Recibe Hoy Tu Milagro - Carlos Annacondia.pdf

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Contenido

Créditos editoriales Introducción Toca las vestiduras del Maestro El poder del perdón ¿Quieres ser sano? Hay esperanza Resucita tu esperanza Conclusión Oración Bonus track Sobre el autor

Créditos editoriales

Recibe hoy tu milagro Carlos Annacondia ISBN 978-1-949238-72-3 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o trasmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial. © 2020, Editorial Peniel. Boedo 25 Buenos Aires, C1206AAA Argentina Tel. 54-11 4981-6178 / 6034 e-mail: [email protected] www.peniel.com

Publicado por Editorial Peniel. Las citas bíblicas fueron tomadas de la Santa Biblia, Nueva Versión Internacional, a menos que se indique lo contrario. © Sociedad Bíblica Internacional. Conversión digital: Mauricio Diaz

Introducción

Dios nunca llega tarde, siempre llega a tiempo. Quizás hayas pensado que este es un momento difícil en tu vida, que ya no hay más esperanzas, que Dios te dio la espalda. Permíteme asegurarte que ninguna de estas cosas es verdad. Seguramente hay interrogantes en tu vida que no han tenido respuestas, pero el Señor quiere responderte hoy a través de las páginas de este libro. Durante treinta y cinco años de mi vida creí en Dios, así me habían enseñado desde pequeño, luego llegó un momento en el que no me alcanzó solamente “creer en Dios”. Necesitaba algo más, necesitaba una respuesta de parte de Él y no sabía cómo obtenerla. Precisaba encontrarme con el Señor y conocerlo en intimidad. Yo creía que Dios estaba en el cielo, distraído, ocupado con tantos problemas que le causaba este planeta: guerras, violencia, inseguridad. Nunca imaginé que Él podía conocerme tanto y que sabría tantas cosas de mí. Fue una gran sorpresa el día que me encontré con Jesús y entendí que Él me conocía perfectamente, como un padre a su hijo. Si estás decidido a buscar a Dios, debes saber que está cerca de ti ahora mismo. Jesucristo es la respuesta que tanto has buscado. Él es la respuesta para tu vida y para tu familia. Si buscas con sinceridad al Señor, lo hallarás. Él conoce tu vida y cada uno de tus problemas. Sabe que necesitas alcanzar ese milagro que buscas y que no logras encontrar. Él es poseedor de ese milagro y está dispuesto a entregártelo para que puedas hallar la victoria que tu vida necesita. Hoy es el día. Esta es la oportunidad para recibir tu milagro.

Capítulo 1

Toca las vestiduras del Maestro

El poncho rojo Era uno de los días más fríos del año cuando decidí ir a una Cruzada con el evangelista Carlos Annacondia, en la ciudad de La Plata. La salud de mi esposo Juan Antonio se deterioraba con mucha rapidez. Una neumonía aguda lo retenía en cama, pero según los médicos no sería por muchos días. Se despedía de cada persona que lo visitaba, con la certeza de que ya no los volvería a ver. Su voz era cada vez más tenue. Su conversación, agitada y muchas veces teñida de sangre. La infección en sus pulmones era total e irreversible. Llena de angustia y desesperación llegué a la campaña esa noche fría. Las alabanzas y coros me alegraban. A pesar del tiempo, el gentío era tal que casi no podía ver la plataforma, estaba lejos. Esa noche escuché hablar de un Jesús compasivo a quien, hasta el momento, no había conocido. Recuerdo que el mensaje hablaba acerca de una mujer muy enferma quien, a pesar de la multitud que rodeaba a Jesús, se atrevió a tocar el borde de su manto. Era tan sencillo que aún sin haber pisado jamás una iglesia podía comprenderlo. Nadie me había hablado antes con tanto amor. Comprendí que una mujer tan abrumada como yo deseaba tocar el manto de Cristo. Sorteando todo tipo de obstáculos y aun humillándose lo logró y recibió, en esa misma hora, la sanidad completa. En lugar de preocupación y desesperación, la fe se levantó en mi corazón. Esa noche recibí a Jesús como mi salvador. Le abrí mi corazón y sentí que debía intentarlo también. La multitud era inmensa. Deseaba acercarme también al altar pero era inútil. Recordando la fe de la mujer en la historia, me quité el poncho que llevaba sobre mis hombros y le rogué a las personas que estaban delante que lo pasaran. Gritaba con todas mis fuerzas que lo enviaran hasta el altar donde estaba el evangelista orando por los enfermos. Vi como mi poncho se alejaba y clamaba a los gritos: “Dios tú tienes poder”, “Dios ayúdame por favor”. La multitud comenzó a abrirse y muy lentamente pude llegar hasta el altar. Vi al hermano Carlos Annacondia orar con fervor y de rodillas con la prenda en sus manos y me eché a llorar. Al terminar, se puso de pie y me dijo: “Entréguele este poncho a su esposo y dígale que lo reciba en el nombre de Jesús”. Nunca olvidaré esas palabras. Al día siguiente, bien temprano en la mañana, como lo había hecho durante muchos días, fui a ver a mi esposo a la clínica. Él

estaba peor que nunca. Un médico me detuvo en el pasillo anunciándome que le quedaban pocas horas de vida. Al entrar en la sala de cuidados intensivos me acerque a él. Parecía casi sin vida. Le pedí que se incorporara y, como pudo, entre los cables y sondas que pendían de su cuerpo, se sentó. Puse sobre él “el poncho rojo”, la prenda por la cual el evangelista Annacondia había orado, me miró unos segundos y volvió a recostarse. Me quedé a su lado, esperando el milagro. Habían pasado ya dos horas cuando noté que comenzaba a sudar mucho. Asustada, corrí a buscar ayuda. Mientras los médicos lo revisaban, escuché a mi esposo que decía con su voz entrecortada: “Estoy quemándome”. “Hay fuego en mis pulmones”, “¡Estoy ardiendo, me quemo!”. Inmediatamente le hicieron una radiografía de tórax para constatar qué sucedía. La placa revelaba que sus pulmones estaban limpios, ¡impecables! Todos en aquella sala se miraban unos a otros como preguntándose qué había sucedido, llenos de confusión y desconcierto. ¡Jesús lo había sanado a la vista de todos! ¡Él se había glorificado mostrando su poder! Al día siguiente le dieron el alta. Nunca más, hasta el día de hoy, volvió a sufrir una infección en los pulmones. Ya han transcurrido más de veinte años. Servimos y amamos a Jesús, quien nos salvó y sanó a mi esposo poniendo su gracia sobre aquel poncho rojo.

Durante una campaña en la ciudad de San Martín, una mujer enferma asistía a cada reunión esperando tocar las vestiduras del Maestro. Noche tras noche era la primera en llegar. Se paraba cerca de la plataforma con su mano en alto y allí esperaba recibir su milagro. Comenzó a llamarme la atención, aunque no sabía cuál era su necesidad. La imagen de esa mujer, con sus brazos en alto y sus ojos cerrados pidiéndole al Señor que tocara su vida, no podía borrarla de mi memoria. Una noche la veo subir a la plataforma para dar testimonio. Con voz potente proclamó: —Pude tocar a Jesús, pude tocar a Jesús, y Él me sanó. —¿Cuál era tu enfermedad? —fue mi pregunta inmediata. —Intervinieron quirúrgicamente una de mis piernas y, como consecuencia, me había quedado diez centímetros más corta que la otra.

Esta joven mujer, de unos 25 años, caminaba totalmente deformada a causa de la diferencia de longitud de sus miembros inferiores. Una de esas noches, ella tuvo la fe y la seguridad de que había tocado las vestiduras de Jesús. Al regresar a su casa y acostarse sintió la pierna adormecida y escuchó a alguien que le decía: “Ya estás sana”. Inmediatamente se levantó de la cama y se sentó. Estiró sus dos piernas y pudo comprobar que Dios le había alargado los diez centímetros que le faltaban. Cada noche esta mujer anhelaba tocar las vestiduras de Jesús. Cada reunión ella buscaba a Jesucristo, y el milagro ocurrió. El mismo de ayer y hoy Jesús se fue con él, y lo seguía una gran multitud, la cual lo apretujaba. Había entre la gente una mujer que hacía doce años que padecía de hemorragias. Había sufrido mucho a manos de varios médicos, y se había gastado todo lo que tenía sin que le hubiera servido de nada, pues en vez de mejorar, iba de mal en peor. Cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto. Pensaba: «Si logro tocar siquiera su ropa, quedaré sana». Al instante cesó su hemorragia, y se dio cuenta de que su cuerpo había quedado libre de esa aflicción. —Marcos 5:24-29

Una de las características del ministerio público de Jesucristo en la Tierra era que las multitudes lo seguían. Grandes cantidades de personas iban detrás de Él, y el poder de Dios estaba con Jesús para sanar. Hombres, mujeres y niños lo seguían, cada uno de ellos con diferentes necesidades. El común denominador que los unía era que todos estaban buscando algo de Dios. Sin embargo, se describe un caso en particular, el de una mujer que había decidido caminar detrás de Jesús hasta lograr lo que se había propuesto en su corazón: “No descansar hasta tocar tan solamente las vestiduras del Señor”. Ella había padecido de flujo de sangre durante doce años y gastado todo su dinero en médicos, pero cada vez estaba

peor. Un día oyó hablar de Jesucristo, de los milagros que sucedían a su paso, y entendió que si tan solo se acercaba y lo tocaba, sería sana de su enfermedad. Aquella mujer se empeñó en su única esperanza. Buscó el camino por el que Jesús pasaría y comenzó a caminar detrás de Él. A su paso se encontró con una dificultad: la multitud que rodeaba al Maestro le impedía acercarse. Era muy difícil llegar a tocarlo, ni siquiera podía rozar el borde de sus vestiduras, porque diez, quince, veinte mil personas lo cercaban. Pero, aunque era prácticamente imposible llegar hasta Él, esta mujer estaba decidida a hacerlo. Activó su fe no solamente a través de su mente, sino a través de su cuerpo. Comenzó a marchar detrás de Jesucristo. Nada ni nadie se interpondría en lo que ella se había propuesto hacer. Aunque su cometido parecía imposible de alcanzar y la distancia que la separaba de Jesús era mucha, su corazón estaba decidido a lograrlo. Las dudas habrán cruzado su mente: “No lo lograré”, “nunca podré llegar a Jesús”. Igual continuó intentándolo porque sabía que poder y virtud salían de Él; pensar en ello la fortalecía en su debilidad. Tenía pocas fuerzas pero había un fuerte deseo en su corazón que no le permitía desmayar. Decía: “Si logro tocar siquiera su ropa, quedaré sana”. Entre apretujones y permisos, poco a poco se acercaba al Maestro. Cada vez que la empujaban, caía a causa de su debilidad; la multitud que venía detrás de Él la pisaba y lastimaba. Cuando ellos pasaban, nuevamente volvía a incorporarse y otra vez lo intentaba. Nadie la ayudaba, estaba sola, pero dispuesta a tocar a Jesús; reunía sus fuerzas y se mezclaba entre la muchedumbre. Cuando parecía que ya estaba próxima para tocar al Señor, volvía a tropezar y a ser pisoteada. Esos aplastamientos desgarraban sus ropas, pero en su corazón continuaba diciendo: “Si logro tocar siquiera su ropa, quedaré sana”, y volvía a levantarse. Al borde del milagro

La Biblia relata que la mujer, con un gran esfuerzo, tocó el borde de las vestiduras de Jesús y la fuente de sangre que de ella brotaba, cesó. Ella fue sana y libre de su azote. Inmediatamente Jesús se dio vuelta, miró a su alrededor y dijo: “—¿Quién me ha tocado la ropa? —Ves que te apretuja la gente —le contestaron sus discípulos—, y aun así preguntas: “¿Quién me ha tocado?”. Todas las personas que seguían al Maestro querían tocarlo, ¿no querrías tocarlo también? Los empujones de la multitud lo rozaban constantemente, pero algo marcaba la diferencia de aquel toque. Jesús supo que cuando lo tocaron virtud y poder salieron de Él. Él sabía lo que había sido hecho en esta mujer; y que había sido sana y libre de su enfermedad. Al escuchar que el Señor preguntaba quién lo había tocado, la mujer se sintió descubierta; entonces, temiendo y temblando, se postró delante del Maestro y le dijo la verdad. Reconoció que había tocado el borde de su manto y cómo al instante fue sana. Él amorosamente le dijo: “—¡Hija, tu fe te ha sanado! —le dijo Jesús—. Vete en paz y queda sana de tu aflicción”. Tal como el testimonio que conté al comienzo se asemeja a esta historia que relata la Biblia, tú también necesitas tocar el borde de las vestiduras del Señor, y puedes hacerlo a través de la fe. Tal vez en tu necesidad te identificas con esta mujer y has intentado de muchas formas alcanzar el milagro, pero ninguna de ellas dio resultado. Cada vez que has caído te vuelves a levantar y a continuar en el camino. Pero debes saber que Él está esperando que tu fe lo toque. Cristo quiere que seas libre de tu azote, libre de tu problema, libre de tu enfermedad.

Capítulo 2

El poder del perdón

“Un día vas a servir al Señor”. Estas fueron las palabras que dieron comienzo al cambio profundo que el Señor Jesús trajo a la vida de Margarita. Un barrendero, que siempre limpiaba la calle que está frente a su casa, se detuvo un día para hablarle de algo que Cristo quería hacer en su vida. “¡Vos vas a servir al Señor!”, le decía insistentemente, algo que, por su condición desesperada, le costó mucho creer y a lo que contestó con una risa burlona, incrédula a lo que este hombre decía. Pero él seguía insistiendo en que Dios tenía un plan con la vida de Margarita y que un día sería una sierva de Él. Que alguien se acercara para decirle que de su vida podía surgir algo bueno, no era cosa que escuchara todos los días, mucho menos podía creer que fuera verdad. Desde que ella tuvo memoria, toda su vida había sido sufrimiento y dolor. Vivió su niñez en un hogar en el cual nadie hubiera deseado crecer. Su madre, su hermana y ella día tras día eran víctimas de la destrucción que producen en una familia las drogas y el alcohol. Mientras su padre se ausentaba de la casa, podían estar tranquilas, aunque siempre expectantes del momento en que regresara a casa, porque sabían que allí comenzaría el sufrimiento. La madre de Margarita, angustiada por las experiencias que el padre alcoholizado y bajo el efecto de las drogas les hacía vivir, escondía a sus hijas para que no las encontrara al llegar. Pero descubrirlas era cuestión de tiempo, porque luego de amenazarla y golpearla fuertemente, él ultrajaba y abusaba de las niñas. A pesar de ser solo una pequeña, la vida de Margarita ya era un calvario. Y fue a muy corta edad cuando ella comenzó a escuchar en su interior una voz que la aturdía y la incitaba constantemente diciéndole: “¡Mátate, mátate!”. Tan grande era el sufrimiento y tan fuerte la voz que la acosaba que un día, estando recostada en su habitación, encendió el colchón de su cama para quedar atrapada por las llamas. Pero para su lamento, los bomberos llegaron a tiempo y lograron controlar el fuego. Su infancia fue la peor pesadilla que se pueda alguien imaginar. Cansadas de vivir angustiadas y presas del miedo, cuando Margarita tenía 5 años, su madre decidió escaparse del pueblo donde habían nacido y, llevando consigo a las niñas, fueron a vivir a otra ciudad de México, esperando que las cosas mejoraran. Y aunque alejarse de su padre les produjo un gran

alivio, las cosas no mejoraron por completo, sino que cada día el dolor iba en aumento. La mamá debía salir a trabajar todos los días para poder sostener a sus hijas. Durante ese tiempo, las niñas quedaban solas en una habitación pequeña, encerradas bajo llave para que nadie pudiera hacerles daño. Después de un tiempo, la madre de Margarita, preocupada por sus hijas, consiguió que una tía se quedara con ellas y las cuidase mientras ella se ausentaba. Pero lo que no sabía era que las niñas, bajo el cuidado de esta mujer, comenzarían a vivir nuevamente situaciones de dolor y sufrimiento, porque cada día debían presenciar las orgías que su tía practicaba dentro de aquella habitación con distintos hombres. Luego de un tiempo, su madre, la única persona que parecía amar a Margarita y a su hermana, también las abandonó y tuvieron que regresar forzosamente al pueblo natal, y lo peor, quedar nuevamente al cuidado de su padre, expuestas al abuso, al maltrato y la aflicción. Otra vez el terror volvió a apoderarse de la pequeña, porque su padre nunca la miraba como a su hija, una niña, sino siempre como a una mujer la cual utilizaba para satisfacer sus deseos y volverla nuevamente víctima de sus ultrajes. Al cabo de un tiempo, cuando Margarita tenía ya 15 años, se encontró con la sorpresa de que su madre había regresado a buscarlas. Pero ahora no estaba sola, sino que había formado otra familia, junto a un nuevo esposo y con un niño recién nacido, fruto del nuevo matrimonio. Intentar vivir todos juntos fue algo muy difícil porque ella y su hermana no encajaban dentro de este nuevo hogar, y su madre solo tenía tiempo para el bebé. Ya con 17 años, Margarita pensó que formando su propia familia las cosas mejorarían y que podría comenzar de nuevo. Así fue como ella se casó con un muchacho, no por estar enamorada sino para intentar escapar de un hogar triste y de una vida de angustia y dolor. Pero las cadenas que arrastraba desde su niñez aún seguían apresando su vida. Con su esposo fueron a vivir a los Estados Unidos, buscando una salida para la vida terrible que hasta ese día había llevado. Al darse cuenta de que formar un hogar, tener un esposo e hijos no había cambiado su realidad, salió a la calle, con la misma idea que la perseguía desde su niñez: quitarse la vida. Y en ese intento se encontraba cuando un vecino le ofreció algo que ella pensó podía ser una solución. Fue así como, después de ser invitada, ella accedió a acompañar a este vecino a un lugar extraño que, lejos de ofrecer una salida, quería involucrarla en un rito de ocultismo, algo que la asustó mucho, y de lo cual pudo escapar antes de que la ultrajaran nuevamente.

Cansada de la vida y de buscar aparentes soluciones en todo lo que le habían ofrecido, después de gastar todo su dinero en parapsicólogos y brujos, luego de intentar varias veces suicidarse sin poder concretarlo, Margarita se detuvo a pensar en que ya nada podía transformar su vida y fue entonces cuando recordó aquellas palabras que el barrendero le había dicho: “¡Vos vas a servir al Señor!”. Inmediatamente, y con lágrimas de desesperación, se arrodilló en su cuarto y comenzó a decir esta oración: “¡Señor Jesús, si es verdad que tú existes, y si estás conmigo entra en mi vida ahora! ¡Cámbiame, necesito tu amor porque nadie hasta ahora me lo ha podido brindar! ¡Ya no quiero seguir así!”. En eso momento ella sintió que hubo un toque de Dios y un cambio en su vida, que era otra persona. Al llegar a su casa, comenzó a mirar todo diferente. Al ver a su esposo, lo veía distinto, por primera vez lo vio hermoso, con amor, y pensaba: “¡Que lindos son los hijos que me ha dado Dios! ¡Qué hermosa familia tengo!”. Desde aquel mismo día el Señor comenzó a restaurar su vida. El amor de Dios comenzó a inundar su hogar y muchas cosas comenzaron a cambiar. Empezó a congregarse en una iglesia. Pero, aunque el cambio era evidente, aún Margarita no podía ser libre de su pasado. Las cosas que había vivido eran tan fuertes que no dejaban de atormentarla. Los recuerdos que venían a su mente le producían mucha angustia. Después de dos años de conocer al Señor y permitirle entrar en su vida, ella y su familia fueron invitados a una iglesia en donde asistirían dos hermanos de Argentina para orar por liberación. Al principio ella pensó que no sería algo bueno asistir a aquel lugar. Pero luego el Señor le habló y le dijo: “Te necesito en este nuevo lugar. Tengo algo para ti aquí”. Así que, obedeciendo la voz de Dios, Margarita y su familia asistieron a aquella reunión. Cuando los hermanos argentinos comenzaron a enseñar sobre liberación, un pensamiento de rechazo vino a su mente y dijo: “‘Yo no necesito esto. ¡Dios ya me ha perdonado!”. Pero a pesar de sus dudas, ella pidió oración para librarse de su pasado y accedió a ser ministrada. Luego de renunciar a todos sus pecados, al odio y al rencor por aquellos que tanto mal le habían causado en su vida, Margarita sintió la libertad completa de sus cadenas. Estas fueron las palabras que ella pronunció después de algunos años de haber sido ministrada: “Ahora entiendo lo que se necesita para ser libre. Tuve que renunciar en el nombre de Jesús a todos mis pecados del pasado, a toda la amargura y el odio, a todas las impurezas. Ahora entiendo por qué la Biblia dice: ‘pues por falta de conocimiento mi pueblo ha sido destruido’ (Oseas 4:6). Estoy tan agradecida de que el Señor nos llevó a mí y a mi marido al lugar de la liberación. Ahora soy libre para la gloria de Dios.

¡Jesús restauró mi vida, y mi familia, y ahora juntos estamos sirviendo a Jesús!”. “¡Gloria a Dios porque la palabra del barrendero se cumplió!”.

Quita las barreras Toda mi vida me han enseñado una manera de vivir. Mi abuelo, de origen italiano, me decía: “El esfuerzo, el trabajo y la dedicación son igual a éxito; el éxito es igual a dinero; y dinero es igual a paz y felicidad”. Yo logré el éxito, formé una empresa y gané mucho dinero. Podía comprarme todo lo que quería. Pero no pude lograr lo más importante: la paz y la felicidad. Fue en ese momento cuando comencé a preguntarme dónde estaría la paz, dónde encontrar la felicidad. Un día entrando en la farmacia de un amigo, le dije que quería comprar la pastilla de la paz y la felicidad. Él comenzó a reír y me contestó: “¡No existe, si esa pastilla existiera, me haría millonario en quince días!”. Esa es la verdad. La paz y la felicidad no pasan por aquello que el mundo, la sociedad o el éxito puede darnos. Ellas están en las manos del Señor. Y Él, en la persona de Jesús, quiere dártelas como regalo si puedes creer. Nadie puede comprar la paz y la felicidad. Ni el ocultismo, ni los hechiceros, ni los brujos, ni los magos, ni los adivinos, ni los amuletos, ni los resguardos agradan a Dios. Solo Él tiene poder para cambiar todas las cosas. Ese Dios, el que envió a Jesucristo a esta Tierra para reconciliarte a ti y a mí con Él, puede cambiar todas las cosas; y lo que ha sido imposible hasta hoy, Jesús puede hacerlo realidad. ¿Sabes algo? El mensaje del Evangelio es una buena noticia para los que quieren recibirla porque la necesitan; pero una mala noticia para los que resisten la Palabra porque les gusta vivir en pecado, se sienten culpables y no saben cómo hacer para desembarazarse de ella. Pero Dios nos ha enviado a predicar el Evangelio a los cuatro vientos; quien tiene oídos para oír que oiga lo que el Señor le está hablando a hombres y a mujeres en este tiempo. Dice la Biblia en un pasaje de la Escritura:

Un día, mientras enseñaba, estaban sentados allí algunos fariseos y maestros de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea y Judea, y también de Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para sanar a los enfermos. Entonces llegaron unos hombres que llevaban en una camilla a un paralítico. Procuraron entrar para ponerlo delante de Jesús, pero no pudieron a causa de la multitud. Así que subieron a la azotea y, separando las tejas, lo bajaron en la camilla hasta ponerlo en medio de la gente, frente a Jesús. Al ver la fe de ellos, Jesús dijo: —Amigo, tus pecados quedan perdonados. Los fariseos y los maestros de la ley comenzaron a pensar: «¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?». Pero Jesús supo lo que estaban pensando y les dijo: —¿Por qué razonan así? ¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados quedan perdonados”, o “Levántate y anda”? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados —se dirigió entonces al paralítico—: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Al instante se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que había estado acostado, y se fue a su casa alabando a Dios. Todos quedaron asombrados y ellos también alababan a Dios. Estaban llenos de temor y decían: «Hoy hemos visto maravillas». —Lucas 5:17-26

Quizás hoy estés pensando que tu vida ha sido un desperdicio, una rutina sin sentido. Pedir y no tener respuesta, buscar sin hallar; y hoy te encuentras en tierra seca, te duele el alma y no hay medicina que calme tu dolor. Estás pensando que todo está perdido, que no hay esperanza. Quiero decirte que el mismo Jesús que estaba enseñando, hoy quiere revelarse a tu vida. A veces parece increíble que Dios pueda hacer determinados milagros. Podría contarte todo lo que mis ojos han visto. Él se revela al hombre para que el hombre crea; se revela a la familia para que la familia crea. He visto milagros creativos y de todo tipo hechos por sus manos, no porque nosotros tuviéramos algo que ver sino porque, simplemente, nos mandó a hablar su Palabra. Quien se comprometió a hacer milagros y cambiar las vidas es Él; nadie puede cambiar el corazón de una persona sino Dios.

En este pasaje de la Escritura dice que Jesús estaba enseñando y el poder de Dios estaba con Él para sanar. Quizás no sabes por qué estás leyendo estas páginas, pero quiero decirte que Él te movió a hacerlo. Jesucristo lo hizo porque tiene un propósito para tu vida, su plan es que no vuelvas a ser la misma persona, que nunca más pienses que vives una vida sin sentido ni para qué vas a seguir viviendo. Millones de personas en el mundo quieren suicidarse, quieren terminar con sus vidas porque no tienen fuerzas para seguir adelante. Yo puedo ver la mano del Señor sobre tu vida, esa mano grande está sobre nosotros con un propósito. Fíjate lo que Jesús le dijo al paralítico cuando lo pusieron delante de él: “Amigo, tus pecados quedan perdonados”. ¿Por qué causa le dijo eso, si lo habían llevado para que lo sane? Cuatro hombres vinieron desde muy lejos y, al no poder entrar en la casa donde Jesús enseñaba, subieron por el tejado, lo rompieron, bajaron al paralítico y lo pusieron delante de Él. ¿Para qué?, para que lo sanara. ¿Por qué le perdonó los pecados y no le dijo “Levántate y anda”? ¿Quieres saberlo? El pecado es la causa por la cual el hombre no puede recibir la bendición de Dios. El pecado, nuestro pecado, ha levantado una barrera entre nosotros y el Señor, una muralla que no puede ser quitada si no es a través de Jesucristo. Nadie puede recibir el perdón por más que haga largas caminatas, votos, sacrificios o quiera pagar un indulto por su pecado. La Biblia habla claro, “… la paga del pecado es muerte”,1 y el pecado que ese hombre tenía en su vida había determinado la condición en la que estaba. Quizás habrán pedido auxilio, habrán buscado ayuda de muchas maneras, pero solo cuando Jesús le dijo: “Amigo, tus pecados quedan perdonados”, quitó la barrera que lo estaba separando de la bendición. Hoy Dios quiere actuar de la misma manera contigo. ¿Qué es lo que te ha separado a ti y qué era lo que me había separado a mí de la paz y la felicidad? El pecado. Pero el día que me acerqué al Señor y le dije llorando:

“Señor reconozco que he pecado y que me he equivocado en la vida, perdóname, necesito tu ayuda”, Jesús me tendió la mano y me dijo: “Caminemos juntos, las cosas viejas pasaron”. Él perdonó todos mis pecados. Pero escúchame bien, la Biblia dice: “Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja halla perdón”.2 Tan simple es el Evangelio, tan sencillo como que hoy Dios quiere decirte: “Tus pecados te son perdonados”, y al decirlo quitará las barreras que te han separado de su bendición. Quizás me digas: “¿Pero qué es pecado?”. Pecado es un acto de rebeldía, desobediencia, transgresión a la ley, a los preceptos y a los mandamientos de Dios. ¿Los conoces? “Tendrás solamente un Dios y a Él lo honrarás, no mentirás, no adulterarás, honrarás a tu padre y a tu madre, no codiciarás ni la mujer, ni el asno ni nada de tu prójimo, no matarás, no robarás” (ver Éxodo 20:5-6,1217). El precio por esos pecados se paga con dolor, pero Jesús vino a esta Tierra no a condenar, sino a buscar y salvar todo lo que se había perdido. Ese hombre se encontraba delante de Jesús. Probablemente se había equivocado en su vida. Allí estaba, paralítico. Pero ¿qué fue lo primero que el Maestro le dijo? “Amigo, tus pecados quedan perdonados”. ¿Qué hizo al decirle esto? Quitó las barreras, las mentiras, los engaños, los celos, los odios, los adulterios, las medias verdades, temores, vicios. Si quitas las barreras que te separan de la bendición de Dios, nadie podrá impedir que el milagro que buscas te sea concedido. Porque lo primero que va a hacer Jesús es quitar la barrera que levantaste delante de Él. “Amigo, tus pecados quedan perdonados”. Los que lo trajeron quizá dijeron: “Señor, no lo trajimos para que le perdones los pecados, sino para que lo sanes”. Allí había muchos religiosos, que cavilaban: “¿Quién es este para perdonar pecados?”. Los fariseos, los doctores de la ley, los sacerdotes, no sabían que Jesús no era un hombre cualquiera.

Yo no puedo perdonar tus pecados, ningún pastor, evangelista, sacerdote, nadie puede hacerlo; ningún hombre, porque pecaste contra Dios. Los religiosos que estaban juzgando al Señor no sabían que no era un hombre cualquiera, Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, y Él sí tiene autoridad para decir: “… tus pecados quedan perdonados” y también para decir “… Levántate y anda”. Si lees un diario o miras una película, las propagandas que hacen, vas a ver cómo la mentira es proclamada como verdad se repite vez tras vez. La promiscuidad se multiplica. Todo es “viví la vida porque hay una sola”. La mentira comienza a ser creída como verdad porque esta no es proclamada. Pero yo hoy te digo la verdad. La paga del pecado es muerte, es enfermedad, es dolor, mas el regalo de Jesús es vida y salud a través de Jesús de Nazaret, nuestro Señor y Salvador. Una vez estaba predicando en Bahía Blanca. Siempre predico al aire libre y luego llamo al altar. Esa noche hice como siempre y se acercó mucha gente. Entre todas las personas observé a una joven que había recibido a Jesús; tenía unos 30 años, aproximadamente; era madre de tres hijos. Esa joven no podía tenerse en pie por metástasis en todo su cuerpo. Allí estaba. Dos ujieres la sostenían porque no podía estar parada. Yo había predicado sobre el perdón, que el odio es un pecado terrible a los ojos de Dios. Ella odiaba a un hombre que la había violado; no lo quería perdonar. El odio es un pecado, trae enfermedad, dolor, muerte. La Biblia dice que debemos perdonar; pero aquel que no lo hace no puede ser perdonado. Quiere decir que quien odia no tiene perdón de Dios hasta que perdone. Es la ley de Dios; así funciona. Ahí estaba la joven, yo había hablado del perdón sanador. Pero ella no quería perdonar. Luchaba con el Señor diciendo: —¿Por qué lo voy a perdonar si él me destruyó la vida? Pero ya no tenía vida, la metástasis la estaba consumiendo. Al fin dio un grito y exclamó:

—¡Perdono, Dios, porque tú me lo pides! Cuando dijo esto, los dos jóvenes que la sostenían volaron como dos o tres metros hacia atrás. La joven dio tres trompos, cayó y quedó como muerta en el suelo. A los tres minutos se levantó, y vino corriendo a la plataforma. ¡Ya no había más metástasis, no había más cáncer ni enfermedad! Ella dijo: —¡Perdoné, quité la barrera y el Señor me sanó! ¡Aleluya! ¿Qué es lo más importante? Volvamos a la historia del paralítico. Todos murmuraban: “¿Por qué no le dijo levántate y anda?”. Pero Jesús los confrontó: “¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados quedan perdonados’, o ‘Levántate y anda’?”. Y le abrió las puertas del cielo cuando le dijo “tus pecados quedan perdonados”. ¿Qué es más importante? El hombre podía llegar al cielo con sus piernas muertas pero no podía hacerlo con su pecado. Y aquel que tenga una deformidad o cualquier enfermedad, cuando llegue allá la imperfección no va a existir, seremos perfectos, así que no te preocupes. Lo más importante es que puedas ver la puerta del cielo abierta para que Dios te dé lugar allí y en su familia. ¿Qué es lo que Él no va a dejar de hacer? No dejará de decirte: “Levántate y anda”. Si tienes un dolor o una necesidad, ¿quieres quitar las barreras, reconciliarte con el Señor, comenzar a caminar una nueva vida? Quita tu pecado de en medio de ti, apártate de él. Quita las barreras que te separan de la bendición de Dios. Pídele perdón y Él te va a decir: “ahora sí, levántate y anda”. Dios quiere un cambio, quiere que le digamos: “Señor, líbrame de las cosas malas de mi vida; Señor yo quiero cambiar. Hoy quiero comenzar a vivir una vida diferente. Quita todas las barreras que me separan de ti”.

Si quitas las barreras, no va a haber nada que te separe de la bendición de Dios. La Biblia dice que, por cuanto todos pecamos, fuimos destituidos de la gloria de Dios. ¿Todos quiénes? Todos. Reyes, súbditos, gobernantes, gobernados, astronautas, premios Nobel, artistas famosos, jugadores de fútbol, los mejores; todos pecamos y fuimos destituidos de la gloria de Dios. Pero, si nos volvemos al Señor, Él se volverá a nosotros y borrará nuestras rebeliones y nuestros pecados, podremos comenzar a caminar de la mano de Jesús y empezar a vivir una vida nueva. Hoy es el día. No es que Dios no nos ha escuchado, no tapó sus oídos ni nos dio su espalda; es que nosotros levantamos una barrera delante de Él. Solo tienes que decirle: “Señor, voy a quitar todas las barreras que me separan de ti, quiero cambiar y comenzar a vivir una vida nueva”. Le pides perdón y Dios te perdona, te dirá: “Tus pecados te son perdonados; y ahora, levántate y anda”. “Nunca más vas a caminar” “Juan, nunca más vas a caminar. Por ahora tenés que usar estas muletas, y la semana que viene vamos a tener lista tu nueva silla de ruedas”, dijo el médico. Un mes antes, el joven había sufrido un accidente en la calle, cerca de su hogar, en el barrio de Los Hornos en la ciudad de La Plata. Inmediatamente fue trasladado al hospital San Juan de Dios. Allí los médicos notaron sus piernas entumecidas. El golpe en la cabeza, que había sufrido durante su caída, produjo que sus piernas perdieran movilidad. No podía sentir sus pies. Durante su permanencia en el hospital, sus piernas comenzaron a atrofiarse, y sus dedos cada vez se pusieron más negros y torcidos. Para Juan fue un golpe más en una vida llena de dolor y sufrimiento. Nacido en el campo, en la provincia de Misiones, nunca conoció a su padre. Cuando su madre murió, siendo solo un niño, quedó huérfano. Sus parientes

prometieron cuidarlo. Pero, lejos de recibir protección, un día fue encontrado encadenado junto a un ato de cerdos. Fue rescatado de allí. Lo enviaron a un orfanato en la provincia de Buenos Aires pero, por varios años fue trasladado de un sitio a otro, de hogar en hogar. Y en vez de recibir el amor, cuidado y protección que como niño necesitaba, fue maltratado, abusado y rechazado por todos. Al cumplir 18 años, por fin, Juan dejó la vida de orfanato y fue alojado en un departamento en la ciudad de La Plata. Consiguió trabajo como vendedor de diarios, y de esta manera comenzó a conocer gente en su barrio. Pero, cuando parecía que por fin podría comenzar a disfrutar su vida, su cuerpo empezó a fallar. Vez tras vez debió ser internado porque sufría convulsiones y los ataques eran cada vez más fuertes. Los médicos no encontraban el tratamiento adecuado. Su estado de salud seguía deteriorándose, y ahora, además, había sufrido un accidente y ya no podría volver a caminar. Para él había desaparecido la esperanza. La vida ya no tenía sentido, ya no quería vivir más. En su vida había solo tristeza, dolor y amargura. Pero un día, saliendo de su casa con sus muletas, encontró a un vecino que le habló de Jesús. Era la primera vez que Juan escuchaba que alguien lo amaba y que podía ayudarlo, sanarlo y darle una vida nueva. Aceptó la invitación de asistir a la campaña evangelística que estaba teniendo lugar en la vieja estación, cerca de su casa. Llegaron juntos al lugar en un remis, el joven moviéndose con mucha dificultad con sus dos muletas. Luego de escuchar atentamente el mensaje, tomó la decisión de entregar su vida a Jesús. —No sé qué pasó, pero cuando me desperté, me encontré dentro de una carpa grande y dos hermanos estaban orando por mí —comentó. Durante la ministración, Juan perdonó a todas las personas que lo habían maltratado durante tantos años. Luego de confesar todos sus pecados y de renunciar a ellos, los hermanos que lo atendían oraron por su salud. En ese momento el joven

sintió un fuego en todo su cuerpo. Valientemente decidió ponerse de pie y, para su sorpresa, se dio cuenta de que podía dar pasos sin necesidad de las muletas. Animado por ver que Jesús estaba haciendo un milagro en sus piernas, comenzó a caminar lentamente, y paso tras paso fue recuperando la movilidad en sus piernas, pies y dedos. Lleno de felicidad, y perplejo por lo que Cristo había hecho, subió a la plataforma para contar a todos los presentes su testimonio. Tanta era la alegría y la certeza de que una nueva vida estaba comenzando para él que llamó a sus parientes para pedirles perdón. Una semana después, junto con su vecino, volvió a la campaña para contar todo lo que el Señor hizo en su vida. Finalizada la campaña, Juan tenía turno en el hospital para retirar la silla de ruedas, que hasta hacía una semana atrás necesitaba. Pero, al entrar al consultorio caminando, el doctor no tuvo más que preguntar lleno de admiración y sorpresa: —¡¿A dónde fuiste Juan?! Su respuesta fue un testimonio vivo del poder de Dios: —A una campaña evangelística en la calle 19 y 72. —Yo sé que ahí pasan cosas así —comentó el doctor. Juan pudo caminar perfectamente, jugar al fútbol y comenzó a trabajar. Enseguida empezó a compartir con la gente de su barrio todo lo que el Señor hizo con él. ¡Jesús le devolvió la vida! Depresión, ¿una enfermedad irreversible? —Lo que vos necesitás es ir al evento que está frente al Cementerio —le dijo a Blanca un curandero que vivía en el mismo barrio que ella. —Allí hay “un sanador” en una carpa que habla de Dios. Blanca le dio las gracias al hombre y cerró la puerta. Dentro de su casa todo era un desastre. Hacía años que ella padecía de una depresión profunda. A causa de esto el hogar era un caos, todo estaba desordenado y sucio. Nunca tenía ánimo para limpiar, y su aspecto físico estaba

muy deteriorado. Ya no se bañaba ni se preocupaba por su apariencia. Pero no era la única afectada en la familia porque, aunque solo ella padecía esta enfermedad, sus tres hijos también sufrían las consecuencias. No había una madre que se preocupara por ellos, por lavar sus ropas ni preparar su comida. Blanca no podía cuidar de sí misma, mucho menos de su familia. Sufría depresión desde hacía cinco años, pero la raíz de esta “enfermedad irreversible” (así es como los médicos la diagnostican, solo se puede medicar pero no tiene cura) había comenzado muchos años atrás. Nacida en las sierras de Santiago del Estero, ubicada a unos mil kilómetros de la provincia de Buenos Aires, fue abandonada por su mamá cuando tenía 2 años. Blanca quedó al cuidado de sus abuelos, quienes vivían en una pequeña casa, alejados de la ciudad y de la población. Pero ellos, que padecían tuberculosis, pronto fallecieron. Así que ella, siendo una pequeña niña quedó sola, abandonada en una choza, comiendo cualquier cosa que encontrara, incluso alimentos crudos. Así pasó varios días hasta que la encontró la directora de un colegio de la zona. Luego de buscar quién pudiera cuidar de la pequeña, fue entregada a sus tíos. No había encontrado un hogar, lo que parecía una familia se convirtió en un tormento para ella. Sus tíos no la cuidaron bien; la maltrataban al punto de hacerla dormir sola, en el piso, sobre unas hojas de maíz como si fuera un animal. Luego de varios años de vivir una vida de mucho rechazo, dolor y sufrimiento, cuando Blanca tenía ya 10 años, su madre volvió para reencontrarse con ella. Pero ya había formado otra familia, se había casado con un hombre con el cual tuvo un hijo. Con mucha tristeza pronto Blanca descubrió que las intenciones de su madre no eran remediar su error y darle lo que hasta ese momento no le había dado, sino que la había llevado para que fuera su sirvienta. Debía ayudarla con las tareas del hogar, limpiar la casa, cuidar al bebé. El trato que recibía no era el que una madre debe darle a su hija, sino que se comportaban con ella como si fuera su empleada.

Habiendo cumplido 19 años Blanca hizo lo que muchas mujeres hacen creyendo que de esta manera podrán revertir el curso de su vida, se casó con alguien de quien no estaba enamorada, solo pensando escapar de un hogar lleno de tristeza y sufrimiento. Pero, contrariamente a lo que había planeado, su vida no mejoró. Un día, un curandero fue invitado a su casa por la influencia de su cuñada. Durante dos años este hombre organizó sesiones de macumba, y la joven también tenía que participar. Ella creía que ya nada peor podía ocurrir en su vida. Pero no sabía que, al involucrarse con el ocultismo, experimentaría las situaciones más difíciles que hasta ese momento le había tocado vivir. Si su vida hasta ese momento había sido un mal sueño, ahora se convertiría en una pesadilla. Su matrimonio y su familia comenzaron a destruirse. El hogar fue una tortura. El desorden era quien gobernaba en su casa. Cada día había discusiones y violencia. Finalmente, y después de mucho tiempo de vivir de esa manera, su esposo la dejó por otra mujer, que había conocido en su casa y participaba de las sesiones que allí se practicaban. Brujería, hechicería, magia, etcétera. Esa fue la gota que rebalsó el vaso, lo último que a Blanca le ocurrió fue lo que la llevó a la depresión profunda e irreversible. Ya no había nada que la hiciera tener un momento de tranquilidad. Satanás gobernaba su vida, le había robado la paz, la sonrisa y hasta el deseo de vivir. Fumaba, se drogaba, y llegó a beber varias dosis de alcohol puro para tratar de sentirse más feliz. Sin poder encontrar en los vicios un momento de tranquilidad, salía de su casa y deambulaba por las calles sin saber a dónde ir. Una vagabunda desesperada, caminando y deambulando día tras día, semana tras semana en soledad. Pensaba que tal vez alguien se compadecería de ella pero, debido a su aspecto horrible y su olor nauseabundo, nadie se acercaba para ayudarla. Muchas veces fue encontrada tendida en el piso, borracha en alguna plaza, y terminaba en el hospital. Desesperada por la vida que había vivido y que aún seguía

padeciendo, cuatro veces intentó quitarse la vida pero no lo logró. En ese estado de profunda depresión, a causa de la desesperanza de no poder encontrar salida a sus problemas, Blanca se encontró aquel día con el curandero del barrio, quien tocó el timbre de su casa. Ella lo atendió y decidió tomar el consejo de aquel hombre. Llegó caminando al lugar de la campaña. Desde lejos podía ver una enorme carpa amarilla y una plataforma rodeada de luces y guirnaldas. Miles de personas se encontraban allí con sus manos alzadas, entonaban unos cantos que nunca antes había escuchado. A causa de la vergüenza por su aspecto no quiso acercarse y quedó atrás, escuchando lo que aquel hombre decía. Pero, para su sorpresa, en lugar de un curandero, había un evangelista hablando de una persona que la amaba y que podía transformar su vida: Jesús. Esto fue para ella algo que nunca había escuchado pero que siempre buscó. Entendió que ya no podía seguir viviendo como hasta ese momento. Así que cuando el evangelista preguntó quiénes eran los que querían recibir a Jesús en su corazón, Blanca ya estaba decidida a hacerlo. Con lágrimas en sus mejillas, dejó el lugar donde estaba parada y fue corriendo a recibir a Cristo. Pasó al frente, junto a miles de personas, para hacer la oración de salvación. Cuando el evangelista oró y comenzó a reprender todo espíritu inmundo de hechicería, macumba, umbanda, quimbanda, perversión, etcétera, ella cayó al piso. Al levantarse, después de unos minutos, ya se sentía diferente. Se dio cuenta de que su vida había cambiado. Tuvo ánimo, y la tristeza que por años oprimiera su corazón ya no estaba. Al regresar a casa, y para su sorpresa y la de toda su familia, comenzó a limpiar su hogar por primera vez en cinco años. Luego de ordenar y limpiar hasta el último rincón se dio un baño y se arregló como hacía muchos años no se arreglaba. Al día siguiente, cuando sus hijos despertaron, no podían creer lo que veían. Su madre feliz, contenta, con una sonrisa como nunca habían visto en su rostro, y la casa limpia y ordenada.

Esa misma noche toda la familia asistió a la campaña. Blanca junto a sus tres hijos le abrieron las puertas de su hogar a Jesús, y lo recibieron como el Señor de sus corazones. Hace veinte años que Jesús la libertó de las cadenas del diablo, y transformó su vida. Hoy no puede dejar de contar a todo el mundo lo que Cristo hizo con ella y con su familia. Predica en colectivos y hospitales, y muchos han sido salvados y sanados por su testimonio. ¡Satanás soltó su vida para siempre! ¡Gloria a Dios! Al fin estoy libre Cuando Elizabeth oyó que iba a haber una campaña de milagros en la vecina ciudad de Laprida, decidió ir a ayudar. A pesar de su enfermedad, llegó a la campaña el primer día dispuesta a colaborar en la carpa de liberación, con su esposo y cuatro hijos. Cuando tenía 14 años de edad, Elizabeth comenzó a sufrir convulsiones. Buscando la solución al problema que padecía, su familia acudió a varios médicos pero nadie pudo darle una respuesta, ni se encontró para ella el tratamiento adecuado. “A veces caía en la calle —recuerda ella—, y los vecinos tenían que llamar a la ambulancia”. Luego de cuatro años sin notar mejorías, pensaron que tal vez sus problemas eran psiquiátricos. Así que Elizabeth fue sometida a un tratamiento que incluía varios medicamentos diarios. Al fin un especialista le diagnosticó epilepsia, y le recetó un medicamento que detuvo las convulsiones. Tenía que tomar varios medicamentos todos los días para descansar bien y, a su vez, tanta medicación le producía limitaciones físicas. Pero por lo que más sufría era por la imposibilidad de conseguir un trabajo, ya que cada vez que se presentaba a una entrevista laboral tenía la responsabilidad de informar sobre su enfermedad. Debido a esto, el único trabajo que pudo conseguir fue como empleada doméstica en una casa.

El diagnóstico médico era desalentador. La madre de Elizabeth también padecía epilepsia y los doctores confirmaron que su enfermedad era hereditaria. De manera que no existía solución, lo único que podía hacer era aprender a convivir con ella. Por eso, cuando comenzó la campaña de milagros “Olavarría, Jesús te ama”, en el año 1994, ni Elizabeth ni su mamá Mirta tuvieron expectativa de que Dios hiciera algo por ellas. Fue una campaña de cuarenta días y ambas asistieron a todas las reuniones. Día tras día escuchaban los testimonios maravillosos del poder del Señor obrando a favor de las necesidades de cada uno de los asistentes. Poco a poco la fe de Mirta fue creciendo. En el momento de la oración por los enfermos no sintió ningún cambio pero, debido a que estaba ocupada con sus tareas en la campaña, se olvidó de tomar sus medicamentos. Luego de algunos días se dio cuenta de que a pesar de no estar medicada, no había experimentado ninguna convulsión. A partir de ese día Mirta no necesitó ningún medicamento, y nunca más ha tenido convulsiones. Animada por la sanidad de su mamá, Elizabeth también recibió oración por sanidad y trató de dejar los medicamentos. Pero, lo que para su madre resultó en un milagro, no lo fue para ella, ya que siguió sufriendo convulsiones. La desesperanza por no recibir el milagro que esperaba hizo que abandonara toda expectativa de ser libre de la epilepsia. Pasados algunos años ella se casó con un hombre amoroso que la sostuvo y la acompañó en todo momento a pesar de su grave enfermedad. Aunque sus embarazos no fueron fáciles, formaron una preciosa familia con cuatro hermosos hijos. Pero los medicamentos que tomaba diariamente afectaron uno de sus embarazos y perjudicaron al bebé que se formaba en su vientre. “Cuando nació mi primer hijo, tuvimos que internarlo por un mes, porque no tenía reflejos”, nos contaba ella. Muchos años después comenzó la campaña de salvación y milagros en la localidad de Laprida, un pueblo cercano a

la ciudad de Olavarría, provincia de Buenos Aires. La familia entera, Elizabeth, su esposo y sus cuatro hijos, decidieron asistir a la campaña. Y al igual que su madre muchos años atrás, colaboraba en la carpa de liberación. Durante el transcurso de los días recordó lo que había sucedido con su madre; cómo Dios, en tan solo una noche y sin que ella lo notara, la hizo libre de la enfermedad que había padecido durante toda su vida. Así que se acercó al pastor encargado del sector de liberación, y le hizo una pregunta que por muchos años la había inquietado. Quería saber si la enfermedad que ella padecía era realmente hereditaria y por tal razón nunca la superaría. Él le respondió que, muchas veces, las personas padecían esta enfermedad a causa del miedo. En ese momento Elizabeth comenzó a recordar su niñez y adolescencia. Podía ver que su pasado había sido triste, y tenía arraigadas en su corazón cosas que siempre trataba de olvidar. Se acordó de que sus padres discutían mucho, hasta que conocieron al Señor, e incluso en ocasiones amenazaban con quitarle la vida el uno al otro. Se dio cuenta de que también su madre había crecido en un hogar violento. Recordó las historias que le contaba de cuando era adolescente, y que se había casado, con tan solo 18 años, para tratar de escapar de la terrible situación que vivía en su hogar a diario. Luego de que Elizabeth reconociera que debía perdonar a sus padres, renunció al espíritu de miedo que había entrado en su vida durante los peores momentos de su adolescencia. Pidió al Señor que limpie su mente de todos los recuerdos malos de su niñez. El hermano oró por ella reprendiendo los espíritus de miedo y epilepsia. Al terminar la oración su expresión cambió y en su rostro pudo verse una gran alegría, paz y libertad. Se dio cuenta de que algo especial había sucedido. Al regresar a su casa, hizo lo que muchos años atrás había hecho sin tener resultados; pero esta vez la fe en su corazón era diferente, todos los miedos y rencores del pasado habían desaparecido. Tiró todos los medicamentos que había estado usando por tantos años.

Al día siguiente de recibir la sanidad de su alma y de su corazón, se dio cuenta de que también su cuerpo estaba cambiando. Hasta ese día no había podido ver figuras rayadas sin sentirse mareada. Pero ahora su vista estaba intacta y ya no sentía esos mareos. Estaba tranquila y con paz en su corazón. Luego de un tiempo ella comprobó fehacientemente que su enfermedad había desaparecido. Desde ese día hasta hoy nunca más tuvo una convulsión. Su vida fue transformada. Elizabeth puede decir con toda certeza: —Tantos años buscando mi sanidad, sin saber qué hacer. Ahora entiendo, ¡al fin estoy libre! Romanos 6:23 Proverbios 28:13

Capítulo 3

¿Quieres ser sano?

Había allí, junto a la puerta de las Ovejas, un estanque rodeado de cinco pórticos, cuyo nombre en arameo es Betzatá. En esos pórticos se hallaban tendidos muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Entre ellos se encontraba un hombre inválido que llevaba enfermo treinta y ocho años. Cuando Jesús lo vio allí, tirado en el suelo, y se enteró de que ya tenía mucho tiempo de estar así, le preguntó: —¿Quieres quedar sano? —Señor —respondió—, no tengo a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua y, cuando trato de hacerlo, otro se mete antes. —Levántate, recoge tu camilla y anda —le contestó Jesús. Al instante aquel hombre quedó sano, así que tomó su camilla y echó a andar. Pero ese día era sábado. —Juan 5:2-9

Hace dos mil años una multitud de ciegos, cojos y paralíticos rodeaba el estanque llamado Betesda o Betzatá. Ellos esperaban el movimiento de las aguas, porque esa era la fuente de esperanza del pueblo de Israel. Era su fuente de amor, de salud, de milagros de parte del cielo. La esperanza de estos hombres se hallaba en la visita de un ángel enviado por Dios que descendía y agitaba las aguas. Cuando veían que las aguas del estanque se movían, el primero de ellos que lograba tocar el agua era sano de cualquier enfermedad que tuviese. Mucha expectativa rodeaba ese estanque, algo sobrenatural ocurría en ese lugar. Hoy allí solamente existe un monumento histórico, ya no se mueve el poder del Señor en ese estanque. El estanque no tenía poder en sí mismo, el poder de Dios se movía en ese lugar con el propósito de traer libertad a las personas. Aguas milagrosas

Desde ese momento muchos quisieron imitar lo que ocurrió en el estanque de Betesda. Hace algunos años salió una noticia en la primera plana de los diarios y noticieros, de que en México había un agua milagrosa que sanaba al enfermo de las afecciones que padeciese. Pretendían revivir el estanque de Betesda pero en aquel país. Tal fue la repercusión que tuvo el tema que cientos de personas enfermas viajaban para tomar esa agua milagrosa. En algunos lugares, los vecinos reunían dinero para que uno de ellos viajara y la trajera en grandes botellones, para que los enfermos tomaran del agua milagrosa y fueran sanos. Poco tiempo después se descubrió el gran engaño, porque ese líquido que cargaban desde México a las diferentes ciudades del mundo estaba contaminado. Los recipientes que la gente llevaba hasta su país eran retenidos por la policía aduanera porque el agua no estaba en condiciones de ser consumida. ¡Cuánta desilusión y desesperanza! Esa gente había gastado mucho dinero invirtiendo en una falsa esperanza. Nada ocurrió, porque era simplemente agua. Esa fue una de las tantas mentiras que el diablo utiliza para distraer a la gente para que no pongan sus ojos en Jesús. ¿Por qué si Dios es un padre compasivo no vuelve a mandar al ángel para que agite las aguas como lo hizo en el estanque de Betesda? Si algo así ocurriera en estos tiempos, aviones de todo el mundo descenderían para ver qué sucede en ese lugar. Se construirían aeropuertos especiales para el descenso de aviones únicamente para presenciar el movimiento de las aguas. Caravanas de miles de personas llegarían al estanque, y esperarían semanas, años, que el ángel descienda y mueva el agua. Tanto esfuerzo y sacrificio sería en vano. Muchos morirían en la espera. Si esto sucediera hoy, sería un escándalo. Todo el mundo querría estar allí al mismo tiempo. Cientos de enfermos rodeaban el estanque pero solo uno era sanado. Allí había un hombre que hacía treinta y ocho

años que estaba enfermo, esperando cerca del estanque. ¡Cuánta paciencia tiene la gente cuando espera un milagro para su vida! Al verlo, Jesús se preocupó por este hombre. Algunos creen que si vienen tres o cuatro veces a las reuniones de las campañas, Dios debería hacer el milagro en su vida. También creen que si vienen a la iglesia, Él debe cambiarles la vida… Y si esto no ocurre, se enojan. Pero no es así, el Señor quiere darnos de su bendición, pero también quiere que hagamos nuestra parte. Entrégale todo a Jesús Un niño tenía un pequeño auto con el que le gustaba jugar. Al tiempo lo dejó de lado y comenzó a jugar con un juguete nuevo. Un día encontró aquel viejo auto todo desarmado en el fondo de un cajón y le pidió a su papá que lo reparara. Cuando el papá llegó de su trabajo, el nene estaba en la puerta esperándolo para que le arregle el autito. Inmediatamente se lo entregó. Al verlo, el padre se dio cuenta de que le faltaban piezas para poder armarlo. Entonces le dijo: —Hijo, yo puedo repararlo pero necesito tener todas las partes que le faltan: las ruedas, el eje, el volante… Luego de varios días, el niño halló todas las partes que faltaban. Así el papá, al tener todo, pudo repararlo y se lo entregó a su hijo. El niño estaba muy feliz porque, aunque tuvo que luchar, buscar y esperar, el padre le había arreglado su juguete. Esto ocurre con los adultos: llegan a la iglesia y le piden a Dios que arregle su vida, su matrimonio, su salud y tantas cosas. Entonces Él le dice a cada uno: “Puedo arreglarlo pero entrégame todo. Dame los cigarrillos, las drogas, la vida liviana, el alcohol, y todas aquellas cosas que influencian tu vida. Entonces yo podré reparar tu dificultad”. El Señor comienza a pedir cosas de nuestra vida. A veces no tenemos tiempo para orar, pero lo tenemos para

mirar telenovelas. Dios te pide que no envenenes más tu corazón. Él te pide todo aquello que te hace daño; y cuando se lo entregas, tu vida es transformada, tu hogar, tu matrimonio, tu trabajo y tu economía. El estanque cerró sus puertas El paralítico de Betesda perseveró treinta y ocho años esperando el milagro de Dios. Jesús se conmovió y le preguntó: —¿Quieres quedar sano? —Señor —respondió—, no tengo a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua y, cuando trato de hacerlo, otro se mete antes.

Jesús fue al estanque para hacer algo muy especial, estaba por terminar algo y comenzar otra cosa. Él le dijo: “Levántate, recoge tu camilla y anda”. Al instante este hombre se levantó y fue sano de esa enfermedad. Cuando la gente vio al paralítico sano comenzó a preguntar quién lo había sanado porque el ángel no había descendido. “¿Quién te sanó, si las aguas no se movieron?”, “¿quién habrá hecho ese milagro?”, se preguntaba desconcertada la multitud. El paralítico declaró quién lo había sanado, y la gente que rodeaba el estanque fue sobre Jesús para que los sanara Él sanó a los enfermos, libertó a los cautivos. Todos los que estaban alrededor del estanque fueron libres, y a partir de ese día el estanque de Betesda cerró sus puertas. El Señor no se olvida de los que sufren, de los que tienen necesidad. El estanque de Betesda era una fuente de esperanza para los necesitados; pero Dios levantó a alguien más grande que el ángel que descendía a mover el agua, levantó a Jesús de Nazaret como fuente de esperanza, como fuente de salud y milagros. Hoy en Jerusalén puede visitarse el estanque de Betesda. Miles de turistas se acercan a ese lugar, pero allí ya no ocurren milagros, ya no desciende el ángel. Desde

que Cristo pasó por ese lugar, el estanque dejó de ser. Dios levantó a Jesús como fuente de esperanza para todo el mundo y le dio a la iglesia las mismas señales que acompañaron al Maestro: la autoridad y la gracia como fuente de esperanza, de amor y de milagros. Jesús es quien sana Un ex marino mercante comenzó a padecer una tremenda enfermedad que lo paralizaría para el resto de su vida, estaba prácticamente desahuciado. Antes de que lo jubilaran por discapacidad a los 33 años, este hombre realizó un último viaje de trabajo. Llegó a Jerusalén, era uno de los puertos que debían descender como parte del viaje, y visitó el estanque de Betesda. El guía turístico le contó que en ese lugar había estado Jesús, y pensó: “En este sitio debe haber poder. Acá ocurrieron milagros”. Arrancó un pedazo de piedra del estanque y cuando llegó a su camarote comenzó a frotársela por todo el cuerpo. Luego me contó que se había lastimado al rasparse con esa piedra. Al otro día le ardía la piel, pero nada milagroso había ocurrido. En el año 1983, este hombre de 35 años, prácticamente tullido, pasó por una reunión de la campaña en la ciudad de La Plata, en Argentina. Apenas podía mover sus piernas a causa de la enfermedad que lo aquejaba. Mientras caminaba por allí, me escuchó hablar del estanque de Betesda de esta manera: “No hay más poder en el estanque de Betesda, Dios levantó a alguien más grande que se llama Jesús”. Entonces pensó: “Es verdad, en ese estanque no hay poder”, pero no sabía si lo habría en Jesús. Cuando oramos por los enfermos este hombre caminó entre la multitud levantando la mano. Quince días después regresó con una enorme carpeta de historia clínica donde constaba la enfermedad que había tenido y la actual sanidad.

Esa noche Cristo lo sanó. La felicidad lo había colmado, saltaba en la plataforma y decía: —Yo no podía moverme... Quiero decirle a la gente que no hay poder en el estanque de Betesda, yo pude comprobarlo, yo estuve allí. Pero estuve aquí y Jesús me sanó de una enfermedad que era incurable e irreversible. Dios tiene la respuesta Sé que estás buscando paz y felicidad. El dolor del alma es mucho más intenso que un cáncer, trae amargura, depresión, tristeza. Cuando el alma duele nos sentimos encerrados, no hay sueños y no hay consuelo, muchas veces las noches pasan sin que podamos descansar. Un día una mujer me dijo que ya no tenía fuerzas para vivir, no quería enfrentar un día más en su vida. Cuando veía que un rayo de luz entraba por su ventana y le anunciaba un nuevo día, sus ojos aún estaban abiertos. Millones de hombres y mujeres en el mundo quisieran que la noche dure veinticuatro horas. Pero déjame decirte que el Señor ve tus lágrimas y oye tu clamor. Puedes comenzar una nueva vida, nacer de Dios, para que todo cambie y tu vida sea transformada. Él está dispuesto a hacer el milagro cuando tú estés dispuesto a entregarle tu vida por completo. “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17). Jesús es la fuente del amor de Dios. Él no te dejará ni desamparará. Él te enseñará a perdonar, a borrar las cosas viejas, y a abrir una página nueva. Necesitas arrojarte a esta fuente de amor que es Jesús, arrójate en sus brazos. Él dijo: “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba! De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva” (Juan 7:37-38). El Señor te pregunta, como lo hizo con el paralítico: “¿Quieres quedar sano?”. Si tu respuesta es afirmativa, Él está ahí, muy cerca de ti para alcanzarte de su amor y

liberación. Está dispuesto a obrar un milagro en tu vida desde este instante. Solamente decídete a entregarte por completo. ¡Dios tiene grandes planes para tu vida! Cuando su madre tenía 14 años, quedó embarazada de un hombre mayor, que luego la abandonó. Así comenzó la vida de Néstor. Su mamá no quiso saber nada de ese embarazo que perjudicó su vida, y él no tiene ningún recuerdo de amor o de felicidad de su niñez. Cuando tenía 5 años, ella se juntó con un hombre violento y golpeador, que ya tenía un hijo. Néstor recuerda que su madre siempre prefería a ese hombre en todas las cosas, y él se sentía abandonado dentro de su propio hogar, por segunda vez en su vida. Él sufría mucho porque su padrastro comenzó a maltratarlo en forma continua. Este hombre violento lo tomaba del cabello, arrastrándolo por el piso. Golpeaba su cabeza y lo humillaba con toda clase de insultos. En la escuela, durante las clases de gimnasia, Néstor siempre tenía que justificar a los profesores las manchas en sus piernas, que recibía por ser golpeado con el cable de la plancha. Pero un día, cuando tenía 13 años, llegó a un punto donde no podía soportar más. Enfrentó a su padrastro, y amenazó levantarse por la noche para cortar su cabeza con un cuchillo. Entonces, Néstor no fue castigado más y podía salir de su casa. A partir de ese momento comenzó a vivir en las calles. Conoció a muchos hombres de 20 y 30 años de edad que fueron sus amigos, y con ellos entró en una etapa de decadencia. Buscando felicidad y tratando de escapar de su pasado triste, visitaba prostíbulos y practicaba todo tipo de perversiones. Encontró un buen trabajo, se puso de novio, pero en lugar de ser feliz había en su vida solo una depresión muy profunda. Tenía que tomar dos cervezas por la mañana antes de salir de su

hogar para enfrentar el día. Siempre preguntaba “Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué cada uno tiene una familia normal y yo no la tengo?”. Un día intentó quitarse la vida. Subió a un puente alto en su ciudad de Olavarría. Una voz interna le decía: “¡Tírate! ¡Vas a tener paz!”, pero no podía. Trabajaba en una panadería y muchas veces, sosteniendo un cuchillo en la mano, pensaba en cortarse las venas. Cuando tuvo 19 años, Mónica, su novia, quedó embarazada. Néstor no quiso repetir los errores de sus propios padres y por eso se casó. Pero pronto la historia empezó a repetirse. Durante dos años hubo solo discusión y violencia. Parecía que la única salida era separarse. Mónica nació la última de muchos hermanos, y experimentó rechazo cuando su madre quedó embarazada de ella. No recibió amor durante su niñez y por eso no se sentía capaz de ofrecer ningún tipo de afecto a la criatura que vendría. Con 18 años de edad, no estaba preparada para ser madre. Pero un día, su hermana los invitó a un almuerzo en la iglesia evangélica a la que asistía. Al principió, Néstor no quiso saber nada de eso porque siempre se sintió abandonado por Dios. Pero al fin, aceptó ir. Él recuerda: “Lo que me tocó fue el amor profundo que vi entre las personas que estaban allí presentes. Fue la primera vez que viví algo así”. Poco tiempo después comenzó una campaña evangelística en la ciudad cercana de Azul. Sus nuevos amigos en la iglesia les decían a Néstor y Mónica que allí iban a ocurrir milagros, sanidades y cosas tremendas del Señor. Los dos lo tomaron como un paseo, una salida, y fueron junto con los miembros de la iglesia. Llegó el momento del llamado y Néstor y Mónica se miraron el uno al otro. Sabían que si no pasaban adelante para aceptar a Jesús iban a separarse. No había otra solución. Entonces los dos pasaron al frente tomados de la mano. Hasta ese momento en su vida, él siempre echó la culpa por sus problemas a otros, pero ahora reconoció sus propios errores. “No recuerdo mucho del mensaje — comentó Néstor— pero recuerdo que el evangelista me decía ‘¡Todos tus pecados son perdonados! ¡Dios no va a

recordar nunca tus pecados!’. Y yo lo creí. Esto era lo que necesitaba”. Cuando el evangelista empezó a orar, los dos cayeron al piso y quedaron así por mucho tiempo. Luego volvieron en sí, y escucharon al evangelista dando un llamado a servir al Señor. “¡Dios tiene grandes planes para tu vida!”, dijo. Néstor respondió en su corazón: “¡Heme aquí, úsame!”. “Me bañé de lagrimas”, comentó él. Durante el regreso a su ciudad, con su esposa a su lado, no dejó de llorar. Fue el momento más feliz de su vida y se sentía alegre por primera vez. Su visita a la campaña marcó un giro de ciento ochenta grados en su vida. Paso a paso Dios restauró todas las cosas en esta y en su matrimonio. El cambio en Néstor fue instantáneo. Recibió un amor tremendo por Jesús y una gran convicción de sus pecados. Por ver el cambio en su esposo, Mónica también fue fortalecida en su nueva fe. Siempre le habían fascinado todo tipo de artes marciales, pero ahora entendía que esto no era agradable a Dios y que tenía que dejarlos. A partir de ese día, y a pesar de muchas pruebas, ambos no dejaron de servir al Señor. Están hace 25 años en la misma iglesia donde escucharon de Jesús por primera vez, y ahora son sus pastores. Tienen tres preciosas hijas, quienes también trabajan en sus profesiones y sirviendo al Señor. “Siempre pensé que mi vida iba a ser corta y triste —dice Néstor— pero ahora entiendo que el evangelista tenía razón cuando me decía: “¡Dios tiene grandes planes para tu vida!”.

Capítulo 4

Hay esperanza

En el mes de marzo de 2004, en la ciudad de Carmen de Patagones, en la Patagonia argentina tuvo lugar una preciosa cruzada que se extendió por varios días. Siempre recordaré que estando en el altar orando había una mujer que lloraba entre la multitud, ella gritaba con gran intensidad, su llanto era imposible de ignorar. Finalmente el evangelista Carlos Annacondia logró acercarse hasta donde se encontraba y oró imponiendo sus manos. Ella confesó que en el pasado había sufrido la súbita muerte de un hijo. Un dolor que no podía describir con palabras. Estando la familia en el funeral, su hijo mayor, quien se había casado y emigrado a una ciudad cercana, le contó cómo el aceptar a Jesús había trasformado su vida. Ella recibió con disgusto su mensaje y continuó su vida con rechazo y enojo hacia Dios. Tal era su dolor que olvidó por completo que tenía dos hijos pequeños que la necesitaban. La depresión lo llenó todo, sufría de permanentes ataques de pánico, sus deseos de muerte eran recurrentes, no tenía paz ni felicidad, todo era tinieblas y oscuridad. Casi sin fuerzas tomó la decisión de acabar con su vida y subiéndose a su camioneta se dirigió a toda velocidad hacia el puente que cruza sobre el Río Negro con la intención de arrojarse con su vehículo al vacío y así terminar con su amarga vida. Cuando ya podía ver el puente a lo lejos, vislumbrando el oscuro final, su camioneta comenzó a fallar por falta de combustible. Sus esfuerzos por hacerla funcionar fueron en vano y furiosa llegó a la gasolinera pero nadie vino a atenderla. Su corazón estaba lleno de culpa por lo que había planeado y un dolor agudo la atormentaba. Recostó la cabeza empapada en sudor sobre el volante y escuchó una voz a lo lejos decir: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. De inmediato se incorporó y vio a escasos metros un predio lleno de luces y guirnaldas, miles de personas reunidas y un cartel que decía “Carmen de Patagones, ¡Jesús te Ama!”. Salió del vehículo dejando la puerta abierta y las llaves puestas y corrió entre el terreno pedregoso hacia la cruzada mientras gritaba llorando: “¡Jesús, hijo de David, ten misericordia también de mí!”. Esa noche, supo que no estaba sola, que había alguien que la amaba y conocía su dolor y sus lágrimas. Ese alguien era Jesús de Nazaret y se había acercado para salvar su vida y darle una nueva esperanza. Ella creyó que Él la llamaba a sus brazos de amor. En ese momento le abrió su

corazón a Cristo y le entrego su vida por completo. Nada más se supo de ella. Casi un año y medio más tarde se realizó otra cruzada en esa ciudad y una mujer sonriente y llena de paz vino a contar su testimonio. Era imposible de reconocer, la misma que hace meses había intentado poner fin a su vida rebozaba de esperanza y fe. Cuando el evangelista la reconoció, le pregunto qué milagro había hecho Jesús. Ella simplemente dijo: “Él me devolvió la vida que había perdido, Jesús se llevó la depresión en un instante, ahora tengo ganas de vivir. ¡Cristo cambió para siempre mi vida, Él me salvó y me liberó! Hoy, por la fe, sé que el Reino de los Cielos es de los niños, y el alma de mi hijo está segura en los brazos de nuestro Señor Jesucristo, y que un día voy a volver a verlo y nada podrá separarnos nunca más”.

¡Toda la gloria, la honra y la alabanza sean a Jesucristo nuestro Salvador! ¿Qué quieres que haga por ti? Dios, a través de la Escritura, nos da ejemplos para que podamos vivir una vida agradable a sus ojos. Quiero mostrarte un breve pasaje de la Biblia que nos cuenta de un hombre como nosotros, sujeto a limitaciones, con necesidades, con preguntas sin responder y, además, enfermo. Pero un día Jesús se cruzó en su camino y su vida fue cambiada y transformada. Muchos de nosotros estamos esperando un milagro, que Jesús se cruce en nuestro camino para que todas las cosas comiencen a ser hechas nuevas. Dice la Biblia: Un mendigo ciego llamado Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado junto al camino. Al oír que el que venía era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: —¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Muchos lo reprendían para que se callara, pero él se puso a gritar aún más: —¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: —Llámenlo. Así que llamaron al ciego. —¡Ánimo! —le dijeron—. ¡Levántate! Te llama.

Él, arrojando la capa, dio un salto y se acercó a Jesús. —¿Qué quieres que haga por ti? —le preguntó. —Rabí, quiero ver —respondió el ciego. —Puedes irte —le dijo Jesús—; tu fe te ha sanado. Al momento recobró la vista y empezó a seguir a Jesús por el camino. —Marcos 10:46-52

Bartimeo era un hombre ciego que estaba en las puertas de la ciudad de Jericó. Cada mañana se sentaba allí no porque lo deseara, sino porque no había para él otra opción, no tenía la posibilidad de elegir. Estaba en ese lugar con una función: pedir limosna. Él, mendigaba a causa de su ceguera. Con su mano tendida esperaba que alguien se apiadara de su condición y le diera una moneda, una ayuda para seguir subsistiendo. Era un mendigo, vivía de la caridad de los que entraban y salían de la ciudad. Seguramente tendría muchos sueños, como los que tenemos tú y yo, como los que tiene cualquier ser humano. Casarse, tener hijos, trabajar. ¿Cuántas cosas querría hacer? Pero para él todo era imposible. Él no podría casarse, ni tener hijos, tampoco trabajar. ¿Cómo podría un hombre sustentar una familia si no puede trabajar? Los sueños venían a la mente de Bartimeo y allí quedaban como algo imposible. Deseaba caminar viendo el amanecer… En su corazón había tantos sueños, pero todos estaban frustrados. Sentía fracaso y resignación al vivir de la caridad de los que entraban y salían de la ciudad de Jericó. De alguna manera su vida estaba arruinada, cualquier proyecto para el futuro fracasaba aun antes de comenzar. No había solución para su problema. Al menos esa fue su situación hasta el día en que Jesús se cruzó en su camino. El Señor estaba en aquella ciudad. Había gran alboroto porque la gente iba tras Él queriendo tocarlo y recibir un milagro. Los rumores y comentarios corrían de una ciudad a otra: ¡Él tenía poder para sanar! La gente se agolpaba y lo apretaba esperando recibir aquello que por muchos años esperaba, los milagros y la libertad que nadie podía

ofrecerles. Bartimeo escuchó que algo sucedía. Oía gran alboroto, pero no sabía qué ocurría. Algo estaba pasando. Muchas cosas pasaban por su mente. ¿Quién será? ¿Será el César? ¿Acaso el emperador ha llegado a la ciudad? ¿Será algún rey? Quizás tú también estás inquietándote, algo está pasando en tu corazón. Puedo asegurarte que algo va a ocurrir contigo si realmente comienzas a inquietarte. Emanuel estaba allí en la ciudad de Jericó. Bartimeo se emocionó porque conocía las Escrituras. Todo el pueblo estaba esperando al deseado, al prometido en las Escrituras, al salvador de Israel. ¡Y estaba allí, en esa ciudad! El ciego sabía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios. Sabía con certeza que Él podía hacer un milagro en su vida. Esto era lo que lo inquietaba. Estaba esperando que Jesucristo saliera de la ciudad y que se cruzara en su camino. La fe de Bartimeo comenzó a crecer a medida que escuchaba a la multitud acercarse. Sabía que si Jesús pasaba por allí, sus sueños podrían hacerse realidad. La esperanza comenzó a renacer en él. Entonces hizo algo. No se quedó allí sentado como siempre, esperando que se apiadaran de él. No se quedó pensando: “Jesucristo es el Hijo de Dios, sabe todo, sabe que yo necesito su ayuda”. ¡No! Dice la Biblia que aquel ciego comenzó a gritar y a clamar a gran voz: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”, “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Pidió con todas sus fuerzas por la bendición. Quizás tú también tienes un imposible en tu vida, tal vez consideres que todo se ha perdido, que para ti ya no hay esperanza. Pero no esperes más. No dudes en clamar como lo hizo Bartimeo: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Esta es la oportunidad que Dios nos brinda. Bartimeo no podía ver a Jesús pero sabía que Él estaba allí. Sus gritos eran tan fuertes e insistentes que alguien tuvo que acercarse para decirle: “¡Cállate por favor, ya deja de gritar!”.

¿Nunca escuchaste eso? “¡No grites que Dios no es sordo!”, “No es necesario, Dios conoce todas nuestras necesidades”. Pero la Biblia no dice: “Susúrrame que yo te responderé”. Dios dice: “Clama a mí y yo te responderé…” (Jeremías 33:3). Cuando uno tiene una necesidad profunda no puede callarse. Mucho menos sabiendo que existe alguien que nos puede oír, es el Señor, y puede ayudarnos. ¿Cómo es posible callar? Dile desde lo más profundo de tu corazón: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. A Bartimeo le dijeron: “¡Cállate!”. Pero él no se calló, sino que gritó más fuerte: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”; de tal manera que Jesucristo oyó el reclamo de ese ciego que estaba a la vera del camino. Un hombre que no tenía esperanzas. Él quería recibir un milagro en su vida. Aquel que se cruzó en el camino del ciego, aquel Jesús, hoy se cruza en tu camino. “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí y de mi familia! ¡Hijo de David, ten misericordia de nosotros!”. Dios no va a fallar porque Él escucha, ve y sabe de tu necesidad. Solamente pide y el Señor va a oír tu clamor, va a ver tus lágrimas. Él sabe que tú lo necesitas. Dios te permitió leer las páginas de este libro para cruzarse en tu camino y decirte que ya no sufras más. Cuando Jesucristo mandó a llamar a Bartimeo, buscó a alguien que estaba allí cerca y le dijo: “Ve, y dile al ciego que venga”. Alguien fue a buscarlo y le dijo: “Ven, que Jesús te llama”. Permíteme hoy ocupar ese lugar porque Él me dice: “Ve, y dile que venga”. Padre, madre, abuelo, joven, niño, esposo, esposa, ven que Jesús te llama. Ven, Él escuchó tu clamor. Ven que Él vio tus lágrimas. Ven porque Él sabe que lo necesitas, Él escuchó, Él vio, Él sabe. Hoy quiero decirte ven, que Cristo te llama. ¡Él puede hacer un milagro en tu vida! El cirujano del cielo

A pesar de que han pasado muchos años, todavía recuerdo, como si fuera hoy, aquella noche de 1989 en Santiago del Estero. Habíamos viajado hasta esa provincia argentina, la cual se encuentra ubicada a unos 1150 km aproximadamente de distancia de Buenos Aires, porque allí se realizaría un importantísimo congreso médico. Esperábamos que la medicina nos diera la solución para la grave enfermedad de nuestro hijo Denis. Todo comenzó un día de marzo de 1989, cuando mi esposo y yo, ocupados en un tratamiento de rehabilitación que le estábamos practicando a nuestra hija Miriam, dejamos a nuestros dos hijos varones, Rafael y Denis solos en casa. Mientras nos ausentamos, nuestros hijos salieron a jugar y allí fue donde al mayor, Denis, de 6 años, le entró una espina de vinal en el pie, tocando específicamente el hueso escafoides, hueso de crecimiento del pie. El vinal es un árbol característico del norte de la República Argentina, el cual tiene una espina que puede producir serias infecciones. Debido a nuestra ausencia, el pequeño permaneció con la espina clavada en su pie aproximadamente tres horas, tiempo suficiente para depositar en él todo su veneno. Al llegar a casa, nos encontramos frente a esta situación e inmediatamente lo trasladamos a la sala de urgencias del hospital. Allí los doctores se encargaron de extraerle la espina y de otorgarle el tratamiento necesario, inyectándole una vacuna antitetánica. Pero la verdad es que nunca imaginamos que este sería el comienzo de un doloroso y largo camino que deberíamos transitar. En ese entonces nuestra familia se encontraba en una buena posición económica, aunque nuestro matrimonio atravesaba momentos difíciles, al punto de discutir frente a nuestros hijos, incluso muchas veces utilizando la violencia, no solo verbal sino también física. Pero lo que ahora nos sucedía era una situación que nunca hubiéramos imaginado vivir y muy difícil de sobrellevar. El dolor de Denis comenzó a aumentar, su pierna se inflamaba cada vez más y al cabo de unos cuantos días se le hizo muy difícil poder caminar. Decididos a enfrentar el problema comenzamos un tratamiento con antibióticos muy costoso. Sin embargo, esto no produjo ningún resultado positivo. Por el contrario, sus huesos se descalcificaban cada vez más y más, impidiendo a nuestro hijo poder movilizarse como lo hacía cualquier niño normal. Sus huesos estaban cada vez más frágiles y cualquier golpe fuerte podría quebrarlos. La situación empeoraba día a día. Sin perder las esperanzas, y agotando todos los recursos, llevamos a Denis a una operación. Al ver a nuestro hijo salir del quirófano enyesado, sin poder moverse, sentimos que sería una

etapa difícil de atravesar, pero teníamos la esperanza de que esto nos diera la solución. Sin embargo, luego de transcurridos algunos meses, no había mejoría en él. Llegó el día en que los médicos quitaron el yeso, pero para sorpresa de todos, el problema, muy por el contrario a lo que esperábamos, había empeorado en cambio de mejorar y traernos la solución. Ante la ineficacia de la operación, el enojo se apoderó de mi esposo Rafael. Así que Io tomó en sus brazos y decidió trasladarlo a una clínica privada en la ciudad de Córdoba, otra provincia argentina. Viajamos cientos de kilómetros en busca de un profesional especializado en traumatología, hombre reconocido y renombrado en el ámbito científico. El diagnóstico que nos dio fue: osteomielitis aguda. Esta enfermedad es una infección causada generalmente por bacterias, diseminándose hasta el hueso por medio de la sangre. La pierna de Denis quedaría totalmente afectada y al cabo de un tiempo debería ser amputada. Comenzaban a acabarse las esperanzas y la desesperación comenzó a apoderarse de nuestra familia. Sin poder encontrar la solución a nuestro problema en la ciencia, recurrimos a toda clase de ayuda (al menos eso era lo que pensábamos) que alguien pudiera brindarnos: curanderos, brujos, parapsicólogos y toda clase de hechiceros. Pero nada de esto podía revertir la enfermedad de nuestro hijo. Por el contrario, nuestra esperanza disminuía con el paso de los días, y con ella también nuestros recursos, al punto de quitarnos todo lo que teníamos. Fue así como llegamos a la provincia de Santiago del Estero. Allí un médico amigo de la familia nos habló de un Congreso Nacional de Traumatólogos que se llevaría a cabo por esos días en el Centro Cultural de Termas de Río Hondo. Todos los especialistas más renombrados del país se reunirían en aquel lugar. Entonces, sin dudarlo, mi esposo y yo decidimos viajar hasta el lugar, junto a nuestros hijos. Una vez allí, Denis fue sometido a pruebas que duraron más de tres horas. Luego de analizar la situación, los especialistas resolvieron que lo mejor sería trasladar el caso a un traumatólogo reconocido del Hospital Italiano. La única solución que podían ofrecernos era extraer lo que quedaba de su hueso escafoides y realizar un injerto en su pierna, pero tampoco esto tenía una garantía total de que nuestro hijo quedara sano. En el corazón de Rafael se mezclaban la angustia por el sufrimiento de nuestro pequeño, rencor, odio. Si Denis tuviera que quedarse sin un pie, alguien debía hacerse responsable y él se encargaría de que esto fuera así. Fue en esos días, mientras nos preparábamos para la operación, cuando llegó a la ciudad una carpa muy grande. Todo el mundo comentaba acerca de los milagros que allí estaban

ocurriendo, algo muy extraño para nosotros y que nunca habíamos oído, pero era lo que estábamos buscando. Casi sin pensarlo, le pedí a mi esposo que me llevara a aquel lugar. Y él, a pesar de su incredulidad, accedió. Fue así como llegamos a la campaña. Era un enorme campo al aire libre, cubierto de guirnaldas de luces y con gente que parecía estar feliz, porque todo el tiempo se veía una sonrisa en sus rostros, y no cesaban de cantar canciones, agitando con alegría sus pañuelos al ritmo de la música. Mi esposo se quedó lejos, pero yo decidí cargar a mi hijo en brazos y llevarlo lo más cerca posible con la única esperanza de que Dios hiciera el milagro que estaba esperando. Esa noche, luego de cantar, el evangelista habló acerca de Jesús y de lo que Él podía hacer en nuestras vidas. Inmediatamente comenzó a orar por milagros y sanidad. Recuerdo como si fuera hoy que él hizo una oración específicamente por los huesos. Fue en ese mismo instante cuando vi, con mis ojos cerrados, que desde el cielo caía sobre todos los que estábamos en aquel lugar una extraña lluvia, ¡pero no era agua lo que nos mojaba sino sangre! Tan sorprendida quedé ante lo que me estaba sucediendo, y casi sin pensarlo puse mi mano sobre el pie de mi hijo. En ese momento ocurrió algo inesperado: Denis saltó de mis brazos e inmediatamente comenzó a caminar, algo que hasta ese momento no podía hacer. Él sabía en su pequeño corazón que Dios lo estaba sanando. Y era tan grande su felicidad que nos pidió volver a casa caminando. Al llegar al lugar donde estábamos hospedados sucedió algo sobrenatural. Denis que esperaba en el salón de la casa, sentado, mientras mi esposo y yo conversábamos en la cocina, comenzó a gritar y a llamarnos desesperadamente: “Mira papi, mira mami, por mi pierna corre agua y está rellenando mi hueso, miren cómo se mueve”. Al oír sus gritos y sin poder ver lo que él decía que estaba sucediendo, nos costaba mucho creer que esto fuera verdad. Rafael corrió en busca de medicamentos para bajar la temperatura, creyendo que nuestro hijo estaba delirando. Pero él, rebosante de felicidad no se cansaba de decir que estaba bien, y que Dios lo estaba sanando. Al día siguiente debíamos llevar a nuestro hijo a realizarse radiografías para poder llevar a cabo la operación que estaba planificada. Pero ¿cuál fue la sorpresa? El hueso escafoides, el que Denis tenía casi destruido, había sido milagrosamente reconstruido. En la placa podía observarse claramente el nuevo hueso. Su color era extraordinario, se veía incluso aún más blanco que los demás huesos. ¡Aleluya! ¡Jesús había sanado a nuestro hijo de tal manera que no fue necesaria ninguna operación! Al cabo de un tiempo, llevamos a Denis a realizarse un control. Estas fueron las palabras del médico que lo atendió: “El

niño está completamente sano, el último cirujano hizo la obra completa”. ¡Gloria a Dios, ese es Jesús!

Testimonios de sanidad UN CORAZÓN NUEVO

Era una noche de primavera, septiembre de 1985. Yo tenía 27 años. Padecía una grave enfermedad coronaria y los médicos no me daban más de seis meses de vida. Llegamos al predio de Av. Pellegrini y Vera Mujica mi esposa, mis tres hijos, mis padres y yo. Unos días atrás mi padre había visto en ese lugar una carpa enorme, amarilla y blanca, y muchas guirnaldas de luces. Creyó que era un circo y me había invitado para que fuésemos en familia. Queríamos divertirnos y olvidarnos por un rato del dolor que estábamos sufriendo. Había miles de personas reunidas. Comenzamos a escuchar canciones de alabanza a Dios y nos dimos cuenta de que no era un circo de barrio. Era una cruzada evangelística de Mensaje de Salvación. Yo era sacerdote mormón y practicaba esa religión desde los 16 años. Tomé a mi esposa y a mis hijos y me fui ofendido a mi casa. Pero mis padres se quedaron para ver de qué se trataba. Al día siguiente mi madre vino llorando de alegría a contarme que se desmayó cuando el predicador oró por ella y que Jesús había entrado en su corazón. Ahora, decía, estaba sana de la enfermedad pulmonar que sufría desde hacía treinta años. Me enojé muchísimo, y le dije que era todo mentira, y que ese tal “hermano Annacondia” era un brujo hipnotizador, mentiroso y manipulador. La noche siguiente fui a la cruzada decidido a desenmascararlo. Pero algo sucedió. A medida que escuchaba las canciones, los testimonios de sanidades, la predicación de la Palabra de Dios, el calor del amor de Dios comenzó a entibiar un poco mi frío y enfermo corazón… Entonces cerré mis ojos y oraron por mí. Caí al piso. Me levanté rápido y me propuse tener los ojos bien abiertos

para no volver a caer. Pero volví a caer al suelo, quise levantarme pero no pude. Estaba como pegado al terreno. Me di cuenta de que la poderosa mano del Señor estaba en ese lugar y que se había posado sobre mí. Comencé a llorar y a temblar. Entendí que había estado equivocado, y sentí la necesidad de confesar mis pecados a Dios y pedirle perdón por ellos. Solicité una entrevista con alguien que pudiera ayudarme en privado. Un pastor que apoyaba la cruzada y estaba allí presente me guió a confesar al Señor mis ofensas, y sentí una inmensa paz en mi corazón. Volví a llorar, pero esta vez fue por el gozo que sentía. Las noches siguientes seguí asistiendo a la cruzada con mi familia. Una de esas noches, mientras se oraba pidiendo la llenura del Espíritu Santo, comencé a sentir un fuego que llenó mi pecho. Palabras desconocidas salían de mi boca glorificando a Dios. Emocionado, salí corriendo del lugar y seguí corriendo varias cuadras. Fue en ese momento que me detuve y supe que el Señor me había sanado de mi enfermedad coronaria. Hasta ese momento era imposible para mí caminar unos metros sin perder el aliento. Pedí un turno con mi cardiólogo para que me hiciera un estudio. Mi diagnóstico hasta ese momento era de un soplo sistólico positivo en foco aórtico, estenosis subaórtica, bloqueo completo de rama derecha y semibloqueo de rama izquierda. El médico me realizó una ergometría y quedó atónito ante el resultado. Ordenó un estudio completo y el resultado fue que tenía un corazón totalmente sano. ¡Aleluya, gracias Señor Jesús! Corrí a mi casa y abracé a mis hijos y a mi esposa. Como pude, entre lágrimas, les conté lo que Jesucristo había hecho y les dije que ya nunca más iban a tener que sufrir por mí. Que yo iba a estar siempre con ellos para amarlos en todo y que nunca los iba a dejar solos. Jamás voy a olvidar ese día. Pude conocer el amor y el perdón de Dios. Sentí desde aquel momento la necesidad de hablar de Jesús a cada persona que se me cruzaba, y a

los pocos meses comencé a predicar el Evangelio como evangelista. Han pasado veinticinco años y sé que cada día que vivo es un regalo del Señor. Por eso me he dedicado a recorrer mi país y otros contando lo que hizo Él en mi familia. Gracias a Dios por enviar a su Hijo Jesucristo para salvarnos, sanarnos y llenarnos de su precioso Espíritu Santo. SANIDAD PARA BRIAN

Cuando Brian tenía tan solo 1 año, su mamá se dio cuenta de que sufría un problema con su respiración. María trataba de enseñarle a comer solo, pero el niño no podía. Su mamá ya tenía otro hijo y supo que algo no andaba bien con el pequeño. Con mucha inquietud lo llevó al hospital. Después de hacer una investigación de su nariz, el médico descubrió que había nacido con hipertrofia de los cornetes, un crecimiento de carne dentro de las fosas nasales que impedía la normal respiración. Brian empezó una serie de tratamientos que durarían años buscando reducir la carne crecida en su nariz. Pero no había ninguna mejora en su condición. Tenía que usar medicamentos e inhaladores para soportar su enfermedad. “Respiraba como un chancho”, comentaba su mamá. “Siempre se despertaba por la noche con problemas para respirar”. Cuando empezó a ir a la escuela se dio cuenta de que no era como los otros niños, porque no podía correr ni jugar. Al cumplir 10 años, luego de haber realizado todos los tratamientos recomendados, el médico sugirió una operación. María sentía mucha angustia porque no había ninguna garantía de que la situación mejorase. Pero, a último momento, debió suspenderse la cirugía por falta de especialistas. Poco tiempo después, en la iglesia adonde asistía ella con su marido y sus tres hijos, se anunció que habría una cruzada de milagros en la ciudad de Paysandú, Uruguay. La primera noche de cruzada asistió toda la familia. En el

momento en que el evangelista empezó a orar por los enfermos, María y su marido pasaron al frente de la plataforma para pedir oración por su hijo. Brian quedó en una silla con sus hermanos y su abuela. Cuando el evangelista invitó a la gente a poner su mano sobre las enfermedades, uno de sus hermanos le pidió a la abuela que ponga su mano sobre Brian. Enseguida el niño sintió un fuego en su nariz y comenzó a llorar. Cuando su mamá volvió al lugar vio que su hijo podía respirar mejor y, con una emoción inmensa, juntos pasaron al frente para dar testimonio. Esa noche Brian durmió como un bebé. Al día siguiente, cuando el médico revisó su nariz no encontró nada en sus fosas nasales. Con mucha sorpresa dijo que Brian estaba clínicamente sano y que ya no necesitaba la cirugía. A partir de ese momento comenzó a correr y a jugar fútbol. Nunca más tuvo problemas con su respiración. UN MILAGRO DE RESTAURACIÓN FÍSICA

El 2008 fue un año de grandes desafíos para Sara. Fue el año en que murió su esposo, y también cuando empezó a sentir dolores en su vientre. Los médicos le encontraron fibromas en el útero y le recomendaron cirugía para solucionar el problema. En esa época ella empezó a pensar en Dios y a buscar su ayuda para poder sobrellevar todas las circunstancias difíciles de su vida. Un día su hija la invitó a una iglesia, y ahí, por primera vez, escuchó hablar acerca de un Dios de amor y compasión. Poco tiempo después Sara entregó su vida a Jesús, y encontró la paz y la fuerza para enfrentar todos los problemas. Al entregarle su vida a Cristo muchas cosas cambiaron, pero los dolores en su útero persistieron. Llegó el día de la cirugía, y su hija la acompañó al hospital. Sara tenía la esperanza de que al fin todos sus problemas de salud se solucionaran. La operación fue exitosa pero allí mismo, en el hospital, ella se dio cuenta de que estaba sufriendo de incontinencia, no podía controlar la

orina; esto era muy incómodo y vergonzoso. Los médicos le decían que era algo normal después de este tipo de cirugías, y que el problema iba a solucionarse. Así que regresó a su casa, pero con el paso del tiempo su problema no mejoró. Tenía tan solo 49 años, usaba pañales, y no podía salir de su casa. Con desesperación, después de algunas semanas, volvió al hospital y al reexaminarla los médicos descubrieron la causa del problema. Durante la cirugía se había dañado la vagina, dejando una fisura entre esta y la uretra, un problema grave llamado fístula. Había quedado con una incontinencia de un 100%. Los médicos inmediatamente le recomendaron otra cirugía, y al cabo de un terrible mes de sufrimientos y angustias, Sara regresó para ser operada. Ya en el hospital se dio cuenta de que no había recuperado el control. Y a raíz de esto, los médicos le recomendaron otra cirugía. Por no tener otra opción, ella aceptó ser operada por tercera vez consecutiva. Pero siguió sin mejorar. El peor momento fue cuando los médicos le dijeron, luego de operarla por tercera vez, que la única posibilidad de solucionar su problema era operarla una vez más, y poner un catéter y una bolsa para controlar su incontinencia. Pero, esa opción ofrecía una realidad aún más insoportable. Sara regresó a su casa dispuesta a ahorrar dinero para viajar de su ciudad de Posadas hasta Buenos Aires para buscar un médico especialista. Pero, como mujer viuda sin recursos, pronto se dio cuenta de que eso era algo imposible. Todo esto, sumado al hecho de que no podía salir de su casa, la había hecho caer en una profunda depresión y tristeza. Ella necesitaba un milagro. Un día su hija le contó que en su ciudad se llevaría a cabo una cruzada evangelística. El segundo día del evento Sara consiguió salir de su casa y llegó a la cruzada que se encontraba en el centro de la ciudad de Posadas. Cuando terminó la prédica pasó al frente para recibir oración por su salud y, al pasar el evangelista para orar, ella lo detuvo y le explicó sus problemas. Él le puso sus manos sobre la

cabeza y comenzó a hacer una oración de fe. Sara tenía tantas esperanzas que, al terminar la oración, sintió necesidad de ir al baño para verificar si podía retener la orina. Y en ese momento recibió la alegría más profunda: ¡había recuperado el control de su cuerpo! Sara regresó a la cruzada el quinto día para dar testimonio de lo que Jesús había hecho en su vida. Gracias a Dios y a su obra sanadora ella ahora puede vivir una vida normal. JESÚS SE METIÓ EN MI CUERPO Y ME SANÓ

Un día, cuando vivía en Colombia, me enteré de que estaba embarazada por cuarta vez. La emoción fue muy grande porque mis anteriores embarazos no habían llegado a término y deseaba más que nada tener un hijo. Apenas se cumplieron las treinta y seis semanas de gestación nació nuestra hija Belén Johanna. Los médicos estaban atónitos, pesaba solo ochocientos gramos y debió recibir cuatro transfusiones de sangre. Ya en la Argentina, al cumplir 2 años, un médico le diagnosticó un tumor cerebral. Eso fue más de lo que podía soportar. Tomé a mi hija en brazos y me detuve en medio de la avenida Mitre, la más transitada de Avellaneda. Estaba decidida a suicidarme. Cerré mis ojos suplicando a Dios que fuera una muerte rápida. Dos personas, al percatarse de mi decisión, me socorrieron. Afortunadamente el tumor nunca existió, lo que realmente sufría mi hija era una hipoacusia bilateral severa. Los médicos dijeron que nunca iba a escuchar. En mis ansias de ver su sanidad deambulé durante más de diez años por cada sitio donde me aseguraban que recibiría el milagro tan esperado. Se sucedieron una frustración tras otra, no hubo ni una leve mejoría, por el contrario, su salud se tornaba cada vez más frágil. Paradójicamente, Belén siempre tuvo una gran sensibilidad por la música, y deseaba aprender a tocar el violín. En mis ansias por complacerla hice muchas llamadas pero ningún profesor la quería como alumna, hasta que

uno, cuya voz sonaba más compasiva, decidió hacer el intento. Al asistir a clases, Teté, la madre del profesor, notando la hipoacusia de Belén me susurró acerca de las cruzadas del ministerio Mensaje de Salvación. En ese mismo instante, y sin siquiera percatarse de lo conversado, mi hija me miró fijamente y casi como reclamándome dijo: “Mamá, yo quiero ir a la iglesia para que Dios me sane”. Intentando dar con alguna campaña llamé a una hermana que se comprometió a averiguar. Estando ella haciendo fila en un banco escuchó decir a unas personas que esa misma noche había una cruzada. Por su parte, su esposo, buscando empleo, también presenció una conversación donde se hablaba de la campaña del hermano Annacondia en Adrogué. Ambos se comunicaron entre sí para contar la buena nueva sorprendidos y fue así como ese día llegamos a la cruzada. A varias cuadras ya podíamos oír los coros que una multitud jubilosa entonaba, estaban tan impregnados de fe que contagiaba. En la atmósfera de ese lugar se respiraba gozo; se elevaban las alabanzas y surgían aplausos espontáneos a Jesús que sonaban como el estruendo de muchas aguas. Esa noche, en medio de la predicación, el evangelista Carlos Annacondia preguntó a los presentes: “¿Crees que Jesús hará un milagro?”. Yo grité desde mi asiento: “¡Sí, lo creo!”. Todos se voltearon a mirarme, hasta mi hija con su débil audición ¡había escuchado el grito! Al finalizar, invitó a los que queríamos comenzar una vida nueva a acercarnos al altar, y nos abrimos paso como pudimos. Se oía el pregón: “¡Ven, que Jesús te llama! ¡Las cosas viejas pasaron todas son hechas nuevas!”. Nadie en ese sitio lo deseaba más que yo. En mi corazón oraba al Señor con desesperación rogándole la sanidad de mi hija, pero una muy escasa fe se debatía en mi interior pensando que las personas que caían bajo el poder de Dios eran fanáticos o, peor aún, que se les pagaba para fingir. En ese preciso instante alguien que vestía totalmente de negro se me acercó y me advirtió muy severamente: “¡No hables con él!”. Luego entendí que un espíritu maligno había intentado

impedir nuestro encuentro con Jesús. No sé cómo, pero permanecí allí hasta que mi hija recibió la oración tan esperada. El hermano Carlos Annacondia la observaba con los ojos cargados de amor y, pidiéndole que se quitara por un momento los audífonos, puso ambas manos a los lados de su cabeza y oró. En ese mismo instante se desplomó. Yo estaba azorada. Levantándose luego de unos segundos lloraba, porque manifestaba mediante señas estar sintiendo un gran dolor. Inmediatamente un líquido oscuro comenzó a fluir de sus oídos sin motivo aparente. Belén dijo: “Jesús se metió en mi cuerpo y me sanó”. Luego me miró asombrada: por primera vez en muchos años escuchaba su propia voz. Esa noche comenzó a dejar el lenguaje de señas y una voz tenue comenzó a surgir cada vez más fluida. A partir de ese día progresivamente fue recuperando su capacidad auditiva. Los médicos que la asistieron durante doce años habían determinado que era tiempo de realizarle un implante coclear, una intervención quirúrgica cuyo costo superaba los cuarenta mil dólares. Yo no soportaba la idea de que mi hija tuviera que raparse la cabeza y pensaba el deterioro emocional que causaría en ella ese cambio. A fin de someterla a dicha cirugía le practicaron una nueva audiometría detectando una sorprendente mejora, motivo por el cual decidieron enviar a calibrar el equipo, ignorando absolutamente el poder sanador de Cristo. La noche de la cruzada Jesús comenzó un milagro y su obra restauradora no se detuvo hasta el día de hoy. Los audífonos que Belén utilizaba ya no los necesita y pudo contar telefónicamente su testimonio. Ella tendrá en lugar de una costosa cirugía, una fiesta por sus 15 años. Ejecuta magistralmente el violín, recuperó casi totalmente su audición y asistirá por primera vez en su vida a una escuela de oyentes. Su realidad ha sido transformada por Jesús, hay un inmenso gozo en ella y una gran expectativa por lo que Dios aún hará. Toda la familia fue impactada a través de este milagro. Ú

É

Ó

VOY A SEGUIR A JESÚS PORQUE ÉL ME SANÓ

Cuando Bruno tenía 10 años empezó a sufrir dolores en los riñones y a despedir sangre en la orina. Los médicos trataron de controlar la enfermedad con antibióticos, pero su estado no mejoró. Los dolores eran cada vez más fuertes y el cuadro cada día era más grave. Llegó a tal punto la situación que debió ser internado en el hospital San Martín en su ciudad natal, Olavarría, provincia de Buenos Aires. Luego de hacer varios chequeos una ecografía detectó que en el riñón izquierdo había alojado un quiste del tamaño de dos centímetros. Durante dos años los médicos hicieron todo lo posible para salvar el riñón, pero su salud no mejoraba. Las hemorragias continuaban y los dolores comenzaban a volverse intolerables para el niño. Los padres de Bruno una y otra vez debieron trasladarlo a la Capital Federal para someterlo a otras pruebas de mayor complejidad. Tras varios intentos de tratamiento descubrieron, con profunda tristeza, que padecía de un mal incurable llamado enfermedad de Berger. Lo único que la ciencia podía ofrecer era someterlo a diálisis –quedaría dependiente de este tratamiento de por vida– o intentar hacerle un trasplante de riñón, con lo complejo que podría ser. Los pronósticos de vida que Bruno tenía no eran muy alentadores. Y debido a tantas idas y venidas a diferentes hospitales y tratamientos había perdido el año escolar. Ahora no solo la angustia de la enfermedad abrumaba su vida, sino también el tener que recursar el ciclo escolar, además de abandonar el club de fútbol del cual era socio, porque ya no podría realizar ningún tipo de actividad física. Cuando comenzó la campaña evangelística en su ciudad, para el pequeño había prevista una biopsia para evaluar la necesidad de diálisis o el trasplante de riñón. Hasta ese momento él no conocía a Dios, por eso no tenía interés en sus cosas. Su madre, quien también padecía fuertes dolores en el vientre, asistió la primera noche de campaña. Ella había sido intervenida quirúrgicamente por un tumor

que tenía alojado en el ovario; la operación no logró los resultados esperados y ahora el diagnóstico era cáncer de útero. “Mucha gente me habló de Jesús durante toda mi vida, pero nunca presté atención. Sufrí muchas cosas dolorosas que llenaron mi corazón de odio, rencor y amargura”, fueron las palabras que Norma, mamá de Bruno, expresó aquella noche. Cuando escuchó de la boca de su sobrina que una campaña de salvación y milagros tendría lugar en su ciudad, tomó la decisión de asistir. Esa noche Norma pasó al frente, junto a una multitud que clamaba necesitada de Jesús, para entregar su vida a Cristo y rendirse a Él. En el momento en que el evangelista oró por las enfermedades, cayó al piso fulminada y fue llevada a la carpa de liberación. Las hermanas, que tenían la tarea de ayudarla en lo que necesitara, oraron por ella y le enseñaron con mucho amor que el odio que tenía arraigado en su corazón era una barrera que la separaba de la bendición de Dios. Pero, si ella estaba dispuesta a perdonar a quienes la habían dañado, el Señor quitaría la barrera y la haría libre de sus pecados, y también de su enfermedad. Norma comprendió que, el odio y el rencor que sentía hacia las personas que la habían dañado, la tuvieron sometida durante muchos años. Con la ayuda del Espíritu Santo tomó la decisión de perdonarlos, y también renunció a todos sus pecados. Ella estaba tan feliz por haber recibido a Jesús en su corazón, y sentía tanta paz, que recién al llegar a su casa notó que los dolores en su vientre habían desaparecido por completo. A partir de ese día no sintió más dolores. Toda la familia notó que algo había sucedido en ella. Así que al día siguiente su hijo Bruno y varios de sus hermanos decidieron acompañarla. Noche tras noche veían cómo el poder de Dios se manifestaba entre tanta gente. Unos eran sanados, otros liberados de angustia, depresión, muchos testificaban acerca de la transformación que Jesús trajo a sus vidas. Recién el sexto día de campaña el niño decidió abrirle la puerta de su corazón a Jesús y rendirle su pequeña vida. La alegría y la paz comenzaron a apoderarse de él. Cuando

el evangelista oró por las enfermedades comenzó a sentir un fuego en todo su cuerpo y fuertes pinchazos en el riñón afectado. Al volver a su casa, Bruno se dio cuenta de que algo había sucedido. Los dolores ya no estaban y la hemorragia que tenía había desaparecido. Comenzó a recuperar la esperanza de poder cumplir sus sueños, y el ánimo lo llevó a querer hacer cosas que antes no podía realizar. Al día siguiente, lo primero que hizo fue andar en bicicleta, algo que no podía hacer desde hacía dos años. Luego salió corriendo para jugar fútbol con sus amigos. Por la tarde, ya tenía concertado un turno en el hospital. Allí su madre contó el cambio que había visto en su hijo durante ese día. Inmediatamente los médicos hicieron otra ecografía y, para la sorpresa de todos, no encontraron ningún quiste en el riñón. Dice el estudio “Riñón izquierdo: Situación, tamaño y forma conservada”. Le dieron el alta. Esa noche, junto a su mamá, subió a la plataforma para dar testimonio de lo que Cristo había hecho. “¡Voy a seguir a Jesús, porque él me sanó!”, dijo Bruno. “¡Dios me devolvió todas las cosas que había perdido!”. NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS

“No puede imaginar las horas que paso llorando delante del Señor y clamando a Él por la sanidad de mi hijo. Solo tiene 5 años, los niños del barrio se burlan de él. Tendrá que asistir a una escuela especial”, expresó Rosa acerca de su hijo Job. En sus palabras se notaba la aflicción. El niño había nacido en el campo, cerca de la ciudad de San Rafael, Mendoza, era el tercero de tres hijos. Con solo un año, sus padres ya sabían que tenía un problema de audición, porque no respondía a los estímulos como sus otros hermanos lo habían hecho. Ellos estaban esperanzados en que la situación mejoraría con el tiempo. Pero cuando Job cumplió 2 años todavía no hablaba. Los médicos aconsejaron llevarlo al hospital de niños de la ciudad de Mendoza para encontrar la causa de la falta de

audición. Esta sugerencia, que parecía simple, no era algo fácil para gente que vivía en el campo y que no contaba con recursos para trasladarse. Pero, con la esperanza de que los especialistas pudieran hacer algo, toda la familia trabajó arduamente para conseguir los medios para viajar. Rosa puede recordar el dolor que sintió cuando, después de hacer todos los estudios, los médicos en Mendoza le dijeron que su hijo tenía una deformación de los huesos dentro de sus oídos; y que a causa de esto solo podía oír el 15% de lo que una persona sana podía escuchar. En el futuro, cuando los huesos estuvieran formados, sería posible hacer una operación para poner implantes y así intentar mejorar la audición. Mientras tanto, la familia tendría que aprender a vivir con el hecho de que el niño era sordomudo. Con mucha tristeza Rosa regresó a su hogar con su hijo. La sordomudez de Job traía aparejada la imposibilidad de comunicarse con sus seres queridos. A causa de la distancia, y de su situación económica, ella no podía recibir ayuda para aprender a comunicarse con su hijo. No obstante, de alguna manera él se las arreglaba para comunicarle a su madre, a través de señas, lo que necesitaba. Pero, la mayor parte del tiempo, el niño tenía que vivir dentro de su propio mundo. La familia, que ya conocía a Jesús, asistía a una iglesia cercana a donde vivían. Las oraciones de los hermanos y el apoyo de la congregación les levantaban el ánimo y los fortalecía para seguir adelante. Cuando el pequeño cumplió 4 años fueron invitados a una cruzada de salvación y milagros en la ciudad de San Rafael. La fe de Rosa era grande y estaba esperanzada de que Dios podía tocar a su hijo. Con su esposo tenían la expectativa de que el Señor iba a hacer algo por él. Llegó el día de la campaña. Asombrados por la multitud que se había congregado para oír el mensaje del Evangelio, y luego de escuchar muchos testimonios del poder de Dios haciendo milagros y sanidades, Rosa pasó al frente con Job en sus brazos para recibir oración por él. Cuando el

evangelista puso sus manos sobre el niño, dijo: “Jesús va a hacer un milagro en el tiempo que él crea conveniente”. Al escuchar estas palabras, la esperanza de la mujer pareció desvanecerse. Con lágrimas de angustia en su rostro, pensaba: “¡Dios, ¿cuánto tiempo tendremos que esperar?!. Pero, al momento, una fuerte convicción se afianzó en su corazón y, junto a su esposo decidieron creer la palabra dada por el evangelista de que Jesús iba a sanar a su hijo. Rosa recibió nuevas fuerzas para seguir con sus oraciones y soportar el sufrimiento de Job. Poco menos de un año después de recibir la promesa, ella y su esposo escucharon noticias de que el evangelista iba a volver a San Rafael para otra campaña de milagros. Esta vez Rosa oraba fervientemente: “¡Que este sea el tiempo de su sanidad!”. Comenzada la campaña, la primera noche toda la familia asistió con la esperanza de obtener el milagro para el niño. Job corría entre la multitud que se encontraba frente a la plataforma clamando por salvación. Durante la oración por los enfermos se pudo escuchar el grito fuerte del evangelista que decía: “¡Espíritu sordomudo, te reprendo en el nombre de Jesús!”. En ese momento Rosa vio que su pequeño tenía sus dedos dentro de los oídos, como si algo le molestara. Segundos después, los tapó con sus manos para bloquear el fuerte ruido de los parlantes que podía percibir sin ninguna dificultad. Inmediatamente sus padres notaron que algo había pasado. Al día siguiente, por primera vez en su vida, Job comenzó a repetir los nombres de sus hermanos e imitar sonidos que escuchaba en el hogar. Durante el transcurso de una semana continuó mejorando su forma de hablar y empezó pronunciar algunas palabras. La felicidad de sus padres y del niño fue tal que decidieron llevarlo a un fonoaudiólogo local, para verificar el milagro de Dios. Las únicas palabras que el profesional pudo mencionar fueron: “¡Esto es imposible! ¡Esto no puede ser!”. La última noche de campaña toda la familia con sonrisas de felicidad inconfundible, subió a la plataforma llorando y

alabando a Dios, para contarles a todos los presentes que Jesús había hecho el milagro justo en su tiempo. JESÚS ME SANÓ

No tuve una infancia como los demás niños en mi Bahía Blanca natal. Desde que tengo uso de razón sentí dolor en mis huesos. El dolor era constante y me impedía hacer lo que cualquier chico desearía hacer: correr, jugar, andar en bicicleta y hasta permanecer de pie. Al cumplir 5 años mis padres me llevaron a un médico especialista. Lo que hasta ese momento se le atribuía a una anomalía en el crecimiento, finalmente resultó ser displasia epifisaria. Una cruel enfermedad que no tenía cura hace cincuenta años, y tampoco la tiene en la actualidad, que ocasiona falta de osificación y de cartílagos en todos los huesos, limitaciones articulares y artrosis. El diagnóstico era sencillo: a los 30 años estaría indefectiblemente en una silla de ruedas. Mis padres me llevaron a muchos médicos y todos daban el mismo veredicto. No había futuro para mí, estaba condenado a quedar postrado. Mis sueños de tener una profesión, casarme, formar una familia, se hicieron añicos. Los resultados de las resonancias magnéticas y radiografías, con el paso del tiempo, fueron empeorando sensiblemente, y fue así que cada tres meses, durante dieciséis años, visité el consultorio médico realizando un tratamiento costoso e infructuoso. En el año 1992 acepté a Jesús como mi salvador, y un año más tarde en mi ciudad se realizó una cruzada de la misión cristiana Mensaje de Salvación que tenía por nombre: “Bahía Blanca, Jesús te ama”. Asistí casi todas las noches y cada vez era una celebración. El poder de Dios se manifestaba en tremendas liberaciones y sanidades. Cientos eran salvos. Era tal el gozo que tenía en mi corazón por lo que oía y veía que el Señor hacía que no reparé en pedir que alguien orara por mí y por la enfermedad que me aquejaba. Al finalizar la campaña la ciudad estaba conmocionada y experimentaba un gran

avivamiento. ¡Habíamos presenciado el poder de Dios como nunca antes! Como era costumbre, visité nuevamente el consultorio de mi médico para que me examinara, sacara radiografías e incrementara la dosis de la medicación que habitualmente consumía. De inmediato se mostró sorprendido. Había notado algo que yo no había advertido y me indicó hacerme unas placas. Al recibir los resultados noté que el doctor miraba fijamente las placas, las giraba, les aplicaba más luz, se tocaba el mentón y meneaba la cabeza hacia ambos lados, fruncía el seño y volvía a mirar las placas. No encontraba explicación, no podía comprender, no había una explicación científica para lo que sus ojos estaban viendo. ¡Jesús me había sanado por completo! La enfermedad se había esfumado para nunca más regresar. El médico estaba desconcertado, atónito, perplejo. Me indicó hacer más radiografías, cámara gama, análisis. ¡No había vestigios de la displasia! Durante dieciséis largos años me había atendido, conocía mi enfermedad y diagnóstico en profundidad. Ya éramos casi familiares. Tanto frecuenté su consultorio que desde hace dieciocho años estoy casado con su secretaria; y cada día, cuando voy a buscar a mi esposa luego de su jornada de trabajo, él con su asombro casi intacto me pregunta: “¿Cómo estás de los huesos?”, y mi respuesta es siempre la misma: “¡Jesús me sanó!”. Ese milagro poderoso de Jesús me marcó para toda la vida. Hoy debería estar paralítico y deformado por la enfermedad. No solo no lo estoy, sino que jamás volví a experimentar ningún dolor en mis huesos. Hago todo lo que siempre quise hacer y sirvo al Señor todopoderoso. ¡A Él sea toda la gloria! ¡NO HAY RASTROS DEL SIDA EN MÍ!

Burla, maldiciones, pronósticos de muerte y depresión fueron mis compañeros durante cinco largos años. No había ninguna esperanza para mí, ni para el hijo que estaba

en mi vientre. Eran los años noventa y la información acerca del HIV era muy escasa. Yo había visto morir a mi amiga de este mal degenerativo que la privaba uno a uno de sus sentidos. Había contemplado los rostros de sus hijos, confusos por la muerte inminente. Para mí ya no habría Navidades ni años nuevos, y mi hijo no conocería jamás a quien tanto lo amó. Alguna vez alguien me habló de las campañas del ministerio Mensaje de Salvación, donde muchos eran sanados y libertados e insistentemente preguntaba: “¿Hay campañas? ¿Cuándo hay campañas?”. Finalmente, una amiga se apiadó de mí y me llevó. Con mis fuerzas casi extintas llegué a una cruzada del hermano Carlos Annacondia en Moreno, allá por el año 1999. La mano poderosa de Jesús se posó sobre mí en el altar, las puertas de mi corazón se abrieron de par en par a una salvación tan grande. Finalmente, el evangelista oró por mí y puso su mano en mi cabeza, en ese instante recibí paz, mi mente se tornó más clara y supe que algo había sucedido. Pocos días después Joel, el hijo tan amado, nació. Jamás podré olvidar la infinita felicidad que sentí al saber que estaba completamente sano. Había un futuro de esperanza y vida para él, del cual yo aún no me sentía partícipe. En profundo contraste con su realidad, yo cada vez recibía dosis más altas de una medicación violenta que escaseaba. Nuevamente me invitaron a una cruzada y me aventuré con mi pequeño hijo a un largo viaje con la esperanza de asir el milagro. Ya antes de bajar del colectivo que nos llevó se escuchaban las alabanzas, coros de esperanza y fe. Unos aplaudían, otros adoraban a Dios y muchos testificaban de lo que Jesús ya había hecho en sus vidas. Esa noche el ciego Bartimeo alzaba su voz clamando por sanidad en los labios del evangelista Carlos Annacondia. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Un ruego idéntico al mío, una profunda súplica ahogada en lágrimas y gemidos. Apenas pude, me acerqué a la plataforma y oí decir: “¡Ven que Jesús te llama!”. Corrí con

desesperación entre la multitud con mi hijo en brazos, me arrodillé y oré con todas mis fuerzas. Jesús estaba allí, nuevamente inclinó su oído a mi clamor. La enfermedad que ponía fin a mis sueños se desvaneció. Muchas fueron las pruebas y estudios que me practicaron a fin de hallarla y seguir tratándola, ¡pero no hay rastros del sida en mí! Ya pasaron más de diez años y no volví a necesitar ningún tratamiento. Las defensas bajas son parte del pasado, lo que viví dista mucho de ser una mera experiencia emotiva. En mí está plasmado el poder sanador y restaurador de Jesucristo. Nunca me sentí más plena que hoy. Mi esposo y mi hijo mayor conocieron el poder de Dios, y también los médicos constataron mi completa sanidad. Amigos y vecinos que presenciaron mis jornadas más oscuras no pueden más que reconocer a Jesucristo y su gracia que obró en mí para salvación y también para sanidad. Hace tiempo fui bautizada y en la actualidad me congrego en una iglesia en Ciudadela. Diariamente testifico lo que Jesús hizo en mí colaborando en un programa radial, y ahora es a mí a quien preguntan insistentemente: “Sandra, ¿hay campañas? ¿Cuándo hay campañas?”. ¡ME ESTOY QUEMANDO!

Corría el año 1985 en la ciudad de Córdoba, República Argentina. En aquel tiempo, en el ámbito eclesiástico, había una frase que se repetía en todos los sectores del país y se remontaba a las cruzadas de un joven evangelista, con quien mis padres habían colaborado como ujieres, y era: “Oíme bien, Satanás”. En el mismo instante que esas palabras salían de su boca miles de personas eran impactadas con el poder de Dios, muchas eran sanadas de todo tipo de enfermedades o liberadas de espíritus demoníacos, otras eran llenas del poder del Espíritu Santo. Fue algo asombroso. Lo más emocionante, para mi mente de 7 años, era llegar a casa y conversar hasta largas horas de la noche con mi hermano Walter y mis padres de todas las aventuras que

habíamos experimentado en esas noches de avivamiento. Sin darnos cuenta, el Señor nos estaba entrenando para una gran guerra espiritual que se manifestaría en el ministerio a las naciones que Dios nos tenía preparado. Mis ojos grababan todo, como si fueran dos cámaras digitales, mientras la música sacudía los corazones y la gente cantaba con entusiasmo. Fue una experiencia sobrenatural para nosotros, y algo muy dentro de mí me decía que ser ministro de Dios sería mi asignación en la vida. Escuchaba todos los días sus casetes, tarareaba las canciones y soñaba con algún día poder ser usado por el Señor como ellos. La parte que más me estremecía era cuando el evangelista dirigía su mano y decía: “Un camillero a la derecha, por favor”, “otro en el fondo, por favor”, y ellos corrían con una pasión que alucinaba. Yo quería estar ahí, en medio de la acción. Me escondía entre las piernas de mis padres y me sentía todo un héroe, todo un soldado de Jesús. No me asustaba ver a esa gente “convulsionando” sobre la camilla mientras era llevada a la carpa de liberación. Recuerdo la primera vez que entré a esa enorme carpa. Parecía un hospital improvisado, como en las películas de guerra. Pude ver a gente de todos los estratos sociales venir a los pies de Cristo y ser transformados completamente. Personas se retorcían como serpientes en el piso, algunos de ellos se enroscaban en los postes, otros en los rincones con la cara deformada como si fueran monstruos. No parecían seres humanos. Era gente que gritaba con locura, vomitaba una espuma blanca y finalmente se desmayaba desvanecida. Se levantaban liberados y restaurados de todo tipo de demonios y ataduras malignas. Esas mismas personas que hacía una hora atrás estaban poseídas subían al escenario y saltando contaban sus testimonios de cómo la misericordia y la gracia del Señor los había salvado. Al mismo tiempo, en ese mismo año, una fuerte enfermedad golpeó mi puerta. Tuve pulmonía. Mis padres

la combatían con toda clase de medicinas pero la sanidad no llegaba, al punto tal que se volvió una enfermedad crónica. Después de innumerables inyecciones, en vez de mejorar, siguió empeorando y se trasladó a mis oídos. Poco a poco comencé a perder la audición. Recuerdo un día en que estaba mirando televisión, y mi mamá vino espantada porque tenía el sonido del televisor al máximo volumen, lo que para mí era algo normal. Fue en ese momento cuando noté por primera vez la desesperación en los ojos de mi madre, que con lágrimas en sus ojos me abrazaba y me decía: “Dios te va a sanar, hijo mío, Dios te va a sanar, Davicito”. Todas las semanas me llevaba al médico. Vez tras vez me hacían audiometrías pero los reportes no eran para nada alentadores. Los doctores decían que del oído derecho casi había perdido la audición y del izquierdo solo me quedaba la mitad. Los medicamentos no daban resultado y nada funcionaba. Una de esas noches, meditando en las palabras de mi padre, quien siempre me hablaba de las promesas del Señor, recordé lo que muchas veces me había dicho: “Dios es todopoderoso y todo lo que le pidas te lo dará”. En ese momento vinieron a mi mente como en una película todas aquellas noches de campaña en las que había participado. Podía escuchar repitiéndose una y otra vez en mi mente la voz de aquel joven evangelista llamando a los enfermos de sordera, y cientos eran sanados. Poco a poco se afirmaba en mí la convicción de que el Señor podía sanarme. El siguiente fin de semana mis padres decidieron llevarnos de vacaciones a las montañas de Córdoba. Participaríamos de un campamento en un lugar llamado Diquecito y, al siguiente sábado, asistiríamos como familia a otra de las campañas de salvación y milagros que se realizaría a unos pocos kilómetros de donde nos encontrábamos. Algunas horas después de haber llegado, uno de los amigos de mi padre nos cuenta que Carlos Annacondia estaba en un hotel de la zona; y que había pedido reunirse

con los colaboradores de la campaña para orar e interceder con ellos por todo lo que iba a suceder esa noche. En pocos minutos estábamos allí orando junto con un gran número de hermanos. Durante la oración, el hermano Carlos tomó mi mano y mirándome a los ojos me regaló una sonrisa; luego continuó con la oración. Una vez finalizada la reunión de intercesión tomó su auto y nos llevó hasta el lugar donde se realizaría la campaña. Ese viaje fue una de las cosas que jamás podré olvidar. Puedo recordar cada detalle, desde escuchar al hermano orar e interceder mientras manejaba hasta ver el sol caer detrás de las hermosas montañas cordobesas. Llegamos al campo donde había miles de personas esperando por una noche más de prodigios y milagros. Y yo estaba ahí, esperando por el mío. La multitud comenzó a aplaudir al compás de los instrumentos y un mar de gente empezó a abarrotar el lugar. Esa noche miré al cielo y con mi mente le hablé al Señor: “Por favor te pido que me sanes, quiero que me uses en gran manera”. Luego de algunos minutos el evangelista invitó a aquellos que padecían de sordera. En ese momento mis padres me tomaron del brazo y comenzaron a orar por mí. Instantáneamente un fuego comenzó a arder tremendamente desde mi estómago y lentamente a subir por todo mi cuerpo, me quemaba. Entonces grité asustado: “¡Me quema, me quema, me estoy quemando!”. El fuego siguió subiendo hasta el nivel de mi cuello y cuando llegó a mis oídos sentí una explosión, como si hubiera tenido dos tapones en mis oídos que salieron violentamente. A partir de ese momento escuché normalmente como si alguien hubiera subido el volumen de mi equipo de música. Ese día me “enamoré de Dios” porque me había escuchado. Esa noche marcó mi vida para siempre. Simplemente creí que Dios me iba a sanar. Esa semana mis padres me llevaron a mi rutina de audiometría. Los doctores trajeron los reportes diciendo que mis oídos estaban perfectos y que había sido un milagro.

Al poco tiempo empecé a tener mis primeros encuentros con la música y me convertí en cantante, compositor, saxofonista y predicador, dando lo mejor de mi niñez, adolescencia y juventud al servicio del Señor. En honor a este tremendo evangelista: “Gracias, Carlos Annacondia, por haber ofrecido tu vida como un instrumento en las manos de Dios”.

Capítulo 5

Resucita tu esperanza

Lo más notable que el ser humano en estos tiempos está viviendo es la ausencia de esperanza. Sueños que por muchos años, aun desde pequeños, abrigamos en nuestro corazón, se han derrumbado, se han vuelto imposibles de realizar. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué la vida es tan distinta a lo que esperábamos? ¿Por qué tanto sufrimiento y dolor en el camino? ¿Por qué nuestros planes no funcionaron? ¿Por qué los sueños de tener una familia se han destruido y ya no existe el matrimonio ni aquella ilusión de un hogar feliz? Una y otra vez nos preguntamos por qué, por qué, por qué… ¿Quieres saber la respuesta?: porque le hemos dado la espalda a Dios. Así tan simple y sencillo. Intentamos de muchas maneras eludir al Señor. Lo quitamos de nuestras escuelas. Lo hicimos a un lado en nuestra familia. Desechamos los principios y valores que Él nos enseñó en la Biblia, su Palabra, y establecimos nuestras propias reglas de juego. Luego, cuando algo inesperado sucede, cuando los conflictos aparecen, cuando las catástrofes mundiales suceden, le preguntamos por qué. Por esto el hombre sufre, la sociedad está en crisis, la familia se desvanece y los valores cada vez más desaparecen. La respuesta de Dios es siempre la misma: “Porque me has dado la espalda”. El Señor no tiene participación en nuestra vida. Lo que Él piense o los sueños que tenga con nosotros no cuentan. No nos interesa conocer su voluntad. Y luego, cuando todo sale mal, cuando estamos a punto de perderlo todo, lo hemos malgastado, y ya no tenemos fuerzas ni sabemos qué hacer con nuestra vida, nos acordamos de Él y le reclamamos, como si fuéramos hijos con derechos.

Le dimos la espalda a Dios La Biblia, el manual de Dios para nosotros, cuenta la historia de un muchacho que nos representa como seres humanos. Está en el evangelio de Lucas: Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia”. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia. Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. Así que emprendió el viaje y se fue a su padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que empezaron a hacer fiesta. —Lucas 15:11-24

Jesús contó esta historia en forma de parábola para que podamos interpretar el real significado. Cada uno de nosotros podemos ser un hijo pródigo como el de la historia. El problema real se presenta cuando debemos reconocer que Dios existe. Porque, si Él realmente existe (y todos tenemos pruebas fehacientes de que así es, la creación misma es una de ellas) estamos, de alguna manera, obligados a someternos a su voluntad. Este es el verdadero

problema del ser humano. No queremos reconocer a Dios porque no queremos someternos a su voluntad. Queremos vivir la vida a nuestro antojo, bajo nuestras propias reglas, sin que nadie dictamine ni juzgue nuestro comportamiento. Si me complace, entonces para mí está bien. Igual que el hijo pródigo deseamos tomar los beneficios del Señor y malgastarlos lejos de la casa del Padre. Todo lo hemos malgastado La desobediencia del hombre fue justamente esa. Adán hizo exactamente lo mismo que el hijo pródigo. Desobedeció a Dios, y despreció su cuidado y protección. Escogió establecer sus propias reglas, creyendo que esta era la mejor manera de vivir la vida. El resultado lo vemos claramente cuando leemos el periódico, las revistas o vemos la televisión. Simplemente analizando el mundo en que vivimos nos daremos cuenta de si Adán acertó con la decisión de salirse de la tutela del Señor y comenzar a vivir a su antojo. El joven de la parábola se fue a vivir a una provincia apartada. Tenía dinero, era joven. Quizás pensaba algún día volver siendo un príncipe, un rey o alguien muy importante, y decirle al padre: “¿Viste cómo he triunfado en la vida? Soy importante. Por eso salí de tu tutela y no me interesaba estar bajo tu cuidado”. Pero resulta que este joven gastó todos sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando dice perdidamente se refiere a que tomó malas decisiones. Lo malgastó en fiestas, orgías, borracheras y todo lo que trae consigo la promiscuidad, drogas, alcohol. Pero, llegó el momento en que se le terminó el dinero. Y cuando este se acaba, se acaban también los amigos. Muchos estaban a su alrededor mientras hubo dinero, pero cuando llegó la necesidad, lo que parecía amistad se vio claramente que no había sido sino conveniencia: las puertas se cerraron, porque nadie quería recibir a un arruinado y fracasado.

Ya había perdido todo; no le quedaba nada. Y dice la Biblia que cuando se encontró perdido completamente, vino hambre a aquella región. Habrá pensado que tal vez era un buen momento para buscar un trabajo y poder conseguir alimento. Fue entonces a pedirle a un hacendado, y este lo mandó a cuidar cerdos. El cerdo es considerado bíblicamente un animal inmundo, o sea que, para aquellos tiempos cuidar cerdos era lo más desprestigiado que existía. Quiere decir que lo mandó al peor lugar, a donde nunca hubiese pensado ir. La parábola dice que él miraba a los cerdos comer las algarrobas, pero no podía tocar ni siquiera una porque seguramente le era prohibido y nadie le daba. ¡En qué condición tan baja y terrible llegó a estar este hombre! Dice la Biblia que cuando se dio cuenta de que estaba derrotado, frustrado, fracasado, arruinado, sin fuerzas y ya no tenía a quién acudir, volvió en sí. Se dio cuenta del error que había cometido, de su equivocación, de que había errado en su decisión. Entonces se dijo: “Volveré a la casa de mi padre. Yo sé que no tengo ningún derecho de reclamarle nada porque él me dio todo lo que me correspondía. Pero en su casa hay abundancia de pan y yo aquí perezco de hambre. Volveré a la casa de mi padre y le diré que me perdone. He pecado contra el cielo y contra él. Que me tenga siquiera como uno de sus jornaleros”. Reconoce tu error Jesús aquí nos da una clara enseñanza: la importancia de reconocer el error y el saber pedir perdón. Cuando el hijo pródigo volvió en sí, supo que tenía dos alternativas: morir de hambre o humillarse, reconocer su error y pedir perdón. No había otra opción. Pero decidió pedirle perdón a su padre. El diablo existe y es real. Yo me imagino que mientras él volvía de regreso a su casa, Satanás le diría: “Mira, no te

arrimes a tu padre porque te va a matar. No va a querer verte; va a echarte como un perro. No vayas porque no te va a recibir”. Pero este hombre volvió en sí de verdad y dijo: “Yo voy a ir a pedirle perdón a mi padre, porque él me conoce bien y sé que me ama”. ¿Qué pasaba con el padre? Esto no lo dice la Biblia, aunque me lo imagino por la actitud que tuvo cuando vio venir a su hijo a lo lejos. Pasaron los años, no sabemos cuántos porque la Biblia no lo dice, y quizás el cabello de este hombre ya tenía canas, su columna ya se habría encorvado y su vista no sería la misma de antes. Quizás le costaba ver a lo lejos, pero yo me imagino que este hombre, mañana y tarde, miraba por la ventana el camino. Ese camino por el cual un día su hijo se había ido a vivir su vida, a buscar nuevos horizontes creyendo que el mundo estaba en sus manos. Él miraba por el camino cada día esperando verlo regresar. Durante mucho tiempo hizo esto. Hasta que por fin llegó el día que tanto había anhelado. A lo lejos pudo ver una figura que venía acercándose por el camino. Era un hombre con el cabello largo, una barba desprolija, descalzo, con sus ropas rotas. Apenas lo vio supo que era su hijo amado. El que un día se había ido para conquistar el mundo, volvía arruinado y fracasado. Sin desperdiciar un segundo salió a recibirlo. Su vitalidad no era la misma que algún tiempo atrás. Los años le quitaron las fuerzas, pero eso no lo detuvo. Su amor no había envejecido. Como pudo, corrió con sus brazos abiertos y con lágrimas en los ojos al encuentro de su hijo. Y este, que llegaba, al ver a su padre salir a recibirlo de tal manera no pudo más que caer arrodillado ante sus pies, con llanto en su corazón, reconociendo que se había equivocado. Y con gran arrepentimiento, el joven hizo lo que tanto hombres como mujeres debemos hacer con nuestro Creador: pedir perdón. Las palabras de aquel hombre denotaban un sincero arrepentimiento: “Papá, he pecado contra el cielo y contra

ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. Pero el padre, que nunca se cansó de esperar y que tenía un profundo e inagotable amor por su hijo, interrumpió sus palabras con el abrazo que por muchos años había soñado darle. El perdón podía notarse en sus palabras: “Este, mi hijo amado, se había perdido y fue encontrado, había muerto y ha resucitado. Preparen fiesta. Traigan calzado para sus pies, anillo para su mano”. Eso simbolizaba el regreso a la familia; lo que él había dejado, el padre se lo estaba devolviendo. Hubo gran fiesta y alegría en esa casa porque alguien volviendo en sí reconoció sus errores y sus pecados. Nosotros somos creación de Dios, no sus hijos. Perdimos el derecho de ser hijos en el huerto del Edén. Pero ahora podemos volver a obtener ese derecho, ya no por nosotros mismos. Porque dice claramente la Biblia que “la paga del pecado es muerte”. Nuestra decisión de apartarnos del Señor nos conduce a la muerte. Pero tan grande es el amor de nuestro Padre que nos ofrece la posibilidad de devolvernos todo, lo que voluntariamente hemos rechazado, si estamos dispuestos a reconocer nuestro error. Dios ofreció a Jesucristo, su único Hijo, para que nos reconciliemos con Él. Jesús pagó por nuestros pecados, producto de malas decisiones, y saldó las deudas que teníamos con el Padre. Jesús te espera con los brazos abiertos Si eres capaz de reconocer tu error, tu pecado, Dios va a actuar de la misma manera que el padre en esta parábola. Está esperando con sus brazos abiertos para que te reconcilies con Él. Quizás me digas que a este hombre su padre le dio una fortuna en sus manos, los bienes que le correspondían, pero a vos el Señor no te dio nada. Quiero decirte que la vida que posees es un regalo, un bien que Él te ha dado

como herencia. La pregunta que debes hacerte es: ¿cómo he usado esa vida? ¿Cómo has vivido ese regalo que te dio? ¿Perdidamente y de espaldas a Dios? ¿Cómo has tratado el cuerpo que te ha dado? Los regalos de Dios son muchos. Si estás casado(a), te dio a tu esposa o a tu esposo como un bien. El matrimonio es un regalo que el Señor nos ha dado. ¿Qué hemos hecho con él? ¿Acaso lo hemos malgastado peleándonos, o separándonos o viviendo como queremos? Si no eres casado, tu papá y tu mamá son un regalo del cielo, son un bien que Dios te ha dado. Los hijos son un tesoro que Él nos ha dado para que los disfrutemos. ¿Cómo lo estamos haciendo? ¿Son más importantes los muchachos o la reunión de muchachas, el baile o el fútbol que nuestros hijos, que nuestra familia? ¿Qué valor le damos a los bienes que el Señor nos dio? ¿Cómo los hemos tratado? Seguramente, la gran mayoría los malgastamos viviendo errónea y equivocadamente. ¿Qué nos trajo eso como fruto? ¿Cuánto hace que no le dices a tu esposa que la amas, que no le regalas una flor? ¿Cuánto hace que no le das un beso a tu hijo? No importa que tenga 30 o 40 años. ¿Cuánto hace que no le preparas esa comida tan especial que le gusta a tu marido? No malgastes más los bienes, son muchos y preciosos los que Dios nos ha regalado. No arruines este cuerpo con la droga, con el alcohol, con el sexo sin límite, haciendo todo lo que la naturaleza dice que no hagas. ¿Hasta cuándo? Volvamos en nosotros. Pidamos perdón al Señor como hizo este hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Dios nos está hablando para que volvamos en nosotros, para que reflexionemos en cómo hemos vivido y en lo que malgastamos. Él está dispuesto a devolvernos los sueños que abandonamos, la esperanza que perdimos. Está dispuesto a cambiar y a revertir todas las circunstancias de nuestra vida; pero debemos volver en nosotros. El Señor

nos está esperando con los brazos abiertos. No habrá reproches; no importa lo que hayamos hecho. Una persona transformada Hace varios años fui a la cárcel de Batán, cerca de Mar del Plata, a predicar. Era la mejor cárcel en la Argentina. Había alrededor de trescientos internos. Pero uno de ellos era especial. Estaba en confinamiento solitario. Casi no veía, ni podía moverse. No sé cuántos años había estado en esa situación. Lo alimentaban pasándole la comida por debajo de la puerta porque nadie podía (ni quería) hablar con él. Era el preso más peligroso de toda la Argentina. Su prontuario era inmenso. Era violador, asesino y cuantas cosas terribles puedas imaginarte. No podía tener contacto con nadie de tan peligroso que era. Era tal el grado de maldad de ese hombre que su cuerpo se había paralizado porque no tenía a nadie a quien lastimar. El día que fui a predicar, excepcionalmente lo sacaron de su celda y, con dos guardias a cada lado custodiándolo, lo trajeron a donde yo estaba para que escuchara el mensaje de Jesús. Inmediatamente luego de finalizar la reunión lo devolvieron a su celda. No supe más de él. Algunos años después recibí en el escritorio de mi oficina una carta. En ella este hombre confinado a una celda inmunda, totalmente aislada, sin contacto con el mundo exterior ni con ninguna otra persona de la cárcel, me contaba su testimonio. “El día que usted vino a predicar, fue la primera vez que escuché que alguien me amaba y que podía transformar mi vida. Cuando me devolvieron a mi celda lo único que pude decir fue esta sencilla oración: ‘Jesús, si existes, yo quisiera cambiar y ser diferente’. En ese momento toda mi habitación se iluminó y sentí una voz que me decía: ‘Yo soy Jesús y vengo a sanarte para que cuentes las maravillas que voy a hacer contigo’. Inmediatamente esa luz se posó sobre mí y al momento recibí la vista, mis huesos

comenzaron a fortalecerse y comencé a caminar. Ese día Dios me hizo una nueva persona”. Me contó también que pasó tres días gritando en la celda para que alguien le prestara atención. ¡Jesús lo había visitado, su vida había cambiado y era otra persona! Le abrieron la celda y pidió que lo llevaran a hablar con el director del penal. Acompañado por cinco guardias que lo rodeaban contó su testimonio. El director del penal comenzó a llorar. Podía notar claramente por la expresión de su rostro que había sido transformado, era otra persona. ¡El Hijo del Dios viviente, Jesús de Nazaret lo había sanado, había transformado su vida, y le dio un motivo para seguir viviendo! Después de esto, el director decidió darle una hora todos los días en la radio del penal para que hablara de Jesucristo a los internos. Volvió en sí, y el Padre lo recibió y le devolvió la vida que había perdido. En su carta me contaba que cuando saliera de la cárcel iría a predicarle el Evangelio y a contarle las maravillas de Dios a todo el mundo. Vuelve en ti No sigas sufriendo; no te encuentres perdido, desorientado. Hay esperanza. Tus sueños pueden ser reales. No sigas malgastando tu futuro arruinando este regalo de la vida. Cuando nos volvemos al Padre y le pedimos perdón, Él nos perdona. Lo que más le cuesta al hombre es reconocer que se ha equivocado, que es responsable de su propio dolor. Si te arrepientes y reconoces tu error, Dios va a cambiar tu vida y todo comenzará de nuevo. Vas a recuperar lo que perdiste. Tu hogar se convertirá en un bálsamo, en un paraíso donde el Señor quiere que habites en paz y armonía. Jesús resucita la ilusión, la esperanza, y revive los

sueños que parecen imposibles. Porque la Palabra nos enseña que para Dios no hay nada imposible. Vuelve en ti. La historia del hijo pródigo Durante la campaña en Gran Bourg, se habló de perdón, del hijo pródigo, que había dejado la casa de su Padre, que regresaba y era recibido con amor y sin reproches. Entre la multitud había cientos que lloraban a gran voz arrepentidos, deseando reconciliarse con Jesús, unos de pie, otros postrados. Era estremecedor oírlos gritar confesando sus faltas, perdonar y siendo perdonados. De pronto una decena de camilleros se abrieron paso intentando trasladar a una mujer que lloraba desconsoladamente y al escucharla supimos que tenía sobrados motivos para hacerlo. Ella dijo vivir hacía meses en la calles, no tenía un hogar. Su esposo la había abandonado y tenía cuatro niños por criar. Era tal su determinación por llegar a la cruzada que al enterarse mediante un cartel pidió trabajar en una casa dejando solos a los pequeños, poniéndolos en riesgo para obtener algo de dinero para pagar los pasajes. Un hombre la empleó por cinco días y ella estaba feliz de tener al menos un provisorio sustento. Corrió a la estación de tren con sus hijos a sacar los boletos y en la ventanilla un hombre, con una mueca de dolor, le dijo que el billete con el que abonaba era falso. Angustiada comenzó a caminar sin rumbo, casi cuarenta cuadras con los niños. El chofer del colectivo que la traería hasta la campaña la dejó subir sin cargo y así, casi sin aliento, lograron llegar al lugar. Esa noche hacía calor y ella hacía meses que no se bañaba, su piel estaba curtida por los fríos del invierno, sus cabellos eran como una madeja enredada, su cuerpo estaba cubierto de tumores porque padecía leucemia. Pero nada de esto era lo que la había impulsado a venir. Ella contó que su hijo menor estaba internado en la ciudad de La Plata y que aguardaba un transplante cardíaco. Hacía un mes

que no lo veía porque no tenía dinero para comprar el pasaje y temía no volver a verlo, porque el corazón estaba debilitado y el órgano para transplantar no llegaba. Era tal su impotencia que confesó estar todo el tiempo pensando de qué modo matar a sus hijos y a ella misma para acabar con tanto dolor. Cuando el evangelista Carlos Annacondia se acercó, ella le susurró al oído y entre llantos su dolor por algunos minutos. Al orar por ella se sacudía estremeciéndose y dando gritos prolongados de dolor y profundos suspiros de libertad. Al abrir sus ojos dijo sentirse libre y con paz, hasta sonreía. Al siguiente día, luego de las alabanzas, cuando invitaron a los presentes a contar los milagros que Jesús había hecho, la corpulenta mujer corrió sin dudarlo, derribando a su paso a algunos colaboradores y entre lágrimas y risas dejó oír su relato de cómo Cristo había comenzado a bendecirla en el mismo instante en que se retiraba de la cruzada la noche anterior. Contó sollozando el hambre de días que sentían sus hijos y cómo un hombre que se encontraba en el estacionamiento salió a su encuentro de entre los vehículos. Se acercó a ella y le dio bolsas de alimentos. Siendo muy tarde ya, cargando las bolsas y a sus niños buscaba un refugio precario donde pasar la noche y una mujer que conocía, pero no veía hacía muchos años, le ofreció ocupar una casa que tenía vacía. Atónita por el milagro ocurrido se acomodó con sus hijos en la casa y de inmediato notó que había un teléfono. Sin dudarlo, llamó al hospital donde su hijo agonizaba. Nadie sabía nada de él pero le pidieron que dejara su número telefónico o que se comunicara nuevamente en la mañana. Esa noche durmieron en una cama suave y tibia hasta que, muy temprano, el sonido del teléfono la despertó. Un médico del hospital la llamaba casi avergonzado para decirle que el diagnóstico del niño había cambiado y que no podían ocupar una cama del hospital con un niño sano, que debía retirarlo. Ella le explicó que no tenía recursos para ir, a lo que el médico respondió: “Una ambulancia lo trasladará de

inmediato hacia su casa”. Eufórica preparó el desayuno. Se sentaron en torno a la mesa y vio los pequeños rostros felices de sus hijos. Se tomaron de las manos y dieron las gracias a Dios. Al finalizar, su hija mayor le dijo que su cara había cambiado y que el color de su piel se veía “diferente”. Para comprobarlo fue hasta un espejo y notó que sus mejillas estaban rosadas. Revisó su cuerpo y ya no había manchas ni tumores. Toda la gracia y la misericordia de Jesús se habían hecho reales en esta familia. Al contar su testimonio agitaba sus brazos como alentando a la multitud. En respuesta a tanto gozo y contemplando un milagro viviente los aplausos eran interminables. Su rostro brillaba y su aspecto era irreconocible, estaba aseada y peinada. Y como en aquella historia del hijo pródigo, Cristo le había devuelto en un solo día todo lo que había perdido. Ella gritaba de alegría: ¡había regresado a la casa de su Padre, se había reconciliado con Él y ahora le habían sido restituidas todas las cosas! ¡Toda la gloria y honra al Dios Vivo!

Conclusión

Una nueva oportunidad Qué alegría da saber que Jesús quiere y puede hacer milagros. Nada hay imposible para Él. La Biblia nos enseña esta verdad en Lucas 1:37: “Porque para Dios no hay nada imposible”. Sabiendo que tenemos un Dios que no conoce imposibles podemos llenarnos de esperanza, nuestras necesidades están suplidas en Él. Diferentes pasajes bíblicos nos enseñan esta verdad y nos animan a creer en nuestro milagro. Vemos en el Salmo 103:3: “Él perdona todos tus pecados y sana todas tus dolencias”. En Jesús tenemos esperanza de salvación y sanidad. La Biblia nos enseña que cuando el Señor murió por nosotros en la cruz del Calvario, en su sufrimiento estaba pagando también por nuestro milagro. Dice en Isaías 53:5: “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados”. ¡Aleluya! ¡Jesús planeó un milagro para nuestras vidas! Teniendo esta certeza y seguridad es que debemos creer en nuestro milagro. Pero no es suficiente con saber que Cristo puede y quiere sanarme y creer en ello; sino que, como hemos visto en diferentes momentos del libro, es necesario, para disfrutar de aquello que Él ya preparó para nosotros, que podamos vivir una vida aferrados a Él lejos del pecado y de todas sus propuestas. Qué bueno es entender que Jesús no solo quiere sanarnos, sino que su deseo es cambiarnos y transformarnos; darnos una nueva y eterna vida en Él. Allí es donde encontramos regalos maravillosos como la sanidad para nuestros cuerpos, la libertad, la restauración.

El desafío sigue siendo: vuélvete a Cristo que en Él está todo lo que necesitas. Sí, aun el milagro para tu cuerpo, para tu alma. Muchas veces, saber que Jesús hace milagros nos tienta a convertirlo en nuestro amuleto que nos ayude a salir del dolor que nos toca vivir, a superar la enfermedad que no tiene cura. Debemos comprender que Él sigue siendo Dios, y es a quien nosotros debemos rendirnos para que gobierne y dirija nuestra vida. Y es ese mismo Dios, que tanto nos ama, que nos ha prometido el milagro para nuestra vida. La Biblia nos cuenta que Jesús siendo hombre realizó muchísimos milagros a favor de los enfermos, Mateo 14:14: “Cuando Jesús desembarcó y vio a tanta gente, tuvo compasión de ellos y sanó a los que estaban enfermos”. Él se ocupó de los enfermos y los doloridos. La buena noticia para nosotros hoy es que no ha cambiado y sigue mirándonos, amándonos y disponiéndose a sanar nuestras enfermedades. Dice la Biblia en Hebreos 13:8: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos”. Por la confianza que tenemos en Él y su Palabra es que puedo decirte: ¡recibe hoy tu milagro!

Oración

Si has comprendido que necesitas rendir tu vida a Dios y comenzar a caminar en su voluntad, haz la siguiente oración: Jesús, te entrego mi vida entera, sé el Señor de mi vida. Te pido perdón por todos mis pecados al mismo tiempo que perdono a todos aquellos que me han dañado. Me declaro libre en el nombre de Jesús de toda cadena y atadura del pasado en mi vida. Ahora confieso que creo en ti y clamo por un milagro para mi vida. Me declaro sano/a en el nombre de Jesús. Te doy muchas gracias por escucharme y por saber que puedo confiar en vos.

¡Toca el manto de Jesús y recibe hoy su milagro!

Bonus track

Extracto del libro: Humillados Carlos Annacondia El secreto del avivamiento Un día me encontré con Esteban Hill y su esposa,3 quienes me relataron una experiencia vivida en una de nuestras cruzadas en la Argentina. El matrimonio Hill había viajado como misionero a nuestro país, y uno de sus objetivos era visitar una campaña evangelística, porque había llegado hasta sus oídos el comentario del gran mover de Dios, y querían conocer el porqué de aquellas asombrosas conversiones, milagros y liberaciones. Así fue que se acercaron una noche a la campaña. Mientras estaban entre la multitud (y sin haber conversado con nadie acerca de aquella inquietud que los movía), se les acercó un individuo desconocido. Sin preámbulos ni presentación, les hizo la siguiente pregunta: —¿Quieren conocer el fundamento de esta victoria espiritual? —Sí —fue su inmediata respuesta. El desconocido los guió entre la multitud, abriéndose paso hasta llegar detrás de la plataforma donde se estaba dando el mensaje de Jesucristo. Allí debajo se encontraban cientos de personas que llevaban muchas horas de intercesión profunda, orando, llorando, clamando y gimiendo junto a María, mi esposa, que los acompañaba. Al ver esto, el individuo, al cual nunca más volverían a ver, les dijo: —He aquí el secreto.

Desde el principio de nuestro ministerio, Dios nos mostró que la oración y la intercesión profunda eran parte vital de la victoria espiritual que Él nos daría. Al oír este relato, el Señor volvió a confirmarme esta preciosa verdad. Mucho se ha hablado acerca de la oración. Sabemos, además, que hay variadas maneras de orar y distintos tipos de oración, pero yo quiero hablarte acerca de la intercesión. La intercesión nace en el mismísimo altar de Dios, cuando hay un corazón que sufre por los perdidos, por ver al mundo caminar hacia la perdición, sin esperanzas. Si miramos en la Palabra del Señor, encontramos enseñanzas acerca de lo que es la verdadera intercesión. Levítico 6:12-13 nos dice: Mientras tanto, el fuego se mantendrá encendido sobre el altar; no deberá apagarse. Cada mañana el sacerdote pondrá más leña sobre el altar, y encima de este colocará el holocausto para quemar en él la grasa del sacrificio de comunión. El fuego sobre el altar no deberá apagarse nunca; siempre deberá estar encendido.

El fuego arderá continuamente La obligación del sacerdote era mantener siempre la llama encendida; debía poner leña en el altar “cada mañana”. Hay un altar encendido —el altar personal—, donde aquellos que oramos le pedimos a Dios por nosotros, por nuestra familia, por el país, por el gobierno, por la Iglesia, por los que sufren. La misma figura es válida para nuestras vidas en la actualidad, a pesar de que nuestro sacerdocio ya no es como en el Antiguo Testamento. Cada mañana debemos reavivar el fuego del altar. Si dejamos que se apague, estaremos fallando en el principio que el Señor nos enseña. Debemos mantener nuestro altar, nuestra devoción a Él encendida. No podemos dejarlo apagar bajo ningún concepto. Muchas veces, el apuro y las numerosas actividades hacen que nuestro tiempo de oración sea casi una obligación: “Señor, bendíceme en este día. Guarda mi vida,

mi familia… Amén”. Dios nos demanda otra cosa. Mantener el fuego encendido implica algo más de trabajo que solo acercarnos al altar. Es sabido que el fuego es uno de los principales elementos que combaten las impurezas, los gérmenes y los microorganismos nocivos para la salud. “El fuego lo mata todo”, dicen por ahí. Lo mismo ocurre con el fuego del altar: lo quema todo. Cuando nos encontramos frente al altar, ante el fuego encendido, el Señor se encarga de quemar todas nuestras impurezas. Dios busca hombres y mujeres que se pongan de rodillas frente a Él, velando no solo por sus necesidades, sino intercediendo por aquellos que sufren. Cuando lo hacemos, nuestra oración llega hasta el mismo trono del Señor. Al inclinar nuestra vida ante Él, debemos procurar introducirnos a su presencia, llegar hasta su misma corte. Allí, donde todo el ejército de los cielos día y noche le adora; donde hay ángeles, arcángeles, querubines, serafines y ancianos. Junto a ellos, debemos arrojarnos a los pies de Jesús. Si en nuestro corazón entendemos que hemos llegado a ese lugar, difícilmente podremos contener las lágrimas y la emoción; sabremos con certeza que Él nos está escuchando. Dios busca sacerdotes El Señor nos ha levantado como reyes y sacerdotes. Conocemos muy bien nuestras funciones como reyes, los privilegios que podemos disfrutar, los beneficios y las promesas con las que contamos por gozar de esa función. Pero no es lo único que se menciona en Apocalipsis 1:6; también hay un sacerdocio. El pasaje dice que “… ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes al servicio de Dios su Padre”. Fácil es hacer nuestra la realidad de que reinamos con el Señor Jesús, que nos ha puesto por cabeza, que podemos tomar todas las riquezas y bendiciones de su Reino. Pero lo que el Señor busca en estos tiempos es

sacerdotes. Aquellos que estén dispuestos no solo a gozar de las riquezas, sino a sacrificarse por los otros; a quedarse sin el aplauso, porque nadie verá lo que están haciendo; o a perder la voz de tanto gritar diciéndole a Satanás que suelte las almas que tiene atrapadas. Ambas son nuestras tareas, funciones, privilegios y responsabilidades. Somos reyes (y muchos procuran serlo), pero también somos sacerdotes. ¿Y cuál es la función del sacerdote? Muy simple, el sacerdote es aquel que se interpone entre Dios y el hombre, haciéndose cargo de los pecados del pueblo. Ezequiel 22:30 lo explica así: “Yo he buscado entre ellos a alguien que se interponga entre mi pueblo y yo, y saque la cara por él para que yo no lo destruya. ¡Y no lo he hallado!”. El Señor busca hombres y mujeres valientes que quieran exponerse delante de Él, y no solamente gozar de sus bendiciones. En las Escrituras tenemos muchos ejemplos de verdaderos sacerdotes. Encontramos un Moisés que, en repetidas ocasiones, se presentaba ante Dios para reclamar por su pueblo: Moisés se volvió al Señor y le dijo: —¡Ay, Señor! ¿Por qué tratas tan mal a este pueblo? ¿Para esto me enviaste? Desde que me presenté ante el faraón y le hablé en tu nombre, no ha hecho más que maltratar a este pueblo, que es tu pueblo. ¡Y tú no has hecho nada para librarlo! —Éxodo 5:22 Volvió entonces Moisés para hablar con el Señor, y le dijo: —¡Qué pecado tan grande ha cometido este pueblo al hacerse dioses de oro! Sin embargo, yo te ruego que les perdones su pecado. Pero, si no vas a perdonarlos, ¡bórrame del libro que has escrito! —Éxodo 32:31-32 El pueblo se acercó entonces a Moisés, y le dijo: —Hemos pecado al hablar contra el Señor y contra ti. Ruégale al Señor que nos quite esas serpientes. Moisés intercedió por el pueblo. —Números 21:7

Cuando el pueblo sufría hambre, Moisés clamaba a Dios. Cuando el pueblo tenía sed, él intercedía delante de Dios. Siempre que los israelitas se veían en aprietos y sufriendo, allí estaba Moisés cargando con todos los reclamos del pueblo, haciéndose responsable por ellos frente al Señor. Daniel fue otro fiel sacerdote para Dios. Sin haber cometido los pecados del pueblo, los hizo propios al clamar en ayuno, lloro y ceniza por su perdón. Entonces me puse a orar y a dirigir mis súplicas al Señor mi Dios. Además de orar, ayuné y me vestí de luto y me senté sobre cenizas. Esta fue la oración y confesión que le hice: “Señor, Dios grande y terrible, que cumples tu pacto de fidelidad con los que te aman y obedecen tus mandamientos: Hemos pecado y hecho lo malo; hemos sido malvados y rebeldes; nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus leyes (...) Aparta tu ira y tu furor de Jerusalén, como corresponde a tus actos de justicia. Ella es tu ciudad y tu monte santo. Por nuestros pecados, y por la iniquidad de nuestros antepasados, Jerusalén y tu pueblo son objeto de burla de cuantos nos rodean. Y ahora, Dios y Señor nuestro, escucha las oraciones y súplicas de este siervo tuyo. Haz honor a tu nombre y mira con amor a tu santuario, que ha quedado desolado”. —Daniel 9:3-5,16-17

Y podríamos hablar de tantos otros como Abraham, Débora, Jeremías, Joel, Elías y más, quienes no hicieron a un lado su función de sacerdotes, sino que se pusieron en la brecha, delante del Señor, para clamar por otros. La oración que agrada a Dios Jesús a través de una parábola quiso enseñarnos que, aunque existen muchas maneras de orar, solo una oración llega al corazón de Dios. Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro, recaudador de impuestos. El fariseo se puso a orar consigo mismo: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni mucho menos como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo”. En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a

cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”. Les digo que este, y no aquel, volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido… —Lucas 18:10-14

La oración es más que presentarnos ante el Señor para realizar peticiones de manera despreocupada, indiferente. Es derramar nuestra alma con llanto, sabiendo que nada somos delante de Él. Como aquel publicano que lo único que podía hacer era llorar y golpear su pecho, clamando por perdón. Una oración intensa, profunda, nacida del corazón, es la que recibe respuesta de parte de Dios. Muchas veces nuestra oración es una sucesión de palabras, algo que brota de la mente. Pero la intercesión profunda solo podremos experimentarla cuando hayamos visto el sufrimiento por el cual estamos pidiendo. ¿Cómo puedo orar por un drogadicto si nunca vi a uno morir en un hospital, o nunca sentí a una madre llorar pidiendo desesperadamente ayuda por su hijo? Sabemos que cuando la droga entra en un hogar destruye no solo a aquel que está preso por las cadenas de la adicción, sino que el dolor y el sufrimiento acaban también con los que lo rodean, con toda la familia. No puedo interceder verdaderamente por un hombre preso del alcohol hasta que no conozca o haya visto la violencia que existe en un hogar cuando alguien es alcohólico. Toda la familia padece violencia, agresión y dolor, al ver la degradación de su ser amado. Cuando oro por los matrimonios, por las familias, lo primero que viene a mi mente es aquello que he visto cientos de veces en las campañas: niños llorando, tirando de mis pantalones, pidiéndome que ore para que mamá o papá vuelvan a casa, para que tengan nuevamente una familia. Entonces sé por qué pedir, cómo orar, cómo interceder. No me es difícil gemir, porque estoy viendo el efecto que produce un matrimonio destruido. Lo mismo

siento cuando entro a un hospital y me acerco a una camilla a orar por un enfermo. No nos será posible interceder si en nuestros oídos no sentimos ese grito de dolor, el alarido desgarrador de aquel que sufre, si no podemos ver sus caras agonizando, esperando solo la muerte; personas que están en agonía, gritando de dolor por la enfermedad, pidiéndonos ayuda. Si estás dispuesto a interceder, prepárate una toalla bien grande porque la vas a empapar con lágrimas. Cuando sintamos el dolor y suframos por ello, no podremos menos que clamar con llantos y gemidos. La Palabra dice: “El que con lágrimas siembra, con regocijo cosecha” (Salmo 126:5). Algunos piensan que el secreto está en el tiempo invertido en la oración. Pero la cantidad de horas repitiendo palabras no es lo importante, sino cómo se realiza esa oración. Yo valoro más una o dos horas de oración con intensidad, con gemidos, con lágrimas, que ocho o diez de una oración que al final nadie soporta. El mundo gime, ¿a quién enviaré? Fue en tiempos de intercesión cuando Dios me mostró una visión: Veía ante mí un globo terráqueo, de aspecto gelatinoso, que latía como un corazón. Desde el interior de ese “pequeño mundo” salían alaridos, gritos de terror, de pánico, de dolor, de desesperación; gritos de alguien que era violado o que estaba muriendo; clamor y alaridos de todo tipo y calibre. En medio de todo esto, oí una voz que me dijo: “El mundo gime, ¿a quién enviaré?”. Tres veces consecutivas escuché la misma voz y el mismo llamado. Recuerdo que en ese momento, luego de escuchar por tercera vez esa pregunta, dije: “Señor, envíame a mí, yo iré”. Por supuesto, no me imaginaba lo que iba a pasar posteriormente. Simplemente dije: “Señor, envíame a mí”. Dios sigue con esa misma expectativa, buscando gente que esté dispuesta a sacrificar su tiempo, no solo para

predicar el Evangelio, sino para interceder, gemir, clamar, llorar por aquellos que están en necesidad. La Biblia enseña que Jesús mismo, al elevar sus oraciones al Padre, lo hacía de esta manera: “En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión” (Hebreos 5:7). Tomemos como sumo ejemplo a nuestro Salvador y comencemos a orar, clamar, gemir, llorar con gran clamor y lágrimas por aquellos que se pierden.4 No dejemos pasar un solo día sin que esto sea una realidad en nuestras vidas. Esteban y Jerry Hill fueron misioneros en el sur de la Argentina por varios años. Cuando regresaron a su país, el Espíritu Santo los usó para derramar un avivamiento que, desde Pensacola, Estados Unidos, recorrió el resto del mundo. Clamor: grito fuerte o lastimero, que se profiere con vigor y esfuerzo. Voz lastimosa. Ruego. Súplica: petición hecha con el fin de alcanzar lo que se pide.

Sobre el autor

Carlos Alberto Annacondia es argentino, nacido en la ciudad de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires. Está casado con María, junto a la cual ha formado una familia, a la fecha compuesta de sus nueve hijos y quince nietos. El 19 de mayo de 1979 entregó su vida a Jesús y, a partir de ese momento, una pasión por predicar el Evangelio cautivó su corazón hasta el día de hoy. Al poco tiempo de haber entregado su vida a Cristo, en el año 1981, comenzó su ministerio como evangelista, predicando el mensaje de Jesucristo en los lugares más carenciados del Gran Buenos Aires. Al día de hoy, ha recorrido muchos países llevando el mensaje que transformó su vida y su familia. Es autor del libro Humillados y El camino hacia la libertad, publicados por esta editorial.

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