Rafael Chaparro Madiedo - Siempre Es Saludable Perder Sangre

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SIEMPRE ES SALUDABLE PERDER SANGRE

Rafael Chaparro Madiedo

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Para Claudia S. por su amor y a Kurt Cobain Hendrix Morrison… por su música.

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El PEZ GATO QUE ENGULLIA PIANOS NEGROS

Dentro de la especie de mujeres lluvia se encontraba Pussy.Pussy Lluvia. Lluvia. Húmeda Pussy Lluvia. Pussy tetas agua lluvia. Húmeda. Pussy saliva húmeda lluvia. Pussy lluvia lluvia lluvia. Pussy mi amor. Pussy love. Pussy lluvia. Pussy tenía la lluvia en la mitad de los ojos. En sus ojos llovía la lluvia negra de París. Pussy lluvia. Lluvia. Pussy húmeda. En sus ojos caían una a una todas las gotas antiguas que mojaban los techos de París cuando los gatos se escabullían detrás de las melodías remotas de los pianos negros. Pussy lluvia. Pussy húmeda. Húmeda. Húmeda. Pussy lluvia. La había conocido en el bar La Mariposa Caliente. Ella estaba en una mesa que daba contra la ventana. Yo veía de Chatelet Les Halles. Esa tarde había comprado un par de discos. Rock Sur La 5

Blanche y otro de The Psychomodo en una tienda musical llena de negros de la banlieu de la Plaine-Voyageurs

que escuchaba

melodías de Senegal. Entré al bar y pedí una cerveza fría. Encendí un cigarrillo y me dediqué a observar a esa mujer vestida de negro que miraba por la ventana hacia la calle. Cuando la vi supe inmediatamente que era una mujer-lluvia. Una mujer- lluvia. Una mujer-húmeda. Una mujer-lluvia se distingue a leguas por su forma acuática de mirar, por sus formas suaves, por el

control

transparente de su piel, por la forma como humedece poco a poco el aire circundante con sus manos, con sus babas, con sus ojos, con la lluvia secreta que sale de su cuerpo. Yo la mire y mis ojos se fueron hacia el centro de su corazón que flotaba en medio del reflejo incierto de su sangre sobre su rostro. Mierda. Una mujerlluvia. Después me le acerque y charlamos un poco de libros, de universidad, de la comida china, de cine. Interesante. Otra cerveza. Otra. Un cigarrillo. Sueños dulces. Dulces sueños. Interesante. En los días siguientes nos vimos. Nuestra primera cita húmeda fue en el Luxemburgo. A las tres de la tarde. Caminamos por los jardines y le tomé varias fotografías. Mientras caminábamos supe que la primera sensación que se tiene al estar junto a una mujer-lluvia en un parque, era la de flotar en el oleaje extraño de su voz caliente. Era la sensación de que el mundo, los árboles, el viento, las nubes, mis manos y mi cuerpo, todo mi cuerpo flotaba en el marecito azul que se producía en la corta distancia que separaba un labio de otro. Entonces empezó a llover y la lluvia me supo a Pussy. Miré hacia el cielo y las gotas de lluvia formaban en el aire nubes transparentes de agua que se diluían en el cabello de Pussy 6

lluvia. Caminamos un rato sin sentido. Borrachos por la lluvia. Pussy lluvia. Mi corazón Borrachos. Mi corazón se emborrachó con esas nubes cargadas de un millón de gotas de agua que escribía el nombre de Pussy en la copa de los árboles, en el olor a mierda y orines de París a las cinco de la tarde mientras los habitantes se dirigían a las bocas oscuras y hambrientas de los metros, bocas de grandes animales somnolientos que esperaban a sus pequeñas bestias de cada día para alimentar su tedio sórdido. Pussy lluvia. Pussy lluvia. Lluvia. Pussy húmeda. Al otro día fuimos al Pere Lachaise y tomamos whisky en la Tumba de Morrison. Mierda, la policía nos echó. Al cabo de un mes me fui a vivir con ella en su apartamento. Éramos dos seres felices

y

húmedos. La humedad nos cubría con su manto todo el cuerpo. Era una humedad amarilla, una humedad azul. Era la humedad de dos seres acuáticos que nadábamos en las podridas aguas del amor y los días. Era verano. Nos levantábamos tarde, yo preparaba café, ponía mis discos, fumábamos, nos tocábamos, le metía la lengua entre los dientes, le chupaba las tetas dos veces al día y después salíamos a caminar. Cuando nos cansábamos nos metíamos al metro, o nos metíamos al café a conversar. Invierno. Un viernes la cosa se jodió. Una mañana empezó a llover como nunca. Los gatos de los techos se escabulleron hacia los sótanos y las campanas de la iglesia empezaron a teñir por entre las nubes sucias de París. Todo Paris se contagió con la canción triste de mil campanas reflejadas en el filo gris de la lluvia. En los árboles, en los gatos, en los pianos negros, en los rostros de las

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putas tristes de las callecitas hambrientas, en los rostros de los clochards de todas las callecitas oscuras y sombrías se reflejaba la canción podrida de las campanas de todas las iglesias de París mientras llovía. Llovía sobre París y las mujeres se pusieron más melancólicas. Tan melancólicas que una mañana recibí una llamada de un burdel de la calle Joubert para que fuera a ejecutar melodías tristes en el piano mientras las parejas anónimas ejecutaban sus amores anónimos a la luz de una lámpara mientras sonaba la música triste del piano y afuera llovía y sonaban las campanas de Paris. Durante una semana fui de aquí para allá con mi piano negro. Me empezaron a llamar de todos los burdeles. Mi reputación crecía rápidamente. Estuve en Pigalle interpretando melodías tristes mientras las mujeres más tetonas de Europa mostraban sus atributos a los habitantes oscuros de la noche. Estuve en el espectáculo de Katia La Teta Rumana, las mujeres, la repuntada de Pigalle. Después la cosa estaba tan triste y jodida que la alcaldía me contrató para que tocara en los parques mi piano negro bajo la lluvia. Mientras tocaba en los parques las palomas sucias de París se posaban sobre mi piano y se cagaban siempre en las piezas de Beethoven. Beethoven siempre ha ido bien con las palomas grises y tristes de Paris. Era una sensación extraña. Mientras la música se filtraba por entre las gotas de lluvia, a mi alrededor el parque entraba el letargo gris de las cinco de la tarde y entonces las palomas se cagaban despacio, despacio, despacio, las palomas se cagaban sobre el piano, se cagaban sobre Beethoven, se cagaban sobre el rostro de la gente, sobre el aire negro de la tarde y era

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cuando empezaba a oler a orines y mierda y las campanas de todas las iglesias de Paris parecían que estuvieran siendo tocadas por mil manos

negras,

dementes,

rotas.Tarde

inconclusa.

Lluvia

inconclusa. Lluvia. Palomitas inconclusas. Entonces yo encendía un cigarrillo y sentía allá adentro en el corazón una mierdita inconclusa. La lluvia continúo varios días. Días. Días. Días. Lluvia. Lluvia. No dejaba de llover y los habitantes eran fantasmas vestidos de negro que se deslizaban con lentitud por el vaho confuso de la niebla del invierno. La lluvia cada día era más fuerte. Un día las escuelas dejaron de funcionar y la televisión y la radio dejaron de transmitir. Pussy y yo llevábamos una semana recluidos en el apartamento. Al principio nos pareció una situación propicia para el amor porque mientras las gotas de agua golpeaban los cristales, adentro hacíamos el amor. Pero después de una semana de reclusión, de whisky, café, cigarrillos y amor, la situación se hizo insoportable. Una mañana me llamaron de un café de la Rue Voltaire para que fuera a tocar en un bar lleno de agua. Un maldito bar acuático. Afuera la lluvia seguía y la ciudad había dejado de funcionar en gran parte. Me puse el abrigo, los guantes y Salí a la calle arrastrando el piano negro. Cuando Salí a al calle no vi prácticamente a nadie. En la distancia se oían las sirenas. El agua me daba en los tobillos. Avance pensando por las calles el café de la esquina había cerrado. Más adelante en la entrada del metro había varios cuerpos muertos de unos clochards. Varias botellas de vino flotaban también. La lluvia no me dejaba ver. Puertas y 9

ventanas flotaban a mí alrededor. El agua me daba ya por las rodillas. Las campanas seguían sonando. De pronto un mareo se apodero de mi cabeza. Alcance a ver la torre mayor Notre Damme casi cubierta por las aguas. El agua empezó a arrastrarme y el sonido de las sirenas se fue apagando poco a poco. Con mis pies alcanzaba a rozar las copas de los árboles. La corriente me llevo por todo París. Entré a varios apartamentos de los últimos pisos. Alguna gente flotaba a mí alrededor. Las tumbas del Pere Lachaise flotaban a mí alrededor y un olor a ceniza fresca me llego a los pulmones. Era el olor de mil muertos flotando en las aguas oscuras de la lluvia gris. Las palomas volaban en círculo y se posaban en la parte alta de la ciudad, en la torre de Sacre Coeur. Mi cuerpo era un barco negro que sobreaguaba ebrio sobre las olas llenas de mierda, gatos muertos, cadáveres y botellas de alcohol. Creo que llevaba tres meses en esas, flotando encima de mi piano negro. Por momentos tomaba aire y me dormía. Sin embargo, la mayor parte del tiempo me la pasaba interpretando música sobre las aguas. Tocaba mi piano negro mientras las gotas de lluvia me abalaban el rostro. Pensaba en Pussy lluvia. Pussy amor. Pussy love. Pussy lluvia. Llovió siete meses seguidos. Un día los ruidos de los aviones me despertaron. Miré hacia el cielo y no vi nada. Mierda. El ruido venía desde adentro. A los pocos minutos un avión de Air Congo trató de despegar desde el fondo del agua. Estaba cubierto por una maraña de algas. A la distancia parecía una gran ballena herida que convulsionaba. Después estalló en mil pedazos. Las palomas del Sacre Coeur se asustaron y se escabulleron hacia el cielo gris. Otro

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día aparecieron las bandas de cuervos negros sobre París. Llegaron detrás de la lluvia. Picoteaban los cadáveres que flotaban en las aguas. Lo primero que vi fue una nube negra acompañada de un ruido ensordecedor. Todo el día los cuervos volaban en círculo. A mi me volvieron mierda el rostro. Después aparecieron los peces negros sobre las aguas. Eran enormes peces. Uno más grandes que otros. A mi me devoró uno de vente metros de largo y unos tres de ancho. Fue una sensación confusa. Era tal vez un jueves. Apenas estaba amaneciendo. La luz plomiza del sol se difuminaba sobre las aguas. La torre del Sacre Coeur resplandecía a lo lejos. Un grupo de clochards que flotaba a mi lado me ofreció un poco de vino rojo que me quemo la garganta. Pensé en Pussy. Miré hacia la lluvia y la maldije. Entonces una gran ola nos separo y fue cuando el pez negro nos engulló. Fue una sensación confusa. Primero entró mi cabeza. El pez me empujo con su lengua roja hacia adentro. Con suavidad. Después el pez engulló mi piano negro. Cuando llegué al vientre del pez supe que era más grande de lo que pensaba porque había un parquesito lluvioso, gris. Un parquesito triste con tres soles y entonces supe que estaba al interior de un pez gato. Entonces me acordé de lo leído en Enciclopedie Fantastique des Animaux en la parte de los peces gato. Todo pez gato tenia en su interior un parque lluvioso con tres soles y una mujer triste en alguna parte. Durante varios días estuve sentado en la banquita del parque interior del pez gato viendo llover. Las palomitas grises del parquesito volaban sobre los arboles inciertos hasta que finalmente

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me puse a tocar el piano. Mientras tocaba el piano allá en el parque interior del pez gato el aire se puso más triste que nunca y entendí que todos los peces gatos tiene en interior de sus parques una maquina que fabrica lluvias antiguas, negras y tristes. Los días pasaban. Una tarde apareció del otro extremo del parque una mujer. Una mujer fabricada en el interior del pez gato. Tal vez una mujergato. O una mujer lluvia. O tal vez una mujerlluviagato. Lluviagato. Gatolluvia. Se llama Blanche. Me dijo que había salido detrás de la lluvia al oír la música del piano negro. Durante varios días hicimos el amor bajo la lluvia del parque del pez gato mientras afuera nos llegaba el sonido milenario de las campanas de París como una canción remota que ejecutaba una orquesta alucinada compuesta de fantasmas, una orquesta de cuervos y perros negros que se diluían en la confusión de la lluvia que caía sobre la ciudad. A este pez gato le gustaba la música y por eso todo el tiempo a mi me tocaba tocarle algo. Cuando dormíamos el gato nadaba hacia Notre Dame, que ya estaba totalmente cubierta por las aguas, y entonces se introducia en la catedral y se acercaba al órgano para hacer vibrar los tubos. Cuando sucedia esto, la melodia del órgano permanecía semanas enteras en el tejido de las aguas y se propagaba por todas las olas. Era una música absurda, lluviosa, humeda, una música gata que se deslizaba con sigilo por todas las aguas sucias de Paris. Un día empezamos a notar que el pez se estaba achicando. El parque empezó a perder sus proporciones y llegó un momento donde el piano fue expulsado hacia el exterior. Más tarde apenas cabíamos Blenche y yo. Unos días más tarde Blenche y yo 12

empezamos hacer parte del pez. Primero mis piernas fueron incorporadas. Luego las manos y el resto del cuerpo. Llego un momento en el que solo nuestras cabezas estaban libres. El resto de nuestros cuerpos eran ya parte del pez gato. Finalmente llegó el día en que fuimos absorbidos por completo por la carne sucia del pez gato. Antes de ser chupados por la sangre lluviosa del pez gato le di un beso en la frente de Blanche. Ella cerró los ojos y lloró. El triste pez gato se fue reduciendo cada vez más. La corriente sanguínea me llevo hasta la cabeza del maldito pez. Un día por fin fui convertido en su mirada. Era sus ojos. Entonces podía observar el fondo del agua, el fondo de París, el interior de Notre Dame donde el pez gato triste iba hacer sonar el órgano de la catedral. Recorrimos París debajo del agua. Nos metimos por las líneas del metro. En el interior los cadáveres flotaban y los vagones parecían acuarios macabros. Me percaté de que el pez gato tenía el tamaño normal de cualquier pez. Mas o menos un metro de largo tal vez menos. Debió pasar un año. Las aguas empezaron a bajar. Un día empezamos a ver las copas de los arboles y el pez gato se puso más triste que nunca porque ya no pudimos entrar a la catedral a hacer sonar el órgano. Dejo de llover y las sirenas volvieron a sonar. Al cabo de unas semanas el agua había bajado bastante y nos tocaba refugiarnos en las líneas del metro donde las aguas todavía eran abundantes. Pero después las aguas del metro se fueron replegando y salimos. En las calles el agua apenas alcanzaba

treinta

centímetros

de

profundidad.

Entonces

empezamos a estrellarnos contra los zapatos de la gente que 13

caminaba en busca de alimento. Mierda. Después de mucho tiempo me acorde de Pussy. De la dulce Pussy lluvia love. Pussy. Pussy lluvia. Pussy lluvia. Pussy. Pussy lluvia.La situación estaba muy grave porque cuando no esquivábamos los zapatos de los habitantes, tenia que evitar las ruedas de los carros que ya estaban nuevamente circulando por las calles. La situación era desesperante. Una tarde pasábamos por los cines de la Rue Champolion y la poca gente que se había aventurado a ir a cine hacia cola para ver una película rumana. Me acorde de la sensación de la vida cuando se va a cine, esa sensación mezclada con el olor de la lluvia, esa pequeña sensación de pequeña tristeza que se siente cuando uno sale de cine en la noche y siente el mundo en blanco y negro con subtítulos traducidos a la desesperación y al absurdo, a la confusión. El pez gato y yo estábamos tristes. Los arboles estaban grises y había esqueletos que colgaban de sus ramas. El sol estaba empezando a salir. Entonces sentí cerca de mí unos zapatos negros que se acercaban chapoteando con ansiedad. Mire hacia arriba. Dos manos grandes me agarraban y me sacaban del agua. Al salir del agua me sentí perdido y poco a poco fui sintiendo que el pez gato y yo moríamos tarde cubierta de una luz plomiza. El hombre nos metió en una cesta. Morimos asfixiados. Lo ultimo que alcancé a escuchar fueron campanas de Notre Dame, al sonido de las sirenas y los ladridos de los perros. También el sonido de los niños chapoteando en el agua. Black out. Mierda. Se nos fueron las luces.

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El hombre abrió el cesto, nos sacó, nos puso en una tabla. Nos quitó las escamas. El hombre puso el sartén. Mantequilla. Mostaza. Albahaca. Una receta discreta, deliciosa, frugal, brutal.

Ajo, sal,

vino y champiñones. Nos metió al sartén. El aceite caliente quemaba mi cuerpo. Yo miraba hacia el techo de aquella maldita cocina. Sonaba en el salón blues. Bring me the shot gun baby. Bring me the shot gun baby. Después el hombre nos cortó en dos y dispuso la mesa. Luego entró una mujer. La mujer le dio un beso al hombre. Se sentaron a la mesa. Destaparon un Bordeaux rojo, un vino rojo como la sangre, para incitar al amor, a la lluvia, al fuego, a los gatos, a la oscuridad, al sudor, a la saliva. Hicieron el amor. Con rabia. Con lluvia. Con sangre. Sus gritos secos hicieron eco en la música de la lluvia tejiéndose en la oscuridad húmeda de la noche. Ahora estoy en la parte terminal de un intestino. Ella me engulló con elegancia, con suavidad, con la cena para dos. Son las doce de la noche y afuera, en el mundo, los gatos le hacen el amor a las gatas en los tejados envueltos por el perfume invisible del verano mientras Pussy lluvia, Pussy húmeda, en el baño se disponía a cagarme con suavidad y elegancia.

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DIOS NO CREE EN NOVELAS POLICIACAS

El jueves 4 de julio me hallaba en el balcon de mi apartamento londinense. Sentado. Observaba la calle. En mi mano sostenia un vaso de whisky. Las gotas de la lluvia producian un ruido fresco y extraño sobre las ruinas del día, sobre los castillos derruidos de aquella tarde, mientras los monstruos del tedio bramaban sobre la copa de los árboles, cerca del aire venenoso del verano. Entonces sono el telefono. Entonces sonó el teléfono. Era Harry. Me puso una cita en el centro, en el bar Rocco y Sus Astromelias. Terminé de navegar en aquella tarde a través de mi vaso de whisky y a medida que se acercaban las seis sentía que naufragaba poco a poco en el fango diminuto de la lluvia, ese fango colectivo de la ciudad. Y entonces cerré los ojos y sentí en la distancia a la multitud chapoteando triste en ese pantano oscuro como bestias que se rasgaban unas a otras sus florecitas sangrientas mientras los pétalos se llenaban de disparos de alcohol. Salí y tomé el metro en dirección Huxley Square. Llegue al bar y pedí un café mientras llegaba Harry. Al momento llegó. Se sentó, encendió un cigarrillo, pidió un whisky y entonces me dijo que me

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tenía preparado un negocio. Se trataba de que me aliara con él para convertirnos en ladrones de libros. Pero más que eso, la cuestión era que, si todo salía bien, seriamos ladrones de frases, de títulos de novelas, de versos, de poemas enteros, de finales de novelas policiacas, de cuentos. Me emocioné mucho. Pedimos una botella de whisky y exigimos un cambio de música inmediato. Harry fue a la barra y le dijo al barman que pusiera algo de Rotten. Concedido. Harry sirvió las copas y me dijo que había escritores sin imaginación ansiosa en Paris, Londres, Berlín, Buenos Aires, Estambul, Bogotá, Caracas y Ciudad de México que requerían de nuestros valiosos servicios como ladrones literarios. Esa noche nos emborrachamos en el bar Rocco y Sus Astromelias. Terminamos la borrachera en el parque Robinson Three. A la una de la mañana nos despedimos en la boca oscura del metro. Cogí el metro, el último, por cierto. Me hice en el vagón de atrás junto a una banda triste de punks que tomaban vino y cantaban. Me bajé en mi estación y caminé hasta casa. Me acosté mientras la lluvia taladraba los cristales y los gatos volaban sobre los arboles grises plagados de pequeñas tristezas. Al día siguiente esperé con ansiedad la llamada de Harry. Esta vez nos encontramos a eso de las nueve y media de la noche en el bar Ramsés II. Nuestra primera misión era para un tipo llamado Soren. Quería que le proporcionáramos un buen poema para publicar en una universidad para obtener un profesorado. El mediocre poeta Soren era un hombrecito oscuro de unos cuarenta años, un tanto callado y nervioso. Nos pagó por adelantado algo de dinero. 18

Después de despedir al hombre, Harry y yo nos quedamos en el Ramsés II y pedimos algo de comer y de beber. Harry sacó una lista y empezamos a estudiar los posibles candidatos a los que les podíamos robar un buen poema. Después de eliminar candidatos de Madrid y Berlín, decidimos que el más adecuado era un poeta ebrio de Paris. Un poeta llamado Alfred Sartorius que tenía un excelente poema de veinte páginas titulado Poema para tres muertos ebrios amanecidos

en el cementerio Pere-Lachaise. Al

otro día nos desplazamos a Paris. Llegamos al Orly en la noche. Llovía. Sartorius vivía en la calle Voltaire, en un apartamentico. Durante tres días seguimos sus movimientos. En las mañanas el poeta Sartorius salía temprano y se iba al barrio Pere-Lachaise. Se metía a un barcito de árabes en el boulevard Menilmontant y pedía brandy. Siempre llevaba un cuaderno y estilógrafo barato y mientras bebía su trago miraba por la ventana y escribía poemas. Sartorius salía hacia la una de la tarde luego de haber pedido una torta de papas y tomates. Salía a caminar y llegaba hasta Bastille donde se metía nuevamente a otro bar y allí se encontraba con Anne, una amiguita que era la única que le soportaba sus poemas alcohólicos y sus borracheras. En el bar de Bastille siempre la cosa se ponía caliente. Durante los tres días que lo seguimos, Sartorius siempre protagonizo grescas con los habituales del lugar. Al tercer día decidimos dar el golpe. Ese día, en la a tarde, nos metimos al bar de Bastille y pedimos cerveza a la espera de Sartorius. A la media hora apareció Anne y un poco más tarde el poeta. Juntos tomaron un par de cosas y después se fueron a hacer el amor al baño de atrás. En el baño, Sartorius le alzó la

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falda a Anne y, mientras los ruidos amarillos del verano entraban por la diminuta ventana, el poeta le descubría el sexo rojo a la mujer y le susurraba poemitas violentos al oído, le decía que su sexo rojo era un globo húmedo que flotaba en la lluvia húmeda del amor mientras las aves negras del alcohol volaban entre los arboles oscuros llenos de ángeles y gatos lluviosos. Después salieron. Se hicieron en la barra y fumaron como putas encarceladas. Tomaron bastante. Hacia la seis, Sartorius se dirigió al centro del bar y mandó a callar a todo el mundo. Se paró en una de las mesas y recitó un poema. Dos hombres le lanzaron cerveza a la cara. Sartorius sonrió y sacó su pene y se orinó sobre aquellos hombres que de inmediato lo cogieron a golpes.

Fue una golpiza tenaz.

Entramos en acción Harry y yo. Acudimos en su defensa y lo sacamos del bar. Anne salió con nosotros, pero la dejamos tirada en una banca de un parque porque estaba bastante borracha y n se podía tener en pie. Llevamos a Sartorius a su apartamento de la calle Voltaire. Terminamos de emborracharnos con él, y hacia el amanecer, cuando ya estaba dormido revisamos sus papeles y encontramos los manuscritos del poema. Entonces salimos con el poema. Ese mismo día cogimos un avión hacia Londres y se lo entregamos a Soren. Lo último que supimos de Sartorius es que se había suicidado un mes después. Se había lanzado al Sena completamente ebrio en una noche de lluvia luego de haber visitado en una semana por lo menos cuarenta bares, bares donde se había bebido cincuenta litros de brandy. Tambien le había hecho el amor a unas cuantas puticas tristes de Paris. Soren nos pagó muy bien y al poco tiempo obtuvo su profesorado en Cambridge como titular de Poesía

Moderna.El

poema salió 20

publicado en las revistas

especializadas y Soren fue entrevistado en la televisión y en los periódicos. Pasaron dos semanas. Yo me aburría como una ostra enferma. Londres estaba insoportable. En las noches me arrastraba como un caracol oscuro por los pubs de punks y me embriagaba hasta perder el sentido. Fui un par de días a Manchester a visitar a Julia, una amiguita bacana que me proporcionaba opio en los veranos. Después regresé a Londres y nuevamente recibí una llamada de Harry. Nos encontramos otra vez en el Ramsés II. Esta vez el trabajito era para un teólogo que quería presentar una tesis doctoral en Roma. Al otro día volamos hacia Praga. Llegamos en la mañana. Hacia un día hermoso. Caminamos cerca del hotel puente de Carlos y en la noche fuimos al Hard Rock Café. Nos estábamos quedando cerca de la estación Namesti Miru. Nuestro candidato era un teólogo judío llamado Svarik que sostenía que haciendo cierta lectura cabalística de Así habló Zaratustra de Nietzsche se podía acceder directamente a Dios. Svarik dictaba cursos en la Facultad de Teología de la Universidad Judía de Praga. Era respetado y tenía hábitos correctos. Era brillante y bastante modesto en su forma de vida. Después de las tres de la tarde se encerraba en su estudio de la Universidad y a las siete en punto salía a coger metro. Comía en un cafecito y luego se iba y se levantaba una putica en el puente de Carlos. Después, hacia las nueve, la echaba y se disponía a proseguir sus estudios. Lo seguimos una semana. Al tercer día entramos a su clase. Nos hicimos en la parte de atrás. Svarik nos miró con el rabillo de su ojo y comenzó su clase. El teólogo empezó interpretando aquel pasaje del libro del filosofo 21

alemán que decía: “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre; una cuerda tendida sobre el abismo.” Al terminar de leer el pasaje, el teólogo Svarik miró a través de los cristales de las ventanas, miró hacia Praga y dijo en voz grave a sus alumnos que la Creación era un oscuro ajedrez de movimiento eternos, un ajedrez donde las fichas se morían de frio mientras la lluvia de la eternidad calaba sus huesos y que el movimiento circular y eterno de ese ajedrez era lo que los sabios de Praga llamaban conocimiento y que no había escapatoria, todos estábamos encerrados en ese ajedrez absurdo, todos estábamos encerrados en la mitad de ese juego azaroso que Dios jugaba consigo mismo y que al final conducía hacia el único fin posible, el único fin posible dominado por la ilusión del espíritu y a carne, del tiempo y espacio: el terno reino de la decadencia humana. Por eso era requisito indispensable acceder a Dios para escapar del círculo del fuego del escenario humano. Era preciso acceder a Dios para adivinar el próximo movimiento del confuso ajedrez del mundo, pero, a lo mejor, Dios tambien era prisionero de su propio ajedrez. Svarik terminó la clase y salió a tomarse un café antes de meterse a su estudio. Esa noche, a las nueve, lo llamamos a su apartamento. Harry, que hablaba perfectamente el checo, le dijo que tenía la clave cabalística para acceder a Dios. Svarik se quedó un instante callado y entonces Harry le dijo este pasaje: “Un día, una fiesta en compañía de Zaratustra ha bastado para enseñarme a amar la Tierra”. Svarik titubeó y Harry agregó que se podía romper el círculo infernal del ajedrez si los movimiento se hacían en sentido contrario

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a como los hacia Dios. Svarik se interesó en el asunto y entonces le pusimos una cita en el bar cerca del puente de Carlos. A las diez Svarik apareció en el bar Black Muzeum. Pedimos whisky. Harry y yo le demostramos al teólogo que el mundo estaba en manos de los hombres

y que por eso la lectura que debía hacerse de los

movimientos del ajedrez era una lectura humana, es decir, la lectura de las guerras, las enfermedades y el progreso científico; y que esos movimientos iban en contravía de Dios, pues si Dios era perfecto, no permitiría ni la injusticia ni la corrupción, pues su eterna sabiduría le permitía ser ajeno a este mundo decadente y, por lo tanto, este mundo no era una ilusión de un mundo divino perfecto, sino una realidad imperfecta de seres dominados por la necesidad y por el dolor, por el odio y el amor y que esos eran los verdaderos movimientos del ajedrez y por lo tanto los instintos y la razón eran los únicos instrumentos que tenían los hombres, los reyes del ajedrez, para manejar el juego de la naturaleza que se regía por las leyes de la física y la química. Svarik permaneció en silencio y habló para decirnos que respetaba nuestra posición, pero indicó que era muy presumida y prepotente. Luego de tomarse un trago doble agregó que no habíamos reparado en el hecho de que, además de la ley de la gravedad física descubierta por Newton – que igualaba a todos los seres sin distingo-, había una ley teológica de la gravedad donde los seres por igual caían del bien al mal y por eso la noción de arriba siempre se asemejaba a lo divino y la de abajo a lo humano y que era necesario conocer la aceleración precisa de ese movimiento para conocer en qué momento el hombre salía del bien y se corrompía en veloz caída hacia el mal. Entonces se paró y se fue. Seguimos a Svarik y en el puente de Carlos lo asesinamos. 23

Después fuimos a su apartamento y sacamos sus manuscritos. Esa misma noche de lluvia cogimos un bus hacia Paris. Atravesamos Alemania en medio de una tempestad y, mientras los rayos resplandecían en el centro de la lluvia, Harry me dijo que a Svarik se le había olvidado añadir que las lluvias del mundo eran más hermosas y misteriosas que cualquier ajedrez divino. Llegamos a Paris hacia el mediodía y esa tarde nos embriagamos en un bar del barrio Latino. Enviamos por correo la tesis teologal de Svarik a nuestro cliente de

Londres. Esa noche cogimos un avión hacia

Suramérica donde nos esperaba otro trabajito interesante. Viajamos en first class. Tomamos champagne y arribamos a la ciudad de Bogotá hacia las seis de la tarde del otro día. Nos hospedamos en un hotelito del centro y a la medianoche un personaje extraño vestido de negro entró al bar del hotelito, donde seguíamos bebiendo en compañía de unas nenitas de la avenida Jiménez. El extraño hombre, que sudaba y se encontraba en alto estado de nerviosismo, nos dijo que se llamaba Karl Jam y que era un personaje de una novela policiaca y que requería de nuestros servicios. Jam nos dijo que un novelista llamado Rojo Bacon, famoso por sus novelas policiacas y de terror, lo había creado para su última novela, pero el pérfido autor preveía matarlo antes de veinticuatro horas y nosotros debíamos impedir ese asesinato literario. La cuestión que nos planteo Karl Jam era hasta donde el autor no era tambien un asesino al pretender asesinar a su personaje. Le dimos un par de tragos al hombre y le pedimos que se tranquilizara. Jam nos dio las señas particulares de Rojo Bacon y nos dijo que vivía en un apartamentico cerca de Lourdes, en

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Chapinero. Esa noche descansamos. Dormimos bien. Al otro día fuimos a desayunar a un cafecito

de la Jiménez. Llovía sobre

Bogotá y las palomas grises se filtraban en las nubes grises, en las nubes negras llenas de gasolina del cielo bogotano. Luego caminamos un rato por el centro. Nos subimos a los buses de la Caracas, de los que tanto habíamos oído hablar en Londres y Paris, y llegamos hasta la 80 donde nos bajamos. Nos devolvimos caminando hasta Chapinero. Esa noche entramos al striptease de la calle 60, donde solía ir Rojo Bacon, y vimos la función de Las Muñequitas Asesinas del Sexo Podrido y tambien la función estelar de medianoche: El Falo Corrupto y Sus Nenas Espermatozoicas. Rojo Bacon estaba situado en el centro del teatro y fumaba. Lucia impávido detrás de sus lentes negros. Cuando se acabó el espectáculo, Bacon se dirigió hacia los vestíbulos y esperó a una de las nenas y salió del lugar con ella. Lo seguimos. Bacon y la mujer entraron a un bar llamado El Bunker, en la 67. Se hicieron en la barra y pidieron un par de cocteles de vino acido. Harry y yo nos hicimos pasar por reporteros de la revista especializada en novela policiaca Holmes Street de Londres. Bacon nos ofreció cigarrillos y se interesó en la entrevista underground que le proponíamos. Dispuso a la nena sobre sus piernas y le deslizó una mano entre sus tetas frescas y descomunales. Harry le lanzó la primera pregunta y le planteo que si matar a un personaje no hacía de algún modo tambien un asesino. Bacon rio estruendosamente, tomó una bocanada de su cigarrillo y respondió que eso no era cierto porque los personajes, desde el momento en q leu entraban en el papel, adquirían vida propia y el autor corría entonces el

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riesgo de ser asesinado en vez de ser el asesino y más en el caso suyo dado que su especialidad era la novela negra. Al final de la noche nos despedimos en la puerta del bar. Llovía. Bacon se fue con su nena por la carretera 7ª. Harry me dijo que iba a ser una cuestión bastante fácil. Entonces alistamos las pistolas y nos fuimos por la carretera 13 corriendo bajo la lluvia para emboscarlo en el parquecito de la calle 60. Cuando llegamos al parque, Bacon venia solo. Se encontraba e el otro extremo. Avanzamos. Cargamos las armas. El viento frio de la noche taladraba nuestros huesos. Cuando lo tuvimos en frente, le apuntamos, Bacon soltó una tremenda carcajada, una carcajada que retumbó en todo el parque oscuro. Entonces nos dijo que perdíamos el tiempo porque nosotros éramos dos personajes de su última novela policiaca llamada Critica del asesinato perfecto y en el final de la misma estaba escrito que moríamos. En ese instante, proveniente de las tinieblas, apareció Karl Jam y nos disparó y Harry y yo caímos muertos mientras la lluvia tenue de agosto penetraba por los huecos de los balazos.

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JOHN TIGRIS

Mi nombre es John Tigris. Aventurero. Cazador. Borracho. Mujeriego. Desperdicio el dinero. Desperdicio el tiempo. He estado en muchos lugares: en las selvas del Brasil, en el Polo Norte, en el Sahara, en Nepal, en el Desierto de México. Mi gran pasión es la cacería. He cazado animales en casi todos los lugares del planeta. Mi reputación es muy grande. En mi casa tengo las cabezas disecadas de leones, venados, osos, elefantes, dantas y muchos otros animales. Sin embargo, en el salón principal de mi casa falta un trofeo, tras el cual muchos cazadores han perdido la vida: los tres tristes tigres del Alto Volta, que nadie nunca había podido cazar.

En el invierno de 1986 hacía bastante frío en París. Yo pasaba los días en el barrio latino, de café en café, de cine en cine. Acababa de llegar de Manaos donde estaba cazando un jaguar sagrado de los yacunas. Aquella noche de invierno me hallaba en el Bar Haddock tomándome una copa. Me despedía de la vida libertina de París, pues al día siguiente me iba al África tras los tres tristes tigres del Alto Volta, que me esperaban escondidos entre los vientos negros de la selva. Esa noche me embriagué. Llené mis pulmones 28

de humo y mientras caminaba por las calles heladas pensaba en las columnas verdes de los árboles africanos, pensaba en el olor de la pólvora mezclado con el olor de la selva, pensaba en el olor de un cigarrillo

mezclado

con

el

granizo

confuso

de

las

aves

escabulléndose en la copa de los árboles. Al otro día, muy temprano, en la mañana volaba hacia África, hacia el Alto Volta. Me dirigía hacia el rio Ube Tugo, que en lengua nativa significaba “donde acaba la luz”. Allí era donde empezaría la cacería de los tres tristes tigres del Alto Volta. Mientras viajaba en el Fokker que rompía la monotonía del cielo africano, el olor de la gasolina blanca llegaba hasta mis pulmones y se mezclaba con el perfume confuso de mi sangre contaminada de brandy y nicotina. Nunca había estado en el Alto Volta. Había estado en Angola, en los setentas, combatiendo. También alguna vez estuve en Tanzania y en Etiopia traficando agua, gasolina y comida. Ayudé en el Congo a varios militares en diversos complots. Debo decir que tengo un conocimiento bastante acertado del continente africano. Tal Vez África y América Latina se parecen mucho. Los climas y los militares malsanos son características similares. Pero todo se arreglaba con un buen puñado de dólares, unas cuantas armas y putas finas. So easy viejo, so easy viejo Aterricé en una ciudad llamada Tute Ogo. Una verdadera caldera infernal. El ambiente estaba caldeado. Había rumores de un golpe militar y al parecer una guerra civil estaba próxima a estallar entre las diferentes tribus que estaban ansiosas de adquirir armas en el mercado negro. Hice algunos contactos en el lobby del hotel. Le

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ofrecí whisky al negro, que me sonreía con su blanca dentadura perfecta y le dije que me llevara a la acción. Estuve observando varios burdeles de la ciudad. Para conocer un país hay que ir a dos lugares claves: los burdeles y las iglesias. Por la forma como bailan, se emborrachan y

seducen a

las

mujeres conoces el

temperamento de un país. Si lo hacen abiertamente estas con gente que te mata de un tiro en el pecho. Si una mujer, por el contrario no te mira a los ojos en un burdel, con seguridad estás en un país donde te matan por la espalda. Si en las iglesias vez sinceridad en las mujeres que rezan, estás en un país donde te reciben en su casa sin dudarlo un instante. Si ves mezquindad en el rostro de las mujeres, entonces te hallas en un país donde te reciben en las casas pero para robarte. En el Alto Volta estaba en un país donde sucedía lo primero. Esa noche me embriagué y regresé tarde al hotel. Al otro día partí de nuevo por el río Ube Tugo. Mi guía era un robusto negro llamado Lome, que tenía a cargo siete hombres armados. La Selva nos engullía poco a poco en sus largos brazos verdes a medida que avanzábamos por el río sentíamos que éramos tragados por una bestia oscura que abría su jeta con lentitud mientras caía la lluvia oscura del trópico africano. A nuestro alrededor la orquesta negra de la selva ejecutaba su sorda melodía de tambores y murmullos mientras los huesos se podrían en el interior del cuerpo. Al segundo día entramos en la zona de la tribu Kobi, famosos cazadores de cabezas. Desde que entramos en su territorio los arboles eran más negros y los espíritus de la selva nos rondaban 30

con lentitud. Eran los espíritus del agua, los espíritus salvajes del viento amarillo, los espíritus del fuego, los espíritus verdes que iban y venían y se tejían sobre ese aire confuso, oscuro. Lome me comunicó que para espantarlos lo mejor era fumar. Mientras la barca se deslizaba con suavidad sobre el agua podíamos sentir los espíritus rozando nuestra piel. Sabíamos que estaban ahí. Los sonidos me producían los espíritus eran como murmullos de piedras rotas cayendo en el agua. Finalmente llegó lo que habíamos presentido. Perdimos el sentido del tiempo. También fuimos perdiendo tripulación. En las noches mientras los tambores taladraban el río y los espíritus de la selva rondaban con suavidad a nuestro alrededor, nuestros desaparecían

misteriosamente.

Al

otro

día

Lome

hombres y

yo

comprobábamos que uno de los hombres faltaba. No se cuánto tiempo navegamos por aquel maldito río. Mientras las aves prehistóricas volaban en círculo sobre nuestras cabezas la música negra de la selva nos taladraba la sangre. La música oscura de la tiniebla poco a poco nos alucinaba y penetraba por la piel como una baba extraña, una baba invisible que recubría el aire, el agua, la selva. Nuestra barca se deslizó por el interminable rio día tras día. Finalmente llegamos a un claro en la selva. Parecía un claro amigable. Saltamos de la barca en busca de alimento. Lo único que nos quedaba era una botella de whisky, que usábamos para untarnos en el cuerpo para espantar las moscas tsé tsé, y unos cuantos tristes cigarros. Tambien habíamos perdido los fusiles. Al final de la tarde nos venció el sueño. Caímos como piedras negras. 31

Como piedra rojas ciegas confusas. De pronto algo me despertó. El sol ya caía. La tiniebla se tejía con lentitud entre los árboles. Un ruido me despertó. Miré a mi alrededor y Lome había desaparecido. En ese instante la música de los tambores arreció y la lluvia negra de la selva se precipitó sobre el follaje. Mierda. Sentí ruidos cerca de mí. Después escuche varios rugidos de tigre. Corrí hacia la barca y ya no estaba. Entonces me metí en la selva. Detrás de mí empecé a sentir la respiración agitada de mil bestias negras tratando de atraparme. Mil manos negras detrás de mi cuerpo se agitaban en la oscuridad. Mil voces rojas retumbaban entre los árboles. Corrí como nunca había corrido. Las ramas golpeaban mi cuerpo confundido. Mientras corría los rugidos llegaban de diferente intensidad. Llegaban del aire, de la tierra. Eran los rugidos de los tigres del viento, del fuego, rugidos de los tigres del agua. Los espíritus de los tigres me perseguían y venían volando por entre las ramas. No había duda. Estaba en el territorio de los tigres del Alto Volta. Finalmente después de un largo trayecto caí a un hueco y me desmayé. Llueve. Noche oscura. Ahora acabo de despertar y me acabo de dar cuenta de que solo soy una cabeza. Soy un trofeo de caza colgando en el tronco de un árbol mientras allá abajo los tres tristes tigres del Alto Volta fuman y hablan sobre su última aventura de cacería.

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LAS CUATROCIENTAS ESPADAS DEL BRANDY Me mataste. Eso es lo único que sé. También sé que estoy en el cielo. Por fortuna. Llevaba diez minutos de muerta y me pediste un cigarrillo. Yo busqué en mi cartera y te ofrecí uno de mis mentolados. Lo encendiste y te fuiste al balcón y lo fumaste en silencio mientras los fogonazos silenciosos del cigarro te iluminaban los ángulos del rostro. Afuera llovía. Era una lluvia mezclada con los pasos de los gatos que se deslizaban por los techos buscando un poco de calor. Me mataste en una noche de lluvia. Eso había sido demasiado para ti. Nunca has soportado la lluvia, ni los Stones más allá de las once de la noche. Después de las seis no puedes soportar las películas inglesas, ni los cafés cargados. Eres extraño Spada. Muy extraño. Ese día que me mataste me llamaste desde algún teléfono del parque Giordano Bruno y me dijiste hey baby vamos a ver Naked de Mike Leigh y yo te dije, pobre idiota ilusa, claro baby nos vemos a las seis en la estación de metro Radio City. Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado. Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito beso que explotó en el núcleo del aire, puff!, y desapareció para siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco 34

en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes negras que olían a heroína con orines. Más tarde nos encontramos en Londres. Estabas en el parque. Las palomas grises hacían maniobras confusas en el aire precario de la tarde y el olor de la lluvia me entró a los pulmones y me intoxicó. Caminamos por la 13 y el conjunto de las luces, el conjunto de los rostros y de los olores nos marearon lentamente. Las campanas de Lourdes empezaron a sonar en el tejido del aire. En el aire había latidos. Grandes latidos. Latidos. Latidos de un corazón invisible, herido y borracho que bombea tinieblas sobre la lluvia, sobre la noche. Antes de entrar a cine tomamos un café donde los árabes. Sensación conocida: café cargado, negro, espeso, un cigarrillo. Una conversación banal. Un golpe en el estómago. Mierda. Adrenalina pura. Sudoración . Escalofrío. Un tabaco. Un Marlboro. Otro café. Un beso. Un silencio. Un golpe en la cabeza. Salimos de los cafés mareados, aturdidos, y el ruido de la ciudad nos abaleó el pecho y las miradas. Me dieron ganas de que te largaras para la mierda, pero daba la casualidad de que íbamos a ver Naked de Mike Leigh y entonces sentí en el corazón cuatrocientos golpes, cuatrocientos golpes de brandy, cuatrocientos golpes de lluvia, cuatrocientos golpes de heroína, cuatrocientos golpes de sangre, de carne, de pólvora, de humo azul, cuatrocientos golpes de tristeza, cuatrocientos golpes de cuatrocientas aves muertas revoloteando en mi pecho.

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En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamertos. Una pareja de viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y las chicas universitarias con cara de que no se las habían comido en meses por estar viendo películas para solitarios todas las noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando en las nubes confusas de los días como aviones absurdos, perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se te llenaba la boquita de heroína y saliva negra. Un man bacano, ese Johnny. Entonces llegamos a tu apartamento. Me metiste tres balazos en el corazón. Once de la noche. Me mataste. Después fumamos, tomamos un café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos atravesados por cuatrocientas espadas brillantes antes del café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos llenos de humo, dos cuerpos desnudos atropellados por la alucinación, dos cuerpos desnudos con la sangre llena de perros atroces, dos cuerpos desnudos naufragando en alguna ola de la marea de la noche, dos cuerpos oscuros fulgurando antes de apagarse para siempre el reflejo caliente de la lluvia.

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A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a ver. Pura mierda. Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me fui bien muerta. Lo último que recuerdo eres tú fumando y yo sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad del túnel. Es verdad. Me mataste. Y estoy en el cielo, tal como tú querías. En el cielo. Tal como querían mis padres y tú. Muerta, en el cielo. Ahora he vuelto. Estoy en el balcón. Tú acabas de regresar del cine. Me ves. Te detienes. Te acercas. Me observas en silencio. Fumas un cigarrillo. No has cambiado mucho baby. Abres la ventana. Afuera llueve. Me acaricias la cabeza con suavidad. Me dejo tomar en tus manos y me pones frente a ti. Entonces te clavo el pico en un ojo y la sangre brota lentamente. Mierda. Te saco el otro ojo. Afuera llueve y las luces de la ciudad son peces suicidas que se destrozan en las aguas sucias y turbulentas de la tiniebla. Estás tirado en la mitad del salón y el viento frío de la noche te cubre. Llevas diez minutos muerto. Yo llevo diez minutos convertida en paloma.

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LOS DOS ULTIMOS DIRIGIBLES TRISTES Y AMARILLOS DE LA LLUVIA.

La última vez que te vi, llovía sobre la ciudad y los gatos se alimentaban en los parques con mariposas. Tú me dijiste que los chicos no debían llorar mientras el reflejo rojo de tus labios estallaba en la mitad de la bruma gris del invierno. Ese día, en la diminuta mañana del invierno, nos encontramos en la calle Bruno. Caminamos por la playa. La brisa marina nos ametrallaba con su tristeza salada mientras en la distancia las olas se confundían con el viento negro y yo te miré a través del reflejo del mar y de la lluvia y tu nombre me supo a sal, tu ojos eran sal, tus huellas sal, tus manos sal, tus manos sal, tus ojos tristes sal. En un kiosco de la playa compramos un comic de Superman y una botellita de vino rojo y nos sentamos en las rocas. Después caminamos alucinados, caminamos enredados en la lluvia, caminamos confundidos, en silencio; caminamos con los corazones borrachos y nos sentimos dos pequeños barquitos a punto de naufragar en las aguas sucias de aquel día de invierno, aquel día lleno de sangre salada, de lluvia salda, de gatos salados, de aves saladas. Luego nos fuimos a la feria de la playa. Yo pagué tu tiquete. Nos reímos un poco. Nos reíamos de los enanos voladores, del hombre-espada, de la mujer de siete tetas y entonces caímos al cinema de la feria y vimos una película de Buñuel y cuando vi tu rostro iluminado por los destellos 39

de la pantalla supe que el final estaba cerca. Tu rostro era el rostro de un fantasma que navegaba en las tinieblas de la película. Cuando salimos del cine ya definitivamente éramos dos fantasmas remotos perdidos en el laberinto oscuro del día, dos fantasmas rotos tratando de descifrar maniobras de los instantes en el ajedrez absurdo de la alucinación. Go on, go on, come back, come back. Rostros, botellas, sirenas de policía, el mar, el olor a sal, el vino, el humo del hachís, la arena en los ojos, la arena en el corazón, la lluvia. Todo pasaba en cámara lenta por mi mente y me di cuenta de que poco a poco el espíritu estaba sucumbiendo y el cuerpo decayendo. Estaba sucumbiendo en el vértigo confuso de la tarde, ese vértigo que sabia a sangre y a vino, ese vértigo sucio de sentir ocho vidrios rotos en el corazón, ocho vidrios rotos llenos de orines y vino barato, ocho vidrios rotos que se clavaban en la palma de las manos. Más tarde llegamos al parque Nirvana. Nos sentamos. La tarde decaía. La lluvia se filtraba en los hoyos negros de tu corazón. Yo era un pez. Yo era un pez que nadaba en las aguas confusas de tu corazón, un pez lleno de puntillas negras agonizando en el borde de tus labios lleno de gasolina. Nos quedamos un rato en aquel parque rodeados por los pétalos asesinos de las astromelias y las rosas mientras la lluvia nos llevaba la nirvana negro de las seis de la tarde, ese nirvana lleno de vapores alucinógenos que nos contaminaban lentamente los pulmones , la sangre, la saliva, la saliva, la saliva. Yo te observé a través de las nubes confusas de ese nirvana venenoso y luego miré la lluvia y vi nuestro reflejo quemándose como una hoja de papel cualquiera en el viento, vi tu 40

espectro de fantasma huyendo con las gotas de lluvia. Stay. Stay. Stay. Mierda. La pequeña baba, la insignificante e inútil babita de la tristeza nos cubrió con su manto. Stay. Stay. Stay. Encendí un cigarrillo y me fui hacia los arboles a saborear el perfume triste de la madera húmeda, el perfume triste de la madera gastada por los siete vientos verdes de la tarde. Después volví hacia ti. Estabas mirando el vacio. Te envolví con el humo de mi cigarro y lloraste en silencio mientras en la lejanía se escuchaba la música gitana de la feria. Lloraste en silencio mientras la lluvia te limpiaba tus lagrimas, mientras las tinieblas se apoderaban

de tu rostro frágil; lloraste

mientras la tarde se llenaba de pequeñas gotas de sangre, pequeñas gotas que salpicaban nuestros pies, nuestras manos, nuestros corazones fantasmas que sucumbían, con lentitud, en el vértigo rampante de los instantes que calan como dados dementes en los abismos diminutos de aquel parque lleno de palomas amargas. Hacia las siete de la noche salimos del parque. Cuando salimos un enjambre de moscas zumbó encima de nuestras cabezas. Caminamos un rato y nos metimos al metro. Estación Tiffany. Esperamos el metro. Al cabo de un rato llegó. Venia atestado con la gentecita de la feria, atestado con aquellos pequeños seres con los rostros pegados a los vidrios sucios. Cuando nos subimos al metro las moscas nos siguieron de nuevo. Nos bajamos en la estación Morris. Salimos a la calle y fuimos al bar Pink Cloud. Pedimos un coctel salvaje para terminar de jodernos el espíritu y el cuerpo. Afuera llovía y el sonido de la lluvia se confundía con el zumbido de las moscas que se estrellaban 41

contra los cristales del bar. Pedí un coctel de acido amarillo y me sentí como un globito triste que navegaba discontinuo en medio del humo azul de los cigarrillos mientras la música triste y oscura del bar penetraba por todos mis poros. Me dirigí hacia la ventanita del Pink Cloud y observé la lluvia cayendo en el pavimento mientras sentía la pequeña baba de la tristeza haciendo estragos en mis entrañas. Me dieron ganas de vomitar, ganas de vomitar las balas que los días me habían metido en el corazón, ganas de vomitar el olor de tu nombre en la lluvia, ganas de vomitar mi sangre contaminada de flores muertas, ganas de vomitar las aves negras de mi corazón; ganas de vomitar todas las botellas rotas que se habían acumulado en mi cuerpo destrozado, en mi cuerpo débil; ganas de vomitar todas aquellas músicas macabras y disonantes que taladraban mi cerebro destruido. Entonces vi mi rostro reflejado en el cristal y reconocí el rostro de un prófugo que huía de la cagarruta de las palomas que se acumulaban en las cañerías pestilentes de los días; vi tu rostro oscuro de un fantasma con el cuerpo y el espíritu en ruinas, destruidos; el rostro de un fantasma diluido en alcohol, diluido en el pequeño vacio de los ácidos amarillos mientras la lluvia escribía tu nombre sobre el cristal. Volví a la barra. Tú ibas por el cuarto brandy. Me diste un beso. Después fuimos al baño. Hicimos el amor en la oscuridad mientras los motores negros de la noche sonaban a nuestro alrededor. Éramos dos avioncitos perdidos en una tormenta confusa de brandy de saliva, dos avioncitos grises perdiendo altura con las turbinas llenas de orines, de humo, de acido amarillo, de tristeza.

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Salimos a la calle y caminamos por la calle Smith. Los vagos de la calle Smith jugaban a los naipes y a los dados cerca del fuego. Las moscas volvieron a aparecer. Nos seguían. Llegamos a la playa. La feria ya había cerrado. Solo quedaban los borrachos de la playa tirados en la arena, quedaban los vestigios, las pavesas de la fiesta esparcidas sobre la arena. Caminamos por entre las cenizas del día mientras las moscas zumbaban encima de nuestras cabezas. Nos sentamos en la arena. Una hora después dos zepelines amarillos se estacionaron frente a la playa. Un hombre bajó y se dirigió hacia nosotros. Nos saludó y nos señaló los dirigibles. Tú te montaste en el más pequeño, yo en el grande. Cuando los dirigibles se alejaban a través del aire caliente de la noche te vi por última vez pegada al vidrio. Me mandaste un beso amarillo, un kiss amarillo que estalló en la mita de la lluvia y entonces no te vi mas. Me senté. Encendí un cigarrillo. Mire por la ventana y el lejanía vi el mar, las luces de la ciudad, las luces de los barcos estacionados en la bahía y entonces el interior del dirigible se llenó de moscas. Más tarde vi el mundo, su forma redonda. Afuera la lluvia cósmica golpeaba contra los cristales del dirigible. Entonces supe que nos dirigíamos hacia el infierno y que estaba muerto. Era un muerto roto que fumaba con desespero, un fantasma ebrio sentado en la silla 34 T de aquel inmenso pez triste que navegaba sin rumbo por las aguas negras del universo mientras caía la lluvia cósmica que diluía el reflejo de los cristales.

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MORFINA Y CHOCOLATE

Hay una extraña relación entre el chocolate y la lluvia. Una extraña relación entre las gotas de agua resbalando sobre el rostro, las hojas de los árboles y la pasta de chocolate deshaciéndose con lentitud en la boca: cerca de los dientes, cerca de la saliva espesa, cerca del sabor de la sangre, cerca del sabor del invierno negro. Cuando se deshace, cuando se derrite el chocolate en la boca, en el centro del vértigo invisible de la saliva, sucede lo mismo que cuando se deshace la vida en medio de los líquidos oscuros del cuerpo. Es el mismo sabor agridulce de la muerte.

Es la vida

tornándose inconsistente, es la vida derritiéndose bajo el sol negro de las tinieblas de la sangre y de la muerte. Desde chico me han gustado los chocolates. El sabor del chocolate siempre ha conectado los instantes más importantes de mi vida. Orines y chocolate. Orines, sangre y chocolate. Orines, lluvia, perros, sangre, el ruido del tren, los arboles y el chocolate. Miedo y chocolate. Oxido y chocolate. Morfina y chocolate. Mis primeros recuerdos tienen que ver con los chocolates. Cuando era chico iba a la escuela en tranvía y siempre comía chocolate. Pegaba mi rostro contra el cristal

mientras las gotas grises de la lluvia de

agosto resbalaban lentamente deformando mi reflejo. El primer recuerdo fuerte de mi infancia sucedió precisamente en el tranvía una tarde cuando regresaba de la escuela. Comía mi chocolate 45

para distraer la tristeza. En la calle Memphis con Padlock el tranvía arrolló a un niño. La sangre se diluyó por el asfalto húmedo y mi boca se lleno con ese sabor particular de la sangre mezclada con el chocolate, ese sabor conocido de la muerte; ese sabor un poco dulce; un poco lluvioso, un poco húmedo. Ese sabor de animalito amargo a las tres de la tarde mientras las aves rayan el cielo gris con su vuelo taciturno. Crecí, y entonces vinieron los primeros cigarrillos a la salida del cine. Íbamos con Fred y Pet a cine de seis. Veíamos filmes de vaqueros. Otras veces veíamos cine porno. Candy en el Caribe. Después

salíamos a la avenida. Respirábamos aquel aire

contaminado. Caminábamos por las calles. Nos embriagábamos con el perfume sucio de aquella bestia negra, la multitud, que transpiraba sus malos olores y después ella, la bestia colectiva, nos engullía en sus entrañas luminosas y encendíamos un cigarrillo y nos sentíamos flotando en un pequeño mar de diminuta sordidez, un mar donde los peces podridos de la noche se devoraban unos a otros mientras en el aire se esparcía la música macabra de las calles, la música macabra de la lluvia. Entonces llegábamos a la calle Lucky. Compraba chocolates. La Lucky era una calle mágica, una calle llena de ruido, una calle salpicada de putas, de bares y pequeños sex shops. Era agradable caminar mientras comías un chocolate. Agradable sentir que eras apenas un reflejo den las vidrieras, apenas un ruido mas en el ruido, apenas una triste abeja mas en el panal triste de la calle, apenas una pequeña bestia pastando en la hierba oscura de la confusión. Agradable sentir el chocolate en la boca mientras tenias una 46

erección, agradable mientras a tu alrededor las mujeres de la noche, los dulces y los extraños animales de la noche , te disparaban directo al cuerpo mil perfumes animales, mil perfumes asesinos, mil perfumes rosaditos que te taladraban los pulmones y te volvían una mierda. Por aquella época me llevaron al sanatorio. Esa noche estaba en casa viendo un partido en la cocina. Comía chocolate. Acababa de hablar con Adele. Estaba deprimida. Adele no podía soportar películas españolas posmodernas los jueves en la noche. Le dije que se tomara un Prozac y que se fuera para la puta mierda. No soportaba más sus mancadas depresivas. Ya tenía bastante con mis manías paranoicas. Entonces en el intermedio del partido, llegaron. Opuse resistencia como buen paranoico. Para un buen final destrocé media casa. Me introdujeron a la ambulancia. Cuando me conducían a la clínica pedí un chocolate. Me mandaron para la mierda. Entonces pedí que me dejaran ver por la ventana y la ciudad pasó frente a mis ojos como una escena en cámara lenta, una escena mal rodada. Sin embargo, tenía en la boca el sabor amargo del chocolate negro, el sabor de la lluvia y el mareo, el sabor de los orines en los pantalones. En las terapias me dejaban escuchar Nirvana y comer chocolate. Pasaba horas en mi habitación observando las montañas, observando la lluvia, mientras comía chocolate. En aquella época comí muchos chocolates. Tambien fumé demasiado. Relacioné de forma rara el chocolate y el tabaco. La permanencia y la fugacidad. La continuidad y la dispersión. Los recuerdos y la futilidad de los instantes. Siempre permeancia sentado frente a la ventana. 47

Dopado. Mareado. Estúpidamente mareado.

Mareado. Con la

cabeza llena de cristales rotos, con la sangre llena de puntillas negras. Permanecía inmóvil viendo como el viento mecía las ramas de los arboles, viendo como los otros internos se balanceaban en las ondas extrañas de la tarde mientras naufragábamos poco a poco en el pequeño mar sucio de las cinco de la tarde; un mar salpicado de pequeñas lluvias negras y piedras rojas dementes. Un día estaba sentado en una banca de los jardines de la clínica. Eran tal vez las seis de la tarde. Adele

se había ido unos

momentos antes. Me había traído algunas revistas, cigarrillos, chocolates y un disco de Kurt Cobain. Na secreta lluvia salpicaba los arboles negros. Una pequeña lluvia sucia se instalaba cerca de los reflejos luminosos de los faros de la clínica.

De pronto,

aparecieron dos enfermeros y me tomaron por sorpresa. Me pusieron la camisa de fuerza y me introdujeron en la ambulancia. La ambulancia arranco y se metió en el laberinto extraño de la ciudad. Me dejaron botado en el parque Dark Butterfly. En uno de los bolsillos me metieron una barra de chocolates, unos cigarrillos y un billete. Cuando se fue el día, rodé por las flores malignas de la noche como una mariposa podrida. Entré a muchos bares. Me emborraché para sentirme otra vez medio normal. Tenía que equilibrar la borrachera del sinogan con la borrachera conocida del alcohol. Necesitaba introducir a mi sangre otra vez el brandy, el whisky; necesitaba otra vez sentirme vuelto mierda en medio de la tempestad confusa de los días y las noches. Necesitaba un poco de alcohol y otras sustancias para sentirme high.

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Salí al amanecer de nuevo a las calles. Caminé por aquel laberinto lleno de gatos eléctricos. Tenía ganas de vomitar. Ganas de vomitar panteras negras, ganas de vomitar vidrios rotos. Llegue al parque Dalí. Me senté en una banca. Encendí un cigarrillo, un triste cigarrillo, y espere a que los primeros rayos del sol iluminaran los espacios. Pero el sol nunca llegó. El sol nunca salía.

La lluvia

espesa de noviembre empezó a caer sobre el parque y de nuevo sentí que los animales sangrientos que aullaban en la vasta jaula del mundo tenían pesadillas. Saque de mi bolsillo la barra de chocolate. La destapé. Atrapé un pedazo con mis dientes. Mezclé el chocolate con las babas, con la sangre, con la oscuridad, con la muerte, con el perfume de los gatos esparciéndose bajo la lluvia. Las campanas de la iglesia sonaban en la distancia, en la lejanía. Yo me balanceaba en la suave borrachera del licor y chocolate. Naufragaba en el pequeño abismo del parque. De pronto, sentí un murmullo a mí alrededor. Un murmullo negro que crecía poco a poco. En medio de la borrachera comprobé que una infinita fila de hormigas negras se dirigía hacia mí. Algunas invadían ya mis piernas y devoraban con ansiedad el cuerpo de chocolate mientras la lluvia resbalaba con suavidad sobre el rostro. La boca me supo a morfina.

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LOS BOSQUES NEGROS DE KAM

Desde siempre he caminado. Salí del principio del mundo y he llegado hasta el final del mundo. Conozco los animales que nacen en los vientos y conozco los que mueren en el final del horizonte. Siempre orino junto a la mierda de los coyotes porque es de buena suerte y conozco la ciencia de los hongos para caminar sobre la lluvia sin dejar rastros en el aire. Cuando salí de mi ciudad, tenía veinte años. Salí a pie. Salí con mi perro Ska. A Ska lo encontré en los linderos de la ciudad, cerca del puente Strictus. Cuando lo vi, supe que Ska era un poco como yo, es decir, un poco triste, un poco vago, un poco sabio, un poco pulgoso. Un perro borracho. Los primeros días caminamos por los caminos polvorientos del mundo. Ska y yo. Nos alimentábamos de las frutas del camino y, de vez en cuando, asaltábamos a algún caminante furtivo. Cuando tenía sed, yo le daba de mi vino y entonces Ska se ponía alegre y se iba en busca de las perritas del camino. A veces duraba hasta dos días perdido. Pero siempre regresaba. Al primer lugar importante que llegamos fue al reino de Kam, donde los arboles son negros y siempre llueve. Al arribar a Kam lo primero que vimos fue una muralla de arboles oscuros, una lluvia gris y oímos el canto de los animales confundidos en la niebla. Para entrar

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al reino de Kam hay que tener mucho cuidado porque hay muchos caminos que no conducen a ninguna parte y otros conducen a los espacios de los animales del indio Coyote. El primer día nos introdujimos por un camino circular y duramos un año, cuatro meses, cinco días, ocho horas y siete minutos dando vueltas. En ese camino conocimos los arboles de la muerte. Era unos árboles gigantes donde colgaban a los condenados. Los dejaban allí, desnudos bajo la lluvia. Durante todo ese tiempo tuvimos que soportar los lamentos rotos de aquellos miserables. Todos eran víctimas del rey Kam, un gran tirano de trescientos años de edad que era hijo de un cuervo y de la doncella más bella de la provincia. En las noches, Ska y yo nos guarecíamos bajo los árboles para protegernos de la lluvia negra que arreciaba sobre el bosque. Los condenados nos contaron que antes de que llegara Kam el reino era tranquilo. La gente vivía en sus aldeas, pero un día, los cuervos de las montañas raptaron a la doncella más bella de la provincia y se la llevaron a la cima. Allí, durante diez noches seguidas, el rey de los cuervos le hizo el amor bajo la lluvia y de esa unión nació Kam, un ser oscuro, un niño que podía volar y meterse al centro del fuego sin sufrir daño alguno. Cuando Kam estaba grande, una mañana se tomó por asalto la aldea principal junto con mil cuervos que les sacaron los corazones y los ojos a los habitantes. Desde ese día, los cuervos habitaron las casas y engendraron la raza maldita de niños amargos: mitad perros, mitad cuervos. Los que opusieron resistencia fueron enviados a los arboles de la muerte para siempre.

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Despues, mi perro Ska y yo nos metimos al camino del indio Coyote. En ese camino olía a mierda fresca de venado y a la distancia se oía el canto de los coyotes. Los condenados de los arboles de la muerte nos habían dicho que al final del camino había un espacio. Era un lugar sin tiempo, sin luz, sin nombre; era donde habitaba el indio Coyote: un enorme indio del desierto que conocía la ciencia de los hongos, la ciencia de desaparecer el viento, la ciencia de fabricar la lluvia y la ciencia de inventar animales. Durante un buen tiempo anduvimos perdidos en el camino del indio Coyote. La lluvia no dejaba de caer, pero era una lluvia que olía a ceniza, a fuego recién encendido. Un día, hacia el atardecer, una sombra enorme nos cobijó. Una voz que venía de detrás de los arboles nos llamó. Era una voz seca, una voz hecha de humo y de viento verde; una voz que se filtraba por entre el núcleo secreto de las hojas secas. Grandes pasos. Pasos. Entonces apareció el indio Coyote rodeado de los animales ms extraños que jamás el hombre había visto. El indio Coyote fumaba un gran tabaco. Nos llamó y nos condujo a un claro del bosque donde había una gran hoguera encendida. Con el indio Coyote aprendimos muchas cosas. Aprendimos a leer los vientos, aprendimos a distinguir en las noches el grito de las brujas y aprendimos a caminar sobre la superficie de los lagos. Tambien aprendimos el idioma de los coyotes. Ska aprendió el idioma coyote más rápido que yo. Pero lo más importante fue que el indio Coyote nos enseñó la ciencia de inventar animales. El primer animal que inventamos fue uno llamado Spangory, una especie de águila blanca hecha con agua de rio, madera de bosque, tabaco y 53

fuego. Spangory se inventó de la siguiente manera: durante diez noches seguidas caminamos por los bosques. En cada lago que encontrábamos a nuestro recogíamos en los cantaros el agua donde estuviera reflejada la luna. Después, buscamos los arboles negros que daban frutos dulces y cortábamos sus ramas y las quemábamos en una hoguera hecha con mierda de coyote. Luego rociamos todo con un poco de agua de los lagos y el indio Coyote, con su gran tabaco,

nos enseñó a insuflar el humo en la

composición. Hacia el amanecer, cuando la lluvia del bosque era suave y transparente, fue apareciendo de entre las brasas un águila blanca que podía atravesar los arboles, las montañas y tambien volar bajo el agua. Lo más interesante de Spangory era que al pasar sobre el agua su reflejo se convertía en otra águila spangory. Un día, el indio Coyote nos enseñó a inventar el Otromundo: un caballo negro hecho a partir de los rastros de los cuatro vientos sobre la arena. Era una tarea complicada porque había que ir hasta la playa donde la arena era más blanca y donde no llegaban los cuervos negros de Kam. Durante cinco meses caminamos hasta llegar a la playa de la arena blanca. Todas las mañanas íbamos a la playa y veíamos los rastros de los primeros vientos. Luego, con nuestros tabacos negros, escribíamos en el aire caliente el mismo rastro que se encontraba en la arena. Cuando tuvimos los cuatros rastros de los cuatro vientos escritos con humo, echamos mierda de coyote al aire, cerramos los ojos y, con las manos, dibujamos en el aire los contornos del caballo negro. Al cabo de unas diez horas, Otromundo, el caballo negro de los vientos, se materializó. El indio Coyote nos dijo que Otromundo era un caballo que podía recorrer

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todo el mundo sin sentir fatiga y que estaba hecho para varias funciones. Podía servir para que los enamorados se fugaran en las noches con sus novias. Tambien servía para que las doncellas huyeran de los cuervos negros. Otromundo, el caballo negro de los vientos, conocía todos los caminos del mundo y aquel que se encontrara

uno de estos caballos nunca se perdería porque

Otromundo era sabido en la ciencia de navegar a través de los vientos. Otromundo se guiaba por el canto de las ranas y era amigo de todas las piedras de los caminos polvorientos del mundo. Sabia donde quedaban las guaridas de los bandidos, las de las brujas y las de los demonios.

Otromundo sabia donde se hallaban los

hostales con grandes toneles de vino rojo y mujeres de senos y nalgas grandes que acogían a los viajeros y les hacían el amor toda la noche, hasta el amanecer, sumidos en la marea del vino rojo, esa mara extraña de lluvia y olor a arboles húmedos. Una tarde, cuando las aves estaban más desesperadas que nunca por la lluvia negra del reino de Kam y los animales se escabullían entre el follaje del bosque y los gemidos de los condenados se esparcían en el oleaje gris del aire, el indio Coyote nos condujo al camino del Escudo Rojo y con un chasquido de sus dedos antiguos llamó a un otromundo que vino corriendo de inmediato.

El

otromundo apareció de detrás de la lluvia, de detrás de las sombras de los arboles, y se presentó imponente, acuático, negro, transparente, sobrenatural. El indio Coyote nos regaló cien tabacos para las largas jornadas y nos dijo que para salir de aquel bosque era preciso pasar por el bosque de los demonios, por el de los

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bandidos negros y, finalmente, llegar a la ciudad principal del reino donde había que prescindir del otromundo. Durante varios días anduvimos por el camino del Escudo Rojo. La lluvia penetraba en nuestra piel y, durante todo ese tiempo, Ska estuvo más taciturno que nunca. Otromundo, el caballo negro de los vientos, advirtió la presencia del bosque de los demonios cuando llegamos a un risco peligroso impregnado de niebla gris. En el bosque de los demonios siempre era de noche y no se conocía la luz del sol. Las aves nunca iban por allí y un olor penetrante a sangre mezclada con lluvia contaminó nuestros pulmones fatigados. Primero se nos acercó un demonio que venía a bordo de un gran perro negro. El demonio se identifico como Hux, el demonio guardián del bosque. Hux nos pidió un tabaco y nos advirtió que el momento no era propicio para los viajeros porque todos los demonios andaban de cacería. Hux nos acompañó un buen trecho y después nos ayudó a encender un fuego en un claro del bosque. En el fondo, a pesar de su aspecto horripilante, no parecía tan malo. Nos explicó que era peligroso el bosque por dos demonios andaban cazando todo ser viviente para extraerle su sangre, la cual almacenaba n en grandes toneles que añejaban para las fiestas que pronto iban a comenzar. Eran las Fiestas de la Sangre de Zoroastro y los demonios celebraban yendo al bosque con los toneles de sangre, se embriagaban y hacían el amor con las leonas y las tigras y engendraban seres inmundos para poblar el bosque. Hux nos contó que Jam, el rey de los demonios, había dado la orden de que se tenía que engendrar la mayor cantidad

de seres inmundos

porque su idea era formar el más grande e implacable ejercito de

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bestias terribles para acabar con los caballeros negros del bosque contiguo. Tuvimos que permanecer arios días en las copas de los arboles porque miles y miles de demonios andaban por los caminos cazando cuanto ser viviente se les atravesaba por delante para sacarles su sangre rosa y pesada. Al cabo de un mes, el bosque quedó en silencio y supusimos que los animales habían muerto en su totalidad. Solamente se escuchaban las gotas de lluvia golpeando el follaje oscuro y alguna que otra rana solitaria. Pero, al cabo de dos o tres días, en los pantanos empezamos a escuchar el chapoteo de los demonios detrás de las leonas y las tigras que habitaban ese lugar. Los alaridos de espanto de las leonas eran aterradores y se confundían con el olor lujurioso de los demonios que reían a grandes carcajadas negras, sonoras, rotas. Los demonios, rodeados por la extraña lluvia del bosque, acorralaban a una leona entre tres y, mientras dos la tenían a la fuerza, el otro le hacía el amor. Luego la leona quedaba extenuada y los demonios se iban detrás de otra. Esto duró unas dos semanas. A las dos semanas, todo se calmó de nuevo y entonces pudimos bajar de la copa de los arboles porque todos los demonios dormían su borrachera de dos semanas. Estaban tendidos en el suelo y a su lado, los perros negros dormían envueltos en su vomito negro, envueltos por esa baba oscura que provenía de los cielos tristes. Solamente a la distancia se escuchaba el sonido de un gran tambor que vigilaba el sueño de los demonios. A medida que avanzábamos por el bosque, vimos pequeñas bestias inmundas que nos miraban desde el follaje. Eran seres mitad demonios, mitad leones, seres

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asustados, seres que chillaban de un modo grotesco cerca de los arboles, cerca del olor podrido de esa lluvia milenaria que por siglos venia cayendo sin cesar como una maldición. Una maldición de la que no escapaban todos los seres de aquel bosque perdido en penumbras del mundo. El bosque se sumió en un sopor pesado y la niebla se hizo más espesa. Hacia el final del bosque, apareció de nuevo Hux, el demonio guardián, con su perro negro. De nuevo nos pidió un tabaco y se quedó bajo los árboles y luego desapareció en la espesura dando grandes alaridos que se mezclaron con el sonido metálico de la lluvia. El otromundo nos condujo por los caminos de la lluvia. Mis pensamientos, mi mierda, mis manos, mis recuerdos ya eran agua, mi cuerpo ya era agua. Agua el cielo, agua los arboles, agua el tiempo, agua el espacio, agua los animales, agua las sensaciones, agua los dioses, agua las brujas, agua el humo, agua mi perro Ska, agua el miedo, agua el bosque entero, agua el mundo. Recordé las palabras que algún día me susurró al oído el gran indio Coyote cuando estábamos en la hoguera inventando un animal. Me dijo que en aquellos bosques, el mundo apenas se estaba creando y por eso reinaban el caos y la tiranía, y las fuerzas naturales estaban en su más crasa esencia. Por eso, el fuego, el aire, la tierra y el agua eran fuerzas y no conceptos. No había leyes. Había instintos. Por eso era que los dioses, en esos bosques, apenas estaban ensayando a ser dioses o, tal vez, apenas estaban dejando de ser demonios.

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Una mañana, el galope de un millón de caballos sobre los caminos de piedra nos despertó. El sonido era ensordecedor y de inmediato fuimos a ver de dónde venía esa canción que se tejía detrás de los arboles. A cierta distancia vimos un ejército de caballeros negros montados en sus caballos oscuros que echaban fuego por sus bocas. Iban armados con birllantes espadas de acero y con su galope incesante rompían la niebla y, a su paso, las aves negras levantaban vuelo hacia la copa de los arboles más altos. Era la Armada de los Caballeros Negros, el ejército de bandidos más sanguinarios de esos bosques, un ejército que le sacaba el corazón a los viajeros y robaba todas sus pertenencias. Eran conducidos por Kormok, un caballero de tres metros de altura que manejaba el arco y la flecha con veneno y cuatro espadas a la vez y que era capaz de hacer el amor con diez mujeres en una noche, beberse un tonel de cerveza y matar un tigre con sus manos. Aquella mañana vimos a los ejércitos de Kormok avanzar hacia la parte baja del rio para enfrentarse a los demonios en una guerra que iba a dejar el bosque contaminado de sangre y destrucción. Todos los animales del bosque estaban alerta. Las aves rayaban el cielo con angustia y los perros del monte corrían de un lado hacia otro dando aullidos de muerte. El escenario de la muerte se estaba preparando y en las aldeas de los caballeros negros las mujeres terminaban de sacar del fuego las espadas. Los toros de los campos fueron degollados y los caballeros negros hacían fila para beber su sangre antes de partir hacia la batalla. Cuando los dos ejércitos estaban próximos el uno del otro, la lluvia arrecio con más fuerza y los animales del bosque al unísono dejaron escapar sus

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gemidos de muerte, gemidos que se mezclaron con los tambores de la guerra que provenían de ambos bandos y que juntos producían una canción macabra que sonaba en el pliegue de los arboles, de las piedras, de los ríos, de las hojas; sonaba en los pliegues malditos del aire rojo de aquel teatro donde se iba a representar el juego de la muerte entre los demonios y los caballeros negros. Durante tres semanas y cuatro días, los dos ejércitos se enfrentaron a muerte. Hubo diez mil muertos. Muchas mujeres de las aldeas de los caballeros negros fueron violadas y muchos demonios fueron mutilados por las espadas brillantes. Sus cabezas quedaron esparcidas sobre la hierba húmeda y un olor a sangre podrida contaminó todo el bosque. Las aguas se tiñeron de rojo y, durante ese tiempo, no se pudo beber agua de los ríos ni de los lagos porque los muertos flotaban estáticos estallados por la lluvia, por la tristeza. Solamente los cuervos se atrevían a bajar para sacarle los ojos a los cadáveres. La guerra terminó en la playa con un duelo entre Kormok y Jam, el rey de los demonios. Hacia el final de la guerra, las armadas estaban tan diezmadas que se decidió un duelo allí, en ese lugar. A mediodía de un día impreciso acudieron los dos jefes con los pocos hombres que aun sobrevivían. Kormok y Jam duraron peleando con espadas tres días bajo la lluvia. Alrededor de ellos se prendió un círculo de fuego y allí, en su interior, se llevo a cabo el duelo. Al final del tercer día ambos decidieron suicidarse clavándose sus espadas en el corazón. Los demonios y los caballeros negros se replegaron hacia el bosque y los cuervos negros se llevaron los cuerpos detrás de la lluvia, hacia las montañas malditas.

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El bosque estaba muerto y los animales no salían de sus guaridas. El olor a sangre seguía en el aire, en la lluvia y las tinieblas se apoderaron del terreno. Desde ese día, una música fúnebre empezó a sonar en todas las aldeas. Era una música negra, una música demente, una canción de tambores, una canción cantada por mil mujeres que estaban junto al fuego incinerando sus muertos mientras bebían la sangre maldita de los últimos toros negros del bosque. El otromundo finalmente nos llevo a la ciudad principal del reino de Kam. Era una ciudad rodeada por la niebla y quedaba en la parte alta de una montaña. Estaba rodeada por el Rio de La Muerte, donde nadaban los peces de vidrio que Kam había hecho traer del mar.

A medida que nos acercábamos, vimos tambien muchos

condenados colgando de los árboles y cerca de la entrada de la ciudad encontramos los burdeles con las mujeres más monstruosas del mundo. Allí venían los cuervos, los hombres hiena, los hombres cerdo y los perros negros de los demonios y , por unas cuantas monedas, hacían el amor con Solje, la mujer de tres piernas; con Buddu, la mujer de un solo seno que le rociaba a sus amantes con perfume alucinógeno y los embrujaba durante tres días. Tambien estaban Foukka y Lollik, las siamesas del amor capaces de hacerlo con cuatro bestias salvajes a la vez. En estos burdeles, el vino era barato y todo el mundo andaba ebrio. La primera noche nos quedamos en el burdel Venice y yo hice el amor con Xitare, la putica con cara de pájaro que tenía dos alitas blancas en su espalda y graznaba cada vez que le metía mis armas

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entre sus piernas endebles, casi de agua, casi de pluma, casi invisibles. Durante una semana le hice el amor a Xitare. Después probé con Alennia, una putica triste con cara de lobo que me clavaba sus uñas en la espalda. Cuando ya se me habían acabado las monedas, salimos de aquellos burdeles. En la misma puerta de la ciudad nos despedimos del otromundo, que salió volando hacia el final de la lluvia. Ska y yo entramos a la ciudad. Nosotros llegamos en mala época. Llegamos para las Fiestas de la Muerte. Estas fiestas se llevaban a cabo cada cien años y significaban que Kam sacrificaba a su gente en la plaza central. Cuando entramos a la ciudad, los habitantes caminaban alucinados por las nubes pesadas de los gases venenosos que esparcían desde el aire los cuervos negros. Poco a poco, los habitantes se fueron ahogando, pero continuaban caminando hacia la plaza. Todos llevaban en sus manos ramos de claveles blancos. Toda la ciudad estaba adornada con las flores de la muerte y la música fúnebre sonaba por entre las nubes. Los sacerdotes esparcían en el aire el incienso de la muerte. Los tambores lúgubres sonaban en la distancia. Todo el mundo se concentraba en la plaza Mayor. Los habitantes esperaron durante dos horas hasta que apareció Kam desde el cielo y entonces la gente se postró. A cada habitante lo amarraban a un globo negro y, al cabo de un rato, todos los muertos inflaron globos y se elevaron a cuarenta metros del suelo. Todos los muertos flotaban en el aire mientras la lluvia abaleaba sus rostros inermes, remotos. Los animales tambien fueron suspendidos en el aire y hasta el circo de la ciudad fue elevado con 62

cuatro grandes globos. Esa noche, toda la ciudad estaba allí, en el circo del aire, a cien metros del suelo. Todos los muertos de la ciudad de Kam, con sus ramos de claveles blancos, observaban a los leones muertos, a los payasos muertos, a los trapecistas muertos, a la tristeza muerta, a los enanos muertos, a la mujer barbuda muerta. Todo flotaba en el aire. La muerte flotaba en el aire. Los leones flotaban suspendidos de sus globos y los payasos hacían sus chistes desde globos multicolores.

Kam estaba esa

noche en el circo. Estaba rodeado por su legión de cuervos leales que no se le despegaban de su lado y no dejaban que nadie se le acercara. Esa noche sucedió algo que nunca había pasado en el reino de Kam. En el número de los trapecistas, un viento negro y fuerte empezó a soplar con potencia y el circo, con todos los habitantes, empezó a ser elevado más de lo normal. De un momento a otro, el viento arrastró con todo el circo, con los habitantes muertos, con Kam; y se los llevó hacia el infinito. La ciudad quedó vacía. Las calles quedaron solas y en las casas los fuegos nunca se apagaron. Ese día me instalé aquí, en la ciudad de Kam. Llevo cien años viviendo en esta ciudad fantasma. Ayer me convertí en demonio. Por eso hace un momento maté a Ska, mi perro, y le extraje toda su sangre. Sigue lloviendo en el reino de Kam, como ayer; sigue lloviendo como hace una semana, como hace un año, como hace un siglo. Sigue lloviendo como hace una eternidad.

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UN COGNAC PARA DOS PERROS Y UN GATO

Yo era un desastre absoluto. Un perdido. No me lavaba, no saludaba, no era saludable, olía a tabaco y a alcohol y las moscas eran mis mejores amigas en las noches frías. Entonces, me aislé en el pequeño aire de la mañana, en el pequeño olor del brandy, en los pliegues de las hojas de los arboles de los parques. Un desastre. Nadie quiso volver a saber de mí en los bares de la calle Serpente. Nadie me prestaba dinero y las chicas ya no me dejaban saborear sus frescas tetas blancas. Por eso no opuse resistencia cuando llegó la ambulancia. Por eso, desde ese día lluvioso, no te llamo. Todo empezó una mañana de invierno. Estaba tirado, como de costumbre en el parque Lennon. Tirado en una banca. Abrazado a sí mismo. Abrazado a mi propio fantasma. A las seis de la mañana el sonido de la lluvia que caía lenta me despertó. Las palomas se posaron en las copas de los árboles y pensé en tu rostro dormido. La mañana, el parque y el aire olían a brandicito, olían a ti, olían a tren oxidado partiendo hacia ninguna parte, entonces me volví a dormir. La noche anterior había sido bastante agitada. En el bar Clix había protagonizado una gresca. Ya saben, lo de siempre. Sangre, bala, botellas rotas, nenitas llorando, mariquitas corriendo, música 65

apagada, mucho humo, vidrios en los pulmones. Salí como a las cuatro de la mañana al parquecito Lennon y me senté en la banca a esperar el alba. Encendí un cigarrillo y tenía la sensación oscura de tres perros negros disputándose mis pelotas. Mis güevas. Mis tristes güevitas de borracho. Frio en las güevas. Frio. Frio. Frio. Me dormí y nada más. Luego de haberme despertado vi las aves revoloteando en la confusión de la mañana negra; más

tarde, el sonido de las

campanas de Paris penetró hasta mis pulmones podridos y resonó como una canción ebria y desperté. Lentamente, por el parque Lennon una multitud de rostros ausentes y remotos se disputaban el olor a mierda del precario día de invierno mientras las campanas hacían vibrar en el aire las partículas tristes del sol frágil. El día parecía pintado con cenizas húmedas, con orines frescos de caballos tristes y antiguos y viejos, caballos grises. El cielo tenía los trazos confusos y rabiosos de una mano gris, los trazos de una mano triste que había pintado su abstracto cuadro de invierno encima de los arboles.

La multitud avanzaba en silencio y los

hombres, mujeres y niños llevaban en sus manos ramos de claveles blancos. Claveles intactos. Claveles blancos. Claveles. Todos caminaban hacia Notre Dame que se erguía imponente en medio de la bruma del invierno, esa bruma triste de Paris, un día de diciembre. Solo se escuchaba el murmullo sordo de la multitud arrastrando sus pies sobre la gravilla del parque. Mierda. Mierda. Toda esa gente estaba muerta y se dirigía a Notre Dame al funeral colectivo. Me dormí de nuevo. Soñé contigo.

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Soñé que estaba corriendo contigo en la playa. Como a las diez de la mañana el sonido de una sirena me despertó. Abrí los ojos y por un costado del parque vi una ambulancia. Tres hombres de blanco se bajaron corriendo y se dirigieron hacia mi banca. No opuse resistencia. Me agarraron y me inyectaron algo. No había duda. Era Sinogan. El olor era el mismo: era el olor conocido de la sangre podrida. Cuando me entraron a la ambulancia respiré por última vez, tomé con todas mis fuerzas un puñado de ese aire sucio de Paris, tomé un poco de ese oxigeno y lo llevé a los pulmones y pensé que ese oxigeno negro que contenía el olor de los tabacos negros de los cafés, en el perfume agrio del cognac destapado sobre una mesa mientras el sol estalla en el cristal, en el aroma de las mujeres del metro, en ese aroma vago y triste que se inventaba sobre el oxido y los orines de los clochards, en el olor de los arboles de los parques de Paris bajo la lluvia gris y pensé en el olor de la mierda de paloma. Al otro día, desperté en un hospital. Me hallaba en una habitación blanca. Dopado. Mareado. Me mire y me vi convertido en un flaco y triste fox terrier blanco con manchas amarillas. Un hombre con una bata blanca se me acercó y me acarició la cabecita. De inmediato, mi reacción fue morderlo. El hombre no lo dudó un solo instante. De un bolsillo sacó una jeringa y me inyectó un líquido pesadito en mi culito de perro triste. Me dolió la puta inyección, me dolió mucho más que si me la hubiera inyectado en mi culo de hombre. A lo mejor, si fuera un hombre, habría estado borracho y ni la hubiera sentido, pero en ese momento era peor, pues me hallaba en la ebriedad confusa de un perro; y la ebriedad de un perro es la

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ebriedad de ver todo en blanco negro, es la ebriedad extraña de ver el mundo real como una nochecita macabra llena de pequeños sonidos, llena de pequeñas pulgas que saltan en el corazón. Cuando desperté de nuevo me encontraba en una jaula. A mi alrededor había otros perros en otras jaulas. Al principio ensayé un ladrido y me salió algo mal, disonante. No tenia certeza de si los perros a mi alrededor eran tipos en mi misma situación. A mi costado derecho había un san Bernardo y por la mirada triste y su actitud estoica pensé que debía de ser un cura. A mi izquierda había un pastor alemán con cara de haber sido un travesti de Sebastopol. A los tres días, llegó el mismo hombre de blanco acompañado de una anciana macabra. Una anciana vestida de negro que fumaba desesperadamente su Partagas. Apenas percibí el olor del Partagas y pensé que debía de ser una ancianita de esas a las que les gustaba ir a los parques a leer novelas y tomarse un cognac. De inmediato, me puse a revolotear como una mariposa dentro de la jaula y llame la atención de la abuela. La tipa me miró y me hizo un guiño y yo seguí mariqueando. Ella dijo algo al hombre blanco y, entonces, este abrió la jaula y la abuelita me tomó en sus brazos. Fuimos a la oficina y allí se firmaron unos papeles de rigor y salimos. Tomamos el metro y nos bajamos en Stalingrad. Todo el trayecto la anciana me sobó la cabeza y me dijo que mi nombre era Jarry. Llegamos a su pequeño apartamento y ella se sentó en un sofá. Yo me hice en sus pies malolientes. Ella destapó el cognac y tomó 68

varios sorbos. Yo la miré con desconsuelo. Entonces regó un poco de cognac al piso y lo lamí con lentitud hasta quedar mareado. Borracho. Un perro borracho. Y me dormí. Al otro día fuimos al parque. En el parque la anciana me siguió envenenando con cognac. Nos sentamos en una banca y yo me dediqué toda la tarde a perseguir palomas. Entonces te vi allí, en el otro extremo del parque. Estabas tomándote fotografías con un hombre. Yo te seguí hasta tu banca. Te sentaste y el hombre abrió una botellita de vino. Yo me hice en tus pies y los lamí y tú le dijiste al hombre que yo era un perrito muy divertido. Muy divertido. Muy divertido. Tambien te vi las bragas. En realidad, era un perrito muy pervertido porque cuando vi tus bragas me lancé y te las lamí, llegué hasta tu pequeña y secreta oscuridad y escurrí mi fría lengüita fría y sentí todo tu olor, aquel olorcito; y me acorde del olor del amor a las seis de la mañana, del aroma del amor que producías a las seis de la mañana cuando las gotas de la lluvia resbalaban sobre los cristales y tu fabricabas el olor de las babas en la lluvia y el perfume del sudor en el espacio precario de la mañana. Entonces, el maldito hombre me zampó un botellazo en la cabeza y salí corriendo hasta donde la abuela, que seguía inerte fumando Partagas y tomando cognac. Los días pasaban y la abuela seguía yendo a Notre Dame, una y otra vez. La catedral, como de costumbre, llena. Todo el mundo de negro. Era la centésima vez que el padre Puteau enterraba a todo el mundo. A la quinta vez que fuimos ya olía a rancio y los ramos de claveles blancos empezaban a marchitarse. Realmente, ya estaba fatigado de aquel trajín. 69

En las noches cuando la anciana se iba a dormir, yo me escapaba y salía a la calle y me iba a la Serpente. Con el transcurrir del tiempo me hice amigo de varios perros callejeros y de algunos gatos maleantes. Bien entrada la madrugada, los gatos nos llevaban a las partes traseras de los restaurantes chinos de Tolbiac y allí comíamos los desperdicios. Después, nos íbamos por las calles estrechas hasta llegar a Sebastopol y contemplábamos a las puticas que fumaban paradas en los umbrales solitarios de las puertas mientras eran carcomidas por el frio del invierno. La que más nos gustaba era Marlene, una putica dulce que nos regalaba vino barato y nos echaba el humo de su apestoso cigarrillo en la cara. Cuando a Marlene le daba sueño nos llamaba con un chasquido de sus dedos y entonces subíamos a su alcoba. Ella se echaba a dormir y nosotros, perros y gatos de la calle, perros y gastos tristes de la noche, nos hacíamos a su lado y le dábamos un poco de calor, le lamiamos las manos y, de vez en cuando, las teticas y las nalguitas. Pero entonces, todo Paris empezó a oler mal de verdad. Ya no había nada que comer y los chinos y vietnamitas empezaron a salir en las noches a cazar perros y gatos para sus restaurants. A Pitágoras, el gato viejo, lo cogieron una noche cerca de PereLachaise.

Algo parecido sucedió con Nike, el perro

labrador.

Nunca más volvimos a saber de ellos. La cosa se puso caliente de verdad. Los muertos andaban por las calles y a la mayoría se les caían las manos, los pies, las narices. La comida escaseaba. La anciana regateaba el cognac y cada día que pasaba olía peor. Yo ya no me acercaba a ella. Siempre 70

mantenía una distancia de por lo menos tres metros. Un día, el olor era tan insoportable que decidí fugarme. La anciana yacía en el sofá y se le había caído media cara. El cuadro no podía ser más macabro. A través de la ventana entraron palomas e inundaron el apartamento. Se posaron sobre la anciana y empezaron a picotearla. Yo me escondí debajo del sofá y vi a las palomas llevándose su cuerpo. Lo sacaron a través de la ventana y se perdieron con ella bajo la lluvia. Salí a la calle. En Nation me encontré con Erik, el gato borracho, y con Freddy, el perro tímido. Caminamos confundidos bajo la lluvia. Llegamos a Sebastopol. Encontramos a Marlene parada como siempre fumando en una puerta. Estaba llorando. Nos llamó con un chasquido de su mano, se arrodilló y nos sobó la cabeza a todos. Se echó vino rojo en la palma de la única mano que le quedaba y la lamimos con cariño, con amor, mientras el sonido de las campanas ametrallaba el aire sucio de la madrugada de Paris. Ella nos dijo que la lleváramos al Sena y que la dejáramos allí para siempre porque ya no podía caminar, ya no tenía fuerzas. Marlene se desvaneció y la llevamos arrastrando hacia el Sena. Llegamos a las seis de la mañana al rio. Antes de empujarla al agua le lamimos la mano y ella entonces se despertó y nos dijo gracias con los ojos. La empujamos. En ese instante, un millón de cadáveres flotaban sobre las aguas del Sena cobijados por la lluvia negra del invierno. Marlene empezó a flotar con suavidad en medio de los muertos, en medio de los pianos negros, en medio de las puertas y ventanas, en medio de las hojas secas; nosotros nos quedamos inermes en el

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borde viendo como el rio del amor ahora era el rio de la muerte. Muerte. Muerte. Desde ese día, Erik, Freddy y yo vagamos por este Paris desolado, este Paris lleno de fantasmas. Suponemos que tambien estamos muertos porque no nos da hambre y tampoco sueño. Suponemos que desde que estamos muertos no amanece en Paris, suponemos que siempre es de noche, suponemos que somos tres animalitos alucinados perdidos en las manos abiertas de la muerte; suponemos que siempre encontraremos rastros de cognac en lluvia para nosotros, dos perros y un gato. Suponemos que todo empezó un día que estábamos borrachos y llegó una ambulancia al parque Lennon. Suponemos que la vida es tal vez una pequeña, remota, dulce y absurda melodía que se confunde con el horrible ladrido de los perros negros del tiempo y del espacio, los perros que ladran ebrios allá en el filo del abismo que se abre alrededor de todos los costados de Notre Dame mientras suenan las campanas y llueve sobre Paris.

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LA SUSTANCIA ABSURDA DE HENDRIX

Esa mañana el sonido de los gatos deslizándose bajo la lluvia me despertó, abrí los ojos y me levanté. Fui al salón y saqué a patadas a unos cuantos que aun dormían. Había botellas de alcohol, colillas y sostenes por todos lados. Allí estaban todos. Había sido una noche bastante agitada. Agitada. En el ambiente todavía quedaban rastros de una noche pesada como si una bestia negra y despiadada se hubiera revolcado y hubiera vomitado en los rostros de todos. Una bestia negra y despiadada. Despiadada. Demente. Loca. Una bestia pesada. Mierda. Miré a mi alrededor y me sentí en las entrañas de la bestia. El trance aun no había terminado. Botellas, whisky, hash, tetas, ábranse las venas, copas, colillas, trance, delirio, nubes, negro, aturdimiento, alucinación, electricidad, gasolina, tinieblas, perros negros, mierda, vómito, confusión, dados, azar, trance, sangre, gasolina, vuelo, aire, cerrado, trance, delirio, alucinación, whisky, humo, pesadillas adiós. Rotos las pequeñas bestias que habían pasado la noche en mi apartamento pastaban en las praderas oscuras de mis pesadillas. Observé con detenimiento sus rostros dormidos y me di cuenta de que en sus cerebros estaba lloviendo la lluvia de la aurora, esa lluvia negra que te pone al filo de todos los abismos posibles.

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Me acerqué a Perry que, hacia las tres de la mañana, había intentado suicidarse y todavía tenía rastros de sangre en sus antebrazos. Algunas muñecas dormían con las tetas al aire. El apartamento era una verdadera mierda. En un rincón, Parker escribía alucinado uno de sus famosos poemas que eructaba al final de las fiestas. En su mano tenia enredado un poco de hash y a un lado había un vaso con cerveza. Cerveza amarilla. Espuma amarilla. Me acerqué a Parker, le robé un soplo de hash y lo mandé para la puta mierda. Para la puta mierda. Leí la primera línea de su poema y no pude aguantar el primer verso que empezaba diciendo: “todos los corazones de la noche flotan en el mar oscuro del alcohol, el amor es una sustancia absurda que se diluye en la sangre negra de la aurora”. Entonces rompí la hoja, le rompí la jeta de un coñazo y le abrí la puerta. Le dije que se largara, que tenía huevo su poemita de mierda. Parker salió con su hash y se llevó una muñeca. Salieron todos. A lo lejos pude oír la canción metálica del tren elevado rompiendo el frio y los primeros rayos de la mañana. Un maldito vendedor de pan y de ostras pasaba gritando en ese momento. Salí por la ventana y le mandé una botella vacía que estalló en el pavimento en mil pedazos. Las palomas alzaron el vuelo. Después, todo quedó en silencio. La mierda quedó en silencio. La mierda empezó a navegar en el oscuro mar, en el sospechoso mar de la calma, de la lasitud. La escena era la que se ve después de una batalla. Allí, esa noche, había sucedido una, una de las absurdas batallas entre los bandos del alcohol y la marihuana contra las legiones de la confusión y la desesperación. El maldito

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lugar olía a tetas y sudor. Los espacios estaban todavía colonizados por los rastros penetrantes del hash y afuera, la mañana estaba siendo asaltada por los rayos inútiles de un sol débil y enfermizo. Los rayos del sol entraban por la ventana y golpeaban contra las botellas vacías de whisky. Fui al espejo del baño y vi mi reflejo sucio de las seis de la mañana. Vi mi rostro mirándome. Frente a frente. Vi mis ojos nadando en esa desesperación que dan doce horas continuas de Hendrix, tetas, whisky, mierda ventiada, hash, tabaco, lluvia, gatos, manos, sudores y ceniza por aquí y por allá. El espejo. El espejo enterrado en las tinieblas de la confusión. Confusión. Alucinación. Confusión. Confusión.Hendrix. Lluvia. Confusionhedrixlluviaalucinacionwhiskytetassudortabacoalcoholconf usionseisdelamañanamierdaconconfusionalertarojaespejoenterrado sangrenegravacioenelestomagoconfusion. El espejo, el maldito espejo

me

devolvía

la

confusión

de

estar

ahogándome

constantemente en el sexo rojo de los días, esa confusión de estar en el núcleo de los espasmos de la lluvia como un perro herido, esa confusión de estar desangrándome sin parar en la hemorragia de las horas y los minutos. En fin. Me miré al espejo y mi reflejo no era otra cosa más que el reflejo de un borracho que tenía el corazón borracho. Mi reflejo era un reflejo pálido que se diluía en el agua extraña del espejo, era un reflejo de un barco que navegaba a la deriva en la tremenda borrachera del tiempo, de los días; la terrible e implacable borrachera de los relojes.

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Entonces me mamé. Me mamé del ruido del tren elevado, me mamé de los rostros, remotos y rotos, pegados a los cristales del tren; me mamé de la lluvia, del ruido de los gatos escarbando en los tejados, me mamé de andar deambulando por los extraños bosques de la noche; me mamé de andar por los mares de la noche naufragando en cada ola, naufragando en cada copa de whisky, naufragando en cada teta, en cada mirada, en cada metro. Me mamé. Entonces me metí al espejo. Me fui a vivir al espejo, atravesé el espejo. Metí en primer lugar las manos, luego la cabeza y después el resto del cuerpo. Me metí al otro lado de la confusión. Al otro lado. Llevaba dos días viviendo en el espejo. Allí, dentro del espejo, todo era nice. Había una pequeña playa de arena roja y siete lunas enormes. Calma total. Tal vez el nirvana. A lo lejos, al final de la arena, una orquesta de animales ejecutaba una música extraña, alucinante. Llevaba dos días en el espejo. No había comido nada. Comer me parecía una tarea inútil, perniciosa. Alimentar el cuerpo era sospechoso porque en cualquier momento la carne podía tomarse por asalto el espíritu y lo podía aniquilar. Un buen plato de comida poda aniquilar el sentido estético de la vida. Lo solido iba en contraposición de lo liquido, de lo etéreo. Por eso, era que me alimentaba de sustancias no solidas. Aquí, en el interior del espejo, me

alimentaba

de

líquidos

no

convencionales.

No

había

alimentación en el sentido estricto y decente del vocablo, había autodestrucción: cigarros, hash, licores. Whisky. Brandy. Disparos. Sueños. Gasolina. Sangre. Orines. Es decir, olores, sustancias olfativas. A lo largo de esos dos días había comprobado que la

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autodestrucción, era en cierto modo, una alimentación. La autodestrucción era la alimentación del miedo, era la lucha del bien y el mal en su más primitiva forma, era la precariedad del cuerpo, era el cuerpo al borde del abismo del espíritu. La autodestrucción era donde se probaba hasta donde llegaban las sombras de Dios. Por eso, aquí, en el interior del espejo, andaba así, un poco triste, un poco sin ilusiones, un poco rolling stone. Aquí no existía la verdad o la mentira. Solamente existía un estado constante de alucinación.

Autodestrucción.

Alucinación.

Autodestrucción

Alucinación. y

alucinación.

Autodestrucción. Alucinación

y

autodestrucción. Autoalucinación. Solamente existía la sustancia absurda de Hendrix regándose sobre la arena roja como una mala sangre. Mala sangre. En verdad, después de mucho tiempo de estar en el espejo, me sentía tranquilo. No había sentido tanta paz como en esos días. Nadie venia a molestarme. Al principio, el teléfono sonó mucho, allá afuera, en mi apartamento. Debía ser Nata para invitarme a ver una deprimente película en el centro de la ciudad. Solo de pensar en vestirme y salir a coger el metro en medio de la niebla me daba escalofrío. Unos días después, hacia las siete de la noche, luego de muchos repiques de teléfono, finalmente llegaron Perry Parker. Desde el interior del espejo podía ver como aquellos malditos revolcaban todo el apartamento. Buscaron aquí y allá. Nada. Nada. Nada. Después llegó Nata, y se echó a llorar, y dijo que a lo mejor debía de estar por ahí en cualquier bar tomándome una copa de brandy. A las ocho salieron a buscarme, supongo que a la zona de bares. Volvieron hacia la medianoche y Parker relató el incidente

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que había tenia conmigo la mañana que lo eché después de haber leído su poemita de mierda. Si. El incidente del poema. Nata se quedó a dormir en el apartamento. Parker y Perry se fueron a la una. Al otro día, Nata salió temprano. Pero antes vino al espejo y se miró. Se peinó y se miró las tetas. Luego cagó y se fue. Después vino la policía con Nata y levantaron un acta donde constaba que yo había desparecido. Nata se echó a llorar. Uno de los policías aseguró que yo debía de estar por ahí en bar formando camorras y armando tabaquitos de hash. Todo había salido bien. Sin embargo, había algo que me molestaba todavía. Ese algo era mi reflejo. Desde adentro podía observar mi reflejo afuera del espejo. Todas las mañanas venia y se miraba al espejo, tal como yo lo hacía con regularidad. El reflejo llegaba y con calma se miraba. Al principio, solamente se quedaba unos minutos. Un día se percató de que yo estaba adentro y desde afuera me hizo un guiño. Después se fue. Otro día estuvo toda la mañana frente al espejo y me dijo que Borges tenía la razón al decir que todo espejo era aterrador. Después, al desgraciado reflejo le dio por fumar enfrente del espejo. No lo podía soportar y creo que, en el fondo, el tampoco me soportaba a mí. Anoche mi reflejo me despertó en la madrugada. Oí ruidos en los bordes del espejo. Fui a ver y ahí estaba el: frente al espejo. Afuera llovía. Desde el interior del espejo alcanzaba a oír el sonido de la lluvia mojando la copa de los arboles. En la distancia oía tambien el sonido roto del tren elevado. Mi reflejo se encontraba allí, parado

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frente al espejo como un fantasma negro y desolado. Me dijo hola. Yo le conteste. Entonces me dijo que me acercara mas al borde del espejo y el maldito me dispar tres balazos que atravesaron el cristal y se clavaron en mi corazón. El interior del espejo se llenó de sangre. Sangre. Mala sangre. Ahora estoy muerto. Llevo cinco horas muerto. La sangre del interior del espejo sigue rebosando. Estoy tendido bocarriba. Supongo que deben de ser las siete de la mañana porque alcanzo a oír el funcionamiento de la calle, allá fuera. Hace unos instantes mi reflejo se ha mirado al espejo otra vez. Se ha afeitado con cuidado y escrúpulo y se ha arreglado para asistir a mi funeral, que se llevara a cabo a las tres de esta tarde. Yo lo he invitado. El funeral se celebrará aquí, en la playa. Mi cuerpo flota en el mar muerto mientras llueve en el interior del espejo.

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LA PEQUEÑA CONFUSION DE LA SANGRE

Era un viernes infectado por la malaria del invierno, un viernes corroído, un viernes oxidado como una vieja lata de cerveza tirada en un rincón de la semana triste. Ese viernes conocí a Nicole en una fiesta, en un apartamento de la calle Lessing. Estaba tirado en el sofá fumando un cigarrillo negro. Veía la tarde a través de la ventana, veía el paso de la gente por el parque, veía la fabricación lenta de la decadencia mientras escuchaba La canción de la Tierra de Mahler. A eso de las tres, sonó el teléfono. Era Brod. Brod me dijo de la fiesta en la calle Lessing. Me metí un par de whiskies y me dispuse a dar un paseo por los parques y los cafés. Dispuse mis pulmones, los llené de humo azul, me aturdí, aluciné un poco y volví a mirar hacia la tarde del viernes, y en verdad, me sentí como un globo triste a punto de zarpar por el extraño oleaje de la tarde. Poco rato después salí y fui a dar un paseo por los parques. Salí por la calle Nixon y me introduje al centro de la multitud, al centro de la gran vagina de esa multitud que era incapaz de llegar al orgasmo. A mi alrededor, la multitud se masturbaba en su ir y venir y los líquidos sucios, las pesadillas liquidas de la muchedumbre se me pegaban al rostro, una y otra vez. Zapatos, rostros, tetas, culos, cigarrillos, buses, avisos, top, sex, open, closed, White, cerrado,

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mierda, arriba, ventana, cine, madame butterfly. La multitud era un gigantesco enjambre de moscas que iba detrás del olor de la mierda que se esparcía por el ambiente. Me subí a un bus y me hice en la parte de atrás. La escena era la de siempre. Gasolina, amor de gasolina, tristeza de gasolina, lluvia de gasolina, viernes de gasolina, rostros de gasolina, mierda de gasolinita. Un ladroncito enmarihuanado robaba a una señora con un cuchillito triste y le sacaba unas monedas, unos billeticos. Un robito de gasolina. Troncal Caracas. Lluvia Caracas. Tristeza gasolina Caracas. Después se subió un guitarrista y cantó, una canción de Violeta Parra, gracias a la vida que me ha dado tanto, guitarra gasolinera, una moneda para el artista de la calle, por favor, una frenada, jueputa no me pise y, claro, después vino el médico del bus con la yerba para matar todas las amibas y, desde luego, la receta para el mal aliento, doscientos pesos el remedio, gracias a la vida que me ha dado tanto, Troncal Caracas, gasolina, viernes, cinco de la tarde, quiero ser tu perro rabioso, nena. Gasolina. Viernes gasolina tristeza Troncal Caracas. Mientras el bus avanzaba por la Caracas como una ballena enferma, todos los peces amargos del bus inventaban sus pequeños y confusos amorcitos en medio del olor penetrante de la gasolina. Luego me bajé en la 34 o en la 45 o en la 50 mientras llovía, y entonces caminé hacia Lourdes por la 13 y salud a las putas que se desintegraban bajo la luz plomiza de la tarde y después me senté a un café y pedí una cervecita para la sed, encendí un cigarrillo, leí una página, dos páginas. Me balanceaba en el tedio de la tarde. Cuando la tarde moría como una bestia herida, cuando ya se había

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decretado la ultima estocada sobre la luz, me metí al cine. Vi una película de Barbet, Los Tramposos. Después comí algo en la calle y me dirigí al apartamento de la Lessing. Cuando llegué, estaba sonando Dazed and Confused de Zeppelin y esa mujer, Nicole, se movía como una culebra demente en la mitad del salón, en medio del humo mortal del hachís. Brod me saludó y tomó mi abrigo y me ofreció un trago. Nicole seguía moviéndose como una culebra y el humo del hachís entró a mis pulmones y empezó a correr por la sangre y me sentí flotando en la decima nube arriba de la contaminación. Nicole era una mujer zeppelín. No había duda. Yo conozco muchas mujeres. Unas son mujeres Stone, otras mujeres lennon, otras mujeres nirvana. Pero esta era una mujer zeppelín. Las mujeres Stone se saben de memoria Satisfaction y tienen sueños libidinosos con Jagger, tienen pósteres de Jagger en sus habitaciones y, alguna vez, se han inyectado morfina. Huelen a morfina, y sus labios salvajes son rojos y sus tetas son pequeñas como pequeñas piedras del camino. Las mujeres lennon tienen gafas, son mas intelectuales, han leído un mundo feliz de Huxley, andan con perros llamados Dakota, solo fuman marihuana y leen a Whitman en las noches cuando esta deprimidas. Las mujeres nirvana son las más peligrosas de todas. Viven en el filo de la realidad, tienen tetas grandes, han intentado suicidarse, conocen el Prozac y las anfetas; caminan solas en las noches, se paran en la entrada de los bares, bailan pogo y fuman desesperadamente y se saben los nombres de los gatos que se escabullen detrás de la lluvia. Las mujeres zeppelín bailan Dazed and Confused bajo la lluvia, son mujeres eléctricas, mujeres que te destruyen el cerebro con sus palabritas de amor, mujeres que conocen la muerte de 84

cerca, saben que la canción es la misma, saben que son más poderosas que las bombas nucleares, saben moverse en la oscuridad, son como gatas, son animales felices que salen después de la medianoche a las calles y se la toman por asalto. Bailé con Nicole toda la noche. En realidad, nos apropiamos del equipo de sonido y toda la noche, hasta el amanecer, sonó Led. Communication Break down, Immigrant Song, Babe I'm Gonna Leave You, Good Times Bad Times, Ramble on, Black Dog, Trampled Underfoot, Kashmir, The Battle of Evermore, The Rain Song, No Quarter, All my love, Misty Mountain Hop. Una mujer zeppelín muy tenaz. A las seis de la mañana, después de tener el cuerpo jodido por dos litros de whisky y por tres paquetes de cigarrillos de contrabando americanos, salimos por cerveza, pero nos quedamos en el parque viendo el amanecer del sábado, ese amanecer, los dos. Jodidos, ebrios, con las palabras oliendo a whisky, con los huesitos llenos de mosquitas negras, con la cabeza llena de pianos rotos y viejos, pianos donde sonaba esa melodía que solo suena a las seis de la mañana: la melodía de un blues trise y borracho que se filtraba por entre la copa extraña de los árboles muertos. Como a eso de las ocho, después de unos cuantos cigarrillos, nos quedamos dormidos en una banca de aquel parquecito de la calle Johnny Winter. Varios borrachos del bar Stone Free nos saludaron y le dieron besos en la mejilla a Nicole. Entonces, caímos como piedras y nos dormimos abrazados.

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Hacia el mediodía el ruido disonante de la ciudad nos despertó. La ciudad era una orquesta rota donde un millón de músicos tristes y desacompasados

ejecutaban

una

música

absurda,

descompensada, una música gris, una musiquita que olía a meados de perro. Nicole me tomó de la mano y caminamos en silencio por las calles. Caminamos o, mejor dicho, navegamos por entre la marea sucia de aquellas calles; caminamos como perritos alucinados, a la deriva, perdidos. Finalmente, llegamos a un pequeño apartamento de la calle Jarry. Nicole preparó café. Hicimos el amor toda la tarde. Hicimos el amor con aroma a café, amor de café negro, amor recalentado. Dormimos. Cuando desperté, Nicole tocaba un saxo tenor frente a la ventana y de la jeta dorada del instrumento emergían mariposas negras que se fugaban por la ventana, lentamente. A medida que Nicole soplaba la triste melodía de blues, iban saliendo más y más mariposas. Pronto, el apartamento estuvo lleno de mariposas. Yo me paré y le fui a dar un beso en la nunca, pero ella se enfureció y me

mando

para

la

mierda.

Entonces

empezó

a

tocar

desesperadamente. Cambió de blues. Esta vez era un blues de Lee Hooker. Al principio esperé más mariposas, pero no salió nada. Al cabo de un rato, empezó a salir una patica, otra patica, un hocico y mierda. Esta vez salió un perro, un maldito perro amarillo. Nicole lo acarició y fue a la cocina y le dio una taza de leche. Entonces maldijo porque, decía, siempre tratado de fabricar un gato y nunca le había salido. Después salió a la calle y dejó al perro por ahí. Me

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dijo que en el puente había dejado en el plazo de un mes cuatro perros amarillos. Entonces pasaron los días y Nicole y yo sobrevivíamos tocando en los parques. Mientras Nicole tocaba el saxo, yo pasaba con el sombrero recogiendo monedas y billeticos para el café, para los cigarros, billeticos para perfumar las noches de amor con whisky, brandy, cigarrillos y tiquetes de metro. Íbamos de parque en parque. Los niños quedaban fascinados con las mariposas negras que salían del saxo. Hacia el final de la arde íbamos a los bares a gastar lo que habíamos recogido. Pero una tarde sucedió algo extraño en el parquecito de la calle Morrison. Un viento verde sacudía la tarde y los arboles. Los perros ladraban detrás de las verjas oxidadas y el ruido del metro era más rechinante que nunca. Llovía. Nicole ensayó una melodía de los Doors y entonces varias mariposas negras salieron eructadas del saxo y se fueron directamente al rostro de los habitantes que observaban a Nicole. Se pasaron en sus rostros y se encarnaron sobre los ojos. Los habitantes salieron despavoridos dando grandes alaridos mientras la lluvia arreciaba con más fuerza. Mil mariposas. Una ráfaga de mariposas negras que salieron del saxo de Nicole y se fueron detrás de los rostros anónimos que se balanceaban en la confusión extraña de la tarde. El parque empezó a oler a plasma y en la tarde, el aire de la pequeña tarde gris, se empezaron a configurar rastros de hemoglobina y parecía que las ramas de los arboles estuvieran salpicadas de pequeñas gotas de sangre. Sangre. Sangre la tarde, sangre e parque, sangre los arboles, sangre la música. Sangre. Sangre. Sangre. Del saxo empezó a 87

brotar sangre, sangre, sangre y se fue mezclando con la lluvia, con el olor a meados de perro, con el olor a morfina de la tarde. Nicole y yo salimos corriendo bajo la lluvia y la sangre iba brotando a chorros. Botamos el saxo. Nos encerramos en el apartamento. Durante varios días no salimos. La radio y la televisión anunciaban que ríos de sangre habían inundado la ciudad. La ciudad entera estaba encharcada en sangre y, cada vez mas, subía el nivel. Al mes, una lluvia roja empezó a caer sobre las calles. Desde la ventana veíamos como la sangre iba ganando terreno. El olor a muerte era insoportable. Todo se fue tiñendo de rojo. Rojo el aire, rojas las puertas, rojas las ventanas, rojos los perros, rojos los arboles. Los gatos bebían la sangre y todos los perros de la ciudad se habían enloquecido y nadaban en los ríos de sangre llevados del gran putas. Estábamos en la ciudad más llevada del universo, la ciudad roja. Nos suicidamos el 5 de noviembre a las cinco de la tarde. El rio de sangre ya llegaba hasta el tercer piso, hasta nuestra ventana, y los cadáveres golpeaban los cristales llevados por aquel oleaje rojo y penetrante. Entonces nos tomamos unos barbitúricos. Cuando la espuma de la sangre subió, cuando sentimos ese gigantesco rumor ladrando en el cristal de la ventana como un gran perro herido y loco, la nena zeppelín, Nicole, esa tenaz mujercita zeppelín se dirigió al pick up y puso Dazed and Confused y entonces nos metimos las pepas y lentamente fuimos sintiendo como la mano negra e la muerte nos iba arrancando los órganos, los riñones, el corazón, los ojos, el estomago, el páncreas y morimos rotos cogidos de la mano.

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Desde entonces, floto alucinado en la sangre. Solo, roto, confuso. Extraño. Rojo. No sé donde está Nicole. Todo el mundo desapareció. Los perros devoraron a los habitantes. El sol es rojo. En la sangre flotan los muertos, los pianos, las ventanas, las puertas; y los arboles. Creo que Nicole está al otro lado de la ciudad porque a veces me parece oír una triste melodía en la lejanía, y entonces veo una muchedumbre de mariposas negras que se eleva en el horizonte llevando en sus alas a una mujer que toca el saxo. Una mujer que toca el saxo mientras llueve y mientras se decreta la pequeña confusión de la sangre sobre la ciudad.

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VACIO IN UTERO

Yo me volví loco y mamá

me mando al sanatorio Hell, en las

afueras de la ciudad. El día que se me zafaron los tornillos por completo estaba convertido en pájaro, en un pájaro horrible, flaco, desplumado; y mama, antes de llamar a la ambulancia de la Hell, tuvo que ir al centro a conseguir una jaula. Pobre vieja, la vieja sufrió mucho. Bueno, que le vamos a hacer. Ni mierda para la vieja. Ni siquiera rezongó cuando los malditos enfermeros llegaron con el Sinogan y preguntaron a quién había que inyectar. Mamá señaló la jaula y los malditos se cagaron de la risa. De todos modos, me lo dieron en gotas, por el pico amarillo. Cuando pasé las primeras cinco góticas espesas y amargas empecé a sentir un vértigo extraño debajo de las plumas negras y miré hacia afuera a través de la ventana de mi alcoba y comprobé, una vez más, que el mundo era una masa tenebrosa que flotaba en la mitad de una botella oscura y rota mientras el perfume de la heroína, proveniente de las estaciones de metro, se confundía con la lluvia de noviembre. Al cabo de un rato, los malditos enfermeros me introdujeron con jaula y todo en la ambulancia. Antes de que partiera, mamá salió corriendo con un manojo de alpiste verde y se lo dio a uno de los hombres de blanco, que se cagó de la risa. La ambulancia partió bajo la lluvia y solamente escuchaba el sonido de las gotas 91

estrellándose contra los vidrios y el sonido particular de las multitudes de las calles. Ese sonido. Como si estuvieran fritando un millón de papas cerca de los árboles y en el rio. De tanto en tanto, uno de los hombres me pasaba por entre las rejitas de mi jaula un poco de alpiste. A través de los cristales sucios de la ambulancia podía ver las calles, esas calles negras de fogatas, vagos; podía ver los avisos luminosos de las puticas tristes, la gente saliendo del cine, los buses, los arboles de los parques. En un semáforo, en rojo, por delante de la ambulancia, pasó Corinne con un muchacho. Iban de la mano. Se veían felices bajo esa luz azul de las seis de la tarde, se veían irreales y me pareció que tal vez iban a cine, o tal vez iban a tomar una cerveza a un bar y de pronto se fumarían un cigarrillo y se harían en una mesa cerca de la ventana para contemplar la calle y entonces los avisos de las tiendas porno se reflejarían en sus rostros felices mientras yo me moría del mareo en medio de la borrachera confusa del Sinogan y mierda, entonces empecé a entonar una canción de los Yardbirds, for your love, for your love, for your love y cambió el semáforo, luz amarilla, luz verde, cambio en primera, acelerador, y puta mierda perdí de vista a Corinne y volví a mirar hacia los cristales donde se estrellaba la lluvia y sentí que ese momento era una escena más de la infinita película absurda del mundo; una escena de la película pornográfica del mundo donde la saliva de la multitud se confundía con su sudor y su mierda. A Corinne la había conocido unos meses atrás en el Jibus Club, en el último concierto que dio Kurt Cobain allí, en ese bar, antes de que se suicidara. Ella cubría el evento para el periódico underground 92

Hop Frog de circulación quincenal en los bajos fondos y en las universidades. Corinne estaba amarrada con su cámara de fotografía y yo estaba en muy mal estado cuando tropecé con ella. Barbitúricos. Volaba a mil millas de la estratosfera terrestre. Después de tropezar, ella me dio una patada en el culo y yo se la devolví como signo de cariño. Luego la invite a una cerveza. Fuimos a la barra. Allí charlamos, fumamos y esperamos a que el sitio terminara de llenarse. Se esperaba a Cobain a medianoche. Era jueves. Afuera llovía. Cuando la vi, supe de inmediato que Corinne era una mujer- pájaro pues tenía esa mirada negra, esa mirada perdida, y entones le acaricié las tetas húmedas en la oscuridad del bar y soltó un graznido suave que estalló en el centro del humo de los cigarrillos. Bailamos un rato. Luego, a las doce de la noche, apareció Cobain e interpretó las canciones de sus álbumes Nevermind, In Utero y Bleach. Nos metimos varias pepas, algunas cervezas, muchos cigarrillos y terminamos abrazados en el baño trasero del Jibus, navegando en aquel interminable charco de orines amarillos y, entonces, me volví a sentir vivo porque me acordé del olor de los orines, es decir, del olor que conecta todos los momentos de la vida, ese olor de los orines, ese olor amarillo, ese olor del miedo y del amor, del tedio y de la muerte; y allí en ese baño podrido donde orinaban los punks mas pestilentes de la ciudad, nos sentimos dos barquitos perdidos en el oscuro mar sucio de la noche, el sucio mar del mundo lleno de lluvia, licor, colillas, saliva, sudor, sangre, heroína, lagrimas, muchas lagrimas, humo; y le dije a Corinne al oído que naufragara conmigo esa noche, que naufragáramos en las olas amarillas de ese mar intemporal en el que éramos reales y verdaderos. Salimos a las tres de la mañana 93

llevados del putas. Llovía. Llovía. Llovía. Caminamos por aquellas calles solitarias llenas de vagos que se calentaban las manos cerca de las fogatas y llegamos al parque Engels

y sobre la hierba

húmeda nos desvestimos. Hicimos el amor. Corinne graznaba con fuerza y mientras hacíamos el amor cien pájaros llegaron hasta donde estábamos y empezaron a revolotear sobre nosotros y de un momento a otro nos transportaron por los aires y nos llevaron hacia las montañas que dominaban la ciudad y nos posaron en una pequeña colina verde llena de arboles frescos. Contemplamos el amanecer y, cuando el sol ya había inundado todo el ámbito, nos dormimos. Desperté hacia el mediodía. Estaba mareado, estaba hecho una mierda. Corinne no se encontraba. Al poco rato llegó volando por entre los árboles. Corinne me presentó a Nick, el Pájaro Carpintero, que fabricaba con los otros pájaros un barco de madera. Era un barco hermoso que olía a pino. Nick, el Pájaro Carpintero, era el papá de todos los demás pájaros de aquella colina donde se inventaban los siete vientos verdes de la tarde. Allí, en esa colina verde, me quedé varios meses. Quizá por primera vez era feliz en mi vida. No tenía que trabajar, no tenia que andar limpio, no tenia que lavarme los dientes, no tenía que ser limpio como la gente, ordenado como la gente, idiota como la gente, infeliz como la gente; no tenía que echarme desodorante debajo de los brazos para no oler a chucha cuando mama invitaba a alguien a comer a casa. Nick, el Pájaro Carpintero, poco a poco me enseñó a convertirme en pájaro. Fue una tarea dura pero agradable. Todas las tardes a eso de las cuatro me iba con Corinne y Nick a la parte más alta de la colina. Allí nos sentábamos. Corinne iba a en busca de un hongo rojo y entonces lo compartíamos y nos poníamos a observar en 94

silencio la paz del valle. Después, Nick decía que el secreto estaba en tomar el aire y tambien en la forma de encarar el vacío, el vacío de la boca del estomago, el vacío de la tristeza, el vacío again again again, el vacío de la sangre, el vacío de la lluvia, el vacío donde el hongo se convertía en un globo transparente que nos hacía más livianos, mas pluma, mas ingrávidos, más tristes tal vez; el vacío que se siente después de que la última gota de licor se ha esfumado y solo queda eso, el vacío, el vacío del sexo, el vacío de la saliva sobre la saliva, el vacío del sudor sobre la piel, el vacío del tiempo sobre el espacio, el vacío de Dios sobre el mundo. Antes de devolverme de nuevo hacia la ciudad, le pregunté a Nick, por qué estaba construyendo el barco y me respondió que era para navegar por las calles inundadas de la ciudad porque algún día los pájaros heredarían el reino de la tierra y todas las mujeres serian pájaros. Finalmente, un día me mamé de Nick y de todos los pájaros, tenía muchos hongos en la sangre y creo que había aprendido lo que tenía que aprender allí, en esa colina verdecita. En verdad, me hacían mucha falta el humo de la ciudad, el licor, los cigarrillos, el perfume de las mujeres, las películas, en fin, me hacía falta la sensación extraña de la ciudad, esa sensación de tener botellas rotas en la espalda. Entonces regresé a la ciudad y no volví a ver a Corinne. Volví a lo de siempre. Estaba sin un peso, varado, llevado del putas. De vez en cuando le robaba a mama para mantenerme. En las noches me iba a ver películas. A veces me quedaba a dormir en los cines

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rotativos donde daban las peores películas porno del mundo. Me vi Infierno anal, Cabalgata anal, Muñecas de carne, Apocalipsis carnal, Candy y sus depravados pasan vacaciones en el Caribe, Profecía sexual III y muchas otras. Antes de entrar al cine, daba vueltas por la ciudad. Caminaba un rato por los parques, me fumaba un cacho de hash, veía llover, entonaba canciones de Status Quo, me imaginaba a las mujeres desnudas; luego entraba al metro y me iba en cualquier dirección y rodaba por las entrañas de la ciudad, rodaba por el útero sucio y pestilente de aquella ciudad y me sentía un gusano negro escarbando en el gran órgano sexual de la ciudad; y entonces cerraba los ojos y la sensación que tenia era que estaba en la mitad de un gran sexo rojo que expelía malos olores, un gran sexo rojo que nunca podía llegar al orgasmo. Después me bajaba en cualquier estación, me sentaba al lado de un clochard, le pedía un poco de vino barato y nos fumábamos un cigarrillo triste mientras la orquesta rota del metro ejecutaba una de sus tristes canciones tric trac tri trac sobre los rieles oxidados y afuera llovía esa lluvia antigua, esa lluvia llena de campanas rotas, rotas, rotas y de gatos oscuros. Entonces sabía que no había ya nada que hacer. Salía del metro. Me metía en un bar, pedía un brandy y empezaba a flotar con suavidad por el vértigo negro de la noche, ese vértigo lleno de vientos cruzados, ese vértigo donde la muerte metía la mano para ver cuántos peces sangrientos y tristes pescaba del remolino turbio de la oscuridad y el alcohol. Cuando ya me había metido varios brandies, salía al cine rotativo. Pagaba mi boleto y me sentaba en cualquier asiento mientras las pulgas negras saltaban a mi alrededor y el reciento se llenaba de maricas y toda clase de depravados y entonces cuando empezaba la película 96

la sensación era la de estar en el interior de un barco gris que naufragaba en la mitad del océano de la nada, en la mitad del oleaje de la confusión. Hacia la mitad de la película, me dormía, y despertaba al otro día a eso de las seis de la mañana. Me salía por una ventanita

secreta y deambulaba confuso por las calles

desiertas. A veces, cuando tenía ganas, llegaba a un parque, me subía al árbol más alto y emprendía vuelo y volaba hacia la playa. Me gustaba volar cerca de las rocas donde las olas chocaban. Tambien volaba sobre aquellos barcos misteriosos que emprendían viaje hacia países lejanos. Después regresaba al parque y me volvía a dormir hasta el mediodía. Un día, la situación ya estaba insoportable. Mama me había amenazado con llevarme a un sanatorio. Por esos días llegó a la ciudad el circo Time

Machine. Me acerqué una tarde a probar

suerte. Hablé con el manager. El tipo, desagradable por cierto, preguntó cuales eran mis habilidades. Le dije que era un pájaro y que podía volar. Se cagó de la risa. Entonces corrí diez metros y le hice una demostración. Volé en el interior de la carpa del circo. El manager quedó

atónito y de inmediato me contrató. Todas las

noches había función. Mi número era el último, para cerrar con broche de oro. Me dieron un vagón para mi solo, pues me había convertido en la estrella del triste circo. Al poco tiempo, Romelia, la mujer de cuatro tetas, se enamoró de mí y se vino a vivir conmigo al vagón. Yo no hacia un culo. En las mañanas hacíamos el amor y en las tardes me rascaba las pelotas mientras todos los demás artistas ensayaban sus números maricones.

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Todo terminó mal cuando todas las mujeres del circo quisieron hacer el amor conmigo, el hombre pájaro. Gina, la mujer de caucho; Petra, la mujer barbuda y Cora, la mujer-elefante. Todas querían acostarse conmigo. Una noche, los payasos me cogieron dormido y me cortaron las alas y me soltaron en un basurero. Durante varias semanas anduve vuelto mierda. Luego me recuperé y volví a casa hecho una miseria. Mama me acogió. Dormí una semana entera. Luego llegaron los de la ambulancia. Ayer fue mi último día aquí, en el sanatorio Hell. En realidad, hace un mes empezó a llover como nunca y la ciudad se inundó totalmente. Por eso, mamá nunca volvió con los chocolates y con los libros que solía traer cada semana. Pobre vieja. Desde el sanatorio podía observar como subían las aguas y llegó un día donde solamente se podía ver la torre de la catedral rodeada por las aguas negras. Un domingo, el sanatorio fue evacuado y mi me dejaron el interior de mi jaula, en el comedor. Debo anotar que con el tiempo me cogieron bastante cariño y el doctor jefe del sanatorio Hell orden que me pusieran en el comedor como adorno para divertir a los internos. Lo único divertido de todo esto era que, en las noches, Clea venia y me hablaba un rato, se fumaba un cigarro, me echaba el humo en el pico para que no me olvidara del olor del tabaco y luego me daba un beso en el pico y se iba a dormir. Ayer domingo, las aguas llegaron hasta el sanatorio. Clea se suicidó y se botó a la corriente turbulenta. Cuando las aguas ya llegaban a mis patas indefensas, apareció el barco de madera de Nick y me rescató. Nick abrió la jaula y me invitó a subir al barco. Después anduvimos de sanatorio en sanatorio rescatando a todos los pájaros 98

enjaulados de los comedores y tambien a los pájaros de las jaulas de las casas. Nos dirigimos al Circo del Aire, que queda al final del horizonte. Ya hemos traspasado la delgada franja que divide a los fantasmas de los vivos. Estamos en aquella franja confusa de los sueños, donde las yeguas de la noche galopan sobre las praderas espaciales pobladas de hongos rojos que estallan en la mitad del vacío, del vacío roto, roto, del vacío roto, en la mitad del vacío de la vasta jaula del mundo. Vacío. Vacío. Vacío. Pero ahora, estamos jodidos, pues hemos encallado cerca del único parquecito que se ha salvado de las aguas. Es una isla. Es un parquecito rodeado por las aguas de la nada, por las aguas sucias de la muerte; un parque donde los pájaros que aspiran a ser caballos alados ensayan sus vuelos sobre la hierba amarilla mientras los doce soles rojos se reflejan en las aguas de este pequeño acuario de un niño que nos mira con sus ojos grandes y negros mientras suena una música extraña en la distancia y, tal vez, son las seis de la tarde y, tal vez, ese niño inventó en su pecera, para uno de sus juegos, esta pequeña tormenta, esta pequeña locura y esta pequeña ciudad

donde he pasado toda mi vida

jodiendo y jugando a ser pájaro.

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LOS CABALLOS ROJOS DEL AMANECER

Siempre es saludable perder sangre. Es saludable sentirse débil bajo el cielo azul, es saludable sentirse enfermo bajo el viento limpio de la mañana. Es saludable que una bala te rompa una arteria importante en una noche de lluvia a la salida de un bar. Saludable. Muy saludable. Nunca he creído en la salud porque el cuerpo siempre esta desequilibrado. Yo soy un desequilibrado. Los arboles son desequilibrados. El viento es un desequilibrio del oxigeno. El alcohol es un desequilibrio de los líquidos. El tiempo es un desequilibrio permanente donde la maquina

implacable de los

instantes se traga la maquina endeble de los espacios. No hay continuidad. Solamente existe la discontinuidad. Soy una suma de instantes discontinuos. Soy una especie de payaso ebrio que se ríe con su risa rota en la mitad de la noche. Soy partidario de la mala salud, partidario de dilapidar el dinero, partidario de no ir detrás de la verdad, soy partidario de decir todas las mentiras, partidario de meter al cuerpo toda clase de sustancias extrañas. Me gusta la tristeza, amo ese extraño momento justo después de salir del cine, cuando te sientes vuelto mierda y enciendes un cigarrillo y te vas 100

por ahí a rodar por las calles envuelto por la estela azul del humo. No creo en los deportes. Detesto esa infame idolatría hacia los futbolistas. Detesta esa falsa concepción de mente sana en cuerpo sano. Solo creo en el deporte de las calles, ese deporte que fortifica el cuerpo y el espíritu cuando te persigue la policía por las calles oscuras. Creo en ese deporte nocturno de rodar ebrio de bar en bar, de labio en labio, de cigarrillo en cigarrillo, de pesadilla en pesadilla. No creo en la justa repartición de la riqueza, no creo en la democracia, no creo en el sistema político ni en las instituciones, mucho menos en las buenas costumbres. Me cago en el té de las cinco, me cago en la misa dominical, me cago en la credibilidad de los medios, me cago en la moral, me cago en el buen olor, en el buen decir, me cago en el bien común. No creo en la normalidad. Soy tal vez, un borracho; soy, tal vez, un globo triste que flota en la marea extraña de la noche; soy, tal vez, un perdido; soy, tal vez, el peor de los bandidos. Soy un desadaptado. Creo en el olor de la gasolina, en el olor de los orines, creo en las tetas y en los culos, creo en la virtud de rascarme las pelotas en público, creo en el café en las mañanas, creo en la pureza de los árboles y de la lluvia del amanecer; me parece que los días se superponen unos a tras otros como botellas rotas en el final de las calles; creo en el poder del licor, en el poder de la risa. Creo en un cigarrillo para disipar el miedo, creo en el tedio, reniego de la limpieza, del orden mental, de las leyes, de la medicina, me muero por una cerveza fría mientras la ola amarilla de calor me intoxica, creo en la intoxicación de los sentidos, creo en el estómago vacío. Creo en el vacío.

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Tal vez, las únicas cosas en las que creo son la música triste que sale de mi viejo violín negro y las películas. En nada más. Desde hace un tiempo todo cambio para mí. Todo empezó un día cuando te cité , Mathilde, para ir al cine. Nos citamos allá, cerca de la estación Giordano Bruno. Era una tarde bastante extraña. Las palomas dejaban caer sus cagarrutas tristes sobre la endeble estructura del día. Era domingo. Yo te esperaba en el parquecito, cerca de la estación y me distraía con el sonido roto de la orquesta disonante de las calles, esa orquesta compuesta por los músicos oscuros de la tristeza, los músicos oscuros que vendían loterías y aquellos otros que anunciaban los espectáculos de los teatros de striptease mientras los transeúntes se diluían como muñecos de goma bajo la lluvia. Me senté en una banca del parque. A lo lejos se escuchaba el sonido rechinante del metro y las campanas de la catedral taladrando el oxigeno y la lluvia, mientras el señor Bell recogía su viejo daguerrotipo porque ya, a esa hora, las parejas de enamorados no venían a tomarse fotografías porque se habían ido a los moteles cerca del cine Metro Riviera a hacer el amor mientras la lluvia se estrellaba contra los cristales sucios de los ventanales. No llegabas. Entonces fui al teléfono público y marqué tu número. Tú contestaste. Contestaste con esa voz suave, esa voz dulce, esa voz llena de animalitos dulces y entonces te dije oye apúrate, están dando El acorazado Potemkin. Luego fui a Swisterlandia porque tenía ganas de una hamburguesa de grasa. Me hice en la mesita que daba contra la ventana y veía como la lluvia estallaba en los cristales y me dieron ganas de estar ene le centro de tu sonrisa, ser tu sonrisa, ganas de arrancarte tus dientes blancos para llevarlos 102

siempre en mi bolsillo. Después salí y caminé un rato por la plaza y de pronto percibí tu olor a café negro y a tierra roja diluyéndose sobre la copa de los árboles del parque. Entonces apareciste caminando por el otro extremo de la plaza, donde las flores son mas amarillas, y vi tu rostro en el centro de la multitud, tu rostro que brillaba como un fogonazo en el centro de aquella bestia negra que agonizaba bajo la lluvia y las cagarrutas de las palomas tristes. Me diste un beso en la boca y tus labios húmedos mojaron mi sonrisa seca, mi sonrisa triste, mi sonrisa vacía. Tu dulce saliva envolvió después mis ojos, mis manos y entonces desee que tu dulce saliva envolviera arboles, el aire, el parque, las palomas, los buses, los avisos luminosos. Nos sentamos en una banca a contemplar la decadencia del día, pero estábamos jodidos porque tu dulce saliva no era capaz de quitarnos de encima la baba negra de la tristeza, esa babita confusa que estaba pegada ene le rostro de la gente, en el aire, en los días, en todos los días, en los parques. Fumamos un cigarro para distraer el tedio y el humo me quemó la garganta. De pronto, en medio del frio de la tarde, me confusamente caliente, espiritual extraña

sentí caliente,

con una especie de fiebre corporal y

y miré a mi alrededor; miré a la gente en el

parque, miré los buses, los edificios y me sentí en la boca de un tubo de escape caliente o, tal vez, en la boca de una pistola recién disparada. Estábamos bajo un cielo implacable infectado de rosas y pistolas. Entonces nos dirigimos al cine Richmond donde estaba dando la peliculita de Eisenstein. Una vez más asistíamos al ritual de Richmond. No era lo mismo ir al Radio City o al Riviera o al OIympia

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a ver cine. En el Richmond todo era distinto. En la puerta estaban los mismos personajes desadaptados que iban los domingos al Richmond: el hombrecito de gafas y gabán con aire amargado, la pareja de universitarios drogados, las mujercitas solas con labial rojo encendido en su boca. Antes de entrar, nos quedamos un rato afuera viendo los carros pasar por la calle 26. Nos quedamos viendo como moría el domingo, poco a poco, mientras la oscuridad fría tomaba el parque de la Independencia. Entramos al teatro. Nos sentamos y yo te dije que ojalá la película no se quemara o que no estuviera desenfocada o llena de lluvia. Siempre pasaba lo mismo con las películas en el Richmond: a la mitad se quemaba el rollo o se le iba el sonido y eso, de algún modo, hacia más “intelectual” la función, pues en ese pequeño intervalo, los barbudos asistentes hacían toda suerte de comentarios críticos sobre las escenas previas. Salimos del cine. Tenía ganas de tocar mi viejo violín negro. Nos dirigimos a un parque. Nos sentamos en una banca. Te di un trago. Con paciencia saque el violín y lo afine. Entonces empecé a ejecutar una melodía triste de Paganini. Me gustaba Paganini porque siempre que ejecutaba alguna melodía suya las cosas y la gente flotaban en el aire. Todo entraba en el reino de la ingravidez. Recuerdo que tu empezaste a flotar cerca de mí y después yo me elevé los aires mientras seguía tocando. Empezamos a flotar por las calles. Un poco más adelante, junto a nosotros, apareció flotando un clochard que estaba dormido. Flotaba en posición horizontal y junto a él se encontraba su botellita de vino barato. Cuando nos encontrábamos en Teusaquillo, tú cogiste un gato

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vagabundo que flotaba cerca de ti. En el cementerio todas las tumbas se abrieron de par en par y los muertos flotaban rodeados por las olas de claveles blancos y rojos que formaban un mar confuso de flores en medio de la oscuridad del aire de la noche. Pronto me di cuenta de que a nuestro paso todo estaba flotando. La gente dormida flotaba con sus camas y los buses pasaban por encima de nosotros. Al amanecer, toda la ciudad estaba flotando por los aires. Las casas, las iglesias, los edificios, los arboles, de los parques. Todo, todo estaba en el aire. Todo el mundo flotaba en un extraño sueño del cual no parecían despertar. Entonces, cuando el sol estaba ya despuntando detrás de las montañas, tú me dijiste que tocara una melodía más triste y yo toque Wild Horses de Jagger & Richards y, en el horizonte, aparecieron los caballos rojos del amanecer trotando sobre las nubes, trotando sobre la espuma confusa de la mañana y tú te montaste en uno de los caballos mientras los demás habitantes hacían lo mismo. Te despediste con un beso y te fuiste. Los caballos rojos el amanecer se fueron más allá del horizonte, más allá de la lluvia y pronto quedé solo en la mitad de la nada. Los caballos se habían llevado la ciudad a otra parte. Me encontraba flotando en el vacío. No ha quedado casi nada. Hay un árbol que flota en el vacío, junto a mí. El árbol creo que se llama Sam. Era un árbol de parque Giordano Bruno. Tambien ha quedado un viejo cine en medio de la nada donde se proyecta el El acorazado Potemkin desde que todo quedó en la nada.

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Hace unos meses me fui al viejo teatro. Me senté en una banca. Encendí un cigarrillo. Tomé un trago. Esperé la escena de las escalinatas. Entonces apareció aquella mujer misteriosa que deja rodar el coche por las escalinatas. Ella me mandó un beso desde la pantalla y entonces yo toqué algo triste en mi viejo violín negro y salí flotando hacia la pantalla y ahora me encuentro viviendo con ella, con Olga, la mujer de la película. Vivimos en la escena final de una película que se proyecta en un viejo teatro que queda en la mitad de la nada mientras yo troco mi violín negro bajo la lluvia en blanco y negro, lluvia que cae eternamente sobre estas escalinatas tristes.

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LA SUAVE LLUVIA DE AGOSTO SOBRE NUEVA YORK

R.W. llevaba una vida agitada desde que vino a Nueva York. Mujeres, licor, cines, fiestas. El día de su cumpleaños número cuarenta, después de que su familia, muy poca por cierto, se fue, R.W. se dirigió al salón principal donde le gustaba leer enfrente a la chimenea. Atravesó los cinco salones de la casa, los ocho corredores oscuros y las ciento veinte escaleras de madera acompañado de su perro. Finalmente llego al salón de la chimenea y se sentó en el sillón preferido. Se restregó los ojos con los puños y un toc toc proveniente del otro sillón lo hizo reaccionar. Allí en el otro sillón estaba ella, la muerte haciendo sonar contra el piso la guadaña. La Muerte producía con su guadaña una música extraña, una música extraña de reloj hastiado, de reloj fúnebre. R.W. le ofreció un trago y unos cigarros. Durante una hora la muerte lo estuvo mirando fijamente a los ojos. Luego se tomó el trago de whisky, se fumó con lentitud un tabaco y se fue haciendo sonar la guadaña contra el aire. Era como el sonido de mil pájaros negros revoloteando bajo la lluvia, bajo la niebla del invierno. A los ocho días la muerte volvió. R.W. estaba en el sillón. Leía algo de Sherlock Holmes, su autor favorito. La Muerte se sentó en el sillón. El fuego de la chimenea producía un extraño brillo en el lomo

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de la guadaña. Antes de que dijera algo R.W. se dirigió al viejo aparato de radio y busco en el dial Radio WQT. En ese momento pasaba “Claro de Luna” de Beethoven. Durante una hora escucharon música. Después de un buen rato la muerte le dijo a R.W. que jugaran una partida de naipes. R.W. palideció y la muerte se río con una gran carcajada. La Muerte le dijo que no tenia de que preocuparse. Solamente era un juego, no se lo iba a llevar. Solamente se trataba que R.W. apostara su excelente colección de música clásica y La Muerte una guadaña de incrustaciones de esmeraldas y diamantes. Durante tres semanas, cuatro días, cinco horas y seis minutos seguidos estuvieron en el salón jugando. Al final la muerte salió vencedora y R.W. tuvo que ceder su colección de música clásica. Era un jueves en la noche, terminaron de jugar hacia las ocho de la noche. La muerte se quedó dormida R.W. fingió que dormía y después de que oyó los ronquidos de ella se incorporó y con lentitud se acercó al otro sillón. La muerte sudaba, roncaba y se movía como una bestia del bosque, como una bestia oscura. R.W acarició el lomo de la guadaña. Una y otra vez pasó la mano por ese lomo que había segado tantas vidas a lo largo y ancho de los caminos confusos y polvorientos del mundo entero. El sábado siguiente volvió a venir. R.W. estaba en el jardín con sus perros. La luz del sol decaía y la noche se filtraba por las ramas de los arboles oscuros. La noche tendía sus alas de ave negra sobre el oxígeno negro de las tardes. De pronto los perros, todos los perros empezaron a ladrar hacia los árboles. R.W. busco en sus bolsillos un tabaco y espero a que ella llegara. En efecto unos 109

instantes más tarde apareció la muerte. Comenzó a llover. La muerte saludó a R.W. Después entraron a la casa. Fueron al salón principal, como de costumbre. Esa noche R.W. pensaba jugar una partida de ajedrez con la muerte, pero ella le dijo que prefería dar un paseo por la ciudad. Tenía hambre de ruido, hambre de licor, hambre de gente, hambre de mundo. R.W sacó del garaje su viejo automóvil. La muerte se sentó a su lado. R.W. hizo deslizar el auto por aquellas calles llenas de avisos luminosos. Primero hicieron un paseo por la 42, la calle de sex shops. Putas, travestis, gays. De todo. Sodomitas. Mientras el auto iba rodando por aquellas calles apocalípticas, aquellas calles vaginales donde los líquidos oscuros de los sexos rojos explotaban en el aire, la muerte sacaba la cabeza por la ventana y aspiraba con fuerza ese olor, ese olor que contenía sudor nocturno de las rubias y las morenas, el olor de los cigarrillos, el olor de las pistolas, el olor del whisky que salía de los bares sobre todo ese olor a chocha y gasolina que tiene Nueva York. Después entraron a cine, en el Village, y la muerte armó tremendo escándalo porque en el fin hubo tres muertes y ella no tenía nada que ver con ese asunto. R.W la sacó de allí y se metieron en un bar alternativo. Esa noche tocaron los diez Indios Malvados, una banda punk del sur de NY. La muerte se emborrachó con cerveza y hacia las dos de la mañana, R.W. la sacó y se montaron en el auto. Por el camino, la muerte hizo montar una chica de la calle. Esa noche R.W. no pudo dormir. La muerte llenó la casa de putas y con todas hizo el amor. Cada vez que las penetraba, las mujeres daban

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alaridos

espantosos. A la mañana

siguiente

la

muerte

desapareció y durante ocho días no se reportó. El sábado llegó de nuevo y se sentó en el sillón de costumbre. Durante cuarenta años la muerte llegó todos los sábados a la casa de R.W al mismo sillón. Jugaban cartas, hablaban, escuchaban música. Sin embargo, el día del cumpleaños número ochenta de R.W. la muerte le dijo a éste mirándolo a través de su vaso de whisky con hielo, que ya era tiempo de que la acompañara, R.W. se rió y le pareció que después de cuarenta años de estar compartiendo con ella momentos agradables no era justo que se lo llevara. No quedaron en nada. Simplemente la muerte ese día se fue como si nada. A sus ochenta años R.W era ya un hombre que no podía darse el lujo de tener grandes placeres. Atrás había quedado las épocas de los whiskys, los tiempos de estar rodeado de suaves pieles de mujeres, las horas de estar bajo las babas y los sudores de las rubias de Nueva York. Por eso cada ocho días, los sábados a las tres de la tarde se dirigía cerca de Central Park a la chocolatería de la señora Hark y compraba una libra de chocolate con forma de animales. En verdad aprovechaba para contemplar el esplendor de Nueva York. Definitivamente la época que más le gustaba era verano. Le gustaba ver a toda esa gente tirada en los parques leyendo y entonces cerraba los ojos y aspiraba el aire amarillo de verano, ese aire que contenía vida. Luego se dirigía a su casa y allí encontraba a la muerte sentada en el sillón y siempre le recordaba que ya era tiempo, pero R.W le ofrecía un chocolate y a la muerte

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siempre se le olvidaba y al rato, luego de haber escuchado música o jugado ajedrez con R.W se iba. El 4 de agosto, sábado de verano,

la vida parecía estar en su

esplendor. El sol iluminaba la tarde, el sol iluminaba los altos edificios de Nueva York. R.W. se dirigió como de costumbre a la chocolatería de la señora Hark y compró la libra de chocolates. Ocho días antes la muerte le había mostrado un boleto que decía “R.W. 89898989. 4/Agosto/94”. La Muerte lo dejó encima de la mesita, cerca del sillón y le dijo que ya no había nada que hacer. Ese sábado estaba planillado. R.W. llego a su casa. La muerte acariciaba el lomo de la guadaña. Sonrió R.W se sentó en el sillón y le dijo que quería morir allí sentado, pero antes quería comerse sus chocolates. R.W. le ofreció un chocolate a la muerte y se aseguró de que fuera el que estaba envenenado. La muerte se lo comió y allí mismo en el sillón empezó a convulsionar como una bestia, dando alaridos. Espasmos. R.W. salió a la calle y se mojó con la suave lluvia de agosto que caía sobre Nueva York.

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Indice

El pez gato que engullia pianos negros…………………… 5 Dios no cree en novelas policiacas………………………... 17 John Tigris…………………………………………………….. 28 Las cuatrocientas espadas del brandy……………………. 34 Los dos dirigibles tristes y amarillos de la lluvia………….. 39 Morfina y chocolate…………………………………………... 45 Los bosques negros de Kam……………………………….. 51 Cognac para dos perros y un gato…………………………. 65 La sustancia absurda de Hendrix…………………………... 74 La pequeña confusion de la sangre………………………... 82 Vacio In Utero………………………………………………….. 91 Los caballos rojos del amanecer……………………………. 100 La suave lluvia de agosto sobre Nueva York……………… 108

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