acuerdo a Foucault, el coraje se manifiesta constantemente a través del diálogo en un número de diferentes contextos.24 El coraje es central a la imagen de Sócrates que tiene Foucault. El segundo elemento de esta imagen es la insistencia de Fou­ cault en la utilidad de Sócrates a su ciudad, la importancia de su figura para sus conciudadanos y en el beneficio para sus ami­ gos. La p a rresía socrática es buena para la ciudad como un todo. Y mezclando, una vez más, su voz con la voz de Sócra­ tes hasta el punto de parecer como si él mismo estuviera asu­ miendo el rol de Sócrates, Foucault dice: “Al instigarlos a cuidar de ustedes mismos, estoy siendo útil a la ciudad como un todo. Y si trato de proteger mi vida es importante para la ciudad que lo haga; es importante para la ciudad proteger el discurso que dice la verdad, la valentía inherente al acto de decir la verdad que urge a los ciudadanos a que cuiden de sí mismos”. Creo que Foucault enfatiza la utilidad ele Sócrates, negada por Nietzsche en los más crudos términos, al menos por dos razo­ nes,25 y que Foucault puede haber derivado esta noción de su extensiva lectura de Jenofonte.26 La primera es que Foucault, quien gradualmente comenzó a ver su escritura (su obra) como parte de la filosofía entendida como el arte de vivir, también creía que los filósofos de este tipo, artífices de sí mismos, crea­ ban nuevas posibilidades para la vida útiles al público. Ellos son particularmente útiles para los excluidos, los oprimidos, los grupos que no han podido hablar con su propia voz hasta ese momento. Foucault estaba primariamente, aunque no de ma­ nera exclusiva, interesado en los homosexuales. Y emprendió su proyecto, el cuidado de su propio yo, para desarrollar una voz de la que otros como él se pudieran adueñar en sus mis­ mos términos, y a través de la cual cuidar de sí mismos en la manera en que su propio yo y circunstancias lo reejuirieran. Es­ cribió que, después de todo, estaba tratando de elesarrollar “un modo de trabajar sobre nosotros mismos que nos pudiera per­

mitir inventar -no quiero decir descubrir- un modo de vivir que es aún improbable”.2? Para entender cómo Foucault alcanzó tal posición tenemos que echarle un vistazo a su obra como un todo. Merece la pena seguir este largo camino, aunque pospon­ drá mi examen de la segunda razón por la que Foucault piensa que Sócrates era muy beneficioso para sus contemporáneos. Mi punto de vista acerca de la pertenencia de Foucault a la veta individualista de la tradición de la filosofía como un arte de vivir no deja de ser controvertido. Le tomó a Foucault un largo tiempo, la mayor parte de su vida, llegar a pensarse a sí mismo como un filósofo que siempre había estado interesado en el cuidado de sí y cuyo proyecto, a pesar de sus aplicaciones ge­ nerales, era esencialmente individual. Muchos estarán en de­ sacuerdo con mi interpretación especialmente porque depende, en gran medida, de la comprensión de que el cambio en ge­ neral es posible tanto como deseable; debemos recordar que Foucault fue acusado de negar esta noción, el cambio, durante gran parte de su carrera. Es cierto que por muchos años Foucault tuvo gran suspica­ cia hacia la propia idea de cambio, de producir algo totalmente nuevo, sea en la sociedad como un todo o en un individuo par­ ticular. En muchas de sus obras tempranas, afirmó que todo es­ fuerzo por reformar una institución -la clínica, el manicomio, la prisión- estaba condenado a perpetuarla. En Histoña d e la locura en la ép oca clásica, por ejemplo, argumentó que el re­ emplazo que Samuel Tuke hizo de los lugares de confina­ miento, similares a las prisiones, para los enfermos mentales por los asilos del principio del siglo xix, que debería suponer un modo más humano de tratamiento, simplemente produjo una nueva prisión, una nueva forma de castigo. Parte de las re­ formas de Tuke consistía en hacer a los enfermos responsables de sus propias acciones, pero esto no significaba, argumentaba

Foucault, tratarlos mejor que antes, sino quizás peor. Las pier­ nas de acero y las ataduras de la conciencia son iguales: “libe­ ración de los alienados, abolición de los castigos, constitución de un medio humano, no son otra cosa que justificaciones. Los métodos reales han sido diferentes. En realidad, Tuke ha creado un asilo donde ha sustituido el terror libre de la locura por la angustia cerrada de las responsabilidad; el terror ya no reina fuera de las puertas de la prisión, sino que va a actuar bajo los sellos de la conciencia”28 (223). “[E]l alma”, escribió alguna vez invirtiendo la fórmula platónica que durante los úl­ timos meses de su vida se negó a creer que Sócrates pudiera haber aceptado, “[es la] prisión del cuerpo”.29 Dos premisas centrales gobiernan el pensamiento de Fou­ cault. La primera, que deriva de Nietzsche y que nunca fue abandonada por él, suscribe que la mayoría de las situaciones en que nos encontramos son productos de la historia, aunque nosotros estemos convencidos de que son hechos naturales. Esto no nos deja ver, por un lado, que nuestras propias opi­ niones, hábitos e instituciones son contingentes, y, por otro, que hubo un tiempo en que ellas no existían, y que, por lo tanto, puede llegar un momento en que ya no sean más parte de este mundo. Y aunque muchas de sus afirmaciones históri­ cas han sido criticadas,30 aun así Foucault tuvo una rara habi­ lidad para discernir lo histórico y lo contingente donde otros habían visto sólo naturaleza y necesidad. Fue un maestro para exhibir la emergencia de objetos radicalmente nuevos -la lo­ cura, la enfermedad, incluso la individualidad humana- donde otros sólo detectaban un cambio en la apariencia de realidades imperecederas. La segunda premisa de Foucault, modificada en los últimos años de su vida, fue su incansable suspicacia hacia el progreso. Fue siempre capaz, una capacidad no exenta de ansiedad, de

ver el lado oscuro de todo paso hacia la luz, de captar el pre­ cio que era necesario pagar por todo avance realizado. Y nunca creía que el precio era fácil de pagar. Ya fuera el tratamiento de Tuke y Pinel de los enfermos mentales o las reformas penales de principios del siglo xix, que cambiaron la tortura física por una constante vigilancia, Foucault siempre mostraba el des­ plazamiento de un viejo horror por uno nuevo. La idea central que estas dos premisas generaban se resu­ mía en que tanto los individuos como los grupos formaban parte de una vasta red sobre la cual tenían muy poco control, si alguno; Foucault, además, mostraba la base histórica de esta red, e insinuaba ele un modo oscuro que esta se auto perpe­ tuaba a sí misma. Invirtienclo la fórmula de Clausewitz, algunas veces llegó a afirmar que la política era una guerra continuada por otros medios y que el poder, cuya naturaleza fue uno de los principales temas a lo largo de su escritura, es “una espe­ cie de guerra generalizada la cual asume en ciertos momentos la forma de la paz y del estado [...] la paz sería entonces una forma ele guerra y el estaelo un medio hacia ella”.31 Las primeras concepciones filosóficas de Foucault se oponían en gran medida al existencialimo humanista de Jean Paul Sar~ tre,32 para quien Foucault nunca tuvo palabras amables. “Cuando joven -dijo una vez- era de Sartre, junto con todo lo que representaba, el terrorismo de Les Temps M odernes, de quien me quería liberar.”33 Sartre había afirmado que los seres humanos eran los principales sujetos de su acción, incluso si la propia libertad no es producto de una opción: “El hombre -había escrito en su famosa formulación- está condenado a ser libre”.34 Foucault detestaba esta visión ele las cosas y argüía cjue, lejos ele ser libres, no eran ni los agentes ni los guías de la his­ toria sino simplemente las criaturas de su propia historia. El “su­ jeto” es, él mismo, producto de fuerzas históricas más allá de su control consciente, y diferentes condiciones producen dife­

rentes tipos de sujeto. En sus primeras obras, Foucault afirmaba que lo que somos es una creación de los últimos doscientos años, causada por dispositivos opresivos que expuso en libros como Historia de la locura en la época clásica, El nacim iento de la m irada m édica y Vigilar y castigar y por los cambios en las ciencias humanas que él delineó en Las palabras y las cosas. Su propia formulación, que se hizo tan famosa como la de Sar­ tre, es la siguiente: El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y qui­ zás también su propio fin. Si esas disposiciones desaparecie­ ran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran como lo hizo a finales del siglo xvm el suelo del pensamiento clásico, en­ tonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena.35 La posición de Foucault era extremadamente radical. Su sus­ picacia lo llevó a pensar que incluso el autor, un especial caso del sujeto y el individuo, es una invención reciente y opresiva que era mejor dejar a un lado y no discutir. Lejos de ser el ori­ gen del significado y el valor de la obra literaria o filosófica, el autor es, para Foucault, una creación que previene que la lite­ ratura sea leída; como él pensaba que debía ser, de maneras ra­ dicalmente nuevas, no constreñidas por consideraciones de género, intención o plausibilidad histórica: “El autor es el prin­ cipio de economía en la proliferación de significados”.36 Esta idea es fácilmente mal entendida. “La muerte del autor” no supone que los escritores no existen, que los libros se es­ criben por sí mismos, de la misma manera que “la muerte del hombre” no supone que las personas no son reales. El argu­

mentó ele Foucault es que ciertos modos, aparentemente na­ turales, de tratar tanto a los libros como a los seres humanos son particulares de un cierto período histórico. En particular, obras literarias y filosóficas, que están abiertas a lecturas radi­ calmente divergentes, han sido tratadas como los productos de un especial tipo de escritor -el autor- a quien (a diferencia de, digamos por ejemplo, el autor de un tratado científico) se le otorgaba el poder último sobre el significado de su obra. Ahora nosotros leemos, mayormente, obras de filosofía y literatura para tratar de comprender qué querían decir sus autores al com­ ponerlas. Pero ¿cuál es, se pregunta Foucault, la justificación real de esta reciente, en términos comparativos, práctica? La ver­ dadera meta de esta concepción de la autoría es no tanto glo­ rificar a un individuo (aunque también hace esto) como crear un mecanismo “por el cual se impide la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, descomposición y recom­ posición de la ficción”.37 La visión de Foucault de la naturaleza histórica, contingente y en última instancia opresiva tanto del “sujeto” en general como “del autor” en particular, su convicción de que la historia está gobernada por las ciegas operaciones de poderes impersona­ les, nos dificulta entender cómo pudo llegar alguna vez a la po­ sición que parece haber adoptado en sus conferencias finales sobre Sócrates. ¿Cómo podrían los individuos que habitan el tipo de mundo que había descrito a través ele la mayor parte de su vida “cuidar ele sí mismos” y producir algo de lo c]ue ellos poelrían estar, con razón, satisfechos? Aún, al menos en térmi­ nos bastante esquemáticos, podemos descubrir una clara tra­ yectoria desde sus primeras hasta sus últimas ideas y conectarlas entre sí. Como Nietzsche y George Bataille, Foucault siempre estuvo fascinado por las cosas y los seres que un inelividuo o un grupo social tiene que excluir y suprimir para poder formarse una po­

sitiva concepción de sí mismo. Argumentaba que nuestra con­ cepción de lo que somos como individuos o sujetos depende esencialmente de la exclusión y el control de aquellas clases de personas que no se adecúan a las categorías que la Ilustración desarrolló precisamente para poder establecer lo que sería con­ siderado como “normal”. Foucault creía que los mecanismos usados para entender y controlar grupos marginalizados y con­ denados al ostracismo, eran esenciales para el entendimiento, el control e incluso la constitución ele “individuos normales”. Por ejemplo, la constante vigilancia de los prisioneros que reem­ plazó a la tortura física como resultado de las reformas pena­ les fue finalmente aplicada a los niños en las escuelas, a los obreros y a los grupos poblacionales en su totalidad. De hecho, hoy se ha convertido en norma para el tratamiento de los ciu­ dadanos comunes y corrientes cuyos expedientes policiales, in­ formes médicos y de crédito se están haciendo cada vez más detallados y fáciles de obtener. Lo que somos como individuos, lo que uno es, está condicionado por los resultados que cual­ quier información de este tipo provea. Tal información se produce siempre a través del ejercicio del poder -el poder del estado, la profesión médica, las insti­ tuciones bañearias-. Quienes somos, por lo tanto, según la vi­ sión de Foucault, es el resultado del ejercicio del poder. En este sentido el poder es “proeluctivo” y constituye la otra cara del conocimiento: “No es posible para el poder ejercerse sin co­ nocimiento, y es imposible para el conocimiento no engen­ drar poder”.38 Esto es lo que Foucault quiere decir con su término compuesto saber/poder: “Hay que admitir más bien que el poder produce saber [...] que poder y saber se implican directamente el uno al otro; que no existe relación de poder sin constitución relativa de un campo de saber, ni ele saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder”39 (34). Saber algo es tener poder sobre él; para tener

poder sobre algo, tenemos que conocerlo. El conocimiento es, sin lugar a dudas, poder, pero el poder es, en no menor me­ dida, conocimiento. La visión de Foucault sostenía que tocio tiene un precio: “Ay, la razón, la seriedad, el dominio ele los afectos, todo ese som­ brío asunto que se llama reflexión, todos esos privilegios y adornos del hombre”, había escrito Nietzsche, “¡qué caro se han hecho pagar!, ¡ cuánta sangre y horror hay en el fondo de tocias las ‘cosas buenas’!”. 40 Pero Nietzsche no creía que ninguna cosa pudiera cambiar para bien. Al final de su carrera, Foucault llegó a estar en desacuerdo con él. Sin embargo, por muchos años, parcialmente debido a la influencia del intransigente desdén de Heidegger por la modernidad y también debido a sus propios compromisos políticos, Foucault encontraba imposible de creer que ningún cambio, en una era y un sistema político que con­ sideraba corruptos, pudiera producir ningún tipo de mejora. El poder puede ser ejercido de diferentes formas, pero su can­ tidad, y lo que es más importante, su calidad, permanecen cons­ tantes. De hecho, en la medida en que las expresiones de poder empezaban a encubrirse detrás del vocabulario del humanismo y humanitarismo, las condiciones de opresión se hacían mucho peores. Debido a la benevolente apariencia del poder moderno se hace mucho más difícil la resistencia. En sus primeras obras, Foucault estudió la arqueología de las ciencias humanas: la psiquiatría, la medicina, la lingüística, la economía y la biología.41 Investigó las reglas que subyacían y determinaban su práctica. Mostró que estas reglas muchas veces sufrían cambios radicales ( “rupturas”) que no podían ser ex­ plicadas ni por la usual apelación al progreso científico uni­ versal ni por la innovación de grandes individuos. La meta de Foucault parecía ser la subversión del status “objetivo” de las ciencias humanas, su afirmación de que han alcanzado una ver­ dad independiente y mostrar, por el contrario, que son una

herramienta de poder, un medio para crear y controlar al su­ jeto moderno.42 El trabajo que Foucault realizó desde finales de los sesenta hasta finales de los setenta, que coincidió con su periodo de activismo político, era aún más perturbador. Durante estos años cambió su foco de atención de las ciencias humanas a las prác­ ticas disciplinarías del siglo xrx y al análisis directo de las rela­ ciones de poder, que creía atravesaban todo lo que hacemos y no proveían posibilidad para el escape. Las investigaciones “genealógicas” de este segundo periodo de su escritura fue­ ron las más pesimistas. Intentaban demostrar que todo lo que asumimos como ordenado y racional (la prisión, el sistema legal, la escuela, la información estadística que recopila el gobierno acerca de sus ciudadanos) es un producto de la dominación y la subyugación, en resumen, del poder; no se puede crear nin­ gún sistema en el que la dominación y la subyugación estén, aunque sea parcialmente, ausentes. Una de las ideas más importantes de Foucault era que el poder no es sólo ejercido por una autoridad central y, por ende, no debe ser considerado, primariamente, como un agente de prohibición. Esta concepción “jurídica” del poder es, en el mejor de los casos, una parte de lo que el poder es y hace. El poder, y esto es lo realmente importante, es un agente productivo. No es ejercido por sujetos; los sujetos son creados por él. Aun­ que el poder fluye a través de individuos, frecuentemente no está bajo su control. Por el contrario, establece relaciones de poder, a pesar de las intenciones de aquellos que intentaban, controlarlas o modificarlas, reafirmándose a sí mismas en for­ mas constantemente cambiantes. El esfuerzo por racionalizar, humanizar o incluso renunciar al poder resultan sólo en el ejer­ cicio de nuevas formas de poder: en la creación de nuevas formas de conocer qué son los individuos o los “sujetos”; en realidad, en la creación de nuevos individuos o sujetos. Las per­

sonas que están sujetas a la total y absoluta venganza del so­ berano, aun sólo cuando ellos actúan en modos profundamente inusuales, son radicalmente diferentes de personas cuya tota­ lidad de movimientos es observada y catalogada por funcio­ narios menores, observados a su vez por alguien/'3 Las nuevas formas de conocimiento van siempre juntas con las nuevas for­ mas de control. Esta es la razón por la que Foucault se niega, a través de este periodo, a ofrecer alternativas a la intolerable situación que expuso en sus escritos y en sus actividades po­ líticas. Cualquier alternativa podía simplemente perpetuar las relaciones de poder. Por más ele veinte años Foucault parecía eleeiieado a exponer el lado oculto y oscuro de la Ilustración, no concediéndole nin­ gún logro positivo y negando cualejuier visión ele un futuro mejor. Explícitamente negaba que la razón pudiera trascender el tiempo y el accidente y sacarnos del im passe que pensaba enfrentábamos, ya que la razón es un instrumento y una parte eiel programa de la Ilustración. La confianza en la racionali­ dad, también, constituía una forma del ejercicio del poder que determinaba el tipo de personas qu e los individuos concebidos por la Ilustración poelían ser. Distante e irónico, un anatomista pero no un méelico, Fou­ cault parecía abandonarse más y más a una suerte de solitaria desesperación filosófica. Como Maurice Blanchot escribió, en La arqueología d el saber (y en todas las obras de Foucault de su periodo intermedio): “[...] os sorprenderéis de encontrar tan­ tas fórmulas ele la teología negativa. Foucault emplea aquí todo su talento en describir en frases sublimes aquello que rechaza: ‘no es esto..., tampoco es esto.. esto ni mucho menos.. de manera que no le ejueda casi naela que decir”44 con su propia voz. Tan increíblemente prolífico como era, Foucault parecía condenado a un peculiar silencio filosófico. Sus críticos no se equivocaban, y su nihilismo era ampliamente criticado.

Y aun así ios problemas no eran tan sencillos. En una fecha tan temprana como 1961, Michel S enes había notado algo muy importante en Folie et déraison: escribió que este libro no era un simple tratado científico sobre la locura sino también un grito. Serres se había dado cuenta de que la distancia de Fou­ cault, su lenguaje fundado en la negatividad y sus formulacio­ nes abstractas no podían ocultar su profunda simpatía por aquellos que habían sido tratados como enfermos mentales: “En el meollo de esta meticulosa erudición de la historia, circula un profundo amor [...] por esta oscura población en la cual lo in­ finitamente cercano, el otro yo, es reconocido [...]. En conse­ cuencia, esta transparente geometría es el patético lenguaje del hombre que sufrió las más grandes torturas, la de ser excluido, estigmatizado, exiliado; la de la cuarentena, del ostracismo y de la excomunicación”.45 La descripción de Serres tiene validez para todo lo que Fou­ cault escribió sobre los marginados: los pobres, los delincuen­ tes, la población de las prisiones, los sexualmente desviados, los obreros, incluso los niños que asistían a las rigurosas es­ cuelas del siglo xix. Pero el “profundo amor” de Foucault pa­ recía limitarse a dejar que las voces de estos grupos fueran escuchadas. Exponía su difícil situación e invitaba a sus lecto­ res a que reaccionaran ante ellas con horror, pero no tenía nada que decir sobre cómo eliminarlas o reducirlas.46 Al principio de los setenta Foucault empezó un trabajo sobre la historia de la sexualidad. El primer volumen de 1a. serie afir­ maba que, contrario a la opinión común, el periodo entre el siglo xvi y el xix no reprimió tanto la sexualidad como pro­ dujo, literalmente, una explosión de literatura acerca del tema. Foucault no preguntaba: “¿por qué somos reprimidos?”, sino: “¿por qué decimos con tanta pasión, tanto rencor contra nues­ tro pasado más próximo, contra nuestro presente y contra no­ sotros mismos que somos reprimidos?”.47 Su tesis era que la

proliferación de textos acerca de la sexualidad especialmente relacionados con los niños y las perversiones, trajo nuevos as­ pectos de la sexualidad a la existencia. La sexualidad, en lugar de ser reprimida, íiie en gran medida creada en el siglo xix y con ella aparecieron nuevas capacidades para entender y con­ trolar a los seres humanos -lo que se traduce en nuevos tipos de seres humanos-. La conexión con el enfoque de Vigilar y castigar quedaba clara.48 Después de escribir el primer volumen, Foucault dejó el pro­ yecto a un lado. O más bien, empezó a pensarlo en términos drásticamente nuevos. Los próximos dos volúmenes eran to­ talmente diferentes, en tema, estilo y enfoque, de lo que había sido anunciado antes. Aparecieron, sólo ocho años después, unos días antes de su muerte, en el momento en que escribía y hablaba sobre el dedicado servicio de Sócrates a su ciudad y su esfuerzo por cambiarse a sí mismo y a sus contemporáneos. El propio cambio de Foucault, suficientemente obvio, era enor­ memente radical. Su incondicional vilipendio de la Ilustración fue reemplazado por un serio aunque reservado respeto. En una pieza tardía titulada, al igual que la de Kant, “¿Qué es la Ilustración?”, afirmaba que la Ilustración no había terminado aún. Siguiendo a Kant, nos instaba a que nos comprometiéra­ mos en una constante crítica de nosotros mismos y del mundo. Se separaba de él, sin embargo, al afirmar que nuestro enfoque tenía que ser meticulosamente historicista. En lugar de tratar de establecer aquellos rasgos humanos incambiables y universa­ les que dan al pensamiento racional dominio sobre la tradición y el prejuicio, tenemos que preguntarnos: .. lo que nos es dado como universal, necesario, obligatorio, ¿en qué medida es sin­ gular, contingente y debido a constricciones arbitrarias?”49 (91). Esta, por supuesto, era una de sus viejas ideas, pero la dis­ cusión de Foucault asume una nota de sorprendente novedad. Nuestra crítica, escribió, “será genealógica en el sentido de que

no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es impo­ sible hacer o conocer; sino que extraerá, de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la posibilidad de no ser, de no hacer o de no pensar, por más tiempo, lo que somos, lo que hacemos o lo que pensamos [...] pretende relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad”.50 (91-92) “El trabajo indefinido de la libertad”, estas palabras repre­ sentan una sensacional inversión para un filósofo que había afirmado antes que las reformas de la Ilustración no liberaban ery realidad, el espíritu sino que subyugaban el cuerpo de ma­ neras más oscuras y eficientes. Foucault había arribado, clara­ mente, a una nueva visión de las posibilidades humanas. ¿Por qué el cambio? Mi propia opinión al respecto es que el anterior pesimismo de Foucault se debía en parte a su inhabi­ lidad para imaginar quién se beneficiaría de nuevas formacio­ nes sociales e individuales. Por momentos, escribió como si no existiera ese quién, tomando quizás su propia idea de la diso­ lución del sujeto demasiado literalmente; si los individuos sim­ plemente son los juguetes del poder, nada que ellos hagan puede producir un real y duradero cambio en la continua gue­ rra de fuerzas más allá de su control consciente. Pero Foucault empezó a ver que la situación era mucho más complicada, creo que, parcialmente, como un resultado de sus más frecuentes viajes a América. En los Estados Unidos, la total complejidad del eslogan nietzscheano “Más allá del bien y del mal” se le esclareció. Captó su doble implicación; no sólo -com o él solía pensar hasta ese momento- que todo lo bueno tiene su lado malo, sino también que algo malo puede tornarse bueno bajo las adecuadas circunstancias. Toda virtud original, como Nietz­ sche había dicho, había una vez sido un vicio. Fue a partir de la fascinación que sobre él ejercía el ensimismamiento, a veces un poco tonto pero no carente de valor, de sus amigos, cole­

gas y estudiantes californianos cuando Foucault formuló su más profunda e importante idea, la idea del cuidado de sí. Entre el aluvión de innumerables obsesiones con improvisar este o aquel aspecto de nuestra personalidad, Foucault discernió la posibi­ lidad para un trabajo serio sobre el yo al cual le dedicó los úl­ timos años de su vida. Sin embargo, ¿no había Foucault simplemente eliminado el propio concepto del yo durante su etapa antihumanista? ¿No estaba negando ahora todo lo que había defendido antes? No totalmente. Blanchót, de nuevo, lo había leído correcta­ mente: “Y sus propios principios ¿es que acaso 110 son más com­ plejos de lo que su discurso oficial imagina con sus sorpren­ dentes fórmulas? Por ejemplo, se da por sentado que Foucault, siguiendo en esto una determinada concepción de la produc­ ción literaria, se desembaraza pura y simplemente de la noción de sujeto: no más obra, no más autor, no más unidad crea­ dora. Pero no todo es tan sencillo. El sujeto no desaparece: es su unidad, muy determinada, la que es problemática”.51 Fou­ cault algunas veces escribió como si el sujeto fuera una ficción, pero, de hecho, nunca negó que el sujeto existiera. Lo que que­ ría mostrar era cómo ciertos períodos constituyen los sujetos diferentemente y cómo el sujeto no es el fundamento final del pensamiento y la historia, sino su complejo producto. El sujeto puede que no sea la realidad final que subyace a la historia, pero no es exactamente una ficción tampoco, y aun­ que no es en última instancia, o metafísica mente, libre, tam­ poco es exactamente una marioneta. Además, toda forma de poder, desde el nuevo punto de vista de Foucault, contiene la potencia para su propia destrucción, ya que toda prohibición, llegó a darse cuenta Foucault, crea la posibilidad de nuevas transgresiones. Puesto que el poder es productivo, el sujeto pro­ ducido por él, siendo él mismo una forma de poder, puede ser productivo en su propio derecho.

Que el sujeto sea un constructo de la historia supone que no hay tal cosa como un yo verdadero que permanece siem­ pre el mismo por debajo de los cambios de apariencia. Fou­ cault nunca abandonó su creencia de que la idea de “un yo verdadero” es una quimera. Por el contrario, esta idea se con­ virtió en la inesperada fundación para la más importante de sus ideas. Él regresó de nuevo a Nietzsche, que había dicho “que­ remos ser los poetas de nuestra vida”. Y empezó a pensar la vida y el arte juntos: “Sólo se puede derivar, en mi opinión, una consecuencia práctica de no concebir el yo como un elemento dado a priori: nos tenemos que crear a nosotros mismos como una obra de arte [...] ¿No puede la vida de cualquier persona convertirse en una obra de arte? ¿Por qué una lámpara o una casa pueden ser una obra de arte y nuestra vida no?”. 52 El redescubrimiento del yo y del arte de vivir en Foucault estuvo acompañado por dos importantes acontecimientos. El primero fue un mayor reconocimiento en la esfera pública de su homosexualidad. Empezó a percatarse de que si movi­ mientos como el de liberación gay iban a tener éxito -com o realmente esperaba Foucault que sucediera- tenía que encon­ trar una salida a su anterior pesimismo sobre la finalidad del poder.53 El segundo fue su interés en el entendimiento que tenía el mundo antiguo de lo que era una buena persona. En parti­ cular, en la actitud griega hacia la pederastía, y, en general, hacia la amistad y el placer, y en el lugar que ocupaban estas prác­ ticas en la empresa ética del mundo clásico y luego en el mundo pagano.54 En la práctica ética antigua, Foucault encontró un amplio rango de técnicas diferentes, que comprendían desde ejercicios prácticos de autoexamen hasta la extensiva escritura de diarios, todos con el objetivo de hacer del individuo un tipo de persona del cual pudiera estar orgulloso. Estas técnicas constituyen lo que él llamó, siguiendo la autoridad de los antiguos, el cuidado de sí. Foucault conectó, de un modo explícito, estos instru­

mentos de moralidad a la práctica y al pensamiento médicos, y usó un lenguaje que se acerca al de la terapia con respecto a estos instrumentos. Empezó a estar, como Freud, sumamente interesado en el control correcto de los placeres. Pero a dife­ rencia de Freud, Foucault no creía en la represión, refutó la existencia ele constantes necesidades naturales o históricas ne­ gadas por constreñimientos sociales o patologías individuales. Y lo que es más importante, creía que el cuidado de sí no era un proceso para descubrir quién es uno realmente sino para in­ ventar e improvisar quién puede ser uno. El modelo de Fou­ cault para el cuidado de sí era la creación artística.55 El arte podría parecer un modelo inusual para el pensamiento de Foucault. Hablar de la creación artística siempre suscita pen­ samientos sobre la figura del genio, la libertad ilimitada y la ab­ soluta espontaneidad -las mismas ideas de las que Foucault sospechó con gran firmeza durante toda su vicia--. Pero al final no hay ninguna contradicción, ya que la creatividad siempre está situada históricamente. No todo es posible en cada m o­ mento histórico. Como todo el mundo, los artistas tienen que trabajar dentro de las limitaciones de su tradición. La creación demanda el re ordenamiento de lo dado, manipulación de lo fe­ chado históricamente, de lo que ha envejecido. El punto de vista estético no cambia, de modo sustancial, la vida: la crea­ ción artística del yo, como testifican Montaigne y Nietzsche, tiene necesariamente que usar los mismos materiales con los que hemos tenido que lidiar siempre. En el caso de Foucault, los materiales más importantes con los que tuvo que lidiar los últimos días de su vida fueron su erudición y su homosexualidad. En particular, cada vez estaba más fascinado con las culturas sadomasoquistas de Nueva York y San Francisco. ¿Fue este un acontecimiento adventicio que es mejor dejar afuera cuando se examina su obra, o estaba inte­ gralmente conectado con su escritura filosófica como argu­

mentaba James Miller en su libro La p a sió n d e M ichel Foucault? ¿Y tuvo éxito Foucault en integrar este aspecto dentro de la vida que él quiso construir para sí mismo? La respuesta es que sí lo hizo. Invirtiendo una vez más otra opinión establecida, Foucault argumentaba que la tradicional representación acorde a la cual la tolerante actitud griega hacia la pederastía fue reemplazada por siglos de represión cristiana, era, en el mejor de los casos, rudimentaria e incluso podría argumentarse que estaba errada. La austeridad fue una cons­ tante preocupación, y el autocontrol meta regular, desde el si­ glo iv antes de Cristo hasta el primer siglo después de Cristo. Pero las formas de la disciplina, las razones por las cuales se llevaba a cabo y los objetos en relación con los cuales era prac­ ticada cambiaban con el tiempo. Por lo tanto, podían ser toda­ vía adaptados a otras situaciones, incluso a la propia situación de Foucault. Foucault llegó a creer que podía combinar la antigua ética, la cual “no trataba de construir un modelo de comportamiento para todos [sino] una opción personal para una pequeña élite”,56 con problemas de su propia vida y, por lo tanto, construirse un yo propio. En los volúmenes 2 y 3 de La historia d e la sex u a­ lid a d , mostró que el mundo estaba interesado en el control de los placeres por medio de un esfuerzo serio y concertado, que él llamó correctamente askésis o “ascetismo”. El propósito de los complejos ejercicios57 en que consistía la askésis no era negar los placeres del sexo, la comida, la ambición mundana, sino rehuir el exceso. El objetivo no era ser dominado por los placeres sino convertirse en alguien que domina sus placeres y por lo tanto ejercer el dominio sobre su propio yo. El asce­ tismo no consiste en la represión sino en la regulación de los placeres. Su objetivo no era la negación sino la satisfacción. El ideal ascético convencional de negar los placeres totalmente no es un hecho natural sino el producto de siglos de doctrina cris­ tiana.58

En el tercer y final periodo de su escritura, cambió el objeto de su estudio del poder ejercido sobre los individuos, y que los constituye, por el poder que los individuos ejercen, y a través del cual se forman a sí mismos. Esto era parte de lo que él de­ finía como ética: el tema que lo preocupó durante los últimos años de su vida. La moralidad, argumentaba Foucault, no se agota en nuestras relaciones con los otros, por los códigos de comportamiento moral que gobiernan la interacción de varios individuos y grupos entre sí. También involucra la manera en que los individuos se relacionan y regulan a sí mismos, la. ma­ nera como practicamos el autocontrol y al mismo tiempo nos constituye como sujetos morales de nuestros propios deseos y acciones.59 La ética es el cuidado de sí. Al mismo tiempo que Foucault empezó a pensar sobre la ética, empezó a ser más directo y franco en sus actitudes per­ sonales hacia los temas que trataba de un modo teórico. Tam­ bién se inclinó de un modo explícito al proyecto nietzscheano de crearse a uno mismo como un sujeto, de crearse a sí mismo como el autor en el que, de hecho, se había convertido. Esto es menos banal de lo que suena. No todos los que escriben li­ bros son necesariamente autores y no todo lo que un escritor escribe resuena dentro de su propia vida.60 Convertirse en un autor en este sentido significa ser unificado y original, produ­ cir, nada más y nada menos, que un nuevo modelo de cómo la vida debe ser vivida, un nuevo arte de vivir. Foucault aplicó su propio historicismo a sí mismo, unificó su vida con su pen­ samiento y enriqueció nuestro conocimiento de lo que un su­ jeto puede ser, en gran medida de la misma manera que los grandes artistas enriquecen nuestro sentido de lo que el arte puede lograr. Foucault había tratado siempre de que las voces de los gru­ pos excluidos hablaran por sí mismas. Hacia el final de su vida, incluyó su voz explícitamente entre ellas. Trató, como ha afir-

maclo James Miller, de juntar su talento e ideas literarias y filo­ sóficas, su homosexualidad y sentido de exclusión, sus fuertes compromisos políticos, la peligrosamente cercana relación que tuvo durante toda su vida con la locura, e incluso su fascina­ ción con la muerte dentro de un todo bello y coherente.61 En particular, el sadomasoquismo de Foucault, aspecto de su vida con respecto al cual se había hecho cada vez más directo y franco en sus últimos años, probó al final ser una especie de bendición en su vida, una perfecta ilustración de la idea de Nietzsche de que el valor de algo depende de la contribución que hace al todo al cual pertenece. El sadomasoquismo le pro­ veía la oportunidad de experimentar las relaciones de poder como una fuente de disfrute. Era el teatro del poder, en el cual la disciplina podía traer la alegría y la propia dominación podía ser parcialmente dominada: por someterse al dolor voluntaria­ mente, por controlar su intensidad, por el intercambio de roles.62 Tal libertad no tenía precedentes en la experiencia de Fou­ cault hasta ese momento y no estaba completamente justificada por su pensamiento anterior. Al haber escrito sobre los modos en los cuales el yo ha sido creado en la historia, mayormente por el poder que otros ejercen sobre nosotros, Foucault em­ pezó a ejercer ese poder sobre sí mismo y, para decirlo con las palabras de Nietzsche, “llegó a ser quien realmente era”. Foucault, en lo que llegó a ser un proyecto intelectual de gran singularidad, escribió sobre el control y lo ejerció sobre sí mismo. Su objetivo era filosófico y no biográfico.63 Foucault ex­ tendió los límites de lo que es considerado admirable en una vida humana, incluso si era una vida que sólo unos pocos po­ dían aprobar. Pero, como con todas las obras de arte, aproba­ ción y admiración no van juntas. Para algunos, el giro esteticista, personal, de la obra y la vida de Foucault, puede parecer como una abdicación de respon­ sabilidad, una indulgencia por la búsqueda de su propia feli­

cidad, un abandono de la política. Pero no lo es. En el caso de grandes individuos como Sócrates, Montaigne, Nietzsche y Foucault, lo privado y lo público, lo estético y lo político, están tan ligados entre sí como lo están su vida y su obra. Es por trans­ formarse a sí mismos por lo que estos grandes filósofos efec­ túan los grandes cambios en la vida de los otros, para bien o para mal. Por el giro hacia el yo en sus últimas obras y por vivir de una manera consonante con sus ideas, Foucault finalmente logró expresar su “profundo amor” por los excluidos y los mar­ ginados en términos prácticos. Se convirtió a sí mismo en un modelo de autonomía, de una voz propia. La política, como podía haber dicho, empieza con el cuidado de sí. Su proyecto privado tenía un significado público. Esto era lo que afirmaba q u e Sócrates -e l único filósofo que Foucault discutió como un individuo en su propio derecho y no simplemente como una fuente de ideas- le había estado diciendo a sus atónitos con­ temporáneos. Esta (para recordarnos por qué acometimos esta larga discusión) es la primera razón por la que Foucault insis­ tía en la utilidad de Sócrates para sus contemporáneos. Pero Foucault tenía una segunda razón para pensar que Só­ crates era útil a sus contemporáneos, y era que leyó la A polo­ gía, el Critón, el F ed ó n , como si ellos formaran una unidad. Ya que a pesar de que Sócrates adelanta ciertos elementos que explican su importancia para Atenas en la A pología, es prima­ riamente en el F ed ón donde Platón le da a esa importancia un contenido detallado y explícito. En el Fedón, Platón atribuye a Sócrates una visión articulada de la naturaleza ele la filosofía y su relación con el alma inmortal y con el cuerpo corrupto. Platón hace que Sócrates hable de los objetos propios (las formas) a los que la filosofía apunta y le suministra una teoría epistemológica (la recolección) que da cuenta de nuestro conocimiento de estos objetos. Platón le ofrece a Sócrates un método para investigar el cambio, “un re­

curso para argumentar” (Kaxaípüyn eíq Aóyaix; 99e5) que compite directamente con los métodos de los filósofos naturales, cuyo interés Sócrates había negado completamente en la Apología. El último deseo de Sócrates en el F edón, que sus amigos cui­ daran de sí mismos, clarifica el contenido del cuidado del yo, es la compleja práctica de la filosofía como este propio diálogo la ha definido y ejemplificado, es “la preparación para la muerte” y todo lo que esto implica. Pero ¿cuál es el contenido del cuidado de sí en la Apología? ¿Cuál es la única actividad en la que Sócrates urge a sus con­ ciudadanos a que se involucren? Es el elen cbos, el constante cuestionamiento de nuestros propios puntos de vista y los de los otros. El elen cb os, Foucault tiene toda la razón, requiere mucho coraje. Pero su utilidad a la ciudad como un todo es más cuestionable, especialmente porque parte de la misión de Só­ crates ha sido urgir a los atenienses a que no presten atención a los problemas de la ciudad antes que a sí mismos.64 Uno pudo argüir que en última instancia tal cuidado de sí mejora tanto a los ciudadanos como a la ciudad en su totalidad.65 Pero cuando recordamos que el proyecto del elencbos tiene un carácter esen­ cialmente incompleto, nos podemos preguntar si una vida de­ dicada al elen cbos es en algún sentido compatible con la vida en una comunidad política.66 En la A pología, Platón hace que Sócrates interprete el elen ­ cbos como su esfuerzo por mejorar a sus conciudadanos. Pero el hecho es que a través del elen cb os trata de encontrar, en primer lugar y de un modo consciente, a alguien que sepa lo que es la arete. Y hace esto principalmente por su propio be­ neficio: si se puede convencer a sí mismo de que ha encon­ trado a tal persona, puede también asegurarse que a partir de ese momento actuará de un modo correcto en todas las cir­ cunstancias. Como hemos visto, para reconocer que alguien

es bueno uno necesita saber primero qué es el bien, lo cual a su vez garantiza que uno de hecho es bueno, debido a que Sócrates opina que la virtud es conocimiento. Sócrates invita a otros como acompañantes en su búsqueda, los urge a que se unan a él pero (a diferencia del Platón de las obras de la etapa intermedia y última) no hace ningún esfuerzo en demostrar que su modo de vida es bueno para todos. El primario objeto del cuidado de Sócrates es su propio yo, su propia alma, no las almas de otros. Esto no quiere decir, por supuesto, que Sócra­ tes no esté interesado por los otros, que no se preocupe por ellos. Pero preocuparse por los otros no es igual que dedi­ carse uno mismo a ellos. Es cierto que otras personas se convirtieron en lo que se po­ dría llamar los discípulos de Sócrates, pero los diálogos dedi­ cados al elen chos no contienen tal evidencia. En la A pología, Sócrates niega con vehemencia que tenga ningún tipo de dis­ cípulos como aquellos que lo rodean en el Fedón. Admite que los hombres jóvenes lo siguen por Atenas pero insiste en que todo lo que aprenden de él es cómo usar el elenchos para molestar a sus padres (23c2-7, 33al-b8). Los diálogos elénticos le atribuyen a Sócrates un efecto insignificante sobre sus inter­ locutores. Lo que sí es cierto es que, en cierto sentido, Sócra­ tes utilizó a sus contemporáneos para sus propios propósitos, para su propio beneficio: entender la naturaleza de la areté y vivir una vida buena. No tenemos que asumir que “usar” puede tener sólo connotaciones negativas. Era claramente beneficioso para Sócrates encontrar a una persona que poseyera un cono­ cimiento de lo que era areté y convencer a otros de unirse con él en esta búsqueda. Pero esta empresa era en el sentido más literal un “cuidado del yo” -e l suyo™. Metodológicamente, su proyecto era esencialmente social: el elen chos no podía existir sin aquellos en los cuales era practicado. Su propósito, sin em­ bargo, era esencialmente llevado a cabo por un individuo. Otros

podrían beneficiarse de él, especialmente si, a través del cuestionamiento de Sócrates, llegaban a darse cuenta de que ellos de hecho conocían lo que era la a r eté y empezaban a vivir según el dictado de este conocimiento. Pero en ningún caso nadie había llegado a tal forma de conocimiento. Sócrates sólo lograba demostrar a sus interlocutores que ellos eran ignoran­ tes de su ignorancia. Pero si no se convencían no seguirían su ejemplo y no vivirían para adquirir este conocimiento. El elencbos requería coraje aunque no por la incómoda ver­ dad que Sócrates les revelaba a sus contemporáneos. Muchas veccs no les revelaba nada a ellos -n i incluso su propia igno­ rancia-, como no les ha revelado nada a las generaciones que lo siguieron. Necesitaba coraje porque pedía a sus contempo­ ráneos que le ofrecieran sus posesiones más valiosas, sus opi­ niones y valores, su propio yo -y luego invariablemente los rechazaba-. Les pedía que le abrieran sus almas, y les hacía saber que no le gustaba lo que había visto. Su misión no era tanto revelarles a sus interlocutores lo que se ocultaba en la os­ curidad de sus mundos interiores, sino que se niega a aceptar lo patente, sus formas de ser y estar en el mundo, sus modos de vida. Necesitaba coraje no sólo porque hacía que sus con­ temporáneos enfrentaran algunas verdades difíciles sino por­ que ostentaba su desdén hacia ellos. Pero Michel Foucault dedicó su vida y trabajo a revelar sólo esta oscura, vergonzosa entraña de los individuos y especial­ mente de las instituciones que lo rodeaban. Donde la ideolo­ gía oficial veía un progreso dirigido, él veía un cambio caótico; donde ellos veían mejora, él descubría el intercambio de un mal por otro; donde ellos proclamaban reformas humanitarias, él detectó inadvertidas formas de crueldad. El coraje que reque­ ría el yo que él conformó para sí mismo era diferente del co­ raje de Sócrates. Como Nietzsche, Foucault se hizo a sí mismo al denunciar abierta y explícitamente los grandes logros de su

tiempo. Sentía que tenía que desplazar lo que estaba en el lugar de lo bueno y lo verdadero para poder encontrar un lugar para sí mismo, para su propia verdad y bondad. Nietzsche y Fou­ cault fueron ambos esencialmente pensadores de la oposición. Y aunque ambos eran grandes ironistas, no se ocultaban a sí mismos ni sus críticas con la gran resolución con que lo hacía Sócrates. Aunque Sócrates fue también claramente un crítico de su tiempo, era mucho más reticente con respecto a lo que ne­ gaba de su mundo. Su ironía lo cubría como la manta que nunca usó. Su meta era trazar un camino que pudiera seguir. Este ca­ mino pasaba literalmente a través de otras personas, muchas veces descartaba a estas personas cuando no le resultaban más útiles. Foucault enfatizó el coraje de la p a r re sía socrática porque buscaba en Sócrates un modelo de su propia manera de en­ tender el cuidado de sí. Como Nietzsche, Foucault leyó a Só­ crates como un pensador de la oposición en su propio estilo. A diferencia de Nietzsche, no sentía que tenía que denunciar a Sócrates como el tipo incorrecto de pensador de la oposición. De hecho, uno de los rasgos más atractivos de las últimas con­ ferencias de Foucault es su acuerdo con Sócrates. Esto emerge a través del contenido y el estilo de las lecturas, que celebran a Sócrates con afecto y amabilidad, pero también a través de un rasgo al que no puedo evitar regresar: Foucault hablando por Sócrates, borrando las líneas que separan la cita de la paráfra­ sis, aceptando el punto de vista del otro, poniendo palabras en la boca del otro, y finalmente aceptando el otro yo como el suyo propio. Pero el ejemplo de Montaigne muestra que el proyecto de formación del yo no necesariamente requiere de la oposición que Nietzsche y Foucault podían haber considerado esencial. Para formarse un yo, para constituirse una individualidad, se tiene que hacer algo que es a la vez significativo y muy dife­

rente de cualquier cosa que se haya hecho antes. Pero esto no sólo se puede lograr negando el tenor de nuestro tiempo. Montaigne se formó a sí mismo al escribir un tipo diferente de libro, rompiendo las viejas convenciones y estableciendo nue­ vas: en lo sucesivo cómo se puede escribir y de lo que se puede escribir nunca serán lo mismo. Y aunque Montaigne no apro­ baba todas las cosas de su mundo, se sentía cómodo en él -lo cual no significa, por supuesto, que se tenga que estar cómodo en el mundo para poder formarse a uno mismo-. Convertirse en quien uno es tiene sólo un elemento esencial: las reglas para lograrlo sólo pueden ser formuladas después de que cada pro­ yecto singular ha sido completado y pueden ser formuladas y aplicadas sólo una vez. Lo que quiere decir que el arte de vivir no tiene reglas, que no hay nada tal como “El Arte de Vivir”. Hay sólo artes de vivir, muchas artes, reconocibles sólo después de que han sido practicadas y después de que sus productos han adquirido existencia concreta. Al leer la A pología, el Gritón, y el F edón juntos, Foucault le dio un giro fascinante a la interpretación nietzscheana de Só­ crates. Nietzsche, también, leyó los primeros diálogos de Pla­ tón junto con el Fedón. El carácter ultramundano de este último le hizo pensar que los primeros diálogos de Platón también eran ultramundanos, y concluyó que Sócrates siempre había sido un pesimista: “¡Había puesto buena cara a la vida y ocultado su jui­ cio definitivo, su más íntimo sentir a lo largo de su vida!” {La g aya cien cia 249, 340; 3:569-70). Por contraste, la alegría de los primeros diálogos de Platón provocó que Foucault encontrara la misma alegría en el F edón y se negara a creer que en esa obra Sócrates le da la espalda a la vida. Quizás más prosaica es mi preferencia por separar el F edón de los primeros diálogos de Platón, de verlo como el primer es­ fuerzo continuado entre otros por los cínicos, los estoicos, los escépticos, los neoplatónicos, Montaigne, Kierkegaard, Nietz-

sche y Foucault, por entender a Sócrates y explicar qué lo hizo ser como era. Entre los filósofos del arte de vivir que hemos discutido, Platón es el único que es explícitamente universa­ lista, usa varios medios ya a su disposición, y otros que inventa para su propósito -la lógica, la metafísica, la ética, la estética y la teoría política- para articular un único modo de vida que es mejor para todos. Pero uno pudiera también pensar que la meta de Platón era establecer la filosofía como una investiga­ ción puramente teórica de una serie de problemas dados in­ dependientemente, que incluyen el problema del conocimiento de la naturaleza de las cosas y las personas, así como también el problema de la vicia buena. Esta es la meta de la mayoría de los discursos filosóficos que reconocemos como tales hoy. Sócrates dio inicio a todas estas tradiciones. La primera de­ riva de aquellas primeras palabras de Platón que reflejan a Só­ crates pero que no reflexionan acerca de él, que presentan su modo de vida tal como Platón lo vio sin ningún esfuerzo por interpretarlo o sistematizarlo. La segunda se origina en aque­ llos diálogos que no sólo reflejan a Sócrates sino que reflexio­ nan acerca de él. Estos sugieren que la indistinta recolección de las formas eternas le permitió a Sócrates llevar una buena vicia, y contienen una serie de directrices para asegurarse de que estas versiones de Sócrates, que conoce las formas y no sólo cree en las mismas, son paradigmas de la buena vida, y de que siempre habrá entre nosotros expertos del vivir bien. En cambio, esta segunda tradición dio surgimiento a la concepción teórica de la filosofía que domina nuestro propio pensamiento. Es suficientemente notable que Sócrates se sitúe a la cabeza de casi todas las escuelas antiguas de pensamiento.67 Pero es aún. más notable que Sócrates marque el punto donde las di­ ferentes tradiciones dentro de la filosofía occidental son crea­ das, y desde ese primer momento, empiecen a divergir entre sí. Estas tradiciones, estos diferentes destinos de la razón de Só­

crates, tienen su origen común en los escritos de un autor sin­ gular y en los diferentes reflejos de su maestro. A través de Sócrates, Platón creó la más duradera concepción de la filoso­ fía de la que disponemos: la filosofía como una disciplina pa­ ramente intelectual y la filosofía como un modo de vida, un arte de vivir que combina, en sus varias versiones, la vida con el discurso, el hacer con la escritura.68 He tratado de aislar una cierta imagen de Sócrates en los pri­ meros diálogos de Platón. Esta imagen no satisfizo a Platón por mucho tiempo, y él hizo un enorme esfuerzo por revelar sus cimientos, por construir-para decirlo de alguna manera- el só­ lido objeto del cual sentía que sus primeros diálogos ofrecían una proyección bidimensional. Esta imagen original -original sólo como imagen, no idéntica a su m odelo- ha dado, en cam­ bio, inicio a las más diversas reflexiones que continúan regre­ sando a él, como si de alguna manera hubiera capturado la figura histórica real que, en mi opinión, está ya perdida para siempre. Los filósofos que han producido sus propias reflexiones d i Sócrates han hecho un uso selecto y ecléctico de varias fuen­ tes. Pero siempre han regresado a los primeros diálogos de Pla­ tón, especialmente a la A pología. Nietzsche dijo alguna vez: “leemos algunos textos antiguos para entender lo que es la an­ tigüedad; otros, sin embargo, son tan importantes que estu­ diamos la antigüedad para poderlos entender. A este tipo de texto pertenece la A p o lo g ía 69 He tratado de explicar esta preo­ cupación al argumentar que el Sócrates de los primeros diá­ logos de Platón es fundamentalmente una figura vacía. Aunque dedicó gran parte de su vida a un compromiso, que roza la obsesión, con el diálogo, su legado -a sus interlocutores, a su propio autor, a sus lectores- fue un profundo silencio. Y aun­ que sus caracteres faciales eran lo suficientemente pronuncia­ dos para provocar tantas interpretaciones diferentes, su cara, al

final, demostró estar vacía, una cara a partir de la cual no se podía leer su alma. Aunque parece salir de la página, lleno de vitalidad y verosimilitud, el primer Sócrates de Platón no es una figura concreta sino una página semivacía que posteriores fi­ lósofos han tratado de llenar con sus palabras.70 El Sócrates de los diálogos iniciales de Platón es el primer y más extraño ejemplo del arte de vivir, un arte del que sólo puede haber, en la naturaleza del caso, muchos tipos. La filo­ sofía como tal arte, como un modo de vida, como forma de autocreación, de convertirse en lo que uno es, del cuidado de sí, no puede nunca seguir ejemplos de un modo directo. Escoger un modelo y tratar de reproducir sus características resulta en las muchas imitaciones y caricaturas a las que Nietzsche ha dado lugar. Al seguir tales ejemplos necesitamos enfocarnos no en sus rasgos particulares sino en los más abstractos, en los rasgos de un nivel más alto. Tenemos que canalizar la integración exi­ tosa de sus varias características particulares, cualesquiera que estas sean (y siempre son diferentes), en un todo coherente; la integración les otorga un yo. Y tenemos que darnos cuenta de que la totalidad que ellos construyen es diferente a las to­ talidades a las cuales nosotros estamos acostumbrados; esta diferencia los hace individuos. Sócrates es un modelo muy abs­ tracto, el mejor y más abstracto de todos los modelos. Sin embargo, quizás no sea posible seguir los rasgos más ele­ vados de un modelo si este incluye, por ejemplo, la oposición a su mundo, lo que les permitió a Nietzsche y a Foucault transfomarse en quienes ellos eran, o la magnífica ecuanimidad de Montaigne. Pero incluso para tales aspectos, la manera en la cual rasgos específicos como rasgos de carácter, accidentes de vida y muerte, reveses, rachas de buena suerte son puestos jun­ tos depende de la naturaleza de los personajes que se intente armonizar. La forma de la organización muchas veces depende de los rasgos que van a ser organizados. Y debido a que estos

son diferentes en cada caso, la manera de organizados también es diferente. Nos quedamos entonces con algunos principios muy abstractos, como “Sé diferente de un modo relevante’’, “Acepta todo sobre ti”, “Organiza tus rasgos de una manera artística”, que son tan vacíos como banales e inútiles. Para de­ cirlo una vez más, el arte de vivir no acepta reglas que sean a la vez generales e informativas. Parte del resultado del énfasis de Sócrates en la razón fue que inauguró ese arte, con todas sus formas y variedades, ya que no nos permitió ver cómo logró ser quien fue. Conocemos menos acerca de él, sus motivos y necesidades de lo que conocemos acerca de la mayoría de sus seguidores. Lo que sabemos es que él cuidó de sí mismo, buscó respuesta para las preguntas que consideró necesarias para llevar una vida buena y alegre, fra­ casó al tratar de encontrar estas respuestas, y así y todo fue un carácter tan bueno y perfecto como el que más. ¿Y quién -para hacer la pregunta en términos socráticos- no desearía saber cómo poder ser tan perfecto como sea posible? Montaigne estaba en lo correcto: “Pues, en el caso de Catón, vemos muy claro que es la suya una marcha esforzada y muy por encima ele la común; en las valerosas hazañas de su vida y en su muerte, siéntesele siempre montado sobre sus gran­ des caballos. Este está a ras de tierra y, con paso relajado y ordinario, hace los más útiles razonamientos; y condúcese en la muerte y en los pasos más espinosos que puedan presen­ tarse, con el andar de la vida humana”.71 O mejor, Montaigne estaba casi en lo correcto. Ya que la vulgaridad de Sócrates, no distinta a la vulgaridad de Hans Castorp, el pequeño héroe con el que empezamos, es uno de sus rasgos más extraordi­ narios. Parcialmente en el mundo y parcialmente fuera de él, Sócrates nunca nos permitió ver quién era y cómo llegó a ser de esa manera.

Aquí tenemos, entonces, otra razón por la cual Sócrates es crucial para aquellos que desean practicar el arte de vivir. La autocreación siempre empieza in m ed ia res. Es después de que se ha llegado a ser una persona de un tipo u otra, y a partir del, momento en que nos damos cuenta ele que ya hemos te­ nido una vida consistente de todo tipo de acontecimientos cuando parecen azarosos, desconectados, imitativos e insigni­ ficantes, cuando uno puede empezar a tratar de juntarlos y tra­ tar de convertirse no en una persona de cierto tipo sino en uno mismo. Montaigne no empezó este proyecto hasta que, a la edad de treinta y ocho años, decidió abandonar su carrera. Nietzsche no renunció a su puesto en la Universidad de Basilea hasta que tuvo treinta y cinco años. Foucault no se dedicó al cuidado de sí hasta los últimos diez años de su vida, cuando se había establecido como el pensador más prominente de su generación en Francia. Sabemos lo que estaban haciendo estos autores hasta que tor­ naron hacia el proyecto de autocreación, y podemos usar nues­ tro conocimiento para contar sus leyendas filosóficas. Pero acerca ele la vida temprana de Sócrates no sabemos nada. Te­ nemos cierta cantidad de antiguas noticias: quizás estudió con Aquelao,72 c[uizás ayudó a Eurípides a escribir sus obras, qui­ zás también fue un estudiante de Anaxágoras y Damón. Puede haber sido un picapedrero, sacado de esa vida por Gritón, ejuien, “encantado por la belleza de su alma”, lo educó y le per­ mitió dedicarse al estudio ele la ética.73 Pero ¿qué fue lo que le ganó la reputación que llevó a Querefonte a preguntarle a Delfos si alguien era más sabio que él? No tenemos ninguna idea. No sabemos incluso si el oráculo (aelmitiendo, para empezar, que la historia sea vereiadera) precedió o antecedió a Las n u bes ele Aristófanes, en la que Sócrates aparece como un personaje con el c¡ue la audiencia está muy familiarizada. El misterio ele Sócrates incluye la manera en que cuidaba de sí mismo, las

razones cíe su éxito, así como también las razones por las que, en principio, empezó a cuidar de sí mismo. Esto hace su rol como el artista prototípico de la vida menos determinado y por lo tanto más abiertamente aplicable. Podemos colocar nuestra voz sobre su silencio. Cuando empecé a pensar en las conferencias que han dado como resultado este libro, pensé que iban a pertenecer a la his­ toria de las ideas: por un lado, varios tratamientos de Sócra­ tes; por otro, mi recuento de sus características; una obra de clarificación, colocada ligeramente al lado de su materia, qui­ zás capaz, en el caso ideal, de alcanzar algunas conclusiones duraderas. No me di cuenta de que el propio Sócrates se iba a convertir en algo análogo a los libros que Montaigne tenía en mente cuando preguntaba. “[B] ¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no hay libro alguno, ya sea humano o divino, del que se ocupe el mundo, cuya interpretación acabe con su dificultad? El centésimo co­ mentario lo remite al siguiente, más espinoso y escabroso que el primero. ¿Cuándo hemos convenido entre nosotros: este libro tiene ya bastantes, ya no hay nada más que decir?”74 ( “De la ex­ periencia”, 340). No me di cuenta de que, en mi mente al menos, iba a dejar a mi Sócrates en un estado más espinoso y áspero que cuando lo encontré. He investigado las varias maneras en las cuales Sócrates ha sido tratado, en la antigüedad y en la modernidad. Mientras he estado tratando de extraer de los textos de Platón una figura de absoluta simplicidad y mostrar cómo esta figura ha sido tra­ tada por otros, Sócrates se ha hecho progresivamente más com­ plejo. Gradualmente, ha quedado claro para mí que, en parte, también he seguido a Montaigne, a Nietzsche y a Foucault. Mi propia opción de las fuentes que he usado para entender a Sócrates ha sido, en el mejor de los casos, ecléctica si no ma­ nipuladora. También he tratado de construir un carácter parti­

cular: más irónico que el Sócrates de Vlastos o Montaigne, más individualista que el de Foucault, menos absolutista que el héroe de la R epú blica, relativamente más adaptado a su mundo que el de Nietzsche. Como ellos, he usado las voces de muchos de los autores a los que he interpelado. También he escrito desde sus puntos de vista y he mirado al mundo, a mí mismo y a mi propio constructo de Sócrates a través de sus ojos. Tam­ bién he usado la voz de Sócrates. Y al producir este Sócrates, he creado una obra de carácter tagleg ráfico, parcialmente una obra de letras clásicas, parcialmente de filosofía, parcialmente de crítica literaria, llena de citas reconocidas y deformadas, en deuda con acercamientos varios y no siempre compatibles. Estos rasgos están combinados de una manera que no puedo justificar explícitamente, aparte de presentar este libro a sus lec­ tores. Mi esperanza es que mi propia reflexión sobre Sócrates, dependiente como es de todo lo que entiendo, a pesar de la imperfección de este entendimiento, y de todo lo que sé hacer, a pesar de sus defectos, pueda haber resultado en una manera ligeramente diferente de hacer las cosas. El arte de vivir viene bajo muchos trajes. El seguimiento de los reflejos de Sócrates y de las reflexiones sobre él es uno de ellos.

NOTAS

1 D esconozco el debate académ ico alrededor de este tema: si Aristóteles pre­ fiere la vida teórica en lugar del tipo de vida que com bina la “teoría” co n la participación en los asuntos públicos. La controversia, en todo caso, no afecta a mi afirm ación, ya que Aristóteles, sea cual sea la posición qu e se asuma en el debate, im agina la filosofía com o un m odo de vida particular. 2 Una figura que ju gó un papel no muy diferente al de Sócrates es D iógenes de Sínope, el principal representante del Cinismo. D iógenes es el pre­ sunto autor de num erosos diálogos, incluyendo la República, y de unas siete tragedias, aunque parece que hay cierto desacuerdo acerca de la autentici­ dad de esas obras (ver D iógenes Laercio, Vida de losfilósofos más ilustres, 6.2.80). Pero la im portancia de D iógenes se debía m ayorm ente a las histo­ rias que circulaban acerca de su vida y sus actividades. Permítanme decir algunas palabras sobre el m étodo que uso a la hora de citar los autores de la antigüedad: para la mayoría de esos autores, hay un sistema estándar de citar. Con D iógenes Laercio, co m o tam bién con la Me~ morabilia de Jen o fo n te y co n Plutarco, Cicerón y Quintiliano, sus obras g e ­ neralm ente se citan por libro, capítulo y sección (6 .2 .8 0 en la cita anterior). Las obras de Platón y de Aristóteles se citan con una abreviación de cada título de la obra y se hace referencia a la página, colum na y número de línea que son com unes a todas las ed iciones. (N. del T.: En mi caso usaré este mismo sistema salvo la abreviatura de los títulos de las obras de Platón y Aristóteles, pues esta práctica no es tan extendida en la bibliografía en es­ pañol sobre estos autores.)

3 Sobre el orden tem ático y cronológico de los diálogos de Platón, ver nota 3 1 en el capítulo 1 . 4 Jo h an n Wolfgang von G oethe, “Plato ais M itgenosse einer christlichen Offenbaru ng”, en Werke (Stuttgart y Tübingen, 1827-1834), citado por Paul Friedlánder, Plato, trad. Hans Meyerhoff, 2.ed, vol. I (Princeton: Princeton University Press, 1969), 137. (N. del 71: Traduzco esta cita de G o eth e direc­ tam ente del inglés,) 5 N. del T.: Durante tod o el libro, em pezando por su título, el au tor juega con la plurivalencia que el térm ino reflection tiene en inglés. Esta palabra abarca los cam pos sem ánticos ele palabras castellanas com o reflexión y re­ flejo. Traduzco este térm ino, según me parezca conveniente, por el par “re­ flejo ” y “reflexió n ”, e incluso en algunos m om entos he usado el vocablo “representación”, 6 N. del T.\ Exhortativo y doctrinal. 7 En sus últimas obras, em pezando con el Parménides y el Pedro, que no considero en este libro, Platón ofrece una co n cep ción diferente de la filo­ sofía y de la vida filosófica. Pero su propósito universalista y el h ech o ele que están inspiradas en la figura de Sócrates perm anecen idénticos.

1. L a

iro n ía p la t ó n ic a : a u t o r y a u d ien c ia

N. del T: En lo que sigue cito ele la versión al español de Mario Verdaguer de La montaña mágica. Barcelona: Edhasa, 1997. 2 H erm ann J. W eigand, “ The Magic Mountain”: A Study of Thomas Mann’s Novel (1933; reim presión, Chapel Hill: University o f North Carolina Press, 1

1965), 63. 3 Ver páginas 158-159 (donde están presentes juntos la cerveza, la música y el sentido de decadencia y muerte), 246-246 (donde Hans observa el ex a­ m en físico ele su primo y reflexiona sobre cóm o la enferm edad se está co ­ m iendo por dentro ese cuerpo que luce tan sano por fuera) y 301-302 (Hans mira su propia m ano a través de los rayos X y siente que mira “su propia tumba Í...J com prendió que está destinado a morir. Al com prender eso, tenía una exp resió n sem ejan te a la que ponía cuando escu ch ab a m úsica, una expresión bastante estúpida, soñolienta y piadosa, con la b o ca entreabierta y la cabeza inclinada en el hom bro”; ver adem ás la nota 6 m ás abajo y las páginas 402, 541, 656, 772 y 861. 4 El autoengaño, com o ha sugerido Mark Johnston, es un tipo de acción orien­ tada hacia un fin pero no de carácter intencional; tiene un carácter mental pero no consciente, es más un tipo de “tropism o mental, un patrón carac­

terístico cuya existencia dentro de la m ente no es más sorprendente, dado lo que hace por nosotros, que el h ech o de que una planta se oriente hacia el so l” que una actividad d eliberad a ( “S elf-D ecep tio n and the Nature o f the Mind”, en Brian McLaughlin y Amélie O ksenberg Rorty, eds., Perspectives on Self-Deception [Berkeley: University o f California Press, 1988], 86). 5 De hech o, la historia d e la m ujer tien e una fuerte co n e x ió n con H ans y Joachim. De la misma m anera qu e Castorp fue diagnosticado de tubercu­ losis durante su visita a su primo, el segundo hijo d e la mujer viene a visi­ tar a su hermano convaleciente y, com o muchos otros visitantes a la montaña mágica, se enferm a de tuberculosis y muere. 6 Un episodio similar ocurre un p o co después en la novela. Castorp, ahora seriamente enam orado de Clawdia Chauchat y exh ibiend o síntomas claros de tuberculosis, está esperando a que los m édicos del sanatorio le hagan unas pruebas de rayos X. Castorp sabe qu e el m édico principal, Hofrat B eh rens, ha estado pintand o el retrato de Clawdia - e s t o le provoca grandes celos al ingeniero y la o casió n d e un ep isodio muy divertido en el qu e ' manipula a B ehrens para que le m uestre su m ediocre pintura, que elogia extravagantem ente para pod er m antenerla a su lado por un rato™. En este momento, Hans está totalm ente consum ido con el h ech o de que el d octor le vaya a hacer, tam bién, un “retrato interior” con los rayos X a Clawdia, quien espera en la sala contigua: “D e pronto, se le ocurrió a Hans Castorp que ella estaba allí esp erand o tam bién la radioscopia. El doctor Behrens la pintaba, reprod ucía su ap arien cia ex terio r so bre una tela y ahora, en la penumbra, dirigía so bre ella los rayos hum anos qu e le descubrían el in­ terior del cuerpo. Y al pensar en eso , Hans Castorp volvió la cabeza con un gesto de pudor som brío y co n una experiencia de discreción y reserva, cosa que creía deber hacer ante aquel pensam iento” (294). Q ue Castorp c o ­ necta los rayos X. co n la m uerte y que esta conexión, por lo tanto, explica su “remilgada distancia” se vuelve obvio más adelante. H abiéndosele p er­ mitido ver la placa de rayos X de Jo ach im , ve allí “la form a sepulcral de Joachim , su osam enta de cadáver, aquella armazón despojada, aquel m ementó de una delgadez alargada”. En el próxim o párrafo, mientras mira su propia m ano a través de la pantalla de los rayos X, Hans ve “lo que ya debía haber esperado, p ero que en suma no está hecho para ser visto por el. h om ­ bre, y que nunca hubiera creído que pudiera ver: miró dentro de su pro­ pia tum ba”. 7 Hans es totalm ente consciente de las faltas de Clawdia: ella siempre da un portazo cuando entra en el com edor (adonde, por costum bre, llega tarde); se com e las uñas; no sabe com portarse; nunca m antiene su cabello tan or­ denado com o le gustaría a Hans. Clawdia no es de ninguna manera un m o-

délo de decoro, y eso, de hecho, es muy importante para la atracción que Hans - a pesar de o quizás a causa de su carácter ex ig en te- siente por ella. 8 La separación de estos puntos de vista em pieza en serio sólo después del suicidio de Pieter Peeperkorn, cuando solamente nos queda por leer una séptima parte de la novela, la sección llamada “El gran em brutecim iento”. Desde ese momento, sabemos mucho m enos acerca de lo que piensa Hans; y lo que sí sabemos se nos dice como si el narrador estuviera observando a su héroe desde afuera. 9 Una de estas características, el temblor de la barbilla asociada a la enfer­ medad física y a la angustia mental, se vuelve progresivam ente más im­ portante mientras se desarrolla la novela. Cuando Hans sale a dar un paseo solo, por ejemplo, y sufre una crisis física y espiritual, su cab eza tiembla “com o antaño le ocurría al viejo Hans Lorenz Castorp” (1 6 7 ). El tem blor sigue (188-189, 256-257), y finalmente Hans lo controla co m o lo hacía su abuelo, apoyando la barbilla en el cuello durante las comidas, lo que “le re­ sultaba penoso y casi lamentaba que llegara la hora de las com idas” (188). Hans es consciente que el temblor se debe no sólo a con d icion es físicas sino también “por su agitación interior, y provenía directamente de esas ten­ siones y curiosidades que implicaban”. ¿Qué son esos episodios y por qué causan este perturbador temblor a pesar de ser tan entretenidos e intere­ santes? Hans no trata de buscar una respuesta razonada para estos proble­ mas y la narrativa sugiere que, de hecho, se resiste a hacerlo. Sólo un poco después de mencionar esos “episodios y diversiones”, Mann describe en un nuevo párrafo la entrada de Frau Chaucha!, al com edor con la expresión “Hans Castorp ivusste das auch genau ” que sugiere que aunque Castorp es consciente de sus sentimientos por Clawdia se niega a admitir que tanto su atracción por ella como la existencia del temblor son síntomas de su “sim­ patía por la muerte”. Es interesante señalar que otro personaje está sujeto a los mismos síntomas. Es el personaje de Fraulein Engeihart, la com pañera de mesa con quien Hans tiene un jueguecito sórdido sobre los encantos de Frau Chauchat: él finge, y esta criatura triste y solitaria lo sigue porque lo ama, que ella está enamorada de Clawdia para poder molestarla y poder hablar abiertamente de Clawdia sin admitir sus propios sentimientos. Y aun­ que el temblor de Fraulein Engeihart le provoca un "profundo disgusto” a Hans, el “hecho” de que ella está enferma pone el tem blor de Hans bajo una luz equívoca: física no menos que psicológica, orgánica no m enos que espiritual. Para ver más semejanzas entre Hans y su abuelo, ver la sección “Inquietud naciente. Los dos abuelos y un paseo en barca en el crepúsculo”. 10 La asociación es mucho menos frecuente hoy que en la ép oca de la novela, cuando los eufemismos para la tuberculosis eran mucho más com unes. Pero

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morir de problem as en los pulm ones, de todo tipo de variedad, era un fe­ nóm eno muy com ún. Este es el segu nd o ep iso d io de este tipo en la vida de Hans. El prim ero había ocurrido cuando, de niño, se había enam orado de su com pañera de colegio, Pribi.sl.av H ippe, cuya sem ejanza física co n Clawdia es central en la novela. Causas psicológicas aparte, los síntomas físicos están claros. La auscultación de B erreen revela “un entorpecim iento respiratorio, y los en ­ torpecim ientos respiratorios provienen de antiguas lesiones en las qu e la esclerosis ya se ha producid o o, si lo prefiere, qu e ya están cicatrizadas. Es usted un viejo enferm o, Castorp”. Los síntomas de los nuevos brotes de la enferm edad, asociados con el am or de Hans por Clawdia, tam bién son audibles para B eh ren s en la misma ocasión, y cu and o finalm ente le h ace el exam en con los rayos X “las observaciones ópticas habían confirm ado las acústicas co n toda la precisión que podía exigir el honor de la ciencia. Habían aparecido tanto las antiguas lesiones com o las recientes y u nos ‘li­ gamentos' form aban surcos con ‘nud os’ que se extendían hasta los pulm o­ nes” (302). Volverem os sobre la etiología de la enferm edad de Hans en el transcurso de nuestra lectura. "Sus mejillas [...] eran realm ente púrpuras.” El rubor de Behrens es uno de los leitmotivs que lo acom pañan a través de la novela. (N. del T,: Traduzco directamente del inglés en este caso por la clara divergencia que existe entre la traducción al inglés qu e usa N eham as y la traducción española. La tra­ ducción al esp añ ol dice: “Lo qu e Jo ach im había d icho de sus m ejillas se confirm aba plenam ente: eran azules” [72]. Para no m encionar la ironía implícita en la promesa de Joach im de que Hans "se pondrá m ejor d esp ués de p o co tiem po”. “P on erse m ejor” en este co n ­ texto no es sino ciarse cuenta de qu e uno está enferm o y acostum brarse a los síntomas de la tuberculosis. Aun después de qu e Hans ha d ecidido, no sin razón, seguir el program a diario de los pacientes tuberculosos del sanatorio y ha com prado las m an­ tas adecuadas para poder hacer su reposo en el balcón , todavía insiste en atribuir su debilidad a la anem ia (146). D e la misma m anera, cuando en su primer día descubrió que al toser había m anchado su pañuelo de sangre, “no tuvo fuerzas para inquietarse, a pesar de que era muy aprensivo y de sus tendencias hipocondríacas” (115). El efecto de este incidente es bastante com plejo. El h ech o de qu e Castorp no piense en la sangre la hace p arecer m enos im portante de lo que es, especialm ente ya qu e se nos dice qu e él se preocupa m u cho por sí mismo. A la vez, sin em bargo, la referencia a la hipocondría de Hans nos predispone a no tom arnos tan en serio, co m o lo hubiésem os h ech o en otro caso, sus síntomas y sus quejas.

15 Hans y Jam es cenan tarde en eí restaurante del sanatorio a la llegada de este, así com o Hans había com ido con Jo ach im cuando este llegó. “Jam es bebió y comió mucho, com o tenía por costum bre” (595), com o Hans, quien regularmente “tenía la costum bre de com er en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí m ism o”. Se nos dice qu e durante la comida las sienes de Jam es estaban inflamadas, recordándonos que “la cara de Hans estaba com o el fuego” en el restaurante durante su primera noche en el sanatorio. Jam es soltó una carcajada sorprendente y no carac­ terística: “Quiso contenerse, reprimir la carcajada, se dom inó casi co n es­ panto, se esforzó en disimular aquella veleid ad absu rd a” (5 9 7 ). Hans, también, se había reído m ucho durante su primera n o ch e en el Berghof, primero cuando escuchó lo de los cuerpos que eran transportados en tri­ neos y después durante toda la cena: "Hans Castorp se sintió de nuevo presa de la risa, él [Joachim] rió también y pareció disfrutar de ella de buena gana” (29). La lengua de Jam es “se hacía un p oco torpe” (598) y “[...] p o co a poco com enzó a sentir tan claram ente la inm ensa fatiga del viaje qu e, a las diez y media, propuso subir al cuarto y sintió una m ediocre satisfacción al en­ contrar todavía en el vestíbulo al doctor Krokovski [...] En respuesta a las palabras enérgicas y vivas que el doctor le dirigió, el cónsul n o supo con ­ testar más que: ‘Seguram ente; com prend id o’”. Lo mism o le p asó a Hans. Durante su cena juntos, Jo ach im repen tin am ente se dio cu en ta de qu e “[Hans] estaba a punto de dormirse, si no lo había h echo ya” (30). Y cuando salían del restaurante los primos se encontraron con el m ism o doctor Kro­ kovski: “Era im presionante observar los esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir” (31). Los paralelos se pueden multiplicar. Cuando los co n o ce por primera vez, la enferm era prin­ cipal les dice tanto a Hans (231) com o a Jam es (600) qu e están enferm os. Jam es se siente atraído por Frau Redisch (604, 605) casi inm ediatam ente después de conocerla de la misma m anera qu e Hans em p ez ó a en am o ­ rarse de Clawdia Chauchat m ucho antes de que él mismo se diera cuenta. Jam es le pregunta a Behrens (606) sobre el cuerpo hum ano de la misma manera exaltada, y con el tono poético que Hans había utilizado anterior­ m ente para sus preguntas sobre el mismo tema, revelando su preocupación incipiente tanto con la enfermedad com o con Clawdia, y B eh ren s les con ­ testa exactam ente de la misma manera: reductiva, deflacionaria y m ateria­ lista (365-366, 606). ‘“Comprendido -d ijo el cónsul a la bizarra disquisición del consejero-. Al día siguiente por la mañana había d esap arecid o” (606) ¿Qué podem os pensar de esto? ¿D ebem os decir que Jam es tam bién estaba enfermo? ¿O los paralelos, extensivos al caso y com portam iento de Hans, sugieren que el joven ingeniero no estaba enfermo? ¿Es su enferm edad, si

es enfermedad, fisiológica o psicológica? Estas son preguntas de difícil res­ puesta que discutirem os aunque sea brevem ente en lo que sigue. 16 Es tam bién relevante m encionar aquí el episodio de la m ujer de la que se dice salió de una habitación de un paciente varón - e l abogado E inhu f- muy tarde. El hecho “[era] escand aloso, no sólo en n om bre de la moral en g e­ neral, sino tam bién escan d alo so y ofensivo para Hans Castorp, ten ien d o en cuenta sus esfuerzos espirituales” (409). Hacia el final de la novela, Hans se vuelve incapaz de reaccionar de esta manera. )7 El presente incidente está explícitam ente conectado a la experiencia origi­ nal de Hans no só lo por la alusión a la música sino tam bién porque M ann acentúa las actividades del ruso y la indiferencia de Hans hacia ellas: “Man

harte das Ehepaar vom schlechten Russentiscb... Und Hans Castorp nahm Seitenlage ein, in Erwartung des Schlafes”. 18 He tratado de dem ostrar cuán profundam ente equívoca es la etiología de la enferm edad de tod os los personajes principales de la novela en “G etting IJsed to Not Getting Used To It: Nietzsche in The Magic Mountain”, Phi­ losophy and Literature 5 (1981): 73-89. En ese artículo, sin embargo, h ago dos distinciones entre el caso de Hans y los de los otros personajes; m e gus­ taría poder matizar mi idea en lo que resta de este capítulo dedicado al aná­ lisis de esta novela. 19 irving Stock, “The Magic Mountain”, Modern Fiction Studies 32 (1986), 501, 20 Esta idea es contraria a la de C, J. Reed, Thomas Mann: The Uses ofTradition (Oxford: Clarendon Press, 1974), quien afirma que Mann originalmente concibió la enferm edad de Hans co m o causada, de m anera freudiana, por sus fijaciones eróticas p ero después, co m o resultado ele trabajar en la n o ­ vela por más de una década, decidió atribuirla a la vacuidad de la ép oca en que vivía Hans. R eed encuentra las dos ideas presentes en la novela y explica su presencia sucesivam ente. Considera la última concepción b as­ tante inverosímil. P ero lo que es aún más inverosím il es que Mann haya tomado alguna vez una actitud inequívoca hacia los orígenes y la natura­ leza de la enfermedad, de Hans. La historia m édica ele la familia de Hans, com o hem os visto, sugiere que la enferm edad puede obedecer, tam bién, a factores fisiológicos. D e la misma m anera, Reed considera “la ex p e cta ­ tiva del regreso ele Clawdia com o la verdadera razón de por qué Hans Cas­ torp rechaza salir del sanatorio cuando Behrens declara cjue ya está curado”, inclinándose por una explicación psicosom ática ele la enfermedad ele Hans. Aunque tal exp licación es sin duda verdadera dentro de los límites de su alcance, no llega lo suficientem ente lejos. Decir ejue B ehrens declara a Hans “curado” es sim plificar las cosas más allá ele una po sib le justificación. D u ­ rante el episodio en el que ocurre esta escena, se dem uestra que Beh ren s

ya está furioso cuando los primos lo van a visitar. Ha estado fumando, lo cual siem pre lo vuelve “m elancólico”, y está furioso por la relació n que existe entre dos de sus pacientes. Esta había sido la causa de su decisión de concederles permiso para dejar el sanatorio, no sólo a ellos dos sino a un tercer paciente, que había hecho pública la relación entre ellos a causa de los celos. En ese momento, Joaquín entra en su sala de exám enes y anun­ cia que independientemente de lo que B ehrens piense, va a term inar su tra­ tam iento y regresará a su regimiento. Behrens se distrae, grita a Castorp y cuando este dice que no saldrá sin el perm iso del doctor, con clu ye rápi­ dam ente el exam en m édico y repentinam ente le dice que ya está “curado” (5 7 9 ). En el proceso, contradice su propio diagnóstico anterior sobre el origen de la fiebre de Hans, al que regresar cuando Hans transija sin nin­ gún tipo de explicación o disculpa. Su exam en, com o dijimos, no es serio: “B ehrens le cogió por el brazo, le golpeó y auscultó. No dictó nada. La cosa fue rápida” (579). Es el resultado de un agudo caso de resentim iento y no tiene com o resultado un diagnóstico explícito que diga que Hans está cu­ rado. Por qué Plans decide quedarse a pesar de esta d eclaración formal es otra cuestión. 21 Weigand, “Magic Mountain”, 63. 22 C. E. Williams, for ejem plo, en “Not an Inn, but a H ospital” (en Thomas Mann’s “TheMagic Mountain”: Modern CriticalInterpretations de Harold Bloom , ed. [New I-laven: Chelsea, 1986], 39), escribe que “b a jo las influen­ cias de fuerzas externas una materia originalmente vil es purgada y trans­ formada en algo de un orden más alto”. Esto, sin em bargo, m e parece una lectura muy unívoca del progreso de Castorp en la m ontaña y una versión muy simplista de la naturaleza del joven. Su materia no es “v il” en el sen ­ tido que entiende Williams -e s a es precisam ente una de las ideas de Mann: Hans no vio “ninguna razón positiva para esforzarse-”; había estado en a­ m orado de Pribislav Hippe y com o resultado de eso desarrolló las prim e­ ras manchas en su piel, lo cual es una señal de que no pertenece a la llanura. Además hay que recordar que estuvo expuesto a la m uerte a una edad tem ­ prana. Él es, a pesar de su normalidad, una persona inusual; pero la ironía de Mann, la cual discutiremos en lo que sigue, no nos perm ite afirmar que Hans es solamente inusual, lina presentación clásica de la idea de que Hans logra una trascendencia de los opuestos que ninguno de los otros pacien­ tes logra se puede encontrar en Jen s Rieckm an, “DerZauberberg”: Einegeistige Autobiographie Thomas Manns (Stuttgart: Heinz, 1977). Ver tam bién W alter W eiss, Thomas Manns Kunst der sprachlichen und tbematischen Integration, Hefte zur Zeitschrift Wirkendes Wort 13 (D üsseldorf: Schwann, 1964), y Theodore Ziolkowski, Dimensión of the Modern Novel (Princeton: Princeton University Press, 1969).

23 Sobre el episodio en su totalidad ver Ludwig Volker, “‘Experim ent’, A b e n teuer’, ‘Traum’ in Thom as Manns Rom án DerZauberberg: Struktur-Idee-Tradition”, en Heinz Saueressig, ed., Besicbtigung des Zauberbergs (B iberach: Wege und G estalten, 1974), 157-82. Reed, Thomas Mann, está de acuerdo con las afirm aciones en bastardilla que Mann pon e en boca de Hans du­ rante su sueño mientras está perdido en la torm enta de nieve, “el hom bre no debe dejar qu e la m uerte reine sobre sus pensam ientos en nom bre de la bondad y del am or”, com o el Ergebnissatz de la novela (Thom as Mann, Fragment über das Religioso, en Gesammelte Werke, vol. II [Frankfurt: Fischer, 1960]). R eed cree que Mann “tenía muy claro qu e Hans Castorp sufre un desarrollo positivo cuya esencia se encuentra en el capítulo ‘S ch n ee’ y que el sentido de este capítulo es el m ensaje de la novela, el sentido extralingüístico que el lector saca de su lectura” (254). 24 Ver Jurgen Scharfschw edt, ThomasMann und der deutsche Bildungsroman (Stuttgart: Kohlham m er, 1967), 142 y ss. 25 jill Anne Kowalik, “Sym pathy with D eath: Hans C astorp’s Nietzschean Resentm ent”, Germán Quarterly 58 (1985): 27-48. Kow alik ofrece una lectura puramente negativa de Castorp, co m o un hom bre qu e no puede v en cer su resentim iento. “El Zauberberg”, escrib e ella, “no cu en ta cóm o un jo v e n típico llega a sintetizar dos fuerzas opuestas; en vez de esto docum enta las co n secu en cias para aqu ellos qu e no pueden o n o quieren re co n o cer sus señas de identidad [...] Castorp se va de la m ontaña mágica con su p ro ­ pio sentido de resentim iento más solidificado que cuando llegó [...] pero no se va com o un h om bre que ha tenido un crecim iento espiritual o em o ­ cional” (28, 40). Adem ás de esto, Hans regresa al hum anism o superficial de Settembrini una vez qu e los efecto s de su visión en la nieve se ex tin ­ guen, a pesar de su declaración de qu e ha sido liberado de sus “p ed ag o ­ g o s”, Settem brini no m enos que Naptha, el jesuita hedonista que batalla con Settem brini p o r p o seer el alm a intelectual de H ans y quien tam bién está, naturalm ente, asolado por la enferm edad. En p ocas palabras, nada de gran im portancia le pasa en la m ontaña. Dada mí opinión de que la n o ­ vela se resiste a to d o acercam ien to in equ ívo co co m o este, a mí m e p a ­ rece qu e el artícu lo de K ow alik, au nq u e muy in teresan te, es en últim a instancia no satisfactorio. 26 Sobre la am bivalencia narrativa ver Francis Bulhof, Transpersonalismus und

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Synchronizitat: Wiederholung ais Strukturelement in lloomas Manns “Zau­ berberg’3(G roningen: Drukkerij van Denderen, 1966). Paul Fríedlander, Plato, 2a ed., vol. I (Princeton: Princeton University Press, 1969), 137, ha observado que la ironía de Mann se p arece m ucho a la iro­ nía de Platón. El capítulo entero de Fríedlander so b re la ironía p latónica

es muy sugerente pero Friedlander no trata de encontrar d e un m odo sis­ tem ático las conexiones a las que alude y finalm ente se satisface con algu­ nas generalidades. Eso seguramente es lo que ha llevado a R. B. Rutherford en TheArt ofPlato: TenEssays in Plutonio Interpretation (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1995), 77 n. 20, a describir la escritura de Fried­ lander sobre la ironía de Platón com o “útil aunque un p o co m ística”. La expresión viene del ensayo de Richard Rorty, “Philosophy as a Kind of Writing” en Consequences of Pragmatism: Essays, 1972-1980 (M inneapolis: University of M innesota Press, 1982). ArthurC. Danto, “Philosophy as/and/of Literature”, en The Philosophical Disenfranchisement ofArt (New York: Columbia University Press, 1986), 154. N. del T.: Para las traducciones de Platón al español uso la ed ición en seis volúm enes de Credos (Madrid, 1992). Vol. I: Apología, Gritón, Eutifrón, Ión, Lisis, Cármides, ITipias Menor; Hipias Mayor; Laques, Protágoras. Traduc­ ció n de J. Calonge Ruiz, E. Lledó Iñigo, C. G arcía Gual. Vol. II: Gorgias, Menéxeno, Eutidemo, Menón, Crátilo. Trad. de J. Calonge Ruiz, E. Acosta M éndez, F, J. Olivieri, J. L. Calvo. Vol. III: Fedón, Banquete, Fedro. Trad. de C. G arcía Gual, M. Martínez Hernández, E. Lledó Iñigo. Vol. IV: Repú­ blica. Trad. ele Conrado Eggers Lan. Vol. V: Parménides, Teeteto, Sofista, Po­ lítico. Trad. de María. Isabel Santa Cruz, Alvaro Vallejo Cam pos, Néstor Luis Cordero. Vol. VI: Filebo, Timeo, Critias. Trad.: María Á ngeles Duran, Franciso Lisi. Considero las primeras obras ele Platón las siguientes obras listadas en orden alfabético: Apología, Cármides, Gritón, Eutifrón, Hipias Menor, Ion., Laques, Protágoras. Un p o co posteriores, pero conectadas a ellas en cuanto que intentan encontrar solución a los problem as planteados en estos primeros diálogos pero qu e tam bién ofrecen intensos problem as todavía pendien­ tes de respuesta, son las siguientes: Gorgias, Hipias Mayor, Lisis, Menéxeno, Menón. Entre las obras intermedias de Platón yo cuento las siguientes, en su probable orden cronológico: Banquete, Fedón, República, Eutidemos, Crátilo, Parménides, Fedro, Teeteto. Las últimas obras de Platón incluyen, de nuevo en probable orden cronológico, Timeo, Critias, Sofista, Político,

Filebo, Leyes. Mi lista sigue ele cerca la de Leonard Brandw ood, A Word Index to Plato (Leeds: W. S. Maney and Son, 1976), xvii, y no es muy diferente a la lista ofrecida por Gregory Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher (Cam ­ bridge: Cambridge University Press, 1991), 46-47. Pero a diferencia ele Vlas­ tos, que cuenta el Gorgias com o un diálogo central del prim er grupo, yo pongo el Gorgias, al igual que Brandw ood, entre los diálogos del segundo grupo (a veces llamado “de transición”). Es importante para Vlastos contar el Gorgias com o un diálogo del primer grupo para poder interpretar las doc-

trinas de la obra co m o forma de expresión de las ideas del Sócrates histó­ rico, cuya reconstru cción es parte del propósito del libro. Pero su princi­ pal razón para esta clasificació n es qu e el Gorgias despliega el m éto d o elénctico de Sócrates “co n gran elegancia” com o ninguna otra obra en el se­ gundo grupo. Sin em bargo, esta afirm ación no es cierta. El elencbos, el m étodo tradicional de Sócrates de h acer preguntas y pedir respuestas, es usado principalm ente en el Menón co m o tam bién en el primer libro de la República (por lo que Vlastos, de m anera poco convincente, cree qu e fue com puesto por separado respecto al resto de la obra y junto con otros de los primeros diálogos). Una cronología radicalm ente diferente de los diálogos socráticos de Pla­ tón la ofrece Charles Ii. Kahn, Plato and the Socratic Dialogue: The Philosophical Use of a Literary Form (Cam bridge: Cam bridge University Press, 1996). Las principales sinopsis de sus ideas se encuentran en una serie de artículos que em piezan a aparecer a partir de 1981, Ver particularmente “Plato’s Charmides and the Proleptic Reading o f Socratic D ialogues”, Journal of the History of Philosophy 85 (1988): 541-49. Ver tam bién Holger T h esleff, “Studies in P laton ic C hron ology”, Commentationes humanarum litterarum 70 (Helsinki: Societas Scientiarium Fennica, 1982), ahora com p lem en­ tada por su “Platonic C hronology”, Phronesis 34 (1989): 1-26. 32 El arconte rey (pacnXev<¿) estaba encargado de las funciones religiosas para el estado ateniense y por lo tanto tam bién de los procesam ientos religiosos. Ya que la acu sación en contra de Sócrates involucraba su falta de creencia en los dioses de la ciudad y el h aber introducido nuevas deidades (Cf. Ap. 24b8-CI y Jen o fo n te Ap. Soc. 10), sus cargos eran de impiedad (áaepeia) y por consiguiente estaba sujeto a la jurisdicción del arconte rey. Lo m ism o sucedía con el caso de Eutifrón, ya qu e el asesinato se creía que traía una contam inación religiosa, (juíacjia) qu e afectaba a familias y a com unidades enteras. Ver tam bién Richard J. Klonoski, “The Portico o f the Archon Basileus: On the Significance o f the Setting o f Plato’s Eutryphrd\ ClassicalJour­ nal 81 (1986): 130-37. 33 Platón, Eu. 4a-b. Ver Jo h n Burnet, ed,, Plato’s “Euthyphnj\ “Apology of Só­ crates”a?id “Grito” (Oxford: Clarendon Press, 1924), 21. 34 Jam es A. Arieti, Interpreting Plato: The Dialogues as Drama (Savage, Md.: Rowman and Littlefield, 1991), 143-144, 148. Aunque Arieti tiene razón al enfatizar la im portancia del “au to en g añ o ” de Eutifrón para, el diálogo en su totalidad, subestim a la importancia, intrínseca de la discusión dialéctica. 35 R. E. Alien, Plato’s “Euthyphro” and the Earlier Theory ofForms (London: Routledge and Kegan Paul, 1970), 5. 36 Las “introducciones” a diálogos com o el Laques, el Cármides, el Protágoras, el Lisis y el Ripias Mayor ocupan entre una quinta parte y la mitad de estas

obras. Incluso llamarlas introducciones es tomar una decisión controvertida con respecto al propósito principal de cada diálogo (cf. la descripción de G eorge Grote del “propósito platónico” del Eutifrón: “la bú squed a de la idea general de la santidad” [Plato and the Other Companions of Sokrates, vol. I (London: Russell, 1865), 3171) y por lo tanto adoptar un acercam iento disputable a la interpretación, de las obras aun antes de que uno com ience a leerlas. 37 Una breve lista de tales obras tendría que incluir las siguientes: Arieti, ln~ terpreting Plato; Charles L. Griswold Jr., ed., Platonic Writings/Platonic Readings (New York: Routledge, 1988), un interesante volumen que confronta aquellos que consideran esencial la forma del diálogo para la escritura pla­ tónica con aquellos que prefieren ignorarla, aunque el libro en última ins­ tancia no consigue entablar un diálogo entre los dos grupos de autores; Jam es C. Klagge y Nicholas D. Smith, eds., Method ofInterpreting Plato and His Dialogues (Oxford Studies in Ancient Pbilosophy 10 [1992]: Supplement), reseñado m eticulosam ente por Stephen G. Salkever en Bryn Mawr Classical Review (edición electrónica, 1992); Gerald A. Press, ed., Plato’s Dialo­ gues: New Studies and Interpretations (Lanham, Md.: Rowman and Littlefield, 1993), que se concentra de un m odo casi exclusivo en los argum entos de Platón; David Roochnik, The Tragedy ofReason: Toward a Platonic Conception of the Logos (New York: Routledge, 1990), que no se en fo ca princi­ palm ente en la form a del diálogo pero ocasionalm ente h a ce algunas afirm aciones extravagantes sobre este género; Kenneth Seeski, Dialogue and Discovery: A Study in Socratic Method (Albany: State University of New York Press, 1987), una discusión equilibrada de varios tem as sobre el m é­ todo y la sustancia; y C. Jan Swearingen, “Dialogue and D ialectic: The Logia o f Conversation and the Interpretaron o f logia”, en Tullio M aranhao, ed., The Interpretación ofDialogue (Chicago-, University of Chicago Press, 1990). 38 Los fragmentos existentes de los primeros socráticos, con la ex cep ció n de aquellos de Esquines, pueden ser encontrados en Cario G iannantoni, Socratis et Socraticorum relinquiae (Roma: Bibliopolis, 1990). Para Esquines, ver Heinrich Dittmar, Aischines von Sphettos: Studien zur Literaturgeschichte der Sokratiker (Berlin: Weidmann, 1912). Ver tam bién A. E. Taylor, “Aeschines o f Sphettos”, en Philosophical Studies (London: M acm illan, 1934). 39 D iógenes Laercio, Vidas defilósofos ilustres, 2.14.3, escribe qu e Simón, un zapatero a cuya zapatería iba Sócrates, “fue el primero en co m p on er diá­ logos socráticos”. 40 Rosen, “Piety and Justice: Plato’s Euthyphro”, Pbilosophy 43 (1 9 6 8 ): 109. 41 Leo Strauss, The City and Man (Chicago: University o f C hicago Press, 1964), cap. 2. Ver tam bién el artículo de Alian B loom “Interpretative Essay” en su

traducción de la República (New York: Basic B ooks, 1968) para una exp li­ cación más detallada d e la lectura de la obra de Strauss. 42 Entre los m uchos libros qu e siguen este tipo de aproxim ación m erecen la pena ser m encionados el de Ja c o b K ein Plato’s Trilogy: “Theaetetus”, the “Sophis”and the “Statesman”(Chicago: University o f Chicago Press, 1977) y ei de Ronna L. Burger Plato’s “Phaedrus”: A Defense of a Philosophie Art ofWriting (Birm ingham : University o f Alabama Press, 1980): el m ism o tí­ tulo de Burger, en vista del ataque platónico sobre la escritura en el Pedro, ejem plifica el tipo de acercam iento del que hablo aquí. El acercam iento de Strauss a Platón d epend e de otro principio: ya que Pla­ tón escribió diálogos d onde no aparecía com o personaje, él “ocultaba sus opiniones” (City and Man, 59) y en to n ces la distancia qu e crea entre él y las ideas expresad as en sus obras prod uce una ironía que está ab solu ta­ m ente presente en todas partes. Este acercam iento ha sido defendido re­ cientem ente, entre otros, por Stanley R osen, Plato’s “Symposium” ( N ew Haven: Yale University Press, 1968), xxv: “la ironía platónica quiere d ecir que todas las afirm aciones en un diálogo d eben ser entendidas en térm inos de su contexto d ram ático”. A esto se d ebe objetar qu e la pregunta so b re cuándo el co n texto no es en sí el producto de un autor irónico no es de ninguna manera más fácil de responder qu e aquella sobre el significado del enunciado en cuestión. D e la misma m anera, Charles L. Griswold Jr. cree que “la distancia de Platón hacia sus personajes provee la base para la iro­ nía platónica” (Self-Knowledge in Plato’s *Phaedrus” [New Haven: Yale Uni­ versity Press, 1986], 12). A mí m e p arece demasiado extrem a esa posición, tanto com o un recu ento de la ironía y com o un principio para la interpre­ tación de Platón, parcialm ente por las mismas razones que Christopher Row e da en “Platonic Irony”, Nova Tellus 5 (1987): 83-101. El artículo de Row e, que contiene m uchas afirm aciones interesantes, asum e la ironía platónica com o un tipo de ironía qu e "sirve para desinflar las pretensiones del autor m ism o” (89) -u n tipo de ironía qu e recuerda la descripción de la ironía ele Mann dada por Herm ann W eigand - Pero Rowe, a pesar de su idea de qu e ese tipo de ironía se aplica a los diálogos platónicos en su totalidad (9 5 ), mayormente limita su atención a los pasajes en el Pedro donde Platón, según su interpretación, com bina elem entos serios y lúdicos. Entonces, por ejem ­ plo, entiende que la referencia al daimonion de Sócrates (242b9-d2) y a sus pies descalzos (229a3-4), y el poem a cóm ico sobre Bros (252b8-9) y el e lo ­ gio de los poetas (2 4 5 a l-8) en el gran discurso de Sócrates, constituyen un ejem plo de este tipo de com binación: “Con la introducción de elem entos verdaderos de la paidia, Platón redu ce el alcance de sus palabras: a p esar de las apariencias, no se supone que lo sigamos totalm ente en sus viajes de

la im aginación com o luego oímos por b o ca de Sócrates” (9 8 ). La dificultad aquí, sin em bargo, es que tal com binación de seriedad y ju eg o no ayuda de ninguna manera a Platón a lograr lo que aparentem ente qu iere hacer con ello: principalm ente distinguir el discurso escrito del hablado, tales com bi­ naciones ocurren con perfecta naturalidad en am bos m edios. Los com entaristas del diálogo no están de acuerdo sobre la cu estión de si se alcanza a definir o no el concepto de piedad en el desarrollo del mismo. G rote explícitam ente niega que la piedad sea definida tanto en el Eutifrón o en cualquier otro texto platónico ( Plato and the Other Companions of Sokrates, I: 322). J. Adam, ed., Platonis “Euthyphnf (Cambridge: Cambridge U niversity Press, 1890), xii, argum enta qu e el diálogo sí logra definir la piedad com o “el servicio apropiado a los dioses”. Más recientem ente, W, G, Rabino witz ha realizado una lectura com pleja y esotérica del diálogo, pro­ curando demostrar que la piedad es finalm ente definida com o una ayuda a los dioses para que contem plen las form as platónicas ( “P laton ic Piety: An Essay towards the Solution o f an Enigm a,” Phronesis 3 [1958]: 108-20). Alien, sin em bargo, afirma con rotundidad que “el Eutifrón term ina en el fracaso: no se nos da ni tam poco se nos insinúa ninguna definición de la piedad. No hay 'm áscara’ que al ser retirada nos revele el verdadero signi­ ficado del diálogo” (Plato’s “Euthyphro”and tbe Earlier 7'heory ofForms, 6). 44 Ver Crátilo, 396cl4-8, donde Sócrates afirma que la disquisición entusiasta de Eutifrón sobre la etimología lo ha inspirado. En 399al, se le atribuye el m ismo efecto, y otras referencias a su pasión por la etim ología pueden ser encontradas en 400al, 407cl6-8, 409dI-2 y 428c7. Esta inform ación sirve poco para la interpretación del Eutifrón, desconectada com o lo está con las pre­ ocupaciones de Eutifrón en ese diálogo, aunque vagamente sugiere que Eu­ tifrón puede haber sido una figura histórica genuina. 45 Este es el p roceso seguido, por ejem plo, en Gritón, Laques, Protágoras y el Hipias Menor. Aun en los diálogos co m o el Gorgias, donde Sócrates pa­ rece tom ar la iniciativa, Platón usualm ente le ofrece una bu en a razón para hacerlo: el Gorgias com ienza con Calicles diciéndole a Sócrates que, aun­ que faltó a una sesión pública donde Gorgias respondió todas las pregun­ tas, sobre todos los temas que se le preguntaron, Sócrates pu ed e tener la oportunidad ele reunirse con Gorgias y preguntarle lo que quiera, en pri­ vado. La imagen de Sócrates vagando por el ágora y hablando con gente casi al azar, aunque tiene un fundamento (debatible) en la Apología (29d30c, 31b), es m ucho m enos prominente en los diálogos platónicos ele lo que creem os. Parte elel d ebate se puede encon trar en mí artículo “W hat Did Sócrates Teach and to W hom Dicl He Teach It?”, Review ofMetapbysics 46 (1992): 279-306.

46 Tá<;évT(pA\)KEup 8 ia /tpipa<;,) 2a 1-2; cf. Eutidemo, 2 7 1 a l Banquete, 223d8 Z&ís; 203a 1 Fedro y Esquilo eKa0r||U£0a ¡uev ém xcov Oockxov év Auicsup, ou oí á0Xo0ém i xóv áycpva ÓumOéaaiv. Sócrates realm ente parece h aber pasado más tiem po en el Lyceum qu e en el agora, a pesar de su testim onio de Apología. 17c8. 47 Sobre el 6ai¡u'oviov de Sócrates, ver Apología. 31c7-d 6, 40a2-b6; Eutidemo. 272e3-4; 49óc3-5; Teeteto. 151a2-5; Fedro. 242b9-c3, así com o tam bién Alcibíades. I 103a4-bl y Teages 129eI-9. Ver tam bién Jen o fo n te, Memorabüia 1 .1 .2 ; 4.8.1, 5, donde a daijj'oviov se le da a veces un sentido positivo y otras negativo; Ap. Soc. 4-13. P odem os encontrar d iscu sio n es más tardías del Sat/joviov, que van m ás allá de la escasa evidencia aportada por Platón y Jenofonte, en Plutarco, De genio Socratis, y Apuleyo, De deo Socratis. ® Ver Burnet, ed., Plato’s ‘Euthyphro”, “Apology of Sócrates ” and “Crito " 5, y Klonoski, “T h e Portico o f the A rchon Basileus”, 133-134. 49 Maurice Croiset, ed ., Platón: Oeuvres completes, vol. 1 (Paris: Les B e lle s Lettres, 1920), 179, y W illiam D. Furley, “The Figure o f Euthyphro in Pla­ to’s D ialogue”, Pbronesis 30 (1985): 201-8. 50 ¿Qué pasa con la p red icción de Eutifrón de que Sócrates ganaría su caso? Arieti, Jnterpreting Plato, 144, escribe que Eutifrón “se presenta co m o un hom bre infinitam ente seguro de sus facultades. Un m om ento más tarde Eu­ tifrón predice qu e el caso de Sócrates saldrá bien (3 e) y nos damos cuenta por la ironía dram ática d e qué tan bu en profeta él e s ”. D esde el punto de vista de Eutifrón, para quien el éxito significa la absolución, el argum ento de Arieti es bu eno. ¿Pero es tan evidente que el caso de Sócrates, desde el punto de vista de Sócrates, no sale bien? Durante su juicio, Sócrates se niega a involucrarse en cualquier acción injusta, y, por su idea de que ninguna persona injusta pu ede causar daño a una justa, sale de su juicio declarado culpable pero ileso. En un giro más irónico, enton ces, ¡Eutifrón pudo h ab er tenido razón! La afirmación de Eutifrón, “écxvTtep aKoScaaí-jé {i o u Aáyovxoc;”, sugiere que está acostumbrado a no ser tom ado en serio. 52 Ma0r)xpr)^: 5a4, a8, b5; (iáGco: 15c'12; páOcóv: 15e6; |ae|aa0r)KD/i:a<;-: 12e4; A iS a o ketv: 6d2, dlO, e3, 7a4, 9a 1, c3, d8, 11 e3, 1 2 el, I 4 c l; 8i§áoKaÁo<;: 5b2. Zocpía, ao(p6<;,ao(p<í)Tepoc;: 5b 1, 9 a 2, b3, 12a5 (dos veces), 14d 4, l6 a l . Cf. eí5évai: 15d4, e l. 53 La definición original está en 6eI0-7aI, mejorada un p o co en 9eI-3. 54 Friedlander, Plato, I: 142. 55 Gregory Vlastos, “T h e Paradox o f Sócrates”, en The Pbilosophy ofSócrates: A Collection of Critical Essays (Garden City, N.Y.: Doubleday, .1971), 6. 56 Laszlo Versenyi, Socratic Humanism (New Haven-. Yale University Press, 1963), 38. 57 Seeskin, Dialogue and Discovery, 78.

58 Roslyn W eiss, “Euthyphro’s Failúr Journal of the History of Philosophy 24 (19 8 6 ): 437. 59 Es solam ente en I4e8, cerca del final del diálogo, cuando Eutifrón demuestra su prim era señal de impaciencia. 60 Este es el punto de vista de Versenyi, Socratic Humanism, 38. 61 Sobre actitudes com unes hacia1Hesíodo, ver Isócrates, Bousiris, 38, 40; Eu­ rípides, Hércules Furioso, 1346. 62 Versenyi, Socratic Humanism, 38. 63 Arieti, Interpreting Plato, 143. 64 D e hecho, hay algunos que disienten de esta idea. D iógenes Laercio (2.5.29) afirma que: ¡Eutifrón en verdad suspendió su caso en contra de su padre co m o resultado de una conversación con Sócrates! Ha encontrado un dis­ cípulo m oderno en R. E. Alien: “Sí Eutifrón hubiera seguido co n su caso, lo qu e hizo otro día; no habría esperado hasta que viera al Rey. Sus accio­ nes, aunque no sus palabras, indican que ha em pezado a darse cuenta de la lecció n que las preguntas de Sócrates pretendían enseñarle: qu e en rea­ lidad ignora todo sobre el asunto en qu e se creía ex p erto " (Plato1 's “Euthyphro” and the Earlier Theory ofForms, 64). Esta idea es dramática­ m ente insostenible: no encaja con nada de lo que se nos d ice del perso­ n aje de Eutifrón en el diálogo. Alien, en un tour de forcé de literalism o, afirma qu e Eutifrón (a pesar de la afirm ación contraria de B urnet [Plato’s "Euthyphro ”, “Apology of Sócrates”and “Crito”, 21) no pudo h ab er visto el Archon Basileus antes de que su conversación co n Sócrates com enzara (“si eso fuera verdad, la introducción al diálogo lo hubiese sugerido, y no lo h a c e ” [Alien, Plato’s “Euthyphro” and. the Earlier Theory ofForms, 64 n. I]) y entonces su salida repentina de la escena demuestra qu e ha em pe­ zado a teñer dudas sobre sus acciones. No h ace falta repetir qu e está claro que el diálogo simplemente no nos da suficiente inform ación para decidir sobre el tema de la entrevista de Eutifrón con el rey Archon. Este tema no es, de hecho, parte de la preocupación del diálogo. 65 Lionel Trilling, Sincerity and Authenticity (Cambridge, Mass.: Harvard Uni­ versity Press, 1971), 16. 66 M ichael Erede, “Plato’s Arguments and the D ialogue Form ”, en Ja m es C. Klagge y Nicholas D, Smith, eds,, Methods oflnterpreting Plato andPlisDia­ logues, Oxford Studies in Ancient Philosophy 10 (1992): Suplem ento, 215. 67 Ibid., 216. 68 Esa es, si lo entiendo bien, la idea de Griswold en Selj-Knowledge in Pla­ to’s ‘Phaedrus". Griswold presenta una versión sofisticada del acercam iento straussiano a la lectura de los diálogos, y explícitam ente niega que ia iro­ nía, junto con otras técnicas literarias y dramáticas, sea “una estrategia para crear una ‘doctrina esotérica' inaccesible o ‘una enseñanza secreta’”. Pero

su noción de ia ironía platónica es más amplia que la mía, La ironía plató­ nica, para Griswold, “d epend e de la diferencia entre el hech o de que el diá­ logo está escrito y de que lo que está escrito d ebe ser un diálogo hablado y por lo tanto no escrito” y requiere una distinción “entre el significado apa­ rente de un pasaje en particular y el significado co m o parte de una totali­ dad” (13). La ironía platónica consiste de un m odo general en el h ech o de que Platón no aparece dentro de sus obras, y no, co m o he argumentado, en que ponga a su audiencia en la misma posición donde pone a los per­ sonajes a los que él qu iere que desprecien. El acercam iento “dialógico” que propone Griswold “insiste en que los diferentes niveles de palabras y obras sean integrados a su in terp retación ” (13-14). Mi op in ió n es que au n q u e los diálogos d ep en d en tanto de la acció n com o de los argumentos, no hay ninguna razón a prior-i para asumir qu e cada acción es esencial para la in­ terpretación del diálogo (co m o tam poco hay razón para creer que absolu ­ tamente todo lo que se dice en un diálogo es esencial para entenderlo). Q ue las acciones sean tan im portantes co m o los diálogos depende de si p u e­ den ser interpretadas co m o relevantes para el total de la obra, y eso sólo puede ser decidido caso por caso. Ver, por ejem plo, Protágoras 351b-359a, M. 77b-78b, Mucha literatura ha surgido acerca de este tema. Una buena bibliografía selectiva se puede en ­ contrar en Richard Kraut, ed., Tbe Cambridge Companion to Plato (N ew York: Cambridge University Press, 1992). 70 Tal iclea es atribuida a N ietzsche p o r Randall H avas, Nietzsche’s Genea­ logy: Nibilism and tbe Will to Knowledge (Ithaca: Cornell University Press, 1995), cap. I.

2. L a

iro n ía s o c r á t ic a .

C a rá c t er

e in t er lo c u t o r e s

1 M ichel de M ontaigne, “D el arte de conversar”, 177. 2 Friedrich Nietzsche, “El problem a de Sócrates”, en Crepúsculo de los ídolos o Cómo sefilosofa con el martillo, 46. 3 D. C. M uecke, The Compass of Irony (London: M ethuen), 31. 4 Ya que el entendim iento apropiado, la traducción exacta del término griego está en cuestión, yo no usaré “ironía” y sus cognados al discutir textos grie­ gos hasta que hayam os acordado la interpretación apropiada para este tér­ m ino. En vez de esto , sim plem en te voy a transliterar la palabra griega eípcoveía (N. del T.: Siem pre que sea necesario para el m ejor entendim iento del texto de N eham as transform aré ligeram ente la traducción al esp añ ol de los diálogos de Platón. Siempre que modifique la traducción en el cuerpo

del texto indicaré en nota, com o en este caso, la traducción al español. La traducción al español que uso de los diálogos es, com o se indica en el ca­ pítulo anterior, la edición en seis volúmenes de la editorial C redos. La cita en español reza: “[...] no m e creeréis pensando que hablo irónicam ente” (38a-b). 5 Jo h n Burnet, ed., Plato’s “Euthyphro", “Apology of Sócrates” and “Grito” (Oxford: Clarendon Press, 1.924), 159. Dejo de lado la pregunta d e si eipcoveía en su sentido original, que examinaremos abajo, se puede aplicar a las de­ claraciones de ignorancia socráticas. Burnet es seguido por R. E. Alien, Só­ crates and Legal Obligation (Minneapolis: University o f M innesota Press, 1980), 58 (“Pensaréis que soy listo y deshonesto”). Alien com enta: “Eso es un á'pcov, ‘La ironía* se creía que era un defecto de carácter, n o una virtud, com o el retrato de Teofrasto en Los caracteres del hom bre irónico deja en claro” (135 n. 30). Discutiremos a Teofrasto más tarde. Ver tam bién Henry George Liddeíl y Robert Scott eds., A Greek-English Lexicón, rev. Sir Hen­ ry Stuart Jones (Oxford: Oxford University Press, 1968), s.v. sipcoveía, iii.2. (Esta obra por Liddell, Scott y Jones es un diccionario del griego estándar y generalmente se abrevia con las siglas LSJ.) Otros prefieren traducir más directamente, con diferentes formas de “ironía,” e. g., Thom as G. West y Grace Starry West, Four Texts on Sócrates (Ithaca: Cornell University Press, 1984), 92 (pero ver n. 6, en su interpretación); G. M. A. G rube, trad., Plato: Five Dialogues (Indianapolis: Hackett, 1981), 41; Lañe Cooper, Plato on the Trial and Death of Sócrates (Ithaca: Cornell University Press, 1941), 73Hay una traducción similar en Maurice Croiset, Platón: Oeuvres Completes, vol. 1 (Paris: Les Bel les Lettres, 1920), 167. Gregory Vlastos tam poco está de acuerdo con el acercamiento de Burnet, aunque, desafortunadam ente, no ofrece su propia interpretación explícita del pasaje; ver Vlastos, Sócra­ tes: Ironist and. MoralPhilosopher (Cambridge; Cambridge University Press, 19.91), 25 con n. 15; más referencias a esta obra serán ofrecidas de un m odo parentético en el texto principal. 6 Esto explica por qué el comentario de los West sobre el texto no puede estar en lo correcto: “‘Ser irónico’ (eípwveveaGai)”, escriben ( Four Texts on Só­ crates, 92 n. 71), “es ocultar, decir menos de lo que uno piensa, presentarse com o menos de lo que realmente se es. Lo opuesto de la ironía es la fan­ farronería, afirmar ser más de lo que uno realm ente e s”. Esto es cierto de un modo general pero lo que Sócrates dice es que sus ju eces podrían co n ­ siderar que su ironía consistía en afirmar ser más, y no m en o s de lo que era. La verdad es que aunque la traducción de “ironía” es p erfectam ente adecuada para las palabras de Sócrates, la manera tradicional de entender la ironía com o pretender ser m enos de lo qu e uno es o d ecir lo opuesto

de lo que uno quiere decir, lo cual discutiremos en detalle en lo sucesivo, no tiene nada que ver co n el caso presente. Se d eb e ofrecer la misma e x ­ plicación con respecto a Léon Robin, Platón: Oeuvres Completes, vol. 1 (Paris: Gallimard, 1950), 177, quien traduce el griego co m o “feinte naiveté”y en cuya nota 1 afirma que el pasaje presenta un caso estrictam ente paralelo a aquellos donde Sócrates finge la ignorancia para seducir a otros a la co n ­ versación. Pero lo qu e Sócrates dice aquí es que, desde el punto de vista de losjueces, parecería qu e estaba fanfarroneando si afirmara que tenía ór­ denes divinas de hacer filosofía. 7 No es mi propósito aquí revisar el material cubierto por Otto R ibbeck en su artículo clásico sobre el concep to de eipcov en el pensam iento y la lite­ ratura griega clásica, “Ü ber den B eg riff des Eiron”, Rheiniscbes Museum 31 (1876): 381-400. A p esar de un sin núm ero de intentos para refutar y refinado, el estudio de R ibbeck todavía define el esquem a general de n u es­ tro entendim iento de la antigua eípcoveía. Ver tam bién W. Buchner, “Ü ber den Begriff der Eironeia”, Hermes76 (1.941): 339-58; Frederic Amory, “Eiron and Eironeia”, Clásica et mediaevalia 33 (1981-82): 49-80; Díetrich Roloff, Fiatonische Ironie (H e ide Ib erg: C. Winter, 1975). 8 N. del T.: La palabra que usa Nehamas es abuse. Esta palabra abarca el cam po sem ántico que en español tienen vocablos com o im properio, vituperio, im ­ postura, uso im propio, perversión, e incluso, en inglés antiguo, era eq u i­ valente a la figura retórica de la catacresis. Por el co n texto en que es usado, impostura nos p arece la m ejor o p ción lingüística para nuestra traducción. 9 Aristófanes, Las nubes 44 8 -5 0 (dond e, interesantem ente, no se h ace una clara distinción entre el eipcov y el áXa^róv, la persona fanfarrona, la cual Aristóteles, com o verem os, distingue del ironista); ver K. J. Dover, ed., Aristophanes: “Clouds” (O xford: C larendon Press, 1968): “Engañar al p reten ­ der ser inocente cuando se están tramando diabluras... Eipcoveía se aproxima a ‘hacer excusas’, ‘alegar incapacidad’.” En Las avispas de Aristófanes (17475), el adjetivo se aplicaba al mentir de Filocleón sobre su intención de v en ­ der su burro para pod er salir de la casa y participar en los tribunales co m o un juez, es traducido co m o “insinuantingly” (d e m od o insinuante) p or Amory, “Eiron y E ironeia”, 51, y “de m anera burlona” en LSJ; Douglas M. MacDowell, ed., Aristopbanes: “Wasps”(Oxford: Clarendon Press, 1971), su­ giere “con falsedad”, “hipócritam ente”, mientras Hilaire Vand D aele trad., Aristopbane, 5 vols., ed. V íctor Coulon (Paris: Les B elles Lettres, 1928-40), 2:24, lo traduce com o: “Quelpretexte il met en avant avec quelle dissimulatían" En Peace 623, la palabra acuñada por Aristófanes 5ieippvó%evo<; d es­ cribe la falta de hospitalidad de los espartanos a pesar de su am abilidad superficial: Maurice Platnauer, ed., Aristopbanes: “Peace”( Oxford: Claren-

clon Press, 1964), 122, n., comentarios, “Muy (5iá) astuto (eípcüv&;) con los extraños” o “co n muy poca confianza en ellos”; posiblem ente una referen­ cia a la práctica espartana cié ^evri^aoía = ‘expulsión de los extranjeros’; Van D aele lo traduce com o “ faux freres envers les étrangers”. En Los pájaros 1210-1211, el térm ino se aplica a Iris simplemente basado en que ella ha m entido para poder entrar en la nueva ciudad de los pájaros; Van Daele, Aristophanes, 3:82, traduce esto com o “Tu entends comme elle fait Tignorante?”. En todos estos casos, el engaño parece ser el sentido principal del térm ino, aunque, en el caso donde se aplica a un personaje, el engaño no ha logrado ser, por lo m enos, mínimamente exitoso. 30 Leyes. 908e2, aplicado a hipócritas delincuentes/infractores religiosos; So­ fista. 2ó8a7, b3, aplicado al sofista cuando el diálogo finalmente logra de­ finir la especie. 11 I Las Filípicas 7. Ver el com entario de Robert Whiston, Demostenes, with an English Commentary, vol. 1 (London: Whittaker, 1959), 82 n.: "Parece q u e ... esa eípcoveía generalm ente significaba ‘decir una cosa y querer decir otra’; ... de hecho, ‘confesar y evitar’ con disimulación y evasión. El uso de la palabra en D em ostenes es peculiarmente apropiado, y los atenien­ ses la entenderían rápidamente por su marcado contraste con xpócrteiv, tér­ m ino con el que se les reprochaba el hacer profesiones de fe demasiado altisonantes y recon ocim ien tos de su deber no prem editados, los cuales no eran más que substitutos, y evasiones, para cumplir con este deber” (la división de W histon de este discurso incluye el relevante pasaje en la sec­ ción 9)- Ver tam bién sección 37: “oí 8e irov Tipay^craov o'o jaévouai raipoi tf|v f)jreiépav (3pa8í>trii;a k o u b í proveíav” (traducido por Whiston com o “nuestros retrasos y evasiones” [97 n.]). 12 Esta es la idea tradicional, ya clara en Ribbeck y recientem ente defendida por Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher, capítulo 1. Para la idea de que un entendim iento positivo de eiproveía no emerge hasta la discusión de Aristóteles en la Ética a Nicómaco, ver P. W. Gooch, “Socratic Irony and Aristotle’s Eiron: Some Puzzles”, Phoenix 41 (1987): 95-104. B Ver Retórica. 2.2, 1379b30-35, 2.5, 1382b 18-21; descripciones un poco más neutrales se pueden encontrar en 3.18, I4 l9 b 8 -1 0 , 3.19, 1319b34-1320a2. 14 N. del T.: Ver NE 4.7, 1127al3-b32. El pasaje específico citado aquí, que lo tom o de la traducción de Julio Pallí Bonet de Ética a Nicómaco y Etica En­ demia publicada en Biblioteca Clásicos Gredos, es 1127b23-27. 15 Las ideas verdaderas de Teofrasto en su discusión de eiprov en el primer capítulo del libro Los caracteres pueden ser difíciles de determinar. El texto es inestable, y R. Glenn Ussher (The Characters of Theophrastus [London: Macmillan, 19603, n, ad loe.) sugiere que lo que tenemos en nuestras manos hoy es el resultado de una considerable interpolación.

16 ver, por ejem plo, Jo se p h A. D añe, The CriticalMythology oflrony (Athens: U n i v e r s i t y of G eorgia Press, 1991), 21: “La asociación d e la ironía co n S ó ­ crates puede q u e se haya originado co n Platón, p ero su persistencia es m a y o r m e n t e un p ro d u cto de la tradición retórica”; G, G. Sedgew ick, Of Irony, Especiatty in Drama (Toronto: University o f Toronto Press, 1948), 9 - 1 0 : “La materia prima con la que fue formada esta noción [la ironía so ­ crática] se encuentra en Platón. Pero la primera con form ación de este co n ­ cepto fue hecha en la Ética a Nicómaco. 17 Eípcoveía “es decir algo y pretender qu e no lo estás diciendo, o llamar las cosas por el nom bre de su opu esto...: ‘Estos nobles ciudadanos han cau ­ sado, sin lugar a eludas, m ucho daño a sus aliados, y nosotros vanos m or­ tales les hem os sido ele gran ben eficio ” (1 4 3 3 b l8 -3 0 , citado de Barnes, ed., Revised Oxford Translation) . Es im portante notar que la paralipsis, el tropo a través del cual uno prop one no discutir un asunto pero procede a p re­ sentarlo de todas m aneras, es clasificado com o ironía tam bién aquí (es el primero de dos casos m encionados en el pasaje citado). La conexión entre ' la ironía y la paralipsis perm anece viva a través de la retórica clásica: ver P. J. Corbett, Classical Rhetoricfor the Modern Student, 3a ecl. (New York: Oxford University Press, 1990), 455. 58 Cicerón, De oratore 2.67-269-70. 19 Quintiliano, Institutio Oratoria 9.2.44: "contrarium ei, quod dicitur; intelligendum est”. Ver tam bién 6.2.15, donde el contraste relevante, sin em ­ bargo, es entre “algo d iferente” ( “diversum" no “contrarium”) y “lo qu e es dicho” ( “quod dicit,y ). 20 Esta famosa form ulación constituye el punto ele partida para muchas dis­ cusiones contem poráneas ele la ironía. Ver, por ejem plo, Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher, 21; D añe, Critical Mythology of Irony, 1; Muecke, Compass of Irony, 5. 21 Ética a Nicómaco N 4.7, 1127a20-24, 31-31: áX^Geimieóc;; áXr|0n<;. V erlo s c o ­ mentarios de T. H. Irwin, trad., Aristotle: “Nichomachean Ethis” (Indianapolis: Hackett, 1985), 329-30. Como Irwin nota correctam ente, “Aristóteles se refiere a las frecuentes negativas ele Sócrates ele tener algún conocim iento acerca de las virtudes, lo cual era visto frecuentem ente com o una form a ele autom enosprecio [la traducción de Irwin ele eípcoveía]... Él no dice qu e Sócrates tenía el vicio eiel autom enosprecio; si las n eg acion es del co n o ci­ miento en Sócrates eran sinceras y verdaeleras, no se puede hablar de n in ­ guna forma ele au tom enosprecio”. A unque estoy de acuerdo con Irwin en que las negaciones de conocim iento en Sócrates eran, de hecho, sinceras, yo entiendo el sentido ele esas n egaciones, com o verem os más tarde, de una m anera muy diferente.

22 K ai yotp “HwceppoAii Kat “H^ av £^et.\|/i <; áXa^oviKÓv. N. del T: Citado de Ética a Nicómaco 1127b28-2923 M ichel de M ontaigne, “D e la experiencia”, 342 24 De vitiis 10, col. 21.37 (incluida en la edición de Ussher de Theophrastus), p. 38J. Para una versión com pleta de la obra consultar la ed ición hecha por Christian Jensen . 25 D e h echo, esta conexión no está ausente incluso en los usos aristofánicos del térm ino, en la medida en que mentir y tratar de engañar están directa­ m ente conectados con cierta asunción de inferioridad en el qu e escucha. Puesto que algo se les está ocultando, se les considera in feriores al que les m iente, de quien se supone son víctimas. 26 La literatura que rodea el Sócrates de Vlastos y ios ensayos qu e precedie­ ron la publicación del libro (ahora reunidos en Socratic Studies, ed. de Myles Burnyeat [Cambridge: Cambridge University Press, 19941) ya es enorm e. Está más allá del alcance de mi estudio dar un recuento de la bibliografía rele­ vante. Bibliografías parciales se pueden encontrar en H ugh H. Ben son , ed., Essays on the Philosophy ofSócrates (New York: Oxford University Press, 1992); Thom as C, Brickhouse y Nicholas D. Smith, Plato’s Sócrates (New York: O xford University Press, 1994); T. H. Irwín, Plato ’s Ethics (New York: O xford University Press, 1995); y Richard Kraut, ed., The Cambridge Companion to Plato (New York: Cambridge University Press, 1992). 27 S 0ren K ierkegaard, Mi punto de vista. Trad. de Jo s é M iguel Velloso. Ma­ drid, Aguilar, 1988. En un hilo similar, en Sobre el concepto de ironía, tam­ bién afirmaba que “lo irónico es que Sócrates le sonsaca a Protágoras cada virtud concreta y que, debiendo recondudrías a la unidad, las volatiliza por com pleto; lo sofístico es aquello en función de lo cual es capaz de hacerlo; y es así com o tenem os a la vez una ironía sostenida por la dialéctica sofís­ tica y una dialéctica sofística que reposa sobre la ironía” (122). 28 Esto es lo que Kierkegaard tiene en m ente cuando habla de la “ironía sim­ p le ”: “Xafigura del discurso irónica, sin em bargo, se suprime a sí misma en cuanto el hablante presupone que los oyentes lo entienden, d e m odo que, pasando por la negación del fenóm eno inmediato, la esen cia sigue siendo idéntica al fen óm eno” (276). 29 W ayne B ooth, A Rhetoric of Irony (C hicago: University o f C hicago Press, 1974), 12-13. Para una p osición similar, desde un punto d e vista lógico, ver Paul Grice, Studies in the Way of Words (Cambridge, Mass.: Harvard Uni­ versity Press, 1989), 34: un hablante irónico “debe estar tratando de insinuar una proposición diferente de la que expresa de manera explícita. Estas pro­ posiciones tienen que tener entre sí una relación obvia, la relación más obvia es cuando la proposición insinuada tiene un sentido contrarío a la explí­ cita”; en 53-54, Grice señala algunas dificultades en su definición, pero estas

dificultades tienen p o co qu e ver co n el hilo de nuestro argumento. Le in­ teresa en particular la co n exió n entre la ironía y la expresión de ios sen ti­ mientos. Una crítica de las ideas de B o o th la o frece Stanley Fish, “Short People Got No R eason to Live: Reading Irony”, en Doing What Comes Naturally (Durham, N.C.: D u ke University Press, 1989), 180-96. En particular, Fish critica, correctam ente en mi opinión, la distinción que hace Booth entre ironía “estable” e “in estab le” (m ás radical, m enos com p rensible) apoyán­ dose en que la in terp retación de las palabras del ironista es igualm ente necesaria en am bos casos. 30 Ver M uecke, Compass ofIrony, cuya com pleja y erudita discusión de los va­ riados tipos de ironía desm iente su afirm ación de entrada: "El arte de la ironía es el arte de d ecir algo sin realm ente decirlo” (5). Hasta esa afirm a­ ción, sin em bargo, se refiere a un fen óm eno más com p lejo que el caso “pri­ mario” de Vlastos. Ver tam bién Dañe, Critical Mythology ofIrony, Sedgewick, OfIrony, J. A. K. Thom son, Irony (London: Alien and Unwin, 1926); y la extensa taxonomía de U w e j app, Tbeorie der Ironie (Frankfurt: Klostermann, . 1983). 31 Hemos visto que aun en la Retórica a Alejandro la ironía es presentada corno una m anera de decir algo mientras se finge n o decirlo, esto es, por vía de un caso de paralipsis. Así pues, desde sus co m ien zo s en la tradi­ ción retórica la ironía representaba un fenóm eno más com plejo de lo qu e su entendim iento actual supone. 32 N. del T.: Traduzco d irectam ente del inglés (para la traducción utilizada por Nehamas ver la próxim a nota). Luis Millares Cario, en su versión al castellano de De los deberes, traduce: “Hablando de los griegos, sabem os que Sócrates era dulce y gracioso, de festiva conversación y muy dado en sus conversaciones al em p leo de ese fingim iento que llaman ironía” (86). 33 Cicerón, De oficiis 1.30.108: “De Graecis dulcem etfacetum festivisque semonis, atque in omne oratione simulatorem, quem Eipcovoc Graeci nominarunt, Socratem accepimus”. La tradución es de M. T. Griffin y E. M. Atkins, ed., Cicero: “On Duties”(Cambridge: Cambridge University Press, 1991). En su discusión de ese pasaje, D añe afirma que Cicerón proced e a com parar a Sócrates con Aníbal y Q uinto Fabio M áximo, quienes eran fam osos por ser astutos y disimuladores: “Callidum Hannibalem ex Poenorum, ex nos-

tris ducibus Q. Máximum accepimus, fucile celare, lacere, dissimulare, in­ sidian, praeripere hostium consilia”. P ero esta afirm ación no puede ser correcta. Las figuras co n las que Sócrates puede ser contrastado de un m odo relevante son Pitágoras y Pericles, ya que am bos llegaron a adquirir gran autoridad sin ser frívolos: “Contra Pythagoram et Periclem summan auctoritatem consecutos sine ulla bilaritate" Cicerón, por lo tanto, presenta a

Aníbal y a Quinto Fabio Máximo com o personajes que engañan -ofreciendo una nueva característica- y procede a com pararlos a Tem ístocles, Jasón de Pe rea y Solón, entre los griegos. Por supuesto que Solón sí fingió que es­ taba lo co ( “ furere se simulavit>f) para salvar su vida y su ciudad, y su im­ postura fue indiscutiblem ente una mentira, Pero Solón es utilizado para ilustrar otra característica, de acuerdo con el propósito ele este capítulo, que es dem ostrar que las “diferencias en los espíritus de los h om bres” son más grandes que las diferencias de sus cu erpos (.in animas éxsitunt mayores etiam varietates, 1.30.107 aelfiri). 34 Cicerón, De or. 2.67.269-271: "Urbana etiam dissimulatio est, cum alia di~

cunturac sentías... Socratem opinorin hac ironía dissimulatiaque longe le­ pare et humanitate ómnibus praestitisse. Genus est perelegans et cum gravitate salsum 35 N. del T.: Traduzco directam ente de la traducción al inglés de Gregory Vlas ­ tos que usa Nehamas en su texto. La traducción al castellano de Amparo G aos Schmidt dice: “Existe tam bién una simulación urbana cuando se dicen cosas diferentes de las que se piensan [...] pero según relatan los que co ­ n o ce n m ejor estas cosas, opino que en esta ironía y sim ulación, Sócrates co n su gracia y hum anidad aventajó co n m ucho a tod os”, 36

“Non illo genere de quo ante dixi, cum contraria dicas, ut Lamiae Crassus, sed cum loto genere orationis severe ludas, cum aliter sentías ac loquare” ( ibtd., 2.67.269). La traducción de la última oración es de Vlastos, Sócra­ tes: Ironist and Moral Pbilosopber, 28 n. 24. El pasaje anterior al que Cice­

rón se refiere aquí es 2.65, donde discute el uso irón ico de palabras individuales. El caso que tiene en m ente es la forma en que Craso se refiere al deform e Lucio Aelius Lamia prim ero co m o “un bello jo v e n ” ( “pullcheUus pu'er”) y más tarde cuando Lamia respon de qu e no era resp on sable por su apariencia sino sólo por sus talentos, com o “un orador hábil” ( “di­ sertus”), lo cual (en vista de las faltas retóricas de Lamia) causó aún más risa entre su audiencia. Este caso, que Vlastos elimina de su cita, representa lo qu e él ha llamado “el uso primario de la ironía”; el caso que discute no re­ suelve el problem a de hasta qué punto la m ente del ironista está abierta al juicio ele la audiencia. (N. del T.: En mi caso uso para am bos fragm entos de De oratore de Cicerón la .traducción de Amparo G aos Schm idt.) 37 Ver tam bién Cicerón, Lucullus 5.15: “Sócrates autem de se ipse detrabens

■in disputatione plus tribuebat is quos volebat refellere; ita cum aliud diceret atque sentirte■ libenter uti solitus est ea dissimulatione quam Graeci eípcoveía vocanf. ( “Pero Sócrates, quien se disminuía en sus argum entos, atribuía más conocim iento a aquellos a quien él quería refutar; por lo tanto, ya que decía algo diferente de lo que pensaba, disfrutaba al usar ese tipo

de disimulación que los griegos llam aban elpcoveía.”) Aquí tam bién vem os que el gemís al que pertenece la ironía supone decir algo aparte de (n o co n ­ trario a) lo que uno piensa. D ecir exactam ente lo contrario de lo que uno tiene en m ente es sólo una sim ple variación de este tropo. 3« La discusión más exhaustiva de las varias formas de 1.a ironía en Q uintiliano se puede encontrar en M. O. Navarre, ed., Characteres de Iheophraste (Paris: Les Belles Lettres, 1924), 5-14. Ver tam bién Je a n Cousin, Eludes sur Quintilien, v o l 2 (Paris: Boivin, 1936), 70-71. 39 Quintiliano, Jnst. orat. 6,2.15: “eironeia, quae diversum ei iquo dicit inteUectum petit”\N. del T.: Utilizo en mi traducción la edición bilingüe ele Al­ fonso Ortega Carm ona). 40 ¡bíd., 9-2.44: “in utroque enim contrarium ei quod dicitur intelligendum 41

est" N. del T.: La

traducción de Q uintiliano qu e hem os venido usando en este capítulo dice: “hom bre nobilísim o”. 42 Ibid., 9.2.45; cf. Cicerón, In Catilinam 1.8.19. •43 Quintiliano, Inst. orat. 9.2.46: “At infigura totius voluntatisfictio est, appa-

rens magis quam confessa”. w Ibid., 9.2.46: “Cum etiam vita universa ironiam babere videatur; quails est visa Socratis”. El pasaje claram ente alude a Platón, Symp. 2 l6 e 4 -5 , “ á p e o v £ 1)6 )lí£ v o (;8 e k o u uai^covt o c v t o xov (3íov 7ip ó < ;to b e; avOpá^ot)^bta'izkzx”, qu e dis­ cutiré abajo. explicación no se aplica ni a los casos más sim ples de la ironía. C onsi­ dérese, por ejem plo, el que propone Vlastos ( Sócrates: íronist and Moral Philosopher 21) de cuando Mae West fue invitada a la Casa Blanca p o r G erarld Ford y rech azó la invitación: “Es un cam ino dem asiado largo tan sólo para una com ida”. Nosotros sabem os que la distancia entre Nueva York y Washington no es tan grande, pero no es a la real distancia geográfica a lo que se refería su ocu rrencia. No hay ninguna fu n ció n que nos llev e de lo que West dijo a su contrario: lo único que sabem os es que ella no va a cenar, no por la distancia sino por razones que nosotros - y quizás incluso e lla - sólo podem os adivinar. 46 Ver Kierkegaard, Mi punto de vista-. “( . . . ) pero en un sentido formal p u ed o llamar perfectam ente a Sócrates mi maestro, mientras que sólo he creído, y sólo creo, en Uno: Nuestro Señor Jesu cristo” (55). 47 El térm ino viene del libro de G eorge Kerfer The Sophist Movement (Cam ­ bridge: Cambridge University Press, 1981), que o frece algunas con sidera­ ciones que vinculan a Sócrates con aquellos que Platón representa co m o sus grandes oponentes. Ver tam bién mí “Eristic, Antilogic, Sophistic, D ialectic”, History of Philosophy Quarterly 5 (1990): 3-16,

45 Tal

48 Tal engaño no siem pre era atribuido a los sofistas mismos, aun por opo­ nentes com o Platón. Euti cierno y D ionisiodoro son los dos ú nicos perso­ najes que Platón retrata com o hom bres que no tienen ningún respeto por la verdad. Presenta a Protágoras, Hipias y Gorgias de m anera más respe­ tuosa, a pesar del com prom iso con la retórica de Gorgias cuyo propósito es la persuasión y no la verdad. 49 Lionel Trilling, Sincerity and Authenticity (Cambridge, Mass.: Harvard Uni­ versity Press, 1971), 120. 50 Esto es lo que, en un contexto diferente, From a Zeitiin caracteriza com o “co nciencia discrepante”: “Playing the Other: Theater, Theatricality, and the Fem inine in G reek D ram a”, en Playing the Other: Gender and Society in Classical Greek Literature (Chicago: University o f Chicago Press, 1995). 51 Rep. 337a4-7. Ya que m ucha de la discusión que sigue expresa desacuerdos co n la interpretación de Vlastos ele este y otros pasajes y c o n su acerca­ m iento a la ironía socrática, yo usaré sus traducciones de los textos grie­ gos a m enos que señale lo contrario (TV. del T.: En mi caso só lo usaré la traducción de Vlastos cuando difiera sustancialm ente de la traducción al castellano. Siempre que lo haga así lo indicaré en nota). Para una idea si­ milar de la ironía socrática entendida com o el rechazo a contestar pregun­ tas ele las cuales uno sabe la respuesta, cf. X enophon, Mem. 1.2.36, 4.4.9-10 (y, para alguna discusión, W, K. C. Guthrie, A History of Greek Pbilosophy, vol. 3 [Cambridge: Cambridge University Press, 19691, 446). Vlastos, en la Memorabüia, no encuentra ningún caso de ironía socrática genuina, según él la entiende, con la excep ción de 3.11.13, donde Sócrates le dice a Teod ote qu e él tiene “sus propias novias OpíAm)” que atender, refiriéndose claram ente a los jóvenes a cuya educación sobre la virtud, d e acuerdo con Jen o fo n te, él está dedicado. Pero yo creo que 4.2.3-5 y 4.2.9, donde Sócrates interactúa con Eutidem o, nos ofrece casos similares. Am bos son bastante sencillos, aun si el anterior es usado para ilustrar la m anera incorrecta en que Eutidemo está preparando su carrera pública. 52 Cf Crátilo 383b8-384a4, donde H erm ógenes acusó a Crátilo de £ipoov£t>£G 0 c u so bre la base de que él pretende (jcpocmoio\)|xevo<¿) ten er ciertas n o ­ ciones que podría explicar si así lo quisiera, aunque, de h ech o , no puede hacerlo. El slxccov aquí parece fingir saber más, no m enos, d e lo que dice. Y Sócrates podría haber sabido más de lo qu e dijo a sus contem poráneos, aunque la acu sación explícita que h ace Trasím aco contra él se diferencia de la acusación de H erm ógenes contra Crátilo. Aun así, qu ed a claro que Trasím aco cree que Sócrates piensa qu e sabe más de lo q u e dice acerca de la justicia. De este m odo, la vinculación de la ironía co n la jactancia, que he tratado de traer a un primer plano, está presente en am bos casos. Kier-

kegaard tam bién es con cien te de esto: “Vemos, entonces, que puede ser tan irónico hacer el sabio pese a saberse ignorante co m o h acerse el ignorante pese a saberse sa b io ” ( Sobre el concepto de ironía, 278). Cf tam bién So­ fista 2 ó 8 a l-b 5 , donde el sofista “iró n ico ” es retratado co m o alguien q u e afirma saber todo tipo de cosas que sólo el filósofo puede saber. 53 Rep 336b9-337a2. 54 Banquete 2 l6 e 4 . La palabra qu e V lastos traduce co m o “bro m ean d o ” es ícaí^cov, que pu ed e ser traducida m ejo r com o “ju g a n d o ”. Este es un tér­ mino que se asocia frecuentem ente co n Sócrates, algunas veces para des­ cribir su quehacer, otras v eces precisam ente para negar esta descripción: Apología 20d4-5, Protágoras 336d2-4, Gorgias 481b4-5. 55 vlastos se refiere a Guthrie, History of Greek Philosophy, 3:446; K. J. Dover, ed., Plato: “Symposium” (Cam bridge: Cambridge University Press, 1980), 1968 n.; y William Ham iíton, trad., Plato: “Symposium”(Baltimore: Penguin, 1951). 56 Esto contrasta con su idea anterior, que ya hemos discutido, y de acuerdo con la cual puede h aber una sim ulación que es totalm ente inocente de en ­ gaño. Guthrie es el ú nico autor entre los cuatro que Vlastos m enciona aquí que escribe que Sócrates “en gaña” a la gente con respecto a su verdadera personalidad. Los otros se refieren a su “ignorancia fingida” o a su preten ­ der tout court. Esta es la razón por la que Vlastos afirma que todos ellos asumen que Sócrates es un impostor. 57 H. W. Fowler, A Dictionary ofModern English Usage, 2.a ed., rev. y ed. de Sir Ernest G ow ers (New York: O xford University Press, 1965), 306. 58 Esta audiencia puede o no ser real. Pero aun cuando la ironía involucre sólo a un orador y a una sola víctima, la idea de que alguien puede, en princi­ pio, compartir la brom a co n el orador está siempre presente: una audien­ cia nocional siem pre está involucrada en el proceso. 59 Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher, 41-43. 60 Esa es la interpretación de Vlastos, ibid., '$6-37. 61 Esta tradición en última instancia regresa a la reacción de Trasímaco hacia Sócrates en la Rep. 1. 62 D. J. Enright, The Alluring Problem: An Essay on Irony (New York: O xford University Press, 1986), 9. 63 He puesto en cursivas la frase que em pieza con “la verdad”. Otras afirma­ ciones que Vlastos interpreta com o ironías com plejas son las n egacion es del conocim iento de Sócrates y su negación del com prom iso político. Ver Sócrates-. Ironist and Moral Philosopher; 31-32, 36-37, 236-42. 64 N. del T.: La palabra qu e Nehamas utiliza en su texto es tort, que se usa para designar la violación de algún d eber establecido por la ley y no por algún tipo de acuerdo esp ecífico entre dos partes, com o su cede cuando se rom pe

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un contrato. El tipo de demanda que se establece bajo este principio jurí­ d ico incluye casos com o accidentes autom ovilísticos, n egligen cia médica o dem andas del consum idor por mala calidad de los productos. “Ton”es u na parte esencial del currículum de cualquier estudiante d e leyes tanto en los Estados Unidos com o en Inglaterra. Ver D onald Morrison, “O n Professor V lastos1 X e n o p h o n ”, Ancient Philo­ sophy 1 (1987): 9-22, quien, en el curso de su argumento para tratar de de­ mostrar que Sócrates es más irónico de lo que Vlastos cree, afirm a que el entendim iento de Vlastos de la ironía com pleja supone qu e “Sócrates fuera culpable de coquetear con la ambigüedad: al crear una apariencia paradó­ jica y de falsa profundidad filosófica y al n o poder distinguir entre los dos sentidos de las palabras que usa y al no dejar clara su p o sició n respecto a los diferentes sentidos de las m ism as” (12 ). A unque s o sp e ch o qu e esta acusación es un p o co extrema, yo creo que Morrison plantea una pregunta im portante: ¿por qué debe Sócrates seguir una estrategia tan indirecta si su propósito era, com o Vlastos cree, hacer de sus interlocutores m ejores per­ sonas? ¿Por qué d ebe esperar que ellos entiendan por sí solos las persona­ les y radicalm ente idiosincrásicas ideas de Sócrates sobre la enseñanza o el conocim iento? Friedrich Schlegel, Fragmentosdel Lyceum, n.Q42, en Poesíayfilosofía. Trad. de D iego Sánchez Meca y Anabel Rádabre Obrado. Madrid: Alianza Edito­ rial, 1994. La noción de ironía compleja puede ser encontrada en el libro de Paul Friedlander, Plato, 2.a ed., vol. 1 (Princeton: Princeton University Press, 1969), 139-40, aunque Friedlander no sacó de la discusión de este co n cep to con­ clusiones que tuvieran el mismo alcance y profundidad que las de Vlastos. Para tener una referencia com pleta ver Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher; 237-38, e ídem, “Sócrates* D isavow al o f K n ow led ge”, en So­ cratic Studies, 39-66. Vlastos no cita ningún texto en el que Sócrates confiese ser un m aestro en Sócrates: Ironist and Moral Philosopher, 237, en contraste co n los casos de conocim iento y política, que están bien docum entados. La única evidencia que ofrece para tales conflictos en su discusión de la enseñanza, de donde yo he citado arriba, viene de Gorgias (521d6-8), donde la política de Só­ crates, y no su enseñanza, es el tema principal del texto. A pesar de las afirm aciones de D iógenes Laercio y R. E. Alien. Ver capítulo 1, n. 66. Sócrates parece haber sido acusado de ser responsable de la brutalidad de Critias cuando se unió a los Treinta Tiranos que brevem ente reinaron en A tenas después del final de la Guerra del P elop on eso , y tam bién por la

carrera vergonzosa de Alcibíades. Podem os llegar a esta conclusión a par­ tir de la larga y explícita defensa de Jen o fo n te en contra de los cargos ( Mem. 1.2.12-39). 72 /v. del T.: Platón, Banquete 2 l6 b 3 -5 . 73 La traducción com ún de areté es "virtud” . En el próxim o capítulo, discuti­ remos la traducción y la m anera correcta, de entender el término, griego., 7^ Este contraste puede ofrecer otra razón interpretativa para considerar el Gor­ giascom o una obra tardía, debido a qu e la crítica que Sócrates, hace de G or­ gias está relacionada co n la crítica de la dialéctica socrática que Platón p o n e en. boca de Sócrates en la República (5 3 9 b l-d 7 ) que se co n o ce com o parte del periodo interm edio de Platón. El argumento aquí es que la dialéctica so ­ crática fue practicada co n hom bres dem asiado jóven es para aprovecharla y que en vez de aprovecharla usaron los m étodos form ales que les en se ­ ñaba para usarlos en contra de sus. m ayores, para socavar los valores a ce p ­ tados sin poner nada que los reem plazara. Platón afirma que Sócrates tuvo cierta responsabilidad por el com portam iento de sus com pañeros (aunque no fuera su m aestro desde un punto d e vista estricto) porque los exp u so al m étodo de argum entar para el cual no estaban listos: la resp on sabili­ dad, entonces, no era sólo de ellos. El hecho de que entre los socráticos existía cierta aversión personal y filo­ sófica es m encionado en varios lugares por D iógenes Laercio, Ver, por ejem ­ plo, 2.7.60 (sobre Esquines), 2.8.65 (sob re Aristipo), 3-1.24 (sobre Platón) y 6.1.4 (sobre Antístenes), 76 Escritos sobre Kierkegaard. De lospapeles de alguien que todavía vive. Sob re el concepto de ironía. Trad. de D arío G onzález y B egon ya Sáez Tajafuerce. Madrid: Trotta, 2000. 77 “Atonda” literalm ente significa “estar fuera de lugar”. Ver Vlastos, Sócrates: Jronist and Moral Pbilosopber, 1, y tam bién Platón, Gorgias 4 9 4 d l, Ban­ quete. 2I5a2, 221d2, Fedro 230c6, Teeteto I49a9. Para una diferente, pero más com pleja versión de lo que constituye la áxonía, ver Fierre Hadot, “Spiritual Exercises”, en Pbilosophy as a Way of Life (Oxford: Blackw ell, 1995), 57, y Qu’est-ce que laphílosopbie antique? (Paris: Gallimard, 1995), 56-57. Hadot, quien co n ecta el "estar fuera de lugar” de Sócrates con la inhabili­ dad del filósofo de p erten ecer totalm ente ya sea al m undo sensible o in te­ ligible, tam bién identifica la axonía de Sócrates co n su individualidad. Si Hadot está en lo correcto, eso explicaría por qué no es posible una d efini­ ción de cóm o era o será “realm ente” Sócrates. 78 Enright, Alluring Problem, 6. Esta parece ser una m ejor versión de la iro­ nía socrática que el pasaje citado arriba. 79 Sobre mi cronología de los diálogos, ver capítulo 1, n. 31.

N, del 71/ Alexander Nehamas se refiere al siguiente pasaje del Banquete. “Pues en mi opinión es lo más parecido a los silenos existentes en los ta­ lleres de escultura, que fabrican los artesanos con siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen con estatuas de dio­ ses en su interior” (215a8-b3). 81 Son centrales para esta nueva forma de entender la filosofía en Platón la teoría de recolección y la distinción entre la creencia verdadera y el con o­ cimiento asociado a esta (Menón 81a5-86c3, 96e7-100c2). L a n o ción de que el alma puede recordar ideas que constituyen creencias verdaderas desde el tiempo en que aún no había sido encarnada, que las creencias verdade­ ras pueden ser buenas guías para la acción com o conocim iento siem pre y cuando permanezcan en el alma, y que quien tiene tales creencias y quien no las tiene es un asunto de azar o de “don divino” (99e6) parecen dise­ ñadas para explicar por qué Sócrates, a los ojos de Platón, tuvo éxito al actuar correctamente de una manera consistente a pesar del h ech o de que carecía del conocimiento que él mismo pensaba necesario para tal logro. 82 Un análisis de este complejo pasaje se encuentra en Donald Morrison, “Xenophon’s Sócrates on the Just and the Lawful”, Ancient Philosophy 15 (1995): 329-48.

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83 Schlegel,

3.

Fragmentos del Lyceum, no.

108, en

Poesía y filosofía,

19.

L a IRONÍA SOCRÁTICA: PERSONAJE Y AUTOR

1 Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía, 83. 2 G. W. F. Hegel, lecciones sobre la historia de lafilosofía, 43
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ignorancia era irónica; y ciado que H egel, en mi opinión, ha intentado en vano reivindicar en él un contenido positivo, creo que el lector debe darm e la razón en esto ” (Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía, 293). En g e n e ­ ral, Kierkegaard crítica a Hegel por pensar que ya que ia ironía socrática di­ fiere de la. co n cep ció n de Schlegel, la cual Hegel identificaba con la ironía por antonomasia, en el fondo no es realm ente irónica. Kierkegaard cree que tanto la versión de Sócrates com o la de Schlegel so n esp ecies genuinas de ironía. Ibid., 281. Ibid., 287. No quiero en este m om ento criticar la inclusión del Fedón por Kierkegaard entre los textos platónicos, de donde deriva su im agen totalmente irónica de Sócrates ( Sobre el concepto de ironía). La amplia con cepción de la iro­ nía de Kierkegaard le perm ite encontrar en el Fedón el mismo tipo de p er­ sonaje que encontram os en, por ejem plo, el Eutifrón o el Protágoras. Pero, para mí, el Fedón representa un Sócrates muy diferente y es parte de una etapa nueva en el desarrollo filosófico de Platón. El Fedón, en línea co n el argumento de las últimas páginas del capítulo previo, es parte clel esfuerzo consciente de Platón por entender a Sócrates, por tratar de explicar lo qu e le permitió vivir co m o vivió a pesar del hecho de que carecía del co n o ci­ miento que consideraba necesario para el bien vivir. Constituye, tanto para Platón com o para Sócrates (quien usa esa expresión acerca de su propio viaje filosófico), u n 8eí>tepo<; xcXoíx;, un recorrido secund ario o de m en o r calidad, o alterno, un nuevo intento de lograr algo que los diálogos prim e­ ros de Platón no habían logrado (y tai vez nunca quisieron lograr). Ver Jo se p h A. D añe, The Crilical Mythology oflrony (Athens: University o f Georgia Press, 1991), partes 1 y 2. Norman Gulley, The Philosophy of Sócrates (London: Macmillan, 1968), 39, escribe que Sócrates afirma ser ignorante “com o un recurso para estimular a su interlocutor a bu scar la verdad, hacerle pensar que se junta co n Só­ crates en un viaje d e d escubrim iento”. Esta con cep ció n no es tan diferente a la idea subyacente en la co n cep ció n de Vlastos de la "ironía co m p leja” que discutimos en el capítulo anterior. M ichael Precie, “P lato ’s Argum ents and the D ialogue Form ”, en Ja m es C. Klagge y Nicholas ,D. Smith, eds., Methods ofInterpreting Plato andHisDia­ logues, Oxford Studies in Ancient Philosophy 10 (1 9 9 2 ): Suplem ento, 208,

209. 13 Aunque estoy de acu erdo con la descripción de Frede acerca de la p rác­ tica de Sócrates, tam bién creo que cuando Sócrates pregunta acerca de la naturaleza de las virtudes a veces espera, tal vez contra toda esperanza, que

alguien pueda saber la respuesta a una de sus preguntas. Las dos metas no son incompatibles. u Vimos, sin embargo, que lo que Sócrates quiere decir no es sólo que Tra­ símaco sea estúpido (ver capítulo 2). 15 Aristóteles, De Sophisticis Elenchis 3 4 , 183b6-8. Traducción de Jonathan S a i­ nes, ed., The Revised Oxford Translation of the Complete Works of Anstotle (Princeton: Princeton University Press, 1984). La coiaoXóyci de Aristóteles, tra­ ducida como “confesaba" aquí no sugiere que Sócrates disimulara cuando negaba poseer algún tipo de conocim iento. (N. del T.: Traduzco directa­ mente del inglés esta cita.) 16 Platón, Apología 29b6-7. 17 T. H. Irwin, Plato'sMoral "íheory (New York: Oxford University Press, 1977), 39. Ver también ídem, Plato’s Ethics (New York: O xford University Press, 1995), capítulo 2, esp. pp. 27-29, para una nueva variación sobre esa idea. 18 Ver Gregory Vlastos, “Sócrates’ Disavowal o f Know ledge”, en Socratic Stu­ dies, ed. de Myles Burnyeat (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), 42-48. Vlastos, que trata de resolver este conflicto al distinguir, com o vere­ mos, entre dos diferentes tipos de conocim iento reivindicados por Sócra­ tes (43-44), se apoya de un modo crucial en las declaraciones que Sócrates hizo en el Gorgias acerca de su conocim iento de los asuntos m orales y la verdad de sus conclusiones elénticas (por ejemplo, 472c6-d l, 486e5-6, 505e45). Sin embargo, no estoy dispuesto a usar el Gorgias com o evidencia para la visión temprana que tiene Platón de Sócrates, ya que lo considero una obra tardía. He aceptado una fecha más tardía para el Gorgias parcialm ente por consi­ deraciones estilísticas: com o el Menón, que se considera perteneciente a los últimos diálogos de la primera etapa o entre las obras de la etapa interm e­ dia de Platón, el Gorgias empieza com o un diálogo de definición (su tema es la retórica, el del Menón es la virtud) pero pronto deja ele lado la defi­ nición y se enfrenta al reto de Calicles a la ética socrática, u n reto tan ra­ dical com o el que la paradoja de M enón presenta a la m etodología socrática. También creo que los temas relativos a la ética, la metafísica y la ep iste­ mología presentados en esas obras son nuevos y reciben tratam iento e x ­ plícito sólo en el Fedón y en la República. Además, quiero llamar la atención a la forma tan diferente en que se trata la tesis que d ice que el sufrir la injusticia es peor que com eterla en el Gri­ tón (que se co n o ce com o una obra temprana de Platón) y en el Gorgias. En el Gritón Sócrates habla del carácter profundam ente controvertido ele esta idea y anuncia su disposición para discutirla nuevam ente (4 9 b 3 -e2 ); admite que la gente que está en desacuerdo no puede ten er “una determ i­

nación com ún” ( k o i v t i pcroAri). En el Gorgias Sócrates insiste, de un m od o m ucho más dogm ático, en el h ech o de que todos, lo sepan o no, aceptan la idea de qu e ser tratados injustam ente ,no es tan m alo com o cuando uno es injusto. La diferencia es significativa. Y el h ech o de tener en cuenta esta distinción nos o bliga a ver desde un ángulo diferente la idea de Vlastos de que el Sócrates de los prim eros diálogos de Platón - d e todos los prim eros d iálogos- cree que todos p oseen una reserva de opiniones verdaderas en sí mismos que conlleva la negación de cualquier otra falsa idea ética que tam bién puedan tener. Esta última tesis es el m eollo epistem ológico de la interpretación m oral positiva del elencbos que V lastos propuso en “T h e Socratic Elenchu s”, en Socratic Studies, 1-28 (ver tam bién ídem, Sócrates: íronist and Moral Philosopher [Cambridge: Cambridge University Press, 1991], 113-115). Si todos tenem os tales ideas dentro de nosotros, entonces el elen­ cbos, a pesar ele que parece ser capaz solam ente de demostrar que varias de las ideas qu e ten em os son inconsistentes, nos perm ite posteriorm ente eliminar las falsas y retener sólo aquellas que son verdaderas (asum iendo, por supuesto, que som os capaces, en principio, de identificar nuestras creen ­ cias). La evidencia de Vlastos para su interpretación viene m ayorm ente del Gorgias (ver Richard Kraut, “Com m ents on Gregory Vlastos, ‘The Socratic Elenchus”’, Oxford Studies in Ancient Philosophy 1 [1983]: 59-70, y la res­ puesta de Vlastos en la m isma ed ición, reim presa co n cam bios m en o res en Socratic Studies, 33-37). Pero la p osición del Gorgias en el desarrollo de Platón, si mi argum ento anterior está en lo correcto, nos prohíbe p ro ­ yectar ideas derivadas de esta obra a todos lo s diálogos que la p receden. En particular, la diferencia específica entre el Gritón y el Gorgias sobre la “tesis de la necesidad de responder a la injusticia, con otra injusticia” su ­ giere que era só lo entre el m om ento que escribió el Gritón y la fech a en que com puso el Gorgias, y no durante toda su etapa tem prana, cuando Pla­ tón llegó (sí lleg ó ) a la idea de qu e todos poseem os “dentro” de nosotros ideas verdaderas que el elencbos tal vez revela. Esta idea es, en mi opinión, una innovación platónica tardía y no una tesis socrática -p o r lo m enos no una tesis que Platón había pensado atribuir al Sócrates de sus prim eros diálogos—. A parece expresad a por prim era vez en el Gorgias y re cib e su primera explicación a través de la teoría de la re­ co lección en el Menón, el cual es en mi opinión el com pañero del Gor­ gias y p erte n ece , co m o el p rop io V lastos cree, al principio del p erio d o intermedio de Platón (Sócrates: Ironist and Moral Philosopher, 47 con n. 8, y pp. 117-26). w Ética a Nicómaco N 6.2, 1 1 3 9 b l9 -2 0 20 Ver capítulo 2.

2:1 Para Platón, entre otros, República 476e4-478d4; Teeteto 152c5-6, Tim eo 51e4. Para Aristóteles, ^4Po. 71bl5-l6, 72b3-4. Estos textos (con la excep­ ción del pasaje de Teeteto) son citados y discutidos por Vlastos, “Sócrates’ D isavow al of K now ledge”, 52-54. 22 Demócrito, DK B117 y B9, citados en Vlastos, “Sócrates’ Disavowal of Know­ led ge”, 55. (N. del T: Utilizo la traducción al español de Lospresocráticos. Trad u cción y notas de Ju an David G arcía B acca. M éxico: Fon d o de Cul­ tura Económ ica, 1980. Tanto Vlastos co m o Nehamas utilizan la edición de H erm ann Diels y Walther Kranz; ver bibliografía.) 23 Jen ó fan es, DK B18, B 24, B 35, B38. 24 Parm énides, DK B l , B7, tam bién discutido en Vlastos, “Sócrates’ Disavowal o f K now ledge”, 55. 25 V lastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher; cap ítulo 2 passirn, esp. 4 7-48 (Tesis 1.A y IB ). Ver tam bién ídem , “Sócrates’ D isavow al o f Know ­ led ge”, 62-63. 26 He ofrecido un argumento más detallado para esa conclusión, basado par­ cialm ente en la interpretación de la Apología 1 9 a 8-23cl, en “W hat Dicl Só­ crates Teach and to W hom .D id He Teach It?”. 27 Apología 22c8-d4. En contraste, ni los políticos (21c3-e2) ni los poetas (22a8c8) pueden entender los principios de sus propias actividades. El problema con los artesanos n o es que no tengan conocim iento: sí lo tienen, pero a pesar de su creencia de que eso les permite hablar con conocim iento acerca ele las virtudes se demuestra que son incapaces de hacerlo. Sócrates tam­ bién les atribuye conocim iento a los m édicos y escultores (para quienes su actitud es m ucho más generosa qu e para los poetas, otra indicación más de que Platón no era un enemigo de “las artes”) en el Protágoras 3 'llb 5 c8, y en otros m uchos diálogos, al sugerir que ellos pu ed en enseñar sus artesanías a otros. 28 Para el argumento de que Sócrates se está com parando co n los sofistas y no con los filósofos naturales, com o argumenta Vlastos (“Sócrates’ Disavo­ wal o f K now led ge”, 61-62 con n. 53), ver “W hat Dicl Sócrates Teach and to W hom Did He Teach It?”. 291-293. Ver tam bién C. D. C. Revé, Sócrates in tbe Apology (Indianapolis: Hackett, 1989), 10-11. 29 Para una discusión de tal conocim iento “experto”, ver Reeves, Sócrates in the Apology, 37-53, y Paul Woodruff, trad., Plato: (TIippias Major” (Indianapolis: Hackett, 1.982), 79-112. Es posible, sin em bargo, qu e no todos los sofistas hicieran una afirm ación tan fuerte. Gorgias, según el Menón 95c, negó ser m aestro de arete y afirmó que sólo hacía hábiles a las personas en el hablar (ver W. K ,C. Guthrie, A History of Greek Philosophy, 6 vols. [Cambridge: Cambridge University Press, 1962-81], 3: 271-72 especialm ente

n. 1, com o evidencia de que lo que Gorgias afirmó no siempre era creído y pudiera h aber sido, quizás, no creíble). Protágoras, según Paul W oodruff (“Plato’s D ebt to P rogress”, m ecanoescrito [Department o f Philosophy, Uni­ versity of Texas, 19931), es con scien te de la falsa analogía entre la “artesa­ nía” de enseñar arelé y las otras artesanías, mientras Sócrates lleva la analogía a sus últimas consecu en cias para desacreditar la afirm ación sofista de qu e de todas m aneras ellos enseñan arelé, Ver tam bién Paul Woodruff, “Plato’s Early Theory o f K now led ge”, en Stephen Everson, ed., Epistemology (Cam ­ bridge: Cambridge University Press, 1990), 60-84. 3<> Como fue sugerido por Irwin, Plato’s Moral Theory, 23, 24, 34, 73. 31 Si creem os a D iógenes Laercio, Vidas de losfilósofos más ilustrados, 2.5.18, 3¿ Alison Burford, Craftsmen in Greek and Román Society (Ithaca: Cornell Uni­ versity Press, 1972), 82. 33 Ibid., 89- Burford tam bién escribe qu e “los artesanos [...] tenían que pasar por un entrenam iento largo y arduo. Se requería de un hom bre aplicación constante para qu e llegara a tener conocim iento total de su oficio. Ya que lo había aprendido, tenía que continuar practicándolo, si no se arruinaría y moriría en él” (69). Plinio (.Historia Natural, 35, 84) reporta que A peles dibujaba todos los días para m antener su talento de la manera más óptim a posible. Tales afirm aciones invitan tanto a ser contrastadas com o co m p a­ radas con la idea de Aristóteles de qu e la arete es casi im posible de p er­ der después de haberla adquirido ya qu e es por naturaleza com o se pu ed e manifestar en acció n (EN 3 5, 1114b30-1115á4; 4,10, 1152a28-33) y tal vez tam bién con la interpretación de Sócrates del poem a de Sim ónides en el Protágoras (3 4 ld 6 -3 4 7 a 5 ), donde se niega a atribuir a Sim ónides la idea de qu e es difícil ser (o sea, p erm an ecer) bu en o d esp u és que u no se ha h echo bueno - e n principio, algo realm ente difícil™. Ver tam bién M aurice Pope, The Ancient Greeks: How They Lived and Worked (London: David, and Charles, 1976), 73. 34 Hipócrates, On Ancient Medicine 1.13-19, y ver el com entario de A.-J. Festugiere en Hippocrate: LAncienne medecine, ed. A.-J. Festugiere (1948; repr. New York: Arno Press, 1979). Sobre la disputa entre Zeuxis y Parrasio ver Plinio, Historia natural, 35, 6 l , y sobre la com petencia entre Apeles y Protogenes, 35, 79; una historia relacionada ocurre en 36, 7935 La literatura so bre la precisa co n exió n que el Sócrates de Platón co n cib e que existe entre la virtud y la felicidad es inmensa y de gran com plejidad. No quiero tomar partido aquí con todos los temas que involucra. La reciente discusión de Irwin en Plato’s Ethics, passim, au nqu e presenta su p ropia po sició n ideo sin crásica sobre este tem a, co n tien e una buena d iscusión de posiciones alternativas y una extensa bibliografía.

36 “’Eyá) yáp 8rj oíke jasye orne o(xticpóv oí>voi8a £|iamí{) aocpo<; cov”. Platón hace que Sócrates utilice el mismo verbo en con exió n con el au toconocim iento en el Redro, 235c6-7, “auveiSex; ejiamco a|xapxíav.” 37 Contrastar con Vlastos, "Sócrates’ Disavowal o f K now led ge”, 43, en parti­ cular n. 12. 38 Más inform ación sobre la noción del conocim iento técnico puede ser en­ contrada en Revé, Sócrates in the Apology; Woodruff, trad., Plato: “Hippias Major”, M ichael Frede, "Philosophy and M edicine in Antiquity”, en Essays on Ancient Pbilosophy (Minneapolis: University o f M innesota Press, 1987), 225-42; David Roochnik, "Plato’s Use o f the Techne-A nalogy”, Journal of the History ofPhilosophy 24 (1986): 295-310; J. E. Tiles, “T ech n e and Moral E xpertise”, Philosophy 59 (1984): 49-66; e Irwin, Plato s Moral Theory, 7186, y Plato’s Ethics, 47-48. 39 H om ero, litada, 23.276: “íoxeyáp oaaov ¡lioi ápe/qj rcepipáXXexov ítctcoi” que Robert Fagles (en Homer, The Iliad, trad. de Robert Fagles [New York: Viking Penguin, 1990]) traduce com o: “You know how my team outstrips all others3speed”, y 374-75, “xóxe 8^ ápsxfj éicáaxo'u [tratou] qxxívexo”, aunque Fa­ gles atribuye apexfi en cuestión no a los caballos sino a los guerreros. (N. ■del 7\: Antonio López Eire traduce el verso citado de la sigu iente forma: "Pues que todos sabéis en valor cuánto/a los dem ás ex c e d e n mis co rce­ le s ”. litada: Madrid.: Cátedra, 2004.) 40 H eródoto, Historias, 3-106.2; 4.198.7. Tam bién habla de la ápexii de los ca­ ballos, 3.88. 41 Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, 1.2.4. 42 La m anera en que M enón hace la pregunta en el diálogo qu e lleva su nom ­ b re .sugiere de un m odo bastante claro que la pregunta era un topos, un lugar com ún de la práctica dialéctica así com o una cuestión real. El autor de Dissoi logoi (com puesto probablem ente alrededor de 403-395 a. C.) se refiere al “argumento que no es ni verdadero ni nuevo qu e (paívexo [sabi­ duría] y ápexf| (la arete) no puede ser ni enseñada ni aprendida” (sobre la fech a de este texto, ver T. M. Robinson, Contrasting Arguments: An Edition of the "'Dissoi logoi”{New York: A m o Press, 19791, 34-41). En Olímpi­ cas 2.86-88, Píndaro había afirmado que el sabio (que en este caso se refiere al poeta) es ..así p or naturaleza, mientras que los otros, aquellos que tienen que aprender el o ficio, son en com paración con él co m o cu ervos chillo­ n es (y cf. Nemean 3.41). Isócrates argum entaba qu e áp£xf| ( arete) y 8iK aioaw ri (justicia) no son puram ente enseñ ab les; no sin u na naturaleza apropiada que está predispuesta para recibirlas ( Contra sophistas 14-18, 21; cf. Antidosis 186-92, 274-75). Esa posición, de hecho, es similar al acerca­ m iento de Platón en la República. Hasta Jen o fo n te le atribuye una tesis si­ milar a Sócrates en la Memorabilia 3.9.

43 platón, 7 he Dialogues of Plato, trad. de Benjam ín Jo w ett (Oxford: O xford University Press, 1953), 252, 44 Werner Pee'k, Griechische Versinschnften, vol. 1 (Berlín: Akademie, 1955), 20 . 11 .

45 Contrasta, por ejem p lo , la versión bastante idealizada sobre el a cu erd o que Sócrates im aginó entre escultores y doctores en el Protágoras 3 1 1 c lc8 con los casos citados en n. 27 arriba. 46 precie, “Philosophy and M edicine in Antiquity”, 225; cf. 231-35. 47 TVd el T.: Traduzco directam ente de la versión al inglés que hace Nehamas. La versión al esp añol d e este pasaje reza: “[...] un traficante o un tend ero de las m ercancías de que se nutre el alm a”. 48 para. una discusión de este tem a ver Irwin, Plato ’s Moral Theory, 77-86.

49 le agradezco a Christopher B o bon ich el haber discutido este tema conm igo (aunque él no esté satisfecho co n la discusión). 5° El elenchos p ro ced e más o m enos de esta m anera: Sócrates hace qu e su interlocutor adelante su definición de alguna virtud. Luego procede a o b ­ tener el acuerdo de su interlocutor co n otras ideas que no discute co n él: el interlocutor só lo las acepta. Más tarde dem uestra qu e el conjunto for­ mado por la propuesta original y las otras ideas que el interlocutor ha a ce p ­ tado es inconsistente: el interlocutor n o puede m antener todas esas ideas juntas. Pero el elenchos n o demuestra, desde el punto de vista puram ente lógico, cuál idea tiene que ser rechazada para h acer que el conjunto sea consistente. Aun así, Sócrates frecuentem ente afirma h aber demostrado que la definición propuesta p o r el interlocutor es falsa. ¿Cómo puede h acer eso Sócrates, pregunta G regory Vlastos, “cuando lo que ha establecido es su in­ consistencia co n presupuestos cuya verdad él no ha intentado establecer en esa discusión: han entrado en esa discusión sim plem ente com o p ro p o si­ ciones con las que él y ei interlocutor están de acuerdo?” “Este”, con clu ye Vlastos, “es el p roblem a del elenchos socrático” ( “T h e Socratic Elenchus: M ethod Is All”, en Socratic Studies, 4-5). Mi p o sició n es que Sócrates es g eneralm en te muy cu id ad oso al h acer que sus interlocutores estén de acuerdo con él co n respecto a ideas adicionales que son m ucho más p o si­ bles que la definición propuesta. Eso le permite, aunque no en términos es­ trictam ente lóg icos, d esh acerse de la definición principal pero no d e las ideas secundarias de sus interlocutores. O casionalm ente se mete en p ro ­ blemas cuando sus interlocutores están dispuestos a abandonar una ele estas ideas, com o Trasím aco, que prefiere argüir que la justicia no es una virtud antes que renunciar a su definición d e la justicia com o la necesidad de ab an ­ d onar el interés del más fuerte. Ver Rep. 338a.8ff.

5:1 Ver Eutifrón 1 5 c ll- e 2 ; Cármides 176a6-d5; Laques 2 1 0 b 6 -c5 ; Protágoras 36135-6; Lisis 2 2 3 a l-b 3 ; Menón 79e5-6, 80e3-4. 52 Una excep ció n a esta declaración la da Vlastos, quien cam bió de opinión y llegó a creer que el elencbos podía alcanzar resultados positivos porque nuestro alm acén de opiniones verdaderas interiores era su ficiente para ase­ gurar que nuestras opiniones falsas fueran rechazadas. D iscutí esa idea bre­ vem ente y di algunas razones para no aceptarla en n. 18 arriba. 53 G eorge G rote, Plato and the Other Companions of Sócrates, vol. 1 (Iondon: Russell, 1865), 244. En su revisión de Grote, Jo h n Stuart Mili escribió que Platón entendía la dialéctica co m o algo que consistía en dos partes.“Una es la revisión de cada opinión por un escrutinio negativo, provocando cada o b jeció n o dificultad que podría surgir en contra de esta, y deman­ dando, antes de la adopción de cualquier opinión, que estas o bjecion es de­ berían ser respondidas. Esto sólo podía ser h ech o efectivo a través de la discusión oral; presionando al que contesta co n preguntas, a las que podía responder ya fuera con ideas contradictorias aceptadas sin previo cuestionam iento o con sus propias hipótesis originales. Este interrogatorio es el elencbos Socrático” ( “G rote’s Plato”, Edinburgh Review, en Barry Gross, ed., Great Thinkers on Plato [New York: Capricorn B ooks, 19691, 155). 54 Richard Robinson, Plato’s Earlier Dialectic, 2.- ed. (Oxford: Clarendon Press, 1953), 7. 55 G regory Vlastos, “Introduction”, en Benjam ín Jow ett, trad., Plato: ‘Protag o ra s rev. de Martin Ostwald (Indianapolis: Bobbs-M errill, 1956), xxxi. Ver tam bién Guthrie, History of Greek Philosophy, 4: 69: “El m étod o de proce­ dimiento, que gobierna la estructura de los [primeros] diálogos, es este: una serie de definiciones son suscitadas en los que responden, cada una de ellas es una m odificación de la última definición requerida por las o bjecion es de Sócrates, hasta que llegan a una fórmula clara, Esta lu ego es criticada y finalm ente rechazada. Ninguna definición es adoptada, y el final aparente es un impasse y un estado de d esconcierto”. 56 Esto no quiere decir que los lectores de Platón no han en contrad o m ensa­ jes positivos escondidos entre los diálogos mismos. Pero n o podem os decir que estos m ensajes sean implícitos a la estructura lógica del propio elenchos. El ensayo de W. G. Rabinowitz “Platonic Piety: An Essay towards the Solution o f an Enigm a”, Phronesis 3 (1958): 108-20, nos m uestra cóm o se p roced e en la búsqueda de ideas positivas. En general, los que proponen el acercam iento straussiano a los diálogos tratan de discernir conclusiones positivas al com binar la estructura lógica del m étodo de Sócrates (el cual, según ellos, sólo puede llevar a resultados negativos) con las característi­ cas dramáticas de la obra. Ver, por ejem plo, David Bolotin, Plato’s Dialogue

on Friendship: An ínterpretation of the “Lysis” witb a New Translation (Ithaca: Cornell University Press, 1979), 12, 57 Thomas C. B rickh ou se y Nicholas D. Smith, Sócrates on Trial (Princeton: Princeton University Press, 1989), 96-97, objetan una interpretación anterior mía de acuerdo a la cual Sócrates exam ina el oráculo para ver si es verdad (“Socratic Intellectualism ”, en Jo h n J. Cleary, ed., Proceedings of the Boston Area Colloquium in Ancient Philosophy, vol. 2 [Lanham, Md.: University Press o f America, 1987], 305-6). T ien en razón al d ecir que había e x a g e ­ rado mi caso. Pero se alejan de las im plicaciones del u so del verbo éXey%eiv por Sócrates y ele su declaración de que si encontrara a un hom bre más sabio el oráculo sería refutado. 5» M del T.: Por m otivos de claridad para la traducción al español he ex ten ­ dido la cita que h ace Nehamas de la Apología, de Sócrates. Nehamas en su texto se limita a citar la Apología 23b6-7. 59 Estos temas han sido discutidos largam ente en la extensa literatura secu n ­ daria que ha surgido alrededor de Sócrates desde los años 70. Algunos ejem ­ plos distinguidos de esta literatura son Hugh H. Ben son , ed., Essays on the Philosophy of Sócrates (New York: Oxford University Press, 1992); Thom as C. Brickhouses y Nicholas D. Smith, Plato ’s Sócrates (New York: Oxford Uni­ versity Press, 1994); Barry S. G o w e ry Michael C. Stokes, Socratic Questions: The Philosophy of Sócrates and Its Significance (London: Routledge, 1992); y, desde un punto de vista diferente, Paul Van der Waerdt, ed., JheSocratic Movement (Ithaca: Cornell University Press, 1994). La mayoría de ellos surgen de la. obra de Gregory Vlastos. 6(1 Sobre la necesidad del co n o cim ien to de ocpexf] para actuar con ape^f] ver Apología 29d2~30a2; Laques 193d l l-e 6 ; y lisis 212a l-7, 223b4-8. Una bu en a discusión sobre este tema se puede ver en Irwin, Plato ’s Moral Theory, 9092. 61 Vlastos, “Sócrates* D isavow al o f K now ledge”, 43 co n n. 13. Las cursivas so n mías. 62 Ibid., 64. “K now ledge” es el térm ino de Vlastos para el conocim iento se ­ guro y deductivo que Sócrates buscaba en vano. Las cursivas son de nuevo mías. 63 Es im portante notar aqu í que la afirm ación de sa b e r qu e es m alo y ver­ gonzoso deso bed ecer a los superiores y negarse a hacer los deberes, ya sea por miedo a la m uerte o cualquier otra cosa (Ap. 29d6-10), aunque no es trivial, no es terriblem ente controvertido. Polo, por ejem plo, rápidam ente la admite en el Gorgias (474b7-c3). Se necesita un personaje con ideas tan extrem as com o Calicles para negarlo (482d7-8). Además, aunque la tesis de que es malo considerar la muerte p eor que la deshonra, que es parte de la

tesis de Sócrates en la Apología, puede ser debatida largam ente, no es una idea que se pueda rechazar fácilmente. Sócrates, entonces, se apoya en ideas su stanciosas au nque no particularm ente controvertidas al h acer su afir­ m ación del conocim iento. Es im portante notar a este resp ecto la triviali­ dad del Protágoras 357d7~el, citado com o un caso de una afirm ación so­ crática de conocim iento por Vlastos (“Sócrates Disavowal o f Know ledge”, 46, en su traducción): “Ustedes, seguramente, saben que la acció n incorrecta h ech a sin conocimiento se lleva a cab o por la ignorancia” (las cursivas son mías). Otra afirm ación sem ejante aparece en la Rep. 1, 351a5-6: “Por­ que la injusticia es ignorancia: no hay nadie que todavía no sep a esto ” (re­ ferido por Vlastos, 47, citado aquí de su traducción). Pero fuera del hecho de que la fecha de este texto es un asunto de gran controversia, yo creo, que el verbo de Sócrates (áyvoEw) (“ser ignorante”) no d ebe ser tomado tan estrictam ente aquí. Él ya ha acorralado a Trasím aco ( 3 5 0 c l ( M l) y está de­ clarando otro reto en este pasaje. Su uso del térm ino es dialéctico, no epis­ tem ológico. La tesis del “rechazo de responder a una injusticia co n otra” en el Gritón no se presenta com o una tesis sobre la cual Sócrates afirma cer­ teza: al contrario, él repite su voluntad para exam inarla de nuevo tantas veces com o sea necesario. Su actitud m oralm ente robusta es contrabalan­ ceada por su vacilación dialéctica. 64 Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía, 295. Aquí describe los elem entos de la posición de Sócrates tal com o los ve: “que toda la vida sustancial del helenism o había perdido validez para él, es decir, que la realidad estable­ cida era para él irreal, y no en algún aspecto particular, sino en su entera totalidad com o tal; que, en su relación con esta realidad sin valor, Sócrates simuló dejar en pie lo establecido, y que de ese m odo lo llevó a la ruina; que frente a todo esto fue haciéndose más y más ligero, m ás y más nega­ tivamente libre...”. No necesitam os aceptar todos los elem entos del retrato de Kierkegaard para ver que la noción de la libertad negativa im plica una distancia de lo que uno niega y un d eseo de no qu erer atacarlo directa­ mente. 65 Tal admisión implícita, hecha por un autor que no aparece aún com o na­ rrador en su propia obra, es un fenóm eno más bien raro. M ucho más común es la admisión explícita de que un personaje está más allá de la com pren­ sión. Un caso claro de lo anterior ocurre en el Doctor Faustas cíe Thom as Mann, cuyo narrador, Serenus Zeitblom , insiste repetid am ente en qu e el com positor Adrián Leverkuhn, de quien ha sido am igo desde la niñez y a quien considera un verdadero genio, va más allá de su entendim iento li­ mitado. Sin em bargo, creo que algunas claves sutiles en la novela apuntan h acia una astucia m u cho más profunda de parte de Z eitblom de lo que

admite el narrador. Zeitblom , estoy convencido, realm ente manipula la in­ formación acerca de Leverkuhn que presenta con aparente objetividad. Eso, sin em bargo, es un asunto para otra ocasión. De todas maneras,, aun sí Zeit­ blom no entiende a Leverkuhn, no se puede decir lo mismo de Mann o de sus lectores, a quienes Zeitblom, tal vez sin darse cuenta, da toda la infor­ mación necesaria. La novela de N abokov The Real LifeofSebastian Knight es un caso similar, y su Transparent Things d epen d e del autor/narrador, quien no pertenece com pletam ente, com o Zeitblom, al mundo de la novela y quien posee solam ente un conocim iento “limitado” de su personaje ce n ­ tral. Lo mismo se puede decir del Arnheim de Robert Musil en The Man without Qualities, G ilbert Sorrentino y su Imaginary Qualities ofActual 'Things, y Reflex and Bone Structure de C larence Major.. Las figuras religiosas tam ­ bién son incom prensibles frecuentem ente para aquellos que escriben sobre ellas; pero la gracia divina siem pre provee una exp licación no muy ilus­ trativa. Lo que es notable y perturbador acerca del caso de Platón es que no involucra ninguna afirm ación, ningún reconocim iento de que un autor esté creando un personaje que no entiende. Platón sólo presenta a Só cra­ tes com o un misterio, sin la au toconciencia literaria qu e priva a los auto­ res modernistas y postm odernos que m enciono aquí de la afirmación (quizás no deseada por ellos) de la verosimilitud que los diálogos hacen tan fuer­ tem ente y a la que voy a volver. Estoy agradecido a Thom as Pavel y Brían Mchale por h aber discutido el asunto conmigo. 66 Un argumento serio para no hacer presunciones cronológicas al leer los diá­ logos platónicos lo ha h echo Jo h n M. Cooper, ed., Plato: Complete Works (Indianapolis: Iiack ett, 1997). C ooper argumenta correctam ente que la cla­ sificación en diferentes periodos de las obras de Platón -co m o la clasifica­ ción con la que h e estado trabajando en este libro, o la cronología ofrecida por Charles H. Kahn en Plato and the Socratic Dialogue: The Philosophical Use ofa Literary Farm (Cambridge: Cambridge University Press,. 1 9 9 6 )- d es­ cansa so bre asu n cio n es interpretativas. “Tales cla sifica cio n es”, escrib e Cooper, “descansando sobre un intento de interpretar el progreso de la. obra de Platón, filosófico y literario, son una base no ad ecuad a para iniciar a cualquier persona en la lectura de estas obras. Usarlas de esa m anera es poner el carro ante el caballo [...] Es m ejor relegar los pensam ientos acerca de la cronología a la posición secundaria que se m erecen, y concentrarse en el contenido literario y filosófico de las obras, leídas por sí solas y co n relación las unas a la otras” (xiv). Esto es razonable co m o una precaución para aquellos que están a punto de leer a Platón por primera vez (y para aquellos que van a enseñ ar a Platón a tales estudiantes). Pero es im posi­ ble leer los diálogos “p or sí solos y co n relación entre ellos” sin a la vez

hacer serias presunciones acerca ele su secuencia cronológica. Porque, para tom ar un caso obvio, frecuentem ente es im posible decidir lo que un pa­ saje particular significa sin saber si es una respuesta a una posición previa que Platón ya ha expresado o una anticipación ele una tesis cjue todavía no ha form ulado o dicho explícitam ente. La reorganización cronológica ele Kahn de los diálogos, por ejem plo, se apoya precisam ente en invertir tales relaciones: donde otros ven ecos, él ve anticipaciones; ver su “The Methodology o f Plato in the Laches”, Reme intemationale de philosophie 40 (1986): 7-21, y “On the Relative Date o f the Gorgias and the Propagaras”, Oxford Studies in Ancient Philosophy 6 (1988): 69-102. Al final, es imposi­ ble separar la lectura ele los diálogos de por lo menos una hipótesis tenta­ tiva acerca de su orden. Ya que la única evidencia estilométrica confiable que tenem os tiene cjue ver con las últimas seis obras que Platón compuso (ver el reciente sondeo ele esa evidencia de Charles M. Young, “Plato and Com puter D ating”, Oxford Studies in Ancient Philosophy 12 [1994]: 22750), cualquier hipótesis que tiene que ver con la cronología del resto de sus obras tendrá que estar basada en la interpretación. Y el pod er persuasivo de tal hipótesis dependerá de las lecturas de ciertos pasajes junto con lo atractivo de la narrativa entera del desarrollo de Platón qu e nos permita construir. 67 Aunque Platón, al desarrollar las im plicaciones de su símil co n las estatuas de D édalo, escribe que las opiniones verdaderas se pueden “escapar” del alma (á7to5i5páaK£iv, dpoacpxgúeiv), el contenido literal de esta idea debe ser qu e las opiniones se olvidan hasta cjue son recordadas a través del cuestionam iento que ya. ha descrito en su discusión de la teoría de la recolec­ ción. Las opiniones verdaderas, de acuerdo con esta teoría, ya están dentro del alma. Pero incluso después de salir a la luz a través de la forma del elen­ chos pueden ser olvidadas si todavía no se han hecho conocim iento. 68 La discusión ele estos tem as es com p leja. He tratado de o frece r mi opi­ nión, y he discutido algunas alternativas, en “M eno’s Paradox and Sócrates as a Teacher”, Oxford Studies in Ancient Philosophy 3 (1985): 1-30. 69 D ecir que en sus prim eros diálogos Platón trató ele p resentar a Sócrates com o lo vio no implica que su representación de Sócrates en esas obras sea un reflejo fiel de su original. Sim plem ente quiere decir qu e no intenta dar cuenta de las características del personaje que presenta. 70 En su esfuerzo por localizar las ironías com plejas, Vlastos ( Sócrates: 1ronist and Moral Philosopher, 240) encuentra una contradicción entre esta afir­ mación y la declaración anterior ele Sócrates (473e6, en su traducción: “Polus, y o no soy un hom bre p o lítico ”). Pero aparte del h ech o ele qu e en 521 el Sócrates diga que está tratando de practicar la política (Vlastos, 240 n. 21,

argumenta, de un m odo no convincente, que épi%£ip£iv no debe ser tradu­ cida com o “tratando”), tam bién dice que está tratando “ele participar en el verdadero arte político” (tidx; á^rjGcoc; jcoXvcikí) %k%vr\). Sócrates contrasta esto con la política que no practica y que identifica co n ejercer un puesto pú­ blico. No hay ninguna ironía com p leja aquí. Sócrates niega explícitam ente que lo que cuenta co m o política en Atenas sea lo que él consideraría co m o política real. 71 Uno podría argüir que Gritón, quien parece estar convencido con el argu­ mento ele Sócrates de qu e no debe escaparse de la prisión, o Nícias, quien apela a Sócrates para qu e le ayude a decidir sí entrenar a los m uchachos para pelear con el uso de armaduras es o no bueno para ellos a sabiendas de que una con versación con Sócrates siempre se vuelve una defensa del modo de vivir de uno (.Laques 180b7~d3, 187e6-188c3), son gente qu e S ó ­ crates ha. h echo m ejores personas. Por lo m enos, se podría afirmar, lo re­ conocía 11 com o un buen hom bre. Pero la respuesta de Gritón, “No tengo nada que decir, Sócrates” ante la rotunda negativa de Sócrates de dejarse convencer: “Sabe qu e esto es lo qu e yo pienso ahora y que, si hablas en contra de esto, hablarás en vano (jaátrjv). Sin em bargo, si crees que p u e­ des conseguir algo habla” ( Gritón 54d4-8), es más una concesión h ech a a regañadientes que una adhesión real al argumento de Sócrates. Y co n res­ pecto a Nicías, él claram ente confía en Sócrates para qu e encuentre b u en os maestros para los niños (ya ha encontrado un profesor de música para su propio hijo) (1 8 0 c9 -d l). Pero eso tiene p oco que ver con que Sócrates sea un buen hom bre. Y su afirm ación de que Sócrates convierte todas las co n ­ versaciones en discusiones sobre el propio modo de vida parece más bien una expresión de ap reciación de lo qu e piensa qu e es una característica ( o ú k <xt ) 8t i < ; ) de Sócrates y un juego qu e no le m olesta. Nielas no resiente ese juego: hasta le gusta. Pero no hay ninguna evidencia de que se lo tom e en serio o que haya tenido algún efecto beneficioso, a largo plazo, en él. 72 D ebe notarse qu e una vez que el esquem a ed u cacio n al y político d e la República se ha desplegado, el reconocim iento de lo bueno y el h ech o de ser bueno se distinguen claram ente. A la gente en la ciudad se les en señ a a creer que los filósofos son los m ejores entre ellos a pesar de que ello s mismos caen m u ch o m ás bajo qu e los filósofos co n respecto a la dcTieTT)

(arete). 73 También

debem os argumentar, por supuesto, que ya que Sócrates es la crea­ ción literaria de Platón, la ironía que muestra hacia los lectores de Platón es en última instancia la ironía de Platón tam bién. ¿Qué sería esa ironía? No creo que Platón esté afirm ando im plícitam ente saber por qué Sócrates hacía lo que hacía. En vez de esto, se presenta co m o un autor que im plí­

citam ente niega tener control total de su material y crea un personaje que es “más fuerte” que él. Ese es un punto de con exión entre la ironía plató­ nica y la rom ántica, que niega la om nipotencia que tradicionalm ente les había sido dada a sus autores sobre su material. 74 Laques 190c6; cf. Jen ofon te, Mem. 4.6.1. 75 Para la ép oca en la que escribió la República, Platón ya había expu esto un núm ero de reservas acerca de los m étodos de Sócrates. Por ejem p lo, cri­ tica que se permita a la gente joven -g e n te de la misma edad que aquellos de los que Sócrates se ro d eab a- practicar el elencbos y la dialéctica en ge­ neral. Prefiere esperar hasta que envejezcan un p o co y puedan lidiar más constructivam ente co n la debilitación de los valores existen tes en lo que el elencbos sobresale (539bl~540c4). En el Sofista (231b3-8), describe el elen­ cbos co m o un tipo de sofística, aunque un tipo b u en o, una sofística de “linaje noble” según la traducción de Cornford de la expresión^ Xeveiyevvaía ao(piaTiKT) ( Plato’s Theory ofKnowledge [Indianapolis: Bobbs-M errill, 1957], 181). William Cobb, ed., Plato’s “Sophist” (Savage, Md.: Row m an and Littlefield, 1990), la traduce com o “el arte de la sofística nacido de cuna n o ble” (aunque ni Burnet, en su Platonics opera [Oxford: Clarendon Press, 1990], ni Lewis Campbell, The “Sophistes”and “Politicus" ofPlato 1.1867; repr., New York: Arno Press, 1973], ni la nueva versión de la O xford Platonis opera, ed. de E. A. Duke, W. F. Hicken, W. S. M. Nicoll et al. [Oxford: Clarendon Press, 1995], indican que hay algún problem a textual aquí). Alguna discu­ sión sobre este tema se puede encontrar en Richard S. Biuck, Plato’s “Sophist”: A Commentary (.Manchester: Manchester University Press, 1975), 40-52; Blu ck prefiere su propia “sofística de familia n o b le” a la de Cornford, “li­ naje n o b le”, basado en que la suya indica “que este procedim iento, a dife­ ren cia ele otros asp ectos o tipos de sofística, está rela cio n a d o (co m o im itación) al arte n oble de la verdadera filosofía” (46). Yo en cuen tro esta sugerencia poco convincente, y tengo mis dudas acerca de las traducciones de la frase dadas arriba, ¿Por qu é d ebe ser de ascen d en cia n o b le el m é­ tod o dialéctico de Sócrates, presupuesto sobre el que se sustentan todas estas versiones? D em etres G lenos, en su traducción y com entario del diá­ logo (.Platona Sophistis, ed. de G iannes Kordatos [1940; repr., G reek-European Youth Movement, 1971], 224 n. 35), acepta el mismo tipo de traducción e intenta justificarla al afirmar que está prevista para qu e nos recuerde que “la sofística” no tenía un sentido negativo originalm ente, y qu e Platón está tratando de reclam ar ese sentido original para Sócrates aquí. Pero este ar­ gum ento tam poco es persuasivo. La solución, creo, se encuentra en acep­ tar que Y8vo<; significa no ascendencia sino progenie. Por ende, el elencbos es una sofística conprogenie noble en el sentido de que al despojar la mente

del estudiante de todas las nociones preconcebidas, al igual que de la ig­ norancia de la propia ignorancia, prepara el terreno para la dialéctica tal com o Platón ahora la co n cibe: una form a de producir el bien vivir. 76 Los estudios están de acuerdo co n qu e Platón llegó a ver que la m etafísica y la epistem ología que apoya la estructura política de la República p resen ­ taban problem as serios, algunos de los cuales señ aló en el Parménides. En sus últimos diálogos, parece h aber hecho un nuevo intento para revi­ sar esos aspectos de sus ideas interm edias que presentaban dificultades. Pa­ ralelo con esos cam bios A. A. Long ha argumentado que el Teeteto, una de las últimas obras de Platón, constituye una nueva apología de Sócrates y de su m anera de h acer filosofía; ver su “Plato’s A pologies and Só crates”, e n jy l Gentzler, ed ., Metbod in Ancient Philosophy (O xford: O xford University Press, 1997). 77 Amélie O ksenberg Rorty, “A IJterary PostScript: Characters, Persons, Selves, Individuáis", en The Identities of Persons (B erkeley: University o f C alifor­ nia Press, 1976), 306. 78 Una discusión m agistral cié las diferentes representaciones antiguas a las que Sócrates dio vida, en diferentes autores filosóficos y literarios, es dada por O lo f G igon, Sokrat.es: Sein Bild in Dichtung und Geschichte, 2.a ed. (Bern: A. Francke, 1970). El trabajo de G igon es indispensable para un e s­ tudio com pleto del problem a socrático com o ha sido con cebido tradicio­ nalm ente. Su co n clu sió n es qu e el Sócrates histórico se ha perdido para siempre. 79 E. Ii. Gombrich, Meditations on a Hobby-Horse (London: Phaidon, 1963), 10. 80 Friedrich Schlegel, “O n Incom prehensibility”, en Friedrich SchlegeVs “Lu~ ánde”and the Fragmente, trad. de Peter Firchow (M inneapolis: University o f M innesota Press, 1971), 259. El original está en Schlegel, “Über Unverstándlichkeit”, en Kritische Scbriften (München: Cari Hanser, 1938), 340-52. 81 Friedrich Schlegel, Lyceum Fragmente, no. 108, en Friedrich SchlegeVs “Luánde”and the Fragments, 156; Kritische Scbriften, 19. 82 Friedrich Schlegel, “Ü ber W ilhelm M eister”, en Kritische Scbriften, 262-82. 83 Friedrich Schlegel, en Kritische Friedrich-Schlegel-Ausgabe, ed, de Ernst B ehler et al., vol. 18 (M ünchen y Padenborn: Schoningh, 1987), 85. 84 Por supuesto, no quiero negar que un Sócrates histórico existió, pero sí creo que sabem os acerca de él m ucho m enos de lo que creem os. Ver A lexander Nehamas, “V oices o f Silence: O n Gregory V lastos’s Sócrates”, Arion, 3d ser., 2 (1992): 156-86. 85 Una selecció n m uy interesante de tales escritos, ju n to co n una so rp ren ­ dentem ente extensa bibliografía, puede ser encontrada en Mario Montuori,

De Socrate iuste damnato: Ihe Rise of the Socratic Problem in the Eighteenth Century (Amsterdam: J. C. G ieben, 1981). El problem a socrático tiene una

historia inmensamente larga y com pleja, y es otro tema más que no trataré de abordar aquí. He expresado algunas de mis ideas acerca de esto en “Voices o f Silence”. Una buena discusión se puede encontrar en V. de MagaIhaes-Vilhena, Le Probléme de Socrate: Le Socrate historique et le Socrate de Platón (París: Presses Universitaires de France, 1952), y otro resum en más corto hecho por P. J. FitzPatrick, “The Legacy o f Sócrates”, en G ow er and Stokes, Socratic Questionsy 153-208. Una bibliografía anotada ha sido com ­ pilada por Luis E. Navia y Ellen L. Katz, Sócrates: An Annotated Bibliography (New York: Garland Publishing, 1988). Una excelente com pilación de fuen­ tes ha sido hecha por Joh n Ferguson, Sócrates: A Source Book (London: Macmillan, 1970). La última contribución al debate es la de Vlastos, Sócrates: Ironist and Moral Philosopher. Su idea de que el Sócrates histórico puede ser reconstruido a través de los diferentes puntos en que Platón, Jen ofon te y Aristóteles están de acuerdo (Vlastos no toma en cuenta las Nubes de Aris­ tófanes) lo anticipa J. Brucker, quien en su Historia, critica philosophiae (Leipzig, 17Ó7) afirma que sólo los tem as donde Platón y Jen o fo n te están de acuerdo constituyen una buena evidencia para las ideas del Sócrates his­ tórico. Ver FitzPatrick, “Legacy of Sócrates”, 175-76. Sobre el juicio de Só­ crates, ver la discusión de W. R. Connor, “T h e O ther 399: Religión and the Trial o f Sócrates”, Bulletin of the Institute ofClassical Studies 58 (1991): Su­ plemento, 49-56. Connor argumenta convincentem ente que la idea de I. F. Stone en The Trial of Sócrates (Boston: B eacon Press, 1988) de que Sócra­ tes fue juzgado y cond enad o a m uerte por razones puram ente políticas, com o un enem igo de la dem ocracia, necesita tener en cu en ta co m o otro factor posible la religión, debido a la importancia que esta adquirió en un núm ero de juicios del mismo periodo. La evidencia de C onnor de que la actitud de Sócrates hacia el sacrificio era inusual es contundente y agrega una nueva dimensión a este difícil tema. 86 yer Priedrich Schleiermacher, “Über den Wert des Sokrates ais Philosophen,” en Sdmtliche Werke, vol. 2 (Berlín, 1838), 287-300, esp. 297. El ensayo ori­ ginal fue publicado en 1818. 87 En este contexto, no debem os subestimar la creciente im portancia de la crí­ tica del Nuevo Testam ento, que buscaba separar los hech os alrededor del Jesú s histórico de las versiones que sus discípulos daban de su vida. 88 Mario Montuori, Sócrates, Pbysiology of a Mitb, London Studies o f Classical Philology 6 (Amsterdam: J. C. G ieben, 1981), 32. 89 Ver capítulo 4, p. 109 del libro de Montuori. 90 Hegel, Lectures on the History of Philosophy, trad. de Haldane, 1:414; Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, V. 312 (ver tam bién 3:104954).

91 Ver la crítica de H egel Schlegel en las Lectures on tbe History ofPhilosophy, 1:400-402. El original esta en su Vorlesungen über die Geschicbte der Philosophíe, 1:302-4. Pero ver tam bién D añe, Critical Mythology of Lrony, 83: “Hegel, uno de los críticos más vehem entes de la n o ción de ironía de Friedrich Schlegel, se volvió, un p o co paradójicam ente, una de las figuras m ás influyentes en el desarrollo de varias teorías de la ironía rom ántica”. Pai*a su visión, m u cho m ás positiva, de la ironía de Solger, ver D añe, ca p í­ tulo ó. 92 para un resum en de Sócrates en el siglo xvin, y para una corrección de m u­ chas de las sim plificaciones ofrecidas aquí, ver B ren n o Bohm , Sokrates irn achtzehnten Jahrhundert (Leipzig: Q uelle und Meyer, 1929). Es indiscuti­ ble, sin em bargo, que la biografía más influyente de Sócrates en el siglo x v tii es la escrita por Frangois Charpentier, La Vie de Socrate, originalm ente pu­ blicada en París en 1650 (reim presa en 1657, 1666, 1668, 1669) y eventual­ mente agregada a la traducción de Charpentier de la Memorabilici: Les Coses memorables de Xenophon (Amsterdam, 1699). Aunque Charpentier utiliza a Platón y D iógenes Laercio com o tam bién a Cicerón, Séneca, Plutarco y Apuleyo, su apoyo en Je n o fo n te es m ucho más extenso. Sin duda, la biografía de Charpentier fue escrita en el siglo xvn, pero tuvo una larga vida, parti­ cularmente después de su traducción al alemán h ech a por Christian T h omasium com o Das ebenbild eines wabren und ohnpedantischenphilosophi;

oder, Das leben Socratis; aus dem frantzósischendes der berrn Charpentier ins teutsche übersetzt von Christian Thornas (Halle, 1693). 93 Esta evalu ación negativa del Só crates de Je n o fo n te ha sido cu estion ad a por varios ensayos en Van der Waerdt, ecl., SocraticMovement. Ver tam bién Donald Morrison, “X e n o p h o n ’s Sócrates on the Ju st and the Lawíul”, Ancient Pbilosopby 15 (1 9 9 3 ): 329-48. A pesar del interés que tienen varias de las escrituras de Jen o fo n te, su retrato de Sócrates todavía me parece co n ­ siderablem ente m enos atractivo que el de Platón. 94 Jen ofon te, Mem. 1.1.4, 4.8.1; Ap. Soc. 13. 95 Ver Eduard Zeller, Die Philosophie der Griechen, 4 .a ed., vol. 2, pt. 1 (Leip­ zig: Fues, 1889), 91-100. Una traducción al inglés de la parte relevante puede ser encontrada en Eduard Zeller, Sócrates and tbe Socratic Scbools, trad. de Oswald J. R eichel (N ew York: Russell and Russell, 1962), 82-86. A un­ que adhiriéndose al can o n de Schleierm acher, Z eller m inimizó la im por­ tancia de Je n o fo n te . Ya en 1901, Karl Jo e l, en su Der echte und der xenopbontischeSokrat.es, 2 vols. (Berlín: R. Gaentner, 1893-1901), podía des­ cartar todo el testim onio de Jen o fo n te, y su idea, aunque atacada p o r H. W eissenborn en su d isertación de Je n a de 1910, De Xenopbontis in commentariis scribendis fide histórica (Jena: G. N evenhahni, 1910), ha so b re­

vivido (ver referencia arriba en la n. 92). Ahora nosotros nos estarnos en­ frentando con una inversión bastante irónica. Un núm ero d e autores re­ cientes que quieren articular una versión de Sócrates influenciados por el tratamiento de Jen o fo n te, particularm ente en la fun ción d el daimonion> están usando ios textos de Platón co m o el estándar co n el cu al se d ebe juzgar su interpretación: tal1ha sido el éxito del Sócrates p latón ico com o un reflejo que sustituye al original, Esa es, por ejem plo, la crítica de Greg oiy Vlastos de Thom as C. B rickhou se y Nicholas D, Sm ith, Sócrates on Triol, en su crítica del libro, Times Literary Supplement, 15-21 D ecem ber 1989, 1393 (pero ver tam bién la respuesta de B rickh ou se y Smith, Times Literary Supplement, 5-11 January 1990, de Mark McPherran, “Sócrates and the Duty to Philosophize”, SoutherJournal ofPhilosophy 24 (1986): 541-60. 96 Sobre la insistencia de Jen o fo n te en el h echo de haber estado presente en las conversaciones de Sócrates ver Mem. 1.3.1, 1.3.8, 1 .6.14, 2.4.1, 2.5.1, 2.7.1, 4.3.2. Casi todas estas afirm aciones son bastante inverosím iles, com o la declaración de Jen ofon te de que estuvo presente en la fiesta que describe en su Symposium (1.1), ya que el evento debió de haber ocurrido alrede­ dor de 422 o 421 a. C. (cf. Athenaeus, Deipnosophistai 5 .5 7 .2 l6 d ), y Je n o ­ fonte era un niño (si había nacid o) en esa ép oca, Tales an acronism os abundan en las escrituras de Jen o fo n te sobre Sócrates, y han sido bien do­ cum entados; ver, por ejem plo, Jo el, Derechte und der xenophontische So~ krates, 2:108-91. Paul Van der Waerdt ha demostrado cuán profundam ente endeudada está la Apología de Sócrates de Jen ofon te con la Apología de Pla­ tón (y cóm o Jenofonte manipula su material platónico para sus propios pro­ pósitos) en “Socratic Justice and Self-Sufficiency: The Story o f the D elphic O racle in X enop hon’s Apology ofSocratef, trabajo presentado en la Society for Ancient Greek Philosophy, New York City, octubre de 1990. 97 El Sócrates de Jen o fo n te no es sólo un buen hom bre, sino que tam bién es un hom bre inofensivo. Si, co m o afirm aré en el capítulo 4, lo ú nico que poseyéram os ahora fueran las escrituras socráticas de Jen o fo n te, encontra­ ríamos difícil si no im posible entender por qué los aten ien ses m andaron matar a Sócrates. Eso demuestra cuán adm irablem ente Jen o fo n te logró su propósito, que era precisam en te h acer la ejecu ció n de Sócrates in co m ­ prensible. Como escribe Kierkegaard, “su intención fu e m ás b ien mostrar que los atenienses condenaron a Sócrates por necedad o por equivocación. Dado que Jenofon te defiende a Sócrates de manera que este resulta no sólo in o cen te, sino por com p leto inofensivo, uno no pu ed e m en o s que pre­ guntarse, con ei más hondo extrañam iento, qué dem onio puede haber h e­ chizado a los atenienses hasta el punto de haber podido estos ver en él algo más que un tipejo cualquiera, alguien locuaz y b on ach ón qu e no hace ni

el bien ni el mal y que, sin m olestar a nadie, busca de corazón lo m ejor para todos” ( Sobre el concepto de ironía, 87). 98 Ver capítulo 5. 99 Una discusión interesante del trasfondo ético general en el cual los filóso­ fos griegos clásico s prod ujeron sus ideas puede ser encontrado en K. J. Dover, Greek Popular Morality in tbe Time of Plato and Aristotle (B e rk e ley: University o f California Press, 1974). Sobre algunas diferencias im por­ tantes entre las co n cep cio n es hom éricas y arcaicas de justicia por un lado y platónicas por otro, ver Hugh Lloyd-Jones, TbeJustice ofZeus (Berkeley: University o f California Press, 1971), 164: “Platón y los otros destructores de la cultura anterior afirmarían, y m uchos de sus discípulos m odernos esta­ rían de acuerdo en que lograron contacto con una realidad más alta que sus antepasados; pero no era la realidad en este mundo su preocupación prin­ cipal”. Ver n. 75 arriba. La ed u cació n m atem ática y m etafísica que Platón en la República consid era n ecesaria para la vida filosó fica es tam bién a jen a a la actitud de Sócrates.

4.

U n a c a r a p a ra , l a r a z ó n d e S ó c r a t e s : “d e l a f i s o n o m í a ” d e M o n t a i g n e

1 N. del T:

Cito los ensayos de M ontaigne de la siguiente manera. Prim ero doy el título del ensayo y luego el núm ero de página de la edición de D o ­ lores Picazo y Almudena M ontojo. M ontaigne agregó bastante material a los ensayos durante su vida, y las diferentes capas de sus adiciones a v eces necesitan ser notadas. Cuando este sea el caso, yo seguiré el m étodo qu e usa Nehamas en este capítulo y usaré las letras “A ”, " B ” y “C” para indicar, respectivam ente, el texto publicado antes de 1588, el de 1588 y las ad icio­ nes hechas después de 1588. La traducción al español que utilizo de los tex­ tos de M ontaigne es la ed ición en tres volúm enes editada por Cátedra y traducida por D olores Picazo y Almudena Montojo. 2 Vale la pena notar, sin em bargo, que los intereses de Jen o fo n te no p u ed en ser correctam ente descritos com o filosóficos. Jo h n C ooper ha argüido qu e el rechazo de nuestro siglo de Jen o fo n te com o fuente para el Sócrates his­ tórico se debe a la idea de que su m eta es principalm ente filosófica y qu e las ideas que Jen o fo n te atribuye a Sócrates deben ser com paradas directa­ m ente con las de Platón (en relación a las cuales, para decirlo sin grandes aspavientos, quedan opacadas): “Independientem ente de nuestra reacción a las afirm aciones de Jen o fo n te de ser fiel al personaje histórico, se d eb e tener en cuenta que Jen o fo n te no se propone dar una versión de Sócrates

com o filósofo: de su manera de tratar las preguntas filosóficas com o tales, de sus teorías u opiniones filosóficas, de su co n cep ció n d e lo que era y podía (o no podía) conseguir la filosofía, y los m étodos apropiados para su trabajo. Es el Sócrates educador, en el sentido más am plio de la pala­ bra, el que le preocupa” (“Notes on Jen o fo n te’s Sócrates”, en Reason and Emotion: Essays on Ancient Moral Psychology and Ethical Tbeory [Princeton: Princeton IJniversity Press, 1998]). D espués de que nos dam os cuenta de la gran diferencia de propósitos entre Jen o fo n te y Platón, según Cooper, podem os notar que Jenofonte está describiendo un ángulo de la persona­ lidad de Sócrates que a Platón no le interesaba, pero en. el cual Jen ofon te encontró su más importante y provechoso aspecto. Aunque no estoy seguro de aceptar la conclusión, con algunas atenuantes, de C oo p er de qu e se puede demostrar que Jenofonte tiene considerable valor histórico con res­ pecto a las ideas verdaderas de Sócrates, creo que la distinción que hace entre los propósitos literarios de Platón y Jen o fo n te es im portante y n ece­ sita ser considerada. Sobre las virtudes y la importancia de Jen o fo n te com o biógrafo, y sobre su influencia en la form a que la biografía, ha tom ado en general, ver Arnaldo M omigliano, The Development of Greek Biography (Cambridge, Mass.: Harvard IJniversity Press, 1971), 45-56. Algunas de las ocasiones en las cuales Jen o fo n te afirma h aber presenciado las conversaciones socráticas son las siguientes: En Mem. 1.3-Bff., es un per­ sonaje en la conversación; en 1.4.2, dice que va a contar lo que escuch ó a Sócrates decirle a Arístodemo acerca del daimonion; el Oeconomicus se abre con su declaración de que estaba presente en la discusión que sigue, aunque es evidente que el tema de m anejo de bienes, que era tan impor­ tante para él, no le importaba a Sócrates; finalm ente, Je n o fo n te em pieza su Simposio con la declaración de qu e form aba parte de los invitados, aun­ que incluye m uchos detalles que demuestran que el evento ocurrió alre­ dedor de 421 a.C., cuando aún no tenía diez años. Frangois Salignac de la M othe-Fénelon, Abrégé des vies des anciens pbilosophes, en Oeuvres completes de Fénelon, vol. 7 (París: J. Leroux et Jou by, 1850), 39-42. El movimiento anti-jenofónico alcanzó su culm inación co n Karl Jo e l y su Der ecbte und derjenofontetische Sokrates, 2vols. (Berlin: R. Gaentner, 18931901), y Heinrich Maier y su Sokrates (Tubingen: J.C. B. Mohr, 1913). Michael Frede, “Euphrates o f Tyrus”, m ecanoescrito (K eb le College, Oxford IJniversity, 1995), 18. Jbid., 40. En Nietzsche: Life as Literature (Cambridge, Mass: Harvard IJniversity Press, 1985) propongo la idea, que a Nietzsche no le interesan tales recetas sino

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que trató de hacer de sí mismo algo inusual, de tal manera que otros no lo pudieran imitar (ver el capítulo 5). Robert Solom on hizo esta pregunta a mi observación: “¿Estaba tratando [Níetzsche] de decirnos cóm o vivir, dar­ nos recetas y recom en d acion es, y si es así, por qu é no las siguió él? Y si no quería darnos recetas y reco m en d acio n es [...] ¿para qué todo el a lb o ­ roto?” ( “Nietzsche and N eham as’ N ietzsche”, International Studies in Philosophy 2 1 [1989.1: 56). La intensa relación de M ontaigne, a través de toda su vida, con Sócrates le hizo a Hugo Friedrich escribir que “no se puede encontrar nada en las es­ crituras eu ropeas del siglo xvi, ni anteriores a este siglo, que se com p are con el renacim iento de Sócrates en los Essaif (H ugo Friedrich, Montaigne, ed. de Philippe D esan, trad. de D aw n Eng [Berkeley: University o f Califor­ nia Press, 1991], 53). Michel de M ontaigne, “Al lector”, 35. Montaigne, "D el arte de conversar”, 192. Montaigne, “D el m entir”, 4'l6. Friedrich, Montaigne, 2. Ver tam bién Philip P. Hallie, 7 he Scar ofMontaigne (Middletown, Conn.: W esleyan University Press, 1966), 68: “Su filosofía es personal en tres sentidos diferentes: es francam ente el retrato de una p er­ sona llamada M ichel de M ontaigne; habla de la m ente humana co m o un instrumento, no para encontrar la Verdad objetiva im personal, sino para pre­ servar la salud y vida de una persona; y habla a personas individuales qu e quieran co n o cer a este h om bre”. Se aplica a todos sin ex cep ció n en Kant, basado en nuestra naturaleza en com ún com o seres racionales. Se aplica a todos, aunque en diferentes gra­ dos, dependiendo de las habilidades de cada uno, en Platón, Aristóteles y tal vez en el esto icism o . M ichel Foucault, cuyas id eas exam inarem os en detalle en el capítulo 6, les atribuyó a los estoicos “una estética de la exis­ tencia” individualista (ver, por ejem plo, su discusión en The Care ofthe Self vol. 3 de The History of Sexuality, trad. de Robert Hurley [New York: Random House, 1986], 42-46). Pierre H adot ha objetado, sin em bargo, qu e el propio pro y ecto individualista de Foucault p ro v o có que no enfatizara el deseo estoico de vivir de acuerdo con los dictados de la razón universal, que conecta su m étodo más con los de Platón y Aristóteles que con la ac­ titud socrática qu e estoy exam inando en este libro ( “Reflections o f the Notion of ‘The Cultivation o fth e S e lf ”, en Timothy J. Armstrong, trad., Michel Foucault, Philosopher [New York: Routledge, 1992], 225-32). Ver la obra de Pierre Villey Les Sources el Vevolution des Essais de Montaigne, vol. 2 (París: H achette, 1908), 423. Una versión un p o co diferente (y hasta donde puedo ver m enos correcta) es dada por Elain Limbrick, “M ontaigne and Sócrates”, Renaissance and Reformation 9 (1 9 7 3 ): 46.

16 Montaigne, “Del ejercicio”, 6 3 . 17 Montaigne, "Del arrepentimiento”, 26. 18 Algunos autores tienden a no enfatizar tanto la dependencia que tenía Mon­ taigne de Platón. Ver, por ejemplo, John O ’Neill, Essaying Montaigne: A Study of the Renaissance Institución ofReading and Writing (London: Routledge and Kegan Paul, 1982), 109: “La opinión que Montaigne tiene de Sócrates le debe poco a Platón, cuya influencia él m ayormente evitó”. Sin embargo, O ’Neill le atribuye a Montaigne una lectura platónica de Sócrates cuando es­ cribe que Montaigne se sentía atraído por Sócrates porque, “más que cual­ quier otra cosa, Sócrates no nos dejó ninguna enseñanza, por lo m enos no directamente. Sócrates conducía sus inquisiciones por medio de un arte con­ versacional que dependía de la presencia dialógica de otros” (132). El hecho de que Montaigne pensaba que esto era una característica del Sócrates de Platón se hace evidente en el pasaje de la “Apología de Raimundo Sabunde” citada, más abajo, en la nota 54. Floyd Gray, “Montaigne and the Memorabilia”, Studies in Philology 58 (1961): 130-139, tam bién enfatiza la depen­ dencia que tenía M ontaigne de Jen o fo n te: “el retrato de Sócrates de Montaigne”, escribe Gray, “en lo principal, no está basado en Platón [...] El Sócrates de Platón es el mayor ejem plo que él co n o ce de simplicidad natu­ ral, de ignorancia irónica, o una actitud caracterizada por una continua bús­ queda de autoconocimiento. Este Sócrates es principalm ente el Sócrates de Jen o fo n te” (130). Pero “ignorancia irónica” y “búsqueda continua de autoeonocim iento” son (especialm ente la ignorancia irónica) características cru­ ciales del entendimiento platónico, no jenofóntico, de Sócrates. 19 Montaigne leyó la Memorabilia en la traducción latina de 1551 de Castaillon. Se refiere a la muerte de Castaillon y lam enta que un “[A] personaje ex celso ” murió porque era demasiado pobre para encontrar com ida ( “De un d efecto de nuestra organización”, 286). Su gran am igo É tien n e ele la B o étie había traducido el Oeconomicus en 1562. H abiendo sido criado ha­ blando sólo latín., Montaigne también estaba muy familiarizado co n Cicerón y Séneca, La naturaleza de su educación fue decidida por su padre, quien le dio un tutor alemán que no sabía hablar francés “y muy versado en latín”. Ver Montaigne, “D e la educación de los hijos”, 230. Sobre el griego, M on­ taigne escribe en el mismo ensayo: “apenas p oseo co n ocim ien to alguno” (231). Montaigne tam bién conocía bien el Platón latino de Ficino y la ver­ sión francesa de la Moraíia de Plutarco de Amyot. Además del Platón de Fi­ cino, com o el Lesplus illustres etplus notables sentences, receuillies de Platón, publicada por A. Briere después de una traducción al fran cés clel Ban­ quete, en París en 1556. Ver Margaret M. M cGown, Montaigne ’s Deceits: The Art ofPersuasión in the “Essais”(London: IJniversity o f London Press, 1974), 189 n. 2. Una buena discusión sobre la actitud de M ontaigne hacia (y el uso

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de) Platón puede ser encontrada en Frederick Kellerm an, “Montaigne, Reader o f Plato,” Comparativo Literature 8 (1956): 307-22. Kellerman d em u es­ tra que M ontaigne, a pesar de m uchas diferencias entre su acercam iento a la filosofía y el de Platón, cita a Platón extensiva y constantem ente al en ­ fatizar sobre lo que entendió com o el lado escép tico de la filosofía griega. Un buen ejem plo de la lectura que M ontaigne hace de Platón puede ser en ­ contrado en “Apología de Raimundo Sabunde” (221): “unos consideraron dogmático a Platón; otros, dubitativo; otros, en algunas cosas lo uno y en otras lo otro. [C] Sócrates, el director de estos d iálogos, va siem pre p re­ guntando y prom oviendo el debate, jam ás lo detiene, jam ás satisface, y dice no tener otra ciencia que la de oponerse. Homero, su autor, estableció igual­ m ente las bases para todas las sectas filosóficas co n el fin de m ostrar cuán indiferente era por d ón de fuéram os. D ícese que de Platón nacieron diez sectas distintas. Así, a mi parecer, jam ás existió enseñanza más titubeante que la suya y m enos aseverativa”. Para las fuentes de Montaigne, aunque no necesariam ente en el curso ex acto de su desarrollo, la obra fundam en­ tal sigue siendo la de Pierre Villey Les Sources et Tevolution de “Essais” de Montaigne. Ver tam bién a D onald M. Frame, “Pierre Villey (1879-1933): An Assessm ent”, Oeuvres et critiques 8 (1983): 29-43. Cicerón, Tusculanas 5.4.10; cf. Acad. 1.4.15. (N. del T.: la traducción al es­ pañol de las Tusculanas que utilizo en mi texto es de Jo sé Antonio Enríquez González y Ángela Ropero Gutiérrez editada en Madrid por la editorial Coloquios, 1986.) Sócrates, por su puesto, no es el q u e dirige el diálogo en el Timeo. P ero expresa un interés agudo en la cosm ología que el personaje que lleva el nom bre del diálogo ex p o n e en su curso. Ver A, A. Long, “Sócrates in H eílenistic Philosophy”, Cíassical Quarterly 38 (1988): 153. Platón, Apología 20e-23c. En el Pedro (229e-230a), Sócrates afirma qu e la orden de co n o cerse a sí mismo lo ha alejado de actividades com o la inter­ pretación de mitos tradicionales. En vez de eso, se dedica al au toexam en para determ inar "si se ha vuelto una fiera más enrevesada y más hinchada que el m itológico T ifó n ”; es decir, para entender la naturaleza de su alma. Es interesante notar que Platón h ace que Sócrates utilice otra im agen m i­ tológica al estar d escribien d o sus razones para el descuido de la m ito lo ­ gía. Montaigne, “D e la vanidad”, 263. Ver Timothy Ham pton, “M ontaigne and the Body o f Sócrates: Narrative and Exemplarity in the Essais?’, MLN 104 (1989): 890; 622F. N. del T.: Jen o fo n te. Memorias. Trad. de Francisco de P. Samaranch. Madrid: Aguilar, 19 6 7 .

27 Montaigne, “De tres com ercios”, 44. 28 La declaración clásica, del escepticismo de Montaigne se encuentra en “Apo­ logía de Raimundo Sebundo”, pero la idea permea los Ensayos en su tota­ lidad, desde los primeros hasta los últimos. Una tesis central del libro de Villey Les Sources et Vévolution des “Essais" de Montaigne es qu e Montaigne pasó por tres fases de desarrollo diferentes, que él caracterizó com o “es­ toica”, “escéptica” y “epicúrea”. Aunque esta tesis ha sido muy influyente, debe ser matizada, especialm ente ya que el entendim iento de Villey del escepticismo implica que es imposible seguir esta escuela y vivir una vida humana y que Montaigne, entonces, estaba obligado a renunciar a este tipo de vida. Pero esta idea del escepticismo nos resulta hoy controvertida. Ver Hallie, Scar ofMontaigne, capítulo 2, y el debate entre M. F. Burnyeat, “Can the Skeptic Iive B is Skeptícism?” en Malcolm Schofíeld, Myles Burnyeat y Jonathan Barnes, eds., Doubt and Dogmatism: Studies in Hellenistic Lipistemoíogy (Oxford: Clarendon Press, 1980), y Michael Frede, “T h e Sceptic’s Tw o Kinds of Assent and the Question of the Possibility o f Know ledge”, en Richard Rorty, J. B. Schneewind y Quentin Skinner, eds., Pbilosophy in History (Cambridge: Cambridge University Press, 1984). 29 La expresión que Montaigne inscribió es “Mentre si puo”. Para una visión más general sobre la relación entre Montaigne y Jen ofon te ver Gray, “Mon­ taigne and the Memorabilicf. Como argumenté en la n. 18 arriba, sin em­ bargo, no estoy seguro de que pueda estar de acuerdo co n Gray al considerar la “ignorancia irónica” y “una búsqueda continua del autoconoci miento” (130) como las características principales del Sócrates jenofóntico. Ver también Limbrick, “Montaigne and Sócrates”, 46 (cf. 4 7 ): “M ontaigne se inclina más hacia la evaluación del Sócrates de Jen ofon te ya que él en­ fatizó'la moralidad práctica que Sócrates enseñó”. Pero, para repetir, el Só­ crates de las primeras obras de Platón también satisface esta descripción. Además, tiene menos consejos que darles a los otros que la versión de J e ­ nofonte, y esa característica seguramente es importante para el proyecto in­ dividualista de Montaigne. La discusión de Friedrich en su Montaigne, 52-55, vale la pena consultarla. 30 Ver, sin embargo, el fragmento de 1.2.3 de Memorabilia, el cual, se debe admitir, no es consistente con muchas otras declaraciones en el resto de la obra: “Puedes estar seguro de que nunca hizo profesión de enseñar esto [arete1, sino que, dejando que su propia luz brillara, llevó a sus discípulos a la esperanza de que, imitándole a él, habían de alcanzar tales virtudes”. En esta ocasión, Jenofonte parece estar de acuerdo con el retrato del Só­ crates platónico como un personaje reservado que no hacía ninguna de­ claración de su habilidad, de mejorar a los hombres. En la m ayoría de los

casos, el Sócrates de Jen o fo n te no dem uestra ninguna duda al acon sejar a otros y presentarse co m o su maestro. 31 Aun así, el Sócrates de Jen o fo n te no está totalm ente desprovisto de ironía. Aparte del ejem plo discutido en el libro de Gregory Vlastos, Sócrates: Ironisí and Moral Philosopher (Cam bridge: Cambridge University Press, 1991), 30 (.Mem. 3.11.16), tam bién debem os notar 4,2.3 y 4.2.9, donde está siendo irónico hacia Eutidem o. Pero su ironía no es tan aguda com o la de su co n ­ traparte platónica; m ás im portante aún, no es un arm a en su in teracción ética con los otros. 32 Soren Kierkegaarcl, Sobre el concepto de ironía, 87. G regory Vlastos ha. d e­ fendido el mismo argum ento, “T h e Paradox of Sócrates”, en The Pbilosophy of Sócrates: A Collection of Critical Essays (Garden City, N.Y.: D oubleday, 1971), 3- D onald M orrison, en “O n Professor Vlastos’ X en o p h on ”, Ancient Pbilosophy 1 (19 8 7 ): 19, ha respondido que “es un tributo a la grandeza de Jen o fo n te co m o escritor que engañó al profesor Vlastos para que p en ­ sara que su Sócrates era muy convencionalm ente piadoso para haber sido encontrado culpable. La Memorabüia es un discurso ele defensa, y J e n o ­ fonte co n o ce a su audiencia. Los aspectos de Sócrates que van a apelar a las actitudes atenienses convencionales se enfatizan hábilm ente, y los as­ pectos controvertid os son dism inuidos”. M orrison tien e razón. P ero e so no quiere decir, co m o infiere Morrison, que el Jen o fo n te de Sócrates “suena más creíb le”. Sí quiere d ecir que, dado el propósito ele Jen o fo n te, la Me­ morabüia es tod o un éxito. En mi opinión, ésa es la única conclusión le­ gítima que podem os derivar del texto de Jen ofonte. 33 Jenofonte, Memorabüia l . l . 'l . 34 M ontaigne, “De las costu m bres”, 167-68. El énfasis ele Sócrates en la im ­ portancia del cuidado del yo es una característica central de las obras pri­ meras de Platón. Los prim eros capítulos del primer libro de la Memorabüia están llenos de afirm aciones que tienen que ver con los aspectos co n v en ­ cionales del com portam iento de Sócrates. El Gritón de Platón es la fuente de Montaigne para la actitud de Sócrates hacia las leyes ele la ciudad, una actitud e]ue aunque está basada en el nuevo principio radical de que la in­ justicia nunca se d ebe devolver, resulta en su determ inación de o b ed ecer los dictados del tribunal. Tanto Platón (.Apología 34a.2-31) com o Jen o fo n te (Mem. 1.2.31-35) discuten la desobediencia de Sócrates a los treinta tiranos. 35 Ver la Apología de Sócrates de Jen o fo n te, 14-18. 36 Montaigne, “Apología ele Raimundo Sabunde”, 208. 37 Pero ver M arianne S. M eijer, “G uessw ork 01* Facts: C onnections b etw een M ontaigne’s Last T h ree Chapters (III: 11, 1.2 y 13)”, Yale French Studies 64 (1983): 167-79.

38 Ver, entre otros, Micháel Baraz, L’Étre et la connaissance selon Montaigne (Paris: Corti, 1968), 185. Sobre la noción de “cara” o “apariencia” en Mon­ taigne, con una discusión sobre el ensayo sobre la fisonom ía, ver Frangois Rigolot, “Les ‘Visages’ de Montaigne”, en Marguerite Soulie, ed., La Littérature de la Renaissance: Mélanges offerts á Henri Weber (G eneva: Slatkine, 1984), 357-70. Ver también Steven Rendall, Dintinguo: Reading Montaigne Differently (Oxford: Clarendon Press, 1992), capítulo 6, “F a ces”. 39 Montaigne, “De la fisonomía”, 30340 Ver Desiderius Erasmus, Sileni Alcibiadis, en Desiderii Erasmi Roterodami opera omnia, vol. 2, pt. 5, ed. de Félix Heinimann y E m m anuel Kienzle (Amsterdam: North Holiand, 1981), 159-90. Erasmo tam bién d escribe al cí­ nico Diógenes, Epicteto, Juan el Bautista y los apóstoles co m o similares a Sileno. La imagen, que en última instancia se puede rastrear desde Platón, Banquete 215a-b, también se encuentra, según Erasmo, en Jen o fo n te (Symposium, 4.19, 7.7) y en Ateneo ( Deipnosophistai, 5.188d). Una breve dis­ cusión de la historia de la imagen se puede encontrar en la nota editorial al dicho en las pp. 159 -61 del volumen 2 , parte 5 , de las obras citadas aquí. Más información se puede encontrar en R. Maree!, “Saint Socrate, patrón de l’humanisme”, Revue internationale de pbilosopbie 5 (1 9 5 1 ): 135-43. Una versión en inglés del dicho 2.201 es dada por Margaret Mann Phillips, Erasmus on His Times: A Sbortened Versión of tbe 1Adages” of Erasmus (Cam­ bridge: Cambridge University Press, 1967), 77-97. 41 Desiderius Erasmus, Convivium religiosum, en Desiderii Erasmi Roterodami opera omnia, vol. 1, pt. 3, ed. de L.-E. Halkin, F. Bierlaire, y R. H oven (Ams­ terdam: North Holiand, 1972), 254. Los paralelos que Erasmo encuentra entre Sócrates y san Pablo, particularmente acerca de la idea de qu e el cuerpo es la tumba del alma, los saca del Fedón de Platón. 42 Frangois Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, 21-22. Trad. de íñigo SánchezPaños. Madrid: Ediciones Hiperión, 1986 43 Ver, por ejemplo, Joshua Scodel, “The Affirmation o f Paradox: A Reading o f Montaigne’s Essayf, YaleFrencb Studies 64 (1983): 211. Raymond B. Waddington, “Sócrates in Montaigne’s Traicté de la phisionom ie’”, ModernLanguage Quarterly 41 (1980): 328-45, expresa una idea similar, siguiendo a Baraz, L’Etreet la connaisance selon Montaigne, 198 n. 44. 44 Ver la excelente discusión de la función del adjetivo “vyle” en este co n ­ texto en Raymond C. La Charité, “Montaigne’s Silenic Text: ‘D e la phisio­ nom ie’”, Le Parcours des “Essais”: Montaigne 1588-7988 (Paris: Aux Amateurs de livres, 1989), 63. La Charité conecta el térm ino con su etim o­ logía latina y argumenta que, al igual que el propio Sócrates según M on­ taigne, lleva el sentido de ser “encontrado en grandes cantidades, abundante, com ún”.

45 platón, Banquete 221d -222e. La idea qu e Sócrates siem pre usaba ejem plos com unes tam bién pu ed e ser encontrada en Platón, G. 491a-b, y Jen o fo n te, Mem. 1.2.37. 46 N. del T.: Traduzco directam ente del inglés com o h e h ech o continuam ente en esta traducción siem pre que hay una diferencia notable entre la traduc­ ción al español y la traducción que provee Nehamas. La cita está tom ada de Alexander Nehamas y Paul W oodruff, trad., Plato: “Symposium”(Indianapolis: Hackett, 1989). Fi pasaje está traducido al español de la siguiente manera: “todo hom bre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. Pero si uno lo ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro

[...]”

47 Jen ofon te, Mem. 4.2.14-15-

Tam bién debem os notar que aunque Jen o fo n te usaba el motivo de Sileno, no lo desarrolló de la misma manera que Platón: ver Symp. 4.19, 7.7. 48 Montaigne, “D el arrepentim iento”, 32. ■ 49 Jen ofonte, Mem. 4.1.1. La m ejor parte de Mem, 4 es, de hecho, el esfuerzo por demostrar cuáncbtp£/U|io^ (“útil”) era Sócrates a sus amigos, Referencias a o)cpÉÁi|uo<; y sus cogn ad os com o tam bién a xó crojj/pepov (“lo útil, lo p rove­ ch oso”) son ubicuas. 5° Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía, 94-9551 La referencia a “un paso relajado y ordinario” pudiera ser una referencia a la Apología de Sócrates, 27 de Jen o fo n te: “Se fue, co n ten to en su m irada...”. Sobre la palabra “relajad o” (ípaiSpót;), ver abajo, n. 63. Es importante resaltar qu e M ontaigne, quien está interesado en distinguir la simplicidad, de Sócrates de la grandeza de Catón, en realidad ilustra su descripción de Sócrates com o un hom bre que “no se propuso vanas fan ­ tasías: fue su fin p rop orcionarn os co sas y precep to s qu e sirvieran real y estrecham ente a la vida” ( “De la fisonom ía”, 304) y qu e no era com o Catón, a quien “siéntesele siem pre m ontado sobre sus grandes caballos” (3 0 4 ), y también usa. una cita de la Farsalia para describirlo (2.381), “Servare modum, finemque tenere, / Naturamque sequi”( “Conservar el justo medio, no per­ der de vista el objetivo, / Y seguir la naturaleza”), qu e Lucano había usado para describir, por supuesto, a Catón. Este es un caso de la práctica de M on­ taigne de “o cu ltar” sus préstam os “disfrazándolos y deform ándolos para nuevo servicio” ( “D e la fisonom ía”, 328), a lo que regresarem os abajo. 52 Rendall, Distingue, sugiere que este pasaje, que insinúa que Sócrates es un p ersonaje qu e co n o ce m o s bien , entra en co n flicto con la im agen de Sócrates com o Sileno, qu e implica qu e su aspecto interior es radicalm ente diferente al exterior. Rendall luego afirma que M ontaigne declara “el prin-

cipio fisognóm ico” de acuerdo co n el cual el interior correspond e al exte­ rior, y "trata a Sócrates com o una ex cep ció n a la regla g en eral” (103). La situación, com o admite Rendall, es com pleja, y la exam inarem os en deta­ lle conform e sigamos. El contraste entre la salud y la enferm edad es tan im portante en este en­ sayo com o lo es para la obra de M ontaigne en general; ver, por ejem plo, las páginas 1 0 3 8 ,1 0 3 9 , 1041, 1043 , 1049. Aquí, en particular, Montaigne in­ siste en la idea de que lo que tomarnos com o una m edicin a ben eficiosa termina siendo veneno, y lo aplica a la enseñanza y a la guerra civil. Para una discusión más extensa de este pasaje del Protágoras de Platón, ver el capítulo 3- [N. del T.: Todas las referencias a los ensayos de M ontaigne dadas por Nehamas en esta nota provienen de la edición de Pierre Villey Les essais de Micbel de Montaigne, 3 vols. (París: Presses Uni versitaires de France, 1965)]. Ver Scodel, “Affirmation of Paradox”, 230. Scodei cree que la crítica de Mon­ taigne de las Tussulanas supone una crítica de la manera de “seguir la natu­ raleza” de Sócrates, dejando a Montaigne com o la única persona que sigue la naturaleza correctamente. Concluye que en este ensayo Sócrates es real­ mente el oponente de Montaigne. En mi discusión, trataré d e demostrar que la actitud de Montaigne hacia Sócrates es considerablem ente más positiva. Ver, por ejem plo, la pregunta ele M ontaigne, “¿Qué fruto podem os estimar qu e dio a Varrón y a Aristóteles el conocim ien to de tantas cosas? ¿Acaso les libró de los males humanos?” (“Apología de Raimundo Sabunde”, p. 192). Y aunque parte del escepticism o de la “Apología de Raim undo Sabunde” pudiera estar dirigida en contra de la idea socrática de que el conocim iento es virtud, “no lo creo [...] que la ciencia es la madre de todas las virtudes y qu e todo vicio está producido por la ignorancia” (“Apología de Raimundo Sabunde”, 132), ios com entarios de M ontaigne acerca de esta tesis, “si esto es verdad, es susceptible de larga interpretación” ( 1 3 2 ), sugieren que con “cien cia” aquí quiere decir aprendizaje escolar y no el au toconocim iento por el que elogia a Sócrates continuam ente a través de su obra ( “Apología de Raimundo Sabunde”, 208, 2 1 1 ), “el hom bre más sabio qu e jam ás exis­ tió, cuando le preguntaron lo que sabía, respondió que sabía esto, qu e no sabía nada” ( 2 1 1 ). Ver Montaigne, “Y es el caso que tengo cierto natural im ítam onos... Cual­ quiera al que mire con atención m e imprime fácilm ente algo suyo. Aque­ llo que observo, usúrpolo: una necia postura, una desagradable m ueca, una m anera de hablar ridicula. Más los vicios; pues, al lacerarm e, cuélganse de mí y no se van a no ser que me los sacuda” ( “Sobre unos versos de Virgi­ lio ”, 1 1 2 ).

57 A. Tournon ofrece una interesante versión de la génesis gradual del texto, sugiriendo que el material sobre la guerra civil fue interpolado un año des­ pués de la com p osición inicial en 1586 en su Montaigne: La Glose et Vessai (Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 1983), 274-75. Tournon llega a su idea porque no puede co n ectar las diferentes partes del ensayo, particularm ente la discusión sobre la guerra civil. En lo que sigue, yo ofrezco una h ip óte­ sis que sí las conecta. Eso no dem uestra que Montaigne com puso el ensayo de una vez. P ero sí dem uestra qu e todas las partes diferentes del e n sa ­ yo, no muy diferente a los ensayos en toda, su variedad y colores, son teji­ dos en un patrón com ún. 58 “[B] La situación de mi casa y el trato co n los hom bres de mi vecindad p re­ sentaban mi vida co n un aspecto y mis actos con o tro ” ( “D e la fisonom ía”, 312-13). M ontaigne frecuentem ente se refiere a los diferentes ángulos de su personalidad, que a v eces se acercan a la inconsistencia, y a su intención de mostrarse en toda su com plejidad. Ver, por ejem plo, “[B] nuestra propia sabiduría y opinión sigue la mayoría de las veces la m archa del azar. Vuélvense mi voluntad y mi juicio ora hacia un lado ora hacia otro, y hay m u­ chos de estos m ovim ientos que se g obiernan sin mí. T iene mi razón impulsos y agitaciones diarias y casu ales” ( “Del arte de conversar”, 183). También: “[C] P reséntem e de pie y tum bado, por delante y por detrás, por la derecha y por la izquierda, y en todas mis actitudes naturales” (“D el arte de conversar”, 193). No h ace falta decir que el h ech o de que M ontaigne se describa co m o m u ltifacético y a v eces hasta in co n sisten te no im pide que su autorretrato sea co n sisten te y co h erente. Sus “v icio s” no o p a ca n sus "virtudes”; al contrario, le dan m ayor valor, m ás vida; de esta m ism a forma Nietzsche co n ceb ía la vida de los grandes com positores: “¿Emplear las debilidades com o un artista? Si n o hay más rem edio que tener deb ili­ dades y reco n o cer que estas responden, en definitiva, a leyes que están por encima de nosotros, por lo m enos d eseo a cada cual que tenga las actitu­ des necesarias para dar relieve a sus virtudes por m edio de sus debilidades, de forma que con estas nos haga interesarnos. Esto es lo que han sabido hacer los grandes m úsicos en un grado extraordinario. Muchas veces se o b ­ serva en la música de B eeth o ven un tono grosero, obstinado, im paciente; en Mozart, una jovialidad de bravo camarada cuyo corazón y espíritu tie­ nen que contentarse con p oco; en Richard Wagner, una inquietud huidiza e insinuante, que al más paciente le p o n e a punto de perder la com postura, justo en el m om ento en qu e el com positor recobra su fuerza [...] y lo m ism o sucede con los dem ás. Todos ellos han provocado en nosotros, co n sus debilidades, un ham bre voraz por sus virtudes, y un paladar diez veces m ás sensible a cada gota de espíritu m usical, de belleza y de bondad m usical”

( Aurora, 2 18 ,1 9 6 ). Ver también la buena discusión de Frangoise Joukovsky, “Qui parle dans le lívre III des EssaiáRevue d'bistoire littéraire de la Frunce 88 (1988): 813-27. 5? Jenofonte, Memoria 4.8.9: “Ahora, en cambio, si he de morir injustamente, los que injustamente me den muerte tendrán que llevar la vergüenza de ello. Pues, si com eter una injusticia es algo vergonzoso, todo lo que se hace injustamente debe llevar consigo la vergüenza”. Es m ucho más posible, sin embargo, que M ontaigne se esté refiriendo a la declaración de Futífrón: “Si acaso intentara [Meleto] hacer una acusación contra mí, encontra­ ría yo, según creo, dónde está su punto débil y hablaríamos en el tribunal más sobre él que sobre mí” (5b7-c3). 60 N. del T.: Para la m ejor intelección de este pasaje he citado a Montaigne de un modo más extenso. La cita de Nehamas en su texto em pieza en: “los restos de su en señ an za...”. 61 En “De la experiencia”, Montaigne contrasta el entendimiento de Sócrates de la naturaleza con el de ios académ icos, los peripatéticos y los estoicos, quienes han causado que confundamos la “pista” de la naturaleza con “hue­ llas artificiales” (“De la experiencia”, 399). 62 Las últimas adiciones que Montaigne hizo a ese pasaje tienen que ver con la franqueza, la veracidad y la naturaleza. 63 Diógenes Laercio, Vida de Sócrates, 2.2.40. 64 Jenofonte, Apología de Sócrates, 1, 5-9. 65 I b id 27: “Después de pronunciar estas palabras se retiró con semblante, actitud y paso sereno, muy de acuerdo con las palabras que acababa de pronunciar”. Esta versión es de Jenofonte, Conversations of Sócrates, trad. de Tredennick y Waterfield, 47-48. (N. del 71; La v ersión al español que utilizo es Recuerdos de Sócrates. Económico. Banquete. Apología de Sócra­ tes. Trad. de Juan Zaragoza. Madrid: Gredos, 1993 ) 66 “ f ’ayme une sagesse gaye et civile”(p. 74). 67 “La vertue est qualitéplaisante et gaye" (p. 74). 68 Voltaire, en una carta fechada el 21 de agosto de 1746, asumió la tarea de defender a Montaigne de este cargo común. Montaigne, escribió Voltaire, no simplemente citó y com entó sobre los antiguos. Los citaba para utili­ zarlos para sus propios propósitos, para luchar en contra de ellos y deba­ tir con ellos, con sus lectores y consigo mismo. Ver Essais de Michel de Montaigne, ed. de Villey, 1197. D e una manera similar, Claude Blum argu­ menta que Montaigne continuamente usa lo que presta, las alusiones y las citas en los Ensayos, para socavar la autoridad del pasad o y no p erp e­ tuarla; ver “La Fonction du ‘deja dit’ dans les Essais: Emprunter, alleguer, citer”, Cahiers de VAssociation Internationale des Études Frangaises 33 (1981): 35-51-

69 Una cita de este tipo pu ed e ser encontrada en un pasaje de la “A pología de Raimundo Sabu nd e” (209), donde M ontaigne no indica claram ente qu e está parafraseando extensivam ente a Cicerón, De natura deorum 1.17. 70 Montaigne se refiere a su ensayo com o el “tratado de fisionom ía” ("le traicté de la phisionom ie”, 328). ?! Cicerón, Tusculanas 4.3780; cf, Defato 5.10. Una adición a [C] aquí se lee de la siguiente manera: “mas considero que al decirlo burlábase, com o aco s­ tumbraba a hacer, y jam ás alma tan excelen te hízose a sí misma” ( “D e la fisonom ía”, 330). Yo creo que Waddington tiene razón en “Sócrates in M ontaigne’s Traicté de phisionom ie’” 338, al afirmar que cuando Montaigne es­ cribe que el arte no puede en señar la perfección de Sócrates, M ontaigne “claram ente quiere decir arte en el sentido que ha definido a través de su ensayo, arte co m o artificio; en térm inos más convencionales, está descri­ biendo el gran ejem plar de naturalidad com o u no qu e ha p erfeccion ad o el arte suprem o y m ás exacto de la autocreación”. En su muy interesante discusión del ensayo sobre la fisonom ía y el ensayo "D e la crueldad”, Timothy Hampton ( “M ontaigne and the Body o f Sócrates: Nature and Exem plarity in the Essais*’, MLN104 [1989]: 880-98) argumenta que los diferentes tratam ientos de M ontaigne de la relació n entre el alm a de Sócrates y el cuerpo “llevan a form ulaciones paradójicas” (892) y que “Montaigne se niega a resolver el problem a. Es, de h ech o , im posible decidir cuál versión de la vida de Sócrates tiene autoridad” (894). Le debo m ucho al ensayo de Ham p­ ton, aunque sospech o que M ontaigne finalmente desarrolla una versión uni­ ficada de Sócrates y de su relación co n él. Se d ebe señalar que la afirm ación de Montaigne de que “[C] al decirlo [que su fealdad revelaba una parte de su alma que había corregido por educación] burlábase com o acostum braba a hacer, y jam ás alma tan excelen te hízose a sí m ism a” [330 ], agregada d es­ pués de 1588, está contrabalanceada por otra afirm ación, tam bién agregada en ese tiem po (y citada m ás abajo en el texto): "[C] esa razón que e n d e ­ reza a Sócrates de su desviación viciosa...” (“De la fisonom ía”, 332). Ver tam ­ bién Rendall, Distingue>, 102-10. 72 La actitud de M ontaigne hacia la decisión de Sócrates de no escapar de la cárcel mientras que aún tenía la oportunidad de hacerlo es bastante eq u í­ voca. Mientras que en “D e las costum bres” escribe que el “[A] gran Só cra­ tes rechazó salvar su vida d eso b ed ecien d o al m agistrado, a pesar de ser un magistrado injusto e inicuo” (168), en “De lo útil y de lo honrado”, donde hace un contraste entre la justicia universal y la nacional, cita con ap ro b a­ ción la idea de “[BJ el sabio Dandamys, oyendo contar las vidas de Só cra­ tes, Pitágoras, D iógenes, juzgolos grandes personajes en todo lo demás, mas

sujetos en demasía al respeto de las leyes, para autorizar y secundar las cuales la verdadera virtud ha de privarse de m ucho de su vigor original” (16-17).

“Mon metier et mon arl\ c'est vivre. ” 14 Montaigne, “Del afecto de los padres

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por los hijos”, p. 70. Sobre la impor­ tancia de la melancolía para* Montaigne en general, ver M. A. Screech, Mon­ taigne and Melancholy: The Wisdomofthe “Essays”(London: Penguin, 1991). En particular, ver la discusión de este pasaje en la p. 65. S cree ch argu­ menta que la traducción de Frame de “reverte” com o “en su eñ o ” es muy débil. La palabra, él dice, aquí “significa no soñar vagam ente sino en un fre­ nesí de locura [...] bajo la influencia de la m elancolía adusta, peculiarm ente peligrosa a un hombre recientem ente entrado en una vida de jubilación, Montaigne concibió la idea de retratarse a sí mismo, de ensayarse a sí mismo. Era el tipo de noción que se le podía ocurrir a un lunático”. En su traduc­ ción de los Ensayos, Screech traduce “reverie” com o “preocu p ación deli­ rante”: ver Michel de Montaigne: The Complete Essays, trad. de M. A. Screech (London: Penguin, 1991), 333. [N. del T.\ Como notará el lector, la traduc­ ción española que utilizamos traduce “reverie”com o de fantasía”.] 75 Jean Starobinski, Montaigne in Motion, trad. de Arthur G oldham m er (Chi­ cago: University of Chicago Press, 1985), 35; cursivas en el original. 76 Sobre la metáfora de Montaigne acerca de dibujar su retrato en su escritura, ver “De la presunción”: “Vi un día en Bar le Duc ofrecer al rey Francisco II para honrar la memoria de Renato, rey de Sicilia, un retrato que él había hecho de sí mismo. ¿Por qué no va a poder cada cual igualm ente pintarse con la pluma, como si se pintara con un lápiz?” (403). 77 “Esta última es la historia del horrible fin de los acusadores de Sócrates” (1054, 807 F). Ver Plutarco, De invidia et odio, 3, tal vez una exageración de Jenofonte, Apología de Sócrates, 31. 78 Ver nota 68 arriba. 79 Terence Cave, The Cornucopian Text: Problems ofWriting in the French Renaissance (Oxford: Clarendon Press, 1979), 306. 80 Cave, debo notar, procede a discutir este asunto él m ismo, y vale la pena consultar su discusión. “La única oportunidad de re-escribir a Sócrates, o -m ejor aún- de re-escribir la naturaleza”, afirma, "es aceptar la desviación como una segunda naturaléza” (ibid., 307). Entiendo esto co m o otra ma­ nera de decir que la única manera de ser com o Sócrates es ser diferente a él, aunque no estoy seguro de que Cave aceptara mi interpretación. 81 Scodel, “Affirmation of Paradox”, 217-18. Cursivas en el original. 82 Aun la caracterización de Sócrates com o una “criatura de la tradición” es problemática, ya que no existe una única tradición que establezca su na­ turaleza verdadera.

83 Starobinski, Montaigne inMotion, 4, 32. A la pregunta de Montaigne, “¿por qué no va a poder cada cual igualm ente pintarse co n la pluma?” (“D e la pre­ sunción”, p. 403), vale la pena recordar la respuesta de Virginia Woolf, una respuesta que co n ecta ei autorretrato de M ontaigne co n su propósito pri­ vado y exhibe su dificultad; “A. primera vista, uno podría responder, no sólo es legal (perm isible), sino que nada es más fá cil Otras personas nos p u e­ den evadir, pero nuestras propias características son casi demasiado fam i­ liares. Em pezam os. Y entonces, cuando intentamos la tarea, la pluma se cae de nuestras m anos; es un asunto de dificultad profunda, misteriosa y abru­ m adora” (“M ontaigne”, en 'Ihe Common Reader: First Series [New York: Harcourt Brace, 1984], 58). 84 Los cam pesinos de los que M ontaigne habla pueden ser una ex cep ció n a esta regla, pero su ejem plo no es uno que las personas educadas puedan seguir todavía. M ontaigne no está predicando un regreso tonto a la natu­ raleza, un p ro y ecto de m udar nuestro saber, ed u cació n y yo social para recuperar una in ocen cia que ha sido perdida para siem pre. 85 Montaigne, “D e tres co m ercio s”, p. 48. 86 7/ n ’est ríen si beau et legitime que de faire bien Vhomme et deuement, ny Science si ardue que de bien et naturellement sávoir vivre cette vie. ” La adi­ ción de “naturalmente” después de 1588 demuestra que Montaigne está p en ­ sando claram ente en la naturaleza com o el prod ucto de “ju e g o ” y “adquisición”, ideas que él podría no haber visto tan claramente en la pri­ mera versión de su ensayo. 87 “ Je n ’enseignepoinct, je raconte. " 88 Montaigne, “D e la vanidad”, p. 202. 89 Montaigne, “Del m entir”, p. 4 l6 . 90 Montaigne, “Del arrepentim iento”, p. 26. Montaigne tam bién aplica una des­ cripción similar relacionada a su m anera de viajar a su vida en su totali­ dad: “[B] Puede mi proyecto truncarse en cualquier m om ento; no se funda en grandes esperanzas; cada día es su fin. E igual m archa lleva el viaje de mí vida” ( “D e la vanidad”, 234). Tony Long me ha señalado que M ontaigne podría estar refiriéndose aquí a la idea de Séneca de que el tiempo corre en círculos co n cén tricos ( Epistulae morales 12.6). En general, la filosofía de Séneca tuvo una profunda influencia en M ontaigne, y en no m enor m e­ dida su co n cep ción de la filosofía co m o el arte de vivir ( artifex vitae, 14.2). 91 Montaigne, “D e la exp erien cia”, p. 367. 92 Starobinski, Montaigne in Motion, 18. 93 Montaigne, “D el arte de conversar”, p. 168.

5.

U na de

ra z ó n para la cara d e

S ó c r a t es : N ie t z s c h e

y

"el

p r o b l em a

S ó c ra tes ”

1

N. del T.: El criterio que uso para seleccionar una traducción al castellano de Nietzsche sobre otra depende, sobre todo, de la cercanía qu e la misma tenga con la versión al inglés que usa Nehamas (ver bibliografía para las traducciones al inglés de Nietzsche usadas por Nehamas). La m anera en que se citan los textos de N ietzsche dependerá de la fuente usada. Siempre que se cite de una traducción al castellano se hará de la siguiente manera: se pondrá en el cuerpo del texto, tal com o hace Nehamas, título del libro y la página (de la traducción al español), núm ero de división (en los casos que sea necesario y en números rom anos), núm ero de la secció n (en nú­ m eros arábigos) y luego volum en y página en la que ap arece en Sámtliche Werks: Kritísche Studienausgabe, 15 volúm enes, ed. de G iorgio Coli y Mazzino Montinari (Berlín: De Gruyter, 1980). Cuando se traduzca directa­ m ente del inglés se dará toda la información anterior m enos, por supuesto, la paginación de la traducción al español. Siem pre que se traduzca direc­ tam ente del inglés se indicará en nota y en caso que esté disponible se pro­ veerá la traducción al castellano. Sólo traduzco d irectam ente del inglés, com o he hecho a través de todo el libro, si hay una diferencia notable en la traducción que provee Nehamas y la traducción disponible en español, o en caso de que no exista una edición al español del texto citado.

2

N. del T: Scbopenbauer como educador. Tercera consideración intempes­ tiva. Trad. de Luis Fernando Moreno Claros. Madrid: Valdemar, 2001.

3 El presente pasaje continúa: “Schopenhauer tiene en com ún co n Montaigne una segunda cualidad aparte de esa otra de su honradez: una genuina se­ renidad que nos sosiega. Áliis laetus, sibi sapiens?. D e hecho, N ietzsche en­ tiend e mal la referencia de M ontaigne a Plutarco, “ Je ne le puis si peu racointer que je n’en tire cuisse ou aile”( “On som e verses o Virgil”, 875, 666F), la cual Donal Frame traduce com o: “No puedo estar con él ni un rato sin que me salga un palillo de tam bor o un ala” y escribe: “kaum hube icb einen Blick. auf ihn geworfen, so ist mir ein Bein oder ein Flügel gewaschen”. Ver Hugo Friedrich, Montaigne, ed. de Philipe Desan, trad. de Dawn Eng (Bekerley: University o f California Press, 1991), 377 n. 1. Friedrich es­ cribe que Nietzsche suaviza drásticamente la afirmación de M ontaigne, pero yo sospecho que en realidad no la entendió, ya que el acto de que “le crezca una pierna” parece más bien una mala metáfora para referirse al préstamo de inspiración al que se refiere Montaigne. Arrowsmith (en N ietzsche, Unmodern observations. ed. y trad. de Arrowsmith, 171 n. 6) afirma que "el francés de Montaigne ha sido mal transcrito” (com o indica una nota al mar­ gen en el manuscrito) por Nietzsche.

4 “Tévoiooío^eaaifxaOcóv”: Píndaro, Pytb. 2.73. Ver Alexander Nehamas, Nietzs-

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7 s

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che: Life as Hterature (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1985), capítulo 6 y p. 250 n. 3. N, del 7!; Ecce Homo. Trad. de Andrés Sánchez Pascual, citada, “En la tercera y la cuarta Intempestivas son confrontadas, com o señales hacia un concepto superior de cultura, hacia la restauración del concepto de ‘cul­ tura’, dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura autodisciplina, tipos intempestivos par excellence, llenos de soberano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba ‘Reich’, ‘cultura5, ‘cristianismo’, ‘Bismarck’, ‘éxito’, Schopenhauer o Wagner, o, en una palabra, Nietzsche...” {EcceHomo, 74). N. del T.: Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1988. Ver la introducción de Gary Brow n a la traducción de Arrowsmith del en ­ sayo (Nietzsche, Unmodern Obsewations, ed. y trad. de Arrowsmith, 22930) y Ronald Hayman, Nietzsche: A Critical Life (New York: Oxford University Press, 1980), 184-86. Para Schopenhauer, ver entre m uchos otros, Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal seccio n es 16, 19, 186, La genealogía de la moral 111:510. Para Wagner, ver tam bién “El caso W agner” y “N ietzsche contra W ag­ ner”. La historia de la relación de N ietzsche con W agner es especialm ente com pleja, y no tengo nada que agregar a la extensa literatura sobre el tema. El libro de Ernest Newm an The Life of Richard Wagner; 4 vols. (1937; repr. Cambridge: Cambridge University Press, 1980), 4:525, contiene invaluable material sobre la relación entre los dos hom bres, au nque Newman natu­ ralmente tiende a contar la historia d esd e el punto de vísta de W agner y considerar que la exp eriencia de N ietzsche en Bayreuth en 1876 fue el fa c­ tor d ecisivo de la ruptura entre ellos, Q ue Nietzsche detestaba Bayreuth no cabe duda, pero su ruptura con W agner fue un asunto m ucho más co m ­ plejo, co n raíces más largas, e involucraba una serie de incongruencias in­ telectuales, personales e ideológicas entre Wagner y el discípulo que decidió hacer su propia m arca en el mundo. N. del T.: La voluntad depoder Trad. de Aníbal Froufe. Madrid: Edaf, 2002. N. del T.: Más allá del bien y del mal. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1988. El alemán original para las tres frases citadas es “ein wirklicher Philosoph ” Genealogía de la moral M III: 5 (5:345); “Aberglaube”, Más allá del bien y del mal 16 (5:2 9 ); y "Ein Volks-Vorurteil”, Más allá del bien y del mal 19 (5:32). N. del T.: “El caso W agner ”14203-204, 5; 6:23, en Escritos sobre Wagner. Trad. de Jo a n B. Linares. Madrid.: B iblioteca Nueva, 2003. Ecce Homo 45, II: 3.

15 Pero cf. Ecce Homo 42,11:3: “el que yo tenga en el espíritu, ¡quién sabe!, qui­ zás tam bién en el cuerpo-algo de la petulancia de M ontaigne”. 16 N. del T.: El caminante y su sombra. Trad. de Luis Díaz Marín. Madrid: Edimat Libros, 1999. 17 El caminante y su sombra 33-34, 6; 2: 542-43 18 M ontaigne, “De la experiencia”, 402, 19 “Richard Wagner en Bayreuth (Consideraciones Intem pestivas, Cuarto Vo­ lum en)” en Escritos sobre Wagner. Traducción ele Jo a n B. Limares. Madrid: B iblioteca Nueva, 2003. 20 El caminante y su sombra, 34; 6; 2: 542-43. 21 La cita (.Odisea 4:392) se encuentra en la vida de Sócrates de D iógenes Laercio (2.21); D iógenes reporta que D em etrio de Bizancio fue la persona que le contó esa historia sobre Sócrates, 22 N. del T.: Crepúsculo de los ídolos. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Ma­ drid: Alianza Editorial, 1998. 23 Ver tam bién La voluntad de poder: “Es una m edida del grado de fu erza de voluntad, que se posee hasta qué punto podem os funcionar sin darle un sentido a las cosas, en qué medida se puede sobrevivir en un mundo ca­ rente de sentido, porque se ha sido capaz de organizar una pequeña par­ cela del m ism o” (La voluntad de poder 585; 12:366). N ietzsche no quiere decir que lo que uno h ace no puede tener con sencu encias am plias para el m undo en general: Sócrates es un ejem plo perfecto de eso. Lo que sí quiere decir es que los m ejores seres hum anos no eran aquellos que fueron di­ rectam ente útiles al estado o a la sociedad. Eso es sin duda una exagera­ ción y es, en un sentido estricto, falso. Pero su aseveración de que nosotros estam os demasiado listos a asociar la grandeza con la utilidad pública es una verdad aceptada. (N. del T.: Traduje la cita de Nietzsche directam ente de la edición y traducción de Will lo Power de W a ter Kauffm ann debido a qu e la traducción al inglés y al castellano leen el fragm ento de form a to ­ talm ente diferente. La versión al castellano traduce: “El qu e no d eb e poner su voluntad en las cosas, el que carece de fuerza y de voluntad, sabe por lo m enos prescindir del sentido en las cosas, hasta qué punto se soporta en el mundo que no tiene sentido: porque se organiza un pequ eñ o trozo de sentido” (577). Es im portante notar tam bién que hay u na divergencia en la manera en que ambas traducciones dividen los fragm entos del texto de Nietzsche.) 24 El nacimiento de la tragedia fue publicado en 1872. Las cuatro Considera­ ciones intempestivas com pletas fu eron publicadas entre 1873-1876, y las tres partes ele Humano demasiado humano aparecieron entre 1878-1880. Au­ rora, que p ertenece al periodo interm edio ele Nietzsche, pero manifiesta

una nueva anim osidad hacia Sócrates, fue publicado en 1881. Fue seguido por los cuatro libros de La gaya ciencia, que n o aparecieron hasta 1887; estos dos últimos libros p ertenecen a las obras tardías de Nietzsche. 25 N. del T.: El nacimiento de la tragedia. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1997. 26 Ver tam bién la II Intem pestiva, Sobre la utilidad y el prejuicio de la histo­ ria para la vida-. “Ya Sócrates m antenía que im aginarse la posesión de una virtud que realm ente no se poseía era un mal cercan o a la locura; y, cier­ tamente, una im aginación m ucho más peligrosa que la imaginación opuesta: padecer de un error, de una carencia. Porque, gracias a esta ilusión, aún quizás es posible ser mejor, pero por esa imaginación el hombre o una ép oca se hacen continuam ente peores, es decir, en este caso, m ucho más injus­ tos” (84). N. del T.: Sobre la utilidad y el peligro de la historia para la vida (IIIntempestiva). Trad, de G erm án Cano. Madrid: Biblioteca Nueva, 200327 Friedrich Nietzsche, “We Classicists”( “W C”), trad. de William Arrow-Smit, en Unmodern Observations, sec. 193; 8:95. . 28 Humano demasiado humano. Trad. ele Carlos Vergara. Madrid: Edaf, 2003. 29 “El problem a de Sócrates” está en la segunda parte del Ocaso de los ídolos, que apareció en 1888. 30 El pasaje aparece en las notas de Nietzsche para un ensayo no term inado, “W issenschaft und W eisheit im K am pfe”, 8: 97. Una traducción al inglés de las notas aparece en Friedrich Nietzsche, Philosophy and Truth: Selections from Nietzsche’s Notebooks of the Early 187Os, ed. y trad. de D aniel Brazeale (Atlantic Highlands, N.J.: Humanities Press, 1979), 127-46. 31 Lagenealogía de la moral. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1996. 32 La gaya ciencia. Trad. de Charo Crego y Ger Groot. Madrid: Akal, 1988. 33 El pasaje continúa: “Y el otro en todas las causas que defienda transigiría y por lo tanto la com prom etería; discípulo tal se lo d eseo a mi en em ig o ”. 34 Si esa hipótesis es correcta, la co n exió n entre el filósofo “m alhum orado” y Sócrates se vuelve muy im portante. Exam inarem os ese asunto en el trans­ curso de nuestra lectura. 35 Friedrich N ietzsche, Así habló Zaratustra, “De la virtud que hace regalos” 122, 3; 4:101: “¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo. En verdad, este es mi consejo: ¡Ale­ jaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aún mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañ ad o [...I Ahora os ord eno que m e perdáis a mí y q u e os encontréis a vosotros; y só lo cu an d o todos hayáis renegado de mí, v o l­ veré entre vosotros” ( Zaratustra, “D e la virtud que h ace regalos” 122-23). La idea de qu e sólo negando los m odelos se pu ed e establecer algo q u e es verdaderam ente p rop io es central para N ietzsche al entender la filosofía

com o el arte de vivir (m odelar una personalidad radicalm ente nueva y un modo de vida). (/V. del T.: Así habló Zaratrusta. Trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid: Alianza Editorial, 2003.) 36 u na discusión muy interesante de la idea de Nietzsche del contraste entre la Grecia arcaica, donde la gente actuaba com o actuaba porqu e así lo per­ mitía la tradición, y el requisito radical de Sócrates de que aquellos que si­ guieran esa tradición ofrecieran razones de por qué lo h acían, se puede encontrar en Randall Havas, Nietzscbe’s Genealogy: Nibilism and the Will to Knowledge (Ithaca: Cornell University Press, 1995), cap ítulo 1. La idea de Havas es importante y atractiva, aunque no estoy con ven cido de su con­ clusión general de qu e N ietzsche quiere reestab lecer una cultura con la autoridad que, de acuerdo con él, la G recia arcaica alguna vez poseyó. Mi posición, la cual no puedo debatir aquí, es que Nietzsche podría haber te­ nido la meta de establecer tal cultura en sus primeros años pero en sus obras tardías, particularmente las grandes obras de los 1880, dejó de pensar que la filosofía podía tener, en general, una influencia tan directa en la cultura. En lugar de esto, dedicó su obra a un proyecto m ucho m ás individualista de autocreación, estableciéndose como un individuo que modeló un modo de vida distintivo y quizás hasta inimitable. Tendrem os más qu e decir sobre este asunto mientras continuem os nuestra lectura. En un nivel histórico, debem os notar que Bernard Williams, a pesar de su gran deuda con Nietzsche, ha dem ostrado que la discontinuidad entre el pensam iento ético griego hom érico y arcaico, por un lado, y las ideas más tardías, tanto griegas com o contem poráneas, sobre asuntos similares, por el otro, no es tan grande com o muchas v eces se ha supuesto.V er su Sbame andNecessity (Berkeley: University o f California Press, 1993), especialm ente capítulos 2 y 3 37 El que Nietzsche frecuentem ente (aunque no siem pre) entendiera la m o­ ralidad en términos tan kantianos está b ien argüido en la disertación de Ph. D. de Maudemarie Clark, “Nietzsche’s Attack on Morality’* (University of Wisconsin, 1975). 38 Ver Más allá del bien y del mal 202; 133-135, donde Nietzsche co n ecta a Só­ crates con la moralidad m oderna, cristiana o “de animal de reb añ o ”, de la cual dice es “el movimiento dem ocrático”. Las ideas políticas de Nietzsche han estado bajo un gran escrutinio últim am ente. Libros que vale la pena consultar sobre este tem a son Tracy Strong, Friedrich Nietzsche and the Politics oflramfiguration, exp. ed. (Berkeley: University o f California Press, 1988); Mark Warren, Nietzsche and Political Tbought (Cam bridge, Mass.: MIT Press, 1988); Bruce Detweiler, Nietzsche and the Politics of Aristocratic Radicalism (Chicago: University o f Chicago Press, 1990); Peter Bregmann,

Nietzsche: “The Last Anlipolitical Germán” (Bloom ington: Indiana University Press, 1987); Leslie Paul Thiele, Friedrich Nietzsche and the Politics of the Soul (Princeton: P rinceton University Press, 1990); y, particularm ente sobre las con exio n es entre Nietzsche y el pensam iento dem ocrático, Lawr e n c e j. Hatab, A Nietzschean Defense ofDemocracy (Chicago: O pen Court, 1995). 39

El nacimiento de la tragedia 11-15;

1: 75-102.

*o Para una valoración concisa, balanceada y m ayorm ente positiva del trata­ m iento que le da N ietzsche a los griegos, ver Hugh Lloyd-Jones, “N ietz­ sche and the Study o f the Ancient World”, en Jam es C. O ’Flaherty, Tim othy F. Sellner y Robert M. Helm, eds.,

dition (Chapel 41 Con

Studies in Nietzsche and the Classical Tra-

Hill: University o f North Carolina Press, 1979), 1-15.

esto N ietzsche qu iere decir la naturaleza del m undo mismo, el cu al

piensa en térm inos sorprendentem ente antropom órficos a lo largo de este libro. 42

N. del T:

He extend id o consid erablem en te la cita qu e h ace Neham as del

texto original para facilitar la lectura de esta traducción. La cita de N ietz­ sche en el texto de Neham as se limita a la siguiente frase:

“to touch ivhose

very hem wouldgive us thegreatest happiness”. 43 “Basta con recordar las con secu encias de las tesis socráticas: la virtud es el saber, se peca sólo por ignorancia, el virtuoso es el feliz; en esas tres for­ mas básicas del optim ism o está la muerte de la tragedia. Pues ahora el héroe virtuoso tiene qu e ser un dialéctico, ahora tiene que existir un lazo n e c e ­ sario y visible entre la virtud y el saber, entre la fe y la moral, ahora la so ­ lución trascendental de la justicia de Esquilo queda degradada al principio banal e insolente de la justicia poética con su habitual

deus ex machina”

(El nacimiento de la tragedia 122, 14; 1:94-95). 44 Aurora. Trad. de G erm án Cano. Madrid: B iblioteca Nueva, 2000. 45 Humano demasiado humano 118, 126; 2:122. Es interesante com parar la evaluación de N ietzsche del daimonion de Sócrates co n la de M ontaigne: “IB] El dem onio de Sócrates era si acaso cierto im pulso de la voluntad qu e se le presentaba sin esperar el co n sejo de su razón. En alma tan depurada com o la suya y preparada para el continuo ejercicio de la sabiduría y de la virtud, es verosímil qu e esas inclinaciones, aunque tem erarias e indigestas, fuesen siempre im portantes y dignas de ser tenidas en cuenta” (“De los p ro­ nósticos”, 83). M ontaigne aquí distingue entre las decisiones racionales de Sócrates y sus im pulsos más instintivos. Veremos que la racionalidad de Só­ crates no es tan equívoca com o N ietzsche la. hace parecer.

46 Platón, Fedón 118a7-947 Una discusión detallada de la “d ecad en cia” en co n exió n co n Sócrates se puede encontrar en D aniel R. Ahern, Nietzsche as Cultural Physician (Uni­ versity Park: Pennsylvania State University Press, 1995), cap ítu lo 3. De acuerdo con Ahern, "los síntomas de decadencia que N ietzsche identifica con Sócrates incluyen la racionalidad ele Sócrates ( Crepúsculo de los ídolos 3:10), su papel en destruir el arte trágico (El nacimiento de la tragedia 12), su ‘moralidad’ (La voluntad de poder 433), y su fracaso co m o m édico de la cultura (Crepúsculo de los ídolos 3:1 1 )” (58). El análisis de A hern del tema es valioso aunque tengo serías reservas acerca de su idea, qu e tiene que ver con la idea de Ha vas en Nietzsche’s Genealogy, de que N ietzsche conside­ raba que el papel de la filosofía es la construcción y articulación de una alternativa, general "saludable” a la cultura contem poránea. 48 Las ideas de Nietzsche sobre la im portancia de (dtycov) para la cultura griega en general son expresadas en un ensayo inédito, recien tem en te incluido com o “Homer on Com petition”, en Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Morality, trad, de Carol D iethe (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), 187-94. El texto original, titulado “I lom ers W ettkam pf”, se incluye en el KritischeStudienausga.be> 1:783-92. 49 Cf. La gaya ciencia 353; 589-90, donde Nietzsche argumenta que la parte más im portante del fundar una nueva religión es localizar una manera de vida que ya estaba allí, “verla”, “elegirla.” y “adivinar” por primera vez “cóm o se puede utilizar, cóm o se puede interpretar”. Por lo tanto, los fundadores de religiones generalm ente no inventan nuevos m odos de vida; sólo traen a primer nivel y re interpretan, para sus propios propósitos, form as que ya existían antes. En general, a pesar de su énfasis en la creación y en dejar el pasado atrás, Nietzsche es agudamente consciente de la necesidad de de­ pender del material que siempre está listo allí. Discuto este tema con más detalle en "Nietzsche, Aestheticism, M odernity,” en Bernd Magnus y Kathleen M. Higgins, eds., The Cambridge Companion toNietzsche (Cambridge: Cambridge University Press, 1996), 50 Nietzsche frecuentem ente sugiere que Sócrates no sim plem ente “destruyó” la cultura trágica de los griegos: la cultura misma, afirma Nietzsche, ya se estaba cayendo a pedazos, y Sócrates aceleró el final. Si eso es así, él nunca explica por qué la cultura griega em pezó a caer en la decadencia, que él encu entra personificada en Sócrates. Ver, por ejem plo, Más allá del bien y del mal, 212, que discutiremos con más detalle abajo, y Ahern, Nietzsche as Cultural Physician, 71-77. 51 Me parece que Nietzsche escoge sus palabras con m ucho cuidado. Cuando d escribe a Sócrates com o “una caverna de malos d eseo s” ( “eine Hóhle aller

scblimmen Begierden> y), está casi con seguridad, aludiendo a la metáfora más fam osa de Platón: la m etáfora de la vida humana diaria, llena de pasión e ilusión com o un encarcelam iento no consciente en una caverna de la cual sólo el filósofo, quien está m odelado en Sócrates, puede escapar. Por m edio de su descripción, Nietzsche sugiere que Sócrates está todavía más atrapado en la caverna de Platón que la gente com ún cuyas vidas Platón pensó qu e estaba describiendo (Rep. 5 l4 a l- 5 1 7 c 6). Estoy agradecido a Duncan Large, quien, al cu estionar la precisión de la traducción inglesa de este p asaje, me ayudó a darm e cuenta de cuán importante es este pasaje. (N. del T.: La posible analogía con la caverna de Platón se pierde en la traducción al e s­ pañol del Crepúsculo de los ídolos. La traducción de Walter Kaufmann en la cual se apoya el texto de Nehamas traduce este fragm ento com o “a cave 52

ofbad appetites”) Crepúsculo de los ídolos V :2;6:83.

Nietzsche había ya escrito en la secció n anterior que: “La iglesia com bate la pasión con la extirpación, en todos los sentidos de la palabra: su medicina, su cura, es el castradismo [...] en todo tiem po ha cargad o el acen to de la disciplina so b re el exterm inio (d e la sensualidad, del orgullo, del ansia de dominio, del ansia de posesión, del ansia de vengan za)” (60). Pero co m o ya había argum entado en La genea­ logía de la moral 1, especialm ente en las secciones 13-15, tal práctica p re­ serva lo que quiere elim inar porque necesita utilizar los impulsos que niega para destruirlos (ver tam bién N eham as, Nietzsche: Life as Literature, 21112). Montaigne tam bién tuvo una idea similar: “No hay otra hostilidad más ex celen te que la cristiana. Nuestro ce lo hace maravillas cuando secun d a nuestra inclinación al odio, a la crueldad, a la am bición, a la avaricia, a la denigración, a la reb elió n ... Nuestra religión está h ech a para extirpar los vicios; mas los en cu b re, alim enta e incita. (“A pología de Raim undo Sabu nde”, 139). 53 la gaya ciencia 290; 3:530-31- He discutido este pasaje y todo el asunto e x ­ puesto aquí co n m ás detalle en Nietzsche: Life as Literature, 184-99. 54 En el prefacio de Más allá del bien y del mal, Nietzsche se refiere a la Cris­ tiandad com o “el platonism o ‘para la g en te’”. No h ace falta decir que su m a­ nera de en tend er la co n cep ció n de Sócrates y Platón acerca del alm a es dem asiado sim plista. Aunque es verdad que en el Fedón Platón atribuye cada bajo impulso al cuerpo e identifica el alma con la razón, la división tri­ partita de la República considera n o só lo la razón sin o tam bién la em o ­ ción y las bajas pasiones com o partes del alma hum ana. No obstante, Platón indica con gran énfasis que lo que es más característicam ente hum ano es la razón, el “elem ento regidor” del alma. 55 Ha sido acusado de ser am bas cosas por Jürgen Habermas, en The Philosopbical Discourse ofModernity, trad. de Frederick Law rence (Cam bridge,

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Mass.: MIT Press, 1987), capítulo 2. H aberm as atribuye esas ideas a Nietz­ sche basándose en lo que y o considero una mala lectura de El nacimiento de la tragedia. Ver Nehamas, “Nietzsche, Aestheticism, M odernity”, 228-30.. y “T h e Ends o f Philosophy”, NewRepublic, 30 May 1988, 32-36. Y continúa: “¿Qué significa pues la reacción de Sócrates qu e recom ienda la dialéctica com o un cam ino para la virtud y que se divertía al ver que la m oral no podía fundarse de una manera lógica,..? [...1 los juicios morales han perdido el carácter condicionado de donde salieron y que les daba un solo sentido; se les ha desarraigado de su suelo griego político para desnatura­ lizarlos, b ajo la apariencia de una gran elevació n [...] [se les] inventa un m undo del que proced en y en el que se encuentran com o en su casa” (La voluntad de poder 301, 424; 13:288), Las afirm aciones que siguen forman la idea central y son discutidas en de­ talle por Nehamas en Nietzsche: Life as Literature. Aquí no estoy de acuerdo con la distinción radical entre el p royecto “pri­ vad o” de autocreacíón y la tarea “pública” de afectar a la sociedad en ge­ neral, una distinción que Richard Rorty hace en Contingency, Irony and Solidarity (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), esp. capítulo 5. He dado algunas razones para rechazar la idea de Rorty en “N ietzsche, Aes­ theticism , M odernity”, 236-38, y en “A Touch o f the P oet”, Raritan Quarterly 10 (1990): 101-25. Ver Nehamas, Nietzsche: Life as Literature, capítulo 5. Ver la nota de Walter Kaufmann a este pasaje en su traducción (2 1 7 ) para una p o sib le lectura alternativa que él co n v in cen tem en te d em uestra que no puede estar en lo correcto. Esto es parte del argum ento de La genealogía de la moral I: 16 y III: 13; 5:285-88, 367-72 . La metáfora de Nietzsche de los seres hum anos com o ani­ m ales de m anada es rica y llena de m atices; m erece m ás a ten ció n de la qu e se le ha dado y m ucha más de la que le puedo dar ahora. Las im ágenes de Nietzsche aquí sugieren que está pensando en el “creador” co m o una figura religiosa, particularmente com o alguien que configura un m odo de vida universal. Pero, en primer lugar, com o El anticristo demuestra, N ietzsche no pensaba que Jesú s representaba tal m odo de vida; ver esp e­ cialm ente las seccion es 29, 33, 35. Segundo, com o verem os m ás adelante co n más detalle, cuando Nietzsche habla de “escribir nuevos valores sobre nuevas tablas”, siem pre debem os estar listos para preguntar para quiénes eran pensados esos valores. La presunción de que deben ser pensados para todos no es justificable. He discutido algunos de los temas acerca del perspectivism o en Nietzsche: Life as Literature, capítulo 2. M audemarie Clark ha presentado una inter-

prefación alternativa en Nietzsche on Truth and Philosophy (Cam bridge: Cambridge University Press, 1990). En general, no estoy satisfecho con los tratamientos anteriores del perspectivism o, incluyendo el mío, porque pres­ tan atención casi exclusiva a las cuestiones epistem ológicas presentadas por este concepto sin tom ar en cuenta el h ech o de que la divergencia entre la verdad y el valor p arece ser más im portante para N ietzsche. Ese es el tem a al que me referiré más adelante, 64 ArthurC. Danto, Nietzsche as Phílosopher (New York: Macmillan, 1965), 71, 72; cf. 79, 99- La interpretación pragm ática de D anto no es aceptada por todo el que escribe sobre Nietzsche, p ero ninguna otra idea ha tenido más apoyo en los últimos treinta años. Richard Schacht, Nietzsche (London: Routledge and Kegan Paul, 1983), capítulo 2, atribuye a Nietzsche varias teorías sobre la verdad, d ependiendo de los tipos de afirm aciones que están siendo evaluadas, mientras qu e M audemarie Clark, Nietzsche on Truth and Philo­ sophy, capítulo 2, afirma que Nietzsche acepta una versión “minimalista” de la teoría de la corresp ond en cia qu e n o adopta ningún com prom iso serio ya sea acerca de la naturaleza del m undo o acerca de nuestras habilidades para conocerlo. 65 La más famosa entre ellos viene de Más allá del bien y del mal. “La false­ dad de un juicio no es para nosotros [necesariam ente] ya una ob jeción co n ­ tra el mismo; acaso sea en esto en lo que más extraño su ene nuestro nuevo lenguaje. La cu estión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece la vida, conserva la vida, conserva la esp ecie, quizá incluso selecciona la e s­ p ecie” (24, 4; 5:18). Podem os hacer dos com entarios sobre esto. Primero, aún aquí Nietzsche no necesita rechazar totalm ente la falsedad com o razón para objetar un juicio. Su calificativo (inoch” (qu e Kaufm ann traduce, de un m odo más fuerte, co m o “necesariam ente”) sugiere que no está diciendo que la falsedad nunca sea una razón para negarse a aceptar un juicio. El pragmatismo de N ietzsche tiene m atices. Segundo, un pragmático estricto identifica la verdad co n la utilidad y la falsedad co n la inutilidad. No pu ed e haber un cuestionam iento de una sentencia que es falsa y, a la vez, “salva la vida”, ya que ser falso significa no tener utilidad y salvar la vida es ser verdadero. El pasaje no puede apoyar una estricta interpretación pragm á­ tica de Nietzsche. (N. del T.: Para facilitar el entendim iento de la nota de Ne­ ham as, agregué en tre co rch etes el calificativo “n ecesariam en te” q u e no aparece en la traducción al español de Más allá del bien y del mal). 66 Ver tam bién Ecce Homo, así com o Humano demasiado humano: “Visión fun­ damental: No hay arm onía preestablecida entre el progreso de la verdad y el bien de la hum anidad” (277, 517; 2:323) 67 Nietzsche hace afirm aciones similares en Más allá del bien y del mal 1, 5:15 y en La genealogía déla moral 111:23-27; 5:395-411.

68 “pues carecem os de órganos para el conocim iento, para la ‘verdad’, sab e­ mos (o creem os o nos im aginamos) justam ente tanto cuanto pu ed e ser útil a los intereses del rebaño hum ano, de la esp ecie; y aun eso que aquí se llama utilidad es, en definitiva, tan sólo una creencia, un producto de nues­ tra im aginación y a lo mejor, precisam ente, esa fatalísima estupidez que un día provocará nuestra ruifia” {La gaya ciencia 272, 354; 3:593). Este pa­ saje deja claro que si Nietzsche está ofreciendo una teoría de algo aquí es una teoría de por qué aceptam os ciertas creencias com o si fueran la ver­ dad, Pero el h echo de que nuestra hipótesis (que son verdaderas porque son útiles) pueda ser incorrecta muestra que esta teoría no puede explicar, en el fondo, por qué una creencia es verdadera. 69 La voluntad de poder 449, 319; 13:446-47 “¿Por qué trata de dem ostrarse la verdad? Por el sentim iento de mayor poder, por la utilidad, p or su carácter indispensable: en resum en, por conseguir ciertas ventajas, P ero esto es un prejuicio, un indicio de que en el fondo no se trata de la verdad”. 70 El término fue usado por primera vez por Peter G each, quien cree que Só­ crates no com etió tal falla, en su "Plato’s Buthypforo: An Analysis and Commentary”, Monist 50 (1966): 369-82. Para una discusión, ver Jo h n Beversluis, “D oes Sócrates Com m m it the Socratic Fallacy?”, American Pbilosophical Quarterly 24 (1987): 211-23, y mi “Confusing Universáis and Particulars in Plato’s Early D ialogues”, Review of Metaphysics 29 (1975): 287-306. 7:1 En “The Folly o f Trying to D efine Truth” (Journal of Pbilosophy 93 [1996]: 263-87), Donald Davidson argumenta, em pezando con un paralelo entre los esfuerzos contem poráneos para definir la verdad y el intento de Platón de ofrecer una definición de las virtudes (y en el Teeteto, sobre el conocim iento), que la verdad es “un concep to indefinible. Pero eso no quiere decir”, Da­ vidson continúa, “que no podam os decir nada revelador acerca de esto: p o ­ dem os hacerlo si la relacionam os con otros con cep tos co m o la creencia, el deseo, la causa y la acción. Tam poco la indefinibilidad de la verdad im­ plica que el concep to sea m isterioso, am biguo o no fiab le” (265). Esa es más o m enos la posición que le estoy atribuyendo a Nietzsche. 72 Danto, Nietzsche as Philosopher,; 80. La objeción es muy com ún; he inten­ tado referirme a ella en Nietzsche: Ufe as Literature, 65-67. 73 Para ciertos propósitos, yo puedo, por supuesto, pretender creerlo, o ac­ tuar com o si lo creyera. Lo que no p u ed o hacer es realm ente creer algo sabiendo que es falso. Tam bién puedo tener cierta idea aunque sepa que no me beneficia tenerla. Pero no puedo decidir que, ya que m e beneficia, esa idea es falsa. 14 La persistencia de la confusión entre perspectivism o y relativism o es lo que da cuenta de la convicción de que el perspectivism o, co m o el relati­ vismo, debilita su propia verdad.

Lo que Nietzsche llama "nihilism o”, la convicción de que no hay valores y de que todo cam ino de acció n es o arbitrario o no vale la pena tom arlo, es resultado de la co n statació n de q u e los valores objetiv os p ropu estos por la Cristiandad y garantizados por D ios no existen. “La muerte de D io s” deja un espacio vacío allí donde antes existían los valores seguros. Puede haber dos reacciones ante este descubrim iento. Uno puede pensar que la oportunidad ahora está abierta para la creación de nuevos valores o qu e (si se necesita todavía de valores que son dados independientes de núestra voluntad) no hay valores para nada. Las ideas de Nietzsche sobre este conjunto de cu estion es son com plejas, y no es posib le examinarlas aquí. Pero vale la pena notar qu e M ontaigne había tenido una idea similar: “el vulgo, careciendo de la facultad de juzgar las cosas en sí mismas, dejándose llevar por el azar y las apariencias, una vez que le han puesto en la m ano la osadía de despreciar y enjuiciar las ideas que había reverenciado en ex ­ tremo, com o ocurre co n aquellas de las que depende su salvación, y qu e se han puesto en duda y en la balanza algunos artículos de su religión, ■ entrega enseguida y fácilm ente a la misma incertidumbre todos los dem ás puntos de su fe, que no gozaban para él de más autoridad ni fundam ento que aquellos que le han destruido” (“Apología de Raimundo Sabunde” 133). Montaigne oficialm ente desaprueba el “ateísmo ex ecrab le”, la tentación que este pasaje analiza, y la atribuye a la estupidez de “la m anada com ún”. P ero el fenóm eno que d escribe es precisam ente lo que N ietzsche quiere d ecir con “la muerte de D io s”. Y donde M ontaigne ve estupidez, Nietzsche ca ­ racterísticamente encuentra debilidad. 76 La verdad no deriva su valor incondicional, de acuerdo a La gaya ciencia 344, de consideraciones prudentes al caso que siem pre es malo ser en g a­ ñado, lo cual es claram ente falso, pero Nietzsche afirma del com prom iso moral: “no quiero engañar, ni aun a mí m ism o”, D ado que: “la vida tiende a la apariencia, es decir, al error, el engaño, la sim ulación, el deslum bra­ miento, el autodeslumbrarniento [...] Tal propósito es acaso, por decir p o co , un quijotismo, una esp ecie de extravío sentimental, mas pudiera ser tam ­ bién algo más grave: un principio antivital, destructor...” (252-253). N ues­ tros esfuerzos por diferenciarnos del resto de la naturaleza, de acuerdo a Nietzsche, están cond enad os al fracaso. Pero al engendrar la noción ele qu e som os seres radicalm ente diferentes de todo lo demás, la moralidad es para Nietzsche “hostil a la vida”. 77 Esa es la idea de Clark, Nietzsche on Truih and Philosophy, 160, 162, y de Arthur Danto, “Som e Remarks on The Genealogy ofM o r a l en Robert C. Solom on y Kathleen M. Higgins, eds., Reading Nietzsche (New York: O x ­ ford University Press, 1988), 13-28.

78 Clark, Nietzsche on Truth and Philosophy, 163. 79 Ihid., 202. 80 N. del T: La traducción al español no incluye el adjetivo "gen u in o” ni el plu­ ral de “filósofos” enfatizados por Nehamas. 81 En Más allá del bien y del mal, 211; 5:144-45, Nietzsche ya ha rechazado a Kant y a Hegel, a quienes m enosprecia co m o "trabajadores filosóficos”, in­ cap aces de crear nuevos valores y satisfechos co n codificar los valores que ya existían en el mundo. 82 Para una discusión m ás amplia de este pasaje y los tem as q u e presenta, v er mi "W ho Are £the Philosophers o f the Future?; A Reading o f Beyond Good and EvW\ en Solom on and Higgins, eds., Reading Nietzsche, 46-67. 83 Ahern, Nietzsche as Cultural Physician, capítulo 3, presenta un argumento interesante al indicar que Nietzsche puede recon ocer a Sócrates com o un gran filóso fo y aun así rechazarlo por su "d eca d en cia ”. D e acu erdo con Ahern, “en un organismo saludable la fuerza de todos sus instintos es usada para crecer. En la decadencia, la situación se invierte: el instinto de con­ servación se vuelve dom inante [y todo funciona] para la estabilidad” (63). Ahern define la estabilidad máxima com o la muerte misma y entonces acusa a Sócrates ele llevar a la cultura griega a “abrazar la m uerte” (6 1 ). Pero Só­ crates aún era una gran figura porque “reveló el deber g en u in o del filó­ so fo de ser el m éd ico de la cultura. P ero este gran m o d elo d el filósofo para los siglos venideros necesariam ente prom ovió la enferm edad que él creía estar com batien d o” (76). Sócrates, concluye Ahern, “dem uestra que hay veces cuando, al enfrentarse a la enferm edad, la única cura del m é­ dico es una inyección letal” (77-78). Esta es de m uchas m aneras una inter­ pretación atractiva y estoy de acuerdo co n muchas de las ideas de Ahern. P ero aún tengo dudas serias acerca de si Nietzsche continu aba creyendo qu e el deber de los filósofos es ser “m édicos culturales” en el sentido de o frecer un conjunto de ideas y valores -u n a “cura” para la cultura en su totalidad™, Mi propia p osición es que N ietzsche se retiró a una posición m u cho más individualista en sus obras tardías y asum ió qu e su tarea era articular su propio m odo de vida, un m odo que puede o (probablem ente) no puede ser apropiado para el resto del mundo. 84 Jen o fo n te, Simposio 5.5. 85 Para una presentación detallada de los m étodos que N ietzsche utilizó para ese propósito, ver Nehamas, Nietzsche: Life as Literature, capítulo 1. 86 El prim er término es de Walter Kaufmann, en Nietzsche: Phílosopher; Psychologist, Antichrist, 4a ed. (Princeton: Princeton University Press, 1974), 391. El segundo es de W erner Dannhauser, en Nietzsche's View of Sócrates (Ithaca: Cornell University Press, 1974), 272. A pesar de m i desacuerdo

con la idea final de D annhauser, su libro me pareció muy útil al apuntar y discutir la “tregua” entre N ietzsche y Sócrates durante las obras in term e­ dias de Nietzsche, 87 Mi tratam iento de Só crates y N ietzsche está, por supuesto, muy lejo s de ser com pleto. La investigación más exhaustiva, quizás hasta enciclopédica de este tema, adem ás de una bibliografía muy copiosa, se puede e n c o n ­ trar en H erm ann-Josef Schmidt, Nietzsche und Sokrates: Philosophische Untersuchungen zu Nietzscbes Sokratesbild (M eisenheim : Hain, 1969) ■ 88 Nietzsche escribe esto en una nota n o publicada (1 1 :4 4 0 ). Él afirma qu e la magia de Sócrates consiste en tener “un alma, y otra detrás de esta, y otra detrás de esta”. Jen o fo n te, dice Nietzsche, “se puso a dormir” en la prim er alma de Sócrates, Platón en la segunda, y en la tercera fue Platón de nuevo, pero con su propia segunda alma. 89 El caminante y su sombra 86. El pasaje continúa: “Sócrates es superior al fundador del cristianism o por su forma alegre de ser serio y por esa sabi­ duría suya llena de rasgos de buen humor que constituye el estado más h er­ m oso del alma humana. Además, su inteligencia era superior” {El caminante y su sombra 81-82). N ietzsche, quien escribe aquí qu e Sócrates p osee “die fróhliche Art des Ernstes" quizás recordaba que M ontaigne alguna vez había atribuido a Sócrates “una sabiduría feliz y so ciab le”.

6. U n

d e st in o para la r a z ó n d e

S ó c r a t e s : F o u c a u lt

y el c u id a d o d e sí

1 Ver G lenn W. Most, “A Cock for Asclepius”, Classical Quarterly 43 (1 9 9 3 ): 96-1 1 1 , que discuto en detalle abajo. 2 Foucault murió el 21 de junio de 1984. Impartió conferencias sobre Sócra­ tes y los cínicos en el Collége de France entre el 29 de febrero y el 28 de marzo de 1984. Esas fueron las últimas conferencias qu e dio. Para m ás in­ form ación, ver la siguiente nota. 3 Michel Foucault, conferencia en el Collége de France, 15 de febrero de 1984, 40. Esta conferencia tiene que ver co n la Apología., el Critón y el Fedón. El 22 de febrero de 1984, Foucault dio una conferencia sobre el Laques. La pri­ mera conferencia, a la qu e me referiré sim plem ente co n el número de p á ­ gina, es el texto principal que discutiré en este capítulo. Las referencias a la segunda conferencia las daré co n el núm ero de página precedido p o r el núm ero latino II. Las conferencias todavía no han sido publicadas, y le agra­ d ezco a Jam es M iller el prestarm e los m anuscritos (sacad os de las graba­ cio n es). Las trad u ccio n es de estas dos co n feren cias, en lo p o co pulidas que están, son mías. Una versión general de las co n feren cias la da T h o -

mas Flynn, “Fou cau lt as Parrhesiast: His Last Course at the C ollége de Fran ce”, en Jam es B ernauer y David Rasmussen, eds., The Final Foucault (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1994), 102-18. Ver tam bién Gary Alan Scott, “G am es o f Truth: Foucault’s Analysis o f the Transform ation o f Political to Ethical Parrhésia and the D isagreem ent betw een Sócrates and Alcibiades over Truth-telling”, manuscrito (Departm ent o f Philosophy, W hittier College, 1996). 4 Ver G eorges Dumézil, . .LeMoynenoiret grisdedans Varennes”: Soíie nos-

tradamique suivie d’un divertissement sur les dernieres paroles de Socrate (Paris: Gallimard, 1984). Dumézil discute la línea de Platón en la página 140. 5 Foucault correctam ente rechaza (54-55) la conjetura de Ulrich von Wilamowitz-M oellendorff (en su Platón, 2.a ed., 2 vols. [Berlín: Weidmann, 1920], 1:178 n .l) de que Sócrates se está refiriendo a una enferm edad tal vez de Xantipe, probablem ente uno de sus hijos, que se le había olvidado m en­ cion ar m ientras su fam ilia todavía estaba allí. Foucault p ien sa qu e Wilamowitz cree que Sócrates se esté refiriendo a una enferm edad suya previa, pero el caso de Wilamowitz es débil desde todo punto de vista: la implausibilidad dramática de hacer que Sócrates olvide lo que fue su última pre­ o cu p ació n antes de su m uerte enfrenta a esta in terp retación co n una dificultad insuperable. 6 Ver La gaya ciencia 340:3:569: “OKriton, icb hin dem Asklepios einen Hahn scbuldig”. La versión en “El problem a de Sócrates” es similar: “Icb bin dem. Heilande Asklepios einen Hahn scbuldig” (Friedrich N ietzsche, Sámtlicbe Werke: Kritiscbe Studienausgabe, 15 vols., ed. de Giorgio Colli y Mazzino Montinari [Berlin: De Gruyter, 1980], 6:67). 7 Platón, Cr. 4 7 a 6 -4 8 a l. El argum ento es su ficientem ente claro , aunque la palabra (\|A)%ri) ( psyche, alma) no es utilizada en este pasaje. 8 Ver Platón, Leyes, 720d, donde el térm ino se refiere explícitam ente al acto de cuidar a los enferm os (oí KájuvovxeQ y Sexto Empírico, Pyr. Ilyp. 2.240. Otros usos m édicos del término se pueden encontrar, por ejem plo, en De arte, 9 .3 , donde se dice que la gente con ciertos síntomas necesita cuidarse; Vectiaríus, 21.72, escrib e que los p acientes se m ejoran si s e les cuida

(emfniXeia). 9 Un ex ten so esfuerzo por ofrecer una interpretación rad icalm ente nueva de las últimas palabras de Sócrates lo encontram os en Most, “A C ock for Asclep iu s”. Most brinda un resum en exhaustivo de la literatura secundaria sobre este tema, y su artículo es muy valioso. Most no está de acu erdo con todas las interpretaciones anteriores de las últimas palabras de Sócrates, incluyendo el acercam iento nietzscheano que adopto aquí. Su propia pro­ puesta positiva es que Sócrates, en un m om ento de lucidez, justo antes de su muerte, se da cuenta de que Platón, que ha escrito que no pudo asistir

al último día de Sócrates porque estaba enferm o (Fedón 59b 10), ha sido cu ­ rado de la enferm edad que lo m antuvo en casa. ¡Sócrates pide entonces el sacrificio por Platón! Los argum entos de M ost en contra de la idea tradicional están divididos en tres grupos. El prim er grupo consiste en cuatro puntos (pp. 101-2). Pri­ mero, Most afirma que en ninguna parte del Fedón Platón dice que la vida es una enferm edad o qu e la m uerte es su cura. P ero Platón, com o hem os visto, sí escribe, dos veces, que la filosofía es una preparación para la muerte, y que la áperrj de “los am antes del cu erp o ” no tiene nada “saludable”. S e­ gundo, según Most, la idea de Platón (67a2-6, 83d 7-10) de que no d ebem os “opinar en com ún con el cuerpo” (ávamjutAaaGai) sino que debem os “pu­ rificarnos de él” (KaGaTtoí) demuestra que la con exió n entre alma y cu erpo no es médica sino religiosa; la m etáfora no es de in fección sino de co n ta­ minación. Pero se sabe que el vocabulario médico y religioso con frecuencia se mezclan, esp ecialm ente en con exión con el co n cep to de K a S a r c a u ;, co m o demuestran los debates (que son demasiado conocidos para resumirlos aquí) alrededor de la interpretación de este término en la Poética de Aristóteles. Además, el contraste que Most invoca en la nota 32 entre áva7t£itXr|{i.évo^ (“opinar en com ún”) y jutejxo^ajrécoo^ ( “contam inado”) preserva exactam ente la misma ambigüedad. Tercero, Most argumenta que Platón nunca usa una m etáfora m édica para la relación en tre alma y cu erp o . Pero la m etáfora a % a/ crfp a que discutirem os en el texto arriba m encionado, demuestra qu e esto no es verdad. Cuarto, Most señala que ningún otro paralelo para la idea de que la vida es una enferm edad existe en la literatura griega clásica. Pero esto sólo ratifica la naturaleza radical de la metáfora ele Platón y cuán difí­ cil es aceptar una idea tan perturbadora y ultraterrena. El segundo argum ento de Most (103) es que en 95c9~d4 Sócrates atribuye la idea ele que la vida es una enferm edad a Cebes y la rechaza él m ism o. Pero aunque parte de la idea que Sócrates atribuye a Cebes es, de h ech o , que la vida es una enferm edad, la diferencia entre la interpretación de Most y la que yo le atribuyo a las palabras de Sócrates es inmensa. Porque Só­ crates dice que C ebes, quien niega que el alma es inmortal, cree que la vida es el com ienzo de la destrucción del alma, que se com pleta en la m uerte, así com o la enferm edad es el com ienzo de la destrucción del cuerpo, Pero Sócrates, que cree en la inmortalidad del alma, piensa la vida com o una en ­ fermedad. co n cura. Lo qu e rechaza no es la idea de C ebes ele entenderla com o una enferm edad sino que no puede ser curada y que el alma m uere en la muerte. Tercero, Most afirma (103-4) que el verbo ócpeíXeiv (“d eb e r”) generalm ente denota obligaciones previas y no pendientes. Sócrates entonces al decir que

“le debem os a Esculapio un gallo” debe estar refiriéndose a una enferm e­ dad ya curada, com o la de Platón, y no a su propia liberación del cuerpo. Pero la muerte de Sócrates, ya que se ha tom ado el veneno, es un fait ac~ compli, y aun si el sentido de ótpeíÁ^iv fuera tan claro com o argumenta Most, de ahí no se deriva que la inminente m uerte de Sócrates, q u e es segura, no pueda constituir una deuda en la que ya se ha incurrido. Además, de acuerdo con Most, “si el dios ayudaría o no a Sócrates en el m om ento de la muerte sólo se podría saber después de que Sócrates ya h ub iese muerto, dar gracias antes no hubiera sido impertinente sino irreverente” (104). Pero el objetivo filosófico del diálogo ha sido probar que la muerte es un b en e­ ficio, una liberación, una transición a un lugar mejor, por lo cual Sócrates puede estar, si sus pruebas son correctas, absolutam ente agradecido en este momento. Most también afirma (105-6), com o Dumézil (aunque independientem ente de él), que “le d ebem os” y los otros dos verbos de la últim a oración de Sócrates demuestran que debem os tomar sus palabras co m o plurales genuinos y entonces referirnos no a una deuda personal sino a una deuda contraída por un grupo reunido alrededor de él. Pero aparte de los argu­ mentos a los que he apelado en el texto principal, es im portante notar que en el Pedro Sócrates usa el plural eí<;rp£Tépav 5ijva|iiv ( “al alcan ce de nues­ tro p od er”, 257a3) para referirse a sí m ism o en contraste a Pedro, y eso demuestra que la incidencia del plural no es por sí sola suficiente para de­ mostrar que se refiere a dos o más personas, En todo caso, m e parece a mí que Sócrates puede pedirles a todos sus amigos juntos sacrificarse por él, si seguimos suponiendo que la deuda a Esculapio es colectiva: porque com o a Platón le gustaba decir, Kovua x a xa>v (píAxov ( “Los am igos tienen todo en com ún”, Pedro 279c6-7). Del lado positivo, Most argumenta que los griegos frecuentem ente creían que a aquellos que estaban cerca de la muerte se les permitían poderes cla­ rividentes. Pero los paralelismos platónicos que cita en co n exió n con Só­ crates no son convincentes (108-9). En la Apología, 3 9 cl-d 8 , después que Sócrates ha sido condenado a morir, afirma que puede profetizar xpriajucgSe'W que los atenienses serán atacados brutalm ente por su decisión. Pero bajo las mismas premisas de Most,. es dem asiado tem prano para q u e Sócrates haya adquirido poderes clarividentes: el argumento de Most d epen d e se­ riamente de la idea de que Sócrates pudo haber sabido de la cura de Pla­ tón sólo después que había tom ado el v en en o y está en “el le ch o de la muerte” (108). El otro paralelismo se vincula al hecho de qu e Sócrates se com pare a los cisnes de Apolo, que cantan felizmente cuand o tienen una premonición de su propia muerte ( Fedón, 85d4-7). Pero el cisn e adquiere

poderes mánticos sólo acerca ele su propia muerte, n o acerca ele la salud o enferm edad de otros. Además, la idea tradicional asociada a la m etáfora del cisne puede explicar este pasaje sin ningún problema: el último discurso ele Sócrates, durante todo el diálogo es, com o la ca n ció n del cisne, una expresión extrem a de júbilo; eso es lo qu e la interp retación ultraterrena de sus últimas palabras quiere decir. Por todas estas razones, no puedo aceptar la interpretación de Most. Pero vale la pena consultar su artículo, esp ecialm ente por su revisión exh au s­ tiva de la bibliografía acerca de este tema. i° La idea de Platón de qu e el bien vivir involucra una separación a scética del cuerpo y que tal separación es una forma temprana de la muerte se p er­ cibe en. el trasfondo de m ucho de lo que vimos que Nietzsche escribió acerca de la co n exió n entre Sócrates, la m oralidad y “el im pulso de la m uerte” en el capítulo anterior. 11 N. del T: He transform ado ligeram ente la cita del Fedón para que tenga sen ­ tido dentro del con texto de la frase en que la uso. La cita original reza así: . “[...] tem o que la virtud resultante no sea sino un ju ego de sombras, y ser­ vil en realidad, y que no tenga nada sano ni verdadero”. 12 A Sócrates se le h ace decir “habría m uerto hace tiem po y no os habría sido útil a vosotros ni a mí m ism o” (nakai av dacoXcóXri m i o w ’ av \>¡uec<; cb
17 Ver Platón, Laques 178a5, 189a 1, y Foucault, 11,10-11, 28-29. Ver tam bién Foucault, Discourse and Truth, 57. 18 Sobre el lón, ver Foucault, Discourse and Truth, 18-34, 19 Aunque estoy de acuerdo con Foucault en que Sócrates se o p o n e al orácu­ lo, y que hasta sugiere que busca refutarlo (ver Apología 2 1 c l-2 : “allí refu­ taría (¿Aiy^cov) el vaticinio y demostraría al oráculo: ‘Este es m ás sabio que yo y tú decías que lo era y o ’ ”), no estoy seguro de que la reacción de Só­ crates esté totalmente desvinculada de la interpretación, una noción de la cual Foucault tuvo sospechas toda su vida, Porque, de una m anera no to­ talmente consistente con el pasaje que acabo de citar, su prim era reacción al oráculo es preguntar: “¿qué dice realmente el dios y qué explica el enigma? [...]. Sin duda no miente, no le es lícito” (21b3-7). Estas preguntas sugieren que Sócrates está realm ente tratando de entender lo que significa el orácu­ lo. Su propia reacción no es característica de las reaccio n es tradicionales porque parece imaginarse por lo m enos la posibilidad de qu e el dios esté equivocado. En conexión con esta última idea resulta muy intrigante un pasaje de Nietz­ sche, que no sabem os si Foucault co n o cía o no: “M isioneros divinos. Só­ crates se consideraba corno un m isionero divino, pero esta presunción fatal se ve aminorada por no sé qué veleidad de ironía ática y de gusto por la burla. Habla, de él sin unción; sus im ágenes del fren o y d el cab allo son sencillas y no tienen nada de sacerdotales, y la verdadera m isión religiosa, tal y como se la había impuesto -so m ete r de mil formas ‘a p ru eb a’ al dios para comprobar si había dicho la verdad™ nos hace deducir la actitud fría y libre que adopta el m isionero para situarse junto a su dios. Esta manera de someter al dios a prueba, constituye u no de los co m p rom iso s sutiles que pueden concebirse entre la piedad y la libertad de pensam iento. Hoy en día. ya. no necesitam os esos com prom isos” (El caminante y su sombra, 74-75, 72; 2:584-85) 20 Foucault, 23-24. Ver también II.51-52 y Discourse and Truth, 62-63. 21 Pero ver W. R. Connor, “The O ther 399: Religión and the Trial o f Sócra­ tes”, Bulletin of the Institute ofClassical Studies 58 (1991): suplem ento, 4956. Según argumenta C onnor hay alguna evidencia qu e su giere que los juicios religiosos (eso es, oficialm ente, lo que fue el juicio de Sócrates) eran muy comunes en ese período y que las prácticas religiosas de Sócrates (sin referencia al elenchos) podrían haber sido suficientes para llevarlo a la corte. Platón, por supuesto, podría haber usado el juicio de Sócrates, ind epen­ dientemente de las razones por las que fue instituido, para sus propios pro­ pósitos. Ver tam bién M. F. Burnyeat, “T he Im piety o f Só cra te s”, Ancient Pbilosophy 27 (1997): 1-12.

22 Foucault (7-8, 27) contrasta a Sócrates con Solón, basándose en una histo­ ria, contada por D iógen es Laercio, 1.2.3 (a quien no cita), de acuerdo co n la cual Solón, cuando Pisístrato estableció una guardia militar personal para él, apareció en público totalm ente arm ado para sugerir que si el tirano creía que los atenienses eran sus enem igos era justo que los atenienses estuvie­ ran listos para luchar. 23 El efecto de esta identificación d ebe de haber sido más fuerte durante las conferencias mism as ya que Foucault, dentro de ese contexto oral, cam ­ biaba de la cita a la paráfrasis sin indicar, aparentem ente, que lo estuviese haciendo. 24 Por ejem plo, en la decisión de que Lisímaco y M elesias hablen con Nicias y Laques ( Laques 178a-180a5), en la voluntad de Nicias y Laques de so ­ m eterse al cuestionam iento de Sócrates, aunque Nicias, por lo m enos, sabe cuán, seria em presa era esa (1 8 7 e-1 8 8 c), y en la d ecisión de la. com pañía de continuar su propia, ed u cación ya que se h abían dado cuenta de que ignoraban la naturaleza del valor y áperri (200e-20'J.c). Ver Foucault, 11.1519. Foucault tam bién discute el Laques en Discourse and Truth, 57-69. 25 «pero se malentiencle a los grandes hom bres cuando se los mira desde la mísera perspectiva de un provecho público. Acaso el que no se sepa e x ­ traer de ellos ningún provecho forme parte incluso de la grandeza... ( Cre­ púsculo de los ídolos 135, 9:50; 6:152). 26 El apoyo de Foucault en Jen o fo n te para varias ideas socráticas es evidente en El uso de losplaceres, especialm ente capítulo I parte V. 27 M ichel Foucault, “Interview : Sex, Pow er, and the Politics o f Identity”, en. Foucault Uve: CollectedInterviews, 1961-1984, ed. de Sylveré Lotringer (New York: Sem iotext(e), 1989), 27. 28 Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica. Trad, de Juan Jo s é Utrilla. M éxico: Fondo de Cultura Económ ica, 1967. 29 M ichel Foucault, Vigilar y castigar 36. Trad. de A urelio Garzón d el Ca­ mino. M éxico: Siglo XXI, 197530 Un punto de partida para la crítica, de Foucault, aunque mal hum orado y partidario, es el de J. G. M erquior en Foucault (Berkeley: University o f Ca­ lifornia Press, 1985). Una discusión crítica ejem plar, sobre un tem a muy esp ecífico (la interpretación de Foucault sobre la n o ció n estoica del arte de vivir) la o frece Pierre Hadot, “Reflections on the Notion of ‘T h e Cultivation o f the Self”, en Timothy J. Armstrong, trad., Michel Foucault, Philosopher (New York: Routledge, 1992), 225-31 (tam bién publicado en el libro de Hadot, Philosophy as a Way ofLife, 206-13). 31 Ver Michel Foucault, “Truth and P ow er”, en Power/Knowledge: Selected In­ terviews and Other Writings, 1972-1977, ed. de Colin Gordon (New York: Ramdom House, 1980), 123.

32 La declaración m ejor conocida de Sartre sobre su posición es la conferen­ cia “Existentialism is a Humanism”, en Walter Kaufmann, ed., Existentialism from Dostoevsky to Sartre (New York: World, 1956), 33 M ichel Foucault, citado por Didier Bribón, Michel Foucault, trad. de Betsy W ing (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1991), 280. 34 Sartre, “Existentialism is a Humanism”, 295. 35 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, 375. Trad, de Elsa Cecilia Frost y Aurelio Garzón del Camino. M éxico: Siglo XXI, 1974. 36 M ichel Foucault, “W hat is an author?”, en Jo su é V. Harari, ed. Textual Strategies: Perspectives in Post-Stmcturalist Principies (íthaca: Cornell University Press, 1979). Una idea similar, aunque sin la docum entación teórica e his­ tórica de Foucault, fue presentada por Roland Barthes, “T h e D eath o f the Author”, in his Image~.Music~7.ext, trad, de Stephen Health (N ew York: Hill and Wang, 1997), 142-48. He discutido la idea de Foucault en detalle en "Writer, Text, Work, Author”, en Anthoy J. Cascardi, ed,, Literature and the Question of Pbilosophy (Baltim ore: Jo h n Hopkins University Press, 1987), 267-91. Mi afirmación es que la dem ostración de Foucault de que los tex­ tos tienen autores, co n todas las co n secu en cia s qu e esto su p o n e, es un h ech o histórico y no un hecho natural, y no quiere decir qu e la autoridad se pueda usar sólo de la manera opresiva que él señala en su ensayo, 37 Foucault, “What is an Author?”, 159. 38 Foucault, “Prison Talk”, en Power/Knowledge, 52 39 Foucault, Vigilary castigar, 34. 40 Genealogía de la moral 71, II. 3; 5:297. 41 Una buena versión de las diferentes etapas del desarrollo de Foucault, y tam bién de las continuidades entre ellas es dada por Arnold I. Davidson en "Archaeology, G enealogy, Ethics”, en David Couzens Hoy, ed., Foucault-. A Critical Reader (Oxford: Blackw ell, 1986), 221-34. 42 El m étodo de Foucault en esas primeras obras era exhaustivam ente des­ criptivo, evadiendo toda sugerencia de alternativas. Pero su punto de vista creó un serio problem a para sí. Ya que la historia es una cien cia humana, ¿cóm o podía afirmar que su propia p o sició n co n resp ecto a las ciencias hum anas era correcta? Si su propio análisis era verdadero en to n ces las cien ­ cias humanas, después de todo, podían acced er a la verdad; si falso, ¿por qu é debíam os leer lo que escribía? Este problema, com únm ente visto com o un síntoma del nihilism o de Fou­ cault, es exactam ente paralelo a las dificultades que hem os discutido en co ­ nexión con el perspectivism o de Nietzsche en el capítulo anterior. Puede ser solucionado al ver que Foucault se puso dentro del cam po/dom inio que estaba investigando, El tema no es si hay un criterio general para separar,

en todos los casos, lo verdadero de lo falso, sino m ás b ien si hay una teo ­ ría o interpretación particular que sea m ejor que las otras. Esto, por supuesto, nos obliga a preguntarnos lo siguiente: cuáles son ios criterios con los qu e podem os determ inar si una interpretación es m ejor que otra. La respuesta, de nuevo, es qu e no hay tales criterios generales. Los criterios de evalua­ ción no son inm unes a la disputa, aunque es m enos posible que la gen te vaya a estar en d esacuerdo acerca de principios generales que acerca de afirm aciones particulares de verdad o falsedad. F ou cau lt ofrece sus p ro ­ pias ideas para qu e sean evaluadas y criticadas. Aunque es cierto que su e s­ tilo, a veces, asumía cimas tan magistrales que era difícil creer que aceptaría discusión o debate. Pero nada en la sustancia de su escritura lo im pedía, y p o co s autores h an estad o tan d isp uestos a discutir sus ideas y rep en sar sus posiciones co m o lo estaba él: “En cuanto a aquellos para quienes darse penas y trabajos, com en zar y recom enzar, intentar, equivocarse, retom arlo todo de nuevo de arriba abajo y encontrar el m edio aún de dudar a cada paso, en cuanto a aquellos -digo™ para quienes, en suma, más vale aban• donar que trabajar en la reserva y la inquietud, es b ien cierto que no som os del mismo planeta” (11, Historia de la sexualidad. 2: El uso de losplaceres. Trad. de Martí Soler. M éxico: Siglo XX I, 1976). Ver, por ejem plo, Foucault, Vigilary castigar. “Esta n ecesidad de un castigo sin suplicio se form ula en primer lugar com o un grito del corazón o de la naturaleza indignada: en el peor de los asesinos, una cosa al m enos es de respetar: su ‘humanidad*. Llegará un día, en el siglo xrx, en el que este ‘hom ­ bre’ descubierto en el criminal se convertirá en blanco de intervención penal, en el objeto qu e p reten d er corregir y transformar, en el cam po de toda una serie de ciencias y prácticas extrañas, ‘penitenciarias’, ‘crim inológicas’” 178]. 44 Maurice Blanchot, Michel Foucault tal y como yo lo imagino 25. Trad. de Manuel Arranz, Valencia, Pre-Textos, 1988. La arqueología del saber es un extenso esfuerzo por articular los principios m etodológicos que su byacen en su obra hasta Las palabras y las cosas. 45 M ichel Serres, “G éom étrie de la fo lie ”, en Herm.es ou la communication, 176, citado por Bribón, Michel Foucault, 117. Folie el déraison: Histoire de la folie á Vage classique (París: Plon, 1961) es el original del cual el radi­ calm ente abreviado/com pendiado Madness and Civilization es la versión en inglés. 46 Esto es obvio, por ejem p lo, en el m anifiesto que Foucault com puso para el grupo sobre inform ación Presidiaría (GIP en francés), que buscaba e x ­ poner las cond iciones bajo las cuales los presos del sistem a penal francés eran obligados a vivir: “El GIP no p rop on e hablar en nom bre de los pri-

sion eros en varias prisiones; p rop one, por el contrario, darles a ellos la posibilidad de hablar por ellos mismos y decir lo que pasa en las prisiones [...] El GIP no tiene com o meta una. serie de reform as; n o soñam os con una prisión ideal [...]. Nuestros investigadores no intentan mejorar, aliviar, hacer el sistema de prisiones más vivible. Intentan atacarlo en lugares donde recibe un nom bre diferente: justicia, técnica, conocim iento, objetividad” (ci­ tado por Eribon, Michel Foucault, 227). 47 M ichel Foucault, La historia de la sexualidad /.- La voluntad de saber 15ló . Trad. de Ulises Guiñazú. M éxico: Siglo XXI, 1977. 48 Foucault, de nuevo, demostró ser un m aestro en invertir representaciones recibidas: “El vicio del niño no es tanto un enem igo co m o un soporte; es posible designarlo com o el mal que se d ebe suprimir; el n ecesario fracaso, el extremado encarnizamiento de la tarea bastante vana perm iten sospechar que se le exige persistir, proiiferar hasta los límites de lo visible y lo invisi­ ble, antes que d esap arecer para siem p re” ( Historia de la sexualidad: La voluntad de saber 55-56). 49 M ichel Foucault, "¿Qué es la ilustración?”, 91, en Sobre la Ilustración. Trad. de Antonio Campillo. Madrid: Editorial Tecnos, 200350 ibid.y 91-92. 5:1 Blanchot, Michel Foucault tal y como yo lo imagino, 28-29. Trad. de Ma­ nuel Arranz. Valencia: Pre-Textos, 1988. 52 Michel Foucault, “On the G enealogy o f Ethics: An Overview o f Work in Prog ress”, en Foucault Reader, Rabinow , ed., 350. Ver tam bién ídem , "The Ethics o f the Concern for Self as a Practice o f Freedom ” y “An Aesthetics o f Existence”, en Foucault Live, 432-49, 450-54. 53 Las actitudes cam biantes de Foucault hacia ese tema están b ien docum en­ tadas en la biografía de Jam es Miller, 7 he Passion ofMichel Foucault (New York: Sim ón and Schuster, 1993). Estoy muy agradecido co n el libro de Miller, y con el propio Miller por m uchas de mis propias ideas sobre Fou­ cault. Discuto su libro, que tuvo una recep ció n gen eralm en te de incom ­ prensión, en “Subject and Abject: T h e Exam ined Life o f M ichel Foucault”, New Republic, 15 February 1993, 27-36; parte del material de ese ensayo está reproducido aquí. 54 Foucault lidia con estos temas en El uso de los placeres y en La inquietud de sí, vols. 2 y 3 de La historia de la sexualidad. 55 Esto ha sido claram ente expuesto en El uso de losplaceres. En la práctica griega clásica, esp ecialm ente en Platón, Foucault argum entaba, sentirse cóm odo con los placeres y ser capaz de m oderarlos no suponía un proceso de autoexam en, “esta relación con lo verdadero nunca tom a la forma del desciframiento de uno mismo y de una herm enéutica del d eseo [...] no se

trata de una cond ición epistem ológica para que el individuo se recon ozca en su singularidad de sujeto deseante y para que pueda purificarse del deseo así pu esto al d ía” (8 7 ). Al contrario, este esfuerzo “se abre en cam b io a una estética de la existencia. Y por ello hay que entend er una manera de vivir cuyo valor m oral n o o b e d e ce ni a su conform id ad co n un có d ig o de com portam iento ni a un trabajo de purificación, sino a ciertas formas o más bien a ciertos principios form ales generales en el uso de los p laceres” (El uso de losplaceres 87). Las lecturas por parte de Foucault de las fu en ­ tes antiguas no siem pre eran definitivas, y sus ideas frecuentem ente se han descartado por ser juzgadas com o puram ente interpretativas. Un m odelo de cóm o el desacuerdo interpretativo puede ser com binado con entendim iento filosófico lo ofrece, com o ya he señalado, Pierre Haclot en “Reflections on the Notion o f ‘T h e Cultivation o f the S e lf ”, Ver tam bién Arnold I. Davidson, “Ethics as A scetics: Foucault, th e History o f Ethics, and A n cient T h ought”, en Gary Gutting, ed., Tbe Cambridge Companion to Foucault (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), 115-40, esp. p. 116. Foucault, “On the genealogy o f ethics”, 345. M uchos ejercicios de este tipo -esp ecialm en te aquellos qu e llama “espiri­ tuales”- han sido estudiados por Pierre Hadot, en Philosophy as a Way of Life y en Qu’est-ce que la philosophie antique? F ou cau lt frecu en tem en te expresaba su deuda co n la obra de Hadot. Al pensar en este pasaje de Foucault enseguida me viene a la m ente el co n ­ traste de N ietzsche entre el ascetism o filosófico y sacerdotal en el tercer ensayo de La genealogía de la moral Tam bién cuando escribe: “La iglesia com bate la pasión con la extirpación, en todos los sentidos de la palabra: su m edicina, su ‘cura', es el castradism o. No pregunta jamás: ‘¿cómo esp i­ ritualizar, em bellecer, divinizar un apetito?' [Este tam bién puede haber sido el problem a de Platón en el Banquete y en el Fedro] En todo tiem po ella ha cargado el acento ele la disciplina sobre el exterm inio (de la sensualidad, del orgullo, del ansia de dominio, del ansia de posesión, del ansia de ven ­ ganza)” (Crepúsculo de los ídolos 59-60, V .l; 6:83). No h ace falta decir qu e ambas afirm aciones, la de Nietzsche y la mía, son dem asiado severas y sim ­ plistas. Una línea profundam ente erótica se transmite a través de cierta tra­ dición del arte cristiano, que abarca a poetas que eran cristianos com o Milton y cristianos qu e eran p oetas co m o san Ju an de la Cruz. Le ag rad ezco a P. Adams Sitney por sugerirm e que hiciera esta aclaración. Foucault investigó cuatro aspectos de la “ética” co n ceb id a de esta m anera. Primero, el caso de “la sustancia ética”, o sea, aqu ellos aspectos del yo, o del individuo, qu e son relevantes para la reflexión ética -lo s aspectos del individuo que lo constituyen com o una entidad moral o ética-. Por ejem -

pío, la sexualidad podría ser parte de la sustancia ética del individuo, mien­ tas que las habilidades atléticas pudieran no serlo (aunque tales categorías cam bian con el tiempo: hacer ejercicio atlético, “para tu salud”, casi se ha convertido en una categoría ética hoy en día). Segundo, “el m odo de suje­ ció n ”, lo que es decir las maneras de cóm o la gente llega a reco n o cer sus obligaciones morales consigo mismos (El uso de losplaceres 27) y con otros: Foucault no hace una distinción tajante entre las dos (28). La gente puede aceptar obligaciones morales porque creen que están autorizados por la ley divina, o por su alianza a un grupo específico que acepta tales obligacio­ nes, o porque ellos consideran que tales prácticas manifiestan “criterio de gloria, de belleza, de nobleza, o de perfección” (27). Tercero, “la elabora­ ción de trabajo ético”, las distintas maneras que empleamos para llevar nues­ tra conducta a concordar con las reglas y transformarse en el tipo correcto de agente ético ( “sustancia ética”). Aquí es donde los diferentes ejercicios espirituales que ya hemos m encionado desempeñan su papel más impor­ tante (27). Cuarto, y final, “el telof del sujeto ético, el tipo de persona en que uno quiere convertirse a través de comportamiento ético: “Una acción moral tiende a su propio cumplimiento; pero además intenta, p or medio de este, la constitución de una conducta moral que lleve al individuo no sólo a acciones siempre conformes con ciertos valores y reglas, sino tam bién con un cierto modo de ser, característico del sujeto m oral” (28). No hace falta d ecir que tanto el telos del sujeto ético com o las m aneras en qu e las ac­ ciones morales contribuyen son históricamente variables. El propósito de La historia de la sexualidad era documentar varias de estas diferentes con­ cepciones de los agentes y los diferentes métodos para construirlos a tra­ vés de los siglos. Foucault da una presentación más corta de estas ideas en “O ñ the Genealogy of Ethics”. Arnold I. Davidson las ha discutido en “Archaeology, Genealogy, Ethics”, 227-30, y ha ofrecido una lectura más ge­ neral del proyecto ético de Foucault en “Ethics and Ascetics”. Una de las razones por las cuales, de acuerdo a Foucault, se le da la auto­ ridad a Sócrates para examinar a Nicias y Laques, que son sus superiores sociales, en el Laques es precisamente el hecho de que sus ideas acerca del coraje armonizan con sus actos valientes, tanto en la guerra com o en la paz (II. 58). El libro Passion ofMichelFoucault de Miller ha sido atacado principalm ente por dos razones. Primero, debido a que su acercam iento, concentrándose com o lo hace en los aspectos personales de la vida de Foucault, no es “fiel” a la propia idea de Foucault de que los autores no son ob jeto s de crítica; segundo, porque mezcla lo público y lo privado de una m anera no justifi­ cada. He defendido a Miller contra esos cargos en “Su bject and A bject”.

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D ídier Eribon, en Michel Foucault et ses contemporains, dirigió un gran ataque en contra del libro de M iller (y uno m enor en contra de mi ar­ tículo), argum entando de nuevo (co m o había h ech o durante una c o n fe ­ rencia en Berkeley en m ayo de 1993) que Miller redu ce las ideas de Fou­ cault a los acontecim ientos de su vida (ver la nota 63 abajo) e insistiendo en que Miller com ete varios errores históricos. Pero los ejem plos de esos errores (por ejem plo, que Dumézil fue elegido para el Collége de France en 1949 en vez de 1968 [37]) son generalm ente irrelevantes al tema de la interpretación del p en sam ien to de Foucault. En gen eral, el libro de Eri­ bon, co m o su biografía anterior, o frecen un gran núm ero de h ech o s sin integrarlos en una interpretación razonable. Aunque es un observador e x ­ celente, Eribon no es exactam ente un filósofo. Ver Foucault, “Sex, Power, and the politics of Identity”, 384-388. Para desactivar la acu sación de que tal acercam iento confunde lo público y lo privado, yo cuestionaría la propia distinción entre “eventos privados” e “ideas públicas”. Por ejem plo, ¿son la pobreza de Sócrates, su habilidad prodigiosa para b eb er sin em borracharse, su insistencia en vivir en la ciu ­ dad en vez del cam po, su andar descalzo, su atracción por los m uchachos jóvenes; son todos eventos privados de su vida o parte de la figura filosó­ fica con la cual lidiamos? La respuesta es que esto d epen d e de si podem os dar una interpretación de Sócrates que considere estos elem entos. La dis­ tinción entre lo privado y lo público, por lo m enos en el caso de los filó­ sofos que discutim os, siem pre es relativa a una interpretación de su pensam iento. Lo privado es aquello que no se puede integrar en este tipo de interpretación, no lo que nuestras ideas morales o sexuales nos h acen clasificar com o lo qu e no se debe discutir dentro de una sociedad civilizada. No nos debem os dejar seducir por la idea que afirma que los hechos b io ­ gráficos están sujetos a leyes casuales y por consiguiente son independientes de nuestra elecció n m ientras que las ideas son p rod uctos de e le c ció n y por consiguiente independientes de la casualidad. Esto nos llevaría a p en ­ sar que los h ech os de nuestras vidas nos son dados independientem ente y que la única manera de hacer la paz co n ellos es produciendo ideas que los justifiquen ante nuestros ojos y, tal vez, ante los ojos de nuestra audiencia, que esos “h echos” son de lo que tratan las ideas. Pero las ideas forman parte de la vida tanto co m o los “h ech o s” que las constituyen, o com o cualquier otra cosa. Ningún tipo de h echos es anterior al otro, y am bos pueden ser explotados, cam biados y controlados com o para volverse elem entos de una totalidad coherente. Platón, Apología 3 6 c l-d 2 . Alcibíades dice que Sócrates expresó el m ism o argumento en el Banquete 2l6a4-6. Esta tam bién es una idea central del Al-

cibíades I, sobre el cual Foucault dio una conferencia en la University of California en Berkeley en la primavera de '1983- En su segunda conferen­ cia sobre Sócrates, Foucault hace una distinción interesante entre el Alcibíades y el laques (II. 19-24). El anterior, dice, identifica la filosofía, concebida com o el cuidado de sí, con la preocupación por el alma, m ien­ tras que el Laques la identifica, más ampliamente, con la preocu pación por la vida en su totalidad (píoq) y es, entonces, el texto fundacional para la con cep ció n de la filosofía com o el arte de vivir. Yo no esto y tan seguro del fundamento textual de esta idea de Foucault, pero está claro que las preocupaciones del Alcibíades tienen un carácter más ultraterreno que las del Laques. Aunque los estudiosos no están de acuerdo si Alcibíades I es o no una obra genuina de Platón, pero este asunto no está directam ente rela­ cionado con nuestro tema. Nos interesa su posición dentro de una tradición filosófica general, la cual generalmente, de hecho, sí la consideraba obra de Platón. Hadot, Qu’est-ce que laphilosophie antique? 66-69, argumenta que el cui­ dado de sí no se opone al cuidado de la ciudad. Basa su conclu sión en el hecho de que Sócrates, com o lo presenta Alcibíades en el Banquete y tam­ bién Jenofonte, participa totalmente en los asuntos ele la ciudad. Eso podría ser válido con respecto a Jenofon te. Pero el Sócrates p latón ico participa en la vida de la ciudad al grado que es casi “un ciudadano ordinario, un hom bre corriente, con una esposa e hijos, que dialoga con todo el mundo en las calles, las tiendas, en el gimnasio, un bon vivant que puede beber más que cualquier otro sin em borracharse, un soldado ele valor y aguante” (67). Concluir de esto, sin em bargo, qu e Sócrates participaba en la vida política es usar un lenguaje equívoco. Porque aunque es verdad que el cuidado de sí no se opone al vivir dentro de la ciudad (ese es, después ele todo, uno de los principales temas que las leyes personificadas abordan en su argumento con Sócrates en Crátilo 50c4-54d l; cf. Fedón, 230d.2-5), sí se opone a que nos ocupem os, en los asuntos de la ciudad, de la política (Sócrates mismo dice en la Apología que debem os dirigirnos a esta sólo des­ pués de que hayamos cuidado de nuestros asuntos). Una versión interesante de la relación entre la filosofía socrática y la vida de la ciudad, arguyendo que hay m aneras en que la anterior es com pati­ ble con la vida de la ciudad, la ofrece Hannah Arendt en “Philosophy and Politics”, Social Research 57 (1990): 73-103. Mi reacción general a la idea ele Arendt es que ella llega a su conclusión dependiendo de una interpretación bastante amplia ele lo que constituye el discurso político y la vida política, que describe com o “un diálogo entre am igos” y que, entendido de esa m a­ nera, la dialéctica socrática podría ser muy importante (82). Pero todavía

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dudo de que una d ev o ció n general a la dialéctica es com patible co n la vida política si se asum e, com o se debe, que incluye las actividades prác­ ticas involucradas en asegurarse que la vida de la ciudad opere bien y ju s­ tamente. Cf Aristóteles, Política, 7.13, 1132a. La única escuela que se negó a ver a Sócrates com o su origen fue la escuela de Epicuro. Pero, aun así, el ideal de Epicuro de una “vida sin problem as” y su énfasis en la autosuficiencia está influenciado por el ejem plo de Só­ crates. Ver, en particular, A. A. Long, “Hellenistic Ethics and Philosophical Pow er”, en Peter G reen, ed., .Hellenistic Culture and Society (Berkeley: Uni­ versity o f California Press, 1993), 138-56, esp. 141-51 (p ero tam bién los c o ­ mentarios de Paul W oodruff en el mismo volumen, 157-62), e ídem, “History o f W estern E th ics,” en Encyclopaedia of Ethics, ed. de I/awrence B e c k e r (New York: Garland, 1992), 468-69. Sobre la idea de que la filosofía co m o m odo de vida com bina el vivir co n el discurso y no es, entonces, una em presa puram ente “práctica”, ver Hadot, Qu’est~ce que laphilosophie antique? 19, 21, 48, 77-81, 109-22. Friedrich Nietzsche, Gesammelte Werke, vol. 16 (M ünchen: Mussarion, 1926),

6. 70 Una lectura similar del Anticristo, atribuyendo a N ietzsche la idea de que Jesú s proveyó una pared donde los cristianos podían escribir sus propias ideas, ha sido ofrecida por Gary Shapiro, “N ietzsche’s Graffito: A Reading o f the Antichrisf, boundary 2, vols. 9 y 10 (1981): 119-40. 71 Montaigne, “D e la fisonom ía”, 304. 72 D iógenes Laercio, “Vida de Arquelao”, 2.4, 16. 73 D iógenes Laercio, “Vida de Sócrates”, 2.5, 18-19, 20-21. 74 Montaigne, “D e la ex p erien cia”, 340.

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ÍNDICE

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AUTOR Y AUDIENCIA...........33

2.

La IRONÍA SOCRÁTICA:

CARÁCTER E INTERLOCUTOR

3.

La IRONÍA SOCRÁTICA:

PERSONAJE Y AUTOR........113

4 . Una cara para la razón de Sócrates: “de l a fisonomía” de Montaigne . . ................. 157 5 . Una razón para la cara de Sócrates: Nietzsche y “el problema de Sócrates”............. 197 6 . Un destino para la razón de Sócrates: F oucault y el cuidado de s í ................................243 No t a s ...................................................................................293 B ib l io g r a f ía ........................................................................................393

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